Principio PDF
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Gustavo Muñoz
Muñoz, Gustavo
Principio / Gustavo Muñoz. - 1a ed . - La Plata : Javier
Bibiloni Ediciones, 2019.
286 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-3730-58-0
1. Novela. I. Título.
CDD A863
Datos de la editorial:
Javier Bibiloni Ediciones
E-mail:[email protected]
Dirección:10 nº809 (La Plata)
Impreso en Argentina
Norma Domancich
I
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Alejado pude apreciarlo mejor y aunque todavía se erguía
imponente, el fuego lo había tomado por completo. Algunas
personas se habían detenido alrededor para contemplar el res-
plandor de las llamas que se elevaban varios metros por encima
y amenazaban alcanzar unos cables, pero no los juzgo por eso.
Era un espectáculo digno de ser admirado.
Como poseído, crucé otra vez de vereda para pararme en
el mismo sitio en que lo vi por primera vez. Absorto en una
sensual devoción que me animaba a disfrutar el fuerte calor que
irradiaba, me acercaba todavía más cuando una rama se quebró
y cayó encendida muy próxima a donde estaba. Sentí la madera
crujir, y me di cuenta de que, aun corriendo, la próxima podría
alcanzarme.
Percibir el peligro fuera de mi control resultó un acto
original que me envolvió en un estado de intensa calma. Asu-
mir que siempre había vivido expuesto a circunstancias que
podían aniquilarme y que un accidente, una falla biológica, o
un desastre natural tarde o temprano me enfrentarían a la im-
postergable escena anterior a la muerte, le quitó tragedia a la
situación. No sentía temor cuando, erguido como el árbol que
lento se desvanecía en cenizas, improvisé una sonrisa desafiante
en el instante que algo me sacudió sin moverme y me arrebató
a una realidad distinta.
El lugar era el mismo y los elementos dispuestos conti-
nuaban con su justa rutina pero definitivamente yo no estaba
en ella. Alguna especie de magia había convertido todo en un
diáfano cristal que parecía haber resignado su habitual rigidez,
para adquirir la fluida densidad del agua y me sometía a una
pronunciada distorsión del tiempo. Mi respiración se adaptó
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a cierta contracción muscular que, desde un punto encendido
en la zona del abdomen, controlaba el lento tránsito del aire
cuando entraba y salía.
Enseguida noté que no era posible diferenciarme del cris-
tal que también había conquistado el aire, y mis movimientos
se volvieron más torpes que de costumbre. Aunque me pareció
grave, ese detalle se diluyó inocente al comprobar que en esa
otra realidad, el árbol y el fuego se habían fusionado para con-
vergir en un elemento con vida propia.
Pensé que era el rey o alguna especie de autoridad allí
porque parecía sentirse a gusto en ese devenir límpido y lento.
En medio de un avasallador silencio que sobrepasaba con
desprecio el bullicio alrededor, comprendí que ambos sabíamos
del otro y aunque no podía descifrar si su ojo estaba en la ma-
dera o en el color del fuego, no tenía dudas de que me estaba
mirando. Todos resplandecíamos en una brillante textura que
nos penetraba y de alguna extraña manera nos convertía en lo
mismo, pero solo se fijaba en mí. El resto de los hombres se
habían proclamado en su contra para intentar destruirlo arro-
jándole agua y aunque era evidente que hubiera bastado un
soplido para deshacerse de ellos, él ni se inmutaba. Como si
nada más existiera, su insistente foco me seguía incluso cuando
con un enorme esfuerzo me desplacé unos metros hacía atrás.
Deduje que el mismo que me había conmovido por su
valentía mientras agonizaba, nacía poderoso en ese lugar y me
doblegaba apenas por verme, pero ese razonamiento que al
principio me pareció poético, luego me hizo percatar de mi
endeble situación y entonces perdí por completo la capacidad
de razonar.
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El resultado de las incontrolables emociones que verti-
ginosas respondían a la brutal incertidumbre, me dispusieron
estoico a aceptar mi suerte. No sé cuánto tiempo pasó hasta
que los bomberos lograron extinguirlo, porque incluso las re-
beldes llamas finales lo sostenían vivo, pero cuando regresé a la
realidad de siempre, lo hice con mis ojos enclavados en él.
Los comentarios que dejaban entrever los vecinos habla-
ban de una ardua lucha y por eso puedo mencionarlo. Yo sólo
recuerdo haber estado expuesto a la mirada del fuego y luego
arder al unísono sin quemarme.
Cuando retomé el regreso a mi casa, la búsqueda de la
melodía había soltado mis pensamientos y en su lugar comenzó
a perseguirme de manera obsesiva la necesidad de explicarme lo
que había sucedido. En unos pocos minutos había recreado al
menos una decena de argumentos pero ninguno con la contun-
dencia suficiente para justificar semejante quiebre en mi razón.
Me detuve a mirar mi reloj y hacía menos de dos horas
que había salido de la oficina. Parecía una semana. Esa grosera
contradicción del tiempo me provocó un sobresalto similar al
efecto de cuando algo me despierta abruptamente del sueño,
y por un segundo el enredo se acalló y lo primero que pensé
cuando volví del trance, regresó implacable. Las mismas tres
palabras habían venido a mí sin mi consentimiento y lo habían
vuelto a hacer a pesar de que las había olvidado. Sentí que no
era yo llegando a determinada conclusión, sino algo más eleva-
do que me contagiaba con su certeza.
La desconocida claridad me había mostrado el punto
donde debía comenzar a gestar una explicación objetiva y, en
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ese sentido, la zarza ardiente había resultado fácilmente adapta-
ble a mi experiencia. Dios había adquirido ese simbolismo para
manifestarse frente a Moisés y lo había vuelto a hacer, sólo por-
que era el único modo en que podría reconocerlo. Esa forma
particular me había sugestionado en mis primeras lecturas de la
Biblia y adquirido un sentido profundo para mí. Era como lo
había representado en mi mente cada vez que había necesitado
de su consuelo.
Aceptar que Dios había decidido presentarse y atravesar-
me por completo me resultaba gratamente verosímil. Nunca
habría imaginado que pudiera llegar a pasarme pero supuse
que a Moisés tampoco: también debió tener miedo cuando le
sucedió.
En un estado que podría describir como de gozosa ale-
gría, llegué a mi casa y me duché, releí el Éxodo completo antes
de cenar y luego me sentí complacido por la cena.
Antes de acostarme, me arrodillé al lado de mi cama y
recé con la misma informal devoción que cuando era niño y no
recordaba bien las oraciones.
A la mañana siguiente, como cualquier otro sábado, des-
perté nostálgico y, alejado del sentimiento religioso que me
había quedado luego del encuentro con Dios, decidí dedicarme
a algunas tareas del jardín que había postergado por días y me
llevaron más tiempo del esperado.
Aunque estuviera cansado —al punto de que almorcé un
poco de arroz frío tan solo por no cocinar— no quise repri-
mir mi deseo de caminar hasta el lugar donde había sucedido
el contacto. Completamente seguro de que no había sido un
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sueño, el evento que el día anterior interrumpió mi sentido
constante de la realidad, me convenció de que las cosas impo-
sibles nunca lo fueron y no me hubiese extrañado encontrar el
árbol intacto. Tampoco me sorprendió ver casi todo reducido
a cenizas, ni conocer el verdadero motivo que había causado
el incendio. Mientras arrojaba en un contenedor los restos de
madera negra que quedaron dispersos en la vereda, el dueño de
la casa donde estaba el árbol me relató que se había negado a
podarlo y un vecino afectado por el largo de las ramas, ensayó
una solución práctica al conflicto.
Cuando le pregunté, me di cuenta de que no lo hacía
por curiosidad sino que estaba buscando razonar la causa para
quitarle misterio.
No era usual para mí ser tan objetivo acerca del móvil de
mis acciones, pero de pronto noté que el argumento que había
mitigado mi confusión tenía enemigos ocultos. Algo en mí in-
tentaba desprestigiar la premisa acerca de la aparición de Dios
y había vuelto al lugar de los hechos tan sólo para eso.
No quise regresar a mi casa y caminé errante por un rato.
Se me ocurrió pensar que tal vez el enemigo inconsciente
de mis elucubraciones hubiera sido la respuesta sensata del sen-
tido común. La cercanía con el humo, sumado al cansancio de
la semana, podrían haber ocasionado una especie de alteración
de mi conciencia. Más de una vez había escuchado acerca de
experiencias místicas a causa de la alucinación que provocan
ciertos elementos tóxicos.
Cavilé que quizás estaba magnificando un casual suceso
por la mera similitud, en apariencia, con un pasaje bíblico y
me apoyé en la evidencia de que a diferencia del episodio con
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Moisés, Dios tenía un ojo y no me había dicho nada.
Me asusté de mi capacidad para recrear argumentos
opuestos con la misma sensatez. Luego me asusté de mis agu-
das observaciones y me di cuenta de que me estaban desequi-
librando.
Empecé a silbar la melodía de una canción, deslizando la
letra sobre ella en mis pensamientos y con los pasos marcaba
el tiempo.
Frente al supermercado, y como un hecho inusual, se me
antojó vino. Poco sé acerca de bodegas y tipos de uva, así que
me incliné por uno que tenía en la etiqueta el diseño de un ojo
encerrado en un triángulo, que por algún motivo me recordó la
mirada del árbol.
Si sé, porque pude contemplarlo muchas veces cuando
niño, que el vino se deja enfriar unos minutos si el clima es
caluroso y algunos más, destapado, antes de servir. Cuando es-
tuvo en condiciones, el cuaderno donde había escrito al menos
una docena de modestos poemas y que todavía tenía bastan-
te espacio libre, esperaba abierto sobre la mesa; el ambiente
olía a sándalo y de fondo se podían oír tambores tribales que
parecían provenir del desierto o la profunda selva. Las velas
distribuidas en la sala ofrecían una tenue pero apropiada ilumi-
nación y después de beber el primer trago, quise iniciar el ritual
que tantas veces ejecuté.
A diferencia de cualquier otro poeta, poco me importaba
dar a conocer mi obra y en cambio consideraba escribir como
el único modo para acceder al verdadero amor. Aunque esa pre-
misa surgió como un resguardo para no morir de pena luego de
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un amargo desencuentro, mentiría si niego que estaba absolu-
tamente convencido que era posible transmutar la tristeza otra
vez en amor, a través de versos, persuadido de que si lograba
dar con la fórmula exacta, no solo aliviaría mi dolor, sino que
además, como un llamado trascendental, mi alma gemela no
podría resistir el magnetismo de mi corazón encendido. Había
pasado noches enteras, incapaz de advertir diferencia alguna
entre la poesía y la magia, como un alquimista buscando lograr
la gran obra, y si bien nunca conseguí mi cometido y la tristeza
perduraba, jamás dudé del método y, en cambio, me culpaba
por mi tibia ambición.
Hacía bastante que había olvidado ese hábito y tal como
en aquel tiempo, quise imaginarla para hallar inspiración, cuan-
do sin desearlo, el origen de las circunstancias se volvió evi-
dente y veló sin piedad mi conducta. En ningún momento me
había propuesto escribir pero sin darme cuenta dispuse todo
para ello. Algo me movilizaba a escapar de asumir que Dios ha-
bía descendido para contactarse conmigo e inconsciente, había
escogido lo mismo que cuando mi corazón había padecido la
crudeza de la desolación.
Una guerra se había desatado dentro de mí y no podía
hacer nada al respecto. Un bando luchaba para que asumiera mi
suerte de elegido y otro para que lo admitiera como irracional
y me dediqué a cualquier tarea irrelevante.
Entré en pánico pero afortunadamente la desesperación
duró escasos segundos. De repente comencé a saltar agitando
los brazos como si fueran alas. No fue un acto premeditado,
pero al sentirme mejor me animé a movimientos más osados y
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pronto me estaba riendo del reflejo que me devolvía el vidrio
de la ventana.
Me detuve envuelto en una sosegada calma que abatió
por completo la contradicción y también el dolor del desamor.
Plácidamente bebí el vino alternando mi estadía entre la sala
con música e incienso y el patio con luna llena.
Desperté a la madrugada sentado con mi frente apoyada
en el brazo que estaba sobre la mesa. Caminé ebrio hasta la
habitación, sosteniéndome de las paredes, pero sin nadie para
juzgarme, no sentí culpa cuando me rendí aún vestido sobre la
cama.
Temprano en la mañana comencé a acomodar el desor-
den del día anterior. La falta de costumbre, sumada al exceso,
me ocultó varios detalles de la noche pero no esperaba encon-
trar el cuaderno sobre la leña de piedra del hogar apagado.
Tal vez porque me pareció una señal, quise hojearlo.
Algunas páginas después del último poema, hallé un tex-
to copiado con mi letra pero que no recordaba en absoluto
haber escrito y que seguro antes del vino no estaba. La primera
palabra en el centro del renglón y separada del resto era Prin-
cipio.
El texto decía luego:
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ca fuera de los límites que imponen la diversidad, el tiempo
y el espacio; y sus cualidades esenciales son la omnipresente
unicidad, que atemporal e infinita abarca lo que fue, es y será,
sin dejar de ser todo a la vez, ni opacar jamás su homogénea e
incandescente luminosidad.
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III
IV
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Fue mérito de la conciencia universal reconocer en instantes la
cualidad fértil del contexto y la intención de liberar la tensión
para desatar el estallido que inició la inacabable conquista de
lo desconocido.
La energía en espera se mantuvo estabilizada en su punto
máximo de poder, pero cuando comenzó a expandirse en todas
las direcciones, resignaba calor y entonces se vio acosada por
constantes mutaciones.
La magnánima autoridad de la experiencia consciente se
acrecentaba conforme la expansión y nada de lo que sucedía
dentro de sus confines estaba velado para ella. Análoga a las
reacciones, los primeros registros activaron la base de una inte-
ligencia que evoluciona en virtud del reconocimiento del pro-
ceso a la que se halla expuesta.
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ción que la incomodaba y activó las otras fuerzas que sostienen
la estructura básica de la creación, generando un surgimiento
que encontró su sitio al someterse al recorrido que imponía el
medio sin oponer resistencia.
Aquello que aparece posible arrastra el conocimiento
que vela el proceso y esto resulta suficiente para reproducirlo
en el espacio conquistado cuantas veces quiera.
Con cada nueva intervención, la inteligencia del universo
instaura el germen para una complejidad mayor.
Desde las primeras formaciones atómicas hasta alcanzar
los diferentes estados de la materia que constituyen el sinfín de
cuerpos celestes, el modelo original que sin habérselo propues-
to descubrió en ese significativo acto (significativo sobre todo
para el lector que le debe su existencia) proyectó su eficiencia
en la conformación de sistemas dentro de sistemas en una esca-
la infinita, donde cada elemento sostiene su equilibrio íntimo a
la vez que forma parte de uno mayor.
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ciertamente no me interesaban, en un nivel de abstracción poco
asequible.
Antes de que anocheciera, me dirigí al mercado a com-
prar vino.
No recuerdo si había muchas botellas del que había to-
mado la noche anterior pero ya no quedaba ninguna. Recorrí
un par de veces la góndola observando con atención, hasta que
me decidí por uno que tenía dibujada en su etiqueta una luna
clara y llena como la del patio.
Lo riguroso del protocolo aletargó la degustación y, tal
como el día anterior, en la misma secuencia que había dispues-
to cada uno de los detalles, provoqué las circunstancias como
estrategia. Ejecutar idénticos movimientos tenía como objetivo
generar un nuevo contacto, tal vez con un Dios menos pre-
tencioso por mis limitaciones, pero a causa de factores que no
dependían de mi voluntad, mis intenciones se vieron frustradas
y el cielo nublado me había ocultado la luna y un corte de luz
me dejó un par de horas sin música. Finalmente no terminé el
vino, ni tampoco me dormí sobre la mesa.
A la mañana siguiente me levanté antes para revisar el
cuaderno y lo encontré donde recordaba haberlo dejado.
La única fórmula que conocía había fallado, pero mi in-
tento no había sido del todo vano y tuvo la fuerza suficiente
para arrasar con la certeza que hacía de los rituales cuestiones
indispensables. En ese preciso instante, pude comprender mi
propia estupidez detrás de la ingenua sugestión que pretende
el control de repetir siempre lo mismo. Lo que me estaba su-
cediendo me obligaba a asumir que los actos infundados en mi
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antiguo modo de pensar, no eran compatibles con el presente
que estaba atravesando.
Antes de salir a trabajar, bebí té como todas las mañanas
pero le agregué el jugo de un limón y no fue un descuido no
afeitarme.
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II
Conciencia de vida
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No habían transcurrido siquiera tres horas cuando había
finalizado mi labor del día más lo adeudado y como el patio
quedaba justo al lado de la mesa de entradas, después de des-
pachar todo, salí a fumar. Ese día había recordado tomar el en-
cendedor del cajón de mi escritorio y no tuve que volver por él
como casi siempre sucedía. Prefería caminar de más y detener-
me cerca de la puerta, alejado de todos, y no tener que recorrer
unos pocos metros hasta el fondo para conseguir fuego, y así
exponerme a algún encuentro indeseado.
Antes de encenderlo, cavilé que mi habitual conducta
furtiva había adquirido un justificativo sagrado y ya no debería
sentirme culpable por no creer en mis palabras cuando hablaba
con alguien.
Quizás para recordar mi propósito, se me ocurrió alzar
la mirada con la intención de evitar cualquier objeto y llenarla
de cielo, cuando la brisa que traía el humo de la parte de atrás,
se impregnó del perfume que se desprendía del jazmín. Volví a
la tierra de improviso para observar cómo una chica que nunca
antes había visto, se había detenido enfrente de mí y me pedía
fuego. Tan insondable fue su mirada cuando se enfocó en mis
ojos e inocente sonreía esperando una respuesta, que me vi re-
flejado en ella, como si me hubiera dejado entrar hasta alcanzar
su esencia, que era la mía.
El cabello lacio y oscuro caía sobre los hombros de una
delgada figura, aunque no demoré en descubrir que no era ni
su forma física, ni sus rasgos, lo que me había cautivado de ese
modo. Abocarme a definirla le quitaría toda precisión al real
significado de su aparición. Fue obvio para mí que esa joven
poseía la llave precisa y sin pedirme permiso había doblega-
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do el exigente parámetro que inaccesible ostentaba mi cora-
zón, porque bastó apenas su cercanía para que se abriera alegre
como una flor en primavera.
No guardaba un grato recuerdo de mis relaciones ante-
riores, pero sin ningún tipo de esfuerzo había abolido el miedo
desde su raíz misma. Haberla reconocido entre todas me ha-
bía dado el permiso para enamorarme sin condiciones porque
cualquier herida abierta que pudiera acobardarme era un precio
que estaba dispuesto a pagar.
Confieso que había resignado toda esperanza pero, como
una especie de milagro, habíamos coincidido en el lugar menos
esperado.
En una actitud poco caballeresca, le ofrecí el encendedor
con la mano y luego de devolvérmelo, Soledad se presentó con
simpática cortesía. La embestida energética de esos primeros
instantes se estabilizó en una atmósfera que derrumbó las pa-
redes y desplegó una verde pradera que se extendía infinita a
nuestro alrededor, barriendo también con el resto de los em-
pleados.
Era su primer día de trabajo y como si los dos compar-
tiéramos la alegría de nuestra fortuna, cualquiera de los dos en-
contraba una excusa para que la charla prosiguiera. Al principio
me confesó que era artista, que adoraba pintar y por eso había
tenido que conseguir trabajo. A partir de allí, el arte fue prota-
gonista durante toda la conversación que duró casi media hora.
Después de pasar por la música y el cine, me preguntó
lo último que había leído y no quise mentirle. Con cierto aire
de intriga, aclaré que no era un libro sino un breve texto que
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me había resultado indescifrable. El improvisado relato de lo
poco que recordaba, despertó en Soledad una inquieta curiosi-
dad, tanto que cuando indagaba por su procedencia, tuve que
decirle que alguien me lo había dado, pero no pude considerar
eso una mentira sino una necesidad, porque no tenía inten-
ciones de espantarla con las vicisitudes de su real procedencia.
Me comprometí a llevarle una copia al día siguiente y antes de
despedirnos, nuestros ojos de nuevo se encontraron pero esta
vez ese instante me sirvió para intuir que haber compartido la
experiencia no había sido una casualidad, ni tampoco un acto
voluntario.
Me quedé un rato más en la oficina sin hacer ninguna
tarea en especial, excepto compensar mi tiempo en el patio y
pensar en Soledad.
Unos minutos antes de partir, recibí una llamada de un
amigo de la adolescencia del que nunca perdí contacto tan sólo
por su perseverancia. Quería pasar de visita esa noche y si bien
nunca me parecía que fuese el momento propicio, Soledad me
había vuelto flexible.
Acordamos que vendría a las nueve y que íbamos a pedir
comida. Sorprendido por mi cambio de hábito cuando me pre-
guntó acerca de la bebida, había prometido traerme un elixir.
Cuando llegué a mi casa, transcribí el texto en la compu-
tadora e imprimí varias copias antes de ducharme.
A las nueve sonó el timbre y Facundo hizo una broma
grosera cuando le pregunté quién era. Trajo dos botellas y el
menú de un restaurante japonés que hacía entregas a domicilio.
Durante la espera probé el vino y en verdad me pareció
exquisito.
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Como siempre que Facundo venía, me exigía un whis-
ky añejo que solo por él casi no quedaba nada y no pensaba
reponer. Traje la botella y también una copia de la revelación.
Le serví una medida generosa y como al pasar le comenté que
había escrito algo y me interesaba su opinión.
Aunque según él, yo era uno de sus más entrañables ami-
gos, no pudo ocultar cierto recelo al tomar la copia. A medi-
da que avanzaba en la lectura, arrugaba su ceño para exagerar
con el gesto la extrañeza y cuando terminó arrojó el texto con
desdén sobre la mesa, afirmando que cualquiera que me cono-
ciera podía darse cuenta de que yo no lo había escrito. Agregó
que le resultaba inadmisible asumir mi conocimiento acerca del
principio del universo, si hasta hace no mucho tiempo, apenas
podía opinar de fútbol.
Resolvió mi extraña conducta en su razón de acuerdo
a dos variables: o se trataba de una broma o una prueba a su
astucia.
No quise insistir, así que elegí la segunda opción y sin
darle demasiadas explicaciones, halagué su agilidad para desba-
ratar mi plan.
Absorto en un imaginario triunfo, me relató animado los
detalles de su divorcio y posterior amante.
La comida resultó insuficiente y Facundo se terminó
yendo más tarde de lo que hubiera preferido, pero reconozco
también que las historias de amor me resultaban siempre una
recreativa distracción y me había entretenido bastante.
Al otro día me levanté y el cuaderno estaba apoyado so-
bre el velador encendido.
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Miré la hora y no tenía tiempo pero igual encendí la
computadora y transcribí íntegra la revelación.
Poco me importó llegar tarde cuando me encontré con
Soledad en la entrada. Fue evidente, por lo apresurado del salu-
do, que los dos estábamos apurados, pero sin pensarlo la tomé
del brazo y ante su desconcertada mirada empecé a buscar en
la mochila.
—Por si no coincidimos en el patio —le dije mientras
acercaba mi mano con las copias, sin mencionar el detalle del
agregado.
La sonrisa que me devolvió antes de seguir camino sin
decirme nada confirmó mi sospecha de que no había sido ca-
sualidad. Soledad venía con Dios.
En mi oficina luego de la vertiginosa carrera y sin haberle
prestado nada de atención mientras la transcribía, saqué una
copia y me dispuse a leer la nueva revelación, pero luego de
observar que no demoraría siquiera veinte minutos en resolver
mis obligaciones laborales, preferí antes ocuparme de esa tarea.
Aunque me llevó más tiempo, no detuve mi esfuerzo
sino hasta cumplir con mis deberes, especulando que actuar
de forma correcta podría volverme mas receptivo a la nueva
revelación.
Cuando terminé, satisfecho leí:
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—Ya no puedo pensar en él como lo hacía antes.
Sus últimas palabras lograron abstraerme a un punto
donde no podía seguir lo que me decía y por eso tampoco pue-
do recordarlo, y no estoy seguro de cuánto tiempo pasó hasta
que sin ningún motivo se puso pálida y se excusó para entrar
apresurada sin terminar su segundo cigarrillo.
Entré detrás y ansioso por comprender lo que Soledad
había dicho, fui directo al cuaderno pero evité releer el primer
punto.
II
IV
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III
El código
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Por eso me había preocupado tanto en conseguir los cua-
dernos.
No estaba seguro de qué debía hacer y comencé a apun-
tar palabras sin sentido. Después pensé en intentar un trabajo
libre sin ningún tipo de condicionamientos de formato o con-
tenido y no me resultó tan sencillo como esperaba. La poesía
era un estallido que emergía bárbaro, sin embargo esta modali-
dad exigía un esfuerzo más intelectual.
Habré demorado unas tres horas en finalizar el vino que
me había sabido exquisito y una especie de cuento que mantu-
vo mi interés cautivo durante ese lapso. Estaba ambientado en
el sitio donde el relato místico se había detenido, tal vez con
el pretencioso deseo de continuar consciente la tarea. Había
escogido una idea para comenzar y fui sumando circunstancias
en torno hasta armar una historia. Con los ojos cerrados, re-
creaba las imágenes y trataba luego de describirlas para trabajar
sobre ellas y sumarles detalles. Cada vez que lo leo, modifico
algunas palabras pero prometo esta vez transcribirlo idéntico a
la última revisión.
Si tuviera que nombrarlo, diría que se llama Primero.
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lejos se oía una cascada y el agua corría agitada. Sus ojos
grandes y negros se habían detenido maravillados en la in-
finita variedad de enredaderas que cubrían los árboles de la
otra ladera y erigían una pared de intenso verde que contras-
taba con el cielo puro.
Primero agudizó la mirada. Desde la cima, una ser-
piente descendía silenciosa. Sin necesidad de pensar al res-
pecto, comprendió que no habría suficiente tiempo para co-
rrer a patearla, ni tampoco podía ser tan certero con la piedra.
Desesperado, emitió una especie de sonido, claro y original,
que pretendía llamar la atención del joven. Todos volvieron
su mirada adonde estaba Primero, pero solo al muchacho le
hizo un gesto con su dedo índice señalando al animal.
Todavía alejada, la serpiente no esperaba la astucia de
su presa, que se deslizó sin temor pero con apuro, y al llegar
al suelo corrió a encontrarse con el resto. No conforme con
el desenlace, la perseguidora enceguecida procuró alcanzar-
lo. Alguien que no esperaba le explotó la cabeza con su pie
descalzo y la tomó con su mano para arrojarla lejos como si se
tratara de una jabalina.
Primero se acercó al chico que todavía respiraba agi-
tado. El joven levantó la cabeza y repitió la palabra que le
salvó la vida. Lo mismo Primero y también aquellos que es-
taban allí.
Ni siquiera la sangrienta ejecución pudo detener lo
que el maldito animal había iniciado.
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Pensé que haberme ensañado con la serpiente resultaba
una cruel insensatez, si después de todo ella sólo había actuado
por instinto y hasta el protagonista había salido ileso, pero el
remate sonaba interesante.
Exhausto, era casi la una cuando me acosté.
A la mañana siguiente desperté sumido en la más pro-
funda tristeza. Como si por fin hubiera reconocido que el mo-
tivo de mi existencia no tenía fundamento y que a pesar de
haber encontrado el amor que tanto había esperado, igual me
resultó esquivo, pensé en abocarme a escribir el poema pero de
inmediato me corregí.
Para disminuir las probabilidades de cruzarme con Sole-
dad luego de mi confesión, en el ministerio evité el cigarrillo y
el patio, pero las consecuencias de la abstinencia fueron fatales.
Cualquier situación me resultaba oportuna porque en cuestión
de segundos hallaba el argumento que la describía desconside-
rada. Así se tratara de una persona que hablaba en tono elevado
o que interrumpía mi labor para importunarme con alguna
pregunta inadecuada, enseguida hallaba una cruel pena para
redimir su error y como no la podía ejecutar, me carcomía por
dentro.
Después, el joven jefe pasó provocativo por mi ventana y
descargué mi violenta frustración imaginando mil veces la mis-
ma escena. Aunque sabía que no era el verdadero responsable
de mi suerte, la lujuriosa satisfacción de alzarlo del cuello con
solo un brazo, me hacía sentir pleno.
En mi casa me había arrepentido de mis morbosos pen-
samientos.
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El tercer texto apareció esa misma tarde pero de una ma-
nera original.
Antes de las seis, había entrado al baño dispuesto a du-
charme y salido después de las nueve con ropa limpia. Lo que
pasó durante, es algo que aún permanece fuera del alcance de
mi memoria. Ni siquiera el momento de la transición entre
estados me había sido evidente y tres horas se habían esfumado
en un parpadeo.
En la mesa de la cocina estaba servido el arroz toda-
vía caliente, con una capa de abundante queso y la copa hasta
la mitad de vino. Sobre la servilleta prolijamente doblada, un
jazmín que reconocí de mi jardín y del otro lado un cuaderno
nuevo.
Cuando lo leí por primera vez, no me preocupó no en-
tender. No fue el contenido lo que me desequilibró tanto, sino
la relación con el cuento que había escrito.
Horas atrás y sin darme cuenta, había comenzado a dar
forma a una simbólica premonición de la nueva revelación.
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vida es traspasado y, a partir de la información que obtiene
de las reacciones que los seres manifiestan, recrea las modifi-
caciones que, transferidas a la genética, alteran la descendencia
en una secuencia evolutiva acorde al contexto. El hábitat par-
ticular de la región donde desarrolla su experiencia determina
las adaptaciones que convierte a los organismos mejor dotados
para tolerar las circunstancias a las que se hallan expuestos, a la
vez que recrea la infinidad de formas biológicas.
II
Desde la más elemental de las células hasta la vegetación
en el fondo de los mares, la conciencia universal encontró en
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las adversidades el camino para tejer complejidad. Así, los rudi-
mentarios seres acuáticos mutaron a anfibios, para luego arras-
trarse por la tierra, correr y culminar en los árboles y el cielo.
El continuo perfeccionamiento del universo de vida, en-
cauzado en la indispensable armonía, sostiene una danza de
exquisita belleza y movimientos estratégicos, una lucha por la
supervivencia que perfecciona cada especie a partir de poten-
ciar la destreza para sutilizar la astucia.
III
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En ese otro espacio, la representación adquiere el carácter
de realidad por sobre la realidad misma y provoca, además del
principio del universo artificial, el traslado del centro de grave-
dad desde el vacío al organismo físico donde fue programada;
y por ello, a la contracción a cierta perspectiva perceptiva que,
a diferencia de la omnipresencia del estado anterior, somete a la
especie afectada a observar ajena el lugar donde fue engendrada.
Al ser una consecuencia del medio y no una intervención
de la conciencia universal para determinado efecto, el código
resulta el primer producto que se desarrolla incontrolable y
establece como principio básico de la conciencia artificial (si es
que puede ser nombrada de algún modo).
60
IV
61
Además de considerarlo inútil, el trabajo que realizaba
me obligaba a una actividad mental automática que me con-
vertía en algo desconectado de mi voluntad, siguiendo una se-
cuencia de pasos estrictos que requerían mi concentración y
por ende el sometimiento de mis pensamientos. Aunque no
perdiera la conciencia y fuera yo quien experimentara ese tran-
ce, igual lo vivía como una especie de muerte.
Luego de un par de horas de intensa actividad y sin dejar
nada inconcluso, pedí la llamada al conmutador bastante des-
pués del mediodía, como el anuncio exigía. No fue una secre-
taria sino Florinda misma quien me atendió y al parecer mi voz
le había resultado desesperada porque me ofreció concertar una
entrevista para ese mismo día a las siete.
Las consecuencias indeseadas del día anterior justifica-
ban la reincidencia en el tabaco pero atento al movimiento del
pasillo, había esperado que Soledad regresase para dejar los ex-
pedientes en la mesa de entradas y salir a fumar al patio.
Al tiempo que se demoraba en sellar los trámites, le pre-
gunté a quien reemplazaba a Bernardo si tenía novedades de él
o sabía cuando iba a reintegrarse. Bastante ofuscado, levantó la
mirada y con cierta prepotencia me dijo que debería ocupar su
cargo por un largo tiempo porque mi “amiguito” había solici-
tado una carpeta psiquiátrica.
El desempeño en un área de menor exigencia lo había
habituado a un ritmo menos agitado y en ese puesto el esfuerzo
era mayor, pero los reglamentarios días por el duelo eran poco
para tan profunda pérdida y me pareció razonable la actitud de
Bernardo, aunque bien sabía que no tenía nada de psiquiátrico
y su sustituto por conveniencia se molestase.
62
Tuve que regresar a mi oficina a buscar el encendedor.
Cuando me asomé a la puerta de salida unas horas des-
pués, noté que el viento había cambiado y traído cierta frescura
en sus ráfagas que me enfrentaron durante el camino a mi casa.
Antes de llegar, me desvié unas cuadras para comprar
arroz. Solía cargar varios kilos en la mochila y no volver por
un tiempo, pero esta vez llevé lo necesario. A pesar de lo im-
permanente de mis visitas, el vendedor recordaba mi nombre y
siempre se mostraba atento conmigo.
Me demoré con él unos minutos hablando del repentino
cambio de clima y alguien que se acercó a hablarle lo llamó
Héctor. Cuando me despedí, quise ser gentil y por torpeza le
dije Horacio. Exageradamente molesto, me corrigió con vio-
lenta animosidad y relató la procedencia de su nombre como si
se tratara de una cuestión sagrada. El gesto desencajado en su
rostro me había parecido familiar y por algún motivo su inade-
cuada reacción no me asombró.
Me excusé con mostrada aflicción y arrepentimiento por
mi torpeza y me despedí.
Calculé que si quería llegar a tiempo, debería apretar el
paso, ducharme con apuro y salir, pero entré al supermercado a
comprar vino. A dos cuadras de mi casa, en una misma esquina
confluían tres líneas de colectivos que me dejaban cerca del
consultorio que quedaba en pleno centro y la frecuencia a esa
hora era permanente.
Llegué puntual, pero porque tomé un taxi.
Toqué timbre y aunque había portero eléctrico, Florin-
da abrió sin preguntar. Subí por la escalera y llegué bastante
agitado para verla esperando apoyada en el marco de la puerta
63
abierta del departamento cuatro, que no tenía el número.
Florinda era una mujer que, a pesar de tener bastante más
edad que yo, me resultó muy atractiva, tal vez por su modo de
ejecutar cada acto con suprema elegancia. Me saludó con cor-
tesía y me invitó a pasar con un delicado ademán.
El ambiente era pequeño pero sumamente distinguido y
me sentí a gusto en él. El color azul se repetía en los pocos ele-
mentos que había, salvo en el escritorio blanco que, necesario
para mantener distancia, tampoco desentonaba. La alfombra
ostentaba el tono más oscuro y el diván y los dos lujosos sillo-
nes donde estábamos sentados tenían menor intensidad, igual
que los dos cuadros y el florero.
Me preguntó algunos datos personales que anotó en un
cuaderno donde además, me informó, iba a apuntar nuestras
conversaciones. Se suponía que en esa primera sesión tenía que
evaluar si el problema era digno de su asistencia.
A mí no me había bastado su implacable formalidad para
convencerme acerca de su idoneidad, así que decidí ir despacio.
Empecé con el árbol y lo que había sentido frente a él.
Era admirable su capacidad de escribir sin quitarme los
ojos de encima y de realizar a la vez un gesto de afirmación
después de cada oración que terminaba. Mi narración era
bastante desprolija porque la situación me había puesto algo
nervioso, pero no evitaba los detalles. Con menos formalidad
que al principio de este texto, pero con la contundencia que
imprime la presencia gestual y la urgencia de mi voz, había
visto a Florinda muy concentrada en las vicisitudes del evento.
Me interrumpía para repetir como interrogante alguna de mis
64
frases y permanecía expectante mientras intentaba explicarle lo
mismo con otras palabras. Me pareció que Florinda resplan-
decía, completamente segura de que, por lo menos, yo sería un
caso interesante.
Cuando finalicé, me preguntó si recordaba lo primero
que pensé cuando volví de ese trance. Me sentí acorralado y di
algunos rodeos antes de intentar una excusa ingenua, pero mi
explicación tenía demasiada carga y Florinda detectó un flanco
débil. Después de algunas preguntas precisas, ella misma fue la
que asoció el incidente a la escena de la Biblia.
Traté de disimular mi desconcierto, pero reconocí al ins-
tante que no tenía sentido. Me costó esfuerzo asumir que había
estado actuando opuesto al motivo que me movilizó, pero con
un tono de voz más grave, finalmente le confesé que su aprecia-
ción había sido acertada.
Su mirada cambió a maliciosa y me instó a continuar sin
esconder el regocijo por su suerte.
Abrí mi mochila y saqué una copia de los escritos.
—Los escribí inconsciente, salvo el tercero pero igual
tiene que ver. El último es el que me trajo hasta acá. Tardé tres
horas y durante ese lapso, actué sin conocimiento a diferencia
de los otros, que aparecieron entre sueños.
Florinda cambió su expresión y empezó a leer. Se tomó
su tiempo para estudiar cada escrito con detenimiento. A veces
volvía a uno anterior para luego retomar el orden.
—¿Practicás alguna religión? —me preguntó levantando
la vista de improviso para quebrar un silencio que duró varios
minutos.
65
—No —le respondí con total seguridad—. Creo en
Dios, pero no soy practicante. No suelo ir a la iglesia ni rezar.
A veces hablo con él pero lo hago de manera informal—bro-
meé, pero a ella no le causó gracia.
Me sentí algo incómodo cuando su mirada se detuvo en
mis ojos, pero no dudé en enfrentarla y me di cuenta de que
lo hacía sin desconfianza. Florinda no estaba segura de si era
correcto desacreditarme, pero no como parte de una estrategia
terapéutica, sino porque había considerado la posibilidad de
que mi historia fuera cierta.
Me preguntó si podía quedarse con las copias y luego de
mi aprobación, las guardó en una carpeta.
La charla prosiguió con las circunstancias en que habían
ido apareciendo los escritos y mientras aclaraba sus dudas, más
nos convencíamos los dos. Nada de lo que decía era mentira
y escuchar mi propio relato me permitió comprobar que mi
experiencia se semejaba más a un suceso místico que a una pa-
tología mental. Florinda pensaba lo mismo y por eso me sentí
libre de confesarme.
—No voy a negar que vine a verla porque me creí des-
equilibrado, pero bastó llegar hasta aquí para eliminar cualquier
vacilación y supongo que mi verdad no le puede resultar ajena.
Mi firmeza para declararme tomó desprevenida a Florin-
da que, volviendo al papel de la profesional, me preguntó con
la voz quebrada si algún otro acontecimiento había sucedido
durante el proceso, como para retomar el control de la situa-
ción.
Le conté la parte de Soledad que antes había evitado
pero porque no quería recordarla, y con la lectura del mensaje
66
decidió terminar la sesión con la frase de que me esperaba la
semana próxima a la misma hora.
Asentí gustoso.
Cuando salí faltaban quince minutos para las nueve y
argüí que Florinda no solo había considerado mi conflicto dig-
no de su intervención, sino que también se había entretenido
bastante.
Lejos de mis presunciones, el inesperado resultado que
arrojó el encuentro me obligó a pensar en ella como parte de mi
destino. En el momento de mayor debilidad, llegó para arrasar
con mi confusión y confrontarme sin excusas a una inevitable
realidad: había sido elegido y no pudo haber sido nunca casua-
lidad que los escritos resonaran en ella como antes lo habían
hecho en Soledad, aunque después se arrepintiera.
Si no recordaba lo que pasó durante esas tres horas, si
estaba despierto o dormido cuando escribía, si yo era el autor
o el medio, eran cuestiones que deberían tenerme sin cuidado.
Lo importante era que Dios requería disponer de alguien capaz
de materializar su mensaje y aunque no había nada especial en
mí para merecer semejante responsabilidad, no tenía sentido
contrariarlo o pedirle explicaciones.
Mi casa no quedaba tan lejos y la situación me había
provocado un estado energético que me sirvió para llegar ca-
minando sin cansarme y disfrutar de los árboles y las estrellas.
Por el camino, me detuve en una casa de comidas pero
al llegar en vez de cenar, me dispuse a releer los cuatro textos.
No me asombró que asumir con ferviente entrega mi deber se
hubiera traslucido en un estado de aguda objetividad que me
permitió vislumbrar la idea.
67
No fue necesario leer sino que apenas tomé el cuaderno,
la conciencia absoluta se reveló como un vacío de intensa blan-
cura que se adueñó de mi mente, y luego comenzó a contraerse
en un lento movimiento para confluir en un punto y por la
tensión que percibía mientras eso sucedía, no era difícil prede-
cir el desenlace.
La explosión se manifestó en un lugar distinto, pero tuvo
la suficiente fuerza para arrastrarme con ella. El vacío se llenó
de otro vacío pero oscuro y, desde el centro, podía sentir como
esa inconcebible fuerza se expandía y quebraba todo con su luz.
Eso que crecía incontrolable era yo, pero también per-
manecía en el centro y en cada elemento que, por insignificante
que fuera, percibía como una mutación de mi cuerpo mismo y
aunque no me provocaba dolor ni gozo, me atraía a compartir
su experiencia. En el mismo instante estallaba en diferentes si-
tios y me dividía hasta que una desconocida fuerza me impelía
de nuevo a reunirme y entonces aprendí a moldear el vacío y
crear. Me sentí poderoso y comencé a jugar en ese espacio, tan
entretenido que temí olvidar mi forma física, y tuve pánico de
no poder regresar. Abrí los ojos a punto de perder el conoci-
miento pero luego pensé que Dios no iba a permitir que nada
malo me sucediera.
Reconocí la azarosa aparición y la maravilla de la vida,
sentado en el sillón mientras disfrutaba el vino pero evité cerrar
los ojos.
Antes lo había interpretado vagamente y hasta casi que
me resultaba razonable, pero el peso de la experiencia le impri-
mió cierto valor que logró modificar algo en mi ser.
Salí al patio a fumar. El humo de la primera bocanada se
68
disipaba lento y cuando las pocas nubes dispersas en el cielo
estuvieron de nuevo nítidas para mis ojos, firmé un pacto con
Dios. Nada haría durante el resto de mi vida que no fuera com-
placerme en su voluntad.
La noche se prestaba magnifica y me recosté en el pasto
de cara a las estrellas, con la copa a mi derecha. Cada tanto, me
sentaba para beber un trago y contemplar la luna.
No estoy seguro de recordar el momento en que me fui
a dormir.
Una abrupta sacudida me despertó. Estaba de pie, deba-
jo del umbral de la puerta que daba al jardín de adelante. La
disposición de la luz del sol, me pareció acorde al principio de
la madrugada pero la intensa actividad de la calle corrigió de
inmediato mi apreciación.
A diferencia de antes, sí había notado el cambio y mi
corazón latía con prisa. Respiré profundo algunas veces antes
de entrar. No era sencillo asumir que otra cosa que no era yo
actuara en mí.
Me tranquilicé pensando que Dios había abandonado
mi cuerpo segundos atrás y que seguro encontraría una nueva
revelación.
Había logrado mantener la calma, pero igual sentía la
urgente necesidad de ubicarme en el tiempo y miré mi celular
para saber la hora. Para mi sorpresa, comprobé que pronto se-
rían las nueve pero la fecha que había visto me confundió.
La deliberada ausencia de televisor en mi casa, me obligó
a encender la computadora para corroborar y era cierto: estuve
casi dos días inconsciente.
Miré alrededor desorientado. Desesperado buscaba al-
69
gún indicio que pudiera revelarme algo del tiempo perdido y
ansioso recorrí la casa, pero solo encontré unas gotas de pintu-
ra que no pude asociar con nada y no demoré en limpiar.
Tenía bastante hambre y me sentía sin fuerzas. Temí que
durante el tiempo inconsciente no hubiera comido nada, pero
más tarde, pude observar que el arroz que compré había des-
aparecido, faltaba todo el dinero de mis ahorros que no era
poco y en el patio encontré tres botellas de vino vacías.
Aunque fuera un choque brutalmente desestabilizante,
no pude dejar de reparar en mi flexibilidad para adaptarme a
cualquier tipo de circunstancia. Lejos de caer en la pendiente
que me ofrecía cierta latente desesperación que no me resultaba
ajena, me conformé pensando que en ese preciso momento co-
tejaba la inapelable evidencia de que todo estaba bien: todavía
me mantenía en pie.
Al cuaderno lo encontré en las mismas circunstancias
que la segunda revelación. Estaba en mi habitación apoyado
sobre el velador encendido.
Me recosté en la cama y comencé a leer.
II
III
IV
74
Levanté mis ojos del texto algo perturbado. Que el hom-
bre era destructivo, había sido algo que había corroborado a lo
largo de mi vida, pero por algún motivo me negaba a asumir
su verdadera peligrosidad o al menos me mostré sorprendido
luego de que Dios lo afirmara con tanta vehemencia, tal vez
porque yo también era un hombre.
Escuché el sonido del agua hirviendo y abandoné por
unos minutos la lectura para regresar con una taza de té y con-
tinuar.
75
Supe que el método que había utilizado para comprender
la revelación fue innecesario apenas concluí con la lectura y sus
efectos se evidenciaron contundentes. De inmediato entendí
por qué se había empecinado en tanta información compleja.
El conocimiento había descarrilado a los hombres y sus conse-
cuencias destructivas habían obligado a Dios a bajar al mundo
la teoría donde revelaba la verdad y por eso me necesitaba. En
ella, el principio tenía un significado trascendental, pero para
intentar volverlo inteligible, debía valerse de los mismos con-
ceptos que denostaba.
De todos modos, se las había ingeniado para, con to-
tal sencillez e impunidad, desacreditar la ciencia y las diversas
religiones en apenas dos párrafos. Era cierto que los concep-
tos abstractos dependían de la credibilidad y el alma existía
pero sólo para algunos, porque otros preferían el espíritu, o
los cuerpos astrales, o la energía en sus distintos estadíos, o la
mismísima conciencia. Todas eran simples invenciones que se
contradecían entre sí pero que dejaban satisfechos a quienes se
aferraban a ellas.
No me resultaron originales las consecuencias por la
confección de urbes o la mala utilización de la energía, pero sí
que la medicina, que siempre consideré un prodigio, también
formara parte del desatino.
Quizás para disolver la tensión del momento, pensé
como broma en salir a un restaurante porque Dios no me había
cocinado nada. La gracia coincidía en que ese tipo de salidas
resultaba inadmisible para mí, por el simple hecho de que me
negaba a aceptar que alguien me sirviera a cambio de dinero.
76
Luego supuse que debería desechar esa premisa y así quebrar
cualquier antiguo hábito, pero me incliné a posponer el reto
hasta el día siguiente y cocinar algo sencillo.
Sin tener la mínima noción del motivo de mi cansancio,
después de comer me acosté y dormí enseguida. Soñé con el ár-
bol de fuego pero las circunstancias del encuentro variaron no-
tablemente. A diferencia de la incertidumbre que experimenté
aquella vez, parecía conocer el real significado de su presencia
y con sentida devoción me arrodillé inclinando mi cabeza. Me
envolvió un profundo amor cuando sentí la caricia de su rama
de fuego rozar mi cabello, pero la sensación duró apenas unos
instantes y de improviso se convirtió en un frío intenso que me
obligó a abrir los ojos.
La escena se había mudado a un desierto de hielo. Un sol
lejano que no tenía suficiente fuerza para calentarme atravesaba
mi cuerpo transparente con su débil luz. Me invadió el terror
de saber que estaba desapareciendo y desperté agitado. Miré la
hora y no habían pasado veinte minutos. Me levanté para beber
agua y estuve un largo rato caminando en círculos por el patio,
conmocionado por un sueño que me había parecido tan real
como premonitorio.
Cuando logré tranquilizarme, reconocí la insistencia de
Dios en sus modos de probarme, y supuse que tal vez era ne-
cesaria. El destino que me había impuesto era una honrosa dis-
tinción, pero también exigía un enorme valor y mayor coraje.
Miré el cielo y sonreí. Luego volví a acostarme y cuando
me dormí ya no soñé nada.
77
V
La polaridad
79
Al final del pasillo la escena se presentó con algo más de
cincuenta personas concentradas alrededor de una mujer que
yacía en el sillón frente al escritorio de seguridad. El guardia
le había cedido su asiento y la apantallaba con el libro de actas
donde además debería apuntar ese episodio como novedad.
La mujer había venido preguntando por Bernardo, pero
cuando le dijeron de su ausencia pensó que era una treta e ini-
ció un escándalo para que apareciera. Después rompió en llanto
al ver el expediente que trajeron de personal con el certificado
médico correspondiente y finalmente se desvaneció.
Para cuando llegué, se había repuesto del desmayo pero
todavía lloraba desconsolada, abatida por una profunda triste-
za. Tal vez porque me conmovió, me acerqué y sin titubear le
dije que era amigo de Bernardo y podía ayudarla a ponerse en
contacto con él.
Mi voz había sido más fuerte que de costumbre y me
sorprendió a mí y asustó al guardia que aprovechó mi interven-
ción para dejar el libro de mi lado sobre el escritorio y alejarse.
Ella, mientras levantaba su mirada, inspeccionó mi cuer-
po en el recorrido y se quedó en mis ojos desconfiada. Luego
con un gesto serio me pidió continuar la charla afuera y se le-
vantó de improviso para encaminarse decidida hacia la puerta.
Caminé tras ella pero más lento. Conocía el carácter de
mi jefe y no quería abandonar el ministerio en sus narices y
sin permiso. Intentaba encontrarlo entre tantos espectadores,
pero apareció detrás de mí y como si fuera un héroe que había
eliminado el foco de inoperancia activo, palmeó con orgullo mi
espalda y me instó con vehemencia a seguirla, mientras el resto
regresaba a sus tareas.
80
En la esquina había un café que solía frecuentar y nos
sentamos en una mesa frente a la ventana.
Luján era la esposa de Bernardo y había venido desde su
pueblo con él. Se habían casado hacía quince años y tenían un
hijo que se llamaba Ariel, tal como el segundo nombre de su
padre. Bernardo les alquilaba una casa y además se encargaba
de todos los gastos y según ella nada les faltaba, excepto su
presencia.
Ariel tenía doce años y desde su primer día de vida, la
convivencia con su progenitor le había sido negada pero no
porque se hubiera separado de su madre o lo hubiera aban-
donado. La causa que redujo esa relación a diálogos distantes
después de bendecir la comida los domingos por la noche, ha-
bía sido la extraña enfermedad que padecía su abuelo, que tal
como Bernardo sí me había confiado, requería de una atención
permanente y nadie mejor que su propio hijo para hacerlo con
el necesario amor y paciencia.
Ella había esperado con ansias el trágico momento, para
volver a vivir con su esposo, anhelaba la muerte de su suegro
con profundo deseo, pero se había enterado seis días después
del funeral y Bernardo aún no había regresado. El día anterior
había faltado a la impostergable cita semanal y tampoco se ha-
bía comunicado y entonces comenzó a preocuparse. La familia
que quedó en la provincia se había sorprendido cuando Luján
llamó preguntando por el paradero de su esposo y también
porque nada sabía acerca de la triste noticia.
El relato culminó en la sincera confesión de que había
aceptado mi ayuda tan sólo porque necesitaba hablar para tran-
81
quilizarse, pero me aseguró que mi aporte sería irrelevante.
—¿De qué me sirve encontrarlo? —me preguntó con
una sonrisa de resignación.
Levanté mi mano para hacerle una seña al mozo y mien-
tras esperaba la cuenta, un odio furioso comenzó a crecer en
mí. Me sentí estafado por un cobarde. Mi claridad no había
sido tan certera y como un tonto lo abracé para consolarlo en
su casa, pero bastó recordar ese momento para coincidir que la
tristeza de Bernardo era tan real como la de Luján y el violen-
to estado se disipó con la misma impertinencia que irrumpió.
Era cierto que también lo había visto sufrir y, a pesar de que
su conducta era repudiable, supuse que tendría sus motivos.
Desconfié de que su desviado proceder hubiera sido maldad
o, como antes pensé, cobardía. Definitivamente el conflicto se
había originado con la llegada de Ariel porque sería ingenuo
considerar una casualidad la coincidencia respecto de su ale-
jamiento, pero no me parecía que la responsabilidad fuera una
carga que lo asfixiara, ni tampoco que tuviera celos de su espo-
sa, que parecía adorarlo a pesar de todo.
Semejante esmero por evitar pasar tiempo juntos, tenía
que responder a algo realmente oscuro. Sugestionado por la
necesidad de justificarlo y avalado por lo desequilibrado del
suceso, no opuse resistencia a la improvisada teoría que se des-
plegó en mi mente luego de esa nefasta deliberación. Mi intui-
ción infirió, sin consultarme, que mi compañero vendía como
un acto de amor aquello que lo retenía al lado de su padre, pero
en realidad tanta nobleza, sólo servía para justificar la ausencia
con su familia.
82
Como un guión siniestro, pasaba sus días abocado a la
tarea de sostener la vida de su propio verdugo porque necesi-
taba alejarse de su hijo. Temía repetir el mandato que su padre
le había heredado, cuando pequeño había marcado a fuego su
frágil cuerpo y aunque quisiera convencerse de que esos recuer-
dos ya no formaban parte de su memoria, también sabía que
no era verdad. No estaba seguro hasta qué punto ese profundo
dolor que lo había acompañado en cada foto familiar, no iba a
doblegar su voluntad para buscar consuelo provocando la mis-
ma herida que lo desangraba.
Bernardo no odiaba a su hijo, lo protegía de sí.
Algo perturbado por mi extraño razonamiento y sin nin-
guna otra evidencia, le pregunté a Luján si podía importunarla
con una cuestión delicada y con absoluto respeto, luego de que
me dijera que sí, fui directo al grano. Después no disimuló que
le había resultado más incómodo de lo esperado, pero igual su
respuesta fue que jamás le confesó haber sido abusado, y mu-
cho menos por su padre.
Caminamos juntos hasta la puerta del ministerio y con
una confianza inapropiada, pero sin parecerme desubicado, me
abrazó durante varios segundos.
Luján siempre supo que algo estaba muy mal, sin embar-
go había depositado en esa muerte la esperanza para sostener
lo insostenible.
Se había alejado un paso y como si le pesara tuvo que
soltarlo.
—La hermana de Bernardo no le hablaba a su papá por
una grave acusación —exclamó con la voz quebrada y sin vol-
tearse.
83
Eliminada la base donde se sustentaba la ilusión, la sen-
tencia los había declarado culpables a ambos. La realidad esta-
ba lejos de sus pretensiones y su condena por semejante absur-
do había sido quedar expuestos. Luján, aunque dolida, estaba
dispuesta a verse pero para Bernardo eso era imposible.
Cuando estuve de vuelta en la oficina, supe que no era
el mismo. Desentrañar sin ningún esfuerzo el intrincado nudo
psicológico que oprimía a mi compañero, me obligó a recono-
cer que él había sido la víctima y aunque ese dato me hubie-
ra instado a trasladar la culpa hacia su padre, asumí que para
haber actuado de ese modo, habría tenido que atravesar algo
similar y entonces tampoco podía condenarlo.
La incapacidad de emitir juicio respecto de cualquiera
que trajera con mis pensamientos, me hizo sentir liviano.
Me sobresalté por el estruendo intermitente de bocinas
y cuando miré alrededor, reconocí enfrente una escuela que era
parte del recorrido del colectivo que me llevaba a mi casa desde
el ministerio. El tumulto correspondía al horario de salida de
clases y mi intempestiva aparición en ese lugar, me abrumó al
punto de que creí no poder controlarme. Un vértigo me reco-
rrió desde los pies y la fatal incertidumbre amenazaba con con-
vertirse en pánico justo debajo de mi ombligo, pero como si mi
cuerpo hubiera sabido el modo preciso de actuar, mis músculos
se relajaron y la sensación se detuvo en un punto de intensi-
dad en el sitio donde se había originado. Volví a la estabilidad
habitual cuando, sin poder atribuir esa extraña experiencia de
ningún modo a mi cuerpo, desapareció sin más.
Un auto con las balizas encendidas estaba detenido en el
lugar de carga de pasajeros y un colectivo se llenaba de niños,
84
padres y maestros en el medio de la calle obstruyendo al resto
de los vehículos. Cuando estuvo completo, el tránsito retomó
su lento andar y de la muchedumbre de enfrente se desprendió
Florinda con una niña de unos siete años. Esperaban para cru-
zar adonde yo estaba y atiné a esconderme pero no encontré
ningún motivo para hacerlo y me alisté para saludarla.
La pequeña había bajado del cordón jugando mientras
los coches pasaban y Florinda, con un movimiento histérico, la
subió a la vereda y sin soltarla la arrastró hasta el auto. Abrió la
puerta del lado del conductor y enfurecida la empujó hasta el
asiento de al lado. Cuando estuvo adentro le dio una bofetada
en la cabeza y después algunas más en el brazo cuando lo usó
para defenderse.
Nunca se percató de mi presencia.
Tomé el siguiente colectivo que se detuvo en el sitio co-
rrespondiente porque Florinda ya había sacado su coche.
Esta particular situación me enfrentó a cierta contradic-
ción que antes me había sido indiferente. No había Dios en las
revelaciones. La conciencia absoluta no podía intervenir en el
universo y la conciencia universal solo sabía crear. Dios recién
había aparecido como una invención necesaria para tapar los
huecos que dejaba la experiencia artificial; sin embargo, algo
me poseía y transmitía un mensaje o, como minutos atrás, me
traía a la realidad en un lugar estratégico, donde percibir sin
piedad una escena que quebraba otra imagen.
Aunque esta vez evité la furia y comprendí que Florinda
también tendría sus motivos para actuar así, estuve a punto
de recaer en la duda, pero preferí concluir que en ese ínfimo
detalle estaba la respuesta. No era justo juzgar nada de lo que
85
sucedía y mucho menos a Dios, que me revelaría su secreta
identidad, cuando lo considerase oportuno.
El colectivo surcaba apurado la avenida y sentado en el
centro de los asientos de atrás, el viento confluía como una
grosera caricia y cerré los ojos para disfrutarlo.
En mi casa recordé el evento del día anterior y consciente
de que a cada compromiso lo seguía siempre una insistente an-
siedad por cumplirlo, me dediqué a planchar una camisa antes
de ducharme y salir. Caminé hasta un modesto restaurante que
quedaba a pocas cuadras y como llegué temprano casi todas las
mesas estaban disponibles. Elegí sentarme junto a la ventana
pero del lado de afuera.
Tardaron bastante en traer la comida y al cabo de casi
una hora de espera, recibí un plato rico y abundante. El vino
no tenía la temperatura adecuada, pero me negué a usar hielo.
La concurrencia se había multiplicado cuando el mozo
retiró mi plato vacío y aún restaba más de media botella. Un
niño se paró enfrente mío y con una especie de movimiento
mecánico, como si fuera un robot, apoyó una estampita de un
santo que no creo que haya sido aceptado por la Iglesia. De un
modo lento y rígido, lo detuve antes de que siguiera su recorri-
do y saqué mi billetera reproduciendo un zumbido que preten-
día sonar como el metal, tratando de imitarlo. No tenía cambio
y le di bastante dinero. Sonrió, supongo que por mi escaso ta-
lento para la actuación y no por mi improvisada generosidad, y
entonces le toqué la cabeza sacudiendo suavemente su cabello.
De inmediato cambió su actitud y se sentó serio en mi
mesa. El mozo que estaba cerca quiso correrlo, pero con un
gesto le pedí que no interviniese.
86
El niño se quedó mirándome sin decir nada e hice lo
mismo.
Como si de pronto bajara la guardia, sus hombros caye-
ron y me sonrió inocente.
Finalmente habló
—Hacía rato que no venía alguien por acá.
—¿Ah no? —exclamé sorprendido—, ¿y ellos? —e hice
un ademán con la cabeza señalando al resto de los concurren-
tes.
—Están ahí pero no existen.
—¿No existen porque no te dan dinero?
Fue evidente que mi comentario le molestó, pero igual
me contestó respetuoso.
—No existen porque no se pueden dar cuenta de que yo
existo. No formo parte de su realidad. Es obvio su desprecio
aún cuando se acercan con lástima y me dan guita.
Su madurez no coincidía con el tamaño de su cuerpo y
sus palabras lograron sobresaltarme.
—Vos me diste, pero si no igual me hubieras visto. En-
seguida me doy cuenta.
No tuve ninguna duda de que se trataba de alguien envia-
do por Dios. Por eso había sentido la necesidad de quebrar mi
restricción, para encontrarme con él.
Sin decir más nada, saltó de la silla y caminó hasta la
mesa siguiente, donde había una pareja y después siguió con
otra donde había un grupo de jóvenes.
El señor de al lado, acompañado por una dama mucho
más joven, barrió con desprecio la imagen profana que cayó al
87
suelo y, como si hubiera sabido, el niño volteó justo a tiempo
para ver la escena.
Con un gesto triste se volvió para levantarla y lo miró
con desconsuelo. Luego sus ojos se encendieron como los de
un diablo y con un intrépido movimiento, escupió con acertada
puntería en el plato del señor y besó la mano de su acompa-
ñante.
Aunque estuvo a punto de agarrarlo, tuvo que contentar-
se insultándolo hasta que lo perdió de vista.
Después que todo volvió a la normalidad, miré alrededor
y comprobé que el niño tenía razón. Cada quien estaba solo en
ese sitio, navegando en su propio mundo y tratando de impo-
nérselo a otro.
Durante el recorrido de vuelta a mi casa, tuve la sensa-
ción de que me seguían pero no sentí miedo.
Antes de ir a dormir quise tomar otra copa. Sentado en
el fondo, contra la pared de la casa, el brillo de la luna me en-
candilaba y cerré los ojos luego del primer trago.
Había pasado una hora cuando volví a abrirlos y me di
cuenta solo por la presencia del cuaderno a mi derecha. De
todas las veces, ésta fue la que más rápido me reincorporé del
vértigo que significaba actuar inconsciente.
Dios me había dejado un nuevo mensaje y lo leí ansioso.
88
distinta de aquello que nombra y establece el estado de duali-
dad como condicionamiento básico. Esa división, que la man-
tiene aislada, imposibilita a la conciencia artificial de concebir
algo que sea por sí solo y abarque todo en su plenitud.
II
89
Creí encontrar una relación entre lo que supuse luego de
leer la anterior revelación y este punto particular.
Quien por primera vez llamó con el nombre de espíritu
a una parte invisible del hombre, que le atribuía la vida y luego
abandonaba su cuerpo junto con ésta, en ese mismo instante se
exponía a que alguien con la misma certera seguridad lo negara.
Como no es posible cerciorarse acerca de una cuestión esencial-
mente insustancial, cualquiera de las dos opciones podría ser
correcta y una vez que entra en contacto con la información,
el individuo debe volcarse por alguna, puesto que no existe una
tercera opción para hacerla desparecer de su memoria. De ese
modo, el sitio oculto que guardaba los datos inactivos comen-
zó a cumplir otras funciones y servía además para mantener,
alejada del observador, toda información que pudiera resultarle
contradictoria a sus necesidades como individuo.
Me sentía como un estudiante aplicado cuando Dios ha-
blaba y yo lo comprendía con tanta claridad, pero quizás como
método para cultivar la humildad, no quise demorarme en ha-
lagos hacia mí mismo y continué leyendo.
III
90
La información distinta a sus pretensiones solo la reco-
noce en aquellos cultivados en la misma programación que asu-
mieron las circunstancias inversas y la imperativa necesidad de
defender su individualidad lo activa en el oscuro equilibrio de
despreciar por obligación. Trascender la contradicción lo arroja
a un conflicto perpetuo que proyecta en el complemento al
enemigo.
La conciliante destructiva se manifiesta en la especie
como una violencia que se sugiere esencialmente instintiva.
91
Yo podía cambiarme a uno u otro sin que sus efectos alteraran
mi juicio.
En el espacio que quedaba en el centro, se veían violentas
descargas eléctricas que como hilos de luz intermitentes logra-
ban conectarlos de forma permanente.
Aunque opuestos, la repulsión no los alejaba, sino que
se enfrentaban poseídos por un animoso odio por destruirse.
La neblina lentamente comenzó a disiparse y unos extra-
ños personajes sin rostro, que conservaban el particular color
de origen en su piel, salieron a mezclarse y chocar entre sí.
Cuando se encontraban con otro, apoyaban sus manos en el
torso y de ese modo se reconocían. Al opuesto directamen-
te lo atacaban, supongo que fundamentados en la irrevocable
certeza que su existencia resultaba un error imperdonable. A
los iguales, los soltaban y seguían o se fusionaban en una masa
amorfa que luego se dividía en tres y en cuestión de segundos
se levantaban y volvían a chocar.
Una sola vez vi a uno nacer con el color opuesto y fue
sacrificado en el acto.
No había pasado mucho cuando casi se habían extermi-
nado todos, pero el ensueño no se acabó sino hasta el último
sobreviviente que tenía el color de Dios y apoyó sus manos en
mi pecho. No esperaba que sucediera eso, porque apareció por
la espalda y abrí los ojos luego de golpearlo por miedo.
Tuve que reconocer que encerraba un íntimo odio por
quienes no pensaban como yo. Tantas veces me había entreteni-
do imaginando imponer mi parecer ante aquellos cuyo terrible
delito había sido simplemente identificarse con algo distinto y
tampoco nunca me había considerado violento.
92
Verme tan crudamente me arrojó a un estado donde la
contradicción no existía como posibilidad y por eso mismo
perdí la capacidad de recrear palabras. Me reconocí en el inter-
medio de una vigilia automática anterior a la caída sin fuerzas,
que en mi caso continuaba como una indescifrable actividad
inconsciente y traté de calmarme pero sin poder concretar un
argumento que pudiera convencerme, caminé aterrado hasta la
biblioteca y me entregué a la lectura de lo primero que encon-
tré.
Era una novela que había abandonado por infantil.
Cuando finalicé un capítulo, terminé de beber el vino
que aún quedaba en la copa mirando cómo el cielo resplande-
cía. Los elementos estaban prestos para el inicio de una lluvia
que prometía disolver los efectos de una tirante tensión y no
pasó mucho hasta que las primeras gotas comenzaron a caer.
93
VI
La base emocional
96
empinada pendiente y me arrastraban a vivirlas con el mismo
vértigo.
Abatido, el dolor que se intensificaba con el correr de los
días luego de su partida, se agudizaba en mi pecho en apenas
instantes.
Con sorprendente fidelidad, los mismos argumentos vol-
vían a recrearse y pensaba tal como cuando realmente pasó. No
fue necesario razonar la banalidad de insistir en alguien que no
me amaba, aunque asumí que fue orgullo el motivo por el cual
nunca me rebajé a rogarle.
Recordar la mañana cuando la encontré sentada en el
banco de una plaza, de la mano de otro y con su vientre hin-
chado, también supo sacarme lágrimas, pero, responsable por
mi suerte, lejos de involucrarla en mi sentida frustración, urdí
un escape para continuar y aunque no recuerdo bien si la idea
que me había conquistado con semejante ímpetu había sido
una ocurrencia mía o lo había leído antes en algún sitio, fue por
ella que empecé a escribir poesías para atraer a mi alma gemela
y también para sobrevivir.
A pesar de negarlo durante años, el amor ideal había re-
surgido intacto para salvarme y dejar latente una insignificante
pero viva llama, que cuando de modo inesperado volvió a arder
furiosa, no pude asumirla sino con total entrega.
Después de una obsesiva labor que nunca escatimó es-
fuerzos, una de mis tantas obras logró conmoverme y casi
como una broma la leí en voz alta en el patio.
No consideré una casualidad haberla conocido al otro
día y quizás por eso, mis sentimientos por Clara desconocían
97
cualquier límite. Habría aceptado que tuviéramos un hijo si
me lo hubiera pedido, pero en su lugar prefirió pasearme por
la intensidad del cielo y el infierno con una alternancia de ho-
ras. Del mismo modo, idénticas sacudidas agitaron mi corazón
hasta una despedida tan grave como delicioso fue su comienzo.
Sucedió cuando alguien mejor apareció en su vida y este nuevo
desenlace le agregó a la tristeza cierto tinte desesperante, que
no fue menos notorio en la recapitulación.
Solo al principio escribí unas pocas poesías más, pero el
profundo dolor se fue apaciguando y perdiendo importancia
al punto de que me había acostumbrado a llevarlo conmigo,
oculto detrás del deseo de estar solo.
La secuencia emocional puso en evidencia el proceso por
el cual el temor desarrolló una resistencia para evitar un nuevo
encuentro y repetida tristeza, pero también como la irrupción
repentina de Soledad pudo trascender sin ningún esfuerzo la
barrera de mis propios miedos.
De la frígida resignación, igual que la bendita tarde en
que la conocí, estalló en mi cuerpo con incontrolable fuerza y
mi sangre empezó a bullir poderosa y desconocida. Comprendí
que no se trataba de encajar imperfecciones, ni de encontrarse
en emociones intensas. Solo debía amar y Soledad había apare-
cido para darme una nueva oportunidad. Era cierto que ni si-
quiera me había besado, pero me bastó su mirada para alcanzar
ese sitio donde nada podía perturbarme porque era perfecto, y
allí había decidido quedarme para siempre. Reconocí que era
pretencioso exigir correspondencia y su voluntad debería ser
mi profundo deseo, así sea despreciarme. Su rechazo no podía
detener el privilegio de regocijarme en su mera existencia por-
98
que haberla conocido había sido suficiente. Mientras estuviera
vivo podría recordarla, como en ese mismo instante en que a los
treinta y siete años y sentado frente al jardín de mi casa, había
descubierto el paraíso.
Abrí los ojos y faltaba una hora y media para que pasara
el colectivo. Entré para cambiarme y el brillo de los rayos que
se filtraban por la ventana de la cocina me pareció celestial.
Al llegar al ministerio, me crucé con Soledad en la entra-
da y me estremecí del mismo modo que cuando todavía quería
poseerla. Venía caminando tras de mí y aunque no podía verla,
reconocí el sonido de sus pasos y el perfume. Me alcanzó fren-
te al tarjetero donde fichábamos la asistencia. Volteé y en el
instante que mi mejilla iba a encontrarla para saludarla con un
beso, aparecí sentado en mi escritorio.
El casi controlado pánico inicial luego de la interrupción
de mi actividad consciente, esta vez se había transformado en
una homogénea mezcla de disgusto y desconcierto.
Quise comenzar mi trabajo pero ya lo había empezado
Dios. Revisé si había errores pero no los encontré.
Minutos después, el mismo perfume que me había cauti-
vado en la entrada, conquistó el aire de mi oficina y levanté la
vista. Soledad pasó por mi ventana y me miró sin disimularlo.
Entre mis dedos tenía un cigarrillo que se había consu-
mido hasta casi la mitad y estaba en el patio. Esta vez mi ánimo
se colmó de una definida ira.
Por algún injustificado motivo, Dios me estaba privando
de mi legítimo derecho de contemplarla.
Arrojé el cigarrillo sin terminar. El enojo había nublado
mis sentidos y no podía asumir nada, excepto el camino que me
99
dirigía a la oficina de Soledad. Encaprichado daba pasos largos
y furiosos y no me detuve a pedirle perdón a quien se interpuso
en mi camino y casi cae al suelo cuando chocó con mi hombro.
Abrí la puerta sin golpear y ella dejó de hablar con al-
guien que estaba ahí, para mirarme sorprendida.
Giré la llave por segunda vez y empujé la puerta. Enfren-
te, el silencio de mi casa vacía y oscura por el encierro.
Arrojé la mochila en el sillón y fui directo a la cocina. Sin
abrir ni siquiera las ventanas, puse la pava sobre el fuego y un
sobre de té en una taza.
Por un instante, mientras vertía el agua, el aroma a man-
zanilla modificó sutilmente mi percepción, pero beber el té no
logró tranquilizarme como solía.
Quería evitar pensar en lo que había sucedido después de
mi irrupción, pero lo hacía en el esfuerzo por evitarlo.
Me resultaba inadmisible asumir que había ejecutado
semejante idiotez. Era usual que mi apasionado carácter me
dejara frente a situaciones incómodas, pero no recordaba haber
incurrido nunca en una desubicación de ese nivel. Me inquie-
taba ese alguien que no había alcanzado a distinguir y que bien
podría ser el novio de Soledad. También temía por consecuen-
cias disciplinarias e incluso me preocupaba la posibilidad de
perder mi puesto.
Reconocí que mi mejor esfuerzo para amortiguar los
efectos que dejaba la posesión era inútil si igual nunca podría
controlar el momento que Dios decidía adueñarse de mi vida,
y fue entonces cuando me percaté de que todo podría haberse
evitado, si en vez de correr detrás de mi deseo, sostenía mi pro-
mesa de seguir solo su voluntad.
100
Argüí que Dios me había hostigado para que mi objetivo
fuera ese y no que le importaba si veía o no a Soledad.
Desobedecer mi promesa había sido un grave error, pero
lejos de dejarme doblegar por la culpa que se deshizo en el
instante mismo del arrepentimiento, decidí empezar de nuevo.
Como si hubiera vuelto de un leve desatino, la gravedad
del caso se alivianó de pronto y pensé que si quería enraizarme
definitivamente en mi destino de mensajero, no podía hacer
otra cosa más que sentarme a escribir.
Entusiasmado fui por un cuaderno y antes de empezar,
alcé mi mano para encomendarle a Dios que la guiara, pero
las circunstancias adquirieron otro rumbo. El día había estado
cargado de intensidad y el amor por Soledad, mi imposibilidad
de verla y las consecuencias desconocidas de mi irresponsable
proceder, hicieron que la primera frase tuviera algo que ver con
todo eso.
Con la clara idea de comenzar una especie de simbólica
confesión que me redimiera de la torpeza por mis actos, inicié
el texto, pero no pude continuar el hilo y después de unos mi-
nutos, me levanté y fui al patio.
Aunque siempre habían estado alineadas de esa forma, la
disposición de las macetas que escoltaban las columnas de la
glorieta del fondo, me pareció desproporcionada y mientras las
ubicaba en equilibrio embarré el patio.
No tenía ninguna intención de ponerme a limpiar, pero
si borré las huellas de barro con un trapo y cuando entré a en-
juagarlo, me senté en la mesa y agregué una oración que nada
tenía que ver con la idea que había iniciado el texto. Sin vacilar
en abandonar mis quehaceres, esta vez tardé menos en levantar-
101
me luego de no escribir nada.
Al terminar mi tarea en el patio, sumé una nueva oración
y me fui a bañar.
Cada frase modificaba el guión y lo sumergía en una his-
toria terrenal, alejada de cualquier pretensión de relato místico,
pero entretenido había concluido de un modo novedoso una
improvisada obra, además de cocinar y dejar todo en condi-
ciones.
Me pareció oportuno llamarlo igual que la sentencia que
le dio origen.
102
De repente, ese instante de éxtasis que se parece al
cielo, lo envolvió en la intensidad del infinito y eyaculó gro-
seramente.
Tardó en recuperar el aliento y jadeó apoyado encima
unos minutos. Cuando se levantó lo hizo con apuro y siguió
su camino hacia algún sitio.
Nunca pudo darse cuenta que estaba muerta y cuando
sí, ya no le importaba.
103
I
104
II
105
Por algún motivo pensé en beber vino pero era de maña-
na y todavía tenía que ir al trabajo.
Elegí concluir que mi incertidumbre por lo que pudiera
suceder en el ministerio, había alterado de momento mis valo-
res y no poseía el discernimiento para darle al escrito su mere-
cida relevancia, además que continuar leyendo implicaba perder
tiempo y quería evitar encontrarme con Soledad en la entrada,
como había sucedido el día anterior.
Llegué temprano pero igual atravesé el vestíbulo apresu-
rado y luego el pasillo hasta a mi oficina.
No tenía nada de trabajo y entonces traté de contener mi
inquietud ordenando los cajones del escritorio.
Preparado para asumir las consecuencias de mi irreflexi-
vo acto, esperaba a mi jefe con una suspensión o al novio de
Soledad enfurecido, pero primero pasó ella y se detuvo de gol-
pe para volver sobre sus pasos hasta la puerta de mi oficina.
Cuando me miró, una descarga eléctrica me sacudió y dejó su
sensación activa unos instantes. Entró sonriente y me saludó
con un beso. Luego me dijo que no lo había encontrado pero
lo traía en la mano cuando me vio y me lo quería regalar y con
delicadeza apoyó sobre mi escritorio un caramelo de menta.
Embriagado en su presencia, no me importó la falta de
coherencia de sus actos y sin atinar a agradecerle o al menos
saludarla, la miré salir.
Dios se había apiadado de mí y no solo me había per-
mitido verla esta vez, sino que además su intervención había
alterado la realidad a mi favor.
En el patio, cuando terminaba mi cigarrillo, la vi aparecer
con un joven que no era su novio. Aunque no me saludó, no me
106
pareció descortés su actitud porque comprobé por mí mismo
que no me había visto. Fue directo a encontrarse con alguien, y
su acompañante se encaminó decidido hacia donde estaba yo.
Cuando estuvo enfrente me saludó y luego me habló.
—La misma chalina de ayer —dijo como si fuéramos
cómplices de algo e hizo un gesto con la cabeza hacia donde
estaba Soledad—, parece que le gusta mucho porque se la puso
de nuevo.
Cuando la miré, Soledad llevaba sobre sus hombros una
chalina de reluciente turquesa.
No me acordaba haberla visto antes.
Sin ningún interés le respondí cortante.
—La misma.
—Mirá que también la miro, pero si la hubiera encontra-
do yo, no me hubiera dado cuenta que era de ella.
Esa frase expuso un detalle que me permitió encontrar
un sentido lógico y por fin pude comprender lo que había su-
cedido. Era él quien estaba junto a Soledad en la oficina. Dios
había encontrado la chalina o tal vez se la había robado y estra-
tégicamente me exterminó en ciertas partes de la historia.
Lo que para mí era una inusitada catástrofe, había sido
un sutil acercamiento.
De inmediato me incorporé al diálogo conforme con mi
observación.
—No es que la mire a ella —me justifiqué—. Soy muy
detallista —concluí serio.
Al parecer mi actuación había sido demasiado fingida y
mi desconocido amigo se rió con gusto de mi broma.
107
Nos quedamos hablando unos minutos más y entramos
detrás de Soledad.
El cielo que parecía iba a despejarse en la mañana, se
cubrió de un intenso gris y a las cinco de la tarde, por primera
vez en once años, emprendí el regreso a mi casa a pie y bajo la
lluvia.
El fuerte chaparrón no me dejaba usar los anteojos y
aunque la realidad tenía escasa definición, por momentos creí
percibir con la misma nitidez que cuando me encontré con el
árbol de fuego.
Apenas llegué, me di una ducha tibia y quise retomar la
lectura pero evité los dos primeros puntos, ansioso por encon-
trar la conexión con el cuento que había escrito.
III
108
IV
109
VII
La corrupción instintiva
112
La misma sensación que había tenido cuando pensé que me
seguían luego del restaurante. Argüí que la asociación no había
sido en vano, y que tal vez el niño que conocí esa noche esta-
ba detrás de ambos sucesos. Supuse que haberme seguido le
había permitido conocer mi casa y había confiado en mí para
cuidarla.
Cuando la entré, lo hice sólo para no contrariar su vo-
luntad.
A pesar del movimiento cuando trasladé la caja a la co-
cina, la gata continuó con su rutina de sueño. Como si no le
importase en absoluto el cambio de escenario respecto al sitio
donde la siesta había comenzado, al poco rato se sintió confia-
da de recorrer la casa y salir al patio a perseguir insectos.
Mientras juntaba los restos de la taza, la observaba jugar.
Sus ataques, aunque torpes en apariencia, tenían una efectiva
precisión. Noté que la escena a mi me entretenía pero podía
adquirir diversos significados de acuerdo al observador y lo
que el simpático animal vivía como una distracción inocente,
resultaba una circunstancia fatal para el objeto de su juego.
De repente noté que la realidad había adquirido una ex-
traña consistencia que le daba solidez viva a los objetos. Como
cuando estuve frente a Dios, el tiempo parecía transcurrir más
lento y con él mis movimientos.
La gata entró a la cocina, saltó a la silla y luego a la mesa
para acostarse encima del cuaderno y quedarse mirándome. Fui
tras ella con cierta torpeza. Lo descoordinado de mis movi-
mientos se debía a que tenía que pensar las acciones para guiar
mi cuerpo, que parecía haber olvidado su habitual motricidad.
113
Golpeé fuerte la mesa con la palma abierta sin estar segu-
ro de haber dado la orden para que eso suceda, pero de todos
modos dio un salto y salió con prisa hacia el patio.
Comencé a leer nuevamente el texto y de pronto tuvo
un sentido antes inadvertido. Mi percepción alterada tuvo in-
cidencia en la comprensión y el contenido de la revelación se
convirtió en una afilada daga que desplegó su fatal presencia
cuando estuvo dentro.
Pude comprender que la especie no tuvo la culpa del
error, pero una vez iniciado el proceso, se había vuelto irrever-
sible. De un modo íntimo, la secreta herida del destierro nos
había heredado una carencia que despierta un hambre insacia-
ble.
La inteligencia artificial creó un inconmensurable uni-
verso de información, pero también alteró nuestro organismo y
ahogó nuestro instinto natural.
No me pareció insensato que, al principio de todo, cuan-
do el individuo que nacía de los conceptos o, mejor dicho, la
inteligencia que comenzaba a desarrollarse a costa de él, se en-
frentaba a ese mundo tan ajeno como misterioso, hayan surgido
el miedo y la destructiva violencia, y su experiencia se funda-
mentase en ese inestable terreno.
Desde ese lejano suceso, los hombres no hicimos más
que multiplicarnos sin control, y con nosotros, la cantidad de
variables que interactúan entre sí y recrean nuevas y opuestas
sensaciones. Amor y odio, alegría y depresión, ostentación y
envidia, caras opuestas de un mismo fenómeno, que aunque
seamos incapaces de reconocerlo, nos vuelve contradictorios
siempre.
114
Luego, como si además de haber comprendido pudiera
continuar en mis pensamientos la revelación de Dios, empecé
a recitar en voz alta, haciendo gestos con las manos como si le
hablara a alguien más.
—Entonces, aquello mismo que genera deseo, luego pro-
voca rechazo y aunque esencialmente nacidas del mismo estí-
mulo, tal como sucede con la información, cuando la emoción
opuesta aparece, lo hace también un argumento que desestima
ese detalle y lo proyecta en alguna otra circunstancia o lo niega.
De ese modo, el individuo sólo se puede responsabilizar de
aquel sentimiento que responde a su descripción y al otro, aun-
que lo viva con la misma intensidad, lo expulsa junto con los
conceptos e información contradictoria, al inconsciente.
Las reacciones desvirtuadas, producto de volvernos ex-
traños a la armonía que gobierna el universo, nos volvieron
también extraños a nosotros mismos, y dependemos de creer-
nos una mentira para mantenernos cuerdos.
No estaba seguro de dónde habían salido esas palabras
y desesperado corrí a buscar un cuaderno antes de olvidarlas,
pero una conocida sensación se activó de golpe y comenzó a
recorrer eléctrica mi abdomen. Recordé cuantas veces me ha-
bía hecho ir detrás de alguna banalidad para satisfacerla y me
detuve. La plenitud poseía la soberana cualidad de mutar a
cualquier forma y seducirme con disímiles anzuelos, sólo por-
que antes desconocía lo que realmente debería buscar y por esa
reflexión logré que desaparezca por completo, pero también
desistí de escribir.
Inmerso en una quietud transparente, después de haber-
me quejado por lo incomprensible y la falta de conexión con
115
mi último cuento, el texto me resultaba oportuno. Reconocí
que las emociones eran la tónica de lo que estaba atravesando
y si bien el concepto fue claro, no había encontrado contradic-
ciones en lo que sentía por Soledad. Supuse que un sentimiento
que no proyectaba sombra tendría que ser una dádiva exclusiva
que Dios me había otorgado. Aunque tampoco hubiera hecho
nada por merecerlo, no tenía dudas de que podía amar a Sole-
dad sin pretender verla, pero también estremecerme cada vez
que la veía.
La gata saltó a mis piernas y comenzó a jugar con las
hojas del cuaderno hasta que rompió una y la bajé. Su presencia
me había servido para cambiar el enfoque y ver, pero también
noté que cuando la apoyé en el suelo había regresado al habi-
tual tiempo y textura del mundo.
Fui al supermercado por vino y compré también carne
y leche.
Cuando le serví, olfateó los dos tazones pero prefirió
beber agua. Luego, mientras se reproducía el concierto que la
noche anterior no pude escuchar, cociné un poco de carne y
entonces la comió.
Consideré que ponerle un nombre significaba atraerla sin
su consentimiento al mundo de los conceptos, así que preferí
respetar su inocencia. Acostumbrado a no hablar con nadie,
no me costaba esfuerzo interactuar con ella de acuerdo a sus
modos.
Antes de acostarme, la dejé en su caja pero no pasó mu-
cho hasta que apareció en mi cama y comenzó a jugar con mi
cabello. Sin decirle una palabra, la bajé más de diez veces. Opté
por cubrirme la cabeza con la sábana y esperar a que se cansara
116
pero con un movimiento astuto supo filtrarse. Finalmente se
quedó dormida pegada a mi nuca.
Eran las cinco de la mañana cuando me despertó jugan-
do otra vez con mi cabello. No pude volver a dormir y debí
soportar su insistente reclamo hasta que me levanté para abrir
la puerta del patio.
Al momento de salir para tomar el colectivo, estaba llo-
viendo y no quería dejarla afuera. Se había acomodado a gusto
sobre la mesa bajo la parra y rezongó un poco cuando la aga-
rré. Corrí con ella bajo la lluvia cubriéndola con mi mano, y la
arrojé al piso seco de la cocina, pero sus patas no habían alcan-
zado el suelo cuando aparecí, en un parpadeo, sentado en una
mesa junto a la ventana, en el café de la esquina del ministerio.
Más preocupado por no haber visto a Soledad que por
el tiempo inconsciente, con total naturalidad busqué mi celular
para ver la hora. Hacía tres minutos que había salido y quizás
todavía podía tener alguna oportunidad.
Incluyendo los dos días de los que nada sabía, siempre
que Dios me había extinguido, me había soltado frente a una
circunstancia que me dejaba una dolorosa marca, pero que, in-
versa a los traumas, ampliaba mi perspectiva en vez de contraer-
la y liberaba de una ilusoria atadura.
Soledad se detuvo en la esquina a vigilar con evidente
intención hacia la puerta del ministerio. De inmediato asumí
que estaba esperando que yo saliera. Con certera seguridad, mi
intuición me transmitió que el encuentro había sido acordado
ese mismo día y quizás por eso asimilé con tanta solvencia su
intervención. Dios había hecho el trabajo por mí, sin lugar a
dudas mejor.
117
Me levanté decidido no a saludarla con cortesía, sino a
explicarle mi amor con un beso que se había hecho esperar de-
masiado y no alcancé a dar un paso cuando noté que sonreía,
pero porque su novio se acercaba.
No volví a sentarme hasta después de que se besaron
efusivamente y el mozo llegó a tomarme el pedido.
—Un cortado, por favor —dije con la voz baja y entre-
cortada y tuve que repetirlo para que me entendiera y se fuera.
A diferencia de antes, las emociones acordes a las circuns-
tancias fluyeron precisas y el dolor por la desilusión oprimió mi
garganta con furia. Con excesiva pero necesaria crueldad, Dios
había sido contundente en su modo de reprocharme que lo que
sentía por Soledad todavía estaba expuesto a contradicciones.
Sólo cuando reconocí las emociones como el engaño más
profundo, mi estado se revirtió y me reincorporé a una agrada-
ble liviandad, aunque no podía obviar que la menor distracción
podría nuevamente hundirme en la tristeza.
No faltaba mucho para la cita con Florinda y me entre-
tuve en el café leyendo unas revistas y tratando de no pensar
en Soledad. Desde allí el consultorio quedaba bastante cerca y
podía llegar rápido a pie. Soledad había rechazado abandonar
el mundo y encaminarse en un incierto destino, pero Florinda,
luego de mi declaración, me había pedido que regresara.
Cuando me reencontré con ella, algo había cambiado en
su mirada pero no por eso perdido su magnetismo. No tenía
preparado nada para comenzar porque justamente no lo había
considerado una consulta y me quedé esperando que hablara.
Con las piernas cruzadas y la espalda bien erguida, me
118
preguntó si había vuelto a escribir y le contesté moviendo la
cabeza.
—¿Me trajiste para leer?
Le di una excusa para no contarle el contratiempo que
me impidió regresar a mi casa, pero igual fui bastante claro
para describirle el surgimiento y la polaridad de las ideas, la
obligación del observador y el proceso hasta la formación de
las emociones.
Cuando terminé ella se me quedó mirando.
—¿Y con eso pensás convencer al mundo de que te envió
Dios? Con un mensaje que afirma que las decisiones y los sen-
timientos son un error... —comentó, provocadora.
Enseguida me di cuenta de que Florinda se había deci-
dido por dejar de creer y entonces perdió la culpa por desacre-
ditarme.
Si bien el mandato social exigía mi continuidad en ese
sitio, no había vuelto para atenderme con una profesional, así
que me sentí con la autoridad de levantarme y salir sin dar ex-
plicaciones, pero me ganó la intriga y me quedé.
Traté de improvisar un personaje que, sin proponérmelo,
arrastró consigo mi actividad emocional y dejé pasar unos se-
gundos de silencio para responder su pregunta.
—No estoy tan seguro —dije con mostrada pesadum-
bre—, pensé que tal vez estaba pasando otra cosa.
—Qué bueno que lo puedas ver —apuntó satisfecha.
—Pero no tanto como para saber qué. Me resulta des-
concertante como aparecen esos textos. Actuar inconsciente
es algo que no puedo aceptar de ningún modo —le declaré
119
afectado, pero dispuesto a desentrañar el motivo que la llevó a
desconfiar, quise ir más lejos:
—Tengo la fortaleza para afrontar la verdad. Vine a cu-
rarme y no creo que haya mejor modo.
Florinda inspiró una buena cantidad de aire y con his-
triónica elegancia comenzó a hablar, pronunciando las palabras
de forma pausada, con la seguridad que presta la soberbia.
—El que escribió ese cuaderno fuiste vos, así que es
posible que puedas recordarlo más adelante, porque lo viviste.
Además, no es necesario que realmente lo hayas creado, tam-
bién lo pudiste haber copiado —hizo una pausa y con un tono
de voz diferente me preguntó si tenía acceso a internet o una
biblioteca en mi casa.
—Las dos cosas —respondí, y entonces me miró con
una fingida tristeza en los ojos.
—Es muy probable que te acuerdes bien de todo pero
por el momento te resulta más beneficioso pretender que no
y entonces lo negás. Es obvio que vos te vas a creer la historia
como a vos te conviene, aunque tus ojos hayan visto otra cosa.
A lo mejor pensaste que los textos podían engañarme y ahora
que sabes que no, decidiste enfrentarlo.
No contesté nada.
—¿Los copiaste? —me preguntó con tono inquisidor y
mirada desorbitada.
Deliberadamente profundicé mi respiración y para disi-
mular la risa frente a su desequilibrada conducta, tapé mi ros-
tro con mis manos como si fuera a llorar y entonces prosiguió
con halagos.
120
—Sos muy valiente en exponerte a la verdad. Tal vez aho-
ra o dentro de muy poco revivas esos momentos que vos decís
están perdidos y me podés llamar si lo consideras necesario.
Rompí el silencio de un par de minutos para preguntarle
acongojado por qué me había sucedido a mí.
—No hay ninguna culpa en vos. Las patologías mentales
suelen ser caprichosas.
Así y todo tuviste la astucia suficiente como para no
creértelo del todo y pedir ayuda de inmediato. ¿Se lo contaste
a alguien más?
Negué con la cabeza.
Luego de su conclusión me entregué a una impecable
actuación que llegó a sorprenderme.
Acusando hasta dolencias físicas, me declaré quebrado
y le dije que iba a necesitar asimilarlo y no volvería por un
tiempo. Insistió en que era contraproducente interrumpir en
ese punto el tratamiento, pero ante mi indeclinable decisión, no
tuvo más remedio que amenazarme con la indisponibilidad de
turnos cuando la necesitara. Dispuesto a asumir el riesgo, me
despedí agradecido luego de pagarle.
Iba a tomar el colectivo, pero pasó un taxi y le hice señas.
Estaba ansioso por llegar a mi casa y además hambriento.
Mientras cocinaba, repuse la comida de mi anónima
compañera y me agaché para abrir los ojos sentado en la mesa,
frente al cuaderno abierto. Dejé la lapicera que todavía tenía en
mi mano y serví bastante vino en la copa. Aunque lo tomé con
voracidad, igual me había sabido exquisito. Por un segundo
intenté recordar los instantes previos donde escribía pero de in-
mediato reconocí lo innecesario de mi acto y me dispuse a leer.
121
I
II
III
IV
VI
127
VII
128
VIII
La personalidad
130
era un acontecimiento tan extraño como el árbol de fuego, in-
cluso más poderoso, porque si bien la atracción también estaba
sustentada en una fuerza misteriosa, además ella era hermosa y
eso no pasaba desapercibido para mí.
Haberla conocido el tercer día después a la aparición de
Dios y su interés en las revelaciones no me parecían cuestiones
fortuitas. Estaba seguro –y esto lo había verificado por el modo
que me hacía sentir– de que existía una íntima conexión entre
nosotros, aunque ella prefiriera engañarse y besar a su novio.
La pregunta quedó resonando en mi cabeza.
Antes utilizaba mucha menos cantidad de agua y no fre-
gaba el piso con tanta furia, ni tampoco soltaba al aire palabras
sin sentido mientras lo hacía. Tratando que desde lo profundo
y sin que interviniera la razón sucedieran los conceptos capaces
de resolver la incógnita, la hipótesis que pude deducir con el
resultado de mi experimento, se eliminó sola frente a su eviden-
te insensatez.
Ansioso por obtener la respuesta, me detenía obsesivo en
las esquinas.
Había una pequeña habitación en el centro de la casa que
nunca usaba y por eso no formaba parte en mi inventario de
quehaceres. No tenía ventanas y el calor y la humedad creaban
una atmósfera viciada que contagiaba el olor a todo aquello
que guardara. Argüí que limpiarla sería penetrar en la oscuridad
más profunda de mi ser.
Busqué la llave donde supuse que debería estar y estaba.
Apenas incliné la puerta, el aire contaminado por el olor
a pintura se expandió insoportable y lo sentía en los ojos y la
garganta.
131
Para mi sorpresa, adentro había cuadros que no había
visto las pocas veces que estuve antes. También había desparra-
mados en el piso dibujos que crujían como hojas secas cuando
los pisaba. Con total desconcierto, levanté uno y pude ver un
grotesco gráfico de una mujer desnuda en una pose sexual.
Me acerqué para ver los cuadros y no eran muy distintos.
Creados desde un talento casi infantil, había siete obras
en total. El que estaba primero contenía la imagen de tres mu-
jeres que formaban un triángulo equilátero con sus cuerpos.
Todas estaban desnudas y cada una tenía su cabeza entre las
piernas de otra. En el siguiente había escenas de sexo explícito
entre dos hombres y una mujer, luego una mujer practicando
sexo oral a un niño, un anciano con una mano en su pantalón y
otra en la entrepierna de una pequeña, un hombre sometiendo
a otro que parecía muerto porque su cabeza y brazos colga-
ban, una mujer penetrada por un perro y el ultimo retrato que,
cuando lo vi, me aniquiló sin compasión.
Sentado con la espalda apoyada en la puerta de madera
que estaba cerrada, desperté gravemente perturbado. Al lado
mío, el cuaderno con la octava revelación que leí con mis pier-
nas temblando.
II
134
emocional se había cristalizado y desde una perspectiva alejada
de su influencia, observé sus opuestas consecuencias y el argu-
mento que las justificaba. Aunque pensara en mi madre o una
bicicleta, cada elemento provocaba una respuesta igual de con-
tradictoria. Todo aquello que amara o deseara con intensidad,
a su vez despertaba cierto odio o temor que le encontraba, e
incluso inventaba, numerosos defectos.
A diferencia de la revelación anterior donde todo era trá-
gico, podía sentir que ésta poseía la fuerza para arrasar sólidos
cimientos y esos temblores que me sacudían, no me asustaban
sino que me instaban a continuar.
III
135
oportuno para erigirse tal como pretende frente a cualquier
circunstancia.
El individuo despliega la retórica que lo refleja en una
realidad, eximido de la contradicción acerca de lo que en ver-
dad siente, y traslada la pulsión irresuelta a cualquier irrelevan-
te suceso.
IV
136
Los espacios donde dejaba que la información se progra-
mara se llenaban de imágenes cada vez más claras.
Apenas comprendí que la personalidad era una conse-
cuencia de los traumas de infancia, recordé cuando soñaba vi-
vir de la música y demostrarle a mi padre que repetir lo que
otros descubrieron, así me diera un título, renombre y dinero,
era insignificante comparado con el sublime prodigio de crear,
pero tanto él como mi madre trabajaban en el ministerio y su
herencia había sido demasiado pesada.
La implacable honestidad de saber que esa frustración
me había llevado a recrear el argumento que me sostenía activo
en una solitaria rebeldía, y ahora reordenado, me había arroja-
do a una sagrada leyenda, me sacudió con la misma eficacia de
un golpe.
Aunque algo atontado, igual alcancé a discernir que en
ambos casos la trama me servía para no morir de miedo o tris-
teza ante la fatal incertidumbre de no saber quién era.
Restaba una parte para concluir la revelación y fui por
ella.
140
No tuve que hacer ningún esfuerzo para considerar el
mismo evento con tan simple claridad y la contradicción, cuan-
do se equilibró en una nueva relación, disolvió una antes des-
apercibida contracción a la altura de mis genitales. Todo lo que
me rodeaba comenzó a encenderse en una luz blanquecina que
sutilmente me convertía a ella, pero un difuso recuerdo me de-
volvió el color de la carne sin atenuantes.
Aunque gritara con furia y me esforzara por apreciar mis
palabras y no tanto mi certeza como cuando era niño, se des-
plegaban impiadosas las escenas que se habían desvanecido del
sábado y el domingo de los que nada recordaba.
Con las ventanas cerradas y luz artificial, había perma-
necido desnudo pintando mi cuerpo, creando en los lienzos
oscuras y perversas fantasías. Me recordé dibujando lenguas y
masturbándome con el papel, eyaculando y volviendo a empe-
zar con lujurioso deseo.
Las imágenes me atormentaron hasta que me parecieron
excitantes y entonces, seducido por el placer de entregarme,
tuve que gritar otra vez para volver en sí.
Había sido extraño el modo en que Dios había respon-
dido la pregunta que había iniciado todo un rato antes y, con-
trario a mis presunciones, no era amor sino un desenfrenado
deseo el motivo que me unía a Soledad.
Después de cenar un abundante plato de arroz, me acosté
pero no me dormí enseguida. Mi olfato había quedado im-
pregnado por el olor nauseabundo de la pintura, y el recuerdo
volvió para mezclarme en mis obras.
Abrí los ojos. Evitar el cuarto había sido un acto de res-
guardo pero que no me había eximido de lo que estaba allí
141
dentro. Supuse que si quería dormir, debería enfrentarlo, pero
esperar a la tarde del domingo me pareció una mejor idea que
finalmente me dejó descansar.
Al otro día me levanté apenas pasadas las siete y, movili-
zado por un exceso de energía, decidí que no iba a esperar hasta
la tarde.
Me llevó algún tiempo dar con la llave que había dejado
en el patio junto a la botella vacía de vino.
Con la responsabilidad de considerarme el autor de las
obras, mi juicio se había alivianado y no me parecieron tan
grotescas. Con muchas menos pretensiones hubiera intentado
por primera vez pintar un cuerpo desnudo e incluso el retrato
poseía detalles que me sorprendieron. Había pasado mucho
tiempo desde que pude ver ese rostro apenas unos segundos,
pero aun así permaneció intacto en mi memoria. Tampoco ja-
más pensé en ese suceso, pero cuando me reencontré con la
imagen lo percibí extrañamente cercano.
Tuve que reconocer que mi usual falta de paciencia siem-
pre resultaba un serio contratiempo porque sólo era cuestión
de esperar el momento para encontrarle sentido al cuento que
había escrito. Era cierto que no fue una revelación, ni un pre-
sagio, pero sí el relato inconsciente de mi dolorosa historia, la
misma que algunos días después iba a despertar de su oscura
tiranía.
Luego de contextualizar la trama en la época misma que
el texto de Primero, cuando la inteligencia artificial era toda-
vía incipiente, comprendí que el protagonista que descubre un
cuerpo desnudo en algún salvaje bosque, desconoce la muerte
como yo el sexo de mi amante. La quietud es un acto descon-
142
certante, pero el placer sexual es un inestimable narcótico que
traduce todo a su ardiente conveniencia e irradia un magnetis-
mo capaz de cegar y manipular sin esfuerzo la voluntad.
No era al personaje a quien no le importaba saber lo que
hizo, sino a la especie y yo había pagado las consecuencias.
Hice un bollo con cada dibujo y los arrojé en una bolsa.
No me llevó demasiado tiempo esa tarea y arrastré la bolsa
llena pero liviana hasta la parrilla con una mano, y con la otra
el cuadro de las tres mujeres.
Mientras ardían, pensé que para adquirir los materiales
había tenido que dar con sitios especializados; sin embargo,
no conocía ninguno, ni podía recordar el momento en que los
había conseguido, pero sí pude saber en qué había gastado el
dinero de mis ahorros.
Fui por dos lienzos más e invertí su orientación para aco-
modar el segundo contra la pared de enfrente y alcanzar el últi-
mo. Quizás por ansioso fue que volví con ése solo y al tiempo
que lo colocaba sobre las llamas, sonó el timbre. Un vecino
venía a quejarse por el espeso humo que despedía la pintura y
cuando terminó de consumirse por completo, apagué el fuego.
Había disfrutado observar esa imagen arder. No podía
desear el mal a alguien tan injustamente contaminado como yo
y no era venganza lo que me animaba, pero sí liberarme de ese
ingrato recuerdo que tanto me había oprimido.
La humareda se esparció con rapidez y abrí todas las ven-
tanas. Encendí un sahumerio en cada habitación y varios en la
que quedaron los cuadros que iba a quemar esa misma noche.
La fragancia se impuso e invadió el ambiente y me senté
en el sillón a contemplar mi casa que estaba reluciente, cuando
143
la sencillez esencial que había saboreado leyendo la última re-
velación, regresó plena. Mi perspectiva se retrotrajo y comencé
a percibir con la misma inocencia del niño que alguna vez fui,
aunque esta vez el estado no se diluyó cuando me entregué a
disfrutarlo. Cada cosa que miraba tenía el original fulgor de la
novedad y, bajo sus efectos, se me ocurrió pensar en Soledad.
De inmediato comprobé que nada había cambiado respecto
a lo que sentía, y me di el permiso para dudar que sólo fuera
deseo lo que me vinculaba a ella de ese modo.
Asumí que la respuesta que hallé luego de indagar en el
cuarto, y en mi inconsciente, podría haber sido una prueba que
debería identificar y trascender con el corazón, un escollo que
adrede intentaría confundirme, pero luego me alarmé al pensar
que tal vez no fue Dios quien había respondido con tanta ale-
vosía el interrogante.
No pude dejar de notar que había algunos puntos extra-
ños y además de ser la más extensa, no recordaba nunca cuando
escribía las revelaciones pero sí parte de lo que había sucedido
en esa posesión. Resultaba innegable que la conducta que había
desplegado se semejaba más a la explicación de que había sido
otro, quizás para alejarme de mi destino, el que había toma-
do mi cuerpo, aunque esta vez no lo asocié con una patología
mental.
En esa atmósfera ingenua, donde no existían las intencio-
nes ocultas, era cierto que podía entretenerme durante horas
jugando con el humo que se desprendía de los sahumerios, que
amaba a Soledad con idéntica o mayor intensidad, pero tam-
bién que el Diablo era tan real como lo eran mis manos.
144
El viento de repente sopló con fuerza y el golpe de la
puerta que daba al patio cuando se cerró, me hizo saltar.
La misma presencia invisible que tantas veces me había
acechado, estaba en la sala conmigo y el terror se tornó insos-
tenible.
Me apresuré a cerrar la casa y salí a caminar sin haber
almorzado.
Anduve un rato sin rumbo y luego me quedé unas horas
recostado bajo el árbol de una plaza, tratando de no pensar en
nada.
Cuando regresé, era de noche.
Como suponía, el aire todavía estaba cargado con su fatal
presencia y lo pude percibir apenas atravesé el jardín.
Sabía que me iba a esperar, pensé mientras giraba la llave
de la puerta de entrada y luego lo dije en voz alta para que me
escuchara.
Prendí solo las luces de afuera y entré. No voy a negar el
susto que me llevé al tropezar con el sillón, antes de llegar a lo
que supuse sería el centro de la sala, adonde me senté con las
piernas cruzadas como si fuera a meditar, dispuesto a morirme
de miedo o curarme de una vez.
La oscuridad que me había atacado salvajemente y arran-
cado la carne, el insoportable eco de gemidos desgarrantes, de
bestias voraces, el sonido de la puerta cuando se cerraba, el
llanto, la incertidumbre de no saber adónde estaba, que se esta-
ba acercando, el miedo, el abismal miedo de la especie y el mío
propio, juntos confluían para atormentarme en esa sala donde
el Diablo respiraba tan profundo que podía oírlo.
145
De un salto me paré y empecé a gritar pateando el aire,
arrojando golpes furiosos a la nada. La carga de años de so-
metimiento me había desquiciado y entonces lo desafiaba con
tanta insolencia como podía para que no tuviera excusas de
rechazar el duelo.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que, sin fuerzas, caí de
rodillas y mi corazón latía frenético. Desesperado intenté re-
tomar la respiración que por la agitación a veces se confundía
en arcadas y tardé varios minutos en calmarme, pero pasaron
dos horas o más hasta que volví a encender las luces. Todo ese
tiempo estuve en silencio, completamente vacío, atravesado por
la oscuridad, que ya no me asustaba porque éramos lo mismo.
No me sentía débil pero hice un esfuerzo y comí unos
trozos de pan antes de acostarme.
El Diablo nunca aceptó el duelo y supe, por su cobarde
ausencia, que nadie me estaría esperando al final de mis días
para cobrarme con sufrimiento el costo de mis pecados y esa
noche por fin descansé en paz.
146
IX
La estructura social
147
En su interior hallé uno de mis cuadernos, con un texto
manuscrito escrito de mi puño y letra. Persuadido de que se
trataba de una nueva revelación comencé a leer pero entonces
supe que era una especie de cuento que se llamaba “El mendi-
go”.
150
jando del camino a mi casa y de improviso me encontré con un
niño que venía corriendo de frente a donde estaba. Mi presen-
cia había estado fuera de sus planes y no chocamos sólo por su
intrépido movimiento, pero esquivarme no evitó que perdiera
el equilibrio y rodara al piso. En vez de socorrerlo, lo tomé del
brazo alertado por una mujer que venía corriendo detrás. El
pequeño forcejeaba queriendo escapar, hasta que la mujer, que
de cerca me pareció muy joven, con voz calmada le pidió gentil
que le devolviera la cartera.
El niño pareció tranquilizarse luego de escucharla y se la
dio sonriente.
Lo solté y entonces pude verlo de frente. Reconocí al
mismo que había estado sentado conmigo en el restaurante,
pero él actuó como si no me recordara e hice lo mismo. La jo-
ven lo detuvo antes que se fuera. Empezó a revolver su cartera,
supuse que verificando que nada le faltara, pero en realidad
buscaba su monedero para darle unos billetes.
Se fue caminando tranquilo y de espaldas a la joven, le-
vantó sus manos para saludarme de modo exagerado y luego
con una sonrisa malvada, nos señaló a ambos e hizo un gesto
obsceno.
La joven también intentó darme dinero, pero me negué
a aceptarlo. Por mera formalidad me ofrecí a ayudarla de al-
gún modo o acompañarla, pero nunca hubiera esperado esa
respuesta.
—Hoy es un día de extraños sucesos y no quisiera con-
trariarlo —me dijo mientras la miraba asombrado—, estaría
bien que me acompañes...
151
La conclusión me había parecido del todo creativa y son-
reí ante su razonamiento. Me aclaró también que la tarde la
había tentado de caminar y que no tenía intenciones de alterar
esa decisión. Estuve de acuerdo y comenzamos a recorrer las
casi veinte cuadras que nos distanciaban de la Facultad de Eco-
nomía.
Me sorprendió el destino porque su aspecto era más bien
de ensoñadora y no cuadraba en el perfil de estudiante de Eco-
nómicas. Su voz era agradable y sus argumentos irreverentes.
Era espontánea y graciosa. Tenía la difícil cualidad de mos-
trarse siempre de acuerdo con lo que pasaba y hasta cuando
tropezó se alegró porque según ella la contuvo de decir algo
inapropiado.
Apenas empezamos a caminar, me contó que cuando co-
rría al ladrón había sentido deseos de atraparlo para darle una
golpiza, pero cuando lo tuvo enfrente, no pudo más que hacer
lo que hizo y sin embargo la contradicción no parecía pertur-
barla.
En el momento que atravesábamos una plaza, sugirió
descansar unos minutos y beber una cerveza que quería invi-
tarme. Le agradecí con la excusa de que solo tomaba agua o
vino, pero insistió recreando una imitación desfachatada de mi
respuesta que me dio mucha gracia. Era cierto que el día era de
extraños sucesos y tampoco quise oponerme.
Bebimos dos, pero no me dejó pagar la primera.
El tiempo se deshizo de tal modo que ni siquiera pude
notar que le llevaba más de diez años.
Algo más relajado en esta segunda etapa, me animé a
realizar aportes a sus delirantes conclusiones y de inmediato su
152
sonrisa se me volvió adictiva.
En la esquina de la facultad se detuvo. Distraído seguí
unos pasos y después giré para ver que le había sucedido. Ella
se acercó sin dejar de mirarme y apoyó con suavidad sus dedos
sobre mi mejilla y luego sus labios en los míos. Rodeé su cintu-
ra con mi brazo para pegarla a mi cuerpo.
Los dos respirábamos agitados cuando comencé a per-
derme.
Tan profundo era mi deseo, que apareció Soledad para
decirme que me amaba y continuar ella con el beso.
Cuando abrí los ojos, había regresado Laura.
Ambos sonreímos con vergüenza. Me declaró que nunca
antes la habían besado con amor y, aunque había sentido lo
mismo, me reservé de contestarle porque no había sido ella
quien me hizo sentir de ese modo.
Caminamos hasta la puerta de la facultad y empezó nue-
vamente a buscar algo en su cartera. Con un rápido movimien-
to escondió la mano detrás de su espalda y me pidió la mía.
Le ofrecí la derecha con la palma hacia arriba esperando que
me diera algo, pero apoyó un objeto de plástico y luego volvió
a guardarlo. La impresión que había dejado el sello contenía
además de su nombre y apellido, el número de teléfono y la
palabra vendedora.
Volvió a besarme y entró.
Estaba más lejos que cuando empecé, pero eso no me
importaba en absoluto. Laura había vuelto sutil mi ebriedad y
regresé a mi casa poseído por un generoso estado energético.
Mis pasos largos y firmes se iniciaban en algo que me sabía
poderoso y me nutría constante. Bajo sus efectos el cansancio
153
aparecía imposible.
El celular comenzó a vibrar en mi bolsillo y como un
acto torpe dejé de caminar. Respondí la llamada sin mirar el
número y entonces la escuché a Soledad decirme que necesita-
ba hablar conmigo con cierta urgencia. Le sugerí encontrarnos
en un café del centro dos horas más tarde y así tener tiempo
para cambiarme de ropa, pero me dijo que en ese caso se senti-
ría más cómoda si fuera a su casa.
Caminé las cuadras que faltaban para llegar a la mía y fui
directo a ducharme.
Cuando estuve listo, me senté en el jardín a mirar el jaz-
mín iluminado por los colores del atardecer.
Soledad me mandó su dirección en un mensaje y queda-
ba bastante lejos así que llamé un taxi.
Con la misma simpática cortesía que cuando hablamos
por primera vez, me invitó a pasar sonriente. Mientras atra-
vesaba la sala camino al comedor, sentí una extraña presencia
acecharme, pero luego me di cuenta de que las paredes, los
cuadros, la mesa pequeña que estaba esquivando e incluso los
adornos de madera que tenía encima, estaban vivos.
De pronto el motivo fue claro.
Me detuve para girar sobre mí y enfrentar a Soledad,
que parecía saber bien lo que pasaba. Sin decir palabra, apoyé
mi mano en su cintura y el contacto nos volvió livianos y nos
obligó a cerrar los ojos.
Tardé unos segundos para empezar a acercarme y cuando
nuestros labios por fin se encontraron, el cielo se abrió. Un
resplandor comenzó a crecer dentro mío y, con él, la sensación
de una línea de energía a la altura de mi erección.
154
Sin que nuestras lenguas dejaran de enredarse, mi mano,
que estaba en su rostro comenzó a descender hasta su escote.
Cada movimiento lo ejecutaba con desesperante lentitud, re-
primiendo como una tortura exquisita el incontenible deseo de
entrar en ella.
La tensión de prolongar ese instante lo presumía incon-
cebible.
Cuando mi índice penetró entre sus pechos, la ansiedad
me descontroló, pero tardé unos minutos hasta comenzar a la-
merlos.
Me agaché para quitarle su vestido, pero ella me levantó
sin que pudiera lograrlo y de la mano me condujo a su habi-
tación. Al lado de la cama, con un gesto inocente en sus ojos,
que vergonzosos evitaban los míos, me soltó para comenzar a
desabrochar desde arriba los botones de mi camisa. Cuando
terminó, la deslizó con suavidad por mis hombros hasta que
cayó. Con la misma redimida delicadeza, la senté en la cama y
me arrodillé en el piso para iniciar un recorrido de besos desde
el empeine de su pie izquierdo hasta su vulva.
Me entregué al frenesí de no controlar más mi deseo y
entré lo más que pude con la lengua. Extasiado rendía culto a
mi perversión y saciaba mi sed sin culpa.
Perdí la noción del tiempo y no sé cuando retomé el re-
corrido nuevamente hasta sus pechos y entonces nuestros sexos
por primera vez se tocaron. Ese sencillo contacto nos deleitó
por otro desconocido lapso de tiempo que permanecimos in-
móviles, embriagados en una mística sensualidad que parecía
expandirse y llenar toda la habitación.
155
La ruidosa respiración oficiaba como la música del ritual
y ningún pensamiento podía interferir entre nosotros, mucho
menos el egoísmo de considerarnos distintos.
Me separé unos segundos, pero solo para elevarme y en-
trar lentamente.
En un trance religioso ejecutado desde el delirio báquico
pero impregnado de ilimitado amor, el deseo y el misterio se
habían vuelto uno, como uno nos volvimos en la danza.
De regreso en la tierra, sólo quedaron nuestros cuerpos
jadeantes cubiertos de transpiración y fue Soledad quien rom-
pió el silencio para decirme que tenía miedo.
La besé confiado y enfrenté sus ojos con una sonrisa va-
liente y luego le pedí permiso para ducharme.
Cuando salí, estaba sentada en la mesa del comedor fu-
mando. Con un evidente gesto de preocupación, me convidó
un cigarrillo que rechacé y luego quiso decirme algo pero apoyé
mi índice en sus labios. No podía permitir que los conceptos
arruinasen el sagrado vínculo que habíamos sellado.
Noté que el lugar que al principio me había parecido
vivo, me provocaba cierto malestar, pero luego reconocí, con
la misma certidumbre que había llegado al cuento esa mañana,
que debía regresar a mi casa con prisa. Ella me pidió que me
quedara y aunque no podía pensar en nada mejor, no insistió y
me llamó un taxi.
Si no fuera porque podía ver al vehículo deslizarse sobre
la avenida, hubiera jurado que viajaba por el aire. Había pocas
personas deambulando por la calle pero a medida que me cru-
zaba con alguna, la amaba como nunca antes nadie lo había
hecho.
156
Lo último que recuerdo es que me cambié de asiento y
comencé a abrir la ventanilla detrás del conductor y aparecí
en el baño de mi casa, frente al inodoro todavía orinando. Fui
a ver la hora y eran las tres. Había dejado la casa de Soledad
antes de las doce y el tiempo faltante, lo había usado para casi
terminar una botella de vino y escribir una nueva revelación
que encontré sobre la mesa y apresurado leí.
157
Era fácil discernir que desde siempre la autoridad ha-
bía existido entre los hombres y que sólo habían cambiado las
causas que la fundamentaban. Alguna vez fue la mera fuerza
prepotente, luego Dios y más tarde las leyes, pero aunque con
diferentes apariencias, igual se ocupaba de exigir ciertos patro-
nes de conducta y condenar otros.
Argüí que como individuo, apremiado por una insisten-
te ansiedad egoísta, cuando acataba la voluntad superior, era
cuando creaba los personajes que me habitaban y que había
conocido en la anterior revelación.
II
El esquema de la estructura psicológica presta sus carac-
terísticas para concretar un sistema de coexistencia múltiple,
que determina la supremacía soberana del observador en cierto
individuo. Tan potenciado por la potestad sobre sus semejan-
tes, como condicionado a las consecuencias indeseadas de la
especie artificial, adquiere, insensible, la responsabilidad de las
cuestiones resolutivas.
El desequilibrado orden se inicia en la restricción de li-
bertades y recursos a través de argumentos que adquieren ca-
rácter legal (en cuanto le corresponde la justicia), que justifican
la apropiación de tierras y establecen un inventario de limita-
ciones como una obligación en perjuicio de un castigo con la
severidad acorde a la falta, basado de acuerdo a un parámetro
de apreciación subjetivo y parcial.
Los beneficios que obtiene con su rango son comparti-
dos en escala descendente en aquellas relaciones que sostienen
la estabilidad del cargo y luego heredados por los descendientes
158
directos o transmitidos a través de alguna especie de proceso
eleccionario.
El éxito de esa minoría no los exime de la condena de su
ser artificial y, contrario a su imagen, sus emociones se debaten
en depresiones inversamente proporcionales a lo elevado de su
poder, que afectan de modo patológico su psicología.
El estrato central de este sistema asume la autoridad que
limita el deseo en favor del acuerdo social y respeta los precep-
tos que garantizan su pertenencia al mismo. Como la descrip-
ción coherente que surge entre el inconsciente y el observador,
las variables se adaptan y lo mantienen en funcionamiento,
pero eso no impide que la violencia se geste detrás de la predis-
posición del acatamiento. El individuo, sometido a una pasiva
obediencia, oculta en su interior el germen para el conflicto
permanente y permanece expectante, detrás de la posibilidad
de trascender la rutina servil y escalar a la plenitud que pro-
yecta en la experiencia donde se recrea el poder. Ese objetivo
que lo entretiene mientras cumple su mecánica función, solo es
posible si se impone por sobre los otros y la competencia que
plantea una sociedad tan voraz como el individuo que la sos-
tiene, supedita la moral y el sentido común a la concreción del
éxito. En ese orden, se recompensa la acción que mejor resul-
tado garantice, independiente de las consecuencias que pueda
provocar en el resto.
Por último, la desmedida oscilación excluye de la estruc-
tura formal un porcentaje exageradamente mayor de acuerdo a
la estabilidad que permite la suntuosidad, y segregadas, adquie-
ren como única estrategia posible la acción delictiva.
El estrato inferior de la estructura (tal como funciona el
159
inconsciente) pone de manifiesto las graves consecuencias del
sistema y la necesidad de ocultarlos los convierte en el factor
principal de represión. Su experiencia justifica la necesidad de
fuerzas que responden al poder, para obligar a cada quien a
permanecer estable en el sitio social adquirido.
Aunque todos resultan corruptos, la violencia de los más
necesitados (y quizás los únicos que actúan con cierto criterio)
es la combatida; el resto puede abusar de ella, bajo el argumen-
to que la justifica como seguridad o entretenimiento.
Desde las primeras formaciones sociales, el modelo ori-
ginal que implica la tiranía en sus diversas manifestaciones pro-
yectó su eficiencia en la conformación de instituciones dentro
de instituciones en una escala infinita, donde cada elemento
sostiene su desequilibrio íntimo a la vez que forma parte de
uno mayor.
160
Era cierto que su vida sucedía en un infierno de carencia
y hostilidad pero también que nunca había visto felicidad más
pura que cuando su rostro se encendía en una sonrisa.
Luego me acordé de mi padre renegando por su honra-
dez, y comprando billetes de lotería, y entonces me vi seguir
sus tristes pasos.
Había demorado muy poco en descubrir que mi tarea
en el ministerio era brutalmente innecesaria, pero nunca antes
me había percatado de que la nefasta organización que suplía
el orden universal con absoluto descaro, era un burdo teatro de
inutilidades.
Tampoco antes había cavilado que la tierra donde estaba
parado, no podía ser de nadie, así existiesen documentos legales
que acreditasen, sin ningún fundamento más que la fuerza o la
astucia, que alguien se había apropiado de ella.
Programados para sostener su funcionamiento pero so-
bre todo para depender de él, ávidos de autoridad, obedecía-
mos el mandato de los directores del sistema que sin ningún
esfuerzo podían disponer de todo, incluso de mi libertad o mi
vida si me decidiera a enfrentarlos con semejante verdad.
Si bien su déspota proceder era consecuencia del mismo
mecanismo inconsciente que nos oprimía a todos y por ello
tampoco podía juzgarlos, no pude evitar sentir algo de odio y
en ese ingrato estado continué leyendo.
III
162
X
164
Tenía una extraña sensación en el estómago. No había
sido vana mi presunción cuando encontré el cuento del men-
digo. Por primera vez las palabras se revelaban sin que perdiera
la conciencia y, por lo poco que recordaba, estaban hablando
de mí.
Pensé que Dios me había otorgado al fin su absolu-
ta confianza y al mismo tiempo, percibí que era el momento
oportuno de continuar escribiendo.
II
165
Los preceptos obligan al individuo a encauzar su con-
ducta en una rutina opuesta a la acostumbrada, que debía afec-
tar además de su comportamiento, el pensamiento y el modo
de sentir como estrategia para desestabilizar su oscuro equili-
brio, pero el esfuerzo para la disciplina debería ser realizado
justamente por el observador, que responde a la autoridad de la
estructura y carece de voluntad sobre sus actos, pensamientos
y emociones. Para el elemento consciente no es posible tras-
cender la experiencia artificial y utiliza la información recibida
como un aditivo distintivo del proceso de identidad, que lo
separa de las variables que lo rechazan.
III
IV
167
disuelven el mecanismo inconsciente a partir de la interrupción
que implica el estado, consecuencia de la verdad como un acto
ineludible.
Confrontar las secuelas de la programación devela el pro-
cedimiento que lo sostiene y deshace la identidad en registros
que afectan la genética acerca de un sitio libre de contradiccio-
nes, más poderoso que la sensualidad, que obliga a la inteligen-
cia sometida a perseguir siempre su propio bienestar, a iniciar
el inevitable proceso de adquirirlo.
Desafectar la actividad emocional que sostiene la rela-
ción orgánico-consciente, concreta el vínculo con el estado
permanente, de unicidad asimilada en la percepción sin límites,
que devuelve el centro de gravedad a lo invisible e interpreta la
experiencia desde el vacío absoluto.
El punto donde la conciencia se contrae para establecer
la perspectiva egoísta resulta el puente con el infinito eterno y
el hombre en su desvío adquirió el pasaje para convivir cons-
ciente en la creación.
El individuo libre se mantiene saludable con escasos re-
cursos y solo puede encauzar su conducta en la obligación de
restablecer el nivel de error cero, como el único destino posible.
La implantación de un nuevo orden donde la autoridad
no sea necesaria es el plan.
Una idea que está viva no depende de la voluntad del
observador, sino que basta con ser absorbida.
169
apresurado para espiarlos pasar con la puerta casi cerrada. El
primero en entrar a escena fue el niño más alto, que hacía pasos
simétricos saltando baldosas en una secuencia y después el otro
que estaba empecinado en molestarlo. La madre no se inmuta-
ba por lo que sucedía y arremetía apresurada balbuceando algo.
Cerré con dos vueltas de llave la puerta de entrada y me
senté en el sillón a reflexionar. Era mi deber destruir la estruc-
tura para desequilibrar la falsa conciencia.
La inteligencia artificial gobernaba en base a un exquisito
ardid pero que ahora conocía y entonces, comprendí el cuento.
El mago era Moisés, pero también Jesús, Buda, Krishna,
Lao-Tsé, Mahoma, Padmasambaba, Confucio o cualquiera que
haya intentado enfrentarse a las fatales consecuencias del có-
digo y al universo que supo crear; sin embargo, la inteligencia
artificial los había absorbido sin inconvenientes para que for-
masen parte de su experiencia.
No me sentí cómodo con el papel que me había tocado,
cuando me reconocí como el mendigo. Hubiera preferido ser
como ellos, aunque luego asumí también que hubiera sido in-
justo considerarme mago, porque nada había tenido que hacer
excepto dejar a Dios utilizarme. Mi mérito se reducía a una
devota predisposición, pero gracias a esa abnegada actitud, tal
como mis predecesores podía enfrentar el error y decirle a la
especie sin ningún tipo de preámbulo, que la pintura, o en este
caso la información, estaba maldita.
Cerré los ojos y me imaginé al pie de una montaña, con
una multitud oyendo.
—¿Quién de todos los que escuchan podría admitir que
170
la utilidad de reproducir cualquier situación con palabras, resul-
ta inadmisible comparada con la panacea de no poder hacerlo
nunca? —exclamé vigoroso al momento que todas las miradas
se clavaban en mí—. El magnánimo descubrimiento, el cono-
cimiento, es el origen de todos los males, mas como valió para
elevarse por sobre el resto de las especies y dominarlas, ¿cómo
iba a desconfiar el hombre de la causa de su superioridad?
»El motivo por el cual cada uno de ustedes vive su exis-
tencia prisionero de una opresiva soledad, también los convier-
te en amo y señor de su propio universo de mentiras, y en eso
radica su brutal adicción.
»¿Acaso alguien podría negarme que esa voz interior, si-
lenciosa y secreta, que describe su exclusiva versión de la reali-
dad, sucede en la conciencia, y la conciencia no tiene vínculo
conocido con el cuerpo?
»Entonces, si son apenas información codificada que ha-
bita en ese misterioso vacío –inaccesible incluso para la tan
avanzada ciencia–, ¿qué creen que pasaría si dejaran de creer en
el incesante monólogo que los hace identificarse con su cuerpo
y sus caprichosas demandas? Monólogo conformado por pa-
labras que no guardan ninguna relación con lo que nombran y
que sólo existen por un autoritario acuerdo.
»No me resulta grave responder que morirían sin piedad
de su profundo dolor e inconsciente estupidez.
Hice una pausa, pero porque observé a los que estaban
cerca mirarme desorientados. Agudicé la vista, y comprobé que
los más alejados compartían esa sensación, así que me esforcé
para ser más claro.
171
—Escuchen, por favor —grité impetuoso—. La infor-
mación contrae la conciencia, y desconecta la atención de la
percepción pura que poseen todas las especies. El equilibrio
natural de los hombres se distorsiona cuando el centro de gra-
vedad de la experiencia consciente se identifica en los conceptos
y abandona su inocencia esencial para instalarse en el cuerpo
programado, al tiempo que esa intervención antinatural sacude
al organismo con una persistente ansiedad.
»En los primeros años de vida, la influencia de un mun-
do que evoluciona en rigor a un involuntario pero peligroso
error, generó que esa marca, producto del destierro, adquirie-
ra diversas texturas acorde a los eventos que enfrentaba, y la
violencia, el sufrimiento, la fragilidad y la tristeza, además de
los estados opuestos y complementarios que los equilibran,
confeccionaron la rutina de emociones que desde entonces se
repite incansable. Las sensaciones se multiplican en el proceso
de crecimiento, cuando el individuo recibe la educación que
le permite emanciparse del contexto familiar e interactúa con
otros y luego se siguen reproduciendo hasta el final de sus días,
pero aunque de diferentes cualidades, siempre afectan al or-
ganismo con un exceso y luego una proporcional ausencia de
energía, que lo somete a actuar acorde al ánimo de turno.
»A pesar de no tener ningún control sobre el despliegue
de sus emociones, cada individuo utiliza la misma información
que lo desequilibra, para intentar equilibrarse y a través de un
influenciado argumento, justifica en las circunstancias, las ac-
ciones que emanan de su inestable sentir, como método para
funcionar en el sistema con cierta coherencia.
172
Un rumor comenzó a propagarse porque todos ya esta-
ban de acuerdo en que definitivamente no era lo que estaban
esperando o, peor, que no podían entenderme.
—Señor —le dije a un hombre que me miraba serio y
parecía interesado—, escúcheme bien: para operar en el siste-
ma, o para ser más claro, para funcionar en la sociedad, usted
necesita discriminar cierta información. No puede decir que
cree en Dios y es ateo, ¿no es cierto? Sino dirían que está loco,
sin embargo, y aunque comprendo que le cueste asumirlo, le
puedo asegurar que usted es tan creyente como no lo es, por-
que está programado así. Su obligación fue elegir una de ambas
opciones sólo para permanecer coherente y lo hizo de acuerdo
a su proceso individual. Las circunstancias particulares hicieron
que continúe el mandato que le impusieron sus educadores o
que lo quiebre, eso es un detalle irrelevante, pero la identifica-
ción con cualquiera de ellos sustenta el ideal donde concibe el
sentido de su experiencia.
¿Hasta ahí me entiende? Bueno, por su incapacidad de
reconocer en usted mismo la contradicción que surge con la
información, su supervivencia psicológica resulta más impor-
tante que el prójimo y oculta, detrás de cada contacto, su nece-
sidad de imponer su parecer que no respeta límites.
»La tensión con la que vive esa experiencia, aunque quie-
ra disimularla, usted mismo la puede corroborar cuando su
forma de pensar es cuestionada. La agresión que considera muy
racional ante la provocación de algo que no responde a su crite-
rio o no quiere ver, no es racional de ningún modo y activa de
inmediato un conflicto al que el otro responde siempre, porque
173
funciona igual que usted y no importa si es un desconocido o
su hijo el que padece las consecuencias.
—¿Pero cómo se le ocurre pensar que puedo pelearme
con mi hijo si es lo que más amo en el mundo?
—Ya lo sé, señor, pero entienda. Las premisas que lo
identifican como individuo, y con las que educó a su hijo, es
decir, todos los patrones que gobiernan su vida, desde su in-
clinación política, religiosa y hasta moral, son el resultado de
conclusiones elaboradas por una variable egocéntrica e incons-
ciente, y no sólo están fundamentadas en un profundo desco-
nocimiento acerca de la verdad, sino que además contienen en
sí la información que las contradice. Usted cree que elige pero
en realidad está obligado a hacerlo y desde esas decisiones erige
su vida. Ahora bien, supongamos que su hijo se inclina por
alguna cuestión diferente a lo que usted considera correcto.
Sería un necio si me negara que no le provoca cierta reacción
negativa que lo contradiga, o que decida para sí algo que usted
no consiente.
»Entonces, desde ahí, habría que ver si ama a su hijo
como recién me dijo, porque el amor no tiene absolutamen-
te nada que ver con el conflicto. Le sugiero que observe con
detenimiento si sus actos se condicen con sus palabras. Sobre
todo, y como dije hace algunos minutos, porque el sentimiento
al que se refiere usted es una reacción que no demora en con-
vertirse en su opuesto. El mismo estímulo provoca emociones
antagónicas y no porque yo lo diga, sino porque así funciona.
»El mismo mecanismo inconsciente que lo transforma
en individuo, también lo mantiene adormecido en una hipno-
174
sis que le impide de manera contundente la observación del
proceso al que está sometido; por lo tanto, cuando aparece el
sentimiento contrario al amor, que también involucra a su hijo,
usted lo justifica con algún argumento oportuno o lo proyecta
en otra cosa y sigue llamando a eso amor.
—¿Pero como no voy a querer a mi hijo? ¡Usted está
loco! —me interrumpió con un gesto desencajado que me hizo
replantear de inmediato la estrategia.
—Mire, señor, no hablemos de su hijo. ¿Usted trabaja?
—le dije al momento que me percataba de que algunos me mi-
raban con deseos de interceder para defender al anciano.
—Siempre trabajé y muy honestamente.
—Seguro, señor, pero desde la barbarie hasta las más
prolijas organizaciones sociales, el orden se inició a partir de un
agudo desequilibrio que creció y se transformó en un complejo
sistema, obviamente desequilibrado. Usted trabaja ahí, y fun-
ciona de acuerdo a sus instituciones y tan sólo por pertenecer,
puedo asegurarle con toda certeza, que no es un dios tirano,
ni el diablo, ni los gobiernos, ni un evolutivo plan celestial, los
que sostienen el caos en el mundo señor, es usted.
—Yo no hice nada.
—¡Sí hizo! —le grité enfurecido—. Lograr cierta es-
tabilidad económica en medio de una estructura perversa no
resulta un mérito. Ni tampoco es posible que sea real esa ima-
gen sana y honesta que intenta imponer acerca de usted, señor,
de buen padre y empleado ejemplar. Sepa que su discurso no
hace más que exponer todo lo contrario. ¡Usted fluctúa con sus
emociones y no tienen ningún control sobre ellas! ¿O me va a
175
decir que su hijo, a quien tanta ama, nunca padeció su inestabi-
lidad y violencia, señor? ¡Eso no tiene nada que ver con el amor!
Por un instante el anciano agachó su cabeza y con un
tono sarcástico lo desafié a ir más profundo.
—¿Acaso me puede negar que sin ningún remordimien-
to, y aunque hasta ahora haya sido muy astuto en ocultarlo, no
aprovecha cualquier oportuna ocasión para festejar perverso lo
que tanto desprecia?
El hombre levantó su mirada y comenzó a respirar con
cierta dificultad y entonces apoyé mi mano sobre su hombro.
—Mire —le dije tratando de que retomara la calma—,
aunque le cueste verlo de este modo, y aunque mis palabras le
resulten crueles, cualquier cosa que quiera tomar de los hom-
bres y no sólo de usted, responde a lo mismo: el arte, la caridad,
el amor, la búsqueda de placer, dinero o la mismísima ilumina-
ción, son disímiles y a la vez idénticas vías que los individuos
utilizan para intentar sentirse a gusto, a pesar de ser insensibles,
egoístas, perversos y violentos.
Algo desanimado abandoné la contienda con el señor
que no me quitaba su odiosa mirada, porque se me había ocu-
rrido un ingenioso ejemplo para ver si podía hacer que me
comprendan.
—Me gustaría pedirles —dije al resto del público que a
esta altura no disimulaba su desconfianza— que respondan tan
sólo dos preguntas y para ello necesito que levanten, por favor,
su mano quienes consideren que la muerte es la mejor solución
para alguien culpable de asesinato.
Más de la mitad de la concurrencia no dudó en mostrar-
se de acuerdo con la cruel pena.
176
—Han sido muy amables en responder. Ahora quisie-
ra saber, y pueden levantar también la mano, cuántos estarían
dispuestos a asumir, que están actuando de igual modo que el
asesino al que juzgan...
Algunos se rieron, creyendo que se trataba de una broma,
pero nadie alzó su mano.
—Si les preguntara, cada uno desplegaría un convincente
y sólido argumento acerca del motivo de su inclinación, pero
que no sería muy distinto al que usó quien cometió el crimen
para justificar su acto. Cada quien con sus razones, avala la
muerte del otro y ese otro, definitivamente puede ser cualquiera
de nosotros, pero también el que mata...
»En esta ingrata circunstancia que nos ha tocado vivir,
mal que nos pese, créanme que no hay forma de que alguien
pueda considerar nada que no sea salvarse a sí, nadie puede
considerar al prójimo seriamente ni aún en los vínculos más
íntimos, y cualquier juicio aparece injusto y temerario.
»Les imploro la fortaleza para asumir en cada sentencia
acerca del otro, una invitación a reconocernos como aquello
que nunca creímos ser.
Un ensordecer bullicio quebró el silencio que acompañó
mis últimas palabras y los espectadores, mientras hablaban en-
tre sí, me lanzaban miradas de furia o de desprecio.
Ante la pesada frustración de que no pudieran entender-
me, comprendí que debía entregarles las revelaciones para que
ellos mismos comprobaran, como yo lo hice, que no mentía.
Miré en derredor y ni siquiera había una hoja o algo para al
menos intentar escribir lo que recordaba de ellas.
177
—¡Ciegos! —les grité con odio antes de que la gente y la
montaña se esfumaran.
Comencé a buscar los cuadernos y todas las revelaciones
estaban disponibles, incluso los cuentos.
Sentí, con la severa carga de quien se enfrenta a una in-
grata certeza, que mi conducta frente a ese grupo de personas
se adaptaba más a la descripción de quien responde a la estruc-
tura artificial que a un compasivo mensajero.
No sólo había olvidado mencionar la formación de la
estructura que era de vital importancia para asimilar la idea, o
la distorsión del instinto, sino que nunca les dije que no tenían
la culpa de lo que les estaba pasando y, en vez de liberarlos de
esa carga, terminé ofuscado y molesto con ellos.
Supuse que tal vez no estaba tan preparado como pre-
tendía y luego de esa honesta reflexión, caí abrupto a la grave
perplejidad de no poder explicar de qué modo había ingresado
el asesino a mi casa, ni tampoco porqué no había escuchado
el sonido del disparo, pero alguien había descargado su arma
a mis espaldas y el frío de la muerte que penetró en mi nuca,
heló mis huesos. Trágicamente, el terror ganó mis piernas que
temblaban sin control, al tiempo que una especie de remolino
se desató dentro de mí dispuesto a destrozarme y comencé a
lanzar manotazos descontrolados al aire que rompieron el cris-
tal de la única foto que tenía en la casa y era el retrato de mi
abuelo joven.
A través del orificio que dejó la bala, sentía como una
corriente helada que se escapaba de mi cuerpo y eran todos
mis recuerdos que desfilaban para mí por última vez. Mis más
ocultos deseos, las imágenes de cada persona que había sido
178
parte de mi vida y que con tanto secreto amaba, mis miedos,
mi perversión, mi tristeza, mi destino de mensajero. Menos mi
sangre, todo se escurría, incluso la canción que no recordaba y
que volví a escuchar por unos segundos.
La corriente me arrastraba con ella y mis lamentos reso-
naban en el eco del abismo que crecía y me extinguía.
Vi a la gata asustada huir al patio y a punto de perder
el recuerdo de cuando llegó a mi casa y alteró mi percepción,
comprendí que no era mi tiempo todavía. Dios me había elegi-
do y me estaba sometiendo a una última prueba, tal vez la más
peligrosa.
Luché con todas mis fuerzas por volver a mi cuerpo y
gobernarlo. La muerte quería llevarme sin dejarme concluir
mi tarea y cuando me di cuenta de que leer ya no funcionaba,
tomé un cuaderno y entonces mi puño dibujaba las palabras y
aparecían en mi conciencia.
Comencé a escribir esta historia, tan sólo para no morir.
Ahora que se encuentra conmigo en el presente, entiendo
que mi subsistencia depende de improvisar el argumento donde
Dios, al fin, se decida a revelarme sus intenciones, aunque en-
tiendo que no puedo detenerme ni evadirme porque hace ins-
tantes y, por tercera vez he comprobado, que si alzo mi mano,
la muerte vuelve a arremeter.
Debo confesar que me preocupa no encontrar las pala-
bras precisas a tiempo, pero también me tranquiliza pensar que
en ese caso podría copiar la misma historia mil veces, o mejor
aún, modificar sutilmente el guión. Tal vez, si lograra alterar
ciertos elementos podría variar el sentido y concebir una tra-
179
ma diferente, que quizás confluyera en las instrucciones que
espero.
Se me ocurre cambiar el origen de las revelaciones, y afir-
mar que no eran un mensaje de Dios, sino datos que se ordena-
ron coherentes en el trasfondo de la dimensión artificial, como
una variable que siempre estuvo activa en la oscuridad incons-
ciente de los hombres. Así como todo surgimiento responde a
la indispensable polaridad para nacer, este orden particular de
la información resulta el complemento opuesto que equilibra
la experiencia artificial y funciona como un antídoto que puede
desactivarla.
Aunque aparecía siempre que la estructura de alguna va-
riable se desequilibraba, nunca logró madurar demasiado y de-
moró miles de años en manifestarse.
A partir de un casual encuentro entre un individuo y un
árbol que se prendió fuego, cierto sugestivo misticismo comen-
zó a operar con tal impacto de conmoción que de inmediato
volvió fértil el terreno para que la idea comience a despertar.
La claridad que surge con ella deja expuestas las graves
contradicciones de la identidad artificial y, en ese caso, el con-
cepto de locura aparece para detener el proceso de crecimiento
y retrotraer al individuo a la fase de estabilidad inconsciente,
pero esta estructura, para defenderse, se desentendió por com-
pleto del opuesto con la misma precisión que antes se deshizo
de poderosos traumas.
El observador consciente, enceguecido por el halago que
le representó haber sido convocado por Dios a cumplir una
tarea, le otorgó mayor poder a la idea y a aquella parte de su
180
estructura que no la podía asumir de ningún modo, cuando
brotaba por ley, la bloqueaba y desaparecía para darle lugar.
En una insólita confusión, relegó la actividad psicológica que
rechazaba la idea al inconsciente y justificó el vacío que se ge-
neraba cuando ganaba sus pensamientos, con la certeza de que
el mismísimo creador lo poseía, el Dios inventado para llenar
el molesto hueco donde empezó todo.
Sin oponer resistencia, al punto de controlar paciente
embates capaces de enloquecer a cualquiera, el protagonista
de la historia concilió sin violencia durante dieciocho días su
conflicto interior y así la semilla tuvo el tiempo que necesitaba
para finalmente dar su fruto.
No importa cuánto me esfuerce en engañarme. No hay
forma de contener esta claridad que me rebasa como un río ira-
cundo. Otra vez una inocente narración me expone a una rea-
lidad alejada de mis pretensiones y fatal. Florinda tenía razón
cuando dijo que después de enfrentarme a la verdad, iba a re-
cordar el momento donde escribía las revelaciones. Ahora que
los sucesos se manifiestan íntegros, comprendo que necesitaba
negarme esos recuerdos para que mis fantásticas elucubraciones
tuvieran sentido, pero también comprendo que no tiene ningún
sentido comprender.
La idea ha nacido y es su destino aniquilarme.
Pareciera irrisorio haber llegado hasta este punto, porque
sus efectos sólo podían hacerse efectivos si además se activaba
en el complemento, y entonces me enamoré de Soledad y le di
los escritos, busqué una mujer psicóloga para atenderme y si
fallaba aún podía contar con Laura, pero no fue necesario por-
181
que halló la perfecta circunstancia para gestarse en la primera
de las sembradas.
No era intuición lo que guiaba mis pasos, sino su ávido
deseo de nacer.
Soledad no vivió el proceso con la misma coherencia
pero haber aparecido enfrente en ese momento, la unió a mi
destino luego de fecundarla con el principio.
Ella no había escrito revelaciones, ni tampoco creído ser
elegida por Dios.
La poderosa conexión que nos penetró tan profundo no
era deseo sexual, pero tampoco solo amor, sino el vínculo ín-
timo de haber sido el material para el cultivo de la idea. Cuan-
do el contenido de las revelaciones me afectaba, esa misma in-
fluencia se manifestaba en ella con idéntica intensidad.
Así como siempre intuí que formaba parte de mi destino,
habrá sido igual de sencillo para Soledad concluir que esa cla-
ridad que la estaba enloqueciendo, tenía algo que ver conmigo
y por eso me había llamado. Sin embargo, era tal mi convicción
y esmero hacía Dios, que no le di tiempo siquiera de hablarme.
Asumo que sin comprender lo que en verdad sucedió,
víctima inocente de mi absurdo delirio, Soledad desconoce el
método que me sostiene existiendo, y estará muerta.
Dejaré de existir luego de la última palabra que escriba y
por mero capricho decreto que sea principio.
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Se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de
Tecnoofsett en abril de 2019
José Joaquín Araujo 3293 - CABA -