V.S. Ramachandran & S. Blakeslee - Fantasmas en El Cerebro. Debate. Madrid. 1999 PDF
V.S. Ramachandran & S. Blakeslee - Fantasmas en El Cerebro. Debate. Madrid. 1999 PDF
Ramachandran
y Sandra Blakeslee
FANTASMAS
EN EL CEREBRO
Los misterios de la mente al descubierto
DEBATE
pensamiento
Versión castellana de
JUAN MANUEL IBEAS
I.S.B.N.: 84-8306-238-0
Depósito Legal: B, 40,900-1999
Compuesto en VERSAL, A.G., S.L.
Impreso en Limpergraf, Ripollet (Barcelona)
Impreso en España (Printed in Spain)
A mi madre, Meenakshi
A mi padre, Subramanian
A mi hermano, Ravi
A Diane, Mani y Jayakrishna
A todos mis maestros en India e Inglaterra
A Saraswati, la diosa del estudio, la música y la sabiduría
Sumario
El fantasma interior
Para que les resulte más fácil entrar en la onda de esta manera de ha
cer ciencia consideren estos pintorescos casos —y las lecciones que se
pueden extraer de ellos—, tomados de la literatura neurológica de otros
tiempos.
Hace más de cincuenta años, una mujer de edad madura entró en la
clínica de Kurt Goldstein, neurólogo de fama mundial con una habilidad
extraordinaria para el diagnóstico. La mujer parecía normal y hablaba
con fluidez; de hecho, no parecía sufrir ningún trastorno. Pero tenía un
problema extraordinario: de vez en cuando, su mano izquierda se lanza
ba a su garganta e intentaba estrangularla. Por lo general, tenía que utili
zar la mano derecha para luchar contra la izquierda, controlarla y bajarla
hasta el costado, más o menos como hacía Peter Sellers en el papel del
Dr. Strangelove. Más de una vez, incluso, había tenido que sentarse so
bre la mano asesina, tan empeñada estaba ésta en acabar con su vida.
No resulta sorprendente que el médico de cabecera de la mujer hubiera
decidido que estaba mentalmente perturbada o histérica, y la hubiera envia
do a varios psiquiatras para que la trataran. Como esto no sirvió de nada, la
enviaron al doctor Goldstein, que tenía fama por sus diagnósticos de casos
difíciles. Después de examinarla, Goldstein llegó a la conclusión de que no
estaba psicótica, mentalmente perturbada ni histérica. No tenía defectos
neurológicos obvios, como parálisis o reflejos exagerados. Pero no tardó en
encontrar una explicación de su conducta: como usted y como yo, la mujer
poseía dos hemisferios cerebrales, cada uno especializado en diferentes ca
pacidades mentales, que controlan los movimientos del lado contrario del
cuerpo. Los dos hemisferios están conectados por un haz de fibras que
se llama cuerpo calloso, que permite que los dos lados se comuniquen y se
mantengan «sincronizados». Pero, a diferencia de la mayoría de nosotros, el
hemisferio derecho de esta mujer (que controlaba su mano izquierda) pare
cía tener tendencias suicidas latentes, un auténtico empeño en poner fin a su
vida. En principio, estas tendencias se habían mantenido a raya mediante
«frenos»: mensajes inhibidores enviados a través del cuerpo calloso desde
el hemisferio izquierdo, más racional. Pero si hubiera sufrido, como Golds
tein sospechaba, una lesión en el cuerpo calloso como consecuencia de un
ataque de apoplejía, la inhibición podría haber quedado suprimida. El lado
derecho del cerebro y su mano izquierda asesina habían quedado libres y ya
podían intentar estrangularla.
Esta explicación no está tan traída por los pelos como puede parecer,
ya que se sabe desde hace tiempo que el hemisferio derecho tiende a ser
más inestable emocionalmente que el izquierdo. Los pacientes que sufren
apoplejía en el hemisferio izquierdo suelen mostrarse angustiados, depri
midos o preocupados por sus posibilidades de recuperación. La razón pa
rece ser que, al estar lesionado el hemisferio izquierdo, el derecho toma
el mando y se queja de todo. En cambio, las personas que sufren una le
sión en el hemisferio derecho suelen mostrarse indiferentes como bendi
tos a sus propios problemas. El hemisferio izquierdo no es tan irritable.
(Insistiremos en esto en el Capítulo 7.)
Cuando Goldstein emitió su diagnóstico, a algunos les tuvo que pa
recer ciencia-ficción. Pero poco después de acudir a su consulta, la mujer
falleció de repente, probablemente de un segundo ataque (no, no se es
tranguló a sí misma). Y la autopsia confirmó las sospechas de Goldstein:
antes de empezar a emular al Dr. Strangelove, había sufrido un grave ataque
en el cuerpo calloso, y por eso el lado izquierdo del cerebro ya no podía
«hablar» con el derecho y mantenerlo controlado como de costumbre.
Goldstein había desvelado el carácter dual de la función cerebral, de
mostrando que, efectivamente, los dos hemisferios están especializados
en diferentes tareas.
» Consideremos ahora el simple acto de sonreír, algo que todos hace
mos a diario en situaciones sociales. Vemos a un amigo y sonreímos.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese mismo amigo nos enfoca con una cámara y
nos pide que sonriamos cuando él nos diga? En lugar de una expresión
natural, nos sale una mueca horrorosa. Paradójicamente, un acto que eje
cutamos sin esfuerzo docenas de veces al día se vuelve extraordinariamente
difícil cuando alguien, simplemente, nos pide que lo hagamos. Se podría
pensar que es por vergüenza; pero ésa no puede ser la respuesta, porque
si se mira usted en un espejo e intenta sonreír, le aseguro que le vuelve a
salir la misma mueca.
La razón de que estos dos tipos de sonrisa sean tan diferentes es que
están controlados por diferentes regiones del cerebro, y sólo una de ellas
contiene un «circuito de sonrisa» especializado. La sonrisa espontánea se
genera en los ganglios básales, que son grupos de células situados entre
la corteza superior del cerebro (donde tienen lugar el pensamiento y la pla
nificación) y el tálamo, evolutivamente más antiguo. Cuando vemos la cara
de un amigo, el mensaje visual de esa cara acaba llegando al centro emo
cional del cerebro, el sistema límbico, y desde ahí se retransmite a los
ganglios básales, que orquestan la secuencia de actividad de los múscu
los faciales necesaria para producir una sonrisa natural. Cuando se acti
va este circuito, la sonrisa es auténtica. Una vez puesta en marcha, toda
la secuencia de acontecimientos ocurre en una fracción de segundo, sin
que tengan que intervenir las partes pensantes de la corteza.
Pero, ¿qué ocurre cuando alguien nos pide que sonriamos para hacemos
una fotografía? Las instrucciones verbales del fotógrafo son recibidas y
comprendidas por los altos centros pensantes del cerebro, que incluyen
la corteza auditiva y los centros de lenguaje. Desde ahí se retransmite a la
corteza motora, situada en la parte delantera del cerebro, que se especia
liza en producir movimientos voluntarios que requieren habilidad, como
tocar el piano o peinarse. A pesar de su aparente sencillez, para sonreír es
preciso orquestar cuidadosamente docenas de pequeños músculos, en el
orden adecuado. Para la corteza motora (que no está especializada en ge
nerar sonrisas naturales), ésta es una tarea tan complicada como tocar una
pieza de Rachmaninoff sin haber estudiado piano, y, por tanto, fracasa es
trepitosamente. La sonrisa es forzada, tensa, nada natural.
La evidencia de que existen dos «circuitos de sonrisa» diferentes se
obtuvo en pacientes con lesiones cerebrales. Cuando una persona sufre
un ataque de apoplejía en la corteza motora derecha —la región cerebral
especializada que ayuda a coordinar movimientos complicados en el lado
izquierdo del cuerpo—, a la parte izquierda se le amontonan los proble
mas. Si se le pide que sonría, el paciente produce la conocida sonrisa for
zada y poco natural, pero ahora es aún más fea que antes; es media son-
risa, sólo en el lado derecho de la cara. Pero si el mismo paciente ve a un
amigo o a un pariente querido que entra por la puerta, su rostro estalla en
una amplia sonrisa natural, en la que intervienen ambos lados de la boca
y de la cara. La razón es que sus ganglios básales no han resultado daña
dos por el ataque, y, por tanto, el circuito especial para generar sonrisas
simétricas permanece intacto8.
Muy de vez en cuando, nos encontramos con un paciente que parece
haber sufrido un pequeño ataque, sin que ni él ni nadie más lo note hasta
que intenta sonreír. De repente, sus seres queridos ven con asombro que
sólo sonríe con la mitad de la cara. Y, sin embargo, cuando el neurólogo
le pide que sonría exhibe una sonrisa simétrica, aunque forzada. Exacta
mente lo contrario que el paciente anterior. Esta persona, según se com
prueba luego, ha sufrido un ligero ataque que sólo afectó selectivamente
a los ganglios básales de un lado del cerebro.
El acto de bostezar aporta nuevas pruebas de la existencia de circui
tos especializados. Como se sabe, muchas víctimas de apoplejía quedan
con el lado izquierdo o derecho del cuerpo paralizado, dependiendo del
lado del cerebro en el que se produzca la lesión. Los movimientos vo
luntarios del lado contrario del cuerpo quedan anulados de manera per
manente. Mas, cuando uno de estos pacientes bosteza, ¡estira espontá
neamente los dos brazos! Sorprendiéndoles a ellos mismos, su brazo
paralizado vuelve de pronto a la vida. Esto es posible porque lo que con
trola el movimiento de los brazos durante el bostezo es una ruta cerebral
diferente, una ruta estrechamente relacionada con los centros respirato
rios del tronco encefálico.
En ocasiones, una pequeñísima lesión cerebral, que dañe sólo a unas
pocas células entre miles de millones, puede provocar problemas de lar
go alcance que parecen absolutamente desproporcionados con la magni
tud de la lesión. Por ejemplo, se podría pensar que en la memoria inter
viene todo el cerebro. Cuando pronuncio la palabra «rosa» evoca toda
clase de asociaciones: imágenes de una rosaleda, la primera vez que al
guien nos regaló una rosa, el olor, la suavidad de los pétalos, una perso
na llamada Rosa, etc. Incluso el simple concepto de «rosa» provoca nu
merosas asociaciones, lo que parece indicar sin lugar a dudas que todo el
cerebro está participando en aportar toda clase de recuerdos.
Pero la desdichada historia de un paciente conocido como H. M. da a
entender otra cosa9. H. M. padecía una modalidad particularmente intra
table de epilepsia, por lo que sus médicos decidieron extirpar el tejido
Figura 1.3. Representación artística de un cerebro: la corteza exterior, con
sus circunvoluciones, se ha dibujado parcialmente transparente para que se vean las
estructuras internas. En el centro está el tálamo (oscuro), y entre él y la corteza hay
grupos de células que se llaman ganglios básales (no dibujados). Incrustadas en la
parte delantera de los lóbulos temporales están las amígdalas, oscuras y en forma de
almendra, que son la «puerta» de entrada al sistema límbico. En el lóbulo temporal
se ve también el hipocampo, que interviene en la memoria. Además de las amígda
las, se ven otras partes del sistema límbico, como el hipotálamo (debajo del tálamo).
Los circuitos límbicos intervienén en la manifestación de emociones. Los hemisfe
rios están conectados a la médula espinal por el tronco encefálico (formado por el
bulbo raquídeo, el puente y el mesencéfalo). Debajo de los lóbulos occipitales está
el cerebelo, que se ocupa principalmente de la coordinación y sincronización de mo
vimientos. Tomado de Brain, Mind and Behavior, de Bloom y Laserson (1988),
Educational Broadcasting Corporation. Reproducido con permiso de W. H. Freeman
and Company.
«enfermo» de ambos lados de su cerebro, incluyendo dos pequeñas es
tructuras en forma de caballitos de mar (una a cada lado) llamadas hipo
campos. Estas estructuras controlan la inclusión de nuevos recuerdos.
Esto lo sabemos ahora porque, después de la operación, H. M. ya no pudo
formar nuevos recuerdos, a pesar de que recordaba todo lo que le había
ocurrido antes de la operación. En la actualidad, los médicos tratan al
hipocampo con más respeto y nunca lo extirpan intencionadamente de
ambos lados del cerebro (Figura 1.3).
Aunque nunca he trabajado directamente con H. M., he visto muchos
pacientes con formas similares de amnesia, provocadas por el alcoholis
mo crónico o la hipoxia (falta de oxígeno en el cerebro después de una
operación). Hablar con ellos es una experiencia turbadora. Por ejemplo,
cuando saludo al paciente, parece inteligente y sin problemas para ex
presarse. Habla normalmente, e incluso discute de filosofía conmigo. Si
le pido que sume o que reste, lo hace sin ningún problema. No está alte
rado emocional ni psicológicamente, y puede hablar sin dificultades de
su familia y sus diversas actividades.
Entonces le pido disculpas y voy al baño. Cuando regreso, no hay ni
una chispa de reconocimiento, ni la menor señal de que me haya visto en
toda su vida.
—¿Recuerda usted quién soy?
—No.
Le enseño una pluma.
—¿Qué es esto?
—Una pluma estilográfica.
—¿De qué color es?
—Roja.
Meto la pluma bajo un cojín de un sillón y le pregunto:
—¿Qué acabo de hacer?
—Ha metido la pluma debajo de ese cojín —responde sin vacilar.
A continuación sigo charlando con él, preguntándole, por ejemplo,
por su familia. Al cabo de un minuto le pregunto:
—Hace un momento le enseñé una cosa. ¿Recuerda lo que era?
-—No —responde, desconcertado.
—¿No recuerda que le enseñé un objeto? ¿Recuerda dónde lo puse?
—No.
No recuerda en absoluto que yo escondiera una pluma sesenta se
gundos antes.
Estos pacientes están, a todos los efectos, congelados en el tiempo, ya
que sólo recuerdan cosas que ocurrieron antes del accidente que dañó su
sistema nervioso. Pueden recordar hasta el menor detalle de su primer
partido de béisbol, de su primera cita o de su graduación, pero no recuer-
dan nada posterior a la lesión. Por ejemplo, si después del accidente se
les da un periódico de la semana anterior pueden leerlo todos los días
como si fuera un periódico nuevo cada vez. Pueden leer una novela de
misterio una y otra vez, disfrutando cada vez con el argumento y el sor
prendente final. Les puedo contar el mismo chiste media docena de ve
ces, y cada vez que llego a la frase culminante se ríen a carcajadas (bue
no, en realidad, esto también lo hacen mis alumnos de doctorado).
Estos pacientes nos están diciendo algo muy importante: que una pe
queña estructura cerebral llamada hipocampo es absolutamente impres
cindible para archivar nuevos recuerdos en el cerebro (aunque en reali
dad, las huellas de memoria no se almacenan en el hipocampo). Esto
demuestra las posibilidades del enfoque modular: si quieres entender la
memoria, mira el hipocampo y reducirás mucho el campo de investiga
ción. Y, sin embargo, como veremos, estudiando sólo el hipocampo nun
ca se podrán explicar todos los aspectos de la memoria. Para comprender
cómo se recuperan los recuerdos al instante de solicitarlos, cómo se corri
gen, se clasifican (¡y a veces, hasta se censuran!), es necesario estudiar
cómo interacciona el hipocampo con otras estructuras cerebrales como los
lóbulos fontales, el sistema límbico (que se ocupa de las emociones) y las
estructuras del tronco encefálico (que nos permiten acceder de manera
selectiva a recuerdos concretos).
La intervención del hipocampo en la formación de recuerdos está
comprobada sin lugar a dudas, pero ¿existen regiones cerebrales espe
cializadas en habilidades más esotéricas, como el «sentido numérico»,
exclusivo de los humanos? No hace mucho me encontré con un caballe
ro, Bill Marshall, que había sufrido un ataque de apoplejía una semana
antes. Animoso y en proceso de recuperación, se mostró encantado de ha
blar sobre su vida y su situación médica. Cuando le pedí que me hablara
de su familia nombró a todos sus hijos, explicó a qué se dedicaba cada
uno y me dio numerosos detalles sobre sus nietos. Era locuaz, inteligen
te y expresivo, y no todo el mundo está así a los pocos días de sufrir un
ataque.
—¿A qué se dedicaba usted? —le pregunté.
—Era piloto de las Fuerzas Aéreas —respondió Bill.
—¿En qué clase de aparato volaba?
Dijo el modelo de avión y añadió:
—En su tiempo, era la cosa más rápida que el hombre había fabrica
do en este planeta.
A continuación, me explicó a qué velocidad volaba y dijo que lo ha
bían fabricado poco antes de la introducción de los motores de propulsión
a chorro.
En cierto momento, le pregunté:
—A ver, Bill. ¿Puede usted restar siete de cien? ¿Cuántos son cien me
nos siete?
—Esto... ¿Cien menos siete? —dijo.
—Sí.
—Hum... Cien menos siete...
—Sí, cien menos siete.
—A ver... —dijo Bill—. Cien. Quiere usted que reste siete de cien.
Cien menos siete.
—Sí.
—¿Noventa y seis?
—No.
—¡Oh! —exclamó.
—Intentemos otra cosa. ¿Cuántos son diecisiete menos tres?
—¿Diecisiete menos tres? ¿Sabe? No se me dan muy bien estas co
sas —dijo Bill.
—Bill —dije yo—. ¿La respuesta es un número más grande o un nú
mero más pequeño?
—Un número más pequeño, claro —dijo, demostrando que sabía lo
que es restar.
—Muy bien. ¿Cuántos son diecisiete menos tres?
—¿Doce? —dijo por fin.
Empecé a preguntarme si Bill tenía problemas para entender lo que
es un número o la naturaleza de los números. De hecho, la cuestión de los
números es antigua y complicada, y se remonta a Pitágoras.
—¿Qué es el infinito? —le pregunté.
—El número más grande que existe —respondió.
—¿Qué número es más grande: ciento uno o noventa y siete?
Respondió inmediatamente:
—Ciento uno es el más grande.
—¿Por qué?
—Porque tiene más dígitos.
Esto significaba que Bill todavía comprendía, al menos de manera tá
cita, conceptos numéricos complicados, como el valor de la posición.
Además, aunque era incapaz de restar tres de diecisiete, su respuesta no
había sido completamente absurda. Había dicho «doce», no 75 o 200, lo
que significaba que todavía era capaz de hacer cálculos relativamente
aproximados.
Entonces decidí contarle un chiste:
«El otro día, un hombre asistió a la nueva sala de dinosaurios del Mu
seo de Historia Natural de Nueva York y vio allí un enorme esqueleto. Que
ría saber lo antiguo que era, de modo que se acercó a un viejo empleado
que estaba sentado en un rincón y le preguntó:
—Oiga, amigo. ¿Qué antigüedad tienen estos huesos de dinosaurio?
El empleado miró al hombre y respondió.
—Tienen sesenta millones y tres años, señor.
—¿Sesenta millones y tres años? No sabía que podían datar los hue
sos de dinosaurio con tanta exactitud. ¿Cómo pueden saber que son exac
tamente sesenta millones y tres años?
—Muy fácil —dijo el empleado—. Hace tres años que trabajo aquí,
y cuando llegué me dijeron que el esqueleto tenía sesenta millones de
años.»
Bill estalló en carcajadas al concluir el chiste. Era evidente que en
tendía de números mucho más de lo que parecía. Se necesita una mente
educada para entender este chiste, ya que se basa en lo que los filósofos
llaman «la falacia de la exactitud mal aplicada».
Entonces le pregunté a Bill:
—A ver, ¿por qué le parece gracioso?
—Bueno, verá —dijo—. El nivel de precisión es inadecuado.
Bill entendía el chiste y el concepto de infinito, y, sin embargo, no era
capaz de restar tres de diecisiete. ¿Significa esto que cada uno de noso
tros posee un centro numérico en la región del giro angular izquierdo
(donde el ataque había dañado a Bill), que se encarga de sumar, restar, mul
tiplicar y dividir? Yo no lo creo. Pero es evidente que esta región —el giro
angular— es necesaria de algún modo para los cálculos numéricos, aun
que no es necesaria para otras facultades, como la memoria a largo pla
zo, el lenguaje o el humor. Paradójicamente, tampoco es necesaria para
entender los conceptos numéricos en los que se basan los cálculos. Toda
vía no sabemos cómo funciona este circuito «aritmético» del giro angu
lar, pero al menos ya sabemos dónde buscarl0.
Muchos pacientes de discalculia, como Bill, padecen también un
trastorno cerebral asociado, llamado agnosia dactilar: son incapaces de de
cir el nombre del dedo que el neurólogo señala o toca. ¿Es pura coinci
dencia que las operaciones aritméticas y los nombres de los dedos ocu
pen regiones adyacentes, o tiene algo que ver con el hecho de que todos
aprendemos de pequeños a contar con los dedos? El hecho observado de
que algunos de estos pacientes conserven una de las dos funciones (citar
los dedos por su nombre) aunque hayan perdido la otra (sumar y restar)
no rebate el argumento de que las dos deben de estar estrechamente rela
cionadas y probablemente ocupan el mismo nicho anatómico en el cere
bro. Es posible, por ejemplo, que las dos funciones estén localizadas en
lugares muy próximos y dependan una de otra durante la fase de apren
dizaje, aunque en el adulto cada función puede sobrevivir sin la otra. En
otras palabras: es posible que un niño tenga que mover subconsciente
mente los dedos para contar, mientras que usted o yo no necesitamos ha
cerlo.
Estos ejemplos históricos y casos sacados de mis notas apoyan la hi
pótesis de que existen circuitos o módulos especializados, y todavía en
contraremos varios ejemplos más en este libro. Pero siguen en pie otras
cuestiones igualmente interesantes, y también éstas las vamos a explorar.
¿Cómo funcionan en realidad los módulos y cómo «hablan» unos con
otros para generar la experiencia consciente? ¿En qué medida están todos
estos intrincados circuitos cerebrales especificados en los genes, o en qué
medida se desarrollan gradualmente como resultado de las primeras ex
periencias, cuando el niño pequeño empieza a interaccionar con el mun
do? (Éste es el antiguo debate de «la herencia contra la crianza», que dura
desde hace cientos de años, a pesar de lo cual todavía no estamos ni em
pezando a aproximarnos a formular una respuesta.) Aunque ciertos cir
cuitos estén formados desde el nacimiento, ¿significa esto que no se pue
den alterar? ¿En qué medida es modificable el cerebro adulto? Para
responder a esto, les voy a presentar a Tom, una de las primeras personas
que me ayudaron a explorar estas grandes cuestiones.
Capítulo 2
Me propongo hablar
de cuerpos que han cambiado
a formas diferentes.
Los cielos y todo lo que hay bajo ellos,
la Tierra y sus criaturas,
todo cambia.
Y nosotros, parte de la creación,
también debemos experimentar cambios.
Ovidio
Persiguiendo al fantasma
L
El estudio de pacientes con miembros fantasmas me ha proporciona
do información sobre el funcionamiento interno del cerebro que va mu
cho más allá de las sencillas cuestiones con las que empecé hace cuatro
años, cuando Tom entró en mi despacho. Hemos sido testigos (directa e
indirectamente) de la formación de nuevas conexiones en el cerebro adul
to, de la interacción de informaciones procedentes de diferentes sentidos,
de la relación entre la actividad de los mapas sensoriales y la experiencia
sensorial y, en términos más generales, de cómo el cerebro está cons
tantemente poniendo al día su modelo de realidad, en respuesta a las nue
vas entradas sensoriales.
Esta última observación arroja nueva luz sobre el debate que llama
mos «herencia contra crianza», permitiéndonos plantear la siguiente pre
gunta: ¿los miembros fantasmas se deben principalmente a factores no
genéticos, como la remodelación del mapa o los neuromas del muñón, o
representan la persistencia fantasmal de una «imagen corporal» innata, de
terminada genéticamente? La respuesta parece ser que el fantasma surge
a consecuencia de una compleja interacción entre ambos tipos de facto
res. Les voy a poner cinco ejemplos que confirman esto.
En el caso de los amputados por debajo del codo es frecuente que los
cirujanos corten el muñón hendiéndolo por la mitad y dándole una forma
semejante a una pinza, como alternativa al típico garfio metálico. Después
de la operación, los pacientes aprenden a usar estas pinzas del muñón
para agarrar objetos, darles la vuelta y manipular de otras maneras el
mundo material. Lo curioso es que su mano fantasma (situada a cierta
distancia de la carne real) también se siente hendida en dos: cada pieza
de la pinza está formada por uno o más dedos fantasmas, que imitan per
fectamente los movimientos del muñón. Conozco un caso de un pacien
te al que le amputaron las pinzas, pero se quedó con un fantasma perma
nentemente hendido: una sorprendente demostración de que el bisturí de
un cirujano puede modelar un fantasma. Después de la primera opera
ción, en la que se hendió el muñón, el cerebro de este paciente debió de
recomponer su imagen corporal para incluir las pinzas. De otro modo,
¿por que iba a sentir pinzas fantasmas?
Hay otros dos casos que son a la vez curiosos e informativos. Una
niña que nació sin antebrazos y que experimentaba manos fantasmas a quin
ce centímetros por debajo de sus muñones utilizaba con frecuencia sus de
dos fantasmas para calcular y resolver problemas aritméticos. Una
muchacha de dieciséis años que nació con la pierna derecha cinco centí
metros más corta que la izquierda y que sufrió una amputación por deba
jo de la rodilla a los seis años tenía la extraña sensación de poseer cuatro
pies. Además del pie bueno y del esperado pie fantasma, desarrolló dos
pies fantasmas adicionales, uno al nivel exacto del amputado y otro, con
su pantorrilla y todo, que llegaba hasta el suelo, donde habría estado el
amputado si no hubiera sido congénitamente más corto6. Aunque los in
vestigadores han utilizado este caso como ejemplo de la influencia de los
factores genéticos en la determinación de la imagen corporal, también se
podría utilizar como ejemplo de las influencias no genéticas: ¿por qué
iban los genes a especificar tres imágenes separadas de una misma
pierna?
Un cuarto ejemplo que demuestra la compleja interacción entre genes y
ambiente nos hace volver a nuestra observación de que muchos amputa
dos experimentan vivamente movimientos fantasmales, tanto voluntarios
como involuntarios, aunque en la mayoría de los casos los movimientos
acaban por desaparecer. Estos movimientos se experimentan al principio
porque el cerebro continúa enviando órdenes motoras a los miembros
perdidos (y supervisándolos) después de la amputación. Pero tarde o tem
prano, la falta de confirmación visual (caramba, no hay brazo) hace que
el cerebro del paciente rechace estas señales y deje de experimentar los
movimientos. Pero si esta explicación es correcta, ¿cómo se puede en
tender la presencia persistente de movimientos fantasmales perfectamen
te sentidos en personas como Mirabelle, que nació sin brazos? Sólo puedo
aventurar que un adulto normal ha tenido toda una vida de retroalimen-
tación visual y cinestésica, un proceso que hace que el cerebro siga espe
rando dicha retroalimentación incluso después de la amputación. El ce
rebro se «decepciona» si la expectativa no se cumple y ello conduce con
el tiempo a la pérdida de movimientos voluntarios, e incluso a la com
pleta desaparición del fantasma mismo. Sin embargo, las zonas sensoria
les del cerebro de Mirabelle no han recibido nunca esa retroalimentación.
En consecuencia, el cerebro no ha aprendido a depender de la retroali
mentación sensorial y esta carencia podría explicar que la sensación de
movimiento haya persistido, inalterada, durante veinticinco años.
El último ejemplo está sacado de mi propio país, India, que visito to
dos los años. Allí, la temida enfermedad de la lepra es todavía bastante
común, y con frecuencia acarrea la mutilación progresiva y la pérdida de
miembros. En la leprosería de Vellore me contaron que los pacientes que
pierden los brazos no experimentan fantasmas y yo vi personalmente va
rios casos que confirmaban esta declaración. La explicación más acepta
da es que el paciente «aprende» poco a poco a asimilar el muñón en su
imagen corporal, gracias a la retroalimentación visual; pero si esto es
cierto, ¿cómo se explica la presencia continuada de fantasmas en los am
putados? Tal vez influya de algún modo la pérdida gradual del miembro
o la presencia simultánea de lesiones nerviosas progresivas, causadas por
la bacteria de la lepra. Esto daría a los cerebros más tiempo para reajus
tar su imagen corporal y adaptarla a la realidad. Pero lo más raro es que
cuando uno de estos pacientes desarrolla gangrena en el muñón y se le
amputa el tejido enfermo, sí que desarrolla un fantasma. Pero no un fan
tasma del muñón, sino un fantasma de la mano entera. Es como si el ce
rebro tuviera una representación doble del cuerpo: una imagen corporal
original, determinada genéticamente, y otra imagen que se actualiza
constantemente y que puede incorporar cambios posteriores. Por alguna
extraña razón, la amputación altera el equilibrio y resucita la imagen cor
poral original, que siempre ha estado compitiendo por llamar la aten
ción7.
Menciono estos curiosos ejemplos porque implican que los miem
bros fantasmas surgen a consecuencia de una compleja interacción entre
variables genéticas y de experiencia, cuyas contribuciones relativas sólo
se podrán desentrañar a base de investigaciones empíricas sistemáticas.
Como sucede en la mayoría de los debates del tipo «herencia/crianza»,
no tiene sentido preguntar cuál de las variables es la más importante, a
pesar de las extravagantes afirmaciones en sentido contrario que se en
cuentran en la literatura sobre el coeficiente intelectual (IQ). (De hecho,
la cuestión tiene tanto sentido como preguntarse si el carácter húmedo del
agua se debe a las moléculas de hidrógeno o a las de oxígeno que com
ponen el HzO.) Pero la buena noticia es que realizando los tipos adecua
dos de experimentos se puede empezar a distinguirlas, investigar cómo
interactúan y, con el tiempo, desarrollar nuevos tratamientos para el do
lor fantasmal. Parece extraordinario que exista la mera posibilidad de uti
lizar una ilusión visual para eliminar el dolor, pero hay que tener en cuen
ta que el dolor mismo es una ilusión, construida enteramente en el
cerebro, como cualquier otra experiencia sensorial. Al fin y al cabo, uti
lizar una ilusión para borrar otra no parece tan sorprendente.
Los experimentos que he comentado hasta ahora nos han ayudado a
comprender lo que ocurre en los cerebros de los pacientes con fantasmas
y nos han dado pistas sobre cómo podríamos contribuir a aliviar su dolor.
Pero aquí hay un mensaje más profundo: Nuestro propio cuerpo es un
fantasma, un fantasma que nuestro cerebro ha construido temporalmen
te, por pura conveniencia. Sé que esto les parecerá asombroso, pero me
propongo demostrarles la maleabilidad de nuestra imagen corporal y
cómo se puede alterar radicalmente en tan sólo unos segundos. Dos de es-'
tos experimentos los puede realizar el lector consigo mismo en cualquier
momento; el tercero requiere una visita a una tienda de artículos de Ha-
lloween.
Para experimentar la primera ilusión necesitará usted dos ayudantes
(los llamaremos Julie y Mina). Siéntese en una silla, con los ojos venda
dos, y pida a Julie que se siente en otra silla delante de usted, mirando en
la misma dirección que usted. Haga que Mina se siente a su derecha y déle
las siguientes instrucciones: «Coge mi mano derecha y guía mi dedo ín
dice a la nariz de Julie. Mueve mi mano de manera rítmica, para que el
dedo índice toque la nariz varias veces seguidas, con una secuencia cual
quiera, como un código Morse. Al mismo tiempo, usa tu mano izquierda
para tocarme la nariz con el mismo ritmo y al mismo tiempo. Los toques
en mi nariz y en la de Julia deben estar perfectamente sincronizados.»
Con un poco de suerte, al cabo de 30 o 40 segundos sentirá la curio
sa ilusión de que se está tocando su propia nariz, pero que ésta se en
cuentra lejos de la cara, como si la nariz se hubiera dislocado y estirado
casi un metro. Cuanto más arbitraria e impredecible sea la secuencia de
toques, más intensa será la ilusión. Se trata de una ilusión extraordinaria.
¿A qué se debe? Yo sugiero que el cerebro «se da cuenta» de que las sen
saciones táctiles del dedo índice están perfectamente sincronizadas con
los toques que siente la nariz. Entonces, el cerebro dice: «Los toques que
siento en la nariz son idénticos a las sensaciones del dedo índice derecho.
¿Porqué son idénticas las dos secuencias? La probabilidad de que se tra
te de una coincidencia es nula, y, por tanto, la explicación más probable
es que mi dedo esté tocando mi nariz. Pero también sé que mi mano está
a medio metro de mi cara. Por consiguiente, también mi nariz debe estar
ahí delante, a medio metro de distancia»8.
He probado este experimento con veinte personas y funcionó aproxi
madamente en la mitad (espero que funcione con ustedes). Pero para mí
lo más asombroso es que funcione alguna vez: que con sólo unos segun
dos de estimulación sensorial adecuada se pueda negar el conocimiento
seguro de que uno tiene una nariz normal, la imagen de nuestro cuerpo y
nuestra cara que hemos ido construyendo a lo largo de toda una vida. Este
sencillo experimento no sólo demuestra lo maleable que es nuestra ima
gen corporal, sino que además ilustra el principio más importante en el
que se basa toda percepción: que los mecanismos de percepción funcio
nan principalmente a base de extraer correlaciones estadísticas del mun
do, para crear un modelo que resulta útil durante algún tiempo.
La segunda ilusión es aún más inquietante y sólo se necesita un ayu
dante9. Tendrá usted que ir a una tienda de artículos de broma o de Ha-
lloween y comprar una mano de goma. A continuación, construya una
«pared» de cartón de 60 x 60 cm y colóquela en una mesa, delante de us
ted. Ponga la mano derecha detrás del cartón, de manera que no pueda verla, y coloque la
ces dígale a su amigo que toque a la vez puntos idénticos de su mano y
de la mano de goma, mientras usted mira la mano de goma. A los pocos
segundos le parecerá sentir que la sensación de toque viene de la mano
de goma. Se trata de una experiencia perturbadora, porque usted sabe
perfectamente que está mirando una mano de goma sin cuerpo, pero esto
no impide que su cerebro le atribuya sensaciones. Esta ilusión es otro
ejemplo de lo efímera que es nuestra imagen corporal y de lo fácilmente
que se puede manipular.
Proyectar nuestras sensaciones en una mano de goma ya es bastante
sorprendente, pero todavía resulta más sorprendente que mi alumno Rick
Stoddard y yo descubriéramos que también se pueden experimentar sen
saciones de tacto procedentes de mesas y sillas que no tienen ninguna se
mejanza física con parte alguna del cuerpo humano. Este experimento es
especialmente fácil, ya que sólo se necesita un amigo que nos ayude.
Siéntese ante su mesa y esconda la mano izquierda bajo la mesa. Pídale
a su amigo que dé toquecitos en la superficie de la mesa con la mano de
recha (mientras usted mira) y que al mismo tiempo use la otra mano para
tocar su mano izquierda, la que no está a la vista. Es absolutamente im
prescindible que usted no vea los movimientos de la mano izquierda de
su amigo, ya que esto estropearía el efecto (si es necesario, tápela con un
cartón o una cortina). Al cabo de un minuto, más o menos, empezará us
ted a experimentar toques que proceden de la superficie de la mesa, a pe
sar de que su mente consciente sabe perfectamente que esto es lógica
mente absurdo. Una vez más, la mera improbabilidad estadística de las
dos secuencias idénticas de toques —la que ve en la superficie de la mesa
y la que siente en su mano— induce al cerebro a concluir que la mesa ha
pasado a formar parte de su cuerpo. La ilusión es tan convincente que en
las pocas ocasiones en las que, sin querer, he hecho un toque mucho más
largo en la mesa que en la mano oculta del sujeto éste exclamaba que sen
tía que su mano se «alargaba» o «estiraba» hasta proporciones absurdas.
Estas dos ilusiones son mucho más que trucos para animar las fiestas
y divertir a los amigos. La idea de que se pueden proyectar las sensacio
nes en objetos externos es radical y me recuerda fenómenos como las ex
periencias extracorpóreas e incluso el vudú (se pincha el muñeco y se
«siente» el dolor). Pero, ¿cómo podemos estar seguros de que el estu
diante voluntario no está hablando en metáfora cuando dice «siento mi
nariz ahí lejos» o «siento la mesa como mi propia mano»? Al fin y al
cabo, yo experimento a menudo la «sensación» de que mi coche forma
parte de mi imagen corporal ampliada, hasta el punto de que me enfurez
co si alguien le hace una pequeña rozadura. ¿Voy a decir por eso que el
coche se ha convertido en parte de mi cuerpo?
No son preguntas fáciles de responder, pero para averiguar si los es
tudiantes se identificaban verdaderamente con la superficie de la mesa
ideamos un sencillo experimento basado en lo que se llama respuesta gal
vánica de la piel o RGP. Si yo le golpeo a usted con un martillo o sosten
go una pesada piedra y amenazo con dejarla caer sobre su pie, las zonas
visuales de su cerebro enviarán mensajes a su sistema límbico (el centro
emocional) para que su cuerpo se prepare para adoptar medidas de emer
gencia (básicamente, diciéndole que salga huyendo del peligro). El cora
zón empieza a bombear más sangre y usted empezará a sudar para disi
par el calor. Esta respuesta de alarma se puede medir, midiendo los
cambios de la resistencia de la piel —la RGP— provocados por el sudor.
Si usted ve un cerdo, un periódico o una pluma, no hay RGP, pero si mira
algo evocativo —una fotografía de Mapplethorpe, un desplegable del
Playboy o una roca a punto de caer sobre su pie—, el medidor registrará
mucha RGP.
Así pues, mientras los estudiantes voluntarios miraban la mesa, los co
necté a un aparato de RGP. A continuación, toqué a la vez la mano ocul
ta y la superficie de la mesa durante varios segundos, hasta que el estu-
diante empezaba a experimentar la mesa como si fuera su propia mano.
Entonces, golpeé la superficie de la mesa con un martillo, mientras el es
tudiante miraba. Al instante se produjo un considerable cambio en la
RGP, como si le hubiera machacado los dedos al estudiante. (Cuando
probé el experimento de control, tocar la mesa y la mano sin sincronía, el
sujeto no experimentó la ilusión y no hubo respuesta RGP.) Era como si
la mesa se hubiera conectado al sistema límbico del estudiante y hubiera
quedado asimilada en la imagen corporal, hasta el punto de que los gol
pes y amenazas a la mesa se sienten como amenazas al propio cuerpo, como
demuestra la RGP. Si esta argumentación es correcta, tal vez no sea nin
guna tontería preguntarle a uno si se identifica con su coche. Basta con
darle un golpe al coche para ver si la RGP varía. De hecho, esta técnica
puede ayudarnos a entender algunos fenómenos psicológicos evasivos,
como la empatia y el amor que sentimos por un hijo o un cónyuge. Si dos
personas están muy enamoradas, ¿es posible que una se convierta en par
te de la otra? Puede que se hayan entrelazado las dos almas y no solamente
los cuerpos.
Piensen en lo que todo esto significa. Durante toda la vida, uno va por
ahí dando por supuesto que su «yo» está anclado a un único cuerpo, que
se mantiene estable y permanente por lo menos hasta la muerte. De he
cho, la «lealtad» del «yo» al propio cuerpo es tan axiomática que uno
nunca se para a pensar en ello, y menos se le ocurre ponerlo en duda. Sin
embargo, estos experimentos parecen indicar justamente lo contrario:
que nuestra imagen corporal, por muy permanente que parezca, es una cons
trucción intema totalmente transitoria, que se puede modificar conside
rablemente con unos cuantos trucos sencillos. No es más que una envol
tura que uno ha creado provisionalmente para poder transmitir sus genes
a su descendencia.
Capítulo 4
El zombi en el cerebro
el sol baja hasta el horizonte, pero en términos estadísticos la luz del sol
llega siempre desde arriba y, desde luego, nunca desde abajo.
No hace mucho me sorprendí gratamente al descubrir que Charles
Darwin ya era consciente de este principio. Las plumas de la cola del fai
sán ocelado malayo tienen curiosas marcas en forma de disco, muy simi
lares a las de la figura 4.2, pero sombreadas de izquierda a derecha, y no
de arriba a abajo (Figura 4.3). Darwin comprendió que esto podía servir
le al faisán como reclamo sexual en el ritual de apareamiento; los llama-
Figura 4.3. Las plumas de la cola del faisán ocelado tienen dibujos muy vis
tosos en forma de disco, que suelen estar sombreados de izquierda a derecha, y no
de arriba a abajo. Charles Darwin hizo notar que cuando el ave inicia su ritual de ga
lanteo, la cola se levanta y los discos quedan con la parte clara por arriba, haciendo
el efecto de que sobresalen como los «bultos» de la Figura 4.2. Para el faisán, esto
podría ser lo más parecido a llevar joyas. De El origen deI hombre, de Charles Dar
win (1871), John Murray (Londres).
(más pequeña que la otra. Pero lo asombroso es que cuando se le pedía que
estirara la mano y cogiera una de las dos fichas centrales, los dedos de la
mano que se acercaba a la ficha se abrían a la distancia exacta. Un análi
sis imagen por imagen revelaba que los dedos se separaban exactamente
lo mismo para las dos fichas centrales, a pesar de que a sus ojos (y a los
nuestros) una de ellas parecía un 30 por 100 mayor. Evidentemente, sus
manos sabían algo que sus ojos no sabían, y esto implica que la ilusión
sólo es «vista» por la ruta cerebral del qué. La ruta del cómo —el zom
bi— no se deja engañar ni por un instante, y por eso es capaz de abrir la
mano y agarrar correctamente la ficha.
Este pequeño experimento puede tener interesantes implicaciones
para las actividades cotidianas y deportivas. Los tiradores dicen que si
enfocas demasiado el blanco no das en la diana; es preciso «soltarse» an
tes de disparar. En casi todos los deportes, la orientación espacial es im
portantísima. En el fútbol americano, el quarterback lanza el balón hacia
un punto vacío del campo, calculando dónde estará el receptor si no lo de
tienen. En el béisbol, el outfielder echa a correr en cuanto oye el golpe de
la pelota al entrar en contacto con el bate, y su zona del cómo en el lóbu
lo parietal calcula adonde irá a parar la bola sobre la base de esta entrada
auditiva. Los baloncestistas son capaces de cerrar los ojos y encestar el
balón si tiran siempre desde el mismo punto. De hecho, tanto en los de
portes como en otros muchos aspectos de la vida puede valer la pena «de-
jar suelto al zombi» y permitir que actúe por su cuenta. No existen prue
bas directas de que el zombi —la ruta del cómo— intervenga en todo
esto, pero se puede poner a prueba la idea con técnicas de formación de
imágenes cerebrales.
En cierta ocasión, mi hijo Mani, que tiene ocho años, me preguntó si
no podría ser que el zombi fuera más listo de lo que pensamos, una idea
en la que insisten las antiguas artes marciales y películas modernas como
La guerra de las galaxias. Cuando el joven Luke Sky walker lucha con su
mente consciente, Yoda le aconseja: «Usa la fuerza. Siéntela», y «No, no
lo intentes. Hazlo o no lo hagas. Pero no hay que intentarlo»: ¿Se refería
acaso al zombi?
Yo le respondí que no, pero después empecé a pensármelo mejor.
Porque, a decir verdad, sabemos tan poco sobre el cerebro que vale la
pena considerar seriamente incluso las preguntas de un niño.
El hecho más evidente de la existencia es la sensación de ser una per
sona única y unificada, «dueña» de su destino; de hecho, es tan obvio que
casi nunca nos paramos a pensar en ello. Y, sin embargo, el experimento
del doctor Aglioti y las observaciones hechas en pacientes como Diane
parecen indicar que en nuestro interior existe otro ser que se dedica a sus
cosas sin que nosotros lo sepamos ni seamos conscientes de ello. Incluso
parece que no existe un solo zombi, sino una multitud de ellos habitando
en nuestro cerebro. De ser así, nuestro concepto de que en nuestro cere
bro habita un solo «yo» podría ser una simple ilusión11, aunque se trate
de una ilusión que nos permite organizar más eficazmente nuestra vida,
da sentido a nuestros actos y nos ayuda a interactuar con otros. Esta idea
será un tema recurrente en el resto de este libro. 11
Capítulo 5
Cuando James Thurber tenía seis años, una flecha de juguete dispa
rada sin querer por su hermano se le clavó en el ojo derecho y nunca vol
vió a ver con ese ojo. Aunque la pérdida fue terrible, no tuvo consecuen
cias irreparables; como la mayoría de las personas tuertas, James todavía
podía moverse eficazmente por el mundo. Pero por desgracia, pocos años
después del accidente se le empezó a deteriorar también el ojo izquierdo
de manera progresiva, y a los treinta y cinco años se había quedado com
pletamente ciego. Pero, irónicamente, lejos de constituir un impedimen
to, la ceguera de Thurber estimuló de algún modo su imaginación, y su
campo visual no era oscuro y lúgubre, sino que estaba lleno de aluci
naciones que creaban para él un mundo fantástico de imágenes surrealis
tas. A los admiradores de Thurber les encanta también la película La vida
secreta de Walter Mitty, en la que Mitty, un hombre tímido y apocado, va
y viene de la realidad a la fantasía, como imitando la curiosa condición
de Thurber. Incluso es posible que los extravagantes chistes que tanta
fama dieron a Thurber se inspiraran en su trastorno visual (Figura 5.1) '.
Es decir, James Thurber no estaba ciego en el sentido que usted o yo
le damos a la palabra ceguera: una completa negrura, como la de la no
che más oscura, totalmente desprovista de luna y estrellas, o incluso una
ausencia completa de visión, un vacío insoportable. Para Thurber, la ce- 1
Figura 5.1. «Hace un momento me decía que todo el mundo le parece un co
nejo. ¿Qué quería decir exactamente con eso, señora Sprague?»
Uno de los famosos chistes de James Thurber publicados en The New Yorker.
¿Es posible que sus alucinaciones visuales le inspiraran algunos de estos dibujos?
James Thurber, 1937, de The New Yorker Collection. Reservados todos los derechos.
Hace años me habló usted de una monja de la Edad Media que con
fundió sus trastornos retínales con apariciones celestiales, aunque no veía
ni la décima parte de los símbolos sagrados que veo yo. Los míos inclu
yen una aspiradora azul, chispas de oro, burbujas moradas que se funden,
una masa de espuma, una mancha marrón que baila, copos de nieve, on
das azafranadas y de color azul claro, y dos cuadrados perfectos, y eso por
no hablar de la corona, que antes veía como un halo alrededor de las fa
rolas de la calle y ahora percibo con todo su brillo cuando un rayo de luz
incide en un recipiente de cristal o en un borde metálico. Esta corona, que
suele ser triple, es como un crisantemo compuesto por miles de pétalos ra
diales, todos muy finos y cada uno con todos los colores del prisma en or
den. El hombre no ha diseñado ningún espectáculo de luz comparable a
esta sublime combinación de colores o aparición celestial.
Una vez, después de habérsele roto las gafas, Thurber dijo: «Vi una
bandera cubana volando sobre un banco nacional, vi una anciana desca
rada con una sombrilla gris que pasaba a través del costado de un camión,
vi un gato rodando de lado a lado de la calle dentro de un pequeño barril
a rayas. Vi puentes que se elevaban perezosamente en el aire, como si
fueran globos.»
Thurber sabía cómo aprovechar creativamente sus visiones. «El que
sueña despierto», decía, «debe visualizar su visión tan viva e insistente
mente que acabe convirtiéndose en una realidad.»
Después de ver sus extravagantes dibujos y leer sus textos compren
dí que era muy probable que Thurber sufriera un extraordinario trastor
no neurológico conocido como síndrome de Charles Bonnet. Los pa
cientes que presentan este curioso trastorno suelen tener una lesión en
alguna parte de sus rutas visuales —en el ojo o en el cerebro—, que los
deja parcial o totalmente ciegos. Pero lo paradójico es que, al igual que
Thurber, comienzan a experimentar alucinaciones visuales muy realis
tas, como para «compensar» la realidad que falta en sus vidas. A dife
rencia de otros muchos trastornos mencionados en este libro, el síndro
me de Charles Bonnet está muy extendido en el mundo y afecta a
millones de personas que han perdido la vista a causa de un glaucoma,
cataratas, degeneración macular o retinopatía diabética. Muchos de es
tos pacientes tienen alucinaciones similares a las de Thurber y, sin em
bargo, por raro que parezca, casi ningún médico ha oído hablar de este
trastorno2. Una razón podría ser, simplemente, que las personas que pre
sentan estos síntomas no se lo suelen decir a nadie, por miedo a que las
tachen de locas. ¿Quién iba a creer que una persona ciega ve payasos y
animales de circo haciendo piruetas en su alcoba? Si la abuela, sentada
en su silla de ruedas en la residencia de ancianos, dice: «¿Qué hacen to
dos esos nenúfares en el suelo?», lo más probable es que su familia pien
se que ha perdido la cabeza.
Si mi diagnóstico de la condición de Thurber es correcto, debemos su
poner que no hablaba en metáforas cuando decía que sus sueños y aluci
naciones aumentaban su creatividad. Experimentaba realmente todas
aquellas fantásticas visiones: por su campo visual pasaba, efectivamente,
un gato en un barril a rayas; era cierto que veía copos de nieve bailando
en el aire y una anciana atravesando el costado de un camión.
Pero las imágenes que veía Thurber —y otros pacientes del síndrome
de Charles Bonnet— son muy diferentes de las que usted o yo podemos
conjurar en nuestras mentes. Si yo le pido que describa la bandera esta
dounidense o que me diga cuántas caras tiene un cubo, es probable que
usted cierre los ojos para evitar distracciones y conjure una vaga imagen
interior, para proceder a examinarla y describirla. (Esta habilidad varía mu
cho de una persona a otra; muchos estudiantes dicen que sólo pueden vi-
sualizar cuatro caras en un cubo.) Pero las alucionaciones del síndrome
de Charles Bonnet son mucho más vivas y el paciente no tiene control cons
ciente sobre ellas; surgen de manera completamente espontánea, aunque
pueden desaparecer cuando se cierran los ojos, como si fueran objetos
reales.
Me intrigaban estas alucinaciones por la contradicción interna que re
presentan. Al paciente le parecen extraordinariamente reales —algunos
me han llegado a decir que las imágenes son «más reales que la realidad»
o que los colores son «supervivos»—, y, sin embargo, sabemos que son
meros productos de la imaginación. Por ello, el estudio de este síndrome
podría permitimos explorar esa misteriosa tierra de nadie comprendida en
tre el ver y el saber, y descubrir cómo la lámpara de nuestra imaginación
ilumina las prosaicas imágenes del mundo. Incluso podría ayudarnos a in
vestigar la cuestión, más básica, de cómo y en qué parte del cerebro «ve
mos» las cosas: cómo la compleja cascada de cosas que ocurren en las trein
ta y tantas zonas visuales de mi corteza me permite percibir y comprender
el mundo.
ras, o cortando la cabeza a los criminales con el punto ciego antes de que
fueran ejecutados de verdad. Debo confesar que a veces, en los consejos
de facultad, me divierto decapitando a mi jefe de departamento.
A continuación, podemos preguntarnos qué ocurriría si trazamos una
línea vertical que atraviese el punto ciego. Cierre otra vez el ojo derecho
y mire con el ojo izquierdo la mota negra que hay a la derecha en la Fi
gura 5.3. Después, mueva la página poco a poco hacia delante y hacia
atrás, hasta que el cuadrado rayado, situado en el centro de la franja ne
gra, coincida exactamente con el punto ciego del ojo izquierdo. En ese
momento, el cuadrado rayado desaparecerá. Como ni el ojo ni el cerebro
reciben información alguna acerca de esta parte central de la línea negra
(que coincide con el punto ciego), ¿qué veremos? ¿Dos líneas verticales
con un hueco entre ellas, o una línea continua, con el hueco relleno? La
respuesta está clara: se ve siempre una línea vertical continua. Es posible
que las neuronas del sistema visual lleven a cabo un cálculo estadístico y
«se den cuenta» de que es sumamente improbable que, por puro azar,
dos líneas diferentes estén tan perfectamente alineadas a ambos lados
del punto ciego. En consecuencia, «informan» a los centros superiores del
cerebro de que lo más probable es que se trate de una línea continua. Todo
lo que hace el sistema visual se basa en este tipo de suposiciones fun
dadas.
Pero, ¿y si intentamos confundir al sistema visual, presentándole una
información con contradicciones internas; por ejemplo, introduciendo al
guna diferencia entre los dos segmentos de la línea? ¿Y si un segmento
es negro y el otro blanco (los dos sobre fondo gris)? ¿Seguirá el sistema
visual considerando que los dos segmentos diferentes forman parte de
una misma línea y procederá a completarla? Sorprendentemente, la res
puesta sigue siendo «sí». Se ve una línea recta continua, blanca por arri
ba y negra por abajo, pero con una zona central de color gris metálico (Fi
gura 5.4). Esta es la solución de compromiso que el sistema visual parece
preferir.
La gente suele suponer que la ciencia es un asunto muy serio, que
siempre está basada en teorías, que uno elabora inteligentes conjeturas
basadas en lo que ya se sabe, y luego procede a idear experimentos es
pecíficamente diseñados para poner a prueba esas conjeturas. En reali
dad, la auténtica ciencia se parece más a una excursión de pesca, aun
que muchos de mis colegas se resistan a admitirlo. (Por supuesto, jamás
se me ocurriría decir esto en una solicitud de subvención dirigida a los
Institutos Nacionales de Sanidad, porque la mayoría de las agencias
subvencionadoras sigue aferrada a la ingenua creencia de que la cien
cia consiste en comprobar hipótesis y después ir poniendo cuidadosa
mente los puntos sobre las íes y los travesaños en las tes. Dios nos libre
de intentar hacer algo completamente nuevo basándonos en una simple
corazonada.)
Continuemos, pues, experimentando con el punto ciego, por pura di
versión. ¿Y si ponemos a prueba al sistema visual, desalineando delibe
radamente las dos mitades de la línea, corriendo el segmento superior ha
cia la izquierda y el inferior hacia la derecha? ¿Seguiremos viendo una
línea completa, con un nudo en el centro? ¿Conectaremos las dos líneas
Figura 5.5. Repita el experimento dirigiendo el punto ciego a una figura que
se parece a una esvástica (un antiguo símbolo de paz indo-europeo). Las líneas es
tán deliberadamente desalineadas, una a cada lado del punto ciego.
Cuando el disco rayado central desaparece, muchas personas ven las dos líneas
verticales alineadas, pero las dos líneas horizontales no se alinean, quedando un seg
mento torcido en el centro.
¿Qué tiene que ver todo esto con James Thurber y otros pacientes
afectados por el síndrome de Charles Bonnet? ¿Podemos aprovechar es
tos descubrimientos sobre la capacidad del cerebro para «rellenar» pun
tos ciegos y escotomas, para entender mejor las extraordinarias aluci
naciones visuales que experimentan?
Los síndromes médicos llevan el nombre de sus descubridores, no de
los pacientes que los sufren, y éste en particular lleva el nombre de un na
turalista suizo, Charles Bonnet, que vivió de 1720 a 1773. Aunque tenía
una salud precaria y siempre estuvo a punto de perder la vista y el oído,
Bonnet era un agudo observador de la naturaleza. Fue la primera perso
na que observó la partenogénesis —la producción de descendencia por hem
bras sin fecundar— y eso le indujo a proponer una absurda teoría cono
cida como preformacionismo, que suponía que cada óvulo de la hembra
debía de contener un individuo entero preformado, es de suponer que con
sus propios óvulos en miniatura, cada uno de los cuales contendría a su
vez un individuo aún más pequeño con sus óvulos, y así hasta el infinito.
La suerte ha querido que muchos médicos recuerden a Charles Bonnet como
el tipo de las enormes tragaderas que alucinaba personas diminutas en los
óvulos, y no como el brillante científico que descubrió la partenogénesis.
Afortunadamente, Bonnet fue más perceptivo cuando observó y des
cribió una extraña condición médica que afectó a su propia familia. Su
abuelo materno, Charles Lullin, había salido airoso de una operación que
en aquel tiempo era peligrosa y traumática: una extirpación de cataratas
a los setenta y cinco años de edad. Once años después de la operación, el
abuelo empezó a sufrir alucinaciones muy realistas. Veía personas y ob
jetos que aparecían y desaparecían sin previo aviso, aumentaban de tamaño
y después se alejaban. Cuando miraba los tapices de su casa veía fantás
ticas transformaciones, en las que aprecian personas con expresiones ex
trañas y animales que él sabía que surgían de su cerebro y no del telar del
tejedor.
Este fenómeno, como ya dije antes, es bastante común en personas
ancianas con problemas de visión como degeneración macular, retinopa-
tía diabética, lesiones de córnea y cataratas. Según un estudio aparecido
recientemente en la revista médica británica The Lancet, muchos hombres
y mujeres mayores con problemas de visión no le dicen a nadie que «ven
cosas que no están ahí». Entre quinientas personas con problemas de vi
sión, sesenta reconocían que sufrían alucinaciones; algunas las veían sólo
una o dos veces al año, pero otras experimentaban fantasías visuales por
lo menos dos veces al día. En su mayor parte, el contenido de este mun
do imaginario es vulgar —personas desconocidas, botellas, sombreros,
etcétera—, pero algunas alucinaciones pueden ser muy curiosas. Una
mujer veía dos policías en miniatura conduciendo a un criminal enano
hacia un diminuto furgón policial. Otros veían figuras fantasmales y tras
lúcidas flotando en el pasillo, dragones, gente con flores en el pelo e in
cluso bellísimos y resplandecientes ángeles, pequeños animales de circo,
payasos y duendes. Un sorprendente número de pacientes decía que veía
niños. Peter Halligan, John Marshall y yo visitamos en cierta ocasión a
una paciente de Oxford que no sólo «veía» niños en su campo visual iz
quierdo, sino que los oía reír hasta que volvía la cabeza y comprobaba que
no había nadie. Las imágenes pueden ser en blanco y negro o en color,
estáticas o en movimiento, tan claras como la realidad, menos claras o más
claras. A veces, los objetos se mezclan con el entorno real: una persona
imaginaria puede aparecer sentada en una silla real, como si se dispusie
ra a hablar. Las imágenes casi nunca son terroríficas: nada de monstruos
babeantes ni escenas de matanza.
Los pacientes que alucinaban siempre se dejaban corregir sin dificul
tad por otras personas. Una mujer declaraba que un día estaba sentada
ante su ventana, mirando las vacas en un prado cercano. Era un día de in
vierno muy frío y la mujer hizo un comentario a su doncella sobre la
crueldad del granjero. La asombrada doncella miró por la ventana, no vio
vacas y dijo: «Pero ¿qué dice? ¿De qué vacas habla?» La mujer se rubo
rizó de vergüenza. «Mis ojos me engañan. Ya no puedo fiarme de ellos.»
Otra mujer decía: «Cuando sueño, experimento cosas que me afectan,
que están relacionadas con mi vida. En cambio, estas alucinaciones no tie
nen nada que ver conmigo.» Otros no están tan seguros. Un hombre mayor
sin hijos estaba intrigado por sus recurrentes alucinaciones de un niño y una
niña, y se preguntaba si dichas alucinaciones reflejarían su deseo incumpli
do de ser padre. Incluso hay un informe sobre una mujer que veía a su di
funto marido, fallecido poco tiempo antes, tres veces por semana.
Teniendo en cuenta lo común que es este síndrome, uno tiende a pre
guntarse si los ocasionales informes sobre «auténticos» avistamientos de
ovnis, fantasmas y ángeles por personas sanas e inteligentes podrían ser
meros casos de alucinaciones Charles Bonnet. ¿Debemos sorprendernos
de que aproximadamente un tercio de los norteamericanos asegure haber
visto ángeles? No estoy diciendo que los ángeles no existan (no tengo ni
idea de si existen o no); simplemente digo que muchos de los avista
mientos pueden deberse a una patología ocular.
La mala iluminación y los cambios de tonalidad del crepúsculo favo
recen estas alucinaciones. Si los pacientes parpadean, mueven la cabeza o
encienden una luz, las visiones suelen desaparecer. No obstante, no tienen
ningún control voluntario de las apariciones, que suelen manifestarse sin
previo aviso. Casi todos podemos imaginamos las escenas que describen
estas personas —un furgón policial en miniatura con criminales diminu
tos—, pero ejercemos un control consciente sobre dichas imaginaciones. En
cambio, en el síndrome de Charles Bonnet las imágenes aparecen de ma
nera completamente espontánea, como si fueran objetos reales.
¿Quién era esa persona que salía de la alcoba en una silla de ruedas?
Sam no daba crédito a sus ojos. Su madre, Ellen, había regresado a casa
la noche anterior, después de pasar dos semanas en el Hospital Kaiser
Permanente, recuperándose de un ataque de apoplejía. Mamá siempre ha
bía sido extremadamente puntillosa con su aspecto. La ropa y el maqui
llaje tenían que ser perfectos, el pelo cuidadosamente peinado y las uñas
pintadas en tonos bien elegidos de rosa o rojo. Pero hoy algo iba muy
mal. El pelo del lado izquierdo de la cabeza de Ellen estaba sin peinar, y
sus rizos naturales formaban greñas que parecían nidos, mientras que el
resto de la cabeza estaba primorosamente peinado. Llevaba un chal ver
de colgado del hombro derecho, arrastrando el otro extremo por el suelo.
Se había pintado de rojo brillante la parte derecha de los dos labios, de
jando el resto de la boca sin pintar. También llevaba maquillado y perfi
lado el ojo derecho, pero no el izquierdo. El detalle final era un toque de
colorete en la mejilla derecha, aplicado con mucho cuidado, como para
que no pareciera que trataba de ocultar su mala salud, pero lo suficiente
para demostrar que aún le importaba su aspecto. Era casi como si alguien
hubiera usado una toalla mojada para borrar todo el maquillaje del lado
derecho de su cara.
—¡Válgame Dios! —exclamó Sam—. ¿Qué te has hecho al maqui
llarte?
Ellen alzó las cejas, sorprendida. ¿De qué hablaba su hijo? Aquella
mañana se había pasado media hora arreglándose y estaba convencida de
que, dadas las circunstancias, tenía el mejor aspecto posible.
Diez minutos después, durante el desayuno, Ellen hizo caso omiso de
todo lo que había a la izquierda de su plato, incluyendo el zumo de na
ranja recién exprimido que tanto le gustaba.
Sam corrió al teléfono y me llamó, y también llamó a uno de los mé
dicos que habían atendido a su madre en el hospital. Sam y yo nos ha-
bíamos conocido cuando yo visitaba a un paciente de apoplejía que com
partía habitación con su madre.
—Tranquilo —le dije—. No se asuste. Su madre padece un síndrome
neurológico bastante común, llamado heminegligencia, que suele presen
tarse después de ataques de apoplejía en el hemisferio derecho, sobre
todo en el lóbulo parietal derecho. Estos pacientes se muestran totalmen
te indiferentes a lo que ocurre en el lado izquierdo del mundo, incluyen
do a veces la parte izquierda de sus propios cuerpos.
—¿Quiere decir que está ciega por el lado izquierdo?
—No, ciega no. Simplemente, no presta atención a lo que hay a su iz
quierda. Por eso lo llamamos negligencia.
Al día siguiente pude demostrarle esto a Sam, sometiendo a Ellen a
una simple prueba clínica. Me senté justo enfrente de ella y le dije que fi
jara la mirada en mi nariz y procurara no mover los ojos.
Cuando hubo fijado la mirada, acerqué mi dedo índice a su cara, jus
to a la izquierda de su nariz, y lo agité vigorosamente.
—Ellen, ¿qué ve?
—Veo un dedo moviéndose —respondió.
—Muy bien —dije—. Mantenga los ojos fijos en el mismo punto de
mi nariz.
Entonces, muy despacio y como sin querer, levanté el mismo dedo has
ta la misma posición, justo a la izquierda de su nariz. Pero esta vez tuve
cuidado de no hacer movimientos bruscos,
—¿Qué ve ahora?
Ellen no veía nada. Si no había nada que atrajera su atención hacia el
dedo —movimientos bruscos u otras señales fuertes—, no se percataba de
nada. Sam empezó a comprender en qué consistía el problema de su madre,
la importante distinción entre ceguera y negligencia. Su madre no le presta
ba ninguna atención si él se situaba a su izquierda y no hacía nada. Pero si
daba saltos y agitaba los brazos, a veces Ellen se volvía a mirarlo.
Por la misma razón, Ellen no se fijaba en el lado izquierdo de su cara
cuando se miraba al espejo, olvidaba maquillarse la parte izquierda del
rostro y no se peinaba ni se cepillaba los dientes de ese lado. No tiene nada
de sorprendente que tampoco se fijara en la comida que había a la iz
quierda de su plato. Pero si su hijo le señalaba las cosas que había en la
zona descuidada, obligándola a prestar atención, Ellen decía: «Ah, qué bien.
Zumo de naranja recién exprimido» o «Qué vergüenza. Voy a medio pin
tar y con el pelo hecho un asco.»
Sam estaba desconcertado. ¿Tendría que ayudar a Ellen durante el
resto de su vida en tareas cotidianas tan simples como aplicarse el ma
quillaje? ¿Se quedaría su madre así para siempre, o podía yo hacer algo
para ayudarla?
Le aseguré a Sam que procuraría ayudarles. La negligencia es un pro- ^
blema bastante común1 y siempre me ha intrigado. Aparte de sus conse
cuencias inmediatas en la capacidad de una paciente para cuidar de sí
misma, tiene profundas implicaciones para comprender cómo el cerebro
crea una representación espacial del mundo, cómo aborda la cuestión de
la derecha y la izquierda, y cómo somos capaces de dirigir la atención
instantáneamente hacia diferentes partes de la escena visual. El gran fi
lósofo alemán Immanuel Kant estaba tan obsesionado con los conceptos
«innatos» de espacio y tiempo que se pasó treinta años andando de un
lado a otro de su terraza, pensando en este problema (algunas de sus ideas
inspiraron posteriormente a Mach y a Einstein). Si pudiéramos meter a
Ellen en una máquina del tiempo y llevarla a visitar a Kant, estoy seguro
de que sus síntomas le fascinarían tanto como a usted o a mí, y de que se
preguntaría si los médicos modernos tenemos alguna idea de lo que pro
voca este extraño trastorno.
Cuando miramos una escena visual, la imagen excita los receptores
de la retina y pone en marcha una compleja cascada de sucesos que cul
mina con nuestra percepción del mundo. Como hemos dicho en capítu
los anteriores, el mensaje procedente del ojo se cartografía primero en
una zona del cerebro llamada corteza visual primaria. Desde ahí se re
transmite por dos rutas: la ruta del cómo, que va al lóbulo parietal, y la
ruta del qué, que va al lóbulo temporal (Figura 4.5, Capítulo 4). Los ló
bulos temporales se encargan de reconocer y nombrar objetos individua
les, y de responder a ellos con las emociones adecuadas. Los lóbulos pa
rietales, por su parte, se encargan de interpretar el diseño espacial del
mundo externo, lo que nos permite orientarnos en el espacio, alcanzar ob
jetos con la mano, esquivar proyectiles y, en general, saber dónde esta
mos. Esta división del trabajo entre los lóbulos temporales y los parieta
les puede explicar casi toda la curiosa constelación de síntomas que se
observan en los pacientes de negligencia, que han sufrido una lesión en
un lóbulo parietal —especialmente en el derecho— como le ocurría a
Ellen. Si dejamos a Ellen que vaya sola por ahí no prestará atención al
lado izquierdo del espacio ni a nada que ocurra en esa parte. Incluso tro
pezará con objetos situados a su izquierda o meterá el pie izquierdo en
agujeros. (Más adelante explicaré por qué no ocurre esto cuando se sufre
una lesión en el lóbulo parietal izquierdo.) Sin embargo, como los lóbu
los temporales de Ellen siguen intactos, no tiene dificultades para reco
nocer objetos y sucesos, siempre que se le llame la atención para que se
fije en ellos.
Pero la palabra «atención» es muy insidiosa, y sabemos menos aún
de la atención que de la negligencia. Así pues, decir que la heminegli-
gencia se debe a una «falta de atención» no nos dice mucho, a menos que
tengamos una idea clara de los mecanismos neurales que la ocasionan
(es, más o menos, como decir que la enfermedad se debe a la falta de sa
lud). En particular, nos gustaría saber cómo una persona normal —usted
o yo— es capaz de atender selectivamente a una sola entrada sensorial,
como cuando se intenta escuchar una sola voz en medio del confuso ru
mor de voces de una fiesta, o cuando se intenta distinguir un rostro co
nocido en un estadio lleno. ¿Por qué sentimos esa clara sensación de po
seer una linterna interior que podemos dirigir a diferentes objetos o
sucesos de entre los que nos rodean?2
Ahora sabemos que incluso una capacidad tan básica como la de
prestar atención requiere la participación de muchas regiones del cere
bro, muy separadas entre sí. Ya hemos hablado de los sistemas visual, au
ditivo y somatosensorial, pero existen otras regiones especializadas del
cerebro que se encargan de tareas igualmente importantes. El sistema re
ticular activante —una maraña de neuronas situada en el tronco encefá
lico que extiende numerosas prolongaciones a muchas zonas del cere
bro— activa toda la corteza cerebral, provocando el despertar o el
desvelo; pero cuando es necesario puede activar sólo una pequeña por
ción de la corteza, lo que permite la atención selectiva. El sistema límbi-
co se ocupa de la conducta emotiva y de la evaluación de la importancia
emotiva y el valor potencial de los sucesos del mundo exterior. Los ló
bulos frontales se encargan de procesos más abstractos, como la forma
ción de opiniones, la previsión y la planificación. Todas estas zonas es-
tán interconectadas en un circuito de retroalimentación positiva —una re
verberación recurrente, como un eco— que recibe un estímulo del mun
do exterior, extrae sus características más aparentes y lo hace rebotar de
una región a otra, antes de decidir qué es y cómo responer a ello \ ¿Debo
pelear, huir, comer, besar? El despliegue simultáneo de todos estos me
canismos culmina en la percepción.
Cuando a mi cerebro llega por primera vez un estímulo grande y ame
nazador —por ejemplo, una figura de aspecto peligroso, como un atraca
dor que se acerque a mí en una calle de Boston—, no tengo ni la menor
idea de lo que pueda ser. Antes de que yo pueda decir «puede que esta
persona sea peligrosa», la información visual se evalúa en los lóbulos
frontales y en el sistema límbico, que estudian su relevancia y retransmi
ten la información a una pequeña zona de la corteza parietal, que, en
combinación con las conexiones neuronales pertinentes del sistema reti
cular, me permite dirigir mi atención hacia la figura amenazadora, obli
gando a mi cerebro a dirigir los ojos hacia un aspecto importante de la es
cena visual, prestar atención selectiva y decir «ajá».
Pero imaginen lo que ocurriría si se interrumpiera alguna parte de
este circuito de retroalimentación positiva, haciendo fallar todo el proce
so. Ya no seríamos capaces de advertir lo que ocurre en un lado del mun
do. Padeceríamos negligencia.
Pero aún es preciso explicar por qué la heminegligencia suele surgir
como consecuencia de una lesión en el lóbulo parietal derecho, y no en
el izquierdo. ¿A qué se debe esta asimetría? Aunque la verdadera razón
todavía se nos escapa, Marcel Mesulam, de la Universidad de Harvard, ha
propuesto una ingeniosa teoría. Sabemos que el hemisferio izquierdo está
especializado en muchos aspectos del lenguaje, y el hemisferio derecho
en las emociones y los aspectos «globales» u holísticos del procesamien
to sensorial. Pero Mesulam sugiere que existe otra diferencia fundamen
tal. Para llevar a cabo sus funciones en los aspectos holísticos de la vi
sión, el hemisferio derecho posee una «linterna» de atención muy amplia,
que abarca por completo los campos visuales izquierdo y derecho. En
cambio, el hemisferio izquierdo tiene una linterna mucho más limitada,
que sólo abarca el lado derecho del mundo (posiblemente, porque está
muy ocupado con otras cosas, como el lenguaje). La consecuencia de esta
curiosa organización es que, si se lesiona el hemisferio izquierdo y se
pierde su linterna, el hemisferio derecho puede compensar la pérdida por
que puede dirigir la suya a cualquier parte del mundo. Pero si se lesiona
el hemisferio derecho, la linterna global se pierde y el hemisferio iz-
quiérelo no puede compensar la pérdida, porque su linterna sólo apunta al
lado derecho del mundo. Esto explicaría que la heminegligencia sólo se
manifieste en pacientes con una lesión en el hemisferio derecho.
Así pues, la negligencia no implica ceguera, sino más bien una indi
ferencia general hacia los objetos y sucesos situados a la izquierda. Pero,
¿hasta dónde llega esta indiferencia? Al fin y al cabo, cualquiera de no
sotros que vuelva a casa en coche sin prestar atención al paisaje familiar
vuelve la cabeza inmediatamente si ve un acídente. Esto parece indicar
que incluso la información visual a la que no prestamos atención penetra
en nuestro cerebro a algún nivel. ¿Es la indiferencia de Ellen una versión
extrema de este mismo fenómeno? ¿Es posible que aunque no se fije
conscientemente en las cosas parte de la información se «cuele» en su ce
rebro? ¿Existe algún nivel en el que estos pacientes «ven» lo que no ven?
No es una pregunta fácil de responder, pero en 1988 dos investigadores
de Oxford, Peter Halligan y John Marshall4, aceptaron el reto e idearon
un método muy ingenioso para demostrar que los pacientes de hemine
gligencia perciben subconscientemente algunas de las cosas que quedan
a su izquierda, aunque parezca que no es así. Halligan y Marshall ense
ñaron a los pacientes dibujos de dos casas, una debajo de la otra y com
pletamente idénticas a excepción de un detalle muy aparente: en la casa
de encima salían llamas y humo por las ventanas de la izquierda. Luego
le preguntaban al paciente si las casas eran iguales o diferentes. El primer
paciente de negligencia al que estudiaron respondió, como era de espe
rar, que las dos casas parecían idénticas, ya que no prestaba atención a la
parte izquierda de los dibujos. Pero cuando se le forzó a elegir —«Vamos
a ver: ¿en cuál de las casas preferiría vivir?»— escogió la casa de abajo,
la que no tenía llamas. Por razones que no podía explicar, dijo que «pre
fería» aquella casa. ¿Podría tratarse de una forma de visión ciega? ¿Es po
sible que, aunque no prestara atención al lado izquierdo de la casa, parte
de la información sobre las llamas y el humo se colara a su hemisferio de
recho por alguna ruta alternativa, avisándole del peligro? El experimen
to demuestra, una vez más, que no hay ceguera en el campo visual iz
quierdo, porque si la hubiera, ¿cómo podría el paciente procesar este
nivel de detalle acerca del lado izquierdo de la casa?
Las historias de negligencia tienen mucho éxito entre los estudiantes
de medicina. Oliver Sacks5 cuenta el extraño caso de una mujer que,
como muchos otros pacientes de heminegligencia izquierda, sólo comía
la comida de la parte derecha del plato. Pero sabía lo que le ocurría, y se
daba cuenta de que si quería comérselo todo tenía que girar la cabeza para
ver la comida de la izquierda. Pero, dada su indiferencia general al lado
izquierdo, que la hacía reacia incluso a mirar hacia la izquierda, adoptó
una solución ingeniosa y cómica a la vez. Hacía girar su silla de ruedas
hacia la derecha, describiendo casi un círculo completo, unos 340e, has
ta que sus ojos veían la comida sin consumir. Se comía la mitad y hacía
otra rotación para comerse la mitad de la comida que quedaba, y así una
y otra vez, giro tras giro, hasta comérselo todo. Nunca se le ocurrió que
bastaba con girarse un poco hacia la izquierda, porque para ella la iz
quierda simplemente no existía.
de los objetos, ya que no veía la parte izquierda con los ojos abiertos.
Pero, ¿qué ocurriría con los ojos cerrados? La representación mental de
una flor —la margarita en el ojo de la mente—, ¿sería una flor completa
o sólo media flor? En otras palabras, ¿hasta dónde penetraba la negli
gencia en su cerebro?
Ellen cerró los ojos y dibujó otro círculo. Después, frunciendo el en
trecejo y concentrándose mucho, dibujó pulcramente cinco pétalos, todos
en el lado derecho de la margarita. Era como si sólo conservara la mitad
del modelo intemo que utilizaba para hacer el dibujo: la parte izquierda
de la flor había desaparecido sin más, a pesar de que sólo la estaba ima
ginando.
Después de un descanso de media hora volvimos al laboratorio para
hacer la prueba del espejo. Ellen se sentó en su silla de ruedas, ahuecán
dose el pelo con la mano buena y sonriendo con dulzura. Yo me coloqué
de pie a su derecha, sosteniendo un espejo a la altura de mi pecho de
modo que cuando Ellen mirara directamente al frente, el espejo quedara
paralelo al brazo derecho de la silla de ruedas (y a su perfil), a unos trein-
ta centímetros de su nariz. Le pedí entonces que girara la cabeza unos 60
grados y mirara al espejo.
Desde su posición, Ellen podía ver claramente el lado desatendido
del mundo, reflejado en el espejo. Estaba mirando hacia la derecha, el
lado bueno por decirlo de algún modo, y sabía perfectamente lo que es un
espejo; por tanto, sabía que el espejo reflejaba objetos de su lado iz
quierdo. Puesto que la información sobre el lado izquierdo del mundo ve
nía ahora por el lado derecho —el no desatendido—, ¿le ayudaría el es
pejo a «superar» su negligencia y podría alcanzar objetos situados a su
izquierda, como una persona normal? ¿O se diría a sí misma «nada,
nada; este objeto está en realidad en el lado desatendido, así que no le voy
a hacer caso»? La respuesta, como sucede tantas veces en la ciencia, no
fue ninguna de estas dos. Lo que hizo fue algo completamente extrava
gante.
Ellen miró al espejo y parpadeó, llena de curiosidad por lo que íba
mos a hacer. Tendría que haberle resultado evidente que se trataba de un
espejo, porque tenía un marco de madera y había polvo en la superficie,
pero para estar absolutamente seguro, le pregunté:
—¿Qué es lo que tengo en las manos? (Recuerden que yo estaba de
trás del espejo, sosteniéndolo.)
—Un espejo —replicó sin vacilar.
Le pedí que describiera sus gafas, su maquillaje y su ropa, mirando
directamente al espejo. Lo hizo sin dificultad. A una señal mía, uno de
mis ayudantes se situó a la izquierda de Ellen con una pluma en la mano,
de modo que quedara al alcance de su mano derecha, la buena, pero den
tro del campo visual izquierdo, el desatendido. La pluma estaba a unos
20 centímetros por debajo y a la izquierda de la nariz de Ellen, que veía
claramente en el espejo el brazo de mi ayudante y la pluma, ya que no te
níamos ninguna intención de engañarla respecto a la presencia de un es
pejo.
—¿Ve la pluma?
—Sí.
—Muy bien. Por favor, extienda la mano, coja la pluma y escriba su
nombre en este cuaderno que coloco en sus rodillas.
Imagínense mi sorpresa cuando Ellen levantó la mano derecha y, sin
vacilar, la dirigió hacia el espejo y chocó una y otra vez con él. Estuvo in
tentándolo durante unos veinte segundos y al final dijo, visiblemente
frustrada:
—No la alcanzo.
Cuando repetí el experimento diez minutos después, Ellen dijo: «Está
detrás del espejo», y metió la mano por detrás para agarrar la hebilla de
mi cinturón.
Poco después intentó incluso mirar tras los bordes del espejo, en bus
ca de la pluma.
Así pues, Ellen se comportaba como si el reflejo fuera un objeto real
que se pudiera alcanzar y agarrar. En mis quince años de carrera nunca
había visto nada parecido: una persona adulta perfectamente inteligente
y equilibrada que cometía la absurda equivocación de creer que un obje
to estaba dentro del espejo.
Queríamos asegurarnos de que la conducta de Ellen no se debía a un
defecto de movimiento del brazo o a la incapacidad de comprender lo que
es un espejo, así que colocamos el espejo directamente delante de ella, al
alcance de su mano, como un espejo de baño normal. Esta vez la pluma
apareció por detrás y por encima de su hombro derecho (pero fuera de su
campo visual directo). Vio la pluma en el espejo y echó rápidamente la
mano hacia atrás para cogerla. Así pues, su fracaso en la prueba anterior
no se podía explicar alegando que estaba desorientada, torpe o confusa
como consecuencia de su apoplejía.
Decidimos ponerle nombre a la condición de Ellen: «Agnosia de es
pejo» o «síndrome del espejo», en honor de Lewis Carroll. De hecho, se
sabe que Lewis Carroll padeció ataques de migraña provocados por es
pasmos arteriales. Si afectaron a su lóbulo parietal derecho es posible que
sufriera confusiones momentáneas con los espejos, que no sólo le habrían
inspirado para escribir A través del espejo, sino que podrían explicar su
obsesión general por los espejos, la escritura al revés y la inversión dere
cha-izquierda. Me pregunto si el interés de Leonardo da Vinci por la es-j
critura invertida de derecha a izquierda tendría un origen similar.
El síndrome del espejo resultaba interesante, pero también frustran
te, porque en principio yo había esperado exactamente la reacción con
traria: que el espejo hiciera a Ellen más consciente del lado izquierdo del
mundo y ayudara en su rehabilitación.
El siguiente paso consistía en averiguar si este síndrome está muy ex
tendido. ¿Se comportan como Ellen todos los pacientes de negligencia?
Sometí a pruebas a otros veinte pacientes y descubrí que muchos de ellos
presentaban el mismo tipo de agnosia con el espejo. Cuando los objetos
se encontraban en su campo desatendido, intentaban meter la mano en el
espejo para coger la pluma o un caramelo. Sabían perfectamente que es
taban mirando un espejo y, sin embargo, cometían el mismo error que
Ellen.
Pero no todos los pacientes cometen este error. Algunos se quedaban
perplejos al principio, pero al ver el reflejo de la pluma o del caramelo en
el espejo soltaban una risita y, con aire de quien está en el secreto, diri
gían la mano correctamente hacia el objeto situado a su izquierda, como
haríamos usted o yo. Un paciente llegó incluso a volver la cabeza hacia
la izquierda —algo que normalmente era reacio a hacer— y sonrió triun
fal al agarrar el premio. Estaba claro que estos pocos pacientes prestaban
atención a objetos que antes no veían, lo cual planteaba una fascinante po
sibilidad terapéutica. ¿Podría el uso repetido del espejo ayudar a algunas
personas a superar la heminegligencia, al hacerlas cada vez más cons
cientes de la parte izquierda del mundo?9 Esperamos probar esto algún
día en la clínica.
Dejando aparte la terapia, al científico que llevo dentro le intriga el
fenómeno mismo de la agnosia del espejo: el hecho de que el paciente sea
incapaz de dirigir correctamente la mano hacia el objeto real. Incluso mi
hijo de dos años, cuando le enseño una golosina que sólo puede ver en un
espejo, se ríe, se gira y coge el dulce. Sin embargo, Ellen, que era mucho
mayor y sabía mucho más, era incapaz de hacerlo.
Se me ocurren al menos dos interpretaciones de esta incapacidad. En
primer lugar, es posible que el síndrome esté provocado por la propia he-
minegligencia. Es como si la paciente se dijera inconscientemente: «Pues
to que veo el reflejo en el espejo, el objeto tiene que estar a mi izquierda.
Pero la izquierda no existe en mi planeta; por tanto, el objeto debe estar
dentro del espejo.» Por absurda que le parezca esta interpretación a quien
tiene su cerebro intacto, es la única que tiene sentido para Ellen, dada la
«realidad» en que vive.
Por otra parte, el síndrome del espejo podría no ser una consecuencia
directa de la negligencia, aunque suele acompañar a ésta. Sabemos que
cuando se lesiona el lóbulo parietal derecho, los pacientes tienen toda cla
se de dificultades para resolver las tareas espaciales, y el síndrome del es
pejo podría ser simplemente una manifestación especialmente florida de
estos defectos. Para responder correctamente a una imagen en un espejo
es preciso tener en cuenta a la vez la imagen y el objeto que la produce,
y después realizar los ejercicios mentales necesarios para situar correcta
mente el objeto que produce la imagen. Una lesión en el lóbulo parietal
derecho puede entorpecer esta capacidad tan sutil, dada la importancia
que tiene dicha estructura para la interpretación de los atributos espacia
les del mundo. De ser así, la agnosia del espejo podría servir como prue
ba clínica para detectar lesiones en el lóbulo parietal derechol0. En una
época en que el estudio del cerebro es cada vez más caro, cualquier prue
ba nueva y sencilla representaría una útil adición al equipo de diagnósti
co del neurólogo.
Pero el aspecto más extraño del síndrome del espejo es escuchar las
reacciones de los pacientes:
—Doctor: ¿por qué no puedo alcanzar la pluma?
—El maldito espejo está enmedio.
—La pluma está dentro del espejo y no la alcanzo.
—Ellen —decía yo—, quiero que coja el objeto real, no el reflejo.
¿Dónde está el objeto real?
—El objeto real está ahí, detrás del espejo, doctor —replicaba ella.
Es asombroso que la mera confrontación con un espejo transporte a
estos pacientes a otra dimensión, donde son incapaces de —o se niegan
a— hacer la sencilla inferencia lógica de que, puesto que el reflejo está a
la derecha, el objeto real tiene que estar a la izquierda. Es como si para
ellos hubieran cambiado hasta las leyes de la óptica, al menos en ese pe
queño rincón de su universo. Por lo general, pensamos que nuestro inte
lecto y nuestros conocimientos «de alto nivel» —como las leyes de la óp
tica geométrica— son inmunes a los caprichos de la entrada sensorial.
Pero estos pacientes nos demuestran que no siempre es así. De hecho,
para ellos es justo al revés. No sólo su mundo sensorial está deformado,
sino que su base de conocimientos se deforma para adaptarse al extraño
nuevo mundo en el que habitan 11. Su defecto de atención parece conta
minar toda su percepción del mundo, dejándolos incapaces de distinguir
si una imagen en un espejo es un objeto real o no, a pesar de que pueden
mantener conversaciones normales sobre otros temas —política, depor
tes o ajedrez— tan bien como usted o como yo. Preguntarles a estos pa
cientes cuál es la «auténtica situación» del objeto que ven en el espejo es
como preguntarle a una persona normal qué hay al norte del Polo Norte.
O si existen realmente los números irracionales (como la raíz cuadrada
de 2 o el número pi, con su serie infinita de decimales). Esto plantea pro
fundas preguntas filosóficas acerca de lo seguros que podemos estar de
nuestra propia percepción de la realidad. Un ser extraterrestre y tetradi-
mensional que nos observara desde su mundo de cuatro dimensiones po
dría pensar que nuestra conducta es tan perversa, inepta y absurdamente
cómica como son para nosotros las torpezas de los pacientes de negli
gencia, atrapados en su extraño mundo de detrás del espejo. *
Capítulo 7
'Albert Einstein
Imaginen que tuvieran una máquina, una especie de casco que uno se
puede poner en la cabeza para estimular cualquier pequeña región del ce
rebro sin causar daños permanentes. ¿Para qué usarían el aparato?
Esto no es ciencia-ficción. El aparato en cuestión existe, se llama es
timulador magnético transcraneal y es relativamente fácil de construir.
Cuando se aplica al cuero cabelludo «inyecta» un campo magnético muy
potente y de rápida fluctuación en una pequeña zona de tejido cerebral,
activándola y proporcionando información acerca de sus funciones. Por
ejemplo, si se estimulan ciertas partes de la corteza motora se contraerán
determinados músculos. Es posible que doblemos un dedo o que sinta
mos un súbito tirón que nos hace alzar un hombro involuntariamente,
como una marioneta.
Pero, ¿de dónde proceden esos sentimientos? Es posible que todo ser
inteligente y sensible, capaz de pensar en su propio futuro y afrontar su
propia mortalidad, incurra tarde o temprano en estas inquietantes refle
xiones. ¿Tiene mi humilde vida algún significado real en el gran plan de
las cosas? Si aquel espermatozoide de mi padre no hubiera fecundado
aquel óvulo concreto aquella fatídica noche, ¿habría existido yo? Y si no,
¿qué sentido habría tenido la existencia del universo? ¿No habría sido, como
decía Erwin Schrodinger, «un partido jugado en un estadio vacío»? ¿Y si
mi padre hubiera tosido en aquel momento crítico, y el óvulo hubiera sido
fecundado por un espermatozoide distinto? La mente se nos dispara
cuando nos ponemos a pensar en estas posibilidades. Las paradojas nos
atormentan: por una parte, nuestra vida nos parece muy importante —con
todos esos recuerdos personales atesorados—, pero sabemos que en el
plan cósmico de las cosas, nuestra breve existencia no significa absolu
tamente nada. ¿Cómo encontrarle sentido a este problema? Para algunos,
la respuesta está muy clara: buscan consuelo en la religión.
Pero tiene que haber algo más que eso. Si las creencias religiosas no
son más que el resultado combinado de la ilusión y el deseo de inmorta
lidad, ¿cómo se explican los intensos arrebatos de éxtasis religioso que
experimentan los pacientes con ataques en el lóbulo temporal, o su afir
mación de que Dios habla con ellos? Muchos pacientes me han hablado
de una «luz divina que ilumina todas las cosas» o de una «verdad defini
tiva que está completamente fuera del alcance de las mentes normales, de-
masiado inmersas en el ajetreo de la vida cotidiana para darse cuenta de
la belleza y grandeza de todo ello». Por supuesto, es posible que simple
mente estén sufriendo alucinaciones y delirios como los que puede expe
rimentar un esquizofrénico, pero, si es éste el caso, ¿por qué estas aluci
naciones ocurren principalmente cuando resultan afectados los lóbulos
temporales? Aún más desconcertante: ¿por qué adoptan esta forma con
creta? ¿Por qué estos pacientes no alucinan con cerdos o burros?
En 1935, el anatomista James Papez observó que los pacientes que mo
rían de rabia solían experimentar ataques muy intensos de furia y terror
en las horas anteriores a la muerte. Sabía que la enfermedad se transmi
tía por las mordeduras de los perros y supuso que había algo en la saliva
del perro —el virus de la rabia— que subía por los nervios periféricos de
la víctima próximos a la mordedura, hasta llegar a la médula espinal y el
cerebro. Al practicar la disección de los cerebros de las víctimas, Papez
encontró el lugar de destino del virus: unos grupos de células nerviosas o
núcleos celulares, situados en las profundidades del cerebro y conectados
por grandes fibras en forma de C (Figura 9.1). Un siglo antes, el famoso
neurólogo francés Pierre Paul Broca había dado a esta estructura el nom
bre de sistema límbico. Dado que los pacientes de rabia sufrían violentos
accesos emocionales, Papez razonó que estas estructuras límbicas tenían
que estar íntimamente relacionadas con el comportamiento emocional
humano2.
El sistema límbico recibe señales de todos los sistemas sensoriales:
visión, tacto, oído, gusto y olfato. Este último sentido está conectado di-
Figura 9.1. Otro esquema del sistema límbico. Este sistema está formado por
una serie de estructuras interconectadas que rodean a un ventrículo central lleno de
fluido situado en el cerebro anterior y que forma la frontera interna de la corteza ce
rebral. Dichas estructuras son el hipocampo, las amígdalas, el septo, los núcleos ta
lándoos anteriores, los cuerpos mamilares y la corteza cingulada. El fórnix es un lar
go haz de fibras que conecta el hipocampo con los cuerpos mamilares. También
están representados el cuerpo calloso (un haz de fibras que conecta el neocórtex de
recho y el izquierdo), el cerebelo (estructura que interviene en la modulación del
movimiento) y el tronco encefálico. El sistema límbico no es ni directamente sen
sorial ni directamente motor, sino que constituye un sistema central de procesa
miento cerebral que se ocupa de la información derivada de los sucesos, recuerdos
de sucesos y asociaciones emocionales de dichos sucesos. Este procesamiento es
imprescindible para que la experiencia guíe la conducta futura (Winson, 1985). Re
producido de Brain, Mind and Behavior, de Bloom y Laserson (1988), Educational
Broadcasting Corporation. Con autorización de W. H. Freeman and Company.
L
Papez se dio cuenta de que la actividad del sistema límbico tiene que
ver principalmente con la experiencia y expresión de emociones. En la ex
periencia de emociones intervienen conexiones bidireccionales con los
lóbulos frontales, y gran parte de la riqueza de nuestra vida emocional in
terna depende probablemente de estas interacciones. Por otra parte, la
manifestación externa de estas emociones requiere la participación de un
pequeño conjunto de células muy apretadas que se llama hipotálamo y que
es un centro de control con tres actividades principales. En primer lugar,
los núcleos celulares del hipotálamo envían señales nerviosas y hormo
nales a la glándula pituitaria, a la que se suele describir como el «direc
tor» de la orquesta endocrina. Las hormonas segregadas a través de este
sistema influyen en casi todas las partes del cuerpo humano, una proeza
biológica de la que hablaremos al analizar las interacciones mente-cuer
po (Capítulo 11). En segundo lugar, el hipotálamo envía órdenes al siste
ma nervioso autónomo, que controla varias funciones corporales vegeta
tivas, entre ellas la producción de lágrimas, saliva y sudor, y el control de
la tensión arterial, el ritmo cardiaco, la temperatura corporal, la respira
ción, la vejiga de la orina, la defecación, etc. En este sentido, se podría
considerar que el hipotálamo es el «cerebro» de este arcaico sistema ner
vioso auxiliar. La tercera función del hipotálamo consiste en desencadenar
conductas básicas: la lucha, la huida, la alimentación y el sexo. En pocas
palabras, el hipotálamo es el «centro de supervivencia» del cuerpo, que
prepara a éste para las emergencias apuradas y, a veces, para transmitir
sus genes.
Gran parte de lo que sabemos sobre las funciones del sistema límbi
co lo hemos aprendido de pacientes que sufrían ataques epilépticos ori
ginados en esta parte del cerebro. Cuando uno oye la palabra «epilepsia»
suele pensar en alguien que sufre un ataque —una fuerte contracción in
voluntaria de todos los músculos del cuerpo— y cae al suelo. En efecto,
éstos son los síntomas que caracterizan la forma más conocida de epilep
sia, el ataque llamado grand mal. Estos ataques suelen deberse al mal
funcionamiento de un pequeño grupo de neuronas del cerebro, que dis
paran señales de manera caótica hasta que la actividad se propaga como
un incendio y abarca el cerebro entero. Pero también puede haber ataques
«focales», que quedan limitados a una pequeña parte del cerebro. Si es
tos ataques focales se producen principalmente en la corteza motora, el
resultado es una serie de contracciones musculares, el llamado ataque
jacksoniano. Pero si se originan en el sistema límbico, los síntomas más
llamativos son emocionales. Los pacientes dicen que sus sentimientos se
«incendian», desde un intenso éxtasis a la desesperación más profunda,
la sensación de muerte inminente, e incluso accesos de furia y terror ex
tremos. Algunas mujeres experimentan orgasmos durante los ataques,
pero, por alguna razón desconocida, a los hombres nunca les sucede. Pero
los más interesantes son los pacientes que tienen experiencias espiritua
les profundas, que incluyen la sensación de la presencia divina y de estar
en comunicación directa con Dios. Todo lo que les rodea queda imbuido
de significado cósmico. Es posible que digan: «Por fin lo entiendo todo.
Éste es el momento que he esperado toda mi vida. De pronto, todo tiene
sentido.» Y también: «Por fin he penetrado en la auténtica naturaleza del
cosmos.» Me parece irónico que esta sensación de iluminación, esta con
vicción absoluta de que por fin se les ha revelado la Verdad, se derive de
estructuras límbicas especializadas en emociones, y no de los centros ce
rebrales del pensamiento racional, que tan orgullosos están de su capaci
dad de discernir lo verdadero de lo falso.
A las personas «normales», Dios sólo se digna concedernos vistazos
ocasionales de una verdad más profunda (a mí puede ocurrirme cuando
escucho una música especialmente conmovedora, o cuando miro un sa
télite de Júpiter por un telescopio), pero estos pacientes disfrutan del pri
vilegio exclusivo de mirar directamente a los ojos de Dios cada vez que
tienen un ataque. ¿Quién puede decir si estas experiencias son «genuinas»
(a saber lo que significa eso) o «patológicas»? ¿Debe el médico tratar de
curar a estos pacientes, negándoles su derecho a visitar al Todopoderoso?
Los ataques —y el estado de gracia— sólo suelen durar unos segun
dos cada vez. Pero en algunos casos, estas breves tormentas de los lóbu
los temporales pueden alterar permanentemente la personalidad del pa
ciente, que entre ataque y ataque sigue siendo diferente de los demás3.
No se sabe a qué se debe esto, pero es como si los repetidos estallidos eléc
tricos en el interior del cerebro (el paso frecuente de tremendas descargas
de impulsos nerviosos por el interior del sistema límbico) «despejaran»
permanentemente ciertas rutas, e incluso abrieran nuevos canales, como
el agua de una tormenta que baja montaña abajo, abriendo nuevos ria
chuelos, surcos y canales en la ladera. Este proceso, llamado «encendi
do» (kindling), puede alterar permanentemente —a veces, enriqueciéndola—
la vida emocional del paciente.
Estos cambios dan lugar a lo que algunos neurólogos han llamado
«personalidad del lóbulo temporal». Los pacientes tienen emociones exa
geradas y ven significado cósmico en hechos triviales. Se dice que tienden
a perder el sentido del humor, a darse demasiada importancia y a escribir
prolijos diarios en los que describen con todo detalle los acontecimientos
cotidianos (un fenómeno llamado hipergrafia). Algunos pacientes me han
pasado cientos de páginas de texto escrito, llenas de anotaciones y sím
bolos místicos. Algunos de estos pacientes son muy pesados al hablar,
discutidores, pedantes y egocéntricos (aunque no tanto como muchos de
mis colegas científicos), y están obsesionados por temas filosóficos y
teológicos.
A todos los estudiantes de medicina se les explica que no deben esperar
ver en los hospitales casos «de libro de texto», ya que éstos son combina
ciones confeccionadas por los autores de los tratados de medicina. Pero hace
poco, cuando Paul —treinta y dos años, subgerente de una tienda— entró
en nuestro laboratorio, parecía que hubiera salido directamente del Brain's
Textbook ofNeurology, la Biblia de todos los neurólogos practicantes. Ves
tía una camisa india verde y pantalones blancos de dril, adoptaba una acti
tud majestuosa y llevaba una magnífica cruz con pedrería colgada del cuello.
En nuestro laboratorio hay una butaca muy cómoda, pero Paul no pa
recía deseoso de relajarse. Muchos de los pacientes que entrevisto se
sienten incómodos al principio, pero Paul no estaba nervioso en ese sen
tido; más bien parecía verse a sí mismo como un testigo experto al que se
llama para que dé testimonio de su propia persona y sus relaciones con
Dios. Se le veía vehemente y ensimismado, y tenía la arrogancia de un
creyente, pero nada de la humildad de los muy religiosos. No hubo que
insistir para que se lanzara a contar su historia.
—Tuve mi primer ataque a los ocho años de edad —comenzó—. Re
cuerdo que vi una luz muy brillante antes de caer al suelo y me pregunté
de dónde vendría.
Pocos años después había sufrido varios ataques más, que transfor
maron toda su vida.
—De pronto, lo vi todo claro como el agua, doctor—continuó—. Ya
no albergaba ninguna duda.
Había experimentado un arrebato que hacía palidecer todo lo demás.
En aquel arrebato había claridad, contacto con la divinidad... ni catego
rías ni fronteras, sólo Unidad con el Creador. Todo esto me lo contó con
gran lujo de detalles y mucha insistencia, como si estuviera decidido a no
dejar nada sin decir.
Intrigado por todo esto, le pedí que continuara.
—¿Puede ser un poco más concreto?
—Bueno, no es fácil, doctor. Es como intentar explicar el éxtasis se
xual a un niño que aún no ha llegado a la pubertad. ¿Tiene esto algún sen
tido para usted?
Asentí y seguí preguntando.
—¿Qué piensa usted del éxtasis sexual?
—Bueno, para ser sincero, ya no me interesa. Apenas tiene impor
tancia para mí. No es nada, en comparación con la luz divina que he
visto.
Pero aquella misma tarde, Paul estuvo flirteando descaradamente con
dos de mis estudiantes de doctorado y trató de que le dieran sus números
de teléfono. Esta paradójica combinación de pérdida de libido y preo
cupación por los rituales sexuales no es nada rara en los pacientes de epi
lepsia del lóbulo temporal.
Al día siguiente, Paul regresó a mi despacho cargado con un enorme
manuscrito encuadernado, con sobrecubiertas verdes ornamentadas. Era
un proyecto en el que llevaba trabajando varios meses; en él explicaba sus
opiniones sobre filosofía, misticismo y religión, el misterio de la Trini
dad, la iconografía de la Estrella de David..., e incluía complicados dibu
jos que describían temas espirituales, extraños símbolos místicos y ma
pas. Me quedé fascinado, pero algo perplejo. No era el tipo de material
que estoy acostumbrado a manejar.
Cuando por fin levanté la mirada había una extraña luz en los ojos de
Paul. Cruzó las manos y se rascó la barbilla con los dedos índices.
—Hay otra cosa que debo decirle —-dijo—. Tengo unos flashbacks
asombrosos.
—¿Qué clase de flashbacks?
—Por ejemplo, el otro día, durante un ataque, recordé hasta el último
detalle de un libro que leí hace muchos años. Línea por línea, página por
página, palabra por palabra.
—¿Está seguro? ¿Buscó el libro y comparó sus recuerdos con el ori
ginal?
—No, el libro lo perdí. Pero me ocurren muy a menudo cosas pare
cidas. No es sólo ese libro.
Aquella afirmación me fascinó. Corroboraba declaraciones similares
que había oído muchas veces a otros pacientes o a otros médicos. Un día
de éstos tengo la intención de llevar a cabo una «prueba objetiva» de las
asombrosas facultades mnemónicas de Paul. ¿Se imagina simplemente
que está reviviendo cada minúsculo detalle? ¿O es verdad que cuando tiene
un ataque desaparece la función censora o editora de la memoria normal,
de modo que se ve obligado a registrar hasta el más mínimo detalle, lo
cual da como resultado una paradójica mejora de su memoria? La única
manera de estar seguros sería encontrar el libro o el párrafo del que ha
blaba y comprobarlo. Los resultados podrían enseñamos mucho sobre el
modo en que se forman las huellas de memoria en el cerebro.
En una ocasión, cuando Paul estaba rememorando sus flashbacks, le
interrumpí.
—Paul, ¿cree usted en Dios?
Aquello pareció desconcertarle.
—Pero... ¿qué otra cosa hay? —dijo.
Pero, ¿por qué los pacientes como Paul tienen experiencias religio
sas? Se me ocurren cuatro posibilidades. Una es que, efectivamente, Dios
los visite. Si es así, que así sea. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar la
infinita sabiduría de Dios? Lamentablemente, esto no se puede demostrar
ni descartar por métodos empíricos.
La segunda posibilidad es que, dado que estos pacientes experimen
tan toda clase de emociones extrañas e inexplicables, como si un caldero
se desbordara al hervir, puede que su único recurso sea buscar la purifi
cación en las plácidas aguas de la tranquilidad religiosa. O que malinter-
preten el batiburrillo emocional como mensajes místicos procedentes de
otro mundo.
Esta explicación me parece improbable por dos razones. En primer
lugar, existen otros trastornos neurológicos y psiquiátricos —como el
síndrome de los lóbulos frontales, la esquizofrenia, la manía depresiva o
la simple depresión— que perturban las emociones, pero estos pacientes
casi nunca dan muestras de preocupación religiosa en el mismo grado. Aun
que los esquizofrénicos hablan de Dios de vez en cuando, sus sentimien
tos suelen ser más efímeros; no manifiestan el mismo fervor intenso ni la
obsesión estereotipada que se observa en los epilépticos del lóbulo tem
poral. Así pues, las alteraciones emocionales no pueden explicar por sí so
las la obsesión religiosa4.
La tercera explicación se basa en las conexiones entre los centros
sensoriales (de la visión y el oído) y las amígdalas, la parte del sistema
límbico especializada en reconocer el significado emocional de los suce
sos del mundo exterior. Evidentemente, no todas las personas o sucesos
que encontramos un día normal disparan los timbres de alarma; eso sería
antiadaptativo y uno no tardaría en volverse loco. Para adaptarse a las in
certidumbres del mundo se necesita un modo de calibrar la importancia
de los hechos antes de transmitir un mensaje al resto del sistema límbico
y al hipotálamo, pidiéndoles ayuda para pelear o huir.
Pero consideremos lo que ocurriría si las señales espurias generadas
por un ataque límbico recorrieran estas rutas. Se produciría un encendi
do como el que describí antes. Estas rutas de las «cosas importantes»
quedarían reforzadas, aumentando la comunicación entre las estructuras
del cerebro. Las zonas sensoriales del cerebro, las que ven personas y su
cesos y oyen voces y ruidos, quedarían más estrechamente conectadas
con los centros emocionales. ¿Con qué resultado? Que todo objeto y todo
suceso —y no sólo los importantes— quedaría imbuido de profundo sig
nificado, de manera que el paciente vería «el universo en un grano de are
na» y «sostendría el infinito en la palma de la mano». Flotaría en un océa
no de éxtasis religioso, arrastrado por una ola universal hasta las playas
del Nirvana.
La cuarta hipótesis es aún más especulativa. ¿Es posible que los se
res humanos hayan desarrollado por evolución un circuito neural espe
cializado exclusivamente en la experiencia religiosa? La creencia huma
na en lo sobrenatural está tan extendida en todas las sociedades del
mundo que uno siente la tentación de preguntarse si la propensión a es
tas creencias puede tener una base biológica5. Si fuera así, habría que res
ponder a una pregunta fundamental: ¿qué tipo de presiones selectivas
darwinianas podrían dar lugar a este mecanismo? Y si existe dicho me
canismo, ¿existe un gen o un grupo de genes relacionado principalmente
con la religiosidad y las inclinaciones espirituales? ¿Un gen del que los
ateos carecen, o que han aprendido a inactivar (es una broma)?
Los argumentos de este tipo se manejan mucho en una disciplina re
lativamente nueva, que se llama psicología evolutiva (antes se llamaba so-
ciobiología, pero esta palabra adquirió mala fama por razones políticas).
Según sus principios fundamentales, muchos caracteres y propensiones
humanos, incluso algunos que normalmente tenderíamos a atribuir a la «cul
tura», pueden haber sido específicamente elegidos por la mano guiadora
de la selección natural, debido a su valor adaptativo.
Un buen ejemplo es la tendencia de los hombres a ser polígamos y
promiscuos, mientras que las mujeres tienden a ser más monógamas. En
tre los cientos de culturas humanas que ha habido en el mundo sólo una,
la de los todas del sur de India, aprueba oficialmente la poliandria (la
práctica de tener más de un esposo o compañero varón). Ciertamente, el
viejo dicho «Jígamos, jógamas, las mlijeres son monógamas; jógamas, jí-
gamos, los hombres son polígamos» refleja esta situación. En el aspecto
evolutivo, esto tiene mucho sentido, ya que una mujer invierte mucho
más tiempo y esfuerzo —un molesto embarazo de nueve meses, lleno de
riesgos— en cada descendiente, por lo que le conviene tener mucho cui
dado al elegir parejas sexuales. Para un hombre, en cambio, la mejor es
trategia evolutiva consiste en diseminar sus genes lo más posible, dado
que sólo invierte unos minutos (a veces, ay, sólo segundos) en cada en
cuentro sexual. Es muy poco probable que estas propensiones de con
ducta sean culturales. En todo caso, como todos sabemos, la cultura tien
de a prohibirlas o minimizarlas, más que a fomentarlas.
No obstante, hay que tener cuidado de no llevar demasiado lejos es
tos argumentos de la «psicología evolutiva». Sólo porque un carácter sea
universal —presente en todas las culturas, incluso en culturas que nunca
han estado en contacto— no se debe deducir que está determinado ge
néticamente. Por ejemplo, casi todas las culturas conocidas practican al
guna forma de cocina, por primitiva que sea (sí, hasta los ingleses). Sin
embargo, no por eso debemos suponer que existe un módulo en el cere
bro encargado de la función de cocinar, especificado por genes de cocina
que se han ido perfeccionando por selección natural. Casi con seguridad,
la habilidad para cocinar se deriva de otras muchas habilidades no rela
cionadas, como un buen sentido del gusto y del olfato y la capacidad de
seguir una receta paso a paso, además de una abundante dosis de pa
ciencia.
¿Es la religión (o, al menos, la creencia en Dios y en la espiritualidad)
como la cocina, en la que la cultura desempeña el papel dominante, o es
más bien como la poligamia, que parece tener una fuerte base genética?
¿Cómo explicaría un psicólogo evolutivo el origen de la religión? Una po
sibilidad es que la tendencia humana universal a buscar figuras autorita
rias —que dio origen al sacerdocio organizado, a la participación en ri
tos, cánticos y danzas, a los sacrificios rituales y a la adhesión a un código
moral— fomente el comportamiento conformista y contribuya a la esta-
bilidad del grupo social —o familiar— que comparte los mismos genes.
Los genes que faciliten el desarrollo de estos caracteres conformistas ten
derían a prosperar y multiplicarse, y las personas que carecieran de ellos
serían castigadas o condenadas al ostracismo por su conducta social des
viada. Tal vez el mejor modo de garantizar esta estabilidad y conformis
mo sea creer en algún poder superior y trascendente que controla nuestro
destino. No es de extrañar que los pacientes de epilepsia del lóbulo tem
poral experimenten una sensación de omnipotencia y grandeza, como si
dijeran: «Soy el elegido. Tengo el deber y el privilegio de comunicar la
obra de Dios a los seres inferiores como vosotros.»
Reconozco que éste es un argumento especulativo, incluso para los
criterios, bastante laxos, de la psicología evolutiva. Pero, creamos o no
en los «genes» del conformismo religioso, está claro que ciertas partes del
lóbulo temporal desempeñan un papel más directo que otras zonas del ce
rebro en la génesis de estas experiencias. Y si damos crédito a las expe
riencias personales del doctor Persinger, esto no sólo se aplica a los epi
lépticos, sino también a ustedes y a mí.
Me apresuro a añadir que, en lo que se refiere al paciente, los cam
bios experimentados son auténticos —-a veces, incluso deseables— y el
médico realmente no tiene derecho a hacer juicios de valor acerca de es
tos embellecimientos esotéricos de la personalidad. ¿Sobre qué base po
demos decidir si una experiencia mística es normal o anormal? Existe
una tendencia general a equiparar «insólito» o «raro» con anormal, pero
esto es una falacia lógica. El genio es una cualidad rara pero muy valio
sa, mientras que la caries dental es muy común pero obviamente indeseable.
¿En cuál de estas categorías debe clasificarse la experiencia mística?
¿Por qué la verdad revelada en esas experiencias trascendentales es «in
ferior» en algún modo a las verdades más mundanas que manejamos los
científicos? De hecho, si se siente usted tentado a llegar a esta conclusión,
tenga en cuenta que se podría utilizar exactamente la misma evidencia
—la participación de los lóbulos temporales en la religiosidad— como ar
gumento a favor, y no en contra, de la existencia de Dios. A modo de ana
logía, consideremos el hecho de que la mayoría de los animales carece de
receptores o de maquinaria nerviosa para ver en color. Sólo unos pocos
privilegiados ven colores, pero ¿vamos a decir por eso que el color no es
real? Está claro que no, pero en este caso, ¿por qué no se puede aplicar el
mismo argumento a Dios? A lo mejor, sólo los «elegidos» poseen las
conexiones neurales necesarias (al fin y al cabo, «Dios obra de maneras
misteriosas»). En otras palabras: mi objetivo como científico consiste en
descubrir cómo y por qué se originan en el cerebro los sentimientos reli
giosos, pero esto no tiene nada que ver, en ninguno de los dos sentidos,
con si Dios existe o no.
Así pues, disponemos de varias hipótesis que compiten por explicar
por qué los epilépticos de los lóbulos temporales tienen esta clase de ex
periencias. Aunque todas estas teorías hacen referencia a las mismas
estructuras neurales, los mecanismos que postulan son muy diferentes, y es
taría bien encontrar una manera de distinguirlas. Una de las ideas —la de
que el encendido refuerza indiscriminadamente todas las conexiones en
tre la corteza temporal y las amígdalas— se puede comprobar directa
mente, estudiando la respuesta galvánica de la piel del paciente. Normal
mente, reconocer un objeto es tarea de las zonas visuales de los lóbulos
temporales. Las amígdalas determinan su importancia emocional —¿es la
cara de un amigo o un feroz león?— y se lo transmiten al sistema límbi-
co, que hace que uno se excite emocionalmente y empiece a sudar. Pero si
el encendido ha reforzado todas las conexiones que hay en estas rutas,
todo se vuelve importante. Miremos lo que miremos —una persona des
conocida, una silla o una mesa—, el sistema límbico se activa con fuerza
y nos hace transpirar. A diferencia de usted o de mí, que sólo presentamos
una fuerte respuesta RGP ante nuestros padres, madres y cónyuges, ante
los leones o ante un golpe ruidoso, el paciente con epilepsia del lóbulo
temporal presentará una intensa respuesta galvánica a todo lo que vea.
Para comprobar esta posibilidad, me puse en contacto con dos cole
gas míos especializados en el diagnóstico y tratamiento de la epilepsia: el
doctor Vincent Iragui y la doctora Evelyn Tecoma. Dado el carácter con
trovertido del concepto mismo de «personalidad del lóbulo temporal»
(no todos están de acuerdo en que estos rasgos de personalidad sean más
frecuentes en los epilépticos), mis ideas despertaron su curiosidad. Pocos
días después habían localizado a dos pacientes suyos que presentaban
«síntomas» evidentes de este síndrome: hipergrafia, tendencias espiritua
les y una necesidad obsesiva de hablar sobre sus sentimientos y sobre te
mas religiosos y metafísicos. ¿Querrían participar en un trabajo de in
vestigación?
Los dos se mostraron muy dispuestos a participar. Es posible que éste
haya sido el primer experimento científico para estudiar directamente la
religión. Senté a los pacientes en cómodas butacas y les apliqué electro
dos inofensivos en las manos. Cuando estuvieron instalados ante la pan
talla del ordenador, les enseñé muestras al azar de varios tipos de palabras e
imágenes; por ejemplo, palabras que describían objetos inanimados co
munes (zapato, jarrón, mesa, etc.), rostros familiares (padres, hermanos),
rostros desconocidos, palabras e imágenes sexualmente estimulantes (fo
tos de revistas eróticas), palabrotas e imágenes con carga sexual, de ex
trema violencia y horror (un caimán comiéndose a una persona viva, un
hombre prendiéndose fuego) y palabras e imágenes religiosas (como la
palabra «Dios»),
Si usted o yo nos sometiésemos a este ejercicio mostraríamos una in
tensa respuesta RGP a las escenas de violencia y a las palabras e imáge
nes eróticas, una respuesta relativamente fuerte a las caras familiares y prác
ticamente ninguna respuesta a todo lo demás (a menos que sea usted un
fetichista del calzado, en cuyo caso respondería intensamente a la visión
de un zapato).
¿Qué hicieron los pacientes? La hipótesis del encendido predecía una
respuesta uniformemente intensa a todas las categorías. Pero, con gran
sorpresa por nuestra parte, descubrimos que los dos pacientes respondían
con más intensidad a las palabras e imágenes religiosas. Sus respuestas a
las otras categorías, incluyendo las palabras e imágenes sexuales, que
suelen provocar una respuesta potente, estaban extrañamente atenuadas,
en comparación con lo que se observa en los individuos normales6.
Así pues, los resultados indican que no ha habido un reforzamiento
general de todas las conexiones. Por el contrario: en todo caso, se han re
ducido. Pero lo sorprendente es que sí que ha habido una amplificación
selectiva de la respuesta a las palabras e imágenes religiosas. Me pre
gunto si esta técnica podría servir para medir el «índice de devoción» y
distinguir a los hipócritas y falsos devotos («ateos clandestinos») de los
verdaderos creyentes. El cero absoluto de la escala se podría establecer
midiendo la respuesta galvánica de la piel de Francis Crick.
Quiero insistir en que no todos los pacientes de epilepsia de los ló
bulos temporales se vuelven religiosos. Existen muchas conexiones neu-
rales paralelas entre la corteza temporal y las amígdalas. Según las cone
xiones concretas afectadas, algunos pacientes pueden sufrir desviaciones
de la personalidad en otras direcciones: se obsesionan con escribir, dibu
jar, discutir sobre filosofía o, en raras ocasiones, con el sexo. Lo más pro
bable es que sus respuestas RGP se disparen hacia arriba en respuesta a
estos estímulos, y no a las imágenes religiosas, una posibilidad que se
está estudiando en nuestro laboratorio y en otros.
¿Estaba Dios hablándonos a través del aparato RGP? ¿Teníamos aho
ra línea directa con el cielo? Sea cual sea la explicación que le demos a
la amplificación selectiva de respuestas a las palabras e imágenes reli-
glosas, el resultado descarta una de las explicaciones propuestas para es
tas experiencias: que estas personas se vuelven espirituales simplemente
porque todo lo que les rodea adquiere un significado importante y pro
fundo. Por el contrario, el resultado del experimento parece indicar que
ha habido una amplificación selectiva de las respuestas a ciertas clases de
estímulos —las palabras e imágenes religiosas— y una reducción de la
respuesta a otras categorías, incluidas las que poseen carga erótica (lo
cual concuerda con la libido reducida de algunos de estos pacientes).
¿Implican acaso estos descubrimientos que en los lóbulos temporales
existen estructuras neurales especializadas en la religión o la espirituali
dad, y que el proceso epiléptico las refuerza selectivamente? Es una hi
pótesis seductora, pero existen otras interpretaciones posibles. Por lo que
sabemos, las alteraciones que han desencadenado el fervor religioso de
estos pacientes podrían ocurrir en cualquier otra parte, y no necesaria
mente en los lóbulos temporales. La actividad seguiría yendo a parar al
sistema límbico y el resultado sería exactamente el mismo: una RGP in
tensa ante las imágenes religiosas. Así pues, por sí sola, una respuesta
galvánica fuerte no garantiza que los lóbulos temporales intervengan di
rectamente en la religiosidad7.
No obstante, hay otro experimento que podría resolver la cuestión de
una vez por todas. Dicho experimento se basaría en el hecho de que cuan
do los ataques son graves e incapacitantes ponen en peligro la vida y no
responden a la medicación, extirpándose quirúrgicamente partes del lóbulo
temporal. ¿Qué le ocurriría a la personalidad del paciente —en especial
a sus tendencias religiosas— si le extirpamos un trozo de lóbulo tempo
ral? ¿Se invertirían algunos de los cambios de personalidad adquiridos?
¿Dejaría de pronto de tener experiencias místicas y se volvería ateo o ag
nóstico? ¿Habríamos practicado una «Diostomía»?
Todavía no hemos llevado a cabo tal estudio, pero mientras tanto ya
hemos aprendido algo con nuestros estudios de RGP: que los ataques han
alterado permanentemente la vida mental interior del paciente, a menudo
provocando interesantes y muy selectivas distorsiones de su personali
dad. Lo cierto es que en otros trastornos neurológicos casi nunca se ob
servan alteraciones emocionales y obsesiones religiosas tan profundas.
La explicación más simple de lo que les ocurre a los epilépticos es que
han sufrido cambios permanentes en los circuitos del lóbulo temporal,
causados por el reforzamiento selectivo de algunas conexiones y el debi
litamiento de otras, lo que da lugar a nuevos picos y valles en el paisaje
emocional del paciente.
¿A qué conclusión nos lleva todo esto? La única conclusión clara que
podemos sacar es que en el cerebro humano existen circuitos que inter
vienen en la experiencia religiosa, y que en algunos epilépticos estos cir
cuitos se vuelven hiperactivos. Todavía no sabemos si éstos evoluciona
ron específicamente para la religión (como podrían argumentar los
psicólogos evolutivos) o si generan otras emociones que simplemente
conducen a tales creencias (aunque esto no explicaría el fervor con el que
muchos pacientes sostienen dichas creencias). Por tanto, todavía estamos
muy lejos de demostrar que en el cerebro existe un «módulo de Dios» que
podría estar determinado genéticamente, pero para mí lo más apasionan
te es que podemos empezar a plantearnos preguntas sobre Dios y la espi
ritualidad en términos científicos.
tar ningún reloj. Lo hace hasta cuando está dormido: a veces murmura en
sueños la hora exacta. El «reloj» que tiene en la mente es tan preciso
como un Rolex. Hay una chica que puede calcular la anchura exacta de
un objeto situado a seis o siete metros de distancia. Usted o yo daríamos
una cifra redonda aproximada, pero ella dice: «Esa piedra mide exacta
mente 87 centímetros y 8 milímetros de anchura.» Y acierta.
Estos ejemplos demuestran que los talentos esotéricos especializados
no surgen espontáneamente de la inteligencia general, porque si fuera así,
¿cómo podría poseerlos un «idiota»?
Tampoco es necesario invocar el ejemplo patológico extremo de los
savants para defender este argumento, ya que existe un elemento de este
síndrome en toda persona con talento y, desde luego, en todo genio. El
«genio», contra lo que se tiende a creer, no es sinónimo de inteligencia
sobrehumana. Casi todos los genios que he tenido el privilegio de cono
cer se parecen a los idiot savants más de lo que estarían dispuestos a re
conocer: tienen un talento extraordinario en unos pocos campos, pero son
bastante vulgares en otros aspectos.
Consideremos la historia tantas veces contada del genio matemáti
co indio Ramanujan, que a principios de siglo trabajaba de oficinista en
el puerto de Madrás, a pocas millas de donde yo nací. Sólo había estu
diado hasta los primeros años de instituto y carecía de formación en
matemáticas avanzadas. Sin embargo, estaba asombrosamente dotado
para las matemáticas, un tema que le obsesionaba. Era tan pobre que no
podía comprar papel, y utilizaba sobres usados para garabatear sus
ecuaciones. Antes de cumplir veintidós años había descubierto varios
teoremas nuevos. Como en India no conocía a ningún especialista en
teoría numérica, decidió comunicar sus descubrimientos a varios mate
máticos de otras partes del mundo, entre ellas Cambridge (Inglaterra).
Uno de los más eminentes matemáticos de la época, G. H. Hardy, reci
bió sus garabatos e inmediatamente pensó que Ramanujan era un chi
flado. Les echó un vistazo y se marchó a jugar al tenis. Pero mientras
jugaba, las ecuaciones de Ramanujan le daban vueltas en la cabeza. Seguía
viendo los números en su mente. «Nunca había visto nada remotamente
parecido», escribió Hardy tiempo después. «Tenían que ser auténticas,
porque nadie podía tener imaginación suficiente para inventárselas.» Así
que volvió a toda prisa a su despacho y comprobó la validez de las com
plicadas ecuaciones escritas al dorso de sobres usados. Vio que casi to
das eran correctas, e inmediatamente envió una carta a su colega J. E.
Littlewood, que también estudió los manuscritos. Las dos lumbreras se
dieron cuenta al instante de que Ramanujan era, probablemente, un ge
nio del máximo nivel. Lo invitaron a Cambridge, donde trabajó duran
te muchos años y llegó a superarlos a ambos en la originalidad e im
portancia de sus contribuciones.
Menciono esta historia porque si ustedes salieran a cenar con Rama
nujan no pensarían que tenía nada fuera de lo normal. Era como cualquier
otra persona, excepto que su talento matemático era absolutamente ex
cepcional; casi sobrenatural, según algunos. Volvemos a lo mismo: si la
capacidad matemática fuera simplemente una función de la inteligencia
general, un resultado del agrandamiento y perfeccionamiento general del
cerebro, las personas más inteligentes estarían más dotadas para las ma
temáticas, y viceversa. Pero si ustedes hubieran conocido a Ramanujan,
sabrían que esto no es así.
¿Cuál es la solución? La «explicación» del propio Ramanujan —que
las ecuaciones ya completas le fueron susurradas en sueños por la deidad
protectora de su aldea, la diosa Namagiri— no nos sirve de gran ayuda.
Pero se me ocurren otras dos posibilidades.
La primera, y la más simple, es que la inteligencia general es en rea
lidad un conjunto de muchos caracteres mentales diferentes, y que los ge
nes y los caracteres mismos influyen en la manifestación de los demás.
Dado que los genes se combinan al azar en la población, de vez en cuan
do surge una combinación fortuita de caracteres —por ejemplo, una viva
imaginería visual combinada con un excelente talento numérico— que
puede dar lugar a toda clase de interacciones inesperadas. Así nace ese
extraordinario florecimiento del talento que llamamos genio: las dotes de
un Albert Einstein, que podía «visualizar» sus ecuaciones, o de un Mo-
zart, que no sólo oía, sino que veía cómo se desplegaban sus composiciones
musicales en el ojo de la mente. El genio sólo es raro porque las combi
naciones genéticas afortunadas son raras.
Pero este argumento tiene un problema. Si el genio es el resultado de
combinaciones genéticas extraordinariamente afortunadas, ¿como se ex
plican los talentos de Nadia y Tom, cuya inteligencia general es ínfima?
(De hecho, la capacidad social de un autista savant puede ser inferior a la
de un mono.) Además, no se entiende bien que estos talentos tan sor
prendentes sean más comunes entre los savants que entre la población ge
neral, que sin duda dispone de más caracteres saludables que barajar en
cada generación. Por añadidura, en un individuo así los caracteres tendrían
que «casar» con precisión e interactuar de manera que el resultado sea algo
elegante y no absurdo, lo cual es tan improbable como que un congreso
de estúpidos produzca una obra de genio artístico o científico.
Esto me lleva a la segunda explicación para el síndrome del savant en
particular y para el genio en general. ¿Cómo es posible que una persona
incapaz de atarse los cordones de los zapatos o de mantener una conver
sación normal pueda calcular números primos? La respuesta podría estar
en una zona del hemisferio izquierdo llamada giro angular, que, cuando
se lesiona, deja a algunas personas (como Bill, el piloto del Capítulo 1,
que era incapaz de restar) incapacitadas para hacer cálculos sencillos,
como restar 7 de 100. Esto no significa que el giro angular izquierdo sea
el módulo de matemáticas del cerebro, pero está claro que esta estructu
ra hace algo imprescindible para el cálculo matemático y no es impres
cindible para el lenguaje, la memoria o la visión. Parece que el giro an
gular izquierdo es necesario para las matemáticas.
Consideremos la posibilidad de que los savants hayan sufrido una
lesión cerebral antes de nacer o poco después del parto. ¿Es posible que
sus cerebros experimenten algún tipo de reorganización, como la que se
observa en los pacientes con miembros fantasmas? ¿Puede la lesión
prenatal o neonatal ocasionar una reconexión anormal? Es posible que
en los savants, por alguna razón desconocida, una parte del cerebro re
ciba más señales de lo normal, o algún otro refuerzo equivalente, que la
haga volverse más grande y más densa; un giro angular gigante, por
ejemplo. ¿Qué consecuencias tendría esto en la capacidad matemática?
¿Daría lugar a un niño capaz de calcular números primos de ocho ci
fras? La verdad es que sabemos tan poco sobre el modo en que las neu
ronas llevan a cabo estas operaciones abstractas, que resulta difícil pre
decir el efecto de una alteración semejante. Un giro angular de tamaño
doble podría no dar como resultado una duplicación de las dotes mate
máticas, sino un aumento logarítmico o una multiplicación por cien. Ya
pueden imaginarse la explosión de talento generada por este sencillo
pero «anómalo» aumento del volumen cerebral. Se podría aplicar el
mismo argumento al dibujo, la música, el lenguaje... de hecho, a cual
quier característica humanal2.
Este argumento es simplón y descaradamente especulativo, pero al
menos se puede comprobar. Un savant matemático debería tener un giro
angular izquierdo grande o hipertrofiado, mientras que un savant artísti
co tendría hipertrofiado el giro angular derecho. Que yo sepa, no se han
hecho estos experimentos, aunque sabemos que una lesión en la corteza
parietal derecha, donde está situado el giro, puede afectar desastrosa
mente a las dotes artísticas (así como una lesión en la parte izquierda tras
torna la capacidad de cálculo).
Se podría recurrir a un argumento similar para explicar la ocasional
aparición de genios o talentos extraordinarios en la población normal, o
para responder a la muy fastidiosa pregunta de cómo surgieron estas ha
bilidades durante la evolución. A lo mejor, cuando el cerebro llega a te
ner una masa crítica aparecen nuevos e imprevistos caracteres, propieda
des que no fueron específicamente seleccionadas por la selección natural.
A lo mejor, el cerebro tuvo que hacerse más grande por alguna otra razón,
más obviamente adaptativa —arrojar lanzas, hablar u orientarse—, y la
manera más simple de lograrlo era aumentar la producción de una o dos hor
monas relacionadas con el crecimiento, determinadas por uno o dos mor-
fogenes (genes que alteran el tamaño y la forma de los organismos en de
sarrollo). Pero como el crecimiento provocado por una hormona —o por
un morfogén— no puede aumentar selectivamente el tamaño de unas par
tes, dejando otras inalteradas, el resultado final fue un cerebro más gran
de en general, incluyendo un enorme giro angular con su correspondien
te decuplicación o centuplicación de la capacidad matemática. Nótese
que este argumento es muy diferente de la difundida hipótesis, según la
cual primero se desarrolla una capacidad muy «general», que luego se
aplica a una tarea especializada.
Llevando esta especulación aún más lejos, ¿es posible que los huma
nos encontraran sexualmente atractivos estos talentos esotéricos —la
música, la poesía, el dibujo o las matemáticas—, principalmente porque
eran indicio externo y visible de un cerebro gigante? Así como la enorme
cola iridiscente del pavo real o los gigantescos colmillos del elefante ma
cho constituyen sendos «anuncios publicitarios» de la salud y vigor del
animal, la facultad humana de entonar una canción o de escribir un sone
to podría ser indicadora de un cerebro superior. (La «publicidad» puede
desempeñar un importante papel en la selección de pareja. De hecho, Ri
chard Dawkins ha sugerido, medio en serio medio en broma, que el ta
maño y fuerza de las erecciones de un hombre pueden ser indicadores de
su salud general.)
Esta línea de razonamiento plantea algunas posibilidades fascinantes.
Por ejemplo, se podrían inyectar hormonas o morfogenes en el cerebro de
un feto humano o de un niño para intentar aumentar artificialmente el ta
maño de su cerebro. ¿Daría esto como resultado una raza de genios con
talentos sobrehumanos? Ni que decir tiene que hacer este experimento en
seres humanos no sería nada ético, pero un genio maligno podría sentir
se tentado a intentarlo con monos antropoides. En este caso, ¿contem
plaríamos el repentino florecimiento de talentos mentales extraordinarios
en dichos monos? ¿Se podría acelerar el proceso de evolución de los si
mios mediante una combinación de ingeniería genética, intervención
hormonal y selección artificial?
Mi argumento básico acerca de los savants —que algunas regiones
especializadas del cerebro han aumentado de tamaño a costa de otras—
puede resultar acertado o erróneo. Pero aunque sea válido, tengan por se
guro que ningún savant va a ser un Picasso o un Einstein. Para ser un au
téntico genio se necesitan otras facultades, no meras islas de talento ais
lado. La mayoría de los savants no es verdaderamente creativa. Si
observamos un dibujo de Nadia sí que se aprecia una habilidad artística
creativa B, pero entre los savants matemáticos y musicales no hay ejem
plos similares. Lo que parece faltar es una cualidad indefinible llamada
creatividad, que nos lleva a afrontar cara a cara la esencia misma de la
condición humana. Hay quien asegura que la creatividad no es más que
la habilidad para conectar al azar ideas aparentemente no relacionadas,
pero seguro que con eso no basta. Puede que el proverbial mono con la
máquina de escribir acabe por escribir una obra de Shakespeare, pero ne
cesitaría mil millones de vidas para generar una sola frase inteligible, y
no digamos un soneto o un drama.
No hace mucho hablé con un colega sobre mi interés en la creativi
dad y él me repitió el manido argumento de que lo único que hacemos es
barajar ideas en nuestras cabezas, produciendo combinaciones al azar
hasta que encontramos algunas estéticamente agradables. Yo le emplacé
a que «barajara» algunas palabras e ideas, hasta encontrar una sola metá
fora evocadora de «llevar las cosas a extremos ridículos» o «excederse
exageradamente». Se rascó la cabeza y al cabo de media hora confesó
que no se le ocurría nada original (a pesar de su altísimo coeficiente in
telectual verbal, debo añadir). Entonces le indiqué que Shakespeare ha
bía reunido cinco de estas metáforas en una sola oración:
Dios es un chapucero.
Francis Crick
¿Por qué son graciosas estas historias? ¿Y qué tienen en común con
otros chistes? A pesar de su aparente diversidad, casi todos los chistes e
historietas graciosas tienen la siguiente estructura lógica: se conduce al
oyente por un sendero de expectativas, haciendo subir poco a poco la ten
sión. Y al final, se introduce un giro inesperado que obliga a una reinter
pretación completa de todos los datos anteriores; además, es importantí
simo que en la nueva interpretación, aunque sea totalmente inesperada,
todos los datos tengan tanto «sentido» como en la interpretación que se
«esperaba» en un principio. En este aspecto, los chistes tienen mucho en
común con la creatividad científica, con lo que Thomas Kuhn llama
«cambio de paradigma» en respuesta a una sola «anomalía». (Probable
mente, no es coincidencia que muchos de los científicos más creativos ten
gan un gran sentido del humor.) En el chiste, por supuesto, la anomalía
es la frase final, y el chiste sólo tiene «gracia» si el oyente, al oír la frase,
ve de golpe una interpretación totalmente nueva del mismo conjunto de
datos, capaz de incorporar el anómalo final. Cuanto más largo y tortuoso
sea el sendero de expectativas, más «gracia» tendrá la frase final cuando
por fin se dice. Los buenos cómicos aplican este principio, dedicando al
gún tiempo a acumular tensión en la línea argumental, porque lo más efi
caz para quitar la gracia es un final prematuro.
Pero aunque para generar humor es necesario introducir un giro ines
perado, no basta con esto. Supongamos que mi avión está a punto de aterri
zar en San Diego. Yo me ajusto el cinturón y me preparo para el aterriza
je. De pronto, el piloto anuncia que los «botes» que antes habíamos
achacado a una turbulencia del aire se debían en realidad a un fallo del
motor, y que antes de aterrizar hay que vaciar el depósito de combustible.
En mi mente ha tenido lugar un cambio de paradigma, pero, desde luego,
no me hace reír. Más bien hace que me concentre en la anomalía y me
prepare para actuar en respuesta a dicha anomalía. O consideremos aque
lla vez en que estaba pasando unos días en casa de unos amigos en Iowa.
Ellos habían salido y yo estaba solo en un entorno extraño. A altas horas
de la noche, cuando estaba a punto de quedarme dormido, oí un golpe en
la planta baja. «Habrá sido el viento», pensé. Al cabo de unos minutos, oí
otro golpe, más fuerte que el primero. Volví a «racionalizarlo» y procuré
dormirme. Veinte minutos después, oí un golpetazo fortísimo, que me
hizo saltar de la cama. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Habría un ladrón en la
casa? Naturalmente, con mi sistema límbico activado, «me orienté», agarré
una linterna y corrí escaleras abajo. Hasta aquí, la cosa no tenía nada de
graciosa. Entonces descubrí un gran florero hecho pedazos en el suelo y
un gato leonado a su lado, con clara expresión de culpabilidad. A diferencia
del incidente del avión, esta vez sí que me eché a reír, porque me daba
cuenta de que la «anomalía» que había detectado, con el consiguiente
cambio de paradigma, era completamente trivial. Todos los hechos se po
dían explicar ya con la teoría del gato, sin tener que recurrir a la omino
sa teoría del ladrón.
Basándonos en estos ejemplos, podemos hacer más precisa nuestra de
finición del humor y de la risa. Cuando una persona avanza por un sen
dero de expectativas y al final encuentra un giro inesperado que obliga a
hacer una reinterpretación completa de los mismos datos, y esa nueva in
terpretación tiene implicaciones triviales y no aterradoras, se produce la
risa.
Pero, ¿por qué la risa? ¿Por qué ese sonido explosivo y repetitivo? La
opinión de Freud —que la risa descarga la tensión interna acumulada—
no tiene mucho sentido, a menos que recurramos a una metáfora hidráu
lica bastante complicada y traída por los pelos. Según Freud, el agua que
se acumula en un sistema de tuberías sale siempre por la ruta de mínima
resistencia (por eso la válvula de seguridad se abre cuando en uno de es
tos sistemas se acumula demasiada presión), y la risa sería una válvula de
seguridad similar, que dejaría escapar la energía psíquica (sea lo que sea
eso) acumulada. A mí esta «explicación» no me convence. Pertenece a esa
categoría de explicaciones que Peter Medawar llama «analgésicas», por
que «alivian el dolor de la incomprensión sin eliminar la causa».
Para un etólogo, por otra parte, casi toda vocalización estereotipada
implica que el organismo está intentando comunicar algo a los demás
miembros del grupo social. ¿Qué podría ser este algo en el caso de la
risa? Mí opinión es que el principal propósito de la risa podría consistir
en avisar a los demás miembros del grupo social (o familiar) de que la
anomalía detectada es trivial y no debe preocuparles. La persona que ríe
está anunciando que ha descubierto que se trataba de una falsa alarma, que
los demás no tienen que malgastar energía ni recursos en responder a un
peligro espurio6. Esto explica también que la risa sea tan notablemente
contagiosa, ya que el valor de la señal se amplifica al difundirse en el gru
po social.
Esta «teoría de la falsa alarma» para explicar el humor puede expli
car también la comedia de payasos y porrazos. Vemos a un hombre —pre
feriblemente, solemne y arrogante— que va por la calle, pisa una cásca
ra de plátano y cae al suelo. Si se golpea la cabeza contra el pavimento y
se rompe el cráneo, no nos reímos al ver correr la sangre, sino que corre
mos en su ayuda, o al teléfono más próximo para llamar a una ambulan
cia. Pero si se levanta sin daño, se limpia los restos de fruta de la cara y
sigue su camino, es probable que nos echemos a reír, avisando así a los
demás espectadores de que no es preciso correr en su ayuda. Evidente
mente, cuando vemos a Laurel y Hardy o a Mr. Bean estamos más dis
puestos a tolerar que la víctima indefensa sufra daños o lesiones «reales»,
porque somos plenamente conscientes de que no es más que una pelí
cula.
Aunque este modelo explica el origen evolutivo de la risa, no expli
ca, ni mucho menos, todas las funciones del humor entre los humanos
modernos. No obstante, una vez que se dispuso del mecanismo, se pudo
adaptar fácilmente para otros propósitos. (Esto es muy corriente en la
evolución. Las plumas evolucionaron en las aves para servir de aisla
miento, pero posteriormente se adaptaron para el vuelo.) La capacidad de
reinterpretar sucesos a la luz de nueva información puede haberse per
feccionado a lo largo de muchas generaciones, hasta permitir la yuxtapo
sición juguetona de ideas o conceptos más grandes; es decir, para ser
creativos. Esta capacidad de ver ideas familiares desde distintos puntos
de vista (un elemento esencial del humor) podría servir como antídoto
contra el pensamiento conservador, y como catalizador de la creatividad.
La risa y el humor podrían ser un ensayo general de la creatividad; y si es
así, tal vez conviniera introducir chistes, juegos de palabras y otras for
mas de humor en los programas de educación elemental, como parte de
la educación oficial1.
Aunque estas sugerencias pueden contribuir a explicar la estructura
lógica del humor, no explican por qué a veces se utiliza el humor como
mecanismo psicológico de defensa. ¿Es pura coincidencia, por ejemplo,
que un número desproporcionado de chistes traten de temas potencial
mente perturbadores, como la muerte o el sexo? Una posibilidad es que
los chistes sean un intento de trivializar anomalías verdaderamente per
turbadoras, fingiendo que son triviales; así se distrae uno de la angustia,
poniendo en marcha el mecanismo de falsa alarma. De este modo, un ca
rácter que evolucionó para tranquilizar a los demás miembros del grupo
social se ha interiorizado para afrontar situaciones verdaderamente an
gustiosas y puede manifestarse como la llamada risa nerviosa. Como ve
mos, incluso un fenómeno tan misterioso como la «risa nerviosa» em
pieza a tener sentido, contemplado a la luz de las ideas evolutivas.
También la sonrisa puede haber tenido un origen evolutivo similar, como
una modalidad «suavizada» de la risa. Cuando uno de nuestros antepasa
dos primates veía a otro individuo que se acercaba a él, es posible que su
primera reacción fuera enseñar los colmillos con gesto amenazador, dan
do por supuesto que casi todos los desconocidos son enemigos en poten
cia. Pero al reconocer al otro individuo como «amigo» o «pariente» interrum
piría el gesto a la mitad, produciendo así una sonrisa, que con el tiempo
evolucionaría hasta convertirse en un saludo humano ritual: «Sé que no
representas un peligro, y te informo de que yo tampoco»7 8. Según este es
quema mío, una sonrisa es una respuesta orientadora abortada, lo mismo
que la risa.
Las ideas que hemos explorado hasta ahora contribuyen a explicar las
funciones biológicas y el posible origen evolutivo del humor, la risa y la
sonrisa, pero dejan en pie la cuestión de cuáles pueden ser los mecanis
mos neurales en los que se basa la risa. ¿Qué le pasó a Willy, que se echó
a reír en el entierro de su madre, y a Ruth, que literalmente se murió
de risa? Su extraño comportamiento implica la existencia de un circuito de
la risa, que debe encontrarse principalmente en ciertas partes del sistema
límbico y conecta con los lóbulos frontales. Teniendo en cuenta el de
mostrado papel del sistema límbico en la producción de una respuesta
orientada a una potencial amenaza o alarma, no debería resultamos muy
sorprendente que también intervenga en la reacción abortada en respues
ta a una falsa alarma-, la risa. Algunas partes de este circuito se ocupan
de las emociones —la sensación de regocijo que acompaña a la risa— y
otras partes intervienen en el acto físico de la risa, pero por ahora no sa
bemos qué partes hacen cada cosa.
Existe, no obstante, otro curioso trastorno neurológico, llamado
asimbolia del dolor, que ofrece indicios adicionales acerca de las estruc
turas neurológicas que están detrás de la risa. Los pacientes que sufren
este trastorno no registran dolor cuando se les pincha el dedo con una
aguja. En lugar de decir «¡ay!», dicen «doctor, siento el dolor pero no me
duele». Al parecer, no experimentan el impacto emocional aversivo del
dolor. Y lo más misterioso es que he observado que muchos de ellos emi
ten risitas, como si les estuvieran haciendo cosquillas en lugar de pin
charlos. Por ejemplo, en un hospital de Madrás (India) examiné hace
poco a una maestra de escuela que me dijo que los pinchazos que yo le ad
ministraba como parte de un tratamiento neurológico convencional le da
ban muchísima risa, aunque no podía explicar por qué.
Lo que más me interesó de la asimbolia del dolor fue que aportaba ar
gumentos adicionales a favor de la teoría evolutiva de la risa, propuesta
en este capítulo. El síndrome se suele manifestar cuando se lesiona una
estructura llamada corteza insular, que está en el fondo del pliegue que
separa los lóbulos parietal y temporal (y muy relacionada con las estruc
turas dañadas en Willy y Ruth). Esta estructura recibe señales sensoria
les, incluyendo señales de dolor de la piel y los órganos internos, y envía
señales de salida a ciertas partes del sistema límbico (como el giro an
gulado), para que uno empiece a experimentar la fuerte reacción aversi-
va—el sufrimiento—del dolor. Imaginemos ahora lo que ocurriría si una
lesión desconectara la corteza insular y el giro cingulado. Una parte del
cerebro de la persona (la corteza insular) le dice «aquí hay algo que due
le, un posible peligro»; pero otra parte (el giro cingulado del sistema lím
bico) le dice, una fracción de segundo después, «bah, no te preocupes, no
hay ningún peligro». Aquí están presentes los dos ingredientes funda
mentales —el peligro seguido por la cancelación de la alarma— y el úni
co modo de que el paciente resuelva la paradoja es echándose a reír, como
predice mi teoría.
La misma línea de razonamiento podría ayudar a explicar que la gen-
te se ría cuando le hacen cosquillas9. Te acercas a un niño con la mano
extendida amenazadoramente, y el niño se pregunta: «¿Me hará daño, me
sacudirá, me pinchará?» Pero no, tus dedos hacen un contacto ligero e
intermitente con su barriga. Una vez más, tenemos la misma receta —pe
ligro, seguido por cancelación de la alarma—, y el niño se ríe, como para
informar a otros niños: «No quiere hacer daño, sólo está jugando.» Dicho
sea de paso, esto podría ayudar a los niños a practicar el tipo de juegos
mentales necesarios para el humor adulto. En otras palabras, lo que lla
mamos «humor cognitivo sofisticado» tiene la misma forma lógica que
las cosquillas y, por tanto, se basa en los mismos circuitos neurales: el de
tector de lo «amenazante pero inofensivo», en el que participan la corte
za insular, el giro cingulado y otras partes del sistema límbico. Esta re
adaptación de mecanismos para otros fines es la norma, y no la
excepción, en la evolución de caracteres mentales y físicos (aunque en este
caso, la readaptación se hace para una función relacionada y de nivel su
perior, y no para una función completamente diferente).
Estas ideas podrían aplicarse a un acalorado debate que tiene lugar des
de hace diez años entre los biólogos evolutivos en general y los psicólo
gos evolutivos en particular. Me da la impresión de que existen dos ban
dos enfrentados. Un bando sostiene (con ciertas excepciones) que todos
nuestros caracteres mentales —o por lo menos el 99 por 100— han sido
específicamente seleccionados por la selección natural. El otro bando, re
presentado por Stephen Jay Gould, llama «ultradarwinistas» a los miem
bros del primero, y afirma que hay que tener en cuenta otros factores.
(Algunos de estos factores corresponden al proceso mismo de selección
natural y otros a la materia prima sobre la que puede actuar la selección.
Más que contradecir el concepto de selección natural, lo complementan.)
Todos los biólogos que conozco tienen sus propias opiniones sobre cuá
les pueden ser estos factores. He aquí algunos de mis ejemplos favoritos:
Pero aquí no nos interesan las esperanzas y los temores; sólo la ver
dad. Debemos reconocer, me parece a mí, que el hombre, con todas sus
nobles cualidades, con la simpatía que siente por los más desdichados, con
la benevolencia que manifiesta no sólo para con otros hombres sino para
con las criaturas más humildes, con su divino intelecto que ha penetrado
en los movimientos y constitución del sistema solar, con todas estas ele
vadas facultades, todavía conserva en su estructura corporal la marca in
deleble de su bajo origen.
Capítulo 11
Mary Knight, de treinta y dos años, con su brillante pelo rojo pulcra
mente recogido en un moño, entró en la consulta del doctor Monroe, se
sentó y sonrió. Estaba embarazada de nueve meses y hasta entonces todo
parecía ir bien. Era un embarazo deseado y esperado durante mucho tiem
po, pero también era su primera visita al doctor Monroe. Esto ocurría en
1932 y el dinero escaseaba. El marido de Mary no tenía un trabajo fijo, y
Mary sólo había hablado de manera informal con una comadrona que vi
vía en su calle.
Pero aquel día era diferente. Mary llevaba mucho tiempo sintiendo pa
talear al niño, y sospechaba que el parto era inminente. Quería que el doc
tor Monroe la examinara, para asegurarse de que el bebé estaba en la po
sición correcta para la última fase del embarazo. Ya había que prepararse
para dar a luz.
El doctor Monroe examinó a la joven. Tenía el abdomen muy dilata
do, lo cual parecía indicar que el feto había descendido. Los pechos esta
ban hinchados y los pezones tenían manchas.
Pero algo no iba bien. El estetoscopio no captaba claramente el lati
do del corazón del feto. Era posible que éste se hubiera girado, adoptando
una posición extraña, o que tuviera algún problema. Pero no, no era eso.
El ombligo de Mary Knight no estaba bien. Un signo seguro de embara
zo es el ombligo evaginado, vuelto hacia fuera. El de Mary estaba inva
ginado, en la forma normal. Estaba hacia dentro y no hacia fuera.
El doctor Monroe emitió un suave silbido. En la facultad de medici
na había estudiado la seudociesis o falso embarazo. Algunas mujeres que de
sean desesperadamente quedar embarazadas —y a veces, algunas que
tienen un miedo espantoso al embarazo— desarrollan todos los síntomas
del auténtico embarazo. Su abdomen se hincha desproporcionadamente,
y el efecto se acentúa con una postura derrengada y la misteriosa acumu
lación de grasa abdominal. Los pezones adquieren pigmentación, como
les ocurre a las mujeres embarazadas. La menstruación se interrumpe,
producen leche, tienen vómitos y sienten movimientos fetales. Todo pa
rece normal, excepto una cosa: no hay feto.
El doctor Monroe sabía que Mary Knight padecía una seudociesis,
pero, ¿cómo decírselo? ¿Cómo le iba a explicar que todo era producto de
su mente, que el espectacular cambio que había experimentado su cuer
po era el resultado de una ilusión?
—Mary —le dijo en voz baja—, el niño está a punto de nacer. Nace
rá esta misma tarde. Le voy a dar éter para que no sienta dolores. Pero el
parto ha comenzado y hay que actuar ya.
Mary estaba entusiasmada y se sometió a la anestesia. Era habitual ad
ministrar éter en los partos, y Mary ya se lo esperaba.
Poco después, cuando Mary despertó, el doctor Monroe le cogió la
mano y se la acarició suavemente. Le dejó unos minutos para recuperar
la conciencia y entonces dijo:
—Mary, siento tener que decirle esto. Tengo muy malas noticias. El
bebé nació muerto. Hice todo lo que pude, pero no sirvió de nada. Lo
siento muchísimo.
Mary se echó a llorar, pero aceptó la noticia que le daba el doctor
Monroe. Allí mismo, en la mesa de operaciones, su abdomen empezó a
deshincharse. Había perdido al niño y estaba desolada. Tendría que vol
ver a casa y decírselo a su marido y a su madre. Qué terrible desilusión
iba a sufrir toda la familia.
Transcurrió una semana. Y al cabo de este tiempo, con gran asombro
del doctor Monroe, Mary irrumpió en su consulta con el vientre hincha
do, tan enorme como la semana anterior.
—¡Doctor! —-exclamó— ¡He vuelto porque se le olvidó sacar al ge
melo! ¡Lo siento dando patadas aquí dentro!'.
Hace unos tres años que encontré la historia de Mary Knight en una
monografía médica medio desintegrada de los años treinta. El informe
estaba firmado por el doctor Silas Weir Mitchell, el mismo médico de Fi-
ladelfia que acuñó la expresión «miembro fantasma». Por eso no debe
sorprendemos que llamara «embarazo fantasma» al trastorno de Mary, 1
introduciendo además el término «seudociesis» (falso hinchamiento). Si
la historia la hubiera contado casi cualquier otra persona, yo la habría
descartado considerándola basura, pero Weir Mitchell era un observador
clínico muy agudo, y con los años he aprendido a prestar mucha atención
a sus escritos. Lo que más me llamó la atención fue que su informe es muy
aplicable a los debates contemporáneos sobre la influencia de la mente
sobre el cuerpo, y viceversa.
Dado que nací y me crié en India, la gente me pregunta muchas ve
ces si creo que existen conexiones entre la mente y el cuerpo que las cul
turas occidentales no comprenden. ¿Cómo controlan los yoguis su tensión
arterial, su ritmo cardiaco y su respiración? ¿Es cierto que los más hábi
les son capaces de invertir su peristalsis (dejando aparte la cuestión de por
qué querría alguien hacer eso)? ¿Es la enfermedad una consecuencia del
estrés crónico? ¿Se puede prolongar la vida gracias a la meditación?
Si me hubieran hecho esas preguntas hace cinco años, habría recono
cido de mala gana: «Pues claro, es evidente que la mente puede influir en
el cuerpo. Una actitud animosa puede ayudar a que te recuperes más de
prisa de una enfermedad, aumentando el rendimiento del sistema inmu-
nitario. También está el llamado efecto placebo, que no comprendemos
muy bien: la mera creencia en una terapia parece influir positivamente en
nuestro bienestar, y tal vez en la salud física real.»
Pero en lo referente a si la mente es capaz de curar lo incurable, ten
día a mostrarme muy escéptico. Y no sólo por mis estudios de medicina
occidental; tampoco me convencían muchos de los argumentos empíri
cos. ¿Que las pacientes de cáncer de mama con actitud positiva viven, por
término medio, dos meses más que las pacientes que niegan su enferme
dad? Bueno, ¿y qué? Desde luego, dos meses es mejor que nada, pero si
lo comparamos con los efectos de un antibiótico como la penicilina en la
tasa de supervivencia de los enfermos de neumonía no es como para
echar las campanas al vuelo. (Sé que en estos tiempos no está de moda
hablar bien de los antibióticos, pero basta con ver un solo niño salvado
de la neumonía o la difteria por unas pocas inyecciones de penicilina para
quedar convencido de que los antibióticos son verdaderas maravillas.)
Pero cuando era estudiante me enseñaron también que cierta propor
ción de cánceres incurables —una fracción minúscula, es cierto— des
aparece misteriosamente sin tratamiento, y que «muchos pacientes con tu
mores particularmente malignos han vivido más que sus médicos».
Todavía recuerdo mi escepticismo cuando el profesor nos explicó que estos
casos se denominan «remisiones espontáneas». ¿Cómo se puede admitir
en la ciencia, que trata siempre de causas y efectos, que un fenómeno
cualquiera ocurra espontáneamente, sobre todo si se trata de algo tan es
pectacular como la disolución de un cáncer maligno?
Cuando planteé esta objeción me recordaron un hecho básico: la «va
riabilidad biológica». El efecto acumulado de pequeñas diferencias indi
viduales puede explicar multitud de respuestas inesperadas. Pero decir
que la regresión de un tumor es consecuencia de la variabilidad no es de
cir gran cosa; eso no constituye una explicación. Aunque se deba a la va
riabilidad, está claro que hay que preguntarse cuál es la variable crítica
que causa la regresión en un paciente concreto. Porque si conseguimos
resolver eso, descubriremos ipso facto una cura para el cáncer. Por supuesto,
podría ocurrir que la remisión sea consecuencia de una combinación for
tuita de varias variables, pero no por eso el problema es insoluble; sim
plemente, es más difícil. Entonces, ¿por qué los estudiosos del cáncer no
prestan mucha más atención a estos casos, en lugar de considerarlos cu
riosidades? ¿No se podría estudiar con todo detalle a estos raros supervi
vientes, en busca de factores que confieran resistencia a agentes virulen
tos o que vuelvan a aplicar los frenos a los genes supresores de tumores
que se han vuelto renegados? Esta estrategia se ha aplicado con éxito en
la investigación del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida). Así
se ha descubierto que algunos supervivientes son portadores de una mu
tación génica que impide que el virus invada las células inmunitarias, y
este descubrimiento ya se está explotando en las clínicas.
Pero volvamos a la medicina de la mente y el cuerpo. La observación
de que algunos cánceres remiten espontáneamente no demuestra necesa
riamente que la hipnosis o la actitud positiva puedan inducir tales remi
siones. No hay que cometer el error de meter en el mismo saco todos los
fenómenos misteriosos sólo porque son misteriosos, porque puede que
no tengan nada más que eso en común. Lo que yo necesito para conven
cerme es un solo ejemplo demostrado de que la mente influye directa
mente en los procesos corporales, un ejemplo que sea inequívoco y repe-
tible.
Cuando me topé con el caso de Mary Knight se me ocurrió que la seu-
dociesis o embarazo fantasma podía ser un ejemplo del tipo de conexión
que yo andaba buscando. Si la mente humana es capaz de conjurar algo
tan complejo como un embarazo, ¿qué otras cosas puede hacerle el cere
bro al cuerpo? ¿Qué límites tienen las interacciones mente-cuerpo y qué
rutas intervienen en estos extraños fenómenos?
Lo curioso es que la ilusión del embarazo fantasma está asociada con
toda una gama de cambios fisiológicos relacionados con el embarazo:
cese de la menstruación, agrandamiento de los pechos, pigmentación de
los pezones, pica (desear alimentos extraños), vómitos y mareos, y lo más
llamativo de todo: la progresiva dilatación y «maduración» del abdomen,
que culmina en auténticos dolores de parto. A veces, pero no siempre, hay
una dilatación del útero y del cuello del útero, pero los signos radiológi-
eos son negativos. Cuando estudiaba medicina me enseñaron que hasta
los tocólogos más experimentados se pueden dejar engañar2 por el cua
dro clínico, a menos que pongan mucho cuidado, y que en el pasado se
practicaron numerosas cesáreas a pacientes de seudociesis. El detalle re
velador para el diagnóstico, tal como detectó el doctor Monroe en Mary,
es el ombligo.
Los médicos modernos familiarizados con la seudociesis suponen que
es consecuencia de un tumor pituitario u oválico que provoca la secreción
de hormonas que imitan los síntomas del embarazo. En la pituitaria, mi
núsculos tumores secretores de prolactina (adenomas), indetectables por
métodos clínicos, podrían interrumpir la ovulación y la menstruación y dar
origen a los otros síntomas. Pero, si esto fuera así, ¿por qué a veces el tras
torno es reversible? ¿Qué tipo de tumor podría explicar lo que le ocurrió a
Mary Knight? Inicia el «parto» y el abdomen se encoge. Y poco después el
abdomen se vuelve a hinchar debido al «gemelo». Si un tumor pudiera ha
cer todo eso representaría un misterio aún mayor que el de la seudociesis.
¿Cuál es, pues, la causa de la seudociesis? Indudablemente, los fac
tores culturales desempeñan un papel importante3 y podrían explicar el
declive de la seudociesis desde finales del siglo xviii, cuando su incidencia
era de uno de cada 200 embarazos, hasta la actualidad, con una inciden
cia de uno de cada 10.000. En el pasado, muchas mujeres sufrían una tre
menda presión social para tener hijos, y cuando creían estar embarazadas
no había ultrasonidos que desmintieran el diagnóstico. Nadie podía decir
con certeza: «Pero mire, no hay feto.» En cambio, en la actualidad, las
mujeres embarazadas se someten a toda una serie de exámenes que dejan
muy poco espacio para la ambigüedad; por lo general, la evidencia física
de una ecografía basta para disipar la ilusión y los cambios físicos aso
ciados.
No se puede negar la influencia de la cultura en la incidencia de la
seudociesis, pero, ¿cuál es la causa de los cambios físicos? Según los po
cos estudios realizados sobre este curioso trastorno de la mente y el
cuerpo, el hinchamiento abdominal suele estar causado por una combi-
nación de cinco factores: acumulación de gas intestinal, descenso del
diafragma, empuje hacia delante de la sección pélvica de la columna
vertebral, espectacular crecimiento del omento mayor —una cinta de
grasa que cuelga delante del intestino— y, en unos pocos casos, un au
téntico agrandamiento del útero. También puede darse un mal funciona
miento del hipotálamo —la parte del cerebro que regula las secreciones
endocrinas—, que provocaría grandes alteraciones hormonales que imi
tarían casi todos los síntomas del embarazo. Además, el proceso funcio
na en las dos direcciones: los efectos del cuerpo sobre la mente son tan
profundos como los de la mente sobre el cuerpo, y esto da lugar a com
plicados circuitos retroalimentarios que intervienen en la generación y
mantenimiento del falso embarazo. Por ejemplo, la distensión abdomi
nal provocada por el gas y por la postura «de embarazada» que adopta
la mujer se podría explicar en parte mediante un clásico condiciona
miento operante. Cuando Mary, que desea quedar embarazada, ve que se
le hincha el abdomen y siente el descenso del diafragma, sabe subcons
cientemente que cuanto más descienda, más embarazada parecerá. De
manera similar, es probable que también se pueda aprender subcons
cientemente a combinar la ingestión de aire (aerofagia) con la constricción
autónoma de los esfínteres gastrointestinales, aumentando así la reten
ción de gas. De este modo, el «niño» de Mary y su «gemelo olvidado»
se conjuran de la nada (literalmente, del aire) mediante un proceso de apren
dizaje subconsciente.
Esto podría explicar el hinchamiento del abdomen. Pero ¿y los cam
bios en los pechos, los pezones y otras partes? La explicación más pru
dente de toda la gama de síntomas clínicos que se observan en la seudo-
ciesis sería que el intenso deseo de tener un hijo y la depresión asociada
reducen los niveles de dopamina y norepinefrina, los «transmisores de
alegría» del cerebro. A su vez, esto podría reducir la producción de otras
dos sustancias: la hormona estimulante de los folículos (FSH), que pro
voca la ovulación, y otra hormona llamada factor inhibidor de la prolac
tina 4. El bajo nivel de estas hormonas provocaría el cese de la ovulación
y la menstruación, y una elevación del nivel de prolactina (la hormona ma
ternal), que provoca el agrandamiento de los pechos y la producción de
leche, picor en los pezones y comportamiento maternal (aunque esto está
aún por demostrar en los humanos), junto con un aumento de la produc
ción de estrógeno y progesterona en los ovarios, que contribuye a la im
presión general de embarazo. Esta hipótesis es consistente con la conocida
observación clínica de que una grave depresión puede cortar la mens
truación (una estrategia evolutiva para evitar que la mujer malgaste pre
ciosos recursos en la ovulación y el embarazo cuando está deprimida e
incapacitada).
Pero el cese de la menstruación a causa de una depresión es algo corriente,
mientras que la seudociesis es un fenómeno muy raro. Puede que exista
algo especial en la depresión debida a no tener hijos en una cultura obse
sionada por los hijos. Si el síndrome sólo se manifiesta cuando la depre
sión va acompañada de fantasías acerca del embarazo, esto plantea una
pregunta fascinante: ¿cómo un deseo o ilusión tan específico, originado
en el neocórtex, es traducido por el hipotálamo en el sentido de inducir la
reducción de FSH y el aumento de prolactina (si es que es esto lo que ocurre)?
Y otra aún más desconcertante: ¿cómo se explica que algunas pacientes
de seudociesis no tengan un alto nivel de prolactina, o que en muchas pa
cientes los dolores de parto comiencen exactamente a los nueve meses?
¿Qué hace que comiencen las contracciones del parto, si no hay feto? Sea
cual sea la respuesta a estas preguntas, la seudociesis nos ofrece una ex
celente oportunidad de explorar la misteriosa tierra de nadie entre la men
te y el cuerpo.
El falso embarazo y el falso parto ya resultan bastante sorprendentes
en las mujeres, pero es que existen también unos pocos casos registrados
de seudociesis ¡en hombres! Algunos hombres pueden presentar toda la
gama de alteraciones —hinchamiento abdominal, producción de leche, de
seo de comer alimentos extraños, náuseas e incluso dolores de parto— como
un síndrome aislado. Pero es más frecuente en hombres que se compene
tran mucho con sus mujeres embarazadas, y que experimentan el llama
do embarazo por simpatía o síndrome del couvade. Muchas veces me he
preguntado si la compenetración emocional del hombre con la esposa
embarazada (o tal vez algunas feromonas producidas por ella) puede pro
vocar la secreción de prolactina —una hormona clave del embarazo— en
el cerebro del marido, ocasionando así algunas de las alteraciones cita
das. (Esta hipótesis no es tan disparatada como parece; los monos tama-
rinos machos experimentan un gran aumento del nivel de prolactina
cuando están cerca de madres con crías, y es posible que esto favorezca
el afecto paterno-filial y reduzca los infanticidios.) Me dan ganas de en
trevistar a hombres que acuden a clases de maternidad y medir los nive
les de prolactina de los que presentan algunos de estos síntomas de cou
vade.
La seudociesis es espectacular. Pero, ¿es un ejemplo aislado y ex
cepcional de la medicina mente-cuerpo? Yo creo que no. Me vienen a la
mente otras historias, entre ellas una que oí por primera vez en la Facul
tad de Medicina. Una amiga me dijo:
—¿Sabías que, según Lewis Thomas, se puede hipnotizar a una per
sona y quitarle las verrugas?
—Tonterías —me burlé.
—No, es verdad —insistió ella—. Hay casos documentados5. Te hip
notizan y las verrugas desaparecen en unos días; a veces, de la noche a la
mañana.
En principio, esto parece una tontería, pero si fuera cierto, tendría im
plicaciones de mucho alcance para la ciencia moderna. Una verruga es,
básicamente, un tumor (un cáncer benigno) provocado por el virus del
papiloma. Si se puede eliminar por sugestión hipnótica, ¿por qué no se
podría hacer lo mismo con el cáncer de útero, que también está causado
por el virus del papiloma (aunque de una estirpe diferente)? No estoy di
ciendo que esto dé resultado —es posible que las rutas nerviosas influi
das por la hipnosis lleguen a la piel pero no al revestimiento uterino—,
pero nunca lo sabremos si no llevamos a cabo los experimentos perti
nentes.
Suponiendo, sólo por suponer, que se puedan eliminar las verrugas por
hipnosis, surge la pregunta: ¿cómo puede una persona librarse de un tu
mor sólo a base de pensar? Existen al menos dos posibilidades. En la pri
mera intervendría el sistema nervioso autónomo: las rutas nerviosas que
contribuyen a controlar la tensión arterial, el sudor, el ritmo cardiaco, la
producción de orina, las erecciones y otros fenómenos fisiológicos que
no están controlados directamente por el pensamiento consciente. Estos
nervios forman circuitos especializados que atienden a diversas funcio
nes en varias partes del cuerpo. Así, unos nervios controlan el erizamien-
to del vello, otros inducen a sudar y otros provocan la constricción local
de los vasos sanguíneos. ¿Es posible que la mente, actuando a través del
sistema nervioso autónomo, pueda asfixiar literalmente la verruga cons
triñendo los vasos sanguíneos de sus proximidades inmediatas, hasta que
se consume y acaba por desaparecer? Esta explicación requeriría un con
trol preciso hasta niveles insólitos por parte del sistema nervioso autóno-
mo, y también implica que el sistema nervioso autónomo puede «enten
der» la sugestión hipnótica y transferirla a la zona de la verruga.
La segunda posibilidad es que, de algún modo, la sugestión hipnóti
ca ponga en funcionaminto el sistema inmunitario, que se encargaría de
eliminar el virus. Pero esto no explicaría por lo menos uno de los casos
documentados: el de una persona hipnotizada cuyas verrugas desapare
cieron sólo en un lado del cuerpo. Por qué (y cómo) el sistema inmunita
rio puede eliminar selectivamente las verrugas de un solo lado constitu
ye un misterio que invita a nuevos ejercicios de especulación.
Cuando veo la cola del gato asomando bajo el sofá, «supongo» o «sé»
que seguramente hay un gato debajo del sofá, unido a la cola. Pero en
realidad no veo el gato, aunque sí que veo la cola. Y esto plantea otra fas-
cinante pregunta: ¿son el «ver» y el «saber» —la distinción cualitativa
entre percepción y concepción— dos cosas completamente diferentes,
producidas por diferentes tipos de circuitos cerebrales, o existe una zona
gris intermedia? Volvamos a la región correspondiente al punto ciego del
ojo, donde no veo nada. Como vimos en el Capítulo 5 al hablar del sín
drome de Charles Bonnet, existe otro tipo de punto ciego —toda la zona
situada detrás de mi cabeza— donde tampoco veo nada (aunque no se
suele utilizar la expresión «punto ciego» para designar esta zona). Por su
puesto, normalmente no vamos por ahí experimentando un enorme hue
co de visión detrás de la cabeza, y, por tanto, podríamos caer en la tenta
ción de concluir que, en cierto sentido, estamos rellenando el hueco del
mismo modo que rellenábamos el punto ciego. Pero no es así. No es po
sible. No existe en el cerebro ninguna representación visual que corres
ponda a esta zona situada detrás de la cabeza. Sólo se rellena en el senti
do trivial de que si estamos en un cuarto de baño y vemos ante nosotros
una pared empapelada, damos por supuesto que el empapelado continúa
por detrás. Pero aunque supongamos que la pared está empapelada por
detrás de nuestra cabeza, no lo vemos en realidad. En otras palabras, este
tipo de «relleno» es puramente metafórico y no cumple nuestro criterio
de ser irrevocable. En el caso del «auténtico» punto ciego, como vimos
antes, no podemos cambiar de opinión acerca de la zona rellena. Pero en
el caso de la zona situada detrás de la cabeza podemos pensar «lo más pro
bable es que la pared de detrás esté empapelada, pero, ¿quién sabe? Pue
de que haya un elefante».
Así pues, rellenar el punto ciego es fundamentalmente diferente de
la incapacidad de ver lo que hay detrás de la cabeza. Pero sigue en pie la
cuestión: la distinción entre lo que hay detrás de la cabeza y el punto cie
go, ¿es cualitativa o cuantitativa? ¿Es completamente arbitraria la línea
divisoria entre «rellenar» (como hacíamos en el punto ciego) y simple
mente suponer (lo que puede haber detrás de la cabeza)? Para responder
a esta pregunta, consideremos otro experimento mental. Imaginemos que
seguimos evolucionando de tal manera que nuestros ojos se desplazan
hacia los lados de la cabeza, pero manteniendo aún el campo visual bi
nocular. Los campos visuales de los dos ojos se van extendiendo cada vez
más hacia atrás, hasta que casi se tocan por detrás de la cabeza. Supon
gamos ahora que tenemos un punto ciego detrás de la cabeza (entre los
ojos), de tamaño idéntico al del punto ciego de delante. Surge entonces la
pregunta: cuando completamos objetos en el punto ciego de atrás, ¿esta
mos llevando a cabo un auténtico rellenado de qualia, como en el «au
téntico» punto ciego, o sigue siendo una imaginería adivinada, concep
tual y revocable, como la que ahora experimentamos detrás de la cabeza?
Yo creo que llegará a haber un punto concreto en el que las imágenes se
I hagan irrevocables y se creen representaciones perceptivas sólidas, que
I tal vez incluso se recreen y retransmitan a las zonas visuales primitivas.
I En este punto, la zona ciega de detrás de la cabeza se convierte en el equi-
■ valente funcional del punto ciego normal de delante. De pronto, el cerebro
I adoptará un modo completamente nuevo de representar la información;
f utilizará neuronas de las zonas sensoriales para señalar irrevocablemen
te lo que ocurre detrás de la cabeza, en lugar de usar las neuronas de las
zonas de pensamiento para hacer suposiciones informadas pero tentati-
í vas de lo que pueda estar ocurriendo ahí.
Así pues, aunque el rellenado del punto ciego y el completamiento de
las imágenes de detrás de la cabeza se puedan considerar lógicamente
; como dos extremos de un mismo continuo, la evolución ha decidido se
pararlos. En el caso del punto ciego de los ojos, la posibilidad de que ahí
se oculte algo importante es tan pequeña que trae más cuenta considerar
la nula. En cambio, en el caso de la zona ciega de detrás de la cabeza, la
1 posibilidad de que ahí haya algo importante (por ejemplo, un ladrón con
una pistola) es lo bastante alta como para que resulte peligroso rellenar
irrevocablemente esta zona con papel pintado o con cualquier otro patrón
que veamos ante nuestros ojos.
Hasta ahora hemos hablado de tres leyes de los qualia —tres criterios
lógicos pare determinar si un sistema es consciente o no—, y hemos con
siderado ejemplos del punto ciego y de pacientes con trastornos neuroló-
gicos. Pero puede que ustedes se pregunten hasta qué punto es general este
principio. ¿Podemos aplicarlo a otros casos concretos en los que se de
bata o se dude de la intervención de la consciencia? He aquí unos cuan
tos ejemplos:
Sabemos que las abejas utilizan formas muy elaboradas de comuni
cación, entre ellas la llamada danza rápida. Cuando una abeja explorado
ra localiza polen, regresa a la colmena y ejecuta un complicado baile para
indicar a las demás la situación del polen. Surge entonces la pregunta: ¿es
consciente la abeja de lo que está haciendo?10 Dado que la conducta de
la abeja, una vez iniciada, es irrevocable, y dado que es evidente que la
abeja está actuando basada en una representación de la situación del po
len fijada en la memoria a corto plazo, se cumplen al menos dos de los
criterios de la consciencia. Podríamos llegar a la conclusión de que la
abeja es consciente de lo que hace cuando utiliza este complicado ritual
de comunicación. Pero dado que la abeja carece del tercer criterio —se
ñales de salida flexibles—, yo diría que es un zombi. En otras palabras,
aunque la información es muy elaborada, también es irrevocable y está
fijada en la memoria a corto plazo, por lo que la abeja sólo puede hacer
una cosa con esa información; sólo hay una señal de salida posible: la
danza rápida. Este argumento es importante porque implica que la mera
complejidad del procesamiento de información no es garantía de que in
tervenga la consciencia.
Una ventaja de mi esquema sobre otras teorías de la consciencia es
que nos permite responder sin ambigüedades a preguntas como: «¿Es
consciente la abeja cuando ejecuta su danza?», «¿Son conscientes los so
námbulos?», «¿Es consciente la médula espinal de un parapléjico —tie
ne sus propios qualia sexuales— cuando éste tiene una erección?», «¿Es
consciente una hormiga cuando detecta feromonas?» En todos estos ca
sos, en lugar de decir vagamente que estamos tratando con diversos gra
dos de consciencia —que es la respuesta típica—, basta con aplicar los
tres criterios indicados. Por ejemplo, ¿puede un sonámbulo elegir entre
una Pepsi-Cola y una Coca-Cola? ¿Tiene memoria a corto plazo? Si le en
señamos la Pepsi, la metemos en una caja, apagamos la luz durante 30 se
gundos y la volvemos a encender, ¿extenderá la mano para coger la Pep
si, o fallará por completo, como el zombi de Diane? ¿Tiene memoria a
corto plazo un paciente en coma parcial con mutismo acinético (apa
rentemente despierto y capaz de seguirnos con los ojos, pero incapaz de
moverse y de hablar)? Ahora podemos responder a estas preguntas y ahorrar
nos interminables discusiones semánticas acerca del significado exacto de
la palabra «consciencia».
Ahora es posible que ustedes se pregunten: «¿Y todo esto nos da al
guna pista sobre la situación de los qualia en el cerebro?» Resulta sor
prendente que mucha gente crea que la sede de la consciencia son los ló
bulos frontales, porque si se lesionan estos lóbulos frontales no ocurre
nada significativo con los qualia y la consciencia, aunque la personalidad
del paciente puede quedar profundamente alterada (y puede que tenga di
ficultades para dirigir la atención). Yo más bien diría que casi toda la ac
ción se localiza en los lóbulos temporales, porque las lesiones y la hi-
peractividad en estas estructuras suelen provocar notables trastornos de
la consciencia. Por ejemplo, para percibir la importancia de las cosas
(que sin duda es una parte fundamental de la experiencia consciente) son
necesarias las amígdalas y otras partes de los lóbulos temporales. Sin es
tas estructuras, uno es un zombi (como el hombre de la habitación china
en el famoso experimento mental propuesto por el filósofo John Searle u),
que sólo es capaz de dar una sola señal de salida correcta en respuesta a
una demanda, pero que carece de la capacidad de sentir el significado de
lo que hace o dice.
Seguramente, todos están de acuerdo en que los qualia y la conscien
cia no intervienen en las primeras fases del procesamiento perceptivo
(por ejemplo, al nivel de la retina). Tampoco están relacionados con las
etapas finales de la planificación de actos motores, cuando se ejecuta la
conducta. Sí que intervienen en las fases intermedias del procesamiento11 12,
la etapa en la que se crean representaciones perceptivas estables (amari
llo, perro, mono) que poseen significado (las infinitas implicaciones y
posibilidades de acción, entre las que hay que elegir la mejor). Esto ocurre
principalmente en el lóbulo temporal y en las estructuras límbicas asociadas,
y en este sentido los lóbulos temporales son la conexión entre la percep
ción y la acción.
La neurología nos ofrece pruebas de esto; las lesiones cerebrales que
provocan los trastornos de consciencia más profundos son las que afec
tan a los lóbulos temporales, mientras que las lesiones en otras partes del
cerebro sólo provocan trastornos menores de la consciencia. Cuando los
cirujanos estimulan eléctricamente los lóbulos temporales de pacientes
epilépticos, los pacientes tienen experiencias conscientes muy vivas. La
estimulación de las amígdalas es el método más seguro para «revivir»
una experiencia completa, que puede ser un recuerdo autobiográfico o una
alucinación muy real. Con frecuencia, los ataques en los lóbulos tempo
rales no sólo están asociados con alteraciones de la consciencia en lo re
ferente a identidad personal, destino personal y personalidad, sino tam
bién con qualia muy vivos: alucinaciones de olores y sonidos. Si se
tratara de meros recuerdos, como afirman algunos, ¿por qué iba el pa
ciente a decir «siento literalmente que lo estoy reviviendo»? Estos ataques
se caracterizan por la intensidad y realismo de los qualia que producen.
Los olores, dolores, gustos y sensaciones emocionales —todos ellos ge
nerados en los lóbulos temporales— parecen indicar que esta región del
cerebro está íntimamente relacionada con los qualia y la consciencia.
Otra razón para inclinarse por los lóbulos temporales —y sobre todo
el izquierdo— es que aquí es donde se representa gran parte del lengua
je. Si veo una manzana, la actividad de mi lóbulo temporal me permite
captar todas sus implicaciones casi al mismo tiempo. El reconocimiento
de que se trata de un cierto tipo de fruta tiene lugar en la corteza infero-
temporal; las amígdalas juzgan la importancia de la manzana para mi
bienestar; y otras zonas, entre ellas la de Wemicke, me hacen consciente
de todos los matices de significado evocados por la imagen mental, in
cluyendo la misma palabra «manzana»: puedo comerme la manzana,
puedo olería, puedo hacer un pastel, sacarle las semillas y plantarlas, uti
lizarla para «mantener alejado al médico», tentar a Eva, etc., etc. Si enu
meramos todos los atributos que normalmente asociamos con la palabra
«consciencia» nos daremos cuenta de que cada uno de ellos tiene su corre
lación en los trastornos de los lóbulos temporales, incluyendo aluci
naciones visuales y auditivas muy realistas, experiencias «extracorporales»
y la sensación absoluta de omnipotencia u omnisciencia13. Cualquiera de
los componentes de esta larga lista de trastornos de la experiencia cons
ciente puede darse por separado cuando se lesionan otras partes del cere
bro (por ejemplo, los trastornos de la imagen corporal y de la atención en
el síndrome del lóbulo parietal), pero sólo cuando intervienen los lóbulos
temporales se dan varios de ellos simultáneamente o en diferentes com
binaciones; también esto parece indicar que estas estructuras desempeñan
un papel fundamental en la consciencia humana.
Mis incursiones en la neurología durante los diez últimos años han sido
fascinantes, llenas de toda clase de giros inesperados a medida que se iba
desarrollando cada historia. Mis compañeros de viaje han sido mis nu
merosos alumnos y colegas, los muchos libros en los que he encontrado
inspiración y las imágenes de mis antiguos profesores de Cambridge e In
dia, que todavía se mantienen frescas en mi mente. Me gustaría dar las
gracias en particular a las siguientes personas:
En primer lugar, y por encima de todos, a mis padres —Vilayanur Su-
bramanian y Vilayanur Meenakshi— que fomentaron con entusiasmo mi
interés inicial en la ciencia. (Mi padre me compró un microscopio profe
sional Zeiss cuando yo tenía diez años, y mi madre sació mi apetito por
la química regalándome el libro de química inorgánica de Partington y ayu
dándome a montar un pequeño laboratorio debajo de la escalera de casa.)
Mi hermano, Vilayanur Ravi, despertó mi interés por la poesía y la li
teratura, que tienen más en común con la ciencia que lo que muchos pien
san. Mi esposa, Diane, ha sido mi colaboradora en la exploración del ce
rebro y me ha ayudado a dar forma a muchos de los capítulos. Dos de mis
tíos, Parameswara Hariharan y Alladi Ramakrishnan, fomentaron mi in
terés latente por la visión y la neurología (cuando yo era todavía un ado
lescente, el doctor Ramakrishnan me animó a enviar a Nature un artícu
lo que fue aceptado y publicado). También tengo una enorme deuda con
mis antiguos profesores John Pettigrew, Oliver Braddick, Coljn Blake-
more, David Whitteridge, Horace Barlow, Fergus Campbell,' Richard
Gregory, Donald MacKay, K.V. Thiruvengadam y P. K. Krishnan Kutty,
y con varios colegas, amigos y alumnos: Reid Abraham, Tom Albright,
Krishnaswami Alladi, John Allman, Stuart Anstis, Carrie Armel, Richard
Attiyeh, Elizabeth Bates, Floyd Bloom, Mark Bode, Patrick Cavanagh,
Steve Cobb, Diana Deutsch, Paul Drake, Sally Duensing, Rosetta Ellis,
Martha Farah, David Galin, sir Alan Gilchrist, Chris Gillin, Rick Grush,
Ishwar Hariharan, Laxmi Hariharan, Steve Hillyer, David Hubel, Mum-
taz Jahan, Jonathan Khazi, Julie Kindy, Ranjit Kumar, Margaret Livings-
tone, Donald MacLeod, Jonathan Miller, Ken Nakayama, Kumpati Na-
renda, David Pearlmutter, Dan Plummer, Mike Posner, Alladi Prabhakar,
David Presti, Mark Raichle, Chandramani Ramachandran, William Ro
sar, Vivian Roum, Krish Sathian, Nick Schiff, Terry Sejnowski, Marga
ret Sereno, Marty Sereno, Alan Snyder, Subramanian Sriram, Arnie Starr,
Gene Stoner, R. Sudarshan, Christopher Tyler, Claude Valenti, T. R. Vid-
yasagar, Ben Williams y Tony Yang. Y doy las gracias de manera espe-
cial a Miriam Alaboudi, Eric Altschuler, Gerald Arcilla, Roger Bingham,
Joe Bogen, Pat Churchland, Paul Churchland, Francis Crick, Odile
Crick, Hanna Damasio, Tony Damasio, Art Flippin, Harold Forney, Wi-
lliam Hirstein, Bela Julesz, Leah Levi, Charlie Robbins, Irvin Rock, Oli-
ver Sacks, Elsie Schwartz, Nithya Shiva, John Smythies y Christopher
Wills.
También doy las gracias a la Universidad de California en San Die
go, y al centro del Cerebro y la Cognición (Centro de Procesamiento de
la Información Humana o CHIP), por proporcionarme un excelente en
torno académico; en un reciente estudio realizado por el Consejo Na
cional de Investigación, la UCSD obtuvo el primer puesto en neurología
entre las universidades del país. Esta universidad tiene también la suerte
de mantener relaciones simbióticas con muchos vecinos, entre ellos el
Instituto Salk, la Clínica Scripps y el Instituto de Neurología, lo que con
vierte a La Jolla en la meca de los neurólogos del mundo entero.
Muchas de las investigaciones que describo en este libro se llevaron
a cabo en La Jolla, pero también he estudiado a pacientes en India durante
mis visitas anuales. Doy las gracias por su hospitalidad al Instituto de
Neurología, al Hospital General de Madras y al Instituto Tata de Investi
gación Fundamental en Bangalore.
Algunas de las ideas que se discuten en el libro surgieron de conver
saciones con alumnos y colegas: Eric Altschuler (experimentos sobre
placebos y somatoparafrenia), Roger Bingham (psicología evolutiva),
Francis Crick (consciencia y qualia; el término «zombi para la ruta del
cómo en el lóbulo parietal), Anthony Deutsch (analogía del cerdo par
lante), Ilya Farber (sensación de movimiento del brazo en un paciente de
negación), Stephen Jay Gould (que me hizo fijarme en las ideas de Freud
sobre las revoluciones científicas), Richard Gregory (qualia, rellenado y es
pejos), Laxmi Hariharan (diagnóstico pediátrico), Mark Hauser (consciencia
de las abejas), William Hirstein (con quien escribí un primer borrador del
Capítulo 12), Ardon Lyon (puntos ciegos), John Pettigrew (relación en
tre el talento y el tamaño del cerebro), Bob Rafael (somatoparafrenia),
Diane Rogers-Ramachandran (el experimento de la falsa inyección),
Alan Snyder (similitudes entre los caballos de Nadia y los de Da Vinci en
la sección dedicada al síndrome del savant) y Christopher Wills (que me
ayudó en un primer borrador del Capítulo 5).
También estoy agradecido a mi agente, John Brockman, presidente de
la Fundación EDGE, no sólo por animarme a escribir este libro, sino tam
bién por hacer todo lo posible por tender un puente entre las «dos cultu
ras». Como el conde de Bridgewater, que encargó muchos libros de di
vulgación científica en la Inglaterra victoriana, Brockman ha sido una
importante fuerza impulsora de la divulgación de la ciencia en la última
parte de este siglo. Gracias también a Sandra Blakeslee y a Toni Sciarra,
que no dejaron de espolearme para que terminara este proyecto y me ayu
daron a conseguir que el libro resultara accesible para un público más
amplio.
Por último, he contraído una importantísima deuda con mis pacien
tes, que a menudo soportaron largas horas de tediosas pruebas y muchas
veces mostraron una curiosidad tan intensa como la mía por sus trastor
nos. En ocasiones, he aprendido más conversando con ellos o leyendo sus
cartas que oyendo las conferencias de mis colegas médicos.