Muerte y Vida de Superman - Roger Stern
Muerte y Vida de Superman - Roger Stern
Aquí llega por vez primera la historia que condujo a la apocalíptica batalla
con Juicio Final y los oscuros días que siguieron al funeral de Superman,
cuando el mundo entero se paralizó; y que trata de las misteriosas
apariciones de Superman en Metrópolis; y del destino de Clark Kent, Lois
Lane, mamá y papá Kent, la Liga de la Justicia América y todos los que
estuvieron involucrados en este magnífico drama. También se halla aquí la
verdad sobre los cuatro superseres que aparecieron simultáneamente en la
ciudad poco después de la muerte del Hombre de Acero para anunciar el
Reino de los Superhombres, proclamando cada uno de ellos ser el auténtico
último hijo de Krypton. Con material nunca antes publicado y tras explorar la
historia de la batalla de Superman con Juicio Final, su muerte y su retorno a
la vida en la Tierra con mayor detalle y profundidad del que sería posible en
cualquier otra forma, Muerte y vida de Superman ofrece la exclusiva de una
perspectiva intimista del personaje, la leyenda y la historia del cómic de la
década.
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Roger Stern
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Título original: The Death and Life of Superman
Roger Stern, 1994
Traducción: Gemma Moral
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A mi madre y mi padre,
que me animaron en todo…
A David Purvis,
extraordinario profesor,
que me animó a escribir y a pensar…
A Charles Kochman y Carmela Merlo,
que no dejaron nunca de decirme
que podía hacerlo…
A Jerry Siegel y Joe Shuster,
que crearon una leyenda…
Y a George Reeves,
que fue el primero en hacerme creer
que un hombre podía volar…
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RESEÑA
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AGRADECIMIENTOS
Antes de empezar, hay una cosa que deberían saber sobre este libro. No lo he escrito
yo solo. La historia que contienen estas páginas fue publicada por vez primera en
cuarenta libros de cómics de la DC Comics desde el otoño de 1992 al verano de 1993.
Representa un bonito esfuerzo colectivo por parte de las casi dos docenas de
creadores de cómics que se encargan de que un nuevo número de la inacabable
historia de Superman aparezca en los quioscos y librerías de todo el mundo
prácticamente cada semana. Durante más de media década, un servidor ha tenido el
privilegio de formar parte de ese superequipo. Puedo decir con toda sinceridad que
sería difícil encontrar un grupo de hombres y mujeres más chiflado y locamente
creativo. Sus nombres aparecen en la página anterior y no tengo palabras para
expresar lo mucho que este libro les debe a todos ellos. Sin sus buenos oficios la
historia que están a punto de leer no existiría. Pero la colaboración que produjo como
resultado Muerte y vida de Superman no se limita únicamente al actual equipo
Superman. La personalidad del superhéroe ha sido formada y ha estado influida por
seis décadas de material de diversos medios de comunicación. Todo empezó en los
cómics con el genio de Jerry Siegel y Joe Shuster, quienes crearon a Superman y
dieron a una industria novedosa su mayor estrella. Prosiguió con el trabajo de Joe
Simón y Jack Kirby, que trabajaron juntos para crear al Guardián y a la Legión de
Nuevos Chicos… con la colaboración de Julius Schwartz, Gardner Fox y Mike
Sekowsky, que dieron vida a la Liga de la Justicia y nos proporcionaron nuevos
héroes cuando los necesitábamos tan desesperadamente… y con el trabajo de Wayne
Boring, Curt Swan, Murphy Anderson, Edmond Hamilton, Otto Binder, Dennis
O’Neil y tantos otros que contribuyeron a forjar la leyenda de Superman. Una
leyenda que, me alegra decirlo, sigue creciendo. En 1986 mi buen amigo John Byrne
volvió a la esencia y, en tanto que escritor y artista a un tiempo, lanzó la segunda
cincuentena de Superman con la miniserie del Hombre de Acero. El trabajo de John
sentó una sólida base para toda la familia Superman de títulos de cómics y ha ejercido
una gran influencia sobre esta novela. Como niño que se crió en los años cincuenta,
debo mencionar también las contribuciones de George Reeves, Noel Neill, Phyllis
Coates, Jack Larson, John Hamilton y Robert Shayne. Las imágenes y las voces de
estas personas, que formaron el reparto original de la serie televisiva Las aventuras
de Superman, me acompañarán siempre en el recuerdo. Han sido y siguen siendo una
fuente constante de inspiración siempre que me siento ante el teclado para poner
palabras en las bocas de Superman y sus amigos. Al escribir este libro también he
llegado a crear una pequeña red de personas que me han proporcionado consejos y
apoyo inestimables. Así pues, gracias al auténtico Mark Spadolini, que
generosamente compartió conmigo los conocimientos adquiridos como asistente
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sanitario…, a Christie Walt Davenport, por su experta asesoría médica, y a Joe
Davenport, por su asesoramiento en cuestiones geológicas. Gracias a mis consejeros
en temas militares, la antigua contramaestre de segunda clase, Lou Ann Batts, y al
sargento del ejército en la reserva, William Val Kone… a Richard «Scratch».
Lauterwasser por prestarme verosimilitud tecnológica y su apoyo constructivo… y a
Joseph Collins Edkin, que me prestó su tiempo, su oficina y su ordenador, y que en
ocasiones dio de comer a compañeros escritores que de lo contrario se hubieran
olvidado de hacerlo. Gracias a Curtis King, de DC Comics, y a Ari Kissiloff y a la
gente de Public Communications, Inc., Nueva York, por su apoyo logístico
informático. Y gracias a mi corrector de pruebas, Zoé Kharpertian, que ha dedicado
increíbles y prolongados esfuerzos, bajo la presión de las fechas límite, a descifrar mi
letra y corregir mis errores de ortografía. Debo darle las gracias especialmente a Mike
Carlin, mi editor de cómics desde hace muchos años y que sugirió mi nombre como
posible autor de este libro. Como editor de la línea de cómics de Superman, Mike ha
demostrado fortaleza y paciencia poco habituales. Sin sus consejos, las historias que
dieron lugar a esta novela no hubieran ocurrido jamás. Mike ha sido amigo al tiempo
que editor. Espero seguir siendo siempre digno de su confianza. Además, tengo una
gran deuda con toda la gente de DC Comics y Bantam Books, que han trabajado
duramente en la sombra para producir este libro. Finalmente, hay dos personas que,
más que ninguna otra, son responsables de que saliera vivo y sin cicatrices del
proceso de creación de la novela. La primera es el editor, Charles Kochman. Tanto en
persona como al teléfono, Charlie me ha proporcionado una clara guía (si no siempre
el estilo), así como un maravilloso y campechano sentido del humor que nos ha
ayudado a ambos durante el difícil proceso de crear una novela. Escribir este libro ha
sido una experiencia de aprendizaje constante y Charlie ha sido un profesor
sumamente generoso. Me quito el sombrero ante él. La segunda es mi esposa,
Carmela Merlo. Carmela ha ordenado mis notas, ha seguido el hilo de ideas generales
y cronologías, ha corregido mis primeros borradores, encontrando problemas y
propuesto soluciones, y ha sugerido escenas y diálogos. Ella ha comprobado mis
conocimientos, ha llevado a cabo investigaciones y ha sostenido mi mano (a menudo
literalmente) durante mi batalla con esta mi primera novela. Corrijo, nuestra primera
novela. No podría haber hecho todo esto sin el amor y la ayuda de Carmela. Ha sido
mi fuerza y mi inspiración, y después de once años de matrimonio todavía se ríe de
mis chistes. Así que, como pueden ver, realmente he tenido mucha ayuda para
escribir este libro. Espero que disfruten con el resultado.
ROGER STERN
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PRIMERA PARTE
JUICIO FINAL
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PRÓLOGO
El lugar en el que despertó estaba oscuro como boca de lobo y lleno de aire viciado.
La Criatura trató de flexionar sus rígidos músculos y descubrió que no podía
moverse. La Criatura estaba fuertemente atada y tenía el rostro tapado. Ambos brazos
estaban apresados a su espalda y tenía los pies esposados. Incluso le resultaba difícil
llenar y vaciar de aire el enorme pecho. La rabia empezó a crecer dentro de ella.
Desde las profundidades de su gigantesco pecho, un gruñido ronco y ahogado fue
aumentando hasta convertirse en un aullido poderoso y desafiante. El sonido que le
devolvió el eco pareció sugerirle que estaba encerrada en un lugar pequeño, una
habitación con paredes metálicas. ¿Quién la había encerrado? ¿Dónde estaba y cuánto
tiempo llevaba allí? No lo sabía, ni le interesaba. Todo lo que importaba era que debía
ser libre. La Criatura empezó a revolverse salvajemente y las ataduras que la
sujetaban empezaron a crujir bajo la tensión. Sería libre… ¡ah, sí! Era sólo cuestión
de tiempo…
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El sol aún no había despejado la niebla matutina del puerto de Metrópolis, pero era
evidente que iba a ser un hermoso día. Había un leve indicio de brisa en el aire y el
cielo iba formando una cúpula de color azul brillante sobre los rascacielos de la
ciudad. La corpulenta figura de Henry Johnson bajó hasta la alta estructura de acero
de lo que pronto se convertiría en el quincuagésimo tercer piso del Newtown Plaza y
se sentó mirando las calles de Metrópolis, semejantes a cañones. El humor del
corpulento fundidor no era precisamente alegre. Contempló las torres
resplandecientes que tenía ante sí y se preguntó si merecía vivir.
«Sería tan fácil —pensó—, sólo hay que saltar y caer. Todo el mundo diría que
fue un accidente y no habría nadie que echara de menos a otro negro soltero.
Probablemente no le dedicarían más que una pequeña mención en las noticias de la
noche. ¿Cuánto duraría? Cincuenta y tres pisos… tres metros y medio por piso…
aceleración de nueve coma setenta y cinco metros por segundo. —En la cabeza
zumbaba la ecuación matemática—. Una sombra durante seis segundos. —Frunció el
entrecejo al darse cuenta de la facilidad con que había realizado el cálculo—.
«Siempre fuiste demasiado listo para tu propio bien —le dijo la voz interior—.
Recuerda que ya no eres ingeniero…».
Aquél era un Henry diferente. Ya no eres ingeniero de armamento. Ahora trabajas
en la construcción, no en la destrucción». Henry se quitó el casco para secarse la
frente, furioso consigo mismo. Cuando asía el cable para volver a izarse, oyó gritar a
alguien un piso por encima de él. Pete Skywalker había tropezado y había caído. Sin
pensárselo dos veces, Henry saltó de la viga sin soltarse del cable y agarró a Pete por
el cinturón. El cable de hebras metálicas, de dos centímetros y medio de grosor, se
clavó en la mano de Henry ya que soportaba el peso de dos hombres, pero Henry no
lo soltó. Durante unos instantes, ambos quedaron suspendidos en el aire con la ciudad
entera a sus pies. Luego se balancearon y quedaron colgados sobre la plataforma de
un piso terminado. Henry dejó caer al gran iroqués en lugar seguro, pero su muñeca
se había enredado en el cable. Su oscilación pendular le llevó de vuelta al espacio.
Entonces el cable se soltó. En el segundo en que se inició su caída, Henry supo con
seguridad que era hombre muerto, y se lamentó, menos por sí mismo que por las
personas a las que había causado daño en su vida.
«Lo siento, abuela… Abuelo. Ojalá hubiera podido deciros cuánto lo siento…».
De repente ya no estaba solo. Al nivel del quincuagésimo piso, Henry notó una
sacudida cuando un poderoso brazo le alcanzó y le agarró por la muñeca con una
mano tan fuerte como el acero. Oyó una voz tranquila y segura de sí.
—¡No se preocupe, ya lo tengo! —Durante unos espantosos segundos, la caída
continuó y Henry sintió un nudo en el estómago. «¡No! He arrastrado a otro hombre
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conmigo». Pero entonces el aire dejó de ser cortante y al llegar al cuadragesimosexto
piso se detuvo la caída. Suspendido en el aire, Henry giró la cabeza para mirar a su
salvador. Era un hombre corpulento, tan alto como Johnson e iba embutido en un
atuendo azul oscuro que parecía una segunda piel. Sobre el pecho llevaba un escudo
pentagonal rojo y amarillo, y del cuello salía una brillante capa roja ondulante. Su
mandíbula era fuerte y amplia y un rizo rebelde de cabellos negros le caía sobre la
frente.
—¡Superman! —Henry se atragantó con el nombre. Superman le devolvió la
sonrisa.
—Relájese. ¡Pronto estará bien! —Antes de que Henry pudiera volver a respirar,
Superman se balanceó sin esfuerzo y bajó para depositar a Henry en la sólida
plataforma del cuadragésimo quinto piso.
—Tú… tú… —Henry no conseguía que su boca funcionara normalmente.
—¡Despacio! —Superman puso una mano sobre el hombro de Henry—. Respire
profundamente y deje salir el aire. —Su voz era tranquilizadora y Henry obedeció sus
instrucciones con aire reflexivo.
—¡Tú eres Superman! ¡Eres el auténtico Superman… el Hombre de Acero! —Por
fin las palabras surgieron atropelladamente—. ¡Me has salvado!
—Ha sido un placer —replicó Superman, dándole una palmada en la espalda—.
¿Sabes?, he visto cómo has ayudado a ese otro hombre. Yo diría que tus esfuerzos
han sido mucho más impresionantes que los míos. Desde luego has corrido un riesgo
mucho mayor que yo.
—Eso no importa, amigo. ¡Te debo la vida! Superman sonrió amablemente y
agitó una mano.
—¡Pues haz que valga la pena!
Y saludando con la mano, Superman se elevó en el aire y remontó el vuelo sobre
el horizonte de la ciudad.
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la pena. ¡Es el único modo que tengo de pagarle lo que ha hecho por mí!
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—No, señor.
—¡Mis periodistas trabajan para vivir! No voy a tolerar holgazanes aquí.
—No, señor. Lo siento, señor. No volverá a ocurrir.
—¡Asegúrate de que sea así!
Clark se levantó para marcharse.
—¿Kent?
—¿Señor?
—Eso de la exclusiva lo he dicho en serio. Ha sido uno de los mejores artículos
que he visto en mis veinticinco años de trabajo periodístico. —La voz de Perry se
suavizó—. Sé que puede resultar duro aparecer de repente en escena con un gran
éxito. Has provocado la envidia de mucha gente. Todos están ahí fuera, esperando a
que te caigas de bruces. Creen que eres flor de un día. Bueno, yo creo que están
equivocados. Creo que tienes madera de gran periodista.
—Gracias, señor. Significa mucho para mí. Usted…
—Oh, sólo soy un viejo periodista de noticias que tuvo unos cuantos golpes de
suerte. —Perry abrió un cajón de su mesa—. ¿Un puro?
—No, gracias, no fumo.
—Oh. Cierto. Lo había olvidado. —Perry se metió un Corona en el bolsillo de su
chaqueta para más tarde—. Mira, Clark, si hay algo que te preocupe…
—Realmente es personal, señor White. Preferiría no hablar de ello.
—Me parece bien. —Perry rodeó su mesa para acercarse a Clark—. Todos
tenemos una vida fuera de este edificio, y lo que hagas con la tuya no es de mi
maldita incumbencia… mientras no repercuta negativamente en el Planet. Pero quiero
que sepas que mi puerta siempre estará abierta para ti. Si tienes algún problema, te
escucharé. Si prefieres no contármelo, de acuerdo… —Perry hizo una pausa y miró a
Clark a los ojos—, pero díselo a alguien, alguien en quien confíes. No es bueno
guardarse dentro todos los problemas.
Había sido un buen consejo. Esa misma noche Clark se había ido volando a su
hogar, a Kansas, y había vaciado su corazón ante las dos personas en las que él más
confiaba en este mundo… la pareja que le había criado como a su propio hijo.
—¡Querido, no debes hacerte esto a ti mismo! —las líneas de preocupación de
Martha Kent se convirtieron en profundos surcos sobre su piel marfileña—. Por amor
de Dios, Superman no puede estar en todas partes. Aunque hubieras estado en
Metrópolis en ese momento, no tienes la seguridad de que hubieras podido salvar a
esa gente.
—Mamá tiene razón, hijo. —Jonathan Kent extrajo un viejo pañuelo rojo del
bolsillo posterior derecho de su mono y se limpió las gafas. Era una peculiaridad de
su padre cuando reflexionaba que Clark había visto muchas veces antes; cuando se
había sentado con él para explicarle los hechos de la vida, cuando había muerto la tía
Sal, cuando Jon había mostrado a Clark la nave que le había traído hasta la Tierra—.
Por el modo en que lo describes, ese avión se estrelló al despegar, sin que
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transcurrieran más que unos segundos. Vaya, tendrías que haber estado justo allí para
poder haber ayudado. Por otro lado, ¿quién sabe cuántas vidas habrás salvado al
apagar ese incendio forestal?
—Eso es cierto. Eres capaz de hacer muchas cosas maravillosas con tus poderes,
Clark, pero no puedes resolver todos los problemas del mundo. —Clark se daba
cuenta de que Martha estaba muy agitada. Prácticamente había retorcido el borde de
su delantal hasta convertirlo en un nudo—. No te obsesiones por lo que podrías haber
hecho, ¡o acabarás en un estado terrible! Piensa en todo lo que has conseguido. Sólo
eres un hombre… y has hecho muchas cosas buenas. Y nosotros estamos muy
orgullosos de ti. ¡No lo olvides nunca!
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molesto que los cientos de bocinas de coche. A Rosemary le rechinaron los dientes.
«No, no le grites, sólo es un niño. No es culpa suya».
—Intenta no pensar en ello, cielo. Vamos a… vamos a cantar una canción. ¿Qué
cantamos?
—¡El cocherito leré siempre fue una de mis preferidas cuando tenía su edad!
Rosemary se irguió sobresaltada al oír la poderosa voz de barítono. No había oído
a nadie acercarse, pero de repente ahí estaba, ¡agachado para mirar por la ventanilla
de su coche!
—¡Superman! ¡SUPERMAN! —Al instante Benjamin había olvidado la presión
que sentía en la vejiga. El hombre al que había visto volando en la televisión estaba a
su lado sonriéndole.
—Hola, Benjamin.
¡Superman sabía su nombre!
—No se preocupe, lo habremos arreglado en un periquete.
La madre de Benjamin se limitó a asentir con la cabeza, no del todo segura de
aquello estuviera ocurriendo en realidad. En cualquier caso, la serenata de bocinas
parecía haber cesado. Rosemary miró por el espejo retrovisor. Sí, los conductores de
los coches que hacían cola detrás del suyo parecían igual de sorprendidos que ella.
Cuando volvió a mirar hacia delante, Superman contemplaba fijamente el capó de su
coche acariciándose la barbilla.
«Claro, visión de rayos X. Puede ver a través del capó».
Superman volvió a acercarse a la ventanilla y esta vez Rosemary la bajó del todo.
—No creo que pueda arreglarlo. Al menos aquí.
—¿No puede? ¡Yo creía que usted podía hacer cualquier cosa!
—No exactamente. —Sonrió, quizá con cierta timidez, y Rosemary se dio cuenta
de que le estaba mirando con excesiva fijeza. Bajó la vista, un tanto avergonzada.
—Le diré lo que haremos, ¿qué le parece si les llevo yo a la guardería? Desde allí
podrá llamar a una grúa.
—Claro, yo… ¿Cómo sabe a donde vamos?
Ahora le tocaba a él avergonzarse.
Rosemary lo encontró encantador.
—Yo, ah, bueno, lo he oído. Será mejor que nos vayamos si queremos evitar más
emergencias. —Superman miró hacia atrás para indicar al niño.
—Oh. ¡Sí! Sí, por supuesto.
—¿Cuál es su guardería?
—El Centro Infantil Pequeños Pitchers… en Melrose.
—Conozco el sitio. ¿Sufre alguno de los dos de acrofobia?
—No. —«Qué pregunta más rara», pensó Rosemary—. De hecho a Benjamin le
encantan las alturas.
—Apriétense los cinturones, pues. Llegaremos en un momento.
Súbitamente Superman desapareció de su vista. Durante unos segundos Rosemary
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se preguntó si no se habría caído. Pero entonces el coche empezó a elevarse
lentamente en el aire.
—¡Estamos volando, mami! ¡Superman hace que el coche vuela! ¡YUJU!
Vuela… sí, por supuesto. —A Rosemary le asombró el timbre seguro de su voz.
De todas formas, agarró el extremo de su cinturón de seguridad y lo apretó aún más.
¡No era de extrañar que hubiera preguntado por la acrofobia! Se dio media vuelta en
el asiento para mirar a Benjamin y lo vio balanceándose alegremente en su silla,
tratando de deshacerse de sus ataduras—. ¡No hagas eso, Benjamin!
—¡Quiero mirar por la ventana! ¡QUIERO MIRAR POR LA VENTANA!
—No, cielo. Superman quiere que los dos nos quedemos sentados y atados.
¡Estate quieto y verás…!
—¡No quiero estar quieto! ¡NO QUIERO!
—¡Ben! —El niño se quedó paralizado en su silla cuando su nombre resonó desde
debajo del coche. La voz de Superman era profunda, mucho más que la de su padre.
El coche entero vibró con aquel sonido—. ¡Haz lo que dice tu madre!
—Sí. —La voz de Benjamin era sólo un susurro.
—Así me gusta. —Superman bajó la voz a un volumen más normal—. Tu madre
sólo quiere lo que es mejor para ti… ¡es importante que hagas caso de lo que te dicen
tus padres! ¿Lo entiendes?
—Ajá —El niño asintió casi con reverencia. Rosemary sonrió. Descendían ya
hacia la guardería.
«En la oficina no se lo van a creer —pensó—. Ni en un millón de años. ¡Qué
buen canguro sería!».
—Estas palabras surgieron casi en un suspiro meditabundo, pero Superman la oyó
de todas maneras. Por ser hijo de granjeros, conocía los problemas que debían
afrontar las parejas trabajadoras para criar a los hijos. Los Kent los habían afrontado
todos y más.
«Gracias a Dios que mis poderes se desarrollaron lentamente —se dijo—.
Imagina lo que hubieran tenido que soportar mamá y papá con un superniño pasando
por la terrible edad de dos años».
Superman sacudió la cabeza y sonrió. Esperaba que a sus padres les gustara la
sorpresa que había dejado para ellos.
En ese mismo momento, una zona horaria más hacia el oeste, Jonathan Kent
entraba en la cocina de la vieja granja familiar y le daba un beso a su mujer en la
mejilla mientras aquélla removía en el interior de un pote.
—Buenos días, cariño. ¿Por qué me has dejado dormir hasta tan tarde?
—Te hace bien dormir, querido. ¡Después de todo se supone que estás jubilado!
—Semijubilado, Martha. Ya deberías saber que un auténtico granjero nunca se
jubila del todo. Tengo intención de seguir trabajando hasta que me caiga en el campo
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y me utilicen como fertilizante.
—¡Jonathan Kent! ¡Qué cosas dices!
—Bueno, es más útil que conservar a un hombre en formol y enterrarlo en una
caja. —Miró al interior del pote y puso cara larga—. ¿Avena otra vez?
—Creía que te gustaba la avena.
—Y me gusta, pero no estaría mal variar de tanto en cuanto. Tengo la impresión
de que no he comido bistec y huevos desde hace una eternidad… con unas patatas
fritas y bollos.
—¡Ya sabes lo que te dijo el doctor Lanning! Has de cuidarte el corazón. Y a los
dos nos va bien comer sano y evitar las grasas. —Martha vio la expresión agria de su
marido—. Podría buscar esos sustitutos de los huevos en el mercado.
—¿Se pueden freír como los huevos de verdad?
—No lo creo.
—Entonces me conformaré con la avena. ¿Tenemos azúcar moreno y canela para
ponerle?
—Están encima de la mesa. También he comprado uvas. ¡Combinan muy bien
con la avena!
—Ajá. ¿Ha llegado ya el periódico de la mañana?
—No lo he mirado. Jonathan abrió la puerta que daba al porche de atrás y un
paquete envuelto en papel marrón cayó al suelo.
—¡Josafat! ¿Qué es esto? Le dio la vuelta al paquete. No llevaba sello ni
matasellos, pero tenía un sobre sujeto a un lado. Jonathan sacó de él una nota.
—¡Martha, es de nuestro chico! «Queridos mamá y papá, encontré esto cuando
estaba en Tokio y pensé que os gustaría. Siento no haber podido detenerme, pero
tenía que volver a la ciudad. Con todo mi amor, Clark». —Jonathan le tendió el
paquete a su mujer—. ¡Toma, ábrelo tú!
Martha quitó la cinta adhesiva que sellaba el paquete con todo cuidado,
despegando primero una esquina con la uña, y desplegó el papel de embalar
lentamente.
—¡Oh, Jonathan, mira! Es una acuarela enmarcada de… ¿qué montaña es ésta?
—¡Que me aspen si no es el Fuji-Yama! Lo visité cuando estuve en Japón de
permiso, durante la guerra. ¿Te acuerdas?, te traje una postal. ¡Oh, pero esto es una
auténtica maravilla! —Miró a su mujer y vio que estaba a punto de estallar en
lágrimas—. Casi tan hermosa como tú.
—Eres un mentiroso, Jonny Kent. —Pero sonreía al decirlo, y en aquella sonrisa,
Jonathan vio a la muchacha de la que se había enamorado por primera vez, muchos
años atrás.
—Y tú una llorona. —Le ofreció su pañuelo—. ¡Toma, cógelo antes de que te
oxides encima mío! —«No siempre ha sido una vida fácil, pero ha sido feliz casi
siempre —pensó Jonathan—. Me alegro de que la hayamos compartido. —Volvió a
mirar la acuarela—. Y no habría querido más a ese hijo nuestro si hubiera sido
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realmente de nuestra sangre».
La noche en que lo hallaron seguía siendo el recuerdo más vivido en su memoria.
Corría el mes de noviembre y soplaba una fuerte tormenta por el oeste. Martha y él
acababan de asegurar los postigos cuando ocurrió. Una luz brillante, cegadora, había
cruzado el cielo, pasando a tan baja altura por encima de la casa que Martha había
pegado un grito de alarma. La luz desapareció tras el granero, y allí se produjo un
estruendo sordo y reverberante que a Jonathan no le recordó sino al impacto de un
proyectil de mortero sin explotar.
—Jonathan, ¿qué ha sido eso?
—¡Un meteoro! ¡Caray, ha tenido que ser eso! ¡Tiene que haber caído en algún
sitio en la parte de atrás! ¡Venga, Martha, vamos a verlo!
—¿Ahora? Pero la tormenta…
—Por el viento que hace, esta tormenta acabará dejando caer nieve. Si hay un
auténtico meteorito en nuestras tierras, quiero saber dónde está antes de que quede
enterrado. No tienes que venir si no quieres.
Pero fue, por supuesto. Martha era tan curiosa como su marido, y ambos saltaron
al interior de su vieja camioneta y atravesaron los campos. Pronto encontraron la
fuente de la luz misteriosa. En una remota zona de su propiedad, en medio de un
cráter sorprendentemente profundo, se había aposentado lo que parecía ser un huevo
enorme y reluciente rodeado de una serie de humeantes aletas de metal.
—Jonathan, ¿qué diablos es eso?
—No lo sé. ¡Parece una especie de pequeño cohete o un satélite, o algo parecido!
Mejor será no acercarse, Martha.
—Pero… ¡mira, Jonathan! —A pesar de que el huevo era oscuro, también era
traslúcido y Martha percibió movimiento en su interior—. ¡Hay algo dentro! ¡Algo
vivo!
—¿Eso crees? Es muy pequeño. Quizá sea una especie de nave de pruebas. —
Con suma cautela, Jonathan extendió una mano para tocar la suave superficie del
huevo—. ¡Qué raro! Está frío. He leído que se supone que estas cosas se ponen
calientes cuando vuelven a entrar en… ¡¿qué diablos?! La superficie exterior del
huevo pareció derretirse bajo la mano de Jonathan para revelar la preciosa carga de su
interior.
—¡Oh! ¡Ohhh, Jonathan! ¡Es un bebé! —Martha echó a un lado a su atónito
marido y cogió en brazos al recién nacido que agitaba su cuerpecito—. ¡Y es tan
pequeño! ¡Esos… esos monstruos! ¡Meter a un pobre bebé en un cohete! ¡Y luego lo
han disparado hacia la Luna o a algún otro sitio! ¿Qué clase de gente son?
—¡Bueno, Martha, ten cuidado! No sabemos si este niño es de la Tierra. Podría
ser una especie de… no sé, ¡de marciano o algo así!
—¡Oh, vamos, cierra la boca, Jonathan Kent! ¡Has leído demasiadas revistas de
esas de ciencia ficción! ¡No tienes más que mirarlo, es tan humano como tú y como
yo! —El bebé pareció sonreír a Martha y luego se estremeció cuando le llegó el
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viento helado. Martha le rodeó con su abrigo y se encaminó a la camioneta—. Bueno,
pequeñín, sean quienes fueren los monstruos que te han lanzado al espacio, ¡voy a
asegurarme de que nunca más te vuelvan a poner las manos encima!
—¡Martha! —Jonathan tuvo que trepar para alcanzar a su mujer. Empezó a
protestar, pero antes de que pudiera volver a abrir la boca, Martha dio media vuelta y
lo dejó mudo con una mirada furiosa.
—No podemos dejarlo aquí, ¿no?
Jonathan se rascó la nuca unos instantes, luego rodeó la camioneta y abrió la
portezuela a su mujer. Durante el trayecto lleno de baches de vuelta a casa, Martha
mantuvo al niño acunado en sus brazos, alternando los arrumacos para el bebé y la
discusión con su marido. Desde el momento mismo en que había puesto los ojos en el
niño, Martha había decidido quedárselo. Jonathan y ella habían estado intentando
tener hijos propios durante ocho años, pero después de dos abortos y de que les
naciera un niño muerto, lo habían dejado por imposible. Ninguno de los dos iba
regularmente a la iglesia, pero Martha creía en el destino y tenía el presentimiento de
que aquel niño les estaba destinado a ellos. Estaba resuelta a quedárselo y Jonathan se
vio apurado para contrarrestar sus argumentos.
Cuando llegaron a casa, ya habían decidido llamarle Clark, el apellido de soltera
de Martha. Fue entonces cuando cayó la tormenta. En realidad, fue la primera de
muchas. Toda una serie de frentes barrieron Kansas aquel invierno, aislando
completamente a los Kent de amigos y parientes de los alrededores. Pasaron cinco
meses antes de que pudieran volver a la ciudad. Siendo granjeros, tenían la despensa
llena, y sobrevivieron con relativa comodidad, aunque en soledad, ya que los
teléfonos fallaban periódicamente. Por su parte, el diminuto bebé creció bajo los
cuidados de sus nuevos padres.
Con el deshielo primaveral, los Kent pudieron acercarse por fin a la ciudad más
cercana, Smallville, donde mostraron orgullosamente a Clark como su hijo natural.
Sus amigos quedaron encantados y felices de que por fin hubieran tenido el hijo que
tanto ansiaban. Conociendo el historial médico de Martha, sus parientes estuvieron
prestos a aceptar su historia de que habían mantenido aquel nuevo intento de
embarazo en secreto. Y Jonathan había ayudado a parir a tantas terneras, que todos
sabían que podía haber oficiado perfectamente de comadrona.
Cuando le interrogaron más a fondo, el flamante padre se limitó a sonreír y a
explicar:
—El parto fue bien… más fácil que una gata pariendo gatitos —lo que, de hecho,
era absolutamente cierto.
El joven Clark Kent no exhibió en un principio poderes ni habilidades
extraordinarios. Según toda apariencia externa, crecía para ser tan sólo un chico
americano más, normal y saludable.
Pero Clark no era como los demás niños. Años más tarde, los Kent descubrirían
que Jonathan tenía razón aquella noche, que su hijo no era de la Tierra. En realidad
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había sido concebido en Krypton, a unos cincuenta años luz de nuestro planeta. Su
padre genético, el científico e historiador kryptonita Jor-El, había enviado al niño que
se estaba gestando a la Tierra, dentro de un útero artificial, para que así el último hijo
de Krypton tuviera una oportunidad de sobrevivir.
A medida que Clark se hacía mayor, también ganó en fuerza. Cuando tenía ocho
años de edad fue pisoteado por un toro furioso. Sus ropas quedaron convertidas en
jirones, pero Clark no se hizo apenas un rasguño. Unos meses más tarde, Martha
asomó la cabeza por la puerta de la cocina para ver a su hijo levantar sin esfuerzo la
parte posterior de su camioneta para recuperar su pelota de béisbol que había rodado
debajo, fuera de su alcance. Al llegar a la pubertad, Clark descubrió que podía ver
más lejos y con mucho más detalle que cualquiera de sus amigos y que, si se
concentraba, podía llegar incluso a ver a través de objetos sólidos. Finalmente,
durante el verano de su diecisiete aniversario, Clark descubrió que podía izarse en el
aire y desafiar la gravedad. Su alegría por el descubrimiento de que podía volar fue
tan ilimitada como el asombro de sus padres.
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visto rodeado por una multitud. La gente se aferraba y tiraba de él, sus voces se
convirtieron en un clamor de ofertas, demandas y súplicas desesperadas pidiendo
ayuda. Era como si todos y cada uno quisieran un pedazo de él. Horrorizado, Clark
salió disparado hacia arriba para escapar a la multitud y no se detuvo hasta que hubo
volado alrededor de medio mundo. Por fin paró a descansar en una remota cima del
Tíbet, donde se sentó y tembló a causa de la conmoción y la repugnancia. Dudando
qué hacer, Clark regresó a Smallville buscando la guía paterna. Recordando a los
legendarios hombres misteriosos de los años cuarenta, Jonathan sugirió a su hijo que
adoptara una identidad aparte con la que pudiera utilizar públicamente sus poderes.
En pocos días, Clark y los Kent habían ideado su nueva personalidad de
Superman, tomando el nombre que utilizaban los periódicos para describir al salvador
desconocido de la nave espacial. Clark trabajó con Jonathan para desarrollar ciertos
trucos de impostura, utilizando gafas de montura de concha y cambiando la voz, la
actitud y el lenguaje corporales, mediante los cuales podía desviar la atención de su
parecido con Superman. Los Kent razonaron que, si aparecía con la cara descubierta
como Superman, la mayoría de la gente no llegaría siquiera a pensar que pudiera
pasar parte de su tiempo siendo otra persona. Martha le cosió su primer atavío en su
vieja máquina de coser.
—Te lo he hecho bien apretado —le explicó—. Cuando eras un muchacho, de
unos doce años, creo, empecé a darme cuenta de que la ropa que llevabas más pegada
al cuerpo no se rompía nunca ni se manchaba. Además, así se te notan los músculos.
Martha estaba especialmente orgullosa de su trabajo con la larga capa ondulante,
diseñada para emular a los héroes disfrazados de una época anterior. Pero cuando su
hijo se la puso, empezó a dudar.
—Oh, querido. Tiene una caída maravillosa, pero seguro que se te rompe… por
no estar pegada al cuerpo, quiero decir.
—No te preocupes, mamá. Intentaré tener cuidado. —La voz de Clark parecía
haber descendido una octava. Martha y Jonathan se quedaron atónitos. Vestido con el
traje, su hijo parecía una persona totalmente diferente.
—El traje entero funciona a la perfección. Tiene exactamente el aspecto
simbólico que yo quería. —Y luego, para convencer a su madre, Superman se inclinó
y la besó en la frente.
«Ojalá tuviera una foto de ese momento —se dijo Jonathan—. Nos hubieran
podido derribar a los dos con una pluma, seguro». Aquel pensamiento provocó que
una sonrisa le iluminara el rostro.
—Ese chico, Jonathan… ¡ese chico! —Martha se enjugó las últimas lágrimas,
admirándose aún del regalo de la acuarela. Jonathan la atrajo hacia sí en un abrazo.
—Sí, hemos criado a un buen chico, cielo. Eso desde luego.
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Criatura tiraba de sus ataduras. Su cuerpo macizo y grande estaba cubierto de arriba
abajo por un ropaje con capucha tres veces más grueso que el cuero más recio y más
de cincuenta veces más fuerte y duro. Amortiguaba sus gruñidos de frustración
reduciéndolos a un mero murmullo feroz. Gruesos cables, forjados con las más
fuertes aleaciones de metales, rodeaban su torso y sus miembros. Tenían un diámetro
que iba de los tres a los doce centímetros y estaban sujetos a un gran arnés metálico
que estaba unido de alguna forma al material de la tela. El arnés lo mantenía en pie y
con los miembros inmóviles. Había pasado un tiempo considerable desde que la
Criatura se había despertado, ¿pero cuánto?, ¿días, semanas, meses? No tenía modo
de saberlo. Sabía que no había dormido desde entonces, que había pasado cada
segundo luchando contra las ligaduras que la sujetaban. Y ahora… ahora sentía que
algunas empezaban a aflojarse. La Criatura se retorció con mayor fiereza y uno de los
cables más pequeños se partió. Con un rugido de triunfo, siguió apretando con mayor
intensidad aún. Su fuerza parecía alimentarse de su rabia. Más cables se partieron con
un crujido, ¡y la Criatura liberó su brazo izquierdo del arnés! Tanteó el vacío con la
mano libre. Tocó la pared. En la oscuridad no podía verla, pero sabía dónde estaba. Y
sabía que era dura. De hecho, estaba forjada del mismo metal que sus ataduras. La
pared no era más que una de las seis que formaban la bóveda alrededor de la Criatura.
Las paredes tenían dieciocho centímetros de espesor y encima soportaban el peso de
un kilómetro y medio de roca y arcilla. Ningún ser vivo conocía la bóveda
enterrada… ninguno, salvo la Criatura que había en su interior. Todo estaba
silencioso y quieto. Entonces empezó a golpear la pared.
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tenido la suerte de evitar el contacto con el industrial multimillonario. Luthor había
abandonado el país para inspeccionar sus negocios en Sudamérica poco después del
debut público de Superman. Al principio Luthor había ignorado las noticias sobre un
hombre volador extraordinariamente fuerte, considerándolas una campaña de la
prensa. Pero en el curso de sus viajes por el extranjero, habían acabado por divertirle
y, después, por intrigarle las noticias que le llegaban vía satélite acerca de las hazañas
de Superman. De vuelta en Metrópolis, Luthor recibió información de que un
comando terrorista pretendía secuestrar su yate, el Sea Queen, en la siguiente ocasión
en que lo sacara del puerto. En un caso en el que otros hombres se hubieran sentido
amenazados o furiosos, Luthor sólo vio una oportunidad e hizo todo lo posible por
presentar un blanco irresistible para los terroristas. Organizó una lujosa fiesta a bordo
del barco e invitó a la flor y nata de la sociedad de Metrópolis. Ordenó a su equipo de
seguridad que no hiciera nada si se producía alguna eventualidad. Tenía la esperanza
de que Superman apareciera para que él pudiera comprobar por sí mismo si las
increíbles historias que había oído eran ciertas. Los terroristas picaron el anzuelo de
Luthor, tal y como éste había planeado, y Superman intervino. El multimillonario se
sintió grandemente impresionado e intentó contratar a Superman en ese mismo
momento, tendiéndole un cheque de veinticinco mil dólares.
—Considérelo como un anticipo. Todos los que son alguien en Metrópolis
trabajan para mí. Y usted es demasiado valioso para dejarle actuar sin gobierno.
«Creyó que podría comprarme. Luthor siempre trató a las personas como si fueran
mercancías». Pero Luthor había ido demasiado lejos. Entre los asistentes a aquella
fiesta se hallaba Frank Berkowitz, el alcalde de Metrópolis, y se salió de sus casillas
al ver que les habían puesto a todos en peligro sólo para satisfacer la curiosidad de
Luthor.
—Superman, como alcalde le nombro ayudante especial. Quiero que arreste a este
hombre. ¡Se le acusa de poner en peligro a personas inocentes de forma temeraria!
—¡No seas absurdo, Frank! —El hombre corpulento, en cuya cabeza empezaban
a escasear los cabellos, ni siquiera intentó ocultar su desdén—. No puedes arrestarme.
Soy Lex Luthor. Soy el hombre más poderoso de Metrópolis.
—No, no lo eres, Lex. —El alcalde Berkowitz miró a Superman—. Ya no.
Luthor fue fotografiado y se le tomaron las huellas dactilares como a un vulgar
criminal. A pesar de ser uno de los hombres más ricos del mundo, fue encerrado entre
rejas. Sus abogados se pusieron en acción inmediatamente y consiguieron que lo
soltaran. Posteriormente se retiraron los cargos, pero la humillación pública consumía
a Luthor. Volvió a buscar a Superman y se enfrentó con él en privado en el exterior
del Metro General Hospital.
—Has cometido un error, Superman… un craso error. Metrópolis me pertenece.
Su gente es mía, para alimentarla o destruirla según me convenga. Lo que ocurre es
que lo han olvidado. Te han mirado, han visto tu disfraz y tus deslumbrantes poderes
sobrehumanos y han olvidado quién es su auténtico amo. Bien, voy a recordárselo,
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Superman. Voy a demostrarles que no eres nada. Voy a destruirte, pero nadie podrá
demostrar jamás mi culpabilidad. No volverán a arrestarme, Superman… ¡nunca
más!
A partir de aquel día, Lex Luthor había dedicado gran parte de su tiempo y de sus
energías, así como una cantidad considerable de su fortuna, a cumplir su amenaza. El
industrial llegó hasta el punto de formar un equipo de seguridad de élite con
armadura y propulsión a reacción, formando así el llamado Equipo Luthor, en un
vano intento por ensombrecer al Hombre de Acero. Superman sobrevivió a
incontables intentos de arruinar su reputación y de matarlo, pero nunca fue capaz de
demostrar que Luthor estaba detrás de los ataques. Fue entonces cuando un pedazo de
kryptonita llegó a las manos de Luthor. La kryptonita era el mineral común de
kryptonio, un elemento transuránico inusualmente estable que había sido creado en la
destrucción termonuclear del Krypton de los ancestros de Superman. El pedazo de
mineral reluciente, de un kilogramo de peso, había llegado a la Tierra en la sección de
cola del mismo vehículo que había transportado al último hijo de Krypton hasta
nuestro mundo. La roca había pasado por diferentes manos hasta acabar en posesión
de Luthor y éste había descubierto que su radiación era mortal para Superman.
Extasiado por el hallazgo, Luthor había hecho que cortaran un fragmento de
kryptonita, lo pulieran y lo engarzaran en un anillo de sello, que llevó durante
muchos meses. Se mofó de Superman con el anillo y lo utilizó para mantener al
último hijo de Krypton en el dique seco. Pero la kryptonita no era tan inocua para las
formas de vida terrestres como los médicos de Luthor habían creído. La radiación del
anillo le envenenó lentamente. Su médico se vio forzado a amputarle la mano
derecha, pero incluso tan drástica medida resultó inútil. No obstante, consiguió evitar
una muerte lenta y devastadora por envenenamiento de kryptonita cuando su avión se
estrelló en los Andes. El propio Superman recuperó los restos de Luthor, pero nunca
consiguió determinar si el accidente lo había sido realmente, o si lo había planeado su
viejo enemigo.
«Nunca creí que Luthor fuera el tipo de hombre que se suicidara, pero nunca se
sabe. Era un hombre complejo», meditaba Superman.
Miró fijamente y durante largo rato la torre LexCorp, pero no consiguió distinguir
gran cosa. El viejo había recubierto el edificio con una aleación de plomo que
anulaba la visión de rayos X de Superman y había instalado complejos
amortiguadores de sonido que le impidieran oír lo que se hablaba en su interior. Aun
así, era un mundo diferente sin Lex Luthor. Bien, sin el primer Lex Luthor. La
LexCorp había sufrido una crisis tras la muerte de Luthor. El valor de sus acciones
había caído en picado en el mercado libre mientras los miembros de su consejo
directivo rivalizaban por el poder. La multinacional parecía un candidato seguro para
la compra a la baja y la reestructuración, cuando llegó el hijo de Luthor para tomar el
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timón. Acompañado por Sydney Happersen, el ayudante en jefe más antiguo de
Luthor, Lex Luthor II había tomado la ciudad al asalto. Como único heredero de su
padre, tenía acceso, tanto a una fortuna personal como a intereses que le permitían
controlar la LexCorp, y utilizó ambas cosas para poner a trabajar a una ciudad de
Metrópolis atrapada en la recesión.
El joven Lex resultó ser tan taimado como su padre en el manejo de la junta
directiva y en pocos días había conseguido que le nombraran presidente ejecutivo de
LexCorp. Ahora era opinión generalizada que había levantado a la compañía de
nuevo. Lex Luthor II, que tenía tan sólo veintiún años de edad, era un auténtico
prodigio. Hasta que fue reconocido como hijo y heredero en el testamento de Luthor,
se decía que su existencia había sido mantenida en secreto por su propia seguridad.
Al parecer, el chico había sido engendrado por Luthor con su médico personal, la
doctora Gretchen Kelley, y criado por empleados de la LexCorp en Australia. «Un
hijo criado en secreto. —Superman sacudió la cabeza ante la idea—. Incluso ahora
suena como un serial televisivo. Pero Dios sabe que Luthor tenía muchos enemigos
de los que podría haber necesitado proteger a un hijo. Era exactamente el tipo de plan
bizantino que él y Happersen hubieran concebido». Superman había ido en persona a
Australia, utilizando tanto sus poderes como los contactos que había hecho a lo largo
de los años como Clark Kent para investigar el pasado del joven Luthor. Las historias
concordaban. Cuando el joven Lex se enteró de que habían habido malas relaciones
entre Superman y su padre, se había disculpado ante el Hombre de Acero. «Parecía
completamente sincero, pero… no sé. Quizá sea culpa mía, pero sigue habiendo algo
en ese hombre que me inquieta. Es casi demasiado bueno». Superman se alejó del
centro comercial de la ciudad, tratando de apartar la Torre LexCorp y a su joven
propietario de sus pensamientos.
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tamaño. El único inquilino del último piso del edificio era un excéntrico, antiguo
profesor de universidad, llamado Emil Hamilton.
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—¡Ajá! ¡Detectores infrarrojos del movimiento!
—¿Qué pasa con ellos? —La voz procedía de detrás de un ordenador cercano y
fue inmediatamente seguida por un chirrido de ruedas. Una figura de cabellos canos
emergió de detrás de la consola, sentada a horcajadas sobre una vieja carretilla de
ruedas y con un soldador en la mano. La burlona mirada del hombre bajo las gafas de
soldar se iluminó rápidamente—. ¡Superman! ¡Me alegro de verte!
—¡Y yo de verle a usted, profesor! —Superman extendió la mano y tiró del
desgarbado científico para ayudarle a ponerse en pie—. ¿Revisando el ordenador
central?
—Haciendo sólo unos cuantos cambios. —Emil se pasó una mano por la barba y
descubrió unas cuantas partículas de soldadura.
—Estaba admirando la nueva apertura para las ventanas.
—¿Le gusta, a que sí? —Emil sonrió radiante—. Me he dado cuenta de que suele
acercarse volando desde esa dirección cuando viene de visita, así que he decidido
facilitarle las cosas. Me alegra comprobar que ha funcionado bien. —Pestañeó
cuando un puñado de pelos de la barba se le fue detrás de la soldadura—. Me costó
Dios y ayuda conseguir ajustar debidamente los detectores de movimiento. La
primera vez que lo instalé, dejó entrar a una bandada de palomas al laboratorio. ¡Qué
estropicio!
—¡Me lo imagino! —Superman intentó contener la risa con todas sus fuerzas,
pero sólo lo consiguió a medias. Si su anfitrión lo notó, nada dijo.
—Bien —preguntó Emil—, ¿qué le trae por aquí? Me preguntaba si habría
acabado de analizar los datos que ha recogido sobre mis poderes.
—¡Ah, sí! ¡Su examen físico! ¡Venga por aquí! —Emil condujo a su visitante a
través de varias mesas de trabajo atestadas.
—Profesor, ¿qué demonios es esto? —Superman se detuvo frente a un torno,
sobre el cual se hallaba centrado un tubo traslúcido de color rubí de quince
centímetros de diámetro y casi un metro veinte de largo.
—¿Eh? Ah, eso. Es un nuevo producto sintético con el que estoy experimentando
como componente para un cañón láser.
—¿Un cañón láser? ¿Para quién lo está haciendo?
—Oh, para nadie. Es una idea que me intrigaba… —Emil dejó que sus
pensamientos se desvanecieran en el aire—. Tenga cuidado dónde pisa. El otro día
tiré una caja de cojinetes de bolas por aquí y me temo que aún no los he recuperado
todos.
Superman meneó la cabeza. «El viejo Emil de siempre. No puede dejar que una
idea le pase por la cabeza sin explorarla».
El profesor se paró frente a una nueva consola. Se dejó caer en una vieja silla
giratoria, tocó una serie de interruptores y se subió las gafas de soldar hasta la frente.
En la pantalla del monitor empezaron a aparecer gráficos a medida que los dedos de
Emil bailaban sobre el teclado. Superman fijó toda su atención en la pantalla.
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Su «examen físico», como el profesor lo llamaba, era una serie de pruebas por las
que había pasado el Hombre de Acero en los últimos meses para determinar
exactamente cómo funcionaban sus poderes.
—Ahí está —dijo Emil, señalando una serie de líneas de intersección—. Aunque
no me ha sido posible determinar el mecanismo celular exacto, hay algo en su
fisiología kryptonita que almacena y canaliza la energía solar.
—Eso ya lo sabíamos, profesor. En esencia, soy un condensador solar viviente.
Mi cuerpo ha convertido toda la energía que he absorbido durante años, aumentando
la capacidad de mis sentidos, mi fuerza, etcétera.
—¡Exacto! Es el Sol lo que hizo de usted Superman. Su cuerpo guarda ingentes
reservas de energía, pero no son inagotables. Mire. —Una campana de Gauss
invertida apareció en la pantalla—. Esto representa el período de veinticuatro horas
durante el cual arrastró un tren Amtrak estropeado para cruzar las Rocosas, llevó
volando varias toneladas de alimentos y suministros médicos al África Central,
devolvió a su posición original a un satélite de comunicación que caía y frustró una
explosión terrorista en Roma, entre otras cosas.
—Lo recuerdo. No fue el día más completo de mi vida, pero me tuvo ocupado.
Las gafas de soldar de Hamilton cayeron de nuevo sobre su nariz, cuando abrió los
ojos para mirar asombrado a su amigo.
—¿Le tuvo ocupado? ¡Por Dios, le dispararon y saltó por los aires en una
explosión! ¡Soportó una temperatura y una radiación extremas y el vacío absoluto!
¡Voló prácticamente un millón de kilómetros, a menudo a velocidad superior a la del
sonido, y apenas he sido capaz de calcular cuántos ergios gastó! Superman se encogió
de hombros.
—Sí que me sentí un poco cansado al final de aquel día.
—¡Vaya… no… no es para menos! —Emil se quitó las gafas de soldar y se las
metió en el bolsillo de la camisa. El acto mismo pareció tranquilizarlo—. A eso me
refería. El público cree que es un campeón indestructible. Y tiene razón, hasta cierto
punto. Ciertamente su cuerpo es invulnerable a un amplio espectro de armas, pero no
existe la invulnerabilidad absoluta. Mire esto. Emil apretó una serie de teclas y el
gráfico de la pantalla se amplió.
—Al final de aquel día, las lecturas que tomé mostraron un notable déficit de
energía. En aquel momento, estaba abusando de las reservas de energía de su cuerpo.
Si hubiera continuado con semejante esfuerzo más allá de ese punto, su fuerza habría
seguido disminuyendo, sus sentidos se hubieran embotado y, por supuesto, el empleo
de su rayo calorífico de visión hubiera acelerado el proceso. Cuanto mayor hubiera
sido el gasto, más débil se hubiera quedado. Al final, el aura bioeléctrica de la que
depende gran parte de la invulnerabilidad de su cuerpo empezaría a fallar. En ese
caso, podría encontrarse usted en peligro mortal.
—No sería la primera vez, profesor. He sobrevivido dos veces a explosiones
termonucleares del orden de los cuarenta megatones. Emil lo miró pensativo.
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—Tenemos que hablar más sobre eso.
—En otra ocasión, profesor. —Un tono extrañamente quejumbroso se adueñó de
la voz de Superman—. Ninguna de las dos experiencias resultó demasiado agradable.
—No me sorprende. El mero hecho de que sobreviviera es un milagro. Debió
suponer un terrible desgaste para su sistema.
—Después me sentí… horriblemente mal.
—Sí… —Emil hizo unos cálculos rápidos—. Semejante prueba afectaría
gravemente su vulnerabilidad. Sin embargo, el hecho de que no arrastrara secuela
alguna es prueba de la resistencia de su cuerpo. —Emil volvió a fijar la vista en la
pantalla del monitor—. Volviendo al período de la prueba… al llegar a este punto —
el dedo de Emil trazó la curva ascendente sobre la pantalla—, del día siguiente, ya
había recuperado casi un tercio de la energía que había derrochado. Superman estudió
el gráfico. Entonces, según sus lecturas, ¿al cabo de un día y medio había vuelto a la
normalidad? Eso suena bastante bien. Recuerdo haberme sentido mucho mejor al
final de aquella semana.
—¿En serio? Eso lo confirma. Desgraciadamente, mis cálculos son
excesivamente aproximados. Cuando se trata de medir los límites de su poder, me
temo que mis instrumentos son terriblemente escuetos. —Un destello asomó a los
ojos de Emil—. ¡Cómo me gustaría tener otra oportunidad de utilizar el equipo de esa
maravillosa Fortaleza Antártica suya!
Superman reflexionó sobre ello. La Fortaleza tenía realmente mucho que ofrecer.
Además de una serie de sistemas avanzados de análisis, sus vastas salas contenían
dioramas holográficos en recuerdo de la historia de su planeta de origen, Krypton, así
como modelos en funcionamiento de trajes de batalla kryptonitas y robots. De hecho,
los robots servían para mantener su lugar secreto. Superman dio un respingo
interiormente ante la idea de que la Fortaleza fuera «suya». Raras veces la visitaba.
Intelectualmente, la consideraba un monumento al mundo de sus padres genéticos. En
el plano emocional, el lugar le producía escalofríos. «Visitar la Fortaleza —pensó—
es como caminar por una tumba… una tumba fría y estéril». Sin duda Superman era
el último hijo de Krypton, el único superviviente de aquel mundo muerto. De no
haber explotado Krypton, el nombre que le estaba destinado antes de nacer era Kal-
El, pero no había nacido en Krypton, sino en un campo de Kansas, cuando Martha
Kent lo había alzado de la matriz que lo había transportado hasta la Tierra. Los Kent
no le contaron que no eran sus padres naturales hasta que cumplió los dieciocho años.
Tenía más de treinta cuando descubrió su herencia kryptoniana. Desde entonces había
aprendido mucho sobre Krypton. Toda su historia estaba en realidad encerrada en su
subconsciente, sin embargo, seguía considerándose en primer lugar y por encima de
todo un terrícola y un americano. Para Superman aquella Fortaleza de Soledad era
como una herencia no deseada de un pariente lejano, algo que debía permanecer
enterrado en el sótano. Lo había construido en los hielos de la Antártida, sin que él lo
supiera, un antiguo artefacto llamado el Erradicador.
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Al Erradicador lo había creado varios milenios atrás uno de sus antepasados
kryptonianos. Había pasado a manos de Superman a través de un clérigo alienígena
moribundo que lo había reconocido como el último hijo de Krypton. Su posesión
había sido una pesadilla interminable para el Hombre de Acero. El Erradicador había
resultado poseer una inteligencia artificial programada para preservar todo lo
kryptoniano. A tal fin, había manipulado la mente de Superman, ahogando sus
emociones para reconvertirlo a imagen de lo que su programa consideraba el perfecto
kryptoniano. Finalmente, Superman había conseguido superar la influencia del
Erradicador y había destruido el infernal dispositivo lanzándolo al sol. Pero eso había
sido un error. A pesar de que el intenso calor solar había destruido la sustancia física
del Erradicador, de algún modo su inteligencia había logrado sobrevivir. Poco a poco,
su «mente» independiente había conseguido sacar provecho de las reacciones
termonucleares del núcleo solar y había utilizado esa inmensa fuente de energía para
recrearse a sí mismo como un ente humanoide. El nuevo Erradicador, en posesión de
una increíble energía solar, había regresado a la Tierra, dispuesto a transformar el
planeta en un segundo Krypton. Cuando Superman intentaba detener al Erradicador,
éste había estado a punto de matarlo. Superman había logrado sobrevivir a duras
penas, recuperándose lo suficiente para enfrentarse al Erradicador en lo más profundo
de la Fortaleza Antártica. Allí, con la ayuda del profesor Hamilton, el ente había sido
finalmente derrotado, su inteligencia disipada y su energía dispersada.
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había dado cuenta de que fuera tan… alto».
—¡Mildred! Mildred, ¿está usted bien? —Emil se acercó corriendo, tropezando
casi con sus propios pies.
—Bien… estoy bien, Emil. Sólo ha sido un susto, eso es todo. —Enderezó su
gorro de camarera y trató de tranquilizarse—. Al ver que no venía a cenar a la hora de
costumbre, he supuesto que estaría trabajando en algo, así que le he traído el
desayuno.
—¿En serio? —Emil revolvió el interior de la bolsa que le ofrecía la mujer—.
Café solo… un gran zumo de uva… cabeza de cerdo y embutido de hígado, pan
integral, mostaza y cebollas… ¡y un eneldo kosher gigante! ¡Mildred, no debería
haberlo hecho!
—Lo sé. A pesar de todo siempre sobrevive.
—¿Sobrevivir? —Emil parecía ligeramente ofendido—. ¡Un hombre podría
crecer aún más con semejante comida!
Mildred sonrió complacida mientras Emil le echaba un buen mordisco al
bocadillo. Miró a Superman de reojo y sacudió la cabeza.
—¡No sé cómo puede soportar esa comida, sobre todo a estas horas de la mañana!
—¡Y yo que creía que mi estómago era de acero! —Superman soltó una
carcajada. Echó un vistazo al reloj de la pared.
«Las ocho y cinco… ¡se hace tarde!».
—Bien, profesor, tengo que irme.
—Mmmm… ah, sí —barbotó Emil. Se tragó el contenido de la boca con un
suspiro de complacencia—. ¿Nos perdonas un momento, Mildred?
—Por supuesto. Emil apagó la pantalla del ordenador al pasar y acompañó a
Superman de vuelta a las ventanas del laboratorio. Éstas se abrieron automáticamente
al acercarse ellos. El Hombre de Acero sonrió admirativamente al tiempo que
palmeaba a Hamilton en el hombro.
—Gracias por su tiempo y sus esfuerzos, profesor.
—Ha sido un placer, Superman. Le debo mucho. De no ser por su apoyo, sin duda
seguiría entre rejas. Me siento honrado por la confianza que ha depositado en mí.
—Me ha devuelto el favor más de cien veces. Sé que puedo confiar en que
mantendrá nuestros hallazgos en secreto. Emil se pasó los dedos por la boca como si
cerrara una cremallera.
—¡Punto en boca!
Tras asentir con la cabeza y hacer un guiño, Superman se elevó por los aires.
Cuando las ventanas se cerraban tras él, oyó al profesor darse la vuelta y caminar por
el laboratorio para reunirse con su visitante.
—Perdona la interrupción, Mildred. ¿Qué te debo por el desayuno?
—Invita la casa, Emil.
—Es muy amable de tu parte, pero… ¿estás segura de que no puedo darte nada a
cambio?
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—Bueno… podría volver a llevarme a bailar.
Superman concentró de inmediato sus sentidos en otra dirección. «Mejor mirar
que escuchar conversaciones ajenas, Kent». Hacía todo lo posible por respetar la vida
privada de los demás, pero no siempre era fácil para alguien que oía y veía tan bien
como él. Superman se alegró de comprobar que Mildred se había interesado por Emil.
Y si no se equivocaba sobre la naturaleza humana, también el profesor estaba
interesado en ella, a su manera. «Bien, bien. Todo el mundo necesita un poco de amor
en su vida. —Superman se ladeó completamente hacia el oeste y cogió velocidad—.
Y si no me apresuro, ¡no conseguiré llegar a tiempo para recibir al amor de la mía!».
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la risa.
—¡Clark Kent, eres terrible!
—¿En serio? —Puso cara de desaliento burlón—. ¡Y yo que creía que mi acento
era muy bueno!
—Oh, es clavado. ¡No, me refería a eso de utilizar una vieja canción de los
Beatles para ligarte a extrañas en los aeropuertos!
—Corrección, ¡una extraña en particular! —Se inclinó y sus labios se juntaron.
—Mmm, corregido. Besas de maravilla, ¿lo sabías?
—Eso es lo que tú dices. Supongo que puedo fiarme de tu opinión.
—¡Más te vale! —se burló ella—. Después de todo, te he dicho que me casaré
contigo. —Lois se cogió del brazo de Clark y ambos se encaminaron a la terminal
principal del aeropuerto.
—Bueno, ¿cómo te ha ido la entrevista con la primer ministro?
—Ha ido muy bien. En serio, Clark, es muy divertida. Ojalá pudiera publicar
algunas de las historias que me contó confidencialmente.
—¿Tienes algún motivo urgente para ir directamente a la redacción?
—No, les mandé la entrevista por fax.
—¿Hay equipaje para recoger? —Lois negó con la cabeza.
—Sólo esta bolsa de mano. ¿Por qué? ¿Qué se te ha ocurrido?
—Bueno, también yo he mandado mi artículo por fax esta mañana temprano, así
que he pensado que podríamos irnos a desayunar para que me cuentes tu aventura
canadiense.
—¡Buena idea, Clark! Vamos, tengo el coche en el aparcamiento para viajes
cortos.
La doble puerta de cristal se abrió automáticamente con un silbido y salieron a un
cielo soleado, una cálida brisa y el zumbido de los motores a reacción. Mientras
esperaban a que los coches despejaran el paso de peatones, Lois trazó el contorno del
bíceps de Clark con la punta de un dedo. Clark le sonrió.
—¿Recuerdas la primera vez que vine a buscarte a este aeropuerto?
—¿Que si lo recuerdo? Nunca lo olvidaré…
Por aquel entonces, apenas hacía cinco años que Lois trabajaba la jornada
completa en el Daily Planet, pero ya había conseguido ganarse cierta reputación
como periodista de investigación. El poder y el prestigio del Planet habían conferido
a su trabajo cobertura nacional y la habían conducido a ser elegida miembro civil de
la tripulación del primer vuelo de la nave experimental espacial de la NASA, la
Constitution. El lanzamiento se llevó a cabo como estaba previsto, sin el menor
contratiempo, y Lois había hecho historia como el primer periodista en enviar sus
artículos desde el espacio exterior. Sus informes diarios sobre el vuelo por el espacio
salieron impresos en periódicos de todo el mundo e inspiraron un interés sin igual
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desde los días de la primera misión Apolo enviada a la Luna. Como resultado de toda
aquella atención pública, una ingente multitud que alcanzaba los cientos de miles
había acudido a ver el aterrizaje de la Constitution en el aeropuerto internacional de
Metrópolis. Este lugar de aterrizaje tan inusual había sido resultado de una inesperada
y afortunada reunión de fuerzas. La NASA quería que aterrizara en un aeropuerto
civil para obtener el máximo de publicidad y exhibir el potencial comercial de su
proyecto de avión espacial. Las fuerzas vivas de la ciudad querían que un gran
acontecimiento coronara una serie de celebraciones por el 250º aniversario de la
fundación de Metrópolis. Y la presencia de una periodista del Daily Planet había
sellado el acuerdo. A pesar de todas las dificultades que implicaba la reprogramación
de las decenas de vuelos comerciales del aeropuerto para dejar vía libre a la nave
espacial, todo había funcionado como un reloj. Parecía que la Constitution
completaría su vuelo inaugural al estilo de la perfección cinematográfica. Pero
entonces, súbitamente y a pesar de todas las precauciones, un pequeño reactor civil
consiguió introducirse en el espacio aéreo restringido; nunca se llegó a determinar si
por accidente o de forma premeditada. El pequeño avión chocó con la sección de cola
de la Constitution y el metal se incrustó en el metal. Durante unos segundos surreales,
ambas aeronaves parecieron suspendidas en el aire, inmóviles. Luego, fusionadas,
cayeron hacia la tierra. A bordo de la nave espacial, el coronel Howard Morrow soltó
una retahíla de tacos al tiempo que luchaba por hacerse con el control del aparato.
Dos asientos por detrás de él, Lois se preguntaba si viviría para escribir otro artículo
y la nave empezó a dar vueltas sobre sí misma. «Es como estar en una secadora de
ropa —se dijo, petrificada—, sólo que más fría». Por delante, Morrow, un hombre de
cabellos blancos, sintió un nudo en el estómago.
—Esta cosa va a hacerse pedazos como un ladrillo.
Entonces, de forma inexplicable, cesó de dar vueltas.
—¡Estamos recuperando la horizontal… estamos deteniéndonos! —Morrow se
giró hacia el copiloto—. Callahan, ¿has sido…?
El comandante Adam Callahan negó con la cabeza.
—No he sido yo, jefe. Los mandos y los motores siguen sin funcionar. No sé qué
es lo que está pasando.
—Yo… yo lo sé. —La teniente Anne West, la navegante, levantó la vista de su
monitor con los ojos como platos—. Lo tengo en la cámara ventral, pero no me lo
puedo creer.
Lois miró la pantalla de vídeo. Había alguien bajo la Constitution. ¡Y parecía que
estaba sujetando la nave en el aire!
—¡No puede ser! ¿Un hombre volador?
—¡No te lo pienses más! —rugió Morrow—. ¡Nos ha salvado! Dale a la
manivela… tenemos que bajar el tren de aterrizaje.
En el instante mismo en que aterrizaron y se detuvieron, Lois saltó del asiento y
se abalanzó sobre la escotilla delantera. Sabía que acababa de encontrar el tipo de
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historia con la que sueña todo periodista. Aquel hombre era noticia, la historia de la
década, quizá del siglo, y ella no iba a permitir que se le escapara. Al salir a gatas de
la nave espacial, divisó al extraño que emergía de debajo del fuselaje. Lois puso toda
la autoridad de que fue capaz en un grito.
—¡Quieto ahí, grandullón!
Funcionó.
El joven se detuvo en seco. Lois corrió hasta él y entonces ocurrió algo extraño.
Sus ojos se encontraron y la arrojada y joven periodista de cabellos castaños se
encontró sin habla. A aquellas alturas de su carrera, Lois había entrevistado ya a tres
cabezas de estado y a varios ganadores del premio Nobel. Aun más, acababa de llegar
de un vuelo de tres días por el espacio. No se impresionaba fácilmente. Pero… aquel
hombre era diferente. No era sólo porque fuera alto y guapo, que ciertamente lo era.
Lois medía casi uno setenta y prácticamente no le llegaba a la barbilla. Uno noventa
como mínimo, se dijo Lois. Los ojos del extraño eran del azul más profundo que
había visto jamás y tenía los cabellos muy oscuros, con un rizo que se curvaba sobre
su frente con rebeldía infantil, formando casi la letra S. No, aparte de su llamativo
aspecto, incluso prescindiendo del hecho asombroso de que hubiera volado y salvado
sus vidas, había algo muy diferente en aquel hombre. Nada había de extraordinario en
sus ropas. Vestía unos pantalones y una chaqueta sencillos. Sin embargo, tenía algo
que imponía. Lois abrió la boca, pero descubrió que seguía privada del habla. El
extraño parecía igualmente afectado. Se quedaron quietos apenas a unos centímetros
de distancia, mirándose fijamente durante lo que les parecieron horas. De forma
gradual, Lois percibió un clamor distante que aumentaba de volumen e intensidad. El
clamor se convirtió de repente en voces… vítores, gritos, chillidos. Cientos de
personas se acercaban corriendo por las pistas de aterrizaje después de romper la
cadena que los retenía y desarbolar las barricadas de seguridad. Antes de que Lois
volviera en sí totalmente, la multitud la rodeó y la separó del atractivo extraño. Una
mirada de pánico cruzó el rostro del hombre, que se elevó inmediatamente en el
aire… y se fue volando. La multitud retrocedió, atónita y enmudecida por la súbita
partida del hombre volador, y empezó a dispersarse. En la confusión, Lois consiguió
abrirse camino casi sin ser vista hacia una cabina telefónica para llamar a la redacción
del Planet.
—¿Morrie? Soy Lois.
—¿Lois? ¿Qué ocurre? En la tele acabo de ver…
—No digas nada más. Apunta. —Hizo una pausa para poner en orden sus
pensamientos—. «La tripulación de la Constitution, el avión espacial experimental de
la NASA, ha sido salvada de una muerte segura por un misterioso… superhombre
volador».
Al cabo de unos minutos, los teletipos transmitían la noticia y los empleados de
los diarios de todo el país se apoderaron del nombre que Lois había dado a su
salvador. Para los medios de comunicación se convirtió en «Superman» y ni su vida
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ni la de Lois volverían a ser lo mismo a partir de entonces. Apenas tres días más
tarde, Superman reapareció en el cielo de Metrópolis, pero esta vez no intentó pasar
desapercibido. Vestido con el traje rojo, amarillo y azul que se convertiría en su seña
de identidad, Parecía estar en todas partes. Era él quien se abatía desde los cielos
sobre el que robaba bolsos de un tirón, el que sacaba a la gente de edificios en llamas
o el que evitaba que estallara una bomba terrorista. Y durante toda aquella primera
semana, Lois Lane se encontró siempre un paso después de él. Por rápido que se
moviera, Superman siempre se había ido cuando ella llegaba a la escena del crimen o
del rescate.
—Ésta sí que es buena —se quejaba—. ¡Todo el mundo utiliza el nombre que le
di a ese tipo y yo no consigo descubrir lo más mínimo sobre él! Lo he perseguido por
toda Metrópolis y todo lo que he conseguido con tantas molestias han sido unos pies
doloridos.
Resuelta a entrevistar a Superman, Lois acabó ideando una emergencia fingida
para atraer su atención. Tras tomar la precaución de atar una escafandra autónoma
bajo su asiento, saltó al río con el coche desde un embarcadero de la ciudad. Y, como
esperaba, Superman respondió a su «peligro», pescándola a ella y a su coche.
Disfrazado, Superman tenía una figura aún más llamativa. El traje pegado al cuerpo
acentuaba cada uno de sus músculos cuando abrió la puerta del coche.
«No es alto —pensó Lois—. ¡Es inmenso!».
—¿Está usted bien, señorita Lane? —Tenía una profunda voz de barítono—.
Un… un poco mojada, pero estoy bien… ¡gracias a usted!
—No ha sido nada. —Su boca se ensanchó en una sonrisa por la que hubiera
llegado a matar cualquier actor. Tenía una dentadura perfecta—. Sería prudente que
se pusiera ropa seca lo antes posible. Mire, la llevaré a casa.
En unos segundos, Lois se encontró transportada a toda velocidad por los aires
hasta su apartamento en el centro.
—¿Sabe… sabe dónde vivo?
—Por supuesto, señorita Lane. Sé dónde vive todo el mundo.
Todo estaba ocurriendo muy deprisa, pero en aquella ocasión Lois conservó la
calma. Pidió a su salvador que la esperara y se apresuró a cambiarse y ponerse más
presentable. Mientras se ponía ropa seca, experimentó una alegría que no había
sentido desde jovencita. «Compórtate como una profesional, Lois. La historia del
siglo está sentada en tu sala de estar». Cuando estaba a punto de coger el secador de
pelo, se lo pensó mejor y se enrolló una toalla a la cabeza. «No debo hacerle esperar».
Respiró profundamente y regresó al salón para encontrar a su visitante rascando a
Elroy, su joven gato, detrás de las orejas. «Le gustan los gatos. Eso es buena señal».
Adoptó entonces su pose más profesional. Superman no resultó un entrevistado
difícil, pero tampoco estuvo muy comunicativo. Lois consiguió concretar los
asombrosos poderes que poseía, pero no mucho más.
—Muy bien, es evidente que puede volar… es muy fuerte y muy rápido… puede
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ver a través de cualquier cosa… y puede provocar una especie de rayo calorífico con
la mirada.
—Sí. Pero como ya le he dicho antes, señorita Lane, no creo que saber todo eso le
sirva de mucho.
—Es demasiado modesto. Resulta que es usted la noticia del siglo, señor…
señor… ¿cómo debo llamarle?
—Creo que el nombre que me impuso usted es muy apropiado, señorita Lane.
—¿Superman? —«Así que no me va a dar su nombre». —Muy bien, que sea
Superman. Bueno, ¿existe algún modo de convencerle de que me llame Lois?
—Estaré encantado… Lois.
—Gracias. —«Quizás ahora tenga oportunidad de sonsacarte más detalles».—
¿De dónde eres, Superman? ¿Eres oriundo de Metrópolis o de fuera de la ciudad?
—De fuera de la ciudad. Para ser sincero, no sé exactamente de dónde soy
originario. Supongo que en realidad no importa. Digamos tan sólo que soy
americano.
Por mucho que lo intentó, Lois no logró que le hablase de su vida privada.
Superman mantuvo siempre el control de la entrevista, incluso para ponerle fin.
—No puedo decirte nada más, Lois. Y como ya he dicho, lo que te he contado no
te va a servir de mucho. —Se levantó—. Así que me despido por ahora.
Cruzó la habitación, cubriendo la distancia que lo separaba del balcón con un
paso muelle y uniforme. Allí se detuvo un momento y miró hacia atrás para dedicar a
Lois una sonrisa irónica.
—Sólo por curiosidad, Lois… ¿llevas siempre una escafandra autónoma debajo
del asiento cuando vas en coche?
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—¡Pero no me dijiste que tú mismo ya habías escrito la historia!
—Lo sé. Ahora que lo pienso, creo que debería haberte dicho que ya había
hablado con otro periodista. Pero en aquel momento aún no lo era oficialmente. Fue
aquella historia la que me consiguió el trabajo en el Planet. —Clark puso una mano
sobre el hombro de Lois. Le alivió que ella no le rechazara—. Nunca tuve intención
de robarte la gloria. No te enfades conmigo.
—No me enfado. Es sólo que… bueno, sí, supongo que aún estoy enfadada. —Se
detuvo justo cuando iba a darle a la llave de contacto. «Es una insensatez conducir
estando furiosa. Así es como ocurren los accidentes». Se dio la vuelta en su asiento
para encararse con él—. ¡Dos horas! Dos horas me pasé delante de la máquina de
escribir dándole forma a esa historia. Y era buena, ¡hubiera ganado el Pulitzer,
seguro!
—Lo creo. ¡Tú eras mejor periodista que yo!
—¡Y todavía lo soy! —Clark dejó el desafío sin respuesta.
—Pero piensa una cosa. Si hubiera sido al revés, ¿qué hubieras hecho tú?
Lois hundió la vista en el volante. Era una pregunta que se había hecho a sí
misma muchas veces, incluso antes de conocer su secreto.
—Probablemente lo mismo. —Su voz era apenas un susurro.
—¿Eh? ¿Qué ha sido eso, Lois? ¿Has dicho algo?
—¡Ya me has oído, señor Superoído! —Le dio un codazo juguetón en las costillas
y al instante sintió que un calambre le recorría el brazo—. ¡Ay!
—Cariño, ¿estás bien?
—¡No! ¡Me he golpeado el hueso de la alegría! —Lois se frotó el brazo con
cautela—. ¡Es como tratar de darle un codazo a un muro de ladrillos!
—Ven, déjame a mí. —Clark se acercó más a ella y le frotó el codo suavemente,
oprimiendo ciertos nervios.
—¡Oh, qué alivio! —Los pinchazos y el hormigueo desaparecieron—. Eres muy
bueno en esto.
—Mis masajes de espalda tampoco están mal. Son casi tan buenos como los
tuyos. Lois lo miró a los ojos. Las gafas de Clark tenían un efecto oscurecedor;
apagaban el color de sus ojos y hacían que parecieran más grises que azules.
—Te quiero, Lois.
—Y yo te quiero a ti. —Suspiró—. ¡Por eso es tan exasperante! Si no te hubieras
adelantado con la historia de Superman, quizá no nos habríamos convertido en rivales
y a lo mejor hubiéramos estado juntos mucho antes.
—Quizá sí… quizá no. —Plantó un beso en la punta de la nariz—. Tal vez las
cosas hubieran sido diferentes, pero no hay modo de saber si también hubieran sido
mejores. —La besó en la mejilla derecha—. Lo cierto es que hubo rivalidad entre
nosotros, pero también tuvimos que trabajar mucho tiempo juntos… —La besó en la
mejilla izquierda—… Llegamos a conocernos mejor… y nos enamoramos. Clark la
miró a los ojos. —Además, la espera hace que el amor crezca.
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—Creía que era la ausencia.
—No, la ausencia lo hace más triste.
Sus labios se unieron y no se intercambiaron más palabras.
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Pasaron los días, pero para la Criatura encerrada parecieron sólo minutos. Mientras
seguía lanzando su cuerpo contra la pared de la bóveda que lo aprisionaba no daba
muestras de debilidad ni de cansancio. Una y otra vez golpeaba el muro de su prisión
y, a cada golpe, el pesado guante que rodeaba su mano libre se iba desgarrando y
cayendo a pedazos. La ósea cordillera que constituían los enormes nudillos de la
Criatura empezó a emerger del guante roto. A cada nuevo impacto, los nudillos
provocaban surcos más profundos en el grueso muro metálico. Aunque siempre muy
levemente, el metal empezó a deformarse bajo el asedio de su incesante golpeteo.
Trozos sueltos de cable sacudían el aire como serpientes enloquecidas al ritmo de la
Criatura, cuyo inmenso brazo trabajaba como una martillo pilón. Y entonces, por fin,
las puntas huesudas de sus nudillos atravesaron el muro. Cuatro puntos diminutos, no
mayores que la punta de un lápiz afilado, se abrieron paso a través de la maciza
aleación. Un gruñido de satisfacción surgió bajo la capucha y la Criatura redobló sus
esfuerzos.
Al noroeste de Metrópolis, a gran profundidad bajo la superficie del monte
Curtiss, yacía enterrada otra estructura fuertemente fortificada, mucho mayor que la
bóveda que contenía a la Criatura. Aquella estructura era un complejo que se extendía
bajo tierra formando laboratorios de investigación e instalaciones de prueba del
proyecto altamente secreto del gobierno federal, por nombre Cadmus. En aquella
mañana en particular, el jefe de seguridad del proyecto, Jim Harper, estaba, como de
costumbre, haciendo sus ejercicios gimnásticos. Cada día sin falta Harper iniciaba la
mañana con cinco minutos de estiramientos y treinta minutos de flexiones,
abdominales y saltos con movimiento alternativo de brazos y piernas, seguidos por
otros treinta minutos de pesas. El resto de hombres y mujeres de su plantilla podía
utilizar los equipos de mayor nivel tecnológico si quería, pero Jim prefería hacerlo a
la antigua usanza. Había dado comienzo a aquel régimen diario más de cincuenta
años antes, cuando trabajaba para el departamento de policía de Metrópolis. El
régimen había soportado el paso del tiempo. «Mejor que yo», pensó Harper. Aunque
se enorgullecía de mantenerse en forma, el tiempo y las circunstancias habían
cobrado su tributo. «Hace tiempo que estaría muerto de no ser por los chicos». «Los
chicos…». Harper dejó las pesas de cuarenta y cinco kilos y cruzó la habitación para
acercarse a su mesa de despacho, donde había una vieja fotografía enmarcada. La
foto amarilleaba ya por sus bordes, pero aún provocó una sonrisa en su rostro. En ella
se veía a él mismo vestido con su antiguo uniforme de policía rodeado de cuatro
chicos. Ahora ya eran todos unos hombres y cada uno de ellos descollaba en el
campo de trabajo que había elegido, pero en el fondo de su corazón siempre serían
sus chicos. «Todos hemos recorrido un largo camino desde el Suburbio Suicida.
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Cuesta creer que haya pasado tanto tiempo».
Más de medio siglo antes, Jim Harper había sido un poli novato al que acababan
de designar al distrito que comprendía el Suburbio Suicida. Ya entonces era el barrio
más duro de Metrópolis. Tal certeza se hizo evidente cuando un día, al salir de
servicio, una banda de matones que le aguardaba emboscada le pegó una paliza.
Satisfechos por haberle dado una lección al novato, sus atacantes le abandonaron
maltrecho y malherido en un callejón. Pero Jim Harper era un hombre más fuerte y
duro de lo que habían pensado. Con las ropas hechas jirones, consiguió ponerse en
pie y avanzó agazapado por la calle en tinieblas en pos de los matones. Al apoyarse
en el portal de una tienda de disfraces para recuperar el aliento, le sorprendió que la
puerta, que no había cerrado un cajero negligente, se abriera de golpe. La mirada de
Harper se posó sobre un casco protector que ocupaba un lugar prominente. Impulsado
por una súbita inspiración, reunió el traje completo de un hombre misterioso, con
guantes, botas y una máscara. Se colocó el casco en la cabeza dolorida y completó su
atavío con un escudo metálico ornamental que encontró colgado de la pared. Dejó
dinero en efectivo para cubrir su tardía compra y, tras cerrar la puerta, salió corriendo
en persecución de sus atacantes. Los encontró en unos billares del barrio. Protegido
por el casco y la ventaja de la sorpresa, Harper hizo un trabajo rápido con los
matones. Al revisar sus carteras para averiguar su identidad, el enmascarado
descubrió gruesos fajos de billetes cuyos números de serie eran idénticos al dinero
con el que se había pagado un secuestro reciente. Cuando estaba atando a los matones
que había dejado grogui, uno de ellos lo miró incrédulo.
—¿Quién es usted?
—Bueno, soy… —Harper vaciló. La pregunta le sorprendió. La máscara
funcionaba mejor de lo que pensaba; no le habían reconocido—. Soy… una especie
de… guardián. Sí, eso es. ¡Soy el guardián que protege a la sociedad de la gente
como tú!
Y luego, cuando el ulular de las sirenas de los coches patrulla aumentaba de
volumen al acercarse, el Guardián desapareció en la noche. Al día siguiente, vestido
nuevamente con su uniforme normal y de vuelta al servicio diario de patrullar las
calles, Harper meditaba aun sobre su aventura a lo Llanero Solitario de la noche
anterior. Tentado estaba de creer que todo había sido un sueño o una alucinación, de
no ser por el disfraz que había ocultado en el fondo de su armario.
—¡Gamberros! ¡Ladrones! ¡Deténgalos! —El airado grito despertó al patrullero
Harper de su ensoñación.
Salió corriendo para darse de bruces con cuatro perillanes que huían de una tienda
de hardware con mercancías robadas. Los cuatro componían un grupo variopinto de
huérfanos que habían formado una banda callejera para vivir por su cuenta,
desafiando así los incesantes esfuerzos de las autoridades por encontrarles padres
adoptivos. Los chicos (Tommy, de voz suave y aspecto atlético; el parlanchín Gabby;
Scrapper, bajo e irascible, y Big Words, alto y delgado, el cerebro del grupo)
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intentaban sobrevivir vendiendo periódicos por las esquinas y redondeando sus
ingresos con pequeños hurtos.
Cuando Harper llevó a los chicos ante el juez Charles Benjamin Collins, al
magistrado no le gustó verlos.
—Según vuestro historial, habéis robado tapones de radiador, neumáticos y otros
artículos. ¡Y ahora esto! —Collins hizo una pausa para quitarse los quevedos y
frotarse el puente de la nariz—. No me queda más remedio que declararos culpables.
Estos delitos os señalan como enemigos potenciales de la sociedad. Al no tener
familia, es mi triste deber encomendaros a la custodia de la Institución Estatal para
Chicos, donde permaneceréis hasta la edad de veintiún años.
—¿Q-q-qué? —balbuceó Big Words—. ¿Institución? ¿Cárcel?
—¿Hasta que tengamos los veintiuno? —Tommy no se lo podía creer.
—¡No puede hacernos eso! —gritó Scrapper. Gabby tuvo que sujetarlo.
—Mierda, Scrap, no vayas a empezar nada ahora. ¡Ya tenemos bastantes
problemas!
—Señoría. —Harper avanzó unos pasos—. Quisiera decir unas palabras en favor
de estos chicos.
—¡No necesitamos tu ayuda, poli!
—¡Scrapper! ¡Mierda!
El juez Collins dio un golpe con el martillo en demanda de silencio.
—¿Y bien, agente?
—Conozco a estos chicos, juez Collins. Igual que todo el mundo en Hob’s Bay.
En el fondo son buenos chicos. Tienen que luchar y robar para seguir viviendo y no
morirse de hambre. Si los envía a ese reformatorio, entrarán en contacto con
delincuentes peores y más endurecidos… y ellos mismos se volverán más duros.
Desearía que reconsiderara su decisión.
El juez miró a Harper burlonamente.
—¿Debo entender que tiene otra idea para ayudar a estos chicos, agente?
—Sí, señoría. —Jim Harper miró a los chicos. Él también había sido un huérfano,
y no muy diferente de ellos. Jim sabía que hubiera podido acabar siendo un
delincuente con la misma facilidad que se había hecho policía, de no ser por unas
cuantas oportunidades aprovechadas. Ahora vio un modo de ofrecer esas mismas
oportunidades a una nueva generación. Harper volvió a mirar al juez—. Le pido que
ponga a los chicos bajo mi custodia. Deme ocasión de demostrar que pueden llegar a
convertirse en ciudadanos útiles.
El juez Collins se acarició el bigote. Demasiados agentes de policía se habían
presentado ante él con una visión endurecida y cínica sobre la vida en el Suburbio
Suicida. El juez estaba francamente asombrado por la petición del joven patrullero.
¡Era evidente que había topado con un idealista!
—Me gustaría hablar con usted en mi despacho, joven.
A solas con el juez en su despacho de paredes recubiertas de madera, Harper
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volvió a defender su petición.
—¿Se da cuenta de lo que me está pidiendo, Harper? ¿Conoce las
responsabilidades que recaerán sobre usted?
—Sí, señor.
—Muy bien, su argumento sobre la Institución Estatal es pertinente.
Probablemente sirve para crear más delincuentes juveniles de los que reforma y está
terriblemente saturado de gente. Y, por cierto, también lo están los orfanatos. —El
juez estudió al poli novato—. Normalmente, nuestra política prohíbe asignar la
custodia de un niño a un hombre o mujer solteros que no sean parientes, pero la ley
estatal me permite cierto margen de libertad. Aun así, ¿los cuatro…?
—Ellos son toda la familia que conocen, señor. Separarlos ahora sería un error.
—Un error es probablemente lo que estoy a punto de hacer, pero… de acuerdo,
Harper. Son suyos por ahora. ¡Pero no quiero volver a verlos en mi tribunal! ¿Queda
claro?
—Totalmente, señoría.
En los años que siguieron, Jim Harper se encargó de que su chusma de la «Liga
Juvenil», como la llamó, se mantuviera en el buen camino. A menudo utilizaba su
otra identidad como Guardián para ayudarles a salir de apuros. Al final acabaron por
descubrir su doble vida, pero nunca traicionaron a Harper con otra alma viviente. Con
el tiempo, los chicos crecieron y salieron del viejo barrio, y el agente guardó su traje
de Guardián. Harper había hecho un buen trabajo y consiguió que sus chicos
cambiaran de vida. Big Words se licenció en la Universidad de Metrópolis, se
convirtió en el doctor Anthony Rodrigues y acabó siendo famoso como experto en
mecánica cuántica. Scrapper abandonó su apodo callejero mucho antes de convertirse
en el solicitado ingeniero Patrick MacGuire. El talento de John «Gabby». Gabrielli
para la oratoria contribuyó a su éxito en el mundo de los negocios. Y las
investigaciones del doctor Tommy Tompkins sobre genética condujeron a la creación
del Proyecto Cadmus, que había acabado por reunirlos a todos de nuevo.
Junto al renombrado investigador genético, Reginald Augustine, y su excéntrico
colega, Dabney Donovan, el doctor Tompkins había fundado el Proyecto Cadmus
después de décadas de investigación independiente. La idea de los fundadores
consistía en impulsar un estudio del ADN y del código genético humano con el
mismo grado de intensidad y apoyo que había conseguido el Proyecto Manhattan
durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando, tras años de antesalas y esperas,
consiguieron por fin la financiación del gobierno, Tompkins llamo a sus tres amigos
de la adolescencia para que le ayudaran a poner en marcha el proyecto. Fue Pat
MacGuire quien recordó un viejo acueducto abandonado que se extendía desde las
profundidades de las calles de Metrópolis hasta el lejano monte Curtiss y quien
desarrolló un plan de emplazamiento subterráneo para lo que había de convertirse en
el Proyecto Cadmus. Tompkins y sus amigos se habían involucrado de tal forma en el
diseño y construcción del Cadmus que habían permanecido en él hasta convertirse en
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los directores de los diferentes departamentos del mismo. Años después de que los
cuatro amigos hubieran puesto en funcionamiento el Proyecto Cadmus, les llegó la
noticia de que su viejo mentor, Jim Harper, se estaba muriendo. Utilizando todos los
recursos de que disponían, consiguieron que introdujeran a Harper en el proyecto.
Allí, y mediante procesos aún en fase experimental que habían desarrollado los
asombrosos laboratorios genéticos de Cadmus, lograron crear un nuevo y poderoso
cuerpo clónico para Jim, dándole así, literalmente, una nueva vida.
Jim recogió las pesas y continuó con sus ejercicios. «No está mal para un viejo»,
rumió. Era maravilloso sentirse fuerte y vital de nuevo. Y, claro está, después de lo
que los chicos habían hecho por él, no podía rechazar su oferta para que se
convirtiera en el jefe del equipo de seguridad del proyecto. Al cabo se produjeron
problemas considerables debidos a cienos experimentos controvertidos que había
iniciado Dabney Donovan. Antes de su muerte, el excéntrico experto en genética
había provocado un escándalo mayúsculo que los directores aún intentaban dejar
atrás. Entonces habían necesitado desesperadamente la ayuda de su viejo mentor para
volver a afianzar el Proyecto Cadmus. Harper meneó la cabeza y se rió para sus
adentros. «De un modo u otro, siempre acabo haciendo de Guardián».
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—¿Ésta es manera de saludar al hombre que te hizo lo que eres ahora?
—¡Pero estás muerto, yo te maté!
—Mataste a uno de mis clones, Luthor. Verás, confié en ti menos aún que tú en
mí.
—¡Canalla! ¿Qué me has hecho? —Luthor agarró a Donovan por la solapa de su
bata y lo sacudió. La boca de Donovan se abrió en una sonrisa grotesca y entonces la
mandíbula se le soltó y cayó repiqueteando por el suelo. Luthor soltó la solapa y
retrocedió de un salto al ver que el cuerpo de Donovan se hacía pedazos y formaba un
montón húmedo y sangrante.
—¡Oh, Dios mío!
—¡Dios no ha tenido nada que ver!
Lex giró en redondo. Había otro Donovan justo detrás de él.
—Ingeniería genética, Lex. Si conoces las moléculas exactas de la matriz
cromosómica que se han de pellizcar, puedes crear cualquier cosa. No es necesario
depender de deidad alguna.
El aliento de Donovan olía a carne podrida. Luthor trató de volver la cara, pero se
encontró de espaldas a un muro.
—¡Así fue como salvamos tu miserable vida, después de todo! —Donovan le
clavó el dedo huesudo en el pecho—. Primero fingimos tu muerte, dejando que un
doble de tu cuerpo muriera en el accidente de avión. Luego, mientras el mundo
lamentaba la muerte del gran Lex Luthor, te pusimos sobre la mesa del quirófano y
extrajimos todo el tejido infectado.
Donovan retrocedió un paso y empezó a revolver el bolsillo de su bata.
—Vaya, ¿dónde he puesto…? ¡Ah, aquí está! Sacó lo que parecía un mando a
distancia para televisión y apretó un botón. Como respuesta, una imagen apareció en
el aire… la imagen fantasmal de un cerebro y dos ojos abiertos de par en par flotando
en un baño químico dentro de una enorme retorta de cristal. Donovan adoptó el tono
del maestro.
—No quedó mucho de ti cuando acabamos, Lex. Sólo un cerebro, un poco de la
columna vertebral y un par de ojos… ¡y tenían un ligero astigmatismo! Ah, pero lo
arreglamos. Había ADN más que suficiente para jugar con él. Con las
manipulaciones pertinentes, sólo tardamos unos meses en convertirte en un hombre
nuevo… más fuerte, más alto, más joven… incluso te arreglamos esa molesta
calvicie. —Donovan se pasó la mano por sus propios y escuetos cabellos—. Debo
recordar hacer algo parecido conmigo mismo.
—¿Entonces qué salió mal? —preguntó Luthor—. ¿Qué me ha ocurrido? ¿Por
qué vuelvo a ser viejo?
—Sólo eras joven de cuerpo. —Una voz nueva surgió del pasillo, a medida que se
iba acercando—. Por dentro sigues siendo el mismo y viejo Luthor. Podrás haber
convencido al resto del mundo de que eres tu propio hijo, pero a mí no me has
engañado… no por mucho tiempo. Una figura alta y poderosa emergió de las
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sombras, una figura que Luthor conocía demasiado bien.
—¡Superman!
—Sí, Lex, y tengo algo para ti. —Superman sacó un pesado bote de plomo de
debajo de los pliegues de su capa.
—¿Qué es eso?
—Oh, creo que ya sabes lo que es, Lex.
—¡Apártalo de mí!
—¿Por qué, Lex? ¡Sólo quiero echarte una mano! —Abrió la tapa del bote con
una vuelta y puso al descubierto una mano humana reseca.
Era la mano de Luthor. En un dedo llevaba el anillo con su gema de kryptonita de
pálido brillo… ¡el anillo que casi le había costado la vida!
—Esto es lo que quieres, ¿no es así?
—No… no…
—Cógela, Lex. ¡Cógela!
La mano salió volando del bote, se aferró a la garganta de Luthor y empezó a
apretar.
—¡No! ¡NOOOO!
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réplica clónica… esa parte del sueño era cierta. Él es el único, aparte de Kelley y
Happersen, que conoce mi secreto».
Gretchen Kelley había sido su médico personal durante años y se había prestado,
aunque a regañadientes, a representar el papel de madre. A su peculiar manera, amaba
a Luthor, y éste sabía que podría confiar en ella. Syd Happersen era un valioso
ayudante que había estado con él desde la fundación de la LexCorp. Happersen no
podía traicionar a Luthor sin descubrir su complicidad en ciertos crímenes de
importancia. Sólo Donovan constituía un peligro potencial… «Es el único que está
fuera de mi control».
—¿Estás seguro de que no es nada? —El rostro de la joven era la viva imagen de
la preocupación.
—¿Te mentiría yo, amor?
—No, por supuesto que no. —Sonrió—. Vamos, volvamos a la cama. Se
deslizaron de nuevo bajo las sábanas y ella se pegó a Luthor para canturrearle
suavemente en el oído.
—Mmmm, bonita melodía. —Contuvo un bostezo y miró el reloj: las 3:47—. Es
la hora, amor, no la compañía.
—Shhhh, no importa. Necesitas dormir. —Le besó, con más afecto que pasión—.
Que tengas dulces sueños, Lex.
—Y tú también… querida… Supergirl.
En pocos segundos, Lex Luthor estaba profundamente dormido. Era como él
mismo le había contado una vez, un talento que había heredado de su padre. Durante
casi media hora, la mujer se quedó contemplando el lento subir y bajar del pecho de
Luthor y cómo sus párpados pasaban por las diferentes etapas del sueño. Luego, al
comprobar que ya no tenía pesadillas, Supergirl se levantó en silencio, librándose de
las sábanas, y caminó sin ruido por el dormitorio. Se detuvo ante la puerta y volvió la
vista una vez más hacia su amante dormido antes de salir al pasillo. Fuera ya de la
habitación, se miró el camisón largo que llevaba puesto. «No puedo salir así», se dijo,
al tiempo que la tela empezaba a flotar a su alrededor, cambiando de forma y color.
En un instante apareció vestida con falda de brillante color rojo, capa y botas a juego,
y leotardos de intenso color azul. Sobre el pecho llevaba un escudo pentagonal rojo y
amarillo, que formaba una estilizada y familiar letra S. Se detuvo apenas un momento
para comprobar su reflejo en la ventana al final del pasillo tenuemente iluminado
antes de saltar desde una ventana más cercana y salir volando sobre la ciudad de
Metrópolis. A cientos de metros por encima de las calles, Supergirl bajaba en picado
y se remontaba con el corazón regocijado. Esperaba no haber cometido un error al
dejar solo a Lex aquella noche, pero ella necesitaba dormir mucho menos que él. Y al
fin y al cabo ya lo había hecho muchas otras veces. Le encantaba volar de noche
sobre las luces de Metrópolis. «¡Es tan hermosa de noche! —pensó Supergirl—.
Como un enorme árbol de Navidad de kilómetros y kilómetros de largo». La ciudad,
con sus millones de habitantes, provocaba su constante fascinación. En el lugar del
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que ella procedía no había ciudades, sólo ruinas. «Así es como hubiera sido mi
mundo de no ser por el general Zod».
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y abandonó el duplicado muerto de nuestra Tierra, trayéndola a nuestra realidad y
confiándola al cuidado de sus propios padres. A pesar de que las heridas le habían
dañado el cerebro, conviniéndola prácticamente en una niña, los cuidados de
Jonathan y Martha Kent lograron que iniciara una lenta recuperación. Supergirl llegó
a sentir un gran cariño por los Kent, pero temía que, en sus intentos por recuperar sus
superpoderes, hubiera puesto a los Kent en peligro sin querer.
Asustada por la creencia de que era demasiado peligrosa para permanecer cerca
de los seres humanos normales, voló en dirección al espacio. Tras un tiempo vagando
por las estrellas, Supergirl comprendió por fin que la Tierra era lo más parecido a una
casa que podría hallar jamás. Localizó una pequeña nave espacial abandonada,
desechó toda duda y puso rumbo a nuestro mundo. Pero algo salió mal. La nave de
Supergirl se salió de trayectoria y se estrelló en el desierto de Nuevo México. Allí fue
divisada y rescatada por un equipo de investigación de la división aeronáutica de la
LexCorp International. El primer rostro que vio Supergirl al recuperar el
conocimiento fue el de Lex Luthor II. Era la viva imagen del hombre que la había
creado y Supergirl se enamoró perdidamente de él. «Tuve tanta suerte al encontrarlo
—pensó Supergirl al rodear el edificio del Daily Planet—. Ojalá Superman pudiera
entenderlo. —Frunció el ceño al recordar la terrible escena que había tenido con
Superman cuando éste se había enterado de que estaba viviendo con Lex—. Me dijo
que no quería que saliera malparada, pero también le preocupaba que yo descubriera
el pastel sobre su doble vida. ¡Como si yo fuera a decir algo que le pusiera a él o a los
Kent en peligro! ¡Ojalá no hubiera perdido los estribos!». La discusión había ido
aumentando de tono y Supergirl había acabado por lanzar a Superman por los aires,
para aterrizar media ciudad más allá. No había sufrido daños físicos, claro está, pero
el altercado les había hecho sentir muy incómodos. «Apenas hemos hablado desde
entonces. Él sabe que lo lamento y yo sé que él no es rencoroso, pero aún me siento
terriblemente mal por aquello. Deberíamos ser… bueno, socios no… ¡y tampoco
amantes, desde luego! Yo tengo a Lex y él tiene a Lois. Pero me gustaría que
estuviéramos más unidos. —Consideró la posibilidad de dejarse caer por el
apartamento de Clark durante unos instantes, pero acabó rechazando la idea—. A lo
mejor está acompañado. ¡Está prometido, después de todo! Además, ya habrá otras
oportunidades para hablar». Supergirl trazó una amplia curva para regresar a la torre
LexCorp. Le encantaba volar sobre Metrópolis y procuraba no perderse sus vuelos
nocturnos. Pero apenas quedaban unas horas para el amanecer y tenía que estar junto
a su querido Lex cuando éste despertara.
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cascarrabias.
—Bueno, si yo fuera Superman, echaría a Gardner de la Liga de un puñetazo que
lo mandaría a Australia.
—Quizá Superman tenga una buena razón para admitirlo en la Liga de la Justicia.
Quizá crea que es mejor tener a Gardner rodeado de gente con mayores
oportunidades de mantenerlo a raya, en lugar de dejarlo suelto por ahí para que se
meta en problemas.
Jimmy meditó estas palabras.
—Supongo que sí. Pero aun así no me gusta la idea de que él y la mujer Maxima
sean considerados superhéroes. ¡Demonio!, Maxima le ha dado a Superman todo tipo
de quebraderos de cabeza, ¿y ahora son compañeros? —El joven fotógrafo sacudió la
cabeza—. La Liga de la Justicia solía representar algo, pero ahora son sólo un puñado
de héroes de pacotilla, excepto Superman, claro. ¡No sé por qué se dejó enredar con
esos tipos!
—Estoy seguro de que Superman se ha hecho esa pregunta muchas veces, Jimmy.
Supongo que en su momento le pareció una buena idea. Quizá se sienta…
responsable de ellos.
—¿Responsable? ¿De la Liga de la Justicia? ¿Y eso por qué?
«Bien, Kent, a ver cómo sales de ésta». Clark se rascó la nuca.
—Bueno, Jim, ¿no fue Superman el primer héroe con poderes extraordinarios que
apareció después de la Segunda Guerra Mundial? Ciertamente hubo héroes
disfrazados anteriores, gente como Hourman y el doctor Mid-Nite, pero la mayoría se
había retirado ya en la década de los cincuenta. No fue hasta que Superman entró en
escena que empezamos a ver a un montón de nuevos superhéroes. Imagino que él
inició algo.
—Ya veo lo que quieres decir. Recuerdo haber leído una entrevista con el Canario
Negro en una ocasión en la que decía que la mayoría de los héroes de hoy en día
probablemente no lo hubieran sido nunca de no haber existido Superman. Ni siquiera
estoy seguro de que existiera el término «superhéroe» antes de que él apareciera. Por
lo que me dijo mi tío Phil una vez, a los héroes de la época de la guerra les llamaban
principalmente luchadores contra el crimen u hombres misterio.
—Exacto. Podríamos decir que Superman fue el primero de una nueva
generación. Le siguieron Batman en Gotham, Flash en Central City, Green Lantern en
la costa oeste… Aquaman, el Canario, J’Onn J’Onzz. Y todos esos héroes que
andaban por ahí acabaron fundando la Liga de la Justicia como organización que se
encargaría de las amenazas que resultaran demasiado grandes para uno solo de ellos.
—Sí, y por aquel entonces la Liga sí que valía la pena. ¡Es una pena que
Superman no pudiera ser miembro de aquel primer equipo!
«Bueno, me lo pidieron», pensó Clark.
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Superman volaba sobre las islas Aleutian cuando divisó una extraña serie de
destellos. Siguió a las luces hasta el valle de los Diez Mil Humos de Alaska y
finalmente descubrió a los cinco miembros fundadores de la Liga de la Justicia.
Estaban peleando entre ellos. Primero Flash le pegaba puñetazos a Aquaman, de
repente se daba la vuelta y trataba de agarrar a Green Lantern. Sus acciones no tenían
ritmo ni motivo. Cada uno de ellos golpeaba al azar y todos se estaban agotando
rápidamente. «¿Qué intentan hacer —se preguntó—, matarse unos a otros?».
Entonces Superman vio al robot. Tenía seis metros de alto y parecía un gorila
metálico de alta tecnología. Era un artefacto formidable, pero notó que se mantenía a
una distancia prudencial de los poderosos combatientes. También notó una extraña
ondulación en el aire que parecía surgir de una especie de torreta a media altura del
robot. Y tras la torreta, oculto dentro de una cámara de control fuertemente blindada,
vio a un hombre pequeño y extraño, una especie de gnomo. «Les está haciendo algo,
tal vez juega con sus mentes —pensó Superman—. Tengo que acabar con esto antes
de que alguno de ellos salga malparado». Procurando mantenerse fuera del alcance de
la torreta, Superman lanzó su rayo visual de calor sobre la misma. Bajo tal
bombardeo, empezó a brillar con un tono rojo, luego blanco. Con un relámpago de
energía, la torreta se convirtió en escoria. Los héroes de la Liga de la Justicia se
quedaron paralizados y miraron con asombro el borrón rojo y azul Rué se lanzaba en
picado desde los cielos para chocar contra el gran robot como un tren descarrilado.
En pocos segundos, Superman penetro en el tanque andante y se enfrentó con el
hombre que lo controlaba.
—¡No! ¡NO! —chilló el gnomo—. ¡No es posible que hayas destruido mi creador
de ilusiones!
—¿Creador de ilusiones? —Si la situación no hubiera sido tan grave, Superman
se hubiera echado a reír. Aquel enano tan raro tema un acento peculiar, diferente a
todo lo que él había oído, pero hablaba como un científico loco de una de aquellas
viejas películas que Clark solía ver en la universidad—. ¿Qué está pasando aquí?
El hombrecito se encogió al fondo de la cámara de control.
—¡En las historias no se decía nada de esto! —Su voz aumentó hasta convertirse
en un chillido agudo y, ante el asombro de Superman, empezó a desvanecerse—. Se
suponía que yo debía ganar. ¡GANAR! ¿Qué ha salido mal? ¿Qué ha salido…?
Sin acabar la frase, desapareció completamente y Superman se quedó solo en
medio de un robot destrozado. Inspeccionó cada pedazo de metal del casco con su
visión de rayos X, pero no halló rastro alguno del hombrecito.
—¡Superman, lo has conseguido! ¡Has detenido a Xotar!
Superman se dio la vuelta y se encontró súbitamente cara a cara con un hombre
enmascarado que vestía un mallot carmesí.
—¿Perdón?
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—Xotar… ése era el nombre que se daba a sí mismo el tipo que dirigía este
artefacto. Decía provenir de diez mil años más allá en el futuro.
—¿Diez mil…?
—Eso es lo que él decía. Personalmente, creo que falseaba la fecha para
impresionarnos. —La voz del enmascarado tenía un levísimo deje de acento del
medio oeste—. Oh, vaya, no nos han presentado debidamente. ¡Soy Flash!
—He oído hablar de ti.
—¿En serio? —Flash vibró un poco por la excitación—. Bueno, eh, tienes que
conocer a los otros.
—Espera un minuto. —Superman levantó una mano—. ¿Qué hay de Xotar?
Acaba de… de desvanecerse delante mío.
—No puedo decir que me sorprenda. —Flash se quedó meditabundo—. Creo que
tenía una especie de dispositivo de seguridad en caso de fallo que lo devolvía a su
propio tiempo. No te preocupes, luego lo comprobaremos.
Cuando salieron del cascarón de metal del robot, los otros miembros de la Liga de
la Justicia se reunieron en torno a ellos. Otro enmascarado, éste con cabellos lacios y
oscuros, se adelantó ofreciendo la mano.
—Es un honor, Superman. Me llaman Green Lantern. —Cuando se estrecharon
las manos, Superman hubiera jurado que notaba una onda interminable de energía
fluyendo en el interior del reluciente anillo de esmeralda que llevaba Lantern en el
dedo índice.
—Necesitamos tu ayuda para comprobar esta ruina, Lantern —dijo Flash—.
¡Queremos asegurarnos de que Xotar no nos ha jugado una mala pasada!
Green Lantern asintió y siguió a Flash al interior de los restos del robot.
Cuando desaparecieron de su vista, una joven ágil y rubia, vestida de negro y azul
marino, dijo: —Soy Canario Negro y este trago largo de agua— hizo un gesto
señalando a un hombre musculoso y también rubio—, es Aquaman.
El quinto y último miembro de la Liga era más alto que Superman. Su piel era de
un peculiar tono verde y un pronunciado entrecejo ensombrecía sus ojos.
—Yo soy J’Onn J’Onzz, una especie de detective. Y para responder a la pregunta
que no has formulado… no, no soy de este mundo. Vengo de Marte.
—Creía que no había vida en Marte.
—Es una lamentable equivocación… por lo menos en esta era.
Antes de que Superman pudiera hacer más preguntas a J’Onzz, Green Lantern y
Flash regresaron con aire satisfecho.
—Xotar ha vuelto a su propio tiempo —informó Lantern—. Mi anillo de energía
ha detectado una desviación en el… —Se volvió hacia su compañero—. ¿Cómo lo
has llamado?
—Campo cuántico —respondió Flash—. En todo caso, el anillo de Green Lantern
le siguió el rastro a través del campo hasta el futuro. Descubrió que ese… Xotar se
transportó directamente a las manos de la policía de su propia época. Y allí no será
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ningún problema. Gracias a Superman tendrá que componérselas sin ninguna de sus
armas fantásticas… ¡no es que haya quedado mucho de ellas! —Flash empezó a
sacudir la mano de Superman efusivamente—. ¡Ha sido fantástico! Superman, es un
auténtico placer.
—El placer es mío, Flash. Esta Liga de la Justicia vuestra ha provocado un
aluvión de noticias en las últimas semanas. Me alegro de haber tenido por fin la
oportunidad de conoceros. —Superman volvió la vista hacia las ruinas del robot—.
Hubiera preferido que fuera en circunstancias más agradables.
—Bueno, ahora que Xotar ya no está, yo diría que tenemos razones para
congratularnos —dijo Canario Negro. Miró admirativamente a Superman—. En el
este tenemos un sitio en el que nos reunimos en privado. ¿Por qué no te unes a
nosotros?
Incapaz de declinar una invitación tan fascinante, Superman acompañó a la Liga
de la Justicia a su santuario secreto. Era un escondite impresionante, desde su extensa
biblioteca computarizada a su conexión vía satélite. «Este grupo está lleno de
sorpresas», se dijo Superman. Pero la mayor de ellas se produjo cuando Flash llamó
al orden a los reunidos y propuso al Hombre de Acero como miembro del grupo,
proposición que fue inmediatamente secundada por Aquaman.
—Flash… Aquaman… Me siento muy halagado. Y me sentiría muy honrado de
unirme a vosotros… si pudiera dedicarle a vuestra Liga el tiempo que exigiría
pertenecer a ella. —Superman hizo una pausa—. Pero mi tiempo no me pertenece.
Me temo que no puedo aceptar.
Superman lamentaba la decisión, pero no veía posibilidad alguna de convertirse
en miembro activo de la Liga de la Justicia además de sus muchas otras actividades.
«Sólo ser Superman llena tantas horas como trabajar para el Daily Planet. Me
pregunto cómo se las arregla esta gente para tener una vida privada. Quizá no la
tengan. Después de todo, para el público yo soy Superman todo el tiempo».
Superman notó la decepción en el rostro de Flash, aun sin ver más allá de su máscara,
y respetaba demasiado la vida privada de sus compañeros héroes para hacer tal cosa.
Los cinco parecían decepcionados, incluso el enorme marciano de cara de póquer.
—Mirad —dijo Superman—. Habéis creado un equipo bien organizado. Dudo
que me necesitéis realmente como miembro. Pero os lo aseguro, si algún día me
necesitáis de verdad, allí estaré.
En los años que siguieron, Superman cumplió con su palabra. Siguió siendo un
aliado fiel de la Liga de la Justicia en la lucha contra las amenazas que sufrieron este
planeta y otros. Pero el tiempo no fue compasivo con la Liga de la Justicia. Se
produjeron incontables cambios y dos grandes reorganizaciones hasta que,
finalmente, la Liga se disolvió. Poco después de la separación del grupo, Superman
reclutó la ayuda de antiguos miembros para organizar una fuerza de combate
superpoderosa con la que oponerse a una invasión alienígena. El éxito de esa misión
le llevó a reafirmar su posición en lo que los medios de comunicación empezaban a
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llamar «la comunidad de los superhéroes». Finalmente, Superman aceptó convertirse
en miembro de la nueva sección americana de la Liga de la Justicia.
«Desde entonces todo han sido problemas», pensó Clark. Hubiera sido diferente
trabajar junto a los miembros originales. Ellos sí que sabían trabajar juntos. Por otro
lado, no todos en el nuevo grupo sabían trabajar en equipo. Los nuevos miembros
Fire e Ice habían formado parte anteriormente de un supergrupo europeo y podía
contarse con sus poderes máximos de calor y frío. De igual forma, Blue Beetle era un
experto en el combate cuerpo a cuerpo y un ingeniero altamente cualificado. Pero si
se encontraba en la misma habitación con Booster Gold, había problemas. Juntos,
Booster y Beetle se convertían en bromistas insufribles. Guy Gardner era aún peor.
Guy había pertenecido a un cuerpo intergaláctico de Green Lanterns, al igual que uno
de los fundadores de la Liga, pero no se parecía en nada al Green Lantern que
Superman había conocido en aquel primer encuentro con la Liga. Guy era un cañón
desatado, que soltaba la lengua con tanta facilidad como su anillo de poder.
Francamente, era un zoquete odioso y egoísta. Tras ser finalmente expulsado del
Green Lantern Corps, se las había apañado para adquirir un anillo dorado de energía
que le permitía seguir siendo miembro de la Liga. Clark sonrió para sus adentros.
Gardner estaba muy alejado de su idea de un superhéroe, pero mientras trabajara para
la Liga era de esperar que pudieran mantenerlo a raya. Maxima, sin embargo, era otra
cuestión. Era la heredera al trono de un imperio interestelar con base en el remoto
planeta Almerac; había llegado a la Tierra buscando un consorte adecuado con el que
enriquecer el linaje de la familia real. Arrogante, hipócrita y de carácter irascible,
había puesto los ojos en Superman. Éste había hecho todo lo posible por convencerla
de que no estaba interesado en engendrar futuros déspotas galácticos, pero gracias al
papel que ella había desempeñado en la derrota de la invasión alienígena había
acabado formando parte de la Liga de la Justicia. Su fuerza física y sus extensos
poderes psicocinéticos hacían de ella una valiosa contribución al grupo, pero por su
actitud dominante entraba continuamente en conflicto con otros miembros de la Liga.
Y finalmente estaba Bloodwynd. Clark aún no estaba seguro de qué pensar de él.
Ninguno de los otros en la Liga de la Justicia sabía nada sobre el hombre negro, alto
y musculoso, pero éste había demostrado ser un valioso aliado. Bloodwynd parecía
casi tan fuerte como Superman y afirmaba ser un hechicero. Como Superman, Clark
ya había tenido tratos con entes sobrenaturales en el pasado y ciertamente Bloodwynd
se ajustaba al modelo, era más reservado aún que Maxima. «Son un grupo
ingobernable», pensó Clark. Pero, salvo que hubiera una importante reorganización
de la Liga, eran su grupo ingobernable y lo único que podía hacer era intentar sacarle
el mayor provecho posible. Después de todo, la Liga de la Justicia tenía un historial
casi tan largo y distinguido como el suyo propio. Y ni siquiera un Superman podía
hacerlo todo. Por eso había agradecido la ayuda de los demás héroes en una primera
instancia.
—Si tenemos suerte, acabarán por sentirse unidos con el tiempo.
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—¿Qué decía, señor Ke… Clark?
—¿Eh? Oh, pensaba en voz alta, Jimmy… sobre la Liga de la Justicia. A pesar de
todas sus excentricidades, siguen siendo personas muy capaces. No creo que debamos
darlos por perdidos todavía. Después de todo, los miembros originales que la
fundaron no tenían mucha experiencia al empezar.
—Supongo que no. —Jimmy no parecía muy convencido—. Ojalá Superman sea
tan optimista como tú.
—Estoy seguro de que sí, Jim. No creo que Superman permaneciera en la Liga si
no creyera que prometen.
—Sí, bueno, me sentiría mucho mejor si él mismo viniera a decírmelo.
—Quizá lo haga, Jimmy. Quizá lo haga.
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—No lo sé. Encontrarlos y encerrarlos, supongo.
—Ya los mantenemos encerrados en este Proyecto como si fueran valiosos
conejillos de Indias. Son adolescentes… ellos no pidieron nacer para esto.
—Ninguno de nosotros pide nacer. —La nueva voz era baja, uniforme y con un
sonido que no era natural. Toda actividad se detuvo cuando el que había hablado
entró en la estancia. Medía uno ochenta de estatura y su piel era ligeramente gris. Sus
ojos verdes eran elípticos, como los de un gato. Pero sus rasgos más llamativos eran
dos protuberancias semejantes a cuernos que surgían de su alta y ancha frente. Le
llamaban Dubbilex, y aunque había formado parte del Proyecto desde hacía muchos
años, aún había muchos que se sentían incómodos en su presencia. Jim Harper no fue
nunca uno de ellos. Muy al contrario, encontraba a Dubbilex fascinante. El lúgubre
hombre le recordaba a un bondadoso alienígena de una vieja novelucha de ciencia
ficción de su juventud, y aquella imagen no estaba lejos de la realidad. Jim Harper
sabía que Dubbilex había sido creado por el doctor Dabney Donovan. Donovan era
uno de los tres fundadores del Proyecto Cadmus. Era un genio brillante,
desgraciadamente muy inestable, que se había obsesionado con la idea de crear una
especie totalmente nueva a través de la ingeniería genética. Dubbilex había sido el
primer superviviente de una serie de experimentos para producir una raza a la que el
doctor llamaba sus DNAliens. Cuando los otros directores del Proyecto habían
empezado a plantear dudas sobre la ética de Donovan y a imponer restricciones a su
investigación, éste se había suicidado. «Si fue un suicidio», pensó el Guardián.
Dubbilex miró al Guardián de una forma extraña. «¿Entonces también tú tienes dudas
sobre la supuesta muerte de mi creador?». El Guardián miró a su alrededor. Había
oído el pensamiento del DNAlien tan claro como si hubiera sido pronunciado en voz
alta, pero nadie más en la habitación parecía haberlo notado. «Lo siento —fue el
siguiente pensamiento que le llegó—. No pretendía espiarte. Pero el pensamiento ha
sido tan fuerte en tu mente, que no he podido evitar “oírlo”». «No importa, Dubbilex
—pensó el Guardián—. Supongo que aún no estoy acostumbrado a trabajar con un
telépata». «Lo entiendo perfectamente —fue la respuesta—. Tampoco ha sido fácil
para mí. Dominar los poderes de la psique es un poco como aprender a dominar los
patines sobre hielo. Muchas veces acaba uno por tierra». El Guardián sonrió,
divertido ante la idea de Dubbilex sobre patines. «Te entiendo». Dubbilex señaló con
la cabeza a los mecánicos que los miraban. «Creo que se sienten un poco incómodos.
Quizá deberíamos decir algo». Ah, sí. El Guardián rompió el silencio.
—Podrías ayudarnos, Dubbilex. Los muchachos han emprendido un paseíto en
coche sin permiso. ¿Tienes idea de adónde se pueden haber ido?
Dubbilex apuntó la cabeza hacia un lado y miró fijamente al espacio vacío que
tenía delante… «Tratando de oír más allá de lo audible y de ver más allá de la
visión», pensó el Guardián. El larguirucho DNAlien se llevó las manos a las sienes.
—Creo que no están lejos. Sí, percibo su vitalidad. Siento… libertad.
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La bóveda subterránea resonó como el yunque de un herrero bajo la fuerza de los
golpes machacones de la Criatura. La Criatura seguía golpeando. El metal soltaba
chispas, iluminando esporádicamente la diminuta cámara. La Criatura seguía
golpeando. Por fin, el torturado metal del muro empezó a ceder y a curvarse hacia
fuera como si tratara de escapar de aquel puño demoledor. Con un aullido
amortiguado, la Criatura rompió sus ataduras y otros gruesos cables metálicos
restallaron. Ahora tenía mayor capacidad de movimiento y pudo lanzarse contra la
diminuta abertura, obligando al retorcido metal a separarse aún más. Luego, cuando
hubo ensanchado el agujero lo suficiente para que sus hombros cupieran por él, la
Criatura empezó a arañar la arcilla y la roca que había detrás.
—¡Libres por fin, libres por fin! —El joven Flip Johnson alzó los puños y notó el
aguijón del viento, cuando el vehículo experimental de alto rendimiento emergió de
una cueva al pie del monte Curtiss.
—¡Eh, Johnson, mete las manos dentro de esta Whiz Wagón, si no quieres
perderlas!
—¡Déjale en paz, Scrapper! ¿Es que no tiene uno derecho a celebrarlo un poco?
O sea, demonios, ésta es la primera oportunidad de salir que tenemos desde… desde
la última vez que huimos a la ciudad. —Gabby se detuvo brevemente para respirar
antes de proseguir con su cháchara—. ¡O sea, quiero decir, que tengo ganas de
celebrarlo! ¿Vosotros no tenéis ganas? ¡Deberíais celebrarlo! ¡Creo que esto es genial,
en serio!
—¡Eh, eh! Cierra el grifo, ¿vale? —Scrapper miró a Gabby por debajo de la
visera de su gorro e hizo enmudecer a su compañero con una mirada de exasperación
—. Sólo trataba de darle un consejo de amigo. ¡Es peligroso sacar la mano a la
velocidad que vamos! Big Words asintió juiciosamente.
—Nuestro colega es muy astuto, caballeros.
—¿Qué? —Scrapper se volvió hacia Big Words forzando el cinturón de seguridad
—. ¿Quién es un estúpido? ¡Ven aquí y dímelo otra vez, cuatro ojos, enciclopedia
andante!
El larguirucho adolescente clavó un dedo largo y huesudo en el pecho de
Scrapper para mantenerlo a distancia.
—Quería decir que tus palabras son muy sensatas.
—Bueno, ¿entonces por qué no lo has dicho?
—Creía que lo había hecho. —Big Words examinó la serie de indicadores que
tenía delante de él—. En realidad, nuestra velocidad actual es de ciento setenta
kilómetros por hora. A esta velocidad un encuentro fortuito con otro objeto, tanto si
está en movimiento como parado, sería muy perjudicial, por no decir doloroso. Flip,
que se había esforzado por mantener una expresión contenida mientras duraba la
conversación, asintió en imitación burlona de Big Words.
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—Me lo imagino. Bien, Tommy, ¿cuánto tardaremos en llegar a Metrópolis? Al
volante de la Whiz Wagón, Tommy se limitó a sonreír.
—No vamos a Metrópolis.
—¿Eh?
—¿No vamos…?
—¡Oh, tío…! Tommy redujo y el vehículo plateado empezó a disminuir la
velocidad.
—Cuéntaselo, Words.
—Bien, en pocas palabras…
—Ése sería un buen truco viniendo de ti —gruñó Scrapper.
— … nuestros anteriores intentos de conseguir la libertad terminaron en fracaso
cuando nos interceptaron en o de camino a la ciudad. Está claro que se impone un
cambio de destino si quedemos tener éxito.
—Vale, vale, lo entiendo, más o menos, pero si no vamos a Metrópolis, ¿adónde
vamos? ¿Qué otro sitio hay? Por aquí, quiero decir.
—Gabby tiene una idea, tío. Tenemos vehículo y combustible para llegar hasta
Philly o Gotham o… eh, incluso a California, si queremos. Pero la Whiz Wagón no es
precisamente un Chevrolet. —Flip miró apreciativamente más allá del parabrisas y
dio unas palmaditas sobre el salpicadero acolchado—. No es por nada, pero parece un
cruce entre un coche de carreras y una nave de Star Trek. Llamaremos la atención en
todas partes.
—Oh, seguro. Sin embargo, hay en las cercanías un santuario arbóreo en el que
podremos ocultarnos mientras nos preparamos antes de emprender cualquier otro
movimiento.
Scrapper se bajó aún más la gorra sobre los ojos y se hundió en el asiento.
—¿Puede alguien decírmelo en inglés normal?
—¿Arbóreo? —Flip parecía escéptico—. ¿Quieres decir que nos vamos a
esconder en unos árboles?
—No son sólo unos árboles… ¡son esos árboles! —Tommy señaló más allá de un
pequeño claro.
Big Words sonrió con suficiencia al ver que tres bocas se abrían por el asombro.
Delante de ellos se erguían torres, terrazas y avenidas de madera.
—¡Santo cielo! —Por una vez Gabby tenía graves problemas para hablar—. Es…
es…
—¡Es esa gran ciudad de árboles que construyó el Proyecto! Ahora lo recuerdo…
lo llamaron «Ave tal» o algo así.
—¡Hábitat, Scrapper! Y no la construyeron, creció. Así, en forma de edificios y
calles.
—Correcto, Flip, pero Hábitat no fue exactamente un producto del Proyecto per
se. Hablando con propiedad, fue más bien un subproducto o ramificación de una
investigación paralela…
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—Vale, vale. Ya hemos captado la idea, Words. El Proyecto no vigila de cerca el
lugar, ¿no es eso? Así que podemos escondernos aquí todo el tiempo del mundo sin
que nadie se entere.
—Bueno, dentro de lo razonable, Scrapper. Cuando hayan agotado las
posibilidades normales de búsqueda, ya estaremos…
—¡Porras!
—¿Qué ocurre, Tommy?
—No lo sé.
—¿Entonces por qué frenas? —preguntó Flip.
—No lo hago. Estamos perdiendo potencia. Las turbinas de la Whiz Wagón se
han apagado.
—No me lo digas… tenemos que bajar y empujar. —Scrapper empezaba ya a
desabrocharse el cinturón. Tommy probó con el estárter.
—Quizá, pero aún estamos en pendiente. Con un poco de suerte podremos
deslizamos el resto del camino hasta… oh, oh.
—¿Oh, oh? —Flip miró con preocupación a Tommy—. ¿A qué viene ese oh, oh?
—¡Es él!
Justo delante de ellos, el Guardián estaba sentado a horcajadas encima de su
motocicleta con los brazos cruzados sobre el pecho. Tommy apretó el freno y el
vehículo se detuvo apenas a un metro y medio del hombre vestido de azul y oro.
—¿Vais a algún sitio? —En medio siglo de servicio como policía, Harper había
desarrollado la habilidad de asumir un tono monocorde y muy profesional.
—Oh, cielos, va de Jack Webbin —susurró Flip—. Ahora sí que estamos metidos
en una buena.
—Guardián, nosotros… eh… sólo estábamos tomando un poco el aire. ¿No es
cierto, chicos? ¿Chicos?
—Eso, Gabby tiene razón —insistió Scrapper—. Después de todo estamos en
edad de crecer. Los médicos dicen que necesitamos más aire fresco.
—Comprendo. —El Guardián tamborileó con los dedos sobre el costado del largo
vehículo plateado—. Y esos… médicos… ¿os aconsejaron un bonito y largo paseo
por el campo?
—Sí. ¡Claro!
—¿En un coche robado?
—¡No hemos robado ningún coche! Díselo, Words.
—Sí, bueno… ejem… quizás haya habido un pequeño fallo en la obtención de los
permisos necesarios, señor, pero le aseguro que nunca ha sido nuestra intención huir
con la Whiz Wagón. Tenemos el mayor respeto por todo el equipo del Proyecto.
—¡Sí, no pensábamos romperlo!
Scrapper le cerró la boca a Gabby con la mano.
—¿Quieres callarte la boca?
Tommy se hundió sombríamente tras el volante mientras Big Words se aclaraba la
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garganta con nerviosismo.
—Estoy seguro de que usted sabe, señor, que algunos de nuestros progenitores
fueron los que diseñaron este vehículo, de modo que, naturalmente, nosotros tenemos
un interés en él como propietarios.
El Guardián los miró desde lo alto.
—Pero no os pertenece, ¿verdad?
—Bien, técnicamente… nosotros… ah… no.
—¿Y alguno de vosotros pidió permiso para usarlo?
—No.
El Guardián miró a Tommy a los ojos.
—No sabía que tuvieras edad para sacarte el permiso de conducir.
—No… no estoy seguro de qué edad tengo, señor. —Tommy intentó, fracasando,
no pestañear—. A un clon le resulta difícil saberlo. Algunas veces me siento como si
ya tuviera los treinta.
—¿Y cómo te sientes ahora mismo?
—Como barro.
—¿Y cómo creéis que se sentirán vuestros padres cuando descubran lo que habéis
hecho?
—No lo sé, señor. ¿Sorprendidos?
—Lo dudo. Sois demasiado iguales a ellos. —«¡Demasiado exactamente iguales a
ellos!».
—Bueno, si nuestros padres acabaron bien, ¡aún hay esperanza para nosotros!
¿No es cierto, Guardián? —Flip pensaba deprisa y hablaba aún más rápido—. Quiero
decir que no podemos evitar ser como somos.
—¡Sí! —Scrapper apretó la mandíbula con resolución de un modo que el
Guardián conocía demasiado bien—. Vivimos según nuestra herencia genética…
haciendo lo que nuestros viejos hubieran hecho en las mismas circunstancias.
—¿«Circunstancias»? —Bajo el casco Jim Harper alzó una ceja. «Me gustaría
saber cómo ha conseguido programarse genéticamente ese acento barriobajero».
—Lo que intenta decir, señor… —Gabby hacía débiles intentos por tragarse unas
lágrimas fingidas— es que sólo somos unos chicos pobres y mal aconsejados que
intentamos hallar nuestro lugar en el mundo. No queríamos causar problemas.
—¿Qué me decís de la bomba fétida, chicos?
Todos volvieron la mirada hacia Big Words.
—Ah, sí… bien… eso fue el resultado de un experimento de química orgánica,
señor. Y como tantos otros experimentos, no tuvo demasiado éxito.
—Yo diría que tuvo mucho éxito en permitiros escapar por la sala de motores.
—Guardián…
—¿Sí, Tommy?
—Sencillamente teníamos que salir un rato. Ahí dentro nos estábamos volviendo
locos.
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El Guardián suspiró.
—Lo sé, pero eso no es excusa…
—Ah, lo sabe. ¡Vale! —El rostro de Scrapper era la viva imagen del disgusto—.
Usted puede pirarse del Proyecto siempre que le da la gana. Se va de jarana con su
amigote Superman y le ayuda a luchar contra los alienígenas y tiene todo tipo de
aventuras… ¡y sin nosotros!
—He ayudado a Superman unas cuantas veces, es cierto. Pero se trataba de
misiones peligrosas. No era posible llevaros.
—Eh, tío, no importa. —Flip parecía tan disgustado como Scrapper—. El hecho
es que a usted le permiten salir del Proyecto, y a nosotros no.
—No es justo —resopló Gabby—. No es justo… tenernos siempre encerrados.
El Guardián asintió.
—Tenéis razón. No es justo.
—¿Eh?
—¿Tenemos razón?
—¿No es justo?
—He estado intentado obtener el permiso para llevaros a vosotros, personajes, a
Metrópolis durante largos intervalos…
—¡Bien!
— … pero si seguís lanzando bombas fétidas y causando graves trastornos, nunca
me darán ese permiso. ¡A Paul Westfield no le hacen ni pizca de gracia esos trucos!
—¿Ese desgraciado? ¡No le gusta nada! ¡Ni siquiera Superman!
—Las simpatías y antipatías del señor Westfield no tienen nada que ver aquí. Lo
cierto es que es el administrador del Proyecto Cadmus, ¡y lo que él dice va a misa!
—«Tanto si nos gusta como si no», pensó para sus adentros. A él tampoco le
entusiasmaba la manera quisquillosa de llevar las cosas que tenía Westfield—.
Hacedme un favor, chicos. Intentad manteneros a raya una temporada y yo haré todo
lo posible por conseguiros unas vacaciones. ¿Trato hecho?
—Bueno…
—¿Tommy?
—Sí, señor.
—¿Flip?
—Sí, supongo.
—¿Gabby?
—Sí, sí. Claro, claro.
—¿Scrapper?
—¿Nos promete conseguirnos una temporada de libertad?
—Haré todo lo que esté en mi mano.
El duro joven enseñó hasta los dientes al sonreírle al Guardián.
—Vale, agente Harper, ¡trato hecho!
—Y yo estaré encantado de hacerlo unánime. —La sonrisa de oreja a oreja de Big
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Words rivalizó incluso con la de Scrapper.
—Bien. Ahora, ¿qué os parece si le damos la vuelta a esta furgoneta y volvemos a
casa?
—Eh, tenemos un problema, señor. —Tommy tironeó nervioso del cuello de su
camisa—. La Whiz Wagón parece haberse parado y no he podido volver a arrancar.
—No hay problema. —El Guardián sacó un pequeño micrófono sin cable de su
escudo y se lo acercó a la boca para ordenar—: Anular instrucción de parada. Iniciar
arranque y encender turbinas. Los motores de la Whiz Wagón rugieron súbitamente.
—¡Diablos!
—¿Quiere decir que…?
—¿Usted nos hizo parar… por control remoto?
—Bueno, no pongáis esa cara de sorpresa. —El Guardián ya no intentó seguir
conteniendo su sonrisa—. ¡No sois los únicos que saben jugar sucio!
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6
A cientos de kilómetros de distancia, en una zona remota del Medio Oeste, la tierra
empezó a temblar. Ahuyentados por el estremecimiento subterráneo, una bandada de
cuervos abandonó las ramas que ocupaban y llenaron el cielo como una nube
viviente. Un ciervo se quedó completamente inmóvil escuchando el sonido y luego
saltó al darse cuenta de que procedía de debajo de sus patas. La tierra misma empezó
a dar sacudidas primero y a levantarse después, a medida que la Criatura golpeaba y
excavaba para abrirse camino hasta la superficie. Su avance se veía obstaculizado por
las ataduras que todavía inmovilizaban su brazo derecho. Finalmente, con un
puñetazo final demoledor, llegó a la superficie. La Criatura hundió la mano hasta los
nudillos en el suelo compacto y lentamente, centímetro a centímetro, se impulsó
hacia arriba a través del agujero recién excavado. Muy poco aire fresco se filtraba a
través del material del ropaje que lo recubría, pero no parecía importarle. Subió a
grandes zancadas hasta la cima de un altozano e inspeccionó el agreste terreno de los
alrededores a través de las gruesas gafas de la capucha. Durante casi una hora
permaneció allí, a la luz del sol que iba disminuyendo, tan silencioso e inmóvil como
una roca. Se cernía ya el ocaso cuando un diminuto jilguero, picado por la curiosidad,
revoloteó hasta posarse en la mano extendida de la extraña figura. Durante unos
instantes, un par de ojos carmesíes contemplaron a través de las gafas al pajarito que
picoteaba. Luego su puño se cerró como un torno, estrujando al jilguero. Un horrible
gruñido que quería ser risa resonó bajo la capucha. La Criatura se dejó caer en
cuclillas y saltó hacia el cielo. Su salto le levo a cientos de metros sobre el suelo y a
más de kilómetro y medio en línea recta. Aterrizó en medio de un bosque frondoso,
haciendo que las ardillas salieran huyendo. La Criatura se abalanzó sobre un alto
roble que se interponía en su camino. En unos minutos el árbol, que llevaba más de
cien años en aquel lugar, yacía hecho astillas en el suelo. Una vez más la Criatura
saltó, cubriendo esta vez tres kilómetros, y luego otra vez. En el punto más alto de
uno de sus saltos, distinguió algo reluciente a lo lejos, hacia el este, y se propuso
descubrir qué era. Era ya de noche cuando la Criatura se detuvo finalmente en un alto
terraplén que iba a dar a una autopista interestatal. El pequeño puñado de vehículos
que pasaban a toda velocidad le fascinó y saltó directamente a la autopista para
cerrarles el paso. Una camioneta Ford último modelo frenó en seco y zigzagueó en un
intento por esquivar la forma corpulenta que había aparecido de repente en la
carretera. La Criatura pareció tomarlo como un desafío y lanzó un puñetazo que
envió a la camioneta y al conductor a dar vueltas y más vueltas de campana sobre los
coches que se acercaban. Al estrépito cacofónico de bocinas y chirridos de frenos se
unió de inmediato el del crujido del metal y el siseo de la gasolina inflamándose. La
Criatura emitió un aullido de satisfacción y echó a correr hacia el pie del paso
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elevado sobre la autopista. Con una mano atada aún a la espalda, clavó la otra en el
cemento armado y sacudió los pilares debilitados con la espalda y los hombros hasta
que, por fin, el paso elevado entero cayó hecho pedazos sobre los restos accidentados.
La Criatura miró en torno suyo. No vio ningún otro desafío deslumbrador. Casi con
aire decepcionado, la Criatura volvió a saltar, siguiendo esta vez la autopista.
Chuck Johnston reprimió un bostezo cuando su camión iluminó brevemente el
letrero de la carretera. TOLEDO 96. Tendría que acelerar si quería llegar allí al
amanecer. «¡Estos transportes nocturnos me van a matar!». Sacudió el termo. Vacío.
«¡Vaya! Tendría que haberlo vuelto a llenar en Wapokeneta». Chuck se frotó el
puente de la nariz. No tenía tiempo para parar. Volvió a reprimir otro bostezo.
Necesitaba un poco de conversación si quería mantenerse despierto. Le dio al
interruptor del micrófono de su estación de radio.
—¡Hola! ¡Breaker! Aquí Chuckie-Jay, ¿hay alguien a la escucha? ¡Vamos!
—¡Chuckie, colega! Aquí Moon Pie, ¿dónde te habías metido, hermano?
Chuck sonrió. Hacía ya más de seis meses que no había visto a Donny Moon.
Donny era uno de los pocos blancos que le llamaban «hermano» y lo decía de
corazón.
—¡Hola, Moon! He estado en el sur, haciendo la ruta Houston St. Loo. Pero me
han dado una carga para Detroit esta mañana. Me dirijo hacia el norte por la I-75 y
estoy justo a las afueras de Beaverdam.
—Dale caña, colega, debes estar a punto de alcanzarme. ¿Qué me dices de un
filete y huevos en el J.D. de Toledo?
—Vale, tío, ¡pero pago yo!
—¡Vaya! ¡Te debe haber ido bien en Texas, hermano! Estoy impaciente por…
¿qué demonios? A Chuck se le ensombreció el semblante.
—¿Moon? ¿Qué pasa?
—No lo sé. ¡Un tipo enorme en medio de…!
Chuck oyó el extraño eco de la bocina de Donny, en parte por la radio y en parte
por la ventanilla medio abierta, y se dio cuenta con un sobresalto que casi había
alcanzado el camión de su compañero. También él vio una enorme figura cerniéndose
sobre la carretera.
—Eh, amigo —La voz de Moon sonó extrañamente tensa por el micrófono—,
¡sal de ahí!
¡Chuck pisó el freno instintivamente al tiempo que veía como el camión de Moon
chocaba contra la gigantesca figura y volcaba!
—¡Moon! —De la radio surgió un quejido atroz. El trailer tractor volcado estalló
en llamas—. Oh, Dios mío… Moon…
Y entonces, una enorme y oscura figura emergió del fuego, riéndose. Chuck
detuvo el camión y empezó a darle vueltas al dial de la radio.
—¡Policía del estado! —gritó—. ¡Chuck Johnston llamando a la policía del
estado!
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—Le oímos, señor Johnston. ¿Qué…?
—¡Un gran monstruo ha volcado el camión de Moon… con una mano atada a la
espalda!
—¿Perdón?
—¡Un monstruo, tío, en la I-75, justo a la salida sur de Bluffton! ¡Acaba de
destrozar el trailer de dieciocho ruedas de mi amigo! ¡Está ardiendo!
—¿Ha dicho… un monstruo?
—¡Sí… grande como una maldita casa! ¡Está destrozando toda la carretera!
A varios kilómetros, en el control policial de la autopista más cercano, un
alarmado telefonista lanzó de inmediato una llamada a todos los coches patrulla de
los alrededores y envió un código de emergencia. Si la información que acababa de
recibir era correcta, necesitarían ayuda especial. Empezaba a amanecer sobre
Manhattan cuando llegó la llamada.
A la sombra del United Nations Plaza, un conjunto achaparrado de edificios de
granito y cristal se adentraba en el East River. En el profundo interior de ese
complejo, un hombre menudo estaba sentado frente a la instalación de un banco de
comunicaciones con las páginas amarillas de Manhattan debajo de su trasero en el
asiento. La tenue luz ambarina de la pantalla se reflejaba en su calva. Oberon era el
único nombre al que respondía, aunque nadie sabía con seguridad si era su nombre de
pila o apellido. Oberon era un enano. Había dedicado la mitad de su vida al mundo
del espectáculo, primero como payaso en un circo ambulante y luego como ayudante
del famoso artista del escapismo, Thaddeus Brown. Cuando Thaddeus murió, Oberon
siguió trabajando con su sucesor, un joven que se llamaba a sí mismo Scott Free. Pero
Scott no era un joven vulgar. Poseía poderes y conocimientos asombrosos y, como
Mister Milagro, se había convertido, no sólo en un gran artista del escapismo, sino
también en superhéroe. Cuando Scott acabó por unirse a los demás superhéroes de la
Liga de la Justicia, Oberon le siguió. Antes de que el hombrecito se diera cuenta de lo
que estaba ocurriendo, se habían convertido en el segundo en el mando del
administrador de la Liga. Scott se había marchado después y estaba Dios sabía dónde
empeñado en alguna loca aventura, pero Oberon se quedó. Había sobrevivido a
cambios operativos y de miembros, para convertirse en un elemento fijo de la
administración de la Liga.
En aquella mañana en particular, Oberon estaba disfrutando de una taza de té
chino cuando la pantalla de recepción de la policía empezó a emitir un pitido
electrónico. Oberon torció el gesto. «¿Por qué no programarán un sonido decente de
campanilla en estos cacharros? Lo último que debería oír un hombre a estas horas es
ese infernal chirrido. —El hombrecito le dio al interruptor del monitor y una serie de
códigos de operación empezó a aparecer sobre la pantalla. Ohio. Sonrió—. No he
actuado en Ohio desde hace más de diez años. ¿Cómo se llamaba aquel sitio… la
Feria del Condado Richland? Sí, mucha gente… buen público». Excitada su
curiosidad, accionó un segundo interruptor y un micrófono diminuto emergió de la
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consola.
—Buenos días, aquí el puesto de mando de la Liga de la Justicia. ¿Cuál es su
situación?
—Aquí el capitán Brian Stang, de la policía de la autopista de Ohio. No estamos
seguros, pero quizá tengamos un problema con una especie de metahumano o ser
sobrehumano.
—¿No están seguros?
—Los informes son vagos aún, pero algo está destrozando zonas de la autopista
en el cuadrante noreste del estado… algo grande. Hemos grabado una llamada hace
unos minutos. Oberon escuchó atentamente la grabación que le pasó Stang de la
llamada de ayuda de Chuck Johnston.
—Un monstruo… grande como una casa, ¿eh? Vaya, eso parece un trabajo para la
Liga de la Justicia.
Menos de cinco minutos después de que Oberon hubiera dado la alerta prioritaria,
un extraño objeto volador despegó del complejo de la Liga de la Justicia. A juzgar
por su exterior era una especie de chinche de agua gigante de nueve metros. En
realidad era una nave supersónica de diseño de alta tecnología. Su creador, Ted Kord,
se hallaba a los mandos del aparato con el rostro enmascarado por la capucha y las
gafas de Blue Beetle.
—¡Siguiente parada al este de Ohio! ¡Sujetaos los sombreros, muchachos!
—No llevo sombrero —replicó Maxima, mirando desdeñosamente a Beetle—, y
no soy una «muchacha».
—Tranquila, Max, es sólo una expresión.
—Mi nombre es Maxima, señor Gold. Puede llamarme «milady».
—Lo que usted diga «sulady», pero no tiene que llamarme señor Gold. ¡Puede
llamarme «señor Booster Gold»!
—¿Queréis hacer el favor de dejarlo ya? —Fire alzó la mano para disimular un
bostezo—. Es demasiado pronto para armar tanto alboroto.
—¡No es tan pronto, Fire! —La joven de cabellos blancos como la nieve que
estaba sentada junto a ella le dio un suave codazo en las costillas—. ¡Claro, si no
hubieras estado despierta toda la noche!
—¡Ice, por favor! No me lo recuerdes. —Fire reprimió un segundo bostezo y se
pasó los dedos por su abundante cabellera verde—. ¿Hay servició de café en este
vuelo?
—¡Marchando! —Blue Beetle accionó un interruptor de su panel de control y del
brazo del asiento de Fire surgió una taza de porcelana.
—¡Agg! Este café… está tibio.
—Lo siento. He tenido problemas con el servicio de comida. Si quieres puedo
intentar recalentarlo.
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—Déjalo. Lo haré yo misma. —Fire aferró la taza con fuerza y de sus manos se
desprendió una breve y suave llamarada de color esmeralda, que hirvió el café
instantáneamente—. ¡Mmmm, ahora sí que es café!
—Buen truco, Fire. ¡Si algún día no hay trabajo para los superhéroes, Ice y tú
podríais ganaros la vida como proveedores de comida y bebida!
—Si me permitís la interrupción —el tono sepulcral de la voz de Bloodwynd puso
un súbito fin a las chanzas de Booster—, ¿se han recibido más noticias sobre ese
monstruo que nos han pedido que encontremos?
—Por ahora no… —Blue Beetle hizo una pausa para introducir un código en su
panel de control de comunicación— pero no faltará mucho para que la policía de la
autopista de Ohio nos envíe un fax… esperemos que antes de llegar allí.
—Ojalá Superman estuviera con nosotros. —Ice miró con incertidumbre la vista
del puerto que teman delante, con profundas huellas de preocupación bajo el
flequillo.
—¡Eh, no necesitamos a ese boy scout! —La nueva voz surgió de una pared
resplandeciente de la sección de popa. En medio de la luz se materializó un hombre
alto vestido con cuero y téjanos que atravesó la pared lateral de la nave. Sus rasgos
angulosos estaban coronados por un rebelde tupé de cabellos rojos que llevaba muy
cortos a los lados. En el dedo corazón de la mano derecha brillaba un anillo de oro—.
¡No necesitáis más que a vuestro tipo favorito!
«Qué bien,» pensó Beetle y dijo en voz alta:
—Buenos días, Gardner. Muy amable de tu parte haber venido.
—¡Muchacho, me preguntaba dónde estabais! —Los ojos de Ice brillaban cuando
Guy Gardner bajó el asiento que había junto al de ella. Fire se limitó a menear la
cabeza cuando Gardner pasó rozándola. «Me pregunto qué verá Ice en ese
sinvergüenza egocéntrico».
—¡Eh, como principal héroe de América, soy un tipo ocupado! —Gardner se
instaló junto a Ice y le cogió la mano—. Desde que esos estúpidos del Green Lantern
Corps decidieron que eran demasiado buenos para vuestro sincero servidor he tenido
el doble de trabajo…
—¿Tratando de convencer a la gente de que no eres tan inútil como ellos creen?
—sugirió Fire con tono meloso.
—¡… enseñando a los malos que aún tengo lo que se necesita para darles de
patadas en el trasero! —Gardner le dedicó a la mujer del pelo verde su mejor mueca
de desdén—. Sí, mi nuevo anillo de energía es tan eficaz como los que usan los
Green Lanterns, quizá más aún. Después de todo, responde al poder de mi voluntad…
y no hay nada más fuerte.
—¡Excepto quizás el terrible olor de tus calcetines! —fue la pulla de Booster.
—Eres un tipo divertido, ¿no es eso, Gold? Bueno, un día de éstos voy a enfrentar
este anillo con todos esos microcircuitos de fantasía que llevas en ese traje de
combate tuyo.
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—Eh, atento todo el mundo —dijo Beetle desde la parte delantera de la cabina—,
el fax está llegando. Muy impreciso, pero al parecer ese monstruo es un hueso duro
de roer.
—¡Que me lo traigan! Estoy preparado. —Guy colocó los pies calzados con botas
sobre el respaldo del asiento de delante—. Ya verás, Ice. ¡No necesitamos a
Superman para poner en su sitio a un monstruo piojoso!
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En su apartamento del tercer piso del 344 de la calle Clinton, Clark Kent salió de la
ducha y se puso un albornoz gris mientras silbaba el tema de la banda sonora de La
Guerra de las Galaxias. Pasó la mano por el espejo para quitarle el vaho, abrió el
botiquín y sacó un pequeño trozo de pulido metal curvo que largo tiempo atrás había
recogido de los restos de la nave que le había traído a la Tierra. Dejó de silbar para
concentrar su atención en el metal, dirigiendo sobre él un delgado rayo de calor de
sus ojos. El metal curvo reflejó el rayo sobre su barbilla, que rasuró completamente.
En cuestión de segundos Kent estaba pulcramente afeitado. El sonido de una llave
girando en la cerradura de la puerta de entrada captó la atención de Clark. Desvió la
mirada hacia la pared más alejada, que parecía disolverse al enfocar él los ojos en las
habitaciones contiguas. Mientras él miraba, Lois entró en el apartamento,
cambiándose una bolsa de papel marrón de una mano a otra al tiempo que dejaba caer
las llaves al interior de su bolso.
—Oh… —La exclamación se escapó de sus labios cuando la bolsa se le cayó. En
la fracción de segundo siguiente, Clark estaba a su lado y había atrapado la bolsa en
el aire diestramente, antes incluso de que ella finalizara la frase—: … maldita sea.
Clark le sonrió.
—¡Considérala maldita!
Lois se quedó parada con la boca abierta unos instantes. Luego se llevó las manos
a la boca y adoptó un aire de fingida exasperación.
—¡Señor Kent, no creo que me acostumbre nunca a esto!
—¿No? Bueno, ¿y a esto otro? —Se inclinó y plantó un beso en sus labios.
—Mmmm. —Lois sonrió—. Quizá no… ¡pero será divertido descubrirlo!
—Lo mismo digo. —Clark miró la bolsa—. ¡Oh, vaya! Bollos de canela y…
¿Qué es esto? ¿Queso Neufchátel? ¡Qué buena proveedora eres!
Lois exhaló un suspiro.
—Ya veo que uno de los mayores retos de nuestra vida de casados será la de
hallar el modo de sorprenderte, ¡señor Visión de Rayos X!
—Estoy absolutamente convencido de que encontrarás la manera de hacerlo,
querida. —La rodeó con sus brazos—. Eres una mujer con muchos recursos. ¡Por eso
te he pedido que te cases conmigo!
—¿En serio? Y yo que creía que era porque te gustaba mi pelo.
—Oh, y me gusta. —Su sonrisa se hizo más tierna—. ¿Te he dicho últimamente
cuánto te quiero?
—Desde anoche, no. —Se apretó más contra el cuerpo de Clark—. Ojalá
tuviéramos tiempo para un desayuno más reposado.
—También yo quisiera, pero hoy va a ser un día muy ajetreado. Superman tiene
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una entrevista en directo con Cat Grant y yo tengo que ir temprano a la redacción
para dar una excusa.
—¿Qué has decidido finalmente? ¿Qué se supone que estará investigando el gran
reportero?
—El contrabando de armas.
—Suena muy sexy.
—Potencialmente es mortífero. —Frunció el ceño—. Según las informaciones
que me han llegado, unas bandas callejeras están tratando de apoderarse de un
cargamento de artillería altamente avanzada. En realidad iré a comprobarlo tan pronto
como termine el programa de Cat.
Lois miró a Clark como si lo viera por primera vez.
—Nunca sabré cómo has conseguido jugar con dos identidades durante tanto
tiempo.
—No siempre ha sido fácil. —Se arrimó más a la oreja de Lois—. Pero las cosas
han mejorado considerablemente desde que he encontrado una prometida que me
cubre las espaldas.
—No dejes nunca de pensar así.
—Créeme, Lois, no lo haré.
El edificio del Daily Planet, con sus treinta y siete pisos, estaba en el extremo
oeste del distrito de los negocios de Metrópolis. Aunque hacía tiempo que se había
visto empequeñecido por edificios de oficinas más altos, el globo que lo coronaba
seguía siendo uno de los puntos de referencia más característicos del horizonte de la
ciudad. Las puertas de los ascensores se cerraban ya en el vestíbulo, cuando un joven
pelirrojo echó a correr para meterse. Irrumpió en el ascensor con una amplia sonrisa.
—¡Buenos días, señor Kent, señorita Lane!
Clark y Lois se guiñaron el ojo, se volvieron y respondieron al unísono:
—¡Buenos días, señor Olsen!
Jimmy Olsen pestañeó. Luego enrojeció casi tanto como el color de sus cabellos.
—Lo he vuelto a hacer, ¿verdad? Lo siento, Clark… Lois.
—Jimmy, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? —Lois le dedicó una mirada
hastiada del mundo—. ¡Hace casi una década, por amor de Dios! Recuerdo cuando
no eras más que un crío al que le moqueaba la nariz y daba vueltas por la redacción.
—¡Ahí está precisamente el asunto, señorita… Lois! ¡Yo sólo era un crío y usted
era ya una reportera de primera! ¡Aún me siento como un crío cuando estoy con
ustedes dos!
—¿Con unos carrozas como nosotros, quieres decir? —preguntó Clark.
—Sí. ¡No! Es que… es una costumbre, ¿comprende? ¡Mi mamá me enseñó a
demostrar respeto a mis mayores!
—¡Cada vez lo estropeas más, James!
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—No quiero decir que vosotros seáis tan viejos como mamá… Me refiero a
que…
—¡Le contaré a tu madre lo que has dicho! —le regañó Lois.
—¡No sería capaz! —Jimmy empalideció. Lois y Clark pusieron su cara más seria
para mirar al joven fotógrafo durante quince segundos al menos, antes de estallar en
risas—. ¡Oh, dadme un respiro, muchachos! —Jimmy se metió las manos en los
bolsillos y se recostó en un lado del ascensor—. Ya tengo bastantes cosas en que
pensar sin necesidad de que me pinchen mis amigos. La puerta del ascensor se abrió
con un silbido metálico y los tres salieron en fila para penetrar en el barullo de la sala
de redacción local del Daily Planet.
—¿Cuál es el problema, Jim? Si andas corto de dinero podría hacerte un préstamo
hasta el día de cobro.
—El dinero no es lo importante, Clark… al menos ahora. ¡Es el tiempo problema!
¿Recuerdas aquel contrato que firmé para hacer el Papel de Chico Tortuga?
Clark asintió. A principios de año había habido serios recortes de presupuesto en
el Planet y a Jimmy lo habían despedido temporalmente. Uno de los muchos empleos
peculiares que había aceptado en el ínterin había sido el de representar el papel de un
«Chico Tortuga» semejante a un Godzilla en un anuncio de pizzas.
—Bueno —dijo Jimmy, bajando la voz—, pues la WGBS hizo un trato con el
dueño de la tienda de pizzas para producir un show infantil del Chico Tortuga… y el
contrato que firmé me convierte en parte de ese trato. ¡Ahora tengo que compaginar
mi actividad normal como fotógrafo y hacer de monstruo en un show infantil!
Clark se inclinó por encima de su mesa y puso en marcha el monitor de su
ordenador para comprobar si tenía algún mensaje.
—Seguro que el contrato tendrá alguna cláusula de rescisión.
—No lo sé. El abogado de mamá lo está revisando. Mientras tanto he conseguido
convencer al equipo de producción para que programe mis escenas a la hora del
almuerzo.
—Quizá deberías hablar con alguien del departamento legal del periódico. —Lois
se detuvo y miró fijamente a Jim—. ¿Sabe Perry todo esto?
Jimmy miró a su alrededor con aire de culpabilidad ante la sola mención del
redactor jefe.
—No, no he tenido valor para contárselo. Quiero decir, que no pueden
reconocerme con todo el maquillaje que llevo y no ponen mi nombre en los créditos
ni nada parecido. Pero no creo que al jefe le gustara mucho que uno de sus fotógrafos
haga de monstruo en la televisión. Espero que todo este lío se aclare antes de que lo
descubra. No se lo diréis vosotros, ¿verdad?
Clark palmeó la espalda de Jimmy.
—¡No te preocupes, Chico Tortuga! ¡Tu secreto está a salvo conmigo! —Le
guiñó el ojo a Lois.
—¡Y conmigo! ¡Clark y yo somos muy buenos guardando secretos!
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—Bueno, tengo que irme —anunció Clark—. En el centro se está cociendo una
historia importante.
—¿Es ese asunto de la banda callejera?
—Ajá.
—Bueno, ten cuidado.
—Siempre lo tengo. —Se inclinó y le dio a Lois un beso breve en la mejilla—.
¡Al menos tengo tanto cuidado como tú, querida mía!
—Hasta luego, señor… ¡Clark!
—Hasta luego, James.
Tan pronto como Clark traspasó la doble puerta de la sala de redacción local, sonó
un timbre en el teletipo. Curioso, Jimmy se acercó y arrancó la última hoja impresa.
—¿Algo interesante, Jimmy?
—No, a menos que te interesen las historias sobre Bigfoot.
—¿Perdón? Jimmy se echó a reír.
—Según dice aquí, un monstruo está destrozando parte de Ohio. ¡Increíble!
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podía vivir entre ellos No otra identidad. «Ha funcionado muy bien —pensó al
aterrizar en los terrenos del Instituto—. Desde luego ayuda mucho que yo intente
mantener las asociaciones personales entre Clark Kent y Superman lo más separabas
posible». Su relación con Lois había sido el único punto débil de su armadura. Lois
había estado a punto de desenmascarar el engaño, pero los Kent habían contribuido
en la conspiración para hacerla dudar de su propio juicio. Cuando finalmente Clark
descubrió a Lois su doble vida, al principio ella se había quedado estupefacta, pero no
podía afirmar con sinceridad que estuviera sorprendida. «Ese problema ya no existe.
Se ha convertido en la compañera de mi vida». Se encaminó hacia el edificio
principal del instituto tratando de ignorar el súbito silencio que había inspirado su
presencia. A pesar de todo, no pudo por menos que darse cuenta de las cabezas que se
volvían y los susurros nerviosos. Interiormente se sentía incómodo por la atención
que despertaba. Había aprendido ya hacía tiempo a aceptar la fama que se había
ganado Clark como periodista y escritor, pero no era nada comparada con la que
engendraba como Superman. «Como vivir en la proverbial jaula de oro. Si no
mantuviera separadas mis dos identidades me volvería loco. ¿Cómo rábanos lo
aguantan las estrellas del rock?».
—¡Superman! ¡Es un gran honor! —El oficioso hombrecito que se acercó a él con
la mano extendida tenía unas dimensiones que sugerían demasiados años tras una
mesa de escritorio—. Soy Morton Wolf, director del Instituto Roosevelt. Estamos
muy contentos de tenerle con nosotros. Superman estrechó la mano que le ofrecía,
deseando que Wolf no le mirara tan fijamente.
—Encantado de… estar aquí, señor Wolf —mintió. El director asintió, sin prestar
atención a la vacilación del hombre de la capa. «Apuesto a que lo hubiera notado en
uno de sus alumnos», pensó Superman. Odiaba engañar a aquel hombre, pero era una
mentira muy pequeña y sabía que para Wolf sería una gran ofensa saber cómo se
sentía en realidad.
—Superman, por aquí.
Superman se dio media vuelta, agradecido por la interrupción, y se encontró de
pronto siguiendo a una joven con unos tejanos de una talla más pequeña de lo debido
y un suéter de cuello alto tres tallas mayor.
—Hola, Ann McNally. Soy la productora de Cat. Está haciendo un surco en el
suelo de tanto pasear. Temía que no viniera. Le he dicho que no se preocupase, pero
así es Cat. La sala de actos está por aquí. En realidad no es más que un gimnasio
reconvertido, pero tiene un escenario con proscenio en un lado. Nosotros estamos
instalados por aquí. Cuando empiece el programa, Cat le presentará y empezará la
entrevista. Poco después del segundo corte para publicidad, empezaremos a recoger
las preguntas de los chicos del público.
Superman asintió, preguntándose cómo conseguía soltar la parrafada sin tomar
aliento.
—¡Cat! ¡Aquí está! —El volumen de la voz de Ann se quintuplicó
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repentinamente, llamando la atención de una rubia escultural que paseaba
nerviosamente de un lado a otro entre los bastidores del escenario. Catherine Jane
Grant alzó la vista tras girar en redondo. La ansiedad se difuminó en su rostro.
—¡Superman, querido, qué alegría volver a verle! Fue tan considerado al aceptar
finalmente la entrevista.
—Bueno, nunca he participado en un programa de televisión, señorita Grant.
Espero que no acabe aburriendo a su público.
—¿Usted, aburrido? ¡Jamás! ¡Vaya, la cadena ya está hablado de volver a emitir
el programa la semana que viene en hora de máxima audiencia!
—Perdona, Cat —interrumpió Anne—, pero los chicos están entrando, ¡y
tenemos que empezar a calentar al público!
—¡Ahora mismo voy! —Cat le dedicó al Hombre de Acero su sonrisa más
deslumbrante—. Empezaremos enseguida. Si necesita alguna cosa, pídasela a Anne.
—Con un revuelo de tela, la mujer desapareció tras las cortinas. Superman utilizó su
visión de rayos X para contemplar cómo se trabajaba Cat a la multitud.
«Es muy buena, tiene mucha soltura. Y es mucho más brillante de lo que piensa la
gente». Cat Grant se había distinguido en primer lugar en el mundo del periodismo
como columnista de chismes de la costa oeste. La fama le había llegado gracias a una
serie de entrevistas en profundidad con varias celebridades de Hollywood y, en
ocasiones, por haber trabado relaciones románticas con algunos de sus más famosos
entrevistados masculinos. Más tarde Cat se había trasladado a Metrópolis para
escribir artículos y columnas para el Daily Planet en el mismo estilo ligero que la
habían convertido en la comidilla de Los Ángeles. Su fama y reputación la habían
llevado hasta la Galaxy Communications, primero como copresentadora del
programa de la WGBS, Hollywood Tonight, y después con su propio programa de
entrevistas.
Superman observó los rostros jóvenes y ávidos de los alumnos removiéndose en
sus asientos. Parecían un grupo brillante. A su memoria acudió el recuerdo de la
única reunión interesante a la que había asistido en el instituto, cuando el astronauta
Pete Conrad había visitado Smallville. Clark y sus amigos habían sentido una enorme
excitaron por conocer y escuchar al hombre que había caminado por la luna. Clark
había deseado entonces viajar al espacio él mismo… y al final lo había hecho.
Superman sonrió. Quizá no fuera tal malo después de todo. Sin embargo, jamás
hubiera aceptado una entrevista como aquélla, en ningún lugar, de no haber sido por
la Liga de la Justicia. «No, la Liga no… directamente no. Dudo que estuviera
haciendo esto de no ser por Guy Gardner». El antiguo Linterna Verde se creía el líder
del grupo y era sumamente irascible. Entre ambos hombres se habían producido
enfrentamientos desagradables, algunos de ellos en público. Corrían ya docenas de
rumores sobre la Liga; rumores de que el UN estaba pensando en cancelar su
autorización oficial e incluso que el gobierno federal estaba considerando la
posibilidad de imponer restricciones en el uso de superpoderes. Se estaba perdiendo
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el control y Superman no podía permitir que la situación continuara así por más
tiempo. La Liga de la Justicia era demasiado importante para el mundo. El programa
de Cat era una oportunidad para recordárselo al público. «Sólo espero que Gardner no
cause más problemas. No tengo tiempo de salir en la televisión cada semana».
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—. En la central dicen que las ambulancias llegarán en un par de minutos.
Una oscura figura con capa, que estaba junto a Fire, se levantó.
—Tenemos que encontrar a la bestia.
—Estoy de acuerdo, Bloodwynd. —Blue Beetle hizo señas con la mano para
llamar la atención de Gardner—. Que todo el mundo vuelva a la nave y nos
pondremos en marcha.
Al cabo de unos segundos, la extraña nave daba vueltas por la zona.
—Mantened los ojos en la tierra. Cuanto antes encontremos al monstruo mejor.
—Beetle miró a través de los escáneres infrarrojos de la nave para examinar la
campiña que sobrevolaban—. Oh, oh, me parece que hemos encontrado el rastro de
los destrozos que ha dejado nuestro hombre.
Se trataba de una senda recién creada a través de un área boscosa que se dirigía
hacia el este. Los árboles estaban partidos y en algunos casos arrancados de raíz.
Beetle se dio la vuelta.
—Bloodwynd, Maxima… vosotros dos tenéis poderes psíquicos. ¿Alguna
posibilidad de explorar a distancia y penetrar en la mente de esa cosa?
—Lo intentaré —respondió Bloodwynd tras encogerse de hombros—. Pero será
difícil.
—Habla por ti. —Maxima se recostó en su asiento y empezó a concentrarse. Ice
contemplaba fijamente la senda de destrucción que tenían debajo.
—Es terrible. ¡Una devastación tan inútil y sin sentido!
Gardner tamborileó con los dedos, impaciente.
—Encontrad ya a ese desgraciado, ¿vale?
Durante largos minutos la nave permaneció en silencio. Luego Maxima se puso
rígida y soltó una exclamación.
—He encontrado a la Criatura. Está al este de aquí, quizás a unos ochenta
kilómetros. Sí, su presencia es muy fuerte… Él… —Sacudió la cabeza y entrecerró
los ojos—. Es el odio… la muerte y la sed de sangre personificados… Nada más.
Gardner se echó a reír y su anillo brilló aún más.
—Eso suena al tipo de tío que me va. —Se inclinó y le dio a Ice una palmadita en
la mano—. No te preocupes, muñeca. ¡Vamos a darle una patada en el trasero!
Ice se estremeció sin querer.
«Guy, no me importa lo que digas, yo sigo pensando que sería mejor que
Superman estuviera aquí».
En la sala de actos del Instituto Roosevelt, el director técnico levantó una mano
con los dedos extendidos a fin de contar los segundos que restaban para el final del
primer corte publicitario. Cuatro, tres, dos, uno. Se encendió la luz roja sobre la
cámara.
—¡Bienvenidos de nuevo! —Cat sonrió—. Estamos en directo desde el Instituto
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Roosevelt para presentarles un programa increíble. —Hizo una pausa efectista—. ¡Él
es tal vez el hombre más célebre de nuestro tiempo! ¡Le han llamado el Hombre del
Mañana, el Último Hijo de Krypton y el Hombre de Acero! ¡Pero se le conoce
normalmente como… Superman!
La sala de actos estalló en un aplauso atronador y no pocos vítores cuando
Superman salió por entre las cortinas. Saludó en agradecimiento, cruzó el diminuto
escenario y estrechó la mano de Cat. Mientras esperaban a que cesaran los aplausos,
Superman se sintió aliviado de que Cat estuviera dispuesta a aceptar un apretón de
manos en lugar del típico beso en la mejilla que acababa en el aire. «La gente tiene un
aspecto ridículo cuando hace eso». Los aplausos no parecían querer detenerse y
finalmente Superman tuvo que levantar las manos pidiendo silencio. Cat siguió su
ejemplo y añadió una advertencia propia.
—¡Por favor! ¡Este programa dura sólo noventa minutos! ¡Si no iniciamos pronto
la entrevista, el señor Wolf nos hará quedarnos a todos después de las clases!
La broma provocó la risa fácil que Cat pretendía sacar del público y por fin se
calmaron.
—No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento por su presencia,
Superman —Cat sonrió melosamente—. ¡Son tan poco frecuentes sus entrevistas!
Rara es la vez que habla para el público.
—Rara es la vez que tengo tiempo, señorita Grant.
—Sí, bien, crucemos los dedos y esperemos que cualquier desastre natural espere
durante la próxima hora y media.
—Eso me iría bien. El descanso sería muy agradable.
—Muy bien entonces… Superman, como otros colegas suyos, Booster Gold,
Elongated Man, Wonder Woman, ha llevado una vida totalmente pública, sin
embargo, ¡sabemos tan poco de usted! Como líder de la Liga de la Justicia…
—Perdone la interrupción, señorita Grant, pero tengo que corregirla sobre ese
particular. Es injusto para los otros miembros de la Liga decir que yo soy su líder.
Cada uno de los miembros tiene su voz… y su voto también.
—Pero sin duda usted tiene más influencia que otros, Superman. Observadores
expertos sugieren que usted ha aportado una fuerza y unos objetivos de los que la
Liga había carecido durante cierto tiempo.
—No sé quiénes son esos «observadores», ni qué autoridad tienen para hablar,
pero yo he hallado que los miembros de la Liga de la Justicia son un grupo de
personas con talento y dedicación. Tienen un largo historial del que pueden sentirse
orgullosos y para mí es un honor estar entre sus filas.
—Superman, estoy segura de que nadie pone en duda la reputación de muchos
años de la Liga de la Justicia, pero aparte de usted mismo, esta nueva Liga es
relativamente inexperta.
—También lo eran los miembros originales, cuando se fundó la Liga.
—Tal vez sea así, pero los miembros originales parecían, en general, más… eh…
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¿moderados? Ciertamente, si hubo desacuerdos, los mantuvieron en privado. Es
evidente que no es el caso con la nueva Liga. Como todo el país debe saber ya, ¡Guy
Gardner y usted intercambiaron unos golpes apenas hace una semana! ¿Qué me dice
de eso?
Superman meneó la cabeza. «Sabía que lo sacaría a colación».
—La noticia sobre aquel incidente se exageró excesivamente, señorita Grant. En
realidad, jamás golpeé al señor Gardner.
—¿Pero él sí lo hizo?
—Le permití que lo hiciera, sí. Se había producido un desafortunado
malentendido sobre el sistema de alarma del complejo de la Liga de la Justicia en
Nueva York. Algunos miembros creyeron que estaban siendo atacados y Guy quedó
atrapado en medio. Perdió los estribos… y yo le permití que se desahogara conmigo.
—Hasta ahí era la verdad.
—Debe tener un carácter terrible. Aun así no parece que sea capaz de hacer
buenas migas con cualquiera.
—No sabría decirle. No lo conozco demasiado bien. Es evidente que no somos
íntimos amigos, pero ambos somos profesionales. Cuando se presenta una
emergencia trabajamos juntos hasta concluir el trabajo. —Echó una mirada de reojo a
su imagen en el monitor y se sintió aliviado. La nariz no le había crecido.
«Señor, pero me alegraré cuando esto termine».
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de lotería en la cara. El billete ganó el premio gordo de catorce millones de dólares.
Otros hubieran cogido el dinero y se hubieran ido lo más lejos posible del Suburbio
Suicida, pero Bibbo no lo hizo. Con el valor de sus ganancias del primer año, Bibbo
compró el As de Tréboles y se dispuso a ayudar sin aspavientos a sus compañeros
menos afortunados.
—¡Eh, Bibbo! ¿Estás ahí, tío? —Sonó un golpe en la puerta del apartamento, que
sólo recibió un sonoro ronquido con olor de cerveza como respuesta. Los golpes en la
puerta se hicieron más insistentes—. ¿Bibbo? ¡Eh, tío, soy yo… Lamarr! ¡Eh,
despierta! ¡Ha llegado el camión de la cerveza!
Bibbo se despertó con un resoplido.
—¿El camión de la cerveza? Ah, sí… debe de ser día de entrega. —Se tambaleó
hasta la puerta y la abrió de golpe, tan súbitamente, que Lamarr Powell estuvo a
punto de caer de bruces en la habitación.
—Bibbo, ¿estás…? ¡Uuuff! —Lamarr se apartó de su amigo arrugando la nariz,
que pareció hundirse aún más en su rostro—. ¡Amigo, hueles como un barril rancio!
—¡Eh, el tuyo no huele precisamente a margaritas! ¿Qué hora es?
—No lo sé. Deben de ser las once menos cuarto más o menos.
—¿Las once menos cuarto? —Bibbo acabó de despertarse por completo y sus
ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas—. ¡Oh, no! ¡Me lo estoy perdiendo!
Bibbo pasó como un rayo junto a Lamarr y bajó las escaleras de dos en dos.
Corrió por el pasillo de atrás como un toro enloquecido y acabó derribando al hombre
del camión de la cerveza.
—¡Aparta! ¡Me estoy perdiendo a mi favorito!
Lamarr siguió la estela de su amigo y ayudó al repartidor a ponerse en pie.
—¿Estás bien?
—Sí, creo que sí. ¿Qué le ha dado?
—Ni idea. No había visto a Bibbo tan agitado desde la noche en que Milwaukee
perdía por dos carreras con Seattle al final de la novena entrada.
Cautelosamente entraron en la parte de atrás de la taberna donde encontraron a
Bibbo sentado en un taburete cambiando celéricamente de canales en el viejo
televisor del bar.
—Hola, Bib. No vas a encontrar partidos a esta hora del día.
—No busco ningún partido. ¿En qué canal dan el programa de Cat Grant?
—En el canal dos. ¿Desde cuándo te gustan los programas de entrevistas?
—No me gustan, ¡pero hoy sale mi favorito! ¡Y me lo estoy perdiendo! —Bibbo
se bajó del taburete de un salto.
—¿Su favorito? —El repartidor miró a Bibbo con ojos sin brillo—. ¿Su qué
favorito?
—¡Ah, ahora lo entiendo! —Lamarr sonrió al repartidor—. Debe ser Superman.
—¿Superman? ¡Pero si él no sale en programas de entrevistas!
—¡Bueno, pues en éste sí! —Bibbo miró la pantalla con impaciencia, esperando a
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que terminaran los anuncios—. ¡Lo decía ayer en el Planet!
—Vale, lo que tú digas. Pero mientras tanto, ¿podrías firmarme el recibo?
—Sí, claro. —Bibbo garabateó su nombre en el recibo que le tendían.
—Gracias. Así… que te gusta Superman, ¿eh? ¿Lo has visto alguna vez? De
cerca, quiero decir.
—¿Verlo? —Bibbo soltó una áspera carcajada—. ¡Una vez casi me rompo los
nudillos al pegarle!
—¿Cómo dices?
—Sí, antes de comprar este sitio… Superman vino aquí una noche buscando a un
tipejo. Yo pensé que era sólo un idiota con un disfraz estúpido, ¡pero era real!, ¡y era
duro! ¡Ven! —Bibbo atrapó al repartidor bajo el brazo y le condujo al centro del bar
—. ¿Ves ahí donde cambiamos la baldosa? ¿Sabes por qué tuvimos que hacerlo?
—Eh, mira, ¡tengo que irme ya!
—¡Porque ahí fue por donde Superman me hizo atravesar el suelo!
—¿Que hizo qué?
—¡Me hizo atravesar el suelo! ¡A mí y a otros tipos! Mira, teníamos jaleo con ese
amigo suyo, Olsen… pero nosotros no sabíamos que él y Superman eran colegas,
¿comprendes? Bueno, pues ese chaval, Olsen, estaba haciendo un montón de
preguntas entrometidas y nosotros no sabíamos quién era, así que se las hicimos pasar
canutas… sin presionarle mucho, pero haciéndole creer que sí. De repente unas
manos salieron del suelo, destrozando la madera, las baldosas y todo, ¡y nos
arrastraron hacia abajo! ¡Ja, ja, ja! —Bibbo le dio una alegre palmada al repartidor en
la espalda—. ¡Superman, mi favorito!
—Vamos a ver si lo entiendo. Estuviste a punto de romperte la mano una vez
tratando de darle un puñetazo a Superman… y otra, te hizo atravesar el suelo… ¿y
ahora te gusta?
—¿Si me gusta? ¿Es que no me has prestado atención? ¡Es mi…!
—Es tu favorito… vale, de acuerdo. Pero… ¿por qué?
—¿Por quéee? —Bibbo miró al repartidor con asombro—. ¡Porque es duro! ¡Es
el tipo más duro que he conocido! ¡Eso hay que respetarlo!
—¡Eh, Bibbo! —Lamarr llamó la atención de su amigo—. ¡Han terminado los
anuncios! ¡Va a seguir el programa! Bibbo señaló orgullosamente a la figura con capa
de la pantalla.
—¿Veis? ¡Ya os había dicho que salía Superman!
—Sí, yo…
—¡Cierra el pico! ¡Quiero oír lo que dice!
—¡Hola! Volvemos a estar de nuevo con Superman y los alumnos del Instituto
Roosevelt. —Cat estaba de pie en el pasillo central de los asientos de la sala de actos
con un micrófono inalámbrico en la mano—. Y creo que es hora ya de que
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permitamos a estos alumnos que formulen sus preguntas. —Asintió en dirección a un
chico que se levantó vacilante de su asiento—. ¿Cómo te llamas?
—Kenny. Me preguntaba qué hacéis los superhéroes cuando no estáis vapuleando
a los malos. Quiero decir, si os reunís para hacer fiestas todo el tiempo, ¿o qué?
—Los miembros de la Liga de la Justicia tienen intereses diversos, Ken, al igual
que tú y tus amigos. Blue Beetle, por ejemplo, es un inventor que disfruta pasando su
tiempo libre en el laboratorio. Ice creció en una zona aislada de Noruega y por ello le
gusta viajar y conocer otras culturas. Booster Gold es un entusiasta de los deportes.
Maxima tiene mucho trabajo tratando de adaptarse a la Tierra. Y Guy Gardner…
bueno, Guy suele ser un poco más reservado sobre su tiempo libre. No le vemos
mucho cuando está ocioso. Un muchacho de cara pecosa se acercó al micrófono. Sus
cabellos eran un mata ingobernable, que llevaba muy corta en los lados.
—Sí, tengo una pregunta para Superman sobre Guy Gardner. ¿Por qué ya no le
dejáis ser Green Lantern? ¿Por qué le despedisteis?
Superman se aclaró la garganta. «Sé diplomático, Clark. Es evidente que el chico
ha idealizado a Gardner lo bastante para llevar el pelo igual que él».
—Puedo asegurarte que nosotros no «despedimos» a Guy. —«Por mucho que nos
hubiera gustado»—. En realidad nosotros no tenemos jurisdicción alguna en cuanto a
su condición de Green Lantern. Quizá no lo sepas, pero todos los Green Lanterns
forman parte de un Green Lantern Corps mucho más amplio. El retiro de Guy como
Green Lantern fue una cuestión interna del cuerpo… y yo no estoy capacitado para
hablar por ellos. Ni tampoco deseo poner en tela de juicio sus acciones.
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Cuando Cat se acercaba por el pasillo, un chico con una raída y vieja chaqueta de
cuero se levantó y se inclinó hacia el micrófono.
—Eh, Superman, tengo una pregunta sobre Fire. ¿Está tan buena como parece? —
El chico se dejó caer de nuevo en el asiento en medio de la diversión de los amigos
que se sentaban cerca de él.
«Ah, sí. Segundo curso, sin duda». Superman trató de mantener cara de póquer,
pero resultó un gran esfuerzo no sonreír.
—Fire es muy buena en su trabajo y una persona fantástica. Te gustaría.
¿Siguiente pregunta?
Cat recorrió unas cuantas filas hacia el escenario y acercó el micrófono a una
seria jovencita.
—Superman, quería saber, ¿no?, si hay algo, ¿no?, que te asuste de verdad. O sea,
que yo estaría asustada con todo eso si fuera tú.
—Ésa es una buena pregunta, señorita. De un modo u otro, el miedo forma parte
de mi trabajo. El principal es el miedo al fracaso. A algunos criminales no he podido
atraparlos y a otras personas no he podido salvarlas.
«Como a la tripulación de la Excalibur». Varios meses atrás, la lanzadera espacial
Excalibur se había estrellado a las afueras de Metrópolis. Su tripulación fue víctima
de un experimento de radiación orbital. De los cuatro supervivientes del accidente,
Superman sólo había podido salvar a uno, Terri Henshaw. El Hombre de Acero había
contemplado impotente cómo el marido de aquélla, el capitán de la lanzadera, Hank
Henshaw, sucumbía a la radiación. ¡El cuerpo de Henshaw se había debilitado y
luego…! «No debo pensar en ello —se recordó—. Contesta a la pregunta».
—Aparte de eso, también temo causar daño a personas inocentes sin querer. Y,
para ser sincero, ha habido veces en las que he temido por mi propia vida. En
numerosas ocasiones me he enfrentado con fuerzas lo bastante poderosas para
matarme. —Superman percibió algunas expresiones de incredulidad entre el público.
«No serían tan escépticos si hubieran conocido a Mongul o a Darkseid». La
muchacha insistió.
—¿Y todo lo demás?, ya sabe, los golpes y la violencia. ¿No se cansa de eso? O
sea, ¿no hay mejores maneras de arreglar las cosas, en lugar de aporrear a alguien en
la cabeza?
Superman asintió admirativamente. «Al principio parecía vacilar un poco, pero es
evidente que ha reflexionado mucho sobre todo esto».
—Ciertamente hay mejores maneras y debemos utilizarlas siempre que sea
posible. El reverendo doctor Martin Luther King, Jr. habló de la necesidad de que la
humanidad «venciera la opresión y la violencia sin recurrir a la opresión y la
violencia». Ése es el objetivo por el que todos deberíamos luchar. —Hizo una pausa.
La sala de actos se había quedado extrañamente silenciosa—. Desearía que el uso de
la fuerza no fuera jamás necesario, pero la experiencia me ha enseñado que hay
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ciertos oponentes a los que no se puede vencer de otra manera. He destrozado tanques
y aviones con las manos desnudas y he utilizado estas manos para dejar inconscientes
a otras personas. Créeme cuando te digo que no me siento orgulloso de ello. Es algo
que considero necesario para proteger a los demás, para lograr un bien mayor, un bien
común. Es ese bien común el que queremos proteger con nuestros poderes… y con
nuestras vidas.
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La Liga de la Justicia no halló a la Criatura. Fue ella quien los encontró. La sombra
de la nave insecto pasó por encima de la Criatura cuando ésta se abría paso a través
de una pequeña cañada boscosa no lejos de Cantón, Ohio. Intrigada por el extraño
artefacto volador, le lanzó una roca de gran tamaño.
—¡Que todo el mundo se prepare para la colisión! —Beetle luchaba
frenéticamente con los controles—. ¡Ha destrozado nuestro sistema hidráulico! ¡Nos
caemos!
A miles de kilómetros en el cielo, la nave insecto empezó a hacerse pedazos. Los
siete miembros de la Liga de la Justicia se encontraron súbitamente haciendo caída
libre.
—¡Voy a encontrar al desagraciado que nos ha hecho esto y le voy a hacer ver las
estrellas!
—¡Primero échanos una mano a los que no podemos volar, Guy! —La súplica de
Beetle tuvo el efecto deseado.
Guy se dio la vuelta y voló bajo Ice, mientras Booster atrapaba a Beetle y frenaba
su caída.
—Ya te tengo, viejo amigo. ¡Ya no tienes de qué preocuparte!
—¡Hay mucho de qué preocuparse! ¡Lo que quede de mi Bug va a caer en la
carretera 62! ¡Cuando llegue al suelo…!
—¡No llegará! —Maxima se detuvo en el aire. Una onda de energía daba vueltas
en torno a su cuerpo. Al hacer un gesto, los restos de la nave se detuvieron
lentamente.
Mientras Maxima se ocupaba de reunir los restos esparcidos y bajarlos lentamente
hasta el suelo, los otros miembros de la Liga se posaron en el arcén de la autopista.
Tan pronto como hubieron recuperado el aliento, el suelo se estremeció y una
pequeña llamarada se elevó sobre el bosquecillo cercano.
—¡Antes de caer vi…! —Beetle tragó saliva—. Es decir, creo que… ¡hay una
refinería de la LexOil por allí!
—¡Muy bien! ¡Eso es! —Guy Gardner salió disparado en dirección al fuerte
resplandor. Voló sobre la refinería y enseguida divisó la figura totalmente cubierta
que emergía de las ruinas de una alta torre. Gardner se lanzó en picado, con el anillo
resplandeciente, para enfrentarse a la Criatura—. ¿Qué va a ser, amigo, entierro o
incineración? ¡Tú eliges!
Al principio la Criatura pareció sobresaltada por la aparición de un
resplandeciente hombre volador. Pero su sorpresa duró poco. A pesar del campo de
fuerza generado por el anillo de Gardner, la Criatura agarró al presumido antiguo
Green Lantern y lo lanzó al suelo cabeza abajo. Una pesada bota cayó sobre la cabeza
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de Guy una y otra vez. Y luego, con la única mano que tenía libre, la Criatura cogió a
Guy por la cabeza y lo sacudió como una alfombra vieja.
—¡Suéltalo… monstruo! —Fire cruzó el cielo como un rayo, envuelta en una
llama esmeralda. «Puede que Guy sea un idiota, pero es nuestro idiota».
Dirigió su llama convertida en rayo hacia la Criatura. Ésta dejó caer a Guy y se
quedó quieta un momento, con las llamas crepitando a su alrededor, mirando
silenciosamente a la mujer llameante. Después se limitó a darse la vuelta y alejarse.
Fire lo siguió, lanzándole fuego hasta que las ataduras de la Criatura empezaron a
echar humo y a fundirse.
—¡No puedo creerlo! ¡Por muchas llamas que lance a ese estúpido, no parecen
afectarle lo más mínimo!
—¡Yo me ocuparé de él Fire! —Bloodwynd se dejó caer justo en medio del
camino de la Criatura. Conjurando el poder supraterrenal que dominaba, el guerrero
hechicero concentró la energía en un único puñetazo demoledor.
La Criatura apenas pareció notarlo. Se detuvo brevemente y devolvió el golpe
centuplicado, enviando a Bloodwynd por los aires hasta que atravesó el costado de
una gruesa cisterna de petróleo. Blue Beetle corrió hacia la refinería tratando de
ayudar al derribado Bloodwynd, pero antes de que pudiera llegar a su compañero
herido, una mano monstruosa lo había agarrado por detrás. La Criatura le dio la
vuelta y lo aplastó contra el costado de una cisterna metálica. El impacto fue tan
fuerte que las lentes de Beetle se rompieron y su máscara protectora se desgarró
dejando media cara al descubierto. Entonces la Criatura arrojó al héroe inconsciente a
un lado.
—¡Corten!
—¿Corten? —Cat Grant se volvió para encararse con el director—. ¿Qué quiere
decir eso de «corten»?
—Quiero decir que ya no estamos en el aire. —Se ajustó los auriculares a las
orejas. Los monitores instalados alrededor de la sala de actos mostraban la «G»
familiar de la Galaxy Broadcasting—. Nos han cortado para dar paso a las noticias.
Pasa algo extraño en el Medio Oeste… algún tipo de problema.
—¿Problema? —Superman se puso en pie y cruzó el escenario en segundos. El
director extendió el brazo hacia el control de volumen.
—¿Quiere que suba el sonido?
—Si usted quiere. Yo lo oigo bien así.
—Súbelo, Mickey. —Cat se unió a ellos junto al monitor central—. ¡Quiero saber
por qué me han cortado!
—«…nos llegan informes de que en este momento se está produciendo una lucha
intensa entre miembros de la Liga de la Justicia y lo que las autoridades llaman un
monstruo en una refinería de petróleo cerca de Cantón, Ohio. —La voz del
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presentador de las noticias de la WGBS resonó súbitamente por toda la sala—. Según
los primeros indicios, la Liga se ha visto incapaz de detener el avance destructor de la
criatura aún sin identificar».
—Tengo que irme, señorita Grant. —Superman se convirtió en un borrón.
—¡Superman! —Cat corrió detrás de él, pero cuando ella llegó a la puerta de
salida, Superman ya estaba a varios kilómetros.
Blue Beetle aterrizó con un fuerte golpe y se quedó inmóvil. Ice y Booster Gold
fueron los primeros en llegar a él.
—Dios mío, Ice, ¿respira aún?
—Creo que sí, pero está tan quieto…
—Haz lo que puedas por él. ¡Voy a perseguir a esa cosa!
Booster salió disparado en pos de la Criatura, a la que alcanzó en el perímetro de
la refinería en llamas.
—Basta de juegos, fealdad. ¡Ya no después de lo que le has hecho a mi
compañero! —Tras oprimir los microcontroles de su traje, Booster acribilló a la
Criatura con ráfagas de energía de alta intensidad que emitían sus guantes.
La Criatura soltó un bufido de rabia y cargó contra Booster con todas sus fuerzas.
Este último apenas tuvo tiempo de desviar la energía hacia su campo de fuerza antes
de que la cosa cayera sobre él. Con un golpe que retumbó como un trueno, la Criatura
hizo que Booster saliera volando fuera de control. El sonido del viento deslizándose
sobre su campo de fuerza resultó casi ensordecedor para Booster, que se elevó varios
kilómetros por los aires. «No me habían pegado así jamás. —Una idea se abrió paso
lentamente. A pesar del efecto amortiguador de su campo protector, Booster veía las
estrellas—. Esa cosa me ha golpeado tan fuerte que… los circuitos de volar están
sobrecargados. No sé si podré detenerme».
—¡Quita el campo, Booster! Yo te cogeré.
—¿Qué…? —Booster puso los ojos como platos, pero reconoció la voz casi de
inmediato e hizo lo que le decían. Una mano poderosa le agarró con firmeza.
—¿Superman? ¿De dónde sales?
—He oído que la Liga estaba teniendo problemas.
—¡Problemas no es la palabra! —Booster respiró profundamente y sacudió la
cabeza—. ¡Es más bien como si hubiera llegado el Juicio Final!
Mitch Andersen recorría las aceras de su barrio en su monopatín. Una cálida brisa
le alborotaba los cabellos. «Desde luego esto es mejor que quedarse con los idiotas en
la cafetería, envenenándose con el pollo podrido o lo que sea la Carne Misteriosa de
hoy». Mitch odiaba la escuela, sobre todo en un día luminoso y soleado como aquél.
Sopesó la posibilidad de faltar a las clases de la tarde sin que se dieran cuenta. Su
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estómago protestó. «Primero será mejor comer algo». Mitch saltó la acera y se
impulsó calle abajo hacia la casa de dos pisos igual a todas las demás que había al
final de una calle sin salida. La «Zona de Guerra» la llamaba él. Odiaba esa casa casi
tanto como la escuela, pero mientras no estuviera preparado para marcharse a vivir
por su cuenta, estaba atado a aquel lugar… con una madre y una hermana pequeña
que poco a poco le estaban volviendo loco. Sabía de antemano lo que diría su madre
cuando entrara por la puerta: «Mitch, cariño, ¿eres tú? ¿Qué tal ha ido el día?». Era lo
que decía siempre. Oía lo mismo día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Era
como un mantra rancio y de un dulzor nauseabundo. Así era su madre. Eso era lo que
siempre le decía la gente: «Tu madre es tan agradable… tan dulce y sincera». «¡Ya,
como si ser sincero pudiera disculpar a alguien por ser tan dulce!». Mitch se deslizó
hasta pararse e hizo saltar el monopatín a sus manos de un puntapié. Algunas veces se
preguntaba si su padre les habría abandonado porque ya no podía soportar tanta
dulzura. Mitch abrió la puerta de atrás con el monopatín bajo el brazo.
—Mitch, cariño, ¿eres tú?
«¿Por qué no lo graba y así se ahorra hablar? Nadie se iba a dar cuenta».
—No, soy Axl Rose.
La hermana de Mitch, Becky, estaba metida en la trona. Le estaba dando de
comer algo que parecía más repugnante de lo habitual. Mitch miró a la niña y a su
madre. Nunca comprendería por qué su madre había querido tener otro hijo a su edad.
¿Había pensado que así mantendría unida a la familia? Se encogió de hombros.
—¿Hay algo que valga la pena comer por ahí?
—Abre la nevera y coge lo que quieras. ¿Qué tal ha ido la escuela esta mañana?
Mitch estuvo a punto de pestañear. ¡Su madre acababa de decir algo diferente
para variar! Contestó con un bufido.
—¿Qué tal ha ido el examen de álgebra?
—Como si te importara. —Mitch metió la cabeza en la nevera—. ¡Eh! ¿Qué le ha
pasado a la gaseosa?
—¡Mitch, claro que me importa! —Hizo una pausa y dejó la cuchara llena de
puré de calabaza suspendida en el aire—. Oye, ¿no era hoy el día en que Superman se
dirigía a todos los alumnos de instituto por la televisión? ¡Ha debido de ser muy
emocionante verlo!
—En absoluto. Al superhipócrita le llamaron por una emergencia y salió por patas
enseguida. Probablemente tenía que bajar a un gato de un árbol. —Mitch empujó la
puerta de la nevera y se apoyó en ella con cara de disgusto—. ¿Por qué en esta casa
siempre nos quedamos sin gaseosa? ¿Es que no puedes comprar suficiente para que
dure?
—Mira, lo siento, pero tu hermana no se encuentra bien y no he tenido tiempo de
ir a comprar…
—¡Estoy harto de que esa mocosa sea la única que cuenta en esta casa! ¡Papá
siempre tiene gaseosa para mí en su apartamento!
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—Lo siento, Mitchell, pero no puedo ocuparme de todo. Esta casa no es perfecta
y yo tampoco. ¡Lo hago lo mejor que puedo!
—Pues vaya, si esto es todo lo que sabes hacer, no me extraña que papá se
marchara. No me extraña que quiera el divorcio.
Claire Andersen abrió la boca para contestar, pero no emitió una sola palabra.
Con lágrimas en los ojos, le dio la espalda a su único hijo varón.
«¿Qué le pasa? ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué se queda ahí sentada y se lo traga
todo? —Mitch sintió que se le formaba un nudo en el estómago—. ¿Por qué no chilla
y pega gritos? Otras madres lo harían. ¿Por qué la mía es tan tonta?».
—Me voy a casa de Aaron. —Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Trató
de que su voz sonara indiferente, pero de repente se le quedó ronca—. Hasta luego.
Becky emitió un gorgoteo y extendió los brazos hacia su madre. Claire se enjugó
las lágrimas y trató de sonreír para su hija cuando un extraño crujido le llegó desde el
exterior.
—¡Mitch, espera! ¿Has oído eso?
De repente, Ice atravesó con estrépito la gran ventana de la cocina. Cuando Ice
cayó al suelo, instintivamente Claire se colocó delante de Becky para proteger a su
hija de la lluvia de cristales. Sacó a Becky de la trona y se volvió hacia su hijo, que
estaba paralizado en el umbral de la puerta.
—¡Mitchell, llama al 911! ¡Date prisa! —Entonces vio algo a través de la ventana
rota y también ella se quedó paralizada. La Criatura se acercaba a grandes pasos
directamente hacia su casa. Sólo el coche familiar le impedía el paso. Lo barrió con
una mano.
—¡Nuestro coche! —Incapaz aún de moverse, Claire apretó al bebé contra su
pecho. Mitch se movió, pero despacio, como si estuviera atrapado en una película a
cámara lenta. Tras la enorme Criatura vio una hilera de árboles arrancados de raíz y,
más allá, una oscura columna de humo. «¡Guau! ¿Ese tipo ha hecho eso, con una
mano atada a la espalda?». La Criatura se detuvo a menos de tres metros de la casa y
miró hacia arriba. Algo se acercaba… algo que volaba. Booster Gold y Superman
aterrizaron justo delante de la Criatura.
—Éste es el tipo, Superman. Éste es el que ha desmembrado a la Liga de la
Justicia.
Superman le echó un rápido vistazo. «Más de dos metros». Con su visión de
rayos X, inspeccionó lo que había debajo del grueso sudario. «No, no es un robot…
pero es denso, muy denso… y horrible».
—¿Qué le has llamado antes, Booster? ¿Juicio Final?
El recién nombrado Juicio Final vio un desafío en el hombre con capa que se
interponía tan audazmente en su camino. Echó el brazo libre hacia atrás y lanzó un
poderoso golpe contra Superman a la altura de su cintura. Superman no se movió,
pero notó el golpe. «De no haberlo visto venir y haber tensado los abdominales, me
hubiera hecho daño». Booster se echó hacia atrás.
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—Superman, ¿estás bien?
Superman volvió la vista hacia Booster y, en ese momento, Juicio Final volvió a
golpearle, girando sobre sí mismo y dándole esta vez con el pie en el mismo sitio.
Cogió a Superman desprevenido y salió volando hacia atrás para atravesar una pared
de la casa de los Andersen y salir por otra. La casa entera se inclinó hacia un lado. Se
estrelló contra un viejo roble del jardín lateral. El Hombre de Acero volvió a caer
cuán largo era sobre el árbol caído. Los ojos le hacían chiribitas. Booster intentó
agarrar a Juicio Final, pero la criatura esquivó su acometida y lo estrelló contra un
gran sicomoro. El árbol crujió y cayó. El campo de fuerza de Booster se apagó. Los
Andersen empezaban a retirarse de lo que antes había sido su cocina, cuando Juicio
Final arremetió contra la casa. Mitch se quedó helado y boquiabierto por la
incredulidad, no porque aquel monstruo estuviera destrozando su casa, sino porque su
madre, ¡su madre!, se mantenía firme en su posición.
—¿Por qué? —A Claire le temblaba la voz por la indignación—. ¿Por qué le
haces esto a nuestra casa? ¿Qué quieres de nosotros?
La única respuesta de Juicio Final fue un bufido amortiguado. Su atención se
centró en Ice, que yacía semiinconsciente entre los restos de la encimera de la cocina.
Juicio Final la pateó alegremente, riéndose por el sonido de las costillas que se
rompían. Tras él, la pequeña Becky rompió a llorar. Juicio Final dio media vuelta con
el puño levantado. A Claire se le desorbitaron los ojos por el terror.
—¡No! ¡Mi bebé no! ¡Por favor, mi bebé no!
Juicio Final alzó el brazo para golpear, pero de repente apareció Superman. Con
una demoledora combinación de golpes apartó a la criatura de los Andersen y lo
atrajo al exterior de la casa que se derrumbaba.
—¡Saque de aquí a su familia! —gritó Superman por encima del hombro—.
¡Cubriré su retirada mientras pueda!
—¡No tendrás que hacerlo solo, Supes! Ha llegado la Caballería.
Superman no necesitó arriesgarse a desviar la mirada esta vez. «Booster, —¿qué
otro le llamaría «Supes»?— de nuevo en pie. Y por lo que oigo, ha reunido a algunos
de los otros».
—¿Qué ocurre, boy scout? —La voz de Guy Gardner sonaba vacilante. Escupía
las palabras a través de unos labios penosamente hinchados. Tenía los ojos igual, casi
cerrados—. ¿Es que ese tipo es demasiado duro incluso para ti?
—¡Guy, puede que este monstruo sea demasiado fuerte para todos nosotros! —A
Fire le faltaba su habitual confianza.
—¡Ni hablar, encanto! —Booster no había hablado jamás con tanta seriedad—.
¡Propongo que le golpeemos con todo lo que tenemos!
—Todos nuestros poderes en un esfuerzo común combinado. —Bloodwynd miró
a Superman—. ¿De acuerdo?
Superman asintió.
—¡Hagámoslo!
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Cinco rayos de una increíble energía salieron disparados hacia Juicio Final. Fire
apuntó a la criatura con otra ráfaga de abrasadora llama esmeralda. De los ojos de
Superman salió un haz altamente concentrado de calor por radiación. Asimismo,
Bloodwynd probó la energía cohesora de sus ojos-rayos sobre Juicio Final, al tiempo
que ayudaba a un Guy Gardner medio cegado a apuntar el rayo dorado de su anillo de
energía. Booster Gold se acuclilló y canalizó toda la fuerza de sus células de energía
hacia sus guantes, añadiendo así su poder devastador a la pequeña tormenta de fuego
en miniatura de sus compañeros.
—¡Démosle todo lo que tenemos! —aulló Booster, entrecerrando los ojos ante el
resplandor—. ¡Le demostraremos a ese tipo en qué clase de problema se ha metido al
atacar a la Liga de la Justicia!
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Pero cuando el fuego y el humo de su ataque se disiparon, se hizo evidente que
Juicio Final seguía ciertamente en pie. Había permanecido en su sitio durante todo el
ataque de alta energía. Sin embargo, el terreno que lo circundaba estaba abrasado. El
pesado traje de Juicio Final se había quemado parcialmente y su brazo izquierdo
había quedado totalmente libre de ataduras. Todo lo que habían conseguido era
destruir el último de sus impedimentos. Juicio Final se abalanzó sobre el grupo de la
Liga de la Justicia y los dispersó como bolos en una bolera. Dejó al indefenso
Booster Gold inconsciente y luego utilizó su cuerpo como arma, lanzándolo de
cabeza contra Guy Gardner. Superman y Bloodwynd trataron de rodear a Juicio Final
en una maniobra envolvente, pero la criatura lanzó repentinamente el brazo hacia
delante, barriéndolos a los dos. Un Bloodwynd grogui trató de concentrar de nuevo
los rayos de sus ojos sobre la criatura, pero sólo consiguió prender fuego
accidentalmente a los restos de la casa de los Andersen. Fire se apartó tambaleante de
la batalla e intentó echar una mano a Claire Andersen con la herida Ice. Fue entonces
cuando el fuego alcanzó una tubería de gas. La casa, que ya estaba muy dañada, voló
por los aires. Una gran sección en llamas del tejado y la pared cayó junto a Mitch y su
familia, separándolos de los atónitos miembros de la Liga de la Justicia.
En medio del caos y la confusión que él mismo había creado, Juicio Final se alejó
de un salto riéndose como un loco. Con aquella espantosa risa resonando en sus
oídos, Superman se puso en pie a duras penas. En sus ojos había una mirada de
horror. En toda su vida desde que había alcanzado la madurez y se había percatado
del alcance de sus poderes, había intentado contenerse siempre que las circunstancias
le obligaban a luchar contra otro ser vivo. «¡Si por contenerme hemos llegado a
esto…! —Este pensamiento le aterrorizó—. ¡No… ese maníaco no se me va a
escapar!». Cogiendo impulso, Superman saltó y salió disparado hacia los cielos. Los
otros se encargarían del fuego, ¡él tenía que detener a Juicio Final!
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Superman se encontraba ya a muchos kilómetros de distancia. Alcanzó ajuicio
Final en el punto más alto de su segundo salto y golpeó a la criatura en un costado
con una fuerza tal que el sonido de su puñetazo resonó como un trueno. Juicio Final
cayó, atónito, aterrizando como una roca en los campos. Superman volvió la vista
hacia la destrozada zona residencial. Oía el ulular distante de las sirenas y el grito
desesperado de un muchacho.
—¡Superman! ¡Por favor, tienes que ayudarnos! ¡Mi mamá, mi hermanita… están
atrapadas! ¡Por favor!
Escudriñó la escena con su supervisión y descubrió con horror que el resto de
miembros de la Liga de la Justicia no sería de ninguna ayuda y que los equipos
civiles de rescate que acudían al lugar estaban aún a varios minutos. «¡Dios mío!
¡Tengo que volver!».
Sin embargo, Juicio Final aprovechó ese momento de distracción para saltar hacia
arriba y chocar contra Superman como un misil teledirigido. El Hombre de Acero
salió disparado hacia atrás con la criatura aferrada a su cuerpo. «Esta Criatura es
fuerte y veloz, ¡pero más bien parece saltar que volar! Mientras pueda retenerla, está
a mi merced e iremos a donde yo quiera». Superman aferró a Juicio Final por los
hombros con fuerza y se sumergió en las aguas del cercano lago Westville. Allá abajo
empujó a la Criatura a las profundidades del cieno depositado en el fondo. Luego
salió disparado del lago. «Eso mantendrá al monstruo ocupado. ¡Ruego por que aún
esté a tiempo de salvar a esa familia!».
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—No se preocupe, señora, está bien. Acaba de llegar una ambulancia. Lo estoy
viendo allá abajo con ellos.
Mitch Andersen contempló asombrado el descenso de Superman.
—¡Lo ha hecho! Ha salvado a mi mamá y a mi hermana.
Superman depositó a los Andersen en manos de los servicios médicos y luego
miró a su alrededor. Booster Gold, Fire y Guy Gardner estaban tumbados en camillas.
Un enfermero empezaba a vendar las costillas de Ice, mientras ésta intentaba que Guy
permaneciera quieto en su camilla. Bloodwynd estaba de pie, pero sus piernas no
parecían demasiado firmes. Superman fue por fin capaz de contar y se dio cuenta de
que faltaban dos miembros.
—¿Dónde están los otros?
Ice levantó los ojos llenos de lágrimas.
—Antes de que tú llegaras… Beetle quedó herido… muy malherido. Yo… yo
convencí a Maxima de que debía llevarlo al hospital enseguida.
—Todos deberíais ir al hospital. —Superman tema un aspecto de lo más sombrío
—. Ninguno está en forma para seguir adelante.
—Nosotros no, pero tú sí. —Guy Gardner extendió la mano y tiró de la capa de
Superman—. ¡No te preocupes por nosotros, boy scout! Ve a por ese desgraciado de
Juicio Final. Mételo en una caja de pino por mí… ¡o me bajaré a rastras de esta
camilla y te daré un puntapié en el trasero!
—Me ocuparé de todo, Guy. Tú deja que los médicos te ayuden. —Superman se
dirigió al enfermero que tenía más cerca—. Diga en su hospital que se pongan en
contacto con el complejo de la Liga de la Justicia en Nueva York. Ellos les
proporcionarán los historiales médicos de todas estas personas.
Y Superman se fue, disparado como un cohete hacia el cielo.
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Juicio Final emergió del lago gruñendo como un oso rabioso. Los ataques previos
habían destrozado parte de la capucha con anteojos que ocultaba su monstruosa cara
y ahora miró fijamente con el ojo que había quedado al descubierto, escudriñando los
cielos en busca del hombre volador que había intentado enterrarlo en el fondo del
lago. ¿Pero dónde estaba? Muy por encima de su cabeza, un caza de las fuerzas
aéreas cruzaba velozmente los cielos, dejando una estela que marcaba su trayectoria
de vuelo. Juicio Final contempló el punto que se movía tan celéricamente durante
unos instantes. ¿Era el hombre volador? Juicio Final se agachó y saltó casi kilómetro
y medio hacia arriba. No era suficiente. La estela se movía a mayor altura. La
Criatura soltó un bufido de rabia cuando trazó la curva de bajada hacia la tierra. Si su
objetivo volaba más alto, tendría que saltar más alto. No se le iba a escapar. Juicio
Final aterrizó de pie sobre un risco rocoso e, inmediatamente, volvió a saltar hacia el
cielo. Subió y subió, cada vez más alto… tres kilómetros, luego cinco… pero seguía
sin ser suficiente. Volvió a caer hacia la tierra y de nuevo saltó hacia el cielo. Su
tercer salto le llevó hasta las regiones más inhóspitas de Pensilvania y aun así no se
detuvo. No se detendría hasta que alcanzara a su presa y la obligara a bajar a la tierra.
Superman recorrió el fondo del lago Westville sin hallar rastro de la Criatura. Al
salir a la superficie, se encontró con un policía de la autopista que le hacía señas
desde la orilla.
—¡Superman! ¡Superman, si está buscando a ese monstruo, se ha ido!
—¿Alguna idea de adónde?
—Con seguridad no. Unos niños que jugaban por aquí cerca dicen que lo vieron
saltar por el aire y marcharse. ¿También puede… puede volar?
—No exactamente. ¿Le han dicho qué dirección ha tomado?
—Sí. Se ha ido hacia el este.
Superman miró hacia el este y al instante vio la estela.
—¡Oh, no!
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sur de Lancaster, Pensilvania, cuando en su radar de corto alcance apareció
súbitamente el destello de un punto.
—Dover Control… Dover Control, aquí Momma Bird, ¿me oyen? Cambio.
—Aquí Dover Control. La oímos, Momma Bird. ¿Cuál es el problema? Cambio.
La capitana Miller frunció el ceño al ver la pantalla del radar.
—No está claro. El radar detecta un fantasma en mi cola… no, espere, está
saliendo de la pantalla. —Durante unos segundos le había parecido la simulación de
un misil tierra-aire. «¡Pero eso es ridículo! ¿Quién iba a disparar un misil tierra-aire
en Pensilvania?»—. ¡Espera un momento! ¡Ahí está otra vez! —En la cabina del
piloto sonó la alarma de advertencia—. ¡Me está alcanzando!
Miller tiró de la palanca con fuerza hacia un lado y puso en marcha los
retardadores de combustión, realizando una maniobra de evasión, pero era demasiado
tarde.
—¡Me han dado! ¡Repito, me han dado!
Miró por encima del hombro y vio una aparición de sus peores pesadillas
reptando por el fuselaje hacia ella. El aire echaba hacia atrás la capucha rota del
monstruo dejando al descubierto un enorme ojo rojo que la miraba desde una cuenca
huesuda. Más huesos sobresalían como colmillos de la boca abierta.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Momma Bird? ¿Cuál es su…?
—¡Tengo a un evadido de la dimensión desconocida a mi espalda!
—Hubiera jurado que le había oído aullar a pesar del rugido de los motores.
—¿Momma Bird? ¡No la hemos entendido…!
—¡Yo tampoco puedo creerlo! —Miller tiró de la palanca de mando hacia atrás.
Perdía potencia rápidamente, pero, fuera una alucinación o no, mientras pudiera
controlarlo, estaba resuelta a aterrizar con su avión. El F-15 se estremeció cuando
Juicio Final hundió sus puños en el fuselaje, desafiando la fuerza del viento que no
conseguía arrastrarlo. Centímetro a centímetro iba acercándose a la figura con casco
que había en la cabina. No era el hombre volador quien estaba encerrado en la nave
de metal en descenso, pero vivía. Mataría a esa cosa antes de continuar. Miller movió
los labios en una silenciosa maldición. Estaba perdiendo el control y esa… cosa
parecía acercarse cada vez más. Miró hacia abajo. Ante ella se extendía el río
Susquehanna, que iba a desembocar en la bahía Chesapeake. Al menos no tenía que
preocuparse por si caía sobre una población. El avión dio otra sacudida. Esta vez,
cuando volvió la vista atrás la criatura estaba arañando los bordes de la cubierta de
cristal de la cabina. «¡Ya está!».
—¡Dover Control, aquí Momma Bird! ¡Que me quiten el permiso de vuelo si
quieren, pero tengo un monstruo a mi espalda! —Con una voz súbitamente serena,
dio su posición e inició el procedimiento de eyección del asiento.
De pronto, la cubierta de la cabina estalló en las manos de Juicio Final y en un
instante la capitana Miller salió disparada fuera del avión dañado. Cuando su
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paracaídas se abrió por fin, aún estaba a bastante altura para ver cómo el monstruo
cabalgaba sobre su avión bajando en picado sobre la bahía.
Varios minutos después de que el caza desapareciera bajo las aguas de la bahía,
las hélices de una helicóptero Apache procedente del cercano Fort Schiff cortaban el
aire de la superficie.
—No lo entiendo, Marcus. —El copiloto levantó los ojos del panel de
instrumentos y miró a su compañero con extrañeza—. Un F-15 se hunde y el aviador
salta en paracaídas, ¿pero no lo estamos buscando?
—La. No la estamos buscando, Ralph.
—Lo que sea. ¿Entonces qué estamos buscando?
—A un monstruo.
—¡Oh, a un monstruo! ¿Por qué no me lo habías dicho? Un monstruo…
¡hablemos en serio! —El oficial de mando parecía muy serio—. El piloto del caza
aseguró que un monstruo aterrizó sobre su avión y le obligó a bajar. Ya se ha enviado
un equipo de rescate aéreo para recoger al piloto.
—Y a nosotros nos ha tocado cazar al monstruito.
—Tú puedes decir lo que quieras, Ralph… pero yo no lo haría. Al menos al
oficial de mando.
—Bueno, si quieres saber lo que opino… —Ralph Greenwood dejó la frase
inacabada—. ¿Qué demonios es eso?
Debajo de ellos, la superficie de la bahía empezó a agitarse y formar remolinos. Y
entonces Juicio Final emergió de las aguas.
—¡Santo Dios! ¡Ahí abajo está nuestro objetivo, Ralph! Lanza los Hellfires.
Pero al mismo tiempo que se disparaba el ciclo de lanzamiento de misiles, el salto
de Juicio Final le llevó directamente a atravesar el helicóptero en pleno vuelo. El
Apache se ladeó espantosamente provocando que ambos pilotos del ejército cayeran
sin remedio.
Un borrón en movimiento y Superman se lanzó de repente sobre la bahía para
agarrar el misil Hellfire en el aire y desviar su curso hacia Juicio Final, que se hallaba
en pleno salto. El Hombre de Acero ejecutó entonces un giro exacto de 180 grados y
voló por debajo de los dos pilotos para detener suavemente su caída. El misil localizó
el objetivo previsto y surcó los cielos velozmente. A unos cinco kilómetros los
sensores de su cabeza de guerra dieron de pleno en el blanco. La explosión cogió
desprevenido a juicio Final y lo lanzó a gran distancia de la bahía.
En sus habitaciones del Proyecto Cadmus, Jim Harper se quitó los auriculares de
Maxima había estado volando durante más de una hora buscando al monstruo que
había herido y humillado a sus compañeros, cuando vio el humo que se elevaba en el
horizonte. Al descender sobre Griffith, vio a Juicio Final caminando pesadamente
sobre escombros ardientes y lanzando sus risotadas como rugidos. «Regodéate en la
destrucción mientras puedas, guerrero». No estaba segura de los motivos de la
Criatura, pero si era guerra lo que quería, ¡Maxima estaría encantada de
proporcionársela! Aterrizó silenciosamente tras el gigante de dos metros diez y le dio
un golpecito en el hombro con arrogancia. Cuando Juicio Final se dio la vuelta al
notar el contacto, Maxima le golpeó con todo el poderío físico de que era capaz y
tumbó a la criatura, que recorrió la mitad de la extensión de la calle Mayor de la
ciudad desierta.
En una estancia subterránea a varios cientos de metros bajo el monte Curtiss, los
doctores Walter Johnson y Anthony Rodrigues estaban en medio de una discusión
con el administrador del Proyecto sobre el presupuesto para investigación del año
siguiente.
—Paul, con el doctor Augustine aún en recuperación, necesitamos urgentemente
otro investigador genético que tome el relevo.
—Lo siento, Walter, pero no podemos aceptar más personal en estos momentos.
No tenemos dinero y el Congreso no está dispuesto a aumentar nuestra asignación a
corto plazo. —Paul Westfield se levantó y se apoyó en su mesa con los brazos
cruzados. A pesar de sus palabras, no parecía sentirlo demasiado.
De repente se oyó un ruido sordo y profundo y todo el complejo se estremeció.
Westfield perdió el equilibrio y cayó con una palabrota que no había utilizado desde
su época en el ejército.
—¿Qué está ocurriendo? —Johnson se agachó para esquivar por los pelos un
trozo de techo que caía sobre él—. ¿Es un terremoto?
—¡Inconcebible! ¡Ésta es una de las regiones con una geofísica más estable de
todo el continente! —Rodrigues se apoyaba en un armario archivador, mientras el
En la cima del monte Curtiss se había formado un nuevo y enorme cráter a causa
del impacto de Juicio Final sobre la montaña. Cuando Superman se lanzaba sobre el
cráter, los fragmentos de roca del centro de la depresión empezaron a moverse. De
entre ellos se alzó lentamente Juicio Final con un gruñido áspero. «Sigue consciente
—pensó Superman—. Un segundo más y estará de nuevo en pie. No puedo darle ese
segundo. —Superman se abalanzó sobre el monstruo con la velocidad de un tren
expreso y lo envió montaña abajo—. ¡Tengo que golpearlo y golpearlo sin parar!».
Superman bajó volando tras Juicio Final, dándole golpe tras golpe hasta que acabaron
traspasando las lindes boscosas. Los gigantescos troncos de los árboles crujieron y se
partieron bajo su peso a medida que sus cuerpos enzarzados en la lucha caían hacia el
pie del monte Curtiss. Gradualmente Superman se dio cuenta de que los grandes
troncos de madera que había a su alrededor no eran sólo árboles. Habían caído en
medio de Hábitat. Superman reconoció la ciudad arbórea por las visitas previas que
había realizado a la zona. Dio gracias a Dios porque el lugar estuviera abandonado.
«¡Debo de estar medio grogui! Estaba tan preocupado por mantener a Juicio Final
alejado de la ciudad que había olvidado que la zona de investigación del Cadmus se
extiende por toda esta región agreste». «Investigación… —Ahí tenía una idea
inquietante—. En los laboratorios genéticos del Proyecto se han creado todo tipo de
seres. ¿Es posible que Cadmus sea el responsable de crear a Juicio Final?».
En medio del desierto Hábitat, Superman se agachó para esquivar los largos
brazos de Juicio Final y le lanzó un derechazo demoledor que prácticamente le hizo
girar la cabeza del revés. Aunque resultase increíble, Juicio Final se echó a reír. Las
cosas seguían igual de difíciles para Superman. El mero acto de golpear a Juicio Final
se estaba volviendo doloroso y, en cambio, el gran monstruo no parecía haberse
debilitado ni pizca. «Esto me está agotando. Tengo que cambiar de táctica. Quizá si le
golpeara con algo grande». Una gigantesca columna de madera empezó a
desmoronarse encima de sus cabezas por efecto de las sacudidas. Superman se estiró
para cogerla y utilizarla como ariete para golpear a Juicio Final y estrellarlo contra el
corazón de Habitat. Todo el lugar empezó a tambalearse.
A unos ochocientos metros, el Guardián llegaba cruzando las estribaciones del
monte Curtiss justo a tiempo para ver cómo Hábitat empezaba a desmoronarse. En el
aire había un ominoso crujido, como si Dios mismo estuviera haciendo sonar sus
nudillos. Y entonces el centro del desierto lugar se desplomó sobre sí mismo, más
como un castillo de naipes que como un grupo de árboles.
—¡Guardián a base! Hábitat… ¡Dios mío, Hábitat está en ruinas! ¡Y creo que
Superman y el monstruo Juicio Final han quedado atrapados en medio de todo! Es
grave… ¡voy a llegarme hasta allí para inspeccionarlo de cerca! Mantendré esta
frecuencia abierta.
El Guardián bajó la colina zigzagueando, hasta pararse finalmente junto a una
columna de madera derribada que antes había tenido el diámetro de un secoya. Una
mano surgió de detrás de la columna y Superman salió reptando de debajo de las
ruinas. El Guardián desmontó rápidamente y corrió a ayudar a su amigo.
—¿Guardián? ¿De dónde vienes? ¿Dónde está Juicio Final?
—Enterrado bajo lo que queda de Hábitat. Tú mismo apenas has podido escapar.
Has recibido unos golpes terribles cuando se ha desplomado. ¿Por qué no has salido
volando?
—Estaba agotado. Necesito descansar… tan pronto como compruebe que…
Juicio Final ha quedado atrapado.
Al Guardián se le cortó la respiración al mirar bien a su amigo. Superman tenía
un lado de la cara machacado e hinchado. El ojo bajo el párpado ennegrecido estaba
rojo e inflamado. Nunca había visto a Superman parecer tan mortal. El Guardián
quedó tan conmocionado por aquella visión que le costó un momento poder hablar.
A cinco kilómetros sobre Metrópolis, Juicio Final luchaba por zafarse de la presa
de Superman. Se liberó por fin retorciéndose y expulsó el aire de los pulmones de su
captor con una patada salvaje. Luego saltó hacia el corazón de la ciudad. A bordo del
helicóptero del Planet, Lois notó que el corazón le daba un vuelco en el pecho al ver
a un aturdido Superman precipitarse en el vacío. Cayó fuera de control y se estrelló
en el esqueleto de acero del edificio en construcción en la zona de oficinas de Park
Ridge. A unos cuantos cientos de metros, el helicóptero de la WGBS dio la vuelta
siguiendo las instrucciones de Cat Grant.
—¡Superman derribado! —Apenas podía creerlo—. ¡Acércate más! ¡No podemos
perdernos esta toma!
Lejos, en la siguiente zona horaria, Martha Kent estaba limpiando la sala de estar
cuando las noticias interrumpieron por primera vez su serie favorita. Dejó caer el
jarrón de cristal blancuzco de tía Gracie y corrió al granero para llamar a su marido.
El jarrón seguía hecho pedazos en el lugar en que había caído junto al viejo bargueño
Hoosier, olvidado, cuando Martha y Jonathan se sentaron en el viejo sofá de la sala
con los ojos clavados en las imágenes que ofrecía la televisión. Con un sobresalto
Martha recordó que Clark les había llevado el aparato como regalo de aniversario dos
años atrás. La cadena ofreció una toma vertiginosa del esqueleto de acero
desmoronado de un edificio.
— … Aquí tenemos, en directo en el lugar del suceso, a Catherine Grant de la
WGBS.
—Roland, en una batalla que ha arrasado prácticamente un tercio de la nación,
Superman ha sido incapaz por el momento de detener al monstruo Juicio Final. De
hecho, como ustedes mismos pueden ver, ¡las cosas no están siendo demasiado
fáciles para él!
Mientras tanto, en el solar en construcción de Park Ridge se movió una gran pila
Zarandeado por la onda expansiva, Superman voló hacia el espacio vacío con
La puerta trasera de metal del edificio al que Emil Hamilton había llamado hogar
explotó hacia fuera y sembró de pedazos de metal ardiente media manzana. Un
segundo después a la puerta le siguió Juicio Final. El monstruo era una visión
infernal. Los últimos jirones del traje externo de contención habían ardido bajo el
láser de Emil. Ahora todo lo que le cubría eran unos pantalones conos verde oliva que
acababan en unas bandas metálicas que rodeaban sus muslos, y unas botas macizas.
Estaba recubierto de pies a cabeza de un pellejo gris curtido allí donde no sobresalía
un hueso blanco y pelado, y parecía salir como púas y puntas en todas las
articulaciones principales. La espeluznante faz de Juicio Final era una máscara de
huesos cincelados. Su alta frente estaba coronada por una ingobernable melena de
cabellos blancos chamuscados ahora y echando humo por las puntas.
Desde el otro lado de la esquina del callejón, Emil Hamilton observó furtivamente
al monstruo que apartaba furiosamente el gran contenedor de metal para basuras. «No
es de extrañar que haya causado semejante impacto… tiene un exosqueleto parcial
además del endosqueleto». El profesor se sumergió prudentemente en las sombras,
aplastado contra la pared, cuando Juicio Final echó un vistazo a su alrededor.
Resultaba obvio que no era el momento más oportuno para examinar de cerca la
anatomía de la criatura. Emil miró hacia atrás para advertir a Mildred y a Bibbo que
guardaran silencio. Oía su propio corazón latiéndole alocadamente en el pecho. Si
Juicio Final daba la vuelta a la esquina de aquel callejón sin salida, estarían perdidos.
Pero cuando Emil volvió a mirar, Juicio Final se alejaba ya dando saltos.
Desde donde yacía, Supergirl vio pasar a Juicio Final por las alturas.
Dolorosamente, se dio la vuelta hacia abajo y colocó las manos sobre el pavimento.
Centímetro a centímetro, luchó por levantarse y ponerse de rodillas. Incapaz de
apretar los dientes, cerró los ojos con fuerza y se concentró. Le latía la cara y le ardía
el interior de la boca al respirar cuando trató de recuperar su forma y curarse las
heridas por la fuerza de su voluntad. Pero el dolor fue demasiado intenso y el
esfuerzo más de lo que podía soportar. Supergirl volvió a desplomarse en el suelo.
Todo estaba silencioso. Sólo se oían sirenas distantes.
—Está… muerto. —Cat Grant miraba hacia abajo paralizada por el asombro. El
micrófono se le cayó de la mano.
—No puede ser. —Su cámara cogió la Minicam con mayor fuerza—. Quiero
decir que… es Superman.
—No sé… —El piloto sacudía la cabeza—. Todo hombre tiene sus límites.
Cat se mordió el labio. El dolor pareció galvanizarla. Cogió el micrófono otra vez
y apretó el botón.
—Corta la conexión.
—¿Qué…?
—Ya me has oído, ¡córtala! Dile a la cadena que hay dificultades técnicas.
Seguiremos grabando el vídeo, pero no hay necesidad de seguir en vivo con esto, al
menos hasta que sepamos qué está pasando en realidad. —Se dio la vuelta hacia el
piloto—. Aterriza, pero no demasiado cerca.
La gente empezó a congregarse en torno a Superman como si se moviera a
cámara lenta. Los policías de la Unidad de Delitos Especiales empezaron a
desplegarse en abanico para acordonar la zona. De la parte alta de la ciudad llegaba el
rugido de un potente motor de turbina. El Guardián apareció montando su
motocicleta con una figura totalmente cubierta sentada detrás. Ambos saltaron de la
moto y caminaron a grandes zancadas hacia el lugar donde Lois estaba arrodillada
junto al héroe caído.
—Maldita sea. ¡Quizás hemos llegado demasiado tarde! —El Guardián siseó
apenas el reniego. Miró a su compañero.
«¿Dub?». El disfrazado Dubbilex sacudió la cabeza.
—He sondeado la mente de Superman y no hay nada en ella… no hay actividad
cerebral… nada.
—¡No! ¡Oh, no! —Dan Turpin llegó corriendo a la altura del Guardián con
Maggie Sawyer pisándole los talones.
—Está vivo, Turpin —afirmó Sawyer—. Tiene que estarlo. —Pero su voz no
sonaba convencida ni convincente.
—No hay manera. —El cansado asistente negó con la cabeza—. Hemos aplicado
más voltaje del normal y sigue sin reaccionar. Estoy empezando a creer que
tendremos que golpearle con un rayo para conseguir que respire.
—¡No podemos rendirnos! —El Guardián apretó el hombro del que acababa de
hablar con tanta fuerza que él otro parpadeó—. ¡No debemos!
—¡Eh, no se preocupe! Nunca lo hacemos. Una vez iniciamos la reanimación, no
la interrumpimos hasta que viene el médico. —Mark hizo una seña a uno de sus
compañeros—. Trae la ambulancia hasta aquí. El General nos espera. Lo meteremos
en ella y seguiremos trabajando por el camino.
Mark miró hacia atrás para ver la línea del monitor. Seguía recta.
—Ojalá hubiera alguna reacción. ¡Cualquier cosa!
Jimmy Olsen arrojó un montón de fotografías con asco sobre la mesa de Perry
White.
—Ahí están, jefe. El director de fotografía está enfermo, así que supongo que le
toca a usted recoger las fotos por las que me van a dar las treinta monedas de plata.
Perry se levantó. Su mano se dirigió instintivamente hacia el bolsillo de la
chaqueta. Estaba vacío. Lo estaba desde que había dejado de fumar tres meses antes,
pero las viejas costumbres eran difíciles de erradicar.
—Jim, comprendo que estés trastornado…
—¿En serio, jefe? —Jimmy volvió la vista hacia atrás y miró al otro lado de la
puerta abierta del redactor jefe. La sala de redacción estaba sumida en un silencio
sobrenatural, a pesar de que la mayor parte del personal estaba allí. Todos los ojos de
la sala estaban clavados en los televisores—. Superman era el más grande. ¡Y mire
cómo reaccionan los medios de comunicación! Los equipos de televisión trepan unos
encima de otros para conseguir ser los primeros en declararle oficialmente muerto.
Cualquiera diría que se alegran de que haya muerto. Probablemente les ha salvado a
todos de un día parco en noticias.
Jimmy se volvió y golpeó el armario archivador de Perry.
—¡Y llaman a eso «periodismo»! ¡Me dan ganas de vomitar! Hoy hemos perdido
a un amigo, señor White… a un buen amigo.
—Eso es cierto, Jimmy. Tenemos el deber de honrar su memoria.
—¿Ve estas fotos que hice de Superman? Cuando las he visto saliendo del
revelador no podía creer que las hubiera hecho. Quería romperlas, destruir los
negativos. Utilizarlas para vender periódicos… no sé… es como si violara mi amistad
con él.
Perry ojeó el montón de fotografías. No cabía la menor duda de que causaban
impacto.
—Olsen, una de estas fotos servirá para recordarle a esta ciudad, no, al mundo, el
tremendo sacrificio que ha hecho un hombre. —Colocó una mano sobre el hombro
Ruby Mayer estaba de pie tras el gran escaparate frontal de su tienda, contemplando
la calle. Llevaba Mayer’s Newsstand & Sundries desde hacía casi cuarenta años,
primero junto a su marido y luego, a su muerte, ella sola. Cada día, año tras año e
indiferente a la climatología, un desfile constante de clientes atravesaba su puerta en
busca de los últimos periódicos y revistas, y Ruby se esforzaba siempre por que
encontraran lo que buscaban. A menudo, al atardecer, se demoraban con una Coca-
Cola o un batido de huevo en la vieja barra y charlaban con ella sobre los
acontecimientos del día. Aquella noche no. La tienda estaba vacía y Ruby se sentía
más sola de lo que se había sentido desde que se había muerto su marido. Calle abajo,
un solitario par de faros de coche dio la vuelta a la esquina, y una gran furgoneta pasó
zumbando frente a la tienda. Descargó el fardo de periódicos sin tan siquiera
aminorar la marcha. En sí mismo el hecho no era nuevo, ocurría al menos dos veces
al día. Era, en realidad, el tema de una prolongada broma que compartía Ruby con
sus clientes. «Siempre dejan caer los periódicos y salen corriendo —decía Ruby—.
¡Creo que tienen miedo de que les echemos la culpa de las noticias!». Sin embargo,
aquella noche no reía. Todo el mundo tenía motivos para estar asustado. Ruby había
tenido encendida la radio toda la tarde para escuchar las noticias y había llegado a
temer esta última entrega. Se estiró el jersey para protegerse bien del viento y empujó
la carretilla hacia la esquina para recoger el fardo. Una vez de vuelta en la tienda,
Ruby sacó unas tijeras y cortó la cuerda que sujetaba el fardo. La cuerda cayó y seis
docenas de ejemplares de la edición extra de la tarde del Daily Planet se
desparramaron sobre el mostrador. El titular de la primera página consistía en dos
únicas palabras: SUPERMAN MUERTO. Ruby se estremeció al verlo. «Con un
titular de este tamaño se diría que es la noticia del fin del mundo. —Se enjugó los
ojos con el pañuelo que guardaba en la manga—. Y a lo mejor lo es; sí, quizá».
—¿Qué quiere decir eso de que hay una censura de noticias? —En su cuartel
general en la cima de la LexCorp Tower, Lex Luthor había telefoneado a su director
de noticias en el instante mismo en que habían cortado la emisión en directo del
equipo de la WLEX—. ¿Censura con qué autoridad? ¿Un organismo federal? ¿Qué
organismo federal? ¡Bien, descúbralo! ¡No vamos a permitirlo! —Lex colgó el
teléfono con un golpe. «Definitivamente vamos a tener que hacer algo al respecto».
Luthor se fue a la estancia contigua, donde Supergirl estaba sentada mirando
inexpresivamente a un punto en el vacío. Las magulladuras que había recibido en su
lucha contra Juicio Final ya habían desaparecido, pero seguía emocionalmente
afectada por su fracaso en ayudar a Superman.
«Una pequeña misión podría hacerle mucho bien».
Entre los millones de personas que escucharon la declaración de Luthor había tres
en la oficina de Perry White, redactor jefe del Daily Planet. Lois Lane estaba sentada
en un viejo sofá hundido, con el rostro y los ojos carentes de toda expresión y
aferrando aún el trozo de la capa de Superman. Jimmy Olsen estaba de pie al otro
lado de la habitación escuchando a Luthor, pero vigilando con preocupación a Lois.
Perry estaba de pie junto al televisor con las manos metidas en los bolsillos. En los
momentos de tensión, su vieja adicción a la nicotina era aún más fuerte, y escuchar al
joven Luthor suponía una gran tensión Si Perry cerraba los ojos e ignoraba el acento,
podía jurar que estaba escuchando al primer Luthor hablando. Cuando el joven Lex
prometió que su compañía colaboraría en la construcción de un monumento al
Hombre de Acero, el redactor lanzó un reniego en un susurro, pero con gran
vehemencia. «Canalla oportunista y rastrero. ¡Se está adjudicando a sí mismo el papel
del principal afectado!». Jimmy continuaba desviando los ojos ansiosos de la
televisión a Lois, cada vez más inquieto por su falta de reacción. «Apenas ha dicho
una palabra desde que entregó su artículo. —Dio un paso hacia ella, vaciló, y se
apoyó nerviosamente en la mesa de White—. Supongo que no debería sorprenderme.
Ha sufrido dos shocks espantosos con la desaparición del señor Kent y viendo morir a
En un pub de una población del interior de Australia donde las peleas eran
habituales, los otrora ruidosos clientes se quedaron mudos cuando la noticia de la
muerte de Superman llegó vía satélite. En un extremo de la barra del bar, el jefe de
estación se giró hacia un hombre alto, de hombros cuadrados, que llevaba el uniforme
de las Fuerzas Especiales Australianas.
—Tú lo conociste una vez, ¿verdad, Jack?
El teniente Jack Higbee dejó de beber.
—Sí. Fue durante la maldita invasión alienígena. ¡Nos salvó a mis hombres y a
mí de que nos volaran por los aires! —El teniente deposito unos cuantos billetes
sobre la barra y le hizo una seña al barman con la cabeza. Al cabo de unos minutos,
los vasos de todos los clientes estaban llenos y un lloroso barman se servía una jarra
para sí mismo. Jack levantó su vaso en alto y todos en el pub le imitaron.
—¡Por el mejor tipo que ha respirado jamás! ¡Por Superman… que Dios le
bendiga!
En el centro de Tokio, la gente llenaba las calles, hombro con hombro,
contemplando las pantallas gigantes que transmitían un mensaje de Lex Luthor II
para todo el mundo.
—Tenemos motivos para lamentarnos, pero no para que nos entre el pánico. —La
boca de Luthor se movía y después se oía la traducción—. Superman ha muerto, pero
Supergirl y el Equipo Luthor seguirán en la brecha.
En una pequeña aldea africana, una joven pareja estaba sentada junto a una vieja
radio de onda corta, escuchando atentamente.
—Como recordarán ustedes, Superman en persona transportó volando toneladas
de grano y suministros médicos a áreas remotas durante la última sequía. Una gran
parte de nuestro pueblo vive hoy gracias a Superman.
La mujer se pasó la mano por el vientre abultado. Ella y su marido eran dos de
esas muchas personas. Ahora estaba embarazada y sabía de nuevo lo que era sentir
miedo. Fuera como fuese el mundo al que iba a llegar su hijo, sería un mundo sin
Superman.
Jorge Sánchez estaba sentado junto a una pequeña mesa desvencijada del depósito de
cadáveres, rellenando lo que parecía ser un chorro incesante de impresos y
declaraciones juradas. «Sé que hay buenas razones legales por las que se debe hacer
todo esto, pero desearía no ser yo quien tiene que hacerlo». El médico dejó la pluma
y se masajeó suavemente la mano que escribía. Normalmente la tarea correspondía al
oficial de justicia de la ciudad encargado de investigar las muertes violentas, o a su
ayudante, pero al haberse visto envuelto en los esfuerzos por reanimar a Superman,
aquel deber había recaído en Sánchez. Se ajustó la chaqueta al cuerpo cuanto pudo.
«Ojalá me hubiera traído un jersey. Aquí siempre hace un frío de mil demonios. —Se
estremeció—. ¿Cómo es esa vieja expresión? ¿Frío como una tumba? ¡Al que se le
ocurrió debía trabajar en un sitio como éste!». Alguien llamó a la puerta y, antes de
que Sánchez pudiera responder, un sombrero hongo en una cabeza sobre unos
hombros imponentes, asomó por una ligera abertura.
—Ah, Doc, aún está aquí. Bien. ¿Tiene un momento para charlar con un VIP?
Sánchez miró la pila de impresos. «Puestos a escoger…».
—Por supuesto, inspector Turpin. Me encantaría.
Turpin asintió y abrió la puerta del todo.
—Señor Luthor, éste es el doctor Jorge Sánchez. Doc, salude al señor…
—¡Señor Luthor! —Jorge se había puesto en pie y estrechaba ya a mano que le
tendía el visitante de rojos cabellos—. ¡Es un honor, señor!
—¿Un honor, doctor? ¿Qué, estrecharme la mano? —Una leve sonrisa asomó a
los labios del joven—. Vaya, el inspector aquí presente se lo confirmará. Sólo soy un
bastardo afortunado que ha heredado demasiado dinero de un padre ausente.
—Por lo que yo sé, lo gasta tan bien como su padre, señor. Los fondos que ha
dado a mi hospital han contribuido a salvar muchas vidas.
—Bueno, todos intentamos arrimar el hombro. Tengo entendido que ha sido usted
quien ha firmado el certificado de defunción de Superman, doctor.
—Sí, señor Luthor. Como estoy seguro que usted comprenderá, debido a la virtual
invulnerabilidad de su cuerpo, ha sido imposible realizar una autopsia normal. Y
como yo había tenido ocasión de examinar a Superman en vida…
—¿Le había examinado? ¿En serio?
—Sí, señor. Hace apenas dos años. Traté a Superman cuando un asesino
trastornado, que se llamaba a sí mismo Bloodsport, le disparó con balas de
kryptonita.
—Ah, sí… —«Bloodsport hizo una chapuza. Nunca debí contratar a un estúpido
sociópata como aquél»—. Eh… creo que leí algo sobre eso, doctor.
—A causa de mi familiaridad con Superman, me llamaron para contribuir a los
Bibbo abandonó la clínica Bayside y caminó por las callejas desiertas del
Suburbio Suicida. Los médicos le habían examinado a él, al profesor y a Mildred y
los habían encontrado en perfectas condiciones, pero habían sugerido que se
quedaran en la clínica por su propia seguridad. Bibbo no aceptó.
—Guarden las camas para gente que las necesite de verdad —les había dicho y se
había marchado a su bar.
Cuando Bibbo enfilaba la calle Simón, una sombra se movió en la acera delante
de él. Levantó los ojos a tiempo para ver a una figura con capa volando sobre la
ciudad. Por un momento creyó que era Superman, pero luego se dio cuenta. «No, no
es mi favorito. Sólo es esa Supergirl. Nunca volveremos a ver a Superman. Cuando
más necesitaba ayuda, no pude hacer nada por él». Con la cabeza gacha, Bibbo cruzó
la calle hacia el As de Tréboles, sumido en sus pensamientos. «Y además, ¿por qué
había creído que yo podía hacer algo? El profesor Ham es el tipo listo y ni siquiera él
pudo hacer nada. Yo sólo era un músculos sin cerebro estorbando el paso». La
taberna estaba inusualmente silenciosa cuando Bibbo entró. No había nadie más que
Lamarr, que estaba apoyado de espaldas en la barra, limpiando un vaso, y
Highpockets Hannigan, que estaba sentado en su taburete habitual escuchando el
suave runrún de la televisión. Lamarr alzó la vista cuando oyó cerrarse la puerta.
—¡Eh, Bibbo! ¿Dónde has estado, amigo?
—Caminando, caminando y pensando.
—Supongo que no será fácil pasear esta noche por ahí, ¿no? La mitad de la
ciudad debe estar bajo el toque de queda.
La multitud que flanqueaba la calle frente al Daily Planet formaba diez filas de
profundidad cuando Lois llegó a la planta baja. Empujó la puerta giratoria y empezó a
abrirse camino entre el gentío que había en la acera. Fue haciendo un lento, pero
regular, progreso hasta que el tacón de la bota se le quedó enganchado en algo y cayó
en una parte de la acera que estaba libre de gente. Aunque no había barricadas que lo
impidieran, la muchedumbre se mantenía apartada de aquel lugar, casi de un modo
reverente. En el centro de aquel claro, recién instalada entre adoquines nuevos, había
una gran placa de bronce que ostentaba el símbolo de la S y las palabras: EN
MEMORIA DE SUPERMAN. MUERTO EN ESTE LUGAR CUANDO DEFENDÍA
METRÓPOLIS. Alrededor de la placa la gente había depositado numerosas flores.
Lois se quedó arrodillada en silencio y en medio de la llovizna ante la placa. Le
parecía imposible que fuera allí donde su amante había muerto en sus brazos apenas
tres días antes. Miró las guirnaldas de azucenas y docenas de rosas apiladas
pulcramente en todo su perímetro. «Cuántas flores», pensó. Muchas llevaban
pequeñas notas, algunas en letra impresa, pero la mayoría, notó, escritas a mano.
Alguien había depositado con todo cuidado y junto a la S una pequeña flor de las
llamadas dientes de león, acompañada de un trozo de papel pegado con celo. Lois
tocó con cautela el papel mojado por la lluvia. La infantil escritura rezaba
simplemente: «Te echo de menos».
—¿Lois?
Lois levantó la cabeza con los ojos anegados en lágrimas y vio el rostro
preocupado de Jimmy Olsen.
—También ellos le amaban, Jimmy.
—Sí… —Jimmy intentaba contener las lágrimas con todas sus fuerzas—.
Supongo que todos le queríamos. —Tendió una mano a Lois para ayudarla a ponerse
en pie—. He estado buscándote por todas partes. Algunos de los chicos de deportes
Jonathan Kent entró en casa procedente del granero y halló a su mujer sentada en
el salón de estar, hipnotizada.
—Martha, ¿no habrás vuelto a poner la televisión?
—Están convirtiendo el funeral en un circo, Jonathan. ¿Es que nadie tiene sentido
de la dignidad?
Jonathan miró la pantalla. Lex Luthor estaba de pie en una tarima al pie de la
tumba llamando a la tranquilidad. La paz se restauraba lentamente, aunque la
compresión de la lente televisiva hacía parecer que la gente seguía empujando y
luchando por llegar al borde de la tumba.
—Probablemente algunos de ésos han perdido la cabeza —dijo Jonathan—. Pero
Al caer la noche sobre la ciudad de Metrópolis, las bandas salieron a la calle para
reclamar las reformas de la avenida M. La avenida M bordeaba la periferia del
Suburbio Suicida y durante casi una década había estado oscilando entre la
renovación y la miseria. El proyecto Newtown Plaza había sido diseñado para salvar
un área de cinco manzanas y quizá para llevar incluso la posibilidad de un nuevo
principio para todo Hob’s Bay. Juicio Final había acabado con todo eso. Todo lo que
quedaba de Newtown Plaza eran varias manzanas de escombros y vigas retorcidas. El
proyecto había quedado convertido en un caos tan irrecuperable que la constructora
no se había molestado siquiera en apostar guardas de seguridad. La policía tenía
trabajo en otros lugares.
Superman estaba muerto, así que las bandas habían salido de las sombras del
Suburbio Suicida y se extendían por la avenida M. En un solar vacío en el que se
había planeado una zona verde para el complejo, los Dragones se encontraron con los
Tiburones y se intercambiaron palabras. Ambas bandas estaban armadas y eran
peligrosas, pero los Tiburones llevaban lo que parecían piezas de artillería Portátiles.
Llamaban a estas armas los Tostadores y hacían honor a su nombre. En pocos
minutos sus proyectiles incendiarios habían carbonizado a media docena de jóvenes y
habían obligado a los Dragones supervivientes a salir corriendo para salvar la vida.
Los Tiburones tuvieron poco tiempo para saborear la victoria. Agotadas las
municiones, se vieron forzados a retirarse al oír las sirenas de la policía acercándose
por la avenida. El primer coche patrulla que entró en el solar tuvo que frenar
bruscamente para evitar atropellar los restos humeantes de lo que había sido un chico
de quince años.
—Dios mío, ¿qué ha ocurrido aquí? —La patrullera Jean Coyle agradeció
súbitamente la fuerte congestión que le impedía oler.
—Parece una espantosa guerra de zonas, Jeanie. —Fred Moore, su compañero,
había servido en el ejército y había visto acción en el Oriente Medio, pero aquello
superaba sus experiencias. Se esforzó por mantener el contenido de su estómago en
su sitio. «¿Qué clase de arma hace esto? ¿Qué clase de gente la usa?». Un segundo
coche patrulla se acercaba para unirse a Coyle y Moore cuando se produjo un fuerte
crujido a menos de seis metros. Los agentes sacaron las automáticas y apuntaban ya
con ellas cuando los faros del coche de apoyo iluminaron la silueta de lo que al
principio pareció una enorme figura agazapada tras los escombros.
—¡Policía! —La voz de Fred delataba un leve nerviosismo—. ¡Levante las manos
donde podamos verlas! ¡Ahora!
—¡No disparéis! —Jean corrió hacia delante con una linterna en la mano—. No
se está ocultando. Está… oh, Dios santo, está intentado salir de debajo.
Llovía a cántaros el día que Mitch Andersen llegó a Metrópolis. Se quedó varios
minutos en la entrada de la vieja estación de autobuses de la ciudad, esperando que
cesara de llover. Estaba solo en aquella gran ciudad, a cientos de kilómetros de su
casa, de donde había estado su casa, al menos, y no tenía dinero suficiente en el
bolsillo ni siquiera para un billete de vuelta en autobús. Aunque encontrara un taxi,
cosa difícil, no podía pagarlo. Sin embargo, Mitch sabía a dónde debía ir y el hombre
del mostrador de información le había dicho que sólo estaba a doce manzanas. Se
subió el cuello de la chaqueta y se aventuró bajo el diluvio. Había recorrido dos
manzanas para descubrir dos cosas: las manzanas de Metrópolis eran mucho más
extensas que las de la ciudad de Ohio, y su chaqueta no era tan impermeable como
había pensado. Al mirar hacia atrás, Mitch descubrió que la estación de autobuses ya
había desaparecido de la vista. «Ahora ya no tiene sentido volver atrás —se dijo—.
No es como si tuviera billete de vuelta o algo así. De todas maneras, probablemente
mamá se pondrá histérica cuando encuentre mi nota». Agachó la cabeza y siguió
caminando, convencido de que el mal tiempo era seguramente lo que se merecía. Al
cabo de un rato se refugió bajo una marquesina, para acabar salpicado por el chorro
que le lanzó un camión al pasar. Mitch soltó un taco por lo bajo. Cada vez le resultaba
más evidente que su vida era una mierda. Aun así, Mitch siguió adelante, caminando
pesadamente en dirección al centro de la ciudad con una determinación que raras
veces mostraba, excepto, quizá, cuando trataba de avanzar al nivel siguiente del vídeo
juego más novedoso. Mientras avanzaba bajo la cortina de agua, no dejaba de pensar
en su madre y en cómo había cambiado, en cómo habían cambiado las cosas desde
—Hola, Red. ¿Qué tal? Jimmy alzó la vista desde el reservado del rincón cuando
Bibbo entró a codazos en el Hob’s Bay Grille.
—Hola, Bibbo. Voy tirando. ¿Quieres sentarte con nosotros?
—Eh, ¿no os molesto? —Bibbo se sentó en el reservado al lado de Jimmy y
frente a un adolescente que se estaba zampando una hamburguesa doble con queso y
un cucurucho gigante de patatas fritas—. ¿Quién es este amigo tuyo?
—Es Mitch Andersen, Bib. Mitch, dile hola a Bibbo.
—Hola. —Mitch parecía ya mucho menos cansado que una hora antes. Mildred
se acercó a su mesa con una taza de café y un gran pedazo de tarta de frambuesas.
—¿Lo de siempre, señor Bibbowski?
—Sí, muchas gracias, señorita Fillmore.
Mitch miró con avidez la tarta que Mildred depositó frente a Bibbo y su estómago
emitió un gruñido de impaciencia.
—Eh, Mitch, ¿es que escondes algún animal debajo de la camisa?
La cara de Mitch se puso como la grana y Bibbo se echó a reír.
—¡Jo, ja, ja! No te preocupes, chaval. —Empujó la tarta hacia el chico—. Toma,
parece que tú la necesitas más que yo. ¡A mi salud!
Lana terminó de servir una segunda taza de té a Martha y echó una mirada al
apartamento despacio. Uno de los viejos trofeos de fútbol del instituto de Clark
estaba colocado en un sitio de honor sobre una estantería. «Aún recuerdo el día que
se lo dieron. Los dos estábamos muy orgullosos».
Lana reprimió una lágrima y habló:
—Nos enfrentamos con una grave decisión, ¿no? Más tarde o más temprano,
tendremos que decidir si le decimos o no al mundo que Clark y Superman eran la
misma persona.
Jonathan la miró sorprendido.
—¿Y por qué tendríamos que decidir tal cosa? ¿Por qué no podemos seguir
cerrando la boca como siempre hemos hecho?
—Ojalá fuera tan sencillo, pero puede convertirse en una cuestión académica. —
Lana se inclinó para volver a llenar la taza de Jonathan—. He visto ya fragmentos de
un par de esos libros inmediatos que los editores publican con reportajes de
periódicos. Y no se detendrán ahí. Habrá investigadores que escarbarán durante años
en la vida de Superman.
—¡Oh, no! —Martha estuvo a punto de volcar la taza—. ¿Crees realmente que
alguien podría descubrir la verdad? ¡Clark fue siempre tan cuidadoso! ¡Cuando era
Superman cambiaba de voz, de gestos, de porte! Y no llevaba máscara, así que, ¿por
qué iba nadie a preguntarse si Superman fue otra persona? Podrían preguntarse dónde
estaba cuando no se hallaba en público, ¡pero no quién era! —Martha miró a su
Henry Johnson había salido del hospital apenas diez horas antes y no le gustaba lo
que veía. Una semana antes, cuando el edificio se le había echado encima, no había
tenido tiempo de temer por sí mismo. Su único pensamiento en aquel instante había
sido: «Superman necesita ayuda. Yo le debo la vida… Ahora no puedo morir». Henry
seguía sin recordar la dura prueba que había sufrido después. Recordaba voces, viejos
recuerdos medio olvidados que había intentado alejar con todas sus fuerzas, también
haber cavado. Había estado fuera de sí, escarbando entre los escombros para abrirse
paso, intentando llegar hasta Superman y ayudarle a derrotar a Juicio Final. Cuando
Henry recuperó el conocimiento en el hospital, descubrió cuán drásticamente había
Supergirl siguió volando lentamente por el túnel descendente hasta que llegó a
otra reja que impedía el paso a un pasillo, que giraba bruscamente hacia la izquierda.
Cuando abrió la segunda reja, la luz disimulada se encendió automáticamente e
iluminó el pasillo. Recorrió el centenar de metros que cubría hasta terminar en una
pequeña cámara. La cámara tenía una escotilla de metal circular que parecía la puerta
de la cámara acorazada de un banco. Supergirl sabía, por los planos que Luthor le
Rusty pegó un bote de la sorpresa cuando Dan Turpin apareció caminando hacia
él por entre la maleza.
—No esperaba que llegara tan pronto, inspector. Las calles están muy
resbaladizas esta noche.
—Eso no es problema cuando se sabe lo que se hace. Será mejor que haya un
motivo para haberme sacado de un cama caliente.
—Lo hay. —Señaló al muro—. Allí ha sido donde he visto a nuestro fantasma.
—¡Shhh! Baja la voz. —Turpin miró a su alrededor para asegurarse de que
estaban solos—. Lo último que necesitamos ahora es que los periódicos
sensacionalistas empiecen a publicar historias sobre polis que van persiguiendo
sombras.
Una larga limusina negra salió zumbando desde el centro hacia el noroeste, como
si le echara una carrera al amanecer. Luthor estaba sentado en la parte de atrás de la
limusina, echando pestes silenciosamente, mientras Sydney Happersen se esforzaba
por tranquilizar a su jefe.
—En serio, señor Luthor, ¡seguramente no hay nada de qué preocuparse!
—¿Nada, Happersen? ¡El cuerpo de Superman ha desaparecido de su tumba!
Happersen se encogió y miró hacia la ventanilla interior de separación. Estaba
cerrada, por supuesto. El conductor no había oído una sola palabra. El propio
Happersen había comprobado que así fuera, dos veces, antes de emprender la marcha,
pero no podía evitar comprobarlo una y otra vez. «Acabaré mirando debajo de la
cama antes de dormir». Se aclaró la garganta.
—Profanadores de tumbas, señor. Unos chalados habrán robado el cuerpo, ¡ésa es
la respuesta, pura y simple! Después de todo, Superman tenía muchos enemigos.
Usted no era el único que quería verlo muerto. Happersen se frotó los ojos por debajo
de las gafas para intentar despejarse.
—Usted vio la cinta que grabaron los equipos de noticias sobre la batalla de
Superman con ese Juicio Final. ¡Era imposible que fingiera su muerte!
—¿No, Happersen? ¡Yo fingí la mía! —Luthor miró la ciudad, su ciudad, que
desfilaba por la ventanilla—. ¿No podría ser que Superman lo descubriera? ¿No será
que Superman preparó todo esto para cogerme desprevenido?
—¡Señor Luthor, eso es altamente improbable!
—¡Pero no imposible, Happersen! Nada es imposible para los hombres
poderosos.
Sonó el teléfono del coche y Luthor encendió el altavoz.
—¿Sí?
—¡Lex! ¡Por fin! —El alivio de Supergirl se oía alto y claro—. Temía que mis
auriculares se hubieran estropeado. ¿Hasta qué parte del último informe has oído?
—Tu señal se ha desvanecido cuando has descendido por el túnel, amor. ¿Qué has
encontrado?
—No gran cosa. Principalmente una serie de cuevas y al inspector Turpin de la
policía.
—¿Turpin? —Luthor se puso rojo como la grana al tiempo que luchaba por
El Guardián abandonó el andén del monocarril y corrió por el largo pasillo central
del Proyecto Cadmus. Notaba que algo tiraba de él, como si le condujera a donde más
se le necesitaba. «Es obra de Dubbilex, no hay duda». En pocos minutos tropezó con
el telépata y los cinco jefes de departamento reunidos alrededor de una gran puerta de
seguridad. La visión le hizo detenerse. «Sí, están todos».
Anthony Rodrigues y Pat MacGuire habían extraído el panel cerradura de la
puerta y manoseaban sus circuitos internos, mientras John Gabrielli iluminaba el
campo con una linterna de bolsillo. Tom Tompkins y Walter Johnson permanecían un
poco aparte, ambos visiblemente agitados. El Guardián estaba tan acostumbrado a
andar a vueltas con sus jóvenes clones, que ver a «sus chicos» ya crecidos le
—¡Atención, por favor! Los señores pasajeros del vuelo número 2710 de LexAir,
directo a Kansas City, diríjanse a la puerta de embarque número cinco.
—Bueno, ése es el nuestro. —Jonathan Kent se ladeaba ligeramente bajo el peso
de su bolsa de mano—. Adiós, Lois. ¡Cuídate mucho!
Cuando los Kent regresaron a Smallville, todo en Kansas parecía gris, pero nada tan
gris como el humor de Jonathan. El cielo de la tarde estaba encapotado desde Salina a
las Rocosas, pero ni siquiera un brillante día soleado le hubiera levantado el ánimo.
Todo lo que veía le recordaba a Clark. Sólo con mirar las llanuras que se extendían
hasta el horizonte gris por la ventanilla de la camioneta, había recordado la pequeña
granja gris de Kansas en El mago de Oz y las muchas veces que él y Martha le habían
leído ese cuento a Clark. Jonathan había intentado no retraerse en sus pensamientos
por Martha, pero ninguno de los dos había pronunciado más de tres o cuatro palabras
desde que habían salido del aparcamiento del aeropuerto en Great Bend. El silencio
parecía convenir a los dos por el momento, pero Jonathan había visto mucho dolor en
su vida y conocía demasiado bien la diferencia entre la tranquilidad que cura y el
silencio que envenena. Tenía un gran miedo a estar cayendo en un silencio peligroso,
pero al mismo tiempo se sentía completamente incapaz de resistirse a él. Por fin,
cuando enfilaron la carretera de grava que conducía a su granja, consiguió hablar.
—La vieja granja parece igual que cuando nos marchamos, ¿verdad, Martha? Es
curioso… parece como si hubiéramos estado un millón de años en Metrópolis.
Martha asintió lentamente. «Ha habido momentos en que me han Parecido dos
millones».
—Es agradable estar de vuelta en casa, Jon. El hogar es un buen sitio para curar
las heridas. Al menos espero que lo será.
Cuando se detuvieron frente a la granja, Ed y Juanita Coleman salieron para
darles la bienvenida. «Somos muy afortunados por tenerlos como vecinos —pensó
Jonathan—. Son buena gente». Para él había sido un alivio saber que los Coleman
cuidaba de la granja y de los animales mientras estaban fuera. Tan pronto como
Martha se bajó de la camioneta, Juanita la levantó de un fuerte abrazo. Ed empezó
por estrechar la mano de Jonathan, pero luego cambió de opinión y también le dio un
abrazo a su viejo amigo.
—Gracias, Ed. —Jonathan se dijo para sus adentros que había pocas personas por
aquellos pagos, o de su generación al menos, que se sintieran lo bastante seguros y
cómodos para ofrecer una bienvenida tan física. Se sintió honrado de que Ed tuviera
en tan alta estima su amistad. Jonathan estiró el brazo para coger las maletas de la
parte posterior de la camioneta, pero sin que pareciera tener prisa. Ed consiguió llegar
primero.
—Yo las cogeré, Jonathan. Tú no te esfuerces.
—Claro, Ed, claro. —«¿Que no me esfuerce? Él tiene cinco años más que yo, por
lo menos. Pero, por otra parte Ed nunca ha representado la edad que tiene. «Los
negros no se arrugan», ¿no es eso lo que dicen? Y en cambio yo, seguramente
Tras las puertas del laboratorio siete del Proyecto Cadmus, Dubbilex estaba de pie
Jonathan Kent entró arrastrando lentamente los pies en la cocina y plantó un beso
cansado en la mejilla de su mujer.
—Buenos días, amor.
—¡Buenos días, querido! —Martha se acercó con la cafetera y le llenó la taza—.
Hoy he probado algo nuevo. He mezclado un poco de e normal con el descafeinado.
A ver qué te parece. Jonathan tomó un buen sorbo.
—Sabe bien. ¿A qué viene el cambio? Creía que íbamos a reducir cafeína, grasas
y todo eso.
—Bueno, sí, pero he pensado que no nos haría daño poner un poco más de
energía en nuestro día. —«A estas alturas probaría cualquier cosa con tal de
animarte». Jonathan se levantaba cada día más tarde, pero parecía menos descansado
cada mañana que pasaba—. ¿Sabes una cosa?, me gustaría que hablaras con el doctor
Lanning de lo mal que duermes.
—Oh, seguramente sólo necesito hacer una siesta por las tardes. Me hago viejo,
ya sabes.
—Bueno, aquí tienes un buen plato de harina de avena caliente. —Depositó el
cuenco humeante ante él—. Lois lo llama la comida consoladora y bien sabe Dios
que necesitamos consuelo. Lo he hecho con uvas, como… como a él le gustaba.
—Está muy bien, Martha.
Lex Luthor estaba de pie, desnudo de cintura para arriba y con el torso cubierto de
sudor, mientras tres jóvenes atléticas con gis de kárate se inclinaba ante él. Luthor
hizo una pausa antes de devolver el saludo, convirtiendo el acto de respeto en una
mera formalidad. Las mujeres se fueron y Luthor cogió una toalla. Luthor frunció el
ceño mientras se secaba con la toalla. Había empezado a practicar el kárate unos
meses antes como medio de mantener en forma su nuevo cuerpo, pero había acabado
por encontrar cada vez menos satisfacción en sus entrenamientos. Ni los ejercicios,
los kata, ni el combate le proporcionaban el menor placer. «Ya no hay desafío alguno
en ninguna parte —pensó—, desde que murió Superman». Durante años Superman
había sido la obsesión de Luthor, su único rival auténtico por el poder. Luthor había
demostrado que el Hombre de Acero era incapaz de derribarlo de su posición y había
acabado por considerar su competición como un juego que debía ser saboreado. Pero
ahora el juego había terminado y, aunque el industrial no había perdido, tampoco
había ganado de verdad. «Otro lo mató. —Luthor arrojó la toalla al otro lado de la
habitación—. ¡Y otro grupo de hijos de perra robó su cuerpo!».
—Lex, ¿te ocurre algo? —Supergirl abrió la puerta del pequeño gimnasio—.
¡Pareces tan enfadado!
—¿En serio? —Luthor forzó una sonrisa—. Bueno, estoy un poco juntado, eso es
todo. El entrenamiento no ha sido demasiado bueno y no tenía buena coordinación.
Estaba a punto de ducharme. ¿Te apetece?
—¡Lex! —Supergirl se ruborizó y miró hacia la puerta—. La señorita Lane está
fuera esperando. Sé que detestas que te molesten cuando estás aquí, pero ha insistido
en hablar contigo ahora mismo.
—¿Ahora? Bien, pues entonces hazla pasar, amor.
Supergirl le dedicó una sonrisa radiante y Luthor sintió que lo peor de su enfado
se diluía. «Podría ser peor. Superman está muerto, pero desde luego Supergirl no». Se
estaba poniendo el albornoz cuando la periodista entró en el gimnasio.
—Buenos días, Lois, me alegro de volver a verla. ¿Ha tenido noticias de Kent?
—Me temo que no. —Lois cerró los ojos muy brevemente, pero también con
fuerza, como Lex no dejó de notar—. Gracias por su interés. No, he venido a verle
porque quiero que lea un artículo mío antes de que se publique.
Luthor alzó una ceja.
—Un bonito gesto sin duda, Lois, pero, ¿por qué? Si tiene que ver con
LexCorp…
—Cuando lo haya leído lo comprenderá —contestó Lois, meneando la cabeza.
Miró a Supergirl, que entregó a Luthor una carpeta—. Ambos deberían leerlo.
Lois retrocedió un par de pasos para contemplar discretamente a las dos personas
A tres mil metros del suelo por encima del monte Curtiss, Supergirl se volvió
invisible y se lanzó en picado a un cuarto de la velocidad del sonido. Siguiendo la
información suministrada por Lois Lane, frenó en seco sobre las ruinas de la ciudad
arbórea de Hábitat y entró velozmente en una cueva al pie de la montaña, cuyo
acceso estaba camuflado. Siguió volando sin hallar impedimento alguno al pasar
como un cohete junto a tres puestos de control hasta llegar a los pasillos centrales del
Proyecto Cadmus. Los escudos psicocinéticos que hacían invisible a Supergirl para el
ojo humano, imposibilitaban asimismo que fuera detectada por medio de radar o de
sensores infrarrojos. La única señal que dejaba a su paso era el inexplicable viento
que soplaba por todo el Proyecto, formando remolinos de aire y levantando papeles.
Supergirl no dio a conocer su presencia hasta que llegó al laboratorio siete. Invisible
aún, hundió las manos en las puertas de acero inoxidable de quince centímetros de
grosor del laboratorio y las arrancó de la pared. En el interior del laboratorio, un
sorprendido técnico se encontró de repente agarrado por el cuello y arrojado contra
un armario.
Cuando sirenas y timbres empezaron a sonar por todo el complejo, Paul Westfield
entró en tromba en el centro de mando de los equipos de seguridad.
—¿Qué diablos está pasando aquí? ¡Las alarmas se han vuelto locas!
—Soy consciente de ello. —El Guardián recibió al administrador con poco más
que una mirada breve—. Se ha producido una importante brecha en la seguridad y
estamos intentando descubrir dónde.
—¿Qué quiere decir eso de «dónde»? Si han forzado la seguridad, ¿qué puesto de
centinelas la ha detectado?
—Ninguno de ellos. —El Guardián se inclinó sobre el monitor principal de
seguridad y empezó a revisar una rápida sucesión de imágenes de las cámaras de
seguridad—. Al parecer, una persona o personas desconocidas han conseguido entrar
en el Proyecto sin ser vistas y están destrozando el núcleo de laboratorios principales.
Paul Westfield se pasó toda la noche en blanco calculando los daños causados. Lo
único que había sobrevivido al paso destructor de Supergirl por el laboratorio siete
Cuando Martha Kent se despertó, no vio a Jonathan por ninguna parte. Había
recorrido ya dos veces la casa entera, cuando por fin descubrió en el exterior, tras el
establo, contemplando a lo lejos el campo distante donde había encontrado a su hijo.
La mañana era fría y el viento cortante, pero la cazadora colgaba de su mano como si
no se hubiera dado cuenta de que la había cogido.
—¡Jonathan David Kent! En el nombre del cielo, ¿qué estás haciendo aquí fuera
en mangas de camisa? ¡Está helando! —Martha le arrebató la cazadora de la mano y
se la echó por los hombros—. ¡Hace mucho viento, ponte esta chaqueta antes de que
pilles una pulmonía y entra en casa! ¡Te prometo que en estos últimos días has
demostrado menos sentido común que un pavo de un día!
—El mundo no tiene sentido, Martha, ¿no lo comprendes? —Jonathan señaló en
la dirección del campo distante—. Allí fue donde el cohete trajo a Clark a la Tierra.
Entonces parecía tan indefenso. Juré protegerlo. Juré guardarlo de todo mal.
—Y lo hiciste lo mejor que pudiste, Jon. Eso es lo único que se puede hacer. No,
no es justo que los padres tengan que enterrar a los hijos, pero no somos la primera
pareja a la que le ha ocurrido y no seremos la última. Tenemos que seguir adelante,
Jon. ¿Crees que él querría que te dieras por vencido?
Martha no recordaría más tarde qué había pasado luego. Sabía que debía haber ido a
llamar por teléfono para pedir ayuda y evocaba vagamente haber acompañado a su
marido en una ambulancia. Lo siguiente que sabía era que estaba en la entrada de
urgencias del Hospital del Condado Lowell y que Eugene Lanning, el médico de la
familia, corría hacia ella.
—Martha, acaban de llamarme para decirme que habían ingresado a Jon. ¿Qué ha
pasado?
—Oh, Gene, no lo sé. —Se aferró al brazo del médico como si fuera un
salvavidas—. Los enfermeros han dicho que era del corazón.
—Bien, no te inquietes, Martha. ¡He sido el médico de Jonathan durante largo
tiempo y si alguien puede superar esto es él! ¡Es tan robusto como un toro!
—Eso espero, Gene. Eso espero con toda mi alma. ¡Hace días que Jonathan no es
el mismo de siempre! Después de lo de Clark y todo lo demás…
—Sí, sí, lo sé. Vamos, siéntate aquí. Haré todo lo que esté en mi mano.
Lanning se metió por entre las cortinas de la sala de quirófano de urgencias. Pudo
ver que la cirujana interna ya había conectado a Jonathan al sistema de oxígeno del
hospital y estaba haciendo lo propio con el monitor cardíaco. Hacía rato ya que
habían roto la camisa del granjero; tenía la piel tan blanca y gastada como el hilo
viejo. La interna levantó la vista hacia el médico.
—¿Su paciente?
—¿Cuál es su estado? —preguntó Lanning, tras asentir.
—El enfermero habló de una fibrilación cuando lo encontraron.
—Le han hecho una ventilación manual, le han dado descargas en el corazón para
que recuperara el ritmo normal y le han puesto una intravenosa. —La joven meneó la
cabeza—. Tiene el pulso muy débil y la respiración poco profunda.
Jonathan murmuró algo, pero sus palabras eran ininteligibles a través del tubo del
oxígeno.
—¡Ahora, escúchame, Jonathan Kent! —Lanning cogió la mano a su paciente—.
¡Quiero que luches conmigo, Jonathan! ¡Lucha!
Los ojos de Jonathan se agitaron y movió los labios débilmente.
—C-Clark… El monitor empezó a mostrar un frenético vaivén de pulsaciones y
luego una línea recta y plana.
—¡Inyéctele adrenalina! —Lanning colocó las manos sobre el esternón de
Jonathan y empezó a bombear—. ¡Vamos, Jon, viejo carcamal, vive!
—¡Ya late! —La interna respiró profundamente y soltó el aire poco a poco—. No
es fuerte, pero sí regular.
—Me contentaré con eso… de momento. —El doctor Lanning se pasó el dorso de
la mano por la frente y se puso a garabatear instrucciones en un bloc—. Administre
lidocaína y llámeme si hay algún cambio.
Martha se puso en pie rápidamente cuando el doctor salió a la sala de espera.
—Gene, ¿Está…?
—Está vivo, Martha. —Lanning aceptó el abrazo agradecido de la mujer,
decidiendo que era mejor darle al menos unos instantes de alivio antes de
comunicarle el resto.
—¿Puedo verle?
—Ahora no es conveniente, Martha. Hemos pasado por un momento crítico ahí
dentro. Su corazón ha dejado de latir y casi lo perdemos.
—¡Oh, Dios santo! —A Martha se le abrieron los ojos de espanto.
—¡He dicho casi! Hemos conseguido que volviera a latir regularmente, pero
todavía de forma muy débil. —Lanning rodeó a Martha con un brazo y la condujo
por el pasillo—. Lo mejor que podemos hacer por él ahora es llevarlo a la unidad de
cuidados intensivos y mantenerlo vigilado.
—Gene, ¿qué posibilidades tiene?
—Es difícil de decir. —El médico parecía cansado por la frustración—. Ahora
mismo está sumido en un ligero coma. Esperemos que pase.
—¡Martha! —Lana Lang llegó corriendo por el pasillo hacia ella. Las dos
mujeres se abrazaron y se quedaron así durante unos minutos.
—¿Lana, cómo…?
—Los Coleman me han llamado. Yo he llamado a Lois. Cogerá el primer vuelo.
—Lana miró al médico—. ¿Cómo está?
Lanning sólo pudo encogerse de hombros.
—Estable, por ahora. En las próximas horas sabremos más.
Lana abrazó con más fuerza a Martha al notar que se dejaba caer sobre ella.
—Se pondrá bien, Martha. Vaya, Jonathan es uno de los hombres más fuertes que
conozco.
—Oh, Lana. —Martha quiso sonreír, pero no pudo—. Eres muy buena por
decirlo, pero… en todos los años que llevamos juntos, con todos los altos y bajos que
hemos superado, nunca había tenido tanto miedo de que Jonathan estuviera a punto
de morir.
Jonathan salió de la jungla a una amplia llanura, tan verde como la pradera en
primavera. Hubiera jurado que estaba en algún lugar al sureste de Kansas, o
posiblemente Missouri, de no ser por la ciudad que veía en la distancia. Formaba una
serie de agujas, todas ellas de cientos de metros de altura, y la más alta parecía
elevarse al menos un kilómetro en el cielo. Jamás había existido una ciudad
semejante en la Tierra, aunque Jonathan la reconoció inmediatamente. Clark se la
había descrito a él y a Martha…
Años antes, mucho después de que Clark hubiera adoptado la identidad de
Superman, había descubierto por fin el secreto de su origen. En una visita a Kansas
para ver a sus padres, había activado accidentalmente una grabación electropsiónica,
enviada a la Tierra junto con la matriz por Jor-El, su padre kryptoniano. Aquella
grabación había introducido las imágenes de la historia del planeta de Clark
directamente en su cerebro. Había aprendido todo lo que se podía saber sobre el
mundo perdido de Krypton y cómo había sido destruido, sacudido por una reacción
nuclear supercrítica del núcleo del planeta. Se había enterado de que su madre se
llamaba Lara, de que su propio nombre habría sido Kal-El de haber nacido en aquel
planeta condenado y de que era el único superviviente de Krypton. Clark había
descrito aquellas imágenes a sus padres con todo detalle muchas veces.
Y ahora, en aquella verde llanura, Jonathan supo sin ninguna duda que estaba
contemplando una ciudad de la Quinta Edad Histórica de Krypton. «Ahí está, Clark,
tal como yo la imaginaba por tus historias. El mundo de Krypton». Jonathan trepó
hasta la cima de una loma y levemente recorrió la línea del horizonte. No había dado
más que un cuarto de vuelta cuando vio un desfile. En realidad no era más que una
pequeña procesión, una curiosa combinación de alta tecnología y tradición. Varios
hombres, que vestían los trajes negros pegados al cuerpo y las largas túnicas de la
Séptima (y última). Edad Histórica de Krypton, desfilaban portando banderas y
estandartes bordados con el escudo de Superman. Les seguía un puñado de sirvientes
robot que volaban sobre ellos como avispas metálicas sin alas. Junto a ellos caminaba
un individuo de cabellos blancos con una amplia toga negra que tenía el porte y las
En una fría cámara estéril de la Fortaleza de la Soledad, muy lejos, bajo los hielos de
la Antártida, empezó a formarse una extraña ondulación energética. Las fuerzas que
se agitaban y bullían, atrapadas en el campo de contención esférico, parecieron
fundirse. A lo largo de una serie de horas, la energía fue haciéndose más compacta
hasta acabar por perfilar una forma vagamente masculina hecha un ovillo, como si
estuviera en posición fetal. Lentamente, este Hombre de Energía se irguió para
atravesar con una descarga y un chisporroteo el campo de contención. Varios
pequeños robots kryptonianos que habían estado ajustando y manteniendo el campo
se acercaron levitando para observar al Hombre de Energía.
—¿Dónde estoy? Recuerdo una batalla… —El Hombre de Energía miró a su
alrededor, confuso—. Conozco este lugar. Es mi fortaleza. ¿Pero cómo he llegado
hasta aquí?
Los robots se reunieron para comunicarse en línea silenciosamente. «¡Vive!
¡Nuestro programa ha tenido éxito!». «Interesante. Las vibraciones de la forma de
energía producen sonidos». «Aún está desorientado. Intenta vocalizar en inglés.
Debemos responder de igual forma». Uno de los robots se separó del grupo y se
acercó al Hombre de Energía.
—No tema. Aquí está a salvo.
—¿Qué ocurre? —El Hombre de Energía extendió un brazo hacia robot, pero su
«mano», que resplandecía levemente, atravesó la forma metálica y provocó una
descarga disruptiva de energía en el punto de entrada. El robot se alejó rápidamente
echando chispas y chisporroteando, balanceándose como si estuviera borracho. El
Hombre de Energía se miró la mano.
—S-soy inmaterial. ¿Qué me ha ocurrido?
Un segundo robot se acercó a una distancia prudencial.
—Fue desincorporado, amo. Creamos un efecto de campo móvil para recoger y
contener su esencia.
—¿Desincorporado? Entonces, ¿todo lo que queda de mí es una inteligencia sin
cuerpo? —La idea fue más de lo que el Hombre de Energía podía soportar. Empezaba
a doblarse de nuevo sobre sí mismo, cuando distinguió un enorme conjunto de
pantallas de vídeo en la cámara contigua. «¡Los monitores!
El profesor… ¿Hamilton? los ajustó para recibir y grabar transmisiones vía
satélite. —En su mente empezó a nacer una esperanza—. Quizá me muestren algo
que me ayude a recordar». El Hombre de Energía se dirigió, a medias caminando, a
medias volando, hacia el grupo de monitores y extendió las manos sobre el panel de
control. Las chispas empezaron a saltar cuando su mano atravesó el panel. «Esto no
funcionará».
Cuando Lois Lane bajó las escaleras en la granja de los Kent a la mañana
siguiente, descubrió que Martha ya se había levantado, había Preparado el desayuno y
estaba envolviendo un almuerzo.
—Martha, ¿qué estás haciendo, mujer?
—Unos sándwiches, querida. Te gusta el pavo con pan integral, ¿verdad?
—Sí, perfecto, ¿pero por qué? Podemos tomar algo por el camino, si es que no te
gusta la comida del hospital.
—No es necesario, Lois… no es necesario. Tengo un montón de comida en casa y
se va a echar a perder si no la comemos. También he preparado algo para Jonathan.
Ha estado refunfuñando sobre la comida del hospital y el doctor Lanning dice que le
iría bien. Oh, hay bollos recién hechos y mermelada sobre la mesa.
—Sabía que debía haber… el aroma me ha despertado. —Lois cogió dos de las
delicias de salvado y uvas de Martha y se sirvió una gran taza de café—. Martha, no
sé de dónde sacas tantas energías. —Le dio un pellizco en la mejilla. Sonó el teléfono
y Lois lo descolgó.
—Buenos días, residencia de los Kent.
—¿Lois? —La voz al otro lado del hilo parecía confusa.
—Hola, Lana. ¿Ocurre algo?
—No estoy segura. ¿Habéis visto las noticias?
—No. Acabo de levantarme. ¿Por qué?
—Quizá sería mejor que pusieras la televisión.
Lois colgó el teléfono, salió presurosa hacia la salita y puso la CNN. La
presentadora del programa «Amanecer» apareció en pantalla junto a un gráfico
dibujo, un gran signo de interrogación sobreimpresionado en el emblema pentagonal
de Superman.
—Repetimos la noticia principal del día… las autoridades de Metrópolis se han
apresurado esta mañana a investigar numerosas apariciones nocturnas de una
misteriosa figura disfrazada que, según testigos presenciales, era Superman. Con
ustedes, en la primera edición de noticias de la CNN, Lucinda Watanabe…
Lois oyó un gemido a sus espaldas y se giró para encontrarse con Martha de pie
en el umbral de la salita. La anciana tenía los ojos desorbitados y la boca abierta en
una gran «O». «Tiene todo el aspecto de pensar lo mismo que yo», se dijo Lois.
—No nos pongamos nerviosas, Martha. Probablemente no es más que una broma
Los monitores de vídeo del despacho de Lex Luthor mostraron un primer plano
del féretro vacío, mientras un sobrio periodista de la WLEX soltaba la bomba.
—¡El féretro de Superman está vacío! Pero las preguntas siguen ¿ha vuelto
milagrosamente de entre los muertos? ¿O son todas esas apariciones la obra de un
increíble oportunista? Varios grupos radicales han reivindicado ya el robo del cuerpo
de Superman y haberlo revivido, mientras que los adoradores del culto a Superman
advienen que se acerca el día del Juicio Final. Sólo una cosa es segura… ¡El cuerpo
de Superman ha desaparecido!
—¡Desaparecido! —Luthor dio un golpe sobre la mesa—. Y no sabemos cómo ni
por qué, ¿no es cierto, Happersen?
Happersen tironeó nerviosamente del cuello de su camisa.
—Bueno, señor, mi gente…
—¡Tu gente!
«¡No se preocupe, señor Luthor, las nuevas cámaras ocultas grabarán cuanto pase
en la tumba!». ¡Bah! ¡Todo lo que tenemos son varias horas de cinta en blanco!
—¡Le aseguro, señor Luthor, que es sólo cuestión de tiempo…!
—¿Cuánto tiempo, Happersen? ¿Cuánto tiempo? ¡Cuando recuperamos el cuerpo
del Proyecto Cadmus me aseguraste que habías mejorado la seguridad! ¡Y ahora esto!
El sol empezaba a ponerse en Metrópolis cuando Lois Lane oyó el avión que se
acercaba. Alzó la vista hacia el cielo con horror cuando un pequeño avión de dos
motores pasó por encima apenas a dos pisos de altura del suelo. El conductor de un
taxi que estaba parado junto a la acera, sacó medio cuerpo por la ventanilla, mirando
asombrado el avión que pasaba.
—¡Santo cielo! ¿Quién pilota ese avión?
Lois se metió en el taxi.
—Eso es lo que pretendo averiguar. ¡Siga a ese avión! El taxista la miró como si
fuera de otro planeta.
—¿Quiere que siga…? ¿Me está tomando el pelo, señora?
—Nunca he hablado más en serio en toda mi vida. Vamos, le daré una buena
propina si no lo pierde.
—¡De acuerdo, señora, allá vamos! —Puso el taxímetro y salió disparado—.
A más de un millón de kilómetros de la Tierra, una figura con capa aterrizó sobre
un meteorito de unos tres metros de un lado a otro. De uno de sus hombros colgaba
una gran cantidad de pesadas cadenas y gruesos cables; del otro, colgaba el cuerpo
del monstruo Juicio Final. Ni el peso que soportaba ni el vacío en el espacio parecían
ser un problema para la figura con capa. Incrustó a Juicio Final en el meteoro,
esmerándose en enterrar las puntas óseas a la mayor profundidad posible. Después lo
ató fuertemente a la roca con las cadenas y los cables hasta convertirlo prácticamente
en una cáscara de metal. Sus ojos despidieron haces de calor por radiación, que
soldaron las ataduras al núcleo metálico del meteoro. Procedió luego a fijar un sensor
de alta tecnología al cuerpo de la Criatura. El sensor estaba diseñado para transmitir
una señal de aviso si las ataduras sufrían el más mínimo cambio. La figura con capa
contempló luego el espacio inmenso, calculando una trayectoria segura. Una vez
completados los cálculos, se dio impulso y arrojó el meteoro con el cuerpo de Juicio
Final al vacío.
Lois caminaba por la ladera de una colina, a cuyo pie se hallaban los laboratorios
S.T.A.R., intentando hallarle sentido a lo que acababa de descubrir. Al menos dos
hombres trataban en aquel momento hacerse pasar por Superman; de eso estaba
segura. Ambos podían volar y ambos eran muy fuertes. Ambos llevaban capa roja e
insignias pentagonales y ambos lucían un rizo rebelde. Uno se cubría los ojos, el otro
no; era este segundo el que había entrado en S.T.A.R. y se había llevado a juicio
Final. Un parte de su ser esperaba y rezaba por que Clark hubiera conseguido de
algún modo volver a la vida… «Tal vez no había muerto. Quizá se le paró el corazón
como a Jonathan y había entrado en una especie de coma. —Lois meneó la cabeza—.
Ojalá lo supiera con certeza».
—Perdóneme. ¿Es usted… Lois Lane?
La voz pareció llegar hasta ella arrastrada por la lluvia. Lois giró en redondo y se
encontró cara a cara con un hombre alto y de anchas espaldas que caminaba hacia ella
Emil Hamilton alzó la vista asombrado al ver entrar a sus dos visitantes en el
laboratorio.
—¡Dios del cielo, señorita Lane! ¿Qué… qué es eso?
—Eso es lo que esperamos que nos diga usted, profesor Hamilton. —Lois miró
en derredor. Gran parte del equipo de Hamilton estaba cubierto por grandes plásticos
y el aire llevaba un penetrante olor a pintura reciente—. Es decir, si ha vuelto ya al
trabajo.
—¡Oh, sí! Sí, los pintores terminaron ayer. Tuvimos suerte. Este edificio sufrió
menos daños, comparativamente hablando, durante el ataque de esa criatura, Juicio
Final. Mis aparatos más delicados quedaron intactos. —Hamilton se ajustó las gafas y
miró al Ciborg con todo descaro. Éste le devolvió el favor.
—Profesor Hamilton. ¿Le conozco?
—¡Esa voz! —exclamó Hamilton, echándose un paso hacia atrás.
«También él ha notado la similitud. —Lois frunció el ceño—. Espero que eso no
perjudique su imparcialidad».
—Sé que esto le parecerá muy raro, profesor, pero este hombre afirma ser
Superman.
—¿Raro? ¡Señorita Lane, es increíble! ¡Lo que afirma es la reanimación de los
tejidos muertos!
—Sí, bueno, necesitamos que le haga unas pruebas para descubrir si hay alguna
posibilidad de que sea cierto. ¿Nos ayudará?
—¡Por supuesto! Vengan por aquí. —Hamilton los condujo a través de un
laberinto de andamios hasta que llegaron a una esfera de plexiglás.
—¿Sabe?, probablemente soy la persona que más a fondo ha estudiado a
Superman en todo el planeta. ¡Si este hombre miente, lo descubriré sin duda alguna!
«Bien —pensó Lois—, porque yo tengo mis dudas». El Ciborg miró la esfera y
las consolas de ordenador que había en derredor con curiosidad.
—Inicie el examen, profesor. Tengo plena confianza en los resultados.
El Ciborg soportó con paciencia que el profesor fijara docenas de electrodos a su
cuerpo y lo encerrara en el interior de la esfera hueca. Hamilton accionó una serie de
interruptores y su equipo se puso en marcha con un zumbido.
Solo sobre la ciudad, Superboy se abatió sobre los rascacielos de la zona sur de la
ciudad una vez más y aterrizó en el tejado de un viejo edificio de ladrillos rojos. Se
paseó con aire casual hasta llegar al borde, colocó un pie sobre la cornisa y se apoyó
en la rodilla doblada para contemplar Metrópolis con alegría infinita. Había
—Nunca había visto nada parecido, señorita Lane. —El doctor Daniel Blumkin
miró las radiografías por milésima vez—. A este hombre le han roto todos y cada uno
de los huesos de las puntas de los dedos hasta los codos, algunas veces casi aplastado.
Un poco más y hubiéramos tenido que amputar. Aún así, tendrá que permanecer en
rehabilitación durante varios meses antes de poder sostener una taza de nuevo.
Lois desvió la vista de las radiografías y miró por encima del hombro a la cama
donde yacía Gerald Fine con los brazos sujetos en alto y escayolados.
—¿Y afirma que se lo hizo Superman?
—Prácticamente no ha dicho otra cosa y casi estoy tentado de creerle. Tenía
morados profundos en los brazos. Formaban huellas digitales, señorita Lane.
Lois se estremeció al oírlo.
—Doctor, al menos cuatro individuos con superpoderes han estado actuando
recientemente bajo el nombre de Superman. Podría haber sido cualquiera de ellos.
En el Suburbio Suicida, Bibbo cogió a su nuevo perrito en el hueco del brazo para
leer la inscripción de la pequeña placa de identificación en forma de hueso.
—¡Hey, esto no está bien puesto! —Volvió a meter la cabeza por la ventanilla
abierta del puesto del grabador—. ¡Aquí dice «Krypto» y tenía que decir «Krypton»!
Detrás del mostrador, un hombre achaparrado con una camiseta grasienta levantó
la vista de una hilera de llaves ciegas.
—¿Qué coño de nombre es ese de «Krypton» para un perro? —farfulló a través
de un puro a medio fumar que llevaba en la comisura de la boca—. Los perros
necesitan nombres cortos que sean fáciles de recordar, como Spot o Duke. No son tan
listos.
El cachorrillo irguió la cabeza, asomando por debajo del antebrazo de Bibbo y se
puso a gruñir. También Bibbo.
—¡Te he dicho que se llama Krypton, como el lugar de donde vino Superman!
¡No Krypto, Krypton! Para eso te he pagado.
El hombre de la camiseta grasienta no se inmutó.
—¡Hey, ves esto! —Señaló un letrero en la pared de cristal del puesto que rezaba:
PLACAS DE IDENTIFICACIÓN PARA PERROS $3. Debajo, en letras que apenas
se veían desde la calle, se añadía una condición: SEIS LETRAS MÁXIMO.
—El letrero dice seis letras y yo hago seis letras. —Se quitó el puro barato de la
boca y lanzó la ceniza a la acera—. Claro que para el «señor Ganador de Lotería».
Bibbowski podría meter otra letra… por un precio modesto.
Bibbo echaba fuego por la nariz y levantó las cejas tan deprisa que casi hacen
caer la gorra que llevaba. Metió la mano por la ventanilla, agarró el puro por el
extremo encendido y lo estrujó. Al hombre se le pusieron los ojos como platos
cuando Bibbo le metió el puro aplastado en la boca a la fuerza.
Esa noche los matones de la banda de los Tiburones recorrieron los muelles a la
sombra de los viejos tinglados quemados y las viviendas medio derruidas, con los
Tostadores listos para disparar. Al doblar la esquina de un edificio, se encontraron
con otro Tiburón que vigilaba.
El matón que marchaba a la cabeza se acercó lentamente al que vigilaba.
—¿Es ése el sitio, Lenny?
—Ése es, Asa. —Lenny apuntó hacia un callejón entre edificios con el Tostador
—. He visto a ese montón de basura andante meterse por ese callejón y no ha salido.
—Entonces es hombre muerto —afirmó Asa con una sonrisa. Levantó la mano e
indicó a los otros que se acercaran—. ¡Escuchad! Ese Hombre de Acero se ha estado
metiendo en nuestros asuntos, pero ahora se va a enterar. Frame, ¿estás listo?
Un adolescente de corta talla esgrimió una cámara de vídeo.
—Preparado, Asa. Tú derribas al tipo ese de acero y yo lo grabo para la
posteridad.
Con las grandes armas listas para disparar y apuntando hacia el suelo, los
Tiburones enfilaron silenciosamente el callejón para encontrar… nada.
—Bueno, ¿y dónde está, Lenny?
—No… no lo sé, Asa. No ha salido. Tiene que estar en alguna parte.
—Hey, Asa. —La voz del otro Tiburón era un susurro ronco—. He oído decir que
ese tipo de acero lleva una especie de botas voladoras.
—¿Botas voladoras? —Asa arrugó la nariz con repugnancia—. ¿Qué has estado
fumando, tío? ¡Ese tipo es una estufa andante! ¡Tendría que llevar cohetes metidos en
el trasero para volar!
De repente se produjo una ráfaga de aire y el Hombre de Acero cayó volando en
medio de los Tiburones. Les arrebató la mitad de las armas con un golpe raso de
mazo.
—¿Me buscabais, chicos?
—¡Es él! ¡Tuéstalo!
John Henry les arrancó el resto de las armas de un golpe de mazo, al tiempo que
su armadura les disparaba proyectiles de alto calibre. Los Tiburones salieron
corriendo, dispersándose. El Hombre de Acero alargó un brazo y agarró a Asa y
sostuvo al indefenso matón contra un muro.
—Tú pareces el líder de esta pequeña banda, así que canta, pichón. ¿Dónde puedo
encontrar al que os suministra las armas?
A Asa se le saltaron las lágrimas cuando el Hombre de Acero lo sacudió y abrió la
boca para hablar, pero antes de que pudiera pronunciar más de una sílaba, el disparo
de un arma automática le atravesó el cuerpo y se desplomó sin vida en manos del
Dos días más tarde, Lois Lane se reunió con Perry White en el despacho de éste
en el Planet y a puerta cerrada. El redactor jefe había hecho instalar una mesa
adicional en un rincón para organizar los informes sobre los diversos Superman, que
iban en aumento. Trabajaron deprisa con un viejo televisor portátil como única
distracción. Lo tenían encendido y habían elegido la WLEX. Estaban a punto de
concluir su tarea de clasificación, cuando un periodista de la WLEX apareció en
pantalla para ofrecer un reportaje en directo desde un comedor de beneficencia. Lois
y Perry alzaron la vista al unísono cuando la vista panorámica se convirtió en un
primer plano de un hombre corpulento que vestía de rojo y azul. Bibbo les miraba
desde la pantalla.
—Sí, he estado trabajando muy duro últimamente para encontrar comida para el
comedor. Esta gente que hay aquí la necesita de verdad y yo le pido a todo el mundo
John Henry contemplaba a los bomberos que dominaban por fin las llamas, desde
un edificio distante que daba sobre la antigua planta de armamento. Al contrario que
Lex Luthor, él había presenciado la acción en vivo y en directo y, muy al contrario
que Luthor, no le había complacido en absoluto. Aún estaba conmocionado por la
evidencia de que alguien a quien había conocido personalmente se hubiera vendido
La nave de Mongul sobrevolaba justamente las islas hawaianas cuando dejó caer sus
escudos de camuflaje. Inmediatamente se dispararon todas la alarmas en tierra, mar y
estaciones espaciales de seguimiento. Minutos después un convoy naval de Estados
Unidos que se hallaba a dos mil kilómetros de las costas de California, mar adentro,
informó del contacto visual con la enorme y resplandeciente nave. A bordo de la nave
estelar, el oficial de comunicaciones de Mongul informaba al señor de la guerra.
—Hemos sido detectados, milord, al menos por una gran base militar, por un
satélite y por naves aéreas y marinas. Han calculado nuestra posición, curso y
velocidad; están a punto de triangular nuestra posición con mayor exactitud.
—Excelente. —Mongul sonrió—. Hemos inculcado el miedo en sus mentes.
Ahora vamos a sembrar la duda. Levantad de nuevo los escudos. Al instante la nave
se vio rodeada por una energía que distorsionaba la imagen de la nave y ésta
desapareció tanto de las pantallas de radar como de la vista. El Ciborg Superman
acababa de rescatar a un grupo de escaladores de una de las caras del monte Whitney
cuando le llegó la llamada de Washington. La señal electrónica pitó brevemente en su
oído izquierdo cibernético y después oyó la voz humana.
—Casa Blanca llamando a Superman.
Un micrófono se desplegó en el hombro derecho del Ciborg.
—Aquí Superman.
En el ala oeste de la mansión del ejecutivo, un agregado militar estuvo a punto de
dejar caer el diminuto comunicador que el Ciborg había entregado al presidente,
sobresaltado por la claridad de la transmisión. Aferró el aparato con más fuerza y
habló:
—Se nos ha presentado una extraña situación. Nuestro departamento de Defensa
ha detectado una nave espacial alienígena atravesando el Pacífico en dirección a
California.
—¿Alienígena? ¿Está seguro?
—Un contacto visual ha confirmado que la cosa tiene al menos kilómetro y medio
de anchura. Desde luego no hay nada parecido en la Tierra, o al menos no lo había.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—No se sabe. Cuando nos aprestábamos a interceptarla, ha desaparecido de
nuestras pantallas. Antes de hacerlo, defensa naval había calculado que llegaría a
Coast City en cuestión de minutos. Ahora… —El agregado no sabía qué decir—. No
sabemos dónde está. Por eso le hemos llamado.
—Comprendo su inquietud. —El Ciborg salió volando desde Sierra Nevada—.
Afortunadamente también yo puedo llegar a Coast City en unos minutos.
—Quizá tenga compañía. Uno de esos pretendientes a Superman está ahora en
En la sala de redacción del Planet, todo el mundo se reunió para ver el reportaje
en directo del primer encuentro entre los dos superhombres en un estacionamiento
militar justo a las afueras de Tupman, California. El cielo era una alta y espesa
cortina de niebla cuando el Ciborg estrechó la mano a su joven colega y contestó las
preguntas del equipo móvil de noticias.
—Señor, Washington le ha reconocido de forma oficial como Superman, pero
—¿Qué? —Al otro lado del país, Lois Lane alzó la vista hacia uno de los
televisores de la sala de redacción—. ¿Qué acaba de decir?
—¿El Ciborg? —preguntó Perry, mirándola por encima del hombro—. Algo
sobre que el chico tiene más confianza en sus propios poderes que él a su edad. ¿Por
qué?
—¡Entonces es un impostor! —Lois abrió los ojos con horror— ¡Perry, tenemos
que llamar a Washington ahora mismo!
Flanqueado por Superboy y el Ciborg un helicóptero de transporte modificado del
ejército atravesó las montañas Temblor y tomó la dirección sudoeste hacia el lugar
donde antes se hallaba Coast City. Bajo ellos, los incendios proseguían fuera de
control. Superboy miró hacia abajo cuando una oleada de calor llegó hasta él. El
Cuando Superboy volvió lentamente en sí, se dio cuenta de que sentía un dolor sordo
en la cabeza y una extraña parálisis en las extremidades. Fue entonces cuando se
percató de que estaba atado con un extraño arnés metálico que lo mantenía erguido y
le rodeaba completamente los brazos hasta los codos y las piernas hasta las rodillas.
El arnés estaba hecho con varias toneladas de acero al titanio y emitía un inquietante,
aunque débil, zumbido eléctrico. Superboy miró en derredor.
—¿Dónde demonios estoy? —Él y su arnés se hallaban en el centro de una gran
cámara metálica de, aproximadamente, las dimensiones de un gimnasio.
—Ah, sospechaba que despertarías pronto. —El Ciborg avanzó hacia él,
flexionando los dedos de su nuevo brazo con ostentación—. ¡Has demostrado una
impresionante resistencia durante nuestra pequeña batalla, Superboy!
—¡Superman para ti, señor Roboto! —Al Chico de Acero aún le dolía la cara por
los golpes y el dolor le puso singularmente furioso—. ¡Si quieres ver resistencia,
sácame de este montaje tecnológico y volveré a arrancarte el brazo!
Se oyeron unos fuertes pasos sobre el suelo de metal y apareció Mongul por
encima del hombro del joven héroe.
—¡Será mejor que controles tu lengua, mocoso!
—¿Ah, sí? ¿Y quién se supone que eres tú con esas cejas… un anuncio de
ictericia infantil? ¡Me parece que has tomado demasiados esteroides!
Mongul aferró la cabeza de Superboy con una de sus manazas.
—Tu falta de respeto me parece del peor gusto. —Apretó aún más—. Pide perdón
y quizá te dejaré la mandíbula pegada a la cara. Quizá.
—¡Ya basta, Mongul! —El Ciborg se colocó a la altura del señor de la guerra—.
Suelta al chico.
—Debe aprender a respetar. —Mongul siguió apretando y Superboy vio las
estrellas.
—Lo hará. Suéltalo.
Mongul soltó lentamente al Chico de Acero y retrocedió para inclinarse con
deferencia ante el Ciborg.
—Como gustes, amo.
—¿Amo? —Superboy sacudió la dolorida cabeza, deseando que el mundo
volviera tener sentido—. ¿Quieres decir que ese mongólico de ahí trabaja para ti?
Perdona, pero es que he llegado con la película empezada. ¿Qué está pasando aquí?
¿Y dónde estamos?
El Ciborg avanzó hasta quedar prácticamente nariz con nariz frente a Superboy.
—Lo que pasa es que estamos rediseñando el planeta entero. ¡Es un gran diseño
que tú, mi insignificante y pequeño clon, no tienes poder para interrumpir! En cuanto
Tanto luchó Superboy con las ataduras que empezó a sentir calambres en los
músculos de los brazos y del cuello. Después de casi una hora, el arnés seguía
sujetándole firmemente. Empezó a notar una horrible sensación de pánico. «¡Tengo
que soltarme! —El Chico de Acero empezó a respirar a intervalos conos y rápidos—.
Si no lo consigo, se cargarán a toda la gente de Metrópolis, ¡a Tana, a mi
representante, a todo el mundo! No puedo dejarlos morir… ¡no puedo!».
Superboy sacudió todo el cuerpo, como poseído por una convulsión, y las
macizas ataduras se rompieron de repente, explotando en pedazos. Al otro extremo de
la Ciudad Motor se disparó una alarma y Mongul y el Ciborg levantaron la vista de
sus planos. El Ciborg se conectó en una consola cercana y entró en contacto con la
red de seguridad de la ciudad.
—Interesante. El chico ha roto sus ataduras. Creía que serían demasiado
complejas para su descontrolado talento.
—Debemos sellar ese sector de inmediato. —Mongul estaba horrorizado. El
Ciborg se desenganchó de la consola.
—No hay de qué preocuparse, Mongul. Ya he enviado un equipo de seguridad a
capturarlo. Yo diría que semejante desgaste de poder ha debido dejarlo agotado. No
irá muy lejos.
—¿Estás seguro? ¡Si escapara…!
—Tranquilo, Mongul. —El Ciborg dedicó al señor de la guerra una sonrisa de
calavera—. Ese chico no supone una amenaza para nosotros. Después de todo, no
sabe nada de nuestros planes generales.
—No. —Mongul clavó la vista en un punto fijo frente a él—. No, por supuesto
que no.
Lois se dejó caer en su sofá y repasó todos los canales de la televisión con el
mando a distancia. Había acudido a todas las personas que conocía y que tuvieran
alguna influencia o autoridad, pero nadie había querido escuchar sus dudas sobre el
Ciborg. Fijó la vista en la pantalla; estaban ofreciendo un nuevo boletín de noticias,
cuyo protagonista, en este caso, era el Ciborg en persona.
«—… lamento tener que comunicar que la devastación total de la zona de Coast
City ha resultado ser más de lo que mi joven clon podía soportar. —El Ciborg
hablaba en voz baja y con tono afligido—. Me temo que el chico se ha vuelto
inestable. La última vez que fue divisado huía de la zona, gritando y volando fuera de
control. En su estado actual no se puede saber qué hará o dirá. Si ven al joven
Superman, no se acerquen a él. Informen a las autoridades de dónde lo han visto y,
por favor, traten de no irritarlo».
Lois apretó el botón para apagar el televisor y arrojó a un lado el mando a
El gran misil bajaba a toda velocidad sobre Metrópolis desde lo alto. Sus motores
de propulsión le habían dado una altura y una potencia que negaban a los ejércitos
terrestres toda posibilidad de interceptarlo. Superboy seguía pegado al morro del
misil como un insecto a un parabrisas. Había destrozado o desarmado más de la mitad
de los módulos explosivos y había desgarrado la cabeza de guerra, pero no había
conseguido cambiar el rumbo del misil ni un solo grado. Su descontrolado don no le
era de ninguna utilidad; el misil era demasiado grande para que consiguiera partirlo
en pedazos. Miró hacia abajo con lágrimas en los ojos a causa del horrible viento. La
ciudad se acercaba a gran velocidad; le pareció que apenas quedaban unos segundos
para estrellarse contra el globo del edificio del Daily Planet. El Chico de Acero tiró
del misil gigante, tensando cada uno de sus músculos.
—¡Gira, petardo gigante! ¡Vamos… gira!
Con frustrada desesperación, Superboy levantó un puño y golpeó el cono del
morro, justo en ángulo recto con el curso balístico del misil. De repente, el misil viró
y pasó zumbando sobre la ciudad en dirección al mar. Pero Superboy no tuvo tiempo
para disfrutar de su victoria. El puño se le había quedado clavado en el metal del cono
del morro por la fuerza del golpe y se veía arrastrado por el misil. El Chico de Acero
consiguió soltarse por fin a tirones cuando el misil pasó dando vueltas en espiral por
el distrito de Hell’s Gate y se alejó elevándose sobre el Atlántico. Superboy se hallaba
a unos doscientos cincuenta metros sobre la desembocadura del puerto de Metrópolis
cuando una explosión cegadora se extendió por el cielo hacia el este. La onda
expansiva llegó hasta él y lo arrojó a la recicladora de basuras de Hell’s Gate. Unos
largos y dolorosos minutos más tarde, el Chico de Acero salía trepando de un
profundo cráter, mientras un helicóptero de la LexCorp sobrevolaba la zona. El
aparato aterrizó y Lex Luthor en persona se acercó corriendo.
—¡Superboy! ¿Qué demonios está pasando?
—Hey… no me llame Superboy. ¡Soy Superman! —Consiguió ponerse a cuatro
patas lentamente—. ¿Dónde estoy? ¿Y por qué huele tan mal?
—¡Pequeño mocoso! —Luthor agarró al Chico de Acero y lo levantó—. ¡No me
importa cómo te llames! ¿Dónde está mi Supergirl? ¡Contéstame!
—¿Uh? ¿Supergirl? ¿Cómo lo voy a saber?
—¡Desapareció más o menos cuando vosotros tres os fuisteis en dirección a la
costa y no se la ha vuelto a ver desde entonces! ¿Dónde está?
Superboy apartó a Luthor de un empujón.
Mientras Superman y Acero corrían por las entrañas de la ciudad, los suelos, las
paredes y el complejo entero empezaron a temblar cuando el enorme motor de
propulsión se puso en marcha. Los dos hombres intercambiaron una mirada de
inquietud y aumentaron el ritmo. Antes de que hubieran recorrido un centenar de
metros más, una sombra se interpuso en su camino y Mongul apareció en el corredor.
—Bienvenido a Ciudad Motor, Superman… si realmente eres Superman.
—¡Mongul! —Superman pronunció el nombre como si fuera una maldición.
—¿Me reconoces? Entonces eres ese condenado kryptoniano. Bien, me
proporcionarás el enorme placer de matarte antes de destruir tu mundo adoptivo.
—No harás ninguna de las dos cosas —amenazó Acero, levantando su mazo.
—Estás en un error. En un error fatal. Las vibraciones que notáis son del gran
motor de propulsión. De haber más motores, podríamos maniobrar con este mundo a
salvo por el espacio. —Mongul torció los labios en una mueca de desdén—. Pero
vuestro Superboy ha frustrado nuestros intentos por instalar un segundo complejo…
y ha condenado así a la Tierra. Una vez mi motor alcance su potencia máxima, hará
pedazos este pequeño mundo insignificante. Nada podrá detener el proceso, ¡me he
ocupado personalmente!
Superman retrocedió un paso y tiró de Acero para que también se echara hacia
atrás.
—Tenemos que parar ese motor. —Su voz era un susurro decidido—. Unos
quince metros más atrás hay una abertura que conduce a un túnel paralelo a éste.
Vuelve y síguelo hasta la sala del motor. Yo mantendré a Mongul ocupado.
—¿Estás loco? No puedo dejarte solo con este gigante. Además, ¿cómo se supone
que voy a parar esa cosa? Él ha dicho que no se podía.
—Tampoco el misil podía detenerse, pero Superboy lo ha hecho. Tú eres el
ingeniero, te será más fácil. No te preocupes por mí, tengo un arma secreta,
¿recuerdas? —Superman le miró directamente a los ojos—. Tú puedes vencer a la
máquina, John Henry. ¡Tienes que hacerlo!
Acero apretó la mano de Superman.
—Buena suerte, amigo. —Luego retrocedió y desapareció por el corredor.
—¿Te abandona tu aliado, Superman? ¿O crees que podréis rodearme? Intentadlo.
¡Así será más divertido!
—¡Diviértete con esto, Mongul! —Superman abrió fuego con ambas armas.
Mongul estalló en carcajadas y avanzó a través de los rayos que disparaba Superman
como un hombre luchando contra el chorro a presión de una manguera.
—¿Crees que iba a permitir a mis tropas que llevaran armas que pudieran
causarme daño? ¡Soy fuerte, Superman, más fuerte que tú! ¡Y se te acabarán las
—¡Dios mío!, ¿en qué lío me he metido? —Acero se detuvo en medio de la vasta
sala de máquinas. Las paredes estaban cubiertas de miles de cables, tubos y
conductos. Al otro lado de la sala había un cilindro largo y reluciente rodeado por
gigantescos anillos de cable transparente y fulgente. A través de unas gruesas
lumbreras transparentes que había en el costado del cilindro, John Henry veía un
brillo espectral. A lo largo de una de las paredes contiguas había lo que parecía ser un
recipiente fuertemente blindado. Un laberinto de cables y tuberías entraba y salía por
el blindaje.
—¿Qué demonios es todo esto? —Algunos componentes del conjunto le parecían
vagamente familiares, pero la mera amplitud de la sala dificultaba la comprensión
global. «¿Cómo voy a parar esto, si ni siquiera sé qué es lo que veo?».
—¿Impresionante, no? —La voz era profunda, uniforme y levemente electrónica.
Mongul aferró las armas de Superman y lanzó al héroe con fuerza contra la pared
del corredor. Antes de que Superman pudiera recobrarse del golpe, el señor de la
guerra estaba ya encima de él y lo tenía atrapado en un impresionante abrazo de oso.
—Eres mucho más débil que la última vez que luchamos, kryptoniano. ¡Esta vez
he de matarte!
La cabeza le daba vueltas, pero Superman elevó ambos puños y los estampó
violentamente en los oídos de Mongul. El aturdido señor de la guerra se echó hacia
atrás, sacudiendo la cabeza.
—¡Morirás lentamente por esto, Superman!
Pero antes de que Mongul pudiera realizar cualquier otro movimiento, fue
duramente golpeado por algo invisible. Sobre el señor de la guerra cayó una serie de
fuertes golpes que lo obligó a adoptar una postura defensiva. Luego una ráfaga de
energía psicocinética lo lanzó hacia atrás con un ímpetu tal que se quedó incrustado
en la pared metálica. Una vez vio a su oponente incapacitado, Supergirl se hizo
visible y se agachó junto a Superman.
—¿Estás bien?
—Creo que sí. —Se tocó el costado con cautela—. Me duelen un poco las
costillas, pero no creo que se hayan roto.
—Siento no haber llegado antes, pero había una vibración en el edificio y… hey,
ha parado.
—John Henry. —Superman sonrió a pesar del dolor—. Lo ha conseguido. Ha
detenido el… ¡cuidado!
Lois Lane se despertó con el cuello rígido en el sofá de su apartamento. Tenía la ropa
arrugada por haberse quedado dormida con ella puesta y el suelo alrededor del sofá
estaba cubierto de envases de comida rápida y de un ejemplar de la edición de la
mañana del Daily Planet; el gran titular rezaba: GUERRA DE LOS
SUPERHOMBRES. Amodorrada aún, se dio cuenta de que el televisor seguía
encendido en la CNN, que emitía constantemente boletines informativos sobre la
situación en Coast City. Cuando de repente apareció Superman en la pantalla, Lois
buscó ansiosamente el mando a distancia para subir el volumen.
—… desearía haber estado aquí, desearía haber podido hacer algo para impedirlo.
Sé que nada de lo que diga o haga podrá devolver la vida a los habitantes de Coast
City. A todas las personas que perdieron amigos y parientes, no puedo ofrecerles sino
empeñar mi vida en hacer todo lo que esté a mi alcance para que una tragedia
semejante no vuelva a suceder.
La imagen cambió y apareció el corresponsal de la CNN en el lugar de los
hechos.
—Han sido las palabras de Superman, el auténtico Superman, grabadas hace unos
minutos. Se esperaba que su declaración tocara el tema de su supuesto regreso de
entre los muertos; como acaban de ver y oír, no lo ha mencionado. Las cosas
empiezan a aclararse por fin, en el quinto día de lo que las autoridades federales
llaman el Holocausto de Coast City. Unidades del ejército y de la Guardia Nacional
han acordonado la zona del desastre con la ayuda de una fuerza especial de la famosa
Liga de la Justicia. La Liga, que ha regresado recientemente de una misión en el
espacio, ha hallado y destruido una vasta reserva de sustancias peligrosas y tóxicas…
Lois apagó el televisor y volvió a hundirse en el sofá. «Sólo el «día quinto».
Tengo la impresión de que se fue hace siglos. Oh, Clark…». De repente oyó unos
golpes suaves en el cristal del balcón. Lois saltó del sofá como si hubiera oído un
disparo. «¡Si es ese estúpido pájaro otra vez…!». Apartó las cortinas de un tirón y se
encontró un escudo pentagonal rojo y amarillo con una S a la altura de los ojos. Todo
resto de modorra se desvaneció al instante. Lois abrió el balcón y se lanzó a los
brazos de Superman.
Horas más tarde, Lois terminaba de vestirse para ir a trabajar mientras Clark
utilizaba su ducha.
—¿Has hablado ya con Martha y Jonathan?
Clark salió de la ducha envuelto en una toalla.
—Los he llamado mientras te duchabas, cariño. Les he dicho que iríamos a verlos
Varias horas más tarde, Clark y Lois regresaban al apartamento de esta última.
Clark dedicó a Lois una alegre sonrisa.
—Bueno, creo que no ha salido tan mal, ¿no te parece?
Lois se apoyó contra la pared y se dejó llevar por un incontrolable ataque de risa.
—No sé cómo has podido contestar a todas las preguntas del médico con una cara
tan seria.
Clark se cogió las solapas y se lanzó a una imitación del médico de urgencias.
—«Bueno, señor Kent, su estado es increíblemente bueno para una persona que
ha estado encerrada bajo tierra durante un mes. De hecho, está mucho más en forma
que la mayoría de ejecutivos que acuden a nuestros chequeos. ¡No podemos retenerle
aquí contra su voluntad!». —Clark soltó una risotada—. ¡Y tanto que no!
Una ráfaga de aire les llegó desde el balcón y de repente Superman apareció junto
a Clark y Lois.
—Veo que todo ha ido bien, ¿no?
—¡Extraordinariamente bien! —Lois se echó en brazos de Superman—. Los
médicos se han tragado la historia. Superman le dio un largo beso.
—Hey, todo lo que se necesita es una planificación cuidadosa y un buen actor.
¿No es cierto, Clark?
—Muy cierto. —Súbitamente «Clark» se encorvó y pareció encogerse sobre sí
mismo. El aire a su alrededor titiló al tiempo que su cintura se estrechaba, sus caderas
se redondeaban, sus hombros menguaban en anchura y sus cabellos crecían y perdían
color. Incluso sus ropas sufrieron una extraña transformación, despareciendo de sus
piernas y asumiendo unos tonos brillantes en rojo y azul. Al cabo de un minuto,
«Clark Kent» había desaparecido y Supergirl ocupaba su lugar.
—Oh, cielos. —Lois la contemplaba con ojos asombrados—. No paraba de
pensar si… ¿era doloroso?
—Bueno, no es algo que quisiera hacer todos los días, pero por una de mis parejas
favoritas, me ha encantado complaceros. —La joven transformista en todo el sentido
de la palabra se echó los largos cabellos rubios hacia atrás—. Clark, me dejas
pasmada. Comprendía que quisieras tener una vida privada y, claro está, eras Clark
Kent mucho antes de ponerte la capa, ¡pero tener dos identidades! No sé cómo has
conseguido mantenerlo en secreto durante tanto tiempo.
—No es fácil —replicó Superman, sonriendo.
—Bueno, espero que los dos seáis tan felices juntos como Lex y yo.
Muy lejos, en el espacio exterior, un solitario meteoro daba vueltas sobre sí mismo,
alejándose de la Tierra y del sistema solar, transportando en su seno el cuerpo de la
criatura llamada Juicio Final por todo el universo. Estaba fuertemente atado. No tenía
aire para respirar. No había agua ni comida para alimentarse. Era imposible que
estuviera vivo. Pero sus dedos se movieron. Sus ojos parpadearon y se abrieron.
Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Abrió la boca y su pecho se hinchó. De
haber habido aire, se hubiera oído su risa. Por ahora, nada tenía por delante sino el
vacío. Lentamente, la criatura cerró los ojos. Dormiría y esperaría a que su entorno
cambiara. Y cuando lo hiciera, cuando nuevamente tuviera algo que destruir, algo que
matar, lucharía por romper sus ataduras. Entonces sería libre… oh, sí. Sólo era
cuestión de tiempo…