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EL PRIMER HOMBRE EN LLEGAR A LA

LUNA
Autor: Nicolás Rivaldo Fonseca Caro

Fue un viaje temerario a otro mundo. Un salto al vacío en un territorio extraterrestre sin
atmósfera. Una locura quijotesca a 400.000 kilómetros de distancia. No había precedentes. Ni
manera de predecir lo que iba a ocurrir cuando la nave alunizara. Y no había margen para el
error. El 16 de julio de 1969, los tripulantes del Apolo 11 sólo sabían con certeza a dónde
pretendían llegar, pero tenían muchísimos motivos para preguntarse si volverían a pisar su
propio planeta.

Kennedy ya lo había dejado claro en 1962, cuando proclamó aquello de que América quería ir
a la Luna, «no porque es fácil, sino porque es difícil», y bautizó al desafío como «la aventura
más grande y peligrosa en la que jamás se ha embarcado el hombre». Hoy, cuando se cumplen
más de cuatro décadas desde que Armstrong, Aldrin y Collins culminaran su extraordinaria
hazaña, la definición de JFK sigue siendo válida. La cumbre de este Everest cósmico se alcanzó,
pero no sin tener que afrontar un altísimo nivel de riesgo. De hecho, los astronautas del Apolo
11 han reconocido que emprendieron el viaje sabiendo que sus probabilidades de llegar a la
Luna con éxito y regresar vivos a la Tierra eran de en torno al 50%.

La apuesta de la NASA fue arriesgadísima, y múltiples factores podían haber convertido la


misión en un trágico fiasco, ante 600 millones de telespectadores. Aunque al final Armstrong
logró dar su «pequeño paso para un hombre, y gigantesco salto para la Humanidad», hoy
sabemos que los astronautas padecieron graves dificultades.

El momento más dramático ocurrió durante el delicadísimo descenso sobre la superficie lunar,
cuando el ordenador del módulo que pilotaban Armstrong y Aldrin sufrió una sobrecarga, y
saltó una alarma. Los astronautas preguntaron a Houston si debían abortar la operación y el
centro de control tardó un eterno, angustioso minuto en contestar que ignorasen la alerta. Fue
entonces cuando Armstrong se dio cuenta de que el módulo se había desviado del lugar
previsto para el alunizaje, y que se dirigían a un inmenso cráter lleno de rocas que podrían
destruir las patas de la nave e impedirles salir de allí. Pero el veterano piloto de guerra
mantuvo la sangre fría, cogió los mandos del aparato, y logró posar la nave con suavidad en
una zona plana y despejada, cuando ya sólo quedaban 30 segundos de combustible.

No es de extrañar, por lo tanto, que cuando Armstrong pronunció las míticas palabras
«Houston, aquí Base Tranquilidad, el Águila ha aterrizado», el controlador en Houston
confesara que allí estaban «al borde del infarto» y gritó aliviado: «¡Volvemos a respirar!». Así,
gracias al valor, el temple y la inteligencia de aquellos pioneros del Cosmos, la visión de
Kennedy se hizo realidad, y como dijo Aldrin, la misión del Apolo 11 fue, y será siempre, «un
símbolo de la insaciable curiosidad del hombre para explorar lo desconocido».

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