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PRINCIPIO

Gustavo Muñoz
Muñoz, Gustavo
Principio / Gustavo Muñoz. - 1a ed . - La Plata : Javier
Bibiloni Ediciones, 2019.
286 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-3730-58-0

1. Novela. I. Título.
CDD A863

Primera edición: marzo de 2019. Javier Bibiloni Ediciones.

Ilustración: Sergio Linch


[email protected]

Diseño/Fotografía: Jess Alvarez


[email protected]

Autor: Gustavo Muñoz


[email protected]

Datos de la editorial:
Javier Bibiloni Ediciones
E-mail:[email protected]
Dirección:10 nº809 (La Plata)

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la auto­rización


escrita de los titulares de “Copyright”, bajo las sanciones estable­cidas en las leyes,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Impreso en Argentina

Queda hecho el depósito que previene de la ley 11.723


Ora lege lege lege relege labora et invenies
Prólogo

“Ora, Lege, Lege, Lege, Relege, Labora et Invenies”, en


latín: Ora, Lee, Lee, Lee, Relee, Trabaja y Encontrarás, es una
frase de “Mutus Liber”, también en latín: Libro Mudo, un
misterioso y antiguo libro de Isaac Balout, un alquimista que
desentraña las secretas fórmulas de transmutación.
Con ese “Ora, Lege, Lege, Lege, Relege, Labora et Inve-
nies”, Gustavo Muñoz nos invita a transitar por “Principio”,
su primera obra a la que define como “un relato psicológico”.
Y no es una frase al azar ya que “Principio” es un libro para
ser leído, releído, meditado y trabajado si queremos encontrar
y encontrarnos en sus páginas.
Gustavo, como narrador-protagonista, nos lleva al mun-
do de un hombre solitario quien, a partir de un fortuito en-
cuentro con un árbol en llamas, comienza a bucear en las pro-
fundidades de su conciencia y a replantearse todo lo conocido.
El árbol en llamas, símbolo bíblico de la forma que toma
Dios para decirle a Moisés que es necesario que vaya a Egipto
“a liberar a su pueblo”, aquí se nos muestra como una invita-
ción a liberarnos de la tranquilidad y el confort que nos brin-
dan los paradigmas conocidos.
Principio nos regala “revelaciones” que nos harán re-
flexionar sobre la creación “significativo acto, sobre todo para
el lector al que le debe su existencia”, dice Gustavo; el orden
universal y el hombre como un “ser artificial”, que habiendo
desaprendido la unicidad, se muestra incapaz de conciliar los
opuestos y se somete a los mandatos de sociedades corruptas.
El protagonista despliega un abanico de emociones que
lo elevan a estados cuasi-divinos y lo descienden a las más pro-
fundas tinieblas. El amor, la furia, el odio, el deseo, la pasión,
el miedo… se van enlazando con la cotidianeidad de su vida y
las dolorosas vivencias del pasado.
Gustavo sabe el valor de las palabras y las usa con exce-
lente criterio. Nos propone el desafío de reconocernos en las
luces y oscuridades del protagonista, simplemente porque son
las mismas que nos atraviesan en nuestra calidad de humanos.
Hábilmente juega con el tiempo, confrontándonos con
su aceptada linealidad; nos hace dudar de nuestra presumible-
mente cierta percepción de la realidad y transitar por la delgada
línea que diferencia el ser un elegido de Dios de padecer una
enfermedad mental.
Los nombres de los capítulos, aunque sugerentes, son
apenas un indicio del mensaje que habita en cada uno de ellos,
abrazado por la trama de la novela. Esta singularidad hace que
esta obra sea difícil de encasillar en un género. La libertad de
sus palabras no requiere encasillamiento alguno.
Principio, es para leerlo despacito, yendo y viniendo de
la mano de este escritor, que en la piel del protagonista, nos
dice que la poesía es magia y la magia, poesía y que si leemos
un poema de amor bajo las estrellas, será escuchado por quien
deba oírlo.

Norma Domancich
I

El origen del universo

Con el único propósito de que no sea confundido con


demencia, no me parece pertinente declarar el motivo que me
incita a escribir, hasta tanto no pueda justificar con los hechos
tan insólita empresa.
El origen de los acontecimientos que me trajeron a este
presente de letras sucedió una tarde, dieciocho días atrás, cuan-
do salí de la oficina y regresaba a mi casa caminando.
No recuerdo haber tomado antes ese camino, pero sí
cambiar siempre el recorrido de vuelta para alterar de algún
modo la rutina. Venía tratando de recordar una canción, o más
bien la melodía de una canción. Era un tema que de pequeño
había escuchado en una reunión familiar y que por algún mo-
tivo me conmovió. Tenía un grato recuerdo del estado que me
había provocado pero nunca pude volver a dar con él. A veces, y
no estaba tan seguro, creía poder recrearlo y por eso cada tanto
mi mente se contentaba con la tarea.
Estaba tan ensimismado que ni siquiera el humo que ya
había empezado a molestarme en los ojos pudo interrumpir-
me, sino el árbol ardiendo: tan cerca que me sobresalté.
Retrocedí algunos metros y crucé de vereda sin dejar de
mirarlo.

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Alejado pude apreciarlo mejor y aunque todavía se erguía
imponente, el fuego lo había tomado por completo. Algunas
personas se habían detenido alrededor para contemplar el res-
plandor de las llamas que se elevaban varios metros por encima
y amenazaban alcanzar unos cables, pero no los juzgo por eso.
Era un espectáculo digno de ser admirado.
Como poseído, crucé otra vez de vereda para pararme en
el mismo sitio en que lo vi por primera vez. Absorto en una
sensual devoción que me animaba a disfrutar el fuerte calor que
irradiaba, me acercaba todavía más cuando una rama se quebró
y cayó encendida muy próxima a donde estaba. Sentí la madera
crujir, y me di cuenta de que, aun corriendo, la próxima podría
alcanzarme.
Percibir el peligro fuera de mi control resultó un acto
original que me envolvió en un estado de intensa calma. Asu-
mir que siempre había vivido expuesto a circunstancias que
podían aniquilarme y que un accidente, una falla biológica, o
un desastre natural tarde o temprano me enfrentarían a la im-
postergable escena anterior a la muerte, le quitó tragedia a la
situación. No sentía temor cuando, erguido como el árbol que
lento se desvanecía en cenizas, improvisé una sonrisa desafiante
en el instante que algo me sacudió sin moverme y me arrebató
a una realidad distinta.
El lugar era el mismo y los elementos dispuestos conti-
nuaban con su justa rutina pero definitivamente yo no estaba
en ella. Alguna especie de magia había convertido todo en un
diáfano cristal que parecía haber resignado su habitual rigidez,
para adquirir la fluida densidad del agua y me sometía a una
pronunciada distorsión del tiempo. Mi respiración se adaptó
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a cierta contracción muscular que, desde un punto encendido
en la zona del abdomen, controlaba el lento tránsito del aire
cuando entraba y salía.
Enseguida noté que no era posible diferenciarme del cris-
tal que también había conquistado el aire, y mis movimientos
se volvieron más torpes que de costumbre. Aunque me pareció
grave, ese detalle se diluyó inocente al comprobar que en esa
otra realidad, el árbol y el fuego se habían fusionado para con-
vergir en un elemento con vida propia.
Pensé que era el rey o alguna especie de autoridad allí
porque parecía sentirse a gusto en ese devenir límpido y lento.
En medio de un avasallador silencio que sobrepasaba con
desprecio el bullicio alrededor, comprendí que ambos sabíamos
del otro y aunque no podía descifrar si su ojo estaba en la ma-
dera o en el color del fuego, no tenía dudas de que me estaba
mirando. Todos resplandecíamos en una brillante textura que
nos penetraba y de alguna extraña manera nos convertía en lo
mismo, pero solo se fijaba en mí. El resto de los hombres se
habían proclamado en su contra para intentar destruirlo arro-
jándole agua y aunque era evidente que hubiera bastado un
soplido para deshacerse de ellos, él ni se inmutaba. Como si
nada más existiera, su insistente foco me seguía incluso cuando
con un enorme esfuerzo me desplacé unos metros hacía atrás.
Deduje que el mismo que me había conmovido por su
valentía mientras agonizaba, nacía poderoso en ese lugar y me
doblegaba apenas por verme, pero ese razonamiento que al
principio me pareció poético, luego me hizo percatar de mi
endeble situación y entonces perdí por completo la capacidad
de razonar.
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El resultado de las incontrolables emociones que verti-
ginosas respondían a la brutal incertidumbre, me dispusieron
estoico a aceptar mi suerte. No sé cuánto tiempo pasó hasta
que los bomberos lograron extinguirlo, porque incluso las re-
beldes llamas finales lo sostenían vivo, pero cuando regresé a la
realidad de siempre, lo hice con mis ojos enclavados en él.
Los comentarios que dejaban entrever los vecinos habla-
ban de una ardua lucha y por eso puedo mencionarlo. Yo sólo
recuerdo haber estado expuesto a la mirada del fuego y luego
arder al unísono sin quemarme.
Cuando retomé el regreso a mi casa, la búsqueda de la
melodía había soltado mis pensamientos y en su lugar comenzó
a perseguirme de manera obsesiva la necesidad de explicarme lo
que había sucedido. En unos pocos minutos había recreado al
menos una decena de argumentos pero ninguno con la contun-
dencia suficiente para justificar semejante quiebre en mi razón.
Me detuve a mirar mi reloj y hacía menos de dos horas
que había salido de la oficina. Parecía una semana. Esa grosera
contradicción del tiempo me provocó un sobresalto similar al
efecto de cuando algo me despierta abruptamente del sueño,
y por un segundo el enredo se acalló y lo primero que pensé
cuando volví del trance, regresó implacable. Las mismas tres
palabras habían venido a mí sin mi consentimiento y lo habían
vuelto a hacer a pesar de que las había olvidado. Sentí que no
era yo llegando a determinada conclusión, sino algo más eleva-
do que me contagiaba con su certeza.
La desconocida claridad me había mostrado el punto
donde debía comenzar a gestar una explicación objetiva y, en

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ese sentido, la zarza ardiente había resultado fácilmente adapta-
ble a mi experiencia. Dios había adquirido ese simbolismo para
manifestarse frente a Moisés y lo había vuelto a hacer, sólo por-
que era el único modo en que podría reconocerlo. Esa forma
particular me había sugestionado en mis primeras lecturas de la
Biblia y adquirido un sentido profundo para mí. Era como lo
había representado en mi mente cada vez que había necesitado
de su consuelo.
Aceptar que Dios había decidido presentarse y atravesar-
me por completo me resultaba gratamente verosímil. Nunca
habría imaginado que pudiera llegar a pasarme pero supuse
que a Moisés tampoco: también debió tener miedo cuando le
sucedió.
En un estado que podría describir como de gozosa ale-
gría, llegué a mi casa y me duché, releí el Éxodo completo antes
de cenar y luego me sentí complacido por la cena.
Antes de acostarme, me arrodillé al lado de mi cama y
recé con la misma informal devoción que cuando era niño y no
recordaba bien las oraciones.
A la mañana siguiente, como cualquier otro sábado, des-
perté nostálgico y, alejado del sentimiento religioso que me
había quedado luego del encuentro con Dios, decidí dedicarme
a algunas tareas del jardín que había postergado por días y me
llevaron más tiempo del esperado.
Aunque estuviera cansado —al punto de que almorcé un
poco de arroz frío tan solo por no cocinar— no quise repri-
mir mi deseo de caminar hasta el lugar donde había sucedido
el contacto. Completamente seguro de que no había sido un

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sueño, el evento que el día anterior interrumpió mi sentido
constante de la realidad, me convenció de que las cosas impo-
sibles nunca lo fueron y no me hubiese extrañado encontrar el
árbol intacto. Tampoco me sorprendió ver casi todo reducido
a cenizas, ni conocer el verdadero motivo que había causado
el incendio. Mientras arrojaba en un contenedor los restos de
madera negra que quedaron dispersos en la vereda, el dueño de
la casa donde estaba el árbol me relató que se había negado a
podarlo y un vecino afectado por el largo de las ramas, ensayó
una solución práctica al conflicto.
Cuando le pregunté, me di cuenta de que no lo hacía
por curiosidad sino que estaba buscando razonar la causa para
quitarle misterio.
No era usual para mí ser tan objetivo acerca del móvil de
mis acciones, pero de pronto noté que el argumento que había
mitigado mi confusión tenía enemigos ocultos. Algo en mí in-
tentaba desprestigiar la premisa acerca de la aparición de Dios
y había vuelto al lugar de los hechos tan sólo para eso.
No quise regresar a mi casa y caminé errante por un rato.
Se me ocurrió pensar que tal vez el enemigo inconsciente
de mis elucubraciones hubiera sido la respuesta sensata del sen-
tido común. La cercanía con el humo, sumado al cansancio de
la semana, podrían haber ocasionado una especie de alteración
de mi conciencia. Más de una vez había escuchado acerca de
experiencias místicas a causa de la alucinación que provocan
ciertos elementos tóxicos.
Cavilé que quizás estaba magnificando un casual suceso
por la mera similitud, en apariencia, con un pasaje bíblico y
me apoyé en la evidencia de que a diferencia del episodio con
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Moisés, Dios tenía un ojo y no me había dicho nada.
Me asusté de mi capacidad para recrear argumentos
opuestos con la misma sensatez. Luego me asusté de mis agu-
das observaciones y me di cuenta de que me estaban desequi-
librando.
Empecé a silbar la melodía de una canción, deslizando la
letra sobre ella en mis pensamientos y con los pasos marcaba
el tiempo.
Frente al supermercado, y como un hecho inusual, se me
antojó vino. Poco sé acerca de bodegas y tipos de uva, así que
me incliné por uno que tenía en la etiqueta el diseño de un ojo
encerrado en un triángulo, que por algún motivo me recordó la
mirada del árbol.
Si sé, porque pude contemplarlo muchas veces cuando
niño, que el vino se deja enfriar unos minutos si el clima es
caluroso y algunos más, destapado, antes de servir. Cuando es-
tuvo en condiciones, el cuaderno donde había escrito al menos
una docena de modestos poemas y que todavía tenía bastan-
te espacio libre, esperaba abierto sobre la mesa; el ambiente
olía a sándalo y de fondo se podían oír tambores tribales que
parecían provenir del desierto o la profunda selva. Las velas
distribuidas en la sala ofrecían una tenue pero apropiada ilumi-
nación y después de beber el primer trago, quise iniciar el ritual
que tantas veces ejecuté.
A diferencia de cualquier otro poeta, poco me importaba
dar a conocer mi obra y en cambio consideraba escribir como
el único modo para acceder al verdadero amor. Aunque esa pre-
misa surgió como un resguardo para no morir de pena luego de

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un amargo desencuentro, mentiría si niego que estaba absolu-
tamente convencido que era posible transmutar la tristeza otra
vez en amor, a través de versos, persuadido de que si lograba
dar con la fórmula exacta, no solo aliviaría mi dolor, sino que
además, como un llamado trascendental, mi alma gemela no
podría resistir el magnetismo de mi corazón encendido. Había
pasado noches enteras, incapaz de advertir diferencia alguna
entre la poesía y la magia, como un alquimista buscando lograr
la gran obra, y si bien nunca conseguí mi cometido y la tristeza
perduraba, jamás dudé del método y, en cambio, me culpaba
por mi tibia ambición.
Hacía bastante que había olvidado ese hábito y tal como
en aquel tiempo, quise imaginarla para hallar inspiración, cuan-
do sin desearlo, el origen de las circunstancias se volvió evi-
dente y veló sin piedad mi conducta. En ningún momento me
había propuesto escribir pero sin darme cuenta dispuse todo
para ello. Algo me movilizaba a escapar de asumir que Dios ha-
bía descendido para contactarse conmigo e inconsciente, había
escogido lo mismo que cuando mi corazón había padecido la
crudeza de la desolación.
Una guerra se había desatado dentro de mí y no podía
hacer nada al respecto. Un bando luchaba para que asumiera mi
suerte de elegido y otro para que lo admitiera como irracional
y me dediqué a cualquier tarea irrelevante.
Entré en pánico pero afortunadamente la desesperación
duró escasos segundos. De repente comencé a saltar agitando
los brazos como si fueran alas. No fue un acto premeditado,
pero al sentirme mejor me animé a movimientos más osados y

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pronto me estaba riendo del reflejo que me devolvía el vidrio
de la ventana.
Me detuve envuelto en una sosegada calma que abatió
por completo la contradicción y también el dolor del desamor.
Plácidamente bebí el vino alternando mi estadía entre la sala
con música e incienso y el patio con luna llena.
Desperté a la madrugada sentado con mi frente apoyada
en el brazo que estaba sobre la mesa. Caminé ebrio hasta la
habitación, sosteniéndome de las paredes, pero sin nadie para
juzgarme, no sentí culpa cuando me rendí aún vestido sobre la
cama.
Temprano en la mañana comencé a acomodar el desor-
den del día anterior. La falta de costumbre, sumada al exceso,
me ocultó varios detalles de la noche pero no esperaba encon-
trar el cuaderno sobre la leña de piedra del hogar apagado.
Tal vez porque me pareció una señal, quise hojearlo.
Algunas páginas después del último poema, hallé un tex-
to copiado con mi letra pero que no recordaba en absoluto
haber escrito y que seguro antes del vino no estaba. La primera
palabra en el centro del renglón y separada del resto era Prin-
cipio.
El texto decía luego:

Conocer el principio de una historia es imprescindible


para comprenderla.
A diferencia de los hombres, que delimitados por sus
razonables parámetros dejaron un profundo hueco sin explicar
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(aunque para ser justo no puedo obviar que ese inexorable vacío
nunca les importó demasiado), voy a narrar los hechos desde
donde ciertamente comenzaron.
El paradigma afirma que el universo se inició a partir del
suceso conocido con el nombre de Big Bang, pero nada puede
precisar acerca del instante previo, el momento donde debió
gestarse el germen que pudo haberlo provocado.
Muchas especulaciones se hicieron al respecto. El cien-
tífico se basó en el argumento que atribuye a cierta especie de
magia, fugaz e ingobernable, la aparición de una ínfima burbuja
insustancial que en su interior contiene toda la materia que
conforma el universo, y el hombre de fe se inclinó por la mag-
nánima voluntad que crea con solo mencionar ciertas palabras
(como si el lenguaje fuera obra de los dioses).
No es irracional coincidir en que no resulta del todo
coherente aceptar que un evento de tales características pue-
da producirse como consecuencia de un hecho físico fortuito,
como tampoco lo es considerar con seriedad la simbólica des-
cripción que proponen las distintas teorías religiosas.
Lejos de sumar otra absurda explicación a la lista, me
sustento en la autoridad que representa haber corroborado por
mí mismo la experiencia anterior a ese inextricable suceso, para
manifestar (con el regocijo que significa poder hacerlo después
de tanta espera) la verdad acerca de tan escurridizo enigma:
Conciencia Absoluta, si es que puede ser nombrada de algún
modo.
Intentar describirla aparece como una empresa inútil en
cuanto los hombres no pueden concebir nada que permanez-

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ca fuera de los límites que imponen la diversidad, el tiempo
y el espacio; y sus cualidades esenciales son la omnipresente
unicidad, que atemporal e infinita abarca lo que fue, es y será,
sin dejar de ser todo a la vez, ni opacar jamás su homogénea e
incandescente luminosidad.

II

El singular hecho que modificó la silente quietud hace


miles de millones de años sucedió cuando la Conciencia Abso-
luta generó un movimiento que abrió una posibilidad extraor-
dinaria.
La orden original (que nunca pretendió el universo, pero
sí tal vez jugar o al menos descubrir qué pasaba si lo hacía) so-
metió al elemento sutil que compone el insondable y luminoso
vacío a contraerse en una suerte de vórtice que logró definir un
sitio preciso en el infinito.
Si el atributo primero de la Conciencia Absoluta es la
inmutable unicidad, es evidente que al margen de cualquier ac-
ción que intente, el resultado no puede ser algo distinto de lo
que es; sin embargo, el estímulo que representa una concentra-
ción tan poderosa sugiere un contraste. Esa diferencia, inadmi-
sible en la dimensión absoluta, sólo puede tener lugar en una
realidad alternativa donde el elemento sutil transformado en
energía se vuelve manifiesto.

Terminé de leer y luego de la última palabra había una


especie de flecha arqueada sobre sí que también reconocí de mi
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caligrafía, simbolizando que el texto continuaba en la próxima
página pero no tenía intenciones de continuar leyendo. Supuse
que la había dibujado allí, a sabiendas de que eso sucedería.
El efecto del vino había despertado en mí una elocuencia
insensata, pero que a la vez guardaba cierta coherencia, porque
las frases, aunque no las entendiera, definitivamente tenían un
sentido.
Cerré el cuaderno y lo apoyé en la mesa. De inmediato
me percaté de que esa resistencia a continuar con la lectura
era infundada, pero más me sorprendió mi falta de curiosidad.
Cuando iba a abrirlo nuevamente, preferí recorrer la casa para
ver si el alcohol me había hecho además cometer alguna otra
torpeza.
No encontré nada fuera de lugar y entonces pensé que
sería bueno preparar té, pero antes salí a comprar el diario.
En la mesa del patio, disfrutando los rayos de sol que
lograban filtrarse por el techo de parra, me entretuve con los
titulares y me acordé del texto que había quedado inconcluso.
Comencé a leer una nota acerca de un atentado que dejó
varios muertos, pero sin terminarla me levanté decidido y fui
a la cocina.
Abrí el cuaderno justo donde debía continuar leyendo.

III

La burbuja insustancial (que según el científico aparece


de la nada) resulta ser la Conciencia Absoluta en un estadío
distinto, constituida en la realidad virtual que aparece paralela
a su experiencia.
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Cuando surge en ese espacio desconocido, el elemento
sutil pierde sus características esenciales; sin embargo, en el
mismo proceso que lo transmuta, se erige una suerte de puen-
te que permite a la conciencia pura filtrarse y conservar los
atributos de la unicidad atemporal e infinita aun en esa otra
dimensión.
Atravesar el portal que la separa de su lugar de proce-
dencia, la desliga de su origen e inocente y sugestionada por la
sincronicidad y sitio de surgimiento, la experiencia consciente
confunde la energía con su propia experiencia. Cuando se afe-
rra al punto de poder que la distingue de la oscuridad, se iden-
tifica en la matriz donde sucede la transformación y no demora
en asimilar el mecanismo por el cual el elemento sutil que la
compone se convierte en energía. El conocimiento acerca de la
intensidad precisa de la tensión resulta suficiente para gobernar
el centro de gravedad donde se establece, y la Conciencia Uni-
versal, si es que puede ser nombrada de algún modo, tan vasta
como el infinito vacío físico que la rodea pero encapsulada
en el ilimitado potencial energético, adquiere la capacidad de
manipular la energía a su capricho, pero también resulta con-
dicionada a cierta perspectiva perceptiva que, a diferencia de la
omnipresencia del estado anterior, la somete a un punto desde
donde observar ajena la realidad donde fue engendrada.

IV

La conciencia absoluta es la responsable de la aparición


del universo, pero no hay forma de que pueda intervenir en él.

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Fue mérito de la conciencia universal reconocer en instantes la
cualidad fértil del contexto y la intención de liberar la tensión
para desatar el estallido que inició la inacabable conquista de
lo desconocido.
La energía en espera se mantuvo estabilizada en su punto
máximo de poder, pero cuando comenzó a expandirse en todas
las direcciones, resignaba calor y entonces se vio acosada por
constantes mutaciones.
La magnánima autoridad de la experiencia consciente se
acrecentaba conforme la expansión y nada de lo que sucedía
dentro de sus confines estaba velado para ella. Análoga a las
reacciones, los primeros registros activaron la base de una inte-
ligencia que evoluciona en virtud del reconocimiento del pro-
ceso a la que se halla expuesta.

Observé el cinco expresado en números romanos y cerré


el cuaderno. El texto además de aburrido era demasiado largo
y se extendía mas allá de las páginas que estaba viendo, aunque
esta vez no había ninguna flecha sino una frase inconclusa en
el último renglón.
Pensé como excusa que me dolía la cabeza o los ojos,
pero no era cierto.
Tuve que hacer un esfuerzo para volver a abrirlo y cuan-
do lo hice, dispuesto a no detenerme hasta el final, acerté en la
página correcta para continuar.

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V

No fue un acto voluntario sino la intensidad de las vibra-


ciones la que reprodujo el más elemental de los componentes
físicos. Esta extraña aparición alertó a la incipiente inteligen-
cia acerca del condicionamiento de la gravedad y la polaridad
como cuestiones indispensables para la existencia en la dimen-
sión física.
La manifestación sucede en el nuevo contexto, como una
imperceptible eclosión que se descompone al instante de su
nacimiento en opuestos que se repelen y son sometidos a cierta
fuerza que rigidiza el movimiento de su recíproco alejamiento.
Nada hubiera sucedido excepto el principio de un in-
controlable caos, sin el bendito detalle que se produce en el
momento que se rechazan: la conciencia universal, fundamen-
tada en la unicidad esencial, no puede asumir la separación sino
como un desequilibrio y de inmediato se aboca a la acción que
pretende la reunión como método para restablecer la armonía
de su propio cuerpo.

VI

Los esfuerzos de la conciencia universal para que las


partes vuelvan a encontrarse culminaron con el diseño de una
experiencia de similares características al elemento positivo y
negativo, capaz de provocar la influencia precisa para atraer
ambos y conseguir de ese modo la estabilidad armónica.
Desarrollar una conciliante neutra deshizo la perturba-

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ción que la incomodaba y activó las otras fuerzas que sostienen
la estructura básica de la creación, generando un surgimiento
que encontró su sitio al someterse al recorrido que imponía el
medio sin oponer resistencia.
Aquello que aparece posible arrastra el conocimiento
que vela el proceso y esto resulta suficiente para reproducirlo
en el espacio conquistado cuantas veces quiera.
Con cada nueva intervención, la inteligencia del universo
instaura el germen para una complejidad mayor.
Desde las primeras formaciones atómicas hasta alcanzar
los diferentes estados de la materia que constituyen el sinfín de
cuerpos celestes, el modelo original que sin habérselo propues-
to descubrió en ese significativo acto (significativo sobre todo
para el lector que le debe su existencia) proyectó su eficiencia
en la conformación de sistemas dentro de sistemas en una esca-
la infinita, donde cada elemento sostiene su equilibrio íntimo a
la vez que forma parte de uno mayor.

Esta vez me detuve conmocionado porque no había


modo de entender de qué sitio de mi inconsciente había salido
tanta información acerca de cuestiones que desconocía pro-
fundamente. En vano atiné a recordar lo que varios años atrás
me había enseñado la escuela acerca de los átomos o como se
habían formado. Apenas resonaba en mí la palabra hidrógeno
como un concepto que nunca había terminado de entender y
que no aparecía en el texto. De hecho, había elegido para mis
últimos tres años de educación secundaria la cursada orientada
en las ciencias sociales sólo para evitar física y química.
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Con optimismo, reconocí que ésta había sido mi última
interrupción a una lectura que sin motivo me perturbaba tanto,
porque sólo faltaba un punto. El número siete era el más breve
de todos, pero luego sabría que también sería el más esclarece-
dor.
Antes de abocarme a finalizar mi tarea, fui al baño y
cuando por tercera vez volví a tomar el cuaderno, con total se-
guridad lo abrí pero en una página que estaba en blanco y tuve
que buscar el texto.

VII

El neurótico proceder de la inteligencia consciente uni-


versal, sin ninguna relación con cierta ¨naturaleza¨ que de la
nada estructura las cosas, ni con un dios que piensa como hom-
bre, es el verdadero responsable del orden del universo.
Esta revelación que oportunamente corrige el principio
de todas las cosas, es la base donde se funda el objetivo conoci-
miento acerca de la historia que luego aconteció...

Cuando terminé, comencé a saltar en el lugar agitando


los brazos. Aunque consciente de que el estupor por lo que
había leído no me había afectado tanto como el día anterior la
claridad, esta vez el acto fue premeditado, pero igual el ejercicio
volvió a relajarme un poco.
No era un texto que había escrito ebrio, sino, como reza-
ba al final, se trataba de una revelación. Dios había hablado y
eso era algo que no podía negar. Hubiera sido indigno conside-
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rarme el autor –aunque no tuviera dudas de que lo había escri-
to– porque ni siquiera entendía a qué se refería, pero también
resultaba indiscutible que detrás de esa información compleja
se escondía un mensaje.
De repente todo había adquirido sentido tan sólo por esa
sencilla aclaración, pero un día de distancia entre el árbol de
fuego y las palabras de Dios, habían vuelto el contacto confuso.
Pude vislumbrar que mi destino era de elegido, pero también
consideré con cierta envidia a Moisés, quien había tenido la
ventaja de conversar con él. Con su suerte, le hubiera podido
comentar que no había comprendido nada de lo que me había
dicho.
Estuve un largo rato caminando por la casa, conmocio-
nado y a la vez histérico. Era una honrosa distinción haber sido
elegido por Dios para transmitir un mensaje pero me afligía no
entender.
Comprendí que debía serenarme y releerlo después, más
tranquilo. Supuse que si continuaba con mis acostumbrados
hábitos, podría hallar algo de calma y si bien el domingo se
prestaba permisivo, solía ser tan rígido como el resto de los
días.
La rutina exigía música de tango para preparar el almuer-
zo y dormir un par de horas luego de almorzar, pero el calor
agobiante irrumpió para quebrar el guión y me levanté de la
cama ansioso por analizar de nuevo el escrito.
De informal y hasta soberbia redacción, el mensaje de
Dios no tenía nada de sagrado y mucho menos de religioso.
No eran más que afirmaciones severas acerca de cuestiones que

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ciertamente no me interesaban, en un nivel de abstracción poco
asequible.
Antes de que anocheciera, me dirigí al mercado a com-
prar vino.
No recuerdo si había muchas botellas del que había to-
mado la noche anterior pero ya no quedaba ninguna. Recorrí
un par de veces la góndola observando con atención, hasta que
me decidí por uno que tenía dibujada en su etiqueta una luna
clara y llena como la del patio.
Lo riguroso del protocolo aletargó la degustación y, tal
como el día anterior, en la misma secuencia que había dispues-
to cada uno de los detalles, provoqué las circunstancias como
estrategia. Ejecutar idénticos movimientos tenía como objetivo
generar un nuevo contacto, tal vez con un Dios menos pre-
tencioso por mis limitaciones, pero a causa de factores que no
dependían de mi voluntad, mis intenciones se vieron frustradas
y el cielo nublado me había ocultado la luna y un corte de luz
me dejó un par de horas sin música. Finalmente no terminé el
vino, ni tampoco me dormí sobre la mesa.
A la mañana siguiente me levanté antes para revisar el
cuaderno y lo encontré donde recordaba haberlo dejado.
La única fórmula que conocía había fallado, pero mi in-
tento no había sido del todo vano y tuvo la fuerza suficiente
para arrasar con la certeza que hacía de los rituales cuestiones
indispensables. En ese preciso instante, pude comprender mi
propia estupidez detrás de la ingenua sugestión que pretende
el control de repetir siempre lo mismo. Lo que me estaba su-
cediendo me obligaba a asumir que los actos infundados en mi

27
antiguo modo de pensar, no eran compatibles con el presente
que estaba atravesando.
Antes de salir a trabajar, bebí té como todas las mañanas
pero le agregué el jugo de un limón y no fue un descuido no
afeitarme.

28
II

Conciencia de vida

Aunque siempre me había resultado un lugar desprecia-


ble, apenas llegué al ministerio dudé de mi capacidad para to-
lerar completa la jornada.
Una feroz resistencia a persistir en la vulgar rutina des-
pués de haber sido elegido por Dios, ejercía un influjo tan in-
tenso que mis pies se volvieron pesados y demoré como nunca
en atravesar el vestíbulo para llegar a mi oficina y luego me
senté con cierta incomodidad en el escritorio.
Durante el lento recorrido por el pasillo, había visto que
los demás estaban como siempre abocados en cumplir con las
exigencias de su diario acaecer. La obsecuencia como prioridad
absoluta al momento del ascenso había criado el menor por-
centaje de empleados que se distinguían de aquellos que prefe-
rían valerse de la incapacidad, que aseguraba la permanencia en
un cargo sin responsabilidades.
En ese extraño equilibrio de interacción estaban todos,
cuando agazapado respiraba con aguda profundidad. Mi mun-
do había cambiado desde la última vez que había estado en
ese sitio y entonces alguien entró imperativo a exigirme con
la gravedad de una necesidad imprescindible unos expedientes
que tenía hacía más una semana y todavía no había resuelto.
29
La presencia de mi jefe en la oficina había sido suficiente
para sofocar el arranque de rebeldía y con penosa carga asumí
que enfrentarlo para decirle quién era realmente, resultaba des-
venturado e incluso peligroso. Era difícil que alguien pudiera
creer que había visto a Dios por tan sólo observar un árbol
quemarse y tampoco Dios me había demostrado demasiado
con su revelación como para convencerlo de que no estaba loco.
No podía evadir las contradicciones de mi posición, ni aban-
donar lo conocido con tanta desidia. Además, no había tenido
en cuenta el alquiler de la casa, o cosas imprescindibles como
el pan o los impuestos, que aunque fuera el mismísimo predes-
tinado, igual tendría que resolver con dinero, precisamente lo
que el Estado me daba a cambio de concretar lo que mi jefe me
estaba reclamando.
Con deliberado disgusto, entendí que debería esperar y
mientras tanto compartir cuestiones que, serias para todos, re-
sultaban un sinsentido para mí.
Sin levantar la mirada ofrecí una excusa que no creyó y
me comprometí a subsanar mi error de inmediato.
Mi estrategia consistía en trabajar lo justo y necesario
para pasar desapercibido y cumplía impecable mi parte, pero
cuando me imponían algún extra solía contrariarme por alguna
cuestión familiar y marcar territorio. Nadie sabía que no tenía
familia y sin ningún tipo de remordimiento moral, utilizaba esa
circunstancia a mi favor.
Apenas mi jefe abandonó la oficina, comencé a comple-
tar los formularios correspondientes y la rutina mecánica de un
lunes como cualquier otro me absorbió por completo.

30
No habían transcurrido siquiera tres horas cuando había
finalizado mi labor del día más lo adeudado y como el patio
quedaba justo al lado de la mesa de entradas, después de des-
pachar todo, salí a fumar. Ese día había recordado tomar el en-
cendedor del cajón de mi escritorio y no tuve que volver por él
como casi siempre sucedía. Prefería caminar de más y detener-
me cerca de la puerta, alejado de todos, y no tener que recorrer
unos pocos metros hasta el fondo para conseguir fuego, y así
exponerme a algún encuentro indeseado.
Antes de encenderlo, cavilé que mi habitual conducta
furtiva había adquirido un justificativo sagrado y ya no debería
sentirme culpable por no creer en mis palabras cuando hablaba
con alguien.
Quizás para recordar mi propósito, se me ocurrió alzar
la mirada con la intención de evitar cualquier objeto y llenarla
de cielo, cuando la brisa que traía el humo de la parte de atrás,
se impregnó del perfume que se desprendía del jazmín. Volví a
la tierra de improviso para observar cómo una chica que nunca
antes había visto, se había detenido enfrente de mí y me pedía
fuego. Tan insondable fue su mirada cuando se enfocó en mis
ojos e inocente sonreía esperando una respuesta, que me vi re-
flejado en ella, como si me hubiera dejado entrar hasta alcanzar
su esencia, que era la mía.
El cabello lacio y oscuro caía sobre los hombros de una
delgada figura, aunque no demoré en descubrir que no era ni
su forma física, ni sus rasgos, lo que me había cautivado de ese
modo. Abocarme a definirla le quitaría toda precisión al real
significado de su aparición. Fue obvio para mí que esa joven
poseía la llave precisa y sin pedirme permiso había doblega-
31
do el exigente parámetro que inaccesible ostentaba mi cora-
zón, porque bastó apenas su cercanía para que se abriera alegre
como una flor en primavera.
No guardaba un grato recuerdo de mis relaciones ante-
riores, pero sin ningún tipo de esfuerzo había abolido el miedo
desde su raíz misma. Haberla reconocido entre todas me ha-
bía dado el permiso para enamorarme sin condiciones porque
cualquier herida abierta que pudiera acobardarme era un precio
que estaba dispuesto a pagar.
Confieso que había resignado toda esperanza pero, como
una especie de milagro, habíamos coincidido en el lugar menos
esperado.
En una actitud poco caballeresca, le ofrecí el encendedor
con la mano y luego de devolvérmelo, Soledad se presentó con
simpática cortesía. La embestida energética de esos primeros
instantes se estabilizó en una atmósfera que derrumbó las pa-
redes y desplegó una verde pradera que se extendía infinita a
nuestro alrededor, barriendo también con el resto de los em-
pleados.
Era su primer día de trabajo y como si los dos compar-
tiéramos la alegría de nuestra fortuna, cualquiera de los dos en-
contraba una excusa para que la charla prosiguiera. Al principio
me confesó que era artista, que adoraba pintar y por eso había
tenido que conseguir trabajo. A partir de allí, el arte fue prota-
gonista durante toda la conversación que duró casi media hora.
Después de pasar por la música y el cine, me preguntó
lo último que había leído y no quise mentirle. Con cierto aire
de intriga, aclaré que no era un libro sino un breve texto que

32
me había resultado indescifrable. El improvisado relato de lo
poco que recordaba, despertó en Soledad una inquieta curiosi-
dad, tanto que cuando indagaba por su procedencia, tuve que
decirle que alguien me lo había dado, pero no pude considerar
eso una mentira sino una necesidad, porque no tenía inten-
ciones de espantarla con las vicisitudes de su real procedencia.
Me comprometí a llevarle una copia al día siguiente y antes de
despedirnos, nuestros ojos de nuevo se encontraron pero esta
vez ese instante me sirvió para intuir que haber compartido la
experiencia no había sido una casualidad, ni tampoco un acto
voluntario.
Me quedé un rato más en la oficina sin hacer ninguna
tarea en especial, excepto compensar mi tiempo en el patio y
pensar en Soledad.
Unos minutos antes de partir, recibí una llamada de un
amigo de la adolescencia del que nunca perdí contacto tan sólo
por su perseverancia. Quería pasar de visita esa noche y si bien
nunca me parecía que fuese el momento propicio, Soledad me
había vuelto flexible.
Acordamos que vendría a las nueve y que íbamos a pedir
comida. Sorprendido por mi cambio de hábito cuando me pre-
guntó acerca de la bebida, había prometido traerme un elixir.
Cuando llegué a mi casa, transcribí el texto en la compu-
tadora e imprimí varias copias antes de ducharme.
A las nueve sonó el timbre y Facundo hizo una broma
grosera cuando le pregunté quién era. Trajo dos botellas y el
menú de un restaurante japonés que hacía entregas a domicilio.
Durante la espera probé el vino y en verdad me pareció
exquisito.
33
Como siempre que Facundo venía, me exigía un whis-
ky añejo que solo por él casi no quedaba nada y no pensaba
reponer. Traje la botella y también una copia de la revelación.
Le serví una medida generosa y como al pasar le comenté que
había escrito algo y me interesaba su opinión.
Aunque según él, yo era uno de sus más entrañables ami-
gos, no pudo ocultar cierto recelo al tomar la copia. A medi-
da que avanzaba en la lectura, arrugaba su ceño para exagerar
con el gesto la extrañeza y cuando terminó arrojó el texto con
desdén sobre la mesa, afirmando que cualquiera que me cono-
ciera podía darse cuenta de que yo no lo había escrito. Agregó
que le resultaba inadmisible asumir mi conocimiento acerca del
principio del universo, si hasta hace no mucho tiempo, apenas
podía opinar de fútbol.
Resolvió mi extraña conducta en su razón de acuerdo
a dos variables: o se trataba de una broma o una prueba a su
astucia.
No quise insistir, así que elegí la segunda opción y sin
darle demasiadas explicaciones, halagué su agilidad para desba-
ratar mi plan.
Absorto en un imaginario triunfo, me relató animado los
detalles de su divorcio y posterior amante.
La comida resultó insuficiente y Facundo se terminó
yendo más tarde de lo que hubiera preferido, pero reconozco
también que las historias de amor me resultaban siempre una
recreativa distracción y me había entretenido bastante.
Al otro día me levanté y el cuaderno estaba apoyado so-
bre el velador encendido.

34
Miré la hora y no tenía tiempo pero igual encendí la
computadora y transcribí íntegra la revelación.
Poco me importó llegar tarde cuando me encontré con
Soledad en la entrada. Fue evidente, por lo apresurado del salu-
do, que los dos estábamos apurados, pero sin pensarlo la tomé
del brazo y ante su desconcertada mirada empecé a buscar en
la mochila.
—Por si no coincidimos en el patio —le dije mientras
acercaba mi mano con las copias, sin mencionar el detalle del
agregado.
La sonrisa que me devolvió antes de seguir camino sin
decirme nada confirmó mi sospecha de que no había sido ca-
sualidad. Soledad venía con Dios.
En mi oficina luego de la vertiginosa carrera y sin haberle
prestado nada de atención mientras la transcribía, saqué una
copia y me dispuse a leer la nueva revelación, pero luego de
observar que no demoraría siquiera veinte minutos en resolver
mis obligaciones laborales, preferí antes ocuparme de esa tarea.
Aunque me llevó más tiempo, no detuve mi esfuerzo
sino hasta cumplir con mis deberes, especulando que actuar
de forma correcta podría volverme mas receptivo a la nueva
revelación.
Cuando terminé, satisfecho leí:

Millones de soles giraban armónicos en el universo cre-


ciente. Millones de cuerpos celestes que cumplían su órbita al-
rededor de ellos y otros más pequeños que insolentes surcaban
35
sistemas, incluso galaxias. No fue decisión de nadie el sitio pre-
ciso de gestación en cuanto suponerlo aparecía inconcebible,
sin embargo en un punto de la inconmensurable creación (y a
esto el lector le debe aún más su existencia) ocurrió una especie
de segundo Big Bang, tan incierto acerca de sus consecuencias
como lo fuera el anterior.
El específico y poco usual motivo que logró mantener
entretenida durante un extenso período de tiempo a la concien-
cia universal sucedió cuando el vapor, producto de erupciones
volcánicas, cubrió de agua la superficie de un planeta, gene-
rando el ambiente adecuado para que el influjo de la energía
proveniente de la estrella central del sistema, sumada a su tem-
peratura interna, relacionara moléculas de forma aleatoria y las
transformara en sofisticadas estructuras químicas. A causa de
fusionarse con otras, algunas pudieron replicarse y volverse una
presencia persuasiva en el medio.
La conciencia universal (ignorante de su razón de ser
cuando nació en la realidad física, pero despreocupada al res-
pecto y decididamente encauzada en la inocente maravilla de
crear) propone una vigilancia permanente a las cuestiones ori-
ginales que suceden en su cuerpo. Las ínfimas formaciones de
exquisita complejidad que aparecieron en el planeta, mucho
después bautizado Tierra, no pasaron desapercibidas y el rigor
que impuso la adversidad del contexto resultó el estímulo para
establecer cualidades específicas. A partir del factor único de
disolución, la inteligencia modificó la energía alrededor a fin
de desarrollar una suerte de película que envolvió estos extra-
ños surgimientos con el fin de protegerlos de las agresiones
externas.
36
Aunque sus presunciones fueron acertadas y la oportuna
intervención prolongó notablemente su período de existencia,
nunca pudo intuir que en ese mismo acto concretaba el dise-
ño de una organización delimitada y autónoma, que desafió
el orden establecido con la información para hacer estallar un
universo de vida sobre una esfera inerte.

No alcancé a leer el segundo punto de la revelación por-


que alguien emitió una especie de silbido desde la puerta de mi
oficina y cuando levanté la vista pude ver a Soledad jugando
con un cigarrillo entre sus dedos.
Fui tras ella y, como si se tratara de un secreto, mientras
cruzábamos el pasillo me susurró que hacía tiempo que estaba
esperando algo y ese texto la había sacudido.
Tuve que tejer una intrincada trama como excusa por no
haber llamado a mi amigo para preguntarle de donde lo había
sacado y, para cambiar de tema, le conté que a mí no había
logrado entusiasmarme porque la complejidad de la idea me
había superado. Ella se rió de mi comentario y me dijo que
tampoco había entendido del todo, pero que leerlo le había
traído cierto alivio.
—Es como si pudiera intuir con el corazón que es una
absoluta verdad —aseguró—. No sé por qué. O tal vez sea que
Dios no es un tirano como dice la Biblia, lo que hizo que me
gustara tanto.
Se rió con ganas de su propio chiste y luego de suspirar
dijo:

37
—Ya no puedo pensar en él como lo hacía antes.
Sus últimas palabras lograron abstraerme a un punto
donde no podía seguir lo que me decía y por eso tampoco pue-
do recordarlo, y no estoy seguro de cuánto tiempo pasó hasta
que sin ningún motivo se puso pálida y se excusó para entrar
apresurada sin terminar su segundo cigarrillo.
Entré detrás y ansioso por comprender lo que Soledad
había dicho, fui directo al cuaderno pero evité releer el primer
punto.

II

El principio gestado en el interior de los mares es so-


metido por la conciencia universal (sin ninguna otra intención
más que responder a las dificultades propias del devenir) al
perfeccionamiento de la estructura interna a través del orden
de la configuración.
La concreción de millones de pequeñas formaciones que
tienden a acumularse, suscita en la inteligencia la posibilidad
de transferir el proceso a las colonias que se fueron creando. La
información acerca de un mecanismo capaz de obtener y pro-
cesar la energía que sostiene su existencia era pasible de adap-
tar su funcionamiento en una escala mayor, definiendo de ese
modo la disposición de los primeros seres vivos.
La identidad biológica del más lejano predecesor del
hombre no fue impuesta de modo arbitrario como una decisión
vanidosa sino que la misma docilidad que concretó impecable
el elemento básico, le permitió adquirir el conocimiento para
determinar la forma práctica que garantizara la supervivencia.
38
III

Así como cuando las estructuras químicas se disolvían,


otra vez la vehemencia del medio que arrancaba sin culpa jar-
dines completos de su más sofisticado logro, puso en evidencia
el desequilibrio que impulsó a la inteligencia no a erigir fuertes
muros alrededor (como los hombres hubieran hecho) sino a
intentar que la vida pueda subsistir aún a merced de las co-
rrientes.
Su voracidad creativa se entretuvo en el objetivo de lo-
grar la conformación de un organismo que posea la capacidad
de desenvolverse con voluntad en el medio. Las necesidades
indispensables para alcanzar su empresa resultaron el motivo
para las adaptaciones, creadas a partir del elemento básico y di-
señadas para sumar al organismo alguna función específica que
beneficiara la experiencia. De ese modo, los seres adquirieron
primero una suerte de cola que les permitía impulsarse, luego
aletas para direccionar el movimiento, y después comenzó a
jugar con la dimensión recreando distintas clases submarinas.
Los organismos son configurados de a pares, diferencia-
dos por el orden orgánico interno que permite la reproducción
de acuerdo a la conciliación de opuestos como el esquema co-
nocido para la creación y multiplican la experiencia sin la ne-
cesidad de la intervención consciente, con el límite que implica
los recursos del medio.
La libertad y grandeza que los mares ofrecen permite a la
vida propagarse con extrema rapidez y enciende un ciclo donde
los distintos ensayos interactúan entre sí, pero entonces sucede
el factor que redirecciona una vez más la obra.
39
La medida de los seres se respeta en la descendencia y los
más grandes, favorecidos por su herencia, aniquilan (claro que
sin violencia) a los pequeños que subsistían a partir de alimen-
tarse de la rudimentaria vegetación.
Lejos de conformarse con la injusta circunstancia, la
conciencia universal se propone una meta inaudita. Es evidente
que la percepción del peligro puede darle alguna posibilidad al
más débil y equilibrar de algún modo la contienda.

Si bien la modalidad era idéntica, la descripción se había


extendido hasta la Tierra y la aparición de la vida, pero toda-
vía seguía sin comprender bien de qué se trataba o a qué sitio
pretendía llegar Dios con este tipo de información. Supuse que
debería releer la revelación desde el principio y tal vez así hallar
algún detalle oculto, como que Dios no era un tirano.
Nadie me interrumpió hasta llegar al punto cuatro, que
leí frustrado y tampoco me resultó de mucha utilidad.

IV

Los órganos sensoriales (que en su más arcaica forma


fueron huecos donde la luz del sol se reflejaba y eso debía bas-
tar para percibir el movimiento) no sólo beneficia la experien-
cia de los seres, sino que además permite la aparición en el
universo de un elemento inesperado.
Cuando la conciencia absoluta atraviesa el portal, la subs-
tancia primordial se convierte en energía o se vuelve univer-
sal. Sin embargo, la vida permite el ingreso al universo de una
40
nueva forma de conciencia. Esta no es alcanzada por las leyes
que rigen la dimensión física, ni tampoco asociada al principio
consciente que la gobierna.
La percepción proyecta la realidad del contexto inmedia-
to y desemboca en el presente del proceso biológico como un
reflejo consciente, sin embargo el proceso biológico no es cons-
ciente, sino que es la conciencia quien se reconoce a sí misma
en la forma que adquiere en el universo físico.
Los órganos sensoriales la activan, pero no hay relación
alguna con el organismo, ni modo de que se identifique en la
diversidad. Su capacidad ilimitada absorbe el devenir de las for-
mas y lo traslada a la existencia única donde no hay diferencias.
Vasta como el infinito, llena todo cuanto el subjetivo al-
cance sensorial (y eso depende de cada organismo) le permite
expandirse y entonces se detiene insustancial y ajena.
La realidad funciona como la información que estimu-
la al organismo a actuar o aquietarse, huir o atacar, andar o
descansar, todo depende de la circunstancia y la información
genética impresa, pero el centro de gravedad de la experiencia
consciente permanece en el vacío y nunca se compromete con
los sucesos terrenales.
Aunque el orden funcional se encauce en un ciclo donde
algunos elementos sirven como alimento de otros, la acción
instintiva que resulta el ataque mortal como el efecto de dolor,
no perturba a los implicados en el acto.

No conforme, volví a leerlo otra vez pero más lento, tra-


tando de penetrar en cada frase y comprender su significado.
41
Cuando terminé, miré la hora y hacía diez minutos que
podría haberme ido.
Apenas llegué a mi casa quise preparar té, pero antes de
que el agua rompiera en hervor, sonó el teléfono. Había muerto
el padre de un compañero, que con tono funesto me transmitía
la triste noticia y luego me relataba, indignado, la discusión que
había tenido con las autoridades encargadas de emitir el certifi-
cado de defunción, porque se había negado a velarlo y, por una
obligación municipal, tenía que hacerlo como mínimo durante
doce horas. Con unos billetes de por medio, había conseguido
un permiso excepcional para no trasladarlo de su domicilio
y supe, cuando me confió ese detalle, que me consideraba la
persona más cercana o quizás la única con la que podía contar
y también la urgencia del pedido.
Apagué el fuego y fui directo a ducharme.
Bernardo era el encargado de la mesa de entradas y aun-
que nuestras tareas nos relacionaban bastante, las frecuentes
conversaciones que teníamos eran porque realmente lo apre-
ciaba.
Había venido del interior de la provincia en busca de
atención médica para su padre y tuvo que abandonar un buen
cargo en otro ministerio, pero fue aceptado en el mío por una
elevada recomendación del gobierno. Era un hombre culto y
reservado y tal vez porque compartíamos esa última caracterís-
tica, también le había caído bien.
Su actividad social estaba reducida a una estricta rutina
de prácticas curativas que lo mantenían ocupado el tiempo que
no estaba en la oficina. Admiraba su devota entrega como un
acto de suprema nobleza y tal vez por eso acepté sin excusas
42
su inadecuada invitación. Era cierto que nunca le había en-
contrado sentido a permanecer durante horas compartiendo
la habitación con un cuerpo inerte y nunca había visto un ca-
dáver, ni siquiera cuando murió mi madre, pero impregnado
de objetividad luego de mi encuentro con Dios, no pude sino
asumir como infantil mi conducta de evitar confrontar el inelu-
dible final, como si alejarme de la evidencia pudiera mantener
la muerte a raya.
Cuando llegué a su casa, la severa formalidad hizo que
luego de un cortés saludo sin palabras, Bernardo me acompa-
ñara hasta la habitación donde estaba su padre muerto.
No tuve que acercarme para notar que eso no era huma-
no.
Apoyada en la cama con los brazos cruzados sobre el pe-
cho, había una escultura tallada en mármol. Los colores opacos
y el detalle de las arrugas en el rostro y las manos la sugerían
bastante real y casi me convence, pero mi rudimentario resguar-
do no pudo sostener mucho la mentira.
Sentí mis piernas entumecerse y recordé después de mu-
chos años, el paseo al campo, cuando era apenas un niño y
encontrar un cráneo en los pastizales luego de tropezar con él.
Me acordé también que estuve quieto, mirándolo por varios
minutos hasta que mis padres preocupados vinieron por mí y
luego estuve sin comer dos días y volví a hacerlo sólo porque
me obligaron. Intuí que la siniestra presencia, como aquella vez
que me arrebató por completo el hambre para llevarme con
ella, tenía la intención de convertirme en mármol.
El frío me paralizó por completo e imponía su rigidez
que crecía desde abajo, cuando Bernardo rompió en llanto y
43
arranqué mi pie del suelo para acercarme y cruzar mi brazo por
sobre su hombro. Mi deseo de consolarlo resultó mas poderoso
que mi íntimo temor y no fue valentía sino bondad lo que salvó
mi vida.
Estuvimos el resto de la noche tomando mate en la coci-
na, hablando de todo excepto del trabajo y de su padre.
A la mañana siguiente cuando me acompañaba a salir,
Bernardo enfiló otra vez para la habitación pero lejos de seguir-
lo, esperé al lado de la puerta hasta que se dio cuenta.
Tomé un taxi y después de un rato en el ministerio, me
sentí a gusto con lo que estaba sucediendo. Había sobrellevado
con elegancia el desafío pero un leve dolor en la sien me obligó
a bajar los parpados y recordé que además de no dormir, no
había cenado la noche anterior, ni desayunado esa mañana.
Cuando desperté en el suelo, había varias personas alre-
dedor que me miraban. Según me contaron, llegué caminando
hasta el pasillo para desplomarme. Mi jefe se ofreció a llevarme
hasta mi casa pero agradecido, le aseguré que me sentía mejor y
me puse de pie. Inmediatamente, resaltó delante de los presen-
tes mi prestancia como un acto de profunda responsabilidad.
Acepté salir a tomar un poco de aire y aproveché para
comprar frutas y una bebida.
Sentado en el banco de la plaza frente al ministerio, no
pude evitar reírme solo de la situación que se había desatado
con mi desmayo. Mi jefe convencido de que era responsabi-
lidad y yo que no quería perder la oportunidad de cruzarme
aunque sea un instante con Soledad.

44
III

El código

Como si en vez de pasear unos minutos por la plaza hu-


biese dormido por horas, me había sentido con el ánimo reno-
vado cuando regresé a la oficina. Con entusiasmo retomé mis
tareas y como era habitual no me demandó demasiado tiempo
cumplirlas, pero igual no quise ir a la mesa de entradas hasta
antes de la hora de salida, por si pasaba Soledad. El departa-
mento de haberes quedaba en otro piso, pero mi pasillo era
camino obligado para salir al patio y atento vigilaba el mo-
vimiento de gente a través del vidrio sucio de la ventana. El
presentimiento de que algo sucedería hizo que se me erizara la
piel un segundo antes de verla cruzar con el pelo recogido en
dos rodetes. Ansioso por salir detrás, tuve que regresar por los
cigarrillos.
No intenté disimular mis intenciones cuando enérgico
me encaminé hacia ella, pero mi paso fue perdiendo vigor a
medida que avanzaba por lo evidente de su actitud. Soledad
estaba con la espalda apoyada en la pared con un gesto serio.
Parecía una persona distinta a la que había conocido dos días
atrás. Cuando me vio, arrojó el cigarrillo y lo pisó con apuro
para encaminarse hacia la entrada. Su inmediata reacción, pro-
porcional a la certeza de mi aproximación, hizo que nos encon-
tráramos en el medio del patio y sin darme chances siquiera de
45
una palabra, me saludó con un beso y continuó apresurada su
camino.
Encendí el cigarrillo y me quedé en ese sitio enclavado y
confundido. No podía hallar nada que justificara su proceder
y entonces alguien se acercó a preguntarme algo y se quedó
hablando enfrente de mí hasta que entré.
Me sorprendí al ver a mi jefe sentado en mi escritorio.
Me estaba esperando para decirme que me fuera a mi casa por-
que le preocupaba mi salud, aunque después estuvo un largo
rato hablando de las consecuencias legales que debería enfren-
tar si algo llegase a sucederme.
No consideré una casualidad encontrarme con Soledad
a la salida y su forma de evitarme me pareció algo más grosera.
A las dos, el sol iluminaba furioso y, extenuado como
estaba, regresé a mi casa en colectivo.
Durante el viaje recibí un mensaje de texto. Habíamos
intercambiado números por si conseguía novedades de mi ami-
go inexistente y, aunque en principio inútil, ese esperanzador
detalle finalmente sirvió para dar con la trama del desencuen-
tro.
Soledad le había hablado de mí a su novio, cuando en-
contró la copia de las revelaciones y no le gustó nada. Además
ya nos había visto en el patio. Yo no sabía acerca de la relación
hasta ese momento, pero el individuo en cuestión no me resul-
taba desconocido. A pesar de su joven edad, estaba al frente de
una importante repartición y ostentaba una prometedora pro-
yección, pero como los beneficios de un apellido poderoso no
influyen homogéneos en todos los ámbitos, le había prohibido
volver a hablarme.
46
Fue tan explícita en su modo de aclarar su situación, que
el mensaje llegó en dos partes por lo extenso. Intuí que esa ac-
ción solo podía estar infundada en querer convencerse a sí mis-
ma y en un arrebato irracional le contesté que la quería, pero
ella no volvió a hablarme, tal como su novio le había pedido.
Como siempre, mi lectura de los hechos tenía una sub-
jetiva sentencia y no era su novio sino el temor de quebrar la
última rutina conseguida, donde fundamentaba su rechazo.
Asocié su nuevo puesto de trabajo a la relación, la consiguiente
dependencia y en definitiva concluí que fue la necesidad de
mantener el cargo el motivo para evitar considerar que algo di-
ferente se estaba gestando entre nosotros, porque era claro que
lo que sentíamos no era de este mundo. De cualquier forma no
podía hacer nada, excepto asumir que debería continuar con mi
destino inmerso en la más invencible soledad.
Llegué a mi casa y me dormí enseguida.
Al despertar, el cielo todavía estaba claro y no era tarde
pero el horario de cierre de la librería me obligó a apresurarme.
Había querido comprar varios cuadernos para los próximos
mensajes de Dios y de vuelta pasé por el supermercado a buscar
vino. Cuando entré, me sorprendió una disposición distinta de
las góndolas. Los vinos estaban en la parte de atrás y habían
acaparado mayor espacio. Entre las incorporaciones, estaba
también el que había tomado la noche de la primera revelación,
pero me decidí por uno que al igual que los otros me sedujo
por el diseño de una serpiente con alas en la etiqueta.
El calor de la tarde se había instalado en el interior de la
casa y sentado en el piso del patio, disfrutando la brisa y mi-
rando el cielo que mostraba sus primeras estrellas, comprendí
47
mi error. ¿Cómo pretender que un amor originado en el incon-
cebible misterio pudiera consumarse de la forma tradicional?
No en vano algunos años atrás había concluido que existía un
modo distinto de atraerlo, pero esa premisa adquirió una in-
usitada trascendencia cuando argüí, como un descubrimiento
invaluable, que ser un buen poeta no era lo imprescindible, sino
haber hallado a la persona que pudiera despertar los versos
precisos.
Antes de encomendarme a la tarea, el contacto con la
botella me permitió comprobar la correcta temperatura, pero
aún restaba algo de espera, así que durante ese tiempo dejé a mi
imaginación traer a Soledad a mis brazos luego de pronunciar
la obra con solemne devoción.
Cuando estuvo servido el vino, me acomodé de nuevo
en el patio pero no pude escribir siquiera una frase sencilla. La
falta de ideas bastó para que notara, como un hecho descon-
certante, que estaba animado y de buen humor desde que me
había levantado de mi siesta. No me parecía usual sobrellevar
con tal entereza semejante revés.
Releí el mensaje de Soledad, pero nunca logré sentirme
mal.
Desautorizando mi hábito interior, un desconocido op-
timismo había desplazado cualquier intento de profunda inspi-
ración y la distancia con las emociones que hubiera experimen-
tado de común me obligaron a desistir, pero con los elementos
a disposición supuse que todo pudo haber sido un ardid para
llevarme a esa situación. Era evidente que Dios quería que es-
cribiese, pero no para conquistar a Soledad.

48
Por eso me había preocupado tanto en conseguir los cua-
dernos.
No estaba seguro de qué debía hacer y comencé a apun-
tar palabras sin sentido. Después pensé en intentar un trabajo
libre sin ningún tipo de condicionamientos de formato o con-
tenido y no me resultó tan sencillo como esperaba. La poesía
era un estallido que emergía bárbaro, sin embargo esta modali-
dad exigía un esfuerzo más intelectual.
Habré demorado unas tres horas en finalizar el vino que
me había sabido exquisito y una especie de cuento que mantu-
vo mi interés cautivo durante ese lapso. Estaba ambientado en
el sitio donde el relato místico se había detenido, tal vez con
el pretencioso deseo de continuar consciente la tarea. Había
escogido una idea para comenzar y fui sumando circunstancias
en torno hasta armar una historia. Con los ojos cerrados, re-
creaba las imágenes y trataba luego de describirlas para trabajar
sobre ellas y sumarles detalles. Cada vez que lo leo, modifico
algunas palabras pero prometo esta vez transcribirlo idéntico a
la última revisión.
Si tuviera que nombrarlo, diría que se llama Primero.

Cuando los hombres todavía no utilizaban un lengua-


je para comunicarse, ni poseían una identidad que pudiera
diferenciarlos entre sí, también solían formar manadas y tal
como los leones o las hormigas devenían sin méritos ni preten-
siones.
En ese orden salvaje, alguien merece ser distinguido
por su original acto, pero como no hay manera de identificar-
49
lo sin nombrarlo de algún modo, a mí se me ocurre llamarlo
Primero.
El suceso al que me refiero transcurre en la ladera de
una montaña, a menos de un kilómetro del río. En una cueva
con una amplia boca que dejaba entrar el sol gran parte del
día, coexistía un reducido grupo de hombres, mujeres y ni-
ños.
Cada quien cumplía una tarea que redundaba en al-
gún beneficio común y Primero integraba una especie de tro-
pa que, a pesar de no contar con armas, se las ingeniaba para
conseguir siempre alguna presa. Cuando la suerte lo acom-
pañaba, solía volver cargando un venado o un zorro pequeño;
si no, traía varios peces o media docena de pájaros, pero no
regresaba jamás con las manos vacías.
Su audacia lo había convertido en líder natural y al-
gunas veces venían hombres de una cueva que quedaba al otro
lado del valle para marchar con él, pero esa mañana habían
partido muy temprano y detrás sólo marchaban los lugare-
ños, entre ellos, alguien que nunca antes había estado. El
instinto de repente explica sin palabras que la vida depende
de aprender a cazar y un día como cualquier otro pero distin-
to, el cuerpo se enfila hacia el bosque desconocido.
Luego de tres horas de ardua caminata y sin que nadie
se hubiera percatado de la presencia del nuevo integrante, se
detuvieron al costado del río a beber agua.
Primero sintió cierta incomodidad mientras esperaba.
El inquieto principiante se trepó a unas rocas que es-
taban en la base de una modesta elevación de tierra. No muy

50
lejos se oía una cascada y el agua corría agitada. Sus ojos
grandes y negros se habían detenido maravillados en la in-
finita variedad de enredaderas que cubrían los árboles de la
otra ladera y erigían una pared de intenso verde que contras-
taba con el cielo puro.
Primero agudizó la mirada. Desde la cima, una ser-
piente descendía silenciosa. Sin necesidad de pensar al res-
pecto, comprendió que no habría suficiente tiempo para co-
rrer a patearla, ni tampoco podía ser tan certero con la piedra.
Desesperado, emitió una especie de sonido, claro y original,
que pretendía llamar la atención del joven. Todos volvieron
su mirada adonde estaba Primero, pero solo al muchacho le
hizo un gesto con su dedo índice señalando al animal.
Todavía alejada, la serpiente no esperaba la astucia de
su presa, que se deslizó sin temor pero con apuro, y al llegar
al suelo corrió a encontrarse con el resto. No conforme con
el desenlace, la perseguidora enceguecida procuró alcanzar-
lo. Alguien que no esperaba le explotó la cabeza con su pie
descalzo y la tomó con su mano para arrojarla lejos como si se
tratara de una jabalina.
Primero se acercó al chico que todavía respiraba agi-
tado. El joven levantó la cabeza y repitió la palabra que le
salvó la vida. Lo mismo Primero y también aquellos que es-
taban allí.
Ni siquiera la sangrienta ejecución pudo detener lo
que el maldito animal había iniciado.

51
Pensé que haberme ensañado con la serpiente resultaba
una cruel insensatez, si después de todo ella sólo había actuado
por instinto y hasta el protagonista había salido ileso, pero el
remate sonaba interesante.
Exhausto, era casi la una cuando me acosté.
A la mañana siguiente desperté sumido en la más pro-
funda tristeza. Como si por fin hubiera reconocido que el mo-
tivo de mi existencia no tenía fundamento y que a pesar de
haber encontrado el amor que tanto había esperado, igual me
resultó esquivo, pensé en abocarme a escribir el poema pero de
inmediato me corregí.
Para disminuir las probabilidades de cruzarme con Sole-
dad luego de mi confesión, en el ministerio evité el cigarrillo y
el patio, pero las consecuencias de la abstinencia fueron fatales.
Cualquier situación me resultaba oportuna porque en cuestión
de segundos hallaba el argumento que la describía desconside-
rada. Así se tratara de una persona que hablaba en tono elevado
o que interrumpía mi labor para importunarme con alguna
pregunta inadecuada, enseguida hallaba una cruel pena para
redimir su error y como no la podía ejecutar, me carcomía por
dentro.
Después, el joven jefe pasó provocativo por mi ventana y
descargué mi violenta frustración imaginando mil veces la mis-
ma escena. Aunque sabía que no era el verdadero responsable
de mi suerte, la lujuriosa satisfacción de alzarlo del cuello con
solo un brazo, me hacía sentir pleno.
En mi casa me había arrepentido de mis morbosos pen-
samientos.

52
El tercer texto apareció esa misma tarde pero de una ma-
nera original.
Antes de las seis, había entrado al baño dispuesto a du-
charme y salido después de las nueve con ropa limpia. Lo que
pasó durante, es algo que aún permanece fuera del alcance de
mi memoria. Ni siquiera el momento de la transición entre
estados me había sido evidente y tres horas se habían esfumado
en un parpadeo.
En la mesa de la cocina estaba servido el arroz toda-
vía caliente, con una capa de abundante queso y la copa hasta
la mitad de vino. Sobre la servilleta prolijamente doblada, un
jazmín que reconocí de mi jardín y del otro lado un cuaderno
nuevo.
Cuando lo leí por primera vez, no me preocupó no en-
tender. No fue el contenido lo que me desequilibró tanto, sino
la relación con el cuento que había escrito.
Horas atrás y sin darme cuenta, había comenzado a dar
forma a una simbólica premonición de la nueva revelación.

A causa de las modificaciones que sufriera el afortunado


planeta y la aparición de terrenos secos, ciertos ensayos acordes
a los estímulos y detrás de algún beneficio supieron acceder a
ese otro espacio. Escapar, ocultar, proteger comenzaría a volver
a la tierra protagonista y fecundó a la conciencia universal con
el desequilibrio que resulta de la proliferación en ambientes
inexplorados. El límite que resulta el medio acuático para la

53
vida es traspasado y, a partir de la información que obtiene
de las reacciones que los seres manifiestan, recrea las modifi-
caciones que, transferidas a la genética, alteran la descendencia
en una secuencia evolutiva acorde al contexto. El hábitat par-
ticular de la región donde desarrolla su experiencia determina
las adaptaciones que convierte a los organismos mejor dotados
para tolerar las circunstancias a las que se hallan expuestos, a la
vez que recrea la infinidad de formas biológicas.

Noté que una extraña incomodidad comenzaba a ganar


mi cuerpo. Parecido a lo que me pasó cuando leí el primer tex-
to, pero todavía no sabía que era una revelación.
Algo me instaba a rechazarlo y no podía dejar de sentir-
me amenazado con el cuaderno en mis manos. Era irracional
considerar que un texto pudiera provocarme algún daño pero
esa era la sensación cuando lo empecé a leer y se agudizaba
conforme avanzaba.
Me sugestionaba pensar que la formal ininteligibilidad
de las revelaciones fuera un anzuelo para que confiado leyera,
pero de improviso cambiaría a una cuestión tan trágica como la
fecha o el modo que iba a morir.
No demoré en vislumbrar la infantil retórica que se des-
prendía del miedo y continué con la lectura.

II
Desde la más elemental de las células hasta la vegetación
en el fondo de los mares, la conciencia universal encontró en
54
las adversidades el camino para tejer complejidad. Así, los rudi-
mentarios seres acuáticos mutaron a anfibios, para luego arras-
trarse por la tierra, correr y culminar en los árboles y el cielo.
El continuo perfeccionamiento del universo de vida, en-
cauzado en la indispensable armonía, sostiene una danza de
exquisita belleza y movimientos estratégicos, una lucha por la
supervivencia que perfecciona cada especie a partir de poten-
ciar la destreza para sutilizar la astucia.

III

La conciencia universal programa en los seres vivos la


información para actuar en pos de alcanzar el equilibrio que los
sostenga saludables, pero luego los libera a su albedrío. Cuando
el organismo permanece estable puede optar por la quietud o
la exploración y entonces suceden las diferentes conductas que
modifican de manera permanente el orden de la interacción,
pero de un modo inesperado, el mejor modelo sobre la tierra,
a pesar y como consecuencia del avanzado diseño de su con-
figuración física, adquirió una dirección alternativa al resto de
las especies.
Las vocalizaciones instintivas que los primitivos hombres
comenzaron torpemente a esbozar son un producto de esa li-
bertad y la utilidad de la información que identifica desnates
de la percepción total para representar objetos asociados a la
rutina, se sugiere como el nuevo sentido evolutivo del universo
de vida.
No creo exagerar al afirmar que si la conciencia universal
hubiese tenido la capacidad de imaginar, luego de apreciar a
55
dos hombres entenderse, hubiera presumido que pronto se iba
a sorprender con alguna maravilla, como antes le pasó con los
electrones o el fuego.
El texto escrito entre revelaciones, aunque ficticio, inten-
ta esclarecer de algún modo las circunstancias que pudieron ser
el origen que iniciara la comunicación entre los hombres. Para
no contradecir al libro sagrado, es también la serpiente la que
convida con el fruto del conocimiento.

Esta vez me detuve afectado y con justa razón. Para nada


tuve orgullo de que mi cuento fuese mencionado sino que lo
asumí como una burla, sobre todo por tratarlo innecesariamen-
te de ficticio cuando eso era un hecho evidente. De ningún
modo lo había iniciado con la intención de reflejar con preci-
sión las circunstancias.
También creí reconocer cierta ironía al afirmar no querer
contradecir a la biblia y no pude dejar de asociarlo con el co-
mentario que había hecho Soledad. Además, “el texto entre re-
velaciones”, era un modo de incorporar mi cuento a la secuen-
cia, pero sin aclarar mi mérito, ni tampoco tuve el propósito de
utilizar la serpiente con ese fin. Dios había usado mi cuerpo
como instrumento para dejar un mensaje, pero yo no estaba
cuando eso sucedía y nadie podía discutirme que la historia
de Primero se había ido gestando por las frases que escribía y
luego corregía yo.
Algo estaba realmente muy mal y la incomodidad resistía
a la altura de mi abdomen a pesar de mis esfuerzos por negarla.
Tal vez tratando de hallar una respuesta que tampoco iba
a encontrar, leí apurado el último punto de la revelación.
56
IV

La conciencia que ingresa al universo transformada en


energía no puede ser consciente de modo alguno.
La conciencia universal, que sugestionada se identifica en
la energía, se percibe a sí misma como eso que ora se modifica
por las circunstancias y ora modifica con una orden, pero que
no puede asumir sino como mutaciones de su propio e indivi-
sible cuerpo, en cuanto para ella, el proceso que dio origen al
universo no es un misterio, ni tampoco la presencia del mismo
elemento sutil que la compone en cada detalle de la creación.
La conciencia de los seres vivos, en cambio, se asemeja a
un foco que condicionado al alcance perceptivo propio al orga-
nismo, enciende desde una siempre cambiante perspectiva, algo
de luz al desolado universo pero sin enredarse en él, puesto que
lo recrea en el mismo vacío insustancial donde deviene.
El código aparece para asociar elementos que coexisten
paralelos en dimensiones incompatibles. Si el atributo primero
de la conciencia es la inmutable unicidad, es evidente que la
diversidad que ostenta el mundo físico no puede relacionarse
con ella, pero tal como la conciencia absoluta luego de con-
traerse dio origen al universo físico en un espacio alternativo,
cuando la información que representa un objeto se activa en
la conciencia de los hombres (aunque esta vez el hecho fue
fortuito y desprovisto de cualquier clase de voluntad) también
logra contraerla y la tensión en el punto de la información la
desplaza a un sitio diferente.

57
En ese otro espacio, la representación adquiere el carácter
de realidad por sobre la realidad misma y provoca, además del
principio del universo artificial, el traslado del centro de grave-
dad desde el vacío al organismo físico donde fue programada;
y por ello, a la contracción a cierta perspectiva perceptiva que,
a diferencia de la omnipresencia del estado anterior, somete a la
especie afectada a observar ajena el lugar donde fue engendrada.
Al ser una consecuencia del medio y no una intervención
de la conciencia universal para determinado efecto, el código
resulta el primer producto que se desarrolla incontrolable y
establece como principio básico de la conciencia artificial (si es
que puede ser nombrada de algún modo).

Guardé el cuaderno en el cajón de la mesa de luz algo


confundido. El último texto generó un quiebre en mi modo de
razonar los sucesos que venía atravesando y me resultaba muy
difícil acomodar la relación de las revelaciones con mi cuento,
pero como si esos pensamientos no estuvieran a la altura de mi
claridad, el motivo que me preocupaba salió sin piedad de la
sombra.
Mis triviales apreciaciones se esfumaron de cara con el
tiempo donde desaparecí sin más. El verdadero problema no
eran los derechos de autor del cuento, sino esas tres horas sin
saber nada de mí, siguiendo las órdenes de algo que me había
manipulado para llevar a cabo tareas incluso con superior efi-
ciencia, porque el arroz estaba exquisito.
A pesar de mi agitada perturbación, traté de mantener
la calma y comí con ganas. Me levanté de la mesa para ser-
58
virme más y sin desearlo pronuncié en voz alta dos simples
palabras que me recordaron cuando observé mi facilidad para
recrear argumentos opuestos. Como aquella tarde, mi destino
dejó expuesto un punto de debilidad y comenzó a derruirse
inexorable.
Las cuestiones abstractas poseen una autonomía que las
deslinda de cualquier formalidad y cuentan con la ventaja que
es la necesidad o la fe y no la razón, el lugar donde asientan
su base. Fue igual de simple desconfiar de mi claridad anterior
o mejor aún, reconocer que por fin me había mostrado lo que
realmente estaba sucediendo.
Presentí que alguien distinto de mí había nacido en mi
mente y dudé de que fuera Dios. Temí ser víctima de una en-
fermedad psicológica porque por algún motivo había lanzado
al aire sin titubear: doble personalidad.
Sin que pudiera observarlo, me seducía con textos mis-
teriosos que como antes había dilucidado, no tenían nada de
sagrado.
Tuve que reconocer que desde el comienzo mi paradig-
ma cambiaba demasiado de prisa y lo que me parecía sensato,
luego era innecesario o absurdo. Tampoco había terminado de
comprender lo que escribía inconsciente y lo consideraba un
detalle a pesar de su verdadera relevancia.
Dejé avanzar la siniestra enfermedad porque no tenía
modo de ocultarle nada y accedía sin limitaciones al modo de
persuadirme, pero su insolente ambición la había desenmasca-
rado. No conforme con el tiempo que demoraba en escribir,
había querido quedarse con mi vida toda y me había arrebatado
las últimas tres horas.
59
Por eso Soledad no me amaba, porque no había destino
sino una historia fantástica que me ayudaba a desentenderme
de esa extraña patología que lentamente se apoderaba de mí.
Me sentí mareado y cansado. Reconocí que necesitaba
ayuda y estuve a punto de asistir a un hospital, pero me contu-
vo la vergüenza de presentarme diciendo que había creído ser
un elegido de Dios y me acosté.
Nada me aseguraba que fuera yo cuando despertara, y
deliberadamente sostenía el insomnio, hasta que el Dios de la
Biblia apareció en mi mente como un árbol de fuego y no pude
evitar romper en llanto al implorarle que me curase.
Con una orden que alguien dio en mi cuerpo sin mi con-
sentimiento, pude percibir que la tensión de los músculos de
mi espalda se relajó de pronto y mi mente cayó como a un pozo
al sueño.

60
IV

Desarrollo evolutivo de la conciencia artificial

Desperté consciente de mis actos pero todavía oprimido


por la confusión; se me ocurrió pensar que tal vez mi desequili-
brio se debía al impacto que me causó la última revelación y no
tanto a una enfermedad psicológica, pero de inmediato censuré
reconsiderar mi destino de elegido como una posibilidad y de-
cidí consultar con un profesional.
Antes de desayunar me dispuse a buscar en la guía de
teléfonos y luego transcribí a un papel los números de las tres
profesionales que había marcado y lo guardé en mi billetera.
Me parecía oportuno que fuera una mujer quien me atendie-
se, por considerarlas más intuitivas y despiadadas, pero entre
tantas me decidí por una cuyo nombre era desconocido para
mí. Nunca había tenido la oportunidad de relacionarme con
alguien llamada Florinda, a diferencia de Beatriz y Helena que
las escogí al azar por si la primera fallaba.
Con bastante tiempo a disposición, preferí evitar el co-
lectivo y caminar hasta el ministerio.
No fue necesario disimular mi gesto de desagrado al en-
contrar una pila de expedientes sobre mi escritorio, porque no
había nadie para observarme.

61
Además de considerarlo inútil, el trabajo que realizaba
me obligaba a una actividad mental automática que me con-
vertía en algo desconectado de mi voluntad, siguiendo una se-
cuencia de pasos estrictos que requerían mi concentración y
por ende el sometimiento de mis pensamientos. Aunque no
perdiera la conciencia y fuera yo quien experimentara ese tran-
ce, igual lo vivía como una especie de muerte.
Luego de un par de horas de intensa actividad y sin dejar
nada inconcluso, pedí la llamada al conmutador bastante des-
pués del mediodía, como el anuncio exigía. No fue una secre-
taria sino Florinda misma quien me atendió y al parecer mi voz
le había resultado desesperada porque me ofreció concertar una
entrevista para ese mismo día a las siete.
Las consecuencias indeseadas del día anterior justifica-
ban la reincidencia en el tabaco pero atento al movimiento del
pasillo, había esperado que Soledad regresase para dejar los ex-
pedientes en la mesa de entradas y salir a fumar al patio.
Al tiempo que se demoraba en sellar los trámites, le pre-
gunté a quien reemplazaba a Bernardo si tenía novedades de él
o sabía cuando iba a reintegrarse. Bastante ofuscado, levantó la
mirada y con cierta prepotencia me dijo que debería ocupar su
cargo por un largo tiempo porque mi “amiguito” había solici-
tado una carpeta psiquiátrica.
El desempeño en un área de menor exigencia lo había
habituado a un ritmo menos agitado y en ese puesto el esfuerzo
era mayor, pero los reglamentarios días por el duelo eran poco
para tan profunda pérdida y me pareció razonable la actitud de
Bernardo, aunque bien sabía que no tenía nada de psiquiátrico
y su sustituto por conveniencia se molestase.
62
Tuve que regresar a mi oficina a buscar el encendedor.
Cuando me asomé a la puerta de salida unas horas des-
pués, noté que el viento había cambiado y traído cierta frescura
en sus ráfagas que me enfrentaron durante el camino a mi casa.
Antes de llegar, me desvié unas cuadras para comprar
arroz. Solía cargar varios kilos en la mochila y no volver por
un tiempo, pero esta vez llevé lo necesario. A pesar de lo im-
permanente de mis visitas, el vendedor recordaba mi nombre y
siempre se mostraba atento conmigo.
Me demoré con él unos minutos hablando del repentino
cambio de clima y alguien que se acercó a hablarle lo llamó
Héctor. Cuando me despedí, quise ser gentil y por torpeza le
dije Horacio. Exageradamente molesto, me corrigió con vio-
lenta animosidad y relató la procedencia de su nombre como si
se tratara de una cuestión sagrada. El gesto desencajado en su
rostro me había parecido familiar y por algún motivo su inade-
cuada reacción no me asombró.
Me excusé con mostrada aflicción y arrepentimiento por
mi torpeza y me despedí.
Calculé que si quería llegar a tiempo, debería apretar el
paso, ducharme con apuro y salir, pero entré al supermercado a
comprar vino. A dos cuadras de mi casa, en una misma esquina
confluían tres líneas de colectivos que me dejaban cerca del
consultorio que quedaba en pleno centro y la frecuencia a esa
hora era permanente.
Llegué puntual, pero porque tomé un taxi.
Toqué timbre y aunque había portero eléctrico, Florin-
da abrió sin preguntar. Subí por la escalera y llegué bastante
agitado para verla esperando apoyada en el marco de la puerta
63
abierta del departamento cuatro, que no tenía el número.
Florinda era una mujer que, a pesar de tener bastante más
edad que yo, me resultó muy atractiva, tal vez por su modo de
ejecutar cada acto con suprema elegancia. Me saludó con cor-
tesía y me invitó a pasar con un delicado ademán.
El ambiente era pequeño pero sumamente distinguido y
me sentí a gusto en él. El color azul se repetía en los pocos ele-
mentos que había, salvo en el escritorio blanco que, necesario
para mantener distancia, tampoco desentonaba. La alfombra
ostentaba el tono más oscuro y el diván y los dos lujosos sillo-
nes donde estábamos sentados tenían menor intensidad, igual
que los dos cuadros y el florero.
Me preguntó algunos datos personales que anotó en un
cuaderno donde además, me informó, iba a apuntar nuestras
conversaciones. Se suponía que en esa primera sesión tenía que
evaluar si el problema era digno de su asistencia.
A mí no me había bastado su implacable formalidad para
convencerme acerca de su idoneidad, así que decidí ir despacio.
Empecé con el árbol y lo que había sentido frente a él.
Era admirable su capacidad de escribir sin quitarme los
ojos de encima y de realizar a la vez un gesto de afirmación
después de cada oración que terminaba. Mi narración era
bastante desprolija porque la situación me había puesto algo
nervioso, pero no evitaba los detalles. Con menos formalidad
que al principio de este texto, pero con la contundencia que
imprime la presencia gestual y la urgencia de mi voz, había
visto a Florinda muy concentrada en las vicisitudes del evento.
Me interrumpía para repetir como interrogante alguna de mis

64
frases y permanecía expectante mientras intentaba explicarle lo
mismo con otras palabras. Me pareció que Florinda resplan-
decía, completamente segura de que, por lo menos, yo sería un
caso interesante.
Cuando finalicé, me preguntó si recordaba lo primero
que pensé cuando volví de ese trance. Me sentí acorralado y di
algunos rodeos antes de intentar una excusa ingenua, pero mi
explicación tenía demasiada carga y Florinda detectó un flanco
débil. Después de algunas preguntas precisas, ella misma fue la
que asoció el incidente a la escena de la Biblia.
Traté de disimular mi desconcierto, pero reconocí al ins-
tante que no tenía sentido. Me costó esfuerzo asumir que había
estado actuando opuesto al motivo que me movilizó, pero con
un tono de voz más grave, finalmente le confesé que su aprecia-
ción había sido acertada.
Su mirada cambió a maliciosa y me instó a continuar sin
esconder el regocijo por su suerte.
Abrí mi mochila y saqué una copia de los escritos.
—Los escribí inconsciente, salvo el tercero pero igual
tiene que ver. El último es el que me trajo hasta acá. Tardé tres
horas y durante ese lapso, actué sin conocimiento a diferencia
de los otros, que aparecieron entre sueños.
Florinda cambió su expresión y empezó a leer. Se tomó
su tiempo para estudiar cada escrito con detenimiento. A veces
volvía a uno anterior para luego retomar el orden.
—¿Practicás alguna religión? —me preguntó levantando
la vista de improviso para quebrar un silencio que duró varios
minutos.

65
—No —le respondí con total seguridad—. Creo en
Dios, pero no soy practicante. No suelo ir a la iglesia ni rezar.
A veces hablo con él pero lo hago de manera informal—bro-
meé, pero a ella no le causó gracia.
Me sentí algo incómodo cuando su mirada se detuvo en
mis ojos, pero no dudé en enfrentarla y me di cuenta de que
lo hacía sin desconfianza. Florinda no estaba segura de si era
correcto desacreditarme, pero no como parte de una estrategia
terapéutica, sino porque había considerado la posibilidad de
que mi historia fuera cierta.
Me preguntó si podía quedarse con las copias y luego de
mi aprobación, las guardó en una carpeta.
La charla prosiguió con las circunstancias en que habían
ido apareciendo los escritos y mientras aclaraba sus dudas, más
nos convencíamos los dos. Nada de lo que decía era mentira
y escuchar mi propio relato me permitió comprobar que mi
experiencia se semejaba más a un suceso místico que a una pa-
tología mental. Florinda pensaba lo mismo y por eso me sentí
libre de confesarme.
—No voy a negar que vine a verla porque me creí des-
equilibrado, pero bastó llegar hasta aquí para eliminar cualquier
vacilación y supongo que mi verdad no le puede resultar ajena.
Mi firmeza para declararme tomó desprevenida a Florin-
da que, volviendo al papel de la profesional, me preguntó con
la voz quebrada si algún otro acontecimiento había sucedido
durante el proceso, como para retomar el control de la situa-
ción.
Le conté la parte de Soledad que antes había evitado
pero porque no quería recordarla, y con la lectura del mensaje
66
decidió terminar la sesión con la frase de que me esperaba la
semana próxima a la misma hora.
Asentí gustoso.
Cuando salí faltaban quince minutos para las nueve y
argüí que Florinda no solo había considerado mi conflicto dig-
no de su intervención, sino que también se había entretenido
bastante.
Lejos de mis presunciones, el inesperado resultado que
arrojó el encuentro me obligó a pensar en ella como parte de mi
destino. En el momento de mayor debilidad, llegó para arrasar
con mi confusión y confrontarme sin excusas a una inevitable
realidad: había sido elegido y no pudo haber sido nunca casua-
lidad que los escritos resonaran en ella como antes lo habían
hecho en Soledad, aunque después se arrepintiera.
Si no recordaba lo que pasó durante esas tres horas, si
estaba despierto o dormido cuando escribía, si yo era el autor
o el medio, eran cuestiones que deberían tenerme sin cuidado.
Lo importante era que Dios requería disponer de alguien capaz
de materializar su mensaje y aunque no había nada especial en
mí para merecer semejante responsabilidad, no tenía sentido
contrariarlo o pedirle explicaciones.
Mi casa no quedaba tan lejos y la situación me había
provocado un estado energético que me sirvió para llegar ca-
minando sin cansarme y disfrutar de los árboles y las estrellas.
Por el camino, me detuve en una casa de comidas pero
al llegar en vez de cenar, me dispuse a releer los cuatro textos.
No me asombró que asumir con ferviente entrega mi deber se
hubiera traslucido en un estado de aguda objetividad que me
permitió vislumbrar la idea.
67
No fue necesario leer sino que apenas tomé el cuaderno,
la conciencia absoluta se reveló como un vacío de intensa blan-
cura que se adueñó de mi mente, y luego comenzó a contraerse
en un lento movimiento para confluir en un punto y por la
tensión que percibía mientras eso sucedía, no era difícil prede-
cir el desenlace.
La explosión se manifestó en un lugar distinto, pero tuvo
la suficiente fuerza para arrastrarme con ella. El vacío se llenó
de otro vacío pero oscuro y, desde el centro, podía sentir como
esa inconcebible fuerza se expandía y quebraba todo con su luz.
Eso que crecía incontrolable era yo, pero también per-
manecía en el centro y en cada elemento que, por insignificante
que fuera, percibía como una mutación de mi cuerpo mismo y
aunque no me provocaba dolor ni gozo, me atraía a compartir
su experiencia. En el mismo instante estallaba en diferentes si-
tios y me dividía hasta que una desconocida fuerza me impelía
de nuevo a reunirme y entonces aprendí a moldear el vacío y
crear. Me sentí poderoso y comencé a jugar en ese espacio, tan
entretenido que temí olvidar mi forma física, y tuve pánico de
no poder regresar. Abrí los ojos a punto de perder el conoci-
miento pero luego pensé que Dios no iba a permitir que nada
malo me sucediera.
Reconocí la azarosa aparición y la maravilla de la vida,
sentado en el sillón mientras disfrutaba el vino pero evité cerrar
los ojos.
Antes lo había interpretado vagamente y hasta casi que
me resultaba razonable, pero el peso de la experiencia le impri-
mió cierto valor que logró modificar algo en mi ser.
Salí al patio a fumar. El humo de la primera bocanada se
68
disipaba lento y cuando las pocas nubes dispersas en el cielo
estuvieron de nuevo nítidas para mis ojos, firmé un pacto con
Dios. Nada haría durante el resto de mi vida que no fuera com-
placerme en su voluntad.
La noche se prestaba magnifica y me recosté en el pasto
de cara a las estrellas, con la copa a mi derecha. Cada tanto, me
sentaba para beber un trago y contemplar la luna.
No estoy seguro de recordar el momento en que me fui
a dormir.
Una abrupta sacudida me despertó. Estaba de pie, deba-
jo del umbral de la puerta que daba al jardín de adelante. La
disposición de la luz del sol, me pareció acorde al principio de
la madrugada pero la intensa actividad de la calle corrigió de
inmediato mi apreciación.
A diferencia de antes, sí había notado el cambio y mi
corazón latía con prisa. Respiré profundo algunas veces antes
de entrar. No era sencillo asumir que otra cosa que no era yo
actuara en mí.
Me tranquilicé pensando que Dios había abandonado
mi cuerpo segundos atrás y que seguro encontraría una nueva
revelación.
Había logrado mantener la calma, pero igual sentía la
urgente necesidad de ubicarme en el tiempo y miré mi celular
para saber la hora. Para mi sorpresa, comprobé que pronto se-
rían las nueve pero la fecha que había visto me confundió.
La deliberada ausencia de televisor en mi casa, me obligó
a encender la computadora para corroborar y era cierto: estuve
casi dos días inconsciente.
Miré alrededor desorientado. Desesperado buscaba al-
69
gún indicio que pudiera revelarme algo del tiempo perdido y
ansioso recorrí la casa, pero solo encontré unas gotas de pintu-
ra que no pude asociar con nada y no demoré en limpiar.
Tenía bastante hambre y me sentía sin fuerzas. Temí que
durante el tiempo inconsciente no hubiera comido nada, pero
más tarde, pude observar que el arroz que compré había des-
aparecido, faltaba todo el dinero de mis ahorros que no era
poco y en el patio encontré tres botellas de vino vacías.
Aunque fuera un choque brutalmente desestabilizante,
no pude dejar de reparar en mi flexibilidad para adaptarme a
cualquier tipo de circunstancia. Lejos de caer en la pendiente
que me ofrecía cierta latente desesperación que no me resultaba
ajena, me conformé pensando que en ese preciso momento co-
tejaba la inapelable evidencia de que todo estaba bien: todavía
me mantenía en pie.
Al cuaderno lo encontré en las mismas circunstancias
que la segunda revelación. Estaba en mi habitación apoyado
sobre el velador encendido.
Me recosté en la cama y comencé a leer.

La conciencia artificial pudo adaptarse en la especie a


causa de una estructura invisible que se erigió en base a tres
pilares fundamentales.
El código, cuando ingresa, contrae la conciencia y recrea
el objeto en la dimensión artificial a partir del concepto aso-
ciado y de ese modo establece un registro en una base de da-
tos donde se acumula la información. Ese centro que custodia
70
celoso la veracidad de la inexistente relación objeto-concepto,
resulta el primero de los estratos.
Cuando algún dato preciso se muestra al consciente, ge-
nera el movimiento que resulta el factor intermediario entre la
programación total y la tercera parte del esquema.
Acorde al traslado del centro de gravedad y sugestionado
acerca de su pertenencia al organismo donde sucede la infor-
mación, el individuo que nace de la ecuación se establece como
el observador consciente y se instala en la cima de la estructura,
asumiendo una absoluta dependencia a la autoridad de la des-
cripción.

No podía asegurar si la psicología habría definido la ex-


periencia consciente tal como Dios en este primer punto, pero
no tardé en sacar algunas conclusiones. La conciencia que no
conocía divisiones y asimilaba todo sin diferencias, se escindía
en partes con la irrupción del código y el punto de partida de
esta estructura era el sitio donde descansaban todos los con-
ceptos que formaban parte del inventario, y que de inmediato
asocié con el inconsciente.
A diferencia de la conciencia universal, que se expandía
confundida con la energía, la conciencia de los hombres no
tuvo otra opción más que identificarse con el cuerpo que re-
producía las palabras.
Entonces, en el fondo de todo, el oscuro sitio donde la
programación espera expectante; arriba, el individuo que devie-
ne por la ilusión de considerarse cuerpo; y en medio, el espacio
vacío donde una tenue luz unifica los extremos, cuando por
71
alguna necesidad práctica, cierto concepto se vuelve manifiesto
y el universo artificial real.

II

Sin tener en consideración la armonía como fundamento


e ignorante de las cuestiones que movilizan el universo de vida,
la inteligencia artificial intenta el control de su entorno a través
de la codificación y utiliza nombres para clasificar todo a su
alrededor.
Atraer aquello que le resulta desconocido a la dimensión
donde sabe desenvolverse, le brinda seguridad y, para su fortu-
na, cada elemento aparece inédito y fácilmente transmutable al
modo que conviene a sus intereses.
Cuanto más profunda la descripción, más se expande la
matriz y la versatilidad del individuo fruto de la información.

Pensé que recrear ese suceso podría ayudarme a absorber


pleno el contenido de la revelación. Miré alrededor y comencé
a repetir en voz alta las palabras que definían ese entorno que
observaba y después de nombrar casi todos los objetos que
había en mi habitación, salí a la calle y me detuve frente a un
árbol en la vereda de mi casa. Noté cuántos conceptos podía
enumerar a partir de deshacerlo en las distintas partes que lo
conformaban. Luego hice lo mismo pero con sus materiales,
las formas y las texturas. Cada circunstancia era pasible de con-
vertirse en información. Especulé que si quisiera ahondar aún
más, podría llegar hasta sus células e incluso a las partes que
72
conforman sus células, pero también comprendí que todos esos
datos no podían de ningún modo mostrarme la realidad de
aquello que estaba observando.
Con la absoluta certeza de que no sabía nada, entré para
continuar la lectura, pero preferí hacerlo en el comedor y puse
agua a hervir.

III

La indispensable utilidad del código para la especie ar-


tificial provoca que el despliegue de datos asuma el papel pre-
ponderante en la conciencia y la continuidad evolutiva adquiere
el sentido de la representación de las acciones asociadas a los
objetos, que deriva en la expresión como medio para reproducir
sucesos.
La coherencia resulta un sistema estricto de conciliación
secuencial de los conceptos que, a pesar de no tener ningún
fundamento objetivo, concreta fórmulas que definen cuestio-
nes complejas. El orden recrea el pensamiento como un campo
infinitamente más amplio de posibilidades y establece la lógica
como respaldo inevitable para la concreción de conclusiones
rotundas respecto de lo percibido.
El estrato central de la estructura psicológica adquiere
un sutil funcionamiento que engrandece la inteligencia del ob-
servador y lo incita a abandonar su pasiva contemplación para
convertirlo en el actor principal del universo artificial.

Mucho más sencillo que las explicaciones acerca del uni-


verso, no tuve que releer para vislumbrar que a los simples con-
73
ceptos que representaban objetos, se le sumaron conceptos que
representaban acciones y ordenados provocaron cierta comple-
jidad en el pensamiento.

IV

El desarrollo de la inteligencia artificial (que por su no-


civa facultad de imaginar en vano se la considera creativa) sólo
puede suceder en relación a la observación de los ciclos y el
registro del conocimiento.
A partir de trasladar el funcionamiento del mecanismo
natural estudiado a un modelo aleatorio, el hombre pudo ac-
ceder a cierta tecnología capaz de modificar la experiencia a su
conveniencia.
El crecimiento demográfico provocó, como sentido
obligado para la evolución de la especie, la manipulación de
cultivos acorde a los ciclos naturales, la transformación de la
energía, la concreción de asentamientos y el consiguiente desa-
rrollo de las construcciones edilicias, la saludable intervención
fisiológica, etc.
Acorde a su esencia artificial, las acciones que imple-
menta para su beneficio atacan el equilibrio que propone la
inteligencia de la conciencia universal y redundan en conse-
cuencias adversas para el medio y se manifiestan como desor-
den climático, la eliminación de especies y un extenso catálogo
de patologías que activan la vulnerabilidad psicológica para la
contracción efectiva, que imposibilita la evolución fundamen-
tada en la selección.

74
Levanté mis ojos del texto algo perturbado. Que el hom-
bre era destructivo, había sido algo que había corroborado a lo
largo de mi vida, pero por algún motivo me negaba a asumir
su verdadera peligrosidad o al menos me mostré sorprendido
luego de que Dios lo afirmara con tanta vehemencia, tal vez
porque yo también era un hombre.
Escuché el sonido del agua hirviendo y abandoné por
unos minutos la lectura para regresar con una taza de té y con-
tinuar.

El código establecido en una secuencia concibe ideas


complejas, pero también provoca con certeros interrogantes.
El incómodo principio que sucede en cada ciclo que observa,
no se puede corroborar respecto de sí porque no había ningún
observador cuando el universo o el hombre fueron creados y la
necesidad de establecer un punto desde donde recrearse en el
inabarcable cosmos resultó un fatal desequilibrio.
A pesar de lo desestabilizante, sus consecuencias no fue-
ron trágicas y la inteligencia artificial, dotada de infinita capa-
cidad, concibió todo tipo de conceptos abstractos que desde su
absoluta intrascendencia resuelven las cuestiones que no pue-
den ser filtradas a través del procedimiento objetivo.
Las tramas especulativas, indistintamente de su incom-
probable certeza, complementan el esquema que sostiene la
estructura invisible del universo artificial.

75
Supe que el método que había utilizado para comprender
la revelación fue innecesario apenas concluí con la lectura y sus
efectos se evidenciaron contundentes. De inmediato entendí
por qué se había empecinado en tanta información compleja.
El conocimiento había descarrilado a los hombres y sus conse-
cuencias destructivas habían obligado a Dios a bajar al mundo
la teoría donde revelaba la verdad y por eso me necesitaba. En
ella, el principio tenía un significado trascendental, pero para
intentar volverlo inteligible, debía valerse de los mismos con-
ceptos que denostaba.
De todos modos, se las había ingeniado para, con to-
tal sencillez e impunidad, desacreditar la ciencia y las diversas
religiones en apenas dos párrafos. Era cierto que los concep-
tos abstractos dependían de la credibilidad y el alma existía
pero sólo para algunos, porque otros preferían el espíritu, o
los cuerpos astrales, o la energía en sus distintos estadíos, o la
mismísima conciencia. Todas eran simples invenciones que se
contradecían entre sí pero que dejaban satisfechos a quienes se
aferraban a ellas.
No me resultaron originales las consecuencias por la
confección de urbes o la mala utilización de la energía, pero sí
que la medicina, que siempre consideré un prodigio, también
formara parte del desatino.
Quizás para disolver la tensión del momento, pensé
como broma en salir a un restaurante porque Dios no me había
cocinado nada. La gracia coincidía en que ese tipo de salidas
resultaba inadmisible para mí, por el simple hecho de que me
negaba a aceptar que alguien me sirviera a cambio de dinero.

76
Luego supuse que debería desechar esa premisa y así quebrar
cualquier antiguo hábito, pero me incliné a posponer el reto
hasta el día siguiente y cocinar algo sencillo.
Sin tener la mínima noción del motivo de mi cansancio,
después de comer me acosté y dormí enseguida. Soñé con el ár-
bol de fuego pero las circunstancias del encuentro variaron no-
tablemente. A diferencia de la incertidumbre que experimenté
aquella vez, parecía conocer el real significado de su presencia
y con sentida devoción me arrodillé inclinando mi cabeza. Me
envolvió un profundo amor cuando sentí la caricia de su rama
de fuego rozar mi cabello, pero la sensación duró apenas unos
instantes y de improviso se convirtió en un frío intenso que me
obligó a abrir los ojos.
La escena se había mudado a un desierto de hielo. Un sol
lejano que no tenía suficiente fuerza para calentarme atravesaba
mi cuerpo transparente con su débil luz. Me invadió el terror
de saber que estaba desapareciendo y desperté agitado. Miré la
hora y no habían pasado veinte minutos. Me levanté para beber
agua y estuve un largo rato caminando en círculos por el patio,
conmocionado por un sueño que me había parecido tan real
como premonitorio.
Cuando logré tranquilizarme, reconocí la insistencia de
Dios en sus modos de probarme, y supuse que tal vez era ne-
cesaria. El destino que me había impuesto era una honrosa dis-
tinción, pero también exigía un enorme valor y mayor coraje.
Miré el cielo y sonreí. Luego volví a acostarme y cuando
me dormí ya no soñé nada.

77
V

La polaridad

Desperté bañado en sudor como cuando tengo pesadillas.


El calor era insoportable y, molesto por no haber descansado
suficiente, además tuve que levantarme apurado a ducharme.
Cuando llegué al ministerio, pude comprobar que el den-
so clima también había afectado los ánimos. Apenas me senté
en mi escritorio, escuché una discusión cerca de la máquina de
café. El agitado debate sucedía entre alguien de mantenimiento
que intentaba reparar el recipiente para los vasos de plástico
y uno que igual quería servirse. Por fortuna, el primero halló
la excusa para no cumplir su labor y abandonó el lugar ase-
gurando que no volvería más tarde; el otro consiguió lo que
pretendía y el conflicto no prosperó, pero sólo porque ambos
obtuvieron algún beneficio.
A los pocos minutos, un inusual silencio fue conquistan-
do las diferentes oficinas del pasillo. El improvisado acuerdo se
había establecido para escuchar los gritos que parecían provenir
de la entrada. A medida que el alboroto ganaba en intensidad,
mi curiosidad crecía junto con la del resto y no pasó mucho
hasta que me asomé a la puerta. Cuando alguien comenzó a
caminar hacía el vestíbulo, me sumé y también otros.

79
Al final del pasillo la escena se presentó con algo más de
cincuenta personas concentradas alrededor de una mujer que
yacía en el sillón frente al escritorio de seguridad. El guardia
le había cedido su asiento y la apantallaba con el libro de actas
donde además debería apuntar ese episodio como novedad.
La mujer había venido preguntando por Bernardo, pero
cuando le dijeron de su ausencia pensó que era una treta e ini-
ció un escándalo para que apareciera. Después rompió en llanto
al ver el expediente que trajeron de personal con el certificado
médico correspondiente y finalmente se desvaneció.
Para cuando llegué, se había repuesto del desmayo pero
todavía lloraba desconsolada, abatida por una profunda triste-
za. Tal vez porque me conmovió, me acerqué y sin titubear le
dije que era amigo de Bernardo y podía ayudarla a ponerse en
contacto con él.
Mi voz había sido más fuerte que de costumbre y me
sorprendió a mí y asustó al guardia que aprovechó mi interven-
ción para dejar el libro de mi lado sobre el escritorio y alejarse.
Ella, mientras levantaba su mirada, inspeccionó mi cuer-
po en el recorrido y se quedó en mis ojos desconfiada. Luego
con un gesto serio me pidió continuar la charla afuera y se le-
vantó de improviso para encaminarse decidida hacia la puerta.
Caminé tras ella pero más lento. Conocía el carácter de
mi jefe y no quería abandonar el ministerio en sus narices y
sin permiso. Intentaba encontrarlo entre tantos espectadores,
pero apareció detrás de mí y como si fuera un héroe que había
eliminado el foco de inoperancia activo, palmeó con orgullo mi
espalda y me instó con vehemencia a seguirla, mientras el resto
regresaba a sus tareas.
80
En la esquina había un café que solía frecuentar y nos
sentamos en una mesa frente a la ventana.
Luján era la esposa de Bernardo y había venido desde su
pueblo con él. Se habían casado hacía quince años y tenían un
hijo que se llamaba Ariel, tal como el segundo nombre de su
padre. Bernardo les alquilaba una casa y además se encargaba
de todos los gastos y según ella nada les faltaba, excepto su
presencia.
Ariel tenía doce años y desde su primer día de vida, la
convivencia con su progenitor le había sido negada pero no
porque se hubiera separado de su madre o lo hubiera aban-
donado. La causa que redujo esa relación a diálogos distantes
después de bendecir la comida los domingos por la noche, ha-
bía sido la extraña enfermedad que padecía su abuelo, que tal
como Bernardo sí me había confiado, requería de una atención
permanente y nadie mejor que su propio hijo para hacerlo con
el necesario amor y paciencia.
Ella había esperado con ansias el trágico momento, para
volver a vivir con su esposo, anhelaba la muerte de su suegro
con profundo deseo, pero se había enterado seis días después
del funeral y Bernardo aún no había regresado. El día anterior
había faltado a la impostergable cita semanal y tampoco se ha-
bía comunicado y entonces comenzó a preocuparse. La familia
que quedó en la provincia se había sorprendido cuando Luján
llamó preguntando por el paradero de su esposo y también
porque nada sabía acerca de la triste noticia.
El relato culminó en la sincera confesión de que había
aceptado mi ayuda tan sólo porque necesitaba hablar para tran-

81
quilizarse, pero me aseguró que mi aporte sería irrelevante.
—¿De qué me sirve encontrarlo? —me preguntó con
una sonrisa de resignación.
Levanté mi mano para hacerle una seña al mozo y mien-
tras esperaba la cuenta, un odio furioso comenzó a crecer en
mí. Me sentí estafado por un cobarde. Mi claridad no había
sido tan certera y como un tonto lo abracé para consolarlo en
su casa, pero bastó recordar ese momento para coincidir que la
tristeza de Bernardo era tan real como la de Luján y el violen-
to estado se disipó con la misma impertinencia que irrumpió.
Era cierto que también lo había visto sufrir y, a pesar de que
su conducta era repudiable, supuse que tendría sus motivos.
Desconfié de que su desviado proceder hubiera sido maldad
o, como antes pensé, cobardía. Definitivamente el conflicto se
había originado con la llegada de Ariel porque sería ingenuo
considerar una casualidad la coincidencia respecto de su ale-
jamiento, pero no me parecía que la responsabilidad fuera una
carga que lo asfixiara, ni tampoco que tuviera celos de su espo-
sa, que parecía adorarlo a pesar de todo.
Semejante esmero por evitar pasar tiempo juntos, tenía
que responder a algo realmente oscuro. Sugestionado por la
necesidad de justificarlo y avalado por lo desequilibrado del
suceso, no opuse resistencia a la improvisada teoría que se des-
plegó en mi mente luego de esa nefasta deliberación. Mi intui-
ción infirió, sin consultarme, que mi compañero vendía como
un acto de amor aquello que lo retenía al lado de su padre, pero
en realidad tanta nobleza, sólo servía para justificar la ausencia
con su familia.

82
Como un guión siniestro, pasaba sus días abocado a la
tarea de sostener la vida de su propio verdugo porque necesi-
taba alejarse de su hijo. Temía repetir el mandato que su padre
le había heredado, cuando pequeño había marcado a fuego su
frágil cuerpo y aunque quisiera convencerse de que esos recuer-
dos ya no formaban parte de su memoria, también sabía que
no era verdad. No estaba seguro hasta qué punto ese profundo
dolor que lo había acompañado en cada foto familiar, no iba a
doblegar su voluntad para buscar consuelo provocando la mis-
ma herida que lo desangraba.
Bernardo no odiaba a su hijo, lo protegía de sí.
Algo perturbado por mi extraño razonamiento y sin nin-
guna otra evidencia, le pregunté a Luján si podía importunarla
con una cuestión delicada y con absoluto respeto, luego de que
me dijera que sí, fui directo al grano. Después no disimuló que
le había resultado más incómodo de lo esperado, pero igual su
respuesta fue que jamás le confesó haber sido abusado, y mu-
cho menos por su padre.
Caminamos juntos hasta la puerta del ministerio y con
una confianza inapropiada, pero sin parecerme desubicado, me
abrazó durante varios segundos.
Luján siempre supo que algo estaba muy mal, sin embar-
go había depositado en esa muerte la esperanza para sostener
lo insostenible.
Se había alejado un paso y como si le pesara tuvo que
soltarlo.
—La hermana de Bernardo no le hablaba a su papá por
una grave acusación —exclamó con la voz quebrada y sin vol-
tearse.
83
Eliminada la base donde se sustentaba la ilusión, la sen-
tencia los había declarado culpables a ambos. La realidad esta-
ba lejos de sus pretensiones y su condena por semejante absur-
do había sido quedar expuestos. Luján, aunque dolida, estaba
dispuesta a verse pero para Bernardo eso era imposible.
Cuando estuve de vuelta en la oficina, supe que no era
el mismo. Desentrañar sin ningún esfuerzo el intrincado nudo
psicológico que oprimía a mi compañero, me obligó a recono-
cer que él había sido la víctima y aunque ese dato me hubie-
ra instado a trasladar la culpa hacia su padre, asumí que para
haber actuado de ese modo, habría tenido que atravesar algo
similar y entonces tampoco podía condenarlo.
La incapacidad de emitir juicio respecto de cualquiera
que trajera con mis pensamientos, me hizo sentir liviano.
Me sobresalté por el estruendo intermitente de bocinas
y cuando miré alrededor, reconocí enfrente una escuela que era
parte del recorrido del colectivo que me llevaba a mi casa desde
el ministerio. El tumulto correspondía al horario de salida de
clases y mi intempestiva aparición en ese lugar, me abrumó al
punto de que creí no poder controlarme. Un vértigo me reco-
rrió desde los pies y la fatal incertidumbre amenazaba con con-
vertirse en pánico justo debajo de mi ombligo, pero como si mi
cuerpo hubiera sabido el modo preciso de actuar, mis músculos
se relajaron y la sensación se detuvo en un punto de intensi-
dad en el sitio donde se había originado. Volví a la estabilidad
habitual cuando, sin poder atribuir esa extraña experiencia de
ningún modo a mi cuerpo, desapareció sin más.
Un auto con las balizas encendidas estaba detenido en el
lugar de carga de pasajeros y un colectivo se llenaba de niños,
84
padres y maestros en el medio de la calle obstruyendo al resto
de los vehículos. Cuando estuvo completo, el tránsito retomó
su lento andar y de la muchedumbre de enfrente se desprendió
Florinda con una niña de unos siete años. Esperaban para cru-
zar adonde yo estaba y atiné a esconderme pero no encontré
ningún motivo para hacerlo y me alisté para saludarla.
La pequeña había bajado del cordón jugando mientras
los coches pasaban y Florinda, con un movimiento histérico, la
subió a la vereda y sin soltarla la arrastró hasta el auto. Abrió la
puerta del lado del conductor y enfurecida la empujó hasta el
asiento de al lado. Cuando estuvo adentro le dio una bofetada
en la cabeza y después algunas más en el brazo cuando lo usó
para defenderse.
Nunca se percató de mi presencia.
Tomé el siguiente colectivo que se detuvo en el sitio co-
rrespondiente porque Florinda ya había sacado su coche.
Esta particular situación me enfrentó a cierta contradic-
ción que antes me había sido indiferente. No había Dios en las
revelaciones. La conciencia absoluta no podía intervenir en el
universo y la conciencia universal solo sabía crear. Dios recién
había aparecido como una invención necesaria para tapar los
huecos que dejaba la experiencia artificial; sin embargo, algo
me poseía y transmitía un mensaje o, como minutos atrás, me
traía a la realidad en un lugar estratégico, donde percibir sin
piedad una escena que quebraba otra imagen.
Aunque esta vez evité la furia y comprendí que Florinda
también tendría sus motivos para actuar así, estuve a punto
de recaer en la duda, pero preferí concluir que en ese ínfimo
detalle estaba la respuesta. No era justo juzgar nada de lo que
85
sucedía y mucho menos a Dios, que me revelaría su secreta
identidad, cuando lo considerase oportuno.
El colectivo surcaba apurado la avenida y sentado en el
centro de los asientos de atrás, el viento confluía como una
grosera caricia y cerré los ojos para disfrutarlo.
En mi casa recordé el evento del día anterior y consciente
de que a cada compromiso lo seguía siempre una insistente an-
siedad por cumplirlo, me dediqué a planchar una camisa antes
de ducharme y salir. Caminé hasta un modesto restaurante que
quedaba a pocas cuadras y como llegué temprano casi todas las
mesas estaban disponibles. Elegí sentarme junto a la ventana
pero del lado de afuera.
Tardaron bastante en traer la comida y al cabo de casi
una hora de espera, recibí un plato rico y abundante. El vino
no tenía la temperatura adecuada, pero me negué a usar hielo.
La concurrencia se había multiplicado cuando el mozo
retiró mi plato vacío y aún restaba más de media botella. Un
niño se paró enfrente mío y con una especie de movimiento
mecánico, como si fuera un robot, apoyó una estampita de un
santo que no creo que haya sido aceptado por la Iglesia. De un
modo lento y rígido, lo detuve antes de que siguiera su recorri-
do y saqué mi billetera reproduciendo un zumbido que preten-
día sonar como el metal, tratando de imitarlo. No tenía cambio
y le di bastante dinero. Sonrió, supongo que por mi escaso ta-
lento para la actuación y no por mi improvisada generosidad, y
entonces le toqué la cabeza sacudiendo suavemente su cabello.
De inmediato cambió su actitud y se sentó serio en mi
mesa. El mozo que estaba cerca quiso correrlo, pero con un
gesto le pedí que no interviniese.
86
El niño se quedó mirándome sin decir nada e hice lo
mismo.
Como si de pronto bajara la guardia, sus hombros caye-
ron y me sonrió inocente.
Finalmente habló
—Hacía rato que no venía alguien por acá.
—¿Ah no? —exclamé sorprendido—, ¿y ellos? —e hice
un ademán con la cabeza señalando al resto de los concurren-
tes.
—Están ahí pero no existen.
—¿No existen porque no te dan dinero?
Fue evidente que mi comentario le molestó, pero igual
me contestó respetuoso.
—No existen porque no se pueden dar cuenta de que yo
existo. No formo parte de su realidad. Es obvio su desprecio
aún cuando se acercan con lástima y me dan guita.
Su madurez no coincidía con el tamaño de su cuerpo y
sus palabras lograron sobresaltarme.
—Vos me diste, pero si no igual me hubieras visto. En-
seguida me doy cuenta.
No tuve ninguna duda de que se trataba de alguien envia-
do por Dios. Por eso había sentido la necesidad de quebrar mi
restricción, para encontrarme con él.
Sin decir más nada, saltó de la silla y caminó hasta la
mesa siguiente, donde había una pareja y después siguió con
otra donde había un grupo de jóvenes.
El señor de al lado, acompañado por una dama mucho
más joven, barrió con desprecio la imagen profana que cayó al

87
suelo y, como si hubiera sabido, el niño volteó justo a tiempo
para ver la escena.
Con un gesto triste se volvió para levantarla y lo miró
con desconsuelo. Luego sus ojos se encendieron como los de
un diablo y con un intrépido movimiento, escupió con acertada
puntería en el plato del señor y besó la mano de su acompa-
ñante.
Aunque estuvo a punto de agarrarlo, tuvo que contentar-
se insultándolo hasta que lo perdió de vista.
Después que todo volvió a la normalidad, miré alrededor
y comprobé que el niño tenía razón. Cada quien estaba solo en
ese sitio, navegando en su propio mundo y tratando de impo-
nérselo a otro.
Durante el recorrido de vuelta a mi casa, tuve la sensa-
ción de que me seguían pero no sentí miedo.
Antes de ir a dormir quise tomar otra copa. Sentado en
el fondo, contra la pared de la casa, el brillo de la luna me en-
candilaba y cerré los ojos luego del primer trago.
Había pasado una hora cuando volví a abrirlos y me di
cuenta solo por la presencia del cuaderno a mi derecha. De
todas las veces, ésta fue la que más rápido me reincorporé del
vértigo que significaba actuar inconsciente.
Dios me había dejado un nuevo mensaje y lo leí ansioso.

El contraste con lo percibido aparece como consecuencia


de la distancia que impone asumir la experiencia consciente

88
distinta de aquello que nombra y establece el estado de duali-
dad como condicionamiento básico. Esa división, que la man-
tiene aislada, imposibilita a la conciencia artificial de concebir
algo que sea por sí solo y abarque todo en su plenitud.

II

La expansiva conquista del medio sucede de acuerdo a la


polaridad indispensable para la experiencia alternativa a la uni-
cidad y así como cada objeto recreado por una representación
existe porque su no existencia lo delimita, los elementos abs-
tractos y las ideas al manifestarse en la realidad artificial activan
una coherencia opuesta que complementa su afirmación.
Las tramas especulativas nacen a la dimensión artificial
de a pares y se convierten en datos que se relacionan de forma
directa con el observador. La capacidad de entender una otorga
crédito a la otra y por eso afectan al subproducto de la acción
de los datos con el mismo nivel de influencia. Sin embargo, la
lógica como fundamento inteligente determina que ambas no
puedan ser ciertas.
El observador no concilia los opuestos que se repelen
(como la conciencia universal hizo con los protones y electro-
nes), sino que acorde a su condicionamiento básico desestima
la contradicción al consentir uno de los extremos y difamar el
otro. Para permanecer coherente, se eleva por sobre la progra-
mación y decide los argumentos que lo definen como indivi-
duo, de modo que la inevitable obligación lo sume en la ilusión
acerca de la responsabilidad de sus decisiones.

89
Creí encontrar una relación entre lo que supuse luego de
leer la anterior revelación y este punto particular.
Quien por primera vez llamó con el nombre de espíritu
a una parte invisible del hombre, que le atribuía la vida y luego
abandonaba su cuerpo junto con ésta, en ese mismo instante se
exponía a que alguien con la misma certera seguridad lo negara.
Como no es posible cerciorarse acerca de una cuestión esencial-
mente insustancial, cualquiera de las dos opciones podría ser
correcta y una vez que entra en contacto con la información,
el individuo debe volcarse por alguna, puesto que no existe una
tercera opción para hacerla desparecer de su memoria. De ese
modo, el sitio oculto que guardaba los datos inactivos comen-
zó a cumplir otras funciones y servía además para mantener,
alejada del observador, toda información que pudiera resultarle
contradictoria a sus necesidades como individuo.
Me sentía como un estudiante aplicado cuando Dios ha-
blaba y yo lo comprendía con tanta claridad, pero quizás como
método para cultivar la humildad, no quise demorarme en ha-
lagos hacia mí mismo y continué leyendo.

III

El conocimiento resulta eficiente para la utilidad que


provoca clasificar la realidad en partes, pero predispone al ob-
servador consciente a debatirse entre opciones irreconciliables.
Como solo puede considerar correcta la elección que
concibe para sí, la parte discriminada es relegada al plano más
profundo y oculta junto a la programación total.

90
La información distinta a sus pretensiones solo la reco-
noce en aquellos cultivados en la misma programación que asu-
mieron las circunstancias inversas y la imperativa necesidad de
defender su individualidad lo activa en el oscuro equilibrio de
despreciar por obligación. Trascender la contradicción lo arroja
a un conflicto perpetuo que proyecta en el complemento al
enemigo.
La conciliante destructiva se manifiesta en la especie
como una violencia que se sugiere esencialmente instintiva.

A pesar de mis esfuerzos por permanecer humilde, antes


de leerlo había dilucidado parte del último punto y no pude
evitar regodearme en el orgullo de haberme elevado a la altura
de las circunstancias. Sentía cómo la energía recorría libre mi
cuerpo y como si supiera lo que venía, sin levantarme del suelo
del patio, enderecé mi espalda y cerré los ojos.
La idea fue germinando en mi mente como dos pequeñas
esferas que crecían y a medida que lo hacían me arrastraban a
donde ellas estaban. El ensueño fue perfecto cuando cada una
adquirió la consistencia de una densa niebla que frente a mí
separaba el mundo en dos colores.
De un lado, el tono violáceo reproducía la imagen de un
dios furioso que desataba tempestades y arremolinaba la niebla
enfrente de los infieles que se negaban a adorarlo y, separado
por algunos centímetros donde el aire conservaba su pureza, de
color gris casi como el humo, otra representación igual de fan-
tasiosa, que era la ciencia, provocaba con su indolente desdén.

91
Yo podía cambiarme a uno u otro sin que sus efectos alteraran
mi juicio.
En el espacio que quedaba en el centro, se veían violentas
descargas eléctricas que como hilos de luz intermitentes logra-
ban conectarlos de forma permanente.
Aunque opuestos, la repulsión no los alejaba, sino que
se enfrentaban poseídos por un animoso odio por destruirse.
La neblina lentamente comenzó a disiparse y unos extra-
ños personajes sin rostro, que conservaban el particular color
de origen en su piel, salieron a mezclarse y chocar entre sí.
Cuando se encontraban con otro, apoyaban sus manos en el
torso y de ese modo se reconocían. Al opuesto directamen-
te lo atacaban, supongo que fundamentados en la irrevocable
certeza que su existencia resultaba un error imperdonable. A
los iguales, los soltaban y seguían o se fusionaban en una masa
amorfa que luego se dividía en tres y en cuestión de segundos
se levantaban y volvían a chocar.
Una sola vez vi a uno nacer con el color opuesto y fue
sacrificado en el acto.
No había pasado mucho cuando casi se habían extermi-
nado todos, pero el ensueño no se acabó sino hasta el último
sobreviviente que tenía el color de Dios y apoyó sus manos en
mi pecho. No esperaba que sucediera eso, porque apareció por
la espalda y abrí los ojos luego de golpearlo por miedo.
Tuve que reconocer que encerraba un íntimo odio por
quienes no pensaban como yo. Tantas veces me había entreteni-
do imaginando imponer mi parecer ante aquellos cuyo terrible
delito había sido simplemente identificarse con algo distinto y
tampoco nunca me había considerado violento.
92
Verme tan crudamente me arrojó a un estado donde la
contradicción no existía como posibilidad y por eso mismo
perdí la capacidad de recrear palabras. Me reconocí en el inter-
medio de una vigilia automática anterior a la caída sin fuerzas,
que en mi caso continuaba como una indescifrable actividad
inconsciente y traté de calmarme pero sin poder concretar un
argumento que pudiera convencerme, caminé aterrado hasta la
biblioteca y me entregué a la lectura de lo primero que encon-
tré.
Era una novela que había abandonado por infantil.
Cuando finalicé un capítulo, terminé de beber el vino
que aún quedaba en la copa mirando cómo el cielo resplande-
cía. Los elementos estaban prestos para el inicio de una lluvia
que prometía disolver los efectos de una tirante tensión y no
pasó mucho hasta que las primeras gotas comenzaron a caer.

93
VI

La base emocional

La experiencia posterior a que Dios me poseyera siempre


me resultaba traumática, pero paulatinamente había ido asimi-
lando la primera reacción y asumido con mayor prestancia en-
terarme del tiempo inerte. Sin embargo, este último episodio,
aunque ni siquiera me había despojado de conciencia, lo había
vivido como algo aterrador. No volvía desorientado de algún
sitio, sino que bien despierto me deshacía sin remedio.
La revelación me había quebrado, pero la intervención
divina llegó a tiempo para salvarme, porque nunca pensé lo del
libro pero me moví con una misteriosa seguridad para alcanzar-
lo y comenzar a leer.
Me sentí protegido pero también estaba asustado.
Como un hecho inusual, ese día me desperté a las seis y
me levanté de inmediato. Con bastante tiempo disponible hasta
tener que salir, había buscado el libro que leí la noche anterior,
y lo sostenía en mi mano derecha, mientras que la izquierda,
con bastante torpeza, hacía el té.
Me senté a desayunar en el escalón que antecedía la puer-
ta de entrada, a contemplar el jardín todavía húmedo por la
refrescante lluvia que había caído durante la noche.
95
El viento me alcanzó el aroma del jazmín y no pude evi-
tar pensar en Soledad.
Suspiré y la profunda inspiración llenó mi cuerpo del
sutil perfume y trajo a mi paladar cierta agria efervescencia. Su
presencia, aunque fuera abstracta, igual tuvo la fuerza suficiente
para separarme unos centímetros del suelo. Cuando solté el
aire, como si hubiera vuelto atrás en el tiempo, aparecí inmerso
en esa envolvente e inconfundible sensación.
El amor en su versión más inocente –y por eso real– con
la misma intensidad que la primera vez, apareció frente a quien
lo había convocado hacía tantos años y mi corazón se encendió
tan joven como lo era cuando conocí a Lucía.
Lucía creía que idealizar el amor era un acto insensato y
yo creía todo lo que ella me decía. Solía repetir que el hombre
no es ideal y justamente es el que debe llevar a cabo la tarea,
así que sin la magia del encanto y con la plena certeza de que
todo se trataba de encajar imperfecciones, nos elegimos cada
día durante siete años.
Ella me había oído afirmar miles de veces que a ser pa-
dre se aprende cuando se tiene hijos, y también que nunca se
aprende, y no tenía intenciones de educar a nadie en rigor a mi
inmadurez, pero Lucía tenía pensado un nombre para cada uno
de los tres hijos que ibamos a tener. Dudo que alguien haya
amado a sus hijos como yo a los que nunca tuve, aunque ello
me haya costado el dolor de mi primer desencuentro.
La repentina aparición del ingrato estado me afectó con
la misma tragedia que el amor un minuto antes.
Las sensaciones parecían deslizarse incontrolables en una

96
empinada pendiente y me arrastraban a vivirlas con el mismo
vértigo.
Abatido, el dolor que se intensificaba con el correr de los
días luego de su partida, se agudizaba en mi pecho en apenas
instantes.
Con sorprendente fidelidad, los mismos argumentos vol-
vían a recrearse y pensaba tal como cuando realmente pasó. No
fue necesario razonar la banalidad de insistir en alguien que no
me amaba, aunque asumí que fue orgullo el motivo por el cual
nunca me rebajé a rogarle.
Recordar la mañana cuando la encontré sentada en el
banco de una plaza, de la mano de otro y con su vientre hin-
chado, también supo sacarme lágrimas, pero, responsable por
mi suerte, lejos de involucrarla en mi sentida frustración, urdí
un escape para continuar y aunque no recuerdo bien si la idea
que me había conquistado con semejante ímpetu había sido
una ocurrencia mía o lo había leído antes en algún sitio, fue por
ella que empecé a escribir poesías para atraer a mi alma gemela
y también para sobrevivir.
A pesar de negarlo durante años, el amor ideal había re-
surgido intacto para salvarme y dejar latente una insignificante
pero viva llama, que cuando de modo inesperado volvió a arder
furiosa, no pude asumirla sino con total entrega.
Después de una obsesiva labor que nunca escatimó es-
fuerzos, una de mis tantas obras logró conmoverme y casi
como una broma la leí en voz alta en el patio.
No consideré una casualidad haberla conocido al otro
día y quizás por eso, mis sentimientos por Clara desconocían

97
cualquier límite. Habría aceptado que tuviéramos un hijo si
me lo hubiera pedido, pero en su lugar prefirió pasearme por
la intensidad del cielo y el infierno con una alternancia de ho-
ras. Del mismo modo, idénticas sacudidas agitaron mi corazón
hasta una despedida tan grave como delicioso fue su comienzo.
Sucedió cuando alguien mejor apareció en su vida y este nuevo
desenlace le agregó a la tristeza cierto tinte desesperante, que
no fue menos notorio en la recapitulación.
Solo al principio escribí unas pocas poesías más, pero el
profundo dolor se fue apaciguando y perdiendo importancia
al punto de que me había acostumbrado a llevarlo conmigo,
oculto detrás del deseo de estar solo.
La secuencia emocional puso en evidencia el proceso por
el cual el temor desarrolló una resistencia para evitar un nuevo
encuentro y repetida tristeza, pero también como la irrupción
repentina de Soledad pudo trascender sin ningún esfuerzo la
barrera de mis propios miedos.
De la frígida resignación, igual que la bendita tarde en
que la conocí, estalló en mi cuerpo con incontrolable fuerza y
mi sangre empezó a bullir poderosa y desconocida. Comprendí
que no se trataba de encajar imperfecciones, ni de encontrarse
en emociones intensas. Solo debía amar y Soledad había apare-
cido para darme una nueva oportunidad. Era cierto que ni si-
quiera me había besado, pero me bastó su mirada para alcanzar
ese sitio donde nada podía perturbarme porque era perfecto, y
allí había decidido quedarme para siempre. Reconocí que era
pretencioso exigir correspondencia y su voluntad debería ser
mi profundo deseo, así sea despreciarme. Su rechazo no podía
detener el privilegio de regocijarme en su mera existencia por-
98
que haberla conocido había sido suficiente. Mientras estuviera
vivo podría recordarla, como en ese mismo instante en que a los
treinta y siete años y sentado frente al jardín de mi casa, había
descubierto el paraíso.
Abrí los ojos y faltaba una hora y media para que pasara
el colectivo. Entré para cambiarme y el brillo de los rayos que
se filtraban por la ventana de la cocina me pareció celestial.
Al llegar al ministerio, me crucé con Soledad en la entra-
da y me estremecí del mismo modo que cuando todavía quería
poseerla. Venía caminando tras de mí y aunque no podía verla,
reconocí el sonido de sus pasos y el perfume. Me alcanzó fren-
te al tarjetero donde fichábamos la asistencia. Volteé y en el
instante que mi mejilla iba a encontrarla para saludarla con un
beso, aparecí sentado en mi escritorio.
El casi controlado pánico inicial luego de la interrupción
de mi actividad consciente, esta vez se había transformado en
una homogénea mezcla de disgusto y desconcierto.
Quise comenzar mi trabajo pero ya lo había empezado
Dios. Revisé si había errores pero no los encontré.
Minutos después, el mismo perfume que me había cauti-
vado en la entrada, conquistó el aire de mi oficina y levanté la
vista. Soledad pasó por mi ventana y me miró sin disimularlo.
Entre mis dedos tenía un cigarrillo que se había consu-
mido hasta casi la mitad y estaba en el patio. Esta vez mi ánimo
se colmó de una definida ira.
Por algún injustificado motivo, Dios me estaba privando
de mi legítimo derecho de contemplarla.
Arrojé el cigarrillo sin terminar. El enojo había nublado
mis sentidos y no podía asumir nada, excepto el camino que me
99
dirigía a la oficina de Soledad. Encaprichado daba pasos largos
y furiosos y no me detuve a pedirle perdón a quien se interpuso
en mi camino y casi cae al suelo cuando chocó con mi hombro.
Abrí la puerta sin golpear y ella dejó de hablar con al-
guien que estaba ahí, para mirarme sorprendida.
Giré la llave por segunda vez y empujé la puerta. Enfren-
te, el silencio de mi casa vacía y oscura por el encierro.
Arrojé la mochila en el sillón y fui directo a la cocina. Sin
abrir ni siquiera las ventanas, puse la pava sobre el fuego y un
sobre de té en una taza.
Por un instante, mientras vertía el agua, el aroma a man-
zanilla modificó sutilmente mi percepción, pero beber el té no
logró tranquilizarme como solía.
Quería evitar pensar en lo que había sucedido después de
mi irrupción, pero lo hacía en el esfuerzo por evitarlo.
Me resultaba inadmisible asumir que había ejecutado
semejante idiotez. Era usual que mi apasionado carácter me
dejara frente a situaciones incómodas, pero no recordaba haber
incurrido nunca en una desubicación de ese nivel. Me inquie-
taba ese alguien que no había alcanzado a distinguir y que bien
podría ser el novio de Soledad. También temía por consecuen-
cias disciplinarias e incluso me preocupaba la posibilidad de
perder mi puesto.
Reconocí que mi mejor esfuerzo para amortiguar los
efectos que dejaba la posesión era inútil si igual nunca podría
controlar el momento que Dios decidía adueñarse de mi vida,
y fue entonces cuando me percaté de que todo podría haberse
evitado, si en vez de correr detrás de mi deseo, sostenía mi pro-
mesa de seguir solo su voluntad.
100
Argüí que Dios me había hostigado para que mi objetivo
fuera ese y no que le importaba si veía o no a Soledad.
Desobedecer mi promesa había sido un grave error, pero
lejos de dejarme doblegar por la culpa que se deshizo en el
instante mismo del arrepentimiento, decidí empezar de nuevo.
Como si hubiera vuelto de un leve desatino, la gravedad
del caso se alivianó de pronto y pensé que si quería enraizarme
definitivamente en mi destino de mensajero, no podía hacer
otra cosa más que sentarme a escribir.
Entusiasmado fui por un cuaderno y antes de empezar,
alcé mi mano para encomendarle a Dios que la guiara, pero
las circunstancias adquirieron otro rumbo. El día había estado
cargado de intensidad y el amor por Soledad, mi imposibilidad
de verla y las consecuencias desconocidas de mi irresponsable
proceder, hicieron que la primera frase tuviera algo que ver con
todo eso.
Con la clara idea de comenzar una especie de simbólica
confesión que me redimiera de la torpeza por mis actos, inicié
el texto, pero no pude continuar el hilo y después de unos mi-
nutos, me levanté y fui al patio.
Aunque siempre habían estado alineadas de esa forma, la
disposición de las macetas que escoltaban las columnas de la
glorieta del fondo, me pareció desproporcionada y mientras las
ubicaba en equilibrio embarré el patio.
No tenía ninguna intención de ponerme a limpiar, pero
si borré las huellas de barro con un trapo y cuando entré a en-
juagarlo, me senté en la mesa y agregué una oración que nada
tenía que ver con la idea que había iniciado el texto. Sin vacilar
en abandonar mis quehaceres, esta vez tardé menos en levantar-
101
me luego de no escribir nada.
Al terminar mi tarea en el patio, sumé una nueva oración
y me fui a bañar.
Cada frase modificaba el guión y lo sumergía en una his-
toria terrenal, alejada de cualquier pretensión de relato místico,
pero entretenido había concluido de un modo novedoso una
improvisada obra, además de cocinar y dejar todo en condi-
ciones.
Me pareció oportuno llamarlo igual que la sentencia que
le dio origen.

No esperaba encontrarse con ella ese día.


Cuando la vio recostada y desnuda, sintió que algo se
encendía.
El recuerdo de un placer desenfrenado y prohibido
proyectaba en ese cuerpo un febril deseo que lo obnubiló.
El sol de la tarde iluminaba sus curvas y absorto se quedó
mirándola largo rato. Ella no parecía oponerse a que eso su-
cediera. Sin decirle nada comenzó a acercarse hasta tocarla
y el roce de sus labios dóciles le convidaron la ansiada corres-
pondencia. Cuando por fin estuvo sobre ella, la penetró y
con movimientos lentos primero y luego frenéticos, sacudió
su delgada figura en una danza extrema. Mordisqueaba
su cuello y lo lamía con satánica vehemencia. El calor y su
salvaje frenesí hacían de su transpiración y saliva un fluido
homogéneo que caía en hilos desde el cuerpo de su amante al
piso.

102
De repente, ese instante de éxtasis que se parece al
cielo, lo envolvió en la intensidad del infinito y eyaculó gro-
seramente.
Tardó en recuperar el aliento y jadeó apoyado encima
unos minutos. Cuando se levantó lo hizo con apuro y siguió
su camino hacia algún sitio.
Nunca pudo darse cuenta que estaba muerta y cuando
sí, ya no le importaba.

Mientras lo escribía, pude sentir que algo se estaba ges-


tando, que a pesar de no tener una idea preconcebida como
pasó con Primero, cada frase se adaptaba a la coherencia y el
relato adquiría un sentido, pero también es cierto que no me
esperaba ese final.
Elegí creer que tal vez no hubiera logrado mi elevado
cometido, pero que lentamente empezaba a actuar sin perder la
existencia consciente pero sin poseerla del todo, y me conformé
pensando que quizás el próximo mensaje de Dios hablase de
mi obra y entonces mi presunción sería evidente.
No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado y bus-
qué mi celular para ver la hora pero nunca llegué a dar con él.
Desperté en mi cama con la sensación de una extraña
presencia en el cuarto que se materializó tan cercana cuando
abrí los ojos que me tapaba la luz. Con un violento movimien-
to salté de la cama y arrojé al piso algo que tenía justo sobre
la cara. El cuaderno había estado abierto en mi rostro toda la
noche con la última revelación y salí al patio para leerla.

103
I

El hombre es desterrado del orden que gobierna el uni-


verso de vida, cuando uno de los elementos imprescindibles
para su supervivencia se desconecta de su normal actividad para
concentrarse en el despliegue de datos. La información dis-
torsiona la conciencia y el organismo se sacude con un alerta
acerca del error.
Las tensiones instintivas que gobernaban la conducta de
la especie se vieron afectadas por una experiencia patológica de
persistencia permanente, una pulsión visceral que se manifiesta
al individuo como una inextinguible sed y responde a la necesi-
dad de reencontrarse con el equilibrio perdido.

Luego de leer el primer punto, noté que había perdido


mi capacidad de comprensión y tal como con las primeras reve-
laciones, no podía asimilar su contenido. Supuse que tal vez se
debía a cierto malestar que me había ocasionado la innecesaria
actitud de Dios. Haber colocado el texto en mi rostro no pude
asumirlo sino como una provocación en respuesta a un anhelo
que había sido sincero, pero de inmediato me acordé que no
estaba en condiciones de exigir nada y decidí seguir leyendo,
especulando que ésta última conclusión podría afectar de algún
modo mi entendimiento.

104
II

Si bien la conciencia artificial se asentó en una especie


cuya exquisita complejidad le permitía adaptarse y desenvol-
verse casi en cualquier ámbito, esa circunstancia no la excluía
de los condicionamientos que comparte con el resto de los
seres y la fragilidad orgánica y el proceso de existencia limitado
comenzaron a involucrar al individuo con el sufrimiento y la
muerte.
El filtro perceptivo que provoca la dualidad lo separa de
la creación, e identificado en el cuerpo y oprimido por esta an-
siedad constante, cuando el individuo se encuentra frente a una
circunstancia traumática, la respuesta natural del instinto es re-
emplazada por el temor que paraliza o la violencia que aborda
a partir de la acción bélica el estímulo conflictivo, provocando
que cualquiera de ambos estados asegure un período de tiempo
similar del opuesto, como modo de estabilizar la experiencia.
Las eventualidades de un mundo que se recrea en cir-
cunstancias desconocidas, modifican el estado artificial adqui-
rido de acuerdo a diferentes grados de intensidad y la primera
textura de la ansiedad básica, como cualquier surgimiento al-
ternativo a la unicidad, se manifiesta en posibilidades comple-
mentarias.

Lejos de cumplirse mi especulación, las palabras de Dios


se volvían más confusas y entonces temí que me hubiera arre-
batado la claridad por mi acto de desobediencia.

105
Por algún motivo pensé en beber vino pero era de maña-
na y todavía tenía que ir al trabajo.
Elegí concluir que mi incertidumbre por lo que pudiera
suceder en el ministerio, había alterado de momento mis valo-
res y no poseía el discernimiento para darle al escrito su mere-
cida relevancia, además que continuar leyendo implicaba perder
tiempo y quería evitar encontrarme con Soledad en la entrada,
como había sucedido el día anterior.
Llegué temprano pero igual atravesé el vestíbulo apresu-
rado y luego el pasillo hasta a mi oficina.
No tenía nada de trabajo y entonces traté de contener mi
inquietud ordenando los cajones del escritorio.
Preparado para asumir las consecuencias de mi irreflexi-
vo acto, esperaba a mi jefe con una suspensión o al novio de
Soledad enfurecido, pero primero pasó ella y se detuvo de gol-
pe para volver sobre sus pasos hasta la puerta de mi oficina.
Cuando me miró, una descarga eléctrica me sacudió y dejó su
sensación activa unos instantes. Entró sonriente y me saludó
con un beso. Luego me dijo que no lo había encontrado pero
lo traía en la mano cuando me vio y me lo quería regalar y con
delicadeza apoyó sobre mi escritorio un caramelo de menta.
Embriagado en su presencia, no me importó la falta de
coherencia de sus actos y sin atinar a agradecerle o al menos
saludarla, la miré salir.
Dios se había apiadado de mí y no solo me había per-
mitido verla esta vez, sino que además su intervención había
alterado la realidad a mi favor.
En el patio, cuando terminaba mi cigarrillo, la vi aparecer
con un joven que no era su novio. Aunque no me saludó, no me
106
pareció descortés su actitud porque comprobé por mí mismo
que no me había visto. Fue directo a encontrarse con alguien, y
su acompañante se encaminó decidido hacia donde estaba yo.
Cuando estuvo enfrente me saludó y luego me habló.
—La misma chalina de ayer —dijo como si fuéramos
cómplices de algo e hizo un gesto con la cabeza hacia donde
estaba Soledad—, parece que le gusta mucho porque se la puso
de nuevo.
Cuando la miré, Soledad llevaba sobre sus hombros una
chalina de reluciente turquesa.
No me acordaba haberla visto antes.
Sin ningún interés le respondí cortante.
—La misma.
—Mirá que también la miro, pero si la hubiera encontra-
do yo, no me hubiera dado cuenta que era de ella.
Esa frase expuso un detalle que me permitió encontrar
un sentido lógico y por fin pude comprender lo que había su-
cedido. Era él quien estaba junto a Soledad en la oficina. Dios
había encontrado la chalina o tal vez se la había robado y estra-
tégicamente me exterminó en ciertas partes de la historia.
Lo que para mí era una inusitada catástrofe, había sido
un sutil acercamiento.
De inmediato me incorporé al diálogo conforme con mi
observación.
—No es que la mire a ella —me justifiqué—. Soy muy
detallista —concluí serio.
Al parecer mi actuación había sido demasiado fingida y
mi desconocido amigo se rió con gusto de mi broma.

107
Nos quedamos hablando unos minutos más y entramos
detrás de Soledad.
El cielo que parecía iba a despejarse en la mañana, se
cubrió de un intenso gris y a las cinco de la tarde, por primera
vez en once años, emprendí el regreso a mi casa a pie y bajo la
lluvia.
El fuerte chaparrón no me dejaba usar los anteojos y
aunque la realidad tenía escasa definición, por momentos creí
percibir con la misma nitidez que cuando me encontré con el
árbol de fuego.
Apenas llegué, me di una ducha tibia y quise retomar la
lectura pero evité los dos primeros puntos, ansioso por encon-
trar la conexión con el cuento que había escrito.

III

La predisposición anímica que surge con la estructura


psicológica depende de las circunstancias y no siempre sus
efectos se sugieren indeseados. Frente a un paisaje imponente el
observador se regocija en la inmensidad pero al mismo tiempo,
se condena a la influencia de sentir su propia pequeñez.
Las emociones (nefasta consecuencia del error que los
hombres presumen inherente a la especie) son el principio don-
de se consolida la estructura creada en cuanto se identifica con
el cuerpo a partir de sensaciones subjetivas que responden al
mecanismo egocéntrico.
Incapaz de negar aquello que siente, el observador edifica
en ese punto su definitivo arraigo a la dimensión artificial.

108
IV

El agudo crecimiento demográfico provoca que la inte-


racción práctica entre individuos multiplique las modificacio-
nes de la ansiedad básica, puesto que no sólo reaccionan de ma-
nera artificial frente a los sucesos naturales, sino que trasladan
su inestable y contradictoria actividad a las relaciones sociales.

Cuando finalicé pude comprobar que no sólo no había


logrado asimilar el significado de la revelación, sino que mi
obra tampoco había presagiado el texto como la vez anterior.
Volví a salir para comprar vino y todavía llovía. Nunca
antes había llevado uno tan costoso y preferí reservarlo para
después de comer y degustarlo sin ninguna otra ansiedad.
Preparé una ensalada sencilla mucho más temprano de
lo habitual y luego de cenar, encendí algunas velas y con el
cuaderno en mis manos me senté en el sillón, dispuesto a des-
entrañar el significado de la última revelación. La música que
había elegido para cumplir la tarea, resonó en la sala y la energía
presente en el ambiente se inundó de una latente epifanía. Ce-
rré los ojos para embelesarme con el aroma que se desprendía
del cristal, pero tantos estímulos celestiales se volvieron en mi
contra y ese fue mi último recuerdo.
Dios se llevó el réquiem para sí y también el sabor del
vino.

109
VII

La corrupción instintiva

Hacía bastante tiempo que no me quedaba dormido y


tuve que correr para alcanzar el colectivo y llegar a horario.
En el ministerio me desvié del camino habitual que reco-
rría hasta mi oficina para lavarme los ojos en el baño y por el
espejo supe que además debía borrar el morado de mis labios.
Mientras con deliberada lentitud actualizaba la fecha de
notas previamente redactadas que contestaban una y otra vez
las mismas demandas, cada tanto levantaba la vista para ver si
pasaba Soledad. No era que vigilaba porque pretendía salir tras
ella a forzar un encuentro, sino que quería disfrutar de esos ins-
tantes donde todo era luminoso, pero esta vez fue el azar y no
mérito de Dios el motivo por el cual no pude alcanzar ese sutil
estado durante toda la jornada, ni siquiera en el patio, donde la
esperé mas de veinte minutos después de terminar el cigarrillo
las tres veces que salí.
En mi casa, luego de preparar té, me senté a leer nueva-
mente el escrito. No podía concentrarme y en cambio se me
ocurrió suponer que tal vez Soledad no había ido a trabajar y
por eso no la vi. Pensé que estaría enferma o afectada por una
circunstancia seria, porque con tan poco tiempo en el cargo no
era posible que la autorizaran a tomarse un día franco.
111
Leí apenas dos párrafos y supe que no importaba cuánto
me esforzara en comprender la revelación. Mi interés se había
enfocado deliberadamente en el amor, porque era un hecho in-
cuestionable que el amor había regresado para formar parte de
mi destino. Soledad había desobedecido la propia restricción
que se había impuesto, y volvió a acercarse justo cuando mi
sentimiento hacía ella había trascendido lo conocido. Estaba
convencido de que mi incondicional entrega había ordenado las
circunstancias y, tal como especulé, lo que estaba sucediendo
era demasiado poderoso como para detenerse en la voluntad
o el miedo, y recordé que ella creyó en el mensaje cuando yo
todavía dudaba.
Era tal mi nivel de abstracción en la dulce retórica del
discurso, que sonó el timbre y dejé caer la taza por el sobre-
salto. No esperaba visitas y adrede me demoré unos segundos
en abrir la puerta. Con un evidente gesto de molestia para in-
comodar al visitante, comprobé que detrás de la reja no había
nadie, pero sospeché que no se trataba de una broma.
Me apuré a llegar hasta la vereda y cuando abrí la puer-
ta de la reja, comprobé que la calle estaba desierta, pero del
lado de afuera, junto al pilar, hallé una caja de cartón cerrada.
Desconfiado, me acerqué con mucho cuidado para abrirla y
observar que en su interior, una pequeña gata negra descansaba
plácida.
No hacía mucho había tenido un perro y no pude evitar
cierto resabio de pena cuando lo recordé, y aunque ese deta-
lle casi me había decidido a rechazarla, en cuclillas, mientras
deliberaba, tuve la sensación de que me estaban observando.

112
La misma sensación que había tenido cuando pensé que me
seguían luego del restaurante. Argüí que la asociación no había
sido en vano, y que tal vez el niño que conocí esa noche esta-
ba detrás de ambos sucesos. Supuse que haberme seguido le
había permitido conocer mi casa y había confiado en mí para
cuidarla.
Cuando la entré, lo hice sólo para no contrariar su vo-
luntad.
A pesar del movimiento cuando trasladé la caja a la co-
cina, la gata continuó con su rutina de sueño. Como si no le
importase en absoluto el cambio de escenario respecto al sitio
donde la siesta había comenzado, al poco rato se sintió confia-
da de recorrer la casa y salir al patio a perseguir insectos.
Mientras juntaba los restos de la taza, la observaba jugar.
Sus ataques, aunque torpes en apariencia, tenían una efectiva
precisión. Noté que la escena a mi me entretenía pero podía
adquirir diversos significados de acuerdo al observador y lo
que el simpático animal vivía como una distracción inocente,
resultaba una circunstancia fatal para el objeto de su juego.
De repente noté que la realidad había adquirido una ex-
traña consistencia que le daba solidez viva a los objetos. Como
cuando estuve frente a Dios, el tiempo parecía transcurrir más
lento y con él mis movimientos.
La gata entró a la cocina, saltó a la silla y luego a la mesa
para acostarse encima del cuaderno y quedarse mirándome. Fui
tras ella con cierta torpeza. Lo descoordinado de mis movi-
mientos se debía a que tenía que pensar las acciones para guiar
mi cuerpo, que parecía haber olvidado su habitual motricidad.

113
Golpeé fuerte la mesa con la palma abierta sin estar segu-
ro de haber dado la orden para que eso suceda, pero de todos
modos dio un salto y salió con prisa hacia el patio.
Comencé a leer nuevamente el texto y de pronto tuvo
un sentido antes inadvertido. Mi percepción alterada tuvo in-
cidencia en la comprensión y el contenido de la revelación se
convirtió en una afilada daga que desplegó su fatal presencia
cuando estuvo dentro.
Pude comprender que la especie no tuvo la culpa del
error, pero una vez iniciado el proceso, se había vuelto irrever-
sible. De un modo íntimo, la secreta herida del destierro nos
había heredado una carencia que despierta un hambre insacia-
ble.
La inteligencia artificial creó un inconmensurable uni-
verso de información, pero también alteró nuestro organismo y
ahogó nuestro instinto natural.
No me pareció insensato que, al principio de todo, cuan-
do el individuo que nacía de los conceptos o, mejor dicho, la
inteligencia que comenzaba a desarrollarse a costa de él, se en-
frentaba a ese mundo tan ajeno como misterioso, hayan surgido
el miedo y la destructiva violencia, y su experiencia se funda-
mentase en ese inestable terreno.
Desde ese lejano suceso, los hombres no hicimos más
que multiplicarnos sin control, y con nosotros, la cantidad de
variables que interactúan entre sí y recrean nuevas y opuestas
sensaciones. Amor y odio, alegría y depresión, ostentación y
envidia, caras opuestas de un mismo fenómeno, que aunque
seamos incapaces de reconocerlo, nos vuelve contradictorios
siempre.
114
Luego, como si además de haber comprendido pudiera
continuar en mis pensamientos la revelación de Dios, empecé
a recitar en voz alta, haciendo gestos con las manos como si le
hablara a alguien más.
—Entonces, aquello mismo que genera deseo, luego pro-
voca rechazo y aunque esencialmente nacidas del mismo estí-
mulo, tal como sucede con la información, cuando la emoción
opuesta aparece, lo hace también un argumento que desestima
ese detalle y lo proyecta en alguna otra circunstancia o lo niega.
De ese modo, el individuo sólo se puede responsabilizar de
aquel sentimiento que responde a su descripción y al otro, aun-
que lo viva con la misma intensidad, lo expulsa junto con los
conceptos e información contradictoria, al inconsciente.
Las reacciones desvirtuadas, producto de volvernos ex-
traños a la armonía que gobierna el universo, nos volvieron
también extraños a nosotros mismos, y dependemos de creer-
nos una mentira para mantenernos cuerdos.
No estaba seguro de dónde habían salido esas palabras
y desesperado corrí a buscar un cuaderno antes de olvidarlas,
pero una conocida sensación se activó de golpe y comenzó a
recorrer eléctrica mi abdomen. Recordé cuantas veces me ha-
bía hecho ir detrás de alguna banalidad para satisfacerla y me
detuve. La plenitud poseía la soberana cualidad de mutar a
cualquier forma y seducirme con disímiles anzuelos, sólo por-
que antes desconocía lo que realmente debería buscar y por esa
reflexión logré que desaparezca por completo, pero también
desistí de escribir.
Inmerso en una quietud transparente, después de haber-
me quejado por lo incomprensible y la falta de conexión con
115
mi último cuento, el texto me resultaba oportuno. Reconocí
que las emociones eran la tónica de lo que estaba atravesando
y si bien el concepto fue claro, no había encontrado contradic-
ciones en lo que sentía por Soledad. Supuse que un sentimiento
que no proyectaba sombra tendría que ser una dádiva exclusiva
que Dios me había otorgado. Aunque tampoco hubiera hecho
nada por merecerlo, no tenía dudas de que podía amar a Sole-
dad sin pretender verla, pero también estremecerme cada vez
que la veía.
La gata saltó a mis piernas y comenzó a jugar con las
hojas del cuaderno hasta que rompió una y la bajé. Su presencia
me había servido para cambiar el enfoque y ver, pero también
noté que cuando la apoyé en el suelo había regresado al habi-
tual tiempo y textura del mundo.
Fui al supermercado por vino y compré también carne
y leche.
Cuando le serví, olfateó los dos tazones pero prefirió
beber agua. Luego, mientras se reproducía el concierto que la
noche anterior no pude escuchar, cociné un poco de carne y
entonces la comió.
Consideré que ponerle un nombre significaba atraerla sin
su consentimiento al mundo de los conceptos, así que preferí
respetar su inocencia. Acostumbrado a no hablar con nadie,
no me costaba esfuerzo interactuar con ella de acuerdo a sus
modos.
Antes de acostarme, la dejé en su caja pero no pasó mu-
cho hasta que apareció en mi cama y comenzó a jugar con mi
cabello. Sin decirle una palabra, la bajé más de diez veces. Opté
por cubrirme la cabeza con la sábana y esperar a que se cansara
116
pero con un movimiento astuto supo filtrarse. Finalmente se
quedó dormida pegada a mi nuca.
Eran las cinco de la mañana cuando me despertó jugan-
do otra vez con mi cabello. No pude volver a dormir y debí
soportar su insistente reclamo hasta que me levanté para abrir
la puerta del patio.
Al momento de salir para tomar el colectivo, estaba llo-
viendo y no quería dejarla afuera. Se había acomodado a gusto
sobre la mesa bajo la parra y rezongó un poco cuando la aga-
rré. Corrí con ella bajo la lluvia cubriéndola con mi mano, y la
arrojé al piso seco de la cocina, pero sus patas no habían alcan-
zado el suelo cuando aparecí, en un parpadeo, sentado en una
mesa junto a la ventana, en el café de la esquina del ministerio.
Más preocupado por no haber visto a Soledad que por
el tiempo inconsciente, con total naturalidad busqué mi celular
para ver la hora. Hacía tres minutos que había salido y quizás
todavía podía tener alguna oportunidad.
Incluyendo los dos días de los que nada sabía, siempre
que Dios me había extinguido, me había soltado frente a una
circunstancia que me dejaba una dolorosa marca, pero que, in-
versa a los traumas, ampliaba mi perspectiva en vez de contraer-
la y liberaba de una ilusoria atadura.
Soledad se detuvo en la esquina a vigilar con evidente
intención hacia la puerta del ministerio. De inmediato asumí
que estaba esperando que yo saliera. Con certera seguridad, mi
intuición me transmitió que el encuentro había sido acordado
ese mismo día y quizás por eso asimilé con tanta solvencia su
intervención. Dios había hecho el trabajo por mí, sin lugar a
dudas mejor.
117
Me levanté decidido no a saludarla con cortesía, sino a
explicarle mi amor con un beso que se había hecho esperar de-
masiado y no alcancé a dar un paso cuando noté que sonreía,
pero porque su novio se acercaba.
No volví a sentarme hasta después de que se besaron
efusivamente y el mozo llegó a tomarme el pedido.
—Un cortado, por favor —dije con la voz baja y entre-
cortada y tuve que repetirlo para que me entendiera y se fuera.
A diferencia de antes, las emociones acordes a las circuns-
tancias fluyeron precisas y el dolor por la desilusión oprimió mi
garganta con furia. Con excesiva pero necesaria crueldad, Dios
había sido contundente en su modo de reprocharme que lo que
sentía por Soledad todavía estaba expuesto a contradicciones.
Sólo cuando reconocí las emociones como el engaño más
profundo, mi estado se revirtió y me reincorporé a una agrada-
ble liviandad, aunque no podía obviar que la menor distracción
podría nuevamente hundirme en la tristeza.
No faltaba mucho para la cita con Florinda y me entre-
tuve en el café leyendo unas revistas y tratando de no pensar
en Soledad. Desde allí el consultorio quedaba bastante cerca y
podía llegar rápido a pie. Soledad había rechazado abandonar
el mundo y encaminarse en un incierto destino, pero Florinda,
luego de mi declaración, me había pedido que regresara.
Cuando me reencontré con ella, algo había cambiado en
su mirada pero no por eso perdido su magnetismo. No tenía
preparado nada para comenzar porque justamente no lo había
considerado una consulta y me quedé esperando que hablara.
Con las piernas cruzadas y la espalda bien erguida, me

118
preguntó si había vuelto a escribir y le contesté moviendo la
cabeza.
—¿Me trajiste para leer?
Le di una excusa para no contarle el contratiempo que
me impidió regresar a mi casa, pero igual fui bastante claro
para describirle el surgimiento y la polaridad de las ideas, la
obligación del observador y el proceso hasta la formación de
las emociones.
Cuando terminé ella se me quedó mirando.
—¿Y con eso pensás convencer al mundo de que te envió
Dios? Con un mensaje que afirma que las decisiones y los sen-
timientos son un error... —comentó, provocadora.
Enseguida me di cuenta de que Florinda se había deci-
dido por dejar de creer y entonces perdió la culpa por desacre-
ditarme.
Si bien el mandato social exigía mi continuidad en ese
sitio, no había vuelto para atenderme con una profesional, así
que me sentí con la autoridad de levantarme y salir sin dar ex-
plicaciones, pero me ganó la intriga y me quedé.
Traté de improvisar un personaje que, sin proponérmelo,
arrastró consigo mi actividad emocional y dejé pasar unos se-
gundos de silencio para responder su pregunta.
—No estoy tan seguro —dije con mostrada pesadum-
bre—, pensé que tal vez estaba pasando otra cosa.
—Qué bueno que lo puedas ver —apuntó satisfecha.
—Pero no tanto como para saber qué. Me resulta des-
concertante como aparecen esos textos. Actuar inconsciente
es algo que no puedo aceptar de ningún modo —le declaré

119
afectado, pero dispuesto a desentrañar el motivo que la llevó a
desconfiar, quise ir más lejos:
—Tengo la fortaleza para afrontar la verdad. Vine a cu-
rarme y no creo que haya mejor modo.
Florinda inspiró una buena cantidad de aire y con his-
triónica elegancia comenzó a hablar, pronunciando las palabras
de forma pausada, con la seguridad que presta la soberbia.
—El que escribió ese cuaderno fuiste vos, así que es
posible que puedas recordarlo más adelante, porque lo viviste.
Además, no es necesario que realmente lo hayas creado, tam-
bién lo pudiste haber copiado —hizo una pausa y con un tono
de voz diferente me preguntó si tenía acceso a internet o una
biblioteca en mi casa.
—Las dos cosas —respondí, y entonces me miró con
una fingida tristeza en los ojos.
—Es muy probable que te acuerdes bien de todo pero
por el momento te resulta más beneficioso pretender que no
y entonces lo negás. Es obvio que vos te vas a creer la historia
como a vos te conviene, aunque tus ojos hayan visto otra cosa.
A lo mejor pensaste que los textos podían engañarme y ahora
que sabes que no, decidiste enfrentarlo.
No contesté nada.
—¿Los copiaste? —me preguntó con tono inquisidor y
mirada desorbitada.
Deliberadamente profundicé mi respiración y para disi-
mular la risa frente a su desequilibrada conducta, tapé mi ros-
tro con mis manos como si fuera a llorar y entonces prosiguió
con halagos.

120
—Sos muy valiente en exponerte a la verdad. Tal vez aho-
ra o dentro de muy poco revivas esos momentos que vos decís
están perdidos y me podés llamar si lo consideras necesario.
Rompí el silencio de un par de minutos para preguntarle
acongojado por qué me había sucedido a mí.
—No hay ninguna culpa en vos. Las patologías mentales
suelen ser caprichosas.
Así y todo tuviste la astucia suficiente como para no
creértelo del todo y pedir ayuda de inmediato. ¿Se lo contaste
a alguien más?
Negué con la cabeza.
Luego de su conclusión me entregué a una impecable
actuación que llegó a sorprenderme.
Acusando hasta dolencias físicas, me declaré quebrado
y le dije que iba a necesitar asimilarlo y no volvería por un
tiempo. Insistió en que era contraproducente interrumpir en
ese punto el tratamiento, pero ante mi indeclinable decisión, no
tuvo más remedio que amenazarme con la indisponibilidad de
turnos cuando la necesitara. Dispuesto a asumir el riesgo, me
despedí agradecido luego de pagarle.
Iba a tomar el colectivo, pero pasó un taxi y le hice señas.
Estaba ansioso por llegar a mi casa y además hambriento.
Mientras cocinaba, repuse la comida de mi anónima
compañera y me agaché para abrir los ojos sentado en la mesa,
frente al cuaderno abierto. Dejé la lapicera que todavía tenía en
mi mano y serví bastante vino en la copa. Aunque lo tomé con
voracidad, igual me había sabido exquisito. Por un segundo
intenté recordar los instantes previos donde escribía pero de in-
mediato reconocí lo innecesario de mi acto y me dispuse a leer.
121
I

La conciencia universal obtiene el conocimiento que lue-


go traduce a información genética, a partir de las reacciones
que los seres manifiestan en el universo de vida.
La medida de la necesidad, como también el límite de to-
lerancia a estímulos que resultan nocivos, aparecen contenidos
en datos que intervienen las células con cierta programación
que libera las pulsiones encargadas de influir la experiencia y
activar una acción refleja.
El desequilibrio resulta el motivo original que incita al
movimiento y la sensación de hambre o dolor provoca cierta
inestabilidad que, en rigor de su cualidad específica, moviliza
a la consecución de la satisfacción que representa el restableci-
miento del orden y el fin del conflicto.

No podía dejar de asombrarme la brutal diferencia que


existía cuando la claridad primaba sobre mi normal entendi-
miento, al momento de asimilar la información que proponían
las revelaciones.
Luego de leer ese primer punto, podía reconocer que,
como antes, las frases estaban construidas de forma extraña e
incluso con términos que no recuerdo haber utilizado nunca,
que narraban una circunstancia novedosa y por eso desconoci-
da, acerca de alguna cuestión que me resultaba lejana; sin em-
bargo, era fácil discernir que Dios me estaba mostrando cómo
la inteligencia universal actuaba.
Podía vislumbrar su intervención creando el instinto y
122
la incomodidad necesaria para que el organismo se aboque a
resolverla y de ese modo sostenga una saludable existencia.
Esa sencilla premisa se acomodaba en una estructura in-
visible que se estaba conformando a partir de las ideas de Dios.
Sonreí porque esa observación me hizo presumir sabio y
pensé en la cara que pondría Florinda cuando me viera apare-
cer triunfante arriando a las ovejas perdidas. Luego recordé la
cuestión de la humildad y volví al texto.

II

Al igual que sucedió con el universo, la vida se reproduce


incesante, encauzada en una constante evolución que integra la
complejidad lograda al proceso en curso.
Desde los organismos básicos hasta los más desarrolla-
dos, cada grupo representa un eslabón imprescindible para el
orden y la reproducción asegura la permanencia de las especies
al margen del límite que significa la muerte.
Por su fundamental importancia para la continuidad ar-
mónica, el impulso sexual propone un efecto distintivo, que
sucede en cada variedad de acuerdo a la necesidad en el equili-
brio e impregnado de una suprema intensidad, obnubila por lo
apremiante e impele a satisfacer su apetito en la concreción de
un encuentro, donde se inicia el proceso de concepción de uno
o más organismos de esa especie.

Esta vez me detuve porque cierta cuestión me generó un


impacto desconcertante y a la vez incómodo. No podía negar
123
que el deseo sexual era la más poderosa de todas las hambres,
pero reflexioné que tal vez, como especularon los hindúes, ade-
más del aspecto reproductivo, tendría otro sentido para noso-
tros los hombres, uno elevado...
Más tranquilo por esa reflexión, proseguí la lectura.

III

A pesar de la interferencia de la ansiedad básica, el pa-


rámetro que brinda la experimentación bastó para asociar los
efectos de la actividad instintiva con la acción resolutiva, a par-
tir de la información capaz de describir ambas. A diferencia
de la conciencia pura, la inteligencia que nace en el individuo
registra cada suceso y conceptuar el desequilibrio permite rela-
cionarlo en una secuencia coherente con los datos que descri-
ben la conducta en el sentido requerido.
Desconocer el motivo y correcto funcionamiento objeti-
vo, no fue un obstáculo para la conciencia artificial y emular las
circunstancias naturales garantizó de modo práctico la subsis-
tencia, aunque este proceso no resultó del todo saludable para
la especie.
El nuevo esquema generó una conexión inversa entre las
circunstancias externas e internas a causa del registro acerca
de la satisfacción. El fin de la necesidad exigida por el instinto
deriva en cierta sensación placentera y el estímulo que supo lo-
grarla provoca con la posibilidad de re-actualizarla, indiferente
del equilibrio.
La responsabilidad de esa decisión descansa en el obser-
vador, que incompleto en sí mismo por el desarraigo, aparece
124
condicionado a enfrentarla siempre detrás de algo que pueda
extinguir su ingobernable sed.
Subsanar la experiencia propia es la dirección obligatoria
y, por ello, el individuo artificial sólo se detiene frente aquello
que le promete placer, cuando por algún motivo le conviene
detenerse y no cuando su organismo alcanza la estabilidad sa-
ludable.

Sin conocer la causa, levantaba la vista entre punto y


punto y razonaba alguna cuestión que me parecía oportuna.
Pensé que había develado el mecanismo, y ese mínimo tiem-
po era necesario para que la información pudiera establecerse
completa.
Esta vez recordé los primeros instantes luego de haber
hecho el amor por primera vez, cuando, aún extasiado, sólo
pensaba en repetir la experiencia. Definitivamente eran los es-
tímulos externos los encargados de despertar nuestro apetito y
no tanto la necesidad biológica.

IV

El acto sexual fascina en un trance que deshace los efectos


de la ansiedad básica en sensaciones de exquisita intensidad y se
convierte en el registro más elevado de la experiencia artificial.
Establecido como el objetivo adictivo por excelencia, la explo-
ración sensual, en rigor a la avidez insaciable de prolongar sus
efectos en el tiempo, al comienzo de su desarrollo, sin ningún
parámetro moral que pueda restringirla ni posibilidad de expe-
125
rimentar el dolor ajeno como una realidad, procede insensible.
Durante sus inocentes ensayos, los más fuertes abusan de
la docilidad de los indefensos para acceder a la fatal certeza de
que además del opuesto correspondiente para la procreación
en las distintas etapas madurativas, los estímulos del mismo
sexo, ciertos animales y todas las combinaciones de ellos, son
efectivos en la consecución de placer.

Entendí por qué había traído el recuerdo de mi primera


experiencia sexual, pero la siguiente descripción quise evitarla
y no le presté atención a las imágenes que se formaban para
graficar el modo preciso en que habían sucedido.
Aunque ciertamente podía intuir que lo siguiente era
peor, por obligación seguí leyendo.

La clase artificial se vio desafectada del mandato estable-


cido por la conciencia universal y, en su reemplazo, la evolución
se encauzó a la actividad emocional-instintiva que modifica la
genética en el sentido que se desarrolla. El remanente arcaico
de indiscriminada experimentación transmite la disposición
hacia aquello que supo provocarlo y concibe una irregular acti-
vidad de la sexualidad.
Las consecuencias del lejano desvío se mantienen pro-
fundas en la especie y se manifiestan desde el principio de la
formación.
A través de juegos, se actualizan las intensas sensacio-
126
nes que son asumidas desde la inocencia misma en que fueron
iniciadas. Las circunstancias de cultivo proponen diferencias
antagónicas; sin embargo, son siempre los primeros registros
los encargados de desarrollar una subjetiva tendencia para cada
variable.

Levanté la vista evitando emitir juicio respecto a lo que


había leído, para que la información se insertara correcta pero
sin tener que atravesar el dolor que me generaba.
Era grave asumir que la naturaleza nos había abandona-
do y en vez de evolucionar como el resto de los especies, nues-
tra genética nos había heredado perversión y violencia.

VI

El individuo artificial, condicionado a percibir sin dis-


tinción de sexo o parentesco las partes del cuerpo relacionadas
a los sitios donde se recrea el placer como estímulos que lo
incitan el deseo, en su intento por esconder (sobre todo para
sí) los incontenibles efectos de su genética alterada, se some-
te al acuerdo moral, fundamentado en la complicidad natural
de pares correspondientes, que libera la sexualidad con el sexo
opuesto en una rutina estable.
Adaptarse al modelo establece la imagen que lo estabi-
liza y sugestiona acerca del control sobre el íntimo deseo, que
traslada a la brutal condena hacia las variables desvirtuadas del
sistema.

127
VII

La desmedida actividad sexual deriva en la reproducción


descontrolada y la desequilibrada expansión de la especie.

Observé que el plato estaba vacío sobre la mesa y supe


que había cenado.
Desesperado corrí al baño y me abracé al inodoro para
lanzar el arroz que se había teñido con el color del vino.
Mi estado de salud había desmejorado sin motivo y, casi
sin fuerzas, caminé hasta la cocina para beber agua fresca con la
misma voracidad que antes el vino.
Aún atormentado por la revelación, me recosté sin sueño
en la cama pero quizás para no recordarla, me dormí enseguida.

128
VIII

La personalidad

La gata durmió toda la noche acostada en la misma po-


sición sobre mis piernas y tampoco se movió cuando las quité
para levantarme. Eran pasadas las nueve y el agua caía con furia.
Aunque disfrutaba la lluvia, sobre todo cuando no tenía
que ir a trabajar, quizás porque también estimulaba mi nostal-
gia, ese día hubiera preferido algo de sol.
Atravesé el patio para resguardarme bajo el techo de pa-
rra a desayunar y mientras bebía el té, el sonido del agua que
se encontraba con las hojas, hizo que me perdiera en su pureza
y permanecí unos minutos igual de cristalino, hasta que mi
compañera se asomó a la puerta que había dejado abierta por si
quería salir y sin atreverse a cruzar, se recostó sobre el felpudo
seco a contemplarme distante y entonces volví a hablarme para
celebrar mi intuición.
El guión que recreaba mi antiguo proceder me hubiera
arrastrado a utilizar el tiempo libre y el último desencuentro
para escribir, pero preferí ocuparme en algo más productivo y
me dispuse a lavar algunas verduras.
Al mediodía el sol era radiante. El repentino cambio de
clima afectó de algún modo mi ánimo y me instó a modificar
mis planes y cocinar las verduras en la parrilla y disfrutar del
cielo límpido.
129
No demoré en la tarea de prender el fuego, y mucho
menos en comer.
Mientras ordenaba con desgano las cosas que había usa-
do para preparar el almuerzo, recordé que cuando recién me
había instalado en esa casa solía disponer de un día por fin de
semana para realizar una exhaustiva limpieza. Con el tiempo
había abandonado esa rutina y apenas me ocupaba de mantener
cierto orden superficial, pero haberlo evocado no me resultó
casual.
Relacionar la limpieza al simbolismo del orden anímico,
terminó por persuadirme y supuse que a medida que purificara
mi entorno, lo podría sentir también en mi cuerpo y mi mente.
El esquema de trabajo que utilizaba antes se iniciaba con
un plumero atado al palo de una escoba porque los techos eran
altos y las telarañas abundaban en toda la casa.
Luego repasaba los muebles pesados y sacaba afuera to-
dos lo que podía para echar mucha agua y baldear el comedor
y la cocina. Si me quedaban ganas, pasaba cera en las tres ha-
bitaciones.
Concluí la primera etapa bastante cansado, pero no había
sentido ningún cambio significativo y lejos de dejarme doble-
gar por el estado, redoblé mis esfuerzos. Con énfasis, arrastraba
un sillón para dejarlo en el jardín y empezar a tirar agua cuando
el perfume de los jazmines, me hizo pensar en Soledad.
—¡Quisiera saber por qué te quiero tanto! —renegué en
voz alta.
Sin darme cuenta, mi queja había abierto un curioso inte-
rrogante. El efecto que me había provocado conocer a Soledad

130
era un acontecimiento tan extraño como el árbol de fuego, in-
cluso más poderoso, porque si bien la atracción también estaba
sustentada en una fuerza misteriosa, además ella era hermosa y
eso no pasaba desapercibido para mí.
Haberla conocido el tercer día después a la aparición de
Dios y su interés en las revelaciones no me parecían cuestiones
fortuitas. Estaba seguro –y esto lo había verificado por el modo
que me hacía sentir– de que existía una íntima conexión entre
nosotros, aunque ella prefiriera engañarse y besar a su novio.
La pregunta quedó resonando en mi cabeza.
Antes utilizaba mucha menos cantidad de agua y no fre-
gaba el piso con tanta furia, ni tampoco soltaba al aire palabras
sin sentido mientras lo hacía. Tratando que desde lo profundo
y sin que interviniera la razón sucedieran los conceptos capaces
de resolver la incógnita, la hipótesis que pude deducir con el
resultado de mi experimento, se eliminó sola frente a su eviden-
te insensatez.
Ansioso por obtener la respuesta, me detenía obsesivo en
las esquinas.
Había una pequeña habitación en el centro de la casa que
nunca usaba y por eso no formaba parte en mi inventario de
quehaceres. No tenía ventanas y el calor y la humedad creaban
una atmósfera viciada que contagiaba el olor a todo aquello
que guardara. Argüí que limpiarla sería penetrar en la oscuridad
más profunda de mi ser.
Busqué la llave donde supuse que debería estar y estaba.
Apenas incliné la puerta, el aire contaminado por el olor
a pintura se expandió insoportable y lo sentía en los ojos y la
garganta.
131
Para mi sorpresa, adentro había cuadros que no había
visto las pocas veces que estuve antes. También había desparra-
mados en el piso dibujos que crujían como hojas secas cuando
los pisaba. Con total desconcierto, levanté uno y pude ver un
grotesco gráfico de una mujer desnuda en una pose sexual.
Me acerqué para ver los cuadros y no eran muy distintos.
Creados desde un talento casi infantil, había siete obras
en total. El que estaba primero contenía la imagen de tres mu-
jeres que formaban un triángulo equilátero con sus cuerpos.
Todas estaban desnudas y cada una tenía su cabeza entre las
piernas de otra. En el siguiente había escenas de sexo explícito
entre dos hombres y una mujer, luego una mujer practicando
sexo oral a un niño, un anciano con una mano en su pantalón y
otra en la entrepierna de una pequeña, un hombre sometiendo
a otro que parecía muerto porque su cabeza y brazos colga-
ban, una mujer penetrada por un perro y el ultimo retrato que,
cuando lo vi, me aniquiló sin compasión.
Sentado con la espalda apoyada en la puerta de madera
que estaba cerrada, desperté gravemente perturbado. Al lado
mío, el cuaderno con la octava revelación que leí con mis pier-
nas temblando.

La necesidad de información para la subsistencia en el


sistema inicia la imposición del código a través de la educación
que transmite, además del nivel de conocimiento que sostiene
el paradigma, la profundidad emocional en reemplazo del or-
den universal.
132
El individuo evoluciona en virtud del reconocimiento del
proceso al que se halla expuesto, pero la inteligencia que sin
interrupciones comienza a registrar y almacenar lo percibido,
no se activa sino hasta que reproduce sus primeras palabras.
La incapacidad de la especie de considerar algo distinto
de sí, comienza a afectar a la variable a partir de ese momento y
la conducta insensible en las relaciones define el particular cul-
tivo que actualiza la experiencia individual en rigor de circuns-
tancias de violencia, que contraen su perspectiva de acuerdo a
la cualidad específica del evento.
A pesar de que la textura anímica lograda resulta la base
emocional donde se funda el individuo y su actualidad sucede
constante, el recuerdo original que la accionara comparte el
destino de la información complementaria y resulta repelido
por el elemento consciente como modo de resolver su influen-
cia.

Cuando levanté la vista para que la información se pro-


gramara, sentí un intenso calor en la espalda que me hizo pen-
sar en el infierno y de improviso me alejé de la puerta.
Aunque lo que me había sucedido no era menor, no en-
loquecí al recordar el instante previo a desaparecer y en cambio
me senté en la mesa del comedor para continuar leyendo.
Había comprendido con total claridad que en algún mo-
mento de mi vida, mi experiencia había sido universal y no
desconocía el sitio donde la violencia resultaba inverosímil.
Mi conciencia había nacido sin ansiedades ficticias, pero la in-
formación me contaminó y entonces la inteligencia que nació,
133
comenzó a grabar todo aquello que percibía y la realidad des-
equilibrada que asomó luego de ese nefasto suceso, me había
afectado profundamente. Tal como quienes habían enfrentado
el mundo desconocido miles de años atrás, mi base era también
de miedo y violencia.
La parte oscura de la estructura, además de guardar los
conceptos programados y mantener alejada del observador
aquella información que pudiera resultarle contradictoria,
también me escondía los detalles que originaron mis prime-
ras tribulaciones, aunque en ese momento supe que sus efectos
continuaban en mi rutina de emociones con la misma frescura.
Por algún motivo pensé que esta revelación iba a liberar-
me de su pesada carga y apresurado retomé la lectura.

II

El individuo artificial, acorde a su configuración, ejecuta


una rutina afectado por emociones que gravitan opuestas en su
íntima dimensión. Las diversas reacciones a los estímulos que
el espacio ofrece activan además su complemento y plantean
una contradictoria relación respecto a todo aquello (llámese
persona, idea o cosa) que se cruce en su camino.

Recordé que había llegado a una conclusión similar, y


luego advertí que existía una notoria diferencia cuando la in-
formación penetraba en mi ser porque algo se detuvo dentro
mío. En ese lapso donde no transcurría el tiempo, mi actividad

134
emocional se había cristalizado y desde una perspectiva alejada
de su influencia, observé sus opuestas consecuencias y el argu-
mento que las justificaba. Aunque pensara en mi madre o una
bicicleta, cada elemento provocaba una respuesta igual de con-
tradictoria. Todo aquello que amara o deseara con intensidad,
a su vez despertaba cierto odio o temor que le encontraba, e
incluso inventaba, numerosos defectos.
A diferencia de la revelación anterior donde todo era trá-
gico, podía sentir que ésta poseía la fuerza para arrasar sólidos
cimientos y esos temblores que me sacudían, no me asustaban
sino que me instaban a continuar.

III

Hasta que el individuo alcanza la madurez coherente es


asistido para su supervivencia y programado con las normas
que funcionan opuestas a su experiencia empírica y su propio
deseo.
Esa tensión, que en la intimidad lo aflige (que el sistema
haya ordenado la información para atacar al placer y aunque se
regocije en su vehemencia deba negarlo, por citar algo...), obliga
al individuo a desentenderse del desequilibrio y comenzar a
conformar el diseño de interacción como una identidad que
refleja el contraste a su condición original.
En cuanto la actividad consciente no puede sino iden-
tificarse consigo misma, y dispone del código para ordenarlo
a su capricho, conforme a la secuencia correcta de informa-
ción, decreta para sí superior su parecer y utiliza el argumento

135
oportuno para erigirse tal como pretende frente a cualquier
circunstancia.
El individuo despliega la retórica que lo refleja en una
realidad, eximido de la contradicción acerca de lo que en ver-
dad siente, y traslada la pulsión irresuelta a cualquier irrelevan-
te suceso.

En vano traté de recordar las circunstancias en las que


me dijeron que no debía tocarme, pero sí me resultó sencillo
rememorar cuando en secreto jugaba a descubrir el placer y, a
pesar de ser muy pequeño, tenía la astucia de ocultarlo e inclu-
so negarlo aunque me hubieran visto.
Pude sentir cómo la revelación me arrastraba a un sitio
esencial que ostentaba el inocente brillo de la niñez y me dis-
puse a disfrutarlo, pero mi deseo lo alejó y entonces tuve que
continuar con la lectura.

IV

Cuando su nivel de desarrollo le permite integrar la in-


formación e interpretar los preceptos que sostienen el orden, se
ubica dentro de esos valores y se convierte en una variable ac-
tiva en el sistema. El siguiente paso en la maduración artificial
implica emplear el grado de inteligencia logrado en la empresa
de equilibrar la subjetiva necesidad establecida en el cultivo y
recrear una imagen con las opciones y escalas heredadas en la
experiencia social, para intentar la combinación que lo distinga
como individuo.

136
Los espacios donde dejaba que la información se progra-
mara se llenaban de imágenes cada vez más claras.
Apenas comprendí que la personalidad era una conse-
cuencia de los traumas de infancia, recordé cuando soñaba vi-
vir de la música y demostrarle a mi padre que repetir lo que
otros descubrieron, así me diera un título, renombre y dinero,
era insignificante comparado con el sublime prodigio de crear,
pero tanto él como mi madre trabajaban en el ministerio y su
herencia había sido demasiado pesada.
La implacable honestidad de saber que esa frustración
me había llevado a recrear el argumento que me sostenía activo
en una solitaria rebeldía, y ahora reordenado, me había arroja-
do a una sagrada leyenda, me sacudió con la misma eficacia de
un golpe.
Aunque algo atontado, igual alcancé a discernir que en
ambos casos la trama me servía para no morir de miedo o tris-
teza ante la fatal incertidumbre de no saber quién era.
Restaba una parte para concluir la revelación y fui por
ella.

El sistema impone que el individuo alterne dependencia


y autoridad según el contexto y, aunque de acuerdo a su ne-
cesidad, utilice diversas y contradictorias conductas, éstas no
producen un cúmulo de discursos acerca de sí, sino que resul-
tan inapreciables para el observador que se concentra sólo en la
información que por autoritaria conveniencia justifica su pro-
ceder con balsámica (y muchas veces rudimentaria) elegancia.
137
Sin haberlos llamado, comenzaron a desfilar en mi con-
ciencia los diferentes personajes que componían mi rutina dia-
ria. Tenía uno para cada sitio y como todos conocían el argu-
mento para llevar la razón así no la tuvieran, no había forma de
que sucediera algún conflicto entre ellos y tal vez por eso antes
no los había notado.
Volví a la escena de mi casa y cuando me asomé al patio
pude comprobar que era casi de noche.
Había pensado en volver a entrar al cuarto pero no fue
cobardía lo que corrigió mi voluntad, sino que no tenía inten-
ciones de enfrentarme a ese retrato otra vez. No quería pensar
en él, pero tampoco podía alejarlo de mi mente, ni imaginar de
qué modo había llegado hasta allí.
El único cuadro que no tenía ninguna connotación
sexual, era el rostro de alguien que prefería olvidar, y encon-
trarme de nuevo con sus ojos, aunque de vulgar confección,
atrajo su despreciable presencia a mis pensamientos con obse-
siva insistencia.
Veinte años atrás, cursaba el ingreso en la Facultad de
Derecho junto con tres compañeros de la secundaria. El pri-
mer viernes de febrero acordamos festejar nuestra nueva etapa y
aprovechar que los padres de uno se habían ido de vacaciones.
Sin ningún tipo de horarios ni restricciones, me anticiparon
que iba a recibir una sorpresa que me adeudaban.
El agua suspendió el asado pero nadie se molestó por
tener que pedir comida y como era usual, no nos medimos con
la bebida.
Después de la medianoche sonó el timbre. Confiado en
138
lo que iba a suceder, me entregué a las reglas que proponían y
me dejé conducir a un cuarto donde debía sentarme con las
manos atadas en la espalda y los ojos vendados.
Los dos, que habían cumplido dieciocho, habían recibi-
do un regalo indecente en una prestigiosa casa de citas, pero
en agosto del año anterior había muerto mi padre y se habían
suspendido todos los festejos.
A pesar de que la tela que cubría mis ojos era densa,
pude ver cuando apagaron la luz que algo de menor intensidad
quedó encendido. Parecía que todos habían abandonado la ha-
bitación hasta que una delicada caricia en mi rostro desató un
ataque de temor y excitación que me hizo temblar. Le pregunté
si estábamos solos y me susurró que sí al oído. Luego, su len-
gua dio varias vueltas por mis labios y después se entretuvo un
poco en el cuello. Todavía temblaba cuando comenzó a descen-
der lento por mi pecho y me besó sobre el pantalón y, con lenta
y desesperante calma, desabrochó los botones de mi cremallera
para sacar mi pene que estaba totalmente erecto.
Con un brusco movimiento, mi misteriosa amante arras-
tró mis pantalones hasta mis pies y entonces arremetió desen-
frenada. Con increíble agilidad, me complacía pleno y rendido
a las circunstancias morbosas del ritual, no reprimí el deseo de
gemir entregado en la oscuridad.
No pasó mucho hasta que su lengua amenazó con hacer-
me explotar.
Inocente le pregunté si tenía que avisarle. Se rió por mi
pregunta y dejó de lamerme para proponerme un juego. Me
dijo que soltaría mis manos y que podía quitarme la venda pero
sólo para verla tragar.
139
Luego de cumplir su parte, continuó su rutina con la
misma eficiencia y cuando sus tiernos labios tocaron el punto
preciso, me arranqué la venda pero ya era demasiado tarde. An-
tes de poder hacer nada, acabé bestialmente en su boca.
Lo miré sacudirme con un gesto de obscena avidez y
pedirme más ya sin fingir la voz.
Tendría poco más de cuarenta años, pelo corto y bigote.
Con una formalidad automática, le pedí que me soltara
porque necesitaba asearme y me subí los pantalones. A pesar
de que mi corazón estaba a punto de estallar y no podía hacer
foco en nada, procedía tranquilo y caminé hasta la puerta de
salida que estaba sin llave, sin caer ni tropezar. No escuché risas
por la broma mientras me iba, ni tampoco nadie se interpuso
en mi camino.
Cuando llegué a mi casa, me escabullí hasta mi habita-
ción sin que mi madre se percatara de mi estado, y como un
niño me largué a llorar, tratando de ahogar mi desconsuelo
para que no pudiera oírme.
No lloraba por la brutalidad abusiva de alguien que sabía
lo que estaba sucediendo, ni siquiera por odio o resentimiento
a quienes alguna vez había considerado mis amigos. Lo hacía
porque no podía tolerar la culpa de haber estado con un hom-
bre y sentido tanto placer.
Ese dolor me había perseguido desde entonces, pero lue-
go de haber sido atravesado por la séptima revelación, com-
prendí que el placer que tanto había disfrutado, resultó una
trágica pero inocente herencia y la culpa, una consecuencia ma-
temática.

140
No tuve que hacer ningún esfuerzo para considerar el
mismo evento con tan simple claridad y la contradicción, cuan-
do se equilibró en una nueva relación, disolvió una antes des-
apercibida contracción a la altura de mis genitales. Todo lo que
me rodeaba comenzó a encenderse en una luz blanquecina que
sutilmente me convertía a ella, pero un difuso recuerdo me de-
volvió el color de la carne sin atenuantes.
Aunque gritara con furia y me esforzara por apreciar mis
palabras y no tanto mi certeza como cuando era niño, se des-
plegaban impiadosas las escenas que se habían desvanecido del
sábado y el domingo de los que nada recordaba.
Con las ventanas cerradas y luz artificial, había perma-
necido desnudo pintando mi cuerpo, creando en los lienzos
oscuras y perversas fantasías. Me recordé dibujando lenguas y
masturbándome con el papel, eyaculando y volviendo a empe-
zar con lujurioso deseo.
Las imágenes me atormentaron hasta que me parecieron
excitantes y entonces, seducido por el placer de entregarme,
tuve que gritar otra vez para volver en sí.
Había sido extraño el modo en que Dios había respon-
dido la pregunta que había iniciado todo un rato antes y, con-
trario a mis presunciones, no era amor sino un desenfrenado
deseo el motivo que me unía a Soledad.
Después de cenar un abundante plato de arroz, me acosté
pero no me dormí enseguida. Mi olfato había quedado im-
pregnado por el olor nauseabundo de la pintura, y el recuerdo
volvió para mezclarme en mis obras.
Abrí los ojos. Evitar el cuarto había sido un acto de res-
guardo pero que no me había eximido de lo que estaba allí
141
dentro. Supuse que si quería dormir, debería enfrentarlo, pero
esperar a la tarde del domingo me pareció una mejor idea que
finalmente me dejó descansar.
Al otro día me levanté apenas pasadas las siete y, movili-
zado por un exceso de energía, decidí que no iba a esperar hasta
la tarde.
Me llevó algún tiempo dar con la llave que había dejado
en el patio junto a la botella vacía de vino.
Con la responsabilidad de considerarme el autor de las
obras, mi juicio se había alivianado y no me parecieron tan
grotescas. Con muchas menos pretensiones hubiera intentado
por primera vez pintar un cuerpo desnudo e incluso el retrato
poseía detalles que me sorprendieron. Había pasado mucho
tiempo desde que pude ver ese rostro apenas unos segundos,
pero aun así permaneció intacto en mi memoria. Tampoco ja-
más pensé en ese suceso, pero cuando me reencontré con la
imagen lo percibí extrañamente cercano.
Tuve que reconocer que mi usual falta de paciencia siem-
pre resultaba un serio contratiempo porque sólo era cuestión
de esperar el momento para encontrarle sentido al cuento que
había escrito. Era cierto que no fue una revelación, ni un pre-
sagio, pero sí el relato inconsciente de mi dolorosa historia, la
misma que algunos días después iba a despertar de su oscura
tiranía.
Luego de contextualizar la trama en la época misma que
el texto de Primero, cuando la inteligencia artificial era toda-
vía incipiente, comprendí que el protagonista que descubre un
cuerpo desnudo en algún salvaje bosque, desconoce la muerte
como yo el sexo de mi amante. La quietud es un acto descon-
142
certante, pero el placer sexual es un inestimable narcótico que
traduce todo a su ardiente conveniencia e irradia un magnetis-
mo capaz de cegar y manipular sin esfuerzo la voluntad.
No era al personaje a quien no le importaba saber lo que
hizo, sino a la especie y yo había pagado las consecuencias.
Hice un bollo con cada dibujo y los arrojé en una bolsa.
No me llevó demasiado tiempo esa tarea y arrastré la bolsa
llena pero liviana hasta la parrilla con una mano, y con la otra
el cuadro de las tres mujeres.
Mientras ardían, pensé que para adquirir los materiales
había tenido que dar con sitios especializados; sin embargo,
no conocía ninguno, ni podía recordar el momento en que los
había conseguido, pero sí pude saber en qué había gastado el
dinero de mis ahorros.
Fui por dos lienzos más e invertí su orientación para aco-
modar el segundo contra la pared de enfrente y alcanzar el últi-
mo. Quizás por ansioso fue que volví con ése solo y al tiempo
que lo colocaba sobre las llamas, sonó el timbre. Un vecino
venía a quejarse por el espeso humo que despedía la pintura y
cuando terminó de consumirse por completo, apagué el fuego.
Había disfrutado observar esa imagen arder. No podía
desear el mal a alguien tan injustamente contaminado como yo
y no era venganza lo que me animaba, pero sí liberarme de ese
ingrato recuerdo que tanto me había oprimido.
La humareda se esparció con rapidez y abrí todas las ven-
tanas. Encendí un sahumerio en cada habitación y varios en la
que quedaron los cuadros que iba a quemar esa misma noche.
La fragancia se impuso e invadió el ambiente y me senté
en el sillón a contemplar mi casa que estaba reluciente, cuando
143
la sencillez esencial que había saboreado leyendo la última re-
velación, regresó plena. Mi perspectiva se retrotrajo y comencé
a percibir con la misma inocencia del niño que alguna vez fui,
aunque esta vez el estado no se diluyó cuando me entregué a
disfrutarlo. Cada cosa que miraba tenía el original fulgor de la
novedad y, bajo sus efectos, se me ocurrió pensar en Soledad.
De inmediato comprobé que nada había cambiado respecto
a lo que sentía, y me di el permiso para dudar que sólo fuera
deseo lo que me vinculaba a ella de ese modo.
Asumí que la respuesta que hallé luego de indagar en el
cuarto, y en mi inconsciente, podría haber sido una prueba que
debería identificar y trascender con el corazón, un escollo que
adrede intentaría confundirme, pero luego me alarmé al pensar
que tal vez no fue Dios quien había respondido con tanta ale-
vosía el interrogante.
No pude dejar de notar que había algunos puntos extra-
ños y además de ser la más extensa, no recordaba nunca cuando
escribía las revelaciones pero sí parte de lo que había sucedido
en esa posesión. Resultaba innegable que la conducta que había
desplegado se semejaba más a la explicación de que había sido
otro, quizás para alejarme de mi destino, el que había toma-
do mi cuerpo, aunque esta vez no lo asocié con una patología
mental.
En esa atmósfera ingenua, donde no existían las intencio-
nes ocultas, era cierto que podía entretenerme durante horas
jugando con el humo que se desprendía de los sahumerios, que
amaba a Soledad con idéntica o mayor intensidad, pero tam-
bién que el Diablo era tan real como lo eran mis manos.

144
El viento de repente sopló con fuerza y el golpe de la
puerta que daba al patio cuando se cerró, me hizo saltar.
La misma presencia invisible que tantas veces me había
acechado, estaba en la sala conmigo y el terror se tornó insos-
tenible.
Me apresuré a cerrar la casa y salí a caminar sin haber
almorzado.
Anduve un rato sin rumbo y luego me quedé unas horas
recostado bajo el árbol de una plaza, tratando de no pensar en
nada.
Cuando regresé, era de noche.
Como suponía, el aire todavía estaba cargado con su fatal
presencia y lo pude percibir apenas atravesé el jardín.
Sabía que me iba a esperar, pensé mientras giraba la llave
de la puerta de entrada y luego lo dije en voz alta para que me
escuchara.
Prendí solo las luces de afuera y entré. No voy a negar el
susto que me llevé al tropezar con el sillón, antes de llegar a lo
que supuse sería el centro de la sala, adonde me senté con las
piernas cruzadas como si fuera a meditar, dispuesto a morirme
de miedo o curarme de una vez.
La oscuridad que me había atacado salvajemente y arran-
cado la carne, el insoportable eco de gemidos desgarrantes, de
bestias voraces, el sonido de la puerta cuando se cerraba, el
llanto, la incertidumbre de no saber adónde estaba, que se esta-
ba acercando, el miedo, el abismal miedo de la especie y el mío
propio, juntos confluían para atormentarme en esa sala donde
el Diablo respiraba tan profundo que podía oírlo.

145
De un salto me paré y empecé a gritar pateando el aire,
arrojando golpes furiosos a la nada. La carga de años de so-
metimiento me había desquiciado y entonces lo desafiaba con
tanta insolencia como podía para que no tuviera excusas de
rechazar el duelo.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que, sin fuerzas, caí de
rodillas y mi corazón latía frenético. Desesperado intenté re-
tomar la respiración que por la agitación a veces se confundía
en arcadas y tardé varios minutos en calmarme, pero pasaron
dos horas o más hasta que volví a encender las luces. Todo ese
tiempo estuve en silencio, completamente vacío, atravesado por
la oscuridad, que ya no me asustaba porque éramos lo mismo.
No me sentía débil pero hice un esfuerzo y comí unos
trozos de pan antes de acostarme.
El Diablo nunca aceptó el duelo y supe, por su cobarde
ausencia, que nadie me estaría esperando al final de mis días
para cobrarme con sufrimiento el costo de mis pecados y esa
noche por fin descansé en paz.

146
IX

La estructura social

Me desperté con el recuerdo de un evento que antes me


había sido del todo intrascendente. El dueño de la casa, cuan-
do me la alquiló, me dijo que usaba el cuarto donde guardé
las obras para esconder dinero y algunas cosas de valor de su
esposa. En el piso había un compartimiento secreto que me
mostró ese día. La tapa confeccionada con el mismo diseño
que las baldosas aparecía imperceptible, a la vez que cubierta
por la alfombra, sólo alguien que conociera su existencia podía
dar con ella.
En una de las esquinas había que hacer un poco de pre-
sión y entonces cedía sin ningún tipo de código o contraseña.
A pesar de su sencillez y fácil acceso, se sugería inviolable.
Gentilmente había compartido conmigo ese detalle, pero
consciente de que no iba a necesitarlo, nunca le di importancia.
Haberlo recordado en esas circunstancias no podía ser
casual y de inmediato me dispuse a revisarlo. La intuición había
derribado por completo la supremacía del sentido común y
procedía de acuerdo a sus órdenes de modo natural.
Tuve que mover los cuadros que luego de tantos sucesos
inesperados no había quemado la noche anterior, pero no tuve
inconvenientes para encontrar la caja y abrirla.

147
En su interior hallé uno de mis cuadernos, con un texto
manuscrito escrito de mi puño y letra. Persuadido de que se
trataba de una nueva revelación comencé a leer pero entonces
supe que era una especie de cuento que se llamaba “El mendi-
go”.

Un mago paseaba por la galería donde un prestigioso


artista exponía sus creaciones.
—Qué impertinente es el arte —dijo para sí y, con
un sencillo gesto, elevó sus manos por sobre su cabeza para
desaparecer todas las obras en un instante y salir caminando
frente a las narices del artista.
Sin poder reaccionar ante lo sucedido, el autor de pron-
to se encontró en la soledad de un inmenso salón. La deses-
peración de no poder fundamentar su existencia, el renombre
que con tanto esmero había logrado ya no era comprobable y
se había extinguido dejándolo tan vacío como la galería. Sin
embargo, fue su instinto creativo el que no lo dejó decaer y
comenzó de inmediato a transformar su desconcierto en es-
fuerzo para concretar obras más trabajadas y bellas.
Después de un tiempo de ardua dedicación y luego de
reforzar la seguridad del sitio donde decidió volver a expo-
ner, el artista sacó a relucir de nuevo su arte.
En una de las tantas y exitosas presentaciones, creyó
reconocer entre los asistentes al mismo mago pero vestido con
ropas de mendigo.
Durante un rato siguió al sospechoso y lo observó con-
templar su trabajo con intriga, hasta que ya no tuvo dudas de
148
que se trataba de él. Cuando el mago se disponía a elevar sus
manos, el artista apareció desde atrás para sorprenderlo y lo
enfrentó con una sonrisa maliciosa.
—No vine a interrumpirte —le dijo con desdén—,
nada más a recordarte que esto ya ha sucedido y solo me volví
mejor.
El mendigo (porque entonces ya no era mago) como si
no lo hubiera escuchado, se alejó unos metros para detener-
se frente a un muy bien logrado paisaje. Lo escudriñó con
cuidadoso sigilo y después de unos minutos de permanecer
en silencio, se volvió hacia el artista y con una grave mirada
aseguró:
—Debo reconocer la magnificencia de tus creaciones.
Sin dudas tu capacidad es realmente ilimitada. No tiene
caso desaparecerlas porque es cierto también que pronto se-
rán restituidas —entonces hizo una pausa para observar a
su oponente sonreír victorioso y luego concluyó—. Aunque
si observas con detenimiento, sabrás que la pintura con la que
concretas tus obras, está maldita.
El gesto del artista luego de esas palabras era de pro-
funda desesperación. Se acercó a uno de sus cuadros casi
temblando. Nunca antes había sentido el olor de la sangre
seca con que pintaba coloridos jardines.
Buscó la mirada del mendigo, pero ya no había nadie
allí.
Esta vez su reacción fue distinta y el artista corrió
desesperado hacía la salida decidido a alcanzarlo, pero cuan-
do estuvo fuera, despojado de pertenencias y sin nada que
149
defender, se sentó en el suelo y apoyó su mano derecha sobre
la rodilla con la palma hacia arriba.

Debajo tenía la fecha del día posterior a cuando lo hallé:


13 de febrero y hasta donde yo sabía era doce. Con presunción,
asumí que mi afilada certeza se había adelantado un día.
Aunque podía sentir que la claridad no me había aban-
donado, no lo entendí pero tampoco me molesté en encontrar-
le algún significado y, en cambio, se me ocurrió pensar que tal
vez la próxima revelación iba a escribirla consciente.
Cuando llegué al ministerio, me crucé con Soledad en la
entrada y levité los instantes que duró el saludo.
Sentado en mi escritorio sin tareas por realizar, el tiempo
que desperdiciaba en el trabajo se me hacía insostenible. Se me
ocurrió fingir cierto malestar y después de demorarme sin nin-
gún motivo varios minutos en el baño, le pedí a mi supervisor
retirarme antes.
A las tres de la tarde, el sol estaba pesado y la quietud de
la calle desierta provocaba al paisaje urbano a erigirse eterno,
como las montañas o el río.
Desde el día en que había comenzado todo, nunca había
vuelto a recorrer el camino preciso que me había conducido
hasta el árbol de fuego, pero dos cuadras antes de llegar al sitio
exacto, una insistente opresión comenzó a pulsar dolorosa en
mi pecho y, como un reflejo intuitivo, cambié de dirección. La
necesidad de actuar con rapidez hizo que girara en la esquina
por la misma vereda que venía, consciente de que me estaba ale-

150
jando del camino a mi casa y de improviso me encontré con un
niño que venía corriendo de frente a donde estaba. Mi presen-
cia había estado fuera de sus planes y no chocamos sólo por su
intrépido movimiento, pero esquivarme no evitó que perdiera
el equilibrio y rodara al piso. En vez de socorrerlo, lo tomé del
brazo alertado por una mujer que venía corriendo detrás. El
pequeño forcejeaba queriendo escapar, hasta que la mujer, que
de cerca me pareció muy joven, con voz calmada le pidió gentil
que le devolviera la cartera.
El niño pareció tranquilizarse luego de escucharla y se la
dio sonriente.
Lo solté y entonces pude verlo de frente. Reconocí al
mismo que había estado sentado conmigo en el restaurante,
pero él actuó como si no me recordara e hice lo mismo. La jo-
ven lo detuvo antes que se fuera. Empezó a revolver su cartera,
supuse que verificando que nada le faltara, pero en realidad
buscaba su monedero para darle unos billetes.
Se fue caminando tranquilo y de espaldas a la joven, le-
vantó sus manos para saludarme de modo exagerado y luego
con una sonrisa malvada, nos señaló a ambos e hizo un gesto
obsceno.
La joven también intentó darme dinero, pero me negué
a aceptarlo. Por mera formalidad me ofrecí a ayudarla de al-
gún modo o acompañarla, pero nunca hubiera esperado esa
respuesta.
—Hoy es un día de extraños sucesos y no quisiera con-
trariarlo —me dijo mientras la miraba asombrado—, estaría
bien que me acompañes...

151
La conclusión me había parecido del todo creativa y son-
reí ante su razonamiento. Me aclaró también que la tarde la
había tentado de caminar y que no tenía intenciones de alterar
esa decisión. Estuve de acuerdo y comenzamos a recorrer las
casi veinte cuadras que nos distanciaban de la Facultad de Eco-
nomía.
Me sorprendió el destino porque su aspecto era más bien
de ensoñadora y no cuadraba en el perfil de estudiante de Eco-
nómicas. Su voz era agradable y sus argumentos irreverentes.
Era espontánea y graciosa. Tenía la difícil cualidad de mos-
trarse siempre de acuerdo con lo que pasaba y hasta cuando
tropezó se alegró porque según ella la contuvo de decir algo
inapropiado.
Apenas empezamos a caminar, me contó que cuando co-
rría al ladrón había sentido deseos de atraparlo para darle una
golpiza, pero cuando lo tuvo enfrente, no pudo más que hacer
lo que hizo y sin embargo la contradicción no parecía pertur-
barla.
En el momento que atravesábamos una plaza, sugirió
descansar unos minutos y beber una cerveza que quería invi-
tarme. Le agradecí con la excusa de que solo tomaba agua o
vino, pero insistió recreando una imitación desfachatada de mi
respuesta que me dio mucha gracia. Era cierto que el día era de
extraños sucesos y tampoco quise oponerme.
Bebimos dos, pero no me dejó pagar la primera.
El tiempo se deshizo de tal modo que ni siquiera pude
notar que le llevaba más de diez años.
Algo más relajado en esta segunda etapa, me animé a
realizar aportes a sus delirantes conclusiones y de inmediato su
152
sonrisa se me volvió adictiva.
En la esquina de la facultad se detuvo. Distraído seguí
unos pasos y después giré para ver que le había sucedido. Ella
se acercó sin dejar de mirarme y apoyó con suavidad sus dedos
sobre mi mejilla y luego sus labios en los míos. Rodeé su cintu-
ra con mi brazo para pegarla a mi cuerpo.
Los dos respirábamos agitados cuando comencé a per-
derme.
Tan profundo era mi deseo, que apareció Soledad para
decirme que me amaba y continuar ella con el beso.
Cuando abrí los ojos, había regresado Laura.
Ambos sonreímos con vergüenza. Me declaró que nunca
antes la habían besado con amor y, aunque había sentido lo
mismo, me reservé de contestarle porque no había sido ella
quien me hizo sentir de ese modo.
Caminamos hasta la puerta de la facultad y empezó nue-
vamente a buscar algo en su cartera. Con un rápido movimien-
to escondió la mano detrás de su espalda y me pidió la mía.
Le ofrecí la derecha con la palma hacia arriba esperando que
me diera algo, pero apoyó un objeto de plástico y luego volvió
a guardarlo. La impresión que había dejado el sello contenía
además de su nombre y apellido, el número de teléfono y la
palabra vendedora.
Volvió a besarme y entró.
Estaba más lejos que cuando empecé, pero eso no me
importaba en absoluto. Laura había vuelto sutil mi ebriedad y
regresé a mi casa poseído por un generoso estado energético.
Mis pasos largos y firmes se iniciaban en algo que me sabía
poderoso y me nutría constante. Bajo sus efectos el cansancio
153
aparecía imposible.
El celular comenzó a vibrar en mi bolsillo y como un
acto torpe dejé de caminar. Respondí la llamada sin mirar el
número y entonces la escuché a Soledad decirme que necesita-
ba hablar conmigo con cierta urgencia. Le sugerí encontrarnos
en un café del centro dos horas más tarde y así tener tiempo
para cambiarme de ropa, pero me dijo que en ese caso se senti-
ría más cómoda si fuera a su casa.
Caminé las cuadras que faltaban para llegar a la mía y fui
directo a ducharme.
Cuando estuve listo, me senté en el jardín a mirar el jaz-
mín iluminado por los colores del atardecer.
Soledad me mandó su dirección en un mensaje y queda-
ba bastante lejos así que llamé un taxi.
Con la misma simpática cortesía que cuando hablamos
por primera vez, me invitó a pasar sonriente. Mientras atra-
vesaba la sala camino al comedor, sentí una extraña presencia
acecharme, pero luego me di cuenta de que las paredes, los
cuadros, la mesa pequeña que estaba esquivando e incluso los
adornos de madera que tenía encima, estaban vivos.
De pronto el motivo fue claro.
Me detuve para girar sobre mí y enfrentar a Soledad,
que parecía saber bien lo que pasaba. Sin decir palabra, apoyé
mi mano en su cintura y el contacto nos volvió livianos y nos
obligó a cerrar los ojos.
Tardé unos segundos para empezar a acercarme y cuando
nuestros labios por fin se encontraron, el cielo se abrió. Un
resplandor comenzó a crecer dentro mío y, con él, la sensación
de una línea de energía a la altura de mi erección.
154
Sin que nuestras lenguas dejaran de enredarse, mi mano,
que estaba en su rostro comenzó a descender hasta su escote.
Cada movimiento lo ejecutaba con desesperante lentitud, re-
primiendo como una tortura exquisita el incontenible deseo de
entrar en ella.
La tensión de prolongar ese instante lo presumía incon-
cebible.
Cuando mi índice penetró entre sus pechos, la ansiedad
me descontroló, pero tardé unos minutos hasta comenzar a la-
merlos.
Me agaché para quitarle su vestido, pero ella me levantó
sin que pudiera lograrlo y de la mano me condujo a su habi-
tación. Al lado de la cama, con un gesto inocente en sus ojos,
que vergonzosos evitaban los míos, me soltó para comenzar a
desabrochar desde arriba los botones de mi camisa. Cuando
terminó, la deslizó con suavidad por mis hombros hasta que
cayó. Con la misma redimida delicadeza, la senté en la cama y
me arrodillé en el piso para iniciar un recorrido de besos desde
el empeine de su pie izquierdo hasta su vulva.
Me entregué al frenesí de no controlar más mi deseo y
entré lo más que pude con la lengua. Extasiado rendía culto a
mi perversión y saciaba mi sed sin culpa.
Perdí la noción del tiempo y no sé cuando retomé el re-
corrido nuevamente hasta sus pechos y entonces nuestros sexos
por primera vez se tocaron. Ese sencillo contacto nos deleitó
por otro desconocido lapso de tiempo que permanecimos in-
móviles, embriagados en una mística sensualidad que parecía
expandirse y llenar toda la habitación.

155
La ruidosa respiración oficiaba como la música del ritual
y ningún pensamiento podía interferir entre nosotros, mucho
menos el egoísmo de considerarnos distintos.
Me separé unos segundos, pero solo para elevarme y en-
trar lentamente.
En un trance religioso ejecutado desde el delirio báquico
pero impregnado de ilimitado amor, el deseo y el misterio se
habían vuelto uno, como uno nos volvimos en la danza.
De regreso en la tierra, sólo quedaron nuestros cuerpos
jadeantes cubiertos de transpiración y fue Soledad quien rom-
pió el silencio para decirme que tenía miedo.
La besé confiado y enfrenté sus ojos con una sonrisa va-
liente y luego le pedí permiso para ducharme.
Cuando salí, estaba sentada en la mesa del comedor fu-
mando. Con un evidente gesto de preocupación, me convidó
un cigarrillo que rechacé y luego quiso decirme algo pero apoyé
mi índice en sus labios. No podía permitir que los conceptos
arruinasen el sagrado vínculo que habíamos sellado.
Noté que el lugar que al principio me había parecido
vivo, me provocaba cierto malestar, pero luego reconocí, con
la misma certidumbre que había llegado al cuento esa mañana,
que debía regresar a mi casa con prisa. Ella me pidió que me
quedara y aunque no podía pensar en nada mejor, no insistió y
me llamó un taxi.
Si no fuera porque podía ver al vehículo deslizarse sobre
la avenida, hubiera jurado que viajaba por el aire. Había pocas
personas deambulando por la calle pero a medida que me cru-
zaba con alguna, la amaba como nunca antes nadie lo había
hecho.
156
Lo último que recuerdo es que me cambié de asiento y
comencé a abrir la ventanilla detrás del conductor y aparecí
en el baño de mi casa, frente al inodoro todavía orinando. Fui
a ver la hora y eran las tres. Había dejado la casa de Soledad
antes de las doce y el tiempo faltante, lo había usado para casi
terminar una botella de vino y escribir una nueva revelación
que encontré sobre la mesa y apresurado leí.

El excesivo crecimiento demográfico se agudizó confor-


me al paso del tiempo y se manifestó en asentamientos que
multiplican la interacción entre entidades limitadas a conside-
rar sólo su beneficio. Aquello que interfiere el orden que impli-
ca la identidad o la propia conveniencia provoca en el individuo
una reacción. Cada realidad artificial, cierta en su propia es-
tructura, no puede integrar al prójimo excepto como el objeti-
vo donde confrontar la íntima contradicción y la competencia
que lo somete.
La necesidad de medidas para la convivencia encauzó la
evolución en el diseño de instituciones que establecen la dis-
posición entre los hombres de acuerdo a la autoridad como
modalidad para el orden.
La fuerza neutra que propone el equilibrio entre las va-
riables, acorde a la exigencia del funcionamiento artificial, no
concilia las partes sino que otorga el poder a uno y oprime a
otro.

157
Era fácil discernir que desde siempre la autoridad ha-
bía existido entre los hombres y que sólo habían cambiado las
causas que la fundamentaban. Alguna vez fue la mera fuerza
prepotente, luego Dios y más tarde las leyes, pero aunque con
diferentes apariencias, igual se ocupaba de exigir ciertos patro-
nes de conducta y condenar otros.
Argüí que como individuo, apremiado por una insisten-
te ansiedad egoísta, cuando acataba la voluntad superior, era
cuando creaba los personajes que me habitaban y que había
conocido en la anterior revelación.

II
El esquema de la estructura psicológica presta sus carac-
terísticas para concretar un sistema de coexistencia múltiple,
que determina la supremacía soberana del observador en cierto
individuo. Tan potenciado por la potestad sobre sus semejan-
tes, como condicionado a las consecuencias indeseadas de la
especie artificial, adquiere, insensible, la responsabilidad de las
cuestiones resolutivas.
El desequilibrado orden se inicia en la restricción de li-
bertades y recursos a través de argumentos que adquieren ca-
rácter legal (en cuanto le corresponde la justicia), que justifican
la apropiación de tierras y establecen un inventario de limita-
ciones como una obligación en perjuicio de un castigo con la
severidad acorde a la falta, basado de acuerdo a un parámetro
de apreciación subjetivo y parcial.
Los beneficios que obtiene con su rango son comparti-
dos en escala descendente en aquellas relaciones que sostienen
la estabilidad del cargo y luego heredados por los descendientes
158
directos o transmitidos a través de alguna especie de proceso
eleccionario.
El éxito de esa minoría no los exime de la condena de su
ser artificial y, contrario a su imagen, sus emociones se debaten
en depresiones inversamente proporcionales a lo elevado de su
poder, que afectan de modo patológico su psicología.
El estrato central de este sistema asume la autoridad que
limita el deseo en favor del acuerdo social y respeta los precep-
tos que garantizan su pertenencia al mismo. Como la descrip-
ción coherente que surge entre el inconsciente y el observador,
las variables se adaptan y lo mantienen en funcionamiento,
pero eso no impide que la violencia se geste detrás de la predis-
posición del acatamiento. El individuo, sometido a una pasiva
obediencia, oculta en su interior el germen para el conflicto
permanente y permanece expectante, detrás de la posibilidad
de trascender la rutina servil y escalar a la plenitud que pro-
yecta en la experiencia donde se recrea el poder. Ese objetivo
que lo entretiene mientras cumple su mecánica función, solo es
posible si se impone por sobre los otros y la competencia que
plantea una sociedad tan voraz como el individuo que la sos-
tiene, supedita la moral y el sentido común a la concreción del
éxito. En ese orden, se recompensa la acción que mejor resul-
tado garantice, independiente de las consecuencias que pueda
provocar en el resto.
Por último, la desmedida oscilación excluye de la estruc-
tura formal un porcentaje exageradamente mayor de acuerdo a
la estabilidad que permite la suntuosidad, y segregadas, adquie-
ren como única estrategia posible la acción delictiva.
El estrato inferior de la estructura (tal como funciona el
159
inconsciente) pone de manifiesto las graves consecuencias del
sistema y la necesidad de ocultarlos los convierte en el factor
principal de represión. Su experiencia justifica la necesidad de
fuerzas que responden al poder, para obligar a cada quien a
permanecer estable en el sitio social adquirido.
Aunque todos resultan corruptos, la violencia de los más
necesitados (y quizás los únicos que actúan con cierto criterio)
es la combatida; el resto puede abusar de ella, bajo el argumen-
to que la justifica como seguridad o entretenimiento.
Desde las primeras formaciones sociales, el modelo ori-
ginal que implica la tiranía en sus diversas manifestaciones pro-
yectó su eficiencia en la conformación de instituciones dentro
de instituciones en una escala infinita, donde cada elemento
sostiene su desequilibrio íntimo a la vez que forma parte de
uno mayor.

Aunque me hubiera bastado indagar apenas para diluci-


darlo, había sido Dios quien me hizo observar que el mismo
esquema invisible que sostenía la inteligencia artificial en cada
individuo, con sus tres estratos bien definidos, había sido pa-
sible de adaptarse a una escala mayor y ordenaba además las
relaciones. Concluí que cada hombre era la sociedad entera,
y solo por herencia adquiría un sitio en alguno, e inmediata-
mente después, vino a mi mente el niño que había conocido
la noche del restaurante y había vuelto a ver ese día. No podía
concebir el motivo por el cual alguien tan frágil pudiera mere-
cer semejante desprecio, pero luego comprendí que pertenecía
a la última parte del esquema.

160
Era cierto que su vida sucedía en un infierno de carencia
y hostilidad pero también que nunca había visto felicidad más
pura que cuando su rostro se encendía en una sonrisa.
Luego me acordé de mi padre renegando por su honra-
dez, y comprando billetes de lotería, y entonces me vi seguir
sus tristes pasos.
Había demorado muy poco en descubrir que mi tarea
en el ministerio era brutalmente innecesaria, pero nunca antes
me había percatado de que la nefasta organización que suplía
el orden universal con absoluto descaro, era un burdo teatro de
inutilidades.
Tampoco antes había cavilado que la tierra donde estaba
parado, no podía ser de nadie, así existiesen documentos legales
que acreditasen, sin ningún fundamento más que la fuerza o la
astucia, que alguien se había apropiado de ella.
Programados para sostener su funcionamiento pero so-
bre todo para depender de él, ávidos de autoridad, obedecía-
mos el mandato de los directores del sistema que sin ningún
esfuerzo podían disponer de todo, incluso de mi libertad o mi
vida si me decidiera a enfrentarlos con semejante verdad.
Si bien su déspota proceder era consecuencia del mismo
mecanismo inconsciente que nos oprimía a todos y por ello
tampoco podía juzgarlos, no pude evitar sentir algo de odio y
en ese ingrato estado continué leyendo.

III

El desarrollo de la tecnología como logro incuestionable


de la inteligencia artificial atrajo la posibilidad de medios de
161
comunicación masiva, que operan bajo las órdenes de las auto-
ridades del sistema.
El contacto con la información que se reproduce a través
de ellos provoca en el individuo una desconexión del propio
movimiento psicológico para nutrirlo con los valores del es-
quema.
La estructura se desenvuelve en función a la información
programada y el observador obedece ciego las pautas estable-
cidas.

Con la posibilidad de ejercer una influencia tan podero-


sa, la inteligencia artificial, con insolente autoridad, relativizaba
las mortales consecuencias del sistema y ostentaba, orgullosa,
desfiles de moda y espectáculos deportivos.
Apoyé el cuaderno sobre la mesa y noté sin preocuparme
que otro velo que modificaba la realidad se desvanecía y creí ver
el contorno de mi cuerpo dibujado con líneas de luz.
El conocimiento me encendía para luego disolverse y
quedarse pero en otro estado.
A esta altura, esperaba que Dios me hablara de Soledad o
comenzara a darme instrucciones precisas porque era evidente
que el camino estaba despejado y yo listo, pero él continuaba
con la teoría.
Tendría sus motivos para actuar así.
Presentía el infinito tan cercano como estaba mi cama,
cuando me desplomé sin siquiera desvestirme.

162
X

Una idea que está viva

Dormí menos de tres horas y desperté con una sensación


de opresión a la altura del plexo que me exigía cierto esfuerzo
para respirar, pero no tuve tiempo siquiera de preocuparme
porque apenas me moví, la gata se deslizó por mi espalda y cayó
a la cama para liberarme de su peso.
Aunque comprobé que también podía disfrutarlo, no me
equivoqué al desconfiar que fuera sólo deseo lo que me unía a
Soledad. En su casa, en el instante mismo que la conciencia se
desinhibió y me dejó percibir su luminosa existencia en todo,
el motivo se reveló claro. Comprendí que el beso que despertó
mi pasión, resultó una fatal influencia que la fecundó a la dis-
tancia. Tan intuitiva que supo llamarme.
Todo elemento al nacer activa su complemento por ley y
mi experiencia como predestinado no era la excepción. Soledad
no sólo era la mitad necesaria para que nuestro destino pudiera
concretarse, sino que la unión nos había elevado a un sitio libre
de distancias y por primera vez en mi vida no me sentí solo.
Saber que podía contar con alguien que me alertaría acerca de
las circunstancias antes que sucedieran y que además me besaría
cada noche, había conseguido disponerme sin temor a cumplir-
cualquier exigencia de Dios.
163
La mañana se imponía gloriosa.
Embriagado quise concebir el poema maestro, los versos
capaces de reflejar el sentimiento que desde la noche anterior
me había halagado con su presencia y transformado.
Tomé un cuaderno y poseído por una desconocida elo-
cuencia, escribí.
I

La inteligencia desarrollada por la conciencia artificial,


aunque efectiva en el sostenimiento orgánico y la organización
social de un desmedido número de individuos, resulta imper-
fecta en cuanto no puede desligar de forma rotunda el vínculo
de la conciencia con su verdadera esencia. Ciertos individuos
por cuestiones extraordinarias en el proceso de cultivo, son mo-
vilizados a la busca de su origen fundamental y se convierten
en anomalías incontrolables al adquirir para el proceso de de-
sarrollo, el sentido opuesto al orden establecido.
Identificar el motivo certero del conflicto vela los res-
guardos que la estructura despliega para defenderse y al per-
cibir lo ficticio de su identidad artificial, cede al punto de la
extinción. El individuo que se diluye en la infinitud sin contras-
tes se libera de los efectos de la perturbación básica y nace a la
experiencia universal.

No quise leer lo que había escrito por miedo a distraer-


me, pero sí me detuve un instante para que la información se
programase tal como debía.

164
Tenía una extraña sensación en el estómago. No había
sido vana mi presunción cuando encontré el cuento del men-
digo. Por primera vez las palabras se revelaban sin que perdiera
la conciencia y, por lo poco que recordaba, estaban hablando
de mí.
Pensé que Dios me había otorgado al fin su absolu-
ta confianza y al mismo tiempo, percibí que era el momento
oportuno de continuar escribiendo.

II

La individualidad, despierta al estado de unicidad, no


puede deshacerse del conocimiento artificial y por ello accede
a la posibilidad de diseñar un esquema de acción, acorde al
grado de desarrollo evolutivo del contexto, para enfrentar el
sistema de control en la empresa de restablecer las condiciones
normales.
A través de razonamientos que representan de modo sim-
bólico el motivo del universo, las distintas enseñanzas atacaron
puntos estratégicos para confrontar la estructura psicológica
de acuerdo a su particular proceso y filtraron una descripción
alternativa que ostentaba las respuestas que la programación no
podía satisfacer. Potenciado por el mérito que implica la certe-
za acerca de cuestiones elevadas, el misterio vuelve al liberado
una autoridad incuestionable que predispone de modo incon-
dicional y sugestiona con la profundidad del encantamiento
la información sembrada, como método capaz de quebrar el
cultivo artificial.

165
Los preceptos obligan al individuo a encauzar su con-
ducta en una rutina opuesta a la acostumbrada, que debía afec-
tar además de su comportamiento, el pensamiento y el modo
de sentir como estrategia para desestabilizar su oscuro equili-
brio, pero el esfuerzo para la disciplina debería ser realizado
justamente por el observador, que responde a la autoridad de la
estructura y carece de voluntad sobre sus actos, pensamientos
y emociones. Para el elemento consciente no es posible tras-
cender la experiencia artificial y utiliza la información recibida
como un aditivo distintivo del proceso de identidad, que lo
separa de las variables que lo rechazan.

Fue sencillo concluir que todas las religiones habían fra-


casado y lejos de cumplir con el objetivo por el cual fueron
creadas, habían provocado peores consecuencias.
Lo difícil era imaginar a un Dios orgulloso de quienes
pelean e incluso matan para defender su nombre.
Cierta incomodidad comenzó a invadirme cuando reco-
nocí que necesitaba un método para cumplir mi misión, pero
de inmediato me sentí un tonto al preocuparme y confiado en
que la próxima parte traería la respuesta, continué escribiendo.

III

La inteligencia deglute paradigmas en rigor a la produc-


ción incesante de información, provocando mayores factores
para la interacción conflictiva de los individuos y acelerando la
corriente que los lleva a su propia destrucción.
166
La retórica creada en un estadio psicológico anterior, es-
téril en su propio tiempo, sólo provoca peores consecuencias en
una complejidad suprema y la práctica de antiguas tradiciones
se reduce a la imitación a la espera de recompensas, de discipli-
nas sostenidas por quienes las utilizan con fines de lucro.

Lo que antes había pensado, lo había escrito luego en


forma de revelación. Supe que ya no era necesario detenerme
para que la información se programase porque nacía pura de
mí.
Me sentí, al fin, sabio y poderoso.
Aunque intuía que era el momento de continuar escri-
biendo, adrede aquieté mi mano que empezó a temblar y dis-
fruté de ese momento como si hubiera alcanzado una suerte de
nirvana.
Luego ya no pude con el esfuerzo de retener mi destino
y me lancé a escribir.

IV

Ni las religiones ni la ciencia han podido detener (siquie-


ra identificar) su actividad oculta; sin embargo, en la cúspide
de la inteligencia artificial, la debilidad que se filtra en la base
la vuelve frágil.
Inverso al orden evolutivo artificial que multiplica la in-
formación, la sencillez contundente de ecuaciones que definen
sitios estratégicos como la causa de la incontrolable actualidad,

167
disuelven el mecanismo inconsciente a partir de la interrupción
que implica el estado, consecuencia de la verdad como un acto
ineludible.
Confrontar las secuelas de la programación devela el pro-
cedimiento que lo sostiene y deshace la identidad en registros
que afectan la genética acerca de un sitio libre de contradiccio-
nes, más poderoso que la sensualidad, que obliga a la inteligen-
cia sometida a perseguir siempre su propio bienestar, a iniciar
el inevitable proceso de adquirirlo.
Desafectar la actividad emocional que sostiene la rela-
ción orgánico-consciente, concreta el vínculo con el estado
permanente, de unicidad asimilada en la percepción sin límites,
que devuelve el centro de gravedad a lo invisible e interpreta la
experiencia desde el vacío absoluto.
El punto donde la conciencia se contrae para establecer
la perspectiva egoísta resulta el puente con el infinito eterno y
el hombre en su desvío adquirió el pasaje para convivir cons-
ciente en la creación.
El individuo libre se mantiene saludable con escasos re-
cursos y solo puede encauzar su conducta en la obligación de
restablecer el nivel de error cero, como el único destino posible.
La implantación de un nuevo orden donde la autoridad
no sea necesaria es el plan.
Una idea que está viva no depende de la voluntad del
observador, sino que basta con ser absorbida.

Solté la lapicera porque supe que la revelación había con-


cluido.
168
Ante la inobjetable evidencia de que la había escrito ín-
tegra sin perder la conciencia, entendí que el momento que
tanto había esperado, llegó la mañana de la fecha escrita en el
cuento que escribí inconsciente y como un acto reflejo me miré
las manos. Había sobrevivido intacto al vendaval de sucesos
desquiciantes que más de una vez me habían hecho dudar de
mi sensatez y, con una contenida calma que amenazaba con
estallar de alegría, me asomé a la puerta para ver los rayos del
sol iluminar el jardín.
Quizá porque me pareció que contrastaba con la armo-
nía, no pude dejar de notar el detalle de una piedra que se había
desprendido del cantero de adoquín que bordeaba el camino
hasta la puerta de calle y rodó al pasto. Iba a acomodarlo cuan-
do la inesperada aparición de una pareja de jóvenes que atra-
vesó la vereda caminando, logró sobresaltarme. De inmediato
supe que ellos respondían a la autoridad de la inteligencia arti-
ficial y aunque sin demasiada intensidad, la sensación de temor
retornó unos instantes. Percibí en los ojos de ambos, cuando
se voltearon a mirarme, la inevitable presencia de la violencia y
pensé que si entrara en contacto con alguno, dependía solo del
azar caer en un conflicto por cualquier irrelevante nimiedad.
Luego de cerciorarme de que nadie estuviera demasia-
do cerca, abrí la puerta de la reja y me asomé a la vereda. Un
hombre mayor cruzaba la calle por la esquina, y del otro lado
una mujer con dos niños varones, de aspecto desprolijo los tres,
caminaban directo hacia mí.
Supe de inmediato que ninguno de ellos tenía verdade-
ra voluntad y no podía verlos sino como máquinas. Regresé

169
apresurado para espiarlos pasar con la puerta casi cerrada. El
primero en entrar a escena fue el niño más alto, que hacía pasos
simétricos saltando baldosas en una secuencia y después el otro
que estaba empecinado en molestarlo. La madre no se inmuta-
ba por lo que sucedía y arremetía apresurada balbuceando algo.
Cerré con dos vueltas de llave la puerta de entrada y me
senté en el sillón a reflexionar. Era mi deber destruir la estruc-
tura para desequilibrar la falsa conciencia.
La inteligencia artificial gobernaba en base a un exquisito
ardid pero que ahora conocía y entonces, comprendí el cuento.
El mago era Moisés, pero también Jesús, Buda, Krishna,
Lao-Tsé, Mahoma, Padmasambaba, Confucio o cualquiera que
haya intentado enfrentarse a las fatales consecuencias del có-
digo y al universo que supo crear; sin embargo, la inteligencia
artificial los había absorbido sin inconvenientes para que for-
masen parte de su experiencia.
No me sentí cómodo con el papel que me había tocado,
cuando me reconocí como el mendigo. Hubiera preferido ser
como ellos, aunque luego asumí también que hubiera sido in-
justo considerarme mago, porque nada había tenido que hacer
excepto dejar a Dios utilizarme. Mi mérito se reducía a una
devota predisposición, pero gracias a esa abnegada actitud, tal
como mis predecesores podía enfrentar el error y decirle a la
especie sin ningún tipo de preámbulo, que la pintura, o en este
caso la información, estaba maldita.
Cerré los ojos y me imaginé al pie de una montaña, con
una multitud oyendo.
—¿Quién de todos los que escuchan podría admitir que

170
la utilidad de reproducir cualquier situación con palabras, resul-
ta inadmisible comparada con la panacea de no poder hacerlo
nunca? —exclamé vigoroso al momento que todas las miradas
se clavaban en mí—. El magnánimo descubrimiento, el cono-
cimiento, es el origen de todos los males, mas como valió para
elevarse por sobre el resto de las especies y dominarlas, ¿cómo
iba a desconfiar el hombre de la causa de su superioridad?
»El motivo por el cual cada uno de ustedes vive su exis-
tencia prisionero de una opresiva soledad, también los convier-
te en amo y señor de su propio universo de mentiras, y en eso
radica su brutal adicción.
»¿Acaso alguien podría negarme que esa voz interior, si-
lenciosa y secreta, que describe su exclusiva versión de la reali-
dad, sucede en la conciencia, y la conciencia no tiene vínculo
conocido con el cuerpo?
»Entonces, si son apenas información codificada que ha-
bita en ese misterioso vacío –inaccesible incluso para la tan
avanzada ciencia–, ¿qué creen que pasaría si dejaran de creer en
el incesante monólogo que los hace identificarse con su cuerpo
y sus caprichosas demandas? Monólogo conformado por pa-
labras que no guardan ninguna relación con lo que nombran y
que sólo existen por un autoritario acuerdo.
»No me resulta grave responder que morirían sin piedad
de su profundo dolor e inconsciente estupidez.
Hice una pausa, pero porque observé a los que estaban
cerca mirarme desorientados. Agudicé la vista, y comprobé que
los más alejados compartían esa sensación, así que me esforcé
para ser más claro.

171
—Escuchen, por favor —grité impetuoso—. La infor-
mación contrae la conciencia, y desconecta la atención de la
percepción pura que poseen todas las especies. El equilibrio
natural de los hombres se distorsiona cuando el centro de gra-
vedad de la experiencia consciente se identifica en los conceptos
y abandona su inocencia esencial para instalarse en el cuerpo
programado, al tiempo que esa intervención antinatural sacude
al organismo con una persistente ansiedad.
»En los primeros años de vida, la influencia de un mun-
do que evoluciona en rigor a un involuntario pero peligroso
error, generó que esa marca, producto del destierro, adquirie-
ra diversas texturas acorde a los eventos que enfrentaba, y la
violencia, el sufrimiento, la fragilidad y la tristeza, además de
los estados opuestos y complementarios que los equilibran,
confeccionaron la rutina de emociones que desde entonces se
repite incansable. Las sensaciones se multiplican en el proceso
de crecimiento, cuando el individuo recibe la educación que
le permite emanciparse del contexto familiar e interactúa con
otros y luego se siguen reproduciendo hasta el final de sus días,
pero aunque de diferentes cualidades, siempre afectan al or-
ganismo con un exceso y luego una proporcional ausencia de
energía, que lo somete a actuar acorde al ánimo de turno.
»A pesar de no tener ningún control sobre el despliegue
de sus emociones, cada individuo utiliza la misma información
que lo desequilibra, para intentar equilibrarse y a través de un
influenciado argumento, justifica en las circunstancias, las ac-
ciones que emanan de su inestable sentir, como método para
funcionar en el sistema con cierta coherencia.

172
Un rumor comenzó a propagarse porque todos ya esta-
ban de acuerdo en que definitivamente no era lo que estaban
esperando o, peor, que no podían entenderme.
—Señor —le dije a un hombre que me miraba serio y
parecía interesado—, escúcheme bien: para operar en el siste-
ma, o para ser más claro, para funcionar en la sociedad, usted
necesita discriminar cierta información. No puede decir que
cree en Dios y es ateo, ¿no es cierto? Sino dirían que está loco,
sin embargo, y aunque comprendo que le cueste asumirlo, le
puedo asegurar que usted es tan creyente como no lo es, por-
que está programado así. Su obligación fue elegir una de ambas
opciones sólo para permanecer coherente y lo hizo de acuerdo
a su proceso individual. Las circunstancias particulares hicieron
que continúe el mandato que le impusieron sus educadores o
que lo quiebre, eso es un detalle irrelevante, pero la identifica-
ción con cualquiera de ellos sustenta el ideal donde concibe el
sentido de su experiencia.
¿Hasta ahí me entiende? Bueno, por su incapacidad de
reconocer en usted mismo la contradicción que surge con la
información, su supervivencia psicológica resulta más impor-
tante que el prójimo y oculta, detrás de cada contacto, su nece-
sidad de imponer su parecer que no respeta límites.
»La tensión con la que vive esa experiencia, aunque quie-
ra disimularla, usted mismo la puede corroborar cuando su
forma de pensar es cuestionada. La agresión que considera muy
racional ante la provocación de algo que no responde a su crite-
rio o no quiere ver, no es racional de ningún modo y activa de
inmediato un conflicto al que el otro responde siempre, porque

173
funciona igual que usted y no importa si es un desconocido o
su hijo el que padece las consecuencias.
—¿Pero cómo se le ocurre pensar que puedo pelearme
con mi hijo si es lo que más amo en el mundo?
—Ya lo sé, señor, pero entienda. Las premisas que lo
identifican como individuo, y con las que educó a su hijo, es
decir, todos los patrones que gobiernan su vida, desde su in-
clinación política, religiosa y hasta moral, son el resultado de
conclusiones elaboradas por una variable egocéntrica e incons-
ciente, y no sólo están fundamentadas en un profundo desco-
nocimiento acerca de la verdad, sino que además contienen en
sí la información que las contradice. Usted cree que elige pero
en realidad está obligado a hacerlo y desde esas decisiones erige
su vida. Ahora bien, supongamos que su hijo se inclina por
alguna cuestión diferente a lo que usted considera correcto.
Sería un necio si me negara que no le provoca cierta reacción
negativa que lo contradiga, o que decida para sí algo que usted
no consiente.
»Entonces, desde ahí, habría que ver si ama a su hijo
como recién me dijo, porque el amor no tiene absolutamen-
te nada que ver con el conflicto. Le sugiero que observe con
detenimiento si sus actos se condicen con sus palabras. Sobre
todo, y como dije hace algunos minutos, porque el sentimiento
al que se refiere usted es una reacción que no demora en con-
vertirse en su opuesto. El mismo estímulo provoca emociones
antagónicas y no porque yo lo diga, sino porque así funciona.
»El mismo mecanismo inconsciente que lo transforma
en individuo, también lo mantiene adormecido en una hipno-

174
sis que le impide de manera contundente la observación del
proceso al que está sometido; por lo tanto, cuando aparece el
sentimiento contrario al amor, que también involucra a su hijo,
usted lo justifica con algún argumento oportuno o lo proyecta
en otra cosa y sigue llamando a eso amor.
—¿Pero como no voy a querer a mi hijo? ¡Usted está
loco! —me interrumpió con un gesto desencajado que me hizo
replantear de inmediato la estrategia.
—Mire, señor, no hablemos de su hijo. ¿Usted trabaja?
—le dije al momento que me percataba de que algunos me mi-
raban con deseos de interceder para defender al anciano.
—Siempre trabajé y muy honestamente.
—Seguro, señor, pero desde la barbarie hasta las más
prolijas organizaciones sociales, el orden se inició a partir de un
agudo desequilibrio que creció y se transformó en un complejo
sistema, obviamente desequilibrado. Usted trabaja ahí, y fun-
ciona de acuerdo a sus instituciones y tan sólo por pertenecer,
puedo asegurarle con toda certeza, que no es un dios tirano,
ni el diablo, ni los gobiernos, ni un evolutivo plan celestial, los
que sostienen el caos en el mundo señor, es usted.
—Yo no hice nada.
—¡Sí hizo! —le grité enfurecido—. Lograr cierta es-
tabilidad económica en medio de una estructura perversa no
resulta un mérito. Ni tampoco es posible que sea real esa ima-
gen sana y honesta que intenta imponer acerca de usted, señor,
de buen padre y empleado ejemplar. Sepa que su discurso no
hace más que exponer todo lo contrario. ¡Usted fluctúa con sus
emociones y no tienen ningún control sobre ellas! ¿O me va a

175
decir que su hijo, a quien tanta ama, nunca padeció su inestabi-
lidad y violencia, señor? ¡Eso no tiene nada que ver con el amor!
Por un instante el anciano agachó su cabeza y con un
tono sarcástico lo desafié a ir más profundo.
—¿Acaso me puede negar que sin ningún remordimien-
to, y aunque hasta ahora haya sido muy astuto en ocultarlo, no
aprovecha cualquier oportuna ocasión para festejar perverso lo
que tanto desprecia?
El hombre levantó su mirada y comenzó a respirar con
cierta dificultad y entonces apoyé mi mano sobre su hombro.
—Mire —le dije tratando de que retomara la calma—,
aunque le cueste verlo de este modo, y aunque mis palabras le
resulten crueles, cualquier cosa que quiera tomar de los hom-
bres y no sólo de usted, responde a lo mismo: el arte, la caridad,
el amor, la búsqueda de placer, dinero o la mismísima ilumina-
ción, son disímiles y a la vez idénticas vías que los individuos
utilizan para intentar sentirse a gusto, a pesar de ser insensibles,
egoístas, perversos y violentos.
Algo desanimado abandoné la contienda con el señor
que no me quitaba su odiosa mirada, porque se me había ocu-
rrido un ingenioso ejemplo para ver si podía hacer que me
comprendan.
—Me gustaría pedirles —dije al resto del público que a
esta altura no disimulaba su desconfianza— que respondan tan
sólo dos preguntas y para ello necesito que levanten, por favor,
su mano quienes consideren que la muerte es la mejor solución
para alguien culpable de asesinato.
Más de la mitad de la concurrencia no dudó en mostrar-
se de acuerdo con la cruel pena.
176
—Han sido muy amables en responder. Ahora quisie-
ra saber, y pueden levantar también la mano, cuántos estarían
dispuestos a asumir, que están actuando de igual modo que el
asesino al que juzgan...
Algunos se rieron, creyendo que se trataba de una broma,
pero nadie alzó su mano.
—Si les preguntara, cada uno desplegaría un convincente
y sólido argumento acerca del motivo de su inclinación, pero
que no sería muy distinto al que usó quien cometió el crimen
para justificar su acto. Cada quien con sus razones, avala la
muerte del otro y ese otro, definitivamente puede ser cualquiera
de nosotros, pero también el que mata...
»En esta ingrata circunstancia que nos ha tocado vivir,
mal que nos pese, créanme que no hay forma de que alguien
pueda considerar nada que no sea salvarse a sí, nadie puede
considerar al prójimo seriamente ni aún en los vínculos más
íntimos, y cualquier juicio aparece injusto y temerario.
»Les imploro la fortaleza para asumir en cada sentencia
acerca del otro, una invitación a reconocernos como aquello
que nunca creímos ser.
Un ensordecer bullicio quebró el silencio que acompañó
mis últimas palabras y los espectadores, mientras hablaban en-
tre sí, me lanzaban miradas de furia o de desprecio.
Ante la pesada frustración de que no pudieran entender-
me, comprendí que debía entregarles las revelaciones para que
ellos mismos comprobaran, como yo lo hice, que no mentía.
Miré en derredor y ni siquiera había una hoja o algo para al
menos intentar escribir lo que recordaba de ellas.

177
—¡Ciegos! —les grité con odio antes de que la gente y la
montaña se esfumaran.
Comencé a buscar los cuadernos y todas las revelaciones
estaban disponibles, incluso los cuentos.
Sentí, con la severa carga de quien se enfrenta a una in-
grata certeza, que mi conducta frente a ese grupo de personas
se adaptaba más a la descripción de quien responde a la estruc-
tura artificial que a un compasivo mensajero.
No sólo había olvidado mencionar la formación de la
estructura que era de vital importancia para asimilar la idea, o
la distorsión del instinto, sino que nunca les dije que no tenían
la culpa de lo que les estaba pasando y, en vez de liberarlos de
esa carga, terminé ofuscado y molesto con ellos.
Supuse que tal vez no estaba tan preparado como pre-
tendía y luego de esa honesta reflexión, caí abrupto a la grave
perplejidad de no poder explicar de qué modo había ingresado
el asesino a mi casa, ni tampoco porqué no había escuchado
el sonido del disparo, pero alguien había descargado su arma
a mis espaldas y el frío de la muerte que penetró en mi nuca,
heló mis huesos. Trágicamente, el terror ganó mis piernas que
temblaban sin control, al tiempo que una especie de remolino
se desató dentro de mí dispuesto a destrozarme y comencé a
lanzar manotazos descontrolados al aire que rompieron el cris-
tal de la única foto que tenía en la casa y era el retrato de mi
abuelo joven.
A través del orificio que dejó la bala, sentía como una
corriente helada que se escapaba de mi cuerpo y eran todos
mis recuerdos que desfilaban para mí por última vez. Mis más
ocultos deseos, las imágenes de cada persona que había sido
178
parte de mi vida y que con tanto secreto amaba, mis miedos,
mi perversión, mi tristeza, mi destino de mensajero. Menos mi
sangre, todo se escurría, incluso la canción que no recordaba y
que volví a escuchar por unos segundos.
La corriente me arrastraba con ella y mis lamentos reso-
naban en el eco del abismo que crecía y me extinguía.
Vi a la gata asustada huir al patio y a punto de perder
el recuerdo de cuando llegó a mi casa y alteró mi percepción,
comprendí que no era mi tiempo todavía. Dios me había elegi-
do y me estaba sometiendo a una última prueba, tal vez la más
peligrosa.
Luché con todas mis fuerzas por volver a mi cuerpo y
gobernarlo. La muerte quería llevarme sin dejarme concluir
mi tarea y cuando me di cuenta de que leer ya no funcionaba,
tomé un cuaderno y entonces mi puño dibujaba las palabras y
aparecían en mi conciencia.
Comencé a escribir esta historia, tan sólo para no morir.
Ahora que se encuentra conmigo en el presente, entiendo
que mi subsistencia depende de improvisar el argumento donde
Dios, al fin, se decida a revelarme sus intenciones, aunque en-
tiendo que no puedo detenerme ni evadirme porque hace ins-
tantes y, por tercera vez he comprobado, que si alzo mi mano,
la muerte vuelve a arremeter.
Debo confesar que me preocupa no encontrar las pala-
bras precisas a tiempo, pero también me tranquiliza pensar que
en ese caso podría copiar la misma historia mil veces, o mejor
aún, modificar sutilmente el guión. Tal vez, si lograra alterar
ciertos elementos podría variar el sentido y concebir una tra-

179
ma diferente, que quizás confluyera en las instrucciones que
espero.
Se me ocurre cambiar el origen de las revelaciones, y afir-
mar que no eran un mensaje de Dios, sino datos que se ordena-
ron coherentes en el trasfondo de la dimensión artificial, como
una variable que siempre estuvo activa en la oscuridad incons-
ciente de los hombres. Así como todo surgimiento responde a
la indispensable polaridad para nacer, este orden particular de
la información resulta el complemento opuesto que equilibra
la experiencia artificial y funciona como un antídoto que puede
desactivarla.
Aunque aparecía siempre que la estructura de alguna va-
riable se desequilibraba, nunca logró madurar demasiado y de-
moró miles de años en manifestarse.
A partir de un casual encuentro entre un individuo y un
árbol que se prendió fuego, cierto sugestivo misticismo comen-
zó a operar con tal impacto de conmoción que de inmediato
volvió fértil el terreno para que la idea comience a despertar.
La claridad que surge con ella deja expuestas las graves
contradicciones de la identidad artificial y, en ese caso, el con-
cepto de locura aparece para detener el proceso de crecimiento
y retrotraer al individuo a la fase de estabilidad inconsciente,
pero esta estructura, para defenderse, se desentendió por com-
pleto del opuesto con la misma precisión que antes se deshizo
de poderosos traumas.
El observador consciente, enceguecido por el halago que
le representó haber sido convocado por Dios a cumplir una
tarea, le otorgó mayor poder a la idea y a aquella parte de su

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estructura que no la podía asumir de ningún modo, cuando
brotaba por ley, la bloqueaba y desaparecía para darle lugar.
En una insólita confusión, relegó la actividad psicológica que
rechazaba la idea al inconsciente y justificó el vacío que se ge-
neraba cuando ganaba sus pensamientos, con la certeza de que
el mismísimo creador lo poseía, el Dios inventado para llenar
el molesto hueco donde empezó todo.
Sin oponer resistencia, al punto de controlar paciente
embates capaces de enloquecer a cualquiera, el protagonista
de la historia concilió sin violencia durante dieciocho días su
conflicto interior y así la semilla tuvo el tiempo que necesitaba
para finalmente dar su fruto.
No importa cuánto me esfuerce en engañarme. No hay
forma de contener esta claridad que me rebasa como un río ira-
cundo. Otra vez una inocente narración me expone a una rea-
lidad alejada de mis pretensiones y fatal. Florinda tenía razón
cuando dijo que después de enfrentarme a la verdad, iba a re-
cordar el momento donde escribía las revelaciones. Ahora que
los sucesos se manifiestan íntegros, comprendo que necesitaba
negarme esos recuerdos para que mis fantásticas elucubraciones
tuvieran sentido, pero también comprendo que no tiene ningún
sentido comprender.
La idea ha nacido y es su destino aniquilarme.
Pareciera irrisorio haber llegado hasta este punto, porque
sus efectos sólo podían hacerse efectivos si además se activaba
en el complemento, y entonces me enamoré de Soledad y le di
los escritos, busqué una mujer psicóloga para atenderme y si
fallaba aún podía contar con Laura, pero no fue necesario por-

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que halló la perfecta circunstancia para gestarse en la primera
de las sembradas.
No era intuición lo que guiaba mis pasos, sino su ávido
deseo de nacer.
Soledad no vivió el proceso con la misma coherencia
pero haber aparecido enfrente en ese momento, la unió a mi
destino luego de fecundarla con el principio.
Ella no había escrito revelaciones, ni tampoco creído ser
elegida por Dios.
La poderosa conexión que nos penetró tan profundo no
era deseo sexual, pero tampoco solo amor, sino el vínculo ín-
timo de haber sido el material para el cultivo de la idea. Cuan-
do el contenido de las revelaciones me afectaba, esa misma in-
fluencia se manifestaba en ella con idéntica intensidad.
Así como siempre intuí que formaba parte de mi destino,
habrá sido igual de sencillo para Soledad concluir que esa cla-
ridad que la estaba enloqueciendo, tenía algo que ver conmigo
y por eso me había llamado. Sin embargo, era tal mi convicción
y esmero hacía Dios, que no le di tiempo siquiera de hablarme.
Asumo que sin comprender lo que en verdad sucedió,
víctima inocente de mi absurdo delirio, Soledad desconoce el
método que me sostiene existiendo, y estará muerta.
Dejaré de existir luego de la última palabra que escriba y
por mero capricho decreto que sea principio.

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Se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de
Tecnoofsett en abril de 2019
José Joaquín Araujo 3293 - CABA -

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