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Hospital

Francés
Daniel Gigena
A Jorge Alessandria
Hospital Francés

El enfermero le había dicho a Carlos que nadie que entraba con ese diagnóstico salía vivo del
Hospital Francés. El paciente no era él sino mi pareja. Me enteré de esa frase tiempo
después; en esos días las personas me trataban como si yo hubiera sido un segundo paciente,
alguien al que había que ocultarle episodios crueles o penosos, al que había que cuidar dentro
y fuera del hospital. Daban por sentado que sobreviviría y, en efecto, eso fue lo que pasó. Ese
enfermero, al que yo no recordaba haber visto pero que sin embargo aprendí a odiar, en mi
imaginación era alto, feo y fuerte. Años después me acosté con un enfermero así: me lastimó
en una de las piruetas raras que pretendía hacer en la cama de su casa en Villa del Parque.

En el Hospital Francés las enfermeras no eran más amables con nosotros que aquel
enfermero. Al segundo día dos mujeres me enseñaron la manera de cambiar los tubos de
oxígeno para que Jorge pudiera respirar. El aire que nos rodeaba no era suficiente para él;
con una máscara de plástico que le cubría la nariz y la boca respiraba, despierto y dormido,
con la mirada todavía brillante y confiada. Siempre habíamos confiado, él y yo, en que saldría
unas semanas después de esa internación, la primera de su vida, que transcurría en una sala
improvisada del hospital. El cuarto de Jorge estaba dentro de una especie de tinglado al
costado del edificio principal, un sector húmedo y oscuro donde las personas con
enfermedades contagiosas recibían atenciones que también parecían improvisadas. Aunque
ya era el año 1997, en el Hospital Francés ignoraban el tratamiento adecuado para una
persona con VIH. Una cosa sí sabían: apurar los trámites para que Jorge fuera enviado a otro
hospital cualquiera, público o privado, cuanto antes.

Los trámites se realizaban en el Hospital de Clínicas. Ahí estaba la sede de la obra social de
los docentes de la Universidad de Buenos Aires, donde Jorge trabajaba en dos o tres cátedras
como ayudante. Mientras recibían la documentación, yo tenía la impresión de que les
molestaba que una persona ocupara una cama que, para ellos, a la distancia que los papeles
impresos imponen, otra persona necesitaba con mayor urgencia. Había que autorizar cada
dos o tres días la estadía de Jorge en el Hospital Francés, como si hubiera estado alojado en
un hotel en el que muchos turistas querían descansar. Viajaba hasta allá durante el mediodía,
cuando la madre de Jorge o Alcira habían llegado para hacernos compañía. Si bien iba al
departamento de Terrero a ducharme y a cambiarme de ropa, dormía al lado de la cama de
Jorge en una reposera que Carlos nos había prestado. Él no era el amigo que más cerca vivía
del Hospital Francés. Mario, que trabajaba en la Cámara de Senadores para los radicales, se
había comprado un departamento de un ambiente en ese edificio enorme de la calle
Humberto Primo. Años después ese departamento se incendió, pero Mario y sus dos mascotas
sobrevivieron. Su hora no había llegado.

A la mañana muy temprano de esos días de febrero y de marzo pasaban a verme dos amigas
del profesorado. Ahora entiendo que para mí el verano se había terminado la mañana en que
Jorge quedó internado en el Hospital Francés, pero era evidente que para los demás la vida,
que en ese momento incluía los días de verano en Buenos Aires, tan luminosos como
sofocantes, continuaba. El cuarto de Jorge era fresco, aunque no había ventanas. La sala
estaba debajo de unas palmeras y magnolias más viejas que el hospital. Entre un pabellón y
otro, entre los pabellones y la administración, entre la administración y la cocina, crecían
muchos árboles, arbustos con flores y otras especies de plantas que no daban flores. Las
plantas tenían un aspecto saludable y el personal que se ocupaba de regarlas las cuidaba con
podados minuciosos, como si un centímetro más o menos en la poda hubiera podido matarlas.
Barrían los restos, las hojas secas o recién cortadas, y los guardaban en una bolsa de
residuos. Luego cargaban la bolsa de residuos en una carretilla pintada de color verde.

Jorge y yo habíamos regresado de las vacaciones en la casa de sus padres quince días antes
de que nos internáramos en el Hospital Francés. Habíamos vuelto optimistas porque
pensábamos que durante ese año nuestra situación laboral y económica mejoraría. Cualquiera
que haya vivido en la década de 1990 en la Argentina sabe que durante esos años la vida de
los trabajadores se debatía entre la angustia y la esperanza. Después de su muerte, varias
circunstancias nos dieron, irónicamente, la razón. Nombramientos, invitaciones a congresos,
promesas de publicación llovieron durante el invierno del año de su muerte. A la par de la
tristeza empezó a crecer el odio en mi cabeza y en mi corazón. Creo que el odio me hacía
compañía cuando los amigos se habían ido, cuando estaba solo en una pieza de la casa de mi
madre, en el dormitorio que les alquilaba a unos amigos de Leonor o en el departamento que
pude comprar con parte del dinero de la venta de la casa de Córdoba que había pertenecido a
mi abuela paterna y del seguro de vida de Jorge. El odio me daba ganas de vivir. Para odiar
tenía que mantenerme vivo.

Odiaba al Hospital Francés más que a cualquier otra cosa, lugar o persona en el mundo. En
esa época de atentados terroristas en la ciudad de Buenos Aires, soñaba que una bomba hacía
volar por el aire el establecimiento. Veía en mi mente los rostros desconcertados de las
enfermeras y del enfermero, brazos y piernas con uniforme, cuerpos despedazados que
habían caído encima de la copa de una magnolia como las flores indeseables que eran.
Imaginaba que la ciudadanía, tan solidaria en esas ocasiones en que las personas saludables
padecen violentas situaciones inesperadas, recolectaba víveres, dinero y ropa usada para
los que habían sobrevivido al atentado terrorista mientras yo rezaba para que hasta el último
médico residente, incluso el jardinero que regaba las plantas, murieran después de una
agonía. Quizá el odio se fuera cuando el Hospital Francés desapareciera de la faz de la Tierra.

Era extraño porque luego de la muerte de Jorge odiaba a muchas instituciones. Además del
Hospital Francés, siempre que podía criticaba con acidez la mera existencia de la Universidad
de Buenos Aires y, en especial, la de la Facultad de Filosofía y Letras, donde él había
estudiado, de donde había egresado y donde había dado clases dos o tres veces por semana
en horario vespertino o a la mañana muy temprano. No llegué a odiar tanto la universidad
como para desear que una bomba la destruyera por completo; al fin y al cabo, no habíamos
estado allí internados y con pocas personas de esa institución tuve que lidiar para acelerar
trámites. Ensayaba los pedidos que había hecho en esas oficinas para que me entregaran
papeles certificados con los que iba hasta el Hospital de Clínicas. Se usaban los sobres de
papel madera. Había que justificar cada dos o tres días la necesidad de que Jorge, que no
podía respirar sin un tubo de oxígeno al lado de la cama, permaneciera internado.

Odiaba también el pasado. En especial, a una ex pareja de Jorge que, como él, había muerto.
Julián había querido ser artista y, para lograrlo, había dejado a Jorge y se había ido a vivir con
Sergio De Loof y Juan Calcarami, no recuerdo el orden que había elegido en aquella ocasión.
El problema con las enfermedades de transmisión sexual es que los responsables del contagio
no son los mosquitos ni las circunstancias sociales sino otras personas. La madre y la tía de
Julián culpaban a Jorge. Una noche había conocido a Julián cuando pasó a retirar algunas
pertenencias que habían quedado en la casa de Jorge, entre ellas unas fotografías ampliadas
de Isabel Sarli que él había coloreado. Cuando intentó darme un beso, tropezó o perdió el
equilibrio y besó una rodilla. La enfermedad le había atacado el cerebro o tal vez había sido
un gesto cómico, que yo también interpreté cómicamente. ¿De qué serviría odiar a un muerto
si había tantos enfermeros, médicos, burócratas y profesores universitarios a los que mi odio
todavía podía destruir? Con el tiempo tuve un amante que había estudiado con Julián en el
Colegio Nacional Buenos Aires. Como otras personas que habían estudiado ahí, el Nacional
Buenos Aires era uno de sus temas favoritos de conversación. Tampoco él se privó de decirme
que Jorge no había cuidado a Julián. Con Carlos le decíamos “la tía de Julián”.

En las vacaciones en la casa de los padres de Jorge, durante una relación sexual, vi que el
pene de él se había puesto morado. Yo no sabía nada de enfermedades de transmisión sexual,
y por lo visto me había preocupado bien poco de informarme, así que le pregunté si se había
lastimado. No me penetró porque podía contagiarme (o lastimarse todavía más), así que nos
besamos y nos masturbamos hasta acabar. Nunca usábamos profilácticos. Él tenía una teoría
conspirativa sobre el desarrollo y la difusión del sida, que en esos años era casi una epidemia.
Mi mejor amigo se había muerto de sida un mes antes de que yo conociera a Jorge en el
Parque Rivadavia. El enamoramiento había barrido con el duelo.

No sabía si tenía que odiar a mi madre o no. Cuando Jorge murió, ella estaba de vacaciones en
Mar del Plata con su hermana mayor y con la familia de mi prima. Eran unas vacaciones
tardías, que habían decidido casi al final de la temporada de verano. Durante la internación
en el Hospital Francés habíamos conversado por teléfono, no sé cómo ni cuándo porque yo
casi no estaba en Terrero. Luego, el día de la muerte de Jorge ella me preguntó si quería que
volviera a Buenos Aires. Yo tenía un sentido literario, más bien teatral, de las frases que nos
decíamos unos a otros en esos años y tal vez, por el efecto de la literatura o de la marihuana o
del cansancio, pensaba más en lo no dicho que en lo que las personas decían en concreto. Eso
cambió con el tiempo. Si hoy recibiera ese llamado de mi madre, hecho desde un locutorio de
Mar del Plata, donde imaginaba que ya no podía hacer calor, le respondería que sí, que por
favor volviera para hacerme compañía.

Antes del odio había sentido mucha esperanza, una esperanza, lo pude advertir después,
absurda e injustificada. La esperanza sería entonces la primera causa del odio. Consideraba la
internación en el Hospital Francés una prueba. No sólo una prueba de mi amor sino también
una prueba social que él y yo superaríamos con más fuerza. Me imaginaba, mientras Jorge
dormitaba a salvo del aire de aquella sala mugrienta de hospital, el momento en que él,
nuestros amigos y yo estuviéramos reunidos en Terrero hasta la madrugada. La temporada en
el Hospital Francés sería el mal recuerdo de una prueba superada, necesaria incluso. No
compartía con nadie esos pensamientos que tenía durante la madrugada, recostado en la
reposera, dentro de lo que parecía un galpón de trastos inútiles, repuestos o muebles viejos.
Con las enfermeras sólo cruzaba dos o tres palabras. Una de esas madrugadas, alguna de
ellas había insinuado al pasar, al estilo mortífero de las enfermeras del Hospital Francés, que
los tubos de oxígenos podían escasear a causa de la enésima crisis económica que atravesaba
el país.

Alarmado, comenté eso a la mañana siguiente apenas llegaron los padres de Jorge y nuestros
amigos. Conocía demasiado bien la mirada de desesperación de Jorge cuando el aire le faltaba
como para quedarme con la espina. Ellos fueron hasta la oficina del director, que no estaba en
ese pabellón de enfermos potencialmente peligrosos, sino cerca de los canteros donde crecían
arbustos con agapantos blancos. La ventana de la oficina del director daba a un jardín oculto
de la vista del público. El aire que se respiraba ahí dentro parecía de mejor calidad que el de
las salas que yo conocía. Me contaron que el director se puso de pie para recibir a los padres
de Jorge, a Alcira y a Carlos; no había tantos asientos disponibles en esa oficina para que
todos pudieran sentarse. Había sido muy amable y los tranquilizó con una calidez profesional.
A él también lo odiaría.

Cuando volvía desde el departamento, viajaba en el 2 desde Flores hasta el Hospital Francés.
Iba a bañarme, a cambiarme de ropa y a escuchar los mensajes grabados en el contestador
telefónico. Creo que los celulares no existían para nosotros entonces y quizás tampoco los
mails. No teníamos computadora, aunque sí una biblioteca enorme que, con el tiempo,
después de la muerte de Jorge, se distribuyó en casas de amigas mías y de él, y también en la
piecita del piso de arriba de la casa de mi tía Leontina, en Villa Madero, junto con canastos de
objetos usados, frascos vacíos y limpios para las mermeladas y la salsa de tomate que se
preparaba en familia a la madrugada. Cuando iba a visitarla, subía por la escalera
a contemplar los libros de Jorge y los míos mezclados con los de él. Elegía alguno y me lo
llevaba conmigo para leer o, más probablemente, tocar durante el viaje de regreso en tren o
en colectivo. En la primera página estaba la firma de él: “Alessandria”. Mi tía no sabía quién
había sido Jorge. Nunca hablábamos de él mientras tomábamos mate o té, aunque, como ella,
yo también había enviudado.

Me enteré diez años después de que un amigo de Jorge y Carlos me llamaban “la Viuda”.
Carlos me lo contó un tarde en que habíamos ido juntos al Museo de Arte Moderno a ver una
muestra de varios artistas argentinos de la época del arte pop. Todo en el museo me parecía
anterior. Pero ¿anterior a qué? Me reí durante una hora cuando supe que me habían puesto
ese apodo. Imaginaba situaciones en las que, apenas con un poco de malicia y mucha piedad,
ellos dos hablaban de mí como “la Viuda”. Si la Viuda estaba bien, si tenía mucho o poco
trabajo; si en ese momento estaba (la Viuda) en pareja o si había roto relaciones con Fulano
de Tal. Repetir las frases en voz alta me hacía reír más y más, y el hecho de que habláramos
de mí como de un personaje del pasado (la Viuda) me ayudaba a alejarme todavía más de la
muerte de Jorge y del dolor. Me imaginaba a la Viuda como un personaje hollywoodense.
Aunque mi madre también había sido viuda muy joven (si se puede decir que una persona de
cincuenta años es joven), yo, que había enviudado apenas pasados los treinta, me sentía como
una Kennedy a la salida del Museo de Arte Moderno.

Ese otro amigo de Jorge que me llamaba la Viuda había sido echado por Jorge de nuestro
departamento en la calle Yerbal porque él había arrojado un pedazo de torta de cumpleaños a
mi prima Marisa mientras conversábamos en el balcón. En esa época, las agresiones fortuitas,
acaso suaves, estaban muy de moda. Después se sistematizaron en performances, maneras de
escribir y de actuar, comportamientos más regulados como los que suceden dentro de una
empresa. Marisa estaba embarazada de su primer hijo. Jorge lo vio desde la ventana de la
cocina; de inmediato, se asomó al balcón, le hizo un gesto que significaba “vení” y en un
murmullo le pidió que se fuera. El departamento no era nuestro, sólo lo alquilábamos. Ese
amigo de Jorge había padecido muchos infortunios, todos de baja intensidad en mi opinión.
Con los años, se enamoró de un hombre más joven que él, que jugaba al básquet y trabajaba
en una empresa de fletes. Su pareja vivía unos días de la semana con unos tíos, en apariencia
codiciosos, y otros días los pasaba con él, que le preparaba platos suculentos a la hora de la
cena. Situaciones como esa hacían sufrir a ese amigo de Jorge al que con Char le decíamos
Fanny Crisis de Tinayre. En su vida había atravesado muchas crisis familiares. Hasta hoy es
fan de Mirtha Legrand y una tarde en que lo visitamos no nos sorprendió escuchar que el
ringtone de su celular era la canción de apertura del programa televisivo de los almuerzos.

Fanny Crisis no pisó nunca las salas del Hospital Francés. No sé si Jorge había prohibido que
lo visitaran determinadas personas; me parece improbable ahora que existiera entonces una
lista de personas autorizadas para verlo en esos días con la máscara de oxígeno y en las
circunstancias de un diagnóstico inquietante, pero recuerdo que los amigos más cercanos de
él establecieron una especie de cerco. Debían estar presentes sólo los íntimos. A mí eso me
molestaba porque los más cercanos a Jorge no eran necesariamente los más cercanos a mí.
Como los frascos de mi tía, yo también estaba vacío y los demás me llenaban con palabras,
con gestos de amor y de solidaridad, así como también lo hacían con sus manías y escalas. Me
daba igual. Por única vez en la vida, mi posición no estaba en duda. Me había tocado
protagonizar ese papel, esa cáscara y ese escudo en los pasillos, entre los jardines al final del
verano en el Hospital Francés.

La inquietud de Jorge se reducía casi exclusivamente a los tanques de oxígeno. No hizo


preguntas sobre el estado de su salud, al menos en mi presencia, en parte porque descontaba
que sus padres se ocupaban de eso. Tampoco se quejaba de la comida del Hospital Francés, a
la que apenas probaba. El aire puro de los tanques era su alimento. En tono de comedia, a la
vuelta le contaba los contratiempos en la obra social de los docentes de la Universidad de
Buenos Aires, a la que debía visitar cada dos o tres días. Nos asombrábamos de que la
mayoría de los asociados aún no hubiera muerto por el desinterés y la demora en tramitar
cualquier pedido por parte de los empleados. Corría el año 1997 y no nos hacíamos ninguna
esperanza sobre el destino de un reclamo de una pareja de putos que, por si fuera poco,
debían comunicarse en una lengua de eufemismos y omisiones entre parientes, colegas y
autoridades hospitalarias. Cuando una de las enfermeras me dijo que necesitaba una
autorización para pasar la noche en el Hospital Francés, le pregunté si ella dejaría sola a su
pareja internada rodeada de tanques de oxígeno en ese lugar. A la mañana siguiente la madre
de Jorge me dijo que le pondría dinero en uno de los bolsillos del uniforme para que me dejara
en paz.

¿A quién podía imitar sino a mi madre? Ella había pasado meses y meses al lado de mi padre
en clínicas y hospitales (sobre todo clínicas de obras sociales). Yo quedaba al cuidado de mi
abuela materna, de mis tías también maternas y de vecinos. Una vecina a la que mi padre le
había puesto “Garrafa”, porque era chiquita y compacta, me traía la cena varias noches a la
semana. Pocas veces iba a comer a la casa de la familia de Garrafa. Mis padres podían
regresar. Con el tiempo supe que las altas médicas nunca se daban a la hora del crepúsculo. A
esa hora los médicos ya estaban en sus propias casas, a las que imaginaba confortables y con
cochera. Nunca me sentí atraído por las vidas de los médicos y el estatus social que se les
concedía, sobre todo en mi familia, me parecía totalmente injustificado. Mi padre, sin ir más
lejos, nunca había dejado de estar convaleciente. No conocía a ninguna persona a la que los
médicos hubieran salvado. Quizás los médicos curaban a las personas de su propia clase
social o de la clase social a la que aspiraban pertenecer. Mi madre les compraba regalos a los
médicos: botellas de vino, relojes, camisas celestes de mangas largas con finas rayas blancas.
Sin censurarla abiertamente, lo consideraba un disparate. Ni siquiera me despedí de los
médicos del Hospital Francés cuando subí a la ambulancia de traslado donde me esperaba
Jorge.

En un momento alguien insinuó que podíamos, los padres de Jorge y yo, enjuiciar al Hospital
Francés. En los años noventa los juicios empezaron a ser un tema social. Pocas situaciones
podían quedar, si uno lo pensaba bien, fuera de los límites de un juicio. Uno de los problemas,
que ahora, veinte años después, me parecen evidentes es que no sentía que tuviera derechos.
A veces pienso que me toca vivir de nuevo la situación en el presente e imagino las protestas
en la puerta del Hospital Francés, el enfermero abochornado, avergonzado por su falta de
humanidad, las enfermeras de pronto gentiles, como los médicos y las médicas, los hipócritas
de Hipócrates. Cosas así sin sentido, alimentadas por el periodismo, la literatura y el
activismo soft.

Además de estar pendiente de los tubos de oxígeno, a Jorge le gustaba escuchar música con
un pasacasete portátil que Manuela, la hija de Alcira, le había prestado. A lo largo de los años
en casa habíamos grabado, sobre todo él, muchos casetes de jazz que regalábamos, sobre
todo yo, a nuestras amigas. Con Jorge había descubierto la forma de hacer tapas de casetes.
Con páginas de viejas revistas Time que él traía del sur del conurbano o de catálogos que nos
daban en la Oficina del Libro Francés, mejorábamos la presentación de los regalos. Así
perdían el aspecto de mercancía y se parecían más a una obra propia, no tanto como si
hubiéramos cantado las canciones nosotros mismos sin embargo. Del departamento de
Terrero llevaba algunos de esos casetes a la sala donde él estaba internado.

No me avergüenza escribir que en esos días hablaba mucho con Dios. Nunca dejé de hacerlo
desde la infancia pero en esos días, que lamentablemente fueron tan pocos, hablé más que en
cualquier otro momento con Él. Sobre todo le pedía que Jorge se curara, y también le hacía
promesas. Iría seguido a la iglesia, sería mejor persona según los preceptos cristianos, dejaría
de lado algunas conductas impropias, quizás no todas. Tampoco estaba en situación de
engañar a Dios, pese a que las promesas me parecían, por naturaleza, engañosas o
fraudulentas. Si bien había conocido el suplicio de las súplicas, el odio que sentí después de la
muerte de Jorge no alcanzó a Dios.

Tampoco me psicoanalizaba en ese tiempo pero lo hice inmediatamente después de la muerte


de Jorge. Por consejo de Alcira, mientras Jorge estaba internado visité a un ingeniero que
vivía cerca del Hyatt, un hombre que se había educado con los jesuitas y que ejercía sobre mí
una influencia espiritual, mezcla de alivio y de resignación. ¿O debía encontrar alivio en la
resignación? Formulaba las preguntas de modo erróneo. Sólo a él le contaba mis
conversaciones con Dios. Héctor las aprobaba y me aconsejaba no abandonarlas ni siquiera
en medio de la desesperación. Él hablaba de unas cadenas de oración por la recuperación de
Jorge, a las que yo, cuando hablaba con Dios, me unía a la distancia. En cierto modo, Dios
imponía distancia y las cadenas de oración formaban parte de un equilibrio tan frágil como
abstracto. Tenía la desventaja de que mi comportamiento, que nunca había sido precisamente
virtuoso, no contaba a la hora de un reclamo al Único que hubiera podido salvar a Jorge. Los
médicos del Hospital Francés carecían de importancia, de conocimientos y de sensibilidad.
Ellos eran parte del problema y estaban fuera de la cadena a la que pertenecíamos los amigos
de Jorge, sus padres, mis propios amigos, Héctor y yo.

Una noche no pude fingir y lloré en presencia de Jorge. Hasta esa hora lo había evitado como
pensaba que correspondía hacerlo pero esa tarde, horas antes de llorar delante de él, había
escuchado un diagnóstico negativo en boca de una médica, la más amable de todos los
médicos a los que tuve que padecer en el Hospital Francés. Él no se entristeció. Si interpreté
bien el gesto que hizo con las manos, que se llevó al pecho cuando me calmé y dejé de llorar,
creo que para él fue una prueba del amor que sentía por él. Siempre había pruebas que dar
aunque nadie las pidiera. ¿Qué hacía a su lado, despierto en el medio de la noche, sentado en
una reposera que posiblemente había conocido mejores destinos? Debíamos estar atentos al
tanque de oxígeno que tanto valor tenía, tanto para el director como para el enfermero más
vil del Hospital Francés.

Jorge me había contado que sus padres se habían conocido en Córdoba. El abuelo paterno
había sido, además de un apostador recalcitrante, dueño de dos hoteles en esa provincia. Uno
estaba en la ciudad cerca de la estación ferroviaria y allí paraban los viajantes de comercio
que iban a hacer negocios. Dormían en un cuartucho dos o tres noches por semana. Otro de
los hoteles estaba en las sierras, cerca de Villa Giardino. En ese lugar, donde los ambientes y
los jardines eran amplios, había nacido el amor entre ellos, una química austriaca de origen
judío y un ingeniero católico que, como mi padre, era cordobés. En los últimos años de vida de
Jorge, la madre se había acercado de nuevo al judaísmo por vía de la lectura. Leía libros de
historia del nazismo, otros sobre el Holocausto y los ensayos de Marcos Aguinis, al que había
invitado una tarde a la biblioteca de Ranelagh. Cuando nos conocimos en el Hospital Francés,
me agradeció que por intermedio de Jorge le hubiera recomendado las novelas de Anne Tyler.
Los días en que estuvo internado en “el Francés”, como decían algunos de los amigos, leímos
con Jorge un ensayo de Emmanuel Lévinas sobre Simone Weil. Los dos tuvimos la impresión
de que Lévinas no le perdonaba a Weil haberse convertido al cristianismo. La mirada de él se
había vuelto más brillante.

Michel Foucault no nos gustaba tanto como al resto de los universitarios que conocíamos, nos
parecía que estaba totalmente sobrevalorado en la Universidad de Buenos Aires y que en
parte cada uno interpretaba lo que le convenía. Maldecíamos la hora en que al filósofo se la
había ocurrido citar un escrito de Jorge Luis Borges en Las palabras y las cosas. Para
nosotros, ese había sido el comienzo de todos los males. En el Hospital Francés, sin embargo,
sus teorías parecían haber sido ideadas sólo para justificar la existencia del Hospital Francés.

Él estaba obsesionado con las imágenes fijas, los dibujos y las fotos más ramplonas, que en
general proveían los diarios y las revistas. En sobres de papel madera guardaba páginas con
fotos y dibujos que contenían tropos. En el sistema de sueños que todavía tengo con Jorge, se
desarrolla una historia: él no murió y vive una vida paralela, clandestina, en otra zona de la
ciudad, en un departamento de un ambiente. Algunas de sus características perduran; otras
desparecieron para dar lugar a otras nuevas. No hay libros en los departamentos donde vive
actualmente. A veces estoy indignado en sueños (¿cómo no me avisó que estaba vivo?). Baila
el tango o se viste de mujer con vestidos largos y ornamentos dorados; o tiene una nueva
pareja a la que por supuesto no ama porque, de lo contrario, qué hago allí, sentado en un sofá
al lado de él, que no ha envejecido. En ocasiones camino por un barrio de las afueras para
llegar hasta su casa o tomo el tren, un viejo tren de madera que recorre estaciones arboladas
en primavera y en otoño. Bajo en una estación y camino hasta la esquina de la casa donde
vive. A continuación, como en los sueños sucede, estoy dentro del cuarto y miro la esquina
desde la ventana.

El Hospital Francés quedaba a pocas cuadras de la Facultad de Psicología de la Universidad


de Buenos Aires. Cuando llevaban a Jorge en camilla a hacerle estudios al sector donde,
según los médicos, no podía permanecer internado por el riesgo de que contagiara a los
demás pacientes, yo salía a dar una vuelta por el barrio y visitaba la librería universitaria, ya
un poco en declive o tal vez sólo orientada a la venta de libros para estudiantes de la carrera
de Psicología, materiales de cátedra que nunca hojearía porque me parecían técnicos,
inconsistentes y aburridos. Pero detrás del mostrador, adonde las encargadas de la librería me
dejaban pasar, había libros que me interesaban y que compraba para Jorge o para mí. Eran
compilaciones de ensayos semiológicos sobre la mirada en Occidente o sobre el amor en
Occidente, sobre cine y estructuralismo, sobre estructuralismo y narración. De él había
aprendido que en esos libros de autores varios se podía encontrar un ensayo genial e
iluminador. No sé si eso pasó en aquel final del verano. En ese momento más que nunca, o
quizás menos que las semanas posteriores, necesitaba estar iluminado, con o sin libros, sin
poder leer un libro, ni siquiera un ensayo completo de un libro como los que encontraba en
esa librería. En la puerta había un cartel con el logo de un laberinto o de una letra griega. Las
personas que trabajaban allí me convidaban con té. Lo servían en un vaso de plástico que
tardaba en enfriarse y al que le agregaban mucho azúcar. Estaba muy delgado en esos días y
un escritor que murió tiempo después (Héctor Lastra) le había dicho a una amiga que yo
parecía un fantasma. En Emecé había hecho gestiones para que reeditaran una novela de él
que todavía considero muy valiosa, La boca de la ballena, pero no tuve éxito. Cuando me
enteré de lo que había dicho, descubrí que así como existía el amor después de la muerte,
también se podía sentir odio por los demás después de que se hubieran muerto.

Ante el padre, Jorge y yo debíamos simular que éramos sólo amigos. No sé a quién se le había
ocurrido la idea. Era como la canción de jazz que tantas veces habíamos escuchado hasta la
madrugada, “Just Friends”. Sin embargo, en la canción la letra hablaba de un romance que se
había terminado y que había quedado reducido a una amistad. No era nuestro caso. Si
llegaban los dos padres juntos desde Ranelagh, en auto, yo desaparecía unas horas. Hacía
trámites para autorizar días de internación, estudios, más y más tubos de oxígeno. O viajaba
hasta el departamento de Terrero, al que llamábamos así para diferenciarlo del departamento
de Yerbal del que nos habíamos mudado, para darme una ducha y tomar mate de pie en la
cocina. Viajaba en colectivos cuyos recorridos me resultaban novedosos.

Todo, incluido esos trayectos, me parecía una agresión. Para el padre de Jorge yo era un
amigo de Jorge que se había ofrecido a cuidarlo mientras él y la madre de Jorge descansaban
y se reconfortaban uno a otro en los momentos de angustia por el estado del hijo. El padre se
había graduado de ingeniero y abrió bien grandes los ojos cuando un médico (un médico que
no pertenecía al equipo del Hospital Francés) describió el sistema inmunológico de Jorge
como un edificio a punto de derrumbarse. Repitió la frase más tarde en el pasillo del sanatorio
varias veces, desconcertado, como si tratara de descifrar el significado de un enigma, que
para mí era evidente. Por piedad o cansancio, lo dejé pasar. La realidad ya no me importaba.
Esperaba que ocurriera un milagro y los milagros no vendrían de su lado ni de ningún otro
lado.
Carlos me contó que una tarde en que yo había ido a dormir a su casa, él había hecho un
ritual en el Hospital Francés. Con paquetes rellenos de hierbas, granos y hojas había frotado
el cuerpo de Jorge para ahuyentar a los malos espíritus, para frenar la enfermedad, el
sufrimiento y la angustia. Me dijo que cuando terminó, Jorge le había dicho que no había
sentido nada. Las enfermeras, entendidas según él de esa ceremonia, los habían dejado solos
un buen rato a los dos. Días más tarde, la madre de Jorge me contó que le había dado dinero a
Carlos para que comprara los elementos necesarios para ese ritual y también para comer algo
en el comedor del Hospital Francés. Él ganaba menos dinero que Jorge y yo en esos años, y
nosotros dos, mucho menos que los padres de Jorge. No sé de dónde sacaba el dinero en esos
días, aunque es verdad que gastaba muy poco. Casi no comía y no viajaba nunca en taxi.
Nosotros guardábamos el dinero en una caja plateada parecida a un cofre, donde
también poníamos la marihuana. Mis amigos me escucharon contar varias veces la anécdota
aquella de que en el departamento de Terrero quizás no había leche ni mermelada en la
heladera pero siempre había marihuana. No sé Jorge, pero yo, como buen cristiano, siempre
había odiado el dinero, al que identificaba con el mal. Ahora quizás ya no sea tan así, pero me
acostumbré a restarle importancia al valor que el dinero tiene en el mundo. A nuestros padres
les importaba el dinero, sobre todo el dinero con que en diferente medida nos ayudaban.
Cuando los visitábamos, los sábados a la tarde, nos lo hacían saber.

Confesó que en vez de recorrer siete iglesias porteñas, como había hecho en otro momento
durante el Jueves Santo o el Viernes Santo en pos de una promesa cumplida o por cumplir,
seguiría de ahora en más la ruta de los siete petes desde el anochecer hasta la madrugada.
Por las calles desoladas de la zona sur, cerca del Hospital Francés pero sin rozarlo en la
caminata, con el asfalto brillante por la humedad de los días, había bajado de Entre Ríos (a la
que durante una tarde mientras merendábamos le habíamos puesto Between Rivers Avenue) a
la avenida Garay. Después de un levante rápido en Parque Patricios se topó primero con un
patán que lo amenazó con una botella vacía. Le había dicho, dijo, que no lo quería ver más por
su zona, que en mi mente representaba a lo sumo una manzana. ¿Cuánto más podía custodiar
una persona? Los del patrullero pasaron en cámara lenta, alumbrados desde abajo por las
brasas de los cigarrillos, los dos vestidos como mellizos. Más tarde un hombre casado le diría
“Beba” y después cualquiera, mientras se deshacía la noche, podía pedir un cigarrillo o dinero
para una cerveza (¿a las cuatro de la mañana?) o monedas para el colectivo. Una noche había
rescatado a una perrita que un quemado arrastraba de la correa mientras hablaba a los gritos
solo; él la adoptó y, también para protegerla, se la dio a una vecina que a los días no tuvo
mejor idea que devolverla a la novia del dueño, todo para quedar, según dijo, como la heroína
de una historia de la que había sido no más que un agente fortuito, de ahí en adelante la Judas
de los proteccionistas.

Nunca soñé con el Hospital Francés después de la muerte de Jorge pero en la vigilia, durante
algunos años, estuve atento a las noticias sobre reclamos gremiales del personal de la
institución y el pase de manos entre funcionarios, empresarios y sindicalistas, uno peor que el
otro. Al final el hospital tuvo que cambiar de nombre, su estatuto se degradó al de clínica y la
reputación siniestra que tenía para mí se disolvió. Era sólo una manzana en la ciudad por la
que evitaba pasar y si la cruzábamos en el auto de una compañera de la editorial desviaba la
mirada a propósito, como si fuera un amante repulsivo o un enemigo.

Una tarde, cuando todavía vivíamos en Yerbal, tomamos un ácido. Él partió a la mitad el
círculo de papel, que se parecía al centro de las arandelas que usábamos en las hojas de
carpeta en la escuela secundaria, y me puso una mitad debajo de la lengua. Estuvimos dos
horas sentados frente a frente. Escuchamos casetes con canciones grabadas de cantantes de
jazz y fumamos un porro porque el ácido nos provocaba una ligera taquicardia. El
departamento de un ambiente y medio parecía enorme. Más tarde nos vestimos y salimos a
caminar a la hora de la puesta del sol que, desde los andenes de la estación de tren del
Ferrocarril Sarmiento, se veía a cielo abierto. Ahora una torre de departamentos bloquea
parte de la caída del sol. Ese domingo nos sentamos en un banco de la estación. Todo parecía
vacío y lleno al mismo tiempo. Después de un rato se acercó un hombre mayor, mayor que
nosotros en ese entonces quiero decir, y nos habló un buen rato (o tal vez fueron menos de
cinco minutos) de una pareja de calandrias enamoradas que volvía todas las primaveras al
barrio. ¿De dónde volvían? Señaló un ceibo detrás de nosotros y recién entonces, como si sólo
hubiera podido escuchar el canto con los ojos abiertos, vi a los dos pájaros cerca de nosotros,
también de cara al oeste. Cuando el hombre se alejó por el andén, Jorge me preguntó si no me
había dado cuenta de que se había referido a nosotros de manera indirecta. Hablaba con
asombro, la mirada iluminada por el cielo anaranjado. También yo estaba un poco sorprendido
de que el amor que sentía fuera tan evidente para los demás.
Veinte años después

“En general, lo que quería mi padre era


enseñarme a envejecer.”

Grace Paley

Me contó que, cuando tenía entre dieciocho y veintidós años, en una discoteca de la zona sur
del Gran Buenos Aires, una chica simpática que luego sería su novia y más tarde su esposa y
una amiga gordita que según él también lo deseaba lo habían casi obligado a participar de un
concurso en el que se elegirían, esa noche de primavera o de verano probablemente, a la
reina y al rey de Underground. Así se llamaba la discoteca a la que iba con sus primos y los
amigos de los primos que luego fueron también sus amigos. Resultó ganador y a los reyes les
dieron órdenes de compra para gastar en negocios de ropa y un pase libre para el resto de la
temporada o del año entero. Días después se puso de novio con la futura madre de la hija, de
quien se separaría dos o tres veces por la relación clandestina que mantenía con un amigo de
la familia, otro “casado con hijos” como él cuando los dos iniciaron el romance apasionado.
Una vez divorciado con papeles, con la vuelta atrás clausurada de manera legal (y hubo
ocasiones en que esa maniobra fue añorada por él por cuestiones emocionales o monetarias o
por el simple hábito, todo un cliché cultural, de volver al hogar), siguió su curso la caudalosa
historia con el empleado de una agencia estatal que atendía al público, a veces de malhumor
porque llevaba, como se dice, los problemas domésticos al lugar de trabajo. Hubo venganzas,
reencuentros, mentiras, mentiras al cuadrado, sumisiones, castigos encubiertos y manifiestos,
espionajes cibernéticos y viajes de reconciliación pagados en cuotas con la tarjeta de crédito
del otro. En una oportunidad, no hace mucho, distanciado de su exigente amante por un
episodio en apariencia doméstico que él sin embargo decodificaba (aunque tenían un código
en común) de otro modo, un modo que lo exculpaba y a la vez le permitía depositar la
responsabilidad en los demás, me envió un mensaje para invitarme a tomar algo y conversar.
Fui e iniciamos una relación en el transcurso de la cual él me contaría, como una Scherezade
sin condena ni paciencia para las interrupciones (una manía que tengo cuando alguien me
cuenta algo), capítulos enteros de su vida, hasta que la mía incluso pasó a conformar un
episodio breve pero contundente porque en ese lapso ocurrirían cosas trascendentes para él
que ameritarían un título, un salto a página impar, una edición módica y gratuita, un capítulo
que si contara la historia de mi vida en vez de la suya se llamaría “Mi vida con el dios del
underground”

Tenía que usar una tanga si íbamos al cine o al teatro, aunque pocas veces habíamos ido
juntos a ver obras de teatro y si recuerdo una sola ocasión en que vimos una obra en el
Cervantes es porque llevaba puesta una tanga. Él pasaba la mano por detrás, suavemente, y
susurraba frases en las que aparecía de manera inexorable la palabra“entangada”. Había
llegado a pensar que las tangas existían para darle curso libre a ese término. Para mí la
situación era absurda, ¿pero cuánto más que depilarse o hacer ejercicios aeróbicos era usar
tangas? Me dejaba llevar por el deseo ajeno y por lo menos hacía feliz por un rato a otra
persona. Había aprendido a dejar que la tanga asomara por el borde del jean cuando me
sentaba en una butaca de los cines del Abasto. No había sido sencillo encontrar tangas de
buena calidad. Se rompían con facilidad o pasaban a ser otro juguete de la mascota de la
casa. Él vivía con una perra bóxer muy simpática que jadeaba sin parar. Me explicó que los
perros de hocicos cortos debían jadear más que los perros de hocicos largos para refrescarse
durante el verano. Jadear no era respirar y por eso esos animales se cansaban mucho en los
días calurosos. Cuando salíamos, dejaba encendido el ventilador de techo para que ella
descansara. Iba con Zuleta (así se llamaba la perrita) a la plaza de Alsina a la hora de la caída
del sol. En los caniles ella corría y jugaba con otras criaturas de su especie mientras él miraba
en la pantalla del celular fotos de la perra cuando era una cachorra y otras en las que
aparecía yo. Le decíamos “Zule”. Mientras estábamos en el dormitorio, Zule se quedaba
afuera; jadeaba y gemía tanto que no se podía ni siquiera imaginar que uno pudiera competir
con ella en ese terreno. Entraban en juego en la relación varias degradaciones: no sólo
cuestiones imaginarias o vinculadas con la vestimenta sino también otras verbales y físicas,
aunque en su opinión considerarlas así era (o había sido) un error.
Me dijo que tenía el fetiche de la ropa interior vieja y rota. Sencillamente, nunca se excitaría
si no llevabas puesta ropa interior de tela desgastada y con agujeros. No importaba que fuera
ropa de mujer o de varón, pero tenía que estar rota para que se activara el deseo (él lo dijo de
otra manera). Si usabas lo a que él le gustaba, en cambio, se volvía loco y podía ser lo que vos
querías que fuera. Desde ya, había que descartar que la prenda quedaría destruida por
completo después del encuentro. Salvo que alguien la zurciera con tanto cuidado como para
dejar partes sin arreglar, había que tirarla a la basura y volver a casa sin nada debajo (ese era
un detalle que a mí me parecía sexy). Una pequeña fisura por la que se mostraba la piel de las
piernas despertaba su lascivia tanto como si te hubieras puesto un pedazo de tela hecha
jirones. Desesperado, revisaba las cajoneras del placar del dormitorio si el amante había
llegado con ropa nueva; los elásticos flojos hacían que los ojos se le pusieran en blanco y
apenas respiraba si descubría que la brasa de un cigarrillo se había caído encima de un
calzoncillo. No importaba el cuerpo que tuvieras ni los temas de conversación que podías
improvisar antes o después de hacer el amor; ni siquiera cuando, luego de haber observado
las estanterías con CD o el interior de la heladera, habías descubierto que compartían gustos.
Maria Callas, Stereolab y el chocolate importado de Suiza no eran nada comparados con el
fetiche de la ropa interior rota y vieja. Sin una nota de decepción, dijo que la gente se cansaba
pronto de él. Nadie le respondía los wasaps luego de la primera o de la segunda cita. Los más
pragmáticos lo bloqueaban apenas trasponían el umbral del edificio donde vivía y, si por
casualidad se volvían a cruzar en la calle o en un bar, desviaban la mirada con los labios
apretados

Me contó que en Nueva York, a causa de una pastilla que podías tomar para prevenir el
contagio de VIH, habían vuelto con fuerza otras pestes que esa píldora no prevenía. Dijo que
todos querían tener relaciones sin profilácticos, “a pelo”, como se dice en Buenos Aires, y que
con la pastilla había vuelto la moda de yacer entre los arbustos de los parques públicos. Él
vivía del otro lado de Manhattan, aunque no sé si usó esa expresión ni si se puede hablar de
“lados” para orientarse en esa ciudad. Viajaba al trabajo en tren o en ferry. Las ventanas de su
casa daban al sur y, por ese motivo, en invierno era más helada que otras viviendas de la zona.
Como nunca había estado allá, mientras él hablaba yo reemplazaba la imaginación con
escenas de novelas en que los personajes, como él, solían habitar en los suburbios. Me había
invitado a pasar la Navidad con él, pero le dije que aún no había sacado la visa.
Probablemente, eso nunca sucedería y, sin embargo, pronto había visto caer la nieve y brillar
las luces de los árboles navideños en las calles. Usaría bufandas, guantes y gorros, ropa que
jamás podría ponerme en el invierno insípido de Buenos Aires. Le había pagado el pasaje a su
madre, que viajó desde Caracas para estar con su hijo inmigrante. Para mí él tenía el atractivo
de los que habían emigrado dos veces en pocos años. Después de un tiempo acá, donde nos
habíamos conocido, se había ido a trabajar a Estados Unidos. Con sólo mirar por la ventanilla
de los colectivos que me llevaban al trabajo de lunes a viernes, podía entenderlo
perfectamente. La última vez que nos vimos, esto sin contar las videoconferencias de estos
años, todavía estaba abierto el Atlas Santa Fe. Nos habíamos sentado en una de las filas de
atrás de la sala más grande a ver una película de André Techiné. Aprovechábamos la
intimidad oscura para toquetearnos y, aunque la sala estuviera llena de gente, nos
vanagloriábamos de nuestro gusto por las “buenas películas”

Vino a verme mientras su mujer participaba de un curso de consteladores avanzados en El


Palomar. Podías curarte enfermedades y traumas gracias a las constelaciones familiares, pero
para él los cursos duraban demasiadas horas y a la larga se cansaba. Contó que ella había
heredado una chacra de doce hectáreas en la provincia de Misiones años atrás. Un arroyo
cruzaba las tierras y del otro lado del cerro daba un salto; ese y no otro era el modo en que se
designaban las cascadas. Los vecinos pescaban truchas en la propiedad y otros cultivaban
mandiocas y tomates; la tierra era tan fértil que lo que sobraba, que no era poco, formaba
parte del menú de los chanchos. La primera noche que durmieron en la casa en las afueras de
San Pedro escucharon ruidos en el techo de madera de la precaria vivienda. Él lo atribuyó a
las semillas de los árboles tropicales, a los que la brisa que bajaba del carro hacía caer. Sin
embargo, pese a que las buscó a la mañana siguiente, no encontró semillas ni frutos. Dos o
tres noches después se desató una tormenta y en medio de la madrugada, sobresaltados,
escucharon tres golpes a la puerta. Él quiso levantarse a abrir, pero su mujer se lo impidió. Le
recomendó que fuera a buscar el machete con el que se abrían paso por el monte. El único
temor de él, me dijo, fue que sonara la alarma del auto. No era un gran narrador y confundía
suspenso con peroratas. Despertó solo. Al mediodía visitaron a unos amigos del pueblo y el
hombre de la casa, luego de escuchar la anécdota de los golpes a la puerta, le dijo que
probablemente hubiera sido el "Pompero", que al parecer se había apropiado de la casita
junto al arroyo. En ese momento quise corregirlo y decirle que el duende se llamaba Pombero
pero quizás allá usaban la p en lugar de la b. Qué sabía yo (nunca fui a Misiones). De vuelta
en la finca al atardecer, ella hizo símbolos de protección de reiki en los cuatro ángulos de la
propiedad mientras él, a solas, le hablaba en voz alta al Pompero. Sólo le pidió que no los
molestara durante la estadía; a cambio, él lo dejaría entrar en la casa como si aún fuera de él
cuando ellos regresaran a Boedo. De hecho, la casa no era de él ni del Pombero sino de la
mujer, que ya le había anticipado al marido que cuando se jubilara, con o sin él, se iría a vivir
a San Pedro.

Contaron que en la fiesta de casamiento, a la que habían asistido noventa y seis personas, una
mesa entera se había retirado sin despedirse de ellos. La amistad de uno de los novios con
esos maleducados había terminado aquella misma noche. Ya les había llamado la atención la
reacción de algunos el día en que les anunciaron que se casarían. “¿Para qué?”, dijeron que
habían dicho. Atribuyeron esa actitud a la envidia. Habían sido una de las primeras parejas en
pedir turno una vez aprobada la ley de matrimonio igualitario. Vivían en una casa enorme en
un partido del Gran Buenos Aires. Sin embargo, parecía vacía, como si el camión de mudanzas
aún no hubiera llegado. Había un perro anciano muy cariñoso que vivía en el jardín (con
pileta) pero ¿por qué no dos? Se turnaban para planchar las camisas y, pese a que ambos eran
egresados de carreras universitarias (o casi, porque uno era periodista), casi no había libros
en la casa. Sin pareja, en una mesa ratona estaba Matrimonio igualitario, de Bruno
Bimbi. Recordé la Biblia que todavía encontraba en hoteles de provincias. Fue verlo y pensar
en el monovalente arte de tapa de la editorial. Aunque no se festejaba nada, les había llevado
de regalo una novela policial cuya historia transcurría en los suburbios de París. El
protagonista, a toda costa, quería obtener un empleo en una empresa multinacional
comandada por seres sin escrúpulos a la hora de contratar personal. Comprobé que la
tipografía de la novela del escritor francés era mejor que la del libro de Bimbi. La pareja de
uno de ellos había muerto hacía muchos años, pero los amigos a los que habían dejado de ver
desde el día de la boda habían insistido en sacar el tema en cada encuentro. Hasta cuando se
casaron habían tenido que soportar en silencio anécdotas sobre las virtudes del difunto: su
don de gentes, su humor incomparable, la astucia que tenía para hacer negocios rentables. Yo
mismo sentí de pronto una curiosidad inmensa por conocer más detalles de ese ser
extraordinario que había dejado este mundo de envidia y rencores. ¿Cómo se llamaba, de qué
signo era, a qué negocios se referían y, en especial, por qué se había muerto tan joven? Pero
no iba a ser tan desubicado como para hacerles las preguntas justamente a ellos. Quizás un
día en algún antro o en una fiesta conociera a alguno de esos ex amigos. Todos los años,
cuando llegaba el día de la muerte de aquel hombre, alguno de ellos telefoneaba a la casa
donde vivía la pareja y los insultaba entre lágrimas.
Agradecimientos

Gracias a Carlos Bustos (alias "Char"), Carlos Cassini, Alcira Calascibetta,


Manuela Guruciaga, Mónica Sifrim, María Martoccia, Marcelo Vittori
("Fanny Crisis de Tinayre"), Giselle Aronson, Ana Ojeda, Ailén Cafiso,
Mercedes Güiraldes, Adriana Fernández, Santiago O. Rey y Pablo Gabo
Moreno.
Reseñas sobre la obra
En Hospital Francés, autor, narrador y personaje están deliberadamente
en tensión.

Confundirlos es parte del efecto testimonial que se busca, de escuchar el


habla del sobreviviente: por momentos ensoñación diurna, historia de
amantes y, por otros, el texto no escatima referencias directas de una
Argentina noventosa sin matrimonio igualitario, con altas tasas de
desempleo, médicos, enfermeras y oficinistas de obras sociales viles y
homofóbicos.

El texto de Gigena arremete con melancolía, humor y, sobre todo, con el


ejercicio de una memoria crítica que quiere legar, contra la institución y lo
instituido.

Noelia Rivero ( La Nación)


Impresiona cómo Hospital Francés podría también llamarse Respiración
artificial. Dividido en dos (“Hospital Francés” y “Veinte años después”), al
texto parece despreocuparle la ficción y minimiza entonces cualquier
tentación de ligarlo con referentes externos.

La relación entre Daniel y Jorge es narrada en dos momentos de la


historia: los 90, cuando el diagnóstico de VIH se llevaba como sentencia
de muerte, y la Argentina posmatrimonio igualitario. Daniel Gigena
condensa 20 años de violencias en un libro breve y la vez larguísimo.

Franco Torchia ( Página 12)


Entre la narración sobria, precisa, y la implicancia visceral, Daniel Gigena
escribe en Hospital Francés una especie de diario, de autoficción sobre el
amor entre dos hombres, que es también una catarsis contra la institución
medica y su -entonces más que ahora – poca disimulada homofobia.

Mario Nosotti ( Revista Eñe)


Otros títulos publicados por la editorial

Agustina Paz Frontera Para llegar al piso

Alejandro Schmidt Nombrar

Amalia Boselli Amasónica

Andrea Laura Urman Árida

Andrea López Kosak Mula blanca

Anne Sexton El libro de la locura

Ariel Bermani La relación con los objetos

Brenda Hillman Sobre un día, en el mundo

Carlos Battilana Ramitas

Carlos Bertoglio Una temporada en el ruido

Carolina Giollo Exilio

Carolina Riccio El lugar de la herida

Celeste Dieguez Lo real

Celina Feuerstein La casa vacía

Claudia Masin Geología

Daniel Gigena Hospital Francés

Diego Di Vincenzo El latido de este mundo

Eric Schierloh Cuaderno de ornitología

Esteban Castromán Bailar es revolución en la era del mal

Fernanda Nicolini El cuerpo en la batalla

Fernando Lancellotti El mismo tema toda la noche

Flavia Garione Se oyen gritos de chicas por las noches

Flor Braier Los nombres propios

Florencia Monfort Luna Plutón

Gabriela Bejerman Querida

Georgina Tofé También nos asustamos de grandes

Ivana Romero Ese animal tierno y voraz

Jorge Paolantonio 78rpm

Juan Francisco Andreani Nada por decir

Juana Isola Nuestros adolescentes


León Pereyra Algo que pruebe que existo

Madeleine Wolff

Paraguay Manu Kápilan

Inquilinos María Laura

Cheb Terrab La familia A

Marianela Márquez Diario de cefalea

Mario Arteca Los poemas de Arno Wolica

Mario Montalbetti El lenguaje es un revólver para dos

Martín Armada La gran meseta

Maximiliano Spreaf No soy poeta pero

Melina Varnavoglou Por mano propia

Natalia Romero El principio luminoso

Noelia Vera Selva ociosa

Nurit Kasztelan Después

Patricio Foglia Todo lo que sabemos del cielo

Paula Giglio Un lugar para mis piernas largas

Paula Peyseré Los ejemplos

Rafael Espinosa El vaquero sin agua en la cantimplora

Rocío Luna Alterleib El prestigio de vivir Granda en tu mente

Sandro Barrella Villa Santa Rita

Sebastián Muzzio Metapoesía fractal

Sebastián Bianchi Lalamatic y otros versos

Silvina Giaganti Tarda en apagarse

Soledad Castresana Que sangre

Tamara Tenembaum Ancianos relucientes

Valentina Varas Volcán

Verónica Pérez Arango Hielo incandescente

Victoria Urquiza Luna en escorpio

Walter Lezcano La velocidad de la sangre


Gigena, Daniel

Hospital Francés/ Daniel Gigena. - 2 da ed.

CABA: Caleta Olivia, 2019.

70 p.; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-4455-24-6

Poesía. I. Título.

CDD A861

Primera edición: Julio 2018

Segunda edición: Julio 2019

Buenos Aires – Argentina

Edición: Pablo Gabo Moreno

Diseño y maquetación: Jeymer Gamboa

Arte de tapa: Santiago O. Rey

Caleta Olivia /

[email protected]

teléfono: (5411) 11-3909-4878

Buenos Aires – Argentina

ISBN 978-987-4455-24-6

Queda hecho el depósito que esta blece la ley 11.723

Impreso en Argentina

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