Mbembe - El Poder Del Archivo y Sus Límites
Mbembe - El Poder Del Archivo y Sus Límites
Achille Mbembe
En un nivel más básico, el archivo impone una diferencia cualitativa entre la co-
posesión de tiempo muerto (el pasado) y el tiempo vivo, esto es, el presente inmediato. Esa
parte de su status que cae bajo la orden del imaginario surge del hecho de que está
enraizado en la muerte como un evento arquitectónico. Debe ocurrir una muerte para dar
nacimiento a un tiempo caracterizado por no pertenecer a ningún individuo, precisamente
porque este tiempo, a partir de ese momento, funda o instituye algo. El poder del archivo
como una ‘institución imaginaria’ se origina en gran medida en este intercambio con la
muerte. Este intercambio tiene tres dimensiones. La primera involucra la lucha contra la
dispersión de los fragmentos de vida. De hecho, la muerte es uno de los intentos más
radicales de destruir la vida y abolir cualquier deuda en su relación. El acto de morir, puesto
que conlleva la dislocación del cuerpo físico, nunca ataca totalmente ni con el mismo éxito,
todas las propiedades del fallecido (en sentido literal o figurativo). Siempre quedarán
huellas del fallecido, elementos que testifican que esa vida sí existió, que hubo hechos
vividos y luchas comprometidas o evadidas. Los archivos nacen del deseo de volver a
montar estas huellas más que de destruirlas. La función del archivo es frustrar la dispersión
de estas huellas y la posibilidad, siempre presente, de que, de ser dejadas solas, puedan
adquirir eventualmente una vida propia. Fundamentalmente, los muertos deberían tener
prohibido de modo formal suscitar disturbios en el presente.
La mejor forma de evitar que los muertos no provoquen disturbios no es solo
enterrarlos, sino enterrar sus restos, sus desechos. Los archivos forman parte de estos restos
y desechos y es por eso que cumplen un rol religioso en las sociedades modernas. Pero –
siempre recordando la relación entre el documento y el diseño arquitectónico que lo
contiene– también constituye un tipo de sepulcro donde estos restos son puestos a
descansar. En este acto de entierro y en relación a la sepultura, es que se encuentra la
segunda dimensión del intercambio entre muerte y archivo. Archivar es un tipo de sepelio,
poner algo en un ataúd, sino para que descanse, para enterrar elementos de esa vida que no
pudieron pura y simplemente ser destruidos. Estos elementos, removidos del tiempo y la
vida, son asignados a un lugar y a un sepulcro perfectamente reconocible porque está
consagrado: los archivos. El asignarlos a este lugar hace posible establecer una autoridad
incuestionable sobre ellos y domesticar la violencia y la crueldad de las que son capaces los
restos, especialmente cuando estos son abandonados a sus propios dispositivos.
El poder del archivo, por todo esto, no ha sido abolido. Por el contrario, ha sido,
más bien, desplazado. La destrucción material solo ha tenido éxito en la inscripción de la
memoria del archivo y sus contenidos en un doble registro. Por un lado, en la fantasía,
puesto que la destrucción o la prohibición del archivo solo lo dotó de más contenido. En
este caso, ese contenido es más irreal, porque ha sido ocultado y enterrado una vez y para
siempre en la esfera de lo que se mantendrá desconocido, así haciendo espacio para todas
las formas de pensamiento imaginario. Por otro lado, el archivo destruido acosa al Estado
en la forma de un fantasma, un objeto que no tiene sustancia objetiva, pero que, por estar
tocado por la muerte, es transformado en un demonio, el receptáculo de todos los ideales
utópicos y de toda la ira, la autoridad de un juicio futuro.
Por el contrario, otros Estados han buscado ‘civilizar’ las formas en que el archivo
es consumido, no intentando destruir su sustancia material, sino a través de una inclinación
por la conmemoración. En este marco, el objetivo final de la conmemoración es menos
recordar, que olvidar. Para que exista un recuerdo, debe primero existir la tentación de
repetir un acto original. La conmemoración, en contraste, es parte del ritual del olvido:
ofrece una despedida al deseo o la voluntad de repetir algo. ‘Aprender’ a olvidar es mucho
más fácil si, por un lado, lo que debe ser olvidado pasa al folklore (cuando es entregado al
público en general) y si, por el otro, pasa a ser parte del universo de lo que se vuelve
mercancía. Así, pasamos de su consumo por un Leviathan que busca liberarse de toda
deuda (esto es, adquirir el derecho de ejercer violencia absoluta) a su consumo por las
masas –consumo masivo.
Conclusión
Examinar archivos es estar interesado en lo que la vida ha dejado atrás, es estar
interesado en la deuda. Sin embargo, también es estar preocupado por el resto. En este
sentido, tanto el historiador como el archivista habitan un sepulcro. Mantienen una relación
íntima con un mundo vivo solo por virtud de un evento inicial que es representado por el
acto de morir. Siendo este el caso, escribir la historia solo supone manipular archivos.
Seguir huellas, volver a armar fragmentos y reconstruir restos es estar implicado en un
ritual que culmina en la resucitación de la vida, en el devolverles la vida a los muertos
reintegrándolos en el ciclo del tiempo, de un modo que encuentren en un texto, en un
artefacto o en un monumento, un lugar que habitar, desde el que continúen expresándose.
Lidiar con la muerte también evoca la posibilitad del fantasma. El archivo no podría
tener una relación con la muerte sin incluir el otro remanente de la muerte –el fantasma. En
gran medida, el historiador libra una batalla contra este mundo de fantasmas. Estos
encuentran en los textos escritos el camino a una existencia entre los mortales –pero una
existencia que ya no se desarrolla de acuerdo a la misma modalidad que lo hacía en su
tiempo. Puede ser que la historiografía y la misma posibilidad de una comunidad política
(polis), sean solo concebibles bajo la condición de que el fantasma, que ha sido vuelto a la
vida de esta manera, deba quedar en silencio, deba aceptar que de ahora en más deba hablar
a través de otro, o ser representado por algún signo, o algún objeto que, sin pertenecer a
nadie en particular, les pertenece a todos.
Siendo este el caso, el historiador no está satisfecho con traer a la muerte de vuelta a
la vida. Él o ella la devuelven a la vida precisamente para silenciarla mejor,
transformándola de palabras autónomas en una muleta en la que apoyarse para hablar y
escribir más allá de un texto original. Es a través de la inclinación de este acto de
desposesión –el dejar fuera al autor– que el historiador establece su autoridad y que la
sociedad establece su dominio específico: el dominio de las cosas que, porque compartidas,
pertenecen exclusivamente a nadie (el dominio público).
Y este es el motivo por el que el historiador y el archivista han sido muy útiles al
Estado, notablemente en contextos en los que el segundo era designado guardián del
dominio de las cosas que no le pertenecen a nadie. De hecho, tanto el historiador como el
archivista ocupan una posición estratégica en la producción de una institución imaginaria.
Uno podría preguntar cuál será su rol de ahora en adelante, especialmente en contextos
donde el proceso de democratización de un acto cronofágico –esto es, la disolución del
archivo– se encuentra en un estado avanzado.