Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 5

EL HOMBRE QUE SE VENDIÓ A SÍ MISMO

(Cuentos de la China milenaria)

Durante la dinastía Han vivía en región de Hwang-Chou un joven


llamado Dung-Iung. Sus padres eran tan pobres que ni darle de comer
podían. Así que, desde muy pequeño, tuvo que ponerse a trabajar.
-No deberías sacrificarte tanto por nosotros –le decía su madre,
preocupada-. Al fin y al cabo, somos ya viejos y no necesitamos alimentarnos
tanto como tú.
Él sonreía y, mirando al suelo, respondía:
-Si me faltarais vosotros, mi vida no tendría sentido. Tiempo tendré de
preocuparme de mí mismo.
Y salía a trabajar con más ímpetu que el día anterior.
Sin embargo, sus esfuerzos resultaron inútiles. Su madre murió de mala
alimentación y él se dijo:
-“Con mi padre no ocurrirá lo mismo. Trabajaré de sol a sol y le daré
cuanto un cuerpo necesita para vivir”.
Dung-Iung no descansaba. En cuanto amanecía, abandonaba la casa y
sólo regresaba a ella para dar de comer a su padre. Al principio el anciano se
puso gordo, pero pronto sucumbió ante la enfermedad. Devolvía cuanto
tomaba y comenzó a sangrar por la boca y por los oídos. Al poco tiempo
también él murió.
-Si hubiera comido mejor durante su vida –dijo a Dung-Iung el médico
que le atendió-, sus días podrían haber sido mucho más largos. Ahora ya no
se puede hacer nada.
Dung-Iung acababa de cumplir quince años y estaba completamente
solo. Sin embargo, no lloró. Había decidido dar a su padre un entierro digno
y a ello dedicó todas sus fuerzas. Pero se había gastado cuanto tenía en
medicinas y nadie quería prestarle una sola moneda.
-¿Para qué? –decían los amigos a los que acudió-. Pronto se morirá él
mismo y no podrá devolvernos lo que le demos.
Desesperado, Dung-Iung regresó a su casa y escribió un cartel, que
decía:
“A cambio de unos dignos funerales por mi padre,
me vendo por tres años a quien quiera comprarme.”

Y salió a las calles a probar suerte.


Todos los que lo leían le tomaban por loco. Por fin acertó a pasar por la
ciudad un millonario y se dijo: “El muchacho está un poco delgado, pero tiene
buenos músculos. Le tomaré a mi servicio y me ahorraré unas cuantas
monedas al año”.
No le pagó mucho, pero Dung-Iung pudo enterrar a su padre. Ahora se
sentía el hombre más satisfecho del mundo. Sabía que sus antepasados
estaban orgullosos de él. A ellos dedicó los cien días que el millonario le
había concedido antes de entrar a su servicio. Limpió de broza sus tumbas y
las lavó con esmero.
“Ahora –se dijo entonces- empezaré a vivir la soledad de los
huérfanos”.
Sin embargo, no estaba tan solo como creía. Cuando caminaba por las
calles vendiéndose, las siete hijas del Señor de Cielo estaban jugando con las
nubes. La más pequeña le vio y en seguida se enamoró de él.
-¿Qué está haciendo ese joven? -preguntó a sus hermanas mayores-.
Parece muy triste y todos se ríen de él.
-Déjalo, hermana séptima –le aconsejó la mayor de todas-. A los
inmortales nos está prohibido inmiscuirnos en los asuntos de los hombres.
-Tienes razón –protestó ella-, pero yo quiero saber qué es lo que le
ocurre.
Las otras hermanas no tuvieron, pues, más remedio que explicárselo. A
la séptima hija del Señor de Cielo se le saltaron las lágrimas. En aquel mismo
momento decidió ayudarle. Pero hubo de esperar mucho tiempo, porque los
guardianes del cielo estaban siempre alerta.
Por fin, pudo burlar su vigilancia y pisó suelo por primera vez.
“¿Cómo haré para encontrar al joven de mis sueños? –se preguntó,
preocupada-. La tierra es muy grande y yo no sé dónde vive.”
Levantó la vista y vio que por aquel mismo sendero venía caminando
Dung-Iung. Se habían cumplido los cien días e iba a casa del millonario.
“¡Qué suerte la mía! – se dijo la joven-. Me sentaré bajo aquel árbol y
fingiré estar muerta de hambre”.
Dung-Iung la vio tumbada sobre la hierba y se quedó admirado de su
belleza. Jamás había visto una doncella tan hermosa.
-¿Cómo te llamas y por qué viajas sola? –preguntó el muchacho con
timidez.
-Yo soy la séptima hada –respondió la joven-. Nadie me acompaña,
porque he perdido a mi familia. Mis padres eran tan pobres que murieron de
hambre.
A Dung-Iung le pareció muy extraño su nombre y muy triste su historia.
Era tan parecida a la suya que comenzó a llorar y dijo:
-A los míos también les pasó eso.
-¿Por qué no nos casamos entonces? –preguntó la séptima hada-.
Estamos solos en el mundo y vamos siguiendo el mismo camino.
Dung-Iung no deseaba otra cosa, pero era hombre que respetaba las
costumbres y dijo:
-Si fueras mi esposa, yo sería el hombre más feliz del mundo. Pero
nadie nos ha presentado. ¿Crees que nuestro amor triunfaría, si concertáramos
nosotros mismos nuestro matrimonio?
-Claro que no; pero será este árbol quien lo haga. ¿No es verdad, árbol?
El árbol, por supuesto, no abrió la boca. Entonces el hada séptima le
dio una patada y le preguntó:
-¿Por qué siempre estás dormido? ¿No has oído la pregunta que te
acabo de hacer? ¿A que tú quieres ser el testigo de nuestro amor?
-Sí, sí… Por supuesto que sí –respondió en seguida el árbol y Dung-
Iung tomó allí mismo a la joven por esposa.
Sin embargo, cuando les vio llegar el millonario, se puso a gritar y a
decir:
-No, no. Esto no es lo convenido. Alimentar a dos personas es más caro
que alimentar a una. Si quieres seguir adelante con el trato, tendrás que
servirme durante seis años.
-Esto no es justo –protestó la séptima hada-. Somos, ciertamente, dos
bocas, pero, unidos, nuestros brazos son cuatro. Yo sé bordar como nadie. El
tiempo que estaremos a tu servicio será, pues, de año y medio.
El millonario pareció reflexionar. Después sonrió con malicia y dijo:
-Está bien. Para que veáis que soy generoso, en cuanto termines de
bordar tres mil varas de seda, podréis marcharos los dos.
-Acepto –respondió al punto la séptima hada y en aquel mismo
momento firmaron un nuevo contrato.
Durante el día Dung-Iung iba a los campos y su esposa le acompañaba.
Mientras él trabajaba, ella le contaba hermosísimas historias de amor.
-Debes bordar, esposa mía –decía Dung-Iung, preocupado-. De lo
contrario, estaremos toda nuestra vida al servicio del millonario.
-No te preocupes –replicaba la séptima hada-. Mis manos son ágiles y
me ayudan mis seis hermanas.
Dung-Iung nunca había oído hablar de ellas, pero no le preguntó nada.
Una noche, mientras dormía, oyó risitas de doncellas junto a su cama. Abrió
los ojos y vio a seis hermosísimas mujeres ayudando a su esposa a bordar las
tres mil varas de seda. Al día siguiente no dijo nada, porque ahora sabía que
era, en verdad, un hada.
Así, a los cien días de estar al servicio del millonario, los bordados
estaban ya terminados.
-Es muy poco tiempo el que me habéis servido –dijo, dándose cuenta de
lo mucho que valían aquellos trabajos-. Si queréis que os deje partir, tendréis
que estar a mi servicio otros cien días más.
Pero ellos sacaron el contrato y el millonario no pudo oponerse a su
marcha. La séptima hada y Dung-Iung se establecieron en una aldea vecina.
Como no tenían dinero, las siete hijas del Señor del Cielo continuaron
bordando por las noches. Al amanecer Dung-Iung iba al mercado y vendía
los bordados.
-¡Qué hermosos! –exclamaban cuantos los veían-. Parecen hechos por
las doncellas inmortales que viven en el cielo.
De esta forma, Dung-Iung logró reunir una pequeña fortuna. Con ella
compró campos y comenzó a labrar las tierras. Ahora era un terrateniente
respetado.
Sin embargo, un día las hermanas de su mujer llegaron corriendo a su
casa y dijeron:
-Debes venirte inmediatamente con nosotras, hermana séptima.
Nuestro padre ha descubierto que faltas en el cielo y está furioso. Si no
regresas inmediatamente, montará en cólera y os castigará sin piedad.
-¡Pero Dung-Iung es mi esposo y mi deber es estar a su lado! –protestó
con determinación.
Sin embargo, terminó convenciéndose de que era muy sensato lo que le
aconsejaban sus hermanas y regresó con ellas al cielo. Al despedirse, dijo a
su marido:
-No te preocupes. Pronto estaremos otra vez juntos. Mi padre sabe que
has sido muy buen hijo y dará su beneplácito a nuestro matrimonio.
Así fue. Dung-Iung acudía todos los días al árbol que les había
presentado. Sabía que su esposa, si volvía a bajar a la tierra, pondría allí
primero su pie. Eso fue lo que ocurrió una mañana de otoño y no volvieron a
separarse jamás.

También podría gustarte