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La Impostora - Barbara Cartland
La Impostora - Barbara Cartland
(Light of the Gods)
Sacha, la hija de un erudito pero modesto vicario, recibe la visita de su prima
hermana, Lady Deirdre Lang, reconocida en el mundo social como la mujer más
bella de Londres.
Deirdre hace saber a Sacha que está comprometida en secreto con el Duque
de Silchester, quien, víctima ahora de un accidente, está temporalmente ciego. Ella
debe visitarlo en Escocia, pero planea, en cambio, asistir por unos días a una
reunión que ofrece Lord Gerard, quien la ama locamente.
Deirdre convence a Sacha para que tome su lugar a la cabecera del duque y
esta conmovedora novela nos relata cómo ella lo alienta y lo inspira a sobrellevar la
pérdida de la vista, que él cree definitiva.
Barbara Cartland La Impostora
Capítulo 1
1860
SACHA estaba arreglando las flores en la salita cuando escuchó el ruido
de las ruedas de un carruaje frente a la casa.
Nanny, la sirvienta que cuidaba de ella y de su padre, no se encontraba allí en
esos momentos, por lo que dejó a toda prisa las flores, se alisó el vestido y se dio
una rápida ojeada ante el espejo que había en la repisa de la chimenea para ver si
no se había desarreglado el cabello,
Debido a que estuvo muy ocupada toda la mañana con las labores domésticas
de la vicaría no se había preocupado de su apariencia y ahora esperaba que la
persona que había llegado, y que sin duda venía a ver a su padre, no fuera de
mucha importancia.
Por otra parte, muy pocas personas en la parroquia tenían carruaje. Los
granjeros se trasladaban en carretas de madera y el doctor usaba un calesín en el
verano, al que añadía una vieja capota de piel en invierno para protegerse de las
inclemencias del tiempo.
El carruaje se había detenido y alguien estaba llamando a la puerta y Sacha, al
abrirla, vio aparecer en e! umbral a una hermosa joven vestida de rosa pálido que
parecía una flor recién cortada.
—¡Deirdre! —exclamó.
—¡Buenos días, Sacha! —contestó su prima, Lady. Deirdre Lang—. ¡Supongo
que te sorprenderá verme aquí!
—Mucho —reconoció Sacha—. Pensé que estabas en Londres…
—Lo estaba, pero volví a casa anteanoche.
Sacha la hizo pasar y Deirdre entró en la sala por delante de ella.
—Cierra la puerta. Quiero hablar contigo —dijo.
Sacha fe dirigió una mirada interrogante.
Deirdre era su prima hermana y eran casi de la misma edad; pero, desde que
ambas crecieron, Sacha descubrió que la intimidad de que habían disfrutado
cuando eran niñas ya no existía.
Siempre se daba cuenta, cuando Deirdre llegaba a visitarla, lo cual era poco
frecuente, de que consideraba, tanto a ella como a sus padres, como los “parientes
pobres”.
Había sido diferente cuando su madre vivía; pero desde que murió, hacía ya
tres años, Sacha había comprendido cuán poco importante era ser la hija del
Vicario de Little Langsworth, excepto por el hecho de que era también la sobrina
del Marqués de Langsworth, el dueño de toda esa zona.
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Barbara Cartland La Impostora
Cuando Lady Margaret Lang, la única hija del segundo marqués, había
insistido en casarse con el Reverendo Mervyn Waverley a pesar de la oposición de
sus padres, sus parientes se habían lavado las manos con respecto a ella,
metafóricamente hablando.
—¿Cómo puedes ser tan tonta como para desperdiciar tú belleza y tu
posición para vivir en un curato? —le habían preguntado.
Y no la escucharon cuando Lady Margaret insistió en que estaba “enamorada
sin remedio” del hombre más apuesto, más encantador y atractivo que había
conocido en su vida.
No era de sorprender que no la creyeran, porque Lady Margaret había tenido
un asombroso éxito social en Londres y muchos hombres solicitaban su mano.
De hecho, su padre ya estaba pensando en aceptar a un distinguido miembro
del Parlamento, o a un baronet cuya fortuna y propiedades excedían con mucho a
las de él.
Pero Lady Margaret había dicho que si no le permitían casarse con el hombre
que amaba se fugaría con él, y sus padres habían cedido por temor al escándalo
que, eso provocaría.
La boda había sido modesta, pero ambos contrayentes eran dos seres
completamente felices cuando se instalaron en la pequeña vicaría de la propiedad
que, por fortuna, había quedado vacante hacía poco tiempo.
El viejo vicario, que tenía más de ochenta años, había muerto y el marqués
pensó que lo menos que podía hacer por su hija era proporcionarle un techo sobre
la cabeza y, a su yerno, un modo de ganarse la vida.
No fue, sin embargo, muy generoso el estipendio que estipuló para su yerno.
La flamante pareja, empero, era demasiado feliz para preocuparse por nada que no
fueran ellos mismos y no deseaba ver a sus parientes ni recibir sus agasajos.
Sólo varios años después, Lady Margaret había comprendido que estaba
privando a su hija de muchos placeres que debían ser suyos por derecho. Su
hermano se había convertido para entonces en el tercer marqués y dispuso que su
hija y Sacha compartieran una institutriz.
Esto significaba, por lo que a Sacha se refería, que podía disfrutar de muchos
lujos, como una magnífica mansión de estilo georgiano por la cual corretear; una
soberbia biblioteca llena de libros, y una caballeriza repleta de excelentes
ejemplares para cabalgar con Deirdre.
La nueva marquesa, sin embargo, insistió en la actitud de su predecesora,
pensando que Lady Margaret había sido una tonta al casarse con el vicario. Apenas
se le presentaba la oportunidad hacía notar, tanto a su cuñada como a Sacha, que
las consideraban las parientas pobres”.
Lady Margaret había sobrellevado aquellos desaires con paciencia a fin de
que Sacha pudiera seguir estudiando con Deirdre.
Sabía muy bien que Sacha aprovechaba más las lecciones que Deirdre. En
música, recibían excelentes enseñanzas de un experimentado maestro, que había
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sido músico profesional hasta que su quebrantada salud lo obligó a abandonar su
profesión.
Era Sacha quien disfrutaba de las lecciones que tomaban en el salón de baile
del castillo, destinadas a enseñar a Deirdre a bailar, a fin de poder hacer un buen
papel en las fiestas de Londres a que se proponía asistir.
Era Sacha, también, quien se sentía agradecida por los libros que había en la
biblioteca y la única en la casa que los leía.
—¿Sabes, papá? —le había dicho a su padre cuando tenía quince años—. El
bibliotecario me dijo hoy que soy la única persona que ha tornado un libro de la
sección de obras de los griegos. Y hay muchos libros allí que tú no tienes en tu
biblioteca. Su padre se había mostrado interesado al escucharla.
—Me gustaría saber si serían útiles para las traducciones que estoy haciendo
—respondió.
—Haré una lista de los títulos, papá —había contestado Sacha—. O, mejor
aún, te traeré los libros a casa para que los veas.
Hubo una ligera pausa antes que el vicario contestara:
—No estoy seguro de que debamos tomar libros prestados sin el permiso de
tu tío. Y, con toda franqueza, no estoy muy deseoso por el momento de pedirle
favores.
Sacha había sonreído. Sabía que su padre estaba en desacuerdo con su
cuñado acerca de las condiciones de algunas las casitas en las que vivían los viejos
pensionados de la finca.
A pesar de ser muy rico, el marqués podía ser muy avaro en cosas que no le
afectaban en lo personal, pero el vicario le había hecho notar con firmeza que
algunos de los viejos pensionados estaban enfermos a causa de los techos que
goteaban y de las ventanas que no cerraban bien.
—Está bien, papá —había respondido Sacha—. El señor Cornwall, el
bibliotecario, se siente tan emocionado de que yo me interese en los libros, que
estoy segura de que me prestará los que quiera.
Sin hacer caso de las protestas de su padre, le llevó todos los libros que había
sobre los griegos, pues sabía que lo ayudarían en sus estudios.
En los últimos cinco años el vicario había empezado a aumentar sus exiguos
ingresos escribiendo libros, en su mayor parte traducciones del griego, que tenían
una venta limitada entre los eruditos y las bibliotecas universitarias.
Lady Margaret solía decir: “por poco que sea, es una ayuda”, y se sentía muy
orgullosa de que su marido fuera aclamado por los intelectuales como una
verdadera autoridad en la Antigua Grecia.
Pero en el castillo, llamado Langsworth Hall, sólo interesaba la vida social, en
la que Deirdre empezó a brillar en cuanto hizo su debut.
No sólo era muy bonita, con la belleza exquisita dé una rosa inglesa, sino que
la vestían los modistos más famosos de Londres y se la agasajaba en grande en las
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fiestas que sus padres organizaban en la Casa Langsworth, de la plaza Berkeley.
No era asombroso, por lo tanto, que la cortejaran numerosos galanes.
Cuando se suspendieron las lecciones, la vida de Sacha había sufrido un
violento cambio.
Ya no podía ir al castillo todos los días y había perdido, con las enseñanzas
que recibía, la oportunidad de montar a caballo. Pero lo que más lamentaba era no
poder seguir tomando libros prestados de la biblioteca, pues aunque al señor
Cornwall le alegraba verla, ella se daba cuenta de que, cuando se encontraba con
su tía, ésta le pedía una explicación de su presencia allí, y era evidente que la
consideraba como una intrusa en la casa. Como Deirdre ya había crecido, sus
padres esperaban que Sacha se limitara a ocupar su lugar en el pueblo como lo que
era, la hija del vicario.
Al verse privada del apoyo de su madre, Sacha no había podido hacer otra
cosa que olvidarse de los placeres que disfrutó en Langsworth Hall y sentirse
agradecida por los años que había pasado allí.
Por fortuna, tenía muchas cosas que hacer en su casa. Al morir Lady
Margaret, la pequeña renta que ésta recibía como herencia familiar fue suspendida.
Sacha y su padre tenían que vivir sólo del sueldo que él percibía como vicario y de
las utilidades que obtenía de sus libros.
Esto significaba que no podían ya pagar servidumbre extra. Y como Nanny
empezaba a envejecer, Sacha tenía que ayudarla con el trabajo de la casa.
A ella le alegraba estar con su padre y las veladas eran perfectas si podían
sentarse solos a conversar.
Como los dos estaban muy ocupados todo el día, las horas pasaban de prisa,
hasta que podían enfrascarse, en la noche, en una de sus animadas discusiones
sobre ternas históricos, los cuales, de manera inevitable, terminaban siempre en los
griegos.
El profundo, conocimiento que su padre tenía de la Antigua Grecia, así como
de los dioses y diosas que los griegos adoraban, resultaba fascinante para Sacha y
podía oírlo hablar durante horas sobre el tema.
Ella también trataba de ayudarlo en sus traducciones y algunas veces lo
sorprendía al encontrar el mejor equivalente en inglés de una palabra con más
rapidez que él mismo.
Aquélla, sin embargo, era una vida muy limitada para una jovencita, sobre
todo siendo tan hermosa como era Sacha a los dieciocho años.
—Si me lo pregunta, señor vicario —había dicho Nanny unos días antes—, es
una vergüenza que el señor marqués no haga algo por su sobrina. Parece haber
olvidado lo unidas que eran Lady Deirdre y ella cuando niñas.
El vicario había levantado la vista de su escritorio para preguntar con voz
vaga:
—¿A qué te refieres con ese “algo”, Nanny?
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—Bueno, señor, creo que Sería muy justo que la señorita Sacha fuera a
algunos bailes y conociera caballeros que pudieran admirarla, tal como lo hacen
con Lady Deirdre. No hay mucha diferencia entre ellas, pues la señorita Sacha es la
viva imagen de su madre, y Lady Deirdre se parece a su padre y ambos eran
hermanos. Casi podrían ser gemelas.
—Supongo que se parecen —reconoció el vicario.
—Y se parecerían todavía más si la señorita Sacha tuviera un vestido decente
y no sólo esos corrientes vestidos de algodón que son lo mejor que yo puedo
hacerle.
Después de una pausa el vicario comentó:
—Sabes bien, Nanny, que en este momento no podemos disponer de dinero
para comprar ropa.
—Lo sé, señor, y aunque le comprara a la señorita Sacha un vestido de la calle
Bond, ¿quién se lo vería puesto, como no fueran las coles y calabazas del huerto, o
los aldeanos que van a la iglesia los domingos?
El vicario no contestó y después de un momento Nanny añadió:
—Es una pena que esa linda niña viva escondida aquí, como esclava, y que
jamás la inviten a ninguna de las fiestas que se dan en la casa grande. ¡Estoy segura
de que, si Lady Margaret viviera, ya habría hecho algo al respecto, y yo sólo
quisiera, a veces, tener la oportunidad de decir a su hermano, el marqués, lo que
pienso de él!
Cuando Nanny terminó de hablar había salido del estudio y cerró la puerta
tras ella con cierta brusquedad.
El vicario suspiró.
Sabía demasiado bien que Nanny estaba diciendo la verdad, pero no había
nada que él pudiera hacer al respecto.
No podía humillarse y escribirle a su cuñado para pedirle que invitaran a
Sacha a sus fiestas y sabía, también, que había una posibilidad en un millón de que
Deirdre invitara a Sacha a acompañarla a Londres durante la temporada social.
Había mirado hacia la miniatura de su esposa, que tenía sobre su escritorio, y
se preguntó si los ojos de ella lo estarían mirando con reproche.
“¿Qué puedo hacer, queridita?” le preguntó en silencio desde el fondo de su
corazón. “Esta es otra razón por la que te echo de menos de una forma terrible y
me siento perdido porque no estás aquí”
Cuando Nanny le repitió lo mismo á Sacha, ésta se limitó a reír:
—¿Te imaginas a Deirdre invitándome a sus fiestas? —le había preguntado—.
Sabes tan bien como yo que ella se avergüenza de mí porque no tengo la menor
importancia social.
—Yo creo, más bien, que está celosa —contestó Nanny.
Sacha volvió a reír.
—Mi querida Nanny, Lady Deirdre no tiene nada que envidiarme a mí.
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Aun mientras decía eso había comprendido que no era del todo verdad, pues
Deirdre siempre se había mostrado muy envidiosa cuando alguien descollaba en
algún sentido.
Odiaba a la hija del Alto Comisionado, porque tenía un pretendiente que la
seguía a todas partes, con visible adoración, y sólo bailaba con ella en las fiestas a
las que habían asistido cuando eran adolescentes.
Antes que Deirdre fuera presentada en sociedad solía invitar a su prima a
sencillas reuniones y como Sacha se divertía mucho y todos le decían que era muy
bonita, Deirdre se había mostrado muy desagradable con ella cuando volvían a
casa después de la última fiesta a la que asistieron juntas. En aquella ocasión, le
había dicho:
—Debes estar usando alguna sucia treta para convencer a los chicos que te
saquen a bailar. No te vi sentada en ningún momento.
—Pero tú bailaste más que cualquiera de nosotras. Había dos o tres
muchachos pidiéndote que bailaras con ellos cada vez que se iniciaba un baile —
murmuró Sacha, tratando de apaciguarla.
—Si consideramos que yo tenía el vestido más bonito de la fiesta, ello no
debía asombrarte —contestó Deirdre.
La marquesa había intervenido en aquel momento.
—Es cierto, querida mía, y te mandaré hacer otro vestido con madame
Yvonne, aurique ya está cobrando muy caro.
Como estaba decidida a molestar a Sacha, había agregado:
—Debías sugerir a tu madre, Sacha, que te comprara un vestido nuevo. El
que traes puesto está demasiado ceñido y, en mi opinión, es demasiado corto.
—Se lo diré a mamá, tía Alice—contestó Sacha con humildad.
Sabía que el vestido le quedaba bien y que su tía le hablaba con aquel tono
desagradable sólo porque Deirdre se sentía celosa de ella.
Ahora, en el último año, no había vuelto a ver a Deirdre y sólo oía hablar de
ella a la gente del pueblo.
Debido a que la mayor parte de los sirvientes de la Casa Grande, como
llamaban en el pueblo al castillo del marqués, eran de Little Langsworth, las
historias sobre el éxito social de Deirdre corrían de boca en boca. Había poco sobre
ella que Sacha no supiera.
Sabía que numerosos caballeros distinguidos le habían propuesto matrimonio
a su prima y que la reina le había sonreído con mucho afecto cuando fue
presentada en el Palacio de Buckingham y escuchó, también, los rumores acerca de
un matrimonio bastante próximo con alguien de mucha importancia.
A Sacha le parecía fascinante todo aquello, aunque algunas veces pensaba con
tristeza que habría sido maravilloso ver de nuevo a Deirdre y escuchar de sus
propios labios cuanto estaba sucediendo.
Ahora, de una forma asombrosa, y cuando menos la esperaba, Deirdre había
aparecido y, en lugar de mandarla llamar, había venido ella misma a la vicaría.
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Como no pudo contenerse, Sacha, exclamó impulsivamente:
—¡ Estás preciosa, Deirdre! ¡Nunca te había visto con un traje color de rosa,
pero ello te hace más hermosa aún!
—Eso es lo que dicen todos —repuso Deirdre con aire displicente—, pero
creo que me sienta más el azul.
Camino hacia la chimenea al decir eso para ver su imagen reflejada en el
espejo.
La otra noche —dijo—, usé un vestido verde pálido en un baile que dieron en
el Palacio de Buckingham y oí decir después que el Príncipe Consorte había
comentado que era el vestido más bonito que había en el salón.
—¡Oh, Deirdre! ¡Qué maravilla! ¿Bailaste todas las piezas?
—Por supuesto! Y varios caballeros muy distinguidos se molestaron mucho
cuando vieron que mi carnet estaba lleno y no pudieron bailar una sola vez
conmigo.
—Estoy segura de que eres la Bella de todos los bailes a que asistes.
—Por supuesto que sí —convino Deirdre apartándose del espejo—, y he
venido a decirte, Sacha, un secreto que no debes repetir a nadie.
—Sabes bien que, si me dices algo que consideras confidencial, seré tan
silenciosa como una tumba! —prometió Sacha. Pensó, excitada, que si Deirdre le
hacía confidencias era como si volvieran a los viejos tiempos, cuando compartían
secretos especiales que no debían revelar a sus padres.
—Siéntate, queridita —dijo Sacha indicando el sofá—, y cuéntame por qué
vienes a visitarme. Te he echado mucho de menos, más de lo que puedes
imaginarte.
Por un momento, Deirdre tuvo la gentileza de parecer turbada.
—¡He estado tan ocupada, Sacha! Le estaba diciendo a mamá, apenas ayer,
que nunca tengo un momento para mí misma.
—Lo comprendo, claro que lo comprendo. Y ahora, ¿tienes un secreto que
contarme?
Deirdre bajó la voz.
—El secreto es que ¡voy a comprometerme en matrimonio con el Duque de
Silchester!
Sacha la miró con los ojos muy abiertos.
—¡Qué emocionante! ¿Lo amas mucho?
—Estoy encantada de casarme con el duque. ¡Imagínate, Sacha, voy a ser
duquesa y entraré en todas partes antes que mamá!
—Cuéntame sobre él —suplicó Sacha—. ¿Es muy apuesto?
—Sí, Mucho, y sólo tú, Sacha, no has oído hablar de él. Es uno de los duques
más importantes de Inglaterra. Es dueño de caballos de carrera y tiene una enorme
casa en Buckinghamshire. ¡Mucho, mucho más grande que la nuestra!
—Es toda lo que tú mereces tener —exclamó Sacha—. ¿Cuándo vas a casarte?
Hubo una leve pausa y luego Deirdre contestó:
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incrustaron en el cuerpo a causa de la explosión, y ella sugiere que sería un gesto
muy amable de mi parte que yo fuera al norte, a hospedarme en su castillo.
—Es un viaje largo—observó Sacha—, pero estoy segura de que tú querrás ir.
Hubo un silencio antes que Deirdre señalara:
—Ese es el punto, Sacha. ¡No quiero ir y, de hecho, no puedo ir por el
momento!
—¿Por qué no?
—Porque Lord Gerard me ha invitado a una fiesta que ofrecerá en su casa,
que está a unos Cincuenta kilómetros de aquí, especialmente para mí. Como ya
había aceptado su invitación, no tengo intenciones de plantarlo.
—Pero, Deirdre, si te vas a casar con el duque, querrás estar con él cuando te
necesita, ¿no?
Deirdre parecía estar escogiendo las palabras para explicarse.
—Ese no es el punto —dijo—. Lord Gerard es un... amigo íntimo y planeó
esta fiesta desde hace tiempo. Ha organizado un pequeño baile, muy exclusivo y
agradable, y muchas cosas fascinantes que hacer en el día durante mi estancia allí.
¡Tengo que ir e intento hacerlo!
Sacha advirtió la firmeza con que se expresaba Deirdre y como era tan
perceptiva y conocía tan bien a su prima, comentó:
—Creo, queridíta, que Lord Gerard significa algo muy... especial para... ti.
Por un momento, pensó que Deirdre iba a negarlo, pero ella respondió:
—Le tengo un gran cariño, y quiero asistir a su fiesta.
Los ojos de Sacha miraron penetrantes el rostro de su prima.
—¡ Deirdre—exclarnó—, tú lo amas! ¿Porqué no te casas con él?
—¿Cómo puedo hacerlo, si el duque ha pedido mi mano? —protestó Deirdre
—. ¡Papá y mamá están muy emocionados porque voy a ser duquesa! Piensa en la
posición que ocuparé en la corte, en el condado de la casa ancestral del duque y en
todas las otras casas que él posee!
Deidre contuvo el aliento antes de añadir:
—¡Y los brillantes de los Silchester son famosos! ¡Hay una diadema que
parece una corona!
—¡ Pero tú amas a Lord Gerard!
—No tiene objeto continuar esta discusión —repuso Deirdre molesta—. Y,
aunque así fuera, sería una locura. Mis padres se pondrían furiosos si me negara a
casarme con el duque. Intento casarme con él, pero iré a la fiesta de Harry, porque
será la última oportunidad que tendré de verlo antes de mi boda.
Un sollozo contenido temblaba en la voz de Deirdre y Sacha extendió la mano
para ponerla sobré la suya.
—¿De verdad crees, queridita, que, sin tomar en cuenta la elevada posición
que ocuparás, serás feliz con el duque, a pesar de que amas a otra persona? ¿No
lamentarás siempre haber renunciado a Lord Gerard, cuando él podía haber sido
tu esposo?
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para hospedarte con la abuela del duque y mitigas el tormento de las fiebres que lo
martirizan.
—¡Creo que te has vuelto loca! ¿Estás sugiriendo, en serio, que al duque lo
engañará esa superchería?
—¡Ah, se me olvidaba decírtelo! Por el momento, el duque ha quedado ciego.
—¿Ciego?
—Sí, la explosión de la trampa de escopeta afectó sus ojos. Su abuela escribió
a papá que los doctores esperan que sólo sea una aflicción temporal; pero no
pueden estar seguros hasta que le quiten las vendas.
—;Qué barbaridad! ¡Qué terrible! —exclamó Sacha—. ¡Casi no puedo creerlo!
—Es cierto —insistió Deirdre—, y por eso, mi querida Sacha, estoy segura de
que el duque creerá que soy yo quien está sentada a su lado, compadeciéndolo,
mientras yo me divierto de una forma muy diferente.
—¿Y crees, de verdad, que él no sospeche nada?
—Así lo creo.
—Pero habrá otras personas... su abuela... los sirvientes...
—Ellos no me han visto nunca —contestó Deirdre—. A nosotras nos han
dicho siempre que nos parecernos mucho; que podríamos ser hermanas, o
gemelas.
—Tú eres mucho más hermosa de lo que yo seré nunca —replicó Sacha.
—Es cierto. Pero, si te vistieras como yo y llevaras el cabello peinado a la
moda, como el mío, cualquiera que no me conociera bien te confundiría conmigo.
—No lo creo así!
—Escúchame —continuó Deirdre —, y deja de hacer comentarios tontos.
Papá y mamá van a pasar unos días en Windsor con la reina para una exposición
agrícola, o algo por el estilo. Partirán mañana muy temprano.
Se quedó un momento callada antes de añadir:
—Tú y yo saldremos una hora más tarde a la estación, donde nos despedirá el
secretario de papá, el señor Webster. Pero yo dejaré el tren en la primera estación
en que se detenga, donde Harry me estará esperando.
Sacha lanzó un leve grito.
—Pero, Deirdre, ¿y si alguien te viera?
—¿Por qué iba a verme nadie? Además, me verán a mí, o al menos eso
creerán, y se dirán que me dirijo en tren a Londres.
—Es demasiado complicado! ¡Nunca podré hacerlo!
—Lo he pensado con mucho cuidado —replicó Deirdre—. O, más bien, Harry
lo ha hecho por mí y todo lo que tienes que hacer es seguir nuestras instrucciones.
—¿Qué... sucederá cuando... yo llegue a Londres?
—Te recibirá el auxiliar del señor Webster. El ya ha salido para hacer los
arreglos necesarios. Como es un nuevo empleado, me ha visto muy pocas veces y
jamás de cerca.
—¿Cómo se llama?
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—Debe ser un hombre... impresionante. ¿No te da... miedo?
—Yo no le tengo miedo a nadie —replicó Deirdre—; pero, por supuesto que
Terence, pues así se llama él, está muy consciente de su propia importancia. Y,
desde luego tenía que casarse con alguien que fuera su igual en el mundo de
sociedad.
Se irguió satisfecha al añadir:
—No encontrará a ninguna mujer que le convenga más que yo para presidir
su mesa y para lucir los brillantes de los SiIchester.
—¡Claro que no! —repuso Sacha—. Por eso es que yo....
—No vas a discutir conmigo, mi querida, queridísima Sacha.... sabes bien lo
mucho que me quieres y sabes que deseas ayudarme. Sólo di “sí”, a toda prisa,
porque tenemos muchas cosas qué hacer.
Sacha miró a Deirdre con expresión interrogante y ella explicó:
—Ante todo, tenemos que ver que Hannah tenga listos los baúles que vas a
llevar contigo y después, escoger lo que usarás durante el viaje. ¡La primera
impresión es siempre importante! También debo darte algo de dinero para
propinas e imprevistos.
—Sabes que yo nunca... he viajado muy lejos... sola —observó Sacha con voz
asustada.
—Ya lo sé, pero una vez que el señor Evans te ponga en el expreso, todo lo
que tienes que hacer es permanecer sentada hasta que llegues.
Sacha lanzó un suspiro.
—Me alegra mucho que haya alguien que nos lleve a Emily y a mí a través de
Londres—dijo—. Sería desastroso que me perdiera.
—Tienes que tratar de valerte por ti misma en el futuro —la reprendió
Deirdre con severidad—. Después de todo, ahora ya somos mujeres adultas, Sacha.
—Sí, lo sé—reconoció Sacha—, pero tú has hecho más cosas en la vida que yo.
De pronto, lanzó un grito repentino.
—¿Y qué hacernos con papá?
—¡Oh, vaya! ¿Es que tengo que pensar en todo? ¡Es muy fácil! Le dirás a tu
padre que te he pedido que me acompañes a Escocia. No se negará a permitir que
me acompañes en un viaje tan largo, en el que voy tan preocupada por la salud de
mi futuro esposo.
—Sí... supongo que tienes razón.
—Muy bien, entonces todo está arreglado. Ponte el sombrero y ven conmigo a
casa, para que veas la ropa que voy a darte. Después, debes estar lista para que yo
te recoja mañana por la mañana.
Sacha contuvo el aliento.
—Casi no puedo creer... que he aceptado hacer esto. Al instante, se echó a
reír.
—En el pasado, yo era siempre la que pensaba en las cosas locas que
podíamos hacer, y que nos buscaban tantos problemas con nuestras institutrices.
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Ahora las cosas han cambiado y esta vez eres tú, Deirdre, quien ha inventado algo
tan asombroso y tan dramático que no puedo creer que sea real.
—Es real para mí, porque estoy decidida a reunirme con Harry. ¡No puedo
imaginar nada más aburrido que sentarme a conversar con un hombre que no sólo
está enfermo... sino ciego!
—Pero... debes sentir mucha... pena por él, ¿no?
—Supongo que sí, pero su tonta vieja abuela no debía tener trampas de
escopeta en su propiedad, y él no debió ser tan estúpido como para pisar una de
ellas.
—¡Espero que no pienses que le voy a decir eso! —bromeó Sacha.
Deirdre se echó a reír.
—Por supuesto que no. Tienes que ser un ángel de misericordia y decirle que
pronto estará bien y que volverá a ser tan apuesto como antes.
—¿Es el tipo de cosas que dices tú? —preguntó Sacha.
—¡Santo cielo, no! ¡Yo espero que los hombres me digan a mí lo hermosa,
maravillosa y adorable que soy!
Deirdre agitó sus largas pestañas oscuras y bajó los ojos diciendo:
—A los hombres les gustan las mujeres delicadas y quejumbrosas, porque los
hacen sentirse grandes, fuertes y viriles. Pero algunas veces quisiera reírme en sus
caras al pensar en lo tontos que son cuando suponen que las mujeres no nos damos
cuenta de sus vanidades y sus pretensiones.
Sonrió complaciente al añadir:
—¿Sabes, Sacha? Cuando me obligabas a estudiar las lecciones contigo no
advertía la gran ventaja que es ser inteligente. Algunas de las muchachas que
conocí en Londres eran tan tontas, que se ponían en ridículo cuando hablaban con
los hombres.
Levantó la barbilla al decir:
—Por fortuna yo soy inteligente, y la forma en que he desarrollado este plan
es buena prueba de ello.
Sacha se sintió culpable al recordar que en el pasado había pensado que
Deirdre era muy poco inteligente cuando se trataba de aprender las lecciones.
Nunca leía un libro si podía evitarlo, y no hablaba ningún otro idioma, excepto un
poco de francés.
Pero luego comprendió que Deirdre no se refería a conocimientos
académicos, sino a tener una mente ágil y poder tomar ventaja de cualquier otra
cosa que sucediera.
Siempre había sido muy hábil para ello y Sacha se dio perfecta cuenta de que
este complicado plan se le había ocurrido simplemente porque deseaba ir a la fiesta
de Lord Gerard, sin guardar la menor consideración para el duque, con quien iba a
casarse.
“Es muy poco caritativo de mi parte pensar esas cosas”, se recriminó, aunque
comprendió que era verdad.
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Deirdre se puso de pie de un salto.
—Ven conmigo, Sacha —dijo—. No hay tiempo que perder y el carruaje
espera afuera. Dile a tu doncella que vas a almorzar conmigo, y podrás dar todas
las explicaciones del caso a tu padre a la hora de la cena.
—Sí... por supuesto.
Deirdre salió de la salita y cruzó el vestíbulo, mientras Sacha subía corriendo
a buscar su sombrero. Era el único decente que poseía, pero tenía ya dos años y
había sido redecorado dos veces.
Al ponérselo, pensó en lo mal vestida que iba junto a Deirdre, quien llevaba
aquel bonito vestido color de rosa y un gran sombrero adornado con flores; pero
luego recordó que había ropa esperándola en la casa grande.
“Será maravilloso tener ropa nueva”, se dijo, “aunque tal vez esté mal que yo
acepte intervenir en esta... alocada farsa”.
Entonces comprendió que no tenía alternativa. Deirdre había decidido que se
hicieran las cosas de ese modo y, si se negaba a ayudarla, Sacha estaba segura de
que no sólo se mostraría desagradable sino que encontraría la forma de vengarse,
no sólo de ella, sino de su padre.
Por diversas razones, ya se habían presentado fricciones entre el vicario y el
marqués y Sacha había pensado con frecuencia que su padre, al defender lo que él
creía justo y cristiano, podría antagonizar a su cuñado hasta el punto de que éste lo
despidiera de la vicaría.
El marqués, en ese caso, usaría su influencia con el obispo para asegurarse de
que el Reverendo Mervyn Waverley fuera puesto en la lista negra y se le
considerara indigno de ser empleado.
Sacha se decía que esto no sucedería; pero al mismo tiempo era lo bastante
sensata para comprender que podía ocurrir y que entonces su pequeño mundo
seguro se vendría abajo de la noche a la mañana.
Con frecuencia se decía que era su obligación cuidar de su padre, ahora que
su madre ya no estaba para hacerlo, pero como era un hombre muy franco y muy
decidido cuando defendía a la gente de su parroquia, ella tenía que frenarlo y
tratar de suavizar su actitud.
Mientras bajaba corriendo para decir a Nanny que se iba a la casa grande con
Deirdre, elevó una pequeña oración dirigida a su madre:
“Sé que tú no aprobarías esto, mamá. Pero no puedo hacer otra cosa. Por
favor... ayúdame para que nadie adivine que soy una... impostora”.
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Barbara Cartland La Impostora
Capítulo 2
DEIRDRE saltó del tren casi antes que éste se hubiera detenido en la
estación y no se molestó siquiera en despedirse y Sacha tuvo una fugaz mirada de
un hombre muy apuesto y vestido con elegancia que estaba esperando a su prima.
Cuando el tren se puso en marcha de nuevo, Sacha casi no pudo creer que se
estaba lanzando sola a una loca aventura.
Desde que Deirdre la había obligado a tomar su lugar, sentía como si
estuviera viviendo un sueño del que podría despertar en cualquier momento.
Había ido en el carruaje del marqués al Langsworth Hall y cuando Sacha vio
la ropa que Hannah estaba guardando para ella en dos enormes baúles de cuero, le
resultó difícil creer que iba a ser suya.
— No puedes darme tanta ropa! —había exclamado.
—Ya no uso nada de esto —contestó Deirdre—, y hace mucho tiempo que
Hannah se queja de que ya no hay espacio en los armarios.
—Así es, milady ——confirmó Hannah—. ¡Estoy segura de que la señorita
Sacha podrá hacer buen uso de todo esto!
Dirigió una mirada de menosprecio al vestido que Sacha llevaba puesto y,
como si supiera lo que estaba pasando, Deirdre dijo a la doncella:
—Ahora tenemos que decidir, Hannah, lo que la señorita Sacha debe usar
para el viaje. Como ya le he dicho a ella, la primera impresión es muy importante.
Hannah apretó los labios y Sacha se había dado cuenta, sin que la mujer
tuviera que decir nada, que no aprobaba en modo alguno la idea de que ella fuera
a Escocia en lugar de Deirdre.
Sacha estaba de acuerdo con Hannah y temía que aquél fuera un terrible error
que podía traer desastrosas consecuencias.
Sabía, sin embargo, que era inútil pedir a Deirdre que pensara en, otro plan,
porque recordaba que, en el pasado al menos, una vez que su prima tornaba una
decisión podía ser tan implacable y decidida como un hombre.
Había surgido una larga discusión entre Déirdre y Hannah, en la que Sacha
no tomó parte y por fin fue sacado a relucir un vestido de viaje color azul jacinto,
provisto de una atractiva capa adornada con satén del mismo color.
Las crinolinas se habían vuelto tan voluminosas en los últimos años, que
Sacha había dicho riendo en una ocasión:
—¡Es una suerte que sólo pueda comprarme una crinolina pequeña, pues de
lo contrario jamás podría entrar en la vicaría!
Las armazones de las crinolinas de Deirdre le parecieron enormes y temió
tener dificultades para moverse con ellas.
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Barbara Cartland La Impostora
Pero comprendió que nada de lo que dijera sería tornado en cuenta, por lo
que se había limitado a aceptar agradecida el hermoso traje de viaje, con todo lo
que lo acompañaba.
Había un sombrero adornado con pequeñas plumas de avestruz, guantes, un
bolso de mano y zapatos que, por fortuna, le quedaban bien, porque ella y Deirdre
usaban la misma medida.
La cintura de Sacha era un poco más diminuta y ello molestó a su prima, pero
Hannah dijo que la costurera alteraría todos los vestidos que pudiera antes de
enviar los baúles a la vicaría por la noche.
—Yo arreglaré el resto, cuando lleguen —replicó Sacha con entusiasmo—, y
Nanny me ayudará, por supuesto.
Había pensado, al decir eso, que Nanny se asombraría al ver la inesperada
generosidad de Deirdre, ya que ella solía decir:
—No sé por qué Lady Deirdre no es lo bastante generosa como para enviarle,
de vez en cuando, algunos de los vestidos que ya no usa. Pero, en fin, ¡ella fue
egoísta desde que estaba en la cuna!
—Supongo que está tan ocupada ahora haciendo tantas cosas, Nanny, que se
ha olvidado de mí —le contestaba Sacha.
Pero Nanny no se dejaba convencer por la respuesta. Y cuando llegaron los
baúles a la vicaría, además de cuatro grandes sombrereras y una costosa caja para
crinolinas, lo había mirado todo, comentando:
Me gustaría saber qué se trae entre manos Lady Deirdre, para mostrarse de
pronto tan espléndida.
Sacha comprendió que Nanny estaba pisando terreno peligroso y se apresuró
a decir:
—No sé por qué piensas así, Nanny. Después de todo, siempre compartimos
nuestras cosas cuando éramos niñas.
—Pues yo no he visto que ella comparta nada con usted desde que se volvió
un éxito en Londres —había contestado Nanny con brusquedad y como no podía
contradecirla, Sacha no respondió.
Su padre, como era de esperarse, aceptó con placer la historia de que iba a ir
con Deirdre a Escocia, pues consideró que el cambio de ambiente le sentaría muy
bien a Sacha.
—Comprendo que Deirdre no quiera hacer sola ese viaje tan largo, mi amor
—había comentado el vicario—. Y siento mucho que el duque haya tenido ese
accidente. El es un gran deportista.
—Yo nunca te lo he oído mencionar, papá.
El vicario sonrió.
—La verdad es que me interesan más los dioses griegos que los duques
ingleses, pero sé que el caballo de Silchester ganó el Derby del año pasado, y como
varios de mis feligreses arriesgaron su dinero en él, me sentí muy satisfecho
cuando ganó.
18
Barbara Cartland La Impostora
Sacha había sonreído al añadir:
—¡De otra manera la colecta dominical habría sido muy exigua!
—Por supuesto —reconoció el vicario—. Si la gente tiene lo que ella llama
“mala suerte”, casi siempre piensa que sus oraciones no han sido efectivas, en
lugar de reconocer que la causa de su desgracia es su propia tontería.
—No estaré ausente mucho tiempo, papá —le aseguró Sacha.
Deirdre le había dicho que debía permanecer en Escocia exactamente una
semana y que después debía tomar un tren que les permitiría encontrarse en la
misma estación donde se habían separado y de ese modo podrían llegar juntas al
pueblo.
—¿Les vas a decir a tus padres que voy contigo? —le preguntó Sacha.
—Por supuesto que no —contestó Deirdre—. Papá podría mencionarlo en
una carta a la duquesa viuda, y eso sería desastroso. La única persona que sabe que
tú vas a ir a Escocia es tu padre y, por supuesto, Harry. Debo dejarte en la vicaría
en cuanto volvamos, pues de lo contrario tu papá podría hacer preguntas
indiscretas.
La noche anterior al viaje, Sacha había permanecido despierta, preocupada
por no haber sido lo bastante fuerte como para negarse a hacer lo que Deirdre le
pedía.
Pero una vez que se quedó sola con Emily en el tren, empezó a sentirse muy
emocionada, ya que aquello era muy diferente a cuanto había hecho hasta
entonces.
El vagón que les habían reservado era, pensó, como una casita para ellas
solas, pero se dio cuenta de que Emily le tenía miedo al tren y que observaba
asustada la campiña que pasaba rauda frente a las ventanillas, pensando que, en
cualquier momento, podrían tener un accidente.
Emily, era, como Deirdre había dicho, una chica bastante tonta que había
llegado a trabajar a la casa grande procedente del pueblo, y que había logrado
ascender, desde el puesto más bajo de la servidumbre, hasta ayudante de Hannah.
Su trabajo, como Sacha bien sabía, era hacer todo lo que Hannah le ordenaba,
lo cual significaba desempeñar todas las tareas desagradables que la vieja doncella
no quería hacer ella misma.
Ofrecía un aspecto muy respetable con su traje negro, un chal sobre los
hombros, gruesos guantes de algodón negro y cómodos zapatos de piel.
—Nos espera un largo viaje —comentó Sacha, pensando que debía hablar con
ella, ahora que se habían quedado solas.
—Sí, señorita.
—No llegaremos al castillo hasta mañana por la tarde. Será muy interesante
ver el panorama siempre cambiante, cuando vayamos pasando por los lugares.
Sí, señorita.
Sacha decidió que no tenía objeto continuar la conversación y, como Emily, se
dedicó a contemplar el campo.
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Barbara Cartland La Impostora
Al mismo tiempo pensaba en Deirdre y en lo excitada que estaba antes que el
tren se detuviera en la estación, donde la esperaba Lord Gerard.
“¿Por qué no puede ser lo bastante valerosa como para casarse con el hombre
que ama?”, se preguntó Sacha. “Después de todo, Lord Gerard no es un clérigo
pobre, como papá”.
Además, se dijo, si él se había tomado tantas molestias era porque estaba muy
enamorado de Deirdre. “¿Y cómo no va a estarlo, si ella es tan hermosa?”, se
preguntó.
Al mismo tiempo reconoció que, si era sincera, debía reconocer que Deirdre
iba a ser una esposa muy egoísta, muy diferente de como había sido su madre,
quien adoraba a su esposo y soportaba de buena gana a su lado todas las
privaciones.
La vicaría siempre parecía llena de risas y Lady Margaret prodigaba todo el
amor que encerraba su corazón, por lo que todos la adoraban.
Cuando murió, tus feligreses la lloraron de forma conmovedora, casi como, si
se tratara de uno de sus familiares y, en el funeral, Sacha se sorprendió al ver llegar
a gente de todos los rincones del condado.
Asistieron representantes de la mayor parte de las grandes familias, porque
su madre era hermana del Marqués de Langsworth; pero Sacha sabía que era la
gente humilde la que contaba para su madre y que la lloraba porque ella dejaba un
vacío en sus vidas que nadie más podría llenar.
Sacha pensaba, que su tía,: la :actual marquesa, jamás sería llorada de ese
modo y, aunque no le gustaba pensar en ello, no podía menos de pensar que si
Deirdre se convertía en la Duquesa de Silchester sería bondadosa y cordial sólo con
sus iguales, y que no se preocuparía por la gente humilde que vivía en las extensas
propiedades del duque.
Sacha recordó que su padre había dicho siempre que lo más importante que
uno podía dar a los demás era una parte de sí.
Pensó que eso era lo que a ella le habría gustado tener la oportunidad de
hacer, si se casara con un hombre que tuviera a muchas personas trabajando para
él. Entonces, cuando muriera, habría sinceros dolientes en su funeral, como los
hubo en el de su madre.
Pero luego se dijo riendo que aquél no era el momento de pensar en la
muerte.
Por primera vez en su tranquila existencia estaba viviendo plenamente, a
pesar de que seguía considerando reprensible su propia conducta.
“En realidad” pensó, “estoy viendo el mundo fuera de Little Langsworth,
como jamás esperé hacerlo”.
El castillo de su tío no estaba muy lejos de Londres, y como el tren era rápido
y sólo se detenía en tres estaciones, llegaron a la estación de Paddington antes de
las once de la mañana.
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Barbara Cartland La Impostora
Por un momento, Sacha tuvo un acceso de pánico al ver el andén lleno de
gente y los cargadores que forcejeaban por llegar primero que nadie a las puertas
de los vagones, y el ruido de las locomotoras que se encontraban detenidas en la
estación retumbó en sus oídos.
Un guardia llegó a abrir la puerta y detrás de él apareció un hombre delgado
de lentes, de aspecto culto, y que ella estuvo segura de que era el señor Evans.
—¡Buenos días, milady! —dijo él—. El tren llega justo a tiempo, lo cual es poco
usual.
—Gracias por haber venido a recibirme —contestó Sacha extendiendo la
mano.
Como el señor Evans, se mostró sorprendido, ella pensó que tal vez debió
haberlo tratado con más formalidad.
Un cargador recogió su equipaje de mano, que incluía un lujoso estuche de
tocador que Deirdre le había dado.
—¡No puedes darme eso! —había exclamado Sacha al verlo—. Si quieres,
puedes prestármelo y te lo devolveré después.
—Ya no lo necesito —respondió Deirdre con gesto altivo—. Todos los cepillos
están montados en plata, pero ahora tengo un juego de oro que me regaló papá la
Navidad pasada. Iba a tirar éste a la basura, de modo que me alegro que puedas
usarlo.
—Gracias... muchas gracias.
Sacha no pudo evitar el pensar que lo que el marqués había gastado en un
juego de tocador montado en oro, para Deirdre, en la vicaría habría servido para
permitirles vivir con lujo por todo un año.
Sin embargo, se sentía agradecida de que Deirdre, como el hada madrina de
un cuento de hadas, hubiera movido una varita mágica para que ella tuviera cosas
que no había soñado nunca poseer.
La maravillaban los bolsos de mano y todos los accesorios que acompañaban
a los vestidos, que incluían largos guantes de ante y una profusión tal de zapatos y
zapatillas que Sacha, estaba segura de que le durarían por el resto de su vida.
—Tengo dos carruajes esperándola, milady —dijo el señor Evans cuando
Sacha bajó del tren al andén—. Pensé que querría ocupar uno con su doncella, y yo
la seguiré en el otro con el equipaje.
—Gracias, es muy amable de su parte —respondió Sacha. Los carruajes eran
muy lujosos y tenían el escudo de armas de su tío.
Se sentía nerviosa, temiendo que el cochero o el lacayo que iba en el pescante,
y que sin duda conocían a Deirdre, advirtieran que ella no era su joven ama, pero
los sirvientes se limitaron a levantar sus sombreros de copa en un gesto
respetuoso, y cuando Sacha entró en el vehículo comprendió que no se habían
molestado en fijarse en ella.
Tuvieron que cruzar Londres hacia la estación de Kings Cross para abordar el
Expreso Escocés que salía a las doce y media y mientras recorrían las calles
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Barbara Cartland La Impostora
atestadas de gente, Sacha pensó que Lord Gerard había sido muy astuto al
encontrar dos trenes que se conectaban de forma tan conveniente.
Kings Cross le pareció un torbellino de trenes, gente, montañas de equipaje,
guardias que hacían sonar silbatos y movían banderas rojas y locomotoras que
lanzaban al aire chorros de vapor y espesas nubes de humo negro.
El señor Evans había reservado un vagón de primera clase para ellas y le
informó a Sacha que había hecho arreglos para que les entregaran cestas de comida
en cada estación. Además, había ya una cesta en el vagón que contenía el
almuerzo.
Debido a que iban a pasar la noche en el tren, les proporcionaron mantas y
suaves cojines. El señor Evans dio a Sacha una lista de las estaciones en las que se
detenía el tren, de modo que Emily y ella pudieran, si así lo deseaban, bajar y
caminar por el andén.
Con el mayor cuidado, había anotado el tiempo que el tren permanecía en
cada estación y Sacha pensó que nadie hubiera podido haber hecho arreglos más
eficientes para que tuvieran un viaje cómodo.
El señor Evans desapareció entonces para comprar periódicos y un gran
montón de revistas.
—Es muy amable de su parte —dijo Sacha—, pero creo que es un despilfarro
de dinero.
Le pareció que el señor Evans la miraba sorprendido y entonces comprendió
que estaba hablando, no como lo habría hecho Deirdre, sino como ella misma, por
lo que se apresuró a añadir:
—Me había olvidado de lo largo que es este viaje; así que, desde luego, habrá
tiempo suficiente para leerlos todos.
Luego se le ocurrió una idea repentina y añadió:
—Me gustaría saber, señor Evans, si podría comprarme los periódicos
deportivos. Quisiera saber qué caballos han estado ganando en Epsom.
Una expresión satisfecha asomó al rostro del señor Evans y Sacha estaba
segura de que, como los demás miembros del personal del marqués, sabía muy
bien que Deirdre se comprometería pronto en matrimonio con el Duque de
Silchester.
Sin decir una palabra, el señor Evans volvió corriendo al puesto de periódicos
y apareció dos minutos más tarde con tres diarios dedicados a deportes que Sacha
había visto, muy de vez en cuando, en el estudio de su padre.
Ella le dio las gracias y, una vez más, le estrechó la mano. Luego, la puerta del
vagón fue cerrada con llave y el tren se puso en marcha.
El señor Evans retrocedió unos pasos en el andén, inclinando la cabeza en un
gesto respetuoso y Sacha se despidió de él agitando la mano. De nuevo, pensó que
eso era algo que Deirdre no habría hecho, pero que sin duda había dejado
complacido al hombre.
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Barbara Cartland La Impostora
El tren comenzó el largo recorrido que terminaría en Escocia. Fue un viaje
muy largo, pero Sacha disfrutó de él de principio a fin.
Las cestas que ella y Emily recibían en cada una de las estaciones importantes
hacían que cada comida pareciera un picnic, pero Sacha, a diferencia de Emily,
comió muy poco.
Bajaron en Crewe, porque Sacha tenía mucho interés en ver la estación,
aunque se dio cuenta de que Emily estaba muy agitada, temiendo que el tren se
fuera y las dejara.
Cuando llegó la noche, Sacha arregló los cojines en los asientos y, quitándose
su elegante sombrero, lo colocó con cuidado en el porta equipaje, antes de
acostarse y cubrirse con una manta.
Le resultaba difícil hacer esto, porque la crinolina que llevaba era tan grande
que se levantaba por el aire. Pero no había nadie que pudiera ver las lindas
enaguas adornadas de encaje que traía abajo, excepto Emily, quien al principio se
mosteo muy renuente a acostarse.
—Creo que prefiero ir sentada, señorita, por si algo sucede.
—Acaso piensas que por ir sentada no sucederá? —replicó Sacha—. No seas
tonta, Emily, y aprovecha la oportunidad de dormir ahora que puedes hacerlo. Y
creo que te sentirás más cómoda sin tu chal y tu sombrero.
Emily se convenció al fin de que el tren no se descarrilaría y se quedó
dormida, mientras Sacha seguía despierta, pensando en lo que le esperaba.
AI mediodía del día siguiente, cuando pasaron la frontera con Escocia,
Sacha se sintió muy emocionada.
—Siempre había deseado visitar Escocia, Emily —comentó—. Imagínate,
estamos ahora en la tierra de los páramos y los brezos; allí donde los caballeros
cazan guacos en lugar de faisanes, y donde abundan los salmones en los ríos.
—A mí me parece un poco solitaria, señorita —contestó Emily asomándose
por la ventanilla, pero Sacha no la escuchaba.
—Esta es la tierra que ha producido grandes estadistas, exploradores y
pioneros.
Hablaba con voz alta para sí misma, pues sabía muy bien que Emily no
comprendería.
Todo le pareció muy romántico y sólo deseó haber venido a Escocia un poco
más tarde, cuando los brezos adquirían un color púrpura y los guacos cruzaban los
páramos en dirección de los valles.
De todos modos, aquel paisaje de lagos, bosques y altas colinas era
encantador tal como soñó que sería Escocia.
El horario que el señor Evans había preparado con tanto cuidado, indicó a
Sacha que llegarían a la estación correspondiente al Castillo de Strathconna a las
tres de la tarde.
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Barbara Cartland La Impostora
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Barbara Cartland La Impostora
Entonces tendría que ponerse en contacto con Deirdre y decirle lo que había
sucedido y podía muy bien imaginarse lo furiosa que se pondría su prima y cómo
la despreciaría por haber sido una tonta al dejar que la descubrieran.
“Por favor, Dios mío, no permitas que él adivine que no soy Deirdre”, oró
Sacha desde el fondo de su corazón.
Casi antes que las palabras hubieran terminado de formarse en su mente, el
carruaje se detuvo.
La puerta de entrada era enorme y estaba provista de grandes clavos
metálicos. y en la escalinata, frente a la puerta, había dos sirvientes ataviados con
faldas a cuadros, semejantes a la que lucía el hombre que la había esperado en la
estación.
Cuando la puerta del carruaje se abrió, Sacha sintió que el corazón le daba un
vuelco en el pecho y que una docena de mariposas aleteaban en su estómago.
—¡Bienvenida al castillo de Strathconna, milady! —exclamó con fuerte acento
escocés uno de los hombres al verla bajar.
—Gracias —contestó Sacha con timidez—. Me alegra mucho estar aquí.
El sirviente, que a todas luces era el mayordomo, avanzó delante de ella.
Después de cruzar por un amplio vestíbulo, de cuyos muros colgaban muchas
cabezas de ciervos disecadas, subieron por una ancha escalera que conducía al
primer piso.
Vagamente recordó que alguien, su papá o su mamá, le había dicho que en
los castillos escoceses las habitaciones principales estaban siempre en el primer
piso, aunque no podía recordar ahora la razón de ello.
Cuando llegaron al amplio descanso un sirviente vestido también con falda
escocesa abrió las altas puertas dobles frente a ellos y anunció:
—¡ Lady Deirdre Lang, su señoría!
Por un momento, Sacha se sintió tan asustada que no pudo ver otra cosa que
el sol de la tarde que penetraba a través de tres grandes ventanales.
Luego vio que, en el extremo más lejano de la habitación, una anciana dama
de blancos cabellos acababa de levantarse de la silla donde había estado sentada.
La duquesa viuda parecía muy vieja, aunque era indudable que en su
juventud debió haber sido muy hermosa.
Su rostro, suave y gentil, hizo que Sacha recordara a su madre.
—Qué amable ha sido al haber venido, querida mía —dijo la duquesa cuando
Sacha llegó ante ella y le hizo una reverencia—. Me siento encantada de conocerla
y sé lo emocionado que se pondrá Terence al saber que está usted aquí.
—Ha sido usted muy bondadosa al haberme invitado—respondió Sacha—.
¿Cómo está... su señoría?
Ella comprendió que eso era lo primero que debía preguntar, pero no estaba
segura de cómo debía referirse al duque, ya que no estaban, todavía, oficialmente
comprometidos.
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Barbara Cartland La Impostora
—Tengo mucho que contarle sobre él —contestó la duquesa—, pero sé que
primero querrá lavarse, tomar el té y, supongo, cambiarse de vestido.
Empezó a reír con suavidad.
—Sé cómo se siente uno después de ese largo viaje por tren, el cual me parece
cada vez más agotador cuando voy al sur.
—A mí me pareció muy interesante—comentó Sacha—, porque nunca había
estado en el norte de Inglaterra, y mucho menos en Escocia.
Al decir eso se aferró a la esperanza de no estar cometiendo un error.
Esperaba que Deirdre no hubiera ido nunca a Escocia, pues, de haberlo hecho, ella
se habría enterado por la gente del pueblo.
—Entonces, es una experiencia que estoy segura, que repetirá —contestó la
anciana—, porque Terence viene aquí todos los años a pescar salmones.
Sacha se sintió satisfecha al darse cuenta de que había tenido razón al
suponer que ésa era la razón de la visita del duque.
La duquesa la condujo a través de un largo pasillo, donde el piso estaba
cubierto de lana escocesa a cuadros a modo de alfombra, hasta una alcoba que se
encontraba en la misma planta que el salón.
Esta tenía, además de una amplia cama de cuatro postes, una gran chimenea,
en la que ardía un leño.
—Todos los que vienen del sur —explicó la duquesa—, temen mucho al frío
de nuestra tierra; así que ordené que encendieran el fuego en su dormitorio,
querida mía.
—Fue muy amable de su parte —exclamó Sacha—, ¡y qué dormitorio tan
precioso!
Se asomó por la ventana y notó que la vista era la misma que apreciaba desde
el salón. Frente a ella se extendían los páramos que se perdían en el lejano
horizonte y, al pie del castillo, había un gran lago.
—Está usted mirando el Loch Conna —explicó la duquesa—, y mientras está
con nosotros le contaré las leyendas que existen sobre él, las cuales, estoy segura, le
parecerán muy interesantes.
—Por supuesto que quiero escucharlas.
—Y aquí está la señora Macdonald —continuó la duquesa—, que es mi ama
de llaves y la atenderá. Cuando haya terminado de tomar el té ya habrán subido su
equipaje, y podrá cambiarse de vestido antes de visitar a Terence.
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Barbara Cartland La Impostora
Había servidos todo tipo de pastelillos, bizcochos y galletas y la miel que se
hacía en el otoño con los capullos de los brezos, era más oscura que cualquier otra
que ella hubiera probado antes.
La duquesa se refirió a un bizcocho especial de jengibre que era el preferido
de su nieto, quien solía llevarlo con sus emparedados en el almuerzo que le
preparaban cuando iba a pescar.
—Si como todo esto —exclamó Sacha—, ¡estaré muy gorda cuando me vaya
de aquí!
La duquesa se echó a reír.
—En el norte nos enorgullecemos de tener mejores alimentos que en el resto
de las Islas Británicas y es cierto que nuestras comidas son muy sustanciosas.
—Me imagino que usted es escocesa —observó Sacha, pensando que debía
habérselo preguntado a Deirdre.
—Por supuesto que lo soy. Nací con el apellido de Macdonald. Cuando mi
esposo, el segundo duque, murió, comprendí que me sentiría más feliz en mi
tierra, con mi propia gente, que viviendo entre tanto Sassenach1.
—¿Y vive usted sola aquí todo el año?
—Tengo muchos parientes y amigos que viven cerca de mí —contestó la
duquesa—. Y en Escocia nadie hace alharaca por los viajes largos, como en
Inglaterra. Los invitados recorren gustosos en su carruaje diez o veinte kilómetros
para asistir a una fiesta y es muy común quedarse a dormir donde uno cenó.
—Eso me parece muy grato y muy sociable.
—Lo es, en efecto. Y ahora, si ha terminado ya, creo que debe cambiarse de
vestido y venir a ver a Terence, quien debe estar ansioso de darle las gracias por
haber venido desde tan lejos.
Como la duquesa no se levantó de su sitio, frente a la mesa del té, Sacha
esperó, comprendiendo que tenía algo importante que añadir.
—Yo quería que usted viniera —empezó a decir la duquesa—, porque
Terence ha estado muy deprimido, muy preocupado por sus ojos y sé que usted
levantará su ánimo.
—¿Qué puedo hacer para... ayudar?
La duquesa se detuvo antes de decir:
—Los doctores se sienten muy optimistas, pero han insistido en que debe
seguir con los ojos vendados hasta tener la seguridad de que la luz no les afectará,
como sucede algunas veces después de un accidente.
—¿Usted no... cree que el duque quedará... ciego para siempre? —preguntó
Sacha con inquietud.
—Sé que eso lo está preocupando. Me gustaría que lo convenciera de que
confiara en los doctores y en su buena suerte, que lo acompaña no sólo en la pista
de las carreras de caballos, sino en todo lo demás.
La duquesa suspiró antes de añadir:
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Término despreciativo que dan los escoceses a los ingleses. N. del T.
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—Pero fue mala suerte que pisara una trampa de escopeta que alguien puso
en un lugar, río arriba, que casi nunca visitan los pescadores.
—¡Creo que las trampas de escopeta son horribles y crueles! —exclamó Sacha
impulsivamente, sin pensar en que podía parecer una descortesía una crítica tan
directa.
—Estoy convencida de que tiene razón —reconoció la duquesa— y ya he
dado instrucciones a mis guardabosques para que no vuelvan a usarlas dentro de
mi finca.
—Me alegra mucho saberlo. Pero, ¿son muy graves las heridas que recibió su
señoría?
—Ya le extrajeron del cuerpo varios trozos de metal, y los doctores se
sintieron muy complacidos al ver la rapidez con que curaron sus heridas. Debido a
que es un hombre tan fuerte y sano, cicatrizaron con increíble rapidez y ninguna
de ellas se infectó.
La duquesa se detuvo antes de continuar:
—Pero tienen que hacerle otra operación para extraerle el último trozo de
metal, aunque por ahora debe estar tan quieto y tranquilo como sea posible, sobre
todo para que sus ojos se recuperen por completo.
—Comprendo —contestó Sacha.
—Lo que debe usted hacer, querida mía, es convencerlo de que los doctores
tienen buenas razones para ordenarle reposo y de que no debe desobedecer sus
instrucciones.
—Trataré de hacerlo.
La duquesa se puso de pie.
—Ahora, vaya a su cuarto a cambiarse enseguida. La esperaré en el salón.
Sacha se dirigió a su dormitorio y encontró allí a Emily, quien, con la ayuda
de la señora Macdonald y de otras dos jóvenes doncellas, estaba sacando la ropa de
los baúles.
Ella había dirigido una mirada superficial a la ropa que Deirdre le había
regalado, porque Hannah ya tenía casi listo un baúl y estuvieron muy ocupadas
discutiendo lo que Sacha debía ponerse para el viaje.
Ahora vio que el guardarropa estaba lleno de vestidos de todos los colores y
de todos los materiales imaginables.
Se sintió muy optimista y pensó que nada podía ser más emocionante que
vestir, por primera vez en su vida, las elegantes creaciones de la calle Bond. Todos
debían quedarle muy bien, porque Deirdre y ella tenían el cabello y los ojos del
mismo color. Contribuirían a hacerle sentir que era parte de este castillo de cuento
de hadas, en una tierra que era tan hermosa y emocionante como decían las
leyendas que había leído de niña.
La señora Macdonald había sacado ya del guardarropa un traje muy atractivo
de color verde hoja que llevaba una crinolina adornada con lazos de terciopelo.
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Las mangas y el escote estaban bordeados de fino encaje y completaban el
conjunto unas zapatillas de terciopelo verde y un lazo del mismo material para la
parte posterior de la cabeza.
Emily le arregló el cabello en el mismo estilo que usaba Deirdre y cuando
Sacha se miró al espejo le sonrió una imagen que no parecía la suya, sino la de su
prima.
Entonces recordó que la duquesa estaba esperando y corrió hacia el salón.
—Fue muy rápida, querida mía! —exclamó la duquesa—, ¡y está preciosa!
Terence me dijo que era la muchacha más hermosa que había visto en su vida y
ahora comprendo que no exageraba.
—Es usted muy amable al decir eso, milady —contestó Sacha con timidez.
—Lo único que me entristece es que él no pueda verla con ese hermoso
vestido. Pero sé que es sólo cuestión de tiempo antes que vuelva a estar
completamente bien.
Ahora caminaban por el pasillo y la duquesa dirigió a Sacha una leve sonrisa
al añadir:
—Como buena escocesa, creo que soy… clarividente. Y cuando digo que
Terence se recuperará por completo, estoy profetizando que así será.
—Eso espero yo también —respondió Sacha.
Como sabía que en un momento más vería al duque, le asaltó de nuevo el
temor de que él pudiera descubrir que era una impostora. Las mariposas
empezaron a aletear de nuevo en su estómago y la voz se le ahogó en la garganta.
Casi al final del pasillo llegaron a una puerta muy alta de aspecto
impresionante. La abrió en el acto un hombrecillo de aspecto nervioso que dijo con
mucho respeto:
—¡Buenas tardes, señora duquesa! ¡Buenas tardes, milady!
—¿Cómo está su paciente, Tomkins? —preguntó la duquesa.
—Creo que su señoría está mejor.
La duquesa se volvió hacia Sacha.
—Tomkins ha estado con mi nieto desde que éste se hizo hombre. Es capaz
de cuidar un enfermo con más solicitud que cualquier persona que los doctores
hubieran podido enviar y, en muchos sentidos, es mejor que los propios médicos.
¿No es cierto, Tomkins?
—No voy a desmentir a la señora duquesa cuando dice tan grandes verdades
—contestó Tomkins con una sonrisa.
La duquesa rió de buena gana.
Se encontraban en un pequeño vestíbulo y ahora Tomkins lo cruzó para abrir
una puerta.
—¡Aquí están la señora duquesa y Lady Deirdre, su señoría!
Sacha contuvo el aliento cuando entraron en una amplia habitación, donde
pudo ver a un hombre acostado en una enorme cama de cuatro postes, cuyos ojos
tenía cubiertos con una venda.
29
Barbara Cartland La Impostora
La duquesa se acercó a la cama.
—Deirdre está ya aquí, Terence —dijo—, después de haber hecho un largo y
cansado viaje desde Inglaterra. No sabes cuánto me alegra haberla conocido y
darme cuenta de que decías la verdad al asegurarme que era muy hermosa.
—¿Estás allí, Deirdre?
La voz del duque era baja y muy profunda.
Después de un segundo, tratando de vencer su temor, Sacha avanzó para
pararse junto a la cama, contestando con una voz que sonó extraña aun a sus
propios oídos:
—¡ Sí... aquí... estoy!
—Te agradezco mucho que hayas venido.
El duque extendió una mano y Sacha, al comprender que era eso lo que se
esperaba de ella, se la tomó.
Advirtió, al tocarlo, que estaba temblando, y se aferró a la esperanza que él
no se hubiera dado cuenta cuando cerró los dedos en torno a los suyos.
—¡Estás muy fría! —exclamó el duque.
—Mandé encender el fuego en su dormitorio —intervino la duquesa a toda
prisa.
Sacha trató de pensar en algo que decir, pero sólo estaba consciente de la
presión de los dedos del duque y de la energía que se desprendía de ellos.
No hubiera podido explicárselo; pero no había duda de que había algo en él,
algo que lo hacía diferente a los demás, algo que podía percibir al cálido contacto
de su mano.
Como si comprendiera su turbación, la duquesa sugirió:
—Los voy a dejar solos, porque estoy segura de que tienen muchas cosas qué
decirse. No creo, querida Deirdre, que deba permanecer mucho rato, porque usted
es la primera visita que ecibe Terence, aparte de mí, desde luego. Además, sin
duda estará muy cansada y desea descansar un poco antes de cenar.
Sin esperar respuesta salió de la habitación y cuando la puerta se cerró tras
ella Sacha notó que el duque la tenía todavía tomada de la mano.
—¡Me sorprende que hayas venido! —exclamó él.
—¿De veras?
—No pensé que vendrías, aunque mi abuela me dijo que te había escrito
pidiéndote que lo hicieras.
—Sentí mucho lo de... tu... tu accidente.
—¿De verdad te preocupó?
—¡Por supuesto! Fue... terrible para ti y tu abuelita ha ordenado que no haya
más trampas de escopeta. Papá siempre ha opinado que son... diabólicas.
En aquel momento Sacha comprendió que estaba hablando por su propia
cuenta y no como lo haría Deirdre. Esperó que el duque no sospechara que su tío
estaba dispuesto, recurriendo a cualquier medio, a evitar que alguien dañara o
robara sus preciosos faisanes.
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Barbara Cartland La Impostora
El duque le soltó la mano y Sacha, mirando a su alrededor; vio una silla
detrás de ella y se sentó.
Ahora que podía mirarlo con más tranquilidad, advirtió que el duque era un
hombre muy apuesto.
Admiró su rostro: frente amplia, cabello oscuro peinado hacia atrás, perfil
aristocrático, boca firme y decidida y una mandíbula cuadrada.
Tuvo la impresión de que, cuando no tenía los ojos vendados, debía ser un
hombre muy impresionante y autoritario. Pero, como estaba acostado, no le inspiró
tanto temor como al principio.
—¿A qué bailes y fiestas tuviste que renunciar para venir a verme? —
preguntó el duque con acento un tanto burlón.
—No me... preocupé por eso... porque me afligí mucho por lo que te había
sucedido, respondió Sacha.
—Me siento honrado y, por supuesto, muy halagado —contestó el duque—;
pero, con franqueza, hubiera apostado cien contra uno a que encontrarías alguna
excusa para no venir a Escocia ¡Sé cómo te disgusta el campo!
—Pero, ¿cómo podría disgustarle a alguien un lugar tan hermoso como este
castillo?
Casi como si estuviera hablando consigo misma, Sacha agregó:
—Cuando venía hacia aquí, me pareció estar regresando al pasado. Podía
imaginarme a los escoceses reunidos en los pequeños valles, lanzándose de noche
al ataque de otro clan para robarle sus ovejas y su ganado.
El duque no dijo nada y ella continuó:
—Pensé en ellos, también, escondidos cuando los vikingos descendían sobre
los pueblos, a través del Mar del Norte, y arrasaban las aldeas. ¿Y quién puede
venir a Escocia y no pensar en el Príncipe Bonnie Charlie, y la lealtad y el amor que
despertó entre los escoceses durante aquella cruzada que habría de terminar de
forma tan desastrosa?
Temblaba un leve sollozo en la voz de Sacha, porque la tragedia del Joven
Pretendiente siempre la había conmovido mucho; pero luego, temiendo haber
dicho demasiado, guardó silencio.
—Me sorprendes de veras, Deirdre —respondió el duque—. Jamás imaginé
que pudieras sentirte así y así es como yo mismo me siento cuando estoy en
Escocia.
—¿Piensas en el pasado cuando estás pescando?
—Algunas veces, pero casi siempre estoy muy ocupado observando la
llegada de algún salmón, para asegurarme de lanzar el anzuelo en el momento
oportuno.
—Debe ser fascinante!
—¿Quieres decir que te gustaría aprender a pescar?
—¡Me encantaría! —repuso Sacha con voz ansiosa.
31
Barbara Cartland La Impostora
Entonces recordó que eso era algo que nunca sucedería, pues cuando el
duque estuviera lo bastante bien para pescar de nuevo, ella estaría de regreso en la
vicaría, y él en compañía de Deirdre.
—Eso me ayuda a tratar de curarme lo más pronto posible—dijo él.
—Sabes que tienes que hacerlo —contestó Sacha—. Si uno es lo bastante
decidido en la vida, siempre obtiene lo que quiere.
—¿Esa es tu filosofía?
Sacha se quedó pensando un momento antes de responder:
—La fuerza de voluntad en la que yo creo: concentración, meditación y el
elevar nuestras preces a Dios, siempre triunfa, si la
causa es correcta.
Hablaba como lo haría con su padre, y aunque no podía ver la
expresión del rostro del duque debido a sus vendajes, le pareció
que se sorprendía.
—¿Me estás diciendo que has estado rezando por mí, Deirdre?
—preguntó él.
Por supuesto que he rezado por tí! —contestó Sacha.
Al decir eso, recordó que, si pudiera ser del todo sincera, debería añadir que
también había rezado porque él la aceptara por lo que pretendía ser, y que no
sospechara que se trataba de otra persona.
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Barbara Cartland La Impostora
Capullo 3
SACHA despertó y por, un momento, no supo dónde se encontraba. El
sol que entraba por los resquicios que dejaban al descubierto las cortinas permitía
distinguir la enorme habitación de alto techo, la chimenea donde un gran leño se
había convertido en cenizas y los postes tallados de la cama.
¡Estaba en Escocia!
Recordó entonces que se había despedido del duque y que, al volver a su
dormitorio había encontrado a Emily esperándola.
—Su baño todavía no está listo, milady —le dijo Emily—. ¿Por qué no se
recuesta a descansar? Tiene media hora aún y estoy segura de que debe sentirse
muy cansada.
—Es cierto —había reconocido Sacha.
Como no tenía objeto negarse, dejó que Emily le pusiera un camisón y se
deslizó entre las sábanas de la gran cama.
Apenas su cabeza tocó la almohada se durmió y ahora comprendió que no se
había despertado a tiempo para la cena y que había dormido toda la noche sin
interrupción.
Había estado muy cansada, no sólo porque había dormido muy poco en el
tren, sino por las tensiones sufridas al visitar al duque, temiendo que él se diera
cuenta de que era una impostora.
Pero como había pasado bien su primera prueba, eso la hizo caer en un
profundo y tranquilo sueño y ahora despertaba a un mundo nuevo.
Se sentó en la cama. Su primer impulso fue saltar y abrir las cortinas, pero
comprendió que Deirdre habría llamado primero a Hannah y que no hubiera
pensado en moverse hasta que le tuvieran todo listo.
Estaba segura de que Emily tardaría bastante tiempo en llegar debido a lo
grande que era el castillo, pero sólo pasaron unos minutos antes que ella entrara en
la habitación.
—¡Ya está despierta, milady! —exclamó Emily—. Durmió muy bien.
—Me temo que no bajé a cenar con la señora duquesa y ésa es una descortesía
—contestó Sacha.
Emily cruzó la habitación para descorrer las cortinas.
—Anoche, milady —replicó Emily—, la señora Macdonald vino a ver si todo
estaba bien y cuando la vio tan profundamente dormida fue a preguntar a la
señora duquesa si debía despertarla.
—Supongo que ella dijo que no.
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Barbara Cartland La Impostora
—Su señoría pasó mala noche, señora duquesa. Me temo que está en uno de
sus momentos de depresión.
—¡Oh, cielos! —exclamó la duquesa—. En ese caso, creo que sería mejor que
Lady Deirdre lo viera a solas. Ella está más capacitada que yo para levantarle el
ánimo.
Colocó su mano en el brazo de Sacha al decir:
—Alégralo, querida. No debe dejarse abatir, pues necesita de todas sus
fuerzas para la próxima operación y, por supuesto, para que sus ojos se curen.
Sin esperar a que Sacha contestara, se volvió por donde habían llegado y
Tomkins esperó un momento antes de abrir la puerta que conducía al dormitorio
del duque.
—Lady Deirdre está aquí para verlo, su señoría.
Sintiéndose muy nerviosa, Sacha se acercó a la cama.
Le pareció que el duque estaba más sumido en las almohadas que el día
anterior y cuando pudo ver su rostro con claridad advirtió que tenía la boca
apretada en una delgada línea.
Estaba segura de que, tras las vendas, se ocultaba una mirada tormentosa y
de que tenía el ceño fruncido.
—Es un día precioso —comentó ella—, y siento como si Escocia me estuviera
dando con él una bienvenida especial. ¿Quieres que te describa cómo se ve hoy el
panorama?
Hubo una pausa y el duque pareció sorprendido al escucharla. Luego,
exclamó en un tono desagradable:
—Sí, será mejor que me digas lo que ves, puesto que yo estoy ciego y lo más
probable es que siga así. No puedo hacer otra cosa que escuchar.
Sacha se dirigió hacia una de las ventanas y se asomó para mirar hacia afuera.
—Es tan hermoso —dijo—, que no hay palabras con qué describir los
diferentes tonos de luz de los páramos y el reflejo del cielo sobre el lago... todo es
tan luminoso que parece mucho más brillante que el sol en el sur.
—¡Muy poético! —comentó el duque y ella comprendió que estaba siendo
sarcástico—. Como es posible que tenga que depender de tus descripciones por el
resto de mi vida, me alegro de que sepas manejar bien el idioma.
Sacha se acercó de nuevo a la cama.
—¿Cómo puedes ser tan tonto para dudar que vas a recobrar la vista? —
preguntó.
—No quiero hablar de ello —contestó el duque con brusquedad—. Bastante
malo es estar acostado aquí, ciego e inútil, para tener que expresarlo con palabras.
—¿Esa es la actitud que estás tomando respecto a ti mismo? —preguntó
Sacha—. Porque, si es así, es lo más insensato que podrías hacer.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿No te has dado cuenta de que nos volvemos lo que pensamos? Y no me
refiero sólo al plano mental, sino al físico.
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Barbara Cartland La Impostora
—¡Esas son tonterías!
—Sin duda debes haber leído libros y escuchado historias de personas que se
curaron inesperadamente, porque creyeron.
—¿Estás hablando de milagros? —preguntó el duque.
—Los milagros son los ejemplos más espectaculares de curación aceptados
por la iglesia. Son casos lo bastante importantes como para que se les registre en
libros que todos podemos leer. Pero diariamente ocurren pequeños milagros que
pasan inadvertidos y que son ejemplos, sin embargo, de lo que se logra pensando
los pensamientos correctos. Puedes llamarlo “fe”, si así lo prefieres.
Hubo una larga pausa y Sacha comprendió que el duque estaba meditando
acerca de, ello, pero luego contestó de forma casi agresiva, como si deseara
comenzar una discusión:
—No creo que exista ninguna prueba médica de lo que estás diciendo. Los
fanáticos de todas las religiones creen que pueden depender de fuerzas
sobrenaturales, porque son demasiado débiles para ayudarse a sí mismos.
—La fe religiosa puede ser muy espectacular y tiene resultados asombrosos.
Uno sólo tiene que pensar en la Meca, por ejemplo, o en los Hombres Santos de la
India, o en la larga lista de santos católicos que, de acuerdo con la Iglesia,
realizaron innumerables milagros.
Se detuvo y como el duque no dijera nada, se apresuró a añadir:
—Hablo de la gente común que logra aliviarse de sus males porque cree, con
su mente y su corazón, que se pondrá bien.
—¿Has estado alguna vez en contacto con gente así? —preguntó el duque y el
escepticismo de su voz reveló a Sacha que pensaba que ella estaba inventando todo
aquello para impresionarlo.
Sacha pensó a toda prisa, recordando que Deirdre nunca había tenido como
ella, contacto con la gente pobre. Pero como deseaba continuar discutiendo con el
duque y estaba segura de tener la razón, explicó:
—Mi tío es el vicario de Little Langsworth. Es un hombre muy bueno y con
frecuencia me ha hablado de las personas a las que ha ayudado a curarse,
induciéndoles a creer firmemente que se aliviarían de sus males.
Como pensó que esto parecía plausible, continuó diciendo:
—Su esposa, mi tía Margaret, los ayudaba aconsejándoles que comieran la
comida adecuada y recetándoles cocimientos de yerbas y otros productos
naturales, los cuales contribuían a curar sus males y a devolverles la salud.
—Lo que estás diciendo, a final de cuentas —observó el duque—, es que tanto
mi modo de pensar como de comer son equivocados.
Como él parecía estarse burlando de ella, Sacha se quedó callada por un
momento.
—Tal vez me consideres... presuntuosa —dijo—, pero yo sé que, si estuviera
en tu lugar, jamás permitiría que.... los malos pensamientos retardaran mi
curación.
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Barbara Cartland La Impostora
—Supongo que por “malos pensamientos” te refieres a mi temor de quedar
ciego para siempre.
—Estoy segura de que no hay la menor posibilidad de que eso suceda —
contestó Sacha—, pero puedes prolongar el tiempo en que tendrás que llevar una
venda y retardar el proceso curativo que, debido a que eres joven y fuerte, debía
ser muy rápido.
—¿De veras crees que sabes lo que estás diciendo? —preguntó el duque.
—Tal vez te parezca vanidosa, pero lo sé. Es lógico y sensato si piensas en
ello.
—Muy bien —concedió el duque—. Escucharé tus argumentos si me los
explicas con más claridad. Pero no voy a aceptar lo que me dices, porque no es sino
una fantasía, sin ninguna base médica ni científica.
Sacha se echó a reír.
—Mi tía siempre decía que la gente trata a los doctores como si tuvieran
poderes divinos, pero la verdad es que son sólo hombres comunes que juegan con
medicinas que ellos mismos nunca han probado y que muchas veces no entienden.
—Es una opinión llena de menosprecio.
—Lo... siento, perdóname —dijo Sacha a toda prisa—. No quiero minar tu
confianza en los doctores. Sólo quiero que comprendas que, si te ayudas con la
mente, puedes curarte tú mismo.
—Estoy dispuesto a escuchar tus extraordinarias ideas sobre el tema; así que
dime qué esperas que yo haga...
Sacha observó el movimiento de los labios de él y comprendió, como si
hubiera podido observar la expresión de sus ojos, que no creía en lo que ella estaba
diciendo y que le parecía impertinente que lo estuviera sermoneando.
Se levantó de la silla en la que había estado sentada junto a la cama.
—Voy a traerte algo que me gustaría leerte y que tal vez te ayude a
comprender lo que trato de decir —señaló.
Sin esperar a que él respondiera, salió corriendo de la habitación y recorrió el
pasillo en dirección de su dormitorio.
Sacha había llevado consigo, porque pensaba que la apoyarían y le darían
valor, dos de los libros que había escrito su padre.
Los conservaba junto a la cabecera de su cama y casi siempre leía pequeños
párrafos por la noche, después de haber dicho sus oraciones.
Tomó uno de ellos y volvió al dormitorio del duque, cerrando la puerta tras
sí.
El no dijo nada y ella volvió a sentarse a su lado. Tenía la impresión de que la
había estado esperando y de que estaba, al menos, interesado en lo que ella le iba a
decir.
Como estaba un poco jadeante por la prisa con que había salido, dio vuelta a
las páginas con lentitud, hasta encontrar lo que deseaba. Entonces dijo:
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Barbara Cartland La Impostora
—Sé que en estos momentos no estás de acuerdo conmigo cuando te digo que
si piensas sólo en la desventura de ser ciego retardarás tu curación. Pero quiero
que pienses en la luz... en la luz que, para los griegos, constituía la vida misma.
El duque no habló y ella levantó el libro para leer con voz baja:
—Al amanecer, Apolo se lanzó a través del cielo. Su cuerpo, intensamente
viril, brillaba con un millón de puntos de luz, curando todo lo que tocaba,
haciendo germinar las semillas y desafiando los poderes de la oscuridad.
Se detuvo, preguntándose si el duque diría algo, pero aunque él no se movió
siquiera ella comprendió que la estaba escuchando y continuó diciendo:
—No era sólo el sol. Era también la luna, los planetas, la Vía Láctea y las más
tenues estrellas; era el brillo del oleaje; la luz intensa de unos ojos y el rostro
radiante de una muchacha. Era el extraño resplandor de los campos en las noches
oscuras. Y siempre que un manantial brotaba de una montaña, él estaba presente
en el momento en que surgía a la luz.
Bajó el libro sobre sus rodillas y dijo:
—¡ La luz cura! Esa es la luz en la que yo quiero que pienses: la luz que es
sagrada, la luz que es la vida misma.
El duque callaba aún y como ella se sintió de pronto turbada, se puso de pie y
se acercó de nuevo a la ventana.
Contempló las variantes luces de los páramos que iban desde el púrpura al
dorado, el brillo del sol en las piedras y el azul del cielo y supo entonces que sólo
los griegos hubieran podido poner en palabras lo que estaba viendo.
Procedente de la cama oyó una voz que decía:
—¿En dónde estás, Deirdre? ¡Quiero hablar contigo!
—Estoy aquí—contestó Sacha volviendo a toda prisa al lado del duque—. Me
fui a la ventana porque temía que estuvieras.... enfadado por lo que acababa de
decirte.
—No estoy enfadado en modo alguno —contestó el duque—; sólo
sorprendido. No imaginaba que supieras esas cosas y, desde luego, son nuevas
para mí.
—Pero tú debes haber estudiado a los griegos cuando estuviste en la
universidad, ¿no?
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Si uno lee una vez sobre los griegos, no puede olvidarlos nunca.
Como si quisiera evadir la cuestión, el duque respondió con cierta
brusquedad:
—Pensaré en lo que me has dicho y eso, por supuesto, incluye la mente.
—Mi cura también incluye el consumir los alimentos adecuados.
—¡No creo que mi abuela se mostrara muy complacida si te oyera decir eso!
—Estoy segura de que la comida aquí es excelente para ti, por lo general.
¿Qué puede ser mejor que el salmón fresco, recién sacado del río, o el guaco cazado
en los páramos?
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Barbara Cartland La Impostora
—No en esta época del año.
—Ya lo sé. Cuando venía hacia acá pensé que me gustaría muchísimo ver los
brezos en flor, que deben ser todavía más hermosos que ahora.
—Eso es fácil —respondió el duque—. Volveremos aquí en agosto.
Sacha sintió un leve acceso de pena, porque él podría volver cuando quisiera,
pero ella no volvería jamás. Era muy poco probable que pudiera ver los páramos
cubiertos de capullos púrpura o las aves volando sobre ellos.
—Estoy esperando —dijo el duque—. ¿En qué estás pensando?
—En lo hermoso que debe verse todo en agosto, aunque me cuesta trabajo
creer que pueda ser más bello de lo que es en estos momentos.
—Tengo interés en saber cuáles son los alimentos que tienen poderes mágicos
para cuidar mi cuerpo.
Una vez más, Sacha se dio cuenta de que estaba siendo sarcástico, y aunque
ella deseaba no haber iniciado esta conversación, de algún modo se sentía obligada
a responderle.
En el fondo de su corazón, sabía que lo que iba a decirle le ayudaría, como
había sucedido con tantas personas a las que su madre había ayudado en el pasado
y Sacha habría considerado perverso de su parte dejar a alguien en la ignorancia de
tan sencillos principios.
—Supongo —empezó a decir—, que como en Escocia la estación está más
avanzada que en Inglaterra en lo que a las verduras y frutas se refiere, será fácil
encontrar aquí en el huerto todas las cosas que curan, a la vez que nutren.
—¿Cuáles son?
—Primero: para tus ojos, debes comer zanahorias frescas y tiernas, y tantas
verduras verdes como sea posible. Estoy segura de que debe haber guisantes,
coles, espinacas y otros similares.
—Supongo que ya los estoy comiendo.
—Pero no crudos, me imagino, ni en las cantidades suficientes. Sacha titubeó
un momento y luego añadió:
—Me gustaría sugerir, si crees que tu abuela no se ofenderá por ello, que la
cocinera te prepare jugo de zanahoria, que te sirvan ensaladas con cada comida y
tal vez un plato de verduras muy tiernas.
El duque rió al escucharla.
—¿De veras sugieres que estos alimentos comunes son mejores que las
píldoras, tabletas y pociones que me recetan los doctores?
—No voy a compararlos —repuso Sacha en voz baja—, pero las verduras son
proporcionadas por Dios, no por una fábrica, y, por lo tanto, son puras y están
llenas de la bondad que procede de la tierra.
—¿Cómo sabes todo esto?—preguntó el duque de forma inesperada—. ¿Has
estado leyendo libros sobre ideas de moda, o lo has inventado todo para hacerme
olvidar mi depresión?
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—Por el momento, puesto que no puedes ver a una persona a los ojos, para
ver si miente o dice la verdad, tendrás que usar tu instinto, y eso es algo que todos
nosotros hemos descuidado mucho.
—¿Quieres decirme que mi instinto debe ser tan agudo como para juzgar el
carácter de una persona sin tener ninguna referencia y sin poder saber, al verla, si
me está engañando o no?
—¡Eso es lo que quiero decir! Puedes saberlo por el tono de su voz y, lo que
es más importante, por lo que sientes cuando ella está cerca de ti.
—Se me ocurre una idea mejor que ésa.
En ese momento, el duque extendió la mano, diciendo:
—Déjame tocarte. Será casi lo mismo que mirarte. Sabré entonces si me estás
diciendo la verdad o si estás mintiendo.
Por un momento Sacha titubeó. Casi tenía miedo de que él la tocara, pues su
instinto podría advertirle que ella no era quien pretendía ser.
Se dijo que había sido un error el haber iniciado este tipo de conversación,
pues comprendía ahora que era muy poco probable que Deirdre hubiera hablado
de ese modo. Su prima no debía saber mucho sobre lo grIegos, ni de cómo podía
curarse la gente o qué alimentos debía comer.
“He sido una tonta”, pensó, invadida por un repentino pánico, pero luego
comprendió que, como deseaba ayudar al duque, se había visto obligada a hablarle
de ese modo. Sabía que le había dado buenos consejos y que aquello era lo que su
madre habría hecho en las mismas circunstancias.
Como él estaba aún esperando, apoyó nerviosa los dedos sobre la mano de él,
que tenía la palma vuelta hacia arriba.
Al hacerlo sintió exactamente lo que había sentido el día anterior: una
vibración, un pequeño rayo de luz que cruzaba entre ambos.
“Esto se debe”, se dijo ella, “a que él es tan fuerte y a que tiene una
personalidad tan dominante”.
Pero no pudo evitar sentir temor y, una vez más, tembló.
—Mi instinto me dice que puedo creerte —dijo el duque con lentitud.
—Me alegro —contestó Sacha—. Me habría inquietado muchísimo que
hubieras pensado que te estaba... mintiendo.
Los dedos del duque se cerraron en torno a los de ella.
—Pienso que te sería muy difícil mentir —contestó—. Y que enseguida se
daría cuenta quien te conociera bien o... te amara.
Sacha contuvo la respiración y el duque preguntó:
—¿Has estado enamorada alguna vez?
—¡No nunca!
Al decir eso se preguntó si no debía haber añadido: “excepto de ti”, pero,
debido a lo que el duque había dicho, se sentía obligada a decir la verdad. Estaba
segura de que, si hubiera dicho algo más, él se habría dado cuenta de que mentía.
Para suavizar las cosas, añadió con voz baja:
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—Desde luego... estamos hablando del... pasado.
—Sí, por supuesto —reconoció el duque—. Me alegro de que nunca hayas
estado enamorada excepto, desde luego, de mí.
Otra vez apareció esa nota cínica en su voz que hacía sentir incómoda a Sacha
y, tratando de cambiar de tema, apartó su mano de la de él, diciendo:
—¿Harás una prueba con mis ideas? ¿Pensarás en la luz? ¿En la que creían los
griegos y que curaba cuanto tocaba? Y, si puedo convencer a la cocinera de tu
abuela para que las prepare para ti, ¿comerás y beberás las verduras que, estoy
segura, ayudarán a curar tus heridas?
—Si eso te complace, por supuesto que pondré a prueba tus ideas tan poco
ortodoxas—contestó el duque—. Y, desde luego, si me alivio de esa forma natural,
todo el crédito será tuyo.
—Por el contrario, serás tú quien lo habrá hecho, como acabo de señalarte.
Sacha estaba discutiendo con él como solía hacerlo con su padre cuando
trataban de imponer sus opiniones uno al otro, lo que para ella resultaba fascinante
en su tranquila vida.
Ahora el duque con mucha sinceridad dijo:
—¿Qué otra cosa te enseñó tu estudio de los griegos?
—Creo que todo el que ha estudiado a los griegos sabe que ellos enseñaron al
mundo moderno a pensar. Fueron ellos quienes lograron que los hombres creyeran
en sí mismos. Fue Sócrates quien hizo avanzar las fronteras del pensamiento a
límites insospechados.
Sacha advirtió que el duque estaba sorprendido y desconcertado.
“Estoy cometiendo un error”, pensó sintiéndose muy desventurada. “Deirdre
jamás habría hablado así. Si continúo, él adivinará que no soy la mujer con la que
está comprometido en matrimonio, y eso será desastroso”.
Haciendo un gran esfuerzo, agregó con ligereza:
—No podemos continuar hablando con tanta seriedad, pues tengo algo muy
emocionante que decirte.
—¿Qué es?
—Tu caballo ganó la tercera carrera, en Newmarket, el lunes.
—¿Cómo diablos lo sabes? —preguntó el duque—. A mí no me han
informado nada.
—Supongo que los periódicos no han llegado aquí todavía. De otra manera,
ya habrías pedido que te los hubieran leído. Lo vi publicado en The SportingNews,
que leí ayer en el tren.
El duque no contestó y ella añadió apresuradamente:
—¡Qué tonta fui al dejarlo! Debí haberlo traído conmigo.
—Ahora que lo recuerdo —observó el duque—, nadie ha mencionado los
periódicos desde mi accidente. Supongo que es otra forma de mantenerme
tranquilo. Toca la campanilla, y ordenaré que me sean traídos ahora mismo.
Habló con voz tan alta que Sacha dijo:
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—Si hablas así, tu abuela y, por supuesto, también Tomkins, se enfadarán
mucho conmigo por excitarte.
—No estoy excitado —repuso el duque con brusquedad.
—Pero no estás muy tranquilo que digamos, como te ordenaron los doctores.
—Pensé que tú eras ahora mi doctor. ¡Estaba seguro de que habías tornado
ese puesto!
Sacha se echó a reír.
—Ahora sí me estás asustando. Si sigues hablando así, estoy segura de que tu
abuela me hará regresar a casa en el próximo tren.
El duque sonrió y Sacha pensó que era una lástima que sus ojos estuvieran
vendados, pues la sonrisa parecía transformar su rostro.
—Eso es algo que debernos evitar a toda costa —replicó él—. ¿Me permites
decirte que no sólo estoy disfrutando de tenerte aquí, sino que me siento fascinado
e intrigado, pues eres muy diferente a lo que esperaba?
—Sólo... espero que no llegues a sentirte... desilusionado —comentó Sacha.
—Imaginé, y supongo que fue muy tonto de mi parte, que sólo te interesaban
las diversiones de Londres... las recepciones de la corte y, sobre todo, los bailes en
los que eras, indiscutiblemente, la muchacha más hermosa de todas.
Sacha pensó a toda prisa qué debía contestar a esto y dijo en un tono casual:
—Como no podemos tener un baile aquí en el castillo, a menos que bailemos
solos, he pensado que sería una buena idea explorar nuestros otros intereses. Y
entre los más importantes se cuentan tus caballos.
—Pensé que las carreras no te gustaban, excepto para lucir tu belleza en
Ascot, y nunca te vi montar en Londres.
—Tenía muchas otras cosas que hacer —repuso Sacha a toda prisa—. De
todos modos, supe que tú cabalgabas muy temprano por el parque, antes que
hubiera mucha gente.
Era una simple suposición de parte suya, porque recordaba que su madre le
había dicho que, cuando era jovencita, le gustaba cabalgar por el parque muy
temprano por la mañana.
—Todos los aristócratas jóvenes salen a montar antes del desayuno —le había
explicado Lady Margaret—, porque entonces hay menos gente.
—Pareces tener una explicación para todo —comentó el duque—, pero me
interesa descubrir nuevos aspectos de tu carácter que nunca pensé que existieran,
Sonrió antes de añadir:
—Me has hecho pensar de verdad, y ésa fue tu primera lección para tu
paciente.
Sacha arrugó la naricilla.
—Prefiero pensar en ti como en un guerrero herido, o tal vez un caballero
andante maltratado por un dragón.
Y, riendo, añadió:
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—Es muy fácil creer en dragones al ver la oscuridad de los bosques de pinos.
Y no me sorprendería que hubiera ninfas o sirenas viviendo en las profundidades
del lago.
—Debo confesar que nunca he visto una —contestó el duque—, pero los
dragones son algo muy diferente. Aunque tal vez tú prefieras las historias de
fantasmas y aparecidos, que abundan en todas las leyendas que se dicen acerca de
los castillos de Escocia.
—Si hay una leyenda acerca de este castillo —respondió Sacha a toda prisa—,
me encantaría leerla.
—Creo que primero deberías leerme la nota sobre mi caballo que ganó en
Newmarket. Si te prometo que no voy a excitarme, ¿me harás el favor de tirar del
cordón de la campanilla?
—Haré todo lo que quieras; pero, por favor, concede a mis ideas la
oportunidad de probarte que son buenas. Recuerda que la preocupación y las
tensiones, te hacen daño y que deben evitarse a toda costa.
—¿Cómo hubiera podido imaginarme, ni por un momento, que la muchacha
más hermosa que he visto en mi vida resultaría una bruja? —repuso el duque
riendo. —Porque eso es lo que eres, sin duda alguna. ¡En Escocia, hace un siglo, te
hubieran quemado en la hoguera!
—He leído sobre las crueldades que se cometían en este país contra las brujas
—comentó Sacha—, pero prefiero no pensar en ello.
—¿Siempre barres todo lo desagradable para esconderlo debajo de la
alfombra? No es una forma muy práctica de hacer frente al mundo.
Sacha no contestó y él rió.
—Sé con exactitud lo que estás pensando y lo que vas a decir: que si uno tiene
malos pensamientos, le sucederán cosas malas. Pero no me digas que la crueldad
del pasado puede tener efecto sobre la mente o el cuerpo.
—No voy a contestar a eso porque sé lo que dirías. ¿De verdad quieres que
pida los periódicos?
—No estoy seguro de si estás huyendo de mis argumentos o si tienes otra
razón para cambiar el tema.
Sacha pensó que el duque era mucho más perceptivo de lo que había
supuesto. Además, era posible que comprendiera que estaba un poco asustada, ya
que todas sus ideas diferían tanto de las de Deirdre.
Le pareció oír un movimiento junto a la puerta y, sin decir más, se levantó de
la silla y la abrió.
Como esperaba, Tomkins estaba allí con una bandeja en la mano, sobre la que
había una jarra, una taza y un plato.
—Iba a llamarlo para pedirle que trajera los periódicos a su señoría —dijo
Sacha.
—Por supuesto, milady, y yo traigo un poco de caldo para él.
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—Si es del mismo que me trajiste ayer, puedes tirarlo de una vez por todas
por la cañería —intervino el duque.
—Tengo una idea mejor —los interrumpió Sacha—. Por favor, Tomkins, pida
a la cocinera que exprima el jugo de unas zanahorias tiernas y un poco de apio
fresco en un vaso y que les añada un poco de sal y pimienta, mezclándolo todo
muy bien.
—Me parece una bebida muy extraña —comentó Tomkins.
—Su señoría está dispuesto a probarla, y yo estoy segura de que le hará bien.
Tomkins miró hacia la cama y el duque exclamó:
—¡Anda, Tomkins! ¡Obedece esas órdenes!
—Muy bien, su señoría —repuso Tomkins resignado. Salió de la habitación y
Sacha lanzó una carcajada.
—¿No renunciará el personal de la cocina? —preguntó—: Estoy segura de
que en Escocia detestan las innovaciones todavía más que en casa.
—A mí no me preocupan sus sentimientos, sino los míos—contestó el duque
—, aunque sospecho que todo lo que “me hará bien” tendrá un sabor horrible.
—¡Ese es un punto de vista muy poco tolerante!
Empezaron a discutir por el simple placer de hacerlo y ambos se
sorprendieron mucho cuando Tomkins volvió con el jugo de verduras en un vaso.
—La cocinera dice, milady, que le han pedido muchas cosas extrañas en su
vida, pero nunca había conocido a nadie que bebiera verduras.
Sacha sonrió.
—Yo sabía que esto iba a causar una revolución.
—Lo voy a probar —convino el duque—, pero no te prometo tomar más que
un sorbo o dos, si sabe tan mal como sospecho.
Tomkins puso el vaso en su mano y el duque se lo llevó a los labios. Tomó un
sorbo pequeño y como descubrió que no le disgustaba del todo, tomó otro más.
Cuando se había bebido ya la mitad del vaso comentó por fin: —Debo decir
que no es tan desagradable como esperaba.
—No sé por qué no puedes ser lo bastante generoso como para reconocer que
te gusta —repuso Sacha.
—¡Muy bien, entonces, me gusta! —contestó el duque y ella aplaudió con
deleite.
—Por favor, Tomkins —dijo—. Esté al tanto de que su señoría tome tres vasos
de ese tamaño al día. Uno en la mañana, otro después del almuerzo y otro durante
la tarde.
—Muy bien, milady —repuso Tomkins conformándose a su pesar—, pero
estoy seguro de que todos pensarán que un hombre que no bebe whisky, en lugar
de eso, debe andar mal de la cabeza.
Tomó el vaso vacío de la mano del duque y salió de la habitación. Sacha se
echó a reír y el duque rió con ella. Y, esta vez, la risa de él era espontánea.
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Capítulo 4
SACHA tardó mucho tiempo en seleccionar qué traje de noche quería
ponerse. Cuando abría el guardarropa que había en su habitación y veía la
profusión de preciosos vestidos que Deirdre le había dado, no creía que pudieran
ser realmente suyos.
Después de años de usar los sencillos vestidos de algodón que eran todo lo
que Nanny era capaz de hacer y de pasar trabajos hasta poder comprar cintas
nuevas para adornarlos, le parecía increíble ser ahora la dueña de ropa tan
hermosa que parecía salida del libro de un cuento de hadas.
En realidad, se dijo, eso eran. Tal como había pensado al llegar el castillo, ella
misma y el duque formaban parte de una fantasía.
Algunas veces se quedaba despierta por la noche, acostada en la cama, y se
preguntaba qué sentiría cuando regresara a casa sabiendo que nunca más volvería
a ver al duque.
Ni siquiera debía hablar a nadie de aquellos días transcurridos allí, y ni aun a
su padre le contaría todas las emociones que había experimentado.
Quizá después, cuando el duque y Deirdre estuvieran ya casados, confiaría
en él y le diría lo que había hecho. Sin embargo, sabía que él se escandalizaría al
conocer aquel engaño, por lo que tal vez fuera mejor no preocuparlo nunca con
eso.
“El tiene ya tantas preocupaciones”, se dijo Sacha con un leve suspiro.
Por el momento, sin embargo, las preocupaciones de la vicaría le parecían
muy lejanas y se limitó a contemplar el arco iris que formaban sus vestidos,
preguntándose cuál, le favorecería más.
Cuando hablaba con el duque de lo que había estado haciendo y de cómo
estaba el tiempo afuera, él solía preguntarle qué llevaba puesto.
Sacha no tenía idea de la emoción que temblaba en su voz cuando describía al
duque su vestuario, y eso lo desconcertaba a él.
Esta tarde, antes que lo dejara para irse a cambiar y bajar a cenar, él le había
dicho:
—Sé que mi abuela se va a la cama temprano, así que ven a darme las buenas
noches. Puedes entonces hablarme sobre tu vestido, para que yo pueda
imaginármelo.
Sacha rió divertida y le contestó:
—Aunque puedes usar tu intuición en la mayor parte de las cosas, creo que te
resultaría difícil adivinar el color de mi vestido o la tela con que está hecho.
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—¡No estés tan segura! Bajo tu guía, mi querida maestra, me estoy volviendo
muy astuto para adivinar lo que está sucediendo y mucho más eficiente cada día
para adivinar tus pensamientos.
Sacha se puso rígida y, sin pensar en lo que estaba diciendo, exclamó:
—Espero que eso no sea... cierto.
—¿Por qué? —preguntó el duque—. ¿Qué estás ocultando y que tienes miedo
que yo adivine?
Comprendiendo que había cometido un error, Sacha contestó a toda prisa:
—Creo que los pensamientos de una... persona deben pertenecerle... sólo a
ella.
—¡Tonterías! De acuerdo con tu filosofía que, desde luego, es muy griega,
uno se vuelve lo que piensa. Por lo tanto, tus pensamientos son muy importantes,
porque mañana serás lo que pienses hoy.
Sacha rió con cierta inquietud.
—Estás repitiendo lo que decía el libro que te leí ayer.
—¿Por qué no? Te escuchaba con mucha atención y me di cuenta,
sorprendido, de que lo que decía tenía mucho sentido común.
Debido a que el libro en cuestión había sido escrito por su padre, Sacha sintió
que estaban pisando terreno peligroso y trató de cambiar el tema, diciendo:
—Creo que es hora de que vaya a cambiarme. Tu abuela se enfadará mucho si
llego tarde a cenar.
—Tienes todavía mucho tiempo —replicó el duque con sequedad—, y
sospecho que estás tratando de huir de aquí, aunque no entiendo por qué.
Sacha no contestó, pero temió que, una vez más, estaba pisando terreno
peligroso.
Cuando le leía los periódicos, o los libros de su padre, él discutía con ella todo
aquello con lo que no estaba de acuerdo, y Sacha respondía de la misma forma en
que lo hacía durante sus discusiones con su padre.
Como los temas que trataba con el duque eran siempre tan interesantes y sus
opiniones respecto a ellos eran muy firmes, le costaba trabajo recordar que debía
hablar como Deirdre y no como ella misma.
Era todavía más difícil porque sabía muy bien que, en la mayor parte de los
casos, a su prima no le habrían interesado esos tópicos, ni habría tenido la menor
idea de cómo seguir el curso de los pensamientos del duque.
Sacha había decidido esta mañana que sería más seguro limitar los temas de
discusión a los debates en la Cámara de los Lores, o a los ganadores de las carreras
de caballos que reportaban las páginas deportivas.
Pero aun estos temas podían constituir un peligro.
—¿Cómo sabes tanto sobre los caballos de mis colegas del Club Hípico? —le
había preguntado el duque.
—A papá le preocupaba saber si ganaban o perdían —contestó Sacha.
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Estaba pensando, al decir eso, en cuántas personas en el pueblo apostaban
chelines que no tenían a sus caballos favoritos y cómo, en consecuencia, su padre
tenía que ayudarles a menudo con dinero para que sus hijos no pasaran hambre.
El pretendía, por supuesto, que el dinero provenía de los fondos de la iglesia,
pero como éstos eran tan lamentablemente limitados, Sacha sabía que esto
significaba que ellos mismos no podrían tener un buen almuerzo el domingo, o
que tendrían que esperar varias semanas más, por algo que se necesitaba para la
casa.
Sacha estaba pensando en ello cuando el duque le dijo con sequedad:
—No creo que a tu padre, que es un hombre muy rico, le afecte que un
caballo llegue primero a la meta, o lo que ocurra en las mesas de juego.
Demasiado tarde, Sacha recordó que su tío casi nunca apostaba a nada y que
criticaba severamente los juegos de azar.
Hubo una leve pausa antes que ella respondiera, titubeante:
—Creo que... a todos nos gusta ser... triunfadores.
—Es cierto —reconoció el duque, pero hablabas como si te importara mucho
quién ganaba el Derby o el Premio Nacional de Saltos de Obstáculos.
Como no tenía respuesta para eso, Sacha exclamó:
—Esa es una carrera que me gustaría ver! Aunque me sentiría muy
deprimida al ver caer los caballos, porque no me gustaría que salieran lastimados.
—Por qué iban a preocuparte a ti los caballos? —preguntó el duque.
—Porque los amo —contestó Sacha con sencillez—. Creo que no hay nada
más emocionante que montar un buen caballo y sentir que uno galopa con la
misma rapidez que el viento.
Estaba pensando, al decir eso, en los caballos de su tío, que ella había podido
montar cuando tomaba lecciones con Deirdre.
—Cuando nos casemos —le aseguró el duque—, tendrás los mejores caballos
que sea posible comprar.
—Eso sería más maravilloso de lo que puedo expresarte con palabras —
contestó Sacha.
Estaba soñando, por el momento, que aquellas promesas se harían realidad y
se imaginaba galopando junto a él cuando el duque comentó:
—Antes que vinieras aquí, me diste la impresión de que te interesaba más
bailar que cabalgar.
—Creo que ambas... cosas son igualmente... placenteras.
—Por supuesto. Al mismo tiempo, estoy muy interesado en ver cómo te
portas arriba de un caballo.
Sacha contuvo el aliento.
Recordó demasiado tarde que Deirdre, aunque sabía montar muy bien
porque había aprendido de niña y tenía caballos soberbios, no quería ya correr
riesgos y se negaba a saltar obstáculos, por sencillos que fueran.
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—¿Y si me caigo y me afeo el rostro? —había preguntado a Sacha—. Conozco
a una muchacha de mi edad que se rompió la nariz mientras andaba cazando. Eso
es algo que yo no permitiré que me suceda nunca.
Por lo tanto, insistía en montar sólo caballos muy tranquilos y bien educados,
y no cabalgaba más que al trote.
Había otros temas sobre los que Sacha tuvo que titubear y mostrarse indecisa,
porque temía que sus respuestas revelaran al duque que era una impostora.
Por fortuna se había enterado de que, aunque su prima y el duque iban a
casarse, habían pasado muy poco tiempo juntos y solos.
Se habían visto casi siempre en bailes y recepciones de Londres y, una vez,
Deirdre había visitado su enorme casa en Buckinghamshire por sólo tres días,
como miembro de un numeroso grupo de huéspedes.
Sin embargo al duque, como Deirdre dijo, le pareció la muchacha más
hermosa que había conocido. Pero, inesperadamente, él le había confiado a Sacha
que tenía otra razón para casarse.
—Cumpliré treinta años en mi próximo cumpleaños —le confesó—, y la
familia ha estado insistiendo mucho, en los últimos años, para que me case.
—¿Era algo que no querías hacer? —preguntó Sacha.
—Si he de ser franco, detestaba la idea —había contestado el duque—. Pero
no tengo hermanos, y si algo me sucediera, el ducado iría a parar a manos de un
primo insignificante de más de sesenta años y que hasta ahora sólo ha tenido
cuatro hijas.
Sacha pensó en lo fastidioso que sería poseer un título importante y estar
obligado a casarse, lo quisiera uno o no, para poder contar con un heredero.
Ella sabía cuánta amargura causaba a su tío el hecho de tener sólo una hija y
ningún hijo varón, y con frecuencia había oído decir a su madre que eso era una
verdadera tragedia para su hermano.
—¿Y a ti y a papá no les importó que yey fuera mujer? —le preguntó Sacha en
esa ocasión.
—Estamos muy orgullosos de nuestra hermosa hija y la querernos mucho —
había contestado Lady Margaret—, y, aunque estoy segura de que a papá le
hubiera gustado tener una docena más de hijos, no hubiéramos podido
alimentarlos. Como bien sabes, no existe ninguna herencia de nuestra parte,
excepto los muebles, que se vuelven más viejos con cada año que pasa.
A Lady Margaret, la falta de hijos varones no parecía preocuparla y al crecer
Sacha se dio cuenta de que eran los aristócratas ricos, con títulos y propiedades, los
que se veían obligados a casarse para tener hijos que pudieran heredarlo que ellos
habían recibido de la generación anterior.
El duque interrumpió los pensamientos de Sacha.
—¡Estás muy callada! ¿En qué estás pensando?
—Estaba pensando —repuso ella con apego a la verdad—, que los
matrimonios arreglados son horribles.
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Comprendió que, si hubiera podido ver los ojos del duque, éstos habrían
revelado su sorpresa.
—Pero eso es lo que se acostumbra en todos las familias reales de Europa y en
la mayor parte de las familias nobles—replicó él.
—Sí, lo sé —reconoció Sacha.
—Por lo tanto, soy muy afortunado, porque quiero creer que tú te habrías
casado conmigo aunque hubiera sido el simple señor Silchester, y no un duque.
Sacha contuvo la respiración.
Estaba pensando que Deirdre amaba a Lord Gerard y que, ni por un
momento, habría pensado en casarse con el hombre que estaba ahora a su lado, con
los ojos vendados, si no hubiera sido un duque y un hombre, además,
inmensamente rico.
El duque extendió la mano con la palma hacia arriba.
—Eso es verdad, ¿o no? —preguntó.
Sacha puso su mano en la de él, un poco vacilante.
—Sí... sí... por... supuesto.
Debido a que era una mentira y ella estaba asustada, hubo un leve titubeo en
su voz, y sus dedos temblaron contra la palma de la mano del duque.
—¿Por qué lo dices así? —preguntó él—. Me dijiste que me amabas por mí
mismo y yo te creí. ¿Has cambiado de opinión?
—¡No... no! ¡Claro que no! —contestó Sacha a toda prisa.
Temiendo que él adivinara lo que estaba pensando, se puso de pie.
—No debes... preocuparte por... nada —dijo—, tal como los doctores te lo han
ordenado.
—No me estoy preocupando —replicó el duque, pero no le soltó la mano y
ella se quedó cautiva, junto a su cama.
—No me preocupo por nada —repitió el duque casi como si discutiera
consigo mismo—. Sólo me estoy asegurando de que lo que dijiste en Londres era
verdad, y que me amas como hombre, y no por mi rango, ni por mis posesiones.
—No sé por qué puedes imaginar que lo que sentía en Londres haya
cambiado sólo porque estamos en Escocia.
—No tuvimos mucho tiempo para hablar en Londres—contestó el duque—. Y
ahora que podemos estar solos y juntos, estoy muy interesado en saber lo que
piensas sobre el amor y, desde luego, lo que sientes por mí.
Con dificultad, Sacha se obligó a reír.
—Ahora estás pidiendo cumplidos —repuso con ligereza—. Siempre pensé
que eran las mujeres las que los buscaban, no los hombres.
—Eso depende de quién los haga —contestó el duque—. ¿Qué piensas de mí
como hombre?
Debido a que no podía liberar su mano, Sacha, se sentó de nuevo en la silla.
—¿Quieres la verdad, o lo que te gustaría escuchar? —preguntó.
—Esa es una pregunta tonta. Te estoy pidiendo la verdad.
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Como él la mantenía prisionera, no sólo con la fuerza de sus dedos, sino con
él influjo de su personalidad, Sacha se encontró a sí misma diciéndole lo que
pensaba y, por un momento, dejó de pretender que era Deirdre.
—Creo —dijo con lentitud—, que te das perfecta cuenta de que eres un
hombre de mucha importancia y que aceptas eso como tu derecho. Pero, aparte de
eso, tienes facultades que prefieres pasar por alto, o que te olvidas de usar.
Los dedos del duque apretaron los de ella como si estuviera sorprendido.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Me dijiste que querías saber la verdad —respondió con voz baja— y opino
que, aunque eres un magnífico deportista y una figura en el mundo social, hay en
ti muchas otras posibilidades que no has considerado, ni explorado siquiera.
Se hizo el silencio por un momento y luego el duque dijo:
—Estoy esperando que me digas cuáles son.
—Creo que ya he dicho suficiente. Puedes deducirlas por ti mismo.
—No es suficiente —protestó el duque—. Me has desafiado de una forma
como nadie lo había hecho jamás y ahora insisto en que te expliques y me digas en
qué puntos crees que he fallado.
—Yo no he dicho... tal cosa.
—Pero la insinuaste.
Sacha pensó, angustiada, que se había metido en un problema, pero la actitud
que el duque asumía la obligaba a decir la verdad, sin tratar de expresar opiniones
a la ligera.
—Creo... que tal vez estoy siendo... impertinente —dijo por fin—, y debes
perdonarme. Mi única disculpa es que, como te darás bien cuenta... no estoy
acostumbrada a estar... sola con alguien como... tú.
—Eso no fue lo que me dijiste en Londres; pero olvídalo. Ya que hemos
llegado hasta aquí, no voy a permitir que retrocedas hasta que me expliques qué es
lo que quieres decir exactamente con lo que mencionaste hace un momento.
—Muy bien —contestó Sacha casi desafiante—. Me he dado cuenta, por la
forma en que hemos hablado, de que tienes un cerebro astuto y una inteligencia
poco común; pero que, como sucede con tantas otras personas, sólo utilizas de
ellos una décima parte. Y aun esta pequeña porción la inviertes por completo en
cosas materiales que, aunque son muy agradables, no han desarrollado todo el
potencial que hay en ti.
Las palabras brotaron espontáneas de sus labios sin que tuviera tiempo de
pensarlas, como si alguien se las estuviera dictando.
Ahora el duque le soltó la mano y ella comprendió que estaba asombrado de
que alguien le hablara de ese modo. Al mismo tiempo, su intuición le hacía ver que
él se daba cuenta, con profunda percepción, de que ella decía la verdad.
El duque permaneció en silencio y ella temió haberlo enfadado y haber ido
demasiado lejos.
—Perdóname... lo... siento.
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—¿Por qué lo ibas a sentir? Te pedí la verdad y eso es lo que me has dado.
Pero me asombra que pienses esas cosas y que te atrevas a decírmelas... cosas que
nadie me había dicho desde que salí de Oxford.
El duque torció los labios al añadir:
—Empiezo a temer que eres, no sólo esa terrible criatura: “una mujer con
cerebro”, sino también, como ya te había dicho antes... una bruja.
—Sólo puedo... pedirte disculpas—dijo Sacha con voz baja—, y debes...
perdonarme; porque, como puedes ver, soy muy... ignorante y tengo... poca
experiencia en esas.... cosas.
—Ahora no estás diciendo la verdad —protestó el duque—. Sé que me has
dicho lo que realmente piensas, y ello le hace bien a mi alma, aunque no a mi amor
propio.
—No debo... alterarte... por favor... borra de tu mente todo lo que he dicho.
—No tengo la menor intención de hacerlo. Has abierto ante mí nuevos
horizontes, que yo había olvidado que existían siquiera. Tengo la inquietante
impresión de que todo lo que has dicho es verdad y de que estoy desperdiciando
toda mi capacidad en cosas materiales. Pero no estoy muy seguro de cuál es el
camino que debo seguir.
Sin poder contenerse, Sacha exclamó:
—Creo que debías preguntarte a ti mismo, como líder indiscutible que eres,
adónde llevas a los que te siguen, y qué meta persigues..
Como si una vez más tuviera miedo de haber dicho demasiado, se levantó
para añadir:
—Prometí a tu abuela que tomaría el té con ella, y estoy segura de que me
está esperando ya.
—¡ No, no te vayas! ¡No me dejes! —ordenó el duque, pero ella pretendió no
haberlo escuchado y salió del dormitorio sin añadir una palabra.
Sólo cuando llegó a su dormitorio para arreglarse para tomar el té, se
preguntó cómo había podido ser tan descuidada y llegar a mezclarse en aquella
conversación.
No sólo había puesto en peligro su posición con el duque, sino que estaba
haciendo las cosas difíciles para Deirdre en el futuro. Al mismo tiempo se había
dado cuenta, durante todo el tiempo que había pasado con él, de que el duque, a
pesar de su aparente indiferencia ante todo lo que no fuera el deporte y el mundo
social en el que él y Deirdre brillaban como estrellas, era un hombre muy sensitivo
e inteligente.
Sacha suspiró.
“Supongo que fue papá quien me hizo comprender”, pensó, ”que podernos
dar mucho más al mundo si usamos nuestra inteligencia y tratamos de alcanzar lo
divino”.
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Barbara Cartland La Impostora
Esas eran ideas tanto de su padre como propias, pero estaba segura de que el
duque estaba satisfecho con la vida que llevaba, y ella no tenía derecho de
interponerse en su camino.
Sin embargo, podía sentir, cuando estaba sentada junto al duque, vibraciones
que, procedentes de su alma, revelaban que emanaba de él una fuerza superior a sí
mismo.
Sacha pensó que su padre habría dicho que brotaba de él la fuerza divina de
la vida, pero ella sabía que no era suficiente que existiera dentro de una persona:
tenía que ser dirigida y usada, y eso era lo que el duque no estaba haciendo.
Ahora pensó que había cometido urv gran error.
“¿Cómo pude ser tan... tonta como para no dejar... las cosas corno...
estaban?”, se preguntó. “Debí aceptarlo como era por el breve tiempo que yo iba a
estar aquí. ¿Por qué traté de cambiarlo?”
Se dijo que lo hacía porque lo admiraba mucho. Estaba consciente de que se
trataba de la persona más llena de vitalidad que había conocido y, debido a eso, no
podía soportar que dejara de alcanzar sus propios ideales.
“Están allí, con... él”, pensó; “pero, hasta que se dé cuenta de ellos,
permanecerán dormidos e inútiles y se perderán para el mundo, que los necesita”.
“¿Por qué va a importarte eso a ti?”, preguntó una voz que parecía surgir de
su conciencia y como sintió miedo de la respuesta, salió corriendo de su dormitorio
para recorrer el pasillo en dirección del salón, donde la esperaba la duquesa.
Cuando Sacha entró en el amplio salón, la anciana hizo a un lado la labor de
costura en la que estaba trabajando y se puso de pie.
—Me estaba preguntando, querida mía, si vendrías a tomar el té conmigo—
dijo—, pero no quería interrumpir tu conversación con Terence.
—Creo que ha tenido ya suficiente de mi compañía por el momento —
contestó Sacha y la duquesa se echó .a reír.
—¡Estoy segura de que no es verdad! Lo has hecho tan feliz desde que estás
aquí, que estoy segura de que eso influirá en gran medida en su recuperación.
—Eso.... espero.
—Te aseguro que es una persona diferente desde que estás aquí. Tomkins,
que lo conoce tan bien, dice que eres mejor que cualquier doctor, a pesar de esas
extrañas cosas que le haces beber.
—Temo mucho que, tanto Tomkins como la cocinera, se muestren escépticos
y piensen que no le sirven de nada; pero a mí me gusta pensar que están
fortaleciendo sus ojos y que, cuando le quiten los vendajes, volverá a ver con
absoluta claridad otra vez.
—Todos oramos porque así sea —repuso la duquesa con suavidad, mientras
caminaban hacia la salita para tomar el té.
Después, ambas se dirigieron al dormitorio del duque, y cuando la anciana
los dejó para irse a cambiar para la cena, el duque le pidió a Sacha que volviera a
verlo más tarde.
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“Quisiera que pudiera verme con estos vestidos”, murmuró ella para sí,
mientras trataba de decidir cuál la favorecería más.
Entonces recordó que, si el duque pudiera verla, sería desastroso. Aunque
podía engañarlo haciéndole creer que era Deirdre cuando se limitaban a hablar, se
daría cuenta en el acto de que era una impostora, a pesar de que ella y su prima se
parecían tanto.
“Tengo que irme antes que él pueda ver de nuevo”, se dijo “y, ahora que lo
pienso, sólo me quedan ya dos días”.
No le había dicho a él cuándo tenía que irse y, al recordarlo, le pareció que el
tiempo transcurrido en el castillo había pasado demasiado rápido. Muy pronto
sonarían para ella las campanadas de la medianoche, como habían sonado para
Cenicienta, y tendría que volver a sus viejos vestidos y a su vida solitaria en la
vicaría.
Era triste pensar que los hermosos vestidos que Deirdre le había dado se
desvanecerían también; pero, aunque eso no sucediera, ¿de qué le servirían?
Nadie podría verla con ellos puestos, ni tampoco tendría a nadie como el
duque para hablar con él.
Se preguntó por qué sentía un repentino dolor en el pecho y porqué el sol,
que se estaba poniendo más allá de los páramos, parecía de pronto muy gris.
Luego se dijo a sí misma que estaba siendo muy ingrata.
¿Cómo hubiera podido adivinar, unos días antes, que iba a disfrutar de esta
maravillosa aventura de venir a Escocia, vestirse como princesa, y poder discutir
con el hombre más interesante que había conocido en su vida?
Aunque al principio había tenido mucho miedo, el encanto de la aventura
había ido aumentando a cada instante, hasta el punto de que ahora, al despertar
cada mañana, empezaba a contar los minutos que faltaban para dirigirse a la
habitación del duque, y para que Tomkins le entregara los periódicos que ella le
leería.
En otras ocasiones, tenía el castillo para explorar, los jardines para admirar,
los páramos y el lago para contemplarlos a su gusto. Todo ello la encantaba de tal
manera que a veces se decía que había entrado en una tierra fantástica que sólo
existía en su imaginación.
“Soy tan afortunada, tan increíblemente afortunada”, se dijo a sí misma, “y
nadie sospecha, ni por un momento, que no soy quien pretendo ser”.
Pero, mientras se cambiaba para la cena, se propuso ser muy cuidadosa con
lo que decía al duque.
“Tendré que decir a Deirdre todo lo que he discutido con él...”, pensó y se
estremeció al comprender que su prima se enfadaría mucho con ella.
En el pasado, Deirdre se había burlado de lo que ella llamaba “las ideas
extravagantes” de Sacha.
—A mí me gustan las cosas prácticas —le dijo una vez—, y si quieres saber la
verdad, Sacha, no me interesa para nada mi alma, ni lo que me suceda en el otro
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—Siento que estoy cometiendo una injusticia al no invitar gente aquí. Sé que
muchos de nuestros parientes y amigos estarían encantados de conocerte. Pero
Terence quiere que su accidente se mantenga en secreto.
—;Oh, por favor! —exclamó Sacha—. Me siento muy feliz de estar sola con
ustedes y estoy segura, también, de que es mejor que nadie sepa en qué
condiciones está el duque.
—Sí, creo que sería un error —confirmó la duquesa—. Terence odia la
publicidad y sabe que los periódicos explotarían el asunto si se enteran de lo
sucedido.
—En ese caso, continuemos manteniéndolo en secreto —dijo Sacha en tono
suplicante.
—Por supuesto que yo haré lo que tú y Terence deseen —concedió la
duquesa.
El mayordomo anunció la cena y, a la mitad de la deliciosa comida, un
gaitero dio vuelta a la mesa tocando la gaita. A Sacha eso le pareció más
emocionante y mucho más interesante de lo que habría sido la conversación con
personas desconocidas.
Cuando volvieron al salón, la duquesa dijo:
—Espero que no me consideres descortés, querida niña, si me voy a la cama
temprano. Es algo que hago por costumbre. Además, hoy tengo un ligero dolor de
cabeza que me indica que debo descansar.
—Por favor, no se preocupe por mí. Prometí ir a darle las buenas noches al
duque, si a usted no le parece incorrecto.
La duquesa puso su mano en el hombro de Sacha.
—Creo que el hecho de que Terence y tú se conozcan bien es lo mejor que
podría suceder —comentó—. Siempre he pensado que es un error que dos
personas se casen antes de conocerse bien y de hacerse verdaderos amigos.
Sonrió al añadir:
—Tal vez tu madre piense que soy una dama de compañía un tanto
negligente, pero ése será otro secreto que guardaremos para nosotras.
Cuando caminaron por el pasillo la duquesa la besó antes de entrar en su
habitación, mientras Sacha se dirigía sola a la alcoba del duque.
Tomkins la hizo pasar, diciendo:
—Creo qué no debe quedarse mucho tiempo, milady. Su señoría está cansado,
aunque él no lo admita, y deberá dormir lo más posible antes de sú próxima
operación.
—Sí, desde luego —contestó Sacha—, y no tengo, deseos de cansarlo.
Tomkins abrió la segunda puerta, que conducía al dormitorio del duque y
Sacha vio que las cortinas habían sido ya corridas y que había candelabros con
velas encendidas a cada lado de la
enorme •cama de cuatro postes.
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Barbara Cartland La Impostora
—Te he estado esperando —dijo el duque entono de reproche mientras ella
caminaba hacia la cama.
—Apenas terminamos de cenar —contestó Sacha—. Y fue muy emocionante
oír la gaita.
—¿De veras te gustó, o te pareció horrible, como a la mayor parte de los
Sassenach? —preguntó al duque.
—Ahora me estás insultando —protestó Sacha—. Creo que el sonido de la
gaita es tan hermoso como Escocia misma. Me parece que su música me inspira y
me estimula,
—Creo que una vez más me estás sermoneando —repuso el duque riendo...
—No, te aseguro que no es mi intención hacer tal cosa. Sacha había llegado al
lado de la cama y se encontraba de pie junto a él, cuando el, duque dijo:
—Si la gaita te inspira y te estimula, eso también me ocurre a mí.
—Quisiera que fuera cierto. Sería el más bello cumplido que podrías hacerme.
—Pensé que, como la mayoría de las mujeres, querrías que uno alabara tus
ojos, tu piel y, desde luego, tu cabello.
—Ahora estás arruinando una frase que yo atesoraré siempre.
—Lo dudo mucho, tomando en cuenta cuántos cumplidos ha recibido tu
hermosura —replicó el duque con sequedad.
Sacha no contestó. Se preguntó qué diría él si le confesara que nunca había
recibido cumplidos de ningún hombre y que, por lo tanto, lo que él acababa de
decir era algo precioso que guardaría en su memoria, para consolarse con su
recuerdo cuando se sintiera triste o deprimida. El duque extendió la mano hacia
ella y le pidió:
—Acércate más; quiero saber qué vestido traes puesto.
—Es un vestido muy hermoso —respondió Sacha—, el más hermoso que
poseo.
—¿De qué color es?
—Blanco y plateado. Me hace pensar en el lago y en la luna que pronto se
elevará en el cielo.
Su voz reflejaba una gran emoción y, después de un momento, el duque dijo:
—Me gustaría tocarlo.
Sacha se acercó todavía más y mientras él extendía la mano para palpar la
amplitud de la falda, ella se sentó en la orilla de la cama.
—Quisiera poder verte.
—Muy pronto lo harás —le contestó Sacha con voz serena. Luego, como no
quería que él se preocupara por sus ojos, le pidió: —Palpa el encaje del cuello. Está
bordado con hilos de plata y pequeñas perlas.
Ella tomó la mano de él al decir eso y le puso los dedos en el ancho cuello del
vestido. Al tocarlo, él preguntó:
—¿Tienen las perlas la misma transparencia de tu piel?
—Supongo que... sí.
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Barbara Cartland La Impostora
Los dedos de él se movieron del encaje a los hombros desnudos de Sacha. Su
roce fue muy ligero y, sin embargo, produjo en ella una extraña sensación que no
pudo explicarse.
—Estoy en lo cierto—dijo el duque—, pero tu piel tiene un calor que no
tienen las perlas.
Sus dedos se deslizaron por el hombro de ella y tocaron su cuello.
Ella no llevaba puesto ningún collar y, con lentitud, el duque levantó la mano
un poco más, hasta rozar su barbilla.
Sacha sintió como si pequeños rayos de luz lunar corrieran a través de sus
senos. Era una sensación desconocida, pero se emocionó al experimentarla.
La luz de la luna pareció recorrer todo su cuerpo y ella sintió que apenas
podía respirar.
El duque la rodeó con el brazo libre y la atrajo hacía su pecho, diciendo:
—No te he besado desde que llegaste aquí porque pensé que, con los ojos
vendados, podía parecerte repulsivo. Pero ahora, más que nunca, quiero darte un
beso.
El habló con voz baja y profunda y, cuando le acarició el cuello, Sacha se
quedó sin aliento. La magia de la luna que brillaba en el cielo y que había invadido
su pecho, subía a su garganta y se apoderaba de sus labios.
Se dijo que no debía permitir que el duque la besara, pero era ya demasiado
tarde.
El la estrechó con fuerza y buscó con avidez sus labios.
Por un momento, ella no podía creer que aquello estuviera sucediendo, hasta
que el contacto de la boca de él, y su insistente abrazo, le revelaron que no estaba
soñando.
Era imposible moverse, imposible, también, pensar en nada que no fuera el
hecho de que la luz de la luna que había en su interior parecía moverse de manera
irresistible hacía el duque.
El la estrechó aún más contra sí y sus labios se hicieron más exigentes, más
posesivos, y ella sintió el corazón del duque contra su pecho latiendo con la misma
fuerza que el suyo.
La besó hasta que ella sintió como si la hubiera llevado al cielo y la luz de la
luna que había en su interior se mezclaba con la luz procedente de él.
Aquello fue tan sublime, tan perfecto, que ella supo que era lo que había
buscado siempre: era el amor.
El duque la besó y Sacha supo que él se había apoderado de su alma y su
corazón.
Cuando él levantó la cabeza, ella, con un leve murmullo, ocultó el rostro
contra el cuello de él.
El duque la retuvo aún un momento contra su pecho y después dijo:
—Y ahora debes irte a la cama, mi amor.
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Barbara Cartland La Impostora
Como si despertara de un sueño, Sacha logró desprenderse de los brazos del
duque y él no hizo ningún esfuerzo por retenerla.
Mientras ella permanecía de pie a su lado mirándolo con fijeza, él buscó a
tientas su mano para besarla.
—Sueña conmigo —dijo con voz profunda—, porque yo estaré pensando en
ti.
Sacha trató de hablar, sin conseguirlo.
Se limitó a observar el movimiento de los labios de él, sabiendo que el beso
que el duque le había dado era lo más maravilloso que le había sucedido en su
vida.
Luego, comprendiendo que no había palabras para expresar lo que sentía, ni
siquiera para sí misma, apartó su mano de la del duque y salió corriendo de la
habitación.
Tomkins esperaba afuera, pero ella pasó a su lado sin mirarlo. Corrió por el
pasillo y, cuando llegó a su dormitorio, permaneció de pie recostada contra la
puerta que acababa de cerrar, luchando por recobrar el aliento. Tuvo la certeza en
ese momento, de que todo su mundo había cambiado.
Nunca imaginó, ni en sus más locos sueños, que pudiera sentirse así. Se sentía
incorpórea, como si flotara por el aire, pero toda ella palpitaba con emociones muy
humanas que le producían un éxtasis indescriptible.
Esto era el amor: un amor tan perfecto, tan espiritual, que sólo podía ser parte
de Dios y que, sin embargo, se concentraba en un hombre, el duque, que iba a
casarse con su prima Deirdre.
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Barbara Cartland La Impostora
Capítulo 5
SACHA, al despertar, comprendió que no sólo había soñado en el duque,
sino que había pensado en él largo rato antes de dormirse..
Todo su cuerpo parecía haber despertado a la vida con la maravilla del amor
y descubrió que era más maravilloso, más sagrado de lo que había imaginado.
Su mente parecía ascender hacia el cielo y, aunque le costaba trabajo creerlo,
sabía que había entregado el alma y el corazón.
“¿Cómo pude ser tan tonta, tan absurda, para no recordar que él pertenece a
Deirdre?”, se preguntó.
Su tristeza se hizo mayor al recordar que, para Deirdre, él era sólo un duque
y no el hombre que amaba.
“¡Lo amo! ¡Lo... amo!”, murmuró Sacha para sí.
Como si quisiera compartir sus sentimientos con el bello paisaje del exterior,
saltó de la cama y se dirigió a la ventana para descorrer las cortinas.
El sol había salido ya y, una vez más, una luz maravillosa inundaba los
páramos. El lago era un espejo de plata bajo un cielo sin nubes.
Era un panorama exquisito y ella comprendió que, sin importar lo que
sucediera en el futuro, jamás podría olvidar la maravilla de la noche anterior, que
viviría por siempre en su memoria unida al recuerdo de la bella Escocia.
Emily llegó a despertarla y se sorprendió al encontrarla levantada.
—Madrugó esta mañana, milady! —exclamó—. Toda la servidumbre comenta
cuán hermoso era el vestido que se puso anoche.
Las palabras de Emily hicieron recordar a Sacha el momento en que el duque,
después de palpar el encaje del vestido con los dedos, los deslizó sobre su hombro
y se sintió temblar de nuevo, como cuando él la tocó.
Se vistió con lentitud, casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo;
pensando, tan sólo, que muy pronto estaría otra vez a su lado.
La duquesa solía bajar a desayunar; pero, si se sentía cansada, Sacha
desayunaba sola.
Cuando Sacha entró en el comedor lo encontró vacío, salvo por el
mayordomo que debía atenderla. Debido a que consideró que era lo que se
esperaba de ella, comió un poco de avena antes de probar los deliciosos platillos,
tan diferentes a los que Nanny preparaba en la vicaría.
Había truchas, pescadas en cercano río, croquetas de salmón, huevos
rodeados de setas y un jamón curado en casa de aspecto delicioso.
Cuando se levantó de la mesa pensó, con cierto remordimiento, que había
comido demasiado.
60
Barbara Cartland La Impostora
“Si sólo fuera un camello”, se dijo, “al volver a casa no comería en una
semana y así ahorraríamos dinero”.
Hubiera querido poder llevar á su padre algunos de los deliciosos platillos
que se servían en el castillo, y pensó en lo sorprendidos que se sentirían, tanto el
duque como la duquesa, si les dijera que en la vicaría pasaban hambre algunas
veces, cuando no tenían suficiente dinero para comprar comestibles.
Entonces sus pensamientos regresaron al duque, y no pudo ya pensar en otra
cosa.
Comprendió que no podría verlo hasta que Tomkins lo hubiera lavado y
afeitado, y hasta que hubieran hecho su cama y el sirviente le hubiera servido el
desayuno.
Salió al jardín y advirtió que hacía tan buen tiempo que no necesitaba
abrigarse. La brisa acariciaba sus mejillas, pero como era tan suave no le
despeinaba el cabello.
Caminó mirando las flores y pensando que, de algún modo extraño, cada una
de ellas formaba parte de sus sentimientos hacia el duque.
Por fin, al cabo de una hora, que a ella le pareció un siglo, volvió al castillo
con la esperanza de que el duque estuviera ya listo para verla, pero se encontró a la
duquesa, que acababa de salir de su dormitorio.
—Buenos días, querida —dijo la anciana—. Discúlpame por no haberme
reunido contigo esta mañana para desayunar, pero ahora debemos hablar.
La forma como dijo aquello hizo que Sacha mirara un poco asustada y
entraron en el salón de largos ventanales que daba al jardín, de cuyas paredes
colgaba, sobre la repisa de la chimenea, un hermoso retrato de ella pintado durante
su juventud.
Como Sacha presintió que sucedía algo malo, miró ansiosa a la duquesa
mientras ella se instalaba en su sillón acostumbrado, junto a la chimenea.
—El doctor local me ha mandado avisar —le informó la anciana—, que los
dos especialistas que atenderán a mi nieto llegarán aquí mañana.
Sacha se puso rígida.
—Dos especialistas? —preguntó.
—Sí, querida —contestó la duquesa—. Uno es el cirujano que lo operará para
extraerle la última pieza de metal que ha quedado en su cuerpo. El otro es, desde
luego, el especialista de los ojos.
—¿Quiere decirme que van a quitarle ya las vendas? —preguntó Sacha.
—Sí, querida, y sólo podemos esperar que nuestras oraciones hayan sido
escuchadas y que el querido Terence podrá volver a ver.
Vio la expresión consternada del rostro de Sacha y agregó:
—No te preocupes tanto. Ya te he dicho que yo soy clarividente, y estoy
segura de que Terence es un hombre tan fuerte, y ha estado tan contento desde que
llegaste, que el especialista nos dará buenas noticias.
Como Sacha guardara silencio la duquesa continuó explicando:
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Barbara Cartland La Impostora
—Llegan juntos porque son amigos íntimos, aunque creo que sería
conveniente que hubiera un intervalo entre la operación y el momento de quitar las
vendas a Terence. Estoy segura de que, después que hayan atendido a mi nieto,
pasarán el día pescando aquí antes de volver al sur.
La duquesa sonrió al añadir:
—Me hace muy feliz que te guste Escocia. Temía que mi nieto se casara con
una de esas chicas de sociedad que siempre quieren estar en Londres. Es un gran
alivio saber que te agrada el campo tanto como a él.
Sacha tuvo que hacer un esfuerzo para no contestar que ella había estado
muy pocas veces en Londres y que el campo, no sólo era su hogar, sino parte de
ella misma. Pero como comprendió que ello complacería a la duquesa, le contestó:
—No puedo imaginar que exista alguien que no se maraville ante la
hermosura de este castillo y los páramos que lo rodean.
—Eso era lo que yo quería oírte decir —sonrió la duquesa—. Y ahora te voy a
confiar un secreto que ni siquiera Terence sabe: le he dejado el castillo y toda la
tierra que poseo a él, en mi testamento. Ha sido siempre mi nieto favorito y sé que
le gustará pasar parte del año aquí. Cuidará de mi gente, como si fuera tan escocés
como yo misma.
—Se... emocionará mucho cuando... lo sepa —contestó Sacha con voz baja.
Era doloroso recordar que nunca estaría en el castillo con el duque y que él
nunca le enseñaría a pescar, como había prometido hacerlo.
También estaba segura de que, si él venía a Escocia, tendría que hacerlo solo,
porque Deirdre insistiría en permanecer en Londres.
—Muchas jóvenes —continuó la duquesa—, han tratado de atrapar a Terence,
como se dice vulgarmente, lo cual no es de sorprender, siendo tan atractivo como
es. Pero siempre había logrado resistirse a ellas, hasta que te vio a ti.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Me preocupé cuando supe lo hermosa que eras y oí hablar del éxito social
que tenías en Londres. Siento, porque soy clarividente, que mi nieto necesita un
tipo muy distinto de esposa para hacerlo feliz y para inspirarlo, a fin de que haga
todas las cosas que es capaz de realizar, entre ellas, la de ayudar a otras personas y
no limitarse a divertirse.
Como eso era lo que ella misma había pensado, Sacha miró a la duquesa,
sorprendida, y ésta continuó diciendo:
—Desde que llegaste, no sólo has conseguido que Terence se sienta mejor,
sino que lo has hecho pensar de una forma como jamás lo había hecho antes.
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Sacha, segura de que nadie había
escuchado sus conversaciones con el duque. La duquesa sonrió.
—Creo que lo supe instintivamente, pero cuando me enteré de que le estabas
leyendo ese libro interesantísimo llamado La Luz de Grecia, comprendí qué era un
tipo de literatura muy diferente a la que Terence había leído en el pasado.
Sacha lanzó una leve exclamación de placer.
62
Barbara Cartland La Impostora
Estaba a punto de decir: “¡Qué maravilloso que haya leído usted el libro que
escribió mi padre!”, cuando recordó que se suponía que era Deirdre, una joven que
consideraba aburrido cualquier libro, a menos que se tratara de una historia de
amor.
Como si estuviera siguiendo el hilo de los pensamientos de Sacha, la duquesa
continuó diciendo:
—Con frecuencia he deseado conocer al Reverendo Mervyn Waverley y, una
o dos veces, pensé en escribirle, pero estoy segura de que lo consideraría una
impertinencia y, de cualquier manera, supongo que él vive en el sur.
—Estoy segura de que cualquier escritor se sentiría muy.... orgulloso al saber
que su... trabajo la había complacido —repuso Sacha escogiendo las palabras con
cuidado.
—Entonces, tal vez un día me decida a decirle cuánto he disfrutado los dos
libros que ha escrito. Espero que pronto escriba más, si es que todavía vive.
Sacha se contuvo, con dificultad, para no decir que su padre vivía y que se
sentiría encantado de saber que alguien tan distinguido como la duquesa había
disfrutado de sus libros.
—Supongo que debía reprocharme —continuó la duquesa—, el no haber
sugerido a Terence que leyera La Luz de Grecia. Sin embargo, creo que la razón
por la que me abstuve de hacerlo fue que, significó tanto para mí en lo personal,
que no podía soportar la idea de que alguien, ni siquiera mi querido nieto, lo
menospreciara o no quisiera comprender el mensaje que contenía.
Sonrió a Sacha de nuevo y prosiguió diciendo:
—Esa es otra cosa que tú y yo tenemos en común, querida mía: no sólo
nuestro amor por Terence, sino por Grecia y por la luz que ha dado el mundo.
—Es maravilloso que usted comprenda —exclamó Sacha.
—Yo soy muy vieja —contestó la duquesa—. No viviré mucho tiempo más,
pero quiero que sepas que me ha hecho muy feliz tenerte aquí y saber que el futuro
de Terence está en las manos de la clase de esposa que yo hubiera seleccionado
para él, si me lo hubiera pedido.
Como habló de una forma tan conmovedora, Sacha sintió, no sólo que las
lágrimas asomaban a sus ojos, sino un sentimiento de culpa, un doloroso
remordimiento que la hizo alejarse de la duquesa y dirigirse a la ventana.
Pero no contempló el panorama que se extendía frente a ella, sino la
perspectiva de su futuro, desolado y estéril porque no estaría allí el duque para
amarla.
Luego, como si las palabras subieran a sus labios sin proponérselo, preguntó:
—¿Y si... yo le fallara... a él?
La duquesa se echó a reír.
—Como todos los enamorados, piensas que no eres lo bastante buena para la
persona a quien has entregado el corazón; pero sé que no le fallarás a Terence, ni él
a ti. Lo puedo ver con tanta claridad, como si el futuro estuviera ya ante mis ojos.
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Barbara Cartland La Impostora
“¡Está... equivocada!... ¡Está equivocada!”, hubiera querido gritar Sacha, pero
como no deseaba lastimar a la duquesa, volvió a su lado para decir:
—Gracias por todas las cosas dulces y bondadosas que me ha dicho.
Significan para mí más de lo que podría decirle nunca. Jamás... las olvidaré.
Temblaba un leve sollozo en su voz y la duquesa, comprendiendo que sufría,
extendió una mano hacia ella.
—Sé, querida niña, que estás muy preocupada por Terence —dijo—, pero no
hay necesidad de que te angusties. Sólo hazle pensar que todo saldrá bien. Tú y yo
sabemos que, en toda crisis, es importante tener la voluntad de triunfar.
—Haré... lo mejor.... posible... —contestó Sacha.
Media hora más tarde le avisaron que el duque estaba listo para verla
y, cuando llegó corriendo a su dormitorio, encontró a Tomkins esperándola en el
pasillo, junto a la puerta exterior.
—¿Está su señoría listo para verme? ?—preguntó ella.
—Sí, milady —contestó Tomkins—, pero hay algo que quiero decirle.
—¿Qué es? —preguntó Sacha temerosa.
—Su señoría se ha enterado de que los doctores vienen mañana a operarlo y a
quitarle las vendas y eso lo ha intranquilizado.
—Es muy comprensible.
—Creo que la verdad, milady, es que su señoría está muy preocupado por sus
ojos.
—Y yo estoy segura de que va a quedar muy bien.
—Entonces, hágaselo creer, milady —repuso Tomkins con vehemencia—. He
estado con su señoría muchos años y he servido a sus órdenes en el ejército. Era
valiente como un león frente al enemigo, no tenía miedo a nada; pero la ceguera es
otra cosa muy distinta.
—Sí, por supuesto, y lo ayudaré cuanto pueda. Usted sabe que lo haré.
—Hágale saber, milady, que a usted no le importa si puede ver o no. Eso es lo
que más le preocupa.
La forma en que Tomkins habló hizo que Sacha recordara a Nanny y
comprendió que él estaba tan preocupado por el duque como si se tratara de un
niño enfermo.
—Lo ayudaré —le aseguró—. Le prometo que lo haré.
—Eso era lo que yo quería oír, milady —contestó Tomkins y, sin añadir una
palabra, se dispuso a abrir las dos puertas que conducían al dormitorio del duque.
El estaba sentado en la cama y a Sacha le pareció muy apuesto y autoritario, a
pesar de las vendas que cubrían sus ojos. No obstante, le pareció que se sentía
inquieto.
Ella se acercó a la cama y él dijo con brusquedad:
—Supongo que ya sabrás lo que va a suceder mañana, ¿verdad?
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Barbara Cartland La Impostora
Debido a que, al verlo, ella sentía de nuevo el mismo éxtasis que había
experimentado la noche anterior, le resultó difícil contestarle con naturalidad:
—Tu abuela me lo ha dicho ya y creo que debes alegrarte, como me alegro yo,
de saber que pronto estarás bien. No hay nada.... peor que la angustia de la
espera... y la preocupación.
—¿Quién dice que estoy preocupado? —preguntó el duque cortante.
Sacha se acercó más y no pudo evitar extender la mano y tomar la del duque.
Entonces los dedos de él apretaron los suyos, hasta lastimarla.
Con una voz que no parecía la suya, el duque exclamó:
—iTengo... miedo!
—¡No... no debes tenerlo! —exclamó Sacha a toda prisa—. Eres tan fuerte, que
no hay nada que temer.
—No temo al dolor, ni a la operación. Tengo miedo de quedar ciego y
perderte.
Sacha contuvo el aliento y la invadió un temor incontenible.
—No me... perderás —repuso con suavidad—. Sé, en el fondo de mi....
corazón, que volverás a ver... pero, aun si eso no sucediera... no significaría
ninguna... diferencia para mí.
Los dedos del duque apretaron los de Sacha hasta que los dejaron casi sin
sangre y luego preguntó.
—¿Lo dices en serio? ¿Es verdad eso?
—Lo digo... muy en serio.
Sacha vaciló levemente al pronunciar esas palabras, pues recordó que a
Deirdre sí le importaría la diferencia. Ella jamás aceptaría casarse con un ciego.
Como si adivinara lo que estaba pensando, el duque preguntó:
—¿Me juras, por todo lo que consideras sagrado que, si cuando me quiten las
vendas no puedo ver, te casarás conmigo aunque eso signifique ser mi lazarillo por
el resto de mi vida?
Sacha no resistió oír hablar así al duque y contestó con firmeza:
—Te juro que me... quedaré contigo y... te cuidaré... siempre.
Al hablar de ese modo, reflexionó, desesperada, que estaba comprometiendo
a Deirdre a una vida que ella consideraría insoportable; pero no había nada que
pudiera hacer, si no contestar como lo había hecho.
El duque lanzó un suspiro que pareció surgir de las profundidades de su ser.
—Si en verdad has dicho eso en serio —dijo—, tengo algo que sugerirte.
—¿De qué... se trata? —preguntó Sacha, un poco temerosa. —Es algo que se
me ocurrió después de que te fuiste anoche, pero temí sugerírtelo.
—No debes... temer a nada.
Debido a que estaba todavía oprimiendo su mano con tanta fuerza y estaban
tan cerca uno del otro, era difícil pensar en otra cosa que no fuera la maravilla de
sentir sus labios en los de ella, así como la forma en que él la había llevado al cielo
y la había hecho sentir que la luz de la luna estaba brillando a través de ella.
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Barbara Cartland La Impostora
—Porque creo que me amas —explicó el duque—, ¡voy a pedirte que te cases
conmigo antes que me operen mañana y antes que me quiten las vendas de los
ojos!
Ella sintió que los dedos de él se cerraban de nuevo con fuerza sobre los
suyos y comprendió que el duque había adivinado que ella lo estaba mirando con
los ojos muy abiertos.
—No.... entiendo.
El duque sonrió por primera vez desde que ella había entrado en la
habitación.
—En Escocia, querida mía, hay una forma muy fácil de casarse en secreto, sin
que nadie se dé cuenta de ello.
—¿En.... secreto? —repitió Sacha, pensando que estaba sufriendo una
alucinación.
El duque la acercó a él, tirándola de la mano.
—Siéntate en la cama como lo hiciste anoche —le pidió—, y te diré lo que he
planeado, si tú estás de acuerdo.
Sacha, anonadada, hizo lo que él le pedía.
El duque le besó la mano y, al sentir la boca de él sobre su piel, Sacha sintió
que una llama ardiente abrasaba sus senos. Su respiración se escapaba jadeante de
sus labios entreabiertos.
—Ahora sé que realmente me amas —observó el duque— y quiero, preciosa
mía, que aceptes lo que voy a sugerirte, por si acaso somos demasiado optimistas y
muero en la mesa de operaciones.
—Sabes bien... que eso no... sucederá —respondió Sacha con voz trémula.
—Nadie puede estar seguro. El pedazo de metal que debe ser extraído está
cerca de mi corazón. Por eso he tenido que mantenerme tranquilo y he
permanecido en cama, para evitar que se mueva. Además, al principio, la herida
estaba muy inflamada.
—¡Qué... terrible! —exclamó Sacha—. ¿Por qué no me lo.... dijiste... antes?
—No deseaba hablar de eso. Pero, como es lo más sensato que puedo hacer,
he hecho un testamento dejando todas mis posesiones personales, ajenas al
patrimonio que pertenece por ley al próximo duque, a mi esposa.
—No quiero que lo hagas... —protestó Sacha al instante—. Por favor....
olvídalo. Si tú... murieras, jamás podría soportar el beneficiarme... con eso.
—Eso esperaba que dijeras —exclamó el duque con voz profunda—. Pero,
aun si no muero, pues estoy de acuerdo contigo en que es poco probable que
suceda, puedo quedar ciego. Entonces, mi amor, sería yo una carga pesada para ti,
a menos que me amaras lo suficiente como para creer que puedo seguir “viendo”,
como tú me has enseñado a hacerlo, gracias a la luz en que creían los griegos.
—Eso lo podrás.... hacer.... siempre.
—No, a menos que estés allí para ayudarme a creer, para sostenerme y
consolarme —insistió el duque.
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Barbara Cartland La Impostora
Como ella comprendió que él le estaba haciendo una pregunta y le faltaba
valor para desilusionarlo, se oyó a sí misma decir:
—Sabes que... yo haré... eso. ¡Sabes que... te amo!
—¡Quería estar seguro, absolutamente seguro! —exclamó el duque—. Por eso
voy a pedirte que te cases conmigo en secreto, de acuerdo con la ley escocesa, y
nadie sabrá nada, a menos que yo muera.
—No.... entiendo —repitió Sacha.
—Déjame explicarte. Esta tarde vendrá a verme un viejo amigo que se hará
cargo de mi testamento. Es mayor que yo, pero con frecuencia pescamos juntos y
ahora es el comisario de este condado.
Sacha escuchaba sin apartar los ojos de los labios del duque, pero no podía
evitar sentirse como si tuviera la cabeza llena de algodón y le costaba trabajo
comprender lo que él le decía.
—Cuando el comisario esté aquí.—continuó el duque—, sólo tienes que
aceptar en su presencia que estamos casados, y lo estaremos. Esto se llama en
Escocia Matrimonio por Consentimiento, o Matrimonio Irregular, pero es
definitivo y legal.
El duque se detuvo, pero añadió después:
—Y eso, preciosa mía, es lo que te estoy pidiendo, para asegurarme de que,
suceda lo que suceda mañana, tú serás mía. Cuando él calló, Sacha se quedó
sentada, sumida en un asombrado silencio.
Como ella amaba al duque, era muy fácil acceder a su solicitud.
Pero, ¿cómo se lo explicaría a Deirdre? ¿Cómo podría decirle a su prima que
no había podido negarse a hacer lo que el duque le pedía?
Como si el silencio de ella lo desconcertara, el duque preguntó:
—¿Es mucho pedir? Después de todo, como ya te he dicho, nadie lo sabrá.
Posteriormente nos casaremos en la iglesia, con todos nuestros amigos y parientes
presentes, un obispo a cargo del servicio, un coro para cantar los himnos y varias
damas de honor, si quieres que todo un cortejo te siga hasta el altar.
Había cierto desdén en su voz, como si pensara que esa ostentación era del
todo innecesaria. Pero Sacha comprendía que eso era lo que Deirdre esperaba, y
que, de otra forma, no se sentiría casada.
Corno sabía que tenía que decir algo, murmuró con una vocecita tenue y
asustada:
—¿Estás... completamente... seguro de que será... un secreto y que nadie... lo
sabrá?
—Te juro que nadie lo sabrá, excepto el comisario y, por supuesto tú y yo. Sé
que te preocupa lo que pensarán tus padres; pero, cuando vayamos al sur, tendrás
una fiesta de compromiso, tal como la habías planeado y, desde luego, una boda
tradicional, con todo el oropel que desees.
—No estaba... pensando en... eso —replicó Sacha—, sino en que tal vez... sea...
malo hacer algo así en... secreto.
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Barbara Cartland La Impostora
—Lo único que podría ser malo es que no me amaras lo suficiente. Has dicho
que me seguirías amando aunque me quedara ciego... pero estás tratando de dejar
la puerta abierta para que, si sucede lo peor, puedas librarte de mí.
Sacha percibió la amargura que reflejaba la voz del duque y se sintió muy
turbada.
—¡ No, no... es... eso, te lo aseguro! Pero... me parece... un paso tan...
importante y supongo que tengo... miedo de ser tan... atrevida.
—¿Tienes miedo? No lo creo. Me has dicho que yo debo tomar la iniciativa y
usar mi inteligencia, de una forma en que no lo había hecho nunca.
Se detuvo antes de añadir con lentitud:
—Es esa inteligencia, tal vez en mayor grado que mi intuición, amor mío, la
que me dice que debo asegurarme de no perderte.
Estaba destinado a perderla, pensó Sacha con tristeza y luego, de pronto,
como si se levantara la neblina que cubría su mente, comprendió que, porque lo
amaba, no podía fallarle.
¿Qué importaba si Deirdre tenía que pretender que se había casado en secreto
con él antes de tener una gran ceremonia de bodas, con todos sus amigos y
parientes presentes?
Lo único que importaba ahora era que el duque se dispusiera a sufrir una
delicada operación sintiéndose seguro de que ella lo amaba y de que, si quedaba
ciego de por vida, la tendría a su lado para confortarlo y cuidarlo.
Sacha se sentía como si se encontrara en lo alto de un acantilado y tuviera que
dar sólo un paso para hundirse en el mar a sus pies.
Y, sin embargo, se negaba a destruir la fe que el duque tenía en ella. Contuvo
el aliento y dijo con voz muy suave:
—Si eso es lo que... quieres que haga... lo haré.... desde luego....
—¿Lo dices de veras? ¿En serio?
—Claro que sí.
El lanzó una exclamación que era casi un grito al responder:
—¡Me amas, de verdad me amas! Lo comprendí anoche cuando te besé, pero
pensé que estaba soñando. Mas ahora, preciosa mía, me has demostrado tu amor y
te juro que jamás lo lamentarás.
Al decir eso la rodeó con sus brazos, la atrajo hacia su pecho y una vez más,
empezó a besarla apasionadamente, mientras ella temblaba de emoción.
Cuando ella se sintió de nuevo envuelta en el éxtasis que había inundado su
alma la noche anterior, llamaron a la puerta.
A toda prisa, Sacha se apartó de los brazos del duque y se sentó en la silla que
había junto a la cama.
—¡Adelante! —exclamó el duque con voz aguda.
Era Tomkins, quien se disculpó al instante.
—Siento molestarlo, su señoría, pero le he traído los diarios.
—Gracias, Tomkins —respondió el duque—. Déjalos sobre la cama.
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Barbara Cartland La Impostora
—También, su señoría —continuó Tomkins—, vengo a decirle que el doctor
Macpherson está aquí y que quiere hablar con usted acerca de la operación de
mañana.
Sacha se levantó, disponiéndose a marcharse.
—Te dejaré para que hables con él —dijo.
—El comisario estará aquí a las cuatro de la tarde —anunció el duque con voz
baja—. Reúnete conmigo a esa hora, a menos que cambies de opinión.
—No lo... haré.
A Sacha le costaba trabajo hablar, debido a los sentimientos que él había
despertado en ella y deseaba ardientemente que volviera a besarla.
Al salir de la habitación encontró al doctor Macpherson, el médico local,
esperando afuera.
—Creo que usted debe ser Lady Deirdre Lang —dijo extendiendo la mano—.
La señora duquesa me ha estado diciendo lo mucho que ha ayudado a su nieto
desde que llegó.
Corno quería saber la verdad, Sacha preguntó:
—¿Es muy seria la operación que le harán mañana al duque?
—Yo no estoy preocupado—contestó el doctor Macpherson—. Tengo
confianza en que todo saldrá “a pedir de boca”. El cirujano no podría extraer el
trozo de metal que está cerca del corazón hasta que se redujera la inflamación.
Después de visitar a su señoría hace tres días, escribí en el acto a Londres para
decir que todo estaba en orden, y que sería conveniente operar cuanto antes.
—¿Y... sus ojos?
—Esa es una cosa muy diferente. Los ojos no son mi especialidad y sólo
podemos esperar que sus heridas, que eran muy serias al principio, hayan
cicatrizado sin dejar daño permanente.
—Pero... ¿hay alguna... posibilidad de que.. su señoría quede... ciego?
—No me gustaría predecir el resultado, ni en un sentido ni en otro —contestó
el doctor Macphersod evasivo—, pero Sir Colin Knowles, que es el mejor oculista
de todo el país, nos revelará la verdad cuando quite las vendas de su señoría.
—¿Eso será... después de la operación para... quitarle el metal?
—Sí. Pero los dos especialistas vienen juntos porque son grandes amigos.
Además, creo que su señoría ha estado ya en suspenso demasiado tiempo y
prefiere saber lo que el futuro le depara.
—Sí, así lo creo —convino Sacha—. Gracias, doctor, por ser tan franco.
Como no soportaba oír más, se volvió y se alejó, sintiendo que el mundo se
había vuelto de pronto de cabeza y no estaba segura de qué hacer al respecto.
Quería meditar y por ello no buscó a la duquesa, saliendo al jardín por una
escalera de servicio. Aun allí, le resultó difícil pensar con claridad.
¿Cómo podía casarse con el duque en secretó? Y, por otra parte, ¿cómo
negarse a hacerlo?
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Barbara Cartland La Impostora
No podía pensar en otra cosa. El problema continuó asediándola durante el
almuerzo y .después, mientras el duque descansaba, como Tomkins insistió en que
debía hacerlo.
El, tiempo se movía, lenta pero implacablemente, hacia el momento en que
debía casarse con él.
Le pareció, por un instante, que su madre se encontraba a su lado, diciéndole
que el amor era más importante que nada en el mundo.
Ella lo amaba y, por lo tanto, debía ayudarlo, aunque ello significara que él
pensara que se estaba casando con Deirdre. Ella nunca podría casarse, jamás, con
hombre alguno, sin sentir que estaba faltando al voto más sagrado que una mujer
podía tomar.
Pero, si tenía que sacrificarse, lo haría, al menos, en nombre del amor, pues, a
cada Instante, amaba al duque más y más.
Los sentimientos que había despertado en ella, aun antes de besarla, eran tan
elevados y tan hermosos, que parecían parte de la luz divina en la que ella siempre
había creído y que, como le había hecho comprender a él, irradiaba de todas las
almas, aunque en algunas se revelara con más claridad que en otras.
La luz de Grecia... Luz de la vida... Luz que venía de Dios... y que podía
resumirse en una sola palabra: amor.
Cuando faltaba un cuarto de hora para las cuatro, Sacha se dijo que
Tomkins debía haber descorrido ya las cortinas de la habitación del duque y, como
él la esperaba, se dirigió a su cuarto.
Aunque él no podía verla, Sacha se había puesto uno de los vestidos más
bonitos que Deirdre le había dado y tuvo la seguridad de que aquel día estaba muy
atractiva, como nunca en su vida, ataviada de aquel modo.
Tomkins la condujo hacia el dormitorio y, cuando se acercó al duque,
percibió que él, aunque sin poder verla, le dirigía una mirada de admiración.
Llegó al lado de la cama y dijo con voz baja:
—Aquí.... estoy.
—Ya lo sé —contestó él—. Te he estado esperando. ¿Me quieres todavía, mi
amor?..
La ternura con que hablaba hizo que el corazón de Sacha diera un vuelco en
su pecho.
—¡Sí... te amo!
—¿Lo suficiente como para casarte conmigo?
—Si... si eso es... lo que tú quieres.
—¡Lo quiero más de lo que he deseado nada en mi vida!
Cuando el duque extendió la mano y Sacha la tomó, él le dijo:
—Estás asustada, mi cielo. No tienes por qué estarlo. Este será nuestro
secreto, y sólo nuestro. ¡Sin importar lo que suceda en el futuro, yo cuidaré de ti y
te amaré siempre! Serás mía y nadie podrá apartarte de mi lado.
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Barbara Cartland La Impostora
Era difícil encontrar palabras con qué responder y los dedos de Sacha
apretaron los del duque. El, como si comprendiera, tomó la mano de ella y se la
besó.
La puerta se abrió y Tomkins anunció:
—¡El Comisario Gordon viene a verlo, su señoría!
Sacha volvió la cabeza y vio que un hombre alto, bien parecido, cuyo cabello
empezaba a encanecer en las sienes, entraba en la habitación.
Llevaba puesta la típica falda de lana escocesa de los Gordon y su aspecto era
resplandeciente al acercarse a la cama.
—¿Qué te ha sucedido, Terence? —preguntó—. La señora duquesa acaba de
decirme que sufriste un accidente. No entiendo por qué no me informaron de ello.
—No quería que nadie se enterara de mi tontería —contestó el duque—. Me
metí en una parte del páramo donde no se esperaba que fuera y una trampa de
escopeta me explotó en la cara.
El comisario estrechó la mano que el duque le tendía.
—Te confieso que lamento mucho esto. Lo siento más de lo que puedo
expresar.
—Quiero presentarte a mi futura esposa —dijo el duque. Ella me ha oído
hablar de ti.
—Encantado de conocerla, Lady Deirdre —contestó el comisario extendiendo
la mano—. La señora duquesa me estaba diciendo cuánto ha hecho por el duque
desde que llegó al castillo. Como él es un viejo amigo mío, sólo puedo decirle lo
agradecido que le estoy.
—Ahora escúchame, Ian —intervino el duque antes que Sacha pudiera
contestar—. Necesito tu ayuda en dos cosas: ante todo, he dictado mi testamento al
secretario de mi abuela y quiero que firmes como testigo y te asegures de que el
documento sea legal.
—Puedes contar con ello —contestó el comisario.
—En segundo lugar —continuó el duque como si el otro no hubiera hablado
—, mi prometida y yo querernos casarnos en secreto, frente a ti, de acuerdo con la
ley escocesa.
El comisario miró al duque, sorprendido.
—¿Estás hablando de Matrimonio por Consentimiento?
—Exacto! —contestó el duque—. Si sobrevivo a la operación de mañana, la
única persona que sabrá acerca de esto serás tú y, si algo me sucede, entonces
procurarás que mi última voluntad se lleve a cabo.
—Lo que me estás pidiendo es extraordinario y es algo que no esperaba —
respondió el comisario.
—Estás pensando que soy un Sassenach —sonrió el duque—, pero olvidas
que, debido a mi abuela, la cuarta parte de mi sangre es escocesa y esa cuarta parte
está apelando a la ayuda de un compatriota escocés.
El comisario lanzó una carcajada.
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Barbara Cartland La Impostora
—En esas circunstancias, desde luego, debo aceptar.
—Muy bien —convino el duque.
Al decir eso se quitó el anillo de sello y extendió la mano hacia Sacha.
Temblando, ella puso su mano izquierda en la de él.
El colocó el anillo en el dedo anular de Sacha y dijo con una voz muy
solemne:
—Quiero presentarte, lan Gordon, como Comisario que eres de este condado,
a mi esposa, la Duquesa de Silchester.
El comisario miró a Sacha y, como si él le dijera en silencio lo que debía hacer,
ella murmuró con voz baja y trémula:
—Quiero... presentarle señor comisario, a mi... esposo... el Duque de
Silchester.
Conmovido, el comisario cubrió con sus manos las manos unidas de los
contrayentes.
—De acuerdo con las leyes de Escocia —declaró—, son ahora marido y mujer.
Que Dios los bendiga y los mantenga juntos por el resto de su vida.
A Sacha le pareció muy impresionante la forma en que dijo aquello y se dio
cuenta de que el duque sentía lo mismo, porque podía percibir las vibraciones de
sus dedos, entrelazados con los de ella.
—Gracias, lan—dijo el duque con voz muy queda—. Y ahora, creo que mi
esposa puede dejarnos a solas, mientras discutimos lo referente a mi testamento y
después de eso, desde luego, las perspectivas que hay para cazar guacos el
próximo otoño.
El tono risueño de su voz reveló a Sacha que se sentía feliz. Pero como estaba
un poco avergonzada de lo que había sucedido, dirigió al comisario una tímida
sonrisa y salió de la habitación.
Después que hubo cerrado la puerta tras ella, escuchó al comisario decir:
—Tu esposa es exquisita, Terence; la mujer más hermosa que he visto en mi
vida. No te culpo por querer desposarla cuanto antes.
El cumplido, más que cualquier otra cosa, hizo a Sacha comprender lo que
había hecho y, mientras corría a refugiarse en su dormitorio, sólo acertó a levantar
las manos hacia sus ardientes mejillas.
Le parecía imposible que fuera ahora una mujer casada, pero el anillo que
llevaba en el dedo, al reflejar la luz del sol, le confirmó que era verdad.
No quería recordar que él pensaba que se había casado con Lady Deirdre
Lang, con quien se casaría de nuevo cuando estuviera lo bastante restablecido para
viajar hacia el sur.
Sólo quería pensar que se había convertido en la esposa del hombre que
amaba y que se había unido a él, aunque él no lo supiera, por toda la eternidad.
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Barbara Cartland La Impostora
Capítulo 6
EL comisario permaneció al lado del duque hasta la hora de la cena y
Sacha, por lo tanto, no tuvo oportunidad de visitarlo, como hacía casi siempre.
Se sintió desilusionada cuando supo, por Emily, que el comisario seguía allí
y, mientras se vestía, se preguntaba si tendría oportunidad de hablar más tarde con
el duque.
No sabía con exactitud qué podría decirle, pero sentía, ahora que había dado
un paso tan importante como era el casarse en secreto con él, que era imperativo
que estuvieran juntos. Quería asegurarse de que lo había ayudado antes de la
operación a que iba a someterse al día siguiente.
“Lo hice... sólo por... él”, se dijo.
Al mismo tiempo, experimentaba la maravillosa sensación de saber, aunque
nadie más se diera cuenta de ello, que estaba unida a él de una forma en que
ambos se convertían en una sola persona.
No era lo mismo, por supuesto, que tener una boda eclesiástica y recordaba
que su padre había hablado con frecuencia del día en que la casaría.
—Estoy pidiendo a Dios que me conceda el privilegio, queridita —le había
dicho hacía poco—, de casarte con alguien a quien ames y con quien puedas ser
tan feliz como yo lo fui con tu madre.
Había una nota de tristeza en su voz, que siempre aparecía cuando hablaba
de su esposa muerta.
—No soportaría la idea de que te casaras con alguien a quien no amaras —
había añadido— y como te das cuenta de lo que tu madre significó para mí, y yo
para ella, sabes bien lo que sienten un hombre y una mujer cuando su corazón y su
alma están unidos.
Muy pocas veces, su padre le hablaba de una forma tan íntima y, en esa
ocasión, é! había suspirado al añadir:
—No es el dinero, ni una gran mansión, lo que hace feliz a un matrimonio. La
felicidad matrimonial sólo es posible cuando a la pareja la une el amor, y nada
tiene más importancia.
—Yo amo... al duque —musitó ahora Sacha en voz baja.
Se preguntaba qué pensaría su padre si alguna vez le confesaba que se había
casado en secreto, permitiendo que el duque pensara que se estaba casando con
Deirdre, con quien él estaba ya comprometido en matrimonio, aunque el
compromiso no fuera oficial.
Estaba segura de que él se mostraría muy escandalizado y que no aprobaría
lo que había hecho, pero se decía que su madre comprendería.
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Barbara Cartland La Impostora
“No podía arriesgar su vida dejando que fuera a la operación deprimido, y
temeroso de que yo lo dejara de amar si se quedaba ciego, mamá”, le dijo desde el
fondo de su corazón.
Sabía que si se hubiera negado a hacer lo que el duque le pedía y él moría, se
hubiera considerado para siempre a sí misma como una asesina.
Cuando Sacha terminó de bañarse, Emily abrió las puertas del guardarropa
para preguntarle qué vestido quería ponerse.
—Todos son tan bonitos, milady —opinó—, que usted no sabrá cuál escoger.
—Entonces selecciona el que más te guste, Emily —sugirió Sacha.
Al decir eso se volvió hacia otro lado, sabiendo que, sin importar cuán
hermosos fueran sus vestidos, el duque jamás la vería con ellos puestos.
En su lugar, estaría bailando con Deirdre en algún elegante salón alumbrado
por candelabros de cristal y ella lo deslumbraría con su belleza, como había
deslumbrado a tantos hombres.
Sólo por un momento, Sacha se sintió celosa y envidiosa de su prima, pero
luego se dijo que era una perversidad sentirse así, ya que debía estar agradecida,
con todo su corazón, por haber venido a Escocia.
Había tenido el privilegio de conocer al más maravilloso de los hombres,
alguien que sólo existía en sus sueños, ¡y de que él la besara!
Sus labios la habían transportado a un paraíso que ella había pensado que
sólo podía pertenecer a los dioses:
En su libro, su padre había escrito:
Se escuchó el misterioso batir de alas plateadas y el chirriar de ruedas de
plata y apareció el extraño resplandor de una luz intensa.
Eso era lo que ella había sentido cuando el duque la besó. Sabía que era lo
que los griegos habían buscado y encontrado y que todo ser humano, que pensaba
y que sentía, había tratado de capturar desde entonces.
“He sido muy afortunada”, se dijo “y es malo pedir más”.
Pero ella deseaba más ¡deseaba estar con el duque, quería que él la besara!
¡Deseaba creer que él la amaba tanto como ella lo amaba a él!
Emily interrumpió sus pensamientos.
—Aquí tiene, milady —dijo—. Este es el vestido que debe usar esta noche. La
hará parecer la encarnación de la primavera.
—¡Qué poética estás esta noche, Emily! —comentó Sacha.
Para su sorpresa, Emily se ruborizó y explicó:
—Es mi novio quien me enseña esas cosas, milady.
—Así que tienes novio! —exclamó Sacha—. ¿Y cuándo esperas casarte con él?
—No lo sé, señorita. Tendremos que ahorrar por años para que eso suceda. El
me escribe poemas y aunque a usted no le pareceran buenos, para mí significan
mucho.
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Barbara Cartland La Impostora
—Estoy segura de que así es —repuso Sacha con gentileza—, y espero que
ustedes dos lleguen a ser muy felices.
—Gracias, milady, pero tenemos que tener mucho cuidado, porque trabajamos
en la misma casa. Y como la señorita Hannah me vigila constantemente, tengo que
andar con pies de plomo para que no sospeche que hay algo entre nosotros.
Sacha nunca había simpatizado, mucho con la doncella de Deirdre y
comprendía que Emily tuviera miedo de que ella la descubriera.
—Haces bien en tener cuidado —le dijo—, pero me alegro de que seas feliz y
que tengas a alguien que te ame y a quien tú puedas amar.
—El amor hace que todo se vea diferente, milady.
Sacha sabía que aquello era verdad.
El comisario se marchó antes que ella entrara en el salón y allí encontró sola a
la duquesa.
Hablaron unos minutos sobre la operación que iba a realizarse al día
siguiente y la duquesa le comunicó que el dormitorio contiguo al del duque había
sido preparado como sala de cirugía.
El equipo había sido enviado desde Edimburgo y ordenado por los
especialistas, de modo que podían estar seguros de contar con todo lo necesario.
—Tenemos la suerte de que Tomkins es un gran enfermero —comentó la
duquesa—. Cuida del querido Terence mejor de lo que lo haría una mujer:
Sacha hubiera querido decirle que ella era también buena enfermera y que
había cuidado a sus padres en varias dolencias que padecieron.
—Desde luego —continuó la duquesa antes que ella pudiera hablar— tú
podrás ayudar a Tomkins, y él lo apreciará, sin duda alguna, aunque se muestre un
tanto celoso.
Sacha contuvo la respiración y luegó le comunicó a la duquesa:
—Debía habérselo dicho antes, milady, pero tengo que, marcharme pasado
mañana.
La duquesa la miró consternada.
—¿De veras tienes que volver al sur tan pronto?
—Me temo que sí. Mis padres me están esperando y han hecho arreglos para
que alguien me reciba en Londres y me lleve a la estación, donde debo tomar el
tren que me llevará a casa.
Como notó que la duquesa parecía perturbada, se apresuró a añadir:
—Por supuesto, no tenía idea, cuando vine aquí, de que iba a haber otra...
operación, o de que le iban a... quitar las vendas al duque.
Comprendo —dijo la duquesa—y, desde luego, no puedes desilusionar a tus
padres, si te están esperando. Pero me temo que Terence se sentirá desolado.
—No le he dicho que tengo que marcharme y, por supuesto, no se lo diré
antes de la operación.
—¡ No, por supuesto que no! Eso sería muy cruel y quizá, hasta peligroso.
—Pero tengo que irme, de cualquier modo —añadió Sacha suspirando.
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—Si tienes miedo, yo iré a buscarte!
Ella lanzó un leve grito de horror.
—¡No! ¡Debes estar loco! Podrías tropezarte... y lastimarte.
Entonces comprendió, al verlo sonreír, que la había asustado para asegurarse
de que hiciera lo que él quería.
—¿Vendrás? —le preguntó.
—Si así.... lo quieres... —contestó ella—. Pero si Tomkins me descubre... se
enfadará mucho... y tu abuela se... escandalizaría más aún.
—Nadie se dará cuenta, si tienes cuidado. Esta noche, todos procurarán
dejarme en paz, para que descanse.
—Muy bien... vendré —aceptó Sacha con un leve temblor en la voz.
El se llevó su mano a los labios.
—No me dejes esperando demasiado tiempo —dijo—. Sabes que eso me hace
daño.
—Ahora me estás chantajeando!
—Debo hablar contigo. Y no hablo en broma cuando te aseguro que, si no
vienes, eso no sólo me alterará, sino que me obligará a tratar de llegar a ti.
—Creo que te estás portando muy mal —protestó Sacha—. Pero vendré un
rato, para.... hacerte.... feliz.
—Eso es lo que quiero que digas —contestó el duque y besó su mano de
nuevo.
Sacha salió de la habitación y encontró a Tomkins esperando afuera.
—No se preocupe, milady! —dijo él—. Vaya a descansar tranquila. Su señoría
no podría estar en mejores manos.
—No me preocuparé y sé lo bien que usted cuidará de él —contestó Sacha—.
Le estoy muy agradecida.
Dirigió al valet una leve sonrisa mientras se dirigía por el corredor hacia su
dormitorio.
Emily la estaba esperando para ayudarla a quitarse el lindo vestido que se
había puesto para cenar.
En aquel momento, Sacha dijo:
—Espero que no te hayas olvidado, Emily, de que nos marchamos pasado
mañana. Según las anotaciones que me hizo el señor Evans, el tren saldrá muy
temprano.
—Sí, lo sé —contestó Emih„,—, y, si lo perdemos, milady se enfadará mucho,
lo mismo que la señorita Hannah.
—En efecto. Ya he avisado a la señora duquesa que tenemos que irnos.
—Le confieso que fue un cambio agradable haber estado aquí —comentó
Emily con aire reflexivo mientras colgaba el vestido de Sacha en el armario—, pero
me alegro de volver a casa.
—Y, por supuesto, de ver otra vez a tu novio —sonrió Sacha.
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Barbara Cartland La Impostora
—Sí, pero también volveré para que la señorita Hannah me riña a todas horas
y me haga correr como un conejo. Ha sido muy agradable atenderla a usted,
milady. Es una pena que lady Deirdre no tenga el mismo carácter.
Sacha no contestó. Sabía muy bien que sería un error criticar a su prima
delante de una sirvienta.
No ignoraba que Deirdre podía ser una persona muy difícil si no obtenía lo
que quería en el momento en que lo deseaba y estaba segura de que Emily era con
frecuencia el blanco de su furia, tanto como lo era Hannah.
Se dijo entonces que Emily, a pesar de su aparente tontería, tenía mucho
sentido común.
—Tienes razón, Emily—convino Sacha—, és siempre muy grato volver al
hogar.
Pero tuvo la desagradable sensación de que la vida en la vicaría no volvería a
ser la misma para ella, porque su corazón pertenecía ahora al duque.
Se cepilló el cabello, hasta que lo hizo brillar como la luz del sol, y se puso
uno de los camisones transparentes, adornados con encaje, que había pertenecido a
Deirdre.
Se sentía muy agradecida de que éste, junto con una exquisita négligée,
hubiera sido incluido con las demás cosas.
Sabía que a la señora Macdonald y a las otras doncellas del castillo les habría
parecido muy extraño ver sus sencillos camisones de algodón y su bata, que estaba
deshilachada y era demasiado corta.
En cambio, pensó, con aquella négligée de encaje y gasa, adornada con
pequeños lazos de terciopelo azul, parecía una princesa de un cuento de hadas.
Cuando Emily se marchó, Sacha se arrodilló para decir sus oraciones como lo
hacía siempre en casa antes de acostarse.
Rezó porque todo saliera bien en la operación del día siguiente, porque el
duque volviera a estar sano y fuerte de nuevo y porque sus ojos volvieran a ver
con la misma claridad con que veían antes del accidente.
Había un gran reloj de oro sobre la repisa de la chimenea. Sentada en la cama,
Sacha lo observó y le pareció que las manecillas avanzaban con tanta lentitud que
pensó que el tiempo se había detenido, hasta que por fin indicaron que eran las
once y media de la noche.
La invadió una loca excitación, y aunque su mente le decía que esto era algo
que no debía hacer, sabía también que, porque el duque la deseaba, nada ni nadie
tenía importancia.
“El me quiere”, se dijo, “y tal vez ésta sea la última vez en que yo pueda
complacerlo”.
Se negó a pensar que, a menos que le permitieran verlo mañana, después de
la operación, lo cual era muy poco probable, ésta sería la última vez en que estarían
juntos.
¡Esta sería la última vez que escucharía su voz, la última vez que él la besaría!
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Barbara Cartland La Impostora
Se obligó a hacer todo con calma, a pesar de que deseaba correr a su lado. Se
levantó de la cama, se puso la négligée adornada de encaje, abrió la puerta de la
habitación y salió con mucha cautela, temerosa de encontrar a alguien en el pasillo.
Pero todo estaba en silencio. Había sólo unas cuantas velas en los candelabros
de plata que llevaban impreso el escudo de armas de los Macdonald y, guiándose
por su luz, Sacha se dirigió a la puerta del duque, al final del corredor.
Caminando con sus zapatillas sin tacones, que no hacían ruido alguno,
parecía un fantasma que se deslizaba sigiloso.
Cuando llegó a la puerta exterior, hizo girar el picaporte con mucha lentitud,
temerosa de que, después de todo, Tomkins no se hubiera ido a la cama y estuviera
en el pequeño vestíbulo entre las dos puertas.
Avanzó en la oscuridad y, cuando cerró la puerta exterior tras sí, tuvo que
buscar a tientas la segunda.
Cuando la abrió, vio que el duque estaba sentado en la cama, esperándola,
con sólo dos velas encendidas junto a él.
—¡ Has venido!
Su voz era profunda y apasionada y el corazón de Sacha empezó a latir
locamente.
—Aquí... estoy.
—Descorre las cortinas —ordenó el duque—, y dime si ya salieron las
estrellas y si está brillando la luna.
Ella cruzó la habitación para hacer lo que él le pedía.
Las ventanas estaban entreabiertas. Las estrellas inundaban el cielo y la luna
empezaba a elevarse por encima de los páramos.
—¡ Es una noche muy hermosa! —exclamó Sacha con voz baja, descorriendo
las cortinas de la segunda ventana.
—Háblame sobre ella.
Sacha se acercó a la cama y el duque le ordenó dulcemente:
—Apaga las velas, mi amor. Quiero, que sólo nos alumbre la luz de las
estrellas.
Ella, sorprendida, se inclinó para apagarlas velas y él la tomó entonces de los
hombros.
—Ahora dime qué traes puesto.
——Creo que tu abuela se... escandalizaría —contestó ella—, pero tengo
sólo... el camisón... y una négligée muy bonita.
Las manos del duque se movieron desde sus hombros hacia su cuello, hasta
encontrar los pequeños botones de perla que cerraban al frente la négligée.
Empezó a desabotonarlos, uno por uno, pero Sacha, turbada al tenerlo tan
cerca, casi no se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
A la sombra del dosel de la cama era difícil verlo a él con claridad; pero supo,
atraída sin remedio por la fuerte personalidad del duque, que no había escape
posible.
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Barbara Cartland La Impostora
El duque apartó la négligée de sus hombros y la prenda cayó al suelo. Sacha
lanzó un leve murmullo de sorpresa, pero los brazos de él la rodearon y tiró de ella
para empujada hacia la cama y acostarla a su lado.
Ella tuvo aún fuerzas para protestar:
—¡No... por favor... no!
Pero el duque, abrazado a ella, le dijo:
—Mi amor, eres mi esposa y te quiero en mis brazos, como ya estás en mi
corazón.
La cabeza de Sacha reposaba en el hombro del duque y, una vez más, a través
de la ventana abierta, la magia de la luna se apoderó de ella, como había sucedido
la noche anterior.
Su boca, entreabierta, se disponía a recibir los besos de él. Todo su ser
palpitaba de amor; no podía pensar y se entregó a los goces de la pasión.
Al sentir contra su piel el contacto del cuerpo del duque tuvo un instante de
vacilación y, recordando que sólo llevaba puesto un camisón, trató de rechazarlo.
—Por favor... no debemos... yo…
—Tú eres mía —replicó el duque—, y me amas como yo a ti. ¡Dios mío, cómo
te amo!
La atrajo de nuevo contra su pecho y ella, renunciando a luchar, se rindió a su
fuerza a su magnetismo.
Sacha sentía cómo el corazón de él palpitaba alocado contra el suyo y pensó
que había cesado de ser ella misma para volverse parte de la luz de la luna.
Una luz interior, que encendía su amor, y que crecía en intensidad a cada
momento, la envolvió.
Los brazos del duque la sujetaban como tenazas de acero, dejándola sin
aliento.
—Te amo! —exclamó él—. No me di cuenta, hasta ahora, de que esto era lo
que había estado buscando toda mi vida.
—Yo también te... amo —murmuró Sacha—, y, cuando me... besas, es tan...
maravilloso, que siento que no estamos en la... tierra, sino con los dioses.
No pudo decir más, porque los labios del duque sellaron su boca,
atrapándola, poseyéndola.
Él le besó los labios, los ojos, la naricilla pequeña y recta, la barbilla
puntiaguda, antes de detenerse largamente en el suave cuello, produciéndole a ella
sensaciones que jamás imaginó que existieran.
—¡No... no!... —murmuró Sacha, porque aquello era tan excitante que
resultaba casi doloroso.
No supo cómo sucedió, pero un momento después él le estaba besando los
senos y acariciaba su cuerpo.
La luminosa llama del amor se hizo más brillante y los deslumbró con Su luz.
—¡Te amo y deseo! —exclamó el duque con voz ronca—. Preciosa mía, mi
amor, eres mía y, sin importar lo que pase mañana, esta noche es nuestra.
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Barbara Cartland La Impostora
Cuando sus labios se volvieron más apasionados, más exigentes, Sacha, desde
el fondo de su mente, se dijo que debía detenerlo. Pero él fue más fuerte.
Un resplandor extraño los rodeó, un misterioso batir de alas plateadas y
ruedas de plata.
Entonces sólo quedaron las estrellas, la luna, la llama que los abrasaba, y que
se convirtió en un fuego tan devorador, que los alejó de la naturaleza humana para
confundirlos con los dioses.
Mucho más tarde el duque dijo, y su voz sonó muy profunda:
—¿Cómo podría alguien ser más maravilloso que tú? Pero, mi amorcito, yo
no intentaba que sucediera esto, no esta noche, al menos.
—Te... amo —contestó Sacha—, pero no... sabía que... el amor era así.
—¿Qué sentiste? —preguntó él.
—No hay palabras para describir lo... glorioso que... fue. La luz que.... surgía
de nosotros... dos era la misma... que alumbraba el firmamento... y cuando... me
hiciste... tuya... nos volvimos... dioses.
El besó su frente antes de decir:
—Así, mi preciosa mujercita, es como quería que te sintieras.
—¿Fue... así para... ti?
Ella comprendió, aunque no podía verle la cara, que él había sonreído al
contestar:
—Tú me diste la perfección que yo había buscado siempre, y que no creí que
existiera. La perfección del amor, algo tan maravilloso, tan extraordinario, que,
ahora estoy dispuesto a creerlo, es parte de lo divino.
Sacha lanzó un leve grito de alegría.
—Eso es lo que me hiciste sentir... que lo que estábamos haciendo era... divino
y no podía, por lo tanto... ser... malo.
—¡Claro que no es malo! —replicó el duque—. Eres mía, mi adorada, y yo te
amaré, te adoraré, por el resto de nuestra vida juntos.
Sacha contuvo el aliento.
Recordó que su vida juntos terminaría esa noche, pero se dijo que no debía
arruinar este momento.
—Te amo... te amo... —murmuró.
—Dímelo otra vez —le pidió el duque—, aunque en realidad, hermosa mía,
no hay necesidad de palabras. Has probado tu amor como nadie más podía
haberlo hecho y quiero arrodillarme a tus pies, porque te adoro.
El no esperó a que Sacha contestara, y la besó con mucha gentileza, como si
fuera una gema preciosa.
La suavidad de los labios de ella hizo que sus besos se volvieran más
insistentes antes de decir:
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Barbara Cartland La Impostora
—¿Cómo puedes ser tan perfecta en todos sentidos? ¿Cómo puedes ser,
exactamente, lo que yo quería que fuera mi esposa, y ser tan hermosa en tu carácter
y personalidad como lo es tu rostro adorable?
La besó de nuevo, con besos largos, exigentes, hasta que la louz de la luna
volvió a envolverlos. La luna parecía haber bajado del cielo para rodearlos con su
luz.
Mucho más tarde Sacha abrió los ojos y comprendió que había estado
durmiendo. Tenía la cabeza apoyada en el hombro del duque y advirtió que él
estaba dormido junto a ella.
Los brazos de él ya no la sujetaban con tanta fuerza y ella se dio cuenta de
que su respiración era profunda y regular y que su rostro expresaba una gran
felicidad. La luna, en lo alto del cielo, invadía la habitación con su luz plateada.
Lo miró amorosamente largo rato, orando a la vez por su total recuperación.
Luego, con mucha gentileza, se apartó de su lado y se levantó de la cama.
Tomó la negligée, que estaba tirada en el suelo y, volviendo a mirar al duque, que
dormía profundamente, supo que lo amaba de forma total y absoluta.
Con pasos suaves cruzó la habitación y salió al pequeño vestíbulo para llegar
al corredor.
Cuando cerró la puerta exterior, pensó que estaba cerrando las puertas del
paraíso, para no volver jamás.
Por un segundo pensó en despertarlo y confesarle su verdadera identidad,
pero luego temió que, si lo hacía, pondría al duque en la deshonrosa posición de
tener que faltar a la palabra dada a Deirdre y forzarlo a conservar un matrimonio
que él resentiría hasta el punto de llegar a odiarla.
“No puedo hacer otra cosa que amarlo en secreto, como lo fue nuestro
matrimonio; por el resto de mi vida”, se dijo.
Pero cuando se encontró en su habitación, acostada en su cama, ocultó el
rostro en la almohada y dejó que las lágrimas brotaran lenta y dolorosamente de
sus ojos.
El duque la había llevado al cielo, pero ahora estaba de regreso en la tierra y
sentía que cada lágrima que corría por su mejilla era una gota de sangre, como si
estuviera sufriendo el martirio de la crucifixión.
A la mañana siguiente, cuando Emily despertó a Sacha, le informó:
—Ya han llevado a su señoría a la sala de operaciones, milady. El señor
Tomkins está tan agitado que cualquiera, pensaría que lo están operando a él.
—¿Ya lo están operando? —preguntó Sacha asombrada—. ¿Tan temprano?
—No es muy temprano, milady. Vine a despertarla a las ocho, como siempre,
pero como estaba usted tan dormida, no me atreví a hacerlo.
—Debí haber desayunado con la señora duquesa —exclamó Sacha.
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Barbara Cartland La Impostora
—Le dije a milady que usted estaba dormida y ella me contestó que, como tal
vez había estado despierta preocupada por el señor duque, lo mejor era dejarla
dormir.
Sacha miró hacia el reloj y Emiiy observó:
—Como ya son pasadas las once, la desperté; pues pensé que ya no querría
dormir más.
—Sí, por supuesto, hiciste muy bien. Me siento avergonzada de haber
dormido tanto.
Lo cierto era que había dormido sólo unas cuantas horas, porque estuvo
llorando hasta el amanecer. Ahora sentía la cabeza pesada y los ojos hinchados por
el llanto.
Se lavó los ojos con agua fría, con la esperanza de que la duquesa no se diera
cuenta de que había llorado, pero luego se dijo que quizá ella lo atribuiría a la
preocupación que sentía por el duque.
Cuando terminó de vestirse, se dirigió al salón para disculparse con la
duquesa, quien se limitó a decir:
—No te disculpes, querida mía. Sabía que estabas muy preocupada anoche.
Lo mejor que podías hacer era dormir. Sé que te alegrará saber que Tomkins dice
que Terence pasó muy buena noche y que estaba de tan buen humor esta mañana,
que rió y bromeó con el especialista, al punto de que parecía que iba a una fiesta y
no a ser operado.
—Me alegra mucho... oír eso —respondió Sacha.
Nunca pensó que el duque lamentaría lo sucedido la noche anterior, pero
había estado un poco temerosa de que hubiera sido demasiado para él.
Le pareció que había pasado mucho tiempo cuando el especialista que lo
había operado entró en el salón.
La duquesa levantó la vista, ansiosa, cuando lo vio avanzar hacia ella.
—¿Qué noticias nos tiene, Sir Lindsay? —preguntó.
—Muy buenas milady. La operación fue muy sencilla y se llevó a cabo con
éxito. Creo que, en unos cuantos días más, el señor duque se olvidará de lo que
sucedió.
La duquesa unió las manos.
—Gracias a Dios —dijo— y, desde luego, a usted, Sir Lindsay, Entonces,
como recordara que no se lo había presentado a Sacha, agregó:
—Permíteme presentarte, Deirdre, a Sir Lindsay Hardwick, un cirujano
extraordinario, cuyos méritos le han hecho merecer el cargo de médico oficial del
Príncipe Consorte.
Sir Lindsay extendió la mano.
—He oído hablar de usted, Lady Deirdre, y sé cuánto ha ayudado a mi
paciente antes que yo llegara. Así que me alegra mucho poder darle tan excelentes
noticias de él.
—Y yo... me alegro mucho... de recibirlas —contestó Sacha.
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Barbara Cartland La Impostora
Habló con dificultad, porque se sintió tan aliviada al oír que el duque estaba
bien, que sus ojos se llenaron de lágrimas.
Como si comprendiera su emoción, Sir Lindsay le comunicó:
—Tengo otras noticias que sé que Sir Colin les traerá muy pronto.
—¿Los ojos de mi nieto están bien?
—Sir Colin piensa que sí. Los examinó mientras su señoría estaba
inconsciente, y dice que todas las heridas han cerrado bien. No hay ninguna razón
para creer que las pupilas se hayan dañado.
La duquesa lanzó un leve sollozo al tiempo que decía:
—¡Dios ha respondido a mis oraciones!
Lo que haremos ahora —agregó Sir Lindsay—, es llevar a nuestro paciente a
su dormitorio y asegurarnos de que duerma las próximas veinticuatro horas. El
sueño, como usted sabe, señora duquesa, es una medicina excelente.
—Sí, por supuesto —reconoció la duquesa.
—Después de eso, el señor duque volverá a quedar en sus manos, aunque no
creo que sea por muy largo tiempo.
—No sabe lo feliz que me ha hecho —respondió la duquesa—. El almuerzo
estará listo en cuanto ustedes lo dispongan. Después de eso, sugiero que, si usted y
Sir Colin no tienen nada mejor que hacer, acudan a la cita que tienen con los
salmones.
Sir Lindsay se echó a reír.
—Eso es lo que esperábamos que nos dijera. Tal vez lo considere un abuso de
nuestra parte, pero hemos reservado asientos para volver al sur, no para mañana,
sino para pasado mañana.
—Me habría ofendido si se hubieran ido antes —contestó la duquesa.
Mientras la duquesa y Sir Lindsay hablaban, Sacha se había movido hacia el
extremo más lejano del salón, para colocarse ante una ventana, mirando sin ver
hacia el jardín.
Estaba luchando, no sólo contra las lágrimas que amenazaban correr por sus
mejillas, sino contra las emociones que la embargaban y que eran, a la vez, de
felicidad y desdicha.
Debido a que el duque estaba bien, y fuera de peligro, hubiera querido elevar
una oración de gracias al cielo y sabía que su amor por él era lo bastante grande
como para no ser egoísta.
Pero, se daba cuenta de que, en unas pocas horas, se marcharía y va no
tendría la oportunidad de hablar con él, de besarlo o de siquiera decirle adiós.
“¡Este es el fin!”, se dijo. “Aquí es cuando Cenicienta sale del baile y vuelve a
sus harapos y sus cenizas, con sólo el recuerdo de ese increíble momento en que
capturó el corazón del Príncipe Azul”.
Dos lágrimas corrieron por sus mejillas, pero se las enjugó con determinación
y logró, cuando Sir Colin se reunió con el grupo, hablar con calma y sensatez
durante el almuerzo.
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Barbara Cartland La Impostora
Sin embargo, cuando la duquesa se retiró a descansar y ella, al dirigirse a su
dormitorio, vio a Emily preparando el equipaje, todo el dolor de la partida volvió a
invadirla, a cubrirla como una gran ola.
No pudo menos que preguntarse si, durante la noche, podría deslizarse
furtivamente en la habitación del duque, una vez más. Pero luego comprendió que
sería un error.
Si lo despertaba, eso podía hacerle daño. Y tenía la sospecha, que le confirmó
después Emily, de que Tomkins se quedaría cuidándolo toda la noche, por si
deseaba tomar agua o se ponía inquieto.
—¡El señor Tomkins parece una gallina clueca! —comentó Emily—. ¡Tiene a
los lacayos como locos, con “tráiganme esto.... y tráiganme aquello”! ¡Cualquiera
diría que está cuidando las Joyas de la Corona y no a un hombre enfermo!
—¡El duque es más importante que las joyas! —contestó Sacha.
—Supongo que tiene razón, milady —reconoció Emily—. Aquí quieren
muchísimo al señor duque. Y supongo que se volverá muy popular en casa,
también, cuando se sepa que va a casarse con Lady Deirdre.
Sacha no contestó y Emily, que guardaba un vestido tras otro en el baúl de
cuero, continuó diciendo:
—Nosotros, los sirvientes, pensamos siempre que milady se casaría con Lord
Gerard. Ella parecía muy interesada en él. Y él es el hombre más encantador que se
ha hospedado en la casa grande. Pero, bueno, supongo que un duque es un duque,
y un lord está muy por abajo de él, como quien dice.
Sacha no pudo menos que pensar que Emily era mucho más astuta de lo que
Deirdre o Hannah suponían, pero como comprendió que sería un error continuar
esa conversación, se limitó a decir:
—Ten cuidado, Emily, de no mencionar que yo estuve aquí, por favor. ¿Lo
recordarás? Sabes lo furiosa que se pondría milady.
—Y la señorita Hannah —añadió Emily—. ¡Ah, me dijo que me despedirían
sin referencias, y no soy tan tonta como para arriesgarme a eso!
—No, estoy segura de que no lo harás. Has sido muy útil y muy bondadosa,
y ellas estarán muy agradecidas.
—Lo dudo mucho —contestó Emily—. Pero, me gustaría, algunas veces, si
usted me lo permitiera, visitarla en la vicaría.
—¡Por supuesto, Emily! Sabes que siempre serás bienvenida. Debes traer a tu
novio. Me gustaría conocerlo y decirle lo afortunado que es de tener a alguien tan
amable como tú.
Los ojos de Emily se iluminaron al responder:
—Es muy bondadoso de su parte, señorita. Con razón dicen que se parece a
su mamá. ¡Es la verdad!
Sacha sintió que no podía haber recibido mejor cumplido; pero le resultaba
difícil pensar en otra cosa que no fuera el duque.
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Barbara Cartland La Impostora
Cuando por fin pudo irse a la cama, evocó, una y otra vez, los maravillosos
momentos de la noche anterior. Se quedó inmóvil en la oscuridad sabiendo que no
podría soportar ver las estrellas y la luna que se elevaba en el cielo.
Nunca más podría ver la noche sin recordar el resplandor plateado que
llenaba la habitación del duque y que se mezclaba con la luz que procedía de sus
propias almas.
“El está ahora tan lejos de mí como la propia luna”; se dijo y trató en vano de
conciliar el sueño.
Sabía que sus pensamientos, su alma, todo su ser, volaban anhelantes hacia el
hombre que dormía a poca distancia y que tal vez, en esos momentos, soñaba con
ella.
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Barbara Cartland La Impostora
Capítulo 7
MIENTRAS el tren la llevaba hacia el sur, Sacha sintió que se alejaba
de la radiante primavera para dirigirse a la oscuridad de los infiernos. Aunque
todos los nervios de su cuerpo le decían que estaba ligada al duque para siempre,
su cerebro insistía en que esto era el fin y que no le quedaba más remedio que
resignarse a vivir sin amor.
Al pensar en él acudían a su mente las sensaciones vividas y se emocionaba
de nuevo al recordar el sublime momento en que él la había hecho suya y ella
sintió que los envolvía una luz divina.
“Supongo”, se dijo Sacha, “que muchas personas pasan por la vida sin
conocer el amor. Y nunca debo olvidar que he sido muy afortunada al conocerlo en
toda su gloria y esplendor”.
No era ningún consuelo, desde luego, saber que el duque la tomaba por
Deirdre y que, cuando recuperara por completo la vista, iría hacia ella cautivado
por su belleza.
“El nunca advertirá la diferencia”, pensó con tristeza.
Si Emily no hubiera estado allí, habría llorado, pero logró controlarse y
contuvo las lágrimas.
Mientras miraba por la ventana la campiña escocesa, recordó su salida del
castillo.
No había podido despedirse de la duquesa porque ella y Emily se habían
marchado a las siete en punto de la mañana, mucho antes que la anciana se
despertara.
Le había dejado una pequeña nota agradeciéndole su hospitalidad y
diciéndole lo feliz que se había sentido y había concluido diciendo:
Cuando terminó la carta, Sacha se había quedado sentada ante el escritorio,
preguntándose si debía escribir al duque.
No podía partir sin enviarle algún mensaje, pues de lo contrario se hubiera
sentido lastimado y desconcertado por su indiferencia, pero temía que reconociera
la diferencia entre su escritura y la de Deirdre.
La institutriz de ambas, con frecuencia, había puesto a Sacha como ejemplo
cuando criticaba la escritura de Deirdre.
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Barbara Cartland La Impostora
—No entiendo, Lady Deirdre—solía decir— por qué no puede usted escribir
de forma clara y elegante, como lo hace Sacha. Su letra es muy descuidada... ¡una
vergüenza!
Deirdre se limitaba entonces a reír. Pero, hacía tanto tiempo que Sacha no
veía la letra de su prima, que comprendía que era imposible que tratara de copiar
su letra.
Se preguntó, largo rato, qué podría hacer y por fin había escrito seis palabras
en el centro de una hoja de papel que tenía el escudo de armas de los Macdonald
impreso en una esquina, todas con letras mayúsculas:
¡TE AMO CON TODO MI CORAZON!
Aquello era tan cierto, tan devastadoramente cierto que, cuando bajó la vista
para ver lo que había escrito, sus ojos se cuajaron de lágrimas y, sin que pudiera
evitarlo, una cayó en una esquina del papel, dejando una pequeña mancha.
Como no se sintió con fuerza para volver a escribir las mismas palabras,
Sacha dobló la hoja a toda prisa y la guardó en un sobre, que rotuló también con
letras mayúsculas:
PARA SU SEÑORIA, EL DUQUE DE SILCHESTER.
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Barbara Cartland La Impostora
Lord Gerard estaba con ella y, cuando se despidieron junto al vagón, Sacha se
dio cuenta, por la expresión de los ojos de él, de cómo amaba a Deirdre y advirtió
que su prima también lo miraba de la misma forma.
Por un instante, Sacha concibió la loca esperanza de que Deirdre hubiera
desistido de casarse con el duque; en cuyo caso, pensó, quizá la perdonara a ella
por haber tomado el lugar de su prima.
Pero cuando Deirdre subió al vagón y el tren partió, el leve rayo de esperanza
que había surgido en el corazón de Sacha se apagó.
—¡Llegas tarde! —exclamó Deirdre con voz aguda, como si fuera culpa de
Sacha que el tren se hubiera retrasado.
—Apenas si alcanzamos a tomar el tren —contestó Sacha—. El expreso del
norte venía muy retrasado.
—Bueno, ya estás aquí —repuso Deirdre con indiferencia. Puso el ramo de
flores en el asiento, junto a ella, y se arregló la amplia falda antes de decir:
—Supongo que todo salió bien, ¿eh? ¿Nadie sospechó nada?
A Sacha le pareció extraño que no preguntara, ante todo, cómo se encontraba
el duque, pero contestó:
—Nadie tuvo la menor sospecha. El duque fue operado ayer, y otro
especialista le quitará hoy las vendas de los ojos.
—Entonces me alegro de que hayas regresado; pues, de otro modo, él te
hubiera visto —contestó Deirdre.
Abrió el pequeño bolso de mano que colgaba de su brazo y sacó un pequeño
espejo para mirarse.
—¡Me divertí mucho, Sacha! —exclamó— Pero nos desvelamos todas las
noches y estoy segura de que eso me ha llenado de arrugas los ojos.
—No, estás preciosa —respondió Sacha con sinceridad.
—¡Eso es lo que dice Harry y, por supuesto, tiene mucha razón! no veo
señales de cansancio en mi rostro, pero será mejor que me acueste al llegar a casa y
descanse.
—¿Así que la pasaste muy bien? —preguntó Sacha.
Deirdre bajó el espejito y contestó con una voz que, por primera vez, parecía
revelar alguna emoción:
—¡Fue maravilloso! Disfruté de cada minuto de la reunión. Quisiera que
hubieras oído los cumplidos que me hicieron.
—Estoy segura de que fueron muy sinceros.
—¡Claro que lo fueron! Harry me hace cumplidos de forma tan elocuente, que
a veces casi no puedo creer que sea inglés. Los ingleses son siempre tan fríos...
—No pueden serlo cuando se trata de ti.
Sacha miraba a Deirdre con los ojos muy abiertos, pensando que, como era
tan hermosa, el duque no vacilaría ni por un momento, si las veía juntas, en
preferirla a ella para casarse.
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Barbara Cartland La Impostora
Cuando pensó en ambos, besándose, Sacha sintió como si le clavaran una
daga en el pecho y se llevó una mano al corazón. Como la oyó suspirar, Deirdre la
miró con aire crítico y comentó:
—Debo reconocer, Sacha, que vestida con mi ropa has mejorado mucho.
—Fuiste muy bondadosa al darme... ropa tan hermosa y te lo agradezco de
verdad.
—¡No hubieras podido pasar por mí con los harapos con que casi siempre te
vistes! ¿Cómo es la duquesa?
—¡Encantadora, simplemente encantadora! —contestó Sacha—. Dice que el
duque es su nieto favorito e intenta dejarle a él su castillo cuando muera.
—Bueno, por lo que a mí respecta, espero que viva muchos años —replicó
Deirdre—. ¡Si hay un lugar al que no tengo la menor intención de ir es a Escocia!
Sacha se quedó callada por un momento y luego dijo con voz baja, para que
Emily no pudiera escucharla:
—Me temo... Deirdre, que le dije al duque que.... me encantaba Escocia...
porque pensé que era uno de los... lugares más hermosos que había visto en mi
vida.
—Eso fue muy tonto de tu parte! —exclamó Deirdre con brusquedad—. Sabes
muy bien que detesto la vida en el campo, lo mismo en Inglaterra que en cualquier
otro lugar.
Sacha no supo qué responder, pero después dijo con voz muy queda:
—Debo verte pronto para decirte algo que debes saber antes que veas al
duque.
—Supongo que tendré que escuchar todas las tonterías que sin duda le dijiste
y los problemas en que me has metido —repuso Deirdre con impaciencia—.
Bueno, no hay prisa. La fiesta del compromiso se celebrará dentro de diez días y no
creo que el duque venga al sur antes de esa fecha.
—¡Es importante... lo que tengo que decirte! —insistió Sacha.
—¡Está bien, está bien, no hagas tanta alharaca por eso! Iré a .verte, o tú
puedes venir a verme a mí. Mandaré a un sirviente para decirte lo que haremos.
Se quedó pensando un momento antes de añadir:
—Es muy probable que tenga que ir a Londres pasado mañana para empezar
a preparar mi ajuar. Debe haber dibujos y patrones esperándome en casa y estoy
decidida a comprarme el vestido de novia más hermoso que jamás se haya visto.
Empezó a hablar de las diferentes telas entre las que podía elegir, y se mostró
tan alegre que Sacha no se atrevió a insistir en el tema que tanto le preocupaba.
Era muy difícil hablar, pues Emily estaba sentada en el otro extremo del
vagón, pero Sacha temió que Deirdre se enfureciera cuando le dijera que había
tenido que casarse con el duque de acuerdo con la ley escocesa.
Corno se sentía muy nerviosa, no hizo ningún esfuerzo durante el resto del
viaje para hablar del castillo.
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Era evidente que a Deirdre no le interesaba lo que había sucedido allí, pues
continuaba hablando de su ajuar de novia, mencionando de vez en cuando a Lord
Gerard. Por lo demás, parecía haberse olvidado de todo, excepto de sus propios
intereses y de su apariencia.
Cuando llegaron a la estación más cercana a Langstone Hall, había ya un
carruaje y una carreta abierta para el equipaje esperándolas. Irían primero a la
vicaría y después a la casa grande.
Hannah salió de pronto de otro vagón, donde había viajado y Sacha le oyó
decir a Emily con voz áspera:
—¡Debiste haberte reunido conmigo cuando el tren se detuvo en la estación a
recogernos, en lugar de haber impuesto tu presencia a las jóvenes, que no te
necesitaban para nada!
—¡Perdóneme, señorita Hannah! —contestó Emily, quien parecía un conejito
asustado frente a una serpiente—. Nadie me dijo que tenía que hacer eso.
—¡Tu sentido común debió habértelo dicho! —repuso Hannah con acritud.
Avergonzada, Emily caminó detrás de Hannah y mientras Deirdre subía al
carruaje, Sacha se volvió para decir:
—Adiós, Emily, y muchas gracias. Me cuidaste muy bien. Si Hannah hubiera
visto con qué eficiencia te portaste, se habría sentido orgullosa de su discípula.
Se aseguró de que Hannah la hubiera oído y añadió:
—Emily fue maravillosa, Hannah, y jamás me la habría podido pasar sin ella.
—Me alegra saberlo, señorita —contestó Hannah, aunque no pareció muy
complacida.
Sacha comprendió que no podía hacer más, y como Deirdre esperaba con
visible impaciencia, subió al carruaje y se sentó junto a ella.
—No debes hablar con tu padre de lo sucedido —le indicó Deirdre cuando se
pusieron en marcha—. La única persona que sabe dónde estuviste es Emily, y
Hannah se encargará de ella.
—Te hice una promesa —contestó Sacha indignada—, y sabes muy bien,
Deirdre, que soy incapaz de faltar a ella.
Deirdre, sin embargo, no la escuchaba. Era evidente que ahora se estaba
preguntando cómo su prima había logrado hacerse pasar por ella sin que nadie
sospechara lo sucedido.
—Hay algo que tengo que decirte, Sacha—murmuró Deirdre de pronto con
cierta turbación.
—Sí, ¿de qué se trata?
—Harry opina, y por supuesto que tiene razón, que sería un error que
asistieras a mi fiesta de compromiso o a mi boda. Era lo que Sacha esperaba, pero
le dolió escucharlo.
—No creo que el duque te reconozca —continuó Deirdre—, pero su abuela
podría presentarse en cualquiera de las dos ocasiones, porque la hemos invitado,
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Esta era otra razón por la que debían encontrarse, pero Sacha comprendía que
Deirdre no estaba interesada en lo que ella tenía que decirle y se dijo que debía
haber insistido con más firmeza para que su prima la escuchara, pues sería
desastroso que se encontrara con el duque sin saber nada.
“Le escribiré”, pensó, “y le diré que, apenas regrese de Londres, debe venir a
verme”.
Entonces oyó la voz de su padre que la llamaba y bajó corriendo por la
escalera para rodearlo con sus brazos.
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Había besado tantas veces el anillo que él le diera, que pensaba. que estaba
desgastando el oro de que estaba hecho.
Para aumentar su congoja, Deirdre no había regresado de Londres y cuando
Sacha hizo preguntas descubrió que la esperaban desde hacía dos días.
Sólo podía asirse a la esperanza de que estuviera en Langstone Hall al día
siguiente.
“Debo decirle lo de la boda secreta”, se dijo Sacha una y otra vez.
No era algo que pudiera decir por carta; y, por otra parte, como Deirdre
estaba divirtiéndose en Londres era imposible ponerse en contacto con ella.
Cuando entró en la vicaría, oyó a Nanny moviéndose en la cocina y Sacha se
acercó a la puerta para preguntar:
—¿Puedo ayudarte, Nanny?
—No. hay mucho qué hacer —contestó Nanny irritada—. Hay un huevo para
el amo, pero usted tendrá que resignarse a comer pan tostado. ¡Estas perezosas
gallinas no valen ni lo que se comen!
—A mí me basta con el pan tostado —repuso Sacha con voz animosa.
Al mismo tiempo, no pudo evitar ver de nuevo, con los ojos de la
imaginación, las abundantes fuentes de plata de las que podía escoger en el
castillo. En la mesa había siempre bollos calientes, un enorme panal de miel, varias
clases de jalea y desde luego, mermelada hecha en casa.
“Es la clase de desayuno que no volveré a tener nunca”, pensó y se dirigió a
la sala, dejando su sombrero en una silla del vestíbulo.
Descorrió las cortinas para dejar entrar el sol y después arregló los cojines del
sillón en que su padre se había sentado la noche anterior.
Su último manuscrito se encontraba en una mesita, al lado del sillón y,
mientras acomodaba las páginas en una carpeta, Sacha deseó poder leer al duque
lo que su padre había escrito.
Era otra traducción del griego, en la que, su habilidad para interpretar y
trasmitir el mensaje original y la vitalidad que confería a las palabras daban por
resultado una obra muy conmovedora.
Sacha sabía que, del mismo modo que el duque había comprendido La Luz
de Grecia, apreciaría este libro, para el cual ni ella ni su padre tenían título aún.
“Tal vez se venda mejor que el último”, pensó como sabía lo mucho que eso
le complacería, hubiera querido hacer saber a su padre que tanto el duque como la
duquesa habían elogiado su trabajo.
Pero ella había dado su palabra a Deirdre. Debía callar y no había nada que
pudiera hacer al respecto.
Sin embargo, aunque tenía muchas otras cosas qué hacer, empezó a dar
vuelta a las páginas del manuscrito y leyó de nuevo ciertos pasajes que elevaban su
espíritu.
Se encontraba aún leyendo cuando escuchó el sonido de pisadas en el
vestíbulo y comprendió, reprochándose a sí misma, que había cosas que
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reclamaban su atención. De cualquier modo, su padre debía haber llegado ya a
desayunar.
Apartó de prisa el manuscrito y, cuando se abrió la puerta, se volvió con una
sonrisa, diciendo:
—¡Es tu culpa, papá! Tu libro me hizo olvidar...
Las palabras murieron en sus labios.
No era su padre, vestido con su casaca vieja, quien entraba en la sala en ese
momento, sino alguien tan alto, tan elegante y distinguido que le pareció un
fantasma.
Los ojos de él, oscuros y penetrantes, se clavaron en los suyos y a Sacha le
pareció que toda la habitación giraba a su alrededor y que el techo se le venía
encima. Estaba mirando al duque y él la miraba a ella.
Por un instante, ambos permanecieron inmóviles, mudos de la sorpresa.
Cuando el duque cerró la puerta detrás de sí y caminó con lentitud hacia ella,
Sacha lanzó una exclamación ahogada y, con una voz que no parecía la suya, dijo:
—Creo que.... ha cometido... un error... Se equivocó de lugar. Esta es la
vicaría... no Langstone Hall.
—Me doy cuenta de ello —repuso el duque con voz profunda. Sacha
comprendió que no la había reconocido, a pesar de que la miraba con evidente
curiosidad.
El corazón de Sacha palpitaba con tanta fuerza dentro de su pecho que sentía
los labios resecos y le costaba trabajo hablar; pero de algún modo; sin mirarlo,
logró decir:
—Creo que... usted busca a Lady... Deirdre Lang.
—Busco a la señorita Sacha Waverley —exclamó el duque contradiciéndola
—, porque tengo algo que darle.
—¿Que... darle?
Hubo una ligera pausa antes que Sacha contestara.
—Tengo algo que le pertenece —continuó el duque—, y quiero devolvérselo.
A ella le sorprendió tanto lo que estaba diciendo que lo miró por un momento
y después desvió de nuevo la vista.
El estaba muy cerca y ella se dio cuenta de que, si con los ojos vendados era el
hombre más apuesto que había conocido; ahora, sin las vendas, no sólo era en
extremo apuesto, sino mucho más impresionante y autoritario.
Nunca imaginó que un hombre pudiera vestir con tanta elegancia y, al mismo
tiempo, llenar toda la habitación con la .fuerza de su masculinidad.
Sacha advirtió que él la estaba mirando y eso la hizo sentirse aún más tímida.
Se dijo que, ahora que él podía verla, tal vez le notara cierto parecido con Deirdre,
pero se daría cuenta de que no era tan hermosa como la muchacha de la que se
había enamorado en Londres.
Como el duque esperaba su respuesta,. logró decir, tartamudeando:
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—Soy... Sacha Waverley... pero no puedo... imaginar qué tiene usted que...
darme.
Por su mente cruzó la idea, y aquel pensamiento fue una agonía, de que tal
vez Deirdre le había dicho la verdad y él había venido a pagarle sus servicios. El
hecho de que él pudiera ofrecerle dinero no sólo la haría sentirse degradada, sino
que sería una humillación insoportable.
—Lo que tengo que devolverle, señorita. Waverley—contestó el duque en un
tono muy formal—, es un libro con su nombre; que, según veo con interés fue
escrito por su padre.
Extendió hacia ella el ejemplar de La Luz de Grecia, y Sacha, desolada
recordó ahora que lo había dejado olvidado en la habitación de él al salir del
castillo.
Al mirar el libro de cubierta gastada, inscrita con el nombre de su padre,
Sacha recordó que él había escrito en la primera hoja:
Para Sacha, mi hija adorada, que me ayudó a escribir este libro; porque
ella cree, y busca, como yo, la luz que Grecia otorgó al mundo.
Con lentitud, Sacha alargó la mano y tomó el libro que le extendía el duque.
—Ahora —dijo él en un tono diferente de voz—, me gustaría saber por qué
encontré este libro en mi dormitorio, cuando recobré la vista.
Sacha buscó una explicación plausible. Estaba a punto de decir que se lo
había prestado a Deirdre, pero la mentira murió en sus labios. Se limitó a mirar al
duque, sin saber cuán suplicante y hermosa era su mirada.
Por un momento se miraron a los ojos y luego él preguntó:
—¿Me has echado de menos?
—¡S... sí!
—¿Cómo pudiste hacer algo tan cruel, y marcharte de esa forma tan ridícula,
sin decirme la verdad?
Como él parecía enfadado, Sacha empezó a temblar y luego acertó a decir con
una voz que parecía venir de muy lejos:
—¿Cómo... supiste?... ¿Cómo... adivinaste? ¿O te.... lo dijo.... Deirdre?
—Creo que soy yo quien debe hacer las preguntas.
—¿Estás... muy... enfadado?
—¡Muchísimo!
—Perdó... name.
—Eso no es suficiente..
—¿Qué.... más... puedo... hacer?
—Hay mucho que puedes hacer, como explicarme, no sólo por qué me
mentiste, sino por qué querías convertirme en un bígamo.
Sacha se llevó el libro al pecho, como si quisiera calmar el tumulto que había
en su interior.
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—No.... quería hacerlo... —confesó—. Pero... temí que... si no aceptaba lo que
sugerías... eso te alteraría y la operación tal vez no tuviera éxito.
—Comprendí después que ésa era la razón —contestó el duque—. Pero
debiste haber sido lo bastante valerosa como para decirme la verdad, una vez que
pasó la operación y podía verte.
—Eso es lo que me hubiera... gustado hacer. Quería... quedarme contigo... ¡Lo
ansiaba tanto! Pero había dado mi... palabra a Deirdre... y tú vas a... casarte con
ella.
—¿Crees que soy capaz de portarme de una forma tan despreciable? —
preguntó el duque—. ¿Cómo puedes pensar que, estando casado contigo según las
leyes de Escocia podía casarme con alguien más? Y existe el hecho, más importante
aún, de que te amo.
Aquellas palabras hicieron sentir a Sacha que un rayo plateado de luna había
penetrado en su corazón e invadido todo su ser.
—¿Me amas... a mí? —preguntó en un murmullo.
—¡Te amo! —repitió el duque con firmeza—. Y como sé que tú también me
amas, he venido a preguntarte qué intentas hacer al respecto.
Sacha temblaba al preguntar con desesperación:
—¿Qué... puedo hacer?
El duque sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación.
—Creo que la respuesta es que debes obedecerme.
Al decir eso, la atrajo con brusquedad hacia sus brazos y sus labios buscaron
los de ella.
La besó hasta que ella sintió que todo su cuerpo se fundía con el de él. La
llevó de nuevo al cielo, como lo había hecho antes, y se convirtieron en uno solo,
pero su pasión ya no era como el suave resplandor de la luna, sino como el calor
ardiente del sol.
Sacha se sentía tan feliz de estar de nuevo con él, que, sin darse cuenta,
corrieron las lágrimas por sus mejillas.
El duque levantó la cabeza para mirarla.
—¿Cómo pudiste dejarme? —preguntó—. Tú eres mía, mi amor, como lo eras
cuando te entregaste a mí en Escocia. Mía, ahora y para siempre.
Habló en un tono feroz y posesivo, como si la retara a contradecirlo y Sacha
sintió que las puertas del cielo se abrían de nuevo para ella.
—¡Te amo! —declaró el duque de nuevo.
—Pero... prometiste... casarte con Deirdre.
El duque, sonriendo, puso los dedos bajo la barbilla de ella y la hizo volver el
lloroso rostro hacia él.
—¿Cómo pudiste participar en un complot tan ridículo para tratar de
engañarme, suponiendo que, porque estaba ciego, no podía distinguir entre una
mujer y otra?
—¿Cómo... adivinaste?
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El sonrió.
—Confieso que al principio me desconcertaste, porque tu voz era dulce,
suave y comprensiva; no se parecía a la voz de Deirdre. Entonces, y supongo que
tú, dirías que fue mi instinto el que me lo dijo, comprendí que las vibraciones de tu
personalidad eran muy distintas a las de ella, y que algo extraordinario había
sucedido, aunque no podía comprender qué era.
—Pensé que te estaba... engañando con... mucha habilidad.
—Como actuación, fue lamentable —contestó el duque—. Y cuando me leíste
y me hablaste sobre Grecia, me cautivaste como ninguna mujer habría podido
hacerlo nunca.
—Me... alegro —murmuró Sacha—, pero hice mal.
—Claro que hiciste mal; pero tal vez, amor mío, el destino había dispuesto
que las palabras de tu padre nos unieran. Y cuando comprendí que te amaba como
no había amado jamás, me aterrorizó el pensar en perderte.
Sacha se quedó inmóvil un momento y Fuego preguntó:
—¿Por eso...casaste... conmigo?
—Por supuesto. Ya me había dado cuenta de que alguien había tomado el
lugar de Deirdre y supuse que eso se debía a que ella no tenía la intención de
desperdiciar su tiempo y su belleza en un ciego. Pero temí que pudieras escapar de
mi lado sin que yo me percatara de ello. Temí no volver a verte nunca.
—Eso era... lo que se había... planeado.
—Lo supuse —asintió el duque—, pero no pensé que, después de casarte
conmigo, siguieras adelante con el engaño y que intentaras convertirme en bígamo.
—No... pensé que... importara, si tú... no llegabas a saberlo nunca.
—Pero lo habrías sabido tú.
—Yo no... soy importante... no.... significo nada....
—Como mi esposa, eres muy importante—replicó él—, y, como alguien a
quien amo, eres más importante que nada ni nadie en el mundo.
Sacha lanzó un leve grito de placer.
—Así me... siento yo con respecto a ti; pero, ¿qué podemos hacer? Has...
prometido casarte con Deirdre... y yo no podría soportar que hicieras algo...
deshonroso, que te desacreditaría.
El duque no contestó. Se limitó a besarla de una forma que la hizo olvidarlo
todo, excepto que lo amaba y que, aunque se casara mil veces con Deirdre, una
parte de él siempre le pertenecería.
Entonces el duque dijo:
—El tiempo está pasando y tenemos mucho qué hacer, amada mía, y muy
rápido.
Sacha lo miró desconcertada y él agregó:
—Como estaba seguro de que eso te complacería, tu padre está esperando
para casarnos en la iglesia, antes que nos vayamos. —¿Mi... padre?
—Le he explicado todo y él comprende.
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—¿Le dijiste... que... pretendí ser Deirdre?
El duque negó con la cabeza.
—Comprendí que eso lo alteraría. Me limité a decirle que nos conocimos en
Escocia, que nos enamoramos, y que ahora soy libre.
Sacha lanzó un suspiro de alivio.
—Pero también le expliqué—prosiguió él—, que sería un poco molesto para
todos si nuestro matrimonio no se mantiene en secreto por algún tiempo. Por
supuesto, él desea asegurarse de que tengamos la bendición de Dios.
—iNo puede... ser cierto! —exclamó Sacha y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Es cierto, mi adorada....
—Pero... Deirdre...
El duque se echó a reír.
—He sido muy astuto y quería contártelo todo después. Pero no quiero que te
preocupes, y sé que te alegrará saber que tu prima se ha negado a continuar
nuestros planes y ha desbaratado el compromiso.
—¿No quiere... casarse contigo? ¡No lo... creo!
—Cuando te fuiste y comprendí lo que había sucedido —explicó el duque—,
le dicté al secretario de mi abuela una carta para el padre de Deirdre, explicándole
que, a consecuencia de mi accidente, los doctores no estaban del todo seguros si
recobraría alguna vez la vista. Por lo tanto, consideraba una cuestión de honor
liberar a su hija de la promesa de casarse conmigo.
Sacha lo miró incrédula al preguntar:
—¿Y... Deirdre aceptó?
—¡Por supuesto que aceptó! No imaginarás que alguien que se considera a sí
misma como la mujer más bella de Inglaterra quiera casarse con un hombre ciego,
que nunca podría verla, ¿no es cierto?
—¡ Pero... mentiste!
—Fue sólo una mentira blanca para proteger su orgullo. No creo que le
agradara saber que ya estaba casado con alguien que amaba con todo mi corazón y
que, en mi opinión, no es sólo mucho más hermosa que ella, sino más que
cualquier otra mujer que haya existido nunca, exceptuando, tal vez, a la diosa
Afrodita.
—Eso... también es una... mentira.
—No, preciosa mía, es la verdad —insistió el duque—. Tu prima es muy
hermosa, nadie podría negarlo... pero su belleza es sólo superficial. La tuya, mi
amor, viene de tu corazón, de la luz que proviene de tu alma y que brilla con tal
intensidad, que nunca podré volver a mirar el rostro de ninguna mujer, salvo el
tuyo.
Ella se arrojó en sus brazos con un grito de felicidad y ocultó el rostro en el
hombro de él.
—Hay muchas cosas que quiero decirte —continuó el duque con voz baja—;
pero, preciosa mía, tu padre espera, y quiero que hagas algo por mí.
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—¿Qué cosa?
—Quiero que te pongas el vestido que llevabas la noche en que te besé por
primera vez y que, según me dijiste, era plateado bordado con perlas transparentes
como tu piel. Así es como me gustaría que fueras al altar conmigo.
Sacha levantó la cabeza.
—¿Cómo puedes ser tan... maravilloso... cómo puedes pensar esas... cosas que
me hacen tan... feliz?
—Contestaré esa pregunta más tarde —contestó el duque—. Ahora, date
prisa, mi amor. Mientras nos casamos, Tomkins, que espera afuera, ayudará a tu
doncella a preparar tu ropa, para que podamos irnos lo más pronto posible.
Sonrió al añadir:
—No es necesario explicar que nadie debe verte, para que no lo sepan
Deirdre ni su padre antes que estemos listos para decirles nosotros mismos que, no
sólo nos hemos casado, sino que mi vista no está tan mal como temíamos.
El duque hablaba en un tono divertido. Sacha le dedicó una amorosa mirada
y él exclamó:
—¡Rápido, mi amor, rápido! ¡O van a descubrirme, y eso sí que sería
desastroso!
Sacha lanzó un leve grito y subió corriendo por la escalera hacia su
dormitorio.
En aquel momento, oyó que él cruzaba el vestíbulo en dirección a la cocina.
Escuchó la voz de Nanny y una voz masculina y adivinó que se trataba de
Tomkins.
Aunque hacía una semana que Sacha había llegado, Nanny no había vaciado
todos los baúles que ella había traído, por la simple razón de que todavía no
habían decidido qué hacer con los trajes de noche que nunca tendría oportunidad
de usar.
El vestido blanco y plateado bordado de perlas estaba encima de los demás, y
mientras Sacha lo sacaba Nanny entró corriendo en la habitación.
—No sé qué diabluras ha estado usted haciendo, señorita Sacha —dijo—,
pero todo lo que puedo decir es que el señor duque es el caballero más apuesto y
agradable que he conocido en muchos años y ciertamente sabe lo que quiere.
—Lo amo, Nanny! —respondió Sacha con sencillez.
—Eso no me sorprende. Es justo lo que su madre hubiera querido para usted.
Las lágrimas corrieron por sus mejillas y Sacha comprendió que eran
lágrimas de felicidad.
Fue Nanny quien le abotonó el vestido y quien buscó el velo de novia, la
guirnalda de azahares y los delicados mitones de encaje que la madre de Sacha
había usado en su boda.
Cuando Sacha, con cierta timidez, bajó por la escalera, sintió que, una vez
más había entrado en un sueño, en el cuento de hadas que había constituido toda
su relación con el duque.
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Por un momento temió que todo no fuera sino un sueño y que el duque
desapareciera de nuevo de su vida. Pero él la estaba esperando en el vestíbulo
cuando ella bajó por la escalera.
La expresión de sus ojos le reveló sin palabras lo mucho que la amaba y al
verlo de cerca notó que tenía pequeñas cicatrices blancas alrededor de los ojos,
donde había sido herido, pero supuso que se desvanecerían con el tiempo.
—Ahora —dijo el duque con suavidad—, buscaremos juntos la luz que tu
padre entiende tan bien; la luz que nos dará cuando nos arrodillemos ante él.
Sacha comprendió que ningún otro hombre habría dicho con tanta exactitud
lo que ella quería oír y apoyó su mejilla contra el brazo del duque, en un pequeño
gesto de ternura que a él le pareció muy conmovedor.
—¡Te quiero! —murmuró ella.
Lo condujo a la iglesia por el camino más corto que partía de la casa y nadie
los vio entrar. La iglesia estaba vacía y el vicario la había cerrado con llave, y
cuando avanzaron hacia donde su padre los esperaba el sol del ventanal de oriente
inundó el recinto.
Se arrodillaron y, una vez más, Sacha creyó percibir el batir de alas plateadas
y el chirrido de las ruedas de plata de que hablaba su padre.
Cuando el duque puso un anillo de oro en su dedo la luz se hizo más
brillante y ella comprendió que habían sido bendecidos por Dios y que El los había
unido para toda la vida.
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nuestra luna de miel, me gustaría hablar con usted, señor vicario, pues quisiera
ofrecerle una iglesia que tengo en una de mis propiedades en Kent.
El vicario lo miró sorprendido y él añadió:
—Está ligada al puesto de canónigo de la Catedral de Canterbury. Esto le
daría más tiempo y tranquilidad para escribir; lo cual, en mi opinión, y creo que
también en la de Sacha, es en extremo importante.
—¡Oh, papá, qué alegría! —exclamó Sacha.
—Me parece que estoy soñando —comentó el vicario.
—Eso es lo que he sentido desde que conocí a mi... esposo —comentó Sacha
y, como tengo miedo de despertar, espero que podamos mantener nuestro
matrimonio en secreto por mucho tiempo.
—Yo también lo deseo —confirmó el duque—, y sugiero que nos marchemos
inmediatamente. Mi carruaje, tirado por cuatro caballos, se encuentra en la puerta
de la vicaría y ello podría causar rumores en el pueblo.
—Sí... por supuesto... debemos irnos —asintió Sacha.
—¿Adónde vamos? —preguntó de pronto—. Creo que a papá le gustaría
saberlo.
—Quería que me preguntaras eso —contestó el duque—. Esta noche nos
hospedaremos cerca de aquí, en una casa que tengo, pero que muy pocas veces
uso. De allí tomaremos el tren a Southampton.
Sacha lo miró con expresión interrogante y él explicó:
—Mi yate está en la bahía y sé que tu padre comprenderá que deseamos tener
una larga luna de miel. No se anunciará nuestro matrimonio hasta que volvamos a
Inglaterra.
—Es... maravilloso! —dijo Sacha con voz baja.
—Ojalá te lo parezca, y creo que tu padre aprobará el lugar adonde vamos.
—¿Adónde?
Sacha leyó la respuesta en los ojos del duque antes que él contestara:
—¿Adónde si no a Grecia? Estamos buscando la luz, mi amor... la luz acerca
de la cual escribió tu padre de forma tan conmovedora y que tú trajiste a mí.
Sacha extendió una mano hacia él y, por un momento, ambos olvidaron que
había alguien más en la habitación.
Al ver la felicidad que reflejaba el rostro de su padre, Sacha lo besó. Besó
después a Nanny y corrió hacia donde esperaba un carruaje cerrado.
El duque se detuvo para decir con voz baja a Nanny:
—Daré instrucciones para que traigan comida y vino aquí, con regularidad,
desde mi propiedad en Buckinghamshire. Tiene usted que encargarse de que el
vicario esté fuerte para terminar el libro que está escribiendo ahora y empezar otro.
La expresión del rostro de Nanny era muy elocuente y, por esta vez, no supo
qué contestar.
Mientras el carruaje se alejaba, Sacha se arrojó en los brazos del duque y le
preguntó:
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—¿Es... cierto? ¿Es de veras... cierto que vamos a... Grecia?
—Por supuesto —contestó él—. ¿Adónde más podríamos ir en busca de la
luz, y adónde más puedo llevar a una mujer que rivalizará con la más bella diosa
que jamás haya habitado el Olimpo?
Más tarde, esa noche, en los brazos del duque, Sacha preguntó:
—¿Ya no estás... enfadado conmigo por... haber tratado de... engañarte?
—Me hubiera enfadado muchísimo si no hubiera podido encontrarte pronto
—contestó él—. Aún ahora puedo sentir el terrible miedo que se apoderó de mí
cuando supe que te habías ido. Me di cuenta de que mi abuela no comprendía
cuánto temía no volver a verte.
—Fue... cruel y... perverso de mi parte; pero te prometo... querido... que
trataré de... compensarte por ello....
—Ya lo has hecho, mi amor. Pero voy a castigarte: no permitiré que vuelvas a
desaparecer de mi vida y te amaré de un modo que jamás podrás separarte de mí.
—Lo sé... me sentía tan desdichada.... y temía tanto al futuro... sin ti.
—Fue una loca acción la que cometiste, aunque comprendo que estabas
tratando de ayudar a tu prima.
El duque se detuvo antes de añadir:
—Supongo, tontuela mía, que nunca se te ocurrió que podías tener un bebé.
¿Qué hubieras hecho entonces?
Sacha sintió que el color afloraba a sus mejillas.
—Me vas a considerar muy ignorante —replicó con voz baja—, pero
ignoraba... hasta el momento en que... me hiciste tuya.... cómo nacían los... bebés.
Ocultó el rostro contra él y el duque la atrajo hacia sí, al mismo tiempo que
decía:
—Me di cuenta, al besarte, de lo inocente que eras, lo cual me convenció, de
una manera definitiva, de que no eras tu prima. ¡Y, cuando nos convertimos en
uno solo, aquello fue lo más emocionante que me había ocurrido nunca!
La besó en la frente al proseguir:
—Supe, también, que eso te había hecho mía, de una forma irrevocable.
—Eso fue lo que yo sentí —murmuró Sacha—, y si no... hubieras descubierto
que yo no era Deirdre... jamás me habría.... casado con nadie más, porque hubiera
sido... tu esposa hasta... la muerte.
El duque no contestó. La besó ávido y, al mismo tiempo, con mucha gentileza
como a algo infinitamente precioso.
Luego, como la suavidad y la inocencia de los labios de ella lo excitaban, sus
besos se volvieron más exigentes, más apasionados.
Cuando sintió el corazón de Sacha palpitando contra el suyo y comprendió
que la emoción que la invadía la hacía estremecerse, la pasión del duque se
convirtió en una llama abrasadora.
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La sublime locura del amor los condujo al cielo. Alcanzaron las estrellas y la
luz que surgió de sus almas era la luz de los dioses.
FIN
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