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El poder del archivo y sus límites

Achille Mbembe

En Hamilton C., V. Harris, J. Taylor, M. Pickover, G. Reid y R. Saleh (Ed.)


Refiguring the Archive, Ciudad del Cabo, David Philip Publishers.
Traducción: Carla Fumagalli

El término ‘archivos’ primero se refiere a un edificio, un símbolo de una institución


pública, uno de los órganos de un Estado constituido. Sin embargo, ‘archivos’ también es
entendido como una colección de documentos –normalmente escritos– guardados en este
edificio. No puede por lo tanto haber una definición de ‘archivos’ que no incluya tanto el
edificio en sí como los documentos que almacena.

Del documento al archivo


El status y el poder del archivo derivan de esta imbricación entre edificio y
documentos. El archivo no tiene ni status ni poder sin su dimensión arquitectónica, que
incluye el espacio físico donde se sitúa el edificio, sus motivos y columnas, el
ordenamiento de las habitaciones, la organización de los ‘documentos’, el laberinto de
corredores y ese grado de disciplina, media luz, y austeridad que le da al lugar algo de la
naturaleza de un templo y de un cementerio.Un espacio religioso porque un conjunto de
rituales son llevados a cabo allí constantemente; rituales que veremos luego son de una
naturaleza cuasi-mágica; y un cementerio en el sentido de que fragmentos de vidas y piezas
del tiempo están sepultados allí, sus sombras y huellas inscritas en un papel y preservadas
como tantas reliquias. Y es así como llegamos a la materialidad ineludible del archivo y a
su rol resultante, como este ensayo intentará demostrar, como una institución imaginaria.

En cuanto a los rituales involucrados, podríamos ver cómo un archivo es producido;


esto es, el proceso que culmina en un texto ‘secular’ con una función previa diferente y
cuya carrera termina en los archivos –o mejor, que se convierte en archivo. Con frecuencia
olvidamos que no todos los documentos están destinados a ser archivos. En cualquier
sistema cultural, solo ciertos documentos cumplen el criterio de ‘archivabilidad’. Excepto
los documentos privados (de la Iglesia, de instituciones privadas, familiares, de
empresas…), la mayoría de los documentos considerados como ‘archivables’ están
relacionados con el trabajo general del Estado. Una vez que son recibidos, deben ser
codificados y clasificados. Luego, son distribuidos de acuerdo a criterios cronológicos,
temáticos o geográficos. Sea cual fuera el criterio utilizado al momento de codificar,
clasificar y distribuir, estos procedimientos son solamente una forma de crear un orden. Los
documentos son entonces puestos en un sistema que facilita la identificación y la
interpretación. Más seriamente, los documentos son puestos bajo un manto de secreto – por
un período de tiempo que varía según la naturaleza de los documentos y la legislación local.
El proceso que resulta en que un documento que se convierta en ‘archivable’ revela que
solo hay productos que han sido deliberadamente despojados de lo que los haría
simplemente documentos ‘seculares’; de este modo, no hay archivos de por sí.

Los archivos son el producto de un proceso que convierte un cierto número de


documentos en ítems considerados dignos de conservación y mantenimiento en un espacio
público, donde pueden ser consultados de acuerdo a procedimientos y regulaciones bien
establecidas. Como resultado, se vuelven parte de un sistema especial, bien ilustrado por el
recogimiento al secreto o al cierre que marca los primeros años de su vida. Durante varios
años estos fragmentos de vida y piezas del tiempo están ocultos en la media luz, apartados
del mundo visible. Una prohibición de principio les es impuesta. Esta prohibición convierte
su contenido en algo aún más misterioso. Al mismo tiempo, un proceso de despojo y
desposeimiento comienza: sobre todo, el documento archivado ha dejado en gran medida
de ser propiedad de su autor para pasar a ser propiedad de la sociedad toda, aunque solo sea
porque desde el momento en que es archivado, cualquiera puede reclamar el acceso a su
contenido. Más allá del ritual de volver algo secreto, parece claro que el archivo es
principalmente el producto de un juicio, el resultado del ejercicio de un poder y una
autoridad específicos, que consiste en ubicar ciertos documentos en un archivo y,
simultáneamente, descartar otros. El archivo, por lo tanto, es fundamentalmente un asunto
de discriminación y selección, que al final, resulta en el otorgamiento de un status
privilegiado a ciertos documentos escritos y el rechazo de ese mismo status a otros, así
juzgados como ‘inarchivables’. El archivo, así, no es una pieza de información, sino un
status.

El status del resto


¿De qué status estamos en verdad hablando? En primer lugar, es un status material.
La naturaleza material del archivo –por lo menos antes de la digitalización– significa que
está inscrito en el universo de los sentidos: un universo táctil porque el documento puede
ser tocado; un universo visual porque puede ser visto; un universo cognitivo porque puede
ser leído y decodificado. Consecuentemente, por el hecho de estar ahí, el archivo elimina la
duda ejerciendo un poder debilitante sobre ella. Luego adquiere el status de prueba. Es la
prueba de que una vida verdaderamente existió, de que algo realmente sucedió, de algo de
lo que puede dar cuenta. El destino final del archivo está, por lo tanto, siempre fuera de su
propia materialidad, en el relato que hace posible.

Su status es también uno imaginario. Lo imaginario está caracterizado por dos


propiedades mencionadas arriba: la naturaleza arquitectónica y la naturaleza religiosa del
archivo. Ningún archivo puede ser el depositario de toda la historia de una sociedad, de
todo lo que ha sucedido en esa sociedad. A través de documentos archivados, se nos
presentan piezas de tiempo a ser ensambladas, fragmentos de vida a ser puestos en orden,
uno tras otro, en un intento de formular un relato que adquiere su coherencia a través de la
habilidad de armar vínculos entre el principio y el fin. Un montaje de fragmentos crea de
este modo una ilusión de totalidad y continuidad. De este modo, igual que con el proceso
arquitectónico, el tiempo entretejido por el archivo es el producto de una composición. Este
tiempo tiene una dimensión política que resulta de la alquimia del archivo: se supone que
debe pertenecer a todos. La comunidad del tiempo, el sentimiento según el cual todos
seríamos herederos de un tiempo sobre el que ejerceríamos los derechos de la posesión
colectiva: este es el imaginario que el archivo busca diseminar.
Este tiempo de co-posesión, sin embargo, descansa en un evento fundamental: la
muerte. La muerte hasta el extremo de que el documento archivado, por excelencia, es,
generalmente, un documento cuyo autor ha muerto y que, obviamente, ha estado cerrado
por el período de tiempo requerido antes de poder ser accesible. La prueba representada por
esta clausura, este período de tiempo y la resultante distancia del presente, añade al archivo
contenido del documento. Sin contemplar casos excepcionales, es solo al final de este
período de cierre que el documento archivado es despertado de un sueño y vuelto a la vida.
Puede, de ahí en más ser ‘consultado’. El término ‘consultado’ muestra claramente que ya
no hablamos de cualquier documento, sino de este documento particular que tiene el poder,
por una designación legal, de iluminar a aquellos comprometidos con una indagación sobre
el tiempo heredado en co-posesión.

En un nivel más básico, el archivo impone una diferencia cualitativa entre la co-
posesión de tiempo muerto (el pasado) y el tiempo vivo, esto es, el presente inmediato. Esa
parte de su status que cae bajo la orden del imaginario surge del hecho de que está
enraizado en la muerte como un evento arquitectónico. Debe ocurrir una muerte para dar
nacimiento a un tiempo caracterizado por no pertenecer a ningún individuo, precisamente
porque este tiempo, a partir de ese momento, funda o instituye algo. El poder del archivo
como una ‘institución imaginaria’ se origina en gran medida en este intercambio con la
muerte. Este intercambio tiene tres dimensiones. La primera involucra la lucha contra la
dispersión de los fragmentos de vida. De hecho, la muerte es uno de los intentos más
radicales de destruir la vida y abolir cualquier deuda en su relación. El acto de morir, puesto
que conlleva la dislocación del cuerpo físico, nunca ataca totalmente ni con el mismo éxito,
todas las propiedades del fallecido (en sentido literal o figurativo). Siempre quedarán
huellas del fallecido, elementos que testifican que esa vida sí existió, que hubo hechos
vividos y luchas comprometidas o evadidas. Los archivos nacen del deseo de volver a
montar estas huellas más que de destruirlas. La función del archivo es frustrar la dispersión
de estas huellas y la posibilidad, siempre presente, de que, de ser dejadas solas, puedan
adquirir eventualmente una vida propia. Fundamentalmente, los muertos deberían tener
prohibido de modo formal suscitar disturbios en el presente.
La mejor forma de evitar que los muertos no provoquen disturbios no es solo
enterrarlos, sino enterrar sus restos, sus desechos. Los archivos forman parte de estos restos
y desechos y es por eso que cumplen un rol religioso en las sociedades modernas. Pero –
siempre recordando la relación entre el documento y el diseño arquitectónico que lo
contiene– también constituye un tipo de sepulcro donde estos restos son puestos a
descansar. En este acto de entierro y en relación a la sepultura, es que se encuentra la
segunda dimensión del intercambio entre muerte y archivo. Archivar es un tipo de sepelio,
poner algo en un ataúd, sino para que descanse, para enterrar elementos de esa vida que no
pudieron pura y simplemente ser destruidos. Estos elementos, removidos del tiempo y la
vida, son asignados a un lugar y a un sepulcro perfectamente reconocible porque está
consagrado: los archivos. El asignarlos a este lugar hace posible establecer una autoridad
incuestionable sobre ellos y domesticar la violencia y la crueldad de las que son capaces los
restos, especialmente cuando estos son abandonados a sus propios dispositivos.

El archivo como talismán


Hasta ahora hemos tratado los archivos desde la base de su poder como reliquias y
su capacidad de funcionar como una institución imaginaria. Deliberadamente, hemos
dejado de lado dos aspectos: la experiencia subjetiva e individual del archivo, y la relación
entre el archivo y el Estado. En cuanto al primero, es suficiente decir que como sea que
definamos los archivos, no tienen sentido fuera de la experiencia subjetiva de aquellos
individuos que, en un momento dado, llegan a usarlos. Es esta experiencia subjetiva la que
pone límites en el supuesto poder de los archivos, revelando su inutilidad y naturaleza
residual y superflua. Varios factores están involucrados en esta experiencia subjetiva de los
archivos: de quién son; de qué autoridad dependen; el contexto político en el que son
visitados; las condiciones bajo las que se accede a ellos; la distancia entre lo que se busca y
lo que se encuentra; la forma en la que son decodificados y cómo se presenta y se hace
público aquello que fue encontrado allí.

La relación entre el archivo y el Estado es igual de compleja. Descansa en una


paradoja. Por un lado, no hay Estado sin archivo –sin su archivo. Por el otro, la misma
existencia del archivo constituye una constante amenaza al Estado. La razón es simple. Más
que en su habilidad para recordar, el poder del Estado descansa en su habilidad para
consumir tiempo, esto es, abolir el archivo y anestesiar el pasado. El acto que crea el Estado
es un acto de ‘cronofagia’. Es un acto radical porque consumir el pasado hace posible el
estar libre de toda deuda. La violencia constitutiva del Estado descansa, al final, en la
posibilidad, que nunca puede ser descartada, de rechazar el reconocimiento de una u otra
deuda (o de saldarla). Esta violencia es definida en contraste con la misma esencia del
archivo, ya que la negación del archivo es equivalente, stricto sensu, a la negación de la
deuda.
Este es el motivo por el cual, en ciertos casos, algunos Estados pensaron que podían
existir sin archivos. Por eso han intentado ya sea reducirlos al silencio o, en un modo más
radical, destruirlos. Haciendo esto creyeron que podían aplazar la habilidad del archivo de
servir de prueba de un fragmento sospechoso de vida o pieza de tiempo. Más interesados en
el presente que en el futuro, pensaron que podían eliminar el pasado de una vez por todas,
así podían escribir como si todo comenzara de nuevo. Es porque, en última instancia, estos
métodos afectan la materialidad del archivo más que su dimensión como institución
imaginaria, que, en ocasiones, tuvieron problemas.

El poder del archivo, por todo esto, no ha sido abolido. Por el contrario, ha sido,
más bien, desplazado. La destrucción material solo ha tenido éxito en la inscripción de la
memoria del archivo y sus contenidos en un doble registro. Por un lado, en la fantasía,
puesto que la destrucción o la prohibición del archivo solo lo dotó de más contenido. En
este caso, ese contenido es más irreal, porque ha sido ocultado y enterrado una vez y para
siempre en la esfera de lo que se mantendrá desconocido, así haciendo espacio para todas
las formas de pensamiento imaginario. Por otro lado, el archivo destruido acosa al Estado
en la forma de un fantasma, un objeto que no tiene sustancia objetiva, pero que, por estar
tocado por la muerte, es transformado en un demonio, el receptáculo de todos los ideales
utópicos y de toda la ira, la autoridad de un juicio futuro.

Por el contrario, otros Estados han buscado ‘civilizar’ las formas en que el archivo
es consumido, no intentando destruir su sustancia material, sino a través de una inclinación
por la conmemoración. En este marco, el objetivo final de la conmemoración es menos
recordar, que olvidar. Para que exista un recuerdo, debe primero existir la tentación de
repetir un acto original. La conmemoración, en contraste, es parte del ritual del olvido:
ofrece una despedida al deseo o la voluntad de repetir algo. ‘Aprender’ a olvidar es mucho
más fácil si, por un lado, lo que debe ser olvidado pasa al folklore (cuando es entregado al
público en general) y si, por el otro, pasa a ser parte del universo de lo que se vuelve
mercancía. Así, pasamos de su consumo por un Leviathan que busca liberarse de toda
deuda (esto es, adquirir el derecho de ejercer violencia absoluta) a su consumo por las
masas –consumo masivo.

Democratizando el acto de la cronofagia y volviendo a un orden en que el consumo


del archivo se transforma en una herramienta comunal del Estado y de la sociedad, surgen
dos posibilidades que la represión sola no permite. Por un lado, se atenúa la necesidad que
habría significado un deseo por repetir, en un tiempo diferente y con otros actores, el acto
original. En los casos en los que el acto involucraba un asesinato, un asesino o una mascare,
no es difícil ver lo beneficios que una sociedad ganaría de tal recorte. Por otro
lado,haciendo que tal recorte forme parte del universo de la mercancía, gracias al consumo
masivo, el archivo es retirado de la esfera de los restos y desechos y transformado en un
talismán. Resulta un culto pagano en cuyo corazón se pueden encontrar muchos otros
artefactos e instituciones (museos, por ejemplo).
La transformación del archivo en un talismán, sin embargo, está acompañada por la
remoción de cualquier factor subversivo de la memoria. Al darle a quien lo lleva (en este
caso a quien lo consume) la sensación de estar protegido o de ser el co-dueño de un tiempo
o elco-actor en un evento, aun en el pasado, el talismán suaviza la ira, la vergüenza, la
culpa, o el resentimiento que el archivo si no incita, mantiene, por su función de recordar.
Así, el deseo de venganza es eliminado junto con el deber del arrepentimiento, la justicia y
la reparación. La vuelta en mercancía de la memoria oblitera la distinción entre la víctima y
el verdugo y, en consecuencia, habilita al Estado a concretar lo que siempre ha soñado: la
disolución de la deuda y la posibilidad de empezar de cero.

Conclusión
Examinar archivos es estar interesado en lo que la vida ha dejado atrás, es estar
interesado en la deuda. Sin embargo, también es estar preocupado por el resto. En este
sentido, tanto el historiador como el archivista habitan un sepulcro. Mantienen una relación
íntima con un mundo vivo solo por virtud de un evento inicial que es representado por el
acto de morir. Siendo este el caso, escribir la historia solo supone manipular archivos.
Seguir huellas, volver a armar fragmentos y reconstruir restos es estar implicado en un
ritual que culmina en la resucitación de la vida, en el devolverles la vida a los muertos
reintegrándolos en el ciclo del tiempo, de un modo que encuentren en un texto, en un
artefacto o en un monumento, un lugar que habitar, desde el que continúen expresándose.

Lidiar con la muerte también evoca la posibilitad del fantasma. El archivo no podría
tener una relación con la muerte sin incluir el otro remanente de la muerte –el fantasma. En
gran medida, el historiador libra una batalla contra este mundo de fantasmas. Estos
encuentran en los textos escritos el camino a una existencia entre los mortales –pero una
existencia que ya no se desarrolla de acuerdo a la misma modalidad que lo hacía en su
tiempo. Puede ser que la historiografía y la misma posibilidad de una comunidad política
(polis), sean solo concebibles bajo la condición de que el fantasma, que ha sido vuelto a la
vida de esta manera, deba quedar en silencio, deba aceptar que de ahora en más deba hablar
a través de otro, o ser representado por algún signo, o algún objeto que, sin pertenecer a
nadie en particular, les pertenece a todos.

Siendo este el caso, el historiador no está satisfecho con traer a la muerte de vuelta a
la vida. Él o ella la devuelven a la vida precisamente para silenciarla mejor,
transformándola de palabras autónomas en una muleta en la que apoyarse para hablar y
escribir más allá de un texto original. Es a través de la inclinación de este acto de
desposesión –el dejar fuera al autor– que el historiador establece su autoridad y que la
sociedad establece su dominio específico: el dominio de las cosas que, porque compartidas,
pertenecen exclusivamente a nadie (el dominio público).
Y este es el motivo por el que el historiador y el archivista han sido muy útiles al
Estado, notablemente en contextos en los que el segundo era designado guardián del
dominio de las cosas que no le pertenecen a nadie. De hecho, tanto el historiador como el
archivista ocupan una posición estratégica en la producción de una institución imaginaria.
Uno podría preguntar cuál será su rol de ahora en adelante, especialmente en contextos
donde el proceso de democratización de un acto cronofágico –esto es, la disolución del
archivo– se encuentra en un estado avanzado.

Lo curioso es la creencia largamente sostenida de que el Estado descanse en algo


más que el deseo de destruir el archivo, de liberarse de los restos. ¿Qué podría ser más
noble? Pero quizás es una condición para la existencia de todas las sociedades: la necesidad
permanente de destruir los restos –de apaciguar, violentamente si es necesario, el demonio
que llevan consigo.

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