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DIVERSIA Nº1, CIDPA VALPARAÍSO, ABRIL 2009, PP. 99-128.

LA AUTORIDAD EN LAS SALAS DE CLASE. PROBLEMAS


ESTRUCTURALES Y MÁRGENES DE ACCIÓN
DANILO MARTUCCELLI*

* Doctor en ciencias sociales. Profesor de sociología en la Universidad de Lille 3


(Francia), investigador del Grupo de Investigación Sobre la Acción Colectiva y las
Creencias (GRACC). Correo electrónico: [email protected].

El tema de la autoridad en la escuela ha sido poco abordado por la sociología. Ausencia


tanto más lamentable que su gestión en el día a día, como lo veremos, es uno de los
principales problemas de la experiencia docente. Este aspecto es incluso muchas veces
descuidado por los responsables administrativos y ministeriales de los centros
educativos, los que olvidan que para un docente la gestión de la autoridad en su sala de
clase es uno de los criterios —con frecuencia el criterio indispensable— de su
satisfacción profesional.
En el presente artículo, luego de puntualizar algunos aspectos globales en torno a la
autoridad, abordaremos esta cuestión, apoyándonos en referencias al cotidiano de las
salas de clase. Lo anterior por medio de un movimiento de análisis en dos momentos.
En el primero, presentaremos tres grandes diagnósticos estructurales de las razones de
las dificultades actuales en el ejercicio de la autoridad docente. En el segundo, y desde
una postura de intervención social, esbozaremos algunas respuestas posibles a estas
dificultades. Doble preocupación que inscribe este texto en la tradición de lo que bien
puede denominarse una pedagogía sociologizada. Una perspectiva que basándose en el
diagnóstico de la situación existente (para lo cual moviliza el saber sociológico) no
escatima luego esfuerzos para producir propuestas concretas con el fin de incrementar
las capacidades de acción de los individuos.1

1. ¿DECLIVE DE LA AUTORIDAD?

Antes de responder a esta pregunta no está de más comenzar este texto precisando lo
que se debe entender por autoridad. A este respecto, la influencia de Max Weber (1983
[1922]) es decisiva. Más allá de su distinción entre diversas formas de autoridad, lo
fundamental es su concepción de que la autoridad reposa sobre el reconocimiento, por
parte de los individuos gobernados, de lo bien fundado de un ejercicio del poder.
Este reconocimiento puede ser inconsciente, tácito, explícito, reflexivo, pero es su
presencia lo que permite hablar de autoridad.
En breve, la autoridad es lo que hace que el poder de unos sobre otros se vuelva
legítimo.
La gran fuerza de Weber —y es posible sostener que en este punto no ha habido ningún
progreso significativo en la teoría social— es la de haber comprendido con toda la
profundidad necesaria el cambio que en este dominio introduce el advenimiento de la
modernidad (o la revolución democrática).
Si en el orden tradicional (en la sociedad marcada por un lazo comunitario) la autoridad
es una evidencia cotidiana garantizada por el peso de la tradición, el valor de los
ancestros y en última instancia por un garante de tipo religioso y ultramundano, en una

1
Es Durkheim (1992 [1925]) mismo que inaugura este tipo de reflexión en sus lecciones sobre pedagogía.
sociedad sumida en el «desencantamiento» el fundamento de la autoridad se queda sin
pie.2
Weber lo expresa más en términos «religiosos» que «políticos», pero el problema a fin
de cuentas y bien visto se trata simplemente del gran escándalo de la democracia: ¿por
qué individuos jurídicamente iguales y libres obedecen a otros?

Lo más importante del análisis weberiano es, pues, su profunda comprensión del desafío
mayor que la modernidad plantea a la autoridad. Si bien es cierto no fue el primero en
afirmarlo, es sin embargo en sus trabajos donde esta problemática encuentra su mejor y
más cabal expresión. En todo caso, es en la descendencia de sus intuiciones en la que
han trabajado la mayor parte de los autores del siglo XX: abordando el tema de la
autoridad como un problema general de los tiempos modernos.
Puesto que el ingreso a una sociedad secularizada y democrática implica el fin del orden
social heredado y el sustento de la autoridad en valores divinos, esto trae como
consecuencia, obviamente, que su ejercicio deba basarse sobre nuevos criterios y que su
realidad sea más frágil. El problema cardinal sería así uno y sólo uno: ¿cómo hacer, una
vez que Dios ha muerto, para que no todo sea posible? ¿Cómo producir la autoridad en
medio de sociedades cada vez menos jerárquicas y cada vez más basadas en lazos
sociales horizontales?
Insistamos. Es preciso partir desde aquí. En la estela de la tesis weberiana del
«desencantamiento» del mundo, la modernidad se caracteriza por el resquebrajamiento
de las creencias religiosas y la emergencia de un mundo social liberado de la idea de
que el orden habitual de las cosas (la «tradición») pueda seguir siendo la principal
fuente normativa de nuestras acciones.
La modernidad, en esta lectura, implica la ruptura de la continuidad, hasta ese momento
juzgado imprescindible, entre el pasado y el presente, y el ingreso en un mundo
destradicionalizado donde el pasado aparece si no verdaderamente incapaz al menos
como deslegitimado para orientar las acciones en el presente (<biblio>). Las sociedades
modernas, como Hannah Arendt (1972) lo señaló en su ensayo sobre la escuela, estarían
inevitablemente sometidas a un conjunto de polémicas sobre qué parte de su tradición
debería ser transmitida y conservada. La herencia cultural y la autoridad que le era
connatural dejan de ser una respuesta evidente y universal y se convierten en un
problema permanente. Este diagnóstico es sin duda justo en sus grandes líneas. Pero
sólo en sus grandes líneas, porque ¿cómo olvidar que el cuestionamiento de la
autoridad, contrariamente a lo que esta lectura sugiere, no es ni lineal ni uniforme? ¿Que
según los períodos y las sociedades, la autoridad es diversamente cuestionada en
diferentes ámbitos?
¿Que en los países occidentales, por ejemplo, el contraste es notorio entre la fortaleza de
hace unas décadas y la debilidad actual del cuestionamiento a la autoridad en el mundo
del trabajo; mientras que —por otro lado— ha habido un aumento considerable de la
puesta en cuestión de la autoridad en otros ámbitos, particularmente en la relación entre
los géneros y las generaciones? Si se toma en cuenta lo anterior, resulta evidente que, si
bien el estudio de la autoridad no puede desasirse de la realidad central de los tiempos
modernos, ello no debe velar que es indispensable producir análisis regionales que den

2
La respuesta weberiana es que en la modernidad la autoridad, por un lado, aparece en una mezcla de tres
grandes modalidades y, por otro lado, estaría marcada por una tendencia neta hacia el primado de una de
ellas. Una mezcla: para Weber habría tres formas de autoridad (tradicional-racional legal-carismática).
cuenta del estado y de las dificultades reales encontradas en el ejercicio de la autoridad
en cada caso.
Para acometer una tal tarea analítica vale la pena precisar algunos puntos que se derivan
de lo presentado:
a) La autoridad tiene que ver con el poder, pero la autoridad no debe ser pensada
solamente desde él.
b) La autoridad no es un asunto de todo o nada. En todas las sociedades modernas
existen procesos a la vez de fortalecimiento y de debilitamiento de la autoridad que
ningún diagnóstico simplista o unilateral permite comprender (del tipo secularización o
destradicionalización, etc.).
c) La autoridad se ejerce de una u otra manera, pero se ejerce siempre en toda sociedad.
d) La autoridad tiene, dentro de una sociedad, y en un mismo momento, fuerzas y
formas distintas en función de los diferentes dominios sociales o actores en presencia.
Por ejemplo, como lo hemos señalado, en el mundo de hoy, es globalmente respetada en
el ámbito del trabajo —algo que fue menos cierto hace apenas unas décadas— y tiende,
por el contrario, a ser puesta en cuestión en el ámbito de las generaciones o en las
relaciones de género.
Es, precisamente, partiendo de estas premisas, y centrándonos específicamente en las
dificultades que encuentran los profesores secundarios en la gestión ordinaria de la
disciplina en sus salas de clases, que abordaremos los problemas del ejercicio de la
autoridad en la escuela. Procederemos apoyándonos sobre tres diagnósticos diferentes,
pero complementarios, de este mismo problema.

2. PRIMER DIAGNÓSTICO: LA AUTORIDAD Y EL DEBILITAMIENTO DEL


ROL DOCENTE

La escuela funciona hoy cada vez menos como una institución en el sentido fuerte del
término. Esto es, sus actores se sienten menos «movidos» por una vocación «sagrada» y
sus prácticas profesionales aparecen como menos seguras que en el pasado (Dubet,
2002). Sin embargo, es preciso entender correctamente esta afirmación.
Los problemas de disciplina no datan de hoy. En todas las épocas, la gestión de la
autoridad sobre las poblaciones más jóvenes fue objeto de preocupación social y los
desórdenes juveniles fueron intensos y variados (Lévi y Schmitt, 1994). Pero, en el
marco de la institución escolar y de una sociedad regulada por la tradición, la
obediencia de los alumnos a la autoridad del profesor y de los adultos en general, y en
primer lugar los padres, aparecían como pilares centrales del orden social. Es así como,
por ejemplo, en el siglo XIX la enseñanza podía a veces resumirse en un docente que
leía y dictaba en voz alta un libro a un conjunto de adolescentes sentados en filas
sucesivas, entre las cuales circulaba un gran número de vigilantes que, premunidos de
un bastón, se encargaban, en lugar y representación del profesor, de ejercer la
«autoridad» (Donald, 1995). En otros términos, y contrariamente a ciertas imágenes
edulcoradas del pasado, el orden escolar se basó, ayer, sobre importantes capacidades
coactivas.
Esto no es solamente cierto a propósito del ámbito escolar. También en el dominio
familiar el recurso a una ayuda externa en caso de dificultades mayores para ejercer la
autoridad era posible.
En Francia, por ejemplo, siempre durante el siglo XIX, era posible que un padre
escribiera a las autoridades públicas (la llamada lettre du cachot) para pedir que un hijo
disoluto o indisciplinado fuera encarcelado por un cierto lapso con el fin de hacerle
comprender la importancia de respetar la autoridad parental (Laé, 1996).
Las dos ilustraciones anteriores no tienen otro objeto que recordar la dificultad que
siempre existió en el ejercicio de la autoridad, pero que siempre haya existido no
elimina que en el contexto actual el ejercicio de la autoridad tenga que enfrentar retos
particulares. El primer diagnóstico posible de las especificidades de esta dificultad se
encuentra justamente en el ámbito de las relaciones en el aula.
En este análisis, lo que se subraya son sobre todo las habilidades pragmáticas que los
profesores deben desarrollar para lograr sus propósitos y hacer funcionar las
instituciones, a pesar de las deficiencias observables a nivel de la autoridad. En una
sociedad como la francesa, por ejemplo, el núcleo del problema puede enunciarse
simplemente: el rol social ya no transmite más a los profesores la autoridad necesaria
para ejercer su oficio. Más simple: cuando un profesor entra en una sala de clase, el
silencio no se obtiene inmediatamente porque los alumnos no «reconocen » su
autoridad. Consecuencia evidente: antes de poder dictar su clase, el profesor tiene que
construir las condiciones de su ejercicio.3 Y, para ello, y puesto que el rol social es
insuficiente, es preciso que el individuo encuentre otros recursos (fenotípicos, de estilo,
etc.) para ejercer su profesión. En términos más analíticos: la autoridad en el ámbito
escolar ya no reposa más en el «sistema» o en la «institución», sino que tiene que ser
producida apoyándose en las propias capacidades individuales. En este punto, la
diferencia con un pasado incluso próximo es patente. ¿Qué quiere decir esto
exactamente? Nada permite comprenderlo mejor que una simple ilustración. Puesto que
el rol no transmite más, de manera inmediata, la autoridad que el oficio necesita para
poder ser ejercido, esta capacidad va a modularse diferencialmente en función de los
atributos del profesor. Es así como, por ejemplo, la autoridad se declinará de manera
distinta en función de la «importancia» de una disciplina (o de su diferencial de
coeficiente en la nota promedio), de la edad del docente, de su talla o de su fuerza de
carácter. Utilicemos una caricatura: en una situación de este tipo, el ejercicio de la
autoridad será así mucho más difícil para una profesora mujer, joven, enseñando música
(y aún más si tiene la mala suerte de ser bonita...) que a un docente hombre, mayor,
enseñando matemáticas (y que tiene además la suerte de poseer un muy mal carácter).
La ilustración, por caricatural que sea —y lo es—, no tiene otro objetivo que permitir
visualizar rápidamente dónde está el problema.
En un sistema de roles institucionalizados, poco importan los rasgos personales del
actor, es a su función a la que se le reconoce la autoridad. Todo cambia cuando la
autoridad se desplaza y se deposita en la «persona» del actor. Por supuesto, y
regresaremos en detalle sobre este punto, una profesora de música puede ser joven, de
talla baja y bonita y tener mucha autoridad en su sala de clase gracias, justamente, a su
fuerza de carácter. Esto es, y de nuevo, por un rasgo personal que es independiente del
rol social que desempeña. Y en el mismo sentido, un profesor mayor y de talla alta,
enseñando matemáticas puede tener el «despelote» en su sala de clases causa,
nuevamente, de la debilidad de su carácter. En último análisis, la autoridad se infiere —
o no— desde los rasgos personales.
Un incidente-tipo condensa esta dificultad de la autoridad. Algunos trabajos han
mostrado, por ejemplo, que el ejercicio de la autoridad es particularmente frágil en los
bordes de la forma escolar —sobre todo alrededor de la puerta del salón de clases
(Barrère, 2002a) —. Entre los que quieren salir cuando no deben hacerlo y los que
quieren entrar cuando tampoco deben hacerlo, se establece una suerte de no man’s land
de tensión permanente. Un interregno espacial frente al cual el docente
3
Aquí también es imperioso reconocer la diferencia de situaciones. En el ámbito de la universidad, por
ejemplo, globalmente el rol de profesor aún garantiza la autoridad necesaria para ejercer.
tiene tanta más dificultad en hacer respetar uno de los principios esenciales de la forma
escolar (la modulación temporal de las clases), cuanto que ésta ya no reposa más sobre
la evidencia de una institución, sino que debe ser producida, una y otra vez y siempre de
nuevo, por el profesor mismo.
a) ¿Qué hacer?

Frente a esta situación, por el momento, dos grandes actitudes se destacan. Por un lado,
un grupo importante de profesores se refugia en una posición nostálgica, inventando
incluso el pasado.
Una perspectiva que es tanto más fuerte y frecuente que ninguna capacidad de acción se
vislumbra en el horizonte. Por lo demás, y cómo no indicarlo, esta actitud se acompaña
muchas veces de una demanda por incrementar los controles y las sanciones. La
nostalgia por el pasado se conjuga con una postura autoritaria. Por otro lado, un número
incluso más importante de profesores, busca —y encuentra— una respuesta individual a
este problema colectivo. El recurso más empleado es encontrar un estilo personal que
permita enfrentar —y ganar— juegos de desafío y de escalada verbal con los alumnos.
Cada cual, encuentra su manera, pero un apoyo importante se observa del lado del
humor, e incluso, muchas veces, en un cierto uso de la vulgaridad.
Lo importante es obtener —restablecer— la autoridad, incluso transitando por desvíos
peligrosos que, más de una vez, se traducen en lamentables deslices.
¿Qué hacer entonces? Volvamos al diagnóstico que hemos establecido. Si las
consecuencias son esencialmente visibles, como lo hemos indicado, a nivel de las
experiencias personales, el origen del problema se encuentra, empero, en otro nivel. Es
la fragilidad institucional de la escuela el corazón del problema. Por ende, es solamente
paliando esta dificultad cómo es posible pensar que habrá una respuesta indicada y
suficiente.
¿Quiere esto decir que es preciso «regresar» a una escuela que funcione otra vez como
institución en el sentido fuerte del término? No necesariamente e incluso, dadas las
premisas de este artículo, una vía de este tipo aparece en el fondo como poco factible.
Por el contrario, lo que sí es posible —y altamente deseable— es el reforzamiento de
una gestión colectiva y solidaria de la indisciplina escolar. El objetivo es lograr que la
autoridad, que ya no se apoya sobre la institución, repose sobre el colectivo de trabajo y
no solamente sobre las espaldas de los actores individuales.
¿Cómo hacerlo? Si las respuestas pueden ser variadas y deben, sobre todo, ser
establecidas por y desde los propios colectivos de trabajo, es indispensable presentar las
grandes líneas de una respuesta de este tipo. Algunas reglas parecen necesarias:

a) Definir un conjunto mínimo de reglas y normas disciplinarias comunes al cuerpo


docente, el que éste asume que deben ser respetadas en todo momento. Sin este primer
consenso, el establecimiento escolar no podrá jamás ser objeto de una acción eficaz.
b) Lo anterior es necesario pero a todas luces insuficiente.El siguiente desafío es lograr
que la autoridad se ejerza, sin excesos, de manera ordinaria en la vida del colegio. Y
ello supone, como el diagnóstico desde el cual partimos lo señala, que se logre ayudar y
respaldar a los miembros más frágiles de la escuela (en nuestro ejemplo, la joven
profesora de música o el profesor de matemáticas «sin carácter»). Esto implica,
obviamente, una suerte de socialización de los problemas del oficio y, en primer lugar,
de la indisciplina en las salas de clase.

c) Para que este esfuerzo sea efectivo es necesario cumplir con dos requisitos. En primer
lugar, que los docentes concuerden con el diagnóstico de la situación. Un aspecto éste
que, por la experiencia de intervención en escuelas, está lejos de ser evidente. Como
muchos profesores lo señalan maliciosamente, «no es una casualidad si es él (o ella)
quien tiene el despelote en su sala de clase». Observación exacta, pero injusta. Exacta:
efectivamente el «despelote» escolar se distribuye hoy de manera desigual entre los
profesores en función, como lo hemos indicado, de sus rasgos personales. Injusta: la
razón última de este proceso no se encuentra en la «persona» del docente (su carácter,
su edad), sino en una organización que ha dejado de funcionar como una institución y
que confronta individualmente al docente con un problema que es de naturaleza
colectiva. Los más frágiles «pagan» a través del desorden, de la indisciplina en sus
aulas, el mal funcionamiento global de la institución escolar.
El reconocimiento de lo bien fundado de este diagnóstico no es, empero, más que un
primer requisito. Una vez establecida su plausibilidad, aún es necesario que los
profesores que se «aprovechan» individualmente de esta situación (dado que la
concentración del desorden en ciertos docentes y en ciertos períodos de la jornada
escolar aporta a apuntalar la calma de la que ellos gozan) acepten asumir la parte de
responsabilidad personal que les concierne en un contexto así. Vale la pena subrayar
que se trata de asumir una responsabilidad y no solamente venir en ayuda de un colega.
Habrá que reconocer que es la combinación de ambas la que hace posible la afirmación
de una difícil solidaridad profesional entre profesores.

d) Pero aún no estamos al final del ejercicio. Una vez que estos requisitos se han
cumplido, todavía es preciso encontrar la manera práctica de ayudar al colega que tiene
dificultades en su sala de clase. Por cierto, y para empezar, la sola discusión pública de
esta problemática tiene de por sí efectos benéficos inmediatos sobre estos colegas. El
oprobio, y sobre todo la culpabilidad que resentían en silencio y de manera aislada, se
convierten, gracias a la socialización permitida por un diagnóstico de este tipo, en un
problema colectivo. En el fondo, dejan de ser los chivos expiatorios de la disfunción de
la organización.
Pero ¿qué otras vías son posibles? Aquí también lo mejor es dejar abierta esta cuestión a
la imaginación de los colectivos, pero tal vez no esté de más dar una ilustración extraída
de experiencias reales. Algunos colectivos profesionales han decidido establecer
alrededor del núcleo mínimo de reglas disciplinarias indispensables, una verdadera
socialización del trabajo de la autoridad. Cada alumno dispone de un número inicial
limitado de puntos (15, 10, 8), y cada infracción es penalizada, sustrayendo puntos, a
través de una escala previamente establecida. Pero a su vez, cualquier docente, frente a
una mejora de comportamiento, puede otorgar puntos. En esta lógica, y es lo esencial, la
capacidad de sanción (y de retribución) de los docentes más frágiles se ve
inmediatamente incrementada, puesto que, colectivamente, el respaldo que reciben es
manifiesto. En este modelo resulta menos probable, por ejemplo, que un director
minimice una sanción establecida por la lógica de puntos puesto que ella no es el fruto
de un docente desbordado, sino de la gestión colectiva y compartida de la autoridad.

3. SEGUNDO DIAGNÓSTICO: AUTORIDAD, EVALUACIÓN ESCOLAR Y


SELECCIÓN SOCIAL

El segundo diagnóstico ilumina una arista bastante distinta del problema. La


indisciplina en las salas de clase es también el fruto directo de un sistema escolar que ha
visto su función en términos de selección social variar sustancialmente en las últimas
décadas. Hasta hace poco en muchos países era el origen social de las familias lo que
determinaba, de entrada, el nivel de escolaridad de los alumnos. En algunos países,
incluso, como en el caso francés, el sistema escolar estuvo hasta hace unas décadas
dividido en bloques diferentes: los alumnos pertenecientes a las clases medias y altas
frecuentando un tipo de establecimiento escolar (el «pequeño liceo» y el liceo) y
aquellos provenientes de los sectores populares estudiando en otras instituciones (la
escuela primaria y la escuela primaria superior).
En América Latina, la tradicional división entre un sector público y privado de
educación fue —y es— una versión de esta modalidad de segregación de públicos
escolares, una línea de demarcación que fue incluso reforzada ayer por la brevedad de
los años efectivos de escolarización, hoy día por la importancia de los fenómenos de
abandono escolar.
La vigencia de la segregación de públicos escolares en función de sus orígenes sociales
es un hecho innegable cuya permanencia y peso se declina diferencialmente en la
actualidad en función de las características específicas de cada realidad social, en
particular de la estructura y dinámicas del sistema educativo. No obstante, un cambio
mayúsculo se ha producido: el factor selección se vincula cada vez más a las
trayectorias escolares.44 Es durante éstas que opera una parte no despreciable de la
selección social: los «buenos» alumnos ven así incrementarse año tras año sus
oportunidades sociales de acceder a una formación universitaria o terciaria de calidad,
mientras que los «malos» alumnos tienden a ser orientados hacia formaciones
profesionales cortas.
El cambio es radical. Ayer, la escuela padecía la injusticia de la sociedad, y a lo más, se
revelaba incapaz de corregirla.
Hoy, la escuela no solamente prolonga la injusticia de la sociedad, sino que participa
activamente en la selección social de los individuos y es, por tanto, ella misma, y cada
vez más, percibida como una organización injusta. En efecto, es durante la trayectoria
escolar que una parte de la selección social se produce. Por supuesto, como diversos
estudios lo muestran (Dávila, Ghiardo y Medrano, 2005), el origen social familiar sigue
siendo estadísticamente determinante. Sin embargo, el mecanismo de inscripción
escolar del horizonte de clase ha adquirido otras características. Es por medio, al menos
en parte, de sus evaluaciones y de sus notas que un alumno «decide» su futuro social: su
destino personal no será así el mismo, por ejemplo, según logre o no ingresar a una
universidad. Cierto, estadísticamente, en apariencia, pocas cosas han variado; los
alumnos provenientes de las familias de mejores recursos económicos y culturales
tienen hoy como ayer mayores oportunidades de acceder a los peldaños superiores del
sistema educativo. Pero el mecanismo no es más el mismo. Para «reproducir» la
posición social de sus padres, los alumnos provenientes de los sectores populares están
obligados de pasar por un conjunto de pruebas de evaluación escolar de cuyo resultado

4
El caso de Chile permite ver esta combinación de permanencia de segregación de públicos escolares
según sus orígenes sociales y del peso de la selectividad fuertemente asociada a las trayectorias
escolares. Los estudios muestran de manera fehaciente que las oportunidades de ingreso al sistema
universitario están directamente relacionadas con el tipo de establecimiento educativo al que se concurre,
municipal o privado (Manzi, 2006). La relevancia del origen social familiar se agudiza por la existencia
de un sistema terciario con un gran número de universidades privadas. Esta característica del sistema
educativo tiene la consecuencia de permitir que ingresen a la educación superior estudiantes de mayores
recursos aunque sus calificaciones escolares no hayan sido las mejores. Si bien es cierto que abre también
oportunidades de acceso para estudiantes de menores recursos, por lo general se trata de ofertas
educacionales de menor calidad y prestigio, lo que se asocia con certificaciones de menor valor en el
mercado laboral. No obstante la importancia del origen social, el sistema está fuertemente orientado por la
selectividad basada en las trayectorias de los alumnos: el sistema se jerarquiza según el porcentaje de
«buenos estudiantes» que captan las instituciones (Brunner et al., 2005).
depende, en parte, su destino social. En concreto: en un modelo de este tipo, el alumno,
cada alumno, es responsabilizado por el éxito o el fracaso de su trayectoria escolar.
Detrás de la similitud de las estadísticas, se esconde muchas veces un proceso inédito de
destrucción y de cuestionamiento subjetivo (Martuccelli, 2007).
Las consecuencias de esta transformación son visibles desde el cotidiano de las aulas.
La evaluación escolar, al haberse convertido en más dramática en sus consecuencias
sociales, se dramatiza en su gestión día a día. La presión familiar para que los alumnos
tengan buenas notas se incrementa, y con ello el sin sabor, la decepción e incluso la
culpabilidad de éstos frente a una mala calificación. Notémoslo: aquí también la razón
última de este proceso excede el «cara a cara» entre profesores y alumnos. Es la
transformación estructural del rol de la escuela en el proceso de selección la que
dramatiza la evaluación escolar, independientemente de la voluntad de unos u otros. En
breve: las notas son hoy más importantes que ayer. Y en el fondo, y bien vistas las
cosas, son incluso mucho más importantes para los alumnos de sectores populares de
destino social y escolar más incierto que para los alumnos de sectores altos en quienes
la perspectiva de largos estudios (incluso en caso de magros resultados escolares) es una
evidencia familiar.
Consecuencia inmediata y ambivalente: el dramatismo de la evaluación escolar que
opera a veces como un mecanismo de apuntalamiento de la autoridad del profesor opera
también, en otras ocasiones, como un elemento de desestabilización. En verdad,
pareciera existir un umbral evaluativo a partir del cual las notas dejan de colaborar con
el mantenimiento de la autoridad.
Para los «malos» alumnos, la acumulación de malos resultados y la interiorización del
fracaso que ello implica generan una fuerte frustración. Entre ellos y la escuela, la
ruptura puede a veces incluso ser total. En todo caso, ven la necesidad de protegerse
subjetivamente frente a un veredicto institucional que los descalifica escolarmente.
Aparecen entonces un conjunto de actitudes que apuntan a indicar ostensiblemente una
indiferencia hacia la escuela, y que muchas veces sólo testimonian, como escribió
Faulkner, de una sentimental falta de sentimiento. El veredicto escolar pesa. Ningún
«mal» alumno es completamente indiferente a las malas notas, más no sea porque tarde
o temprano ellas terminan por inscribirse en él. Por descalificarlo y cuestionarlo.
Aquí también un incidente-tipo resume este proceso. Muchos profesores han vivido una
escena de este tipo. En el momento de devolver los exámenes evaluados a los alumnos,
más de uno, en efecto, observa que un alumno mal calificado recibe su prueba, lee su
evaluación y la echa ostensiblemente a la basura. Frente a lo que no puede sino percibir
como una falta de respeto e interpretar muchas veces equivocadamente como una falta
de interés por la evaluación recibida, el profesor sanciona disciplinariamente al alumno
lo que, a veces, da lugar a una escalada de tensiones (Barrère, 2002b). Ilustración sin
duda simple pero que tiene el mérito de subrayar hasta qué punto la gestión cotidiana de
la disciplina en las salas de clases está sobre condicionada por la importancia creciente
de la evaluación escolar en las trayectorias sociales.

a) ¿Qué hacer?
Lograr que la escuela sea una organización más justa. Por supuesto, el objetivo está
lejos de ser simple. Pero no todo se evalúa solamente en términos de resultados
concretos. También importa, sobre todo a los ojos de los alumnos, la intención de la
escuela y de los profesores. Cierto, la escuela se ha revelado en muchos países
globalmente impotente para corregir muchas desigualdades sociales y culturales, pero la
escuela puede corregir, y en este caso con grados de éxito muy distintos, las
desigualdades que ella genera en su seno. En breve: lograr que la escuela limite las
desigualdades que ella misma produce —o amplía— es un primer paso en el camino
hacia la justicia. Concretamente es lo que se ha hecho, con resultados contradictorios, en
el ámbito de algunas políticas de discriminación positiva o en los esfuerzos por
publicitar y sobre todo por hacer más transparentes los criterios de la excelencia escolar
con el fin de facilitar la «elección» de los centros educativos por parte de los padres de
familia.
Pero volvamos una vez más a nuestra línea central de argumentación —el profesor y su
relación cotidiana con los alumnos en la sala de clase—. La autoridad exige enfrentarse
con los nuevos problemas creados por el fracaso escolar y la multiplicación de
orientaciones de baja calidad o de clases de distinto nivel en los colegios (las famosas
«buenas» y «malas» clases), en las cuales —¿es necesario decirlo?— se concentra por
lo demás lo esencial de la indisciplina. En esta coyuntura, ¿cómo lograr que los alumnos
respeten una institución que, para muchos de ellos, no los respeta? ¿Cómo aceptar la
autoridad de profesores que, en el fondo, y más allá de sus actitudes personales, son
muchas veces percibidos como agentes activos de la propia relegación escolar y más
tarde social? ¿Por qué obedecer a un conjunto de profesores que, más allá de ciertas
excepcionalidades personales, no reconoce por lo general el esfuerzo individual —aun
cuando con escaso resultado concreto— realizado por cada alumno?
Aquí también es indispensable diferenciar entre las «respuestas » posibles a nivel
personal y aquellas que implican, en este ámbito aún más que en el caso precedente, un
cambio de índole institucional. Comencemos por esta última no sin antes recordar que
sí, que otra escuela es posible, una en la cual la presión educativa pierda peso específico
e incluso, como algunos países escandinavos lo muestran, en la cual las notas dejen
simplemente de existir. Pero en espera de un mundo mejor, es necesario, aquí y ahora,
introducir algunas mejoras.
La escuela se ha convertido más que nunca en una institución de selección social. Y esto
trae una implicación estructural inevitable —a saber, que cualquiera que sea la
excelencia de los alumnos, una clasificación entre ellos es inevitable—. O mejor dicho,
una clasificación entre ellos es parte implícita de las reglas de juego. Pensemos, para
entenderlo, en la final de una carrera en los juegos olímpicos. El proceso de selección
precedente es tal (eliminatorias nacionales, pruebas de calificación para acceder a la
final) que los ocho competidores son, obviamente, todos ellos, atletas de alto nivel.
Poco importa. Al final de la carrera uno solo será el ganador. Resultado inevitable. Y
bien, en la medida en que la escuela sufre cada vez más la impronta de la lógica
selectiva (e implícitamente del modelo de la «carrera»), el diferencial de clasificación
entre alumnos, más allá del nivel real de las capacidades adquiridas, se convierte en el
horizonte liminar de su acción.
Poco importa, en el fondo, que el nivel académico aumente o no, al final, por la lógica
estructural impuesta por el número de plazas, sólo un puñado de entre ellos serán los
ganadores.5

5
El ejemplo no está escogido al azar. Hoy en día tiende a subrayarse, muchas veces al amparo de muy
dudosas evaluaciones internacionales, el bajo nivel académico de los alumnos. Este es un juicio que
tiende muchas veces simplemente a obviar que en el lapso de apenas algunas décadas hemos pasado de un
sistema educativo reservado a una élite a un sistema escolar abierto a todos los jóvenes de una clase
etaria, y que, en este sentido, el progreso escolar globalmente efectuado ha sido muy importante
(Baudelot y Establet, 1989). Pero decíamos que el ejemplo no fue tomado al azar. En efecto, lo
importante es subrayar y entender que aun cuando se mejore significativamente el nivel de cada
alumno, el hecho de que la clasificación escolar tienda a funcionar como una «carrera» (o si se prefiere
como una pirámide) hace que estructuralmente la escuela sea una máquina de selección.
Sin embargo, es posible evitar una situación de este tipo.
¿Cómo? Multiplicando los criterios de la excelencia escolar. Regresemos a nuestro
ejemplo deportivo. Multiplicando los tipos de prueba (algo perfectamente bien reflejado
en los juegos olímpicos donde existe un gran número de pruebas deportivas diferentes)
e incluso diferenciando los competidores entre sí, en función de ciertos criterios
juzgados indispensables para garantizar la igualdad del proceso de competición, es
como se incrementa, dentro de un régimen de selección, la justicia global del proceso.
Subrayémoslo: esto no evita la existencia de «ganadores» y «perdedores» —para ello
otro tipo de cambios son necesarios—, pero aumenta, sin lugar a dudas, el sentimiento
de justicia de los participantes y en el fondo, y sobre todo, sus opciones de éxito.
Para aquellos que pueden encontrar este ejemplo un poco alejado de la realidad escolar,
precisemos mejor las cosas. Uno de los importantes adelantos establecidos por las
ciencias cognitivas en las últimas décadas, ha sido el reconocimiento de la existencia de
una pluralidad de formas de inteligencia (Gardner, 2008 [1993]). Las lecciones de este
descubrimiento para el ámbito escolar no han sido hasta ahora, desgraciadamente,
extraídas verdaderamente (Jourst, 2006). Es imprescindible multiplicar los criterios de
selección, poner en un mismo nivel las diversas habilidades e inteligencias personales,
rompiendo así con un modelo de evaluación y selección escolar que ha terminado por
cristalizarse alrededor de un número muy reducido de capacidades; por lo general
únicamente matemáticas o verbales. Abrir la escuela al reconocimiento de destrezas
múltiples incrementará sin lugar a dudas la justicia global de la institución escolar. En
términos simples: no todos podemos vencer en una carrera de atletismo, pero es
plausible creer que existe un ámbito en el cual podemos ejercer honorablemente, incluso
de manera comparativa, nuestras destrezas.
En el fondo, lo anterior excede en parte lo que la escuela puede por sí sola hacer. En
efecto, el modelo exige que todos los alumnos tengan más o menos abierto su futuro
cualquiera que sea el talento por el cual se han destacado (lo que implica,
concretamente, por ejemplo, que las pruebas de selección para ingresar a la universidad
multipliquen los criterios de selección) y más allá del ámbito propiamente escolar, que
la sociedad aprenda a valorizar, de manera equitativa, la diversidad de los talentos.6
Pero por importante que sea lo que precede —y lo es—, todo esto sobrepasa a todas
luces las capacidades de acción de un profesor individual, lo cual no significa que esté
condenado a sufrir las consecuencias que en términos de autoridad implica esta nueva
situación evaluativa. El profesor puede —y debe— incluso a su nivel estimular, desde la
escuela, la confianza en un sistema de reconocimiento al mérito. La escuela no puede
pretender transformar toda la injusticia social que la rodea, pero tiene la obligación de
mostrar que una institución puede ser justa —o por lo menos decente (Margalit, 1997)
— en el trato que ella otorga a los individuos. Evidenciar que en ella se trata de
recompensar de manera equitativa el esfuerzo, y que las instituciones pueden ser justas,

6
No se trata meramente de una utopía inalcanzable. Aun cuando el mecanismo sólo fue empleado de
manera parcial y sesgado, es una lógica de este tipo que ha sido a veces puesta a prueba con
el fin de incrementar el acceso de alumnos de sectores populares (o étnicamente diversos) a instituciones
escolares de élite.
En vez de ensañarse, por ejemplo, en mejorar sus niveles de matemática o «bajar» las exigencias para
ellos en esta materia, se abren los concursos multiplicándose los criterios de evaluación —
introduciéndose así, por ejemplo, nuevas pruebas de selección en dirección de la personalidad, aptitudes
deportivas, dotes de liderazgo, talentos artísticos, etc—. La multiplicación de los criterios de selección
asegura a la vez la justicia global del proceso de selección y sobre todo incrementa la diversidad social y
cultural de los alumnos seleccionados.
si bien no siempre en las notas obtenidas, por lo menos en el reconocimiento explícito
por parte de los profesores del trabajo efectuado.
No es un asunto menor. La escuela, en verdad cada uno de los profesores, requiere
incrementar su sensibilidad hacia las singularidades de los alumnos. Por supuesto, cada
profesor individualmente no puede transformar la presión evaluativa que asuela la
escuela hoy. Pero para cada profesor es posible incorporar, junto con una evaluación
comparativa entre alumnos (el tipo de evaluación que le impone hoy el sistema escolar),
una evaluación más singularizante que reconozca los esfuerzos personales de cada
estudiante. E incluso, ¿por qué no?, otorgar un suplemento de puntos a un examen o un
ejercicio escolar realizado por un alumno que si objetivamente se revela insuficiente,
testimonia empero de progresos reales en referencia a su situación inicial. En todos los
casos, la justicia escolar, y el trato decente al cual los alumnos tienen derecho, exige no
sólo un reconocimiento de los resultados obtenidos sino también del esfuerzo personal
desplegado.
No se trata de una novedad radical. ¿Cómo olvidar desde la sociología que es este tipo
de evaluación la que, por ejemplo, Georg Simmel (2007 [1921]) recomienda? Una
evaluación que, en correspondencia con las características del individualismo cualitativo
específico del siglo XIX, sea capaz de valorizar el esfuerzo y la excelencia no en
comparación con otros, sino en función de un modelo de excelencia y de progreso que
tenga a las propias capacidades pasadas del individuo como parámetro de juicio. Pero si
la idea no es nueva, la situación actual, y el dramatismo social de la evaluación escolar,
hacen cada vez más indispensable una toma de conciencia en esta dirección. Y ello
tanto más que en un sistema educativo democratizado, la explicación del diferencial de
éxito entre los alumnos no tiende más a hacerse —al menos no únicamente— en
términos de «dones» naturales7 y tiende a reemplazarse, al menos retóricamente, por
otro criterio explicativo del mérito, el llamado equivalente-trabajo (Barrère, 1997). A
saber: a trabajo igual, nota igual. Subrayémoslo con fuerza: es este nuevo criterio
retórico de la excelencia escolar que muchos profesores movilizan inocentemente en sus
juicios escolares, el que genera el desarraigo y la frustración de tantos alumnos.
¿Quién ignora que muchos alumnos que trabajan escolarmente, e incluso con ahínco,
obtienen malas notas? Las razones son cada vez diversas y combinadas, pero frente a
situaciones de este tipo, el docente no puede limitarse a señalar, en medio de una tenaz
mala fe, que el alumno «debe trabajar más». Ello es real e indispensable en ciertos
casos, pero es inútil y falso en muchos otros. El alumno trabaja y no obtiene los
resultados esperados. El profesor, si no quiere humillar al alumno, debe evaluar al lado
del resultado objetivo alcanzado, el esfuerzo personal efectuado. Cierto, la justicia
escolar no está necesariamente en el horizonte de este tipo de práctica, pero por lo
menos el profesor, individualmente, deja de humillar institucionalmente a los alumnos.
Los trata de manera decente puesto que reconoce el diferencial de esfuerzo entre unos y
otros, e incluso el diferencial de esfuerzo que un mismo alumno testimonia entre dos
ejercicios escolares.

4. TERCER DIAGNÓSTICO: LA AUTORIDAD, LA CULTURA JUVENIL Y


LAS RELACIONES
DE PODER ENTRE LAS GENERACIONES
El último diagnóstico parte de una evidencia fundamental: el importante cambio de las
relaciones de fuerza entre los alumnos y los profesores, vinculada con la legitimidad

7
Que, en el fondo, como se sabe, no eran muchas veces sino privilegios encubiertos de clase (Bourdieu y
Passeron, 1964).
inédita que ha adquirido en las últimas décadas una cultura adolescente y juvenil de
consumo de masas. Por supuesto, esta cultura está lejos de ser enteramente autónoma, a
tal punto que en su elaboración es posible advertir la acción de las industrias culturales
y de las lógicas del consumo. Pero poco importa en el fondo, puesto que es justamente
la heteronomía de la cultura juvenil
—el hecho de que sea producida y vehiculizada en dosis importantes por los medios de
comunicación de masas— lo que se encuentra paradójicamente en la raíz de su creciente
legitimidad.
El resultado es una mezcla explosiva y desestabilizadora para la autoridad docente. En
efecto, apoyándose en la creciente legitimidad adquirida por «su» cultura, lo único que
piden implícitamente en el ámbito escolar es una libertad de experimentación personal.
En este sentido, es indispensable no confundir la situación actual con otras oposiciones
propias a un pasado reciente. En primer lugar, y a diferencia de lo que se observó en los
años 50 y 60, el lugar de tensión principal no reside más en el grupo de pares y su
posible papel en tanto que sistema paralelo de clasificación entre los alumnos. Esto es,
que no se trata del conflicto clásico entre los criterios de evaluación que utiliza la
escuela (performance educativa y conformidad disciplinaria) y aquel que es de rigor en
el grupo de pares (reputación, indisciplina, proezas deportivas.) (Parsons,1964). En
segundo lugar, vivimos cada vez menos en sociedades donde los valores escolares se
enfrentaron a una comunidad juvenil sólidamente encastrada en una tradición clasista
popular u obrera que promovió formas activas de resistencia hacia la escuela, como Paul
Willis (1977) lo señaló magistralmente para el caso inglés en los años setenta.
Sin dejar de operar enteramente, estas dos características de la oposición cultura juvenil-
cultura escolar no definen más lo esencial en la actualidad. Lo nuevo es que, dada su
fuerte legitimidad cultural, la cultura juvenil y adolescente deja simplemente de
definirse en oposición a la escuela y se caracteriza muchas veces por su indiferencia
radical hacia el universo escolar.
Entendámoslo bien. Para describir este nuevo conflicto la analogía con la laicidad es de
una ayuda limitada. No sólo no hay un combate entre el «oscurantismo» y la «razón»,
puesto que ambas culturas (la escolar y la juvenil) en su alteridad se definen desde la
modernidad, pero en verdad, y a diferencia de la oposición que pudo ayer darse en
ciertos países entre la «religión
» y la «razón», donde la colisión de intereses fue a veces manifiesta, hoy por hoy, la
cultura juvenil se desinteresa por lo general abiertamente de la cultura escolar. Se
constituye pues una confrontación cotidiana, a la vez sorda y extraña, entre una cultura
escolar que se vive sitiada por una cultura juvenil... que se despreocupa de ella. Del lado
de los alumnos, de lo que se trata es de una mezcla de indiferencia y de reticencia —ni
resistencia, ni adhesión, sino la voluntad de constituir un espacio personal y/o colectivo,
paralelo a la escuela (Dubet y Martuccelli,
1998 [1996]; Rayou, 1998) —.
Ahora bien, esta cultura juvenil paralela a la escuela, y contrariamente a lo que indican
ciertos docentes, no está desprovista de normas, sobre todo en lo que concierne a la
relación con los otros. Pero estas reglas se construyen cada vez menos alrededor de
deberes sancionados por la tradición y animados por fuertes principios jerárquicos, y
cada vez más alrededor de consideraciones comunicativas. El antiguo orden moral
estaba basado en la lógica del mensaje: un emisor y un destinatario claramente
diferenciados en sus posiciones respectivas. La nueva exigencia ética está, por el
contrario, articulada alrededor de la comunicación y sobre todo por el deseo de la
comunicación horizontal.
En realidad, esta transición acentúa las relaciones entre individuos en detrimento de las
posiciones entre agentes. Para la antigua exigencia moral, las relaciones pedagógicas no
eran sino un canal de transmisión, esencialmente basadas en la admiración y el respeto
que los alumnos debían tener hacia el profesor. En el contexto de la nueva inquietud
ética de comunicación, son las relaciones en ellas mismas y por ellas mismas que se
dotan de una significación central. Habrá que notar que si esta exigencia es —sin
duda— más intensa entre los adolescentes que entre los profesores, ella está lejos de
estar totalmente ausente entre estos últimos.
En todo caso, la autoridad es más de una vez desestabilizada, presa en la oposición entre
el mundo de los mensajes y el universo de la comunicación. El primero, como lo
testimonia un buen número de ejercicios escolares, está generalmente basado en una
cultura escrita, dictada unilateralmente por el profesor, donde el aspecto visual tiene
poco o ningún espacio, y donde la práctica oral está relativamente desvalorizada. El
segundo, al contrario, como lo testimonia sobre todo el universo cultural de consumo de
los adolescentes, está bajo la impronta de lo visual y del sonido, y en él, el intercambio
con el otro tiene un rol preponderante.
En el universo de los adolescentes, la práctica de la comunicación —por momentos—
incluso se autonomiza enteramente del mensaje. Bien vistas las cosas, se trata de
comunicar por el mero placer de comunicar. A veces, ¿cómo desconocerlo?, se trata de
hablar para no decir nada: la verdadera actividad reside en el acto mismo de la
comunicación (Zoll, 1992). Una tendencia que los medios de comunicación actuales y
las prácticas de chateo por internet refuerzan. La comunicación se ha convertido en una
verdadera exigencia para los adolescentes, una fuente de placer, que desestabiliza a
muchos profesores, pero que produce sobre todo un seísmo en una institución escolar
que no ha sabido reconocerle la importancia que merece (a diferencia, digámoslo de
paso, de lo que la escuela primaria ha sabido hacer en dirección de la infancia).
Las manifestaciones de este conflicto sordo y ordinario entre generaciones son variadas,
pero una de las principales es sin duda la que se organiza alrededor de los problemas de
civilidad. Por supuesto, este tipo de recriminaciones son viejas como el mundo, y sin
embargo, hay algo de nuevo en las tensiones actuales. ¿Qué?
El principal cambio, que en parte acompaña y en parte prolonga la consolidación de una
cultura juvenil legítima, se halla en las transformaciones de las relaciones de fuerza
entre las generaciones (Martuccelli, 2006). Los asuntos de civilidad no pueden ser
vistos fuera del sistema de relaciones sociales en el cual se emplazan. Para
comprenderlo, sirvámonos rápidamente de la configuración «establecidos» y
«marginales» propuesta por Norbert Elías. Los adultos fueron, durante mucho tiempo,
los «establecidos», y los jóvenes los «marginales». En términos más simples, eran los
segundos los que debían insertarse en el mundo de los primeros; una evidencia
reforzada por la convicción de que los primeros habían alcanzado una madurez y un
autocontrol bastante superior a los segundos. Y ello tanto más que los adultos,
colectivamente, guardaban entre sus manos la posibilidad de imponer las reglas del
juego. Una capacidad que reposaba en último análisis en la cohesión de éstos entre sí:
más allá de múltiples barreras, los jóvenes estaban bajo la mirada legítima de los adultos
(por ejemplo, los vecinos) que podían eventualmente llamarles la atención. Esta
capacidad de interpelación era una garantía de civilidad entre las generaciones (Elías y
Scotson, 1965).
Esta relación de fuerza ha sido, si no verdaderamente invertida, por lo menos
transformada en profundidad en las últimas décadas. El control informal de los jóvenes
por los adultos ya no es más una evidencia compartida por las generaciones. Lo que ha
cambiado masivamente fuera de las aulas (e incluso en el ámbito escolar) es la
legitimidad de la intervención «educadora» de un adulto sobre un joven. Y detrás de
ello, el reconocimiento de una transformación de una relación de fuerza entre los dos
grupos.
Una distancia que, cuando es transgredida, engendra muchas veces una respuesta
inmediata (una realidad que muchos adultos descubren, por ejemplo, al intentar
reconvenir, llamar la atención, a un joven desconocido en un espacio público).
Este proceso, por cierto, no es unilateral. En realidad, la relación de fuerza es más
equilibrada. Por un lado, porque globalmente los adultos conservan el control sobre los
recursos económicos; y, por el otro, porque colectivamente los adultos se defienden
movilizando de manera a veces masiva y homogénea una crítica de los jóvenes —sobre
todo, y regresamos a ella— en términos justamente de civilidad. Es posible hacer la hipótesis
que a través de la civilidad, los adultos intenten restablecer en el espacio público, y dentro de la
escuela, su concepción de las relaciones sociales. Detrás de ella se expresa así un conflicto
generacional de un nuevo tipo.
Si se descuida esta transformación, se deja fuera una clave de interpretación significativa de la
tensión actual entre jóvenes y adultos. Es la transformación de la naturaleza de sus relaciones de
fuerza, de la cual participa la legitimidad creciente de la cultura juvenil, lo que debe comandar
el análisis. Si ciertas afirmaciones actuales pueden ser similares a las de antaño, el contexto de
las relaciones de fuerza les transmite una significación muy distinta. Lo que ha cambiado es el
hecho de que muchos jóvenes no aceptan más una posición inferior con respecto a los adultos.
Una actitud que refuerza la creciente legitimidad de la cultura juvenil.
Los conflictos de civilidad traducen pues en el fondo, y esto es particularmente visible
en el ámbito escolar, un conflicto cultural.
Durante mucho tiempo se supuso, en efecto, que la sociedad reposaba sobre códigos
culturales compartidos, lo cual iba de par con un conjunto de reglas morales. Y bien, al
amparo de la cultura juvenil, y de sus valores, muchos alumnos se sienten extraños
frente a «esta» moral. A la cultura de la abnegación y el sacrificio, el patriotismo y el
deber, la disciplina y el esfuerzo aún presentes en los manuales escolares se le oponen
los valores del éxito, el consumo, el placer, la creatividad, la expresión y la
comunicación propios a la cultura juvenil. La tensión es profunda.
Claro, ella es común a muchos individuos en las sociedades contemporáneas, pero ella
es extrema entre los jóvenes. Para muchos de ellos, la antigua dimensión moral de la
escuela, y sus valores, les parece simplemente «vieja» y démodé. «Ya fue».
En todo caso, frente a esta doble transformación (nueva legitimidad de la cultura juvenil
y transformación de las relaciones de poder entre las generaciones), la desestabilización
de la autoridad es patente. Por un lado, los profesores hacen aun referencia, sin tenerles
necesariamente gran fe, a un conjunto colectivo de sanciones y obligaciones morales.
Por el otro lado, frente al declive de su autoridad cotidiana, y con el fin de mantener la
disciplina y el reglamento escolar, están cada vez más obligados a apoyarse sobre
consideraciones estrictamente funcionales.
La prohibición de una acción sólo se justifica por el mal que ésta produce en el buen
desarrollo de la vida escolar.
Aún más, en muchos contextos, el sentido mismo de la sanción evoluciona en esta
dirección: ella no es invocada sino como una manera de restablecer el «buen»
funcionamiento de las cosas. La moral se comprime al respeto del organigrama interno
de funcionamiento de una institución. Y nadie se desvela particularmente por ello. La
autoridad se difumina entre un exceso y un déficit: entre un exceso imposible de lograr:
el regreso a una autoridad vertical; y un déficit permanente: la voluntad de
desinteresarse radicalmente de ella.8
Como en los dos diagnósticos precedentes, un incidente tipo resume esta dificultad. Éste
se produce cada vez que el docente se permite un comentario sobre lo que el alumno
considera que es un elemento de su ámbito personal (Dubet y Martuccelli, 1998 [1996]).
Puede tratarse de un comentario sobre el vestuario o lo corporal (el largo del cabello),
de un consejo de higiene (lavarse los dientes todas las mañanas) o incluso de la
inspección de los maletines de los alumnos o de alguna libreta personal. En todos los
casos, es la frontera del acto educativo lo que está en cuestión. Para muchos profesores,
todos los actos citados son perfectamente legítimos y justifican, incluso, la función
propiamente educativa de la escuela; para los alumnos se trata en todos los casos de una
doble violación.
Por un lado, de lo que consideran un dominio privado (mochilas, carnets). Incluso
dentro de la escuela a sus ojos, es indispensable que se respete un ámbito personal. En
este sentido, y expresado de esta manera, estamos frente a uno de los sempiternos
problemas del liberalismo de los tiempos modernos: cómo erigir muros para garantizar
la privacidad a los actores.
Por otro lado, esta actitud docente viola a sus ojos, el principio central de la
comunicación, a saber, la exigencia de reciprocidad (« ¿por qué nosotros no podemos
decirles que tienen que lavarse los dientes todos los días?»). La insolencia de unos es el
derecho de los otros. Están así estructuralmente reunidos todos los factores para una
escalada contra la autoridad.

a) ¿Qué hacer?
Por supuesto, es absurdo pensar que con el objeto de restablecer la autoridad la
comunicación debería tomar el lugar de los conocimientos; pero cada vez más, es
preciso tener en cuenta que la comunicación pedagógica en sí misma es uno de los
elementos más apreciados por los alumnos. Las consecuencias son importantes. Sobre
todo por las modificaciones que esto entraña en la relación con la autoridad, que tiene
cada vez más que ejercerse en un espacio de creciente reciprocidad relacional. Los
alumnos «demandan» cada vez más ser tratados de una manera horizontal.
Desde su punto de vista, la buena relación pedagógica supone una dosis creciente de
respeto. En el fondo, la mayor parte de los alumnos no contestan las bases de la
autoridad, pero piden, como la ilustración del incidente-tipo evocado lo condensa, un
trato más equilibrado, algo que les parece natural dado el universo de comunicación en
el que se mueven y la cultura —legítima— desde la cual perciben la vida social9.

8
Por supuesto, los castigos están aún vigentes en las escuelas y las prohibiciones no han dejado de ser
moneda corriente. Formas culturales fuertemente autoritarias y tradicionales subsisten en muchos
establecimientos escolares, a tal punto que, al menos tendencialmente, no es erróneo pensar que una
«brecha» creciente se establece entre los centros educativos orientados hacia los sectores populares,
organizados alrededor de una forma de autoridad vertical, y los centros educativos orientados hacia las
clases medias y medias altas, sobre todo urbanas, que ponen en práctica formas más negociadas de
autoridad. Pero en todos lados, se asiste, incluso a veces por razones contrarias, a la erosión de la
autoridad.
9
Por lo demás, y aun cuando ello no sea siempre reconocido, para los profesores la buena comunicación
con los alumnos es también un motivo importante de satisfacción profesional, el que cada vez más tiende
incluso a autonomizarse de estrictas consideraciones de aprendizaje. En el caso de algunos jóvenes
profesores incluso el temor o la desconfianza al ejercicio de la autoridad se explica, en parte, por la idea
de que recurrir a ella haría correr riesgos a la comunicación con los adolescentes.
La escuela tiene, como institución, que reconocer y comprender este proceso. Y por
múltiples razones. Aceptarlo permite comprender —bajo otra perspectiva— un conjunto
de prácticas sociales por el momento únicamente interpretadas como signos de una
crisis de la autoridad o de indisciplina. Pero, sobre todo, la apertura hacia los
imperativos de la comunicación como nuevo pivote ético de la relación con el otro,
permite establecer nuevos vínculos con las inquietudes de los alumnos. Es sólo
reconociendo, al menos tendencialmente, la consolidación de este tipo de exigencias,
como será posible conciliar en los años que vienen el necesario ejercicio de la autoridad
y el respeto de los individuos. Y en este sentido, la situación escolar no es un ejemplo
aislado. Por doquier, del mundo del trabajo al universo de la pareja, la incomunicación
está unánimemente condenada.
Por supuesto, esta reflexión de tenor global requiere ser adaptada y corregida en función
de contextos sociales y nacionales sin duda muy diversos. Esta tendencia es sin duda
más visible entre las clases medias urbanas que en los sectores populares o rurales. Pero
en este aspecto América Latina no presenta ninguna originalidad radical. Como en
tantos otros lugares del mundo, los grupos sociales se polarizan hoy entre aquellos que
aspiran a una relación crítica y postconvencional con las normas y aquellos que
conservan prácticas más verticales de autoridad
(Munck y Verhoeven, 1997). Sin embargo, el proceso —aun cuando se decline de
manera diferente en función de los grupos sociales— no es por ello menos general en su
tendencia central.
Un adolescente de un colegio de los Andes en el sur del Perú, lo dirá siempre mejor:
cuando se le preguntó, hace unos años, en el marco de una consulta nacional, qué es lo
que quería de sus profesores escribió sin vacilar: «que cuando nos hablen, nos miren10a
los ojos».
.En este sentido, incluso, la idea de la presencia de una fuerte cultura autoritaria en
América Latina debe ser revisada en más de un punto. Tanto más que es en este ámbito
donde subyace una de las más importantes, si no la más importante transformación que
ha tenido lugar en la región en las últimas décadas. Existe en amplios y variados
ámbitos, a través de formas diversas, una democratización profunda de los lazos
sociales; en efecto, en diferentes niveles, se hace presente en la vida social cotidiana una
verdadera exigencia de trato más igualitario
(Sorj y Martuccelli, 2008). Por supuesto, la verticalidad de las relaciones sociales es
todavía, por lo general, de rigor; pero en muchos ámbitos el espacio de la autonomía
personal se incrementa. Las razones son múltiples, pero entre ellas la expansión del
sistema educativo es un factor que no se debe desdeñar.
En todo caso, sería un error garrafal que la escuela se encuentre «detrás», y no (al
menos ligeramente) «delante», del nivel de democratización al que aspira la sociedad.
Para ello es necesario que la institución reconozca la legitimidad de las nuevas
demandas éticas y de comunicación que, de manera desordenada y muchas veces
indirecta, plantean los alumnos. Y haciéndolo, cada profesor, desde su aula, puede
obtener márgenes suplementarios de autoridad. De otra forma de autoridad.

Los tres diagnósticos que hemos efectuado tienen, sin lugar a dudas, más de un punto de
intersección. Pero aun así, poseen rasgos lo suficientemente claros y distintos como para
que sea posible diferenciarlos analíticamente. Este ejercicio se revela tanto más
necesario cuanto indispensable resulta romper con la letanía de un discurso que afirma

10
Comunicación personal transmitida al autor por un responsable del Ministerio de la Educación, Perú.
el declive inevitable de la autoridad en los tiempos modernos. Al contrario, como lo
hemos desarrollado en este artículo, las dificultades en el ejercicio de la autoridad son
variables e históricas, y tienden a desplazarse entre sectores y grupos sociales. Pero por
sobre todo, frente a ellas, y por estructurales que sean las causas de su producción —y
hoy por hoy lo son en lo que concierne a la autoridad escolar—, los individuos siempre
conservan iniciativas de acción. El descubrimiento de éstas es el principal objetivo de
una pedagogía sociologizada.

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