Glorian Moorcock
Glorian Moorcock
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Michael Moorcock
Gloriana
o la reina insatisfecha
ePub r1.0
Titivillus 01.10.2019
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Título original: Gloriana
Michael Moorcock, 1978
Traducción: Manuel Manzano
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A la memoria de Mervyn Peake
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Capítulo I
El palacio es tan extenso como una ciudad grande; a través de los siglos,
edificios anexos, alojamientos, casas de huéspedes y mansiones de señores y
damas en espera han estado unidos por pasajes cubiertos, y estos pasajes han
sido construidos de manera que aquí y allá nos encontramos con pasillos
dentro de otros pasillos, como si fueran distintos conductos dentro de un
túnel; casas en el interior de habitaciones, y éstas dentro de castillos, y éstos
dentro de grutas artificiales, y todo con un techo de azulejos de oro, plata y
platino, mármol y madreperla. El palacio deslumbra a la luz del sol con
cientos de colores, y brilla constantemente a la luz de la luna. Sus muros
parecen ondular y los tejados subir y bajar como una glamorosa marea; sus
torres y minaretes se levantan como si fueran el casco y los mástiles de un
barco hundiéndose y alzándose en las olas.
En el interior de sus muros, pocas veces reina la calma. Hay idas y
venidas de aristócratas con brocados llenos de filigranas, sedas y terciopelo,
cadenas de oro y plata y enaguas de marfil. Capas y colas ondulando a su
paso, a veces llevadas por niños y niñas que casi no pueden caminar por el
peso de los ropajes. Se oye una música delicada y precisa, hecha para ser oída
en más de un lugar a la vez, y nobles y criados parecen moverse al ritmo de la
música. En algunas salas y habitaciones se ensayan obras y mascaradas, en
otras se representan óperas o se pintan retratos, se esbozan murales, se tejen
tapices, se esculpen piedras y hasta se recitan versos. También tienen lugar
cortejos, consumaciones y riñas como los que suelen darse en los confines de
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un universo como éste. Y en los espacios olvidados entre los muros vive
confinada la carroña humana, los moradores de las penumbras: vagabundos,
criados caídos en desgracia, amantes repudiadas, espías, escuderos
condenados al ostracismo, gentes deformes, putas abandonadas, parientes
necios, ermitaños, locos, románticos que aceptarían pasar cualquier tipo de
penuria con tal de estar cerca del origen del poder. Prisioneros fugitivos,
nobles destituidos demasiado avergonzados como para dejarse ver en la
ciudad a los pies del castillo, pretendientes rechazados, amantes asustados,
insolventes, enfermos y envidiosos: todos morando y soñando solos, o en sus
propias sociedades, con sus propios territorios y costumbres bien definidos,
viviendo separados de aquellos que aún gozan de los brillantes e iluminados
salones y pasillos del palacio en sí, casi unos al lado de los otros, pero ya
nunca dando muestras de su existencia.
Por debajo del palacio se extiende la gran ciudad, la capital de un imperio
rico en oro y fama, el hogar de aventureros, mercaderes, poetas, dramaturgos,
magos y alquimistas, ingenieros, científicos, filósofos y artesanos de toda
clase, senadores, estudiantes ya que hay una gran universidad, teólogos y
pintores, piratas, prestamistas, ingenieros de caminos, bailarines y músicos,
astrólogos, arquitectos, herreros, los maestros de las humeantes industrias de
las afueras de la capital de Albión, profetas exiliados de tierras lejanas y
domadores de animales, fuerzas de paz, jueces, físicos, galanes, dandis y
grandes damas y señores. Todos se arremolinan en las cervecerías de la
ciudad, en las tabernas, teatros, óperas, posadas y salas de conciertos.
También en sus foros, vinaterías y lugares de contemplación, paseándose con
fantásticos trajes, resistiéndose al conformismo a toda costa; tanto, que
incluso el ingenio de los granujas de la ciudad es tan afilado como en la mejor
de las conversaciones de un señor rural. El lenguaje vulgar de los árabes
callejeros está tan lleno de metáforas y de referencias cultas que cualquier
poeta antiguo habría dado su alma por poseer la lengua de un aprendiz
londinense. Aun así, es una lengua imposible de traducir, más misteriosa que
el sánscrito, que se actualiza y cambia día a día. Los moralistas desprecian
estos hábitos, esta demanda perpetua de simples novedades vanas, y
argumentan que se avecina la decadencia, resultado inevitable de esta
búsqueda vacía de sensación. Aunque esa demanda de novedad signifique que
los malos artistas sólo produzcan sensaciones frescas pero superficiales,
también hará que los mejores escriban sus obras con un lenguaje vital y
complejo (ya que saben que será entendido), con sucesos melodramáticos y
fantásticos (ya que saben que serán creíbles), con discusiones sobre casi
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cualquier tema (ya que saben que habrá quien les siga); y lo mismo ocurre
con músicos, poetas y filósofos, sin excluir a esos modestos escritores de
prosa que reclamarán legitimidad por lo que todo el mundo sabe que es un
arte bastardo. En resumen, nuestro Londres está vivo a cualquier nivel.
Incluso su chusma, uno puede sospechar, está perfectamente conformada, y
las pulgas disertan con otras pulgas sobre si el número de perros en el
universo es finito o infinito, mientras las ratas discuten de temas tan
profundos como qué fue primero, el pan o el panadero. Y cuando el lenguaje
se enciende, también lo hacen los versos creados para combinar, y los versos,
a su vez, colorean el lenguaje. Grandes escritos son producidos en esta
ciudad, en nombre de la reina, cuyo palacio los contempla desde arriba. Se
organizan exposiciones y se hacen descubrimientos. Los inventores y
exploradores enriquecen el Reino hacia el que fluyen dos ríos gemelos, uno
de conocimiento y uno de oro, y el lago que forman es el sedimento de
Londres, las dos partes mezcladas en perfecta proporción. También hay
conflicto, por supuesto, y crimen: las pasiones son elevadas y embriagadoras,
los crímenes feroces y terribles, ya que los asuntos en juego son de gran
trascendencia. La avaricia es insaciable y la ambición es fe para más de uno:
una droga, una enfermedad, una copa que nunca se agota. Aun así, hay
algunos que han aprendido las virtudes de los nobles, que son ilustrados,
humanos, caritativos y generosos. Viven siendo fieles a la más alta tradición
estoica, manifestando su nobleza y ofreciéndose como ejemplo para sus
compatriotas. Tanto ricos como pobres se burlan de ellos por su gravedad, y
son odiados por su humildad y envidiados por su autosuficiencia. Piedad
grandilocuente le llamarían algunos a su condición, y sí que es cierto para
algunos de ellos, sin humor ni ironía. Esos orgullosos principitos y dueños de
industrias, comerciantes aventureros, sacerdotes y estudiosos siguen un
código, pero aun así son independientes incluso algo excéntricos, aunque
todos sirvan a la nación y al imperio, personificados en la reina, a cualquier
precio, incluso, si la necesidad apremia, con sus vidas, ya que el Estado es un
todo y la reina es justa. Esos hombres y mujeres jamás se atreverían a
transgredir los intereses del Estado por una cuestión de conciencia personal:
las necesidades del Reino están por encima de su propio código de honor.
No ha sido siempre así en Albión. Pero nunca ha sido tan cierto como en
el reinado de Gloriana. Para esa gente que con sus esfuerzos ha mantenido el
equilibrio de esta vasta Commonwealth, asegurando su estabilidad, sólo hay
un factor que mantiene este balance, y es la propia reina.
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El círculo del tiempo ha girado de la Edad de Oro a la Edad de Plata, de la
del Metal a la del Hierro, y ahora, con Gloriana, ha retornado a la Edad de
Oro.
Gloriana I, Reina de Albión, Emperatriz de Asia y Virginia, es una
soberana querida y venerada como una diosa por miles de súbditos, admirada
y respetada por millones de personas en todo el mundo. Para los teólogos,
excepto para los más radicales, ella es la única representante de los Dioses en
la tierra; para los políticos, es la personificación del Estado, para los poetas es
Juno, para el pueblo llano representa a la Madre. Santos y villanos coinciden
en su amor por ella. Si se ríe, el reino se ríe con ella; si llora, el reino se hunde
en el duelo; si tiene alguna necesidad, cientos se pondrán a su disposición
para satisfacerla; si se enfada, habrá decenas que se vengarán del objeto de su
enojo. Y con ello la reina se ha visto obligada a cargar con una
responsabilidad casi insostenible: tiene que ser diplomática en todos los
ámbitos de su vida, sin revelar sus emociones ni expresar necesidades, y tratar
con justicia a todos los solicitantes. En su Reino nunca ha habido una
ejecución o encarcelamiento arbitrario. Los funcionarios públicos corruptos
han sido perseguidos con saña y obligados a renunciar a sus cargos; las Cortes
y Tribunales reparten justicia con igualdad entre ricos y pobres. Aquellos que
parecían haber faltado a la Ley, son puestos en libertad si las circunstancias
demuestran su inocencia, por eso se dice que la Ley del Precedente ha sido
efectivamente abolida. En la ciudad y en el campo, en pueblos y factorías, en
la capital y en las colonias, el equilibrio se mantiene a través de la persona de
esta noble y benévola reina.
La reina Gloriana, única hija del rey Hern VI (déspota y degenerado,
traidor del Estado y de su confianza: su mano hizo caer cientos de miles de
cabezas, asesino impropio de su condición), de la antigua sangre de Eficleos y
Brutus, que destituyó a Gogmagog, es muy consciente del amor que sus
súbditos le profesan, y se lo devuelve con creces. Aun así, este amor tan dado
como recibido es una carga, una carga tan inmensa que apenas puede
sobrellevar, una carga que se podría creer que es la máxima causa de su
enorme angustia personal. Aun así, el Reino es consciente de esta angustia; se
comenta y discute tanto en grandes casas como en ínfimas posadas, en casas
de campo y en seminarios, y los poetas se refieren a ella vagamente, sin
malicia, y sus enemigos extranjeros se preguntan cómo pueden usarlo en
beneficio propio. Los viejos chismosos lo llaman «La Maldición de Su
Majestad», y algunos metafísicos reivindican que la maldición que pesa sobre
la reina es representativa de la maldición que pesa sobre toda la Humanidad
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(o quizá, específicamente, sobre las gentes de Albión, si se quieren apuntar un
tanto en el condado).
Día tras día, la reina Gloriana, con su belleza y dignidad, su sabiduría y
poder, se encarga de los negocios de Estado según los más altos ideales de la
Caballería. Noche tras noche, busca esa lúbrica satisfacción, ese abandono
final, esa liberación que a veces casi consigue pero que siempre acaba
dejándola de nuevo al borde de la culminación, sin alcanzarla nunca.
Abandonada a la agonía de la frustración, de la miseria, del desprecio por su
persona, de la conciencia y de la confusión. Y día tras día se levanta,
sobrellevando todo su dolor para seguir con sus obligaciones: leer, firmar,
conferir, disertar, recibir emisarios, demandantes, botar y bautizar nuevos
barcos, inaugurar monumentos y edificios, atender a actos y ceremonias, y
mostrarse delante de su gente como el auténtico símbolo de la seguridad del
Reino. Y por la noche tiene que ser la perfecta anfitriona para sus huéspedes,
conversar con sus cortesanos, parientes y amigos más próximos (incluyendo a
sus nueve hijos) y otra vez a la cama, a su búsqueda, a sus experimentos del
alma. Y cuando, como siempre, éstos acaban en agonía, ella permanece
tumbada, despierta, y a veces expresándola inevitablemente, sin saber que las
cámaras secretas y los pasajes de su vasto palacio atrapan y amplifican su
voz, de manera que se puede oír en casi cada rincón de palacio. Sin saberlo, la
reina comparte su pena y su falta de sueño.
Muchos han intentado deshacer la Maldición que pesa sobre la reina, y
ella les ha animado, nunca ha perdido la esperanza. Fantásticos y
espectaculares remedios se han probado sin éxito; la reina, dicen los rumores,
todavía arde, todavía gime; todavía llora, ya que no consiguen liberarla de su
pesada carga. Ni siquiera los bufones ordinarios de cervecería hacen chistes
sobre el tema. Incluso los más puritanos y los evangelistas más radicales
discuten la moralidad de sus apuros. Hombres y mujeres han muerto de
maneras grotescas (eso sí, sin el conocimiento directo de la reina) por no
atreverse a ironizar sobre el Problema de su monarca.
«¡Ah, el anhelo! ¡Metería planetas enteros dentro de mi útero, si pudieran
llenar este vacío que siento! Esta tortura es demasiado horrible, pero podría
soportar muchas otras con tal de no sufrir la que me aflige. ¿No hay nadie,
nada, que pueda sofocar mi necesidad? Si pudiera conseguir liberarme con la
muerte, me sometería de buen grado a cualquier horror… ¡Aunque esto sería
traición! Somos el Estado, nosotros servimos, servimos… ¡Ay, si tan sólo
hubiera alguien en nuestro Reino capaz de servirnos a nosotros!».
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En su amplio lecho de pieles de marta y castor, con sus dos esposas
desnudas, abrazado a sus sedosas pieles, descansa lord Montfallcon, que
escucha esas palabras que le llegan como susurros y llantos ocasionales,
sabiendo que provienen de los labios de su reina, a un cuarto de milla de
distancia de sus aposentos. Ella es la niña, la esperanza que ha mantenido y
protegido con loco idealismo durante la eufórica tiranía del monstruoso
reinado de su padre. Recuerda todos sus intentos de conseguirle un amante, su
fracaso y su considerable desesperación.
«¡Oh, querida señora! Susurra para que no puedan oírlo sus seres
queridos. ¡Si fueras simplemente mujer y no Albión. Si tu sangre no fuera la
sangre que es!». Y hunde su rostro en las cabelleras de sus mujeres, para no
tener que oír más, para no tener que llorar esta noche, este anciano valiente,
su Canciller Real.
«… Nada puede destruirme. Nada puede devolverme la vida. Ha sido así
durante cien años… Trescientos sesenta y cinco dolorosos días y noches
desperdiciados…».
Merodeando por uno de los secretos túneles que descubrió hace poco en uno
de sus numerosos intentos para robar comida del palacio, Jephraim Tallow,
mendigo y cínico, que tiene como único amigo un gatito blanco y negro al
que lleva siempre en su hombro, se para de golpe, ya que las palabras lejanas
de la reina retumban en sus oídos, en sus huesos y en su estómago.
—¡Maldita perra! Incluso en celo, nunca consigue romper a hervir. Una
noche, lo juro, me colaré en sus habitaciones y la colmaré de atenciones, si no
para su satisfacción al menos para la mía. Puedo oler su sexo desde aquí. Y
ese olor me guiará hasta ella.
El gato, con un breve maullido, intenta recordarle a su amo su misión
inicial, y clava las zarpas en sus delgadas y remendadas ropas. Tallow le echa
una benévola mirada furtiva y se encoge de hombros.
—Pero hay tantos que lo han probado, ¡y de tantas formas! Ella es como
un laberinto explorado una y otra vez, del que nunca se puede encontrar el
centro.
Se deslizan a través de una curva de metal, llegan a un conducto de aire de
piedra que lleva a una alcantarilla en desuso, y que a su vez da a una galería
de vigas oxidadas y tubos goteantes. Se abren paso a través del polvo, con una
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vela casi consumida, y entran por una puertecita a punto de desmoronarse que
parece la entrada a una perrera. Su nariz empieza a percibir olores. Capta un
tufo a carne recién asada. Tallow se relame los labios con avidez, y el gato
empieza a ronronear.
—No debemos andar lejos de la cocina, Tom. —Frunce el ceño y deja que
el gato salte y pase por la puertecita, escabullándose detrás de él hasta que
ambos se detienen ante una celosía de madera tallada, detrás de la cual se ve
luz. Tallow mira por una de las rendijas. Están en una de las grandes
habitaciones públicas del palacio. El fuego se está extinguiendo en la
chimenea al otro lado de la estancia. Hay una larga mesa con los restos del
banquete esparcidos, y algunos de los comensales tumbados encima o
alrededor de ella. Esta noche se ha servido ternera y cordero, y aves, y pan y
vino. Tallow comprueba el panel, que reverbera al tacto. Busca algún cierre,
pero está fijado con clavos. Con su pequeño cuchillo, que lleva atado al cuello
con una cuerda, intenta levantar uno de los bordes, hasta que se astilla. Lo
pasa por todo el panel, hasta que se suelta. Finalmente, coge el enrejado con
los dedos mientras empuja con la mano libre, de manera que la celosía cede
del todo. La saca y la coloca cuidadosamente tras él, y después mira hacia
abajo. Hay un buen salto hasta el suelo, pero parece que no hay manera de
volver atrás, excepto moviendo algún mueble, lo que dejaría al descubierto su
entrada secreta. El gato, desdeñando las precauciones de su amo y emitiendo
unos ruiditos a medio camino entre el ronroneo y el gruñido, salta sin
pensarlo del escondite a la larga mesa. Su mente ha decidido por él, así que
Tallow se balancea, se agarra al borde y se deja caer, yendo a parar encima de
un banco que no había visto desde arriba y golpeándose la espinilla. Suelta
una maldición, mientras esconde de nuevo el cuchillo dentro de su camisa. El
gato ya está dando dentelladas a un pedazo de pavo asado. Hacía frío en los
túneles, y Tallow sólo se da cuenta de su malestar cuando nota el calor del
fuego. Se sirve un buen trozo de ternera y se lo lleva a una silla que había ante
la chimenea, donde se sienta y empieza a masticar con un ojo clavado en los
huéspedes durmientes; artistas, en su mayoría, que se han divertido
demasiado. De repente, una luz cae sobre los durmientes, y Jephraim se
asusta, hasta que se da cuenta de que es la luna, que ha aparecido a través de
una de las ventanas del techo. En sus dominios, no está acostumbrado a las
ventanas. Entra un rayo de luna. Payasos blancos y arlequines con sus trajes
de rombos descansan bajo este manto de plata, como si fueran gansos muertos
en la nieve. Sus disfraces están manchados de vino, que se torna del negro al
rojo a medida que crece la intensidad de la luz de la luna. Sus empolvadas y
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enmascaradas cabezas están inclinadas, en su mayoría, en una mala posición,
reposando en sus brazos extendidos: sus bocas carmesíes permanecen
semiabiertas y sus cejas pintadas se han despintado aquí y allá. Tallow
imagina que les han asesinado a todos, y busca armas con la mirada, pero sólo
ve utillaje de bufonada, vejigas hinchadas e incluso un pepino de madera, así
que vuelve a dirigir toda su atención a su trozo de carne. Su estómago
empieza a hincharse, y Tallow suspira, volviendo su sonrosada cara cubierta
de grasa hacia el fuego, relamiendo el sabroso jugo de la ternera de sus labios
curvados (esa sonrisa permanente le ha salvado de más desastres de los que
amenaza poder provocar). El gato es el primero en mirar hacia arriba, sin
dejar de morder un ala asada, y enseguida Jephraim oye el ruido de pasos que
ha alertado a su pequeño amigo. Se apresura a agarrar una de las botellas de
vino, que es demasiado ligera. La cambia por otra más llena y echa un vistazo
hacia el agujero de la celosía por donde ha entrado. Se da cuenta de que no
puede salir sin abandonar comida y bebida, por lo que decide meterse debajo
de la mesa, molestando a un estrafalario gruñón, con su amplia túnica llena de
agrio vómito, y que tiene la mano izquierda enterrada en las ropas de una
ambigua Isabella que huele demasiado a violetas. Se cruza de piernas detrás
de sus nuevos compañeros de fatigas y observa la lejana puerta, por la que
aparece arrastrando tristemente los pies alguien a quien reconoce. Nadie más
podría llevar una armadura tan bellamente ornada y tan inútil a estas horas de
la noche sin algún tipo de ceremonia que la exija. Se trata de sir Tancred
Belforest, el Defensor de la Reina, más miserable que nunca, tan frustrado
como la reina a la que sirve, ya que ésta le ha hecho jurar que no derramará
sangre ni en su nombre ni en el de la Caballería. Sir Tancred se detiene y
examina la habitación. Se dirige hacia el espejo, que refleja el fuego. Sus
largos bigotes parecen mustios, e intenta volverlos a rizar con sus dedos, que
sobresalen extrañamente desnudos de la masa de metal que recubre el resto de
su cuerpo. Tiene éxito, pero no del todo. Suspira, golpea la mesa y se sirve un
vaso de vino, o eso supone Jephraim. Mientras estudia las doradas rodillas del
noble caballero, Jephraim levanta su botella y bebe un par de tragos
acompañando secretamente a sir Tancred. La puerta cruje, y Tallow estira el
cuello; ve primero un candelabro, centelleando alegremente, y detrás la
sombra de una joven que lo sostiene. Lleva una gruesa bata encima de una
ligera camisa de dormir. Su cara permanece en la sombra, pero parece suave y
joven. Una gran mata de pelo rojo oscuro cae sobre sus pechos. De la boca de
esta joven sale un fuerte e impaciente susurro.
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—Eres demasiado inteligente, lord Tancred, para replegarte en este
estúpido enojo.
Sir Tancred suelta una lindeza mientras se encara con ella.
—Me culpáis, pero habéis sido vos, lady Mary, quien ha rechazado mi
abrazo.
—Más que nada temía clavarme alguno de vuestros ornamentos, y sólo
sugerí que os quitarais la armadura antes de tomarme en vuestros brazos. Nos
os rechazo a vos, Tancred querido, sino a la coraza que os envuelve.
—Esta armadura es el símbolo de mi persona. Es tan parte de mí como mi
alma, y expone la naturaleza de ésta.
Lady Mary (Tallow supone que es la más joven de las chicas Perrott)
cruza la habitación, y Tallow siente su calidez mientras se acerca hasta sir
Tancred. Tallow empieza a sentir deseo por ella, a urdir, un poco sin
esperanzas, un plan para hacerle el amor.
—Vuelve conmigo, Tancred. Ha pasado el Antiguo Año, y juré que no
pasaría sin que nosotros compartiéramos un momento íntimo. No podemos
permitir que empiece el Año Nuevo sin una resolución apropiada.
El hombre estrafalario que duerme junto a Tallow gruñe y se revuelve. Un
poco más de vómito escapa de su boca. Tose, ensuciándose de nuevo la
túnica. Sigue agarrado fuertemente a algo por debajo de las ropas de su
Isabella, y empieza a roncar fuertemente, satisfecho, inquietando a los
amantes.
—¡Oh, Dios mío! —murmura la joven Mary Perrott en un gritito.
—¡Oh, Dios, sí! —replica Tallow quedamente.
Mary agarra de la mano a Tancred.
Sin poder resistirse, Tallow estira el brazo del estrafalario de debajo de la
mesa, y lo alarga hacia el pie de sir Tancred, entorpeciendo su marcha para
retrasarle. Sir Tancred se sorprende y se suelta enseguida, metiendo los
inertes dedos del estrafalario otra vez debajo de la mesa de un metálico
puntapié. Tallow ha hecho todo lo que cree que está a su alcance para
detenerlos, y observa tristemente cómo se alejan los amantes, susurrando y
riendo, hacia los aposentos de lady Mary.
Feliz de liberarse por fin de la vecindad del tipo estrafalario, Tallow sale
de debajo de la mesa, encuentra un corcho con el que sellar su botella y se la
coloca en el cinturón. Silba suavemente llamando a Tom, lanza al gato con
precisión a través de la trampilla y se pone de puntillas encima del mismo
banco con el que se había lastimado antes, para impulsarse hacia arriba hasta
llegar nuevamente a su pasadizo secreto. Pone la trampilla de nuevo como
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puede, y ya siente el frío que acaricia su nuca desde los túneles; se arrepiente
de haber dejado tan pronto el calor del fuego, suspira y empieza a escabullirse
hacia delante.
—Ya ves, Tom, es la noche de Fin de Año lo que acabamos de celebrar.
—Pero Tom sale a la carrera detrás de una rata y ni siquiera parece haber oído
a su amo. Mientras Tallow se arrastra detrás del entusiasta animal, oye a
través del panel un agudo aullido aflautado.
Maese Ernest Wheldrake ha estado todo ese tiempo en un rincón del
salón. Ha visto a Tallow ir y venir y también ha oído a los amantes, pero está
demasiado borracho como para moverse. Ahora, el poeta se levanta, busca la
capa que se había quitado al llegar, busca la libreta donde ha empezado a
escribir sus versos y, sin darse cuenta, pisa los dedos del tipo estrafalario, que
él toma por una rata. En un gesto familiar, tira de una trenza de su casi
escarlata cabellera y se lamenta:
—¿Por qué siempre lo tengo que destruir todo?
Abandona la sala en busca de tinta. Por ese motivo había abandonado sus
aposentos, algunas millas más allá de la sala, cuando estaba escribiendo un
soneto acusatorio a la joven que le acababa de romper el corazón por la
mañana, y de cuyo nombre no podía acordarse. Deambula por los largos
corredores iluminados por lámparas, como una grulla de penacho dorado
moviéndose por aguas poco profundas, buscando peces. Con los brazos
rígidos a los lados, como alas almidonadas, y la pluma detrás de la oreja, el
libro en un bolsón atado a la cintura y los ojos clavados en el suelo, murmura
fragmentos de aliteraciones: «La dulce Sarah sentada sobre el paso estrellado
(…). Orgullosa Pamela, que has atravesado el corazón de este pobre labrador
(…). Daphne declaró una fatalidad ese día (…), en un esfuerzo por recordar el
nombre de la criada que le ha ofendido». Da un par de tumbos y se encuentra
frente a una puerta exterior. Un cansado hombre de armas le da la bienvenida.
Él le hace señas para que le abra la puerta.
—Está nevando, señor —comenta el guardia amablemente,
estremeciéndose entre sus pieles para dar énfasis a su afirmación. Puede que
sea la noche más fría de este invierno, y parece que hasta el río se va a
congelar.
Maese Wheldrake señala la puerta de nuevo, gravemente, y añade:
—La temperatura es simplemente un estado mental. La rabia y otras
pasiones me calentarán. Pienso bajar al pueblo.
El guardia se quita la capa y cubre con ella al diminuto poeta.
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—Señor, llevad esto con vos, os lo pido, o al amanecer os habréis
convertido en una estatua más del jardín.
Wheldrake se pone sentimental.
—Eres de cepa noble, un valiente y audaz oso de Albión, lo mejor de la
valerosa rama de los Boudica, un guerrero cuyas gestas proporcionarán más
fama que cualquiera de las líneas que Wheldrake pueda escribir. Te lo
agradezco, amigo, y te brindo una calurosa despedida. —Tras lo cual
atraviesa la puerta hacia la nieve, y camina por el sendero que lleva hacia las
pocas luces que permanecen encendidas en el Londres dormido.
El guardia se envuelve con sus brazos durante unos segundos, viendo al
poeta desaparecer, y luego cierra la puerta con un fuerte golpe,
arrepintiéndose de su generosidad, que sabe que no será recordada cuando la
mañana llegue. Aun así, está orgulloso de haber hecho una buena acción tan
temprano en el nuevo año. Una acción que, llevado por la superstición,
considera que le reportará un poco de buena suerte.
El azaroso rumbo de maese Wheldrake le lleva, por entre bancos de nieve,
a través de un estanque congelado; y allí cruza una puerta del muro hacia los
suburbios de la ciudad, donde la capa de nieve todavía no es muy gruesa.
Toma un camino conocido, por instinto más que por juicio, que le lleva hasta
las puertas cerradas de un destartalado edificio, con un arbusto atado a un
mástil y un cartel en la puerta que indica la taberna Seahorse. Ve luz detrás de
las ventanas cerradas y oye ruido detrás de la puerta, y eso le dice a maese
Wheldrake que uno de sus sitios favoritos para tomar un trago, a pesar de ser
un tugurio de los más malolientes, le va a dar una cálida bienvenida y le
proveerá del consuelo que tanto necesita. Llama a la puerta, le dejan pasar,
cruza el patio, con sus miles de galerías colindantes en la penumbra, y se
sumerge en el ambiente de olores, estruendo de risotadas, bromas vulgares y
vino malo. Es aquí, en medio de rufianes y prostitutas, en medio de los tipos
resentidos, cínicos, enfermos y desesperados que habitan ese nido de ratas al
otro lado del río, donde el poeta puede liberarse de todos sus pesares. Se
sienta en una banqueta y deja caer la piel del guardia, pide vino a gritos y,
cuando muestra su oro, el vino se materializa en su mano. Las putas
conocidas se acercan a saludarle, rascándole el cuello, amenazándole con
todos esos deseos que tanto anhela; él se resiste, se contiene, bebe. Saluda a
conocidos y a desconocidos con igual buen humor, animando sus chistes, su
descaro, riendo a cada insulto, gritando delicadamente después de cada
pellizco o empujón. Desde que ha entrado en la taberna, el cruel ojo de un
hombre sentado en la galería superior, que comparte una botella con un
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sarraceno de nariz roja, barbudo y pinta de marinero, no ha dejado de
observarle. Está un poco escandalizado por el tratamiento que recibe
Wheldrake de las masas.
El sarraceno se inclina hacia su compañero:
—Me parece que a este caballero le quieren mal.
El otro, con el rostro oculto por oscuros mechones de pelo y por el ala de
un extravagante sombrero tocado con unas plumas de cuervo y envuelto en
una oscura y manchada capa, niega con la cabeza.
—Actúan para él, señor. Os lo aseguro. Así es como se ganan su aprecio y
su oro. Es Wheldrake, un hombre de palacio. Un protegido de la reina, hijo de
algún noble de la familia Sunderland, y el amante de lady Lyst. Desde que
estaba en la universidad de Cambridge que pasa la mayoría de su tiempo en
tabernas como ésta.
—¿Le conocéis desde entonces?
—Sí, aunque él a mí todavía no me conoce.
—¡Oh, vamos, capitán Quire! —ríe el sarraceno. Está borracho, porque no
acostumbra a beber vino. Es un joven y guapo mercader, un lord menor de
Arabia, la más ambiciosa de las tierras bajo la protección de la reina. Sin duda
se siente halagado por el hecho de que el capitán Harturas Quire haya
entablado amistad con él. Quire conoce bien Londres, y sabe dónde encontrar
diversión en la ciudad. El sarraceno medio sospecha que el capitán Quire le
ha echado el ojo a su cartera, pero como lleva poco dinero, piensa que incluso
se lo merece por la diversión que le ha proporcionado hasta ahora. El
sarraceno le mira con el ceño fruncido.
—¿Os atreveríais a robarme, Quire?
—¿A robaros qué, mi señor?
—El oro, por supuesto.
—No soy un ladrón. —La voz del capitán Quire suena fría, y parece más
aburrida que ofendida.
El sarraceno levanta su copa de vino mientras observa con curiosidad
cómo dos de las prostitutas guían a maese Wheldrake escaleras arriba,
alrededor de la galería, adentrándose en uno de los pasadizos.
—Arabia va reuniendo poder día tras día —el joven volvía a mirar ahora
al capitán—. Sería astuto tantear a los mercaderes y considerar ventajosas
alianzas comerciales. Nuestra flota domina Asia, y es la segunda después de
la de Albión.
Quire le lanza una mirada, buscando ironía en sus palabras. El joven árabe
le muestra su mano, centelleante de monedas de oro.
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—Hablo de ganancias mutuas, nada más. Es de todos sabido cuánto ama a
la reina Gloriana nuestro joven califa. Su padre nos conquistó, pero ella nos
redimió. Nos devolvió el orgullo. Y estamos agradecidos por ello. Nuestro
interés político pasa por mantener su protección y amistad.
De pronto, se oye un grito proveniente de abajo, y las llamas del fuego
rugen: han arrojado una lámpara a la chimenea. Dos bravucones pelean, con
espada y machete, entre los bancos del local. Uno es alto y flaco y sus ropas
son de terciopelo; el otro es de estatura media y mucho más bueno con la
espada, y por su ropa de cuero y piel, se diría que es un soldado profesional.
El joven árabe se levanta para observar la pelea, pero Quire permanece
sentado, cejijunto, acariciándose la mandíbula, pensando en sus cosas.
Mientras tanto, maese Uttley, el hostelero, sigue con su actividad habitual,
trajinando del sucio suelo a la puerta y viceversa. El dueño del bar tiene la
cara redonda, es un poco gordo, y hay puntos negros debajo de su piel, como
pulpas de higos, que le dan un aspecto de mula de carga. La puerta está
abierta y en la sala empieza a refrescar. Maese Uttley disuelve a la multitud
como un perro guiando a sus ovejas, y abre un pasillo para los dos
contrincantes, que sin darse cuenta se van desplazando hacia la puerta, hasta
que se encuentran fuera, donde se siguen enfrentando, adentrándose en la
noche. Con una media sonrisa, maese Uttley atranca la entrada. Echa un
vistazo al fuego crepitante. Se detiene a recoger platos y jarras de entre los
escombros. Una de sus prostitutas hace ademán de ayudarle, dándole un
golpecito en el hombro. Uttley le pasa una jarra antes de retirarse en silencio a
su cuarto, justo debajo de donde están sentados el capitán Quire y el
sarraceno. El fuego crea largas sombras, y la taberna se queda de repente en
silencio.
—Quizá deberíamos buscar un sitio más cálido —sugiere el joven.
Quire se hunde más en su asiento.
—Esto es suficientemente cálido para mí. ¿Hablabais de ventajas mutuas?
—Imagino que tendréis acciones en barcos, o como mínimo que estáis al
mando de alguno, capitán Quire. Aquí en Londres se puede conseguir
información que a mí me sería negada, pero que por supuesto vos podríais
facilitar…
—Ya veo. Queréis que sea vuestro espía, que me entere de las
expediciones que se preparan para que podáis enviar vuestros propios barcos
antes y haceros con el negocio del rival.
—No pretendía sugerir que fuerais mi espía, capitán.
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—Pero ésta es la palabra exacta, ¿no creéis? —Un momento peligroso.
¿Estaba Quire ofendido?
—De ningún modo. Lo que sugiero es algo que se hace habitualmente.
Vuestra gente lo hace en nuestros puertos —añade conciliador.
—¿Me considera el tipo de hombre que espiaría a sus propios paisanos?
El árabe se encoge de espaldas y rechaza la pregunta.
—Capitán, sois demasiado inteligente para eso. Me acosáis
deliberadamente.
Los finos labios de Quire esbozan una sonrisa.
—Claro que sí, señor, pero porque no estáis siendo franco.
—Si creéis eso, lo mejor será que terminemos esta conversación ahora
mismo.
El capitán Quire niega con la cabeza. Largos y gruesos tirabuzones se
escapan de su sombrero.
—Debo decirle que no tengo intereses en barco alguno, señor. Y tampoco
estoy al mando de ningún navío. Ni siquiera soy un oficial de a bordo. No soy
un hombre de mar, y no sirvo a ninguna compañía ni en mar ni en tierra. Soy
Quire, simplemente Quire, nada más. Por lo tanto no puedo ayudaros.
—A lo mejor podéis ayudarme más de lo que creéis. —Significativo, pero
incierto.
Quire se acerca al hombro del sarraceno y apoya su barbilla en él.
—¿Abogáis ahora por la sinceridad, señor?
—Pagaremos con gusto por cualquier tipo de información sobre el
movimiento de los barcos de Albión, tanto los militares como los civiles.
Pagaremos por los rumores de la Corte sobre aventuras oficiales. Y también
pagaremos generosas sumas por noticias específicas sobre las conversaciones
privadas de la reina Gloriana. Tengo entendido que hay formas de escucharla
sin que se dé cuenta.
—Exactamente, mi señor. ¿Pero quién os ha informado de ello?
—Un cortesano que visitó Bagdad el año pasado.
Quire mueve los labios, como considerando la idea.
—Como podéis ver, no soy un hombre rico.
El joven árabe hace como que se acaba de dar cuenta de este detalle.
—Es cierto que mejoraríais mucho con un buen traje nuevo, sí señor.
—Vos no sois idiota, señor mío.
—No pienso que lo sea.
—Y supisteis desde el principio que no era ni señor ni mercader.
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—Hay hombres en Albión de cierta disposición que también se ven
afectados por la pobreza. Uno no puede juzgar…
Quire asiente. Se aclara la garganta. Por la galería se acerca un villano con
pantalones de piel de conejo, una chaqueta acolchada y un sombrero de piel
de caballo hasta las orejas. Su manera de andar es insegura, pero más que por
la bebida parece que tiene una disposición natural a ella. Su piel está azulada,
se nota que viene de la calle, pero sus ojos están encendidos.
—¿Capitán Quire? —Parecía como si le hubieran invocado, como si
anticipara algún tipo de maldad epicúrea.
—¡Tinkler! Estás a tiempo de ser mi testigo. Éste es lord Ibram, de
Bagdad.
Tinkler hace una reverencia, apoyando una sucia mano en la mesa. Lord
Ibram mira sorprendido de Tinkler a Quire.
—Tienes que saber, Tinkler, que lord Ibram me acaba de insultar.
El joven árabe se pone finalmente en guardia.
—¡Eso no es cierto, capitán Quire! —No podía levantarse porque la mesa
se lo impediría. No sin empujar a Quire o a Tinkler, que evidentemente es
cómplice del capitán.
—¿Esto es una pelea, entonces? ¿Premeditada?
La voz del capitán Quire se hace más fría.
—Me ha sugerido que espíe a la mismísima reina. Incluso asegura que
lord Lancelot Teale le ha revelado cómo hacerlo.
—Estoy atrapado. Muy bien. —Intenta empujar la mesa pero Quire la
sujeta con fuerza—. Admito que he… sugerido que fuerais mi espía, capitán
Quire, y que ha sido un intento estúpido, ya que de hecho ya sois un
profesional del sector. Pero creo que también sois un buen diplomático, y
entenderéis que si soy capturado, o torturado… o asesinado, habrá
repercusiones. Mi tío es visir del emir de Marruecos. También soy pariente de
lord Shahryar, embajador de Albión, quien llegará en breve. Me marcharé
ahora mismo, admitiendo mi estupidez. —Por fin consigue levantarse. Deja
caer su capa para que se vea que va armado. Con ello comete un nuevo error,
y Quire le sonríe triunfante.
—Pero, lord Ibram, después de todo, me habéis insultado.
Lord Ibram hace una reverencia.
—Entonces pido disculpas.
—No será suficiente. Soy un leal súbdito de la reina. Probablemente ella
tiene pocos sirvientes mejores que yo. Espero que no seáis un cobarde, señor.
—¿Cobarde? Oh, no, claro que no.
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—Entonces… ¿Me permitís…?
—¿El qué? ¿Satisfaceros? ¿Aquí? Queréis pelea, ¿verdad, capitán Quire?
—Con los ojos entornados, deja caer su mano enguantada encima de la
empuñadura de su espada—. ¿Vos y vuestro cómplice intentaréis matarme?
—Maese Tinkler será mi segundo, y os doy la oportunidad de buscaros
uno también. Encontraremos un lugar más privado para luchar, si os parece.
—¿Queréis luchar limpiamente, capitán Quire?
—Os lo he dicho, lord Ibram, me habéis insultado. Y también habéis
insultado a mi reina.
—No, no lo he hecho.
—Pero lo habéis insinuado.
—Simplemente comentaba un chismorreo. —El joven árabe se da cuenta
de que ha traicionado su propio orgullo y se muerde el labio, mientras el
capitán Quire se ríe en su cara.
—Es poco común, en un gran señor, dar crédito a las habladurías. Y más
aún repetir chismes sensacionalistas, lo que ya es realmente deshonroso.
—Y lo admito —gruñe el sarraceno—. Muy bien. Lucharé. ¿Tengo que
encontrar un segundo para esta reyerta? ¿Hay algún caballero a quien
podamos llamar?
—Sólo maese Wheldrake. ¿Comprobamos cuánto licor le queda todavía
en el cuerpo? —Quire se levanta también. Tinkler da un paso atrás para dejar
pasar a lord Ibram. El capitán empieza a caminar por la galería hacia el
pasadizo por donde desapareció Wheldrake, pero el joven árabe le detiene.
—La pobre criatura no será capaz.
—Pues entonces, uno de ésos. —Quire señala los parroquianos de abajo
—. Cualquiera estará dispuesto, si le pagáis.
El sarraceno se inclina por encima de la baranda.
—¡Necesito un segundo para este duelo! ¡Una corona para el hombre que
venga conmigo! —Y muestra la moneda de plata. El alborotador vestido de
cuero, que se había estado peleando antes, está otra vez en la sala,
seguramente ha vuelto a entrar por la puerta de atrás. Tiene la cara roja y dos
largos rasguños en la mejilla, un moratón en la calva y la oreja cortada
(contiene la hemorragia con un trapo).
—Yo lo haré. Aunque prefiero ser testigo que participar.
Quire sonríe.
—¿Y qué le ha ocurrido a vuestro contrincante?
—Se escapó corriendo, señor. Pero se olvidó esto. —Se acerca a la mesa
más próxima y muestra una nariz, severamente dañada—. Se la mordí. Y la
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quería de vuelta para ir a buscar algún barbero que se la cosiera de nuevo,
pero la gané justamente y no pienso devolvérsela. —Riendo, la lanza a las
llamas, pero yerra el tiro y cae sobre una baldosa de la chimenea, donde
empieza a chisporrotear.
Lord Ibram se vuelve hacia el capitán Quire.
—¿Qué sabéis de mí, señor? ¿Qué es lo que os ha contado sir Lancelot?
—Que sois bueno con la espada.
—Entonces, ¿os consideráis mejor?
Quire no contesta.
El grupo deja la taberna por la puerta de atrás, siguiendo el río, donde un
carruaje todavía está esperando. Es el que llevó a Quire e Ibram a la Seahorse.
Todos tiemblan mientras se acomodan dentro, y Quire da instrucciones al
cochero para llegar a los campos de White Hall. Quire observa el ancho y
oscuro río. La nieve sigue cayendo. Parece moverse más lentamente que de
costumbre. A través de la nieve observa el horizonte, donde pueden verse las
luces de un barco de grandes dimensiones, y aguza el oído hasta dar con las
salpicaduras de los remos que lo remolcan hacia el puerto de Charing Cross.
Le echa una mirada al ceñudo sarraceno, que parece dirigir su rabia hacia su
interior, y le guiña un ojo a Tinkler, que le enseña una retahíla de dientes
irregulares. Pero no mira al hombre sin oreja, que ha empezado, quizás en
vistas de ganarse su plata, a darle conversación a lord Ibram amistosamente.
El carruaje traquetea sobre los adoquines congelados y desaparece.
A bordo del barco que llega tan tarde y que precisa de las barcas
remolcadoras para remontar el Támesis, sir Thomas Ffynne estampa en el
maderamen un pie de carne y hueso y otro de marfil tallado convencido de
que su aliento se congelará ante sus ojos. Espera que llegue el amanecer antes
de que el barco llegue a puerto, ya que no se fía de los remeros. No hay
demasiadas luces y las pocas que hay apenas sirven de ayuda bajo aquella
fuerte tormenta. Una nieve pesada cubre la cubierta del barco, los muelles, los
astilleros y los patios cercanos. Se posa en el sombrero y en los hombros de
Tom Ffynne; amenaza con filtrarse entre su bota y sus medias y congelarle el
pie que le queda, de manera que también se lo tengan que amputar (fue la
congelación lo que se le llevó el otro pie, en su famoso viaje al círculo polar
ártico).
Tom Ffynne vuelve de sus aventuras corsarias, de cobrar peajes, como él
lo llama, en el golfo de México. Deseaba estar de vuelta para el festival de
Yuletide, o para la mascarada de Fin de Año, pero se perdió las dos, por lo
que está de bastante mal humor. Aun así, contempla con una media sonrisa a
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su querida Londres, al palacio distante, aunque ni siquiera le da las gracias al
tipo que le trae un vaso de ron caliente de la cocina. Da un sorbo, el metal le
quema en los labios, y gruñe y pisotea la tablazón para espantar el frío,
gritando con un falsete agudo a los remeros cada vez que le parece que el
barco se acerca demasiado a los muros de contención de los márgenes del río.
La apariencia de sir Thomas Ffynne, chaparro, gordo y de cara rubicunda,
esconde a uno de los cerebros más agudos de toda Albión. Alcanzó el grado
de almirante a los veintiséis años, navegó con los barcos de la flota del rey
Hern, en los viejos tiempos de conquistas y pillaje, y fue durante el reinado de
Hern cuando llegó a ser conocido como Tom Ffynne el Malo, en una época en
que abundaban los hombres malos. Aun así, su amor por la reina es tan fuerte
como el de lord Montfallcon, otro de los que sobrevivieron al reinado de Hern
con su honor más o menos preservado, y uno de los pocos a los que la reina
Gloriana mantuvo en su séquito. Fue el tío de Tom Ffynne quien tomó para
Hern los califatos de la costa mediterránea, pero fue Tom quien los mantuvo,
y quien los hizo totalmente dependientes de Albión para su defensa y
supervivencia. Dos revueltas en el gran continente de Virginia fueron también
sofocadas por Ffynne, asegurando el poder a su nación. En Catay, en la India,
en todos los reinos de Asia había luchado Tom Ffynne con absoluto
salvajismo, para mantener el dominio de Albión sobre todos aquellos
territorios que son ahora los protectorados de Gloriana, los mismos que ella
protege prohibiendo la violencia y haciendo justicia para todos aquellos que
están bajo su responsabilidad. Días desconcertantes para Ffynne, que antes
confiaba plenamente en el terror como en el mejor instrumento para mantener
el orden en el Universo, y que ahora estaba convencido de que esta nueva ley
no era más que un gasto innecesario, y que, más aún, siempre habría gente
que abusaba de ella intentando conseguir algún beneficio. Aun así, Tom
Ffynne respeta los deseos de Su Majestad, mantiene y mantendrá una
reticente inactividad mientras la reina continúe prohibiendo específicamente
sus movimientos. Y se contenta con pequeñas expediciones que consisten en
un poco de piratería: eso sí, los barcos implicados nunca deben estar bajo el
manto protector de esta generosa monarca. Las bodegas de su barco, el
Tristán e Isolda, están siempre llenas. Actualmente, la mitad de la carga
proviene del tesoro de algún emperador de las Indias Occidentales, las
ciudades del cual Tom Ffynne visitó subiendo por un ancho río, penetrando
cientos y cientos de millas hacia el interior; la otra mitad son ropas y lingotes
tomados de las carabelas españolas después de un encontronazo que duró
cinco horas cerca de las costas de California, una de las provincias más al
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oeste en el estado de Virginia. Tom Ffynne piensa entregarlo todo a su reina,
pero mantiene la esperanza de que su monarca le permita repartir una gran
parte del botín entre los oficiales del Tristán e Isolda y el resto de los
hombres. Además, está ansioso de que se le conceda una audiencia, pero por
otra razón muy distinta: trae noticias que probablemente interesarán a
Montfallcon… y alarmarán a la reina.
Ffynne se da cuenta de que el amanecer ha llegado sin que ni siquiera se
dé cuenta, y que la capa de nieve es cada vez más gruesa. El horizonte se
ilumina gradualmente, revelando los muros del imponente palacio, semejante
a un gigantesco pico alpino. Un Londres medio enterrado en la nieve, un
Támesis donde se van formando peligrosas placas de hielo que el barco tiene
que romper.
Todo está blanco y silencioso. Tom Ffynne detiene una vez más sus
pataditas al suelo para detenerse a admirar la vista de la capital de Albión en
este día de Año Nuevo, comienzo del decimotercer año del pacífico reinado
de Gloriana, y según el doctor Dee, el astrólogo de la reina, el que será más
significativo tanto en su vida como en la historia del Reino.
Tom Ffynne respira hondo. Da unas palmaditas con sus manos
enguantadas y se sacude algunos carámbanos de hielo que se le han ido
formando en la barba, gruñendo de placer por la visión de su hogar, en todo
su orgulloso y congelado esplendor, mecido en esa tranquilidad atemporal.
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Capítulo II
Envuelta en sus sábanas blancas, con una camisa de dormir de color marfil
acabada con un lazo de oro y el pelo recogido en un gorro de lino, y con unos
sencillos anillos de perlas y platino a conjunto, la reina Gloriana descorrió las
cortinas de seda de la cama adoselada, se levantó y se dirigió a la ventana. En
los jardines nevados, dos pavos reales albinos paseaban por las baldosas
esculpidas, que esa mañana parecían de mármol blanco. Todavía caían unos
cuantos copos que emblanquecían las pisadas de los animales, pero el cielo
lechoso se iba aclarando, e incluso se intuía un poco de azul. Se dio la vuelta
y miró a su diminuta doncella Mary Perrott, que le llevaba el desayuno en una
pesada bandeja de plata.
—Mary, estás muy guapa esta mañana. ¡Qué buen color tienes! Y se te ve
como… muy mujer… Pero cansada, me parece.
Asintiendo, lady Mary balbucea:
—Las fiestas, ya sabe…
—Me temo que abandoné el baile de máscaras un poco temprano. ¿Le
gustó a tu padre? ¿Y a tus hermanos y hermanas? ¿Se lo pasaron bien? ¿Y los
animadores? ¿Eran divertidos? —preguntó tantas cosas que Mary no pudo
responder ninguna.
—Fue una noche perfecta, Majestad.
Sentada ante la delicada mesa, Gloriana escoge para desayunar riñones y
panecillos dulces.
—Hace un tiempo muy traidor. ¿Ya comes lo suficiente, Mary?
Mientras su señora empezaba a devorar el desayuno, Mary Perrott se
estremeció ligeramente, y la reina Gloriana se dio cuenta y, blandiendo un
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tenedor, le dijo:
—Vuelve a la cama por un par de horas. No te necesitaré. Pero antes pon
otro tronco en el fuego y tráeme mi bata de armiño. ¿Es nuevo este vestido?
Te queda muy bien el terciopelo rojo, Mary. Pero el corpiño parece…
demasiado ceñido…
Lady Mary enrojeció, agachándose hacia el fuego.
—Intentaré arreglarlo, señora. —Abandonó la habitación un segundo para
volver con el armiño, poniéndolo sobre los hombros desnudos de su señora—.
Muchas gracias, señora. ¿Dos horas?
Gloriana sonrió mientras terminaba de comerse los riñones y empezaba
con los arenques, que se estaban enfriando.
—No visites a ningún novio, ¡y que nadie te visite a ti!; necesitas dormir y
sólo dormir. Si no, no podrás cumplir con tus obligaciones.
—Lo haré, señora. —Un segundo después, desapareció de la austera
habitación de la reina.
Gloriana se dio cuenta de que no le apetecían los arenques y se levantó
rápidamente de la mesa. Se acercó al espejo al lado de la puerta, agradeciendo
ese momento de intimidad. Observó su largo y perfecto rostro, sus delicados
pómulos, los ojos azules y verdes que escondían una expresión de curiosidad
apenas perceptible. El gorro daba a sus rasgos un aspecto escueto. Se lo quitó,
dejando caer su largo pelo castaño rojizo, que se rizó inmediatamente por su
espalda. Se quitó la camisa de dormir, y se observó, desnuda y viva. Medía
casi un metro ochenta, y aun así su figura era de unas proporciones ideales y
su piel no tenía ni una marca, a pesar de todo lo que el tiempo la había
marcado, como un árbol grabado por una pareja de enamorados. Desde su
infancia, su piel había recibido marcas de todo tipo y con todo tipo de armas y
utensilios, quemada, rasgada, magullada, marcada. Estas marcas fueron
hechas tanto por su padre como por aquellos a su mando que pretendían
educarla, pero también por amantes de los que había esperado recibir lo que
todavía seguía siéndole negado. Dio un par de vueltas sobre sí misma,
preguntándose cómo esa carne tan sensible podía ser estimulada tan
rápidamente y aun así negarse a recompensarla con la satisfacción que sí
conseguían la mayoría que habían tenido acceso a ella. Un pequeño suspiro y
enseguida se colocó de nuevo la camisa de dormir y las pieles, justo a tiempo
para decir «pasen» cuando llamaron a la puerta y apareció su mejor amiga,
Una, condesa de Scaith. La condesa llevaba un delicado vestido de brocado
gris, con un alto collar y unas mangas abombadas que remarcaban la forma de
corazón de su rostro, y que apenas dejaba ver su bonita camisola interior de
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rojo oscuro y oro. Los ojos grises de Una, inteligentes y cálidos, miraron
intensamente a Gloriana —una pregunta con respuesta— antes de abrazarla.
—¡Por Hermes, esperemos que no haya ningún otro doctor como los que
me mandaron! —rió la reina—. Me estuvieron pinchando toda la noche con
sus instrumentos, y me aburrí tanto, Una, que acabé durmiéndome. Ya se
habían ido cuando desperté. ¿Les enviarás un regalo de mi parte? Por
preocuparse tanto…
La condesa de Scaith asintió, ponderando cuidadosamente el estado de
ánimo de su amiga. Abandonó la habitación para adentrarse en una sala
adyacente, donde abrió un escritorio del que sacó una libreta.
—Los italianos, ¿cuántos eran?
—Tres chicos y una chica.
—¿Regalos de igual valor?
—Parece lo justo.
Una regresó a la estancia.
Tom Ffynne acaba de llegar a Londres. El Tristán e Isolda está amarrado
en Charing Cross desde hace tres horas, y el almirante está deseoso de veros.
—¿Una recepción privada?
—O con lord Montfallcon. ¿Quizás a las once, cuando se reúne vuestro
Consejo Privado?
—Tienes que descubrir por qué está tan ansioso por verme. No me
gustaría ofender a un almirante de tan alto rango.
—No tiene otras lealtades que vos —apuntó Una—. Este antiguo
caballero de vuestro padre os tiene en más estima que algunos de los jóvenes,
porque todavía recuerda aquellos tiempos, creo yo.
—Puede ser. —Gloriana sonó distante. No le gustaba recordar a su padre,
o que la compararan con él, ya que en el fondo ella le quería. Y cada vez más,
a medida que él se hacía mayor y era dominado por la enfermedad, aprendió a
quererlo, sabiendo que él también había tenido que soportar esa carga que ella
misma era casi incapaz de sobrellevar—. ¿Hoy tengo alguna otra cita?
—Pediste una audiencia con el doctor Dee. Está establecida para después
del Consejo Privado. Después nada, hasta la comida con el embajador de
Bengala, de doce a dos.
—¿Se disputan alguna frontera?
—Lord Montfallcon tiene el documento, y la solución. Os lo contará todo
esta mañana.
—¿Y después de comer?
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—Los niños y su institutriz. Hasta las cuatro. A las cinco hay una
ceremonia en la Sala de Audiencias.
—Los dignatarios extranjeros, ¿no?
—Los mismos detalles y las mismas garantías que el año pasados para el
Primer Día del Año. A las seis, el más anciano presenta las garantías. A las
siete, acordaréis considerar el caso de los nuevos edificios por Greyfrairs. A
las ocho, cena con el lord de Kansas y Washington.
—¡Ah, con los románticos virginianos! Tengo ganas de que sea la hora de
la cena.
—Después de cenar tenéis sólo una cosita más. Sir Tancred Belforest
solicita una audiencia.
—¿Algún nuevo plan de caballeroso atrevimiento?
—Pienso que es un asunto privado, más bien.
—Excelente. —Gloriana se rió mientras entraba en el vestidor y hacía
sonar la campana para que apareciera su doncella—. Me hará feliz garantizar
al menos una bendición al «pobre caballero». Anhela con tanta fuerza
satisfacerme, aunque sólo sabe de batallas y gimnasia. ¿Tienes alguna idea de
qué es lo que quiere exactamente?
—Diría que quiere pedir su permiso para casarse con Mary Perrott.
—¡Oh, muy bien! Los quiero mucho a los dos. ¡Y le daría mi bendición
con tal de distraer su noble concentración! —Entró la sirvienta de honor.
Chicas bonitas, todas habían sido amantes de la reina y habían acabado
trabajando para ella, ya que nunca conseguía rechazar a alguien que la había
intentado complacer y que no deseaba ser libre—. Así que se presenta un día
bastante ligero…
—Depende de los informes de Tom Ffynne. Quizá trae noticias de guerra
de las Indias Occidentales.
—Pero no dependen de nosotros. Excepto Panamá, no están bajo nuestra
jurisdicción, gracias a Dios. A no ser que ataquen Virginia… Pero ¿cuál de
sus naciones es tan fuerte como para hacerlo?
—¿Con la ayuda de los españoles?
—Sí, claro. Aun así, creo que las Indias Occidentales no se fían mucho de
los españoles, que han matado a tanta y tanta de su gente. No, Una, si
buscamos peligros, debemos mirar más cerca de casa. Se inclinó para darle un
beso a su secretaria y amiga, mientras las sirvientas se esforzaban en vestirla
con los ropajes propios de una mujer de su rango.
—¡Ay! —se quejó la reina, mientras era zarandeada por la sirvienta que
intentaba encasquetarle el corsé.
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—Voy a decirle a sir Tancred que la audiencia le ha sido concedida.
Una se marchó mientras Gloriana empezaba a sufrir las constricciones de
su vestido, que se puso como si fuera su armadura para ir a la guerra: corsé y
miriñaque, amplio collar almidonado, medias de seda y zapatos de tacón alto;
enaguas bordadas, vestido de terciopelo dorado tocado con joyas de doce
tipos distintos y algunas flores cosidas, capa de oscuro terciopelo rojo con
armiño, el pelo atado con perlas y corona, la cara empolvada, guantes en las
manos y anillos en los dedos enguantados, maza y cetro, una a la derecha y
otro a la izquierda: toda la parafernalia necesaria para dedicarse a sus
negocios. Seguida por una bandada de pájaros, sus sirvientas y criados, se
dirigió con tal atuendo a la Cámara Privada donde la esperaban los
cancilleres. Navegó por pasillos repletos de banderas de seda, tapices y
pinturas, con escenas de las gloriosas vicisitudes de Albión, sus héroes,
escenas pastorales, escenas exóticas de Oriente, de África o de Virginia.
Todos los cortesanos con quien se cruzaba hacían una reverencia a su paso,
que ella agradecía, y con algunos cruzaba un «buenos días» o alguna pregunta
de cortesía, preocupándose por su salud. Se cruzó con escuderos y damas de
honor, palafreneros, camareros, mayordomos, hombres de a pie y cortesanos
de todo tipo y condición. Sus pies pisaron mosaico, mármol, baldosas y
madera pulidas, un poco de plata, un poco de oro, más mármol y plomo. Giró
la esquina y cruzó la primera, la segunda y la tercera cámaras de Audiencia,
con la falda balanceándose, y ahí le esperaban cortesanos y peticionarios
junto con los caballeros, sus guardias personales, los hombres de lord
Rhoone, vestidos de rojo y verde oscuro, saludándola con sus picas mientras
se abrían las puertas de la Sala de Audiencias, y ella se adentraba en la
Cámara Privada, donde sus consejeros le hicieron una reverencia y esperaron
hasta que tomara asiento en su silla a la cabeza de la larga mesa, antes de
tomar posición. Doce hombres vestidos con ricos ropajes y con cadenas de
oro colgando de sus pechos. A través del magnífico ventanal situado detrás de
la reina se filtraba la luz iluminando con mil colores la escena en el vitral del
Emperador y el Tributo: el padre de Gloriana como el rey Arturo, y Londres
como Nueva Troya (ciudad de leyenda de la Britania Mística de la época de
Oro, fundada por el ancestro de Gloriana, el rey Brutus, siete mil años atrás),
con representantes de todas las naciones del mundo entregando regalos en los
noventa y nueve escalones que conducían al trono del Emperador, donde sus
doncellas, Sabiduría, Verdad, Belleza y Perdón, flanqueaban a la radiante
corona. Gloriana lo consideraba, en privado, un poco de mal gusto, pero por
respecto a las traiciones y a su padre lo había hecho conservar.
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Seis hombres en cada lado de la larga y oscura mesa, con cuernos de plata
rellenos de tinta, plumas de ganso y papel colocado delante de cada uno, el
Consejo Privado de la Reina tomó asiento. Doce caras familiares, cada una
con un rango distinto. A su derecha, lord Montfallcon, de negro y gris, con su
magnífica melena leonina, su consejero y secretario principal. A su izquierda,
pensativo y serio, con una larga y recta barba blanca, sombrero marrón y
capa, un jubón con cinturón y una cadena de oro con estrellas de seis puntas,
estaba el doctor John Dee, su consejero de filosofía. Al lado de lord
Montfallcon estaba sentado sir Orlando Hawes, Consejero de Asuntos
Exteriores y Alto Lord Tesorero, delgado y estirado, con una túnica azul
oscuro, un cuello azul más claro, una cadena de plata, y sus pequeños ojos
clavados en el documento que tenía enfrente, quieto como una piedra,
sufriendo de dolores de gota. Delante de él, con el rostro redondo pero severo,
el navegante más famoso de Albión, Lisuarte Armstrong, el Cuarto Barón
Ingleborough, el Lord Almirante de Albión, en terciopelo púrpura con lazo
blanco, una pesada cadena, como un áncora en su cuello, y unos ojos más
azules que el más pálido de los océanos del norte. Al lado, a la derecha,
estaba Gorius, lord Ramnsley, lord High Steward de Albión, con ornamentos
de oro blanco, y un jubón bordado de un rojizo fuerte, conjuntado con una
cadena de rubíes. Le seguía sir Amadís Cornfield, el Guardián de la Bolsa
Real. En seda rayada blanca y azul, con una cenefa carmesí que llegaba al
cuello y a los puños, de suave lino, y con una cadena de plata muy delicada y
fina, hecha a propósito a conjunto con los botones de su chaqueta. Era un
hombre guapo, mordaz, muy hablador, de pelo oscuro y galante, que se
tomaba en serio sus responsabilidades. Parecía que estaba estudiando algo de
la ventana que no había visto anteriormente. Delante de sir Amadís se situaba
sir Vivien Rich, rellenito y peludo, con ropajes de lana que le hacían parecer
un antiguo granjero del monte, el vicechambelán de la reina. Sentado al lado
de sir Amadís estaba maese Florestan Wallis, el célebre estudioso, todo
vestido de negro, sin cuello ni cadenas, pero con un pequeño broche en el
pecho, con el pelo oscuro y lacio cubriéndole las espaldas y los labios
fuertemente cerrados. Él era el Secretario de la Alta Lengua de Albión, el
lenguaje oficial de ceremonias y proclamaciones, y el escritor de pequeñas
obras que se representaban en la Corte. El próximo par: Perigot Fowler,
Maese del Caballo, en marrones oscuros, e Isador Palfrweyman, Secretario de
Guerra, de rojo sangre. Los dos con barba, parecían gemelos. Finalmente, a la
derecha de Isador estaba Auberon Orme, Maese del Gran Guardarropa, con
ropa violeta y verde, con una gran pechera de esos dos colores, que enfatizaba
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su larga nariz y le empequeñecía la boca, resaltando la rojez en el blanco de
sus ojos. A la izquierda, Marcilius Gallimari, un napolitano oscuro y
divertido, con un jubón estampado con tantos colores que competía con la
mismísima vidriera, con el pelo ondulado, un diamante en su oreja y una
esmeralda en la otra. Tenía una fina y puntiaguda barba y un casi
imperceptible bigote, era el Maese de los Regocijos.
La reina sonrió.
—Hay una atmósfera feliz en la Cámara esta mañana. ¿Tengo que
imaginar que las vacaciones aún siguen?
Montfallcon se puso de pie.
—Majestad, en la mayoría de nuestros asuntos, el mundo está tranquilo.
Pero sir Thomas Ffynne trae noticias…
—Lo sé. Espero verle al final de esta sesión.
—Entonces, ¿Su Majestad está enterada de lo que viene a deciros?
—Todavía no, lord Montfallcon.
—¡Oh, Lord Canciller! ¡Dais unas pistas que parece que el mundo al fin
se acabe! —saltó el doctor Dee—. ¿Estáis insatisfechos porque no hay
amenazas sobre Albión? ¿Querríais una profecía? ¿Debo consultar el
Talmud? ¿O conjurar algún desastre? ¿Liberar algún diablo de una botella, o
encontrar un futuro oscuro y temible en las estrellas, asustarnos con una
posible plaga que se nos llevará a todos si ignoramos este o aquel otro aviso?
Como su voz no tenía ningún tipo de timbre, no se notaba que estaba siendo
irónico, y la gente casi siempre se tomaba todo lo que él decía como algo
literal. Por eso le rodeaba siempre un halo de ambigüedad que ni siquiera él
era capaz de comprender, y muchas veces dejaba perplejos a sus compañeros,
ya que, sin poder hacer nada para variar su voz, los desconcertaba.
Pero Montfallcon no estaba desconcertado en absoluto, puesto que ya
estaba acostumbrado a los discursos de Dee. No se tenían ningún tipo de
aprecio, ni siquiera un poco. Lord Montfallcon hizo amago de paciencia y
centró su total atención en la reina.
—Majestad, parece un problema pequeño, pero podría ser la semilla de la
que brotara una raíz excesivamente enredada.
La reina, ansiosa por evitar algún tipo de drama entre los dos jugadores,
levantó las manos.
—Entonces ¿cree conveniente que mandemos llamar a Tom Ffynne antes
del Consejo para que nos lo explique a todos?
—Bueno… —lord Montfallcon se encogió de hombros—. No nos haría
ningún daño. Él se encuentra ahora mismo en la Primera Cámara.
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—Entonces, mi lord, vayamos a su encuentro.
Lord Montfallcon se levantó de su silla y se movió despacio hacia la
puertecilla situada detrás de él, que guiaba a la habitación que había entre la
Cámara Privada y sus propias oficinas. Abrió la puerta, le dio unas
indicaciones a uno de los hombres de a pie y, en unos segundos, Ffynne se
presentó ante el Consejo. Sir Thomas se había recortado la barba un poco para
la ocasión, y llevaba cinco plumas de avestruz violetas en el sombrero. Una
capa corta colgaba de su hombro izquierdo, y el resto de su indumentaria
constaba de un jubón verde esmeralda, con puños blancos, anchas chorreras
atadas con cintas, medias blancas y zapatos negros con cierres dorados. Sus
pequeños y brillantes ojos se abrieron medio centímetro cuando vio a la reina.
Se quitó el sombrero, haciendo una reverencia, y golpeó el suelo con su pie de
marfil. La bota estaba hecha de tal manera que el muñón de su tobillo
encajaba perfectamente en ella.
—Majestad.
—Buenos días, sir Thomas. Le esperábamos antes. ¿Hubo muchas
tormentas?
—Muchas, Majestad. En cada tramo del trayecto. Nos causaron grandes
daños. Perdimos casi todas las jarcias cuando faltaban unas pocas yardas para
avistar la costa de Iberia. Tuvimos que costear hasta Le Havre para hacer
algunas pequeñas reparaciones antes de seguir. Eso fue hace cuatro días.
—Entonces, ¿vuestras noticias son de Francia?
—No, Majestad. Simplemente las conseguí allí. Mientras estábamos en el
puerto, retrasados a causa de los incompetentes que nos mandaron para
reparar el barco, vino a puerto un gran galeón, de estilo antiguo, de unos
cuarenta remeros. Izó la bandera de Polonia, lo que despertó mi curiosidad, ya
que era evidentemente un barco de ceremonias, con un montón de oro y más
oro trenzado en cuerdas y pasamanos. Lanzaron el ancla muy cerca de
nosotros, y envié una pequeña comitiva a presentar mis saludos al capitán,
que enseguida me invitó a bordo. Era un viejo señor, y noble. Estuvo contento
de conocerme porque estaba muy orgulloso de ser un aliado de la reina
Gloriana y de Albión, y se mostró feliz de saber cualquier buena nueva
relacionada con vos y vuestro reino. No dejó de elogiar a nuestra tierra y su
reina, y me halagó, una vez le dije mi nombre, con recuerdos de mis propias
expediciones que había oído por el mundo.
—¿Y ésas son sus noticias, sir Thomas? —dijo el doctor Dee para
fastidiar a lord Montfallcon—. Polonia nos ama.
—¡Doctor Dee! —La reina le lanzó una mirada y el doctor sucumbió.
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—De hecho, sí —continuó Ffynne—, ya que este barco está ahora mismo
esperando al rey de Polonia, que viene por tierra para abordar la nave y
dirigirse hacia Londres.
—¿Y con qué propósito? —Sir Amadís apartó los ojos de la ventana—.
¿El mismísimo rey? ¿Sin su flota? ¿Sin su séquito?
—Viene como pretendiente de la reina —dijo Tom Ffynne quedamente—.
O no… o más bien como futuro novio. Según el noble capitán polaco, viene
convencido de que Su Majestad aceptará casarse con él.
—Ah. —La mirada de Gloriana hacia lord Montfallcon era de bochorno.
—¿Su… Su Majestad? —El Lord Canciller levantó ligeramente la cabeza.
—Un descuido, Lord Canciller. Debería haberos informado. Envié cartas
al rey de Polonia.
—¿Consintiendo al matrimonio?
—Por supuesto que no. Fue cuando sufristeis esas altas fiebres, el pasado
noviembre. Llegó un anuncio de Polonia, suficientemente formal, sugiriendo
una visita privada del rey, quizás una visita secreta ahora que lo pienso, una
visita de incógnito, de cualquier manera. Y accedí. Dos cartas manuscritas
rápidamente. Una asegurándole el afecto de nuestra nación por la suya, y la
otra sugiriendo una fecha temprana en el Nuevo Año. Nunca recibí respuesta.
Tal vez no llegó a su destino. El rey es reconocido como un hombre muy
afable y tiene mucho interés en conocernos.
—Y de eso él deduce, sin duda porque ha interpretado el gesto de Su
Majestad en términos de las costumbres de su propio país, que estáis lista para
escuchar su proposición de matrimonio. —Lord Montfallcon se aclaró la
garganta y se puso la palma de la mano en el pecho—. ¿Y si lo rechazáis,
Majestad, qué ocurrirá cuando lo rechacéis?
—Debe ser informado de inmediato de que ha malinterpretado las cartas.
—Y sospechará un complot. Polonia es un país amigo. Su imperio es
poderoso, se extiende del Báltico a la Mediterránea, y tienen muchos estados
vasallos. Entre los dos tenemos Tartaria.
—Estamos familiarizados con la geografía política de Europa, lord
Montfallcon. —El doctor Dee se llevó una larga uña a la barbilla—. ¿Sugerís
que si Polonia se ve como un pretendiente rechazado, un amante abandonado,
se vengará declarándonos la guerra?
—No, la guerra no —lord Montfallcon habló como si respondiera a su
propia voz—. Probablemente no habrá guerra, pero sí unas relaciones muy
tensas que no podemos permitirnos. Tartaria ya está casi lista. Y está también
la ambición de Arabia…
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—Entonces quizá debería casarme con Polonia. —La reina Gloriana
pareció por un momento una joven alocada—. ¿Qué decís, señor? ¿Eso nos
salvaría?
—Pronto vendrá de visita de Estado el Gran Califa de Arabia —murmuró
Montfallcon.
—Tenemos noticias de que él también pretende haceros una propuesta. Y
el mes siguiente se reúne la teocracia de Iberia, aunque ya saben que ésta es
una causa perdida, ya que ahí no hay nada que hacer. Pero Arabia, Arabia…
—Y espetó, con decisión—: ¡No hay más que decir! ¡Deben llegar juntos!
—Pero la llegada del rey de Polonia es inminente —apuntó lord Ffynne
—. Un día de éstos se planta en Le Havre. ¡Un par de días más, y ya estará
amarrado en los puertos de Londres!
—¿Para cuándo estaba prevista su llegada? —preguntó lord Montfallcon
caminando arriba y abajo alrededor de la mesa, mientras el resto de
consejeros intentaban seguir tanto sus movimientos como su razonamiento.
—Me parece que cuarenta y ocho horas detrás de mí. Y partí muy de
mañana, señor mío. Ayer.
—Pues todavía tenemos…, ¿qué, unos tres días?
—Como máximo.
—Lo siento muchísimo, lord Montfallcon, no debí olvidarme de
informaros… —La voz de Gloriana se iba quebrando poco a poco.
De repente, lord Montfallcon se puso en posición de firmes, dejó de
murmurar por lo bajo y se encogió de hombros mirando a la reina.
—No pasa nada, señora. Será un pequeño apuro, nada más. Debemos
rezar para que Polonia se retrase un poco y coincida con Arabia.
—Pero ¿cómo puede eso mejorar la situación, mi señor?
—Es una cuestión de orgullo, señora. Si herís el orgullo de uno de los dos,
nuestras relaciones se verán deterioradas, naturalmente. Pero si Polonia es la
que hiere el orgullo de Arabia, o viceversa, nosotros saldremos fortalecidos.
Ninguno de ellos piensa mal de la reina, pero piensan lo peor el uno del otro.
Yo considero que los peores problemas no son los inmediatos, sino los
potenciales. Es difícil que Arabia y Polonia acaben siendo aliados, pero no
imposible. Comparten costa, el Mar Medio, y aun así la entrada a ese mar está
muy bien controlada por Iberia, quien a su vez podría aliarse con Arabia y
contra nosotros.
—¡Ah, sus pensamientos retorcidos, señor Montfallcon! —Una mano
negra se alzó como si se estuviera defendiendo de un ataque. Sir Orlando
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Hawes hablaba por primera vez—. ¿Me desconciertan sólo a mí? —dijo con
cortesía. Era un gran admirador de lord Montfallcon.
—Nos desconciertan a todos, excepto al Lord Canciller, supongo —
improvisó la reina Gloriana—. Aun así, respeto su preocupación, ya que más
de una vez ha anticipado una amenaza importante para este Reino. Debemos
dejarlo a vuestra diplomacia, mi señor. Y debo honrar cualquier decisión que
toméis.
Hizo una leve reverencia.
—Gracias, señora. Estoy casi seguro de que el problema se resolverá por
sí solo.
—Yo tengo toda la culpa de esto, señor. El intercambio de cartas tuvo
lugar cuando… Estaba obsesionada con tantos otros problemas… Parece ser
que…
Lord Montfallcon fue firme:
—La reina no necesita dar explicaciones.
—Tengo entendido que este rey polaco se considera un tipo divertido, que
es incluso algo payaso. —Lisuarte Ingleborough miró a sus compañeros—. O
al menos, algo excéntrico. Es raro que no haya enviado a ningún emisario. Si
lo hubiera hecho, no habríamos tenido esta sorpresa.
—Lord Ingleborough dice bien. Así es como yo lo veo también. —Tom
Ffynne jugueteó con las plumas de su sombrero—. Conde Korzeniowski, si
no recuerdo mal el nombre, he oído cosas parecidas, aunque no directamente.
Su señor tenía alguna idea de cómo manejar un Estado, pero también está
obsesionado con la música y esas cosas. Hablando en plata, su nación entera
está en decadencia. Hay un parlamento en Polonia que representa el interés de
los nobles, y éste toma todas las decisiones por el rey. —El pequeño almirante
soltó una aguda risita—. Un país extraño, que tiene rey y no lo usa, ¿verdad?
La reina Gloriana sonrió despacio, casi con nostalgia.
—Bien, sir Thomas, os estamos muy agradecidos por este servicio.
¿Tenéis más noticias? ¿Algo de vuestras aventuras por las Indias
Occidentales?
—El botín de oro nos guió a través de las tormentas, Su Majestad, y
todavía sigue a bordo, en Charing Cross, esperando que usted decida cuál es
su destino en las bodegas del Tristán e Isolda.
—Sir Thomas, ¿tenéis un inventario? —El modo en que sir Orlando
Hawes se dirigió al marinero fue casi cálido.
—Claro, señor. —Tom Ffynne sacó un rollo de papel de su cinturón, y
haciendo una reverencia con gran ceremonia se lo entregó a la reina Gloriana.
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Ella desenrolló el documento, pero fue evidente para la mayoría de los
presentes que no lo leyó.
—Suficiente para construir una nueva remesa para nuestra flota. —
Gloriana enrolló de nuevo el documento y se lo pasó a lord Montfallcon, que
se lo pasó a sir Orlando—. ¿Nos haréis el favor de dividir una décima parte
para vos y vuestra tripulación, sir Tom?
—Señora, sois muy generosa.
—¡Una décima parte! —El Alto Lord Tesorero bufó como un toro bravo
—. ¡Es demasiado! Una doceava parte, Su Majestad…
—¿Por tantas vidas arriesgadas?
Sir Orlando se sorbió la nariz.
—Muy bien, pues, señora, como deseéis.
La reina Gloriana observó a sus consejeros.
—Maestro Gallimari, ¿hay entretenimientos preparados para todas las
recepciones de hoy?
—Sí, Majestad. Mientras coméis, habrá música del maestro Pavealli.
—Excelente. Estoy segura de que todas vuestras elecciones serán muy
acertadas. ¿Y mi vestido para esta noche? ¿Está listo, maese Orme?
—No falta ni un botón, señora.
—¿Y vos, maese Wallis, tenéis preparado el discurso de esta tarde?
—Dos, señora. Uno para los embajadores extranjeros, y uno para el
alcalde de Londres. Sólo falta vuestra aprobación.
—Y me imagino que no hay más decisiones que deba tomar sobre la
comida o la cena. Y sir Vivien, lamento que no podamos dedicarnos a la caza
hasta la semana que viene, pero me gustaría que salierais a cazar sin nosotros,
nuestros perros y caballos necesitan ejercicio.
Y así la reina consiguió mejorar la atmósfera de la reunión, puesto que
todos se rieron. La pasión de sir Vivien por la caza era conocida por todos y
motivo de muchas bromas.
Despacio, Gloriana se levantó, sonriendo de nuevo a sus ahora joviales
consejeros. Todos se levantaron, formalmente.
—Entonces, ¿no hay ningún otro asunto urgente? ¿Éste era el único
problema grave, lord Montfallcon?
—Sí, señora, sólo éste. —El viejo canciller hizo una reverencia y le tendió
un rollo de documentos—. Aquí tenéis mi propuesta para Catay y Bengala. —
Ella cogió el documento.
—Me despido entonces, señores.
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Trece piernas se doblaron para arrodillarse ante la reina. Gloriana partió
entre muestras de afecto y devoción, y volvió a estar rodeada de pajes y
doncellas en su viaje de regreso a sus aposentos, donde esperaba poder
comentar el asunto de Polonia con su ayudante conspiradora, la condesa de
Scaith.
Perion Montfallcon, frunciendo el ceño, señaló primero a Lisuarte y luego
a sir Thomas. Los tres eran camaradas, supervivientes de una tiranía a la que
habían jurado no servir nunca más. Montfallcon despidió con un seco adiós a
sus otros compañeros cancilleres, y guió al pequeño grupo hacia la pequeña
puerta que llevaba a sus oficinas. Las habitaciones eran inmensas. Estaban
llenas de libros de historia y leyes. Algunos de los volúmenes eran tan altos
como él mismo. Las habitaciones estaban iluminadas por ventanas diseñadas
de tal forma que nadie pudiera espiar a través de ellas. Entraba una luz difusa,
que parecía posarse cerca del techo, sin apenas iluminar las baldosas del
suelo, donde se encontraban los tres hombres, delante del ordenado escritorio
de lord Montfallcon.
El Lord Canciller suspiró y se rascó su gran nariz, negando con la cabeza.
—Es la primera vez que actúa de una manera tan caprichosa. ¿Será
porque, al encontrarme yo en mi lecho de enfermo, ella se sintió abandonada?
Se ha comportado como una niña pequeña, aunque nunca había hecho algo así
desde que nació.
El Lord Almirante se dejó caer en la silla.
—A lo mejor anhela demasiado poder soltar su carga…
Tom Ffynne rechazó esta idea.
—La reina es demasiado consciente de sus responsabilidades. Tal vez
estaba… algo enferma.
—Es lo más probable. —Montfallcon se frotó el brazo, que le picaba
como si acabara de volver de una batalla—. Pero aun así… ¿Alguien detectó
dolor? Es posible que, por un instante, cuando envió esas cartas, sólo deseara
ser libre.
—¡Pero es la única vez que se ha comportado de esta forma tan estúpida!
—lord Ingleborough suspiró y posó la palma de su mano en su muslo
izquierdo. Parecía que su agonía le iba a desgarrar el cuerpo entero.
—Es nuestra responsabilidad que esto no ocurra otra vez. Y si es posible,
ahorrarle dolor a la reina.
—Te has vuelto un sentimental, Perion —le espetó Tom Ffynne
quedamente, acompañando la observación de una risita que habría helado la
sangre de cientos—. Pero ¿cómo solucionamos el dilema?
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—Se solucionará por sí mismo —dijo Ingleborough—. ¿Verdad que sí?
Montfallcon movió la cabeza afirmativamente.
—Hay otra manera. Bueno, más de una, pero intentemos primero la
menos dramática. Estoy acostumbrado a las manipulaciones. ¡Si la reina
supiera lo que debo hacer en su nombre y en el de la fe de sus súbditos! En
este caso, la clave es intentar retrasar a todos los pretendientes, mantenerlos a
todos esperanzados pero sin darles verdaderas esperanzas. Sin ofenderles,
debemos cansar al persistente y estimular al que esté más alicaído. Así
orquestaremos el flirteo de la reina. —Y representó una corta y muy poco
característica danza, que quizás él encontraba sugerente, antes de tomar
asiento—. La decadente Polonia viene en esta dirección, y la guerrera Arabia
en ésta. El secreto está en hacerles llegar al mismo tiempo con la esperanza de
que choquen… y que les parezca que se están viendo en un espejo, pero no
les guste el reflejo que éste les ofrece.
—¡Pero Polonia llegará demasiado pronto para que eso ocurra! —insistió
Tom Ffynne.
—Entonces, los detendremos.
—¿Y cómo?
—Sabotaje. Su barco puede sufrir retrasos mientras está en Le Havre.
—Encontrará otro.
—Cierto. Pero entonces, cuando estén más cerca de nuestros dominios…
—Alguien llamó a la puerta, y lord Montfallcon hizo una mueca—. Adelante.
Entró un joven paje portando un sobre lacado en su mano derecha. Hizo
una reverencia al grupo de lores.
—Mi señor, un mensaje de sir Christopher, para ser entregado
inmediatamente.
Lord Montfallcon toma el sobre y rompe rápidamente los sellos. Lee
ávidamente y luego levanta la vista enfurecido.
—El hombre al que había considerado… el único hombre al que había
considerado, y lo declaran asesino y cazado. Por Zeus, me alegraré de ver a
ese sapo ensartado en una estaca.
—¿Uno de vuestros empleados? —Tom Ffynne sonrió—. Uno de los
malos, por lo que parece.
—No, no. Al contrario. Uno de los mejores. No hay nadie tan listo, ni tan
agudo… Pero parece que se ha extralimitado. ¡Y ha involucrado a un príncipe
árabe! ¡Porque sir Lancelot es árabe!
—Sin duda a mí y a Lisuarte nos gustaría que nos iluminarais con más
información —espetó Tom Ffynne, guiñándoles un ojo a sus amigos,
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haciendo obvio que estaba más que interesado en el contenido del mensaje.
Pero lord Montfallcon arrugó la carta y la arrojó al fuego, sin pensarlo, en una
chimenea ya negra de quemar tantos otros documentos.
—No hay más añadió —lord Montfallcon con astucia. Ahora debo tramar
algo para salvar a mi sapo, a este pariente que no es bienvenido, de que lo
asen a fuego lento. ¿Cómo puedo confabular contra la misma ley a la que doy
apoyo?
—Eso suena a secreto y a importante. —Tom Ffynne se dirigió
renqueante hacia la puerta—. ¿Queréis comer conmigo, Lord Almirante? O
mejor aún, ¿me invitáis a compartir vuestra comida?
—De buen grado, Tom. —Lord Ingleborough, el más noble de estos tres
supervivientes, parecía preocupado por las palabras del canciller, y por sus
actos—. Por todos los dioses, Perion. Espero que no volvamos a los viejos
tiempos con estos esquemas vuestros.
—Mis ardides son justamente para evitar que eso pase, lord Ingleborough.
Con gravedad, el Canciller Real hizo una reverencia a sus dos amigos y
les deseó buen apetito, mientras hacía sonar la campana para llamar a Tinkler,
que aparecería de las sombras para llevarle un mensaje a su señor, Quire.
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Capítulo III
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Quire sacó la espada de debajo de las mantas; una espada bellamente
tallada, un arma perfecta, la mejor que se ha forjado de este tipo.
—¡Mira! Fue un asesinato inteligente, disfrazado de duelo. Fuimos a los
campos que se extienden detrás de White Hall, y allí mismo lo maté. Eres una
muchacha hermosa, lo sabes, ¿verdad? Bonito pelo, oscuro y rizado. Me
gusta. Grandes ojos, labios llenos. ¿Ya te has estrenado, joven Alys?
Poniendo los pantalones de piel en la cesta, mientras él le echaba una
mirada calmada y oscura, Alys dijo:
—No, señor. Espero a casarme.
Su sonrisa fue casi tierna cuando le tocó la espalda con su sucia espada,
como si la estuviera proclamando Lady.
—Desabróchate, Alys, y dejadme ver esos capullos en flor. Esta espada
—y le pasó la hoja por el suave cuello— ha matado a muchos. Algunos
fueron asesinados limpiamente. Pero por sugerencia mía, el moro de la noche
anterior se reclinó para recogerse el dobladillo de la túnica, y entonces le di la
primera estocada, entre las costillas, clavando fieramente, dentro y fuera,
dentro y fuera. Y hubo testigos, cosa insospechada en una noche tan oscura y
fría. —El tono de Quire se tornó momentáneamente agrio—. Los árboles
estaban helados, nuestras linternas estaban cubiertas. Pero dos de los soldados
de la guardia se acercaron y uno de ellos me reconoció. —Dirigió sus dedos
hacia los lazos de la blusa de Alys, que empezó a soltarse, aunque ella, muerta
de miedo, se revolvía sin parar.
Su voz sonaba distante.
—Nos atacaron antes de que mi sarraceno estuviera del todo muerto. Las
cuchilladas en mi jubón y mi chaqueta son de ellos, igual que este corte en mi
muslo. —Se dio una palmada en la camisa—. Este agujero es de cuando el
sarraceno me atacó con un cuchillo desde el suelo, el muy traidor. Lo creía
muerto, después de que Tinkler le quitara las botas y se apropiara de su
linterna. Buenas botas, bien elaboradas, pero Tinkler no se atreve a llevarlas
ahora. ¿Ves esta sangre, aquí? ¿Y esta mancha, cerca de la punta de mi
espada? Me cargué a uno de los soldados antes de que el otro huyera. —La
mantuvo bien cerca de sus ojos mientras ella estaba muy, muy quieta, y le
acercó la hoja a los labios—. Pruébala.
La blusa se cayó del todo, y Quire la apartó a un lado. Tenía unos pechos
pequeños, levemente hinchados, todavía no desarrollados del todo. Acercó la
punta de la espada a uno de sus pezones mientras le decía:
—Eres una buena chica, Alys. Volverás a verme, ¿verdad? ¿Me traerás
mis remiendos?
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—Sí, señor. —Alys respiraba con fuerza, pero mantuvo el control. Se
había puesto de un rojo intenso.
—¿Y serás una chica obediente, y dejarás que el capitán Quire sea el
primero en descubrir tus tesoros? —La punta de su espada se movió de
hoyuelo a hoyuelo—. ¿Lo harás, Alys?
Los ojos de la chiquilla se cerraron, y habló despacio.
—Sí.
—Bien. Ahora besa la espada, Alys, para sellar nuestro pacto. Besa la
frágil sangre del soldado… —Se oyó un golpe en la puerta mientras la chica
besaba la sangre, y mirando vagamente hacia el lugar del sonido, Quire guió
sus manos por los lazos de la camisa—. ¿Sí? —le susurró mientras hería
levemente el hombro de la joven hasta dejarle una marca como con una perla
roja—: Buena chica. Ahora perteneces a Quire. —Se puso de pie, le lamió la
herida y volvió a tumbarse en sus sucias sábanas—. ¿Quién está ahí?
—Soy Marjorie, la mujer del posadero, señor. Le traigo la comida que ha
pedido, y el traje.
Quire pareció dudar y, finalmente, se encogió de hombros. Dando una
última mirada a su espada de Toledo, dijo:
—Entrad, pues.
La mujer se abrió paso. Era una vaca marina ordinaria, que miró enojada a
Alys Finch mientras ella le hacía una reverencia y salía disparada hacia la
puerta.
—Pronto, Alys.
—Sí, señor.
Agarrando la ropa del gordo brazo de su casera, Quire empezó a vestirse
con evidente abatimiento, mientras ella dejaba la bandeja de estofado de
cordero, el pan y el vino a los pies de la cama.
—¿Esto es lo mejor que pudisteis encontrar, Marjorie?
—Y aún tuve suerte, capitán.
—Pues, aquí tenéis. —Y le tendió un ángel, una pieza de oro.
—Pero… esto es demasiado.
—Lo sé.
—Sois un diablo de pies a cabeza, capitán. Pero un diablo generoso.
—Muchos diablos lo son. —Acercó la silla a la cama, agarró la cuchara y
empezó a devorar el cordero—. Por su propio interés, lo son. —Mientras
comía, ella observaba su perfil enjuto, musculoso y peligroso.
Marjorie no podía reprimir su curiosidad.
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—Entonces, señor, ¿hubo una pelea en el Seahorse? Es un sitio de lo más
vulgar.
—No más vulgar que esta posada, y la bebida es mejor. Pero fue en los
campos de White Hall. Un duelo, interrumpido por la guardia, que ahora me
busca.
—La ley que prohíbe a los hombres batirse en duelo es de lo más
estúpida. ¿Por qué no deberían matarse unos a otros, idiotas e inútiles? La
reina es demasiado blanda…
—Ah, bueno. ¡Pero mejor demasiado blanda que demasiado dura! —
Quire, muy acostumbrado a que le dieran la razón siempre, adoptó una
neutralidad instantánea.
—Esta ley, además de para acabar con los asesinatos disfrazados de duelo,
es para que no decline el número de posibles pretendientes. Se estaban
matando unos a otros a un ritmo demasiado frenético. La reina temía por la
continuación de la aristocracia. Y sin nobles, tendríamos un futuro disoluto,
¡el caos!
—¡Oh, vamos, capitán!
—Es tan cierto como que vuestro estofado está riquísimo. —Pero eso no
pareció halagarla.
—Pues claro que está bueno, monstruo. —Marjorie se cruzó de brazos—.
¿Y qué hacíais con la chiquilla de Crown?
Una oscura risotada. Quire mojó pan en su estofado, sabiendo que tendría
un cómplice de su pecado.
—Haciendo que crezca su interés, despertando su sangre, calentándola
para cuando necesite un poco de consuelo.
—¡La habéis dejado aterrorizada! Además, tiene novio. El hijo de
Starling.
—Pues claro que la he asustado. Es la mejor manera de enriquecer su
imaginación y de garantizar su curiosidad, ya que se querrá probar ante mí,
temblando todo el tiempo para que no la atrape. ¿Acaso no os asusto,
Marjorie?
—Creo que os puedo controlar —dijo, aunque parecía dudar, apretando
con fuerza su pieza de oro. Torció un poco la boca.
—Me alegra oír eso. —Quire no estaba siendo irónico.
—Pero Alys Finch no es su tipo de chica —y añadió débilmente—: Es
una buena chica.
—Claro que lo es. ¿La guardia? —Ya se había puesto el cinturón. Se
retorció, incómodo. Se cruzó la tela de algodón al cuello y se empezó a atar
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las botas por debajo de las rodillas.
—De momento no ha venido por aquí, pero lo hará pronto. Hay mucha
gente que sabe que os hospedáis en esta posada.
—Es cierto. —Encontró su sombrero y le alisó las plumas—. ¿Finch y
Starling? Pondrá un huevo bien curioso si la dejan en manos de este tipo.
—Dejad a la chica para Starling. Es un joven con mucho genio.
—¡Oh, Marjorie! Mi interés ya está decreciendo. Dejemos que construyan
su nido. —Se colocó el sombrero en la cabeza y lo inclinó ligeramente. Le
sonrió con los labios apretados—. A lo mejor más adelante, en primavera,
tengo ganas de jugar al escondite.
—Para entonces ya os habrán colgado de un árbol.
—A Quire no. Además, Gloriana no cuelga a nadie. Incluso si cambiaran
las leyes sobreviviría. Porque soy Quire el Embaucador, Quire el Ladrón. Me
queda demasiado por hacer, y todavía tengo una gran audiencia a quien
contentar con mi arte, esperando mi obra maestra. —Guardó la larga espada y
devolvió el cuchillo a su funda—. Soy Quire la Sombra, y necesito una capa.
Marjorie se encogió de hombros y sonrió, como si se tratara de un hijo
travieso y encantador.
—Abajo. Escoged una mientras salís, y puede que el dueño no se dé
cuenta.
—Gracias. —Le pellizcó el brazo para mostrar su gratitud. Ella observó
cómo se alejaba por la puerta, hacia la penumbra. La luz de una ventana dio
en sus ojos por un instante antes de que desapareciera por las escaleras,
siguiendo el consejo de la posadera. Oyó una refriega, un banco que se cayó
al suelo, un grito, y empezó a prepararse para solucionar el problema del
reciente robo durante la cena.
Quire se puso sus pieles robadas y caminó por la sucia nieve de los
callejones de Londres, donde la gente resbalaba y maldecía, y los niños
patinaban y reían entre la bruma, mientras una nube de vapor salía de los
puestos instalados en la calle que proporcionaban sopa caliente a precios muy
altos, pastas y nueces a la gente que temblaba, a la masa desesperada de gente
que pasaba por ahí. Su perseguidor, el dueño de la capa, tenía demasiado frío
como para ir tras él demasiado lejos, y Quire tomó Leering Street, con sus
pilas de nieve y estiércol mezcladas con orina a ambos lados. Giró por el
pasaje de Rilke, hacia Craving Lane, entre los muros góticos del Platonic
College, hasta una plaza donde una fuente congelada de Hércules e Hidra
brillaba con lucecitas rosadas y verdes, reflejo de las antorchas de una
cervecería exclusiva y elegante.
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Un par de arcos más allá, había una pandilla de chicos haciendo una
batalla de bolas de nieve, y tras ellos una niebla cada vez más espesa, entre
bruma y humo, como si viniera del brasero de un fabricante de cola. Quire
tomó otra calle y volvió a recorrer más y más callejas, hasta llegar a la puerta
desvencijada de una taberna de la que la mayoría de hombres no se atrevería a
cruzar el umbral, la Bale. Quire husmeó el aire dulzón antes de comprobar
que la puerta no estaba cerrada. Dejó el frío y la humedad atrás y se internó en
el calor mareante del local, mientras rostros sin afeitar le miraban con recelo.
No había un solo cliente de la Bale que no se ganara la vida robando o
pidiendo. El lugar estaba repleto de cacos y picaros curtidos, y a Quire eso le
gustaba, ya que no tenía enemigos ahí, sólo admiradores, o gente que lo
envidiaba, mucho o poco, y otros a los que no les importaba ni una pizca. Al
fondo de la larga y estrecha sala estaba la barra, donde el dueño, Bale,
preparaba sus jarras de cerveza y de sidra, con su bolsón lleno de céntimos y
peniques. A su izquierda, donde la barra acababa en una columna de madera
que desaparecía en el muro negro, estaba Tinkler, con la espada escondida
debajo del abrigo del guardia muerto.
Quire se sorprendió. Se acercó a la barra, aceptando la jarra que Tinkler le
ofrecía.
—¿Ya estás aquí? ¿Visitaste a nuestro amigo, como te dije?
—Claro. De ahí vengo.
—¿Tienes los documentos, para ahorrarnos más huidas?
Tinkler se relamía el diente salido, y negó con la cabeza con gesto
confuso.
—¿Qué? ¿Estamos sin patrón, así sin más? —A Quire se le escapó un
gesto de frustración, quizá de consternación. Levantó los brazos y los colocó
en los huesudos hombros de Tinkler.
—Esta vez se ha negado rotundamente. Es un asunto demasiado serio,
capitán.
Tinkler lo había dicho muy bajito, y Bale, ya con experiencia en estos
casos, se había ido hacia el otro lado de la barra y contaba peniques.
—Creí que quería que hiciéramos desaparecer a ese oriental.
—Dice que hemos trabajado torpemente. Está muy en desacuerdo en
cómo ha ido todo.
Quire asintió. Suspiró.
—Y es cierto. Pero lo de la guardia fue un accidente. ¿Pagaste al
alborotador?
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—Medio ángel, como acordamos. —Tinkler mostró la media moneda en
la palma de su mano y sonrió—. Aquí lo tienes.
—¿Lo mataste?
—No, se lo gané a los dados antes de entrevistarme con nuestros amigos.
Tenía mucho miedo, por lo de la guardia, y no pensaba con claridad. Fui
bueno con él, capitán, como sugeristeis. Tiene todos los efectos personales del
sarraceno, y sin duda intentará empeñar algún anillo, o el cuchillo con el
mango incrustado en joyas.
—Nos traicionará en cuanto lo pillen. —Quire se acariciaba la barbilla—.
No esperaba menos. Pero sin los documentos no tenemos coartada.
—Bale puede hablar por nosotros. O Uttley, del Seahorse.
—No nos sirven. ¿Quién los creerá? Necesitamos la poderosa firma de
nuestro patrón. ¿No hay nada que hacer para que firme, Tink?
—Está muy enojado. Dice que tenéis que entregaros a la guardia. Y luego
a las preguntas de sir Christopher Martin. Debéis alegar que hubo una
conspiración contra vuestra persona, hablar de vuestra rivalidad con King, un
alborotador común. Inventar algo sobre un sombrero y una chaqueta robadas,
las vuestras. Y a ver qué pasa.
—¿Pero me apresarán?
—No si os ponéis en marcha rápidamente. Nuestro amigo hará entregar
las pruebas a sir Martin de que estabais en otro lugar, haciendo algún encargo
para la reina, y quedaréis libre. Pero dice que debéis actuar de inmediato, ya
que os necesita para una tarea urgente. Debéis estar limpio antes de
empezarla, o sus planes se torcerán. ¿De acuerdo?
—Sí, pero podría estar tendiéndome una trampa.
—¿Para qué hacerlo tan complicado?
—Porque sabe que soy difícil de matar. Podría usarlo para asegurar mi
exilio. Aunque no me parece que el plan sea de ese tipo. Cada araña teje su
propia tela, y el trabajo siempre se puede reconocer, al cabo de un tiempo.
—Entonces ¿os presentaréis a los hombres de sir Christopher?
—No tengo otra opción, Tinkler. Aun así, temo que me tome demasiado
tiempo, si hay una tarea urgente que hacer… ¡Ay!, ¿y cuándo podré dormir?
Tinkler, acercándose la copa a los labios, lo miró sorprendido, como si
nunca hubiera imaginado que su señor también necesitara descansar.
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Capítulo IV
Una luz fría entraba por las altas ventanas en el techo abovedado y hacía
brillar la Sala de Audiencias o Sala del Trono. Cada ventana contenía un arco
iris de cristales de colores, con unas cenefas abstractas y geométricas,
parecidas a copos de nieve. No había sombra en ningún lugar de la gran sala,
excepto detrás del trono, donde unas cortinas escondían la puerta por donde
entraba Gloriana en las ceremonias especiales. La puerta llevaba también a
sus habitaciones de descanso. Decoradas con paneles de escenas de
pastorales, en verdes, azules y marrones, las paredes eran blancas y plateadas,
y se curvaban para juntarse en el techo. Seis puertas daban a la Sala del Trono
un aspecto hexagonal, y a través de ellas se veían también cortinas, algunas en
colores planos y otras con tapices. Había soldados en la puerta principal, que
era alta y de doble hoja, pintada como los paneles. El venerable doctor Dee se
disponía a cruzarla, con su barba blanca, su gorra de estudioso y su capa; con
sus mapas debajo del brazo, anteojos redondos de oficinista en la nariz, y con
los hombros caídos, como por el peso del conocimiento, o de la misma reina.
Al entrar en la sala vio que se estaba celebrando una corte privada, ya que
sólo se encontraban ahí Una, condesa de Scaith, sonriente y con un vestido
azul, y lord Montfallcon, con su aspecto sólido y gélido, que parecía
extremadamente agitado y deseoso de salir de allí.
La reina Gloriana se estaba acomodando en su trono de oro y mármol,
iluminada por la clara luz que entraba por las ventanas, y su rostro enmarcado
por su alto cuello de malla tejida. Llevaba un largo vestido de terciopelo
dorado que brillaba por las pequeñas joyas engarzadas en él.
—¿Habéis traído los mapas, doctor Dee?
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Él se los entregó. Lord Montfallcon se rascó la nariz y paseó la mirada de
la reina al mago. Como la mayoría de sus contemporáneos, veía al mago
como a un simple charlatán: su nombramiento para Canciller de Filosofía era
una locura de mujer. Montfallcon era muy escéptico respecto a Dee, y Dee se
divertía con el escepticismo de lord Montfallcon.
—Me prometisteis describirme vuestras teorías cósmicas con detalle —le
recordó la reina—, y la condesa de Scaith también querría oírlas. Lord
Montfallcon está también invitado. Hemos hecho un esfuerzo para
convencerle, a ver si expande un poco su mente.
El Canciller Real gruñó y suspiró.
—Le recuerdo a Su Majestad que tengo unos asuntos urgentes. Polonia…
—Por supuesto. Sólo nos tomará unos minutos. Dirigió la mirada hacia el
delicado reloj dorado del otro lado de la sala, de cara al trono, que parecía
balancearse en el tiempo con su péndulo, como hipnotizado. Cuidadosamente,
se colocó las enaguas en su lugar e hizo un gesto a Una para que se sentara en
una silla a su lado, y preguntó con un movimiento de cejas a lord Montfallcon
si éste tomaría asiento al otro lado del trono. Se encogió de hombros cuando
éste negó con la cabeza, y sonrió a su mago.
—¿Necesitáis ayuda con los mapas?
Dee se secó el sudor de la frente. La habitación estaba caldeada por
antorchas situadas en los palos de bandera, a la manera romana.
—¿Algún muchacho?
—El paje de lord Ingleborough está aquí fuera, esperando que vuelva su
señor. —Señaló hacia una cortina escarlata que escondía una puerta pulida—.
Ahí.
La condesa de Scaith se levantó.
—Le avisaré. —Cruzó la sala hacia las cortinas, y abrió la puerta—. Ah,
Patch.
—Buenos días, mi señora.
—Únete a nosotros Patch, por favor. —Una habló cálidamente. Había
poca gente en la corte que no se sintiera hechizada por el muchacho de lord
Ingleborough.
Patch entró, elegante y diminuto con su vestido verde oscuro, con una
capa y un collar también verdes, y con su sombrero verde en la mano. Sus
cortos rizos parecían casi blancos. Hizo una reverencia exquisita y miró al
doctor Dee con sus grandes ojos marrones, corteses e inteligentes.
—Maese Patch, por favor, ¿podéis ayudar al doctor?
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—¿Señor? —Patch se presentó ante Dee y no se avergonzó cuando el
mago le acarició la cabeza con sus largos dedos.
—Buen chico, Patch.
El doctor Dee miró alrededor, vio una pizarra y colocó la mayoría de sus
mapas en ella. Escogió uno y pidió a Patch que lo aguantara de un extremo.
Patch obedeció.
—Muévete un poquito. Ahí. Excelente. —Desenrollaron el mapa del todo
y lo mostraron a la reina, que se agachó para verlo de cerca al mismo tiempo
que la condesa, mientras que lord Montfallcon miraba fijamente hacia la
puerta de la Cámara Privada.
El olor que despedía la reina llegó a la nariz del doctor Dee, que sintió
cómo le fallaban las rodillas. Había estado enamorado de ella durante doce
años, suspiraba por ella. Nunca, en ningún momento, había dejado de
desearla, incluso en sus más profundas contemplaciones, pero jamás se había
atrevido a decírselo. Durante mucho tiempo ella lo había visto como a un
mentor, un sabio, un metafísico, y él se había quedado atrapado en ese rol, y
no se atrevía a dejarlo por miedo a decepcionarla. La quería tanto que no
quería arriesgarse a esa decepción. «Oh, señora mía —pensó—, si tan sólo
una noche pudiera disfrazarme de rufián, o de demonio, y entrar
sigilosamente en vuestra habitación y llevaros lo que tanto deseáis. Lo que los
dos tanto deseamos, por los Dioses…». Se dio cuenta de que le estaba
formulando una pregunta en voz alta.
—¿Señora?
—¿Estos círculos? —dijo ella—. Todas estas esferas interseccionadas.
¿Existen otros mundos, verdad?
Dee observó sus mapas atentamente.
—En efecto, señora —«¿por qué tenía que susurrar tan
seductoramente?»—, en el diagrama principal, que no es específico pero nos
sirve para mostrar la teoría, la esfera central somos nosotros, aunque no sería
el centro del universo que conocemos, y estos otros son —«¡y qué
pestañas!»— mundos representativos que existen en paralelo a nuestro mundo
—«¡y en uno de ellos Dee sería el señor y ella la esclava!»— y son como
espejos del nuestro, tal vez idénticos, quizá sólo aproximados, algunos con los
mismos mares y continentes que tenemos nosotros, otros con seres
dominantes provenientes, por ejemplo, de los monos. Cualquier cosa es
posible…
—¿Y cómo se llega a esos mundos, doctor Dee? —le desafió lord
Montfallcon—. ¿Dónde los habéis visto?
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—No lo he hecho, mi señor.
—¿Y sabéis de alguien que lo haya hecho? ¿Algún marinero, quizá?
—Oh, marineros no, pero quizá… viajeros…
—¿Por barco?
—La mayoría no, señor.
—¿Por tierra? —Lord Montfallcon echó los hombros atrás, como
preparándose para el siguiente conflicto.
La reina Gloriana soltó una breve risita.
—Callaos, lord Montfallcon. —Estaba encantada con esa inusual
mezquindad que mostraba su Canciller Real—. ¡Sois un mal estudiante,
señor!
—Me gustaría saberlo, señora —dijo pesadamente, volviéndose hacia ella
—, ya que es mi deber proteger vuestro Reino. Por eso debo estar al caso de
cualquier posibilidad de ataque.
John Dee sonrió.
—Creo que hay pocas probabilidades de que estos mundos amenacen a
vuestra seguridad, mi señor.
—¿De ninguna manera, señor Dee? —Lord Montfallcon miró
significativamente al mago.
—No se me ocurre ninguna —dijo inocentemente.
—Nos hacéis perder el tiempo, señor. Esto no son más que las teorías de
un filósofo.
—No obstante, se basan en ciertas evidencias, Su Majestad —murmuró
Dee.
—Claro… —Ella levantó el cetro.
—¿Cómo llegan estos viajeros a nuestras costas? —Lord Montfallcon
insistió tozudamente mientras se multiplicaban las sonrisas a su alrededor.
—Las esferas, creo, se interseccionan ocasionalmente. Cuando esto
ocurre, ellos consiguen llegar de alguna manera, aunque no sea su intención.
Al menos, la de la mayoría. Otros vienen a propósito, y lo consiguen a través
de la práctica de ciertas artes desconocidas para nosotros. Pero, señor, nos
hemos alejado demasiado de lo que he presentado simplemente como una
idea. Platón mismo sugiere que…
Lord Montfallcon soltó un suspiro. Puso las manos en su cinturón.
—No soy tan obtuso, creo. He estudiado a los clásicos. Tengo una buena
reputación, además. Pero aun así, no lo entiendo.
—No lo queréis entender, eso es todo. —«¡Oh, este estúpido sabe sin
duda lo que siento! Sabe que el único conocimiento que deseo es el de las
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carnes prietas de Gloriana…»—. Le sugiero, Majestad, que sigamos esta
discusión en otro momento.
—¡No, no, no! Vamos a seguir, doctor Dee. —Gloriana dio unos
golpecitos con su bastón real.
—Sí, Majestad. —«A seguir… ¡Ay! A seguir con vuestros cálidos huesos
contra los míos…»—. Tengo otro plano, más detallado, de una sección de
nuestro Cosmos. —Se dirigió hacia Patch, enrollando el mapa mientras se
acercaba, tomando una de las puntas del mapa de las suaves manos del
muchacho. Se acercó a la pizarra, seleccionó otro mapa y otra vez, como si
bailaran, se alejaron uno del otro, el chico y el doctor, para mostrar el
siguiente mapa a la reina—. Aquí pueden verse constelaciones familiares,
pero desde un ángulo diferente, en azul. Luego desde otro ángulo, en negro. Y
otro y otro, en verdes y amarillos. Y este rojo es el que podemos observar a
simple vista. Las que están en otros colores son las que puede que existan,
pero que están separadas de nuestra concepción ordinaria de alguna forma,
capas de éter, tal vez, escondiéndolas unas de las otras. —«¡Oh, esos dedos!
¡Y las manos! Si cogieran en este instante mi miembro viril…»—. No he
podido, lord Montfallcon, observar estas constelaciones a través de ningún
telescopio. Son constelaciones teóricas, aunque ha habido informes sobre
ellas, por supuesto. Ahora estoy buscando, a través de la alquimia, alguna
forma de cruzar de un mundo a otro, pero de momento he tenido poco éxito.
—No hace falta que os defendáis de la ignorancia de lord Montfallcon,
doctor Dee. —La reina Gloriana se dirigió a su canciller, aplacándolo con un
gesto igual que lo hacía con su filósofo con una sola palabra—. Parecéis
distraído, doctor Dee.
Él la miró, controlando el fuego que desprendían sus ojos. Ignoró la
pregunta.
—En el decurso de los años, Majestad, me han presentado a varias
personas que parecían locas. Estos hombres y mujeres aseguraban que
provenían de otros mundos. Los he encontrado a todos lógicos y consistentes,
o sanos, excepto por la ilusión de que este mundo no era el suyo. Les he
hecho dibujar las cartas esféricas, y eran todas parecidas a las nuestras. Los
nombres de las naciones o continentes eran a veces distintos. Las sociedades
que describían eran a veces alienadas y bárbaras. —Enrolló el segundo mapa,
y cogió un tercero de la pizarra—. Aquí tenemos una, por ejemplo. Parecida a
la nuestra, pero no exactamente la misma. —Patch tiró hacia la izquierda, Dee
hacia la derecha, para mostrar un mapa del globo terráqueo—. ¿Veis? Los
nombres no son como los nuestros, pese a que hay algunas correspondencias.
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Éste me lo dibujó un lunático que reclamaba que había sido rey de todos los
estados germánicos, como el emperador Carlomagno, pero con poderes
mágicos.
—¿Algún diseño de Albión? —La voz gris de lord Montfallcon reverberó
en la sala.
Ignorando la impertinencia de lord Montfallcon, Una, la condesa de
Scaith, miró con gran interés el mapa. De alguna manera, le era familiar.
—Es muy bueno.
—Imaginativo, queréis decir, mi señora.
—Si lo creéis así…
—Yo creo que es una representación auténtica. Éste es el único entero que
poseo. Mi informador estaba obsesionado con los mapas. Y todavía tengo que
poner en el mapa la geografía de todas las otras esferas, Majestad. —Dejó que
Patch enrollara el último mapa y lo colocara con los otros—. Aun así, de los
informes que he recibido podría hacer un esbozo, un plano general de la
posición de esas esferas y cómo se relacionan con la nuestra. Estamos en el
centro de una piscina. Nuestras actividades producen círculos concéntricos,
pero nosotros ignoramos que producimos estos movimientos. Excepto cuando
alguna corriente momentánea nos trae evidencias de estos movimientos.
Nuestros antepasados temían esas evidencias. Diablos, ángeles, fenómenos
extraños, hadas, elfos y dioses eran culpables de estas disrupciones en nuestro
ordenado mundo. ¿Por qué aún hay gente que llama demonio al noble músico
lord Caudolon, que vino de repente a nuestro mundo hablando de lugares
extraños y sorprendiéndose de cualquier cosa que veía? —«Señora, me
encantaría que posarais vuestros labios en este miembro ardiente»—. Aunque
luego se calmó, y dijo estar recuperado del hechizo, o del sueño. Como dije,
algunas esferas no son tan diferentes. Sus historias incluso se parecen. Hay
otras Glorianas, otros Dees, otros Lord Canciller, sin duda, sombras a veces
vagas, a veces distorsionadas, de nosotros mismos.
Gloriana miró en la distancia.
—Doctor Dee, ¿creéis que algún día viajaremos entre estas esferas?
—Trabajo sin cesar en este delicado asunto, señora —«vuestros labios, y
luego vuestras piernas, se abrirán para mí»—, y algún día espero conseguir
conocer la manera de movernos libremente por entre las esferas, como un pez
saltando en la superficie de un lago.
—¡Brujería! —gruñó lord Montfallcon—. ¿No es siempre a la brujería a
donde llevan vuestras matemáticas? Ahora podéis ver, Su Majestad, por qué
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abolí estos estudios, aunque no culpo al estudioso equivocado. —Siguió a
estas palabras una mirada maliciosa. El doctor Dee se encogió de hombros.
—Es nuestro deseo —murmuró la reina— que todas las Artes sean
estudiadas en esta Corte.
—Entonces, que la reina se dedique a la seguridad de su Reino, a no ser
que considere más importante dedicarse a los demonios que el doctor Dee
deje entrar en nuestra esfera con sus experimentos. —Lord Montfallcon habló
sin gran convicción.
—Mi Soberana —empezó Dee con una reverencia—, la ciencia de la
cábala…
Ella movió el pie.
—¿Le dais credibilidad, doctor Dee?
Él hizo una nueva reverencia, y suspiró profundamente. —«¡Por la sangre
de Zeus! Estos pantalones me convertirán en un eunuco…»—. No la temo,
Mi Reina. Llamamos demonios a las cosas con origen oscuro. Los pocos
viajeros que han cruzado las esferas son hombres y mujeres como nosotros. A
veces se creen la reencarnación de alguien, del pasado o del futuro, a veces
creen que nuestra esfera es el Cielo, a veces el Infierno. Si visitáramos
nosotros sus mundos, sin duda pensaríamos de la misma forma. —«¡Lo juro!
Vuestros pechos florecerán con el calor de mi lengua».
—¡Señora, mirad en vuestra alma! —Las palabras de su canciller estaban
de hecho dirigidas a su rival, el doctor Dee. Como aviso—. El infierno se
encuentra, inevitablemente, al final del oscuro sendero que traza para nosotros
el doctor Dee.
El doctor Dee se sorprendió por el uso de una superstición tan antigua
como ésa, más propia del legendario abuelo de lord Montfallcon, famoso por
su obsesiva persecución de las supuestas brujas del Reino. Se decidió por la
diplomacia:
—Quizás el Universo no debería preocuparnos. —«¡Permitid que ofrezca
a vuestro trasero amor y dolor!»—. Este planeta, y sus caras, sus sombras y
complejidades ya son suficientemente complicadas sin la necesidad de debatir
sobre otras esferas rivales. —«¡Oh, ella es el Universo, la Madre de las
Galaxias. Agarraría sus pechos hasta que consiguiera gritar su Triunfo
Final!»—. Si mi señor canciller prefiere la discreción…
—Es mi deber proteger a todo el reino, incluido a vos, doctor Dee, lo
mejor que pueda. —Frunciendo el ceño, Montfallcon se acomodó su capa en
la espalda.
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—Respeto vuestra sinceridad, mi señor. —El tono de Dee denotaba
sorpresa—. Aun así, parecéis extrañamente alterado por lo que es,
simplemente, tan sólo un debate sobre las posibilidades…
Lord Montfallcon resopló.
—Las posibilidades son responsabilidad mía. Y ahora tengo muchas de
las que preocuparme.
—Estáis agitado, mi señor, porque os estamos entreteniendo de vuestras
responsabilidades. —Finalmente, la reina Gloriana se mostró condescendiente
con su Canciller Real, sin duda impresionada por su tono—. Podéis iros.
—Se lo agradezco, señora. —Una reverencia y una mirada desaprobadora
hacia Dee, y Montfallcon desapareció hacia sus misteriosas cámaras.
—Yo no pretendía… —empezó Dee, mordiéndose un poco el labio y con
su barba blanca bien aplastada contra su pecho.
—Lord Montfallcon preocupado por algo. Cuestiones de Estado, sin duda.
Ha sido culpa mía, fue un capricho por mi parte. Supongo que necesitaréis
más financiación para vuestros nuevos experimentos. ¿Es así, doctor Dee?
—Señora, yo no he venido aquí para…
—Ni yo os he hecho venir para ello, mi señor. Pero ciertamente
necesitaréis más oro. Debemos sacarlo de la cuenta para gastos del monarca,
puesto que el Consejo nunca estará de acuerdo en patrocinar vuestra ciencia.
Hablaré con sir Amadís sobre vuestras necesidades.
—Se lo agradezco, señora mía. —«¡Necesidades, necesidades! Si ella
supiera…»—. Si consigo encontrar dos personas, por ejemplo en alguno de
los manicomios, que presenten la misma lógica independientemente una de la
otra, podría probar alguna de mis teorías. El Thane de Hermiston ya me ha
ofrecido su ayuda.
—¡Pero si todo el mundo cree que es un payaso y un charlatán! —La
condesa de Scaith golpeó el brazo de terciopelo de su butaca—. ¡Todas estas
reivindicaciones de aventuras en reinos de hadas! ¿No creéis que es, como
mínimo, un poeta mediocre y un mentiroso aún peor?
—No lo creo así, señora. Sus prisioneros, sus trofeos, son una buena
muestra de ello.
—Los hemos recibido en la Corte. Salvajes sin importancia. Lunáticos.
Nada más. —Sonrió—. No son un buen entretenimiento. Y el Thane, ¡qué
vulgar al creer que sus víctimas entretendrían a la reina!
El doctor Dee se dio cuenta de que había más que puro escepticismo en la
voz de la condesa de Scaith. Parecía como si le estuviera poniendo a prueba.
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—También está el mago que vino y se fue —dijo Dee cuidadosamente,
con una voz muy suave—. Se llamaba Cagliostro. Apareció de repente, y
desapareció tan rápido como había aparecido. Era uno de los que parecían
poder controlar sus propios viajes a través de las esferas. Y pude hablar con
él. Aprendí mucho de él. Y también estaba esa mujer, Montez…
—Ella no fue nada coherente, doctor Dee —objetó Gloriana—. La
entrevistamos. La pobre criatura estaba completamente trastornada. ¡Y esa
ropa que llevaba! Seguramente hecha por algún diseñador de disfraces que se
habría escapado del mismo hospital que ella.
—Pues yo la creo, Su Majestad. Aunque estoy de acuerdo en que parecía
una loca vulgar y corriente. Sus ilusiones eran reclamaciones muy familiares
para mí.
—¿Y dónde está ella ahora? —preguntó la condesa de Scaith.
—Se unió a un espectáculo ambulante de mimos, creo, pero murió cerca
de Lincoln.
Una reclinó el rostro en la palma de su mano.
—¿Y ese emperador germánico vuestro? —La reina Gloriana le indicó a
Patch que se sentara en los peldaños de la tarima—. ¿Sigue con nosotros?
—¿Adolphus Hiddler, Majestad? Se suicidó. Era mi favorito. Un gran
bárbaro, muy interesado en la alquimia, y en la geografía. Aparentemente sus
experimentos con la alquimia le llevaron hasta aquí. Un estudioso, se puede
decir, que reivindicaba que había conquistado el mundo.
La reina Gloriana puso un dedo en sus labios sonrientes.
—Shhh, doctor Dee, va a oírle lord Montfallcon. ¿Nos mantendrá
informadas de sus experimentos?
—Claro que lo haré, señora. —«¡Ah, qué presión! Sólo hay un
experimento que quiero hacer antes de morir. Sólo un instrumento que tocar.
Os haré cantar como el arpa de Orfeo…»—. Y le agradezco su interés.
—Estamos siempre interesadas en investigaciones que pueden ampliar
nuestro conocimiento del mundo natural, pero debéis ir con cuidado, doctor
Dee. Puede que los avisos de lord Montfallcon sean ciertos. Podría aparecer
algún demonio de alguno de esos mundos que no podamos controlar.
—No os aventuréis demasiado lejos en el mundo de las hadas sin decirnos
adónde vais, mi señor —añadió la condesa de Scaith con una amigable
sonrisa—, y no confiéis demasiado en los destartalados artilugios del Thane
de Hermiston.
—¡O en los dragones mecánicos de su amigo, maese Tolcharde! —
Gloriana reía—. ¡Pobre Tolcharde! Trabaja tan duro en sus juguetes. He
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tenido que dedicar varias habitaciones para almacenarlos. ¡Y él sigue
construyendo más y más! Doctor Dee, pudisteis ver el telescopio que
construyó para observar a los habitantes de la Luna, ¿verdad? Admito que fue
divertido por un rato, pero esas diversiones se desvanecen rápido. Desde
entonces, he oído que se dedica a construir un barco que le lleve hasta allí.
—Para ser justo con el maestro Tolcharde —dijo Dee—, me ha sido de
gran ayuda en varios asuntos. Tiene grandes habilidades como constructor, y
es capaz de fabricar casi todo lo que necesito.
—Si sólo vive para construir artefactos cada vez más fantásticos —rió
Una—. Le da igual si se usan o no. La reina acepta los regalos, los admira, y
luego los manda almacenar. Y él es feliz haciéndole otros nuevos. Debe de
haber ya docenas de pájaros y otras bestias, a cada cual más elaborada.
El doctor Dee empezó a recoger sus mapas. Tenía la cara roja y la larga
barba empapada de sudor.
—No quería… burlarme demasiado del maestro Tolcharde —dijo Una en
tono conciliador—. La verdad es que respeto sus regalos.
—¿Os encontráis bien, doctor Dee? —preguntó solícita la reina.
—¿Bien? Sí, claro, señora. —«¡Oh, por los Dioses! Si tuviera el coraje de
levantaros de ese trono y en este mismo suelo juntar mi carne con vuestra
carne…».
—¿Tenéis fiebre?
—No, señora. Tal vez sea el calor. Mis habitaciones son… algo más
frescas. —«O deberían serlo, ¡si no acabaré en llamas!».
—¿Nos honraréis con vuestra presencia luego, en la cena?
—Con vuestro permiso, señora. —«Aunque preferiría morder vuestro
dulce hombro». Hizo una reverencia y murmuró—: ¡Ah!
—¿Doctor Dee?
—Hasta… la cena, señora. —Alzó demasiado la voz, mientras se alejaba
de la Sala del Trono, corriendo como si le persiguieran, hasta que chocó con
lady Lyst, la joven y famosa beoda, y una de las estudiosas más reputadas y
brillantes de la corte, que justo aparecía por la esquina. Dee no la reconoció e
intentó apartarla de su camino de malas maneras.
—Pero… ¡Buenos días, doctor Dee!
—Apartaos, señora, os lo ruego.
Pero ella le agarró del chaleco hasta que Dee la reconoció.
—Necesito consejo, gran sabio, os lo pido de verdad.
—¿Consejo?
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—Sobre un asunto filosófico. —Sus alegres ojos se clavaron vidriosos en
los del doctor Dee. Una cálida mano se posó en su cintura mientras ella se
reponía del golpe.
—¡Ajá! —Él no podía imaginar una sustituta más perfecta. Se puso
paternal y la agarró por los hombros—. ¡Acompañadme a mis habitaciones!
Venid, deprisa, lady Lyst, y os aseguro que os colmaré por completo con mi
filosofía.
Amablemente la ayudó a subir las escaleras que los conducirían al Ala
Oeste, hacia su torre, donde, como buen tradicionalista, tenía sus estudios y su
laboratorio.
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Capítulo V
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—Un poco más despacio, mi señor. No me siento muy bien.
—Lord Montfallcon está ansioso por veros. Sin duda quiere preguntaros
más cosas acerca del sarraceno. Tuvisteis suerte de que lord Montfallcon
intercediera por vos, asegurando que estabais haciendo negocios en Notting
esa noche y que el hombre a quien agarraron fue confundido por vos por sus
ropajes similares. —Cuando se cruzaron con un grupo de personas, lord
Rhoone guardó silencio, saboreando con placer su recuento de lo que él
encontraba que era toda una sarta de mentiras—. Aun así, no aprecio mucho a
los sarracenos. Ni a los asesinos —añadió devotamente—, por la razón que
sea. Pero la reina ha dejado clara su política.
—Estoy totalmente de acuerdo, mi señor. —Quire resopló y se agarró el
estómago—. Un punto, me temo.
Los gruesos labios de lord Rhoone resoplaron como si fueran un semental
acalorado.
—Pronto llegaremos, no os preocupéis. —Llegaron a una larga sala de
espera, la Cámara de la Tercera Presencia, que era tan ancha como una plaza
de mercado, donde los cortesanos conversaban en claustros, interesándose en
la pareja al pasar por su lado. Lord Rhoone saludó a algunos, aquí y allá—.
Sir Amadís. Buenos días. Maese Wheldrake. Lady Lyst.
El capitán Quire, por otro lado, intentaba que los pocos que le conocían de
los que podían estar allí no le reconocieran. Incluso con la cabeza
encapuchada, atraía más la atención que el propio lord Rhoone. Tomaron el
pasaje central, girando antes de llegar a la Sala del Trono, parándose en una
puerta de la que sólo se veía el pomo, ya que el resto estaba escondido detrás
de un tapiz. Lord Rhoone golpeó y se les invitó a entrar.
Lord Montfallcon estaba contemplando el fuego, ensimismado, dándoles
la espalda.
—¿Rhoone?
—Sí, mi Lord Canciller. Él está aquí.
—Os lo agradezco.
Lord Rhoone sacudió la espalda de Quire una vez más, sonriendo para sí
mismo, y luego se retiró llevándose la espada de Toledo. Quire se giró hacia
él, furioso, pero se contuvo de inmediato. No quería perder tiempo fingiendo
humildad. Se quitó el sombrero y la capucha para descubrir su rostro, y
observó la habitación. No había nada desconocido en ella.
—Capitán Quire, señor. Cumplí vuestras órdenes y aquí estoy.
Lord Montfallcon asintió, poniéndose una capa de seda y piel en los
hombros y dándose la vuelta.
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—Sois un tipo con suerte, ¿verdad, Quire?
—Como siempre, mi señor.
—No lo fuisteis la noche de Fin de Año. Fuisteis torpe, exagerado, y
además, os dejasteis sorprender por simples guardias.
—No fui torpe, mi señor. —Parecía que Quire iba a estallar.
Lord Montfallcon suspiró y le echó una gélida mirada.
—Tinkler me trajo vuestra nota. La información sobre Arabia era útil,
pero lord Ibram tenía buenos contactos. De hecho, le habíamos asegurado a su
tío que Ibram estaría seguro en Londres. Si no fuera porque el tal Ibram tenía
reputación de salvaje, estaríamos en claros problemas, Quire. Quizá debería
haber dejado que sufrierais las consecuencias. Un Quire sin suerte no me sirve
para nada.
El capitán Quire se frotó las manos. Su postura no lo revelaba, pero su
tono de voz denotaba orgullo.
—¿Asesinarme, a mí? En nombre del conocimiento, quizá, ya que si
muero, el pie que mantiene la caja de Pandora cerrada se levantará, y saldrán
todos esos secretos que están ahora tan bien guardados. ¿O a lo mejor no
estáis de acuerdo, señor, con mi filosofía de precaución, y seríais capaz de
jugar al doctor Fausto con los secretos más oscuros de la reina?
Lord Montfallcon escuchaba, no por interés en el tema, sino porque creía
haber llegado a atisbar algo del alma de Quire.
Quire continuó.
—No obstante, señor, sé que no podéis pensar así. Siempre habéis sabido
por qué vale la pena preservar la vida del capitán Quire. A cualquier precio,
¿verdad, señor? A cualquier precio… porque soy el Guardián Cerberus que
guarda los diablos y los malditos para que no escapen del Hades. Soy el
protector de vuestra seguridad, lord Montfallcon. No me honráis lo suficiente.
Lord Montfallcon se relajó, pensando que Quire había ido demasiado lejos
y se había delatado a sí mismo.
—Ah, sois un pobre perro incomprendido, ¿verdad?
—Un perro maltratado, mi señor. Los guardias de sir Christopher me
encerraron enfermo y me dieron la peor celda en Marshalsea. Esperaba algo
mejor por aceptar participar en vuestras estratagemas. Además, no ocultaron
del todo mi identidad.
—Mi recompensa, Quire, es vuestra libertad. Al fin y al cabo, acabo de
salvaros.
—Me arriesgué mucho, señor, y no desaparecí. Soy el mejor hombre que
tenéis en Londres, y en toda Albión. ¡En todo el Imperio! Porque soy un
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artista, ¿sabéis? Y no soy vulnerable.
—Y esto, de alguna manera, os hace un siervo de dudosa utilidad, capitán
Quire. Sois demasiado inteligente para este trabajo. Venís de una excelente
familia, fuisteis educado en John, en Cambridge, pero rehusáis todas las
oportunidades respetables que se os presentan.
—Tengo otro tipo de inclinaciones más creativas, mi señor, y toda la
geografía mundial para llevarlas a cabo. No tengo otro talento que la malicia,
y puesta a vuestro servicio, señor, me permitirá llevar aún más lejos mis
estudios en este campo. He considerado otras llamadas, pero han sido todas
en vano. No me ha gustado ninguna de las profesiones que he desempeñado.
Es más, creo que mis trabajos a vuestro servicio, y por lo tanto, al de la
mismísima reina, han sido más que buenos, por no decir que han rozado la
excelencia. Al fin, estaréis de acuerdo, soy capaz de controlar el nivel exacto
de malicia, si es necesario. Esos otros, estudiantes, abogados, cortesanos,
mercaderes, soldados, todos los que son considerados pilares de nuestro
Reino, acaban tirando piedras a su propio tejado, ansiosos por no ver a qué o a
quién le acaban dando. Pero yo miro a los ojos de todo aquel a quien ataco,
mi señor. Les digo lo que estoy haciendo, para corroborarlo conmigo mismo.
Lord Montfallcon se calmó. No se ofendió por el discurso de Quire, y
Quire sabía de antemano que no le ofendería. Era dado a estos discursos,
definiendo su trabajo como un poeta definiría su obra maestra. Si Quire se
hubiera querido disculpar, si se hubiera mostrado conciliador, Montfallcon
habría sospechado. Le había contratado por su creatividad y su impertinencia
tanto como por su coraje y su ingenio. El viejo canciller se sentó tras su mesa.
Quire permaneció junto al fuego.
—Bueno, Quire, me habéis importunado bastante. En un momento donde
complicaciones es justo lo que menos necesito. Aun así, ya está hecho.
—Así es, mi señor. King debe desaparecer por este asesinato, aunque sólo
ayudara y no iniciara el hecho. Debemos facilitarle un exilio adecuado.
—Hay poca gente que crea que ha sido él quien ha cometido ese
asesinato. Sir Christopher no lo cree. Y dudo que los sarracenos acepten esa
versión por mucho tiempo, cuando reciban sus propios informes sobre el
asunto. Debéis ser cauteloso, Quire. Pueden ser gente muy vengativa.
—Siempre soy cauteloso, mi señor. Y ahora, ¿cuál es mi nuevo encargo?
—Debéis ir a la costa. Vuestro trabajo es frustrar el rumbo de un galeón
que arribará al estuario del Támesis durante la marea temprana de mañana. Si
es posible, que no haya ningún muerto, pero debe llegar a la arena en la boca
del río, en Rye. Ya hemos mandado un barco para que intercepte al piloto y
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sitúe a alguno de nuestros hombres a bordo. Dirigirán el galeón a Rye
aludiendo que el Támesis está congelado.
—Buen plan. Ningún barco podría llegar ahora a Londres sin arriesgar sus
cuadernas. Pero ¿cuál es mi función? El nuevo piloto puede realizar el plan
sin mi ayuda.
—No es tan fácil. Le daréis un giro al plan para cerciorarnos de que todo
va como la seda. El modo en que los hagáis os lo dejo enteramente a vos.
Dejo todos los detalles a vuestra imaginación.
—Me alegra que sigáis confiando en mí, señor.
—En asuntos como éstos, Quire, sois siempre el más inventivo. El barco
del rey de Polonia, el Mikolaj Kopernik, debe encallar, y el rey debe ser
capturado como si les hubieran atacado unos secuestradores comunes para
obtener algún tipo de rescate. Aquí tenéis un burdo plano que he dibujado
para vos. Si habla nuestra lengua, debe creer que le han confundido por un
dignatario extranjero cualquiera. Usad vuestro conocimiento de la alta lengua
sólo si es estrictamente necesario. Luego lo retenéis por un tiempo, y ya os
haré llegar información sobre cuándo y cómo debéis soltarle.
Quire se estaba divirtiendo.
—¿Un rey? Bueno, mi señor, me lanzáis tras una presa espléndida. Pero
necesitaré algunos hombres para esta cacería.
—Escogedlos.
—Tinkler. Hogge. O’Bryan…
—¿Emplearéis de nuevo a ese fanfarrón?
—Lo hará bien en esta misión. Además, ha pasado más de dos años
trabajando para los polacos, como soldado, y quizá nos vaya bien como
traductor. Y quizá Webster…
—¡Ni hablar! Ese pillo ha sido visto con cierto jovencito de la corte, y
podría ser reconocido después.
—¿Kinsayder?
—Creo que ninguno de esa panda de manchados de tinta con pretensiones
de caballeros os servirá. Algunos de esos locos todavía piensan que están al
servicio de nuestra reina. Ingenuos que no conocen la corte, sino simplemente
sus detritus. —Montfallcon frunció el ceño—. Además, son unos cotillas.
Llevaríais a todo un gallinero con vos, con toda esa pandilla.
—Más bien gallos luchadores, mi señor, y más valientes que vuestros
alborotadores corrientes.
—Sí, y más ambiciosos también. Y más imaginativos. Empleé ese tipo de
gente bajo el reinado del viejo rey Hern, pero en estos momentos sólo me
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atrevo a emplearos a vos, ya que no sois como ellos, adicto a la bebida, al
lenguaje fuerte y a la promiscuidad. Uno siempre acaba pagando por las
ocurrencias que emiten en gran cantidad: habladurías, escándalos y anécdotas
exageradas.
Los finos labios de Quire se movieron.
—Lo he captado, mi señor. Haré mi lista más tarde, siguiendo vuestro
consejo.
—Mandádmela cuando la hayáis acabado.
—Lo haré, mi señor.
—Y si es posible, no rebeléis el fondo del asunto a vuestros mercenarios.
—No lo haré. Aunque es un ardid poco sutil.
—Es lo mejor que se nos ha ocurrido con tan poco tiempo. Debemos
retener la amistad con Polonia. Si usamos la vía diplomática, lo adivinarán de
inmediato. Este plan es tan desesperado que no sospecharán que provenga de
la mano de Montfallcon.
—Pero ¿y las consecuencias?
—No las habrá, si cumplís correctamente con vuestra parte del plan; con
vuestra astucia habitual, claro está.
Quire resopló.
—Mi espada. Ese quisquilloso de Rhoone me la cogió. Me marcharé por
la puerta de las Arañas. —Se puso la capucha de nuevo.
Montfallcon llamó al lacayo con su campana de latón.
—Clampe, dile a lord Rhoone que te dé la espada de este caballero. —Y
se fue a calentarse al lado del fuego.
—Esta maniobra es de los tiempos del rey Hern —continuó Quire—.
Esperemos que nadie se acuerde de cómo le servisteis, porque yo sí recuerdo
que…
—Erais un niño cuando Hern se quitó la vida.
—Y no siento ninguna nostalgia. ¿Eso he dicho?
Montfallcon se pasó un dedo por el párpado.
—Vos y yo, y los cuarenta años que nos separan, somos de otra era. Es
irónico que debamos trabajar juntos para no tener que volver a ese pasado
oscuro.
Quire le siguió la corriente.
—O que yo, el más malvado de los villanos, me beneficie de vivir en un
mundo donde la justicia es mucho más fuerte que antes, en un mundo donde
reina la virtud.
Montfallcon levantó el brazo derecho y lo estiró, diciendo ácidamente:
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—Yo continuaré haciendo mucha falta mientras tipos como tú
permanezcan en la Tierra.
Quire reflexionó sobre lo que le había dicho, y negó con la cabeza.
—Al contrario, se puede argumentar que gente como yo es necesaria
mientras almas nobles como la vuestra sigan ejerciendo el poder. Después de
todo, Platón nos dice cuán vulnerable es el tiempo del monarca perfecto.
Montfallcon estaba perplejo. De mala manera, cambió el tema.
—Hay algunos caminos en muy mal estado a causa de la nieve. Tendréis
caballos, supongo.
—Tendremos que alquilarlos.
—¿Oro?
—Necesitaré un tanto.
El lacayo volvió con la espada, y Quire avanzó unos pasos para tomarla.
—Gracias —dijo mientras la envainaba.
Montfallcon esperó a sacar la llave para abrir la caja hasta que el sirviente
se dio la vuelta y se fue. Cuando la puerta se cerró, la abrió del todo y empezó
a contar monedas.
—¿Cinco nobles?
—Sí, eso pagará los caballos y los hombres.
Montfallcon puso el oro en las osadas manos de Quire.
—¿Partiréis antes de que anochezca, esta tarde?
—En cuanto esté todo listo y haya comido y me haya lavado un poco.
Los dos hombres entraron en una sala más pequeña y luego en otra
todavía más pequeña. Una tercera puerta, escondida en un panel detrás de una
silla, llevaba a los muros, una salida del Palacio que Quire, Tinkler y su
patrón creían que sólo ellos conocían. Quire apartó las nuevas telarañas como
si fueran unos cordones viejos, y pasó a través del túnel. Profirió un adiós
silencioso a Montfallcon, antes de que el panel se cerrara detrás de él. Se
quitó la capucha y volvió su capa del revés. Con esto y el sombrero iba
completamente de negro. El sitio donde fue a parar estaba lleno de una luz
grisácea de procedencia oscura, donde cientos de arañas tejían sus telarañas
entre muros, techos y suelos. Se mantuvo pegado a la pared andando muy
despacio, para pisar el menor número de arañas posible. El túnel era de
cristal, y puede que anteriormente hubiera sido una especie de invernadero
para cultivar árboles frutales, ya que por todas partes se veían restos de tubos
y ollas, y montones de ramas podridas. Ahora, el polvo lo cubría todo, y un
grueso techo había sido construido encima del cristal. La luz parecía llegar
desde unas ventanas situadas al final de lo que podría denominarse un
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cobertizo gigante. El túnel se iba curvando gradualmente, formando una
herradura, y el aire se hacía más frío y había menos arañas a cada paso, hasta
llegar a una puerta que Quire solía usar, y que daba a otro largo pasillo con
suelo de piedra hasta un muro exterior que se abría a un jardín. Se metió por
un agujero hacia la oscuridad, con pasos rápidos sobre la tierra mojada. Quire
se estremeció y se encogió en su capa acercándose a una verja alta. Saltó por
encima y se tambaleó hacia la luz del día, hacia la gruesa capa de nieve.
Empujó otra puerta y se quedó parado delante de un alto precipicio de
ladrillos amarillentos. Delante de él, se extendía un inmenso jardín
ornamental, abandonado y salvaje, olvidado, con la nieve y el hielo
delimitando claramente su antiguo perfil. Ramas oscuras perfilándose hacia el
cielo, estatuas rotas con la mirada fija debajo de una buena capa de nieve: los
semidioses de un antiguo reino más soleado, de armiño, ahora congelado. El
aliento de Quire se veía gris en este escenario. Con paso seguro, dirigió sus
botas hacia una senda invisible, pero conocida, entre cuadrados, círculos y
óvalos de inhóspitos lechos de flores y fuentes atascadas. Siguió cerca de otro
muro cubierto de hiedra, saltó una pequeña verja de hierro y se metió por una
gruta, intentando pisar los adoquines que no tenían nieve, hasta llegar a una
gran puerta que abrió con su ganzúa. La puerta daba a una colina sin ningún
camino hacia abajo. Quire tenía hambre. Empezó a bajar por la colina hacia
un bosquecillo de álamos. Encontró un caminito, negro por las marcas de
ruedas. Miró atrás. El viento soplaba con fuerza, y la nieve fresca se levantaba
como si fueran las aguas bravas de un ancho y profundo río. Quire tropezó y
cayó. Rodó por el suelo. Maldijo al tiempo que, soltando una risita ahogada,
se arrodillaba buscando refugio entre los árboles, parando un momento para
recuperar el aliento. Apoyó su espalda maltrecha en un tronco, divisando el
humo que provenía de la ciudad, ya muy cerca. Una verja era el último
obstáculo para Quire, que saltó cuidadosamente para no ser visto. Cayó en un
charco congelado, y el hielo hizo un crac antes de que el capitán se lanzara de
nuevo a la carrera.
A través de los surcos de las ruedas y la nieve Quire voló, con las plumas
de cuervo de su sombrero ondeando al viento y su capa crepitando como
fuego negro, cada vez más rápido, hasta que sin darse cuenta llegó a las
puertas de Londres, a esos portones sin guardias que le llevaron a las calles
más salubres, en el norte de la ciudad, cerca de un hostal respetable donde le
tenían por un caballero estudioso al que sus investigaciones llevaban a
menudo a la cercana Biblioteca de Antigüedad Clásica. Al estudioso original
Quire le dio muerte durante una disputa sobre la identidad del poeta Justus
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Lipsius, y simplemente le robó la identidad. Ahí se dio un baño, comió una
cena mucho más rica que las que normalmente le solían servir en las otras
pensiones que frecuentaba, y alquiló un buen purasangre. El tiempo empeoró
y mucha gente se refugió en la posada, dejando las calles desiertas, mientras
Quire se alejaba galopando en dirección al río, a la taberna Seahorse, para
indicarle a Tinkler qué hombres contratar y dónde encontrar los mejores
corceles. Tinkler, dejándose llevar por la energía de Quire, se apresuró, con su
nuevo abrigo puesto, hacia la puerta. El capitán, acabándose el último trago
de ron, se disponía ya a seguirle cuando el infeliz rostro de maese Uttley se le
puso delante. Con los ojos perdidos, puso una mano propiciatoria en el brazo
de Quire.
—Tenéis un enemigo allá afuera, señor. Esperándoos junto a vuestro
caballo.
Quire miró el reloj de pared (el orgullo de Uttley), y vio que tenía todavía
un par de horas antes de encontrarse con sus hombres en la calle Rye.
—¿Algún pariente del sarraceno?
—Un tipo al que habéis herido, o eso es lo que dice.
—¿Y tiene nombre el individuo?
—Si lo tiene, no me lo dijo. Si lo deseáis, capitán, puedo mandar al mozo
de cuadra con el caballo a la puerta de atrás para que lo encontréis allí.
Quire negó con la cabeza.
—Prefiero algo más directo. Yo no me acuerdo de haber visto a ningún
tipo. —Se acercó a la puerta con curiosidad y se apoyó en el umbral,
estudiando la delgada figura de un chaval que estaba de pie al lado del
caballo, mirándole con ojos inciertos. El chico llevaba un sobretodo con
capucha, pantalones de piel de conejo y botas remendadas. Aguantaba una
larga lanza con su puño enguantado. Un pelo brillante y completamente negro
se escapaba de la capucha. Tenía unas facciones gitanas, oscuras, pero fue su
boca lo que dio a Quire la pista final para comprender de quién se trataba: era
ancha, con un prominente labio inferior con mueca enfurruñada. Quire
resolló.
—¿Me buscáis a mí? —dijo.
—¿Sois el capitán… Quire? —El chico se sonrojó, confundido por la
escena que había imaginado de este encuentro y la realidad.
—Lo soy, querido mío. ¿Qué daño reclamáis que os he hecho?
—Soy Phil Starling.
—Bien. El hijo del vendedor de velas. Vuestro padre es un navegante
retirado. Un buen hombre. ¿Necesitáis dinero? Os aseguro que no me gustaría
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estar en deuda con un honesto lobo de mar. Si es así, os puedo acompañar si
vuestra intención es llevarme a donde está vuestro padre.
—Sabéis más de mí de lo que yo sé de vos, capitán Quire. Vengo en
nombre de una joven dama, que hace poco ha cumplido los catorce años, a la
que habéis puesto vuestras lascivas manos encima, amenazando su virginidad.
Quire se permitió levantar un poco la ceja.
—¿Cómo?
—Alys Finch, la sirvienta de la señora Crown, la costurera. Ella es
huérfana, y es un ángel. Una criatura de naturaleza pura y de buena voluntad
con la que me casaré y a la que ahora protejo. —Starling hizo un inútil gesto
con su palo.
Quire fingió controlar su furia.
—¿Y cómo he ofendido yo a esa joven virgen? ¿Con manos lascivas?
¿Sobre la muchacha que hace mis remiendos, a la que no reconocería la
próxima vez que entrara en mi habitación? ¿Quién os ha dicho eso?
—Me lo contó ella misma. Estaba muy agitada. —El muchacho titubeó—.
Y ella… nunca miente.
—Las chicas jóvenes, no obstante, tienen mucha imaginación… sobre
todo con cosas que les gustaría que se hicieran realidad. —Quire se tocó la
barbilla—. Visiones, y cosas así, ¿sabéis? Tal vez fruto del curso de la
naturaleza. Saben tan poco del mundo que interpretan cualquier observación
como un comentario vicioso, en tanto que confunden una sugerencia viciosa
con algo virtuoso. —Quire se mostró conciliador—. ¿Qué os ha contado,
muchacho?
—Sólo eso. Que estaba angustiada. Y lo de las manos lascivas.
Quire le mostró las palmas de sus manos enguantadas, y las inspeccionó.
—Dudo que éstas la hayan tocado. Se llevó mis ropas para remendar, eso
sí. ¿Había algún otro huésped que requiriese los mismos servicios en el
hostal?
—No, fue usted. Todo el mundo os conoce como el Príncipe del Vicio.
—¿Ah, sí? —Quire se rió abiertamente—. ¿Y eso, quién lo dice?
—Todo el mundo en el Kings Beard.
—¿Y vos os creéis a esos… aburridos inventores de escándalos? Como no
me mezclo con la muchedumbre, me envidian. Soy un misterio, y por tanto
objeto de la más calenturienta imaginación. ¿Habéis oído eso que se dice de
los que acusan a hombres honestos de vicio? Que no saben controlarse a sí
mismos…
—¿Qué?
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—Incluso vos, amigo, elaboráis fantasías de este tipo. Escucháis que un
hombre es malo y os imagináis qué haríais vosotros en su lugar. ¿Verdad?
Un carruaje pasó veloz, conducido por un par de corceles grises y con las
ventanas cubiertas. Se percibía un olor de pato asado y almizcle, como si
alguna puta rica hubiera comido durante el paseo. El caballo negro de Quire
pegó una coz, y el chico dio un paso hacia Quire.
—Es un arma muy buena. ¿Es para mí? —le espetó Quire.
—¿Juráis que no habéis tocado a Alys? —Starling parecía totalmente
confundido, como si no supiera qué hacer a continuación.
—¿Qué dice ella que le hice?
—Que le hicisteis… que la forzasteis a mostraros su cuerpo…
Quire se mostró severo.
—No puedo recordar haber puesto ni tan siquiera un dedo encima de la
dama. —Los dedos de Quire agarraron la lanza del muchacho—. Pero quiero
llegar al fondo de la cuestión, si puedo. A ver, analicemos juntos el asunto,
¿sí? ¿Tomándonos algo? Es posible que tal vez, sin darme cuenta, hiciera
algunos gestos que ella malinterpretara.
Starling asintió, impresionado por la gravedad que mostraba Quire.
—Es posible. No culparía a un hombre injustamente.
—Puedo leer en vuestros ojos. Sois un hombre bueno y honrado. Y
sensible a las desgracias de los otros. Pero demasiado impulsivo al defender a
aquellos que quizá no lo merecen tanto, ¿eh? Todo eso puede leerse
perfectamente en vuestro rostro. No me extraña que os amen, pues tenéis una
belleza excepcional. —Quire tomó la lanza y la dejó a un lado, poniendo un
brazo en la cintura del chaval—. Sería feliz si tuviera un hijo tan maduro
como vos, dulce Phil.
Starling, halagado y eufórico por las atenciones de Quire, se relajó. Y eso
le perdió.
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Capítulo VI
La luz escarlata que llenaba la pequeña habitación caía desde los candelabros
que colgaban del techo, siguiendo la moda de la corte de Catay, y, entre las
sombras creadas por la luz, avanzaba la reina, de un lado a otro, con las
manos en la cintura, en los muslos, en los pechos, cruzadas, descruzadas,
tapándose la cara, masajeándose los hombros, como si temiera que su cuerpo
tembloroso echara a volar de un momento a otro. Tomó una botella de color
carmesí y se sirvió un poco de vino en una copa incrustada de rubíes. Se
deshizo de su bata de seda y se quedó en ropa interior, que sólo le cubría de la
cintura a las rodillas. Se cepilló el pelo con sus largos dedos adornados con
brillante oro, observando sin cesar sus blancos pechos. Se acercó al fuego y se
arrodilló, como si pidiera al fuego que aligerara la tensión de su cuerpo.
—¡Lucinda! —llamó casi gritando.
De una montaña de cojines escarlatas de una esquina, se levantó la cabeza
adormecida de una niña flacucha.
—¡No! —súbitamente arrepentida, ordenó a la niña que se volviera a
dormir con un gesto. Su conciencia le impedía cansar más a la chiquilla.
Además, su ternura se había consumido, y ahora sólo quería cualquier
sensación que la ayudara a olvidar sus frustraciones. Se golpeó las ingles con
el puño. Finalmente, sacó una llave secreta de debajo de un mantel y apartó
unas pesadas cortinas, que dejaron al descubierto una puerta a unos
apartamentos aún más secretos que los que ocupaba en ese instante.
Un corto tramo de escaleras la llevó hacia una tosca y centelleante luz de
antorcha, situada en una estancia de esplendor asimétrico, donde los muros se
elevaban hasta formar una bóveda, cuyas paredes estaban adornadas con
grandes gemas, como si fuera una cueva de hadas, y mientras avanzaba y sus
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pies desnudos se hundían en las tupidas alfombras, observaba las escenas de
los tapices, oscuras escenas de antiguos placeres. Al fondo de la sala
aparecieron dos gigantes. Uno era un musculoso albino de ojos rojos y pelo
blanco, que estaba desnudo. El otro tenía la piel oscura, ojos azabaches y pelo
negrísimo. Por lo demás, era idéntico a su gemelo albino. El aventurero
mercader que los había encontrado y emparejado había descubierto al albino
en Muskovy y al negro en Nubia, y los regaló a la reina en uno de sus viajes a
Albión. Los dos se postraron en una humillada reverencia, esperando poder
darle placer, adorándola como siempre habían hecho. Pero sin mediar palabra,
la reina pasó de largo empujando una nueva puerta hacia otra caverna, aún
más oscura, impregnada del hedor de la carne fresca, de sangre, de fluidos
salados. Aquí era donde tenía a sus flagelados, hombres y mujeres, pasivos y
dominantes, que vivían simplemente para disfrutar o blandir el látigo. Cuando
Gloriana pasó, algunos levantaron la cabeza rememorando el éxtasis que
habían sentido una vez, recordando los dulces dedos de Gloriana. Otros la
miraban fijamente, recordando su cuerpo malherido, y cómo su orina caía de
su cuerpo inviolable, y la llamaban, pero ella no se mostró obediente esa
noche. Un pasaje corto, conectado a otra puerta. Otra llave, y se encontró
entre sus niños y niñas, sonrientes pero impacientes. Siguió adelante a través
de las habitaciones, donde sus geishas, hombres y mujeres, le susurraron
saludos. Despertando de su ensueño Gloriana oía, entre cánticos susurrados,
su nombre. «Gloriana, Gloriana, Gloriana», cada vez resonando más fuerte en
sus oídos, «Gloriana, Gloriana».
—¡Ah!
Pasó entre bestias y sus amantes, entre la belleza frígida y la fealdad
sensual; pasó ante viejos y jóvenes, desnudos o vestidos con los disfraces más
elaborados, pasó por los baños de leche, o vino, o sangre, entre patíbulos,
camas y horcas, pasó entre chicas jóvenes, sus matronas, cruzó escuelas y
guarderías, gimnasios, librerías y pequeños anfiteatros, pasó entre los ciegos,
los locos, los medio sanos, los tullidos, los sordos y los tontos, pasó ante caras
inocentes y de lujuria, generosas y avaras, exquisitas y ordinarias, nobles y
corrientes…
«Gloriana, Gloriana, Gloriana…».
… Pasó ante las orgías, los banquetes, los bailes, los grupos de música, los
deportistas, los gladiadores y atletas, por extrañas habitaciones que apenas
recordaba, por cuartos de formas peculiares, oscuros y superpoblados con
tesoros de todo el mundo, a través de pasadizos, galerías, claustros,
dormitorios y sanitarios…
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«¡Gloriana, Gloriana!».
—¡Oh! —lloriqueó ahora medio corriendo—. ¡No!
Por fin, un vestíbulo tranquilo. Hombres hirsutos, inmensos y perezosos,
levantaron la mirada desde una piscina termal de azulejos dorados y azules.
Los olió, medio monos, y se fue a sentar entre ellos. Al principio se
mantuvieron distantes, pero poco a poco despertó su curiosidad. Empezaron a
inspeccionarla, quitándole su abrigo de piel de lobo, acariciándole el pelo,
oliendo sus manos y sus pechos.
—Soy Albión —les dijo—. Soy Gloriana.
Los hombres hirsutos rugieron y parecía que la entendían, pero no lo
hacían, ni siquiera podían pronunciar sus propios nombres.
—Soy la Madre, la Protectora, la Diosa, la Monarca Perfecta. —Se tumbó
y sintió su tosca piel en su suave carne. Se rió mientras la acariciaban—. ¡Soy
la reina más noble de toda la Humanidad! La emperatriz más poderosa que el
mundo ha visto nunca. —Suspiró mientras sus cálidas lenguas la lamían,
mientras sus dedos tocaban sus puntos sensibles. Los abrazó. Lloró. A
cambio, les hizo cosquillas en sus estómagos peludos, mientras ellos gruñían
de placer. Se estiró. Se retorció—. ¡Ah! —Y sonrió. Gruñó.
Empezaron a empujarse unos a otros para estar más cerca de ella. Se
abrazó a uno, tumbándolo a su lado. Mientras él resoplaba y gemía, ella
acarició su hocico, su cabeza y su espalda peluda. Casi no le notó entrar. Ella
presionó, le agarró las nalgas y empujó. Ella cabalgó. Él se estremeció, y ella
lo miró con desorbitada expresión: sus mandíbulas apretadas, su benigno
rostro animal mirándola fijamente.
Unos instantes después, él y sus camaradas perdieron interés en Gloriana
y se retiraron a un lado de la habitación a por comida, dejando a la reina de
Albión sentada con las piernas cruzadas en el borde de la piscina, mirando la
repugnante calma del agua.
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Capítulo VII
El capitán Quire miró con satisfacción la nube oscura que gradualmente iba
cubriendo la luna. Enfrente, el horizonte se desvanecía y el mar ya no
desprendía ese brillo mágico. Las luces del galeón polaco, el Mikolaj
Kopernik, ya habían sido divisadas por O’Bryan, el renegado de Erin, que
estaba sentado cómodamente en el puesto del vigía, fumando una pipa y
olisqueando el viento.
—Debería encallar en media hora, capitán.
El vigía gimió. Tenía una daga de ésas con el mango muy ornamentado
clavada en su espalda: la daga de O’Bryan.
—Por Júpiter, O’Bryan —dijo Tinkler, soplándose las frías manos—, ¿por
qué no te cargas de una vez a este pobre diablo?
—¿Por qué debería hacerlo? —O’Bryan habló razonablemente—. Cuanto
más vivo esté, más caliente me mantendrá. Con este tiempo un hombre debe
usar todos los trucos posibles para no congelarse. Es el truco de la
supervivencia, Tink.
Quire escudriñó el horizonte con su catalejo. Cuando levantó el brazo, el
viento hizo ondear su capa y se la llevó unos metros por detrás. Se puso el
catalejo en el bolsillo para recuperarla, y se la ató al cuello con un broche
dorado que llevaba de vez en cuando. Volvió a mirar y le pareció ver el
galeón. El ala de su sombrero golpeaba la copa, su pelo ondeaba como la
hierba en un remolino, y el mar salpicaba su cara, en la parte desprotegida por
la capa, de agua y espuma.
—Una noche perfecta para un naufragio. —O’Bryan encendió de nuevo
su pipa y levantó el culo un instante de encima del vigía para que pudiera
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respirar un poco. Llevaba puesto un grueso sombrero de piel, al estilo
ucraniano, y un abrigo de oso hecho con la piel y el pelaje del animal, de
modo que las garras colgaban encima de sus manos y cuello y cabeza le
servían de bufanda. Sus rasgos cuadrados y huesudos mostraban una cara de
gran bebedor, y sus ojos revelaban mucho de su carácter, que él ocultaba con
su sonrisa y saber estar. Miró a la torre, un faro que sobresalía por encima de
la casita del vigilante, donde una luz roja avisaba a los barcos de alejarse del
canal hasta el día siguiente. A los lados, dos linternas apagadas, una amarilla
y la otra azul, que indicaban cuando había buen tiempo hacia qué lado debían
ir los barcos, ya que las balizas de aviso estaban posicionadas en el centro de
una pequeña lengua de arena en medio del estuario. Las aguas en ese punto
eran erráticas, a veces profundas y otras veces muy bajas, dependiendo de la
inestable posición de la arena.
Tinkler miró fijamente a la playa, donde el resto de sus hombres les
esperaban cerca de los caballos que les habían llevado hasta allí cuando la
marea estaba baja.
—Si tarda más de media hora, esos rufianes estarán demasiado tiesos para
actuar y nos arruinarán el plan.
—El plan no puede fallar —dijo Quire—. Sólo tenemos éste.
—Un complot de locos… —añadió O’Bryan—. Un noble polaco por el
que nos darán un buen dinero. Los polacos son muy ricos. Probablemente más
ricos incluso que Albión. Una vez estuve en Goddansjik por unos meses, y vi
ahí más oro del que nunca he visto en Londres. Pero sus leyes son extrañas,
hechas por plebeyos, y es difícil para un espíritu libre ganarse allí la vida,
excepto siendo soldado. Aunque si te mandan al este estás perdido: ahí son
más pobres.
Quire había decidido no contar a O’Bryan las razones del verdadero plan,
y pensaba traicionarlo tan pronto como éste hubiera cumplido con su parte.
Pensaba que O’Bryan era un estúpido con más avaricia que inteligencia al que
no podía controlar como a los demás.
—En un mes todos seremos ricos, O’Bryan. Al menos si consigues llevar
el mensaje a Polonia: ésa es tu parte.
O’Bryan estuvo de acuerdo con eso, y como Quire se mostró tan generoso
con él, no le vio ninguna pega al plan. El irlandés se calentaba las manos con
su pipa y golpeaba las costillas de su víctima con el tacón, como si avivara los
restos de un fuego.
Quire tenía el galeón en el punto de mira. Le pareció oír el sonido de una
trompeta: el barco les hacía señales. Navegaba rápidamente a través de la
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marea plateada. Quire entrevió unas figuras, probablemente el capitán de la
nave hablando con otro que señalaba en su dirección. Y en la popa, la
desaliñada figura que estaba buscando, el rey de Polonia.
Subió a la torre, mientras Tinkler hacía sonar la trompeta para contestar la
llamada del otro barco. El greñudo rey de Polonia observaba desde la
cubierta. Quire apagó la lámpara roja, y encendió, como por casualidad, la luz
verde. Luego cambió de lado la luz azul, para que el galeón se dirigiera
directamente hacia los bancos de arena donde sus hombres ya lo esperaban
impacientes. Ya se podía ver al Mikolaj Kopernik sin necesidad del catalejo.
Habían arriado velas, y los remeros empezaron a remover las aguas. Después
de interpretar las señales de las luces, la nave empezó a tomar más velocidad,
dirigiéndose exactamente a donde Quire había planeado. Bajó de la torre a la
carrera, le tocó el hombro a O’Bryan y le guiñó un ojo a Tinkler antes de
empezar a correr hacia la playa para dar la bienvenida a su preciada
recompensa.
—Ya se acerca, compañeros. —Quire se paró un segundo para levantarse
los pliegues de las botas y atárselas bien fuerte por encima de las rodillas. El
viento les hacía parecer espantapájaros andrajosos y encorvados en medio de
la playa, y las crines de los caballos parecían halos. Un poco más cerca de la
orilla, donde las olas rompían en la playa y mojaban las planas piedras, Quire
sentía el olor y el sabor de la sal en sus labios. No le gustaba el mar, era
demasiado grande, demasiado indomable.
—¿Pistolas, capitán? —le dijo uno de sus mercenarios, medio
escondiéndose en su capa.
—Para eso las hemos traído, Hogge. Más para el ruido que para otra cosa.
El problema con un trabajo de este tipo es que, a no ser que avises de tu
presencia, como las marionetas en la feria, nadie se entera de lo que pasa. Y si
no se enteran, no se asustan, y acaban yéndose sin ni siquiera enterarse de que
estamos aquí, esperándolos. —Quire disfrutó de su discurso, pero dejó a sus
hombres preocupados—. Sí, pistolas, claro que sí. Disparad al aire hasta que
tengamos a nuestro hombre. No queremos que le vaya ninguna bala a la
cabeza por accidente. Nos quedaríamos sin recompensa. Ya os he dicho a
quién tenéis que buscar.
O’Bryan llegó arrastrándose por la arena. Se rascó el culo y se tiró un
pedo. Llevaba dos grandes pistolas en los bolsillos de su piel de oso y se las
puso bien cerca de la cara, inspeccionando los cierres.
—Cuidado con estas pistolas, O’Bryan. —Quire golpeó el hombro del
hombre de Erin suavemente. Si las dejas ir demasiado pronto, el barco creerá
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que les ataca un ejército y dispararán hasta destruir la isla entera.
O’Bryan apreció el cumplido sobre sus armas y rió bien alto.
Quire notó cambios en la marea y se dio la vuelta, a tiempo para ver cómo
el Mikolaj Kopernik embarrancaba en la arena y sus remos se rompían, uno a
uno: demasiados latigazos. El viento resopló como un órgano por encima del
barco y los gritos y chillidos provenientes de la plataforma se asemejaron a
los de las gaviotas persiguiendo a un pesquero que entraba en puerto. Quire y
Tinkler empezaron a correr hacia allí.
Cuando Quire se acercó a la mole de madera, se dio cuenta de que la nave
había virado a estribor, y reposaba sobre sus remos rotos como un peligroso
cangrejo. El viento zarandeó el velamen, y el barco se transformó en una
criatura marina indefensa en la arena. Desde arriba se oían voces de
desesperación. Los remeros probablemente fueron los que salieron peor
parados, y de su posición se oían gritos y aullidos que, sumados a los
bramidos del viento, hacían la escena todavía más espeluznante.
Tinkler se estremeció mientras se acercaban.
—¡Ugh! Parecen espíritus. ¿Capitán, estáis seguro de que no hemos hecho
embarrancar a un barco fantasma? Hay muchos hundidos por estas aguas…
Quire le ignoró, señalando la escalera ornamental construida en un lado
del barco.
—Podemos subir fácilmente por ahí. Rápido, Tink, ahora, mientras están
confundidos.
Se adentraron en el agua, que les llegaba hasta las rodillas, por debajo de
las maderas astilladas de los remos, hasta llegar a su destino. Ahí vieron que
estaba más a estribor del barco de lo que en un inicio habían calculado.
Las algas se le enredaban en las botas y se enganchaban en las espuelas.
El barco gemía entre crujidos ensordecedores, y se hundió un poco más hacia
su lado, así que por un instante parecía que les aplastaría, pero en lugar de eso
les acercó la escalera un poco más.
—¡Sobre mis hombros, Tink! —Quire se agachó y levantó a su
bamboleante cómplice. Tinkler intentó agarrarse al pasamano de la escalera,
falló, se levantó de nuevo y al fin lo agarró, colgándose del escalón más bajo.
Ofreció su mano a Quire para que éste también pudiera llegar hasta la
escalera. El barco se recolocó. Se oía a alguien dando órdenes en un lenguaje
que no les era familiar, y parecía que intentaran recuperar la disciplina
perdida. Por suerte, justo en ese instante Hogge y O’Bryan empezaron su
descarga y arrinconaron a todos los tripulantes a un lado de la nave. Subieron
por la escalera, con el cuerpo bien pegado al barco, hasta alcanzar la cubierta
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principal, desde donde estudiaron la escena. Había cadáveres en la cubierta,
hombres que habían sido arrojados desde las alturas, y marineros lisiados con
las extremidades y las costillas rotas que eran atendidos por compañeros con
más suerte. Las linternas se movían arriba y abajo, y Quire vislumbró por un
instante al capitán hablando a gritos con el piloto, que movía la cabeza
asegurando no saber qué había sucedido y diciéndolo de buena fe. (Quire no
sabía hasta qué punto Montfallcon había involucrado al hombre). Intentó ver
si el rey de Polonia seguía en la cabina del capitán, pero aclararse en aquel
caos de poleas, cabos y remos partidos era difícil. Audazmente, con Tinkler
detrás de él, trepó hasta la popa. Dos sombras negras proyectándose en las
velas ondeantes y la luna apareciendo desdibujada detrás de una fina nube. A
pesar de que algunos marineros que se cruzaron mostraron cierta perplejidad
por su presencia, Quire y Tinkler sólo fueron desafiados al llegar a la
mismísima cabina principal. Quire levantó su linterna, que le mostró el rostro
de un mosquetero armado.
—Venimos de la orilla. A ayudar. Hemos visto el naufragio.
El mosquetero asintió con la cabeza. Quire se rió entre dientes y levantó
de nuevo la linterna, dándole una palmada en el hombro al guardia, mientras
él y Tinkler seguían su camino, para encontrar al rey de Polonia apoyado en
una baranda, pestañeando perplejo, con algún noble de barba gris a su lado,
muy preocupado.
—Me han enviado aquí —dijo Quire en tono atribulado—, a atender a un
caballero. ¿Alguien habla nuestra lengua?
El viejo noble, envuelto en piel de marta, les miró y, con una voz
vacilante y gutural, les dijo:
—Yo la hablo, señor. ¿Venís del puerto? ¿Qué ha pasado? ¿Y los
disparos? —Parpadeó: sin duda era corto de vista.
—Habéis naufragado, señor. El barco está destrozado. Deberíais salir
antes de que se hunda del todo. —Quire sabía que si conseguía hacerles creer
que el barco se hundía, el rey sería el primero en seguirles.
—¿Qué hacemos? ¿Quién sois?
—El capitán Fletcher. Un guardacostas, señor. Los disparos fueron
nuestros, para asustar a los ladrones que acuden a los naufragios como abejas
a la miel. Habéis tenido suerte de que estuviéramos cerca. Venid. ¿Dónde
están vuestros hijos, y vuestra mujer?
—Viajamos solos.
—Pero este pasajero parece de buena familia.
—En verdad lo es, señor.
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—Pues saquémosle rápido, y también a usted, señor. ¿A quién más?
—A él primero, por favor. Yo no soy importante. Y también hay objetos
de valor, en la cabina. Deben salvarse. Son regalos…
—Señor, los objetos de valor podrán recuperarse más tarde, pero no las
vidas —le reprendió Quire.
—Pero estos objetos son de gran importancia. Ayude a Su Al… a este
caballero a llegar a la orilla. Yo recogeré el tesoro. —Le dirigió unas palabras
al rey de Polonia, y éste asintió con una ligera sonrisa.
Quire, con gesto melodramático, pareció dudar. Luego asintió también.
—Muy bien, entonces, señor, si creéis que será lo mejor. Mi lugarteniente
le acompañará. —Le ofreció su mano enguantada al rey, que lo miró
desconcertado hasta que comprendió y la aceptó—. Arriba, su señoría.
El rey se levantó vacilante, y Quire le ayudó a deslizarse por la escalerilla
de popa que llevaba a la cubierta principal.
—Con cuidado, señor.
—Le estoy muy agradecido, señor —dijo el rey en la Alta Lengua usada
para la diplomacia en todo el globo, pero Quire sabía qué papel adoptar.
—Disculpe, señor, pero no entiendo una palabra de lo que me decís.
Al llegar a cubierta, se dirigieron al punto donde Quire y Tinkler habían
embarcado. El barco se sacudió de nuevo entre crujidos del maderamen, y
Quire salió disparado contra la borda. El viento adquirió un tono más
estridente y la luna desapareció. El agua salpicaba sin parar alrededor del
barco arruinado. Quire, todavía llevando al rey de Polonia, que murmuraba
con confusa cordialidad, se tambaleó mientras se dirigía a los escalones.
Desde atrás, Tinkler le gritó:
—¡Estoy aquí! —respondió. Y ocurrió lo que temían: que el viejo noble
empezó a acuciar al resto de la tripulación a seguirlos—. Calma, señor.
Tranquilo. —Ayudó al rey a meterse en las aguas poco profundas—. Por aquí.
—Lo agarró del brazo y tiró de él. Tinkler los seguía ya, pero el viejo
continuaba llamando al resto de la tripulación, instándolos a abandonar
también el barco.
Quire y su carga salieron del agua y empezaron a caminar por la playa con
dificultad, mientras aparecían O’Bryan y los demás.
—¡Venga, O’Bryan! ¡Nos vamos! —le gritó—. ¡Aguántalos un poco más,
Tink; nos encontraremos en el molino!
O’Bryan alargó una mano para agarrar al rey, guiándolo hacia el caballo
que tenían libre.
—Arriba, mi señor.
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El rey se rió entre dientes y agitó la cabeza. O’Bryan dijo algo en polaco,
y el rey se rió de nuevo, montando rápidamente al alazán. Quire montó su
corcel negro y agarró las riendas del alazán, mientras O’Bryan montaba su
animal. Oyó gritar a Tinkler para que los marineros no se acercaran a la orilla,
buscando a su patrón, y se oyeron también disparos de pistolas y mosquetes
de los truhanes a los que Tinkler lideraba, abatiendo a las primeras filas de
marineros.
El rey preguntó algo a O’Bryan, que le respondió, tal como habían
acordado con Quire, que los disparos eran para alejar a ladrones que
pululaban por aquellas costas esperando algún naufragio para saquearlo, pero
que no se preocupara, que sus guardacostas les estaban manteniendo fuera del
alcance de su barco.
Galoparon velozmente por entre las sombras que separaban la isla de
tierra firme hasta que, de repente, el rey soltó un grito e intentó tirar de las
riendas.
—O’Bryan, ¿qué quiere éste ahora? —gritó Quire a través del fuerte
viento.
—Dice que está preocupado por su gente, que debería regresar.
—Muy digno. Dile que la marea está subiendo y que debemos llegar a
suelo más alto para tomarnos un descanso.
O’Bryan le habló lentamente en polaco. El rey respondió, todavía reacio.
—¿Qué pasa ahora, O’Bryan?
—Dice que la marea está bajando…
—¡Pues claro! —gruñó Quire—. Si la marea no hubiera bajado no
podrían haber cruzado la lengua de tierra de ninguna manera. Qué observador,
¿verdad? Dile que es una visión engañosa. ¡Ponle una nota perentoria a tu
voz, O’Bryan!
El viento amargo les golpeó con tal fuerza que los caballos se
balancearon.
—¡Cabalga, por Mitra! —gritó Quire.
Se oyeron más disparos desde atrás. El rey intentó que su caballo volviera
atrás.
—¡Oh, dulce Ariadna! —Quire se acercó al rey y le quitó el sombrero,
sacó su pistola de la funda en su silla y, antes de que el rey se diera cuenta de
lo que pasaba, le dio un buen golpe en la cabeza, agarrándole antes de que se
cayera del caballo. Tomó las riendas que aún sujetaba el rey y lo guió.
O’Bryan disparó una de sus pistolas, simplemente por diversión, y agitó la
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otra. Casi habían llegado a las dunas de hierba, que al estar cubiertas de nieve
les daban a entender que pronto estarían en tierra firme.
Cabalgaron al galope, hacia el interior y en dirección este, lejos del puerto
de la ciudad de Rye, ya que Quire había decidido que debían poner al menos
cincuenta millas entre ellos y el naufragio, si no querían ser detectados
accidentalmente.
Quire miró atrás y vio unos cuantos destellos. También oyó disparos y
gritos. Si no se equivocaba, Tinkler y sus hombres habían tenido menos
problemas de los que se imaginaban y ya estaban montando sus caballos y
alejándose del Mikolaj Kopernik, donde la tripulación se las arreglaría lo
mejor que pudiera antes de que las noticias llegaran a Rye y alguien partiera
en su ayuda. Para entonces ya sería de mañana y ellos ya estarían de camino a
Londres, no sin antes encontrarse con Tinkler en el sitio acordado, llevándole,
con suerte, el tesoro del rey de Polonia.
Mientras galopaban, Quire empezó a articular una especie de afilados
ladridos, un sonido entre un lobo y un cuervo que puso a O’Bryan muy
nervioso, incluso después de caer en la cuenta de que Quire se estaba riendo.
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Tinkler dirigió el caballo hacia el pequeño y destartalado puente que
cruzaba el atascado riachuelo.
—¿Y nuestra carga?
—Dentro. Atado y durmiendo.
—¿O’Bryan?
Quire hizo un gesto hacia el cuchillo que había usado para matar el pájaro.
El montículo donde se sentaba se agitó y gimió. Atormentados, unos ojos
inyectados en sangre sobresalieron de la piel de oso.
—Ha servido para su propósito inicial, que era comunicarnos con nuestra
carga. Y ahora está sirviendo para otro. Uno que él mismo propuso. Me ha
mantenido agradablemente caliente mientras el fuego se iba apagando.
La boca de O’Bryan se abrió y gimió nuevamente. Le corría sangre por
las mejillas y por el labio superior. Quire puso plumas del ave en la boca del
hombre para que no manchara el abrigo de piel de oso y lo echara a perder.
O’Bryan gimoteó, implorando a Tinkler que le ayudara, pero éste apartó la
vista y entró en el molino, dándose cuenta mientras lo hacía de que O’Bryan
tenía tres dagas clavadas en la espalda.
—¿Cuál es nuestro siguiente paso? —gritó, mirando al rey de Polonia,
que roncaba en un montón de paja vieja. Se sentó en una de las piedras rotas
del molino y empezó a desenvolver su fardo.
—Montfallcon pretenderá mandar hombres. Hogge llevará la nota de
rescate a algún mercader polaco de Londres, donde parecerá que no tenemos
ni idea de a quién hemos secuestrado, y eventualmente, después de mucho lío,
soltaremos a la víctima, con sólo algunos de sus objetos de valor robados. —
Quire hablaba por encima del hombro de Tinkler, que miraba una figurita de
oro a través de un rayo de luz que entraba por un agujero en el techo del
molino—. Sólo unas pocas cosas, Tink. Si nos pillan con demasiado, esta vez
iremos a la horca seguro, aunque para eso tengan que cambiar la Ley.
Montfallcon no se podrá permitir salvarnos. Polonia pedirá nuestras cabezas.
El tesoro, o la mayoría del tesoro, debe ser rescatado junto con su propietario.
Tinkler devolvió la figura a su sitio. Agarró el fardo y lo dejó a un lado de
la habitación.
—¿Y cuándo será eso, capitán? —Se rascó el diente que le sobresalía,
como siempre solía hacer.
—Poco después de la duodécima noche, Tink. A tiempo para el Carnaval
de la Corte, donde habrá tantos dignatarios y soberanos que nuestro pobre
príncipe se perderá entre la multitud, y sus gestos, protestas y quejas caerán
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en saco roto. Se podrá culpar a sí mismo, o a los atacantes, por el fracaso,
pero nunca a Albión o a Gloriana. Y ésa es la cuestión.
Tinkler no había escuchado ni la mitad de las explicaciones de su jefe.
Pasó por encima de la cabeza de O’Bryan, estudiando las eficientes manos de
Quire.
—¿Cuánto tardará en cocinarse, eh, capitán?
Y estiró el brazo para pellizcar al ganso.
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Capítulo VIII
Tumbada, con los ojos fijos en la reja opuesta a la que Jephraim Tallow había
usado la noche de Fin de Año, la mujer loca miraba fijamente al muro,
llenándose los oídos con las voces del coro que entretenía a los nobles que
comían abajo. Estaba desnutrida, como siempre, pero no tenía hambre. Sus
dedos se agarraban a la reja, o bien se enredaban en su pelo rojizo o rascaban
la carne grisácea, mientras los parásitos corrían arriba y abajo por sus harapos
malolientes. En su cara sucia se dibujaba una sonrisa angelical: la música y la
belleza de esas cenas le transmitían tal placer que incluso se le escapaban las
lágrimas. Ya se habían servido los postres y se habían llevado el vino, lo cual
anunciaba el fin de la cena. Como si estuviera viendo su obra de teatro
favorita, deseaba que los invitados permanecieran en escena, pero
gradualmente todos se levantaban y saludaban al hombre de gris sentado al
final de la mesa, para dirigirse de nuevo a sus asuntos.
La mujer loca focalizó toda su atención en las dos figuras que se habían
quedado en la sala. El embajador de Arabia y el señor al que ella consideraba
su héroe, y del que sabía el nombre, igual que lo sabía de muchos otros
habitantes de la Corte.
—Montfallcon —murmuró—, el consejero más preciado de la reina. Su
mano derecha. Inteligente e incorruptible.
El coro dejó de cantar y sus miembros empezaron a abandonar la sala, así
que pudo oír parte de lo que se decía entre Montfallcon y el embajador, un
hombre elegante y orgulloso, vestido de plata bordada en blanco y oro.
—… ¿Mi señor casado con la reina? ¡Menuda alianza, nos daría seguridad
por los tiempos de los tiempos! —oyó decir al árabe.
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—No obstante, ahora ya somos aliados. —Montfallcon sonrió
delicadamente—. Arabia y Albión.
—Excepto por las dificultades de Arabia de expansionarse, debido a la
protección de Albión. Nuestras ambiciones están frustradas, como las de un
niño que ha crecido y al que sus padres siguen tratando como tal.
Montfallcon rió abiertamente.
—¡Oh, lord Shahryar!, no podéis insultar mi inteligencia de este modo, ni
esperar que yo haga lo mismo con vos. Arabia está protegida por Albión
porque no tiene los recursos necesarios para defenderse contra el imperio
tártaro. Los árabes no se alían con Polonia porque Polonia tiene miedo de los
tártaros y confían en que éstos les dejarán en paz y se concentrarán en Arabia,
si ésta es débil. Por otro lado…
—Mi punto de vista es, mi señor, que Arabia ya no es débil.
—Claro que no, porque tiene la protección de Albión.
—Y que el imperio tártaro puede ser conquistado.
—Gloriana no irá a la guerra a no ser que la seguridad del reino se vea
amenazada. Sólo luchamos si nos invaden. Los tártaros lo saben y por lo tanto
no nos invaden. La reina espera que con su política puede llegar a crear un
nuevo hábito entre naciones, en el sentido de que éstas no vayan a la guerra
automáticamente para ganar territorio. La reina visualiza un Consejo, una
Liga de…
—Lord Montfallcon, vuestro tono os traiciona —sonrió lord Shahryar—.
La reina cree tan poco como yo en este pacifismo de salón. Oh, unos anhelos
así son admirables en una mujer. Aun así, hay que establecer un equilibrio
entre los instintos masculinos y los femeninos. Aquí no hay equilibrio.
Debería haber un hombre, un hombre fuerte al lado de la reina. Mi señor, el
Gran Califa es fuerte y…
—Pero la reina no desea casarse. Ve el matrimonio como una carga más,
y ya tiene demasiadas responsabilidades.
—¿Tiene algún otro pretendiente?
—No, no tiene ningún favorito. Se siente halagada, por supuesto, por las
atenciones del Gran Califa.
Lord Shahryar negó con la cabeza.
—Soy yo quien debe recordarle ahora que no debe menospreciar mi
inteligencia, lord Montfallcon. Lo que le he dicho, respecto a la reina y sus
necesidades, lo decía en serio. Estamos preocupados por ella.
—Entonces compartimos la misma preocupación —dijo lord Montfallcon
—. Y si respetáis a la reina como lo hago yo, respetaréis sus deseos y sus
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decisiones, como hago yo.
—¿No hacéis nada sin su aprobación?
—Es mi reina. Ella representa a Albión. Es el Reino. —Lord Montfallcon
levantó la barbilla—. La reina es la Ley.
—No siempre efectiva.
—¿Cómo?
—Vuestra ley… Parece ser que los criminales no siempre responden
delante de la justicia.
—No os entiendo.
—Mi sobrino, Ibram, fue asesinado en Londres nada más tomar yo un
barco desde Ben Gahshi. Me enteré justo al llegar al puerto donde había sido
asesinado… y también supe que el crimen sigue sin castigo.
—¿Se refiere a King? Lo juzgarán la semana que viene.
—Pero había alguien más involucrado, el que de hecho cometió
directamente el crimen, por el que vos respondéis, según tengo entendido, mi
señor.
—Estáis en lo cierto sobre el otro acusado. Respondí por él porque estaba
trabajando para mí, por eso no puede estar involucrado en la pelea, pese a ser
la clase de rufián que siempre se mete en líos.
—Entonces ¿estáis completamente seguro de la inocencia de vuestro
sirviente? —Lord Shahryar miró a lord Montfallcon—. Ese mercenario, ese
espía vuestro…
—¿Quire? ¿Un espía? Es simplemente un mensajero de la reina.
—¡Ah, sí! Se llama Quire —asintió lord Shahryar—. Había olvidado su
nombre. Ese personaje es conocido por sus habilidades en el combate. ¿Sabéis
que intentó batirse en duelo con mi sobrino sólo para robarle?
—Lo conozco bien. Dudo que perdiera su tiempo en urdir una trama así.
Es demasiado orgulloso para eso.
—¿Me dais vuestra palabra, lord Montfallcon, de que vuestro capitán
Quire no ha matado a mi sobrino?
—Os doy mi palabra, lord Shahryar. —Lord Montfallcon miró al árabe
directamente a los ojos.
—Quizá podría… ¿entrevistarme con él, sólo para corroborar que no os
ha fallado? —continuó despacio lord Shahryar.
—No está en Londres ahora. Lo he enviado a cumplir con un nuevo
encargo.
—¿Dónde?
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—Está contribuyendo a resolver nuestros problemas con el rey de Polonia.
Si sois aficionado a los rumores, mi señor, seguro que habéis oído algo al
respecto, ¿verdad?
—¿Os referís al hecho de que Casimir fue secuestrado por unos bandidos
para conseguir una recompensa? Sí, lo he oído. ¿Creéis que sigue con vida?
—Los mercaderes polacos recibieron una nota de rescate. Esos
mentecatos creen que han secuestrado a un mercader cualquiera.
—Bueno, espero que le vaya mejor con vuestra justicia que a mi sobrino.
—El sarraceno se levantó de la silla—. Albión se está convirtiendo en una
tierra sin ley, parece ser, con bandidos y asesinos que hacen lo que les viene
en gana, matando nobles, capturando reyes…
—¿No hay asesinos en vuestras tierras, mi señor?
—Algunos hay, por supuesto.
—Anteriormente había muchísimos más, antes de que Albión os
protegiera y os trajera su ley.
—Eso era cierto cuando el rey Hern estaba en el trono —dijo Shahryar
mordazmente—. Para que el reino se gobierne adecuadamente, debe haber un
hombre…
—La reina es la soberana más grandiosa que Albión ha conocido nunca.
El mundo entero envidia a nuestra reina.
—Como madre, a veces es demasiado protectora con sus hijos. Por eso no
ve sus defectos, ni los defectos de aquellos que, fingiendo su amistad, en
realidad suponen una amenaza. Con un buen marido, un hombre severo a su
lado…
—Tiene la ayuda de hombres fuertes, como yo. —Lord Montfallcon
inspeccionó una bandeja de higos secos, escogió uno y lo puso en su plato—.
¿No somos hombres con experiencia… y severos?
—Pero vos no sois su igual, señor.
—Su igual, señor mío, no existe.
—Esperaba convenceros de nuestra sinceridad, de la admiración que le
profesa mi señor a vuestra reina, de la necesidad de unificar nuestros reinos
por completo, a la manera tradicional. El Gran Califa es joven, viril y guapo.
Si habéis oído algún rumor sobre él, os aseguro que no tiene ningún
fundamento.
—La reina no quiere pretendientes, mi señor. Así se asegura de que no
favorece a nadie. Vuestro señor podría ser viejo, o enfermo, o seguidor de los
hábitos de Sodoma, y aun así tendría las mismas oportunidades que cualquier
otro.
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—¿Entonces no hablaréis a nuestro favor? Esperaba que lo hicierais. Aun
así, creo que el rey de Polonia vino de incógnito por una simple razón.
—Si fuera así, iba desencaminado. Nunca le alentamos.
—¿No recibió cartas de la reina?
—Ninguna, señor.
—¿Así que por eso lo han capturado?
—Sois muy enrevesado, señor. Ya no os sigo.
—Sospecho que mi nieto fue asesinado porque intentó espiar a la reina.
Sospecho que Casimir fue apresado porque quería cortejar a la reina en
secreto.
Lord Montfallcon empezó a reír.
—¡No somos tan salvajes en Albión, lord Shahryar! Nuestra diplomacia
es mucho más sutil.
El sarraceno retiró su silla. Estaba enfadado, pero intentó disimular sus
sentimientos.
—Os pido disculpas, señor mío.
—Por Dios, mi señor, disculpas aceptadas. ¡Vuestra sugerencia es más
bien un chiste que un insulto!
Lord Montfallcon se levantó y le dio un abrazo al sarraceno, que hizo un
esfuerzo por sonreír.
—Quiero convenceros de nuestra gran amistad. Admiramos Arabia por
encima de cualquier otra nación del mundo.
—Y nosotros admiramos Albión. Cuando llegue el Gran Califa mañana…
—Nuestra alianza no necesita ninguna unión tradicional para sobrevivir
cientos de años.
—Nuestra preocupación es por la reina, tanto como por Albión.
—Nuestras preocupaciones coinciden.
La mujer loca gateó, a través del polvo, hacia otro mirador aventajado, una
ventanita que era indetectable desde el suelo, desde donde observó a maese
Ernest Wheldrake, desnudo y cubierto de cadenas de oro, arrodillado delante
de su amante, lady Lyst, que bebía de una copa y llevaba una corona falsa que
le cubría uno de los ojos. Lady Lyst le pegaba con un látigo, mientras que él,
postrado en éxtasis, gemía y murmuraba un nombre que la mujer loca no
pudo distinguir. La escena le era demasiado familiar, así que siguió gateando,
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buscando nuevos entretenimientos. Después de arrastrarse diez minutos llegó
a uno de sus lugares preferidos, el agujero de ratón por el que se veía la
habitación de lord Ingleborough. Pero el lord no se veía por ninguna parte.
Vio de refilón a su mancebo, Patch, jugando con unos soldaditos de madera,
pero su señor no comparecía. Se escabulló de nuevo, para ver como sir
Tancred y lady Mary Perrott seguían con su relación. Ella sentía celos de esta
pareja, porque los veía perfectos. Envidiaba a lady Mary, porque ella misma
prefería el romance y la intriga más que las sensaciones simples, que
normalmente la ponían triste. Nunca había tenido un amor como el de sir
Tancred, pero soñaba con que algún día llegaría.
Pero el paseo de la mujer loca fue inútil, ya que ni sir Tancred ni lady
Mary estaban a la vista. Lord Rhoone roncaba con su uniforme puesto, en su
mesa, con la negra barba en su bocaza, y el collar lleno de gotas de crema. Sir
Amadís Cornfield también estaba detrás de su mesa, con sus cuentas y
recibos, y con los dedos sucios de tinta. Una dama, la condesa de Scaith, se
estaba desvistiendo, intentando quitarse el complicado vestido que se había
puesto para entretener al embajador de los sarracenos en nombre de la reina.
En el estudio de lord Montfallcon no habría nadie, así que la loca decidió no
llegar hasta allí. Pensó en visitar el harén, pero ese lugar la deprimía bastante.
Pasó un ratito viendo cómo los mimos ensayaban un drama simbólico para las
fiestas de la Duodécima Noche, que se celebrarían al día siguiente, pero
enseguida perdió interés por la representación. Mientras volvía a su cripta,
pasando por el antiguo invernadero lleno de telarañas, vio una sombra que se
dirigía a la entrada secreta de lord Montfallcon. Se escondió bien para poder
ver quién visitaba al canciller.
Era Tinkler. Y estaba contento.
La loca se echó para atrás lo más que pudo para evitar que Tinkler la
viera. Sin duda, el mozo era un empleado de lord Montfallcon que venía a
recibir instrucciones. El rey de Polonia debía ser rescatado mañana. Les había
oído discutir todo el complot. Se rió para sí misma, moviendo la cabeza con
admiración por sus dos héroes: Montfallcon, al que veía como un padre, y
Quire, al que deseaba como amante. El plan parecía estar yendo tal como lo
habían planeado.
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Capítulo IX
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Gloriana sería Fryja, Reina de los Dioses. Todo eso siguiendo la pauta de La
Noche de Ragnarok de maese Wheldrake, basada en la mitología del norte, en
honor del rey de Polonia que gobernaba a ambos lados del mar Báltico. Una
tenía tierras en la isla de Ynys Scaith, al norte de Albión, y estaba muy
familiarizada con todos estos dioses, a los que encontraba extremadamente
aburridos, por lo que odiaba la moda actual de la Corte, que desdeñaba a sus
clásicos favoritos.
Cuando la pipa se acabó, Una se levantó para ajustarse la ropa. Llamó a
sus doncellas, que la arreglaron y le colocaron una capa de seda roja con una
capucha de piel verde de muaré, que le cubría la cara. La escoltaron hasta la
puerta de sus dependencias (casi tan grandes como una casa, pero dentro de la
estructura principal del palacio y encarada a un lago ornamental
suficientemente grande como para contener una isla artificial de buen
tamaño). El carruaje de la reina la esperaba, y sus lacayos, vestidos de manera
muy formal, con bonetes coloreados y tabardos de brocado azules y amarillos,
la ayudaron a subir al carruaje, donde se hundió en los mullidos y suaves
cojines. Un grito, una sacudida, y el carruaje se puso en marcha para cubrir el
pequeño trayecto entre su casa y la puerta de entrada al jardín de la reina, un
poco más elaborada que la suya. Se cruzaron con un batallón de guardias a las
órdenes de lord Rhoone, cuyo aliento emergía en forma de nube espesa por el
esfuerzo, lo que recordó a Una el frío que hacía fuera. Escondió las manos en
el manguito de piel y miró abatida por la ventana hacia el jardín ornamental,
viendo cómo la nieve lo iba cubriendo todo. Parecía que el invierno nunca
fuera a terminar, a no ser que se acabara el mundo —pensó rememorando el
Invierno de Fimbul— y con un escalofrío se dijo a sí misma que quizá sí que
era Eve de Ragnarok y que el Caos y la Noche Antigua vendrían a llevárselos
a todos de una vez. Bostezó. Si los Dioses de la Entropía tenían que
manifestarse de nuevo en la tierra igual que lo habían hecho en un legendario
pasado, ella les daría la bienvenida, ya que al menos aliviarían su
aburrimiento. Y no es que Una creyera en esas terribles fábulas prehistóricas,
pero a veces se imaginaba que esos dioses existían, y que ella vivía entre
ellos, ya que seguramente esos reinos eran más coloridos y estimulantes que
la era presente, donde la apagada Razón había hecho desaparecer todo el
Romance: granito esparciendo mercurio.
Todavía con estos pensamientos en la cabeza saludó a la reina mientras
ésta se subía al carruaje.
—¡Por Arioch! ¡Estáis espléndida esta noche! —sonrió.
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Gloriana le devolvió la sonrisa, aliviada por la deliberada vulgaridad de
Una (se consideraba de mal gusto invocar los nombres de los antiguos
dioses). Vestía de armiño, seda blanca, perlas y plata, ya que esa noche
representaba a la Reina de las Nieves, por lo que todo el mundo que asistiera
a la fiesta debía adoptar la misma temática. La capa del vestido de Una era
azul pálido, su collar de un azul algo más oscuro, y su chaleco era blanco
decorado con unos lazos azules. El vestido era una versión de la Pastora que
había usado en primavera.
Alrededor de ellas, montados en caballos blancos, los guardias llevaban
capas plateadas encima de sus uniformes y se habían puesto sombreros
blancos con una pluma blanca de lechuza. Lord Rhoone se aproximó, y su
negra barba se vio extrañamente fuera de lugar en medio de toda esa palidez.
La mano enguantada de Gloriana le saludó y lord Rhoone ordenó a sus
hombres:
—¡Al galope! —y toda la escolta se dirigió hacia la West Minster y el río.
—Buenas noticias —le dijo Gloriana a su compañera—. ¿Lo habéis oído?
Polonia ha sido rescatada.
—¿Y está bien?
—Estaba un poco congelado, pero no herido. Me lo comunicó
Montfallcon esta tarde. Lo encontraron en el molino. Los malhechores que lo
habían secuestrado se habían peleado y escaparon, dejándolo atado y a uno de
los suyos muerto en el lugar. A lo mejor pensaban volver, pero los hombres
de lord Montfallcon lo encontraron primero y lo llevaron enseguida a
Londres. De modo que todo está bien y ya no tendremos que aguantar las
preocupaciones del conde Lorzeniowski por su señor.
—¿Cuándo debéis recibir a este desdichado monarca?
—Esta noche. Dentro de una hora más o menos. Cuando reciba al resto de
los invitados.
—Pero el Gran Califa… Esto requiere una buena dosis de diplomacia.
Gloriana apartó las cortinas para disfrutar de la vista de la ciudad
iluminada.
—Montfallcon lo ha solucionado. Los presentarán a los dos juntos, pero
anunciarán primero a Polonia, ya que éste es emperador.
Una se mordió el labio, divertida.
—Pero yo pensaba que los dos querían algo más que presentar sus
respetos formalmente a Su Majestad. ¿No vinieron a la Corte para cortejaros?
—Al parecer, Polonia jura que no se casará con nadie más que conmigo.
Y las pretensiones de Arabia son casi igual de empalagosas, lo cual,
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considerando su fama, resulta de lo más apasionado, ¿no crees? —Gloriana
estaba siendo sardónica—. ¿A cuál preferís vos, Una?
—A Polonia como compañero, y a Arabia como amante —dijo Una sin
pensarlo.
—A Arabia creo que le gustaría vuestra figura. Es suficientemente juvenil
para su gusto.
—Entonces recemos para que me acepte como sustituta y me haga reina
de toda Arabia. —Una ladeó la cabeza—. La idea es excelente. Pero sospecho
que su ardor está relacionado con la política, y que Ynys Scaith no es una
dote suficientemente grande.
Gloriana sonrió.
—¡Cierto! Quiere Albión y todo mi Imperio, y nada más. A lo mejor se lo
doy, si él me da a cambio lo que yo no puedo tener. —El trineo se tambaleó
un poco al girar a la izquierda, y Gloriana cantó unas estrofas de su canción
favorita—:
Una, al oír esta triste canción, se calló por un momento, por lo que
Gloriana se arrepintió de sus palabras, y se inclinó para darle un beso a su
amiga.
—Maese Gallimari nos ha prometido entretenimientos magníficos para
esta noche.
La condesa de Scaith se sobrepuso.
—¡Ay, diversiones! Justo lo que necesitamos, ¿verdad? ¿Y están invitados
todos los embajadores extranjeros?
—Claro. Y los oficiales de Londres. Y todos los nobles de la comarca que
quieran venir. Y todos los cortesanos. ¡Mithras! —Se tapó la boca con la
mano, fingiendo pavor—. ¿Crees que el hielo soportará todo este peso, Una?
¿Bailaremos hacia un destino pasado por agua? ¿Y si hay icebergs y chocan
con nosotros?
Una negó con la cabeza.
—Si conozco bien a lord Montfallcon, seguro que ha comprobado que el
hielo se aguanta por unas vigas de orilla a orilla. O habrá cambiado el hielo
por obsidiana y lo habrá hecho pintar, ya que está pendiente de cuanto os
pueda afectar, señora.
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—Él es la tigresa y yo su cachorrito —asintió Gloriana—. Pero ¡mira! El
hielo es real —señaló hacia fuera.
Estaban en una colina desde donde podía contemplarse la curva del Gran
Támesis, que brillaba por la nieve y el hielo congelado, oscuro sobre la figura
aún más oscura de los edificios que lo bordeaban, como una inmensa selva
con millones de lámparas. Mientras observaban la escena, se encendieron más
y más luces, que transformaron sucesivamente el negro en un gris brillante, y
blanco, y ámbar neblinoso; el río parecía un cristal surcado por pequeñas
figuras que parecían apariciones. Luego la carretera dio un giro, y ya no les
fue posible ver nada más que las colinas nevadas y las dos torres North Gate,
que se levantaban a lo lejos. El carruaje de la reina debía ser recibido en
Bull’s Gate, y lord Rhoone, en nombre de la reina, intercambiaría
formalidades con lord Mayor.
Al terminar esta formalidad, el trineo continuó su trayecto, dando saltos,
puesto que la nieve no era igual de dura en todas partes; los ciudadanos,
provistos de antorchas y bonitos sombreros de fiesta, las saludaban al pasar.
La reina les sonreía y les bendecía desde el trineo. Finalmente, cruzaron las
puertas de la pequeña ciudad de West Minster y el trineo siguió, ahora ya sin
dar tumbos, por una larga avenida pasando al lado de los Colegios, el Gran
Templo de la Contemplación, los Ministerios y los Barracones. Por fin
llegaron a los muelles donde, con un tiempo mejor, los barcos de los
monarcas hubieran atracado. En estos muelles ya se habían preparado unas
marquesinas desde donde salían carruajes con los visitantes ilustres. Los
lacayos se iban cambiando de posición, los mozos de cuadra se preparaban,
había un coro de trompetas listas para anunciar la llegada de importantes
personalidades, y unas inmensas columnas griegas flanqueaban los escalones
hacia el muelle. Los escalones estaban enmoquetados cubiertos por un toldo.
A lo largo del muro, había braseros encendidos como fuegos de bienvenida
que daban luz y calor, y montones de banderillas de seda de mil colores que
se reflejaban en la nieve de alrededor. Por encima de éstas, el cielo, negrísimo
y todavía sin estrellas. Era como si toda la ciudad estuviera cubierta por un
dosel que dejara pasar los copos de nieve, que caían donde podían, o se
deshacían en el fuego.
Gloriana aplaudió y dio un codazo a Una en las costillas; pero enseguida
recuperó la compostura y volvió a adoptar su pose de bello y solemne
símbolo, tal como la ocasión lo requería. Una adoptó una pose similar.
Lord Rhoone abrió la puerta del trineo. La reina descendió, seguida de
Una.
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Desfilaron entre las columnas, mientras una fanfarria de instrumentos de
metal anunciaba a la reina, que bajó por las escaleras, donde grandes
antorchas encendidas eran portadas por pajes vestidos de la cabeza a los pies
con pieles de oso polar. Detrás de los pajes, hombres y mujeres inclinaban sus
cabezas. Los cortesanos, vestidos también con tonos azules y platas, con las
caras empolvadas, con sus sombras recortadas por la luz de las antorchas, le
recordaban a Gloriana a seres fantásticos o fantasmas, como si los muertos se
hubieran levantado para rendirle homenaje a ella, emperatriz de Albión, en
ese brumoso Duodécimo.
Desde el muelle hasta los escalones de madera, la marquesina se
estrechaba; siguieron bajando con mesura y dignidad hasta una alfombra que
se extendía por encima del hielo y que llegaba hasta un pabellón de tres caras,
muy alto, hecho de sinuosa seda plateada, donde había un trono para Gloriana
con delicadas filigranas de plata, y una silla con un cojín de seda para Una, en
su calidad de asistenta de la Reina de las Nieves.
Una, mientras esperaba que la reina tomara asiento, vio a lo lejos unos
bueyes que se resistían a ser conducidos hasta el fuego, y oyó los chillidos de
los gansos, que sabían que iban a correr la misma suerte que los bueyes. Vio
los troncos y los montones de yesca para mantener el fuego donde todas esas
criaturas serían cocinadas y donde bien pronto chisporrotearían sus jugos, y
sus pieles empezarían a quebrarse y su sabrosa carne empezaría a hincharse,
orgullosa y riquísima por el calor del fuego. Una se lamió los labios y, viendo
que la reina se había sentado ya, se sentó también con un escalofrío. Su falda
se levantó y dejó pasar una brisa punzante que le congeló las rodillas.
En el centro de la superficie helada había una plataforma, una especie de
tribuna para los músicos, que estaban afinando sus instrumentos lo mejor que
podían. Las carpas y las alfombras que estaban detrás de la reina eran, en
contraste, de color verde y oro, y los músicos vestían de lana verde oscura, en
muchas capas a juzgar por su volumen. Sonaron más trompetas desde el
muelle y la reina miró a Una con ojos interrogantes, y ésta le devolvió la
mirada. Luego la reina se levantó lentamente, al mismo tiempo que los
cortesanos ahí reunidos.
Una figura vestida de blanco marfil apareció en la alfombra que llevaba al
trono. Llevaba una gorra de armiño, y se descubrió al postrarse delante de la
reina. Era Marcilius Gallimari, el Maese de los Regocijos de la Reina.
—Majestad.
—¿Está todo listo, maese Gallimari?
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—¡Sí, señora, todo listo! —respondió con un intenso y genuino
entusiasmo.
—Entonces, empecemos. Condesa…
Maese Gallimari se dirigió hacia las sombras de la carpa, pasó por delante
de los guardias y desapareció. Entonces Una anunció:
—La reina concede una recompensa para las viudas de Yuletide y los
huérfanos de esta estación. Que vengan aquí y reciban lo que les corresponde.
Los cortesanos abrieron paso y un paje dio a Una un almohadón donde
descansaban unas bolsitas de piel. La condesa tomó una de las bolsas y se la
entregó a la reina. El primer plebeyo, una matrona rellenita, se arrodilló con
humildad en la alfombra; sus ojos miraron el suelo y una sonrisa tímida
apareció en sus labios. A continuación, hizo una reverencia.
—Majestad. El pueblo de Southcheap os ofrece su respeto y su lealtad, y
reza para que la plaga nunca le alcance.
—Os damos las gracias a vos y a toda la gente de Southcheap. ¿Vuestro
nombre?
—Señora Starling, Su Majestad, viuda de Starling, el candelero.
—Sea sensata con este donativo, señora Starling. Rezaremos por vos para
que podáis cumplir con vuestras obligaciones. Lamentamos vuestra pérdida.
—Os lo agradezco, Majestad. —Una mano temblorosa aceptó la bolsita.
Después llegaron dos niños morenos, un niño y una niña cogidos de la
mano.
—¿Vuestro padre y vuestra madre han muerto? ¿Y cómo ha sido eso? —
Gloriana tomó una segunda bolsita de las manos de Una.
—Se perdieron en el río, Majestad —dijo el niño—, cuando trabajaban en
el ferry, en Wapping Stairs.
—Sentimos mucho vuestra pérdida. —Las palabras eran protocolarias,
pero el sentimiento era auténtico. Gloriana tomó otra bolsita, para que los
niños tuvieran una cada uno.
Mientras la ceremonia seguía, Una miraba más allá de la masa de gente,
hacia el último muelle, gemelo del muelle del norte, con sus columnas y
antorchas, piedra tallada, y cerámica pintada. Al final del muelle, a su
derecha, podía ver una línea de gárgolas en sus pilastras, con anillos en sus
bocas apretadas. Más lejos aún, se veían los árboles que crecían detrás de los
altos muros, con sus oscuras ramas que a la luz de las linternas parecían de
terciopelo, y finalmente, un poco más lejos, la Water Gate de West Minster,
con sus rejas decoradas con demonios de hierro.
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Una vez entregados los donativos, lord Montfallcon se colocó al lado del
trono y murmuró algo a la reina mientras las trompetas anunciaban a los dos
invitados de honor. El heraldo de la reina gritó sus nombres, y ellos llegaron
uno al lado del otro, con sus trajes ceremoniales, magníficos, decorados con
jade, diamantes, aguamarinas, zafiros, turquesas y todo tipo de gemas de color
pálido.
—Su Real Alteza el Rey Casimir XIV, Emperador electo de la Gran
Polonia. Su Real Alteza el Gran Califa Hassán al-Giafar, Lord de Todas las
Arabias.
Dos cabezas coronadas se inclinaron para reverenciar a la reina. El rey de
Polonia, Casimir, iba de oro blanco, con picas góticas y esmeraldas de color
muy pálido, mientras que Hassán al-Giafar llevaba un turbante coronado por
una diadema morisca de abstractos dibujos florales, de plata y madreperla, y
aunque sus ropas eran simples, según la tradición, estaban hechas de las
hebras más finas.
Usaron la Alta Lengua para la ceremonia. Arabia habló primero.
—Gloriana, quien es Ishtar en la Tierra, Diosa de todos nosotros, su
nombre es honrado por todo el mundo, su fama es temida, ella es el sol que
ilumina nuestros días y la luna que ilumina nuestras noches, y su esplendor
ciega el de las estrellas. Nos, Califa Hassán al-Giafar, Descendiente de los
Primeros Calígrafos de Sheena, Protector de Raschid, Padre de los Nómadas,
Jefe del Desierto, los Ríos y los Mares, Escudo contra los Tártaros, Señor de
Bagdad y las Cincuenta Ciudades, os trae saludos y felicitaciones de todo
nuestro pueblo.
La reina se puso en pie, cogiendo el cetro que Una le alargaba y lo
levantó, como si, de alguna manera, estuviera bendiciendo al califa.
—Albión os da la bienvenida, gran rey. Nos sentimos honrados por
vuestra asistencia a esta ceremonia. —Se sentó y observó a Polonia, que se
había enredado con su capa y llevaba la corona caída, tapándole una ceja. El
rey parpadeó e intentó presentar sus respetos a Gloriana.
—Umm… —empezó a murmurar Polonia—. Majestad.
Los atractivos ojos negros de Hassán al-Giafar mostraban una pizca de
diversión contenida mientras observaban la actuación de su confuso rival.
—Primero, agradecerle… O a sus hombres… Por mi rescate. Os estoy
muy agradecido. Fue estúpido por mi parte fiarme de esos villanos. Lamento
los problemas que he causado.
—No os preocupéis —murmuró la reina—. ¿Pero no debéis ofrecerme un
saludo formal, Majestad?
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Polonia pareció agradecer el recordatorio.
—Majestad, reina Gloriana. Saludos de Polonia. —Frunció el ceño—.
Soy… Somos Casimir, Emperador Electo de la Gran Polonia… Ya lo sabéis,
¿no? Lo acaban de anunciar. Hay una frase formal, pero creo que la he
olvidado… algo como… ¿Rey de Escandinavia? Y todas las tierras desde el
Báltico hasta el mar Negro. Gran Júpiter. ¡Ése soy yo! Bueno, es una
república, por supuesto. Y una Reunión de Repúblicas, casi todas autónomas.
Pero yo hago mi trabajo, como símbolo, supongo. ¡Oh, señora! Tenía un
anillo para daros. Y hay más regalos… —Miró detrás de él—. ¿Los regalos?
El anillo era precioso… No esperaba tener que aparecer así en público. Soy
demasiado tímido para este tipo de ceremonias. ¿Los regalos…?
El califa chasqueó los dedos para que trajeran sus propios regalos,
llevados por muchachos con turbantes. Gloriana inspeccionó los presentes
habituales, incluido un hermoso collar de amatistas y oro, y los aceptó con las
expresiones protocolarias, mientras Polonia hablaba ansioso con su ayudante,
el viejo conde Korzeniowsky, y lo mandaba a hacer algún encargo.
—También había varios elefantes, Majestad —el califa adoptó un tono
grave—, pero nos recomendaron no traerlos por encima del hielo.
Una se rió disimuladamente, imaginando el efecto de tantos elefantes
rompiendo la capa de hielo y cayendo en las aguas del Támesis.
Cuando el séquito del califa se retiró, hubo una pausa. Casimir de Polonia
murmuró mirando a su alrededor: «¡Ajá!». Indicó a su propio séquito que
siguiera adelante. Hombres envueltos en pieles, con corazas decoradas con
bellos iconos y preciosas joyas engarzadas, avanzaron hacia la reina. Los
regalos no tenían la magnificencia de los del califa, pero sí la perfección de
las obras de arte.
—Hemos perdido algunas cosas, pero no mucho. Tuvimos suerte. Pero…
—Casimir buscó entre sus ropas—. Había un anillo. Con un rubí. Quizás os
parecerá vulgar, claro. Pero pensé… Aun así, todo tiene su momento y lugar,
lo sé. No se celebran muchas ceremonias formales en Polonia últimamente,
debéis perdonarme si os he ofendido.
—Los regalos son exquisitos, rey Casimir.
—Lo son, ¿verdad? Pero el anillo… Y había algunas cosas preciosas de
Viena… ¿Esto llegó? ¡Pero el anillo, oh, se ha perdido!
—¿Los ladrones, quizá? —murmuró Gloriana.
—¡Esos villanos! Era el más precioso de todos mis regalos.
—Conseguiremos atrapar al líder de la banda, no temáis —prometió la
reina.
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Lord Montfallcon se aclaró la garganta para hablar.
—Su Majestad les da las gracias a los dos, Majestades…
Gloriana, recuperando su entereza, asintió.
—Albión les da la bienvenida, grandes reyes. Nos habéis honrado con
vuestra asistencia a nuestras ceremonias.
Se dispusieron unas sillas, casi tronos, para los dos invitados; ambos
quedaron situados al lado derecho de la reina y en un ángulo que ninguno
pudiera pensar que el otro era objeto de una mayor consideración. La condesa
de Scaith se ocuparía de ejercer de anfitriona mientras Gloriana daba la
bienvenida al resto de los invitados.
Rudolf de Bohemia, el Rey Científico; el subordinado de Casimir, el
príncipe Alençon de Medici, de Florencia, un joven cuyo amor por la reina
era de sobra conocido; el embajador azteca; el príncipe Comius Sha-T’lee de
Chlaksahloo (que creía que él era un semidiós y Gloriana una diosa) con una
capa cubierta de plumas de oro; el caballero Persival-le-Gallois de Britania;
Oubacha Khan, con su armadura pintada de metal y piel, enviado del Imperio
de Tartaria; el príncipe Lobkowitz, de negro y plata, de la Praga
independiente; el príncipe Hira de Hindostaan, un protectorado de Albión;
lord Li Pao, embajador de la Corte de Catay, otro Estado vasallo; lord
Tatanka Iyotakay, embajador de la Gran Nación Sioux, con plumas de águila
y mocasines blancos de piel de ciervo con cuentas de colores; lady Yashi
Akuya, la embajadora de las Islas Niponas; el príncipe Karloman, el hijo del
antiguo rey, representando la Alianza de los Países Bajos; el Conde
Rotomondo, Señor de París; Maese Ernst Schelyeanek, astrónomo y físico, de
Viena; enviados de Virginia, entre ellos lord Kansas, con su nariz aguileña, y
el diminuto Barón de Ohio; maese Ishan, el Matemático del protectorado de
Tartaria, Anatolia; Caspar, el gran ingeniero de Jawa; el estudioso palestino
Micha de Jerusalén; el explorador Murdoch, terrateniente de Flermiston, con
una capa blanca echada descuidadamente sobre sus hombros y su armadura de
bronce, provisto de un sombrero con blancas plumas de águila que se
enredaban con sus rizos rojizos, y muchos más dignatarios, estudiosos,
científicos, magos, alquimistas, ingenieros, aventureros y soldados. Se tardó
más de una hora y media en que todos pasaran por delante del trono.
Luego empezó el primer entretenimiento, a la luz de las antorchas, cuando
el Caballero del Hielo (lord Gorius Ransley) y el Caballero del Fuego (sir
Tancred Belforest) se balancearon con sus armaduras de hierro, a caballo por
encima de la superficie congelada del río. Volaron virutas de hielo, y el
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aliento de los caballos fue como el vapor de la boca de un dragón; el metal
sonó cuando las lanzas se encontraron, y los dos descabalgaron a la vez.
Por encima de ellos, en el muelle, apoyado en la piedra para observar la
escena que transcurría abajo, había una figura completamente cubierta por
una gruesa piel de oso de la cabeza a los pies, con la cabeza del oso formando
una capucha que le cubría gran parte de la cara. De vez en cuando, cuando le
llegaba algún destello de luz de las llamas del fuego donde se tostaban los
gansos y bueyes, sus ojos negros e irónicos destellaban.
El Fuego ganó al Hielo, según lo planeado.
A continuación, los patinadores, vestidos con trajes típicos de la Comedia
del arte —Arlequín, Pantaleón, Cornetto, Isabella y el resto—, empezaron a
rodar y girar al ritmo de una música disonante que provenía de la plataforma,
mientras la reina, en su carpa, giraba la cabeza para charlar con sus amigos
monarcas. Pajes de pie, con sus picas de hierro que les mantenían firmes
sobre el hielo, se movían despacio llevando bandejas de vino caliente. Los
cocineros y sus ayudantes adobaban la sabrosa carne, y al fondo se estaba
erigiendo una nueva plataforma.
La figura cubierta por la piel de oso abandonó el muro y descendió los
peldaños de la escalera que llevaban hasta la multitud. Cuando alcanzó la
superficie helada, vio a la gente bebiendo vino en copas de plata y admirando
a los hijos de los nobles, que iban vestidos de Hadas del Hielo y llevaban el
inmenso Duodécimo Pastel. Se aproximó a la reina, quien le ofreció pan y
vino; comió y bebió con gran pasión, mientras seguía paseando de aquí a allá,
e intentaba permanecer, más bien por instinto que por otra cosa, en las
sombras, a los lados de la multitud.
Desde el muelle más lejano se oyó un estruendo seguido de un susurro
como de un viento misterioso; habían empezado los fuegos artificiales, que
formaron una inmensa G en el cielo. Los cohetes explotaban y esparcían
destellos de diamantes que hicieron brillar toda la superficie de hielo y
empujaron a la figura de la piel de oso a esconderse en un rincón alejado. Los
cartuchos llameantes cayeron en el hielo, que siseó, lo que causó alarma y
consternación entre los que lo advirtieron.
Fuegos rojos y verdes se encendieron en el cielo, y la carpa se tambaleó
un poco, como si el hielo se rompiera bajo sus pies.
Lord Montfallcon oyó el ruido y se puso en acción; llamó a lord Rhoone,
que estaba con lady Rhoone y sus dos hijos, hablando con el diminuto maese
Wheldrake y una despreocupada y alegre lady Lyst.
—¡Rhoone! ¿Lo has oído?
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—¿El qué? —Lord Rhoone le alargó su copa al mayor de sus hijos, quien,
aprovechando la oportunidad que hasta entonces se le había negado, tomó un
sorbo de la bebida.
—El hielo, Rhoone. Se está rompiendo, por ahí.
—Aquí es suficientemente sólido, Montfallcon. Se probó, y todavía se
está haciendo.
—Aun así…
Rhoone se acarició la barba, mirando alrededor con consternación.
—Bien…
—Tenemos que trasladarnos al muelle. —Lord Montfallcon vio la figura
con la piel de oso moviéndose entre la gente y subiendo las escaleras hacia la
oscuridad. Más fuegos artificiales aullaron y explotaron. Lord Montfallcon
observó la figura y medio levantó la mano, pero la bajó enseguida.
—Majestades, lores y ladies —gritó—. Debemos volver a la orilla. El
hielo amenaza con romperse. —Pero su voz era casi inaudible bajo el
estruendo y chasquido de los fuegos artificiales que todavía resplandecían, y
de las risas y gritos de la multitud, ya borracha.
Montfallcon se abrió paso nerviosamente hasta llegar al lado de la reina.
Para enfado de Hassán al-Giafar, la reina se estaba riendo de algo que el rey
de Polonia acababa de decirle, y su cara brillaba a cada explosión de los
fuegos artificiales, que se volvían más brillantes y más estruendosos cada vez.
—El hielo, señora. Hay peligro de que pueda colapsarse…
Otra deslumbrante ola de luz y calor. Los labios de la reina se abrieron.
—Ah…
—¡El hielo se rompe! —gritó Montfallcon—. ¡Majestad, el hielo se
rompe!
La figura con la piel de oso ya estaba de nuevo en el muelle; cruzó el
muro y siguió a través de los árboles, mirando atrás y oyendo la voz de lord
Montfallcon mientras se hacía el silencio. Poco a poco, la multitud empezó a
moverse, siguiendo a la reina. Ella abandonó el hielo y volvió a su carruaje.
Entonces, con un divertido encogimiento de hombros, la figura desapareció
por un agujero en el Muro de West Minster hacia una estrecha callejuela, que
le llevaría a una casa donde le esperaban muchas más diversiones.
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En el trineo de la reina se sentaron Polonia y Arabia, uno al lado del otro, y
delante de ellos lo hicieron Gloriana y su compañera y amiga, Una de Scaith.
El desgreñado Casimir XIV estaba de muy buen humor.
—¡Todo ha sido una gran aventura desde que vine a Albión! ¡Por todos
los dioses, Majestad, estoy contento de mi decisión! Si hubiera venido con
toda mi flota y hombres, todo habría sido más aburrido, sin lugar a dudas.
Hassán al-Giafar se hurgó entre los dientes con la uña de su dedo meñique
para sacarse un pedazo de carne, mirando con una expresión de mal humor
por la ventana, hacia el ahora lejano río.
—No había peligro. El hielo sigue firme.
—Mi señor, lord Montfallcon se preocupa día y noche por la seguridad de
nuestra reina —le respondió Una con una sonrisa irónica.
El joven califa preguntó ceñudo:
—¿Permitís a este hombre que controle todas vuestras decisiones, señora?
Gloriana se mostró desdeñosa.
—Me ha protegido desde que nací. Temo que estoy tan acostumbrada que
me chocaría mucho no tener a Montfallcon cloqueando por los alrededores.
El rey Casimir estaba estupefacto.
—¡Por Hermes, señora! ¿Y nunca sois enteramente libre? —Puso una
inocente y simpática mano en la rodilla de la reina.
Gloriana se encontraba con un grave problema de diplomacia, que se
resolvió cuando el trineo hizo un giro para esquivar un obstáculo y Casimir
fue arrojado de nuevo a sus cojines, golpeando a Hassán, que inhaló
profundamente y dijo:
—Si Montfallcon fuera mi visir, le haría azotar por estropearme la
diversión.
Gloriana sonrió.
—Pero, claro, yo soy un hombre —dijo el Gran Califa de Arabia.
—Es cierto que las mujeres tienen tendencia a ser más misericordiosas —
observó Casimir—. Abolir la pena de muerte y reemplazarla con el exilio me
parece una solución ideal si uno sufre de conflictos de conciencia. Yo, por
supuesto, no me preocupo por esos conflictos, porque el poder me viene dado
desde el Parlamento.
—En mi opinión, eso no es poder de ninguna clase —dijo Hassán
adoptando una actitud beligerante.
—De hecho, es lo mismo, si uno acepta que el poder es una forma de
responsabilidad para con nuestros súbditos, ¿no?
Y siguieron así hasta que le llegó nuevamente el turno a Una, que acabó la
actuación con un:
—¡Parecía tan permanente! —dijo lady Lyst, mirando por la ventana en esa
mañana de febrero—. Llegué a pensar que la nieve se quedaría para siempre.
Mira, Wheldrake, se está deshaciendo. ¿Ves? Azafranes y flores de nieve. —
Lady Lyst miraba por encima de su hombro hacia su desordenada habitación,
que estaba llena de libros, papeles, tinta, instrumentos, vestidos, botellas,
animales disecados y pájaros vivientes y donde su pequeño amante,
totalmente vestido de rojo, se paseaba, con un papel y una pluma en cada
mano.
—Umm —dijo—. Bueno, la primavera no tardará en llegar. Escucha
esto… —y leyó de sus papeles:
Por supuesto, mi señor. Cuán acertado, mi señor. Qué pena, mi señora. Qué
ingenioso… Qué sensato…
Lord Montfallcon, gris como el granito, con un traje de felpa negra, con
una gorguera gris almidonada y una cadena de ébano y oro sobre su pecho,
hablaba en voz muy alta a través de la mesa con sir Amadís Cornfield, quien
intentaba ignorar los murmullos de su pequeña esposa y escuchar a su señoría.
—Hay quienes, sir Amadís, tomarían Polonia como ejemplo y harían de
Albión una democracia. He oído estas opiniones aquí mismo, en este palacio.
¡Algunos suprimirían por completo nuestra monarquía! El penúltimo paso
hacia nuestra decadencia total, como dice Platón, es el establecimiento de una
democracia en un país.
¡Ay, si pudiera librarme de esta carga! Pero no, está el Deber… el Deber…
Gloriana tenía una clara imagen del Bruto en su mente. No era muy
distinto del padre al que había conocido de niña. La criatura amenazadora,
quejumbrosa y malévola, de poder ilimitado, que podía resolver asuntos
complicados rápidamente, mediante un hacha y un potro de tortura, y
justificar cualquier decisión con una mezcla de autocompasión y temor de que
su seguridad, y por consiguiente, la seguridad de su país se vieran
amenazadas. Recordó la locura y el sufrimiento…
—Algunos nobles de Virginia se han declarado republicanos. —Fue el
lord de Kansas, espléndido con sus tonos rojos y amarillos oscuros y su cuello
ancho y alto, que estaba de moda en su propio país. Sonrió a sus oyentes,
satisfecho por el efecto que había causado, y tomó más vino.
—¡Y yo que creía que Virginia era la nación más leal de Albión! —La
esposa de sir Amadís (la mayor de las hermanas Perrott) dirigió sus bonitos
ojos redondos hacia lord Kansas.
—Y así es, señora. La reina es adorada allí casi como una diosa. Sin duda
alguna.
—¿No obstante…?
—Son republicanos, no antimonárquicos. Polonia es un ejemplo para
ellos. Hace cien años, el decimosegundo Casimir (conocido como El Sensato)
Ay, confiado, fiel Rhoone. ¡Cuán ordenado y poco maleable es vuestro universo
perfecto! Qué fuertemente me encadena vuestra fe. Ese sentido de libertad que
compartimos nos hace esclavos…
Lord Shahryar, el enviado del califa, apartó su plato casi intacto, diciendo:
Dioses, desearía ser vieja ahora y que mi cuerpo sufriera las típicas sensaciones de la
senilidad… ¿Por qué no me puedo reconciliar conmigo misma? Porque reconciliarse es
dejar morir el espíritu. Sin embargo, esta carne me habla, me manda, me atormenta… la
carne, no el espíritu. Ay, ellos son uno, así como Gloriana y Albión son uno… ¿Estaré
condenada a mi búsqueda, al igual que los caballeros de la orden de caballería están
condenados a buscar eternamente la Copa de Bran por no ser lo bastante puros? ¿Me
habré pervertido a causa del libertinaje, habré perdido para siempre el secreto que
podría haber encontrado conservándome virgen e inocente? Oh, padre, ese
conocimiento que vos exigíais y que yo acepté, porque os temía tanto, os honraba tanto,
y, padre, os quería tanto… Si solamente nos hubierais otorgado, a vos y a mí, más
ignorancia…
¡Cómo desearía que mi Una estuviera aquí, de vuelta de Scaith! ¡Hay un cónyuge para la
reina! ¿Debería cambiar la ley y casarme con la condesa? Una y yo podríamos gobernar
mejor juntas. Desearía que ella asumiera más poder. Os echo de menos, Una…
Pero ellos no se dan cuenta de cuán débil soy. No puedo mantener esta responsabilidad
para siempre. Si me caso compartiré esa carga, pero dejaré de ser Gloriana. Y a menos
que siga siendo Gloriana, Albión está en peligro. ¿Acaso importa? ¿Quizá debería
transformar a Albión en una república? Pero no, eso dejaría abatidos tanto a los
plebeyos como a los nobles y nos debilitaría, haciéndonos vulnerables frente a nuestros
enemigos. Las repúblicas nacen de la necesidad, no de la moralidad… Debo
mantenerme fiel a mis instintos y a mi deber. ¿O debería, como las princesas en los
cuentos de hadas, afirmar que me casaré con el primer príncipe que me haga sentir
realizada, o acaso debería casarme con Arabia, usando mis energías para hacer la guerra a
Tartaria, a Polonia, al resto del mundo? Convertir esas energías, como hizo mi padre, en
una especie de imponente, horripilante arte, llevando la confusión del hígado y el
Los vientos de marzo levantaban la densa hiedra que rodeaba las altas
ventanas de lord Montfallcon; se hinchaba como las pesadas faldas de las
matronas campesinas, haciéndole recordar al capitán Quire una sensación que
no podía identificar; algo de su infancia, cuando, ocasionalmente, la
naturaleza le inspiraba, aportándole una tranquilidad exquisita que no había
conocido hasta entonces. Con la mano sobre la empuñadura y el sombrero
bajo el brazo, vio al anciano e inteligente señor leer el panfleto que él mismo
le acababa de entregar en mano.
—¿Ninguna copia más escapó del fuego? —preguntó Montfallcon.
—Ninguna. Y el manuscrito, también lo quemé.
—Estos estoicos… Los respeto, Quire. Yo mismo sigo su fe, en gran
medida. Pero cuando una creencia se convierte en fanatismo… Ay, el daño
que pueden hacer. Esto da a entender que la reina es una prostituta, aunque
inocente. ¡Mala sangre, dice! La sangre es la mejor que hay; fue su padre
quien la amargó. Entregándose al placer sensual mientras el enemigo se
agrupa, dice… ¡Cielos! Si supieran cuán duramente trabaja por Albión… He
leído todo esto más de una vez. ¿El autor?
—De camino a una nueva vida, mi señor, donde encontrará
incomodidades de sobra para complacerle. En África. En grilletes, al Shaleef
de los bantúes.
Lord Montfallcon soltó una risa ahogada.
—¿Lo vendisteis, Quire? ¿Como esclavo?
—Como escriba. Será bien tratado, según los estándares bantúes. Él
afirmó, en un párrafo, que era un esclavo, ni más ni menos. Parecía adecuado
¡Por Arioch! Estoy cautivo. ¡Esto es extremadamente injusto! ¡En un día! Me permití
perder la confianza y por consiguiente la esperanza, y ahora pierdo mi vida. A menos
que pueda explicarme libremente. ¿Pero qué es esto? ¿Qué enemigos podrían osar…?
La condesa de Scaith abrió los postigos de su ventana y sintió el calor del sol
en el rostro. Olió las violetas. Desde la ventana de su habitación, miró hacia
los pastos y los frondosos jardines, hacia el lago ornamental que, esa mañana,
había empezado a perder el inquieto brillo del invierno. Había jardineros
ajetreados, podando y recortando. La primavera, pensó Una con repentina
melancolía, no iba a ser bienvenida. Detrás de ella, en su cama con dosel,
Gloriana aún dormía. Había venido hasta allí, llorando, por la noche,
buscando consuelo. Vestida de seda negra adamascada, Una se dirigió hacia
la cuerda de la campana, suponiendo que la reina querría ser despertada
pronto. Pero dudó, con los brazos cruzados, al mirar fijamente a su amiga, que
parecía estar en paz. La espléndida belleza de Gloriana llenaba la cama; su
precioso pelo castaño caía alrededor de su cabeza y sus hombros en grandes
madejas, y su inocente cara, blanca, de pómulos salientes, medio girada para
evitar la luz que entraba por el resquicio de las cortinas, mostraba un grado de
nostalgia infantil que llenó los ojos de Una de lágrimas, y le hizo cerrar las
cortinas, y pensar en un modo de distraer a la reina, por unas horas por lo
menos, y volver a hacerla sentir como una chiquilla de nuevo.
Durante un tiempo, Una había querido (egoístamente, pensaba ella)
mostrar a Gloriana lo que había descubierto sobre la naturaleza del palacio.
Había dudado por varias razones: el tiempo de Gloriana raramente le
pertenecía; Gloriana prefería pasar el máximo de tiempo a solas con Una;
Gloriana cargaba con tantas preocupaciones, respecto al palacio, la ciudad y
su Reino, que una nueva información podía aumentar su angustia. Pero al
mismo tiempo, pensó Una, le podía ofrecer a Gloriana una compensación por
Maese Wheldrake apartó de los ojos una o dos mojadas plumas, y leyó un
poco más rápido cuando la tinta empezó a extenderse por el pergamino y a
emborronar líneas que no se había esforzado en memorizar.
Llamó Gloriana, y miró expectante hacia la puerta de donde tenía que salir
su Defensor.
Sir Tancred no apareció.
La condesa de Scaith se puso alerta y se preguntó qué pasaba. Sir
Tancred, siempre muy inclinado a representar estos papeles para la reina,
hubiera entrado a la escena demasiado pronto, pero nunca demasiado tarde.
Gloriana movió la cabeza y repitió sus versos una vez más.
Hubo un silencio. Se oían las gotas de agua cayendo de los árboles del
parque, y de las tablas del Camino del Árbol. El ligero movimiento de los
gamos dio todavía más sensación de quietud a la escena. El sol desapareció.
Y en medio de la muchedumbre desconcertada y de los murmullos,
apareció sir Tancred tambaleándose. No llevaba el casco dorado y su
armadura de oro estaba desabrochada. Las placas sueltas se golpeaban
mientras caminaba, y emitían un ruido sordo.
Los gritos histéricos de lady Lyst fueron imitados por más de uno entre el
público presente.
—¡Sir Tancred! —La reina intentó desatarse, pero estaba completamente
atrapada.
Había manchas de sangre en la armadura dorada de sir Tancred. Y había
sangre en su cara, en su bigote y en sus manos. De sus ojos fijos saltaban
lágrimas y su roja boca boqueó de puro dolor.
La condesa de Scaith fue la primera en llegar hacia él y tomarlo del brazo.
—Sir Tancred, ¿qué ha pasado?
El Defensor de la Reina gimió y musitó unas palabras.
—Está muerta —dijo—. Lady Mary. Yo… Yo vine… ¡Oh, la han
asesinado!
—Hacía trece años —dijo lord Montfallcon distante— que no había visto
tanta sangre.
Bajó la mirada a la cabeza de lady Mary Perrott, medio separada del
cuello, a la espada de sir Tancred, el instrumento del asesinato. Estaba triste,
no por la muchacha que había muerto de forma tan terrible, ni por sir Tancred
por sus pecados, sino por la integridad de su gran sueño. Se había descubierto
al vicio disfrazado de caballería. Estaba resentido con ambos, el asesino y la
asesinada, que tan ominosamente habían perturbado la armonía que había
mantenido con tanta fortuna desde la ascensión de Gloriana.
Lord Ingleborough, cojeando en su vestimenta formal, con yelmo y
pectoral apretándole cuello y pecho y amenazando con provocarle otro ataque
al corazón, dudando todavía de lo que había ocurrido, dijo:
—¿Por qué la ha matado de este modo Tancred? Sólo los celos pueden
volver loco a un hombre de ese modo…
Montfallcon se impacientaba con los tópicos de su viejo amigo.
—Tengo que informar a la reina. ¿Se ha detenido a sir Tancred?
—Lord Rhoone lo apresó.
—Hay que interrogarlo.
—Está loco. —Ingleborough se sentó pesadamente en una de las pocas
sillas que no estaba rota, pues la habitación de lady Mary estaba
completamente destrozada—. Oh, pobre chiquilla. Y preciosa. Una favorita
de la reina. ¿La reina…?
—Se encuentra en sus aposentos —contestó lord Montfallcon con un
suspiro—. Seguramente, la condesa la está consolando. Los Perrott son una
¿Es toda esta Edad de Oro un mito para ocultar una verdad más oscura? ¿Es tan
sólo un disfraz inteligente para proteger un presente tan malo como la terrible Edad de
Hierro de mi padre? Peor, porque esto también es hipocresía. Montfallcon me
convenció desde que era una niña de que este sueño, si lo perseguíamos y creíamos en
él, se convertiría pronto en realidad. Sin embargo, Tancred, creía en el sueño y, con toda
seguridad, ha sido destruido por él, e incluso es posible que lo haya utilizado para
justificar sus actos. Permití que Montfallcon me convirtiera en su principal símbolo.
Acepté que era necesario. Y Albión prosperó, se volvió más feliz, atrajo a enviados de
todas las tierras, trajo a estudiosos y su sabiduría, mercaderes y su comercio.
¿O es una simple capa dorada que pronto se romperá para revelar la madera
carcomida que hay debajo? ¿Estamos todos hechizados por esta encantadora fantasía de
Montfallcon y sus soñadores partidarios? El ojo de mi padre sostuvo el mito del
cinismo, negando toda piedad y virtud. ¿Es que el mío mantiene el mito de la felicidad,
negando el crimen? ¿Es tan sólo la sucesión de las edades del hombre un bonito cuento
para animarnos, para ofrecernos una esperanza vacía, un intento de cubrir con la
mentira una verdad demasiado cruda para poderla soportar? ¿Es que ponemos un velo
sobre el caos, como un niño que limpia la superficie de un estanque de hierbajos y se
sorprende cuando, al volver, se encuentra que la hierba y el agua han vuelto a juntarse,
que nada permanece? ¿O enmarcamos un cielo turbulento con nuestros dedos y
creemos que, porque hemos circunscrito nuestra visión a esa pequeña esfera, hemos
capturado y contenido los elementos?
¿O es Gloriana la culpable, por ser indigna de representar la Nueva Edad…?
Iguanas y pavos reales daban una singular cualidad tropical a los recintos de
verano de la reina acechando y paseándose por la hierba, los bancos de flores
y las terrazas de los jardines. El extraño olor a cuero de los grandes reptiles
iridiscentes, traídos como regalo por sir Thomas Ffynne y guardados la mayor
parte del año, dormidos, cerca de los hornos que calentaban el palacio, llegó a
la nariz de Gloriana a través de las ventanas abiertas mientras estudiaba los
planes que le había presentado maese Marcilius Gallimari, Maestro de
Ceremonias.
—Será como siempre un acto brillante y elaborado, Majestad —le dijo
con entusiasmo—, con toda la parafernalia de la caballería ancestral. Se
celebrará en el patio central, para recordar al pueblo su suerte. Con vos misma
como reina Urganda, para cuando os presentéis en la Palestra.
La reina suspiró.
—Los planes parecen inteligentemente concebidos. —Se reclinó en el
sofá y se abanicó con languidez. Iba vestida con linos, muselinas, encajes y
sedas de colores claros, con un pequeño sombrero de encaje sobre su
reluciente cabello.
—Os doy mi aprobación.
—Debo pedir a maese Wheldrake algunos versos, pues el tema está muy
cerca de su corazón.
—¿Versos? Por supuesto. Y debería encargar algunas líneas, al menos, a
maese Wallis o se sentirá ofendido.
—¿Quizás un preludio y una canción?
—Excelente.
Y aquella noche el estado de ánimo de la Corte era más ligero que en las
semanas precedentes. Se celebró un baile, en el que la reina dirigió a sus
cortesanos en la pieza The Escalade and the Vatori, y los músicos tocaron
alegremente las mejores y más complejas composiciones, y durante muchas
horas, después de acabarse la fiesta, siguió habiendo risas en los pasillos y
estancias; entonces Gloriana, seria y solitaria, se encaminó hacia sus salones
secretos en pos de recompensa a su brillante actuación para animar la Corte y
despejar las nubes. Buscaba las habilidosas atenciones de sus enanos y niños,
vestidos como fantásticas criaturas mitológicas; las caricias de sus geishas y
sus palabras suaves y evocadoras; los perfumados y rendidos cuerpos de los
chicos jóvenes; las duras manos de mujeres crueles que la instruían en todas
las indignidades; los bestiales hombres sin cerebro de las junglas; las frías
prostitutas con sus pieles de seda blanca; las temblorosas muchachas que
gimoteaban bajo sus azotes. Iba de habitación en habitación con la esperanza
de que, después de haber cumplido su deber, podría encontrar un escape para
las ansias de su cuerpo: pero no llegó la liberación. Renqueando de cansancio,
volvió finalmente a su propia cama. Sola, cerró las pesadas cortinas, y en la
oscuridad se lamentó de la injusticia de su destino.
Lord Montfallcon, más aliviado y animado desde que Gloriana había
estado a la altura de las circunstancias y con ello le había asegurado que el
Sueño seguía adelante, se despertó al oír la distante voz llorosa de la reina,
mientras a su lado sus mujeres se estiraron, medio temerosas pero aún
dormidas. Le sorprendía que ella no se sintiera como se sentía él. Su nuevo
estado de ánimo no podría disiparse de un plumazo. Pensó, sin demasiado
fervor:
Una tenía la sensación de que, por el momento, era suficiente con salvar de la
muerte a aquella jovencita y volver sana y salva al palacio exterior. Aquella
joven sería su prueba de lo que sucedía en el inframundo; suficiente evidencia
para que Gloriana autorizara el envío de una expedición con la orden de
arrestar a los tiranos y salvar a los perseguidos. Aun así, no podía obviar las
dificultades que entrañaba aquella empresa. ¿Aceptaría Gloriana la necesidad
de llevar a cabo la expedición? Quizá, durante generaciones, su familia había
permitido la existencia de ese microcosmos; tal vez los habitantes del
inframundo eran una especie de sacrificio a los ancestros que construyeron la
casa original; cortesanos para servir a tantos y tantos espectros de la realeza.
La joven condujo a Una con rapidez y seguridad por los laberínticos
pasillos, hasta pararse ante una puerta, morderse el labio y mirar con
curiosidad a su benefactora.
—Aquí, señor…, creo.
Con cautela, Una abrió la puerta. Los viejos goznes emitieron un largo
chirrido; tras ella vio la luz familiar de las hogueras. La abrió algo más, y
reconoció el gran vestíbulo. Pero había cambiado porque, en el centro, se
levantaba ahora un estrado, construido con losas de granito y mármol que sin
duda procedían de docenas de lugares distintos, pues algunas eran lisas y otras
mostraban elaborados bajorrelieves. Y en ese sorprendente estrado, cuyos
componentes formaban unos peldaños irregulares, se encontraba un trono de
marfil de factura bárbara, evidentemente de las Indias Orientales, con
A medida que Wheldrake los nombraba, cada uno de los caballeros iba
alzando la lanza: sir Amadís Cornfield en malla de plata; lord Vortigern de
Glastonbury, en armadura escarlata, con su escudo con la espada flameante;
sir Orlando Hawes, en verdes y rojos, con el guantelete enjoyado en su mano
derecha y el mismo motivo en su rodela y sobreveste; sir Felixmarte de
Hircania, cuyas armas eran una corona dividida en dos, y cuya armadura era
de latón; maese Auberon Orme, en azul ribeteado de plata, con la lanza rota
en su blasón, y maese Perigot Fowler, en armadura dorada, con el anillo como
símbolo. Frente a estos seis, al otro lado de la isla, ahora bordeada con
pequeños árboles artificiales, sobre los que destacaban los hombres a caballo,
estaban los otros seis caballeros, y fue a éstos a los que ahora apuntó maese
Wheldrake.
Eran versos escritos por él mismo, pues había rechazado los que le había
proporcionado Wheldrake. Se alzó entonces sir Amadís Cornfield, como el
Caballero del Hechizo Plateado, y recitó:
Y Wheldrake adoptó una postura desdeñosa desde el otro lado del puente,
y se encogió de hombros en un esfuerzo por mostrar a la muchedumbre que él
no era el autor de tan pobres versos. Pero uno tiene que ser indulgente con un
ministro de la Corona, pensó, aunque dicho ministro sea un pobre hombre,
asexuado, con mucho que aprender y ningún conocimiento, grandilocuente,
con un oído que no podría diferenciar el trino de un ruiseñor del ladrido de un
perrito faldero…
Wheldrake contemplaba a través de ojos cansados cómo se separaban las
dos partes del carruaje para revelar una enorme serpiente verde, con escamas
brillantes, ojos que se movían de un lado a otro, lengua sibilante y dientes que
entrechocaban, una de las mejores creaciones de maese Tolcharde. Que la
muchedumbre lo consideraba de largo uno de los mejores entretenimientos
era obvio por el ruido que hacían. Una veintena de doncellas, cubiertas de lino
transparente, pasaron al lado de Wheldrake. Las ninfas cubiertas de
guirnaldas eran bailarinas proporcionadas por maese Josias Priest, que sonreía
como un tonto a su lado, urgiendo amaneradamente a las chicas para que se
dieran prisa. Todas eran muy jóvenes, y sus cuerpos aún no se habían definido
totalmente, por lo que resultaban algo andróginas, atractivamente
hermafroditas, y a la cabeza de todas ellas destacaba una de las más bellas
criaturas que Wheldrake había visto nunca. («¡Por Mitra! ¡En qué exquisita y
joven tirana podría convertirse!»). Detrás de todas ellas iba un coro de faunos,
con grandes, picaros y libidinosos ojos, dando saltos y soplando en una flauta
doble de junco, mientras que desde otro pabellón, oculto para el público, los
músicos empezaron a tocar, interpretando la etérea melodía de los faunos.
La serpiente verde salió de la esfera y se dirigió hacia los caballeros, que
se alinearon delante de ella y levantaron las armas, preparados para la lucha.
Entonces se produjo, una nueva transformación, y la piel de serpiente
pareció arrugarse y caer, convirtiendo al monstruo en una bonita barcaza que
llevaba a una bella gigante sentada en un trono de coral. Con una altura de
casi dos metros, el cabello castaño rojizo e irradiando virtud, y una
puntiaguda corona de plata sobre la cabeza velada, llameando con suficientes
joyas como para cegar a los que la miraban, alzó una varita cubierta de perlas
y sonrió a los sorprendidos héroes, mientras el coro de doncellas danzaba
alrededor de ellos, cubriéndolos de flores, y los faunos saltaban y giraban, y
parecían llenar el aire con su música plateada mientras las doncellas cantaban
dulcemente:
—Un condado para los Perrott, y después un Perrott para la reina. —Los
labios de lord Montfallcon sonrieron al ver con qué sencillez se podía salvar
todo—. Aunque tendrá que deshacerse de ciertos… estorbos. El serrallo, las
niñas… —Había vuelto al viejo Salón del Trono, tras dos días de guardar
cama, enfriando su cabeza y planeando—. En cuanto a Quire, no puedo hacer
lo que debe hacerse. Ingleborough deberá hablar con ella y explicarle lo
suficiente, de modo que sepa con quien…, con quien… —Se refregó la nariz
que le empezaba a picar. Parpadeó buscando la calma en la polvorienta luz
que entraba desde lo alto.
Clic-slap, clic-slap: el sonido llegaba de entre las cercanas estatuas
simiescas. Tom Ffynne entró.
—¿Por qué aquí, Perion?
—Me parece que es más seguro.
—¿Más que vuestro propio estudio?
—Sí, creo que sí.
Ffynne se encogió de hombros.
—Esto me trae recuerdos indeseables.
De los túneles que había más allá del viejo Salón del Trono, llegó el ruido
de muchos relojes enloquecidos, y por la puerta llegaron lacayos con lord
Ingleborough encima de sus varas, varas que portaban la silla. El rostro
blanco y nudoso de Ingleborough se inclinaba hacia atrás, transido de dolor.
Patch, en azul y plata, corría al lado de la litera.
Lord Montfallcon movió la mano y señaló un punto del enlosado; bajaron
la litera, y los lacayos se fueron. Los tres hombres estaban sentados bajo el
sucio resplandor de la luz del sol: Montfallcon, con los ropajes recogidos en
Sus ropajes, que se había puesto para paliar al gran calor del día, pero también
para mostrar su estado de ánimo, eran de influencia oriental: brillantes sedas y
velos de algodón, muchas tiras de perlas y adornos de barroco oro sarraceno.
Quire seguía, de negro, a su lado; se había sentado en un sofá cerca de su
silla, junto a la ventana abierta de su Sala de Recepción. Se había retirado
aquí desdeñando el Salón de Audiencias, que le recordaba demasiado a los
peticionarios que seguían en las antesalas a las que habían llegado, llenos de
esperanzas, después del Día de la Coronación. Ella se sentía lánguida, una
emperatriz egipcia. Y su actitud era algo frívola, como si se riera de su propia
apariencia, aunque era amable, y sonreía a todos. Aún estaba triste por la
pérdida de Ingleborough.
—Sin embargo, era inevitable y ha sido para él una especie de liberación.
Y me alegro de que no muriera solo —le había dicho a su amante aquella
mañana, después de que él la hubiera consolado hasta llegar a la actual y
novedosa tranquilidad.
Después ella había descubierto y satisfecho sus deseos. La reina vivía para
complacerle. Nunca había conocido a nadie que aceptase el amor con tanta
gracia. Su duro y bello cuerpecito le inspiraba para alcanzar logros creativos
como un buen instrumento musical puede inspirar a un compositor. Una
caricia le revelaba notas tan frescas y dulces que la satisfacían
maravillosamente; ahora podía olvidar con facilidad su propia carne, porque
él no hacía ningún esfuerzo por excitarla, y ella estaba tan agradecida de que
por fin alguien no se obsesionara con eso. Para Gloriana, esa actitud era una
prueba de su compresión y de su amor.
Muy pronto Quire estuvo bajo la sombría bóveda del antiguo rey, mirando
hacia arriba los puntiagudos techos y recordando, con cierto placer, los actos
que allí había realizado. Desde aquí había enviado a Alys y a Phil a perpetrar
sus primeras seducciones; aquí era donde Cornfield, Ransley y Wallis habían
venido a perseguir sus pasiones. Aquí había escuchado conversaciones y
secuestrado al pequeño Patch. Y ahora volvía a aquel lugar al mando de la
mismísima guardia de la reina, para apostarse ante la galería que él había
utilizado más de una vez, la galería que Tallow le había mostrado: la entrada
al inframundo del palacio. Quire lamentaba la muerte de Tallow, aunque
había sido necesaria; pero lamentaba más aún la huida del hombre y su
carrera en busca de ayuda, que a punto estuvo de dar al traste con sus planes.
Sonrió para sí mismo, preguntándose cómo le habría ido a Montfallcon
contra el ejército vagabundo; la chusma que Quire había transformado de
carroñeros individualistas en una jauría que dominaba los túneles,
aterrorizando a cuantos vivían en aquel microcosmos. Había aterrado a
Tallow. Lo había cazado y matado porque no quería unirse a ellos. Quire
suspiró. Ésa había sido la parte más sencilla de su plan. Sentía nostalgia por
esos primeros días.
Finalmente, llegó un ruido desde arriba; Quire vio el resplandor de una
antorcha e, instintivamente, se sumergió en las sombras para esperar a su
enemigo. Poco después, Montfallcon salió del túnel maldiciendo. Tras él iban
Encogiéndose de hombros, lady Lyst abrió los ojos, el vino cayendo por
su barbilla, y miró con algo de curiosidad el pequeño ramillete de lilas en su
mano derecha. Volvió a cerrar los ojos, y empezó a respirar con mayor
profundidad.
Sir Ernest estaba a punto de leer de nuevo, cuando los mellizos gigantes,
blanco y negro, abrieron las puertas asimétricas de la habitación para dejar
entrar a un doctor Dee sobreexcitado, con su vestido de símbolos mágicos y
sus rollos de pergamino, y con maese Tolcharde y el Thane de Hermiston
pisándole los talones.
—¿Por qué? —dijo Phil Starling desde el suelo, poniendo una mano
arrogante sobre una cadera inapreciable— viene hasta aquí maese Tolcharde,
tan orgulloso, henchido y triunfante, y cubierto de joyas.
Hubo algunas risas, pero Quire y la reina reaccionaron con seriedad. El
doctor Dee frunció su ceño lleno de desprecio ante Phil, maese Wallis empujó
al muchacho, que se apartó arrastrándose, sonriendo, yendo de lado a lado,
saludando a sus muchos amigos. Wallis abrió la boca como si quisiera
implorar que aquella orgía se detuviera, pero pareció pensárselo dos veces y
se volvió hacia la reina.
El Thane de Hermiston se había quedado clavado en la entrada, como si
hubiera recibido la mirada de la Gorgona.
—¡Por Arioch! ¿Qué es todo esto? —Su gran barba se erizó—. No he
visto nada peor en todos mis viajes entre los mundos.
Eso hizo que la reina sonriera y alzara un dedo.
—Venid con nosotros, mi queridísimo Thane. ¿Traéis noticias de vuestras
aventuras? ¿Nos habéis traído más cautivos, como nos trajisteis al capitán
Quire?
El Thane se sorprendió y se quedó mirando a Quire.
—¡Capitán, esta mujer os ha corrompido!
La reina soltó una carcajada.
—¡Al contrario, señor!
Al capitán Quire:
Señor, tras vuestro último consejo, he decidido acabar definitivamente con dudas y
penas y dar este paso. Vos me hicisteis un gran servicio, pero al mismo tiempo me
causasteis una gran miseria, aunque la culpa es toda mía. Creo que he pagado cualquier
deuda que tuviera con vos, y eso hace que pueda partir con la conciencia limpia. He
traicionado la fe de la reina, y no puedo agradeceros vuestra ayuda en esto. Pero estoy
vengado: he sido traicionado y utilizado por vos y por vuestras criaturas, como sé que
habéis traicionado a tantos… hasta su muerte. Sigo siendo, supongo que hasta que la
vida se desvanezca por completo, vuestro servidor.
Florestan Wallis, Secretario de la Alta Lengua de Albión. Por este acto, una vez más
leal amigo de la reina.
—Esto no prueba nada —replicó Quire—. Ese hombre estaba loco de culpa y
desesperación. Conozco al joven Phil, pero de ahí a que sea «una de mis
criaturas» va un gran paso. Es uno de los bailarines de Priest y ha estado bajo
la protección de Wallis. Flirteaba con todos. Wallis me pidió que le ayudase,
e hice lo que pude. Sin embargo, él consideraba que estaba en deuda con él.
Eso es lo único que revela esa carta. Eso y su creencia de que apartó el deber
para perseguir el placer.
Estaban sentados uno al lado del otro en la cama; la reina volvía a leer la
carta. Ella lo ignoró.
—Sir Orlando tiene razón. Esto prueba una infamia de algún tipo: «(…)
como sé que habéis traicionado a tantos… hasta su muerte».
—Sólo a los ojos de Wallis.
—Él tenía que ver con todos los negocios del Reino. Tal vez ha espiado
para Tartaria, y vos soy su agente. O al revés. Recuerdo todo lo que
Montfallcon insinuó en…
—No hay prácticamente ni un lacayo en la Corte que no pueda reunir esa
información —replicó él—. No he hablado con ningún tártaro, lo juro. ¿Cómo
podéis creer eso? —Se sentía agraviado; acusado, inesperadamente, por un
hombre al que no había matado, ¡y de algo que no había hecho!
—Oh, Quire, tantos hombres me han traicionado a lo largo de mi vida… y
siempre he mantenido la fe. —Lo miró desesperada—. Creía en la Caballería
y en Albión, en mi servicio y en mi deber con el Reino. Tú me enseñaste a
apreciar mis faltas, y me dijiste que era por el bien del Reino. Sin embargo,
creo que has intentado que me lanzara en busca de la felicidad, aunque eso me
Como la calidez del otoño finalmente debe dar paso al frío del invierno, así la
luna del Romance debe desposar al sol de la Razón y Gloriana, reina de
Albión, desposarse con su príncipe Arturo de Valentía, siendo causa de
muchas celebraciones a lo largo y ancho del Imperio, porque fue revelado,
por medio de sir Thomas Ffynne, el Gran Almirante de la Reina, que el
capitán Arturus Quire era, de hecho, su pupilo, el último de los hijos
supervivientes de lord Montfallcon, cuya familia fue masacrada por el rey
Hern. La historia del origen humilde del capitán Quire y de cómo llegó a la
Corte, participando en las festividades y ganándose la atención, y después, el
amor de la reina, estaba en boca de todos, como también que los enemigos de
Quire conspiraron contra él. El propio lord Montfallcon, sin conocer la
verdadera cuna de Quire, utilizó todo su poder contra él y contra otros,
incluido sir Thomas Perrott, y después se suicidó cuando se dio cuenta de la
verdad, que había intentado destruir a su propio sobrino. La historia explicaría
cómo Quire, casi con sus solas manos, salvó al Reino reconciliando a la reina,
a las facciones rivales, a Albión y a todo el mundo.
Los principios de la Caballería florecerían de nuevo, pero bajo la
protección de un orden más práctico gracias a la influencia del príncipe
Arturus, porque el Imperio sería gobernado desde el amor a la justicia y la
igualdad, y todos los hombres, desde los reyes hasta el súbdito más humilde,
deberían defender la integridad de esos principios.
Gloriana y Arturus se casarían en noviembre, a tiempo para iniciar una
Visita por todo el Reino que duraría hasta las Navidades. Y, mientras
estuvieran fuera, las paredes del gran palacio debían descubrirse, con todas las
El mundo de Gloriana
MICHAEL MOORCOCK
Texas, diciembre de 2003
Canción de Montfallcon
(Letra: Moorcock. Música: Pavli)
Te oí llorar en la noche
oh, mi reina.
Si fueras sólo mujer y no Albión,
dejaría estas dulces esposas.
Recuerdo tu doliente carne,
tu alto jadeo desesperado,
tu inocencia, tu deseo,
Mi placer en tu dolor.
Respiro tu nombre…
Sostengo su cabello sobre mis oídos, oh señor,
para que no oigan más, para dormir…
Canción de Quire
(Letra: Moorcock. Música: Pavli)
law», que daba una justificación racista a la expansión del Imperio. (N. del T.)
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Apéndice A
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Notas