El Espíritu Libre
El Espíritu Libre
El Espíritu Libre
Compilación y Prólogo
Guadalupe de la Torre
Prólogo
“Si la felicidad fuera realmente deseable para el hombre, el idiota sería el ejemplar
más bello de la humanidad”, escribió cierta vez Friedrich Nietzsche, con la misma
pasión y arbitrariedad con la que vivió cada momento de su vida. La afirmación pone
en evidencia no sólo su espíritu transgresor sino además, una de sus grandes
preocupaciones (y quizá frustraciones): la felicidad.
Nietzsche, hijo y nieto de predicadores luteranos, luchó toda su vida por creer, pero
no pudo. Su condición de seguidor inclaudicable de la verdad, lo llevó por el camino de
la búsqueda, y en él sólo encontró infelicidad.
Solitario y torturado, de no haber sido un filósofo brillante, su vida habría merecido
ser atendida por la tensión con que fue vivida. Enfermizo, irritable y polémico, no
estuvo exento de furibundas y frustradas historias de amor. Pero Nietzsche fue,
fundamentalmente, un pensador.
Uno de sus tantos pecados fue creer en él en demasía. “¿Por qué soy tan sagaz?”,
decía de sí mismo. Su otro gran pecado fue ir en contra de la corriente.
En el siglo XIX, según sus hombres más lúcidos, había resuelto los grandes
problemas del hombre. La evolución de la imprenta, el telégrafo, el ferrocarril, los
grandes barcos, el industrialismo, anunciaban al mundo que se estaba entrando en el
paraíso; paraíso que se vería materializado en el nuevo siglo, el XX.
Nietzsche vino a aguar la fiesta. Desnudó la hipocresía del mundo, dijo a los gritos
aquello que muchos no se atrevían a decir ni en voz baja y lanzó su gran idea del
Superhombre. Es decir, el individuo y no la masa, según él, sería el salvador del mundo.
Muchas de sus teorías fueron criticadas por sus contemporáneos. Algunas de ellas,
ni siquiera discutidas. Entre estas últimas, pasó inadvertida su propuesta de que el
pensador del futuro debía unir el activismo europeo-americano con la contemplatividad
“asiática”. Esta mezcla conduciría hacia la solución de los enigmas del mundo,
preconizó.
Un siglo después de su muerte, gran parte del mundo se afana por unir la
racionalidad occidental con la espiritualidad oriental, en un intento por alcanzar la
perdida armonía.
Su vida
Si bien rehuyó los excesos en la comida y la bebida, su salud siempre fue delicada.
Muchos estudiosos han querido atribuir sus problemas de visión y persistentes jaquecas
a un temprano contagio de sífilis. En 1878, a los 34 años, abandonó la docencia y se
dedicó a escribir. En 1889 sufrió una crisis nerviosa, que algunos caracterizaron como
ataque epileptoide, de la que nunca se recuperó. Murió en Weimar, el 25 de agosto de
1900, según sus allegados, “completamente loco”.
Esta sección
Muchas de sus ideas quedan aquí simplemente planteadas, pero el lector podrá
disfrutar y vislumbrar la encendida pluma del filósofo que pudo ser un poeta. En ese
sentido, valoró como pocos la vida contemplativa y renegó de lo “productivo”. El
espíritu libre, dijo, no es productivo. Y sólo el espíritu libre puede hacer nacer la poesía
y el arte. Este sentimiento, como se verá, impregna estas páginas.
- Guadalupe de la Torre
EL ESPÍRITU LIBRE
La realidad
La falsedad del mundo en el que creemos vivir es lo más cierto y firme que pueden
captar nuestros ojos.
Conocer, afirmar la realidad, constituye una necesidad para el fuerte; del mismo
modo que el débil necesita, a impulsos de su debilidad, esa cobardía y esa huída de la
realidad que es el “ideal”. Al débil no le está permitido conocer: los decadentes precisan
la mentira; ésta es una de sus condiciones previas para conservarse.
Salud y enfermedad
Es una cura a fondo contra todo pesimismo (la gangrena de los viejos idealistas y
héroes de mentira, como es sabido), enfermar a la manera de estos espíritus libres,
permanecer enfermo un buen lapso y luego recobrar la salud por un período cada vez
más largo, quiero decir, volverse “más sano”.
Lo que una y otra vez necesitaba de manera más perentoria para mi curación y mi
restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, una mágica
sospecha de afinidad e igualdad de puntos de vista y de deseos, un descansar en la
confianza de la amistad, una ceguera a dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los
primeros planos, superficies, en lo cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y
apariencia.
El trato que me han dado hasta ahora mi madre y mi hermana me horroriza de una
forma indecible. Quien actúa así es una perfecta máquina infernal, que conoce con una
seguridad precisa el momento en que puede herirse del modo más despiadado, mis
momentos más elevados, pues en ellos carezco de fuerza para hacer frente a los gusanos
venenosos.
Con quien menos emparentado se está es con los propios padres; estar emparentado
con ellos sería el signo más evidente de vulgaridad.
Los seres superiores proceden de algo infinitamente anterior, y para que sean
creados unos seres así, ha sido necesario estar reuniendo, ahorrando y acumulando
durante muchísimo tiempo. Aunque yo no lo entienda, mi padre podría ser Julio César o
Alejandro, ese Dionisio de carne y hueso.
Es sabido cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza,
humildad, castidad.
Con frecuencia, la sensualidad crece más a prisa que el amor, y ello hace que su raíz
sea débil y fácil de arrancar.
Entre hombres de una clase elevada y selecta, los deberes serán ese respeto propio
de la juventud, ese recato y delicadeza ante todo lo antiguo, venerado y digno, esa
gratitud hacia el suelo en que crecieron, hacia la mano que los guió, hacia el santuario
en que aprendieron a orar; sus momentos supremos serán los que más firmemente los
aten; los que más duramente los obliguen.
Humanidad
A la humanidad le gusta deshacerse pronto de las preguntas acerca del origen y los
comienzos: ¿no hay que estar poco menos que deshumanizado para notar en sí mismo la
tendencia contraria?
Por lo que más nos castigan es por nuestras virtudes. ¿Hay algo más hermoso que la
búsqueda de nuestras virtudes? ¿No supone esto, que ya creemos en nuestra virtud? Y
esa creencia en nuestra virtud, ¿no equivale, en el fondo, a lo que antaño se denominaba
“buena conciencia”, aquella venerable y larga trenza de conceptos que nuestros
antepasados se dejaban colgando por detrás de la cabeza y, a menudo, también por
detrás de su inteligencia?
El amor siempre hace que afloren las cualidades más elevadas y ocultas del que
ama, lo que hay en él de raro y de excepcional. En este sentido, engaña muy fácilmente
respecto de lo que en él constituye la regla.
Sólo nos repugna la vanidad de otros cuando ésta repugna a nuestra propia vanidad.
La fortaleza del agresor se mide, en cierto modo, por los adversarios que necesita;
crecer es buscar un adversario –o un problema- más poderoso.
Los decadentes defienden que la compasión es una virtud. Yo reprocho a los
compasivos que pierdan con tanta facilidad el pudor, el respeto y el sentimiento de
delicadeza que lleva a guardar las distancias.
La compasión apesta inmediatamente a chusma y se parece tanto a los malos
modales, que es imposible distinguirla de ellos. Unas manos compasivas, a veces
pueden ejercer un efecto automáticamente destructor en un gran destino, en un
aislamiento cubierto de heridas, en el privilegio que confiere el hecho de haber
cometido una falta grave.
Para que algo permanezca en la memoria, se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de
doler permanece en la memoria.
¿Cómo vino al mundo esa otra “cosa sombría”, la conciencia de la culpa, toda la
“mala conciencia”?
Si somos engañados, ¿no somos precisamente por eso también engañadores?, ¿no
nos es inevitable ser también engañadores?
La soledad, esa temible diosa, rodea y envuelve, cada vez más amenazadora, más
asfixiante, más agobiante; pero ¿quién sabe hoy qué es la soledad?
Ver sufrir produce bienestar; hacer sufrir, más bienestar todavía. Esta es una tesis
dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano, demasiado humano, que, por lo
demás, acaso suscribirían ya los monos, pues se cuenta que, en la invención de extrañas
crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo, lo “preludian”. Sin
crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre ¡y
también en la pena hay muchos elementos festivos!
El dolor debe ser más intenso y peor de lo que nunca ha sido. El bienestar no es una
meta, sino el fin de todo, un estado que hace al hombre inmediatamente tan ridículo y
despreciable que nos hace desear su ocaso. ¿No saben que sólo la disciplina del dolor,
del gran dolor, es lo que ha permitido al hombre elevarse?
Esa soberbia intelectual y solemne del que sufre, ese orgullo de quien ha sido
elegido por el sufrimiento, del “iniciado”, del que casi es una víctima propiciatoria,
necesita todo tipo de disfraces para protegerse del contacto de manos inoportunas y
compasivas y, en general, de todo aquel que no le iguala en sufrimiento. El dolor
profundo nos ennoblece y nos separa de los demás.
Puede que la toma de conciencia produzca un hondo dolor, pero existe un consuelo:
los sufrimientos son dolores de parto. La mariposa quiere romper su envoltura,
despedazándola y desgarrándola; entonces se siente cegada y embriagada por esa luz
desconocida que es el reino de la libertad.
Todo lo que llamamos “cultura superior” se basa en la espiritualización y en la
profundización de la crueldad.
Debemos dejar de lado esa estúpida psicología de antaño que sostenía que la
crueldad sólo surge a la vista del sufrimiento ajeno; también se da un goce intenso,
intensísimo, ante el sufrimiento propio, ante el dolor que nos infligimos; y siempre que
el hombre, dejándose vencer, se niega a sí mismo a la manera religiosa, o se mutila,
como hacen los fenicios y los ascetas, o renuncia a sus sentidos y a su carne, en señal de
arrepentimiento, sufriendo los espasmos de la penitencia al modo puritano y la
vivisección de la conciencia, lo que lo impulsa e invita no es sino la crueldad, el
peligroso estremecimiento de una crueldad dirigida contra nosotros mismos.
Que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede
extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que
arrebaten corderitos.
Hay pavos reales que ocultan su cola a la vista de los demás, y a eso le llaman
orgullo.
Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo, el
hombre del resentimiento no es ni franco ni ingenuo ni honesto y derecho consigo
mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y
las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio;
entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse
transitoriamente.
¡El hombre noble reclama para sí a su enemigo como una distinción suya! ¡No
soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar
y sí muchísimo que honrar! En cambio, imaginémonos “el enemigo” tal como lo
concibe el hombre resentido: justo en ello reside su acción, su creación. Ha concebido el
“enemigo malvado”, “el malvado”, y ello como concepto básico, a partir del cual se
imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un “bueno”: ¡él mismo!
No hay fuego que nos consuma más rápido que el del resentimiento. El enojo, la
susceptibilidad enfermiza, el no poder vengarse, el placer y la sed de venganza
constituyen, en cierta medida, todo un conjunto de venenos y representan, para una
persona agotada, la forma más nociva de reaccionar. Ocasiona un rápido desgaste de
energía nerviosa, un aumento morboso de secreciones perjudiciales, de bilis en el
estómago, por ejemplo.
La lucha
No podemos luchar contra los que despreciamos; no debemos luchar con quién está
a nuestras órdenes, con quien sabemos que se halla por debajo de nosotros.
Primero, sólo ataco lo que ya cuenta con alguna victoria, y a veces, espero que la
consiga.
Segundo, sólo ataco cuando me encuentro sin aliados, cuando estoy solo, cuando
soy yo el único que se compromete.
Tercero, no ataco nunca a personas; me sirvo sólo de la persona como una poderosa
lente de aumento con la que se puede ver una situación general de peligro, que se halla
oculta y es difícil de captar.
Cuarto, sólo ataco aquello de lo que está excluida toda disputa personal, toda idea
oculta de experiencias dolorosas.
Honro y distingo una cosa o a una persona, al vincularlas con mi nombre. El hecho
de que esté a su favor o en su contra, para mí es algo indiferente.
Muy pocos son independientes; éste es un privilegio de los fuertes. Y quién, sin
necesidad, trata de serlo, aunque tenga todo el derecho a ello, demuestra no sólo que es
fuerte, sino sumamente temerario.
La moral
El que está indignado y el que con sus propios dientes se despedaza y se desgarra a
sí mismo (o lo hace con el mundo, con Dios o con la sociedad) tal vez sea superior,
desde la óptica de la moral, al sátiro que se ríe contento de sí mismo; pero en todos los
demás aspectos, es el caso más habitual, más indiferente y menos instructivo.
La moral, es el sentido que ha tenido hasta hoy –estoy es, la moral de las
intenciones- ha sido un prejuicio, un juicio precipitado y tal vez provisional, algo que
podría parangonarse con la astrología y la alquimia, pero, en cualquier caso, algo que
debe superarse.
No existen fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de fenómenos…
Así como en el mundo sideral hay veces en que son dos los soles que determinan la
órbita de un planeta, y en ciertos casos, soles de distintos colores iluminan a un mismo
planeta, unas veces de rojo, otras de verde, y otras de una mezcla de ambos colores, así
los hombres modernos, en virtud de la complicada mecánica de nuestro “cielo
estrellado”, nos vemos determinados por diversas morales, y nuestros actos relucen
alternativamente con colores distintos; pocas veces son unívocos… y en bastantes
ocasiones, los actos que realizamos son de muchos colores.
¿No es posible subvertir todos los valores?, ¿y es el bien acaso el mal?, ¿y Dios sólo
una invención y sutileza del diablo? ¿Quizás, en definitiva, todo es falso?
A la música que suena en nuestra conciencia y a la danza que hay en nuestro espíritu
no se acomodan ya las letanías puritanas, los sermones morales ni ninguna forma de
honradez.
Toda moral altruista que se presente como absoluta y se dirija a todos sin excepción,
no sólo constituye una afrenta al buen gusto, sino también una incitación a que se
cometan pecados de omisión, una seducción más enmascarada de filantropía y, en
concreto, una seducción y un perjuicio a los hombres superiores, a los más
extraordinarios y privilegiados.
La vida no es, después de todo, una invención de la moral; quiere ilusión, vive de la
ilusión…, pero de nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo
inmoralista, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, más allá del bien y
del mal.
El problema del origen de los valores morales es, para mí, una cuestión de primer
orden, en la medida en que determina el futuro de la humanidad. La obligación de creer
que todo está en las mejores manos, que un libro –la Biblia- nos proporciona una paz
definitiva sobre el gobierno y la sabiduría de Dios respecto del destino de la humanidad,
equivale a la voluntad de no dejar que se manifieste la verdad en relación con el
lamentable polo opuesto a lo anterior: que la humanidad ha estado hasta ahora, en las
peores manos.
Hay libros que tienen un valor opuesto para el alma y para la salud, según los utilice
el alma –la fuerza vital- inferior, o el alma superior y más poderosa. En el primero de
los casos, se trata de libros peligrosos, corrosivos y disolventes; en el segundo, son
clarines guerreros que invitan a los más valientes a manifestar su valentía. Los libros
que valen para todos son siempre libros malolientes. Llevan impregnado el olor de los
individuos pequeños. Los sitios donde el pueblo come y bebe, incluso donde presta
veneración, suelen oler mal. Si queremos respirar aire puro, no debemos entrar en las
iglesias.
(La humanidad) ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más
astutos, los que se llaman “santos” y calumnian el mundo y denigran al hombre.
Necesitamos una crítica de los valores morales. Hay que poner alguna vez en
entredicho el valor mismo de esos valores y, para esto, es preciso tener conocimiento de
las condiciones y circunstancias de las cuales aquéllos surgieron, en las que se
desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como
máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral
como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno). Un
conocimiento que, hasta ahora, ni ha existido ni tampoco siquiera se lo ha deseado.
El valor de los “valores” se toma como algo dado, real y efectivo, situado más allá
de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar que
el “bueno” es superior en valor a “el malvado”. Superior el valor en el sentido de ser
favorable, útil, provechoso para el hombre como tal (incluido el futuro del hombre).
Se trata de recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos
ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país de la moral –de la moral que realmente ha
existido, de la moral realmente vivida-: ¿y no viene esto a significar casi lo mismo que
descubrir por vez primera tal país?
A mí me parece que no hay ninguna cosa que compense tanto tomar en serio la
moral; de esa compensación forma parte, por ejemplo, el que alguna vez se nos permita
tomarla con jovialidad. Pues, en efecto, la jovialidad –o, para decirlo en mi lenguaje, la
gaya ciencia- es una recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente,
laboriosa y subterránea que, desde luego, no es cosa de cualquiera.
El día en que podamos decir de todo corazón: “¡Adelante! ¡También nuestra vieja
moral forma parte de la comedia!”, habremos descubierto un nuevo enredo y una nueva
posibilidad para el drama dionisiaco del “destino del alma”. ¡Y ya él sacará provecho de
ello –sobre esto podemos apostar-; él, el grande, viejo y eterno autor de la comedia de
nuestra existencia!
Hoy es imposible decir con precisión por qué se imponen propiamente penas: todos
los conceptos en que se condensa semióticamente un proceso entero escapan a la
definición; sólo es definible aquello que no tiene historia.
Toda la psicología se ha visto paralizada hasta hoy, por prejuicios y miedos morales:
no se ha atrevido a bajar a las profundidades. Nadie ha llegado a concebirla, ni siquiera
superficialmente, de la forma en que yo lo hago, es decir, como una morfología y como
una teoría de la evolución de la voluntad de poder.
Lo bueno y lo malo
“Bueno” es, según esta teoría, lo que desde siempre ha demostrado ser útil: por lo
cual le es lícito presentarse como “sumamente valioso”, como “valioso en sí”. También
esta vía de explicación es falsa, pero al menos la explicación misma es en sí razonable y
resulta psicológicamente sostenible.
Toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos
dice no, ya de antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no yo”; y no es lo que
constituye su acción creadora.
Pero tal sustrato no existe; no hay ningún “ser” detrás del hacer, del actuar, del
devenir; “el agente” ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo.
Los dos valores contrapuestos “bueno y malo”, “bueno y malvado”, han sostenido
en la Tierra una lucha terrible que ha durado milenios, y aunque es muy cierto que el
segundo valor hace mucho tiempo que ha prevalecido, sin embargo, tampoco faltan
ahora lugares donde se continúa librando esa lucha, no decidida aún.
Esos genealogistas de la moral que ha habido hasta ahora, ¿se han imaginado,
aunque sólo sea de lejos, que, por ejemplo, el capital concepto moral “culpa” (Schuld)
procede del muy material concepto “tener dudas” (Shulden)?
El hombre se designaba como el ser que mide valores, que valora y mide, como el
“animal tasador de sí”. Compra y venta, junto con todos sus accesorios psicológicos,
son más antiguos que los mismos comienzos de cualesquiera de las formas de
organización social y que cualesquiera de las asociaciones: el germinante sentimiento de
intercambio, contrato, deuda, derecho, obligación, compensación fue traspasado, antes
bien, desde la forma más rudimentaria del derecho personal a los más rudimentarios e
iniciales complejos comunitarios (en la relación de éstos con complejos similares),
juntamente con el hábito de comparar, medir, tasar poder con poder.
Pronto se llegó, mediante una gran generalización, al “toda cosa tiene su precio”,
“todo puede ser pagado”, el más antiguo e ingenuo canon moral de la justicia, el
comienzo de toda “bondad de ánimo”, de toda “equidad”, de toda “buena voluntad”, de
toda “objetividad” en la Tierra.
Se llama “malos” a muchos actos que sólo son estúpidos porque el nivel de
inteligencia de quien decidió realizarlos era muy bajo.
En cierto sentido, todos los actos son todavía hoy estúpidos, porque será sin duda
superado el nivel más alto que ha podido alcanzar la inteligencia humana: cuando
entonces se mire hacia atrás, todos nuestros actos y juicios resultarán tan limitados e
irreflexivos como nos parecen hoy los de los pueblos salvajes y atrasados.
Entre los “actos buenos” y los “actos malos” no hay una diferencia de especie, sino
a lo sumo, de grado.
Los actos buenos son la sublimación de actos malos; y los actos malos son actos
buenos, pero realizados de una forma tosca y estúpida.
La religión
Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y, con todo, no tengo nada de fundador de una
religión.
Las religiones son cosas de la chusma; yo necesito lavarme las manos después de
haberme relacionado con una persona religiosa. No quiero “creyentes”; pienso que soy
demasiado malo para creer en mí mismo; nunca hablo a las masas.
¿Se han fijado hasta qué punto una vida auténticamente religiosa necesita ociosidad
o semiociosidad exterior? Tanto para su trabajo favorito de autoanalizarse
microscópicamente como para dedicarse a esa pereza refinada que denominan “oración”
y que es una preparación constante para la “venida de Dios”.
También se podría añadir, con cierta equidad, que en el terreno de esta forma
esencialmente peligrosa de existencia humana, la forma sacerdotal de existencia es
donde el hombre, en general, se ha convertido en un animal interesante, que únicamente
aquí es donde el alma humana ha alcanzado profundidad en un sentido superior y se ha
vuelto malvada.
Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados. ¿Por qué? Porque
son los más imponentes. A causa de esa impotencia, el odio crece en ellos hasta
convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los
máximos odiadotes de la historia universal, también los odiadotes más ricos de espíritu,
han sido siempre sacerdotes. Comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal,
apenas cuenta ningún otro espíritu.
El Cristianismo
Aquel fraile imposible que fue Lucero atacó a la Iglesia, movido por su propia
“impotencia”, con lo que la restauró. Los católicos deberían rendirles honores a Lucero
y escribir obras teatrales para conmemorar su nombre.
El Cristianismo ha sido hasta hoy, la forma más funesta de presunción que puede
manifestar un sujeto.
Quien no es más que un débil y manso animal doméstico no siente otras necesidades
que las de un animal doméstico (como es el caso de las actuales personas cultas,
incluyendo las que profesan el Cristianismo “culto”), no se asombrará ni menos aún se
afligirá ante esas ruinas. El gusto por el Antiguo Testamento constituye una piedra de
toque que distingue lo “grande” de lo “pequeño”.
El haber unido en un mismo volumen este Nuevo Testamento, que es una especie de
gusto rococó en todos los sentidos, y el Antiguo Testamento, hasta formar un solo libro
llamado “Biblia”, el “libro por antonomasia”, tal vez represente la mayor temeridad y el
mayor “pecado contra el espíritu” que la Europa literaria tenga sobre su conciencia.
Dios
La idea de Dios “padre” ha sido plenamente refutada, al igual que la de Dios “juez”
y la de “remunerador”. Lo mismo cabe decir de la idea de que ese Dios tenga una
“voluntad libre”: no oye, y si oyese, no sabría entonces cómo ayudarnos. Lo peor de
todo es que parece incapaz de comunicarse con claridad.
Tal vez llegue un día en que los conceptos más solemnes, aquellos por los que se ha
combatido y sufrido, los conceptos de “dios” y de “pecado”, nos parezca tan poco
importantes como le parecen al anciano los juegos y los dolores infantiles. Y puede que
ese “anciano” –que seguirá siendo siempre lo bastante niño, un niño eterno- necesite
entonces un nuevo juguete y un nuevo dolor.
Puede que no haya habido hasta hoy una forma más enérgica de embellecer al
hombre, que la piedad. Gracias a ella, el hombre puede llegar a convertirse en arte, en
superficie, en juego de colores y en bondad, hasta un extremo tal que su aspecto ya no
resulte hiriente.
Con quien más deshonestos somos es con nuestro Dios: ¡él no puede pecar!
La tendencia a rebajarse, a dejar que le roben, que lo engañen y lo dejen sin nada,
sería el pudor característico de un dios en medio de los hombres.
El demonio es quien tiene una visión más amplia de Dios; por eso se mantiene tan
lejos de él. Y no olvidemos que el demonio es el amigo más viejo del conocimiento.
Puede que tras la fábula y el disfraz sagrados de la vida de Jesús, se oculte uno de
los casos más dolorosos del tormento que sufre quien sabe lo que es el amor: el
tormento del corazón más inocente y más ansioso, insaciable de amor humano, que
exigía amor, ser amado y nada más, con dureza, con frenesí, con terribles reacciones de
cólera contra quienes no aceptaban su amor.
La historia (de Jesús) es la de un pobre ser tan insatisfecho e insaciable de amor que
tuvo que inventar el infierno para mandar a él a quienes no lo querían amar, y que,
después de saber lo que es el amor humano, tuvo que inventarse un dios que fuese todo
el amor y capacidad de amar, que se compadeciese del amor humano, a causa de su
miseria y se su ignorancia.
Cuando se siente así, cuando se sabe hasta ese punto lo que es el amor, se busca la
muerte.
Yo mismo no creo que nadie haya escrutado nunca el mundo con tan profundo
recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino –para hablar teológicamente-,
como enemigo y acusador de Dios.
El mundo, la objetivación liberadora de Dios, perpetuamente y en todo instante
“consumada”, en cuanto visión eternamente cambiante, eternamente nueva de Él, que
lleva consigo los grandes sufrimientos, los más irreductibles conflictos, los más
extremados contrastes, y que no puede libertarse de ellos más que en las “apariencias”.
El espíritu
El ritmo del metabolismo guarda una estrecha relación con la agilidad o la torpeza
de los pies del espíritu. El propio “espíritu” no es, en última instancia, más que una
especie de metabolismo.
Un alma que sabe que la aman y que a su vez no ama, descubre lo que hay al fondo
de ella: lo más bajo de esa alma aflora a lo superficie.
El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora, en la
Tierra, el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a
los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de
interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito.
La mujer
La mujer perfecta, cuando ama, desgarra. Conozco a esas amables ménades. ¡Qué
peligrosos e insinuantes son esos animalitos de presa subterráneos!; ¡pero qué
agradables también!
Una mujer insignificante que esté dispuesta a vengarse sería capaz de cambiar el
destino.
La gran esperanza que tiene puesta en el amor sexual y el pudor que genera
semejante esperanza es lo que hace que las mujeres pierdan de antemano todas las
perspectivas.
¡Qué irán a sacar a luz esos torpes intentos femeninos de ser científicas y de
mostrarse al desnudo, con la cantidad de motivos que tiene la mujer para ser vergonzosa
y la pedantería, superficialidad, dogmatismo y presunción, desenfreno e inmodestia
mezquinos que se esconden en su interior –no hay más que ver cómo tratan a los niños-,
cosas todas ellas que, en el fondo, nada les ha hecho reprimir y dominar mejor hasta hoy
que el miedo al hombre!
Desde el principio de los tiempos, no hay nada más ajeno, odioso y contrario a la
naturaleza e la mujer que la verdad; su gran arte es la mentira; su mayor preocupación
es la apariencia y la belleza.
Ese arte y ese instinto son precisamente lo que honramos y amamos en la mujer.
Nosotros, que vivimos llenos de problemas. Para que nos alivien de ellos, nos
acercamos a esas criaturas cuyas manos, miradas y tiernas insensateces hacen que
nuestra seriedad y nuestra profundidad nos parezcan en cierto modo una insensatez más.
Demuestra que sus instintos están corrompidos, además de que tiene muy mal gusto,
la mujer que apela precisamente a Madame Rolan, a Madame de Staël o a monsieur
George Sand, como si de este modo demostrara algo a favor de “la mujer en sí”. Para
nosotros los hombres, las tres mujeres que he citado son ridículas sin paliativos, ni más
ni menos, y constituyen precisamente excelentes e involuntarios argumentos en contra
de la emancipación y del dominio femeninos.
Si la mujer fuera una criatura que pensara, al haberse dedicado a la cocina, habría
debido descubrir los principales fenómenos fisiológicos y habría terminado
imponiéndose en el arte de la medicina.
Un hombre que posee profundidad tanto en su espíritu como en sus apetitos y que
dispone también de esa profundidad propia de una benevolencia capaz de mostrarse
rigurosa y dura hasta el punto de parecer mera severidad y mera dureza, no puede
considerar a la mujer más que de una forma oriental; esto es, tiene que concebir a la
mujer en términos de posesión, como un objeto de propiedad susceptible de encerrarse
bajo llave, como una criatura destinada a servir y cuyo perfeccionamiento radica en el
cumplimiento de este papel.
Pese al miedo que nos produce, nos compadecemos de ese peligroso y bello felino
que es la mujer, por el hecho de que aparece como el animal más doliente y vulnerable,
más necesitado de amor y más condenado al desengaño. Miedo y compasión son los
sentimientos que ha experimentado hasta hoy el hombre ante la mujer, siempre rozando
la tragedia que desgarra porque embelesa.
Los pueblos
Hay dos clases de genio: el que, antes que nada, fecunda y desea fecundar a otros, y
el que prefiere dejarse fecundar y dar a luz.
De igual forma, entre los pueblos geniales, hay unos a quienes les ha tocado el papel
femenino de gestar y la tarea oculta de modelar, madurar y consumar –los griegos, por
ejemplo, al igual que los franceses-; y otros que han de fecundar e implantar en la vida
un orden nuevo, como los judíos, los romanos y puede que, dicho sea con modestia,
también los alemanes.
Estas dos clases de genios se buscan entre sí como el hombre y la mujer, pero a la
vez tienen una idea falsa el uno del otro… también como el hombre y la mujer.
Cada pueblo tiene su propia forma de ser hipócrita, y a eso le llama “sus virtudes”.
No conocemos ni podemos conocer lo mejor que hay en nosotros.
Las palabras son signos sonoros de conceptos; pero los conceptos son signos
imaginativos, más o menos precisos, de sensaciones que se repiten con frecuencia y al
mismo tiempo, lo que hace que se formen grupos de sensaciones.
Para entendernos mutuamente no basta con emplear las mismas palabras: con esas
mismas palabras hay que designar también el mismo tipo de vivencias internas; lo que
exige, a fin de cuentas, tener una experiencia común con el otro.
Esta es la causa de que los individuos de un mismo pueblo se entiendan mejor entre
sí que con los pertenecientes a pueblos diferentes, aunque éstos hablen el mismo
idioma.
Un pueblo es el rodeo que da la naturaleza para hacer que aparezcan seis o siete
grandes hombres…y para huir después de ellos.
La locura se da raras veces en los individuos; pero constituye la regla general en los
grupos, en los partidos, en las naciones y en las épocas históricas.
La política
Respecto de todos los partidos: todo pastor necesita además un carnero para guiar el
rebaño…, a menos que haga él de carnero.
La degeneración global del hombre puede llegar al extremo de ese “hombre del
futuro” en que cifran su ideal los estúpidos y necios socialistas, esto es, a una
degeneración y reducción del hombre a un mero animal de rebaño (o a un hombre de la
“sociedad libre”, como dicen ellos), que haría de éste minúsculo animal, con igualdad
de derechos y de pretensiones.
Ahora me dan a entender que aquéllos no sólo son mejores que los poderosos, que
los señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen que lamer (no por temor, ¡de ninguna
manera por temor!, sino porque Dios manda honrar toda autoridad). Ese taller donde se
fabrican ideales, me parece que apesta de mentiras.
Un poco de silencio, un poco de tabla rasa de la conciencia, a fin de que de nuevo
haya sitio para la nuevo, y sobre todo para las funciones y funcionarios más nobles, para
el gobernar, el prever, el predeterminar; éste es el beneficio de la activa capacidad de
olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico,
de la tranquilidad, de la etiqueta.
No dejarse llevar por la compasión, aunque sea una compasión dirigida a hombres
superiores, cuyo extraordinario martirio y desamparo observamos por azar. No apegarse
a una ciencia, por mucho que nos atraiga con los inestimables descubrimientos que, al
parecer, nos tiene reservados. No apegarnos a muestras virtudes; no sacrificarnos, como
seres totales, por algo que nos singularice. Hay que saber reservarse: he aquí la mejor
prueba de que se es independiente.
Arte y artistas
Los artistas han sido, en todas las épocas, los ayudas de cámara de una moral o de
una filosofía o de una religión; prescindiendo totalmente, por otro lado, del hecho de
que, por desgracia, han sido muy a menudo los demasiado maleables cortesanos de sus
seguidores y mecenas, así como perspicaces aduladores de poderes antiguos o de
poderes nuevos y ascendentes.
Todo artista sabe que, en estados de gran tensión y preparación espiritual, el dormir
con mujeres produce un efecto muy nocivo.
¿Qué es lo único que somos capaces de escribir u de pintar con nuestros pinceles de
mandarines chinos, quienes eternizamos lo que se deja escribir? ¡Sólo lo que está
empezando a marchitarse y a perder su perfume! ¡Sólo tormentas que se alejan y
disipan, y sentimientos que el otoño ha tornado amarillos! ¡Sólo pájaros perdidos y
cansados de volar que se dejan apresar por nuestras manos!
Para pintar tan sólo vuestro atardecer, pensamientos míos escritos y coloreados, mi
paleta dispone de colores –de múltiples colores de infinitos matices y delicados tonos de
amarillos, grises, verdes y rojos-, pero nadie es capaz de adivinar, viendo mi pintura,
cuál fue el esplendor de vuestra mañana, súbitas centellas, maravillas de mi soledad,
viejos y queridos…malos pensamientos míos!
Del mismo modo que el artista, el hombre teórico encuentra también en lo que lo
rodea una satisfacción infinita, y este sentimiento lo protege, como al artista, contra la
filosofía práctica del pesimismo y sus ojos de lince no lucen más que en las tinieblas.
Es indiscutible que, desde que hay filósofos en la Tierra, y en todos los lugares en
que los ha habido, existe inauténtica irritación y un auténtico rencor de aquéllos contra
la sensualidad. Igualmente existe una auténtica parcialidad y una auténtica predilección
de los filósofos por el ideal ascético en su totalidad; esto es cosa sobre la cual y frente a
la cual no debemos hacernos ilusiones.
Esos nuevos filósofos que están apareciendo en el horizonte, esos tales espíritus no
son más que ventanas cerradas y puertas atrancadas. Esos espíritus erróneamente
llamados “libres” son “niveladores”, en la medida en que son esclavos locuaces y
fecundos plumíferos al servicio del gusto democrático y de las “ideas modernas”;
hombres todos ellos privados de soledad, zopencos atrevidos a los que hay que
reconocer valentía y costumbres respetables, pero que son precisamente no libres y
ridículamente superficiales, sobre todo en su tendencia fundamental a considerar que las
formas de la antigua sociedad existente hasta hoy constituyen la causa de casi toda la
miseria y el fracaso de los hombres: lo cual hace que inviertan alegremente la verdad.
Son los que dicen: “¡Debe ser así!”; los que determinan “hacia dónde” debe ir el ser
humano y “por qué” ha de hacerlo; y para ello disponen de la labor que previamente han
realizado todos los obreros de la filosofía, todos los que han dominado el pasado.
Los filósofos son los que extienden sus manos creadoras hacia el futuro; y todo lo
que ha existido y existe les sirve de medio, de instrumento, de martillo. Para ellos,
“conocer” es crear, y crear es legislar; su voluntad de verdad es…voluntad de poder…
Tal vez sea él mismo una tormenta que avanza grávida de rayos nuevos; un hombre
fatal, rodeado siempre de truenos, de rugidos, de aullidos y de presagios inquietantes.
Un filósofo, ¡ay!, es un ser que a menudo huye de sí mismo, que con frecuencia se
teme, pero que es demasiado curioso como para no estar constantemente “volviendo
sobre sí mismo”…
Yo llegaría a establecer que jerarquía entre los filósofos, en función del grado de su
risa, cuya cúspide la ocuparían quienes fueran capaces de lanzar áureas carcajadas.
A los dioses les gusta burlarse: parece que no pueden contener la risa ni durante la
celebración de ceremonias religiosas.
-¿Les gustarán a ustedes estos frutos nuestros? –Pero ¡qué les importa eso a los
árboles! ¡Qué nos importa eso a nosotros los filósofos!
La filosofía no es otra cosa sino ese instinto tiránico (la voluntad de poder en su
manifestación más intelectual) de “crear el mundo”, de ser causa primera.
Nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros; nosotros mismos
somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos
hemos buscado nunca, ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?
Lo que nos vuelve locos no es dudar sino estar convencidos de algo; pero para
experimentar esto, hay que ser profundo, abismal, filósofo.
Si conservamos un mínimo de superstición, será difícil no aceptar la idea de que no
somos, realmente, más que una simple encarnación, un simple instrumento musical, un
simple médium de fuerzas muy superiores.
Los conceptos filosóficos con son algo arbitrario, algo que se desarrolla por sí
mismo, sino que crecen relacionados y emparentados entre sí y, aunque en apariencia
surjan súbita y caprichosamente en la historia del pensamiento, en la realidad forman
parte de un sistema, al igual que todos los integrantes de la fauna de una zona de la
Tierra.
¿Será verdad que sólo quede una única forma de pensar que implique, como
resultado personal, la desesperación y, como resultado teórico, una filosofía de la
destrucción?
Todo trabajo comprometedor ejerce una influencia ética. El esfuerzo que significa
concentrarse en un tema y darle una estructura armónica, es como una piedra que cae en
el interior de nuestra vida misma; del círculo más pequeño se van formando muchos
círculos cada vez más amplios.
Si se encuentra en este grado de liberación, le queda aún por superar, con la máxima
tensión de su reflexión, la metafísica.
Conocimiento y revelación
Inversión de todos los valores: he aquí mi fórmula para designar un acto de supremo
autoconocimiento de la humanidad, acto que se ha hecho carne y genio en mí.
Mi suerte ha querido que yo sea el primer hombre honrado, que está totalmente en
contra de una falsedad que ha durado milenios.
Aprender nos transforma, al igual como sucede con todos los demás alimentos que,
según saben los fisiólogos, no se limitan a “mantenernos”.
Despreocupados, irónicos, violentos, así nos quiere la sabiduría: es una mujer, ama
siempre únicamente a un guerrero…
Con razón se ha dicho; “Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón”;
nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento.
Estamos siempre en camino hacia ellas; cual animales alados de nacimiento y
recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de corazón, precisamente de una sola
cosa: de “llevar a casa” algo. En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las
denominadas “vivencias”, ¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para
ellas? ¿O suficiente tiempo?
Me “liberé” de los libros; por años, no leí nada, y ése fue el mayor beneficio que me
pude hacer a mí mismo. Mi yo más íntimo, que había quedado casi sepultado y casi
enmudecido a causa de tener que estar oyendo constantemente a otros individuos (leer
no significa otra cosa más que esto), se despertó poco a poco, tímido y vacilante, y
terminó por volver a hablar.
Mi misión consiste en preparar para la humanidad un instante de autoconocimiento
supremo, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se libere
del dominio del azar y de los sacerdotes y se plantee por primera vez, en conjunto, la
cuestión del porqué y del para qué-
El hombre
Cuando somos jóvenes, veneramos y despreciamos sin dar muestras aún de ese arte
del matiz que representa el mejor beneficio de la vida; ello justifica que tengamos que
pagar duramente nuestra actitud ante personas y cosas, en término de una simple
aceptación o rechazo.
Todo está preparado par que el peor de los gustos, es decir, el gusto de lo absoluto,
resulte burlado y profanado cruelmente, hasta que el hombre aprenda a poner un poco
de arte en sus sentimientos y, mejor aún, se atreva a probar lo artificial, como hacen los
auténticos artistas de la vida.
¿Qué es lo que hoy produce nuestra aversión contra “el hombre”?, pues nosotros
sufrimos por el hombre, no hay duda. No es el temor sino, más bien, el que ya nada
tengamos que temer en el hombre; el que el gusano “hombre” ocupe el primer plano y
pulule en él; que el “hombre manso”, el incurablemente mediocre y desagradable haya
aprendido a sentirse a sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la
historia, como “hombre superior”.
Loa hombres profundamente tristes se ponen en evidencia cuando son felices: tienen
una manera de agarrar la felicidad, como si quisieran estrangularla y ahogarla, por celos.
¡Demasiado bien saben, ay, que la felicidad les huye!
La madurez del hombre consiste en recuperar la seriedad con que jugaba cuando era
niño.
Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas… ¿no es precisamente esta
misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre?
¿No es éste el auténtico problema del hombre?
El hecho de que tal problema se halle resuelto en gran parte, tiene que parecer tanto
más sorprendente a quien sepa apreciar del todo la fuerza que actúa en su contra, la
fuerza de la capacidad de olvido.
Cuando de verdad ocurre que el hombre justo es justo incluso con quien lo ha
perjudicado (y no sólo frío, mesurado, extraño, indiferente: ser justo es siempre un
comportamiento positivo), cuando la elevada, clara, profunda y suave objetividad del
ojo justo, del ojo juzgador, no se turba ni siquiera ante el asalto de ofensas, burlas,
imputaciones personales, esto constituye una obra de perfección y de suprema maestría
en la Tierra.
Puede que las virtudes del hombre corriente resulten vicios y debilidades en un
filósofo. Si un hombre de elevado linaje degenerase y sucumbiera, adquiriría unas
cualidades en virtud de las cuales sería necesario prestarle veneración como a un santo,
desde ese momento, en el mundo inferior al que había descendido.
El “puro” es, desde el comienzo, meramente un hombre que se lava, que se prohíbe
ciertos elementos causantes de enfermedades de la piel, que no se acuesta con las sucias
mujeres del pueblo bajo, que siente asco de la sangre, ¡nada más, no mucho más!
La profesión de casi todos los hombres, incluyendo a los artistas, empieza por una
hipocresía, por un imitar exterior, por un copiar lo que produce efecto.
Cuando un hombre pretende parecer algo durante mucho tiempo y con engaño, le
resulta difícil acabar siendo otra cosa.
A él ha de bastarle, como el más deseable de los estados, ese libre y valiente planear
por encima de los hombres, las costumbres, las leyes y las apreciaciones habituales de
las cosas.
No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias
fechorías, tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una
sobrabundancia de fuerza plástica, remodeladota, regeneradora, fuerza que también hace
olvidar. Un hombre que olvida, se sacude de un solo golpe muchos gusanos que en
otros, en cambio, anidan subterráneamente.
En el fondo nos sobreponemos a todo, puesto que hemos nacido para una existencia
subterránea y combativa; una y otra vez salimos a la luz, una y otra vez experimentamos
la hora áurea del triunfo y, en ese momento, aparecemos tal como nacimos:
inquebrantables, tensos, dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más
lejano todavía, como un arco al que las privaciones, lo único que hacen es ponerlo más
tirante.
La voluntad
En toda voluntad se da, ante todo, una pluralidad de sentimientos: el sentimiento del
estado del que se desea salir, el sentimiento del estado al que tendemos, el sentimiento
de ese salir y de ese tender mismos, así como una sensación muscular concomitante
que, aunque no pongamos en movimiento “brazos y piernas”, no entra en juego, por una
especie de hábito, desde el momento que “realizamos una volición”.
Nosotros todavía opinamos, en el fondo, que todas las sensaciones y acciones son
actos de la voluntad libre; si el individuo que siente se considera a sí mismo, entonces,
tomará toda sensación toda alteración, por algo aislado, es decir, incondicionado,
inconexo, surgiendo de nosotros sin asociación con lo anterior o lo posterior.
No hay que cosificar erróneamente las ideas de “causa” y “efecto”, como hacen los
investigadores de la naturaleza, de acuerdo con esa estupidez imperante llamada
mecanismo, que concibe la causa como lo que presiona y empuja hasta “producir” el
efecto. Hemos de utilizar las nociones de “causa y efecto” tan sólo como conceptos
puros, esto es, como ficciones convencionales que sirven para designar y entender, pero
no para explicar. En el “en sí” no hay “nexos causales” ni “necesidad” ni “ausencia de
libertad psicológica”; en este plano, el “efecto” no sigue a la “causa” ni rige ninguna
“ley”.
Todo el mundo moderno está preso en la red de la cultura alejandrina, y tiene por
ideal al “hombre teórico”, armado de los medios de conocimiento más poderosos,
trabajando al servicio de la ciencia, y cuyo prototipo y antepasado original es Sócrates.
Somos nosotros los únicos que hemos inventado las causas, la sucesión, la
reciprocidad, la relatividad, la necesidad, el número, la ley, la libertad, el motivo, la
finalidad; y cuando introducimos erróneamente en las cosas este mundo de signos y lo
confundimos con ellas como si fuera un “en sí”, seguimos haciendo lo mismo de
siempre: obrar de una forma mitológica. El concepto de “voluntad libre” es un concepto
puramente mitológico. En la vida real, no hay más que voluntad fuerte y voluntad débil.
El origen del mito de Prometeo es el valor inestimable que una humanidad ingenua
concede al “fuego” como el verdadero “palladium” de toda la civilización que nace.
Pero que el hombre pudiera disponer libremente del fuego, que no lo recibiese como un
presente del cielo, relámpago que incendia o rayos del sol que conforta, esto parecía al
alma contemplativa de estos hombres primitivos un sacrilegio, un robo a la naturaleza
divina.
Sin el mito, toda cultura está desposeída de su fuerza natural, sabia y creadora.
En medio de todos los restos del pasado, el hombre desprovisto del mito se
encuentra eternamente hambriento, tratando de hallar algunas raíces, aunque para
descubrirlas tenga que destruir las más preciosas antigüedades.
Miscelánea
No es indigno de los más grandes héroes desear la vida, aun alcanzada al precio de
la esclavitud.
Para poder llegar en el ensueño a una íntima felicidad contemplativa, nos es preciso
haber olvidado completamente el día y sus abrumadoras ilusiones. Bajo la inspiración
de Apolo, intérprete de los sueños, podremos explicar todos estos fenómenos como
sigue. Al igual que de las dos mitades de la vida –la que vivimos despiertos y la que
vivimos en sueños-,la primera nos parece la más perfecta, la más importante, la más
seria, la más digna de ser vivida, y hasta diría la única que vivimos; pero yo sostendría
que el ensueño de nuestras noches tiene una importancia igual respecto de esta esencia
metafísica cuya apariencia exterior somos.
El sátiro, y también el pastor de nuestro idilio moderno, ambos son resultado de una
aspiración al estado primitivo y natural; pero ¡con qué firme seguridad se apodera el
griego de su hombre de los bosques, y qué puerilidad, qué insipidez pone el hombre
moderno en la figura azucarada del pastor sensible y delicado que tañe la flauta!
Se está mal acostumbrado, como cualquiera que una vez ha visto por debajo de sí
una inmensa cantidad de objetos, y se ha llegado a ser lo opuesto de los que se
preocupan por cosas que no les conciernen. En realidad, en adelante, al espíritu libre le
conciernen exclusivamente cosas -¡y cuántas cosas!- que ya no le preocupan…
Debías llegar a se dueño de ti, dueño también de tus propias virtudes. Antes eran
ellas dueñas de ti; pero no deben ser más que tus instrumentos junto a otros
instrumentos. Debías adquirir poder sobre tu pro y tu contra y aprender a captar lo
perspectivista de toda valoración; la deformación, la distorsión y la aparente teología de
los horizontes y todo lo que pertenece a lo perspectivista; también la porción de
estupidez con respecto a valores contrapuestos y toda la merma intelectual en que
revierte todo pro y contra.
Tengo un miedo terrible de que algún día me hagan santo… yo no quiero ser un
santo, prefiero ser un payaso. Y no obstante, mejor dicho, precisamente por eso –ya que
hasta el día de hoy no ha existido nada más mentiroso que los santos- por mi boca habla
la verdad.