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Isaac Asimov Magazine 4 - Barry B Longyear PDF
Isaac Asimov Magazine 4 - Barry B Longyear PDF
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Barry B. Longyear & Martin Gardner & Sharon Webb &
Coleman Brax & Avram Davidson
ePub r1.0
Titivillus 29.04.2019
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Título original: Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine
Barry B. Longyear & Martin Gardner & Sharon Webb & Coleman Brax & Avram Davidson,
1979
Traducción: Luis Vigil
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Prólogo
Regreso al hogar
Transferencia
Peregrino: perplejo
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Por razones obvias, el gran tema de la narrativa fantástica de todos los
tiempos es el encuentro del hombre con lo desconocido y lo maravilloso que
en la fantasía tradicional suele tomar la forma de lo sobrenatural o lo
mágico.
La ciencia ficción no busca lo maravilloso más allá de la naturaleza, sino
que amplía sus límites y perspectivas mediante la extrapolación hacia el
futuro o hacia el pasado, hacia afuera o hacia adentro. Pero su tema sigue
siendo —no puede ser otro— el encuentro. No con magos o con demonios,
como en el caso del héroe clásico, sino con seres doblemente inquietantes por
lo verosímiles: máquinas pensantes, reptiles inteligentes, salvajes
extrahumanos… Que, en última instancia, remiten al hombre al más
inquietante de los encuentros: el encuentro consigo mismo.
En los relatos de esta selección, el diálogo del hombre con interlocutores
no humanos es abordado desde distintos ángulos y con diversos enfoques. Ya
sea en clave de humor o con el más tenso dramatismo, la implacable lógica
de las máquinas o la diferente sensibilidad de los extraterrestres sirve de
contrapunto para poner de relieve nuestros propios problemas y
contradicciones, brindando al lector la posibilidad de un «encuentro» del que
la imaginación sale fortalecida y la mente más flexible.
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Regreso al hogar
Barry B. Longyear
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—Aquí Lothas Dim Ir, oficial de guardia. —Hizo una pausa y examinó la
lectura de navegación; luego pasó a un esquema del resto de las naves, en
formación de grupo. El esquema mostraba todas las naves, excepto tres de las
doscientas, contestando. Lothas estudió el esquema, algo confundido por el
hecho de no sentir nada por las naves perdidas. Los sistemas de grabación
automáticos habían mostrado cómo las tres naves habían sido destruidas por
el mismo meteoro. Pero eso había sido… hacía millones de ciclos. Era difícil
sentir dolor por muertes tan antiguas.
Apretó otro panel y el esquema comenzó a llenarse con los datos del
porcentaje de supervivencia de unidades vitales transmitidos por las guardias
de las otras naves. Se hizo una media automática y un conteo de unidades
valorando la supervivencia: 77,031% y 308 124 unidades vitales que
sobrevivían. Lothas asintió con la cabeza. No había habido ningún cambio en
esos datos desde hacía… más de treinta millones de ciclos estelares. Las tres
naves destruidas y los que no podían sobrevivir al proceso de suspensión.
Pero el resto de nosotros veremos Nitola.
Lothas miró en derredor por el vacío centro de control. Momentos
después de la orden de inicio de la desuspensión, el centro se convertiría en
un panal de actividad… Un panal de actividad; me pregunto si los pequeños
dulcesectos aguijoneadores habrán sobrevivido. Miró las bancadas de
instrumental receptor, los aparatos sensores y de análisis y el resto de
instrumentos que los sapientes utilizarían para ver cómo había cambiado
Nitola. Pero en este momento todavía hay silencio… esta maravillosa y
enjoyada soledad del espacio. Siento dolor nostálgico por mi planeta, pero
también esto se ha convertido en mi hogar.
Tendió una garra y cerró el escudo, cortando la visión de la estrella madre.
Mientras el centro pasaba a luz amarilla, Lothas oprimió el mando de inicio
de la desuspensión. A medida que las otras naves respondían, escuchó los
sonidos de la vida agitarse en la suya propia: gimieron motores, drenando el
claro fluido de suspensión de los innumerables largos de venas,
reemplazándolo con cálida sangre. Lothas miró el drenaje colocado en su
propio brazo. Lo arrancó y observó cómo se formaba una mancha de sangre
para luego empezar a coagularse. Tiró el drenaje a un reciclador. Ya no los
necesitaremos más, casi estamos en casa.
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La forma que había en la cama, cubierta la cabeza por las sábanas,
murmuró:
—No soy yo quien los usa.
—Es mi último par de calcetines limpios. ¿Dónde están? La forma apartó
las sábanas, mostrando una masa de cabellos oscuros enmarañada por el
sueño, que enmarcaba una hermosa pero irritada faz.
—Tendrías calcetines limpios si te ocupases más a menudo de la colada.
Los dos trabajamos, así que no hay razón alguna para que sea yo la que…
—Vale, vale. —Baxter apartó el mueble ropero y miró detrás.
—¿Vale, vale y ya está?
—Vale. —Volvió a empujar el mueble contra la pared—. Mira, no se
puede decir que tengamos el mismo tipo de trabajo, Deb. Yo tengo que estar
en la base a las seis y media, seis días a la semana, incluso a veces siete. Y
tengo suerte si puedo arrastrarme de vuelta a casa a tiempo para el programa
de Johnny Carson. ¿Y encima quieres que ayude con la colada, la compra, la
limpieza?
—¡Escucha, supersoldado!— Deb se apartó el cabello de los ojos. —¿Te
crees que mantener en marcha la Agencia yo sola es fácil? La semana pasada,
ese idiota de montador que contrataste antes de que te llamasen a filas
estropeó por completo la campaña de primavera de Boxman. ¡He estado
trabajando dieciséis horas al día para tratar de tenerla a tiempo! ¿Y encima
quieres tener la colada al día?
Baxter concluyó su tercera búsqueda por los cajones del mueble cerrando
de golpe el de arriba a la derecha.
—¿Por qué no contratas a alguien para que te ayude? Nos lo podemos
permitir.
Los ojos de Deb se abrieron mucho.
—¿El amo blanco querer decir que él permitir a pobre esclava contratar
alguien para ayudarla? ¿Dejar decisión a pobre, estúpida mujer?
—¡Oh, corta el rollo! —Baxter frunció el ceño y se sentó en la cama. Puso
la mano en el hombro de Deb—. Escucha, lo siento. Ya sé que dije que nada
de contratar a nadie hasta que yo hubiera acabado con esto y también sé que
ha sido muy duro para ti. Vamos, contrata a quien quieras para que te ayude.
Le haré una llamada a Boxman y trataré de solucionar las cosas.
Deb colocó la mano sobre la de Baxter y le miró a los ojos:
—¿Cuándo va a acabar contigo la Fuerza Aérea? Todo esto es una
verdadera estupidez: un día estamos dirigiendo un negocio de mucho éxito y
viviendo en un apartamento precioso, y al siguiente estamos aquí metidos, en
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medio de la nada, en un barracón que no ha sido reparado desde los tiempos
en que Napoleón era soldado raso. ¡Dime que ya se ve la luz al fondo del
túnel, por favor!
Baxter se alzó de hombros.
—No sé qué decirte. —Levantó la cabeza y la miró—. Ese viaje diario a
Santa Bárbara te está poniendo frenética, ¿no? ¿No estarías mejor si te
hubieras quedado en casa?
—Mira, Baxter, soportaré esto tanto tiempo como tú, y ya no puede ser
mucho más, ¿verdad? Los seis meses están ya a punto de acabar, ¿no?
Baxter se puso en pie y reinició su búsqueda de los desaparecidos
calcetines.
—¿Crees que puedo haberlos dejado en el vestíbulo?
Deb frunció el ceño al instante:
—¿No?
—¿Qué?
Ella agitó la cabeza y golpeó el colchón con los puños.
—¡Oh, no! ¡No puedes haberlo hecho! ¡Dime que no has aceptado un
reenganche! ¡Dime que no, o te abro el cráneo con el despertador!
Él suspiró, se alzó de hombros, se rascó la cabeza y luego abrió los
brazos.
—No tenía elección, Deb…
—¡Oooooooh! ¡So… so… monstruo! —Apartó las sábanas de un
manotazo, saltó de la cama y se fue corriendo al cuarto de baño. La puerta se
cerró de golpe y luego sonó el pestillo.
—¿Deb? —Baxter fue hasta la puerta—. ¡Por favor, cariño, no te
encierres! ¡Aún tengo que afeitarme!
—¡Lárgate!
—Deb, en este momento soy todo lo que tienen, en cuestión de relaciones
públicas, para promocionar las ideas de la Fuerza Aérea acerca de un nuevo
transbordador espacial combinado, por no hablar del nuevo bombardero, y…
Se abrió la puerta, un par de calcetines salió volando, y de nuevo se cerró
de golpe.
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Viendo únicamente unas solitarias barras doradas, volvió a su búsqueda. Ese
maldito cacharro tiene que estar aquí. Su mano se cerró sobre la vieja
Remington, un regalo de su suegra, se sentó bien y se quitó la gorra. El
conductor que había tras él tocó de nuevo el claxon y Baxter le hizo un gesto
con el dedo, indicándole dónde se lo podía meter. Con un airado rechinar de
neumáticos, el teniente rodeó el coche de Baxter, ignoró el cartel de stop y se
metió en la pista principal de la base. Con su afeitadora zumbando, Baxter
arrancó y giró a la derecha.
Entrevió el destello de un signo: «ODQ-D7» y recordó el comentario de
Deb cuando lo vio por primera vez: «¿Ésta es nuestra nueva casa? ¡Oh, me
gusta el nombre… es mucho más bonito que Colinas de Hollywood, o Plaza
Sutton!». Resopló y apretó el acelerador mientras llegaba a la pista de
aparcamiento de los aviones experimentales. Deb también tuvo un comentario
para aquel lugar: «¡Oh, qué hermosa vista… Baxter, quiero el divorcio!». En
realidad no lo quería, pero aquello no la hacía feliz, como tampoco a Baxter.
Experimentado piloto de pruebas, había abandonado la Fuerza Aérea durante
los recortes presupuestarios realizados en la experimentación a finales de los
sesenta, para iniciar su propia agencia de publicidad. Como oficial de la
reserva había supuesto que, si alguna vez lo volvían a movilizar, sería en
calidad de piloto. Pero la Fuerza Aérea había considerado mucho más
deseable su habilidad como publicista, y lo había metido en Relaciones
Públicas. Baxter miró la ventanilla lateral del aparato negro, con forma de
aguja, que había en la pista y al que estaban preparando para una prueba.
¡Maldita sea, es una hermosa visión!
Volvió a concentrarse en la conducción y en evitar lo más gordo del
tráfico. Dentro de dos días iba a presentarse la comisión del Congreso, y aún
no tenían una argumentación para la presentación del transbordador espacial
combinado… o, al menos, una argumentación más sutil que un simple:
«¡Suelten la pasta!». Luego, había que ocuparse también del problema del
pueblo, del comité de urbanización. La nueva oficina de reclutamiento
violaba las normas de urbanización del pueblo, y era cosa de calmar los
ánimos. Pues, a pesar de que los organismos federales no están obligados a
cumplir con las normas locales de urbanización, la mala prensa sigue siendo
la mala prensa. La argumentación: meterles por narices el nuevo edificio en el
pueblo, pero de modo que parezca que la Fuerza Aérea le está haciendo un
favor a la comunidad. Aún había que hacer algo con la Asociación de Mujeres
del pueblo. En la oficina ese grupo era apodado la Liga anti-copas-y-putas.
Las buenas señoras estaban en contra de que los hombres de la base creasen
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en la población un mercado para el creciente número de bares y damas de
encantos contratables. ¿Argumentación? Quizá podríamos hacer que
castrasen a todos nuestros soldados, señoras mías. ¿Qué les parecería esto?
Baxter lanzó una risita, pero se volvió a poner serio cuando recordó que
también tenía que ocuparse del Consejo Escolar: las protestas por tener que
mantener los gastos adicionales que suponía la educación de los mocosos de
la Fuerza Aérea estaban haciéndose insistentes, y la acusación de que algunos
de los hijos de los hombres de la base habían enseñado a sus compañeros
pueblerinos a fumar yerba no le era de ninguna ayuda…
—¡Oh, diablos!
Baxter lo apartó todo de su cabeza, mientras paraba junto a la garita de
guardia en la entrada de seguridad. Un policía aéreo, que parecía tener tres
veces el tamaño de un hombre normal y una mandíbula a escala, con la forma
y el color de un martillo pilón, le saludó y se inclinó hacia la ventanilla del
coche:
—¿El capitán Baxter?
Baxter asintió con la cabeza.
—Sí, soy Baxter.
—¿Carl E?
—Eso es.
El P. A. abrió la puerta y le hizo un gesto con la mano:
—Haga el favor de hacerme sitio, señor.
—¿Cómo?
—Se supone que le he de conducir a un área de alta seguridad, capitán.
Por favor, déjeme el puesto.
Baxter tendió la mano hacia la puerta e intentó cerrarla. La fuerza con la
que el P. A. la retenía podría haber sido el equivalente a una tonelada de
hormigón armado. Baxter miró hacia la garita y vio a Wilson, uno de los P. A.
habitualmente de guardia en la puerta.
—Wilson, ¿podría hacerme el favor de llamar a este gorila amaestrado?
Hoy tengo mucho trabajo que hacer y nada de tiempo para bromas.
Wilson se quedó en la puerta de la garita y se alzó de hombros.
—Lo lamento, capitán, pero Inovsky tiene sus órdenes…
Baxter miró al gorila.
—Inovsky, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Está seguro de que no se ha equivocado de Fuerza Aérea, Inovsky?
El P. A. desabrochó la tapa de su pistolera.
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—Por favor, capitán Baxter. Hágame sitio.
Baxter se alzó de hombros y puso el coche en punto muerto.
—Seguro, ¿por qué no?
Se corrió en el asiento y miró cómo el enorme P. A. entraba, cerraba la
puerta de golpe y partía chirriando en dirección a la pista de aparcamiento de
modelos experimentales.
—¿Qué es lo que sucede?
El P. A. agitó la cabeza.
—No lo sé, capitán. Se me ordenó que lo llevase a la sección
experimental. —El hombre mostró su primera sonrisa—. Pero con todos los
jefazos que han estado aterrizando en el campo durante la pasada hora, yo
diría que va a reunirse usted con gente importante.
—¿Cómo de importante?
—El Secretario de Defensa, Comandante de la Base y todos los mandos
intermedios entre ambos, por lo que he oído.
Baxter miró por la ventanilla de su lado y trató de bajarse la pernera
derecha para tapar el calcetín del clan Argyle.
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manda el representante habla el inglés, y ése lo hemos introducido en gran
cantidad.
Lothas volvió al portillo.
—¿Y las otras exploraciones?
—Todo es muy parecido a como habían predicho: la radiación residual es
despreciable, se ha restablecido la vida animal y vegetal, aunque las formas
han sufrido enormes mutaciones. Como ya he dicho, todo es tal como estaba
previsto.
Lothas hizo un gesto:
—Todo, excepto esos u-manos. Esos seres no fueron previstos. —Tendió
la garra y tocó un panel que dejó caer la armadura sobre el portillo, luego se
volvió hacia Medp—. Yo también tengo una pregunta, sapiente.
—Habla.
Lothas se tendió en una colchoneta y cerró los ojos.
—Si la situación fuera la inversa, Medp, ¿cómo elegiríamos a un
representante?
—Eso es fácil de responder: enviaríamos al más sabio de nuestra raza.
Ningún otro estaría a la altura del momento.
Lothas asintió con la cabeza.
—Quizá los u—manos hagan lo mismo.
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—Sólo con fines publicitarios. Nunca he volado en él, ni siquiera he
estado dentro. Las cosas que sé de él son las que quiere conocer la gente,
como los datos de coste, las prestaciones…
—¿Está al día su permiso de vuelo?
Baxter alzó las manos, luego las dejó caer.
—Sí.
—¿Y está usted en perfecta forma física?
Baxter volvió a asentir con la cabeza.
—Pero, coronel…
El coronel levantó una mano.
—Capitán, le sorprenderá ver lo rápido que podemos ponerle al corriente
del XK-17…
—¡Coronel! —Incluso a Baxter le asombró lo fuerte del tono de su propia
voz—. Coronel, debe de haber al menos cinco pilotos de los que yo pueda
darle los nombres, que están perfectamente entrenados para volar en el
Python y que en este mismo momento se encuentran en la base.
El general Stayer cortó con un gesto de la mano al coronel.
—Dejémosnos de rollos, Baxter: le ha tocado a usted. Ninguno de esos
pilotos es un experto en relaciones públicas. Usted sí.
—¿Y qué me dice de ese comosellame? ¿Del astronauta que está en el
Senado?
Stayer negó con la cabeza.
—Demasiado viejo y sus certificaciones no están al día. Además no
podemos localizarlo, está ahora en alguna parte del Canadá, pescando. —El
general se inclinó hacia adelante y apuntó a Baxter con un dedo—. Es usted lo
más parecido a un diplomático volador que podamos hacer despegar en las
próximas veinticuatro horas, porque el Python es el único vehículo que está
dispuesto para partir inmediatamente.
El Secretario de Defensa movió unos milímetros su cabeza, indicando su
deseo de hablar.
—Si me lo permite, general…
—Naturalmente, señor.
El Secretario de Defensa, el perfecto político cuidadosamente ataviado
con un traje de corte muy conservador y de al menos cuatrocientos dólares,
dejó que su mirada vagase por la habitación mientras hablaba:
—Capitán Baxter, me doy cuenta de que se le está pidiendo que realice
una difícil tarea, pero no tenemos demasiada elección. Los… —Hizo un gesto
hacia arriba con una mano—… los alienígenas, sean quienes sean, han
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establecido contacto por todas las longitudes de onda. En otras palabras, su
invitación fue hecha a quienquiera que pueda subir hasta allá arriba.
Naturalmente, los rusos subirán, pero… —Alzó un dedo— van a tardar al
menos tres días en despegar. ¿Estoy hablando claro?
Baxter cruzó sus manos sobre el estómago y asintió con un gesto.
—Sí, señor Secretario.
El Secretario también asintió con la cabeza.
—Bien. Mientras esté usted allí se hallará en contacto, constantemente,
con el Departamento de Estado y con la Casa Blanca. Siempre habrá alguien a
quien pueda consultar respecto a cualquier cuestión.
Baxter asintió y sonrió.
—Esto es lo que yo quería decir, señor Secretario: si lo único que se
supone que debo hacer es servir de radio para el Departamento de Estado…
¿por qué no usar otro piloto más cualificado? No veo de qué uso específico
pueda ser mi experiencia en relaciones públicas.
El Secretario asintió.
—Capitán, usted debe de saber lo valiosas que son las negociaciones cara
a cara. Dígame, cuando tiene que tratar en nombre de la Fuerza Aérea con
grupos o comités, ¿qué hace, telefonea o habla con ellos en persona?
Baxter aceptó con un gesto, notando cómo se cerraban los grilletes.
—¿Y qué es lo que se supone que debo conseguir?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Señor Secretario, el único objetivo de las relaciones públicas, o
hablando más ampliamente, de la diplomacia, es conseguir que la gente haga
cosas que normalmente no haría. Si todo el mundo hiciese lo que deseara, no
habría necesidad de expertos en relaciones públicas o de diplomáticos.
Entonces, ¿qué es lo que se supone que debo conseguir que hagan?
El Secretario frunció el ceño.
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—Capitán, si esos seres son lo que dicen ser, los habitantes de la Tierra de
hace setenta millones de años… es posible que estén pensando en reclamar el
planeta para sí, en recuperarlo. En tal caso, disuádalos. —El Secretario alzó
las cejas y tendió las manos—. No obstante, pueden provenir de otro sistema
solar y querer conquistar la Tierra. Otra posibilidad, en cualquiera de los dos
casos, es que sólo quieran aterrizar y vivir aquí. Si éste es el caso, podría
resultar beneficioso tenerlos a nuestro lado. Obviamente, están más
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adelantados… Pero a lo mejor podría ser bueno para nosotros largárselos a los
rusos.
Dejó caer las manos sobre su regazo.
—Lo único que puedo decirle, Baxter, es que trate de cuidar los intereses
de su país y, de paso, que también cuide de los intereses de su planeta y de la
raza humana.
Una hora más tarde, mientras dos técnicos estaban esperando para
ayudarle a colocarse su traje de presión, Baxter recordó que se había olvidado
de llamar a Boxman acerca del asunto de la campaña. Se sentó en un frío
banco metálico y se desanudó los zapatos. La seguridad en la base era más
estricta que el control de la información sobre las cuentas numeradas en un
banco suizo, y no se permitían llamadas al exterior. ¡Deb! ¡No puedo
llamarla! ¡Me matará! Se quitó el calcetín rojo y amarillo del clan Argyle y
lo alzó: tenía un roto. Supongo que va a ser uno de esos días en los que más
valdría haberse quedado en la cama.
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podemos hacer. —Dejó caer las manos sobre la mesa—. También debemos
aceptar que el sentido que tenemos de la justicia de nuestra causa es
compartido por los u-manos acerca de la suya. Ellos crecieron y lograron
dominar y controlar Nitola, de un modo similar a como hicimos nosotros. Por
aquello que consideramos nuestro derecho…
—¡No! —Deayl cruzó sus muñecas. Todos podían escuchar el irritado
restallar de su cola contra la cubierta—. Eso es algo que no sabemos. ¿Y si los
u-manos son de otro planeta? ¿Y si invadieron nuestro planeta madre y ahora,
simplemente, defienden su conquista?
Lothas asintió con la cabeza.
—Los u-manos deben de tener sospechas similares acerca de nosotros,
Deayl. Después de todo, ellos están en el planeta y nosotros somos los que
estamos en unas astronaves. —Juntó las manos—. Tenemos mucho que
aprender unos de otros, si es que queremos evitar el error.
Lothas miró en derredor de la mesa y se detuvo en Deayl.
—¿Deseas otra votación?
Deayl se apoyó en el respaldo.
—No. No en este momento.
Medp entró en el compartimento; se inclinó hacia los sentados a la mesa,
tras lo que se volvió hacia Lothas:
—Nos acaban de comunicar que el representante de los u-manos ha sido
lanzado. Otros u-manos, hablando en ruso, han dicho que el verdadero
representante será lanzado dentro de tres días y que deberíamos negarnos a
hablar con el otro.
Lothas miró la superficie de la mesa, luego alzó la vista y la clavó en
Deayl.
—Tenemos mucho que aprender, Deayl. Te dejaré a ti la tarea de instruir
a nuestro visitante sobre lo que podemos hacer. Si los u-manos comprenden la
Fuerza, comprenderán nuestra Fuerza.
—Sí, Lothas.
Lothas se alzó y se inclinó hacia los sentados a la mesa. Los otros se
alzaron y se inclinaron a su vez. Lothas se volvió hacia el centro de mando y
entró, con Medp a su lado.
—¿Tienes contacto con el representante, Medp?
—Sí. Se llama Capitancarlbaxter.
Lothas asintió con la cabeza.
—¿Está todo dispuesto?
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—Sí. Le llevará aproximadamente un décimo de ciclo llegar a alcance
seguro de potencia.
Lothas metió su cola entre el asiento y el respaldo de una silla colocada
ante un monitor y se sentó. Alzó la cabeza y miró a Medp:
—Deayl hará variar algunas mentes antes de que el Concilio se siente de
nuevo.
Medp asintió y señaló hacia el monitor. Nitola colgaba blancoazulado en
la negrura del espacio.
—El sentimiento es muy fuerte, Lothas. Todos lo podemos ver y… hemos
estado lejos mucho mucho tiempo.
Lothas se volvió hacia el monitor, estudió de nuevo el bello planeta y
asintió.
—¿Has reunido la suficiente información como para comprender esa
división y peleas entre los u-manos?
Medp trasladó su peso de una pata a la otra.
—Podemos comprender algo. Por sus transmisiones, y nuestras
exploraciones con sensores lo confirman, hemos establecido que debe de
haber más de cuatro mil millones de u—manos pertenecientes a las diversas
tribus.
—¿Cuatro mil millones?
—Y su número crece cada día. Esto no lo explica todo, pero nos da algo
de comprensión.
Lothas cambió la posición de varios conmutadores de ranura, energizó un
panel, y en la pantalla apareció un puntito. Oprimió otro panel y el punto se
expandió, hasta que el monitor se llenó con la imagen de una aerodinámica
nave negra que acababa de separarse de un anillo de blancos tubos de
aceleración.
—¡Una nave tan pequeña! ¿Habéis llegado a alguna conclusión acerca del
rito u-mano llamado humor?
—Es exasperante: esa fuerte reacción… la risa, la carcajada y el resto…
parece ser placentera. Pero las causas de la reacción: el dolor, la mala suerte,
la vergüenza, la incomprensión… todas ellas son también causas de dolor. —
Medp contempló el monitor—. Se necesita más información para poder darle
sentido. Dedicaré los ciclos que me queden a estudiarlos.
Lothas tendió una garra hacia el monitor.
—Parte de tu deseo se está aproximando, Medp: tu primer espécimen,
Capitancarlbaxter.
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A Baxter le sorprendió lo familiar que le resultaba todo. La separación
con ligera caída del avión nodriza, el empujón de la ignición principal y
secundaria, incluso los cohetes de corrección de la altitud. Miró por las
pequeñas ventanillas de la carlinga, que apenas si se hallaban al ancho de una
mano del visor de su casco, y se vio flotando en los límites extremos de la
atmósfera terrestre. Por encima, el cielo era negro y estaba tachonado de
estrellas. Rebuscó en el espacio de encima, buscando un contacto visual, pero
no divisó nada. Miró hacia abajo y la formación de naves apareció claramente
indicada en su pantalla. Mientras la estudiaba, comprendió al fin lo que iba a
intentar hacer. Las frustraciones de la mañana, y la información con que le
había llenado a presión la cabeza el piloto del Python, además de las
frenéticas conversaciones telefónicas con varios Subsecretarios de Estado, así
como una breve llamada de ánimos del Presidente, todo se borró ante la idea
de encontrarse… con lo que fuera que fuesen.
Éste es un momento más importante que el primer paseo por la Luna.
Esto es el encuentra sobre lo que han estado especulando generaciones de
novelistas y realizadores cinematográficos.
—Mensajero, aquí Control de Misión.
Baxter abrió el canal de radio.
—Aquí Mensajero. Adelante.
—Mensajero, le vamos a conectar con el Departamento de Estado.
Aguarde.
Baxter escuchó una serie de clics, aullidos y chisporroteos.
—Capitán Baxter, le habla el subsecretario Wyman. ¿Me oye?
—Alto y claro, señor Wyman.
—Nuestras últimas informaciones acerca de la misión soviética indican
que tendrán arriba a uno de sus hombres en menos de tres días, Baxter. Van a
mandar a Lavr Razin. Razin es un excosmonauta, que ahora es agregado en la
Misión Soviética ante las Naciones Unidas. ¿Comprendido?
—Afirmativo. ¿Puede decirme algo respecto a él?
El canal estuvo callado durante largos segundos, luego volvió a sonar.
—Baxter… como no tenemos información que indique lo contrario,
suponemos que ninguna de nuestras transmisiones escapa a los… visitantes.
—Otra pausa—. Lo que le podemos decir es que se ande con mucho ojo;
Razin no es ningún osito de peluche, ¿eh?
—Afirmativo.
—Adiós y buena suerte, Baxter.
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Baxter cortó con Control de Misión, deseando que el adiós del
subsecretario Wyman no hubiera sonado tan definitivo. Dio a sus
instrumentos una ojeada casual y luego miró por la ventanilla izquierda de la
carlinga. Sobre la superficie del Python chisporroteaba un fuego verde.
—¿Capitancarlbaxter?
—Aquí Mensajero. Adelante, Control de Misión.
Una larga pausa.
—Me llamo Deayl. ¿Es usted Capitancarlbaxter?
Una extraña sensación comenzó a atenazar el estómago de Baxter. La voz
sonaba… ultranormal. Era como la idealización del perfecto locutor de radio.
—Sí, soy Baxter.
—Saludos. Nuestros instrumentos nos informan de que, a menos que
retire la energía de sus motores, será usted destruido. —Baxter volvió a
estudiar sus propios instrumentos. Cada uno de los controles estaba apagado o
dando lecturas imposibles—. Le tenemos en poder de nuestra Fuerza. Con
ella le traeremos a nuestra nave de mando. No le causará ningún daño, a
menos que deje de apagar sus motores.
Baxter alzó una mano enguantada, dudó, y luego empezó a apretar
botones y mover conmutadores de acuerdo con la lista de • chequeo de paro
del Python.
—La nave está apagada… Deayl.
—Sensato. Siento curiosidad, Capitancarlbaxter: ¿qué es lo que eran
ustedes, los u-manos, hace setenta millones de años?
Baxter tragó saliva y trató de recordar el cursillo de diez minutos, a alta
velocidad, que le habían dado acerca del linaje del Hombre.
«Después de todo, Baxter, quizá quieran comprobar la autenticidad de
nuestro título de propiedad sobre este planeta».
—En ese estadio éramos protosimios… los monos aún no habían
evolucionado. ¿Sabe usted a lo que me refiero cuando hablo de «monos»?
—Sí. Los hemos visto en sus transmisiones.
Baxter frunció el ceño. ¿Y si esos tipos pueden captar todas las
transmisiones de radio y televisión de la Tierra? Podrían recoger una buena
masa de información.
—Interesante.
—¿Y a qué se parecían esos protosimios?
—Bueno, tengo entendido que eran unos seres pequeños, de larga cola,
que se parecían a las ardillas de hoy en día. Probablemente buscaban su
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comida saltando por los árboles, tratando de encontrar frutas, semillas,
huevos…
—¡Ah, el jontyl de los árboles! Sí, los recuerdo. Esto es muy curioso,
Capitancarlbaxter: los jontyl de los árboles eran muy populares entre los de
mi raza, cuando ocupábamos este planeta. Llevo setenta millones de años con
la boca haciéndoseme agua pensando en comerme uno. Sí, tengo grandes
deseos de conocerle.
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Baxter notó la existencia de una gravedad artificial. Ninguna de las naves
estaba girando sobre su eje. El Python aterrizaba sobre dos patines traseros
fijos y una rueda delantera. Bajó una palanca y notó cómo la rueda bajaba y
se fijaba, mientras sus ojos confirmaban esto, al contemplar el apagado brillo
verde de la luz del seguro del tren de aterrizaje.
—Tren de aterrizaje bajado y asegurado, Illya.
—Comprobado.
Baxter contempló cómo se abría la puerta de un hangar en la parte inferior
(relativa a la Tierra) de la nave. Se abrió de manera similar al iris de una
cámara. Una tenue luz rojiza salió del hangar y, mientras el Python se
acercaba al iris, Baxter notó un pánico pasajero ante el tamaño de la abertura
y luego ante las dimensiones del hangar. ¡Me siento como un guisante
rebotando en el interior de un bidón de doscientos litros!
El Python se alzó justo por encima de la abertura y Baxter contempló,
boquiabierto, cómo el enorme iris se cerraba. Su aparato fue bajado
suavemente hacia la cubierta y al fin soltó el aliento. Comprobó los
instrumentos, lo apagó todo y esperó. En la distancia podía ver cuatro
aparatos del tamaño de reactores jumbo, aparcados a un lado. El hangar pasó
de luz roja a amarilla y la boca de Baxter siguió muy abierta cuando se abrió
una compuerta y entró una delegación de seres de largo cuello y pesada cola,
color grisverdoso. Caminaron hacia él sobre sus poderosas patas acabadas en
afiladas garras. Aunque bípedos, se inclinaban hacia adelante, llevando al
frente sus largos y delgados brazos. La mirada de Baxter pasó de las garras de
las patas a las garras de las manos y luego a las brillantes hileras de colmillos.
Mientras se desataba, se quitaba el casco y abría la carlinga del Python,
Baxter pasó una seca lengua por unos igualmente resecos labios. Se irguió,
pasó la pierna sobre el costado del aparato y, metiendo los pies en los
orificios-escalerilla, bajó al suelo. Se volvió mientras la delegación de
aquellos seres hacía un alto. Inclinadas hacia adelante, aquellas criaturas sólo
eran un poco más altas que él. Una de ellas giró su cuerpo, levantando cuello
y cabeza muy por encima de las otras. Baxter se aclaró la garganta y farfulló:
—Traigo los saludos del Presidente de los Estados Unidos.
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nosotros. Mantuvo sus ojos en la imagen mientras apretaba la señal
correspondiente a las habitaciones de Lothas.
—Lothas.
—Aquí Deayl, Lothas. Baxter ha aterrizado a salvo y Medp lo lleva ahora
a los alojamientos que le han sido preparados.
—¿Es «Baxter» el nombre de amistad del representante, Deayl?
Deayl bajó su morro hasta el pecho.
—Sí. Y yo le he dado el mío a él.
—Esto es bueno. Descansará durante el resto del ciclo, después le
demostrarás la Fuerza. Luego me reuniré con él.
—Todo se hará según deseas, Lothas.
—Deayl, con tu idea sobre el regreso a Nitola, intercambiar nombres de
amistad con el u-mano ha sido un gesto excelente. —Una pausa, como si
Lothas esperase algún comentario—. Sé que desapruebas mis directrices
como Gobernador, pero sé que eres un fuerte y decidido campeón de nuestra
raza. Quiero intercambiar nombres de amistad contigo: me llaman Dimmis.
Deayl se pasó una temblorosa mano por el morro y asintió.
—Yo soy llamado Illya. —Deayl tendió la garra hacia el panel—. Te
deseo un hogar, Dimmis.
—Y yo a ti, Illya.
Deayl apretó el panel, extendió los dedos y se colocó las palmas sobre los
ojos. ¡Ahí! ¡Ah, ya llega! ¡El dolor vuelve! ¿Cuántas desgracias tendré que
hacer caer sobre mí, antes de que esté realizada mi tarea? ¿Cuántas?
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Llevó la mano a su cinto y apretó el botón de la radio que, a través del
enlace dispuesto en el Python, le mantendría en contacto con la Tierra.
—Control de Misión, aquí Mensajero.
—Informe sobre su situación, Mensajero.
—Me hallo en mi alojamiento. Se supone que en este momento debería
estar descansando… aunque me va a resultar un tanto difícil.
Aproximadamente a las cuatro de la mañana, hora de Greenwich, me van a
llevar a presenciar algún tipo de demostración y luego veré a Lothas. La
mejor traducción que se puede dar al título que tiene en su idioma es
«Gobernador». Después se iniciarán las negociaciones que vaya a haber.
—Captado, Mensajero. Desde este momento, hasta que inicie los
preparativos para la reentrada, sus comunicaciones serán llevadas a cabo por
el Control de Misión del Departamento de Estado. Aguarde.
Baxter miró desde lo alto de la silla a la colchoneta, alta hasta la rodilla,
que había en el suelo y que le tendría que servir de cama durante su estancia
allí.
—Baxter, aquí Wyman. ¿Me escucha?
—Perfectamente, señor Wyman.
—De acuerdo. ¿Qué ha averiguado?
—Empecemos por los nitolanos: parecen un cruce entre un canguro, un
avestruz y un cocodrilo; tienen la forma general del primero, los ojos del
segundo y las garras y los colmillos del último… Montones de colmillos. La
cabeza es bastante grande.
—Comprendido, Baxter. ¿Y las naves?
—Increíbles.
—¿Podría ser más específico?
—Las naves son enormes. No puedo calcular lo anchas que son; todo
parece extenderse hasta que se pierde de vista. Pero de lo que estoy bastante
seguro es de que están captando y estudiando nuestras emisiones comerciales
de radio y televisión. Su transparlante… la cosa que usan para traducir su
idioma al inglés y viceversa, habla como uno de nuestros locutores. Tienen
algún tipo de campo de fuerza o rayo de tracción que me llevó hasta su nave
de mando, y creo que la misma cosa les sirve para crear a bordo una gravedad
simulada, equivalente a la normal terrestre; no parece inducida por fuerza
centrífuga u otro medio físico. Esto es todo, excepto que parecen amistosos…
y curiosos.
—¿Parecen deseosos de mantener secretos sobre ellos mismos, se
muestran evasivos, Baxter?
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Baxter negó con la cabeza.
—No, por lo que yo he visto. De hecho, me proporcionaron un lector de
algún tipo, para el caso que desease usarlo para no aburrirme mientras no
estuviera durmiendo. Me han preparado algo así como un resumen abreviado
de su historia, su misión, sus costumbres y demás.
—Comenzará a estudiarlo inmediatamente, Baxter…
—Justo ahora estoy agotado, señor Wyman…
—¡Inmediatamente, Baxter! Hasta que no sepamos algo más estamos
todos dando palos de ciego en la oscuridad… y eso le incluye a usted. Así que
a hacer sus deberes.
—Sí, jefe.
—Una cosa más, Baxter.
—Adelante.
—Tenemos que determinar con certidumbre de dónde provienen. Si
vienen del pasado de la Tierra, tenemos que estar seguros. ¿Tiene alguna otra
indicación de que esto sea así, aparte de su aspecto? ¿Alguna cosa que hayan
dicho? ¿Respuestas a las preguntas que usted les haya hecho?
—Si se refiere a si les he preguntado cuáles son las siete maravillas del
mundo o que me canten el himno americano, la verdad es que no he hecho tal
cosa, señor Wyman.
—Comprendo. Me ocuparé de que preparen una lista de preguntas
adecuadas… cosas basadas en nuestros conocimientos del período del que
ellos afirman provenir. ¿Hay algo que necesite?
Baxter pensó por un momento.
—¿Cómo está reaccionando la gente ante todo esto?
—Oficialmente lo estamos negando todo, y también lo hacen los
soviéticos. Pero los rumores corren rápidos: demasiada gente captó ese
contacto inicial en todas las frecuencias. Aunque por el momento no es nada
grave.
—¿Qué hay del ruso ese?
—El lanzamiento sigue programado para pasado mañana. Y seguimos sin
tener ni idea de lo que planean hacer. ¿Eso es todo?
—Sí, Baxter fuera.
Soltó el botón, suspiró y se deslizó hasta la parte delantera del asiento;
luego se dejó caer al suelo. El borde de la silla le llegaba a la cintura. Fue
hasta el panel de la puerta, alzó los brazos y apretó el botón del tamaño de una
bandeja con ambas manos. Parte de la pared se dilató al estilo de un iris,
mostrando un amplio pasillo y un nitolano que hacía guardia. El ser fue hasta
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la puerta, con su pesada cola rozando con fuerza el suelo, y se inclinó en
dirección a Baxter.
—¿Puedo ayudarle, Capitancarlbaxter? Soy Simdna.
Baxter asintió y señaló el artefacto provisto de pantalla que estaba unido a
una silla por un brazo metálico orientable.
—Sí. Medp me dijo que si lo deseaba podía usar el lector, pero ignoro su
modo de empleo. —Baxter caminó hasta la silla del lector, se subió a ella y se
arrellanó mientras el nitolano le seguía, luego acercó más el lector a la silla—.
¿Qué es lo que hago ahora?
Simdna tomó dos placas del tamaño de una cuartilla y se las tendió a
Baxter.
—Póngase una a cada lado de su cabeza. Se sostendrán solas.
Baxter tomó una en cada mano y luego se las llevó a las sienes.
—¿Y ahora qué?
Simdna indicó un panel.
—Esto iniciará la lectura de la grabación —dijo señalando un conmutador
de ranura—. Cuanto más tire de esto hacia usted, más rápidamente la leerá.
Baxter asintió con la cabeza.
—Gracias. No creo que necesite nada más.
Simdna se dio la vuelta, salió de la habitación y la puerta se cerró tras él.
Baxter estudió la pantalla y luego miró el panel de puesta en marcha. Se
inclinó hacia adelante y lo empujó con la palma de la mano. Inmediatamente
le embargó una sensación de suave intoxicación. Y ésta siguió mientras tiraba
del conmutador, en tanto que imágenes y narraciones atacaban sus sentidos a
altos niveles de input. Se dio cuenta de este hecho, pero también descubrió
que, por deprisa que fuera, lo comprendía todo. Así que, de nuevo, tiró del
conmutador de ranura…
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abandonar el planeta hasta que éste volviese a ser verde y se llenase de seres
vivos.
Mientras los más sabios de los sapientes estudiaban el futuro para hallar
un tiempo que sirviera a la raza, otros de los sapientes se diseminaron por la
faz de Nitola para contar las cosas que habían descubierto: «Tenemos que
abandonar Nitola, o de lo contrario la raza morirá…». Muchos les creyeron
y les ayudaron a construir las grandes naves que protegerían su preciosa
carga mientras viajaba a través del vacío del espacio y el vacío del tiempo.
Otros no les creyeron y la Fuerza fue vuelta contra sí misma mientras las
facciones decidían el dilema por la sangre.
Al tiempo que las naves eran completadas concluyó la guerra y los
vencedores se reunieron junto a los vehículos para abandonar Nitola.
Los sapientes contemplaron su planeta y vieron las ciudades destruidas,
las abiertas heridas de las minas y canteras, sus propias estructuras
empleadas para construir las naves y se preguntaron si estos indicios,
dejados atrás, no llevarían a un visitante de otro mundo o a una raza recién
evolucionada a buscarlos y destruirlos mientras cruzaban el vacío. La Fuerza
fue vuelta contra las ciudades y todas las otras señales que habían hecho en
el planeta, hasta borrar toda huella de su existencia. Luego barrieron el
planeta y recogieron toda traza de la sustancia de la Fuerza, no fuera a ser
que regresasen y se encontraran con una raza recientemente evolucionada
que usase la Fuerza y la tomase en contra de los que volvían a su hogar.
Cuando todo esto hubo sido hecho, llenaron las naves, frenaron los
procesos vitales de los viajeros y se inició la travesía…
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—Ya hemos tenido bastante de estos juegos de palabras, Deayl. ¿Planeas
llevar a cabo alguna acción?
—¿Acción?
Suleth asintió.
—¿Nos dirigirás?
Deayl se recostó en su colchoneta para dormir, apoyó la cabeza en el cojín
y miró al techo.
—Hablaré con vosotros más tarde.
Nozn colocó una garra sobre el brazo de Suleth para acallarlo y luego hizo
un gesto de asentimiento hacia Deayl.
—Es mi idea que esta tarea se consolidaría si intercambiásemos nombres
de amistad. ¿Tienes también tú idéntica idea, Deayl?
Deayl rodó sobre sí mismo y se apoyó sobre un codo. Sus negros ojos
clavaron a Nozn contra la cubierta.
—¡No! ¡La traición a nuestra raza no es excusa para una amistad! —
Volvió a recostarse en la colchoneta—. Dejadme ahora. Os llamaré si deseo
conversar más.
Nozn y Suleth se inclinaron y salieron de los aposentos de Deayl. Éste
rodó hasta quedar tumbado sobre el costado izquierdo, con los ojos cerrados
muy apretados. Me degrado a mí mismo a través de la empresa que he
iniciado. No atraeré a otros al mismo fango. Abrió los ojos y habló en
dirección a un rincón oscuro de la estancia:
—Eres mi Gobernador, Lothas, y hablas en nombre de la idea común —
Deayl suspiró—, pero te alzas entre nosotros y nuestro hogar. ¿No es el tuyo
el más grande de todos los crímenes?
Cerró los ojos y se estremeció. La pregunta aún tenía que hallar una
respuesta en su propia mente.
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—Wyman, ¿hay alguna misión tripulada en la Luna… misiones secretas
que yo no conozca?
—Estoy seguro de que no, pero puedo comprobarlo. ¿Es importante?
—Es importante. También quiero saber si los rusos tienen a alguien en la
superficie lunar y, si es así, dónde.
—Comprendido. ¿Qué es lo que sucede, Baxter?
Baxter agitó la cabeza. Estoy acojonado, eso es lo que pasa.
Tranquilízate.
—Hoy me han llevado a una demostración. De algo a lo que llaman «la
Fuerza». Vi un cuarto de la superficie lunar fundido en menos tiempo del que
me está costando contárselo. —Baxter volvió a humedecerse los labios—. Mi
guía me llevó allá dos horas más tarde y caminé por la superficie. La cara
oscura tiene ahora un mar que hace que los de Imbrium, de la Serenidad y de
la Tranquilidad parezcan puros charcos.
La radio permaneció en silencio.
—¿Ha oído eso, Wyman?
—¿Qué es lo que piensa de ello, Baxter?
Los ojos de Baxter se agrandaron.
—¿Qué pienso? ¿Qué demonios cree que puedo pensar? ¡Si esos lagartos
quieren, pueden freír el planeta en sólo veinte minutos!
—Lo que quiero saber, Baxter, es lo que usted piensa acerca del motivo
de la demostración.
Baxter pensó por un momento, luego soltó todo lo que llevaba dentro:
—Supongo que su propósito era provocar el tipo de reacción histérica que
yo acabo de tener, ¿no es así?
—Correcto. Mire, Baxter, no está tratando usted con un estúpido comité
del Congreso o con una asociación de padres de familia. No puede cometer
una equivocación y luego arreglarlo todo con una excusa o un poco de coba
desde la Casa Blanca. Tiene que tener la cabeza muy fría y olvidarse de los
sentimientos y, mientras, ir buscando los ángulos, palpando los bordes,
averiguando dónde empujar, y dónde echarse atrás. ¿Me comprende?
Baxter agitó la cabeza.
—Ustedes los diplomáticos tienen tanta sensibilidad como las almejas.
Estado no respondió por un largo rato.
—No es una carencia de sensibilidad, Baxter. A esto se le llama tener
cojones. Más le valdría encontrar los suyos. Wyman corta.
Baxter soltó el botón de su transmisor, se puso en pie y comenzó a
quitarse el traje de presión. Al menos yo no me acojoné tanto como Deayl. El
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nitolano había caminado con él por la superficie de la Luna, extrañamente
silencioso. Las respuestas de Deayl a las preguntas directas habían sido
cortas, estremecidas, casi incoherentes. Me pregunto por qué estaba nervioso
mi viejo amigo Illya.
El iris del compartimento de Baxter se abrió y el nitolano llamado Simdna
entró:
—Le traigo una invitación de Lothas, nuestro Gobernador, que requiere
que se reúna con él en privado, antes de presentarse ante todo el Concilio.
Baxter asintió.
—Tendré sumo placer en aceptar su invitación. —Estoy empezando a
hablar como un diplomático—. ¿Cuándo desea verme Lothas?
—¿Es conveniente para usted acudir ahora?
—Sí.
Simdna se apartó de la puerta y extendió una garra.
—Entonces, a Lothas le agradaría verle ahora.
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de la cubierta y vio la cristalina superficie de Naal, la luna-hija de Nitola.
Baxter había estado al borde de la masa fundida y hubiera bastado un pequeño
empujón para eliminar a aquel ser. El Concilio hubiera aceptado el suceso
como un accidente, mientras que los u-manos del planeta… ¿Son los u-manos
tan sensibles que hubieran intentado una represalia, en base a una muerte
sospechosa? ¿Habrían adoptado una actitud que hubiera hecho que la única
solución que le quedase al Concilio fuera su aniquilación, y eso por una sola
muerte? Deayl se pasó la mano sobre el morro, luego la dejó caer hacia el
costado. ¿O serán las tribus de los u-manos más sensatas de lo que pienso,
haciendo que el crimen que yo cometa sea un gesto fútil?
Deayl, aún aguantándose a base de apoyar su mano en la pared del pasillo,
caminó los pasos que le quedaban hasta sus aposentos. Apretó el panel y el
iris se abrió. Dentro, el compartimento estaba totalmente a oscuras,
haciéndolo parecer la boca negra y babeante de algún ser nacido de una
pesadilla. Si los u-manos saben que es un asesinato, el Concilio también lo
sabrá. Pero quizá sea ése el único camino: trocar mi futuro por el futuro de
mi raza. Deayl entró en el iris, que se cerró tras de él.
Baxter contempló con aire incrédulo el sillón orejero tapizado. Desde sus
patas de madera tallada con la forma de una garra que aferraba una bola hasta
los chillones colores naranja y amarillo del tapizado, el sillón parecía haber
sido clonizado de la pieza invendible de la sección de oportunidades de unos
grandes almacenes. Miró a Lothas. El Gobernador nitolano estaba reclinado
en varios de los habituales cojines gruesos.
—¿De dónde han sacado esto? —Baxter tendió una mano hacia el sillón.
—¿Le gusta? Espero que le resulte confortable.
Baxter se sentó, dio un par de rebotes experimentales y luego se recostó y
cruzó las piernas.
—Excelente.
—Eso me complace, Capitancarlbaxter. Fue construido según información
tomada de sus programas televisivos. Creímos que podría necesitar muebles
de su estilo.
Baxter sonrió.
—Muchas gracias… ¿Cómo debo llamarle? ¿Gobernador?
—Soy Lothas. Si quiere usted intercambiar nombres, me llaman Dimmis.
Baxter asintió con la cabeza.
—Muy bien, Dimmis. A mí me llaman Baxter. Le agradezco mucho lo del
sillón.
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—Otro similar será colocado en sus aposentos y uno más en la sala de
conferencias, donde se reunirá usted con el Concilio.
—Estupendo. —Baxter se preguntó si debería hacer algún comentario
acerca de lo horrible que era el dibujo de la tela, pero decidió no hacerlo.
—Si lo desea, también podemos prepararle una de sus camas.
Baxter alzó las manos.
—Gracias, pero no es necesario. Encuentro muy confortable los cojines
que hay en mis aposentos.
Lothas asintió con la cabeza.
—Ya sabe usted algo acerca de nosotros y de nuestra misión, ¿no es así,
Baxter?
—Sí, antes de dormir vi la grabación que me prepararon.
El Gobernador asintió de nuevo.
—Y, sin embargo, aún sabe usted bien poco de nosotros, y nosotros bien
poco de ustedes. —El nitolano se alzó y acercó una consola con su mesita
hasta donde la pudiera alcanzar—. Los sapientes han acumulado una gran
cantidad de información de su radio y su televisión, y de las exploraciones
que han efectuado con los sensores. Sin embargo, sabemos demasiado poco
como para juzgar correctamente qué es lo que deberíamos hacer.
Baxter asintió. Estos lagartos no saben qué hacer, al igual que yo
tampoco lo sé.
—Comprendo. Si me dice usted qué tipo de información desea, quizá yo
se la pueda conseguir.
—Tenemos entendido que sus masas de memoria pueden hablar entre sí.
¿Es eso cierto?
Baxter asintió:
—Sí, los ordenadores pueden hacerlo.
—Parece ser que la información que necesitamos está contenida en cierto
número de sus ordenadores. Nos gustaría mandar a tres de nuestros sapientes
a un lugar desde el que puedan hablar con sus ordenadores.
—Veré si puedo arreglarlo.
Lothas permaneció en silencio durante un momento y luego alzó la
cabeza.
—También hay mucho, Baxter, que debemos tratar de aprender unos de
otros.
Baxter siguió la mirada del Gobernador y no vio arriba nada más que un
domo verde invertido, colocado en el techo. Volvió la mirada a Lothas y se
alzó de hombros.
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—Estoy de acuerdo, debemos…
La visión de Baxter se hizo borrosa mientras Lothas apartaba una mano de
la consola que había junto a su cama de cojines.
—Es bueno que esté usted de acuerdo, Baxter. La confianza es
importante.
La mano de Lothas se alzó de la consola y Baxter se sintió expandirse,
girando arriba y arriba, mientras el compartimento se oscurecía.
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—No lo sé, Wyman. Cuando me desperté, Lothas parecía muy alterado.
Después me pidió que lo dejase solo.
—No sé qué pensar de eso, Baxter. ¿Cree que es algún tipo de máquina
que lee la mente?
—Estoy seguro de que lo es. ¿Tengo que intentar escapar? Conozco el
camino hacia el hangar y…
—No. Baxter, recupere el control sobre sí mismo. Dado que no tenemos
ningún plan, Lothas no puede haber descubierto ninguna intención hostil. No
sabemos nada, así que quédese tranquilo hasta que sepamos algo.
—¿Quedarme tranquilo?
—Me ha entendido perfectamente.
Baxter escuchó la estática mientras meditaba sobre lo último hablado.
Lanzó un suspiro.
—Wyman… ¿se ha puesto ya alguien en contacto con Deb?
—¿Deb?
—Mi esposa.
—Estoy seguro de que alguien lo ha hecho. ¿Es importante?
Baxter casi notó cómo perdía de nuevo el control, por lo que hizo algunas
inspiraciones profundas.
—Puede estar usted bien seguro de que es importante, Wyman. Quiero
que usted… usted personalmente, se asegure de que se lo notifiquen todo a mi
esposa.
—Muy bien. En cuanto pueda le haré saber algo acerca de esa visita que
quieren hacernos sus amigos. No debería haber ningún problema en eso de
dejarlos bajar: los chicos de las batas blancas de aquí abajo tienen tanta
curiosidad por ellos como ellos por nosotros. En cuanto a darles acceso a
nuestros ordenadores, eso depende de lo que quieran. No vamos a darle
información secreta a un enemigo potencial. ¿Sabe usted qué es lo que les
interesa?
—No. —Baxter se pasó una mano por la cara. La apartó mojada—. ¿Qué
hay del ruso?
—Sin cambios. El despegue es para mañana. Todavía no tenemos
información acerca de la táctica que va a emplear.
Baxter se echó a reír.
—Creo que yo sí. Probablemente usará la misma que yo estoy empleando:
una mezcla de Alicia en el País de las Maravillas con los faroles de un
jugador de póquer.
—¿Baxter?
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—¿Ajá?
—Resista ahí, Baxter. ¿De acuerdo?
Baxter cerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Tranquilo. Y gracias. Baxter corta.
Soltó el botón de su transmisor y estudió el techo. Era blanco como un
huevo, liso y sin junturas. Imágenes de la estancia bajo la máquina de Lothas
centellearon por su mente, y se agarró a los brazos del sillón para impedir que
le temblasen las manos. ¡No me lo creo! Estoy aterrado. Me tiemblan los
dedos, me suda la cabeza y me meo en los pantalones de miedo que tengo.
Se abrió el iris que daba a su compartimento; se levantó de un salto y
comenzó a apartarse de la puerta. Era Simdna.
—¿Capitancarlbaxter?
Baxter echó su cabeza hacia atrás mientras notaba cómo se le endurecían
los músculos de la nuca.
—¿Qué sucede, Simdna?
—Lothas desea informarle que se ha pospuesto la reunión del Concilio.
Baxter estudió al guardián, y luego asintió.
—Gracias.
Simdna salió, cerrándose la puerta tras de él. Baxter se dejó caer en el
cojín del suelo y exhaló.
—¿Y ahora, qué?
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sillón de orejas. Se levantó, caminó hacia el sillón y puso en marcha el
instrumento.
—Aquí Baxter.
—Aquí Wyman.
—¿Qué pasa, Wyman?
—Aguarde un momento mientras le conectamos con Control de Misión.
Recuerde, no será mucho tiempo.
—Wyman… —Baxter podía oír los ruidos de la estática mientras Wyman
desaparecía y manos invisibles alimentaban las invisibles señales a través de
nuevas rutas.
—¿Baxter? —la voz era clara y ronca, pero suave.
Baxter miró al transmisor.
—¿Deb? ¿Eres tú?
Baxter escuchó un hipido que le era familiar y supo que ella estaría
asintiendo con la cabeza y llorando.
—¿En qué te has metido esta vez?
Él tragó saliva, tomó el transmisor y se sentó en el sillón.
—He logrado meterme en un buen lío, Ollie. —Baxter notaba cómo las
lágrimas se le acumulaban en sus propios ojos—. ¿Te ha explicado
alguien…? Bueno, eso.
—Sí. Y veo por tus nuevos amigos de aquí abajo que te has convertido en
un auténtico trepador en la escala social —se echó a reír—. ¿Sabes quién
estuvo sentada a mi lado anoche y me tuvo cogida la mano, para consolarme?
—¿Quién?
—Bueno, su marido vive en una casa blanca —ella hipó de nuevo—. Y tú
votaste por el otro.
Baxter sonrió y agitó la cabeza.
—Esto te enseñará a no darme calcetines desemparejados. ¡Hey, no te
podrías creer cómo es el cuarto de baño que tengo en mis habitaciones! Hay
aquí una máquina que puede lavar y secar mi uniforme y ropa interior en
veinte segundos justos… y tendrías que ver a la mujer de la limpieza. Se
llama Simdna… y también cocina…
—Baxter, te amo.
Él se mordió el labio inferior.
—¿Hay alguien más escuchando, Deb?
—Que yo sepa sólo trescientas o cuatrocientas personas.
Baxter cerró los ojos.
—Deb… hay algo que… algo que quiero decirte…
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—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—He estado en mi lado de tu cama durante un montón de años, Baxter.
Lo sé. Y sé que puedes controlar esa situación. ¿Comprendes lo que te digo?
—Seguro.
—Sé que no te lo crees, Baxter, pero es la verdad. Tienes todo lo que se
necesita para llevar a cabo ese trabajo.
—Deb…
—Tengo que acabar ya, Baxter. No te olvides de dónde vives.
—La casa esa con la vista preciosa, ¿no?
—Eso es—. El audio se llenó de estática mientras la frecuencia era
devuelta a Estado.
Te amo, Deb. ¡Dios, cómo te necesito!
—Baxter, aquí Wyman—. Adelante.
—De acuerdo con lo de la excursión. Control de Misión se pondrá
directamente en contacto con el grupo nitolano para lo que se refiere al campo
de aterrizaje y el momento. El ruso sigue en la carrera.
Baxter asintió con la cabeza.
—Entendido. Y, Wyman…
—¿Sí, Baxter?
—Gracias.
—No hay de qué. Pero ¿por qué?
—Ya sabe, la llamada de mi esposa.
Wyman se echó a reír.
—No me dé las gracias a mí, Baxter. Esa llamada fue hecha por orden del
Presidente, debido a una petición urgente de su amigo Lothas. Pensaba que lo
sabía.
—¿Lothas pidió que me pusieran en contacto con mi esposa?
—Afirmativo. ¿Qué es lo que opina de eso?
Lo que opino es que necesitaba, necesitaba mucho, oír la voz de Deb…
oírla decirme que puedo hacerlo… que me echara una mano para que no
acabase de desplomarse toda mi confianza en mí mismo. Eso opino, y Lothas
lo sabía.
—No tengo ni idea. Me mantendré en contacto.
—Wyman corta.
Baxter soltó el botón, apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y cayó
en un turbado sueño.
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En el centro de control, Lothas se apoyó contra el respaldo de su silla
mientras Medp cerraba el receptor.
—¿Por qué iba Baxter a olvidarse de dónde vive, Medp?
Medp giró su silla en dirección al Gobernador.
—Es una broma, Lothas. Lo ha dicho en lugar de decir: «Quiero que
vuelvas a casa».
Lothas apuntó una mano hacia el receptor.
—Pero Baxter no se rió de esa broma.
Medp agitó la cabeza.
—Hay bromas que no son para hacer reír. Es otra faceta más de esto del
humor que se me escapa.
Lothas dejó que la mano cayese sobre su rodilla.
—Pero ¿por qué su compañera, Deb, no dijo simplemente: «Quiero que
vengas a casa»? Habría menos confusión.
—Estoy seguro de que Baxter lo entendió, Lothas. Esto es lo que quiso
indicar con eso de «la casa esa con la vista preciosa» cuando, por lo que me
has dicho, Baxter cree que su compañera detesta la vista que hay desde su
casa. Es otra broma.
Lothas siseó, luego dejó que el morro le cayera sobre el pecho mientras se
pasaba una mano sobre el ojo.
—La fusión me mostró la mente de Baxter, pero no me dio la
comprensión de la misma. Exteriormente, funciona como tú o como yo,
interiormente es un calabozo de agonías aullantes. —Lothas se volvió hacia
Medp—. Jamás había sido testigo de una tal confusión… de un tal dolor.
Se inclinó hacia adelante.
—¿Acaso estas criaturas utilizan el humor para ocultarse unos a otros lo
que sienten?
Medp asintió.
—Y también para ocultárselo a sí mismos.
—¿Cómo pueden ocultarse a sí mismos lo que son? Eso es imposible.
—Ya lo viste por ti mismo, Lothas. Todo lo que he visto muestra que son
complejos, contradictorios, engañosos consigo mismos e incluso
autodestructivos.
Lothas se recostó contra su silla.
—Medp, el proceso de fusión no sólo me ha hecho comprender el modo
en que funciona la mente de Baxter, sino que tú sabes que además hará lo
mismo para él. Si lo que dices es cierto, por improbable que parezca, entonces
Baxter se habrá visto a sí mismo por primera vez.
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Medp asintió con la cabeza.
—Es posible.
—Nosotros no podemos ocultar nuestros motivos a nuestras propias
mentes; hacer tal cosa nos causaría mucho dolor y confusión. Pero, si una
criatura no puede verlos por sí misma, ¿le hacemos daño permitiéndola
descubrir sus motivos?
Medp se echó hacia atrás y estudió el techo. Luego bajó la cabeza y se
volvió hacia Lothas.
—No cae dentro de mi experiencia el imaginar que el conocimiento de
uno mismo pueda ser dañino. Pero los u-manos tampoco caen dentro de mi
experiencia. Quizá podría ser dañino. —Medp se volvió hacia un monitor que
mostraba lo que sólo era un creciente de Nitola cubierto por la noche—. Una
cuestión más importante, Lothas, es si podremos vivir en paz junto a tales
criaturas.
Medp miró a Lothas.
—Soy de la idea de que no.
Lothas miró al monitor y asintió con la cabeza.
—Quizá Deayl se halle en la verdad. —Se volvió hacia Medp—. En
cualquier caso, lo sabremos en cuanto obtengamos la información de sus
ordenadores. Prepara bien tu misión, Medp, el futuro de esta curiosa raza
puede depender de lo que averigües. Y también nuestro futuro.
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Lothas esperó a que el humano se calmase y luego se irguió sentándose.
—No hablo de piel, huesos, forma ni tamaño, Baxter. —Lothas alzó una
mano de cinco dedos—. Nuestras estructuras óseas son similares, ambos
somos formas de vida basadas en el carbono… con dos ojos, dos ventanas
nasales, dos brazos, dos piernas. Creo que su raza se originó en mi planeta, al
igual que usted debe de creerlo de la mía.
Baxter se alzó de hombros.
—Ése es un juicio que otros deben hacer, Dimmis. Pero, en lo que a mí
respecta, creo que son ustedes lo que dicen ser.
Lothas asintió con la cabeza.
—Hay una diferencia, Baxter: su modo de pensar… es muy extraño. Pero
puedo ver que es así por su propia elección. Lo que no entiendo es el motivo.
No conozco ninguna forma de vida, excepto la de ustedes, que actúe
voluntariamente en contra de sus propios intereses.
Baxter frunció el ceño, luego se pasó una mano por la cara.
—No estoy seguro de entender lo que quiere decir. —Su mano había
quedado húmeda—. ¿Se refiere a las guerras?
—No. Nosotros hemos tenido nuestras guerras, Baxter. Las guerras
pueden ser una expresión del propio interés. —El nitolano apuntó al humano
con una garra—. Estoy hablando de su modo de pensar y de cómo ese modo
de pensar les hace actuar. Durante la fusión, entre los muchos dolores, vi la
necesidad que sentía usted de su compañera. Y, sin embargo, cuando habló
con ella, hizo bromas, le ocultó las cosas que sentía necesidad de decirle.
Baxter enrojeció.
—Eso es algo que no le importa. Pero querría darle las gracias por haber
hecho esa petición.
—¿Está hablando usted en serio o en broma, Baxter? No le comprendo. Y
comprenda usted que soy de la idea de que sólo caben algunos modos en los
que se pueda resolver esta situación. Primer modo: acabamos con la vida
u-mana en Nitela y reasumimos el control de nuestro planeta. Es algo que
podemos hacer.
Baxter se puso pálido y luego se inclinó hacia adelante, con los codos
clavados en los brazos del sillón.
—Eso no les daría otra cosa que un planeta muerto, Dimmis. Para
matarnos desde el espacio tendrían que matar toda la vida. Y si aterrizan para
matarnos sólo a nosotros, entonces podríamos defendernos y lo haríamos.
Lothas asintió.
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—Por eso no soy de la idea de que ésa sea la solución, a pesar de que
muchos nitolanos la apoyan. —Hizo un gesto con una mano, como apartando
esa posibilidad—. Naturalmente, no creo posible que su raza ataque y
destruya a la mía. Tenemos la Fuerza. Eso nos deja únicamente la alternativa
de las dos razas viviendo juntas en Nitola, de alguna manera.
Baxter exhaló un suspiro nervioso.
—Preferiría eso.
—Pero cuanto más examinamos ese camino, más imposible nos parece,
Baxter. Les vemos destruyendo el planeta madre, y eso es algo que no
podemos tolerar. Pero, estando sus tribus tan divididas, ¿cómo van a poder
ponerse de acuerdo para acabar con eso? Veo que usted no representa a todos
los u-manos, sino únicamente a un pequeño número. El ruso también
representa únicamente a un pequeño número. Y, aun así, ni siquiera ustedes
dos están de acuerdo. Veo que sus tribus tratarían de utilizarnos para obtener
ventajas las unas sobre las otras.
Lothas agitó la cabeza.
—Otro camino es que ustedes los u—manos abandonen Nitola.
—¿Abandonar la Tierra?
—Sí. Buscar otro planeta.
Baxter se recostó en el sillón y observó a Lothas. Colocó una mano sobre
su pecho y notó cómo su corazón latía aceleradamente, como si quisiera salir
de su prisión.
—¿Y cómo íbamos a poder hacer eso?
—Tenemos estas naves y podríamos construirles más. Las suficientes
como para evacuar el planeta.
¡Imposible! Baxter agitó su cabeza, mientras recordaba que aquélla no era
una decisión que él debiera tomar.
—No sé qué decirle, Dimmis. No me parece posible, pero lo hablaré con
mi gente.
—Con aquéllos a los que usted representa.
Baxter asintió:
—Sí. —Se puso en pie.
—Antes de que se vaya, Baxter, debería comprender que estas
negociaciones conmigo y con el Concilio son para nosotros sustancialmente
diferentes que para ustedes.
—¿Qué quiere usted decir?
—En usted yo descubro una actitud… un deseo de utilizar esta
experiencia para ganar una ventaja para su raza. Para nosotros, esto nos está
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enseñando y, cuando sepamos lo bastante, el camino correcto nos resultará
obvio. Y tal elección no es algo que pueda estar sujeto a concesiones o
negociaciones. Veremos lo que es correcto y entonces nos dedicaremos a
conseguirlo. Y ese camino correcto es algo que no depende ni de mis
deseos… ni de los de ustedes.
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«Tendré que hablar con alguna gente de esto, Baxter, luego volveré a
llamarle; pero hay una cosa que quiero ya decirle: si vuelve a tener alguna
charla con Lothas, tenga el transmisor abierto y la boca cerrada. Le
informaremos a Lothas de que el Estado intentará negociar directamente con
él, ¿entendido?».
Baxter dejó caer la cabeza entre sus manos, y luego empezó a darse un
masaje en los músculos de entre los hombros. Wyman le había quitado, toda
responsabilidad, excepto la de manejar el transmisor… que era algo que
confiaba en poder hacer bien. Pero, a pesar de ello, no se sentía aliviado. Se
recostó en el sillón y se mordió el labio inferior. Estaba mostrándose en
aquella situación como un protesten, un llorón y un perdedor incompetente.
—Maldito sea, Wyman —le dijo al techo—, ¿es que no entiende que
están hurgando en mi mente? ¿Cómo iba a llevar usted el darse una buena
mirada al interior, pedazo de diplomático fosilizado?
El transmisor zumbó y él apretó el botón.
—Aquí Baxter.
—Aquí Wyman. Bueno, muchacho, parece ser que ha logrado usted meter
la pata hasta la coronilla. A decir verdad, no apostaría ni un centavo por su
pellejo si es que alguna vez tiene usted la oportunidad de volver a poner el pie
en este país.
—Me anima usted mucho.
—Éstas son sus órdenes: hemos montado una misión diplomática y ahora
estamos esperando a que Lothas y su Concilio decidan si la llevan o no a
bordo. Su respuesta hasta el momento no parece muy alentadora. Por si acaso,
vamos a declarar la alerta máxima y se está negociando un acuerdo, el mejor
posible vistas las circunstancias, para coordinar las defensas militares de todas
las naciones de la Tierra. Por cierto, al menos hemos tenido suerte en una
cosa: el ruso no va a llegar ahí, murió al fallar el lanzamiento…
—¡Wyman, es usted un solemne estúpido! ¡Suerte! ¿A eso le llama
suerte? ¿Qué clase de serrín tiene en lugar de cerebro? ¡Necesito ayuda aquí
arriba, y la necesito deprisa…!
—¡Venga ya, Baxter! ¿Ayuda de los soviéticos?
Baxter agitó la cabeza.
—No, Wyman, ayuda de otro ser humano. —Baxter no pudo evitar una
risita nerviosa—. Ustedes, allá abajo… aún no han entendido la situación: en
esto estamos metidos todos… todos juntos.
Agitó de nuevo la cabeza y las risitas dieron paso a silenciosas lágrimas.
El transmisor hizo un clic y luego otro. Wyman había abierto y cerrado la
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transmisión: no tenía nada que decir.
Sonó otro clic.
—Recuerde, Baxter, no haga nada sin autorización y entienda esto bien:
de ahora en adelante, ellos tratarán directamente con nosotros. Wyman corta.
Baxter soltó el botón del transmisor. Se alzó de hombros, se desabrochó el
cinto y se puso en pie, dejándolo junto con el transmisor sobre el sillón. El iris
del compartimento se abrió y por él entró Simdna.
—Si usted lo desea, Capitancarlbaxtef, Deayl querría hablar con usted.
Baxter miró al receptor del sillón y luego volvió la mirada hacia Simdna.
—Sí, le recibiré.
Simdna salió por el iris y Deayl entró.
—Me alegra volver a verle, Illya. ¿Se encuentra ya mejor?
Deayl miró desde su altura al humano y la figura de aquel ser pareció
desdibujarse.
¿Mejor? ¿Me encuentro mejor?
El iris se cerró y Deayl dio un paso hacia el humano.
—Baxter, hemos intercambiado nombres.
—Sí, Illya.
Deayl se pasó una garra por el morro.
—¿Recuerda que le dije que eso no me obligaba a nada?
—Lo recuerdo. —Baxter frunció el ceño, luego volvió a mirar al
transmisor. Se volvió y se enfrentó al nitolano. Deayl se había acercado un
paso más. Sus aterradoras garras estaban tendidas.
—Y, sin embargo, tengo que explicarle por qué debo hacer esto, Baxter.
Baxter comenzó a alejarse del nitolano.
—¿Qué es lo que debe hacer?
—Baxter, los sapientes han partido para Nitola para hablar con sus
ordenadores. Los u-manos de allá abajo se enfrentan con el mismo problema:
¿cómo podemos vivir en paz? Y ésa es una situación que nunca puede llegar a
producirse.
—¿Cómo lo sabe? Está usted alterado…
—Cuanto más tardemos en recuperar nuestro planeta, más difícil nos
resultará. En este momento, los u-manos se están preparando. Pero esto es
algo que tengo que dejar bien claro ante el Concilio y, para lograr tal cosa,
debo provocar a los u-manos. ¿Entiende? Debo matarle.
—Matarme… —Baxter vio cómo Deayl se le acercaba, con sus garras,
oscuras y del tamaño de dagas, brillando suavemente a la luz del camarote.
Las manos golpearon y Baxter hizo una finta. Se volvió, agarró el sillón
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orejero y lo lanzó contra el nitolano. Deayl lo apartó de un manotazo,
haciéndolo astillas y destrozando el transmisor. Antes de que los trozos diesen
en el suelo, Baxter alcanzó el panel que controlaba el iris y le dio un golpe
con ambos puños.
—¡Simdna! ¡Por Dios, Simdna! —Mientras el iris se abría, Baxter notó
cómo las manos de Deayl le rodeaban el pecho, con sus largas garras
clavándosele en los pulmones…
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apagarla. Cogiendo una almohada y colocándola contra el cabezal, se recostó
en ella y estudió la oscuridad que rodeaba la caliente punta, que se iluminaba
con cada chupada que daba.
Se había enfrentado a la idea de que Baxter no iba a volver, y había
descubierto que podía sobrevivir a ello, tras lo que lo había aceptado… o casi.
Las noches sin pastillas para dormir se habían convertido en vigilias. Lanzó la
ropa a un lado, bajó los pies al frío suelo y caminó descalza hasta la ventana.
Apartando la cortina y manteniéndola asida, se quedó mirando las luces de
vigilancia que rodeaban la pista de aparcamiento de los aparatos
experimentales. En algún lugar de por allí, un pobre imbécil al que habían
sacado engañado de la granja con la promesa de convertirlo en un «técnico
aeroespacial» estaba haciendo guardia, caminando arriba y abajo, con el
cañón del rifle vuelto hacia el suelo, la cabeza y los hombros hundidos bajo
un poncho para resguardarse de la lluvia. Agitó la cabeza.
—Estúpido. Se supone que ni siquiera debería llover en el desierto.
Oyó sirenas en la distancia, y luego unas luces rojas corrieron por la
carretera central de la base, entre ella y la iluminación del aparcamiento de
aparatos experimentales. Siempre sonaban sirenas. Baxter acostumbraba a
agitarse en la cama y mascullar algo acerca de los policías militares que
jugaban a guardias y ladrones, tras lo que volvía a quedarse dormido. Escuchó
mientras las sirenas se iban apagando y luego aumentaban de volumen
gradualmente. Deben de estar entrando en esta área. Sonrió y agitó la cabeza.
Área. Ya no lo llamo ni barrio ni urbanización. Área. Notó cómo la ceniza le
rozaba los nudillos mientras caía del cigarrillo a la alfombra.
—¡Maldita sea!
Se inclinó para asegurarse de que no había quemado la barata alfombra y
luego alzó la cabeza cuando escuchó cómo las sirenas se hacían muy fuertes y
morían entre un chirrido de frenos. Inmediatamente alguien aporreó la puerta.
Buscó por la oscura alcoba, halló su bata tirada en un sillón y comenzó a
ponérsela.
—¡Señora Baxter, señora Baxter! ¿Está usted ahí?
Ella se ató el cinturón con manos temblorosas.
—¡Un momento!
Corrió a la sala de estar y luego a la puerta delantera. Descorriendo el
cerrojo, la abrió de un tirón. En la calle, delante de su casa, había un coche
oficial de color azul flanqueado por un par de jeeps de la Policía Aérea, con
sus luces rojas aún lanzando destellos. Encendió la farola exterior y un canoso
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oficial de la Fuerza Aérea, que venía acompañado por un P. A., se quitó la
gorra.
—Señora Baxter, soy el Comandante de la Base, el general Stayer. Tengo
que rogarle que venga conmigo.
—Es… general, ¿es algo referente a mi esposo? ¿Es eso?
El general miró al suelo.
—No lo sé, lo siento. Por favor, apresúrese, no tenemos demasiado
tiempo.
Deb se volvió, abrió el armario de la entrada y sacó una gabardina.
Mientras se la ponía buscaba otra cosa que le sirviese, de modo que metió sus
pies desnudos en las botas de goma de Baxter. Momentos más tarde estaba
sentada junto al general en la parte de atrás del coche oficial, en tanto que la
procesión de coches aullaba abriéndose camino por la base.
El coche estaba en silencio al borde de la pista, con las débiles luces de
aparcamiento, difundidas por las gotitas de agua en las ventanillas,
iluminando el rostro de Deb con un frío brillo. Miró por encima del respaldo
del asiento trasero y a través del cristal de atrás, pero no pudo ver otra cosa
que lluvia. Arrebujándose en la gabardina, se estremeció.
—Lo lamento, señora Baxter. —El general se volvió hacia el conductor
—. Bill…
—¿Señor?
—Enciende el motor y pon la calefacción.
—Sí, señor. —El chofer le dio a la llave de ignición, el motor se puso en
marcha y, al poco, una oleada de aire caliente rozó las piernas de Deb. Se
volvió hacia Stayer.
—Gracias. No me daba cuenta del frío que estaba pasando.
Stayer asintió y luego cogió un micrófono colgado del asiento de atrás. Lo
conectó.
—Torre, aquí Stayer. ¿Los tiene ya radar?
—Afirmativo, general. Radar…
Stayer giró el botón de frecuencias que había junto a la horquilla del
micrófono, y dijo:
—Radar, aquí Stayer. ¿Tienen ya una hora de llegada?
—Aquí radar. Sí, general, deberían encontrarse sobre el campo dentro de
un minuto, aunque con esta visibilidad no debería usted avistarlos hasta que
estén aterrizando. La otra nave no utilizó luces.
—Stayer corta. —El general colgó el micrófono, miró a Deb y luego le
dijo al conductor—: Pon los limpiaparabrisas, Bill.
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—Sí, señor. —Los limpiaparabrisas gimieron y se movieron de uno a otro
lado, pero el campo ante ellos, así como el cielo encima, siguió vacío.
Stayer se recostó, sin apartar la vista de la desierta pista.
—Éste es el primer contacto de cualquier clase que hemos tenido con
ellos en tres semanas, señora Baxter. Sé lo difícil que es todo esto para usted,
pero ellos pidieron, específicamente, que usted se hallara presente. Tratamos
de enterarnos de qué era lo que sucedía, pero ellos cortaron la transmisión
antes de que pudiéramos interrogarles acerca de su esposo.
Deb asintió y se volvió para darle la cara a Stayer.
—Haré todo lo que pueda…
Todo el campo se iluminó con una cegadora luz blancoamarilla. Deb se
puso las manos sobre los ojos, pero luego atisbo por entre los dedos. El
conductor estaba inclinado hacia adelante, apoyado sobre el volante y
mirando a través del parabrisas.
—¡Dios mío! —El chofer estiró aún más el cuello, tratando de lograr dar
una ojeada hacia arriba—. ¡Dios mío, general, el tamaño que tiene eso!
Stayer, con la cabeza pegada contra el cristal trasero, se limitó a asentir
con un gesto. Deb contuvo el aliento mientras una forma centelleante llenaba
el campo de aterrizaje que había frente a ella. Le asombró comprobar que el
único sonido que oía era el motor del coche y el golpear de la lluvia sobre el
techo. Sin pensarlo, tendió la mano y asió a Stayer por el antebrazo.
El área de debajo de la nave se fue iluminando a medida que ésta llegaba a
unos metros del suelo. Luces rojas se unieron a las blancas cuando se abrió la
panza y un pequeño aparato negro fue bajado suave y lentamente al suelo.
—Es el Python, general. Y hay algo más… Parecen dos cajas.
En algún lugar de la nave se iluminó un panel azul. El general inspiró
profundamente, se inclinó hacia adelante y dio una palmada en el hombro del
conductor.
—Ésa es la señal, Bill. Ponte en marcha.
Deb miró cómo el chofer estudiaba los controles del coche oficial como si
fuera la primera vez que los veía.
—¡Maldita sea! —Puso el embrague y el coche tuvo un sobresalto y se le
apagó el motor—. Lo lamento, señor… yo…
—Tranquilo, Bill. Ponió en marcha y tómatelo con calma.
—Sí, señor —el coche se puso en marcha y comenzó a aproximarse a la
nave. Deb, que se había llevado la otra mano ante los ojos, la dejó caer
mientras contemplaba cómo la nave aún se hacía mayor justo cuando ella
hubiera dicho que aquello ya no podía ser más grande. El coche se detuvo.
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Deb vio una rampa iluminada que se extendía desde debajo del panel azul
hasta tocar el suelo. Un momento más tarde un ser con fuertes patas para
caminar y otras más pequeñas y con garras delante, así como una gruesa cola
detrás, bajó por la rampa y se colocó junto a ella.
—Señora Baxter.
Deb se volvió hacia el general, dándose cuenta de que aún le agarraba por
el brazo.
—¿Qué… qué tengo que hacer?
—Vaya con… con eso. Le dirá lo que tiene que hacer. Buena suerte.
Deb abrió la puerta, salió y se quedó mirando la nave. Podía ver que
seguía lloviendo, pero ni una gota caía cerca del vehículo espacial. Dejando la
puerta abierta, caminó hacia la rampa, sin apartar los ojos de aquel ser.
Cuando estuvo a unos tres metros de él, se detuvo.
—¿Y bien?
El ser la miró.
—¿Es usted la compañera de Capitancarlbaxter?
—Sí. —Miró hacia lo alto de la rampa de la nave y vio allí un rostro
familiar—. ¡Baxter!
Corrió dejando a un lado a aquel ser, subió la rampa y llegó arriba.
Mientras le miraba, las lágrimas le corrían por la cara, hasta que llegó a él y le
abrazó con fuerza.
—Tranquila, Deb. —Él la besó y apretó su mejilla contra la de ella.
Ella le apartó y lo mantuvo a la distancia de sus brazos.
—Baxter. —Resopló y luego se echó a reír—. ¡Vaya entrada espectacular
que tiene tu número de circo, Baxter!
Baxter sonrió.
—Pues espera a ver el resto de mi actuación. —Estudió el mojado cabello
de Deb, su vieja gabardina y las botas de agua de él. Volvió a clavar sus ojos
en la cara de ella y movió la cabeza—. Ésta es mi Deb, siempre elegante. ¿Por
qué no te has vestido de gala? Vas a conocer a gente muy importante.
—¡Oh, tonto! —Le abrazó de nuevo y luego apartó sus brazos al escuchar
un sonido raspante tras de ella.
Baxter hizo un gesto en dirección a la puerta de la rampa, donde ahora se
encontraba el ser que Deb había visto.
—Deb, quisiera presentarte a mi amigo Deayl. Si también tú quieres ser
su amiga, entonces tendrás que llamarle Illya.
Deb asintió con la cabeza en dirección a Deayl.
—Mi nombre es Deb.
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El ser le devolvió el gesto:
—Entonces, debe llamarme Illya.
Baxter se inclinó, tomó un casco de la cubierta y se volvió hacia Deayl.
—Hay algo que debo hacer, Illya. ¿Querrías hacerle compañía a Deb
durante unos momentos?
Deb frunció el entrecejo.
—¡Baxter!
Él la besó y luego se volvió y descendió la rampa. Tanto ella como Illya
se quedaron en la parte de arriba mientras Baxter descendía, caminaba hasta
el borde del cemento de la pista y se arrodillaba. Ella se volvió hacia Deayl.
—¿Qué está haciendo?
—Algo que desea hacer —contestó Deayl volviendo la cabeza hacia Deb
—. Le pedí a Baxter que me dejase ser yo quien le explicase a usted lo
sucedido, y él consintió.
Deayl volvió a observar al humano arrodillado al borde de la pista.
—Yo traté de matar a Baxter. —Deb miró las manos terminadas en garras
de aquel ser y luego sus ojos, negros como el carbón—. Le hice mucho daño,
para lograr que los u-manos se irritasen y resultase imposible cualquier
acuerdo entre nosotros.
Deayl hizo un gesto con la cabeza en dirección a Baxter.
—Nuestra medicina lo salvó, y entonces él me salvó a mí. Yo iba a ser
juzgado por el Concilio por mi acto, y Baxter intercedió. Lo que dijo no es
importante, pero nos mostró algo que jamás antes habíamos conocido. —
Deayl volvió a mirar a Deb—. Cuando vemos lo que es correcto, eso es lo que
decidimos hacer y eso es lo que hacemos. Y lo correcto indica que Baxter
tenía que haber pedido mi muerte. En lugar de eso, habló en mi favor.
Comprendió el modo en que yo había actuado. Mostró… clemencia. Ustedes
los u-manos son todo lo malo que nosotros alguna vez temimos poder llegar a
ser, pero también son más grandes que todo lo que jamás llegamos a alcanzar.
Y debido a esto y también a las cosas que averiguaron los sapientes, nuestras
naves se marcharán. La Tierra es de ustedes para que la posean durante tanto
tiempo como les sea posible.
Deb miró rampa abajo y vio a Baxter al pie de la misma. En sus brazos
llevaba el casco y, cuando se acercó a la puerta, vio que estaba lleno hasta el
borde con barro. Se detuvo, se lo presentó a Deayl y sonrió mientras el
nitolano lo aceptaba y se inclinaba.
—Te deseo un hogar, Baxter.
—Y yo te deseo un hogar a ti, Deayl.
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Deayl se irguió, se volvió y penetró por el abierto iris, que se cerró tras él.
Baxter asió a Deb por el brazo y la hizo bajar por la rampa. En cuanto
descendieron a la pista la rampa se retrajo, la nave se oscureció y luego se
alzó silenciosa, despegando del cemento. Deb notó la lluvia en sus mejillas,
mientras seguía, a Baxter hasta donde se encontraba el Python aparcado sobre
la pista, junto a los dos containers cúbicos. El general Stayer bajó del coche y
se unió a ellos.
Baxter dio una palmada al morro del Python y se volvió hacia Stayer.
—Aquí lo tiene, general, le devuelvo su aparato. Incluso le he ahorrado
algo de combustible en el viaje de vuelta.
Stayer colocó una mano sobre el hombro de Baxter.
—Me alegra verle, Baxter. ¡No sabe lo que me alegra!
—El sentimiento es mutuo, general. —Baxter alzó la vista mientras se
producía una estampida de vehículos con sirenas aullantes y luces
centelleantes que se movían hacia donde ellos estaban desde los alrededores
de la torre de control—. Supongo que ahí vienen todos los jefazos.
Se volvió hacia Stayer.
—General, quiero pedirle dos favores.
—Suéltelos.
Baxter fue hacia uno de los containers.
—Ésta es la información que los nitolanos les sacaron a nuestros
ordenadores. Ha sido unida a su propia información y procesada de manera
que no pretendo comprender. Muestra, día a día, cómo la raza humana va a
durar, como mucho, otros ciento veinte años. Sus predicciones son exactas y
por eso se han marchado. Lo que vieron les ha mostrado que pueden regresar
en unos pocos siglos y volver a empezar donde lo dejaron… pues para
entonces la Humanidad ya se habrá eliminado a sí misma.
Baxter hizo un gesto afirmativo y luego puso el brazo alrededor de los
hombros de Deb.
—Pero Medp me dijo que en esta determinada predicción suya había una
variable muy grande y muy impredecible: la propia Humanidad. Si yo fuera
usted, haría que llevasen este container a donde quiera que los nitolanos
conectasen con nuestros ordenadores y me pondría a trabajar.
Stayer asintió.
—¿Y el otro favor?
—Antes de que se presenten todos los jefazos, querría que me prestase su
coche y su chofer. Quiero irme a casa.
—Pero Baxter, tiene usted que contárnoslo todo. Está el Secretario de…
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—General, quiero irme a casa.
Stayer hizo un gesto hacia su coche, que se puso en marcha y comenzó a
rodar en su dirección. Los faros del mismo iluminaron el Python y los dos
containers.
—Una cosa, Baxter.
—Sí, general.
—¿Qué hay en el otro container?
Baxter tiró del brazo de Deb, se acercó al cubo, que tenía el tamaño de un
coche, y apretó un panel situado en un costado. El container se abrió en dos
secciones que se separaron, dejando ver dos sillones orejeros, con patas de
madera tallada en forma de garra asiendo una bola y un tapizado de flores
amarillas y naranja.
—Me gustaría que me los mandaran a casa.
Deb los miró, y luego se echó a reír.
—Oh… oh, Baxter… ¡son horribles!
Stayer tiró del brazo de Baxter.
—En marcha, capitán. Y mañana a levantarse muy pronto. Tiene que
hacer un buen trabajo de promoción y venta.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Los dos entraron por la puerta de atrás, que les tenía abierta el conductor.
Tras cerrarla, el chofer rodeó el vehículo y se metió en él. Segundos más tarde
el coche se ponía en marcha. Stayer notó la lluvia, se alzó de hombros y se
acercó al container en el que estaban los sillones. Mientras llegaban oleadas
de vehículos, iluminando el área con sus focos, el general dio una última
mirada y apretó el panel del container.
—Ella tiene razón: son horribles. —Agitando la cabeza, el general Stayer
se volvió para recibir a los jefazos.
Lothas cerró sus dedos sobre un puñado de barro y luego miró la imagen
de Nitola, que se alejaba en el monitor. Lo señaló con su mano cerrada y
luego se volvió hacia Medp.
—En suspensión, eso no será nada para nosotros. Unos pocos ciclos
planetarios y podremos volver a casa.
Medp estudió el monitor.
—Quizá no.
Lothas asintió con la cabeza.
—Espero que tengas razón, Medp. Son unos seres muy especiales, ¿no?
—Desde luego. Nos llevará muchos ciclos estelares absorber toda la
información que he adquirido sobre ellos.
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Lothas se volvió hacia el monitor.
—¿Has encontrado una respuesta a su ritual del humor?
Medp lanzó un involuntario resoplido y agitó la cabeza.
—Quizá no haya respuesta. —Lanzó una risita.
—Pareces haber descubierto la causa de esa reacción. Por favor,
explícamela.
Medp asintió, luego miró al techo.
—Muy bien. ¿Sabes lo que son los ratones?
Lothas asintió.
—Esos roedores pequeños.
—Sí. —Medp se rió de nuevo—. ¿Y has oído hablar de ese ser mítico
llamado Papá Noel?
Lothas se recostó contra el respaldo, entrecerró sus grandes y oscuros ojos
y estudió al sapiente.
—Sí. Hablabas de él en tu informe sobre las creencias de los u-manos.
Explícame ahora ese comportamiento.
Medp alzó sus manos.
—Dime, Lothas, ¿en qué se parecen un pequeño ratoncito gris y Papá
Noel? —Medp cerró los ojos, se estremeció y jadeó tomando aire.
—¿Te encuentras bien?
Medp agitó una mano:
—Sí, sí. Contesta a la pregunta.
Lothas pensó un momento y luego negó con la cabeza.
—Se me escapa, sapiente. ¿En qué se parecen un ratoncito gris y Papá
Noel?
Medp tendió una mano y se agarró del respaldo de la silla de Lothas,
aparentemente para evitar caerse al suelo.
—¿No lo ves, Lothas…? ¡En que ambos tienen largas barbas blancas… a
excepción del ratoncito! —Gruesas lágrimas empezaron a rodar desde los
ojos del sapiente. El centro de control se estremeció con las carcajadas de
Medp, mientras el sapiente le daba una palmada a Lothas en la espalda y
luego atravesaba tambaleante el abierto iris, dejando a Lothas solo, con
expresión de asombro.
Agitó la cabeza.
—Ciertamente, tenemos mucho que aprender. —Tendió un dedo acabado
en una fuerte uña hacia el panel de la grabadora del libro de a bordo. Su dedo
se detuvo antes de apretarlo, cerró los ojos y asintió con la cabeza. Y,
entonces, el dinosaurio se echó a reír.
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Título original en inglés: Homecoming
Traducción de Luis Vigil
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Los tres robots del profesor Tinker
Martin Gardner
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—La mentirosa —fue la respuesta.
A partir de las tres respuestas, el estudiante identificó correctamente a los
tres robots. ¿Cómo lo hizo?
La respuesta, aquí.
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Transferencia
Sharon Webb
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El ascensor más alejado de ella abrió sus puertas. Para cuando lo alcanzó,
ya estaba lleno. Apretó de nuevo el botón de subida, tamborileando
impacientemente con su pie calzado con una sandalia. Detuvo el pie a medio
golpe y se lo miró con creciente horror: se le había roto la media. La punta de
su dedo gordo estaba empezando a emerger de su cobertura de nylon como un
grotesco gusano que fuera saliendo de su crisálida color marrón bronceado.
Involuntariamente encogió los dedos y la tensión que causó en la media hizo
que el agujero se hiciese más grande y mostrase el dedo entero, desnudo, al
mundo. Permaneció allí, obscenamente contrastado con sus hermanos color
marrón bronceado. Se estremeció.
Le parecía que la vida era muy injusta.
Esa idea se vio reforzada cuando, de nuevo, el ascensor más lejano hizo
sonar su campana y abrió las puertas. Ella fue la última en meterse. Un mar de
rostros miraban hacia fuera. Era dolorosamente consciente de su dedo
desnudo; le parecía tremendamente grande. Brillaba pálido bajo los
fluorescentes mientras entraba en el ascensor y se daba la vuelta para quedar
de cara a la puerta.
Atisbo los botones sin ver muy bien porque los cristales de sus gafas
estaban muy sucios, y tendió un brazo por sobre un obeso caballero para
apretar el piso 22. En el vigésimo segundo piso se hallaba la salvación: el
Departamento de Psicoterapia de Meditrónica Asociada.
La puerta del ascensor se abrió en el tercer piso. Un hombre vestido como
un ejecutivo entró y la puerta se cerró tras de él casi atrapándole el vuelo de la
chaqueta. No tenía sitio para darse la vuelta.
Ella retrocedió al entrar él, pisando con fuerza el pie del hombre que se
encontraba detrás, mientras el maletín del primero se le clavaba a Marilyn en
los riñones; pero incluso así encontró su nariz, a apenas unos centímetros de
la del recién llegado. Sus tripas se rozaban.
La nariz de él era aguileña y pálida… casi tan pálida como el dedo gordo
de ella. Tenía ojos azules muy claros y una peca en la sien derecha. Ella clavó
sus ojos en esa peca.
Subieron en completo silencio hasta el piso octavo y entonces él comentó:
—Ha comido usted ajo, querida.
Alguien lanzó una risita.
Ella notó cómo un rictus se le empezaba a formar en los labios y se le
congelaba. No iba a exhalar el aliento. No lo haría. No hasta llegar al
santuario del piso vigesimosegundo.
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El ascensor fue subiendo con interminable lentitud, como si quisiera hacer
una demostración de todas las leyes de la inercia y de la entropía.
Ya no podía seguir conteniendo el aliento. Logró doblar la cabeza a un
lado, inclinar la barbilla y dirigir el efluvio hacia la región central del cuerpo
del hombre. Era un buen plan, excepto que la sien de Marilyn impactó contra
un gran paquete que sostenía el hombre que se hallaba junto a ella,
ocasionando que el cristal derecho de sus gafas saltase y se deslizase a lo
largo de la parte delantera del desconocido de ojos claros. El cristal colgó por
un momento de la solapa del hombre, luego se perdió por algún lugar de
abajo.
Desesperadamente, ella tanteó en el pecho del hombre con una mano,
luego con las dos, rogando a la tierra, al tiempo, que se abriera y la tragase,
para ocultarla en sus negras profundidades. No podía hallar el cristal, por lo
que sus dedos palmearon y recorrieron el chaleco y exploraron el cinturón. La
mano de ella se encontró en una ocasión con la mano de él. Mientras tanto, el
rictus seguía en su cara, como petrificado. Seguía con la vista clavada en
donde estaba la peca. Afortunadamente, al haber desaparecido su cristal
derecho, no podía verla muy bien… ni tampoco la expresión de los ojos
pálidos. Siguió sin respirar.
Al fin, el ascensor se abrió en el piso veintidós. El hombre de ojos claros
dio un paso atrás y alzó la mano, entre sus dedos brillaba un disco
transparente: su cristal.
—Creo que se le ha caído esto, querida.
Ella lo tomó con dedos húmedos, murmuró un «gracias» aromatizado de
ajo y huyó al pasillo. Tenía la boca seca. Volvió a colocar el cristal,
manchado de grasa, en sus gafas y buscó un surtidor de agua. Había uno en un
nicho de la pared. Cuando apretó el botón, el agua se alzó como un geiser y le
roció la nariz. Maldijo entre dientes y rebuscó en su bolso, por si encontraba
un pañuelo de papel. Mientras rebuscaba, la correa del bolso se soltó de sus
sujeciones y quedó colgada de tres hilos. Encontró un pañuelo arrugado y
cubierto de hebras de tabaco que se pasó por la nariz y por las gafas, en un
vano intento de limpiarlas.
Recuperó un espejito de las profundidades de su bolso. El esfuerzo hizo
que uno de los hilos que aguantaba la correa del bolso se rompiese. Espejito
en mano, se quitó las briznas de tabaco de la nariz con la uña rota.
Se rompió otro hilo.
Marilyn halló la oficina. El letrero de la puerta decía:
MEDICOTRÓNICA ASOCIADA
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DEPARTAMENTO DE PSICOTERAPIA
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¡Oh! ¿Por qué tenía que ser tan charlatana y dispersa? ¿Por qué no podía
limitarse a decir: «Tengo hora»? ¿Es que nunca iba a poder ser elegante y
discreta? Se dio cuenta de lo iluso de su deseo; nunca sería elegante.
—¿Tiene hora reservada?
Asintió con un gesto.
La chica se puso a hojear una agenda en la que casi no había anotaciones.
—¡Oh, sí! Ya puede entrar. Habitación C.
Se colocó el bolso bajo el brazo y entró al pasillo interior. Habitación B,
habitación C… ¿Debía llamar a la puerta? Ridículo; giró la manija y entró.
La habitación era pequeña. Sólo había una silla, que más bien era algo así
como los sillones que tienen los dentistas, y una consola de ordenador. En un
rincón de la habitación, a la altura de los ojos, el objetivo de una cámara la
miraba. Sonrió en su dirección, tímidamente.
HAGA EL FAVOR DE REGISTRARSE. TECLEE SU NOMBRE EN LA CONSOLA.
PUEDO COMPRENDER SU VOZ, PERO DEBE ENTRAR SU NOMBRE CORRECTO.
Las manos le empezaron a sudar. Buscó en su bolso el gastado pañuelo de
papel y se palmeó los dedos con él.
ESPERO.
Tecleó: «Marilyn Taylor», y luego se echó hacia atrás en el asiento,
apoyando los dedos en el regazo. Estaban cubiertos de pintura de labios, que
había manchado todo el pañuelo. Miró a la consola y, naturalmente, había
manchas de «Melón Coral» en las teclas.
—Lo lamento mucho —frotó las teclas con el resto del pañuelo de papel,
dejando jirones del mismo pegados a la consola. Con lo que le quedaba
intentó, sin lograrlo, limpiarse los dedos.
DIME LO QUE TE PREOCUPA, MARY-LINE, dijo la máquina, con tono paternal.
—Se dice Marilyn. Bueno, mira, hay muchas cosas que me preocupan.
Eso es, muchas cosas.
¿TE PREOCUPAN MUCHAS COSAS, MARY-LINE?
—Se dice Marilyn. Pues sí, lo que pasa es que parece que no tengo nada
de confianza en mí misma.
NO TIENES CONFIANZA EN TI MISMA.
—Eso es, tienes razón, no la tengo —estrujó los restos del pañuelo de
papel y los partió en dos.
¿TE GUSTARÍA RECOSTARTE, MARY-LINE?
—¿Recostarme? ¿Quieres que me recueste?
ESTARÍAS MÁS CÓMODA si TE RECOSTASES.
Ella miró, sin comprender, por toda la pequeña habitación.
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—¿Cómo? ¿O es que quieres que me recueste en el suelo?
APRIETA LENTAMENTE EL PEDAL DE LA SILLA, MARY-LINE.
Había una pequeña palanca cerca de su pie derecho. La oprimió con el
tacón. El respaldo de la silla se desplomó, mientras el apoyapiés se elevaba
bruscamente, catapultándola a una posición supina. Parecía que el tacón se le
había quedado enganchado en la palanca. De un tirón lo liberó, dejando
pegado un milímetro del cuero del zapato.
¿ESTÁS CÓMODA, MARY-LINE?
—¡Oh, sí! —mintió ella. La silla era resbalosa y dura y, en la nueva
posición, las luces del techo le hacían daño a los ojos.
Era espantoso estar allí echada. Era como si estuviera expuesta, para que
todos la vieran y… ¡Oh, Dios! Estaba siendo intimidada por una maldita
máquina. Y, no obstante, la voz resultaba tan humana, tan paternal… Empezó
a hablar de nuevo:
—Siempre he tenido mucho sentido del ridículo.
SIEMPRE HAS TENIDO MUCHO SENTIDO DEL RIDÍCULO.
—Sí, desde que era una niña. —Cerró los ojos para protegerlos de las
cegadoras luces—. Recuerdo que estábamos en la escuela primaria y en la
fiesta infantil yo tenía que interpretar el papel de una de las flores de la
primavera. Creo que el de una rosa.
¿ERAS UNA ROSA, MARY-LINE?
—Creo que sí, me parece que una rosa de pitiminí. En cualquier caso, lo
cierto es que todas las flores de la primavera teníamos que bailar en el
escenario. Mi mamá me había hecho un hermoso traje, con papel de crepé de
color. Mi madre estaba entre el público y las flores de la primavera estábamos
en el vestíbulo, esperando salir a escena, cuando Hymie Rittenhausen, que era
un chico que estaba dos cursos por delante del nuestro, vino y me sacó la
lengua; luego fue al surtidor de agua y bebió. Supe que iba a hacerme algo
cuando se puso delante de mí con los mofletes llenos y empezó a soplar. Me
lanzó toda el agua sobre el disfraz.
TE LANZÓ TODA EL AGUA SOBRE EL DISFRAZ.
—Sí, eso hizo. Y cuando la señora Gautier comenzó a tocar el piano,
todas fuimos al escenario. Interpretaba la Humoresque. Ya sabes, esa que
hace Dum-de-dum-de-dum-de-dum-dum, y yo empecé a bailar con mi
compañera, que era una dalia. —Marilyn tuvo un estremecimiento y prosiguió
—: ¿Sabes lo que le pasa al papel de crepé cuando se moja?
¿QUÉ ES LO QUE LE PASA AL PAPEL DE CREPÉ CUANDO SE MOJA, MARY-LINE?
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—Que se cae a pedazos, eso es. Delante de todo el mundo se hace
pedazos, que van cayendo y te deja plantada allí en el escenario, sin otra cosa
encima que tus braguitas de volantitos.
Apretó aún más los ojos, como para alejar el recuerdo.
—Desde entonces no soporto la Humoresque.
NO SOPORTAS LA «HUMORESQUE» DESDE ENTONCES.
—¿No te sucedería lo mismo a ti? Fue entonces cuando empezó todo.
Desde entonces las cosas se me han ido cayendo a pedazos. Se me abren los
cierres, se me caen las correas. En una ocasión —rememoró sombríamente—,
parte de mi traje de baño se soltó y se alejó flotando.
SE ALEJÓ FLOTANDO.
—Tienes que ayudarme.
TENGO QUE AYUDARTE, MARY-LINE.
—¡Oh, gracias a Dios que has dicho eso! Sí, hay que hacer algo al
respecto. No puedo seguir así. Hoy, por ejemplo. Hoy mismo he comido
demasiado. Y me he roto una uña. Y se me ha roto la media.
¿SE TE HA ROTO LA MEDIA?
—Sí, mira —agitó el pie en dirección a la lente—. Me sale el dedo gordo.
TE SALE EL DEDO GORDO.
—Sí. ¡Oh, doctor…! ¿Puedo llamarte doctor? Bueno, quiero decir que no
eres un verdadero doctor, pero necesito llamarte así.
NECESITAS LLAMARME DOCTOR.
—Sí, realmente lo necesito. No te importa, ¿verdad? Bueno, pues allí
estaba yo, esperando el ascensor, y el dedo gordo me salía de la media. Era
horrible.
¿TU DEDO GORDO ES HORRIBLE?
—Espantoso. ¡Oh, doctor! ¿Por qué soy distinta a la otra gente? La
máquina reflexionó:
TU DEDO GORDO ES HORRIBLE. ERES DIFERENTE A LA OTRA GENTE.
—Y mi estómago… mira, tomé pan de ajo, después de haber comido
entremeses… unos entremeses muy abundantes… y también me comí unos
espaguetis con salsa de carne y champiñones. Bueno, y ahora tengo la tripa
hinchada…
TIENES LA TRIPA HINCHADA.
Ella asintió con la cabeza.
—No necesitaba haber tomado todos esos entremeses. Ni siquiera me
apetecían. Y entonces se me cayó el cristal…
EXPLÍCAME, POR FAVOR. ¿QUÉ ES UN CRISTAL?
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—Un cristal de mis gafas. —Buscó una analogía—. Es como una lente de
tu objetivo. Se me cayó una de mis lentes.
—¡SE TE CAYÓ UNA DE TUS LENTES!
—Sí, cayó encima de ese hombre de ojos claros del ascensor que me
había dicho que yo olía a ajo.
EXPLÍCAME, POR FAVOR. ¿QUÉ ES OLER A AJO?
—Es lo que sucede cuando comes ajo, que es una planta. Cuando respiras,
hueles a ajo.
HUELES A AJO, MARY-LINE.
Ella lanzó un suspiro.
—Sí, lo sé.
La máquina zumbó y luego dijo:
TU DEDO GORDO ES HORRIBLE. ERES DIFERENTE A LA OTRA GENTE. TIENES LA
TRIPA HINCHADA. SE TE CAYÓ UNA DE TUS LENTES. HUELES A AJO, MARY-LINE.
Ella se echó a reír, porque dicho así aquello sonaba ridículo. La risita
inicial se convirtió en una sonora risa y luego en una tremenda carcajada. Y,
después de todo, ¿qué era lo que tenía de horrible su dedo gordo? Era un dedo
muy normal. Y cualquiera que comiese lo que ella había comido tendría,
temporalmente, la tripa hinchada y olería a ajo. En cuanto a lo del cristal… en
realidad era bastante divertido lo que le había pasado.
—Oh, doctor —jadeó entre carcajadas—. No puedo decirte lo mucho que
me has ayudado. ¡Eres tan objetivo! ¡Eres justo lo que necesitaba!
Tendió el brazo y palmeó amistosamente la consola de la máquina.
Sonó un timbre.
SE HA ACABADO EL TIEMPO.
Se puso en pie y se frotó las lágrimas de alegría que le caían de los ojos,
utilizando para ello un dedo (el de la uña rota).
—¡Gracias otra vez, doctor! ¡Aunque no seas real! En realidad siempre
había estado demasiado pendiente de los demás, se dijo a sí misma mientras
esperaba el ascensor. Había estado demasiado inhibida.
Se miró el dedo gordo del pie, pálido como un lirio acuático en
comparación con el marrón bronceado. Era simbólico: un símbolo de la
verdadera Marilyn tratando de desprenderse de sus constricciones y surgir,
desnuda y bella, al mundo. En realidad, era bastante sexy.
La analogía le pareció realmente elegante: su dedo representaba la parte
frontal de una frágil mariposa que luchaba por emerger de la crisálida que la
ahogaba.
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Las puertas del ascensor se abrieron. Entró y se colocó junto a un hombre
de suaves ojos castaños que tenían en el rabillo arruguitas de reír mucho.
Inspiró profundamente y luego, atrevida, se volvió hacia él y le dijo:
—Hola.
—Apostaría a que a usted le encanta la comida italiana —dijo él.
Ella le miró entre párpados entornados.
—Debería probar mis lasagne. —Su pálido dedo pulsaba bajo la luz
fluorescente. Así que murmuró—: Le encantarían.
Los ojos de él se agrandaron, luego chisporrotearon.
—¿Realmente lo cree?
—Estoy segura. ¿Qué le parecería esta noche?
Con los hombros tocándose, se apoyaron el uno en el otro y se miraron a
los ojos. Una sonrisa comenzó a aparecer en el rostro de él, reflejando la de
ella.
Luego se echó a reír.
—¿Por qué no? —dijo.
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Primera respuesta a
Los tres robots del profesor Tinker
(Viene de aquí)
Repase las preguntas y las respuestas, aplicándolas a cada uno de los seis
casos. Únicamente el sexto caso no produce ninguna contradicción. Por
consiguiente, el robot de la izquierda es la ocasional, el robot del centro es la
mentirosa y el de la derecha es la honesta.
El profesor Tinker felicitó al estudiante por su solución. Para un segundo
examen les pidió a las tres damas que salieran del aula, que volvieran a entrar
y se sentaran otra vez, aunque no necesariamente en el mismo orden. Esta vez
una de las chicas llevaba un collar de color esmeralda.
—Cada robot se fabricó en un día diferente —dijo el profesor Tinker—.
De modo que una de las chicas es mayor que las otras. Las tres saben de cuál
de ellas se trata. Vuestro problema consiste en formular sólo dos preguntas
que permitan saber si la chica que lleva el collar es o no la más vieja.
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Se produjo un largo silencio durante el cual los estudiantes escribían con
denuedo y a toda prisa en sus cuadernos. Luego Azik Isomorph, el estudiante
más brillante de la clase, levantó la mano. ¿Cómo resolvió Isomorph el
problema?
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El hombre del rondador
Coleman Brax
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pero nunca, en ninguna ocasión, había hallado presentes a más de dos o tres
de aquellos seres. En tales ocasiones la interacción entre ellos había quedado
limitada a compartir la comida.
Y, sin embargo, al rondar durante el día, ocasionalmente se había
encontrado con los restos de grandes fogatas. Sospechaba que habían sido
reuniones de una cierta importancia, de las que se podría averiguar algo sobre
el desarrollo cultural de los lonis. La cantidad de humo que ahora estaba
detectando le sugería que quizá se estuviera acercando a uno de los fuegos
mayores, mientras aún estaba encendida.
Detuvo el aparato en la parte superior de una baja colina. Algo estaba
sucediendo allá abajo, algo de notables proporciones. Tendió la mano hacia
los controles del video y sus dedos parecieron, por un instante, no saber cómo
manejar aquellos mandos. Luego, hizo un zoom hacia el centro de la
actividad. Sí, allá estaba: una gran multitud de lonis reuniéndose alrededor de
un fuego. Otros se acercaban, a pie, desde diferentes direcciones. Cada uno
llevaba una carga de troncos que, a su llegada, echaba al fuego.
Aquello era lo que Hodween había estado esperando hallar. A pesar del
control de temperatura empezó a notar cómo el sudor le corría por las
costillas.
El fuego se hallaba en el centro de una depresión parecida a un cuenco.
No había cerca ni rocas ni matorrales que pudieran utilizarse para ponerse a
cubierto. No podría ocultar el aparato mientras se acercaba con él hacia los
lonis. Habitualmente, no le prestaban demasiada atención, puesto que los
seres a los que imitaba el rondador no les eran dañinos; pero quizá en aquella
ocasión deseasen estar solos. Se sabía que a veces los lonis tiraban piedras, y
allí abajo había los bastantes lonis y piedras como para crearle problemas a
Hodween.
—H a Base —dijo por el comunicador que llevaba en sus labios—.
Cuento unos ochenta nativos. Creo que vale la pena ir allí.
—Base a H —respondió Dosset desde la nave—; parece uno de esos
grupos grandes sobre los que has hecho tantas suposiciones.
—Eso parece.
—No hemos visto nunca una multitud así en acción. Es mejor que te
andes con cuidado. —El tono de voz de Dosset denotaba algo que no era
preocupación.
—Vale, vale, mamá Dosset. Y ahora a ver si te atreves a decirme que no
estás un poquito envidioso.
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—Vete a rellenar huevos, Hodween. Y si te crees que, gracias a esto, te
van a dar una misión que sea un chollo, es que eres más tonto de lo que
imaginaba.
Hodween sonrió: había un toque de envidia en la voz de Dosset. Nadie
podía decir con seguridad si existía una cierta conexión entre la calidad de las
observaciones obtenidas por uno y el interes de su primer trabajo de Contacto;
pero, además de éste, había otros posibles beneficios. Más de un Observador
había visto su apellido consagrado en un lugar permanente de la
socioterminología. Frases tales como el trueque de Lenfant, las
construcciones de Matsuyama o las poses de meditación de Pilkakking habían
entrado de esta manera en el lenguaje especializado. A Hodween no le
hubiera molestado tener una oportunidad así de lograr la inmortalidad.
—Hey, Dosset —dijo Hodween, bajando la voz, a pesar del aislamiento
sonoro del aparato—. Tengo que comprobar algo antes de bajar. Estoy
teniendo una lectura.
Para cuando hubo terminado de hablar, ya había pasado el video a visión
panorámica. Su instrumento estaba registrando una presencia cercana, pero no
podía localizarla.
—¿Qué, se te han puesto por corbata? —le preguntó Dosset, con un tono
un tanto despectivo.
—Mierda. Hay algo ahí fuera, ¿es que no lo has comprobado? —Se
suponía que Dosset estaba siguiendo la misión ante un conjunto de
instrumentos idéntico al suyo.
—Es una señal débil, debe de habérseme escapado.
—Vale. Ten los ojos más abiertos desde ahora, ¿quieres? Voy a intentar
acercarme más a la fuente de la señal.
Hodween dirigió al aparato para que rodease el pequeño saliente que
había a su izquierda y se acercó a aquella fuente de calor que no podía ver.
Luego comprobó que había algo recostado contra una roca. Detuvo el
rondador en cuanto tuvo una visual clara del objeto en cuestión.
—Es uno de ellos —dijo Hodween—. Un loni. Probablemente herido. No
sé si su visión nocturna será lo bastante buena como para verme.
—Creo que a esa distancia lo es —comentó Dosset, sin mucho interés.
El ser era un bípedo, con un largo cuello que se ensanchaba hasta
convertirse en una gran cabeza desprovista de cabello. Tenía un par de ojos
delgados y oblongos y una serie de rajas para respirar y comer. Hodween
había pasado tanto tiempo estudiando a los lonis que aquél le parecía de un
aspecto tan familiar como el de un amigo de toda la vida.
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—Creo que está herido —dijo Hodween—. Tal vez tenga una pierna rota.
Parece que se ha colocado así para dar la cara al fuego. Probablemente se
dirigía hacia él.
—Podría ser. Pero cuidado con lo que haces, Hodween. Que no te vengan
ideas estúpidas. —Esta vez la voz de Dosset sonaba muy seria.
—Ya sé, ya sé. —En un planeta en Observación, estaba formalmente
prohibido todo Contacto. Relacionarse en cualquier modo con los nativos era
una ruptura de primer grado de las reglas del Consorcio. Se consideraba
esencial que esos planetas siguieran su propio camino hacia el desarrollo;
cualquier contacto con razas más avanzadas causaba ondas de choque que
estremecían las culturas indígenas.
No obstante, Hodween se acercó más a la figura sentada. Estaba cubierta,
más o menos hacia su mitad, con una piel, y llevaba la parte superior de su
cuerpo intrincadamente pintada. Hodween jamás había observado en
Lonmustr el uso de pintura corporal. Volvió su visión telescópica hacia los
lonis congregados en derredor del fuego y vio algo en lo que antes no se había
fijado: varios de ellos estaban pintados y usaban pieles similares a la del loni
herido. Por la forma en que se comportaban parecía que ésos eran más
importantes que los otros. Los pintados estaban alineados, con los brazos
entrelazados y dando la espalda al fuego; los otros estaban sentados en el
suelo, frente a ellos.
Hodween devolvió su atención al ser recostado en la roca. Supuso que los
otros le estaban esperando. ¿Enviarían a un grupo a buscarle, o iniciaría la
ceremonia sin él? El loni parecía estar esforzándose por ponerse en pie. Se
erguía a pulso, buscando agarraderos en la roca que tenía a sus espaldas. En
su rostro se reflejaba el esfuerzo, que estalló en un grito agudo cuando trató
de apoyarse en la pierna herida. Entonces se derrumbó a su posición inicial,
dejando caer sus brazos a los costados.
—¿Qué diablos estás haciendo, Hodween?
—Siento curiosidad por éste. Tiene una función especial allá abajo.
Parece que se va a perder el inicio del espectáculo.
—Bueno, ¿y por qué no vas tú allí, tío listo?
—Creo que éste va a morir aquí. —La boca de Hodween estaba muy seca.
Giró la cabeza y empujó el tubo, que le lanzó un chorrito de agua.
—¿Y qué? ¿Es eso una importante novedad? —comentó Dosset con tono
cínico.
Hodween había visto a muchos nativos morir por motivos insensatos,
tanto allí como en los otros cinco planetas en los que había estado
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anteriormente en Observación. Pero, en la mayoría de los casos, habían sido
muertes exigidas por sus culturas en cosas tales como batallas, o muertes
resultantes de las condiciones ambientales. Ahora se daba una situación con la
que nunca antes se había enfrentado: un hombre y otro ser, solos. Un hombre
capaz de ayudar al otro ser.
—¿Sabes?, no hay modo de borrar una grabación —le advirtió Dosset—.
Si lo hubiera…
Su voz se apagó. Después de todo, también sus palabras estaban siendo
grabadas. Mientras se hallaban de servicio, Hodween y Dosset ni siquiera se
permitían maldecir a gusto.
—Olvídalo —exclamó Hodween. Notaba los labios secos, pero no quería
otro trago—. Si tienen que ser tan estrictos con las reglas, ya sabes lo que
pueden hacer con su querido Servicio.
Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, ni siquiera él pudo
creer que las hubiera pronunciado. Desde los ocho años de edad había soñado
con entrar en el Servicio. Durante los pasados seis años había dedicado cada
minuto de su vida a hacerse con las habilidades exigidas por el Servicio. Y
ahora estaba renunciando a todo aquello con una sola frase, y todo porque no
estaba de acuerdo con una de las reglas.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —espetó la voz de Dosset.
—Simplemente veo que este nativo quiere que le den un paseo. No creo
que haya nada malo en eso. —Hodween se acercó aún más al loni. Éste le vio,
pero no pareció importarle. Se acercó aún más, manipulando el aparato para
que quedase a unos centímetros de la yaciente figura. Luego flexionó las
junturas de las patas, bajando la tripa del rondador hasta tocar el suelo. El loni
pareció interesado por un momento; luego devolvió su atención al fuego.
Hodween se preguntó si al loni se le llegaría a ocurrir subirse a lomos de
la máquina. Los animales a los que imitaba el rondador eran dóciles, pero
dudaba de que los lonis hubieran intentado nunca montarlos. Trató de llamar
la atención del loni apretando los mandos que producían los sonidos de
cliqueteo y siseo que imitaban a los de los «hermanos» del rondador. Luego
flexionó las junturas de sus patas, moviendo el cuerpo arriba y abajo. El loni
ahora ya parecía intrigado, pero no intentó moverse.
Hodween lanzó una sonda al terreno que había debajo de él y descubrió
que se hallaba encaramado sobre un montículo de arena. Había otra cosa que
podía intentar, sin apartarse demasiado del comportamiento del ser al que
imitaba. Giró el aparato, luego bajó las patas traseras y empezó a cavar en la
arena con las patas delanteras y centrales. Esas patas tenían amplias paletas,
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que habían evolucionado admirablemente para llevar a cabo esta tarea.
Hodween estaba cavando en la arena justo a un lado del loni, socavando su
apoyo, al tiempo que se colocaba de tal modo que el loni fuera a caer sobre su
espalda. Ahora el ser empezó a reaccionar vivamente ante lo que sucedía.
Comenzó a murmurar los peculiares gruñidos y gritos que Hodween había
estado escuchando durante los pasados cien días de Lonmustr. Se detuvo;
aterrorizar al loni no le iba a servir de nada.
Se quedó quieto y se dio cuenta de que el corazón le latía con fuerza. El
manejo del aparato exigía poco esfuerzo físico: no eran sus propios músculos
lo que empleaba para cavar en la arena. No obstante, tenía la sensación de
haber estado realizando un trabajo muy pesado.
El loni, ahora en silencio, estaba flexionando algunas de las rajas de su
cara. Inclinó su cabeza acercándola al rondador. Tímidamente, su mano tocó
el costado del aparato. Hodween conectó una de las cámaras que estaba
alojada en una de las altas protuberancias de la espalda del vehículo. Ahora
podía ver toda la parte superior del rondador, mientras el loni se arrastraba
con los brazos hacia ella. La pierna buena estaba en la parte interior; se agarró
a una de las protuberancias del aparato y empujó con la pierna buena contra el
suelo. Hodween le pudo ver hacer un rictus, que interpretó como de dolor,
mientras se empujaba hacia adelante con las manos. Luego, al fin, estuvo
encima, agarrándose a dos prominencias que parecían idealmente dispuestas
como asideros para las manos de un loni.
—Ahora tranquilo —musitó Hodween, mientras retrocedía para salir de la
excavación que había hecho en el suelo. Después, giró el aparato lentamente
hasta encararlo con el fuego. El loni comenzó a murmurar y a gritar cuando
vio que se dirigían hacia allí. Hodween se estaba concentrando en no darle
demasiadas sacudidas. No había oído a Dosset decir ni palabra durante los
últimos diez minutos, pero sabía que estaba siguiendo a distancia toda la
acción. En realidad, no sentía deseos de hablar con Dosset en aquel momento.
Hodween pilotó cuidadosamente el vehículo ladera abajo. No cesaba de
pasar su mirada del fuego que ocupaba su pantalla principal a la auxiliar que
mostraba la espalda del rondador; el loni seguía bien agarrado y sus amigos
ya no estaban lejos.
No veía a otros lonis aproximándose al fuego. Parecía que estaba a punto
de iniciarse la asamblea. Los lonis importantes, los pintados, seguían
entrelazados por los brazos, cara a la llanura, como si esperasen a su
compañero ausente. Hodween siguió su camino hacia adelante, rodeando
piedras y arbustos sobre los que normalmente hubiera pasado.
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De repente el loni que llevaba sobre la espalda lanzó un gran alarido. Un
coro de gritos surgió, en respuesta, de los lonis de la asamblea. Hodween
detuvo el rondador. Los lonis pintados comenzaron a abandonar el fuego,
saltando sobre sus congéneres sentados, para llegar a terreno abierto. Tan
pronto como los pintados hubieron dejado el círculo, muchos de los otros se
les unieron en la carrera hacia Hodween y su pasajero.
Levantaron el loni herido del aparato y trataron de ponerlo en pie. Los
gritos que lanzó parecieron convencerles, al instante, de que debían
abandonar tal intento. Los pintados depositaron al herido en el suelo y luego
comenzaron a gesticular vehementemente entre sí. Mientras estaban en ello,
Hodween descubrió que su visión estaba siendo restringida por la llegada de
nuevos lonis. Alzó lo más aproximado que tenía a un periscopio: un apéndice,
parecido a una antena, que había en la parte delantera del aparato.
Entonces vio que uno de los lonis había hallado un palo recto y que otro
estaba usando un cuchillo de piedra para cortar tiras de la vestimenta de piel.
En pocos minutos ambos habían preparado un entablillado para la pierna del
loni herido. Lo alzaron entre los dos y lo llevaron hasta un lugar especial ante
el fuego.
Los lonis normales volvieron al círculo y se sentaron en el suelo. Los
pintados lo hicieron en una hilera de troncos, colocados a modo de banco, que
Hodween no había visto hasta ese momento. Rápidamente volvió a reinar el
silencio. Entonces, uno de los lonis pintados comenzó a gruñir y a agitar los
brazos. Extendió las manos, agitó la cabeza arriba y abajo. Tomó una lanza
con punta de piedra y, manteniendo el asta paralela al suelo, la alzó por sobre
su cabeza.
Luego le pasó la lanza al loni herido. Éste se la colocó sobre las piernas.
Alzó un puño al cielo y luego inició una serie de rápidos gruñidos y sonidos
guturales. Entonces, trató de alzarse; dos lonis, probablemente los que le
habían ayudado antes, se pusieron en pie para sostenerlo. Lo colocaron de
cara a la multitud y empezó a gesticular con la lanza.
—¿Qué te parece, Dosset? —Ahora, Hodween estaba sonriendo.
Aunque no sabía lo que estaba sucediendo, resultaba evidente que se
estaba realizando algún tipo de comunicación importante. Previamente sólo
había visto a los lonis utilizar su lenguaje para solucionar necesidades
inmediatas. Ahora estaba viendo cómo lo aplicaban a acontecimientos
situados a cierta distancia de ellos en el tiempo y en el espacio, y que incluso
quizá fueran acontecimientos que sólo se hallasen en su imaginación. Era un
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paso esencial que tenían que dar para aspirar a llegar a las estrellas, y él se
sentía privilegiado al haber sido el primero en observarlo.
Sin hacer caso del rondador de Hodween, los lonis prosiguieron con su
ceremonia. Después de que todos los pintados se hubieran turnado con la
lanza, los otros empezaron a bailar. Se entrecruzaban en una intrincada trama
que Hodween no podía seguir. Uno tras otro se fueron separando y
desapareciendo en la noche.
No obstante, unos pocos fueron en dirección al rondador. Por sus gestos
estaba claro que estaban interesados en la posibilidad de que les diera un
paseo. Al darse cuenta de esto, giró el vehículo con rapidez y regresó
apresuradamente hacia la nave. Algunos de los nativos le persiguieron, pero
pronto los dejó atrás. Se halló de nuevo solo, propulsándose a través de la
vacía llanura. Se notaba cansado pero muy feliz. Durante algún tiempo la
excitación de su descubrimiento fue más importante para él que las
consecuencias de su anterior indiscreción.
No le dijo nada a Dosset hasta que se encontró a distancia de visión.
—H a Base. ¿Sigues ahí, Dosset?
—Dispuesto para recibir al aparato —le contestó Dosset, con tono gélido.
—Voy para allá. —Hodween vio la rampa que se abría hacia tierra, y
rápidamente dirigió el rondador hacia el interior. Tras unos momentos, el
aparato estaba seguro en el hangar y Hodween pudo salir del mismo, reptando
sobre sus codos y rodillas. Se tambaleó hasta la cabina central y se dejó caer
sobre su litera.
—Así que el héroe ha regresado —dijo secamente Dosset, con su corto
cabello negro cuidadosamente cepillado hacia atrás y aspecto relajado y
satisfecho.
En la cabina se notaba un olor residual de comida cocinada.
—¿Has comido? —preguntó Hodween.
—Todas esas canciones y bailes me despertaron el apetito. ¿Quieres algo?
—Un escocés.
Dosset sonrió y tendió la mano hacia el contenedor fuera de normas que
tenía oculto bajo su litera. El alcohol era una de las pocas cosas que la cocina
sintetizadora se negaba a hacerles. Dosset tomó dos vasos del armario; no
eran ni de la forma ni del tamaño adecuados, pero Dosset y Hodween
llevaban tanto tiempo alejados de los convencionalismos sociales que aquello
no les importaba nada.
—Brindo por Lonmustr —dijo Hodween, mientras levantaba su vaso.
—Si tú lo dices… —respondió Dosset.
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Hodween se bebió rápidamente el trago y tendió el vaso para que le
sirviera otro, mientras el calor del primero le llegaba al estómago.
—Tómatelo con calma —le sugirió Dosset—. No estarás preocupado,
¿verdad?
Le sirvió otro trago.
—Tengo un amigo… Casparini —prosiguió Dosset—. No creo que tú lo
conozcas. Hizo algo parecido a lo que has hecho tú, hace un par de años.
Interferencia con una cultura.
—¿Qué le pasó? —inquirió Hodween, desasosegado.
—Le hicieron un juicio. También a ti te lo harán. Analizarán lo que has
hecho, lo mirarán al derecho y al revés y le sacarán las tripas, para tratar de
predecir los efectos que pueda tener.
—¿Y para qué tomarse tantas molestias? Si al final me van a dar la
patada, ¿por qué no empezar dándomela?
—¿Echarte del Servicio? ¡Ni hablar, después del tiempo que se han
pasado enseñándote!
Hodween levantó la vista del vaso en el que la había tenido clavada.
—¿Tu amigo logró salir bien parado? —preguntó con repentino interés.
—En cierta manera… Le dieron una primera misión de Contacto infernal.
Lo mandaron a un lugar en el que los nativos sólo duermen una vez cada
setenta y dos de nuestras horas… y matan a cualquiera que sea lo bastante
maleducado como para no hacer lo mismo.
—Justo mi estilo —Hodween se recostó contra la mampara—. ¿Qué es lo
que crees que me tocará a mí? ¿Me condenarán también a una primera misión
espantosa?
—No será nada mucho peor que eso. Después de todo, no les diste a los
lonis el motor de taquiones.
Hodween se echó a reír.
—Eso se lo construirán ellos mismos. Dales tiempo y acabarán haciendo
sus propios motores…
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Traducción de Luis Vigil
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Segunda respuesta a
Los tres robots del profesor Tinker
(Viene de aquí)
Como se puede ver a partir de la tabla, si el robot dice sí, el robot del centro
ha de ser la honesta o la mentirosa. Si el robot dice no, el robot de la derecha
debe ser la honesta o la mentirosa. Si la respuesta es sí, pregúntele al robot del
centro:
—Si te preguntara si la dama del collar es la mayor, ¿me responderías que
sí?
Supongamos que la chica del collar es realmente la mayor. ¡La honesta
responderá sí y la mentirosa también! (La mentirosa habrá respondido no a la
primera parte de la pregunta, de modo que debe mentir y decir sí a la pregunta
completa de Isomorph). Mediante un razonamiento similar, si la chica del
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collar no es la mayor, tanto la honesta como la mentirosa dirán que no. En
consecuencia, la segunda pregunta es suficiente para averiguar si la chica del
collar es la mayor. Si el robot de la izquierda responde no a la primera
pregunta, el robot de la derecha debe ser la honesta o bien la mentirosa. La
segunda pregunta se le formula entonces a ella, con el mismo resultado.
Isomorph dijo:
—Se me acaba de ocurrir una solución mejor para su primer problema.
Puede conocer la identidad de las tres chicas independientemente de dónde se
sienten, haciéndoles sólo dos preguntas.
¿En qué piensa Isomorph?
Su solución, aquí.
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Peregrino: perplejo
Avram Davidson
Las horas y los días y los meses y los años pasan; el pasado jamás
regresa y no podemos saber lo que habrá de ser; pero sea lo que sea lo
que el tiempo nos depare, debemos estar contentos con ello.
HORACIO (o quizá CICERÓN).
El Emperador del Este también estaba perplejo. ¿Debía apoyar, en las carreras
de carros, al equipo de los Azules o al de los Verdes? Uno era ortodoxo, el
otro monofisita; cualquiera que fuese su elección, se arriesgaba a tener
motines, rebeliones y perder la corona; además, a menudo el Emperador del
Este no podía recordar quién estaba en un bando y quién en el otro.
—No obstante yo conozco un buen caballo en cuanto lo veo —
acostumbraba a decir, soñadoramente. ¡Aunque, para lo que le servía eso!
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El Emperador del Oeste también estaba perplejo. Tanto los ostrogodos
como los vándalos amenazaban, cada uno por separado, con saquear Roma, a
menos que les pagase, a cada uno por separado, cien mil libras de oro… y
sólo tenía treinta mil. Quizá, pensaba, lo mejor sería dilapidarlas en un
hermoso mausoleo de mármol con inscripciones que le describiesen como
Conquistador de los vándalos y de los ostrogodos… ¡Al fin y al cabo ninguno
de ellos sabía leer!
En lo que se refiere al Emperador del Centro… Ambrosius Lucianus había
sido proclamado muy recientemente y había procedido a la distribución de las
acostumbradas donaciones (desde los Capitanes de la Guardia hacia abajo,
hasta llegar a los Inspectores de Aguas Públicas y Alcantarillados), tras lo que
había decretado la más extraña de las doctrinas de la que nadie hubiera oído
hablar en cualquier tiempo o cualquier lugar, videlicet: la libertad absoluta de
religión. Se suponía que esta nueva política iba a llevar la paz al Imperio
Romano Central. Aunque quizá no: paganos y neopaganos, judíos, cristianos
y herejes (desde los gnósticos a los agnósticos, pasando por todos los demás),
se reunían en las Termas, el Foro o el Agora y se miraban unos a otros,
inciertos. «O yo tengo la razón, o la tienes tú, o la tiene éste, o la tiene ése:
esto resulta obvio. Y quienquiera que tenga la razón (aunque todo esto sea
pura retórica, pues naturalmente soy yo quien tiene la razón), ése es el
poseedor de la verdad; y lo que resulta más claramente lógico en este mundo,
algo que incluso un niño puede comprender es que la Verdad no soporta, no
puede tolerar el error…».
Pero, naturalmente, había quienes no se preocupaban por ninguna de estas
cosas, quienes simplemente iban rígidamente a sus oficinas, se sentaban
rígidamente en sus escritorios, desplegaban rígidamente sus mapas y decían a
sus asociados y subordinados: «Bien, aquí es donde se han suprimido los
antiguos sacrificios y aquí es donde han de ser revividos, por el bien del
Estado, el bien del Imperio, en nombre de la Piedad y el Patriotismo y todas
esas cosas; ya me entienden. Aquí. Y aquí y aquí».
Rígidamente.
Mientras las tropas, la corte y los seguidores del campamento del Alto
Rey de Brythonia del Este entraban pisando fuerte por la Puerta Principal de
la Ciudad Alta de Alfland, Peregrino estaba apresurándose a salir de la
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Ciudad Alta de Alfland vía la Puerta Trasera. Había montado, creía, la
bastante diversión como para poder cubrir su fuga y la de sus amigos; pero
quedarse a comprobar el éxito de su estratagema hubiera negado toda utilidad
a la misma. O bien el Protopresbítero Mitrado de la Brythonia del Este,
Alvica, y sus piadosos feligreses, que creían (tal como Peregrino había
planeado que creyesen) que los que llegaban eran un grupo de arríanos
cismáticos que mantenían la diabólica doctrina de que «un presbítero puede
ordenar a otro presbítero», lograban derrotarlos y mandarlos de vuelta a
donde habían venido, permitiendo así que el Rey de los Alvos y su puñado de
seguidores tuvieran el tiempo suficiente como para poder escapar sin
problemas… o… o no lo lograrían. Y él tampoco.
Y en ese caso…
Pero Peregrino prefería no pensar en ese caso.
De repente, alguien entre los seguidores del Rey había recordado que
aquel camino era un viejo atajo; pero nadie entre los seguidores del Rey había
recordado que Peregrino, no habiendo pasado jamás antes en su vida por
aquel camino, no tenía modo de recordarlo. Nadie había pensado en hacer una
pausa para dejarle una señal, como una rama rota o una hilera de piedras.
Ninguno de ellos había pensado en nada… excepto, claro está, en escapar.
Escapar del Alto Rey, quien, en cuanto se enterase (cosa que casi seguro
ocurriría inmediatamente) de que el Tesoro (Impuestos incluidos) había sido
robado por un dragón… aunque hubiera dado igual que hubiese sido robado
por cualquier otra cosa… comenzaría a demostrar que lo único que distinguía
su ira, cuando se hallaba bajo presión, de la ira mostrada por algunos de los
más malvados emperadores de Roma, era solamente su propia y absoluta falta
de toda clase o estilo.
Nadie sería embadurnado de pez y quemado vivo: la pez era cara. Nadie
sería echado a los leones enfurecidos: los leones, enfurecidos o no, eran
condenadamente caros. Pero, desde luego, cualquiera podría ser empalado,
visto que el coste de una estaca aguzada era mínimo; y, evidentemente,
cualquiera podría ser echado a un calabozo y dejado allí hasta morir de
hambre, porque esto costaba, y en tal cosa se hallaba toda la belleza de esta
solución, absolutamente nada.
Por ende, ése era el motivo de la prisa del Rey Alf. Y de todos los demás.
La habilidad en seguir pistas mostrada por el sabio ateniense mencionado
en el Talmud, aquel que, con una sola mirada, era capaz de deducir que había
pasado por un camino una camella, preñada de tantos meses, tuerta de un ojo
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y que llevaba aceite en una alforja y ya no recordamos qué en la otra… esta
habilidad no era una de las de Peregrino.
Con toda la rapidez de que era capaz, seguía el sendero.
Y, desde luego, con todas sus vueltas y revueltas, era un sendero muy,
pero que muy largo.
No era cosa muy común que un rey vasallo tratase de evitar la visita anual
y la ocasión marcada para rendir de pleitesía a su superior jerárquico, el rey al
que debía vasallaje. Sin embargo, tampoco era un hecho del que no existieran
precedentes. De lo que no existían precedentes era del motivo de este intento,
videlicet que el descuido del rey vasallo había permitido que un dragón (de
nombre Smaragderos) pudiera robar el Tesoro; pero, aunque nunca antes un
dragón había robado un tesoro, lo cierto es que muchos tesoros habían sido
robados anteriormente. Ciertamente, al Alto Rey de Brythonia del Este no
excusaría una tal conducta: por parte del dragón era un claro caso de delito, y
por parte de su vasallo, el Rey de los Alvos, también era un claro caso de
delito, por omisión.
Por tanto, era comprensible que el vasallo delictivo por omisión hubiera
partido a la caza del dragón, verdadero autor del delito (el llamado
Smaragderos). Pero había en aquel asunto algo más de lo que el Alto Rey
podía comprender con facilidad.
Y ese «algo más» en este caso era… Peregrino.
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Y también, claro, peligroso. Muy muy peligroso.
Bryon había gruñido, había gritado, había buscado más información. Le
habían ofrecido un dato más:
—Vestía una túnica verde, y pantalones a cuadros marrones, quizá esto os
sea de ayuda, Majestad.
—No es que me diga mucho —gruñó el Alto Rey Bryon. Por un instante
siguió sentado, gruñendo y observando lo que pasaba en el atestado y sucio
patio de armas; luego alzó la vista y se levantó.
Miró, con una mirada poco amistosa, al Barón Bruno Grumpit, su cuñado
(la hermana y esposa que los unía por unos vínculos matrimoniales que
ninguno de los dos tenía en mucha estima, no formaba parte del cortejo,
estaba en su casa desplumando gansos, bastante feliz de que ninguno de los
dos hombres que dominaban su vida le estuvieran prestando atención por el
momento, pues nunca había obtenido placer alguno de las atenciones de uno u
otro). El Barón era su Lugarteniente.
Pues bien, resulta que, mientras los hombres del Alto Rey habían entrado,
pisando fuerte y llenándose de barro, en la Ciudad Alta de Alf, no esperando
obtener en ella nada más que la habitual comida campesina y fornicación a
modo de recompensa, el Barón, que cabalgaba al frente de sus mesnadas, con
ojos vigilantes que miraban en todas direcciones (pues sospechaba de todo, en
todo lugar, en todo momento y en toda circunstancia), había visto al extremo
de un sendero bordeado de árboles a un hombre, mucho más joven que él, que
iba solo sobre un cargado caballo. El Barón no sabía leer ni una letra en
ningún idioma, pero los ojos del Barón eran más agudos que los de cualquier
otro.
Y su oído más fino.
Al mismo tiempo que divisaba al joven, había escuchado a una muchacha,
una que apenas si habría salido de la pubertad, que exclamaba: «¡Ése es! ¡Ahí
va!». Y el mismo tono de su voz le había dado mala espina, pues jamás
ninguna mujer, fuera cual fuese su edad, le había hablado así o ni siquiera (de
eso estaba muy, pero que muy seguro) había hablado así de él, con ese tono.
Y la voz de otra chica, una voz clara y fresca, había dicho una sola
palabra:
—Peregrino…
Y el Barón se había fijado, en aquel solitario instante, que la figura que
había entrado y salido con tanta rapidez en su campo visual era joven…
delgada… morena y apuesta… e iba vestida con una túnica verde y
pantalones de un tejido a grandes cuadros marrones. Por algún motivo, en lo
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que el Barón tenía en lugar de lo que en la mayoría de los humanos es la
mente, todo lo que había visto no había causado un impacto inmediato, no en
aquel momento. Pero, ahora…
Ahora el Alto Rey Bryon le miraba con mal semblante y le decía, con un
tic que le hacía contraer la boca:
—Toma cinco hombres. Ve. Sigúelos. —Las órdenes que le daba el
susodicho Alto Rey eran habitualmente sucintas. Por una parte, en cuestiones
puramente (o impuramente) militares, sabía, y eso no le hacía ninguna gracia,
que el Barón Bruno era mucho más hábil que él. De modo que si, a pesar de
las breves órdenes, el Barón llevaba a buen término lo encomendado, no
había hecho otra cosa que obedecer y, por consiguiente, no merecía
alabanzas; pero si en cambio, y también a pesar de la brevedad de las órdenes,
el Barón fallaba, entonces Bryon no podía considerar que la culpa recayese
sobre su persona.
El Emperador estaba muy muy lejos. Y no había otro, evidentemente, que
pudiera culpar de nada a Bryon.
Al menos abiertamente.
De modo que, casi inmediatamente después de haber pronunciado sus
primeras palabras, añadió:
—¿Cómo? ¿Aún estás aquí? ¡A las armas! ¡A los caballos! ¡Persigúelos!
¡Tráelos! ¡Fuera de mi vista!
El Barón bajó sus pesados ojos, apretó aún más fuertemente sus pesadas
mandíbulas, miró en derredor buscando a cinco buenos (es decir, malos)
hombres, hizo un gesto con su mano cubierta de mallas y con su ronca voz
ordenó, tras una inclinación al rey tan breve y poco profunda como se atrevió:
—¡En marcha!
El del cuerno tocó algo irreconocible, los dos a caballo se adelantaron,
pero con cuidado de no ponerse demasiado delante, y los infantes pisotearon
detrás, arrastrando sus picas, bostezando, maldiciendo en voz baja,
escupiendo, echando vientos y rascándose los sobacos; todos ellos lanzando
miradas de reojo al pasar líente a cualquier mujer, o incluso mozalbete, lo
bastante estúpidos como para no haberse puesto aún a cubierto. Aunque una
pica no era arrastrada: llevaba un banderín con un puño cerrado.
Por el rey vasallo de Alfland, el Barón sentía, poco más o menos, lo
mismo que por una cucaracha que uno ve pasar por el suelo mientras corre a
ocultarse: un cierto deseo de aplastarla de un pisotón. Nada más. Pero por
Peregrino, el Barón había empezado a desarrollar un sentimiento totalmente
distinto. Pues Peregrino era joven y también el Barón había sido joven en otro
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tiempo; pero Peregrino era también apuesto y admirado, y el Barón nunca
había sido apuesto y jamás, en ningún momento, lo habían admirado. Desde
luego, había quien lo envidiaba, pero de todas las variantes de la admiración,
la envidia es la menos notoria. Y… se decía… que Peregrino era el hijo de un
rey. Aunque no se decía de qué rey. Lo que es más, el Barón estaba seguro de
que debía de ser de alguno del que jamás habría oído hablar. ¡De un rey! El
Barón no era el hijo de un rey aunque, supuestamente, debía ser el hijo de
algún hombre. Había un dato mucho más importante: era el cuñado del Alto
Rey…
Normalmente, al Barón le resultaba absolutamente imposible ponerse en
el lugar de otro, excepto, claro está, del Alto Rey: en todo momento era capaz
de imaginar lo que, siendo él el Alto Rey, habría hecho si el otro, ese Barón,
se hubiera atrevido a llevar a cabo una intentona, una sola intentona, de
apoderarse del trono; y el saber tal cosa era lo que le impedía al Barón
atreverse a hacer tal tentativa…
Entre los súbditos del Alto Rey había quienes se hubieran atrevido a
ayudar a aquellos que hubieran buscado ayuda para echar del trono al hombre
que se acurrucaba en él cual lobo famélico; pero que no lo hacían, ni lo
harían, porque sabían que, en tanto que el Barón viviese, el trono era
potencialmente suyo, y lo sería si alguna vez desaparecía el Alto Rey o se
debilitaba lo bastante mientras aquél aún ostentaba su cargo. Y sabían que el
oro aplacaba al Alto Rey, pero en sus mentes y en lo profundo de sus
corazones sabían que no había nada que pudiera aplacar al Barón.
Y ése era el hombre que iba detrás de Peregrino, mientras Peregrino huía
veloz.
Al fin, rodeado de su séquito, el Alto Rey se decidió a darse un paseo por
la Ciudad Alta de Alf, para mostrar su poder. Y fue así como el Magno
Ejército de Brythonia del Este, su Alto Rey y Alta Corte, así como su Gran
Capellán, se encontraron marchando en dirección sur por la Calle
Adoquinada, al mismo tiempo que el Protopresbítero Mitrado (¿y quién sabía
si pronto no sería también martirizado?) de la Brythonia del Este, Alvica, con
sus sacerdotes y rebaño de fíeles, aparecieron en la misma marchando hacia el
norte. Bien, en el caso de que el Barón Bruno, cuñado del Alto Rey y por
designación real Comandante en Jefe de los Ejércitos, hubiera sido el que
abriese la marcha, poco habría durado quien inmediatamente no se hubiera
lanzado al suelo, prosternándose con la frente pegada al polvo para lanzar a
gritos la antigua (y, esto será mejor que sólo nos atrevamos a susurrarlo, la
originalmente pagana) alabanza y salutación: «¡Qué viva por siempre nuestro
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Alto Rey!» (lo cual, cuando menos, resulta doctrinalmente dudoso, pues de lo
contrario todos los estudios de escatología se irían literalmente al cuerno)…
Pero el protocolo, por no decir nada del orgullo del propio Alto Rey,
impedían que tal personaje iniciase el cortejo. Igualmente, si la mano derecha
del Protopresbítero Mitrado, que en su vida privada era un matarife jefe de un
carácter infernal, hubiera sido el primero entre los que marchaban en su
grupo…
Dejémonos de suposiciones.
Los dos sumos sacerdotes, el Gran Capellán y el Protopresbítero Mitrado,
se reconocieron inmediatamente el uno al otro como miembros de bandos
enfrentados en muchos, muchísimos, Concilios de la Iglesia: habían
intercambiado palabras airadas en el Concilio de Capadocia, se habían
enfrentado violentamente en el Concilio de Beocia y habían unido sus
fuerzas, sólo y exclusivamente en esta única ocasión, en el Concilio de
Babilonia Filadelfia, para lanzar sus cátedras sobre aquellos que propugnaban
la infernal doctrina de la Justificación a través de las Buenas Obras, o sea, las
Obras de Misericordia Corporal. En el acto se olvidaron de sus lealtades
locales, y aún más de la actual situación política.
El Gran Capellán desmontó de su mula y, aunque empleando sólo una
rodilla, hizo la genuflexión ante el Protopresbítero Mitrado. El
Protopresbítero Mitrado alzó su mitra con ambas manos, aunque sólo un par
de centímetros, y, tras volvérsela a calar, hizo la aspersión al Gran Capellán.
Las formalidades de la buena educación habían sido observadas, de modo que
ahora ya podían ir al grano.
—Clemente de Alejandría —empezó el Gran Capellán.
—Teófilo de Antioquía —comenzó el Protopresbítero Mitrado.
Todo el mundo se relajó. Quizá todo acabase finalmente en un baño de
sangre, pero el quizá no era de una seguridad total. Después de todo, no había
nada, absolutamente nada, mejor que una buena, larga y erudita
argumentación teológica. La feligresía local ofreció a los invasores los frutos
tempranos y otros productos del campo. La soldadesca ofreció a la ciudadanía
variantes saladas o en vinagreta y galletas de sus raciones. Incluso el Alto
Rey, a pesar de que se mordió sus largas y sucias uñas y gruñó un poco, acabó
por aceptar unas rodajas de melón frío que le ofreció un vendedor de fruta
local, y tendió su sucia oreja hacia la sagrada discusión.
—Condenación perpetua sin preámbulo ni Purgatorio —dijo uno de los
jerarcas religiosos.
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—Descanso y recuperación ocasionales, intermitentemente, como medida
de gracia, de aquellos que son atormentados —dijo el otro.
El Alto Rey sorbió ruidosamente una de las rodajas del melón frío, y
cuando la hubo acabado, tendió la mano hacia otra. El desaparecido Tesoro
podía estar en algún lugar determinado, o también podía estar en un lugar
totalmente distinto; de su localización exacta no había ninguna certidumbre.
El desaparecido rey vasallo y su vasalla corte podían estar logrando ponerse a
salvo, o quizá no fueran a poder escapar definitivamente, pues no había
certidumbre alguna de lo que estuvieran haciendo.
—Y está escrito: «Allá donde sus gusanos jamás morirán y donde sus
fuegos jamás serán extinguidos…».
—¿Y dónde está escrito: «Allá donde sus gusanos jamás morirán y allá
donde sus fuegos jamás serán extinguidos»?
Después de todo, sólo una cosa era absolutamente cierta: a pesar de que
esta chusma y cualquier otra chusma gritase sus «¡Qué viva por siempre…!»
hasta quedarse ronca, sólo hay una cosa total y definitivamente cierta: que
todos los hombres son mortales. Todos los hombres han de morir.
El Alto Rey siguió montado en su caballo. Y escuchó. Y permaneció
callado.
Tras lo que parecía ser un largo tiempo. Peregrino tuvo que admitir que ya
no oía nada, absolutamente nada, por delante de él: ni clop clop, ni cliquetic
cliquetic, ni murmullos apagados, ni sonidos inadvertidos tales como
cualquier tropa, excepto las más disciplinadas, emiten ocasionalmente; ni
siquiera un relincho o un resoplido.
Detuvo su caballo.
Inmediatamente el caballo se fue al borde del camino y comenzó a pastar
hierba. Todo era silencio.
Y, no obstante, Peregrino no oía nada. Algún aroma, supuso que un aroma
recordado de su niñez, madreselva, quizá, o tal vez espino o acacia, le
embargó y se mezcló con tantos otros recuerdos sensoriales de su infancia…
el olor de la hierba húmeda que aplastaban los cascos del caballo… y, desde
luego, el olor del mismo caballo, miedo no has de tener alguno, Peré, pues
papá agarrado te tiene, y el mismo tacto del animal entre sus piernas (durante
lo que llevaba de camino hasta el momento no había tenido tiempo para
hacerse reflexiones como ésta)… Y otros sonidos y cosas de la niñez
comenzaron a surgir por todos lados, tales como el rompeteo de los insectos y
el zumbido de las abejas. Pppppp… Zuuummm… Las mismas hojas de los
árboles comenzaron a susurrarle como en otros tiempos, como en sus
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primeros años de vida… Pere… Pere escucha… escucha: eso era lo que
parecían decirle todos los sonidos… ¿Acaso en su infancia, cuando todo le
resultaba nuevo, cuando todo era inocencia, cuando todo parecía haber sido
puesto allí para él, acaso entonces los mares de árboles no parecían haberle
dicho esto? Sí, lo habían hecho. ¿Y qué otra cosa parecían decir?
Se dejó arrastrar por la Memoria, la dulce hermana… ¿O era la dulce
hija?… Pere… Pere escucha… escucha… escucha Pere niño no sigas mucho
más lejos por este camino ni tampoco regreses por donde has venido
porque… ¿Cómo?
No tenía ningún recuerdo, en lo más mínimo, de haber oído tales palabras
en su niñez. Ningún recuerdo.
—¡Pero se dio cuenta, y esto sólo le llevó un segundo más, de que era
ahora cuando estaba escuchando aquello! Desde luego, de niño había
escuchado las voces de los bosques que le hablaban, con su Pere… Pere
escucha Pere, pero le habían dicho otras cosas, y lo que le habían dicho en
aquel entonces era una cosa, y lo que le habían dicho ahora otra. Otra muy
distinta.
—Te oigo y te estoy escuchando —dijo al fin. En voz alta, pero no muy
alta. No era necesario hablar muy alto.
No a las dríadas, que ahora le hablaban desde cada árbol y cada matorral.
Bueno, desde casi todos…
Fue entonces cuando un zumbido y un trompeteo y un agitarse tomó la
voz cantante, y también reconoció a esta voz: el Viejo del Roble.
—Peregrino, hablamos contigo y puedes oírnos, porque nos damos
cuenta de que tus oídos no se han cerrado a nuestras voces, y hay en ti ese
brillo que nos muestra que las aguas no han sido vertidas sobre tu cabeza,
que no has sido ungido con esas aguas que cierran para siempre los oídos de
niños, hombres y mujeres a nuestras voces…
Y él, Peregrino, reconoció que tal cosa era cierta:
—Todavía soy un pagano, un no bautizado. Un hijo de la madre
naturaleza. Y os oigo y os escucho.
Las dríadas repitieron su suave y dulce murmullo:
—Escucha, escucha, escucha, Pere niño. No sigas mucho más lejos por
este camino, ni tampoco regreses por donde has venido, porque hay peligro
delante y hay peligro detrás…
Y las abejas hicieron su solemne juramento afirmativo, con su solemne
sonido en la nota Zuuummm…
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—He oído, os he escuchado y os creo —dijo—. Luego, ¿qué es lo que
debo hacer?
Y las dríadas le medio dijeron, medio cantaron:
—Se lo preguntaremos a nuestra hermana mayor…
El Viejo del Roble, con su más profundo trompeteo, zumbido y agitación,
también contestó:
—Y yo se lo preguntaré a mi hermana mayor…
Y de un árbol aún más inmenso llegó una voz aún más profunda y
resonante:
—Hermanas dríadas, hermano Roble, amigo Peregrino, soy vuestra
Hermana el Haya que, habiendo sido preguntada, debe contestar. Peregrino,
hace mucho, cuánto no te podría decir, pero fue hace muchas nieves y
muchas primaveras, en el entretiempo muchos lobos han aullado y podría ser
que entretanto también haya visto al olifante bajo mis ramas, el que ya se ha
ido, ¡oh, cuánto hace que el olifante se ha ido de debajo de mis ramas,
desapareciendo de un horizonte al otro!… Pero me estoy extendiendo y debo
ser breve: un día, hace mucho mucho tiempo, llegaron hombres y cortaron a
mi hermana… -las dríadas se quedaron quietas y sollozaron por un momento,
luego su sonido se fue haciendo débil y el Haya, alzándose muy por encima
de todos ellos, prosiguió—:… y talaron a mi hermana y de su sustancia
hicieron muchas cosas, cuyo uso en la mayor parte de casos no comprendo.
Pero algo sí sé: de su corazón hicieron ciertas tablas y las alisaron
perfectamente, pues era un tiempo incluso anterior a cuando los hombres
fabricaron tablillas y las recubrieron de cera para escribir sobre ellas… Y en
esas tablas, Peregrino, mi ahijado (porque tú fuiste concebido debajo de un
haya, ¿lo sabías? No es que eso importe ahora, pero…), bien, sobre esas
tablas hechas de mi hermana Haya…
Y, de repente, estalló en la mente de Peregrino y estallaron de sus labios
palabras que antes había escuchado y que no había comprendido… hasta
ahora… y que incluso había olvidado:
—¡Cuidado con las tablas de madera de haya con los terribles signos!
Y todos los árboles se agitaron y cada rama asintió con un movimiento.
Y cada arbusto asintió con un movimiento.
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eran declaradas legales, a excepción de aquéllas en las que se llevasen a cabo
sacrificios humanos o castraciones de personas… tras lo que inmediatamente
dejaron de llamarle por la mayoría de los nombres nobles que había asumido.
Los cristianos le llamaban Ambrosio el Apóstata, los paganos se referían a él
como Luciano el Liberador. Y, entre los muchos resultados de este edicto y
decreto uno fue el que de nuevo se echara a suertes la elección de los
miembros del Colegio de Sacerdotes que tenían que oficiar en los muy
antiguos Juegos Iguviúmicos. En realidad no eran, ni lo habían sido desde
hacía muchísimo tiempo, nada que se pareciese a unos juegos excepto en la
acepción más arcaicamente dudosa de la palabra; de hecho, ya ni siquiera
tenían lugar en la Vieja Iguvium, porque la Vieja Iguvium se hallaba en la
Vieja Umbría y ésta aún estaba dentro de los dominios del Emperador del
Oeste. Entre las posesiones del Emperador del Centro se encontraba la Nueva
Iguvium en la Nueva Umbría, que era una vieja colonia de la otra, en la que
desde tiempos muy antiguos se habían ofrecido sacrificios según las
tradicionales costumbres umbrianas, y tales costumbres exigían la presencia
de una pareja de sacerdotes.
Naturalmente, tales sacerdotes tenían que ser de noble linaje y sangre
aristocrática (cierto, las líneas, otrora tan definidas, que separaban a los
patricios de los caballeros eran ya algo perteneciente al pasado, especialmente
en el Imperio Romano Central o Medio), cada uno de ellos tenía que poseer
cuatro miembros y los veinte dedos en los mismos (era motivo de curiosidad
el suponer si podría ser elegido alguien que tuviera más de los veinte dedos
habituales… esto era algo que jamás había sido dirimido y, muy
probablemente, jamás fuera a serlo), así como un pene y sus dos testículos…
eso cada uno de los sacerdotes, como es lógico. Y, evidentemente, tenían que
ser capaces de celebrar la ceremonia en úmbrico que, como el oscano, era una
lengua itálica similar al latín, pero que no era el latín…
… Y casi ya estaba extinta.
De hecho, era dudoso que quedaran más de cuatro candidatos potenciales
que supieran contar hasta cuatro en úmbrico, aun empleando los dedos; no
obstante, el decreto había especificado que las ceremonias debían ser
celebradas y los sacrificios efectuados, de modo que cuatro ancianos
caballeros habían acabado por echar a suertes quiénes serían los dos que irían
a oficiarlos.
Según la ley y la costumbre, serían conocidos como los Hermanos
Sagrados, y el más viejo sería conocido como el Hermano Superior o, si se
prefería, el Hermano Mayor.
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Con ocasión de tales selecciones siempre se ofrecían comidas gratuitas;
también estaba, claro está, el privilegio de servir a los Dioses Inmortales (los
cuales, en los últimos tiempos, habían quedado un tanto olvidados), así como,
naturalmente, el honor de un tal cargo y los estipendios oficiales consistentes,
para cada uno, en un barrilito de polvo de oro, una bolsa de monedas de oro,
tres anillos de oro y un cinturón de plata… además otros artículos, todos ellos
valiosos.
Era la primera vez, en los tiempos más recientes, en que se había
efectuado una selección con la esperanza de que, realmente, a los dos elegidos
se les permitiría viajar hasta Nueva Umbría e incluso celebrar allí las
ceremonias. Pero… siempre hay un pero. Obviamente, uno de los cuatro
candidatos era senil y estaba continuamente sonándose la nariz con el borde
de su toga praetexta, y otro tuvo que ser llevado al lugar de la selección en su
silla con orinal incorporado… Mentalmente aún se mostraba bastante alerta,
pero su impedimento físico ponía en duda…
Así que, realmente, sólo había dos…
Bien; las nuevas religiones, en las regiones recientemente civilizadas,
pueden hallar insolubles los problemas presentados por cuatro personas
echando a suertes el ser elegidas para una actuación de la que solamente dos
eran capaces; pero en derredor de los mares Sinmarea, Interior y
Circunfluidor habían cultos demasiado viejos y demasiado sofisticados como
para preocuparse por eso. Un prestidigitador experimentado siempre era el
encargado de sostener la caja de las elecciones y, cuando se acercaba uno de
los candidatos no deseados, se encargaba de pasarle una bola negra. Así de
simple.
El resultado fue, como cabía esperar, el deseado. O, al menos, el deseado
por las personas al mando. Lo que, a la larga, viene a ser la misma cosa.
Y así:
—Los elegidos para servir a los dioses inmortales en calidad de Hermanos
del Sagrado Colegio de los Sacerdotes en Nueva Iguvium —anunció el
funcionario encargado de la selección— son: el Muy Honorable Senador
Señor Rufus Tiburnus, patricio y caballero, Senatus Publiusque Romanum
Procónsul (retirado)… y…
Hizo ver que tenía que consultar sus tablillas.
—… Y el Muy Honorable Senador Señor Zosimus Sulla, patricio y
caballero, Senatusconsultum de Bacchanalibus (retirado) —aquí dudó. ¿Se
suponía que en este momento debía haber un murmullo ritual de absit omen?
Atisbo, algo perplejo, hacia el busto del Divino Gufus, un emperador
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merecidamente poco conocido. Siendo uno de los escasos funcionarios que
había subido en la jerarquía por su tacto y no por sus traiciones, resolvió el
asunto de un modo realmente admirable: estornudó. Inmediatamente, todos
murmuraron absit omen… excepto un ciudadano recién nacionalizado y aún
más nuevo caballero, un exrey vasallo de los godos del Norte o del Este, que
murmuró algo que sonaba como gezundheit, pero que naturalmente era otra
cosa—… Quieran los dioses enviarnos tres buenas víctimas y signos de buen
augurio.
El funcionario siguió, sin problemas, leyendo el resto de las fórmulas
tradicionales. Al fin llegó a lo que alguno (quizá alguno de los dos elegidos)
se refirió, no demasiado sotto voce, como el grano:
—Se suministrarán literas y cambios de caballos y/o mulas en todas las
Postas Imperiales, más el forraje del día y manutención para los sirvientes,
sean éstos nacidos libres o libertos, esclavos, siervos o servidores, y… —
Aquí miró en su derredor con el aire de quien sabe mantener el suspense—…
y la manutención de los Sacerdotes Colegiados deberá ser igual a la de los
que tienen el rango de César; salve atque vale el reverendo Señor Rufus y
salve atque vale el reverendo Señor Zosimus Sulla… el vino… el agua… las
libaciones… los refrigerios… y recuerdos para aquellos augustos candidatos
que en esta ocasión no han sido seleccionados por los augustos dioses…
—No es un mal arreglo, ¿no crees? —le dijo el reverendo Señor Zosimus
Sulla al reverendo Señor Rufus Tiburnus. Naturalmente, reverendo era el
título acorde con su cargo sacerdotal.
—No, no es nada malo —le contestó éste—. Me voy a ir a casa a preparar
el equipaje; preferiría partir temprano, ¿qué me dices?
—Sí, sí. Una partida muy temprano. Y asegurémonos ambos de que nos
vestimos con ropas muy valientes, recuerda lo que le pasó al pobre Ovidio, el
desgraciado murió literalmente de frío. Y… oh… y…
—¿Sí? ¿Qué más te preocupa?
—Bueno, a decir verdad, no estoy muy seguro. ¿Qué me preocupa?
Seguramente es una tontería. Pero… en vista de que… ¿Crees que correremos
algún peligro? ¿Problemas religiosos? ¿Incursiones de los bárbaros?
El reverendo Rufus se estaba poniendo algo nervioso.
—¿Qué es lo que quieres decir con eso de problemas religiosos? César
Augusto ha proclamado su decreto, ¿no? La gente puede ahora practicar la
religión que desee, ¿no? En cuanto a eso de las incursiones de los bárbaros,
son puras tonterías; los bárbaros fueron derrotados en su última incursión
anual y devueltos a sus casas con los ricos presentes habituales; no habrá otra
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incursión hasta… hasta… bueno, la fecha exacta aún no ha sido decidida,
pero supongo que será muy a finales de la próxima primavera. Tras las
crecidas de los ríos.
Al reverendo Zosimus le costó un tanto digerir esto. Luego preguntó:
—¿Quieres decir… que no nos han dado ninguna cohorte… para nuestro
sagrado viaje?
¡Maldito fuera aquel miedoso!
—¡Exactamente! Es un viaje sagrado, ¿no? «Un viaje sagrado de la Paz
Latina», he olvidado quién dijo eso; sólo sé que era un poeta. ¿Qué te crees?
No, no tendremos cohortes. ¿Para qué te piensas que necesitas unas cohortes?
¡Ya me tienes a mí! —Y se estiró un tanto; quizá el reverendo Rufus Tiburnus
fuera un tanto tragón, pero aún mostraba (al menos eso era lo que sus amigos
tenían buen cuidado en decirle) una figura elegante y varonil.
El reverendo Zosimus Sulla (cuyos amigos jamás hablaban de ese tema;
de hecho era algo que jamás mencionaban… a su cara, pues cuando él no
estaba presente se referían a él como «Bolita de Sebo, un individuo bajo y
gordete, el tipo más simpático al que uno pueda conocer») no pareció
animarse demasiado ante esa afirmación de su compañero.
—¡A mí! —repitió su compañero y Hermano Superior—. ¿Acaso tengo
que recordarte que en tres ocasiones he estado al mando de las legiones? Dos
veces en contra de los borborygimianos. Y otra vez contra los paflagonianos.
Así que…
—Sí, sí. Naturalmente. —Su Hermano Menor Colegiado parecía un tanto
abstraído—. Y, sin embargo… humm. ¿Deberíamos, esto, deberíamos llevar
con nosotros algunas cuentas de colores, por si tuviéramos que negociar con
los nativos?
La réplica del reverendo Rufus Tiburnus a esta sugerencia, por tentativa
que fuera, resultó al tiempo breve y familiar. Dijo:
—Absit ornen.
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Cortinas de apagado carmesí y brillante negro colgaban de las paredes de
la cámara secreta de Gaspar el Soñador. Humeaba un hilillo de incienso
encendido.
—Esto no me gusta nada.
—No, amo, nada.
Gaspar volvió a mirar el globo de ónice. Le parecía que ciertas cosas se
movían dentro, pero tales movimientos y, desde luego, las formas y figuras de
aquellos que se movían, no resultaban claros… excepto, quizá, para Gaspar el
Soñador. Al cabo de un tiempo volvió a hablar:
—¿Cómo puedo quedar totalmente libre para mandar sobre el reino de los
sueños de esta Isla (aunque, en verdad, esto no sea una isla), si se les hacen de
nuevo ofrendas a los Antiguos? Porque a ellos no les gusto. No les gusté
nunca.
—No, amo, no. Nunca.
A veces la cámara secreta de Gaspar el Soñador era redonda como un
círculo o un globo, otras veces parecía tener cuatro lados, otras semejaba
triangular; y luego había ocasiones en las que se hallaba en un estado de flujo,
inmediatamente tras lo cual adoptaba formas para las cuales la geometría de
los egipcios no tenía nombres y, desde luego, tampoco QED. Sin embargo, a
Gaspar no le importaban los QED. Ni tampoco los SPQR. En lo más mínimo
sentía afición por el CHI RHO, y se estremecía ante la sola del YOD HAY VAW
HAY. Todas estas cosas podían parecerles a algunos claramente diferenciadas.
A muchos. A casi todos. Pero algo tenían en común en los sueños de Gaspar
el Soñador: no le gustaban.
—Muchas de estas cosas no son extrañas.
—No, amo, no son extrañas.
Sus servidores parecían ser de pocas palabras.
Pero eran de muchos poderes.
Ninguno de ellos benigno.
Así…
—Y, no obstante, algo de aquí dentro es extraño.
—Sí, amo, extraño.
Cayó un silencio. Los silencios de Gaspar no eran como los silencios de
los otros. Sus silencios estaban llenos de sonidos. Y sus sonidos llenos de
silencios. Y añadió:
—No algo, alguien.
—Sí, amo, alguien.
—Parecía nuevo.
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—Sí, amo, nuevo.
De nuevo el silencio, de nuevo el sonido. Gaspar escudriñó el huevo de
ónice. Y dijo:
—Traedme la arena.
—Sí, amo, la arena.
La arena le fue llevada en aquello Que No Hemos De Nombrar y él la
sopló. Se desparramó, voló aquí y allá. Se posó. Una trama era visible sobre
la moqueta.
—Aquí y allí. Y allí. Por consiguiente a ellos, los de los sueños taciturnos,
hay que enviar.
—Sí, amo, enviar.
—Y dar instrucciones: tales y tales. Y cuales.
La arena pareció estremecerse en la visible oscuridad.
—Sí, amo, y cuales.
De nuevo hubo un espacio que era un tiempo. Y un tiempo que era un
espacio. Y luego Gaspar dijo:
—Traedme las tablas de madera de haya con los terribles signos.
A esta orden no estaba permitido responder con sonido alguno. En
silencio se las trajeron y en silencio las depositaron frente a él. Por un tiempo
apartó su faz del huevo de ónice. Por un tiempo contempló las tablas de haya.
Y después dijo:
—Añadid a continuación un nombre.
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apagada Luna. Iban lentamente y desde lugares no cercanos. Y alguien, desde
lo alto, podría haber atisbado y visto, calculado, dibujado en un mapa…
incluso un mapa de esos que se trazan sobre la arena… que todos parecían
dirigirse hacia un mismo punto.
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Y cuando se les preguntaba qué iglesia era aquélla, esos raros forasteros
daban extrañas respuestas: «la Marcionita», o «la Ortodoxa», o «la Gnóstica
Alejandrina Unida». Y muchas más.
A lo que los neoumbrianos acostumbraban a dar únicamente una respuesta
tal como «Oh», o también «Ah», e incluso quizá «Hum». Y dejaban que esos
nuevos sacerdotes les rociasen agua por encima de sus personas y sus casas
(que primero inspeccionaban, para asegurarse de que no contuviesen
«ídolos», como ellos llamaban a las entrañables viejas estatuillas), y sobre sus
campos… No había nada malo en un poco de magia con el agua, ¿verdad? Y
luego les daban a los sacerdotes algo de dinero que, en muchos casos, ellos
arrojaban al suelo y escupían encima, diciendo: «¡Este dinero lleva sobre él la
huella de la Abominación!», cuando cualquier estúpido podría ver que lo
único que tenía impreso era a un Emperador ataviado como uno de los dioses
oficiales, o algo similar.
Tras esto los neoumbrianos habían dejado de lado a los nuevos sacerdotes,
pues estaba claro que hacían locuras y por tanto estaban locos, aunque
naturalmente también eran santos (pues la locura era el signo que dejaban los
dioses cuando tocaban a un humano), y lo mejor era dejarlos en paz. Y los
neoumbrianos volvieron a copular sobre los surcos para asegurar las buenas
cosechas, como hacía cualquier campesino sensato. Claro que ahora lo hacían
de noche, para evitarse problemas.
Los días ceremoniales paganos dejaron de celebrarse; las gentes de ese
territorio más bien olvidado murmuraban entre ellas en tales ocasiones:
«¡Cómo echo de menos los buenos pedazos de cerdo asado!», tras lo que
suspiraban y lanzaban una nostálgica mirada hacia los otroras Recintos
Sagrados, en los que ahora, como cuestión de principio, los cristianos habían
establecido sus basureros. Naturalmente, a las gentes de Nueva Umbría y
Nuevo Iguvium les había encantado oír que el más reciente de los
Emperadores no sólo había decidido que se reviviesen las viejas ceremonias,
sino que además les enviaba uno de los antiguos Colegios Sacerdotales para
que las realizasen.
Se pusieron a la tarea con buena voluntad y limpiaron los Recintos
Sagrados desde el Obelisco hasta los Sitiales de los Augures, aunque quizá
hubiera algo de malicia en el hecho de que echasen todas las basuras
recogidas ante las puertas de las iglesias, y lo hicieran con carcajadas y gritos
de: «¡Todo esto es vuestro y os lo venimos a devolver!». Y fue allí, en los
Recintos Sagrados, con sus sillas colocadas junto a las tablillas de bronce en
las que estaban inscritos los antiguos rituales, donde se sentaron el reverendo
Peregrino había seguido el camino que las ramas de los árboles le habían
indicado, y este seguimiento había sido, al principio, algo difícil, porque
había, en el primer espacio entre los árboles, una abrupta pared de roca
desnuda. Afortunadamente, no era especialmente alta ni especialmente dura
de escalar, y también afortunadamente, los cascos de su caballo la habían
marcado bien poco. Quizá no para algún ojo tan agudo como el del legendario
ateniense; pero, de seguir en este mundo, el legendario ateniense no estaría
por allí, sino muy lejos, en profunda discusión con los sabios talmúdicos de
Sura y Pumbaditha, argumentando sobre los misterios del huevo puesto en el
Sabbath y el maligno hábito de ciertos sectarios de encender falsos fuegos de
Así fue como Peregrino dejó a la Gente Diminuta que vivía en las colinas
y que, no debiéndole nada, le había dado mucho. Durante mucho y mucho
tiempo habían sido empujados allá y más allá, más lejos y más lejos. Y cuánto
les duraría el respiro actual, era algo que él no podía saber. Las grandes
conquistas del mundo ocurren como el estallido del trueno, y en este último
silencio, mientras el Imperio se derrumbaba, al menos durante un tiempo
tendrían paz.
Al cabo dejó tras él tanto bosques como colinas y, descendiendo, halló el
camino (que tenía aspecto de estar mucho más concurrido que allá atrás), que
empezó a llevarle por una región tan llana, casi, como la superficie de un altar
de sacrificios.
—Bien, bien, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó el (pro tem y pro hac
vice) reverendo Zosimus Sulla a su igualmente temporal y sólo para esta
ocasión reverendo Hermano.
Quien le contestó, atisbando en las tablillas de bronce en busca de una
pista:
—¿Ahora? Ahora sigue… el «Sacrificio a Júpiter Krapuvius».
—Me estás tomando el pelo, ¿no? ¿Júpiter Krapuvius? ¡Jamás oí hablar
de ese tipo!
—Sí, claro que has oído hablar de…
—No, no he oído hablar de él… esto, bueno, ¡honor a él de todos modos!
Ejem, ejem, absit ornen… ¿Krapuvius?
—¿Preferirías las formas alternativas de Krapouie o Crapouie, con una C,
o Grabouie, con una G?
—Claro que no.
—Bueno, entonces: «Iuve Krapuvi», es decir Júpiter o Zeus Grabovius,
etc., ¡ya te lo he dicho al menos una docena de veces!
—¡Oh, bueno, lo que quieras! Si tú lo dices… Supongo que es una de
tantas deidades extranjeras, desconocida de nuestros padres, naturalizada
como miembro del Panteón por Decreto del Senado; el procedimiento
habitual. Muy bien, muy bien, piadoso Eneas: sé un buen chico y sigue
adelante.
Hicieron sacrificios al Júpiter local con sal, carne y grasa; luego se
quitaron las coronas de hojas de laurel que se habían puesto para esta ocasión.
Lo cual requirió, naturalmente, que de nuevo se subieran un poco las togas,
para volverse a cubrir las coronillas, una medida seguida con cuidado por el
reverendo Rufus Tiburnus, que era tan calvo como un huevo, y con desgana
por el reverendo Zosimus Sulla, que tenía problemas para evitar que el
pliegue de la toga no se le deslizase hasta cubrirle la cara, lo cual le ponía
muy nervioso. Pero ambos cumplieron con el ritual.
—¿Qué hemos de decir a continuación?
—Aquí indica: «Rezar en un murmullo». Así que recemos en un
murmullo… La verdad de lo que sucede, amigo —murmuró el reverendo
Rufus—, es que no puedo leer ni palabra de esas líneas de abajo… el sol está
en la dirección inadecuada. ¿Lo ves tú?
Al principio pareció que el reverendo Zosimus no oía su pregunta. Luego
lanzó un sonoro hipido. Después la toga le cayó de nuevo sobre los ojos. Al
Aquélla tenía que haber sido la señal para que los enviados por Gaspar el
Soñador avanzasen y matasen. Matasen a todos los que estaban en la lista y,
muy especialmente, a Peregrino… Pero… Por una parte la señal, que había
sido dada tan espontáneamente por el pobre viejo, el reverendo Zosimus, se
suponía que aún no tenía que ser dada. Así que, en lo que a eso respectaba, los
asesinos todavía no estaban preparados… aunque estaban dispuestos, claro
está, a matar a quien fuese… en donde fuese… De esos hombres los hay por
todas partes y en todas las épocas. Gaspar los había elegido bien, si se puede
hablar de una buena elección para un fin tan sucio. Claro que Gaspar tenía un
buen modo de escoger, ya que sabía lo que soñaba cada uno de aquellos
hombres. Como sabía que aquellos sueños sólo eran soñados por aquel tipo de
hombres…
Además…
Todos estuvieron de acuerdo (sin contar a los cristianos y los judíos, esos
estúpidos intolerantes religiosos, a los que los esplendores acontecidos en el
día habían servido para poner en su sitio), todos estuvieron de acuerdo en que
había sido un Día del Sacrificio y Festival muy satisfactorio. La Piedad
(representada por el paganismo) y el Patriotismo (representado por el recién
nombrado SubLegado SubImperial del mismísimo César el Augusto,
Princeps, Dux, Imperatorque, etc., etc., también conocido por Luciano el
Liberador, el que pronto sería deificado…) estaban a salvo, al menos
localmente.
Por el momento.
Fuera cuanto fuese a durar ese momento.