Un Dia de Invierno - Paula Gallego PDF
Un Dia de Invierno - Paula Gallego PDF
Publicado por:
© Escarlata Ediciones S.L., 2017
www.escarlataediciones.com
[email protected]
ISBN: 978-84-16618-32-3
IBIC: YFT
—¡No quiero ir! —grito, fuera de mí. Los pulmones me arden después de
horas de discusión; llevamos así toda la tarde.
—Deja de comportarte como una niña soberbia y arrogante —me espeta mi
madre. Las palabras, que en un principio eran suaves y dulces para tratar de
convencerme, son ahora duras y amargas.
Mi madre, mi hermana Lise y yo nos hemos encerrado en la habitación de
nuestros progenitores en cuanto hemos terminado de comer. Mi padre, cauto,
ha decidido quedarse fuera cuidando de Anne y de Joren. Al principio,
pensaba que quería dejarle el tema a mi madre porque creía que ella tendría
más posibilidades de hacerme entrar en razón, su razón, y obligarme a hacer lo
que me piden. Sin embargo, ahora sé que si mi padre no ha querido formar
parte de esta pequeña reunión es porque sabía que no me estaban intentando
convencer de nada; todo esto es una imposición.
—¡Ese es el problema! —grito—. ¡Ya no soy una niña! Esos barcos zarpan
con niños pequeños. ¡Pequeños, mamá! ¿Es que no lo entiendes? ¡Tengo
diecisiete años! Aunque quisierais enviarme con mis hermanos, no os lo
permitirían. ¡Estás perdiendo el tiempo intentando convencerme!
Paso a su lado, enfadada, intentando alcanzar la puerta y salir de allí antes
de que me estalle el pecho. Lise, no obstante, es más rápida y se planta frente a
la puerta con los brazos cruzados. Me mira con severidad. No hay ni una pizca
de empatía en su mirada y sus ojos claros me juzgan sin compasión.
Respiro con dificultad, como si acabase de subir una montaña. Estoy segura
de que estoy tan roja como un tomate y me siento a punto de sufrir una crisis
nerviosa.
—Ya te hemos dicho que eso no importa, Karan. En tu pasaporte pondrá que
tienes catorce años. Ya está todo arreglado —continúa mi madre, implacable.
—¡Entonces que Lise venga también!
Mi madre aprieta los labios y ladea la cabeza. Me mira con tristeza y
ternura contenida. Se lleva las manos a la boca, como si estuviera rezando, y
se acerca a mí para tomarme de las mías.
—Lise no puede pasar por alguien tan joven. Mírala, ya es una mujer. —
Vuelve a suavizar su tono de voz. Siento el orgullo que mi madre profesa por
mi hermana mayor; tan guapa, tan juiciosa, tan sensata, tan responsable… y
lista. A todos nos quiere con locura, pero la forma en la que mira a Lise es
diferente—. Tú, en cambio, aún puedes parecer una niña, aunque no lo seas —
aclara, conciliadora—. Nadie diría que tienes diecisiete años si no te
escucharan hablar. —Esboza una sonrisa nostálgica, y eso me encoge aún más
el corazón. ¡Ni siquiera me he ido todavía!—. Por favor, que tu lengua no te
pierda.
Me quedo unos segundos callada, incapaz de decir nada. El corazón me late
con fuerza y me doy cuenta de que me he quedado sin escapatoria. Suelto sus
manos con violencia y doy un paso atrás.
—¡Esto es una mierda!
Siento el dolor antes de que llegue el golpe. Ni siquiera lo veo venir. Se me
saltan las lágrimas de nuevo, por el impacto, por la impresión, por la ira y,
sobre todo, por la impotencia. Parpadeo débilmente y veo a mi madre, que
tampoco ha podido resistir con entereza y se ha echado a llorar. Sin embargo,
no es ella la que me ha cruzado la cara. Ha sido Lise.
Apoya una de sus manos en el hombro de nuestra madre y asiente con la
cabeza. Esta sale disparada de la habitación, llorando, y nos quedamos las dos
solas.
Me tiembla el labio y me temo que me he quedado sin fuerzas para discutir.
Lise jamás me había pegado así. De hecho, solo lo había hecho una vez,
cuando pillé una rabieta descomunal siendo aún muy pequeña. Desde entonces,
ella no me había vuelto a pegar. Por estoy tan impresionada.
—Joren y Annemette te necesitan —me dice, seria, y yo hago esfuerzos por
ver a través del mar de lágrimas que me empaña la visión. Soy todo mocos y
lágrimas.
—Yo os necesito a vosotros —sollozo.
—Estás siendo egoísta, Ka. —Toma mi rostro entre las manos y siento que
tiene las palmas extremadamente frías en comparación con mi rostro que arde
—. ¿Qué crees que pasaría con Annemette si no estuvieras tú para cuidarla?
No dejan que una niña tan pequeña viaje sola si no tiene un pariente que la
cuide. Y Joren no puede ser ese pariente.
Me aparto para secarme el rostro con la manga de mi camisa sin pudor
alguno.
—Tengo miedo —gimoteo.
—Todos lo tenemos —me asegura y me regala una sonrisa—. Por eso debes
ser fuerte. —Respira hondo y suelta el aire despacio—. Ya que dices haber
dejado de ser una niña, te confiaré algo: si vuelves a pedirle a madre que te
deje quedarte, lo conseguirás. Ha llegado a su límite, ya no podrá obligarte a
que te vayas. —Hace una pausa. Me quedo en silencio, atenta y esperanzada
—. Sin embargo, Joren y Anne también tendrán que quedarse aquí. Porque no
los enviarán solos a Dinamarca por nada del mundo. Quién sabe si Anne
volvería algún día. Es tan pequeña que cuando acabe la guerra puede que ya se
haya olvidado de nosotros. Y Joren… A Joren lo anularán por completo, lo
atiborrarán a sedantes e inyecciones, y cuando regresase, ya no sería él. A
Joren lo matarían.
Trago saliva y deseo que no se haya dado cuenta. Aunque ya me haya visto
llorar, quiero conservar algo de determinación.
—Así que la decisión es tuya. Puedes insistir y hacer que nuestros hermanos
pequeños se queden en un país en guerra o puedes tragarte tus deseos
personales e ir con ellos para cuidarlos.
Me vuelve a temblar el labio y rompo a llorar como la niña que he jurado
no ser. Lise me envuelve en sus brazos y me acerca a su pecho. Lloro contra
él, largo y tendido, hasta que casi desfallezco. En algún momento me empuja
sin que apenas me dé cuenta hasta la cama y acabo tumbada a su lado, llorando
sin consuelo, mientras me acaricia el pelo con sus dedos.
Pasamos así mucho tiempo, no sabría decir cuánto. Después,
emocionalmente exhausta y físicamente agotada, me quedo dormida sin
remedio y, cuando despierto, no hace falta que explique qué he decidido.
Ya es tarde y nuestros hermanos duermen en su cuarto. Mis padres y mi
hermana, sin embargo, continúan en la cocina con aire ausente. Al verme
entrar, se vuelven y se me quedan mirando. Mi madre sonríe y asiente, y por
primera vez veo en sus ojos lo mismo que veo cuando mira a Lise.
Capítulo 4. Si sé que tú estás conmigo
Aguanto el tipo mientras el médico me examina para recetarme un
medicamento y asignarme a un ala del edificio. Soporto sus escrutinios y me
encojo de hombros cada vez que me mira, perplejo, intentando encontrar los
mismos síntomas de gripe que ha debido de ver su compañero al examinarme.
Molesto, me despacha quejándose de su ineptitud entre dientes, y me da una
pulsera blanca para que me dejen marchar. Yo salgo corriendo de allí,
nerviosa. Esto ha durado más de lo que esperaba y temo que haya podido
pasar algo mientras yo no estaba.
Hago caso omiso de la gente que me grita en danés —seguro que para que
deje de correr— y me planto, jadeante, frente a una mujer que revisa una lista
con nombres junto a un pabellón. Tras varias explicaciones atropelladas, me
deja pasar y me asigna una cama. Cuando alzo la vista en busca de mi hermana
y la encuentro, varias literas más allá, me tranquilizo.
Corro hacia ella y la agarro de sus pequeños hombros.
—¿Estás bien?
Ella asiente. Está sentada en la cama de abajo, encogida sobre sí misma,
mientras otras niñas mayores que ella juegan y saltan a nuestro alrededor. No
hay muchos de su edad.
—¿Dónde está Joren?
—Eh… Con los otros chicos. —Miro a mi alrededor e imagino que nuestro
hermano estará en un pabellón similar a este. Es grande y espacioso, más largo
que ancho, con cerca de cincuenta literas y otras tantas ventanas, una junto a
cada catre. Siete pobres bombillas cuelgan desnudas del techo de madera.
—Ven, Anne, dame la mano. —La cojo de la mano y vuelvo hacia la salida
a toda prisa, dejando las dos maletas allí, junto a la litera. Probablemente
alguien le habrá ayudado a cargar con ellas, porque estoy segura de que Joren
no lo ha hecho. Le habría echado una mano si se lo hubieran pedido, pero
seguro que nadie lo ha creído necesario.
Corremos hacia la salida y miro a mi alrededor. Un único poste de luz
alumbra la entrada a los dos barracones donde, supongo, nos alojaremos
todos. El de al lado debe de ser el de los chicos.
Me encamino hacia allí, embalada, cuando la señorita sonrisas se planta en
nuestro camino con expresión afable.
—¿A dónde vais?
—Tengo que ver a mi hermano —respondo, impaciente.
—No puedes. Hoy os darán de cenar por separado y os acostaréis
temprano. La mayoría sois recién llegados y debéis descansar. —Sonríe—.
Mañana os encontraréis en el desayuno.
—No. Ni hablar. —A pesar de que su expresión no ha mudado, he notado
cierto aire molesto en su mirada—. Tengo que verlo. Está solo y asustado. He
tenido que ir al médico y… —me detengo. Pero es demasiado tarde. Ella
también se ha dado cuenta y frunce el ceño.
—Me acuerdo de vosotras, ¿no teníais las dos pulseras blancas?
—Él ha ido al médico —me corrijo, sacudiendo la mano ante nosotras y
restándole importancia con la esperanza de que lo pase por alto—. Si vamos a
estar separados toda la noche, tengo que hablar con él y decirle que todo va a
estar bien.
—No te preocupes. Vuestro hermano está en buenas manos. Hay mucha
gente amable cuidando de los chicos ahora mismo. No te inquietes, jovencita,
el niño estará perfectamente.
—No es un niño —gruño—. Ya tiene catorce años.
La señorita sonrisas parpadea. Procedo a explicarme.
—Es especial, ¿sabe?
—Ah… —murmura, asintiendo con la cabeza—. Ya veo. Bueno, aun así, no
te preocupes. —Me pasa un brazo por los hombros y me reconduce
amablemente hacia la entrada del pabellón de nuevo—. Habéis llegado
muchos muchachos nuevos y está todo un poco revuelto. Ya lo verás mañana.
Me deshago de sus brazos y me doy la vuelta para mirarla desafiante.
—¿No hay ninguna opción?
—Lo siento —sonríe—. Tendrás que esperar a mañana.
Asiento seria, sin quejarme, y me doy la vuelta hacia el pabellón llevando a
Anne de la mano sin que tenga que pedírmelo dos veces. Si esta mujer me
conociera un poco, sabría que no he aceptado lo que me ha dicho. Si esta
mujer fuera Lise, sabría de buena tinta que sus pobres argumentos no han
servido para convencerme. Pero ahora Lise no está aquí, así que…
A pesar del frío del invierno, el sol brilla en lo alto y corre una brisa
templada. Podría decir que es un bonito día, pero no lo es. Tengo la impresión
de que este será el peor día, el más duro y el más agotador aquí dentro.
En cuanto nos levantamos, una cuidadora nos explica las normas. Nos
enseña las instalaciones: el pabellón de enfermos, el de los chicos, el de las
chicas, los baños y el comedor. Hay un patio que, al parecer, servirá como
lugar de recreo. Sin embargo, no es más que un descampado vallado que rodea
las instalaciones.
Después nos piden que nos vistamos y nos llevan a desayunar. Allí
volvemos a reunirnos con Joren. Está bien; cansado, pero bien. Cuando
cogemos nuestros platos y vamos a sentarnos en una mesa escucho a los de
atrás murmurar mientras nos miran, y sé que ya se han dado cuenta de que
Joren no es como ellos. Los ignoro, por hoy, y nos sentamos a desayunar en
silencio.
Más tarde nos llevan a todos los que llegamos en el tren a visitar el pueblo
que nos ha acogido. Hay que reconocer que el lugar es precioso; rodeado de
praderas verdes y llanas. Sus calles son estrechas y poco concurridas, al
menos a estas horas. Las casas son bastante grandes, hechas de madera blanca
y con tejados rojos, verdes o negros. Todas constan de dos pisos y en el
primero hay casi siempre un comercio: una zapatería, una sastrería, una
pastelería… Todos regentados probablemente por el mismo dueño de la
vivienda. También hay granjas dispersas sobre las suaves colinas que bordean
el pueblo y un pozo de piedra —que recuerda a tiempos pasados— en medio
de la plaza.
Nos llevan hasta el colegio del pueblo, ahora con más alumnos que nunca, y
empiezo a deprimirme. Tendré que volver a estudiar cosas que aprendí hace
tres años.
La gente del pueblo es amable con nosotros, también los profesores del
colegio y los cuidadores. Está claro que estas personas querían tenernos aquí y
eso me reconforta un poco. Se supone que Dinamarca es un país neutral y
deberíamos estar bien, sin miedo a que nos llueva una bomba.
Pasamos la mañana fuera y volvemos al campamento para comer. Después
le pido a una cuidadora que me dé unas tijeras con las que cortar el pelo a mi
hermana y me abstengo de decirle que tiene piojos. Simplemente alego que lo
tiene muy largo y es complicado cuidárselo. No quiero arriesgarme a que
tomen medidas de precaución y me obliguen a cortármelo a mí también.
Cuando lo hago, Anne arma una buena, pero era necesario y no podía evitarse.
Por la tarde, antes de la cena, nos llevan a las duchas por turnos y, por fin,
puedo asearme en condiciones.
Cierro los ojos cuando me meto debajo del agua y me estremezco cuando
siento el agua caliente que cae sobre mis hombros. Es una pena que no pueda
pasar el resto de la tarde aquí dentro, porque me encantaría.
Me enjabono y me lavo el pelo a conciencia, agradecida. Cuando termino,
salgo de debajo del agua y reprimo un escalofrío intentando acallar la vocecita
que me grita, tentadora, «solo un ratito más».
Estoy a punto de salir a los vestuarios, donde hay una hilera de toallas
blancas con las que taparnos cuando, de pronto, una joven me sale al paso y se
planta delante de mí. Es un poco más baja que yo. Su pelo rubio, oscurecido
por la humedad, le cae sobre sus hombros, que también están desnudos y
empapados. Una gotita de agua resbala desde su frente hasta su nariz. Me
pregunto qué es lo que le empuja a quedarse aquí plantada en lugar de salir
disparada a envolverse en una toalla.
Entonces, la reconozco. Ha sido un poco difícil, teniendo en cuenta que la
última vez la vi vestida. Pero es ella; la chica de la ventana. Me mira de arriba
abajo con descaro y me ruborizo sin ser apenas consciente. Me da rabia
sonrojarme y me esfuerzo por no hacerlo, pero no puedo evitar cubrirme un
poco con los brazos, recelosa. Nunca he sido una persona pudorosa y no tengo
intención de empezar a serlo ahora, pero la forma en la que me mira, como si
me evaluara, me molesta y me desconcierta.
—Tú no tienes catorce años —declara, al fin, sin dejar de lado su
evaluación. Alza la cabeza y me mira a los ojos por primera vez. Tiene una
expresión altanera, suficiente, y arquea una de sus cejas rubias con
escepticismo.
—Sí que los tengo —contesto y me contengo para no responder algo
cortante que la deje fuera de juego. Mi madre ya me advirtió que no debía
dejar que mi lengua me perdiera; así que…
La aparto con el brazo y paso a su lado con indolencia. Llego hasta la hilera
de toallas y me envuelvo con una de ellas, impaciente por entrar en calor de
nuevo. Varias chicas más se visten a nuestro alrededor, pero no nos prestan
mucha atención. Cada una está concentrada en sus cosas.
—Eres más mayor. —Vuelvo a escuchar la misma voz cantarina e irritante,
como un soniquete.
Suspiro y me doy la vuelta con los brazos cruzados y aire aburrido.
—Tú no —respondo, irónica. Es evidente que ella también es mayor de lo
que dice ser.
Esboza una sonrisa presuntuosa y se echa el pelo hacia atrás. No he cruzado
más de dos frases con ella y ya estoy segura de que no nos vamos a llevar
bien.
Me mira con aire de superioridad y se da media vuelta en dirección a las
toallas. Me termino de secar y me visto con rapidez para entrar en calor.
Es un día largo y agotador. Me he dado cuenta de que Joren y yo pasaremos
más tiempo separados de lo que creía. Incluso estaré varias horas lejos de
Anne, y todo eso supone un problema.
Cuando me meto en la cama y me cubro con las sábanas, dejo escapar un
suspiro de alivio; estoy agotada y no tardo en caer rendida. Sin embargo, me
concedo los últimos instantes antes de dormir para pensar en mis padres y en
Lise, preguntándome si estarán bien y si nos echarán de menos.
Decido que debería escribirles una carta lo antes posible. No sé si tal y
como están las cosas ahí fuera llegará; pero no pierdo nada por intentarlo.
Tengo que hablar con ellos. Necesito saber si se encuentran sanos y salvos.
Capítulo 6. Mentiras
Ya llevamos una semana aquí y aún no me he acostumbrado a la rutina que
debemos seguir cada día: levantarnos, hacer las camas, ducharnos, desayunar,
asistir a clase, comer y —la mayoría de los días— el resto de la tarde libre
hasta la hora de la cena.
Hoy Anne se ha quedado con los demás niños de su edad jugando en el
campamento. Joren y yo nos dirigimos al pueblo para enviar la carta que
hemos escrito a nuestra familia. No dejan que los menores de doce años salgan
sin acompañamiento, y algo me dice que, aun así, a Joren tampoco lo dejarían
salir solo.
Llegamos hasta la plaza que vimos el primer día y paseamos cerca de los
escaparates de las tiendas sin detenernos a mirar. Antes de buscar la oficina de
correos, continuamos andando hasta que nos desviamos de las calles
adoquinadas y acabamos subiendo una colina desde la que se ve prácticamente
todo el pueblo. Las pequeñas casas se amontonan unas junto a las otras, como
si quisieran darse calor.
La hierba está fría, pero no me importa. A Joren tampoco, así que nos
sentamos allí en silencio y dejamos que el viento sacuda nuestro cabello.
Huele a naturaleza, a hierba, a corteza de árboles y a lluvia. Ni siquiera sé si
ha llovido hace poco, pero percibo ese olor de forma indudable e
inexplicable.
—¿Cuándo nos vamos a ir?
Me giro hacia mi hermano, que no parece estar disfrutando del momento
tanto como yo.
—Podemos ir a la oficina de correos y volver al campamento cuando
quieras —contesto, sorprendida—, pero después tendremos que quedarnos allí
hasta la cena.
Él sacude la cabeza despacio.
—Me refería a cuándo vamos a marcharnos de aquí, de Dinamarca. Quiero
volver a Berlín.
Suspiro, encojo las rodillas y las rodeo con mis brazos. Apoyo la cabeza en
ellas y me quedo observándolo.
—No sé cuándo volveremos. ¿Quieres que sea sincera contigo?
—¿Qué clase de pregunta es esa? —responde, molesto—. ¿Acaso te
preguntaría para que me mintieses? Eso no tiene nada de sentido. La verdad es
que no creo que haya nadie que quiera que le mientan.
—A veces las personas prefieren una verdad a medias a perder la
esperanza. ¿Comprendes?
—No —dice, serio, muy confundido—. ¿La gente te pide que le mientas? —
inquiere mientras parpadea.
Su inocencia me roba una sonrisa.
—No te lo pide directamente, tú lo intuyes y mientes por ellos, sin que te lo
pidan. No importa, olvida el tema, ¿de acuerdo? Te diré la verdad.
—¿Quiere decir eso que si un día crees que quiero que me mientas lo harás?
—No… Joren, yo…
—¡Esto es de locos! —grita. Luego se pone en pie repentinamente—. ¡No
me mientas nunca! ¡Yo nunca voy a querer que me mientas! ¡Nunca, nunca,
nunca!
Me echo hacia atrás y le hago un gesto para que vuelva a sentarse.
—Diablos, Joren, no voy a mentirte nunca, ¿de acuerdo? Siéntate y relájate.
—¿Y si un día crees que quiero que me mientas y lo haces, aunque, en
realidad, yo no lo desee? —pregunta, alarmado. Se frota las sienes y sé que
está angustiado.
—Por Dios… Joren, te prometo que jamás te mentiré, en nada, aunque crea
que tú lo deseas. Siempre, siempre, siempre voy a ser sincera contigo.
Parece que se relaja un poco y se sienta dejándose caer. Coge aire y lo
expulsa, como si acabara de pasar por un momento de mucho estrés.
—Entonces, ¿cuándo volvemos? Ya llevamos una semana aquí.
—No lo sé. La Primera Guerra Mundial duró cuatro años.
—Esta solo lleva unos meses… —comprende, apesadumbrado.
—Puede que termine mañana, el mes que viene o dentro de diez años. No
podemos saberlo.
—No quiero quedarme aquí tanto tiempo. —Habla tan bajo y con tanta
sinceridad que me conmueve. Se lleva la mano al cuello y se lo agarra muy
fuerte, como si le doliera. Esboza una mueca de dolor y me preocupo. Me
arrastro hasta él e inclino la cabeza para tratar de ver mejor. Una mancha
violácea sobresale de los dedos con los que se oprime el cuello.
—¿Qué es eso? —inquiero, realmente preocupada.
Olvido por completo las limitaciones en cuanto al contacto y tiro del cuello
de su jersey para seguir el rastro violáceo en su piel. Es una marca reciente y
bastante grande, que le llega hasta el hombro.
Una oleada de sentimientos contradictorios me invade. Se me encoge el
corazón y me entran ganas de abrazarlo. Otra parte de mí, sin embargo, es
arrastrada por el odio y la rabia.
—¿Quién te ha hecho esto?
Me aparta con relativa delicadeza y continúa masajeándose la zona sin
mirarme a los ojos, con la vista perdida en el pueblo que tenemos a nuestros
pies. Sigue torciendo el gesto, angustiado, como si le doliera.
—No sé cómo se llaman.
—¿Llaman? ¿Son varios?
Asiente con la cabeza.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes?
Se encoge de hombros y yo le creo cuando dice que no sabe por qué. Puede
que ni siquiera se le haya ocurrido decírmelo porque sabe que su hermana
mayor no podrá hacer nada contra unos muchachos que le pegan y eso me
enfurece muchísimo. Me siento inútil e impotente mientras alguien está
haciéndole daño a mi hermano y yo no puedo hacer nada.
—Tienes que defenderte.
—No sé pegar.
Me gustaría poder decirle que yo lo solucionaré, que no será necesario
defenderse porque yo haré que paren, pero no puedo hacerlo. Sé que no se
detendrán e incluso si lo hicieran, estoy segura de que otros la tomarían con él.
—Es fácil. Si alguien te empuja, tú lo empujas también. Si alguien te pega
un puñetazo, tú le das dos.
Me mira incómodo. Mi idea no le convence demasiado. Ni siquiera me
convence a mí.
—Si vuelve a pasar, díselo a uno de los cuidadores, ¿de acuerdo? Y a mí
también.
Asiente y deja de tocarse el lugar del golpe. Se me parte el corazón
sabiendo que están haciéndole daño, y yo también me pregunto cuándo acabará
todo esto y podremos volver a casa.
Cierro los ojos un instante eterno y efímero al mismo tiempo. Y al abrirlos,
me entristece ver que seguimos aquí, en la misma realidad, en la misma colina,
obligados a volver al campamento.
Descendemos un poco más tarde y enseguida encontramos la oficina de
correos. Dentro, Joren se entretiene admirando la decoración del pequeño
recinto, donde diferentes postales cuelgan de la pared sin orden alguno.
Mientras el hombre del mostrador me atiende, lo miro de reojo temiendo que
en cualquier momento le dé por ordenarlas y ponerlas todas en fila.
Pago con prisa. Tengo el temor de que Joren esté planeando algo.
—Vamos. Volvamos al campamento —lo apremio y lo arranco de sus
pensamientos.
Mi hermano me sigue, muy a su pesar, aunque dedica una última mirada a
las postales. Al salir estoy tan pendiente de él que no veo a la persona que hay
al otro lado de la puerta y prácticamente caigo encima de ella.
Doy de bruces contra el pecho de alguien y dos brazos me cogen por los
hombros y me sostienen para que no caiga al suelo.
Alzo la vista, turbada, y descubro una mirada burlona que me observa con
atención. Me sonrojo y me apresuro a ponerme en pie. Me estiro la ropa y
vuelvo a mirar al desconocido que me ha salvado de estamparme contra el
suelo.
En realidad, no es un desconocido. Es el chico que vi en el campamento, es
por quien suspira la rubia. No sé por qué, pero eso hace que me avergüence
aún más por haberme tropezado.
—Discúlpame, no sé qué me ha pasado.
—Que no mirabas por dónde ibas —contesta. El brillo jocoso de sus ojos
no desaparece. Vaya, son marrones, de un marrón bonito e intenso. Un amago
de sonrisa se asoma a su boca y le sale una arruguita en la comisura de sus
labios. Por un breve instante soy capaz de entender qué es lo que hace que la
rubia lo mire como lo mira. Trago saliva y finjo una sonrisa.
—Lo siento —repito—. Y gracias por sostenerme. —Recupero un poco la
entereza y sonrío, esta vez sincera. Me yergo y le hago un gesto a Joren para
que me siga.
Nunca me he sonrojado por un chico y no voy a empezar ahora; y menos si
es el chico que le gusta a la rubia. En fin, si le gusta, es probable que tenga
algo que a mí me horrorice.
Joren me alcanza y volvemos al campamento mientras él me explica cómo
debería haber ordenado esas postales el encargado de correos.
Capítulo 7. El mundo sin su talento
Anne me despierta de madrugada. Está llorando y tira de mi pierna derecha.
Varias protestas y otros comentarios despectivos me reciben mientras intento
comprender qué ocurre. Me froto los ojos y suelto un quejido cuando me doy
cuenta de que fuera aún es de noche.
Veo a mi hermana frente a la litera, con el pelo revuelto y el camisón
arrugado. Bajo de un salto y maldigo a todos sus antepasados, que también son
los míos. Me agacho a su lado.
—¿Qué pasa? —pregunto con voz ronca y adormilada.
Anne no deja de llorar. Le tiembla el labio inferior y tiene la cara y el
cuello de su camisón cubiertos de lágrimas. Como no parece tener intención de
decirme nada, me meto dentro de su cama y le pido que venga. Ignoro los
comentarios del resto de chicas, que protestan por el escándalo, y me acurruco
contra la almohada con ella entre mis brazos.
—Solo ha sido una pesadilla —le aseguro, mientras le acaricio el pelo.
No sé qué es lo que ha soñado, pero ha debido de ser horrible. Está
empapada en sudor y tiembla con violencia mientras me agarra cada vez más
fuerte. Pega su mejilla ardiendo a mi pecho y siento su miedo.
La mezo entre mis brazos y le doy pequeños besos en la cabeza hasta que,
poco a poco, empieza a relajarse y siento cómo sus manitas se aflojan y
desaparece la tensión. La envuelvo en mi calor y dejo que se duerma abrazada
a mí. Cuando su respiración vuelve a la normalidad y el corazón deja de
latirle con fuerza, yo también me abandono a Morfeo y dejo que él me acune
entre sus brazos.
Por la mañana me arrepiento de haberme quedado dormida en esa postura.
Todos los músculos del cuello me dan pinchacitos y no puedo hacer más que
masajeármelo para intentar que desaparezca esa sensación.
Anne se despierta contenta. No tarda mucho en abandonarme para ir a jugar
con sus amigas, y eso me alegra. Es como si la noche de ayer nunca hubiera
tenido lugar. Mejor así.
Pasamos una mañana tranquila. En el colegio ella va con su clase, la de los
pequeños. Joren y yo estamos juntos, con otros tantos niños menores de
catorce años. Ahora que en el pueblo estamos todos nosotros, la clase consta
de treinta y cinco alumnos. Mientras el profesor limpia el encerado y comienza
su lección, me pregunto de dónde habrán sacado tantos profesores. Es evidente
que antes de nuestra llegada había muchas menos clases. Ahora puede que
haya el doble y estoy segura de que no había tantos maestros desempleados en
este pueblo.
Al principio creía que me aburriría como una ostra dando los mismos temas
que aprendí hace tres años, pero estaba muy equivocada. En realidad, me
entretengo intentando adivinar qué es lo que está diciendo el profesor en
danés.
Que mis padres eligieran Dinamarca no fue una casualidad —había más
países que acogían cantidades mayores de niños—, pero nuestra abuela
materna era de origen danés, y Joren y yo sabíamos hablarlo un poco. Anne no
les preocupaba; a esta edad, aunque no entienda nada, no tardará en empezar a
hablarlo como una nativa.
Yo, aunque lo entienda, tengo serias dificultades para seguir el hilo de las
explicaciones. Cuando miro a mi alrededor, veo la misma turbación en el
rostro de muchos de mis compañeros. Y solo con eso puedo saber quiénes son
del campamento y quiénes vivían ya aquí.
Joren es un caso aparte. Hoy lo he escuchado hablando en danés con un
chico del pueblo y puedo asegurar que no habría sabido decir cuál de los dos
hablaba mejor. Cuando llegamos, nuestro nivel de danés era parecido; ahora,
en tan solo una semana, mi hermano me supera con creces.
Pero eso no es algo nuevo. Cuando yo tenía cinco años y él solo tres, ya
construía frases en alemán, nuestra lengua materna, mucho más complejas que
las mías. Por no hablar de las palabras que usaba. ¡No era capaz de
entenderlo! Ni siquiera Lise lo hacía.
Joren es listo, muy listo. Quizá lo sea demasiado para la época en la que le
ha tocado vivir, porque puede que nadie aquí sepa encauzar toda esa
inteligencia y convertirla en algo bueno. Lo que más miedo me da es que sus
carencias sociales pesen más que su talento y el mundo se quede privado de
él. Porque, de verdad, el mundo necesita a alguien como Joren.
A la salida reparo en algo en lo que no me había fijado hasta ahora. Es el
chico que le gusta a la rubia, al que casi me llevo por delante en la oficina de
correos. Lo miro de reojo mientras mi hermano y yo esperamos a que Anne
vuelva, y me fijo en que tiene algo entre las manos. Está sentado en un peldaño
junto a la pared de la escuela, concentrado en un libro que observa con interés.
La puerta que hay a su lado es la que lleva a la biblioteca, un pequeño edificio
anexo al lugar donde estudiamos.
Me quedo mirándolo, curiosa, e intento adivinar qué clase de libro es. Por
su tamaño, no parece un libro de texto, y eso hace que crezca mi interés. Lo
abre por la mitad y comienza a pasar páginas. Si este chico era ya guapo, verlo
leyendo un libro lo hace aún más atractivo.
Un mechón oscuro cae sobre su frente y ni siquiera se molesta en apartarlo,
ensimismado. Ausente y pensativo, no presta atención a su alrededor, y eso
hace que pueda mirarlo tranquila, sin preocuparme de que vaya a atraparme in
fraganti.
Me doy cuenta de que estoy embelesada y lo miro como una tonta cuando,
de pronto, algo rompe el mágico hechizo que lo envuelve. Escucho un crujido,
el sonido de algo rasgándose, y contemplo sobrecogida cómo arranca una de
las hojas del libro y hace una pelota con ella. La lanza a un lado y sigue
leyendo como si nada.
Dejo escapar un grito ahogado, indignada, y le doy la espalda.
—No entiendo qué está pasando. ¿Puedes explicármelo? —pregunta Joren,
quien, sin lugar a duda, no ha presenciado lo mismo que yo.
—No es nada —contesto con la intención de quitarle importancia. Y, en
realidad, es cierto que no ocurre absolutamente nada.
Anne sale corriendo de clase y la recibo con los brazos abiertos. Joren la
saluda con un desganado y sucinto «hola», y nos ponemos en marcha hacia el
campamento. Cuando pasamos junto al muchacho destrozalibros lo miro con
descaro e intento adivinar qué leía. Él se percata de mi mirada, pero no me
importa en absoluto.
Me observa, expectante, quizá esperando que lo salude. Pero, al no ver qué
libro tiene en su regazo, desisto y continúo caminando.
Capítulo 8. Los hermanos mayores cuidan de los
pequeños
Es nuestra segunda semana aquí. Ha llovido prácticamente todos los días, y
no ver el sol me deprime y me angustia. Salvo un par de incidentes que han
tenido que ver con Anne despertando a todo el pabellón por las noches, no ha
sucedido nada relevante.
Hoy, sin embargo, no he visto a Joren en todo el día. Y esta tarde una de las
cuidadoras que se encarga de vigilar a los chicos ha venido a buscarme,
nerviosa.
Dejo a Anne con una chica a la que no había visto hasta ahora —pero que
parece buena persona— y me abro paso a toda velocidad hasta el pabellón
masculino. Allí hay otras dos cuidadoras, asomadas al interior como si Joren
fuera un animal al que acaban de acorralar, pero al que no se atreven a
acercarse.
La mujer que ha venido en mi busca les explica que soy su hermana y me
dejan pasar.
—Lleva ahí todo el día. No hemos podido sacarlo —me dice la misma
mujer, inquieta. Se frota las manos con insistencia y después se las limpia en
el delantal que lleva sobre el vestido.
Asiento, sin nada más que decir, y entro en el pabellón. La pesada puerta se
abre con un crujido y me aseguro de que la cierro en cuanto he entrado. Quiero
que tengamos intimidad.
Entro despacio y escucho el eco de mis pasos a medida que avanzo. Joren
está en el suelo, al fondo, entre tumbado y sentado, en una postura que no
parece nada saludable para ninguna espalda humana. No me ve entrar, o no
quiere verme. Tiene la cabeza agachada sobre varias láminas diseminadas por
el suelo. Todas, absolutamente todas, están pintadas. En algunas se ha salido
del papel y ha seguido pintando en el suelo, completando un precioso mural
que daría pena separar.
Me arrodillo frente a él y observo más de cerca su obra. Siento que alguien
nos observa y giro la cabeza para descubrir dos pares de ojos curiosos que se
asoman por la ventana más cercana. Los fulmino con la mirada y no necesito
nada más para que esos dos niños desaparezcan.
Vuelvo a centrar mi atención en él. Ha dibujado todo el pueblo, las suaves
colinas que lo rodean, las granjas y los árboles que salpican los prados
cercanos. Todo es perfecto y real. Incluso el cielo, oscuro y gris. Parece una
fotografía.
—Joren —lo llamo—. ¿Sabes cuánto tiempo llevas dibujando?
Sacude la cabeza sin mirarme, sin apartar el lápiz de las hojas.
—Han pasado muchas horas desde que empezaste. La gente está
preocupada.
Ni siquiera da señales de que me haya escuchado. Continúa su labor,
incansable, sin plantearse ni por un segundo detenerse.
—Debes ir al baño, comer algo y descansar un rato.
Me agacho aún más y ladeo la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Cuando
lo hago, me quedo helada.
—Joren… —murmuro y alzo el brazo hacia él. Me detengo a mitad de
camino, aprieto los nudillos y vuelvo a bajar la mano. Tiene el ojo izquierdo
morado y el pómulo partido. Puedo ver sangre reseca en la pequeña brecha
que se le ha abierto y me pregunto si nadie se lo ha visto antes para poder
curárselo. Seguro que, incluso si ha sucedido de esa forma, Joren no ha
permitido que lo llevasen a la enfermería.
—Te dije que me lo contaras si volvían a pegarte —lo regaño, aunque con
un tono suave.
—Primero tenía que terminar el dibujo.
Se me encoje el corazón y procuro serenarme.
—Dime quién te lo ha hecho.
—Un chico de mi edad.
—¿Uno de los mayores?
—Sí —responde y apenas se detiene un instante. Después, continúa.
—¿Sabes cómo se llama?
—Alex.
—¿Está seguro? —insisto.
Él asiente con la cabeza, sin levantarla de su creación. Guardo silencio unos
segundos más.
—¿Te duele mucho?
Niega con la cabeza y suspiro, aliviada. Aunque pueda parecer frágil, es
muy fuerte.
—Cuando termines, iremos a la enfermería —le aviso, para que vaya
haciéndose a la idea.
—De acuerdo —responde, sin rechistar.
Me pongo en pie, voy hacia la cama más cercana y me hago con una
almohada. Vuelvo a su lado y me tumbo frente a él para acompañarlo mientras
combate a sus demonios.
Papá no solía dejarlo terminar cuando se obcecaba en algo. Decía que era
un comportamiento obsesivo y enfermizo, y puede que tuviera razón. Ahora,
sin embargo, yo creo que necesita esto. Por eso le dejo que siga, que esté
tranquilo, que lo alargue cuanto lo necesite. Yo simplemente me quedo a su
lado, sin hablar, sin hacer preguntas, pero a su lado. Para que sepa que estoy
aquí, junto a él.
He tenido que esperar todo el fin de semana hasta este momento, pero me ha
servido para hacer mis averiguaciones. Estoy bastante segura de quién es ese
tal Alex. De hecho, estoy segura al cien por cien.
Cuando suena la campana y acaban las clases del lunes, le pido a Joren que
espere junto a la puerta a que salga Anne. Le hago prometer que no se moverá
de allí hasta que yo vuelva y salgo a la calle, donde varios muchachos charlan
en pequeños grupos mientras que los que pertenecen al pueblo y los que
vienen del campamento se ponen al día y hacen planes para la tarde.
Me quedo plantada en medio de la calle adoquinada, abrumada por el
barullo que se extiende cuando los más pequeños salen en tropel de las puertas
de la escuela. Paseo mi mirada de un grupo a otro hasta que doy con él.
Cuando lo hago, me dirijo en su dirección sin prestar atención a nada más. Es
Alex, el chico que pega a mi hermano.
Irrumpo en el pequeño corro en el que charla despreocupado y capto la
atención de todos con mi violenta entrada. Él me mira, perplejo, igual que los
demás, y no se imagina lo que está a punto de ocurrir.
—¿Te llamas Alex? —inquiero, brusca, y con las cejas alzadas.
Él frunce el entrecejo y se queda en silencio.
—¿Te llamas Alex o no? —insisto, muy malhumorada.
—Sí —contesta. Parece bastante turbado.
Antes de que pueda preguntar nada más, doy un paso al frente y le cruzo la
cara de un derechazo que me hace ver las estrellas incluso a mí. Soporto el
dolor de mis nudillos y contengo las ganas de soltar un alarido. Es bastante
triste que me haya hecho daño dándole un puñetazo a otra persona y prefiero
que ellos no lo sepan. Me muerdo los labios apenas unos segundos, para evitar
que el dolor se vislumbre en mis ojos, y miro a Alex, que yace en el suelo con
una mano en la mejilla.
Me mira, perplejo y afligido, sin comprender qué es lo que sucede. Sus
amigos están tan sorprendidos como él y ninguno se atreve a decir nada. Yo
alzo la cabeza, muy digna, sin que nadie note que duele horrores.
—Esto es de parte de Joren. Vuelve a tocarlo y tendrás que contarle a la
enfermera del campamento que una chica te ha enviado allí hecho pedacitos —
lo amenazo—. Cobarde —mascullo. Doy media vuelta y me alejo de allí con
paso seguro.
El silencio dura apenas unos segundos después de marcharme. Luego,
escucho cómo los chicos estallan en exclamaciones de asombro, risas y
comentarios jocosos. Veo a Joren, que me mira muy quieto, con los ojos como
platos y con Anne a su lado.
Me acerco a ellos y, cuando estoy segura de que nadie me ve, sacudo la
mano derecha en el aire y hago una mueca de dolor. Yo también debería
aprender a pegar antes de ir dando consejos por ahí.
—¿Nos vamos? —les pregunto.
—¡Ka ha pegado a un chico! —grita Anne, emocionada.
—¿Por qué lo has hecho? —quiere saber Joren, realmente confuso.
—Porque primero te pegó a ti —le explico—. No le habría pegado si no lo
hubiera hecho.
Con Joren no se pueden dar las explicaciones a medias, no hay que dejar
nada al azar. Estoy segura de que no se le ocurriría ir pegando por ahí a la
gente, pero por si acaso…
Joren permanece en silencio y parpadea. Mira por encima de mi hombro y
supongo que está fijándose en Alex. No hay regocijo, felicidad o satisfacción
en su expresión. Sin embargo, veo algo en sus ojos azules.
Se queda pensativo unos instantes. Después, desvía la mirada hacia mí.
—Los hermanos mayores cuidan de los pequeños —deduce, y eso me
arranca una sonrisa.
—Exactamente. Vámonos —respondo y los apremio.
Capítulo 9. Hecha una estampa
Cojo a Anne de su manita rechoncha y los tres echamos a andar cuando
alguien nos sale al paso y se planta frente a mí, impidiéndome avanzar.
—Hola —saluda animado el recién llegado.
Doy un paso atrás, tomada por sorpresa, y abro mucho los ojos cuando me
doy cuenta de quién es: el chico destripalibros, o el chico de la rubia. Ambos
apodos me valen por el momento.
—Hola —contesto y paso a su lado, sin detenerme. Él no desiste y echa a
andar con nosotros.
Nos sigue de cerca y, esta vez, se dirige a Joren cuando habla.
—Vaya, muchacho. Te han dejado la cara hecha una estampa —comenta en
un perfecto alemán.
Joren se para en seco. Se queda callado y se lleva las manos al rostro. Lo
toca como si no lo reconociera y se agarra las mejillas con tanta fuerza que
temo que se vaya a hacer daño.
Suspiro y me pongo delante de él para llamar su atención.
—Es una forma de hablar; una metáfora. Tu cara no es una estampa —le
explico, impaciente.
—¿Qué es entonces? —inquiere Joren, alarmado e inocente.
El joven nos observa, curioso y sorprendido. Y me extraña que no esté
desternillándose de risa. Yo lo haría si no estuviera tan alterada por haber
pegado a un chico tres años menor que yo. ¿Seré una mala persona?
—Tu cara es tu cara —le digo, nerviosa y hastiada—. Sigue igual que
cuando has salido de casa. Las caras no cambian. Te lo prometo.
—Lo sé —contesta y baja las manos.
Alzo la vista y miro al desconocido.
—¿Quieres algo? —Me abstengo de explicarle la escena que acaba de
presenciar. Intento parecer amable, pero mi tono de voz es apremiante. Espero
que comprenda que tengo un poco de prisa por largarme de aquí cuanto antes.
—Te iba a preguntar a qué ha venido eso, pero me parece que ya lo entiendo
—responde, sonriente, y echa un vistazo rápido a Joren para volver a dirigirse
a mí—. ¿Te ha dolido mucho?
—¿Cómo dices? —pregunto.
—Seguro que los demás estaban demasiado ocupados viendo cómo
tumbabas a ese pobre chaval, pero yo he visto lo mal que has colocado la
mano. —Sonríe y al hacerlo, enseña unos dientes blanquísimos. No puedo
evitar fijarme en que le sale una arruguita muy sexy en la comisura de sus
labios y me ordeno a mí misma dejar de mirarle la boca—. Aunque he de
reconocer que ha estado bien.
A los ojos, Ka. Míralo a los ojos.
—Los hermanos mayores tumban a los pobres chavales que intentan
convertir la cara de los hermanos pequeños en cromos —interviene Joren, muy
seguro de lo que dice.
Intento reprimir una carcajada y deseo que Joren no lo haya notado. No le
gusta que se rían cuando él no entiende por qué. En realidad, si lo piensas,
todo lo que ha dicho tiene mucha lógica; no ha hecho más que usar las mismas
palabras que le ha escuchado decir a este chico, aunque creo que ha alterado
un par de conceptos…
El joven que nos sigue es sorprendentemente más serio que yo y no hace
más que sonreír ampliamente, morderse los labios y darle la razón con la
cabeza.
—Eso es cierto.
Anne contempla la escena sin entender nada y tira de mi mano
recordándome que debemos seguir andando.
—¿Te gustan los aviones? —pregunta Joren de pronto. Y es una suerte que
haya hecho esa pregunta porque, normalmente, empezaría a hablar sin hacerlo.
Hace poco aprendió que esa es una de las reglas de las interacciones sociales.
Aunque le importe un comino lo que opine la otra persona, tiene que escuchar
su opinión —o fingir que lo hace—.
Vaya, parece que este chico le ha caído bien.
Él me mira, interrogante, y yo sacudo la cabeza con la intención de
advertirle. Me ve y, sin embargo, se vuelve hacia él y le da la peor respuesta
posible.
—Me encantan.
Me llevo la mano a la frente y me preparo para lo que viene.
Entramos en un monólogo interminable acerca de la invención de los
aviones, de su evolución a lo largo de los años, de los modelos actuales que
más le fascinan, de sus características técnicas… Yo no entiendo nada de nada
y apostaría algo a que este chico, a cuya lista de atributos he añadido
paciente, tampoco. Aun así, escucha atento, sin perder detalle, e interviene de
vez en cuando para expresar su admiración.
Joren habla y habla. No deja de hacerlo. Tiene para rato, y cuando
divisamos la valla del campamento, da la impresión de que no ha hecho más
que empezar. Me detengo, estoica y me quedo observando a los dos
muchachos. Espero a que uno de los dos se dé cuenta de que deben despedirse.
Cuando me percato de que el chico no lo interrumpirá y de que Joren no
tiene intención de prestar atención a nada más, carraspeo y les corto
bruscamente. No hay otra forma de hacerlo con mi hermano.
—Tenemos que entrar, Joren.
—Yo me quedo un rato más. Id vosotras. —Sacude la mano en alto, sin ni
siquiera mirarme y señala el campamento.
Río y me giro para mirar al joven. Sí que le ha caído en gracia. Avanza
hacia mi hermano y hace el amago de pasarle un brazo por los hombros, pero
me ve sacudiendo la cabeza enérgicamente y enarcando las cejas y deja caer el
brazo. Frunce el ceño, sin dejar de mirarme, y ladea la cabeza, pero
comprende que ahora no es el momento de dar explicaciones y vuelve a
adoptar una expresión natural. Si es que esas facciones perfectas pueden ser
naturales.
—¿No tenéis el resto de la tarde libre? —quiere saber y sus ojos siguen
fijos en mí.
—Sí —contesta Joren—. Quedémonos un poco más. Aunque tú te puedes ir,
Ka.
—Ka —repite el chico al conocer mi nombre, con voz suave y asintiendo
para sí mismo.
—¡No pienso dejarte solo, canalla! —río, fingiendo estar indignada.
Joren arruga un poco la nariz al escuchar cómo lo he llamado, pero no dice
nada.
—Entonces quedémonos todos —propone el chico. Se encoge de hombros y
esboza una media sonrisa—. Conozco un sitio donde estaremos a gusto.
Entorno los ojos —ciertamente divertida por su insistencia— y decido
ponerlo a prueba.
—O podemos dejar que Joren se quede aquí cuidando de Anne y tú y yo nos
vamos.
El joven ensancha su sonrisa de perillán y me sostiene la mirada con sus
increíbles ojos oscuros.
—Qué mala eres, Ka. Yo quería que fuéramos todos.
—¡Sí, Ka! ¡Esas cosas no se hacen! —vocifera Joren, enfadado.
Abro la boca, un poco sorprendida, y contengo la risa. Intento captar su
atención, aunque ya no me está mirando, solo anda de un lado a otro, nervioso.
La idea de que me vaya con su nuevo amigo mientras él cuida de Anne debe de
inquietarlo mucho.
—Era broma, Joren. No íbamos a dejarte aquí.
—¡Que no entiendo tus prostitutas bromas! —brama y se detiene con los
brazos extendidos.
Me muerdo los labios, pero la risa es incontrolable y estallo en carcajadas.
Me doblo sobre mí misma y me agarro el estómago incapaz de parar. Anne se
ríe también, por inercia. Dudo mucho que haya entendido algo.
—¿Qué? —protesta, cada vez más furioso.
El joven ha dejado escapar una risita, pero se mantiene mucho más sereno
que yo.
—Se dice putas —le explico, entre risas. No puedo evitar cuestionarme si
debería enseñarle esas cosas. ¡Qué diablos! Tiene catorce años, claro que
tiene que saber cómo decir tacos.
—Es lo mismo. Putas y prostitutas significan lo mismo —me contradice y
niega con la cabeza, sin comprender.
Se me saltan las lágrimas y me las enjugo mientras intento ponerme recta y
parar antes de que se enfade aún más conmigo.
—Vale, Joren. Es lo mismo.
Capítulo 10. Único
El chico, cuyo nombre aún desconozco, estaba en lo cierto. La verdad es
que es un sitio bonito. El cielo continúa gris: varios nubarrones oscuros
amenazan con descargar una tromba de agua en cualquier momento. A lo lejos,
a kilómetros de aquí, se puede ver cómo una sobrecogedora cortina de lluvia
cubre la inmensa llanura verde que se extiende ante nosotros.
Detrás, hay un pozo de piedra como el de la plaza, solo que un poco más
grande. Parece que lleva en desuso mucho tiempo y el cubo que debería servir
para subir agua tiene la madera carcomida y el hierro oxidado.
Huele a lluvia, a ese instante justo antes de que rompa a llover. Y en
conjunto, las vistas, el aroma, la paz que transmite este lugar… es todo
realmente hermoso.
Joren y el chico han ido a caminar por los alrededores, y yo no he puesto
objeción alguna, pues la conversación acerca de los aviones sigue en pie.
Cuando los veo regresar, sonrío. El chico sube por la ladera sin dificultad
alguna, mientras que mi hermano lo sigue de cerca jadeante, sin dejar de
hablar ni por un solo momento. No veo aburrimiento en la expresión del joven,
ni la súplica implícita para que yo obligue a callarse a Joren, a la que tan
acostumbrada estoy.
Normalmente, cuando alguien ha intentado ser amable con mi hermano, ha
acabado mirándome de ese modo, como diciendo: «eh, he sido bueno un ratito,
pero ya está, ¿de acuerdo?». Por eso Joren no tiene amigos, además de mí,
claro, que soy su mejor amiga, aunque él ni siquiera sea consciente de ello.
Este chico, sin embargo, le presta atención con interés, con respeto, sin
interrumpirlo ni una sola vez.
Aun así, aunque mi hermano sea especial, tampoco hay que dejarle hablar
todo lo que quiera. Él también debe aprender a controlarse.
—Eh, Joren. Frena el carro, ¿de acuerdo? —le digo, dulce, cuando tengo a
los dos frente a mí.
Joren me mira desde arriba, perplejo, y el chico se sienta a mi lado.
Profiere un leve suspiro por el esfuerzo.
—¿Es una metáfora o algo así? —pregunta Joren, rápido.
—Una frase hecha, más bien. En este contexto quiere decir que ya has
hablado suficiente sobre aviones por hoy.
Mi hermano ladea la cabeza y me da la sensación de que está a punto de
protestar, pero no lo hace. En lugar de eso, se sienta frente a mí y pierde la
vista en algún lugar del horizonte, taciturno. No quiero saber en qué diablos
está pensando.
Anne se pone en pie de repente y grita que se marcha a buscar bichos. Yo
me estremezco preguntándome dónde piensa guardarlos, pero dejo que se
vaya. Cuando lo hace, siento la mirada del joven, que se ha sentado a mi lado,
clavada en mí.
—¿Y tú cómo te llamas? —le pregunto sin vacilar, consciente de que,
cuanto más tiempo deje pasar, más extraño será hacerlo.
—Derek —contesta, sonriente.
—Encantada. Yo soy Ka.
—Ya lo sabía.
—Y mi hermano se llama Joren. La pequeña se llama Annemette; la
llamamos Anne.
—¿Decirme todos sus nombres va a hacer que te sientas mejor por no
haberme preguntado el mío hasta ahora?
Sé que pretende hacer que me avergüence, pero lo tiene bastante difícil.
Miro al frente, donde mi hermano sigue abstraído en su pequeño mundo
particular.
—Tampoco he tenido ocasión de hacerlo —contesto, resuelta—. No iba a
interrumpir mientras hablabais.
Ambos miramos a Joren, que ni siquiera está prestándonos atención. Parece
que no esté aquí, que esté lejos, muy lejos. Entonces aguardo la pregunta,
espero a que diga las dos palabras que tanto daño me hace escuchar: «¿qué
tiene?». Pero no lo hace. Derek no comenta, opina o pregunta nada.
Todo el mundo tiene la imperiosa necesidad de saber qué es eso que lo hace
tan diferente del resto. Necesitan un nombre, un diagnóstico. No comprenden
que el hecho de que Joren no sea igual a los demás no nos convierte al resto en
personas iguales. No existe nadie, absolutamente nadie, igual a otra persona. Y
si todos somos diferentes… ¿qué sentido tendría poner etiquetas? Quizá Joren
se aleje más del patrón por el que, más o menos, todos nos regimos, pero eso
solo lo hace increíblemente único y especial.
—Os parecéis mucho —comenta.
Asiento, sin responder. Es cierto lo que dice.
—Aunque no seáis mellizos ni gemelos.
Me vuelvo hacia él, alerta, y aguardo.
—Por la conversación de la plaza he deducido que es tu hermano menor. Y,
después, entre el bombardero de picado Junkers no sé qué y el caza
Messerschmitt Bf ciento no sé cuántos, me ha dicho que tiene catorce años.
Sostengo su mirada, inmutable, sin dejar que adivine que me ha puesto
nerviosa. Me quedo en silencio, cauta, intentando averiguar a dónde quiere ir a
parar.
—¿Cuántos años tienes?
—Casi quince —contesto, rápida, sin titubear.
—Él tiene casi quince —replica, tan rápido como yo.
Nos quedamos unos segundos mirándonos y acabo mordiéndome el labio sin
darme cuenta. ¿Qué le importa a él cuántos años tengo? ¿Supondrá un
verdadero peligro que él se entere de que soy mayor?
—Nací unos minutos antes —le suelto, seria.
Derek ríe y aparta la mirada. Echa la cabeza hacia atrás y se pierde en el
gris oscuro del cielo.
—Buen intento.
Sonrío también. Cojo aire y lo dejo escapar, despacio.
—Falsificaron mi pasaporte —le confieso. Aunque no es tan difícil hacerlo
sabiendo que él ya estaba enterado—. No tengo que preocuparme de que vayas
contándolo por ahí, ¿verdad?
—¿De qué hablas? No eres la única. Todo el mundo ha hecho trampa.
Me vuelvo hacia él, con la cabeza apoyada en las rodillas.
—Como la rubia —se me ocurre decir, de pronto.
Se gira despacio, confuso, hasta que parece entender a quién me refiero.
—Sí. Ella también.
—Por curiosidad, ¿cuántos años tiene?
Me mira, divertido, al tiempo que enarca una ceja oscura.
—¿Te interesa más conocer su edad que la mía?
Pongo los ojos en blanco.
—¿Cuántos años tienes tú?
Se ríe. Tiene una risa preciosa, ligera y contagiosa.
—Diecinueve. Ella dieciséis. ¿Y tú?
—Diecisiete.
Asiente, pensativo, y tengo la sensación de que está a punto de decir algo
cuando Joren nos interrumpe. Estaba tan convencida de que estaba en su
mundo que me sobresalto cuando me percato de que sigue aquí, con nosotros.
—¿Qué quiere decir en otro contexto?
Sacudo la cabeza.
—¿Qué?
Joren chasquea la lengua, como si le molestara que no pudiera leerle la
mente y seguir la peculiar y extraña lógica de sus comentarios.
—Frenar el carro. ¿Qué más quiere decir además de «ya has hablado
suficiente de aviones por hoy»?
Parpadeo y me froto la sien. Así que eso era en lo que estaba pensando tan
concentrado…
—Por lo general significa que vayas más despacio y que no te precipites.
Mueve la cabeza, satisfecho, y vuelve a abstraerse, probablemente mientras
reflexiona sobre su nuevo hallazgo.
Derek me mira y sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa.
Capítulo 11. La equivocación
Por mucho que Derek insistiera en mi falta de interés por él, hay algo que sí
despierta mi curiosidad; lo que más deseo saber es qué clase de relación tiene
con la rubia. Ni siquiera sé por qué me importa o si debería importarme. Pero,
por lo poco que conozco de los dos, puedo asegurar que son personas
totalmente opuestas. ¿Qué hacían juntos aquella noche, además de lo que es
obvio?
He tenido la oportunidad de coincidir con ella en clase, en las duchas y en
los dormitorios. Y cada vez que abre la boca para decir algo estúpido deseo
que se muerda para que se envenene a sí misma. No ha parado de quejarse de
Anne y de sus pesadillas, cuando se despierta en medio de la noche llorando.
También ha hecho algún que otro comentario cruel acerca de Joren y se ha
metido con otros tantos aquí dentro. No es que sea una persona especialmente
querida, pero a ella parece no importarle en absoluto.
A pesar del golpe de advertencia a aquel muchacho, la situación de mi
hermano no ha cambiado mucho. Hoy, en el comedor, lo estaba esperando en
una mesa junto a Anne cuando varios chicos se han acercado a él para
empujarlo y tirar su bandeja al suelo. Ni siquiera he visto quiénes han sido,
solo he podido girarme a tiempo, junto con el ruido que ha hecho su comida al
caer, para verlo de pie frente a todo ese desastre sin saber qué hacer.
Observarle con la vista fija en sus pies, los hombros caídos y la comida
desparramada a su alrededor ha hecho que se me encogiera el corazón. En
cuanto he reaccionado he corrido hasta donde estaba y he recogido todo el
desastre mientras él me miraba con cierto aire de derrota en la mirada.
Una de las cuidadoras también se ha dado cuenta de lo que ha pasado.
Aunque ella no ha interpretado que le han tirado la bandeja, sino, más bien,
que él la ha dejado caer en un descuido. Yo, antes incluso de que Joren me lo
confirmara, ya sabía que no había sido así.
Hemos limpiado el desastre entre la cuidadora y yo y las encargadas de la
cocina le han dado una bandeja nueva a mi hermano, pero su expresión de
desaliento no ha desaparecido solo con eso. Y lo que más me duele es que no
puedo hacer nada para cambiarlo. Ni si quiera sé quiénes han sido y él
tampoco ha querido o ha podido decírmelo.
Por eso me encuentro aquí, permitiendo que algo de aire fresco entre en el
ambiente viciado del pabellón y refresque la estancia. La mayoría de las
pequeñas duermen, incluida Anne. Son las que más ganas tienen de hablar,
saltar y reír sobre las camas, pero también son las primeras en caer rendidas
después del ajetreo de todo el día.
El viento es frío, casi helador. Lo siento en mis labios agrietados y en mis
pómulos enrojecidos. Llevo el pelo oscuro recogido, y cada vez que siento la
brisa en la nuca, me estremezco y se me eriza el vello.
Sin embargo, necesito pensar, aclarar las ideas e idear alguna solución para
lo que le está pasando a Joren. No es la primera que vez que tiene que pasar
por esto y, precisamente por ello, quiero hacer que paren cuanto antes. Debo
cuidar de ellos, debo protegerlos. Anne está bien, al menos la mayor parte del
tiempo, pero él… No dejo de pensar en que si estoy aquí, es precisamente
para evitar que sucedan este tipo de cosas y que, aun así, estoy dejando que
ocurran.
Siento un dolor agudo muy por debajo de las uñas y me doy cuenta de que
me estoy aferrando al alféizar de la ventana con mucho ahínco. Relajo los
dedos y los estiro varias veces para hacer que desaparezca el entumecimiento.
De pronto, escucho un sonido proveniente del lado oeste de la calle de
nuestro pabellón y meto la cabeza dentro inconscientemente. Luego, aguzo el
oído y me doy cuenta que la voz es la de una chica que ríe. Me asomo de
nuevo y pongo los ojos en blanco cuando compruebo que es la rubia, que
vuelve de una de sus correrías.
Me pego un poco al marco de la ventana, para que no me vea, cuando
descubro a su acompañante. La escena de la primera semana se repite. Derek
la acompaña hasta la ventana, le tiende la mano para subir y se queda con las
manos en los bolsillos mientras ella le dice algo con su voz cantarina.
Puede que sea la distancia a la que estoy o sea solo mi imaginación, pero
tengo la sensación de que Derek está aburrido. No hay expresión en su rostro.
Simplemente esboza una sencilla sonrisa que parece forzada y aguarda a que
ella se despida.
Al cabo de unos segundos, ella vuelve dentro y yo permanezco allí, mirando
al joven.
Se gira hacia donde estoy y no me esfuerzo por ocultarme. Me quedo de pie,
sin inmutarme, permitiendo que el viento me provoque un escalofrío. Derek
alza la mano y me saluda con un levísimo gesto. Yo lo imito y me quedo allí
hasta que desaparece en la oscuridad del campamento.
Cuando entro al pabellón y cierro la ventana, me siento extrañamente
irritada. Además de la frustración por la situación en la que se encuentra mi
hermano, la ansiedad mientras espero la respuesta de mi familia y la
resignación por tener que quedarme en este campamento, me siento
irremediablemente irritada por lo que acabo de ver. Y eso me enfurece; me
molesta que me moleste.
Hoy amanece nublado, para variar. Anne se ha sentado con otras niñas del
pabellón en la mesa contigua. Me siento sola y espero a que Joren aparezca
por la puerta. Sin embargo, los chicos no dejan de llegar y él no está entre
ellos.
No le digo mi hermana que voy a salir un momento; está bien atendida y ni
siquiera se dará cuenta.
Salgo del comedor y dos cuidadoras que charlan fuera me dedican una
mirada, pero no dejan de hablar entre ellas. Sigo adelante, curiosa, hacia el
pabellón masculino y echo a correr cuando veo qué ocurre.
Joren es arrastrado por dos cuidadores mientras una mujer los sigue de
cerca intentando calmarlo. Lleva una agenda entre las manos y parece
preocupada. Los alaridos frustrados de mi hermano se escuchan desde aquí.
Protesta, grita y casi gruñe, insoportablemente abrumado. Me acerco corriendo
y me detengo frente a ellos para obligarlos a detenerse.
—¡Eh! —Mi primer instinto es dar un empujón a uno de los hombres que se
lleva a mi hermano, pero la cuidadora me agarra del brazo y me aparta,
conciliadora—. ¿Qué estáis haciendo? —les increpo alterada.
—Lo llevamos al médico —me explica la mujer. Tiene el moño rubio
deshecho y se le ha corrido un poco la máscara de las pestañas—. Ha sufrido
una crisis nerviosa —me informa con un tono de voz más bajo y se acerca a
mí, como si me hablara con complicidad.
Miro a Joren, que ha dejado de gritar por unos segundos, pero que no deja
de revolverse. Gimotea inquieto e intenta que dejen de agarrarle de los brazos.
—No necesita ir al médico —les digo—. Que lo llevéis a la fuerza solo lo
empeorará.
Ella me pasa una mano por los hombros y me lleva un poco más adelante.
Le echo un vistazo por encima del hombro, inquieta, y no dejo de mirarlo
mientras ella me habla.
—Con el tratamiento adecuado tu hermano no tendría esos episodios, lo
sabes, ¿verdad?
Niego con la cabeza enérgicamente y recuerdo la conversación que tuve con
Lise antes de venir. El corazón me late a mil por hora y puedo sentir cómo
tiembla todo mi cuerpo. No sé cómo enfrentarme a esto, no sé qué hacer para
que no se lo lleven. No puedo dejar que esto suceda.
—No. No es cierto. Solo necesita relajarse. ¿De acuerdo? —Me separo de
ella y me acerco de nuevo a él. Lo agarro del mismo brazo por el que ya lo
tienen sujeto y tiro para liberarlo—. Yo lo solucionaré. Hablaré con él. A mí
me escucha —le digo, suplicante, y me aferro con fuerza a mi hermano.
Aprieta los labios y frunce el ceño, pensativa. Finalmente, suspira, asiente
con la cabeza y hace un gesto a sus compañeros para que suelten a Joren.
—La próxima vez tendremos que llevarlo para que lo diagnostiquen. No
queremos haceros ningún mal, es por su bien.
Muevo la cabeza arriba y abajo fervientemente.
—Gracias —respondo. Tiro de Joren y me lo llevo lejos de aquí a
trompicones. Él protesta y lloriquea para que lo suelte del brazo, pero yo sigo
arrastrándolo hacia la parte trasera del pabellón.
No deja de gimotear, nervioso, y tengo que pegar más de un tirón para que
me siga. Él se detiene, desobediente, y tengo que hacer una fuerza increíble
para poder llevármelo conmigo. Cuando llegamos, lo suelto con fuerza y lo
arrojo contra la pared.
Él vuelve a quejarse con una mueca y baja la vista hacia sus pies. Respira
con dificultad, se balancea sobre sus talones y parece que intenta relajarse un
poco. Yo, sin embargo, no estoy nada relajada. No sé cómo controlarlo, no sé
qué hacer para que actúe de una forma más natural delante de los cuidadores.
Puedo impedir, en cierta medida, que lo toquen o que lo agobien cuando estoy
con él, pero no puedo hacer nada cuando está solo. Y eso me aterroriza.
¿Cuánto más pasará hasta que vuelva a perder el control y se lo tengan que
llevar a rastras?
—¡¿En qué estabas pensando?! —vocifero.
Él no responde, continúa mirándose los pies. Arruga la nariz, como si mi
voz le molestara, y su impasibilidad me pone aún más nerviosa.
—¡No puedes dejarte llevar de esa manera! ¿Me escuchas? ¡No puedes,
Joren!
Como no me mira, lo cojo del cuello de la camisa y lo obligo a levantar la
cabeza. Me aparta las manos de un manotazo y gira la cabeza para no mirarme
a los ojos. Se los frota con los dedos y tuerce el gesto.
—¡Si vuelves a hacerlo te llevarán con ellos, te drogarán y no volverás a
ser el mismo!
—Déjame —protesta, y se lleva las manos a los oídos. Se los presiona con
fuerza usando las palmas de las manos y continúa sin mirarme.
Lo tomo del rostro, enfadada, cada vez más alterada y frustrada, y le obligo
a mirarme.
—No vuelvas a hacerlo —le advierto.
Él grita, incómodo, como si le estuviera provocando un dolor espantoso. Se
revuelve, pero no le dejo que se libere, continúo sujetándolo.
—¡Déjame! —repite, nervioso—. ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Déjame!
¡Déjame! —vocea, desquiciado.
Entonces, algo estalla en mi interior. Actúo sin pensar, casi sin darme
cuenta. Alzo la mano y le cruzo la cara de un sonoro tortazo.
Joren abre mucho los ojos y se queda paralizado, casi tanto como yo, que no
sé qué acabo de hacer. Me mira, perplejo, y abre un poco la boca, confundido.
Se ha callado y ha dejado de ignorarme, pero lo que veo en sus ojos me hace
desear que siguiera gritando y pataleando como un energúmeno.
Hay tanta confusión y tanto dolor en sus ojos azules que se me parte el alma
con solo verlo. Y más sabiendo que soy el motivo por el que ahora parece un
barco a la deriva. Veo el caos a través de esas dos ventanas abiertas de par en
par que no derraman lágrimas, pero que probablemente estén llorando. Es
descorazonador verlo tan desamparado, tan confuso y tan asustado.
—Joren… —empiezo, con un nudo en la garganta. Pero él no me deja
seguir. Echa a correr no sé hacia dónde.
Me quedo inmóvil, en silencio, sin saber qué hacer e incapaz de mover un
solo músculo. Una fría garra me oprime las entrañas y siento una gran presión
sobre mi pecho, donde mi corazón desbocado late sin tregua.
Capítulo 12. Bajo la lluvia tempestuosa
Ha empezado a llover y estoy empapada de los pies a la cabeza. Mi abrigo
pesa cerca de dos toneladas, sin exagerar, y el pelo se me pega a la cara
constantemente. Mis botas parecen dos estanques y la falda del uniforme se me
adhiere a la piel. Pero me lo merezco. Me merezco esto y más por pegarle a
mi hermano. Ni siquiera sé por qué lo he hecho. Me estaba sacando de mis
casillas, estaba alterada y muy preocupada por él, pero sé que esas no son
excusas suficientes.
Hoy me he saltado las clases y he dicho que me iba a dar un paseo con mi
hermano, para que se relajara. Aun así, no tengo ni idea de dónde está. Llevo
toda la mañana buscándolo y no lo encuentro por ninguna parte. He recorrido
el pueblo de arriba a abajo varias veces; incluso he regresado al campamento
a hurtadillas, sin que me vieran, para asegurarme de que no había vuelto.
Sé que él no es un insensato… casi nunca. Y precisamente por eso me
preocupa que lleve solo tanto tiempo, porque nunca ha cometido este tipo de
locuras. Claro que tampoco nunca antes le había pegado.
Me he internado por una callejuela en la que no había estado antes de hoy.
Es estrecha y tiene cuatro salidas: dos escaleras irregulares que ascienden —
una a mano izquierda y otra a mano derecha— y la propia calle adoquinada
por la que acabo de llegar y que desemboca en una pequeña plazoleta.
Me detengo y me giro para mirar las escaleras de mi izquierda. Es la tercera
vez que inspecciono este lugar y sé que me llevarán a otra calle por la que se
accede a las casas que ahora me rodean. Me abrazo a mí misma, helada de
frío, y contemplo cómo se me escapa el calor del cuerpo por la boca.
Empiezo a temblar y me froto los hombros en vano. Me pregunto qué voy a
hacer si no aparece antes de que anochezca. Se me hace un nudo en la garganta
y me llevo la mano a la boca casi inconscientemente. El corazón se me acelera
y siento que se me nubla la vista.
Esto no puede estar pasando…
No debí pegarle y no debí dejar que se marchara después. Aunque
necesitara espacio, aunque me odiara si le cogiera del brazo y le obligara a
quedarse conmigo, tendría que haberlo hecho. Tendría que haber solucionado
las cosas en el mismo instante en el que pasaron. De haber sido así, de haber
actuado como debía, ahora no estaría buscándole bajo esta lluvia torrencial.
Me tiemblan las rodillas y siento que me fallan las piernas. Doy un paso al
frente y apoyo el antebrazo en la fachada de una de las casas, junto a las
escaleras de piedra que ascienden. Bajo la cabeza y me sumerjo en un mar de
gotas de lluvia y cabellos oscuros que me empañan aún más la visión.
Escucho un ruido a mi espalda, pero muy lejano, como si estuviera al otro
lado de un gran tanque de agua. Percibo todos los sentidos amortiguados y me
siento cada vez más pesada. Me yergo un segundo, apenas uno, y siento cómo
desfallezco y mi cuerpo se precipita al suelo de espaldas.
Todo se vuelve blanco y después oscuro. Pierdo la noción del tiempo y dejo
de saber siquiera quién soy.
De pronto, noto a alguien a mi lado. No sé qué ha pasado, pero estoy
sentada contra la fachada de piedra. La cabeza todavía me da vueltas y no
recuerdo haberme incorporado después de haber caído.
Recupero la visión poco a poco y me masajeo la sien. Cuando levanto la
vista, siento que vuelvo a marearme.
—¿Te encuentras bien? —Derek me mira, arrodillado junto a mí, bajo la
misma lluvia que me cala los huesos.
—Sí. Estoy bien.
Se pone en pie y tira de mí para levantarme y conducirme un par de
escaleras arriba. Me empuja con suavidad contra la pared y se pega a mí. Nos
resguardamos bajo un pequeño saliente que nos protege de la lluvia. Está tan
cerca que siento su cálida respiración contra mi frente.
—¿Se te ha perdido algo? —me pregunta al mirarme desde arriba con sus
ojos marrones.
—Alguien.
Derek sonríe y no entiendo por qué lo hace. Alza la mano y me acaricia la
mejilla con el pulgar para deshacerse de una gota de lluvia rebelde.
—Me parece que puedo ayudarte.
—No lo creo, pero gracias —le contesto, con cierto matiz derrotista en la
voz.
—Joren está en mi casa.
—¡¿Qué?! —grito y me abalanzo hacia él. Lo aferro por los hombros—. ¿Lo
dices en serio?
—Muy en serio —contesta—. Tranquila. Está bien, lleva ahí toda la
mañana. —Suspira—. Si hubiera sabido que te tenía buscándolo por ahí
habría venido a por ti mucho antes.
Sacudo la cabeza.
—¿Puedes llevarme con él?
—Claro que puedo. —Se separa de mí y me siento incomprensiblemente
desilusionada cuando lo hace—. Me tiende la mano para ayudarme a bajar por
los escalones encharcados y yo la tomo para seguirle.
Capítulo 13. La granja
Sigue lloviendo, muy suavemente, lo que provoca un intenso rumor que se
expande. Los pájaros cantan entre las ramas de los árboles y se cobijan de la
fina cortina de lluvia que cae sobre ellos.
Derek vive en una granja en una de las colinas que rodean el pueblo, no muy
lejos de este. Subimos en silencio, arrullados por el murmullo de la lluvia.
Cuando llegamos, me detengo frente a una puerta de madera y aguardo a que él
pase primero. Lo miro con inseguridad mientras él hace girar el pomo de la
puerta y deja que se abra lentamente sin llegar a soltarlo. Se echa a un lado y
sujeta la puerta para invitarme a entrar. Miro nerviosa mis botas empapadas y
él les quita importancia con un gesto.
Entro con las manos cruzadas ante mí, vacilante. No hay vestíbulo, entramos
directamente al salón. Un aroma acogedor y un calor reconfortante me invaden
en cuanto Derek cierra la puerta que deja el frío punzante al otro lado.
No necesito que él me guíe para encontrar a mi hermano. Está ahí, sentado
frente a una mesa de madera junto al fuego que calienta la estancia y las llamas
que crepitan con suavidad. Alza la cabeza, por lo que no parece estar muy
concentrado. Me mira y vuelve la vista al papel cuando se da cuenta de quién
soy.
Dudo antes de seguir adelante. A pesar de que Derek me haya dado a
entender que no importa, estoy calada de la cabeza a los pies y no quiero
mojarlo todo. Doy un paso al frente mientras miro a mi alrededor. Es una sala
de estar enorme, espaciosa y con pocos muebles. A mano izquierda se
encuentra una gran chimenea de piedra, a su lado, una butaca donde descansa
un gato blanco que dormita. Frente a mí hay una pequeña mesa rectangular de
madera y varias sillas a su alrededor.
Las paredes son de piedra y el suelo de madera. A mano derecha hay una
pequeña cocina y algunos armarios desvencijados de colores crudos y ajados.
El único elemento decorativo se reduce a un jarrón sobre la encimera de la
cocina donde descansan unas flores secas.
Más al fondo, a un lado, hay unas escaleras de madera que suben al segundo
piso. Al otro, hay una puerta cerrada pintada de un triste color verde apagado.
—Joren —lo llamo. Deseo que no me obligue a avanzar más y deje todo
empapado a mi paso.
Sigue fingiendo estar concentrado y garabatea algo en un papel que tiene
entre las manos.
—Joren, siento mucho lo que ha pasado —le digo con sinceridad—. No era
mi intención hacer lo que he hecho. —Me froto las manos y aguardo a que
reaccione de algún modo. Soy consciente de que lo tengo bastante difícil—.
Ven conmigo al campamento para que podamos hablar —le pido, casi como si
fuera un ruego. Miro a mi alrededor. Derek sigue detrás de mí, o eso creo,
porque no lo he visto avanzar. Y odio estar mojándole todo el suelo—. Venga.
Espero, cada vez más impaciente, pero Joren no parece dispuesto a decir
nada aún. Me abstengo de avanzar más y obligarlo a que me mire porque en
esta situación solo empeoraría las cosas. Está enfadado, y con toda la razón.
Si quiero tener una mínima posibilidad de que me perdone, ahora tengo que
respetar su espacio y guardar las distancias.
Siento una mano en mi espalda y vuelvo la cabeza para ver cómo Derek
llega a mi lado y me empuja con suavidad hacia delante.
—Me parece que vas a necesitar un poco más de tiempo.
Sigue empujándome, tirando de mí, mientras yo abro la boca, incapaz de
acertar a decir nada y veo cómo nos alejamos de Joren en dirección a las
escaleras que llevan al segundo piso.
—¿A dónde vamos?
—Voy a darte algo de ropa que puedas ponerte mientras se seca lo que
llevas.
Me gustaría decirle que no importa, que estoy bien, pero no me parece
apropiado seguir mojando su suelo, así que no tengo más remedio que asentir y
seguirlo cuando deja de rodear mi espalda con su brazo y sube las escaleras
hacia uno de los cuartos. Me quedo fuera, mirando con nerviosismo a los
lados, pero sin quedarme con demasiados detalles.
Sale y me tiende una toalla y un par de prendas de ropa perfectamente
dobladas. Yo las tomo y lo miro mientras pasa a mi lado.
—Cámbiate en mi cuarto —me dice, jovial, y se marcha de nuevo hacia las
escaleras. Me quedo allí de pie unos instantes, inquieta. Supongo que se
refiere a la habitación de la que acaba de salir; así que obedezco y entro para
después cerrar la puerta.
La decoración sigue la línea del salón. No hay nada que adorne las paredes,
solo una solitaria ventana que da a las verdes colinas danesas salpicadas de
tímidas flores del otro lado. La cama es pequeña y a su lado se encuentra una
mesita de noche donde no hay más que una jarra con agua y un vaso a medio
beber.
Todo parece demasiado ordenado, como si nadie la hubiera usado desde
hace mucho tiempo. Sobre un escritorio de madera hay una foto en la que me
parece verle a él junto a otra persona. Con la ropa aún entre las manos
húmedas, me agacho para ver de cerca la fotografía y compruebo que es él.
Quizá más serio que de costumbre, pero es Derek. El de al lado se parece
mucho a él y me pregunto si serán parientes.
Decido no husmear más y darme prisa en quitarme la ropa y secarme antes
de que enferme. Cuando me pongo la camisa y los pantalones que me ha dado,
me siento profundamente agradecida. Aunque sigo helada de frío y mi cuerpo
parece un pedazo de hielo, es agradable no estar mojada.
Me ajusto los pantalones como puedo, pues me quedan bastante grandes y es
obvio que son de hombre. Me seco un poco el pelo con la toalla. Luego me
paso el abrigo y la ropa que me he quitado por el brazo y me dirijo al piso de
abajo descalza, con las botas en la otra mano.
Derek está de pie junto al fuego y Joren continúa dibujando sin moverse de
su sitio. Cuando el joven me ve, me acerco y me pide con el brazo extendido
que le dé mis cosas. Se las tiendo y observo, algo incómoda y sintiéndome
fuera de lugar, cómo las coloca sobre el sillón para que se calienten al fuego.
Nerviosa, me estiro el borde de la camisa que me ha dado y le dedico una
mirada de soslayo a mi hermano.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —Me acerco a él y le hablo casi en susurros,
para que Joren no pueda escucharnos.
Derek termina lo que está haciendo, me mira y me hace un gesto con los
dedos para que lo siga. Compruebo, disgustada, que se dirige a la salida, pero
no pongo objeciones. Se detiene en la puerta y me da un par de botas que miro
con recelo.
—Te van a quedar un poco grandes —me advierte al ver mi expresión—,
pero solo será un momento.
Me las calzo sin rechistar y salgo detrás de él cuando asiente satisfecho y
abre la puerta principal. Fuera aún llueve, pero él avanza pegado a la fachada
de piedra, donde el saliente del tejado nos resguarda. Rodeamos toda la casa y
echa una pequeña carrera hacia el edificio de la granja para no mojarse
mucho. Lo imito y me detengo cuando lo veo entrar en lo que parece un
establo.
Me quedo en la puerta y me pongo de puntillas para ver qué es lo que hay
dentro. Todo está bastante oscuro y la languidez del día no ayuda a ver el
interior.
—¿Vienes? —me pregunta y me apresuro a seguirlo.
El suelo está cubierto de paja húmeda y manchada de barro en algunas
zonas. Dentro los olores a estiércol, piensos y animales son fuertes y
penetrantes, y me siento un poco mareada al principio, pero no tardo en
acostumbrarme.
Me acerco a Derek y lo sigo mientras toma un saco del suelo y se dispone a
alimentar a los animales. Hay un par de cerdos, una enorme vaca lechera que
muge al fondo, varias gallinas que cacarean cuando se percatan de nuestra
presencia y algunos conejos enjaulados.
Lo observo todo ensimismada y me olvido por completo de lo que hago ahí.
Contemplo cómo Derek arrastra montones de paja y baldes de pienso de un
lado a otro con total seguridad.
—Es increíble —murmuro, casi sin darme cuenta. Me acerco al corral
donde tiene a los cerdos y los miro, recelosa. Guardo las distancias con
prudencia.
—Apuesto a que nunca habías visto un cerdo de cerca —me dice, sin
detenerse en sus labores.
—Ni de lejos —contesto, sincera.
Lo veo sonreír mientras cierra un saco y aprieta los cordeles que lo sellan
con fuerza. Luego lo levanta por encima del hombro sin dificultad alguna para
dejarlo junto a otro montón de sacos.
—Yo tampoco había visto ningún animal de cerca hasta que llegué aquí —
me explica, tranquilo—. Solo caballos y vacas, y tampoco es que me hubiera
acercado mucho.
—¿De dónde eres? —se me ocurre, de pronto.
—De Berlín —contesta y se detiene un instante para volverse hacia mí,
sonriente. Su expresión es amable, y dos arruguitas se dibujan en la comisura
de sus labios—. Supongo que tú no eres de muy lejos. —Se pasa al danés y
habla con un fuerte acento a propósito. Le devuelvo la sonrisa. Es la primera
vez que lo escucho hablar en otro idioma.
—También soy de Berlín.
Asiente y vuelve a centrarse en su trabajo. Lo sigo por el establo
procurando no pisar bultos marrones de origen dudoso. Durante un rato,
ninguno de los dos dice nada más. Me gustaría preguntarle de qué zona de
Berlín es, cuándo llegó y por qué escapó, pero tengo la sensación de que quizá
mi historia y la de mi familia sea una de las más felices en esta época, y no
quiero arriesgarme a preguntar algo que a Derek le traiga malos recuerdos.
—Joren llegó esta mañana —me informa él y consigue arrancarme de mis
pensamientos—. Lleva aquí desde entonces, pero hasta hace un rato no me ha
dicho que había discutido contigo.
Suspiro, algo relajada. Siento que lo haya invadido de esa manera durante
toda una mañana, pero me alegra saber que ha estado en buenas manos y no
deambulando por ahí.
—¿Cómo diablos sabía dónde vivías?
Él se ríe y se encoge de hombros.
—Eso mismo me gustaría saber a mí. Me parece que se lo ha tenido que
decir alguien del pueblo.
—Siento mucho si te ha…
—No —me interrumpe—. Me lo he pasado bien. De verdad, Ka —me dice,
serio—. Mi tío ha alucinado un poco cuando lo ha conocido, pero no ha
habido ningún incidente. Puedes estar tranquila.
Es extraño, pero escucharlo de su boca hace que me relaje y me sienta algo
mejor. Me rodeo los hombros casi sin darme cuenta, muerta de frío, y él se da
cuenta.
—Tranquila, enseguida termino y volvemos dentro. Si quieres preguntarme
algo antes de entrar, este es el momento.
Lo entiendo y asiento.
—¿Qué habéis hecho todo este tiempo?
—Bueno, Joren no habla mucho así que hemos estado bastante aburridos —
bromea. Coge un cesto de mimbre y me lo tiende. Lo rodeo con mis brazos
como puedo y aguardo mientras veo cómo mete la mano en el gallinero y coge
un huevo para dejarlo en el cesto—. En realidad, hemos pasado la mañana
aquí. Ha estado mirando mientras hacía algunas tareas y después hemos
comido y jugado a las cartas. —Se detiene y frunce el ceño, como si se
acordara de algo—. Parecía que se lo estaba pasando bien, pero de repente ha
decidido que no quería jugar más. —Se encoge de hombros—. Se ha negado
rotundamente a jugar a cualquier otro juego de cartas, así que se me ha
ocurrido preguntarle dónde estabas y me ha contado que os habíais peleado.
Reparo de pronto en algo que ha dicho: ¿no le ha preguntado por mí hasta
hace un rato? Joren se ha presentado en su casa y, sin exigir ninguna
explicación, le ha abierto sus puertas y ha compartido su tiempo con él. Así,
sin pedir nada a cambio, sin preguntarse qué hacía allí.
—Gracias por venir a buscarme.
—Habría ido antes si lo hubiera sabido —contesta y cierra el pequeño
corral.
Me hace un gesto con la cabeza y lo sigo de vuelta a la casa principal. De
nuevo, cruzamos el espacio sin cubrir con una pequeña carrera y llegamos a la
puerta. Derek alza el brazo y coge el pomo para hacerlo girar. Yo lo agarro de
la muñeca, casi sin pensar y le ruego con la mirada que aún no la abra.
—Le pegué —le digo, preocupada, después de un rato.
Siento la necesidad de confesárselo y cuando lo hago, me siento mejor. Él
me mira, tranquilo, y aguarda antes de entrar, pero no retira la mano de la
puerta; tal vez para que yo no me vea obligada a retirar la mía, que se cierne
en torno a su muñeca.
—¿Qué pasó?
Dudo. He sido yo la que ha decidido contárselo. Él no ha hecho preguntas y
estoy segura de que no esperaba que le dijese nada. Pero ahora me está
escuchando y tengo que decidir si le cuento algo tan personal que no solo me
concierne a mí, sino que también incumbe a mi hermano.
—Joren no está hecho para seguir las rutinas del campamento —le explico,
vacilante, y miro las botas que me quedan ridículamente grandes. No sé si
estoy haciendo bien contándoselo, pero siento que necesito hacerlo—. Si sigue
comportándose como hasta ahora, empezarán a medicarlo. No es culpa suya, él
no ha hecho nada malo y me parece injusto. —Me encojo de hombros y vuelvo
la vista a los huevos que llevo en el cesto. Algunos tienen pequeñas plumas
adheridas al cascarón—. No me parece que Joren se porte mal, pero en el
campamento no opinan lo mismo. Y si yo no lo regaño, ellos acabarán
sedándolo. Hoy han estado a punto de llevárselo al médico porque creían que
le había dado un ataque de ansiedad. Me he puesto muy nerviosa y le he
pegado en la cara.
Cuando termino cojo aire y exhalo con lentitud, como si me acabase de
liberar de una pesada carga. Derek no responde enseguida y se limita a
observarme unos segundos antes de hablar.
—Solo te preocupas por él. —Se encoge de hombros—. Un error lo comete
cualquiera. Dale un poco de tiempo y te escuchará. —Me regala una sonrisa y
le doy las gracias con la mirada.
Cuando entramos, Joren está mirando a las musarañas, prueba más que
suficiente de que no está realmente concentrado en el dibujo. Pero, cuando nos
ve, no tarda mucho en volver a agarrar el lápiz y continuar garabateando.
Decido seguir el consejo de Derek; mi hermano solo necesita tiempo. Así
que me siento en una silla junto al fuego y espero allí mientras Joren termina.
El hecho de estar en casa de un desconocido me inquieta y me hace querer
solucionar esto para poder irnos antes de convertirnos en una molestia aún
mayor. Sin embargo, me siento lo suficientemente tranquila como para darle a
mi hermano el tiempo que necesita.
Derek me da una manta y me ofrece algo de comer. Acabamos jugando a las
cartas que mi hermano se ha negado a volver a tocar por algún extraño motivo
que solo él conoce.
Pasamos así la tarde, sin prisa, dejando que el tiempo se dilate; entre largos
silencios, curiosamente nada incómodos, y breves conversaciones banales,
curiosamente agradables.
Capítulo 14. A esto y a las tabas
Joren nos observa con atención desde hace un rato. Se le nota que está un
poco tenso. De hecho, está actuando de forma muy extraña y yo me muero de
ganas por preguntarle qué diablos está pasando por su caótica cabeza ahora
mismo.
Desde que Derek y yo hemos empezado a jugar a las cartas ha ido dejando
el dibujo de lado poco a poco, hasta que ha dejado de prestarle atención para
concentrarse en nuestra partida. A veces lo veo sacudir la cabeza por encima
del hombro y dar pequeños respingos cada vez que gano un turno. Pero no dice
nada. Se limita a mantenerse recto, rígido e inquieto, y a llevarse el puño a la
boca de vez en cuando, como si estuviera sufriendo por la partida.
En un momento dado, Derek deja las cartas sobre la mesa y va al cuarto de
la puerta verde a por leña, para avivar el fuego. Entonces, incapaz de
resistirme, dejo mis cartas también y me giro hacia Joren. Él aparta la mirada,
pero no desisto.
—Derek me ha dicho que no has querido seguir jugando con él. Si tanto te
gusta, ¿por qué no te nos unes? Está claro que estás bastante interesado.
Él me mira y sacude la cabeza con violencia, como si estuviera asustado.
Mira a su espalda de una forma muy cómica, hacia el lugar por el que acaba de
desaparecer nuestro anfitrión, y se acerca para hablarme en susurros.
—La razón me dice que es fisiológicamente imposible morir por jugar a las
cartas, pero, por si acaso, yo no me arriesgaría; no sabemos si es un asesino.
No debes dejar que Derek pierda.
Abro mucho los ojos y cuento hasta tres para serenarme antes de preguntarle
qué narices está diciendo.
—¿Qué? —acierto a decir, simplemente.
—Hazme caso. No le ganes —me advierte.
—¿Por qué? —quiero saber, realmente divertida.
Joren se acerca aún más y me dice, muy preocupado y en apenas un
murmullo:
—Porque todo el que le gana a este juego muere.
Me quedo a cuadros. En ese instante Derek vuelve al salón con varios
tocones de madera entre sus brazos y mi hermano vuelve a apoyarse sobre el
respaldo de la silla. Yo continúo mirándole mientras le doy vueltas al asunto.
Por más que busco un escenario posible en el que algo le haya hecho creer a
mi hermano que morirá si gana a Derek, no soy capaz de dar con él.
Controlo la necesidad de seguir haciendo preguntas para no enfadarlo, y
vuelvo a concentrarme en el juego hasta que, por fin, Joren cede y vuelve a
dirigirme la palabra con normalidad.
A pesar de todo, ha sido una tarde fantástica. Sin embargo, me marcho con
cierto sabor agridulce, pues las horas en las que me he separado de Joren han
sido angustiosas y la culpa por haberle pegado sigue ahí, persistente. Aun así,
el recuerdo de la tarde es cálido y entrañable: el calor del fuego, las palabras
suaves de Derek y la paz que se respiraba en cada bocanada de aire.
Cuando nos despedimos, Joren echa a andar, pero yo me quedo unos
instantes más mirando al joven que nos ha dado cobijo durante todo el día.
—Debes de gustarle mucho para que haya decidido quedarse en tu casa aún
a riesgo de que fueras un potencial homicida.
Derek parpadea y frunce el ceño. Yo río y echo a andar también, sin darle la
espalda.
—No sé qué le has dicho, pero cree que puedes ser un asesino —enarco las
cejas y me encojo de hombros—. Te lo contaré si averiguo por qué.
El muchacho se queda perplejo y yo me doy la vuelta sin darle la
oportunidad de responder. Alcanzo a Joren y sigo andando junto a él, de vuelta
al campamento.
—Cuéntame, ¿qué es lo que me decías acerca de ganar a Derek en las
cartas? —le pregunto, intrigada.
—Que quien le gana a las cartas y a las tabas, muere —me dice, muy serio.
Después, se encoge de hombros como si quisiera quitarle importancia, aunque
es evidente que esto lo inquieta—. Sé que es imposible, a no ser que él los
mate. Y como no lo conocemos mucho, creo que ha sido mejor no
arriesgarnos.
Me abstengo de decirle que he perdido porque soy mala, no porque él
tuviera miedo de que Derek me asesinara, y sigo preguntando.
—¿Qué te hace pensar todo eso?
Joren suspira, exasperado.
Yo río para mis adentros. Qué paciencia tienes que tener con tu pobre
hermana, ¿eh?
—Él me lo ha dicho: «A esto y a las tabas, se murió el que me ganaba».
Me quedo un instante en blanco hasta que lo comprendo y rompo a reír,
descontrolada. Me muerdo los labios y me detengo ante su mirada inquisidora,
que me fulmina. Acaba de perdonarme algo muy gordo, así que no tengo
derecho a reírme de él.
—Lo siento, Joren. Es que es gracioso. No significa que nadie haya muerto
por ganarle. Solo es un refrán. ¿Entiendes?
Asiente, despacio, y entorna los ojos mientras sigue andando, pensativo.
—¿Y qué quiere decir entonces?
—Es una forma de decir que eres el mejor en algo —le explico, paciente.
—Ah.
—Tenías miedo de que me pasara algo, ¿a que sí? —le pregunto, encantada.
—Sí —contesta, y sonrío, enternecida, aunque él ni siquiera me mira.
—¿Me quieres? —le pregunto, divertida.
—No te quiero. Te quiero mucho —me corrige, sin inmutarse.
No se avergüenza de lo que me acaba de decir, ni siquiera parece
consciente de lo que significa para mí que me diga esas palabras. No comparte
este momento conmigo, pero yo lo disfruto igual. Es esa inocencia y esa
dulzura, esa forma simple y sin reparos de decir algo tan fácil, y que al resto
nos cuesta tanto, lo que me hace quererlo con locura.
Lo abrazo sin pedirle permiso y apenas pasan dos segundos hasta que se
revuelve sutilmente para que lo suelte. No me pregunta por qué lo he hecho y
yo tampoco hago más preguntas. Caminamos en silencio hacia el campamento
y voy en busca de Annemette en cuanto llegamos.
Capítulo 15. A pie de página
Cada vez que veo a la chica rubia me pregunto qué diablos ha visto Derek
en ella y me enfado irremediablemente. Es descarada y arrogante, y creo que
el sentimiento de aversión hacia ella en el campamento está bastante
extendido, salvo en un pequeño grupo que parece tolerarla.
Mi popularidad, por el contrario, es nula. De hecho, las personas aquí no
me conocen como Karan, sino como la hermana de Joren; aunque lo prefiero
así. Mi danés es demasiado pobre como para entablar una conversación fluida
con la gente del pueblo, y mejor ni hablamos de intentar relacionarme con los
jóvenes que llegan aquí desde distintos puntos de Europa.
Hoy Joren ha decidido que iría a visitar a Derek. Cuando me lo ha dicho lo
he mirado, frunciendo el ceño, pero he terminado no diciéndole nada. Derek
dijo que se lo había pasado bien con él, y le creo, porque la infinita paciencia
que nos regaló ayer no puede ser fingida. Por eso, lo he dejado ir.
Annemette y yo nos hemos quedado aquí en el campamento viendo llover a
través de la ventana del pabellón de las chicas. En realidad, yo soy la que está
observando el paisaje. Mi hermana ya ha hecho amigas aquí dentro y no ve
nada de malo en quedarse en el pabellón jugando durante horas.
Yo paso la tarde dando pequeños paseos entre las literas y me asomo a la
ventana de vez en cuando. Me sentía un poco mal por haber pasado la tarde
anterior en casa de Derek con Joren mientras Anne se quedaba en el
campamento. Pero ese sentimiento de culpa desaparece a cada pase de pelota
fallido que llega a mi litera y acierta a darme en la cara.
Cuando me resigno a ser una mala hermana por no cuidarla mientras juega,
me levanto, me visto, cojo un paraguas y decido ir al pueblo.
Me encanta el sonido que hacen mis botas en los charcos que se forman en
la calle adoquinada. No veo mucha gente, pues parece que el tiempo invita a
quedarse en casa. Claro que esa gente en su casa tiene cosas, yo en el
campamento tengo a mi hermana y a una jauría de lobos.
Cuando llego al edificio de la escuela me encuentro con la puerta abierta. El
vestíbulo está cubierto por una película de agua y el felpudo está tan mojado
que ni siquiera intento secar la suela de mis botas en él. Dejo mi paraguas a un
lado y camino todo lo despacio que soy capaz para que el sonido estridente de
mis botas rechinando contra el suelo no alerte a medio edificio.
En la segunda planta hay una biblioteca. Es pequeña, y la mayor parte de los
libros son infantiles y están escritos en danés. Pero hay una sección para
adultos y allí me dirijo.
Cuando entro, la bibliotecaria me saluda en danés y le respondo con una
sonrisa. Además de mí, aquí no hay nadie. La habitación es cuadrada y casi
claustrofóbica, con unas estanterías que llegan hasta el techo y que se
amontonan unas contra otras sin apenas espacio entre ellas. Están tan cerca que
es complicadísimo moverme con el abrigo que llevo.
Me paso un rato recorriendo el lomo de los libros con el dedo, leyendo
títulos y sinopsis hasta que, de pronto, uno llama mi atención: Un día de
invierno. Lo tomo de la estantería y lo observo con curiosidad. Me suena
muchísimo y es uno de los poquísimos libros en alemán que he encontrado
aquí. Sin embargo, estoy casi segura de que nunca he escuchado hablar de él y
tengo claro que no lo he leído.
Cuando lo abro por la mitad, para leer una página al azar y comprobar si, en
realidad, ya lo conocía, se me escapa una sonrisa. Descubro el rastro de una
hoja que ha sido cruelmente arrancada y caigo en la cuenta de que es el libro
que vi leyendo a Derek.
Distraída, sin apartar la mirada de él, me muevo hasta una esquina, donde la
pared está desnuda y no hay libros, y me dejo caer al suelo para sentarme a
leer. Ojeo el libro y busco más páginas arrancadas. Me pregunto qué empujó a
Derek a hacerlo y comienzo a leer desde el principio.
Cuando la bibliotecaria me avisa de que pronto cerrará, yo ya he llegado
casi al final. Fuera ha oscurecido y el tiempo se me ha pasado volando. Apuro
los últimos párrafos, ávida por terminar. Intuyo, además, que será uno de esos
desenlaces que te dejan mal sabor de boca, una historia en la que las cosas
acaban mal para ambos protagonistas.
A pesar de las páginas arrancadas no he tenido problemas para seguir la
trama, pero sigo sin comprender por qué lo hizo Derek. Estoy llegando al
final, apenas falta que suceda lo que ya espero, y aunque sepa que no me va a
gustar, quiero descubrir qué y cómo ocurrirá. Pero, entonces, me quedo sin
páginas.
Aquí han sido arrancadas de cuajo tres o cuatro hojas, justo las del final. En
esta ocasión el joven destripalibros ni siquiera se ha preocupado por
arrancarlas como es debido, y ha dejado pedazos de páginas que sobresalen
de la encuadernación.
Busco el final, indignada, cuando, de repente lo veo. Una nota al final del
libro, a pie de página, en el interior de la contraportada.
Está escrito en alemán, con una letra pequeña y retorcida. Parece un
mensaje escrito con prisa y… ¿rabia? Me acerco el libro a los ojos y leo,
intrigada:
Río encantada. Es obvio que ese no fue el final. Después de todos los días
de insufrible agonía que el personaje soporta antes, mientras y después de que
le amputen la pierna, a ningún escritor se le ocurriría decir que había sido un
simple sueño. También estaba bastante claro que ese barco iba a zarpar con
ella a bordo, dejando a su verdadero amor en tierra.
Vuelvo a leer el final improvisado, escrito en un arrebato, y cada vez me
gusta más. Río en voz baja, cierro el libro y lo sujeto contra mi pecho,
sonriendo como una estúpida.
La bibliotecaria me llama bajito y me pregunta en danés si me ha gustado.
Parece sorprendida. Resulta que no es un libro cuyo final haga reír. Yo le
respondo que aun así me ha gustado, dejo el libro en su sitio y me despido
contenta.
Regreso al campamento diez veces más animada de lo que lo he dejado.
Hace un frío horrible, pero al menos ha cesado de llover. Cuando salgo del
pueblo y veo el campamento a lo lejos, avisto dos figuras que entran en ese
mismo instante. Al darme cuenta de que una de ellas es Joren, corro y lo llamo
para que me espere.
Cuando estoy más cerca, no obstante, me detengo. Quien lo acompañaba era
la rubia. Sigue andando hacia delante, indiferente, sin despedirse de él.
Sospecho que encontrarse en la entrada ha sido una coincidencia; no puedo
imaginarla manteniendo una conversación con mi hermano.
—Hola —lo saludo, alegre—. ¿Llegas ahora de casa de Derek?
—Sí —asiente, escueto.
—¿Qué hacías con esa? —le pregunto sin rodeos y la señalo con la cabeza.
—Veníamos del mismo sitio. Íbamos a un paso similar, así que hemos
llegado casi al mismo tiempo. Pero no hacía nada con ella, ni siquiera andar.
Solo compartíamos la calle.
En otras circunstancias habría sonreído por la escrupulosidad de su
explicación detallada, pero ahora mismo hay un hecho demasiado alarmante
como para sonreír.
—¿Venía de casa de Derek?
—Sí.
Espero a que me dé más detalles, pero no lo hará si no le pregunto. Y estoy
demasiado descolocada como para que se me ocurra preguntar algo coherente.
Sacudo la cabeza y sigo a mi hermano, asqueada.
—¿Ha estado dentro de su casa? —Prefiero asegurarme de que he entendido
bien. Con Joren, nunca se sabe.
—Sí, eso es.
Voy a decir algo más, pero decido no pensar en ello, no hacer preguntas y
olvidar el asunto. Al fin y al cabo, a mí no me tiene que importar, ¿verdad?
Nos separamos al llegar a los pabellones y entro enfadada al mío. Me
cambio de ropa, ayudo a Anne y vamos a cenar. Intento no concentrarme en el
mismo tema que me saca de mis casillas. Sin embargo, no puedo dejar de
darle vueltas. Y por mucho que quiera deshacerme de esta sensación irritante,
soy incapaz de hacerlo.
¿Qué diablos le ve?
Capítulo 16. Una historia escrita
Hoy ha salido por fin el sol. Es agradable volver a sentirlo en la piel. Aun
así, el frío todavía no nos ha dejado.
Joren me ha abandonado cada tarde para ir a visitar a Derek. Ambos me dan
un poco de envidia, pues casi seguro que se lo pasan mucho mejor que yo. A
veces me planteo ir con él; a Anne ni siquiera le importa si me quedo a pasar
la tarde con ella o no, ya tiene a sus amigos. Pero, después, recuerdo a la rubia
y se me pasan las ganas.
Estoy luchando contra los insoportables berridos de mi hermana pequeña,
que protesta porque no quiere comerse la zanahoria cocida que hay en su
plato. A mí, personalmente, me da igual si se la come o no. En cuanto nos
hemos sentado en la mesa y ha visto la hortaliza, se ha cruzado de brazos y ha
declarado que no pensaba comérsela. Después, ha empezado a sollozar y a
suplicar que le dejase comer el resto. Así que, atendiendo a su reacción,
supongo que mi cometido ahora es no dejar que coma el resto hasta que acabe
con la zanahoria. Es posible que así lo hubiera hecho mamá…
Estoy mirándola, soportando su mirada desafiante, cuando Joren me llama.
—Toma. —Me giro, desprevenida, y Annemette se vuelve hacia él también,
incapaz de luchar contra la curiosidad.
Cojo la nota que me deja sobre la mesa y la abro, desconcertada. En ella
hay un mensaje escrito con una letra torcida que ya conozco bien.
Han nacido algunos polluelos.
Ven a verlos con Annemette.
Derek
Doblo el papel y frunzo el ceño. Dirijo la vista hacia mi hermano, que ha
dejado de prestarme atención.
—¿Qué es esto?
—Una nota —responde y pone los ojos en blanco.
—Ya sé que es una nota. ¿Cuándo te la ha dado?
—Ayer.
—¿Ayer? —pregunto—. ¿Y qué te dijo?
Joren suspira, deja el tenedor en la mesa y se aclara la garganta.
—No hace falta que lo recites de memoria, por favor —lo interrumpo.
Intuyo lo que pretende.
—Me dijo que te avisara para que vinieras a ver los pollitos recién nacidos
con Anne. Escribió la nota y me pidió que te la diera para asegurarse de que
recibías el encargo.
—¿Y por qué no me la diste ayer?
Se encoge de hombros.
—No lo consideré primordial.
Me abstengo de hacer ningún comentario a eso, cojo aire y le digo a
Annemette que coma, pues sigue cruzada de brazos.
—Joren —lo llamo—. ¿Estos días ha estado yendo la chica rubia a casa de
Derek?
—Si no me das más datos, no sabré a quién te refieres.
—¡¿A quién crees me voy a referir?! Está claro que estamos hablando de la
misma chica que ya estuvo en casa de Derek el primer día que lo visitaste.
—Ah —responde. Si no lo conociera creería que me está tomando el pelo
—. Vino solo un día más.
—¿Y sabes si hoy tiene pensado ir?
Joren medita la respuesta. Después, sacude la cabeza y se encoge de
hombros.
No soy tonta, y puedo presumir de ser una persona que es sincera consigo
misma y que tiene las cosas claras. Lo cierto es que este chico, sencillamente,
me encanta; así que esta nota me tienta. Me apetece mucho ir y ver a Derek,
pero esas ganas son inversamente proporcionales a mi deseo de ver cómo la
rubia tontea con él.
—¿Por qué te preocupa tanto la rubia? —quiere saber mi hermano.
—¡No voy a comérmela! —nos interrumpe Anne, enfurruñada. Tomo su
tenedor, parto la zanahoria y pincho un trozo para dejarlo sobre el plato. Pero
no le presto más atención.
—La rubia no me preocupa.
—¿Y por qué te interesa si va a ir?
—Porque no me agrada como persona —intento explicarle.
—¿Por qué?
—Porque es descarada, estúpida y arrogante —contesto, veloz, y me
avergüenzo un poco de tener una respuesta tan rápida para eso.
—¿Por qué? —insiste él.
—Porque ella… —me detengo—. Porque sí, Joren. Porque lo es. Por cómo
actúa —le respondo yo, impaciente—. Come de una vez, Anne. —Me vuelvo
hacia la pequeña y le enseño el tenedor de forma amenazadora.
—¿Cómo actúa una persona descarada, estúpida y arrogante?
—¡Deja de hacerme preguntas, por Dios! —le pido irritada—. Y tú, cómete
la puñetera zanahoria. —Anne me sostiene la mirada, molesta, y finalmente
acaba cogiendo el pedazo que he cortado y se lo mete en la boca de mal
humor.
Me reclino en mi asiento, cansada, y me froto las sienes. Al final, con rubia
o sin ella, decido que iremos a la granja; sé que a Anne le encantará y siento
que no he pasado suficiente tiempo con ella, así que es una buena oportunidad
para redimirme.
Todavía hoy seguimos caminando. Desde anoche apenas nos hemos detenido
a tomar aliento. Tenemos miedo. Todos escucharon los disparos ayer, pero
solo Joren y yo vimos lo que ocurrió.
Ya he comprendido que no puedo continuar saltando cada vez que creo
escuchar un ruido en el bosque y procuro mantenerme serena mientras me
esfuerzo por no pensar en la granja; aunque no faltan las miradas nerviosas al
camino que dejamos atrás.
Solo Berit me preguntó directamente qué habíamos visto. Ayer no fui capaz
de responder con coherencia y Joren no supo o no quiso explicarlo tampoco.
Me pregunto qué vería él, qué entendería de aquello.
Les he contado que había un soldado, que disparó, que murieron personas,
pero no he podido decir nada más. Ni siquiera creo conservar más detalles. La
noche de ayer la recuerdo borrosa, como pasada por la lente de un sueño,
difusa y caótica.
Acabamos de detenernos cerca de la orilla de un río. Está atardeciendo y el
frío comienza a hacerse notar. Después de llenar las cantimploras, nos
sentamos alrededor del fuego que Erika ha encendido y hacemos recuento de
provisiones.
Nos quedan dos hogazas de pan duro, un pedazo de queso, algunas manzanas
marchitas y varias patatas que usaremos para plantar cuando lleguemos a
donde quiera que vayamos.
Cuando todas nuestras existencias están sobre el suelo, Bibi suelta un
resoplido.
—Vamos a morir de hambre —declara.
—Para morir de hambre deberíamos pasar entre treinta y cincuenta días sin
comer. E, incluso entonces, exactamente no moriríamos por tener hambre, sería
por un ataque al corazón, una arritmia cardíaca, una infección… Así que,
técnicamente, no creo que tengamos muchas posibilidades de morir de hambre
—le explica Joren, inocente.
Alexander mira a mi hermano y se ríe. Tiene una risa bonita, inocente, que
suaviza un poco esa mirada tan dura.
Bibi le hace una mueca despectiva y Joren frunce el ceño, sin comprender
por qué le ha molestado su observación. Él me mira, buscando una
explicación, pero yo sacudo la cabeza, quitándole importancia.
Lo cierto es que me alegra que siga siendo el mismo. Me preocupa un poco
que no haya preguntado, que su curiosidad insaciable no quiera saber qué fue
lo que vio anoche. Pero tal vez sea mejor así. Quizá lo sepa y prefiera olvidar.
Yo también lo haría si pudiera.
—Cuando nos asentemos en algún sitio intentaremos cazar —le dice Erika,
conciliadora.
—¿Y hasta entonces? —inquiere.
—Hasta entonces todos pasaremos hambre —contesto.
—Menos tu hermana —rezonga—. Es la que más se queja por la comida y,
aun así, se la dais toda y le obligáis a comérsela. Si no quiere comer que no
coma —propone y se cruza de brazos—. Más para el resto.
Se pone en pie, coge una cantimplora del suelo y se marcha con sus andares
resueltos.
—Como se muerda, se envenena —me comenta Erika, bajito. Sin embargo,
me parece que el resto también lo ha escuchado, pues Louis enarca
ligeramente las cejas, aunque no dice nada.
Es un muchacho callado. Apenas le he escuchado compartir más de dos
frases con el resto, y en todas las ocasiones he percibido un deje de acento
danés. Aunque a mí tampoco me apetecería demasiado hablar si tuviera que
caminar con muletas durante todo el día. Todo lo que sé de él es que
físicamente no se parece en nada a Derek, tal vez, quizá, sí levemente en su
expresión. Su hermano es rubio, de piel pálida y ojos verdes. No es tan alto
como Derek y también está más delgado.
En cuanto a la forma de ser, solo sé que no es tan despreocupado, ni tan
alegre, ni tan natural como Derek. Aunque volveré a preguntármelo cuando él
sea capaz de apoyar la pierna y el dolor no condicione su humor.
De pronto, percibo un movimiento junto a mí y me vuelvo para descubrir
que Derek se ha sentado a mi lado. Espera un poco antes de hablar; aguarda
hasta que Anne está distraída con Erika y Joren parece interesado en algo que
les cuenta a Alexander y a Berit. Solo entonces gira el rostro hacia mí.
—¿Cómo estás? —quiere saber.
—Cansada, como todos —respondo y me encojo un poco de hombros para
quitarle importancia.
Derek sostiene mi mirada, aunque yo la aparto enseguida.
—¿Quieres hablar de lo que viste anoche?
Sacudo la cabeza sin pensarlo. Solo recordar el momento en el que vi al
soldado de pie frente a la puerta hace que un terror gélido me invada.
¿Qué habría pasado si nos hubiera visto? ¿Qué habría sido de mi hermano si
no hubiese llegado a tiempo?
—Hay cosas que es mejor mantenerlas bajo llave.
—Si puedes con ello, sí. Si crees que necesitas compartirlo…
—Lo sé —lo interrumpo—. Sé que puedo hablar contigo. Pero prefiero
olvidarlo.
Cierro los ojos unos instantes y Derek me concede unos segundos antes de
volver a hablar.
—¿Joren también lo vio?
Asiento.
—¿Pero sabe qué vio?
Cruzamos una mirada.
—Sinceramente, me gustaría pensar que no —confieso, y miro a mi hermano
de reojo—. Pero es listo —añado, y no necesita más para comprender.
Esta mañana, cuando supe que dormiríamos entre cuatro paredes que nos
resguardarían del viento, no era consciente de lo que iba a agradecer el calor
de la cabaña.
Después de que Joren y Derek llegaran del lago, hemos cerrado la puerta y
no la hemos vuelto a abrir más. Nos hemos asegurado de que todas las
ventanas estuvieran bien cerradas y hemos colocado paños en las ranuras para
impedir que se escapase el calor.
Yo ya me he secado y estoy vestida, pero el frío no ha terminado de
abandonarme por completo. Nos hemos reunido frente al fuego del hogar, cada
uno con una rama larga y varios pedazos de pescado crudo que acercamos al
fuego para que se asen. Cocinarlos en la chimenea es más complicado y lento
que hacerlo en una hoguera, pero llueve ya desde hace un rato y encender fuera
un fuego es imposible.
Mi hermano y Derek no han encontrado ni rastro de la persona que se ha
llevado mi ropa, pero mis pantalones han aparecido no muy lejos de la orilla
del lago.
—Seguro que se los ha llevado un animal —dice Louis con ese acento que
lo caracteriza. Lo escruto con atención. Tengo mis teorías acerca de por qué no
habla alemán tan bien como su hermano; aunque tengo la sensación de que
ahora no es un buen momento para pensar en ello.
—Sí, una ardilla —bufa Berit y le da un mordisco a un pedazo de pescado
demasiado ennegrecido como para estar bueno.
—Erika dijo que también había zorros y lobos —replica, calmado.
—No, no. Dije que podría haberlos. No sé a qué animales pertenecían las
huellas que seguí. Podrían ser zorros o liebres o…
—Los rastros que deja un zorro son bastante diferentes a los de una liebre
—interviene Berit, combativo.
Erika no responde enseguida, pero lo fulmina con la mirada. Tiene a Anne
en su regazo, y ambas sujetan una rama que desaparece entre las llamas de la
chimenea. Alexander está a su lado. Parece cansado, a punto de rendirse y
cerrar los ojos.
—La próxima vez acompáñame para que puedas ilustrarme con tu sabiduría
—lo reta ella y esboza una sonrisa fingida.
Berit ríe, divertido; en realidad, no es tan irritable y quisquilloso como
aparenta siempre. Sacude una mano en alto, para declinar la invitación y sigue
concentrado en su cena.
Nos quedamos unos instantes en silencio escuchando el sonido del viento
que intenta colarse por las ventanas y del fuego que crepita con intensidad
frente a nosotros.
—¿Y tú qué hacías bañándote desnuda? —inquiere Bibi, de pronto.
—Los que hemos estado limpiando nos hemos ensuciado —contesto.
—Si mañana puedes acercarte al lago sin sentir el impulso de arrojarte a él,
te cambiaré mi puesto.
—¿Qué puesto? —pregunto y alzo mucho las cejas.
Bibi tuerce los labios y sacude la cabeza, airada.
—¿Quién te crees que ha pescado lo que te estás comiendo?
—Joren, Alexander y Louis. Y quizá haya ayudado Anne, buscando
lombrices —respondo, hosca.
—¡Sí, sí! —interviene la pequeña—. Yo las he encontrado todas.
—La verdad es que no has debido bañarte —me dice Erika, con un tono de
voz más suave—. Hace demasiado frío y no podemos arriesgarnos a que nadie
enferme.
—Además ella ya estaba enferma —argumenta Joren.
—No tenemos medicinas —interviene Derek, sentado al otro extremo del
círculo—. Y si alguien cae enfermo, no podremos ayudarle. Es mejor no tentar
a la suerte y que nadie se meta en el lago hasta que empiece a hacer mejor
tiempo.
Desvío la mirada y me centro en el fuego y en mi rama. La hago girar
intentando distraerme. Me siento como una niña a la que todos regañan por
hacer tonterías.
—Sería una pena que murieses por un catarro —comenta Bibi, punzante.
—¡Bibi! —la reprende Erika y noto que mira de reojo a Annemette, aunque
esta no nos hace ni caso.
La joven pone los ojos en blanco y deja su rama en el suelo. Yo continúo
mirando al frente y me planteo la posibilidad de que haya alguien más en el
bosque o que quizá haya sido solo un animal.
Acaba de amanecer. Una fina línea azafranada araña el horizonte con
timidez y se expande en colores violáceos y cárdenos sobre los que vuelan
centenares de aves.
Hoy le ha tocado a Louis hacer de niñera. Tengo mis dudas acerca de cómo
se arreglarán juntos, pero me fío de él; al fin y al cabo, es el hermano de
Derek. El resto nos reunimos fuera de la cabaña, abrigados, y esperamos a que
Berit nos dé instrucciones.
No podemos alimentarnos de lo que pesquemos eternamente; más que nada
porque hay días en los que no pescaremos nada y ya no nos queda pan duro
con el que combatir el hambre. Tampoco podemos contar con las patatas
porque pasará un tiempo hasta que crezcan. Así que hoy vamos a intentar
buscar algo comestible en el bosque y de paso vamos a seguir rastros de
animales y a intentar definirlos con más precisión que Erika.
Aún no nos hemos planteado seriamente cazar ardillas, pero quizá pronto
tengamos que hacerlo si queremos seguir comiendo.
—Nos dividiremos en parejas; cada una buscará en una zona y traerá una
muestra de todo lo que encuentre para que podamos decidir entre todos si es
comestible. Recordad, nada de plantas con salvia lechosa, ni cosas que huelan
a ácido, parezcan amargas o estén llenas de hojas marchitas. Tampoco probéis
ningún fruto que esté dividido en cinco segmentos, ni algo que tenga pelitos en
el tallo. Y, por favor, no cojáis nada que se parezca al perejil.
—Cicuta —adivina Derek. Una nube de vaho emerge por su boca.
Berit asiente y empiezo a envidiar a Louis, que se va a quedar
tranquilamente en casa.
—¿Y si es perejil? —pregunta Joren.
—Todo lo que sea parecido al perejil, ni lo toquéis.
—¿Pero y si no es parecido, y si es perejil? —insiste, persistente.
—En ese caso tampoco cojas el perejil —contesta Berit, paciente.
—¿Por qué? El perejil no es perjudicial para la salud.
—Pero la cicuta sí —responde. Empieza a crisparse.
—Yo no voy a coger cicuta —asegura mi hermano, relajado—. Yo voy a
coger perejil.
—No intentes encontrar perejil. Intenta encontrar otras cosas, ¿de acuerdo?
—insiste Berit.
—¿Y si mientras busco otras cosas encuentro perejil?
—¡Pues no lo cojas! ¡Podría ser cicuta! —grita Berit.
Joren lo mira unos segundos sin decir nada, cauteloso.
—Tranquilo, yo no voy a coger cicuta.
A Erika se le escapa una carcajada jovial y yo miro a mi hermano
horrorizada. Está claro que si ve algo parecido al perejil no va a dudar en
cogerlo.
—Joren, tú haces pareja conmigo —sentencia Berit, autoritario.
Me llevo la mano al pecho sin darme cuenta, aliviada. Al parecer, no solo
yo he sentido la necesidad de proteger a mi hermano y me alegro de que la
única persona que tiene una idea acerca de qué nos puede matar vaya con él.
Siento una mirada clavada en mí y alzo la vista para descubrir que Derek
me está mirando con sus ojos castaños, interrogante. Erika, a mi lado, también
me mira, expectante, mientras se calienta las manos al echar su aliento en
ellas. Dudo unos segundos —apenas unos instantes— y Bibi decide por mí al
pegarse a Derek con una sonrisa.
La joven me dedica una fría sonrisa y yo me vuelvo hacia Erika,
ignorándola.
—¿Nos vamos? —pregunto. Deseo echar a andar para entrar en calor.
—¿Vienes con nosotras, Alexander? —le pregunta a su primo.
Este echa la vista atrás y mira a Joren de refilón. Parece dudarlo, pero
acaba diciéndole que sí.
La mañana es fría y la niebla se extiende entre nuestros pies, lenta pero
inexorable. El ambiente es lúgubre y oscuro, y el rocío del amanecer empapa
los bajos de mis pantalones.
El chico camina por delante de nosotras. Se agacha cada vez que ve algo
interesante y es quien más plantas recoge. Parece entusiasmado con nuestro
cometido.
Cuando regresamos, lo primero que hace es correr para reunirse junto a
Joren y a mí se me escapa una sonrisa mientras los miro. Parece que al chico
le gusta mi hermano. Probablemente lo haya embelesado con sus vastos
conocimientos sobre aviones y con las bromas que hace sin ser consciente.
Capítulo 34. Miedo
Anne y yo jugamos cerca de la orilla del lago. Intento enseñarle a sumar con
las piedras que encontramos por los alrededores. Joren merodea por aquí,
mirando al cielo, buscando, quizá, que alguno de sus preciados aviones lo
cruce rugiendo con sus potentes motores.
—¿Cuatro más cinco? —vuelvo a preguntar y enseño los dos montoncitos
de piedras que he hecho frente a ella. Anne ya ha aprendido que cuatro más
cuatro son ocho, y apenas tiene que pensarlo, pero le cuesta dar un paso más
allá. Llevamos un tiempo jugando a esto y aunque yo insista, ella está más
dispuesta a mandarlo todo al carajo.
—No sé… —berrea, cansada—. Pregúntame cuatro más cuatro. O dos más
dos. Dos más dos son cuatro.
—No, no, listilla. Si te pregunto siempre lo mismo no aprenderás.
Ella se cruza de brazos y refunfuña. Joren se acerca despacio y observa las
piedras que tenemos delante por encima de la cabecita rubia de Anne.
—¿Cuál es el problema?
—Que no sé cuántas hay… —gimotea ella y se revuelve inquieta.
—Pero Anne, si solo tienes que contar —le digo. Empiezo a desesperarme.
—Sé contar cuando son ocho.
—Y hasta bastante más también —la contradigo. Es exasperante.
—¿Sabes contar ocho? —pregunta Joren, intrigado.
Lo miro, recelosa, preguntándome qué se le estará pasando por la cabeza.
Normalmente estas trivialidades no le interesan. La pequeña asiente. Su
hermano mayor ha captado su atención.
—¡Que sabe contar hasta treinta! —le digo—. Lo que pasa es que no…
—Pues ya está, es muy fácil —me interrumpe él, agachándose y cogiendo
una piedra. Lo observo, atónita, mientras la sostiene y la lanza al agua—.
Ahora hay ocho, ya lo verás. Cuéntalas ahora.
Anne aplaude como si estuviera en el circo y lo vitorea, encantada. Yo lo
fulmino con la mirada y la pequeña aprovecha la distracción para salir
corriendo y alejarse antes de que proponga otra operación. Por lo menos,
parece que se ha dado cuenta de que quitando una se quedaba con ocho… algo
es algo.
—Creía que no te gustaban las bromas —le digo.
—Y me siguen sin gustar —confirma él, sin comprender.
—Pues acabas de hacer una. Y me has jorobado el ejercicio.
—¿Ah, sí? ¿He hecho una broma? —inquiere y arquea las cejas, muy
sorprendido. Sonríe, contento, y no puedo evitar hacer lo mismo.
—Que sepas que mañana le vas a enseñar tú —le amenazo y me levanto
para acercarme a Erika, que se ha sentado en la orilla del lago mientras espera
a que pique algún pez.
Me siento con ella sin decir ni una palabra y disfruto del sol, que se abre
paso entre la niebla y acaricia mi rostro con calidez.
Derek y Louis se han pasado el día proponiendo ideas para hacer muebles,
pero todas pasaban por utilizar madera y aunque en estos bosques abunda, no
hay forma de cortarla como es debido. Ahora todos duermen desde hace rato.
Solo queda una débil llama que conservamos cada noche encendida y los
rescoldos incandescentes que brillan en los bordes del fuego.
Me levanto con cuidado, procurando no despertar a Erika y a Anne, que
duermen en este lado del salón, pegadas a la pared como yo, y me acerco de
puntillas hasta el lugar donde Derek descansa, tapado con una manta hasta el
pecho.
Me pongo de rodillas y me aseguro de que los demás también están
profundamente dormidos. Lo zarandeo con delicadeza, para no asustarlo.
Él abre perezosamente los ojos, somnoliento, y antes de que pueda decir
nada, lo beso. Sorprendido, no reacciona enseguida, pero cuando es
consciente de lo que ocurre rodea mi cuerpo con sus fuertes brazos y me
acerca más a él, bebiendo del beso.
Me separo a duras penas y le hago un gesto con la cabeza para que me siga
cuando me pongo de pie y cojo mi abrigo del suelo. Salgo a hurtadillas de la
cabaña y espero junto a la ventana, hasta que la puerta se vuelve a abrir y sale
también.
Se aproxima hasta mí y mi espalda choca contra la pared cuando me besa
con intensidad.
—Por lo general, no me gusta que me despierten en medio de la noche —me
dice, con voz ronca—, pero si es de esa forma, puedes hacerlo las veces que
quieras. —Sonríe, travieso.
—Tranquilo, no planeaba quedarme despierta hasta tan tarde de nuevo.
—Entonces te despertaré yo —declara.
—Será mejor que no lo hagas. No tengo tan buen despertar como tú.
Derek sonríe y vuelve a besarme en los labios, esta vez de forma casta y
casi apresurada.
—¿Vamos a dar un paseo? —me ofrece la mano y yo la tomo sin pensarlo.
No obstante, tan solo rodeamos el pequeño refugio y nos sentamos junto a la
huerta, apoyados en la parte de atrás de la casa.
Desde aquí ni siquiera podemos ver el bosque. Las estrellas besan la
oscuridad del firmamento, pero apenas distingo su rostro en la penumbra. El
viento sopla con fuerza, y arrastra nubes que ocultan las estrellas
momentáneamente, oscureciendo aún más el paisaje.
Envalentonada, tal vez por la oscuridad que nos rodea, tras unos primeros
instantes de silencio, decido preguntar algo a lo que llevo tiempo dando
vueltas.
—Derek, ¿desde hace cuánto conoces a tu hermano?
Él se gira y me mira, pillado por sorpresa. Sin embargo, sonríe, y no intenta
negarlo.
—¿Cómo lo sabes?
—El alemán no es su lengua materna.
Echa la cabeza atrás y clava sus ojos oscuros en la bóveda celeste, que
brilla mientras las nubes pasajeras le conceden una tregua.
—Tenemos la misma madre —me explica—. Nos conocimos cuando llegué
a Dinamarca.
—Entonces no os conocéis mucho.
—Lo suficiente —responde—. Es mi hermano, con eso me basta.
—¿Y tu madre? —pregunto, deseando no estar resultando muy entrometida.
—También la conocí hace poco. Yo vivía con mi padre en Berlín. Es
militar, me envió con mi madre y mi hermano cuando intuyó que las cosas iban
a cambiar.
Me vuelvo hacia él como un resorte, arqueando las cejas.
—¿Te sacó de Alemania siendo un militar? A mí me parece un motivo de
peso para quedarte allí, con él, con los vencedores.
—Que esté en el ejército no significa que comparta los ideales de los altos
mandos —suspira—. Él está en infantería; no entró en el ejército por la patria,
ni por el honor, ni por nada de eso. Lo hizo porque teníamos que comer.
Supongo que no tenía ni idea de que iban a invadir Dinamarca, de ser así, me
habría enviado más lejos.
—El destino es caprichoso.
—Lo es —coincide.
Quiero saber qué es de su madre, pues aún no me lo ha dicho. Y hasta donde
yo sé, en la granja donde Louis y él vivían ella no estaba. Pero quizá no quiera
hablar de ello y no quiero incomodarlo. Por hoy ya he hecho suficientes
preguntas comprometedoras. Además, puedo intuir qué ha podido haber sido
de ella; tal vez vivieron un reencuentro efímero e interrumpido. Y no creo que
deba ser yo quien le pregunte sobre eso. No quiero reabrir heridas que ni
siquiera han tenido tiempo de cicatrizar.
—Es hermoso cuando no hay nubes —dice de pronto al mirar al
firmamento.
—Me gusta más cuando es de día y no llueve.
—A mí no. Prefiero la noche. —Vuelve despacio la cabeza y me observa
mientras la ladea, sin separarse de la pared que tenemos detrás. Apenas puedo
distinguir las facciones de su rostro y esa es una razón más por la que prefiero
el día, la luz, cuando puedo contemplarlo cuanto quiera.
Derek alza la mano y sus cálidos dedos acarician mi mejilla y van a
quedarse detrás de mi oreja, lo que me provoca un escalofrío que me recorre
sin piedad. Me acaricia el lóbulo de la oreja con el pulgar y me observa sin
pestañear mientras provoca con su mirada que mi corazón lata con violencia.
De pronto alza la cabeza y mira al cielo. Yo lo imito y levanto la cabeza,
curiosa, mirando hacia donde él mira durante unos segundos.
—Tus ojos son muy parecidos cuando no hay nubes.
Lo observo, perpleja y expectante, y espero a que vuelva a mirarme para
seguir hablando. Me señala con el dedo índice, que acaba recorriendo mi sien,
muy cerca del párpado.
—Cuando se dilatan tus pupilas y parece que el negro se entremezcla con el
azul intenso de tus iris, solo si te fijas bien, puedes ver pequeñas motas níveas,
brillantes como estrellas, que forman constelaciones en tus ojos. El universo
está preso en tu mirada, Karan.
Me quedo sin aliento y, a falta de palabras, me inclino para darle un beso
muy suave en los labios. Cierro los ojos y reconozco que su argumento a favor
de la noche es mucho mejor que el mío a favor del día. Quizá después de un
par de noches más así yo también cambie la luz por la oscuridad, que ahora
parece mucho más brillante.
De pronto, se escucha un pesado ruido procedente de los árboles del
bosque. Derek se separa con rapidez y yo también me levanto, alerta, y busco
con ansiedad la procedencia del golpe.
Estrecho los ojos y descubro una pequeña luz entre las ramas, una luz que se
aleja cada vez más, hasta que desaparece casi por completo. Abro la boca
para decírselo a él, pero no es necesario; también lo ha visto.
—Vuelve al refugio, Ka —me dice, antes de salir corriendo hacia el
bosque.
—¡Derek! —le grito, dubitativa.
Lo veo alejarse a la carrera y confundirse con los árboles. La luz se pierde
y supongo que quien quiera que la estuviera llevando la ha apagado. Me quedo
allí de pie, indecisa. Sé que no lo alcanzaré, no soy tan rápida como él, pero
tampoco soy de las que esperan.
Echo a correr también, siguiendo la dirección que ha tomado y no reduzco
el ritmo hasta que me interno considerablemente en el bosque y las frondosas
ramas de las hayas me privan de la poca luz que me proporciona el
firmamento. Tropiezo y caigo de bruces. Por suerte, consigo interponer mis
manos entre mi rostro y el suelo y apenas me resiento por la caída. Me pongo
en pie y decido que es un buen momento para caminar despacio.
Miro a mi alrededor, buscando cualquier indicio de que alguien haya
pasado por aquí cerca, Derek o quienquiera que anduviera por aquí, no
importa. Aun así, si me encontrara con un extraño, no sé cómo reaccionaría.
¿Qué debería hacer? He salido corriendo sin pensar demasiado, creyendo que
a Derek le vendría bien mi ayuda, pero no me he planteado la posibilidad de
toparme a solas con la persona a la que buscamos.
Empiezo a arrepentirme de mi impulsiva decisión y comienzo a mirar las
sombras de los árboles con desconfianza y temor. Aun así, no retrocedo. Sigo
adelante, despacio, atenta a cada sonido, pendiente de cada suspiro del viento,
a la espera de escuchar algo que delate una posición. No sucede nada.
Paciente, me abro paso bosque adentro, sorteando las ramas y saltando las
raíces. Mi abrigo se engancha un par de veces y también mi pelo, que se queda
enredado en las ramas.
Entonces, repentinamente, alguien me agarra por detrás de los hombros y yo
me vuelvo sobresaltada, ahogando un grito.
—¿Qué haces? —susurra Derek, para mi alivio—. Te he dicho que
volvieras dentro.
—Yo no te he contestado que lo haría.
Él no responde, no me dice qué opina de mi decisión, pero no me cuesta
intuirlo. Mira a nuestro alrededor, tenso, y alza el brazo para enseñarme un
objeto alargado. En la oscuridad no soy capaz de identificarlo enseguida. Sin
embargo, parece que emana calor de él.
—¿Es una tea?
Él asiente.
—Aquí había alguien.
Nos miramos con expresión grave, conscientes de cuanto nos rodea y de la
oscuridad que se cierne sobre nosotros en un abrazo protector y amenazante.
Capítulo 38. Alguien en el bosque
Esta noche soy incapaz de dormir. No puedo dejar de pensar en todo lo que
está ocurriendo. No puedo olvidar a Alexander ni dejar de pensar en la ropa y
la misteriosa comida que ha aparecido como por arte de magia. Tampoco
puedo olvidar a Lise y a mis padres. No soy capaz de dejar de recordar que
ahí fuera se está librando una guerra y de preguntarme si los alemanes habrán
llegado ya al pueblo del que escapamos. Probablemente así sea.
Ha pasado la media noche cuando un gimoteo rompe el silencio en el que
todos nos hemos sumido.
Mantenemos la lumbre encendida, que crepita en el interior del hogar y su
luz baña la estancia de tonos anaranjados.
Erika intenta consolar a Alexander y este murmura algo incomprensible
mientras tiembla y se aferra a la mano de su prima.
Todos nos levantamos y nos acercamos a ellos. Berit se coloca tras la joven
y Louis se mantiene en pie, cerca. Yo me arrodillo junto a ellos al mismo
tiempo que Derek, y Joren nos imita.
Solo Anne y Bibi permanecen alejadas. La pequeña duerme en otra
habitación y la joven guarda una prudente distancia mientras mira en nuestra
dirección sin perder detalle, pero sin intervenir.
—Está helado —nos dice Erika—. Ya ni siquiera sabe dónde está.
Berit apoya una mano en su regazo y lo oprime con suavidad.
Su herida está al descubierto. No parece infectada, pero la mancha violácea
de su abdomen ha crecido. Joren tenía razón: tiene una hemorragia interna que
no ha parado por sí sola.
Derek le dedica una rápida mirada a Erika, como si le pidiera permiso, y
acaba bajando el jersey del muchacho. Ahora solo queda esperar.
Alexander deja de intentar abrir los ojos. Su pulso se dispara; no le llega
suficiente sangre al corazón y apenas puede bombearla. Se apaga poco a poco;
todos lo vemos y, sin embargo, cuando deja de respirar da la sensación de que
ninguno esperaba que ocurriese realmente.
Erika rompe a llorar en cuanto ocurre y a mí se me saltan las lágrimas.
Decidimos envolverlo en una manta y enterrarlo en el bosque. Joren elige el
sitio cerca de la cabaña bajo un árbol que deja pasar la luz del sol y permite
que crezcan flores salvajes a sus pies.
Todo es extraño, surrealista. Soy yo quien limpia la sangre del suelo de la
cabaña junto con Louis y quien lleva las ropas ensangrentadas de Berit al río
para lavarlas. También ayudo a cavar en la tierra y veo cómo llevan el cuerpo
hasta allí. Estoy presente cuando Erika intenta decir unas palabras y rompe a
llorar incapaz de seguir.
Nos abrazamos. Lloramos juntos. Incluso Joren no lo soporta más y se echa
a llorar también. Él no deja que nadie lo abrace. Se aleja de nosotros,
enfadado por cosas que le resultan incomprensibles, por la situación y la mala
suerte, y Derek sale tras él para intentar calmarlo.
Vivo todo esto y, no obstante, me cuesta creer que todo esté pasando de
verdad. Me pregunto cómo vamos a superarlo; cómo lo va a hacer Erika. Si
algo les pasase a Anne o a Joren… No. Ni siquiera puedo pensar en ello.
Pasamos el día en silencio llorando su muerte. Nadie tiene ganas de hablar,
no tenemos fuerzas para consolarnos los unos a los otros. Simplemente nos
cobijamos en la cabaña, comemos lo poco que tenemos e intentamos conciliar
el sueño cuando se hace tarde.
En medio de la madrugada, cuando los rescoldos del fuego no son más que
una tenue luz en la oscuridad, una luz que tiñe de colores ocres el refugio,
alguien se acerca hasta el lugar en el que duermo.
Estoy de espaldas al resto, muy pegada a Anne que hoy duerme conmigo
cobijada bajo mi misma manta. Me acerco más a ella y cierro los ojos para
fingir que duermo, pues intuyo quién puede ser.
—Karan… —escucho la voz de Derek, que pronuncia mi nombre con
suavidad, y tengo que controlarme para no darme la vuelta y abrazarlo—.
Karan, ¿estás dormida?
No respondo y tampoco me muevo. Continúo pegada a mi hermana para que
no pueda intentar despertarme sin arriesgarse a alarmar a la pequeña también.
Me mantengo inmóvil, tapada hasta el cuello con la manta.
Sé que tenemos una conversación pendiente. Pero tal y como están las cosas
puede que lo mejor sea olvidarlo. No es momento para pensar en nada que no
sea sobrevivir, luchar, proteger a mis hermanos.
Escucho la respiración de Derek durante unos segundos larguísimos y, al
final, siento que se pone en pie y se marcha sin hacer ruido. Yo suelto aire,
relajada, y empiezo a sentirme mal. Si estoy haciendo lo que se supone que
debo hacer, ¿por qué siento un vacío tan grande en el pecho?
Han pasado unos días desde que enterramos a Alexander, pero tengo la
sensación de que ninguno lo ha asumido todavía del todo. Una bandada de
aves sobrevuela el cielo y me pregunto si pronto empezaremos a ver también
los aviones que tanto le gustan a Joren y que tanto miedo me dan. Aún es
temprano y ninguno se ha levantado. Envuelta en una manta contemplo el
bosque y la niebla que lo viste con delicadeza.
De pronto, un estruendo quiebra la quietud del instante y me vuelvo,
sobresaltada, hacia la puerta que acaba de abrirse de golpe.
Erika sale como una exhalación, empujando la puerta con tanta fuerza que
rebota contra la pared. Se dobla sobre sí misma, sosteniéndose el estómago
con ambas manos y vomita en la entrada.
Me acerco y espero mientras se pasa el antebrazo por la boca con el rostro
descompuesto.
—¿Te encuentras bien?
—Condenadas flores —bufa mientras se mira los pies con aire crítico y
esboza una mueca de disgusto—. Maldita sea.
A pesar de conocerla aún se me hace raro escucharla diciendo cosas como
esas. Es tan pequeña y menuda, con un rostro tan aniñado, que creo que nunca
me acostumbraré.
Anne, que se ha despertado con el golpe, sale detrás de ella y se asoma
hasta que ve el vómito.
—¡Puag! —grita y se vuelve a meter dentro con un saltito.
—¿Qué pasa? —pregunta Berit, perezoso. Él, al ver el vómito en el suelo,
no da media vuelta, se queda junto a nosotras—. ¿De quién es…? —Cuando
Erika se vuelve hacia él y ve su rostro pálido y sus ojillos entrecerrados no
necesita terminar la frase—. ¿Qué te pasa?
—Los malditos brebajes que nos preparas —protesta y entra en el refugio
—. Me han revuelto el estómago.
Berit frunce el entrecejo molesto, pero no dice nada. Después de lo que ha
pasado Erika podría mandarnos a paseo a todos y nadie protestaría.
Mira el suelo con una expresión de repulsión y aire meditativo, y da media
vuelta también. La joven sale poco después con algo para limpiar el vómito y
yo me quedo observándola pensativa mientras lo hace. Me cuesta creer que lo
que ha pasado sea por las plantas, pero no seré yo quien discuta con ella.
Un rato después, insisto en ser yo quien acompañe a Berit a colocar las
trampas. Ahora salimos armados. No tenemos mucho con lo que defendernos,
tan solo un par de palos largos cuya punta hemos tallado para que sea afilada,
pero vamos con cuidado. Cruzamos el bosque intercambiando anécdotas y
vuelvo a descubrir, una vez más, cuánta razón tenía Erika al decir que es un
superviviente.
Jamás he escuchado a alguien que tuviera tanto que contar, porque mucha
gente habla, pero no todo el mundo tiene algo que decir. Entre pasajes e
historietas entiendo lo duro que ha debido ser vivir solo, sin nadie más,
durante todo este tiempo. Sin embargo, mientras lo escucho me sorprendo a mí
misma olvidando que vivió en una situación horrible. Berit es capaz de
encontrar una anécdota divertida dentro del suceso más oscuro.
Me pregunto qué historias narraré yo cuando pase todo esto. ¿Tendré que
arrancar el final de mi libro?
Colocamos todas las trampas con cuidado y volvemos a la cabaña cuando
comienza a llover con intensidad. Por suerte no nos mojamos demasiado y la
ropa se seca enseguida frente al fuego.
Pasamos el resto del día sin sobresaltos. Sin embargo, la lluvia no cesa.
Nos acosa durante varios días en los que nos vemos obligados a quedarnos
confinados en la cabaña. Salimos solo por turnos para intentar pescar o
comprobar si algún animal ha caído en nuestras trampas, pero nunca tenemos
suerte en esto último. El viento las arrastra, los animales las desbaratan y
hemos perdido un par de las cestas de ramitas que tanto nos ha costado
construir, que las presas y el tiempo rompen y desgarran. Y, por si fuera poco,
el mal tiempo hace que pesquemos poco.
No son días alegres. Puedo soportar el hambre, que se ha convertido en
compañera inseparable, y también el cansancio, que no nos abandona hagamos
lo que hagamos, lo que no puedo aguantar es este sopor, ni la oscuridad que
nos rodea mientras intentamos aferrarnos a la luz que brota del fuego.
Ya no escuchamos anécdotas, ni charlamos durante horas. Anne también está
cansada. No quiere jugar. De vez en cuando, en los días más largos y lóbregos,
cuando el cielo está tan gris que parece de noche, Anne rompe a llorar de puro
aburrimiento. Se queja de que le duele la tripita y de que echa de menos a
papá, a mamá y a Lise. Creo que sé a qué se refiere cuando dice que le duele
porque yo siento algo parecido: un vacío constante en el estómago que no se
llena con lo poco que podemos comer.
Derek se levanta en silencio y camina hasta mí para sentarse en frente. Me
mira unos instantes sin decir nada. A pesar de sus ojeras y de su expresión
fatigada sigue siendo increíblemente guapo.
Me coge de la mano y la acaricia con el pulgar muy despacio.
—¿Salimos fuera? —pregunta, apenas en un susurro.
Yo sacudo la cabeza y me aparto un mechón oscuro de los ojos.
—Está lloviendo —respondo.
Él ladea la cabeza como si intuyera que algo más se oculta tras esa
afirmación. Me mira expectante, esperando, quizá, a que algo en mi expresión
me delate. Finalmente suspira y se encoge de hombros.
—No necesito salir fuera para hacer esto.
Apoya las manos en el suelo, se inclina hacia mí y yo me aparto con el
corazón hecho pedazos.
—No podemos —le digo. Cierro los ojos y pienso en la situación en la que
estamos para recordarme por qué no puedo estar con él—. No podemos iniciar
algo, sea lo que sea esto.
Derek aguarda, vacilante y confuso.
—La última vez que tuvimos esto, fuiste tú la que lo inició.
—Lo sé. Y lo siento. Pero debemos dejarlo aquí, ahora que estamos a
tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—De no hacernos daño el uno al otro —contesto, seria. Y entonces, en ese
mismo instante, sé que para mí ya es demasiado tarde, porque puedo sentir
cómo algo se quiebra dentro de mí.
Derek me mira con intensidad, juzgando mis palabras. Asiente en silencio,
meditándolo, sin apartar sus ojos los míos.
—La realidad de este mundo es demasiado complicada ahora mismo —digo
en voz alta, para convencerme, para asumir que ahora no puedo, no debo estar
con él—. No puedo permitirte tener esto contigo, sea lo que sea; no ahora que
debo ocuparme de mis hermanos. Lo siento.
La realidad. La realidad que se redefine. Nuestra realidad, en la que
intentamos sobrevivir ocultos en el bosque, a la espera de que algo suceda.
—Está bien —determina sin alterarse. Vuelve a asentir y apoya una mano en
mi rodilla.
Se pone en pie sin decir nada más y se marcha de vuelta a su sitio. Aprieto
los labios mientras lo veo alejarse, apenas un par de metros que parecen
kilómetros, y me siento mal conmigo misma cuando me doy cuenta de que
estoy terriblemente decepcionada porque se haya rendido tan rápido.
Cojo aire y lo suelto despacio. Es lo que debía hacer. Era mi deber. Me
recuesto en el suelo a la espera de que este sentimiento de desazón abandone
mi pecho antes de quedarme dormida.
No es momento de pensar en eso, no es momento de dejarme llevar por mis
emociones mientras tengo que cuidar de mis dos hermanos y luchamos por
sobrevivir. Hay demasiadas cosas por las que preocuparse como para iniciar
una relación. Sé que he hecho lo que debía y, aun así, hoy me cuesta dormir. Y
también al día siguiente. Y al siguiente…
Capítulo 42. Bajo el abrigo
Pasan los días y las frías noches. Y las preguntas siguen ahí en el aire sin
que nadie sea capaz de responderlas. ¿Qué va a pasar de ahora en adelante?
¿El bosque sigue siendo seguro para nosotros?
Hoy al despertar he salido de la cabaña envuelta en una de las gruesas
mantas que nos dejaron. He sido una de las últimas en levantarme y ya se
siente el ajetreo de la primera hora de la mañana. Derek fabrica —o intenta
fabricar— algo con la ayuda de Louis y de Joren.
Mi hermano va de un lado a otro, transportando madera. Anda casi
tambaleante, de una forma extraña incluso para él. Da pequeños saltitos o
respingos y hace gestos muy raros cada vez que echa a andar. Es evidente que
es consciente de lo que hace y por su expresión diría que no le duele nada.
Lo observo atenta mientras me pregunto qué mosca le habrá picado ahora y
me planteo la posibilidad de dejarlo estar. La tercera vez que pasa por delante
reparo en sus pantalones y me doy cuenta de lo que ocurre.
Se me encoge el corazón. Me quito la manta de los hombros y la doblo con
cuidado para dejarla en el tocón donde estaba sentada. Me acerco hasta él y
espero a que termine de llevar la madera para pedirle que se acerque.
Viene hacia mí, moviéndose con un tic, y le digo que se gire y se dé la
vuelta. Duda, pero obedece. Cuando lo hace confirmo mis sospechas y trago
saliva.
—Joren, los pantalones se te caen.
Lleva la cintura de los pantalones a la altura del culo, a punto de resbalarse.
Él se los agarra por los costados y tira de ellos con saña.
—Parece que has perdido mucho peso —le digo bajito y preocupada.
—Me molesta —dice.
—Lo imagino. Espera aquí.
Me acerco hasta el lugar donde Louis y Derek trabajan concentrados y me
detengo unos instantes a contemplar el proyecto indefinible en el que están
embarcados.
—Chicos —llamo su atención—. ¿Podéis prestarme un poco de cuerda?
Derek me mira con curiosidad, pero no dice nada. Desde que hablé con él
aquella noche, nuestra relación se ha vuelto simplemente cordial. Sigue siendo
atento, amable y cariñoso con Joren y con Anne, pero no conmigo; supongo
que intenta mantener las distancias por mí. Su hermano asiente y me tiende una
bobina entera. La tomo, agradecida, y vuelvo junto a Joren para cortar un
pedazo y usarlo a modo de cinturón.
—No me gusta —dice Joren y tuerce la boca mientras repara en mi apaño.
—Ni a mí, pero es lo que hay.
Cuando termino con él, entro temerosa al refugio y busco a Annemette. La
pequeña juega con Erika, que parece entretenida escuchando sus
descabelladas historias. Me pongo de rodillas junto a ellas y espero a que
Anne termine de contarle algo para hablar.
—Anne. Déjame ver una cosa.
Ella se acerca sin rechistar. Levanto su camiseta y su jersey y observo cómo
le queda la pequeña falda que viste. Cuando la encuentro perfectamente ceñida
a su cadera, suspiro aliviada. Lo cierto es que Anne no pasa mucha hambre,
casi todos le damos una parte de lo nuestro. Teniendo en cuenta lo que
tenemos, se alimenta bastante bien.
Joren, en cambio, come lo mismo que el resto; es decir, poco y a veces
nada.
—Está bien. Puedes seguir jugando —le digo y me dejo caer al suelo.
Ella se aleja brincando de camino a la salida y le deseo suerte a Joren, pues
se dirige hacia él con toda la energía de un niño recién levantado.
—¿Qué pasa? —quiere saber Erika, aún tapada con una de las mantas—.
¿Qué tienes ahí?
Le enseño la bobina y me encojo de hombros.
—A Joren se le caen los pantalones.
—Y a ti también —sonríe.
—No tanto —contesto, aunque decido coger un trozo de cuerda para mí
también, por si la necesito más adelante. La enrollo sobre sí misma y la guardo
en mi bolsillo. Berit entra en ese instante.
—Buenos días —lo saludo.
Él sonríe y sigue adelante en busca de algo en el pequeño cuartucho de la
despensa. Viste unos pantalones holgados y una camisa de manga corta que me
provoca escalofríos. Cuando sale de nuevo, pasa por delante sin detenerse.
Sin embargo, Erika llama su atención.
—Berit, voy a acercarme al lago dentro de un rato. ¿Necesitas que recoja
alguna planta o que compruebe las trampas?
El joven, con un fardo entre las manos, se vuelve y se queda pensativo.
—¿Vais las dos?
—Solo yo —contesta.
—Pues que Karan te acompañe —decide, sin mirarme siquiera—. Es
peligroso ir sola por ahí. No hace falta que hagáis nada.
Antes de que ninguna de las dos podamos replicar, sale del refugio y se
aleja.
Un ambiente extraño se instala entre las dos cuando comprendemos a qué se
refiere con que es peligroso.
—Iré contigo —sentencio.
—No hace falta, de verdad.
—Lo sé. Pero me parece mal dejarte sola. Además, hoy ha salido el sol y
me apetece darme un baño. Así que te acompaño.
Me pongo en pie y le tiendo la mano para ayudar a que se levante. Cogemos
ropa limpia y nos alejamos de camino al lago.
—Cuando os conocí creí que estabais juntos —le digo a Erika, ya alejadas
del refugio, donde nadie puede escucharnos. A lo lejos, resuena una carcajada
de la pequeña Anne—. La noche que nos fugamos estabais tan cerca el uno del
otro, abrazados, que creí que eráis pareja.
Erika esboza una sonrisa lenta y cansada.
—Es una relación complicada.
Parpadeo y doy un par de pasos adelante para cortarle el paso y obligarle a
que me mire a los ojos.
—¿Estáis juntos?
—No. —Sacude una mano en alto y pasa a mi lado, sin mirarme, mientras
niega también con la cabeza—. Es más complejo que todo eso. Estamos
juntos… y no lo estamos.
—Vas a tener que explicarme eso.
Ella vuelve a resoplar, pensativa, y sigue andando mientras se mira los pies
distraída.
—Él está enamorado de mí. Y yo lo estoy de él. Pero este no era nuestro
momento.
—Comprendo.
—No todas las personas que se quieren están destinadas a estar juntas.
Habla seria, segura, apesadumbrada. Es algo en lo que lleva pensando
mucho, mucho tiempo.
—Pero eso es muy triste. ¿Por qué? —insisto.
Seguimos caminando sin detenernos, entre silencio y silencio. Se escucha el
sonido de las hojas que crujen bajo nuestras botas.
—Porque sí, Ka. Porque es así —contesta. Aprieta el ritmo y yo la sigo de
cerca, preocupada.
Cuando llegamos al lago, nos detenemos frente a él. Erika mira el agua y yo
la miro a ella. Se rodea el estómago con las manos y se dobla un poco sobre sí
misma mientras se abraza. Le doy espacio durante un rato hasta que, de pronto,
se yergue y me mira con los ojos anegados en lágrimas.
—Tengo que contarte algo.
Doy dos pasos al frente, sorprendida, y tomo sus manos con la intención de
brindarle algo de consuelo.
—Sabes que puedes contarme lo que quieras.
Ella cierra los ojos con fuerza y aprieta mis manos hasta que casi me hace
daño. Está nerviosa y las lágrimas no dejan de brotar. Siento el corazón en un
puño y no tengo ni la menor idea de lo que me va a decir, pero yo también
estoy temblando.
—No puedes contárselo a nadie. Tienes que prometerlo.
—Me estás asustado, Erika.
—Karan, por favor. Necesito compartirlo para no acabar estallando, pero si
no puedo fiarme de ti, lo guardaré para mí —me amenaza.
—Está bien. Puedes confiar en mí, ¿de acuerdo? No se lo diré a nadie.
Prometido.
Erika lo medita unos instantes y asiente. Se lleva las manos al cuello y se
desata el primer botón. Repite la operación hasta que deja caer el abrigo al
suelo y, cuando agarra el jersey del borde, empiezo a intuir qué es lo que va a
enseñarme.
Por si verla en camisa no es suficiente, coloca una mano sobre su estómago
y otra bajo su vientre. Cuando lo hace, siento que me mareo y me pongo
pálida. Pero recuerdo para qué me lo ha contado, por qué ha confiado en mí, e
intento recomponerme y dejar mi miedo para otro momento.
—Estás embarazada —musito, más espantada de lo que pretendía sonar.
Capítulo 43. Una promesa
—Berit.
El joven se encuentra entre Louis y Derek. Los tres parecen concentrados en
su tarea, pero todos se giran cuando me ven llegar.
—¿Estás bien? —pregunta Derek. Parece alarmado. Intuyo que mi expresión
habla por sí sola y deseo ser capaz de ocultar mis sentimientos un poco mejor.
El chico deja un trozo de madera encima de la mesa de trabajo improvisada y
se pone en pie.
—No pasa nada —sonrío, pero creo que no lo convenzo—. De verdad, no
pasa nada. Tengo que comentarte algo, Berit.
El muchacho asiente, igual de consternado, pero no tan preocupado como
Derek, que no deja de taladrarme con sus ojos castaños y me pone aún más
nerviosa. Berit se acerca un poco a mí, pero le pido que me acompañe para
tener algo de intimidad y obedece.
Rodeamos la cabaña y nos alejamos un poco de la huerta. Solo cuando estoy
segura de que nadie anda cerca, vuelvo a inspirar con fuerza y flaqueo cuando
pienso en lo que voy a tener que contarle. No puedo evitar plantearme si estoy
haciendo lo correcto, si Erika tiene razón y el derecho a decidir mantener esto
en secreto es solo suyo.
Berit me mira, expectante, mientras espera una explicación. Pero yo no
consigo pensar con claridad. ¿Estaré haciendo bien? Estoy segura de que todos
la tratarían de forma diferente si supieran en qué estado está. Creo que sería lo
mejor para ella, y para la salud del bebé, pero hasta ahora ha sobrevivido,
¿no?
La cabeza me da vueltas y yo cada vez estoy más nerviosa.
—Karan, ¿quieres sentarte? —pregunta. Ha debido reparar en mi pálido
semblante.
—Estoy bien. Estoy bien —le aseguro. Suelto aire con fuerza, sacudo la
cabeza y tomo una rápida decisión.
—¿Qué hay entre Erika y tú?
—¿Cómo? —inquiere, descolocado.
—Que qué hay entre vosotros. Es evidente que os gustáis así que, ¿por qué
diablos no estáis juntos?
—¿Eso era de lo que querías hablar tan urgentemente? —Intenta parecer
serio, pero veo cómo se sonroja levemente.
Aprieto los labios y me contengo para morderme la lengua. Quizá me haya
precipitado, quizá no estuviera actuando correctamente. Erika es dueña de sus
decisiones y debo respetarlas. Esto no le va a hacer ninguna gracia, pero es un
mal menor; así que me lanzo a la piscina de cabeza.
—Sí. Quiero que me lo cuentes. —Suspiro para mis adentros e intento
aparentar calma.
Después de casi una hora hablando con él y preguntarme a cada segundo si
no debería habérselo contado todo, vuelvo al lago, mentalmente agotada, para
reunirme con Erika. Está sentada en la orilla, con los pies colgando y metidos
dentro del agua. Se gira cuando me ve llegar, pero no se levanta. Mira al frente
y me ignora. Me aproximo a ella y reparo en que ha estado llorando. Sus ojos
enrojecidos la delatan. Me siento a su lado y respiro.
—No se lo he contado.
—Gracias a Dios… —murmura y me mira con alivio.
—Porque se dará cuenta pronto —replico.
—Hasta entonces es mi decisión —declara, seria.
Asiento.
—Pero entonces lo haremos a mi manera. Me aseguraré de que comes mejor
y de que no trabajas como el resto. Y tú obedecerás sin rechistar.
—Entendido —acepta con un tono de voz más suave. Ambas miramos al
frente, absortas en el reflejo del sol en la superficie del lago—. Gracias.
Suspiro en voz alta, sin responder, pues no sé si estoy haciendo lo correcto.
Intento convencerme a mí misma de que sí.
Capítulo 44. Siempre nuestro
Paso el resto del día atenta a cada movimiento de Erika. Sé que sabe
cuidarse sola perfectamente, pero ya no puedo evitar pensar en su estado cada
vez que hace algo diferente a estar sentada.
No le cuento que he hablado con Berit acerca de ella, no quiero inquietarla
más y, al fin y al cabo, lo que me dijo Erika resume bastante bien su historia.
Son dos personas que se aman y no se han conocido en un buen momento.
Aunque a mí ese argumento me parece una patraña, pero no soy quién para
juzgar.
Sus miradas se cruzaron por primera vez el día que el tren llegó al pueblo.
Habían sido vecinos toda la vida y ni siquiera lo habían sabido. Aquel era un
día soleado y el viento soplaba con fuerza. Berit, frente a la puerta del vagón
del que acababa de descender, vio a Erika al otro lado de la estación. Varios
niños llegaban junto a ellos, niños que acabarían en el mismo campamento al
que nos mandaron a mis dos hermanos y a mí.
Un mar de pequeños se abría paso para salir de la estación mientras Erika
esperaba con su primo con las maletas a su lado y miraba a los niños
petrificada.
El joven no dudó cuando se acercó a ellos y se presentó con una sonrisa.
Desde entonces, no se separaron. Ambos eran forasteros en un lugar
desconocido, donde se hablaba una lengua que no comprendían y donde no
tenían a nadie que cuidara de ellos. Se asentaron en sus familias de acogida y
durante todo ese tiempo cada uno se convirtió en el apoyo del otro.
Pasaban las tardes juntos y disfrutaban de algo tan sencillo como hablar.
Alexander era demasiado pequeño para hablar sobre ciertos temas. Las cosas
iban bien. Berit se enamoró de ella desde el primer instante, desde que, como
él me confesó, escuchó su risa; la bonita risa relajada y natural de Erika. Pero
no pasó nada entre los dos.
Un tiempo después, la familia que se había comprometido a hacerse cargo
de Berit lo abandonó sin explicación alguna y Erika se convirtió en su único
soporte. Mientras las cosas iban de mal en peor, mientras él perdía cualquier
posibilidad de conservar esa casa o de dormir en un lugar caliente, ella estuvo
a su lado y cuidó de él de la única forma que sabía. Le dio mantas, comida, y
consuelo.
Todo se complicó para ambos. Berit se vio sumido en una espiral de
decadencia de la que no sabía cómo salir. Vivía de la caridad en la calle,
buscaba trabajos desesperadamente y se marchaba de vez en cuando al bosque
para intentar encontrar comida. Siguió locamente enamorado de Erika, sin
atreverse a hacer o decir nada que pudiera complicar aún más las cosas. Pero
él sabía que ella también sentía algo, lo intuía por la forma en la que lo tomaba
de la mano o lo miraba a los ojos. Lo sabía porque su risa era más clara
cuando la provocaba él, porque buscaba excusas para sentir el calor de su
contacto. Pero él se mantuvo pétreo e inamovible pues era consciente de su
situación.
Una noche en la que se hospedaba en una casa abandonada, cedida por el
alcalde durante unos días, ella fue a visitarlo. Le llevó comida, mantas, lumbre
y unas cerillas para que pudiera calentarse. Y después no se marchó. Se sentó
junto a él a cenar, a compartir anécdotas, a olvidar Dinamarca y a recordar
Viena.
Fue entonces, entre miradas y silencios, cuando Berit no pudo evitar besarla
y demostrarle con caricias lo que sentía. Dejándose arrastrar por la inercia se
perdieron el uno en el otro, embebidos, e hicieron el amor.
Sin embargo, lo que vio Berit al despertar esa madrugada le hizo querer
olvidarlo para siempre para convertirse en lo que son ahora: dos personas que
se quieren y no pueden estar juntas.
En medio de la noche, arropado por el calor del fuego, despertó cuando
sintió la ausencia de Erika a su lado. Al abrir los ojos, la encontró frente a la
ventana, sentada en una silla mientras se rodea las rodillas con los brazos. La
vio llorar, triste y rota, y se prometió que jamás volvería a llorar por él.
Sabía que lo quería y que no lloraba por lo que acababan de compartir.
Lloraba porque por la mañana ella se marcharía a casa y él a la calle a intentar
encontrar un techo bajo el que dormir las próximas noches.
Así que, después de eso, Berit se distanció. Tomó una decisión y, por muy
dolorosa que fuera para él, la cumplió. Dejó de aparecer por la casa donde
vivía Erika y dejó de pasar las tardes con ella. Se alejó al bosque y pasó allí
periodos más largos hasta que Derek le propuso marcharse para siempre.
Le pidió a Erika que hiciera lo que creyese más seguro para Alexander y
ella, pero deseó con todo su corazón que partiera con él. Y ella simplemente le
siguió. Esa es su historia.
Ahora que lo sé todo, siento una terrible frustración.
Despierto con el agradable sonido de las arcadas de Erika. Hago una mueca
en cuanto lo escucho y me revuelvo, perezosa, mientras oigo quejidos de
protesta. Cuando recobro la consciencia, poco a poco me doy cuenta de que
Derek duerme a mi lado, con su brazo protector por encima de mi cintura.
Sonrío y me levanto despacio para no despertarle, aunque por la forma en la
que arruga la nariz también debe de haber escuchado las arcadas de la joven.
Me acerco a la puerta y salgo fuera para ver a Erika, arqueada sobre sí
misma, vomitando a apenas un par de metros de la puerta.
—Eh, estás mejorando tu marca; cada día te alejas más de la casa —bromeo
y me acerco a ella—. Vas a tener que decírselo pronto.
—Pronto es un término muy relativo —responde, esquiva, y se sujeta el
vientre con ambas manos.
—Si no te tapas, no importará cuándo se lo digas —observo y me fijo en
ella.
—¿Puedes traerme una manta? —pide, preocupada. Yo asiento y me
apresuro por volver a por lo que me pide. Dentro, la gente empieza a
desperezarse con lentitud. Protestan cuando me escuchan entrar y yo procuro
no hacer ruido.
Cuando vuelvo, le tiendo la manta y Erika se cubre con ella para ocultar su
cuerpo justo cuando Berit sale por la puerta, somnoliento y con el pelo
enredado.
—¿Qué hacéis? —pregunta con voz ronca, con un ojo entreabierto y el otro
cerrado.
—Nauseas matutinas —contesto con naturalidad.
Siento que Erika me fulmina con la mirada, pero lo he dicho tan
despreocupada que Berit ni siquiera es consciente de que acabo de darle una
pista muy valiosa.
La mañana transcurre sin incidentes; en calma. Por la tarde, Erika y yo
damos un paseo por el bosque e intento convencerla de que le cuente la verdad
a Berit. Mientras caminamos, de pronto, la muchacha se detiene y alza un
brazo ante mi pecho para impedir que siga avanzando.
Agudizo el oído y escucho las mismas pisadas que seguramente habrá
apreciado ella también. Alguien se acerca a buen ritmo, caminando con la
seguridad de quien conoce estos bosques. Ambas nos miramos preocupadas.
Lo más probable es que sea uno de los chicos, pero las dos sabemos que no
estamos solos en este bosque y decidimos ocultarnos tras el inmenso tronco de
un árbol robusto y de tupidas ramas.
Nos pegamos mucho a él y nos agarramos de las manos para no separarnos.
Contenemos la respiración mientras esperamos a que quien quiera que sea
pase de largo. No está muy lejos, quizá a quince metros, y puedo escuchar a la
perfección cómo se acerca a paso ligero.
Escucho una respiración pesada y fatigada, y unos pies que hacen crujir las
ramas caídas de los árboles. En un momento dado, tose con voz extenuada y
desgastada, y Erika da un respingo. Continuamos muy cerca la una de la otra
mientras aguardamos, impacientes, hasta que se aleja entre los árboles.
Intercambiamos una mirada, esperamos unos segundos y salimos tras él.
Está claro que no es uno de nosotros y no nos ha hecho falta verle para
saberlo. Lo seguimos de cerca, lo suficientemente alejadas como para que no
nos vea, pero lo suficientemente cerca para no perderle de vista.
Cuando queda claro que el desconocido se dirige a nuestro campamento, mi
cabeza comienza a llenarse de conjeturas. Por la expresión apesadumbrada e
inquieta de Erika, diría que ella piensa en lo mismo que yo.
Cuando llega al final de los árboles, vemos uno de los laterales de la
cabaña a lo lejos. El hombre es alto, altísimo, enjuto, de hombros anchos y un
poco encorvados. Se queda unos segundos contemplando la cabaña, sin mover
ni un músculo. Al poco, Anne sale danzando de la puerta y el corazón se me
acelera. Aunque no soy consciente de cómo sucede, creo que he estado a punto
de salir del escondrijo y revelar nuestra posición, pues Erika me sostiene de la
muñeca y sacude la cabeza para indicarme que vuelva a agacharme.
Obedezco con el corazón en un puño y me tranquilizo un poco cuando Louis
sale tras Anne para vigilarla mientras juega fuera. Se balancea en sus muletas,
aburrido, y se resiste mientras la pequeña le insta a que juegue con ella.
El hombre se queda ahí de pie, plantado frente a ellos, mientras los observa
de espaldas a nosotras. Mi cabeza trabaja a la velocidad de la luz y se pone en
la peor de las situaciones al tiempo que baraja mil ideas diferentes, cuando sin
previo aviso, el desconocido se agacha y deja algo en el suelo.
Inmediatamente después, se da la vuelta y Erika y yo nos arrojamos al suelo
para tumbarnos antes de que nos vea. El corazón me late a mil por hora y tengo
la ansiedad a flor de piel. En cuanto pasa de largo, nos ponemos de pie y nos
acercamos al lugar en el que ha estado observando para descubrir qué es lo
que ha dejado; aunque yo ya me hago una idea.
Cuando lo vemos, el macuto que nos mantendrá vivos unos días más, nos
miramos, asentimos y volvemos a echar a correr tras nuestro salvador.
Capítulo 46. El pueblo
Sonrío. Es tan poco creíble que me parece entrañable. Cierro el libro con la
flor dentro y lo ato con un lazo para que no se estropee durante el viaje. Salgo
del refugio y lo contemplo durante unos instantes de pie frente a él. Es extraño
y nunca creí que me pasaría algo así, pero siento cierta nostalgia al
abandonarlo. Para nosotros no han sido más que cuatro paredes destartaladas,
pero nos han resguardado del frío y de la lluvia y, durante un breve tiempo, ha
sido nuestro hogar.
Cuando estamos todos listos, me echo la mochila al hombro y partimos
hacia el pueblo del lago.
Antes de irnos, nos despedimos de Alexander. Pasamos por su tumba. Aún
no crecen flores sobre ella, pero confío en que pronto lo harán. Joren eligió
este lugar por eso.
Todos guardamos unos instantes de silencio. Su prima se agacha sobre la
tierra y le dedica un par de palabras que ninguno escuchamos antes de dejar
flores con delicadeza. Cuando todos reemprenden el viaje, Joren y yo nos
quedamos un poco rezagados. Él mira la tumba con aire ausente.
—Está bien echarle de menos, es normal.
—Duele —dice sin más, y es tan sencillo y sincero que me contengo para no
abrazarlo.
—Dejará de doler —le prometo.
Le doy unos instantes para que se despida de su amigo y, después, echamos
a andar tras el resto.
Veo que Erika carga con una de las bolsas de viaje y me acerco mientras los
demás ya se han puesto en marcha.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Erika me mira y finge sorpresa, pero sabe perfectamente a qué me refiero.
La miro fijamente, inquisidora, y acaba resoplando.
—¿Quieres que diga que no voy a llevar nada? —pregunta—. No pienso
hacer eso y dejarme en evidencia.
—Entonces diles la verdad, así de simple —contesto.
—Deja de insistir —replica enfadada.
—De acuerdo, pero diremos que ayer te diste un golpe en las costillas o en
el hombro y que no puedes cargar con peso porque te duele. No pasa nada, no
le darán importancia.
Erika me mira dubitativa, pero le tiendo la mano y ella me da su bolsa.
Dentro de lo malo, no pesa mucho, así que no me cuesta demasiado llevar
ambas a la espalda. Echamos a andar y apretamos el ritmo hasta que
alcanzamos al resto y nos ponemos en cabeza para guiarlos.
Pasa un tiempo hasta que Joren se da cuenta de que yo llevo dos bolsas y
Erika ninguna y no duda en preguntar.
—Se ha hecho daño. No puede llevar peso —le explico.
—Pero todos tenemos que llevar peso —dice, repitiendo lo mismo que le
hemos dicho a él al salir del refugio.
—Entonces rectifico: todos los que no estén heridos tienen que llevar peso.
Él lo medita, crítico.
—Está bien —decide. Cualquier otro habría preguntado por el estado de
Erika, pero no él. Suspiro; aún tiene mucho que aprender sobre las
interacciones sociales.
—¿Está herida? —pregunta Louis, que nos sigue de cerca y lo ha escuchado
todo. Habla con un fuerte acento, pero se le entiende a la perfección.
—Ayer se cayó y se hizo daño en el hombro —le explico sin entrar en
detalles. Erika me mira, culpable, pero no se atreve a contradecirme. Su
expresión compungida da credibilidad a mis palabras.
—¿Quién se cayó? —pregunta Berit y se acerca más a nosotras.
—Erika —respondo sin dudarlo, y disfruto de su mirada preocupada.
—¿Cómo? —pregunta—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —declara ella nerviosa—. De hecho, creo que puedo llevar
mi bolsa, ya no me duele tanto. Puedo mover el brazo sin problemas —me
mira y me reta mientras estira el supuesto brazo herido hacia mí.
Berit y Louis me miran mientras caminamos, bastante lento gracias a las
muletas del danés, y yo contraataco sin pensármelo dos veces. Le dije que
guardaría su secreto si seguíamos mis normas, pero intenta romperlas y el trato
era velar por su seguridad y la del bebé.
—No es el brazo lo que me preocupa —le digo—. Son las costillas. Ese
color cárdeno no parecía indicio de nada bueno.
Erika me mira boquiabierta, incapaz de creer lo que acabo de decir.
Berit parpadea y tarda unos instantes en reaccionar. Luego, rápido, se
vuelve hacia ella e intenta cogerla del brazo para hacer que se detenga, pero
ella sigue adelante, esquiva.
—¿Qué tienes en las costillas?
—No es nada. Ka solo exagera. Es un pequeño moratón.
—¿Pequeño? —pregunto con énfasis.
—Sí, pequeño —replica ella y me fulmina con la mirada. A estas alturas
nos hemos detenido ya y los demás comienzan a acercarse y a escuchar,
atentos, cuando se dan cuenta de que estamos debatiendo algo importante—.
Pero, aun así, creo que tenéis razón, será mejor que Karan lleve la bolsa por
mí. —Me mira, entre suplicante y furiosa, y yo asiento.
—Sí, coincido contigo. La llevaré yo.
Echo a andar, pero Berit no se da por satisfecho.
—¿Te duele? Yo tampoco creo que algo así sea indicador de algo bueno.
Déjame verlo —le pide, acercándose mucho a ella y la sostiene de la muñeca.
Erika intenta zafarse, nerviosa, pero Berit no le permite seguir adelante.
—De verdad que no es nada —le digo, conciliadora, y empiezo a
arrepentirme de haber dado pie a esta situación.
Los demás observan la escena con curiosidad, sin atreverse a intervenir.
—¿Y si se ha roto alguna costilla? —pregunta Berit. Erika bufa.
—¿Qué le ha pasado? —quiere saber Derek, que no conoce toda la historia.
—Ayer se cayó y tiene algo en las costillas —dice Louis, incapaz de
expresarlo mejor.
—¿Algo? —pregunta Derek, también alarmado.
Me pongo nerviosa y me acerco a Berit y a Erika para asegurarme de que
arreglo esto antes de que empeore. Me quito la bolsa de la joven y se la tiendo
a Berit sin previo aviso, para obligarle a soltar de la mano a Erika.
—Ayúdala con esto, ¿quieres? —le digo, dándole a Erika la oportunidad de
que se aleje un par de pasos—. Cuando lleguemos al pueblo volveré a mirar
cómo está, pero seguro que no es nada.
—Pero has dicho que te preocupaba —replica él sin apartar la mirada de la
joven.
—Solo lo decía para que no se negara a que yo llevara la bolsa. —Le doy
una verdad a medias—. Sabes lo cabezota que es. Solo es un pequeño
cardenal.
—O una hemorragia —comenta Joren tan tranquilo. Ahora sí, ahora quiero
darle una patada en el culo.
—No es una hemorragia, Joren —le digo entre dientes y empujo
disimuladamente a Erika para que siga andando. Yo también doy un par de
pasos adelante e ignoro las miradas intranquilas del resto.
Berit nos rodea y nos adelanta, para colocarse frente a nosotras, con los
brazos cruzados ante el pecho.
—Quiero verlo.
—No hay nada que ver —le dice Erika, cortante.
—Solo quiero saber qué aspecto tiene.
—Pues no pienso enseñártelo —replica molesta—. Si no quiero hacerlo, no
puedes obligarme.
Erika está enfadada y nerviosa. Berit parece a punto de estallar, pero
controla sus ánimos. Suaviza su tono de voz y coge aire antes de hablar.
—Pues que lo vea otra persona, me da igual.
—Lo he visto yo —intervengo—. Está bien, seguro que…
—Tu opinión no me sirve —me interrumpe, brusco y sincero—. Has dicho
que sus costillas no tenían buena pinta y has rectificado en cuando Erika te ha
dado la bolsa. Como tú has dicho, todos sabemos lo terca que puede llegar a
ser y creo que te ha hecho prometer que no le contarías a nadie cómo está
realmente.
Erika resopla y pasa a su lado al tiempo que lo aparta de un empujón.
—Te he dicho que no eres quién para obligarme a nada, ¿lo entiendes?
Berit sostiene su mirada incendiaria con aplomo, sin amedrentarse.
Mantiene su semblante sereno y su voz no tiembla cuando vuelve a hablar.
—Por favor, enséñaselo a alguien más.
Erika no responde, pero se vuelve hacia él y lo observa con atención,
sopesando sus posibilidades.
—Muy bien —decide, al fin, segura de sí misma—. Joren, ven aquí.
—¿Yo? —pregunta mi hermano, tan sorprendido como todos.
—Sí, ven aquí. —Pone los brazos en jarras y le hace un gesto con la cabeza
para que le siga mientras se aparta un tanto del camino. Yo me masajeo las
sienes con los dedos, y me maldigo una y otra vez por haber abierto la boca.
Observo que ambos se distancian unos cuantos metros. Están lo
suficientemente cerca como para que podamos escucharlos; pero no para ver
el vientre de Erika si esta nos da la espalda.
Todos observamos, atentos, mientras ella se desabrocha el abrigo, se sube
el jersey con parsimonia y le enseña el vientre a Joren. Este lo mira durante
unos segundos y lo estudia con atención.
—¿Lo has visto bien? ¿Has visto mis costillas? —le pregunta ella.
—Sí —responde, simplemente. No hay asombro en su rostro, ni una pizca
de desconcierto. Erika se baja el jersey y se tapa con su abrigo, volviendo a
nosotros enseguida.
—Muy bien, Joren. Responde solo a esta pregunta diciendo sí o no con total
sinceridad y después todos olvidaremos el tema: ¿es grave lo que tengo en las
costillas? —Le dice Erika hablando despacio, eligiendo sus palabras con
cuidado.
—No —contesta Joren, diligente al hacer solo lo que se le ha pedido.
Estoy a punto de soltar en un largo suspiro de alivio el aire que he estado
conteniendo. Me ajusto las correas de mi mochila con nerviosismo y me
acerco a Erika para retomar nuestra marcha.
Berit no termina de creérselo, pero Joren no miente, nunca miente, así que
seguimos en silencio y yo llamo la atención de Erika para articular una
disculpa silenciosa. Me fulmina con la mirada y sé con seguridad que después
me va a caer una buena.
Capítulo 49. Un lugar seguro
Hemos tardado más de lo previsto en llegar pues Louis tiene sus pobres
manos destrozadas con heridas que no le dejan andar bien por las muletas. Así
que llegamos pasado el mediodía, cuando el sol intenta despuntar con timidez
en un cielo plomizo, que amenaza con descargar su furia en forma de lluvia
sobre nosotros.
A medida que nos acercamos y cuando avistamos la casa negra a lo lejos,
apretamos la marcha, impacientes. Hoy es un niño el que está en uno de los
porches. Nos ve pasar entre curioso y sorprendido y se mete en casa
apresurado para avisar a su madre, que sale a mirar.
Cuando llegamos a nuestro destino y Anne ve la cabra, no hay nada que
hacer. Sale disparada hacia ella y entra por la puerta de madera entreabierta
sin esperar invitación alguna. El animal retrocede, asustado, y bala, pero la
niña se las arregla para acariciarle el lomo, encantada, mientras da chillidos
histéricos que ponen más nerviosa a la pobre cabra.
La puerta de la casa se abre y el hombre que se ha convertido en nuestro
salvador nos recibe con su sonrisa oculta bajo una abundante barba blanca.
Erika y yo nos adelantamos mientras los demás se quedan atrás, reticentes.
Joren, por el contrario, sí se acerca con nosotras y mira a su alrededor con
curiosidad.
—Bienvenidos —nos dice el hombre en danés—. Mi nombre es Vilhelm —
dice y se centra en mi hermano.
—Yo soy Joren, encantado. ¿Le gustan los aviones? —le pregunta también
en danés.
—Me temo que no controlo demasiado ese tema —le contesta, amable. Alza
la cabeza y espera a que los demás se acerquen. Louis apenas puede moverse,
incapaz de seguir haciendo fuerza con sus brazos cansados y sus manos
descarnadas—. ¿Cómo os llamáis vosotros?
Uno a uno dicen sus nombres y el hombre asiente y sonríe.
—No tengo mucho que ofreceros, pero mi casa es la vuestra —nos dice y se
hace a un lado para invitarnos a entrar. Joren es el primero en hacerlo, sin
pensárselo dos veces, y Erika lo sigue. Yo espero a que todos entren para
llamar a Anne y que deje a la pobre criatura en paz.
—Esta es mi hermana Annemette. La llamamos Anne —le explico,
intentando que entienda mi danés mientras sostengo a la pequeña por los
hombros para que no se vaya corriendo.
—Encantado, Anne —le dice él.
—Yo también —responde, resuelta, y se zafa de mí para entrar en la casa
como una exhalación.
Aún nos cuesta creerlo, muchos no se han hecho a la idea de que realmente
ahora vayamos a vivir aquí. Comemos en la cocina, en silencio, disfrutando de
la mejor comida que hemos probado en días. No es que no tengamos nada que
decir, o que estemos cohibidos, es que llevábamos demasiado tiempo sin
probar un plato caliente… ¡y sobre una mesa de verdad!
Anne no se atreve a rechazar la comida, aunque es un estofado que lleva
zanahorias. Se lo come todo sin rechistar, hasta que deja el plato limpio. El
hombre, que come con mucha menos ansiedad que nosotros, nos hace
preguntas de cuando en cuando y se interesa por el lugar del que escapamos,
pero sin preguntarnos los motivos, eso le da igual. También nos habla sobre la
situación en la que se encuentra Dinamarca desde la invasión. Al parecer la
resistencia apenas consistió en una breve batalla que no duró mucho, pues el
gobierno danés no tardó en rendirse para evitar el derramamiento de sangre.
Desde entonces los alemanes ocupan Dinamarca sin demasiada hostilidad y
sin encontrar más resistencia que unas cuantas acciones de sabotaje sin
demasiada relevancia para el ejército nazi.
Yo termino de comer enseguida, igual que Louis, al que le han temblado las
manos todo el tiempo. Mientras el resto termina, llamo su atención y le pido
que me siga a la cocina para curarle las heridas. Él se levanta y renquea
incluso con muletas. Ambos nos sentamos en la mesa, uno frente al otro. Saco
el botiquín con el que me hice antes de escapar y lo abro para comprobar qué
es lo que hay dentro. No es que quede gran cosa, ya hemos usado varias
vendas también para sus manos y para otras heridas sin importancia que nos
hemos hecho. No queda más que un poco de pomada desinfectante y unas
gasas.
—Déjame ver tus manos —le pido.
Él las pone sobre la mesa y dejan de temblar cuando las apoya del todo.
Tiene varias ampollas reventadas y algunos callos enrojecidos e inflamados,
pero no es nada que no se pueda curar.
Las contempla con una expresión de aprensión, y me detengo en su rostro
mientras pienso cuánto me recuerdan sus rasgos a su hermano. A simple vista
no son parecidos, de hecho, son muy diferentes, pero hay algo, algo que solo
se ve cuando estás cerca, que sí los hace parecer hermanos.
Tomo sus manos con cuidado y las giro para ver mejor sus heridas. Me
levanto a humedecer una de las gasas y vuelvo con ella para limpiar las
heridas antes de vendarlas. Pongo su mano sobre la mía y empiezo con
cuidado mientras él no deja de observar sus manos, preocupado.
—¿Te duele mucho? —pregunto.
Él sacude la cabeza. Ahora que me fijo, aunque tenga mi edad, Louis parece
curiosamente más joven que yo.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Sí —dice y por fin me mira a la cara.
—¿Por qué decidiste escapar al bosque? —Frunce levemente el ceño y
ladea la cabeza, desconcertado, así que me aseguro de que me explico bien—.
Quiero decir que sé que Derek no tenía mucha relación con tu tío, con el
hombre con el que vivíais. Pero, tú, tú si tenías relación con él, ¿verdad? ¿Por
qué arriesgarte a escapar al bosque? Allí habrías estado seguro.
—Y Derek también —responde, enseguida y con cierto acento. No lo ha
pensado antes de decirlo, parece muy seguro.
Lo contemplo unos instantes. Ese es el gran misterio: ¿por qué huyó él?
Entiendo los motivos del resto. Entiendo que Berit escapó porque cuando
Derek se lo propuso ya no le quedaba nada allí y creyó que en el bosque
tendría más posibilidades. Erika se marchó porque no pudo abandonar a Berit.
Joren, Anne y yo escapamos por nosotros, para que Joren siguiera siendo él
mismo, para poder seguir juntos y que no nos separaran. Bibi se marchó por
Louis, o por Derek, según por dónde se mire. Louis se marchó por su
hermano.
Pero, ¿y Derek? Fue él quien organizó todo esto, quien decidió que
debíamos ser fuertes y escapar al bosque. ¿Por qué? ¿Cuál fue su motivo?
Como dice Louis, él podría haberse quedado en la granja, con su tío y su
hermano, y confiar en que los alemanes no les hicieran nada. ¿Escapó por
miedo?
—¿Fue por los alemanes? Escapamos el día que invadieron Dinamarca.
—Supongo que esa fue la razón de más peso —explica con dificultad.
Asiento para que sepa que le he entendido y vuelvo a concentrarme en sus
manos. Dejo una gasa ensangrentada y sucia a un lado y comienzo con otra.
Ahora que lo pienso, todos escapamos por Derek. Si estamos aquí, a salvo, es
gracias él.
—¿Preferiste escapar con Derek a quedarte con tu tío?
Él asiente despacio e intenta ocultar una mueca cuando comienzo a aplicar
la pomada con la yema de mis dedos.
—Derek es mi hermano.
Sonrío. Estoy segura de que, si Louis pudiera expresarse mejor, me daría la
misma explicación que me dio Derek cuando lo pregunté. No importa que se
conozcan desde hace poco, son familia, y se quieren solo por eso. Sí que son
parecidos.
Tengo ganas de hacer más preguntas, pero creo que no debo inmiscuirme
más. Continúo con mi labor, concentrada.
Cuando terminamos y volvemos al comedor, el resto también ha acabado de
comer. Ayudamos a recoger la mesa y el anciano nos enseña su casa y presta
especial atención a nuestras habitaciones. Nos explica que él dormirá en el
piso de abajo, en su cuarto, y que nosotros tendremos dos habitaciones arriba
y otro pequeño cuarto en el primer piso. Las habitaciones de arriba son
amplias, cada una con dos colchones de paja que él mismo ha preparado.
Ambas están perfectamente amuebladas, con armarios altos y hondos arcones,
espejos un tanto deslucidos y unas cortinas tristes y desgastadas. Sin embargo,
a pesar del aspecto lúgubre, a mí me parecen una maravilla.
El cuarto de abajo es pequeño y modesto, apenas hay en él un colchón entre
cuatro paredes estrechas, pero tiene una puerta que da directamente a la calle y
una ventana por la que se ve el inmenso lago que está en frente.
Cuando terminamos la visita y acordamos cómo repartirnos para pasar esta
noche, Vilhelm decide enseñarnos su corral y el pequeño cobertizo donde
encierra a la cabra y a las gallinas por la noche.
Al salir en pos de él, tomo a Berit del antebrazo con discreción y le obligo
a esperar hasta que todos salgan. Él me mira con curiosidad, prudente, y
arquea sus cejas oscuras.
—¿Qué pasa?
—Tengo que decirte algo.
—Eso ya lo veo.
Tomo aire y le suelto, pero continúo frente a él, frente a la puerta abierta,
mientras él me observa con atención.
—Pronto va a pasar algo, no puedo decirte qué y si tú no haces nada antes,
perderás a Erika para siempre.
Veo cómo frunce el ceño y se ruboriza, pero no intenta negar que no quiere
perderla.
—¿Qué va a pasar?
—No puedo decírtelo —le repito—. Pero si no hablas con ella antes, ya
nada volverá a ser igual.
Él me mira en silencio. Puede que piense que no tengo derecho a meterme
en sus vidas, pero si dejo que Erika le cuente a Berit que está embarazada
antes de que hagan las paces, ambos sufrirán.
—¿Lo entiendes? Ya no hay nada que os impida estar juntos. Los dos estáis
en la misma situación desastrosa. Así que tú decides, pero hazlo rápido,
porque pronto será demasiado tarde.
Me marcho sin añadir nada más y lo dejo meditando, confuso y sin
pronunciar una sola palabra.
Creo que he hecho lo que debía.
Capítulo 50. Otro comienzo
También hoy ha sido un día tranquilo. Cada vez que me despierto en esta
cama, me cuesta situarme y comprender dónde estoy. Cuando lo hago, es
fantástico.
En estos últimos dos días he encontrado a Erika mirándose en el espejo de
nuestro cuarto más de lo habitual y eso me inquieta. Esta noche, tras la cena,
nos hemos reunido en el porche de la casa. Joren y Anne duermen juntos en el
cuarto de los chicos, para que ella no esté sola, y Louis ha vuelto hace un rato
con Bibi, que solo sale de su cuarto para comer y, cuando lo hace, está de un
humor de perros. Así que aquí estamos los cuatro: Derek, Berit, Erika y yo,
disfrutando de la brisa que arrastra aromas florales en la oscuridad infinita del
firmamento y del sonido del agua del lago que se extiende en el absoluto
silencio de la noche.
Pasamos así un tiempo, no sabría decir cuánto, sin pronunciar palabra
alguna. Erika se pone en pie después de un tiempo con un quejido, se estira y
sube los peldaños de las escaleras en las que nos hemos sentado para volver
dentro.
—Yo me voy a la cama —me dice—. ¿Quieres que me lleve a Anne?
—No. Déjala. Descansa sola un rato —le digo sonriendo.
Ella asiente, somnolienta, y abre la puerta con sumo cuidado para no
despertar a nadie dentro. Los tres nos quedamos a solas, parece que el silencio
se va a volver a imponer entre nosotros, pero en cuanto estoy segura de que
Erika ya se ha alejado lo suficiente de la puerta, me asomo para ver bien a
Berit y le digo en un susurro:
—Si no sales detrás de ella ahora mismo te daré una patada en el culo.
El chico parpadea, sorprendido, y Derek lo hace también, sin comprender.
—Escúchame —le ordeno, amenazadora—, te dije que tenías poco tiempo,
¿no? Pues ya no lo tienes, ¡no lo tienes! Si no subes ahora mismo a su cuarto y
arreglas todo esto, te quedas sin ella.
Derek aguarda en silencio, sin decir ni una palabra. Berit me mira como si
la cosa no fuera con él, como si esperara que otro respondiera en su nombre.
Lo ha pillado tan por sorpresa que parece incluso intimidado.
—Karan, no es tan fácil como piensas, yo…
—¡Ve! —le digo y señalo la puerta con el brazo.
Él abre la boca para decir algo, pero no encuentra las palabras.
—Es tan fácil como entrar en su cuarto, cerrar la puerta y darle un beso.
¡Sin más!
—¿Sin… más? —pregunta con una expresión de espanto dibujada en su
rostro.
—¡Berit! —le grito y lo altero aún más.
Ni siquiera sé si lo ha hecho por voluntad propia, pero se ha levantado a
trompicones sin dejar de mirarme.
—Venga —insisto—. No pienso volver a la habitación esta noche, así que
puedes quedarte allí. Si la pifias, ya puedes buscar un sitio en el granero, con
las gallinas.
Berit vuelve a parpadear, coge aire y, sin decir nada, abre la puerta y sale
disparado hacia el piso de arriba con cierta torpeza. Hace bastante más ruido
que Erika antes. Aguardamos en silencio y escuchamos cómo se aleja
escaleras arriba, nervioso.
—¿Qué ha sido todo eso? —pregunta Derek.
—¿Sabías que tuvieron una historia juntos?
—Sí, ya lo sabía. Salió mal.
—Pues ahora va a salir bien —respondo, muy segura de lo que digo.
Derek ríe y me pasa un brazo por los hombros. Dejo caer la cabeza sobre su
pecho y cierro los ojos agradecida por el calor de su abrazo.
—¿Te das cuenta de que te acabas de echar de tu propio cuarto?
—Y también me acabo de autoinvitar al tuyo —contesto, rápida.
—Me gusta cómo suena eso —confiesa. Se queda unos segundos en silencio
y después ríe suave—. Lo que no sé es qué le va a parecer a Joren. —Hace
una pausa y suspira—. ¿Podemos mandarlos a él y a Annemette con Louis y
Bibi?
Suelto una carcajada y me separo un poco de él solo para ver su
encantadora sonrisa mientras habla.
Nos quedamos fuera solo unos minutos más hasta que decidimos entrar.
Joren y Anne duermen sorprendentemente juntos. Me quedo de pie en el
umbral de la puerta y pienso en cuánto ha mejorado Joren desde que salimos
de Berlín. Dicen que las tragedias unen a las personas, y en su caso, las
situaciones en las que nos hemos visto envueltos han hecho que aflore en él
una empatía que antes no albergaba.
Con la luz apagada para no despertarlos, dejamos los abrigos en una silla y
nos vamos deshaciendo de la ropa poco a poco sin hacer ruido. Me quito el
jersey y me peleo con los cordones de mis botas en silencio mientras observo
cómo Derek, después de quitarse la camisa, se dedica a desatar sus botas,
concentrado. Me quito los pantalones y me quedo solo con una camisa de
manga corta. Me acerco de puntillas, dubitativa, y deseo meterme bajo las
sábanas antes de que mis pies se congelen.
Derek me mira desde abajo, sentado en el borde de la cama con los
pantalones en las manos. Los tira al suelo y pasa una mano por mi muslo para
instarme a que me acerque más. Sus dedos son cálidos y suaves al contacto,
pero provocan que se erice el vello de mi piel.
Me mira de arriba abajo sin disimulo y esboza una sonrisa traviesa.
—¿Seguro que no podemos echarlos? —bromea y pretende aparentar
seriedad.
Le doy un leve empujón en el hombro y paso por encima de él. Me tapo con
las mantas hasta el cuello y disfruto de la forma en la que mis gélidos pies
comienzan a entrar en calor. Me quedo de medio lado y espero a que Derek se
acueste también. En cuanto lo tengo en frente, sonríe con dulzura.
—¿Qué pasa? —susurro.
Su sonrisa se ensancha y yo me muerdo los labios porque quiero besar los
suyos.
—¿Cómo de precipitado te parecería si te confesara que te quiero?
El corazón se me acelera y se me para en un mismo instante. Contengo la
respiración y tardo unos instantes eternos en poder responder.
—¿Cómo de imprudente te parecería si te confesara que yo también?
—Me parecería del todo imprudente y descabellado.
Me quedo en silencio, sin comprender, y trago saliva.
—¿Por qué? —pregunto en un murmullo, un tanto decepcionada.
—Porque lo es —se encoge de hombros. Al ver mi expresión
apesadumbrada, recorre mi mejilla con los dedos, reconfortante, y sigue
hablando para explicármelo—. Me gusta que seas tan imprudente porque, si
no, habría tardado dos meses más en enamorarte.
En ese instante recuerdo algo que me dijo hace tiempo y contengo la
respiración antes de preguntárselo, inquieta.
—Derek, tú… ¿estás enamorado?
—¿Acaso no te acabo de decir que te quiero?
Me ruborizo en cuando esas palabras salen de nuevo de su boca y me tapo
un poco más con las mantas, aunque apenas es un gesto, pues ya me llegan a la
barbilla. Él no aparta sus ojos de mí. Está tan cerca que puedo sentir su suave
respiración que mece los finos cabellos que caen por mi rostro.
—Quiero decir si sientes algo más por mí además de aprecio. Si es cierto
que me quieres o solo es una forma de hablar…
—O si únicamente me gustas —adivina, serio. Me contempla con intensidad
—. Karan, tú nunca me has gustado. Era imposible que una persona como tú
solo me gustase. Estoy completamente loco por ti desde la primera vez te miré
a los ojos y vi que contenían el universo.
El corazón me late tan rápido que el pecho me duele. Quiero poder
responder y decirle algo tan hermoso como lo que acaba de confesarme él,
pero no encuentro la forma de hacerlo. En la quietud de la noche, paso una
mano por su cuello y lo beso con vehemencia para abandonarnos a un instante
perfecto.
Sí. Puede que sea impulsivo e imprudente abandonarse a un sentimiento tan
intenso que asusta. Puede que sea una locura confiar en que el amor a primera
vista exista o creer que alguien pudo enamorarse de mí con tan solo mirarme a
los ojos. Pero qué importa lo que pase después, qué importa si esto es
terriblemente irresponsable. Qué importa si, aunque el presente solo dure solo
un instante, sus besos inmortalizan el tiempo.
Amanezco sobre el pecho de Derek, que aún duerme a pierna suelta, boca
arriba, mientras estira el brazo con el que me rodea en afán protector. Siento
que su pecho asciende y desciende; me invita rendirme al sueño de nuevo.
Giro la cabeza para asegurarme de que Anne y Joren también duermen y me
relajo unos instantes más. Ahora, cuando la pálida luz del amanecer nos
ilumina, soy capaz de verlo mejor y me sonrojo levemente cuando me
sorprendo a mí misma admirando sus abdominales.
Derek se revuelve. Me alerta y hace que me separe un poco, avergonzada.
Él bosteza y me atrae hacia sí para abrazarme con tanta fuerza que apenas
puedo respirar.
—Buenos días —me saluda con voz ronca y me planta un beso en la frente.
Se estira cuando aún estoy sobre su pecho, y me incorporo para poder ver
su rostro de recién levantado. Tiene el pelo oscuro revuelto y los ojos
entrecerrados. Su expresión es afable y aletargada, y presenta un aire de lo
más entrañable. Pero eso no hace que deje de ser condenadamente atractivo.
—¿Qué hacéis? —escucho la voz de mi hermano, que acaba de despertar y
se ha sentado en la cama mientras nos mira con atención.
Me vuelvo y lo saludo con una sonrisa.
—Buenos días, Joren. Lo siento si te hemos despertado.
—¿Qué haces aquí? —repite, confuso.
—Berit iba a dormir con Erika así que me he venido a vuestro cuarto.
—¿Hemos dormido cuatro personas en esta habitación y solo dos en la de al
lado? —pregunta con cierto aire de indignación.
—Una injusticia, chico. Totalmente de acuerdo —comenta Derek y se
incorpora mientras pasa un brazo por mis hombros.
Miro a Joren, desconfiada, y me pregunto cómo se tomará ese gesto, pero ni
siquiera parece reparar en él, solo frunce el ceño mientras busca una
explicación razonable para esa mala distribución del espacio.
—Alguien debería hablar con ellos.
Río.
—Tranquilo, yo lo haré.
—No debes dejar que te echen, también es tu cuarto.
Me echo a reír, pero me detengo cuando comprendo que habla muy en serio.
—Sí, tienes razón.
Anne gruñe e intenta seguir dormida a pesar de que todos nos hayamos
levantado ya. Me pongo en pie de puntillas y corro hacia la silla donde dejé
mis pantalones para ponérmelos con rapidez ante la mirada atenta de Derek.
—Me parece que voy a desayunar —les digo—. Así que os espero en la
cocina.
El joven me sonríe y mi hermano bosteza con ahínco mientras yo salgo por
la puerta. Una vez abajo, preparo la mesa y el desayuno y espero a que, uno a
uno, vayan bajando todos.
Vilhelm es el primero en llegar. Después, aparecen Anne, Joren y Derek,
que ya se han vestido y aguardan a que lleguen los demás para poder empezar.
Alguien baja las escaleras a trompicones. Cuando veo aparecer a Berit por la
puerta, le dedico una sonrisa y él me la devuelve, nervioso. Se queda unos
segundos en el marco de la puerta y después acaba sentándose junto a Derek,
que oprime su hombro con los dedos a modo de saludo.
—Buenos días, muchacho —le dice Vilhelm, sonriente.
—Buenos días —contesta él y luego se dirige a mí—: Gracias.
Asiento para quitarle importancia y sonrío verdaderamente contenta.
Supongo que eso significa que ayer las cosas fueron bien entre ellos dos.
Después tendré que interrogar a Erika al respecto.
—¿Te contó algo Erika…?
—Sí —contesta—. Erika tiene una noticia para todos.
Por su expresión y la leve forma que tiene de palidecer imagino que ya está
al tanto de todo y eso también me alegra.
—¿Qué es? —pregunta Derek—. ¿Qué os traéis todos entre manos?
—Yo ya lo sé —dice Joren de pronto.
—Es cierto, lo sabes y aun así guardaste el secreto —le digo orgullosa.
Él se encoge de hombros, aunque sé que también se siente contento consigo
mismo.
—Yo también lo sabía —canturrea Anne, sin dejar que le roben el
protagonismo.
Río y acaricio su cabello rubio revuelto y alborotado.
—Tú también has guardado bien nuestro secreto.
Derek nos observa con curiosidad, pero no dice nada. Empezamos a
desayunar, impacientes y aguardamos hasta que Erika, al cabo de un rato, entra
por la puerta. Viene en calcetines, y envuelta en una de las preciosas mantas de
lana que hay en nuestro cuarto.
El anciano la saluda con afabilidad y yo le dedico una mirada de
complicidad. Berit retira una silla a su lado para que se siente, pero ella la
declina.
—Chicos, tengo algo que deciros. —Hace una pausa, mirando a Derek—.
En realidad… solo tengo que decírtelo a ti.
—¿Es que soy el último en enterarse? —pregunta, fingiéndose ofendido.
—¿Dónde están Louis y Bibi?
—Siguen en su cuarto. Luego se lo cuentas a ellos —le dice Berit.
—Vale. —Da un paso al frente y se quita la manta para mostrar la ropa que
se ajusta a su vientre. Lentamente, se pone de medio lado para que el contraste
sea aún mayor. Derek abre la boca y enarca las cejas. No haría falta decir
nada más, pero lo hace.
—Estoy embarazada.
—Ya lo veo —ríe él.
Observo a Erika, que sonríe. Berit la toma de la mano y le obliga a sentarse
a su lado. Su expresión es muy diferente a la que tenía cuando me lo contó la
primera vez. Ahora parece más en calma, más en paz. Sigue siendo consciente
de la situación, pero parece estar mucho más tranquila y eso me relaja.
Capítulo 52. Regresar
Han pasado tres días desde que Derek y Bibi se marcharon. Anne y yo
jugamos con la cabra —la bendita cabra de paciencia infinita que cualquier
día le dará un bocado a mi hermana— cuando llegan los camiones. Primero
escuchamos el ruido de sus motores, que resulta atronador en medio de la
apacible quietud del lugar. Después, los vemos aparecer colina arriba,
saliendo desde algún camino oculto en el bosque.
Me pongo en pie enseguida como pinchada por un resorte y me quedo
petrificada. La cabra bala y Anne los señala asustada, preguntándome qué
hacen esos camiones viniendo hacia aquí. Si Louis no hubiera salido y hubiera
tirado de mí, probablemente habría permanecido inmóvil sin ser capaz de
reaccionar.
Él nos arrastra al interior de la casa, donde el resto ya se ha percatado de
los camiones que se acercan. No son más que tres, pero son suficientes para
que hagan que me falte el aire. Vilhelm mira por la ventana de la cocina sin
dar crédito a lo que ve. Erika también está petrificada en el vestíbulo y
observa con temor.
—¿Son nazis? —me atrevo a preguntar.
—Lo son —afirma Louis con expresión grave.
—No deberían dar problemas. Se supone que hay una tregua —dice Erika,
hablando en danés para que el anciano le entienda.
—Pero si se dan cuenta de que sois alemanas o austriacas pueden
preguntarse qué hacéis en Dinamarca y acusaros a vosotras y a vuestras
familias de traición —explica él—. Tenéis que esconderos. En el granero.
Rápido.
Echa a andar hacia la salida de la cocina. Erika y Louis lo siguen de cerca,
sin perder el tiempo. Anne también sale, pero yo me detengo en el umbral.
—¿Dónde está Joren? —pregunto alterada.
—Está con Berit. A estas alturas ya habrán oído los camiones. Tranquila,
estarán bien —me dice Erika y mira de reojo hacia la colina. El cielo está
bastante oscuro.
Salgo y me quedo unos instantes contemplando la calle que llega a la casa,
mirando a mi alrededor por si veo llegar a Berit y a mi hermano; pero los
camiones se acercan y el tiempo se nos acaba.
Erika coge a Anne en brazos y se la lleva dentro del granero mientras me
grita que me dé prisa. El anciano nos conduce al interior, apartando algunas
cajas viejas y polvorientas para que podamos ocultarnos detrás de unos
paneles que crean una pequeña y angosta abertura. La pequeña es la primera
en entrar, después lo hace Erika y yo lo medito unos instantes más mientras
continúo con la vista fija en la puerta abierta.
—Yo me quedo fuera, por si Joren aparece.
—¡Karan! —me grita Erika desde dentro.
—Berit está con él —me recuerda Louis y me coge del brazo como si
temiera que en cualquier momento fuera a salir corriendo. Mientras, el anciano
camina hacia la puerta para asegurarse de que los camiones aún no han llegado
a esta calle—. No puedes quedarte. Tu acento… se nota que eres alemana.
—No hablaré —le digo muy segura. —Si Joren llega en un mal momento y
estoy aquí escondida, no podré ayudarlo.
—Y si no puedes hablar tampoco lo ayudarás —contraataca Erika, me
tiende la mano desde la grieta para que me meta dentro con ella—. No hagas
idioteces y ven aquí.
Louis me agarra de los hombros y me empuja un poco, intentando que entre,
pero yo me zafo enseguida.
—Niña, escóndete —me dice Vilhelm en danés —. ¡Venga!
—Berit está cuidando de él. Y si hay problemas, yo me encargaré. —Louis
habla sorprendentemente rápido, con un fuerte acento, pero con fluidez. Parece
seguro de lo que dice. Sostiene mi mirada sin titubear y vuelve a agarrarme de
los hombros.
De pronto, unos gritos en alemán hacen que los tres nos volvamos. Tarde.
Demasiado tarde. El primer camión se ha detenido en la calle y uno de los
soldados que ha bajado de él y da órdenes al resto.
La puerta del granero está abierta y sé que me han visto. Ya no podré
ocultarme.
Es lo que quería y, sin embargo, no puedo evitar que me tiemblen un poco
las rodillas cuando veo cómo los soldados se echan sus subfusiles al hombro.
Louis mueve algunos fardos pesados para ponerlos frente a los paneles
donde se han ocultado las chicas y después tapa la pequeña rendija por la que
han entrado colocando delante varios sacos viejos y raídos. Luego me carga
con una cesta de huevos para fingir que estábamos ahí trabajando.
—Dejad que yo hable —nos advierte el anciano—. Y tú, muchacha, no
abras la boca bajo ninguna circunstancia o esos alemanes sabrán de dónde
vienes.
Asiento con un nudo en la garganta y salimos al exterior. Para cuando
regresamos a casa, los tres camiones ya se han detenido en la calle principal.
Un par de soldados hacen guardia mientras fuman, el resto ha comenzado a
llamar a las puertas de los vecinos. Dos soldados se dirigen hacia nosotros.
Vilhelm se vuelve hacia mí y señala la huerta con un gesto.
—Seguid fingiendo que estáis trabajando —nos pide y echa a andar para
recibir a los alemanes.
Ambos obedecemos. Seguimos con la mirada al anciano, que habla apenas
unos segundos con los soldados antes de que uno lo escolte al interior de la
casa y el otro se acerque a nosotros.
Lleva un pitillo entre los labios y un subfusil echado al hombro. En cuanto
llega a nosotros, da una larga calada y nos dedica una mirada.
—¿Habláis alemán? —pregunta.
—Muy poco —responde Louis con un acento marcado.
—¿Y tú? —inquiere mientras se dirige a mí.
—Mi hermana no puede hablar —contesta Louis rápido.
El soldado exhala el humo de su cigarrillo y me contempla con el ceño
fruncido
—¿Por qué? —quiere saber.
No deja de mirarme. No debe de ser mucho mayor que nosotros. Solo es un
muchacho, pero tiene un arma entre las manos y eso es suficiente para hacer
que ambos lo contemplemos con respeto.
—Es de nacimiento —continúa Louis.
—Por lo demás, ¿es normal? —pregunta, sin pudor.
—Lo es. Entiende danés y un poco de alemán. Es muy lista, señor —añade.
El soldado parece meditarlo mientras le da otra calada inapetente al
cigarrillo.
—Está bien. —Hace una pausa—. Vais a tener que responder a algunas
preguntas. ¿Cuántas personas vivís en esta casa?
—Tres —contesta Louis sin pensar.
—Dime vuestros nombres —exige.
—El anciano se llama Vilhelm, ella es Karan y yo soy Louis.
—Louis —repite—. ¿Qué relación tenéis los tres?
No puedo evitarlo. Lo miro y deseo que él sea capaz de responder a algo
para lo que yo no tendría una respuesta rápida. Probablemente estén
haciéndole el mismo interrogatorio a Vilhelm ahí dentro y si nuestras
versiones no coinciden podríamos estar en problemas.
—El anciano es nuestro abuelo. Ella es mi hermana.
El soldado espera unos instantes. Da otra calada.
—¿Dónde están vuestros padres?
—Murieron —contesta él.
—¿Cómo? —insiste.
No puedo evitar mirar a Louis nerviosa. No estamos preparados para esto,
no estamos listos para mentir.
—Éramos pequeños cuando nuestro padre murió trabajando. Mi madre
enfermó hace un tiempo.
El soldado asiente. Mira por encima de su hombro hacia la casa y nos hace
un gesto con la cabeza para que lo sigamos al interior.
Las respuestas de Louis han sido vagas, pero quizá no demasiado. Tal vez
Vilhelm haya dado más detalles, detalles que no coincidan y, en ese caso, no
sé qué pasará dentro de la casa.
El anciano está sentado en el salón, en una silla. Han retirado el sofá y han
apartado un poco los muebles. El subfusil del soldado descansa en el sofá y ha
dejado su pistola frente a él, en la mesita donde Anne ha estado jugando todas
estas tardes.
A nosotros nos hacen permanecer en pie frente a Vilhelm, junto a los
soldados. Quien nos ha escoltado le cuenta lo mismo que le hemos dicho
nosotros y él asiente.
—El viejo dice que al padre de los chicos se le paró el corazón —dice el
otro, en danés para que Vilhelm lo entienda.
—Mientras trabajaba —puntualiza Louis.
Yo permanezco en silencio, inmóvil, sin dejar de mirar el arma que el
soldado ha dejado frente a nosotros.
Los soldados se miran. El que fumaba arroja la colilla al suelo y la pisa. Se
cruza de brazos y aguarda. Es el otro quien habla.
—Nos han informado de que en este pueblo se ocultan rebeldes —comenta,
despacio y apoya los codos en las rodillas mientras se echa hacia delante—.
¿Vosotros los habéis visto?
Louis se mantiene en silencio, deja que Vilhelm hable.
—Es un pueblo pequeño. Por aquí no pasa mucha gente y mucho menos
hombres armados. Sois los primeros en llegar —responde, sereno y sin dudar.
Silencio.
—Vuestros vecinos dicen que en esta casa se da cobijo a rebeldes.
Louis se tensa, pero Vilhelm no parece inquietarse. ¿Rebeldes? ¿En el
pueblo les han dicho que somos rebeldes?
—Siento deciros que os han mentido. Aquí solo estamos mis nietos y yo.
Podéis mirar en la casa, si queréis.
El que está sentado le hace un gesto al otro y este echa a andar escaleras
arriba mientras la madera del suelo cruje bajo sus pesadas botas de combate.
—En el pueblo dicen que tienes un hijo que sigue con vida y que está
desaparecido desde que los alemanes llegamos a Dinamarca.
Por primera vez desde que estamos aquí, Vilhelm se revuelve en su asiento.
—Se marchó antes de eso. Aquí no había trabajo y partió en busca de una
vida mejor.
—Entonces, ¿no es parte de la resistencia? —insiste.
—No, señor.
Escuchamos ruidos en el piso superior. Muebles arrastrados por el suelo y
varios golpes. El anciano frunce el ceño.
—Algunos vecinos aseguran haberlo visto llegar de noche y marcharse al
alba varios días.
El alemán se pone de pie y se deshace de la chaqueta del uniforme. La
deposita sobre el respaldo del sillón cuidadosamente y se desata los botones
de los puños de la camisa para subirse las mangas con lentitud.
—Hace meses que no veo a mi hijo —asegura Vilhelm.
—¿Y vosotros? ¿No habéis visto a vuestro tío por aquí?
Louis y yo sacudimos la cabeza. El soldado nos observa durante unos
instantes, nos evalúa. Después se vuelve hacia el anciano, aún en su silla.
Es rápido, certero y brutal. Le cruza la cara de un derechazo y yo ahogo un
grito al tiempo que me llevo las manos a la boca. Louis da un paso adelante,
pero el propio Vilhelm alza una mano mientras se incorpora.
—Quédate ahí, chico —le pide.
El soldado aguarda unos instantes. Vuelve a subirse la manga derecha.
—Dar protección a rebeldes se considera un crimen de alta traición —
informa—. También ocultar información relevante. ¿Estás seguro de que no
quieres contarnos nada?
Vilhelm guarda silencio. Un nuevo golpe estalla contra su rostro.
No me doy cuenta de que he dado un paso adelante hasta que siento la mano
de Louis rodeando la mía para mantenerme pegada a él. Tira un poco de mí
para ocultarme con su cuerpo, para que no tenga que presenciar esta escena,
pero yo no puedo dejar de mirar.
—Señor, mi hijo no forma parte de la resistencia. Y hace meses que partió
de Dinamarca —insiste él. Un hilillo de sangre resbala por la comisura de su
boca. Cuando se lo limpia, sus dedos tienen un ligero temblor.
El alemán se gira hacia nosotros. Hay algo gélido en sus ojos, algo vacío y
desgarrador que no había visto antes.
—¿Dónde está vuestro tío?
—Dice la verdad, se marchó antes de que empezara la guerra. No ha vuelto
desde entonces.
El soldado chasquea la lengua. Da un paso adelante y agarra al anciano del
pelo mientras estira su cabeza hacia atrás. Una serie de golpes vuelve a llover
sobre él y esta vez tengo que apartar la mirada.
El sonido es horrible. Los nudillos contra su piel, los quejidos del hombre
que nos ha dado cobijo y la silla tambaleándose con cada golpe.
Estoy tan impactada, tan fría por lo que acabo de ver, que ni siquiera me
doy cuenta de que se ha detenido, de que Vilhelm ha perdido el conocimiento.
Tampoco soy consciente de lo que ocurre hasta que un soldado me aparta de
Louis y siento sus dedos que se ciernen con fuerza por encima de mi codo.
Escucho un click y noto algo helado contra la sien.
El corazón se me detiene. Las rodillas se me aflojan, pero el soldado me
mantiene en pie mientras me apunta con su arma y mira a Louis.
—¿Vas a dejar que tu hermana pague por los crímenes de tu tío? —pregunta,
tranquilo.
—Le hemos dicho la verdad. No sabemos nada de mi tío. Hace meses que
no vuelve por aquí. Lo juro —murmura de forma atropellada.
—Dame una fecha, el lugar del asentamiento rebelde… Dime cualquier
cosa que sirva para encontrar a tu tío y todo esto quedará en el olvido. —
Aprieta con más fuerza, tanto que me hace daño y me da un par de golpecitos
con el cañón de su pistola—. Soltaré a tu hermana, enfundaré la Luger y mi
amigo y yo nos marcharemos por donde hemos venido.
Louis está temblando. O quizá sea yo.
El otro soldado baja por las escaleras con lentitud. No lo puedo ver, pero
escucho sus pisadas.
—Iré al granero —anuncia y mi cabeza da vueltas.
Tengo que recordarme que no puedo abrir la boca, que no puedo suplicar
que baje el arma o insistir en que no conocemos a ningún rebelde. Si digo
cualquier cosa, lo que sea, sabrán que soy alemana y estaremos perdidos.
Todo mi cuerpo lucha por gritar, pero me muerdo los labios y cierro los ojos
con fuerza.
—No sabemos nada de ningún rebelde —asegura el muchacho.
Dos lágrimas surcan sus mejillas. Su pecho se mueve con violencia cada
vez que toma aire.
—¿Estás seguro? —quiere saber el alemán.
Siento su aliento contra el pelo cada vez que habla, sus dedos rodeándome
con fuerza y el cañón del arma recordándome que mi vida está en sus manos.
—Por favor —solloza Louis, roto.
El soldado hace un movimiento brusco y dejo escapar un jadeo ahogado,
sobresaltada.
Son unos instantes interminables. El alemán mira a Louis, que se esfuerza
por mantenerse en su sitio y yo lucho para no echarme a llorar. El corazón me
late tan fuerte que temo que se me salga del pecho y mis rodillas tiemblan
incontrolables.
De pronto, el alemán me suelta y Louis corre para cogerme entre sus brazos.
Los dos temblamos y no sabría decir cuál de los dos está más frío.
El alemán enfunda su pistola, la Luger, y se pone su chaqueta mientras nos
dedica una sonrisa.
—Siento haberos asustado —miente—. Pero tenía que asegurarme. Si mi
compañero vuelve del granero y dice que todo está en orden nos marcharemos.
Ninguno responde. Vilhelm continúa sin sentido, desfallecido sobre la silla
con el rostro magullado y rastros de sangre en el mentón.
No suelto a Louis. Me aferro a él con dedos temblorosos mientras rezo todo
lo que me sé para que no encuentren a Anne y Erika y espero a que mi corazón
lata con normalidad.
Cuando la puerta se abre, el pulso se me dispara y miro al soldado recién
llegado con el estómago en la garganta.
—Está limpio —informa.
Respiro aliviada y deseo que ninguno de los alemanes lo haya notado.
—Gracias… por la hospitalidad —dice y sonríe—. Volveremos pronto por
si tenéis noticias que compartir con nosotros —declara, y ambos abandonan la
casa.
Louis y yo nos quedamos así unos instantes, sin atrevernos a mover ni un
solo músculo. Solo cuando escuchamos sus pisadas alejándose y el ruido de
los motores al arrancar, despertamos del trance y corremos a socorrer a
Vilhelm y ayudarlo a volver en sí.
La incertidumbre es horrible. Cuando dejamos de escuchar el sonido de los
motores esperamos un tiempo antes de ir a por Anne y Erika. Mientras vamos
en su busca, divisamos dos figuras que descienden por una de las colinas hacia
el pueblo. Son Joren y Berit. Mi primer impulso en salir corriendo en su
busca, pero Anne debe de estar asustada, así que primero espero a que la
saquen de su escondite y la abrazo con fuerza en cuanto la veo.
Parece confusa y desorientada, y aún tiene el miedo pintado en su mirada.
—Ya está —le digo—. Todo va a salir bien.
—¿Vilhelm? —quiere saber Erika, que sale por su propio pie de entre los
paneles.
—Está en casa —contesta Louis—. Le han dado una paliza —añade
mientras baja el tono de voz para que Anne no lo escuche.
Erika se queda lívida y sale enseguida en busca del anciano. Yo la imito y
vuelvo a buscar a Berit y Joren con la mirada.
Los dos muchachos vienen con celeridad, prácticamente corriendo, mientras
miran atrás una y otra vez, por si acaso.
Una vez que estamos todos en casa, con las puertas y las ventanas cerradas,
pero con un ojo puesto en ellas, nos reunimos en la cocina y les contamos lo
sucedido a los que no estaban.
Les decimos cómo han bajado de sus camiones y han recorrido el pueblo a
pie, armados con sus rifles de cerrojo, y sus subfusiles. Les contamos lo que
querían y lo que le han hecho a Vilhelm por no dárselo.
Cuando terminamos de hablar y de responder a preguntas, todos llegamos a
la misma conclusión: este pueblo ya no es seguro.
Pasamos el día mirando por las ventanas, con los sentimientos a flor de
piel, deseando que esos camiones no vuelvan a acercarse otra vez.
Salvo cuando no estoy preguntándome si tendremos que seguir
escondiéndonos, si tendremos que encontrar un escondrijo mejor o si nos
arrestarán si nos descubren… el tiempo se lo dedico a Derek. Está en el
bosque, probablemente aún no haya llegado al pueblo y quizá esos camiones
hayan pasado cerca de ellos.
El corazón se me acelera cada vez que me pregunto qué pasaría si los
encontraran, qué harían con ellos, si los matarían, y apenas soy incapaz de
controlar las lágrimas.
Las horas son largas, tanto de noche como de día. Anne es incapaz de
dormir y cuando lo hace termina despertándose al poco rato con pesadillas. Yo
soy incapaz de conciliar el sueño, mirando a través del cristal de la ventana,
temiendo encontrar varios pares de luces amarillas en mitad de la oscuridad.
Al final, acabo saliendo a la calle, a sentarme en el porche mientras espero y
deseo que no suceda absolutamente nada.
Capítulo 55. Aktion T4
Tres días después, Noa vuelve con buenas noticias: podremos escapar de
Dinamarca con ellos, siempre y cuando asumamos que si alguien no es capaz
de seguir el ritmo lo dejarán atrás.
—¿Cuánto tiempo debías estar así? —le pregunta Erika a Louis.
Nos hemos sentado en el salón después del almuerzo para tomar decisiones.
—No lo sé —dice—. Se suponía que mi médico me lo diría cuando ya no
me hiciera falta la férula.
—¿Todavía te duele al apoyar el pie? —pregunta Berit.
—Me duelen más las manos por sujetar las muletas que la pierna en sí.
—A ver, intenta andar sin ellas —le digo curiosa.
Louis se lo piensa durante unos segundos, pero acaba decidiendo ponerse en
pie y hacer la prueba. Deja las muletas en el sillón donde estaba y camina de
un lado a otro del salón, moviendo la pierna con dificultad como si no fuera
más que un pesado lastre.
—Ya no me duele al apoyar —asegura.
—Entonces te quitaremos la férula —declara Berit, muy seguro de lo que
dice.
Louis asiente sin meditarlo siquiera.
—De acuerdo.
Cuando Berit regresa, trae también el arma que Derek usó para defenderse;
una Luger con tres balas. Berit hace una demostración de cómo se usa delante
de todos en el salón. La carga y le quita el seguro, lo repite varias veces para
que ninguno perdiera detalle.
Después, la guardamos en un arcón, bajo un montón de viejas mantas raídas
y decidimos que ya pensaríamos más adelante qué hacer con ella. Quizá la
necesitemos algún día.
Estoy recostada sobre Derek con la cabeza apoyada en su pecho disfrutando
del suave latir de su corazón. Su cuerpo se eleva con lentitud, se mueve arriba
y abajo en un movimiento lento y pausado que me relaja.
Tengo el libro que me regaló abierto, sujetando sus páginas intermedias
para que no resbale la flor que guardo en él, la flor que me regaló. Se lo leo
después de mucho tiempo sin escuchar esa historia, sin hablar de ella. Le leo
durante toda la tarde y gran parte de la noche, hasta que le entra el sueño y se
queda dormido una vez que le han curado.
Ni siquiera se ha movido. Simplemente ha cerrado los ojos y se ha dejado
arrullar por el sonido de mis palabras, que se han detenido un poco antes de
llegar al trágico final de la historia.
Quien le ha atendido no era un médico de verdad, pues en este pueblo no lo
hay. Berit ha avisado a Vilhelm y él ha traído a una curandera, una mujer
mayor, rolliza, de vastos conocimientos en plantas y remedios naturales, pero
sin verdadera formación profesional. Ella misma nos lo ha dicho; es capaz de
ayudar en los partos, de curar catarros o de aliviar las migrañas, pero esto le
quedaba bastante grande.
Ha sacado la bala de su cuerpo y ha limpiado la herida como mejor ha
sabido. Le hemos echado alcohol y se la ha vendado. La mujer ha prometido
visitarlo por la mañana, pero nos ha recomendado que busquemos a un médico
de verdad.
Todos sabemos que no podemos hacer tal cosa.
Aún no está profundamente dormido. Lo sé por cómo se revuelve cuando le
acaricio la mejilla.
—Te quiero —le digo bajito.
—Y yo a ti, Ka —responde adormilado.
Hoy dormimos solos para que él descanse bien. Me había propuesto
marcharme en cuanto se quedara dormido, pero no creo que sea capaz de
moverme de aquí. Él me rodea con el brazo y yo me dejo arropar por su calor.
Cierro los ojos y froto mi mejilla contra su pecho.
—Me alegra que hayas vuelto.
Esta vez no responde, murmura algo casi en sueños y yo me dejo llevar
también por el letargo que nos embarga.
Cuando Derek despierta, yo ya lo observo desde hace un rato, sentada a su
lado, con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en ellas. Él se despereza
tranquilo y veo que su bonito rostro se contrae en una mueca de dolor en
cuanto recobra la consciencia.
—¿Qué tal estás?
—Creo que mejor —responde y esboza una sonrisa. Sin embargo, no me lo
creo.
—Tenemos que hablar —le digo. Apoya una mano en la cama y se agarra al
cabecero, haciendo fuerza con los brazos mientras se tensan todos los
músculos de su espalda.
—¿De qué? —pregunta, sin volverse, con el tono de voz contraído.
—De lo que nos contó el hijo de Vilhelm. Es danés y pertenece a la
resistencia. Nos contó lo que están haciendo los alemanes ahí fuera y son
cosas verdaderamente horribles.
—Eso ya lo sabíamos, Ka.
—No lo entiendes. Es peor —le advierto con tristeza y espanto. Le relato
todo lo referente a la Aktion T4 sin dejarme ni un detalle y contemplo cómo él
mira al vacío, pálido, sin dar crédito—. Tenemos que marcharnos con ellos.
Nos ha conseguido un hueco en el convoy que partirá al norte. Allí estaremos
más seguros. Aquí estamos desprotegidos.
Derek asiente, pensativo, inmerso en sus cavilaciones. Se roza el abdomen
con las manos, en el lugar donde la venda cubre su herida y cierra los ojos.
—Tienes razón. No podemos quedarnos aquí, ya no es un lugar seguro.
Tenemos que marcharnos como sea.
—Lo haremos —le aseguro—. Noa nos ha prometido que nos sacará de
aquí. Solo quedan catorce días. Encárgate de curarte para entones, ¿de
acuerdo?
—Veré qué puedo hacer —responde y extiende la mano sobre la venda.
Le miro a los ojos, preocupada, y él me da un casto beso en la frente.
Las horas se hacen eternas, y más aún los días. Vilhelm consiguió que un
cura oficiase la ceremonia para ofrecer descanso al alma de Bibi. La
enterramos en el mismo lugar en el que se encuentra la familia del anciano, y
rezamos por ella.
Derek no fue a la ceremonia. No habría podido caminar hasta el cementerio,
tampoco fue Anne, que se quedó con Erika y él.
Los demás acompañamos al cura hasta el cementerio y guardamos unos
minutos de silencio por ella. Cuando terminó, dejamos flores en su tumba y
abrazamos a Louis cuando rompió a llorar.
Todos lloramos, salvo Joren; aunque quizá él lo haga de una forma
diferente. Porque sé que hay dolor en sus largos silencios, en las preguntas
temerosas sobre la muerte, sobre el lugar en el que están ahora Bibi y
Alexander, o en las miradas consternadas a las flores sobre la tumba.
Le expliqué lo que ocurrió el mismo día que Derek volvió herido y Berit fue
en busca del cuerpo de Bibi al bosque.
Le conté lo mismo que me contó Derek a mí, y respondí a preguntas que me
partieron el alma. Cuando me preguntó «¿por qué?», no fui capaz de contestar.
¿Por qué murió? No creo que ninguno de nosotros tenga una respuesta para
ello y quizá eso sea lo que más asusta de todo. Bibi murió por nada. Igual que
Alexander, igual que casi todo el mundo muere en la guerra.
Su muerte ha abierto heridas que aún no habían cicatrizado. Es inevitable.
Todos pensamos en el pequeño Alexander y la tristeza ha vuelto a cristalizar
en nuestros corazones. A su lado, el miedo ocupa un gran espacio y apenas
queda lugar para ningún otro sentimiento.
Por eso es tan precioso lo que tenemos. Todos se han convertido en parte de
mi familia y no cambiaría lo que siento por mis amigos o por mis hermanos
por nada. Tampoco cambiaría lo que siento por Derek, al que quiero de una
forma diferente, demasiado compleja para explicar. Antes creía que esos
sentimientos no eran legítimos, que no podía ser feliz mientras todo se
derrumbaba. Ahora creo justo lo contrario. Precisamente porque el mundo está
lleno de odio, nosotros debemos seguir amando.
Todavía quedan siete noches para que los revolucionarios nos lleven con
ellos y ya cuento los minutos hasta que eso ocurra.
Todos los días hay algo que hacer y apenas tenemos tiempo para dar paseos
o pasarnos la tarde jugando con Anne en la orilla del lago.
Derek ha estado en cama tres días enteros, sin levantarse más de lo
estrictamente necesario. Después, ha empezado a moverse poco a poco. Yo me
he encargado de cambiarle el vendaje y he permanecido a su lado cada vez
que la curandera ha venido para limpiar su fea herida.
Hoy ya no está tan ojeroso, pero sigue pálido y parece débil. Después de un
largo día ayudando en el pueblo, en la casa y en la granja, por fin he podido
salir de casa con Derek para que le diera el aire. Es la primera vez que sale
desde que llegó y por su expresión de alivio cuando siente el viento en la cara,
es como si hubiera estado encerrado mucho más tiempo.
Apenas salimos a la zona trasera de la casa, al lugar donde pequeñas rocas
se amontonan en el agua creando pequeñas islas sobre las que saltar.
Aún no está bien. Él dice que sí, pero yo sé que miente. Lo veo en sus ojos y
en su sonrisa apagada. Lo veo en la forma en la que se mueve y en la manera
en la que respira. Lo siento en el color de su piel y en el tono de sus palabras.
Derek aún no se ha curado. Pero tenemos tiempo hasta que llegue el convoy.
Sin decir nada, él desliza sus dedos sobre los míos y los entrelaza con
delicadeza. Lo miro y sonrío. Durante un instante, soy feliz. Soy tan feliz que
por un tiempo creo de verdad en el final feliz del libro. Incluso si en el fondo
sé que no puede terminar así, estoy convencida de que el final que Derek
escribió era el real. Pero quiero escucharlo, quiero que él me lo diga de
nuevo, porque es maravilloso.
—Derek, cuéntame el final del libro.
Él me mira divertido y bufa exasperado.
—Te repites un poco.
—Pero quiero escucharlo. Quiero el de verdad.
Derek sonríe y, sin soltar mi mano, abre la boca lentamente para decirme lo
que siempre me dice:
—El final es el que está ahí escrito. Él no pierde la pierna y ella se baja del
barco en el último momento para quedarse con él.
—Es un final bonito —murmuro encantada.
Una inmensa bandada de pájaros cruza el cielo frente a nosotros. Desde
lejos parece una mancha enorme de oscuridad que se dispersa y se pierde en
el ocaso del día.
—¿Me crees? —pregunta, escéptico.
Lo medito unos instantes. A pesar de su apariencia abatida y cansada, sigue
siendo increíblemente guapo.
—Sí, claro que sí —contesto, contenta.
Asiente, satisfecho, y continúa en apacible silencio, imperturbable. Tose un
poco y, cuando lo hace, se lleva la mano al costado para sujetarse. Lo miro
preocupada, pero no le pregunto si está bien; sé lo que me respondería.
—¿Por qué yo? —pregunto entonces.
—¿Por qué tú qué? —dice divertido, sin comprender.
—¿Por qué te fijaste en mí?
Una amplia sonrisa se dibuja en su rostro. Después pierde la vista en el lago
que se extiende frente a nosotros y se abstrae durante unos segundos, embebido
en sus recuerdos.
—Realmente no lo sé. Sucedió y punto. ¿Qué importa eso? —murmura sin
mirarme—. Me gustaste, de pronto, sin darme cuenta. —Se encoge de hombros
—. No intentes entender esas cosas porque no lo conseguirás. ¿Por qué te
fijaste tú en mí? —Derek se vuelve hacia mí y me mira con tal intensidad que
me sonrojo.
Estoy a punto de decir que no lo sé, cuando caigo en la cuenta de algo en lo
que no había pensado hasta ahora.
—Por mi hermano.
—¿Por Joren? —inquiere, enarcando sus bonitas cejas.
Asiento despacio.
—Supe que eras especial por cómo lo tratabas.
—Solo lo trato como…
—Como a todos los demás —termino la frase por él—. Por eso mismo,
porque lo tratas como a los demás, como se merece.
Derek esboza una sonrisa lenta.
—Así que, que yo quiera a tu hermano ha hecho que tú me quieras a mí. No
es un mal trato.
Me pego más a él y le doy un beso en la mejilla, pero él me agarra de la
muñeca cuando estoy a punto de separarme y me impide volver a mi sitio. Me
da un beso en los labios y tira levemente de mí, apenas un poco, mientras me
acomodo a su lado y nos besamos sin prisa.
Capítulo 58. Aguardar
Escucho varios disparos más y cubro a Anne con mi cuerpo. No los siento.
Tampoco el dolor. Alzo la cabeza lentamente. Oigo un zumbido en los oídos y
noto un sabor metálico en la boca.
Berit empuña uno de los subfusiles y los dos alemanes que lo apuntaba a él
y a mi hermano yacen en el suelo.
Me pongo en pie lentamente, conmocionada, e intento cubrir los ojos de
Anne cuando veo los cuerpos, cuando comprendo que están muertos.
Luego me doy cuenta de que ella ha sido la autora de una de esas muertes y
siento un terror gélido y desgarrador que me oprime el pecho.
Ha acabado con el alemán que apuntaba a Joren, ella sola, mi hermana de
cuatro años… Y eso le ha dado al resto una oportunidad de derribar a los
otros dos soldados.
Dejo de taparle los ojos. La agarro de la mano mientras mis dedos tiemblan,
mientras miro a mi alrededor, y salgo disparada hacia Joren.
No pienso en que no le gustan los abrazos. En realidad, no pienso en nada.
Rodeo su cuello con el brazo que tengo libre y lo acerco a mí.
Joren también está conmocionado y tarda unos instantes en darse cuenta de
lo que estoy haciendo. Cuando lo comprende, me aparta de un empujón y da un
paso hacia atrás. Empieza a murmurar algo en voz alta. Camina de un lado a
otro y sortea los cadáveres. Una arcada me sube a la garganta cuando veo
cómo esquiva los cuerpos.
—¿Qué acaba de pasar? —pregunta Louis.
No consigo responder. Nadie lo hace.
Miro al alemán que estaba frente a mí, el que estaba dispuesto a matar a
Joren y el primero que ha caído al suelo. Tiene un tiro en la espalda, justo en
la columna, entre los omoplatos.
—Que Anne nos ha salvado a todos —responde Berit.
Cuando lo escucho, salgo del trance. Sacudo la cabeza. Me agacho frente a
mi hermana y busco qué decir, pero no sé qué debería hacer. ¿La regaño por
coger un arma? ¿La felicito? Me entra la risa. Así, sin más. Rompo a reír y a
llorar. Todo a la vez, sin control.
Mi hermana me mira con los ojos muy abiertos, en silencio. Alguien me
agarra por los hombros y me pone en pie. Creo que es Louis. Me dejo arrastrar
fuera de la cocina y me pregunto qué pensarían mis padres de mí, qué pensaría
Lise. He permitido que mi hermana de cuatro años dispare un arma, he
permitido que mate a un hombre y ahora no soy capaz de reaccionar, de
controlarme.
Me sientan en uno de los sofás de la sala de estar frente al fuego y dejan a
Anne conmigo. Ella se acerca a mí, se sienta sobre mi regazo y yo la rodeo
con mis brazos. Me pregunto cuál de las dos necesita más este abrazo.
Los siguientes minutos son eternos. Intento acostumbrarme a mi respiración,
al ritmo acelerado de mi corazón. Erika sale del dormitorio de Derek con
prudencia y su reacción es parecida a la mía. No sabe qué hacer, no sabe a
quién preguntar.
Después de unos instantes de aparente serenidad, el caos estalla. Todos
empiezan a moverse. Nadie puede estar más de dos minutos en la misma
habitación.
Hablan sobre los cadáveres, sobre los disparos que probablemente se hayan
escuchado en todo el pueblo.
Me gustaría quedarme en ese sofá eternamente. Dejar que ellos decidan qué
hacer, que los demás hablen con Joren y mi hermana y, de paso, que me
expliquen a mí qué ha sucedido, porque sigo sin entenderlo.
Querría dejar que ellos tomasen las decisiones difíciles, que se encargasen
de los cuerpos. Pero una parte de mí sabe que debo responsabilizarme de esto,
que debo tomar las riendas.
Primero hablo con Joren. No hay mucho que explicar, lo ha visto todo. Solo
intento calmarlo, intento que se relaje y le pido que se siente, aunque no me
hace caso. Prefiere caminar. Erika sale con él al exterior, a pasear, y yo me
quedo dentro con el resto.
Luego decidimos qué hacer. Nos reunimos en la cocina mientras Vilhelm se
hace cargo de Anne en el salón.
Berit, con mucho más estómago que ninguno de nosotros, busca en las ropas
de los alemanes. Encontramos mapas, algunos garabatos ininteligibles en una
agenda y unas cuantas notas. También registramos el camión. Llevan
provisiones para unos cuantos días y tienen más mapas.
Por las notas creemos que no los esperan de vuelta en su campamento en
unos cuantos días, pero quién sabe. No sabemos leer mapas, ninguno de
nosotros entiende bien estas cosas. Solo Berit parece convencido de lo que
dice, de que no tenemos por qué escapar, de que debemos esperar aquí a los
rebeldes.
Discutimos sobre ello. Hay quien quiere huir, ocultarse de nuevo en el
bosque. Berit opina que es más seguro quedarse aquí, meter los cuerpos en el
camión y llevarlo lejos, muy lejos y ocultarlos en algún lugar de la espesura.
Al final, decidimos esperar a los rebeldes. No sé si hemos tomado una
buena decisión. No sé si estamos tentando demasiado a la suerte. Me horroriza
pensar que podrían regresar buscando a los suyos y que podrían volver a
encontrarnos.
Esta noche no dormimos. No hay tiempo para eso. Aún no he hablado con
Anne, no sé qué decirle.
A ella si la acostamos. El resto tenemos trabajo que hacer.
Ayudamos a cargar los cuerpos en el camión, tres cuerpos. Y Berit y Louis
lo sacan del pueblo. Los demás nos quedamos en casa. Limpiamos la cocina.
Frotamos la sangre del suelo. Y luego intentamos lavar los trapos que
utilizamos a orillas del lago. Pero la sangre no se va. Decidimos enterrarlos en
el jardín.
Durante todo ese tiempo, la pistola que ha disparado mi hermana pequeña
se ha quedado sobre la mesa de la cocina, junto con varias armas más y su
munición.
Berit y Louis también van armados; por si acaso. Regresan al amanecer, a
pie. Erika y yo los vemos descender por la colina con rapidez, todavía
nerviosos, en tensión.
Tengo la impresión de que esta sensación jamás nos abandonará. Me cuesta
creer que volveremos a estar en paz, a sentir calma, como si nuestros
corazones fueran a latir siempre a este ritmo desacompasado.
Hemos hablado con Derek. Sigue convaleciente. Ni siquiera sé si es
realmente consciente de lo que ha ocurrido. He tenido que contárselo dos
veces para asegurarme de que lo había entendido. Duerme la mayor parte del
tiempo y el resto se mantiene en silencio, respirando con dificultad.
También he estado con Joren. Está mejor, más tranquilo. Es mucho más
valiente de lo que creía y soporta estas largas horas con entereza. No tiene
muchas ganas de hablar; es normal, a mí tampoco me apetece. Así que respeto
su silencio y disfruto de unos minutos sin palabras, sin voz, en el que la
presencia del otro es suficiente para transmitimos un «Me importas. No estás
solo. Te quiero.»
Es temprano cuando voy a la habitación donde duerme Anne. Rebuscar en
los cuerpos me ha parecido duro, cargarlos en los camiones ha hecho que me
maree un poco y limpiar la sangre de la cocina ha conseguido que me
temblasen los dedos de las manos. Pero lo más difícil de todo será hablar con
mi hermana pequeña. Tengo que explicarle por qué lo que ha hecho hoy está
mal al mismo tiempo que le doy las gracias por salvarnos a todos.
A veces la vida es así. Una contradicción. A mí me cuesta entenderlo, pero
tengo que intentarlo.
Está despierta cuando entro. Remolonea entre las sábanas con la mirada
perdida en algún punto de la pared. Me tumbo a su lado y me acurruco junto a
ella. Permanecemos un rato en silencio.
—¿Dónde estaba la pistola? —pregunto porque no se me ocurre otra forma
mejor de empezar esta conversación.
—En el arcón —contesta.
—No debes jugar con pistolas. Es peligroso; muy peligroso. Y una niña tan
pequeña no debería empuñar un arma. —Hago una pausa—. De hecho, no
debería empuñarla nadie.
—Iban a hacer daño a Joren —gimotea.
Puede que no comprenda del todo lo que ha ocurrido, pero sabe lo
suficiente como para que le tiemble la voz. Algo dentro de mí se rompe
cuando comprendo que está asustada, que no es un témpano de hielo, que sigue
siendo una niña pequeña.
Acaricio su carita rechoncha y enredo mis dedos con los suyos.
—Lo sé. Sé que lo has hecho para salvarlo. Sé que querías proteger a
nuestro hermano. Pero no debes volver a coger un arma jamás. Las armas
hacen daño.
Ella asiente. Le tiembla el labio inferior.
—Berit ha disparado a los otros dos.
—Berit también lo ha hecho para protegernos a todos.
Silencio. Mira nuestras manos entrelazadas.
—Se han muerto —parece una afirmación, pero es una pregunta.
—Sí.
—¿Para siempre?
—Para siempre —confirmo.
—¿No se puede arreglar?
—No.
Se queda pensativa. Me gustaría saber qué está pasando por esa cabecita,
qué es lo que opina de todo esto.
—Ya no nos harán daño.
—No. No lo harán. —Me pregunto si zanjar el tema ahora y esperar que
siga durmiendo bien por las noches, pero no puedo hacerlo, porque callar
ahora sería como mentirle. Y aunque sea una niña, probablemente esta no sea
la última vez que viva el horror de cerca—. Pero hay más como ellos, Anne.
Muchos más. Por eso nos vamos a ir lejos de aquí, para estar a salvo.
Tendremos que tener cuidado, pero yo no voy a dejar que os hagan daño.
Sus manitas rodean con fuerza mis dedos. Sus ojos brillan, grandes,
despiertos, como los de un búho enorme.
—¿Tú habrías disparado? —quiere saber.
Una pregunta difícil, importante. Decido ser sincera.
—Sí, Anne. Yo también habría disparado.
Espero que lo entienda, que sea capaz de ver eso que tan difícil se me
antoja a mí. Deseo que comprenda que ha hecho lo que debía y que, aun así,
está mal. Quiero que sepa que estaré siempre en deuda con ella por salvar a
nuestro hermano, pero que comprenda al mismo tiempo que no debe volver a
empuñar un arma.
La pequeña se queda dormida de nuevo, acurrucada junto a mí. Y mientras
siento sus manitas agarradas a mi ropa y su suave respiración contra el pecho,
me hago una promesa: no dejaré que tenga que volver a pasar por lo mismo.
No dejaré que sea ella la que tenga que apretar el gatillo.
Capítulo 61. Con luz propia
Quedan cuatro días para que Noa vuelva a buscarnos y Derek ha despertado
por fin. Ocurre de noche, cuando las estrellas titilan fuera, entre las nubes.
Siento una cálida caricia en mi mejilla y abro los ojos, somnolienta, cuando
me doy cuenta de que es Derek quien me acaricia.
Me incorporo con rapidez y toco su frente cuando lo veo de medio lado,
vuelto hacia mí, con los ojos vidriosos y la expresión cansada.
—Derek —sollozo. Se me quiebra la voz—. ¿Cómo te encuentras?
—Enfermo —responde e intenta sonreír.
—Lo sé. Te vas a poner bien —le aseguro y acaricio su pelo oscuro con
cariño.
Vuelvo a contarle lo que ha ocurrido. Le digo lo que hemos estado haciendo
y lo que todos esperamos: que los rebeldes lleguen antes de que echen en falta
a los soldados que matamos.
Cuando acabo, él me agarra de la muñeca y tira de mí con insistencia.
—Túmbate a mi lado, Ka —me pide, suave.
Obedezco y me pierdo en esos ojos, ahora apagados, que me robaron el
corazón.
—¿Quieres que te traiga alguna cosa? —Vuelvo a incorporarme, inquieta—.
¡Tienes que comer algo!
Derek me agarra de nuevo del brazo con apremio.
—Quiero que te quedes conmigo. Ven aquí. —Me mira con ternura, con
unos ojos que encierran una súplica profunda, y yo no puedo evitar concederle
lo que desea.
Me recuesto a su lado y disfruto del tacto de sus dedos cuando me acarician
el cuello y recorren mi clavícula con devoción. Nos quedamos así un rato, muy
juntos, hasta que vuelve a dormirse y yo caigo rendida también.
Es una noche sin estrellas, oscura y lúgubre, que acompaña nuestro ánimo.
La hora está a punto de llegar. Varias personas ascienden por la colina, hacia
el camino por el que de un momento a otro aparecerán los camiones que nos
llevarán a un lugar más seguro. Las sombras se pierden en la oscuridad,
fundiéndose con la noche, desapareciendo en su profundidad.
Derek está aquí. Los pantalones se le caen un poco y está un tanto torcido,
en un perfecto contrapposto. Su rostro ha perdido el color y la huella de la
enfermedad ha hecho mella en él. Usa una de las antiguas muletas de Louis
para apoyarse y se cubre hasta el cuello con un gran abrigo mientras el aliento
escapa de su boca y se funde con la noche.
Todos se han despedido ya. Solo queda Erika, que dice adiós a Derek y los
demás con lágrimas en los ojos. Me dedica una mirada cargada de
comprensión antes de agarrar a Anne de la mano y se aleja un poco para
darnos espacio.
Ahora queda lo más difícil.
No hemos hablado de esto. Tengo la sensación de que ninguno de los dos ha
podido. Pero ambos sabemos lo que ocurrirá ahora. Yo lo he sabido esta
mañana, cuando he comprendido que la fiebre no había remitido, ni remitiría
pronto sin medicamentos; y la realidad me ha golpeado con tanta fuerza que me
ha dejado sin aliento. Él, sin embargo, era consciente de lo que ocurriría
desde hacía mucho más tiempo.
Joren también se ha quedado aquí, con nosotros. La forma en la que mira a
Derek me parte el corazón. Lleva un buen rato caminando de un lado a otro,
ladeando la cabeza en un ademán nervioso sin apartar la vista del muchacho.
Sin embargo, ahora procura mantenerse quieto, frente a él.
—Berit dice que no vienes —murmura.
En cuanto lo escucho, siento cómo una daga helada atraviesa mi pecho.
Antes de Joren, nadie se había atrevido a pronunciar esas palabras en voz alta,
y oírlas es más desgarrador de lo que pensaba.
—No. No voy. Con esta herida no seré capaz de viajar.
Joren lo mira. Estrecha un poco los ojos y esboza una mueca dolorosa. No
obstante, se recompone y asiente.
—No me gustaría que murieses —comenta, serio.
A él se le escapa una carcajada un poco ronca y alarga la mano para
apoyarla sobre su hombro unos instantes.
—Gracias, Joren.
Me muerdo los labios mientras observo la forma en la que Joren intenta
desentrañar sus propias emociones. Le está costando; pero lo está
consiguiendo.
—¿Quieres decirle algo más a Derek? —lo animo.
—No. Él sabe todo lo que tengo que decir.
Derek le regala una sonrisa auténtica y asiente. Claro que lo sabe. Todos lo
sabemos. Derek ha sido una chispa de luz en medio de la oscuridad; su
oscuridad.
—Cuídate mucho, campeón—le dice él, y mi hermano asiente.
—Y tú —contesta, y a mí se me saltan las lágrimas.
Apenas son dos palabras y, no obstante, significan muchísimo; lo son todo.
Que haya sido capaz de comprenderlo, de empatizar con él y expresarlo es tan
increíble que tardo unos segundos en reaccionar.
Rompo a llorar como una niña, abrumada por la situación, y lo abrazo sin
pedirle antes permiso. Él lo soporta durante más tiempo de lo habitual y
espera a que deje de llorar para apartarme con delicadeza. Admiro su control
y su empatía. Y me enorgullezco de lo mucho que ha crecido en este viaje.
De pronto, un rugido rasga el silencio de la noche y varias luces amarillas
surgen del bosque en apenas unos segundos. Los camiones han llegado.
Descienden a través del camino, hasta la cima de la colina en la que estamos,
apagan sus motores y sus luces —para no llamar mucho la atención— y
esperan.
Es el momento.
Solo quedamos dos por despedirnos.
Berit es el primero en echar a andar. Erika toma a Anne de la mano y ambas
dicen adiós mientras se alejan colina arriba con la tristeza reflejada en sus
semblantes. Joren duda un poco, pero acaba partiendo también, y Louis y
Vilhelm entran enseguida en la casa.
Trago saliva y me muerdo los labios hasta hacerme daño para no llorar. Los
veo alejarse, subir sin mirar atrás, y yo me quedo quieta, inmóvil.
Lloro. Lloro sin poder evitarlo, abrazándome a mí misma, sintiendo un
vacío inmenso en el estómago. Derek me pasa un brazo por los hombros y
acerca mi cabeza a su pecho.
—No puedo despedirme —sollozo, desconsolada.
Él deja caer la muleta al suelo y me agarra de los brazos mientras tira de mí
y me envuelve con su cuerpo. Acaricia mi pelo con afecto y me da un beso
muy suave en la oreja antes de susurrar:
—Debes marcharte.
A lo lejos, los motores de los camiones vuelven a rugir, perturbando la
quietud de la colina. Continúo apoyada contra el pecho de Derek, con los ojos
cerrados con fuerza y el corazón hecho jirones.
—Karan —susurra a mi oído —, pase lo que pase, siempre voy a amarte.
Se escuchan varias voces dando órdenes, el sonido apremiante de los
camiones. Se acaba el tiempo.
Derek me aparta un poco de él e intenta besarme, pero yo no se lo permito.
Vuelve a asirme con fuerza y me mira a los ojos con intensidad.
—Me diste permiso para besarte cuando quisiera y pienso hacerlo —me
dice serio, sereno, imperturbable. Se inclina hacia mí y me besa con suavidad
y ternura, con un amor infinito.
Me abandono al beso, sintiendo que un dolor desgarrador me oprime el
pecho. Rodeo su cuello con mis manos y por unos instantes la realidad a mi
alrededor se desvanece con la noche. No existe nada además de nosotros. No
existe la colina, ni los camiones. No existe la guerra, ni el miedo, ni el temor.
Solo existe este instante.
Derek se aparta un poco y se desabrocha el abrigo. Introduce la mano en él
y saca algo rectangular. Extiende el brazo y me lo tiende. Yo lo cojo entre las
manos y siento que me quiebro un poquito más.
—Es nuestro libro —murmuro.
Él asiente.
—Te he traído el libro para que lo lleves contigo y no olvides nunca lo
maravilloso que es ese final.
Toma mi mano y se la lleva a los labios. Dos lágrimas resbalan por sus
mejillas y coge aire con fuerza mientras intenta mantenerse fuerte y sonreírme
con cariño.
—Derek, eres el amor de mi vida.
—Y pienso seguir siéndolo —dice.
El sonido constante del motor de los camiones es apremiante e insistente.
En cualquier momento se marcharán.
—Iré a buscarte cuando me recupere. Cruzaré Dinamarca andando si es
necesario.
—¿Y si no llegas a tiempo? ¿Y si ya hemos viajado a Suecia? —pregunto
con un nudo en la garganta.
—Entonces, hagamos una promesa. Nos encontraremos cuando la guerra
acabe, en Berlín, un día de invierno.
—¿Un día cualquiera?
Derek sonríe y no puedo más que reír un poco con amargura mientras las
lágrimas siguen corriendo por mis mejillas. Oprime mi mano con fuerza y
asiente fervientemente.
—¿Conoces la Plaza de París? —Espera a que le diga que sí con la cabeza
y continúa —. Nos encontraremos allí.
—Un día de invierno —repito.
—Un día de invierno.
Nos contemplamos unos instantes, sellando una promesa.
—No te olvides de mí —me pide, dando un paso adelante.
—No lo haré —le aseguro.
En un doloroso impulso, me pongo de puntillas y rodeo su cuello con los
brazos. Acerco mi rostro al suyo y le doy un beso breve pero intenso, como
nosotros, como nuestro amor. Es el beso más corto y también el más eterno de
toda mi vida. Me separo de él sin mirarle, porque no me atrevo a hacerlo.
Echo a correr colina arriba con el corazón roto y desgarrado. Las lágrimas
caen por mis mejillas y el frío viento las hiela sobre mi piel ardiendo. Llego
hasta uno de los camiones casi sin aliento, sin mirar atrás, y me asomo al
interior, a la zona trasera, donde varias personas ya están sentadas muy juntas.
—¿Qué haces todavía ahí? —escucho la voz de Noa, que me apremia con su
rifle entre los brazos—. ¡Venga! ¡Sube!
Abre la pequeña compuerta metálica y me ayuda a subir con torpeza. En el
interior, muchos ni siquiera me prestan atención. Algunos ojos vidriosos, sin
embargo, sí han reparado en mí y me contemplan con asombro.
Me acerco a mis amigos y a mi familia. Me tiemblan las piernas y no puedo
dejar de llorar. Erika clava sus ojos verdes en mí, comparte una mirada
silenciosa conmigo, pero no dice nada. Me dejo caer de rodillas a su lado y
ella me abraza sin necesidad de pronunciar palabra alguna. Me estrecha entre
sus brazos y dejo que me consuele mientras escucho como el camión de al
lado comienza a moverse y a alejarse. Berit me dedica una sonrisa
comprensiva y Anne también se acerca a mí y me rodea con sus bracitos.
Joren nos mira con una nota de tristeza en sus ojos. No se mueve de donde
está, pero esa expresión es suficiente para saber que comprende.
De pronto, el camión comienza a moverse. Me aparto de Erika y me acerco
hasta la salida. Me inclino sobre la puerta metálica y retiro un tanto la lona
con la que acaban de cubrirnos. Me asomo fuera y busco la figura oscura de
Derek al pie de la colina.
Ahí está, inmóvil, aguardando. Hoy no hay estrellas. Tampoco luna. Apenas
puedo distinguirlo en la oscuridad. El vehículo se pone en marcha con un lento
traqueteo y yo me aferro al metal mientras continúo asomada y derramo las
últimas lágrimas antes de partir.
Nos alejamos con parsimonia. Al frente no hay más que oscuridad. Atrás
queda todo. Queda la luz y el amor. Lloro amargamente en silencio mientras
siento como el pecho se me desgarra y los ojos me arden.
Dejamos atrás su figura. Ya no soy capaz de verlo. Cierro los ojos, cansada,
y evoco su preciosa sonrisa y sus cálidos ojos castaños.
Derek, me has roto el corazón de una forma en la que no lo ha hecho nadie
antes… con mucha dulzura.
No vuelvo con los demás hasta dentro de un tiempo. No sé si han pasado
minutos u horas. Siento el gélido frío en mi rostro congestionado, cubierto de
lágrimas. Me las seco con la manga de mi abrigo y regreso con ellos, con mi
libro entre los brazos.
Me quedo ahí, acurrucada junto a él. Un vacío intenso crece en mi interior a
medida que nos alejamos del pueblo, pero sé que he hecho lo correcto.
Epílogo
La nieve cae sobre las calles de Berlín. La gente camina con prisa de un
lado a otro, sin detenerse. Todos quieren volver cuanto antes al calor protector
de sus hogares.
En medio del mar de gente, solo un joven permanece inmóvil, con las manos
en los bolsillos y la cabeza un tanto inclinada, resguardándose del frío bajo su
bufanda. El vaho sale de su boca y asciende perdiéndose en el gélido viento
invernal.
Alza la cabeza con expresión paciente y nostálgica, y parpadea cuando
varios copos de nieve se posan sobre sus pestañas. Como cada tarde, ha
bajado desde el apartamento donde vive hasta la Plaza de París y permanece
allí, en silencio, llueva o nieve, esperando.
De pronto, sus ojos castaños se cruzan con la única persona que se ha
detenido, un poco más allá, en medio de la plaza.
Aguarda, expectante, deseando que se gire. Echa a andar hacia ella,
observándola desde lejos. Camina deprisa, abriéndose paso a través de la
gente que pasa con celeridad. Se percata de su pelo oscuro —semioculto bajo
un gorro de lana— y aviva el paso.
El corazón le late desbocado cuando la joven se gira y sus miradas se
encuentran, llenas de emoción. Ambos permanecen inertes, perdidos el uno en
el otro, petrificados en mitad de un mundo que ha dejado de existir.
Está distinta. Él también.
Sus facciones se han afilado, sus pómulos se han definido. Está más alta y
parece más delicada. Pero hay algo que permanece inmutable: sus ojos. Sus
preciosos ojos azules, de un azul tan intenso que desafía la oscuridad del
firmamento. Sus ojos brillan tanto que parece que en ellos esté preso el
universo.
Salva la distancia que apenas los separa. No hace preguntas. No espera las
suyas. Simplemente la besa. Un beso urgente, largo e intenso y le susurra,
pegado a su boca:
—Ka, te quiero.
Agradecimientos
Paula Gallego nació en San Sebastián, en 1995. A los diecisiete años quedó
finalista en el Ateneo de Novela Joven de Sevilla y publicó su primera novela.
A partir de entonces ha continuado publicando novelas de corte juvenil.
Ha estudiado Magisterio Infantil y actualmente compagina sus estudios de
Lengua y literatura españolas con la creación literaria.
Un día de invierno es la primera novela que publica con Escarlata
Ediciones.