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TRANSICION DEL LATIN CLASICO AL LATIN MEDIEVAL

Trazar un panorama de la literatura latina medieval implica, en primer lugar,


observar la evolución de la lengua en que esa literatura está expresada, evolución
que debería estudiarse directamente en los textos. No es nuestro propósito hacer
aquí un estudio estrictamente filológico, sino señalar los fenómenos más generales
que determinaron el paso del latín clásico al latín medieval, teniendo en cuenta que
la lengua latina clásica alcanzó su expresión más perfecta en la época de Augusto,
en las obras de un Virgilio, Homero, Tito Livio, ejemplos de la lengua cultivada.

Con la influencia ejercida por el cristianismo desde el siglo II, el proceso de


evolución y diferenciación -al que una lengua está expuesta cotidianamente- se hizo
más intenso. El hecho de que los primeros adeptos del cristianismo surgieron del
proletariado urbano trae como consecuencia la introducción de “tendencias
vulgares” en la lengua, que se manifiestan en las antiguas versiones de la Biblia,
donde los vulgarismos y neologismos obedecen al literalismo escrupuloso de los
traductores por respetar la palabra de Dios, aunque todo esto no implica hablar de
lengua vulgar en la Biblia.

La vida espiritualmente nueva que propaga el cristianismo originó necesa-


riamente una nueva forma de expresión lingüística. El latín de los cristianos
comenzó siendo una lengua especial que reflejaba los intereses del grupo donde se
originó, es decir una lengua de grupo, lo cual no significa que haya que considerarla
como un fenómeno aparte que nada tiene que ver con la lengua común. Por el con-
trario, los textos cristianos deben estudiarse atendiendo a las características que
los distinguen de los textos profanos. Por otra parte, el sentimiento de solidaridad
que unía a los cristianos -incentivado con las persecuciones de que eran objeto-
acentuó aun más los caracteres diferenciales de su lengua.

Esa renovación lingüística se refleja en el vocabulario parcialmente nuevo que


incorporaron los cristianos, con tres factores que contribuyeron al cambio lexical: 1)
préstamos: teniendo en cuenta que las primeras prédicas cristianas en Occidente se
hicieron en griego, más especificamente en la koiné, la mayoría proceden de esta
lengua (baptisma, diaconus, evangelium); 2) neologismos: tendían a designar cosas
abstractas (carnalis, del griego sarkós; spiritualis, del gr. pneumatikós). Además
cada vocablo nuevo dio lugar a toda una familia de palabras derivadas de él; 3)
desplazamiento de sentidos, algunos derivados del griego (pístis dio a fides el
significado de “fe”), otros propiamente latinos (salvus, que etimológicarnente
significa “sano y salvo”, trasladó su sentido a “salvado del mal por el Salvador”); 4)
creación de nuevas palabras: beatificare, vivificare, beneplacitum. Este fenómeno
es consecuencia de la libertad de esta lengua de grupo que rechazaba el
normativismo del latín tradicional.

Estos hechos de vocabulario confirman la existencia de un idioma cristiano,


de un lenguaje especial cuyo proceso de formación y estabilización abarca los siglos
I y II. Hacia el siglo IV se advierte una consolidación y expresión más culta y
tradicional favorecida por la paz de Constantino. La unidad espiritual lograda por el
ciistianismo originó la unidad lingüística de Occidente, favorecida además por el
intercambio entre las Iglesias de distintos puntos del Imperio, las peregrinaciones y
la invasión del latín al mundo litúrgico acaecida durante el pontificado por el Papa
Dámaso. Se habla de tres fases de latínización: la primera durante el siglo II abarca
el proceso de formación y estabilización del latín cristiano; una segunda etapa es la
que corresponde al uso del latín en la correspondencia oficial de la Iglesia hacia el
siglo III, y la tercera y última se alcanzó cuando el latín ingresó en el mundo de la
liturgia.

En los siglos IV y V, después de la paz constantiniana, se advierte una


tendencia del latín hacia una expresión más tradicional unida al primitivo aporte de
los elementos populares. Esta vuelta a la lengua y cultura tradicionales -favorecida
por la escuela- ha dejado su marca en la literatura cristiana de estos siglos, en las
obras de San Agustín y San Jerónimo, exponentes de un humanismo cristiano que
incorporó a su haber elementos de la tradición profana.

Con la llegada de los pueblos germanos se inició la desaparición de las


escuelas antiguas defensoras de la tradición literaria. La educación clásica subsiste
pero sólo en forma privada. En Galia desaparece hacia fines del siglo VI y sólo
volverá a tomar auge durante el Renacimiento Carolingio.

Carlomagno, deseoso de ser el heredero del Imperio Romano, impuso una


reforma de la enseñanza, continuadora, por un lado, de la tradición literaria de
Roma que perseguía una lengua más y más artificial y heredera, por otro lado, de la
tradición cristiana que recibió por influjo de la cultura monástica anglosajona.
Además fue él precisamente quien impulsó a la distinción entre lengua culta,
precisamente por ese retorno a la tradición clásica, y lengua popular. Desde este
momento comienza a hablarse de dos lenguas: el latín y la lingua rustica romana
(ejemplificada en los Juramentos de Estrasburgo del año 842).
Molirmann afirma que “mientras las lenguas romances salieron de la lengua
corriente y popular, el latín medieval es la continuación del latín literario tardío”.
Por su parte, Strecker y Van de Woestijne afirman que “el latín de la Edad Media es
la continuación normal del latín clásico en la forma evolucionada que toma en los
escritores de la baja latinidad”. En general todos los filólogos insisten en la conti-
nuidad latina medieval y si hay una separación ésta se advierte más entre el latín
profano y cristiano que entre el latín tardío y medieval.

Los dos elementos que contribuyeron a la formación de este latín medieval


(para algunos una lengua de élite, de carácter culto) el elemento profano de la
antigüedad clásica y el cristiano, se fueron fusionando lentamente hasta lograr una
cierta unidad. La enseñanza de las escuelas llevaba al hombre de la Edad Media al
mundo de la cultura profana, pero la liturgia y la propia vida lo dirigía hacia la latini-
dad cristiana. Este dualismo ha ido superándose y nutriendo el latín medieval,
añadiendo a ello el aporte de las lenguas nacionales.

Pero nuevamente la lengua griega se hace sentir sobre el latín, a través de la


filosofía y en especial de Aristóteles. Aquí se produce una nueva variante de la
lengua, el latín escolástico. La incorporación de vocablos de sentido exclusivamente
técnico, reflejo del pensamiento abstracto de la metafísica y la lógica, han limitado
obviamente el dominio de la lengua latina.

El desarrollo intensivo de las lenguas nacionales, la ruptura de la sociedad


medieval y el retorno hacia un latín demasiado normativo, hacen de éste una
venerable pieza de museo, guardada por sus conservadores fieles que son los
humanistas y filólogos clásicos.

Patrística y afirmación de la literatura cristiana

Los escritores de los siglos II y III, ardientes adversarios del paganismo,


reflejaron la precedente tradición retórica de las escuelas y escribieron para un
público medianamente educado. Entre los apologistas latinos contamos a Tertuliano
(150-225), Minucio Félix (hacia 200) autor del “Octavius”, un diálogo sobre Dios, la
Fe y la Eternidad, San Cipriano (hacia 200), Arnobio y Lactancio, ambos del siglo IV.
Tertuliano, nacido en Cartago, fue el primero -según testimonio de San Jerónimo-
que aplicó el latín cristiano en obras literarias en las que abundan los grecismos y
son auténticas fuentes para el conocimiento de la lengua de su época. La más
célebre de sus obras es el “Apologético”, una defensa de las costumbres y
creencias cristianas. En “Sobre el testimonio del alma” intenta llegar al alma de los
paganos; en “Sobre la idolatría” se pregunta hasta qué punto es lícito que un
cristiano comparta la vida pagana siendo la idolatría un crimen. Todas sus obras
reflejan un estilo quizás a veces amanerado, en donde juegan las antítesis, si-
metrías y efectos de asonancia.

El establecimiento del Imperio Cristiano bajo el reinado de Teodosío, quien


confirmó la política religiosa de Constantino, contribuyó a la aparición de una
literatura abiertamente cristiana. El tono apocalíptico y apologético de los primitivos
escritores dejó paso a una visión más amplia y a una fundamentación más racional
de la doctrina. Desde el siglo IV en adelante se establece el Orden Católico; a ello
contribuyen los emperadores y los grandes Padres de la Iglesia latina: San Hilario,
San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín.

San Ambrosio (333-397) nació en Galia. De aquí pasó a Roma y luego a Milán,
donde se ordenó sacerdote, fue elegido obispo y finalmente se lo bautizó, según
una costumbre de la época. Inmediatamente comienza a preocuparse por su propia
formación teológica y lee las Sagradas Escrituras y a los padres orientales Anastasio
y Gregorio Nacianceno. Actúa en las luchas contra el arrianismo. En sus obras
expone ideales éticos y ascéticos sobre matrimonio y virginidad. “Sobre los deberes
de los ministros” es un tratado sobre las obligaciones morales de sus sacerdotes; el
“De Ofifcilis ciceroniano” le provee el plan de la obra y algunos conceptos de moral
estoica caros a San Ambrosío, quien impone a su exposición el acento cristiano de
los ejemplos bíblicos. La contribución de San Ambrosio a la lírica himnódica y poesía
litúrgica es considerable. Ya antes que él San Hilario de Poitiers (300-367) compuso
por primera vez en latín himnos litúrgicos, surgidos de las necesidades del culto,
influido por himnos y cantos de las comunidades orientales que frecuentó en Frigia.
Pero por el carácter excesivamente teológico y oscuro, su himnodia pronto cayó en
desuso. En cambio San Ambrosio dotó sus creaciones líricas de atractiva simplicidad
y eligió el fácil dímetro yámbico para sus versos agrupados en estrofas sin rima.

Junto a la figura de San Ambrosío está la de San Jerónimo (340-420), nacido


en Stridon en la frontera entre Dalmacia y Panonia. En Roma completó su educación
con el gramático Donato. Luego pasa a Galia, Aquelea, lliria y desierto de Caleis
donde residió hasta 378, añadiendo a sus conocimientos de griego el estudio del
hebreo. En Constantinopla se pone en contacto con Gregorio Nacianceno para
dedicarse a la exégesis bíblica. Mientras tanto escribe una serie de biografías –“Vida
de Pablo”, “Vida de San Marco” y “Vida de San Hilario”- en estilo popular con
abundantes elementos milagrosos. Entre 379 y 380 redacta la “Crónica”, traducción
y obra original al mismo tiempo, basada en Eusebio de Cesarea. Acerca de ella
afirma Curtius que “por las noticias históricas literarias que en ella intercaló, San
Jerónimo se convirtió en fundador de un género, el de las crónicas histórico
literarias”. Su simpatía hacia el origenismo lo llevó a traducir las “Homilías” de
Orígenes, cuyas teorías serían violentamente condenadas en el concilio de 543 a
553; por esta adhesión Jerónimo se vio envuelto, junto con Tiranio Rufino traductor
del “Sobre los principios” del apologeta alejandrino, en una incómoda situación que
lo obligó a salir de Roma.

San Jerónimo había llegado a la que él llamaba “Babilonia” por invitación del
papa Dámaso que le encargaría la revisión de las versiones latinas de la Biblia.
Instalado desde 382 en Roma, se relaciona con un círculo de nobles damas
interesadas en la lectura de las Sagradas Escrituras y en el canto de los salmos que
algunas de ellas leían en hebreo. San Jerónimo se convierte en su guía espiritual y
las induce a la práctica monástica. Más adelante Marcela, poseedora del palacio del
Monte Aventino donde se reunía el círculo, fundará un convento en Roma. En 358
San Jerónimo abandona Roma a causa de una acusación: Blesila, hija de Paula, una
de las santas mujeres del círculo de Marcela, muere y se lo acusa de haberle
provocado la muerte con las excesivas penitencias. Faltándole la protección de
Dámaso, muerto en 384, parte para Oriente junto con Paula y su hija Eustochium.
Instalado en 386 en Belén -sede del monasterio para hombres y de los tres para
mujeres fundados por Paula- retorna a sus estudios de la lengua hebrea. La con-
frontación de la versión bíblica en griego de los “Setenta” con los originales lo había
convencido de que éstos habían sufrido alteraciones en la traducción. De allí que,
no conformándose ni con las versiones latinas ni con la de los “Setenta”, se remitió
directamente al texto hebreo, a la “hebraica veritas”. En el curso de esta exégesis
bíblica advierte un paralelismo de expresión literaria entre la Biblia y las otras obras
paganas. La versión bíblica de San Jerónimo -a la que agregó comentarios para una
mejor comprensión de la palabra de Dios- fue mal recibida por el propio San Agustín
que había aprobado la primera revísión del texto griego. El Concilio de Trento
sellará la autenticidad de la obra de San Jerónimo a las que denominará “vetus et
vulgata editio”.

E. K. Rand destaca el humanismo de San Jerónimo: “Dominaba tres lenguas,


hebreo, griego y latín y era filósofo, retórico, gramático y dialéctico (...) Sobre los
hombres ilustres prueba su interés por el pasado, característica humanista. Sin
duda el más grande sabio entre los padres latinos fue manantial de saber y huma-
nismo para los hombres medievales”. El más filosófico de los Padres de la Iglesia
fue San Agustin (354-430). Nació en Tagasta (Numidia); se formó en la cultura
profana que le brindaba la lectura de los griegos, la “Eneida”, Cicerón y la tradición
retórica y dialéctica. Profundo renovador del pensamiento cristiano, perteneció
hasta 386 a la secta de los maniqueos, doctrina que fundamenta la creación en dos
principios opuestos, el bien y el mal. Vivió en Cartago durante ocho años. En 383 va
a Roma y de aquí, en calidad de maestro de retórica, a Milán donde conoce a San
Ambrosio que lo seduce por su elocuencia. En 387, después de abandonar el
maniqueísmo y acercarse a la filosofía cristiana por la lectura de la Biblia y las
teorías neoplatónicas, es bautizado y se retira junto con su madre Mónica, ferviente
cristiana, su hermano y algunos amigos para dedicarse a la meditación. Producto de
esta época de reflexión son “Contra los académicos”, “Sobre la vida santa” y
“Sobre el orden”. En 391 es ordenado sacerdote y posteriormente elegido obispo de
Hipona, cargo que desempeñó hasta su muerte. Las “Confesiones” resumen casi
toda su vida en una prosa artística que revela la utilización de la retórica al servicio
de un nuevo mundo espiritual, al servicio de la fe.

De 413 a 426 San Agustín redacta su magnífica obra “La ciudad de Dios”,
síntesis de doctrina cristiana que contrapone la “societas improborum”, es decir, la
ciudad terrestre que representa al Estado pagano, y la “communio electorum” o
ciudad de Dios, reunión de espíritus puros. Entre sus obras exegéticas, en “Sobre la
doctrina cristiana” se propone dar un método de interpretación de la Biblia
recomendando el aprendizaje del griego y hebreo. Advertimos en esto una
evolución del pensamiento agustiniano con respecto a la posición que había
adoptado sobre la exégesis alegórica de la Biblia que -según San Agustín- tiene un
sentido oculto que debe interpretarse.

En sus sermones, que muy pocas veces redacta, utiliza ciertos


procedimientos de la retórica -aliteración, metáfora, juegos de palabras-
ensamblados dentro de una forma rimada, recurso que también aplica en el “Salmo
abecedario”. Aquí la rima se reduce a la finalización de cada verso en E o Æ, tal
como aparece en uno de los acrósticos de Comodiano de Gaza (siglo III). El
pensamiento de San Agustín, admirador de la obra de Roma en la historia, ejerció
una preponderancia relevante en la literatura latina de la Edad Media y en la
historia de la cristiandad.
Al grupo de pensadores y filósofos fundadores de la Edad Media deben
añadirse las figuras de Boecio y Casiodoro en la Italia ostrogoda, de Isidoro de
Sevilla en España la visigótica y de Gregorio Magno en la época lombarda. Boecio,
el primero de los escolásticos, nació en 480; prestó servicios en la corte del rey
Teodorico, fue cónsul en 510 y, acusado de alta traición y presa de un complot
político, murió en los tormentos en 524. Legó muchos tratados teológico y
filosóficos, pero cabe destacarse “Sobre la consolación de la filosofía”, que escribió
precisamente en la cárcel, admirable síntesis del neoplatonismo, agustinianismo y
aristotelismo. Rodeado de las Musas que lo consuelan en su infortunio, Boecio
advierte que viene a visitarlo la “maestra de su vida: la Filosofía, a traerle la con-
solación eterna. Esta meditación dialogada, expresada en una lengua bellamente
perfecta, está compuesta en prosa y verso que inspirará más tarde la lírica
medieval. La obra trata el problema del bien y del mal, de los bienes perseguidos
por la humanidad, de la Fortuna, de la Providencia, de la Libertad. Ni el nombre de
Cristo ni ningún pensamiento cristiano explícito aparecen en su obra, sino que, por
el contrario, las reminiscencias son todas de la antigüedad pagana: esto ha llevado
a dudar de la filiación cristiana de Boecio, confirmada luego por su tratado “Sobre la
Santísima Trinidad”. El éxito que obtuvo la “Consolación” en la Edad Media se
manifiesta en los cuatrocientos manuscritos que de ella se poseen y en las
traducciones anglosajonas del rey Alfredo el Grande y de Chaucer y francesa de
Jean de Meung, además de versiones alemanas, castellanas y catalanas. Junto a su
obra de tono teológico encontramos algunos otros tratados sobre aritmética y
música.

Junto con la figura de Boecio “maestro de filosofía” aparece Casiodoro


(490-583), pedagogo de espíritu eminentemente práctico, fundador de un
monasterio en Vivarium, primer ejemplo de un sistema educativo que daba suma
importancia a las siete artes liberales. Considera necesario el conocimiento de las
disciplinas profanas para la comprensión del texto bíblico pues la Biblia es la fuente
de toda la ciencia profana. Su profundo interés por las letras antiguas se pone de
manifiesto en la serie de traducciones que a su instancia realizó un grupo de
amigos; en general de obras de los alejandrinos Clemente y Orígenes y algunos
otros. Contemporáneo y compatriota de Casiodoro fue San Benito de Nursia
(480-543) fundador del monacato occidental, autor de la “Regla monástica”,
documento de la latinidad de la época, que valoraba tanto las artes manuales como
el trabajo intelectual. Esta regla favorecía tal armonía en la convivencia que en me-
dio de siglos agitados hizo de las abadías un mundo privilegiado. Curtius considera
que el monacato señala la transición de la antigüedad cristiana a la Edad Media
cristiana.

La reforma gregoriana emprendida por Gregorio Magno (540-604) aseguró a


Roma una posición dominante en estudios teológicos y la convirtió en centro del
desarrollo de la música eclesiástica. Este Papa consideró superfluo el estudio de las
ciencias y artes profanas, tan caras a Boecio y Casiodoro; se le atribuye la creación
de la “Schola cantorum”. A causa de la escasez de libros litúrgicos, el sacerdote
debía conocer de memoria el salterio y su música, enseñanza que se ofrecía en la
Schola. Esa preparación musical se impartía en la medida en que era útil a la
liturgia, no como un saber profano. La sistematización y organizacíón de la música
litúrgica iniciada por Gregorio Magno fue completada luego por sus sucesores.

San Isidoro de Sevilla (560-636) es una figura de transición entre los siglos VI
y VII; sus “Etimologías” componen una verdadera enciclopedia de conocimientos
antiguos: las artes liberales, la medicina, el derecho, la cronología, los libros
sagrados, Dios, los ángeles, los santos, la Iglesia, la antropología, la agricultura son
tratados minuciosamente. Constituyeron la base del desarrollo intelectual de los
monasterios de Irlanda e Inglaterra, así como también del vasto movimiento
intelectual que se conoce con el nombre de “Renacimiento carolingio”. Los
conocimientos isidorianos acerca de la filosofía griega, de los clásicos latinos, de las
Sagradas Escrituras, de San Agustín, San Jerónimo y San Ambrosio se manifiestan
en cada una de sus obras que componen una vasta serie y abarcan diversos
géneros.

Junto a la producción filosófica y teológica de estos siglos, es preciso consi-


derar también los géneros poéticos. En España aparece el primer poeta cristiano,
Prudencio. La Galia ha dado nombres como los de Ausonio, Paulino de Nola, Sidonio
Apolinar, Venancio Fortunato, en cuyas obras se advierte el caudal pagano y
cristiano mencionado hasta ahora.

Prudencio (348-410) ofrece una poesía espontánea, nueva y original en la me-


dida en que no aplicó los temas cristianos a los géneros antiguos, como lo hizo la
mayoría de los poetas. Consideraba la poesía un instrumento para la santificación
personal, para la instrucción de la humanidad y para la alabanza de Dios. El
“Cathemerinon”, serie de doce himnos destinados a la santificación diaria de la vida
cristiana, es un ejemplo de dos tipos de poesía: la popular, expresada en dímetro
yámbico acataléctico, y la culta, en metros diversos como el senario yámbico,
tetrámetro trocaico, endecasílabo falecio. En el “Peristephanon” (“acerca de la
corona”) un martirologio, las convenciones retóricas están puestas al servicio de la
hagiografía; la “Hamartigenia” es un tratado sobre el origen del mal; la
“Psicomachia” o combate de las almas, es una epopeya alegórica de tono
apologético con evidentes reminiscencias virgilianas.

Ausonio (310-393), representante de la sociedad mundana del siglo IV, refleja


en algunas composiciones un estilo retórico, colmado de citas de autores clásicos a
menudo mezcladas de clisés tradicionales. En otras es más ameno y menos
retórico. René Pichon considera que hay en él dos hombres: uno pedante, escolar y
el otro un buen burgués, más sincero y cercano al lector. Nació en Burdeos y allí se
educó completando su formación en Toulouse. Se desempeñó como profesor de
retórica y gramática. Sus amistades lo vinculaban con el paganismo y el cris-
tianismo: por un lado Símaco y por otro su dilecto alumno Paulino de Nola, cuyo
ideal cristiano lo obliga a alejarse de las cosas mundanas, alejamiento que Ausonio
nunca comprenderá. Su admiración por Virgilio lo induce a componer el “Centón
nupcial”, composición de versos tomados de las “Bucólicas”, “Geórgicas” y
“Eneida” según la moda de la época, representada también por la poetisa Proba. En
Ausonio, intermediario entre dos épocas y dos clases sociales, se unen paganismo y
cristianismo, pasado y porvenir. Su poema “al Mosela” es de tono didáctico y
cercano a la poesía familiar ya que relata un viaje por este río. Largas y morosas
descripciones de paisajes, enumeraciones de lugares famosos, artificios verbales,
innovaciones métricas y perífrasis componen sus obras en donde se mezclan lo
serio y lo cómico, una suerte de convención en la Edad Media.

Su discípulo dilecto fue Paulino de Nola (354-431), rico propietario en Galia e


Italia, que se retiró de la vida mundana, junto con su esposa, para practicar una
vida de continencia y pobreza. Las cartas intercambiadas con Ausonio hablan de un
cierto adorno literario al que no renunció Paulino; su poesía utiliza diferentes metros
e imita a Virgilio y Ovidio con frecuencia. Compone un epitalamio en dísticos de
auténtico tono cristiano; parafrasea los Salmos y escribe una serie de “Carmina
natalicia” en honor de San Félix de quien era fiel devoto.

Otro poeta en cuyas obras se insinúa la vida literaria de la Galia del siglo VI,
es Sidonio Apolinar (431-487). Sus composiciones en verso, algunas de ellas
panegíricos a los emperadores, revelan preferencias por el endecasílabo, el
hexámetro, y ciertos procedimientos retóricos como clisés, enumeraciones,
creación de nuevas palabras y alusiones mitológicas. En su madurez compuso
nueve libros de epístolas, con largas descripciones de personas y lugares. También
pertenecientes al siglo V es la personalidad de Marciano Capela (410) nacido en
Madaura, que escribió Las “bodas de Filología y Mercurio”, alegoría en prosa y verso
sobre las siete artes liberales. La obra comienza con la boda de Mercurio y Filología,
ascendida al rango de diosa, que recibe como regalo las siete artes, cada una de las
cuales declama sobre el tema que le corresponde. En muchos textos poéticos del
siglo XII y aun de toda la Edad Media estará reflejada esta obra basada en las
“Metamorfosis” de Apuleyo, en especial en el episodio de las bodas de Psique y
Cupido.

Quien llevó la cultura romana a Galia en el siglo VI fue Venancio Fortunato


(540-610), cronológicamente el primero de los poetas medievales, según la opinión
de Maurice Hélin. Nació en Treviso y estudió en Rávena; de aquí partió en
peregrinación a Tours, cumpliendo una promesa hecha a San Martín a quien
atribuía la curación de sus ojos como lo atestigua en su “Vida de San Martín”. Pasó
por Maguncia, Colonia, Treves, donde demostró siempre gran habilidad para ganar
el favor de los obispos. En 566 se encuentra en Metz celebrando con un epitalamio
en hexámetro el casamiento del rey Sigeberto con la princesa española Brunhildis;
al obispo Vilivus dedicó un poema sobre el Mosela para obtener su favor. Así
consigue favoritismos en las cortes y trasmite a la posteridad los modelos de la
poesía cortesana de fastos y panegíricos. Fortunato prosiguió su marcha como un
trovador que canta en las casas de los señores y en París estuvo vinculado con el
clero y la corte. Siguió su camino a Tours para cumplir su voto y en 567 llegó a,
Poitiers, donde permaneció hasta su muerte. Conoce a Radegunda, esposa del rey
Clotario que se había retirado a un monasterio que ella misma había fundado.
Fortunato se convirtió en huésped oficial del monasterio donde sus poesías eran
escuchadas por un pequeño núcleo de mujeres cultivadas. Cantó elogios de la vida
religiosa y de claustro con ayuda de imágenes del “Cantar de los Cantares”
envueltas en retórica latina y recursos de embellecimiento poético. Los himnos que
escribió para Radegunda, cuando en 509 el emperador Justino II envió al monasterio
las reliquias de la Santa Cruz, pasarán luego a formar parte de la liturgia: “Vexilla
regis prodeunt” escrito en el dímetro yámbico ambrosiano y “Pange lingua” en
tetrámetro trocaico, el metro de las canciones de marcha de los soldados romanos.
Las composiciones poéticas de este trovador son más frescas y simples que las de
Sidonio Apolinar aunque mantienen ciertos esquemas retóricos. Su prosa es uno de
los primeros ejemplos de prosa rimada en la historia latina de este género.
El Renacimiento Carolingio

Período clave de la historia de la lengua y de la literatura medieval es el


llamado Renacimiento carolingio, fenómeno debido al genio político de Carlomagno
(742-814), representante de la dinastía inaugurada con Pipino el Breve. Su vasta
acción política buscó la unidad y restauración del Imperio. Apoyado por el Papado y
a instancias de éste, rechazó a los lombardos y se coronó su rey; combatió contra
los musulmanes a los que expulsó de suelo franco; extendió su imperio hasta
Germania y fortificó la causa del Cristianismo; en 800 fue coronado emperador por
el Papa León III. Supo además organizar culturalmente su imperio y para ello atrajo
a su corte personalidades como Alcuino y Rabano Mauro. Carlomagno advirtió que
era indispensable la renovación de la enseñanza y que solo con un clero cultivado
podría llevarse a buen término la reforma de la Iglesia franca, una de las premisas
de la dinastía carolingia. Los “Libros Carolinos” dan fe de esta reforma que
consideraba indispensable el estudio de la gramática y la retórica para la
comprensión del texto bíblico. Impuso en las escuelas el estudio de la filosofía, de la
teología, de las ciencias y sobre todo de las artes liberales, concediendo así un
lugar de honor a Isidoro de Sevilla y a Marciano Capela, cuya obra fue comentada y
anotada muy frecuentemente en la Edad Media. Los estudios gramaticales, unidos a
los de prosodia y métrica, se realizaban en base a la obra de Donato y
especialmente a la de Prisciano. Se componen glosarios destinados a los escolares,
es decir, catálogos con palabras extractadas de Virgilio, Terencio, Cicerón e incluso
la Biblia, que son poco conocidas o que dificultan la traducción. En cuanto a la
producción literaria, la mayor parte está en verso. De las lecturas de autores
clásicos y del estudio de la prosodia y la métrica deriva precisamente una de las
predilecciones del creador carolingio: la poesía métrica, cuantitativa. Al lado de ella
avanza tímidamente la corriente más popular, la de la poesía rítmica, acentual,
sintácticamente más simple y en consecuencia preferida de un público no letrado, y
la creación medieval más original.

El Renacimiento carolingio contuvo el proceso de transformación que se es-


taba efectuando en la lengua, un latín muy influenciado por el uso eclesiástico, por
construcciones propias de la lengua popular, por vocablos germanos y celtas, todo
lo cual se reflejaba en una alteración de vocabulario, de pronunciación, de
ortografía y sintaxis. La normativa y relativamente artificial enseñanza escolar logró
la estabilización y corrección de la lengua que no es ni una lengua materna ni una
lengua muerta como lo será el latín de los humanistas. La unidad cultural que
obtuvo Carlomagno se manifiesta en la literatura que produce, cuya característica
fundamental es la de ser una literatura internacional donde la teología, la práctica
epistolar, la historia, las biografías, la hagiografía, los epitafios, los carmina ligurata
y los enigmas están profusamente ejemplificados.

Así como Carlomagno representaba a David, el rey poeta, en la corte imperial


Alcuino hacía el papel de un nuevo Horacio. Alcuino nació en 735 en
Northumberland; en 767 está a cargo de la escuela de York y hacia el 782
Carlomagno lo llama a su corte. Más adelante se lo verá actuar al frente de la
abadía de Ferriéres y de Tours. Muere en 804. Su programa de enseñanza incluía
respeto por las reglas gramaticales, corrección de la ortografía y pronunciación,
estudios de gramática, retórica y lectura de autores paganos y cristianos. Se
conserva de Alcuino un buen número de cartas, algunas artificiales poesías
métricas, acrósticos y manuales escritos en forma de diálogo para uso de sus alum-
nos. Se le atribuye el “Debate entre la primavera y el invierno”, uno de los primeros
en este género de “conflictus”, bastante frecuentes en el medievo.

El Píndaro de la corte fue Teodulfo de Orleans (760-821). Dotado de un


extraordinario sentido estético, reflejado en la decoración de su propia iglesia, su
poesía revela la profunda admiración que sentía por Prudencio, Ovidio y Virgilio de
quien lo fascinan los “adynata” (enumeración de imposibles) que utiliza con
bastante frecuencia. Es autor del himno para el domingo de Ramos “Gloria, laus et
honor tibi” que luego fue adoptado en parte por la liturgia. Quien tuvo a su cargo la
redacción de la biografía de Carlomagno fue Eginhardo (770-840) instalado en la
corte desde 796; su “Vita Karoli” está inspirada en la “Vida de los Emperadores” de
Suetonio y se aparta más de una vez de la verdad histórica.

La personalidad de Rabano Mauro (784-856) va unida a la abadía de Fulda


donde se educó y cuya dirección ejerció durante veinte años. La producción literaria
del “tedioso compilador”, como lo denomina Curtius, no es de tanta gravitación
como su actividad de maestro y renovador de la cultura sobre todo en Germanía;
“Sobre la instrucción del clero” señala los conocimientos que debe poseer un
hombre de Iglesia, pero J. de Ghellinck, que insiste en la falta de originalidad, afirma
que esta obra debe una gran parte a Isidoro de Sevilla, a las “Moralia” de Gregorio
Magno, al “De Doctrina christiana” de San Agustín, a San Jerónimo y a San Beda.
Interesa la serie de poemas, parafraseados también en prosa, que llevan el titulo de
“Alabanzas de la Santa Cruz”, a causa del virtuosismo manierista que despliegan.
Los veintiocho poemas son “carmina figurata” o “technopaignia”, es decir que con
la disposición de los versos y los diversos colores de tinta empleados se representa
la figura de algún objeto, en este caso la Cruz.

Discípulo de Rabano Mauro en Fulda, donde recibió lecciones de teología y de


artes liberales, fue Walafrido Estrabón (809-849). Hacia los dieciocho años escribe
la “Visión de Wettin”, visiones de un abad sobre infierno purgatorio y paraíso, tema
retomado por Dante en su Divina Comedia. En 838 es abad de Reichenau y allí
compuso su “Libro sobre el cultivo de los jardines” que consiste en la descripción de
las flores y hierbas del jardín de la abadía, de sus virtudes medicinales y de su
significado simbólico, entremezclado todo ello de referencias mitológicas. Amigo de
Walafrido y discípulo dilecto de Rabano Mauro es Cottschalk, uno de los poetas más
reconocidos de la época. Sus composiciones se caracterizan por el tratamiento
rítmico del verso y el cultivo de la rima junto con los metros clásicos. Es un
verdadero recreador de la poesía rítmica que cultiva con un profundo sentido de la
armonía y musicalidad del verso. “Ut quid iubes”, himno escrito en el exilio al que
fue sometido por sus teorías heréticas, se adoptó más tarde por la liturgia.

Relacionado con la abadía de FuIda está Lupo Servato (n. 862), amigo de
Rabano Mauro, Gottschalk y Eginhardo. Escribe algunas biografías y comenta las
obras de Rabano Mauro; es un verdadero precursor del humanismo italiano pues su
preocupación fundamental fue la corrección de textos, la posesión de obras de la
literatura clásica y manuscritos. En el irlandés Sedulio Escoto (n. 848) están
presentes el conocimiento y la predilección por la lengua griega. Comenta las
“Categorías” de Aristóteles y los gramáticos latinos Donato y Prisciano. Su “Libro
sobre los príncipes cristianos” escrito hacia el 859, mezcla prosa y verso, tal como
habían hecho Marciano Capela y Boecio. En “Disputa entre la rosa y el lirio” emplea
el “conflictus”, muy estimado en la Edad Media, ya señalado en Alcuino. Selecciona
metros variados y hay en sus obras cierta nota de humor que caracterizará a las
creaciones goliárdicas del siglo XIII. Junto a la figura de Sedulio, está la de Juan
Escoto Erígena filósofo y teólogo que actúa en la corte de Carlos el Calvo desde el
845. Se dedica a la traducción, explicación y comentario de textos, intentando
también el género poético. En “La división de la naturaleza” hace renacer las ideas
de Orígenes y los neoplatánicos. Esta obra, junto con “Sobre la predestinación”
escrito contra Gottschalk, fue condenada como herética. Juan Escoto aspiraba a
comprender la palabra divina, a interpretar la Escritura con su multiplicidad de
sentidos.
El período que siguió al Renacimiento Carolingio -comprendiendo en éste el
reinado de Carlomagno, Luis el Piadoso y Carlos el Calvo- comenzó con señales de
abatimiento y retroceso. El siglo X, considerado el siglo de las tinieblas, significó la
desintegración del imperio y de la obra de Carlomagno. Europa occidental padecía
desde el siglo VIII sucesivas invasiones: musulmanes, asentados en el norte de
Africa y España; normandos, que saqueaban las costas de Inglaterra y Francia y
llegaron en el siglo XI hasta Italia; los eslavos y mongoles, que atacaron Germania y
la actual Hungría. La inestabilidad afectó el aspecto político, social y económico. A
causa de la desorganización reinante y las dificultades de comunicación, la defensa
frente a estos invasores fue insuficiente. Poco a poco las comarcas fueron
independizándose y los señores poderosos que en ellas gobernaban se fueron
apropiando de las regiones que convirtieron en pequeños feudos, base de la nueva
organización social europea que ya se estaba gestando desde épocas anteriores. La
dinastía carolingia se mantuvo en Francia y Alemania hasta el siglo X. En 918 ocupa
el trono germano Enrique de Sajonía, que inaugura la dinastía sajona. Su sucesor,
Otón I el Grande (936-973), organizador del Sacro Imperio Romano Germánico,
desarrolla una vasta acción política orientada hacia la consolidación de la autoridad
real y la reducción del poder de los señores.

La producción literaria de esta época es bastante escasa y poco novedosa.


Hucbald de Saint Amand (840-930), versificador y músico, es uno de los
reformadores de la escuela de Reims, tarea que lleva a cabo junto con Remi
d'Auxerre (840-908), maestro de gramática. Huebald organiza en su abadía una rica
biblioteca en la que se encuentra, entre otras obras, la “Cantilena” o “Secuencia de
Santa Eulalia”. Resulta un poeta artificioso, así como también lo es Notker de Saint
Gall o Balbulus (840-912) que poetizó, rodéandola de un halo de leyenda, la vida de
Carlomagno y escribió poemas para sus discípulos; pero su más grande aporte a la
poesía litúrgica y profana es su colección de “secuencias”.

En el año 862, llegó a Saint Gall un monje de la abadía de Jumiéges, trayando


un antifonario en el que se trataba de reemplazar las vocalizaciones de la última
sílaba del Alleluia que termina el Gradual de la Misa, por sílabas y notas, lo cual
ayudaría a retener los melismas musicales. Sobre esta base, Notker compuso las
secuencias (vocablo que procede de la técnica musical) en donde a cada movi-
miento de la melodía correspondía una sílaba. Según Curtius, esta forma se originó
“por la concurrencia de dos fenómenos: la penetración de la música profana en el
servicio divino y la importación de los himnos bizantinos a Francia. después del
800”. En definitiva, la secuencia denominó el conjunto de melodíay texto que
estaba en prosa, no era rítmico y se adaptaba a una melodía preexistente.
Posteriormente se le añade rima y asonancia. Un nuevo agregado es el del ritmo, y
ya en el siglo XII resultará una estructura independiente, cada vez más alejada de la
primitiva secuencia de Notker, que influirá sobre la poesía lírica occidental. El “Veni
Sancte Spiritu”, el “Lauda Sion” de Santo Tomás, el “Dies Iræ” de Tomás de Celano
(todas del siglo XIII) y el “Stabat Mater” de Jacopone da Todi son las cuatro secuen-
cias que se incluyeron en el misal romano de Pío V en 1572.

El nombre de secuencia está unido al de “tropo”. Este es un texto en verso,


con un determinado acompañamiento musical, que puede preceder los textos ya
existentes de la liturgia, o bien intercalarse entre las frases y palabras de dicho
texto, o bien ir a continuación de ellos. La diferencia con la secuencia reside en que
ésta resulta del agregado de un texto a una melodía con melisma preexistente,
mientras que el tropo es un texto nuevo tanto literaria como musicalmente. Por otra
parte, el tropo se añade o intercala a un texto litúrgico como el Introito, Kyrie,
Gloria u Ofertorio; la secuencia en cambio es una intercalación a una parte de la
liturgia misma. Se considera el tropo más antiguo al “Quem quaeritis in sepulchro”
que data del siglo X y se halla en un manuscrito de San Marcial de Limoges. A estas
dos creaciones netamente medievales -secuencia y tropo- se debe el resurgimiento
del teatro.

El sigo X también ofrece ejemplos de poemas épicos e históricos. Se destaca


el “Waltharius” atribuido, no con mucha certeza, a Ekkehardo I (900-973), deán de
Saint Gall y autor de algunas secuencias e himnos religiosos; esta obra se relaciona
con leyendas germánicas populares, aunque no faltan las reminiscencias de Virgilio
y Prudencio. Pertenece al mismo género la “Fuga de un cautivo”, obra alegórica
anónima que narra una serie de fábulas de animales, entre los cuales el cordero
representaría a un monje desertor de su convento; es uno de los primeros cuentos
de animales en Alemania y prefigura el “Roman de Renart”.

Es evidente que la producción literaria se concentró, a partir del Renacimiento


Carolingio, en las abadías de Tours, Fulda, Reichenau, Saint Gall y San Marcial de
Limoges. A fines del siglo X se funda la abadía de Cluny, iniciadora de la reforma
monástica inspirada en la de San Benito de Aniana, de efectiva gravitación en la
cristiandad de los siglos XI y XII. Sin embargo, en el siglo XI algunas abadías pierden
su primitiva celebridad, exceptuando el caso de Saint Gall, Cluny y Monte Cassino,
mientras otras adquieren renombre como la de Bec y Fleury sur Loire. Cabe añadir
también el prestigio de las escuelas catedralicias, entre ellas la de Chartres. Saint
Gall cuenta a Ekkehardo IV (980-1060) alumno de Notker Labeo, traductor de
Boecio y Marciano Capela al alto alemán antiguo. Hace una nueva refundición del
“Waltharius” y escribe el “Libro de las bendiciones”, colección de obligaciones y
ejercicios escolares expresado en hexámetros. Su “Caída de Saint Gall” es la
continuación de la crónica del monasterio iniciada por Ratperto en el siglo IX. De
este mismo autor traduce al latín la vida de Saint Gall.

En Italia, en 1007 nace Pedro Damián que después de haber sido maestro en
Ravena y enseñado las “artes” en Parma, renegó de la cultura y se entregó a la
vida ascética de un ermitaño. Compartía las opiniones del Papado acerca de la
supremacía del poder eclesiástico frente al poder civil, de ahí que Hildebrando
-pontífice con el nombre de Gregorio VII- encontró en él a un firme partidario. Es un
verdadero renovador en materia de teología y su correspondencia es sumamente
útil para la historia eclesiástica. Muchos de sus poemas son de tono apocalíptico
(“De die mortis”) y denuncian una admirable libertad rítmica y dominio de la forma.
Fulberto (960-1029) otorgó fama a la escuela de Chartres, eclipsada sólo en el siglo
XIII por la de París; su copioso epistolario, de gran valor para la historia eclesiástica,
revela amplios conocimientos de la antigüedad profana y cristiana y aun de
teología, que junto al trivium y quadrivium se enseñab a en Chartres.

La colección denominada “Carmina Cantabrigensia” o Canciones de


Cambridge ilustra la poesía de la época; las piezas, algunas de origen germánico y
otras de procedencia francesa, revelan un alejamiento de la técnica de las escuelas,
una lengua más libre y en contacto con la realidad y la vida, más espontánea, más
fresca.

El “renacimiento” del siglo XII

Con el siglo XII se inicia un florecimiento espiritual de Europa occidental


manifestado en la filosofía y en la poesía. En rnateria filosófica, surgió la nueva
visión de Arístóteles a través de las versiones del árabe Averroes (1126-1198) que
dieron lugar a teorías censuradas por la Iglesia. La dialéctica inicia su marcha
ascendente con Pedro Abelardo que la aplicó a la filosofía y la teología. Las escuelas
catedralicias, donde se enseñan las artes liberales, la filosofía y la teología, van
superando poco a poco las primitivas escuelas monásticas. La retórica, a pesar de
algunos intentos por eliminarla de los estudios, sigue siendo parte integrante de los
estudios. El humanísta Juan de Salisbury consideraba que “arrancar a Mercurio de
los brazos de la Filología, eliminar de los estudios filosóficos la teoría retórica
equivale a destruir toda la cultura superior del espíritu”. Los estudios retóricos se
complementan con el nuevo sistema de preceptos para redacción de cartas y
documentos, el “ars dictaminis” o “dictandi” y con las artes poeticas. La nueva
forma poética, esbozada ya en siglos precedentes, llega a su más amplio desarrollo.
La idea de la cantidad desaparece casi por completo, el ritmo y la rima invaden la
poesía nueva, que mucho debe a la secuencia. El maestrescuela de la catedral de
Le Mans y luego arzobispo de Tours, Hildeberto de Lavardin (1056-1133), sobresale
por su lengua y estilo en sermones, cartas, tratados teológicos e himnos que
componen su producción literaria; de sus poesías merecen citarse “Lamentos de un
alma pecadora”, “Sobre el orden del mundo”, “Sobre la Virgen María”, “Sobre la
Cruz”; en todas ellas la métrica clásica concurre junto a la poesía acentual y ri-
mada. Marbod, obispo de Rennes (1035-1123), practicó la poesía didáctica y
también el simbolismo lapidario en su “Libro de las piedras preciosas”. Baudry de
Bourgueil (1046-1130) es el más atractivo de los hombres de letras de las escuelas
catedralicias, apasionado de la literatura y fiel discípulo de Ovidio. Pedro Abelardo
(10791142) nace en Palet, enseña en Corbeil y en París y a partir de 1131 mantiene
su relación amorosa con Eloísa; su obra “Sobre la Trinidad” le valió la primera
condenación en 1221. Maestro de la dialéctica, es considerado creador del método
escolástico e incursionó en la poesía, con algunas piezas dedicadas a Eloísa, himnos
religiosos y seis “Lamentaciones” inspiradas en temas del Antiguo Testamento.

El misticismo de Bernardo de Claraval (hacia 1091) se opone naturalmente a


la concepción dialéctica de su adversario Abelardo. En 1112 ingresa a la abadía de
Císter y muere en 1153 en Claraval de donde había sido abad. Defensor de la
contemplativa vida monástica, del alejamiento de las disputas filosóficas y
teológicas, basaba su fe en el conocimiento de Cristo al que se llega por la
búsqueda interior e íntima. En todas sus obras -tratados, sermones, poemas- está
presente el nombre de Cristo y la alianza íntima con él. Su poesía mística,
expresada en una lengua delicada y musical, está dotada de un exquisito
refinamiento. Curtius lo considera un antihumanista como Hugo de San Víctor
(10971741), a quien sólo le interesa la filosofía y la mística.

Bernardo Silvestre (hacia 1156) otorga a la poesía un lugar de privilegio junto


a la filosofía y la elocuencia, Vinculado a la escuela de Chartres, escribió un
comentario alegórico de la “Eneida” y un tratado histórico-poético de gran auge en
los siglos XII y XIII, su obra máxima es “Sobre el Universo”, una alegoría de acento
platónico en prosa y verso que canta el retorno inspirador y fructificador de la diosa
Naturaleza y termina con la descripción del hombre renovador de la naturaleza y
continuador de la especie. Alain de Lille, “el más loco de los estilistas” para Eduard
Norden, nació en 1128 en Lille y murió en 1202 en Císter; en su “Lamentación de la
Naturaleza” también en prosa y verso, se encuentran ecos de Bernardo Silvestre y
de Marciano Capela con un acento cristiano; el “Anticlaudiano” es una alegoría
filosófica de las siete artes: las salas del palacio de Dios están adornadas con
pinturas que representan las ideas divinas y eternas; hasta allí ha llegado la
Sabiduría en un carro forjado por las siete artes y guiado por los cinco sentidos.

Para la comprensión de la estética de esta época es necesario mencionar las


“artes poéticas” que reúnen una serie de preceptos y modelos tomados de “Sobre
la invención”, de la “Retórica a Herennio” y del “Arte poética” de Horacio. Entre los
autores de obras de este género cabe mencionar a Mateo de Vendóme (siglo XII),
Galfredo de Vinsauf y Juan de Garlandia, ambos del siglo XIII.

A la abadía de San Víctor, centro teológico famoso por las especulaciones


místicas de Hugo de San Víctor, perteneció también Adán de San Víctor. Entre el
gran número de secuencias rimadas se le atribuye “Salve madre del Salvador”. Su
contribución al enriquecimiento de la lírica religiosa de Pascua y Navidad es
innegable y el preciosismo de su arte fue muy apreciado por trovadores como
Marcabrú y Arnaud Daniel. Goliardo (del francés antiguo gouliard, «clérigo que llevaba vida
irregular», a su vez alteración del bajo latín gens Goliae,
propiamente «gente del demonio», del latín Golias «el gigante
Goliat», «el demonio»[1]). El término se utilizó durante la Edad Media
La lírica profana remite a para referirse a cierto tipo de clérigos vagabundos y a los
estudiantes pobres pícaros que proliferaron en Europa con el auge
Gualterio de Chatillon, nacido de la vida urbana y el surgimiento de las universidades en el siglo
XIII. La mayor parte de ellos estudiaron en las universidades de
hacia 1135 en Lille, y relacionado Francia, Alemania, Italia e Inglaterra.
No obstante, la figura del goliardo puede rastrearse hasta épocas
con el círculo de humanistas de muy anteriores. Ya en el siglo IV, el concilio de Nicea condenaba a
un cierto tipo de clérigos de vida licenciosa que podrían equipararse
Juan de Salisbury que se oponía a al goliardo. En la Regla benedictina y en otros textos canónicos
posteriores se vuelve a mencionar a la figura del clérigo vagabundo
la corriente dialéctica; la mayoría y ocioso.
Parece que el nombre procede de gula («goloso»), por su
de sus poemas es de tono satírico, insaciable apetito, y de la analogía fonética de Golias, que procede
del gigante bíblico Goliat, al que se identificaba desde antiguo con
sobre los vicios del mundo, el el diablo. No es extraño, pues, que los concilios condenasen de
forma recurrente a los goliardos y su vida disipada. Se cree incluso
amor al dinero, el clero y la corte que en algún momento llegaron a crear alguna especie de secta o
cofradía.
papal; en “No callaré a causa de Pero, más allá de su forma de vida, lo que más interesa de los
goliardos es su afición a la literatura. Muchos de ellos escribieron
Sion” utilizó la alegoría para poesía satírica en latín, donde, expresando su descontento,
criticaban a la Iglesia, a la sociedad y al poder, así como
representar a los prelados de la composiciones líricas donde elogiaban el vino, la taberna, el juego,
las mujeres y el amor. La poesía goliardesca se cultivó por toda
Curia. Europa durante la Edad Media. Las composiciones, siempre
anónimas, son muy diversas: desde poemas sencillos hasta otros
muy elaborados y retóricos.
Todo el reflorecimiento y sentimiento juvenil del siglo XII, la alegría de vivir en
libertad, de andar “vagantes” de ciudad en ciudad, de corte en corte, se encuentra
magníficamente expresado en la colección de canciones y poemas profanos
denominada “Carmina Burana”, editada por primera vez en 1847. Pertenecen estos
carmina rebeldes a los “clerici vagantes”, los goliardos (aunque se suele hacer
diferencia entre ambas denominaciones) en cuyas filas encontramos a
intelectuales, pícaros, monjes y monjas en destierro, escolares que siguen a sus
maestros y juglares. La mayoría de los poemas de la colección son anónimas,
aunque algunos pertenecen a Gualterio de Chantillon, Hugo de Orleans o Primat y al
Archipoeta. La sátira, la censura o el escarnio son constantes en la composición
goliardesca. Estas piezas también cantan al vino (“Cuandoestamos en la taberna”),
a la mujer (“Salud, la más bella...”), a la decadencia de la época (“Antaño florecía el
estudio”), al amor (“Es tiempo de gozar, doncellas”), a la primavera (“Resplandece
el prado y las doncellas se alegran”). Junto a estos temas está el tono elegíaco, la
amistad, la libertad, la inconstante suerte (“Oh, Fortuna, que cambias como la
luna”). Estos poetas son auténticos precursores de un humanismo secular y de una
sociedad fundada en los méritos propios, no en los privilegios de cuna: “La nobleza
del hombre reside en los derechos que tiene por naturaleza” afirman estos vates
vivificantes, progenie de Golias perseguida por la Iglesia en los concillos de
Chanteau, Gontier, Sens y Salzburgo.

El fin de la Edad Media

El siglo de la escolástica fue, en el aspecto literario, relativamente decadente,


pues estos estudios quedaron relegados al último lugar. La obra de Domingo
Gundisalvo (1150) ya anticipaba un lugar preponderante a las ciencias filosóficas
(incluida la teología), luego a la lógica, fundamental en el siglo XIII, y a la gramática
y retórica. Por otra parte, el progresivo avance de la dialéctica, a partir de 1150,
señalaba el primer paso hacia la eliminación del estudio de los “auctores” o
autoridades. Más tarde, el aristotelismo acentuará esta decadencia de los autores,
fenómeno que, junto con la nueva gramática filosófica, necesariamente engendraría
otra decadencia, la de los estudios clásicos. En 1200 el rey Felipe Augusto reconoce
al “estudio de París” como universidad, aunque este nombre se lo concederá
oficialmente en 1208 el Papa Inocencio III; sólo a principios del siglo XIX se la
denominará Sorbona (antigua denominación de un seminario y posteriormente de la
facultad de teología). Veinte años después de su fundación, la enseñanza
universitaria está en manos de las órdenes recién fundadas de franciscanos y
dominicos. Tanto la universidad como estas órdenes significaron un instrumento de
defensa contra las herejías de cátaros y valdenses, a lo cual se agregó la Inquisición
dirigida desde 1233 por los dominicos.

Los estudios de la universidad de París se centraban en la filosofía y teólogía,


descuidándose la lingüística y literatura. No ocurría lo mismo en Oxford, más
independiente de la tutela del Papado, donde se mantenía la tradición científica de
Chartres y se continuaban los estudios filológIcos. La gramática se convirtió en
lógica idiomática, pues tenía que responder al pensamiento especulativo que había
desarrollado la lógica, materia básica del plan de estudios. El sistema invadió todos
los campos, marginando la ocupación literaria, salvo en algunos hermosísimos
brotes de poesía religiosa. El humanismo del siglo XII fue penetrado por la filosofía.

En el siglo XIII aparece el movimiento agustiniano de los franciscanos


encabezados por San Francisco de Asís (1182-1226) quien propugnó la religión de
la pobreza, humildad y fraternidad entre todas las “creaturas”. De San
Buenaventura (1221-1276), también franciscano, quedan poesías místicas e
himnos, algunos en toscano y otros en latín; las figuras centrales de muchas
composiciones suyas son las imágenes de la Cruz y de Cristo. Este cristocentrismo
se evidencia en la filosofía de otro franciscano: Juan Duns Escoto (1265-1308) quien
echó las bases de una antropología teológica. Ya en el siglo XIV dio fama a la orden
el inglés Guillermo de Occam (1300-1350) con su teoría del nominalismo.

Imbuida de la racional lógica aristotélica, la orden de los dominicos contó


entre sus primeros filósofos a San Alberto Magno (m. 1280). Su ilustre discípulo fue
Santo Tomás de Aquino, quien estableció la distinción entre teología revelada y
teología natural; nació en 1225, estudió en la universidad de Nápoles y a los veinte
años entró en la orden dominica; en 1245 obtuvo la licenciatura en teología en París
donde estudió con Alberto Magno. La “Summa theologica” y la “Summa
philosophica” son las dos obras fundamentales para el conocimiento del sistema
tomista. Los dominicos iniciaron la labor de adaptación del Aristóteles averroísta
(proscripto de la universidad parisina en 1212) equilibrando esa doctrina con el
dogma cristiano. Años después Aristóteles fue incluido nuevamente en el programa
de estudios. El averroísmo cristiano, resultado de este proceso, está representado
por Sigerio de Brabante.
La lengua latina conserva aún parte de su grandioso prestigio de lengua
internacional en dos de las poesías religiosas más bellas y perfectas, el “Dies Iræ” y
el “Stabat Mater”. Tomás de Celano (1200-1255) es el autor de la primera, cuyo
tema es la visión apocalíptica expresada en tercetos monorrimos. La segunda es
una secuencia que se atribuye a Jacopone da Todi (1230-1306) franciscano que
compone algunos poemas también religiosos en dialecto umbro. A pesar de que los
escolásticos no se interesaron por la poesía, Santo Tomás escribió admirables
himnos litúrgícos como “Lauda, Sion, Salvatorem” y algunos otros. La poesía
franciscana de Oxford esta representada por John Pecham (m. 1292) con su
“Philomena”, poema místico en cuartetos rimados en donde el canto del ruiseñor
simboliza el grito del alma del hombre desde su creación hasta su muerte. Con
Tomás de Kempis (1380-1471) se llega a las últimas obras representativas de la
Edad Media latina: la “Imitación de Cristo” es un auténtico libro doctrinal escrito en
estilo sobrio y escueto que sorprende en esta época de decadencia de la lengua
latina.

Para concluir, cabe preguntarse, como Curtius “¿cuáles son las bases
medievales del pensamiento occidental? Son la Antigüedad clásica y el cristianismo.
La función de la Edad Media consistió en recibir ese depósito, en transmitirlo y en
adoptarlo. Su Iegado más precioso es el espíritu que la Edad Media creó mientras
desempeñaba esa tarea”.

Épica anónima - introducción a la poesía épica

Presente en la mayor parte de las antiguas literaturas, vinculada umbilical-


mente con la mitología o la historia real de los respectivos pueblos que la
originaron, la poesía épica puede reivindicar como propios algunos de los grandes
monumentos literarios de todos los tiempos, desde el “Gilgamesh” hasta la “Ilíada”,
desde el “Beowulf” hasta el “Canto de la incursión de Igor”, desde la “Chanson de
Roland” hasta el “Cantar de Mío Cid”. La épica anónima de la Edad Media europea
constituye un momento muy particular en la evolución del género épico -si es que,
en la historia de los géneros, resulta lícito hablar de evolución-, y aquí será el centro
de la investigación; pero eso no quiere decir, por cierto, que en otros lugares del
mundo y en otras épocas no hayan existido expresiones muy significativas de esta
índole. En rigor, todos los pueblos mediterráneos, mesopotámicos y del resto de
Asia han cultivado el género, y aun resulta fácil encontrar elementos épicos en los
legados literarios de las civilizaciones extinguidas o primitivas de Africa y América.
Podemos darnos una idea de la dispersión en el tiempo de la épica mencionando a
un tiempo los precristianos poemas homéricos y las composiciones eslavas o
turcotártaras -apenas o nada influidas por la literatura escrita- de los siglos XIX y
XX.

Es sabido, desde los tiempos de Aristóteles, que el género épico tiene como
propósito central, generalmente, la narración exaltadora de las hazañas de un
individuo o héroe que a la vez es, casi siempre, el conductor militar de una
comunidad o facción determinada en las luchas contra sus enemigos. La concepción
romántica según la cual la épica es de origen eminentemente popular y no consti-
tuye otra cosa que la reelaboración progresiva de leyendas heroicas provenientes
del patrimonio colectivo, ha caído hoy en descrédito. La habitual historicidad y
objetividad de los poemas épicos, aparte de su elaboración y sus complicadas
referencias topográficas, parece indicar en cada caso la presencia de uno o varios
poetas perfectamente adiestrados en su oficio. Los trabajos eruditos sobre la lengua
de los grandes poemas épicos han demostrado casi siempre, descontadas las
ligeras modificaciones producidas por copistas sucesivos, la existencia de un núcleo
original coherente y unitario, debido con seguridad a un autor único. Un vistazo a la
historia social de la literatura no nos permite considerar a la épica, género
aristocrático por excelencia, como expresión espontánea del “alma popular” sino
más bien como la glorificación organizada y deliberada que hace una clase domi-
nante -por lo común, la aristocracia guerrera- de sus conquistas y proyectos
políticos. El Cid, Sigfrido, Igor, Roland, son todos nobles o príncipes ejemplares,
reales o imaginarios, que son propuestos a la estratificada sociedad medieval como
modelos heroicos.

La difusión popular de los poemas épicos o de parte de ellos en la Edad Media


se debe a la gradual secularización del papel del juglar profesional, y al uso
propagandístico que en estas obras se hace del idioma local, en detrimento del latín
o griego de las crónicas oficiales. Han existido, es cierto, casos muy notables de
conservación de largas obras épicas por vía de la tradición oral, incluso a través de
familias de bardos que por espacio de siglos pudieron mantener relativamente
intacto un texto épico; pero este hecho, lejos de constituir un testimonio en contra
del carácter individual y aristocrático del género, lo confirma y simplemente obliga
a un análisis cuidadoso de sus fórmulas de composición y de sus técnicas de
transmisibilidad.
La estructura de los poemas épicos presenta variaciones más o menos
notables según el ámbito y la época en que se forman las obras, pero también
rasgos comunes que vale la pena agrupar. La épica tiene un carácter
marcadamente activo y un general tono realista; en las distintas tramas tienen
capital importancia las escenas de batallas, encuentros armados, combates, justas
de honor, duelos; las descripciones de armaduras, caballos, armas, ropas, suelen
ser minuciosas. La fidelidad a la historia real oscila desde la historicidad casi
perfecta del “Cantar de Mio Cid”, prácticamente contemporáneo a las gestas que
canta, hasta la nebulosa mitología del “Cantar de los Nibelungos”, distante su
composición en varios siglos de la epopeya de los reyes burgundios que exalta. Aun
en este último caso, sin embargo, los elementos históricos y reales son muy
poderosos, por más que la confluencia de diversas tradiciones los haya reelaborado
ampliamente. Los héroes épicos son habitualmente diferentes al resto de los
hombres, por su mayor fuerza física, por su ingenio más agudo; pero no pretenden,
salvo algunas exageraciones, convertirse en seres sobrehumanos. Un sentido del
honor extremadamente sensible y un culto del valor personal a todo trance
configuran una ética aristocrática que se reitera en los poemas épicos; en cambio,
sería inútil buscar allí sentimientos más individuales, conciencia social o la reflexiva
autorrealización de los héroes novelescos modernos. Es probable que la gran
mayoría de los poemas épicos hayan sido compuestos en un principio para ser re-
citados ante un auditorio y no para ser leídos por lectores singulares. Esto explica
algunos de sus procedimientos técnicos y de sus peculiares recursos narrativos. El
canto y la recitación obligan al uso de fórmulas y convenciones, innecesarias en una
obra narrativa moderna. Ciertas asociaciones fijas de sustantivos y adjetivos, cier-
tas repeticiones de frases o versos enteros, desempeñan el papel de elemento
aglutinante que permite mantener la tensión y continuidad de un extenso poema a
lo largo de toda su acción. Naturalmente, estas fórmulas son usadas con más
frecuencia e ingenuidad por los improvisadores y recitadores primitivos, pero
tampoco pueden ser ignoradas por los autores de los grandes poemas épicos,
quienes las emplean en mayor o menor medida. Aparte de las escenas de batallas y
de los hechos de armas en general, que subrayan el carácter activo y heroico de la
épica, también se describen otras situaciones típicas, que reconstruyen ceremonias
o rituales sociales: fiestas, coronaciones, casamientos, funerales. También el
carácter oral de los poemas épicos explica, en buena parte, su habitual anonimato.
Ciertamente, las obras que no se destinan al manuscrito tienen menos posibilidades
de dejar consignado el nombre de su autor; por otra parte, la identidad del autor de
la obra oral, ampliamente conocida por la comunidad a que se dirige en el momento
de sus creaciones, a menudo no se perpetúa debido a este mismo sobreentendido.
Como buena parte de los poemas épicos -sobre todo, en el caso de los de la Edad
Media- han podido conservarse gracias a la labor de copistas o escribas de los
monasterios, muchas veces el nombre del copista está antepuesto al del autor o
directamente este último ha desaparecido.

Si bien los bardos de la Edad Media en general no son conocidos por su


nombre, es bastante lo que se sabe acerca de su condición social y de la evolución
de su papel público dentro de los ámbitos humanos en que se movían.

Una vez más queda desmentida la propuesta romántica acerca de la génesis


de la épica a partir del “alma popular”: existió, desde comienzos de la época feudal,
una clase de juglares o poetas “profesionales” al servicio, casi siempre, de las casas
reinantes, cuyas funciones se fueron secularizando con el correr del tiempo, para
perder al final sus prerrogativas y convertirse en cantores o músicos ambulantes. Es
probable que gran parte de los bardos pertenecieran a las clases altas -nobles o
prelados- y que sólo con el decaimiento de la profesión pudieran ser clérigos u
hombres del pueblo los que tuvieran acceso a esta singuar artesanía poética. En
tanto los primeros bardos parecen no haber encontrado mayor resistencia en los
poderes constituidos frente a su labor, más adelante la iglesia católica y aun
algunos monarcas condenaron a los cantores épicos y llegaron a considerar
inmorales y dañinos sus cantares, hecho que se relaciona sobre todo con la
inclinación eclesiástica a monopolizar todo aquello que tuviese que ver con el saber
histórico, la educación y la cultura.

Si bien la crítica actual ha recuperado el valor eminentemente literario de los


poemas épicos, ha reivindicado su génesis individual y ha aclarado casi por
completo el problema de sus origenes -remitiéndolos, como se ha visto, al lamento,
al panegírico y al canto impetratorio-, no debe creerse que todos los interrogantes
sobre el género estén ya contestados. La valoración del elemento histórico en cada
una de las tradiciones épicas, la transición de unos modelos estructurales a otros en
los poemas que se conservan, y el entrecruzamiento y carácter migratorio de los
ciclos épicos, son sólo algunos de los temas que necesitan todavía una atención
especial. Por el momento, conviene trazar un panorama de la épica medieval,
dividido en los distintos ámbitos históricos y lingüísticos que por simple comodidad
clasificatoria, han de parcelar provisionalmente la fundamental unidad del género.
La épica en Francia

Los diversos equívocos y ambigüedades surgidos en torno de las investiga-


ciones acerca de los orígenes de la épica francesa están todavía lejos de haberse
disípado en su totalidad. Por cierto, la concepción romántica según la cual existió
una leyenda carolingia anterior a la primera gran epopeya francesa, la “Chanson de
Roland” (creada, según se cree, entre 1065 y 1075), parece haber quedado
refutada debido a la total falta de testimonios escritos. La popularidad de la leyenda
acerca de Carlomagno y sus capitanes es posterior a la Chanson, y en realidad se
debe a ella en buena medida. Mayor parte de verdad tiene, posiblemente, la teoría
que sostiene que los juglares primitivos fueron extrayendo sus asuntos y motivos
de tradiciones recogidas en los monasterios del camino de la peregrinación a
Santiago; sin embargo, tampoco aquí las pruebas documentales son incon-
trovertibles. Más bien, lo que parece cierto es que la epopeya de Francia, aun
embebida de determinados episodios históricos, de tradiciones locales o incluso de
fuentes clásicas, refleja mejor que ninguna otra el mundo feudal, con su carencia de
individualismo y su apego a los valores caballerescos; por más que a menudo
toman como pretexto hechos históricos ocurridos supuestamente varios siglos
antes, los matiza con interpolaciones fantásticas y extraordinarias y no llega nunca
a ser realista, con lo cual también introduce de alguna manera elementos lirico-
narrativos en el cerrado mundo épico.

La Chanson de RoIand

El único manuscrito de la “Chanson de Roland” -copia del original- conservado


en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, permitió tomar contacto directo con la primera
gran epopeya francesa, aquella de la que parten muchos ciclos secundarios y que
por sí sola bastó para asegurar en su país de origen la popularidad y difusión amplia
del género. De su autor únicamente se sabe lo que reza en el final del manuscrito:
“Aquí acaba la gesta que Turoldusi cantaba”. Este Turoldus o Turoldo, pues, debió
de haber compuesto el poema -si es que no fue más que su copista- y, si nos
atenemos a los trabajos filológicos y a otras investigaciones sobre las fuentes, fue
un clérigo normando con un buen conocimiento de las obras clásicas y de las
crónicas históricas latinas carolingias.

En el centro del cantar está un episodio histórico: la expedición de Car-


lomagno contra los sarracenos de España, que tendrá trágico fin en el desastre de
Roncesvalles, en 778. Roland, Rolando o Roldán, su protagonista, parece haber sido
un personaje histórico real, el Ruotlandus que cita Eginardo en su “Vida de
Carlomagno”, prefecto de la marca de Bretaña que efectivamente murió en
Roncesvalles. Pero sólo estos puntos de partida tienen alguna correspondencia con
la historia; en lo demás, el poeta inventa e imagina libremente los hechos y per-
sonajes que le parecen necesarios para inyectar fuerza a su obra.

La Chanson se inicia explicando que Carlomagno se encuentra desde hace


sieté años en España y la ha conquistado casi por entero; sólo resiste Zaragoza,
dominada por el almirante musulmán Marsilio. Entre tanto, el ejército carolingio
acampa en Córdoba, y se inician las deliberaciones para saber qué partido se va a
tomar. Dos tesis están en pugna: la de la guerra hasta el final, y la de la paz.
Roland, sobrino del emperador, defiende la primera; Ganelon, padrastro de Roland,
propone la negociación y la paz. Esta última opinión es la que prevalece. Sólo queda
por designar al que irá a negociar con Marsilio. Roland, que debe hacer el
nombramiento, elige a su padrastro; y éste, equivocadamente, cree que Roland lo
ha hecho para eliminarlo, pues los anteriores emisarios enviados al jefe sarraceno
no han regresado. Debe, con todo, aceptar el encargo, pues en ello le va el honor
pero, una vez llegado a Zaragoza, traiciona por odio a Roland, a los suyos mintiendo
al caudillo moro acerca de las intenciones de Carlomagno, y asegurándole que
Roland es el que exige al emperador la sumisión incondicional de los musulmanes.
Marsilio decide entonces fingir someterse a Carlomagno, enviándole las llaves de
Zaragoza, pero al mismo tiempo planea con Ganelon la emboscada de Ronces-
valles, en la que caerán Roland y sus hombres. Ganelon vuelve al campamento
cristiano y comunica a Carlomagno el éxito de su misión; las tropas francas pueden
ya retirarse; sólo queda ahora por designar al comandante de la retaguardia, y
Ganelon, para vengarse, elige a su hijastro para ocupar dicho puesto. Roland,
aunque advierte la maniobra, debe aceptar, y va al sacrificio con fe y valor. En
Roncesvalles las huestes sarracenas se abaten sobre la retaguardia cristiana, y
comienza entonces la gran batalla final, que constituye la escena culminante de la
Chanson. Los héroes cristianos, Roland y su amigo Oliverio, luchan
denodadamentey resisten los primeros asaltos enemigos; Roland se niega a hacer
sonar su cuerno de marfil para llamar, a través de las montañas, a Carlomagno.
Pero cuando los moros van a atacar a los últimos sesenta hombres que rodean a
Roland, éste toca el cuerno y el emperador acude a su socorro. Es tarde: Roland,
solo con su espada Durendal frente a muchos enemigos, muere heroica y
cristianamente. Llega Carlomagno y se lamenta frente a la sangre derramada;
derrotará, después, a Marsilio y tomará Zaragoza. De regreso en Francia, habrá de
castigar la traición de Ganelon con el descuartizamiento.

La Chanson está escrita en tiradas de versos asonantados, por lo general


decasílabos, que se ajustan con flexibilidad a la narración de la epopeya; la lengua
del autor todavía no está estabilizada, y no pocas veces puede chocar al lector
actual la relativa pobreza sintáctica del poema y la confusión que introduce en el
uso de los tiempos verbales, aparte de la falta de uniformidad del vocabulario mis-
mo. Las típicas repeticiones de la épica, que constituyen para el juglar un recurso
mnemónico, son usadas aquí con generosidad y con gran sentido artístico: siempre
sirven para dramatizar o subrayar determinados momentos culminantes. La
vivacidad de las imágenes y la potencia imaginativa de ciertas escenas no tienen
parangón en el resto de la épica europea; la emotividad de otras tampoco es
fácilmente igualable. La escena de la muerte de Roland, logradísima a pesar de las
limitaciones idiomáticas del juglar, es una ejemplar mezcla de tono épico y lírico, y
concilia la grandiosidad del combate con el recogimiento individual. Las
descripciones son minuciosas y a menudo brillantes; los paisajes naturales, las
armaduras de los caballeros, los animales enjaezados, resaltan contra el fondo
contrastado de la epopeya.

El éxito del Roland fue inmediato y puede decirse que los grandes ciclos de
gesta medievales se inician con él. El poeta que hablaba de la “dulce Francia”
proclama su fe patriótica en la grandeza y unidad del país, precisamente cuando la
feudalidad diversífica los centros de poder, y obtiene una repercusión inmediata en
su tierra y fuera de ella. Las exageraciones y anacronismos del poema tienen por fin
construir un modelo heroico en torno del cual pueda organizarse la veneración de
un pasado común; y efectivamente, después del Roland la leyenda carolingia
alcanza extraordinaria difusión. Imitaciones, refundiciones, traducciones hacen del
Roland una obra tan legendaria como el pasado que recrea; a partir de él el género
cuenta con una tradición importante en lengua vulgar, muy por encima de las
cantilenas y los versos épicos hasta entonces difundidos.

Otros poemas épicos


Aparte de ciclos épicos brotados al contacto con hechos prácticamente
contemporáneos -las Cruzadas-, y cuyo valor artístico es escaso, pueden
mencionarse otras obras que continúan la brecha abierta por el Roland y que
también utilizan, con intención ejemplarizadora, el pasado heroico, no siempre fiel a
la verdad histórica. En la época primitiva, es decir, en las últimas décadas del siglo
XI, surge el cielo de Guillermo de Orange, conde de Tolosa, con la Chanson de
Guillaume (a la que ciertos comentaristas ubican un siglo más tarde), y la gesta de
“los barones rebeldes”, con el fragmento conservado de “Gormont e Isambart”. Se
trata de obras más o menos inspiradas en el Roland, que utilizan otros episodios
reales o fantásticos; el Guillermo de Orange de la gesta puede identificarse, con
dificultad, con un noble del siglo VIII, fundador del monasterio de Aniane y después
convertido en monje, acerca del cual existen fragmentos hagiográficos latinos; el
Isambart del otro poema, por su parte, es un personaje por completo imaginario: se
trata de un renegado que se pone al servicio de los sarracenos para atacar al rey de
Francia, y que muere en la invasión de su propio país. El género épico no
desciende, como se ha visto, de la tradición juglaresca anterior; pero una vez
impuesto, los juglares lo adoptan e incorporan a su propio repertorio. El más típico
resultado, dentro de la épica francesa, de la asimilación de los elementos paródicos
y satíricos juglarescos a la epopeya, se encuentra en la “Peregrinación de
Carlomagno”, basada en una crónica latina del siglo X acerca de un supuesto viaje
del emperador a los Santos Lugares y compuesta, muy probablemente, en la
primera mitad del siglo XII. La Peregrinación parece proponer una alegoría
edificante a través de la supuesta visita del gran monarca cristiano a Jerusalén;
pero en las largas escenas de la estancia de Carlomagno y los suyos en la corte
bizantina se desenvuelve una jocunda narración satírica, en la que no faltan las
referencias crudamente eróticas ni las burlas a la autoridad.

En la segunda mitad del siglo XII otros cantores de gesta, siempre bajo la
advocación del Roland, se difunden progresivamente: “Girart de Rousillon”,
“Fierabrás”, “Aioul”. El ciclo de Guillermo de Orange es engrosado con “Aimeri de
Narbona”, y el de la peregrinación de Carlomagno con “Berthe au gran pied”. Es
posible que sea algo anterior la “Coronación de Luis”, también vinculada con
Guillermo de Orange; en cambio, se cree que la “Canción de Raoul de Cambrai” fue
compuesta entre fines del siglo XII y comienzos del XIII. Esta últiina, inspirada en las
luchas de los señores feudales y los problemas hereditarios de sus posesiones,
alcanza en algunos pasajes notable fuerza trágica, sobre todo en los lamentos
proferidos por la madre de Raoul cuando éste decide tomar por la fuerza el feudo
prometido y no concedido. En el s. XIII proliferan los cantares de gesta, aunque casi
siempre en un sentido epigonal y sin aportar nuevos asuntos al género. Los ciclos
de Carlomagno, de Guillermo de Orange, de Doorn de Mayence prolongan una
vigencia adquirida en la centuria anterior.

La Edad Media en Francia

Existe un desajuste cronológico entre la Edad Media considerada desde el


punto de vista histórico (del siglo V al XV) y el período de la literatura medieval
francesa. Es costumbre señalar la iniciación del mismo en el año 842 con “Los
Juramentos de Estrasburgo”, y prolongarlo hasta 1548, año en que el Parlamento
prohibió la representación de los misterios. Es probable que sea más adecuado
atrasar un tanto esta última fecha, llevándola hasta mediados del siglo XV,
momento a partir del cual el humanismo y la creciente secularización de las
costumbres inician un nuevo período.

Los “Juramentos de Estrasburgo”, primer documento en francés antiguo que


se conoce, anticipan el desmembramiento del gran Imperio carolingio. Luis el
Germánico y Carlos el Calvo, nietos de Carlomagno, juran unirse para luchar contra
su hermano Lotario. Un año más tarde, el tratado de Verdún confirma la división del
reino entre los tres hermanos. De casi cuarenta años más tarde data la primera
obra literaria conocida en francés antiguo: la “Cantilena de Santa Eulalia” (881),
compuesta de catorce versículos calcados del latín.

Cuando en el año 987 Hugo Capeto, señor de la Isla de Francia, fue elegido
rey de Francia, se encontró con un afianzado sistema feudal que reemplazaba al
régimen de patronato galorromano. Los reyes habían sido impotentes ante las
sucesivas invasiones de los normandos, que habían llegado a sitiar la ciudad de
París. Los nobles comenzaron a defender ellos mismos sus heredades, y se
transformaron en señores, considerando al rey uno más entre ellos. Fue una época
de orden y también de penurias, estas últimas sobre todo para los campesinos que
debían afrontar las continuas amenazas de la guerra, el hambre y las pestes. Por
otra parte, un sistema feudal cada vez más rígido establecía altos impuestos y
tributos. El pueblo evocaba la edad de oro de la “dulce Francia” en que había
reinado la paz. El logro de la unidad era difícil en un país donde incluso reinaba la
anarquía lingüística: en Ruán y Caen se hablaba el normando, el celta en Bretaña, y
la lengua d'oc en la Provenza y Aquitania. Sin embargo, Hugo Capeto, primer rey de
Francia que habló en lengua romance, logró conservar la corona para su familia. La
constitución de un poder real efectivo habría de ser lenta y laboriosa.

En 1066 el duque normando Guillermo el Conquistador se apoderó de Ingla-


terra mediante una triple operación: diplomática, militar y religiosa. Guillermo se
transformó en rey de la isla y, por consiguiente, en peligroso vasallo del rey de
Francia. Paralelamente el dominio de la lengua francesa se extendía al imponerse a
las élites inglesas. Los aportes de las leyendas célticas enriquecieron la cultura
francesa que asimiló muy especialmente la leyenda del rey Arturo, jefe de la
resistencia celta contra la invasión sajona en el siglo VI, y sus doce caballeros de la
Mesa Redonda.

Otro hecho capital signó el siglo XI: la primera Cruzada para liberar el Santo
Sepulcro, que desde el año 673 se hallaba en manos de los “infieles”. El Papa
Urbano II, de origen francés, la había promovido. Godofredo de Bouillon fue uno de
los jefes de la empresa y logró tomar Jerusalén en 1099. Un espíritu
acendradamente cristiano animó a los caballeros de la época a luchar en Tierra
Santa. La religiosidad profundamente arraigada es un rasgo fundamental de la
cultura francesa medieval. Durante largos siglos de penuria y de hambre el pueblo
francés halló en el catolicismo, y especialmente en el culto mariano, una forma de
superación de los males que lo aquejaban. Prueba de esa fe son las grandes
catedrales románicas y góticas y los numerosos testimonios de carácter religioso
que transitan la literatura medieval: desde la Cantilena de Santa Eulalia se
escribieron hagiografías misterios y milagros. Desde el punto de vista literario, las
hazañas guerreras de los Cruzados fomentaron la literatura épica y dieron origen a
las crónicas.

Durante los siglos XI y XII se produjo el crecimiento de las ciudades y el


surgimiento de nuevos centros fortificados: los burgos, a cuyos habitantes se los
llamó burgueses. Pronto constituyeron una clase cuyo crecimiento y pujanza fue
notable: muchos de sus miembros fueron consejeros de príncipes o jueces de
parlamento y llegaron a prestar apoyo a los reyes en su lucha contra los nobles. Los
derechos de la burguesía encontraron su defensor principal en el rey Luis VI.

El siglo XIII fue un período de prosperidad para Francia. Felipe Augusto,


político astuto, logró ampliar considerablemente el territorio del reino. En 1214,
mediante un ejército constituido por infantes de origen burgués -lo cual era nuevo
para las costurnbres militares- venció en Bouvines a la coalición forjada por el rey
de Inglaterra (Juan sin Tierra), el emperador de Alemania (Otón VI), Ferrand, conde
de Flandes, y otros señores. Esta gran victoria consolidó la obra de los Capetos. El
monarca transformó Paris en la verdadera capital de Francia: pavimentó las calles
vecinas a su palacio y construyó el Louvre.

Los sucesores de Felipe Augusto afianzaron el poder real y cimentaron sus


logros; pero la prosperidad no fue muy duradera: Felipe VI (1328-1350), quien
inauguró la dinastía de los Valois, se enfrentó a Eduardo III de Inglaterra, dueño de
Guyena. Comenzó de este modo la funesta guerra de los Cien Años (1337-1453); las
causas que la provocaron fueron múltiples: dinásticas, feudales, nacionales e
imperialistas. Tras las derrotas francesas de Crécy y Poitiers, hubo un consecuente
desprestigio de la monarquía y se suscitaron graves crisis internas: Juan II (1350-
1364), preso, fue llevado a Inglaterra; los campesinos de los alrededores de París,
llamados “jacques”, se sublevaron ante las miserias excesivas de la guerra y la
“jacquerie” fue ahogada en sangre.

Francia logró reestablecerse bajo el reinado del delfín Carlos V (1364-1380),


quien gobernó apoyado militarmente por el condestable Duguesclin. Tras este
breve período, el reino se vio nuevamente sumido en el desastre: Carlos VI
(1380-1422) enloqueció, la rivalidad de los duques de Orleans y de Borgoña hizo
estallar la guerra civil. Los ingleses, aprovechando la difícil situación por la que
atravesaba el reino, destruyeron el ejército francés en Azincourt (1415), una de las
batallas más cruentas de la Edad Media, en la que perdieron la vida cien mil fran-
ceses. En 1420, el Tratado de Troyes entrega Francia al rey de Inglaterra. Mientras
tanto, el pueblo vivía en la miseria, víctima de las pestes y el hambre.

Una pastora de la aldea de Domrémy, Juana de Arco, llegó en 1429 a Chinon,


donde se encontraba el devoto e indeciso Carlos VII (1422-1461), diciendo obedecer
un llamado divino; lo convenció de que le entregara un ejército, venció a los
ingleses en Orleáns (1429), y logró que el rey fuera consagrado en Reims. En 1431,
Juana fue hecha prisionera y quemada viva en la hoguera en Rouen. Su actitud y
sus triunfos habían conseguido reavivar el espíritu nacional de los franceses, que
reorganizaron la defensa de su patria; en 1453, sólo la ciudad de Calais quedaba en
poder de los ingleses.

Carlos VII se rodeó de sagaces colaboradores. Jaeques Coeur, comerciante de


Burgos, capitalista y especulador, fue el artífice de la política económica del reino,
aunque finalmente cayó en desgracia. El soberano se transformó en uno de los más
poderosos de Europa. Su sucesor, Luis XI (1461-1483), personalidad autoritaria
aunque de apariencia modesta, fue un gran rey. Sus colaboradores fueron
burgueses y de origen humilde. Logró derrotar a su adversario más peligroso,
Carlos el Temerario, duque de Borgoña, quien se había aliado a los ingleses.
Cuando murió dejó a su sucesor un reino afianzado y enriquecido por el comercio y
la industria. Carlos VIII (1483-1491) embarcaría a Francia en las aventuradas
guerras contra Italia, que continuarían bajo Luis XII (1498-1515) y Francisco I
(1515-1547).

La literatura cortesana - Troveros y trovadores

La producción literaria medieval escrita en lengua francesa abarca diferentes


aspectos. Dentro de una corriente eminentemente culta se distinguen diversos
géneros: lírica, poesía épica, novela en verso y crónica. La corriente popular, por
otra parte, abarca la narrativa, el drama (teatro religioso y teatro cómico), la poesía
satírica y la poesía didáctica.

La poesía cortesana francesa tiene su origen en el Mediodía. Los juglares,


cantores profesionales que a menudo viajaban acompañados de animales
amaestrados y realizaban pruebas acrobáticas para llamar la atención de su
audiencia, deambularon de castillo en castillo por toda Francia. Pero es sobre todo
en la región de Provenza donde surgieron juglares que, a la par del repertorio
aprendido, introdujeron canciones con letra y música propias. A esos juglares,
creadores en lengua d'oc (oc es la afirmación en el dialecto provenzal), que fueron
capaces de “trovar” (encontrar) sus propias canciones, se los llamó trovadores
(troubadours). El período más brillante de su producción se ubica hacia fines del
siglo XII, ya que durante la cruzada contra la herejía de los AIbígenses (1209), la
dispersión de la corte de Tolosa (1218) y de las pequeñas cortes que la rodeaban,
tronchó el desarrollo de la poesía provenzal.
En cambio, es a principios del siglo XIII cuando la poesía compuesta en lengua
d'oil (lengua del norte de Francia) por los troveros (trouveres), alcanzó su apogeo.
El francés, dialecto de la lengua d'oil, se impondría con el tiempo por sobre los
demás dialectos, incluidos los de la lengua d'oc. Tal predominio surgió a medida
que los señores de la Isla de Francia extendieron su poderío por las provincias del
reino e hicieron prevalecer su lengua.

Trovadores y troveros tenían la oportunidad de reunirse y organizar concursos


de poesía y representaciones dramáticas, en cofradías o academias denominadas
“puis”, agrupadas a menudo bajo la invocación de la Virgen, y presididas siempre
por un príncipe. La poesía trovadoresca se originó en las cortes de los castillos,
donde las señoras ocupaban una posición cada vez más destacada y prestigiosa, y
a causa de la influencia del culto mariano, muy arraigado en la Edad Media, que
modificó la concepción de la mujer.

La veneración de la dama fue el tema principal de la poesía trovadoresca. Así


como los caballeros estaban al servicio exclusivo de su señor, los trovadores y
troveros eran súbditos rendidos de las señoras del castillo feudal. Recibían de ellas
protección y ayuda, a cambio de un amor cantado con la humildad propio de un
vasallo. La influencia de las grandes damas se hizo sentir en la temática de la
mayoría de las composiciones, casi todas impregnadas en el amor cortés, cuya
quintaesencia se halla en los treinta y un artículos que integran “El arte de amar
con honestidad” (De arti honesti amandi) de André le Chapelain, autor evidente-
mente influido por Ovidio. El amor cortés suponía una idealización de la dama a
quien el caballero rendía culto permanente y cuya perfección trataba de igualar
para merecer ser correspondido.

De carácter eminentemente aristocrático, el amor cortés establecía un estili-


zado ritual que fijaba diversos rangos entre aquellos que aspiraban a ser amantes
poéticos. El estado de enamorado era un fin en sí mismo, fuente de toda “joy”
(alegría de amar) y de toda desdicha. La poesía cortesana asimiló la veneración de
la mujer a la adoración de la Virgen, y adoptó del lenguaje religioso fórmulas y
modismos poéticos.

La gran maestría en el empleo de una lengua todavía primitiva que expresó


exquisiteces y refinamientos, fue uno de los principales méritos de los líricos
provenzales, éstos hicieron gala de distintos procedimientos técnicos: combi-
naciones estróficas, variedad de ritmos, agilidades verbales y recursos de la rima,
que luego fueron adoptados por los troveros del norte.
El trovador más antiguo que se conoce fue el duque Guillermo IX de Aquitania
(1071-1127). En los once poemas que han quedado de él es difícil encontrar la
idealización de la mujer característica del amor cortés. Se anticipan, sin embargo,
en algunos versos motivos como la timidez del amante ante su dama, o la virtud
ennoblecedora del amor fiel, que suponen la existencia de una teoría amorosa
bastante elaborada.

Ya avanzada la generación siguiente se advierte en los poemas el canto de


amor despojado de toda alusión sensual. Si bien en Jaufré Rudel (escribió entre
1130-1150) aparecen alusiones a un amor casto, es Bernardo de Ventadour
(1150-1200), arquetipo del trovador del siglo XII, quien inicia el tratamiento literario
del amor cortés. De origen humilde, el trovador fue servidor de la vizcondesa de
Ventadour y luego de Eleonora de Aquitania (11221204), reina de Francia, y más
adelante, tras su casamiento con Enrique II, reina de Inglaterra. La acción personal
de esta mujer, gran amiga de los poetas, fue de inapreciable valor para difundir la
poesía provenzal en el norte de Francia. A Bernard de Ventadour le siguieron, entre
muchos otros, Bertrand de Born (1140?-1215?), Marcabrún (1130-1148), Peire Vidal
(1150-1210), Giraut de Borneil (1150-1200), Chrétien de Troyes (1135?-1190), Ri-
cardo Corazón de León (1157-1199). Hubo también trovadoras: Beatriz, condesa de
Die, y María de Ventadour. Entre los troveros se encuentran Conon de Báthune
(1150-121V), Blondel de Nesle (1180-1190), Grace Brulé (1180-1190), Jean Bodel de
Arras (1180-1190), Colin Muset (1250-1270) y Thibaut de Champagne (1201-1254).
La poesía de troveros y trovadores tuvo gran influencia en los restantes países de
Europa. Para expresar las delicadezas y refinamientos de la concepción cortesana
del amor, los poetas apelaron al “trobar clus” introducido por Marcabrún. El empleo
de procedimientos estilísticos sutiles, muchas veces oscuros, originó un arte
hermético que despertó la admiración, en Italia, de Guido Guinizelli y de los
creadores del “dolce stil nuovo”. En Alemania troveros y trovadores hallaron sus
hermanos en los Minnesenger. La lengua gallega introdujo en la península ibérica la
lírica provenzal. A mediados del siglo XV, Juan Alfonso de Baena trató por primera
vez en lengua castellana los temas originados en el Mediodía de Francia.

La novela cortesana
A mediados del siglo XII surge en Francia la novela cortesana (roman
courtois). En oposición a los cantares de gesta, estas obras estaban destinadas no
ya a ser cantadas ante nutridos auditorios en sitios públicos, sino a ser leídas en
alta voz en círculos restringidos y selectos. El nuevo género surgió en respuesta a
las exigencias de la aristocracia cortesana, cuyas costumbres se habían ido
refinando progresivamente. Tal refinamiento respondía a diversas causas: la
nobleza se había transformado en una clase hereditaria, la mujer ocupaba un lugar
cada vez más preeminente en las cortes, la primera Cruzada había despertado el
interés por el arte oriental (se importaban e imitaban alhajas y tapices). Todo ello
contribuyó a formar una sociedad culta, amante del arte y el lujo, que puede
considerarse procursora de los salones. Ese público gustaba encontrar en la novela
la pintura de una vida elegante: ceremonias, fiestas y torneos, análisis de aventuras
sentimentales, el culto del ideal caballeresco y del amor cortés. Paralelamente se
había producido en diversos centros intelectuales (Angers, Tours, Blois, Chartres,
Orleans, París), un resurgimiento de los estudios clásicos que tuvo preponderante
influjo en la creación del nuevo género.

Según las influencias bajo las cuales se originaron, las novelas cortesanas (la
mayoría de ellas escritas en octosílabos pareados), se han dividido en dos grupos:
novelas antiguas o latinas, y novelas bretonas. En las primeras, los temas de la
literatura latina fueron adaptados al espíritu de la época. Los héroes guerreros se
transformaron en caballeros valientes y galantes, el amor y lo maravilloso se
constituyeron en ingredientes indispensables del género. Entre las principales
novelas antiguas se encuentran: “La novela de Alejandro” (siglo XII), compuesta en
dodecasílabos monorrimos (de aquí el nombre de alejandrinos dado a los versos de
doce sílabas); “La novela de Troya” (1160), en octosílabos; “La novela de Eneas”
(1175), adaptación de La Eneida de Virgilio; “La novela de Tebas” (1155), que tomó
por modelo la “Tebaida” de Estacio.

La influencia de la estirpe celta se hizo sentir en una serie de obras que, pese
a la diversidad de tonos, estructura, y carácter, se habían nutrido en el mundo ideal
y fantástico de las leyendas bretonas. Las visiones sobrenaturales y maravillosas, el
culto al amor que poblaba la poesía de una Bretaña fabulosa, originó, el ciclo de las
llamadas novelas bretonas. Dos son los grupos que lo integran: las novelas de amor
y las novelas de aventuras y místicas, cuyo principal exponente fue Chrétien de
Troyes. En la primera serie se han incluido los “Lais” de María de Francia y los poe -
mas sobre Tristán e Iseo. Entre 1160 y 1180 fueron traducidas al francés unas
quince canciones primitivas célticas (lais) en forma de poemitas narrativos
octosilábicos. Muy pocos son los datos que se tienen de su autora, considerada la
primera escritora francesa: se llamaba María y vivió en la corte de Enrique II de
Inglaterra y de Eleonora de Aquitania. Era una mujer cultivada que conocía el
inglés, el latín y la literatura francesa de su época. La pintura de un amor tierno y
melancólico caracteriza los poemas de María de Francia. Naturalmente, es también
el amor el motivo central de los poemas de Tristán e Iseo. No ya el amor que vive
de la ensoñación y de la ternura, sino el que nutre fatales pasiones, el que causa las
más grandes dichas y los más crueles tormentos.

A mediados del siglo XII se escribieron en Francia dos versiones de la leyenda


céltica de Tristán e Iseo: la de Béroul (hacia 1150), probablemente un juglar, y la de
Thomas (hacia 1170), quien había vivido en la corte de Eleonora de Aquitania, y era
más culto que el primero. En los fragmentos que han quedado (unos tres mil versos
de ambos), el espíritu celta aparece empobrecido: los versos secos y sin exaltación
no traducen la pasión fatal de los legendarios amantes. En nuestros días, J. Bédier
se sirvió de ambas versiones, además de las inglesas, alemanas y escandinavas,
para reconstruir el poema.

Chrétien de Troyes

Chrétien de Troyes (1135-1190) es el más famoso creador de las novelas de


aventura, cuyo motivo central era la leyenda del rey Arturo y sus doce caballeros de
la Mesa Redonda. La originalidad creadora de Chrétien de Troyes lo convirtió en uno
de los principales responsables de que la palabra “roman”, que en su origen
significó toda traducción del latín en lengua romance, pasara a designar el género
que se escribía en dicha lengua, es decir, la novela en verso. De allí que el autor
pueda ser considerado, al menos en este sentido, el padre de la novela francesa y
de la novela occidental.

Poco se sabe de su vida: era originario de Troyes, en la Champaña, por aquel


tiempo el más importante centro cultural del norte de Francia. Es posible que haya
estado en Inglaterra; en Champaña y Flandes frecuentó las reuniones de la Corte.
La muerte le impidió concluir su “Pársifal” o “el Conde del Grial”.

En sus primeras obras, que se han perdido, se abocó a la imitación de poemas


antiguos, especialmente de Ovidio. Escribió además un poema sobre Tristán e Iseo,
que también se extravió. Se han conservado cinco poemas en versos octosilábicos,
la mayoría de ellos inspirados en la “materia bretona”: “Erec y Enide”, “Cligés” (sin
relación con las leyendas célticas), “Lancelote” o el conde de la Carretilla”, “Yvain o
el Caballero del León” y “Parsifal o el conde del Grial”, de inspiración mística. No
existen precursores celtas ni franceses en este género. Probablemente el autor
encontró los elementos de la leyenda arturiana en la traducción que el poeta
anglonormando Roberto Wace (1100-1175), había hecho de la “Historie regum
Britaniae” (1135), de Geoffrey de Monmouth. Este último era un clérigo culto que se
había basado en crónicas latinas y las había modificado con su imaginación
fabulosa; de su obra provienen la mayoría de las novelas llamadas bretonas.

En las novelas de Chrétien de Troyes el amor cortés sustituye a la pasión


celta. En un estilo ligero y elegante se introducen análisis psicológicos y morales
que tienden a la generalización sin profundizar, y el autor logra un clima de
suspenso al entrelazar los episodios e interrumpir la narración en los momentos
más culminantes. La producción de este escritor tuvo gran éxito entre sus
contemporáneos y desde el siglo XIII las traducciones se propagaron por toda
Europa.

Aucassin y Nicolette

Entre las obras que escapan, a una clasificación se encuentra “Aucassin y Ni-
colette”, de autor anónimo, compuesta en la segunda mitad del siglo XII. La
originalidad de la obra reside en que se alterna la narración en prosa con tiradas
líricas asonantadas acompañadas de melodías. A tal género se lo llamó
“chantefable”, y se lo ha considerado indistintamente cuento, novela, embrión de
una composición dramática y mimo. El tema es la historia de los amores
contrariados de dos adolescentes que terminan por casarse. El autor, con espíritu
ingenuo y frescura poética, realiza una parodia burlesca de los episodios de la
novela cortesana.

Los cronistas
Las Cruzadas a Tierra Santa fomentaron el espíritu épico y despertaron en el
público la avidez por relatos verídicos de las grandes hazañas heroicas. La historia,
que durante siglos había sido un género escrito en latín por clérigos, comenzó a ser
narrada en francés por los cronistas. Estos habían sido partícipes de los
acontecimientos que relataban, o habían recibido los datos de testigos directos; de
manera que los relatos eran, presumiblemente, auténticos. Los principales cronistas
en los siglos XIII y XIV fueron Geoffroi de Villehardouin (1164-1213), Jean de Joinville
(1255-1317) y Jean Froissart (1337-1410). Villehardouin había participado en la
Cuarta Cruzada, que debió desviarse hacia Constantinopla, y escribió una “Historia
de la Conquista de Constantinopla” (1205-1213). La crónica, que marca el comienzo
de la prosa francesa, está escrita en un estilo simple y claro que a veces denuncia
algunas parcialidades del autor. Compañero de Luis XI en la Octava Cruzada,
Joinville logró perfilar la figura del gran rey en la “Historia de San Luis” (1309),
plena de pintoresquismo y exotismo. Proissart, por su parte, fue gran viajero y
testigo director de los horrores de la Guerra de los Cien Años. Sus “Crónicas”
(1360-400) reflejan una inclinación aristocrática y cortesana señalan las
vacilaciones de quien había estado sucesivamente al servicio de grandes señores
franceses e ingleses. El principal cronista del siglo XV fue Philippe de Commynes
(1447-1511) quien escribió “Memorias”. Fue sucesivamente servidor del duque de
Borgoña, Carlos el Temerario, y de su enemigo, Luis XI. Commynes abarca en las
Memorias los reinados de Luis XI y Carlos VIII. Verdadero historiador, se preocupó
en clarificar las causas desencadenantes de los acontecimientos, y en buscar la
psicología de los principales personajes heroicos. Sin pretensiones literarias, el
estilo de Commynes, vivo y espontáneo, superó al de sus predecesores.

La literatura popular

Suele denominarse literatura popular o burguesa a una vena de la literatura


del siglo XIII cuyos rasgos esenciales traducen el “espíritu galo”, burlón, realistas y
malicioso que caracterizaba a la burguesía, clase que desde el siglo XII acrecentaba
su influencia social. Las características de esta literatura, muchas veces picaresca y
de tono subido, la oponían a la tradición cortés feudal y caballeresca. Pero es
discutible la diferenciación de ambas literaturas haciendo alusión a las clases
sociales a que pertenecían sus autores, o al público al que iban dirigidas. Es sabido
que las canciones de gesta eran transmitidas por los juglares a un público popular
relativamente vasto, y que los más refinados caballeros feudales se divertían
leyendo la literatura satirica de los Fabliaux o del “Roman de Renard”, las obras
más representativas del género.

El Roman de Renard

La obra fue compuesta por varios autores y comprende veintisiete partes


independientes denominadas “ramas”, versificadas en octosílabos rimados. El hilo
conductor de las narraciones es el relato de las aventuras del zorro Renard (el
nombre común del animal era “goupil”; la gran difusión del libro hizo que “renard”
adquiriera el significado de zorro) y su lucha contra el lobo Ysengrin. Renard,
vencido siempre por los animales más débiles, triunfa a su vez mediante la astucia
sobre los animales más fuertes que él.

El poema más antiguo del ciclo fue escrito por Pierre de Saint-Cloud, entre
1174 y 1177. La calidad del primer creador, desvergonzadamente malicioso, fue
rara vez superada por los imitadores que le siguieron. Los temas del Roman de
Renard fueron recogidos de la tradición oral, de las comedias latinas a imitación de
Plauto y Terencio representadas en los colegios, y de los poemas escritos en latín a
imitación de Esopo y Fedro. A estos antecedentes deben agregarse los “Isopets” (de
Esopo), reunión de narraciones provistas siempre de una moraleja que eran
destinadas a los escolares. Los más célebres isopets fueron escritos por María de
Francia.

En el Roman de Renard cada especie está representada por un animal cuyo


nombre alude a las características que lo distinguen del resto, o a la tradición:
Noble es el león, Tardif (Tardío) el caracol, Chantecler el gallo, Tybert el gato,
Couard (Cobarde) la liebre. Cada uno de ellos posee sus rasgos individuales, sus
hábitos, una familia y un lugar dentro de la jerarquía del mundo animal, que
aparece organizado del mismo modo que la sociedad medieval. Noble es el rey que
vive rodeado de sus cortesanos; Ysengrinus su condestable; Bruno, el oso, el
mensajero; Bernardo, el asno, el archipreste. Todos los animales que rodean al rey
viven en paz (por ejemplo, las relaciones de Berlín, el cordero, con Ysengrin, son
cordiales). Por debajo de los señores se encuentra el grueso de los animales que
constituyen el pueblo. En este “carnaval animal y humano” cada uno de los
personajes actúa como un hombre, pero a menudo surgen en su conducta
características instintivas que hacen recordar al lector que se trata de animales. El
espíritu satírico, característico de la narrativa popular, se aplica sobre todo a la
crítica de los temas de la literatura cortés y a los representantes de la nobleza y el
clero, sin dejar por ello de lado la crítica a campesinos y a villanos.

Existe, especialmente en las primeras “ramas”, una sobriedad que equilibra la


burla y la sátira. Esta mesura que sabe conceder a cada personaje sus rasgos
propios sin excederse en los trazos, prefigura la obra de La Fontaine. Sin embargo
esta cualidad no se prolonga al resto de las narraciones, sobre todo las escritasen el
siglo XIII, en las que la sátira se agudiza y se exagera la asimilación de los animales
a los hombres, además de subrayarse la predicación moral y la severidad didáctica.

Hasta el siglo XIV se siguieron escribiendo historias sobre Renard, cuyos


personajes, construidos según moldes fijos, sirvieron para la crítica social, política y
religiosa. Los sucesores hicieron echar de menos la frescura despreocupada del
Renard primitivo.

Los "fabIiaux"

La forma picarda “fabliau” fue adoptada por los críticos en el siglo XVIII para
designar el género llamado “fableau” en francés. Se trata de cuentos escritos en
versos octosilábicos, la mayoría de ellos escritos con el propósito de hacer reír al
lector. De los ciento cincuenta que aproximadamente se han conservado, la mayor
parte pertenece al siglo XIII, aunque algunos pueden ser atribuidos a las
postrimerías del siglo XII, y otros a comienzos del siglo XIV. A menudo los fabliaux
son anónimos. Si bien unos diez de ellos poseen temas de origen oriental, la
mayoría tiene antecedentes literarios franceses. Una serie de obras escritas en latín
–“Amphitryo y Aululario” de Vitalis y “Alda, de Guillaume de Blois, entre otras-
constituyen el trasfondo literario que se fue modificando en manos de la tradición
popular, sobre todo en el norte de Francia, en Champaña, Artois y Picardía.

La comicidad, que en muchos casos llega a la grosería, reposa en la reite-


ración de recursos farsescos: quid pro quos, palos y bastonazos, juegos de palabras
(Estula). Pero también surge la risa maliciosa ante determinados personajes y
situaciones. Frecuentemente la sátira se dirige contra las mujeres. La misoginia es
una actitud característica de la literatura burguesa en franca oposición con el culto
y la idealización de la mujer propios de la literatura cortesano-caballeresca (“El
médico campesino”, imitado más adelante por Moliére en “Médico a pesar de sí
mismo”, “El lai de Aristóteles”, “El caballero del abrigo bermejo”). Pocas veces se
ponen en tela de juicio las grandes dignidades eclesiásticas, la monarquía o el
pueblo en sus breves apariciones. Pero la burla intencionada se descarga
frecuentemente sobre la amplia galería de personajes pertenecientes a la
burguesía: caballeros y bajo clero (“El cura que comió moras”, “El cura que dijo la
pasión”, “San Pedro y el juglar”, “Brunain, la vaca del clérigo”). Hacia el siglo XIII se
escribieron también algunos fabliaux con intrigas más estructuradas que
desembocaban en una enseñanza moral edificante (“La gualdrapa partida”, “El
juglar de Nuestra Señora”, que inspiró a Anatole France).

Rutebeuf

Hay en el siglo XIII una corriente lírica y realista, que al igual que los fabliaux
y el Roman de Renard en la narrativa, se opone a la literatura cortesana y
aristocrática. Sus principales exponentes fueron Jean Bodel de Arras (s. XIII), Colin
Muset (s. XIII) y sobre todo Rutebeuf. Los pocos datos que se conocen de la vida de
Rutebeuf fueron recogidos de su obra. Nacido probablemente en la Champaña, vivió
en París durante el reinado de San Luis y Felipe III. Conocía el latín, pero no había
seguido ninguna carrera universitaria ni era clérigo; como juglar recorría las ta-
bernas donde se mostraba gran jugador y amigo del vino. Tuvo un matrimonio
desgraciado y frecuentes urgencias económicas. Su actividad cesó hacia el año
1280.

El juglar cultivó varios géneros: fabliaux, teatro (“El milagro de Teófilo”),


endechas fúnebres, dichos morales y, especialmente, el lirismo personal y la sátira.
La vida bohemia y desgraciada de Rutebeuf, el acento personal y conmovedor de su
poesía, anticipan al gran poeta parisiense que surgiría dos siglos más tarde:
Francois Villon. Como él, el espíritu satírico de Rutebeuf supo ironizar sobre su
propia suerte con admirable buen humor. Además, siguiendo la corriente de la
literatura popular, a menudo Rutebeuf satiriza los excesos de las órdenes religiosas
de la época.
El Roman de la Rose

El Roman de la Rose es una obra de carácter didáctico-alegórico que consta


de dos partes claramente diferenciadas compuestas por dos autores en el intervalo
de unos cuarenta años aproximadamente y que, sin embargo, posee cierta
coherencia al reflejar fielmente las corrientes principales del pensamiento francés
del siglo XIII.

Ambas partes fueron escritas en octosilabos pareados; la primera, obra de


Guillaume de Lorris (1200-1240), es un código del amor cortés. Condensa las
formas, temas y ritmos de a poesía amorosa medieval, fundamentada en la obra de
Ovidio, de Le Chapelain (Capellanus) y de Chrétien de Troyes. Jean Chopinel (Jean
de Meung) retomó el poema donde lo había abandonado su predecesor y lo
concluyó. De un carácter opuesto a la primera parte, su obra es una verdadera
suma de las ideas sociales, morales y filosóficas del autor. Poco se sabe de la vida
de Guillaume de Lorris, quien habría compuesto los primeros cuatro mil versos del
poema a los veinticinco años; probablemente la muerte le impidió concluirlo. Era
pintor y poeta, y aunque no inculto, fue mucho menos erudito que Jean de Meung.
En su poesía, de carácter alegórico, es difícil distinguir la realidad de la fantasía:
Ociosidad, Tristeza, Alegría, Cortesía, Maledicencia, Juventud, Vejez, son personajes
de carne y hueso. El pensamiento simbólico medieval expresado visualmente
mediante la personificación y la alegoría, poseía mucha más vida y realidad para
sus contemporáneos que las que en la actualidad se le suele atribuir. El argumento
mismo está expresado de modo alegórico. El joven poeta imagina cómo él mismo
en una mañana de mayo sale al campo para escuchar el canto del ruiseñor y la
alondra. En un amable vergel (el jardín del amor) el poeta se prenda de una rosa (la
dama), y, mientras la contempla, Amor lo hiere con una flecha. El joven poeta
enamorado decide entonces conquistar la flor. El acceso a la rosa es difícil: el
enamorado deberá sortear con sutileza los obstáculos que Peligro, adversario de
Amor, pone en su camino. Pero el poeta tiene sus aliados: Buen Recibimiento y su
corte.

Jean Chopinel (1240-1305), originario de Meung sur Loire, fue un espíritu muy
diferente al de Guillaume de Lorris. Era un clérigo razonador y poco fantasioso, más
interesado por Razón y Naturaleza que por el Enamorado y su rosa. En unos
dieciocho mil versos se relata el ataque y la conquista (los términos aluden a la in-
fluencia de la estrategia militar medieval en las formas románticas del amor) del
Castillo de la Rosa por Amor y sus aliadas, las virtudes cortesanas. El argumento es,
en realidad, un pretexto del erudito autor para expresar sus conocimientos
enciclopédicos en las frecuentes digresiones. Aflora en esta segunda parte un
espíritu cínico y escéptico que se burla de las concepciones corteses. Concibe el
amor como un medio de perpetuar la vida, se reiteran las sátiras populares contra
la mujer, se ataca a las órdenes mendicantes y la falsa nobleza. A menudo Razón y
Naturaleza exponen atrevidas tesis sobre cuestiones diversas de orden filosófico,
científico y moral. La actitud de Jean de Meung anticipa lo que más adelante se
llamaría espíritu de libre examen. Existe en la filosofía del autor un verdadero culto
a la naturaleza (opuesta a la muerte), reconciliado sin embargo con la fe cristiana.

El éxito del libro fue enorme; más de doscientos manuscritos testimonian su


difusión. Muchísimos autores imitaron sus argumentos y estructura. Pero también
provocó agudas polémicas: en 1277 el arzobispo de París, Etienne Tempier,
condenó muchas de las tesis expuestas por el autor. Christine de Pisan en su
“Epístola al Dios de los amores” (1399) defiende a las mujeres duramente atacadas
por el escritor. En 1402 Jean Gerson lo juzgó un libro inmoral y caótico. En el
Renacimiento, Ronsard lo equiparó con la obra de los antiguos; Baif le consagró un
soneto; Etienne Pasquier llegó a situarlo sobre Dante. En el extranjero la difusión de
la obra fue rapidísima: en el siglo XIII se lo tradujo al neerlandés y Geoffrey Chaucer
(1340-1400) realizó una versión inglesa de la que restan algunos fragmentos.

La poesía lírica en los siglos XIV y XV

Pese al nutrido conjunto de autores que agrupa la poesía medieval francesa


en el siglo XIV, ninguno alcanzó la talla de Dante, Petrarca y Boccaccio en Italia o de
Chaucer en Inglaterra. La centuria siguiente, menos fecunda en nombres, fue sin
embargo más rica en talentos. Las formas literarias cultivadas en los siglos XII y XIII
desaparecieron en el siglo XIV al desvanecerse las formas de vida y los ideales que
las sustentaban. La guerra de los Cien Años había coartado todo espíritu de
renovación. Predominaba una clase militar falta de cohesión y disciplina que
desdeñaba todo ideal guerrero y religioso; como ya no se realizaban Cruzadas, la
canción de gesta no tenía razón de ser. Por otra parte, la vida sentimental e
imaginativa que había decaído bajo el reinado de San Luis, desapareció totalmente
bajo el reinado de Felipe el Hermoso: sólo restaron del lirismo cortés y caballeresco
las formas externas.

En el conjunto de escritores sobresalió Guillaume de Machaut (1300-1377),


que fue considerado jefe de escuela por sus contemporáneos. Nacido en
Champaña, vivió en la corte del rey Juan de Bohernia, conde de Luxemburgo. Como
secretario del rey viajó por Europa, y en 1337 obtuvo una prebenda de canónigo en
la catedral de Reims. Sirvió posteriormente a varios señores, entre ellos al rey
Carlos de Navarra.

En Guillaume de Machaut se encarna el último poeta que mantuvo unidas la


música y la poesía. Como músico, se lo considera la figura más representativa del
Ars Nova francés: su misa de “Nostre Damus” fue la primera misa polifánica cuyas
partes fueron escritas en su totalidad por un solo compositor. Hacia 1340 comenzó
su producción poética. La obra en prosa es en su mayor parte un comentario del
Roman de la Rose, por el que sentía gran admiración. Escribió un gran número de
poemas en forma fija: rondós, baladas, canciones. El principal mérito del poeta,
como él mismo lo aclara, fue el de conocer a fondo el Arte de la Retórica; renovó
viejos géneros introduciendo combinaciones estráficas y exigencias rítmicas, y
métricas cada vez más rígidas. Es sobre todo por estas condiciones que Machaut
fue admirado e imitado por sus contemporáneos.

Petrarca llamó a Philippe de Vitry (1291-1361) contemporáneo de Machaut, y


como éste, poeta y músico, “poeta unicus Galliarum”; sólo se conservan treinta y
dos versos de su obra. Las, crónicas de Jean de Froissart han hecho olvidar su obra
poética; sin embargo, puede considerárselo una excepción dentro del cuadro
general de la poesía de la época. Aunque a veces las reglas demasiado rígidas so-
focaron su talento, un acento personal y refinado asoma en sus obras. La nueva
retórica creada por Machaut se ilustró en Eustache Deschamps (1346-1406),
Christine de Pisan (1364-1430), Charles d'Orléans (1394-1465), Alain Chartier
(1385-1430) y Francois Villon (1431/1432).

Eustache Deschamps fue discípulo de Machaut, del cual probablemente fuera


sobrino. Realizó estudios de Derecho en la Universidad de Orleans y ejerció varios
cargos al servicio del rey y de la casa de Orleans. Cultivó los géneros que estaban
de moda en la época: baladas, rondos, pastorales, pero los cargó con los más
diversos tonos. Compuso baladas patrióticas, morales, satíricas, filosóficas y
amorosas. Fue quien acercó la realidad de su época a la poesía lírica, introduciendo
además en ella el período oratorio. Debido a estas características se calificó su
obra, tal vez apresuradamente, de crónica. Fue además teórico de la nueva retórica
y elaboró en 1329 un “Arte de componer”.

La primera figura importante que surge en el siglo XV es Christine de Pisan.


De origen veneciano, fue educada en París, donde su padre había sido llamado para
servir en la corte de Carlos V. Viuda a los veinticinco años, con tres hijos, se dedicó
a escribir para poder vivir. A pesar de declararse discípula de Eustache Deschamps,
cuyo “Arte de componer” le sirvió de guía, imitó sobre todo a Guillaume de Ma-
chaut. Cultivó los géneros de forma fija y sobresalió en aquellas canciones donde
cantaba las desdichas de su amor solitario. El tono nuevo que introdujo la autora es
la defensa apasionada de la mujer, contra las sátiras y calumnias que poblaban la
poesía anterior. En su “Libro de las Tres Virtudes”, tratado de educación femenina,
se reflejan, de un modo más atrayente que en Deschamps, las costumbres de la
sociedad de su época.

Alain Chartier, burgués de Bayeux, fue secretario del rey, y fiel servidor del
delfín, para quien trabajó en las embajadas de Alemania, Venecia y Escocia. En
recompensa a sus servicios obtuvo un canonicato en París y otro en Tours. La fama
que como escritor alcanzó entre sus contemporáneos, sólo es comparable con la
que más tarde alcanzaría Ronsard. En 1420 publicó “La bella dama sin piedad”, en
la que relata la muerte de un enamorado ante la indiferencia de su dama. Con un
estilo conciso revive los refinamientos de la cortesía, el análisis del corazón
femenino, y la pintura de las dichas del amor. Pero el autor no era admirado por sus
contemporáneos por el solo hecho de ser un delicado poeta amoroso, o por realizar
una brillante pintura de la corte del delfín Carlos, o por combinar hábilmente metros
y rimas. En su extensa producción sobresale el orador político, el ferviente patriota,
el defensor del pueblo que denuncia con voz firme y mordaz a los responsables de
la triste suerte del reino. En “El libro de las cuatro damas” (1415), debate con todas
las características del género, se desenvuelve la lamentación de Francia tras la
batalla de Azincourt. Mediante una sátira mordaz y objetiva reprocha la pereza,
indisciplina y cobardía de los caballeros franceses. En una elocuente Invectiva
escrita en 1422, dialogan vehementemente Francia, el Caballero, el Pueblo y el
Clero para dilucidar quién es el responsable de los males que aquejan al reino.

Un grupo de poetas que fueron sobre todo hábiles versificadores, formado por
Georges Chastelain (1403-1475), Jean Molinet (1435-1507), Jean Meschinot
(1420-1491), Jean Marot (1463-1523) y Octavie de Saint-Gelais (1466-1502),
reconoció como jefe a Chartier. Fueron llamados los “Grandes Retóricos” y preferían
los rebuscamientos de estilo, los juegos de palabras, las acrobacias de la
versificación, a una inspiración espontánea que tradujese sinceramente los
sentimientos. La influencia del grupo sobre la poesía francesa se hizo sentir en la
primera mitad del siglo XVI. En el capítulo dedicado al Renacimiento francés
también se hace referencia a ellos.

Hijo de Louis d'Orléans y de Valentina Visconti, Charles d'Orléans (1391-1465)


nació en París. Tras el asesinato de su padre en 1407 por partidarios del duque de
Borgoña, se convirtió en cabeza del partido de los Armagnacs. Hecho prisionero en
la batalla de Azincourt, fue retenido durante veinticinco años en Inglaterra, donde
escribió sus primeros poemas. Una vez liberado, tras un corto período de veleidades
políticas en París, se retiró a los castillos de Blois y Tours donde se dedicó a escríbir
y a recibir amablemente a los escritores que lo visitaban. Charles d'Orléans
compuso obras que por su género -rondeles, baladas, canciones- continúan la
tradición de Guillaume de Machaut; sin embargo, es un poeta evidentemente mejor
dotado. Su primera reunión de poemas se llamó “Libro de la Prisión”. En una poesía
alejada de las convenciones trasluce la melancolía por el país natal y la añoranza de
la mujer amada. En la obra escrita en Blois hace gala de espontaneidad y frescura
en un francés natural que busca la palabra justa y evita el énfasis, y que, sin
esfuerzos, traduce los sentimientos más refinados y exquisitos. Charles d'Orléans
supo extraer la poesía de las alegorías del Roman de la Rose: Amor, Maledicencia,
Hastio, recorren sus versos sin restarles gracia y encanto. Su obra, galante,
aristocrática y melancólica, configura al último de los poetas corteses y anuncia la
decadencia de una clase social.

François Villon

En su castillo de Blois, Charles d'Orléans acogía a los escritores que llegaban


de toda Francia y organizaba torneos poéticos en los que él mismo participaba. En
uno de ellos intervino un joven que mereció que su balada sobre el tema “Muero de
sed cerca de la fuente” fuese incluida en los manuscritos del duque: Francois Villon,
uno de los más grandes poetas franceses de todos los tiempos, que inaugurá la
larga línea de “poetas malditos” continuada por Baudelaire, Rimbaud y Verlaine.
De origen humilde, hijo probablemente de François de Loches, había nacido
en París en 1431 ó 1432. Huérfano desde muy pequeño, fue recogido por Guillaume
Villon, clérigo de Saint Benoit-le-Bétourné, de quien adoptó el apellido. Estudió en la
Sorbona, donde obtuvo el título de maestro en Artes (1452), cultivó amistades de
hábitos poco recomendables y se vio envuelto en una disputa en la que mató a un
sacerdote. Condenado a la pena capital, el Parlamento se la conmutó y debió
abandonar París en 1455; un año más tarde consiguió cartas de readmisión en la
ciudad, de la que nuevamente debió huir, complicado en un robo al Colegio de
Navarra. De 1456 a 1462 llevó una vida errante, en la que escasos momentos de
relativa prosperidad alternaron con el hambre, la miseria, la enfermedad y la vida
en prisión (Meung-sur-Loire, 1461). De vuelta en París, en una disputa hirió a un
notario pontificio. Fue condenado a la horca y nuevamente su sentencia fue
anulada, expulsándoselo por diez años de la ciudad. Desde ese momento desa-
parecieron todos los rastros de aquél que habría de ser señalado por la posteridad
como el primero de los poetas franceses modernos.

Su primera obra, “los Lais o el Pequeño Testamento”, compuesto en la


víspera de Navidad de 1456, comprende cuarenta octavas. Se trata de una despedi-
da del estudiante indisciplinado que decide ir a Angers para “olvidar males de
amor” (se había perpetrado el robo al Colegio de Navarra). Irónicamente decide
legar un recuerdo a cada uno de sus conocidos. Por la forma, el Pequeño
Testamento se emparentaba con el congé (despedida), género muy usado en la
época, en el que, con el pretexto de despedirse, el poeta asestaba duras críticas a
sus contemporáneos. Amigos y enemigos figuraron en la larga lista de Villon, pero
ninguno se vería enriquecido con los recuerdos que les dejaba el poeta: sus zapatos
viejos, un canario, recortes de su pelo, la cáscara de un huevo, sus calzones que
estaban en prenda en la taberna de Trumeliéres, los sabuesos de su jauría. En esta
primera obra el lirismo de Villon se halla apenas esbozado; hay en ellla atisbos de
confesión personal y cierta incertidumbre por el porvenir que anuncia su gran obra.

Escrito en 1461-1462, el “Gran Testamento” consta de ciento ochenta y seis


octavas octosilábicas que constituyen la parte propiamente narrativa del poema,
interrumpida por dieciséis baladas y tres rondós intercalados. El título relaciona la
obra con el Pequeño Testamento, pero el tono y la inspiración son totalmente
diferentes. Esta es la obra de un Villon que ha envejecido prematuramente,
enfermo, pobre, acechado por la muerte, y sin fuerzas para iniciar una vida
honorable. Un hilo conductor recorre el Gran Testamento, estructurado con un
propósito deliberado de unidad y coherencia: la sincera confesión del poeta,
despojada de exhibicionismos e hipocresías. Los temas recurrentes son: la alusión a
los desengaños amorosos, el horror a la vejez, a la enfermedad y a la muerte, el
odio a la cárcel (el autor recuerda obsesivamente su estadia en la prisión de Meung,
y al obispo Thibaut de Aussigny que lo había encerrado), la confesión de las faltas y
debilidades y su posterior arrepentimiento. Pero, a pesar de los sufrimientos, Villon
ama la vida y todo lo que ella le ofrece. Le gustan las mujeres, y en su poesía no
ama por tradición o por moda, las evocaciones son concretas: “cuerpo femenino
que eres tan tierno / liso, suave, tan precioso”. Sin embargo su amor no descansa
en la pura sensualidad; conoce los desengaños, la inquietud y la desesperación. El
apego a la vida hace que sienta terror ante la muerte, de la que logra la impresión
directa, psiquica: en la carne sonrosada y joven ve el alimento de los gusanos.
Villon no puede desprenderse de la idea del cuerpo; de allí su terror por la
caducidad de la belleza ante la corrupción física. Pero la muerte actúa también
como igualadora: es el consuelo del poeta ante las desigualdades sociales. El tema
no era desconocido en la Edad Media, pero adquirió renovada fuerza en los
denuestos del poeta contra la falsedad, la mentira y la hipocresía de los hombres de
su época.

Los poemas intercalados en el Testamento tienen un sentido dentro de la


totalidad. El hecho de que algunos de ellos hubiesen sido compuestos con an-
terioridad, no impidió que desempeñasen una función en la estructura del poema.
Un rondó y ocho baladas se incluyeron en la obra mediante un ingenioso
procedimiento: Villon las dedicó a cada uno de sus amigos como un valioso
recuerdo. Todos estos poemas, compuestos antes de su estadía en Meung, rezuman
un sentimiento de confianza y despreocupación; su autor era un hombre que, si
bien había sufrido desilusiones, sabía que la vida le ofrecía aún promesas. El mérito
de Villon fue el de verter su alma abigarrada y sensible dentro de los moldes que
desde hacía un siglo encarrilaban, acartonándolos, los arrebatos individuales. La
maestría verbal y el dominio de la lengua en muchas composiciones, las erigen en
modelos del género. El resto de los poemas, compuestos simultáneamente con el
Testamento, no pueden desgajarse del cuerpo sin que éste pierda unidad. Cada uno
de ellos constituye un remanso dentro de la progresión lógica del poema. Las bala-
das extienden el pensamiento del poeta o lo confirman mediante ejemplos
extraídos de la historia y de la leyenda, como la famosa “Balada de las damas de
antaño”.

El lenguaje de la obra de Villon no ha envejecido; los estudios críticos, sin


embargo, no han llegado a develar en su totalidad las alusiones al París de la época
y a sus hombres. De allí la dificultad que plantea su lectura, y que ya en 1525
Clément Marot, quien consideraba a Villon “el mejor autor parisiense conocido”,
señalaba. Villón tuvo imitadores que de ningún modo llegaron a igualar su arte: Gui-
llaume Coquillart (1450-1510), Henri Baude (1430-1496), Jean Marot (15061526).
Su obra, por varios siglos no igualada en el conjunto de la lírica francesa, dio origen
a una tradición que se prolonga hasta nuestros días, y a la cual pueden adscribirse
poetas líricos tan importantes y tan diferentes entre sí como Paul Verlaine y Paul
Eluard.

El nacimiento de la poesía italiana - Influencia francesa y provenzal

Cuando en Italia se escribía aún en latín y ningún literato osaba emplear en


sus escritos el lenguaje hablado, en Francia, en Provenza y en la península Ibérica
aparecían múltiples composiciones en los dialectos derivados del tronco romano
que señalaban el nacimiento de las literaturas romances o neolatinas. Salta a la
vista la diferecia entre Italia y otras regiones de Romania: el más antiguo
documento francés, por ejemplo, se remonta al año 842 (el Juramento de
Estrasburgo), mientras que el primer período escrito total y conscientemente en un
vulgar italiano (denominábanse “vulgares” las distintas hablas cotidianas por
contraposición con el latín, lengua eclesástica y erudita por excelencia) data del año
960 (la Carta de Capua). Y, por supuesto, antes de que los vulgares tomaran
conciencia de sus posibilidades artísticas -si excluimos la poesía popular, abundante
pero tosca y esencialmente oral- debía transcurrir largo tiempo. Afirma Dante en la
“Vida nueva”, compuesta a fines del siglo XIII, que desconocía producción poética
alguna en vulgar que se remontara más allá de un siglo y medio antes de su época.
Las razones de la tardía aparición de esta literatura han sido múltiples y complejas,
pero en gran parte dependieron de los más sólidos vínculos que unían el pueblo
italiano con la tradición romana. Tradición que la Iglesia -cuyo poderío espiritual, y
no pocas veces temporal, emanaba desde Roma- se avino a conciliar con la con-
cepción cristiana de la vida, tras un primitivo intento de destrucción total de
vestigios paganos en el pensamiento, el arte y la moral, tornándose de algún modo
depositaria y difusora de la romanidad. No debe pues considerarse esta demora
como un índice de inmadurez, sino de un fuerte espíritu de conservación que,
nutrido de savia nueva, había de producir siglos más tarde ese fenómeno esencial
para la vida cultural y artística de occidente: el Renacimiento.
Sea como fuere, el hecho es que mientras en otras comarcas habían apare-
cido obras de alto valor poético en las “nuevas” lenguas, en Italia se seguía
escribiendo en latín. Hacía falta un estímuto que sacudiera al genio de la península
de su largo ensueño contemplativo de la perfección clásica, y ese estímulo llegó
desde territorio francés. Mientras que los italianos seguían soñando con el
universalismo del Sacro Imperio Romano Germánico sin fijarse demasiado en que
lombardos, longobardos, francos, árabes, bizantinos, normando, etc., se disputaban
a porfía el territorio de la península, en el norte de Francia se iban echando las ba-
ses de un estado moderno mediante una fuerte monarquía que estaba minando el
antiguo poder de la nobleza feudal y se perfilaba un fenómeno nuevo para la
mentalidad medieval: el sentimiento de la nacionalidad. Junto con este sentimiento
y como corolario del mismo se afirmaba y prestigiaba como instrumento apto para
la manifestación erudita y la expresión artística de la lengua d'oil, de la que
derivaría el francés moderno. Es así que ya a fines del siglo XI podía producirse allí
una obra de la magnitud de la “Chanson de Roland”, máxima expresión de la épica
francesa, que por supuesto, también constituía un fenómeno ligado a la conciencia
nacional. La influencia del Roland y del ciclo de chansons de geste que originó (casi
todas versaban sobre las hazañas histórico-maravillosas del emperador Carlomagno
y de sus paladines) fue enorme. Toda Europa romance y germánica (la Europa de
las Cruzadas) se reconoció e identificó con el ideal heroico de la gesta carolingia,
como más tarde habría de identificarse con el mundo caballeresco cortés del
“roman courtois” y de las narraciones en verso del ciclo arturiano, aunque las
canciones de gesta, más rudas y directas, arraigaban especialmente en la fantasía
popular, mientras que las narraciones corteses, artísticamente más refinadas,
constituyeran el deleite de los ámbitos áulicos y cortesanos.

No es pues extraño que los italianos -con su universalismo- consideraran que


esta lengua y literatura pertenecían con igual derecho a todos los pueblos
neolatinos y se dieran a escribir en lengua d'oil. Aconteció así que poco antes de
que surgiera una literatura romance italiana, y aun cuando ésta daba sus primeras
señales de vida, aparecieran en Italia obras como la “Entrée de Espagne”, epopeya
de asunto carolingio escrita en dialecto francovéneto, o que Marco Polo relatara en
francés aventuras orientales. Más significativo resulta el hecho de que el docto
florentino Brunetto Latini (1220-1295) haya escrito en esa lengua su “Trésor de
sapience” o “Tesoretto”, especie de enciclopedia de los conomientos de entonces, y
por lo tanto dirigida al público más amplio, considerando que la lengua d'oil era
“plus delitable et plus commune a toutes gens”. Pero la lengua y literatura d'oil sólo
constituyeron una parte de ese estímulo catalizador.
Una parte dejó hondas huellas temáticas y formales especialmente durante el
dominio normando en el sur de Italia y que con el correr de los siglos y la afluencia
de elementos vernáculos desembocó en una muy peculiar épica italiana, mezcla de
humor y de serena visión lírica, cuya obra maestra fue el “Orlando furioso” de
Ariosto. La otra parte, tal vez más importante y en especial para el desarrollo de la
poesía lírica, no sólo en Italia sino en toda Europa, provino de la zona meridional del
actual territorio francés, de Provenza. Poco antes de que la belicosa Francia
septentrional produjera la “Chanson de Roland”, en Provenza había aparecido un
vasto poema alegórico doctrinal, el llamado “Poema de Boecio”, en el dialecto de la
comarca, es decir en la lengua d'oc. Pero fue durante los siglos XI y XII cuando en
las prósperas e independientes cortes provenzales floreció vigorosa una elegante
producción lírica provista de aspiraciones casi herméticas y de un sentido de la
técnica tan riguroso que casi se lo experimentaba como una disciplina moral: la
poesía trovadoresca. La importancia de los trovadores se cifra no tanto, o no sólo,
en los temas poéticos que propusieron, sino principalmente en el hecho de que
ejercieron para Europa el más insigne magisterio artístico. El movimiento
trovadoresco se difundió rápidamente por todo el orbe neolatino y germánico,
primero en los ámbitos cortesanos, luego entre la naciente burguesía. Su mensaje
esencial fue que la poesía sólo se realiza a través del ejercicio de un arte severo
aprendido mediante una disciplina crítica y trabajosa.

La difusión y prestigio de la poesía provenzal penetró en Italia a través de las


cortes del norte y muy pronto se dilató por toda la península. Algunos de los más
famoso trovadores (como Raimbaut de Vaqueiras y Peire Vidal) hallaron
hospitalidad y honores en las cortes italianas aun antes de que la cruzada contra los
albigenses (1209) arrasara Provenza, dispersando a sus refinados poetas. Su poe-
sía, si bien no desconoció los acentos guerreros (aunque no tuvo una épica, pues
carecía de ese sentimiento de la nacionalidad que animaba los versos franceses), la
sátira y hasta el ataque personal, se desenvolvía especialmente sobre tres motivos:
el amor, la dicha y la estación propicia de la Primavera, que los trovadores cantaron
con una adherencia a los sentimientos humanos y una renovada visión de la
naturaleza hasta entonces desconocidas por la doctrinaria y alegórica poesía
medieval. Además, la exquisitez formal sus versos -a veces llevada hasta el
absurdo- no encuentra tal vez parangón sino en la lírica persa y en algunas de las
más notables manifestaciones de la poesía moderna. Muchos fueron los italianos
que los imitaron empleando la lengua de Provenza y escribiendo líricas amorosas o
de argumento político y moral con notable maestría, pero viciadas del absoluto
servilismo temático y técnico. Baste recordar al boloñés Rambertino Buvalelli (quien
gustaba darse a conocer como Ramberti de Buvalet) al genovés Lanfranco Cigala, al
veneciano Bartolomeo Zorzi y a Sordello da Goito, cuya fama se debe sobre todo a
la exaltación de que lo hizo objeto Dante (Divina Comedia, Purgatorio, VI). El
prestigio poético de la lengua d'oc mantuvo viva su influencia durante siglos: Dante,
en la Comedia (Purgatorio XXVI), hace hablar al trovador Arnaut Daniel en su propio
idioma, y Petrarca escribe algunos poemas líricos en el más puro provenzal.

Los sicilianos

A pesar de que la lírica de los trovadores penetró en Italia a través de las


cortes septentrionales, la primera floración poética que intenta reproducir en un
vulgar italiano motivos y formas trovadorescos procede de la parte meridional de
Italia o, por lo menos, tiene allí su centro de irradiación.

En el azaroso vaivén de las invasiones, esta zona había pasado del dominio
árabe al bizantinio para luego caer en manos de los normandos y, en la época que
nos concierne, es decir, a comienzos del siglo XIII, era sede de la dinastía imperial
germana de los Hohenstaufen. Desde el punto de vista cultural, estas sucesivas
dominaciones habían dejado una benéfica huella: los árabes habían aportado sus
especulaciones científicas y filosóficas y su lírica refinada, los bizantinos su eru-
dición clásica y los normandos el patrimonio de la epopeya heroica y las finas
leyendas corteses del norte de Francia. Todas estas influencias hallaban ahora un
terreno fértil para producir sus frutos en la corte palermitana de Federico II
Hohenstaufen, rey de las dos Sicilias y de Alemania y emperador de Occidente
(1194-1250). Este príncipe de estirpe teutónica, aunque nacido en Italia, había
recibido una esmerada educación bajo la tutela del papa Inocencio III, quien esperó
apagar, Federico mediante, la antigua amistad entre Papado e Imperio. Sin
embargo, su pupilo resultó poco devoto (véase Divina Comedia, Infierno, X) y
aunque se valió de la religión como instrumento eficaz para el orden social y la
disciplina política, reunió a su alrededor con moderna tolerancia a filósofos,
astrólogos, matemáticos y literatos de cualquier raza y credo: cristianos, hebreos,
musulmanes, heréticos. Amante de la sabiduría, hizo traducir al latín importantes
obras de las más variadas lenguas, entre las cuales se destaca el comentario al
“Organon” aristotélíco del árabe Averroes (Ibn Rushd, siglo XII), que revolucionó el
pensamiento filosófico de toda Europa. En 1224 fundó la Universidad de Nápoles y
protegió ampliamente a eruditos, poetas y artistas que llegaban a su corte desde
todas las latitudes.

En el seno de esta magna curia, en la que hallaron protección y honores


también muchos poetas provenzales, tuvo inicio la primera gran manifestación lírica
en vulgar italiano. Y puesto que la corte tenía su asiento en Sicilia, dio en llamarse
“escuela siciliana”, si bien participaron de ella poetas de todas las regiones de Italia
como el genovés Percivalle Doria, el pisano Jacopo Mostacci y el aretino Arrigo
Testa. El nexo de unión entre rimadores de procedencia tan dispar -muchos de los
cuales ni siquiera formaban parte del séquito de Federico- reside no sólo en la
uniformidad de motivos y técnica (en los que prevalece el influjo provenzal sobre un
sustrato franco y árabe), sino sobre todo en la lengua que emplearon en sus
producciones líricas. Era esta un vulgar áulico, curial o ilustre, en el que conviene
percibir un anticipo de aquel ideal de lengua vaga e inasible que Dante habría de
teorizar casi dos siglos más tarde, en el “De vulgari eloquentia”. Es decir que el
vulgar elaborado por los rimadores de la escuela siciliana no era ni el dialecto de la
isla ni de ninguna otra parte de Italia, sino una lengua literaria que tendía a superar
la inestabilidad de las hablas dialectales y a fijarse en gramática, sobre el ejemplo
del latín, aunque no estaba exenta de sicilianismos y provenzalismos. La teoría
según la cual los copistas toscanos que transmitieron esta producción lírica habrían
“toscanizado” un lenguaje esencialmente siciliano tiende a ser rechazada, aunque
encierra parte de verdad. El notable prestigio literario de este vulgar ilustre que
había sido elaborado en la corte siciliana del emperador Federico se difundió por
toda Italia y los poetas cultos de las más alejadas regiones lo adoptaron como
propio, hasta que la ruina de los Hohenstaufen desplazó hacia las activas comunas
del norte, especialmente las de Toscana, el centro irradiador de cultura.

La escuela siciliana, tal como la dan a conocer los antiguos cancioneros,


comprende poetas que vivieron en la corte y otros que no dejaron su tierra para
seguir la gloria imperial. Entre los primeros cabe mencionar el mismo emperador y
sus hijos Federico -rey de Antioquía-, Enzo -rey de Cerdeña-, y Manfredi, quien suce-
dió a su padre en el trono de las dos Sicilias. Otro monarca, Juan de Brienne, rey de
Jerusalén, cultivó los modos de la lírica siciliana, pero estos príncipes poetas, a
pesar de su dignidad real, no fueron ni los primeros ni los mejores exponentes de la
escuela siciliana.

El más antiguo parece haber sido Jacopo da Lentini, notario de la corte


imperial, a quien se atribuye la invención de una forma métrica de fortuna secular:
el soneto. Se le asignan unas cuarenta composiciones de carácter amoroso, cuyo
fino análisis del sentimiento humano las convierte en precursoras del “dolce stil
novo”.

Si Jacopo da Lentini (nace a fines del siglo XII y muere entre 1246 y 1250) fue
el más antiguo, Giacomino Pugliese (sólo se sabe que murió hacia 1260) fue
ciertamente el mayor de los “sicilianos” por la gracia, el colorido y el vigor de sus
versos. Cierta vena de inspriación popular y una notable adherencia a sentimientos
y sucesos reales lo alejaron en muchas oportunidades de la reanimada imitación de
los provenzales para dejar versos de una inmediatez de música verbal recién
nacida, como cuando exclama, refiriéndose a su amada: “!Ay, Dios, cómo me
gusta!”, o como cuando reprocha con dulces acentos a la Muerte que se la ha
arrebatado.

En cambio, Pier della Vigna (1180-1249), canciller imperial y hombre de


admirable erudición, que había colmado su mente de ejemplos literarios del amor
cortés, escribió rimas elegantes que, sin embargo, no exceden de la ejercitación
ingeniosa. Su fama se debe sobre todo a uno de los pasajes más dramáticos de la
Divina Comedia (Infierno, XIII), donde volvemos a encontrarlo bajo el aspecto de un
árbol semihumano en la selva de los suicidas.

A Rinaldo de Aquino (muere entre 1279 y 1281) se debe un “lamento” de


notable frescura y espontaneidad: una mujer se desespera porque su amante parte
con la cruzada de Federico II; en las ágiles estrofas se alternan la pena y el herido
amor propio con la ternura y el temor de ofender los altos ideales religiosos que
llevan a su hombre a tierras lejanas; la lucha interior se expresa con vivacidad
natural; se queja, por ejemplo, de que la Cruz, que a todos trae la salvación, le
traiga a ella la desdicha y que el emperador, que trata de proporcionar la paz a to-
dos, a ella le haga la guerra llevándose a su amado. Cabe destacar que estas
antítesis nada tienen de retórico en el ingenuo poema de Rinaldo.

La nómina de estos poetas podría prolongarse durante muchas páginas, tan-


tos fueron los que rodeaban al docto Federico en su corte de Palermo. Entre
aquellos que no formaron parte del séquito imperial, aunque fueron muchos y en
todas partes de Italia, puede destacarse Odo delle Colonne (se sabe que escribió
sus versos hacia 1250) y Cielo d'Alcamo (se desconoce todo detalle acerca de su
vida). Pertenece a Odo otro famoso “Lamento” de mujer abandonada, a cuya pasión
prestan los versos acentos dolientes y genuinos en los que se acumulan los
propósitos de venganza contra la afortunada rival, mientras espera recuperar la
“hermosa persona” del amado. De Cielo o Ciullo d'Alcamo se conserva una sola
pero famosísima composición, el contrasto que se inicia con el verso “Rosa fresca
aulentissima”. Numerosos críticos han querido ver en ella una descendiente directa
del antiguo “carme amebeo”, género de poesía popular dialogada en que un
amante requiere de amores a una doncella. Otros la han considerado como texto de
una representación juglaresca. Si de algo no cabe duda es que el autor no
perteneció al vulgo, sino que era un agudo conocedor de la lírica francesa y
provenzal que quiso voluntariamente acercarse a los modos vernáculos, y lo hizo
con extraordinaria eficacia. El contrasto, que en su esquema métrico se acerca a
ciertos himnos secuenciales eclesiásticos, posee el pujante ritmo de una deleitosa
lucha en que el hombre y la mujer juegan con las palabras como en un asalto de
esgrima con sus fintas y veras: las cálidas declaraciones de amor del galán chocan,
en un comienzo, con una honesta proposición de matrimonio. El pasaje de las
soberbias repulsas a la trépida aceptación está llevado con notable habilidad por
grados cada vez menores de resistencia a los fieros asaltos y sentimentales quejas
del joven. Al final nos damos cuenta de que esta representante de la “eterna mujer”
nada mejor podía que dejar su incómodo estado de doncellez.

Por último cabe señalar que la primera lírica cortesana de Italia representada
por estos poetas de la magna curia o por otros que habitaron las regiones italianas
iluminadas por la luz de la civilización imperial, nació bajo el influjo, primero de la
poesía árabe y francesa y luego -más tangiblemente- de la lírica provenzal. Aunque
su tono general fue artificioso, como todo producto de la imitación, no carece de
algunos rasgos de verdadera poesía, especialmente cuando se aleja de los motivos
trovadorescos para asumir la transfiguración poética de la naturaleza y para tratar
motivos en aquel entonces comunes en la producción popular: lamentos de mujeres
traicionadas o malmaridadas, jóvenes obligadas a tomar los hábitos, etc., es decir,
libres expresiones de ese sentido de la vida que la moda retórica podía excluir del
arte refinado pero no del espontáneo.

Guittone y los guittonianos

En Toscana, antes de que los rimadores del “dolce stil novo” asumieran el
primado de la poesía lírica, éste perteneció a Guittone d'Arezzo (1225-1294),
alrededor del cual se pueden agrupar idealmente muchos poetas de Italia
septentrional, antes de Dante. En la lírica amorosa de Guittone vuelven a aflorar los
motivos de la musa occitana. Y puesto que también aquí se trata de poesía
imitativa y no de inspiración, los aciertos del arte trovadoresco se muestran diluidos
y embotados. Con el agravante de que entre sus versos y aquellos de los “sicilia -
nos” existe una notable y perjudicial diferencia: en la lírica meridional resuena de
cuando en cuando una nota de frescura, de vitalidad popular, como en los poemas
de Giaccomino Pugliese; en la del aretino todo está estudiado, pensado, calculado.
Fue ciertamente Guittone un artista por demás artificioso, pero tuvo el mérito de
encaminar su musa hacia los temas más variados, ejerciendo gran influjo sobre sus
contemporáneos y sirviendo de puente entre la lírica de los primitivos y la madurez
poética del “dolce stil novo”.

Fue sin duda el mayor de los imitadores de la poesía provenzal en Italia. En él


la imitación es menos evidente que en otros poetas, pero es más profunda, pues
está a menudo en el núcleo de su versificación y en la construcción de su período.
También los esquemas de la “canción” guittoniana -forma métrica que empleó
asiduamente- se conectan con aquella provenzal. Las hay de “coblas capfinidas”
(con el mismo vocablo al final de una estrofa y al comienzo de la siguiente), de
“coblas unissonans” (con la misma rima en todas las estrofas) y otras en que se
reunen los dos artificios. Y así como los trovadores tuvieron su “trobar clus”,
Guittone y los guittonianos se deleitaron con la llamada “manera oscura” en la que
se lucían mediante complicados juegos de rimas interiores y extravagancias de toda
suerte. Las canciones más oscuras son las llamadas “equívocas”, donde una misma
palabra se repite en cada rima pero con distinto significado. La imitación mal
entendida, la falta de inspiración y la manía de originalidad fueron los vicios de esta
forma de poetizar que señala, como es lógico, la decadencia del influjo provenzal en
Italia.

La producción de Guittone tiene un segundo período: poco a poco, el ele-


mento doctrinal que ya empezaba a manifestarse -en sus rimas de amor,
prevaleció, y en parte sustituyó la imitación provenzal cuando el poeta, tras su
ingreso a la orden de los Frailes Gaudentes, se dio a escribir versos religiosos,
filosóficos y morales. Entonces su frase se tornó más ampulosa y estentórea a
causa de los muchos latinismos en el vocabulario y la sintaxis con los que gustó
adornarla. A pesar de los retorcimientos estilísticos y sintácticos que la tornaban
pesada y fatigosa, tuvo sin embargo esta producción la virtud de encaminar la
poesía por nuevos senderos que no fueran los trillados por el provenzalismo en bo-
ga, lo cual fue ampliamente aprovechado por sus sucesores. Guittone incursíonó
también en el campo de la poesía de argumento político, profundizando y
renovando sus esquemas. Su canción satírica contra los florentinos, que con la
batalla de Montaperti (1260) abrieron las puertas de Toscana a los ejércitos
alemanes, es a la par un importante documento histórico sobre las discordias civiles
que agitaban Florencia y una composición llena de solemnidad que puede
considerarse la obra maestra del poeta de Arezzo.

Entre los guittonianos, que se multiplicaron en toda Italia septentrional, cabe


destacar a Dante da Maiano (fines del siglo XIII) y Bonagiunta Orbicciani
(1220-1300), en quienes, de cuando en cuando, asoman algunos pasajes de poesía
rescatable.

Dos poetas de transición

Merecen una mención aparte dos poetas florentinos que marcan la transición
entre los modos guittonianos y aquellos de los stilnovistas; se trata de Chiaro
Davanzati y el anónimo que firma sus versos con el pseudónimo de Cumplida
Doncella. Estos poetas se distinguen de los anteriores por su esfuerzo constante en
mirar de frente la realidad del sentimiento amoroso, sin perderse del todo en las
sofisticadas abstracciones de una desgastada metafísica del amor.

La producción de Chiaro Davanzati (nacido entre 1230 y 1240; muerto antes


de 1280) muestra claramente tres fases: la primera, como era normal, de imitación
provenzal; la segunda de influjo guittoniano, en que cantó argumentos doctrinales,
morales y políticos en el estilo pesado y escolástico del poeta de Arezzo; y
finalmente una tercera en que cantó el amor como emanación divina y que
representa un avance hacia la concepción del amor ideal del stilnovismo.

Mucho se ha discutido acerca del verdadero sexo de la Cumplida Doncella


(¿segunda mitad del siglo XIII?). Si bien escasas, no han faltado en el parnaso
provenzal ni en el italiano de los siglos XIII y XIV las presencias femeninas (como la
Nina Siciliana o cierta doña Isabel que disputó en versos provenzales con el
trovador Ellias Cairel), pero es también cierto que muchos poetas gustaron asumir
como “senhal” una personalidad de mujer. Lo cierto es que los tres sonetos que han
dejado son tres joyas de gracia y amabilidad femeninas. Hay en sus versos una nota
de sinceridad que atrae, junto con un dejo de escepticismo un poco sorprendente
en una jovencita cual se describe a sí misma. Motiva una de las composiciones la
supuesta imposición de su padre de que se casara contra sus deseos: para dar
mayor contraste a la angustia que la oprime elige como marco el antiguo motivo de
la primavera (“cuando toda joven vive en la alegría”) pero con una frescura y
espontaneidad que suenan al oído como música nueva. En otra, ptotesta que no
quiere marido “ni señor” porque todo hombre “de maldad se adorna” y que
preferiría “a Dios servir”, si no fuera, una vez más, por ese padre que vuelve a
importunarla. En el último soneto, en cambio, se declara dispuesta, con
encantadora modestia, “a servir con buena cortesía” a quien la amara sin faltarle,
pues se confiesa devota de Amor y deseosa de obedecerlo.

La poesía religiosa

Aun antes de que surgiera la lírica áulica y cortesana de los “sicilianos”,


floreció, humilde pero poderosísima en cuanto a significados e influencias, una
poesía religiosa italiana. Era una poesía no métrica, sino rítmica, es decir, regulada
por el acento. Su origen es oscuro. No se sabe si el verso rítmico es una natural
derivación de un posible verso acentuado que empleó la poesía popular latina (que
podría haber sido sofocada por la métrica cuantitativa de imitación griega), si se
debe al influjo y difusión de la poesía siríaca cristiana entre griegos y latinos, o si,
por último, representa una ulterior descomposición de la misma métrica
cuantitativa de la poesía clásica. La lírica religiosa nació especialmente en Umbría,
patria de San Francisco y de Jacopone da Todi y principal teatro del llamado “año
del Aleluya” y del tumultuoso movimiento de los “flagelantes”. Este género de
poesía puede clasificarse en lírica franciscana y lírica, laudística o de los
disciplinados. En cuanto a su contenido, no difiere mucho entre sí: debe el hombre
humillarse y arrojar sus riquezas, maltratar su cuerpo para ennoblecer el espíritu,
buscar los tormentos de la carne por medio de redención del alma, etc. Pero en San
Francisco hay eso y mucho más, o sea un gran amor hacia todos los seres, grandes
y pequeños, animados o inanimados, un amor sin límites, todo piedad y dulzura,
que vive en cada verso y en cada palabra. Fue la franciscana una lírica en latín y en
vulgar que dejó conspicuos monumentos a las letras itálicas: el apocalíptico himno
de Tommaso da Celano, “Dies iræ dies illa”, recorrido desde el comienzo hasta fin
por un frémito de horror; la angélica poesía, toda candor, de San Buenaventura,
“Ave coeleste Iilium” y, sobre todo, el “Cántico del Sol o de las criaturas” del Santo
de Asís, ádemás del bellísimo cancionero religioso de Jacopone.

En cambio, la poesía laudística, de vena popular y anónima, fue formalmente


más pobre pero no menos dulce e ingenua. Aun antes de que los movimientos del
Aleluya y de los Flagelantes se manifestaran en Italia, el sentimiento religioso se
había venido profundizando en todo el ámbito europeo. Las propias herejías
(frecuentes a partir del año 1000) no eran a menudo más que un aspecto del fervor
religioso. Por otra parte, el imperante misticismo que buscaba un contacto directo y
personal con la divinidad, atentando contra el papel mediador de la Iglesia, repre-
sentaba en el terreno de la fe otra faceta más del naciente individualismo que, en lo
secular, nutría la rebelión de las comunas libres contra feudalismo, papado e
imperio.

Dentro de este panorama, la figura de San Francisco (1182-1226) se destaca


como un destello de mistico fulgor que sacude las conciencias de su época y deja
una profunda huella en la vida religiosa de todo Occidente. Un movimiento de tan
honda raigambre como el franciscano no podía menos que crear también un estilo
artístico. Hubo así una arquitectura, una pintura, una literatura y una poesía
franciscanas. En los orígenes de esta última se sitúa el “Cántico de las criaturas”,
uno de los más antiguos, si no el primero, de los monumentos poéticos en italiano
vulgar. Una delicada leyenda envuelve con tenue velo la creación del poema. Es
una leyenda casi transparente, que deja entrever el
1233 es el año "Aleluyático" o del gran
verdadero motivo de su formación. Como el cántico Aleluya, como se cantaba al final de las
manifestaciones y de las muchas
contiene la alabanza del sol, la ingenua hagiografía oraciones promovidas para combatir las
herejías de los cátaros, albigenses y
medieval ha ligado esta admirable poesía a cierto valdenses. Por este motivo surgen los
grupos laicos florentinos de tipo
“mal de ojo” que habría aquejado al santo durante penitencial y de profunda devoción
mariana, que también ayudan a combatir
su estadía en San Damiano, en un tugurio las costumbres de los cristianos
considerados ortodoxos.
frecuentado por ratones. Una noche el “pobrecillo” Los "flagelantes",
generalmente seglares, eran los miembros
rezó fervientemente en medio de fuertes dolores: de movimientos religiosos fanáticos
medievales que se dedicaban a la
“Señor, socorre mi debilidad, para que yo pueda flagelación pública masiva como forma de
penitencia.
soportarla pacientemente”. Entonces resonaron en A partir de 1260 se vieron estimulados en
Italia por la difusión de la doctrina profética
el alma de Francisco estas palabras: “Si en cambio de Joachim de Fiore, a menudo
manipulada para predecir la inminencia
de tu debilidad y dolor, alguien te diera un tesoro del fin del mundo.
En el siglo XIV la peste negra recrudeció
tan grande y precioso, en comparación del cual el movimiento de los flagelantes en toda
Europa, especialmente en Alemania.
nada fuera la tierra entera, ¿No te alegrarías por Los flagelantes fueron condenados por el
Papa Clemente VI en 1349 y nuevamente
ello?”. Tuvo en efecto el santo suma alegría y a la por el Concilio de Constanza (1411-1418).
mañana siguiente llamó a sus compañeros y les dijo que quería componer un canto
en alabanza del Creador, al que inició con estas palabras: “Altísimo, omnipotente,
buen Señor”, y continuó con fresca inspiración, haciendo que todas las criaturas
alabaran a Dios. Encierran los pocos versos de este canto el gran amor de San
Francisco por todas las criaturas, hasta por la “muerte que Dios envía” que no es
muerte del alma y, en un sentido que va más allá de lo literario, pero que lo incluye,
lo transforman en el verdadero “juglar de Dios”, como el mismo Francisco se
llamaba humildemente a sí mismo.

Tras su muerte, se derivaron en Italia dos movimientos religiosos que, desde


Umbría, derramaron su fervor y no pocas veces fanatismo, sobre buena parte de la
península. En el año 1233 -el año del Aleluya-, una inmensa excitación religiosa
volcó en las calles de numerosas ciudades una verdadera muchedumbre que
formaba dilatados cortejos y marchaba llevando estandartes y cruces y cantando
alabanzas a Dios y a la Virgen. Una multitud de apocalipticos predicadores
eclesiásticos o laicos, entre los que se destacó el domínico Giovanni da Vicenza,
atronó las plazas con terribles amenazas contra los pecadores, instándolos a que se
arrepintieran y abandonaran los bienes terrenales.

Más extenso y duradero fue el movimiento de los flagelantes, que se originó


en Perusa en el año 1258. En ese año apareció en la ciudad un viejo fraile, Rainiero
Fasani, quien se presentó al pueblo con las marcas de feroces disciplinas sobre sus
hombros desnudos, diciéndose enviado de Dios para anunciar los más inauditos tor-
mentos a los corruptos y para predicar la fe y el arrepentimiento. Mientras
predicaba seguía flagelándose sin piedad ante la mirada atónita de la gente. El viejo
ermitaño desató una verdadera locura religiosa. Millares de personas lo siguieron
por doquier cargando con pesadas cruces y torturándose a sí mismos o los unos a
los otros. Presa de una histeria colectiva, la muchedumbre cruzaba ciudades y
campiñas entre castigos y cantaba, a veces improvisando, en latín y en vulgar.
Estos cantos populares, faltos de adorno pero llenos de ímpetu y de exaltación,
desaliñados pero bellos y vigorosos en su forma dialectal, fueron llamados “laudas”
y resonaron por campos y villas antes de ser consignados en los “laudarios” o libros
de rezos de las cofradías de devotos.

Sin embargo, las cofradías de “laudeses” eran anteriores al movimiento del


Aleluya y al de los Flagelantes; la orden de los Siervos de María, por ejemplo, es la
transformación, canonizada en 1233, de una cofradía llamada de los “Laudeses de
la Bienaventurada Virgen María” que se reunía en Florencia, dentro de la Iglesia de
Santa María Mayor. Su principal tarea era la de venerar a la Virgen cantando laudes.
Pero fueron muchas también las cofradías laicas de devotos de María que usaban
celebrarla con “laudibus". Antes en latín, después en vulgar, estos cantos
expresaron la pura flor del sentimiento religioso del medioevo. Las numerosas
compañías de flagelantes que se formaron a partir de 1260 llamaron también laude
a sus cantos y muchas cofradías de “laudeses” se transformaron en compañías de
disciplinados.

La forma primitiva de lauda-jaculatoría o letanía vulgar, que consistía en una


popular cantilena monorrima, pasó a un tiempo muy diverso adoptando, por
influencia popular, el esquema de la canción de baile y, para contraponérsele, de la
cantilena profana y licenciosa.

Con Jacopone da Todi (1236-1306) la lauda asumió forma de arte. Se narra


que este terciario de la orden franciscana se convirtió a la vida religiosa después de
una existencia dedicada a los placeres mundanos. Tenía Jacopone una esposa muy
pía y devota, a quien obligaba a participar en fiestas y tripudios. Ocurrió que
durante un baile en que ambos estaban presentes el piso se hundió
repentinamente, y la esposa de Jacopone perdió la vida. Cuando éste la desvistió
entre lágrimas para ponerle la mortaja, descubrió que, bajo las ricas vestiduras que
él mismo le imponía llevar, un áspero cilicio martirizaba el cuerpo de la joven. Dice
la leyenda que desde entonces un verdadero delirio de expiación se adueñó del
esposo, delirio que lo condujo a buscar el desprecio del prójimo con toda suerte de
extrañezas, como andar por la ciudad en cuatro patas y cargado con un basto o
aparecer en una fiesta con el cuerpo desnudo y sembrado de plumas.

La poesía de Jacopone, más allá de ciertas representaciones oscuras y ator-


mentadas, estrofas didascálicas y composiciones satíricas y moralizantes, reside en
su conmovida religiosidad en un sentimiento dedicado y vibrante, en una profunda
aspiración al silencio y a la paz, que acompañaron su vida agitada y turbulenta.
Aunque sienmpre quiso acercarse a los modos del pueblo, se revela como un poeta
de elaborada técnica y de sutil educación literaria que convierte, sin atenuarla, su
exaltación religiosa en poesía. La lírica cortés, que tanto despreciaba, constituye
justamente la base de su cultura poética y asoma, a pesar de él, por debajo de las
voces dialectales y de la voluntaria rusticidad. Tal vez su obra maestra no
pertenece al vulgar, sino que es una lauda latina de vigorosa fuerza dramática, en
que las angustias de la Virgen frente a la pasión del Hijo alcanzan un pathos
inigualado en tanto producción poéticoreligiosa posterior a Jacopone: nos referimos
al Stabat Mater. Sin embargo no aventaja en mucho a ese “LIanto de la Virgen”, en
vulgar, en el que nada hay de simbólico o alegórico, sino tan solo la presencia
angustiada de la Madre que con ojos dolientes y lacrimosos llama al Hijo moribundo
con los más tiernos y amorosos nombres.

El “dolce stil novo”

Mientras la musa siciliana languidecía entre la monótona repetición de imáge-


nes e ideas y el último de los Hohenstaufen, el rey Enzo, poblaba su cárcel boloñesa
con los pobres fantasmas líricos de esa poesía que había iluminado antaño la
“magna curia” palermitana, en esa misma ciudad de Bolonia nacía una poesía
nueva, más sencilla y dulce, más natural y sincera, amante de más graves pláticas.
Es una poesía que canta con mayor nobleza el amor y la mujer y se eleva hacia una
nueva idealidad, que es indicio de una concepción de la vida diversa de la anterior.
La lírica provenzal e italiana habían tratado hasta entonces la nobleza del alma
como dote transmitida por herencia dentro del círculo de los grandes señores y
había terminado por identificar la gentileza de los sentimientos con la nobleza de la
cuna. Contra ese prejuicio inhumano hubo antiguas protestas. Primera entre todas
se levantó la voz de Raterio, obispo de Verona, en el siglo X, que habló contra la
nobleza de la sangre en sus “Praeloquia”; pero la mayor fue aquella de Alberto
Magno, quien desarrolló un nuevo concepto de nobleza individual en la obra titulada
“De causis”. Tal vez por su influjo y el de otros escolásticos, la lírica italiana
coincidió con la provenzal de la segunda mitad del siglo XIII (por ejemplo con la de
Guilhelm de Montanhagol) en esto: la nobleza del alma no depende del lustre del
abolengo sino únicamente de la gentileza del corazón y de las virtudes
estrictamente personales. Esta revuelta del espíritu contra los principios feudales
centrados en la ley de transmisión de la nobleza de padre a hijo penetró
triunfalmente en la poesía de los dos países, aunque halló su más clara definición
en las rimas del “dolce stil novo”. Para los provenzales y sus imitadores, la
“nobleza” no era una tendencia hacia la virtud y, siendo el amor una virtud, nobleza
y amor no eran la misma cosa. En cambio la nueva poesía enseñaba que “amor y
corazón gentil son una cosa” y se esforzaba para dar una solución más profunda y
verdadera a algunos problemas eternos: ¿qué es el amor? ¿dónde y cómo nace?,
¿qué fenómenos lo acompañan en el espíritu al nacer? La respuesta que
proporcionaban estos adoctrinados en los estudios de su época, versados en el
idealismo de San Agustín o embebidos del aristotelismo de Alberto Magno y Santo
Tomás de Aquino, era más profunda, grave y sincera. La mujer que cantan estos
poetas está muy lejos de la “donna” de los trovadores, a la que era menester servir
como a una señora feudal. En la idealización femenina del “dolce stil novo” hay
evidentemente un reflejo del culto mariano que se renovaba, justamente en esa
época, por todo Occidente. Ese palidecer de Dante frente a Beatriz, tan bellamente
expresado en la “Vida nueva” como uno de los efectos que produce la visión de la
mujer amada, recuerda los profundos terrores y el improviso temblor de los
místicos frente al pensamiento de la Virgen. Bernardo de Claraval (siglo XI), uno de
los más genuinos “caballeros de María”, se dirigía a ella con la pasión de un amante
y se reprochaba todo movimiento de indecisión en su ardor como una debilidad sin
excusas. Para él la mayor virtud de la Virgen reside en su humildad (¿quien no
recuerda la incomparable humildad de Beatriz?) a la que todo lo debemos: las
inefables alegrías, las consolaciones más duraderas de nuestra vida. También en
San Buenaventura (1221-1274) la mención de la Virgen está envuelta en un lirismo
profundo que hace de la religión una alta fuente de poesía que pasa al “dolce stil
novo” junto a esa más o menos leve tendencia al misticismo de origen netamente
franciscano.

La mujer “angelizada” que, como fantasma poético, ha sido creada por Dante,
está preanunciada en la famosa canción “Al cor gentil repara sempre amore” del
boloñés Guido Guinizelli (1230-1276), que es también la primera palabra acerca del
amor y de la vida pronunciada por el nuevo estilo. Las ideas de la nobleza y de la
elevación del hombre a través de la contemplación de la belleza terrena (escala de
la angelización) son los principales motivos de este poema. Pero Guinizelli
vislumbra, antes que ver claramente, estas dos ideas y las plasma en un tono
sustancialmente lírico más por el entusiasmo que lo anima que por la clara visión de
la verdad del sentimiento que las informa. Su desarrollo e integración en múltiples
sentidos, hasta formar el “texto” de la nueva escuela, sería obra de Guido
Cavalcanti (1259-1300) y sobre todo de Dante Alighieri.

Si la canción de Guinizelli había anunciado el advenimiento de la nueva con-


cepción poética, otra canción, “Donna me prega” de Guido Cavalcanti, el “amigo
primero” de Dante, es la que expone su teoría. Este poeta, espirítualmente más
complejo que Guinizelli, se remonta a las causas y se propone resolver las
cuestiones vitales que constituyen el núcleo ideal de la nueva escuela. Su
procedimiento, al que él llama “natural demostración” es científico; de ahí que en
esta composición la poesía cede su lugar, al raciocinio. El autor se propone las si-
guientes cuestiones: en dónde reside el amor, cómo nace y qué es lo que lo hace
nacer, cuáles son sus propiedades, su potencia, su esencia y sus manifestaciones,
etc. Todo el esquema está sostenido por una neta concepción aristotélica de
derivación averroísta. Esta es una síntesis de las complicadas respuestas del poeta:
la idea de la belleza, innata en el intelecto de todo hombre gentil (o noble), se
despierta bajo el estímulo de una forma femenina aprehendida por los sentidos (en
primer lugar la vista) para luego proyectar fuera de sí, por obra de la facultad
intelectiva agente, la idea inmortal del amor y reabsorberla con la sensible
apariencia exterior. Este sentimiento-idea (puesto que de la imagen de la mujer
sólo ha abstraído la forma de la belleza), al volver a penetrar en el espíritu y sentar
allí su morada, se adueña de la mente y de las demás facultades: todos los espíritus
(facultades) tiemblan frente a su poder y todo el ser se transforma en su esclavo,
de tal modo que solamente la muerte puede sobrevenir como supremo éxtasis y a
la vez liberación.

Sin embargo, en Cavalcanti, la luminosa idea del amor como creación pura
del alma, no se remonta, como en Dante, hasta la esfera de lo divino, sino que se
repliega sobre sí misma turbada y confusa. El poeta intuye y expresa esta íntima
tribulación del espíritu, pero no se desahoga por medio de una explosión lírica de
conmoción; se queda en una esfera incierta y patética, suspendido entre una divini-
dad inalcanzada y una idea desnuda de realidad que puede conformar a su espíritu
durante el trabajo creador, pero que no puede aplacarlo al final. La muerte, pues, es
la solución última de este íntimo desgarramiento.

Dada la complejidad de esta canción filosófica, ha sido objeto de las inter-


pretaciones más variadas, y la aquí dada sólo espera aliviar en algo el desconcierto
del lector no iniciado tras la primera lectura del poema. A pesar de que esta
composición constituye un documento inapreciable para la comprensión de la
doctrina stilnovista, pertenece más a la historia de la cultura que a la de la poesía
por su complicadisima casuística y su falta de espontaneidad y frescura. Pero Caval-
canti fue también poeta y de los muy buenos, cuando la inspiración se sobreponía
al elemento doctrinario. Ha dejado, entre otras muchas composiciones de gran
valor, una “pastorela” de una frescura primaveral y una aérea suavidad de luz que
mantienen el ánimo del lector en la más dulce de las contemplaciones.

Tal vez la obra maestra de este poeta que, primero entre los italianos, enlazó
la idea del amor con la de la muerte, sea la llamada “balada del exilio” (“per ch'io
non spero di tornar giá mai...”), en la cual llora el melancólico deseo de la patria
lejana y de la mujer amada con una subjetividad íntima y dolorosa, limpia de toda
reflexión metafísica, donde los versos nacen desde dentro naturales, sencillos,
sobrios, en perfecta correspondencia de sentimiento y expresión.

Acerca de Dante Alighieri (1265-1321), sólo se dirán aquí algunas palabras.


Fue el más grande de los stilnovistas y, por su Divina Comedia, uno de los mayores
poetas de todos los tiempos. Elevó la idealización de la mujer a perfecta
“angelización”. En sus versos la mujer se transforma en una actividad divína que
despierta el intelecto y lo guía hacia el conocimiento del Bien supremo. La amada
ya no pertenece a este mundo: es una entidad trascendente, el intelecto agente
(para usar el lenguaje dantesco) que actúa sobre el intelecto pasivo y lo abre al
verdadero conocimiento. En las rimas juveniles de la “Vida nueva”, una luz
evanescente se difunde alrededor de las imágenes y las sumerge en una tenue
claridad, en la que las palabras parecen purificarse en un anhelo místico, en una
amorosa plegaria.

Otros exponentes del “dolce stil novo” que por razones de espacio y calidad
poética apenas merecen mención fueron Cino da Pistoia (1265-1337), cuya poesía
está transida por una profunda tristeza, a la vez melancólica y dulce; ciertas
sugestivas cripciones de los rasgos físicos de la belleza femenina, prácticamente
ausentes en los demás stilnovistas, lo convierten en anticipador de Petrarca; por el
extremo refinamiento de su técnica resulta muchas veces oscuro. Gianni Alfani
(nada se sabe acerca de su vida), cuyas poesías líricas de sabor más terreno y
realista, parecen señalar un atisbo de cambio en la espiritualidad que había
alimentado la nueva poesía; Lapo Gianni (1250-1328) y unos pocos más.

Además de introducir en la lírica italiana motivos y formas de resonancia


secular, los poetas del “dolce stil novo” tuvieron el mérito de eliminar
definitivamente de su lengua las escorias imitativas del provenzalismo.

La personalidad de Petrarca

Francesco Petrarca nació el 20 de julio de 1304 en el seno de una familia


florentina de güelfos “blancos" exiliada en Arezzo por el mismo bando de 1302 que
desterró para siempre a Dante de su ciudad natal. Entre 1310 y 1313 siguió a su
padre que iba en busca de mejor fortuna a Aviñón, sede tempomria del papado.
Cursó sus primeros estudios en Carpentras bajo la guía del gramático Convenevole
da Prato. Más tarde, a pesar de su temprana vocación literaria, fue obligado por su
padre a iniciarse en el estudio de la jurisprudencia, primero en Móntpellier y luego
en Boloña. Tras la muerte de aquél, vuelve Francisco a Provenza, y no por propio
interés sino por estrecheces económicas, viste eI, hábito eclesiástico sin nunca
llegar más allá de las órdenes menores: de su nnueva condición obtuvo ventajas
más materiales que espitrituales, especialmente cuando logró unirse al séquito del
obispo Giaccomo Colonna y luego del hermano de éste, el cardenal Giovanni. Visitó
con ellos buena parte de Francia, Flandés y Alemania. El viernes santo de 1327, en
la iglesia de Santa Clara de Aviñón, vio por primera vez a Laura, la esposa del noble
Hugo de Sade. La famosa pasión que de inmiediato despertó en su ánimo jamás fue
correspondida por la gentil dama, cuya muerte en 1348 (tal vez víctima de la peste
negra) pudo transformar pero no extinguir. En 1337 conoce Roma y queda
extasiado frenté, a los vestigios del esplendor clásico. En 1341 fue coronado de
laureles en el Campidoglio como máximo poeta, prefiriendo la invitación del
Senado romano a una similar de la Universidad de París. Con religiosa humildad
depuso inmediatamente su simbólica corona sobre el altar de San Pedro. Dividido
entre Provenza e Italia, en 1347 se dirigió hacia Roma, partidario entusiasta de la
revuelta capitaneada por Cola di Renzo, el exaltado tribuno que intentó restaurar la
antigua República en la ciudad de los papas. El trágico fin del visionario interrumpió
el viaje de Petrarca antes de que llegara a la urbe. Volvió nuevamente a Roma en
1350, año del Jubileo convocado por Clemente VI y durante su paso por Florencia
fue huésped de su dilecto amigo Boccaccio. Tras una inquieta vida de viajes, es-
tudios y misiones diplomáticas, en 1365 se despidió para siempre con dulces versos
latinos de su amada Provenza y se redujo a vivir en Italia. Amargado por bajas
envidias, frente a las que lo tornaba sensibilísimo su agudo deseo de gloria, y cada
vez más angustiado por escrúpulos religiosos y por el remordimiento de los errores
mundanos cometidos, se encerró en su villa de Arquá, en las colinas del Véneto,
para dedicarse totalmente al estudio y a la meditación religiosa. Muere allí el 9 de
julio de 1374 a la edad de setenta años.

Con un juicio demasiado esquemático, muchos críticos han pretendido ver en


Petrarca el primer representante de la Edad Moderna. Solo en parte es cierto: el
poeta participa de la modernidad por cuanto ya no es el “vate”, en el sentido
religioso y universalista de Dante, sino el primer “literato” que intenta liberarse de
los presupuestos metafísicos y trascendentes de la mentalidad medieval mediante
una profunda sensibilidad lírica y una aguda curiosidad crítica. Es, en una palabra,
el primer poeta italiano amante de la belleza por la belleza misma. Pero el poeta no
es el hombre, y éste conserva en su espíritu la atormentada introspección moral de
la Edad Media. Tampoco su clasicismo impregna toda su vida, como en los ya pró-
ximos humanistas, sino que se detiene en la contemplación estética, si bien
anticipa algunos caracteres del Humanismo, como la preocupación filológica acerca
de los textos latinos y la tendencia a discernir la historia de las leyendas.

En razón de la importancia que reviste Petrarca en el ámbito de las letras


italianas, debe mencionarse, aunque sea brevemente, lo más destacado de su obra
en latín, que además, en parte, aclara ciertos aspectos de su producción en vulgar.
Sus muchas Epístolas latinas en verso y en prosa son un documento de su
multiforme creatividad. Buena parte del nutrido carteo del poeta con amigos,
parientes y grandes figuras de la época fue reunida y ordenada por él mismo, que
mejoró los textos y retocó los contenidos. Esta actitud prueba que su carácter de
literato se impuso hasta por encima de la comunicación afectiva o meramente
personal. Petrarca escribió mucho más en latín que en vulgar y su latín puede
situarse entre los más tersos y elegantes de la Edad Media, aunque no alcanzó la
pureza de los humanistas. Puesto que cifraba su gloria especialmente en el poema
latino “Africa”, la cálida acogida de las rimas que hoy forman el Cancionero lo dejó
estupefacto y confundido.

En el “Africa” (iniciado en 1338) exalta la clásica romanidad de la victoria de


Zama, en que Aníbal fue derrotado por Escipión, con versos de gran perfección
formal pero de escaso ímpetu heroico. La trama histórica no pasa de una paráfrasis
de la narración de Tito Livío, recargada de colores retóricos. La belleza sólo se
manifiesta en algunos pasajes líricos, como aquel en que el poeta expresa, en el
fondo, su triste experiencia de íntimas contradiccíones mediante la descripción del
estado anímico del rey Masinisa, quien lucha entre el amor por Sofonisba y sus
deberes de soberano.

Una cultura más profunda y cierta agudeza en el estudio de caracteres tornan


mejores que las acostumbradas compilaciones moralizadoras de la Edad Media las
prosas del “De viris illustribus”, iniciado en 1338, y del “Rerum memorandarum, de
1344, ambas inconclusas. La primera narra los sucesos de la antigua Roma
mediante biografías de sus antiguos hijos y también de algún griego y bárbaro, a
modo de ejemplario de conducta cívica y moral. La segunda persigue el mismo fin a
través de la presentación de hechos históricos.

La lectura de las doce églogas contenidas en el “Carmen Bucolicum”, que


Petrarca terminó en 1357, nos resulta ahora fría y fatigosa por la necesidad de
descifrar alegorías personales y políticas que acaban por sofocar la libertad poética.
Los tratados filosófico-poéticos “De vita solitaria”, 1346, “De ocio religiosorum” (al
que se traduce como “La paz del claustro”), 1347, y “De remediis utriusque
fortunae (Defensa de la buena y de la mala suerte), 1366, son preciosos
documentos para la comprensión de la vida interior del poeta, a menudo, lo
mundano y el poder de las pasiones terrenales. De índole análoga son los tres
diálogos titulados “Secretum” o “De contemptu mundi” (Desprecio de la vida
mundana) iniciados en 1342, en que Petrarca, en presencia de la Verdad
personificada, se hace reprochar su incapacidad de vivir según los dictámenes de la
Razón y de la Fe por ese San Agustín a quien tanto amaba y admiraba. Entre las
fieras acusaciones y las débiles defensas no exentas de retórica, irrumpe por
momentos el grito sincero de un alma conciente de su propia miseria y anhelante
de salvación, aunque impotente para conseguirla a causa de los sentimientos de-
masiado diversos e inconciliables que se alternan en ella. De vez en cuando asoma
fulgurante la imagen de Laura, tanto más vívida cuando más rechazada por el tono
filosófico que domina la composición. La lectura del “Secretum” resulta muy útil
para la posterior comprensión del Cancionero.

La gloria poética de Petrarca reside sobre todo en la lírica del Cancionero,


compuesto por sonetos, canciones, baladas, sextinas y madrigales que él mismo
reunió, eligiéndolos y ordenándolos con un criterio más de inspiración que
cronológico, durante casi toda su vida. Entre la poesía no amorosa contiene esta
recopilación dos canciones políticas de grandiosa y austera belleza, que expresan
eficazmente su amor por Italia y por la gloria romana, latente en el espíritu italiano.
Mientras el medioevo había proclamado que este mundo era una tierra de exilio,
Petrarca, sobre las huellas de Dante y anticipando el sentimiento nacional de
muchos humanistas, exalta modernamente el amor patrio. En la grandeza de Roma,
además, no ve solamente un designio divino que había preparado el triunfo de la
Iglesia, sino que admira el esplendor antiguo en sí y por sí. Y mientras Dante venera
en César el antiguo Imperio y sueña con su restauración, él enaltece a Bruto y
saluda en Cola di Rienzo al restablecedor de la República.

Pero la parte más célebre del Cancionero es la que Petrarca dedica a su amor
por Laura. Es la primera poesía amorosa de la Edad Media plenamente humana,
libre de la imitación estereotipada de los provenzales y del simbólico filosofar del
“dolce stil novo”. No faltan en ella antítesis de conceptos y estudiados juegos de
palabras y rimas que recuerdan los orígenes artificiosos de la lírica amorosa en
Italia. Sin embargo, sólo constituyen sus últimos y raros ecos. Y Laura, si bien se ve
exaltada como un ser paradisíaco, ya no es la mujer angelizada y abstracta del
stilnovismo, sino una presencia humana por la que el poeta experimenta y expresa
terrenales deseos y añoranzas a través de versos cálidos e inmediatos. En las dos
partes del Cancionero -en vida y en muerte de madonna Laura- el dolor por la pa-
sión no correspondida, la angustia por la separación, el recuerdo de los momentos
en que el poeta esperaba una amorosa respuesta, otorgan a estas rimas un valor
humano universal y eterno, pues nunca, ni antes ni después, fueron tratadas con
tanta eficacia y verdad las íntimas vicisitudes de un alma enamorada. En el
insistente análisis introspectivo, en la descripción de bellezas humanas y naturales,
la expresión se presta dócil a cada necesidad pictórica y musical, demostrando la
plena madurez que adquiere bajo su pluma el instrumento lingüístico vulgar. Es así
que en esta lírica puede manifestarse con pleno vigor el dramático duelo entre
anhelo de amor y gloria y el deber cristiano de despreciar toda vanidad terrena, que
desgarrará su ánimo hasta sus últimos días. El libro se cierra con una humilde y
fervorosa invocación a la Virgen, que parece pertenecer a la ancianidad del poeta.
Es la postrera esperanza de un perdón divino que siente como inmerecido y que
solo una de esas milagrosas intercesiones de María puede lograr. Pero, aquí
también, es tal la ternura con que vuelve a evocar el fantasma de Laura -aunque
sea para llamarla “mortal tierra caduca”, que basta para demostrar cuan viva per-
manece en el recuerdo del anciano la imagen querida, a pesar de las reiteradas
protestas de un sincero y más durable arrepentimiento.

También en los Triunfos (1352) que, si bien iniciados tempranamente, lo


ocuparon hasta los últimos años de su vida, intenta expresar mediante una visión
alegórica la caducidad y vanidad de todas las cosas humanas, mostrándonos
primero el triunfo del Amor, luego el del Pudor sobre aquél, de la Muerte sobre el
Pudor, de la Fama sobre la Muerte y, por fin, del Tiempo sobre la Fama. Sin
embargo, la inspiración del triunfo del Amor es su pasión por Laura, es de ella el
Pudor y sobre su Muerte se basa el tercer triunfo; la Fama le pertenece y ni siquiera
el Tiempo ha de borrar su recuerdo.

Cabe destacar que la melancolía que impregna la lírica de Petrarca no de-


pende solamente del particular contraste entre la fe y el deseo de amor y de gloria
ni de la refinada sensibilidad del poeta, sino de cierta inquietud de todo su ser que
se origina en el abismo entre realidad y aspiraciones, en un disconformismo que
apunta más allá de toda meta lograda. La causa de este sentimiento debe
atribuirse, en parte, a las contradicciones e incertidumbres espirituales que
caracterizaron su época. Comenzaba en aquellos años la declinación de esa
poderosa unidad moral que aún puede observarse en la obra de Dante Alighieri y
que la filosofía escolástica facilitó, subordinando toda facultad humana a la
disciplina de una fe no sólo pensada y sentida sino también vivida. Se inicia
entonces esa tendencia al culto de la belleza más allá de toda limitación alegórica y
teológica, a la ilimitada indagación de la sabiduría humana y al libre ejercicio de las
fuerzas intelectuales que la Edad Moderna habría de heredar del humanismo, del
cual Petrarca es uno de los más importantes precursores.

Dante

Dante Alighieri nació en Florencia entre la segunda mitad de mayo y la


primera de junio de 1265, en el seno de una familia perteneciente a la pequeña
nobleza ciudadana. Se carece de noticias precisas acerca de su formación, que se
supone autodidacta. A los nueve años conoció y admiró -según narra él mismo- a
una niña de ocho llamada Beatriz, a quien volvió a ver nueve años después, y que
se convertiría en la figura femenina central de su obra poética. La indiscreción de
los eruditos ha querido identificar en la lírica imagen de Beatriz a una Bice di Folco
di Ricovero Portinari, casada alrededor de 1288 con Simone dei Bardi, y muerta dos
años después a los veinticuatro. En 1289 Dante combatió -de a caballo, como todo
noble- en la campaña emprendida por la Comuna florentina contra los gibelinos de
Arezzo.

El 11 de junio de ese año tomó parte en la batalla de Campaldino, que


constituyó el triunfo definitivo de los güelfos de Florencia, y dos meses después, en
la expugnación del castillo pisano de Caprona.

Dante era probablemente aún joven cuando se casó con Gemma di Manetto
Donati, de la cual tuvo tres hijos. A partir de 1295 tuvo parte activa en la vida
política de Florencia. Una “provisión” de julio de ese año establecía, en efecto, que
todos los ciudadanos -y por lo tanto también los nobles, que habían sido excluidos
de los Ordenamientos de Justicia, emanados en 1293- podían aspirar a los cargos
públicos, si sus nombres figuraban en la matrícula de una de las corporaciones o
artes. Éstas reunían a todos los ciudadanos, desde los simples artesanos a los
poderosos banqueros, que desarrollaban una actividad productiva. Dante se
inscribió en la sexta de las Artes Mayores, la de los médicos y drogueros (en esos
tiempos había entre los médicos Los términos güelfos y gibelinos proceden de los términos
italianos “guelfi” y “ghibelini”, con los que se denominaban las
muchos cultores de la filosofía, a la dos facciones que desde el siglo XII apoyaron en Alemania,
en el contexto del conflicto entre la Iglesia y el Sacro Imperio
cual Dante se había dedicado tras la Romano Germánico, respectivamente a la casa de Baviera
(los Welfen, pronunciado Güelfen y de ahí la palabra güelfo) y
muerte de Beatriz), y fue a la casa de los Hohenstaufen de Suabia, señores del castillo
de Waiblingen (y de ahí la palabra gibelino).
sucesivamente, desde noviembre de Estas dos facciones se enfrentaban por la sucesión a la
corona imperial después de morir el emperador Enrique V en
1295 a septiembre de 1296, miembro 1125 sin dejar heredero. Los güelfos sostenían una línea
política de autonomía en contra de cualquier intromisión
del Consejo especial del Capitán del externa y en contra de los privilegios nobiliarios, apoyando a
la Iglesia en contraposición al Imperio, en una actitud cercana
Pueblo, del Consejo de los Sabios para al independentismo. Los gibelinos, por el contrario, se
oponían al poder del pontífice afirmando la supremacía de la
la elección de los Priores, y del institución imperial. Muerto Enrique V, por lo tanto, los
primeros presentaron al trono de Alemania a Lotario, duque
Consejo de los Cien. En mayo de 1300 de Baviera y protegido del Pontífice, mientras que los
gibelinos propusieron a Corrado, duque de Franconia, al cual
fue enviado como embajador a San el papa Onorio II no dudó en excomulgar.
Con la elección a rey de Alemania de Federico I
Gimignano, y a su regreso, el 15 de Hohenstaufen (llamado Barbarroja) en 1152 y su posterior
coronación en 1155, la facción gibelina triunfó en el territorio
junio, fue elegido prior. Los nuevos imperial. Dado que Federico deseaba reafirmar en Italia la
supremacía imperial que las comunidades habían sustraído al
priores (eran dos en el gobierno) imperio con el apoyo del papado, bajo su reinado (1152-1190)
se verificó un desplazamiento de los términos güelfo y
hubieron de afrontar una situación gibelino desde la zona alemana a la italiana, donde pasaron a
denominar respectivamente a los partidarios del partido papal
extremadamente conflictiva, tanto en y a los defensores de la causa imperial. En Italia, por lo tanto,
hubo ciudades como Florencia, Milán y Mantua que
el interior de la Comuna como en las abrazaron la causa güelfa, mientras que otras como Forli,
Pisa, Siena y Lucca se unieron a la causa imperial.
relaciones con el pontífice. Durante el siglo XIV, los partidos güelfo y gibelino se
dividieron en facciones internas (Los güelfos blancos, hostiles
a la hegemonía pontifical, que consideran demasiado pesada
para la ciudad, y los güelfos negros, más favorables a un rol
Bonifacio VIII había decidido papal más desarrollado.) perdiéndose la fuerza y la
combatividad original. Los dos términos sobrevivieron en los
enviar a Florencia a su legado, el siglos sucesivos para denominar las líneas políticas
favorables y contrarias a la Iglesia, pero el escenario histórico
cardenal Mateo d'Acquasparta, para en el que se habían forjado inicialmente estaba
desapareciendo.
componer las diferencias entre güelfos
blancos y güelfos negros,
capitaneados por las familias rivales de los Cerchi y de los Donati. En realidad, el
papa proyectaba extender su hegemonía sobre Toscana como vicario imperial (el
trono del Imperio estaba vacante desde la muerte de Federico II de Hohenstaufen
-1250- y la fracasada coronación de Alberto I de Austria), y fundándose en el
principio de la plenitudo potestatis.

La misión del cardenal d'Acquasparta había concluido en la nada, y el legado


pontificio había vuelto a Roma tras haber sancionado la interdicción de la ciudad.
Dante formó parte de una embajada que la Comuna envió en noviembre de 1300 a
Roma, para suplicar al Papa el levantamiento de la interdicción. En octubre de 1301
otro representante de Bonifacio fue enviado a Florencia, Carlos de Valois, nombrado
oficialmente “pacificador” de Toscana. Nuevamente la Comuna despachó una
embajada al Papa, para intentar que desistiera en sus proyectos de expansión, y
Dante fue uno de los tres ciudadanos elegidos para esta misión. Carlos, llegado a
Florencia, no tardó en aliarse con el partido de los Negros, confiando a Corso Donati
y a otros cabecillas el gobierno de la ciudad. Desde ese momento, Dante, que
siempre había hostilizado la política de Bonifacio respecto a su ciudad, nunca más
pudo volver a Florencia. Se hallaba en Siena cuando se enteró de que había sido
condenado en contumacia, el 27 de enero de 1302, a una multa de cinco mil
florines pequeños, pagadera dentro de los tres días, a dos años de exilio y a la
exclusión perpetua de los cargos públicos, bajo la imputación de fraude, oposición
al pontífice y a su “pacificador”, y de actividades contrarias a la paz. Como no se
presentó a pagar la multa, el 10 de marzo del mismo año fue condenado a morir en
la hoguera.

En los primeros años del destierro, Dante se unió a los demás blancos
expatriados en sus tentativas de regresar a Florencia por la fuerza de las armas,
pero muy pronto, antes de que sus compañeros fueran derrotados en la batalla de
Lastra (1304), abandonó su “malvada y torpe compañía”. Siempre se había
mantenido por encima de las facciones y la política que había defendido y
propugnado era la de las libertades comunales. Sólo la condena al exilio y el deseo
de regresar a Florencia lo habían impelido a acercarse a los Cerchi, hacia los cuales
no había ocultado nunca su escasa simpatía. Comenzó así el largo período de su
vida en que anduvo “por casi todas las partes en que esta lengua (la italiana) se
extiende, peregrino, casi mendigando... mostrando contra mis deseos la llaga de la
fortuna, que muchas veces suele injustamente imputarse al propio llagado”, como
“una nave sin vela ni gobierno llevada a distintos puertos, ríos y playas por el seco
viento que sopla la dolorosa pobreza”. Entre 1304 y 1308, aproximadamente,
compuso dos tratados: “De vulgari eloquentia” y “Convivio”. La composición de la
Comedia se remonta, tal vez, a 1307, pero la obra será llevada a término sólo en
1321, año de la muerte del poeta. En 1310, en ocasión de la campaña del
emperador Enrique VII en Italia, lo conmovió la idea de un próximo y justo acuerdo
entre Papado e Imperio, y se ilusionó con poder regresar a una Florencia pacificada
y concorde. Pero la oposición de los italianos al emperador, fomentada doquiera por
Florencia y las demás comunas güelfas, así como por el papa Clemente V y por el
rey de Nápoles, Roberto d'Anjou, impidió que las ideas acariciadas por Dante se
hicieran realidad. Son estos los años de la epístola política dirigida por el exiliado a
los príncipes y a la gente de Italia, para que acojan con digno homenaje al “nuevo
Moisés”, al “Cordero de Dios”; aquella a los “muy perversos florentinos” que se
oponen a su soberano y se preparan para guerrear con él, y una tercera, dirigida al
propio emperador, para incitarlo a vengarse pronto de quienes se le oponen. En el
tratado “De Monarchia”, escrito probablemente poco después de la muerte de Enri-
que VII (1313), se hallan expuestas en forma sistemática las ideas de Dante acerca
de la suprema autoridad política del Imperio.

En 1315, bajo las amenazas del jefe gibelino Uguccione della Faggiuola, el
gobierno de Florencia concedió una amplia amnistía a los exiliados, pero Dante no
quiso aprovecharla porque habría tenido que reconocer, por lo menos en parte, su
culpabilidad. Después de haber sido huésped de varios señores gibelinos de Italia
central y septentrional (entre otros, Cangrande della Scala, señor de Verona), halló
un tranquilo refugio en Rávena, en el palacio de Guido Novello da Polenta,
descendiente de esa Francesca, que constituye una de las figuras más vivas y
conmovedoras de la Divina Comedia. Y en Rávena murió, la noche del 13 al 14 de
setiembre de 1321. Un vivo retrato del poeta ha sido entregado a la posteridad por
Boccacio: “Fue nuestro poeta de mediocre estatura, tenía la cara larga y la nariz
aguileña, grande la quijada y el labio inferior bastante pronunciado, tanto que se
adelantaba mucho al superior; más bien cargados los hombros y los ojos más
grandes que pequeños, la piel morena y el cabello y la barba rizados y negros; casi
siempre estaba melancólico y pensativo. Sus vestimentas fueron siempre
honestísimas, sus modos como los que convienen a la madurez, su andar grave y
tranquilo, y tanto en las costumbres domésticas como en las públicas fue
admirablemente compuesto y civil”.

Obras menores

La primera de las obras dantescas, en el orden del tiempo, es la “Vida nueva”.


Es la única que compuso no sólo antes del exilio, sino antes de toda participación
en los avatares políticos de Florencia. El “librito” -como él mismo suele llamarlo-
está compuesto de poemas líricos, que son como los documentos de la historia
narrada, entre las que se intercalan pasajes de prosa explicativa. Sin embargo,
estas prosas no tienen la mera función de aclarar el sentido, a veces literal, otras
alegórico y simbólico de los versos, sino un valor en sí y por sí, como en “La
consolación de la filosofía” de Boecio. Los poemas (veinticinco sonetos, cuatro
canciones, una balada y la estancia de una canción inconclusa) habían sido escirtos
por Dante en diferentes épocas, a medida que se iban desenvolviendo los años y las
experiencias de su amor por Beatriz. El primer soneto (“A cada alma cautiva”) se
remonta probablemente a 1283, y el último (“Más allá de la esfera que más amplia
gira”) a por lo menos nueve años después. Las demás composiciones se extienden
entre estos limites cronológicos. En cambio, la prosa que ordena y une entre sí los
poemas, nació ciertamente en forma unitaria, tal vez entre fines de 1292 y
comienzos de 1293. Existe, pues, una distancia cronológica entre versos y prosa, y
lo que más importa, una diversidad de carácter espiritual y literario. Quien leyera
los poemas de la “Vida nueva”, separándolos de las prosas, podría observar
fácilmente que testimonian un desarrollo y una transformación en la poesía de
Dante. En los primeros se hace evidente el influjo de la poesía provenzal, aclima-
tada en Italia por la escuela siciliana y por Guittone d'Arezzo, y del análisis
doctrinario de la pasión amorosa, a la manera de Guido Cavalcanti. Pero, a partir de
la canción “Mujeres que tenéis intelección de amor”, es fácil darse cuenta de que la
atención y admiración del poeta están dirigdas hacia las concepciones y modos del
boloñés Guido Guinizelli. Desde que incorpora la concepción guinizelliana de la
mujer “angelizada”, Dante comienza a colorear sus poemas con notas propias que
gradualmente se tornan cada vez más originales, profundizando conceptos y formas
de la corriente stilnovista e imprimiendo un sello personalísimo, especialmente a las
que aparecen en la última parte de la obra, o sea las que desarrollan el elogio de
Beatriz, convertida en criatura paradisíaca. Son evidentemente originales en su
valor artístico la canción “Mujer piadosa y joven” y los sonetos “Tan gentil y tan
honesta parece”, “Lleva en los ojos mi mujer Amor”, “Perfectamente ve toda
salud”, si bien al lado de estos poemas compuso otros, contemporáneos o
posteriores, más artificiosos y más anclados en la tradición del “dolce stil novo”. En
cambio, la prosa se revela más unitaria en concepción y tono espiritual. Ello se debe
a que nació en su totalidad de una misma actitud del ánimo de Dante cuando, al
recuperar la vivencia de los años pasados, los vio dominados por su amor hacia
Beatriz, y la “gentilísima” se le mostró como la prodigiosa luz sobrenatural que
había iluminado su vida y guiado su andar. En realidad, cuando compuso la “Vida
nueva”, Dante concibió a su amada más como un ángel que como una figura
terrena, y le otorgó esa fascinación celestial y ese misterioso poder divino que sólo
le había atribuido en algunas de sus liricas más recientes. Sin eliminar por completo
su humanidad, la fue convirtiendo gradualmente en un símbolo, en una revelación
de la beatitud y la pureza paradisíaca. Por eso la “Vida nueva” se modeló sobre la
ya tradicional manera en que se narraban las vidas de los santos, fundiendo en ella
las concepciones del “dolce stil novo” y la actitud contemplativa de los místicos, la
adoración religiosa y el rapto guinizelliano por la mujer resplandeciente de luz.

Como testimonio de esta transformación obrada en la “Vida nueva”, queda el


hecho de que Dante no incluyó en la obra todas las líricas compuestas para Beatriz,
sino tan sólo aquellas que se adaptaban, más o menos fácilmente, a la nueva línea
unitaria que expresaba la prosa.

Baste esta consideración para demostrar lo peligroso que resultaría leer la


“Vida nueva” como una narración autobiográfica o una efectiva historia del amor de
Dante por Beatriz. Entre los acontecimientos reales y la transfiguración que
hallamos en ella, media la distancia que siempre separa la realidad concreta de la
poesía. Quien lee esta suerte de devocionario se siente transportado hacia un mun-
do de incesantes milagros, entre visiones y presentimientos, fuera del espacio y del
tiempo, en un continuo oscilar entre lo humano y lo divino, mientras una atónita luz
dorada esfuma los contornos de lo real y corpóreo, como en ciertas pinturas, si cabe
la comparación, de la escuela sienesa del Quattrocento. En esto consiste el encanto
peculiar de la primera obra de Dante, en la que ya se revela ese anhelo de virtud y
de cielo, ese ardor religioso que es el germen potencial del que nacerá la Comedia.

Las Rimas

Bajo el título general de Rimas o, a veces, Cancionero, se reúnen las poesías


líricas de Dante que no figuran en la “Vida nueva” ni en el “Convivio”. Estas no
fueron recopiladas por el poeta sino por los exégetas de la obra dantesca, que las
ordenaron de varias maneras, teniendo especialmente en cuenta los motivos de
inspiración o tratando de respetar la probable sucesión cronológica de su
composición. Obviamente, esto ha dado lugar a un sinfín de problemas a la filología
y a la erudición dantesca. Muchos de estos poemas corresponden a las actitudes y
al lenguaje del “dolce stil novo”, y algunas se inspiran ciertamente en Beatriz. Se
trata probablemente de composiciones que quedaron excluidas de la “Vida nueva”
por no adecuarse a su arquitectura unitaria. En efecto, poseen un sabor más
realista que se opone a los lineamientos espirituales de esa obra. No pocas entre
ellas se remontan a las experiencias vitales y artísticas del poeta en el mismo
período al que se refiere la “Vida Nueva”, y tal vez están dirigidas a la primera y a
la segunda mujer de la “pantalla” (detrás de las cuales pretendía Dante ocultar su
verdadero amor por Beatriz en el místico librito, aunque el calor de los versos hace
sospechar algo mucho más concreto, naturalmente sublimado y transfigurado al
penetrar en los dominios de la milagrosa criatura) o a la “mujer gentil” que por un
momento distrae al poeta -siempre en la “Vida nueva”- de su casta adoración por
Beatriz, y que tiene ulteriores desarrollos en el “Convivio”. Las composiciones en
que se mencionan los nombres de Fioretta, Violetta y Lisetta, las que evocan esce-
nas festivas (“Ladrar de jaurías que cazadores azuzan”) o esculpen una reunión de
jóvenes (“Vi de mujeres muy gentil brigada”) o pintan de vagos colores un gracioso
sueño de evasión (“Guido, quisiera que tú y Lapo y yo”) o aquellas con que Dante
escribe o contesta a amigos poetas, aluden todas al ámbito florentino del
stilnovismo y revelan a un Dante no muy diverso del de la “Vida nueva”, pero más
adherido a la realidad y menos preocupado en místicos raptos. Una imagen
sorprendentemente distinta del poeta nos proporcionan los tres sonetos dirigidos a
Forese Donati, así como los tres que éste le envió como respuesta. La disputa ri-
mada alcanza tonos tan groseros y se rebaja a tales ofensas, que los críticos han
dudado mucho tiempo acerca de su autenticidad, aunque tal vez sólo se trate de
una broma consentida Un rostro más duro, airado y apasionado -que parece
preludiar ciertas vigorosas actitudes de la “Comedia” descubren las rimas que
Dante escribió para una mujer que llama, quizá simbólicamente por su dureza,
Pietra. Las rimas petrosas (dos canciones y dos sextinas) se cuentan entre las
poesías más ardientes y sensuales del poeta, y expresan una experiencia
totalmente opuesta a la de la “Vida nueva”. La mujer “angelizada”, de cuerpo casi
evanescente tras un etéreo velo espiritual, cede lugar a una criatura seductora y
perversa, que Dante mira con febril deseo. Al mismo tiempo, los delicados y
suspirosos tonos del “dolce stil novo” desaparecen dentro de un lenguaje rudo y
concreto, áspero y violento. El que lea la más famosa de las rimas petrosas, la
canción “De igual modo en mi hablar quiero ser áspero”, advertirá qué experiencias
de vida y de técnica poética va descubriendo Dante y se preparará para
comprender mejor los cantos del Infierno y de algunos episodios de otros cánticos.
Se conectan al “Convivio” algunos poemas alegóricos y doctrinales que ensalzan la
ciencia y la filosofía, pero que, por lo refractario de la materia, nada agregan a la
gloria poética de Dante.

El “Convivio”

El “Convivio” o “Convite” fue la segunda obra de Dante. En ella se propuso


cumplir un programa muy ambicioso: comentar catorce canciones doctrinales
suyas, proporcionando acerca de ellas una interpretación literal, alegórica, moral y
anagógica, es decir, analizándolas según los cuatro sentidos que la doctrina de su
época sugería buscar en las escrituras. A cada canción debía corresponder un
tratado y, por lo tanto, el Convivio habría constado de quince partes, la primera de
las cuales serviría de introducción a todo el libro. La obra habría resultado de vastas
proporciones, una verdadera enciclopedia del saber medieval, pues Dante pretendía
desarrollas minuciosamente todas las alusiones contenidas en los versos, lo cual se
hace evidente a través de la pequeña parte que realmente escribió (quizás
interrumpió la redacción por la llegada de Enrique de Luxemburgo a Italia), donde,
por ejemplo, el primer verso de una canción (“Vosotros que con entendimiento
movéis el tercer cielo”) le da ocasión de tratar extensamente sobre el ordenamiento
de los cielos y sus movimientos, de las jerarquías de las inteligencias angélicas, de
sus relaciones con la Divinidad y de su función.

Como se ha dicho, la obra quedó inconclusa. Dante compuso sólo cuatro de


los quince tratados: el primero sirve de introducción y los demás comentan
ampliamente la canción ya mencionada y otras dos: “Amor que en la mente me
conversa” y “Las dulces rimas de amor que yo solía”. En el primer tratado se
explica, al comienzo, la razón del título. Dante concibe a su obra como un banquete
(convivium) de sabiduría, aprestado para los innumerables hombres que no se han
alimentado con ninguna doctrina a causa de las preocupaciones familiares o civiles
o porque han vivido alejados de todo ambiente culto. Movido por la misericordia,
ofrecerá a estos “verdaderos pobres”, que “siempre viven hambrientos”, una parte
de su “poca” doctrina. Las catorce canciones serán los “platos” en este alegórico
banquete, y el comentario será el “pan”, sin el cual el alimento de la sabiduría no
podría ser asimilado.

Ya expuestas las razones del título, Dante se detiene a defenderse del pro-
bable reproche que le dirigirán los doctos por haber escrito en vulgar acerca de
argumentos muy elevados, para los cuales tradicionalmente se empleaba el latín. Y
no sólo se justifica recordando la finalidad de su obra y demostrando que habría
sido absurdo comentar en latín canciones en vulgar, sino que levanta una fiera
protesta contra los “detractores” del vulgar italiano y lo exalta como digno de tratar
todo argumento y admirable por su “dulcísima y amabilísima belleza”. El segundo
tratado, como dijimos, desarrolla la doctrina de los cielos y de los ángeles, y
también se explaya sobre las ciencias medievales del trivium y del cuadrivium. En
el tercero se razona acerca del alma, del amor y de la filosofía. Por último, el cuarto
trata de la nobleza entendida a la manera stilnovista, como conquista moral, del
imperio romano y de su función y, además, de los motivos por los cuales el hombre
se precipita en el pecado.
Esta obra fue escrita casi ciertamente entre 1304 y 1308; las canciones, por
el contrario, ya habían sido compuestas en años precedentes. Por lo tanto, entre el
“Convivio” y la “Vida nueva” median alrededor de diez años de distancia, y las
duras y complejas experiencias de la vida política, la amargura del exilio y el
trabajoso crecer del hombre sobre el joven soñador de la primera obra. Pero el
Convivio documenta sobre todo una doctrina más amplia y más orgánica de la que
se manifiesta en la obrita juvenil de Dante. Se hace patente un conocimiento más
profundo de los clásicos latinos y especialmente de Aristóteles a través de Santo
Tomás y de los comentarios de los árabes Averroes y Avicena, una asimilación
vigorosa de filósofos y teólogos medievales, desde San Agustín a Alberto Magno y a
Egidio Colonna, una capacidad de meditación y un rigor lógico poco comunes.
Intuimos en estas páginas la arquitectura doctrinal que habría de sostener la poesía
de la Comedia, constituyendo a veces su límite, pero más a menudo su robusta
sustancia. Finalmente, debe verse también en el Convivio el fin apologético de mos-
trar la propia cultura, para purgarse de la “mácula de infarnia” con que la
desventura del exilio y de la pobreza habían manchado a Dante, y adquirir mayor
autoridad frente a los señores que lo hospedaban y frente a la misma patria, en la
cual esparaba aún “descansar su ánimo atribulado y terminar el tiempo que le
había sido concedido”.

De vulgari eloquentia

No se puede determinar con exactitud la época en que Dante compuso esta


obra, aunque se la cree contemporánea o poco posterior al Convivio, y por lo tanto
escrita entre 1304 y 1308. También quedó bruscamente inclusa en el capítulo 14
del segundo libro (el primero consta de 19 capítulos). Es una obra que hoy llama-
ríamos filológica, pero conducida con esa escasa y arbitraria noción de la historia y
con ese método de lógica abstracta que eran característicos de la Edad Media y que
se constituyen en las antípodas del rigor positivo de la actual filología. Persuadido
de que el habla del vulgo debía con el tiempo elevarse a lengua nacional, Dante
estudia a los vulgares en su variedad viva, por contraposición con la estática unidad
del latín literario. Según la costumbre de la época de comenzar todo tratado desde
los orígenes, el poeta se remonta a la torre de Babel, por cuya insensatez se
fragmenta en multitud de idiomas el lenguaje primitivo de la humanidad, que habría
sido el hebreo. Luego establece la curiosa teoría de que el latín (llamado entonces
gramática) es una lengua artificial y convencional surgida por la necesidad de fijar
un tipo idiomático común entre los pueblos diversos que necesitaban comunicarse
entre sí. Los vulgares serían, en cambio, los lenguajes primitivos y naturales y, por
lo tanto, más nobles por la antigüedad de su origen. Entre estos considera
especialmente tres: las lenguas d'oc, d'oil y la del sí, otorgando la superioridad a
esta última porque está más cerca del latín. Distingue en ella catorce grupos
dialectales divididos en dos series, una a la derecha y otra a la izquierda de los
Apeninos, y examina cada dialecto para llegar a la conclusión de que ninguno, de
por sí, es digno de convertirse en lengua común de los italianos. En cambio,
propone el uso de un vulgar ilustre que acoja, armonice y nivele las más correctas y
dignas formas idiomáticas de los varios dialectos, y afirma que, en realidad, esta
lengua –cuyo “perfume” puede percibirse en cada una de las hablas municipales,
pero que no reside en ninguna de ellas ya ha dado prueba de existir en acto en las
composiciones poéticas de la escuela siciliana, de Guido Guinizelli, de Cino da
Pistoia y en las de cierto amigo de éste (que no es otro que el propio Dante).
También se discurre, en “De vulgari” eloquentia, acerca del estilo, entendido en el
sentido retórico de entonces, en el cual Dante distingue tres grados: el trágico, el
elegíaco y el cómico, diferenciándolos sobre la base del contenido, sublime, medio y
humilde, y proclamando al vulgar ilustre digno del primero y de otros altos
argumentos, como el amor y la virtud. Comienza luega a analizar las formas
métricas que mejor se adaptan a cada estilo, pero se interrumpe con la canción, a
la que exalta como la norma más noble y la que fija magistralmente las normas.

La obra fue escrita en latín porque Dante se proponía hablar a los eruditos
para persuadirlos de la excelencia del vulgar y para convencerlos de que lo
emplearan en sus escritos, y tal vez para demostrar su dominio del “arte de la
gramática”, con la misma intención con que quiso mostrar en el “Convivio” su
cultura científica.

De Monarchia

También fue escrito en latín el tratado político “De Monarchia”, que Dante
compuso probablemente entre 1310 y 1315, es decir, durante la expedición de
Enrique VII a Italia y algo después de la muerte de este rey. En los tres libros que
constituyen esta obra el poeta, desarrollando algunos conceptos ya insinuados en el
Convivio (IV, 4-5), afirma la necesidad de la monarquía universal, o Imperio, para
bienestar de la humanidad, y juzga que el pueblo romano ha sido designado por
Dios para ejercer esa fun ción, sosteniendo que la autoridad imperial deriva
inmediatamente de la divina y, por lo tanto, no está sujeta a ningún ministro o
vicario de Dios sobre la tierra, sino en la medida en que el poder temporal debe
considerarse medio y camino hacia esa felicidad eterna, cuyo guía es el Papa.

La monarquía es necesaria para la sociedad civil, porque sólo un monarca,


único en el gobierno, puede asegurarle la concordia y la paz que tanto necesita, por
el hecho de que nada podría desear que ya no estuviera en su posesión. Que para
la dignidad de la monarquía haya sido designado por la tradición, por la historia y
por Dios mismo el pueblo romano, lo demuestra la venida de Eneas, el dominio del
mundo conquistado y largamente retenido por Roma, y por haber acontecido el
nacimiento y la muerte de Cristo bajo el Imperio. Desde Italia, pues, deberá el
monarca gobernar los demás pueblos, regidos por leyes propias, pero también
sujetos a leyes comunes, a modo de confederación de naciones cristianas por él
presidida. Además, la autoridad del Imperio no puede estar sujeta a la de la Iglesia,
no sólo porque aquél fue creado antes que ella, sino porque la persona del
emperador responde a la voluntad de Dios, así como son instrumentos divinos los
electores llamados a designarlo. Sin embargo, siendo ambas autoridades, la
temporal y la espiritual, necesarias para el bienestar del género humano, deberán
necesariamente complementarse, de modo que César tenga hacia Pedro el mismo
respeto de un hijo para con su padre, y reciba de él el consejo y el ejemplo que
mejor le permitan gobernar al mundo. Estos son, en un breve resumen, los ideales
políticos de Dante, ampliamente aclarados e ilustrados en la “Comedia”, donde se
vuelve a afirmar poéticamente la necesidad de la monarquía y donde se señala
como causa de la perversión de la sociedad la confusión de los dos poderes: el es-
piritual y el temporal.

El pensamiento político medieval se dividía, en tiempos de Dante, en las dos


grandes corrientes de la teoría teocrática y de la oposición antiteocrática. A la
primera pertenecían Bonifacio VIII, con su bulas “Unam Sanctam” y “Ausculta fili”,
en las que domina el principio del “constituit nos Deus super reges et regna”, y una
serie de escritores que va desde Jacopo da Viterbo a Egidio Colonna, con sus dos
obras “De regimine principium” y “De ecelesiastica potestate”. La segunda se
diferenciaba en dos corrientes: oposición de carácter estrictamente nacionalista
(Felipe el Hermoso) y concepción imperial de Dante. Dentro del cuadro de la
especulación política de la época, el pensamiento de Dante se apoya en dos
concepciones hasta entonces inconciliables: por una parte, en el pensamiento de
Aristóteles y de su intérprete Tomas de Aquino, para demostrar el principio de la
naturalidad de la vida política y la consiguiente necesidad de coordinar las
tendencias individuales en una jerarquía comunitaria regida por el Estado,
entendido, a la manera tomista, como Civitas y Regnum; por otra, en la más
antigua especulación patrística, que sostenía que la monarquía universal es la
necesaria encarnación de ese orden divinamente preestablecido, capaz de poner
remedio a la naturaleza intrínseca del Estado, sentido en forma negativa y
pesimista como obra del pecado. El “De Monarchia” representa, pues, el esfuerzo
armonizador de estos dos principios, aunque pone el acento en el providencialismo
del poder político y en la concepción de la historia como grandioso trasfondo de la
misión imperial de Roma.

El tratado de Dante, públicamente quemado en 1329 por el cardenal laegado


Bertrando del Poggetto, tuvo amplia difusión en el siglo XV gracias a la traducción
de Marsilio Ficino y aun más después de su edición impresa, que apareció en
Basilea en 1559.

Las Epístolas y las Eglogas

Las Epístolas latinas de Dante poco agregan a la inteligencia de su pen-


samiento y su vida, pues se amoldan a la forma habitual de los epístolarios
medievales, según los criterios preestablecidos por el “Artes dictandi”, con su latín
curial y escolástico rebuscadamente solemne. Entre las que llegaron hasta nosotros
(dirigidas a amigos como Cino de Pistoia y el desconocido florentino que exhortaba
al poeta a aceptar las indignas condiciones de la repatriación) o protectores (Guido
da Polenta, Morcello Malaspina, Cangrande della Scala) se destacan aquellas en que
domina el entusiasmo por la empresa de Enrique VII en Italia, donde el fervor o la
indignación del poeta logran quebrar, por momentos, el lenguaje convencional en
las apasionadas invocaciones y furiosas invectivas que nos evocan el tono profético
y la majestuosa grandeza espiritual del poeta de la “Divina Comedia”. Resulta
interesante para la comprensión del Poema, según el esquema retórico de la época,
la carta a Cangrande, en la que Dante dedica al señor de Verona su Paraíso, comen-
tando los primeros versos.
En las dos “Eglogas” latinas Dante vuelve a tomar con exquisita intuición
artística la tradición de la poesía pastoril virgiliana, entre veladas alusiones
autobiográficas, que nos evocanun cuadro a veces idílicamente sereno, otras
vivamente dramático, mediante hexámetros perfectos y en un latín mucho más
clásico que el de sus obras en prosa.

La “Quaestio de acqua et terra”

Se trata de una breve disertación desarrollada en presencia del clero, en la


iglesia de Santa Elena de Verona, el 20 de enero de 1320. Mediante complicadas
argumentaciones físicoastronómicas, Dante quiso demostrar que en ningún punto
de su natural circunferencia el agua es más alta que la tierra, refutando
enérgicamente las tesis de sus opositores. La obrita, completamente adherente a
las doctrinas de su época, no posee ni científica ni artísticamente mayor valor, pero
ayuda a comprender la notable cultura del poeta también en este terreno, que
tanta importancia adquiere en la construcción cosmográfica de la Comedia.

La Divina Comedia

Esta titánica demostración del ingenio, la fe y el arte humanos es un poema


en tercetos encadenados compuesto de tres cánticos: Infierno, Purgatorio y Paraíso.
Su proyecto se remonta a los años siguientes a la muerte de Beatriz (1290), y los
primeros dos cánticos fueron escritos entre 1307 ó 1308 y el año de la muerte de
Enrique VII de Luxemburgo (1313), aproximadamente. La totalidad de la obra,
incluyendo varias corecciones y retoques de lo ya hecho, fue acabada poco antes
de la muerte del poeta (1321).

Dos veces designa Dante a su obra con el nombre de Comedia (Infierno, XVI,
128 y XXI, 2). En otro pasaje la llama “sagrado poema” (Paraíso, XXIII, 62), y poco
más adelante (Paraíso, XXV, 1) “poema sacro”. Boccaccio la llamó “divina”, pero,
recién una edición veneciana de 1555, para afirmar a la vez su carácter sacro y su
perfección artística, llevaba el título de “Divina Comedia”, que nunca más fue
abandonado, especialmente después de la edición de la Academia de la Crusca, de
1595.

En la epístola dirigida a Cangrande della Scala, el poeta declara haberla


llamado comedia porque tiene, al igual que la acción dramática homónima, un
comienzo turbio y agitado (Infierno) y un final sereno y tranquilo (Paraíso), y porque
la lengua empleada en ella es el vulgar y no el latín, más apto para la tragedia.

La acción imaginaria

En la noche que va del jueves a viernes santo (7 y 8 de abril de 1300 año del
Jubileo convocado por Bonifacio VIII), Dante imagina hallarse en una selva oscura y
horrorosa sin saber cómo ha llegado allí, pues perdió el derecho camino en un
estado de inconsciente somnolencia. Hacia el amanecer del viernes, alcanza el pie
de un alto cerro, cuya cima iluminan los rayos del sol. Pero cuando emprende la
marcha ascendente, tres fieras, una pantera, un león y una loba, le cierran el
camino. Ya retrocede desesperanzado, cuando de pronto se le aparece la sombra
del poeta latino Virgilio, su autor preferido, el exaltador de Roma y del Imperio
(Eneida) y compositor de la Egloga IV, en la que el Medioevo vislumbró una
inconsciente profecía de la venida de Cristo (Purgatorio. XXII, 67). Virgilio ha sido
enviado por Beatriz, quien, en un acto de amor, ha descendido del Paraíso hasta el
Limbo, morada ultraterrena de los paganos virtuosos, para encomendarle la
protección y guía del extraviado Dante. Este, para salvarse, deberá recorrer,
observando y meditando, el triple reino de la condenación eterna, de la temporánea
expiación y de la eterna bienaventuranza. En efecto, el poeta realiza el místico viaje
entre el anochecer del viernes 8 de abril y el del siguiente viernes 14. A través de
todo el Infierno y hasta el último trecho del Purgatorio lo guía Virgilio. Más allá no
puede seguir el virtuoso pero pagano cantor de Eneas, por lo cual le sucede la
propia Beatriz. Aparece ésta de improviso sobre un carro que forma parte de un
cortejo alegórico, rodeada por un coro de ángeles que derraman flores alrededor.
Severa en el primer encuentro, reprocha al poeta por los pecados en que incurrió
después de su muerte y lo obliga a confesarlos entre lágrimas. Luego un ángel lo
purifica sumergiéndolo en los ríos Leteo, que otorga el olvido del mal y Eunoé, que
dispone hacia el bien. Ya purificado, Dante vuela con Beatriz de Cielo en Cielo.
Cuando alcanzan la Corte Celestial, ella vuelve a ocupar su sitio entre los más
cercanos al Señor, y es el anciano San Bernardo quien sigue acompañando al poeta
y que, por mediación de la Virgen, obtiene para él la gracia de contemplar y
comprender a Dios uno y trino.

Los "precursores"

La literatura cristiana medieval abunda en fantásticas descripciones de


ultratumba, como la Visión de San Pablo, la de Alberico, el Pozo de San Patricio, la
Navegación de San Brandano y las rústicas rapsodias populares “De Babylonia
civitate infernali” y “De Ierusalem caelesti” de fray Giacomino da Verona (s. XIII).
Dante adopta nuevamente la forma de la “visión” o del “viaje al otro mundo”
porque le consiente contraponer a la existencia terrena, dominada por la injusticia,
el desorden y la volubilidad, la otra, ordenada según justicia y armonía, y porque le
permite, al igual que el empleo del vulgar, llegar a la sensibilidad de la mayoría, en
consonancia con el apostolado moral y religioso que se había propuesto. Pero, si,
bien apela a esta forma cara a la fantasía popular, la desarrolla con una
profundidad, una variedad y una armonía totalmente nuevas. La mayoría de las
rústicas descripciones precedentes -casi todas anónimas- sólo pretendían espantar
o aleccionar con un muestrario realista de castigos y premios, mentes ingenuas y
primitivas. Dante, por el contrario, introduce en el triple reino de los muertos un
profundo sentido espiritual, junto con un fervor combatiente que se fortalece con la
directa contemplación de la eternidad para regresar luego a este mundo y proseguir
la lucha contra la injusticia y la maldad. En ello reside la modernidad de Dante y por
ello la Comedia no es una obra más de la resignada ascética medieval, sino el
poema de la religiosidad heroica.

En cuanto a las reminiscencias clásicas y en especial el descenso de Eneas a


los Infiernos (Eneida, VI), Dante las utiliza sobre todo para poblar el poema de
figuras mitológicas convertidas en demonios (Minos, Cerbero, las Arpías, Gerión,
Medusa) o para ilustrar actitudes humanas fundamentales (Capaneo, Ulises) y para
formular una vez más y poéticamente el mito político de la Monarquía Universal.

Idea general de los tres reinos


La geografía medieval dividía el globo en hemisferio de las tierras y hernis-
ferio de las aguas. La astrología -según el sistema tolemaico- situaba a la Tierra
inmóvil en el centro del Universo, mientras que alrededor de ella giraban siete
planetas: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, en siete Cielos
(órbitas) concéntricos de creciente amplitud, además del Cielo de las Estrellas Fijas
y el Primer Móvil, fuente del movimiento universal. En el centro del hemisferio de
las tierras, cerca de Jerusalén, Dante imagina la boca del Infierno. Es éste un
enorme abismo que alcanza el centro del planeta y que afecta la forma de nueve
conos truncos, con la base menor hacia abajo, los cuales dan lugar a nueve terrazas
concéntricas. Es la vorágine que se abrió para recibir a Lucifer en su caída, cuando
fue arrojado del Cielo.

En el centro del hemisferio de las aguas sitúa Dante una isla solitaria, en la
que se yergue la montaña del Purgatorio. Esta tiene la misma forma del Infierno,
pero emergente. Está dividida en dos secciones preparatorias y siete terrazas
ascendentes, y está formada por la tierra que se abalanzó fuera del Infierno por el
horror del contacto con Lucifer, que se hundía por el lado opuesto. En su cima
boscosa reside el Paraíso Terrestre.

Los nueve Cielos concéntricos que giran en torno a la Tierra con diversa
velocidad y perfecta armonía, forman el Paraíso, junto con el Empíreo, Cielo inmóvil,
donde los bienaventurados dibujan una cándida y luminosa rosa alrededor de la
Santísima Trinidad.

El Infierno y la condenación

El reino de los condenados está dividido en anteinfierno, bajo y alto (o sea,


profundo) infierno. Es éste la “ciudad de Dite”, provista de altos muros y torres, y
defendida por un ejército de demonios. La división fundamental de los pecados se
conforma con la doctrina aristotélica aceptada por Santo Tomás. A través de las
nueve terrazas del Infierno propiamente dicho, se ordenan tres grandes categorías
de culpas, de acuerdo con su motivación: incontinencia, o sea incapacidad de frenar
los instintos con la razón; malicia por bestialidad, es decir violencia, y malicia por
engaño, que es fraude y traición. La primera categoría es menos grave; gravísima,
la tercera, porque emplea pecaminosamente la razón, don divino para la
consecución del Bien. Por eso los incontinentes están fuera de Dite y los maliciosos
dentro. Quedan excluidos de esta partición aquellos que no gozaron de la gracia de
Dios por no estar bautizados (los justos del paganismo y los niños), quienes residen
en el Limbo, y aquellos que no aceptaron esa gracia (los heréticos), que habitan las
cercanías de los muros de Dite.

La violencia es tripartita, según se ejerza contra el prójimo, contra sí mismo o


contra Dios. El fraude bipartito, según falte o esté presente el abuso de confianza,
lo cual nos da a los simples fraudulentos (Malébolge) y a los traidores (Cócito).

El Purgatorio y la expiación

Mientras que en el Infierno se castiga al pecador jamás arrepentido, en el


Purgatorio el perdón, previamente concedido en virtud del arrepentimiento, se
convierte en liberación del hábito y de las huellas del mal mediante castigos
temporáneos y ejercicios espirituales, a los que cooperan las plegarias de los
vivientes. Más se asciende, menores son las culpas, que también están repartidas
en tres categorías, según hayan sido motivadas por amor desviado hacia malos
fines, amor poco vigoroso hacia el bien celeste o demasiado fuerte hacia los bienes
terrenales. Las almas llegan a la isla de la expiación sobre una ágil barca guiada por
un ángel, que las recoge en la desembocadura del Tíber, río de Roma, alma
universal del Imperio cristiano. En el antepurgatorio deambulan durante cierto
tiempo las almas que no pueden iniciar de inmediato la escala de purificación. Son
las de quienes murieron en contumacia de la Iglesia (descomulgados) y de aquellos
que por negligencia tardaron en arrepentirse.

Así como el poeta pasa del anteinfierno al infierno durante el sueño (no se
entiende claramente cómo), del mismo modo pasa del antepurgatorio al purgatorio
llevado en vuelo por Santa Lucía, mientras duerme. En la puerta del reino de la
penitencia, un ángel le graba sobre la frente con la punta de su espada siete P, que
corresponden a las siete llagas espirituales de los pecados capitales. Se las
cancelará una por una con un toque de su ala cada ángel guardián de las distintas
etapas ascendentes, como señal de la purificación obtenida en la anterior. La última
P -la de la injuria- desaparece cuando el poeta cruza las llamas de la séptima te-
rraza.

El Paraíso y la beatitud

En el Paraíso, el Empíreo es la única y verdadera sede de los bienaventu-


rados. Pero para que el ingenio humano del poeta comprenda en forma sensible los
diversos méritos, se le muestran las almas poblando los primero siete Cielos, luego
el Triunfo de Cristo y la Coronación de la Virgen, en el octavo (Estrellas Fijas) y
finalmente, en el noveno (Primer Móvil), las Jerarquías Angélicas y la Unidad y
Trinidad de Dios. Cada Cielo es movido por un orden angélico, según la jerarquía
teológica, e influye sobre las ciraturas de la Tierra, de acuerdo con la ciencia as-
trológica. A cada uno de los diez Cielos, incluyendo el Empíreo, corresponde una de
las diez disciplinas del saber medieval, ordenadas según las particiones del Trivium,
del Quadrivium y de la Filosofía.

La simetría

La arquitectura de los tres reinos responde a un ordenamiento simétríco en el


que dominan los números 3 y 9 (simbólicamente conectados con la Trinidad) y el
10, símbolo de la perfección de origen pitagórico (Convivio, 11, 15): tres son los
cánticos; el metro es el terceto encadenado; cada reino es tripartito en su división
fundamental; los cantos de cada cántico son treintitrés (el primero del Infierno debe
considerarse como una introducción general) y por lo tanto el número total de los
cantos propiamente dichos es de noventa y nueve, mientras que el total del Poema
consta de cien (cuadrado de diez). El Infierno está dividido en diez partes (una
oscura campiña y nueve círculos), en diez el Purgatorio (campiña, cuesta, siete
terrazas y Paraíso Terrenal), y en diez el Paraíso (los nueve cielos y el Empíreo).
Sobre el mismo eje se hallan Dios, en el centro del Empíreo, Lucifer, en el centro de
la Tierra, el árbol del Bien y del Mal, en el centro del Paraíso terrenal, Jerusalén, en
el centro del hemisferio de las tierras, etc. La simetría llega a tal punto que el canto
VI del Infierno expone los acontecimientos políticos de Florencia; el VI del Purgatorio
los de Italia, y el VI del Paraíso narra la historia del Imperio: paulatina ampliación de
la perspectiva política a medida que crecen -acercándose a Dios- la potencia
intelectual y el sentimiento de hermandad universal del peregrino.

Los tres cánticos terminan con la palabra “estrellas”, y el número de los


versos de cada una es casi igual. Esta euritmia, este freno del arte a la fantasía que
el poeta se impone a sí mismo y a su obra, constituye la armonía y proporción
formales de la Divina Comedia.

Estado anímico del peregrino a través del viaje

En el Infierno, la encendida pasión del poeta, que se conforma con su entorno,


tiene ocasión de desahogar sus iras y desdenes de hombre embanderado en las
luchas mundanas, como cuando escucha los presagios del florentino Ciaceo sobre la
derrota de los güelfos blancos (VI, 37) o disputa con el gibelino Farinata degli Uberti
acerca de la batalla de Montaperti (X, 22) o cuando se encarniza con el traidor
Bocea degli Abati (XXXII, 97). A veces la piedad vibra en el ánimo de Dante, en los
episodios de Francesca da Rimini (V, 73), Pier della Vigna (XIII, 31) o del conde
Ugolino (XXXIII, l), pero en general lo domina el desprecio por “aquellos que mueren
en la ira de Dios”. Otras veces el rencor por las injustas ofensas recibidas en el
mundo lo vuelve casi feroz, como cuando se deleita al presenciar y propiciar el
tormento de Filippo Argenti (VIII, 31) o condena proféticamente a Bonifacio VIII,
todavía vivo, a la eterna pena prevista para los papas simoníacos (XIX, 76).

En el Purgatorio, el poeta-protagonista participa en mayor medida de la vida


espiritual de las almas. El dolor que corrige sin exasperar y encamina hacia la
excelsa meta, lo inclina a esas meditaciones filosóficas que se multiplicarán en el
Paraíso, hasta prevalecer sobre la acción dramática. Además, no es un simple
visitante, sino que allí comienza su propia expiación, y así lo demuestran las siete P
y su pasaje entre las llamas de los lujuriosos.

En el Paraíso, Dante contempla conmovido el confortante espectáculo del


premio de los justos, quienes más padecieron la maldad del mundo. Los espíritus de
los elegidos de todos los tiempos lo acogen fraternalmente y su ser, volando de
cielo en cielo, se libera paulatinamente de las falacias humanas. Así, cuando su
antepasado, el mártir Cacciaguida, le confirma la profecía del destierro (XVII, 46), el
poeta recibe el duro golpe con noble y calma dignidad y no desea para sus
conciudadanos más que el equitativo castigo por su injusticia. Luego contempla la
Tierra, tan lejana y minúscula, ese “cantero que nos vuelve tan feroces” con un
infinito sentimiento de piedad. Sin embargo, aun entre los fulgores de la beatitud,
no comparte el morboso desprecio de tantos ascetas y no puede ocultar la profunda
nostalgia de la patria. Brota entonces de los versos la ingenua y conmovedora
esperanza en un honroso regreso a su Florencia natal, donde los agradecidos
conciudadanos habrán de ofrecerle la corona poética en el “hermoso” baptisterio de
San Juan, como premio a su talento de artista y a su intachable conducta civil (XXV,
l). Sabemos que ello nunca ocurrió y que Dante hubo de morir en el destierro.

El drama místico

Los tres cánticos constituyen también tres actos de un místico drama que
contiene una gradual revelación, especialmente visible en los tres finales. En el
Infierno, los traidores sepultados en el hielo y los Gigantes encadenados que los
rodean ilustran las extremas consecuencias de la grandeza sólo material. En el
Purgatorio, el encuentro de Dante con Beatriz, que lo reprende duramente por sus
pecados, señala la culminación de la lucha entre el espíritu y la carne, que se
resuelve en las purificadoras lágrimas del poeta. En el Paraíso, la estática visión del
Empíreo marca la meta del alma, que comprende la Verdad eterna y se libera
definitivamente de las falacias terrenas.

Los significados trascendentes

Según la costumbre de la poesía didáctico-alegórica del Medioevo, el viaje


dantesco constituye varios planos de significado. En efecto, la Comedia puede
leerse según los cuatro sentidos que Dante enumera en el Convivio (11, 1) y en la
epístola a Cangrande della Scala: el literal, el alegórico, el moral y el anagógico o
suprasentido. Literalmente narra el viaje que Dante por voluntad de Dios, puede
realizar vivo a través del triple reino de ultratumba, hasta llegar purificado en su
presencia, comprenderlo y salvarse.
Alegóricamente es la historia de su alma, que, nacida para realizar nobles
ideales, pero desviada por las pasiones mundanas, se redime primero con la ayuda
de la Razón Humana (Virgilio) y luego de la Razón Divina (Beatriz), por intercesión
de la Virgen y bajo el amparo de la Gracia Iluminante (Santa Lucía).

Moralmente enseña a los hombres qué fácil es entrar en la vida pecaminosa


(la selva oscura) sin siquiera darse cuenta, pues las pasiones adormecen la
conciencia (la somnolencia del poeta) y qué difícil salir de ella y volver a la vida
virtuosa (el alto cerro) a causa de la resistencia de las pasiones (impedimento de
las tres fieras) y más aún, imposible, sin la trabajosa meditación acerca de la suer te
reservada a las almas según sus culpas y méritos (viaje por los tres reinos), y sin el
largo estudio de las cosas humanas y divinas (guía de Virgilio y de Beatriz).

Anagógicamente, significa las tenebrosas condiciones de la humanidad (la


selva) y la necesidad de salir de ellas bajo la divina protección (las tres mujeres
benditas - Infierno, 11, 14), siguiendo con ordenada disciplina al Imperio, en las
cosas temporales (Virgilio desde la selva al Paraíso terrenal), y a la Iglesia en las
espirituales (Beatriz del Paraíso terrenal al Empíreo), unidos ambos por el bien de
los hombres (diálogo entre Beatriz y Virgilio por la salvación de Dante, Infierno, 11,
52).

La poesía de la Comedia y la grandeza de Dante

De lo anteriormente dicho, cabría deducir que el poema constituye una gran


alegoría, en la que el hombre medieval recorre las distintas fases de ese camino
moral que ha de conducirlo hasta la beatitud eterna, y que su valor, por lo tanto,
reside únicamente debajo del ornato retórico de los versos. Pero el contenido
conceptual y el apostolado ético que implica no habrían sido suficientes para
elaborar la grandeza de la Divina Comedia. En cambio, todas aquellas elevadas
meditaciones han dado forma y tangibilidad a una miríada de imágenes y, como
sentimiento del mundo, se han convertido en su alma secreta. El Poema ha
transferido sobre un escenario dramático todas las experiencias de Dante, de modo
que frente al lector surgen y se imponen a su atención y sensibilidad no conceptos,
sino figuras. Ciertamente el poeta, concentrado en su misión providencial y ligado a
las doctrinas medievales, concibió que el valor de su obra residía esencialmente en
el mensaje moral y religioso en él contenido, y con esa convicción se la leyó e
interpretó en un principio. Sin embargo, quien hoy sigue al peregrino a lo largo de
su viaje, no busca ya las enseñanzas éticas o las elevadas verdades que encierra la
Comedia, sino que contempla admirado las soberbias figuraciones nacidas de la
fantasía de Dante. Y ello no se debe solamente al hecho de que las concepciones
estéticas de nuestro tiempo han variado fundamentalmente, sino porque ha sido la
poesía la que ha hecho inmortal al Sagrado Poema. Frente a Pier della Vigna, por
mencionar un ejemplo, no pensamos ya en la vileza y el error que implica el
suicidio, sino quedamos atónitos por el poder y el ambiente que lo rodea, y
percibimos agudamente la atmósfera de pesadilla y de tristeza que envuelve la
totalidad del canto. Del mismo modo, a lo largo de los cien cantos de la Divina
Comedia admiramos el relieve individual de los condenados, la coral y suave
melancolía de los penitentes, el regocijo hecho luz y canto de los bienaventurados.
Aun los personajes más evidentemente alegóricos, como Virgilio y Beatriz, poseen
en el poema una vida propia ligada en mayor medida a su existencia terrena o le-
gendaria, tal como se grabó en el ánimo del poeta, que al acto de su significación
trascendente.

El Poema, pues, confirma la grandeza espiritual de Dante y testimonia el


continuo fundirse en él de cielo y tierra, de humano y divino, de particular y de
universal, y revela bajo la forma de eterna poesía una de las más altas cumbres que
jamás haya alcanzado la literatura universal.

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