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La

portentosa imaginación creadora de Michael Moorcock se pone al servicio


en esta novela de un espléndido mundo en el que la bella y poderosa reina
Gloriana, inspirada vagamente en Isabel I, gobierna un vasto imperio que va
de Asia a Virginia. Hija única del despótico y degenerado rey Hern IV, que
tantas cabezas hiciera rodar, Gloriana se esfuerza por gobernar de un modo
justo y razonable, de devolver a sus súbditos el amor que le profesan. Y en
apariencia lo ha conseguido, el reino vive un momento de paz y prosperidad,
pero en sus momentos de soledad Gloriana no puede ocultar la angustia que le
reconcome por dentro: «¡Ah, el anhelo! ¡Metería planetas enteros dentro de
mi útero si pudiera llenar este vacío que siento! Esta tortura es demasiado
horrible, pero podría soportar muchas otras con tal de no sufrir la que me
aflige. ¿No hay nadie, nada, que pueda sofocar mi necesidad?».
Galardonada con los premios World Fantasy, John W. Campbell y British
Fantasy, esta exuberante obra maestra del erotismo oscuro, absolutamente
inclasificable en géneros literarios conocidos, se presenta ahora al lector
español acompañada, en un apéndice, del final alternativo que escribió
Moorcock, a raíz de la controversia provocada por el desenlace original.

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Michael Moorcock

Gloriana
o la reina insatisfecha

ePub r1.0
Titivillus 01.10.2019

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Título original: Gloriana
Michael Moorcock, 1978
Traducción: Manuel Manzano

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A la memoria de Mervyn Peake

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Capítulo I

Donde se muestra el palacio de la reina Gloriana,


junto con una descripción de algunos de sus habitantes
y un breve relato de ciertas actividades que ocurren en
Londres durante la noche de Fin de Año, al finalizar el
decimosegundo año de reinado de Gloriana.

El palacio es tan extenso como una ciudad grande; a través de los siglos,
edificios anexos, alojamientos, casas de huéspedes y mansiones de señores y
damas en espera han estado unidos por pasajes cubiertos, y estos pasajes han
sido construidos de manera que aquí y allá nos encontramos con pasillos
dentro de otros pasillos, como si fueran distintos conductos dentro de un
túnel; casas en el interior de habitaciones, y éstas dentro de castillos, y éstos
dentro de grutas artificiales, y todo con un techo de azulejos de oro, plata y
platino, mármol y madreperla. El palacio deslumbra a la luz del sol con
cientos de colores, y brilla constantemente a la luz de la luna. Sus muros
parecen ondular y los tejados subir y bajar como una glamorosa marea; sus
torres y minaretes se levantan como si fueran el casco y los mástiles de un
barco hundiéndose y alzándose en las olas.
En el interior de sus muros, pocas veces reina la calma. Hay idas y
venidas de aristócratas con brocados llenos de filigranas, sedas y terciopelo,
cadenas de oro y plata y enaguas de marfil. Capas y colas ondulando a su
paso, a veces llevadas por niños y niñas que casi no pueden caminar por el
peso de los ropajes. Se oye una música delicada y precisa, hecha para ser oída
en más de un lugar a la vez, y nobles y criados parecen moverse al ritmo de la
música. En algunas salas y habitaciones se ensayan obras y mascaradas, en
otras se representan óperas o se pintan retratos, se esbozan murales, se tejen
tapices, se esculpen piedras y hasta se recitan versos. También tienen lugar
cortejos, consumaciones y riñas como los que suelen darse en los confines de

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un universo como éste. Y en los espacios olvidados entre los muros vive
confinada la carroña humana, los moradores de las penumbras: vagabundos,
criados caídos en desgracia, amantes repudiadas, espías, escuderos
condenados al ostracismo, gentes deformes, putas abandonadas, parientes
necios, ermitaños, locos, románticos que aceptarían pasar cualquier tipo de
penuria con tal de estar cerca del origen del poder. Prisioneros fugitivos,
nobles destituidos demasiado avergonzados como para dejarse ver en la
ciudad a los pies del castillo, pretendientes rechazados, amantes asustados,
insolventes, enfermos y envidiosos: todos morando y soñando solos, o en sus
propias sociedades, con sus propios territorios y costumbres bien definidos,
viviendo separados de aquellos que aún gozan de los brillantes e iluminados
salones y pasillos del palacio en sí, casi unos al lado de los otros, pero ya
nunca dando muestras de su existencia.
Por debajo del palacio se extiende la gran ciudad, la capital de un imperio
rico en oro y fama, el hogar de aventureros, mercaderes, poetas, dramaturgos,
magos y alquimistas, ingenieros, científicos, filósofos y artesanos de toda
clase, senadores, estudiantes ya que hay una gran universidad, teólogos y
pintores, piratas, prestamistas, ingenieros de caminos, bailarines y músicos,
astrólogos, arquitectos, herreros, los maestros de las humeantes industrias de
las afueras de la capital de Albión, profetas exiliados de tierras lejanas y
domadores de animales, fuerzas de paz, jueces, físicos, galanes, dandis y
grandes damas y señores. Todos se arremolinan en las cervecerías de la
ciudad, en las tabernas, teatros, óperas, posadas y salas de conciertos.
También en sus foros, vinaterías y lugares de contemplación, paseándose con
fantásticos trajes, resistiéndose al conformismo a toda costa; tanto, que
incluso el ingenio de los granujas de la ciudad es tan afilado como en la mejor
de las conversaciones de un señor rural. El lenguaje vulgar de los árabes
callejeros está tan lleno de metáforas y de referencias cultas que cualquier
poeta antiguo habría dado su alma por poseer la lengua de un aprendiz
londinense. Aun así, es una lengua imposible de traducir, más misteriosa que
el sánscrito, que se actualiza y cambia día a día. Los moralistas desprecian
estos hábitos, esta demanda perpetua de simples novedades vanas, y
argumentan que se avecina la decadencia, resultado inevitable de esta
búsqueda vacía de sensación. Aunque esa demanda de novedad signifique que
los malos artistas sólo produzcan sensaciones frescas pero superficiales,
también hará que los mejores escriban sus obras con un lenguaje vital y
complejo (ya que saben que será entendido), con sucesos melodramáticos y
fantásticos (ya que saben que serán creíbles), con discusiones sobre casi

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cualquier tema (ya que saben que habrá quien les siga); y lo mismo ocurre
con músicos, poetas y filósofos, sin excluir a esos modestos escritores de
prosa que reclamarán legitimidad por lo que todo el mundo sabe que es un
arte bastardo. En resumen, nuestro Londres está vivo a cualquier nivel.
Incluso su chusma, uno puede sospechar, está perfectamente conformada, y
las pulgas disertan con otras pulgas sobre si el número de perros en el
universo es finito o infinito, mientras las ratas discuten de temas tan
profundos como qué fue primero, el pan o el panadero. Y cuando el lenguaje
se enciende, también lo hacen los versos creados para combinar, y los versos,
a su vez, colorean el lenguaje. Grandes escritos son producidos en esta
ciudad, en nombre de la reina, cuyo palacio los contempla desde arriba. Se
organizan exposiciones y se hacen descubrimientos. Los inventores y
exploradores enriquecen el Reino hacia el que fluyen dos ríos gemelos, uno
de conocimiento y uno de oro, y el lago que forman es el sedimento de
Londres, las dos partes mezcladas en perfecta proporción. También hay
conflicto, por supuesto, y crimen: las pasiones son elevadas y embriagadoras,
los crímenes feroces y terribles, ya que los asuntos en juego son de gran
trascendencia. La avaricia es insaciable y la ambición es fe para más de uno:
una droga, una enfermedad, una copa que nunca se agota. Aun así, hay
algunos que han aprendido las virtudes de los nobles, que son ilustrados,
humanos, caritativos y generosos. Viven siendo fieles a la más alta tradición
estoica, manifestando su nobleza y ofreciéndose como ejemplo para sus
compatriotas. Tanto ricos como pobres se burlan de ellos por su gravedad, y
son odiados por su humildad y envidiados por su autosuficiencia. Piedad
grandilocuente le llamarían algunos a su condición, y sí que es cierto para
algunos de ellos, sin humor ni ironía. Esos orgullosos principitos y dueños de
industrias, comerciantes aventureros, sacerdotes y estudiosos siguen un
código, pero aun así son independientes incluso algo excéntricos, aunque
todos sirvan a la nación y al imperio, personificados en la reina, a cualquier
precio, incluso, si la necesidad apremia, con sus vidas, ya que el Estado es un
todo y la reina es justa. Esos hombres y mujeres jamás se atreverían a
transgredir los intereses del Estado por una cuestión de conciencia personal:
las necesidades del Reino están por encima de su propio código de honor.
No ha sido siempre así en Albión. Pero nunca ha sido tan cierto como en
el reinado de Gloriana. Para esa gente que con sus esfuerzos ha mantenido el
equilibrio de esta vasta Commonwealth, asegurando su estabilidad, sólo hay
un factor que mantiene este balance, y es la propia reina.

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El círculo del tiempo ha girado de la Edad de Oro a la Edad de Plata, de la
del Metal a la del Hierro, y ahora, con Gloriana, ha retornado a la Edad de
Oro.
Gloriana I, Reina de Albión, Emperatriz de Asia y Virginia, es una
soberana querida y venerada como una diosa por miles de súbditos, admirada
y respetada por millones de personas en todo el mundo. Para los teólogos,
excepto para los más radicales, ella es la única representante de los Dioses en
la tierra; para los políticos, es la personificación del Estado, para los poetas es
Juno, para el pueblo llano representa a la Madre. Santos y villanos coinciden
en su amor por ella. Si se ríe, el reino se ríe con ella; si llora, el reino se hunde
en el duelo; si tiene alguna necesidad, cientos se pondrán a su disposición
para satisfacerla; si se enfada, habrá decenas que se vengarán del objeto de su
enojo. Y con ello la reina se ha visto obligada a cargar con una
responsabilidad casi insostenible: tiene que ser diplomática en todos los
ámbitos de su vida, sin revelar sus emociones ni expresar necesidades, y tratar
con justicia a todos los solicitantes. En su Reino nunca ha habido una
ejecución o encarcelamiento arbitrario. Los funcionarios públicos corruptos
han sido perseguidos con saña y obligados a renunciar a sus cargos; las Cortes
y Tribunales reparten justicia con igualdad entre ricos y pobres. Aquellos que
parecían haber faltado a la Ley, son puestos en libertad si las circunstancias
demuestran su inocencia, por eso se dice que la Ley del Precedente ha sido
efectivamente abolida. En la ciudad y en el campo, en pueblos y factorías, en
la capital y en las colonias, el equilibrio se mantiene a través de la persona de
esta noble y benévola reina.
La reina Gloriana, única hija del rey Hern VI (déspota y degenerado,
traidor del Estado y de su confianza: su mano hizo caer cientos de miles de
cabezas, asesino impropio de su condición), de la antigua sangre de Eficleos y
Brutus, que destituyó a Gogmagog, es muy consciente del amor que sus
súbditos le profesan, y se lo devuelve con creces. Aun así, este amor tan dado
como recibido es una carga, una carga tan inmensa que apenas puede
sobrellevar, una carga que se podría creer que es la máxima causa de su
enorme angustia personal. Aun así, el Reino es consciente de esta angustia; se
comenta y discute tanto en grandes casas como en ínfimas posadas, en casas
de campo y en seminarios, y los poetas se refieren a ella vagamente, sin
malicia, y sus enemigos extranjeros se preguntan cómo pueden usarlo en
beneficio propio. Los viejos chismosos lo llaman «La Maldición de Su
Majestad», y algunos metafísicos reivindican que la maldición que pesa sobre
la reina es representativa de la maldición que pesa sobre toda la Humanidad

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(o quizá, específicamente, sobre las gentes de Albión, si se quieren apuntar un
tanto en el condado).
Día tras día, la reina Gloriana, con su belleza y dignidad, su sabiduría y
poder, se encarga de los negocios de Estado según los más altos ideales de la
Caballería. Noche tras noche, busca esa lúbrica satisfacción, ese abandono
final, esa liberación que a veces casi consigue pero que siempre acaba
dejándola de nuevo al borde de la culminación, sin alcanzarla nunca.
Abandonada a la agonía de la frustración, de la miseria, del desprecio por su
persona, de la conciencia y de la confusión. Y día tras día se levanta,
sobrellevando todo su dolor para seguir con sus obligaciones: leer, firmar,
conferir, disertar, recibir emisarios, demandantes, botar y bautizar nuevos
barcos, inaugurar monumentos y edificios, atender a actos y ceremonias, y
mostrarse delante de su gente como el auténtico símbolo de la seguridad del
Reino. Y por la noche tiene que ser la perfecta anfitriona para sus huéspedes,
conversar con sus cortesanos, parientes y amigos más próximos (incluyendo a
sus nueve hijos) y otra vez a la cama, a su búsqueda, a sus experimentos del
alma. Y cuando, como siempre, éstos acaban en agonía, ella permanece
tumbada, despierta, y a veces expresándola inevitablemente, sin saber que las
cámaras secretas y los pasajes de su vasto palacio atrapan y amplifican su
voz, de manera que se puede oír en casi cada rincón de palacio. Sin saberlo, la
reina comparte su pena y su falta de sueño.
Muchos han intentado deshacer la Maldición que pesa sobre la reina, y
ella les ha animado, nunca ha perdido la esperanza. Fantásticos y
espectaculares remedios se han probado sin éxito; la reina, dicen los rumores,
todavía arde, todavía gime; todavía llora, ya que no consiguen liberarla de su
pesada carga. Ni siquiera los bufones ordinarios de cervecería hacen chistes
sobre el tema. Incluso los más puritanos y los evangelistas más radicales
discuten la moralidad de sus apuros. Hombres y mujeres han muerto de
maneras grotescas (eso sí, sin el conocimiento directo de la reina) por no
atreverse a ironizar sobre el Problema de su monarca.
«¡Ah, el anhelo! ¡Metería planetas enteros dentro de mi útero, si pudieran
llenar este vacío que siento! Esta tortura es demasiado horrible, pero podría
soportar muchas otras con tal de no sufrir la que me aflige. ¿No hay nadie,
nada, que pueda sofocar mi necesidad? Si pudiera conseguir liberarme con la
muerte, me sometería de buen grado a cualquier horror… ¡Aunque esto sería
traición! Somos el Estado, nosotros servimos, servimos… ¡Ay, si tan sólo
hubiera alguien en nuestro Reino capaz de servirnos a nosotros!».

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En su amplio lecho de pieles de marta y castor, con sus dos esposas
desnudas, abrazado a sus sedosas pieles, descansa lord Montfallcon, que
escucha esas palabras que le llegan como susurros y llantos ocasionales,
sabiendo que provienen de los labios de su reina, a un cuarto de milla de
distancia de sus aposentos. Ella es la niña, la esperanza que ha mantenido y
protegido con loco idealismo durante la eufórica tiranía del monstruoso
reinado de su padre. Recuerda todos sus intentos de conseguirle un amante, su
fracaso y su considerable desesperación.
«¡Oh, querida señora! Susurra para que no puedan oírlo sus seres
queridos. ¡Si fueras simplemente mujer y no Albión. Si tu sangre no fuera la
sangre que es!». Y hunde su rostro en las cabelleras de sus mujeres, para no
tener que oír más, para no tener que llorar esta noche, este anciano valiente,
su Canciller Real.
«… Nada puede destruirme. Nada puede devolverme la vida. Ha sido así
durante cien años… Trescientos sesenta y cinco dolorosos días y noches
desperdiciados…».

Merodeando por uno de los secretos túneles que descubrió hace poco en uno
de sus numerosos intentos para robar comida del palacio, Jephraim Tallow,
mendigo y cínico, que tiene como único amigo un gatito blanco y negro al
que lleva siempre en su hombro, se para de golpe, ya que las palabras lejanas
de la reina retumban en sus oídos, en sus huesos y en su estómago.
—¡Maldita perra! Incluso en celo, nunca consigue romper a hervir. Una
noche, lo juro, me colaré en sus habitaciones y la colmaré de atenciones, si no
para su satisfacción al menos para la mía. Puedo oler su sexo desde aquí. Y
ese olor me guiará hasta ella.
El gato, con un breve maullido, intenta recordarle a su amo su misión
inicial, y clava las zarpas en sus delgadas y remendadas ropas. Tallow le echa
una benévola mirada furtiva y se encoge de hombros.
—Pero hay tantos que lo han probado, ¡y de tantas formas! Ella es como
un laberinto explorado una y otra vez, del que nunca se puede encontrar el
centro.
Se deslizan a través de una curva de metal, llegan a un conducto de aire de
piedra que lleva a una alcantarilla en desuso, y que a su vez da a una galería
de vigas oxidadas y tubos goteantes. Se abren paso a través del polvo, con una

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vela casi consumida, y entran por una puertecita a punto de desmoronarse que
parece la entrada a una perrera. Su nariz empieza a percibir olores. Capta un
tufo a carne recién asada. Tallow se relame los labios con avidez, y el gato
empieza a ronronear.
—No debemos andar lejos de la cocina, Tom. —Frunce el ceño y deja que
el gato salte y pase por la puertecita, escabullándose detrás de él hasta que
ambos se detienen ante una celosía de madera tallada, detrás de la cual se ve
luz. Tallow mira por una de las rendijas. Están en una de las grandes
habitaciones públicas del palacio. El fuego se está extinguiendo en la
chimenea al otro lado de la estancia. Hay una larga mesa con los restos del
banquete esparcidos, y algunos de los comensales tumbados encima o
alrededor de ella. Esta noche se ha servido ternera y cordero, y aves, y pan y
vino. Tallow comprueba el panel, que reverbera al tacto. Busca algún cierre,
pero está fijado con clavos. Con su pequeño cuchillo, que lleva atado al cuello
con una cuerda, intenta levantar uno de los bordes, hasta que se astilla. Lo
pasa por todo el panel, hasta que se suelta. Finalmente, coge el enrejado con
los dedos mientras empuja con la mano libre, de manera que la celosía cede
del todo. La saca y la coloca cuidadosamente tras él, y después mira hacia
abajo. Hay un buen salto hasta el suelo, pero parece que no hay manera de
volver atrás, excepto moviendo algún mueble, lo que dejaría al descubierto su
entrada secreta. El gato, desdeñando las precauciones de su amo y emitiendo
unos ruiditos a medio camino entre el ronroneo y el gruñido, salta sin
pensarlo del escondite a la larga mesa. Su mente ha decidido por él, así que
Tallow se balancea, se agarra al borde y se deja caer, yendo a parar encima de
un banco que no había visto desde arriba y golpeándose la espinilla. Suelta
una maldición, mientras esconde de nuevo el cuchillo dentro de su camisa. El
gato ya está dando dentelladas a un pedazo de pavo asado. Hacía frío en los
túneles, y Tallow sólo se da cuenta de su malestar cuando nota el calor del
fuego. Se sirve un buen trozo de ternera y se lo lleva a una silla que había ante
la chimenea, donde se sienta y empieza a masticar con un ojo clavado en los
huéspedes durmientes; artistas, en su mayoría, que se han divertido
demasiado. De repente, una luz cae sobre los durmientes, y Jephraim se
asusta, hasta que se da cuenta de que es la luna, que ha aparecido a través de
una de las ventanas del techo. En sus dominios, no está acostumbrado a las
ventanas. Entra un rayo de luna. Payasos blancos y arlequines con sus trajes
de rombos descansan bajo este manto de plata, como si fueran gansos muertos
en la nieve. Sus disfraces están manchados de vino, que se torna del negro al
rojo a medida que crece la intensidad de la luz de la luna. Sus empolvadas y

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enmascaradas cabezas están inclinadas, en su mayoría, en una mala posición,
reposando en sus brazos extendidos: sus bocas carmesíes permanecen
semiabiertas y sus cejas pintadas se han despintado aquí y allá. Tallow
imagina que les han asesinado a todos, y busca armas con la mirada, pero sólo
ve utillaje de bufonada, vejigas hinchadas e incluso un pepino de madera, así
que vuelve a dirigir toda su atención a su trozo de carne. Su estómago
empieza a hincharse, y Tallow suspira, volviendo su sonrosada cara cubierta
de grasa hacia el fuego, relamiendo el sabroso jugo de la ternera de sus labios
curvados (esa sonrisa permanente le ha salvado de más desastres de los que
amenaza poder provocar). El gato es el primero en mirar hacia arriba, sin
dejar de morder un ala asada, y enseguida Jephraim oye el ruido de pasos que
ha alertado a su pequeño amigo. Se apresura a agarrar una de las botellas de
vino, que es demasiado ligera. La cambia por otra más llena y echa un vistazo
hacia el agujero de la celosía por donde ha entrado. Se da cuenta de que no
puede salir sin abandonar comida y bebida, por lo que decide meterse debajo
de la mesa, molestando a un estrafalario gruñón, con su amplia túnica llena de
agrio vómito, y que tiene la mano izquierda enterrada en las ropas de una
ambigua Isabella que huele demasiado a violetas. Se cruza de piernas detrás
de sus nuevos compañeros de fatigas y observa la lejana puerta, por la que
aparece arrastrando tristemente los pies alguien a quien reconoce. Nadie más
podría llevar una armadura tan bellamente ornada y tan inútil a estas horas de
la noche sin algún tipo de ceremonia que la exija. Se trata de sir Tancred
Belforest, el Defensor de la Reina, más miserable que nunca, tan frustrado
como la reina a la que sirve, ya que ésta le ha hecho jurar que no derramará
sangre ni en su nombre ni en el de la Caballería. Sir Tancred se detiene y
examina la habitación. Se dirige hacia el espejo, que refleja el fuego. Sus
largos bigotes parecen mustios, e intenta volverlos a rizar con sus dedos, que
sobresalen extrañamente desnudos de la masa de metal que recubre el resto de
su cuerpo. Tiene éxito, pero no del todo. Suspira, golpea la mesa y se sirve un
vaso de vino, o eso supone Jephraim. Mientras estudia las doradas rodillas del
noble caballero, Jephraim levanta su botella y bebe un par de tragos
acompañando secretamente a sir Tancred. La puerta cruje, y Tallow estira el
cuello; ve primero un candelabro, centelleando alegremente, y detrás la
sombra de una joven que lo sostiene. Lleva una gruesa bata encima de una
ligera camisa de dormir. Su cara permanece en la sombra, pero parece suave y
joven. Una gran mata de pelo rojo oscuro cae sobre sus pechos. De la boca de
esta joven sale un fuerte e impaciente susurro.

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—Eres demasiado inteligente, lord Tancred, para replegarte en este
estúpido enojo.
Sir Tancred suelta una lindeza mientras se encara con ella.
—Me culpáis, pero habéis sido vos, lady Mary, quien ha rechazado mi
abrazo.
—Más que nada temía clavarme alguno de vuestros ornamentos, y sólo
sugerí que os quitarais la armadura antes de tomarme en vuestros brazos. Nos
os rechazo a vos, Tancred querido, sino a la coraza que os envuelve.
—Esta armadura es el símbolo de mi persona. Es tan parte de mí como mi
alma, y expone la naturaleza de ésta.
Lady Mary (Tallow supone que es la más joven de las chicas Perrott)
cruza la habitación, y Tallow siente su calidez mientras se acerca hasta sir
Tancred. Tallow empieza a sentir deseo por ella, a urdir, un poco sin
esperanzas, un plan para hacerle el amor.
—Vuelve conmigo, Tancred. Ha pasado el Antiguo Año, y juré que no
pasaría sin que nosotros compartiéramos un momento íntimo. No podemos
permitir que empiece el Año Nuevo sin una resolución apropiada.
El hombre estrafalario que duerme junto a Tallow gruñe y se revuelve. Un
poco más de vómito escapa de su boca. Tose, ensuciándose de nuevo la
túnica. Sigue agarrado fuertemente a algo por debajo de las ropas de su
Isabella, y empieza a roncar fuertemente, satisfecho, inquietando a los
amantes.
—¡Oh, Dios mío! —murmura la joven Mary Perrott en un gritito.
—¡Oh, Dios, sí! —replica Tallow quedamente.
Mary agarra de la mano a Tancred.
Sin poder resistirse, Tallow estira el brazo del estrafalario de debajo de la
mesa, y lo alarga hacia el pie de sir Tancred, entorpeciendo su marcha para
retrasarle. Sir Tancred se sorprende y se suelta enseguida, metiendo los
inertes dedos del estrafalario otra vez debajo de la mesa de un metálico
puntapié. Tallow ha hecho todo lo que cree que está a su alcance para
detenerlos, y observa tristemente cómo se alejan los amantes, susurrando y
riendo, hacia los aposentos de lady Mary.
Feliz de liberarse por fin de la vecindad del tipo estrafalario, Tallow sale
de debajo de la mesa, encuentra un corcho con el que sellar su botella y se la
coloca en el cinturón. Silba suavemente llamando a Tom, lanza al gato con
precisión a través de la trampilla y se pone de puntillas encima del mismo
banco con el que se había lastimado antes, para impulsarse hacia arriba hasta
llegar nuevamente a su pasadizo secreto. Pone la trampilla de nuevo como

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puede, y ya siente el frío que acaricia su nuca desde los túneles; se arrepiente
de haber dejado tan pronto el calor del fuego, suspira y empieza a escabullirse
hacia delante.
—Ya ves, Tom, es la noche de Fin de Año lo que acabamos de celebrar.
—Pero Tom sale a la carrera detrás de una rata y ni siquiera parece haber oído
a su amo. Mientras Tallow se arrastra detrás del entusiasta animal, oye a
través del panel un agudo aullido aflautado.
Maese Ernest Wheldrake ha estado todo ese tiempo en un rincón del
salón. Ha visto a Tallow ir y venir y también ha oído a los amantes, pero está
demasiado borracho como para moverse. Ahora, el poeta se levanta, busca la
capa que se había quitado al llegar, busca la libreta donde ha empezado a
escribir sus versos y, sin darse cuenta, pisa los dedos del tipo estrafalario, que
él toma por una rata. En un gesto familiar, tira de una trenza de su casi
escarlata cabellera y se lamenta:
—¿Por qué siempre lo tengo que destruir todo?
Abandona la sala en busca de tinta. Por ese motivo había abandonado sus
aposentos, algunas millas más allá de la sala, cuando estaba escribiendo un
soneto acusatorio a la joven que le acababa de romper el corazón por la
mañana, y de cuyo nombre no podía acordarse. Deambula por los largos
corredores iluminados por lámparas, como una grulla de penacho dorado
moviéndose por aguas poco profundas, buscando peces. Con los brazos
rígidos a los lados, como alas almidonadas, y la pluma detrás de la oreja, el
libro en un bolsón atado a la cintura y los ojos clavados en el suelo, murmura
fragmentos de aliteraciones: «La dulce Sarah sentada sobre el paso estrellado
(…). Orgullosa Pamela, que has atravesado el corazón de este pobre labrador
(…). Daphne declaró una fatalidad ese día (…), en un esfuerzo por recordar el
nombre de la criada que le ha ofendido». Da un par de tumbos y se encuentra
frente a una puerta exterior. Un cansado hombre de armas le da la bienvenida.
Él le hace señas para que le abra la puerta.
—Está nevando, señor —comenta el guardia amablemente,
estremeciéndose entre sus pieles para dar énfasis a su afirmación. Puede que
sea la noche más fría de este invierno, y parece que hasta el río se va a
congelar.
Maese Wheldrake señala la puerta de nuevo, gravemente, y añade:
—La temperatura es simplemente un estado mental. La rabia y otras
pasiones me calentarán. Pienso bajar al pueblo.
El guardia se quita la capa y cubre con ella al diminuto poeta.

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—Señor, llevad esto con vos, os lo pido, o al amanecer os habréis
convertido en una estatua más del jardín.
Wheldrake se pone sentimental.
—Eres de cepa noble, un valiente y audaz oso de Albión, lo mejor de la
valerosa rama de los Boudica, un guerrero cuyas gestas proporcionarán más
fama que cualquiera de las líneas que Wheldrake pueda escribir. Te lo
agradezco, amigo, y te brindo una calurosa despedida. —Tras lo cual
atraviesa la puerta hacia la nieve, y camina por el sendero que lleva hacia las
pocas luces que permanecen encendidas en el Londres dormido.
El guardia se envuelve con sus brazos durante unos segundos, viendo al
poeta desaparecer, y luego cierra la puerta con un fuerte golpe,
arrepintiéndose de su generosidad, que sabe que no será recordada cuando la
mañana llegue. Aun así, está orgulloso de haber hecho una buena acción tan
temprano en el nuevo año. Una acción que, llevado por la superstición,
considera que le reportará un poco de buena suerte.
El azaroso rumbo de maese Wheldrake le lleva, por entre bancos de nieve,
a través de un estanque congelado; y allí cruza una puerta del muro hacia los
suburbios de la ciudad, donde la capa de nieve todavía no es muy gruesa.
Toma un camino conocido, por instinto más que por juicio, que le lleva hasta
las puertas cerradas de un destartalado edificio, con un arbusto atado a un
mástil y un cartel en la puerta que indica la taberna Seahorse. Ve luz detrás de
las ventanas cerradas y oye ruido detrás de la puerta, y eso le dice a maese
Wheldrake que uno de sus sitios favoritos para tomar un trago, a pesar de ser
un tugurio de los más malolientes, le va a dar una cálida bienvenida y le
proveerá del consuelo que tanto necesita. Llama a la puerta, le dejan pasar,
cruza el patio, con sus miles de galerías colindantes en la penumbra, y se
sumerge en el ambiente de olores, estruendo de risotadas, bromas vulgares y
vino malo. Es aquí, en medio de rufianes y prostitutas, en medio de los tipos
resentidos, cínicos, enfermos y desesperados que habitan ese nido de ratas al
otro lado del río, donde el poeta puede liberarse de todos sus pesares. Se
sienta en una banqueta y deja caer la piel del guardia, pide vino a gritos y,
cuando muestra su oro, el vino se materializa en su mano. Las putas
conocidas se acercan a saludarle, rascándole el cuello, amenazándole con
todos esos deseos que tanto anhela; él se resiste, se contiene, bebe. Saluda a
conocidos y a desconocidos con igual buen humor, animando sus chistes, su
descaro, riendo a cada insulto, gritando delicadamente después de cada
pellizco o empujón. Desde que ha entrado en la taberna, el cruel ojo de un
hombre sentado en la galería superior, que comparte una botella con un

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sarraceno de nariz roja, barbudo y pinta de marinero, no ha dejado de
observarle. Está un poco escandalizado por el tratamiento que recibe
Wheldrake de las masas.
El sarraceno se inclina hacia su compañero:
—Me parece que a este caballero le quieren mal.
El otro, con el rostro oculto por oscuros mechones de pelo y por el ala de
un extravagante sombrero tocado con unas plumas de cuervo y envuelto en
una oscura y manchada capa, niega con la cabeza.
—Actúan para él, señor. Os lo aseguro. Así es como se ganan su aprecio y
su oro. Es Wheldrake, un hombre de palacio. Un protegido de la reina, hijo de
algún noble de la familia Sunderland, y el amante de lady Lyst. Desde que
estaba en la universidad de Cambridge que pasa la mayoría de su tiempo en
tabernas como ésta.
—¿Le conocéis desde entonces?
—Sí, aunque él a mí todavía no me conoce.
—¡Oh, vamos, capitán Quire! —ríe el sarraceno. Está borracho, porque no
acostumbra a beber vino. Es un joven y guapo mercader, un lord menor de
Arabia, la más ambiciosa de las tierras bajo la protección de la reina. Sin duda
se siente halagado por el hecho de que el capitán Harturas Quire haya
entablado amistad con él. Quire conoce bien Londres, y sabe dónde encontrar
diversión en la ciudad. El sarraceno medio sospecha que el capitán Quire le
ha echado el ojo a su cartera, pero como lleva poco dinero, piensa que incluso
se lo merece por la diversión que le ha proporcionado hasta ahora. El
sarraceno le mira con el ceño fruncido.
—¿Os atreveríais a robarme, Quire?
—¿A robaros qué, mi señor?
—El oro, por supuesto.
—No soy un ladrón. —La voz del capitán Quire suena fría, y parece más
aburrida que ofendida.
El sarraceno levanta su copa de vino mientras observa con curiosidad
cómo dos de las prostitutas guían a maese Wheldrake escaleras arriba,
alrededor de la galería, adentrándose en uno de los pasadizos.
—Arabia va reuniendo poder día tras día —el joven volvía a mirar ahora
al capitán—. Sería astuto tantear a los mercaderes y considerar ventajosas
alianzas comerciales. Nuestra flota domina Asia, y es la segunda después de
la de Albión.
Quire le lanza una mirada, buscando ironía en sus palabras. El joven árabe
le muestra su mano, centelleante de monedas de oro.

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—Hablo de ganancias mutuas, nada más. Es de todos sabido cuánto ama a
la reina Gloriana nuestro joven califa. Su padre nos conquistó, pero ella nos
redimió. Nos devolvió el orgullo. Y estamos agradecidos por ello. Nuestro
interés político pasa por mantener su protección y amistad.
De pronto, se oye un grito proveniente de abajo, y las llamas del fuego
rugen: han arrojado una lámpara a la chimenea. Dos bravucones pelean, con
espada y machete, entre los bancos del local. Uno es alto y flaco y sus ropas
son de terciopelo; el otro es de estatura media y mucho más bueno con la
espada, y por su ropa de cuero y piel, se diría que es un soldado profesional.
El joven árabe se levanta para observar la pelea, pero Quire permanece
sentado, cejijunto, acariciándose la mandíbula, pensando en sus cosas.
Mientras tanto, maese Uttley, el hostelero, sigue con su actividad habitual,
trajinando del sucio suelo a la puerta y viceversa. El dueño del bar tiene la
cara redonda, es un poco gordo, y hay puntos negros debajo de su piel, como
pulpas de higos, que le dan un aspecto de mula de carga. La puerta está
abierta y en la sala empieza a refrescar. Maese Uttley disuelve a la multitud
como un perro guiando a sus ovejas, y abre un pasillo para los dos
contrincantes, que sin darse cuenta se van desplazando hacia la puerta, hasta
que se encuentran fuera, donde se siguen enfrentando, adentrándose en la
noche. Con una media sonrisa, maese Uttley atranca la entrada. Echa un
vistazo al fuego crepitante. Se detiene a recoger platos y jarras de entre los
escombros. Una de sus prostitutas hace ademán de ayudarle, dándole un
golpecito en el hombro. Uttley le pasa una jarra antes de retirarse en silencio a
su cuarto, justo debajo de donde están sentados el capitán Quire y el
sarraceno. El fuego crea largas sombras, y la taberna se queda de repente en
silencio.
—Quizá deberíamos buscar un sitio más cálido —sugiere el joven.
Quire se hunde más en su asiento.
—Esto es suficientemente cálido para mí. ¿Hablabais de ventajas mutuas?
—Imagino que tendréis acciones en barcos, o como mínimo que estáis al
mando de alguno, capitán Quire. Aquí en Londres se puede conseguir
información que a mí me sería negada, pero que por supuesto vos podríais
facilitar…
—Ya veo. Queréis que sea vuestro espía, que me entere de las
expediciones que se preparan para que podáis enviar vuestros propios barcos
antes y haceros con el negocio del rival.
—No pretendía sugerir que fuerais mi espía, capitán.

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—Pero ésta es la palabra exacta, ¿no creéis? —Un momento peligroso.
¿Estaba Quire ofendido?
—De ningún modo. Lo que sugiero es algo que se hace habitualmente.
Vuestra gente lo hace en nuestros puertos —añade conciliador.
—¿Me considera el tipo de hombre que espiaría a sus propios paisanos?
El árabe se encoge de espaldas y rechaza la pregunta.
—Capitán, sois demasiado inteligente para eso. Me acosáis
deliberadamente.
Los finos labios de Quire esbozan una sonrisa.
—Claro que sí, señor, pero porque no estáis siendo franco.
—Si creéis eso, lo mejor será que terminemos esta conversación ahora
mismo.
El capitán Quire niega con la cabeza. Largos y gruesos tirabuzones se
escapan de su sombrero.
—Debo decirle que no tengo intereses en barco alguno, señor. Y tampoco
estoy al mando de ningún navío. Ni siquiera soy un oficial de a bordo. No soy
un hombre de mar, y no sirvo a ninguna compañía ni en mar ni en tierra. Soy
Quire, simplemente Quire, nada más. Por lo tanto no puedo ayudaros.
—A lo mejor podéis ayudarme más de lo que creéis. —Significativo, pero
incierto.
Quire se acerca al hombro del sarraceno y apoya su barbilla en él.
—¿Abogáis ahora por la sinceridad, señor?
—Pagaremos con gusto por cualquier tipo de información sobre el
movimiento de los barcos de Albión, tanto los militares como los civiles.
Pagaremos por los rumores de la Corte sobre aventuras oficiales. Y también
pagaremos generosas sumas por noticias específicas sobre las conversaciones
privadas de la reina Gloriana. Tengo entendido que hay formas de escucharla
sin que se dé cuenta.
—Exactamente, mi señor. ¿Pero quién os ha informado de ello?
—Un cortesano que visitó Bagdad el año pasado.
Quire mueve los labios, como considerando la idea.
—Como podéis ver, no soy un hombre rico.
El joven árabe hace como que se acaba de dar cuenta de este detalle.
—Es cierto que mejoraríais mucho con un buen traje nuevo, sí señor.
—Vos no sois idiota, señor mío.
—No pienso que lo sea.
—Y supisteis desde el principio que no era ni señor ni mercader.

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—Hay hombres en Albión de cierta disposición que también se ven
afectados por la pobreza. Uno no puede juzgar…
Quire asiente. Se aclara la garganta. Por la galería se acerca un villano con
pantalones de piel de conejo, una chaqueta acolchada y un sombrero de piel
de caballo hasta las orejas. Su manera de andar es insegura, pero más que por
la bebida parece que tiene una disposición natural a ella. Su piel está azulada,
se nota que viene de la calle, pero sus ojos están encendidos.
—¿Capitán Quire? —Parecía como si le hubieran invocado, como si
anticipara algún tipo de maldad epicúrea.
—¡Tinkler! Estás a tiempo de ser mi testigo. Éste es lord Ibram, de
Bagdad.
Tinkler hace una reverencia, apoyando una sucia mano en la mesa. Lord
Ibram mira sorprendido de Tinkler a Quire.
—Tienes que saber, Tinkler, que lord Ibram me acaba de insultar.
El joven árabe se pone finalmente en guardia.
—¡Eso no es cierto, capitán Quire! —No podía levantarse porque la mesa
se lo impediría. No sin empujar a Quire o a Tinkler, que evidentemente es
cómplice del capitán.
—¿Esto es una pelea, entonces? ¿Premeditada?
La voz del capitán Quire se hace más fría.
—Me ha sugerido que espíe a la mismísima reina. Incluso asegura que
lord Lancelot Teale le ha revelado cómo hacerlo.
—Estoy atrapado. Muy bien. —Intenta empujar la mesa pero Quire la
sujeta con fuerza—. Admito que he… sugerido que fuerais mi espía, capitán
Quire, y que ha sido un intento estúpido, ya que de hecho ya sois un
profesional del sector. Pero creo que también sois un buen diplomático, y
entenderéis que si soy capturado, o torturado… o asesinado, habrá
repercusiones. Mi tío es visir del emir de Marruecos. También soy pariente de
lord Shahryar, embajador de Albión, quien llegará en breve. Me marcharé
ahora mismo, admitiendo mi estupidez. —Por fin consigue levantarse. Deja
caer su capa para que se vea que va armado. Con ello comete un nuevo error,
y Quire le sonríe triunfante.
—Pero, lord Ibram, después de todo, me habéis insultado.
Lord Ibram hace una reverencia.
—Entonces pido disculpas.
—No será suficiente. Soy un leal súbdito de la reina. Probablemente ella
tiene pocos sirvientes mejores que yo. Espero que no seáis un cobarde, señor.
—¿Cobarde? Oh, no, claro que no.

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—Entonces… ¿Me permitís…?
—¿El qué? ¿Satisfaceros? ¿Aquí? Queréis pelea, ¿verdad, capitán Quire?
—Con los ojos entornados, deja caer su mano enguantada encima de la
empuñadura de su espada—. ¿Vos y vuestro cómplice intentaréis matarme?
—Maese Tinkler será mi segundo, y os doy la oportunidad de buscaros
uno también. Encontraremos un lugar más privado para luchar, si os parece.
—¿Queréis luchar limpiamente, capitán Quire?
—Os lo he dicho, lord Ibram, me habéis insultado. Y también habéis
insultado a mi reina.
—No, no lo he hecho.
—Pero lo habéis insinuado.
—Simplemente comentaba un chismorreo. —El joven árabe se da cuenta
de que ha traicionado su propio orgullo y se muerde el labio, mientras el
capitán Quire se ríe en su cara.
—Es poco común, en un gran señor, dar crédito a las habladurías. Y más
aún repetir chismes sensacionalistas, lo que ya es realmente deshonroso.
—Y lo admito —gruñe el sarraceno—. Muy bien. Lucharé. ¿Tengo que
encontrar un segundo para esta reyerta? ¿Hay algún caballero a quien
podamos llamar?
—Sólo maese Wheldrake. ¿Comprobamos cuánto licor le queda todavía
en el cuerpo? —Quire se levanta también. Tinkler da un paso atrás para dejar
pasar a lord Ibram. El capitán empieza a caminar por la galería hacia el
pasadizo por donde desapareció Wheldrake, pero el joven árabe le detiene.
—La pobre criatura no será capaz.
—Pues entonces, uno de ésos. —Quire señala los parroquianos de abajo
—. Cualquiera estará dispuesto, si le pagáis.
El sarraceno se inclina por encima de la baranda.
—¡Necesito un segundo para este duelo! ¡Una corona para el hombre que
venga conmigo! —Y muestra la moneda de plata. El alborotador vestido de
cuero, que se había estado peleando antes, está otra vez en la sala,
seguramente ha vuelto a entrar por la puerta de atrás. Tiene la cara roja y dos
largos rasguños en la mejilla, un moratón en la calva y la oreja cortada
(contiene la hemorragia con un trapo).
—Yo lo haré. Aunque prefiero ser testigo que participar.
Quire sonríe.
—¿Y qué le ha ocurrido a vuestro contrincante?
—Se escapó corriendo, señor. Pero se olvidó esto. —Se acerca a la mesa
más próxima y muestra una nariz, severamente dañada—. Se la mordí. Y la

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quería de vuelta para ir a buscar algún barbero que se la cosiera de nuevo,
pero la gané justamente y no pienso devolvérsela. —Riendo, la lanza a las
llamas, pero yerra el tiro y cae sobre una baldosa de la chimenea, donde
empieza a chisporrotear.
Lord Ibram se vuelve hacia el capitán Quire.
—¿Qué sabéis de mí, señor? ¿Qué es lo que os ha contado sir Lancelot?
—Que sois bueno con la espada.
—Entonces, ¿os consideráis mejor?
Quire no contesta.
El grupo deja la taberna por la puerta de atrás, siguiendo el río, donde un
carruaje todavía está esperando. Es el que llevó a Quire e Ibram a la Seahorse.
Todos tiemblan mientras se acomodan dentro, y Quire da instrucciones al
cochero para llegar a los campos de White Hall. Quire observa el ancho y
oscuro río. La nieve sigue cayendo. Parece moverse más lentamente que de
costumbre. A través de la nieve observa el horizonte, donde pueden verse las
luces de un barco de grandes dimensiones, y aguza el oído hasta dar con las
salpicaduras de los remos que lo remolcan hacia el puerto de Charing Cross.
Le echa una mirada al ceñudo sarraceno, que parece dirigir su rabia hacia su
interior, y le guiña un ojo a Tinkler, que le enseña una retahíla de dientes
irregulares. Pero no mira al hombre sin oreja, que ha empezado, quizás en
vistas de ganarse su plata, a darle conversación a lord Ibram amistosamente.
El carruaje traquetea sobre los adoquines congelados y desaparece.
A bordo del barco que llega tan tarde y que precisa de las barcas
remolcadoras para remontar el Támesis, sir Thomas Ffynne estampa en el
maderamen un pie de carne y hueso y otro de marfil tallado convencido de
que su aliento se congelará ante sus ojos. Espera que llegue el amanecer antes
de que el barco llegue a puerto, ya que no se fía de los remeros. No hay
demasiadas luces y las pocas que hay apenas sirven de ayuda bajo aquella
fuerte tormenta. Una nieve pesada cubre la cubierta del barco, los muelles, los
astilleros y los patios cercanos. Se posa en el sombrero y en los hombros de
Tom Ffynne; amenaza con filtrarse entre su bota y sus medias y congelarle el
pie que le queda, de manera que también se lo tengan que amputar (fue la
congelación lo que se le llevó el otro pie, en su famoso viaje al círculo polar
ártico).
Tom Ffynne vuelve de sus aventuras corsarias, de cobrar peajes, como él
lo llama, en el golfo de México. Deseaba estar de vuelta para el festival de
Yuletide, o para la mascarada de Fin de Año, pero se perdió las dos, por lo
que está de bastante mal humor. Aun así, contempla con una media sonrisa a

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su querida Londres, al palacio distante, aunque ni siquiera le da las gracias al
tipo que le trae un vaso de ron caliente de la cocina. Da un sorbo, el metal le
quema en los labios, y gruñe y pisotea la tablazón para espantar el frío,
gritando con un falsete agudo a los remeros cada vez que le parece que el
barco se acerca demasiado a los muros de contención de los márgenes del río.
La apariencia de sir Thomas Ffynne, chaparro, gordo y de cara rubicunda,
esconde a uno de los cerebros más agudos de toda Albión. Alcanzó el grado
de almirante a los veintiséis años, navegó con los barcos de la flota del rey
Hern, en los viejos tiempos de conquistas y pillaje, y fue durante el reinado de
Hern cuando llegó a ser conocido como Tom Ffynne el Malo, en una época en
que abundaban los hombres malos. Aun así, su amor por la reina es tan fuerte
como el de lord Montfallcon, otro de los que sobrevivieron al reinado de Hern
con su honor más o menos preservado, y uno de los pocos a los que la reina
Gloriana mantuvo en su séquito. Fue el tío de Tom Ffynne quien tomó para
Hern los califatos de la costa mediterránea, pero fue Tom quien los mantuvo,
y quien los hizo totalmente dependientes de Albión para su defensa y
supervivencia. Dos revueltas en el gran continente de Virginia fueron también
sofocadas por Ffynne, asegurando el poder a su nación. En Catay, en la India,
en todos los reinos de Asia había luchado Tom Ffynne con absoluto
salvajismo, para mantener el dominio de Albión sobre todos aquellos
territorios que son ahora los protectorados de Gloriana, los mismos que ella
protege prohibiendo la violencia y haciendo justicia para todos aquellos que
están bajo su responsabilidad. Días desconcertantes para Ffynne, que antes
confiaba plenamente en el terror como en el mejor instrumento para mantener
el orden en el Universo, y que ahora estaba convencido de que esta nueva ley
no era más que un gasto innecesario, y que, más aún, siempre habría gente
que abusaba de ella intentando conseguir algún beneficio. Aun así, Tom
Ffynne respeta los deseos de Su Majestad, mantiene y mantendrá una
reticente inactividad mientras la reina continúe prohibiendo específicamente
sus movimientos. Y se contenta con pequeñas expediciones que consisten en
un poco de piratería: eso sí, los barcos implicados nunca deben estar bajo el
manto protector de esta generosa monarca. Las bodegas de su barco, el
Tristán e Isolda, están siempre llenas. Actualmente, la mitad de la carga
proviene del tesoro de algún emperador de las Indias Occidentales, las
ciudades del cual Tom Ffynne visitó subiendo por un ancho río, penetrando
cientos y cientos de millas hacia el interior; la otra mitad son ropas y lingotes
tomados de las carabelas españolas después de un encontronazo que duró
cinco horas cerca de las costas de California, una de las provincias más al

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oeste en el estado de Virginia. Tom Ffynne piensa entregarlo todo a su reina,
pero mantiene la esperanza de que su monarca le permita repartir una gran
parte del botín entre los oficiales del Tristán e Isolda y el resto de los
hombres. Además, está ansioso de que se le conceda una audiencia, pero por
otra razón muy distinta: trae noticias que probablemente interesarán a
Montfallcon… y alarmarán a la reina.
Ffynne se da cuenta de que el amanecer ha llegado sin que ni siquiera se
dé cuenta, y que la capa de nieve es cada vez más gruesa. El horizonte se
ilumina gradualmente, revelando los muros del imponente palacio, semejante
a un gigantesco pico alpino. Un Londres medio enterrado en la nieve, un
Támesis donde se van formando peligrosas placas de hielo que el barco tiene
que romper.
Todo está blanco y silencioso. Tom Ffynne detiene una vez más sus
pataditas al suelo para detenerse a admirar la vista de la capital de Albión en
este día de Año Nuevo, comienzo del decimotercer año del pacífico reinado
de Gloriana, y según el doctor Dee, el astrólogo de la reina, el que será más
significativo tanto en su vida como en la historia del Reino.
Tom Ffynne respira hondo. Da unas palmaditas con sus manos
enguantadas y se sacude algunos carámbanos de hielo que se le han ido
formando en la barba, gruñendo de placer por la visión de su hogar, en todo
su orgulloso y congelado esplendor, mecido en esa tranquilidad atemporal.

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Capítulo II

Donde la reina Gloriana empieza el primer día del


Año Nuevo, recibe a sus cortesanos y tiene noticia de
ciertos asuntos alarmantes.

Envuelta en sus sábanas blancas, con una camisa de dormir de color marfil
acabada con un lazo de oro y el pelo recogido en un gorro de lino, y con unos
sencillos anillos de perlas y platino a conjunto, la reina Gloriana descorrió las
cortinas de seda de la cama adoselada, se levantó y se dirigió a la ventana. En
los jardines nevados, dos pavos reales albinos paseaban por las baldosas
esculpidas, que esa mañana parecían de mármol blanco. Todavía caían unos
cuantos copos que emblanquecían las pisadas de los animales, pero el cielo
lechoso se iba aclarando, e incluso se intuía un poco de azul. Se dio la vuelta
y miró a su diminuta doncella Mary Perrott, que le llevaba el desayuno en una
pesada bandeja de plata.
—Mary, estás muy guapa esta mañana. ¡Qué buen color tienes! Y se te ve
como… muy mujer… Pero cansada, me parece.
Asintiendo, lady Mary balbucea:
—Las fiestas, ya sabe…
—Me temo que abandoné el baile de máscaras un poco temprano. ¿Le
gustó a tu padre? ¿Y a tus hermanos y hermanas? ¿Se lo pasaron bien? ¿Y los
animadores? ¿Eran divertidos? —preguntó tantas cosas que Mary no pudo
responder ninguna.
—Fue una noche perfecta, Majestad.
Sentada ante la delicada mesa, Gloriana escoge para desayunar riñones y
panecillos dulces.
—Hace un tiempo muy traidor. ¿Ya comes lo suficiente, Mary?
Mientras su señora empezaba a devorar el desayuno, Mary Perrott se
estremeció ligeramente, y la reina Gloriana se dio cuenta y, blandiendo un

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tenedor, le dijo:
—Vuelve a la cama por un par de horas. No te necesitaré. Pero antes pon
otro tronco en el fuego y tráeme mi bata de armiño. ¿Es nuevo este vestido?
Te queda muy bien el terciopelo rojo, Mary. Pero el corpiño parece…
demasiado ceñido…
Lady Mary enrojeció, agachándose hacia el fuego.
—Intentaré arreglarlo, señora. —Abandonó la habitación un segundo para
volver con el armiño, poniéndolo sobre los hombros desnudos de su señora—.
Muchas gracias, señora. ¿Dos horas?
Gloriana sonrió mientras terminaba de comerse los riñones y empezaba
con los arenques, que se estaban enfriando.
—No visites a ningún novio, ¡y que nadie te visite a ti!; necesitas dormir y
sólo dormir. Si no, no podrás cumplir con tus obligaciones.
—Lo haré, señora. —Un segundo después, desapareció de la austera
habitación de la reina.
Gloriana se dio cuenta de que no le apetecían los arenques y se levantó
rápidamente de la mesa. Se acercó al espejo al lado de la puerta, agradeciendo
ese momento de intimidad. Observó su largo y perfecto rostro, sus delicados
pómulos, los ojos azules y verdes que escondían una expresión de curiosidad
apenas perceptible. El gorro daba a sus rasgos un aspecto escueto. Se lo quitó,
dejando caer su largo pelo castaño rojizo, que se rizó inmediatamente por su
espalda. Se quitó la camisa de dormir, y se observó, desnuda y viva. Medía
casi un metro ochenta, y aun así su figura era de unas proporciones ideales y
su piel no tenía ni una marca, a pesar de todo lo que el tiempo la había
marcado, como un árbol grabado por una pareja de enamorados. Desde su
infancia, su piel había recibido marcas de todo tipo y con todo tipo de armas y
utensilios, quemada, rasgada, magullada, marcada. Estas marcas fueron
hechas tanto por su padre como por aquellos a su mando que pretendían
educarla, pero también por amantes de los que había esperado recibir lo que
todavía seguía siéndole negado. Dio un par de vueltas sobre sí misma,
preguntándose cómo esa carne tan sensible podía ser estimulada tan
rápidamente y aun así negarse a recompensarla con la satisfacción que sí
conseguían la mayoría que habían tenido acceso a ella. Un pequeño suspiro y
enseguida se colocó de nuevo la camisa de dormir y las pieles, justo a tiempo
para decir «pasen» cuando llamaron a la puerta y apareció su mejor amiga,
Una, condesa de Scaith. La condesa llevaba un delicado vestido de brocado
gris, con un alto collar y unas mangas abombadas que remarcaban la forma de
corazón de su rostro, y que apenas dejaba ver su bonita camisola interior de

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rojo oscuro y oro. Los ojos grises de Una, inteligentes y cálidos, miraron
intensamente a Gloriana —una pregunta con respuesta— antes de abrazarla.
—¡Por Hermes, esperemos que no haya ningún otro doctor como los que
me mandaron! —rió la reina—. Me estuvieron pinchando toda la noche con
sus instrumentos, y me aburrí tanto, Una, que acabé durmiéndome. Ya se
habían ido cuando desperté. ¿Les enviarás un regalo de mi parte? Por
preocuparse tanto…
La condesa de Scaith asintió, ponderando cuidadosamente el estado de
ánimo de su amiga. Abandonó la habitación para adentrarse en una sala
adyacente, donde abrió un escritorio del que sacó una libreta.
—Los italianos, ¿cuántos eran?
—Tres chicos y una chica.
—¿Regalos de igual valor?
—Parece lo justo.
Una regresó a la estancia.
Tom Ffynne acaba de llegar a Londres. El Tristán e Isolda está amarrado
en Charing Cross desde hace tres horas, y el almirante está deseoso de veros.
—¿Una recepción privada?
—O con lord Montfallcon. ¿Quizás a las once, cuando se reúne vuestro
Consejo Privado?
—Tienes que descubrir por qué está tan ansioso por verme. No me
gustaría ofender a un almirante de tan alto rango.
—No tiene otras lealtades que vos —apuntó Una—. Este antiguo
caballero de vuestro padre os tiene en más estima que algunos de los jóvenes,
porque todavía recuerda aquellos tiempos, creo yo.
—Puede ser. —Gloriana sonó distante. No le gustaba recordar a su padre,
o que la compararan con él, ya que en el fondo ella le quería. Y cada vez más,
a medida que él se hacía mayor y era dominado por la enfermedad, aprendió a
quererlo, sabiendo que él también había tenido que soportar esa carga que ella
misma era casi incapaz de sobrellevar—. ¿Hoy tengo alguna otra cita?
—Pediste una audiencia con el doctor Dee. Está establecida para después
del Consejo Privado. Después nada, hasta la comida con el embajador de
Bengala, de doce a dos.
—¿Se disputan alguna frontera?
—Lord Montfallcon tiene el documento, y la solución. Os lo contará todo
esta mañana.
—¿Y después de comer?

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—Los niños y su institutriz. Hasta las cuatro. A las cinco hay una
ceremonia en la Sala de Audiencias.
—Los dignatarios extranjeros, ¿no?
—Los mismos detalles y las mismas garantías que el año pasados para el
Primer Día del Año. A las seis, el más anciano presenta las garantías. A las
siete, acordaréis considerar el caso de los nuevos edificios por Greyfrairs. A
las ocho, cena con el lord de Kansas y Washington.
—¡Ah, con los románticos virginianos! Tengo ganas de que sea la hora de
la cena.
—Después de cenar tenéis sólo una cosita más. Sir Tancred Belforest
solicita una audiencia.
—¿Algún nuevo plan de caballeroso atrevimiento?
—Pienso que es un asunto privado, más bien.
—Excelente. —Gloriana se rió mientras entraba en el vestidor y hacía
sonar la campana para que apareciera su doncella—. Me hará feliz garantizar
al menos una bendición al «pobre caballero». Anhela con tanta fuerza
satisfacerme, aunque sólo sabe de batallas y gimnasia. ¿Tienes alguna idea de
qué es lo que quiere exactamente?
—Diría que quiere pedir su permiso para casarse con Mary Perrott.
—¡Oh, muy bien! Los quiero mucho a los dos. ¡Y le daría mi bendición
con tal de distraer su noble concentración! —Entró la sirvienta de honor.
Chicas bonitas, todas habían sido amantes de la reina y habían acabado
trabajando para ella, ya que nunca conseguía rechazar a alguien que la había
intentado complacer y que no deseaba ser libre—. Así que se presenta un día
bastante ligero…
—Depende de los informes de Tom Ffynne. Quizá trae noticias de guerra
de las Indias Occidentales.
—Pero no dependen de nosotros. Excepto Panamá, no están bajo nuestra
jurisdicción, gracias a Dios. A no ser que ataquen Virginia… Pero ¿cuál de
sus naciones es tan fuerte como para hacerlo?
—¿Con la ayuda de los españoles?
—Sí, claro. Aun así, creo que las Indias Occidentales no se fían mucho de
los españoles, que han matado a tanta y tanta de su gente. No, Una, si
buscamos peligros, debemos mirar más cerca de casa. Se inclinó para darle un
beso a su secretaria y amiga, mientras las sirvientas se esforzaban en vestirla
con los ropajes propios de una mujer de su rango.
—¡Ay! —se quejó la reina, mientras era zarandeada por la sirvienta que
intentaba encasquetarle el corsé.

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—Voy a decirle a sir Tancred que la audiencia le ha sido concedida.
Una se marchó mientras Gloriana empezaba a sufrir las constricciones de
su vestido, que se puso como si fuera su armadura para ir a la guerra: corsé y
miriñaque, amplio collar almidonado, medias de seda y zapatos de tacón alto;
enaguas bordadas, vestido de terciopelo dorado tocado con joyas de doce
tipos distintos y algunas flores cosidas, capa de oscuro terciopelo rojo con
armiño, el pelo atado con perlas y corona, la cara empolvada, guantes en las
manos y anillos en los dedos enguantados, maza y cetro, una a la derecha y
otro a la izquierda: toda la parafernalia necesaria para dedicarse a sus
negocios. Seguida por una bandada de pájaros, sus sirvientas y criados, se
dirigió con tal atuendo a la Cámara Privada donde la esperaban los
cancilleres. Navegó por pasillos repletos de banderas de seda, tapices y
pinturas, con escenas de las gloriosas vicisitudes de Albión, sus héroes,
escenas pastorales, escenas exóticas de Oriente, de África o de Virginia.
Todos los cortesanos con quien se cruzaba hacían una reverencia a su paso,
que ella agradecía, y con algunos cruzaba un «buenos días» o alguna pregunta
de cortesía, preocupándose por su salud. Se cruzó con escuderos y damas de
honor, palafreneros, camareros, mayordomos, hombres de a pie y cortesanos
de todo tipo y condición. Sus pies pisaron mosaico, mármol, baldosas y
madera pulidas, un poco de plata, un poco de oro, más mármol y plomo. Giró
la esquina y cruzó la primera, la segunda y la tercera cámaras de Audiencia,
con la falda balanceándose, y ahí le esperaban cortesanos y peticionarios
junto con los caballeros, sus guardias personales, los hombres de lord
Rhoone, vestidos de rojo y verde oscuro, saludándola con sus picas mientras
se abrían las puertas de la Sala de Audiencias, y ella se adentraba en la
Cámara Privada, donde sus consejeros le hicieron una reverencia y esperaron
hasta que tomara asiento en su silla a la cabeza de la larga mesa, antes de
tomar posición. Doce hombres vestidos con ricos ropajes y con cadenas de
oro colgando de sus pechos. A través del magnífico ventanal situado detrás de
la reina se filtraba la luz iluminando con mil colores la escena en el vitral del
Emperador y el Tributo: el padre de Gloriana como el rey Arturo, y Londres
como Nueva Troya (ciudad de leyenda de la Britania Mística de la época de
Oro, fundada por el ancestro de Gloriana, el rey Brutus, siete mil años atrás),
con representantes de todas las naciones del mundo entregando regalos en los
noventa y nueve escalones que conducían al trono del Emperador, donde sus
doncellas, Sabiduría, Verdad, Belleza y Perdón, flanqueaban a la radiante
corona. Gloriana lo consideraba, en privado, un poco de mal gusto, pero por
respecto a las traiciones y a su padre lo había hecho conservar.

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Seis hombres en cada lado de la larga y oscura mesa, con cuernos de plata
rellenos de tinta, plumas de ganso y papel colocado delante de cada uno, el
Consejo Privado de la Reina tomó asiento. Doce caras familiares, cada una
con un rango distinto. A su derecha, lord Montfallcon, de negro y gris, con su
magnífica melena leonina, su consejero y secretario principal. A su izquierda,
pensativo y serio, con una larga y recta barba blanca, sombrero marrón y
capa, un jubón con cinturón y una cadena de oro con estrellas de seis puntas,
estaba el doctor John Dee, su consejero de filosofía. Al lado de lord
Montfallcon estaba sentado sir Orlando Hawes, Consejero de Asuntos
Exteriores y Alto Lord Tesorero, delgado y estirado, con una túnica azul
oscuro, un cuello azul más claro, una cadena de plata, y sus pequeños ojos
clavados en el documento que tenía enfrente, quieto como una piedra,
sufriendo de dolores de gota. Delante de él, con el rostro redondo pero severo,
el navegante más famoso de Albión, Lisuarte Armstrong, el Cuarto Barón
Ingleborough, el Lord Almirante de Albión, en terciopelo púrpura con lazo
blanco, una pesada cadena, como un áncora en su cuello, y unos ojos más
azules que el más pálido de los océanos del norte. Al lado, a la derecha,
estaba Gorius, lord Ramnsley, lord High Steward de Albión, con ornamentos
de oro blanco, y un jubón bordado de un rojizo fuerte, conjuntado con una
cadena de rubíes. Le seguía sir Amadís Cornfield, el Guardián de la Bolsa
Real. En seda rayada blanca y azul, con una cenefa carmesí que llegaba al
cuello y a los puños, de suave lino, y con una cadena de plata muy delicada y
fina, hecha a propósito a conjunto con los botones de su chaqueta. Era un
hombre guapo, mordaz, muy hablador, de pelo oscuro y galante, que se
tomaba en serio sus responsabilidades. Parecía que estaba estudiando algo de
la ventana que no había visto anteriormente. Delante de sir Amadís se situaba
sir Vivien Rich, rellenito y peludo, con ropajes de lana que le hacían parecer
un antiguo granjero del monte, el vicechambelán de la reina. Sentado al lado
de sir Amadís estaba maese Florestan Wallis, el célebre estudioso, todo
vestido de negro, sin cuello ni cadenas, pero con un pequeño broche en el
pecho, con el pelo oscuro y lacio cubriéndole las espaldas y los labios
fuertemente cerrados. Él era el Secretario de la Alta Lengua de Albión, el
lenguaje oficial de ceremonias y proclamaciones, y el escritor de pequeñas
obras que se representaban en la Corte. El próximo par: Perigot Fowler,
Maese del Caballo, en marrones oscuros, e Isador Palfrweyman, Secretario de
Guerra, de rojo sangre. Los dos con barba, parecían gemelos. Finalmente, a la
derecha de Isador estaba Auberon Orme, Maese del Gran Guardarropa, con
ropa violeta y verde, con una gran pechera de esos dos colores, que enfatizaba

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su larga nariz y le empequeñecía la boca, resaltando la rojez en el blanco de
sus ojos. A la izquierda, Marcilius Gallimari, un napolitano oscuro y
divertido, con un jubón estampado con tantos colores que competía con la
mismísima vidriera, con el pelo ondulado, un diamante en su oreja y una
esmeralda en la otra. Tenía una fina y puntiaguda barba y un casi
imperceptible bigote, era el Maese de los Regocijos.
La reina sonrió.
—Hay una atmósfera feliz en la Cámara esta mañana. ¿Tengo que
imaginar que las vacaciones aún siguen?
Montfallcon se puso de pie.
—Majestad, en la mayoría de nuestros asuntos, el mundo está tranquilo.
Pero sir Thomas Ffynne trae noticias…
—Lo sé. Espero verle al final de esta sesión.
—Entonces, ¿Su Majestad está enterada de lo que viene a deciros?
—Todavía no, lord Montfallcon.
—¡Oh, Lord Canciller! ¡Dais unas pistas que parece que el mundo al fin
se acabe! —saltó el doctor Dee—. ¿Estáis insatisfechos porque no hay
amenazas sobre Albión? ¿Querríais una profecía? ¿Debo consultar el
Talmud? ¿O conjurar algún desastre? ¿Liberar algún diablo de una botella, o
encontrar un futuro oscuro y temible en las estrellas, asustarnos con una
posible plaga que se nos llevará a todos si ignoramos este o aquel otro aviso?
Como su voz no tenía ningún tipo de timbre, no se notaba que estaba siendo
irónico, y la gente casi siempre se tomaba todo lo que él decía como algo
literal. Por eso le rodeaba siempre un halo de ambigüedad que ni siquiera él
era capaz de comprender, y muchas veces dejaba perplejos a sus compañeros,
ya que, sin poder hacer nada para variar su voz, los desconcertaba.
Pero Montfallcon no estaba desconcertado en absoluto, puesto que ya
estaba acostumbrado a los discursos de Dee. No se tenían ningún tipo de
aprecio, ni siquiera un poco. Lord Montfallcon hizo amago de paciencia y
centró su total atención en la reina.
—Majestad, parece un problema pequeño, pero podría ser la semilla de la
que brotara una raíz excesivamente enredada.
La reina, ansiosa por evitar algún tipo de drama entre los dos jugadores,
levantó las manos.
—Entonces ¿cree conveniente que mandemos llamar a Tom Ffynne antes
del Consejo para que nos lo explique a todos?
—Bueno… —lord Montfallcon se encogió de hombros—. No nos haría
ningún daño. Él se encuentra ahora mismo en la Primera Cámara.

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—Entonces, mi lord, vayamos a su encuentro.
Lord Montfallcon se levantó de su silla y se movió despacio hacia la
puertecilla situada detrás de él, que guiaba a la habitación que había entre la
Cámara Privada y sus propias oficinas. Abrió la puerta, le dio unas
indicaciones a uno de los hombres de a pie y, en unos segundos, Ffynne se
presentó ante el Consejo. Sir Thomas se había recortado la barba un poco para
la ocasión, y llevaba cinco plumas de avestruz violetas en el sombrero. Una
capa corta colgaba de su hombro izquierdo, y el resto de su indumentaria
constaba de un jubón verde esmeralda, con puños blancos, anchas chorreras
atadas con cintas, medias blancas y zapatos negros con cierres dorados. Sus
pequeños y brillantes ojos se abrieron medio centímetro cuando vio a la reina.
Se quitó el sombrero, haciendo una reverencia, y golpeó el suelo con su pie de
marfil. La bota estaba hecha de tal manera que el muñón de su tobillo
encajaba perfectamente en ella.
—Majestad.
—Buenos días, sir Thomas. Le esperábamos antes. ¿Hubo muchas
tormentas?
—Muchas, Majestad. En cada tramo del trayecto. Nos causaron grandes
daños. Perdimos casi todas las jarcias cuando faltaban unas pocas yardas para
avistar la costa de Iberia. Tuvimos que costear hasta Le Havre para hacer
algunas pequeñas reparaciones antes de seguir. Eso fue hace cuatro días.
—Entonces, ¿vuestras noticias son de Francia?
—No, Majestad. Simplemente las conseguí allí. Mientras estábamos en el
puerto, retrasados a causa de los incompetentes que nos mandaron para
reparar el barco, vino a puerto un gran galeón, de estilo antiguo, de unos
cuarenta remeros. Izó la bandera de Polonia, lo que despertó mi curiosidad, ya
que era evidentemente un barco de ceremonias, con un montón de oro y más
oro trenzado en cuerdas y pasamanos. Lanzaron el ancla muy cerca de
nosotros, y envié una pequeña comitiva a presentar mis saludos al capitán,
que enseguida me invitó a bordo. Era un viejo señor, y noble. Estuvo contento
de conocerme porque estaba muy orgulloso de ser un aliado de la reina
Gloriana y de Albión, y se mostró feliz de saber cualquier buena nueva
relacionada con vos y vuestro reino. No dejó de elogiar a nuestra tierra y su
reina, y me halagó, una vez le dije mi nombre, con recuerdos de mis propias
expediciones que había oído por el mundo.
—¿Y ésas son sus noticias, sir Thomas? —dijo el doctor Dee para
fastidiar a lord Montfallcon—. Polonia nos ama.
—¡Doctor Dee! —La reina le lanzó una mirada y el doctor sucumbió.

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—De hecho, sí —continuó Ffynne—, ya que este barco está ahora mismo
esperando al rey de Polonia, que viene por tierra para abordar la nave y
dirigirse hacia Londres.
—¿Y con qué propósito? —Sir Amadís apartó los ojos de la ventana—.
¿El mismísimo rey? ¿Sin su flota? ¿Sin su séquito?
—Viene como pretendiente de la reina —dijo Tom Ffynne quedamente—.
O no… o más bien como futuro novio. Según el noble capitán polaco, viene
convencido de que Su Majestad aceptará casarse con él.
—Ah. —La mirada de Gloriana hacia lord Montfallcon era de bochorno.
—¿Su… Su Majestad? —El Lord Canciller levantó ligeramente la cabeza.
—Un descuido, Lord Canciller. Debería haberos informado. Envié cartas
al rey de Polonia.
—¿Consintiendo al matrimonio?
—Por supuesto que no. Fue cuando sufristeis esas altas fiebres, el pasado
noviembre. Llegó un anuncio de Polonia, suficientemente formal, sugiriendo
una visita privada del rey, quizás una visita secreta ahora que lo pienso, una
visita de incógnito, de cualquier manera. Y accedí. Dos cartas manuscritas
rápidamente. Una asegurándole el afecto de nuestra nación por la suya, y la
otra sugiriendo una fecha temprana en el Nuevo Año. Nunca recibí respuesta.
Tal vez no llegó a su destino. El rey es reconocido como un hombre muy
afable y tiene mucho interés en conocernos.
—Y de eso él deduce, sin duda porque ha interpretado el gesto de Su
Majestad en términos de las costumbres de su propio país, que estáis lista para
escuchar su proposición de matrimonio. —Lord Montfallcon se aclaró la
garganta y se puso la palma de la mano en el pecho—. ¿Y si lo rechazáis,
Majestad, qué ocurrirá cuando lo rechacéis?
—Debe ser informado de inmediato de que ha malinterpretado las cartas.
—Y sospechará un complot. Polonia es un país amigo. Su imperio es
poderoso, se extiende del Báltico a la Mediterránea, y tienen muchos estados
vasallos. Entre los dos tenemos Tartaria.
—Estamos familiarizados con la geografía política de Europa, lord
Montfallcon. —El doctor Dee se llevó una larga uña a la barbilla—. ¿Sugerís
que si Polonia se ve como un pretendiente rechazado, un amante abandonado,
se vengará declarándonos la guerra?
—No, la guerra no —lord Montfallcon habló como si respondiera a su
propia voz—. Probablemente no habrá guerra, pero sí unas relaciones muy
tensas que no podemos permitirnos. Tartaria ya está casi lista. Y está también
la ambición de Arabia…

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—Entonces quizá debería casarme con Polonia. —La reina Gloriana
pareció por un momento una joven alocada—. ¿Qué decís, señor? ¿Eso nos
salvaría?
—Pronto vendrá de visita de Estado el Gran Califa de Arabia —murmuró
Montfallcon.
—Tenemos noticias de que él también pretende haceros una propuesta. Y
el mes siguiente se reúne la teocracia de Iberia, aunque ya saben que ésta es
una causa perdida, ya que ahí no hay nada que hacer. Pero Arabia, Arabia…
—Y espetó, con decisión—: ¡No hay más que decir! ¡Deben llegar juntos!
—Pero la llegada del rey de Polonia es inminente —apuntó lord Ffynne
—. Un día de éstos se planta en Le Havre. ¡Un par de días más, y ya estará
amarrado en los puertos de Londres!
—¿Para cuándo estaba prevista su llegada? —preguntó lord Montfallcon
caminando arriba y abajo alrededor de la mesa, mientras el resto de
consejeros intentaban seguir tanto sus movimientos como su razonamiento.
—Me parece que cuarenta y ocho horas detrás de mí. Y partí muy de
mañana, señor mío. Ayer.
—Pues todavía tenemos…, ¿qué, unos tres días?
—Como máximo.
—Lo siento muchísimo, lord Montfallcon, no debí olvidarme de
informaros… —La voz de Gloriana se iba quebrando poco a poco.
De repente, lord Montfallcon se puso en posición de firmes, dejó de
murmurar por lo bajo y se encogió de hombros mirando a la reina.
—No pasa nada, señora. Será un pequeño apuro, nada más. Debemos
rezar para que Polonia se retrase un poco y coincida con Arabia.
—Pero ¿cómo puede eso mejorar la situación, mi señor?
—Es una cuestión de orgullo, señora. Si herís el orgullo de uno de los dos,
nuestras relaciones se verán deterioradas, naturalmente. Pero si Polonia es la
que hiere el orgullo de Arabia, o viceversa, nosotros saldremos fortalecidos.
Ninguno de ellos piensa mal de la reina, pero piensan lo peor el uno del otro.
Yo considero que los peores problemas no son los inmediatos, sino los
potenciales. Es difícil que Arabia y Polonia acaben siendo aliados, pero no
imposible. Comparten costa, el Mar Medio, y aun así la entrada a ese mar está
muy bien controlada por Iberia, quien a su vez podría aliarse con Arabia y
contra nosotros.
—¡Ah, sus pensamientos retorcidos, señor Montfallcon! —Una mano
negra se alzó como si se estuviera defendiendo de un ataque. Sir Orlando

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Hawes hablaba por primera vez—. ¿Me desconciertan sólo a mí? —dijo con
cortesía. Era un gran admirador de lord Montfallcon.
—Nos desconciertan a todos, excepto al Lord Canciller, supongo —
improvisó la reina Gloriana—. Aun así, respeto su preocupación, ya que más
de una vez ha anticipado una amenaza importante para este Reino. Debemos
dejarlo a vuestra diplomacia, mi señor. Y debo honrar cualquier decisión que
toméis.
Hizo una leve reverencia.
—Gracias, señora. Estoy casi seguro de que el problema se resolverá por
sí solo.
—Yo tengo toda la culpa de esto, señor. El intercambio de cartas tuvo
lugar cuando… Estaba obsesionada con tantos otros problemas… Parece ser
que…
Lord Montfallcon fue firme:
—La reina no necesita dar explicaciones.
—Tengo entendido que este rey polaco se considera un tipo divertido, que
es incluso algo payaso. —Lisuarte Ingleborough miró a sus compañeros—. O
al menos, algo excéntrico. Es raro que no haya enviado a ningún emisario. Si
lo hubiera hecho, no habríamos tenido esta sorpresa.
—Lord Ingleborough dice bien. Así es como yo lo veo también. —Tom
Ffynne jugueteó con las plumas de su sombrero—. Conde Korzeniowski, si
no recuerdo mal el nombre, he oído cosas parecidas, aunque no directamente.
Su señor tenía alguna idea de cómo manejar un Estado, pero también está
obsesionado con la música y esas cosas. Hablando en plata, su nación entera
está en decadencia. Hay un parlamento en Polonia que representa el interés de
los nobles, y éste toma todas las decisiones por el rey. —El pequeño almirante
soltó una aguda risita—. Un país extraño, que tiene rey y no lo usa, ¿verdad?
La reina Gloriana sonrió despacio, casi con nostalgia.
—Bien, sir Thomas, os estamos muy agradecidos por este servicio.
¿Tenéis más noticias? ¿Algo de vuestras aventuras por las Indias
Occidentales?
—El botín de oro nos guió a través de las tormentas, Su Majestad, y
todavía sigue a bordo, en Charing Cross, esperando que usted decida cuál es
su destino en las bodegas del Tristán e Isolda.
—Sir Thomas, ¿tenéis un inventario? —El modo en que sir Orlando
Hawes se dirigió al marinero fue casi cálido.
—Claro, señor. —Tom Ffynne sacó un rollo de papel de su cinturón, y
haciendo una reverencia con gran ceremonia se lo entregó a la reina Gloriana.

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Ella desenrolló el documento, pero fue evidente para la mayoría de los
presentes que no lo leyó.
—Suficiente para construir una nueva remesa para nuestra flota. —
Gloriana enrolló de nuevo el documento y se lo pasó a lord Montfallcon, que
se lo pasó a sir Orlando—. ¿Nos haréis el favor de dividir una décima parte
para vos y vuestra tripulación, sir Tom?
—Señora, sois muy generosa.
—¡Una décima parte! —El Alto Lord Tesorero bufó como un toro bravo
—. ¡Es demasiado! Una doceava parte, Su Majestad…
—¿Por tantas vidas arriesgadas?
Sir Orlando se sorbió la nariz.
—Muy bien, pues, señora, como deseéis.
La reina Gloriana observó a sus consejeros.
—Maestro Gallimari, ¿hay entretenimientos preparados para todas las
recepciones de hoy?
—Sí, Majestad. Mientras coméis, habrá música del maestro Pavealli.
—Excelente. Estoy segura de que todas vuestras elecciones serán muy
acertadas. ¿Y mi vestido para esta noche? ¿Está listo, maese Orme?
—No falta ni un botón, señora.
—¿Y vos, maese Wallis, tenéis preparado el discurso de esta tarde?
—Dos, señora. Uno para los embajadores extranjeros, y uno para el
alcalde de Londres. Sólo falta vuestra aprobación.
—Y me imagino que no hay más decisiones que deba tomar sobre la
comida o la cena. Y sir Vivien, lamento que no podamos dedicarnos a la caza
hasta la semana que viene, pero me gustaría que salierais a cazar sin nosotros,
nuestros perros y caballos necesitan ejercicio.
Y así la reina consiguió mejorar la atmósfera de la reunión, puesto que
todos se rieron. La pasión de sir Vivien por la caza era conocida por todos y
motivo de muchas bromas.
Despacio, Gloriana se levantó, sonriendo de nuevo a sus ahora joviales
consejeros. Todos se levantaron, formalmente.
—Entonces, ¿no hay ningún otro asunto urgente? ¿Éste era el único
problema grave, lord Montfallcon?
—Sí, señora, sólo éste. —El viejo canciller hizo una reverencia y le tendió
un rollo de documentos—. Aquí tenéis mi propuesta para Catay y Bengala. —
Ella cogió el documento.
—Me despido entonces, señores.

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Trece piernas se doblaron para arrodillarse ante la reina. Gloriana partió
entre muestras de afecto y devoción, y volvió a estar rodeada de pajes y
doncellas en su viaje de regreso a sus aposentos, donde esperaba poder
comentar el asunto de Polonia con su ayudante conspiradora, la condesa de
Scaith.
Perion Montfallcon, frunciendo el ceño, señaló primero a Lisuarte y luego
a sir Thomas. Los tres eran camaradas, supervivientes de una tiranía a la que
habían jurado no servir nunca más. Montfallcon despidió con un seco adiós a
sus otros compañeros cancilleres, y guió al pequeño grupo hacia la pequeña
puerta que llevaba a sus oficinas. Las habitaciones eran inmensas. Estaban
llenas de libros de historia y leyes. Algunos de los volúmenes eran tan altos
como él mismo. Las habitaciones estaban iluminadas por ventanas diseñadas
de tal forma que nadie pudiera espiar a través de ellas. Entraba una luz difusa,
que parecía posarse cerca del techo, sin apenas iluminar las baldosas del
suelo, donde se encontraban los tres hombres, delante del ordenado escritorio
de lord Montfallcon.
El Lord Canciller suspiró y se rascó su gran nariz, negando con la cabeza.
—Es la primera vez que actúa de una manera tan caprichosa. ¿Será
porque, al encontrarme yo en mi lecho de enfermo, ella se sintió abandonada?
Se ha comportado como una niña pequeña, aunque nunca había hecho algo así
desde que nació.
El Lord Almirante se dejó caer en la silla.
—A lo mejor anhela demasiado poder soltar su carga…
Tom Ffynne rechazó esta idea.
—La reina es demasiado consciente de sus responsabilidades. Tal vez
estaba… algo enferma.
—Es lo más probable. —Montfallcon se frotó el brazo, que le picaba
como si acabara de volver de una batalla—. Pero aun así… ¿Alguien detectó
dolor? Es posible que, por un instante, cuando envió esas cartas, sólo deseara
ser libre.
—¡Pero es la única vez que se ha comportado de esta forma tan estúpida!
—lord Ingleborough suspiró y posó la palma de su mano en su muslo
izquierdo. Parecía que su agonía le iba a desgarrar el cuerpo entero.
—Es nuestra responsabilidad que esto no ocurra otra vez. Y si es posible,
ahorrarle dolor a la reina.
—Te has vuelto un sentimental, Perion —le espetó Tom Ffynne
quedamente, acompañando la observación de una risita que habría helado la
sangre de cientos—. Pero ¿cómo solucionamos el dilema?

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—Se solucionará por sí mismo —dijo Ingleborough—. ¿Verdad que sí?
Montfallcon movió la cabeza afirmativamente.
—Hay otra manera. Bueno, más de una, pero intentemos primero la
menos dramática. Estoy acostumbrado a las manipulaciones. ¡Si la reina
supiera lo que debo hacer en su nombre y en el de la fe de sus súbditos! En
este caso, la clave es intentar retrasar a todos los pretendientes, mantenerlos a
todos esperanzados pero sin darles verdaderas esperanzas. Sin ofenderles,
debemos cansar al persistente y estimular al que esté más alicaído. Así
orquestaremos el flirteo de la reina. —Y representó una corta y muy poco
característica danza, que quizás él encontraba sugerente, antes de tomar
asiento—. La decadente Polonia viene en esta dirección, y la guerrera Arabia
en ésta. El secreto está en hacerles llegar al mismo tiempo con la esperanza de
que choquen… y que les parezca que se están viendo en un espejo, pero no
les guste el reflejo que éste les ofrece.
—¡Pero Polonia llegará demasiado pronto para que eso ocurra! —insistió
Tom Ffynne.
—Entonces, los detendremos.
—¿Y cómo?
—Sabotaje. Su barco puede sufrir retrasos mientras está en Le Havre.
—Encontrará otro.
—Cierto. Pero entonces, cuando estén más cerca de nuestros dominios…
—Alguien llamó a la puerta, y lord Montfallcon hizo una mueca—. Adelante.
Entró un joven paje portando un sobre lacado en su mano derecha. Hizo
una reverencia al grupo de lores.
—Mi señor, un mensaje de sir Christopher, para ser entregado
inmediatamente.
Lord Montfallcon toma el sobre y rompe rápidamente los sellos. Lee
ávidamente y luego levanta la vista enfurecido.
—El hombre al que había considerado… el único hombre al que había
considerado, y lo declaran asesino y cazado. Por Zeus, me alegraré de ver a
ese sapo ensartado en una estaca.
—¿Uno de vuestros empleados? —Tom Ffynne sonrió—. Uno de los
malos, por lo que parece.
—No, no. Al contrario. Uno de los mejores. No hay nadie tan listo, ni tan
agudo… Pero parece que se ha extralimitado. ¡Y ha involucrado a un príncipe
árabe! ¡Porque sir Lancelot es árabe!
—Sin duda a mí y a Lisuarte nos gustaría que nos iluminarais con más
información —espetó Tom Ffynne, guiñándoles un ojo a sus amigos,

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haciendo obvio que estaba más que interesado en el contenido del mensaje.
Pero lord Montfallcon arrugó la carta y la arrojó al fuego, sin pensarlo, en una
chimenea ya negra de quemar tantos otros documentos.
—No hay más añadió —lord Montfallcon con astucia. Ahora debo tramar
algo para salvar a mi sapo, a este pariente que no es bienvenido, de que lo
asen a fuego lento. ¿Cómo puedo confabular contra la misma ley a la que doy
apoyo?
—Eso suena a secreto y a importante. —Tom Ffynne se dirigió
renqueante hacia la puerta—. ¿Queréis comer conmigo, Lord Almirante? O
mejor aún, ¿me invitáis a compartir vuestra comida?
—De buen grado, Tom. —Lord Ingleborough, el más noble de estos tres
supervivientes, parecía preocupado por las palabras del canciller, y por sus
actos—. Por todos los dioses, Perion. Espero que no volvamos a los viejos
tiempos con estos esquemas vuestros.
—Mis ardides son justamente para evitar que eso pase, lord Ingleborough.
Con gravedad, el Canciller Real hizo una reverencia a sus dos amigos y
les deseó buen apetito, mientras hacía sonar la campana para llamar a Tinkler,
que aparecería de las sombras para llevarle un mensaje a su señor, Quire.

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Capítulo III

Donde el capitán Quire se asegura a sí mismo


protección y riquezas futuras, y recibe un mensaje
inoportuno.

El capitán Quire se despertó en su grasiento lecho, e intentaba ya deshacerse


de las sábanas, que colgaban de su pierna como una rata muerta, cuando una
tímida muchacha con una cesta entró en la sórdida habitación.
—¿La ropa limpia y cosida?
—Sí, señor. Vengo a recogerla. —Corpiño, combinación y camisa
bordada, demasiado lujoso para su posición social, y evidentemente hecho por
ella misma. Un buen par de caderas, y unos rasgos tímidos y sensuales. Quire
gruñó.
En mangas de camisa, Quire señaló la silla donde estaba su ropa,
manchada de sangre y rasgada, negra, empapada y llena de barro. La camisa
que llevaba puesta también tenía manchas de sangre. Se sacudió su negro y
grueso cabello intentando sacar el barro pegado, y observó a la chica, que se
acercaba a la silla.
—Mi ropa es importante para mí. Esta ropa… Esta ropa soy yo. Son mis
víctimas. Así que debe ser lavada y arreglada convenientemente. ¿Entendido,
muchacha? Y tu nombre es…
—Alys Finch, señor.
—Soy el capitán Quire, el asesino. Los soldados de la guardia me están
buscando. Maté a un sarraceno ayer por la noche. Un joven noble, con un
cuerpo perfecto, sin mácula. Pero ahora sí que tiene mácula, ya que le clavé
veinte veces mi espada.
—¿Fue un duelo, señor? La voz de Alys temblaba mientras recogía la
ropa.

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Quire sacó la espada de debajo de las mantas; una espada bellamente
tallada, un arma perfecta, la mejor que se ha forjado de este tipo.
—¡Mira! Fue un asesinato inteligente, disfrazado de duelo. Fuimos a los
campos que se extienden detrás de White Hall, y allí mismo lo maté. Eres una
muchacha hermosa, lo sabes, ¿verdad? Bonito pelo, oscuro y rizado. Me
gusta. Grandes ojos, labios llenos. ¿Ya te has estrenado, joven Alys?
Poniendo los pantalones de piel en la cesta, mientras él le echaba una
mirada calmada y oscura, Alys dijo:
—No, señor. Espero a casarme.
Su sonrisa fue casi tierna cuando le tocó la espalda con su sucia espada,
como si la estuviera proclamando Lady.
—Desabróchate, Alys, y dejadme ver esos capullos en flor. Esta espada
—y le pasó la hoja por el suave cuello— ha matado a muchos. Algunos
fueron asesinados limpiamente. Pero por sugerencia mía, el moro de la noche
anterior se reclinó para recogerse el dobladillo de la túnica, y entonces le di la
primera estocada, entre las costillas, clavando fieramente, dentro y fuera,
dentro y fuera. Y hubo testigos, cosa insospechada en una noche tan oscura y
fría. —El tono de Quire se tornó momentáneamente agrio—. Los árboles
estaban helados, nuestras linternas estaban cubiertas. Pero dos de los soldados
de la guardia se acercaron y uno de ellos me reconoció. —Dirigió sus dedos
hacia los lazos de la blusa de Alys, que empezó a soltarse, aunque ella, muerta
de miedo, se revolvía sin parar.
Su voz sonaba distante.
—Nos atacaron antes de que mi sarraceno estuviera del todo muerto. Las
cuchilladas en mi jubón y mi chaqueta son de ellos, igual que este corte en mi
muslo. —Se dio una palmada en la camisa—. Este agujero es de cuando el
sarraceno me atacó con un cuchillo desde el suelo, el muy traidor. Lo creía
muerto, después de que Tinkler le quitara las botas y se apropiara de su
linterna. Buenas botas, bien elaboradas, pero Tinkler no se atreve a llevarlas
ahora. ¿Ves esta sangre, aquí? ¿Y esta mancha, cerca de la punta de mi
espada? Me cargué a uno de los soldados antes de que el otro huyera. —La
mantuvo bien cerca de sus ojos mientras ella estaba muy, muy quieta, y le
acercó la hoja a los labios—. Pruébala.
La blusa se cayó del todo, y Quire la apartó a un lado. Tenía unos pechos
pequeños, levemente hinchados, todavía no desarrollados del todo. Acercó la
punta de la espada a uno de sus pezones mientras le decía:
—Eres una buena chica, Alys. Volverás a verme, ¿verdad? ¿Me traerás
mis remiendos?

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—Sí, señor. —Alys respiraba con fuerza, pero mantuvo el control. Se
había puesto de un rojo intenso.
—¿Y serás una chica obediente, y dejarás que el capitán Quire sea el
primero en descubrir tus tesoros? —La punta de su espada se movió de
hoyuelo a hoyuelo—. ¿Lo harás, Alys?
Los ojos de la chiquilla se cerraron, y habló despacio.
—Sí.
—Bien. Ahora besa la espada, Alys, para sellar nuestro pacto. Besa la
frágil sangre del soldado… —Se oyó un golpe en la puerta mientras la chica
besaba la sangre, y mirando vagamente hacia el lugar del sonido, Quire guió
sus manos por los lazos de la camisa—. ¿Sí? —le susurró mientras hería
levemente el hombro de la joven hasta dejarle una marca como con una perla
roja—: Buena chica. Ahora perteneces a Quire. —Se puso de pie, le lamió la
herida y volvió a tumbarse en sus sucias sábanas—. ¿Quién está ahí?
—Soy Marjorie, la mujer del posadero, señor. Le traigo la comida que ha
pedido, y el traje.
Quire pareció dudar y, finalmente, se encogió de hombros. Dando una
última mirada a su espada de Toledo, dijo:
—Entrad, pues.
La mujer se abrió paso. Era una vaca marina ordinaria, que miró enojada a
Alys Finch mientras ella le hacía una reverencia y salía disparada hacia la
puerta.
—Pronto, Alys.
—Sí, señor.
Agarrando la ropa del gordo brazo de su casera, Quire empezó a vestirse
con evidente abatimiento, mientras ella dejaba la bandeja de estofado de
cordero, el pan y el vino a los pies de la cama.
—¿Esto es lo mejor que pudisteis encontrar, Marjorie?
—Y aún tuve suerte, capitán.
—Pues, aquí tenéis. —Y le tendió un ángel, una pieza de oro.
—Pero… esto es demasiado.
—Lo sé.
—Sois un diablo de pies a cabeza, capitán. Pero un diablo generoso.
—Muchos diablos lo son. —Acercó la silla a la cama, agarró la cuchara y
empezó a devorar el cordero—. Por su propio interés, lo son. —Mientras
comía, ella observaba su perfil enjuto, musculoso y peligroso.
Marjorie no podía reprimir su curiosidad.

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—Entonces, señor, ¿hubo una pelea en el Seahorse? Es un sitio de lo más
vulgar.
—No más vulgar que esta posada, y la bebida es mejor. Pero fue en los
campos de White Hall. Un duelo, interrumpido por la guardia, que ahora me
busca.
—La ley que prohíbe a los hombres batirse en duelo es de lo más
estúpida. ¿Por qué no deberían matarse unos a otros, idiotas e inútiles? La
reina es demasiado blanda…
—Ah, bueno. ¡Pero mejor demasiado blanda que demasiado dura! —
Quire, muy acostumbrado a que le dieran la razón siempre, adoptó una
neutralidad instantánea.
—Esta ley, además de para acabar con los asesinatos disfrazados de duelo,
es para que no decline el número de posibles pretendientes. Se estaban
matando unos a otros a un ritmo demasiado frenético. La reina temía por la
continuación de la aristocracia. Y sin nobles, tendríamos un futuro disoluto,
¡el caos!
—¡Oh, vamos, capitán!
—Es tan cierto como que vuestro estofado está riquísimo. —Pero eso no
pareció halagarla.
—Pues claro que está bueno, monstruo. —Marjorie se cruzó de brazos—.
¿Y qué hacíais con la chiquilla de Crown?
Una oscura risotada. Quire mojó pan en su estofado, sabiendo que tendría
un cómplice de su pecado.
—Haciendo que crezca su interés, despertando su sangre, calentándola
para cuando necesite un poco de consuelo.
—¡La habéis dejado aterrorizada! Además, tiene novio. El hijo de
Starling.
—Pues claro que la he asustado. Es la mejor manera de enriquecer su
imaginación y de garantizar su curiosidad, ya que se querrá probar ante mí,
temblando todo el tiempo para que no la atrape. ¿Acaso no os asusto,
Marjorie?
—Creo que os puedo controlar —dijo, aunque parecía dudar, apretando
con fuerza su pieza de oro. Torció un poco la boca.
—Me alegra oír eso. —Quire no estaba siendo irónico.
—Pero Alys Finch no es su tipo de chica —y añadió débilmente—: Es
una buena chica.
—Claro que lo es. ¿La guardia? —Ya se había puesto el cinturón. Se
retorció, incómodo. Se cruzó la tela de algodón al cuello y se empezó a atar

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las botas por debajo de las rodillas.
—De momento no ha venido por aquí, pero lo hará pronto. Hay mucha
gente que sabe que os hospedáis en esta posada.
—Es cierto. —Encontró su sombrero y le alisó las plumas—. ¿Finch y
Starling? Pondrá un huevo bien curioso si la dejan en manos de este tipo.
—Dejad a la chica para Starling. Es un joven con mucho genio.
—¡Oh, Marjorie! Mi interés ya está decreciendo. Dejemos que construyan
su nido. —Se colocó el sombrero en la cabeza y lo inclinó ligeramente. Le
sonrió con los labios apretados—. A lo mejor más adelante, en primavera,
tengo ganas de jugar al escondite.
—Para entonces ya os habrán colgado de un árbol.
—A Quire no. Además, Gloriana no cuelga a nadie. Incluso si cambiaran
las leyes sobreviviría. Porque soy Quire el Embaucador, Quire el Ladrón. Me
queda demasiado por hacer, y todavía tengo una gran audiencia a quien
contentar con mi arte, esperando mi obra maestra. —Guardó la larga espada y
devolvió el cuchillo a su funda—. Soy Quire la Sombra, y necesito una capa.
Marjorie se encogió de hombros y sonrió, como si se tratara de un hijo
travieso y encantador.
—Abajo. Escoged una mientras salís, y puede que el dueño no se dé
cuenta.
—Gracias. —Le pellizcó el brazo para mostrar su gratitud. Ella observó
cómo se alejaba por la puerta, hacia la penumbra. La luz de una ventana dio
en sus ojos por un instante antes de que desapareciera por las escaleras,
siguiendo el consejo de la posadera. Oyó una refriega, un banco que se cayó
al suelo, un grito, y empezó a prepararse para solucionar el problema del
reciente robo durante la cena.
Quire se puso sus pieles robadas y caminó por la sucia nieve de los
callejones de Londres, donde la gente resbalaba y maldecía, y los niños
patinaban y reían entre la bruma, mientras una nube de vapor salía de los
puestos instalados en la calle que proporcionaban sopa caliente a precios muy
altos, pastas y nueces a la gente que temblaba, a la masa desesperada de gente
que pasaba por ahí. Su perseguidor, el dueño de la capa, tenía demasiado frío
como para ir tras él demasiado lejos, y Quire tomó Leering Street, con sus
pilas de nieve y estiércol mezcladas con orina a ambos lados. Giró por el
pasaje de Rilke, hacia Craving Lane, entre los muros góticos del Platonic
College, hasta una plaza donde una fuente congelada de Hércules e Hidra
brillaba con lucecitas rosadas y verdes, reflejo de las antorchas de una
cervecería exclusiva y elegante.

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Un par de arcos más allá, había una pandilla de chicos haciendo una
batalla de bolas de nieve, y tras ellos una niebla cada vez más espesa, entre
bruma y humo, como si viniera del brasero de un fabricante de cola. Quire
tomó otra calle y volvió a recorrer más y más callejas, hasta llegar a la puerta
desvencijada de una taberna de la que la mayoría de hombres no se atrevería a
cruzar el umbral, la Bale. Quire husmeó el aire dulzón antes de comprobar
que la puerta no estaba cerrada. Dejó el frío y la humedad atrás y se internó en
el calor mareante del local, mientras rostros sin afeitar le miraban con recelo.
No había un solo cliente de la Bale que no se ganara la vida robando o
pidiendo. El lugar estaba repleto de cacos y picaros curtidos, y a Quire eso le
gustaba, ya que no tenía enemigos ahí, sólo admiradores, o gente que lo
envidiaba, mucho o poco, y otros a los que no les importaba ni una pizca. Al
fondo de la larga y estrecha sala estaba la barra, donde el dueño, Bale,
preparaba sus jarras de cerveza y de sidra, con su bolsón lleno de céntimos y
peniques. A su izquierda, donde la barra acababa en una columna de madera
que desaparecía en el muro negro, estaba Tinkler, con la espada escondida
debajo del abrigo del guardia muerto.
Quire se sorprendió. Se acercó a la barra, aceptando la jarra que Tinkler le
ofrecía.
—¿Ya estás aquí? ¿Visitaste a nuestro amigo, como te dije?
—Claro. De ahí vengo.
—¿Tienes los documentos, para ahorrarnos más huidas?
Tinkler se relamía el diente salido, y negó con la cabeza con gesto
confuso.
—¿Qué? ¿Estamos sin patrón, así sin más? —A Quire se le escapó un
gesto de frustración, quizá de consternación. Levantó los brazos y los colocó
en los huesudos hombros de Tinkler.
—Esta vez se ha negado rotundamente. Es un asunto demasiado serio,
capitán.
Tinkler lo había dicho muy bajito, y Bale, ya con experiencia en estos
casos, se había ido hacia el otro lado de la barra y contaba peniques.
—Creí que quería que hiciéramos desaparecer a ese oriental.
—Dice que hemos trabajado torpemente. Está muy en desacuerdo en
cómo ha ido todo.
Quire asintió. Suspiró.
—Y es cierto. Pero lo de la guardia fue un accidente. ¿Pagaste al
alborotador?

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—Medio ángel, como acordamos. —Tinkler mostró la media moneda en
la palma de su mano y sonrió—. Aquí lo tienes.
—¿Lo mataste?
—No, se lo gané a los dados antes de entrevistarme con nuestros amigos.
Tenía mucho miedo, por lo de la guardia, y no pensaba con claridad. Fui
bueno con él, capitán, como sugeristeis. Tiene todos los efectos personales del
sarraceno, y sin duda intentará empeñar algún anillo, o el cuchillo con el
mango incrustado en joyas.
—Nos traicionará en cuanto lo pillen. —Quire se acariciaba la barbilla—.
No esperaba menos. Pero sin los documentos no tenemos coartada.
—Bale puede hablar por nosotros. O Uttley, del Seahorse.
—No nos sirven. ¿Quién los creerá? Necesitamos la poderosa firma de
nuestro patrón. ¿No hay nada que hacer para que firme, Tink?
—Está muy enojado. Dice que tenéis que entregaros a la guardia. Y luego
a las preguntas de sir Christopher Martin. Debéis alegar que hubo una
conspiración contra vuestra persona, hablar de vuestra rivalidad con King, un
alborotador común. Inventar algo sobre un sombrero y una chaqueta robadas,
las vuestras. Y a ver qué pasa.
—¿Pero me apresarán?
—No si os ponéis en marcha rápidamente. Nuestro amigo hará entregar
las pruebas a sir Martin de que estabais en otro lugar, haciendo algún encargo
para la reina, y quedaréis libre. Pero dice que debéis actuar de inmediato, ya
que os necesita para una tarea urgente. Debéis estar limpio antes de
empezarla, o sus planes se torcerán. ¿De acuerdo?
—Sí, pero podría estar tendiéndome una trampa.
—¿Para qué hacerlo tan complicado?
—Porque sabe que soy difícil de matar. Podría usarlo para asegurar mi
exilio. Aunque no me parece que el plan sea de ese tipo. Cada araña teje su
propia tela, y el trabajo siempre se puede reconocer, al cabo de un tiempo.
—Entonces ¿os presentaréis a los hombres de sir Christopher?
—No tengo otra opción, Tinkler. Aun así, temo que me tome demasiado
tiempo, si hay una tarea urgente que hacer… ¡Ay!, ¿y cuándo podré dormir?
Tinkler, acercándose la copa a los labios, lo miró sorprendido, como si
nunca hubiera imaginado que su señor también necesitara descansar.

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Capítulo IV

Donde el doctor John Dee el Mago considera la


naturaleza del Cosmos.

Una luz fría entraba por las altas ventanas en el techo abovedado y hacía
brillar la Sala de Audiencias o Sala del Trono. Cada ventana contenía un arco
iris de cristales de colores, con unas cenefas abstractas y geométricas,
parecidas a copos de nieve. No había sombra en ningún lugar de la gran sala,
excepto detrás del trono, donde unas cortinas escondían la puerta por donde
entraba Gloriana en las ceremonias especiales. La puerta llevaba también a
sus habitaciones de descanso. Decoradas con paneles de escenas de
pastorales, en verdes, azules y marrones, las paredes eran blancas y plateadas,
y se curvaban para juntarse en el techo. Seis puertas daban a la Sala del Trono
un aspecto hexagonal, y a través de ellas se veían también cortinas, algunas en
colores planos y otras con tapices. Había soldados en la puerta principal, que
era alta y de doble hoja, pintada como los paneles. El venerable doctor Dee se
disponía a cruzarla, con su barba blanca, su gorra de estudioso y su capa; con
sus mapas debajo del brazo, anteojos redondos de oficinista en la nariz, y con
los hombros caídos, como por el peso del conocimiento, o de la misma reina.
Al entrar en la sala vio que se estaba celebrando una corte privada, ya que
sólo se encontraban ahí Una, condesa de Scaith, sonriente y con un vestido
azul, y lord Montfallcon, con su aspecto sólido y gélido, que parecía
extremadamente agitado y deseoso de salir de allí.
La reina Gloriana se estaba acomodando en su trono de oro y mármol,
iluminada por la clara luz que entraba por las ventanas, y su rostro enmarcado
por su alto cuello de malla tejida. Llevaba un largo vestido de terciopelo
dorado que brillaba por las pequeñas joyas engarzadas en él.
—¿Habéis traído los mapas, doctor Dee?

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Él se los entregó. Lord Montfallcon se rascó la nariz y paseó la mirada de
la reina al mago. Como la mayoría de sus contemporáneos, veía al mago
como a un simple charlatán: su nombramiento para Canciller de Filosofía era
una locura de mujer. Montfallcon era muy escéptico respecto a Dee, y Dee se
divertía con el escepticismo de lord Montfallcon.
—Me prometisteis describirme vuestras teorías cósmicas con detalle —le
recordó la reina—, y la condesa de Scaith también querría oírlas. Lord
Montfallcon está también invitado. Hemos hecho un esfuerzo para
convencerle, a ver si expande un poco su mente.
El Canciller Real gruñó y suspiró.
—Le recuerdo a Su Majestad que tengo unos asuntos urgentes. Polonia…
—Por supuesto. Sólo nos tomará unos minutos. Dirigió la mirada hacia el
delicado reloj dorado del otro lado de la sala, de cara al trono, que parecía
balancearse en el tiempo con su péndulo, como hipnotizado. Cuidadosamente,
se colocó las enaguas en su lugar e hizo un gesto a Una para que se sentara en
una silla a su lado, y preguntó con un movimiento de cejas a lord Montfallcon
si éste tomaría asiento al otro lado del trono. Se encogió de hombros cuando
éste negó con la cabeza, y sonrió a su mago.
—¿Necesitáis ayuda con los mapas?
Dee se secó el sudor de la frente. La habitación estaba caldeada por
antorchas situadas en los palos de bandera, a la manera romana.
—¿Algún muchacho?
—El paje de lord Ingleborough está aquí fuera, esperando que vuelva su
señor. —Señaló hacia una cortina escarlata que escondía una puerta pulida—.
Ahí.
La condesa de Scaith se levantó.
—Le avisaré. —Cruzó la sala hacia las cortinas, y abrió la puerta—. Ah,
Patch.
—Buenos días, mi señora.
—Únete a nosotros Patch, por favor. —Una habló cálidamente. Había
poca gente en la corte que no se sintiera hechizada por el muchacho de lord
Ingleborough.
Patch entró, elegante y diminuto con su vestido verde oscuro, con una
capa y un collar también verdes, y con su sombrero verde en la mano. Sus
cortos rizos parecían casi blancos. Hizo una reverencia exquisita y miró al
doctor Dee con sus grandes ojos marrones, corteses e inteligentes.
—Maese Patch, por favor, ¿podéis ayudar al doctor?

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—¿Señor? —Patch se presentó ante Dee y no se avergonzó cuando el
mago le acarició la cabeza con sus largos dedos.
—Buen chico, Patch.
El doctor Dee miró alrededor, vio una pizarra y colocó la mayoría de sus
mapas en ella. Escogió uno y pidió a Patch que lo aguantara de un extremo.
Patch obedeció.
—Muévete un poquito. Ahí. Excelente. —Desenrollaron el mapa del todo
y lo mostraron a la reina, que se agachó para verlo de cerca al mismo tiempo
que la condesa, mientras que lord Montfallcon miraba fijamente hacia la
puerta de la Cámara Privada.
El olor que despedía la reina llegó a la nariz del doctor Dee, que sintió
cómo le fallaban las rodillas. Había estado enamorado de ella durante doce
años, suspiraba por ella. Nunca, en ningún momento, había dejado de
desearla, incluso en sus más profundas contemplaciones, pero jamás se había
atrevido a decírselo. Durante mucho tiempo ella lo había visto como a un
mentor, un sabio, un metafísico, y él se había quedado atrapado en ese rol, y
no se atrevía a dejarlo por miedo a decepcionarla. La quería tanto que no
quería arriesgarse a esa decepción. «Oh, señora mía —pensó—, si tan sólo
una noche pudiera disfrazarme de rufián, o de demonio, y entrar
sigilosamente en vuestra habitación y llevaros lo que tanto deseáis. Lo que los
dos tanto deseamos, por los Dioses…». Se dio cuenta de que le estaba
formulando una pregunta en voz alta.
—¿Señora?
—¿Estos círculos? —dijo ella—. Todas estas esferas interseccionadas.
¿Existen otros mundos, verdad?
Dee observó sus mapas atentamente.
—En efecto, señora —«¿por qué tenía que susurrar tan
seductoramente?»—, en el diagrama principal, que no es específico pero nos
sirve para mostrar la teoría, la esfera central somos nosotros, aunque no sería
el centro del universo que conocemos, y estos otros son —«¡y qué
pestañas!»— mundos representativos que existen en paralelo a nuestro mundo
—«¡y en uno de ellos Dee sería el señor y ella la esclava!»— y son como
espejos del nuestro, tal vez idénticos, quizá sólo aproximados, algunos con los
mismos mares y continentes que tenemos nosotros, otros con seres
dominantes provenientes, por ejemplo, de los monos. Cualquier cosa es
posible…
—¿Y cómo se llega a esos mundos, doctor Dee? —le desafió lord
Montfallcon—. ¿Dónde los habéis visto?

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—No lo he hecho, mi señor.
—¿Y sabéis de alguien que lo haya hecho? ¿Algún marinero, quizá?
—Oh, marineros no, pero quizá… viajeros…
—¿Por barco?
—La mayoría no, señor.
—¿Por tierra? —Lord Montfallcon echó los hombros atrás, como
preparándose para el siguiente conflicto.
La reina Gloriana soltó una breve risita.
—Callaos, lord Montfallcon. —Estaba encantada con esa inusual
mezquindad que mostraba su Canciller Real—. ¡Sois un mal estudiante,
señor!
—Me gustaría saberlo, señora —dijo pesadamente, volviéndose hacia ella
—, ya que es mi deber proteger vuestro Reino. Por eso debo estar al caso de
cualquier posibilidad de ataque.
John Dee sonrió.
—Creo que hay pocas probabilidades de que estos mundos amenacen a
vuestra seguridad, mi señor.
—¿De ninguna manera, señor Dee? —Lord Montfallcon miró
significativamente al mago.
—No se me ocurre ninguna —dijo inocentemente.
—Nos hacéis perder el tiempo, señor. Esto no son más que las teorías de
un filósofo.
—No obstante, se basan en ciertas evidencias, Su Majestad —murmuró
Dee.
—Claro… —Ella levantó el cetro.
—¿Cómo llegan estos viajeros a nuestras costas? —Lord Montfallcon
insistió tozudamente mientras se multiplicaban las sonrisas a su alrededor.
—Las esferas, creo, se interseccionan ocasionalmente. Cuando esto
ocurre, ellos consiguen llegar de alguna manera, aunque no sea su intención.
Al menos, la de la mayoría. Otros vienen a propósito, y lo consiguen a través
de la práctica de ciertas artes desconocidas para nosotros. Pero, señor, nos
hemos alejado demasiado de lo que he presentado simplemente como una
idea. Platón mismo sugiere que…
Lord Montfallcon soltó un suspiro. Puso las manos en su cinturón.
—No soy tan obtuso, creo. He estudiado a los clásicos. Tengo una buena
reputación, además. Pero aun así, no lo entiendo.
—No lo queréis entender, eso es todo. —«¡Oh, este estúpido sabe sin
duda lo que siento! Sabe que el único conocimiento que deseo es el de las

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carnes prietas de Gloriana…»—. Le sugiero, Majestad, que sigamos esta
discusión en otro momento.
—¡No, no, no! Vamos a seguir, doctor Dee. —Gloriana dio unos
golpecitos con su bastón real.
—Sí, Majestad. —«A seguir… ¡Ay! A seguir con vuestros cálidos huesos
contra los míos…»—. Tengo otro plano, más detallado, de una sección de
nuestro Cosmos. —Se dirigió hacia Patch, enrollando el mapa mientras se
acercaba, tomando una de las puntas del mapa de las suaves manos del
muchacho. Se acercó a la pizarra, seleccionó otro mapa y otra vez, como si
bailaran, se alejaron uno del otro, el chico y el doctor, para mostrar el
siguiente mapa a la reina—. Aquí pueden verse constelaciones familiares,
pero desde un ángulo diferente, en azul. Luego desde otro ángulo, en negro. Y
otro y otro, en verdes y amarillos. Y este rojo es el que podemos observar a
simple vista. Las que están en otros colores son las que puede que existan,
pero que están separadas de nuestra concepción ordinaria de alguna forma,
capas de éter, tal vez, escondiéndolas unas de las otras. —«¡Oh, esos dedos!
¡Y las manos! Si cogieran en este instante mi miembro viril…»—. No he
podido, lord Montfallcon, observar estas constelaciones a través de ningún
telescopio. Son constelaciones teóricas, aunque ha habido informes sobre
ellas, por supuesto. Ahora estoy buscando, a través de la alquimia, alguna
forma de cruzar de un mundo a otro, pero de momento he tenido poco éxito.
—No hace falta que os defendáis de la ignorancia de lord Montfallcon,
doctor Dee. —La reina Gloriana se dirigió a su canciller, aplacándolo con un
gesto igual que lo hacía con su filósofo con una sola palabra—. Parecéis
distraído, doctor Dee.
Él la miró, controlando el fuego que desprendían sus ojos. Ignoró la
pregunta.
—En el decurso de los años, Majestad, me han presentado a varias
personas que parecían locas. Estos hombres y mujeres aseguraban que
provenían de otros mundos. Los he encontrado a todos lógicos y consistentes,
o sanos, excepto por la ilusión de que este mundo no era el suyo. Les he
hecho dibujar las cartas esféricas, y eran todas parecidas a las nuestras. Los
nombres de las naciones o continentes eran a veces distintos. Las sociedades
que describían eran a veces alienadas y bárbaras. —Enrolló el segundo mapa,
y cogió un tercero de la pizarra—. Aquí tenemos una, por ejemplo. Parecida a
la nuestra, pero no exactamente la misma. —Patch tiró hacia la izquierda, Dee
hacia la derecha, para mostrar un mapa del globo terráqueo—. ¿Veis? Los
nombres no son como los nuestros, pese a que hay algunas correspondencias.

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Éste me lo dibujó un lunático que reclamaba que había sido rey de todos los
estados germánicos, como el emperador Carlomagno, pero con poderes
mágicos.
—¿Algún diseño de Albión? —La voz gris de lord Montfallcon reverberó
en la sala.
Ignorando la impertinencia de lord Montfallcon, Una, la condesa de
Scaith, miró con gran interés el mapa. De alguna manera, le era familiar.
—Es muy bueno.
—Imaginativo, queréis decir, mi señora.
—Si lo creéis así…
—Yo creo que es una representación auténtica. Éste es el único entero que
poseo. Mi informador estaba obsesionado con los mapas. Y todavía tengo que
poner en el mapa la geografía de todas las otras esferas, Majestad. —Dejó que
Patch enrollara el último mapa y lo colocara con los otros—. Aun así, de los
informes que he recibido podría hacer un esbozo, un plano general de la
posición de esas esferas y cómo se relacionan con la nuestra. Estamos en el
centro de una piscina. Nuestras actividades producen círculos concéntricos,
pero nosotros ignoramos que producimos estos movimientos. Excepto cuando
alguna corriente momentánea nos trae evidencias de estos movimientos.
Nuestros antepasados temían esas evidencias. Diablos, ángeles, fenómenos
extraños, hadas, elfos y dioses eran culpables de estas disrupciones en nuestro
ordenado mundo. ¿Por qué aún hay gente que llama demonio al noble músico
lord Caudolon, que vino de repente a nuestro mundo hablando de lugares
extraños y sorprendiéndose de cualquier cosa que veía? —«Señora, me
encantaría que posarais vuestros labios en este miembro ardiente»—. Aunque
luego se calmó, y dijo estar recuperado del hechizo, o del sueño. Como dije,
algunas esferas no son tan diferentes. Sus historias incluso se parecen. Hay
otras Glorianas, otros Dees, otros Lord Canciller, sin duda, sombras a veces
vagas, a veces distorsionadas, de nosotros mismos.
Gloriana miró en la distancia.
—Doctor Dee, ¿creéis que algún día viajaremos entre estas esferas?
—Trabajo sin cesar en este delicado asunto, señora —«vuestros labios, y
luego vuestras piernas, se abrirán para mí»—, y algún día espero conseguir
conocer la manera de movernos libremente por entre las esferas, como un pez
saltando en la superficie de un lago.
—¡Brujería! —gruñó lord Montfallcon—. ¿No es siempre a la brujería a
donde llevan vuestras matemáticas? Ahora podéis ver, Su Majestad, por qué

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abolí estos estudios, aunque no culpo al estudioso equivocado. —Siguió a
estas palabras una mirada maliciosa. El doctor Dee se encogió de hombros.
—Es nuestro deseo —murmuró la reina— que todas las Artes sean
estudiadas en esta Corte.
—Entonces, que la reina se dedique a la seguridad de su Reino, a no ser
que considere más importante dedicarse a los demonios que el doctor Dee
deje entrar en nuestra esfera con sus experimentos. —Lord Montfallcon habló
sin gran convicción.
—Mi Soberana —empezó Dee con una reverencia—, la ciencia de la
cábala…
Ella movió el pie.
—¿Le dais credibilidad, doctor Dee?
Él hizo una nueva reverencia, y suspiró profundamente. —«¡Por la sangre
de Zeus! Estos pantalones me convertirán en un eunuco…»—. No la temo,
Mi Reina. Llamamos demonios a las cosas con origen oscuro. Los pocos
viajeros que han cruzado las esferas son hombres y mujeres como nosotros. A
veces se creen la reencarnación de alguien, del pasado o del futuro, a veces
creen que nuestra esfera es el Cielo, a veces el Infierno. Si visitáramos
nosotros sus mundos, sin duda pensaríamos de la misma forma. —«¡Lo juro!
Vuestros pechos florecerán con el calor de mi lengua».
—¡Señora, mirad en vuestra alma! —Las palabras de su canciller estaban
de hecho dirigidas a su rival, el doctor Dee. Como aviso—. El infierno se
encuentra, inevitablemente, al final del oscuro sendero que traza para nosotros
el doctor Dee.
El doctor Dee se sorprendió por el uso de una superstición tan antigua
como ésa, más propia del legendario abuelo de lord Montfallcon, famoso por
su obsesiva persecución de las supuestas brujas del Reino. Se decidió por la
diplomacia:
—Quizás el Universo no debería preocuparnos. —«¡Permitid que ofrezca
a vuestro trasero amor y dolor!»—. Este planeta, y sus caras, sus sombras y
complejidades ya son suficientemente complicadas sin la necesidad de debatir
sobre otras esferas rivales. —«¡Oh, ella es el Universo, la Madre de las
Galaxias. Agarraría sus pechos hasta que consiguiera gritar su Triunfo
Final!»—. Si mi señor canciller prefiere la discreción…
—Es mi deber proteger a todo el reino, incluido a vos, doctor Dee, lo
mejor que pueda. —Frunciendo el ceño, Montfallcon se acomodó su capa en
la espalda.

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—Respeto vuestra sinceridad, mi señor. —El tono de Dee denotaba
sorpresa—. Aun así, parecéis extrañamente alterado por lo que es,
simplemente, tan sólo un debate sobre las posibilidades…
Lord Montfallcon resopló.
—Las posibilidades son responsabilidad mía. Y ahora tengo muchas de
las que preocuparme.
—Estáis agitado, mi señor, porque os estamos entreteniendo de vuestras
responsabilidades. —Finalmente, la reina Gloriana se mostró condescendiente
con su Canciller Real, sin duda impresionada por su tono—. Podéis iros.
—Se lo agradezco, señora. —Una reverencia y una mirada desaprobadora
hacia Dee, y Montfallcon desapareció hacia sus misteriosas cámaras.
—Yo no pretendía… —empezó Dee, mordiéndose un poco el labio y con
su barba blanca bien aplastada contra su pecho.
—Lord Montfallcon preocupado por algo. Cuestiones de Estado, sin duda.
Ha sido culpa mía, fue un capricho por mi parte. Supongo que necesitaréis
más financiación para vuestros nuevos experimentos. ¿Es así, doctor Dee?
—Señora, yo no he venido aquí para…
—Ni yo os he hecho venir para ello, mi señor. Pero ciertamente
necesitaréis más oro. Debemos sacarlo de la cuenta para gastos del monarca,
puesto que el Consejo nunca estará de acuerdo en patrocinar vuestra ciencia.
Hablaré con sir Amadís sobre vuestras necesidades.
—Se lo agradezco, señora mía. —«¡Necesidades, necesidades! Si ella
supiera…»—. Si consigo encontrar dos personas, por ejemplo en alguno de
los manicomios, que presenten la misma lógica independientemente una de la
otra, podría probar alguna de mis teorías. El Thane de Hermiston ya me ha
ofrecido su ayuda.
—¡Pero si todo el mundo cree que es un payaso y un charlatán! —La
condesa de Scaith golpeó el brazo de terciopelo de su butaca—. ¡Todas estas
reivindicaciones de aventuras en reinos de hadas! ¿No creéis que es, como
mínimo, un poeta mediocre y un mentiroso aún peor?
—No lo creo así, señora. Sus prisioneros, sus trofeos, son una buena
muestra de ello.
—Los hemos recibido en la Corte. Salvajes sin importancia. Lunáticos.
Nada más. —Sonrió—. No son un buen entretenimiento. Y el Thane, ¡qué
vulgar al creer que sus víctimas entretendrían a la reina!
El doctor Dee se dio cuenta de que había más que puro escepticismo en la
voz de la condesa de Scaith. Parecía como si le estuviera poniendo a prueba.

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—También está el mago que vino y se fue —dijo Dee cuidadosamente,
con una voz muy suave—. Se llamaba Cagliostro. Apareció de repente, y
desapareció tan rápido como había aparecido. Era uno de los que parecían
poder controlar sus propios viajes a través de las esferas. Y pude hablar con
él. Aprendí mucho de él. Y también estaba esa mujer, Montez…
—Ella no fue nada coherente, doctor Dee —objetó Gloriana—. La
entrevistamos. La pobre criatura estaba completamente trastornada. ¡Y esa
ropa que llevaba! Seguramente hecha por algún diseñador de disfraces que se
habría escapado del mismo hospital que ella.
—Pues yo la creo, Su Majestad. Aunque estoy de acuerdo en que parecía
una loca vulgar y corriente. Sus ilusiones eran reclamaciones muy familiares
para mí.
—¿Y dónde está ella ahora? —preguntó la condesa de Scaith.
—Se unió a un espectáculo ambulante de mimos, creo, pero murió cerca
de Lincoln.
Una reclinó el rostro en la palma de su mano.
—¿Y ese emperador germánico vuestro? —La reina Gloriana le indicó a
Patch que se sentara en los peldaños de la tarima—. ¿Sigue con nosotros?
—¿Adolphus Hiddler, Majestad? Se suicidó. Era mi favorito. Un gran
bárbaro, muy interesado en la alquimia, y en la geografía. Aparentemente sus
experimentos con la alquimia le llevaron hasta aquí. Un estudioso, se puede
decir, que reivindicaba que había conquistado el mundo.
La reina Gloriana puso un dedo en sus labios sonrientes.
—Shhh, doctor Dee, va a oírle lord Montfallcon. ¿Nos mantendrá
informadas de sus experimentos?
—Claro que lo haré, señora. —«¡Ah, qué presión! Sólo hay un
experimento que quiero hacer antes de morir. Sólo un instrumento que tocar.
Os haré cantar como el arpa de Orfeo…»—. Y le agradezco su interés.
—Estamos siempre interesadas en investigaciones que pueden ampliar
nuestro conocimiento del mundo natural, pero debéis ir con cuidado, doctor
Dee. Puede que los avisos de lord Montfallcon sean ciertos. Podría aparecer
algún demonio de alguno de esos mundos que no podamos controlar.
—No os aventuréis demasiado lejos en el mundo de las hadas sin decirnos
adónde vais, mi señor —añadió la condesa de Scaith con una amigable
sonrisa—, y no confiéis demasiado en los destartalados artilugios del Thane
de Hermiston.
—¡O en los dragones mecánicos de su amigo, maese Tolcharde! —
Gloriana reía—. ¡Pobre Tolcharde! Trabaja tan duro en sus juguetes. He

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tenido que dedicar varias habitaciones para almacenarlos. ¡Y él sigue
construyendo más y más! Doctor Dee, pudisteis ver el telescopio que
construyó para observar a los habitantes de la Luna, ¿verdad? Admito que fue
divertido por un rato, pero esas diversiones se desvanecen rápido. Desde
entonces, he oído que se dedica a construir un barco que le lleve hasta allí.
—Para ser justo con el maestro Tolcharde —dijo Dee—, me ha sido de
gran ayuda en varios asuntos. Tiene grandes habilidades como constructor, y
es capaz de fabricar casi todo lo que necesito.
—Si sólo vive para construir artefactos cada vez más fantásticos —rió
Una—. Le da igual si se usan o no. La reina acepta los regalos, los admira, y
luego los manda almacenar. Y él es feliz haciéndole otros nuevos. Debe de
haber ya docenas de pájaros y otras bestias, a cada cual más elaborada.
El doctor Dee empezó a recoger sus mapas. Tenía la cara roja y la larga
barba empapada de sudor.
—No quería… burlarme demasiado del maestro Tolcharde —dijo Una en
tono conciliador—. La verdad es que respeto sus regalos.
—¿Os encontráis bien, doctor Dee? —preguntó solícita la reina.
—¿Bien? Sí, claro, señora. —«¡Oh, por los Dioses! Si tuviera el coraje de
levantaros de ese trono y en este mismo suelo juntar mi carne con vuestra
carne…».
—¿Tenéis fiebre?
—No, señora. Tal vez sea el calor. Mis habitaciones son… algo más
frescas. —«O deberían serlo, ¡si no acabaré en llamas!».
—¿Nos honraréis con vuestra presencia luego, en la cena?
—Con vuestro permiso, señora. —«Aunque preferiría morder vuestro
dulce hombro». Hizo una reverencia y murmuró—: ¡Ah!
—¿Doctor Dee?
—Hasta… la cena, señora. —Alzó demasiado la voz, mientras se alejaba
de la Sala del Trono, corriendo como si le persiguieran, hasta que chocó con
lady Lyst, la joven y famosa beoda, y una de las estudiosas más reputadas y
brillantes de la corte, que justo aparecía por la esquina. Dee no la reconoció e
intentó apartarla de su camino de malas maneras.
—Pero… ¡Buenos días, doctor Dee!
—Apartaos, señora, os lo ruego.
Pero ella le agarró del chaleco hasta que Dee la reconoció.
—Necesito consejo, gran sabio, os lo pido de verdad.
—¿Consejo?

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—Sobre un asunto filosófico. —Sus alegres ojos se clavaron vidriosos en
los del doctor Dee. Una cálida mano se posó en su cintura mientras ella se
reponía del golpe.
—¡Ajá! —Él no podía imaginar una sustituta más perfecta. Se puso
paternal y la agarró por los hombros—. ¡Acompañadme a mis habitaciones!
Venid, deprisa, lady Lyst, y os aseguro que os colmaré por completo con mi
filosofía.
Amablemente la ayudó a subir las escaleras que los conducirían al Ala
Oeste, hacia su torre, donde, como buen tradicionalista, tenía sus estudios y su
laboratorio.

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Capítulo V

Donde el capitán Quire es llevado en secreto a palacio,


y ante lord Montfallcon, para ser informado de una
misión desesperada.

Lord Bramandil Rhoone, inmenso y jovial, capitán de los Caballeros


Pensionistas, la guardia de la reina, estaba a cargo de Quire, al que mantenía
con los ojos cegados como a un halcón de cetrería. Inmediatamente empezó a
sacudir y cepillar al espía, ya que sus ropas estaban sucias por su paso por la
cárcel de Marshalsea. El moho, la paja y el estiércol habían conseguido que
Quire oliera a granja y caballerizas.
—Esto no puede ser, villano, si tenéis que tener una audiencia con lord
Montfallcon. Aunque no entiendo todavía por qué debemos proteger la
identidad de un individuo como vos.
Su redondo y rojo rostro sonrió por encima del collar escarlata, y sus
manos rubicundas le estiraron los puños a Quire, mientras éste se prometía a
sí mismo que, si alguna vez lord Rhoone caía en desgracia a los ojos de lord
Montfallcon, o si en alguna ocasión se adentraba en los callejones de los
ladrones de la ciudad, él se tomaría exactamente cuarenta y ocho horas para
matarle, y sólo se apiadaría de él en el segundo sesenta de la hora cuarenta y
ocho. Mientras sonreía, le dirigía algunas falsas palabras de cortesía.
—Gracias, mi señor. Le estoy muy agradecido, mi señor.
Lo único que consiguió fue que Rhoone le arrebatara su mejor espada.
—Debo guardarle esto. No se permiten espadas en la Corte, excepto las de
los hombres de la reina y la de su Defensor —dijo mientras acariciaba la suya
propia—. Venid dijo moviéndose rápidamente por entre los corredores, con
su mano en el hombro de Quire, lo que forzaba al capitán a correr, aunque
estaba muy debilitado por el duro banco que hacía las veces de camastro, las
frías piedras de la cárcel y la lucha de la noche anterior.

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—Un poco más despacio, mi señor. No me siento muy bien.
—Lord Montfallcon está ansioso por veros. Sin duda quiere preguntaros
más cosas acerca del sarraceno. Tuvisteis suerte de que lord Montfallcon
intercediera por vos, asegurando que estabais haciendo negocios en Notting
esa noche y que el hombre a quien agarraron fue confundido por vos por sus
ropajes similares. —Cuando se cruzaron con un grupo de personas, lord
Rhoone guardó silencio, saboreando con placer su recuento de lo que él
encontraba que era toda una sarta de mentiras—. Aun así, no aprecio mucho a
los sarracenos. Ni a los asesinos —añadió devotamente—, por la razón que
sea. Pero la reina ha dejado clara su política.
—Estoy totalmente de acuerdo, mi señor. —Quire resopló y se agarró el
estómago—. Un punto, me temo.
Los gruesos labios de lord Rhoone resoplaron como si fueran un semental
acalorado.
—Pronto llegaremos, no os preocupéis. —Llegaron a una larga sala de
espera, la Cámara de la Tercera Presencia, que era tan ancha como una plaza
de mercado, donde los cortesanos conversaban en claustros, interesándose en
la pareja al pasar por su lado. Lord Rhoone saludó a algunos, aquí y allá—.
Sir Amadís. Buenos días. Maese Wheldrake. Lady Lyst.
El capitán Quire, por otro lado, intentaba que los pocos que le conocían de
los que podían estar allí no le reconocieran. Incluso con la cabeza
encapuchada, atraía más la atención que el propio lord Rhoone. Tomaron el
pasaje central, girando antes de llegar a la Sala del Trono, parándose en una
puerta de la que sólo se veía el pomo, ya que el resto estaba escondido detrás
de un tapiz. Lord Rhoone golpeó y se les invitó a entrar.
Lord Montfallcon estaba contemplando el fuego, ensimismado, dándoles
la espalda.
—¿Rhoone?
—Sí, mi Lord Canciller. Él está aquí.
—Os lo agradezco.
Lord Rhoone sacudió la espalda de Quire una vez más, sonriendo para sí
mismo, y luego se retiró llevándose la espada de Toledo. Quire se giró hacia
él, furioso, pero se contuvo de inmediato. No quería perder tiempo fingiendo
humildad. Se quitó el sombrero y la capucha para descubrir su rostro, y
observó la habitación. No había nada desconocido en ella.
—Capitán Quire, señor. Cumplí vuestras órdenes y aquí estoy.
Lord Montfallcon asintió, poniéndose una capa de seda y piel en los
hombros y dándose la vuelta.

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—Sois un tipo con suerte, ¿verdad, Quire?
—Como siempre, mi señor.
—No lo fuisteis la noche de Fin de Año. Fuisteis torpe, exagerado, y
además, os dejasteis sorprender por simples guardias.
—No fui torpe, mi señor. —Parecía que Quire iba a estallar.
Lord Montfallcon suspiró y le echó una gélida mirada.
—Tinkler me trajo vuestra nota. La información sobre Arabia era útil,
pero lord Ibram tenía buenos contactos. De hecho, le habíamos asegurado a su
tío que Ibram estaría seguro en Londres. Si no fuera porque el tal Ibram tenía
reputación de salvaje, estaríamos en claros problemas, Quire. Quizá debería
haber dejado que sufrierais las consecuencias. Un Quire sin suerte no me sirve
para nada.
El capitán Quire se frotó las manos. Su postura no lo revelaba, pero su
tono de voz denotaba orgullo.
—¿Asesinarme, a mí? En nombre del conocimiento, quizá, ya que si
muero, el pie que mantiene la caja de Pandora cerrada se levantará, y saldrán
todos esos secretos que están ahora tan bien guardados. ¿O a lo mejor no
estáis de acuerdo, señor, con mi filosofía de precaución, y seríais capaz de
jugar al doctor Fausto con los secretos más oscuros de la reina?
Lord Montfallcon escuchaba, no por interés en el tema, sino porque creía
haber llegado a atisbar algo del alma de Quire.
Quire continuó.
—No obstante, señor, sé que no podéis pensar así. Siempre habéis sabido
por qué vale la pena preservar la vida del capitán Quire. A cualquier precio,
¿verdad, señor? A cualquier precio… porque soy el Guardián Cerberus que
guarda los diablos y los malditos para que no escapen del Hades. Soy el
protector de vuestra seguridad, lord Montfallcon. No me honráis lo suficiente.
Lord Montfallcon se relajó, pensando que Quire había ido demasiado lejos
y se había delatado a sí mismo.
—Ah, sois un pobre perro incomprendido, ¿verdad?
—Un perro maltratado, mi señor. Los guardias de sir Christopher me
encerraron enfermo y me dieron la peor celda en Marshalsea. Esperaba algo
mejor por aceptar participar en vuestras estratagemas. Además, no ocultaron
del todo mi identidad.
—Mi recompensa, Quire, es vuestra libertad. Al fin y al cabo, acabo de
salvaros.
—Me arriesgué mucho, señor, y no desaparecí. Soy el mejor hombre que
tenéis en Londres, y en toda Albión. ¡En todo el Imperio! Porque soy un

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artista, ¿sabéis? Y no soy vulnerable.
—Y esto, de alguna manera, os hace un siervo de dudosa utilidad, capitán
Quire. Sois demasiado inteligente para este trabajo. Venís de una excelente
familia, fuisteis educado en John, en Cambridge, pero rehusáis todas las
oportunidades respetables que se os presentan.
—Tengo otro tipo de inclinaciones más creativas, mi señor, y toda la
geografía mundial para llevarlas a cabo. No tengo otro talento que la malicia,
y puesta a vuestro servicio, señor, me permitirá llevar aún más lejos mis
estudios en este campo. He considerado otras llamadas, pero han sido todas
en vano. No me ha gustado ninguna de las profesiones que he desempeñado.
Es más, creo que mis trabajos a vuestro servicio, y por lo tanto, al de la
mismísima reina, han sido más que buenos, por no decir que han rozado la
excelencia. Al fin, estaréis de acuerdo, soy capaz de controlar el nivel exacto
de malicia, si es necesario. Esos otros, estudiantes, abogados, cortesanos,
mercaderes, soldados, todos los que son considerados pilares de nuestro
Reino, acaban tirando piedras a su propio tejado, ansiosos por no ver a qué o a
quién le acaban dando. Pero yo miro a los ojos de todo aquel a quien ataco,
mi señor. Les digo lo que estoy haciendo, para corroborarlo conmigo mismo.
Lord Montfallcon se calmó. No se ofendió por el discurso de Quire, y
Quire sabía de antemano que no le ofendería. Era dado a estos discursos,
definiendo su trabajo como un poeta definiría su obra maestra. Si Quire se
hubiera querido disculpar, si se hubiera mostrado conciliador, Montfallcon
habría sospechado. Le había contratado por su creatividad y su impertinencia
tanto como por su coraje y su ingenio. El viejo canciller se sentó tras su mesa.
Quire permaneció junto al fuego.
—Bueno, Quire, me habéis importunado bastante. En un momento donde
complicaciones es justo lo que menos necesito. Aun así, ya está hecho.
—Así es, mi señor. King debe desaparecer por este asesinato, aunque sólo
ayudara y no iniciara el hecho. Debemos facilitarle un exilio adecuado.
—Hay poca gente que crea que ha sido él quien ha cometido ese
asesinato. Sir Christopher no lo cree. Y dudo que los sarracenos acepten esa
versión por mucho tiempo, cuando reciban sus propios informes sobre el
asunto. Debéis ser cauteloso, Quire. Pueden ser gente muy vengativa.
—Siempre soy cauteloso, mi señor. Y ahora, ¿cuál es mi nuevo encargo?
—Debéis ir a la costa. Vuestro trabajo es frustrar el rumbo de un galeón
que arribará al estuario del Támesis durante la marea temprana de mañana. Si
es posible, que no haya ningún muerto, pero debe llegar a la arena en la boca
del río, en Rye. Ya hemos mandado un barco para que intercepte al piloto y

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sitúe a alguno de nuestros hombres a bordo. Dirigirán el galeón a Rye
aludiendo que el Támesis está congelado.
—Buen plan. Ningún barco podría llegar ahora a Londres sin arriesgar sus
cuadernas. Pero ¿cuál es mi función? El nuevo piloto puede realizar el plan
sin mi ayuda.
—No es tan fácil. Le daréis un giro al plan para cerciorarnos de que todo
va como la seda. El modo en que los hagáis os lo dejo enteramente a vos.
Dejo todos los detalles a vuestra imaginación.
—Me alegra que sigáis confiando en mí, señor.
—En asuntos como éstos, Quire, sois siempre el más inventivo. El barco
del rey de Polonia, el Mikolaj Kopernik, debe encallar, y el rey debe ser
capturado como si les hubieran atacado unos secuestradores comunes para
obtener algún tipo de rescate. Aquí tenéis un burdo plano que he dibujado
para vos. Si habla nuestra lengua, debe creer que le han confundido por un
dignatario extranjero cualquiera. Usad vuestro conocimiento de la alta lengua
sólo si es estrictamente necesario. Luego lo retenéis por un tiempo, y ya os
haré llegar información sobre cuándo y cómo debéis soltarle.
Quire se estaba divirtiendo.
—¿Un rey? Bueno, mi señor, me lanzáis tras una presa espléndida. Pero
necesitaré algunos hombres para esta cacería.
—Escogedlos.
—Tinkler. Hogge. O’Bryan…
—¿Emplearéis de nuevo a ese fanfarrón?
—Lo hará bien en esta misión. Además, ha pasado más de dos años
trabajando para los polacos, como soldado, y quizá nos vaya bien como
traductor. Y quizá Webster…
—¡Ni hablar! Ese pillo ha sido visto con cierto jovencito de la corte, y
podría ser reconocido después.
—¿Kinsayder?
—Creo que ninguno de esa panda de manchados de tinta con pretensiones
de caballeros os servirá. Algunos de esos locos todavía piensan que están al
servicio de nuestra reina. Ingenuos que no conocen la corte, sino simplemente
sus detritus. —Montfallcon frunció el ceño—. Además, son unos cotillas.
Llevaríais a todo un gallinero con vos, con toda esa pandilla.
—Más bien gallos luchadores, mi señor, y más valientes que vuestros
alborotadores corrientes.
—Sí, y más ambiciosos también. Y más imaginativos. Empleé ese tipo de
gente bajo el reinado del viejo rey Hern, pero en estos momentos sólo me

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atrevo a emplearos a vos, ya que no sois como ellos, adicto a la bebida, al
lenguaje fuerte y a la promiscuidad. Uno siempre acaba pagando por las
ocurrencias que emiten en gran cantidad: habladurías, escándalos y anécdotas
exageradas.
Los finos labios de Quire se movieron.
—Lo he captado, mi señor. Haré mi lista más tarde, siguiendo vuestro
consejo.
—Mandádmela cuando la hayáis acabado.
—Lo haré, mi señor.
—Y si es posible, no rebeléis el fondo del asunto a vuestros mercenarios.
—No lo haré. Aunque es un ardid poco sutil.
—Es lo mejor que se nos ha ocurrido con tan poco tiempo. Debemos
retener la amistad con Polonia. Si usamos la vía diplomática, lo adivinarán de
inmediato. Este plan es tan desesperado que no sospecharán que provenga de
la mano de Montfallcon.
—Pero ¿y las consecuencias?
—No las habrá, si cumplís correctamente con vuestra parte del plan; con
vuestra astucia habitual, claro está.
Quire resopló.
—Mi espada. Ese quisquilloso de Rhoone me la cogió. Me marcharé por
la puerta de las Arañas. —Se puso la capucha de nuevo.
Montfallcon llamó al lacayo con su campana de latón.
—Clampe, dile a lord Rhoone que te dé la espada de este caballero. —Y
se fue a calentarse al lado del fuego.
—Esta maniobra es de los tiempos del rey Hern —continuó Quire—.
Esperemos que nadie se acuerde de cómo le servisteis, porque yo sí recuerdo
que…
—Erais un niño cuando Hern se quitó la vida.
—Y no siento ninguna nostalgia. ¿Eso he dicho?
Montfallcon se pasó un dedo por el párpado.
—Vos y yo, y los cuarenta años que nos separan, somos de otra era. Es
irónico que debamos trabajar juntos para no tener que volver a ese pasado
oscuro.
Quire le siguió la corriente.
—O que yo, el más malvado de los villanos, me beneficie de vivir en un
mundo donde la justicia es mucho más fuerte que antes, en un mundo donde
reina la virtud.
Montfallcon levantó el brazo derecho y lo estiró, diciendo ácidamente:

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—Yo continuaré haciendo mucha falta mientras tipos como tú
permanezcan en la Tierra.
Quire reflexionó sobre lo que le había dicho, y negó con la cabeza.
—Al contrario, se puede argumentar que gente como yo es necesaria
mientras almas nobles como la vuestra sigan ejerciendo el poder. Después de
todo, Platón nos dice cuán vulnerable es el tiempo del monarca perfecto.
Montfallcon estaba perplejo. De mala manera, cambió el tema.
—Hay algunos caminos en muy mal estado a causa de la nieve. Tendréis
caballos, supongo.
—Tendremos que alquilarlos.
—¿Oro?
—Necesitaré un tanto.
El lacayo volvió con la espada, y Quire avanzó unos pasos para tomarla.
—Gracias —dijo mientras la envainaba.
Montfallcon esperó a sacar la llave para abrir la caja hasta que el sirviente
se dio la vuelta y se fue. Cuando la puerta se cerró, la abrió del todo y empezó
a contar monedas.
—¿Cinco nobles?
—Sí, eso pagará los caballos y los hombres.
Montfallcon puso el oro en las osadas manos de Quire.
—¿Partiréis antes de que anochezca, esta tarde?
—En cuanto esté todo listo y haya comido y me haya lavado un poco.
Los dos hombres entraron en una sala más pequeña y luego en otra
todavía más pequeña. Una tercera puerta, escondida en un panel detrás de una
silla, llevaba a los muros, una salida del Palacio que Quire, Tinkler y su
patrón creían que sólo ellos conocían. Quire apartó las nuevas telarañas como
si fueran unos cordones viejos, y pasó a través del túnel. Profirió un adiós
silencioso a Montfallcon, antes de que el panel se cerrara detrás de él. Se
quitó la capucha y volvió su capa del revés. Con esto y el sombrero iba
completamente de negro. El sitio donde fue a parar estaba lleno de una luz
grisácea de procedencia oscura, donde cientos de arañas tejían sus telarañas
entre muros, techos y suelos. Se mantuvo pegado a la pared andando muy
despacio, para pisar el menor número de arañas posible. El túnel era de
cristal, y puede que anteriormente hubiera sido una especie de invernadero
para cultivar árboles frutales, ya que por todas partes se veían restos de tubos
y ollas, y montones de ramas podridas. Ahora, el polvo lo cubría todo, y un
grueso techo había sido construido encima del cristal. La luz parecía llegar
desde unas ventanas situadas al final de lo que podría denominarse un

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cobertizo gigante. El túnel se iba curvando gradualmente, formando una
herradura, y el aire se hacía más frío y había menos arañas a cada paso, hasta
llegar a una puerta que Quire solía usar, y que daba a otro largo pasillo con
suelo de piedra hasta un muro exterior que se abría a un jardín. Se metió por
un agujero hacia la oscuridad, con pasos rápidos sobre la tierra mojada. Quire
se estremeció y se encogió en su capa acercándose a una verja alta. Saltó por
encima y se tambaleó hacia la luz del día, hacia la gruesa capa de nieve.
Empujó otra puerta y se quedó parado delante de un alto precipicio de
ladrillos amarillentos. Delante de él, se extendía un inmenso jardín
ornamental, abandonado y salvaje, olvidado, con la nieve y el hielo
delimitando claramente su antiguo perfil. Ramas oscuras perfilándose hacia el
cielo, estatuas rotas con la mirada fija debajo de una buena capa de nieve: los
semidioses de un antiguo reino más soleado, de armiño, ahora congelado. El
aliento de Quire se veía gris en este escenario. Con paso seguro, dirigió sus
botas hacia una senda invisible, pero conocida, entre cuadrados, círculos y
óvalos de inhóspitos lechos de flores y fuentes atascadas. Siguió cerca de otro
muro cubierto de hiedra, saltó una pequeña verja de hierro y se metió por una
gruta, intentando pisar los adoquines que no tenían nieve, hasta llegar a una
gran puerta que abrió con su ganzúa. La puerta daba a una colina sin ningún
camino hacia abajo. Quire tenía hambre. Empezó a bajar por la colina hacia
un bosquecillo de álamos. Encontró un caminito, negro por las marcas de
ruedas. Miró atrás. El viento soplaba con fuerza, y la nieve fresca se levantaba
como si fueran las aguas bravas de un ancho y profundo río. Quire tropezó y
cayó. Rodó por el suelo. Maldijo al tiempo que, soltando una risita ahogada,
se arrodillaba buscando refugio entre los árboles, parando un momento para
recuperar el aliento. Apoyó su espalda maltrecha en un tronco, divisando el
humo que provenía de la ciudad, ya muy cerca. Una verja era el último
obstáculo para Quire, que saltó cuidadosamente para no ser visto. Cayó en un
charco congelado, y el hielo hizo un crac antes de que el capitán se lanzara de
nuevo a la carrera.
A través de los surcos de las ruedas y la nieve Quire voló, con las plumas
de cuervo de su sombrero ondeando al viento y su capa crepitando como
fuego negro, cada vez más rápido, hasta que sin darse cuenta llegó a las
puertas de Londres, a esos portones sin guardias que le llevaron a las calles
más salubres, en el norte de la ciudad, cerca de un hostal respetable donde le
tenían por un caballero estudioso al que sus investigaciones llevaban a
menudo a la cercana Biblioteca de Antigüedad Clásica. Al estudioso original
Quire le dio muerte durante una disputa sobre la identidad del poeta Justus

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Lipsius, y simplemente le robó la identidad. Ahí se dio un baño, comió una
cena mucho más rica que las que normalmente le solían servir en las otras
pensiones que frecuentaba, y alquiló un buen purasangre. El tiempo empeoró
y mucha gente se refugió en la posada, dejando las calles desiertas, mientras
Quire se alejaba galopando en dirección al río, a la taberna Seahorse, para
indicarle a Tinkler qué hombres contratar y dónde encontrar los mejores
corceles. Tinkler, dejándose llevar por la energía de Quire, se apresuró, con su
nuevo abrigo puesto, hacia la puerta. El capitán, acabándose el último trago
de ron, se disponía ya a seguirle cuando el infeliz rostro de maese Uttley se le
puso delante. Con los ojos perdidos, puso una mano propiciatoria en el brazo
de Quire.
—Tenéis un enemigo allá afuera, señor. Esperándoos junto a vuestro
caballo.
Quire miró el reloj de pared (el orgullo de Uttley), y vio que tenía todavía
un par de horas antes de encontrarse con sus hombres en la calle Rye.
—¿Algún pariente del sarraceno?
—Un tipo al que habéis herido, o eso es lo que dice.
—¿Y tiene nombre el individuo?
—Si lo tiene, no me lo dijo. Si lo deseáis, capitán, puedo mandar al mozo
de cuadra con el caballo a la puerta de atrás para que lo encontréis allí.
Quire negó con la cabeza.
—Prefiero algo más directo. Yo no me acuerdo de haber visto a ningún
tipo. —Se acercó a la puerta con curiosidad y se apoyó en el umbral,
estudiando la delgada figura de un chaval que estaba de pie al lado del
caballo, mirándole con ojos inciertos. El chico llevaba un sobretodo con
capucha, pantalones de piel de conejo y botas remendadas. Aguantaba una
larga lanza con su puño enguantado. Un pelo brillante y completamente negro
se escapaba de la capucha. Tenía unas facciones gitanas, oscuras, pero fue su
boca lo que dio a Quire la pista final para comprender de quién se trataba: era
ancha, con un prominente labio inferior con mueca enfurruñada. Quire
resolló.
—¿Me buscáis a mí? —dijo.
—¿Sois el capitán… Quire? —El chico se sonrojó, confundido por la
escena que había imaginado de este encuentro y la realidad.
—Lo soy, querido mío. ¿Qué daño reclamáis que os he hecho?
—Soy Phil Starling.
—Bien. El hijo del vendedor de velas. Vuestro padre es un navegante
retirado. Un buen hombre. ¿Necesitáis dinero? Os aseguro que no me gustaría

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estar en deuda con un honesto lobo de mar. Si es así, os puedo acompañar si
vuestra intención es llevarme a donde está vuestro padre.
—Sabéis más de mí de lo que yo sé de vos, capitán Quire. Vengo en
nombre de una joven dama, que hace poco ha cumplido los catorce años, a la
que habéis puesto vuestras lascivas manos encima, amenazando su virginidad.
Quire se permitió levantar un poco la ceja.
—¿Cómo?
—Alys Finch, la sirvienta de la señora Crown, la costurera. Ella es
huérfana, y es un ángel. Una criatura de naturaleza pura y de buena voluntad
con la que me casaré y a la que ahora protejo. —Starling hizo un inútil gesto
con su palo.
Quire fingió controlar su furia.
—¿Y cómo he ofendido yo a esa joven virgen? ¿Con manos lascivas?
¿Sobre la muchacha que hace mis remiendos, a la que no reconocería la
próxima vez que entrara en mi habitación? ¿Quién os ha dicho eso?
—Me lo contó ella misma. Estaba muy agitada. —El muchacho titubeó—.
Y ella… nunca miente.
—Las chicas jóvenes, no obstante, tienen mucha imaginación… sobre
todo con cosas que les gustaría que se hicieran realidad. —Quire se tocó la
barbilla—. Visiones, y cosas así, ¿sabéis? Tal vez fruto del curso de la
naturaleza. Saben tan poco del mundo que interpretan cualquier observación
como un comentario vicioso, en tanto que confunden una sugerencia viciosa
con algo virtuoso. —Quire se mostró conciliador—. ¿Qué os ha contado,
muchacho?
—Sólo eso. Que estaba angustiada. Y lo de las manos lascivas.
Quire le mostró las palmas de sus manos enguantadas, y las inspeccionó.
—Dudo que éstas la hayan tocado. Se llevó mis ropas para remendar, eso
sí. ¿Había algún otro huésped que requiriese los mismos servicios en el
hostal?
—No, fue usted. Todo el mundo os conoce como el Príncipe del Vicio.
—¿Ah, sí? —Quire se rió abiertamente—. ¿Y eso, quién lo dice?
—Todo el mundo en el Kings Beard.
—¿Y vos os creéis a esos… aburridos inventores de escándalos? Como no
me mezclo con la muchedumbre, me envidian. Soy un misterio, y por tanto
objeto de la más calenturienta imaginación. ¿Habéis oído eso que se dice de
los que acusan a hombres honestos de vicio? Que no saben controlarse a sí
mismos…
—¿Qué?

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—Incluso vos, amigo, elaboráis fantasías de este tipo. Escucháis que un
hombre es malo y os imagináis qué haríais vosotros en su lugar. ¿Verdad?
Un carruaje pasó veloz, conducido por un par de corceles grises y con las
ventanas cubiertas. Se percibía un olor de pato asado y almizcle, como si
alguna puta rica hubiera comido durante el paseo. El caballo negro de Quire
pegó una coz, y el chico dio un paso hacia Quire.
—Es un arma muy buena. ¿Es para mí? —le espetó Quire.
—¿Juráis que no habéis tocado a Alys? —Starling parecía totalmente
confundido, como si no supiera qué hacer a continuación.
—¿Qué dice ella que le hice?
—Que le hicisteis… que la forzasteis a mostraros su cuerpo…
Quire se mostró severo.
—No puedo recordar haber puesto ni tan siquiera un dedo encima de la
dama. —Los dedos de Quire agarraron la lanza del muchacho—. Pero quiero
llegar al fondo de la cuestión, si puedo. A ver, analicemos juntos el asunto,
¿sí? ¿Tomándonos algo? Es posible que tal vez, sin darme cuenta, hiciera
algunos gestos que ella malinterpretara.
Starling asintió, impresionado por la gravedad que mostraba Quire.
—Es posible. No culparía a un hombre injustamente.
—Puedo leer en vuestros ojos. Sois un hombre bueno y honrado. Y
sensible a las desgracias de los otros. Pero demasiado impulsivo al defender a
aquellos que quizá no lo merecen tanto, ¿eh? Todo eso puede leerse
perfectamente en vuestro rostro. No me extraña que os amen, pues tenéis una
belleza excepcional. —Quire tomó la lanza y la dejó a un lado, poniendo un
brazo en la cintura del chaval—. Sería feliz si tuviera un hijo tan maduro
como vos, dulce Phil.
Starling, halagado y eufórico por las atenciones de Quire, se relajó. Y eso
le perdió.

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Capítulo VI

Donde la reina Gloriana sigue persiguiendo su tan


familiar y desesperada búsqueda nocturna.

La luz escarlata que llenaba la pequeña habitación caía desde los candelabros
que colgaban del techo, siguiendo la moda de la corte de Catay, y, entre las
sombras creadas por la luz, avanzaba la reina, de un lado a otro, con las
manos en la cintura, en los muslos, en los pechos, cruzadas, descruzadas,
tapándose la cara, masajeándose los hombros, como si temiera que su cuerpo
tembloroso echara a volar de un momento a otro. Tomó una botella de color
carmesí y se sirvió un poco de vino en una copa incrustada de rubíes. Se
deshizo de su bata de seda y se quedó en ropa interior, que sólo le cubría de la
cintura a las rodillas. Se cepilló el pelo con sus largos dedos adornados con
brillante oro, observando sin cesar sus blancos pechos. Se acercó al fuego y se
arrodilló, como si pidiera al fuego que aligerara la tensión de su cuerpo.
—¡Lucinda! —llamó casi gritando.
De una montaña de cojines escarlatas de una esquina, se levantó la cabeza
adormecida de una niña flacucha.
—¡No! —súbitamente arrepentida, ordenó a la niña que se volviera a
dormir con un gesto. Su conciencia le impedía cansar más a la chiquilla.
Además, su ternura se había consumido, y ahora sólo quería cualquier
sensación que la ayudara a olvidar sus frustraciones. Se golpeó las ingles con
el puño. Finalmente, sacó una llave secreta de debajo de un mantel y apartó
unas pesadas cortinas, que dejaron al descubierto una puerta a unos
apartamentos aún más secretos que los que ocupaba en ese instante.
Un corto tramo de escaleras la llevó hacia una tosca y centelleante luz de
antorcha, situada en una estancia de esplendor asimétrico, donde los muros se
elevaban hasta formar una bóveda, cuyas paredes estaban adornadas con
grandes gemas, como si fuera una cueva de hadas, y mientras avanzaba y sus

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pies desnudos se hundían en las tupidas alfombras, observaba las escenas de
los tapices, oscuras escenas de antiguos placeres. Al fondo de la sala
aparecieron dos gigantes. Uno era un musculoso albino de ojos rojos y pelo
blanco, que estaba desnudo. El otro tenía la piel oscura, ojos azabaches y pelo
negrísimo. Por lo demás, era idéntico a su gemelo albino. El aventurero
mercader que los había encontrado y emparejado había descubierto al albino
en Muskovy y al negro en Nubia, y los regaló a la reina en uno de sus viajes a
Albión. Los dos se postraron en una humillada reverencia, esperando poder
darle placer, adorándola como siempre habían hecho. Pero sin mediar palabra,
la reina pasó de largo empujando una nueva puerta hacia otra caverna, aún
más oscura, impregnada del hedor de la carne fresca, de sangre, de fluidos
salados. Aquí era donde tenía a sus flagelados, hombres y mujeres, pasivos y
dominantes, que vivían simplemente para disfrutar o blandir el látigo. Cuando
Gloriana pasó, algunos levantaron la cabeza rememorando el éxtasis que
habían sentido una vez, recordando los dulces dedos de Gloriana. Otros la
miraban fijamente, recordando su cuerpo malherido, y cómo su orina caía de
su cuerpo inviolable, y la llamaban, pero ella no se mostró obediente esa
noche. Un pasaje corto, conectado a otra puerta. Otra llave, y se encontró
entre sus niños y niñas, sonrientes pero impacientes. Siguió adelante a través
de las habitaciones, donde sus geishas, hombres y mujeres, le susurraron
saludos. Despertando de su ensueño Gloriana oía, entre cánticos susurrados,
su nombre. «Gloriana, Gloriana, Gloriana», cada vez resonando más fuerte en
sus oídos, «Gloriana, Gloriana».
—¡Ah!
Pasó entre bestias y sus amantes, entre la belleza frígida y la fealdad
sensual; pasó ante viejos y jóvenes, desnudos o vestidos con los disfraces más
elaborados, pasó por los baños de leche, o vino, o sangre, entre patíbulos,
camas y horcas, pasó entre chicas jóvenes, sus matronas, cruzó escuelas y
guarderías, gimnasios, librerías y pequeños anfiteatros, pasó entre los ciegos,
los locos, los medio sanos, los tullidos, los sordos y los tontos, pasó ante caras
inocentes y de lujuria, generosas y avaras, exquisitas y ordinarias, nobles y
corrientes…
«Gloriana, Gloriana, Gloriana…».
… Pasó ante las orgías, los banquetes, los bailes, los grupos de música, los
deportistas, los gladiadores y atletas, por extrañas habitaciones que apenas
recordaba, por cuartos de formas peculiares, oscuros y superpoblados con
tesoros de todo el mundo, a través de pasadizos, galerías, claustros,
dormitorios y sanitarios…

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«¡Gloriana, Gloriana!».
—¡Oh! —lloriqueó ahora medio corriendo—. ¡No!
Por fin, un vestíbulo tranquilo. Hombres hirsutos, inmensos y perezosos,
levantaron la mirada desde una piscina termal de azulejos dorados y azules.
Los olió, medio monos, y se fue a sentar entre ellos. Al principio se
mantuvieron distantes, pero poco a poco despertó su curiosidad. Empezaron a
inspeccionarla, quitándole su abrigo de piel de lobo, acariciándole el pelo,
oliendo sus manos y sus pechos.
—Soy Albión —les dijo—. Soy Gloriana.
Los hombres hirsutos rugieron y parecía que la entendían, pero no lo
hacían, ni siquiera podían pronunciar sus propios nombres.
—Soy la Madre, la Protectora, la Diosa, la Monarca Perfecta. —Se tumbó
y sintió su tosca piel en su suave carne. Se rió mientras la acariciaban—. ¡Soy
la reina más noble de toda la Humanidad! La emperatriz más poderosa que el
mundo ha visto nunca. —Suspiró mientras sus cálidas lenguas la lamían,
mientras sus dedos tocaban sus puntos sensibles. Los abrazó. Lloró. A
cambio, les hizo cosquillas en sus estómagos peludos, mientras ellos gruñían
de placer. Se estiró. Se retorció—. ¡Ah! —Y sonrió. Gruñó.
Empezaron a empujarse unos a otros para estar más cerca de ella. Se
abrazó a uno, tumbándolo a su lado. Mientras él resoplaba y gemía, ella
acarició su hocico, su cabeza y su espalda peluda. Casi no le notó entrar. Ella
presionó, le agarró las nalgas y empujó. Ella cabalgó. Él se estremeció, y ella
lo miró con desorbitada expresión: sus mandíbulas apretadas, su benigno
rostro animal mirándola fijamente.
Unos instantes después, él y sus camaradas perdieron interés en Gloriana
y se retiraron a un lado de la habitación a por comida, dejando a la reina de
Albión sentada con las piernas cruzadas en el borde de la piscina, mirando la
repugnante calma del agua.

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Capítulo VII

Donde el capitán Quire intenta provocar el naufragio


del Mikolaj Kopernik y la captura de su principal
pasajero.

El capitán Quire miró con satisfacción la nube oscura que gradualmente iba
cubriendo la luna. Enfrente, el horizonte se desvanecía y el mar ya no
desprendía ese brillo mágico. Las luces del galeón polaco, el Mikolaj
Kopernik, ya habían sido divisadas por O’Bryan, el renegado de Erin, que
estaba sentado cómodamente en el puesto del vigía, fumando una pipa y
olisqueando el viento.
—Debería encallar en media hora, capitán.
El vigía gimió. Tenía una daga de ésas con el mango muy ornamentado
clavada en su espalda: la daga de O’Bryan.
—Por Júpiter, O’Bryan —dijo Tinkler, soplándose las frías manos—, ¿por
qué no te cargas de una vez a este pobre diablo?
—¿Por qué debería hacerlo? —O’Bryan habló razonablemente—. Cuanto
más vivo esté, más caliente me mantendrá. Con este tiempo un hombre debe
usar todos los trucos posibles para no congelarse. Es el truco de la
supervivencia, Tink.
Quire escudriñó el horizonte con su catalejo. Cuando levantó el brazo, el
viento hizo ondear su capa y se la llevó unos metros por detrás. Se puso el
catalejo en el bolsillo para recuperarla, y se la ató al cuello con un broche
dorado que llevaba de vez en cuando. Volvió a mirar y le pareció ver el
galeón. El ala de su sombrero golpeaba la copa, su pelo ondeaba como la
hierba en un remolino, y el mar salpicaba su cara, en la parte desprotegida por
la capa, de agua y espuma.
—Una noche perfecta para un naufragio. —O’Bryan encendió de nuevo
su pipa y levantó el culo un instante de encima del vigía para que pudiera

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respirar un poco. Llevaba puesto un grueso sombrero de piel, al estilo
ucraniano, y un abrigo de oso hecho con la piel y el pelaje del animal, de
modo que las garras colgaban encima de sus manos y cuello y cabeza le
servían de bufanda. Sus rasgos cuadrados y huesudos mostraban una cara de
gran bebedor, y sus ojos revelaban mucho de su carácter, que él ocultaba con
su sonrisa y saber estar. Miró a la torre, un faro que sobresalía por encima de
la casita del vigilante, donde una luz roja avisaba a los barcos de alejarse del
canal hasta el día siguiente. A los lados, dos linternas apagadas, una amarilla
y la otra azul, que indicaban cuando había buen tiempo hacia qué lado debían
ir los barcos, ya que las balizas de aviso estaban posicionadas en el centro de
una pequeña lengua de arena en medio del estuario. Las aguas en ese punto
eran erráticas, a veces profundas y otras veces muy bajas, dependiendo de la
inestable posición de la arena.
Tinkler miró fijamente a la playa, donde el resto de sus hombres les
esperaban cerca de los caballos que les habían llevado hasta allí cuando la
marea estaba baja.
—Si tarda más de media hora, esos rufianes estarán demasiado tiesos para
actuar y nos arruinarán el plan.
—El plan no puede fallar —dijo Quire—. Sólo tenemos éste.
—Un complot de locos… —añadió O’Bryan—. Un noble polaco por el
que nos darán un buen dinero. Los polacos son muy ricos. Probablemente más
ricos incluso que Albión. Una vez estuve en Goddansjik por unos meses, y vi
ahí más oro del que nunca he visto en Londres. Pero sus leyes son extrañas,
hechas por plebeyos, y es difícil para un espíritu libre ganarse allí la vida,
excepto siendo soldado. Aunque si te mandan al este estás perdido: ahí son
más pobres.
Quire había decidido no contar a O’Bryan las razones del verdadero plan,
y pensaba traicionarlo tan pronto como éste hubiera cumplido con su parte.
Pensaba que O’Bryan era un estúpido con más avaricia que inteligencia al que
no podía controlar como a los demás.
—En un mes todos seremos ricos, O’Bryan. Al menos si consigues llevar
el mensaje a Polonia: ésa es tu parte.
O’Bryan estuvo de acuerdo con eso, y como Quire se mostró tan generoso
con él, no le vio ninguna pega al plan. El irlandés se calentaba las manos con
su pipa y golpeaba las costillas de su víctima con el tacón, como si avivara los
restos de un fuego.
Quire tenía el galeón en el punto de mira. Le pareció oír el sonido de una
trompeta: el barco les hacía señales. Navegaba rápidamente a través de la

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marea plateada. Quire entrevió unas figuras, probablemente el capitán de la
nave hablando con otro que señalaba en su dirección. Y en la popa, la
desaliñada figura que estaba buscando, el rey de Polonia.
Subió a la torre, mientras Tinkler hacía sonar la trompeta para contestar la
llamada del otro barco. El greñudo rey de Polonia observaba desde la
cubierta. Quire apagó la lámpara roja, y encendió, como por casualidad, la luz
verde. Luego cambió de lado la luz azul, para que el galeón se dirigiera
directamente hacia los bancos de arena donde sus hombres ya lo esperaban
impacientes. Ya se podía ver al Mikolaj Kopernik sin necesidad del catalejo.
Habían arriado velas, y los remeros empezaron a remover las aguas. Después
de interpretar las señales de las luces, la nave empezó a tomar más velocidad,
dirigiéndose exactamente a donde Quire había planeado. Bajó de la torre a la
carrera, le tocó el hombro a O’Bryan y le guiñó un ojo a Tinkler antes de
empezar a correr hacia la playa para dar la bienvenida a su preciada
recompensa.
—Ya se acerca, compañeros. —Quire se paró un segundo para levantarse
los pliegues de las botas y atárselas bien fuerte por encima de las rodillas. El
viento les hacía parecer espantapájaros andrajosos y encorvados en medio de
la playa, y las crines de los caballos parecían halos. Un poco más cerca de la
orilla, donde las olas rompían en la playa y mojaban las planas piedras, Quire
sentía el olor y el sabor de la sal en sus labios. No le gustaba el mar, era
demasiado grande, demasiado indomable.
—¿Pistolas, capitán? —le dijo uno de sus mercenarios, medio
escondiéndose en su capa.
—Para eso las hemos traído, Hogge. Más para el ruido que para otra cosa.
El problema con un trabajo de este tipo es que, a no ser que avises de tu
presencia, como las marionetas en la feria, nadie se entera de lo que pasa. Y si
no se enteran, no se asustan, y acaban yéndose sin ni siquiera enterarse de que
estamos aquí, esperándolos. —Quire disfrutó de su discurso, pero dejó a sus
hombres preocupados—. Sí, pistolas, claro que sí. Disparad al aire hasta que
tengamos a nuestro hombre. No queremos que le vaya ninguna bala a la
cabeza por accidente. Nos quedaríamos sin recompensa. Ya os he dicho a
quién tenéis que buscar.
O’Bryan llegó arrastrándose por la arena. Se rascó el culo y se tiró un
pedo. Llevaba dos grandes pistolas en los bolsillos de su piel de oso y se las
puso bien cerca de la cara, inspeccionando los cierres.
—Cuidado con estas pistolas, O’Bryan. —Quire golpeó el hombro del
hombre de Erin suavemente. Si las dejas ir demasiado pronto, el barco creerá

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que les ataca un ejército y dispararán hasta destruir la isla entera.
O’Bryan apreció el cumplido sobre sus armas y rió bien alto.
Quire notó cambios en la marea y se dio la vuelta, a tiempo para ver cómo
el Mikolaj Kopernik embarrancaba en la arena y sus remos se rompían, uno a
uno: demasiados latigazos. El viento resopló como un órgano por encima del
barco y los gritos y chillidos provenientes de la plataforma se asemejaron a
los de las gaviotas persiguiendo a un pesquero que entraba en puerto. Quire y
Tinkler empezaron a correr hacia allí.
Cuando Quire se acercó a la mole de madera, se dio cuenta de que la nave
había virado a estribor, y reposaba sobre sus remos rotos como un peligroso
cangrejo. El viento zarandeó el velamen, y el barco se transformó en una
criatura marina indefensa en la arena. Desde arriba se oían voces de
desesperación. Los remeros probablemente fueron los que salieron peor
parados, y de su posición se oían gritos y aullidos que, sumados a los
bramidos del viento, hacían la escena todavía más espeluznante.
Tinkler se estremeció mientras se acercaban.
—¡Ugh! Parecen espíritus. ¿Capitán, estáis seguro de que no hemos hecho
embarrancar a un barco fantasma? Hay muchos hundidos por estas aguas…
Quire le ignoró, señalando la escalera ornamental construida en un lado
del barco.
—Podemos subir fácilmente por ahí. Rápido, Tink, ahora, mientras están
confundidos.
Se adentraron en el agua, que les llegaba hasta las rodillas, por debajo de
las maderas astilladas de los remos, hasta llegar a su destino. Ahí vieron que
estaba más a estribor del barco de lo que en un inicio habían calculado.
Las algas se le enredaban en las botas y se enganchaban en las espuelas.
El barco gemía entre crujidos ensordecedores, y se hundió un poco más hacia
su lado, así que por un instante parecía que les aplastaría, pero en lugar de eso
les acercó la escalera un poco más.
—¡Sobre mis hombros, Tink! —Quire se agachó y levantó a su
bamboleante cómplice. Tinkler intentó agarrarse al pasamano de la escalera,
falló, se levantó de nuevo y al fin lo agarró, colgándose del escalón más bajo.
Ofreció su mano a Quire para que éste también pudiera llegar hasta la
escalera. El barco se recolocó. Se oía a alguien dando órdenes en un lenguaje
que no les era familiar, y parecía que intentaran recuperar la disciplina
perdida. Por suerte, justo en ese instante Hogge y O’Bryan empezaron su
descarga y arrinconaron a todos los tripulantes a un lado de la nave. Subieron
por la escalera, con el cuerpo bien pegado al barco, hasta alcanzar la cubierta

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principal, desde donde estudiaron la escena. Había cadáveres en la cubierta,
hombres que habían sido arrojados desde las alturas, y marineros lisiados con
las extremidades y las costillas rotas que eran atendidos por compañeros con
más suerte. Las linternas se movían arriba y abajo, y Quire vislumbró por un
instante al capitán hablando a gritos con el piloto, que movía la cabeza
asegurando no saber qué había sucedido y diciéndolo de buena fe. (Quire no
sabía hasta qué punto Montfallcon había involucrado al hombre). Intentó ver
si el rey de Polonia seguía en la cabina del capitán, pero aclararse en aquel
caos de poleas, cabos y remos partidos era difícil. Audazmente, con Tinkler
detrás de él, trepó hasta la popa. Dos sombras negras proyectándose en las
velas ondeantes y la luna apareciendo desdibujada detrás de una fina nube. A
pesar de que algunos marineros que se cruzaron mostraron cierta perplejidad
por su presencia, Quire y Tinkler sólo fueron desafiados al llegar a la
mismísima cabina principal. Quire levantó su linterna, que le mostró el rostro
de un mosquetero armado.
—Venimos de la orilla. A ayudar. Hemos visto el naufragio.
El mosquetero asintió con la cabeza. Quire se rió entre dientes y levantó
de nuevo la linterna, dándole una palmada en el hombro al guardia, mientras
él y Tinkler seguían su camino, para encontrar al rey de Polonia apoyado en
una baranda, pestañeando perplejo, con algún noble de barba gris a su lado,
muy preocupado.
—Me han enviado aquí —dijo Quire en tono atribulado—, a atender a un
caballero. ¿Alguien habla nuestra lengua?
El viejo noble, envuelto en piel de marta, les miró y, con una voz
vacilante y gutural, les dijo:
—Yo la hablo, señor. ¿Venís del puerto? ¿Qué ha pasado? ¿Y los
disparos? —Parpadeó: sin duda era corto de vista.
—Habéis naufragado, señor. El barco está destrozado. Deberíais salir
antes de que se hunda del todo. —Quire sabía que si conseguía hacerles creer
que el barco se hundía, el rey sería el primero en seguirles.
—¿Qué hacemos? ¿Quién sois?
—El capitán Fletcher. Un guardacostas, señor. Los disparos fueron
nuestros, para asustar a los ladrones que acuden a los naufragios como abejas
a la miel. Habéis tenido suerte de que estuviéramos cerca. Venid. ¿Dónde
están vuestros hijos, y vuestra mujer?
—Viajamos solos.
—Pero este pasajero parece de buena familia.
—En verdad lo es, señor.

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—Pues saquémosle rápido, y también a usted, señor. ¿A quién más?
—A él primero, por favor. Yo no soy importante. Y también hay objetos
de valor, en la cabina. Deben salvarse. Son regalos…
—Señor, los objetos de valor podrán recuperarse más tarde, pero no las
vidas —le reprendió Quire.
—Pero estos objetos son de gran importancia. Ayude a Su Al… a este
caballero a llegar a la orilla. Yo recogeré el tesoro. —Le dirigió unas palabras
al rey de Polonia, y éste asintió con una ligera sonrisa.
Quire, con gesto melodramático, pareció dudar. Luego asintió también.
—Muy bien, entonces, señor, si creéis que será lo mejor. Mi lugarteniente
le acompañará. —Le ofreció su mano enguantada al rey, que lo miró
desconcertado hasta que comprendió y la aceptó—. Arriba, su señoría.
El rey se levantó vacilante, y Quire le ayudó a deslizarse por la escalerilla
de popa que llevaba a la cubierta principal.
—Con cuidado, señor.
—Le estoy muy agradecido, señor —dijo el rey en la Alta Lengua usada
para la diplomacia en todo el globo, pero Quire sabía qué papel adoptar.
—Disculpe, señor, pero no entiendo una palabra de lo que me decís.
Al llegar a cubierta, se dirigieron al punto donde Quire y Tinkler habían
embarcado. El barco se sacudió de nuevo entre crujidos del maderamen, y
Quire salió disparado contra la borda. El viento adquirió un tono más
estridente y la luna desapareció. El agua salpicaba sin parar alrededor del
barco arruinado. Quire, todavía llevando al rey de Polonia, que murmuraba
con confusa cordialidad, se tambaleó mientras se dirigía a los escalones.
Desde atrás, Tinkler le gritó:
—¡Estoy aquí! —respondió. Y ocurrió lo que temían: que el viejo noble
empezó a acuciar al resto de la tripulación a seguirlos—. Calma, señor.
Tranquilo. —Ayudó al rey a meterse en las aguas poco profundas—. Por aquí.
—Lo agarró del brazo y tiró de él. Tinkler los seguía ya, pero el viejo
continuaba llamando al resto de la tripulación, instándolos a abandonar
también el barco.
Quire y su carga salieron del agua y empezaron a caminar por la playa con
dificultad, mientras aparecían O’Bryan y los demás.
—¡Venga, O’Bryan! ¡Nos vamos! —le gritó—. ¡Aguántalos un poco más,
Tink; nos encontraremos en el molino!
O’Bryan alargó una mano para agarrar al rey, guiándolo hacia el caballo
que tenían libre.
—Arriba, mi señor.

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El rey se rió entre dientes y agitó la cabeza. O’Bryan dijo algo en polaco,
y el rey se rió de nuevo, montando rápidamente al alazán. Quire montó su
corcel negro y agarró las riendas del alazán, mientras O’Bryan montaba su
animal. Oyó gritar a Tinkler para que los marineros no se acercaran a la orilla,
buscando a su patrón, y se oyeron también disparos de pistolas y mosquetes
de los truhanes a los que Tinkler lideraba, abatiendo a las primeras filas de
marineros.
El rey preguntó algo a O’Bryan, que le respondió, tal como habían
acordado con Quire, que los disparos eran para alejar a ladrones que
pululaban por aquellas costas esperando algún naufragio para saquearlo, pero
que no se preocupara, que sus guardacostas les estaban manteniendo fuera del
alcance de su barco.
Galoparon velozmente por entre las sombras que separaban la isla de
tierra firme hasta que, de repente, el rey soltó un grito e intentó tirar de las
riendas.
—O’Bryan, ¿qué quiere éste ahora? —gritó Quire a través del fuerte
viento.
—Dice que está preocupado por su gente, que debería regresar.
—Muy digno. Dile que la marea está subiendo y que debemos llegar a
suelo más alto para tomarnos un descanso.
O’Bryan le habló lentamente en polaco. El rey respondió, todavía reacio.
—¿Qué pasa ahora, O’Bryan?
—Dice que la marea está bajando…
—¡Pues claro! —gruñó Quire—. Si la marea no hubiera bajado no
podrían haber cruzado la lengua de tierra de ninguna manera. Qué observador,
¿verdad? Dile que es una visión engañosa. ¡Ponle una nota perentoria a tu
voz, O’Bryan!
El viento amargo les golpeó con tal fuerza que los caballos se
balancearon.
—¡Cabalga, por Mitra! —gritó Quire.
Se oyeron más disparos desde atrás. El rey intentó que su caballo volviera
atrás.
—¡Oh, dulce Ariadna! —Quire se acercó al rey y le quitó el sombrero,
sacó su pistola de la funda en su silla y, antes de que el rey se diera cuenta de
lo que pasaba, le dio un buen golpe en la cabeza, agarrándole antes de que se
cayera del caballo. Tomó las riendas que aún sujetaba el rey y lo guió.
O’Bryan disparó una de sus pistolas, simplemente por diversión, y agitó la

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otra. Casi habían llegado a las dunas de hierba, que al estar cubiertas de nieve
les daban a entender que pronto estarían en tierra firme.
Cabalgaron al galope, hacia el interior y en dirección este, lejos del puerto
de la ciudad de Rye, ya que Quire había decidido que debían poner al menos
cincuenta millas entre ellos y el naufragio, si no querían ser detectados
accidentalmente.
Quire miró atrás y vio unos cuantos destellos. También oyó disparos y
gritos. Si no se equivocaba, Tinkler y sus hombres habían tenido menos
problemas de los que se imaginaban y ya estaban montando sus caballos y
alejándose del Mikolaj Kopernik, donde la tripulación se las arreglaría lo
mejor que pudiera antes de que las noticias llegaran a Rye y alguien partiera
en su ayuda. Para entonces ya sería de mañana y ellos ya estarían de camino a
Londres, no sin antes encontrarse con Tinkler en el sitio acordado, llevándole,
con suerte, el tesoro del rey de Polonia.
Mientras galopaban, Quire empezó a articular una especie de afilados
ladridos, un sonido entre un lobo y un cuervo que puso a O’Bryan muy
nervioso, incluso después de caer en la cuenta de que Quire se estaba riendo.

Unas horas después, Tinkler, tembloroso y despeinado, con su colmillo saltón


bailando al unísono con los demás dientes menos visibles, un fardo sujeto
entre las piernas, la cara azul y la mirada helada, como si sus ojos estuvieran
cubiertos de hielo, llegó al molino de viento donde habían acordado
encontrarse. La negra silueta del molino se recortaba en la temprana luz, con
sus viejas palas chirriando, como si intentaran girar con el viento. El caballo
trotaba por las aguas poco profundas de los bancales, y rompía con sus
herraduras la fina capa de hielo que los cubría. El hielo se rompía a cada paso.
Casi no se veía color en la escena y a Tinkler le dio la sensación de que todo
lo que no era negro, era blanco. Incluso la figura de Quire, sentado delante de
un pequeño fuego a la puerta del molino, era negra. Gritó su nombre y se puso
nervioso porque su voz despertó a una bandada de gansos que alzaron el
vuelo hacia el pálido cielo.
—¡Quire!
Quire levantó la mirada y le saludó sonriente. Tenía un ave muerta y
desplumada a sus pies.

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Tinkler dirigió el caballo hacia el pequeño y destartalado puente que
cruzaba el atascado riachuelo.
—¿Y nuestra carga?
—Dentro. Atado y durmiendo.
—¿O’Bryan?
Quire hizo un gesto hacia el cuchillo que había usado para matar el pájaro.
El montículo donde se sentaba se agitó y gimió. Atormentados, unos ojos
inyectados en sangre sobresalieron de la piel de oso.
—Ha servido para su propósito inicial, que era comunicarnos con nuestra
carga. Y ahora está sirviendo para otro. Uno que él mismo propuso. Me ha
mantenido agradablemente caliente mientras el fuego se iba apagando.
La boca de O’Bryan se abrió y gimió nuevamente. Le corría sangre por
las mejillas y por el labio superior. Quire puso plumas del ave en la boca del
hombre para que no manchara el abrigo de piel de oso y lo echara a perder.
O’Bryan gimoteó, implorando a Tinkler que le ayudara, pero éste apartó la
vista y entró en el molino, dándose cuenta mientras lo hacía de que O’Bryan
tenía tres dagas clavadas en la espalda.
—¿Cuál es nuestro siguiente paso? —gritó, mirando al rey de Polonia,
que roncaba en un montón de paja vieja. Se sentó en una de las piedras rotas
del molino y empezó a desenvolver su fardo.
—Montfallcon pretenderá mandar hombres. Hogge llevará la nota de
rescate a algún mercader polaco de Londres, donde parecerá que no tenemos
ni idea de a quién hemos secuestrado, y eventualmente, después de mucho lío,
soltaremos a la víctima, con sólo algunos de sus objetos de valor robados. —
Quire hablaba por encima del hombro de Tinkler, que miraba una figurita de
oro a través de un rayo de luz que entraba por un agujero en el techo del
molino—. Sólo unas pocas cosas, Tink. Si nos pillan con demasiado, esta vez
iremos a la horca seguro, aunque para eso tengan que cambiar la Ley.
Montfallcon no se podrá permitir salvarnos. Polonia pedirá nuestras cabezas.
El tesoro, o la mayoría del tesoro, debe ser rescatado junto con su propietario.
Tinkler devolvió la figura a su sitio. Agarró el fardo y lo dejó a un lado de
la habitación.
—¿Y cuándo será eso, capitán? —Se rascó el diente que le sobresalía,
como siempre solía hacer.
—Poco después de la duodécima noche, Tink. A tiempo para el Carnaval
de la Corte, donde habrá tantos dignatarios y soberanos que nuestro pobre
príncipe se perderá entre la multitud, y sus gestos, protestas y quejas caerán

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en saco roto. Se podrá culpar a sí mismo, o a los atacantes, por el fracaso,
pero nunca a Albión o a Gloriana. Y ésa es la cuestión.
Tinkler no había escuchado ni la mitad de las explicaciones de su jefe.
Pasó por encima de la cabeza de O’Bryan, estudiando las eficientes manos de
Quire.
—¿Cuánto tardará en cocinarse, eh, capitán?
Y estiró el brazo para pellizcar al ganso.

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Capítulo VIII

Donde la Loca de Los Muros observa las idas y venidas


del palacio exterior.

Tumbada, con los ojos fijos en la reja opuesta a la que Jephraim Tallow había
usado la noche de Fin de Año, la mujer loca miraba fijamente al muro,
llenándose los oídos con las voces del coro que entretenía a los nobles que
comían abajo. Estaba desnutrida, como siempre, pero no tenía hambre. Sus
dedos se agarraban a la reja, o bien se enredaban en su pelo rojizo o rascaban
la carne grisácea, mientras los parásitos corrían arriba y abajo por sus harapos
malolientes. En su cara sucia se dibujaba una sonrisa angelical: la música y la
belleza de esas cenas le transmitían tal placer que incluso se le escapaban las
lágrimas. Ya se habían servido los postres y se habían llevado el vino, lo cual
anunciaba el fin de la cena. Como si estuviera viendo su obra de teatro
favorita, deseaba que los invitados permanecieran en escena, pero
gradualmente todos se levantaban y saludaban al hombre de gris sentado al
final de la mesa, para dirigirse de nuevo a sus asuntos.
La mujer loca focalizó toda su atención en las dos figuras que se habían
quedado en la sala. El embajador de Arabia y el señor al que ella consideraba
su héroe, y del que sabía el nombre, igual que lo sabía de muchos otros
habitantes de la Corte.
—Montfallcon —murmuró—, el consejero más preciado de la reina. Su
mano derecha. Inteligente e incorruptible.
El coro dejó de cantar y sus miembros empezaron a abandonar la sala, así
que pudo oír parte de lo que se decía entre Montfallcon y el embajador, un
hombre elegante y orgulloso, vestido de plata bordada en blanco y oro.
—… ¿Mi señor casado con la reina? ¡Menuda alianza, nos daría seguridad
por los tiempos de los tiempos! —oyó decir al árabe.

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—No obstante, ahora ya somos aliados. —Montfallcon sonrió
delicadamente—. Arabia y Albión.
—Excepto por las dificultades de Arabia de expansionarse, debido a la
protección de Albión. Nuestras ambiciones están frustradas, como las de un
niño que ha crecido y al que sus padres siguen tratando como tal.
Montfallcon rió abiertamente.
—¡Oh, lord Shahryar!, no podéis insultar mi inteligencia de este modo, ni
esperar que yo haga lo mismo con vos. Arabia está protegida por Albión
porque no tiene los recursos necesarios para defenderse contra el imperio
tártaro. Los árabes no se alían con Polonia porque Polonia tiene miedo de los
tártaros y confían en que éstos les dejarán en paz y se concentrarán en Arabia,
si ésta es débil. Por otro lado…
—Mi punto de vista es, mi señor, que Arabia ya no es débil.
—Claro que no, porque tiene la protección de Albión.
—Y que el imperio tártaro puede ser conquistado.
—Gloriana no irá a la guerra a no ser que la seguridad del reino se vea
amenazada. Sólo luchamos si nos invaden. Los tártaros lo saben y por lo tanto
no nos invaden. La reina espera que con su política puede llegar a crear un
nuevo hábito entre naciones, en el sentido de que éstas no vayan a la guerra
automáticamente para ganar territorio. La reina visualiza un Consejo, una
Liga de…
—Lord Montfallcon, vuestro tono os traiciona —sonrió lord Shahryar—.
La reina cree tan poco como yo en este pacifismo de salón. Oh, unos anhelos
así son admirables en una mujer. Aun así, hay que establecer un equilibrio
entre los instintos masculinos y los femeninos. Aquí no hay equilibrio.
Debería haber un hombre, un hombre fuerte al lado de la reina. Mi señor, el
Gran Califa es fuerte y…
—Pero la reina no desea casarse. Ve el matrimonio como una carga más,
y ya tiene demasiadas responsabilidades.
—¿Tiene algún otro pretendiente?
—No, no tiene ningún favorito. Se siente halagada, por supuesto, por las
atenciones del Gran Califa.
Lord Shahryar negó con la cabeza.
—Soy yo quien debe recordarle ahora que no debe menospreciar mi
inteligencia, lord Montfallcon. Lo que le he dicho, respecto a la reina y sus
necesidades, lo decía en serio. Estamos preocupados por ella.
—Entonces compartimos la misma preocupación —dijo lord Montfallcon
—. Y si respetáis a la reina como lo hago yo, respetaréis sus deseos y sus

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decisiones, como hago yo.
—¿No hacéis nada sin su aprobación?
—Es mi reina. Ella representa a Albión. Es el Reino. —Lord Montfallcon
levantó la barbilla—. La reina es la Ley.
—No siempre efectiva.
—¿Cómo?
—Vuestra ley… Parece ser que los criminales no siempre responden
delante de la justicia.
—No os entiendo.
—Mi sobrino, Ibram, fue asesinado en Londres nada más tomar yo un
barco desde Ben Gahshi. Me enteré justo al llegar al puerto donde había sido
asesinado… y también supe que el crimen sigue sin castigo.
—¿Se refiere a King? Lo juzgarán la semana que viene.
—Pero había alguien más involucrado, el que de hecho cometió
directamente el crimen, por el que vos respondéis, según tengo entendido, mi
señor.
—Estáis en lo cierto sobre el otro acusado. Respondí por él porque estaba
trabajando para mí, por eso no puede estar involucrado en la pelea, pese a ser
la clase de rufián que siempre se mete en líos.
—Entonces ¿estáis completamente seguro de la inocencia de vuestro
sirviente? —Lord Shahryar miró a lord Montfallcon—. Ese mercenario, ese
espía vuestro…
—¿Quire? ¿Un espía? Es simplemente un mensajero de la reina.
—¡Ah, sí! Se llama Quire —asintió lord Shahryar—. Había olvidado su
nombre. Ese personaje es conocido por sus habilidades en el combate. ¿Sabéis
que intentó batirse en duelo con mi sobrino sólo para robarle?
—Lo conozco bien. Dudo que perdiera su tiempo en urdir una trama así.
Es demasiado orgulloso para eso.
—¿Me dais vuestra palabra, lord Montfallcon, de que vuestro capitán
Quire no ha matado a mi sobrino?
—Os doy mi palabra, lord Shahryar. —Lord Montfallcon miró al árabe
directamente a los ojos.
—Quizá podría… ¿entrevistarme con él, sólo para corroborar que no os
ha fallado? —continuó despacio lord Shahryar.
—No está en Londres ahora. Lo he enviado a cumplir con un nuevo
encargo.
—¿Dónde?

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—Está contribuyendo a resolver nuestros problemas con el rey de Polonia.
Si sois aficionado a los rumores, mi señor, seguro que habéis oído algo al
respecto, ¿verdad?
—¿Os referís al hecho de que Casimir fue secuestrado por unos bandidos
para conseguir una recompensa? Sí, lo he oído. ¿Creéis que sigue con vida?
—Los mercaderes polacos recibieron una nota de rescate. Esos
mentecatos creen que han secuestrado a un mercader cualquiera.
—Bueno, espero que le vaya mejor con vuestra justicia que a mi sobrino.
—El sarraceno se levantó de la silla—. Albión se está convirtiendo en una
tierra sin ley, parece ser, con bandidos y asesinos que hacen lo que les viene
en gana, matando nobles, capturando reyes…
—¿No hay asesinos en vuestras tierras, mi señor?
—Algunos hay, por supuesto.
—Anteriormente había muchísimos más, antes de que Albión os
protegiera y os trajera su ley.
—Eso era cierto cuando el rey Hern estaba en el trono —dijo Shahryar
mordazmente—. Para que el reino se gobierne adecuadamente, debe haber un
hombre…
—La reina es la soberana más grandiosa que Albión ha conocido nunca.
El mundo entero envidia a nuestra reina.
—Como madre, a veces es demasiado protectora con sus hijos. Por eso no
ve sus defectos, ni los defectos de aquellos que, fingiendo su amistad, en
realidad suponen una amenaza. Con un buen marido, un hombre severo a su
lado…
—Tiene la ayuda de hombres fuertes, como yo. —Lord Montfallcon
inspeccionó una bandeja de higos secos, escogió uno y lo puso en su plato—.
¿No somos hombres con experiencia… y severos?
—Pero vos no sois su igual, señor.
—Su igual, señor mío, no existe.
—Esperaba convenceros de nuestra sinceridad, de la admiración que le
profesa mi señor a vuestra reina, de la necesidad de unificar nuestros reinos
por completo, a la manera tradicional. El Gran Califa es joven, viril y guapo.
Si habéis oído algún rumor sobre él, os aseguro que no tiene ningún
fundamento.
—La reina no quiere pretendientes, mi señor. Así se asegura de que no
favorece a nadie. Vuestro señor podría ser viejo, o enfermo, o seguidor de los
hábitos de Sodoma, y aun así tendría las mismas oportunidades que cualquier
otro.

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—¿Entonces no hablaréis a nuestro favor? Esperaba que lo hicierais. Aun
así, creo que el rey de Polonia vino de incógnito por una simple razón.
—Si fuera así, iba desencaminado. Nunca le alentamos.
—¿No recibió cartas de la reina?
—Ninguna, señor.
—¿Así que por eso lo han capturado?
—Sois muy enrevesado, señor. Ya no os sigo.
—Sospecho que mi nieto fue asesinado porque intentó espiar a la reina.
Sospecho que Casimir fue apresado porque quería cortejar a la reina en
secreto.
Lord Montfallcon empezó a reír.
—¡No somos tan salvajes en Albión, lord Shahryar! Nuestra diplomacia
es mucho más sutil.
El sarraceno retiró su silla. Estaba enfadado, pero intentó disimular sus
sentimientos.
—Os pido disculpas, señor mío.
—Por Dios, mi señor, disculpas aceptadas. ¡Vuestra sugerencia es más
bien un chiste que un insulto!
Lord Montfallcon se levantó y le dio un abrazo al sarraceno, que hizo un
esfuerzo por sonreír.
—Quiero convenceros de nuestra gran amistad. Admiramos Arabia por
encima de cualquier otra nación del mundo.
—Y nosotros admiramos Albión. Cuando llegue el Gran Califa mañana…
—Nuestra alianza no necesita ninguna unión tradicional para sobrevivir
cientos de años.
—Nuestra preocupación es por la reina, tanto como por Albión.
—Nuestras preocupaciones coinciden.

La mujer loca gateó, a través del polvo, hacia otro mirador aventajado, una
ventanita que era indetectable desde el suelo, desde donde observó a maese
Ernest Wheldrake, desnudo y cubierto de cadenas de oro, arrodillado delante
de su amante, lady Lyst, que bebía de una copa y llevaba una corona falsa que
le cubría uno de los ojos. Lady Lyst le pegaba con un látigo, mientras que él,
postrado en éxtasis, gemía y murmuraba un nombre que la mujer loca no
pudo distinguir. La escena le era demasiado familiar, así que siguió gateando,

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buscando nuevos entretenimientos. Después de arrastrarse diez minutos llegó
a uno de sus lugares preferidos, el agujero de ratón por el que se veía la
habitación de lord Ingleborough. Pero el lord no se veía por ninguna parte.
Vio de refilón a su mancebo, Patch, jugando con unos soldaditos de madera,
pero su señor no comparecía. Se escabulló de nuevo, para ver como sir
Tancred y lady Mary Perrott seguían con su relación. Ella sentía celos de esta
pareja, porque los veía perfectos. Envidiaba a lady Mary, porque ella misma
prefería el romance y la intriga más que las sensaciones simples, que
normalmente la ponían triste. Nunca había tenido un amor como el de sir
Tancred, pero soñaba con que algún día llegaría.
Pero el paseo de la mujer loca fue inútil, ya que ni sir Tancred ni lady
Mary estaban a la vista. Lord Rhoone roncaba con su uniforme puesto, en su
mesa, con la negra barba en su bocaza, y el collar lleno de gotas de crema. Sir
Amadís Cornfield también estaba detrás de su mesa, con sus cuentas y
recibos, y con los dedos sucios de tinta. Una dama, la condesa de Scaith, se
estaba desvistiendo, intentando quitarse el complicado vestido que se había
puesto para entretener al embajador de los sarracenos en nombre de la reina.
En el estudio de lord Montfallcon no habría nadie, así que la loca decidió no
llegar hasta allí. Pensó en visitar el harén, pero ese lugar la deprimía bastante.
Pasó un ratito viendo cómo los mimos ensayaban un drama simbólico para las
fiestas de la Duodécima Noche, que se celebrarían al día siguiente, pero
enseguida perdió interés por la representación. Mientras volvía a su cripta,
pasando por el antiguo invernadero lleno de telarañas, vio una sombra que se
dirigía a la entrada secreta de lord Montfallcon. Se escondió bien para poder
ver quién visitaba al canciller.
Era Tinkler. Y estaba contento.
La loca se echó para atrás lo más que pudo para evitar que Tinkler la
viera. Sin duda, el mozo era un empleado de lord Montfallcon que venía a
recibir instrucciones. El rey de Polonia debía ser rescatado mañana. Les había
oído discutir todo el complot. Se rió para sí misma, moviendo la cabeza con
admiración por sus dos héroes: Montfallcon, al que veía como un padre, y
Quire, al que deseaba como amante. El plan parecía estar yendo tal como lo
habían planeado.

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Capítulo IX

Donde la reina y sus cortesanos celebran la Doceava y


Ultima Noche del Festival de Yuletide.

Una de Scaith se adentró en la densa nube de humo de tabaco y se tumbó en


el sofá tapizado. Descansaba bajo las escenas de bosques (La Caza, Ninfas,
Faunos, Diana y sus sirvientas) y delante de un magnífico fuego, con la falda
torcida como una campana mal colgada, el corpiño desabrochado y el collar
trenzado en gasas a un lado de su cabeza decorada de perlas, mientras
disfrutaba de unos minutos de tranquilidad antes de que empezaran la fiesta y
las ceremonias a las que, como amiga de la reina, debía atender. Acarició la
espalda de un gato pardo que dormía tranquilamente en el sofá, y se hundió en
el humo de la pipa mientras, en la habitación de al lado, las criadas le
preparaban las vestimentas.
La condesa odiaba todos los eventos públicos, especialmente aquéllos
donde se veía obligada a ejercer algún tipo de función. Esa noche, la reina le
había pedido que anunciara cada una de las partes del programa de fiestas, lo
que significaba que debía estar presente durante toda la celebración de la
Duodécima, desde la Entrega del Presente hasta el Banquete Final, que seguro
duraría hasta bien entrada la mañana siguiente. Y lo peor de todo era que la
primera mitad de la velada tenía que pasarla en la helada West Minster, donde
el río se había congelado tanto que habían podido encender hogueras encima
de él y asar un cerdo (un emprendedor posadero veneciano lo había hecho la
noche anterior con gran éxito). La condesa pensaba que se congelaría hasta
los huesos; y todo el mundo, por lo tanto seguro que tomarían grandes
cantidades de vino de Burdeos, que sería la mayor fuente de calor de la noche.
Y luego vendría el carnaval en el Salón Principal, y lo peor de todo es que ella
tenía que vestirse como Urd the Norn. Pero no sería la única que sufriría las
consecuencias, ya que otros tenían que vestirse de Thor, u Odin, o Hela, y

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Gloriana sería Fryja, Reina de los Dioses. Todo eso siguiendo la pauta de La
Noche de Ragnarok de maese Wheldrake, basada en la mitología del norte, en
honor del rey de Polonia que gobernaba a ambos lados del mar Báltico. Una
tenía tierras en la isla de Ynys Scaith, al norte de Albión, y estaba muy
familiarizada con todos estos dioses, a los que encontraba extremadamente
aburridos, por lo que odiaba la moda actual de la Corte, que desdeñaba a sus
clásicos favoritos.
Cuando la pipa se acabó, Una se levantó para ajustarse la ropa. Llamó a
sus doncellas, que la arreglaron y le colocaron una capa de seda roja con una
capucha de piel verde de muaré, que le cubría la cara. La escoltaron hasta la
puerta de sus dependencias (casi tan grandes como una casa, pero dentro de la
estructura principal del palacio y encarada a un lago ornamental
suficientemente grande como para contener una isla artificial de buen
tamaño). El carruaje de la reina la esperaba, y sus lacayos, vestidos de manera
muy formal, con bonetes coloreados y tabardos de brocado azules y amarillos,
la ayudaron a subir al carruaje, donde se hundió en los mullidos y suaves
cojines. Un grito, una sacudida, y el carruaje se puso en marcha para cubrir el
pequeño trayecto entre su casa y la puerta de entrada al jardín de la reina, un
poco más elaborada que la suya. Se cruzaron con un batallón de guardias a las
órdenes de lord Rhoone, cuyo aliento emergía en forma de nube espesa por el
esfuerzo, lo que recordó a Una el frío que hacía fuera. Escondió las manos en
el manguito de piel y miró abatida por la ventana hacia el jardín ornamental,
viendo cómo la nieve lo iba cubriendo todo. Parecía que el invierno nunca
fuera a terminar, a no ser que se acabara el mundo —pensó rememorando el
Invierno de Fimbul— y con un escalofrío se dijo a sí misma que quizá sí que
era Eve de Ragnarok y que el Caos y la Noche Antigua vendrían a llevárselos
a todos de una vez. Bostezó. Si los Dioses de la Entropía tenían que
manifestarse de nuevo en la tierra igual que lo habían hecho en un legendario
pasado, ella les daría la bienvenida, ya que al menos aliviarían su
aburrimiento. Y no es que Una creyera en esas terribles fábulas prehistóricas,
pero a veces se imaginaba que esos dioses existían, y que ella vivía entre
ellos, ya que seguramente esos reinos eran más coloridos y estimulantes que
la era presente, donde la apagada Razón había hecho desaparecer todo el
Romance: granito esparciendo mercurio.
Todavía con estos pensamientos en la cabeza saludó a la reina mientras
ésta se subía al carruaje.
—¡Por Arioch! ¡Estáis espléndida esta noche! —sonrió.

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Gloriana le devolvió la sonrisa, aliviada por la deliberada vulgaridad de
Una (se consideraba de mal gusto invocar los nombres de los antiguos
dioses). Vestía de armiño, seda blanca, perlas y plata, ya que esa noche
representaba a la Reina de las Nieves, por lo que todo el mundo que asistiera
a la fiesta debía adoptar la misma temática. La capa del vestido de Una era
azul pálido, su collar de un azul algo más oscuro, y su chaleco era blanco
decorado con unos lazos azules. El vestido era una versión de la Pastora que
había usado en primavera.
Alrededor de ellas, montados en caballos blancos, los guardias llevaban
capas plateadas encima de sus uniformes y se habían puesto sombreros
blancos con una pluma blanca de lechuza. Lord Rhoone se aproximó, y su
negra barba se vio extrañamente fuera de lugar en medio de toda esa palidez.
La mano enguantada de Gloriana le saludó y lord Rhoone ordenó a sus
hombres:
—¡Al galope! —y toda la escolta se dirigió hacia la West Minster y el río.
—Buenas noticias —le dijo Gloriana a su compañera—. ¿Lo habéis oído?
Polonia ha sido rescatada.
—¿Y está bien?
—Estaba un poco congelado, pero no herido. Me lo comunicó
Montfallcon esta tarde. Lo encontraron en el molino. Los malhechores que lo
habían secuestrado se habían peleado y escaparon, dejándolo atado y a uno de
los suyos muerto en el lugar. A lo mejor pensaban volver, pero los hombres
de lord Montfallcon lo encontraron primero y lo llevaron enseguida a
Londres. De modo que todo está bien y ya no tendremos que aguantar las
preocupaciones del conde Lorzeniowski por su señor.
—¿Cuándo debéis recibir a este desdichado monarca?
—Esta noche. Dentro de una hora más o menos. Cuando reciba al resto de
los invitados.
—Pero el Gran Califa… Esto requiere una buena dosis de diplomacia.
Gloriana apartó las cortinas para disfrutar de la vista de la ciudad
iluminada.
—Montfallcon lo ha solucionado. Los presentarán a los dos juntos, pero
anunciarán primero a Polonia, ya que éste es emperador.
Una se mordió el labio, divertida.
—Pero yo pensaba que los dos querían algo más que presentar sus
respetos formalmente a Su Majestad. ¿No vinieron a la Corte para cortejaros?
—Al parecer, Polonia jura que no se casará con nadie más que conmigo.
Y las pretensiones de Arabia son casi igual de empalagosas, lo cual,

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considerando su fama, resulta de lo más apasionado, ¿no crees? —Gloriana
estaba siendo sardónica—. ¿A cuál preferís vos, Una?
—A Polonia como compañero, y a Arabia como amante —dijo Una sin
pensarlo.
—A Arabia creo que le gustaría vuestra figura. Es suficientemente juvenil
para su gusto.
—Entonces recemos para que me acepte como sustituta y me haga reina
de toda Arabia. —Una ladeó la cabeza—. La idea es excelente. Pero sospecho
que su ardor está relacionado con la política, y que Ynys Scaith no es una
dote suficientemente grande.
Gloriana sonrió.
—¡Cierto! Quiere Albión y todo mi Imperio, y nada más. A lo mejor se lo
doy, si él me da a cambio lo que yo no puedo tener. —El trineo se tambaleó
un poco al girar a la izquierda, y Gloriana cantó unas estrofas de su canción
favorita—:

Oh, podría ser lo que no soy,


entonces podría tener lo que no tengo,
si lo tuviera, yo no habría…

Una, al oír esta triste canción, se calló por un momento, por lo que
Gloriana se arrepintió de sus palabras, y se inclinó para darle un beso a su
amiga.
—Maese Gallimari nos ha prometido entretenimientos magníficos para
esta noche.
La condesa de Scaith se sobrepuso.
—¡Ay, diversiones! Justo lo que necesitamos, ¿verdad? ¿Y están invitados
todos los embajadores extranjeros?
—Claro. Y los oficiales de Londres. Y todos los nobles de la comarca que
quieran venir. Y todos los cortesanos. ¡Mithras! —Se tapó la boca con la
mano, fingiendo pavor—. ¿Crees que el hielo soportará todo este peso, Una?
¿Bailaremos hacia un destino pasado por agua? ¿Y si hay icebergs y chocan
con nosotros?
Una negó con la cabeza.
—Si conozco bien a lord Montfallcon, seguro que ha comprobado que el
hielo se aguanta por unas vigas de orilla a orilla. O habrá cambiado el hielo
por obsidiana y lo habrá hecho pintar, ya que está pendiente de cuanto os
pueda afectar, señora.

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—Él es la tigresa y yo su cachorrito —asintió Gloriana—. Pero ¡mira! El
hielo es real —señaló hacia fuera.
Estaban en una colina desde donde podía contemplarse la curva del Gran
Támesis, que brillaba por la nieve y el hielo congelado, oscuro sobre la figura
aún más oscura de los edificios que lo bordeaban, como una inmensa selva
con millones de lámparas. Mientras observaban la escena, se encendieron más
y más luces, que transformaron sucesivamente el negro en un gris brillante, y
blanco, y ámbar neblinoso; el río parecía un cristal surcado por pequeñas
figuras que parecían apariciones. Luego la carretera dio un giro, y ya no les
fue posible ver nada más que las colinas nevadas y las dos torres North Gate,
que se levantaban a lo lejos. El carruaje de la reina debía ser recibido en
Bull’s Gate, y lord Rhoone, en nombre de la reina, intercambiaría
formalidades con lord Mayor.
Al terminar esta formalidad, el trineo continuó su trayecto, dando saltos,
puesto que la nieve no era igual de dura en todas partes; los ciudadanos,
provistos de antorchas y bonitos sombreros de fiesta, las saludaban al pasar.
La reina les sonreía y les bendecía desde el trineo. Finalmente, cruzaron las
puertas de la pequeña ciudad de West Minster y el trineo siguió, ahora ya sin
dar tumbos, por una larga avenida pasando al lado de los Colegios, el Gran
Templo de la Contemplación, los Ministerios y los Barracones. Por fin
llegaron a los muelles donde, con un tiempo mejor, los barcos de los
monarcas hubieran atracado. En estos muelles ya se habían preparado unas
marquesinas desde donde salían carruajes con los visitantes ilustres. Los
lacayos se iban cambiando de posición, los mozos de cuadra se preparaban,
había un coro de trompetas listas para anunciar la llegada de importantes
personalidades, y unas inmensas columnas griegas flanqueaban los escalones
hacia el muelle. Los escalones estaban enmoquetados cubiertos por un toldo.
A lo largo del muro, había braseros encendidos como fuegos de bienvenida
que daban luz y calor, y montones de banderillas de seda de mil colores que
se reflejaban en la nieve de alrededor. Por encima de éstas, el cielo, negrísimo
y todavía sin estrellas. Era como si toda la ciudad estuviera cubierta por un
dosel que dejara pasar los copos de nieve, que caían donde podían, o se
deshacían en el fuego.
Gloriana aplaudió y dio un codazo a Una en las costillas; pero enseguida
recuperó la compostura y volvió a adoptar su pose de bello y solemne
símbolo, tal como la ocasión lo requería. Una adoptó una pose similar.
Lord Rhoone abrió la puerta del trineo. La reina descendió, seguida de
Una.

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Desfilaron entre las columnas, mientras una fanfarria de instrumentos de
metal anunciaba a la reina, que bajó por las escaleras, donde grandes
antorchas encendidas eran portadas por pajes vestidos de la cabeza a los pies
con pieles de oso polar. Detrás de los pajes, hombres y mujeres inclinaban sus
cabezas. Los cortesanos, vestidos también con tonos azules y platas, con las
caras empolvadas, con sus sombras recortadas por la luz de las antorchas, le
recordaban a Gloriana a seres fantásticos o fantasmas, como si los muertos se
hubieran levantado para rendirle homenaje a ella, emperatriz de Albión, en
ese brumoso Duodécimo.
Desde el muelle hasta los escalones de madera, la marquesina se
estrechaba; siguieron bajando con mesura y dignidad hasta una alfombra que
se extendía por encima del hielo y que llegaba hasta un pabellón de tres caras,
muy alto, hecho de sinuosa seda plateada, donde había un trono para Gloriana
con delicadas filigranas de plata, y una silla con un cojín de seda para Una, en
su calidad de asistenta de la Reina de las Nieves.
Una, mientras esperaba que la reina tomara asiento, vio a lo lejos unos
bueyes que se resistían a ser conducidos hasta el fuego, y oyó los chillidos de
los gansos, que sabían que iban a correr la misma suerte que los bueyes. Vio
los troncos y los montones de yesca para mantener el fuego donde todas esas
criaturas serían cocinadas y donde bien pronto chisporrotearían sus jugos, y
sus pieles empezarían a quebrarse y su sabrosa carne empezaría a hincharse,
orgullosa y riquísima por el calor del fuego. Una se lamió los labios y, viendo
que la reina se había sentado ya, se sentó también con un escalofrío. Su falda
se levantó y dejó pasar una brisa punzante que le congeló las rodillas.
En el centro de la superficie helada había una plataforma, una especie de
tribuna para los músicos, que estaban afinando sus instrumentos lo mejor que
podían. Las carpas y las alfombras que estaban detrás de la reina eran, en
contraste, de color verde y oro, y los músicos vestían de lana verde oscura, en
muchas capas a juzgar por su volumen. Sonaron más trompetas desde el
muelle y la reina miró a Una con ojos interrogantes, y ésta le devolvió la
mirada. Luego la reina se levantó lentamente, al mismo tiempo que los
cortesanos ahí reunidos.
Una figura vestida de blanco marfil apareció en la alfombra que llevaba al
trono. Llevaba una gorra de armiño, y se descubrió al postrarse delante de la
reina. Era Marcilius Gallimari, el Maese de los Regocijos de la Reina.
—Majestad.
—¿Está todo listo, maese Gallimari?

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—¡Sí, señora, todo listo! —respondió con un intenso y genuino
entusiasmo.
—Entonces, empecemos. Condesa…
Maese Gallimari se dirigió hacia las sombras de la carpa, pasó por delante
de los guardias y desapareció. Entonces Una anunció:
—La reina concede una recompensa para las viudas de Yuletide y los
huérfanos de esta estación. Que vengan aquí y reciban lo que les corresponde.
Los cortesanos abrieron paso y un paje dio a Una un almohadón donde
descansaban unas bolsitas de piel. La condesa tomó una de las bolsas y se la
entregó a la reina. El primer plebeyo, una matrona rellenita, se arrodilló con
humildad en la alfombra; sus ojos miraron el suelo y una sonrisa tímida
apareció en sus labios. A continuación, hizo una reverencia.
—Majestad. El pueblo de Southcheap os ofrece su respeto y su lealtad, y
reza para que la plaga nunca le alcance.
—Os damos las gracias a vos y a toda la gente de Southcheap. ¿Vuestro
nombre?
—Señora Starling, Su Majestad, viuda de Starling, el candelero.
—Sea sensata con este donativo, señora Starling. Rezaremos por vos para
que podáis cumplir con vuestras obligaciones. Lamentamos vuestra pérdida.
—Os lo agradezco, Majestad. —Una mano temblorosa aceptó la bolsita.
Después llegaron dos niños morenos, un niño y una niña cogidos de la
mano.
—¿Vuestro padre y vuestra madre han muerto? ¿Y cómo ha sido eso? —
Gloriana tomó una segunda bolsita de las manos de Una.
—Se perdieron en el río, Majestad —dijo el niño—, cuando trabajaban en
el ferry, en Wapping Stairs.
—Sentimos mucho vuestra pérdida. —Las palabras eran protocolarias,
pero el sentimiento era auténtico. Gloriana tomó otra bolsita, para que los
niños tuvieran una cada uno.
Mientras la ceremonia seguía, Una miraba más allá de la masa de gente,
hacia el último muelle, gemelo del muelle del norte, con sus columnas y
antorchas, piedra tallada, y cerámica pintada. Al final del muelle, a su
derecha, podía ver una línea de gárgolas en sus pilastras, con anillos en sus
bocas apretadas. Más lejos aún, se veían los árboles que crecían detrás de los
altos muros, con sus oscuras ramas que a la luz de las linternas parecían de
terciopelo, y finalmente, un poco más lejos, la Water Gate de West Minster,
con sus rejas decoradas con demonios de hierro.

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Una vez entregados los donativos, lord Montfallcon se colocó al lado del
trono y murmuró algo a la reina mientras las trompetas anunciaban a los dos
invitados de honor. El heraldo de la reina gritó sus nombres, y ellos llegaron
uno al lado del otro, con sus trajes ceremoniales, magníficos, decorados con
jade, diamantes, aguamarinas, zafiros, turquesas y todo tipo de gemas de color
pálido.
—Su Real Alteza el Rey Casimir XIV, Emperador electo de la Gran
Polonia. Su Real Alteza el Gran Califa Hassán al-Giafar, Lord de Todas las
Arabias.
Dos cabezas coronadas se inclinaron para reverenciar a la reina. El rey de
Polonia, Casimir, iba de oro blanco, con picas góticas y esmeraldas de color
muy pálido, mientras que Hassán al-Giafar llevaba un turbante coronado por
una diadema morisca de abstractos dibujos florales, de plata y madreperla, y
aunque sus ropas eran simples, según la tradición, estaban hechas de las
hebras más finas.
Usaron la Alta Lengua para la ceremonia. Arabia habló primero.
—Gloriana, quien es Ishtar en la Tierra, Diosa de todos nosotros, su
nombre es honrado por todo el mundo, su fama es temida, ella es el sol que
ilumina nuestros días y la luna que ilumina nuestras noches, y su esplendor
ciega el de las estrellas. Nos, Califa Hassán al-Giafar, Descendiente de los
Primeros Calígrafos de Sheena, Protector de Raschid, Padre de los Nómadas,
Jefe del Desierto, los Ríos y los Mares, Escudo contra los Tártaros, Señor de
Bagdad y las Cincuenta Ciudades, os trae saludos y felicitaciones de todo
nuestro pueblo.
La reina se puso en pie, cogiendo el cetro que Una le alargaba y lo
levantó, como si, de alguna manera, estuviera bendiciendo al califa.
—Albión os da la bienvenida, gran rey. Nos sentimos honrados por
vuestra asistencia a esta ceremonia. —Se sentó y observó a Polonia, que se
había enredado con su capa y llevaba la corona caída, tapándole una ceja. El
rey parpadeó e intentó presentar sus respetos a Gloriana.
—Umm… —empezó a murmurar Polonia—. Majestad.
Los atractivos ojos negros de Hassán al-Giafar mostraban una pizca de
diversión contenida mientras observaban la actuación de su confuso rival.
—Primero, agradecerle… O a sus hombres… Por mi rescate. Os estoy
muy agradecido. Fue estúpido por mi parte fiarme de esos villanos. Lamento
los problemas que he causado.
—No os preocupéis —murmuró la reina—. ¿Pero no debéis ofrecerme un
saludo formal, Majestad?

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Polonia pareció agradecer el recordatorio.
—Majestad, reina Gloriana. Saludos de Polonia. —Frunció el ceño—.
Soy… Somos Casimir, Emperador Electo de la Gran Polonia… Ya lo sabéis,
¿no? Lo acaban de anunciar. Hay una frase formal, pero creo que la he
olvidado… algo como… ¿Rey de Escandinavia? Y todas las tierras desde el
Báltico hasta el mar Negro. Gran Júpiter. ¡Ése soy yo! Bueno, es una
república, por supuesto. Y una Reunión de Repúblicas, casi todas autónomas.
Pero yo hago mi trabajo, como símbolo, supongo. ¡Oh, señora! Tenía un
anillo para daros. Y hay más regalos… —Miró detrás de él—. ¿Los regalos?
El anillo era precioso… No esperaba tener que aparecer así en público. Soy
demasiado tímido para este tipo de ceremonias. ¿Los regalos…?
El califa chasqueó los dedos para que trajeran sus propios regalos,
llevados por muchachos con turbantes. Gloriana inspeccionó los presentes
habituales, incluido un hermoso collar de amatistas y oro, y los aceptó con las
expresiones protocolarias, mientras Polonia hablaba ansioso con su ayudante,
el viejo conde Korzeniowsky, y lo mandaba a hacer algún encargo.
—También había varios elefantes, Majestad —el califa adoptó un tono
grave—, pero nos recomendaron no traerlos por encima del hielo.
Una se rió disimuladamente, imaginando el efecto de tantos elefantes
rompiendo la capa de hielo y cayendo en las aguas del Támesis.
Cuando el séquito del califa se retiró, hubo una pausa. Casimir de Polonia
murmuró mirando a su alrededor: «¡Ajá!». Indicó a su propio séquito que
siguiera adelante. Hombres envueltos en pieles, con corazas decoradas con
bellos iconos y preciosas joyas engarzadas, avanzaron hacia la reina. Los
regalos no tenían la magnificencia de los del califa, pero sí la perfección de
las obras de arte.
—Hemos perdido algunas cosas, pero no mucho. Tuvimos suerte. Pero…
—Casimir buscó entre sus ropas—. Había un anillo. Con un rubí. Quizás os
parecerá vulgar, claro. Pero pensé… Aun así, todo tiene su momento y lugar,
lo sé. No se celebran muchas ceremonias formales en Polonia últimamente,
debéis perdonarme si os he ofendido.
—Los regalos son exquisitos, rey Casimir.
—Lo son, ¿verdad? Pero el anillo… Y había algunas cosas preciosas de
Viena… ¿Esto llegó? ¡Pero el anillo, oh, se ha perdido!
—¿Los ladrones, quizá? —murmuró Gloriana.
—¡Esos villanos! Era el más precioso de todos mis regalos.
—Conseguiremos atrapar al líder de la banda, no temáis —prometió la
reina.

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Lord Montfallcon se aclaró la garganta para hablar.
—Su Majestad les da las gracias a los dos, Majestades…
Gloriana, recuperando su entereza, asintió.
—Albión les da la bienvenida, grandes reyes. Nos habéis honrado con
vuestra asistencia a nuestras ceremonias.
Se dispusieron unas sillas, casi tronos, para los dos invitados; ambos
quedaron situados al lado derecho de la reina y en un ángulo que ninguno
pudiera pensar que el otro era objeto de una mayor consideración. La condesa
de Scaith se ocuparía de ejercer de anfitriona mientras Gloriana daba la
bienvenida al resto de los invitados.
Rudolf de Bohemia, el Rey Científico; el subordinado de Casimir, el
príncipe Alençon de Medici, de Florencia, un joven cuyo amor por la reina
era de sobra conocido; el embajador azteca; el príncipe Comius Sha-T’lee de
Chlaksahloo (que creía que él era un semidiós y Gloriana una diosa) con una
capa cubierta de plumas de oro; el caballero Persival-le-Gallois de Britania;
Oubacha Khan, con su armadura pintada de metal y piel, enviado del Imperio
de Tartaria; el príncipe Lobkowitz, de negro y plata, de la Praga
independiente; el príncipe Hira de Hindostaan, un protectorado de Albión;
lord Li Pao, embajador de la Corte de Catay, otro Estado vasallo; lord
Tatanka Iyotakay, embajador de la Gran Nación Sioux, con plumas de águila
y mocasines blancos de piel de ciervo con cuentas de colores; lady Yashi
Akuya, la embajadora de las Islas Niponas; el príncipe Karloman, el hijo del
antiguo rey, representando la Alianza de los Países Bajos; el Conde
Rotomondo, Señor de París; Maese Ernst Schelyeanek, astrónomo y físico, de
Viena; enviados de Virginia, entre ellos lord Kansas, con su nariz aguileña, y
el diminuto Barón de Ohio; maese Ishan, el Matemático del protectorado de
Tartaria, Anatolia; Caspar, el gran ingeniero de Jawa; el estudioso palestino
Micha de Jerusalén; el explorador Murdoch, terrateniente de Flermiston, con
una capa blanca echada descuidadamente sobre sus hombros y su armadura de
bronce, provisto de un sombrero con blancas plumas de águila que se
enredaban con sus rizos rojizos, y muchos más dignatarios, estudiosos,
científicos, magos, alquimistas, ingenieros, aventureros y soldados. Se tardó
más de una hora y media en que todos pasaran por delante del trono.
Luego empezó el primer entretenimiento, a la luz de las antorchas, cuando
el Caballero del Hielo (lord Gorius Ransley) y el Caballero del Fuego (sir
Tancred Belforest) se balancearon con sus armaduras de hierro, a caballo por
encima de la superficie congelada del río. Volaron virutas de hielo, y el

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aliento de los caballos fue como el vapor de la boca de un dragón; el metal
sonó cuando las lanzas se encontraron, y los dos descabalgaron a la vez.
Por encima de ellos, en el muelle, apoyado en la piedra para observar la
escena que transcurría abajo, había una figura completamente cubierta por
una gruesa piel de oso de la cabeza a los pies, con la cabeza del oso formando
una capucha que le cubría gran parte de la cara. De vez en cuando, cuando le
llegaba algún destello de luz de las llamas del fuego donde se tostaban los
gansos y bueyes, sus ojos negros e irónicos destellaban.
El Fuego ganó al Hielo, según lo planeado.
A continuación, los patinadores, vestidos con trajes típicos de la Comedia
del arte —Arlequín, Pantaleón, Cornetto, Isabella y el resto—, empezaron a
rodar y girar al ritmo de una música disonante que provenía de la plataforma,
mientras la reina, en su carpa, giraba la cabeza para charlar con sus amigos
monarcas. Pajes de pie, con sus picas de hierro que les mantenían firmes
sobre el hielo, se movían despacio llevando bandejas de vino caliente. Los
cocineros y sus ayudantes adobaban la sabrosa carne, y al fondo se estaba
erigiendo una nueva plataforma.
La figura cubierta por la piel de oso abandonó el muro y descendió los
peldaños de la escalera que llevaban hasta la multitud. Cuando alcanzó la
superficie helada, vio a la gente bebiendo vino en copas de plata y admirando
a los hijos de los nobles, que iban vestidos de Hadas del Hielo y llevaban el
inmenso Duodécimo Pastel. Se aproximó a la reina, quien le ofreció pan y
vino; comió y bebió con gran pasión, mientras seguía paseando de aquí a allá,
e intentaba permanecer, más bien por instinto que por otra cosa, en las
sombras, a los lados de la multitud.
Desde el muelle más lejano se oyó un estruendo seguido de un susurro
como de un viento misterioso; habían empezado los fuegos artificiales, que
formaron una inmensa G en el cielo. Los cohetes explotaban y esparcían
destellos de diamantes que hicieron brillar toda la superficie de hielo y
empujaron a la figura de la piel de oso a esconderse en un rincón alejado. Los
cartuchos llameantes cayeron en el hielo, que siseó, lo que causó alarma y
consternación entre los que lo advirtieron.
Fuegos rojos y verdes se encendieron en el cielo, y la carpa se tambaleó
un poco, como si el hielo se rompiera bajo sus pies.
Lord Montfallcon oyó el ruido y se puso en acción; llamó a lord Rhoone,
que estaba con lady Rhoone y sus dos hijos, hablando con el diminuto maese
Wheldrake y una despreocupada y alegre lady Lyst.
—¡Rhoone! ¿Lo has oído?

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—¿El qué? —Lord Rhoone le alargó su copa al mayor de sus hijos, quien,
aprovechando la oportunidad que hasta entonces se le había negado, tomó un
sorbo de la bebida.
—El hielo, Rhoone. Se está rompiendo, por ahí.
—Aquí es suficientemente sólido, Montfallcon. Se probó, y todavía se
está haciendo.
—Aun así…
Rhoone se acarició la barba, mirando alrededor con consternación.
—Bien…
—Tenemos que trasladarnos al muelle. —Lord Montfallcon vio la figura
con la piel de oso moviéndose entre la gente y subiendo las escaleras hacia la
oscuridad. Más fuegos artificiales aullaron y explotaron. Lord Montfallcon
observó la figura y medio levantó la mano, pero la bajó enseguida.
—Majestades, lores y ladies —gritó—. Debemos volver a la orilla. El
hielo amenaza con romperse. —Pero su voz era casi inaudible bajo el
estruendo y chasquido de los fuegos artificiales que todavía resplandecían, y
de las risas y gritos de la multitud, ya borracha.
Montfallcon se abrió paso nerviosamente hasta llegar al lado de la reina.
Para enfado de Hassán al-Giafar, la reina se estaba riendo de algo que el rey
de Polonia acababa de decirle, y su cara brillaba a cada explosión de los
fuegos artificiales, que se volvían más brillantes y más estruendosos cada vez.
—El hielo, señora. Hay peligro de que pueda colapsarse…
Otra deslumbrante ola de luz y calor. Los labios de la reina se abrieron.
—Ah…
—¡El hielo se rompe! —gritó Montfallcon—. ¡Majestad, el hielo se
rompe!
La figura con la piel de oso ya estaba de nuevo en el muelle; cruzó el
muro y siguió a través de los árboles, mirando atrás y oyendo la voz de lord
Montfallcon mientras se hacía el silencio. Poco a poco, la multitud empezó a
moverse, siguiendo a la reina. Ella abandonó el hielo y volvió a su carruaje.
Entonces, con un divertido encogimiento de hombros, la figura desapareció
por un agujero en el Muro de West Minster hacia una estrecha callejuela, que
le llevaría a una casa donde le esperaban muchas más diversiones.

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En el trineo de la reina se sentaron Polonia y Arabia, uno al lado del otro, y
delante de ellos lo hicieron Gloriana y su compañera y amiga, Una de Scaith.
El desgreñado Casimir XIV estaba de muy buen humor.
—¡Todo ha sido una gran aventura desde que vine a Albión! ¡Por todos
los dioses, Majestad, estoy contento de mi decisión! Si hubiera venido con
toda mi flota y hombres, todo habría sido más aburrido, sin lugar a dudas.
Hassán al-Giafar se hurgó entre los dientes con la uña de su dedo meñique
para sacarse un pedazo de carne, mirando con una expresión de mal humor
por la ventana, hacia el ahora lejano río.
—No había peligro. El hielo sigue firme.
—Mi señor, lord Montfallcon se preocupa día y noche por la seguridad de
nuestra reina —le respondió Una con una sonrisa irónica.
El joven califa preguntó ceñudo:
—¿Permitís a este hombre que controle todas vuestras decisiones, señora?
Gloriana se mostró desdeñosa.
—Me ha protegido desde que nací. Temo que estoy tan acostumbrada que
me chocaría mucho no tener a Montfallcon cloqueando por los alrededores.
El rey Casimir estaba estupefacto.
—¡Por Hermes, señora! ¿Y nunca sois enteramente libre? —Puso una
inocente y simpática mano en la rodilla de la reina.
Gloriana se encontraba con un grave problema de diplomacia, que se
resolvió cuando el trineo hizo un giro para esquivar un obstáculo y Casimir
fue arrojado de nuevo a sus cojines, golpeando a Hassán, que inhaló
profundamente y dijo:
—Si Montfallcon fuera mi visir, le haría azotar por estropearme la
diversión.
Gloriana sonrió.
—Pero, claro, yo soy un hombre —dijo el Gran Califa de Arabia.
—Es cierto que las mujeres tienen tendencia a ser más misericordiosas —
observó Casimir—. Abolir la pena de muerte y reemplazarla con el exilio me
parece una solución ideal si uno sufre de conflictos de conciencia. Yo, por
supuesto, no me preocupo por esos conflictos, porque el poder me viene dado
desde el Parlamento.
—En mi opinión, eso no es poder de ninguna clase —dijo Hassán
adoptando una actitud beligerante.
—De hecho, es lo mismo, si uno acepta que el poder es una forma de
responsabilidad para con nuestros súbditos, ¿no?

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—Creo que todos estaremos de acuerdo en esto —dijo Gloriana
esforzándose por recuperar la cordialidad.
Llegaron al palacio y con reverencias y saludos se dirigieron a sus
aposentos separadamente, para ponerse sus disfraces y ensayar sus papeles
para el Carnaval.
Lord Montfallcon se encontró con Gloriana a su vuelta.
—Debo disculparme, Su Majestad, por acortar el entretenimiento. Me
pareció…
Gloriana asintió sin entusiasmo. Mantener un equilibrio en las atenciones
conferidas al altanero Hassán y al confuso Casimir le había producido mucha
tensión, y estaba agradecida por la hora que podría pasar a solas.
—Hacéis vuestro trabajo, canciller, tal como yo hago el mío —murmuró.
Esbozó una sonrisa—. Ahora debéis poneros el disfraz y participar en los
placeres de la fiesta. ¿Os sabéis vuestro papel?
—Lo leeré ahora, señora. No tuve tiempo…
—Por supuesto. En una hora entonces, mi señor. —Con un movimiento
de su mano, entró en sus aposentos y permitió que se cerraran las puertas,
librándose por fin de su perro guardián.
Lady Mary Perrott vino a su encuentro, más cansada de lo habitual.
Gloriana levantó los brazos.
—Quítame el vestido, Mary. —Le quitó la corona con un suspiro—. Y
luego, os lo ruego, masajeadme un rato, para hacer desaparecer las molestias
y dolores que sufro.
Lady Mary tomó la corona e hizo un gesto a las sirvientas para que le
quitaran el vestido a la reina. El disfraz de Mary estaba listo. Iba a ir de
valquiria, mientras que su exigente amante sir Tancred iría de Baldur.

En sus propias habitaciones, la condesa de Scaith inspeccionaba el cofre de


joyas que le habían mandado. Leyó la nota, escrita por el propio Hassán. Le
agradecía su cortesía y amabilidad (Una no recordaba haberse mostrado ni
cortés ni amable) y le suplicaba que le diera recuerdos de él a la reina, con
gran afecto. Una negó con la cabeza mientras sus sirvientas la desvestían,
preguntándose si se lo diría a la reina o si se guardaría la historia para más
tarde, cuando ambas estuvieran más relajadas. Se decidió por esta última
opción.

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Se tumbó en su sillón, sin más ropa que un camisón, y cogió otra pipa de
tabaco mientras leía las líneas de apertura de la celebración ideada por maese
Wheldrake.

En invierno, cuando el año está en sus horas bajas,


cuando el fuego no brilla en ningún brasero,
y el viento sopla y despeina
las preciosas alas de nieve de las tormentas,
los corazones de las gentes del norte están encendidos
con una felicidad que se ríe de la felicidad de la primavera.
Música que eleva el espíritu y los cánticos
y el día da las gracias por la Noche.

Les faltaba su intensidad habitual, pensó Una, pero en realidad maese


Wheldrake era reacio a escribir poesía para los entretenimientos de la Corte, y
además últimamente parecía mucho más distraído de lo normal, a causa de
esa inteligencia frustrada, esa belleza frágil que era lady Lyst.
La pipa sacó humo. Una pensó de nuevo en su disfraz y con un gran
esfuerzo se levantó y buscó en el armario donde estaba colgado el vestido.
Sus compañeras Norns, las tres diosas del destino, lady Rhoone y lady
Cornfield, merecían su puntualidad.
Una se detuvo, mirando a su alrededor, segura de que alguien la estaba
observando, aunque no había nadie más en la habitación que el gato de su
sirvienta. Levantó la vista hacia el techo, donde había una trampilla de
ventilación; luego se estremeció y se fue en busca de su corsé.

En el Gran Salón del palacio, decorado con representaciones simbólicas de las


montañas heladas y cielos abovedados, los enmascarados tomaron posiciones,
con sus pieles y su plata, con esa magnificencia que desprendían todos los
castillos bárbaros del Ártico. La audiencia, formada en su mayoría por los
mismos que habían asistido anteriormente al espectáculo en el hielo, estaba
sentada en sillas según su rango; los músicos en la galería empezaron a tocar
la música que maese Harvey había compuesto para la ocasión, llena de
sonoras trompas y muchos violines.
La condesa de Scaith, con un capuchón de piel negra, ya había hecho su
lúgubre actuación y se retiró para que Odin y Freya pudieran hacer su parte.
Odin, con un ojo tapado y un sombrero floreado, llevaba un cuervo en su

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hombro y sostenía una cabeza de yeso. El actor era lord Montfallcon, y Freya
era la reina Gloriana.
Lady Rhoone, como Skaal, la Norn del Futuro, recitaba sus líneas con una
voz suficientemente alta para igualar a su inmenso marido (lord Rhoone tenía
el papel de Thor):

Ahora el invierno de Fimbul cae sobre los campos,


llega la hora del cuchillo, la hoz y los escudos dentados,
y hechos violentos amenazan la paz de los hombres,
mientras Odín, sosteniendo la severa mano de Minerva,
planea la última lucha contra vivos y muertos,
¡y en el sufrimiento negro el lobo de Fernis será soltado!

Montfallcon levantó un poco más la cabeza de yeso que sostenía, dejando


entrever el papel que estaba leyendo e intentaba ocultar, mientras el pobre
Wheldrake agonizaba, sintiendo una agonía que nunca podría experimentar de
la mano de lady Lyst.

¡Harken! ¡Ha sonado el cuerno de Heindal!


¡Y nueve mundos se levantan!
¡Vienen los gigantes por nuestro viejo puente!
¡Y Bifrost se rompe!
Pronto Skoll se tragará al sol.
¡Un terremoto mundial!

Era ahora el turno de Gloriana. Había observado a maese Wheldrake y se


preguntaba si su pesar no estaría de alguna manera inspirado por la culpa.
Tomó aliento y entonó, ya como Freya:

¡Oh, tormenta de las colinas de Ironwood, alas de Águila,


volad sin pausa por el mundo!
Mientras en Midgrad los plebeyos y los reyes
huyen hacia Hela
y Fjular-Suttung se dirige disfrazado
a robar la espada de la victoria.

A su lado, lord Rhoone en su papel de Thor, con un buen martillo en la


mano, siguió:

¡Los dioses de Asgar no temen al anochecer


e irán de buen grado a la batalla!
Me atreveré con el colmillo goteante de la serpiente en Midgar,

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destruyendo al enemigo más mortal de la Humanidad
¡y moriré en medio de la nieve y el fuego!

Y siguieron así hasta que le llegó nuevamente el turno a Una, que acabó la
actuación con un:

¡Aunque Ragnarok está muerto y los dioses yacen muertos,


murieron por una noble causa!
Franco Thor, astuto Loke, justo Frey, ninguno rehuyó
la batalla final o el dolor más feroz.
¡Y por eso la Nueva Era del Mundo debe establecerse!
¡La Gloriosa Albión llevará su carga,
mientras que el resto del mundo deberá compartir la gloria de Albión!

Una se dio cuenta de que maese Wheldrake no había esperado a los


aplausos, y que, con una desesperada mirada a lady Lyst, había huido del
escenario. A Una le pareció que si la calidad de los poemas de maese
Wheldrake seguía por este camino, a la reina no le quedaría más remedio que
buscar un nuevo poeta para la Corte, pero la audiencia aplaudía como loca.
Casimir y Hassán, tropezando el uno con el otro, se acercaron a felicitar a
Gloriana por la belleza de su actuación, la nobleza de los versos, la sabiduría
de los sentimientos, la apropiada sonoridad de la música… y Una se permitió
escaparse por detrás de la cortina y de los decorados pintados para deshacerse
de la insoportable capucha de piel. Lady Lyst estaba allí, riendo como loca
para ella misma. Una temió que si la miraba directamente a los ojos se
infectaría de la misma risa incontrolable, y volvió inmediatamente al frente,
donde la interceptó lord Montfallcon, que parecía casi contento. Estaba más
amable con ella que de costumbre, ya que a Montfallcon no le gustaba Una
porque, en su opinión, distraía a la reina de sus deberes.
—Hermosos versos, ¿eh? —dijo Montfallcon—. Wheldrake se ha
superado en este Duodécimo. Le tenemos que dar también una oportunidad en
primavera. Hablaré con la reina. «¡La Gloriosa Albión llevará su carga,
mientras que el resto del mundo debe compartir la gloria de Albión!». Muy
cierto, ¿verdad?
Encantada de comprobar que sus roles habituales se habían
intercambiado, Una grojeó:
—¡Oh, sí, mi señor! ¡Muy cierto, mi señor! —y oyó una nueva risotada
desde detrás del telón. Con Montfallcon colgado de su brazo, se dirigió hacia
el centro del salón, donde la reina disfrutaba de los halagos de princesas y
reyes; estaba de tan buen humor que sin duda habría podido regalar algunas

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tierras al mismo poeta al que, hacía sólo unos instantes, hubiera deseado
destrozar, lo que a él, secretamente, le hubiera encantado. Aun con unos
versos poco inspirados, maese Wheldrake mereció todo tipo de elogios y
perdió la única recompensa que hubiera podido valorar.
El doctor Dee también se encontraba en la recepción, y escuchaba
atentamente las palabras de su viejo amigo el rey Rudolf de Bohemia, que le
estaba explicando los resultados de sus últimos experimentos.
—¿Y después realizaron la transmutación? —preguntó Dee. Una le vio
levantar los ojos, en una rápida y sigilosa mirada, hacia el cuello de la reina.
—Desafortunadamente, el éxito fue solamente parcial. El tema de la obra
me recuerda a algo que leí sobre la naturaleza de los enanos de las sagas
antiguas. De hecho eran unos poderosos brujos que no provenían
originariamente de este planeta, sino que viajaban de un mundo a otro
llevando los secretos de la alquimia que habían aprendido en los distintos
lugares visitados. Ésta es la base de nuestro fragmentado conocimiento
científico, como veis. Si sus escritos se encontraran… quizás en algún sitio
cerca del Polo Norte… nos embarcaríamos en una nueva era de la historia de
la humanidad. Ya he mandado tres o cuatro expediciones al Polo, pero
desafortunadamente ninguna ha vuelto, todavía…
La música, ahora alegre y delicada, había empezado a sonar de nuevo, y
todavía disfrazados, los actores se juntaron con el público en el Trippe, una
especie de tribuna no muy adecuada para gente disfrazada de Norn del
Presente, como Una. En realidad, la condesa esperaba impaciente el festín.

En el amplio patio del Gryffyn Inn resplandecía un magnífico fuego de la


Duodécima Noche, suficientemente grande como para calentar a todos los que
se sentaban alrededor. Incluso calentaba a los que se encontraban en las
galerías de arriba, tirando cerveza en las cabezas de amigos y enemigos,
riéndose a carcajadas de la tropa de enanos violinistas que brincaban
alrededor del fuego y se retorcían y saltaban haciendo una bulliciosa parodia
de la música. La gente llenaba todos los espacios, intentando ocupar los
rincones a los que no habían podido acceder en los primeros días del festival,
compartiendo una pieza de carne, comiendo pan y queso, brincando, bailando
o simplemente yendo arriba y abajo, meando, vomitando o tirándose pedos
por las esquinas de la posada, declarando amor eterno a personas a las que

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acababan de conocer u odio eterno a sus más antiguos camaradas. El frío aire
parecía quemar, y era tan aromático que alimentaba a cualquiera que lo
respirara, llevando los olores de buey hervido y aves a la parrilla, de vino y
ron, de sudor y de fluidos corporales, de madera quemada y de nieve
deshecha. De cualquier esquina de la posada provenían risas y, a veces,
cuando Tinkler era empujado al fuego por algún tipo al que no caía bien, la
risa era tan fuerte que las ventanas temblaban. Aquí también había payasos
profesionales, algunos de ellos habían entretenido a la reina solamente unas
horas antes: arlequines, mimos, galanes, bellas damas con vestidos de corte
italiano pese a que la mayoría eran londinenses, y todos ellos ofrecían
gratuitamente a los presentes lo que la reina había tenido que pagar.
En la muchedumbre ruidosa, con el brazo en la cintura de su concubina,
estaba el chulo y acechante capitán Quire, con su espada detrás de él como la
cola de un triunfante chucho que ha encontrado una entrada secreta a la
carnicería. El elaborado vestido de su acompañante, de plata y seda blanca, la
pequeña corona en su pelo, la cara empolvada de blanco, los ojos
exageradamente abiertos y los labios pintados de carmín eran una clara
parodia del disfraz de la reina durante las festividades sobre el hielo.
Tinkler, golpeándose el pecho con una mano, se levantó tambaleante para
saludar a su jefe:
—¡Por Hermes, capitán! ¿Qué demonios es esto?
—Nuestra mismísima reina, Tink, ha venido a ver a su gente. Mostradle
vuestros respetos, sir Tinkler. Veamos si sabéis cómo hacerlo.
Y Tinkler, inspirado como siempre por la confianza de Quire, siguió con
la farsa, mientras hacía una profunda reverencia, quitándose el sombrero y
con su diente salido brillando a la luz de las antorchas.
—Bienvenida, Majestad, a la… ¡Corte del rey Trago! —Se rió y se
tambaleó, agarrándose a Hogge, que pasaba con dos jarras en cada mano—.
Permitidme que presente a Su Majestad a lord Gruñido de Hogge ya… —le
levantó la mano a uno de los idiotas que le habían empujado al fuego— lady
Snow, su preciosa esposa. —Éste lo empujó de nuevo y Tink se dejó caer en
el barro del patio, muriéndose de risa—. ¿Pero a qué reina honramos, Quire?
¿Cómo se llama?
—Es Philomena —dijo Quire, luchando por quitarse la piel de oso y
mostrando que debajo todavía llevaba su abrigo negro. De su cinturón sacó su
sombrero plegado y lo alisó, peinando las plumas de cuervo—. La reina
Philomena. ¡La reina del Amor! —Quire le pellizcó la mejilla a su reina y le
dio una palmada en su satinado culo, lo que le provocó una sonrisita, aunque

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la expresión de sus ojos demostraba un poco de cautela, de sobresalto. La
pareja se acercó al fuego y Quire tomó una de las jarras de Hogge y otra para
la reina—. Señoras y señores del Gryffyn: un hurra para vuestra reina, la reina
Philomena, quien inaugura esta Noche del Amor y os insta a celebrarla en su
nombre.
Mientras la muchedumbre empezaba a gritarle hurras a la reina, y algunos
gritaban piropos subidos de tono a la reina de Quire, el capitán miró a su
alrededor con fingida sorpresa.
—No veo el trono. ¿Qué habéis hecho con él? ¿Dónde está la Gran Silla
de Estado de la Reina? ¿Dónde se sentará ella ahora?
La respuesta fue alta y unánime. Quire continuó jugando con la gente.
Levantó los brazos.
—Sois muy malos anfitriones. Sir Arlequín, aquí presente, os puede
contar que los invitados de la reina reciben un trato mucho mejor. —Puso un
brazo alrededor de la espalda cubierta de rombos del arlequín, que hipó
teatralmente en la cara de Quire y se rascó el ojo por debajo de la máscara—.
¿Todos tenían sillas, verdad?
—Sí, señor. Todos.
—¿Sillas buenas y sólidas?
—Sillas excelentes, mi señor. Y juro que la reina es bella y…
Pero ya una inmensa silla negra iba pasando de mano en mano,
recortándose contra la luz del fuego. Quire hizo otra reverencia.
—Señora, tomad asiento, por favor. —Con una extraña reverencia, la
reina se sentó y miró a su recién estrenada Corte, que la miraba a ella. Parecía
que estuviera borracha, o drogada, ya que su mirada era de hielo y su boca se
movía extrañamente, aunque se mostraba suficientemente lasciva cuando
Quire le hacía cosquillas, o le lamía la oreja y le murmuraba.
—¡Oh, Phil, cómo satisfarás ahora al califa, mucho mejor que la reina
verdadera! —Quire se rió y abrazó aún más fuerte a su concubina.
Y Phil Starling, que había caído en la locura de Eros, sonrió a su amante,
su señor, y miró el precioso anillo de rubí que llevaba en el dedo, sin poder
creerse que tal tesoro pudiera pertenecerle.

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Capítulo X

Donde algunos de los súbditos de la reina consideran


varios problemas de alquimia, filosofía y política.

—¡Parecía tan permanente! —dijo lady Lyst, mirando por la ventana en esa
mañana de febrero—. Llegué a pensar que la nieve se quedaría para siempre.
Mira, Wheldrake, se está deshaciendo. ¿Ves? Azafranes y flores de nieve. —
Lady Lyst miraba por encima de su hombro hacia su desordenada habitación,
que estaba llena de libros, papeles, tinta, instrumentos, vestidos, botellas,
animales disecados y pájaros vivientes y donde su pequeño amante,
totalmente vestido de rojo, se paseaba, con un papel y una pluma en cada
mano.
—Umm —dijo—. Bueno, la primavera no tardará en llegar. Escucha
esto… —y leyó de sus papeles:

Y el ardor de Ada se hará más y más frío


cerca de tristes alientos martilleantes
de prosa eslava,
mientras se hurgaba su académica nariz,
el público lo tendría por alguien ingenioso
y el trabajado metal se convertiría en oro.

—Bueno, ¿qué piensas? ¿Lo tengo, no?


—Pero si ni siquiera sé de qué estás hablando —dijo lady Lyst—. ¿Un
poeta rival? De verdad, Wheldrake, te estás volviendo cada vez más oscuro y
menos creativo.
—¡No! ¡Es él, él se vuelve oscuro! —Maese Wheldrake movía los brazos
como un primitivo pterodáctilo que intentara volar por primera vez—. ¡Yo
no!

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—Tú también. Y no sé quién es él. —Sus preciosos ojos azules se
abrieron más que nunca mientras le miraba con una tristeza distante; su
abundante cabello dorado le caía por las mejillas—. Y también dudo,
Wheldrake querido, por tu tono, que él te conozca a ti.
—¡Maldito sea! —Wheldrake se tambaleó y cruzó lo mejor que pudo la
habitación. Los papagayos y loros garrieron y volaron hacia la hiedra que
cubría el techo—. Él es rico, porque consiente al público. Les hace creer que
son inteligentes. ¡Bah! Y mientras, yo estoy aquí, condenado a depender del
patrocinio de la reina, y lo único que quiero es su respeto.
—Pero la reina dijo que le gustó la actuación de la última fiesta, y
Montfallcon murmuró algo sobre haceros caballero.
—Estoy perdiendo el tiempo, Lucinda, escribiendo ataques dirigidos a
poetas rivales y versos piadosos dedicados a mujeres que me han rechazado, y
ganándome el sueldo componiendo elefantiásicas y grandilocuentes
ventosidades para que los filisteos de la Corte las representen. Mi poesía, mi
antigua poesía está desapareciendo de mi imaginación. Ya no tengo estímulo.
—¡Por Arioch, Wheldrake! ¡Pensaba que ya habías tenido estímulos como
para escribir cien sonetos o más!
Wheldrake frunció el ceño y se dispuso a irse, con la tinta de sus plumas
salpicando sus cómodas, sus cofres y sus tomos de metafísica medio rojizos;
arrugó el papel mientras exclamaba:
—Te lo dije, no más azotes.
Lady Lyst miró de nuevo hacia la ventana. Era neutral.
—¿Quizá deberíais retornar a vuestras tierras en el Norte?
—Donde todavía soy más incomprendido. He pensado en un viaje a
Arabia. Creo que tengo afinidades con este país. ¿Y qué pensasteis del Gran
Califa?
—Bueno, es muy árabe. Y se tiene en gran estima a sí mismo, creo. —
Lady Lyst se rascó el costado.
—Tiene confianza en sí mismo.
—Ah, sí. Será eso.
—Se notó que había impresionado a la reina, con su sensualidad exótica.
Mucho más que el pobre torpe de Polonia.
—La reina fue amable con Polonia —dijo lady Lyst.
—Aun así, los dos se fueron con sus deseos frustrados, sin poder
conquistar Albión. Cometieron el error de asediarla, cuando deberían haberse
ofrecido como cautivos a sus pies.
Lucinda Lyst fue seca.

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—Os inventáis una Gloriana que no existe. No hay evidencias…
Él se puso tan rojo que por un radiante instante su piel y su pelo fueron
del mismo color. Empezó a desarrugar su sátira. Una sirvienta entró.
—Un visitante, señora. El Thane.
—Bien. Es el Thane, Wheldrake. Un camarada de campo.
—Apenas. —Wheldrake suspiró y se acercó al sillón de la ventana donde
estaba lady Lyst, tumbándose teatralmente, sin darse cuenta de que se le veía
una de sus esqueléticas rodillas.
Delgado, pero con un aspecto saludable, entró el Thane de Hermiston, con
una ondeante capa y un sombrero inmenso, con el morral golpeándole, los
brazos en la cintura y con su roja barba sobresaliendo; saludó a la pareja.
—¡Qué bonita pareja, acabados de levantar de la cama, como gatitos
perezosos! ¡Bien, bien, bien!
Wheldrake blandió su arrugado papel.
—He estado escribiendo, señor. ¡Un poema! —Su voz se quebró de
apasionada indignación—. ¡Me ocupó toda la mañana!
—Oh, ¿de veras? Pues a mí me ha ocupado toda la mañana cruzar cinco
mundos con tal de venir a saludar a unos viejos amigos.
Lady Lyst se puso a aplaudir pero enseguida se detuvo, sobresaltada por el
sonido.
—¿Y qué nos habéis traído de esas lejanas regiones metafísicas?
—¿Vuestros característicos romances burdos? —Wheldrake se mostraba
escéptico—. ¿Aventuras de dioses y demonios, de espadas y brujería?
El Thane de Herminston ignoró las burlas.
—Creo que capturé una bestia, pero al llegar aquí, había desaparecido.
Luego iré a hablar con maese Tolcharde, que fue quien inventó la máquina
con la que viajo a otras esferas.
—Un carruaje tirado por espíritus, ¿eh? —dijo Wheldrake—. Espíritus
que os drogaron y os hicieron ver visiones.
El Thane rió de corazón.
—Me gustáis, maese Wheldrake, ya que sois un gran escéptico, como yo.
Como os decía, traje esa bestia, un inmenso reptil. Un verdadero dragón. Se
llama aligarta.
—En las tierras del sur de Virginia se pueden encontrar —dijo Wheldrake
—. Se juntan en ciénagas y ríos. Bestias inmensas. He visto una disecada.
Como el cocodrilo del Tigris.
—Pero éste es mayor. O lo era —dijo el Thane, y se entristeció—. O lo
era —repitió—. El carruaje de maese Tolcharde explotó, e hizo tal ruido que

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la cabeza me daba tumbos. Parecía que había luchado contra dos semidioses y
sobrevivido sin un rasguño.
—Por Hermes, señor, nunca se sabe si os lo creéis todo, inspirado por ese
repugnante grano que destiláis vos mismo, o si mentís porque creéis que es
divertido.
El Thane encajó deportivamente el comentario.
—Ninguna de las dos cosas, Maese Poeta, es mucho más fácil. Digo la
verdad. Conseguí también un unicornio, pero el aligarta se lo comió.
—¡Viajáis por tierras que son pura metáfora! El tipo de tierras que los
poetas podemos inventar cada día.
—Pero yo no soy poeta para inventarme todos estos lugares. Simplemente
los visito. Lady Lyst, ¿vendréis conmigo al taller de maese Tolcharde?
—Voy a vestirme de inmediato.
—Yo también iré. —Wheldrake estaba celoso, aunque sabía que era una
amistad inocente—. A no ser que haya secretos que sólo puedan compartir los
elegidos.
—No hay ningún secreto, maese Wheldrake, solamente conocimiento.
Los hombres siempre rechazan el conocimiento abierto y en cambio buscan
secretos por todas partes.
Mientras se vestían, el Thane recorría la habitación, leyendo papeles
medio escritos abandonados por lady Lyst, abriendo libros de filosofía, de
matemáticas, de historia, de alquimia y de astronomía, aunque no le
interesaban ninguna de estas materias. Él era un hombre de acción. Prefería
probar cualquier suposición metafísica, y si podía ser a punta de espada,
mejor. Al fin salieron; lady Lyst, envuelta en una arrugada seda azul, y maese
Wheldrake de terciopelo negro, con los pliegues de su gorguera
desabrochados, colgando libres de su garganta, seguidos por el chillón Thane.
Cruzaron apartamentos, a través de los corredores reales, las escaleras reales y
las galerías reales, hasta llegar a la parte más antigua del palacio, el Ala
Oeste, desde donde se detectaban olores acres, como de hierro deshaciéndose
y productos químicos ardiendo. Tomaron una ancha escalera blanca de
mármol seguida de unos escalones de granito y llegaron a una galería,
suspendida por lazos descoloridos y coronada por una claraboya llena de
polvo que dejaba pasar los tenues rayos de sol de la mañana. Ahí había una
gran puerta, que contrastaba con el resto de la estancia y sus columnas y
galerías de mármol. La puerta estaba tallada a la manera antigua de los
bárbaros, madera agujereada por bronce y hierro negro.

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Thane de Hermiston golpeó con el puño, y repiqueteó tan fuerte que la
puerta se abrió de inmediato. La abrió uno de los muchos aprendices de
maese Tolcharde, un joven con anteojos que llevaba un delantal de piel y
mangas largas, el cual se tranquilizó un poco al reconocer al Thane en la
puerta.
—Buenos días, señor.
—Buenos días, Colvin. ¿Podemos pasar, o está vuestro maestro
trabajando?
—Creo que os está esperando, señor. —El joven Colvin se apartó y los
dejó pasar. Siguieron en fila india por la polvorienta habitación, mientras el
aprendiz cerraba cuidadosamente la puerta con candado detrás de ellos. La
antesala estaba inmersa en una nube de humo, como si estuviera ahí espiando
a los visitantes. Cartas astrológicas amarillentas colgaban de las paredes, y
por todos lados había cajas y libros, todo lleno de polvo. El olor era cada vez
más intenso, y Wheldrake empezó a toser, poniéndose un pañuelo en la boca,
temiendo atragantarse hasta morir, a medida que iban pasando de habitación
en habitación, hasta llegar a una cripta que estaba tan llena de tubos de cobre
que parecía que estuvieran en las entrañas de algún antiguo leviatán. A través
de ese laberinto rococó pudieron ver un banco donde se encontraban crisoles
desechados, y en la parte más apartada del banco, una pequeña figura de
rostro anguloso, que miraba los crisoles sin decir palabra.
Maese Tolcharde apareció de detrás de una esfera de cobre, donde había
estado martilleando.
—Con esta máquina, Hermiston, ¡te mandaré a través del tiempo!
—Espero que no sea hoy, maese Tolcharde.
—Todavía faltan meses. Queda mucho por hacer, en lo teórico y en lo
práctico. El doctor Dee me está ayudando.
—¿Y no se encuentra ahora con vos? —Los ojos fanáticos pero amistosos
de maese Tolcharde recorrieron toda la sala. Les hizo una mueca interrogativa
que dejó entrever su diente roto. Se acarició la calva, donde el sudor se
acumulaba.
El Thane agitó sus rizos debajo del sombrero.
—¿Y quién es ése? —señaló con un dedo al hombre sentado en la punta
del banco.
—Un viajero. Llegó hace poco, a través de una pirámide brillante que se
disolvió dejándolo a él aquí.
Maese Wheldrake se dio la vuelta, estudiando su propio rostro en el liso
cobre.

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—¿Entonces se trata de un intercambio entre mundos?
—Sí —respondió inocentemente maese Tolcharde—. El Thane consigue
traernos a muchos, pero también muchos son tomados. Y algunos van y
vienen sin mi ayuda ni la del Thane. Si quieren ver algunas de las criaturas…
Maese Wheldrake hizo una mueca.
—Otro día, señor. No querría hacerle perder el tiempo.
—Pero yo siempre estoy dispuesto a instruir a gente con un genuino
interés por la Verdad.
—Instruidme en otro momento, maese Tolcharde. Nos estabais ilustrando
sobre vuestro visitante.
—Se llama Calhoun y dice provenir del Muro Blanco. De hecho, dice que
es el barón de esos lugares. Entiende casi toda mi filosofía científica, pero
prácticamente nada más. Aunque es simpático, con una amabilidad similar a
la mía. Pero está completamente loco, ¿veis? ¡Ah! Aquí llega el doctor Dee.
Vestido de marrón, con grandes manchas blancas por el cuello y la
barbilla, llegó el gran sabio a grandes zancadas, saludando a todo el mundo
efusivamente, hasta que sus ojos se posaron en lady Lyst y se volvió tímido
de repente.
—Un placer… Me temo que yo no…
Lady Lyst frunció el ceño, sorprendida.
—¿Me prometisteis algo, doctor Dee?
—¡Oh, señora! Os ruego… ¡Os lo ruego!
Los ojos de lady Lyst estaban abiertos como platos.
—No sé qué os pasa, señor. Pero si mi presencia os incomoda, puedo
abandonar la sala.
—No, no. Es un honor tener a una intelectual como vos entre nosotros. De
hecho, hay alguien aquí… —miró detrás de él, por entre los tubos curvados
—. Aquí lo tenemos. Tenéis que conocerle, si no lo habéis hecho ya. —El
doctor Dee tenía el rostro casi púrpura. Se puso el dedo índice entre el collar y
la garganta—. ¡Harumph! ¡Su Majestad!
Se oyó una voz proveniente de la oscuridad:
—¡Aquí, Dee! —se escucharon las palabras con un fuerte acento.
—Rey Rudolph. Estamos reunidos cerca de la esfera.
Era el joven Rey Científico de Bohemia, que caminaba entusiasmado
hacia el banco para ver los crisoles, con las manos en la espalda, vestido de
color verde oscuro, doblete y un sombrero de pico.
—¿Qué es esto?
—Me gustaría presentaros a lady Lyst.

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El rey Rudolph la miró con una sonrisa.
—Somos viejos amigos. Nos conocimos hace años, cuando lady Lyst
presentó su primer tratado en Praga. Y hemos hablado un par de veces en la
Corte cuando he venido de visita. Me siento halagado de estar en su
compañía. Y creo que vos y yo también nos conocemos, maese Wheldrake.
Soy admirador de vuestros poemas. Aunque, últimamente, no he visto…
—¡Estoy muerto! —murmuró el diminuto poeta—. Por eso. He estado
muerto por una larga temporada.
—¿Entonces habéis venido a ver al doctor Dee para una resurrección?
El doctor Dee sonrió.
—Mi reputación es una carga, Majestad. Muchos vienen con la misma
demanda; en nombre de parientes y seres queridos, claro. Pero si estáis en lo
cierto, entonces maese Wheldrake será el primero que habrá venido a pedirlo
en persona.
Wheldrake apoyó su entumecido cuerpo en una pared.
—Quizá deberíais invitar a maese Wheldrake a la Corte de Bohemia —
sugirió lady Lyst—. Dice que ahí son filisteos. Y de todos es conocido que los
Elfbergs son grandes artistas, y científicos.
El doctor Dee dio una palmada en la espalda del rey.
—Y éste es el mejor Elfberg que se puede encontrar. ¡Soldado, poeta y
científico!
—Pero, siento decirlo, un pésimo pintor. —El rey de Bohemia era
encantador. Había publicado tres libros excelentes, dos tratados científicos y
un trabajo sobre historia natural, y había liderado la exitosa campaña de
Macedonia contra el imperio tártaro hacía unos cinco años. Wheldrake lo
odiaba profundamente, y se consolaba murmurando versos para sí: «Qué
condescendiente es este rey / Que pone la mano en todo / Dejemos que el
pueblo llano cante sus gestas».
—Científico, no —dijo Wheldrake en voz alta.
Lady Lyst examinó el laboratorio.
—¿Quizá deberíamos ofrecer nuestra hospitalidad al rey, maese
Tolcharde?
—¿Eh?
—¿Un vaso de vino, quizá? —dijo lady Lyst—. ¿Tenéis? —y añadió—:
¿O alguna otra cosa? —Levantó una esbelta botella—. ¿Esto?
—Esto es la orina de una rana embarazada. No creo que sea alcohólico —
dijo maese Tolcharde.
Por suerte el doctor Dee tenía conocimientos sobre el tema.

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—No, la orina, no. Aunque hay algunos tipos de orina que sí lo son.
Lady Lyst se había alejado del banco y estaba echando un vistazo a las
alcobas.
—¿Qué es esto?
—Son algunos de mis comediantes mecánicos. Quiero hacer todo un
conjunto, para presentarlos a la reina.
Las figuras metálicas, de tamaño humano, colgaban del techo como
ahorcados, y tenían títulos: Columbine, Pierrot, capitán Francasse,
Scaramouche: los disfraces más de moda, los personajes de la Comédie
Parisienne, hechos de brillantes esmaltes, cobre y plata.
—Excelente —murmuró lady Lyst. Se agachó para recoger un frasco
polvoriento del suelo—. ¿Y cómo les dais vida?
—Ruedas dentadas y resortes, lady Lyst, según mis propios diseños. —
Acarició una pierna colgante, que pareció moverse. Se alzó para dar la vuelta
al muñeco, que miró fijamente, con una expresión de dignidad, por delante de
su cabeza—. Todavía hay algunas varillas, y un muelle principal, que no están
listos, si no se lo mostraría.
El Thane de Hermiston pasó un brazo por encima del hombro del rey
Rudolf, y le mostró con el dedo un carruaje barroco que estaba al fondo de la
bóveda.
Colvin amablemente ayudó al senil barón Calhoun a levantarse y entrar en
otra sala. El doctor Dee se juntó con lady Lyst y Tolcharde, que admiraban
una Colombina plateada, todavía sin pelo, que parecía hacer piruetas en una
superficie invisible.
—¿Y quién podrá decir, una vez acabadas vuestras criaturas, maese
Tolcharde, que no son de carne y hueso? —El doctor Dee se puso
momentáneamente introspectivo—. De carne y hueso…
—¡Ah! —dijo maese Tolcharde—. Sin duda. —Enrojeció, perplejo, y
volvió la cabeza.
El doctor Dee le lanzó una mirada significativa.
—¿Y cómo va vuestro otro trabajo, maese Tolcharde…?
—¿La esfera?
—No, no. El trabajo que estáis haciendo para mí.
—¡Por supuesto! —Maese Tolcharde enseñó su diente manchado—. Está
casi listo, doctor Dee. Las fases finales, no obstante, os las dejo para vos.
—Claro, lo entiendo. —La cara del doctor Dee se iluminó—. ¿Entonces
va bien?

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—Modestamente, debo decir que es una de mis mejores creaciones. Mis
habilidades y mis ideas parecen estar en su punto álgido. La inspiración viene
como siempre, furiosa y rápida, pero cada vez me siento más capaz de
convertirla en disciplinada y práctica inventiva. Los elogios de la reina, como
siempre, me alientan enormemente. Estuvo encantada con el halcón, o eso he
oído, lady Lyst.
—Sí, yo también lo he oído. Fue una pena que no le dierais el instinto de
retorno al hogar. Voló lejos, hacia Norbury Woods, persiguiendo a un
chorlito, y nunca más volvió.
—Son fáciles de hacer. Muy pronto fabricaré uno nuevo. —Contento,
maese Tolcharde se volvió hacia el banco.
Maese Wheldrake sostenía un espejo de cuarzo pulido, con marco dorado,
en donde se reflejaban sus rasgos, también aguileños, distorsionados.
—¿Es un espejo mágico, maese Tolcharde?
—Traído de las Indias. —El doctor Dee se lo quitó de las manos—. Lo
trajo sir Thomasin Ffynne. Formaba parte de algún botín ibérico, me pareció
entender, y antiguamente era utilizado por los sacerdotes del Imperio Ashtek
para invocar la imagen de los dioses (o demonios). Hasta ahora no hemos
conseguido ningún resultado con él. Siempre es difícil, aparte de peligroso,
usar pociones y conjuros al azar. Pero perseveramos, maese Wheldrake, por la
causa científica. —Colocó el espejo dentro de una simple caja de madera, que
se puso bajo el brazo—. Parece que el rey se quedará un rato. Dejaré que el
Thane lo escolte y seguiré adelante con mis citas de hoy. Le agradezco
mucho, maese Tolcharde, las buenas noticias. Lady Lyst… —Hizo una
reverencia—. Maese Wheldrake…
Levantándose los faldones marrones, como si fuera a alzar el vuelo, se
dirigió rápidamente por entre la maraña de tubos hacia la puerta y
desapareció.
Durante la larga y complicada vuelta a la Corte moderna, dejando atrás la
parte antigua del palacio y acercándose a la nueva, que estaba dotada de una
atmósfera más brillante y aireada, el doctor Dee se cruzó con dos de sus
compatriotas, que hablaban con sir Thomasin Ffynne. El almirante llevaba un
sencillo ropaje blanco y negro, más apropiado para el mar que para la Corte,
que contrastaba con los fastuosos brocados, los puños almidonados y los
cuellos de terciopelo de sus dos compañeros, lord Ingleborough y lord
Montfallcon.
La reverencia de lord Montfallcon a Dee fue corta y estirada, pero Ffynne
lo recibió con cordialidad, como solía comportarse con Dee. Sir Thomasin lo

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consideraba un inofensivo excéntrico al servicio de la reina que hacía las
veces de bufón de la Corte.
—¡Buenos días, doctor Dee! ¿Cómo van los mapas y los hechizos? —Más
de una vez había recurrido a los excelentes conocimientos de geografía del
doctor Dee, y a cambio añadía datos a los informes del sabio.
—¿Habéis vuelto de otro viaje, sir Thomasin?
—Las fechas no son vuestro fuerte, ¿eh, Dee? —Los astutos ojos de Tom
Ffynne se empequeñecieron, y mientras se reía, golpeó las baldosas de
mármol con su pie de marfil—. Hace más de un mes que he vuelto de las
Indias. Y me voy esta mañana a hacer negocios con los tártaros y a cobrar
peaje a todos los barcos de Iberia que me encuentre en nuestras aguas. Acabo
de ver a la reina. —Le entregó un paquete—. Aquí tenéis mis documentos.
Ahora me despido de todos, mis queridos amigos. El Tristán e Isolda me
espera en Charing Cross, y el río ya está libre de hielo para poder navegar
hacia el mar. Así que me daré prisa. Un mes en tierra es demasiado para mí.
Estaré atento por si veo baratijas, doctor Dee, de ésas que os gustan.
—Muy agradecido como siempre, sir Thomasin. —Con un movimiento de
cabeza dirigido a Ingleborough y a Montfallcon, salió vivazmente—. ¡Que
tengáis una travesía segura, señor! ¡Hasta pronto! ¡Oh! ¡Mis disculpas, chico!
—Había tropezado con Patch, el paje—. ¡Ah, sois vos! Buen muchacho.
Encantador. ¡Adiós!
Patch se acercó a su maestro. Ingleborough sonrió orgulloso.
—¿Estáis bien, Patch? ¡Qué patoso es este Dee!
—Entre otras cosas —asintió Montfallcon, mirando cómo los ropajes
marrones de Dee desaparecían por la esquina—. Todo menos ingenioso. Me
duele que influencie tanto a la reina.
—Pero no la influye en cuestiones importantes —dijo Tom Ffynne—. Y,
además, mi navegación ha mejorado considerablemente gracias a sus
conocimientos. No es un loco, en absoluto. Ha hecho mucho por el capitán
Perion.
Lord Montfallcon ignoró estos halagos desafortunados. Se cruzó de
brazos y miró fijamente a su amigo.
—Debéis ser cuidadoso, Tom, debéis olvidaros de la piratería. Sobre todo
en el Mar Medio, con tantos testigos. Y nada de barcos árabes. Ni polacos. Ni,
por supuesto, ningún tártaro esta vez.
—Entonces sólo nos queda Iberia, los Países Bajos y algunos
independientes…

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—Juego limpio, por supuesto —añadió el Alto Almirante, apoyando al
decepcionado Ffynne. Ausente, con la mano extendida, acarició la cabeza de
Patch—. ¿Eh?
—Ya conocéis las reglas, Tom. No hagáis nada que avergüence a la reina.
No hagáis nada de lo que Albión deba avergonzarse. No hagáis nada que
complique mi diplomacia.
Tom Ffynne soltó una risita aguda.
—¡Oh, no! Nada, en verdad. Creo que me quedaré en el Mar Menor e
intentaré pescar un poco. ¡A no ser que la nación de los arenques esté también
envuelta en vuestras redes, Perion!
Montfallcon se mostró firme.
—Sé que respetaréis el honor de la reina, Tom.
Ingleborough asintió, y con rostro grave añadió:
—Albión es un ejemplo para el mundo.
—Me acordaré. Bien, pues… —Levantó sus fuertes manos llenas de
cicatrices para abrazar a sus dos amigos—. Que el aire de esta Corte de paz
no os cante suaves nanas, porque os dormiréis tan profundamente que no
podréis despertaros jamás. Y, Lisuarte, cuidaos la salud.
Ingleborough se tocó sus pálidas mejillas.
—No es más que la típica enfermedad del invierno. Cuando volváis, Tom,
estaré tan activo y rubicundo como siempre.
Sir Thomasin giró sobre su tacón de marfil y se fue, clac, clac, clac,
alejando.
Montfallcon y Ingleborough, con el hermoso muchacho un par de metros
por detrás de ellos, siguieron su paseo, un clásico cuando salir al exterior a
hacer ejercicio era imposible, y sus pasos les fueron guiando desde los
poblados corredores del palacio hasta el Ala Oeste, de donde acababa de
volver el doctor Dee. Pero ellos se adentraron aún más por pasadizos y
gruesos muros de decoración decadente —estandartes, armaduras, armas,
inútiles y llenos de polvo, que dejaban oír ecos de tiranía— hacia la Sala del
Trono del padre de Gloriana, el rey Hern, donde ahora sólo había ratas, arañas
y sombras. Había sólo un rayo de luz directa, que caía sobre un mosaico en el
suelo, reseguido de trazas de caracoles y babosas. En la piscina de luz, los
cautivos de Hern —un prisionero, o algún cortesano caído en desgracia—
eran mostrados para aquellos que, como Hern, se escondían en las sombras.
El trono permanecía, asimétrico, con forma de guante retorcido, en un
pedestal con doce escalones negros. Ingleborough y Montfallcon venían aquí
para recordar el duro pasado contra el que habían confabulado y contra cuyo

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retorno trabajaban. Hacía frío, pero los dos hombres recordaban los días en
que los braseros habían brillado en las tinieblas, llenos de carbón apestoso y
maloliente. Se acordaban de los murmullos, de las venganzas, del veneno, de
la corrupción de cualquier espíritu inocente que se atreviera a entrar en aquel
escenario.
Sus figuras humanas se confundían con las estatuas de obsidiana, de
aspecto grotesco y antropoide. Estatuas rumiantes, quizá, que todavía soñaban
con un pasado fantástico, grotesco y mórbido, donde sonaban los gritos de las
víctimas y las risas ásperas de los borrachos, los degenerados y los
desesperados, demasiado adictos, o demasiado asustados para alejarse de la
atmósfera adictiva que acompañaba la indulgencia llena de odio de los
terribles apetitos de Hern.
El lugar asustaba a Patch, que se acercó a su maestro y lo cogió de la
mano, para sentirse más seguro.
—¿Estaba loco el rey Hern? —murmuró—. ¿Lo estaba, señor?
—Su locura trajo riquezas a Albión —respondió Montfallcon—.
Posesiones de todo tipo. Como no tenía ambición política, alimentaba
rivalidades entre los cortesanos, que se enriquecían y, a su vez, enriquecían a
Albión. Pero aun así, hacia el final, se veía que todo se perdería. Nuestros
enemigos se prepararon para quitárnoslo todo, porque pensaron que después
de la muerte de Hern habría guerra civil. En lugar de eso, la joven reina
Gloriana ascendió al trono, gracias al esfuerzo de hombres como vuestro
maestro o yo mismo, y en el decimotercer año de su reinado, nuestro mundo
ha pasado de ser un reino de terrible oscuridad a uno de luz dorada.
—La única pena de todo esto —dijo lord Ingleborough— es que quizá
también nos alcanzó la locura del rey Hern. No hay ninguno de los de nuestra
época que no estuviera, de alguna manera, corrupto, o dañado.
—¡Excepto la reina! —insistió Montfallcon.
Lord Ingleborough se encogió de hombros.
—¡Tampoco vos, señor! —dijo Patch, leal a su señor.
—Lord Montfallcon y yo mismo servimos al rey Hern, y lo servimos bien,
no te equivoques. Pero soñábamos con un futuro noble, la Edad Pericleana de
Albión, si quieres. Protegimos a Gloriana como símbolo de nuestras
esperanzas, y volvimos al rey en contra de aquellos que más confiaban en él,
llenando su pobre cerebro loco con evidencias de tramas contra él, hasta que
gradualmente se deshizo de todos sus seguidores, y se quedó con sus mejores
hombres, hombres como nosotros, que no teníamos estómago para las cosas
que ocurrían diariamente en esta sala. —Ingleborough suspiró y atrajo al

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muchacho hacia él—. Y la reina tiene nueve hijos, y ninguno es legítimo. Y
eso me aterra. No negará que son de ella, pero ni siquiera sabe quiénes son los
padres. Si ella muriese… Oh, sería el caos. Pero si se casara…
—Habrá problemas tarde o temprano. Verdaderamente, si hubiera un
hombre en Albión como el que deseamos, acallaríamos muchas lenguas. Pero
ella sólo se casará con aquel que le dé… que le proporcione la paz que
necesita. Y ninguno ha tenido éxito en eso. —Miró a las burlonas estatuas—.
Si Gloriana cae, Albión caería otra vez en esta espiral de cinismo, avaricia,
injusticia y debilidad, nos volveremos pequeños y nos pudriremos. Arabia
desea preservar nuestros logros, no hay duda, pero si Arabia gobernara
Albión, llegaría el desastre, inevitablemente. Arabia es demasiado intratable,
demasiado orgullosa, demasiado masculina… Sobrevivimos a través de la
reina, de su carácter, de su sexo. Ella llena a nuestra gente de idealismo y de
una aspiración a buscar siempre lo mejor para Albión. Sin duda, contagia al
mundo. Pero así como algunos hombres aman a Gloriana, la mayoría la ven
como el cumplimiento de sus más privados deseos. No ven que Albión la ha
creado a ella del mismo modo que ella ha creado a Albión, y si destruyen la
raíz, también destruyen la flor.
—Y yo me pregunto, ¿no hay ningún príncipe en todo el mundo dispuesto
a entregarse a Albión, para así ganarse a Gloriana?
—De momento ninguno de los que hemos conocido. —Montfallcon se
volvió bruscamente, creyendo que había visto una figura alta moviéndose por
entre las estatuas. Sonrió para sí mismo—. Tampoco ningún hombre de
espíritu noble ha podido confortar a la reina. ¡Por Xiombarg! Lo hemos
intentado, Lisuarte. Pronto, creo, conseguirá reconciliarse consigo misma.
—Me temo que, si la reina se reconcilia consigo misma, se volverá una
reina caprichosa y descuidada. Yo creo que las circunstancias de Albión y de
Gloriana son interdependientes. Y si la reina pierde su esperanza, la esperanza
de Albión se pierde también. —Ingleborough guió a Patch hacia fuera de la
Sala del Trono. Montfallcon dudó unos instantes antes de seguirlos.
Tan pronto como se hubieron ido, se oyó un ruido detrás del trono y,
cautelosamente, la mujer loca asomó la cabeza para ponerse de pie, con una
mano en el negro brazo del trono. Se movió de puntillas, por si acaso
regresaban. Luego bailó graciosamente por los escalones, e hizo una
reverencia al trono vacío, desapareciendo de nuevo entre las sombras como la
niebla al mezclarse con humo.
Jephraim Tallow, que la había estado siguiendo, emergió, con las manos
en la cintura y el gato en un hombro, para mirar alrededor. La había perdido

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de vista.
—Bueno, Tom. No nos guió a ninguna parte. Yo esperaba una despensa,
como mínimo. Creo que hemos sobreestimado sus posibilidades como guía y
que debemos buscar nuevos habitantes que nos muestren sus secretos.
Acechó por unas estrechas escaleras que se adentraban por el muro hacia
una galería. Las subió. Encontró un arco en forma de campana y siguió
adelante, cruzando un puentecito con parapeto, que era poco más alto que su
cabeza. Por encima sólo se veía oscuridad. Y por debajo se oían ecos, quizás
el sonido del agua. Caminó rápidamente y bajó unos cuantos escalones más,
hasta encontrar una puerta abierta que salía a un balcón, en lo alto de una
torre, y salió a plena luz del día.

Oubacha Khan, el hijo del lord de Western Horde y embajador de Tartaria en


la Corte de la reina Gloriana I, ataviado con un largo abrigo de piel de caballo
que le llegaba hasta los tobillos, botas también de piel y una capa de malla
entretejida con lana, caminaba por los grises jardines con lady Yashi Akuya,
que, vestida con un kimono, tenía que dar varios pasos por cada zancada de
él, pero, como estaba secretamente enamorada del tártaro, aguantaba
cualquier incomodidad, el frío incluido, con una sonrisa complaciente.
Nadie les observaba en ese lejano y olvidado jardín, y ellos hablaban
tranquilamente de los temas más cotidianos que tenían en mente.
—Ayer noche fueron los pequeños de nuevo, y la piscina —informó lady
Yashi Akuya a Oubacha Khan—, o eso me ha dicho mi muchacha. —Lady
Yashi había introducido una geisha en el harén de Gloriana y ésta le
proporcionaba informes diariamente.
—Seguido de alguna oscura actividad con ovejas enanas, o eso es lo que
he oído —dijo el joven Khan, acariciándose los largos bigotes. El comentario
hizo enrojecer a lady Yashi Akuya. Él tenía su propio espía, un mauritano,
que le mantenía informado, no de las diversiones específicas de Gloriana (si
se les podía llamar así), sino más bien del estado de ánimo de la reina, y de su
salud. Varias naciones seguían una teoría diplomática basada muy de cerca en
sus propias interpretaciones de las miserias privadas de la reina Gloriana.
—Pero sin resultado, como siempre —añadió lady Yashi comprensiva.
Sufría tanto como Gloriana, pero con menos intensidad. Además, ella estaba

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convencida de que pronto conocería los placeres del orgasmo, cuando
finalmente Oubacha se decidiera a hacerlo con ella.
—Sigue frustrada.
Se escapó un ruidito por entre los voluptuosos labios de la embajadora
nipona.
—¿Y no hay indicios de que Arabia, o Polonia, la hayan visitado en sus
apartamentos secretos?
—Ninguno. Aunque los dos están más que dispuestos. Ha habido algunos
intentos. Han mandado notas, y cosas así. Finalmente Polonia se fue, viendo
en la reina a una hermana, mientras que Arabia se ha consolado con un paje o
dos, y (eso es solamente un rumor) la condesa de Scaith.
—Creía que la condesa le ayudaría a llegar a Gloriana. Podemos deducir
que fue por esta razón por la que ha roto un hábito de toda la vida. —El
embajador tártaro lanzó una risotada gélida para esconder los celos que sentía.
No tenía ninguna esperanza en cuanto a la reina, pero desde hacía un par de
años estaba secretamente enamorado de su mejor amiga, y si no hubiera sido
por el voto de celibato que hacían todos los nobles tártaros enviados a tierras
extranjeras como emisarios, habría intentado cortejarla.
—Y aun así —añadió lady Yashi Akuya con entusiasmo— parece que
tanto Arabia como Polonia todavía se han comprometido más en su alianza
con Albión.
El tártaro asintió.
—Es un tributo a la inocencia de Gloriana y a la astucia de Montfallcon.
Pensé que, asegurándome de que lord Shahryar descubriera la verdad en
cuanto a la relación de Montfallcon con la muerte de su sobrino, conseguiría
suficientes motivos de desacuerdo, pero parece ser que la ambición de Arabia
es tan grande que prefieren renunciar a todo su honor, si ve que puede haber
una pequeña posibilidad de ganarse a Gloriana. —Habló con tono
desaprobador—. Si una cosa así le hubiera ocurrido a un tártaro, nos
hubiéramos vengado de inmediato, sin importar qué ganancias políticas
estuvieran en juego.
Yashi batió sus largas pestañas.
—El honor tampoco está desterrado en Nipponia —dijo.
Él se olvidó de sus prejuicios habituales.
—Las Islas Niponas son sinónimo de altruismo —le dijo generosamente
—. Nuestras dos naciones son las únicas portadoras de los antiguos valores en
este mundo, donde el pacifismo se ha convertido en un dogma. Yo creo en la
paz, por supuesto, pero una paz verdadera, ganada por brazos victoriosos, una

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pausa bien merecida después de un varonil conflicto. La batalla despeja el
aire, decide sobre todos los asuntos. Toda esta diplomacia simplemente los
complica más, confunde y esconde problemas que una guerra decente sacaría
inmediatamente a la luz. Los ganadores se sabrían ganadores y los perdedores
sabrían que han perdido. Todo el mundo sabría perfectamente en qué posición
está, hasta que las cosas se torcieran de nuevo. Como todos sabemos, Arabia
quiere entrar en guerra contra los tártaros, pero Albión frustra sus intentos, y
por eso Arabia ha degenerado, porque no usa sus energías de un modo
natural.
Habían llegado a la puerta de los aposentos de lady Yashi Akuya.
—Qué reconfortante es oír una charla tan directa y saludable. ¿Aceptaríais
la invitación de entrar para hablar un rato más conmigo, de modo que me sea
dado compartir vuestros pensamientos un poco más?
—Por supuesto, señora —replicó el Khan—. Me halaga vuestro interés.
Yashi se apartó para dejarle entrar en una habitación que era, como todas
sus habitaciones, demasiado blanca y negra.
—Y debéis contarme más acerca de ese asesinato de Arabia. —Dio unas
palmadas para que los criados vinieran a quitarle el abrigo a Oubacha Khan
—. ¿Habéis dicho que lo llevó a cabo Montfallcon?
—Su criatura, más bien.

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Capítulo XI

Donde el capitán Quire trae una nueva clienta a Josias


Priest, el Maestro de Danza.

El capitán Quire iba embutido en un palanquín carreteado por cuatro lacayos


de escasa salud que maldecían y tropezaban con los adoquines resbaladizos a
causa de la lluvia, mirando fija y casi tiernamente a Alys Finch, quien iba
sentada con la espalda recta, las manos cruzadas y las rodillas juntas, y que
llevaba brial, vestido y enaguas, con una gorguera almidonada como una
aurora alrededor de su garganta, enfatizando su color intenso, artificial; iba
tan cuidadosamente vestida como su antigua amante, y había sido
cuidadosamente adiestrada por el mismo demonio que las había dominado a
ambas.
Su tono era aprobatorio:
—Con qué rapidez habéis ascendido en sociedad, Alys. Pronto estaré
orgulloso de vos.
—Gracias, señor. —La voz era tímida y mecánica.
—Teníais unos modales naturales y no me ha hecho falta insistir
demasiado en ese aspecto. He mejorado vuestro gusto en el vestir, os he
enseñado a comer correctamente y a hablar y todo eso, pero no he tenido
tiempo para enseñaros la habilidad más importante, que es ser capaz de
sonreír y hacer observaciones ingeniosas en el momento preciso, pero sin
dejaros llevar ni una sola vez por la genuina y peligrosa felicidad. Siento una
responsabilidad hacia vos, Alys, propia de un padre (porque os estoy creando
más a conciencia, más cuidadosamente de cómo lo habría hecho un padre
natural), y no puedo permitir que seáis vulnerable. Me prometí haceros fuerte:
sólo deberéis confiar en vos misma y en vuestro maestro. Y para acabar de
conseguirlo visitamos a Josias Priest.
—Sí, señor.

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—Os considerabais débil y creíais que Phil era fuerte. Os demostré que os
equivocabais. Vos erais la fuerte, y pronto lo seréis aún más. Seréis una hábil
teniente del capitán Quire en su constante guerra contra los débiles del
mundo. Porque Quire es el trillador de la Madre Naturaleza. —Sus ojos
negros ardían con ironía, pero ella, después de su cautiverio de casi dos
meses, no fue capaz de captarla—. Y por esa razón nunca he insultado vuestra
fuerza e inteligencia exigiendo amor de vos. A cambio he exigido
disciplinada obediencia y os he dado poder y seguridad. Porque pocos
hombres entienden lo que Quire entiende: el alcance del miedo físico de una
mujer. Es lo que exploté en vos al principio. Y ahora os ofrezco la liberación
del miedo. Os he entrenado como lo haría un sargento con sus tropas. Os dije:
«Confiad en mí con vuestra vida, vuestra alma, vuestra libertad y os protegeré
y enseñaré a protegeros». —Extendió su cruel y musculosa mano hacia ella y
le levantó la barbilla—. ¿Os sentís a salvo, Alys, y fuerte?
Sus ojos grises lo miraron fijamente, aunque sin demasiada vitalidad.
—Desde luego, señor.
El palanquín se tambaleó de un lado a otro hasta chocar contra el suelo
con un estrepitoso golpe. Quire abrió la puerta y salió de un salto. Estaban
delante de la verja de un patio de altos muros. Más allá del patio, rodeada de
altos arbustos y de árboles ornamentales, se veía la pared blanca de una casa
de dos plantas que podría haber pertenecido a un acaudalado comerciante.
Dejando a Alys Finch en el palanquín, Quire golpeó la puerta y llamó.
—¡Priest! ¿Estáis ahí? —Los perros ladraron. Dos faroles aparecieron por
la parte izquierda de la casa. Estaban sujetos por las manos de un lacayo de
mediana edad que llevaba un blusón corto y pantalones—. ¡Priest! ¡Soy
Quire!
Antes de que el lacayo pudiera llegar a la verja, una puerta de la casa se
abrió y el patio se llenó de más luz. Una silueta delgada. Una mano levantada.
—Dejad pasar al caballero, Franklin.
Quire volvió al palanquín y ayudó a Alys Finch a bajar al empedrado del
suelo, admirando su gracia natural, la cual, a sus ojos, había mejorado: ahora
se había vuelto recatada por voluntad más que por instinto. Entregó a los
granujas el doble de los honorarios que pedían, ignoró la sincera gratitud que
le expresaron y condujo a la chica a través de la verja, gritando, mientras
cerraban con llave a sus espaldas:
—Maestro Priest, os he traído a una joven dama, para que le enseñéis a
conducirse y a bailar, y para que aprenda los modales de la Corte.

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Josias Priest, el Maestro de Danza, seguía esperando en el umbral.
Llevaba un gorro de noche de terciopelo sobre su lacio pelo castaño claro. Su
mirada era furtiva y su boca permanecía abierta, como la suave boca de un
poni petulante y mimado. Su cuerpo esquelético, una cabeza más alto que
Quire, iba enfundado en una camisa de dormir del mismo terciopelo que el
gorro. Con la mano derecha sostenía un cuchillo de mesa, aunque su postura
no mostraba agresividad alguna.
—Es tarde, capitán Quire —dijo cuando entraron sus visitantes.
—No tendréis que empezar a trabajar esta noche —se mofó Quire. Los
ojos llorosos de Josias Priest se alarmaron aún más—. Ella va a quedarse
aquí, para que pueda ser minuciosa y rápidamente educada.
—Yo no alojo a mis alumnos, capitán.
Quire se abrió paso hacia el comedor de Priest. Allí, una amplia mesa
había sido puesta con una cena tan frugal que habría avergonzado a un
mendigo cualquiera. Quire miró tristemente a la corteza de queso, la grasa del
jamón y el mendrugo de pan.
—Se espera para ella mejor comida que ésta. Esta joven está a mi cargo,
es mi pupila, y quiero que sea alimentada generosamente, con todo tipo de
alimentos. —Retiró una silla para ella y, sin apartar los ojos de la superficie
de la mesa, se sentó—. Si lográis educarla os traeré otra para vuestra
compañía.
—No es una buena política, capitán, dejar que jóvenes alumnas se alojen
en la casa. Por una razón, las habladurías. Además, siempre existe el peligro
de que la joven se encapriche.
—¿Creéis que corréis el riesgo de enamoraros del maestro Priest, Alys?
—No, señor.
—¿Lo veis? Estáis a salvo, Priest. Con estas garantías, ¿cómo podríais
negaros? Quiero que ella lo tenga todo, y tenéis que hacerlo lo mejor que
sepáis. Sois bueno en vuestra profesión. Tenéis que enseñarle a caminar, a
bailar, a mantener una conversación entretenida. Sobre todo, tenéis que
enseñarle a halagar. ¿Vos sabéis cómo adular, verdad, Priest? Por supuesto
que sabéis, es vuestra mayor habilidad. En realidad, ¡es vuestra filosofía!
Bien, entonces, conducta, baile y adulación. Pasaré de vez en cuando para
revisar vuestros progresos. Espero avances considerables, Priest.
—¡Capitán Quire, no tengo espacio!
—Tenéis una casa amplia y varios criados. Despedid a uno de vuestros
sirvientes, si hace falta. Sería un acto de caridad, bien pensado. —Quire
ajustó su sombrero a su negro y grueso pelo, admirándose a sí mismo en uno

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de los muchos espejos del maestro Priest—. Sed buena chica, Alys. Estaré
vigilándoos.
—Sí, señor.
—Os haré llegar sus ropas —dijo Quire al maestro Priest.
Priest dejó su cuchillo con estrépito, intentando oponerse de algún modo.
—¿Clases? ¿Alojamiento? ¿Cómo lo pagaréis?
—¡Yo pagaré, maestro Priest!
—¿Cuánto?
—De la manera habitual, en lo que nos concierne a ambos. Pagaré con
seis meses de silencio.
Maese Priest se quedó sentado detrás de su cena, y apartó el plato a un
lado.
—Muy bien. Pero ¿para qué fin queréis que sea educada?
Quire se detuvo en la puerta y se rascó la barbilla. Movió la cabeza y
sonrió.
—Ninguno, por ahora. Quizá no haya nunca ninguno. Mis acciones,
maestro Priest, como ya debéis saber a estas alturas, se llevan a cabo por sí
mismas.
—No os entiendo, Quire.
—Soy un artista, y vos, maestro Priest, sois un comerciante. Para vos,
cada acción debe tener un resultado evidente en términos de ganancias,
aunque sean pequeñas, aunque sean indirectas. Lleváis las cuentas. Yo creo
acontecimientos. Hay sitio para ambos en el mundo. Obrad como os digo. No
intentéis entenderme. Recordad ambas cosas y seréis más feliz, Josias.
Quire se despidió clavando una mirada dura y penetrante en los ojos de
Alys.

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Capítulo XII

Donde la reina Gloriana recibe a sus invitados a cenar


y considera su condición, así como la de Albión.

La larga mesa se le antojaba a Gloriana un blanco camino que debía recorrer,


como en una pesadilla, plagado de trampas a intervalos regulares en ambos
lados y marañas de obstáculos (una bandeja de plata para las especias, sales
elaboradas con la forma de bestias fabulosas) para bloquear su avance hacia el
centro, cada cubierto representando a un espíritu malévolo. Tomó más vino
—abandonando por una vez su habitual prudencia— y fingió escuchar a sus
invitados más cercanos, a izquierda y derecha, dando distraídas muestras de
interés, asombro o lástima. Rechazando tanto la apatía como el cinismo, debía
soportar la pena y el anhelo que se negaban a desaparecer (ya que el vino no
había hecho más que aliviar un poco la tensión reinante).

Por supuesto, mi señor. Cuán acertado, mi señor. Qué pena, mi señora. Qué
ingenioso… Qué sensato…

Lord Montfallcon, gris como el granito, con un traje de felpa negra, con
una gorguera gris almidonada y una cadena de ébano y oro sobre su pecho,
hablaba en voz muy alta a través de la mesa con sir Amadís Cornfield, quien
intentaba ignorar los murmullos de su pequeña esposa y escuchar a su señoría.
—Hay quienes, sir Amadís, tomarían Polonia como ejemplo y harían de
Albión una democracia. He oído estas opiniones aquí mismo, en este palacio.
¡Algunos suprimirían por completo nuestra monarquía! El penúltimo paso
hacia nuestra decadencia total, como dice Platón, es el establecimiento de una
democracia en un país.

¡Ay, si pudiera librarme de esta carga! Pero no, está el Deber… el Deber…

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Sir Amadís, con su elegancia clásica, en contraste con el alegre vestido
violeta y verde de su mujer, se metió un bocado de perdiz entre mostacho y
barba y lo masticó lentamente, para mostrar que escuchaba con la debida
gravedad.
—¿Y Arabia? ¿No hay otros que miran a la tirana Arabia, y que harían de
Albión una nación guerrera, un dragón que lo devora todo?
—Para así debilitarla y verla arrasada y sedienta de sangre para siempre.
—Sir Orlando Hawes sacudió su mano negra, de cortos dedos, en la que
sostenía un tenedor—. Las guerras suponen un derroche de dinero y también
de vidas. Se llevan a la juventud de un país. Se malgasta el dinero en pro de la
gloria, que no necesitamos, y en pro de nuevas tierras, que requieren ser
atendidas. —Las teorías económicas de sir Orlando eran lo suficientemente
radicales como para que la mayoría de ellos no las entendieran.
—¡Guerra! —gritó el embajador tártaro, creyendo que la simple mención
de la palabra bastaría para generar la situación que más deseaba—. La guerra
consolida a las naciones fuertes. ¡Albión no debería temer a la guerra!

Pero temo a la guerra y a todo lo que implica… La violencia simplifica y distorsiona la


Verdad y convierte al Bruto en una Eminencia…

Gloriana tenía una clara imagen del Bruto en su mente. No era muy
distinto del padre al que había conocido de niña. La criatura amenazadora,
quejumbrosa y malévola, de poder ilimitado, que podía resolver asuntos
complicados rápidamente, mediante un hacha y un potro de tortura, y
justificar cualquier decisión con una mezcla de autocompasión y temor de que
su seguridad, y por consiguiente, la seguridad de su país se vieran
amenazadas. Recordó la locura y el sufrimiento…
—Algunos nobles de Virginia se han declarado republicanos. —Fue el
lord de Kansas, espléndido con sus tonos rojos y amarillos oscuros y su cuello
ancho y alto, que estaba de moda en su propio país. Sonrió a sus oyentes,
satisfecho por el efecto que había causado, y tomó más vino.
—¡Y yo que creía que Virginia era la nación más leal de Albión! —La
esposa de sir Amadís (la mayor de las hermanas Perrott) dirigió sus bonitos
ojos redondos hacia lord Kansas.
—Y así es, señora. La reina es adorada allí casi como una diosa. Sin duda
alguna.
—¿No obstante…?
—Son republicanos, no antimonárquicos. Polonia es un ejemplo para
ellos. Hace cien años, el decimosegundo Casimir (conocido como El Sensato)

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dio todo el poder al Parlamento y se convirtió en representante más que en
gobernante del Estado.
—Y si Polonia se viera amenazada por la guerra, una guerra sería —
añadió Oubacha Khan—, estaría acabada. ¡Se tomarían mil decisiones cuando
sólo se debería tomar una! —Miró con ojos entusiastas a lady Yashi Akuya,
con cuya aprobación siempre podía contar—. Mientras los plebeyos
parlotean, un rey actúa. ¡La Antigua Atenas es un ejemplo de ello!
Más de uno estuvo de acuerdo con él. Incluso el conde Korzeniowski,
medio sordo y corto de vista, asintió con la cabeza.
—Un republicano es un traidor para el Estado —dijo lord Ingleborough,
que se apoyaba en su silla y que llevaba una toga de piel por encima de sus
vestiduras ceremoniales. Había llegado tarde, un leve ataque de corazón le
había retrasado. Tosió—. Eso debería ser lógico. Los traidores deberían ser…
bueno… —Se sintió confundido, echó un fugaz vistazo a su reina, apartó la
mirada—. Exiliados —dijo.

Lo que quiere decir en realidad es asesinados. Ejecutados, molidos, estrangulados,


cortados a trozos, desgarrados… No tiene que haber más sangre. Ya han muerto
demasiados… demasiados… No mataré en nombre de Albión…

—Un traidor, lord Ingleborough —rugió el imparcial Rhoone desde su


asiento mientras cogía metódicamente los huesos de ave, sin advertir que
tenía la barba manchada de sus jugos—, es alguien que activamente trama un
complot contra la reina o la seguridad del Estado. Si los que defienden
posturas republicanas, o estoicas, o teológicas, o, en fin, cualquier otro tipo de
ideas, no nos amenazan directamente, entonces aquellos que las sostienen no
pueden ser llamados traidores. Una Corte debería acoger opiniones y
creencias que fueran representativas de la nación, y, si fuera posible, del
mundo. Un monarca debe estar al frente de esa Corte, ser aconsejado por
miembros sabios y cultos como ustedes, mis señores concejales, y por
cualquier otra persona cuya sabiduría sea de utilidad, por lo que concierne a
hechos y acuerdos, para que el monarca pueda tomar una decisión meditada.

Ay, confiado, fiel Rhoone. ¡Cuán ordenado y poco maleable es vuestro universo
perfecto! Qué fuertemente me encadena vuestra fe. Ese sentido de libertad que
compartimos nos hace esclavos…

Lord Shahryar, el enviado del califa, apartó su plato casi intacto, diciendo:

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—Muy bien, lord Rhoone. ¿Estaréis también de acuerdo conmigo en que
la estabilidad de la nación se mantiene a través de un descendiente real,
educado desde su nacimiento en las responsabilidades del gobierno? —Con
fría premeditación destapó el tema, aunque enseguida se apresuró a decir—:
hablo en abstracto, Majestad.
Gloriana asintió con la cabeza, oyéndole sólo a medias, pero entendiendo
por su tono a qué se refería. Tomó más vino.
Lord Gorius Ransley, el Alto Administrador de la Reina, sentado al lado
del sarraceno, volvió su cabeza llena de rizos artificiales para poder mirar
directamente al orador, apartó las puntillas de ambas muñecas y cogió un
trozo de ave con su cuchillo.
—En Polonia, como vos recordaréis, el rey es elegido.
—Lo eligen tan sólo los que están en la línea sucesoria del trono —señaló
lord Shahryar. Prefirió ignorar las elocuentes miradas de más de un concejal
de la reina—. Pero el viejo rey Hern —continuó— destruyó con tanto éxito a
sus rivales, que no hay nadie en Albión que pueda sucederle.
—¡Señor! —El afable sir Vivien Rich se lamió sus rellenas mejillas—.
¡Eso no son maneras!
—Estoy seguro de que no digo nada que no haya sido objeto de seria
discusión entre los que gobiernan Albión, querido —dijo lord Shahryar con
aparente humildad—. Pido disculpas si he sido ingenuo.
El doctor John Dee no era el único caballero que estaba sumamente
preocupado por la reina, aunque ella parecía pasar por alto lo que se estaba
diciendo, mostrando una absoluta despreocupación.
—Lo ha sido, como mínimo, señor. —Intentó disipar la tensa atmósfera
—. Además, todo esto es pura especulación. ¡Se parte de la hipótesis de que
nuestra reina es mortal! ¡Y todos sabemos que es inmortal! —Alzó su vaso.
La reina sonrió amablemente y Dee lo interpretó como una aprobación a sus
palabras—. ¡Todos en Albión están seguros de que la plaga nunca caerá sobre
ellos!
—¿La plaga? —Oubacha Khan se puso nervioso—. ¿Hay una plaga en
Albión?
—No hay ninguna plaga en Albión —explicó sir Vivien—, porque la
reina vive. ¿No habéis oído la expresión popular «reza para que la plaga
nunca nos caiga encima»? Lo habréis oído, ¿verdad? Existe la leyenda de que,
cuando Pericles murió, la plaga llegó a Atenas.
—Pero todos hablan de la plaga. ¿A qué se refieren, sir Vivien,
exactamente?

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Sir Amadís Cornfield sonrió, intentando disipar la tensión reinante.
—Ellos no temen la plaga, ésa es la cuestión. —Su mujer alargó la mano
para coger un trozo de queso—. La expresión se refiere indirectamente a la
salud de la reina.
—¿Mi salud? —Gloriana habló como si se acabara de despertar de un
sueño—. ¿Mi salud?
—La plaga, Majestad —dijo lord Montfallcon—. Ya sabe, la creencia del
pueblo de que, si vos murieseis, una gran plaga caería inmediatamente sobre
Albión.
Gloriana dejó caer los hombros y respondió con audacia.
—¡Muy bien! Entonces dejémosles que crean eso y no tendré enemigos en
Albión. ¡Esa creencia puede garantizarme la vida eterna! —Vació su vaso.
Algunos rieron con ella.

Pero esas palabras aparentemente despreocupadas sonaron falsas y sirvieron


para que los invitados más cercanos a la reina se percataran de su estado
anímico.
—Así es, señora —contestó valientemente el viejo lord Ingleborough—.
¡Recemos para que los republicanos que estén dispuestos a destruir la
tradición y, en consecuencia, la piedra angular de nuestro Estado, tomen en
profunda consideración esta profecía!
De nuevo Sir Amadís se repuso y se levantó, alzando su copa de oro.
—Me gustaría proponerles un brindis. ¡Por los próximos cincuenta años
de reinado de nuestra Gloriana!
Entonces todos tuvieron que levantarse y beber, excepto Gloriana.

Dioses, desearía ser vieja ahora y que mi cuerpo sufriera las típicas sensaciones de la
senilidad… ¿Por qué no me puedo reconciliar conmigo misma? Porque reconciliarse es
dejar morir el espíritu. Sin embargo, esta carne me habla, me manda, me atormenta… la
carne, no el espíritu. Ay, ellos son uno, así como Gloriana y Albión son uno… ¿Estaré
condenada a mi búsqueda, al igual que los caballeros de la orden de caballería están
condenados a buscar eternamente la Copa de Bran por no ser lo bastante puros? ¿Me
habré pervertido a causa del libertinaje, habré perdido para siempre el secreto que
podría haber encontrado conservándome virgen e inocente? Oh, padre, ese
conocimiento que vos exigíais y que yo acepté, porque os temía tanto, os honraba tanto,
y, padre, os quería tanto… Si solamente nos hubierais otorgado, a vos y a mí, más
ignorancia…

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—¡Gloriana! ¡Gloriana!
Estaban bebiendo.
Entonces, se levantó y, a conciencia, alzó su propio vaso.
—¡A todos mis honorables caballeros y a sus damas, a todos los enviados
de las cortes extranjeras, les deseo salud!
Y, debido a la previa referencia a la plaga, estas palabras parecieron una
ingeniosa broma por parte de la reina. Oyó las risas entusiastas de los
comensales, escuchó sus cumplidos y sonrió, como si la broma hubiera sido
deliberada; se dio cuenta de que Oubacha Khan y lord Shahryar, en particular,
la miraban sagazmente, pues creían que, lo que para ella había sido una mera
fórmula, era en realidad una broma irónica. Acababan de descubrir una nueva
faceta de la personalidad de la reina, pues nunca hasta entonces habían
captado los comentarios irónicos que Gloriana les había hecho durante sus
encuentros formales. Eso divirtió a la reina y tuvo que disimularlo, centrando
su atención en el sirviente que le servía vino fresco.

¡Cómo desearía que mi Una estuviera aquí, de vuelta de Scaith! ¡Hay un cónyuge para la
reina! ¿Debería cambiar la ley y casarme con la condesa? Una y yo podríamos gobernar
mejor juntas. Desearía que ella asumiera más poder. Os echo de menos, Una…

Alzó la vista. Hacia el final de la mesa se encontraba sir Tancred


Belforest, ataviado de batalla, chirriando de pies a cabeza, ayudado por lady
Mary Perrott, de cuya ausencia en su cama Gloriana empezaba a arrepentirse.
No hacía mucho que lady Mary había actuado con entusiasmo de chico para
la reina. Ahora hacía de enamorada damisela para el sobrio caballero Tancred,
aparentemente encantador en su torpe inocencia.
Gloriana sintió que los celos serpenteaban por su corazón medio drogado
y, disgustada por sus innobles pensamientos, desechó la sensación, aunque no
era a sir Tancred quien ella envidiaba, sino a Mary, quien había encontrado a
alguien a quien convertir en el único centro de su devoción.
—Majestad —anunció sir Tancred, con su roja cara encendida en su
caparazón de acero, su rebelde bigote erizado, su enorme penacho bailando—,
como Guardián de Su Majestad, como Defensor de Albión, como Defensor
del Honor de la Reina, os ofrezco mi espada. —Era el único entre los
presentes a quien se le permitía llevar una arma mayor; extrajo su pesada
espada de su vaina adornada con esmalte ibérico, y la sostuvo verticalmente
por la hoja.
—Reto a cualquiera de los presentes que se atreva a insultar a Su
Majestad o a ensuciar el nombre de Albión. —Hizo una pausa, ya que estaba

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considerablemente borracho. A Gloriana le pareció adorable en ese instante
—. Le reto a una justa con armas, espada, maza, lanza o cualquier otra arma
honorable, hasta la herida grave o la muerte.
Gloriana decidió recuperar el mando de la situación y dijo con voz clara y
amable:
—Os estamos agradecidos por esta muestra de lealtad, sir Tancred, que
nos parece estimulante y digna de la Corte del Oso y la Gran Edad de la
Nueva Troya, donde la caballerosidad estaba en su esplendor. Y si se diera la
ocasión de ser insultados aquí, le ordenaríamos vengar ese insulto con la
fuerza de las armas. Mientras tanto, le rogamos que conserve sus energías
para el Torneo del Día de Mayo.
Sir Tancred pestañeó.
—¡Pero, Majestad, hay más de uno aquí, esta noche, que os ha insultado!
—No hemos oído ningún insulto, sir Tancred, sólo bromas inocentes.
Todos nos hemos divertido y hemos olvidado las formalidades, porque somos
buenos amigos.
Oubacha Khan se volvió ansiosamente para mirar la cara enfurruñada de
sir Tancred, murmurando:
—Honor. Siempre, honor. —Tocó el pomo de su pequeña daga.
Sir Tancred volvió a abrir la boca, pero fue asido por un tirante y
empujado hacia atrás por su amada, quien lo obligó a sentarse sin demasiadas
contemplaciones.
Oubacha Khan le habló muy bajito a lady Yashi Akuya, quien asintió
rápidamente, aunque sólo entendió la mitad de sus palabras.
—Así que incluso los valientes y honorables se convierten en gallinas ante
esta madre excesivamente cariñosa. —Buscó al otro lado de la mesa a lord
Shahryar e intercambiaron miradas cómplices.
Gloriana, recuperando sus deberes diplomáticos, se dirigió a lord Kansas.
—¿He oído que os habéis aventurando lejos de Virginia, mi señor?
—He ido a las Indias Orientales, señora, y al interior de África, donde he
descubierto varias naciones gobernadas por poderosos reyes, quienes me
trataron con gran hospitalidad y mandaron saludos a Su Majestad. —Habló en
un tono modesto y civilizado, consciente del rol que le correspondía.
—Debéis devolverles nuestros saludos, mi señor, si alguna vez os
aventuráis de nuevo por esas tierras. Y también había salvajes, ¿no es así?
—Muchas tribus, señora. Pero también en esos casos fuimos debida y
cortésmente recibidos. ¡Encontré la compañía de los jefes de esas tribus tan
buena como la de cualquier hombre civilizado!

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—Tal vez están menos limitados por las formalidades y rituales —
comentó la reina.
—Al contrario, señora, los salvajes parecen tener más ceremonias y
rituales que nosotros, aunque esas cosas no son siempre reconocidas como
tales por aquellos que las practican.
—Cierto, lord Kansas. ¿Habéis aprendido sus lenguas?
—Una o dos, señora. Conversé con sus sacerdotes y sus sabios. Es justo
decir, señora, que mientras la capacidad del ser humano de acumular
conocimiento puede incrementarse, no sucede así con su ingenio. De modo
que el sabio salvaje es igual al civilizado.
—¡Bien expuesto, lord Kansas! —Le gustaba aquel hombre de cara larga,
irónico, con su correosa y oscura piel bronceada, su simple traje de estoico de
Virginia (fueron los estoicos quienes se establecieron en Virginia
originalmente) y su aire de tolerancia. Contempló la posibilidad de tenerlo
como amante. Fue más allá, lo consideró como marido. Estaba claro que
debía tomar pronto un marido. Aunque los comentarios de lord Shahryar
habían sido ofensivos, no dejaban de expresar los pensamientos de todos
aquellos que valoraban la seguridad de Albión. Pero tomar un marido que no
pudiera satisfacerla, y a causa del cual debiera abandonar su búsqueda, sería
una locura. Si abandonaba su búsqueda, abandonaba su fe, y Albión se vería
gobernada por un símbolo falso que se desmoronaría y provocaría el propio
desmoronamiento de la estructura del Estado. Tuvo una visión de Albión en
llamas, con un denso humo negro extendiéndose de costa a costa, de océano a
océano del Imperio, de cruel guerra, carnicería y desechos. Era una visión que
le había inculcado desde su infancia su mentor, lord Montfallcon. Era una
visión que podría convertirse en realidad si por una vez olvidara su deber. Y
ahora todos estaban de acuerdo sobre en qué consistía su deber, en el
matrimonio…

Pero ellos no se dan cuenta de cuán débil soy. No puedo mantener esta responsabilidad
para siempre. Si me caso compartiré esa carga, pero dejaré de ser Gloriana. Y a menos
que siga siendo Gloriana, Albión está en peligro. ¿Acaso importa? ¿Quizá debería
transformar a Albión en una república? Pero no, eso dejaría abatidos tanto a los
plebeyos como a los nobles y nos debilitaría, haciéndonos vulnerables frente a nuestros
enemigos. Las repúblicas nacen de la necesidad, no de la moralidad… Debo
mantenerme fiel a mis instintos y a mi deber. ¿O debería, como las princesas en los
cuentos de hadas, afirmar que me casaré con el primer príncipe que me haga sentir
realizada, o acaso debería casarme con Arabia, usando mis energías para hacer la guerra a
Tartaria, a Polonia, al resto del mundo? Convertir esas energías, como hizo mi padre, en
una especie de imponente, horripilante arte, llevando la confusión del hígado y el

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corazón, los riñones y el cerebro al conjunto del Reino, obligándoles a sentir la angustia
que él sentía y que yo heredé. ¡No! Pues yo juré que esto no ocurriría nunca —esta
necesidad mía debe ser siempre privada y deber ser satisfecha privadamente—… Sólo en
dos ocasiones logró mi padre encontrar liberación en privado: con su primera acción me
creó, mientras que con la segunda puso su carga sobre mi vientre tan firmemente como
Montfallcon colocó la carga pública sobre mi cabeza cuando, cuatro años más tarde,
supervisó mi coronación…

La mesa se había convertido de nuevo en un camino, las cabezas en


ambos lados semejaban aves carroñeras esperando abalanzarse sobre su
cadáver. Apartó firmemente esas imágenes de su mente. Esas imágenes
habían ido acosando a su padre a medida que iba volviéndose cada vez más
demente, creyendo que cada ojo le acusaba, que cada voz le imploraba una
porción de su frágil sustancia, hasta que, para cerrar los ojos y calmar las
voces, se había convertido progresivamente en un asesino desesperado con la
apariencia de un justiciero. Así había perecido la familia de lord Montfallcon,
así los hermanos y el padre de lord Ingleborough, así la amante y el hijo de
Thomasin Ffynne, hogares enteros, pueblos enteros habían sido asesinados. Si
hubiera vivido, el rey Hern podría haber matado a toda la población de Albión
hasta el último bebé, en su intento de anular el sentimiento de culpabilidad
que lo agobiaba por haber abandonado su deber. Y después Montfallcon,
quien se había conformado con esta ambición durante la época de terror y
peligro, quien había mantenido su propia cordura convirtiéndola en su fe, la
había coronado reina, anunciando una nueva Edad de Oro, nombrándola un
moderno, femenino y pacífico Pericles, llamándola justicia, compasión, amor,
piedad y esperanza, y desterrando el caos, de la noche a la mañana, de Albión,
llevando la luz a Albión, confianza a Albión, verdad y dignidad a Albión, a
todas las tierras de su Imperio. Y a la reina Gloriana I, al cabo de cinco años
de su mandato, se le atribuyeron todos los méritos por esta transformación,
mientras que Montfallcon, habiéndose vuelto tímido y reservado por hábito y
por carácter, aún era considerado el demonio del pasado cuando la necesidad
lo exigía.
No sin esfuerzo, obligó a su mente a recuperar la calma, sacudiendo su
enorme y encantador cuerpo como un setter expulsaría el agua, y se puso a
escuchar a lord Kansas, quien estaba relatando, con la habilidad de quien
disfruta contando anécdotas, sus aventuras de las Indias Orientales.
—Y así, caballeros, varios estrepitosos jinetes se reunieron en un salón de
alto bambú, fresco y oscuro, pues la luz sólo entraba a través de un entramado
densamente tejido. Este fantástico lugar era el aviario del rey de Bengala.

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Hachas y escudos, espadas y lanzas, chocaron y chasquearon como blanco
fuego en esa oscuridad, mientras que a nuestro alrededor loros, guacamayos y
periquitos, grajillas y aves del Paraíso, canarios y cacatúas, chillaban y
revoloteaban. ¡Vaya! Al final se derramó más sangre de pájaro que de
hombre. Al final se llegó a un acuerdo amistoso, cuando todos estaban
exhaustos: sir Colum Fevril se comprometió a pagar el precio adecuado a
cambio de la chica con quien se había casado por amor. Ésa era la cuestión.
¡Ninguno de nosotros conocía esa costumbre!
Gloriana respiró profundamente y luego su risa se unió al jolgorio general.

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Capítulo XIII

Donde lord Montfallcon no logra apreciar debidamente


el trabajo de un artista y donde el artista se enfrenta a
la muerte y le es encargada una misión.

Los vientos de marzo levantaban la densa hiedra que rodeaba las altas
ventanas de lord Montfallcon; se hinchaba como las pesadas faldas de las
matronas campesinas, haciéndole recordar al capitán Quire una sensación que
no podía identificar; algo de su infancia, cuando, ocasionalmente, la
naturaleza le inspiraba, aportándole una tranquilidad exquisita que no había
conocido hasta entonces. Con la mano sobre la empuñadura y el sombrero
bajo el brazo, vio al anciano e inteligente señor leer el panfleto que él mismo
le acababa de entregar en mano.
—¿Ninguna copia más escapó del fuego? —preguntó Montfallcon.
—Ninguna. Y el manuscrito, también lo quemé.
—Estos estoicos… Los respeto, Quire. Yo mismo sigo su fe, en gran
medida. Pero cuando una creencia se convierte en fanatismo… Ay, el daño
que pueden hacer. Esto da a entender que la reina es una prostituta, aunque
inocente. ¡Mala sangre, dice! La sangre es la mejor que hay; fue su padre
quien la amargó. Entregándose al placer sensual mientras el enemigo se
agrupa, dice… ¡Cielos! Si supieran cuán duramente trabaja por Albión… He
leído todo esto más de una vez. ¿El autor?
—De camino a una nueva vida, mi señor, donde encontrará
incomodidades de sobra para complacerle. En África. En grilletes, al Shaleef
de los bantúes.
Lord Montfallcon soltó una risa ahogada.
—¿Lo vendisteis, Quire? ¿Como esclavo?
—Como escriba. Será bien tratado, según los estándares bantúes. Él
afirmó, en un párrafo, que era un esclavo, ni más ni menos. Parecía adecuado

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permitirle probar la realidad.
—¿El impresor de esto? —lo agitó mientras caminaba hacia el fuego.
—Un hombre ignorante. Todo lo que tuve que hacer fue usar el miedo.
Está de nuevo haciendo carteles y pancartas.
—¿Estáis seguro?
—Afirmó que leía mal, que no había entendido el significado del panfleto.
Así que me ofrecí a ayudarle a que no volviera a cometer un nuevo error
asegurándome de que no fuera capaz de leer nada de nada.
—Ah, Quire —dijo lord Montfallcon con súbita gravedad—, me pregunto
si alguna vez lograréis asustarme.
—No es asunto mío, mi señor.
Montfallcon estaba inquieto. Estudió a Quire. No lograba encontrar la
respuesta a la pregunta que sus ojos pedían.
—Ojalá conociera vuestro propósito, Quire. No trabajáis por el oro, lo sé,
aunque estáis bien pagado. ¿Por qué, si hemos gastado tanto en vos, seguís
con el mismo tipo de ropa, la misma capa remendada? No sois un borracho ni
os gusta demasiado el juego. —Frunció el ceño bajo el resplandor del fuego
—. No pagáis por tener mujeres. ¿Lo ahorráis, Quire? —El panfleto fue
lanzado al fuego y movido con una larga vara.
—Lo gasto sin ningún tipo de restricción, señor, en buenas acciones la
mitad de las veces. —Quire estaba perplejo, incluso incómodo por esa falta de
comprensión—. Una viuda aquí, un lisiado allí…
—¿Vos, Quire? —Montfallcon emitió un gruñido—. ¿Caritativo?
—Soy un amigo compasivo, pero sólo para con los débiles. No tolero a
los locos ni a los fuertes, a ésos los combato o los evito. Mis buenas acciones,
lord Montfallcon, son como todas mis acciones, interesadas. Su trabajo y el
mío se ven altamente beneficiados por mi reputación de generosidad.
Empleamos a un gran ejército de leales inocentes, de fieles débiles mentales,
hombres y mujeres, del pueblo llano, de buen corazón, honesto, puesto que
estas gentes nunca son tomadas en cuenta por los enemigos de uno. Son
siempre ignorados, siempre tratados con condescendencia. En consecuencia,
son los más agradecidos por mis buenas acciones y me conseguirán todo tipo
de información, no por codicia, sino simplemente por lealtad. Soy su héroe.
Adoran al capitán Quire. Le perdonarían cualquier crimen (tendrá sus
motivos) y le protegerían, lo mejor que pudieran, de cualquier consecuencia
funesta. Son la columna vertebral de cualquier conspiración.
—Me siento casi halagado, Quire, por estas confidencias. ¿No teméis
revelarme los secretos de vuestro oficio?

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—¿Oficio? —Sorprendido, Quire dudaba de la palabra, luego negó con la
cabeza para responder—: No, señor, pues hay pocos hombres en el mundo
cortados por el mismo patrón que yo. La mayoría de ladrones son idiotas; la
mayoría de los asesinos, románticos; la mayoría de los espías, engreídos.
Estoy orgulloso de exponer las teorías de esta profesión, igual que cualquier
artista disfruta explicando su método, porque sabe que sólo unos pocos le
pueden seguir, y se siente feliz de estimular a esos pocos.
—¿Cómo? ¿Me tomáis por alumno?
—Por supuesto que no, mi señor. Os trato como a un igual.
Lord Montfallcon agitó un dedo.
—¡Vuestro orgullo es desmedido, Quire! Sospecho que el secuestro de
reyes le da a vuestra imaginación una dieta más rica de lo que puede
permitirse. Habéis probado vinos fuertes y ahora no los tomaríais de ningún
otro tipo. Caeréis, os habéis vuelto demasiado pretencioso.
Quire estaba huraño.
—Me agrada ser así. Si me complace una emoción, la experimento
mientras puedo, y no la contengo. Tengo muy poca fe en cualquier futuro
definitivo.
—¿Esperáis morir?
De nuevo se quedó sorprendido.
—No, mi señor. Es sólo que hay demasiados futuros posibles. Planeo,
hasta cierto punto, todos ellos. Y, por otro lado, no planeo ninguno de ellos.
—No sois despreocupado, Quire. No finjáis conmigo.
—Mi vida es tan disciplinada —Quire señaló el fuego donde el panfleto
se había vuelto negro y se estaba desintegrando— como era la suya, como
será la suya, en efecto. Pero interpreto mis emociones con la habilidad y el
cuidado de un músico, como interpreto las emociones de aquellos a los que
utilizo.
—Pero debe tener una ambición.
—Se lo he dicho, mi señor. Amplificar y definir mis sentidos.
Lord Montfallcon se inquietó.
—Usa palabras de erudito para justificar hechos básicos, eso es todo. —
Pareció estar a punto de despedir a Quire. Volvió a su mesa, frunciendo el
ceño de modo más funesto que nunca.
—¿Mi señor? —Quire tomó el sombrero en su mano, e hizo unos pasos
hacia la puerta, luego se volvió—. ¿Me reconoce como artista, seguramente?
He hablado francamente. Lo mejor que he podido. Ese tipo de palabras no
deberían afectarle, mi señor. Son objetivas.

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Lord Montfallcon hizo un mohín.
—¡Os deleitáis con vuestro trabajo! —Era una acusación, y además
inesperada.
Los oscuros ojos de Quire sonreían.
—Así es.
—¡Zeus! Ojalá no fuera necesario… Pero es necesario, y debemos
hacerlo. —Soltó un gruñido amargo—. ¡Que yo tenga que interpretar a
Sócrates ante un Calicles moderno!
Quire pasó la mano izquierda por sus densos rizos, estudiando a su patrón.
Su fría voz preguntó.
—¿Estáis sufriendo, mi señor?
—Maldito sea, Quire, sabéis que no es una enfermedad física. A veces me
pregunto qué estoy haciendo y por qué me molesto en emplear a gente como
vos.
—Porque soy el mejor. En este trabajo nuestro, señor. Pero no justificaré
mi papel. Simplemente me he explicado. Os toca a vos justificarlo.
—¿Cómo? —Montfallcon sacó la caja de oro. Sus manos temblaban.
—Uno adquiere un deleite necesario ante el dolor y la humillación del
prójimo. Está en la naturaleza de este trabajo. No obstante, así como un
soldado (cuando la batalla ha sido ganada) se pondría sentimental por la
vergüenza, el desperdicio y la pena, así podría yo llorar, y gritar «¡Horror!
¡Pero así tenía que ser!», y consolarme (y a vos, mi señor, porque eso es lo
que parece que se espera hoy de mí). Rechazo este tipo de sofistería. En vez
de eso, yo grito «¡Horror! ¡Pero qué dulce es!». Si yo fuera la víctima, creo
que aun así podría aprender a disfrutar mi propia desgracia, porque eso,
también, es una manera de amplificar y definir mis sentidos. Pero busco la
libertad del poder. Me da un campo más amplio. Así aprovecho el privilegio
que su mecenazgo me permite, el privilegio del poder. Prefiero disfrutar del
dolor ajeno antes que del mío.
—El dolor se soporta, eso es todo. Vos, Quire, sois una criatura perversa y
con el alma atrofiada. —Puso monedas en la bolsa, contándolas
cuidadosamente.
—No, señor, mi alma es tan noble como la vuestra, señor. Simplemente
interpreto vuestra voluntad de un modo distinto, señor. —Quire se sentía
ofendido no tanto por los insultos de lord Montfallcon como por su
interpretación errónea de la verdad.
La mano de Montfallcon temblaba cuando le entregó la bolsa.
—¡Admitidlo, trabajáis por dinero!

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—No soy un mentiroso, señor, como sabéis. ¿Por qué deseáis que os
tranquilice de ese modo? Hemos trabajado juntos armoniosamente hasta
ahora.
—¡Estoy harto de secretos!
—No me empleáis, mi señor, para que os consuele.
—¡Idos! ¡Vuestras vulgares ironías me resultan estúpidas!
El capitán Quire hizo una reverencia tensa, pero no se iba. Tenía algo
pendiente. Se mantuvo firme. Parecía estar furioso.
—Por eso, mi señor, me disculparé de buena gana. Me falta la práctica.
No puedo aspirar a cantar tan brillante ni claramente como los lores de su
corte, ya que mi profesión requiere tonos más contundentes.
—¡Me acosáis, Quire! ¡No estoy para bromas! ¡Idos!
El capitán Quire tomó el dinero y lo metió en su cinturón, manteniendo la
compostura.
—Estoy acostumbrado a hablarles a aquellos que están casi sordos por el
terror, o medio muertos de dolor. Aunque también a aquellos que enseñan a
los jóvenes, o cuidan a los locos y enfermos, señor. Su vocabulario se atrofia,
su estilo se simplifica, su arte se convierte en el arte de los mimos de campo y
su humor, en un humor pueblerino de feria.
—Y vuestras disculpas me aburren, maestro Quire. Estáis despedido. —
Montfallcon se sentó.
Quire dio un paso adelante.
—Os ofrezco la simple verdad y vos la rechazáis. Me preguntasteis, mi
señor, y os contesté. Creía que ambos decíamos la verdad. Pensé que no había
ambigüedades entre nosotros. ¿Debo mentir para mantener vuestro
mecenazgo?
—Quizá. —Lord Montfallcon cerró con llave su cajón. Suspiró y dijo—:
¿Estáis insinuando que soy un patrón imperfecto?
—Perfecto hasta ahora, señor. ¿Acaso no tenemos un acuerdo, como al
que se llega entre hombres de igual sensibilidad?
—¡Así es! ¡Tenemos un acuerdo! Yo pago. Vos matáis, secuestráis y
conspiráis.
—Un acuerdo fundado en mis habilidades, mi señor, pero que también os
implica a vos.
—Sois listo, en efecto. —Montfallcon estaba perplejo—. ¿Qué más tengo
que decir para que os vayáis? ¿Tenéis algo pendiente? ¿Buscáis honores
públicos? ¿Queréis que os nombre príncipe del Reino?

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—No, mi señor. Hablaba de mis cualidades artísticas, eso era todo. Creí
que vos apreciaríais ese arte por sí mismo.
—Como queráis. —Montfallcon le hizo señas para que se fuera.
Quire estaba indignado.
—¿Cómo?
—Idos, Quire. Os mandaré buscar.
—Me ofendéis profundamente, mi señor.
La voz de Montfallcon subió de tono, temblorosa.
—Os protejo, Quire. Acordaos de esto. Se permite que vuestra malvada
vida siga sin obstáculos, vuestras seducciones, vuestros chantajes, vuestros
asesinatos por cuenta propia… —Montfallcon pasó sus finos dedos sobre su
ceja cana—. ¡No responderé a vuestras ambiguas exigencias! Éste no es el
momento… Tengo asuntos importantes que atender… asuntos más
importantes, Quire, que resarcir el orgullo de un villano. ¡Idos, idos, idos,
capitán Quire!
Con una mirada de desprecio, Quire desapareció.

Mientras el capitán Quire se alejaba de las sombras del palacio y entraba en el


jardín ornamental, ahora una maraña de zarzas y enredaderas descuidadas,
hizo una pausa para mirar al alto muro que había detrás de él, frunció el cejo y
meneó la cabeza. Su orgullo se había visto, en efecto, extremadamente
afectado. Empezó a rumiar esta sensación mientras seguía caminando,
cruzando las verjas colina abajo hasta la línea de árboles donde estaba
apoyado Tinkler, silbando contra la valla, contemplando el desigual y
cambiante cielo.
—Tink. —Quire saltó la valla y se quedó de pie dándole la espalda a
Tinkler, mirando a lo largo del camino hacia el humo de Londres.
—¿Qué estáis tramando, capitán? —Tinkler era susceptible a los estados
de humor de su señor como sólo quien teme por su vida puede serlo. Avanzó
hacia él con su rígido y roto abrigo y los pulgares en el cinturón de su jubón.
—Estoy indignado —murmuró el capitán Quire, haciendo rodar una
piedra con la puntera de su bota alta—. Creía que era respetado. Eso es lo que
ha sido atacado, mi amor propio. No recibo la consideración de un artista.
¿Alguien tiene idea de la habilidad y el ingenio que implica mi trabajo? ¿No

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lo he demostrado constantemente? ¿De qué otro modo podría demostrarlo?
¿Quién más podría hacer lo que yo hago?
—Yo os admiro, capitán. Mucho. —Tinkler usó un tono apaciguador que
no sonó realmente comprensivo, pues no tenía la capacidad para interpretar la
postura o los gestos—. Todos os admiramos, en el Seahorse, el Gryffyn y en
otros sitios.
—Me refiero a mis iguales. Creía que Montfallcon sería sensible a un
compañero artista, un realista. Estoy asombrado, Tink. ¡Él no es nada más que
un cínico sonsacador!
A Tinkler le pareció adivinar la causa del enfado.
—No le pagó, ¿no es así, capitán? Él siempre… —Quire se le adelantó
entregándole el monedero en mano—. Ah, gracias.
—Todo esto mientras yo creía que él entendía la naturaleza de mi juego.
No aprecia la finura, la comedia, la ironía, pero sobre todo no entiende la
estructura, la visión, el talento, el ojo duro e imperturbable que observa la
realidad y la transmuta en drama. ¡Oh, Tink!
Desconcertado ante esa muestra de confianza emocional, esa revelación
de la vida interna de su patrón, Tinkler se sentía a la vez fascinado e incapaz
de decir una sola palabra.
—Bueno —dijo, situándose al lado de Quire mientras éste emprendía el
camino, nervioso y agitado—. Bueno, capitán…
—Todo artista necesita un mecenas. —Quire miró a su alrededor, a los
chopos que se agitaban con el viento. Tiró de su capa ondeante y ajustó su
sombrero más firmemente sobre su cabeza. Las plumas de cuervo se batían
como pequeños dedos, repiqueteando contra su coronilla—. Y a menos que
pueda contar con un mecenas que me valore, mi arte pronto puede
marchitarse, convirtiéndose en un beneficio para mercenarios, para complacer
a la mayoría. Yo nunca he complacido a la mayoría, Tink.
—Por supuesto que no lo habéis hecho, capitán.
—He destinado toda mi riqueza, cada penique, a bienes materiales. He
invertido para el bien del arte.
—Siempre habéis sido generoso, capitán.
—Esto es lo que no ha conseguido entender, esto y mi orgullo. Acepté los
insultos, su aparente desprecio, porque entendí que ése era el papel que él
había elegido jugar.
—Todos tenemos que jugar un papel a veces, capitán.
—Y todo este tiempo él estaba mostrando su verdadero carácter, su
verdadera opinión sobre mí. ¡Oh, el viejo idiota! —Quire se detuvo en medio

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del sendero.
Londres se divisaba rojo, gris y blanco al fondo. En los muros de la
ciudad predominaban las chabolas destartaladas y las tiendas de campaña de
quienes vivían y trabajaban allí; más allá estaban los tejados de pizarra verde
o plateada, tejados de paja, de cobre y, en uno o dos sitios, de pan de oro.
Capiteles delicados y finos; pesadas cúpulas; torres almenadas; altos templos
del conocimiento, universidades y bibliotecas de estilo clásico, o edificios
góticos más antiguos y puntiagudos, de ladrillo, granito y mármol: teatros
hechos de madera y pintados con colores brillantes, recubiertos por un millar
de carteles; calles y calles de viviendas, posadas, tabernas, bares, mercerías,
carnicerías, pescaderías, verdulerías; rotulistas, orfebres, joyeros, escribanos,
constructores de instrumentos musicales, modistas, guarnicioneros,
comerciantes de tabaco, vinateros, vidrieros, barberos, farmacéuticos,
constructores de carruajes, herreros, trabajadores del metal, impresores,
fabricantes de juguetes, fabricantes de botas, cerrajeros, fabricantes de velas,
los intercambios, el caos, los salones de encuentro de mercaderes, las galerías
de arte donde pintores y escultores mostraban sus creaciones…
Quire no parecía dispuesto a seguir andando. Se detuvo y se sentó
repentinamente en una gran roca plana.
—¿Y dónde debo mostrar al mundo mis trabajos?
—¿Un trago? —propuso Tinkler—. ¿En el Seahorse?
Quire podía ver un escuadrón de caballería, con estandartes y doradas
corazas y cascos, plumas y capas bordadas, que trotaba hacia la amplia
Clerckenwell Road entre los elegantes edificios de los grandes gremios. Miró
a lo lejos, hacia el río, al otro lado de la ciudad, hacia la Torre de Bran, un
edificio sumamente antiguo, y más allá de él a las barcazas y los galeones con
las velas desplegadas en la superficie del río.
—Podría haber sido un general o un famoso navegante, podría haber
empleado mis dones para conseguir un gran reconocimiento público, para
convertirme en el favorito de la gente, y ser honrado por la reina. Con mi
talento podría haberme convertido en el más poderoso comerciante de Albión,
enriqueciéndome yo y mi nación, ser nombrado Señor Alcalde como mínimo.
Pero rechacé esas indignas actividades. Viví sólo para mi arte y su
perfeccionamiento…
Tinkler se puso nervioso.
—¿Capitán?
—Seguid vuestro camino, Tink, y gastad este oro. Podría ser el último que
vierais.

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—¿Os han despedido? —Tinkler estaba horrorizado.
—No.
—¿Habéis dejado el empleo de nuestro amigo? El diente salido de Tinkler
se movía nerviosamente en su labio.
—Yo no he dicho eso.
Tinkler, con alivio, dio unos golpecitos en la espalda de su crispado
patrón. Como el tono de Quire había cambiado, instantáneamente olvidó su
aflicción.
—Entonces vayamos ambos al Seahorse, capitán. Este tiempo sombrío y
ventoso extiende la melancolía por todos lados.
Quire se levantó de la roca, con su cara chupada inclinada sobre el pecho,
escondida por el ala inestable de su sombrero. Se sentía inusual y
aterradoramente dócil.
—Así es.
Tinkler se sintió nuevamente angustiado.
—Un par de mozas es lo que necesitamos, capitán. Para calentarnos. Para
que nos quiten ese mal humor que arrastramos.
—¿Una moza? —Los ojos de Quire se movían en su malvado rostro como
si ya no fuera capaz de comprender lo que Tinkler le decía.
Tinkler temblaba.
—Cada prostituta del Seahorse podría ser suya, si lo deseara. Y cada
hostalera. Lo que necesitáis es amor, patrón.
Quire rehuyó la mirada de su teniente e irguió su robusta espalda.
—Amo mi arte.
—Sois el mejor. —La voz de Tinkler se espesaba a medida que su boca se
secaba—. Preguntad a cualquiera.
Continuaron hacia la muralla, ahora a menos de media milla de distancia
al pie del camino empinado.
—Es verdad —asintió su patrón.
—Y vos sois fuerte, capitán. Vos amáis vuestro trabajo, vuestro arte, por
decirlo así, y nada más. Pero dejad que os amen. ¡Tomaos vuestra
recompensa!
Quire sonrió, mirando al suelo.
—Creía que Montfallcon lo entendía. No abrigaba esperanzas por lo que
se refiere a los demás. Vos y el resto, Tink, nunca seréis más que aprendices,
para poner un poco de color en los contornos y pintar uno o dos fondos.
Artesanos buenos y sólidos, a pesar de todo. Es a hombres como O’Bryan a
quienes desprecio, a tipos de su calaña, que tienen aspiraciones de grandeza y

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no tienen un verdadero talento, sólo un instinto de asesinato y traición. Yo
tuve que cultivar esos instintos, disciplinarlos, perfeccionarlos, afinarlos… Y
todo para acabar descubriendo que no se me considera mejor que O’Bryan,
ese insensato, codicioso, grandioso y fanfarrón carnicero. El tipo de hombre
que más desprecio.
—Bueno, lo tratasteis como se merecía. —A Tink se le estaban apagando
los ánimos.
—Y ellos creen que no puedo amar, Tink. ¿Vos también lo pensáis?
—No, no, capitán. Yo sólo quise decir que vos estáis entregado a vuestro
trabajo, que no os dejáis llevar… no os permitís caer en este tipo de
sentimientos blandos… —Tinkler escondió su diente salido en su boca como
si deseara esconderse con él.
—Pero he amado mucho, pues he derrotado a muchos. Y soy un
conquistador convencional. Me enamoro de todos a los que venzo. ¿Quién
podría no hacerlo? Algunos sólo pueden sentir afecto por los niños, si los
niños parecen no amenazarlos. Yo siento afecto por aquellos que han
supuesto una amenaza, pero que ya no lo son. ¿No es mi amor el más
racional, Tink?
—Incuestionablemente, señor. —Tinkler refrenó un impulso de acelerar el
paso y alejarse de su patrón—. Y muchos os quieren, capitán, como os he
dicho. Lo que quiero decir —jadeó el desconcertado lacayo—, es que vos sois
admirado, capitán, y todo eso.
—¿Admirado? ¿Por el populacho? Esa admiración se gana fácilmente.
Algunos actos espectaculares, un par de gestos fáciles, un gesto audaz: haced
esto y la chusma continuará aclamándoos desde Tilbury hasta la cubierta de
vuestro barco. Desprecio a aquellos que intentan satisfacer a la multitud
porque sí. Mi arte debe ser apreciado por otros artistas, gente que sea grande
en sus propias esferas, como lo es lord Montfallcon. Todos esos años que
pasó al lado del trono de Hern, calculando, conspirando, confabulando para la
sucesión de Gloriana… Era mi héroe, Tink, cuando era más joven. Le
reconocía por lo que era. Aún le admiro. Seguramente él ha notado mi sutil
apreciación de sus logros. Pero los míos, a su modo, también han sido
grandes.
—Más grandes, capitán, considerándolo todo.
—Acepté su mecenazgo para poder ampliar mi experiencia, mejorar mis
habilidades, amplificación, definición… Fue mi único maestro. Y me
desprecia.
—Despreciadle vos a él, capitán. Es un perdedor.

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Quire se iluminó.
—Sí, lo es. Tenéis razón, Tinkler. —Con esfuerzo alargó su paso. Casi
habían llegado a la muralla—. Id al Seahorse y yo os alcanzaré allí. Yo iré a
mis respetables barrios a ver cómo se las arregla la señora Philomena, la
mujer del erudito, sin su cariñoso compañero. —Ladeó su sombrero y lo
dobló—. ¡Os veo en el Seahorse, Tink!
Aliviado por poderse ir, el maestro Tinkler atravesó las puertas corriendo,
despidiéndose con un saludo.
—Pronto volveréis a ser el mismo de antes, capitán.
Los ánimos de Quire estaban mejorando por momentos.
—Sí, le despreciaré. He aprendido lo que he podido. Soy mejor que
nuestro amigo Montfallcon. ¡Le olvidaré!
Inmerso en este estado de ánimo alegre e irracional, entró por la puerta y
fue inmediatamente atacado por media veintena de delincuentes, con redes y
mantas, cuerdas y cuchillos.
—¡Ya lo tenemos!
La rápida mano de Quire se dirigió a la empuñadura de su espada, pero
una soga ya se había puesto alrededor de sus hombros. Se retorció. La soga se
tensó.
Los seis alborotadores, medio enmascarados por sus capas y capuchas,
estaban encima de él.
—¡Idiotas! Soy Quire. Tengo amigos. ¡Todos los ases de la ciudad!
Lo ignoraron, lo ataron y lo subieron a un apestoso carro antes de que
pudiera pensar. Empezó a dudar de toda la comprensión de sí mismo y del
mundo. Estaba con los ojos vendados y su cuerpo estaba entumecido por la
presión de las cuerdas. Había recibido su segunda sorpresa del día. Si no
hubiera estado amordazado y encapuchado, habría soltado imprecaciones en
voz alta.

¡Por Arioch! Estoy cautivo. ¡Esto es extremadamente injusto! ¡En un día! Me permití
perder la confianza y por consiguiente la esperanza, y ahora pierdo mi vida. A menos
que pueda explicarme libremente. ¿Pero qué es esto? ¿Qué enemigos podrían osar…?

Y entonces se le ocurrió al capitán Quire que la entrevista con


Montfallcon y el rumbo que había tomado tenían algo que ver con este rapto.

Me ha entregado. Me ha traicionado. Espera asesinarme antes de que revele sus secretos.


No debe creer la verdad. Bien, la sabrá si muero. Cada acto será publicado en la
Confesión del capitán Quire. ¡Dios, hundirá a Albión! ¡Oh, mi amigo Montfallcon, si

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sobrevivo, sabréis lo que es una venganza aún mayor! Entonces admitiréis la verdad, que
el alumno se ha convertido en un maestro. Os obligaré a apreciar este hecho, si no
otro…

Su dedo meñique buscaba su daga escondida, pero no la podía alcanzar.


Mordió cuidadosamente la mordaza, para masticarla y aflojarla. Examinó las
cuerdas y las redes que lo sujetaban. Escuchó atentamente las voces de sus
captores, pero había sólo tres ahora, dos en el pescante y uno dentro del carro,
a su lado; los tres estaban taciturnos.
Ya que no estaba muerto (hubiera sido igual de fácil para ellos asesinarlo
allí y después cargar con su cuerpo hasta el río), supuso que una muerte
diferida formaba parte de su destino. Quizá Montfallcon deseaba torturarle
para averiguar dónde había escondido su Confesión antes de que muriera.
Tomó la determinación de soportar su agonía lo mejor que pudiera, pensando
en la frustración de su oponente. Aunque, bien pensado, también tenía la
oportunidad de vivir, de escapar, pues esos hombres no eran de mente ágil.
Eran meros ladronzuelos de Kent Street de la más baja casta, los sobornaría,
amenazaría o engañaría, una vez su boca estuviera libre. Se preguntó quién
sería el encargado de interrogarle. No había nadie a quien confiar este tipo de
trabajo durante mucho tiempo, excepto el propio Quire. Quire supuso además
que Montfallcon supervisaría personalmente su tortura y muerte, y eso le dio
tanta satisfacción que se acomodó en el carro lo más confortablemente que
pudo y, para la consternación de sus captores, empezó a tararear una tonada a
través de su mordaza.
Finalmente el carro se detuvo; fue arrastrado y carreteado por unas
chirriantes escaleras de madera hasta que llegaron a un cuarto. Olía
fuertemente a café, por lo cual supuso que se encontraba en uno de los
muchos almacenes de los comerciantes de café de Flax Hill. Dos de sus
captores salieron, dejando a uno para que lo vigilase. Quire empezó a
retorcerse entre los tablones para ver qué pasaba. Recibió una patada en la
espalda. Se calmó. La puerta se abrió de nuevo y oyó los pasos de un soldado
y el tintineo de las espuelas, como los de un hombre con autoridad. Le
quitaron la capucha y la venda y Quire sonrió dentro de su mordaza, creyendo
ver a Montfallcon, luego sonrió más ampliamente (y con más dolor) cuando
reconoció, en su lugar, al enviado del califa, lord Shahryar de Bagdad, quien
le sonreía benignamente a través de una barba negra, cuidadosamente
cepillada, y quien manoseaba su gran daga curvada que colgaba de unos
cordones de oro del cinturón de su vestido. Miró al rufián que se mantenía
oculto detrás del cuerpo tendido de Quire.

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—¿Éste es Quire?
—Es Quire, señor.
Las monedas cambiaron de manos y el rufián salió por la puerta y bajó los
escalones a toda prisa, como si temiera ser testigo de lo que venía a
continuación.
El árabe desenvainó la daga de su funda y, con un movimiento
amenazante que a Quire le pareció casi demasiado obvio, la colocó contra el
cuello de Quire antes de liberarlo de su mordaza y permitir que su sonrisa
alcanzara un magnífico florecimiento.
—Estoy siendo intercambiado, ¿no es así? —Estaba siendo inusualmente
imprudente—. ¿Por algún favor que os ha concedido Montfallcon?
Lord Shahryar estaba ligeramente sorprendido.
—Quiero decir —prosiguió Quire— que me ha entregado a vos. Si es así,
se está volviendo senil, como ya medio sospeché, pues yo podría decirle
muchos secretos, como indudablemente sabe.
Lord Shahryar enfundó la daga y se enderezó, doblando meticulosamente
su vestido alrededor de su cuerpo y tocando su caftán con un dedo cubierto de
oro.
—No soy su hombre —dijo Quire, preguntándose si había hablado
demasiado—. ¿Por qué habéis encargado que me hagan esto?
Lord Shahryar se frotó en el punto donde su mandíbula se juntaba con el
cráneo, justo detrás de su oreja izquierda.
—Vos sois, evidentemente —prosiguió Quire con fingida indignación—,
un caballero. No sois un vagabundo en busca de un rescate. ¿Por qué he sido
capturado, señor?
—Por varias razones, capitán Quire. ¿Creéis que Montfallcon os ha
traicionado? Bueno, quizá lo hizo. Vos sabéis quién soy, soy el tío de lord
Ibram, a quien vos engatusasteis para hacerle creer que se estaba batiendo en
duelo, y luego lo asesinasteis de la manera más cobarde.
—¡Sospecháis que fui yo quien lo mató! ¡Mi señor! —Quire fijó la mirada
—. Entonces os ruego, señor, que me pongáis en manos de los agentes de sir
Christopher Martin, para que pueda tener un juicio honorable. Soy un erudito,
señor. Iba de camino al hostal donde me alojo en Londres. Donde vive mi
esposa, señor. Mande un mensajero. Ellos darán fe de que lo que digo es
cierto. El nombre es Partridge.
Lord Shahryar sonrió de nuevo.
—¿Estáis asustado, capitán Quire? ¿Entendéis que debéis morir, dolorosa
y prolongadamente?

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—Vuestro ingenio tiene un toque ordinario, señor. Soy víctima de una
broma, ¿verdad?
Lord Shahryar mostró cierta impaciencia.
—Creí que erais, por lo menos, un granuja profesional y que no
intentaríais engañarme de un modo tan ingenuo como éste, capitán Quire. Sé
que matasteis a mi sobrino.
—Lord Montfallcon me odia. Está celoso de mí. ¿Fue él quien os lo dijo,
verdad?
—Parecéis deseoso de creer que Montfallcon os ha traicionado. ¿Por qué?
Quire pestañeó, después cerró con fuerza su delgada boca.
—Montfallcon no os protegerá —prosiguió lord Shahryar pensativamente
—, si eso es lo que insinuáis. Y no lamentará el hecho de que yo os mate,
capitán Quire. Ahora, ¿qué motivo tiene Montfallcon para traicionaros, según
vos? —El sarraceno era astuto, pero Quire no vio ningún mal en decir la
verdad.
—Porque me ve como una amenaza, quizá.
—¿Y eso por qué?
—Porque yo soy mejor artista.
—Espionaje, asesinatos y traición vistos como arte. —A lord Shahryar le
pareció atractiva la idea—. Supongo que lo son, tanto como la guerra puede
ser considerada un arte. Os entiendo, capitán Quire. Parecéis no tener rival en
el oficio que habéis elegido.
Quire decidió morir lo más rápido posible, sin tortura, y contarle al árabe
hasta el último secreto que guardaba. Podría ser generoso, como lo es
cualquier artista cuando los elogios provienen de lugares inesperados.
—Tiene reputación, capitán Quire, de ser honesto en su campo.
—La tengo. No me encontrará mintiendo, salvo por una necesidad mayor.
—Se dice que vuestra palabra es vuestra garantía.
—La doy en raras ocasiones y nunca sin plena conciencia de lo que
implica. Creo en la verdad, ya ve. —Quire se desplazó por el suelo y se irguió
lentamente hasta que pudo apoyarse contra el desmenuzado yeso de la pared
—. La vida de un artista se define necesariamente por la ambigüedad. Pero no
hay que dejar que exista la ambigüedad si ésta no es necesaria. Por lo tanto, la
verdad y la franqueza deben ser cultivadas.
—Sois una criatura extraña, Maestro Asesino. Os creo. ¿Estáis loco?
—La mayoría de artistas son tomados por locos, señor, por aquellos que
no los entienden.
—¿Sois un soñador, pues?

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—Quizá. Depende de cómo se use la palabra. Me gustaría librarme de
estas cuerdas, señor, por favor. ¿Seríais tan amable de cortarlas? Los hilos de
la red en particular son capaces de provocar cortes bastante profundos.
—¿Me dais vuestra palabra de que no haréis ningún intento de escapar?
—No, señor. Pero sus granujas aún deben estar abajo. Prometo no causar
ningún daño a su persona, que es, en realidad, un juramento mejor.
—Creo que sí lo es. —Estrechando los ojos, el sarraceno cortó las cadenas
con movimientos bruscos y cautos.
Quire tomó una profunda bocanada de aire y permaneció sentado,
frotándose las piernas y los brazos.
—Os doy las gracias, señor. Bien, lord Shahryar, puede ser que haya sido
entregado por lord Montfallcon o no, pero sé que no tenéis planes inmediatos
de matarme; ¿es por eso que estáis intentando negociar conmigo, verdad?
—Debería mataros. Para vengar a mi sobrino.
—Quien os estaba robando, como ya sabíais.
—La sangre es la sangre. ¿Cómo sabéis que no os voy a matar?
—Hay rituales inherentes a este tipo de cosas, a veces inconscientes,
como los hay en todos los preliminares: el estado de ánimo que uno deja
traslucir, el tono de la voz… He oído muchas canciones de muerte en mi vida,
mi señor, y he cantado muchas. Creo conocer todas las tonadas que cantan los
hombres antes de matar. De modo parecido hay canciones, palabras, frases,
ritmos, melodías incluso, que son cantados por aquellos que van a ser
matados. ¿Ha detectado alguna vez esa canción, mi señor?
—No os oigo cantar ninguna, capitán Quire.
—No lo haría, mi señor. —Quire se levantó y caminó hacia el banco,
medio cubierto por viejos granos de café. Sacudió los granos. Éstos
repiquetearon en los tablones desnudos y resonaron por toda la habitación,
que estaba vacía. Quire miró cómo caían al suelo y luego, viendo su sombrero
cerca, lo cogió y le quitó el polvo.
—Me gusta la vida.
—¿Y la muerte?
—No la mía. —Ahora que sabía que estaba a salvo, al menos por un rato,
Quire había recuperado todo el orgullo que el encuentro con Montfallcon le
había quitado temporalmente.
—¿A cuántos habéis matado? ¿Cuántas vidas habéis quitado, en vuestra
carrera?
—Un centenar, como mínimo. Probablemente más. Me refiero a mí
mismo. Una veintena han muerto en peleas. Pero sólo recuerdo a unos

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cuantos.
—¿La muerte de mi sobrino?
Quire ahuecó la mano detrás de su oreja oculta.
—Ajá. Creo detectar que estáis afinando para la canción que he
mencionado.
Lord Shahryar negó con la cabeza.
—Supongo que recordáis su muerte, puesto que es tan reciente.
—Solamente recuerdo mis mejores trabajos, no las cosas normales y
corrientes. Había una chiquilla, parte de una familia, a quien atravesé
mientras sonsacaba información de su madre. Pero así vuelto a contar no
parece nada, y no tengo la poesía para hacerlo vivido para vos.
—¿Con qué moralidad justificáis estos asesinatos? —Lord Shahryar hizo
una pregunta honesta, aunque su tono de voz era neutro—. Me gustaría
saberlo.
—¿Moralidad? Ninguna. La moralidad no juega ningún papel en ello. Eso
sería ofensivo, mi señor. He asesinado por todos los motivos posibles, por
placer, por dinero, por curiosidad, por venganza, para salvar mi piel, etcétera,
salvo por una cosa: nunca he asesinado por una razón moral.
—Montfallcon le debe pagar muy bien. ¿Adónde va vuestro dinero?
Quire se rió.
—Hoy me han hecho la misma pregunta dos veces. Es un día de
interrogatorios. Mi pobreza no es espartana. Si no poseo nada, no puedo
perder nada. Cubro mis necesidades del momento. Reparto mi dinero
generosa pero más bien caprichosamente, me prevengo para posibles
retiradas, allanando un camino plateado que me devuelva a la seguridad, para
que me entendáis. El dinero que presto se convierte en lo mejor que puedo
tener: el poder. Y por eso presto mi dinero, no tanto para que se me devuelva,
sino para tener a alguien en deuda conmigo.
—Os entiendo —lord Shahryar se estaba divirtiendo—. Me preguntaba
qué debilidades tendríais, capitán Quire, y ahora conozco una de ellas.
Tendéis a la locuacidad, ¿verdad?
Quire abrió la boca para responder, pero lord Shahryar volvió al tema
original.
—Vuestra espada es buena, he oído.
—Del mejor acero del mundo. Acero de Iberia forjado en sangre. Mi
espada y mis dagas son mis únicos objetos de valor. Son mis herramientas,
ellas y mi mente rápida.

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—Así que no tenéis ninguna otra debilidad, capitán Quire. —Lord
Shahryar frunció el ceño mientras se daba la vuelta, con el dedo aún contra su
mandíbula.
—Soy, como decís, propenso a disertar sobre la naturaleza y la práctica de
mi arte. Soy más bien orgulloso —añadió Quire, a modo de ayuda para el
sarraceno—. Tiendo a acabar mi trabajo porque se puede echar a perder si se
queda a medio terminar. Necesito determinación. Me molestan las críticas,
cuando a veces las merezco. Oh, estoy seguro de que tengo más debilidades.
—Pero ninguna del tipo convencional. ¿Mujeres?
—Estoy satisfecho por lo que se refiere a mis necesidades sexuales.
—¿Rango social?
Quire se rió.
Lord Shahryar vio que no iba por buen camino.
—¿Qué seríais capaz de hacer para salvar vuestra vida?
—Creo que cualquier cosa, señor.
—¿Renunciaríais al honor?
—Vuestro concepto del honor puede no ser el mismo que el mío, señor.
Yo soy fiel a mí mismo, fiel a mi arte.
Lord Shahryar empezó a iluminarse, como si se hubiera inspirado.
—Ahora empiezo a comprender. Montfallcon os contrata por vuestros
dones especiales, ya veo. Vos no sois un asesino ordinario.
Quire cambió su posición en la mesa.
—Lord Montfallcon ya no me contrata.
—¿Qué? Ahora entiendo a qué os referíais. ¡Os ha echado!
—No, mi señor. Yo he abandonado su mecenazgo.
Lord Shahryar asintió.
—Y es por eso que creíais que él os había vendido.
—Ahora sé que no me traicionó a conciencia, quizá sólo por descuido.
Esperaba una mayor lealtad.
—¿De su parte? —El árabe dio una displicente palmada—. No de
Montfallcon. Él no respeta a nadie. Desde hace tiempo rechazó la humanidad
a favor del idealismo.
—Eso es lo que he aprendido hoy.
—Entonces precisáis de un nuevo mecenas, ¿no es cierto?
—No he dicho eso, señor. Pero le diré lo siguiente: si aceptáis respetar mi
vida y dejarme salir de aquí ileso, entonces llevaré a cabo cualquier servicio
que necesitéis, excepto el regicidio.
—¿Cualquier servicio, Quire?

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—Uno, señor. Nada más. Un favor por mi vida. Es justo.
—Me debéis eso como mínimo. A cambio de la vida de mi sobrino.
—No dije que lo hubiera asesinado.
—Pero le asesinasteis. Me gasté una buena cantidad de dinero
investigando el crimen, una vez encontrada la pista inicial.
—King se encuentra en Newgate por ello, o ya ha sido trasladado.
—Y vos y vuestro ayudante estáis libres.
Quire se encogió de hombros.
—Digamos que acepto el trato que me proponéis. Un favor por su vida, y
un favor por mi propia vida. De este modo obtenéis un beneficio del cien por
cien. ¿Qué dos favores debo haceros, lord Shahryar?
—Ninguno. No he aceptado nada de lo que proponéis. Sin embargo,
podría estar dispuesto a cancelar todas las deudas que tenéis conmigo hasta
este momento. Y ofreceros, a cambio, mi mecenazgo. —Lord Shahryar
sonreía con satisfacción cuando se giró con los brazos extendidos, casi como
si expusiera su pecho al cuchillo de Quire—. ¡Un patrón para honoraros,
capitán Quire! Para ofreceros las mayores oportunidades posibles para la
práctica y la ampliación de vuestro arte. Montfallcon no os honraría. Yo lo
haría.
—¿Pero cuál sería la misión, lord Shahryar?
El moro estaba extasiado. Con lágrimas de alegría miró a su potencial
protegido.
—Albión —dijo.
El capitán Quire se quitó el sombrero y se rascó la cabeza. Su suerte y su
estado de ánimo habían cambiado drásticamente en las últimas horas. Era
como si hubiera rezado para esta oportunidad y le hubiera sido concedida.
Entendió, en términos generales, lo que el sarraceno le pedía, pero la misión
le causaba un cierto pavor.
—¿Gloriana?
—Ella sería más feliz si estuviera casada con nuestro Gran Califa. El peso
del Estado es demasiado fuerte para una mujer.
—¿Montfallcon?
—Es un desgraciado. —Se encogió de hombros—. Haced con él lo que
deseéis.
—¿Específicamente, qué debería hacer?
—Vuestra tarea consistiría en corromper la Corte. Los detalles, por
supuesto, los dejaría en vuestras manos: chantajes, hechizos, decepción,
asesinato, lo que queráis, con tal de que fomentéis el cinismo y la

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desesperación, la sospecha y el vicio, entre los seguidores de Gloriana. —La
voz de lord Shahryar se alzó como un himno, mientras se entregaba a la idea
de que él, libre de la conciencia y las dudas de Montfallcon, podría echar
fuego y transmitir ese fuego a Quire ofreciéndole lo único que éste deseaba:
una comprensión respetuosa por su grandeza y por el oficio que había elegido.
—Os ofrecemos esta oportunidad, capitán Quire. También, nuestro oro.
Quire estaba emocionado y animado; temblaba.
—Sabéis cómo halagarme, ¿verdad, mi señor?
Lord Shahryar dijo:
—Ya he elogiado vuestro talento. El oro sería necesario, incluso para vos.
Quire se quitó un guante negro y desvió el curso de la conversación.
—Querría saber en qué consiste exactamente mi misión.
—Si os lo dijera, se lo podríais explicar a Montfallcon.
—Montfallcon ya no es mi amo.
—¿Y yo?
—Aún estoy esperando que me digáis qué debo hacer.
—¿Juráis silencio?
—No diré nada a Montfallcon, si os referís a eso.
—El Gran Califa desea casarse con Gloriana para que Arabia y Albión
sean iguales en todo. Con ese poder, declararía la guerra a Tartaria y
aplastaría a nuestro eterno enemigo de una vez por todas. Pero antes de que
pueda hacerlo, los propios cortesanos de Gloriana deben verla debilitada; sus
nobles deben perder la fe en su omnipotencia, así como la plebe. La Corte
debe ser vista como débil y corrupta. Montfallcon debe caer en desgracia o
ser ridiculizado a ojos de la reina, sólo le escucha a él y al Consejo. La
condesa de Scaith debe ser eliminada de la Corte. Todo el Consejo, si es
posible, debe ser embaucado de algún modo. Deben producirse asesinatos que
serán atribuidos a inocentes. Controversia, sospecha, estrategia. ¿Me seguís?
—Por supuesto, pero no estoy seguro de que se pueda llevar a cabo.
—Vos podríais hacerlo. Nadie más, Quire.
Quire asintió.
—Es verdad que, si rechazara, os encontraríais en un aprieto para
encontrar a alguien con mis habilidades y mis oportunidades. Podrían
sustituirme el maestro Van Haag en los Países Bajos, uno o dos florentinos y
un veneciano, pero ellos no conocen la Corte como yo. Bien, el trabajo sería
duro y exigiría una gran preparación.
—Somos bastante pacientes. Nuestro Gran Califa desea aparecer ante
Albión como un salvador, aceptado tanto por la reina como por su pueblo. —

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El sarraceno y Quire estaban medio hipnotizados—. ¿Podríais hacerlo?
—Creo que sí.
Lord Shahryar dijo:
—Lo que nosotros, los árabes, ofrecemos a Albión es la seguridad, la
pureza, la moralidad. Somos conocidos desde siempre por esas virtudes.
Debéis crear un clima en el que el pueblo de Albión reclame a gritos nuestras
virtudes. Nosotros vendríamos a salvaros, a la reina y al Reino.
—Y yo obtendría mi venganza —añadió Quire.
Lord Shahryar prosiguió:
—Seríais recompensado, por supuesto. Convertido en alguien importante.
¿Os ascendería Montfallcon?
—No, mi señor. Confié en él por eso.
—No estaréis sugiriendo, capitán Quire, que os desagrada el poder. —
Lord Shahryar cogió el brazo del asesino de su sobrino.
—Tengo más que suficiente.
—Pero no tenéis rango social.
—Y consecuentemente, ninguna responsabilidad. Si fuera el barón Quire
debería dar ejemplo. Con lo cual, ¡sería poco más libre que la misma reina!
—¿Queríais un principado? ¿Una nación, para satisfacer vuestros gustos
de un modo más sofisticado?
Quire negó con la cabeza.
—Como le ha ocurrido a lord Montfallcon, me malinterpretáis, señor. Y
además, sé que intentaríais matarme una vez mi trabajo hubiera terminado. La
oferta de una nación no tiene ningún sentido. Vos no toleraríais un pequeño
mundo creado a mi manera. No, elegiré mi recompensa cuando mi trabajo
esté terminado. Haré mi trabajo, como adivináis, por el arte en sí. Si decido
ayudaros, habréis ganado a Montfallcon por un simple motivo: vos apreciáis
que soy un asceta. Me habéis halagado y habéis tratado de estimularme. Y
bien, me siento halagado. Me siento estimulado. Pero es la misión en sí lo que
me atrae. Si destruyo Albión, incluida la reina, y si vos conseguís matarme
porque me habré convertido en alguien molesto, moriré sabiendo que produje
mi mayor y más duradera obra.
Lord Shahryar apartó su brazo del de Quire y miró a los grises y
destellantes ojos de su oponente.
—¿Montfallcon os teme, Quire?
Quire se desperezó e inspiró profundamente el aire con aroma a café.
—Creo que me temerá.

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Contempló un porvenir rico y sangriento, bostezando como un leopardo
que, al abrir sus ojos adormilados, comprueba que, durante la noche, una
manada de gordas gacelas le han rodeado repentinamente. Sonrió.

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Capítulo XIV

Donde Gloriana, reina de Albión, y Una, condesa de


Scaith, se aventuran a una exploración en el mundo
oculto.

La condesa de Scaith abrió los postigos de su ventana y sintió el calor del sol
en el rostro. Olió las violetas. Desde la ventana de su habitación, miró hacia
los pastos y los frondosos jardines, hacia el lago ornamental que, esa mañana,
había empezado a perder el inquieto brillo del invierno. Había jardineros
ajetreados, podando y recortando. La primavera, pensó Una con repentina
melancolía, no iba a ser bienvenida. Detrás de ella, en su cama con dosel,
Gloriana aún dormía. Había venido hasta allí, llorando, por la noche,
buscando consuelo. Vestida de seda negra adamascada, Una se dirigió hacia
la cuerda de la campana, suponiendo que la reina querría ser despertada
pronto. Pero dudó, con los brazos cruzados, al mirar fijamente a su amiga, que
parecía estar en paz. La espléndida belleza de Gloriana llenaba la cama; su
precioso pelo castaño caía alrededor de su cabeza y sus hombros en grandes
madejas, y su inocente cara, blanca, de pómulos salientes, medio girada para
evitar la luz que entraba por el resquicio de las cortinas, mostraba un grado de
nostalgia infantil que llenó los ojos de Una de lágrimas, y le hizo cerrar las
cortinas, y pensar en un modo de distraer a la reina, por unas horas por lo
menos, y volver a hacerla sentir como una chiquilla de nuevo.
Durante un tiempo, Una había querido (egoístamente, pensaba ella)
mostrar a Gloriana lo que había descubierto sobre la naturaleza del palacio.
Había dudado por varias razones: el tiempo de Gloriana raramente le
pertenecía; Gloriana prefería pasar el máximo de tiempo a solas con Una;
Gloriana cargaba con tantas preocupaciones, respecto al palacio, la ciudad y
su Reino, que una nueva información podía aumentar su angustia. Pero al
mismo tiempo, pensó Una, le podía ofrecer a Gloriana una compensación por

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todo esto, ya que lo que le ofrecería sería un secreto compartido, alejado del
Estado o de la política, una información privada, una escapatoria potencial,
aunque temporal. Aunque no le venía a la mente ningún compromiso para ese
día, Una seguía dudando, preocupada por la responsabilidad que las
atenazaba; se sentía incapaz de soslayar sus deberes, y en eso llevaba una
carga casi tan pesada como la de la reina. Sabía, también, que los lúcidos y
agudos pensamientos de la mañana, cuando a uno le está aún permitido soñar
sin objeciones, podían verse pronto contaminados por la multitud de
compromisos que debería tener en cuenta, por vagas promesas y certezas
irreflexivas, por no hablar de los rituales y la rutina establecida. Despertar a
Gloriana ahora, con promesas de aventura y libertad, podría acabar
desembocando en una melancolía aún mayor cuando tuviera que realizar
todos los eventos del día. Una decidió que lo mejor era esperar, evaluar el
estado de ánimo de su amiga y descubrir tanto sus deseos públicos como los
más íntimos.
Así que salió de la habitación y de su cama con revestimientos de seda y
entró en la habitación contigua. Se desplazó en su destellante seda negra,
como un ser sobrenatural, medio sombra, medio fuego plateado, hasta la
cámara de su doncella, y entró sin avisar, como era habitual en ella, y se
encontró a Elizabeth Moffet ya vestida, con ropas de lino, sencillas pero de
buena calidad, y cepillándose el pelo.
—Buenos días, mi señora. —Elizabeth Moffet no se inhibió por la
presencia de su ama. Su cara estaba un poco colorada, por el esfuerzo de
cepillarse. Sus facciones cuadradas y llenas eran típicas de su origen nórdico.
Todos los sirvientes de Una eran del norte, ya que tendía a desconfiar de los
del sur por ser atolondrados y descuidados en sus obligaciones; un prejuicio
heredado que sabía que era injusto, pero que prefería seguir a la hora de
contratar a su personal más cercano. Una adoraba a Elizabeth por su modo
poco imaginativo de disfrutar de la vida ordinaria.
—Buenos días, Elizabeth. Tengo una visita. Preparadnos, por favor,
desayuno para dos, y aseguraos de que no se nos moleste.
—¡Ay, ay, ay…! —Elizabeth Moffet guiñó el ojo a la condesa. Sus
pensamientos sobre la vida de Una eran siempre directos y muy poco sutiles.
Una sonrió y regresó a su habitación, donde ya estaba Gloriana
despertándose.
Las cortinas del dosel se separaron y a través de ellas apareció la cabeza
enmarañada del Ideal del Mundo, avergonzada.
—¡Oh, Una!

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La condesa de Scaith estaba de nuevo en la ventana, observando un
caballo de tiro que llevaba un cargamento de plantas de semillero y cultivos
desconocidos para el jardinero, hacia un ligustro recientemente plantado.
—¿Majestad? —La expresión de Una era ligeramente sardónica e hizo
reír a Gloriana, tal como Una esperaba.
—¡Una! ¿Qué hora es?
—Es todavía temprano. Hay tiempo para vuestro desayuno. ¿Qué debéis
hacer hoy?
—¿Hoy? Pero si vos lo sabéis mejor que yo. Decidme.
—No hay ningún compromiso hasta el mediodía, cuando deberemos
comer con el embajador de Lyon y su esposa.
—¡Vaya! —La cabeza de Gloriana desapareció. Su voz apagada continuó
—: Pero estamos libres hasta entonces, ¿no es así?
—Libres —dijo Una, y se atrevió a añadir—: Para explorar. Sólo nosotras
dos. Si Su Majestad está de acuerdo…
—¿Qué? —La cabeza reapareció, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué?
—Tengo un descubrimiento para compartir. El palacio es antiguo, como
ya sabéis.
—Tan antiguo como Albión, dicen algunos. Fundado al mismo tiempo
que Nueva Troya.
—Así es. Se dice que hay antiguos techos bajo tierra.
—Eso es lo que especulan los eruditos. ¿Qué ocurre, Una? ¿Habéis
descubierto una antigua cripta?
—Más que eso. Los pasadizos secretos.
—Esos pasadizos no son secretos. Los había recorrido todos, de niña. La
mayoría de ellos no llevan a ningún lado, excepto a muros huecos.
—¿Qué hay detrás de esos muros huecos?
—¿Eh? Montfallcon lo sabría, si hubiera algo. Es asunto suyo.
—Si Montfallcon lo sabe, se niega a hablar de ello. Le he tanteado. Me ha
respondido de forma vaga, quizás a propósito. Admite tan sólo lo que hay en
la superficie y, como mucho, acepta la posibilidad de cierta profundidad, pero
nada más.
—Ése es su temperamento, creo.
—Así es. Bueno, pues, tenemos un secreto que Montfallcon no quiere
compartir, sean cuales sean sus razones.
—¡Oh, me encantaría saber un secreto como éste! —Gloriana apartó las
cortinas y, con los pies descalzos, vestida de blanco, arrugada y con olor a

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humedad, levantó a su amiga casi por la fuerza con sus brazos fuertes y
entusiastas—. ¡Una! ¡Escapemos!
—De manera informal. Sin que nadie sepa dónde vamos. Encontré la
entrada recientemente, a mi vuelta de Scaith. Conduce a las partes
subterráneas, llenas de viejas reliquias, de pistas de un pasado que nuestras
historias a penas mencionan.
—¿Podemos visitar esos túneles? ¿Me guiaréis?
—Lo haré si lo deseáis. Deberíamos vestirnos con algún disfraz burdo,
supongo. Le añadirá más emoción.
—Por supuesto. Iremos de hombres jóvenes. Con esos trajes que tenemos.
—Yo pensé lo mismo. Con espadas, puñales y sombreros de plumas.
—Botas y jubones de cuero. Sí. ¿Ahora?
—Ahora tenemos tiempo.
—¡Lo aprovecharemos, entonces! —Gloriana besó a su amiga en los
labios—. Y luego, cuando hayamos explorado, se lo podremos explicar a
algunos compañeros. ¿John Dee? ¿Qué os parece? ¿Wheldrake?
—Sería mejor guardar el secreto. Sin compartirlo. Os mostraré por qué.
—¿Tenéis nuestras ropas, Una?
—Están donde siempre. En el baúl.
—¿Y linternas? ¿Necesitaremos linternas?
—Las necesitaremos.
Gloriana frunció el cejo.
—¿Y si hay peligros? ¿Escalones rotos, hoyos ocultos, techos
tambaleantes?
—Los evitaremos. Yo ya he recorrido esos caminos. Os guiaré. —Una
sabía que la reina no se refería a su propia seguridad, sino a sus
responsabilidades como piedra angular del Reino.
—¿Nos encontraremos demonios, Una?
Contenta por la euforia de Gloriana, y deseosa de conservar esa
excitación, Una exclamó:
—¡Sólo aquellos que podamos derrotar con orgullo y valor, porque
nuestros corazones son virtuosos!
—¿Dónde se halla la entrada? —Gloriana estaba abriendo el baúl y
sacando los disfraces que habían usado algún tiempo atrás, cuando juntas
habían jugado a ser doncellas de la Corte.
—Aquí. —Una señaló a una pared a lo lejos—. En la habitación de al
lado. Hay un armario que casi nunca he usado. Conduce a un pasadizo que

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sabía que existía. Tras unos cuantos pasos, sigue hacia abajo hasta una puerta
bloqueada que en su día conducía al exterior. Hay muchas como ésta.
—Sí. La Corte de Hern creó esta moda. Pero eso no es todo, por supuesto.
Continuad.
—Me di cuenta de que la pared que hay detrás de los escalones estaba
hueca. Los ladrillos se movían. Hice un agujero. ¡Y ahí estaba! —Una tiró de
los holgados pantalones y se los abrochó. Se puso una camisa de lino sobre el
pecho desnudo y se enderezó, sacudiendo el lazo del cuello y de los puños
antes de pasarse el jubón alrededor del cuerpo y abotonarlo de arriba abajo.
Medias y zapatos, un sombrero escarlata encorvado con una pluma azul de
avestruz, y ya estaba lista para colgarse el cinturón, con espada y puñal,
alrededor de la cintura. Gloriana se recogió el pelo, que era mucho más largo
que el de Una, y lo colocó dentro de un gorro más ceñido que el de Una,
también con plumas. Llevaba una capa corta en un hombro y su jubón era de
terciopelo marrón acolchado, pero en esencia se parecía a Una. Se pusieron de
pie, con la mano derecha en la cadera, la izquierda en la empuñadura, y se
rieron la una de la otra, dos galantes de la ciudad, pobres jovenzuelos, listos
para cualquier aventura.
—Primero el desayuno —dijo Una, que siempre adoptaba el papel de líder
cuando se disfrazaban—. Y debemos coger uno de esos relojes portátiles de
maese Tolcharde, para saber cuándo debemos regresar. ¿El reloj de bolsillo?
—Lo encontró, lo envolvió y lo colocó en su monedero. Su ruidoso tic-tac
resonaba contra su muslo. Caminó con aire arrogante hacia la puerta y la
abrió unos centímetros. Elizabeth Moffet había hecho lo que se le había
pedido y sobre una mesa de cristal, traída como botín de alguna campaña
olvidada a las Indias Occidentales, estaban listas las gachas de avena, los
arenques y el pan.
Una vez terminaron de desayunar, Una condujo a la reina al armario,
deslizando un chirriante panel; luego levantó su linterna para mostrar los
escalones y un agujero hecho recientemente en la pared.
—Aquí —dijo—. Empecé a sospechar cuando noté que entraba aire frío
en una de las habitaciones del piso de abajo, por un respiradero que yo
siempre había tomado por una piedra sólida. Descubrí que hay un pasadizo
entero, demasiado pequeño para moverse estando de pie, que atraviesa esa
habitación, la cual a su vez puede ser observada. ¡Si quisiera, podría espiarme
a mí misma! Pero esto no es de mucho interés. Mirad. —Ayudó a entrar a la
alta Gloriana a través del hueco. Había más escalones, idénticos a los otros,
que llevaban hacia abajo.

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La luz de la linterna resultaba deslumbrante en el pasillo estrecho y frío.
Aunque hablaban en susurros, sus voces se veían amplificadas, al igual que la
luz, en contraste con el lugar. El olor a polvo les provocó una vaga nostalgia.
Ahora eran niñas, cogidas de la mano y seguían avanzando. Una rata cruzó
por su lado. Le tiraron los sombreros mientras huía. Estudiaron las arañas; las
manchas de moho les parecían caras de ciertos cortesanos. Su ánimo se elevó
hasta casi bordear el éxtasis mientras el túnel giraba, bajaba, subía,
llevándolas lejos de la dignidad, la caridad, la gracia y el resto de soberanas
exigencias de su trabajo, hasta que entraron en otra galería, muy intrincada,
primitivamente esculpida, con antiguas vigas que sustentaban un techo de
paneles de madera; las linternas proyectaban sombras, mostraban rostros
inhumanos y formas de animales; aun así ellas seguían con sus risitas, aunque
más silenciosamente, como si temieran ofender a esos monumentos
ancestrales. Incluso cuando algo se movía, una sombra más grande que no
fuera la suya, no sentían ansiedad, aunque no pudieran identificar su origen.
Encontraron pinturas mugrientas y las frotaron para limpiarlas, y se
sorprendieron de la inesperada habilidad de los antiguos artesanos. Se
sentaron en sillas polvorientas y se preguntaron cuántos centenares de años
habrían esperado hasta ser usadas de nuevo. Intentaron encontrar restos
humanos, palos, objetos de madera podridos o rotos, armas oxidadas, huesos
de gatos o ratas, algún indicio de un asesinato épico de las leyendas de
Albión. Investigaron las pequeñas habitaciones que aún contenían estrechas
camas y bancos, trozos de cadenas y grillos, como si los prisioneros hubieran
dormido y trabajado allí, quizá los que excavaron la galería que quedaba
detrás de ellas. Descendieron por pasadizos de piedra picada y oyeron agua,
pero nunca llegaron a verla. Encontraron cera, de aspecto tan fresco que
podría haber caído de una vela hacía una hora. Encontraron sobras de comida,
indudablemente traídas por las omnipresentes ratas. Oyeron ruidos por todos
lados y supusieron que venían del palacio habitado, oculto al otro lado de
varios muros. Era extraño estar tan cerca de la actividad sin ser capaces de ver
o incluso identificar el origen de los ruidos. Oyeron voces, risas, gritos, el
ruido de las herramientas, pisadas, sonidos entrecortados, a veces bastante
fuertes, a veces muy débiles, como si el espacio poseyera diferentes
cualidades entre los muros. Estaban embrujadas por los vivos.
Una guió a la reina Gloriana por una ruta serpenteante y se arrastró por un
pequeño túnel, advirtiéndole de que debía mantenerse en silencio, hasta que
de repente apareció una tenue luz delante de ellas, que provenía del lado
derecho de la pared. Una se giró con dificultad y gateó hacia atrás para que,

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cabeza contra cabeza, ambas pudieran mirar, a través del enrejado, a la
habitación de abajo.
El asombro de Gloriana proporcionó una considerable satisfacción a Una.
Pudieron ver al mismísimo doctor Dee caminando de un lado a otro de una
habitación llena de pergaminos enrollados, de muebles simples, de recipientes
de laboratorio, instrumentos de latón y madera noble pulida, estanterías y
armarios desordenados, cristales, espejos, globos terráqueos, planetarios,
ampollas que contenían líquidos y polvos de muchos colores, toda la
parafernalia propia de sus investigaciones científicas.
Llevaba tan sólo un bata holgada, que al caminar se abría y descubría sus
firmes carnes, su pelo gris y, para asombro de las dos amigas, unas partes
pudendas desproporcionadamente grandes, que se tocaba inconscientemente
todo el rato, como si eso le ayudara a concentrarse. La reina Gloriana se
mordió el labio y movió la cabeza divertida; después se sintió avergonzada y
tiró de Una para que se apartara.
Una se arrastró más al fondo, hacia otro cuadrado de luz, y Gloriana
estuvo tentada de seguirla. Desde allí podían ver el cuarto de John Dee.
Estaba tan lleno de cartas de navegación, libros y aparatos alquímicos como la
otra habitación. Sólo la cama, rodeada de cortinas negras decoradas con una
variedad de símbolos místicos y astrológicos digna del diván de un seguidor
de Prometeo, estaba libre de papeles. Gloriana frunció el ceño en señal de
pregunta, pero la mano de Una le indicó que tuviera paciencia y siguiera
observando. Muy pronto entró el doctor Dee, con su bata saliendo volando de
su cuerpo desnudo y su virilidad ahora más pronunciada en su delicada mano.
Gloriana soltó un grito ahogado.
—Oh —le oyeron gemir—, si hubiera un antídoto para el amor… ¡Ese
veneno exquisito llena mi ser! Necesitaría una pócima que robara la lujuria
del cuerpo pero dejara la mente clara. Pero no existe. Apagar estos deseos
significaría extinguir la lucidez de mi cerebro. ¡Y no quiero renunciar ni a lo
uno ni a lo otro!
—¡Ah, mi señora! ¡Mi señora!
Gloriana alzó una ceja, incrédula.
El doctor Dee apartó suavemente las cortinas de su cama y descubrió algo
parecido a una figura tumbada en la sombra, alta y dotada de un brillo muy
débil, como el de un cadáver putrefacto. Vieron a John Dee que empezaba a
acariciar el objeto. Le murmuraba. Se tumbó a su lado, lo rodeó con sus
brazos y le pasó una pierna por encima, moviéndose agitadamente.

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—¡Oh, mi preciosa! Oh, mi amor. ¡Pronto tus entrañas vivirán, y latirán
para mi miembro palpitante! ¡Ah! ¡Ah!
Gloriana tiró de Una, retirándose.
Finalmente se pusieron de pie en la escalera, sujetando firmemente las
linternas. Gloriana se apoyaba en la pared, boquiabierta.
—¡Una!
—Es un sabio mortal, ¿eh?
—¡No tendríamos que haber mirado! Eso que tiene, ¿qué es? ¿Está
enamorado de una criatura muerta? ¿Es humana o animal? ¿Un demonio,
quizá? Quizás es un demonio, Una. O un cadáver, esperando que lo habite un
demonio. —Los susurros y murmullos de los muros habían empezado a
molestarle ahora—. ¿Mi Dee interesado en la necromancia?
—En absoluto. —Una comenzó a caminar hacia las escaleras—. Esa cosa
probablemente no es más que una efigie de cera de alguien. No es nadie. Él os
ama, Majestad, ¿no lo veis?
—Pero él nunca ha insinuado…
—No puede. Os ama. Teme… bueno, muchas cosas. Teme que vos os
burléis de él. Que os escandalicéis. Que le tengáis miedo. Está sumido en un
perpetuo dilema. Y parece que no es capaz de encontrar satisfacción con
ninguna otra mujer.
—Parecía estar seguro de sí mismo en ese sentido…
—Él pretendía que erais vos.
Gloriana empezó a esbozar una amplia sonrisa.
—Oh, pobre Dee. ¿Debería…?
—Eso sería una mala política, Majestad.
—Pero sería un entretenimiento excelente. Y le haría feliz. Al fin y al
cabo, él me ha dado mucho más y ha hecho mucho por el Reino. Debería ser
recompensado. Pocos podrían entender su dolor tan bien como yo.
—Él no sufre como vos sufrís.
—Hasta cierto punto, Una.
—Pero no de la misma manera. Sed prudente, Majestad. Montfallcon…
—Creéis que sería destructivo. Y así sería. Ya han transcurrido cuatro
años desde la última vez que estuve con un cortesano. Se vuelven ambiciosos,
o melancólicos, o salvajes, y luego el palacio se llena de humores extraños.
Hay envidias.
—Y gastos —dijo la condesa de Scaith—. Ha tenido que casar a muchos
de ellos, otorgarles estados. Vuestra amabilidad hacia aquellos que os han
amado…

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—Mi culpabilidad. —Gloriana asintió con la cabeza—. Pero tenéis razón,
querida mía. Dee debe seguir consumiéndose y yo debo esforzarme al
máximo para seguir tratándole como siempre lo he hecho.
—Vos aún le respetáis, seguramente.
—Por supuesto. Pero, conociendo su pena, me será más difícil tomarle el
pelo poniendo a Montfallcon en su contra, como me encanta hacer. Sería poco
respetuoso por mi parte y no le haría ningún bien a Dee.
Cruzaron una habitación de techo bajo y encontraron una puerta rota por
la cual se entraba al túnel que habían dejado, pero, al detenerse, vieron la luz
de una antorcha que brillaba desde otra puerta, a su derecha, y se giraron,
enderezándose, asustadas.
Un hombre bajito las miraba desde debajo de su mano alzada. Parecía
tener una joroba sobre su hombro. Llevaba un chaleco de cuero, calzones y
una camisa oscura, con el cuello doblado. Tenía unos ojos grandes y una boca
ancha, que le daban la apariencia de una rana inteligente. Alzaron sus propias
linternas, adquiriendo la pose adecuada para sus disfraces.
—¿Quién hay ahí? —Una, apoyándose en la pared, tomó una actitud
arrogante—. ¿El vigilante de la mazmorra, que se ha quedado rezagado?
Ahora pudo ver que lo que el hombre llevaba sobre su hombro era un gato
blanco y negro, que estaba sentado muy erguido y quieto y que le miraba con
ojos amarillos y cándidos.
—¿Quién hay ahí? —repitió Jephraim Tallow, burlándose de ella—. ¿Dos
actores que se han perdido?
—Somos caballeros, señor —dijo Gloriana valientemente—. Y nos podría
ofender su insulto.
Tallow abrió su enorme boca y se rió. Una intuyó que ella y la reina
habían sido reconocidas, pero esos pensamientos carecían de lógica. Dio un
paso adelante.
—Estamos explorando estos túneles para una misión de lord Montfallcon.
Estamos buscando traidores, renegados, vagabundos.
—Ajá. Bien, habéis tropezado con uno, caballeros. —La sonrisa de
Tallow era insinuante—. O dos, si lo preferís. Yo y Tom. Ambos vagabundos.
Picaros consumados. Hurgadores de basura. Pero no traidores, ni renegados,
porque no servimos a nadie y en consecuencia no nos podemos poner en
contra de nadie. Tom y yo vivimos por nuestra propia cuenta. —Hizo una
reverencia. El gato siguió aferrado a él—. Como veis no llevo espada, señor,
por lo que no puedo batirme con vos.

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—Me precipité en mis palabras. —Una hizo una breve reverencia—. Nos
asustamos ante vuestra repentina aparición.
—Y yo ante la vuestra. —Tallow encontró un banco de piedra en la
oscuridad y se sentó, cruzando brazos y piernas y mirándolas fijamente—. ¿Y
bien?
—¿Conocéis estos pasadizos, entonces?
—Son mi hogar por el momento. Hasta que me harte de ellos y me vaya.
Pero tengo un conocimiento muy limitado del mundo real, por lo cual prefiero
estar separado de él, como uno lo está, por necesidad, aquí. Aunque me
fascina, a la vez. Éste es el hábitat ideal para un tipo con mis creencias. Y vos
sois hombres de lord Montfallcon, ¿eh? ¿Trabajando para la reina, entonces?
—Efectivamente —dijo Gloriana con un tono irónico que a Una le pareció
muy peligroso.
—Al principio creí que se trataba de alguna de las bestias del gran palacio
—dijo Tallow.
Una sospechó que ese comentario indicaba que no había captado la ironía
de las palabras de Gloriana.
—¿Bestias? —dijo la reina.
—Hibernan aquí en invierno. Algunas de ellas están empezando a
despertarse. Criaturas de todo tipo. Ponen nuestra vida en peligro. Bueno,
decidme la verdad, caballeros. Montfallcon no mandaría a nadie dentro de los
muros. No es su estilo. Os habéis escapado de alguna prisión, y estáis
buscando un sitio seguro para esconderos, me imagino.
—¿Montfallcon conoce…? —Gloriana dudaba.
—¿Los sitios más oscuros del palacio? Sí, claro. Algunos de ellos, por lo
menos. Pero Tallow los conoce todos. Seamos amigos. Me tendréis como
guía.
—Sí —dijo Gloriana, para sorpresa de Una—. Eso es, amigos y guía,
maestro Tallow.
—Estas habitaciones descienden hasta lo más profundo —les explicó
Tallow—. Hasta cavernas naturales donde bestias blancas y ciegas andan
dando tumbos y se devoran las unas a las otras. Hasta salones tan antiguos
que fueron labrados en la roca viva antes de la primera Edad de Oro. Hasta
extraños claustros habitados por hombres enanos que estaban aquí antes de
que los hombres verdaderos caminaran sobre la faz de la tierra. Todo esto está
situado debajo del palacio que queda debajo del palacio. Estas guaridas son
modernas en comparación, unos cuantos cientos de años. La verdadera
antigüedad es tan ajena a nosotros que si fuéramos testigos de ella engañaría

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nuestra mente. Y sin embargo, sé que los seres que viven ahí, que ya han
perdido la razón a nuestros ojos, aunque no a los suyos, fueron hombres y
mujeres alguna vez. Algunos de ellos se reprodujeron, creo.
Una echó los hombros hacia atrás.
—¿Está intentando asustarnos, maestro Tallow?
—No, caballeros. No me produce ninguna satisfacción alarmar a los
demás. Hablo de ello como curiosidad, eso es todo. —Levantó el brazo para
acariciar a su gato—. Hace frío aquí.
—Sí —respondió en voz baja Gloriana.
—Os llevaré a sitios más calientes —dijo Tallow—. Venid. Podréis
conocer a algunos tipos exiliados como vos, siempre que no tengan ninguna
objeción en ser conocidos, claro está. La mayoría de los seres que viven aquí
tienden a ser solitarios. Éste es el motivo por el cual eligen vivir entre los
muros.
—¿Cuántos hay? —susurró Gloriana.
—Nunca los he contado, señor. Un centenar o dos, quizá. La mayoría de
nosotros vive de hurgar en la basura. Y hay criados supersticiosos en los que
confiar. Y también quienes piensan que somos demonios o hadas y hacen
circular chismes sobre nosotros. Pero juzgan mal nuestro tamaño. Un tipo
fornido como vos, señor, necesita comer carne todos los días para mantener
una constitución grande como la suya. Tiene una figura inusual, señor. —
Tallow hablaba con indiferencia mientras les seguía guiando—. Sólo hay una
persona que conozca que tenga esa talla.
—Será mejor que volvamos —dijo Una de inmediato. Se detuvo sobre sus
pasos, cogiendo a Gloriana del brazo—. No tenemos tiempo para seguir
explorando ahora.
Pero Gloriana se la quitó de encima y avanzó. Una se vio obligada a
seguir.
El pasadizo se ensanchaba, abriéndose hacia una gran sala, como un
mercado cubierto. Parpadeantes antorchas iluminaban el lugar y un indomable
fuego ardía en una chimenea en un extremo, mientras que, alrededor de los
muros, en cambiantes formas producidas por las llamas, se agrupaban
pequeñas tiendas o grupos de tiendas: minúsculos territorios marcados por
cuerdas, o escombros, o trozos de muebles medio podridos, o bloques de
piedra arrancados de los mismos cimientos de la sala. Y caras blancas les
miraban fijamente desde los mantos, capuchas y huecos; caras delgadas, la
mayoría, con ojos grandes, como si esas gentes ya se hubieran adaptado a la
oscuridad: otra raza.

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Gloriana se paró en seco al ver esa escena y chocó con Una, quien,
perdida en sus acelerados pensamientos, reaccionó con lentitud.
—¿Quiénes son? —susurró la reina.
Una gran figura se levantó de al lado del fuego y se mantuvo quieta,
haciendo una pausa, como para hacer frente a los recién llegados. Después se
sumergió en la profunda oscuridad y despareció.
Una, aterrorizada, agarró la mano de la reina.
—No —imploró—. Debemos regresar.
Tallow se divertía.
—Es tímida, la mujer loca. Con todos nosotros. No os asustéis.
No había curiosidad en las caras de esos seres perdidos, y Tallow no
saludó a ninguno de ellos. Parecía como si él no se considerara parte de esa
tribu. Mostraba ese mundo con un aire distante, como si le perteneciera, en su
autoimpuesto rol de guía.
—Hay caballeros, aquí, como ustedes. Y damas de alta cuna. La mayoría,
por supuesto, afirman ser un poco más nobles de lo que eran en realidad.
¿Pero por qué no deberían hacerlo? Aquí forjan su propia imagen y su mundo
desde cero. Es todo lo que tienen.
Por fin Gloriana consiguió librarse de la fascinación y, obedeciendo al
deseo de Una, empezó a retirarse.
Tallow las llamó desde atrás. Le ignoraron. Corrieron por los pasadizos,
hasta donde habían encontrado al pequeño hombre por primera vez. Subieron
y se abrieron paso con dificultad por pasadizos y tramos de escaleras, medio
temiendo haberse perdido, aunque el camino les era familiar: por la galería
excavada, que ahora parecía amenazadora, y a través del estrecho corredor
hasta la habitación de Una, se colaron por el panel y lo cerraron de un golpe.
Gloriana estaba más pálida que los nómadas de los muros. Se apoyó
contra la pared con su disfraz de galante polvoriento. Hizo ademán de hablar,
pero no pudo. Una le dijo:
—Esto deber ser olvidado. Oh, Majestad, ¡he sido tan insensata! Debe ser
olvidado.
La reina Gloriana se irguió. Recordó la gran silueta que habían visto en la
sala y su corazón se volvió a llenar de terror. Su cara no tenía ninguna
expresión. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Sí —dijo—. Deber ser olvidado.

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Capítulo XV

Donde lord Montfallcon está consternado por las


noticias y empieza a arrepentirse de su poco hábil
diplomacia.

Lord Montfallcon estaba tumbado solo en su sólida cama mientras sus


esposas se aplicaban ungüentos mutuamente en la habitación contigua,
susurrando y riendo. Esa mañana se sentía abatido, lleno de odio hacia sí
mismo, porque la voz de Gloriana se había oído toda la noche, patética y llena
de pena, y había tenido que despertar a sus mujeres para que sus gritos
ahogaran los de la reina. Montfallcon movió su cuerpo viejo y fuerte en la
cama y se reprochó a sí mismo su falta de vigor, y se preguntó si en esos
tiempos de delicada crisis, su cerebro, que había soportado tanto, controlado
tanto, estaba finalmente a punto de fallarle. La reina estaba últimamente más
melancólica que nunca, y él no sabía por qué. Ella había evitado hábilmente el
tema del matrimonio cuando él lo mencionó. Lord Montfallcon también había
recibido noticias de la captura de Tom Ffynne en el Mar Medio. El viejo
pirata, que estaba perdiendo la vista, había tomado un bergantín árabe por un
barco ibérico y ahora Arabia se quejaba en voz alta, una y otra vez, aunque el
error era obvio. Después, en medio de todo esto, sir Christopher Martin había
muerto, envenenado, aparentemente por sus propias manos, como si se
hubiera sentido deshonrado. Esto era un mal presagio para los nobles y para el
pueblo llano. Había rumores de disputas entre el rey Casimir y el Gran Califa;
otros rumoreaban sobre un pacto entre ambos. Llegaban rumores de Tartaria,
rumores de los estados germanos y flamencos, de Iberia y de los Países Altos,
de África y Asia; y Quire, que había sido su ojo, sus manos, su arma en el
mundo, estaba desaparecido.
Montfallcon ignoraba si Quire, ofendido por su escasa diplomacia durante
su último encuentro, estaba jugando al escondite para seguir con sus propios

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propósitos, o si su orgullo estaba verdaderamente herido, o si se le había
ocurrido visitar tierras extranjeras o incluso buscar un trabajo en el extranjero,
o si había pagado, al fin, el precio por sus crímenes. Y, sobre todas las cosas,
Montfallcon detestaba la ignorancia. Saberlo todo era para él un impulso, una
necesidad. Ahora no sólo se había secado su principal fuente de información,
sino que se había perdido la localización de la propia fuente. Frustrado, sin
noticias sobre las cuales basar sus futuras acciones, Montfallcon sentía un
terror como el que experimentaría un luchador que, en el momento álgido de
la batalla, recibiera un aviso de su inminente parálisis y ceguera. Le parecía
que enemigos invisibles estaban acechándole sigilosamente y que lo único
que podía esperar de ellos era una maldad inespecífica.
No había logrado enfrentarse a su brazo ejecutor, a Quire, con suficiente
amplitud de miras; había permitido que sus prejuicios se impusieran sobre la
realidad; había roto una regla sagrada, que era nunca suponer, siempre
interpretar. Y, debido a su lamentable error, había perdido probablemente el
control de la situación. Quire trabajaba por amor a su arte, como Montfallcon
trabajaba por amor a su Ideal, representado en Gloriana. Su asociación, ahora
se daba cuenta, dependía de este trato. Pero él se había ofendido cuando Quire
había insinuado que eran iguales, que colaboraban como los poetas colaboran
en una obra de teatro. En el pasado, Montfallcon se había preparado para
enfrentarse a su amor propio, o a cualquier emoción que pudiera poner en
peligro su objetivo, pero, en su última entrevista con Quire, había dejado que
su enfado, su arrogancia, le dominaran y colisionaran con el orgullo de Quire.
Entendió ahora que, si Quire le hubiera atacado de un modo similar,
reprochándole, por ejemplo, las causas últimas por las que él trabajaba para
Albión, seguramente hubiera sentido la misma furia. Sin embargo,
Montfallcon confiaba en la inteligencia de Quire. No era típico de él
enfadarse por tanto tiempo. Un día o dos, como mucho una semana. Llevaba
un mes. Se le ocurrió que Quire podría estar planeando algún tipo de
venganza contra él, pero la venganza mezquina no entraba en la peculiar
naturaleza de Quire. Lo más probable era que Quire se estuviera poniendo a
prueba a sí mismo, llevando a cabo un complicado espionaje, cuyos
resultados presentaría a Montfallcon como un reto.
Montfallcon, de todos modos, no podía estar seguro de nada. Dado que le
había juzgado mal una vez, había perdido parte de su confianza en su propio
criterio: podía volver a equivocarse en su juicio.
Con un gruñido abandonó sus sábanas, que olían a lavanda y sudor. Debía
ponerse a trabajar.

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El pícaro del diente salido, el teniente de Quire, con su gorra de conejo y su
abrigo de piel demasiado grande, su jubón, sus calzas abombadas y sus botas
altas de ante esperaba a Montfallcon en su pequeño cuarto, haciendo poses
con su espada larga y su pierna levantada; esta imagen animó a Montfallcon
aquella mañana, así que saludó a Tinkler casi alegremente, interesándose por
su salud y su suerte. Se dirigió ajetreado, vestido como siempre de gris y
negro, hacia su mesa, donde parecía que se habían juntado más papeles de lo
habitual. Frunció el ceño.
—¿Y bien, maestro Tinkler?
—¿Mi señor?
—¿Tenéis noticias del capitán Quire?
—No, mi señor. Vine porque creí que vos me ibais a tranquilizar.
También, porque las deudas crecen, ya sabéis, y el capitán no me ha pagado
este mes. Aún trabajo para él.
Montfallcon estudió una carta de Bantusia.
—¿Cómo? ¿Entonces, qué ocurre, maestro Tinkler? ¿Habéis venido a por
oro?
—O plata, señor. Algo para ir tirando mientras vuelve el capitán Quire,
o…
—¿Habéis oído algo de Quire?
—Hay algunos rumores, mi señor, eso es todo. Cuando le vi por última
vez, fuimos juntos hasta la Puerta de Ares y luego nos separamos, quedando
en encontrarnos unas horas más tarde. Pero no vino a la posada y, que yo
sepa, nunca ha sido visto allí desde entonces. Los rumores se refieren a una
reyerta en la Puerta de Ares. El capitán, o alguien parecido a él, fue atacado y
secuestrado, o bien herido o asesinado.
—¿Por quién?
—No hay testigos, señor. Estas noticias son todas indirectas. Un niño lo
vio, quizá. O un ama de llaves detrás de una cortina. Hay más rumores, pero
Quire me ha enseñado bien. Voy al meollo y en el meollo me quedo, hasta
que descubro más.
—¿Seguisteis investigando?
—Por supuesto, señor, pues el capitán Quire es mi amigo. Y mi
benefactor. Y más. Pregunté casa por casa. Pregunté por la dirección de cada
carreta que viniera de la Puerta de Ares. Interrogué a cada rufián y
ladronzuelo que puede encontrar. Parece ser que reclutaron a una banda y que

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el capitán Quire podría haber sido su presa. Pero no sé quiénes son, ni quién
les contrató, ni por qué fueron contratados.
—Tengo un ángel para vos, Tinkler. —Montfallcon alargó su mano hacia
el esquelético rufián—. Y tendré más si sois capaz de mostrarme el paradero
del capitán Quire o decirme qué ha sido de él. ¿Creéis que está muerto?
—Se dice que los sarracenos le estaban buscando.
—No es propio de ellos esconder el cuerpo de un hombre del cual se han
vengado. Los sarracenos habrían expuesto el cadáver de Quire.
—Cierto. Vi a más de un cadáver suyo, cuando estábamos de misión por
el Mar Medio con Quire, mi señor.
Lord Montfallcon se preguntó si Tinkler estaba exagerando, para
recordarle los servicios que había ofrecido a Albión. Miró al espantapájaros
de cara delgada y diente salido, temiendo juzgarlo erróneamente, también, y
acabar perdiendo a otro Quire.
Pero Tinkler, contento por el oro, ansioso por apaciguar a su interlocutor,
mostrándose abatido como un perro abandonado por su dueño, nunca podría
compararse con su pequeño e inteligente Quire.
El humor de lord Montfallcon se agrió. Nunca había tenido un sirviente
tan rápido y brillante como Quire. Había perdido al mejor.
—Si lo veis, maestro Tinkler, si estuviera vivo, ¿le daréis mis más
entusiastas felicitaciones?
—Lo haré, señor, por supuesto. Ambos somos hombres leales, señor.
—Así es. —Montfallcon cogió la carta, codificada, de Bohemia—. Le
haréis saber cuánto le echo de menos, cuánto le necesita el Imperio, y cuán
apreciadas son sus habilidades y artes aquí.
—Eso es lo que él se preguntaba, mi señor. Eso.
—¿El qué?
—Si vos apreciabais la elegancia con la que ejecutaba las misiones que le
encargabais. Con qué perfección planeaba y redactaba sus complots, para
tenerlo todo controlado, para desviar las sospechas, para recabar más
información que pudiera ser útil. Para detener los chismes y calumnias
malvadas. Él se consideraba un poeta, mi señor.
—¿Y qué era yo para él?
—Su más comprensivo público.
Lord Montfallcon suspiró y dejó que la nota codificada de Bohemia
cayera ondeando.
Tinkler, en un arrebato de honestidad que en nada le beneficiaba, explotó:

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—Le asesinaron, mi señor. Lo sé. Está muerto. ¡Todo ese ingenio y toda
esa valentía, desaparecida!
—Traedme una prueba de ello, Tinkler, y os pagaré muy bien. O traedme
una prueba de lo contrario, y os pagaré lo mismo o más. Si me traéis al
capitán Quire vivo a este cuarto, maestro Tinkler, os garantizo una rica
pensión para el resto de vuestra vida.
Tinkler agachó la cabeza y después levantó la mirada rápidamente, como
si otra idea le hubiera cruzado por la cabeza.
La sonrisa de Montfallcon era adusta.
—Y mientras tanto, Tinkler, traedme las noticias que podáis de fuentes
extranjeras. Vuestro empleo está asegurado.
Tinkler hizo una reverencia y se retiró hacia la Puerta de la Araña, para
tomar su camino hacia la periferia de esas catacumbas olvidadas, escondidas
en los palacios como el propio Hades lo estaría en el mismo corazón del
Cielo.
Mientras Tinkler inspiraba, con cierto alivio, el aire húmedo y fresco de
abril, lord Montfallcon obligó a su febril cerebro a ocuparse de la próxima
Celebración de la Primavera, en la cual la reina debía honrar a varios
personajes ilustres y aplacar a una miríada de dignatarios menores. Agradeció
que la mayor parte del trabajo hubiera sido encomendado a Gallimari,
Maestro de los Deleites, y le hubieran dejado únicamente los problemas
protocolarios. Esos problemas serían una pérdida de tiempo, pero por lo
menos no tenían mayor importancia. Tales acontecimientos públicos ofrecían
una gran oportunidad para mostrar a la reina ante sus súbditos, les aseguraba
su grandeza y la seguridad, la riqueza y el poder de Albión.
Encontró los versos de maese Wheldrake, que le habían entregado el día
anterior, como había pedido, y los leyó detenidamente. Siempre había
desconfiado un poco de Wheldrake, especialmente cuando el poeta llegó a
palacio con una reputación de sensualidad e impiedad, pero no cabía duda de
que el trabajo de Wheldrake había mejorado considerablemente bajo la
influencia y la disciplina de la Corte. Montfallcon se arrepintió de haber
redactado ya los Honores de la Primavera, pero resolvió pedir a la reina que,
para la siguiente estación, se le otorgara por lo menos una baronía a alguien
que parecía entender tan bien los misterios y las responsabilidades en materia
de Albión.

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Capítulo XVI

En el que la reina Gloriana celebra la llegada de la


primavera y vive el primer aviso de la tragedia futura.

Con un vestido blanco y negro, adornado con pequeños ranúnculos,


margaritas y narcisos, sobre una litera abierta cuyos adornos estaban tejidos
con guirnaldas de hiedra, alhelíes, jacintos y caléndulas, la reina Gloriana
entró a hombros de sus brillantes caballeros en el amplio parque vallado
detrás del palacio. Aquí, gamos y ciervos miraban desde las veteadas sombras
de robles y álamos, tan abundantes que ocultaban a la vista el alto muro,
mientras que por encima, en la balanceante Senda de los Árboles, los
trompeteros acercaban los estruendosos instrumentos a los labios para saludar
el triunfo de la Reina de Primavera.
Hoy aparecía como reina de la más alegre de las estaciones, en el terreno
donde se alzaba el Palo de Mayo, donde los cortesanos ya estaban presentes
como pastores, pastoras, lecheras y sus mozos, un puñado de Cupidos y un
Pan, algunos faunos, cinco dríadas, y un cordero gigantesco. Desde el puente
colgante de Senda de los Árboles y desde las galerías de palacio, muchos
otros nobles visitantes contemplaban la ceremonia.
Bajaron la litera, los caballeros (entre ellos la condesa de Scaith en
atuendo de cazador, con arco y aljaba) tomaron posición a ambos lados en
tanto que la compañía rendía honores y las trompetas volvían a sonar.
Gloriana.
En lo más alto, en una balconada que dominaba el parque, estaba lord
Montfallcon, el Canciller Real, echando primero un vistazo a la encantadora
escena que se representaba abajo y después a las grises nubes que se estaban
acercando con velocidad desde el oeste para oscurecer el sol. Siempre se
había reprochado que no pudiera tener control sobre el tiempo, y que el doctor
Dee, que podría haber sido excelentemente empleado en ello, no hubiera

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descubierto ningún método mágico para extender el poder del Hombre sobre
los elementos. Fuera como fuese, si llovía, el doctor Dee sufriría con los
demás, pues se encontraba entre ellos, disfrazado de sátiro, junto con lady
Lyst (una ninfa acuática en seda azul), sir Amadís Cornfield (un elegante
vaquero), lady Pamela Cornfield (una pastora con cayado y una oveja del
taxidermista), sir Vivien y lady Cynthia Rich (cazador y cazadora), y por
supuesto maese Ernest Wheldrake, en un elaborado disfraz de alguna especie
de ave (tal vez un ruiseñor) con vistoso plumaje y pico dorado, dispuesto a
leer el panegírico de bienvenida a la Reina de la Primavera. Cuando las
primeras grandes gotas de lluvia empezaron a caer, lord Montfallcon alzó la
cabeza para oír el distante trino…

Verde crece la tierra y azul el cielo.


El amor llama a los dos al loco y al sabio.
La omnipotente naturaleza los gobierna a todos,
liberándonos al fin del frígido paño del último invierno,
inspirando a los mozos promesas de matrimonio
y a las doncellas locos pensamientos.
Ningún rostro frunza el ceño bajo este brillante sol.
Cantad loanzas. ¡La Tierra ha vuelto a reverdecer!

Maese Wheldrake apartó de los ojos una o dos mojadas plumas, y leyó un
poco más rápido cuando la tinta empezó a extenderse por el pergamino y a
emborronar líneas que no se había esforzado en memorizar.

Sangre ardiente y corazón latiente confirman


cualquier señal de que Mitra ha vuelto.
Guirnaldas decoran santuarios y secretas enramadas:
aquí viene el Gran Pan a expulsar las oscuras horas.
Ahora por toda la tierra las alegres campanas resuenan:
¡cuándo la Emperatriz de Albión convoca la dorada Primavera!

—Bien dicho, como siempre, maese Wheldrake.


La Reina de la Primavera agitó su cetro de plata, entretejido con mirto, y
los lacayos corrieron a cubrir con toldos verdes la estructura de la litera para
proteger a Gloriana de la lluvia. El resto de los presentes deberían esperar a
que pudieran levantar los toldos.
La lluvia empezó a caer con un ruido sordo como de pies corriendo sobre
su cabeza al tomar la espada que le trajo sobre un cojín el renqueante lord
Ingleborough; poco después, la reina armó como caballeros a algunos
valientes marineros antes de que, como ella mismo dijo, se ahogasen mientras

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esperaban su recompensa. Se nombró a un lord o dos, y se otorgaron tierras
en Virginia, en Catay y en Hibernia a hombres serios que lord Montfallcon
juzgaba dignos de confianza para disfrutar de la responsabilidad de las
riquezas y, al compartir en mayor medida la generosidad del Estado, apoyar
los intereses del Reino con mucha mayor resolución. Se enviaron emisarios al
extranjero con certificados y cartas; a su vez, los enviados extranjeros fueron
recibidos, y sus cartas y saludos leídos y recibidos. Nueve niñas pequeñas
(cada una un poco más joven que la anterior, las hijas naturales de Gloriana)
conducían corderos a través del césped inundado y, entre estornudos,
cecearon sus rimas pastorales hasta que la reina pidió a sus ayas que las
llevasen rápidamente a sus habitaciones y que las secasen antes de que
muriesen de un resfriado.
Abandonaron la Quintana hasta el día siguiente (o hasta que luciese el
sol). El Carro del Sol, por cierto, en el que posaba un avergonzado y apenado
lord Ransley, como Mitra, Dios de la Luz, medio desnudo y mojado con unas
destrozadas gorgueras y bombachos amarillos, tirado por jóvenes y doncellas
para representar los rayos del sol, iba y venía, dejando marcas oscuras a través
de la hierba aplastada. Los músicos, como sátiros y ninfas, se retiraron hacia
el Gran Salón, donde ahora se iba a celebrar el baile, y se canceló la procesión
a lo largo de la Senda de los Arboles. Se decidió continuar con la ceremonia
en la que Gloriana sería atada al Palo de Mayo por sus cortesanos y liberada
por sir Tancred, que representaba a la Caballería de Albión, a no ser que la
lluvia empezara a arreciar, pues el palo estaba ahora protegido por un gran
toldo cuadrado, colocado sobre el mástil como si fuera una vela. Se pidió a
maese Wheldrake que se adelantase y leyese otro poema.
Con sus plumas relucientes de agua, que salpicaba hacia todos lados al
gesticular, Ernest Wheldrake anunció su intención de leer algunas estrofas
recientes de su largo poema épico, que había estado escribiendo durante los
últimos seis años, titulado Atargatis, o la Virgen Celestial.
—Recordará, Vuestra Majestad, que sir Felicites, el Caballero Pastor,
acababa de abandonar la compañía de sir Hemetes, el Caballero Ermitaño,
que lo había orientado de nuevo hacia la senda verdadera en su búsqueda de
la Corte de la reina Atargatis. Pero antes de que pueda llegar a la Corte debe
vivir otras muchas aventuras, cada una de las cuales le enseñará una nueva
lección, lo que le preparará para su puesto como Protector de la Reina, que
debe albergar en su seno Sabiduría, Templanza y Justicia, así como Coraje,
Virtud y Caridad. —Una sarta de gotas de agua se deslizó a lo largo de su
pico y fue a caer sobre los pies de su disfraz.

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—Recordamos vuestra historia, maese Wheldrake, y escucharemos con
considerable y placentera anticipación su continuación —contestó
graciosamente la Reina de la Primavera al sacar maese Wheldrake un mojado
volumen de su plumaje y aclararse la garganta:

Ahora, a través de un sombrío bosque, nuestro buen caballero


cabalgaba despacio con indeciso temor;
de repente, tuvo una visión:
un alto leñador con hacha cortaba
robustos robles y nobles fresnos
y olmos y serbales.
La volante cuchilla cortaba troncos y ramas
así que Felicitas le gritó para que parase
mientras bajaba la lanza en señal de paz.

—Leñador, ¿cuál es tu nombre? —preguntó.
¿Leñador, cómo os llamáis?
Vos, de músculos tan fuertes,
por favor decidme qué horrible propósito pretendéis
para golpear a los pinos de esa forma
y amenazar de muerte a todo este bosque,
y hacer que las raíces saludables mueran también
para que todo este verde se vuelva gris y negro,
y no quede un solo tronco en pie.
¿Cómo os llamáis? Decidme.

El pelo del leñador brillaba como la plata
y no se le podía ver el rostro,
porque su barba, de oro, se lo cubría.
Su pecho de hierro era azabache y verde,
y sus ojos acechaban como feroces estrellas.

Brazos y manos se levantaron
y el caballero cayó con un horrible lamento.
—Mi nombre es Chronos, Lord del Tiempo —gritó el gigante—,
y Leveller, mi hoz, siempre cumple.

—Ya que, en verdad —continuó el gigante con una voz grave—,
con la vida y la muerte siempre debe llegar la Armonía,
y ya que la mente del hombre no puede escoger,
para regular este mundo fuera de control los Dioses han confiado en mí:
Las horas seguirán a las horas, y los días a los días,
y los años seguirán a los años en círculo.

—Pero esto es una tiranía injusta —dijo Felicites—.

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Causará a la gente más pena y tristeza.
Sólo una pregunta, ¿por qué nacemos si tenemos que morir?

—La rueda del Tiempo ha girado —dijo el gigante—, igual que las esferas.
Durante años los mortales lo han dividido
y las estaciones han subdividido el año.
Así los Dioses describen una señal para el hombre,
que en sus últimos años se marchitará.
Pero su cumpleaños siempre volverá,
y si finalmente la muerte le llama,
los dulces labios de la vida le darán un nuevo aliento,
igual que el invierno del hombre da lugar a la primavera.

—Cierto —dijo Felicites mientras tomaba las riendas—,
es cierto que debemos morir un día si antes hemos vivido.
Y si esta acción de Chronos trae dolor al hombre,
también le proporciona una gran alegría.
Ahora pienso que lo que antes llamé ruina ya no lo es,
ya que los árboles florecen y las plantas muestran bellas flores.
Con gran esperanza alzo mis alas,
¡y que la Gloria me guíe a través de la dorada primavera!

A pesar de la lluvia, ése fue el gran momento de Wheldrake. Ninguno de


los asistentes podía ignorar la fuerza de esas líneas épicas, ni sus ideales y
sabiduría. Quizás Una, la condesa de Scaith, que aunque se unió a los
aplausos generales quizás aplaudió una fracción de segundo después que el
resto. Incluso el mismo Wheldrake agradeció las felicitaciones con más gracia
de la habitual, por lo que Una pensó que finalmente había sucumbido a las
demandas de la audiencia y estaba decidido a complacer al público antes que
a su propio ego.
La lluvia cesó. Un tenue sol brilló entre las nubes. Se apartaron las carpas.
Los gamos curiosos seguían observándolo todo desde debajo de los olorosos
robles.
—¡Veis, maese Wheldrake, vuestras palabras han hecho desaparecer el
cielo gris y alejado al sol de su escondite! —dijo halagada la Reina de Mayo
mientras avanzaba hacia el poste donde sería atada. Los músicos reanudaron
su sinfonía, tocando los tambores, los cuernos y las flautas, y los cortesanos
se empezaron a mezclar y a danzar, de un lado a otro, y se acercaron al poste
para atar a una sonriente e infantil Gloriana de pelo dorado casi tan fuerte
como su lord Montfallcon la tenía atada a su Deber.
Montfallcon estaba de nuevo en el balcón. Había escuchado los versos de
maese Wheldrake, y ahora se estaba alarmando por momentos viendo cómo

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los cortesanos ataban a la reina, aun sabiendo que las cadenas estaban hechas
de margaritas y seda. Suspiró profundamente mientras intentaba evitar el
impulso de bajar hasta allí y gritarles que la soltaran. Se controló, tomó una
bocanada de aire y sonrió por su estupidez. Sir Tancred saldría del palacio en
cualquier momento, una vez la reina hubiera recitado sus versos, y la
liberaría. Esta vez los versos serían una creación de maese Wallis, el
Secretario de la Alta Lengua. Montfallcon los encontraba estériles y secos, en
comparación con los de maese Wheldrake.

¿Es que no hay ningún noble caballero de la Caballería,


que pueda soltar a la Reina de Mayo?

Llamó Gloriana, y miró expectante hacia la puerta de donde tenía que salir
su Defensor.
Sir Tancred no apareció.
La condesa de Scaith se puso alerta y se preguntó qué pasaba. Sir
Tancred, siempre muy inclinado a representar estos papeles para la reina,
hubiera entrado a la escena demasiado pronto, pero nunca demasiado tarde.
Gloriana movió la cabeza y repitió sus versos una vez más.
Hubo un silencio. Se oían las gotas de agua cayendo de los árboles del
parque, y de las tablas del Camino del Árbol. El ligero movimiento de los
gamos dio todavía más sensación de quietud a la escena. El sol desapareció.
Y en medio de la muchedumbre desconcertada y de los murmullos,
apareció sir Tancred tambaleándose. No llevaba el casco dorado y su
armadura de oro estaba desabrochada. Las placas sueltas se golpeaban
mientras caminaba, y emitían un ruido sordo.
Los gritos histéricos de lady Lyst fueron imitados por más de uno entre el
público presente.
—¡Sir Tancred! —La reina intentó desatarse, pero estaba completamente
atrapada.
Había manchas de sangre en la armadura dorada de sir Tancred. Y había
sangre en su cara, en su bigote y en sus manos. De sus ojos fijos saltaban
lágrimas y su roja boca boqueó de puro dolor.
La condesa de Scaith fue la primera en llegar hacia él y tomarlo del brazo.
—Sir Tancred, ¿qué ha pasado?
El Defensor de la Reina gimió y musitó unas palabras.
—Está muerta —dijo—. Lady Mary. Yo… Yo vine… ¡Oh, la han
asesinado!

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—¡Liberadme! —gritó Gloriana detrás de ellos, forcejeando en el poste—.
¡Que alguien me libere!

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Capítulo XVII

En el que lord Montfallcon empieza a temer el regreso


del terror, y la reina empieza a cuestionarse el valor del
Mito Virtuoso.

—Hacía trece años —dijo lord Montfallcon distante— que no había visto
tanta sangre.
Bajó la mirada a la cabeza de lady Mary Perrott, medio separada del
cuello, a la espada de sir Tancred, el instrumento del asesinato. Estaba triste,
no por la muchacha que había muerto de forma tan terrible, ni por sir Tancred
por sus pecados, sino por la integridad de su gran sueño. Se había descubierto
al vicio disfrazado de caballería. Estaba resentido con ambos, el asesino y la
asesinada, que tan ominosamente habían perturbado la armonía que había
mantenido con tanta fortuna desde la ascensión de Gloriana.
Lord Ingleborough, cojeando en su vestimenta formal, con yelmo y
pectoral apretándole cuello y pecho y amenazando con provocarle otro ataque
al corazón, dudando todavía de lo que había ocurrido, dijo:
—¿Por qué la ha matado de este modo Tancred? Sólo los celos pueden
volver loco a un hombre de ese modo…
Montfallcon se impacientaba con los tópicos de su viejo amigo.
—Tengo que informar a la reina. ¿Se ha detenido a sir Tancred?
—Lord Rhoone lo apresó.
—Hay que interrogarlo.
—Está loco. —Ingleborough se sentó pesadamente en una de las pocas
sillas que no estaba rota, pues la habitación de lady Mary estaba
completamente destrozada—. Oh, pobre chiquilla. Y preciosa. Una favorita
de la reina. ¿La reina…?
—Se encuentra en sus aposentos —contestó lord Montfallcon con un
suspiro—. Seguramente, la condesa la está consolando. Los Perrott son una

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de las familias más poderosas del país. Van a necesitar algo más que una
explicación convencional para lo que ha ocurrido aquí.
—¿Lo vamos a juzgar, eh? En el viejo tribunal secreto. —Ingleborough se
secó la cabeza. Estaba sudando, tal vez a causa de la fiebre.
—Si la reina lo permite. Pero no veo que pueda venir nada bueno de un
castigo mal aplicado. Podemos confinarlo en las estancias de la Torre de
Bran. Donde está el príncipe Lamartis, y esos dos nobles que nos trajo el
Thane de Hermiston.
—Pero Tancred no es un lunático extranjero.
—La Torre de Bran. Es lo mejor —dijo Montfallcon con firmeza.
—Eso si es culpable. —Ingleborough se calló, gruñendo y debilitado, e
intentó recoger la espada, pero no pudo levantarla. La dejó caer de nuevo
sobre el vestido de damasco empapado en sangre de lady Mary.
—¿Quién más ha podido ser? —preguntó Montfallcon—. En los tiempos
de Hern, podría haber habido un centenar de sospechosos. Pero ahora no hay
ninguno. Tengo miedo, Lisuarte.
Con una última mirada de desaprobación al cuerpo de la joven, lord
Montfallcon empezó a atravesar el apartamento, que parecía un buque que ha
sobrevivido a la carnicería de un combate naval. Ingleborough se arrastró tras
él, como una bestia cansada y abatida.
—No estás bien. —Lord Montfallcon dio apoyo a su amigo con el brazo.
Estaban en el pasillo en el que Patch, vestido de verde como un pequeño
fauno, les esperaba—. Patch, lleva a tu señor a casa. Duerme, Lisuarte.
Mantente firme con él, Patch. —El canciller sonrió al guapo muchacho.
—Sí, señor.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Lisuarte Ingleborough, aferrándose a
los delgados hombros de Patch y mirando hacia atrás a su amigo—. ¿Eh?
—Debo ir a presentar mi informe a la reina.
—Entonces, ¿se ha cancelado la Quintana?
Montfallcon estaba atónito.
—Sí, desde el momento en que el principal protagonista, el Campeón, está
indispuesto.
Lord Ingleborough se encogió de hombros.
—La Quintana es lo único que me interesa de estos entretenimientos.
Aunque comparada con las justas de mi juventud es del todo insulsa.
—Por orden de la reina guardaremos duelo, todos nosotros, por lady
Mary.
—¡Ajá! —Ingleborough se alejó.

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Lord Montfallcon se preguntó si también él estaba chocheando. Miró con
tristeza a su amigo, que se alejaba ya cojeando.
—¿Mi Lord? —Era Wheldrake, medio desplumado y con la máscara de
pájaro bajo el brazo—. ¿Realmente han asesinado a lady Mary?
—Sí.
—¿Quién? —La voz del poeta era tan aguda que casi era inaudible—.
¿Tancred?
—Eso parece. Ésa es su espada. Y el cuello es el de ella.
—¡Por Hermes!
Lord Montfallcon colocó su pesada mano sobre el delgado y tembloroso
hombro del poeta.
—¿Una oda fúnebre, quizá, eh, Wheldrake? La Corte está de duelo a
partir de este momento, por orden de la reina.
—Era una niña. Dieciséis veranos. —Wheldrake temblaba—. Una niña
alegre. Y amaba tanto a sir Tancred, con esa inocencia. Eran amantes
modélicos, pensábamos, y amigos felices. Ella se lo dio todo.
—Pero no lo suficiente para un alma romántica, tal vez. Como la de sir
Tancred, que pedía una entrega tan absoluta como la suya. Recuerda cómo
ardía en deseos de servir a la reina. Su creencia en la Caballería era total. Por
eso lo han rechazado con tanta frecuencia, tan a menudo frustrado y herido
por amor. Demasiado apasionado, demasiado furioso en su lealtad…
—No —respondió Wheldrake—, otro la mató, podría jurarlo.
—¿Quién? —Caminaban despacio uno junto al otro a través de los
silenciosos salones dorados.
—¿Un sirviente? ¿Intentó seducirla, fracasó, y se cobró venganza?
—Improbable, Maese Poeta.
—¿Otro amante?
—Ella no tenía ninguno. —Lord Montfallcon se humedeció los labios—.
Hay que decírselo a su padre. Enviaré un mensajero a Hever. Estoy lleno de
dudas, maese Wheldrake. Creo que es un presagio. En otro tiempo corrió por
este palacio sangre inocente. Apestaba a sangre, sabéis. La sangre rezumaba
de las tapicerías, manchaba las paredes, se incrustaba en los filos de espadas
culpables. Chicas como lady Mary morían a diario: apuñaladas, envenenadas,
estranguladas. Fue un tiempo de oscura locura, y el Miedo expulsó a la Virtud
hacia un rincón escondido. Fue la Edad de Hierro de Albión. No me gustaría
tener ni la más mínima sospecha de su regreso.
—Un asesinato no es suficiente para traer de vuelta la tiranía. —Maese
Wheldrake intentaba confortarlo, aunque él también sentía el frío, como si

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soplara un viento ominoso—. Si sir Tancred cometió el crimen, será juzgado
y encontrado culpable, y todos estaremos tristes durante un mes o dos, no
más.
—¿Así lo creéis?
—Sí. Claro que sí. —Wheldrake se puso confidencial—. Habrá que
encontrar al verdadero asesino, en cualquier caso, si no lo es Tancred. Lord
Rhoone y el sucesor de sir Christopher, trabajando juntos, interrogaran a
todos los sospechosos. Hay tantos que no pueden ser sospechosos…
¡Prácticamente todo el mundo asistía a la ceremonia del Día de Mayo!
—¿Así que pensáis en un sirviente?
—Un sirviente loco, sí; porque es obra de un loco, estoy totalmente
seguro. Si se hubiera planeado, el crimen podría haber quedado oculto.
Veneno, ahogamiento, suicidio simulado. Un loco, sin duda.
—Pero sir Tancred parece loco. —Montfallcon se encogió de hombros.
—De dolor por la muerte de su amada.
—¿Sólo eso?
Habían llegado a las puertas de las habitaciones de la reina.
—Es lo que me dice el instinto —contestó Wheldrake—, y no puedo darle
una explicación racional. —Hizo una reverencia, sus plumas aún goteando
agua, y se despidió.
Lord Montfallcon llamó a la puerta de Su Majestad. Estaba inquieto
porque sólo podía estar de acuerdo con Wheldrake, y no quería estarlo. Sir
Tancred era, como mínimo, un culpable conveniente y sin complicaciones, sin
familia. Sus propias sospechas se dirigían a ciertos enviados extranjeros
invitados a la Corte. Oubacha Khan, por ejemplo, era un hombre sin
escrúpulos que odiaba sentirse frustrado. Además su voto de celibato lo tenía
cada día más tenso. Y el tajo había sido único, con oficio, producido por
alguien acostumbrado a las armas largas. También estaba el belicoso
embajador de Bengala, que, como bien sabía Montfallcon, había matado una
vez a dos muchachas de la edad de lady Mary cuando las encontró juntas en
su dormitorio de palacio. O la hermética Li Pao, que ha cortejado por aquí a
más de una amante y que se vengó personalmente de maese Rhys marcando el
blasón de su familia en sus nalgas. O el enviado islandés, que había sido el
amante de la hermana de lady Mary hasta que la casaron con sir Amadís
Cornfield. O el enviado de Perú, un país famoso por sus baños de sangre, sus
sacrificios humanos… Montfallcon iba a llevar a cabo una investigación con
todas las de la ley, y de nuevo lamentó la ausencia de Quire, tanto como
lamentaba la muerte de sir Christopher. Pero lo que más le atormentaba era la

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oscuridad, la confusión en su cerebro, un caos familiar que había combatido a
diario durante el reinado de Hern.
Cansado, volvió a golpear la puerta de la reina.
Esperaba que Tancred no fuera inocente. Era mucho mejor tener un
culpable, preparado de antemano, que una Corte sumida en especulaciones.
Rumores, chismes, suspicacias y miedo. Todo aquello amenazaría su Edad
Dorada, su Reino de Piedad, su Edad de la Virtud.
Llamó por tercera vez y, finalmente, una pálida dama de honor, todavía
vestida con el ligerísimo disfraz de dríada, abrió la puerta.
—¿Mi lord?
Él entró sin más.
—¿La reina? ¿Dónde está la reina?
—Está llorando, mi señor. Ella amaba a Mary Perrott.
—Sí.
Desconcertado, Montfallcon se quedó mirando a través de la ventana y
contempló malhumorado el césped, las fuentes y los extravagantes arbustos.
Ahora llovía con fuerza. Grandes gotas se precipitaban de un cielo incierto a
través del cual el sol lanzaba algún rayo ocasional. Montfallcon frunció el
ceño y le dio la espalda a la ventana. La habitación, con su aroma a flores y
sus pesadas cortinas, se encontraba a media luz, ocupada sólo por la nerviosa
dríada.
—Anúnciame —le dijo.
—Mi señor, tengo instrucciones de dejarla completamente en paz durante
una hora —respondió con una reverencia.
Montfallcon, con el rostro pétreo de furia, se marchó gruñendo de la
habitación.
—Dile que he estado aquí, muchacha.
—Por supuesto, mi señor.
La muchacha cerró la puerta tras el terrorífico canciller y empezó a
temblar. Por la otra puerta llegó el sonido del llanto, de gritos implorantes:
Gloriana lloraba a su protegida, su dulce y feliz amante, su niña…
Porque Gloriana recordaba los celos que había sentido por la felicidad de
lady Mary y, en su mente confundida por la caballerosidad y fantasía del día,
había concebido la idea de que, por algún tipo de encantamiento, ella había
provocado la muerte de la muchacha. Como si secretamente la hubiera
deseado, como si, de alguna manera, al frustrar el entusiasmo de sir Tancred
por las armas, la hubiera hecho posible. Quizás a causa de la insatisfacción de

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sus pasiones, deseando utilizar su monstruosa espada, la había vuelto contra la
criatura a la que amaba…
Esta lógica miserable se apoyaba en su educación. Pues ella sabía que
representaba a todo el Reino, que tenía la responsabilidad de todo lo que
ocurría en el Reino, y que, si había tenido lugar tan terrible crimen, había sido
porque ella no había sido capaz de anticiparlo y, en consecuencia, prevenirlo.
Y si semejante horror podía ocurrir en su propio palacio, ¿cuántos más
horrores debían existir a lo largo de todo su Imperio, cuánta injusticia oculta,
crueldad oculta…?

¿Es toda esta Edad de Oro un mito para ocultar una verdad más oscura? ¿Es tan
sólo un disfraz inteligente para proteger un presente tan malo como la terrible Edad de
Hierro de mi padre? Peor, porque esto también es hipocresía. Montfallcon me
convenció desde que era una niña de que este sueño, si lo perseguíamos y creíamos en
él, se convertiría pronto en realidad. Sin embargo, Tancred, creía en el sueño y, con toda
seguridad, ha sido destruido por él, e incluso es posible que lo haya utilizado para
justificar sus actos. Permití que Montfallcon me convirtiera en su principal símbolo.
Acepté que era necesario. Y Albión prosperó, se volvió más feliz, atrajo a enviados de
todas las tierras, trajo a estudiosos y su sabiduría, mercaderes y su comercio.
¿O es una simple capa dorada que pronto se romperá para revelar la madera
carcomida que hay debajo? ¿Estamos todos hechizados por esta encantadora fantasía de
Montfallcon y sus soñadores partidarios? El ojo de mi padre sostuvo el mito del
cinismo, negando toda piedad y virtud. ¿Es que el mío mantiene el mito de la felicidad,
negando el crimen? ¿Es tan sólo la sucesión de las edades del hombre un bonito cuento
para animarnos, para ofrecernos una esperanza vacía, un intento de cubrir con la
mentira una verdad demasiado cruda para poderla soportar? ¿Es que ponemos un velo
sobre el caos, como un niño que limpia la superficie de un estanque de hierbajos y se
sorprende cuando, al volver, se encuentra que la hierba y el agua han vuelto a juntarse,
que nada permanece? ¿O enmarcamos un cielo turbulento con nuestros dedos y
creemos que, porque hemos circunscrito nuestra visión a esa pequeña esfera, hemos
capturado y contenido los elementos?
¿O es Gloriana la culpable, por ser indigna de representar la Nueva Edad…?

—¡Oh, Mary! ¡Mary! ¡Mary!


Al momento, la condesa de Scaith que apareció junto a ella y se puso a
acunarla con su cuerpo fuerte y andrógino, abrazándola, besándola.
—¡Shhhh!
—¡Oh, Mary!
—Calla, querida.
—Yo era su madre. Sir Thomas Perrott me la confió. Juré que la
protegería. Tomé su virtud, su virginidad. Tomé su inocencia. Permití esa
relación. La fomenté. No me hacía ninguna gracia. La odiaba, en realidad,

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pero no podía negarle al entregado sir Tancred, porque ella parecía tan feliz, y
yo había tomado…
—No tomaste nada. Lo diste. Fuiste generosa y ella te amaba por esa
generosidad. Como todos nosotros, habría hecho cualquier cosa por ti, no
porque eres la reina, sino porque eres Gloriana.
—Deben colgar a Tancred.
—¡No!
—¡Hay que colgarlo!
—No deben hacerlo.
—Deben…
—¿Qué prueba hay de que matase a Mary? Ninguna.
—Su espada. —Gloriana alzó sus ojos enrojecidos.
—La única arma de ese tipo, excepto las que llevan lord Rhoone y sus
hombres. Cualquiera que la hubiera querido matar podría haber utilizado la
espada. ¿Qué ha dicho Tancred?
—Lady Mary ha sido asesinada. Poco más.
—¿Ha admitido su culpa?
—Lloraba demasiado.
—Tancred es inocente. —Una era insistente—. Mejor culpa a
Montfallcon. Tancred no era violento. Su afición por ella lo exculpa de
entrada. Su única experiencia con las armas era en la Palestra, en combates
simulados. No podía matar a nadie. Ambas lo hemos sabido siempre. Por eso
lo nombraste Campeón, recuérdalo.
Gloriana asintió.
—Es… verdad.
—El asesino es uno de los guardias de Rhoone, loco por lady Mary.
Descubrirás que estuvo allí. Interrogarán a los sirvientes. Un guardia. Con
toda seguridad.
—¡Pero en mi Corte no deberían ocurrir asesinatos, Una!
—Ha ocurrido. El primero en trece años. Y en público. En cualquier caso,
dudo que haya una Corte en todo el mundo que pueda presentar un período de
tiempo tan largo sin sucesos funestos.
—¿Con qué esfuerzos, con qué hipocresías se mantiene la paz?
—Con buena voluntad, con fe, con fe en la justicia, Majestad. —La
condesa de Scaith estaba cansada—. El honor no es más que una invención
del hombre y se mantiene por el honor del hombre. No dudes que la Corte de
Gloriana es virtuosa…

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—He pasado demasiado tiempo con mis propios asuntos, mis propias
preocupaciones, mis propias satisfacciones.
—Has pasado demasiado poco tiempo, querida. —La condesa de Scaith
acarició la cabeza sollozante de su amiga. A Una le parecía en su corazón que
todo había sido consecuencia de su irresponsable aventura en las paredes.
Desde ese día, después de que ambas hubieran descubierto los secretos de las
profundidades, Una había tapiado la entrada a su pasaje. Pero aún seguía
sintiendo como si, al entrar, hubiera liberado un espíritu oscuro dentro del
fulgor del palacio; un espíritu que había poseído a uno de ellos (posiblemente
a sir Tancred) y destruido a lady Mary. Ahora, aunque el espíritu hubiera
huido, había dejado un legado. Pasarían muchos meses antes de que la vida en
la Corte recuperara su antiguo optimismo.
Se oyó un golpe en la puerta.
La condesa de Scaith se levantó y fue a hablar con la dama de honor.
—Lord Montfallcon ha estado aquí, mi señora, y dejó un mensaje. Ahora
espera fuera el doctor Dee.
Una salió de la habitación de la reina y cerró la puerta.
—Hablaré con él.
La dríada abrió la puerta y Dee entró como una exhalación, magnífico en
su negro de duelo, con la barba blanca enfatizando la dignidad de sus ropas.
—La reina descansa —le dijo la condesa de Scaith.
—Traigo buenas noticias —le explicó el doctor Dee—. Estoy convencido
de la inocencia de sir Tancred.
—¿Un testigo? —Una se desplazó hacia la puerta de la reina, para darle la
noticia.
—No.
Una se detuvo.
—No exactamente —prosiguió Dee—. Creo que un visitante de maese
Tolcharde pudo cometer el crimen. Llegó recientemente, acompañando al
Thane de Hermiston, que había estado en uno de sus viajes a algún plano
astral. Se trata de una criatura feroz, un bárbaro con espada, hacha, maza y
dagas, de hierro y cobre pulido, pieles y cuerno, con algún nombre extranjero
que he olvidado. Bueno, en resumen, se escapó del Thane y pensamos que
algunos demonios se lo habían llevado de vuelta a su mundo. Ahora creo que
se encuentra en algún lugar de palacio.
—Pero ¿qué pruebas tiene, doctor Dee?
—Sé que sir Tancred es una criatura gentil y caballerosa, cuyo amor por
lady Mary iguala su amor por Albión.

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—Su espada —le recordó la condesa al sabio—. Su sangre en la
armadura.
—Porque la sostuvo contra su cuerpo. Lo he visitado. Lord Rhoone lo
tiene en una de las antiguas estancias, con barras, cerraduras y todo lo demás.
—¿Se encuentra cómodo?
—Tiene cubiertas sus necesidades físicas. Pero grita. Delira. Está poseído.
—¿Poseído por vuestro demonio? —preguntó ella.
—¿Mío? Los demonios que me visitan son dóciles, se lo puedo asegurar,
y su actividad es beneficiosa.
—Repito lo que otros dicen —le contestó.
—Sí. Sois una escéptica, mi señora, lo sé.
—No exactamente una escéptica, doctor Dee. Diferimos en cuanto a las
interpretaciones. Pero hablábamos de sir Tancred.
—Creo que está cuerdo. Es decir, creo que estaba cuerdo hasta el
momento en que encontró el cuerpo asesinado. Ahora no puede creer lo que
ha ocurrido. Su mente intenta negar la verdad. A ratos llora y a ratos su
semblante se vuelve luminoso y parece hablar racionalmente, excepto por el
hecho de que habla de lady Mary y de su próxima boda, y pregunta si ella lo
va a visitar, y otras cosas por el estilo. Es una locura triste. No es la locura de
la culpa, sino la del dolor.
—¿Así que ese bárbaro huido es el culpable?
—No se me ocurre quién, si no, podría haber cometido semejante
bestialidad, semejante acto sin sentido. Porque no es una maldad ordinaria la
que ha inspirado esa muerte.
—Pienso lo mismo. Pero en cuanto al bárbaro…
—He enviado en su búsqueda al Thane. También los hombres de lord
Rhoone se han unido a la caza, pues Rhoone comparte mi sensación sobre la
inocencia de Tancred.
—No creo que lo encuentren —dijo Una, apenas consciente de que estaba
hablando.
—¿Cómo?
—Aun así espero que lo hagan, doctor Dee. ¿Alguien más ha visto a ese
sospechoso?
—En el palacio, no. El Thane, por supuesto, y maese Tolcharde.
—Semejante bárbaro se haría notar.
—Sí, salvo que hoy estábamos todos disfrazados. Al final encontraremos
algún testigo.
—Si es que existe.

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—¿Duda…?
—Lo único que dudo es que sea el asesino. Creo que volvió, como fue
vuestra primera suposición, a su propia esfera. Mi instinto me lleva a
sospechar de un enemigo dentro de la Corte.
—Mejor acusar a un intruso, ¿no? —El doctor Dee puso un énfasis
especial en estas palabras.
—¿Para calmar a la Corte?
—Sí.
La condesa de Scaith puso la mano sobre su cadera y asintió con lentitud.
—Y tenemos que salvar a sir Tancred —añadió el alquimista—.
Seguramente es inocente.
—¿Salvarlo con una mentira? ¿Por conveniencia?
—Esto no es una mentira, sino una especulación.
La sonrisa de Una no traslucía ningún estado de ánimo.
—Una sutil diferencia, doctor Dee.
—Asegura que los inocentes no sufran.
—Ésa es una mala lógica y conduce a lo peor.
El doctor Dee se encogió de hombros.
—No soy un político. Puede que tenga razón. Por otro lado, podemos
encontrar al bárbaro.
—Esperémoslo.
—¿Se lo dirá a la reina? ¿Le dará esperanzas?
—Si eso le complace, doctor Dee…
—Cree que soy un loco, ¿no?
—Os respeto, doctor Dee. Más de lo que os podéis imaginar, creo.
—¿Qué? —El doctor Dee se acarició su barbado mentón—. Sois un
misterio para mí, mi señora. Me sorprendió que mis investigaciones os
parecieran tan sospechosas, teniendo como tenéis un cerebro tan rápido y
flexible.
—Posiblemente sólo discrepo de vuestros métodos de investigación,
amigo mío.
—Entonces debemos discutir sobre ello. Yo siempre estoy dispuesto…
—No es el momento.
—Por supuesto. Pero se lo diréis a la reina. No quisiera que se apene más
de lo debido. Sé que lady Mary era muy importante para ella.
—Comprendo vuestros motivos, señor.
—Entonces todo mi agradecimiento para vos, condesa de Scaith.

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El doctor Dee salió al pasillo, mirando a derecha e izquierda, como si no
estuviera seguro de la dirección. Luego se encaminó hacia sus propias
habitaciones, a través del Salón del Trono de Hern, en el Ala Este. Era
verdad, como había sospechado la condesa de Scaith, que sólo creía a medias
la historia del Thane acerca de un bárbaro misterioso, pero creía totalmente en
la inocencia de sir Tancred y su misión había sido asegurarse que la reina lo
supiera. Ahora había cumplido y podía volver a sus experimentos; se
preguntaba si se podría usar el antiguo arte de la necromancia para devolver a
lady Mary de la muerte, aunque sólo fuera un momento, para conocer de sus
propios labios el nombre del asesino. De todas formas, no tenía demasiada fe
en dichas prácticas. Creía que había medios mejores, alquímicos, para
producir los efectos que habían reclamado los antiguos hechiceros de los
tiempos de Hern, a quienes él mismo había ayudado a desacreditar.
A pesar de eso, pensaba que si los muertos podían ser resucitados, por el
medio que fuera, ¡cuántos conocimientos se podrían adquirir! Todo el
conocimiento perdido de los antiguos, de aquellas distantes edades
preclásicas, las anteriores Edades de Oro y Plata de la juventud del mundo.
Los secretos de las estrellas, de la transmutación, de la navegación…
Estos ensueños esperanzadores libraron al doctor Dee de la melancolía,
hasta que llegó a sus habitaciones y se detuvo ante la puerta de su dormitorio.
Cuando se decidió a entrar se dio cuenta con cierta sorpresa de que tenía
un visitante.
La figura estaba sentada junto al escritorio del doctor Dee, inspeccionando
un telescopio a medio construir, intentando colocar la lente que el doctor Dee
no había terminado de pulir a su entera satisfacción.
Dee frunció el ceño.
—¿Señor?
—Señor —contestó el visitante como si fuera el eco. ¿Un doppelgänger?
—¿Os conozco? —preguntó Dee—. ¿Sois uno de los parientes de
Murdoch? —Sintió un escalofrío como si, por fin, estuviera cara a cara ante
un verdadero demonio.
—Os conozco, señor, y conozco vuestros deseos más íntimos.
—¿De verdad? —Dee sonrió.
—De verdad.
La figura se levantó, permaneciendo en las sombras mientras se movía a
lo largo de la pared, acercándose a donde se encontraba Dee, quien todavía
tenía la palma de la mano posada en el picaporte de su dormitorio.
—¿Entramos, doctor Dee?

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—¿Por qué? —Dee se había enfrentado demasiado a menudo a las
peculiaridades de la naturaleza y a las diversas manifestaciones de lo
sobrenatural como para sentirse realmente perturbado, pero su dormitorio
contenía el único secreto que se negaba a compartir.
—Porque —dijo lentamente la figuraos quiero ofrecer un trato. Sé lo que
tenéis ahí dentro. Conozco los problemas que habéis experimentado. Los
puedo resolver.
Dee dudó. Notó que su corazón empezaba a latir con fuerza.
—¿Estáis seguro de que podéis?
—Y os puedo dar lo que habéis deseado durante tanto tiempo.
—¿El precio?
Un encogimiento de hombros.
El doctor Dee rió mientras giraba el picaporte y abría la puerta, dejando
que su invitado le precediese.
—Habéis venido a comprar mi alma, ¿no es así? —Sus ojos echaban
chispas.
—No, señor. He venido a venderos una, o, al menos, ofreceros los medios
para obtener una.
La puerta se cerró a sus espaldas. Los papeles salieron volando durante un
momento, por la corriente de aire, y se volvieron a asentar. Una rata negra,
que se había escondido al entrar el doctor Dee, volvió a aparecer y atravesó
corriendo la habitación hasta llegar a un banco, por el que empezó a subir.
Sobre el banco había una jaula. En la jaula estaba sentada otra rata, una
hembra blanca, mirando con sorprendida fascinación a su salvaje visitante,
con los bigotes temblando y el corazón latiendo con fuerza.
La rata negra alcanzó los barrotes y olisqueó la jaula; luego, chilló una
orden. Lentamente, de forma compulsiva, la rata blanca empezó a moverse
hacia la rata negra hasta que estuvieron hocico frente a hocico.
De súbito surgió un grito del dormitorio y la rata negra levantó la vista,
dispuesta a salir corriendo.
—¡No es posible!
—Oh, lo es, señor, os lo aseguro.
—En ese caso, amigo mío, ¡os lo daré todo!
La rata negra volvió a su olisqueo.

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Capítulo XVIII

En el que lord y lady Rhoone discuten acerca de la


aparición de misteriosas perturbaciones en el orden de
la Corte.

—Debería —dijo lord Rhoone, tomando la última tajada de ternera de la


bandeja que le presentaba el sirviente— haber habido un juicio, querida.
Estaban comiendo en sus propias habitaciones, abarrotadas de muebles,
calentadas por el sol de principios de junio. Lady Rhoone, al otro lado de la
mesa, colocó su gran barbilla roja sobre la mano, dejó de lado el cuchillo y
tomó una rebanada de pan, que contempló con aburrimiento.
—¿Hablas de Tancred?
—Es inocente, lo juraría.
—Parece feliz en la Torre de Bran. Está convencido de que es un
caballero encarcelado por un ogro. Espera la llegada de una doncella guerrera,
de una Clorinda, que lo rescate. Inocente o culpable, corazón mío, está loco y
en algún sitio hay que tenerlo. La reina lo visita. Otros también. —Dio un
mordisco al pan.
—Pero debería haberse demostrado su inocencia y haberse dedicado un
mayor esfuerzo a descubrir al verdadero asesino. —Lord Rhoone limpió su
negra barba con una servilleta y resopló—. Tal como están las cosas, persiste
la sospecha de que el asesino sigue libre y puede volver a matar. Sin juicio,
sin ceremonia, sin sentencia. Eso es lo que ofendió tanto a sir Thomas.
—Lord Montfallcon se ha esforzado al máximo, Bramandil. No vieron a
nadie más que a Tancred en las habitaciones de lady Mary. Durante un mes
Montfallcon ha buscado e investigado. Aún sigue con sus pesquisas.
—Sí, y no tranquiliza a nadie. Mira qué extraño es el comportamiento del
doctor Dee, ¿tendrá algo en la conciencia? O sir Orlando Hawes, cada día más
taciturno y agresivo. O sir Amadís Cornfield, que ahora odia a lord Gorius

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Ransley; o maese Florestan Wallis, que inventa excusa tras excusa para
librarse de sus deberes cuando era, hasta hace poco, el más concienzudo de
los sirvientes de la reina. Todo desde la muerte de lady Mary. Sir Thomas
Perrott viene a la Corte con todos sus hijos, jurando que cortará a piezas a
Tancred, y al cabo de poco, después de una entrevista, también clama por la
inocencia de Tancred y registra el palacio día y noche en busca del verdadero
asesino. —Lord Rhoone bajó la voz—. Después desaparece. Desaparece,
querida, en la noche. Y nadie puede encontrarlo. ¿Quién fue el último que lo
vio? ¡Seguramente el mismo asesino! Y mató al padre como mató a la hija,
pero esta vez ha escondido el cuerpo. Y sus hijos siguen la búsqueda, después
se van, como una jauría, clamando que los sarracenos son los culpables y
rechazando dar el nombre de su informante.
—¿Por qué Arabia? —preguntó masticando.
—En venganza por la muerte de lord Ibram, ¿te acuerdas?
—Entonces, ¿lady Mary mató a Ibram? —Lady Rhoone negó con la
cabeza—. ¡Oh, querido!
—Los rumores dicen que Ibram la quería y la insultó: que ella fue
vengada, quizá por el espía sin rostro de Montfallcon, y entonces, en
venganza, la mataron a ella.
—Pero ¿dónde está el espía?
—Muerto. Asesinado por los sarracenos.
—¿Estás seguro?
—Es lo que se dice.
—Así que ahora los hermanos Perrott buscan al árabe que lo hizo.
—Se rumorea que es lord Shahryar, el embajador, que ha regresado
temporalmente a su patria.
—¿Los Perrott lo perseguirán hasta Arabia?
—No lo dicen. Pero son una familia muy poderosa; son propietarios de
barcos. Tienen bastante parentela nobiliaria. Tienen una flota lo
suficientemente grande para amenazar con la guerra y parece que van en
serio.
—No actuarán en contra de los intereses de la reina, ¿no? —Lady Rhoone
descubrió que seguía hambrienta e hizo un gesto a un criado para que volviera
con una bandeja de patatas fritas. Se quedó mirando mientras las servían en su
plato—. Los Perrott son famosos por su lealtad.
—Cabe la posibilidad de que se crean traicionados por la reina.
—¿Y la reina?

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—Ella cree que los ha traicionado porque lady Mary estaba bajo su
protección. Cree que ha traicionado su confianza. Así que, cuando los Perrott
le espetaron que estaba protegiendo al asesino por consideraciones políticas,
ella juró que no era así, pero en un tono que ellos creyeron que mentía.
Porque su voz temblaba, ¿lo ves, mi amor?
—¿Tomaron eso por una confesión?
—Sí.
—Ah, la pobre reina. ¡Como si su pena no fuera ya insoportable! —Lady
Rhoone masticaba una patata con tristeza—. No cuenta con ningún artificio
para disfrazar sus verdaderos sentimientos, excepto la dignidad que le es
natural. ¿No habló Montfallcon con los Perrott?
—Desconfían de él. Siempre lo han hecho, porque, en los tiempos de
Hern, Montfallcon traicionó a su tío, que fue asesinado.
—Así que hay precedentes.
—Exactamente. Viejas cuentas, que el padre enterró con la ascensión de
Gloriana. Era leal, y ambicioso respecto a sus hijas. Una consiguió un buen
marido, sir Amadís Cornfield, la otra se casó con el joven sir Lepsius Lee
(que había sido amante de la reina), y las tres muchachas gozaban del favor de
la Corte. A través de ese favor, sir Thomas Perrott amplió sus posesiones y
sus flotas, dando a cambio un buen servicio a Albión, algo que nadie ignora.
Pero ahora los hijos llaman a sus hermanas poco menos que traidoras y, según
he oído, al menos cinco de sus barcos se han transformado en buques de
guerra. A Montfallcon, por supuesto, se le está acabando la paciencia.
—¡Gran Mitra, Bramandil, mi señor! ¿Estás insinuando que puede haber
una guerra civil? ¿Bajo el mandato de la reina?
—No una guerra civil, porque nadie se va a unir a los Perrott. Aún no, en
cualquier caso. Pero sí un sangriento levantamiento para perturbar el Reino y
debilitar la fe del pueblo. A menos que se permita a los Perrott atacar Arabia,
lo que implicaría la guerra con el más poderoso de nuestros protectorados. Es
decir, una especie de guerra civil en el exterior, en cualquier caso, si no se
para a los Perrott.
—¿Y sir Thomas Ffynne?
—La reina ha pagado virtualmente un rescate por su liberación. Ha
aceptado restaurar los barcos que destruyó en el combate naval. Con su
regreso, Su Majestad podrá ser aconsejada. Y él no estará afectado por la
locura que padece el resto de la Corte desde el asesinato de lady Mary.
También traerá información de Arabia.
—¿Tú crees, mi amor, que Arabia es responsable del asesinato?

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—Me resulta improbable. Lord Shahryar siempre me pareció un hombre
práctico.
—Entonces, ¿alguien está trabajando para volver al uno contra el otro? —
Lady Rhoone frunció el ceño ante su propia perspicacia—. Sólo puede ser
eso.
—¿En interés de quién tanto jaleo? —Lord Rhoone movió su corpachón y
se levantó, separando los pies y estirándose en su uniforme verde y rojo, de
forma que su pectoral dorado parecía hincharse junto con su pecho—. La
Corte depende de la estabilidad. No estamos en tiempos de Hern, cuando se
podían obtener ventajas del asesinato y la traición. Ahora se ganan a través
del servicio, la caridad y la lealtad.
—¿Algún complot extranjero?
—Estamos todos demasiado dispuestos —contestó sabiamente lord
Rhoone— a culpar de nuestra desgracia a alguna fuente externa. Yo soy muy
reticente a echar las culpas a los extraños antes de estar seguro de que el mal
no anida entre nosotros.
Su mujer lo abrazó, engullendo la armadura con su gran pecho.
—Eres demasiado justo, corazón. Demasiado cauto. Demasiado amable
para tu posición.
—Yo protejo a la reina.
—Y con energía.
—Para protegerla no puedo dar rienda suelta a los oscuros caballos de la
imaginación, que harían que mis pensamientos se alejasen, poco a poco, de mi
deber. Por eso rechazo las especulaciones. Como hace lord Montfallcon,
aunque su tarea es más dura. Si la Corte sufre una locura veraniega peor que
las que ha sufrido en el pasado, entonces es mi deber contrarrestarla con
sentido común.
Ella lo besó.
—¿Pero no tendrás ningún inconveniente si visito nuestras propiedades, y
me llevo a los niños conmigo?
—Yo pensaba lo mismo. Vete pronto.
Lord Rhoone alzó su gran cabeza para contemplar pensativo una bandeja
de manzanas.

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Capítulo XIX

En el que se debaten cuestiones de diplomacia y los


pensamientos de lord Montfallcon se vuelven aún más
negros.

Iguanas y pavos reales daban una singular cualidad tropical a los recintos de
verano de la reina acechando y paseándose por la hierba, los bancos de flores
y las terrazas de los jardines. El extraño olor a cuero de los grandes reptiles
iridiscentes, traídos como regalo por sir Thomas Ffynne y guardados la mayor
parte del año, dormidos, cerca de los hornos que calentaban el palacio, llegó a
la nariz de Gloriana a través de las ventanas abiertas mientras estudiaba los
planes que le había presentado maese Marcilius Gallimari, Maestro de
Ceremonias.
—Será como siempre un acto brillante y elaborado, Majestad —le dijo
con entusiasmo—, con toda la parafernalia de la caballería ancestral. Se
celebrará en el patio central, para recordar al pueblo su suerte. Con vos misma
como reina Urganda, para cuando os presentéis en la Palestra.
La reina suspiró.
—Los planes parecen inteligentemente concebidos. —Se reclinó en el
sofá y se abanicó con languidez. Iba vestida con linos, muselinas, encajes y
sedas de colores claros, con un pequeño sombrero de encaje sobre su
reluciente cabello.
—Os doy mi aprobación.
—Debo pedir a maese Wheldrake algunos versos, pues el tema está muy
cerca de su corazón.
—¿Versos? Por supuesto. Y debería encargar algunas líneas, al menos, a
maese Wallis o se sentirá ofendido.
—¿Quizás un preludio y una canción?
—Excelente.

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—Maese Tolcharde creará los efectos. ¿Y la parte de los caballeros, los
dioses, las diosas, los monstruos y demás?
—Elija a quien desee.
—Algunos ya han escogido su papel. Se requiere vuestro permiso,
Majestad. —En su negro rostro apareció una sonrisa.
—Lo tienen.
Maese Gallimari estaba algo frustrado por el evidente desinterés de la
reina respecto a su elaborado entretenimiento, planeado para el Día de la
Coronación. Sin embargo, ya se había ido acostumbrando a su aparente
indiferencia desde las Festividades de Primavera. Algunas veces estaba
seguro de que lo hacía responsable de la muerte de lady Mary. Dudando, con
la esperanza de detectar algún signo de negación o confirmación de sus
temores, añadió:
—¿Y la música, Majestad?
—Encargadla.
—Habrá que pagar al compositor y al conjunto.
—Les pagaremos.
—Y los bailarines.
—Maese Priest puede proporcionarlos, como siempre.
—Sí, Majestad.
Maese Gallimari observó con disimulo el serio y trágico rostro de la reina
de Albión.
—¿Vuestra Majestad no está contenta?
—¿Con los Entretenimientos de Verano? Vuestras invenciones, como
siempre, maese Gallimari, son excelentes. Será una alegre competición.
Estaba seguro de que había una nota de ironía en las palabras de la reina.
—Parece, Majestad, que habéis perdido interés en mi trabajo. Si existe
alguna falta…
La reina sonrió e intentó ser más cortés.
—Maese Gallimari, vuestra única falta es que leáis desaprobación donde
sólo hay tristeza. —La reina estaba espléndida—. Os miro, maese Gallimari,
para mejorar mi humor. Esforzaos al máximo. Sabremos valorarlo.
Aliviado, el guapo napolitano hizo una reverencia, se inclinó y salió
caminando hacia atrás.
La reina vio que la condesa de Scaith, con ropas veraniegas y agitado
miriñaque, atravesaba el césped en compañía de una atenta lady Lyst, cuyos
ojos azules se abrían de par en par ante los pesados reptiles, al tiempo que se
apoyaba, con un gesto cómico, en el brazo de la condesa.

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—¡Dragones, a fe mía!
—Protegen a la reina —iba diciendo Una con ligereza—, como los
dragones que guardaban a la antigua reina Gwynifer.
—Los necesita. —Lady Lyst se enderezó—. Todos estamos en peligro. En
especial las mujeres. Habrá más asesinatos. Wheldrake también lo cree. —
Intercambió una mirada con los fríos ojos de un lagarto.
—¿Habéis oído algo?
—Lo intuyo, eso es todo.
—A diferencia de vos, lady Lyst, yo no puedo confiar sólo en una
sensación.
—Éstos no son días para confiar en la lógica. A más inteligencia, más
confusión. Y mi pobre cabeza siempre está confundida, incluso en el mejor de
los tiempos. —Lady Lyst se rió de sí misma e hizo una reverencia en cuanto
vio salir al jardín a la reina—. Majestad…
—Lady Lyst, Una… Un día encantador.
—Me temo que demasiado caluroso para mí —contestó lady Lyst,
ajustándose los puños y el cuello y apartando sus rizos de color miel—.
Tengo tanta sed…
Las tres se dirigieron hacia una fuente de mármol decorada con esculturas
del rey Alejandro Magno en la Corte de la reina Hécate de Iberia, con ninfas
acuáticas y delfines. Alzaron sus caras hacia el chorro de agua.
—Nunca había hecho tanto calor. —La reina sacudió la humedad de la
cotilla y las faldas—. Parece que ha infectado todo el palacio, levantando
extrañas pasiones en las personas más improbables.
—¿Vuestra Majestad cree que es sólo el clima lo que provoca este estado
de ánimo? —Lady Lyst parecía desear una respuesta afirmativa.
—El tiempo nos influye mucho. —Gloriana volvió los ojos hacia el cielo
azul, protegiéndose del sol con una mano cubierta de encajes—. Yo al menos
siempre lo he creído así, lady Lyst. Ya veréis. Cuando se suavice el tiempo,
nuestras sensibilidades se volverán más equilibradas.
Lady Lyst tropezó con un pequeño escalón y se inclinó hacia delante con
los brazos extendidos para recuperar el equilibrio.
—Me habéis animado, señora.
Se acercó a ella, como si buscase un asiento, o quizás una botella.
Les llegó un grito desde detrás de un gran arbusto esculpido, y vieron
aparecer una criatura de largas patas, aparentemente acorazada con placas a
cuadros, que atravesó el sendero, pasó por otro seto y corrió hacia una
extensión de césped. La reina y sus damas se detuvieron asombradas al ver

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aparecer un trío de guardias con gorgueras y tabardos ondeando y gorras
torcidas, que blandían las espadas en pos de la acorazada y veloz figura,
mientras tras ellos, jadeando, implorante, con una bata manchada y un gorro
de terciopelo, maese Tolcharde gritaba:
—¡Quietos! ¡Quietos! ¡No le hagáis daño!
—¡Maese Tolcharde! —La voz de la reina lo obligó a detenerse con un
traspié; se giró para hacer una rápida reverencia, mientras sus ojos seguían a
los soldados y a su presa.
—¿Qué es esto, señor? —El tono de la reina era imperioso, por costumbre
o, quizá, para divertir a sus dos amigas—. ¿A quién están dando caza, maese
Tolcharde?
Él intentó hablar. Agitó las manos. Le atormentaba la duda, tenía un
dilema.
—Señora. Todo lo que necesita es un pequeño ajuste. Perdonadme.
—¿Uno de vuestros sirvientes? ¿Un cautivo del Thane?
—No, Majestad. No es un sirviente. ¡Oh, cielos! —Ardía en deseos de
proseguir con la persecución. Sus ansiosos ojos seguían la rápida y
cuadriculada figura que ahora corría alrededor de un gran tejo, aplastando un
macizo de pensamientos y golpeando a uno de los soldados.
—Al principio pensé —dijo lady Lyst— que era sir Tancred que se había
escapado de la Torre. —Lamentó su falta de tacto y cerró sus hermosos
labios.
—¿Qué es eso, señor? —preguntó la reina.
—Un arlequín, señora.
—¿Un comediante? ¿Qué tiene que ver con vos?
—Es mío, señora. Hecho por mí, señora. Una criatura mecánica, señora.
Quería presentároslo en… os lo presentaré más tarde. Sólo os pido, señora,
que les digáis a vuestros guardias que no le hagan daño. La maquinaria es
delicada.
—¿Y se rompe fácilmente? —La reina se estaba divirtiendo.
—Por el momento. Todo se arreglará. Si puedo continuar, señora.
—Intentad no destruir todo nuestro jardín, maese Tolcharde.
El inventor se inclinó con rapidez, agradecido, y salió corriendo, gritando
a los guardias.
—¡Quietos! Le vais a hacer más daño. ¡Dejadme que accione la palanca y
se detendrá!
Las tres mujeres se sentaron en un banco de piedra y rieron a carcajadas,
con una alegría de la que no habían podido disfrutar en las últimas semanas.

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Sin embargo, fue esta risa lo que le recordó a la pobre Gloriana una vez
más su deber: deseaba devolver a su Corte esa tranquilidad, esa confianza
alegre, que ahora estaban amenazadas. Montfallcon, perdido en oscuras
sospechas, ya no era capaz de trabajar en pro de la tranquilidad, aunque juraba
que sus ambiciones no habían cambiado. Lord Ingleborough, cada vez más
enfermo, no podía apoyarla, y la mitad de su Consejo parecía abstraído,
ensimismado. Incluso el entusiasmo del doctor Dee por sus investigaciones se
había desvanecido, aunque pasaba la mayor parte de las horas en su
alojamiento. Gloriana seguía creyendo que había traicionado a lady Mary, y
se sentía a su vez traicionada por los miembros de su Consejo, aunque es
posible que hubiera esperado demasiado de ellos. Estaba decidida a que el
optimismo y la buena voluntad volvieran a la Corte. Debía animar a sus
hombres. Debía librarlos de sus malos humores. Debía ser Albión, aunque
tuviera que cargar ella sola con toda la responsabilidad. Por el momento no
había nadie en quien se pudiese apoyar, excepto Una. Pero Una era
fundamentalmente una amiga íntima, cuya principal preocupación consistía
en cubrir las necesidades íntimas de la reina. Gloriana paró de reírse, se
levantó del asiento y se despidió.
—He convocado a mi Consejo Privado y me esperan ahora —dijo.
La condesa de Scaith se puso seria y quiso detenerla, pero Gloriana ya se
movía entre iguanas sibilantes y pavos reales gritones, de vuelta hacia las
puertas de sus habitaciones.

En la Cámara Privada, el Consejo de la Reina estaba a punto de reunirse; las


caras sudorosas se veían moteadas por los ardientes colores de la grandiosa
cristalera. Los cuerpos revestidos de colores rivalizaban con la espléndida
ventana, magníficos en sus galas veraniegas.
En un sofá, que había sido transformado mediante listones de madera en
una litera, los sirvientes entraron a lord Ingleborough. Su corazón seguía
debilitándose; ahora tenía gota en todas las extremidades, de manera que casi
no podía firmar los documentos, y sufría bastantes dolores, aliviados por
varias pociones, aunque sólo parcialmente. Seguía vistiendo su atuendo
formal al completo, con sus ropajes y su collar de oficio, y conservaba su aire
de autoridad, pero sus inteligentes ojos se empañaban con frecuencia a causa
del dolor. La gota se había extendido rápidamente, como si la hubiera traído

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el mismo aire que introdujo el asesinato en la Corte, de manera que sir
Amadís Cornfield, que a veces caía fácilmente en la superstición, había
considerado la idea de que lady Mary había sido sacrificada en aras de un
demonio, invocado por alguien del oficio del doctor Dee, y que el demonio se
movía por todas partes sin ser detectado, extendiendo locura, enfermedad y
dolor. Miró a través de la mesa al doctor Dee, que parecía más viejo, más
frágil, casi tan débil como Ingleborough, aunque extrañamente animado. Sir
Amadís apartó estos pensamientos de su mente y los centró en asuntos más
placenteros: su pequeña amante, que había llegado justo a tiempo a aliviar
todas sus cargas. Pero su bienestar desapareció cuando recordó los
despiadados intentos de lord Gorius Ransley de alejar de él a la muchacha,
hasta el punto de insinuar que la esposa de sir Amadís sería informada. Lord
Gorius, un viudo cortejado por muchas señoras solteras, intentaba, en opinión
de sir Amadís, seducir a su chica por pura malevolencia. En los viejos
tiempos habría estado tentado de solucionar el asunto con un duelo.
Lamentaba la desaparición de algunas costumbres de Hern. Miró a su rival.
Lord Gorius fingía ignorarlo.
En otro lado de la mesa, maese Florestan Wallis estaba componiendo
versos en un papel, con una mirada de ridícula serenidad en sus delicados
rasgos de estudioso, mientras, a su lado, maese Orme tarareaba una melodía y
olisqueaba un ramillete, aparentemente tan contento, a su manera, como su
compañero de Consejo. Maese Gallimari estaba ocupado con sus gestiones.
Sir Vivien Rich renegaba a causa del calor y regaba de sudor mesa y objetos,
pidiendo muchas disculpas. Maese Palfreyman y maese Fowler bostezaban y
charlaban sobre el calor de sir Vivien, comentando que aquel clima les
causaba un sopor insoportable.
Lord Montfallcon, sentado en su silla, con el rostro oscurecido por las
preocupaciones, miró a lo largo de la mesa al Consejo Privado y se preguntó
cómo había podido reunir a semejante pandilla de petimetres y bocazas.
Decidió que los sustituiría a todos, incluso a Lisuarte Ingleborough, que
estaba cada vez más incapacitado para ejercer sus deberes. Recordó con qué
cuidado había seleccionado a esos hombres, basándose en su carácter e
inteligencia. De nuevo empezó a cuestionar su propio juicio, pero fue
interrumpido por sir Orlando Hawes, que entró jadeando, de blanco,
abrochando un botón de su jubón y disculpándose por el retraso. Su piel de
ébano parecía tener una apariencia poco saludable; sudaba y olía fuertemente
a agua de lavanda y a dormitorio de mujer, mientras que casi todos los demás
apestaban a rosas o ramilletes de flores. Una magnífica colección de flores

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marchitas, pensó Montfallcon. La primera crisis del Reino en casi trece años y
estaban rotos. Y aun así se preguntaba si el cambio lo había provocado sólo el
asesinato. Parecía poco probable. Añoraba a algunos de sus antiguos y
adustos colegas, ahora muertos, exiliados o retirados, que habrían respondido
al problema con una actitud práctica. Un sirviente o dos en el potro, un noble
o dos amenazados con acusaciones de traición, y la verdad habría salido a
relucir a gritos.
Se abrieron las puertas. Todos se levantaron, incluso Ingleborough, al
entrar la reina. Vestida con sus pesadas galas, se movió lentamente hasta su
silla; al inclinarse, cegó a sus consejeros con la brillante luz proveniente de la
ventana. Se quedó de pie delante de la mesa durante un momento,
contemplándolos pensativa, y luego se sentó, permitiendo que ellos se
volvieran a sentar.
—Buenos días, caballeros.
Montfallcon se sorprendió por el tono animado de su voz.
—¿Qué negocios tenemos? —preguntó, después de que los consejeros le
devolvieran el saludo.
Lord Ingleborough, olvidando el protocolo, anunció:
—El rescate de Thomas Ffynne ha sido aceptado. Volverá en breve en su
propio barco.
—Estupendas noticias. Pero debe ser reprendido, mi Lord Almirante.
Todo su botín, si es que tiene alguno, confiscado. Y debe entregar una suma
para su propio rescate.
Lord Ingleborough asintió, mostrando que estaba de acuerdo con estas
medidas.
Montfallcon sintió que se elevaba su propio espíritu. Últimamente la reina
no se había preocupado de los negocios del Consejo, ni les había ofrecido
apenas orientaciones. Ahora volvía a ser valiente. Una ola de calor recorrió su
interior. Su Gloriana volvía a mostrar la fuerza de su padre. El Consejo se iba
animando, mirando con expectación hacia donde se sentaba la reina, que
permanecía con la espalda recta, sonriendo.
—Majestad —empezó a decir—, respecto al tema del asesinato de lady
Mary, lamento…
Gloriana movió la real mano.
—Será mejor que olvidemos ese asunto, mi señor. Aunque todos nosotros
sentimos simpatía por el pobre y loco sir Tancred, parece que, después de
todo, existen pocas dudas de que él fue el asesino.

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Todos respiraron aliviados. Parecía que sólo habían estado esperando una
palabra positiva. Las tinieblas desaparecieron de todas las cabezas.
—Tenemos pendiente el asunto de los muchachos Perrott —dijo lord
Montfallcon—. Nos han informado de que están armando barcos con gran
rapidez.
—¿Para atacar Arabia?
—Eso parece, Majestad.
—Entonces hay que pararlos.
—De acuerdo, Majestad. Sin embargo, es un problema delicado, porque
actúan subrepticiamente.
—Convocadlos a la Corte. No debe haber secretos en este Estado.
Siempre lo hemos dicho.
—No vendrán, Majestad —dijo sir Amadís sin poder evitar, como
familiar de los Perrott, que su voz trasluciera cierta vergüenza.
Sir Orlando preguntó:
—¿No se pueden silenciar las armas, agujerear los barcos? —Miró a
Ingleborough.
—Posiblemente. —El anciano tomó aliento—. Pero eso sólo retrasaría y
empeoraría la situación.
—¿Tenéis a los hombres para hacerlo? —preguntó sir Orlando a
Montfallcon.
Lord Montfallcon lamentó una vez más la muerte de Quire. Si accedía,
tendría que enviar a Tinkler y Hogge y algunos como ellos. Y la fastidiarían.
Incluso se vería forzado a reclutar a Webster y a sus charlatanes caballeros de
opereta.
—Dudáis, mi señor. —Sir Orlando estaba actuando contra su naturaleza
estoica.
La reina miró a lord Montfallcon con el ceño fruncido, descontenta.
—Así es, sir Orlando. No estoy seguro de que sea el mejor plan. Tendría
que llevarse a cabo de forma clandestina.
—Pues así tendrá que ser, puesto que los Perrott también actúan de forma
clandestina.
Ahora se daba cuenta de que Hawes hablaba con una seguridad poco
común, como si se creyera fuerte. Montfallcon seguía dudando y miró a la
silenciosa reina.
—Vuestra Majestad no permitió nunca semejantes métodos en el pasado.
Habéis sido siempre muy sensible al hecho de que la Corona debe aparecer
sin tacha. —Ahora que la reina se mostraba de acuerdo con el tipo de plan

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con el que él estaba tan familiarizado, estaba asustado. Toda su vida le había
ocultado cómo se mantenía su seguridad, su diplomacia. Que presenciara
cómo se discutía abiertamente el plan y no lo rechazara de inmediato le
parecía muy chocante—. Creo que no.
—En caso contrario, nos arriesgamos a una guerra con Arabia, ¿no? —
dijo maese Orme.
—Exactamente, pero…
—Pues vayamos a la guerra —maese Palfreyman se puso en pie. El
Secretario de Armamento estaba desacostumbradamente feroz—.
Castiguémoslos. Mostrémosles su lugar. Les hemos permitido conspirar
durante demasiado tiempo: matando a nuestra gente, desafiando nuestro
poder, teniendo la desfachatez de proponer matrimonio a nuestra reina.
¡Arrasemos Bagdad, Majestad!
La reina estaba pálida, como si al imitar el estilo de su padre se diera
cuenta por primera vez de lo que ello podía implicar, pero sonrió.
—No puede haber guerra —dijo—. Siempre hemos defendido, igual que
sir Orlando, que la guerra desperdicia vidas y dinero, que introduce un falso
sentimiento de unidad mientras se lucha y crea inesperadas disensiones
cuando ha pasado, porque, una vez los hombres adquieren la costumbre de
hacer la guerra, lo encuentra difícil de dejar y tienen que buscar otras guerras,
otros enemigos.
—Así que en lugar de ir a la guerra atacamos a los valientes Perrott.
Traicionamos su causa, que es justa —replicó sarcástico maese Fowler—. Os
pido perdón, Majestad. —Se sentó.
—Los Perrott han sido convocados y han rechazado venir —les explicó
—. Semejante desobediencia nos disgusta, pero seguimos simpatizando con
ellos. Les perdonamos su afrenta. Primero perdieron a una hermana y después
al padre. Pero ¿qué pruebas hay de que Arabia sea culpable?
—Es de sobra conocido, Majestad —contestó sir Amadís—. Una
venganza de lord Shahryar antes de volver a Bagdad. Debéis admitir que se
fue corriendo poco después.
—Llamado por su califa. Ese rumor surgió de la nada. Sir Tancred,
insisto, es el asesino. —Parecía arder en real furia—. No permitiré una guerra.
Nunca, salvo si nos atacan.
—Arabia se muestra cada vez más agresiva. Atacará muy pronto —
replicó el taciturno maese Palfreyman.
—Si ataca —replicó Gloriana— devolveremos el golpe. Somos Albión.
Es nuestro deber resistirnos a las antiguas costumbres de la Edad de Hierro.

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¿No estáis convencidos de ello todos vosotros, como todo nuestro pueblo?
¿Queréis que sobreviva esta frágil Edad de Oro? ¿Que se vuelva sólida? ¿Que
se asiente, se afirme, se vuelva inviolable? Lo deseáis, caballeros, lo sé. Éste
es el sueño que compartimos todos. El sueño que lord Montfallcon y lord
Ingleborough soñaron cuando, día tras día, los pies subían por los escalones
del cadalso y el hacha del verdugo no se detenía. Hemos mostrado al resto del
mundo el camino de regreso a la verdadera caballería. Estamos contra la
injusticia, la inmoralidad, la crueldad, la tiranía. Y por eso estamos seguros.
Un acto impropio por parte de Albión y toda la estructura se tambaleará, el
sueño se destruirá. Yo soy Gloriana, vuestra reina, vuestra conciencia y
vuestra fe. Os recuerdo el deber que yo no he olvidado y que vosotros no
debéis olvidar.
El rostro de Montfallcon estaba radiante mientras escuchaba. Vio cómo
las expresiones de egoísmo, de rabia, de desilusión, de cinismo, de
desesperación y de malicia desaparecían de todos los rostros. Lord
Ingleborough agitó sus gotosos puños y gritó «¡Escuchad! ¡Escuchad!»,
mirando a su alrededor como si estuviera dispuesto a desafiar a cualquiera
que no asintiera.
Y la reina Gloriana rió y creció en toda su altura, su rígida gorguera
parecía una aurora blanca y reluciente tras el castaño rojizo de su cabello, y
sus ojos verde azulados, los orgullosos ojos que no pestañeaban, eran los ojos
del rey Hern, al que algunos consideraban el verdadero Príncipe de los
Demonios, el cabecilla de la Caza Salvaje, con los cuernos escondidos bajo su
alta corona de hierro; y las manos en sus caderas eran las fuertes manos de sus
antepasados guerreros, mientras que la sonrisa que siguió a la risa era la dulce
y nostálgica sonrisa de su madre, Flana, que, a la edad de trece años, había
dado su vida por la de Gloriana. De esta manera, a medias espontánea, a
medias deliberada, recordaba a su Consejo su leyenda y su poder; y también
sus orígenes, en los que incluso ellos podían creer, cuando se alzaba ante
ellos, pues era al menos medio sobrenatural.
Lord Montfallcon le hizo una reverencia.
—Habéis hecho bien, señora, al recordárnoslo. Cumpliremos nuestro
deber, todos nosotros.
—Una sola acción mezquina —les dijo— y traicionamos todo lo demás.
Entonces, ocultando su propio agotamiento y sus temores internos, les
saludó y los dejó para que continuasen el debate en términos de honor, virtud
e idealismo.

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Sólo Lord Ingleborough, adormilado en su sillón, la siguió con la mirada
y comprendió cuánta generosidad y cuánto coraje había demostrado ese día.

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Capítulo XX

En el que la reina continúa su búsqueda de consuelo y


la condesa de Scaith hace un terrible descubrimiento.

Y aquella noche el estado de ánimo de la Corte era más ligero que en las
semanas precedentes. Se celebró un baile, en el que la reina dirigió a sus
cortesanos en la pieza The Escalade and the Vatori, y los músicos tocaron
alegremente las mejores y más complejas composiciones, y durante muchas
horas, después de acabarse la fiesta, siguió habiendo risas en los pasillos y
estancias; entonces Gloriana, seria y solitaria, se encaminó hacia sus salones
secretos en pos de recompensa a su brillante actuación para animar la Corte y
despejar las nubes. Buscaba las habilidosas atenciones de sus enanos y niños,
vestidos como fantásticas criaturas mitológicas; las caricias de sus geishas y
sus palabras suaves y evocadoras; los perfumados y rendidos cuerpos de los
chicos jóvenes; las duras manos de mujeres crueles que la instruían en todas
las indignidades; los bestiales hombres sin cerebro de las junglas; las frías
prostitutas con sus pieles de seda blanca; las temblorosas muchachas que
gimoteaban bajo sus azotes. Iba de habitación en habitación con la esperanza
de que, después de haber cumplido su deber, podría encontrar un escape para
las ansias de su cuerpo: pero no llegó la liberación. Renqueando de cansancio,
volvió finalmente a su propia cama. Sola, cerró las pesadas cortinas, y en la
oscuridad se lamentó de la injusticia de su destino.
Lord Montfallcon, más aliviado y animado desde que Gloriana había
estado a la altura de las circunstancias y con ello le había asegurado que el
Sueño seguía adelante, se despertó al oír la distante voz llorosa de la reina,
mientras a su lado sus mujeres se estiraron, medio temerosas pero aún
dormidas. Le sorprendía que ella no se sintiera como se sentía él. Su nuevo
estado de ánimo no podría disiparse de un plumazo. Pensó, sin demasiado
fervor:

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«Ah, Albión, aún incompleta, como incompleta está la plenitud de mi
propósito; y ¿están ambas tan estrechamente unidas? Esa colección de
criaturas que mantiene son sólo distracciones y sólo le traen más dolor; sin
embargo, su deber hacia ellos le dice que debe mantenerlos, aunque le hayan
fallado. Esos libertinos, depravados, deformados monstruos no reciben su
castigo porque ella es demasiado generosa. En su lugar, reciben como
recompensa todos los lujos. Ella sería más feliz si se librase de ellos, si fuera
libre de todas esas responsabilidades privadas (criados, artistas, niños), pero
sigue coleccionándolos. Éste no es el tipo de conciencia que le inculqué desde
la niñez. Eso es sólo sentimentalismo. Todo eso la deja exhausta. ¿A quién
beneficia? A Albión, no. El matrimonio sería seguramente la solución, pero
¿con quién?».
Hern había destruido a demasiados parientes, tantos que había pocos en el
Reino que pudieran arrogarse el título de nobleza. Montfallcon repasó a los
condes, los duques y a los barones de Hibernia, Eire, Valentía o Virginia.
Ojalá Scaith hubiera tenido un hijo, y no esa chica que actuaba tan bien como
marido de la reina que Gloriana no echaba en falta a uno de verdad. Al Gran
Califa le gustaba demasiado el poder y no habría forma de controlarlo como
consorte; además, había muchas posibilidades de que no fuera capaz de
engendrar un heredero, y era precisamente un heredero lo que más necesitaba
Albión. Por otra parte, la reina no se podía casar con Casimir de Polonia sin
ofender al califa. Por doquier había príncipes demasiado viejos y príncipes
demasiado jóvenes, príncipes locos o príncipes enfermos. La reina de Corinto
había masacrado a todos sus hermanos el mes anterior. En Venecia, como en
Génova, Atenas y Viena, existía algún tipo de República, y la realeza había
sido asesinada o exiliada, de modo que la boda no era posible. Los etíopes
estaban todos locos. El príncipe Henri de París se estaba muriendo en esos
momentos. No, tenía que ser algún noble de Albión. Le llegó de nuevo la voz
de la reina y, como siempre, hizo que sus mujeres se acercaran a él para
amortiguar el sonido.
«¡Esta sangre, todo ritmo y melodía fracturada, pero que nunca alcanza el
éxtasis!».
La condesa de Scaith oyó estas palabras desesperadas y despertó de su
profundo y placentero sueño, en el que exploraba un mundo más sencillo e
inocente, una de las esferas de John Dee.
Y el mismo John Dee, en su oscura cama, también oyó a la reina, pero le
respondió alegremente mientras penetraba a la criatura que yacía junto a él.
«¡Aquí! ¡Crece! ¡Canta! ¡Crescendo y llega el clímax!». Y su extraña amada

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se unió a su deliciosa consumación mientras él gritaba: «¡Gloriana!»; se
apartó de ella temblando. «Gloriana…». Acarició su cabello castaño rojizo,
sus fuertes y queridos rasgos, sus hombros, sus pechos, sus muslos y su
vientre. «Oh, Gloriana, eres mía y ambos estamos satisfechos».
Y sir Amadís Cornfield, de camino al antiguo Salón del Trono, donde se
había citado clandestinamente con su ninfa de la noche, su querida y sonriente
belleza, se detuvo en el pasillo ante la lejana y casi inaudible voz y frunció el
ceño.
«Me traicionan las ansias de mi cuerpo y aun así mi cuerpo rechaza el
descanso… Oh, esta carga, este ardor, esta vergonzosa carga…». La voz dejó
de oírse cuando al fin Gloriana logró dormirse.
Sir Amadís siguió adelante, dejando atrás a su mujer y su deber, con la
mente latiendo con placentera anticipación, porque seguramente sería esa
noche cuando ella consentiría en darle algo más que sus besos…

En la oscurecida habitación de maese Wheldrake, lady Lyst tomó una pesada


copa de vino en una mano y una delgada fusta en la otra, y levantó un poquito
su camisón para que su pobre, jadeante y desnudo poeta pudiera apretar sus
labios contra sus zapatos y murmurar «Majestad», porque, cuando estaba de
ese ánimo, ella debía fingir que era la reina.
—El castigo de Vuestra Majestad es justo porque soy perverso e indigno.
Dejad que vuestro látigo me inspire virtud y me acerque a las musas, para que
mis versos puedan aspirar de nuevo al éxtasis que poseían cuando vi por
primera vez vuestra imagen y decidí presentarme en la Corte, a vuestros
pies… ¡Majestad!
—¿Ahora, Wheldrake? —Lady Lyst levantó la fusta. Su voz arrastraba las
palabras.
—Sí. ¡Ahora! ¡Ahora!
La fusta bajó.
Lady Lyst hizo una mueca de dolor. Se había golpeado en su pierna
izquierda.

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La condesa de Scaith volvió a dormirse cuando finalmente murió la voz de la
reina, pero la despertó de nuevo un sonido extraño, como si una rata intentase
hacer un agujero en el techo. Un gemido, no el sonido lejano de Gloriana,
sino mucho más cercano, hizo que se sentase y cogiese la daga con la que se
había acostumbrado a dormir desde el asesinato de lady Mary. La encontró, la
blandió, descorrió la cortina y encontró una vela en la pequeña mesilla tallada
que estaba junto a su cama. La yesca echó chispa, la mecha prendió y la vela
se encendió, haciendo que la habitación pareciera más siniestra a causa de las
sombras. Vestida de grueso lino, la condesa se puso de pie, blandió la daga,
levantó la palmatoria y miró a su alrededor.
Llegó un nuevo gemido desde arriba. Recordó la rejilla y miró hacia allí.
¿También daba acceso a las paredes? ¿Se había movido algo? ¿Era eso el
brillo de unos ojos?
—¿Quién va?
Otra vez el gemido, claro pero débil.
—¿Qué quiere?
De nuevo un gemido.
Cogió una silla con la intención de investigar. Entonces se quedó parada.
—¡Fuera de aquí!
Se oyó un maullido.
Apoyó la silla contra la pared, contra el tapiz, azul y verde, de Tristán e
Isolda, el castillo y el mar, y se subió a ella, atreviéndose a mirar a través de
la rejilla con la vela. El mismo brillo, el mismo gemido débil. Y ahora una
palabra:
—Ayuda…
—¿Quién sois?
—Por favor, os suplico…
Metió la punta de la daga en el lateral del panel, presionando. Salió con
facilidad, como si nunca hubiera estado demasiado asegurado. Cayó con
estruendo, primero sobre la silla y después sobre el suelo cubierto de
alfombras.
Oyó un sonido débil y lastimero. Introdujo la vela en el hueco y lo
primero que vio fue un gatito blanco y negro, con unos ojos amarillos que
brillaban de dolor. Saltó hacia ella, no para atacar, sino para protegerse, y ella
casi se cayó. El gato se encaramó en su hombro y Una vio que estaba herido:
un corte terrible en el flanco, el pelaje cubierto de sangre. Con cuidado, lo
bajó y lo puso sobre una cómoda en la que había una jarra de agua y un

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cuenco. Había empezado a limpiarle la sangre cuando se dio cuenta de que el
gato no podía haber hablado.
Se giró y mirando hacia arriba vio una cara rígida y pálida que la
contemplaba. La boca era un agujero torcido, cubierto de sangre. Una estaba
paralizada. Entonces, aquel ser introdujo otra parte de su cuerpo a través del
hueco hasta que cayó, como una rana, aún mirándola, aún gimiendo, sobre el
tapiz, descubriendo una daga de mango redondeado que le salía por la
espalda.
—¡Tallow! —gritó la condesa. Había reconocido al hombre que había
accedido a guiarla a ella y a la reina por las profundidades.
Entonces el cuerpo cayó, con los brazos extendidos, sobre la silla, que
salió volando por la habitación, arrugando la alfombra, hasta caer sobre el
suelo, yaciendo de espaldas para que se pudiera ver cómo la punta de la daga
emergía por el jubón remendado y dejaba escapar más sangre. Tallow intentó
incorporarse, rodar, pero se estaba muriendo. Ella corrió a su lado y le ayudó
a sentarse, provocándole que más sangre saliera de su boca, como si fuera
vómito.
—Me ha matado. Me enfrenté a él.
—¿Quién te ha matado, Tallow?
Pero la cabeza de Tallow había caído a un lado y ya no respiraba. El flujo
de sangre fue aminorando gradualmente y al final se paró, y Una, condesa de
Scaith, permaneció en pie, contemplando con horror el cuerpo de Jephraim
Tallow, mientras que su gato herido maullaba en el cuenco en el que lo había
colocado.
Acarició al gato. Lo limpió lo mejor que pudo. Quitó una sábana de su
cama y cubrió con ella a Tallow. Recogió el panel y puso de nuevo la silla
contra la pared para volver a colocar el panel, como si tuviera miedo de que
entraran más moribundos en su habitación. Cogió otra sábana y envolvió al
gato, depositando a la pequeña bestia sobre su almohada. Se estaba poniendo
una bata cuando Elizabeth Moffet llamó a la puerta.
—¡Madame! ¿Mi señora?
—¡Vuelve a la cama, Elizabeth! —La condesa de Scaith no deseaba
implicar en todo aquello a aquella sencilla muchacha—. No pasa nada.
—¿Estáis segura, mi señora?
—Segura.
Consideraciones políticas ocupaban la mente de Una. Otra muerte, y ésta
aún más misteriosa, puesto que la víctima era un desconocido, y la Corte
estaría sobre ascuas, peor que la primera vez. Sir Tancred había sido acusado

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y encarcelado. Asunto cerrado y todo el mundo aliviado. Apartó el
pensamiento de que, de alguna manera, le habían enviado a Tallow como un
aviso. No podía implicar a la reina en esto. No podía recordar a Gloriana lo
que había más allá de las paredes, ahora no. Pero aun así necesitaba ayuda.
Con la bata abotonada, abandonó la habitación y la cerró con llave.
Elizabeth no estaba en la antecámara. Abrió la puerta que daba al pasillo.
Elaboradas lámparas iluminaban el pasaje. Los guardias se movían por el
corredor, pero ninguno la detuvo en su apresurado camino hacia las
habitaciones de maese Wheldrake. Golpeó la puerta de roble. Oyó un
murmullo y un grito desde dentro. Esperó.
—¿Quién es?
—Scaith.
—¿Sois vos, Una? —Lady Lyst estaba borracha.
—Dejadme entrar.
Hubo unos momentos de duda. Una empezó a impacientarse. Al final
giraron las llaves y aparecieron dos figuras despeinadas, Wheldrake
avergonzado, Lyst achispada, escondiendo algo a sus espaldas. Ambos en
camisón.
—Wheldrake y yo… —empezó lady Lyst. Fuera lo que fuese lo que tenía
en la mano, ahora cayó ruidosamente tras una mesa—. Nosotros…
Maese Wheldrake acompañó a su amante hasta una silla e indicó a la
condesa que se sentase, pero Una siguió de pie.
—Ha habido un asesinato —murmuró.
—¿Otro? —Lady Lyst frunció el ceño y se sirvió un trago de licor—.
¡Mitra!
—¿Aquí, en el palacio? —gritó Wheldrake, poniéndose serio—. ¡Oh,
condesa! ¿De quién se trata?
—Un extraño. Afortunadamente, supongo. Lo conozco poco. —Advirtió
que lady Lyst la miraba con suspicacia—. No lo invité a palacio. Él… se
introdujo aquí. Evidentemente, lo han matado en los jardines. En cualquier
caso, me parece que, si no queremos causar más alarma en palacio, tenemos
que esconder el cuerpo.
—¿No lo matasteis vos, no os estáis protegiendo a vos misma? —
preguntó Wheldrake.
—Si hubiera muerto por mi mano, señor, os lo habría dicho —contestó
tajante la condesa.
—Os pido disculpas.

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—En cualquier caso, necesito ayuda para enterrarlo. He pensado en los
jardines abandonados. ¿Los conocéis? Cerca de las embajadas extranjeras.
—¿Ahora? —Maese Wheldrake miró dubitativo a la hiposa lady Lyst.
—Tiene que ser ahora mismo. Ya sabéis qué sombra ha dejado la muerte
de lady Mary. Sospechas, deseos de venganza. No las aumentemos. Si
enterramos a Tallow, el hombre muerto, nadie lo va a echar en falta. Y no hay
forma de que la Corte pueda descubrir al asesino, os lo aseguro.
—Era un ladrón o algo por el estilo, ¿no? —dijo Wheldrake—. De una de
esas tabernas…
La condesa sabía que Wheldrake era un habitual de las tabernas de la
orilla del río.
—Sí —contestó—. Era de ese tipo. Un mensajero. Algunas veces me traía
noticias. Me perdonaréis si no os digo nada más.
—Por supuesto. —Wheldrake supuso erróneamente que la condesa era
una compañera de juergas nocturnas y se contentó con ser discreto—. Venga,
lady Lyst, vayamos a las habitaciones de la condesa.
Valientemente, lady Lyst se puso en pie.
—Os seguimos.
Borracha como iba, lady Lyst necesitó que la ayudaran a mantenerse en
pie hasta que logró recuperar el equilibrio.
Entraron en las habitaciones de la condesa y ella les mostró la sábana
empapada de sangre que cubría a Tallow.
—Tenemos que cargar con él. Vos y yo, maese Wheldrake. Lady Lyst, el
farol.
El gato maulló en la almohada. Una lo miró, estudiando sus heridas. No
eran graves y curarían con rapidez. Parecía que el animal sólo se preocupaba
de su propio destino. No hizo ningún intento de acercarse al cuerpo de su amo
muerto.
—No pesa mucho.
El pequeño poeta lo cogió por los pies y Una por los hombros.
Abandonaron las habitaciones de la condesa por la puerta exterior, llevando el
cuerpo de Tallow bajo la luz de la luna, mientras lady Lyst abría el camino
hacia los viejos jardines, donde, hacía unos meses, Tallow había ocupado una
de las altas balconadas y había visto conferenciando a Oubacha Khan y lady
Yashi Akuya.
Fue en ese momento cuando Una se dio cuenta de que no había traído
ninguna pala. Pero Wheldrake señaló el borde roto de un pozo y lanzaron
dentro al pobre y pequeño Tallow, mientras los tres descansaban apoyados en

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el muro de piedra, jadeando angustiados por si alguien los había visto. Pero
no brillaba luz en ninguna de las ventanas cercanas y regresaron,
cuchicheando y tropezando; lady Lyst se perdió dos veces pero finalmente
halló el camino, hasta que llegaron por fin a la habitación de la condesa.
—Estoy en deuda con ambos —dijo Una—. ¿Comprendéis que es
necesaria una absoluta discreción?
—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó lady Lyst, que estaba sentada en la
cama acariciando al gato—. Parece que hay mucha sangre por todas partes.
En vos. En el suelo. En la cama.
—El asesinado traía un mensaje. —Una estaba contenta de que pensasen
que tenía un amante en la ciudad—. Algún ladrón perseguía su bolsa.
—Y la encontró —dijo Wheldrake—. Porque no llevaba nada encima. —
Y añadió—: Ni armas, excepto la daga clavada en su espalda. Pobre diablo.
—Se quedó pensativo—. ¿Estáis segura de que el asesinato no tuvo lugar en
el mismo palacio? Se ha especulado con que el asesino de lady Mary sigue
libre entre nosotros. ¿Qué me decís de sir Thomas Perrott? ¿Era vuestro
mensajero el asesino? ¿Lo encontró sir Thomas?
—Fue para impedir esas especulaciones por lo que os pedí ayuda, maese
Wheldrake —replicó la condesa de Scaith.
Él sonrió.
—Perdonadme.
Lady Lyst respiraba con dificultad, como si hasta entonces no se hubiera
dado cuenta de lo ocurrido.
—¡Un asesinato! —Su voz era inusualmente elevada y Una se estremeció.
—Os suplico, lady Lyst…
Lady Lyst bajó el rostro. Parecía dormida.
—Está cansada —constató Wheldrake.
—Sois las únicas personas en las que me pareció que podía confiar. —La
condesa hizo un gesto—. Era importante para mí deshacerme del cuerpo. No
pensaba con demasiada claridad. ¿Quizás actúe precipitadamente…?
—Sabiamente —dijo Wheldrake—. La Corte se está recuperando. Esto
haría la vida intolerable para todos. Siempre que estéis segura de que el
asesino de lady Mary no es también el asesino de ese individuo.
—No puedo estar segura. —La condesa de Scaith miró al gatito blanco y
negro, que se estaba lamiendo las heridas—. Pero os aseguro, maese
Wheldrake, que intentaré descubrir la verdad y actuaré en consecuencia.
—Seguramente —dijo lady Lyst—, habría que informar como mínimo a
lord Rhoone. O a Montfallcon, ¿no?

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—Quizá. Debo considerar las implicaciones.
—¿Guardáis silencio para proteger a la reina? —Lady Lyst se levantó—.
¿Es eso, Una?
—Supongo que ése es uno de los motivos.
—Un motivo que vale la pena —añadió Wheldrake.
—Sí —confirmó lady Lyst algo dudosa.
—Pensáis que el silencio lleva a las sospechas. ¿Que podría empeorar las
cosas? —preguntó a su amiga la condesa de Scaith.
—Estoy demasiado bebida para pensar.
—Confío en vuestra lógica.
—No tengo lógica. Mi lógica me abandona a diario. Nunca ayuda en
nada. —Lady Lyst empezó a irse—. Wheldrake…
—Voy. —Wheldrake se despidió cordialmente de la condesa de Scaith y
se fue dando saltitos hacia atrás en pos de su amante.
Cuando se hubieron ido, Una volvió a mirar hacia la rejilla. Le parecía
que seguía manando sangre, que se escurría por la pared, como si cientos de
cuerpos se acumularan tras ella. Hasta ahora nunca había considerado la
posibilidad de que el asesino de lady Mary proviniera de las profundidades
del palacio, quizás era el propio Tallow. Sin embargo, ésa no era, por
supuesto, la explicación más plausible. Decidió investigar; tal vez confiaría en
lord Rhoone y llevaría consigo a un destacamento de curtidos guardias.
Incluso podría ser que se estuviera librando algún tipo de guerra en los viejos
túneles y salones; naciones rivales luchando por la supremacía en esos
oscuros y terroríficos pasillos subterráneos, esas habitaciones carcomidas,
esas estancias arruinadas y esas grutas abandonadas. Esta posibilidad empezó
a parecerle razonable.
Pasó el resto de la noche alimentando al gato y mirando frecuentemente
hacia la rejilla, pero no llegaron nuevos sonidos. Cuando tuvo suficiente luz,
limpió como pudo la sangre de la alfombra e hizo un hatillo con las sábanas.
También había mucha sangre en el tapiz. Usó agua para eliminarla en lo
posible. Si Elizabeth Moffet llegara a ver las manchas de sangre, Una tendría
que pedirle que jurase guardar silencio y tendría que inventarse que unos
caballeros habían combatido allí, un tipo de cuento que Elizabeth creería.
Entonces, y después de vestirse ella misma, abandonó una vez más la
habitación y fue a ver a lord Rhoone, a quien había decidido reclutar.
Las puertas de las estancias de los Rhoone estaban abiertas cuando llamó.
Para su sorpresa, oyó el tono apagado del doctor Dee y el vozarrón de lord
Rhoone, lleno de tensión.

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Se acercó una doncella.
—¿Mi señora? —La muchacha estaba llorando.
—¿Qué ha ocurrido? Necesito ver a lord Rhoone.
—Lady Rhoone. ¡Y los niños!
La condesa se tambaleó llena de horror.
—¿Qué? ¿Muertos?
La doncella la acompañó al comedor. Allí, tendidos en el suelo, yacían la
robusta y rubicunda lady Rhoone y sus regordetes hijos, un chico de trece
años y una chica de catorce.
El doctor Dee estaba arrodillado junto a la niña, con la oreja en su
corazón, mientras que un alelado y aterrorizado Rhoone se cernía sobre ellos.
—Los riñones —decía—. Han tenido que ser los riñones.
—Casi con toda seguridad han sido envenenados —dijo Dee, saludando
con la cabeza a Una al verla entrar—. ¿Y vos no comisteis riñones?
—No, nada. Casi nada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Una. Se sentía indefensa. ¿Había habido
una masacre durante la noche? ¿Eran Tallow y los tres Rhoone sólo una parte
de las víctimas?
—Carne en mal estado —dijo el doctor Dee—. Hay que lavarles el
estómago.
—¿Vivirán? —imploró Rhoone.
—Haced que vuestros sirvientes los lleven a mis habitaciones. No —el
doctor Dee se volvió casi hermético—, mejor a las de maese Tolcharde. Allí
hay un físico que puede ayudarme y dispongo de antídotos que podrían servir.
¡Camillas, ya!
Nadie reparó en Una mientras lord Rhoone y el doctor Dee supervisaban a
los sirvientes que sacaban a la mujer y a los dos niños de la habitación. Los
siguió sin saber muy bien por qué.
Se convirtió en parte de la procesión que iba tras las camillas. Atravesaron
las antiguas secciones del palacio, por el Salón del Trono, subiendo por
escaleras rotas, a lo largo de galerías, hasta los apestosos laboratorios de
maese Tolcharde. Dee llamó con fuerza. Pasó algún tiempo hasta que un
aprendiz respondió. Dee se giró.
—Que no entre nadie —dijo—. Nadie excepto Rhoone. Secretos.
Una se paró. John Dee la miró con curiosidad, y luego la arrastró al
interior de las mohosas habitaciones antes de cerrar y atrancar la puerta.
—¿Condesa? ¿Os llegó la noticia? Habéis sido rápida.

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Negó con la cabeza. Rhoone y las camillas se adentraron en los misterios
de las habitaciones de maese Tolcharde. Dee se quedó junto a Una, para
hablar con ella a solas.
—¿Pensáis que es una trampa?
—¿Cuál es vuestro análisis, doctor?
Suspiró y habló con desgana.
—Juego sucio.

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Capítulo XXI

En el que varios de los cortesanos de la reina son


resucitados y otro es enterrado.

Lord Rhoone llegó, sudando, confuso y sonriente, al Salón Privado de la


reina, para derrumbarse en un escabel y besar con labios agradecidos la
reconfortante mano de Gloriana.
—¡Salvados! —dijo—. Un vidente, un boticario de Dee.
—¿No el mismo Dee, querido Bramandil? —La reina utilizó su nombre
de pila para transmitirle su profundo afecto en esos momentos.
—No podía. Cuando agonizaban, lo admitió. Entonces Tolcharde trajo a
ese otro. Después de que os hubierais ido, condesa. ¿Recordáis? Para
informar a la reina.
Se dirigía a la evidentemente cansada Una, que parecía ensimismada
mirando por la ventana, y les daba la espalda. Ella asintió.
—Olisqueó el aliento de mis amados y creó un antídoto para revivirlos.
Ahora se recuperan en nuestros alojamientos.
—¿El vidente? —preguntó Gloriana—. ¿Quién es?
—Tal vez un viajero. Dee aseguraba que viene de otro mundo.
—Ah. Un paciente del Thane. —Gloriana controló su escepticismo.
—Posiblemente.
Una se alejó de la ventana desde la que había estado contemplando las
aguas del Gran Lago. Estaba muy pálida y respiraba hondo, vestida de azul
oscuro y aciano cosido en enaguas, perlas y encajes de azul claro.
—¿Vivirán? —Su voz era débil.
Lord Rhoone se levantó para tomarla de las manos.
—Condesa. Vos también os encontráis mal, me temo. Debéis perdonarme.
—Le apretó las manos—. La ansiedad me ha vuelto ciego a cualquier otra
consideración.

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Ella sonrió, pero era evidente que su ánimo estaba a punto de quebrarse.
—Pensé que teníamos una plaga de asesinatos. Cuando el doctor Dee
estaba tan seguro…
—Todos estamos infectados por la sospecha y por la desconfianza
fundamentada en acontecimientos pasados.
—Debemos olvidar a Mary —dijo tajantemente la reina Gloriana.
—Debemos olvidar tantas cosas… —Una se la quedó mirando, buscando
una segunda intención en las palabras de la reina; sus manos aún en las de
Rhoone—. ¿Debe ser así?
—Deba ser así o no, tenemos poco donde elegir. —Gloriana se levantó,
informalmente espléndida en oro viejo y con una diadema de oro rojo—. No
hay más asesinos. Unos riñones en mal estado han sido la causa de la
desgracia de vuestra familia, ¿no es así, mi señor?
—Este calor, señora, estropea las entrañas con más rapidez que el resto de
la carne. No deberíamos haberlos comido, pero creía que los acababan de
extraer de un animal recién sacrificado…
—Ya hemos pasado el aviso a nuestro matadero. Y también al
responsable de la despensa.
—Entonces, ¿no creéis que fuera un envenenamiento premeditado? —La
condesa retiró sus manos y se ensimismó de nuevo en la contemplación de los
brillantemente pintados paneles del techo: Cupido y Psique, Júpiter y Sémele,
Titania y el Tejedor, Leda y el Cisne, todos en diferentes actitudes y estilos,
de manera que no eran un consuelo para una mente sumida en el caos.
—La evidencia lo contradice. —Lord Rhoone se encontraba entre la
segura reina y la desesperanzada condesa, ansioso a la vez de consolar y ser
consolado. La solución era evidente y se alegró de dar con ella—. Tengo que
volver con ellos.
—¿Podemos conocer a ese vidente y recompensarle? —La reina sonrió
cuando lord Rhoone dobló la pierna, preparándose para retirarse.
Lord Rhoone se rascó la cabeza.
—Se ha ido… quizás a su propia esfera. No parecía interesarle nuestro
agradecimiento. Un buen hombre. Un verdadero seguidor de Asclepio.
La reina frunció el ceño.
—Esperemos que vuelva. Hablaré con el doctor Dee. Invitadle a venir,
Una.
—Lo haré —prometió su secretaria privada, agradecida de tener una
misión que cumplir—. Hablaré hoy mismo con él, Majestad.

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Lord Rhoone se inclinó dos veces mientras a sus espaldas un guardia abría
la puerta y la volvía a cerrar para dejar a las dos mujeres solas.
—La salvación de lady Castora y sus hijos ha excitado vuestra sangre y os
ha puesto de mal humor. —Gloriana se acercó a su amiga. La reina también
estaba seria.
Demasiada nobleza alrededor, pensó Una, genera sensibilidades
excesivamente refinadas, tensas como instrumentos de cuerda y dispuestas a
saltar. Y aun así no podía confiar sus temores a la reina, a pesar de que su
silencio producía significativas pausas en la conversación que provocaron en
Gloriana más dudas irritando su propia imaginación. Finalmente, Una
contestó:
—Lo ha hecho, señora.
—Lo mejor es que volváis a la cama y descanséis. Mi intención es hacer
lo mismo. Mi noche… Bueno, no ha sido muy reparado, precisamente. —Un
suspiro: recurrir una vez más a Leteo.
A Una no le quedaba más compasión. Sus temores por los Rhoone la
habían agotado por el momento, aunque se sintió culpable por ser incapaz de
consolar a la criatura que más amaba en el mundo. Era mejor que se fuera,
porque sospechaba que su estado de ánimo contagiaba a la reina.
—Lo haré, señora. Os lo agradezco y rezo para que ambas estemos
recuperadas esta tarde. Entonces preguntaré al doctor Dee y buscaré a ese
filósofo extranjero. Lo traeré a vuestra presencia, si puedo. Lo antes posible.
—Quizá podamos animarle a que adivine alguno de los otros misterios. —
Gloriana hablaba en serio. Besó a la condesa y se despidieron.

Una de Scaith regresó a sus habitaciones, y observó con desasosiego la


atmósfera alegre de los Salones de Audiencias al atravesarlos, resistiendo el
impulso de avisarlos a todos del peligro que sospechaba que amenazaba a
toda la Corte; un peligro al que no podía todavía poner un nombre. Veía el
palacio exterior como la superficie de una laguna soleada en la que nadaban
pequeños peces dorados, inconscientes del depredador que acechaba en las
oscuras profundidades.
Ahora que, por caridad, no podía reclutar a lord Rhoone para que la
ayudase a descubrir al monstruo, temía buscar aliados en otro sitio; no podía
confiar en el silencio de nadie. La discreción, aunque su temperamento la

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odiaba porque destruía más de lo que protegía, era imprescindible hasta que el
asesino de Tallow y, estaba segura, el de lady Mary, fuera identificado. Debía
tener pruebas, saber exactamente qué había sucedido. Sólo entonces sabría
dónde golpear. De otro modo, se perdería de nuevo en esos secretos e insanos
túneles, y el asesino saldría indemne. Tomó la grande y curvada Escalera de
la Reina, donde los cortesanos, incluyendo a sir Amadís Cornfield y maese
Auberon Orme, pasaban el día, felices y contentos, para bajar a su
alojamiento en el piso inferior; allí despidió a Elizabeth Moffet y a las demás
doncellas, y se puso el disfraz que asociaba a su aprensión y su recién
descubierta melancolía: pantalones y jubón, espada, dos dagas y botas. Podía
utilizar las armas porque, en Scaith, la habían entrenado en su uso cuando era
niña y más de una vez una amazona totalmente armada había entretenido a la
reina en la justa del Día de la Coronación. Este año tenía que interpretar el
papel de Caballero Pastor en lugar de sir Tancred. Apartó esas
elucubraciones, se acercó a su escritorio y consideró la idea de escribir una
nota, pero dejó la pluma sobre el papel en blanco y empujó la silla hacia el
lugar que había ocupado cuando el moribundo Tallow irrumpió en su
alojamiento. Aún se veían manchas de sangre en el tapiz, si el ojo sabía dónde
buscarlas. Retiró la rejilla y consideró si la dejaba en la cama, pero recordó la
necesidad de discreción.
Desde un cesto traído por la maternal Elizabeth Moffet, el gatito blanco y
negro maullaba como si la estuviera avisando. Le acarició la cabeza, mientras
consideraba el problema de dejar un rastro indeseado. Tomó un largo cordón
de una de las cortinas de la cama y lo ató a la rejilla, atando el otro extremo
adornado con borlas alrededor de su muñeca. Entonces volvió a la silla, con
vela y yesca en la pequeña mochila, se subió a ella, colocó las manos en el
borde y se impulsó hacia arriba; apoyó los pies en el tapiz, de manera que,
para su consternación, se soltaron parcialmente de sus enganches. Pero había
conseguido subir, y tendría que arriesgarse a dejar esa pequeña pista. Se
arrastró por el agujero, con la rejilla golpeando a sus espaldas, atada al
cordón, que chocó ruidosamente contra el hueco cuando empezó a bajar por el
túnel. Rodeada de polvo y escombros, serpenteó hasta que el pasaje se
ensanchó y pudo darse la vuelta para tirar del cordón hasta cerrar el panel, y
asegurar el otro extremo en una pieza de una viga que sobresalía de las
piedras. De esa forma disimulaba su vía de entrada y aseguraba la vía de
salida; continuó durante un rato en la oscuridad, moviéndose de memoria por
la ruta que la pasada noche había llevado al moribundo Tallow hasta ella.

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Encendió cautelosamente la vela y se encontró en un pasadizo estrecho
donde podía ponerse de pie. Deseó haber pensado en traer una linterna ciega,
porque la vela podía delatar su presencia. Se incorporó, y por fin pudo blandir
la espada. Esta acción le dio seguridad. El equilibrio del acero en su mano le
proporcionó la ilusión de invulnerabilidad, y así avanzó a grandes zancadas
hasta que llegó a una galería con pequeñas celdas a un lado, donde las tallas
ya no parecían pintorescas, sino amenazadoras. Más túneles, otra galería y,
por fin, una escalera que conducía a un pequeño vestíbulo que, dos o tres
siglos atrás, quizá daba a una puerta exterior. Confundiéndolo con el vestíbulo
al que Tallow las había conducido a ella y a la reina, bajó las escaleras hasta
un rellano intermedio y escudriñó hacia abajo. El vestíbulo era más pequeño
de lo que recordaba, y estaba abandonado. Ratas albinas se alzaban sobre sus
patas traseras y la miraban con ojos de color rosado que no reflejaban ningún
temor.
Al subir de nuevo por las tambaleantes escaleras, para volver a orientarse,
le llegó de pronto el sonido de unos pies correteando; al principio se alarmó,
pero enseguida lo atribuyó a las ratas. Oyó un murmullo que podía ser de
origen humano o animal, pero le resultó tan familiar que no se inquietó. En
cualquier caso, hizo que la luz de la vela cayese sobre la hoja de la espada, de
modo que, si alguien la estuviera observando, tuviera que reconsiderar un
posible ataque. Vio otro destello en lo alto de la escalera y sintió cómo su
corazón empezaba a latir con fuerza.
—¡Eh!
Levantó su llama. Un brillo plateado. Su voz devuelta desde abajo por un
eco, como si se burlasen de ella. Al mirar de nuevo hacia arriba, la oscuridad
era de nuevo compacta.
Se quedó quieta, dándose cuenta de que su febril imaginación la
traicionaba. Primero debería haber dormido unas horas. Incluso debería haber
buscado ayuda, aunque sólo fuera de Wheldrake y lady Lyst. También podría
haber pedido que la acompañaran, pero no podía confiar en ninguno de los
dos, eran demasiado impredecibles, uno demasiado imaginativo, la otra
demasiado bebida.
La imperiosa necesidad de saber quién o qué había matado a Tallow podía
llevarla a su propia muerte. Aunque estaba claro que no tenía nada que temer
de los deshechos que había visto. ¿Y si uno de ellos había asesinado a
Tallow? ¿Y si otro, o tal vez el mismo, había matado a lady Mary cuando lo
descubrieron, como pensaba Una, perpetrando algún crimen? Su cabeza,
como un río minero, fluía clara y después turbia, un instante tras otro, una y

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otra vez. Empezó a temblar. Evaluó el peligro: Tallow no estaba armado
como ella; lady Mary no había estado armada nunca. Los nómadas de las
paredes se sentirán intimidados por un caballero con espada. Parecía evidente
que no eran valientes, ¿por qué, si no, iban a esconderse aquí?
—¿Qué?
Parecía que aumentaban los ecos. Las sombras se reunían a sus espaldas.
Estaba de nuevo a la altura de la galería, y seguía adelante. Sintió como la
presencia se alejaba y de nuevo estaba sola, llamándose a sí misma loca por
dejarse llevar por su infantil imaginación.
Entonces la luz de la vela reveló una figura, delgada y harapienta, que se
protegía los ojos y tartamudeaba al alejarse.
—¡No!
Se había ido. El chirrido de una bisagra reverberó en la galería.
Si ése era un buen ejemplo del enemigo, la situación no era desesperada.
Se movió con mayor rapidez por los pasadizos, ignorando las puertas que se
sucedían a ambos lados en su búsqueda del gran vestíbulo.
El pasadizo se abrió, y se encontró de pronto ante una escalera de caracol.
La escalera zigzagueaba hacia arriba, planta tras planta, y de pronto, asustada,
advirtió que lo que veía a través del pasamanos laboriosamente labrado eran
caras, como prisioneros tras las rejas, que la miraban con franca pero neutra
curiosidad. Las caras estaban curiosamente distorsionadas, no por las
filigranas de la baranda, sino en consonancia con sus cuerpos. Se dio cuenta
de que la observaba una gran tribu de enanos, hombres y mujeres, niños y
jóvenes, a los que había interrumpido en alguna migración entre pisos, porque
todos llevaban hatillos y paquetes. Se relajó y les sonrió.
—¡Buenos días a todos!
El eco de su voz era, ahora, alto como las notas del trémolo de una viola.
Y era dulce a sus oídos. Muchos de los enanos le devolvieron la sonrisa,
mostrando sus dientes. Se dio cuenta de que todos tenían los dientes afilados,
y su propia sonrisa se desvaneció. Hizo una reverencia de despedida y se
movió tan rápido como creyó prudente. Pero no se iba a convertir en su presa,
pues, al seguir su camino, ellos reanudaron la procesión hacia lo alto de la
interminable escalera, arrastrando los pies y cuchicheando.
Al entrar en otra galería, a Una se le ocurrió que aquellos enanos reunían
algunas de las características de un pueblo expulsado, y se acordó de nuevo
de su propia idea de una lucha de poder, parcialmente territorial, parcialmente
filosófica, dentro de las cámaras y pasadizos secretos del inframundo que

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había tras las paredes del palacio. Recordó la única frase de Tallow: «Me ha
matado… Me opuse a él».
La cámara donde se encontraba ahora tenía el techo pintado: las aventuras
de Ulises, descritas con tal maestría que Una se vio forzada a detenerse y
contemplar todo lo que el polvo y la escasa luz le permitían. Estaba
sorprendida. Nunca había visto pinturas de tan fina factura, pero habían
pasado de moda, evidentemente, y habían sido olvidadas cuando se añadió
otra parte del palacio y esta cámara quedó cegada, enterrada por el cambio de
gustos y el rechazo hacia el arte de la era anterior, sin importar lo consumado
o imperecedero que pudiera parecer. Una consideró que muy pocos monarcas
poseían la fina sensibilidad que el mundo razonablemente esperaba encontrar
en ellos. Pertenecían a una estirpe vulgar, y su ostentosa y grandiosa pompa,
incluso en sus gustos más simples (como cazar con perros y jugar), estaba en
tan perfecta armonía con el gusto general de sus súbditos, que simbolizaban y
representaban a la mayoría con mayor satisfacción que cualquier cuerpo
electo de republicanos. Hubiera querido quedarse allí, contemplando aquellas
maravillosas pinturas, pero tenía que seguir.
Atravesó una gran puerta y se deslizó a través de numerosas estancias:
salas de recepción, dormitorios y otras habitaciones similares, cuyas podridas
sedas y linos seguían evidentemente, en uso. Una se acercó a una cama, y vio
a un hombre y a una mujer dormidos, demacrados y sucios, pero llevando
sendas coronas doradas forradas de felpa. Se apartó para dejar paso a una
procesión de mohosos lords y ladies cuyas destrozadas colas eran sostenidas
por las manos de niños ciegos, y se quedó mirándolos, sin intentar siquiera
pararlos o preguntarles la dirección, hasta que desaparecieron por uno de los
pasadizos. Eran de carne y hueso, como era evidente por su olor, pero no
podía verlos como nada que no fueran espectros; como si los gobernantes
originales de Albión continuaran manteniendo sus Cortes, mientras se
acumulaban capa tras capa.
La condesa de Scaith sabía que, tarde o temprano, tendría que acabar
preguntando a alguno de aquellos seres; si no, lo hacía acabaría perdiéndose
para siempre en aquel mundo oculto, compartiendo el destino de esas
enajenadas criaturas. Se encontró ante una escalera de servicio, estrecha y
enroscada. Descendió por ella, ignorando las puertas que encontraba en los
rellanos, hasta que llegó al final de la escalera. Siguió adelante, pero su pie
tropezó con un gran trozo de algo que parecía blando como la carne, y bajo la
vela, esperando encontrar otro cadáver. En vez de eso, vio cómo la
contemplaban los suaves y extraños ojos de un gran reptil, cuyas pupilas se

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estrechaban muy lentamente bajo la luz. Un siseo, acompañado de la breve
aparición de una gran lengua roja, y entonces aquel enorme ser empezó a
moverse, pesado, confiado y, según pensó Una, amigable. Por un instante
valoró la posibilidad de seguirlo, como un viajero perdido puede seguir a un
perro amistoso, pero había tomado un túnel demasiado bajo y estrecho para
que ella pudiera avanzar con facilidad, y pensó que no era buena idea
arriesgarse a encontrarse con toda una manada de esas criaturas. Al girarse
para buscar otra puerta, vio a una muchacha vestida con las ropas simples y
limpias de una chica del campo, estaba de pie casi a su lado y la miraba
asombrada.
La muchacha, en contraste con todos los que Una había visto hasta ese
momento, era tan ordinaria que parecía una anomalía en ese lugar.
—¿Señor? ¿Habéis venido a ayudarme?
—¿Ayudarte? —Una dudó—. ¿Necesitas ayuda?
—Sí. —La muchacha bajó los ojos—. Esperaba… Pero nadie en este
terrible lugar tiene el valor…
—Te ayudaré si está en mi mano. —Una se acercó a ella, para observar
mejor sus rasgos, para ver si era real—. Pero tú también tienes que ayudarme.
¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Mi padre me trajo, señor. Para escapar de los acreedores. Pensó que
estaríamos a salvo. Había oído hablar de este lugar a su abuelo. —La
muchacha empezó a llorar en silencio—. ¡Oh, señor, llevo aquí al menos un
año!
—¿Dónde está tu padre?
—Muerto, señor. Asesinado por los tristemente famosos lord Evius y lord
Picus D’Amville.
—¡Los esbirros del rey Hern! ¿Vivos?
—Viejos, señor, pero sobreviven aquí, y continúan cometiendo los
mismos abusos que aprendieron en la Corte.
—Montfallcon los envió a Lidia, a combatir en la guerra. Los mataron
unos bandoleros.
—Regresaron, en secreto, tras la muerte del rey Hern, y han estado aquí
desde entonces. —La doncella bajó la voz—. Tienen hombres a sus órdenes,
pocos pero sedientos de sangre, y gobiernan sobre un gran territorio.
—¿Éste es su territorio?
—No sabría… Sé que fue una vez el reino de otro caballero que cayó en
desgracia, pero hace poco fue asesinado.

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—Sabemos pocas cosas de lo que ocurre en esta especie de inframundo
tras los muros de palacio. Si te ayudo a escapar, ¿serás mi informante?
—De todo corazón, señor.
—En algún sitio hay un vestíbulo, creo que cerca de aquí, pero estoy
perdido; me refiero al lugar donde acampan familias. ¿Lo conoces?
—Creo que sí, señor.
—¿Has oído hablar de Jephraim Tallow?
—Sí, señor. Él no sirve a ningún señor. Fue amable conmigo.
—Bien, pues Tallow vivía en ese vestíbulo… O eso supongo.
—Entonces lo conozco, señor. —La chica tomó la mano de Una—.
Venid. Es más seguro si vamos por aquí.
—Desde allí podremos encontrar el camino de vuelta.

Una tenía la sensación de que, por el momento, era suficiente con salvar de la
muerte a aquella jovencita y volver sana y salva al palacio exterior. Aquella
joven sería su prueba de lo que sucedía en el inframundo; suficiente evidencia
para que Gloriana autorizara el envío de una expedición con la orden de
arrestar a los tiranos y salvar a los perseguidos. Aun así, no podía obviar las
dificultades que entrañaba aquella empresa. ¿Aceptaría Gloriana la necesidad
de llevar a cabo la expedición? Quizá, durante generaciones, su familia había
permitido la existencia de ese microcosmos; tal vez los habitantes del
inframundo eran una especie de sacrificio a los ancestros que construyeron la
casa original; cortesanos para servir a tantos y tantos espectros de la realeza.
La joven condujo a Una con rapidez y seguridad por los laberínticos
pasillos, hasta pararse ante una puerta, morderse el labio y mirar con
curiosidad a su benefactora.
—Aquí, señor…, creo.
Con cautela, Una abrió la puerta. Los viejos goznes emitieron un largo
chirrido; tras ella vio la luz familiar de las hogueras. La abrió algo más, y
reconoció el gran vestíbulo. Pero había cambiado porque, en el centro, se
levantaba ahora un estrado, construido con losas de granito y mármol que sin
duda procedían de docenas de lugares distintos, pues algunas eran lisas y otras
mostraban elaborados bajorrelieves. Y en ese sorprendente estrado, cuyos
componentes formaban unos peldaños irregulares, se encontraba un trono de
marfil de factura bárbara, evidentemente de las Indias Orientales, con

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intrincadas tallas de escenas de gloria marcial y conquistas amorosas. Y
recostado en aquel trono había una figura: su rostro oculto bajo el sombrero,
sus manos ocultas en largos guantes negros, sus pies ocultos bajo los pliegues
del faldón. Y sobre el sombrero pudo ver una alta y puntiaguda corona: una
corona de hierro, diamantes y esmeraldas; una corona de guerra, del tipo que
uno de los distantes ancestros de Gloriana habría llevado consigo en batalla.
Y, sustituyendo a los nómadas que Una había visto la primera vez allí, había
ahora una ruidosa reunión de extravagantes picaros y mujeres pintadas como
putas que, con cubos de oro y plata, parecían entregar ofrendas a este monarca
de los desposeídos, que habría podido ser la misma Muerte, y que ciertamente
daba la sensación de poder otorgar la vida o la muerte a esa rendida chusma.
Con sus galas robadas, sus antiguallas, sus disfraces mohosos que parecían
arrancados de cadáveres, toda aquella gente podrían haber sido cadáveres
resucitados por el señor del trono de marfil.
¿Se trataba de hechicería?
La jovencita habló con inocencia y en un tono demasiado alto según el
parecer de Una.
—¿Es éste el lugar que buscáis, señor? ¿Estamos a salvo?
—Ha cambiado. —Una se situó entre la chusma (que se había quedado
callada y las estaba mirando) y la muchacha.
La criatura con el sombrero alzó un brazo lúgubre, aparentemente
invitándolas a que se acercaran.
—¿A quién debo saludar? —preguntó Una, que no se movió de donde
estaba. Ahora estaba completamente aterrorizada.
La chica corrió hacia delante, corrió hacia el trono a través de la
muchedumbre, que se apartaba a su paso, subió los peldaños, y se arrodilló a
los pies de la estremecedora figura, acurrucándose allí como si fuera el único
lugar del mundo donde se sentía segura. Una dio un paso atrás, y empujó la
puerta por la que había entrado. La puerta no se movía.
—Me han engañado. Engatusada por una bruja, ¿no es así? —Una
hablaba con loca osadía—. ¿Qué…? ¿Quiénes sois todos vosotros?
La gigantesca figura del trono hizo otro gesto y la muchedumbre empezó
a acercarse a ella. Una alzó su espada. Ellos blandieron espadas enmohecidas.
Manos enfermas se adelantaron para cogerla. Rostros corrompidos por llagas
y furúnculos le lanzaban miradas lascivas. Con agilidad felina, Una hizo una
finta y cortó la parte posterior de una muñeca, de manera que su propietario
aulló y dejó caer su cuchillo. Lanzó una estocada. Su golpe fue parado por
una docena de espadas, y dedos mugrientos empezaron a manosearla. Pataleó.

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Gritó. Intentó liberarse. Más allá de sus atacantes, vio a la figura embozada
acariciando la cabeza de su Judas: la muchacha encogida a sus pies y con ojos
medio aterrorizados y medio triunfantes, contemplaba cómo maniataban a
Una con correas y tiras de ropa, y cómo era alzada sobre la multitud, su
espada ya muy lejos de su alcance.
Llevaron en volandas a Una, que lanzaba miradas de impotencia y pedía
que la soltaran con un hilo de voz. La llevaron hasta el trono, y la dejaron
caer, casi a los pies de la gigantesca figura. La condesa de Scaith se lanzó con
delicadeza, hacia el misterioso embozado, trastabilló y quedó postrada ante él.
La figura se levantó, aún oculta bajo sus ropas, y bajó la mirada hacia
Una. Luego se dirigió a la muchacha que había llevado a la condesa hasta allí.
—Excelente. Es ella, sin duda.
Una le devolvió la mirada y, controlando los rápidos latidos de su
corazón, le contestó sin vacilar:
—¿Me esperabas?
—Teníamos la esperanza de que os atrevierais a aventuraros hasta aquí,
eso es todo, mi señora. Sois la condesa de Scaith, la mejor amiga de la reina.
Oscura Una…, la engañosa portadora de la Verdad…
—La Verdad, señor, es un espejo. Mirad al otro lado. —Una prefirió no
luchar contra sus sucias ataduras. La templanza se había adueñado de ella.
Su captor parecía divertido por la respuesta.
—La mejor de todas. Mejor que Montfallcon, en cualquier caso. Un
enemigo al que temer. Bien, señora, tenemos una tarea para vos. En realidad,
no requiere mucho esfuerzo. Debéis mantener al viejo tranquilo. ¿Encontráis
vergonzosa la locura?
—¿Qué?
La pregunta había sido retórica. Con un leve gesto de su señor, los siervos
de ese monarca de las sombras la cogieron de nuevo y la llevaron hasta un
corto pasadizo. Se abrió una puerta cerrada. Una olió a inmundicia, el olor de
un ser humano encarcelado desde hacía algún tiempo. Oyó un ruido animal:
un gemido, un breve murmullo, el sonido del hierro sobre las frías losas. La
muchedumbre rió cuando la lanzaron al interior de la celda. Una aterrizó
sobre un montón de telas podridas, y uno de sus captores gritó con
considerable placer:
—Aquí tienes, viejo. ¡Aquí tienes lo que necesitas para calmarte! ¡Una
mujer! ¡Para ti solo!
Cerraron la puerta con llave, y Una, en la oscuridad, oyó los sonidos
inhumanos emitidos por la criatura que ahora avanzaba lentamente hacia ella

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sobre la paja maloliente.

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Capítulo XXII

En el que estallan y se extienden rivalidades y


misterios, y lord Montfallcon, el Canciller Real, ve el
fin de todas sus victorias.

—¡Ni hablar! —lord Montfallcon no daba su brazo a torcer—, debe


celebrarse la Justa del Día de la Coronación, y después la reina debe
emprender su Visita Anual. Nunca ha sido más necesario. Estas ceremonias,
sir Amadís, no son un ritual vacío. Su función es recordar al pueblo la
majestad de la reina, su existencia, su bondad. Los rumores ya proliferan en la
capital, y sin duda se extienden por toda la nación, por todo el mundo. Si la
reina no hace acto de presencia, entonces los rumores proliferarán como
moscas sobre estiércol e infectarán al Reino con un centenar de dolencias
morales, debilitándonos en todos los rincones. Hemos desmantelado el
Gobierno del Poder y lo hemos reemplazado por el Gobierno de la Justicia. Y
la justicia está simbolizada en la reina. Mantenemos nuestras provincias,
nuestro Imperio, no con soldados, sino en el derecho constitucional
ejemplificado en la persona de Gloriana. ¡Por Mitra! ¡Nuestra propia fe está
implícita en ella y en cómo actúa!
Sir Amadís se sentía incómodo en las opresivas estancias de lord
Montfallcon que estaban, como siempre, sin airear y demasiado caldeadas.
Tenía el presentimiento de que aquí era muy fácil pescar cualquier
enfermedad ordinaria del cuerpo. Sin embargo, era reticente a irse sin
convencer a su par en el Consejo.
—La reina está de duelo —objetó—. Tantos acontecimientos terribles la
han debilitado. Con su mejor amiga bajo sospecha y acusada de asesinato.
—Se ha librado de un enemigo. —Montfallcon parecía contento, pero
estaba serio—. La influencia de la condesa de Scaith amenazaba la seguridad
de la Corte y del Reino. Es evidente que conspiró con sir Tancred para matar

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a lady Mary, y que mató a sir Thomas Perrott en sus propias habitaciones: se
ha descubierto sangre en el suelo, la cama, los tapices; hay sangre por todas
partes. Sin duda, pronto encontraremos el cuerpo de sir Thomas.
—Eso es un rumor perverso, mi señor. —Sir Amadís estaba sorprendido.
—¿Entonces por qué ha huido la condesa de palacio?
—¿No podría ser también una víctima?
—No es ese tipo de personas que se convierten en víctima, sir Amadís.
—No sabía, mi señor, que pudiera clasificarse a las víctimas en función de
su temperamento.
—Vuestro conocimiento, señor, está lejos de mi experiencia en este tipo
de cuestiones.
—Sea como sea, la reina está de duelo, medio enloquecida por las dudas.
—Las tareas públicas la tranquilizarán.
—Y ¿quién reemplazará a la condesa en la Palestra? Primero despareció
Tancred, ahora ella. Parece como si el destino se llevase a todos los
Campeones de la reina.
—Lord Rhoone ha aceptado interpretar el papel del Caballero Pastor.
—Entonces, esperemos que sobreviva hasta el Día de la Coronación. —
Sir Amadís miró el reloj de latón y roble bruñido que había sobre la
chimenea. La manecilla estaba cerca de la media hora. No tenía tiempo para
seguir discutiendo—. Os he explicado todo lo que me inquietaba.
—Lo habéis hecho, señor.
—Se podría decir que la reina está enferma.
—¿Y empeorar las cosas? He gobernado este barco durante muchos años.
Sé lo que es bueno para Albión. Conozco las mareas, las poderosas mareas de
la opinión pública. Conozco los bajíos y los escollos. Sé qué cargamento hay
que llevar, cuándo guardarlo a buen recaudo y cuándo disponer de él. Por eso
la reina confía en mi juicio y hace lo que le sugiero. ¡Conoce la razón por la
que no puede mostrarse débil! En la Palestra todos los nobles importantes la
estarán observando, y las noticias de su estado de ánimo correrán como un
reguero de pólvora por todo el mundo.
Sir Amadís se encogió de hombros y, con una breve reverencia, se
despidió y salió de la habitación.
Se dirigió con rapidez hacia el conjunto de estancias en desuso que había
detrás de la vieja Sala del Trono, donde su pequeña amante, picara, descarada,
virgen e inocente, había aceptado verse con él y ser, por fin, completamente
suya. Había tomado la decisión a instancias de un caballero, su tutor, que se
había apiadado de sir Amadís en su incomodidad, sus distracciones y su pena,

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y había informado a la muchacha de que sus intereses estarían mejor servidos
siendo amable con el consejero de la reina.
Sir Amadís sentía una cálida gratitud hacia el gentil caballero que se había
preocupado por aliviar el dolor de su corazón, la congoja de un cuerpo débil,
y también sentía el placer de la victoria sobre lord Gorius, su rival, que ahora
se vería burlado.
Cuando llegó a la prácticamente desierta Ala Este, tropezó de repente con
maese Florestan Wallis extrañamente vestido con ropajes amarillos y detalles
florales, en íntima conversación con alguien que sir Amadís tomó por una
amante que trabajaba en las cocinas. Maese Wallis miró a su alrededor (una
mirada culpable), y adoptó una actitud de digno desafío, dando su espalda a la
chica.
—Sir Amadís.
—Buenos días, maese Wallis. —Cornfield se esforzó en no prestar
atención a la muchacha, pero aquella situación le divertía porque nunca había
imaginado al secretario como algo que no fuera asexual, un solterón. Verlo
así (vulgar, avergonzado) aumentaba la diversión de sir Amadís, que no era
maliciosa. Al contrario, disfrutaba de algo así como un sentimiento de íntima
complicidad con su compañero consejero.
Siguió adelante, dejándolos con sus murmullos, y rechazó una muy breve
sospecha que cruzó su mente, y que unía cocinas con riñones.

Lord Montfallcon levantó la mirada por debajo de sus espesas cejas, y


Tinkler, rascándose una cabeza que era el territorio escogido por belicosas
tribus de alimañas, movió los pies, aclaró la garganta y se refregó la nariz,
antes de tranquilizarse.
Lord Montfallcon releyó la lista, sabiendo que cuanto más hiciera esperar
a Tinkler con mayor rapidez respondería sus preguntas y menos oportunidad
tendría de adornar la información con interpretaciones insustanciales.
—¿Y Quire? —Era habitualmente su pregunta inicial.
—Muerto, señor, con toda seguridad. —Tinkler estaba desolado—. Y no
soy el único que lo ha estado buscando. Han pasado seis meses, señor.
Debemos darlo por perdido.
—¿Quién más lo buscaba?

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—Padres de hijas, y de hijos, a los que ha engañado. Secuestrado o
muerto. ¿Quién sabe?
—¿Los ánimos en la ciudad?
—La mayoría ha olvidado ya a Quire.
—Idiota. Me refiero con respecto a la reina.
—Se la tiene en gran estima, como siempre, mi señor. Reverenciada.
—¿Chismes?
—Sin importancia.
—¿Sí? —Un movimiento escéptico de la ceja.
—No… —empezó Tinkler con torpeza—. No merecen…
—¿Cuál es el chisme que no merece consideración, Tinkler?
—Muchos asesinatos, la vuelta a los días de la imprevisible Corte del rey
Hern, con una reina enloquecida por su…
—¿Placer insatisfecho?
—Podría decirse así.
—¿Qué más?
—Sir Thomas Perrott encarcelado por vos, mi señor, y torturado. Los
Perrott desterrados y planeando una rebelión. Y los favoritos de la reina
violando a todas las muchachas virtuosas que pueden encontrar.
—Un chisme digno de Quire. —La corta risotada de lord Montfallcon fue
terrible—. Los viejos tiempos, en verdad. ¿Cuál es el remedio que sugieren
los mentideros?
—Cada hombre y mujer tiene uno diferente, señor. —Tinkler empezaba a
calentar el tema ahora que sabía lo que se esperaba de él.
—Pero, en general…
—El pueblo considera que Su Majestad debería casarse, mi señor. Un
hombre fuerte, dicen. Como vos.
—¿Querrían que me casase con ella?
—No, señor…, bueno, no exactamente. Tal vez algunos…
—Porque no confían en mí, ¿no?
Tinkler se ruborizó.
—Os consideran demasiado serio, señor, y demasiado… viejo.
—Entonces, ¿quién es el preferido?
—¿Os referís a un pretendiente, mi señor?
—¿Con quién piensa la chusma que debe casarse la reina?
—Con un rey, señor.
—¿Polonia?

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—No, claro que no, señor. No consideran al rey de Polonia lo
suficientemente fuerte para una mujer de gran carácter. Como consorte,
muchos piensan que el monarca sarraceno, que fue muy admirado durante su
visita invernal por ser un rey guapo, masculino y marcial, sería el candidato
adecuado.
—¿Por qué? Ni siquiera estamos en guerra.
—Los panfletos. Las canciones callejeras. Os traje algunos, mi señor.
Todos hablan de ello, ¿o no? De guerra civil. De guerra con Arabia. O guerra
contra los tártaros.
—Donde existe la voluntad de ir a la guerra, siempre aparece una guerra
—murmuró Montfallcon—. Hay que cambiar esa voluntad.
—No capté ese mensaje, mi señor, lo siento.
Montfallcon estudió a Tinkler.
—Así que la reina debe desposar al Gran Califa, que la controlará y
llevará a Albión a la victoria…
—Muchos simpatizan también con los Perrott, señor. El asesinato de lady
Mary inflamó su imaginación.
—Semejantes asesinatos siempre lo hacen. Y éste contiene todos los
elementos adecuados. ¡La inocencia destruida!
—Muchos creen que los Perrott se rebelarán, mi señor, y que tantos otros
nobles se unirán a ellos. Piensan que los Perrott apoyarán a la reina y
limpiarán el palacio de… —Tinkler se volvió a callar.
—¿De los viejos hombres de Hern?
—Sí, mi señor.
—La reina es virtuosa, ¿pero sus sirvientes, no?
—Exactamente, mi señor.
—¿Y, aun así, es demasiado débil para gobernar sola?
—Más o menos lo que vos decís, mi señor.
Montfallcon bajó la cabeza, se tocó los labios con los dedos y asintió
lentamente.
—Y temen que una reina débil signifique una Albión débil.
—Una mujer de fuerte carácter mal aconsejada… Eso se acercaría más al
sentir general, mi señor. —Tinkler movía el abollado sombrero de terciopelo
sobre la cabeza—. Aunque ésa no es la opinión de todos. Algunos no están de
acuerdo.
—Pero la Fe en la nobleza se debilita, ¿no?
—No demasiado. Excepto por los asesinatos, todo se olvidaría en días.
Incluso las muertes se olvidarán con el tiempo. Si no hubiera más, claro…,

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pero he oído…
—No ha habido más asesinatos.
—La condesa de Scaith ha huido, según he oído, después de intentar
envenenar a lord Rhoone y matar a sus hijos.
Lord Montfallcon movió una mano.
—Tonterías. Huyó por otras razones.
—Algunos dicen que vos la habéis encarcelado, mi señor. En la Torre de
Bran. Con sir Tancred. Sir Tancred también era popular.
—Y yo nunca lo he sido. —Lord Montfallcon sonrió—. Qué fácil es
darles héroes y villanos. Si sólo tuviera a Quire. Qué bello hurón. Qué lengua
de oro diseminando historias. Bueno, ahora es cosa tuya, Tinkler. Tienes que
contarles que la reina es fuerte, que está considerando despedirme, que estoy
cerca del final, que mi salud falla, como la de lord Ingleborough.
Los ojos de Tinkler se abrieron.
—Eso no puede ser, mi señor.
Montfallcon sacó el oro.
—Tu paga está segura, maestro Tinkler. Les dirás que el pueblo podrá
seguir la Justa de la Coronación, como siempre, desde muros y tejados; que la
reina asistirá y que, poco después, iniciará la Visita Anual por todo el Reino.
Diles que casi con toda seguridad sir Thomas Perrott fue asesinado por la
condesa de Scaith, que ha huido de Albión, lo que es la pura verdad, y que
cuando los Perrott se den cuenta volverán a ser totalmente leales y obedientes
como antes. De momento, no diremos si la reina planea casarse, porque ése es
el mejor contrarrumor que tenemos, y sería una tontería utilizarlo demasiado
pronto, antes de que tengamos seleccionados a los pretendientes.
—¿La reina recibe a pretendientes, mi señor?
—Cuéntales eso, si quieres.
—Creo que conocer todo esto animará al pueblo —dijo Tinkler con
seriedad.
—Sí, así debe ser. —Lord Montfallcon se acercó una pluma a los dientes
y empezó a dar golpecitos—. Puedes retirarte, Tinkler.
El obsequioso cuasi Quire se despidió y salió de la habitación. Lord
Montfallcon tocó la campanilla y el pequeño paje Patch, en terciopelo verde,
entró quitándose el gorro y haciendo una profunda reverencia.
—Mi amo está fuera, señor. Con sir Thomas Ffynne.
—Hazles pasar.
Patch asintió y se hizo a un lado. Unos lacayos avanzaron con lentitud,
llevando sobre los hombros las barras de la litera de Lisuarte Armstrong, lord

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Ingleborough. En su sillón, adormilado por el dolor, con la mano izquierda
sobre el débil corazón, Ingleborough gimió cuando lo bajaron al suelo.
Extendió un puño nudoso hacia Patch, que corrió a su encuentro. Ahí había
amor —padre e hijo, esposo y esposa— entre los dos, e incluso Montfallcon
se sintió conmovido por el afecto que se demostraban. Ingleborough estaba
tan consumido por la gota que casi no tenía ningún músculo que no
proporcionara un grado de agonía, pero su cerebro seguía siendo bueno,
cuando no intentaba drogarse con bebida u opiáceos. Tras él, cojeaba sir
Thomas Ffynne, rostro serio, vestido con terciopelos oscuros y lino negro.
Patch cerró las puertas tras los lacayos y, con un gesto, lord Montfallcon le
indicó que la cerrara con llave.
Lord Montfallcon suspiró. Ofreció a sir Thomas una silla, que Ffynne
aceptó, levantando el peso de su pie de marfil.
—Hace calor. —Se masajeó la juntura por encima del pie—. Como en las
Indias.
—Habría preferido que hubierais ido allí, Tom —gruñó Ingleborough—.
¡Toda la diplomacia necesaria para liberaros! Los moros han sido lentos por
razones políticas. ¡Neptuno sabe por qué! Tienen ambiciones…
—De eso podemos estar seguros —dijo lord Montfallcon.
—Todo huele a guerra. —Ingleborough hizo un gesto de dolor porque
había dado una palmada sobre su muslo con demasiada fuerza. Patch le dio un
masaje en los inflamados nudillos—. Nunca la he visto más inminente, desde
los tiempos de Hern. ¿Cuál es la respuesta, Perion?
—La reina tiene que casarse.
—Pero no quiere.
—Debe.
—Pero no quiere. —Lord Ingleborough rió—. ¡Dioses! Ella es peor que
Hern, porque no se la puede engañar ni halagar como a él. Nos conoce
demasiado bien, en especial a nosotros tres. Ha presenciado nuestras charlas
informales desde que era niña. Conoce todos nuestros trucos.
—Pero también nos aprecia y seguirá nuestro consejo —replicó
Montfallcon con una mirada elocuente—. Ahora, Tom, ¿qué tenéis que
decirnos sobre la rivalidad entre Arabia y Polonia?
—Desde Año Nuevo se está caldeando. —Las rubicundas mejillas de
Tom Ffynne parecían brillar con más fuerza cuando, sonriendo, exponía estas
preocupantes noticias—. Casimir y Hassán dejaron aquí una rivalidad a
muerte, cada uno pensando que con el otro muerto la reina será suya. La
historia habitual: nunca se pregunta al hombre o a la mujer, los rivales

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enconan su enfrentamiento tanto como lo permitan la falta de noticias. A
menos noticias, más se encona la cosa. Cuanto menos interesado el objeto
cortejado, más seguros están los rivales de que ella se decidirá por uno de
ellos y será suya, si el otro desaparece.
—Conocemos el caso, Tom. —Montfallcon era impaciente por naturaleza
y, últimamente, había empezado a perder su legendario autocontrol—. Pero
¿la rivalidad específica…?
—Habrá un duelo entre Polonia y Arabia.
—¡No! —Montfallcon estaba divertido, no se lo podía creer.
—Me lo dijo el emir de Babilonia, que tiene una relación muy cercana
con el califa.
—¿Dónde combatirán?
—En un barco. Un barco turco. Justo en el centro del Mediterráneo.
—¿Con espadas?
—Con todas las armas de la Caballería.
—¿A caballo? ¡No puede ser!
—Eso he oído. Al parecer, se trata de una embarcación enorme; toda la
cubierta se dedicará a la justa. Lanza, espada, maza y todo lo demás.
—¿A muerte?
—O a primera sangre.
—Pero ¿la muerte es posible? ¿Lo es, Tom?
—Por supuesto.
—Así que tenemos la amenaza de una guerra entre Arabia, a la que
protegemos, y Polonia, nuestro mejor amigo. —Montfallcon estaba muy
pálido. Se dejó caer en la silla. Miró a sus dos amigos. Se mordió el labio
inferior.
—Y Tartaria se moverá —dijo lord Ingleborough—. Están deseando
encontrar un punto débil en el tapiz que hemos tejido en los últimos trece
años.
—La reina deberá elegir entre uno de los dos. Eso les parará. ¿Pero por
cuál decidirse? —Lord Montfallcon estiró la espalda—. ¿Polonia, al que
nuestro pueblo no respeta, o Arabia, que no puede darnos el heredero que
necesitamos? ¿Cuál?
Tom Ffynne apoyó un dedo a lo largo de su nariz.
—Arabia. Habrá muchos que quieran engendrar al heredero por él.
Montfallcon continuaba sopesando la idea.
—Si proseguimos un poco más esta conservación, habrá cientos
reclamando parentesco a través de las nueve hijas de la reina. ¿Lo sabéis,

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caballeros? ¿Lo habéis considerado?
—¿Ambicionando la Corona?
—Es posible.
—Las cosas no están tan mal —concluyó Tom Ffynne.
—Aún no. Pero en trece años hemos creado la Edad de Oro. Dicha
creación nos ha llevado muy poco tiempo. Pero el terror tarda aún menos en
caer, lo queramos o no, sobre una nación. Gloriana deberá casarse con Arabia.
Hassán es un ciudadano de Albión, después de todo. Hay precedentes
romanos, griegos.
—Nos traerá otros problemas, pues los sarracenos sólo están esperando
nuestra autorización para declarar la guerra a Tartaria. La reina lo sabe. Ésa es
una de las razones por las que no considerará la boda con Hassán. Teme que
con ello pondría demasiado poder en las manos de otro posible Hern. —La
voz de Lord Ingleborough tembló cuando le asaltó el dolor.
—Tendremos que controlar ese poder de alguna forma —respondió
Montfallcon.
—Habrá sarracenos en la Corte; intentarán controlar tanto a la reina…
como a nosotros —dijo Tom Ffynne—. Creo que lo tendremos difícil con
Hassán como consorte.
—Se le podría dejar claro que es consorte y no rey.
—¿De palabra? —preguntó lord Ingleborough—. Desde luego podemos
recordárselo. Pero ¿servirá de algo? Sin duda querrá utilizar el poder de
Albión contra el imperio Tártaro. Todos lo saben. Y si existe la más mínima
posibilidad de boda, podemos estar seguros de que los tártaros atacarán
Arabia sin dilación, antes de que los ataquen a ellos. Es mejor, Perion, seguir
solos tras la reina. O encontrar un marido más cerca de casa y borrar la razón
de la lucha. Albión ha vivido amenazas peores.
—La guerra destruirá todo lo que hemos conseguido —dijo lord
Montfallcon. Gruñó—. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¡En unos pocos meses
recibimos amenazas de dentro y de fuera! Yo lo tenía todo en perfecto
equilibrio. ¿Cómo, en qué momento perdí el control?
—Con el asesinato de lady Mary —respondió lord Ingleborough—, y
disensiones aquí, entre nosotros.
—¿Un asesinato? ¡Imposible!
—Quizá Polonia se enteró de vuestro plan para secuestrarlo, Perion —
sugirió Tom Ffynne—. Si es así…
—Tendría que verificarlo. Y no existe nadie, ahora, a quien pueda creer.
El responsable del secuestro está muerto.

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—¿Lo habéis mandado matar? —Lord Ingleborough se removía en su
silla.
—Yo no. Arabia.
—¿Por qué?
Montfallcon se encogió de hombros.
—Se extralimitó en un asunto de contraespionaje.
—¿Por cuenta vuestra?
—Por cuenta de Albión.
—¡Ahí lo tenéis! —exclamó lord Ingleborough, que estaba ya cubierto de
sudor—. Es lo que siempre os advertí. Utilizad viejos métodos, y veréis
aparecer los viejos resultados.
Montfallcon movió la cabeza.
—Eso no tiene nada que ver con el asesinato de lady Mary y el resto de
los problemas con los Perrott. A los que no deberíamos olvidar. Si deciden
declarar la guerra a Arabia…
—Se harán populares por eso —dijo Tom Ffynne.
—No estamos en disposición de apoyarles. —El Lord Gran Almirante
hacía gestos de dolor al hablar—. No podemos.
—Y si los contenemos —continuó Tom Ffynne—, la mitad de los nobles
de Albión se pondrán en nuestra contra, así como el pueblo. Podríamos tener
incluso algún tipo de levantamiento. Posiblemente no una rebelión. Pero
¿quién sabe? Una cosa lleva rápidamente a otra.
El dolor de la cara de Ingleborough se reflejaba en la de Montfallcon, que
de nuevo veía cómo se derrumbaba su gran sueño mientras estaban hablando.
Se levantó.
—Debe de haber alguna forma de salvar todo por lo que hemos luchado,
¡todo lo bueno que hemos creado!
—No con los viejos métodos. —Lord Ingleborough acercó a Patch hacia
él, como si intentase protegerlo de la rabia de Montfallcon—. Adquirimos
malas costumbres al servicio de Hern, incluso trabajando contra él. No podéis
evitarlo, Perion. Seguís usando los instrumentos del secreto y el terror,
modificados, quizá, pero seguís utilizándolos. Conspiráis según los esquemas
habituales.
—¡Para proteger a nuestra reina y a Albión! —Montfallcon no levantó la
voz, pero intensificó su tono y se volvió así mucho más temible—. ¡Para
proteger la inocencia de una niña cuya vida protegimos los tres durante tanto
tiempo de la crueldad y el capricho del padre! Toda mi alma está invertida en

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este servicio… como habéis hecho vosotros. Me resisto a aceptar vuestra
inferencia, Lisuarte, de que mis acciones han sido de alguna forma erróneas.
—¿O inmorales? —Ingleborough hablaba en voz baja, con los dientes
apretados. El dolor seguía aumentando en él. Una mano de nuevo sobre el
corazón.
—He protegido con la mayor moralidad a Albión y todo lo que Albión
significa para nosotros. El mundo no es perfecto. He tenido que utilizar
ciertas tácticas… pero nunca han alcanzado a la reina. Ninguna tacha ha…
—Derramar sangre por Albión es derramar sangre en nombre de la reina.
—Ingleborough suspiró, dejando caer la barbilla sobre el pecho.
Tom Ffynne se puso de pie.
—Esto no es bueno. Si nosotros tres discutimos, entonces todo lo que
hemos conseguido está perdido.
—Nunca he actuado —prosiguió lord Montfallcon— si la reina (y en
consecuencia el Reino) no estaba de alguna forma amenazada. Muchos de los
muertos eran bastante amistosos, tal vez, pero eran locos que conducían a la
reina a realizar locuras, a menudo de forma indirecta. Ella nunca lo supo. No
podíamos permitir que nuestra reina perdiera la confianza de sus súbditos.
—Temo vuestra próxima confesión —gimió Ingleborough—, que habéis
ordenado matar a la condesa. Y a los demás…
—La influencia de la condesa sobre la reina nunca fue buena. Su consejo
tenía muy poco respeto por el Deber. Y la reina es Albión, y Albión es Deber.
Tom Ffynne gritó:
—¡Amigos! Basta ya. Os estáis situando en los extremos de un tablón
quebradizo. Cuando se rompa caeréis los dos. Mantengámonos en el centro.
Recordad. Nuestra tarea es mantener el equilibrio. Eso es en lo que siempre
hemos estado de acuerdo. Y vos, Lisuarte, estáis padeciendo un dolor
monstruoso. Debéis retiraros. Quiero hablar con Perion. Él afirma más de lo
que es verdad, como un hombre que se emborracha de su propia poesía y
añade sustancia a sus historias, y así mantiene el ritmo de la canción.
Montfallcon se sentó tras el escritorio. Patch corrió a buscar a los lacayos
para que trajeran la silla de su amo. Tom Ffynne se quedó de pie al lado de la
chimenea apagada, escuchando con atención el tic-tac y el movimiento
mecánico del reloj sobre su cabeza.
Cuando lord Ingleborough se hubo retirado, sir Thomas Ffynne bajó la
mirada hacia su amigo.
—No puede haber más asesinatos, Perion. Otra muerte aquí y nuestros
planes quedarán destruidos para siempre.

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—Yo no he matado a nadie. Al menos, no a los que ha mencionado
Ingleborough.
—No he dicho nada de culpables. —Tom Ffynne se mostraba
meditabundo—. Por otra parte, en conciencia, no puedo imitar el tono de
Lisuarte. Yo he hecho mi parte. Y ha salido mal. Esta última aventura fue una
idea estúpida, y no volveré a navegar. A partir de ahora estoy atado a tierra
firme. Debemos intentar que las cosas no empeoren. Limpiemos el aire,
Perion. Debemos traer de vuelta la luz. Debemos hacer feliz a la reina. Por el
bien de todos. Y no podemos recurrir a los antiguos métodos de hierro.
—¿Qué otros métodos existen? —Montfallcon se enfurruñó, pero no negó
la verdad de las palabras de Ffynne—. El hierro amenaza, el hierro defiende.
—El oro también defiende.
—¿Comprar una salida? ¡La Historia demuestra que eso nunca ha
funcionado!
—Ideas doradas. —Sir Tom se rió de sí mismo—. Sueños dorados. Eso
nos ha dado fuerza, a ti y a mí, durante muchos años. Fe dorada.
Montfallcon asintió.
—La reina respondió. Durante un tiempo nos devolvió la fe. Parecía que
todo volvía a estar bien. Entonces se demuestra que la condesa de Scaith es
una asesina y la reina se derrumba. Desde entonces es una sombra de sí
misma. No quiere ver a nadie. El conde Korzeniowski desea una audiencia
para tratar asuntos importantes que implican a Polonia; quizá quiera pedirle
que detenga el duelo, porque él tiene en gran estima a Casimir. Oubacha Khan
habla abiertamente de ejércitos tártaros reuniéndose en las fronteras de
Arabia, mientras que su aliada lady Yashi extiende el rumor de que lady Lyst
y maese Wheldrake colaboraron en el asesinato de Perrott y tiraron su cuerpo
a un pozo en desuso, de manera que ahora Lyst y Wheldrake temen por sus
vidas si el rumor llega a los Perrott.
—¿Los crees inocentes? —Ffynne parecía perplejo.
—Sí. Esos dos no tienen alma de asesino.
—Esos rumores son perversos.
—Como el propio Wheldrake. Conozco sus gustos. Le gustaría que la
reina lo castigase todos los días, y lady Lyst es su sustituta. Aunque ella sólo
piensa en el vino. La reina podría hacer desaparecer semejantes rumores, pero
no quiere. No ha llevado el cetro durante más de una semana. No ha recibido
embajadores. Ni siquiera ha entrado en el Salón de Audiencias. No quiere
escucharme. Hace días llegó una delegación de sarracenos, unos cincuenta,
para hablar urgentemente con la reina, sin duda sobre el mismo tema que

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Korzeniowski, y ella los ignora, virtualmente los insulta y esperan cada día en
la Segunda Sala de Audiencias, cubiertos de aceros puntiagudos y belicosas
sedas de batalla (aunque no llevan armas), como un ejército de sitio.
—La condesa de Scaith. ¿Y si la encontrasen?
—Se ha ido para bien. —El rostro de Montfallcon se endureció.
—Tenéis prejuicios en su contra.
—Yo soy así. Pero sé leer un carácter. Estaba ablandando a la reina.
—¿La reina cree ahora que es una traidora? —Ffynne estaba perplejo.
—La reina no me ha dicho nada.
—¿Quizá piensa que la habéis engañado, Perion?
—Tal vez.
—¿Y escucha a Ingleborough?
—Ingleborough chochea.
—Pues hoy no lo parecía.
—Le ha transmitido algunas palabras de consuelo, Tom, pero tampoco ha
querido escucharlo. Aparentemente empieza a sospechar que la condesa de
Scaith también ha sido asesinada. Parece creer que la sangre en la habitación
era de su amiga.
—¿Y no podría ser así?
—Habría habido señales de lucha.
—Pero tampoco hay pruebas de la muerte de Perrott. —Ffynne era
escéptico con esa teoría.
—Ya se ha discutido ese misterio. —Montfallcon se levantó con lentitud
—. Ella tuvo todo el tiempo del mundo para asegurarse de no dejar rastro de
la muerte de Perrott. No habría huido si no se sintiese sospechosa, ¿no crees?
Ésa es prueba suficiente.
—Pero ¿era sospechosa?
—Para mí sí. Siempre he sospechado de ella.
—¿Y tampoco hay noticias de ella en Scaith?
—Ninguna. Ni rastro de ella. Debe de estar en el extranjero. Tiene
propiedades por todas partes. Algunos incluso dicen que el emperador de
Tartaria es su amante.
Tom Ffynne se enjugó el sudor de la cara.
—La reina necesita nuestro apoyo, Perion. Si no lo acepta de mí,
tendremos que buscarlo en alguna parte. Una de Scaith era su mejor amiga.
Quizá su única amiga en la vida privada.
—La reina no es una persona privada —replicó lord Montfallcon—.
Recordará muy pronto que los amigos de Albión son sus amigos. Es una

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ecuación muy simple.
Sir Thomas Ffynne frunció los labios.
—Puede ser, mi señor, que hayamos simplificado demasiado nuestra
ecuación. Por cierto, ¿dónde está el doctor Dee? Habría pensado que se
mostraría muy complacido de consolar a Su Majestad.
—Parece más obsesionado que nunca con sus experimentos. Casi no sale
de su alojamiento durante estos días.
—Al parecer, todos hemos sido alejados de ella a la vez. —Fue cojeando
hacia la puerta—. ¿Qué explicación tenéis para eso, Perion?
Montfallcon levantó la vista.
—¿Qué? ¿También me culpáis de eso?
Tom Ffynne volvió atrás para estudiarlo.
—Os mostráis demasiado susceptible. Simplemente hice la pregunta
esperando que vuestro cerebro fuera más sutil para encontrar una respuesta.
—Antes creía conocer todas las respuestas, ahora sólo tengo preguntas. —
Montfallcon se sentía avergonzado—. Perdonadme, Tom.
—Bueno, pensad en ello. Vuestra misión es, a pesar de todo, mantener la
unidad de la Corte y del Reino. Y el centro de esa unidad es, como siempre,
Gloriana. Si se colapsa el corazón, se colapsará toda la estructura, ¿no?
—Es lo que siempre he dicho.
—Sin embargo, parecemos no pensar demasiado en proteger el corazón.
En curarlo, si está herido. —Tom Ffynne habló con amabilidad—. Debemos
ser gentiles. En cualquier caso, en cierto sentido ella no es aún una mujer. Así
que pensad en ella como en una niña, Perion.
Pero lord Montfallcon inspiró con seriedad.
—La ternura ha desaparecido, Tom. Ahora sólo queda el Deber.
—Por esa razón muchos matrimonios se vuelven agrios y cínicos, creo yo.
—Thomas Ffynne abrió la puerta para salir—. Pero, a diferencia de Lisuarte,
yo no estoy casado, así que quizá no sea el mejor juez.
—Yo me he casado muchas veces, Tom —respondió Montfallcon, con su
voz haciéndose más profunda por el dolor.

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Capítulo XXIII

Donde la reina asiste a las celebraciones de su Día de la


Coronación, en el que se afirma la Caballería, y en el
que descubre a un nuevo Campeón.

En ardiente oro y brillante plata, en reluciente azabache y centelleante acero,


en armadura y cotas de mallas, en sobrevestes de la más fina seda rizada, en
brillantes azules y rojos, en verdes y amarillos, en púrpuras y amarronados, en
un danzante mar de plumas de los colores del arco iris, con lanzas que
llevaban atados pañuelos samitas, con escudos fabulosamente adornados, con
estandartes almidonados y relucientes, y sus caballos engalanados tan
brillante y extravagantemente como ellos, los Justadores de la Reina entraron
por los amplios portones en la Gran Plaza y empezaron su desfile alrededor
del perímetro. Sobre ellos, en muros y tejados, de acuerdo con antiguos
privilegios, desde los cuatro puntos cardinales el pueblo aclamó y animó a sus
favoritos. Desde el viejo balcón en el Ala Este, donde se sentaron su padre y
su abuelo, la reina Gloriana saludaba a sus caballeros, repartía rosas (lanzadas
al azar) y era saludada con grandes gritos y salvajes hurras por una multitud
que deliraba ante la pompa y el calor de pleno verano. Las lanzas subieron y
volvieron a bajar; se colocaron rodelas mientras los heraldos leían la lista de
armas. De todo el Reino habían llegado caballeros para competir ante la reina.
Aquí estaban nombres famosos: Tirante, duque de Lyonesse, de las Islas del
Oeste; sir Gandalac del Valle de Luna, en el País del Norte; sir Espandián de
Valentía; sir Héctor del Ranach, en Hibernia; sir Turquine de Lincoln, todos
con sus vasallos, sus pajes y cortesanos, sus heraldos y escuderos. Y de más
allá de Albión llegaron sir Hakán de Taurón, el rey Hurón, con su armadura
decorada con plumas de guerra y abalorios; sir Herlwin de Wicheetaw; el rey
Desrame de Mauritania; el emir de Zaragoza; el príncipe Hira de Bombay; el
sultán Matroco de Etiopía; el príncipe Shan de Catay; sir Bulamwe de Benin;

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muchos de ellos conocidos de la multitud porque asistían cada año a la
Palestra, compitiendo no sólo con las armas, sino también en el esplendor de
su equipo, sus armas, sus caballos y sus ayudantes, que iban vestidos con
fantásticos disfraces, como faunos, hombres salvajes, trasgos… Algunos
traían bestias, como unicornios, elefantes y cameleopardos para tirar de sus
maravillosos carruajes; algunos iban rodeados de jaurías de hienas
domesticadas, como si fuesen perros, o de monos; y sir Miles Cockaigne,
cuyo blasón nunca había ganado un combate en toda su carrera, llevaba en su
séquito violinistas y bailarines, mientras que sus vasallos llevaban sacabuches
en vez de armas y él mismo, con una sobreveste a cuadros y una cota de
mallas de variopintos colores, se presentaba como sir Arlequín el Atrevido,
para divertir a la reina y a la multitud.
Todos intentaban complacer a Gloriana. Los nobles de los castillos y las
grandes casas de Albión, que mantenían sus propiedades y tenencias en su
nombre y en el nombre de la Caballería, que administraban sus leyes, que
pertenecían a esa generación que la adoraban y para los que ella era el
símbolo de la fidelidad y el idealismo. La estudiaban, ansiosos por la
confirmación que ella debía darles, sabiendo con qué facilidad las virtudes del
Romance se pueden metamorfosear y convertir en los vicios del Cinismo. A
través de ella, y con su total apoyo, Montfallcon había remodelado el estado
de ánimo de Albión mediante un sutil uso de la pompa y del mito; explicando
una mentira dorada con el total convencimiento de que estaba destinada a
convertirse, con el tiempo, en una verdad de plata; una mentira que casi todos
estaban dispuestos a aceptar por la misma razón que Montfallcon la
publicaba. Y las celebraciones de la Coronación, que durarían toda la semana,
eran un signo visible de su participación en el compromiso de esos principios.
Así pues, saludaron a Gloriana y estaban contentos, combatiendo en buena
amistad y de acuerdo con los complejos códigos de la Caballería, en un
despliegue pomposo para complacer al pueblo, para confirmar su lealtad a
todo lo que Gloriana significaba, para competir no sencillamente en una
cuestión de poder físico, sino en rituales de honor y humildad; para hacer
visible su camino hacia la espiritualidad, hacia el verdadero sentido de la
Caballería.

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La reina, que se había retirado a la larga galería, donde, como era costumbre
real, se sentaría a contemplar el torneo a través del cristal que la protegía del
polvo y, hasta cierto punto, del ruido, parecía tan contenida en sus maneras
que fácilmente los que no la conocían lo suficiente habrían pensado que era
insensible, que había olvidado a los amigos perdidos. Muchos embajadores
extranjeros llenaban la galería, así como damas de honor y compañeros
favoritos, sus pretendientes; familiares de los consejeros privados; esposas e
hijos de los justadores; conocidos de provincias de la reina, que aprovechaban
para visitarla; y también la mayor parte del mismo Consejo Privado, que hoy
no iban a bajar a la Palestra, sino que esperarían junto a ella, en los colores
del romance, hasta el último día, el Día de la Coronación, cuando debía
aparecer como la reina Urganda la Desconocida, misteriosa y beneficiosa
hechicera de leyenda, amiga de los héroes, salvadora de los nobles y de los
valientes.
Pocos sabían que Gloriana interpretaba el papel de Graciosa Soberana
obligada por el deber de su posición. Montfallcon había insistido para que
estuviera allí, recordándole las peticiones que ella le había hecho incluso
antes de acceder al trono, recordándole la herencia de Albión, su significado y
su valor. Él había despertado su conciencia, pero no su espíritu. Ella había
entendido el sentido de su insistencia, pero aun así estaba resentida. En los
últimos doce años, nunca había dejado de disfrutar de las ceremonias del Día
de la Coronación, que culminaban con la Mascarada en la que ella
interpretaba el papel central; pero sin Una, sin Mary, sin el amable y bobo sir
Tancred, sólo podía sentir con mayor fuerza sus ausencias, y estaba de luto
por ellos mientras sonreía y charlaba, y de vez en cuando alzaba ante la
ventana una mano adorable.
Se sentía traicionada por la inocente Una, por el cómplice Montfallcon,
por el Consejo, por compañeros y amigos, porque ella ahora ya no tenía
amigos, sólo súbditos, dependientes, sus sirvientes… y sus secretos. Esos
sentimientos la llevaron a un gran despliegue de ingenio. Ya no era ella
misma. Interpretaba la parte de Gloriana a toda máquina, y pocos podían
imaginar que muy pronto podría hundirse. Ella era como un espléndido buque
insignia, todas las velas al viento, todas las banderas ondeando, latón y
madera relucientes y la pintura brillando bajo la luz del sol, vitoreada por
todos los que la veían deslizarse por el agua. El mundo ignoraba que, bajo la
línea de flotación, no tenía ni timón ni ancla.
Los clarines dieron inicio al primer torneo, que se llevaba a cabo en la
Palestra especial erigida sobre la gran isla artificial en medio del lago, de

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manera que toda la masa del pueblo tuviera una buena vista del
acontecimiento.
Sir Timón del Puente de Graveny, un joven caballero en azul y blanco,
justó contra el más experimentado sir Peregrine del Castillo de Kilcolman, en
rojo, oro y negro, y sir Timón fue rápidamente descabalgado, tras lo cual sir
Peregrine desmontó, cogió dos picas y, ayudando a levantarse a su
antagonista, le dio una para que pudieran continuar su combate hasta que uno
cayese herido o rompiesen cinco picas. En sus pesadas, extravagantes y
titilantes armaduras, en yelmos cerrados y cubiertos de placas de metal, los
caballeros se movían con lentitud y parsimonia por el campo, y, como
bailarines en un antiguo mimo, se golpeaban el uno al otro con estilizada
gracia. Sobre ellos, rodeándolos, la multitud estaba en silencio, sudando en el
calor de agosto y consciente de la incomodidad de los justadores, que se iban
asando lentamente mientras combatían.
Oubacha Khan encontró la mirada de la reina Gloriana cuando ésta dejó
de contemplar la escena. Él sonrió e hizo una reverencia con la cabeza, y ella
gritó:
—Mi buen señor, venid a sentaros conmigo. Hace mucho que no
hablamos con tranquilidad.
El alto tártaro, en su sobreveste dorada y con cota de plata, el vestido
formal de un noble en su propia tierra, se acercó y besó la mano de la reina.
—Estoy preocupado —dijo en voz baja— por el bienestar de la condesa
de Scaith.
Gloriana hizo que se sentara en el sofá.
—Como lo estamos todos, mi señor —dijo con ligereza.
—Admiro mucho a esta dama.
Gloriana no bajó la guardia, pero estaba segura de que había leído la
sinceridad en los oscuros ojos del oriental.
—Como yo, lord Oubacha Khan.
—Se dice incluso que está muerta.
—Y también se dice que ha huido. Y se dice, incluso, mi señor, que se ha
ido a vivir con vuestro propio señor, en Tartaria, en vuestra capital moscovita.
Oubacha Khan esbozó una leve sonrisa.
—Me gustaría que lo hubiera hecho, Majestad.
—No parece que penséis que es una asesina.
—No me importa. Si está viva, la encontraré.
Gloriana estaba sorprendida por la intensidad de aquellas palabras, pero
siguió siendo una reina formal.

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—Eso es responsabilidad de lord Rhoone, y de lord Montfallcon.
Oubacha Khan murmuró un secreto.
—Mi gente también la busca.
—¿En Albión?
—En todas partes, Majestad.
—Entonces, debéis aseguraros de contar a lord Rhoone cualquier
descubrimiento que hagáis, mi señor.
—Lo haré, por supuesto, Majestad. Pero, curiosamente, no hemos oído
nada. Ni siquiera hay evidencia alguna de que abandonase el palacio.
—¿Ah, no? —El tema era tan doloroso que la reina Gloriana se apartó un
tanto, fingiendo aburrimiento, para poder ocultar sus verdaderos sentimientos,
su verdadero interés.
—Continuamos la búsqueda.
—Hemos oído, mi señor, que los mercaderes tártaros hacen buenos
negocios —empezó Gloriana en una voz un poco más elevada de lo natural—
con los pueblos de nuestras provincias de la India Oriental, en especial con
los estados montañosos de Patania y Afgania. ¿Se enriquecen vuestros
mercaderes?
Comprendiendo la situación, Oubacha Khan también se transformó en un
hombre público y contestó:
—Los mercaderes se hacen ricos o perecen, Majestad. Algunos se
enriquecen, sin duda.
—El comercio entre las naciones trae el conocimiento y el conocimiento
trae sabiduría, mi señor. ¿Vuestros mercaderes también se vuelven más
sabios? —Interpretaba la función que Montfallcon esperaba de ella, de
manera que no tenía que pensar en Una.
—La nación tártara es famosa por su sabiduría, Majestad.
—La sabiduría nos enseña que el comercio construye la paz y la
prosperidad, mientras que la guerra sólo trae pobreza y más querellas. —
Proseguía con este razonamiento concienzudo, aunque al Khan le pareció que
estaba medio distraída y que su atención se dirigía hacia la ventana.
—Existe un tipo de sabiduría, Majestad —prosiguió él, casi con los
mismos automatismos que ella—, que es sencillamente cautela disfrazada de
sofismas. Existe otro tipo, sin adornos, que nos dice que demasiado énfasis en
las necesidades de los mercaderes produce naciones moral y físicamente
débiles, una buena presa para naciones más fuertes.
—En este país, muchos de nuestros estoicos estarían de acuerdo —replicó
ella—. Pero el mundo puede sustentar todo tipo de filosofías, creo yo, y el

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deber de los justos tiene que ser proteger a los débiles mientras se alienta a los
fuertes. —Casi no sabía lo que estaba diciendo, pues las palabras eran como
un recitado, un hábito diplomático; sin embargo, Oubacha Khan, aunque
contestaba en términos similares, las encontró significativas—. Porque hay
considerable fortaleza en la debilidad aparente —prosiguió la reina lanzando
otra mirada hacia la Palestra, donde combatían dos nuevos caballeros—. Por
supuesto, el pueblo tártaro es famoso por su sutileza, y seguro que ya lo
saben.
Oubacha Khan replicó:
—Esa creencia puede ser peligrosa para quien la mantiene. La fuerza
puede desaparecer sin que llegue a materializarse.
—Excepto que se recuerde siempre la necesidad de mantener la fortaleza,
mi señor. —Sonrió, levantándose a mirar cuando los caballeros bajaron las
lanzas y, con las capas al viento, se acometieron a galope tendido. Se produjo
el choque, y una aclamación cuando ambos caballeros rompieron las lanzas
pero siguieron montados, volviendo a sus posiciones para recoger un arma
nueva—. Si yo, por ejemplo, me volviese débil, vos, como amigo, estaríais
dispuesto a recordármelo, estoy segura.
—Por supuesto, Majestad, y lo haría con prudencia y sin dilación. —
Oubacha Khan había disfrutado del intercambio mucho más que la reina.
Captaba la advertencia de que la acumulación de armas por parte de Tartaria a
lo largo de las fronteras de Arabia sería una señal para que Albión estuviese
alerta. Y él estaba satisfecho, porque eso es lo que se esperaba de la
diplomacia.
—¡Mi lord de Kansas! —La reina saludaba la bronceada y larga cara del
caballero con verdadero placer—. ¿No habéis regresado aún a vuestras
propiedades en Virginia?
—Pronto, Majestad. Me retiene un gran acuerdo. Y no quería perderme la
Justa. —El noble de suaves palabras sonrió, inclinándose para besar su mano
enguantada. Vestía un jubón y pantalones bombachos de varios tonos de
amarillo, con una corta capa púrpura sobre los hombros, y un sombrero de ala
ancha con una pluma sobre la cabeza, que se quitó al inclinarse.
Ella se burló de él.
—Vestís con muchas galas para un estoico como vos, mi señor.
—Hoy me he vestido para una reina —contestó el lord.
—Os estáis convirtiendo en un perfecto cortesano, mi señor. —Como
Oubacha Khan se había retirado educadamente, la reina dio unos golpecitos al
sofá para que lord Kansas se sentara a su lado.

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Él sonrió, aceptando la invitación.
—Honestamente, señora, me siento como una calabaza rellena.
Ella estaba divertidamente seria.
—Lucís muy guapo, mi señor. ¿Disfrutáis de la Justa?
—Por supuesto.
—¿No tomáis parte en ella?
—No, señora. Tengo poca experiencia con las armas formales y no tengo
criados suficientes para apoyarme. Aquí no.
—He oído que habéis traído muy poco servicio.
—Es mi costumbre, señora, porque con frecuencia viajo sólo en compañía
de soldados, como sabéis.
—Pero celebráis justas en Virginia. He leído sobre ellas.
—Muy recargadas, Majestad.
—Pero, como estoico, deploráis la pompa, ¿no?
—Acepto su necesidad, señora. Aquí, en cualquier caso. Comparto con la
condesa de Scaith —era evidente que lamentaba su falta de tacto, pero
continuó casi sin hacer ninguna pausa— la preferencia por métodos más
simples para mantener la dignidad del Estado. Pero creo que ya llegarán con
el tiempo. Hay que enterrar los viejos recuerdos bajo el peso de la delicadeza.
—Yo también comparto esa creencia —dijo la reina—. Envidio vuestra
pastoral vida virginiana. ¿Se vive pacíficamente en Kansas, mi señor?
—A veces con demasiada paz para algunos como yo, señora. Vos
conocéis bien el temperamento virginiano, no dudo de ello. Pero también nos
gusta la tierra. Estamos seguros. En paz con las naciones vecinas y, ahora, con
Albión.
—Las rebeliones eran bastante pequeñas.
—Y no contra el Reino, sólo contra algunos de sus representantes. —Dejó
claro que se refería a Hern.
—Sí. —Gloriana se frotó un ojo y hundió la barbilla en la gorguera—.
Pero ¿si hubiera guerra? ¿Nos darían los nobles virginianos su apoyo?
Lord Kansas estaba sorprendido.
—¿Guerra?
Ella puso los dedos sobre el antebrazo de él.
—No hay ninguna guerra que vaya a estallar hoy, mi señor. Ninguna, al
menos, que conozcamos. Sólo hacía una pregunta hipotética.
—Virginia iría a la guerra. Reticente. Pero iría.
—Como yo pensaba.

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—Este asunto de los Perrott, señora. ¿Seguro que no ha adquirido tales
proporciones…?
—No ha adquirido nada, mi señor. Excepto que los Perrott están
justamente enfadados por el asesinato de su hermana y la desaparición de su
padre. Pero sin duda serán capaces de dominar su ímpetu.
—Ninguno de ellos ha venido a la Justa.
—¿Os habéis dado cuenta? —Se permitió una sonrisa seria—. Sí. Este
año se mantienen al margen. Los Perrott y sus familiares. ¿Quién se lo puede
reprochar? Pero os aseguro que volverán.
—Eso espero, señora. Sir Amadís… Su esposa es una Perrott, ¿no es así?
—Llamada de vuelta al hogar. Sir Amadís tenía permiso para ir con ella,
pero declinó hacerlo. Están separados. No durará. Sir Lepsius Lee ha ido a
Kent con su esposa, llevándose a sus criados de la Corte.
—¿No os sentís herida por semejante deslealtad, señora?
—Nosotros somos el Reino, mi señor, y el Reino no sufre las
consecuencias de los sentimientos humanos. —Su expresión se ensombreció
y volvió a mirar hacia el torneo, pero la mano siguió en su brazo—. Vuestras
maneras directas de granjero son refrescantes para nosotros, lord Kansas, pero
no siempre son adecuadas para la vida en la Corte.
Él se rió entre dientes.
—¿Me perdonaréis?
—Nos encantáis, como siempre, mi señor.
Lord Montfallcon se acercaba con los ojos entornados.
—¿Mi lord de Kansas?
Kansas se levantó, y Kansas hizo una reverencia.
—Vuestra gracia.
En ese momento, la reina Gloriana comprendió a su Lord Canciller: él
veía al noble virginiano como un posible pretendiente. ¿Lo aprobaba?
¿Kansas la estaba cortejando? Todo eran preguntas. Miró a uno y después al
otro. Se dio golpecitos en la mejilla con un abanico.
—Parece que habéis acabado por amar nuestra Corte —dijo Montfallcon.
—De la misma forma que amo toda la isla —dudó Kansas. Parecía
reticente a seguir hablando, quizá porque temía las extremadamente sensibles
interpretaciones de Montfallcon.
El anciano lord vestido de negro se movía lentamente hacia la reina, como
si estuviera cerniéndose amenazante sobre ella, y lord Kansas empezó a
levantar la mano, por impulso, quizá para pararlo. Entonces la dejó caer sobre
el pomo de su daga decorativa.

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—Señora —dijo lord Montfallcon, que no se había dado cuenta del gesto
—, el embajador de Catay querría hablar con vos.
—Dejad que se acerque, mi señor. —Gloriana sonrió a modo de
despedida al lord de Kansas y volvió al deber.
Y el deber es lo que cumplió durante toda la semana, mientras el sol era
cada vez más cálido, la muchedumbre más bulliciosa, la justa caballeresca
más glamorosa, con seda, acero y agua, polvo y bochorno que se combinaban
para crear una escena que, a diario, parecía un sueño. Asistió a banquetes y
encantó a todo el mundo. Repartió honores, aceptó regalos, alabó a todos,
mientras la opinión general mantenía que éste era el mejor Festival de
Verano, que nunca sería igualado en perfección y diversión. Ni un caballero,
ni criado ni embajador ni dama, ni dignatario, ni mercado, abandonó la
presencia de la reina sin el corazón alegre y los pasos llenos de esperanza. Y
si la reina había tenido que confiar cada día más en los cosméticos para
mantener el color, nadie hizo comentarios negativos sobre el hecho, o ni
siquiera lo vieron, aunque sí vieron el silencio de sir Thomas Ffynne o el
dolor de Ingleborough, que empalidecía día a día a ojos vista.
Y lord Montfallcon, moviéndose entre los invitados, amplificando y
apoyando el buen trabajo de la reina, no quería ver ni escuchar a Tom Ffynne
o Lisuarte Ingleborough cuando se cruzaban con él. Se había vuelto casi
amable con sus enemigos potenciales, con sus muchos conocidos, pero estaba
cada vez más frío con sus amigos.
Mientras tanto, sir Amadís Cornfield asistía sólo a las ceremonias en las
que se le podía echar en falta, y siempre que podía se iba rápidamente hacia la
antigua Ala Este; y el doctor Dee, con la mente ausente pero amigable, salía
muy raramente de su alojamiento, siempre cuidando mucho de cerrar la
puerta con llave tras él; y lord Gorius Ransley, en momentos diferentes, se
deslizaba por los pasillos del viejo palacio, y maese Florestan Wallis llegaba
débil y respirando con agitación a cumplir sus deberes, cuando su presencia
era necesaria. Incluso el leal lord Rhoone pasaba la mayor parte del tiempo en
compañía de su esposa e hijos, más de lo que era habitual, pero no podía
esperarse otra cosa de él.
Y aunque la reina echó en falta a maese Wheldrake o lady Lyst, sabía de
sus temores y no preguntó por ellos. Además, maese Wheldrake seguía
trabajando en los últimos versos para el Día de la Coronación. Lord Shahryar
regresó de Bagdad, trayendo los saludos de su amo, Hassán, el Gran Califa, y
caros presentes, pero no dijo nada del rumor sobre un próximo duelo en la

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cubierta de un barco. Y lord Montfallcon tuvo que superar la dura prueba de
sonreír al hombre que le había robado a su mejor servidor, Quire.
Sir Vivien Rich tomó parte en la justa y la ganó, pero acabó muy
magullado, quejándose de que no sería capaz de montar a caballo durante un
mes, y que por tanto se perdería la caza de principios de septiembre. Sir
Orlando retó a un primo, el caballero nubio de gran renombre, sir Vulturnus,
y, por suerte, lo derrotó, de manera que iba por la Corte en una especie de
nube.
Hubo expediciones a los campos más allá de la ciudad, y grandes fiestas
de tarde a cielo abierto con muchas borracheras, de manera que algunos de los
invitados se perdieron, para encontrarlos al día siguiente en pajares, almiares,
setos o zanjas, o, en dos o tres ocasiones, en las cómodas camas de viudas de
granjeros.
El aire de agosto quemaba, pero también calmaba; y cuando los ánimos se
caldearon se enfriaron rápidamente con el buen humor general. Partidas de
cortesanos, que salían a caballo temprano, o al atardecer, podían contemplar
las bellas colinas y ver cómo se recogía el grano, o las ricamente decoradas
barcazas en los largos y rectos canales que llevaban al río, o la ciudad y los
barcos cargando y descargando los cargamentos de un mundo rico; y podían
ver una Albión pacífica, feliz, industriosa, y saber que el gobierno de la reina
era bueno. Las sombras de lady Mary y del resto se habían desvanecido. Las
noticias que llegaban hasta los Perrott debilitaban su ira, y algunos de los
miembros de la familia empezaron a pensar que tal vez era mejor considerar
la posibilidad de hacer las paces con la reina, que siempre había sido su
amiga. Polacos, sarracenos y tártaros se mezclaban con el pueblo de Albión,
demostrando que eran humanos, hombres y mujeres decentes, y Marte se
perdió tras el horizonte.
Por fin llegó el Día de la Coronación, y por la mañana se libraron los
cuatro últimos combates para decidir quiénes serían los dos Campeones que,
aquella tarde, justarían una vez más ante la reina: el ganador recibiría la
guirnalda de manos de la propia Gloriana. Entre esos dos acontecimientos
tendría lugar la Mascarada, presenciada por la reina y los miembros de la
Corte, que interpretarían los distintos papeles y declamarían el texto. Se
percibía una feliz anticipación por esos actos, la culminación de las
celebraciones. Los elogios hacia Gloriana estaban en todos los labios; los
escándalos habían sido definitivamente apartados; la moralidad, valentía y
piedad del Reino estaba asegurada, de manera que las serias facciones de lord
Montfallcon parecían incluso expresar cierto grado de satisfacción.

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En sus habitaciones, rodeada de compañeros, doncellas y pajes, la pálida
Gloriana sufría la tortura del proceso de maquillaje y dejaba que la vistiesen
con el magnífico y brillante disfraz para su papel: seda damasquinada y lino
almidonado, terciopelo y brocado, decorados con cientos de joyas: zafiros,
amatistas, turquesas, rubíes, perlas y, sobre todo, diamantes. En su frágil testa
se alzaba una corona alta y puntiaguda, con un fino velo de encaje que añadía
misterio a su rostro. Tras la cabeza se levantaba un cuello sujeto con
alambres, tan alto que le daba una altura total de más de dos metros, de
manera que superara con creces la altura de cualquier caballero. Encorsetada,
atada, enroscada de lazos, cargada con metal y piedras preciosas, embellecida
con carmín y kol, contempló su reflejo en el espejo y, en silencio, añoró a
Una, que se habría reído con ella y habría hecho algún comentario gracioso,
aunque nunca parecería cínica, siempre comprensiva con sus sentimientos
privados y las demandas de sus deberes públicos. Sus brillantes, solitarios y
apenados ojos miraban desde el antifaz de cosméticos que cubría sus
contornos, y gradualmente se fueron endureciendo.
Estaba preparada.
Conducida por ayudantes, subió al carruaje de maese Tolcharde, que la
llevaría hasta la isla donde maese Wheldrake, como narrador, ya introducía la
historia de la Mascarada.

Ahora la gran hechicera, Urganda, llegará,


como siempre, de su Tierra Desconocida,
en un carruaje naval, una fiera esfera,
a nuestra Isla Firme, donde cada año
doce paladines de gran renombre
se reúnen para combatir
y decidir quién es el Campeón.

A la voz de maese Wheldrake le faltaba su habitual firmeza cuando


declamaba los versos a una respetable muchedumbre. Vestía una sencilla
toga, una corona de laurel y sandalias, y posiblemente era el que iba vestido
con más comodidad de todos los presentes, ya fueran los que miraban desde
la galería, desde los pabellones o desde los tejados y muros del palacio.
Sostenía ante él un gran rollo de pergamino y, a medida que leía, los
participantes empezaron a cabalgar por encima del pequeño puente desde el

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patio hasta la isla; cada caballero con un color predominante, cada uno con un
gran escudo y cargando con los artefactos del papel que representaba.

Estos famosos caballeros llevan cada uno grandes armas:


el primero es el Caballero del Hechizo Plateado;
el segundo el Caballero de la Tea Flameante,
el tercero es el llamado de la Mano Enjoyada,
el cuarto recibe el nombre del Rey Destronado;
el quinto es el Caballero de la Lanza Rota,
y el Sexto, el más joven de todos ellos, es el Anillo Dorado.

A medida que Wheldrake los nombraba, cada uno de los caballeros iba
alzando la lanza: sir Amadís Cornfield en malla de plata; lord Vortigern de
Glastonbury, en armadura escarlata, con su escudo con la espada flameante;
sir Orlando Hawes, en verdes y rojos, con el guantelete enjoyado en su mano
derecha y el mismo motivo en su rodela y sobreveste; sir Felixmarte de
Hircania, cuyas armas eran una corona dividida en dos, y cuya armadura era
de latón; maese Auberon Orme, en azul ribeteado de plata, con la lanza rota
en su blasón, y maese Perigot Fowler, en armadura dorada, con el anillo como
símbolo. Frente a estos seis, al otro lado de la isla, ahora bordeada con
pequeños árboles artificiales, sobre los que destacaban los hombres a caballo,
estaban los otros seis caballeros, y fue a éstos a los que ahora apuntó maese
Wheldrake.

El séptimo bravo caballero es el llamado Cabeza de Cuervo;


el octavo es el Hijo Considerado Muerto y,
el noveno, el Caballero de la Luna es llamado,
mientras que el décimo recibe el nombre de Prometeo Liberado.
El undécimo es el del Foso Nublado,
y el duodécimo, cuyos ojos habían perdido la vista,
es el noble caballero de la brillante Cruz Negra.

Aquí estaba maese Isador Palfreyman, con su armadura negra y sus


plumas de cuervo; maese Marcilius Gallimari, con una armadura y escudo sin
blasón; sir Sylvanus Spence, hermano del joven sir Peregrine, con su
armadura amarillo pálido y, en su escudo, sus armas dispuestas ante una luna
radiante; lord Gorius Ransley, en feroz escarlata, con los símbolos
apropiados, y sir Cirus de Malta, en gris pálido. Sir Vivien Rich era el último;
llevaba una armadura de blanco puro con cruces negras, y su yelmo ya estaba
cerrado para representar su ceguera.

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Maese Wheldrake se retiró por el puente cuando sonó una trompeta: un
toque floreado para que los caballeros cargasen, pareja por pareja, con lanzas
especialmente débiles, de modo que se rompieran al primer golpe; otro toque
para que desmontaran y empezaran a luchar a pie, con monstruosos
mandobles.
Durante un rato continuó esta batalla simulada, con muchos de los
contendientes mostrando signos de fatiga, hasta que, de repente, del pabellón
de seda cercano al Ala Oeste apareció una gran esfera de bronce, rodando
sobre poderosas ruedas de hierro dorado, decorada con elevados motivos de
prolija descripción, y tirado y empujado por enanos vestidos con grotescos
disfraces de delfines, de manera que parecían deslizarse sobre el suelo. De los
lados de la esfera, en ingeniosos soportes, los fuegos artificiales silbaban y
tronaban cuando el elaborado artilugio avanzaba lentamente hacia el puente,
mientras maese Wheldrake, con su voz alzándose por encima del ruido como
un graznido de gaviota, continuaba el recitado:

Casi durante siete días estuvieron trabados,


arma contra arma, golpe contra golpe exhibido,
cada héroe con la misma habilidad y poder
combatieron de la mañana a la noche
hasta que, durante el séptimo día, llegó,
para parar el noble deporte de estos señores,
envuelto en un ruido agudo y sibilante,
¡un carruaje de llamas flanqueado!

Sobre el tambaleante puente rodaba la esfera; los enanos-delfines lo


empujaron hasta el extremo más lejano de la isla, y luego saltaron al lago para
nadar por sus vidas hasta la orilla, mientras los caballeros, aparentando un
temor reverencial, cayeron de rodillas, alzaron las manos, dejaron caer sus
armas y se prostraron ante el carruaje, que ahora estaba inmóvil y silencioso.
Maese Florestan Wallis se puso en pie, abrió su yelmo, levantó los brazos y
gritó a la multitud:

¡Qué mágico terror puede ser éste,


venido a asustar a los caballeros y a mí!

Eran versos escritos por él mismo, pues había rechazado los que le había
proporcionado Wheldrake. Se alzó entonces sir Amadís Cornfield, como el
Caballero del Hechizo Plateado, y recitó:

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¡Éste es el Leviatán del que nuestras leyendas hablan,
y sobre nuestra Isla Firme traerá gran destrucción!

Y Wheldrake adoptó una postura desdeñosa desde el otro lado del puente,
y se encogió de hombros en un esfuerzo por mostrar a la muchedumbre que él
no era el autor de tan pobres versos. Pero uno tiene que ser indulgente con un
ministro de la Corona, pensó, aunque dicho ministro sea un pobre hombre,
asexuado, con mucho que aprender y ningún conocimiento, grandilocuente,
con un oído que no podría diferenciar el trino de un ruiseñor del ladrido de un
perrito faldero…
Wheldrake contemplaba a través de ojos cansados cómo se separaban las
dos partes del carruaje para revelar una enorme serpiente verde, con escamas
brillantes, ojos que se movían de un lado a otro, lengua sibilante y dientes que
entrechocaban, una de las mejores creaciones de maese Tolcharde. Que la
muchedumbre lo consideraba de largo uno de los mejores entretenimientos
era obvio por el ruido que hacían. Una veintena de doncellas, cubiertas de lino
transparente, pasaron al lado de Wheldrake. Las ninfas cubiertas de
guirnaldas eran bailarinas proporcionadas por maese Josias Priest, que sonreía
como un tonto a su lado, urgiendo amaneradamente a las chicas para que se
dieran prisa. Todas eran muy jóvenes, y sus cuerpos aún no se habían definido
totalmente, por lo que resultaban algo andróginas, atractivamente
hermafroditas, y a la cabeza de todas ellas destacaba una de las más bellas
criaturas que Wheldrake había visto nunca. («¡Por Mitra! ¡En qué exquisita y
joven tirana podría convertirse!»). Detrás de todas ellas iba un coro de faunos,
con grandes, picaros y libidinosos ojos, dando saltos y soplando en una flauta
doble de junco, mientras que desde otro pabellón, oculto para el público, los
músicos empezaron a tocar, interpretando la etérea melodía de los faunos.
La serpiente verde salió de la esfera y se dirigió hacia los caballeros, que
se alinearon delante de ella y levantaron las armas, preparados para la lucha.
Entonces se produjo, una nueva transformación, y la piel de serpiente
pareció arrugarse y caer, convirtiendo al monstruo en una bonita barcaza que
llevaba a una bella gigante sentada en un trono de coral. Con una altura de
casi dos metros, el cabello castaño rojizo e irradiando virtud, y una
puntiaguda corona de plata sobre la cabeza velada, llameando con suficientes
joyas como para cegar a los que la miraban, alzó una varita cubierta de perlas
y sonrió a los sorprendidos héroes, mientras el coro de doncellas danzaba
alrededor de ellos, cubriéndolos de flores, y los faunos saltaban y giraban, y
parecían llenar el aire con su música plateada mientras las doncellas cantaban
dulcemente:

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Con flautas y arpas doradas saludamos a nuestra reina,
la maravillosa Urganda, la Sabia Oculta,
quien ahora pide a los gentiles caballeros que cese vuestra guerra
y, descansando vuestros brazos, os juréis eterna paz.
Porque no hay mayor hechicera en todo nuestro inabarcable Globo
que esta gran monarca a la que todos los héroes cortejan,
y cuya voz y corazón son siempre verdaderos,
¡esta Reina del País de las Hadas!

Wheldrake miró sorprendido a Florestan Wallis, que, con más florituras y


graznidos, declamó:

¡Mis pares! Ésta es la más noble soberana


a la que todos juramos lealtad y amor.
¡Combatiremos a los que manchen su nombre!
¡Adiós, águila de guerra! ¡Bienvenida, paloma!

De nuevo, la música y las doncellas continuaron con la canción:

Así como la ignorancia del hombre con frecuencia


puede crear formas horrorosas,
y la imaginación enferma pequeñas mentiras inflar,
así también verdad y belleza pueden llevar un fiero disfraz,
de manera que sus enemigos caigan por el engaño,
que aunque las virtudes amables siempre favorece,
como en esa distante y noble tierra de Albión,
la cólera de Urganda pueda arder con fuerza
y llenar de miedo los corazones de los hombres perversos.

Los ojos de maese Florestan Wallis estaban clavados en el fauno, que


parecía fascinarlo, de manera que hubo una pausa hasta que recitó su
siguiente interpretación:

Pero, señora, ¿cómo elegiremos a nuestro Campeón,


para gobernar a los demás y ser todos Uno,
para ordenar el espíritu como el Tiempo ordena el Espacio,
si no es probando armas y habilidades marciales?

Wheldrake se apoyó pesadamente en el puente y miró hacia el pabellón


del que, muy pronto, saldría a caballo lord Rhoone, interpretando su papel.
La reina declamó (versos de Wallis, por razones diplomáticas):

Paladines de noble sangre, entre todos uno os ofrezco

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que es mi Campeón; sus pares son pocos,
y sin embargo de ningún castillo con tierras este Héroe viene,
aunque noble es su alma y el Vicio desconoce.
Durante años su sola arma fue un cayado de pastor,
el cielo su techo, el vibrante fuego su libro.
Su nombre no encontraréis en las Listas de los Heraldos,
y sí grabado sobre la viga del redil de algún pobre campesino;
Los bajos pastos son los dominios de este valiente caballero,
y aun así os aseguro que todos conocéis su nombre;
Éste es el buen Caballero Pastor, tan libre de pecado,
mis grandes señores, doblad la rodilla ante Palmerin.

Ya estaban arrodillándose todos, pero Wheldrake, mirando hacia el


pabellón de lord Rhoone, se sorprendió de ver salir de él a una figura pequeña
y desmontada. La figura iba vestida de negro desteñido, con un sombrero
negro de ala ancha, un par de plumas de cuervo sujetas en una raída cinta y
rizos negros cayendo sobre los hombros; cejas negras ensombreciendo unos
ojos brillantes, rasgos pálidos, nariz larga, una barbilla prominente, y labios
delgados y sensuales; llevaba una capa cerrada a la altura del cuello con plata
retorcida, botas de cuero negro y cuarteado, manos ocultas, cabeza baja,
caminando pesadamente sobre el puente, cruzando mientras Wheldrake lo
miraba (reconociendo la figura de algún sitio, pero sin recordar dónde), y
pasando entre las filas de caballeros arrodillados, mientras las primeras
doncellas y el coro de faunos corrían a su encuentro para ponerle guirnaldas
alrededor del cuello: presentándose a sí mismo como Palmerin, el Caballero
Pastor, y sorprendiendo a los cortesanos reunidos en ambas orillas y en las
galerías, buscó con una mirada a amigos y enemigos antes de inclinar la
cabeza al llegar al carruaje y arrodillarse:
—Mi reina.
Detrás del velo, la expresión de Gloriana era de sorpresa, ocultada con
rapidez, pues el extraño estaba declamando los versos de lord Rhoone, los
versos que habría declamado la condesa de Scaith si hubiera estado allí, y
Gloriana supuso que Rhoone estaba enfermo y había enviado a algún sirviente
como sustituto. Rechazó considerar siquiera la descabellada y repentina idea
de que otro Campeón había muerto antes de interpretar su papel en ese día.

Mi señora, aunque soy de baja condición,


lealmente he servido a vuestro nombre y nación.

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Aquellos oscuros, fríos y sardónicos ojos atravesaban el velo de la reina
como si traspasasen su carne y llegasen hasta su alma. Estaba atrapada en
aquella mirada. Había un destello de ironía en sus ojos que también la atraía.
Era como si le hubiesen enviado a otra Una.
Y a lo largo del resto de la Mascarada, la reina Gloriana se encontró
olvidando el miedo, olvidando el deber, olvidando la pena, fascinada por
aquella maravillosa, inteligente e inclasificable mirada.
Entre los cortesanos que actuaban como caballeros de esto y de aquello,
algo desconcertados por el recién llegado, tan confiado en sus versos, tan
acostumbrados a su actitud, algunos lo reconocieron y sonrieron, como sonríe
un hombre que reconoce a un amigo que aparece en extrañas circunstancias.
Sir Amadís Cornfield reconoció en él al caballero que había sido lo
suficientemente amable para asegurarle los favores de Alys Finch, la
muchacha que dirigía hoy la danza; maese Florestan Wallis reconoció en él al
protector de su amor, la querida «Philomena», que interpretaba el papel de
corifeo de los faunos en el grupo de Josias Priest; lord Gorius Ransley
también reconoció en él al amable intermediario entre él mismo y Alys Finch,
que le había prometido un pronto consuelo; lord Rhoone, mirando alegre
desde su tienda y partícipe de la broma, lo conocía como el boticario que
había proporcionado el antídoto y salvado las vidas de su mujer e hijos;
mientras que el doctor Dee, dando un paso al frente con su sombrero cónico y
la amplia túnica de color azul, para interpretar la personificación de Merlín, el
consorte de Urganda, se quedó parado en el puente, reconociendo en este «sir
Palmerin» a su benefactor, el vidente que le había proporcionado su mayor
deseo.
Pero de pie en la galería, con rostro serio de rabia y consternación, lord
Montfallcon reconoció su oreja, su boca, su espada, su instrumento, y supo
con qué audaz astucia había sido completamente engañado y manipulado por
el capitán Quire, que ahora mismo le estaba ofreciendo su brazo a la reina
Gloriana, recitando versos que no eran de Wheldrake ni de Wallis, y
conduciéndola, dócil, en contra del guión de la Mascarada, hacia el puente.

Así irán juntos, uno al lado del otro,


y un sencillo pastor tomará a la poderosa reina por esposa.

La muchedumbre estaba encantada por aquel cúmulo de sentimientos y


por el desenlace. La boda de una noble y un plebeyo siempre había sido uno
de los temas favoritos, y reforzaba el objetivo de la Mascarada de mostrar
que, en todos los sentidos, Albión estaba unida. No estaba previsto que la

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reina abandonara el trono, pero ahí estaba Quire conduciéndola alrededor de
la plaza, saludando con el sombrero, mientras ella, cogida por sorpresa,
saludaba con la mano para gran satisfacción de la chusma y desconcierto de
sus nobles. Las doncellas y los faunos continuaban bailando delante de ellos,
mientras que los doce paladines, de nuevo a caballo, iban detrás, con un
divertido Merlín, al que habían usurpado su puñado de pareados, cojeando a
su zaga y moviendo la cabeza.
Montfallcon tenía que admitir que aquella demostración, aunque vulgar,
servía perfectamente a sus necesidades aunque estuviera temblando de rabia.
Quire siempre había alardeado de comprender perfectamente a la chusma, y
ahora lo estaba demostrando.
Pero ver a esa criatura, símbolo de todo acto innoble, de todo ardid
perverso, de toda mentira y engaño, ver a aquel a quien él había utilizado en
secreto para salvar al Reino de sus enemigos, llevando de la mano a la
inocente muchacha a la que Montfallcon había protegido durante años de
cualquier rastro de infamia o culpa, a la que había protegido del cinismo, del
conocimiento de que había un poco de hierro mezclado con el oro, por fuerza,
para darle la fortaleza necesaria, ver ese terrible emparejamiento de vicio y
virtud hizo que la sangre le hirviera en la cabeza y que deseara gritar desde la
ventana, allí y ahora, llamando a la guardia para que sacaran a Quire de la
isla, para que trajeran tajo y hacha y decapitaran al arribista en aquel mismo
lugar, desde aquella misma ventana en la que el rey Hern había visto caer en
un solo día miles de cabezas más inocentes, cuando el lago se había vuelto
rojo con la sangre de las víctimas, entre las que había cuatro miembros de la
familia más inmediata de Montfallcon, a los que Montfallcon había dejado
morir sin decir una palabra en su defensa, para que Gloriana pudiera vivir y
ocupar el trono algún día.
Pero, al acordarse de aquellas muertes, Montfallcon también recordó su
legendario autocontrol. Respiró hondo e intentó sonreír. A su alrededor, los
nobles de Albión, de Arabia, de Tartaria, de Polonia, los nobles del mundo,
aplaudían mientras el capitán Quire conducía a la reina por segunda vez
alrededor del patio.
Y, desde fuera, la muchedumbre gritaba, pataleaba, silbaba, agitaba los
sombreros, amenazando con derribar el mundo.
Montfallcon se movió lentamente a lo largo de la galería, sin dejar de
mirar la escena, entonces abrió una puerta que daba a un túnel y, en un
instante, estaba solo en el silencio y la oscuridad del Salón del Trono de Hern,
oyendo los latidos de su corazón y el silbido de su respiración.

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—Oh, qué destructor puede llegar a ser un simple romance.
Era como si confiara sus pensamientos al fantasma de Hern, pues su tono
era casi amistoso. Había sido Montfallcon quien había acabado con los días
de gloria del rey, conduciéndolo hasta la locura final, animándolo a ponerse la
soga al cuello, a saltar desde las almenas, a colgarse contra la pared,
contemplando con ojos desorbitados el mismo patio donde Quire desafiaba
ahora las leyes de la prudencia y la razón, llevando las Festividades de
Verano a su alegre culminación.

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Capítulo XXIV

En el que lord Montfallcon considera los medios para


rectificar su causa.

—Un condado para los Perrott, y después un Perrott para la reina. —Los
labios de lord Montfallcon sonrieron al ver con qué sencillez se podía salvar
todo—. Aunque tendrá que deshacerse de ciertos… estorbos. El serrallo, las
niñas… —Había vuelto al viejo Salón del Trono, tras dos días de guardar
cama, enfriando su cabeza y planeando—. En cuanto a Quire, no puedo hacer
lo que debe hacerse. Ingleborough deberá hablar con ella y explicarle lo
suficiente, de modo que sepa con quien…, con quien… —Se refregó la nariz
que le empezaba a picar. Parpadeó buscando la calma en la polvorienta luz
que entraba desde lo alto.
Clic-slap, clic-slap: el sonido llegaba de entre las cercanas estatuas
simiescas. Tom Ffynne entró.
—¿Por qué aquí, Perion?
—Me parece que es más seguro.
—¿Más que vuestro propio estudio?
—Sí, creo que sí.
Ffynne se encogió de hombros.
—Esto me trae recuerdos indeseables.
De los túneles que había más allá del viejo Salón del Trono, llegó el ruido
de muchos relojes enloquecidos, y por la puerta llegaron lacayos con lord
Ingleborough encima de sus varas, varas que portaban la silla. El rostro
blanco y nudoso de Ingleborough se inclinaba hacia atrás, transido de dolor.
Patch, en azul y plata, corría al lado de la litera.
Lord Montfallcon movió la mano y señaló un punto del enlosado; bajaron
la litera, y los lacayos se fueron. Los tres hombres estaban sentados bajo el
sucio resplandor de la luz del sol: Montfallcon, con los ropajes recogidos en

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el primer escalón del trono; Tom Ffynne, con la pierna extendida a su lado, en
el bloque de piedra; Ingleborough, en su silla. Patch, muchacho discreto, se
había situado a unos metros de distancia.
—¡Así que este Caballero Pastor, este hijo de Tatyrus, ya comparte la
cama de la reina! —dijo Tom Ffynne admirado—. Eso no puede ser lo que
tanto te preocupa, Perion, ¿o me equivoco? No es el primer plebeyo que…
—Sin embargo, puede ser el primer asesino. —Montfallcon se estremeció
al intentar calmar su cuerpo, que respiraba agitado.
—¿Sospecháis de él? —La voz de Ingleborough era un murmullo—. ¿De
qué?
—Lo conozco. Sé lo que es. Conozco muy bien a Quire.
—Siempre que complazca a la reina —prosiguió Tom Ffynne, aunque le
sorprendió la pasión en las palabras de Montfallcon—, ¿qué importa si es de
baja cuna? —Se calló, escudriñando con atención a su amigo—. ¿Eh?
—Él la complace. Oh, sí. Ése es su negocio. Engaño y adulación.
Montfallcon había podido oír alguna de las cosas que Quire había
murmurado a la reina en esa primera noche; escuchó atentamente sus
respuestas, y cómo caía indefensa mientras Quire la hechizaba, la
tranquilizaba, jugaba a ser padre, hermano, marido, todo a la vez; jugando con
su fatiga, su sensación de pérdida, su autocompasión, para conseguir que lo
amase. Quire había sido tan amable. Sus caricias (Montfallcon se lo había
oído decir a ella) eran como las alas de una mariposa. Y en vez de llevarla a
una crisis, Quire la había calmado para conducirla a la reconciliación como no
lo había hecho antes ningún amante, dándole paz y un brazo protector.
Montfallcon había luchado con la locura aquella noche. Ahora, una de sus
mujeres se encontraba en su propia cama cercana a la muerte a causa de su
rabia.
En el silencio que había seguido a sus palabras, Montfallcon añadió:
—Estoy convencido de que es el asesino de lady Mary. Probablemente
también de sir Thomas Perrott.
—Pero ésta ha sido su primera aparición en palacio…
—Ha estado acechando tras los muros, preparando el decorado que
necesitaba para su entrada triunfal. Es un gran actor.
—¿Tras los muros? Los muros están muertos. Hay criaturas allí, según he
oído. —Tom Ffynne se quedó mirando el sólido granito de las piedras
interiores—. Gusanos medio humanos, imposibles de exterminar, porque se
esconden en los cientos de pasadizos de las criptas perdidas, muy por debajo
de la superficie.

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—Todas las expediciones han fracasado. —Lord Ingleborough hablaba
muy despacio, su voz era poco más que un murmullo amplificado en los
puntiagudos techos de la cámara—. Pero nunca nos han amenazado
seriamente, no mucho más de lo que nos puedan amenazar las ratas. Un poco
de veneno es la respuesta.
—Bueno —dijo Montfallcon—, pues ahí es donde creo que ha estado
escondiéndose. Conoce ese inframundo tan bien como nadie. Pudo haber
entrado en ellas en cualquier momento.
—¿Improvisáis hipótesis, Perion? —Tom Ffynne quería saberlo.
—En lo más mínimo. Quire era mi agente. Se volvió contra mí.
—¿Lo proscribisteis?
—Se proscribió él mismo. Tiene ambiciones al trono, lo juraría. Se ha
vuelto loco por el poder. Alguna vez lo pensé, pero…
—Entonces, ¿quiere convertirse en nuestro rey? Otros plebeyos se han
alzado hasta el trono, en Albión.
—El linaje ha permanecido puro durante los últimos mil quinientos años
—murmuró lord Ingleborough—. Directamente desde Oberón y la Titania de
leyenda. Y éstos, a su vez, eran descendientes del Bruto de la fábula, que
destronó a Gogmagog. Nuestra reina es de la sangre de los Elficleos.
—¿No los somos todos a estas alturas? —sonrió Tom Ffynne.
—No es la sangre lo que intento proteger —les explicó Montfallcon
impaciente—, es la carne, el alma, la vida entera de nuestra Gloriana. Si Quire
fuera hijo de un rufián de taberna y pudiera proteger Albión casándose con la
reina, lo ennoblecería, probaría que es de alta cuna, si fuera necesario, o
cambiaría la Ley. Pero el origen de Quire no es la cuestión. Me aterra pensar
siquiera en cuáles pueden ser sus intenciones. Quire mató al sarraceno.
Secuestró al rey de Polonia. Oh, y ha hecho mucho más, muchísimo más. Él
inició los acontecimientos que nos han llevado a la presente encrucijada.
—¿Y no se lo habéis dicho a la reina? —Ingleborough frunció el ceño—.
¿Por qué no? —Giró su dolorido cuello para contemplar a su paje, midiendo
las losas en la distancia. El sonido de las pisadas de Patch era como el de las
gotas de agua cayendo.
—Quire sabe por qué. Ésa es su gran baza.
—Porque revelando quién es acabarán revelándose vuestros secretos, ¿no
es eso? —Tom Ffynne frunció los labios.
Montfallcon lo admitió.
Lord Ingleborough suspiró. Fue como si se oyese una lejana tormenta
entre los contrafuertes del techo.

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—¿Tan pronto nos amenaza la timocracia? ¿Debemos pasar por todos los
estadios en un solo reinado? ¿Lo siguiente es la oligarquía, después la
democracia y finalmente una vuelta a la tiranía? Debéis revelar vuestros
secretos, Perion.
—¿Y acrecentar el daño? —Montfallcon desdeñaba todo el argumento—.
No, Lisuarte, vos sois quien debéis hablar con ella. Decidle que habéis oído
que ese Quire es un ladrón, un asesino, un espía. Decidle, si queréis, que
probablemente es el asesino de todos sus amigos, incluida la condesa de
Scaith.
—Mentiría. —Ingleborough se removió en la silla—. ¿Qué queréis decir?
—¡No mentiríais! —Montfallcon se levantó, subiendo hacia el trono del
loco, con sus ropas ondeando tras él—. Repetiríais lo que habéis oído.
—Pero vos la matasteis. ¿Acaso no me lo dijisteis? Vos…
—No lo hice.
—Estoy confuso. —Lisuarte Ingleborough se humedeció los labios—.
¿Queréis que juegue al falso testigo contra un hombre que no conocía hasta
hace dos días? Esto es un complot insensato, Perion. ¡Os digo una vez más
que no quiero verme mezclado en vuestros planes!
—Es crucial. —Se levantó polvo cuando Montfallcon se giró en lo alto
del estrado y se dejó caer en la silla asimétrica—. Ella os creerá. Desconfía de
mí, por el momento. Quire la ha ayudado a llegar a esa conclusión. Pensará
que estoy sencillamente celoso.
—Entonces, exponedle los hechos con claridad —dijo Ffynne con sentido
común.
—Los hechos la corromperán. —Se enfurruñó.
—Decís que Quire ya lo ha hecho, y que amenaza con llevarla a la
corrupción final. —Sir Thomas se rascó una oreja—. ¿Qué más puede
perderse, Perion?
—Albión. Este noble reino que hemos construido.
—Vos no respetáis a la reina. —Lord Ingleborough le lanzó una dura
mirada a su amigo—. Pensáis que el conocimiento la romperá.
—Un conocimiento como ése haría que encontrase faltas en todo.
Desconfiaría de la virtud, perdería la fe en la sinceridad. Y se convertiría en
un Hern renacido, para gobernar con cínica tiranía. —El puño de Montfallcon
golpeó el brazo del trono—. ¿Queréis que todo eso vuelva? ¿Tenéis el coraje
de arriesgaros, mi señor? ¿Sería del gusto de vuestra conciencia, mi señor?
¿Os felicitaríais si fuerais el responsable de liberar de nuevo en el mundo el
aullante espíritu de Hern?

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—Ella se resiste a ese espíritu con tanta firmeza como cualquiera de
nosotros —dijo Tom Ffynne—. Estoy con Lisuarte en esto. Debéis respetarla.
Informadla con todo detalle.
—¿Y arriesgarme a que no me crea? ¿Levantando sospechas sin pruebas?
¿Cómo puedo probar todo lo que le diga sin revelar todo lo que he hecho bajo
mano en su nombre? Os pido que se lo digáis, Lisuarte. Sabéis que os
escuchará.
Los ojos transidos de dolor estaban bajos.
—Si lo creéis, Perion. Pero ¿me juráis que no habéis tenido nada que ver
con los asesinatos en palacio?
—Lo juro.
—¿Y me prometéis que no planeáis ningún asesinato? Que Quire será
tratado con justicia, ¿digamos que exiliado?
Montfallcon sabía que no podía haber más cadáveres. Otra sospecha de
asesinato, y la Corte volvería a un estado de ánimo incluso peor que el
existente antes de la Palestra de verano.
—También lo juro. Quire no morirá por mi mano, ni por instigación mía.
Pero debe ir al exilio.
—Entonces hablaré con ella mañana. —Ingleborough alzó una temblorosa
mano hasta su cara—. Lo llevo mejor por las mañanas.
—Serviréis a Albión y a la reina —prometió Montfallcon.
—Eso espero. —Hizo un gesto de dolor apretándose el pecho—. ¡Patch!
Busca a los hombres, muchacho, traed la litera.
El pequeño paje ya se había ido, quizás anticipando los deseos de su amo.
Los tres hombres esperaron en silencio, porque no había nada más que
decir. Parecía que cada uno de ellos recelara de los otros. Todos querían
meditar en soledad.
Finalmente, Tom Ffynne se impacientó y fue a buscar al paje y a los
lacayos. Encontró a los lacayos y les ordenó que volvieran al trabajo, pero no
encontró a Patch, e Ingleborough, casi desmayado en su agonía, ni siquiera se
dio cuenta de la ausencia de su pequeño catamita cuando estuvo de vuelta en
su alojamiento.

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Capítulo XXV

En el que lord Ingleborough recibe una visita, un aviso


y una liberación.

Lord Ingleborough se encontraba con las manos aferradas a los brazos de su


sillón, y la cabeza recostada en el respaldo, justo delante de la puerta abierta
de su alojamiento, que se abría a un pequeño y acogedor jardín que, a su vez,
se abría a la gran plaza, más allá. En el jardín de Ingleborough crecían
caléndulas y rosas, y una pequeña fuente surgía del centro de un estanque. La
tarde era cálida, y él contemplaba a los insectos, que formaban caprichosos
dibujos alrededor de los surtidores de agua. Sus sirvientes esperaban cerca de
él, con el brandy preparado, y de vez en cuando preguntaba por el
desaparecido Patch, creyendo afectuosamente que el muchacho se había ido,
como hacía a veces, a jugar con sus compañeros.
La puerta del jardín se abrió con un chirrido, lo que le hizo afilar la
mirada con la esperanza de ver a Patch. Pero la figura que se aproximaba era
algo más alta y vestía un negro deslucido. Era el capitán Quire, el nuevo
favorito de la reina, el hombre al que Ingleborough había prometido acusar
ante su soberana. Ingleborough creyó posible que Montfallcon, en su furia,
hubiera despertado las sospechas de Quire, y que aquel hombre venía a
aplacarlo o a parlamentar. El anciano se estiró en su silla.
El capitán Quire ya se había quitado el sombrero para mostrar la poblada
masa de pelo negro que enmarcaba su cara. Su sombrero se encontraba ahora
bajo la capa, en la oculta mano derecha, mientras que la oculta izquierda
estaba sobre el oculto pomo de la espada que la reina, en su
encaprichamiento, nombrándolo su Campeón, le había permitido conservar.
—Mi Lord Gran Almirante. —La voz del hombre era equilibrada e
incluso parecía gentil. Hizo educadamente una reverencia—. ¿Disfrutáis de
estas tardes, mi señor?

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—El calor alivia un poco mis huesos, capitán Quire. —Ingleborough,
siempre el más sentimental de los tres supervivientes, se vio incapaz de
adoptar ningún tipo de animadversión hacia el extraño, lo que solía ocurrirle
siempre después de tomar una buena cantidad de brandy—. Día a día se
consumen un poco más, ¿sabéis? Los físicos dicen que me están petrificando.
—Frunció los labios como si fuera una sonrisa—. Pronto seré todo de piedra
y la agonía, al fin, se habrá ido. Estaré allí —una señal con la cabeza hacia el
jardín—, y le evitaré a un albañil el trabajo de labrar mi memorial.
El capitán Quire se permitió parecer divertido.
—¿Un poco de vino, capitán? —Ingleborough hizo un movimiento
doloroso.
—Se lo agradezco, señor, pero no.
—No tenéis el aspecto de un bebedor. ¿Sois uno de esos que piensan que
en el vino está el Mal?
—Sólo que supone una pérdida de tiempo, mi señor. Un leve período de
niebla. El vino ha hecho grandes a las naciones o las ha llevado al desastre. El
conocimiento es poder. Y el poder no es necesariamente malo.
—He oído que tenéis cierta predilección por el poder.
—Lo acabáis de oír de mí mismo, mi señor. Y aun así me sorprende.
¿Quién…?
—Lord Montfallcon, que es un viejo amigo. Me contó que erais su
empleado.
—Fue mi patrón durante un tiempo, sí. —Quire se apoyó en el quicio de
la puerta, de manera que la mitad de él quedaba en la sombra, y la otra mitad
en la luz, a la derecha del Lord Gran Almirante.
—Se obstinó en convencerme de que erais un individuo bastante duro. —
Lord Ingleborough lo estaba estudiando—. Y una especie de villano.
—Tengo esa reputación en algunos barrios, mi señor. Como también la
tiene lord Montfallcon. Y sir Thomas Ffynne. Todos han tenido que ser duros,
a veces, para conseguir sus objetivos.
—¿Y en cuanto a mí?
Quire casi parecía sorprendido.
—¿Vos, mi señor? Vos habéis llevado una vida ejemplar desde todos los
puntos de vista. Cosa curiosa, no se os considera secretamente perverso.
—Oh, capitán. ¡Después de todo, habéis venido a halagarme!
—No, mi señor. Por otro lado, lord Montfallcon y sir Thomas son
principalmente admirados por su astucia. No os estaba enalteciendo.
—Pero yo soy algo más pío, ¿no?

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—Limpio de sangre, como mínimo. —Quire seguía hablando con
suavidad y despreocupación, como si estuviera pasando un rato con un amigo
enfermo al que visitase regularmente—. Y tiene que poseer un alma rara si ha
podido permanecer inocente durante el reinado del rey Hern.
—Nunca me habían llamado inocente, pues soy un reconocido sodomita.
Todos estos sirvientes, estos hombres jóvenes, han sido mis amantes. —
Ingleborough se removió en la silla. Se giró para mirar a sus sonrientes
sirvientes. Estaba picado—. ¡Inocente! —Sin embargo, Quire había
conseguido complacerle—. ¡Ja, ja! —Hizo una mueca cuando el dolor
recorrió su cuerpo—. ¡Hipócrates, Hipócrates! ¡Necesito tu ayuda! Más vino,
Crozier. —El sirviente llenó la copa de peltre con brandy de una jarra, y
acercó la copa a los labios de Ingleborough—. Te lo agradezco.
Lanzó a Quire una mirada aguda.
—He jugado mi parte en la construcción de la nueva Albión, lo sabéis. He
actuado contra mis creencias una o dos veces, por el bien de la reina, para
proteger el Reino. Y, mientras esté en mi mano, protegeré al Reino de
cualquier enemigo.
—Como haríamos todos, creo yo. He servido sistemáticamente a los
intereses de la reina.
—¿De verdad?
El capitán Quire llevó un dedo a un labio alzado.
—Bueno, señor, ¿podríamos decir que he llevado a cabo ciertas acciones
que otros me han dicho que eran en interés de la reina?
—¿No tenéis opinión propia? ¿Es eso lo que queréis decir? ¿O sois
escéptico?
—No tengo opinión.
—Entonces sois amoral.
—Creo, mi señor, que eso es probablemente lo que soy. —Quire sonrió
encantado, como si de repente Ingleborough lo hubiera iluminado—. Amoral.
Como debe serlo cualquier artista, en muchos aspectos, excepto, por supuesto,
en la defensa de su arte.
—¿Sois un artista, señor? —Ingleborough hizo un gesto rápido para que
le sirvieran más vino—. ¿Pintura? ¿En piedra? ¿O escribís obras de teatro?
¿Un poeta? ¿Un escritor en prosa?
—Diría que lo último es lo que más se acerca.
—Sois modesto. Debéis explicarme algo más de vuestro arte. —
Ingleborough se dio cuenta de que sentía cierto afecto hacia Quire, aunque su
opinión sobre el hombre no iba a alterar su compromiso con Montfallcon.

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—Creo que no, mi señor.
—Debéis. Tenéis toda mi atención, capitán Quire. ¿Por qué ocultar un
talento? Decidme, ¿qué hacéis? ¿Música? ¿Mimo? ¿O sois en vuestros
aposentos privados un bailarín?
Quire rió.
—No, señor. Sin embargo, si así lo deseáis, os daré un ejemplo de mi arte,
aunque sólo a vos.
—Excelente, excelente…, despediré a los sirvientes. —Movió
ligeramente la cabeza, y sus hombres interpretaron el gesto de inmediato y
abandonaron el jardín.
—Lord Montfallcon os ha pedido que le ayudéis en su política —dijo
Quire, como si hubiera asistido a la conversación de esa mañana—. Ha
mencionado a un sarraceno y al rey de Polonia. Yo he trabajado duro en su
causa, mi señor. He viajado por todo el globo. He estado en el famoso país de
Panamá, donde el Secretario de la Reina gobierna ahora como rey. Yo lo puse
allí, por orden de Albión. Y desde entonces costumbres salvajes, sangrientas e
impensables han dado paso a la justicia civilizada. Siempre he despreciado a
los salvajes, mi señor, como desprecio a todos los que son ignorantes y
prefieren creer lo que se les cuenta sin intentar siquiera interpretarlo. Dichos
hábitos dan lugar a la hipocresía.
—No a propósito, capitán Quire.
—Por supuesto que no, señor. Pero la ilustración es mejor.
—Mucho mejor, capitán. —Lord Ingleborough le seguía la corriente a su
visitante—. El culto a Dios es un gran destructor de la dignidad del hombre,
por ejemplo.
—Así es. Bueno, no voy a hacer una lista de todos mis logros, pero están
repartidos por todo el mundo.
—Pero vos mencionasteis vuestro arte. Una demostración.
—Ése es mi arte.
—¿El espionaje?
—Si lo queréis así. Es parte de ello. Política en general.
—Y tenéis un propósito moral. Además de una general… ilustración.
Quire escuchaba con atención. Sopesó la afirmación de lord Ingleborough.
—Posiblemente lo tenga, sí. Un propósito moral…, a grandes rasgos.
—Continuad.
La postura de Quire se relajó.
—Mi arte requiere muchos talentos. Trabajo directamente con la materia
del mundo, donde otros artistas buscan sólo influenciarlo, o representarlo.

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—Un arte difícil. En él debe de haber peligros a los que otros artistas no
se ven expuestos.
—Eso es cierto. Mi vida y libertad están constantemente en riesgo. —
Quire se puso serio—. Constantemente, mi señor. Cuando, mañana por la
mañana, visitéis a la reina por cuenta de lord Montfallcon, pondréis en peligro
mis planes y posiblemente mi libertad.
Lord Ingleborough sonrió, casi olvidando el dolor.
—Así que Montfallcon os lo ha dicho. Y estáis aquí para suplicar.
—No, mi señor.
—Entonces para convencerme de que no cumpla mi palabra.
—Quería decir, mi señor, que lord Montfallcon no me ha dicho nada
directamente, y que no estoy aquí para suplicar. Escuché vuestra
conversación. Vi que os ibais a reunir y os seguí. Como sospechaba lord
Montfallcon, estoy familiarizado con los rincones secretos de palacio.
—Estabais escuchando a escondidas, ¿no? Bueno, yo hice lo mismo, en
los viejos tiempos. ¿Habéis matado a la condesa de Scaith?
—No.
—Eso pensaba.
—¿Creéis que lord Montfallcon la asesinó? —El tono de Quire era
neutral.
—Bueno, nunca fueron amigos.
—Los rumores dicen que ha huido del país.
—No hay ninguna evidencia. Todo invita a suponer que está muerta. Pero
nos estamos alejando del tema, capitán Quire. —La fuerza de lord
Ingleborough lo estaba abandonando de nuevo. El horizonte iba
oscureciéndose—. Bueno, será mejor que os diga lo que pretendo hacer. Es
mi deber hacer honor a mi palabra dada a Montfallcon e informar a la reina
del peligro que representáis. Me habéis confesado que sois un asesino, un
espía y cosas peores. Admiro vuestra honestidad, como admiro todas las
honestidades: crueldad honesta, codicia honesta, crimen honesto. Lo prefiero
así, como la mayoría de nosotros, a la hipocresía. Y eso es lo que le explicaré
a la reina.
—Ella ya sabe lo que soy —replicó Quire en voz baja y entre dientes.
—¿Se lo habéis explicado todo?
—Me reconoce por el artista que soy. Se engaña porque prefiere verse
engañada por mí que por vos, o lord Montfallcon o el Gran Califa de Arabia.
—Os comprendo. Pero debo exponer vuestros crímenes, según los ve
Montfallcon, por la mañana. No creo que pretendáis dañar personalmente a la

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reina. No por ahora. Pero creo que podéis, con el tiempo, provocar un gran
daño en el Reino, y corromper a nuestra soberana. Sois mucho más listo de lo
que lord Montfallcon me dio a entender.
El capitán Quire hizo una reverencia de agradecimiento.
—Si vos hubierais sido mi patrón, no estaríamos en esta tesitura.
—¿Cuáles son vuestros planes, capitán Quire? ¿Qué pretendéis conseguir?
—Amplificar y definir mis sentidos —contestó Quire—. Es la misma
respuesta para todas esas preguntas.
—Pero tendréis planes. ¿Sois leal a Albión?
—Cualquiera puede pretenderlo. ¿Qué es la lealtad? ¿La creencia de que
lo que uno hace por el otro es lo mejor que puede hacer? Bueno, no hago
interpretaciones. Se me ha dicho que lo que hago es lo mejor para Albión.
—Así que servís a un amo. ¿De quién se trata?
—Tengo un patrón, mi señor.
Ingleborough boqueó cuando el dolor volvió a atacarle con fuerza. Quire
se acercó al brandy, lo sirvió y puso la copa en los retorcidos labios.
—Gracias, capitán Quire. Decidme, ¿quién es vuestro patrón?
—No tengo por costumbre divulgar ese tipo de cosas.
—Pero habéis hablado libremente de Montfallcon.
—Nunca cuando estuve a su servicio, mi señor.
—¿La tarea que vuestro patrón os ha encomendado?
—La misma, me dijo, que lord Montfallcon. Salvar Albión.
—¿Pero está en lucha con Montfallcon?
—En algunos aspectos.
—¿Perrott? ¿Está Perrott vivo y os emplea?
Quire negó con la cabeza. Estaba refrescando. Se removió.
—¿De modo que pensáis hablar con la reina?
—Sí, capitán.
Quire echó hacia atrás la capa y mostró una daga enfundada.
Lord Ingleborough lo miró a través de la penumbra y se encogió de
hombros.
—¿Matarme? ¿Con tantos testigos?
—Por supuesto que no. No estoy suficientemente afianzado en la Corte.
—Sin embargo, vuestro gesto estaba calculado.
—Os prometí un ejemplo de mi arte.
—Lo hicisteis.
Quire miró hacia la oscuridad del patio.
—Bueno, tengo en mi poder a vuestro catamita.

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—¡Tenéis a Patch! —Lord Ingleborough se llevó las hinchadas manos a la
cara—. ¡Ah!
—Lo retuve en cuanto supe de vuestras intenciones. He estado jugando
con él esta tarde. —Tocó la daga—. Es mío. Pero será vuestro de nuevo si
juráis silencio con respecto a mí.
—No. —Ingleborough estaba temblando, su voz casi inaudible—. Oh, no
lo haré.
—Él estará seguro. Si habláis, morirá.
—No.
—Habéis admitido que no tenéis ninguna evidencia contra mí. La reina
querrá alguna. Estará ansiosa por retener al amigo que tiene en mí. Eso os lo
podéis imaginar, mi señor.
—Por supuesto. Pero debo cumplir con mi deber, y con más urgencia
ahora. Debo avisar a la reina.
—Entonces, Patch empezará a morir.
—No le hagáis daño. —La voz era como un viento muy lejano—. Os lo
ruego. No tiene ningún sentido hacerle daño a Patch. Lo amo.
El capitán Quire desenfundó la delgada daga con su mano enguantada.
—Mi pequeño aguijón para el pudín ya ha pinchado el pequeño pudín del
pobre Patch. Calentado e insertado, de manera que… sufrirá la vieja y famosa
muerte del sodomita.
Lord Ingleborough gimió.
—Prometed vuestro silencio, y vuestro paje os será devuelto.
—No.
—Os aferráis a una palabra dada con reticencias, y permitiréis que vuestro
querido muera aterrorizado y con dolor.
Lord Ingleborough estaba llorando. Su boca se retorcía hacia un lado.
Quire se desperezó.
—¿Debo ir a buscarlo, mi señor?
—Sólo traedlo de vuelta, Quire. —Lord Ingleborough balbuceaba.
—¿Y…?
—Traedlo de vuelta, os lo ruego.
—¿Guardaréis silencio?
—No.
—Entonces, yo también debo cumplir mi palabra. Ocurra lo que ocurra,
os traeré un recuerdo. ¿Un ojo? ¿O un tierno y pequeño testículo?
—Por favor, no le hagáis daño…
—No.

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—Lo… amo.
—Ésa es la razón de capturarlo.
Ingleborough empezó a temblar. Su boca se abría y cerraba con rapidez.
Los ojos estaban vidriosos y su color enrojeció y después se volvió azul.
Con cierta satisfacción, el capitán Quire reconoció los síntomas.
—Fácil, mi señor. Os falla el corazón. —Cogió el brandy de la mesa y lo
mantuvo ligeramente fuera del alcance de la mano que pretendía alcanzarlo
—. Con frecuencia es el corazón lo primero que falla, cuando la gente está
afligida como vos. Un tío mío… No, no, el vino sólo lo puede empeorar.
¿Moriréis sin salvar a Patch? ¿Patch debe perecer sin forzaros a guardar
silencio? Decidme, mi señor.
Ingleborough gimoteó desde el fondo de su garganta. Su boca se abrió
muchísimo, como si una cuerda lo estuviera estrangulando. La lengua salió de
la boca. Los ojos saltaron de las órbitas.
Quire gritó con gran preocupación en la voz:
—¡Sirvientes! ¡Rápido! ¡Vuestro amo está enfermo!
Los jóvenes sirvientes llegaron algo tarde porque habían estado jugando a
cartas a varias habitaciones de distancia.
Encontraron a Quire intentando verter brandy en la boca de su amo. Fue
Crozier el que cogió la jarra de manos de Quire, diciendo con tristeza:
—Es demasiado tarde, señor. Está muerto. Creo que murió feliz. Le
levantasteis bastante el ánimo, señor. Pero quizás el estímulo fue demasiado
para él.
—Me temo que tenéis razón, amigo mío —asintió Quire.

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Capítulo XXVI

En el que la reina recibe a muchos cortesanos y toma


una decisión.

Sus ropajes, que se había puesto para paliar al gran calor del día, pero también
para mostrar su estado de ánimo, eran de influencia oriental: brillantes sedas y
velos de algodón, muchas tiras de perlas y adornos de barroco oro sarraceno.
Quire seguía, de negro, a su lado; se había sentado en un sofá cerca de su
silla, junto a la ventana abierta de su Sala de Recepción. Se había retirado
aquí desdeñando el Salón de Audiencias, que le recordaba demasiado a los
peticionarios que seguían en las antesalas a las que habían llegado, llenos de
esperanzas, después del Día de la Coronación. Ella se sentía lánguida, una
emperatriz egipcia. Y su actitud era algo frívola, como si se riera de su propia
apariencia, aunque era amable, y sonreía a todos. Aún estaba triste por la
pérdida de Ingleborough.
—Sin embargo, era inevitable y ha sido para él una especie de liberación.
Y me alegro de que no muriera solo —le había dicho a su amante aquella
mañana, después de que él la hubiera consolado hasta llegar a la actual y
novedosa tranquilidad.
Después ella había descubierto y satisfecho sus deseos. La reina vivía para
complacerle. Nunca había conocido a nadie que aceptase el amor con tanta
gracia. Su duro y bello cuerpecito le inspiraba para alcanzar logros creativos
como un buen instrumento musical puede inspirar a un compositor. Una
caricia le revelaba notas tan frescas y dulces que la satisfacían
maravillosamente; ahora podía olvidar con facilidad su propia carne, porque
él no hacía ningún esfuerzo por excitarla, y ella estaba tan agradecida de que
por fin alguien no se obsesionara con eso. Para Gloriana, esa actitud era una
prueba de su compresión y de su amor.

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Sus damas, vestidas como ella, compartiendo su estado de ánimo, casi se
habían convertido en las mujeres de algún harem indio que se reían
tontamente y esperaban, y encontraban, a un Quire muy curioso. Él recibía
buena parte de sus atenciones. Cuando John Dee, vestido de blanco y oro, se
unió a ellos, las damas se fueron a una antecámara. El doctor estaba pálido e
incómodo, y su saludo a Quire no fue simplemente amistoso; también hizo
una reverencia muy profunda ante la reina, con más florituras de cortesano de
lo que era habitual en él.
—Majestad. He cumplido las órdenes de lord Montfallcon, como era
vuestro deseo. Y también había otros físicos presentes porque, como sabéis, el
Canciller Real no quería cargar toda la responsabilidad sobre mis espaldas. El
cuerpo fue abierto y su contenido analizado. Excepto por el brandy, estaba
limpio. No había consumido ningún alimento en las últimas veinticuatro
horas. Ni una señal de veneno en color, olor o condición. Y, por supuesto, no
tenía herida alguna, más allá de las que su enfermedad le habían provocado.
Ella movió un abanico como para alejar la imagen que él acababa de
conjurar.
—Gracias, doctor Dee.
—En mi opinión, señora, lord Montfallcon ve conjuras por todas partes.
Busca traidores de la misma forma en que un perro busca ratas; sólo vive para
cazarlos.
—Mi lord Montfallcon protege el Reino con ahínco. Cumple con su
deber, doctor Dee, como cree oportuno. —La reina hizo una defensa lánguida.
John Dee se mesó sus níveas barbas y bufó.
—Las ruedas de la mente de Montfallcon giran como un reloj sin péndulo.
—Lord Ingleborough era su amigo más antiguo. Sufre. Y, en su
sufrimiento, busca a un villano que personifique el hado que nos ha invadido.
—La reina se volvió más compasiva—. Por eso su atención se centra en los
más sospechosos a sus ojos: los extraños en la Corte. Como el recién llegado.
El capitán Quire.
—Deseaba que encontráramos alguna prueba de que Ingleborough había
sido envenenado, y ahora le domina la consternación. —Dee miró con cariño
a Quire—. Está celoso de vos, capitán, y os querría creer culpable de todos los
crímenes que se han cometido en el país.
Quire se encogió de hombros y movió la boca en una sonrisa divertida.
—Él cree que me conoce. Así me lo dijo.
—No puede conoceros, señor —dijo Dee con gravedad—, pues sólo hace
unos meses que llegasteis a nuestra esfera en el carruaje de maese Tolcharde.

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Quire se estiró en el sofá.
—Si insistís en ello, doctor Dee.
En este tema, Quire simulaba amnesia. Sin embargo, le convenía, de la
misma forma que le convenía a la reina que él no tuviera un pasado en
Albión.
Las puertas talladas en rosa de la Sala de Recepciones se abrieron, y
apareció un sirviente.
—Majestad. Sir Thomas Ffynne espera vuestra autorización.
—Se le espera. —Gloriana cerró el abanico y extendió la mano cuando
Tom Ffynne llegó cojeando para besarla. Un gruñido a Dee, una sonrisa a
Quire, y se sentó en respuesta a la señal de la reina en una silla tapizada con
seda blanca.
—Buenos días, Majestad. Caballeros. ¿Perion Montfallcon ha finalizado,
pues, sus horripilantes pesquisas?
—Vengo de allí. —El doctor Dee intercambió una mirada—. Sí.
—Y ¿nada de veneno?
—Nada.
Tom Ffynne estaba satisfecho.
—Su pequeño paje se escapó, sabéis. ¿Patch? Se escapó, sin duda, cuando
oyó la noticia, o tal vez cuando vio a su amo muerto. No se le puede
encontrar.
—Reaparecerá a su debido tiempo, estoy seguro —dijo el capitán Quire.
—Será un alma en pena. Patch estaba muy unido a Lisuarte. Pero el pobre
sufría demasiados dolores. Ese cuerpo está mejor muerto. Aunque sigue vivo
aquí. —Ffynne se dio un golpecito en la frente—. El mejor de todos nosotros.
El más noble de los viejos hombres de Hern. ¿Qué será de sus propiedades al
no haber un heredero directo?
—Un sobrino en el país de Dale —le explicó Gloriana—, que durante
muchos años ha actuado como su administrador.
—¿Un sobrino verdadero o…?
—Hay papeles suficientes para probar lazos de sangre. —La reina sonrió
—. En estos temas, siempre que no haya candidatos, el nacimiento se puede
ajustar de acuerdo con ciertos requerimientos diplomáticos. Su sobrino es el
nuevo señor.
—¿Y dónde está ahora Perion? —preguntó Tom Ffynne al doctor Dee.
Gloriana y el capitán Quire intercambiaban miradas, exclusivas y
cargadas de significado, sin, al parecer, escuchar lo que Dee contestaba.

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—Supongo que ha vuelto a su despacho. —Dee cambió de posición el
sombrero dorado sobre su blanca cabeza—. No soy el secretario de
Montfallcon, sir Thomas.
—Sí. Se ha convertido en un viejo difícil. Recuerdo cuando era más
joven, y su familia aún vivía; era algo más suave en sus emociones. Pero
progresivamente, por la causa de Albión, su espíritu se ha vuelto tan
inflexible como los miembros del pobre Lisuarte; y sospecho que le provoca
el mismo dolor. No debéis juzgarlo con demasiada dureza, doctor Dee.
—No lo hago, sir Thomas. Es lord Montfallcon el que piensa mal de mí.
Me ve como un hechicero que ha lanzado un hechizo sobre la reina.
—Lo veis, lo veis —sonrió sir Tom—. A sus ojos ya no sois el aventurero
que una vez fuisteis. Ahora existen amenazas más grandes. El capitán Quire,
por ejemplo. —Miró de reojo a Quire.
Quire rió sin darle importancia.
—¿Qué dice de mí, sir Thomas?
—Oh, muchas cosas. Sois la causa de todos los conflictos en Albión.
—De eso me he enterado. ¿Creéis que tiene razón?
Sir Thomas sonrió. Sabía que Quire debía ser consciente de las
confidencias que le había hecho Montfallcon. Y también que Quire lo creía lo
suficientemente atrevido para revelar lo que Montfallcon no se atrevía a
revelar a la reina. Negó con la cabeza y dijo con admiración:
—Os señala como asesino, espía, secuestrador, violador, ladrón. La lista
es casi interminable.
La reina rió.
—¿Cómo puede tener tanta información de vos, Quire? ¿Acaso sois un
amante que lo rechazó? Ahora, debemos olvidar el tema. Mi lord Montfallcon
es el más leal noble en el reino y nos sirve bien. No quiero que nadie se burle
de él.
—No creo que nos estemos burlando de él, señora —contestó sir Thomas
—. Es mi amigo. Hablamos de él porque tememos por su cordura. Debería
retirarse a una de sus casas en el campo para descansar.
—Se sentiría exiliado.
—Lo sé. Debéis concederle todo lo que sea tolerable para vos, Majestad.
—Tom Ffynne hablaba en serio—. No me gustaría que siguiera pronto a
Lisuarte.
—¿Creéis que existe ese riesgo? —Quire hablaba con dudas, como
alguien no demasiado informado de los temas que otros discuten.

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—Se debilita con estas cazas de brujas. —Ffynne se rascó la frente curtida
por las inclemencias del tiempo—. Y el verano es siempre la estación de
extrañas fantasías. El sol extrae los humores ocultos igual que extrae el sudor.
—¿Pensáis que el otoño lo calmará? —preguntó la reina.
—Si se le trata con cuidado.
—Le he otorgado un gran papel en mi vida, sir Thomas.
—Por eso, señora. A cambio, él ha dedicado toda su alma a vuestro
bienestar.
—Por el bien del Reino.
—Y por cariño, Majestad.
—Sin embargo, llama «traidor» a cualquiera de mis amigos. La condesa
de Scaith. El doctor Dee. El capitán Quire. Siente celos de todos ellos.
Tampoco tenía en gran consideración a lady Mary Perrott. ¿Debo temer por la
vida de cada persona que amo, sir Thomas?
Ffynne estaba horrorizado.
—No podéis pensar, señora, que él lleve semejante culpa sobre sus
espaldas. Jugar al verdugo…
—Parece satisfecho lanzando las culpas sobre mí —murmuró Gloriana—.
La culpa heredada es una cosa. He cargado con ella durante mi infancia,
durante mi reinado. Me resiento de las nuevas acusaciones, señor. Vuestro
amigo, nuestro canciller, me acusa al acusar a mis amigos. ¿Es ésta la lealtad
que queréis que le demuestre?
—Él lleva muchas cargas, señora, que no puede compartir. E intenta
aligerar las vuestras de muchas maneras.
—¿Podéis decirme cómo?
Tom Ffynne empezó a mostrarse algo confundido.
—No lo sé, Majestad. Me refiero a las tareas de gobierno en general.
—El gobierno se encuentra en la raíz de su naturaleza. Disfruta con sus
planes.
El almirante no podía negarlo. Lanzó una mirada a Quire casi animándolo
a hablar, y Quire se levantó para caminar alrededor del sofá y contemplar a
través de la ventana la extravagancia floral, los mil ojos de las colas abiertas
de los pavos reales, la verde suavidad del césped en el que descansaban las
pesadas iguanas. Quire aparentaba mostrar el bochorno del que era ajeno a las
intrigas de la Corte. Tom Ffynne sintió un ramalazo de resentimiento, pero lo
apartó de inmediato: ¿por qué iba a mezclarse Quire? Ya se había convertido
en la víctima de Montfallcon que, en opinión de Ffynne, estaba furioso por la
pérdida de un sirviente que amenazaba con convertirse en su amo.

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El doctor Dee era consciente de que su comentario podía ser interpretado
como hipócrita, pero lo hizo igualmente por razones prácticas.
—Un sedante. Si lord Montfallcon pudiera dormir… Disfrutar del sueño
reparador. Conozco un filtro que podría preparar.
—¿Lord Montfallcon aceptando un bebedizo de vuestras manos, mi
inocente sabio? —La reina Gloriana rió y le dirigió una mirada dulce—. ¡Oh,
creo que no!
—Lord Montfallcon… —empezó Quire antes de que se abriera la puerta y
hablara el guardia.
—Lord Montfallcon solicita veros, Majestad.
Gloriana tenía reticencias. Lanzó una mirada implorante a Tom Ffynne,
que no sabía qué responder. Al final, la conquistó la antigua lealtad, su buen
corazón, la costumbre.
—Hacedle pasar.
Lord Montfallcon, en su dignidad negra, con su cadena de oro y su rostro
duro más pálido de lo habitual, irrumpió en la habitación y se quedó parado
cerca de la puerta, como si hubiera visto a la misma Muerte. Escudriñó,
suspicaz, cada uno de los rostros, hizo una reverencia ante la reina, pero sin
moverse de su sitio.
—El fallecimiento de Ingleborough parece que fue de muerte natural —
dijo.
—Sí, mi señor. —La reina inclinó la cabeza hacia John Dee—. Eso hemos
oído.
—En estos días resulta sabio estar seguro. —Tom Ffynne apoyó
débilmente a su amigo.
—En estos días, muy cierto. —Montfallcon miró con dureza a Quire, ante
el resentimiento de la reina. Ella se levantó.
—¿Mi señor? —preguntó con impaciencia—. ¿Mi señor?
—He interrumpido una conferencia privada. —Montfallcon no hizo
ningún intento de entrar más en la habitación. No vio ningún aliado, excepto
Ffynne, y aparentemente éste era ahora un aliado incierto—. Pero mi empresa
es urgente, Majestad.
—Entonces, mi buen señor, decidnos de qué se trata. —Miró a Quire
mientras hablaba. El capitán le devolvió la mirada.
—Concierne a vuestras obligaciones públicas, Majestad. Debo gestionar
los temas. Desde que la condesa de Scaith ya no actúa como vuestra
secretaria, supongo que debo asumir ese papel. Excepto que vuestro…
excepto que este capitán Quire…

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—El capitán Quire no desempeña funciones oficiales, mi señor.
—¿Entonces, Majestad?
—¿Cuáles son específicamente esas obligaciones, lord Montfallcon?
—Hay muchos que desearían hablar con vos. Embajadores y otros así. En
estos días, cuando la guerra nos amenaza, sería conveniente insistir, en
vuestra persona, sobre nuestro poder.
—Dejadles conocer algún misterio, mi señor. Se podría argumentar que el
hecho de que sea difícil vernos nos hace más poderosos.
—También está vuestra Visita, Majestad. A lo largo del Reino vuestros
más leales nobles esperan vuestra llegada. Se les debe informar de cuándo
deben esperar vuestra llegada. Preparan entretenimientos, como siempre, de
sur a norte, de oeste a este, en todas las grandes casas del Reino. Con los
Perrott, por el momento, calmados en uno o dos grados, es de suma
importancia que paséis algún tiempo con esas familias, que os apoyarán si los
Perrott vuelven a hablar de empresas secretas y buscan aliados entre los
demás nobles.
La reina había prestado muy poca atención. Su voz era vaga cuando
contestó.
—Hemos decidido no realizar la Visita este año, mi señor. Consideramos
que la Palestra de Verano fue suficiente para informar a nuestros amigos de
nuestro favor y salud, y a nuestros enemigos de nuestro poder y apoyos.
—Ciertamente, señora, fue una ganancia. Pero es necesario ratificarla. La
Visita será crucial, sobre todo este año. La Corte puede recorrer el país,
reforzando el armazón de la estructura del Reino.
—Seguramente no necesita ningún refuerzo, ¿no? —El capitán Quire
pareció lamentar su exabrupto—. Sólo quiero decir que Albión nunca ha
parecido más fuerte.
Montfallcon lo taladró con la mirada.
—Una estructura es tan fuerte como la vigilancia del propietario. Piojos,
gusanos y moho pueden ocupar sus paredes, destruir sus vigas y cimientos, de
manera que pueda parecer por sus signos externos la casa mejor construida
del mundo, hasta que un día se derrumba de repente.
—He oído de mercaderes que temen tanto por la seguridad de sus
edificios que hacen catas en vigas perfectamente sanas a la búsqueda de
gusanos, cavan los mejores cimientos a la caza de males sospechados, y
consiguen que sus casas se derrumben sobre sus propias cabezas. —El capitán
Quire calló de golpe ante la mirada de advertencia de la reina, de modo que

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añadió—: Pero no sé nada de dichas materias, mi señor. Perdonadme por
haber hablado de ellas.
—Parecéis un buen interlocutor, «sir Palmerin» —Lord Montfallcon dejó
que su cansado desprecio infectara el tono de su voz—, en todo lo
concerniente al control de las alimañas. ¿Quizás habéis sufrido en algún
momento la atención de algún sabueso? ¿O habéis sido un perro cazador vos
mismo?
—Os volvéis algo críptico, mi señor —contestó Quire con suavidad, pero
dejando claro a la reina que se habían herido sus sentimientos.
La reina intervino.
—¡Mi lord Montfallcon, creo que os habéis extralimitado!
—¿En qué, señora? —preguntó sombrío.
—¡Mostraros cortés con nuestro invitado! ¿Qué daño os ha hecho para
que demostréis semejante desagrado?
—¿Daño? —Montfallcon frunció el ceño. Abrió la boca y dijo sin
convicción—: Él… conozco a los de su clase.
—¿Qué clase es ésa, mi señor? —Quire parecía temblar con autocontrol
cuando habló.
—¡Basta! —La reina estaba furiosa—. Estáis consternado, mi señor, por
las razones que todos conocemos. Si queréis descansar y volver esta tarde,
estaremos encantados de seguir hablando sobre el tema. Podréis explicar
completamente vuestras razones, si lo deseáis.
—¿Excusaros de vuestro deber, señora? ¿Es eso lo que queréis decir?
¡Debéis realizar vuestra Visita!
—¡Perion! —gritó Tom Ffynne, levantándose de un salto y cojeando
hacia adelante—. Esperad unas cuantas horas…
—¡Debéis realizar vuestra Visita, señora! —Utilizó el tono de voz que le
había dado fama en la corte: tranquilo y furioso a la vez—. El Reino depende
de ello.
—El Reino está seguro.
—El Reino no ha estado nunca tan amenazado.
—¿Cómo es eso?
—Creedme que así es, señora.
—Mostradme una prueba, lord Montfallcon, una sola prueba.
—La prueba se revelará muy pronto por sí misma.
—Muy bien, mi señor, entonces esperaremos a verla.
La palidez de Montfallcon dio paso al púrpura.
—Oh, señora… —Su respiración se aceleró—. Escucháis malos consejos.

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—Escucho a mi propia conciencia, mi señor. Por esta vez.
—¡Es la filosofía de Hern la que estoy oyendo! —Se mantuvo firme, junto
a la puerta—. Discursos que me son muy familiares, señora.
Había conseguido que la reina se enfadara de verdad.
—Deberíais retiraros, mi señor.
Su dedo anciano señaló a Quire.
—Ese gusano, señora, os infectará con la plaga de los sofistas y os
convertirá en cruel y odiada, volviéndolo todo a las tinieblas.
—¡Mi señor! ¡Yo soy la reina!
Tom Ffynne se acercó para agarrar el brazo de Montfallcon.
—Perion. Lo que decís es casi traición, y así se habría juzgado bajo Hern.
Vamos.
Montfallcon no se movió.
—Ahora estáis con ellos, Tom. Les servís. Ya habíais expresado antes
vuestras simpatías por Quire. Bueno, Lisuarte mostró una simpatía similar y
ha muerto. El gusto por Quire es el gusto por la cicuta.
—Estáis cansado, Perion. Vayamos a vuestras habitaciones y continuemos
allí la discusión.
Apartó una vez más la mano de Ffynne.
—Ahora estoy solo. Solo para proteger a Albión. Y la protegeré, contra
cualquier amenaza, desde cualquier dirección. Durante demasiado tiempo se
ha tolerado en la Corte la secreta voluptuosidad. El placer egoísta lo debilita
todo. Tendremos de vuelta a Hern, recordad mis palabras.
—Sólo decís tonterías, mi señor. —La reina era una vez más conciliadora.
—Entonces casaros, señora. ¡Casaros y acabad con todo! Las tentaciones
con las que pasáis vuestras horas privadas, que ahora se han convertido en
todo vuestro mundo. Encontrad un marido, de noble origen, y casaros con él.
El casamiento fortalece para llevar la carga de vuestra pena privada, para
compartir el peso de las responsabilidades del Reino. No perdáis el tiempo
con esos truhanes malditos, pequeños, plebeyos y payasos que sólo os harán
daño, ¡que no saben nada de Caballería!
—Arabia querría que me casara con el Gran Califa. ¿Os gustaría tenerlo
como amo, eh, mi señor? ¿Y él me ayudaría a compartir mi pena privada, eh,
mi señor?
—Unos pocos meses más, y los nobles y el pueblo saludarán a la flota
árabe como nuestros salvadores. ¿Es que no podéis ver en qué peligros nos
adentramos si no realizáis vuestra Visita, permitiendo que los pretendientes os
cortejen en vuestro camino? Lo tenía todo preparado, una lista de los solteros

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adecuados, y si favorecieseis a un Perrott, mucho mejor. Si no realizáis la
Visita, y hacéis las paces con los Perrott al visitarlos a ellos o a una casa
vecina, se volverán a armar para una guerra privada.
—¡Todos esos planes, mi señor, y ni una sola consulta! —la reina se
encogió de hombros—. Salid de aquí, señor, y seguid haciendo más planes si
ése es vuestro deseo. Pero os ruego que no intentéis buscar ni mi autorización
ni mi participación.
Montfallcon casi no podía oírla mientras estaba de pie respirando hondo y
taladrando con la mirada al hombre que le había robado su poder. Quire se
puso al lado de la reina, como si fuera un guardia, sin darse por enterado.
Montfallcon murmuró:
—Él es capaz de cualquier crimen. Es más terrible que Hern, porque no
está loco ni es vanidoso, como lo era el rey.
—Sir Thomas, por favor, escoltad al Lord Canciller de vuelta a su
alojamiento y procurad que descanse. Volved, mi señor, cuando estéis de un
humor más civilizado. Doctor Dee, si podéis ayudar, por favor, hacedlo,
aunque me temo…
Montfallcon miró a Dee y a Ffynne, que estaban uno a cada lado.
—¿Estoy arrestado?
—Por supuesto que no, Perion —contestó Ffynne—, pero estáis afligido.
La preocupación de la reina es por vuestra salud. El doctor Dee puede
atenderos, si lo deseáis, dándoos alguna droga que os ayude a superar este
estado de ánimo.
—¿Qué? ¿Voy a ser envenenado por el mago?
Con estas predecibles palabras, fue conducido fuera.
Gloriana abrazó a su Quire.
—¡Oh, mi amor, que tengas que sufrir semejantes insultos!
Quire estuvo magnífico.
—No le culpo, señora. —Acarició su cara cuando ella se estiró a su lado
en el sofá—. Está, como decíais, afligido por la muerte de su amigo.
—Dime que no debo realizar la Visita. Significaría separarme de ti
durante mucho tiempo. Y no creo que aporte nada bueno a nuestra causa.
—No debéis agotaros, señora, con un viaje de esa duración. Albión os
necesita en la Corte. ¿Quién sabe el mal que podría desarrollarse aquí? Según
entiendo, ya hay demasiadas cosas inexplicables. Tal vez la condesa de Scaith
sigue aún con vida…
—Oh, mi querido Quire, si así fuera, qué dos buenos amigos tendría
entonces. —Y lo abrazó con fuerza, enterrando su cabeza en los hombros de

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él, que pareció tambalearse con ojos achicados y sorprendidos, bajo la fuerza
del amor de Gloriana.

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Capítulo XXVII

En el que se retoman viejas amistades y se debaten


viejas cuestiones.

Lord Shahryar de Bagdad se quitó su yelmo apuntado, y su cerbillera de plata


resonó cuando lo dejó al lado de su espada curvada, sobre la mesa, en la sala
privada de la taberna. Casi había amanecido, y había estado esperando a
Quire durante tres horas; sería su tercera reunión desde que cerraron el trato
original. Cerca de la cerrada ventana el impertinente Tinkler, que ahora lucía
brocados raídos y una gorguera arrugada, extraía la última gota de la botella
que había traído para los dos, pero que el sarraceno había desdeñado.
—Estará aquí muy pronto, mi señor.
—¿Estás seguro? Fui yo el que te envió el mensaje de dónde nos
encontraríamos.
—Conozco a mi viejo patrón, el capitán.
—Es tu nuevo amo el que me preocupa. —Lord Shahryar parecía
nervioso—. ¿De qué le informarás, eh?
—Lord Montfallcon me dio a entender que debía proseguir con la labor
del capitán Quire. Y así le sirvo. Ahora que ha vuelto el capitán, bueno, sirvo
al mismo amo al que sirve él. —Tinkler, sin embargo, no podía evitar su
incomodidad—. No os traicionaré, señor, porque significaría traicionar al
capitán. —Se rascó la cabeza, que le picaba mucho.
Entró Quire, con prisas, resollando.
—Existen ciertas desventajas al estar tan cerca del monarca. —Cerró la
puerta, echando hacia atrás su capa. Junto con su habitual negro, ahora vestía
una amplia banda roja, anudada a la derecha. Parecía como si la parte baja de
su cuerpo estuviera manchada de sangre, hasta tal punto era extraña la
imagen. Dejó el sombrero cerca del yelmo del sarraceno—. ¿Os preparáis
para la guerra, mi señor?

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—Esto es un vestido cortesano. He estado esperando durante una semana
en la Antesala para que la reina me conceda una audiencia. Junto con una
gran delegación del califa, que empieza a impacientarse, Quire, por el éxito de
nuestro plan.
—No debería. Todo marcha bien. —Una señal a Tinkler—. Se te ve muy
elegante, Tink. ¿El oro de Montfallcon?
—Me paga toda vuestra tarifa.
—Es generoso. Deberías continuar a su servicio.
—No ahora que habéis vuelto, capitán. —Tinkler se relajó.
Quire se sentó frente a lord Shahryar y cruzó los brazos sobre la mesa.
—Perdonadme si parezco cansado. Mis deberes me agotan.
Tinkler rió de forma ordinaria. Lord Shahryar fingió el comprensible
disgusto, y dijo:
—Necesito noticias más concretas. Las cosas parecen que van bien, pero
ahora sospecho que vuestros planes están atascados. La muerte de la
muchacha provocó todo lo que me dijisteis que iba a provocar. El Día de la
Coronación, vuestro plan no pudo salir mejor. Pero ahora sólo obtengo
silencio de vos y, excepto por la muerte de Ingleborough, que se podía esperar
y con la que no conseguimos nada…, el paje, por cierto, ha sido embarcado
para Arabia, un regalo para el califa, casi parece que nos hubierais
abandonado.
—Tengo de mi lado a un puñado de consejeros privados. Importantes
caballeros se han convertido en petimetres enamorados, que apoyan cualquier
decisión que animo que adopte la reina. —Quire alzó un labio—. Montfallcon
no ha sido exiliado, pero está totalmente en desgracia, y la reina no quiere
seguir escuchándole, porque está convencida de que está loco de celos. La
Corte se divide en dos campos principales: los que comparten las opiniones
de Montfallcon, y los que comparten las de la reina, y pueden esperarse más
divisiones. La Visita está en suspenso, y de esta manera el Reino no será
reafirmado. Los Perrott continúan con su flota y no tardarán mucho en zarpar
contra Arabia, dándoos una excusa justa para la guerra, pero permitiéndoos
también evitarla y llegar a un acuerdo razonable (aunque tendréis que derrotar
primero a los Perrott, así como a los que elijan navegar con ellos). Hay
bastantes, y cada vez son más los que se ponen de parte de los Perrott, en
particular los nobles que se sienten ofendidos al rechazar la reina sus
invitaciones. Y también hay detalles de otros planes que podría exponer. ¿Y
no estáis contento, mi señor? Si es así —un gesto teatral para recoger el

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sombrero—, siempre puedo encontrar un nuevo patrón que quiera aprovechar
estas ventajas.
—Me debéis vuestra vida, capitán Quire. Y jurasteis que serviríais a mis
intereses.
Quire se apoyó de nuevo en el respaldo de la silla.
—Pero si no los sirvo lo suficientemente bien, mi señor, no veo razón para
que me sigáis empleando. ¿Puede un solo hombre hacer lo que yo he hecho?
Montfallcon quizá construyó prácticamente sólo la Edad de Oro, pero yo la
estoy destruyendo. Por otra parte, teniendo en cuenta lo que es razonable,
merece ser destruida; el Mito sólo es otro sinónimo de Ignorancia.
—Entonces, ¿cuánto tiempo antes de que todo esté listo?
—Otro mes. En octubre, los nobles estarán contentos de una boda entre
Gloriana y Hassán, si aplaca sus miedos.
—¿Y qué puedo hacer por vos, capitán? —preguntó con entusiasmo
Tinkler, borracho, mientras atendía a la conversación—. Puedo matar a
Montfallcon por vos.
—¿Y hacer que las sospechas recaigan inmediatamente en mí? No,
Montfallcon se destruirá él solo. Quiero que sigas trabajando para él, Tink.
—¿Qué? ¡No puedo hac…!
—Es lo mejor. Me darás información que puedo utilizar.
—¿No queréis que vuelva con vos, capitán, en nuestra antigua asociación?
—¡Claro que sí, amigo mío! Pero sirviendo a Montfallcon en todo lo que
te diga, sólo infórmame cuando sea posible.
Tinkler se encogió de hombros.
—Si así lo queréis, capitán.
—Tu posición es perfecta para nosotros.
—Muy bien, capitán. —Parecía que estaba enfurruñado.
Lord Shahryar recogió su yelmo.
—Entonces, ¿qué debo decirle a mi califa?
—Que la reina se encuentra hechizada por mí, que hará todo lo que le
diga, y que cuando llegue el momento le haré tomar las decisiones que la
pongan firmemente en el tálamo nupcial con él, aunque no sé cuánto bien les
va a hacer a los dos…
—¡Capitán Quire! —Shahryar puso la mano sobre el puño de su alfanje
—. ¡No haréis ninguna broma ofensiva sobre mi amo!
—Haré todas las bromas que crea oportunas —contestó Quire con frialdad
—. Mis secretos están a buen recaudo, como siempre. Y si muero vuestros
planes fracasarán. Si eso ocurriese, el Reino se uniría. Desharía todo nuestro

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trabajo. Por eso también lord Montfallcon teme traicionarme. Durante años ha
mantenido el mito con mentiras y espionaje, asesinato, tortura y destrucción
del contrario. Si aparecen las evidencias, como yo permitiría que ocurriese en
el momento oportuno, si se sabe que el Reino dorado de Gloriana se
fundamenta en tanta sangre como el de su padre, entonces tendréis a un millar
de nobles volviéndose contra ella, derribando el mascarón de proa creyendo
que de esa manera destruyen el barco.
—¿Quire, planeáis cambiar esos secretos por una corona? —Lord
Shahryar apartó la mano de su alfanje—. ¿Se trata de eso? ¿Nos engañaréis a
todos?
—Convertirse en rey es quedarse lisiado, mi señor, con todos los
movimientos, todo el poder, restringidos. Eso incluso aniquiló a Hern.
Porque, al principio de su Reino tenía, como su hija, muchos bonitos ideales.
Pero cuando el peso lo aplastó, progresivamente se dejó llevar por la
autocompasión. Por eso lo llamaban El Cínico. Pero el verdadero cínico es el
que controla a los débiles así como la debilidad en él mismo. Hern era incapaz
de controlar nada.
—¿Y vos no sois esclavo de las circunstancias?
—Como rey, lo sería. Un artista necesita libertad para culminar su obra.
Ningún rey es libre.
—Espero que no me estéis engañando en esto. —El sarraceno apretó la
ropa contra su cuerpo y puso el sombrero encima del yelmo—. Y que vuestra
tardanza no sea ninguna compasión que empecéis a sentir por vuestra nueva
amante. Será más feliz cuando nuestro califa se case con ella.
—Y es de la mayor importancia que lo haga pronto —dijo Quire con una
sonrisa—, porque no me habéis explicado todos los factores en juego, mi
señor, ¿o no es así? Me engañáis un poco y teméis que yo haga lo mismo.
—¿Engañaros? ¿Cómo?
—El duelo entre Polonia y Arabia tuvo lugar… en el barco. El conde
Korzeniowski se lo contó a lord Rhoone, que me lo contó a mí, como uno de
los más cercanos a la reina, considerando que yo debía saberlo.
—¿Qué pasa con eso?
—Polonia acabó malherida y volvió a casa. Su Parlamento lo ha puesto
bajo arresto, y ha elegido a un nuevo rey.
—He oído lo mismo.
—Y el nuevo rey, que es el belicoso príncipe Pyat de Ucrania (conocido
por sus inclinaciones y apoyado por el Parlamento), clama venganza contra
Arabia.

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—Fue un torneo justo, y mi amo ganó.
—Os Creo. Pyat, sin embargo, teme que si Arabia queda sin castigo, la
convertirá en una amenaza. Existe el temor de que se una con Tartaria.
—Eso es imposible.
—Pero no podéis dar suficientes garantías a Polonia, pues tenéis en
preparación grandes flotas de combate. Podéis ser atacados por dos flancos.
—Entonces Albión vendrá en nuestra ayuda, según el tratado.
—Sí, lo que causará muchos problemas a Albión, pero no mostrará a
vuestro califa como el Caballero Puro, el Salvador del Imperio. Al contrario,
los papeles se habrían invertido. Ese duelo fue una locura.
—Era una cuestión de honor.
—Nada de eso existe, son palabras vacías. Fue una cuestión de orgullo.
—Autoestima, capitán Quire. Pero si vos no reconocéis dicha cualidad…
—La tengo en buena cantidad. No es lo mismo que el orgullo. Y el
orgullo puede llevar mis planes y los vuestros al caos, haciendo que lo
perdamos todo. Por eso necesitáis que lo culmine todo con rapidez.
—Si así podéis hacerlo. —Lord Shahryar se encogió de hombros.
—Y sospecho, mi señor, que vuestra cabeza también está en juego.
Los negros ojos del sarraceno se inflamaron.
—¡Y la vuestra, capitán Quire!
Con un remolino de telas oscuras, salió de la habitación de la taberna,
dejando a Quire y Tinkler mirándose el uno al otro como viejos amigos que se
habían distanciado y cuyos intereses ya no eran idénticos. Tinkler estaba poco
dispuesto a hablar, pero de pronto, como si no pudiera reprimir su curiosidad,
preguntó:
—¿Es verdad, capitán, que vais a destruir Albión?
—No se puede destruir tan fácilmente una nación, Tink. Sólo voy a
cambiar un poco la estructura. Gloriana y el califa como gobernantes
conjuntos de un gran Imperio. Un Imperio que se hará enemigos, por
supuesto, y que necesitará expandirse hacia Polonia, Tartaria, el mundo.
—Así que el futuro tendrá mucho que ver con la guerra.
—Eso creo, Tink.
—¿Y qué haremos entonces, capitán?
Quire dejó caer el sombrero sobre sus ojos y acarició hacia atrás la pluma
de cuervo en la banda.
—Medraremos, Tink, en semejante mundo.
Tinkler sólo pudo intentar adivinar la expresión en el rostro de Quire. Se
aclaró la garganta.

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—En cierto sentido, será todo más simple.
—El objetivo de la guerra es simplificar, Tink. Muchos hombres la
prefieren, cuando llega, porque sus vidas son demasiado complicadas. La paz
lanza a los hombres a una especie de confusión que pocos entre ellos pueden
soportar durante mucho tiempo: las responsabilidades florecen. La mayor
parte del mundo está formada por débiles, Tink, y en la guerra florecen. ¡Oh,
cómo aman la lucha los débiles!
Se marchaba, lanzando un beso a su divertido y al mismo tiempo
aterrorizado amigo.

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Capítulo XXVIII

En el que los favoritos de la reina se divierten entre


ellos, y en el que lord Montfallcon advierte de las
catástrofes que son consecuencia de la impiedad.

De una fuente oculta, el agua salpicó de repente desde un macizo de blancos


marrubios, de manera que lady Lyst, ya inestable, se cayó lanzando un
sorprendido grito, dejando caer su copa llena hasta el borde, con las piernas
enredadas en los pliegues de su vestido hindú, mientras la reina, sus sirvientes
y sus cortesanos reían de todo corazón bajo los intensos rayos del sol de
finales de agosto cayendo sobre los jardines de los apartamentos privados de
Gloriana. Flores de todo tipo, distribuidas por colores para contrastar,
florecían en geométricos cuadrados, círculos, espirales y medialunas
separados por estrechos senderos de grava y el césped húmedo. Setos de tejo,
arbustos ornamentales recortados en perfecta simetría, crecían como ejemplo
de una naturaleza domada. Ernest Wheldrake, guardando un librito, ayudó a
levantarse a su amante. También él iba vestido según la moda veraniega, con
una buena cantidad de negro y oro en estilo moro, de manera que parecía un
pequeño gallito que hubiera tomado prestado el plumaje de un águila. El
turbante se caía sobre su rostro lleno de tics, mientras luchaba por ayudar a
lady Lyst, y, finalmente, después de mucho resbalar y tropezar, consiguió
ponerla de pie. Ella se bamboleó.
—¡Cielos! ¡Estoy empapada por dentro y por fuera!
Nuevas risas.
Como siempre. El capitán Quire no seguía la moda, sino que continuaba
con su negro descolorido, con el sombrero haciendo sombra sobre su cara (un
cuervo comparado con el fantástico pájaro de Wheldrake), pero sonreía con la
reina. En cuanto al resto, sir Thomas Ffynne no se pudo animar para
personificar a nadie y vestía la púrpura de duelo (por Lisuarte) con un aro en

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la oreja como concesión a la galantería. Sir Amadís Cornfield estaba
impresionante, medio desnudo recubierto de oro y con las plumas de algún
rey inca, y lord Gorius competía con él, como otro potentado de las Indias
Orientales, embellecido con cuentas y brazaletes de coral. Prestaban la
atención habitual a la pequeña Alys Finch, que bailaba para ellos, vestida con
un sarong, atravesando las fuentes de los colores del arco iris, que empapaba
sus ropas y transparentaba su figura andrógina, lo que enardecía su ardor.
—¡Ah!
Phil Starling, el bailarín, llevaba algunas cosas de oro y un taparrabos, así
como el maquillaje habitual, y estaba tendido sobre el césped a los pies del
medio desvanecido Wallis, un mandarín poco creíble. Maese Auberon Orme,
un tártaro fantástico, corría desde la entrada del cercano laberinto perseguido
por dos de las damas de la reina, que iban vestidas como cortesanas birmanas,
y casi tropezaron con el joven Phil, que hizo un mohín, mirando más allá a
Marcilius Gallimari, quien parecía un delgado turco, con los brazos alrededor
de dos pequeños negros cuyas modestias no estaban protegidas por nada más
que por mandiles de cadenas de oro pálido por delante y por detrás. Todos
estaban borrachos de la euforia y el aire erótico que últimamente había
llenado la Corte personal de la reina.
La reina abrazaba y besaba a lady Lyst.
—Descansa aquí.
Ambas se tendieron juntas sobre un banco de mármol, riéndose de Quire y
Wheldrake.
—¡Cuándo terminará este verano!
Era puramente retórico, nadie esperaba o deseaba la menor señal del
otoño.
—Estamos discutiendo algún empleo oficial para el capitán Quire. Ahora
que lord Rhoone está en el campo con su familia, necesitamos temporalmente
un Maestre de la Guardia de la Reina. ¿Qué opináis de semejante
nombramiento, capitán?
Quire negó con la cabeza.
—No tengo la conciencia del bueno y campechano de lord Rhoone. —
Pretendió fruncir el ceño y considerar alternativas. Le había aliviado mucho el
alejamiento de lord Rhoone de la Corte (que por supuesto había sido una
sugerencia del propio Quire). Le seguían poniendo nervioso todos aquellos
que había encontrado antes de asumir su papel actual. Rhoone, en su gratitud
por la aparente salvación de la vida de su familia, nunca sospechó que Quire
era el mismo villano con sombrero que una vez llevó ante la presencia de lord

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Montfallcon; sin embargo, ante las constantes puyas de Montfallcon, en
cualquier momento podía sumar dos y dos, y Rhoone podía convertirse en un
enemigo potencial en vez de un amigo útil. La primera víctima de esta
empresa había sido sir Christopher (que había sido envenenado porque podía
recordar la cara de Quire, así como su nombre), pero ahora no quedaba nadie
cercano al trono, excepto Montfallcon, al que desacreditaba a diario, que
tuviera el más mínimo conocimiento de su pasado. Por un momento consideró
ocupar la posición de lord Ingleborough, pero ésa era definitivamente de sir
Thomas. Miró hacia Ffynne, del brazo de una dama de honor, que se había
acercado a ellos mientras hablaban—. La reina cree que debo buscar un
empleo honesto, sir Tom.
El viejo marinero mostró el brillo de su astucia tras sus ojos.
—Me pregunto cuál es vuestra vocación, capitán.
Hilaridad. La reina y lady Lyst volvieron a caer una en los brazos de la
otra. Quire pretendió avergonzarse mientras él y Ffynne intercambiaban su
privada ironía con una rápida mirada.
—Me temo que no tengo. Supongo que un poco de talento para actuar. —
Todos pensaron que se refería a su actuación en la Palestra.
Sir Thomas dijo:
—Mi amigo Montfallcon os considera un espía. Sir Christopher Martin no
tiene un sustituto definitivo.
—¡Oh, sir Tom! —gritó la reina—. ¡El capitán Quire no puede ser nada
tan bajo como un simple cazacacos!
—¿Secretario, entonces? —Lady Lyst parpadeó al escuchar con sorpresa
su propia voz de borracha. Se dejó caer de nuevo.
Gloriana se entristeció, pero consiguió ahogar la emoción. Quire lo
comprendió con rapidez y cambió de golpe su tono de voz.
—Mi vocación es servir a la reina de la manera que quiera. Dejaré que
ella decida mi destino.
Ella tomó sus manos e hizo que se sentase entre ella y lady Lyst.
—Habrá que tomarlo en seria consideración. Deberé preguntarte, capitán,
por tus habilidades.
Sir Orlando Hawes apareció en la terraza superior. Vestía convencionales
tonos de colores oscuros, púrpura y negro, porque se había unido al duelo,
como la mayor parte de la Corte, por lord Ingleborough, cuyo funeral había
tenido lugar ese mismo día. Con su piel negra, casi era una sombra, pero
Quire se dio cuenta de que sus ojos se detenían en la pequeña Alys, que
bailaba y se comía con los ojos a sus amantes. Quire estaba enormemente

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satisfecho de su trabajo. Se había convertido en su bruja maliciosa, y había
desarrollado en ella el gusto por la traición como otros podían desarrollar el
gusto por el oro o el placer.
Sir Orlando dudó, visiblemente entristecido por la visión de esta
mascarada privada, quizás avergonzado por los ecos en los disfraces de sus
propios ancestros. Entonces, lentamente, bajó los escalones hasta el jardín,
quitándose el sombrero con pluma negra al inclinarse.
—Majestad. Lord Ingleborough ha sido depositado en su tumba.
La reina se resistió a la culpa, igual que un minuto antes se había resistido
a la tristeza.
—¿Ha ido bien el funeral, sir Orlando?
—Hubo una gran asistencia, Majestad, pues lord Ingleborough era querido
por el pueblo.
—Como también era querido por nosotros —replicó con firmeza—. ¿El
pueblo estaba advertido de nuestra imposibilidad de asistir?
—Por problemas de salud, sí. —Alzó la espalda y miró al frente.
—He vivido demasiadas miserias durante estos meses —le explicó ella—.
Recordaré a Ingleborough vivo.
Sir Orlando miró hacia sir Thomas.
—Os echamos de menos en la ceremonia, señor.
—Vi a Lisuarte enterrado. Ya he tenido suficiente. Como sabéis, no soy
demasiado amigo de las ceremonias públicas.
Sir Orlando lo desaprobaba. Su opinión de sir Thomas siempre había sido
baja. No saludó al capitán Quire.
—Lord Montfallcon habló en nombre de la reina, Majestad —continuó—.
Como vuestro representante.
—Así me ha informado sir Thomas.
—Ha venido conmigo. Y lord Kansas. Me envió por delante para pedir…
—¿Quizá prefiera una entrevista esta tarde? —sugirió ella.
—Está cansado por los acontecimientos del día. Lo mejor sería, Majestad,
que lo vierais ahora. —Sir Orlando hizo un gesto hacia la terraza—. Está al
otro lado de la entrada.
La reina miró interrogativa a Quire, que se encogió de hombros dando su
aprobación. No iba a mostrar malicia hacia Montfallcon. Aún no.
—Recibiremos a los caballeros —dijo Gloriana.
Otra reverencia, y sir Orlando había vuelto a la entrada para acompañar a
lord Montfallcon y lord Kansas, que también iban vestidos de duelo.

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Quire vio cómo la reina se volvía hacia él, culpablemente consciente de lo
inadecuado de su propio vestido. Él apretó su mano y susurró:
—Os hundirán si pueden. Recordad mis palabras: no confiéis en nada que
os haga sentir culpable.
Ella se levantó. Como si él la controlara, y se dirigió sonriente hacia los
tres nobles.
—Mis señores. Os agradezco que hayáis venido tan rápido. El funeral se
ha desarrollado, según me han informado, con la dignidad debida.
—Sí, señora. —Montfallcon se inclinó con lentitud. Kansas siguió su
ejemplo. El virginiano estaba turbado pero se mostraba comprensivo,
mientras que la actitud de Montfallcon era sencillamente acusatoria. Quire
tuvo un momento de ansiedad cuando contempló a Kansas.
—Debéis perdonar que hayamos interrumpido vuestros… —Montfallcon
lanzó una poderosa mirada alrededor del jardín, escudriñando a sus ocupantes
— juegos.
—Por supuesto, mi señor. En estos melancólicos tiempos necesitamos
divertirnos. No es bueno amargarse con la muerte. Debemos mostrarnos
optimistas, ¿no?
Ésas eran palabras poco habituales en ella, y Montfallcon miró a Quire,
como si hubieran salido de su propia boca.
—¿Os uniréis a nosotros, mi señor? —preguntó Quire con fingida
humildad. Y prosiguió, aunque intentando ocultar su malicia—. Sin embargo,
entenderíamos que no os apetezca: lord Ingleborough era vuestro mejor
amigo.
—Sí. —Montfallcon pareció atravesar con su mirada a Thomas Ffynne—.
Y ahora ya no tengo ninguno. Sólo puedo confiar en mí mismo.
—Sois el fuerte pilar central del Reino —le halagó Gloriana, colgando su
brazo del de él. Montfallcon la miró sorprendido, y a punto estuvo de intentar
liberarse, pero la cortesía lo prohibía, así como la costumbre.
Él dejó que lo condujese hacia el laberinto.
—Hay una razón para mi visita, señora.
Lord Kansas, Quire y sir Orlando Hawes siguieron a la pareja, como tres
negras y desparejadas aves migratorias.
—¿Y de qué se trata, mi señor?
—Asuntos de Estado, señora. Hay que convocar en breve una reunión del
Consejo Privado. Tenemos noticias. Requerimos vuestra guía.
—Entonces, reuniré el Consejo mañana por la mañana. —Estaba ansiosa
por demostrar que no rechazaba todo el deber.

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—Más tarde, hoy mismo, sería aún mejor, señora.
—Hoy celebramos el tipo de entretenimientos de los que disfrutaba sir
Ingleborough.
Entraron en el laberinto. La cabeza de Montfallcon desapareció, pero se
podía ver la de Gloriana, junto con sus hombros cubiertos de seda, por encima
de los setos. Tras ellos entró Quire, seguido de Kansas y, finalmente, Hawes.
Desde donde estaba sentada, lady Lyst empezó una risita tonta. Veía la
cabeza de cabellos castaño rojizo cubierta de rubíes de la reina. Veía la punta
del alto sombrero de sir Orlando, la coronilla de la cabeza de lord Kansas, con
su sombrero y sus plumas. Wheldrake se sentó a su lado, queriendo saber de
qué se reía. Ella señaló. Las dos caras visibles, en diferentes puntos del
laberinto, estaban muy serias. Las saltarinas plumas parecían aves carroñeras,
patrullando por encima de los setos. Incluso Wheldrake, que estaba
concentrado en su nueva composición, se permitió una ligera sonrisa.
—¿Por qué han entrado en el laberinto? —preguntó.
Lady Lyst no podía responder a eso.
En ese momento llegó también el doctor Dee, habiendo cambiado el negro
por ropas de púrpura claro, acompañado por el Thane de Hermiston, con el
oscuro vestido de duelo de su clan.
—¿Dónde está el capitán Quire? —preguntó el Thane, colocando su gran
mano sobre su roja barba—. ¿Y qué es toda esta idolatría? ¿Es que ya no
queda piedad en la Corte? ¿Por qué está todo el mundo tan desnudo? ¡Y con
Ingleborough todavía caliente en su tumba!
Maese Wheldrake tomó la palabra:
—Es el deseo de la reina. No piensa permitir que la cercanía de la muerte
consiga deprimirla.
—¡El capitán Quire —dijo lady Lyst con evidente hilaridad— está allí!
El Thane y Dee miraron hacia el laberinto.
—Creo que todo el mundo está borracho —dijo en voz baja el Thane,
como si quisiera excusar con ello la actitud de los cortesanos—. Aunque no lo
esperaba de nuestro sabio visitante. —Hablaba de Quire, al que contemplaba
como su mejor premio.
Phil Starling lanzó un chillido.
Todos miraron hacia él.
Maese Wallis lo había tirado al suelo y peleaba con él de una forma muy
peculiar. No era posible decir si era violencia real o juego. El Thane dio un
paso hacia ellos, pero se paró cuando la pareja empezó a rodar y rodar sobre
la hierba.

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—Con qué facilidad cambian las costumbres —murmuró el Thane, que
acababa de volver de una de sus peculiares aventuras—. ¿La reina permite
toda esta frivolidad?
—Ella nos anima —contestó lady Lyst, repentinamente seria. Se puso en
pie—. Parece necesitarlo desde que desapareció la condesa de Scaith. Todos
estamos apenados por ella.
—¿Desapareció? —inquirió el Thane.
—Quizás a una de vuestras esferas —sugirió Wheldrake—, porque es
imposible encontrarla. Los hombres de Oubacha Khan la han estado
buscando. Él cree que sigue en algún lugar de palacio.
—¿Cómo?
—Tras los muros —dijo lady Lyst—. Pero ¿dónde?
—Montfallcon está convencido de que es la asesina de Perrott —explicó
el doctor Dee al Thane.
—A Perrott no —replicó lady Lyst.
—A nadie —completó al punto su amante.
—A nadie. —Lady Lyst se refregó sus cansados ojos—. Wheldrake y yo
también somos sospechosos de lo de Perrott. —Suspiró.
—Montfallcon afirma también que Quire vino del otro lado de los muros.
—El doctor Dee estaba seco—. Él no creerá la verdad que vos y yo
conocemos, por eso busca otras respuestas. Pero Montfallcon y Kansas
discutieron sobre el tema en la fiesta de hoy. Al parecer, han decidido entrar
en las criptas y recorrer las galerías intramuros, no para buscar a la condesa,
sino para encontrar pruebas del origen de Quire.
El Thane se rió entre dientes.
—Para eso tendrían que buscar mucho más lejos.
—El capitán Quire tiene poderes que no son de nuestro mundo —
murmuró el doctor Dee—. Es un alquimista brillante.
—No nos ha dicho nada. —Lady Lyst estaba interesada, pues sus gustos
se encontraban repartidos entre la botella de vino y la filosofía natural.
—Es un hombre muy modesto —dijo el Thane con aprobación—. Le dará
buenos consejos a la reina.
—Sin embargo, algunos le echan la culpa de todos los males de la Corte
—le explicó Wheldrake.
—Eso es intolerable. —Hermiston seguía firme.
—Sólo piensa en el bienestar de la reina —añadió el doctor Dee, dándose
cuenta que la reina y Montfallcon, todavía del brazo, estaban saliendo del
laberinto—, y está claro que su cercanía ha conseguido milagros.

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Montfallcon parecía un poco más calmado. Wheldrake vio aparecer a
Tom Ffynne por la esquina de un seto llevando a una o dos doncellas con él.
Sin embargo, cuando vio a Montfallcon, dio media vuelta y volvió a
desaparecer en los jardines.
Kansas, Hawes y Quire seguían en el laberinto.
—Entonces, ¿os veremos esta tarde, señora? —preguntó Montfallcon.
—Esta tarde —prometió ella. De inmediato, miró a Wheldrake y preguntó
—: ¿Dónde está el capitán Quire?
—Allí atrás, señora —señaló Wheldrake—. Os seguía.
Parecía agitada por haber estado tanto tiempo separada de él.
—¿Puede avisarle alguien?
El Thane se acercó en pocas zancadas hasta el alto seto. Cuando llegó a la
entrada, se quedó parado con un grito en los labios al tropezar con Phil
Starling, que salió corriendo aún con una risa tonta en los labios, perseguido
por maese Wallis. El sudor cubría la pálida piel de maese Wallis. Una parte
del kol de Phil se había corrido, dándole la libertina apariencia de un disoluto
sabueso. El Thane, escandalizado, siguió su camino. Todos vieron durante un
momento la pluma de su boina. Phil y Wallis llegaron dando saltitos a la
altura de la reina. Montfallcon se enfureció.
—¡Maese Wallis!
Florestan Wallis se paró en seco con una mano sobre el suave brazo del
muchacho. Se aclaró la garganta.
—¿Sí, mi señor? —Phil continuaba riendo.
—Se ha convocado una reunión del Consejo.
—Allí estaré, mi señor. —Wallis bajó la mano. Phil miró con ojos grandes
y lúbricos a lord Montfallcon, sonriéndole como una prostituta sonreiría a un
cliente potencial. Eso ya fue demasiado para Gloriana. Adoptando un aire
regio, los despidió a los dos con un gesto de la mano.
—La impiedad se extiende como la peste —dijo Montfallcon con un
susurro de cobra—. Uno entiende los deseos de la reina por mantener a sus
putas. Se siente incluso responsable de ellas. Esperemos que en un cercano
día esa responsabilidad desaparezca… —Se detuvo deliberadamente aquí,
para continuar con su siguiente frase—… Pero cuando los moradores del
serrallo salgan a la luz y todos puedan verlos, uno se pregunta si, después de
todo, es sabio por parte de la reina continuar con sus antiguas costumbres. Lo
que era un divertimento razonable y privado, ahora se ha vuelto público e
insensato y acabará consumiéndolo todo. ¿Tendremos que ver pronto en
Albión algunos pachás opulentos y una Corte decadente? ¿Se convertirá esto

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en la Albión de Hern, donde ninguna doncella ni joven estaban a salvo de la
infamia?
—Nos volveremos a ver, mi señor, cuando se reúna el Consejo —contestó
Gloriana distante—. ¿Dónde está el capitán Quire? ¿Acaso se ha perdido?
Nadie respondió. Lord Montfallcon no podía o no deseaba ir en busca de
sus amigos, que estaban en el laberinto con Quire. La reina vio a sir Amadís,
con la apariencia de un perrito apaleado, que se aproximaba por el ancho
sendero, y se dirigió a él.
—¡Sir Amadís!
Levantó la mirada, haciendo lo que podía por suavizar sus amargadas
facciones. Alys Finch se le había escapado por tercera o cuarta vez ese día, y
se había ido de la mano de lord Gorius, e incluso había flirteado con dos de
las doncellas de la reina. Él había preferido alejarse, aunque sabía que
regresaría si ella lo llamaba. Nadie podía ayudarle. Era el rendido esclavo de
esa traicionera ninfa.
—¡Sir Amadís!
Se unió al grupo de la reina.
—¿Majestad?
—Nos preguntábamos si teníais alguna noticia de los parientes de vuestra
esposa. ¿Alguna carta?
La reina estaba siendo especialmente cruel, pensó, al recordarle por su
inconstancia, justo cuando se estaba rindiendo tan insatisfactoriamente a la
veleidosa Alys.
—Ninguna carta, señora.
Bajo la terrible mirada de Montfallcon, sir Amadís jugueteaba con un
brazalete oriental.
—Sus hermanos no dejan que se comunique con nadie de la Corte, y
menos aún conmigo —continuó, ansioso de que lo liberasen de sus dos
tormentos.
—¿Y no estáis deseoso de uniros a ellos, señor? —Montfallcon no sabía
nada del encaprichamiento de sir Amadís, de manera que su pregunta, en ese
sentido, era inocente.
—Yo sirvo a la reina, mi señor.
Lord Montfallcon gruñó.
—Como lo hacemos todos, sir Amadís. Se ha convocado una reunión del
Consejo Privado. Hay que dejar de lado cualquier otro asunto hasta que
hayamos concluido nuestro debate.
—¿Cuál es la causa, mi señor? —sir Amadís casi pareció sobrio.

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Lord Montfallcon no iba a discutir dichos temas delante de los que no
eran miembros del Consejo. Miró a su alrededor, adelante y atrás, de lado a
lado, como si quisiera mostrar a su compañero en el Consejo que no era lugar
para discutir tales asuntos. Hizo algunos sonidos con la garganta.
Sir Amadís vio a Quire saliendo del laberinto y se apoyó en él para salir
del apuro.
—Aquí está el capitán Quire.
La reina se iluminó.
Montfallcon, viendo con qué rapidez cambiaba su color, atribuyó ese
rubor a la poco natural sombra de las amapolas alimentadas por los
alquimistas con sangre y tierras raras para que diesen un perfume intenso e
intoxicante durante unas pocas horas antes de marchitarse.
—Sed precavida, señora —murmuró antes de recordar que debía callarse.
Ella lo ignoró.
Montfallcon buscó a Kansas y Hawes, pero aún no se habían liberado del
laberinto. Esta noche, pensó, él y Kansas recorrerían los pasadizos
intramuros, como habían acordado para descubrir la evidencia que necesitaba
antes que Quire fuera acusado y cayera en desgracia. Mientras tanto, había
hecho llamar a Tinkler. Quería utilizar al antiguo sirviente de Quire contra el
conspirador.
El capitán Quire se acercó y se colocó al lado de la reina.
Montfallcon se acercó al doctor Dee.
—¿Están todos los miembros avisados de cuándo se celebrará el Consejo?
—Haremos correr la noticia de inmediato, mi señor —respondió Dee, al
que había cogido por sorpresa la cortesía de Montfallcon.
Montfallcon, en estos últimos días, había encontrado nuevas virtudes en
viejos enemigos.
La reina gritó:
—¡Señoras, a mis habitaciones! Tengo que cambiarme.
Con Quire siempre a su lado, se dirigía ya hacia la terraza, con las
doncellas reuniéndose tras ella para atenderla. Levantando sus espaldas,
varios cortesanos se miraron los unos a los otros, preguntándose quizá
cuántos de ellos habían sufrido una metamorfosis en las pasadas semanas. Los
que iban disfrazados de orientales frente a los sobrios dolientes, como dos
ejércitos que cierran sus filas antes de la batalla.
Sir Amadís, escuchando un grito familiar desde el laberinto, se excusó y,
con el oro hindú resonando sobre sus carnes, se fue corriendo como un perro
que persigue el rastro.

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Ya en su dormitorio, la reina despidió a sus damas, pidiéndoles que buscasen
ropas más formales que las que vestía en aquel momento. La dejaron sola con
Quire. Estiró su gran figura sobre las sábanas y dejó que su cabeza cayera en
el regazo de él. Quire la acarició con familiar ternura. Ella suspiró.
—Oh, Quire. Montfallcon está decidido a destruir nuestro idilio. Parece
obsesionado con que vuelva a asumir todos mis deberes de inmediato.
—¿Qué es tan urgente —preguntó Quire de pasada— como para convocar
una reunión de inmediato?
—Teme la guerra.
—Con Arabia.
—Con cualquiera. Teme que el Imperio se disuelva si los acontecimientos
actuales siguen su curso. Los tártaros están dispuestos a aprovechar cualquier
oportunidad. Ha habido disputas durante algún tiempo sobre las fronteras de
Catay. Hay informes de que los afganos buscan una alianza con los tártaros,
con los que creen que tienen más en común. Los Perrott, para vengarse de
Arabia por el asesinato de su padre, están dispuestos a provocar una docena
de guerras diferentes. También debemos considerar a Polonia y la guerra que
planean. Los tártaros romperán las fronteras árabes si se les da la oportunidad,
porque saben que Arabia está preparándose para atacarlos. Así que
Montfallcon ve en los Perrott a un elemento central de la situación, y quiere
que me case con uno de ellos.
—Tal vez deberíais —dijo Quire.
Ella se alarmó.
—¡Estaríamos separados!
—Pero nuestra felicidad debe quedar en segundo término.
—Sería estúpido sacrificar mi persona. Me lo has dicho tú mismo.
Quire…, dijiste que no debía dar mi alma o mi cuerpo al Reino, sólo mi
presencia y mi cerebro. —Se estiró para observar, como lo haría un niño
pequeño y asustado, su taciturno rostro.
Él la tranquilizó.
—Bueno, tal vez Montfallcon se equivoca una vez más. ¿Quién puede
decir que los Perrott, con su enfado actual, se avengan a cualquier
compromiso? Quieren venganza. Además, dudo que una boda pueda parar la
guerra ahora. Excepto que sea una boda con el mismo Hassán.
—No puedo casarme con Hassán.

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—Una boda con él al menos nos dejaría libres para ser amantes —replicó
Quire con una tranquila sonrisa—. Él estará contento de animarnos, si somos
discretos.
Ella puso una mano en sus labios. Él besó los dedos. Ella acarició su
fuerte mentón.
—Sin cinismo. Además, Hassán pedirá demasiado. Hay muchos nobles, lo
sé, que favorecen el enlace, porque lo ven como fuerte y varonil. Mi amo.
Quire asintió.
—Si tenéis que hacer un sacrificio, y mi opinión es que no debéis hacerlo,
como sabéis, entonces deberíais considerar casaros con Hassán. Parece la
única decisión sensata.
Ella se puso encima de él.
—Para. Voy a tener demasiado de esta cháchara más tarde. Te quiero,
Quire.
La voz de la reina tenía una nota que no había oído nunca, como si
quisiera apagar su pasión. Quire, algo confuso, contestó:
—Yo también te quiero.

Ahora era Gloriana Regina, con toda su convencional magnificencia, el orbe


en una mano, el cetro en la otra, dos cuellos transparentes a sus espaldas,
como alas de hada, una gran gorguera almidonada, cotilla y miriñaque,
brocados de varios colores y sedas bordadas; enormes perlas cubrían su
persona como si fueran lágrimas, y radiantes diamantes brillaban en mangas y
pecho. Quire se quitó el sombrero y le besó la mano. La reina acababa de
volver del Consejo. Él tomó el centro y el orbe de su mano, y se los dio a un
sirviente para que los colocase en su gabinete. Luego le trajo una copa de
vino, de la que ella tomó unos sorbos, sonriendo a su cortés amante.
—Estáis pálida —le dijo. Se puso detrás de ella para aflojar su cotilla; casi
no podía alcanzar la parte superior de la estructura del miriñaque. Se hizo un
lío con los lazos y ella rió, llamando a sus damas.
—Había más asuntos que tratar de los que esperaba —le dijo ella.
Él se sentó en una silla mientras la desnudaban. Las damas le sonreían con
frecuencia e intención. Lo apreciaban porque hacía que la reina se sintiera por
fin una mujer, que era lo que todas ellas deseaban.
—¿La guerra está con nosotros? —sugirió él.

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—Todavía no. Montfallcon habló mucho de ti.
—¿Continúa acusándome?
—Cree que encontrará evidencias. ¿Sabías que estos apartamentos están
construidos sobre estructuras más antiguas? Por supuesto, yo misma te
expliqué mi aventura con Una. La que me ha provocado tantas pesadillas.
Pesadillas que tú, querido, has eliminado como tantos otros de mis miedos.
—Sí. Al parecer, la condesa bloqueó la entrada.
—Bueno, Montfallcon cree que existen otras puertas, en el ala antigua,
cerca del Salón del Trono de mi padre. Te conté lo que me pasó…
Él levantó la mano para parar el torrente.
—¿Qué pasa con esas entradas?
—Montfallcon asegura que tú viviste allí durante muchos meses antes de
tu primera aparición en la Palestra. Continúa convencido de que eres el
asesino de todos los que han muerto o desaparecido. Se ha puesto de acuerdo
con lord Kansas, que es un buen hombre, y valiente, y juntos han montado
una expedición para ir a la caza de testigos que testifiquen en tu contra.
Quire sonrió.
—Entonces, ¿se cometieron esos asesinatos ante una audiencia de ratas?
—Esto me angustia, Quire, mi amor. No quiero que esas galerías sean
ultrajadas. Yo… —dudó. Ahora estaba en enaguas y se estaba liberando de
los zapatos—. Pertenecen al pasado.
—¿Acaso creéis que van a encontrar a vuestro padre aún vivo? —Dejó
que ella se acercara a él, en blanco suave, para sentarse a sus pies mientras le
acariciaba cuello y hombros, haciendo un gesto para que las mujeres
abandonaran la habitación. Cerraron la puerta. Él se burlaba de ella, pero se
mostraba amable.
—Su espíritu —dijo ella—. Allí hay demonios.
—¿Demonios?
—Te lo dije. Esos lisiados. Lo siento por ellos, pero no puedo permitirme
tenerlos en cuenta. Son las víctimas de mi padre. Viviendo en las mazmorras,
en criptas y galerías, en auténticas catacumbas. Viviendo como gusanos.
—Entonces prohíbe a Montfallcon que entre.
—Lo he intentado, pero no pude darle ninguna razón. Sé también que es
mi propia debilidad la que me dice que olvide ese mundo, esas paredes y lo
que hay tras ellas. Por eso no me puedo permitir… ¡Oh, Quire!
—Te he dicho que no es un error admitir la debilidad. Y, una vez
admitida, a veces hay que ser indulgente con uno mismo. Esto sigue a la

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lógica de la razón, mi corazón amado. Debes protegerte a ti misma, o no
podrás proteger el Reino.
—Sí, me lo has dicho muchas veces. Sin embargo, le he dado permiso.
Me retó a que se lo impidiese. Para demostrar que tengo fe en ti, tuve que
dejarle que monte la expedición.
—¿Cuántos?
—Montfallcon, Kansas y unos cuantos soldados, miembros de la guardia
de la ciudad. Y creo que tienen un guía. No estoy segura. Montfallcon se
mostró algo misterioso.
—¿Un habitante de las paredes?
—La condesa y yo nos encontramos con uno. Tal vez sea el mismo.
Ella no podía ver la cara de Quire, así que se permitió una pequeña sonrisa
divertida.
—Bueno —dijo—, ¿crees que volverá con un centenar de personas que
vieron como intentaba envenenar a los Rhoone?
—Tú salvaste a los Rhoone. Todo el mundo lo sabe. —Ella le acarició la
pierna—. No temas mi amor. No permitiré que sigan acusándote. Montfallcon
está haciendo afirmaciones que mi padre habría señalado incuestionablemente
como traición. Pero se calmará, cuando vaya olvidando su pena. Y lo mismo
harán los demás que han hablado en tu contra.
—¿Tengo otros enemigos? —Estaba ciertamente divertido—. Me
sorprende.
—Y muchos amigos. El doctor Dee te respeta y habló a tu favor en el
Consejo. Sir Thomas, que ahora forma parte del mismo, te cree un bribón
pero de buen corazón —ella sonrió—, lo mismo que yo. Y sir Amadís no
quiere ni oír hablar de hacerte daño. Ni lord Gorius, y es bien conocido lo
mucho que se desprecian esos dos en la actualidad. Y maese Wallis. Y otros
muchos son, por lo menos, racionales en lo que a ti respecta. En el Consejo,
sólo Hawes está firmemente con Montfallcon, aunque sir Vivien parece
inclinarse también hacia esa posición. Comparten ciertas cualidades de
temperamento.
—Estoy sorprendido de la atención que despierto —murmuró Quire.
—¿Por qué? Están celosos. Ven a un plebeyo usurpando un poder que
creen reservado sólo a la nobleza.
—¿Poder? ¿Qué poder tengo yo?
—Piensan que me gobiernas y, en consecuencia, puedes gobernar el
Reino. Ha ocurrido con muchos amantes de los reyes, argumentan.
—¿Quién lo argumenta?

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—Bueno, sir Orlando, principalmente. Pero ya lo persuadiremos en su
momento de tu naturaleza razonable.
—Quizá tengan razón —dijo Quire, como si estuviera luchando con su
conciencia—. ¿Te ayudo en tus decisiones? ¿Sutilmente quiero decir?
¿Cuándo argumento a favor de tu salud, de tu cordura, de tu privacidad, no
estoy argumentando contra la seguridad del Reino?
Ella no quería escucharlo.
—¡Quire! No dejaré que te molesten. Si continúa, destituiré a
Montfallcon. Te nombraré barón, paso a paso, y acabaré nombrándote
canciller.
—¡Arioch no lo permita! —Estaba siendo deliberadamente anticuado,
utilizando frases con sutiles reminiscencias de su padre cuando estaba de buen
humor, porque sabía que eso reforzaba el deseo de la reina de complacerlo—.
¡Esas responsabilidades no son para Quire!
—No está en tu naturaleza aspirar a altos oficios, lo sé. Se lo he dicho una
y otra vez a Montfallcon.
—Y no te cree.
—Se vuelve hosco. No encuentra argumentos para rebatir que no sea así.
Quire la seguía masajeando, pero se había ido quedando callado. Ella lo
miró. Parecía algo ansiosa.
—Estas acusaciones te hieren. No debería habértelas mencionado.
Él suspiró. Dejó caer las manos sobre los brazos del sillón. Ella se
levantó.
—¡Oh, soy cruel! En eso tiene razón Montfallcon; me lo advirtió
repetidamente cuando era pequeña. Tengo mucho de mi padre en mí. ¡Tengo
que controlarme más!
—No, no —contestó Quire negando con la cabeza—. Pero admito que me
perturba. Inocentemente, intenté complacerte en la Palestra. Supuso que fue
un plan tonto. Mientras era el invitado de maese Tolcharde, me mostró el
artefacto, el carruaje que había construido para ti, y concebí mi aparición
lleno de espíritu romántico. Entonces empezó a ocurrir todo esto: Amor…
Ahora me doy cuenta de que también hay una gran parte de odio. No estoy…
—dijo mirando hacia la ventana melancólicamente— acostumbrado a que me
odien tanto.
—Mi amor derrotará a todo ese odio —le prometió ella—. Mi amor es
fuerte. ¡Nunca ha amado nadie como yo te amo a ti, mi querido Quire! —la
reina acercó su rostro al de Quire—. Todo esto pasará pronto —le prometió.
Él se apartó de ella, besando sus manos.

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—Voy a dar un paseo por los jardines —le dijo—. Necesito aire fresco.
Tímidamente, la reina le preguntó:
—¿Quieres que venga contigo? También me iría bien un poco de…
Él negó con la cabeza.
—Deja que piense a solas. Volveré enseguida, y prometo estar animado.
Feliz una vez más. Y, por supuesto, compartiré contigo esa felicidad.
Gloriana no quería separarse de él, pero sabía que debía resistir cualquier
ataque de celos o acabaría con su maravilloso estado de ánimo. Se puso seria.
—Muy bien. Pero vuelve pronto.
Una sonrisa de aceptación, un beso de ánimo, y Quire abrió la puerta y
salió. Se cruzó con sus alegres damas, bajó las escaleras, pasó de largo por
silenciosas y oscuras habitaciones, por delante de las ventanas, hacia el jardín.
Se detuvo en la terraza, escudriñó la oscuridad y se deslizó bajo la luz de la
luna; cruzó las extensiones de césped y entró en el laberinto, donde había
acordado con anterioridad su habitual entrevista con sus más importantes
peones, aquellos a quienes había entrenado y, en la actualidad, sus más
eficientes servidores.

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Capítulo XXIX

En el que la expedición de lord Montfallcon regresa del


inframundo con noticias de más muertes, y ofrece al
capitán Quire una pequeña sorpresa.

—Todavía oiremos hablar de lord Montfallcon. —La reina habló con


despreocupación, sentada con dechado y aguja en el sofá al lado de Quire, que
había pedido prestado al doctor Dee un libro en griego y lo estaba leyendo.
Aquella mañana los ánimos en la Sala de Recepción estaban relajados. Unas
pocas damas asistían a la reina, Tom Ffynne había venido y se había vuelto a
ir, para informar de que lord Montfallcon y lord Kansas habían entrado en las
salas de intramuros la pasada noche, acompañados de antorchas y hombres
armados. Al parecer, habían encontrado una abertura en una galería por
encima del viejo Salón del Trono.
—Uno pensaría que una búsqueda no puede llevar tantas horas —comentó
Quire desde detrás del libro.
—No conoces ese lugar; está lleno de túneles y pasadizos.
—Ajá —dijo Quire despistado, como si no la hubiera estado escuchando.
Entonces preguntó—: ¿Debo ir, acaso, a buscarles con algunos guardias de la
reina?
—¡Oh, no! ¿Por qué ir en busca del que te acusa? Le dedica más tiempo
del necesario porque no quiere admitir que no hay ninguna evidencia en tu
contra.
—Aun así —sugirió Quire cerrando el libro—, sería buena idea apostar a
unos cuantos guardias en el Salón del Trono para facilitarles la salida.
—Eres demasiado generoso. —Gloriana estaba concentrada en el difícil
punto—. ¿Por qué te preocupas tanto por ellos?
—¿Quizá porque quiero que acabe mi propia tortura? —sugirió.

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—Perdóname. —Dejó de lado la costura—. Ahora lo entiendo. Muy bien,
puedes tomar prestados a unos cuantos guardias si lo deseas, pero no entres en
los pasadizos, te lo ruego.
—Os burláis de mí. —Se levantó y la besó—. Gracias. —Cuando entró en
el Salón de Audiencias, esa estancia grande, brillante y vacía, Quire miró a su
alrededor durante un momento antes de llamar a uno de los guardias—. Busca
a seis hombres y ven conmigo para servir a la reina.
El guardia, advertido ya en otras ocasiones por la reina de que
obedecieran a Quire en cuanto les pidiera, corrió a buscar a sus compañeros.
Quire sabía que estaba jugando con la suerte al permitirse semejante lujo,
pero si Montfallcon conseguía la más mínima evidencia, sería mejor que la
reina no estuviera presente cuando apareciera de nuevo en el Salón del Trono
de Hern.

Muy pronto Quire estuvo bajo la sombría bóveda del antiguo rey, mirando
hacia arriba los puntiagudos techos y recordando, con cierto placer, los actos
que allí había realizado. Desde aquí había enviado a Alys y a Phil a perpetrar
sus primeras seducciones; aquí era donde Cornfield, Ransley y Wallis habían
venido a perseguir sus pasiones. Aquí había escuchado conversaciones y
secuestrado al pequeño Patch. Y ahora volvía a aquel lugar al mando de la
mismísima guardia de la reina, para apostarse ante la galería que él había
utilizado más de una vez, la galería que Tallow le había mostrado: la entrada
al inframundo del palacio. Quire lamentaba la muerte de Tallow, aunque
había sido necesaria; pero lamentaba más aún la huida del hombre y su
carrera en busca de ayuda, que a punto estuvo de dar al traste con sus planes.
Sonrió para sí mismo, preguntándose cómo le habría ido a Montfallcon
contra el ejército vagabundo; la chusma que Quire había transformado de
carroñeros individualistas en una jauría que dominaba los túneles,
aterrorizando a cuantos vivían en aquel microcosmos. Había aterrado a
Tallow. Lo había cazado y matado porque no quería unirse a ellos. Quire
suspiró. Ésa había sido la parte más sencilla de su plan. Sentía nostalgia por
esos primeros días.
Finalmente, llegó un ruido desde arriba; Quire vio el resplandor de una
antorcha e, instintivamente, se sumergió en las sombras para esperar a su
enemigo. Poco después, Montfallcon salió del túnel maldiciendo. Tras él iban

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dos de los guardias de la ciudad. El canciller se apoyó en la baranda de la
galería y escudriñó el Salón del Trono. Ambos guardias estaban levemente
heridos. Había habido un combate y una caza.
—¿Dónde está Kansas, mi señor? —preguntó suavemente Quire desde
donde se encontraba, sabiendo que su voz crecería en la inmensidad de la
sala.
Montfallcon se giró, aún apoyado, y miró hacia abajo.
—¡Villano! Kansas está muerto y con él media docena de soldados. Allí
dentro hay una verdadera banda. Una banda perfectamente organizada que,
sin duda alguna, te sirve a ti.
—Continuáis concediéndome demasiado poder —contestó Quire—. ¿Qué
vais a hacer? ¿Enviar una banda rival para que acabe con ellos?
—Posiblemente. —Apoyado por los guardias, Montfallcon se movió a lo
largo de la galería y bajó por unas escaleras que Quire ni siquiera había visto,
hasta que se encontró mirando con frío odio a su más acérrimo enemigo—.
¿Les enseñaste a pensar, no, Quire? Esas malditas ratas.
—Vuestro razonamiento es demasiado sutil para que pueda seguirlo.
¿Autorizará la reina más expediciones tras esas paredes? Creo que preferirá…
—¡No hables con tanta familiaridad por la reina, canalla! ¡No conmigo!
La has corrompido. Ese horrible serrallo…
—Siempre estuvo ahí, mi señor. Yo no lo inventé. Sin embargo, desde
que la conozco no lo ha usado ni una sola vez.
—Eso es el símbolo de su complacencia privada, de su parte oscura. Es la
parte de Hern que ella permite que florezca…
—Es, posiblemente, donde ella escapa de Hern…
—¡… y tú! Oh, tú, Quire, eres Hern personificado. Conozco su lógica.
Tengo una gran experiencia en ella, ¿no? Y ahora la escuchamos mucho más
sutil en la suave boca de su hija. ¡Tú eres la verdadera herramienta del Mal,
Quire!
—Os aseguro, mi señor, que no tengo ningún valor simbólico; sólo trabajo
para mí.
Montfallcon parecía fuera de sí.
—¡Perecerás igual que tus víctimas! ¡Y yo lo veré! ¡Toda la corrupción
deberá perecer! Kansas quería desposar a la reina. ¿Lo sabías? La estaba
cortejando y la habría ganado, ¡pero apareciste tú! Yo quería un Perrott por
consorte, pero, por Xiombarg, habría intercedido a su favor. Y ahora está
muerto. ¡Asesinado por ti!

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—¿Por mí? —Quire mostró una cómica sorpresa—. Los dos entrasteis
voluntariamente en esas galerías, ignorando el deseo de la reina, el sentido
común y todas las advertencias. ¿Cómo he podido matarlo yo?
Entonces Quire frunció el ceño al darse cuenta de que la cara del guarda a
la derecha de Montfallcon le era familiar. Dudó. Y la recordó de pronto: era el
rostro del superviviente que había presenciado como Quire mataba a Ibram el
sarraceno la última Nochevieja. El hombre estaba demasiado sorprendido,
demasiado horrorizado para hablar, pues aún se estaba recuperando del horror
que había vivido tras aquellos muros, pero estaba claro que él también
reconocía a Quire.
Quire se alejó unos pasos.
—¿Debo informar de esto a la reina? ¿Querréis enviar otra expedición, mi
señor? ¿Y después otra?
—Encontraremos los medios para controlarlos —prometió Montfallcon—
y te llevaré ante la justicia, capitán Quire.
Quire era consciente de que el guardia, ahora que lo había reconocido, le
explicaría a Montfallcon todo lo que sabía, y que la justicia podía estar más
cerca de lo que el anciano lord creía. Ordenó a uno de los guardias de la reina
que le llevase las «malas noticias» a su soberana.
—Explícale que Kansas ha muerto en un combate ahí dentro. Dile que lo
mejor sería que los muros sean sellados definitivamente. De otro modo, es
posible que la chusma que lord Montfallcon ha atacado intente tomar el
palacio.
Quire se quedó donde estaba, de espaldas a Montfallcon y a los demás. El
canciller parecía a punto de estallar de ira.
Levantó la espada, después volvió a bajarla. Había jurado que no habría
más derramamiento público de sangre, y sabía que si mataba a Quire la reina
lo colgaría sin dudarlo. Estaba preparado para dar su vida por Albión, pero no
podía morir hasta que estuviera seguro de que el rumbo del Reino estaba
asegurado.
Sin dirigirle palabra alguna, Quire se fue con rapidez, enviando a los
guardias de vuelta a su acuartelamiento, a la vez que tomaba las escaleras que
le llevarían a las habitaciones del doctor Dee. Tenía que pedir un veneno. Y
después Alys Finch tenía que engatusar al guardia que podía delatarlo y hacer
que se lo bebiera. Esa parte sería fácil, Quire estaba seguro, porque Alys
había acabado con sir Christopher sin ningún problema. El único obstáculo
era Dee; pero había una amenaza que funcionaría con Dee; una amenaza que
ya había utilizado con anterioridad, aunque Quire lamentaba que ahora la

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tuviera que exponer de forma más clara. Previamente había dispuesto sus
argumentos de tal forma que siempre parecía que debía desilusionar al mago
sin que fuera culpa suya. Quizá se podía hacer de nuevo, pero tenía poco
tiempo para preparar sus argumentos. Debía conseguir el veneno y dárselo a
Alys, y volver con la reina antes de que se preocupara en exceso por él. Bajo
ninguna circunstancia podía permitir que ese testigo en particular siguiera
vivo: era capaz de identificar a Quire como asesino. Quire podía ser acusado,
simplemente, y juzgado, simplemente, por un simple crimen. Cualquier cosa
que dijera ante un testigo de esa envergadura sería interpretada como un
intento de escapar de la sentencia.
Quire sabía que aún podía recurrir a otras sutilezas para presionar a
Montfallcon, de modo que el canciller no se atreviera a utilizar al guardia
contra él, pero estaba demasiado cerca del éxito como para correr riesgos. Y
la muerte de un simple guardia no levantaría sospechas. El cuerpo, por otra
parte, podía esconderse para siempre, si fuera necesario.
Llegó a la puerta del doctor Dee y llamó. Desde dentro llegaron sonidos
cautelosos. Se movió una rejilla. Los ojos inyectados en sangre de Dee
miraron por ella, y pareció tranquilizarse cuando reconoció a su benefactor.
—¡Pasad, señor! Justo ahora la estaba preparando. Me temo, sin embargo,
que debo aumentar la fuerza del filtro. Se está volviendo un poco difícil de
controlar. ¡Mirad! —Se rió entre dientes mientras se bajaba la camisa—. Me
ha arañado el cuello. ¿Quizá podáis ayudarme, capitán Quire, como me habéis
ayudado antes?
Quire se mostró interesado.
—Por supuesto, doctor.
—Ella es la creación más maravillosa. Nunca he conocido un simulacro
tan perfecto. Pero os lo he dicho muchas veces. Nuestra propia ciencia no
tiene los medios para producir una criatura cuasi humana tan perfecta. Bueno,
vos sabéis perfectamente cómo fracasé. Igual que fracasó maese Tolcharde.
Vos comprendéis que no me estoy quejando de ningún mal funcionamiento
menor, pero…
—Entiendo. Se vuelve violenta.
El doctor Dee asintió y suspiró.
—No está domada, señor. El filtro parece no hacer el mismo efecto. Y es
muy fuerte.
—Liaré lo que pueda. Mientras tanto, sed cauto.
—Oh, ella es encantadora. Irresistible. Si me mata, señor, moriré muy
feliz.

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—Vine por otro asunto, doctor Dee. Necesito ayuda. Hay problemas en el
inframundo. Un loco se ha alzado como cabecilla de una jauría de rufianes. Es
preciso acabar con él.
—¿Matar? ¡Por Zeus! ¿De quién se trata? ¿Estamos en peligro?
—Existe una oportunidad de derrotarlo. Pero necesito un poco más de ese
veneno que me prestasteis una vez. Ese que es difícil de detectar.
Dee asintió.
—Sí. Me queda un poco. Pero ¿por qué es necesario matar a un loco con
un veneno de ese tipo? Un veneno normal sería suficiente, si hubiera que
envenenarlo. Tal vez sería mejor utilizar la espada, capitán Quire.
—Debo conseguir el veneno con rapidez.
Dee parecía dudar, alarmado por la urgencia que Quire no había sabido
disimular.
—Yo creo… —Se calló atemorizado—. ¿Me ayudaréis con ella?
—En cuanto haya finalizado mi misión.
—¿Lo juráis, capitán? —Dee se mostraba patético.
—Siempre he sabido contentaros, doctor, y he pedido pocos favores.
—Sois un alquimista único, señor; lo sé… —Dee aún parecía dudar—: De
manera que supongo que el negocio no puede ser malo. —Con eso el doctor
se convenció y se acercó al gabinete. Le dio a Quire una ampolla—.
¿Volveréis pronto?
—Como os he prometido. Y recordad: cautela, doctor. —Quire salió de la
habitación y empezó a animarse. Entonces se fue a buscar a su bruja, la
pequeña Alys Finch.

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Capítulo XXX

En el que la reina y el capitán Quire salen a cazar.

El verano dejó una sólida impronta en el otoño, de manera que octubre en el


decimotercer año de Gloriana fue el más caluroso que se recordaba. No hubo
brisas que se llevaran la amenaza de la guerra, ni que enfriaran el ardor de
Gloriana por su amante. La euforia seguía dominando la Corte, a pesar de que
cada vez más airados embajadores recorrían los pasillos y salones de
audiencias, más y más inquietos a medida que sus amos se impacientaban por
recibir noticias que no fueran sólo fruto del rumor y la fabulación (que se
había multiplicado desde la aparición de Quire en palacio). Los embajadores,
en general, sólo querían que la reina los tranquilizara para poder informar a
sus monarcas de que la posibilidad de que prosiguiera la paz era cierta. La
reina, sin embargo, no los recibía, y ellos no podían más que contar las
acaloradas discusiones sobre flotas y ejércitos, cañones y caballería; sólo
podían dar cuenta de las absurdas muestras del caos que pretendían describir.
Se dibujaban mapas y zarpaban flotas de papel con el mismo estúpido ritual, y
los hombres sensatos miraban desesperados a Gloriana, esperando la orden
real para dejar de lado aquellos juguetes antes de que la riña se volviese algo
serio.
Los nobles de Albión se mezclaban con los embajadores, acrecentando la
incertidumbre y las ganas de pelea, mientras esperaban instrucciones,
desilusionados y descorazonados por las nuevas maneras de Gloriana, pues
tan de tarde en tarde daba audiencia y con semejante desinterés, que
empeoraba lo que su silencio había empezado. El Imperio, fundamentado en
la legendaria bondad de la reina de Albión, necesitaba apuntalar el mito si no
quería que todo se desintegrara. Muchos en palacio veían cómo ya se había
iniciado la desintegración, y hablaban de que la mala sangre de Hern había
aparecido al fin, y murmuraban historias sobre los monstruosos apetitos de la

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reina, del legendario serrallo donde cada noche se representaban escenas que
hacían que las de los tiempos de Hern parecieran inocentes y
bienintencionadas chiquilladas. Sin embargo, sólo Montfallcon y algunos de
su partido veían a Quire como el instigador de todo. Él se presentaba, cuando
aparecía, como alguien que intenta recordarle a la reina el deber pero que
fracasa. Él les explicaba, tan descorazonado como ellos, lo mucho que
participaba del espíritu romántico de Albión, pues, después de todo, así había
llegado a conocer a la reina. Por eso pensaban que era una amable víctima
más de Gloriana, un lenitivo para su atormentada conciencia, y decían que
sería bueno para todos ellos si, como deliraba Montfallcon, Quire la
controlase, que él haría de ella un monarca mejor.
Todas las entradas conocidas al inframundo de los muros se habían vuelto
a sellar por orden de la reina, y estaba considerando planes para destruir
dichos interiores o, como mínimo, enterrarlos con mayor solidez. Acusaba a
Montfallcon de la muerte de lord Kansas, al que tenía en gran aprecio, y
también le hacía responsable de las otras muertes; por la muerte del guarda de
la ciudad que, de alguna manera, había caído enfermo hasta fallecer a causa
de heridas menores un día después del regreso de la expedición. Montfallcon
había caído definitivamente en desgracia. Ella ya no lo recibía. Se
comunicaban a través de intermediarios, a través de sir Orlando Hawes y sir
Vivien Rich, que no hablaba tan abiertamente contra Quire y que parecía que,
gradualmente, empezaba a aceptar la opinión de Tom Ffynne sobre el amante
de la reina:
—Afortunado, más que astuto, aunque Montfallcon piense que es un
completo bellaco.
Todos podían ver que la reina amaba a Quire, como no había amado a
nadie antes.
Mientras tanto, Oubacha Khan informaba a su señor de que muy pronto
Tartaria podría reclamar las tierras que consideraba suyas por derecho propio;
lord Shahryar enviaba informes optimistas a Arabia; el conde Korzeniowski
rogaba, sin éxito, a su nuevo rey que refrenara sus fuerzas, y los Perrott, en
Kent, ganaban aliados a cada hora. Quire estaba orgulloso de sus logros. Sin
embargo, faltaba aún el movimiento principal:
—Ella se ha encaprichado —le explicó al embajador sarraceno—, y ahora
el encaprichamiento se está convirtiendo lentamente en verdadero amor.
Cuando llegue el momento me retiraré y ella caerá… en los brazos de vuestro
amo.

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La reina, cuando necesitaba el consejo de alguien que no fuera Quire,
buscaba el apoyo de un Dee que estaba cada día más raro, pero que apoyaba
las opiniones del capitán Quire con creciente seguridad. Cuando sir Tancred
saltó desde las atalayas de la Torre de Bran, pareció que la Caballería había
muerto con él aquella mañana en Albión, y que de su cadáver naciera la rica,
oscura y mórbida flor de la erotomanía de la reina que, como había ocurrido
tantas otras veces en la historia del hombre, adoptó las apariencias del
romance cortés. Alys Finch, que se había entregado dos veces a sir Amadís
Cornfield y otras dos a lord Gorius Ransley, para después, en el momento
oportuno, recuperar un poco de su modestia, los tenía, como ella misma decía,
jadeando por ella como perros que ya no se conformaban con los huesos, sino
que querían la más rica carne. Ambos habían llegado al punto de prometerle
cualquier cosa para volver a consumar sus deseos, mientras la reprendían, la
acusaban y la odiaban por lo que les estaba haciendo. El joven Phil Starling
compartía la misma afición por la infidelidad, el consuelo de los que tienen
poca imaginación, y se libraba de maese Wallis siempre que podía, para
deslizarse en la cama de una docena de cortesanos menores, o para colocarse
en el serrallo de la propia reina, donde descubrió una cámara del tesoro de los
placeres prohibidos.
Lord Rhoone regresó del campo y encontró la Corte tan alterada que se
quedó completamente desconcertado. Antes de ver a la reina, habló con Tom
Ffynne de su desconcierto.
—¿Ese Quire se convertirá en rey? ¿Qué será de Albión?
Tom Ffynne consideraba que Quire sería un excelente Consorte: había
viajado mucho, era diplomático y monárquico, y no pertenecía a la generación
de Montfallcon, que temía tanto el regreso a las formas de Hern que era capaz
de restablecer el terror por querer evitarlo. Oubacha Khan encontró al gatito
blanco y negro, ahora totalmente curado, e hizo averiguaciones con Elizabeth
Moffet para proseguir su búsqueda de la condesa de Scaith. Descubrió un
aliado inesperado en sir Orlando Hawes. Poco después, Alys Finch recibía la
orden de Quire de seguir a Hawes. Se ganó el acceso a su cama, pero le
explicó a Quire que le había tenido que dar más en una noche de lo que les
había dado a los otros en meses. Quire estaba seguro de que el esfuerzo valía
la pena. Oubacha Khan empezó a preparar a los miembros de su séquito,
todos ellos guerreros que se alojaban fuera de palacio, para llevar a cabo una
nueva incursión al inframundo. Quire se enteró de ello con cierta diversión.
Tinkler le informó también de que Montfallcon lo había enviado intramuros a
parlamentar con la chusma (Montfallcon ignoraba que Tinkler los había

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capitaneado cuando mataron a Kansas y a los demás, pues Quire lo había
puesto al mando en ese momento). Quire instruyó a Tinkler para que siguiese
obedeciendo a Montfallcon, para que le obedeciese al pie de la letra hasta que
llegase el momento de contrarrestar sus órdenes. Se enteró por Tinkler de que
Montfallcon había hablado en secreto con el conde Korzeniowski,
explicándole el papel de Quire (pero no el suyo) en el secuestro del rey.
Esperaba que Korzeniowski se lo explicara a la reina, pero, en vez de eso,
Korzeniowski se retiró de la Corte y zarpó para Polonia, para recomendar que
se declarara la guerra a Albión de inmediato. Montfallcon estaba cada vez
más enloquecido. Quire afianzaba cada vez más su posición. La reina seguía
enamorada.
Ernest Wheldrake recibió el nombramiento de Sir, el único honor en toda
la estación.

El otoño, cuando el viento y el mar


se alegran de vivir y se ríen de existir,
y apenas las ráfagas agitan los árboles
y se despiden antes de temblar y huir
del feroz follaje, donde su señal
es radiante como sello de primavera,
sonaba menos gozoso, agitaba un ala menos lustrosa,
la sonora acción de gracias de la vida
Repartía vida en mar y tierra.

Así declamaba el poeta, encaramado encima de un monstruoso semental


en el patio de armas de palacio, y vestido con colores chillones, su rojo pelo
en llamas, sus rígidos brazos asiendo con fuerza las riendas, y provocando
que lady Lyst, recostándose un poco en su silla de montar, suspirase.
—¡Espléndido, sir Ernest! —gritó la reina, que no había comprendido ni
una sola palabra. Vestía jubón y pantalones de montar, a horcajadas de su
castaña bestia. Lucía verde bosque excepto por el cuello y los puños blancos,
con una pequeña espada de caza en el cinturón y un gorro puntiagudo sobre
sus rojos rizos. El capitán Quire, de negro, como siempre, montaba en la silla
de su yegua negra y sonreía levemente a todos mientras se preparaban para la
caza, que dirigiría sir Vivien, gordo y feliz por haber convencido, según creía,
a la reina y a su favorita para practicar aficiones más saludables.
—¡Hurra!
Al sonar de los cuernos, salieron impacientes los perros, un océano
marrón y blanco, juguetón y salvaje alrededor de las patas de los caballos. Sir
Orlando Hawes, cerca de su amigo sir Vivien, vestía de rojizo y oro, y Alys

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Finch montaba a la amazona un pequeño caballo castrado, con falda de
terciopelo rojo suave. Sir Amadís Cornfield montaba cerca de ella, pasando la
mirada de Quire a su escurridiza amante, ansioso por una respuesta que no
podían darle. Lord Gorius cabalgaba al otro lado. Ambos rivales vestían
distintas tonalidades de verde.
Sir Thomasin Ffynne, montando un espléndido corcel de su propiedad,
saludó a la reina.
—¿Dónde está lord Rhoone? —Ella lo había estado esperando.
—Al final, decidió volver al campo —contestó Ffynne.
Ella se encogió de hombros y entregó la copa a un mozo de cuadra. Los
perros ya estaban en marcha, y los cazadores salían al trote por las puertas
hacia campo abierto, donde aún podía verse un poco de niebla sobre los
campos.
—Creo que está mejor lejos de la Corte.
—Sí. —El caballo de sir Thomas empezó a corcovear cuando los perros
pasaron de largo: nunca le había gustado la caza—. Sí, he visto a lord
Montfallcon esta mañana.
—¡Es que nunca duerme! —espetó sin piedad—. ¿Estaba recorriendo otra
vez los pasillos en busca de espías?
—Dijo que los Perrott tienen las simpatías de la mitad de las casas de
Albión.
Ella espoleó los flancos del caballo.
—¡Dejad que tengan todo el maldito Reino!
Muy pronto la reina estaba una buena distancia por delante del capitán
Quire. Con la capa ondeando al viento y soltando riendas, él intentó
alcanzarla. A través de campos maduros y por encima de setos húmedos de
rocío, atravesando el perfume de los primeros aromas del otoño ahora que
estaban a campo abierto, y disfrutando de ello, Quire sabía que octubre iba a
ser su mes, su mayor éxito, y permitió que su euforia saliera a la superficie, a
la caza de la reina, penetró en el bosque de árboles rojos y verdes arbustos,
galopando sobre mullido musgo, pisoteando las flores de otoño tras el rastro
de los perros, que aullaban por la proximidad del venado.
—¿No os gustaría ser libre para siempre, señora, un espíritu del bosque?
—gritó—. ¿Robin Hood y lady Marian? —Y cantó una tonada tradicional:

El audaz Robin bajó a la orilla del río


pues su hermosa dama estaba allí:
«Oh, Marian, me gustaría desposarte,
enamorado de tu cabello de oro rojo».

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A ella le gustó, pero no retuvo las riendas. Otra vez corría por delante de
él, y otra vez tuvo que esforzarse al máximo para no perderla de vista,
agachándose bajo las ramas, cruzando las nubes de hojas amarillas y rojas que
levantaba el caballo de la reina.
La cacería siguió adelante a través del bosque, con ladridos, gritos y el
sonido de los cuernos de caza, y mientras Quire perseguía a la reina, sir
Amadís y lord Gorius daban caza a Alys, que cabalgaba muy cerca, mientras
lady Lyst seguía la estela de su Wheldrake, que se reía tontamente y chillaba
cada vez que las ramas laceraban su cara y su cuerpo, de manera que a duras
penas se mantenía sobre su montura. Sólo sir Thomasin y sir Vivien parecían
estar atentos a la caza.
Salieron del bosque y penetraron en la suave luz del sol de un claro
grande y empinado, de musgo oscuro y azules crocus de otoño; acercándose a
la cima, vieron por encima de las agitadas hayas a los perros en plena carrera
tras un zorro que surcaba densos helechos como un salmón a través del agua.
Gloriana dejó descansar el caballo durante un momento, permitiendo que
Quire la alcanzara. Estaba excitada.
—¡Oh, Quire! ¡Debemos cazar cada día!
—Todos los días, mi gloria.
Espoleó de nuevo al castaño, que saltó hacia delante y bajó la colina.
Quire la miró: empezaba a ser consciente de ciertos dolores y rozaduras, pero
animó a su montura y la siguió.
Pasó entre las hayas, y sus oídos se llenaron de su rumor, del golpear de
las herraduras, del resollar de su propia respiración. No podía comparar sus
dotes de jinete con las de Gloriana, pero se resistía a perder. Los cuernos
sonaron a cierta distancia. Abandonaron el hayedo y entraron en los helechos
dorados. Quire percibió el rico sabor a tierra, y se sorprendió del placer que le
proporcionaba. Saltaron sobre vallas, troncos caídos y corrientes de agua, y la
caza se dispersó siguiendo a los perros, que veían a su presa cercana.
—¡Hola!
Quire movió la cabeza y miró por encima de su hombro. Sir Amadís y
lord Gorius estaban muy por detrás de él y casi habían perdido el hilo de la
cacería. A su derecha estaban Alys y sir Orlando, y por delante de él, también
a la derecha, se encontraban sir Vivien y Tom Ffynne; justo por delante de él
estaba Gloriana, gritándole para que la siguiera. Perros y cazadores seguían
corriendo más allá, bajando la dorada colina hacia las amplias aguas del
Támesis.

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—¡Allí! —gritó sir Vivien—. ¡Allí! ¡Allí se le ve! —Se giró para llamar a
la reina, se tambaleó de forma extraña en la silla de montar, se aferró a las
crines de su caballo y cayó con torpeza, arrastrando la silla del animal a la
carrera.
La reina lo había rebasado antes de que pudiera frenar, pero Quire llevaba
más corta a su yegua negra, de modo que se detuvo y saltó de la silla para
arrodillarse al lado del quejoso caballero.
—Mi espalda. ¡Maldita sea! Creo que se ha roto, Quire.
—Contusionada, eso es todo —dijo el capitán—. ¿Qué ha ocurrido?
—El mozo de cuadra me ha traicionado. Las cinchas se han soltado. ¡Me
he caído sin remedio! Debería haberlas revisado personalmente. Esos mozos
de cuadra de palacio son inútiles para todo excepto para guarnecer coches de
caballo. ¡Ay! —Parecía sentir mucho dolor.
La reina y Tom Ffynne galopaban de vuelta. En la distancia, más abajo,
los ladridos de los perros eran más fuertes y feroces. Sir Orlando Hawes, con
Alys Finch a su lado, miraba a Quire preocupado.
—¿Qué? ¿Otro accidente? ¿Estáis malherido, sir Vivien? —La espalda
rota. Estoy vivo. —Sudaba a causa del dolor—. Mejor que busquéis algunos
mozos de cuadra para que traigan un carruaje —miró hacia arriba a su amigo
—. ¿Cómo va la caza, sir Orlando?
Hawes miró fríamente colina abajo.
—Creo que pronto habrán cogido al pequeño zorro.

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Capítulo XXXI

En el que maese Tolcharde presenta su mayor logro, y


en el que los asuntos entre rivales y amantes llegan a su
culminación.

Con los salones públicos casi enteramente abandonados, la reina entretenía a


sus invitados en las cavernas, las habitaciones interconectadas y fuertemente
aromatizadas que formaban su serrallo, donde los participantes eran esperados
por muchachos y muchachas con los cuerpos desnudos y aceitados, y por todo
tipo de personajes extraños: enanos, gigantes, hermafroditas… Si el pasado
año el tema de la mascarada de Otoño había sido la Fiesta de Baco, este año
era más directamente una bacanal, supervisada por una adormecida reina y un
sardónico Quire desde el sofá que compartían en un estrado que dominaba el
suelo de la estancia, donde, como si se deleitasen en una Bizancio
septentrional, los invitados, cada vez más lánguidos, estaban tendidos sobre
cojines y triclinios, al estilo romano.
Músicos ocultos tocaban una música lánguida, al ritmo de la cual algunos
bailarines de maese Priest, dirigidos por Alys Finch y Phil Starling, saltaban y
brincaban con amanerada lentitud. Parecía como si el mundo se diluyera poco
a poco en el lujo y en una impía indiferencia. Unas pocas lámparas y
antorchas daban luz a la escena, pero todos buscaban la penumbra, y los
colores de sus disfraces, así como el mobiliario, parecían difuminarse en la
escasa luz.
Sir Ernest Wheldrake, desnudo hasta la cintura, revelando una espalda
cosida a latigazos, acercó una copa de vino a los casi insensibles labios de
lady Lyst. Con la otra mano sostenía un libro, del cual leía:

Rojo era el fruto de la vid


como si sangrase

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rojo rubí la uva sublime
y su mágico poder,
pues decía «detente» al Tiempo,
cuando hora tras soñadora hora
y cabeza junto a desvanecida cabeza,
compartimos esa enramada,
esa enramada sublime,
tú y los tuyos, yo y los míos,
y suspiramos por el amor de los muertos.

Encogiéndose de hombros, lady Lyst abrió los ojos, el vino cayendo por
su barbilla, y miró con algo de curiosidad el pequeño ramillete de lilas en su
mano derecha. Volvió a cerrar los ojos, y empezó a respirar con mayor
profundidad.
Sir Ernest estaba a punto de leer de nuevo, cuando los mellizos gigantes,
blanco y negro, abrieron las puertas asimétricas de la habitación para dejar
entrar a un doctor Dee sobreexcitado, con su vestido de símbolos mágicos y
sus rollos de pergamino, y con maese Tolcharde y el Thane de Hermiston
pisándole los talones.
—¿Por qué? —dijo Phil Starling desde el suelo, poniendo una mano
arrogante sobre una cadera inapreciable— viene hasta aquí maese Tolcharde,
tan orgulloso, henchido y triunfante, y cubierto de joyas.
Hubo algunas risas, pero Quire y la reina reaccionaron con seriedad. El
doctor Dee frunció su ceño lleno de desprecio ante Phil, maese Wallis empujó
al muchacho, que se apartó arrastrándose, sonriendo, yendo de lado a lado,
saludando a sus muchos amigos. Wallis abrió la boca como si quisiera
implorar que aquella orgía se detuviera, pero pareció pensárselo dos veces y
se volvió hacia la reina.
El Thane de Hermiston se había quedado clavado en la entrada, como si
hubiera recibido la mirada de la Gorgona.
—¡Por Arioch! ¿Qué es todo esto? —Su gran barba se erizó—. No he
visto nada peor en todos mis viajes entre los mundos.
Eso hizo que la reina sonriera y alzara un dedo.
—Venid con nosotros, mi queridísimo Thane. ¿Traéis noticias de vuestras
aventuras? ¿Nos habéis traído más cautivos, como nos trajisteis al capitán
Quire?
El Thane se sorprendió y se quedó mirando a Quire.
—¡Capitán, esta mujer os ha corrompido!
La reina soltó una carcajada.
—¡Al contrario, señor!

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—¿Qué es este lugar?
—Es un lugar de placer —contestó ella.
—Señora… —El rostro del doctor Dee estaba pálido. Tenía una larga y
parcialmente curada cicatriz en un lado de la cara. Había intentado ocultarla
con su barba blanca—. Hemos traído al Thane a vuestra presencia porque
desea deciros algo.
—¿Es algo divertido, querido Thane? Recordad que asistís a la Fiesta de
Otoño.
—¿Divertido? No, no lo es, señora. He visto al Margrave de Simia. Los
tártaros están en las fronteras del Imperio dispuestos a atacarnos. Al parecer,
han recibido noticias de que Albión está dispuesta a declararles la guerra.
Aquí hay un traidor que les informa tendenciosamente.
—¿Quién es el traidor, señor? —preguntó con indiferencia.
—El Margrave no lo sabe.
La reina miró a sir Orlando Hawes, que se sentaba incómodamente en un
cojín.
—Veis con frecuencia al embajador tártaro, sir Orlando. ¿Os ha dicho
algo?
Orlando Hawes se encogió de hombros.
—Nada definitivo, señora. Creo que los tártaros quieren la guerra, como
parece que también la quieren todos los demás. Pero sé que no deseáis
escuchar estas cosas.
—No es demasiado específico, señor.
—Oubacha Khan ha insinuado que los tártaros pretenden atacar parte de
India y Catay en cuanto estalle la guerra entre las demás naciones. Creen que
en ese momento será fácil actuar porque, como él dice, todo el globo estará en
llamas. —Sir Orlando habló con voz neutra, como quien ya no tiene
esperanzas de convencer al otro de sus opiniones.
—Pero no son noticias seguras, ¿no?
—¿Seguras? Cuando los Perrott vayan contra Arabia, nada detendrá la
escalada bélica.
—Ordenad a los cabecillas de los Perrott que vengan a la Corte —ordenó
ella.
Él la miró esperanzado.
—¿Mañana, señora?
—La próxima semana —contestó ella.
—Sí, señora.
Quire susurró:

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—Quizá debáis actuar en esto con un poco más de presteza. Digamos que
tal vez serviría una seria amenaza a los Perrott de que se arriesgan a ser
ejecutados como traidores.
—No hay ejecuciones en Albión.
—Sólo sugerid la amenaza, señora.
—Sí. ¡Sir Orlando! —Lo volvió a llamar—. Haced que informen a los
Perrott de que cometerán un acto de traición contra el Reino. Recordadles los
viejos castigos.
Sir Amadís Cornfield miró a la reina con enojo. Se refregó la frente como
para aclarar su mente.
—¿Ésa es la única medida que tomaréis ante tales noticias, señora? —
preguntó el Thane.
—¿Qué más puedo hacer, señor?
—Investigar. ¡El Reino se desliza cada día más hacia el caos!
Ella apuró una gran copa de vino, como para contestarle.
—Como bien sabéis, señor, no quiero un derramamiento innecesario de
sangre.
—Habéis guardado al mundo de grandes guerras durante trece años —
replicó él—. Ahora ponéis la mecha en el cañón que desencadenará la más
grande de todas las guerras. Yo he visto este tipo de guerras mundiales en mis
viajes. He visto continentes enteros devastados, quemados hasta no quedar
nada. ¿Será ése el destino de Albión?
—Por supuesto que no, señor.
El Thane parecía a punto de estallar.
—Prefiero perderme en un lugar más cuerdo que éste. —Miró a Quire—.
Capitán, esta mujer os ha embrujado con todas sus artimañas y confusiones.
Quire seguía callado.
El Thane miró a Dee y a Tolcharde, y volvió a mirar a Quire, como si
esperara de ellos que lo acompañaran, pero ninguno de ellos hizo gesto
alguno de moverse. Salió a grandes zancadas del serrallo, dejando tras de sí
un furioso son de tartán.
—¡Es el fin del mundo! ¡La depravación nos ha condenado!
Maese Tolcharde esperó con tacto a que su alterado amigo se fuera;
entonces dio un paso adelante, en su elegancia.
—Señora, os he estado prometiendo este espectáculo desde hace meses.
—Más seguro—. Al final está listo. Si los músicos quieren interpretar las
partituras que he preparado para ellos, aparecerán vuestros bailarines.

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—Estamos ansiosos, maese Tolcharde. —Parecía ese cambio de
perspectiva.
Una señal a la galería de los músicos, y una viva y brillante música
empezó a sonar, en considerable contraste con la que había iniciado la velada.
La reina tomó otra copa de vino. Quire se recostó en el sofá, acariciando
distraídamente el brazo de Gloriana.
Maese Tolcharde dio una palmada. Por el extremo más alejado de la larga
sala, empezaron a aparecer figuras. Eran bailarines vestidos con brillantes
disfraces, tan ligeros y elegantes que, comparados con ellos, los de maese
Priest parecían un grupo de lisiados. Se fueron acercando bailando y haciendo
piruetas, girando, tocándose ligeramente las manos, y cuando se acercaron al
espacio abierto todos pudieron ver que llevaban unas máscaras peculiares
sobre el rostro; máscaras metálicas con ojos en blanco y bocas sin ninguna
expresión. Ahí estaba Arlequín, con su vestido a cuadros, y muchos payasos
diferentes, un bufón, un Pierrot, Colombina, Isabela, el Doctor y el viejo
Pantaleón. También estaba Scaramouche, con su habitual arrogancia y su
espada, un mosquetero de cara roja. Y todos empezaron a bailar en línea ante
la reina; entonces, con un solo movimiento, hicieron una reverencia y se
quedaron parados cuando la música se detuvo momentáneamente. Cada parte
del disfraz era de metal. Las manos y los pies eran de metal de relucientes
colores. Las caras eran de metal.
—¡Contemplad —dijo maese Tolcharde con orgullo— mi arlequinada
mecánica!
—¿No son humanos, maese Tolcharde? —La reina jadeó—. ¿Ni siquiera
una sola parte de ellos? ¡Son tan bellos!
—Metal y sólo metal, señora. Nunca se han construido criaturas más
perfectas.
El doctor Dee intercambió una mirada con el capitán Quire.
Iniciaron de nuevo la danza, representando una obra completa: de amor
frustrado, de amor ganado, de amor traicionado y de amor vengado. Y aunque
sus duros rostros de metal no mostraban expresión alguna, sus cuerpos
metálicos relataban la historia con el movimiento. Gloriana se acercó a Quire
y Quire a Gloriana. La obra prosiguió. Arlequín se creía engañado por
Colombina, pues Isabela estaba celosa y quería a Arlequín para ella sola, de
forma que lo organizó todo para que pareciera que Colombina le hacía el
amor a Scaramouche. A su vez, despechado, Arlequín se entregaba a Isabela,
sólo para descubrir demasiado tarde la verdad y, cuando corre a explicárselo a
Colombina, ella lo mata con su cuchillo vengador. La tragedia continúa, y al

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conocer Colombina la verdad, se suicida tomando veneno. El último
movimiento de la danza era lento, a paso de funeral, como si se cerrara en
círculo con la danza de los bailarines de maese Priest.
La mayor parte de la audiencia estaba considerablemente emocionada, en
particular Cornfield, Ransley y Wallis, que se consideraban traicionados en el
amor. Alys Finch empezó a llorar como un niño, y recibió el inmediato
consuelo de sir Orlando.
A Quire no le interesaba lo más mínimo todo aquello, pero como la reina
lo encontró satisfactorio, aplaudió con entusiasmo. Las criaturas mecánicas se
alejaron bailando.
—Deben actuar de nuevo, señor —dijo la reina a maese Tolcharde—.
Muchas veces. ¿Interpretan otros cuentos?
Maese Tolcharde intentaba disculparse.
—Aún no, señora. Sólo éste. Pero puedo prepararlos para otras obras. Para
la comedia tanto como para la tragedia. Si me lo permitís, volverán a actuar
en vuestro próximo entretenimiento.
—Una y otra vez, maese Tolcharde. Os lo agradecemos.
Tolcharde nunca había estado tan complacido. Resplandeciente, salió tras
la estela de su arlequinada.
Quire pensó que había visto bailar a los muertos. Se levantó y dijo que
necesitaba visitar el baño.
Al pasar a su lado, sir Amadís tiró de su capa.
—¿Capitán Quire? —El tono era suplicante. Desde la distancia, sobre
cojines dorados, recibiendo las atenciones de dos geishas, Ransley frunció el
ceño.
—¿Sí, sir Amadís? ¿Qué puedo hacer por vos?
—Vuestra pupila, vuestra carga, vuestro valle… la muchacha.
—Alys no es responsabilidad mía. Ya no. Antes protegía su virginidad,
pero ahora ya no hay nada que proteger. —Quire se mostró firme.
—Pero una vez intercedisteis por mí.
—Tal vez no debería haberlo hecho.
—Os estaría agradecido si…
—No puedo, sir Amadís. Tendréis que hablar por vos mismo.
Ransley se había levantado y se acercaba tambaleando.
—Tened cuidado, Amadís de cualquier complot que podáis montar.
Tengo oídos. Tengo oídos por todas partes.
Quire les dio la espalda y se alejó de los dos.

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—No puedo satisfaceros. Debéis solucionarlo por vuestra cuenta,
caballeros. No soy un dios.
—Tenéis los poderes de un dios, Quire —dijo lord Gorius—. Al menos en
algunos aspectos. ¡Por Zeus! ¡Nos habéis seducido a todos!
Quire se detuvo, aún de espaldas a ellos.
—¿Cómo es eso, mi señor?
—Miradnos. Borrachos, atontados de placer, como cualquier tiránica corte
romana del pasado. Y todo es obra vuestra, Quire.
—¿De verdad lo creéis así? —Quire se giró—. Entonces debo de ser un
dios, como decís, mi señor.
—Cuando se lleve a cabo la investigación sobre la muerte del honor de
Albión, el día del Juicio Final, no muy lejano en mi opinión, el veredicto será
de asesinato. Y el asesino, señor, se llamará Quire.
Quire se rascó amaneradamente la cabeza.
—La corrupción radicaba en el hecho de que se utilizaba un mito para
manufacturar una imitación de la realidad. ¿Podía caer Albión con tal rapidez
si los cimientos eran firmes?
—¿No negáis…?
—Lo niego todo, mi señor.
—¿Qué pasa con Alys Finch? —Lord Gorius se estaba ablandando—.
¿Intercederéis? ¿Elegiréis a uno de los dos?
—No soy un dios —contestó Quire—. Ni siquiera soy un rey. Soy Quire.
Debéis resolver vuestros problemas entre vosotros mismos. —Siguió su
camino, dejando a Ransley y Cornfield conferenciando de boca a oreja.
Sir Orlando Hawes hablaba de política con Alys Finch, que utilizaba el
truco de los aduladores de repetir las palabras de su compañero como si
fueran su propia opinión.
—Culpo a Montfallcon —decía sir Orlando—. Se aferra tan
desesperadamente a sus creencias. Estaba convencido de que la única forma
de mantener unido el Imperio era que Gloriana pareciese una diosa y, para
asegurarse de que ella se creyera el cuento, la mantuvo al margen de todas sus
maniobras para preservar la leyenda. Se aferró a ello hasta el punto de la
locura. Con todo lo que ha ocurrido, creo que es una víctima de Quire tanto
como él cree que otros han sido víctimas de Quire. Estoy reuniendo pruebas,
incluso ahora, en este momento, pero no tan públicamente como Montfallcon.
—Entonces, ¿vos creéis que el capitán Quire es un villano que tiene los
ojos puestos en el trono?

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—No siento ninguna animadversión por Quire. Sería un rey magnífico. Si
sus motivos no estuvieran en contradicción con los míos, lo apoyaría. Pero
Albión se desmorona delante de nuestros ojos. No podemos permitir que el
glamoroso tapiz que tejió Montfallcon se deshaga de una sola vez y revele la
realidad que hay debajo; ni los nobles ni el pueblo podrían aceptarlo. El tapiz
debe levantarse pulgada a pulgada, durante un período que debe durar años.
—Ya hay demasiados agujeros en el tapiz. Por eso tantos nobles se han
puesto de lado de los Perrott. Ven la corrupción bajo el guadamecí, o eso
creen.
—Aquí no hay verdadera corrupción. —Sir Orlando se mostraba taciturno
—. Sólo la euforia desconsolada de una mujer, que pasará. Pero Quire ha
hecho que se vean los extremos. Algunos ven el cuadro incompleto, retazos
de lo que ocurre en realidad, como pequeños entretenimientos como éste, y
piensan que la decadencia de la Corte es total. El mito enardece la
imaginación y hace que todo cuanto le rodea se sobredimensione, y si se
aplica mal esa imaginación, buscando la fealdad más que la belleza, entonces
se desencadena una fuerza terrible.
—Compartís el desprecio del capitán Quire por el mito de Albión.
—Tal vez. Pero sin duda no comparto sus odios, Alys. Y el peor, el más
destructivo de todos, es su odio por sí mismo. Eso es lo que le une tanto a la
reina, aunque ninguno de los dos quiera admitirlo.
—¿Pensáis que ama a la reina de verdad, sir Orlando?
—Si es posible que Quire ame a alguien…
—Estabais hablando de Oubacha Khan y la expedición que planeáis con
él al inframundo, siguiendo los pasos de Montfallcon.
—Sí. Oubacha Khan piensa que el gato puede llevarnos hasta la condesa
de Scaith. Es una débil esperanza, pero vamos a ir en secreto, con cincuenta
tártaros completamente armados. Ellos derrotarán fácilmente a la chusma,
estoy seguro. Son los mejores guerreros del mundo. Oubacha Khan ama
desesperadamente a la condesa, ¿lo sabíais? La cree víctima de un complot,
ya sea de Montfallcon o de Quire, y no descansará en paz hasta encontrarla,
viva o… muerta.
—¿Se dice que incluso dragasteis el pozo?
—Sí, y sólo dimos con el cadáver de un vagabundo, probablemente un
habitante de las paredes.
—¿Y cuándo se llevará a cabo esa noble expedición?
—Muy pronto.
—¿Se lo diréis a Montfallcon?

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—No. Podría traicionarnos inconscientemente. Ese hombre ha perdido el
control de sus sentidos. La prueba está en cómo ha llevado lo de Quire. Ahora
sólo habla de destrucción como el único remedio a nuestros males.
Alys Finch vio a su señor, Quire, que había vuelto a la sala, y frunció el
ceño para ella misma.
A Quire lo detuvo un lloroso Wallis.
—Quire, capitán, el muchacho me traiciona —susurró Wallis—. Hablad
con él. Me estoy volviendo loco por su causa.
Quire sonrió al pobre Wallis y le dio unos golpecitos en la cabeza.
—Por supuesto, lo haré. —Echó un vistazo para localizar a Phil. Starling
estaba disfrutando de las atenciones de media docena de damas y galanes en
el serrallo, pero vio a Quire y rió, como si se burlara de los dos. Quire suspiró
—. Ese joven siempre ha sido algo veleidoso…
—Tenéis que conseguir que se comporte. —Wallis estaba tenso.
El gesto de Quire no era esperanzador.
—¿Cómo?
—Él es responsabilidad vuestra.
Quire sonrió con lentitud.
—A media que la reina rechaza cumplir con sus responsabilidades parece
que sea yo el único que puede asumirlas. —Sin duda sería más feliz cuando
hubiera terminado su misión.
—Ese joven acabará conmigo —dijo sencillamente Wallis.
—Encuentra a otro —replicó Quire—. Aquí hay muchos. Se sentirán
halagados por las atenciones de alguien de vuestra posición.
—Le amo.
—Ah —dijo Quire, al tiempo que miraba hacia sir Amadís y lord Gorius,
que se estaban levantando dispuestos a irse. Entonces vio a la reina, que
estaba muy bebida y le hacía señas—. Debo irme. El deber, maese Wallis.
Abandonando al destrozado Secretario, se movió entre los cojines y
ascendió la tarima para atender la llamada de Gloriana.
—Retirémonos —dijo ella. Casi no podía hablar a causa de la borrachera.
Quire vio que sir Ernest había caído sobre el cuerpo dormido de lady Lyst,
y que también dormía. La mitad de los invitados estaban en un estado similar.
Los habitantes del serrallo se deslizaban tranquilamente de vuelta a sus
cámaras. Quire dejó que Gloriana pusiera una mano en su hombro y la ayudó
a levantarse. Ella era mucho más alta que él, de modo que no le fue fácil
ayudarla a bajar los escalones.
—Mis hijos —dijo ella.

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Quire estaba sorprendido.
—Prometí ir a ver a las niñas. —Señalaba hacia el extremo de la sala—.
Están al otro lado. En los aposentos adyacentes. No están, por supuesto, en
contacto con…
—Lo sé —contestó él—. Pero tendrá que ser mañana. Pasaréis el día con
ellas mañana.
Lo besó, o al menos pensó que lo hacía. Dejó que él la llevara más allá de
los gemelos de guardia, a lo largo del pasadizo, a través de un conjunto de
secretas habitaciones, hasta que finalmente llegaron al dormitorio oficial de la
reina. Con un repiqueteo de joyas, cayó en la cama y, de inmediato, se quedó
dormida.
Quire la había ayudado a llegar a ese estado, y estaba satisfecho porque
ella dormiría durante bastantes horas. Empleando una ternura que se había
convertido en un hábito, le quitó la mayor parte de las alhajas y la ropa, que
salió con facilidad, la cubrió con una sábana de seda y abandonó la
habitación. Un dedo sobre sus labios y los sirvientes quedaron avisados de la
situación de la reina. Él se acercó a la puerta principal que daba al pasillo, y
estaba ya a punto de abrirla oyó susurros al otro lado. Una frase:
—¿Acaso van a gobernarnos una ramera y un ladrón?
Abrió una rendija para poder ver de quién se trataba.
—Debe ser destruido. Es la vergüenza de Albión. Pero hay un modo…
El Thane de Hermiston y lord Montfallcon estaban hablando en voz baja
mientras caminaban juntos por el pasillo. Quire no se había esperado esa
combinación. Eran compañeros improbables. Sin embargo, no pensaba que
hubiera mucho que temer. Indudablemente sus respectivas desilusiones los
habían unido. Cerró la puerta y, cuando comprobó que se habían ido,
emprendió la familiar ruta hacia el Ala Este, donde tenía una cita más tarde.
Iba temprano porque siempre había sido su costumbre estar en la escena
mucho antes de lo que se le esperaba. De esta forma, en otros tiempos, se
había mantenido con vida.
Llegó a la galería que dominaba el jardín donde, aquella primavera,
Gloriana había interpretado el papel de Reina de la Primavera. Caminaba a
grandes zancadas. La luz de la luna penetraba por las muchas ventanas, de
manera que había tanta claridad en la galería como en los jardines de abajo.
Casualmente, Quire miró hacia fuera mientras caminaba. Entonces se quedó
parado y encontró una sombra en la que esconderse. Podía oír sonidos
peculiares procedentes del jardín, un crujido y un susurro, un repiqueteo,
como si alguien intentara cortar las ramas de los árboles. Dejó que sus ojos se

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acostumbraran a la oscuridad y empezó a darse cuenta de que el follaje que
rodeaba todo el jardín, proporcionando comida y refugio a los venados,
parecía agitarse. Sin duda había alguien en la Senda de los Árboles, un puente
colgante que cruzaba el cuidado bosque del jardín. Él mismo lo había
utilizado, una o dos veces, y sabía que era un lugar discreto. Al final, oyó
sonidos agudos y casi regulares: snick-snick, snick-snick, y vio a dos figuras
que aparecieron a la vista. Estaban luchando ferozmente con espadas. Se
tambaleaban de un lado al otro, cayendo contra las cuerdas de sujeción,
haciendo a veces que el puente se balancease casi en ángulos rectos,
entrechocando los hierros mientras continuaban el duelo.
Quire miró durante un rato, consciente de que ahora su visitante lo estaría
ya esperando, pero debía ver el desenlace, pues suponía quiénes eran los
duelistas. Después de todo, casi los había animado a la lucha.
Snick-snick, snick-snick. Parecía como si un jardinero loco hubiese
escogido esa hora para podar los árboles. Los crujidos se hicieron más
animados. Los susurros se incrementaron. Los duelistas arrastraban los pies y
bailaban a lo largo de la Senda de los Árboles, a veces a la vista, a veces no.
Entonces llegó el silencio, la falta de movimiento. Quire vio una figura de
pie, pesadamente apoyada contra la cuerda, entonces el puente elevado se
inclinó, y la figura cayó.
Quire corrió hacia las escaleras que lo llevarían al jardín.
Cuando llegó junto al cuerpo, el vencedor ya estaba allí. Sir Amadís
respiraba profundamente mientras envainaba su espada.
—Creo que lo he matado —dijo—, antes de que cayese. Eso espero.
Pobre Gorius.
—Esto ha sido una estupidez —replicó Quire.
—¿Lo visteis? ¿Hay más testigos?
—¿Quién sabe? —Quire creía que él era el único—. Os encarcelarán por
esto. El exilio.
—Yo quería a Alys. Como él.
—Ahora ella no obtendrá nada de vos.
—Lo sé.
—Debéis volver con vuestra esposa —sugirió Quire impulsivo. Se quedó
pensativo—. Sí… debéis ir a Kent. Los Perrott os protegerán.
—¿Qué les explicaré?
—Que sois una víctima. Que discutisteis sobre la posición de los Perrott,
que Ransley los llamó traidores y los quería ver colgados. Que él intento
mataros. Algo por el estilo. Sabéis que os recibirán bien en Kent.

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—Sí. Mi esposa me quiere con ella. Yo… no podía. Mi lealtad… O mi
placer.
—Si seguís siendo leal a la reina, salvadla de un escándalo. —Quire
estaba encantado. Esto afianzaría el odio de los Perrott y aseguraría que su
flota zarpase—. Idos ahora. Podéis estar en Kent por la mañana. Un caballo es
todo lo que necesitáis.
Sir Amadís, dubitativo, miró a Quire.
—Estáis deseando libraros de mí, capitán.
—Sabéis que siempre he buscado vuestra amistad. Ahora intento salvaros
del castigo, eso es todo.
—Kent es la respuesta, estoy de acuerdo. —Sir Amadís ya se estaba
alejando de Quire—. Haré todo lo que pueda para que recobren el buen
sentido y salvar a Albión de una guerra. Si pudiera ser útil a la reina…
—Seréis más poderoso que Quire —murmuró Quire por lo bajo al
despedirlo.
Caminó sin prisa de vuelta a la galería, felicitándose por haberse librado
de un plumazo de dos responsabilidades. La suerte no lo había abandonado.
Se encontró con lord Shahryar en lo que había sido una lavandería. En
otro tiempo los siervos habían trabajado aquí para Hern. El sudor y el vapor
habían subido y el agua había bajado, corriendo sobre las losas de piedra
hacia los dioses sabrían dónde. Los redondeados techos estaban
desconchados, y todo el lugar apestaba a lejía. Quire se apoyó en un tubo de
madera y sonrió a lord Shahryar, a quien no parecía gustarle demasiado el
lugar de reunión.
—Unos pocos días más, eso es todo —dijo Quire en voz baja—, y los
Perrott zarparán.
—Nuestra flota ya está en movimiento, pero hará escala en Iberia.
Estaremos preparados para venir a rescatar a Albión —lord Shahryar no
parecía muy entusiasmado—. ¿Está ocurriendo de verdad, Quire?
—Sí —contestó Quire—. Realmente. —Su rostro no revelaba emoción
alguna.
—Restauraremos la gloria. —Shahryar estaba ansioso—. En realidad sólo
está ligeramente deteriorada. El pueblo responderá bien ante el bello Hassán.
—Sí. En poco menos de un año, habréis conseguido construir una mentira
mucho más perfecta que la que construyó Montfallcon.
Shahryar se dio cuenta de la amargura de Quire.
—¿No nos engañaréis, verdad?
—¿Ahora? ¿Cómo podría? Hemos llegado demasiado lejos.

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—¿Qué haréis después?
—Encontrar otro patrón, supongo. —No le gustaba el giro de la
conversación.
Shahryar rió.
—Bueno, bueno, así que os habéis enamorado de ella. El cuento clásico…
—Siento cariño hacia la pobre criatura, ahora que está al borde del
desastre. Siempre siento cariño hacia mis víctimas, Shahryar.
—¡No! Es más que eso. Estáis indeciso. —Shahryar se acercó uno o dos
pasos—. Me pregunto si nos traicionaríais si pudierais. Podríais hacerlo. Sir
Thomas Ffynne tiene una gran flota en Portsmouth que podría detener a los
Perrott. Sin embargo, si se volviese contra nosotros…
—No temáis, mi señor. Yo mantengo mi palabra. Tengo fama por eso.
—Y fama por esconder la verdad por medio de bien escogidos lugares
comunes. —Lord Shahryar se encogió de hombros—. Bueno, no me queda
más remedio que confiar en vos. Pero muy a menudo me he preguntado por
qué pasasteis tan rápidamente del servicio de Montfallcon al mío.
—¿Aquel día? Fue el destino. Montfallcon me había decepcionado. Si me
hubieseis capturado cualquier otro día, toda la historia habría sido diferente.
Habría burlado todos vuestros planes, en nombre de Montfallcon. Pero,
aunque tal vez di mi palabra sin poder meditarlo demasiado, cuando la doy, la
mantengo.
—No parecéis muy satisfecho, capitán Quire.
Pero Quire ya daba aquel encuentro por cerrado. Antes de que Shahryar se
diese cuenta, ya había empezado el viaje de vuelta a la habitación de
Gloriana, pues ella no tardaría en despertarse.

Sin embargo, ya estaba despierta cuando llegó. Estaba pálida y parecía


confusa. Sir Orlando Hawes estaba junto a la cama. Saludó a Quire con la
cabeza cuando éste apareció.
—¿Qué ocurre? ¿Está enferma la reina? —Quire se acercó a ella, y se
sorprendió cuando le hizo un gesto para que no se acercase, concentrada en la
nota que leía y releía.
—¿Qué es eso? —preguntó Quire a Hawes—. ¿Una declaración de
guerra? —Odiaba la ignorancia. Vivía para el conocimiento—. ¿Qué dice esa
nota?

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Gloriana se la mostró. Era de Florestan Wallis.
—Lo encontramos en una de esas pequeñas habitaciones del serrallo —
explicó sir Orlando. Estaba triste, pero también triunfante—. Utilizó una hoja
del libro de sir Ernest y la pluma y la tinta del poeta. Se ha apuñalado con una
daga. Atravesándose el corazón. Limpiamente, con calculada decisión.
Gloriana empezó a llorar.
—¡Oh, Quire! —le acusó.
La nota iba dirigida a él.

Al capitán Quire:
Señor, tras vuestro último consejo, he decidido acabar definitivamente con dudas y
penas y dar este paso. Vos me hicisteis un gran servicio, pero al mismo tiempo me
causasteis una gran miseria, aunque la culpa es toda mía. Creo que he pagado cualquier
deuda que tuviera con vos, y eso hace que pueda partir con la conciencia limpia. He
traicionado la fe de la reina, y no puedo agradeceros vuestra ayuda en esto. Pero estoy
vengado: he sido traicionado y utilizado por vos y por vuestras criaturas, como sé que
habéis traicionado a tantos… hasta su muerte. Sigo siendo, supongo que hasta que la
vida se desvanezca por completo, vuestro servidor.
Florestan Wallis, Secretario de la Alta Lengua de Albión. Por este acto, una vez más
leal amigo de la reina.

—Estáis perdido, Quire —dijo sir Orlando dirigiéndose a la puerta para


salir de la habitación—. Este pobre hombre os acusa, y ha muerto para probar
su caso.

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Capítulo XXXII

En el que los planes del capitán Quire sufren más


inconvenientes.

—Esto no prueba nada —replicó Quire—. Ese hombre estaba loco de culpa y
desesperación. Conozco al joven Phil, pero de ahí a que sea «una de mis
criaturas» va un gran paso. Es uno de los bailarines de Priest y ha estado bajo
la protección de Wallis. Flirteaba con todos. Wallis me pidió que le ayudase,
e hice lo que pude. Sin embargo, él consideraba que estaba en deuda con él.
Eso es lo único que revela esa carta. Eso y su creencia de que apartó el deber
para perseguir el placer.
Estaban sentados uno al lado del otro en la cama; la reina volvía a leer la
carta. Ella lo ignoró.
—Sir Orlando tiene razón. Esto prueba una infamia de algún tipo: «(…)
como sé que habéis traicionado a tantos… hasta su muerte».
—Sólo a los ojos de Wallis.
—Él tenía que ver con todos los negocios del Reino. Tal vez ha espiado
para Tartaria, y vos soy su agente. O al revés. Recuerdo todo lo que
Montfallcon insinuó en…
—No hay prácticamente ni un lacayo en la Corte que no pueda reunir esa
información —replicó él—. No he hablado con ningún tártaro, lo juro. ¿Cómo
podéis creer eso? —Se sentía agraviado; acusado, inesperadamente, por un
hombre al que no había matado, ¡y de algo que no había hecho!
—Oh, Quire, tantos hombres me han traicionado a lo largo de mi vida… y
siempre he mantenido la fe. —Lo miró desesperada—. Creía en la Caballería
y en Albión, en mi servicio y en mi deber con el Reino. Tú me enseñaste a
apreciar mis faltas, y me dijiste que era por el bien del Reino. Sin embargo,
creo que has intentado que me lanzara en busca de la felicidad, aunque eso me

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obligara a dejar a un lado el deber. Me fuerzas a traicionarme a mí misma.
¿Existe algo más cruel?
—Esto no tiene sentido. Estáis cansada. Y todavía algo borracha.
—No lo estoy.
Quire no se rendiría tan fácilmente.
—Debatís problemas que no existen. Os amo. Hace apenas cuatro horas
estabais de acuerdo en que nuestro amor era suficiente para sostener todo lo
demás. La felicidad de la reina es la felicidad de Albión.
—He vuelto la espalda a mi reino. Me he vuelto cínica y frívola. Y
muchos han muerto por ello.
—Murieron muchos otros antes de eso —dijo él—. Sólo que vos no lo
sabíais porque os lo ocultaban. ¿Cuántos fueron asesinados de formas mucho
más horribles que lady Mary?
—¿Qué estás diciendo? —Se giró frunciendo el ceño—. ¿De qué otras
muertes hablas? ¿Qué sabes?
Él se volvió cauteloso.
—Lo que he oído. Preguntádselo a Montfallcon. —Estaba arriesgando su
propia seguridad. Si Montfallcon sospechara que había revelado esos secretos,
su seguridad se esfumaría de inmediato.
—¿Te refieres a los tiempos de mi padre?
Vio la oportunidad y se echó atrás.
—Sí.
Parecía como si a cada momento ella se fuera poniendo una pieza más de
la armadura. Él buscó una grieta:
—Os amo, Gloriana.
Ella negó con la cabeza y dejó caer la carta.
—Lo crees. Y yo a ti, mi pequeño Quire. Pero esta… —Se levantó para
caminar por la oscura estancia—. La Corte se tambalea. Cada vez muere más
gente, cuando yo creía que actuaba para librarnos de más muertes. Sin
embargo, el pobre Wallis se ha ido. Y en nuestras propias estancias secretas,
que representaban nuestro retiro de la muerte, del pasado. Es demasiado,
Quire.
—Parece que me culpáis.
—Wallis lo hizo.
—Sí. Pero en el delirio del amante rechazado. Muchos querrían hacer de
mí un chivo expiatorio.
—El chivo expiatorio de los fenicios cargaba con los pecados de toda la
tribu y era sacrificado para liberarla de ellos. No quiero verte asesinado, mi

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amor. No quiero un Reino que necesite chivos expiatorios.
—Os aseguro que estoy de acuerdo.
—Tengo que velar por la seguridad del espíritu de Albión. Tengo que
parar las guerras que se avecinan. Tengo que reunir a los nobles.
—Es demasiado tarde. —Él veía cómo se debilitaba su poder. De nuevo
cambió de estrategia—. Así que, ¿debo irme? Ya no necesitáis el consuelo de
Quire.
—Ahora más que antes —contestó ella—. Sin embargo, me distrae
demasiado.
—¿Confiáis tan poco en mí que una carta os puede volver contra todo lo
que representa nuestro amor?
—No lo sé. Tal vez haya demasiadas cosas que no he querido
reconsiderar. Te conozco, Quire, porque te amo. Sin embargo, no tengo
palabras para ese conocimiento. Estoy confundida.
—Venid a la cama. Dejad que aleje la confusión.
—No. Este debate lo tendré conmigo misma.
Quire era consciente de que la mañana traería la noticia de la muerte de
lord Gorius y de la huida de sir Amadís. Quizá se había extralimitado, porque
también lo había acusado de injuriar a sir Vivien. Estaba tendido en la cama,
dándole vueltas al asunto. Debía considerar planes urgentes. Tenía que
reconquistarla durante los pocos días que necesitaba para que floreciese por
completo su mefistofélico plan. Debía atraerla de alguna manera. Debía
parecer que estaba de acuerdo con ella. Así, espero en silencio durante un rato
con la esperanza de que la reina sintiera la necesidad de llenarlo. Él conocía
su naturaleza.
Al final, desbordada por la tristeza, la reina empezó a hablar:
—No soy digna de mi pueblo. No tengo inteligencia. He convertido a mis
más sabios consejeros en una locura monstruosa.
Él seguía en silencio.
—He traicionado mi deber. He permitido que mis amigos perecieran,
sufrieran, mientras que aquellos que no son mis amigos prosperaban. Soy
infame, y mis súbditos se vuelven contra mí porque he traicionado su fe al
perder la mía. En mi dolor y en mis temores, busqué la ayuda de Eros, pero
Eros sólo recompensa a los que le llevan virtud y buena voluntad. He sido una
loca.
Él se bajó de la cama con un gran despliegue de impaciencia.
—Eso es sólo autocompasión.
—¿Qué?

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—Os continuáis acusando de los crímenes y la debilidad de los demás.
Nunca podréis probar vuestra propia fortaleza si seguís por ese camino. Erais
la marioneta de Montfallcon, ahora alegáis que actuáis bajo mi influencia.
Debéis considerar vuestras propias decisiones y llevarlas a la práctica. Me
voy, pues eso es lo que deseáis.
Gloriana estaba atónita.
—Perdóname, Quire. Estoy consternada.
—Teméis aplicar cualquier forma de castigo contra vuestros enemigos
porque os confunde el hecho de que se revele en vos la crueldad de vuestro
padre. Vos no sois cruel, pero la justicia debe ser más firme. Sólo habéis sido
el reflejo de las necesidades de la nación. Ahora debéis imponer vuestra
voluntad y demostrar que sois fuerte. Ése es el camino para acabar con toda
esta locura.
Gloriana lo miró, frunciendo sus espesas y bellas cejas.
—Estás en posición de sufrir la mayor parte de los castigos —le recordó
ella.
—¿De verdad? Juzgadme, entonces. Con el jurado que escojáis. O
juzgadme vos misma.
Estas palabras provocaron un nuevo llanto; él explotaba su sentimiento
general de culpa, y le ofrecía que escapase a través de la consternación.
Gloriana no tomó ese camino. En su lugar encontró la dignidad. Se levantó,
enorme y comprensiva, y para su sorpresa lo abrazó contra su pecho.
—Oh, Quire, Quire.
—Debéis descansar. Durante un día o más. —Su voz sonaba amortiguada
—. Meditad y tomad vuestras decisiones.
—No me aconsejes, querido. No intentes nunca más simplificar mis
aspiraciones. Me enseñaste a superar mi desgracia. Pero era precisamente esa
desgracia la que representaba mi amor por Albión. Me arriesgaré al dolor con
tal de servir de nuevo al Reino.
—Eso es lo importante…
—Tomaré una decisión en el curso de la próxima semana. Sé qué debo
hacer.
Él se sentía burlado, aunque aquello, al fin y al cabo, significaba su
triunfo.
Se entregó a su imponente amabilidad.

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A la mañana siguiente, llegaron noticias de Ransley y de la muerte de sir
Vivien a consecuencia de la caída en la cacería. La reina, en su nuevo y
desconcertante estado de ánimo, aceptó las dos muertes con una especie de
tolerante consternación, e hizo llamar a Thomas Ffynne. Quería discutir el
problema de la desaparición de Cornfield, aunque ya se sabía que había
cabalgado hacia el sudeste por la carretera de Dover, y que con casi toda
seguridad se había reunido con sus familiares.
Gloriana no ignoraba a Quire, pero ya no le consultaba nada. Continuaba
mostrando hacia él el afecto distante de una madre por un niño encantador
pero caprichoso. Y le permitía que la acompañase mientras se embutía en su
vestido cubierto de joyas, su corona, y tomaba el orbe y el cetro, para volver
al Salón de Audiencias que había abandonado por completo durante tanto
tiempo. Al pasar por las antecámaras, saludó a los sorprendidos peticionarios
que hacía mucho tiempo que habían perdido cualquier esperanza de obtener
una entrevista. Gloriana estaba distante, pero se mostraba amistosa. Su
humanidad había desaparecido, y era poco más que un hábito: el de monarca.
Quire la seguía, saludando con la cabeza y haciendo reverencias a los que
conocía, mostrando una confianza que, por una vez, no poseía, intentando dar
la impresión de que al final había persuadido a la reina para que volviera a sus
obligaciones.
Ella se sentó en el trono, y Quire tomó la silla al pie de la tarima; la silla
de la condesa de Scaith. Lord Montfallcon fue convocado, pero no apareció
de inmediato.
Lord Shahryar fue el primer embajador extranjero en ser recibido. Lanzó
una dura mirada a Quire, pero no se atrevió a preguntar, ni siquiera con los
ojos. Era alto y se le veía muy elegante con sus sedas, aceros y oro.
—Graciosa Majestad. Mi amo Hassán, Gran Califa de Arabia, os envía
saludos y me pide que os exprese su más profundo afecto por vos. Un afecto
que, me ha pedido que os diga, es mucho más profundo que una simple
admiración por la soberana más bella, más querida y más honorable,
gobernante del Imperio más poderoso y más noble del mundo. Él espera el
momento en que le queráis enviar una señal de que compartís ese afecto, de
manera que pueda volar a vuestro lado, para ayudaros en esta turbulenta hora
de la historia.
—¿Turbulenta hora, mi señor? —Parecía divertida—. ¿Qué turbulenta
hora es ésa?
—Bueno, Majestad, hay rumores. Algunos de vuestros súbditos, en
rebeldía, desobedecen vuestros deseos…

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—Una cuestión doméstica menor, mi señor.
—Por supuesto, Majestad. —No dijo nada más. No miró en ningún
momento a Quire. Quire sabía, sin embargo, que Shahryar se creía traicionado
y, a su vez (porque no tenía nada que perder), podía traicionar a Quire.
Las puertas de la Sala de Audiencias crujieron al moverse sobre bisagras
que habían olvidado ya su función. Montfallcon entró. Iba vestido con las
oscuras ropas de su oficio y la cadena de oro. Su rostro gris estaba exangüe,
aunque tenía manchas rojas en las mejillas como si fueran coloretes de
borracho, que delataban que casi no había dormido en toda la noche. Sus ojos
se movían de un lado a otro cuando vio a la reina, después a Quire y a
continuación a Shahryar. Una mano se aferraba a los pesados pliegues de su
capa, como si se agarrase a sus ropas para equilibrarse, y cuando habló su voz
fue rápida y rabiosa.
—¿Vuestra Majestad ha requerido mi presencia?
—Esperamos que no os hayamos importunado, querido lord Montfallcon.
Su mirada era suspicaz.
—Entonces, ¿por qué está él aquí? Ese espía. Sir Orlando me habló de la
nota y…
—La nota no era muy clara. —El tono de la reina seguía siendo ligero—.
No había ninguna evidencia contra el capitán Quire.
—Hay evidencias por todas partes —replicó Montfallcon—. En vuestras
propias acciones. —Miró con dureza a lord Shahryar, que se pretendía
incómodo. Calló.
Lord Shahryar deseaba quedarse pero no podía hacerlo: la diplomacia se
lo impedía. Hizo una reverencia y se retiró, dejando a los tres en la
inmensidad de la sala llena de la cálida luz otoñal, que hacía que los tapices,
los paneles y las pinturas parecieran más ricos que nunca.
—Buscamos vuestro consejo, mi señor —dijo la reina con suavidad.
—Ya lo he dado. Os he dicho qué se debía hacer. Abandonad a Quire.
Abandonad vuestros secretos. ¡Abandonad el licencioso epicureísmo!
—¿Mis responsabilidades para con mis hijos?
—Abandonadlos a todos y servid a Albión.
—¿Y vos abandonareis vuestros propios secretos, mi señor? —le
preguntó.
—¿Qué? —Una mirada a Quire. Quire se atrevió a negar con la cabeza
para informar a Montfallcon de que él no había dicho nada.
—Hemos oído que habéis permitido otra incursión tras los muros. Os lo
prohibimos a vos y a cualquier otro. Ordenamos que se sellasen las entradas.

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—Existen muchas entradas, como estoy descubriendo. Posiblemente
cientos de ellas.
—¿Es así, capitán Quire? —preguntó Gloriana.
—No lo sé, señora —respondió con inocencia.
Ella rió.
—Oh, vamos, capitán. Vos sois un villano del inframundo. Admitidlo.
Todas las pruebas apuntan a ello. No os acuso. Quizá con la ayuda de lord
Montfallcon podéis librarnos de las criaturas que nos han perturbado y que
con casi toda seguridad han causado esta plaga de muertes. Es la explicación
más obvia. Y por eso os sugeriría que el Reino fuera informado de vuestra
decisión. Debemos explicar a todo el mundo que hemos descubierto a
asesinos y criminales ocultos en los propios cimientos de palacio; que todos
nuestros recientes problemas han estado causados por ellos; que ellos
asesinaron a lady Mary y a los demás, que sedujeron a algunos de nuestros
consejeros (ahora muertos o huidos), e incluso intentaron envenenar a la
reina. Y debemos asegurar a todo el mundo que, con este descubrimiento,
enviaremos expediciones intramuros para destruir a cualquier criatura que
encontremos allí.
Quire sonrió. Tal vez Gloriana había encontrado la única forma de unir
rápidamente a los nobles en un objetivo común. Era un movimiento
inteligente, y la admiró por ello, aunque amenazase sus propios planes.
—¿Las… galerías? —Montfallcon no podía dar crédito a lo que oía—.
No, hay que hacer algo antes, no se puede enviar a nadie a las criptas de
palacio. Aún no.
—¿Qué decís, mi señor? No os he oído.
Quire sí lo había oído bien, y ya estaba de pie.
—Es un plan espléndido. ¿Creéis que debemos unir nuestras fuerzas, lord
Montfallcon?
Montfallcon estaba dispuesto a olvidar sus verdaderos objetivos.
—La chusma de las paredes no es la causa de nuestra decadencia. Los
bajos apetitos son la causa. La mala sangre. Aquí existe un cáncer que es
necesario eliminar. Todo el mal debe ser barrido de palacio. ¡Todo!
Quire frunció los labios.
—En cualquier caso, podemos empezar por las criptas, mi señor. —
Pretendía burlarse de Montfallcon—. Primero la corrupción interna, y después
la corrupción externa, ¿no os parece?
Montfallcon no lo escuchaba.

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—¡Debemos erradicar la corrupción! —le dijo a la reina. Temblaba
mientras seguía a la reina, que se había levantado y se adentraba ya en el
Salón del Trono—. No puede haber ninguna ambigüedad. En estos
momentos, no. ¡Demostrad a Albión que sois pura destruyendo todo lo que es
impuro dentro de palacio!
—Pero, mi buen lord Montfallcon —dijo Gloriana—, eso es lo que
sugerimos.
—Entonces dejad que envíe a mis hombres a hacerlo.
—Ése es nuestro deseo. —Frunció el ceño y miró a Quire pidiendo ayuda,
pero él no podía dársela, no ese momento y ante Montfallcon, y se encogió de
hombros.
—Bien —el canciller se dio la vuelta para irse.
—Mi señor, esperad —dijo ella—, hay otras cuestiones. Los Perrott.
¿Sabéis cuándo planean zarpar para Arabia?
—Dentro de tres días.
—Ah. —Gloriana observó cómo el canciller se retiraba y se volvió hacia
Quire—. Hay que enviar un mensaje a Ffynne, que está en Portsmouth con la
flota. Pero ¿qué debe hacer? ¿Atacar a los Perrott o unirse a ellos? Si se une a
ellos tendremos una guerra con medio mundo, o más de medio. Si intenta
detenerlos, tal vez tengamos una guerra civil —la reina se acercó al trono y se
sentó en él. Quire la miraba, de pie ante ella—. Y los movimientos de Arabia
son extraños. Hay noticias de una gran flota, pero ninguna de sus intenciones.
¿Nos amenaza lord Shahryar con guerra o con matrimonio?
A Quire le sorprendió que se lo preguntara de una forma tan directa.
—Tal vez ésa sea la única solución, si queremos evitar la guerra…
—¡Ajá! —Lo miró desde lo alto del trono—. ¿Entregarme a Hassán?
¿Estarías de acuerdo con eso, Quire?
Él bajó la mirada sin contestar.
—Deberías irte —le dijo Gloriana de pronto.
—¿Qué?
—Es un error político tenerte aquí. —Estaba demostrando su poder sobre
él—. Tu presencia ha encendido y anulado a Montfallcon. Y puede encender
a otros. Dime, ¿crees que la expedición a las criptas nos salvará?
—Si enviáis más de una expedición puede que sí. Dirigidas por una
selección de vuestros nobles, por supuesto. —Estaba resentido.
—Entonces te parecen bien mis decisiones de gobierno.
—Nunca he dudado de ellas. —Él no quería irse. Pero por otro lado,
necesitaba ver a Alys, y a Phil, para contactar con Tinkler, si podía. Debía

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avisarles a todos y ponerlos a trabajar. Hizo un gran despliegue de dignidad.
Se levantó con una reverencia—. ¿Cuándo desea Vuestra Majestad que
vuelva?
—Te mantendremos alejado de la vista pública al menos durante el día de
hoy, creo. Nos encontraremos esta noche. ¿En mi alcoba?
Quire se había quedado helado.
—¿Debo ser entonces el amante secreto? Porque parezco un villano…
Ella negó con la cabeza.
—Porque eres un villano, mi pequeño y listo Quire. Ésa es tu naturaleza.
Lo he comprendido por fin.
—¿Me castigáis?
—¿Por qué debería? Aún te amo.
Completamente desconcertado, Quire salió de las estancias oficiales y se
dirigió a los apartamentos privados, haciendo lo que podía para ordenar sus
pensamientos y casi sin poder comprender cómo, desde el suicidio de Wallis,
sus papeles se habían cambiado de una forma tan sutil. En el pasado, nunca
habría permitido que lo pusieran en semejante posición. Debía considerar de
inmediato la manera de restablecer su autoridad. Primero fue al serrallo y
encontró a Phil, llevándoselo con él y castigándolo por su estupidez. Después
le dijo que encontrase a Alys Finch de inmediato, y que la enviase al laberinto
para encontrarse con él. Después le dio una nota a un mensajero para que la
llevase a la ciudad con la esperanza de que pudiese encontrar a Tinkler.
Estaba frustrado, necesitaba tomar una decisión, pero aún no tenía suficiente
información. Se fue a ver al doctor Dee, que lo recibió reticente, conteniendo
una herida en el brazo.
—Se vuelve cada vez más feroz. Los filtros ya no funcionan. Pronto
deberéis hacerme una nueva.
El doctor Dee estaba demasiado débil para visitar la Sala de Audiencias y
prestarse a ser los oídos de Quire.
Por un momento consideró entrar en los pasadizos secretos desde donde
podría escucharlo casi todo, pero el peligro de encontrarse con los tártaros o
con Montfallcon era demasiado alto. No quería traicionarse a sí mismo
admitiendo una conexión con la chusma que muy pronto sería acusada de
tantos crímenes. Estaba al borde de la exasperación.
Fue al laberinto de los jardines, pero Alys Finch no apareció para
encontrarse con él. ¿También estaba ella en las criptas? ¿Con Oubacha Khan
y sir Orlando Hawes? ¿Desorientándolos como le había ordenado? ¿Se

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encontraba la mitad de la Corte en esa provincia que últimamente había
reclamado como suya?
Poco después, supo que no se podía encontrar a Tinkler. No había nadie
más que pudiera trabajar para él. Había perdido a tres útiles consejeros en una
sola noche, y de repente no tenía ningún aliado al que pudiera recurrir. Dee
era inútil. La reina, habiéndose liberado de todo sentimiento, no sería de
ayuda por el momento. No hacía más que darle vueltas a ese problema, que
era central en su causa. ¿Cómo podía extraer de nuevo la gran fuente de
sentimientos que se encontraba dentro de aquella mujer?
Pasó el día esperando. Nunca había sufrido un día como aquél. Se sentía
impotente. Y cuando, al fin, ella se reunió con él en la alcoba, le habló de
todos sus esfuerzos por unir al Reino, por pacificar el mundo, y se preguntaba
por qué él no tenía ningún elogio para ella. Le dijo que Montfallcon se había
ido, probablemente a las criptas, y que ella temía, de pronto, por el viejo lord.
Le habló de sus esfuerzos por enviar mensajes a los Perrott, rogándoles que
no zarpasen. Le explicó un breve encuentro con Oubacha Khan y sir Orlando
Hawes, un encuentro que interesó mucho a Quire. Pero parecía que la pareja
no había dicho nada de sus planes a la reina. Ella le hizo el amor, y él
permaneció pasivo, casi sin responderle. Finalmente, Gloriana se cansó y se
preparó para irse a dormir. Él se preguntó si debía volver al laberinto del
jardín y esperar que Alys se reuniera con él allí. Miró a Gloriana, y la
acarició, fría y mecánicamente, hasta que ella empezó a respirar con mayor
regularidad.
Quire era incapaz de interpretar su propio estado de ánimo, pues la actitud
de Gloriana lo había dejado completamente desconcertado. Se daba cuenta,
con cierto asombro, que temía esa sensación, que haría cualquier cosa,
pagaría casi cualquier precio, para alejarlo. Y, sin embargo, él había capeado
peores situaciones en sus tiempos; ¿por qué se sentía ahora incapaz de
superarla?
De pronto, comprendió que le preocupaba que Gloriana tuviera una buena
opinión de él, o que, fuera como fuera, al menos demostrara una opinión de
cualquier tipo. Aquel deseo era nuevo en él. Se sentó en la cama, y estaba ya
pensando en despertarla, cuando llegó un grito desde varias habitaciones de
distancia.
Gloriana se despertó asustada.
—¿Qué?
Quire echó atrás las cortinas y saltó como pudo de la cama. Su largo
camisón de dormir se enredaba en sus pies. Encontró su espada y se acercó a

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la puerta para escuchar: un guirigay de voces femeninas se acercaba.
—Parecen doncellas —dijo—. Un ataque.
Abrió las puertas. Había algo de luz en las habitaciones: lámparas, velas,
alguna antorcha. Sombras moviéndose, mujeres por todas partes, como
gallinas perseguidas por un zorro. Un gigante atravesó la puerta
tambaleándose. Se tambaleaba entre filas de damas vestidas para dormir;
estaba casi desnudo y la sangre manaba de él por tres o cuatro heridas,
cayendo sobre el cuerpo retorcido de la niña pequeña que llevaba en los
brazos. Era el gemelo albino, el guardia del serrallo, y estaba herido de
muerte. Quire corrió hacia él. La niña era una de las hijas de Gloriana, quizá
la menor. Gloriana cogió la niña que le tendía el gigante y dijo:
—¿Qué ha pasado?
Quire saltó por encima del guardia, que tras entregar a la niña a Gloriana
se había desplomado. La pequeña figura, con su larga espada ibérica en la
mano derecha, corrió hacia las habitaciones del serrallo. Echó hacia atrás las
colgaduras, avanzó hacia la puerta y la encontró medio abierta,
probablemente rota por el peso del gigante; subió corriendo la escalera y oyó
más gritos; corrió a través de las cavernas tachonadas con gemas oscuras, con
las espesas alfombras amortiguando el sonido de sus pies desnudos, hasta
alcanzar la puerta donde debían estar apostados los dos guardias. El gemelo
negro tampoco estaba en su puesto. Quire abrió la puerta y entró en el serrallo
principal, y vio el cuerpo del gigante a sus pies.
—¡Por Arioch!
Mensajeros de muerte atravesaban con rapidez las bóvedas bajas,
rematando cualquier cosa que mostrase un hálito de vida, incluso mientras
Quire miraba; los gritos eran cada vez menos frecuentes.
Era la chusma de las criptas. La chusma del inframundo. Estaban
masacrando todo el serrallo. La mayoría de las pobres y frágiles criaturas ya
estaban muertas. Unas pocas corrían aquí y allá o se escondían, sollozando;
todos los enanos y las geishas, los lisiados y los jóvenes que Gloriana había
protegido en su colección de sensualidades estaban muertos o moribundos.
Un desconcertado y torpe hombre-mono se derrumbó contra la fuente
enjoyada, y cayó al agua con venablos clavados en su peluda espalda. Un niño
pequeño pasó corriendo al lado de Quire, intentando taponar el muñón de un
brazo cortado. Por todas partes la matanza era incluso más obscena: un caos
infernal.
La chusma había entrado por una o dos de las entradas secretas que Quire
pensaba que sólo él conocía. Miró a lo largo del gran pasillo central que

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conducía a los apartamentos donde se encontraban las niñas. También allí
había cuerpos, pequeños y grandes: las niñas y sus guardianes. Ocho de las
nueve hijas de la reina. Quire había visto campos de batalla, batallas navales y
masacres, pero nunca algo tan atroz. La escena lo superaba. Se movió a través
de los cuerpos recién masacrados, intentando pensar.
De pronto, vio a Phil Starling, que corría hacia él con todos los brazaletes
resonando en su cuerpo aceitado y pintado.
—¡Oh, salvadme, amo! ¡Salvadme, capitán! Yo no pretendía dejarlos
entrar. ¡Buscaba a Alys!
Quire hizo un movimiento para alejarse, pero se dio cuenta de que
Gloriana estaba detrás de él. Se encogió de hombros y gritó:
—Phil, sal de aquí, rápido.
Pero un esquelético hombre armado con una espada apareció de pronto de
la nada, partiendo a Phil desde el cuello a la base de la espina dorsal,
abriéndolo como un pescadero experto podría abrir un lenguado. Phil cayó
hacia delante, dividido en dos.
El asesino de Phil estaba sobre el cuerpo. Jadeaba, ahogado por el terror
de su propia acción, buscando otros ojos que pudieran acusarle. Llevaba un
gorro de piel torcido sobre la cabeza, que hacía juego con una cara retorcida y
de dientes desiguales. Su sobretodo de seda estaba cubierto de sangre, como
sus bombachos. Quire lo reconoció y gritó:
—¡Tink!
Tinkler parpadeó, se movió con la espada por delante y miró con
dificultad a través de la semioscuridad.
—¿Capitán?
Quire hizo acopio de valor.
—¿Eres tú el que dirige a esta chusma?
—En vuestro nombre, capitán —contestó Tinkler por la fuerza de la
costumbre—. En vuestro nombre. —Empezó a jadear como un hombre que
cae de repente en agua helada.
—¿En mi nombre? —Quire movió la boca en una sonrisa horrible—. ¿En
mi nombre, Tink? —Lentamente se acercó a su sirviente. Su voz parecía
vacía de emoción—. ¿Los has traído aquí y has hecho esto en mi nombre?
—Montfallcon me dio la orden. Sabía que me habíais dejado al mando de
la banda, o lo sospechaba. No lo sé. Pero me dijisteis que le obedeciera. No
pude encontraros, capitán. Era demasiado peligroso buscaros. Y entonces
Montfallcon me dijo que la reina había dado la orden. Que vos estabais de

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acuerdo. Parecía que decía la verdad. —Miró más allá de Quire a Gloriana—.
Dijo que deseabais el serrallo destruido, Majestad. ¿He hecho algo mal?
—¿Mal? —Gloriana compartía el espanto de Quire—. ¿Montfallcon…?
¡Ah, vengativo y huraño Aquiles!
—¿Majestad? —Tinkler empezó a hacer una reverencia, como alguien
que ha culminado una tarea difícil.
Entonces, con un grito agónico y vengativo, Quire echó hacia atrás el
brazo y clavó su espada profundamente en el corazón de su sirviente.
—¡Monstruo menguado de mierda! —Sollozó—. ¡Comedor de bazofia de
mente estrecha! —Retiró la espada y se preparó para otro golpe.
La reina le estaba gritando.
—¡Basta ya! Detenlos si puedes. ¡Pero no más muertes!
Quire se calmó al bajar la espada sobre el retorcido cuerpo de Tinkler. Se
aclaró la garganta y habló alto y claro.
—¡Ya es suficiente, muchachos! —Sabía que se estaba traicionando y que
estaba dando a Gloriana una prueba irrefutable de su conexión con la chusma
—. ¡Venid conmigo! Soy vuestro capitán. Soy Quire.
Lentamente, de dos en dos o de tres en tres, los cansados rufianes se
presentaron ante él, casi impacientes por apilar sus brillantes espadas a sus
pies, si recibían esa orden.
Se giró hacia Gloriana:
—Yo no he ordenado esto. Montfallcon es el responsable.
—Lo sé —contestó Gloriana fríamente—. Voy a buscar a la guardia de
palacio.

Cuando se llevaron a la chusma, ella y Quire comprobaron los cadáveres de


las niñas, buscando vida. Ninguna de ellas estaba aún viva. Quire había
esperado que lo arrestaran junto a sus hombres, pero Gloriana no había dado
orden alguna en ese sentido. Tampoco mostró ninguna emoción cuando
limpiaba con su camisón de seda el rostro de las niñas que había dado a luz.
—Esto es lo que quería decir Montfallcon cuando me pidió permiso para
destruir «todo lo que era impuro». Y por eso no quería permitir ninguna
expedición a las criptas. Ha utilizado tu banda contra mí. Contra ambos, en
cierto modo. —Suspiró—. Me pidió permiso y se lo di. ¿Recuerdas cómo se
lo di, Quire? Le dije: «Ése es nuestro deseo, mi lord».

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Quire la miró fríamente.
—Era mi primer intento de gobernar con independencia. Había decidido
tomar las riendas. ¿Lo recuerdas, Quire? Te eché después de esa
demostración.
Él asintió.
—De algún modo, le di permiso para que matara a mis niñas. Mi primera
decisión… —Gloriana no apartaba la mirada de los cadáveres.
—No lo hiciste. —Extendió la mano para acercarla, pero la dejó caer. No
tenía sentido. Empezó a pensar en su propia huida, seguro de que ella se
volvería pronto contra él cuando se diera cuenta de la culpa que compartía,
pues él y sólo él había organizado a la chusma.
—¿Crees que encontrarán a Montfallcon? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—Habrá huido a las criptas. O quizás a algún lugar, en el Ala Este.
—Pobre Montfallcon. Yo lo he empujado a esto.
Quire vio a dos de los antiguos compañeros de la reina aproximándose a
su señora. Se levantó. Se acarició la mandíbula. Se preguntó qué ruta debía
tomar. Podía salir de la ciudad y esperar a poder abordar algún barco, o volver
a las criptas, por lo menos durante un tiempo: quizá para buscar a
Montfallcon y matarlo de una vez por todas. La reina se volvería muy pronto
vengativa. Ahora estaba llorando. Gloriana iba a querer muy pronto un chivo
expiatorio. Las damas que se acercaban a ella eran rechazadas. Se volvió
hacia él. Su rostro reflejaba el horror vivido.
—¿Quire?
Él estaba esperando la condena.
—Sí.
—Ahora debes reemplazar a Montfallcon de verdad. Tienes que ser mi
Consejo. Mi canciller. No puedo tomar otra decisión. No quiero.
Quire abrió la boca y la volvió a cerrar. Se mordió el labio inferior. Estaba
totalmente sorprendido.
—Me siento muy honrado, señora. —Había soñado con esto, pero nunca
lo había esperado, y mucho menos ahora. De pronto, toda Albión era suya.
La ayudó a levantarse. Gloriana se apoyó en él:
—¿Puedes parar la guerra, Quire? ¿Hay alguna forma?
Él dudó.
—¿Quire?
Él tuvo que controlar el torbellino de emociones que se agolpaban en su
mente:

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—Puede haber una forma. Ya te he hablado de ella. Significa un gran
sacrificio para los dos.
—Haré el sacrificio —dijo Gloriana—. Debo hacerlo.
—Después —contestó él.
Estaba desconcertado por este repentino éxito. Pero se sentía derrotado.
Por la mañana podría informar a lord Shahryar. El Gran Califa llegaría
navegando por el Támesis para rescatar a Gloriana y a Albión; para aplastar a
los Perrott. Su única emoción era de decepción, incluso de temor, y una vez
más no podía explicar el origen de una emoción tan inusual en él. Cuando la
llevó de vuelta a su alcoba, le dijo en voz baja e intrigada:
—¿Por qué deberías confiar en mí? Tienes pruebas que demuestran que
soy un mentiroso y un traidor.
Y ella contestó, con gran frialdad:
—Confío en ti por lo que ha hecho Montfallcon. ¿A quién más podría
recurrir? Tú tienes el control sobre la chusma de las criptas. Y me amas.
Aquellas palabras provocaron que el capitán Quire tuviera un escalofrío.
Le pidió permiso a Gloriana, y se retiró a sus habitaciones. Necesitaba pensar.
Necesitaba dormir.

A la mañana siguiente Gloriana celebró audiencias por segunda vez. Se


entrevistó a más embajadores, se reunió más información, mientras Quire se
mantenía de pie, vestido de negro pálido, junto al trono, conversando con ella
cada vez que se quedaban solos. Lentamente, aunque con poco entusiasmo, él
la fue empujando hacia una decisión, que no mencionó expresamente en
ningún momento, aunque ya se la había insinuado. Se llamó al doctor Dee,
pero envió el mensaje de que estaba enfermo y no podía presentarse ante la
reina en ese momento. Y no se pudo encontrar a Oubacha Khan ni a sir
Orlando Hawes.
—Bueno, ¿qué creéis que debo hacer, canciller Quire? Gloriana había
concedido audiencia a todos los que la habían solicitado. Maese Palfreyman
había aconsejado una guerra feroz y total contra todos a la vez; los nobles le
habían suplicado que enviase a los Perrott la noticia de que se había
encontrado a los asesinos de su padre; todas las voces y todas las opiniones
habían sido escuchadas.

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El nuevo canciller dudó, aunque esta vez no era para aumentar el efecto
dramático. Se dio cuenta de que tenía dificultades para hablar por otras y más
misteriosas razones. Al final, se sobrepuso y dijo lo que tenía que decir:
—Sólo hay una decisión que puede salvar al mundo y a Albión de la
guerra. —Su voz era espesa. Se humedeció los largos labios.
—Decidme, ¿cuál es la decisión que nos librará del caos? —dijo ella.
Él la miró en los ojos. Gloriana miraba hacia las ventanas acristaladas.
—No os atormentéis. Os puedo decir que vuestro consejo ya está
formado, canciller.
—Debéis desposar a Hassán al-Giafar.
—Será popular entre los nobles.
—Y entre el pueblo.
El rostro de Gloriana se cubrió momentáneamente de tristeza. Una
segunda expresión, más pequeña, pareció mirar a Quire atravesando el rostro
oficial, una expresión que se mostraba complacida con él. Quire apartó la
mirada. Entonces Gloriana se endureció.
—Hay que llamar a lord Shahryar.
—Lo convocaré yo mismo —contestó Quire. Empezó a sentir cierto
alivio, al menos por un breve instante, porque todo se había consumado.
Estaba libre de cualquier obligación hacia Shahryar. Había hecho todo lo que
había prometido hacer. Sin embargo, tras ese breve lapso de satisfacción, el
cansancio se apoderó de él. Se sentía inexplicablemente miserable. Con gran
pesadez, empezó a caminar hacia las puertas de la Sala de Audiencias.
Incluso cuando hizo una señal al guardia para que la abriese, sabía que
había algún tipo de problema al otro lado. Se paró a escuchar. Entonces
sonrió. Poco a poco le fue poseyendo una peculiar sensación de júbilo.
Reconocía al menos una de las voces. Exigían que se les dejara entrar.
—¿A qué esperas? —gritó desde el otro extremo de la vacía sala.
Caminó de espaldas en dirección hacia el trono.
Gloriana le gritó:
—¡Quire! ¿Qué ocurre?
Él empezó a reír.
—Creo que por fin os habéis librado de mí. —Con calma, fijó la vista en
sus sorprendidos ojos. ¿Por qué le alegraba?—. Y ya no hay ninguna excusa
para la guerra. Debería haber matado al viejo. Pero mi estrategia fue
demasiado enrevesada. Le salvé. ¡Una vez más me he traicionado a mí
mismo!
—¡Sin acertijos! —ordenó ella—. ¿Quién está ahí fuera?

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Las puertas se abrieron desde el otro lado, lentamente. Apareció un grupo:
Oubacha Khan, en armadura de combate tártara, apuntando su cimitarra
desenvainada contra uno de los guardias de la reina; sir Orlando Hawes,
cubierto de polvo y sombrío, con peto y yelmo; Alys Finch, sosteniendo un
gatito blanco y negro, sonriendo triunfal a Quire; la condesa de Scaith, con
ropas masculinas, sucia y harapienta, y sir Thomas Perrott, encolerizado,
descuidado, sucio y con los ojos enrojecidos, con una túnica de arpillera.
—¡Una!
Todos miraron a Quire, no a la reina, aunque era ella quien había gritado
el nombre de su amiga.
Quire sonrió a la muchacha que había rescatado a los prisioneros, a los
cuales ella misma había traicionado.
—Tu gusto por la traición está aún más desarrollado de lo que esperaba,
joven Alys. Así la alumna supera al maestro.
—Uno debe aprender a identificar cuál será el lado ganador, capitán. —
Alys Finch se rió alegre en su cara. Ninguno de los dos demostró
animadversión.
Tras él, la reina se estaba levantando.
—¡Una!
Quire casi estaba jubiloso.
—¡Albión está salvada! ¡Albión está salvada! ¡Y los viles planes de
Arabia han sido burlados! —Continuaba dando saltitos hacia atrás,
acercándose a la única vía de huida que conocía.
Avanzaron por el Salón de Audiencias, amenazándolo.
—¡Una!
La condesa de Scaith dudó, entonces miró a la reina.
—Majestad. Alys Finch está aquí para testificar contra su amo.
—¿Vais a creer en la palabra de esta descarada? —gritó, satírico, Quire,
echando hacia atrás su capa para liberar la espada. Seguía llevando la faja
roja, su concesión a la pasión—. ¿Qué prueba tenéis ninguno de vosotros? —
La espada salió de la funda—. ¿Acaso me habéis visto antes?
Él sabía que ninguno de ellos le había visto en la cripta. Había tenido
mucho cuidado en ocultar siempre su rostro. Pero sabía, con la misma certeza,
que estaba condenado.
—¡Sir Thomas! —La reina estaba exultante, reconociendo al fin al mayor
de los Perrott. Se volvió hacia sir Orlando—. Enviad inmediatamente un
mensajero a Kent. Y otro a Portsmouth.

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—Está hecho, Majestad —contestó Hawes. Se movió hacia Quire, que
estaba junto a la puerta que lo llevaría a sus oficinas, las habitaciones de
Montfallcon—. Nos hemos salvado de la guerra. Pero ahora tenemos que
quitarnos de encima a Quire. De una vez por todas.
—¡Hurra! —gritó Quire, sacando su sombrero del cinturón, aprestando las
plumas y encasquetándoselo.
—La virtud triunfa y el pobre Quire cae en desgracia, ¡cesado sin juicio y
de forma fulminante!
El beso que le lanzó a la sorprendida Gloriana parecía sincero.
Desapareció tras el cortinaje. La puerta se cerró de golpe.
Sir Orlando Hawes y Oubacha Khan corrieron tras él, pidiendo más
ayuda. Quire la había cerrado con llave.
Cuando al final consiguieron entrar en las antiguas estancias de
Montfallcon, no había nada que ver excepto un pequeño fuego que quemaba
en la chimenea y un poco de polvo que se movía en la luz otoñal, como si
Quire se hubiera desvanecido en la estela de un fantasma malicioso.

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Capítulo XXXIII

En el que la reina Gloriana y Una, condesa de Scaith,


rememoran el pasado.

—No me siento culpable —dijo Gloriana sombríamente—, ni creo que deba


sentirme culpable. Pero, tras la masacre, tuve la sensación de que una parte de
mí había muerto. El serrallo se estaba convirtiendo en un museo de
esperanzas fallidas. Mis hijas… —Suspiró—. Nunca fui plenamente
consciente, Una.
La condesa de Scaith, enfundada en un voluminoso vestido de viaje, cogió
la mano de su amiga. Estaban solas en la Sala de Recepción. Gloriana vestía
con colores oscuros que sintonizaban con las sombras de finales del otoño.
Fuera caía una ligera llovizna.
Gloriana contestó a su amiga.
—Pero ¿vos os habéis recuperado, Una?
—Enteramente —contestó la condesa—, comparto una parte de vuestra
duda porque sé que debería haber sentido mucho más miedo. Pero había algo
reconfortante en mi encarcelamiento. Apartó de mí toda responsabilidad.
Toda responsabilidad… Y sir Thomas Perrott, una vez comprendió que era
una amiga, demostró ser un compañero muy amable. Hablamos mucho.
Estábamos enterrados a tal profundidad y la huida era tan imposible que
podíamos escoger todo tipo de temas. En muchos aspectos, fueron unas
vacaciones. En cualquier caso, la esperanza de ser rescatados sólo era remota.
—¿Pero no os quedaréis en la Corte?
—Volveré. Pero no de inmediato. Necesito los aires de Scaith.
—¿Y os lleváis a Oubacha Khan?
—Como mi invitado. —Una sonrió—. Me ha confesado que es soltero.
Una promesa.
—Ajá. Una promesa. —Ella se volvió distante.

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—¿Todavía suspiráis por Quire?
—Es un traidor.
—Perrott no lo cree. Perrott sigue creyendo que ha sido una víctima de
Montfallcon, un instrumento de la tiranía que se rebeló ante su señor.
Gloriana se encogió de hombros.
—Bueno, sea como sea, ahora ambos se han ido.
—No le guardo rencor —dijo Una—. Porque sé que vos lo amáis,
Gloriana.
—Yo no amo nada.
—Amáis a Albión.
—Me amo a mí misma. Los dos son lo mismo. —Su tono no era amargo.
Era peor: era desesperanzado, resignado.
Una dudó:
—Me quedaré. Si pensáis…
Gloriana negó con la cabeza.
—Id a Scaith con vuestro tártaro. —Ella se movía como si fuera una barca
funeraria, que se coloca delante de la ventana y bloquea toda la luz de la
habitación—. Habéis arriesgado vuestra vida por el Reino. No quiero que
arriesguéis vuestra alma por sus símbolos.
—¡Oh, Gloriana!
Las amigas se abrazaron. Una estaba llorando, pero no había lágrimas en
los fríos ojos de la reina.

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Capítulo XXXIV

En el que se invoca una vez más al pasado, y viejos


enemigos resuelven sus diferencias.

Albión, con la guerra abortada y la flota árabe dispersa incluso antes de


encontrarse con Tom Ffynne y los Perrott, conoció de nuevo el optimismo:
los principios de la Caballería habían sido restaurados. La reina hizo planes
para una Visita, lamentando sólo que la condesa de Scaith no pudiese
acompañarla. Sir Orlando Hawes propuso matrimonio a Alys Finch, y fue
aceptado. Había encontrado en ella la inocencia, ahora que había
desaparecido la influencia de Quire. Sir Amadís Cornfield y su esposa fueron
invitados a palacio para recibir leves recriminaciones, aunque el objetivo
principal de la reina era ofrecer al nuevo y sobrio sir Amadís la posición de
Canciller Real, que llevaba consigo un condado. Sir Amadís, sin embargo,
pidió permiso para retirarse a Kent. Dijo que había perdido el gusto por las
cosas del gobierno. Y Gloriana se quedó sola, tan sola como nunca lo había
estado antes; y cada noche suspiraba por su amante villano, y se podía oír su
voz y su llanto por los vacíos túneles y las desiertas criptas del palacio oculto,
aunque nunca más mencionó su nombre, ni siquiera allí, en la oscuridad de su
cama encortinada.
El otoño se fue haciendo cada vez más frío, pero el año seguía siendo
extrañamente cálido. Tartaria se retiró de las fronteras extranjeras. El rey
Casimir fue reelegido rey de Polonia. Lady Yashi Akuya, al perder toda
esperanza en Oubacha Khan, regresó a Nipona. Hassán al-Giafar fue aceptado
como novio de la princesa Sofía, hermana de Rodolfo de Bohemia, y lord
Shahryar fue llamado a Arabia para su ejecución, y pareció consternado
cuando se le indultó. Las últimas hojas empezaron a caer de los árboles y
yacían en capas sobre los caminos. Sir Orlando Hawes fue el escogido para
ser nombrado canciller, cabeza del Consejo Privado, y se convirtió, junto con

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el almirante Ffynne, en el principal consejero de la reina. Maese Gallimari y
Tolcharde montaron una actuación popular de la arlequinada mecánica en el
gran patio, con la asistencia de la reina, los nobles y el pueblo. Sir Ernest
Wheldrake propuso matrimonio, en lacrimógenos versos, a lady Lyst, que lo
aceptó con etílica alegría. El Thane de Hermiston, que inconscientemente
había animado la venganza final de Montfallcon, desapareció en el globo
rugiente de maese Tolcharde y nunca regresó a Albión. El doctor Dee siguió
en sus apartamentos, rechazando cualquier visita, incluso de la misma reina.
Sus experimentos, explicó, eran de la mayor importancia, y no debían ser
presenciados por nadie sin la debida formación. Se le seguía la corriente,
aunque todo el mundo consideraba que la locura se había apoderado de él.
Hubo especulaciones sobre el destino de Montfallcon, pero la mayoría
creía que se había suicidado, y de Quire, que evidentemente había huido a
través de la Puerta de la Araña y había regresado a la clandestinidad antes de
escapar al extranjero. La reina no hablaba nunca de ninguno de los dos. La
condesa de Scaith, como había prometido, no dijo nada sobre Quire y no le
acusó de nada. Sir Thomas Perrott tenía el firme convencimiento de que
Montfallcon era el villano que lo había encarcelado. Sir Orlando Hawes
callaba sobre el tema por dos razones: su tacto natural y la necesidad de
proteger la reputación de su nueva esposa. Josias Priest emigró a Mauritania.
La Corte recobró su antigua alegría contenida, y Gloriana la presidió con
gracia y dignidad, aunque su risa nunca pasaba de educada y sus sonrisas,
cuando aparecían, no eran más que nostálgicas. Era amada como siempre
había sido amada, pero parecía que la pasión, que la había hecho aspirar a la
perfección, la había abandonado. Se había convertido en una diosa, casi en
una estatua viviente, un símbolo firme y amable del Reino. Se acostumbró a
caminar de noche por sus jardines, sin sirvientes, y pasaba la mayor parte de
su tiempo en el laberinto, recorriéndolo una y otra vez, hasta que le fue
totalmente familiar. A veces los sirvientes, mirando desde las ventanas,
podían ver a la luz de la luna su cabeza y hombros sin cuerpo moviéndose,
como si tuviera el poder de la levitación, por encima de los setos de tejo.
El tiempo fue pasando para Gloriana, hora tras lenta y solitaria hora, y no
tomó ningún amante. Su tiempo privado lo pasaba con sir Ernest y lady
Wheldrake y con la única de sus hijas que había sobrevivido, Duessa, cuyo
hijo, muchos años después, heredaría el reino. Aconsejó a Duessa una
moderación que ella nunca había sido capaz de seguir, para equilibrar la fe
romántica con el pragmatismo realista.

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Una noche, cuando se desvestía para meterse en la cama, un sirviente de
palacio llegó a su puerta con un mensaje. Leyó las temblorosas líneas. Era del
doctor Dee. Deseaba verla a solas, decía, porque se estaba muriendo y había
algo en su conciencia que quería comunicarle. Frunció el ceño, preguntándose
si debía hacer una parte del camino con sirvientes, pero decidió que no debía
perder tiempo, pues era posible que el enajenado Dee realmente se estuviera
muriendo. Así, se puso una amplia y pesada bata de brocado por encima del
camisón, introdujo los pies descalzos en zapatillas y se encaminó hacia el Ala
Este, hacia los apartamentos de Dee, llevando consigo una vela. El camino
hacia el Ala Este pasaba por el antiguo y frío Salón del Trono, que se conocía
aún como la Cámara de Hern, en la que siempre había evitado entrar. Empezó
a temblar, odiando el lugar y sus recuerdos. No había estado allí desde la
muerte de su padre. Como a la mayor parte de su generación, le disgustaba el
estilo apuntado o «sarraceno» de la arquitectura, lo encontraba bárbaro e
inhumano. Odiaba tener que entrar en las salas del palacio antiguo, y sólo su
preocupación por su viejo amigo le permitió seguir. Salvo por un solitario
rayo de luz de luna, que iluminaba el tajo y los mosaicos del suelo que lo
rodeaban, formando una piscina, la estancia estaba a oscuras, dominada por
enormes estatuas antropomorfas y por techos irregulares y abovedados. Se
quedó parada. No había nada que temer ahora que la chusma había sido
enviada a las nuevas tierras orientales del Imperio y sólo quedaba un recuerdo
impreciso. Aun así, cuando pasó cerca de la inquietante tarima del trono, oyó
un ruido, levantó la vela para que la luz amarilla cayera sobre los escalones.
Había visto demasiada sangre desde la primavera, en especial en el
serrallo aquella terrible noche. Reconoció el rostro desgreñado y arruinado del
mago, la desdentada boca abriéndose y cerrándose, como si buscase el aire,
los ojos fuertemente cerrados cuando le golpeó la luz. Había sangre en su
barba, sangre en el camisón de dormir desgarrado que vestía, sangre en manos
y piernas.
—Dee… —Subió al estrado y dejó la vela sobre un escalón para poder
acoger su cabeza en el regazo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Un ataque epiléptico?
—Pero ahora podía ver que estaba cubierto de pequeñas heridas por todas
partes. Parecía que le había mordido toda una tribu de ratas—. ¿Podéis
poneros en pie? —Sin duda había estado experimentando con animales, se
dijo. Los animales se habían escapado y lo habían atacado durante la noche.
Él susurró.
—He venido a vos, Majestad. Ella ya no está bajo control. Con Quire
desaparecido… Temía que ella quisiera mataros… también a vos.

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—¿Qué os ha hecho esto? ¿Debo alertar a los guardias de palacio?
—Vos… ella es vos…
Gloriana intentó levantarlo para ver si podía ayudarle a caminar. Era un
anciano pesado. Ahora deliraba y no se dejaba levantar. Ella le sonrió
mientras intentaba ponerlo de pie.
—¿Yo? Existe un solo yo, doctor Dee. Venid conmigo, os lo suplico.
Dee consiguió levantarse apoyándose en los hombros de Gloriana. Él
abrió los ojos y ella vio en su expresión la mirada de un amante que estaba
íntimamente familiarizado con sus expresiones. Gloriana tuvo miedo. Dee la
miró de hito en hito:
—Ella era vos. Pero se volvió loca. Al principio era tan dócil. Quire la
hizo para mí. Carne. Su cuerpo era exactamente igual que el vuestro. Él era un
genio. Intenté el mismo experimento, en metal, pero fracasé, como fracasó
maese Tolcharde. Entonces Quire… se desvaneció. No podía seguir
pagándole, supongo, con pociones, con venenos…
—¿Quire hizo qué?
—Él la hizo, ¡la hizo! Una réplica perfecta. Yo estaba avergonzado.
Quería confesar. Pero estaba demasiado comprometido. Ella me consoló tan
bien durante tanto tiempo, Majestad. No podía teneros, pero ella era casi vos.
—¿Casi? —Ella siempre había sabido que Dee continuaba deseándola con
locura—. Oh, doctor Dee, ¿qué habéis hecho y cómo os ha arruinado Quire?
—Ella… se perdió en la locura. Me atacó. La dejé inconsciente. Los
filtros que Quire me dio para ella se acabaron y temía experimentar con otros,
aunque lo intenté. Ella ya era inestable. Ahora quiere matarme, Majestad.
Quiere matarme por usarla, por poseerla una y otra vez; así me lo dijo.
Aunque fue hecha para ese uso. Fue como si despertara, como si estuviera
realmente viva…
—¿Dónde está? —Gloriana no intentó seguir sus delirios.
—Me siguió hasta aquí abajo. Está… por allí. —Hizo un movimiento con
la cabeza.
Ella levantó la vela y vio una sombra oscura sobre las piedras, tras las
estatuas antropomorfas. Él empezó a temblar.
—Venid —le dijo ella—. Levantaos.
—No puedo. Es mejor que os vayáis ahora, Majestad. Me he confesado
con vos. No me odiéis por esto. Mi intención era buena y, hasta el final,
siempre he estado a vuestro servicio, como sabéis. Los venenos… me
arrepiento de los venenos. Permití que Quire me manipulara a su antojo.

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Les llegó un gran ruido, como si algo pesado y metálico se estuviera
arrastrando sobre las losas del mosaico, pero la sombra seguía inmóvil donde
estaba.
Gloriana no pudo ver la fuente del ruido hasta que, de pronto, en el rayo
de luz de luna que caía sobre el familiar tajo de piedra, apareció un anciano
revestido de hierro, con una antigua armadura y una enorme espada negra,
construida para blandirse a dos manos, apoyada en el hombro. Sus ojos rojos,
habituados a la ira, ardían como el fuego. En su rostro, los pómulos se
hundían bajo la larga barba. Era Montfallcon, vestido con la armadura de su
juventud.
—Él inventó para mí el más perfecto de los simulacros —prosiguió Dee,
que no se había dado cuenta de la presencia del recién llegado—. Una criatura
sin alma. Sin embargo, la podía adorar, ¡era mía! Podía tocarla y no sentirme
culpable. O casi…
—¡¡Cómo pudiste creer una sandez como ésa!! —La grave y helada voz
de Montfallcon resonó en la sala cuando se volvió a observar la sombra, que
ahora, ante el sonido, empezó a rebullir—. ¡Viejo loco! Ésa es una mujer de
verdad.
Dee empezó a respirar con rapidez, dominado por la ansiedad.
—¡No, no, Montfallcon! ¡No puede existir una gemela! Nunca hubo
ninguna historia de una gemela o la habría oído. Y todos presenciaron el
parto, ¿no? Ah —sonrió—, ¿quizá de otro mundo, como soñé una vez? ¿Es
allí donde la consiguió Quire?
—¡Sólo existe este mundo, maldito seas! —Montfallcon se arrastró unos
pocos pasos más, hasta apoyarse en el tajo—. ¡Imbécil! ¡Es la madre de
Gloriana!
—¿Flana? —La voz de Dee se fue debilitando—. Flana murió al dar a luz.
—No murió. Yo fui testigo de su violación, y fui testigo del resultado de
la misma nueve meses después. Ella tenía trece años cuando dio a luz a la
reina. Todos fuimos obligados a presenciar… ambos eventos. Hern estaba
orgulloso de sí mismo. Después de todo, fue la única vez, hasta entonces, que
había sido capaz de penetrar a una mujer. Por alguna razón, Flana, que era mi
hija, fue capaz de atraerlo. ¿Flana?
La sombra gimió.
Gloriana empezó a levantarse. No quería escuchar aquella historia. Y
ahora todos ellos la aterrorizaban. Montfallcon habló con cansancio.
—Fue sobre esta piedra de sacrificio donde violó a mi hija, y en esta
piedra violó también a mi nieta. Dos veces en su vida fue capaz de consumar

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ese acto. Y yo los presencié a ambos. La sangre siempre ha sido mala, por
ambas partes. Ahora lo sé. Intenté borrar ese conocimiento de mí. Yo empujé
a Gloriana a su posición. Pero la sangre era corrupta. Ahora todo ha pasado.
Yo he sido destruido, odiado por todos, porque amaba a Albión. La historia
recordará a vuestro más leal servidor, Majestad, como a un villano.
La sombra se levantó, murmurando consigo misma. Gloriana se había
quedado helada. Su boca y sus ojos se negaban a cerrarse.
Montfallcon hizo un gesto hacia la mujer loca.
—Ven, Flana. Ven con tu padre y con tu hija.
Flana se aproximó a la luz con una gracia peculiar. Parecía joven, como a
veces lo parecen los locos, aunque su rostro estaba devastado y el cabello,
castaño rojizo como el de su hija, mostraba mechones encanecidos en algunas
zonas.
—Aquí está —dijo Montfallcon—. Se refugió en las criptas tras vuestro
nacimiento, Gloriana, y estuvo allí hasta que Quire la atrapó, la drogó y la
entregó a Dee a cambio de sus secretos y de sus filtros. Debería haberla
encontrado mucho antes que ese maldito, pero rechacé que se llevasen a cabo
expediciones en las criptas por la misma razón que vos. Me negué a aceptar
que Flana hubiera sobrevivido. Ella te quería. Quizás aún te quiera. ¿Quieres
a tu pequeñina, Flana?
—No —dijo la loca en una voz terrible y dura—. Ha sido mala. Exilió a
su único pretendiente verdadero.
—Flana vio cómo Hern os violaba. Lo presenció desde su escondite
dentro de las paredes —explicó Montfallcon—. Él esperó hasta que teníais
exactamente la misma edad, y os violó el día de vuestro cumpleaños. ¿Lo
recordáis, Gloriana?
—Mientras la Corte miraba. Esa Corte lasciva. —Añadió—: Lo recuerdo.
Madre…
La loca corrió hacia Montfallcon, que la cogió del brazo y dijo:
—Arrodíllate.
Con él se mostraba totalmente pasiva. Flana miró a su padre a los ojos. A
sus ojos de héroe. Ella sonrió y se arrodilló.
Colocó su cabeza sobre el tajo, y la espada de Montfallcon se alzó sin
vacilar:
—¡No! —gritó Gloriana.
El mandoble cayó. La pelirroja cabeza se separó de los hombros. Dee
gimoteó y, con el rostro desencajado, murió en los brazos de Gloriana.

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—Vuestra… propia carne —empezó a decir la reina—. ¿Por qué? —Dejó
a Dee en el suelo y, sin apartar la vista de Montfallcon, empezó a subir las
escaleras arrastrándose, una a una, alejándose de los cadáveres.
—Carne corrupta —explicó Montfallcon con ecuanimidad, descansando
de nuevo la espada en su hombro y mirando a su víctima—. Debería haber
muerto cuando lo hicieron el resto de las muchachas. Pero accedió a la
propuesta de Hern para salvar su vida. No pude detenerla entonces. Cuando
vos nacisteis, tuve la esperanza de que hubierais venido a redimir todo lo que
había ocurrido en este lugar. Pero vos la seguisteis en la corrupción, desde
muy temprano. Mi esposa y mis hijos fueron los siguientes. Yo no quería que
corrompiera a los muchachos o a mi esposa, ¿sabéis? Vuestro padre tenía una
pobre imaginación, como la mayoría de los monstruos. ¡Lo que era estar en
poder de una bestia sin cerebro! Sin embargo, esperé. Hice mis planes,
desarrollé mi ambición. Quería que fuerais la criatura dorada que daría
sentido a todos mis sufrimientos. Vos y Albión. Y durante casi trece años
pareció que mi trabajo, mis sacrificios, valían la pena, y que juntos
alcanzaríamos una Edad de la Virtud. Entonces vos, vos…, también, os
entregasteis a un monstruo. Y ahora no puedo más que mataros y acabar con
todo.
Ella esperaba ese momento. Sabía que era inútil apelar a su piedad.
Empezó a subir los escalones que conducían al trono de Hern, uno a uno, cada
vez más rápido, mientras Montfallcon la seguía, en rechinantes hierros, los
ojos fijos en su cuello. Ella llegó al trono y estaba sentada en él antes de que
se diera cuenta. Él se quedó parado.
—Todo podrá volver a empezar pronto —dijo él—. Con la sangre
corrupta extinguida de una vez por todas.
La imagen de Duessa, su hija superviviente, le vino a la mente.
—Venid —dijo haciendo un gesto hacia el tajo—. Debéis morir donde
fuisteis concebida. Nunca deberíais haber existido. Sois una pesadilla para
Albión.
La reina dio un grito ahogado, rogando no tanto por su vida como por su
alma, por la vida de la única hija que, en ese momento, Montfallcon no sabía
que se había salvado de la masacre.
—Pecado tras pecado —dijo él—. Lo debería haber parado entonces.
Prosiguió durante demasiado tiempo, y casi lleva a Albión a la ruina. Venid…
—No.
Montfallcon extendió su anciana y enguantada mano y la cogió casi con
gentileza por la muñeca.

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—Venid.
Su gran fuerza la había abandonado. Se sintió en paz consigo misma. Se
levantó y fue obediente. A sus pies, la vela empezó a parpadear.
Gloriana llegó al círculo de luz de luna. Con su mano aún en la de él,
Montfallcon apartó del tajo el cuerpo descabezado de su madre. Gloriana,
desvaneciéndose, cayó de rodillas. Cayó sobre un charco de sangre.
Desde la galería, una voz fría y divertida la llamó.
—Vaya, Gloriana, veo que has encontrado a tu viejo amigo.
Montfallcon gruñó y buscó el origen de aquella voz.
—Aquí estoy —dijo Quire en un tono casi amable, como si se dirigiera a
Gloriana y no a Montfallcon—. Me ha estado buscando durante semanas. Ése
es el juego con el que hemos estado entreteniéndonos, Montfallcon y yo, en
las criptas de palacio.
—¡Quire! —Ella se liberó y empezó a arrastrase de nuevo hacia el
estrado.
Montfallcon tropezó con el cuerpo de su hija, se equilibró y levantó la
espada para asestar un golpe mortal.
Entonces Quire bajó las escaleras volando, con su propio acero en la
mano, su capa negra volando tras él y el sombrero echado hacia atrás, con su
espesa cabellera saltando alrededor de su largo rostro, lanzándose hacia
Montfallcon como un terrier tras un oso, hasta que se situó sonriendo entre
ellos.
—Aquí estoy, Mont, aquí me tienes por fin.
El mandoble cayó, silbando, para golpear con todo su peso contra la
guardia de Quire. Montfallcon gritó con horroroso regocijo cuando Quire
cayó. El capitán se sostuvo con la mano libre e intentó alcanzar la daga en la
funda sobre su cadera, pero se había deslizado alrededor de la cintura y estaba
fuera de su alcance, de modo que se agachó para evitar un segundo golpe y se
levantó a las espaldas de Montfallcon, que se dio la vuelta con un golpe que
habría cortado a Quire en dos a la altura del muslo. Pero Quire se había
movido hacia atrás, lanzando su respuesta hacia la única carne desguarnecida
de Montfallcon: su rostro demacrado y ceniciento. La espada rasgó la mejilla
de Montfallcon, justo debajo del ojo, pero fue rechazada con un brazo de
hierro. El espadón se volvió a alzar.
Gloriana les gritó:
—¡No! —No podía tolerar más muertes. Antes prefería morir ella misma.
Quire estaba sonriendo cuando su fina hoja alcanzó el ojo derecho de
Montfallcon y atravesó su cerebro.

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El estrépito de la caída del anciano señor se repitió como un eco una y
otra vez en la mente de Gloriana. Ella se tapó las orejas. Cerró los ojos.
Estaba llorando, gemía y lloraba desconsolada.
A través de la oscuridad, Quire dio unos pasos hacia Gloriana, que
empezó a retroceder hacia el trono, tan asustada de él como lo había estado de
su abuelo.
Quire se quedó parado.
—Te he salvado, Glory.
—Eso no importa —contestó ella.
—¿Qué? ¿No queda nada de gratitud? ¿Ningún amor?
—Nada —contestó—. Me enseñaste bien. Me enseñaste a quererme sólo a
mí misma.
Él estaba complacido con su victoria sobre Montfallcon. Avanzó llevado
por su antigua arrogancia.
—Pero hoy soy un héroe, no un villano. ¿Seguramente me he reivindicado
un poco, no? Un beso, al menos, Glory. Para tu Quire, que te ama tiernamente
y siempre lo hará.
—¡Eres un mentiroso compulsivo! Tú no puedes amar. Eres una criatura
hecha por entero de odio. Puedes imitar cualquier emoción, pero eres incapaz
de sentir ninguna.
Él pareció considerarlo.
—Es verdad —asintió—. Así ha sido siempre. —Se siguió aproximando
—. Pero ahora sé que te amo. —Enfundó la espada—. Me iré. Sé que debo
irme. Sólo dame las gracias, Gloriana.
—¿Cuánto tiempo has estado ahí? ¿Cuánto tiempo has estado mirando?
¿Dejaste que el drama siguiera adelante hasta alcanzar su clímax antes de
actuar? ¿No podrías haber salvado la vida de la pobre criatura, de mi madre, a
la que has utilizado con semejante maldad?
—Dee la encontraba placentera y, mientras su mente estuvo adormecida
por lo que le di, Flana se sintió amada. Estaba complacida con Dee, y fueron
felices durante bastantes meses. Más felices de lo que lo habían sido nunca. Y
ella mató al doctor Dee, no lo olvides.
—Podrías haberla salvado…
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué?
—Entonces, sigues siendo el desalmado Quire…
—Sigo siendo un tipo práctico, lo sé. Muchos otros, antes que tú, me han
acusado falsamente. Mi nombre es Arturus Quire. Soy un estudioso y un

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soldado de buena familia.
—Y el más poderoso y más malvado de los bribones de Albión. —Ella se
burlaba de él—. No obtendrás ningún beso de mí, Quire. ¡Eres un desertor!
Huiste. Y con ello perdiste mi apoyo.
—¿Qué? ¿Con todos esos testigos acusándome? Actué con prudencia, sin
lugar a dudas. —Quire avanzó otro paso.
Gloriana sonrió.
—Nadie te acusa ahora. Ésta es la verdadera ironía. ¡Tus víctimas te
perdonan o no quieren creer que tú eres la causa de sus miserias! —
Retrocedió.
Él se paró y puso las manos en las caderas.
—Nunca me ha gustado jugar al héroe. Se me enseñó que cuando uno
salva a una dama de la muerte, uno recibe un favor. —Su tono se volvió serio
—. Te quiero a ti, Gloriana.
—No puedes tenerme, capitán Quire. Soy la reina de Albión. No soy
mortal. Además, me enseñaste a odiar. Antes desconocía esa emoción.
Él empezó a perder la paciencia.
—He esperado por ti. He sido paciente. Te enseñé a ser fuerte. Y tú me
enseñaste a amar. Pon tus condiciones. Las aceptaré. Te amo, Gloriana.
—La paciencia no tiene más recompensa que ella misma —replicó ella,
todavía atemorizada—. Solía entregarme a cualquiera cuyas entrañas le
dolieran un poco, porque sabía lo que era el dolor. He soportado tanto dolor,
Quire. Entonces lo expulsaste de mí y me perdí. Ahora vuelvo a sentirlo, pero
no siento ninguna lástima por ti o por cualquier otro. Prefiero sufrir a
satisfacer la lujuria de los demás, porque, cuando esa lujuria está satisfecha,
yo siempre sigo sufriendo.
—En el amor cortés, la consumación ofrece un solo fruto: la culpa —dijo
él con indiferencia. Volvió a desenfundar la espada. Le hizo una señal—. Ven
a mí, Gloriana. —La fulminó con la mirada.
—Ahora me amenazas. Con la misma muerte de la que me has salvado,
algo que al parecer te hace sentir muy orgulloso. Muy bien, capitán Quire.
Volveré al tajo por ti. —Empezó a bajar.
Él gruñó y la cogió con las dos manos, soltando la hoja.
—¡Gloriana!
—Capitán Quire. —Se había quedado petrificada entre sus manos.
Él dejó caer las manos.
Gloriana pasó a su lado, atravesó los viejos y embrujados pasillos, y salió
a los jardines, que seguían oliendo al cálido otoño.

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Cruzó los jardines y atravesó su portón privado. Pasó al lado del laberinto,
de las silenciosas fuentes, de las flores moribundas. Entró en su dormitorio.
Quire no la había seguido.
Recordando su ansiedad, pensó en su hija, entró en las antiguas estancias
secretas y se enfrentó a la puerta del serrallo.
La atravesó pisando una blanda alfombra y entró en la tranquilizadora
oscuridad. Ahora no vivía nadie aquí. Recordó que había enviado a su hija a
Sussex. Cuando se dio la vuelta para volver a su alcoba, se quedó parada. De
repente, la asaltaron miles de imágenes sangrientas.
—¡No…!
En la más completa oscuridad del serrallo, se dejó caer en los cojines y
empezó a llorar.
—¡Quire!
Quire habló desde algún lugar.
—Gloriana.
Un engaño. Ella levantó la mirada. Bajo el arco que conducía a la
siguiente bóveda, ardía una vela. Se movía hacia ella; la pálida luz iluminaba
el torturado rostro de Quire.
Gloriana se levantó, de nuevo petrificada.
Quire suspiró y colocó la vela en uno de los soportes, en el contrafuerte.
—Te amo… Quiero tenerte. Es… mi derecho.
—Tú no tienes ningún derecho. Eres un asesino, un espía, un impostor…
—¿Me odias?
—Te conozco. Eres egoísta. No tienes corazón.
—Basta —cortó él—. No fue mi deseo. Traicioné todas mis creencias.
Pero tú me enseñaste a creer en el amor, a aceptarlo. ¿No aceptarás el mío?
—Yo amo a Albión. Nada más que Albión. Y Gloriana es Albión.
—Entonces, ¿debo violar a Albión? —Blandió su espada y puso la punta
en su cuello. Ella se apoyó en ella, retándolo a que la matase.
—En eso ya has fracasado —le dijo ella.
Él la fulminó con la mirada. Tomó un pliegue de su bata de brocado y se
la arrancó. Encontró el camisón que había debajo y también se lo arrancó.
Arrancó y arrancó hasta que todas sus ropas hubieron desaparecido, y aun así
ella seguía sin moverse, pero lo miraba con odio a la cara. Él magreó sus
pechos y nalgas, su vientre, su boca. Ella no se movió, excepto para
equilibrarse un poco cuando él intentó hacerla caer.
La tiró sobre los cojines. Separó sus piernas. Se bajó los pantalones para
mostrar lo que ella había visto tantas veces antes. Ella contuvo el llanto,

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aunque las lágrimas trataban de saltar. Él la penetró. Por encima de su
hombro, ella vio el cuchillo enfundado en su cinturón. Alargó la mano y lo
alcanzó. Lo blandió mientras él gruñía, maldecía, besaba y apretaba. Ella lo
levantó, mirando la luz de la vela que se encontraba más allá, y de repente
apareció la imagen de piedras manchadas de sangre, afilada, negra y dura, que
tantas veces había visto en sus sueños. La imagen se difuminó. Ella no se
preocupaba por nada más que ella misma. Y entonces empezó a temblar,
pensando que todo el palacio se movía, que el techo se iba a caer. Y jadeó.
Sonidos pequeños, sorprendidos e infantiles salieron de su garganta. Su
cuerpo se llenó de un calor ardiente.
—¡Oh! —Llena de asombro, lo besó—. ¡Quire!
Tembló con fuerza y conoció la alegría; era como si recibiera la
recompensa por cada uno de los fracasos que había tenido; de su garganta
salió un grito tan agudo y potente que llenó el espacio y resonó por todo el
palacio, tal vez incluso por toda Albión, cuando alcanzó el clímax.
Y la daga que seguía sosteniendo en la mano bajó con una fuerza
tremenda, de manera que atravesó la suave seda de los cojines y se partió en
las piedras del serrallo.
Quire saltó hacia atrás, indiferente a su placer incompleto, y su rostro
parecía repentinamente inocente; parecía que todos los pecados habían sido
limpiados de su alma de un plumazo. Y soltó una carcajada, que coincidió con
el eco moribundo de su grito.
—¡Ja! ¡Gloriana!
Entonces, henchida de felicidad, Gloriana empezó a llorar.
—Oh, Quire. Los dos… nos hemos redimido.

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Capítulo XXXV

En el que Albión inicia una Nueva Edad Dorada de


Moderación, en la que los principios del amor y la
razón se equilibran mutuamente.

Como la calidez del otoño finalmente debe dar paso al frío del invierno, así la
luna del Romance debe desposar al sol de la Razón y Gloriana, reina de
Albión, desposarse con su príncipe Arturo de Valentía, siendo causa de
muchas celebraciones a lo largo y ancho del Imperio, porque fue revelado,
por medio de sir Thomas Ffynne, el Gran Almirante de la Reina, que el
capitán Arturus Quire era, de hecho, su pupilo, el último de los hijos
supervivientes de lord Montfallcon, cuya familia fue masacrada por el rey
Hern. La historia del origen humilde del capitán Quire y de cómo llegó a la
Corte, participando en las festividades y ganándose la atención, y después, el
amor de la reina, estaba en boca de todos, como también que los enemigos de
Quire conspiraron contra él. El propio lord Montfallcon, sin conocer la
verdadera cuna de Quire, utilizó todo su poder contra él y contra otros,
incluido sir Thomas Perrott, y después se suicidó cuando se dio cuenta de la
verdad, que había intentado destruir a su propio sobrino. La historia explicaría
cómo Quire, casi con sus solas manos, salvó al Reino reconciliando a la reina,
a las facciones rivales, a Albión y a todo el mundo.
Los principios de la Caballería florecerían de nuevo, pero bajo la
protección de un orden más práctico gracias a la influencia del príncipe
Arturus, porque el Imperio sería gobernado desde el amor a la justicia y la
igualdad, y todos los hombres, desde los reyes hasta el súbdito más humilde,
deberían defender la integridad de esos principios.
Gloriana y Arturus se casarían en noviembre, a tiempo para iniciar una
Visita por todo el Reino que duraría hasta las Navidades. Y, mientras
estuvieran fuera, las paredes del gran palacio debían descubrirse, con todas las

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antiguas habitaciones, y llevar luz a cada rincón, y los vagabundos que
siguieran malviviendo en las criptas debían alojarse en hosterías
especialmente preparadas para ellos. Una gran parte del palacio oculto hasta
ahora debía abrirse a los ciudadanos de Londres, para su uso público.
El príncipe Arturus y la reina Gloriana iniciarían su Visita embarcando en
la Barcaza Real, la vieja Barcaza Dorada de los ancestros de la reina,
descendiendo por el río hacia el mar, para encontrarse con sir Amadís
Cornfield y sus parientes Perrott, cuyas tierras incluyen el gran estuario.
Zarparían del muelle de Charing Cross en su alta y dorada galera, entre
riberas pobladas de desnudos olmos. A través de las abundantes y muertas
hojas que acogían los cascos de sus caballos marrones y negros, los caballeros
cabalgarían por ambas orillas para escoltar a la barcaza real. Los caballeros
vestirían armaduras de oro oscuro y plata, las rojizas sobrevestes y las lanzas
erectas lucirían todas las grandes armas caballerescas de Albión. Y la reina
miraría a lo largo del río, más allá de las murallas de Londres, donde las
colinas se visten de verde oscuro y amarillo, y se giraría hacia su consorte,
que vestiría de terciopelo negro y llevaría una discreta corona de rubíes casi
negros y oro, y ella lo abrazaría y le diría:
—¡Oh, mi amor! ¡En qué rey tan sobrio te has convertido!
Y tras ellos estará el palacio, con sus brillantes cúpulas y tejados subiendo
y bajando como una elegante marea, con sus torres y minaretes alzados como
mástiles apuntando a los cielos.

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EPÍLOGO PARA ESTA EDICIÓN
Palacios encantados
y cálices envenenados

El mundo de Gloriana

A pesar de la gratificante acogida de la prensa y de la concesión de


numerosos premios, esta novela tuvo un duro estreno en 1978, cuando fue
publicada en Inglaterra. El Times Literary Supplement le dedicó una reseña
muy desfavorable de cierta extensión, y asimismo, varias caras famosas que
aparecieron en televisión dijeron que mi obra les parecía detestable. Germaine
Greer, torciendo los labios como sólo ella sabe hacerlo, y Yehudi Menuhin,
estremeciéndose de desagrado como sólo él sabe estremecerse, afirmaron que
daba asco, aunque admitían que no la habían leído. Llegué a pensar que tenía
una mofeta en la mano hasta que las cosas empezaron a mejorar y llegaron
algunas reseñas algo más positivas. Angela Cárter, Carolyn Slaughter y D.
M. Thomas fueron muy amables con mi obra, y Peter Ackroyd no sólo la
alabó en la prensa, sino que también lo hizo en la televisión y en la radio. El
hecho es que se convirtió en un bestseller en el Reino Unido y en Polonia, y
tuvo un montón de ediciones en el extranjero, y me complace decir que no ha
sido descatalogada en Inglaterra desde su publicación. De hecho, en la
actualidad existen dos ediciones diferentes en el Reino Unido, desde que fue
incluida, para mi gran satisfacción, en la excelente serie Fantasy
Masterworks[1]. Menciono todo esto con la debida humildad, espero, pues mi
libro se inspiraba en dos libros que admiro mucho, unas indiscutibles obras
maestras que sentaron cátedra cuando fueron publicadas, con casi cuatro
siglos de diferencia. La primera es La Reina de las Hadas, de Spenser[2], y la
segunda es Titus Groan, de Peake[3].

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Ni que decir tiene que nunca tuve el placer de conocer a Spenser, pero
conocía bien a Peake, quien fue muy amable conmigo cuando me encontré
con él por primera vez, siendo un muchacho, en la década de 1950.
Posteriormente fuimos amigos y, cuando desarrolló su terrible enfermedad,
me obsesioné con hacer todo lo posible para mantener vivo su nombre y su
obra, porque temporalmente había pasado de moda. Estoy especialmente
orgulloso del hecho de que, junto a Oliver Caldecott, que murió hace unos
años, desempeñé un papel decisivo en la publicación de la serie de Titus
como un Penguin Modern Classic, lo que le aseguraba, por fin, una gran
audiencia[4]. Peake era un verdadero genio, que dibujaba y pintaba con tanta
maestría como escribía sus libros y poemas. Tuve mucha suerte de conocerle,
a él y a su familia. Su esposa, Maeve Gilmore, era una artista extraordinaria
por derecho propio, como su hijo Fabian y, en el momento de escribir estas
líneas, estoy preparando una biografía, con contribuciones de sus hijos
Sebastian, Fabian y Clare, en la que abordo el amor que Mervyn y Maeve
sintieron el uno por el otro y en la que intento también mostrar cómo ese amor
fue puesto a prueba durante los últimos años. Él estableció una norma, como
hombre y como artista, que me sirvió como modelo a lo largo de mi vida
adulta. Fue Peake el que hizo que me diera cuenta de que era posible afrontar
temas realmente humanos a través de la fantasía, y puesto que mis primeras
obras fantásticas no eran sino los típicos libros de aventuras, quería escribir al
menos un libro que reflejara sus consejos.
En una serie de artículos que escribí para la revista británica Science
Fantasy, titulada «Aspectos de la Fantasía», había jugado con la idea de lo
que Harry Levin llama «los lugares encantados de la mente»; formo parte de
una generación que no sólo reconoce que las fábulas surrealistas de Kafka
tienen un significado psicológico y filosófico, sino que también analiza la
mayor parte del arte fantástico relacionándolo con el inconsciente y con la
sociedad que refleja. Como Peake, había crecido con El progreso del
peregrino, la gran alegoría moral de Bunyan[5], e inocentemente pensaba que
todos los libros debían tener como mínimo dos niveles de significado. Leí las
historias de Gormenghast bajo esta luz, aunque el mismo Peake negaba
cualquier intención secundaria, y así lo hice también con Lovecraft y otros
autores de fantasía que asimismo negaban cualquier intento deliberado de
literatura simbólica. En «Aspectos de la Fantasía», algunas de cuyas partes
fueron la base de mi ensayo largo «Hechicería y Romance Salvaje», señalé
que Gormenghast acaso representaba un cráneo humano, así como la maraña

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de calles tortuosas y catacumbas que había en su interior simbolizaban las
tareas de la psique.
De forma similar, leí a Spenser como la alegoría que él quería que fuese,
interpretando que versaba sobre la virtud de la caballería cristiana
personificada (como yo la veía en la persona de Gloriana) en la Reina de las
Hadas, Isabel I de Inglaterra. Los habitantes de su corte de hadas eran, en
muchos casos, figuras reconocibles para su audiencia contemporánea, y
Spenser estaba alabando a Isabel por lo que él decidió que eran sus virtudes
ideales y, en consecuencia, las virtudes de su Inglaterra. Que esto era un
documento político, con la misma intención que las varias Tablas Redondas
«artúricas» y otras historias caballerescas creadas por los autores de la época
isabelina en el momento del nacimiento del Imperio Británico tal como lo
conocemos, está fuera de discusión. Si el Orlando Furioso de Ariosto es
posiblemente el mejor y más completo modelo, yo no discrepo en nada con él.
Pero, siendo el acérrimo antiimperialista que soy, sí que tengo mucho que
discutir con Spenser, tan intensamente como intenso es mi aprecio por su
obra.
Originalmente leí a Spenser y a Ariosto en ediciones dirigidas a jóvenes
lectores. Entonces había aceptado los principios morales que ofrecían sin
cuestionarlos (sigo estando un poco colgado de los relatos sobre noble
autosacrificio). Sin duda, absorbí, como hacen todos los colegiales ingleses,
los argumentos de Marlowe y Shakespeare sobre la divinidad de los reyes. Sin
embargo, a medida que fui envejeciendo, aunque nunca perdí mi entusiasmo
por ellos, el mundo se volvió más complejo y aprendí a cuestionar algunas de
sus asunciones. Empecé a darme cuenta de que el idealismo que ofrecían
estaba un poco en contradicción con mi experiencia, porque crecí en una
época en la que estaban en cuestión los fundamentos del imperialismo
británico. La pompa del mundo Victoriano estaba dando paso a la
racionalidad de gente como Aldous Huxley y George Orwell, que
comprendían con qué facilidad nuestro idealismo se podía uncir al servicio de
los intereses y privilegios de los poderosos.
Durante mis primeros quince o veinte años fui testigo de la desaparición
del Imperio Británico, a medida que más y más territorios reclamaban su
independencia. Mis contemporáneos veían a nuestras tropas comprometidas
en tareas de «policía» en países donde ya no eran bienvenidas, donde no
habían estado nunca. El Imperio se estaba desmoronando, y nos dimos cuenta
de lo impopulares que nos había hecho durante todos esos años en los que nos
habían dicho cuán agradecidas estaban las «razas inferiores sin ley»[6] por la

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benigna protección de la Union Jack. Cada vez más, los medios empezaron a
explicar con qué mezcla de ilusión y fuerza se había mantenido esa impresión.
Cuando empecé a escribir mi propia ficción, me centré conscientemente a
medias en imperios antiguos (como el de Elric de Melniboné) que habían
entrado en decadencia; en la pompa y la ceremonia que los mantenía en su
poder y su gloria; en las mentiras y las violencias que habían aplastado a la
disidencia. Mis historias del teniente Gastable y los gigantescos aviones de la
Paz Británica, de Jerry Cornelius y los cínicos argumentos de la autoridad
desacreditada, del cruel Imperio de Gran Breton, fueron todas variaciones
sobre el mismo tema, de la misma forma en que Gloriana explicaba la
historia de una mujer que personificaba el Estado en público pero que estaba
llena de dolor, frustración y confusión en privado.
«Por la caballería el Estado mantenido», canta Montfallcon en la
incompleta versión musical de Gloriana que escribí con Peter Pavli, que
mantiene deliberadamente el título de la ópera de Britten, aunque dándole
otro enfoque al material. «El estadista es un prestidigitador que realiza
maravillas para la Corona, se inclina y sonríe, equilibra y teje», continuaba,
haciendo quizás una de las primeras referencias a los maestros del arte de la
política, anticipando las habilidades de ilusionista de los media modernos y
sus esfuerzos para manipular nuestros sentimientos en beneficio de sus
intereses, justificando dichos intereses, quizá con razón, como los nuestros.
En una democracia populista y aparentemente transparente, el gobierno tiene
que recurrir a cada vez mayores malabarismos para persuadirnos de la
intención virtuosa de su realpolitik. En Gloriana, me preguntaba si el fin
siempre justificaba los medios, o si un artificio basado en el mito al final
destruía lo que intentaba defender, aunque al principio pareciese exitoso.
Gloriana no es un cuento moral en sentido estricto; de hecho, ofrece una
argumentación contra el noble ideal spenseriano, contra las nociones de
caballería renacida que aún ofrecen en ocasiones nuestras grandes figuras
públicas. Pocas personas inteligentes creen hoy en día en la retórica de nobles
cruzadas imperiales, o incluso en el heroico autosacrificio del tipo que
Alexander Korda o John Ford convirtieron en películas durante la década de
1930. Los realistas que se sientan en los sillones del Parlamento han leído las
novelas de John Le Carré o visto El Ala Oeste de la Casa Blanca.
Comprendemos ese «interés general» inteligente, incluso cuando no siempre
comprendemos algunas de las guerras en las que participamos. También
sabemos algo de intolerancia y fanatismo, y lo que dicen defender. Así,
Gloriana no quería descubrir nada en ese sentido. Hasta cierto punto, trata de

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la autodecepción en la medida que acepta la necesidad de equilibrar la alta
moralidad con el «vil pragmatismo».
Gloriana misma está basada en una de mis ex amantes, una mujer de
poder aristocrático heredado y conciencia liberal, mientras que Quire tiene en
él algo de Marlowe, y otros muchos personajes están basados en una variedad
de amigos, enemigos y conocidos.
Tras Bunyan, Peake ha sido mi principal inspiración para escribir fantasía
adulta, y he pretendido rendirle homenaje, darle las gracias por lo que ha
significado para mí. Él ha inspirado muchas de mis fantasías heroicas, así
como mi primeriza novela alegórica The Golden Barge, que no creo que le
hiciera justicia.
Gloriana pretendía ser mi última fantasía. Por aquel entonces ya estaba
planeando lo que se iba a convertir en Byzantium Endures y en los volúmenes
que le seguirían, que trata sobre el mundo que ha permitido el holocausto
nazi. También estaba en el taller The Brothel in Rosenstrasse, sobre la
obsesión sexual y sobre el lenguaje que nos lleva a la guerra y a sus
incontrolables consecuencias, la comprensión de que el control de la retórica
no es el control del mundo, y Mother London, otro homenaje, esta vez a mi
ciudad de nacimiento. La fantasía que quería escribir se iba a convertir
progresivamente en una especie de fábula moral, con libros como The
Warhound and the World’s Pain o The War Amongst the Angels. En cierto
sentido, Gloriana marcó un punto de inflexión y sigue siendo algo así como
un canto de cisne, un adiós cariñoso a todo lo maravilloso y exótico, a la
fantasía según la definición clásica de Coleridge, aunque no a la imaginación.
Casi todo lo que he escrito después ha puesto la fantasía al servicio de la
imaginación. Si Breakfast in the Ruins fue un intento deliberado de
enfrentarme a todos los fantasmas y demonios que moran en mi inconsciente,
Gloriaría fue una manera de decirle adiós a la mayoría de ellos.
Albión, con sus templos platónicos y chiflados alquimistas como John
Dee, no es una «Inglaterra alternativa» en un sentido genérico, sino una
construcción fabulosa, una versión de cómo sería lo mejor de una nación en la
perspectiva de una pluma del siglo XVII. No intentaba imitar el lenguaje y los
pensamientos de la época isabelina, sino reflejar las actitudes y el estilo de la
Inglaterra carolingia tardía. En esto las maneras de Defoe y Marvell fueron
una gran influencia. Mis parodias de Spenser (especialmente los Cantos de
Mutabilidad) y la poesía cortesana del siglo XVI parten de esa perspectiva,
cuando los intereses prácticos y comerciales dominaban ya el pensamiento de
los incipientes imperialistas.

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El libro apareció, como he dicho, con división de opiniones, algunas
comprensivas y argumentadas y otras no, pero nadie, ni siquiera Germaine
Greer (más superficial que objetiva), objetó nada contra una escena de
violencia que marca un punto de inflexión en los acontecimientos del libro.
De hecho, no fue hasta algunos años después de su publicación que empecé a
escuchar voces de mujeres que rechazaban su mensaje implícito. Mi querida
amiga y seguidora Andrea Dworkin me dijo que le había gustado el libro,
pero que le había molestado esa escena en concreto. En consecuencia, cuando
tuve la oportunidad de rescribirla, lo hice. También querría reiterar aquí que
nada justifica la violación. Y desde que otro de mis personajes fue invocado
por un joven para cometer dicho crimen, he hecho todo lo que he podido para
asegurarme de no contribuir, aunque sea inadvertidamente, a agravar el error.
Yo soy de los que creen que escribir es acción, y que cargamos con diversos
grados de responsabilidad por nuestras acciones, haciendo frente a sus
consecuencias con toda la seriedad de la que somos capaces. Esa escena, sin
embargo, fue la única que alteré, al contrario de lo que algunos críticos creen,
y el resto del libro está como fue escrito originalmente. Para poder comparar,
he incluido ambas escenas en esta edición, una como apéndice al texto
principal. Mientras tanto, reitero que ninguna violación está justificada, pero
debo sugerir que el Bien puede surgir del Mal, de la misma forma que el Mal
puede surgir del Bien.
Por último, quisiera aprovechar la oportunidad para agradecer la ayuda, la
inspiración y el apoyo de algunos de los que he relacionado con este libro,
incluyendo a Peter Ackroyd, Edward Blishen, Andrea Dworkin, Angela
Cárter, John Clute, Gile Gordon, Mike Harrison, Emma Tennant y Angus
Wilson. Lo que cuestiono en esta obra, como he dicho, son los principios que
sustentan el artificio imperialista de Spenser, y el libro sigue estando
dedicado, con gran amor y admiración, a la memoria de Mervyn Peake.

MICHAEL MOORCOCK
Texas, diciembre de 2003

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APÉNDICE A
Capítulo XXXIV alternativo

En el que se invoca una vez más al pasado, y viejos


enemigos resuelven sus diferencias.

Albión, con la guerra abortada y la flota árabe dispersa incluso antes de


encontrarse con Tom Ffynne y los Perrott, conoció de nuevo el optimismo:
los principios de la Caballería habían sido restaurados. La reina hizo planes
para una Visita, lamentando sólo que la condesa de Scaith no pudiese
acompañarla. Sir Orlando Hawes propuso matrimonio a Alys Finch, y fue
aceptado. Había encontrado en ella la inocencia, ahora que había
desaparecido la influencia de Quire. Sir Amadís Cornfield y su esposa fueron
invitados a palacio para recibir leves recriminaciones, aunque el objetivo
principal de la reina era ofrecer al nuevo y sobrio sir Amadís la posición de
Canciller Real, que llevaba consigo un condado. Sir Amadís, sin embargo,
pidió permiso para retirarse a Kent. Dijo que había perdido el gusto por las
cosas del gobierno. Y Gloriana se quedó sola, tan sola como nunca lo había
estado antes; y cada noche suspiraba por su amante villano, y se podía oír su
voz y su llanto por los vacíos túneles y las desiertas criptas del palacio oculto,
aunque nunca más mencionó su nombre, ni siquiera allí, en la oscuridad de su
cama encortinada.
El otoño se fue haciendo cada vez más frío, pero el año seguía siendo
extrañamente cálido. Tartaria se retiró de las fronteras extranjeras. El rey
Casimiro fue reelegido rey de Polonia. Lady Yashi Akuya, al perder toda
esperanza en Oubacha Khan, regresó a Nipona. Hassán al-Giafar fue aceptado
como novio de la princesa Sofía, hermana de Rodolfo de Bohemia, y lord
Shahryar fue llamado a Arabia para su ejecución, y pareció consternado
cuando se le indultó. Las últimas hojas empezaron a caer de los árboles y

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yacían en capas sobre los caminos. Sir Orlando Hawes fue el escogido para
ser nombrado canciller, cabeza del Consejo Privado, y se convirtió, junto con
el almirante Ffynne, en el principal consejero de la reina. Maese Gallimari y
maese Tolcharde montaron una actuación popular de la arlequinada mecánica
en el gran patio, con la asistencia de la reina, los nobles y el pueblo. Sir Ernest
Wheldrake propuso matrimonio, en lacrimógenos versos, a lady Lyst, que lo
aceptó con etílica alegría. El Thane de Hermiston, que inconscientemente
había animado la venganza final de Montfallcon, desapareció en el globo
rugiente de maese Tolcharde y nunca regresó a Albión. El doctor Dee siguió
en sus apartamentos, rechazando cualquier visita, incluso de la misma reina.
Sus experimentos, explicó, eran de la mayor importancia, y no debían ser
presenciados por nadie sin la debida formación. Se le seguía la corriente,
aunque todo el mundo consideraba que la locura se había apoderado de él.
Hubo especulaciones sobre el destino de Montfallcon, pero la mayoría
creía que se había suicidado, y de Quire, que evidentemente había huido a
través de la Puerta de la Araña y había regresado a la clandestinidad antes de
escapar al extranjero. La reina no hablaba nunca de ninguno de los dos. La
condesa de Scaith, como había prometido, no dijo nada sobre Quire y no le
acusó de nada. Sir Thomas Perrott tenía el firme convencimiento de que
Montfallcon era el villano que lo había encarcelado. Sir Orlando Hawes
callaba sobre el tema por dos razones: su tacto natural y la necesidad de
proteger la reputación de su nueva esposa. Josias Priest emigró a Mauritania.
La Corte recobró su antigua alegría contenida, y Gloriana la presidió con
gracia y dignidad, aunque su risa nunca pasaba de educada y sus sonrisas,
cuando aparecían, no eran más que nostálgicas. Era amada como siempre
había sido amada, pero parecía que la pasión, que la había hecho aspirar a la
perfección, la había abandonado. Se había convertido en una diosa, casi en
una estatua viviente, un símbolo firme y amable del Reino. Se acostumbró a
caminar de noche por sus jardines, sin sirvientes, y pasaba la mayor parte de
su tiempo en el laberinto, recorriéndolo una y otra vez, hasta que le fue
totalmente familiar. A veces los sirvientes, mirando desde las ventanas,
podían ver a la luz de la luna su cabeza y hombros sin cuerpo moviéndose,
como si tuviera el poder de la levitación, por encima de los setos de tejo.
El tiempo fue pasando para Gloriana, hora tras lenta y solitaria hora, y no
tomó ningún amante. Su tiempo privado lo pasaba con sir Ernest y lady
Wheldrake y con la única de sus hijas que había sobrevivido, Duessa, cuyo
hijo, muchos años después, heredaría el Reino. Aconsejó a Duessa una

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moderación que ella nunca había sido capaz de seguir, para equilibrar la fe
romántica con el pragmatismo realista.
Una noche, cuando se desvestía para meterse en la cama, un sirviente de
palacio llegó a su puerta con un mensaje. Leyó las temblorosas líneas. Era del
doctor Dee. Deseaba verla a solas, decía, porque se estaba muriendo y había
algo en su conciencia que quería comunicarle. Frunció el ceño, preguntándose
si debía hacer una parte del camino con sirvientes, pero decidió que no debía
perder tiempo, pues era posible que el enajenado Dee realmente se estuviera
muriendo. Así se puso una amplia y pesada bata de brocado por encima del
camisón, introdujo los pies descalzos en zapatillas y se encaminó hacia el Ala
Este, hacia los apartamentos de Dee, llevando consigo una vela. El camino
hacia el Ala Este pasaba por el antiguo y frío Salón del Trono, que se conocía
aún como la Cámara de Hern, en la que siempre había evitado entrar. Empezó
a temblar, odiando el lugar y sus recuerdos. No había estado allí desde la
muerte de su padre. Como a la mayor parte de su generación, le disgustaba el
estilo apuntado o «sarraceno» de la arquitectura, lo encontraba bárbaro e
inhumano. Odiaba tener que entrar en las salas del palacio antiguo, y sólo su
preocupación por su viejo amigo le permitió seguir. Salvo por un solitario
rayo de luz de luna, que iluminaba el tajo y los mosaicos del suelo que lo
rodeaban, formando una piscina, la estancia estaba a oscuras, dominada por
enormes estatuas antropomorfas y por techos irregulares y abovedados. Se
quedó parada. No había nada que temer ahora que la chusma había sido
enviada a las nuevas tierras orientales del Imperio y sólo quedaba un recuerdo
impreciso. Aun así, cuando pasó cerca de la inquietante tarima del trono, oyó
un ruido, y levantó la vela para que la luz amarilla cayera sobre los escalones.
Había visto demasiada sangre desde la primavera, en especial en el
serrallo aquella terrible noche. Reconoció el rostro desgreñado y arruinado del
mago, la desdentada boca abriéndose y cerrándose como si buscase el aire, los
ojos fuertemente cerrados cuando le golpeó la luz. Había sangre en su barba,
sangre en el camisón de dormir desgarrado que vestía, sangre en manos y
piernas.
—Dee… —Subió al estrado y dejó la vela sobre un escalón para poder
acoger su cabeza en el regazo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Un ataque epiléptico?
—Pero ahora podía ver que estaba cubierto de pequeñas heridas por todas
partes. Parecía que le había mordido toda una tribu de ratas—. ¿Podéis
poneros en pie? —Sin duda había estado experimentando con animales, se
dijo. Los animales se habían escapado y lo habían atacado durante la noche.
Él susurró.

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—He venido a vos, Majestad. Ella ya no está bajo control. Con Quire
desaparecido… Temía que ella quisiera mataros… también a vos.
—¿Qué os ha hecho esto? ¿Debo alertar a los guardias de palacio?
—Vos… ella es vos…
Gloriana intentó levantarlo para ver si podía ayudarle a caminar. Era un
anciano pesado. Ahora deliraba y no se dejaba levantar. Ella le sonrió
mientras intentaba ponerlo de pie.
—¿Yo? Existe un solo yo, doctor Dee. Venid conmigo, os lo suplico.
Dee consiguió levantarse apoyándose en los hombros de Gloriana. Él
abrió los ojos y ella vio en su expresión la mirada de un amante que estaba
íntimamente familiarizado con sus expresiones. Gloriana tuvo miedo. Dee la
miró de hito en hito:
—Ella era vos. Pero se volvió loca. Al principio era tan dócil. Quire la
hizo para mí. Carne. Su cuerpo era exactamente igual que el vuestro. Él era un
genio. Intenté el mismo experimento, en metal, pero fracasé, como fracasó
maese Tolcharde. Entonces Quire… se desvaneció. No podía seguir
pagándole, supongo, con pociones, con venenos…
—¿Quire hizo qué?
—Él la hizo, ¡la hizo! Una réplica perfecta. Yo estaba avergonzado.
Quería confesar. Pero estaba demasiado comprometido. Ella me consoló tan
bien durante tanto tiempo, Majestad. No podía teneros, pero ella era casi vos.
—¿Casi? —Ella siempre había sabido que Dee continuaba deseándola con
locura—. Oh, doctor Dee, ¿qué habéis hecho y cómo os ha arruinado Quire?
—Ella… se perdió en la locura. Me atacó. La dejé inconsciente. Los
filtros que Quire me dio para ella se acabaron y temía experimentar con otros,
aunque lo intenté. Ella ya era inestable. Ahora quiere matarme, Majestad.
Quiere matarme por usarla, por poseerla una y otra vez; así me lo dijo.
Aunque fue hecha para ese uso. Fue como si despertara, como si estuviera
realmente viva…
—¿Dónde está? —Gloriana no intentó seguir sus delirios.
—Me siguió hasta aquí abajo. Está… por allí. —Hizo un movimiento con
la cabeza.
Ella levantó la vela y vio una sombra oscura sobre las piedras, tras las
estatuas antropomorfas. Él empezó a temblar.
—Venid —le dijo ella—. Levantaos.
—No puedo. Es mejor que os vayáis ahora, Majestad. Me he confesado
con vos. No me odiéis por esto. Mi intención era buena y, hasta el final,

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siempre a vuestro servicio, como sabéis. Los venenos… me arrepiento de los
venenos. Permití que Quire me manipulara a su antojo.
Les llegó un gran ruido, como si algo pesado y metálico se estuviera
arrastrando sobre las losas del mosaico, pero la sombra seguía inmóvil donde
estaba.
Gloriana no pudo ver la fuente del ruido hasta que, de pronto, en el rayo
de luz de luna que caía sobre el familiar tajo de piedra, apareció un anciano
revestido de hierro, con una antigua armadura, una enorme espada negra,
construida para blandirse a dos manos, apoyada en el hombro. Sus ojos rojos,
habituados a la ira ardían como el fuego. En su rostro, los pómulos se hundían
bajo la larga barba. Era Montfallcon, vestido con la armadura de su juventud.
—Él inventó para mí el más perfecto de los simulacros —prosiguió Dee,
que no se había dado cuenta de la presencia del recién llegado—. Una criatura
sin alma. Sin embargo, la podía adorar, ¡era mía! Podía tocarla y no sentirme
culpable. O casi…
—¡¡Cómo pudiste creer una sandez como ésa!! —La grave y helada voz
de Montfallcon resonó en la sala cuando se volvió a observar la sombra, que
ahora, ante el sonido, empezó a rebullir—. ¡Viejo loco! Ésa es una mujer de
verdad.
Dee empezó a respirar con rapidez, dominado por la ansiedad.
—¡No, no, Montfallcon! ¡No puede existir una gemela! Nunca hubo
ninguna historia de una gemela o la habría oído. Y todos presenciaron el
parto, ¿no? Ah —sonrió—, ¿quizá de otro mundo, como soñé una vez? ¿Es
allí donde la consiguió Quire?
—¡Sólo existe este mundo, maldito seas! —Montfallcon se arrastró unos
pocos pasos más, hasta apoyarse en el tajo—. ¡Imbécil! ¡Es la madre de
Gloriana!
—¿Flana? —La voz de Dee se fue debilitando—. Flana murió al dar a luz.
—No murió. Yo fui testigo de su violación, y fui testigo del resultado de
la misma nueve meses después. Ella tenía trece años cuando dio a luz a la
reina. Todos fuimos obligados a presenciar… ambos eventos. Hern estaba
orgulloso de sí mismo. Después de todo, fue la única vez, hasta entonces, que
había sido capaz de penetrar a una mujer. Por alguna razón, Flana, que era mi
hija, fue capaz de atraerlo. ¿Flana?
La sombra gimió.
Gloriana empezó a levantarse. No quería escuchar aquella historia. Y
ahora todos ellos la aterrorizaban. Montfallcon habló con cansancio.

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—Fue sobre esta piedra de sacrificio donde violó a mi hija, y en esta
piedra violó también a mi nieta. Dos veces en su vida fue capaz de consumar
ese acto. Y yo los presencié ambos. La sangre siempre ha sido mala, por
ambas partes. Ahora lo sé. Intenté borrar ese conocimiento de mí. Yo empujé
a Gloriana a su posición. Pero la sangre era corrupta. Ahora todo ha pasado.
Yo he sido destruido, odiado por todos, porque amaba a Albión. La historia
recordará a vuestro más leal servidor, Majestad, como a un villano.
La sombra se levantó, murmurando consigo misma. Gloriana se había
quedado helada. Su boca y sus ojos se negaban a cerrarse.
Montfallcon hizo un gesto hacia la mujer loca.
—Ven, Flana. Ven con tu padre y con tu hija.
Flana se aproximó a la luz con una gracia peculiar. Parecía joven, como a
veces lo parecen los locos, aunque su rostro estaba devastado y el cabello,
castaño rojizo como el de su hija, mostraba mechones encanecidos en algunas
zonas.
—Aquí está —dijo Montfallcon—. Se refugió en las criptas tras vuestro
nacimiento, Gloriana, y estuvo allí hasta que Quire la atrapó, la drogó y la
entregó a Dee a cambio de sus secretos y de sus filtros. Debería haberla
encontrado mucho antes que ese maldito, pero rechacé que se llevasen a cabo
expediciones en las criptas por la misma razón que vos. Me negué a aceptar
que Flana hubiera sobrevivido. Ella te quería. Quizás aún te quiera. ¿Quieres
a tu pequeñina, Flana?
—No —dijo la loca en una voz terrible y dura—. Ha sido mala. Exilió a
su único pretendiente verdadero.
—Flana vio cómo Hern os violaba. Lo presenció desde su escondite
dentro de las paredes —explicó Montfallcon—. Él esperó hasta que teníais
exactamente la misma edad, y os violó el día de vuestro cumpleaños. ¿Lo
recordáis, Gloriana?
—Mientras la Corte miraba. Esa Corte lasciva. —Añadió—: Lo recuerdo.
Madre…
La loca corrió hacia Montfallcon, que la cogió del brazo y dijo:
—Arrodíllate.
Con él se mostraba totalmente pasiva. Flana miró a su padre a los ojos. A
sus ojos de héroe. Ella sonrió y se arrodilló.
Colocó su cabeza sobre el tajo, y la espada de Montfallcon se alzó sin
vacilar:
—¡No! —gritó Gloriana.

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El mandoble cayó. La pelirroja cabeza se separó de los hombros. Dee
gimoteó y, con el rostro desencajado, murió en los brazos de Gloriana.
—Vuestra… propia carne —empezó a decir la reina—. ¿Por qué? —Dejó
a Dee en el suelo y, sin apartar la vista de Montfallcon, empezó a subir las
escaleras arrastrándose, una a una, alejándose de los cadáveres.
—Carne corrupta —explicó Montfallcon con ecuanimidad, descansando
de nuevo la espada en su hombro y mirando a su víctima—. Debería haber
muerto cuando lo hicieron el resto de las muchachas. Pero accedió a la
propuesta de Hern para salvar su vida. No pude detenerla entonces. Cuando
vos nacisteis, tuve la esperanza de que hubierais venido a redimir todo lo que
había ocurrido en este lugar. Pero vos la seguisteis en la corrupción, desde
muy temprano. Mi esposa y mis hijos fueron los siguientes. Yo no quería que
corrompiera a los muchachos o a mi esposa, ¿sabéis? Vuestro padre tenía una
pobre imaginación, como la mayoría de los monstruos. ¡Lo que era estar en
poder de una bestia sin cerebro! Sin embargo, esperé. Hice mis planes,
desarrollé mi ambición. Quería que fuerais la criatura dorada que daría
sentido a todos mis sufrimientos. Vos y Albión. Y durante casi trece años
pareció que mi trabajo, mis sacrificios, valían la pena, y que juntos
alcanzaríamos una Edad de la Virtud. Entonces vos, vos…, también, os
entregasteis a un monstruo. Y ahora no puedo más que mataros y acabar con
todo.
Ella esperaba ese momento. Sabía que era inútil apelar a su piedad.
Empezó a subir los escalones que conducían al trono de Hern, uno a uno, cada
vez más rápido, mientras Montfallcon la seguía, en rechinantes hierros, los
ojos fijos en su cuello. Ella llegó al trono y estaba sentada en él antes de que
se diera cuenta. Él se quedó parado.
—Todo podrá volver a empezar pronto —dijo él—. Con la sangre
corrupta extinguida de una vez por todas.
La imagen de Duessa, su hija superviviente, le vino a la mente.
—Venid —dijo haciendo un gesto hacia el tajo—. Debéis morir donde
fuisteis concebida. Nunca deberíais haber existido. Sois una pesadilla para
Albión.
La reina dio un grito ahogado, rogando no tanto por su vida como por su
alma, por la vida de la única hija que, en ese momento, Montfallcon no sabía
que se había salvado de la masacre.
—Pecado tras pecado —dijo él—. Lo debería haber parado entonces.
Prosiguió durante demasiado tiempo, y casi lleva a Albión a la ruina. Venid…
—No.

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Montfallcon extendió su anciana y enguantada mano y la cogió casi con
gentileza por la muñeca.
—Venid.
Su gran fuerza la había abandonado. Se sintió en paz consigo misma. Se
levantó y fue obediente. A sus pies, la vela empezó a parpadear.
Gloriana llegó al círculo de luz de luna. Con su mano aún en la de él,
Montfallcon apartó del tajo el cuerpo descabezado de su madre. Gloriana,
desvaneciéndose, cayó de rodillas. Cayó sobre un charco de sangre.
Desde la galería, una voz fría y divertida la llamó.
—Vaya, Gloriana, veo que has encontrado a tu viejo amigo.
Montfallcon gruñó y buscó el origen de aquella vez.
—Aquí estoy —dijo Quire en un tono casi amable, como si se dirigiera a
Gloriana y no a Montfallcon—. Me ha estado buscando durante semanas. Ése
es el juego con el que hemos estado entreteniéndonos, Montfallcon y yo, en
las paredes.
—¡Quire! —Ella se liberó y empezó a arrastrase de nuevo hacia el
estrado.
Montfallcon tropezó con el cuerpo de su hija, se equilibró y levantó la
espada para asestar un golpe mortal.
Entonces Quire bajó las escaleras volando, con su propio acero en la
mano, su capa negra volando tras él y el sombrero echado hacia atrás, con su
espesa cabellera saltando alrededor de su largo rostro, lanzándose hacia
Montfallcon como un perro de caza tras un oso, hasta que se situó sonriendo
entre ellos.
—Aquí estoy, Mont, aquí me tiene por fin.
El mandoble cayó, silbando, para golpear con todo su peso contra la
guardia de Quire. Montfallcon gritó con horroroso regocijo cuando Quire
cayó. El capitán se sostuvo con la mano libre e intentó alcanzar la daga en la
funda sobre su cadera, pero se había deslizado alrededor de la cintura y estaba
fuera de su alcance, de modo que se agachó para evitar un segundo golpe y se
levantó a las espaldas de Montfallcon, que se dio la vuelta con un golpe que
habría cortado a Quire en dos a la altura del muslo. Pero Quire se había
movido hacia atrás, lanzando su respuesta hacia la única carne desguarnecida
de Montfallcon: su rostro demacrado y ceniciento. La espada rasgó la mejilla
de Montfallcon, justo debajo del ojo, pero fue rechazada con un brazo de
hierro. El espadón se volvió a alzar.
Gloriana les gritó:
—¡No! —No podía tolerar más muertes. Antes prefería morir ella misma.

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Quire estaba sonriendo cuando su fina hoja alcanzó el ojo derecho de
Montfallcon y atravesó su cerebro.
El estrépito de la caída del anciano señor se repitió como un eco una y
otra vez en la mente de Gloriana. Ella se tapó las orejas. Cerró los ojos.
Estaba llorando, gemía y lloraba desconsolada.
A través de la oscuridad, Quire dio unos pasos hacia Gloriana, que
empezó a retroceder hacia el trono, tan asustada de él como lo había estado de
su abuelo.
Quire se quedó parado.
—Te he salvado, Glory.
—Eso no importa —contestó ella.
—¿Qué? ¿No queda nada de gratitud? ¿Ningún amor?
—Nada —contestó—. Me enseñaste bien. Me enseñaste a quererme sólo a
mí misma.
Él estaba complacido con su victoria sobre Montfallcon. Avanzó llevado
por su antigua arrogancia.
—Pero hoy soy un héroe, no un villano. ¿Seguramente me he reivindicado
un poco, no? Un beso, al menos, Glory. Para tu Quire, que te ama tiernamente
y siempre lo hará.
—¡Eres un mentiroso compulsivo! Tú no puedes amar. Eres una criatura
hecha por entero de odio. Puedes imitar cualquier emoción, pero eres incapaz
de sentir ninguna.
Él pareció considerarlo.
—Es verdad —asintió—. Así ha sido siempre. —Se siguió aproximando
—. Pero ahora sé que te amo. —Enfundó la espada—. Me iré. Sé que debo
irme. Sólo dame las gracias, Gloriana.
—¿Cuánto tiempo has estado ahí? ¿Cuánto tiempo has estado mirando?
¿Dejaste que el drama siguiera adelante hasta alcanzar su clímax antes de
actuar? ¿No podrías haber salvado la vida de la pobre criatura, de mi madre, a
la que has utilizado con semejante maldad?
—Dee la encontraba placentera y, mientras su mente estuvo adormecida
por lo que le di, Flana se sintió amada. Estaba complacida con Dee y fueron
felices durante bastantes meses. Más felices de lo que lo habían sido nunca. Y
ella mató al doctor Dee, no lo olvides.
—Podrías haberla salvado…
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué?
—Entonces, sigues siendo el desalmado Quire…

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—Sigo siendo un tipo práctico, lo sé. Muchos otros, antes que tú, me han
acusado falsamente. Mi nombre es Arturus Quire. Soy un estudioso y un
soldado de buena familia.
—Y el más poderoso y más malvado de los bribones de Albión. —Ella se
burlaba de él—. No obtendrás ningún beso de mí, Quire. ¡Eres un desertor!
Huiste. Y con ello perdiste mi apoyo.
—¿Qué? ¿Con todos esos testigos acusándome? Actué con prudencia, sin
lugar a dudas. —Quire avanzó otro paso.
Gloriana sonrió.
—Nadie te acusa ahora. Ésta es la verdadera ironía. ¡Tus víctimas te
perdonan o no quieren creer que tú eres la causa de sus miserias! —
Retrocedió.
Él se paró y puso las manos en las caderas.
—Nunca me ha gustado jugar al héroe. Se me enseñó que cuando uno
salva a una dama de la muerte, uno recibe un favor. —Su tono se volvió serio
—. Te quiero a ti, Gloriana.
—No puedes tenerme, capitán Quire. Soy la reina de Albión. No soy
mortal. Además, me enseñaste a odiar. Antes desconocía esa emoción.
Él empezó a perder la paciencia.
—He esperado por ti. He sido paciente. Te enseñé a ser fuerte. Y tú me
enseñaste a amar. Pon tus condiciones. Las aceptaré. Te amo, Gloriana.
—La paciencia no tiene más recompensa que ella misma —replicó ella,
todavía atemorizada—. Solía entregarme a cualquiera cuyas entrañas le
dolieran un poco, porque sabía lo que era el dolor. He soportado tanto dolor,
Quire. Entonces lo expulsaste de mí y me perdí. Ahora vuelvo a sentirlo, pero
no siento ninguna lástima por ti o por cualquier otro. Prefiero sufrir a
satisfacer la lujuria de los demás, porque, cuando esa lujuria está satisfecha,
yo siempre sigo sufriendo.
—En el amor cortés, la consumación ofrece un solo fruto: la culpa —dijo
él con indiferencia. Volvió a desenfundar la espada. Le hizo una señal—. Ven
a mí, Gloriana. —La fulminó con la mirada.
—Ahora me amenazas. Con la misma muerte de la que me has salvado,
algo que al parecer te hace sentir orgulloso. Muy bien, capitán Quire. Volveré
al tajo por ti. —Empezó a bajar.
Él gruñó y la cogió con las dos manos, soltando la hoja.
—¡Gloriana!
—Capitán Quire. —Se había quedado petrificada entre sus manos.
Él dejó caer las manos.

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Gloriana pasó a su lado, atravesó los viejos y embrujados pasillos, y salió
a los jardines, que seguían oliendo al cálido otoño.
Cruzó los jardines y atravesó su portón privado. Pasó al lado del laberinto,
de las silenciosas fuentes, de las flores moribundas. Entró en su dormitorio.
Quire no la había seguido.
Recordando su ansiedad, pensó en su hija, entró en las antiguas estancias
secretas y se enfrentó a la puerta del serrallo.
La atravesó pisando una blanda alfombra y entró en la tranquilizadora
oscuridad. Ahora no vivía nadie aquí. Recordó que había enviado a su hija a
Sussex. Cuando se dio la vuelta para volver a su alcoba, se quedó parada. De
repente, la asaltaron miles de imágenes sangrientas.
—¡No…!
En la más completa oscuridad del serrallo, se dejó caer en los cojines y
empezó a llorar.
—¡Quire!
Quire habló desde algún lugar.
—Gloriana.
Un engaño. Ella levantó la mirada. Bajo el arco que conducía a la
siguiente bóveda, ardía una vela. Se movía hacia ella; la pálida luz iluminaba
el torturado rostro de Quire.
Gloriana se levantó, de nuevo petrificada.
Quire suspiró y colocó la vela en uno de los soportes, en el contrafuerte.
—Te amo, Gloriana. Quiero tenerte. Es… mi derecho.
—Tú no tienes ningún derecho. Eres un asesino, un espía, un impostor…
—¿Me odias?
—Te conozco. Eres egoísta. No tienes corazón.
—Basta —cortó él—. No fue mi deseo. Traicioné todas mis creencias.
Pero tú me enseñaste a creer en el amor, a aceptarlo. ¿No aceptarás el mío?
—Yo amo a Albión. Nada más que Albión. Y Gloriana es Albión.
—Entonces, ¿Gloriana ya no es ella misma?
Por un breve instante, aquella idea le dio un respiro, colocando un
pensamiento donde sólo reinaban impulsos súbitos. Entonces negó con
ferocidad y habló la sangre:
—Somos lo mismo. Gloriana y Albión son uno. Ése es nuestro destino,
capitán Quire.
—Ésa es vuestra maldición, señora. —Una bestia se removió en las
entrañas de Gloriana pero fue rápidamente refrenada. Su voz llevaba todas las
insinuaciones y la diversión que la habían encandilado, y que intentaban

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encantarla una vez más—. Entonces, ¿debo violar a Albión? —Blandió su
espada y, como si estuviera actuando, puso la punta en su cuello. Gloriana se
apoyó en ella y abrió los brazos, retándolo a que la matase; su sonrisa
transmitía todo el poder mortal, toda la razonable sinceridad que Quire no
había visto en ninguna otra cara que no fuera la suya.
—Albión no se gobierna por la fuerza bruta, capitán Quire. —Acarició su
cuello en el filo de la espada como si fuera un gato; las siguientes palabras se
asemejaron a un leve ronroneo susurrado—: No se viola a Albión.
La bestia tomó el control de sus ojos. Quire cogió un pliegue de su bata de
brocado con sus temblorosos dedos y se lo arrancó. La bestia tomó el control
de su respiración, de sus ruidos. Gloriana no se movió cuando él le arrancó
con ambas manos la camisa, y arrancó y arrancó hasta que el último jirón de
tela desapareció y ella quedó desnuda. Y aun así, Gloriana seguía sin
moverse, pero lo miraba con odio contenido a la cara. Era una leona vibrante
ante su frustrado león. Quire dejó caer la espada. Le magreó los pechos y las
nalgas, su vientre, su boca. Ella no se movió, excepto para equilibrarse un
poco cuando él intentó hacerla caer.
La tiró sobre los cojines. Separó sus piernas. Se bajó los pantalones para
mostrar lo que ella había visto tantas veces antes.
En ese momento, Gloriana se vio asaltada por una súbita determinación.
Rechazó llorar por el amor que él estaba a punto de destruir; rechazó rogarle
para que no los redujera a ella y a él a aquello. Al mismo tiempo, Quire se
sintió lleno de un desbordante sentimiento de ultraje; sabía que Gloriana no
podía ser mancillada, que él, a su vez, no debía consumar aquel acto de
violación de lo sagrado: no debía destruir la única cosa, fuera de él mismo,
que había tenido algún valor para él.
Ella se sintió como si estuviera despertando de un trance sólo algo menos
profundo que el de su madre, pero que tenía un mismo origen: un trance que
provenía del horror y de la conciencia de su condición, de la responsabilidad
de ser a un tiempo Gloriana y Albión.
Ahora vislumbró la única forma de impedir que el terrible acto de Quire
se consumase. No podía dejar que ocurriera, ya fuera en nombre de Albión,
ya en nombre de la paz o de la venganza, o de cualquier palabra hueca que
disfrazase de espuria mitificación su sacrificio ante la brutal realidad del
crimen que se iba a perpetrar.
Ahora, por medio de su furiosa certidumbre, todas sus emociones fueron
contenidas. Gloriana estudió su bien musculado culo cuando él se arqueó para
penetrarla. Por encima de su hombro vio el cuchillo, enfundado en su

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cinturón, con el mango fácilmente a su alcance. Lo alcanzó. Tomó el mango
de hueso envuelto en seda y liberó el arma de su funda mientras él gruñía,
maldecía, besaba y se preparaba para la consumación.
Ella levantó la daga y vio en ella el reflejo de la luz de la vela que se
encontraba más allá, y de repente apareció la imagen de piedras manchadas de
sangre, afilada, negra y dura que tantas veces había visto en sus sueños. La
imagen trajo lágrimas ardientes, pero sólo sirvió para fortalecer su decisión.
Podría haberlo apuñalado con facilidad: muerto antes de que pudiera darse
cuenta de la verdad. Pero no había prisa en sus acciones. Había decidido el
rumbo y no se desviaría de él. Por primera vez en su vida actuaba con el
aplomo de quien conoce su destino. Su ira creció al pensar en Montfallcon,
entrenándola como si fuera un pájaro, inculcándole el temor a fracasar en sus
obligaciones, de manera que él pudiera colocar el peso de su sangre sobre ella
y entonces, una vez más, enseñarle la forma de sobrellevarla. Y así la hija de
Hern se convirtió en Albión, y la tranquilidad cayó sobre el Reino:
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡No vas a violarme, Quire! —Y con fuerza colocó
el cuchillo directamente entre las piernas de Quire, sorprendida de sentir un
poder tan espantoso que estremeció cada nervio de su cuerpo. Su conciencia
de reina se derramó no a través de la familiar sumisión por la cual con
anterioridad había buscado su alivio, sino a través de aquel acto de
reafirmación, del poder desnudo del frío metal, sin el freno de la cortesía o la
caballerosidad. Su amenaza llevaba implícita la inamovible intención de
proseguir hasta el amargo final. Era una amenaza tan fría y deliberada como
cualquiera de las que Quire hubiera podido utilizar contra sus víctimas. Quizá
por primera vez en su vida el capitán Quire supo lo que era encontrar un
obstáculo, conoció el terror, conoció el respeto temeroso cuando Gloriana
sonrió, como si fuera un espejo de su habitual triunfo, y dejó que el afilado
acero descansara sobre su hombría en retirada.
Esa sola palabra, esa breve sílaba, la había liberado, le había devuelto el
dominio sobre su espíritu y sobre su carne. Volvía a ser dueña de sus sentidos,
de su sangre, de su sexo. Ahora ya no los poseía en nombre de nadie. No era
responsable ante nadie más. Disfrutó de un júbilo que no redujo su amenaza
al sorprendido capitán, que percibía en el rostro de Gloriana algo que lo
distrajo de la inminente retirada de su sexo y que dibujó una sonrisa diferente
e incrédula en sus labios.
—¿Glory?
Ella ya no era Albión. Ya no era Justicia, Gracia y Sabiduría, ya no era la
personificación de la rectitud, la esperanza y el ideal de su pueblo. Ella era

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Glory. Ella era ella misma. No estaba luchando por la divinidad de Albión,
sino por su propio interés, por aquello que nunca había sabido honrar de
verdad. Ahora ella comprendía su vulgaridad y su singularidad, lo que
compartía con todas las mujeres, lo que compartía con los hombres y lo que
era único en ella. En ese momento, dejó de ser la personificación de nada que
no fuera su alma desesperada e incorruptible.
Él se tambaleó hacia atrás, enredado en las ropas de terciopelo azul de la
reina. La bestia cubrió por un instante sus ojos antes de huir enteramente
exorcizado, y la miró como un anciano ermitaño miraría el rostro de una
deidad que se revelase, por primera vez, en toda su omnipotencia. Quire no
podía articular palabra.
—No debéis hacerme nada, capitán Quire, que yo no os ordene.
Entonces, llorando, cayó de rodillas sobre las losas de piedra, incapaz de
levantar la cabeza para mirarla, como si se sintiese indigno. Había sido capaz
de conspirar para la caída de esta reina, de esta nación, pero no era capaz de
concebir la humillación de esta mujer. Se inclinaba ante la única autoridad
que había reconocido nunca. Se inclinaba ante la suprema manifestación del
Ser.
Y entonces, con Quire arrodillado ante su sexo desnudo, Gloriana jadeó.
Sus recién descubiertas sensibilidades la abrumaban, incluso estando de pie
con el cuchillo en la mano, como algún vengador trágico, y empezó a temblar,
pensando que todo el palacio se movía, que el techo iba a desplomarse. Y
jadeó y aun así él no se atrevió siquiera a mirarla. Jadeó de nuevo y su voz era
tan poderosa que parecía que aumentaba el espacio al contraerlo: algún tipo
de diosa cósmica manifestando su placer triunfante.
Gloriana tembló de nuevo, poderosamente, una última vez. Nunca había
conocido más que una brizna de este éxtasis. Era como si recibiera la
recompensa por cada uno de los fracasos que había tenido. Levantó la cabeza
para dejar salir de su garganta otro grito salvaje y de celebración que atravesó
las paredes y resonó por todo el palacio, removiendo el polvo de siglos, y por
cada pulgada de Albión. Gloriana había experimentado por fin lo que siempre
había deseado, lo que siempre se le había negado. Había reclamado el regreso
de su alma, de su propia y urgente humanidad.
Ella ya no celebraba a Albión. Ya no celebraría nada que no fuera ella
misma. Había sido ella la que había resistido y derrotado el poder de la bestia,
no lo habían derrotado ni Albión ni su responsabilidad como monarca. Su
sangre estaba furiosa, le infundía calor. Parecía que se convertía en un horno
que iluminaba toda la estancia y el palacio entero; los fuegos que generaba se

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extendían por pasillos y huecos limpiando para siempre los rastros de sangre
y de viejos huesos, de viejas hipocresías y mentiras.
Y aun así seguía temblando, gimiendo y vibrando, como si fuera una
esfera etérea en el primer momento de su creación. Había conseguido
extinguir la culpa, desterrar el horror. Levantó las manos, peligrosas con el
hierro, y gritó su triunfo por tercera vez, totalmente ajena a los sollozos de
Quire a sus pies, que se ahogaba en el remordimiento, experimentando una
emoción que jamás había sentido.
Su piel le pareció como oro mercurial, como si hubiera pasado por el gran
crisol de Dee para ser forjada en el ideal no del Estado, sino de la mujer
natural, sin las restricciones ni las exigencias de una filosofía ajena: era un ser
libre.
—Sólo necesito ser reina si lo deseo —dijo. Se detuvo para mirarlo a
través de ojos encendidos aunque tranquilos—. O si ellos quieren. —Sonrió
—. Oh, pequeño Quire. —Se mostraba condescendiente. Con su maravilloso
cuerpo aún movido por una profunda sensualidad, se inclinó sobre él y le besó
la frente.
Ante esa caricia abrasadora, Quire alzó los ojos, y en ellos estaba la
expresión que ella sabía que iba a encontrar.
—Lo siento, Gloriana.
En los ojos de Gloriana vio ahora ternura y la promesa de reconciliación.
La expresión de Quire era de inocencia. Se levantó de un salto, rápido y libre
como un niño, de alguna manera redimido por el rechazo a destruir su amor.
Su acción había dado un nuevo significado a las emociones y a las palabras
que él había utilizado y devaluado durante toda su vida. Gloriana le había
demostrado que no toleraría más manipulaciones, había convertido las
palabras en hechos, y lo había renovado, de la misma manera que se había
renovado a sí misma.
Gloriana aún temblaba con el placer de su renacimiento. Y volvió a gemir.
Y ahora parecía que un repentino amanecer se alzaba sobre todo el reino; a
través de esta humanidad fundamental, ella supo que podría expulsar las
tinieblas y los engaños del pasado y asegurar que no volverían nunca.
Quire estaba convencido de que su extraordinario coraje, su resistencia al
cobarde crimen, ese absoluto abuso de poder, la había liberado de la carga
que, tan injustamente, Montfallcon había labrado a fuego en Gloriana. Pero
también creía que, con su amor hacia él, Gloriana había limpiado cualquier
pecado del alma de Quire. Por algún tipo de noble alquimia, ella lo había
recreado al mismo tiempo que se volvía a crear a ella misma.

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Gloriana volvió a estremecerse. De nuevo su voz gritó su placer
triunfante.
Quire conoció una sensación sorprendente que sospechó que era felicidad.
Y él, riendo con fuerza en el moribundo eco de su grito, se quedó mirando
cómo la daga que Gloriana había estado sosteniendo en la mano caía con
fuerza y se partía en las piedras, de manera que el acero se rompió en
fragmentos que cayeron como una lluvia de metal dorado sobre el sucio
granito de la espantosa habitación.
—¡Ja! ¡Gloriana! —exclamó con una reverencia.
Entonces, henchida de felicidad, Gloriana se permitió llorar.
—Oh, Quire. Los dos… nos hemos redimido.

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APÉNDICE B
Letras para una propuesta
de versión musical de Gloriana

Por Michael Moorcock y Peter Pavli

Canción de John Dee


(Letra: Moorcock. Música: Pavli)

En mi cabeza, una multiplicidad de esferas,


una infinitud de Albiones.
Y en una Dee es rey
y ella el sabio.
(¿Me deseará ella
y rechazaré yo oír su sangre pulsante?).
Mundo tras mundo,
un mar de globos,
y sólo rara vez los dos nos encontramos.
Esto diserto; me inclino.
(¡Ah! ¡Estos pantalones! ¡Creo que un eunuco harán de mí!).
«Oh venerable Dee, respetado señor;
tan noble y refinado…».
(Ella no puede sospechar qué pensamientos queman
en mi mente atormentada…).

Y ahora una palabra sobre la Naturaleza,
la siguiente sobre Dios y el Bien,
sobre Amor y Muerte,
sobre Arte… y Alta Aritmética.
(¿Cómo contener esta verga que salta?).
«Señora, me despido, con vuestro permiso».

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Otra reverencia… ¡oh, mi acero! ¡Lloro
cuando por la puerta me deslizo,
suspirando por volver…!
(Habla la chica): «¡Buenos días, doctor Dee!».
(Dee): «¡Aparta, doncella, aparta!».
(Chica): «Consejo, buen sabio, os ruego…».
(Dee, aparte): (Me satisfará, novia temporal).
«Ven rápida, doncella, a mi cama
Y te llenaré de mi filosofía…».

Y te llenaré,
y te llenaré,
yo te llenaré
de mi filosofía…

Canción de Montfallcon
(Letra: Moorcock. Música: Pavli)

Te oí llorar en la noche
oh, mi reina.
Si fueras sólo mujer y no Albión,
dejaría estas dulces esposas.
Recuerdo tu doliente carne,
tu alto jadeo desesperado,
tu inocencia, tu deseo,
Mi placer en tu dolor.
Respiro tu nombre…

Sostengo su cabello sobre mis oídos, oh señor,
para que no oigan más, para dormir…

Canción de Quire
(Letra: Moorcock. Música: Pavli)

Recibiendo el encargo de derrocar esta buena presa,


este imperio en la persona de su reina,
mi vida está más animada y bendigo el día
que recibí la oportunidad de desahogar mi ira
en todo lo que desprecio.
Odio sus ojos,
odio su rostro,

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odio su melena,
pero sobre todo odio su gracia,
su inocente nobleza.
Porque yo soy Quire, la sombra,
Quire el ladrón
de virtud e ideales.

Un listo y pequeño Quire yo soy
realista, bravo y libre,
la tarea que tengo antes de morir
es dispersar esta tonta alegría,
aplastar el mito de la felicidad,
demostrar que es sólo una cáscara,
una chuchería brillante
—ante la garra ansiosa de un bebé—
para llevarla al
Infierno…

Agita la chuchería y el pueblo bailará,
promete la falsa gema y verles sonreír,
diles que la felicidad es suya para que la tomen,
y mira cuántos amigos hemos hecho.

Porque yo soy el listo y pequeño Quire
a banderas y pendones prenderé fuego.
Las consignas desdeñaré.
La única verdad es el miedo.

La única verdad
es el miedo.

Grabaciones iniciales en junio-julio de 1977

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MICHAEL MOORCOCK (Londres, Inglaterra, 1939). Es uno de los más
prolíficos y exitosos autores de fantasía épica y su obra ha obtenido, entre
otros, los premios Nébula, August Derleth, British Fantasy, World Fantasy,
Campbell Memorial o el Guardian Fiction.
El emperador albino Elric de Melniboné es el protagonista de la que
probablemente sea su saga más conocida, formada por seis novelas que se
publicaron en el orden cronológico de la historia recomendado por el autor.
Se cuentan también entre sus obras más conocidas y traducidas Corum.
Trilogía de las espadas y la serie Hawkmoon, ambas publicadas en español.

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Notas

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[1] Obras maestras de la fantasía. Colección de referencia de la editorial
británica Gollancz, que reúne lo que se consideran las obras maestras de la
literatura fantástica en lengua inglesa. (N. del T.) <<

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[2] Edmund Spenser (aprox. 1552-1599). (N. del T.) <<

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[3] Mervyn Peake (1911-1968). (N. del T.) <<

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[4] La colección de Clásicos Modernos de la editorial Penguin es la referencia

para conocer las obras maestras de la literatura contemporánea en lengua


inglesa. La inclusión de una obra en esta colección la acerca al gran público,
lo que tal vez no hubiera ocurrido en su edición original, como fue el caso de
Mervyn Peake, que tenía una gran fama entre los aficionados al género pero
no había llegado al gran público. (N. del T.) <<

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[5] John Bunyan (1628-1688). (N. del T.) <<

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[6] Se refiere al conocido verso de Rudyard Kipling «lesser breeds without the

law», que daba una justificación racista a la expansión del Imperio. (N. del T.)
<<

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Índice de contenido

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

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Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Epílogo para esta edición

Apéndice A

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Apéndice B

Sobre el autor

Notas

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