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Durante

mucho tiempo ha quedado estereotipada la imagen de Keats como


poeta refinado y ultradelicado, que murió víctima de la incomprensión y
crueldad del mundo literario de su época; es decir, ha pervivido la idea
romántica de Keats como poeta maldito. La imagen de Keats entronca mejor
con la de aquellos posteriores poetas puros para los que el sentido poético
es siempre absoluto y nunca circunstancial, y con la de los forjadores de la
tour divoire, meticulosos, delicados y enfáticamente aislados del mundo
circundante. Porque, en efecto, es muy difícil encontrar a lo largo de toda la
obra keatsiana, e incluso en su correspondencia, ideas morales, sociales,
políticas o metafísicas. Sus poemas son fragmentos de una proyección
subjetiva sobre un mundo exterior idealizado y clasicista: un intento de
asimilar, bajo la simple noción de Belleza, toda la gama de experiencias
humanas.
Keats quiso y se contentó con ser poeta; y poeta al modo más elevado, sin
apenas permitirse intromisiones ni interpolaciones de ningún otro género que
el que él creía era esencial. Keats había nacido en Londres en 1795 y murió
en Roma en 1821, cuando contaba 26 años.

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John Keats

Endymion
ePub r1.0
Titivillus 24.07.17

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Título original: Endymion
John Keats, 1818
Traducción: Pedro Ugalde
Diseño de cubierta: Sebastiano Ricci

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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INTRODUCCIÓN

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IMAGEN DE JOHN KEATS

Durante mucho tiempo ha quedado estereotipada la imagen de Keats como poeta


refinado y ultradelicado, que murió víctima de la incomprensión y crueldad del
mundo literario de su época; es decir, ha pervivido la idea romántica de Keats como
poeta maldito por la sociedad intelectual ilustrada y conservadora de Londres. No
poco ha contribuido a este retrato tan incompleto y superficial el prólogo de Shelley a
su elegía «Adonais», en memoria de Keats; así como la estrecha connotación
existente entre, por ejemplo, la dedicatoria de «Endymion» a Thomas Chatterton y las
implicaciones renovadoras de este poeta con la que ha sido llamada «segunda
generación romántica»: alusiones a él hay en el propio «Adonais» (w. 399/400); en
«Monody on the death of Chatterton» (w. 21/24); en la Biographia Literaria, de S.T.
Coleridge; en Wordsworth… Y contribuyó a fomentar esta imagen la defensa de Lord
Byron a Endymion (Don Juan, XI, 60) e incluso el anecdótico detalle de que
apareciera un volumen de John Keats en el bolsillo del vestido del cadáver de Shelley
ahogado en Livorno.
En realidad, hoy en día ha quedado totalmente descartada la idea de que las
acerbas críticas que recibiera Keats a raíz de la publicación de Endymion pudieran
causar o acelerar su muerte, ya que tiempo antes ya había dado señales de vida la
«enfermedad del siglo» en su organismo. Pero, en general, ha continuado asociándose
la morbidez de Keats con la agresividad de Byron y el intelectualismo de Shelley,
cuando, en realidad, apenas hay entre ellos más que un cierto ligamen de sensibilidad
histórica y una cierta proximidad lingüística y de estilo.
Nació y vivió Keats en un ambiente problemático y de gran inestabilidad política
y social. La población británica se había casi triplicado desde 1700 a 1821; había
desarrollado desde 1760 hasta 1815 su llamada «revolución industrial» y estaba
aquejada de paro, inflación económica y un enorme desequilibrio social. La
emigración rural era alarmante; el proletariado estaba presto a reivindicar el poder
político; los fabricantes se enriquecían como antes los terratenientes, y la población
obrera se iba depauperando. Especialmente, los años 1816 a 1821 fueron catastróficos
para Inglaterra; bajó el precio del trigo; el descontento era general; aumentaron los
impuestos; y, mientras el pueblo vivía bajo el cetro de un rey ciego y loco desde 1810
(Jorge III), luchaba contra un enemigo secular, Francia, en manos de Napoleón, como
siglos antes lo hiciera contra Felipe II o Luis XIV. Hasta tal punto llegó la situación,
que quedó suspendido el «habeas corpus» constitucional por temor a una Revolución
como la que años antes había convulsionado el panorama político y social francés.
Y mientras, en este somero cuadro del país, la aristocracia y alta burguesía se
caracterizaban por su cinismo, inmoralidad y egoísmo, seguía abriéndose paso una

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verdadera revolución cultural, la del poder del sentimiento y del anhelo al retorno a la
naturaleza. A la poesía mundana sucede una poesía íntima y mística; y Cowper,
Wordsworth, Blake, Coleridge, que preludian una nueva época estética y un nuevo
signo cultural que luego, años más tarde, se denominará Romanticismo. Sin gran
exageración puede decirse que si Francia emprendió la gran renovación política y
social del siglo XIX, Inglaterra hizo la estética y cultural. Y, en estas coordenadas
históricas, aparece Keats —insólito ejemplo de precocidad y de autodidactismo—,
que, primogénito de una modesta familia pequeño-burguesa, aparentemente
determinado a no hacer otra poesía que la ornamental y afiligranada de sus
compañeros más favorecidos por la fortuna (como Leigh Hunt), obtiene en una corta
carrera literaria de cinco años, hasta morir, a los veintiséis, una de las obras poéticas
más coherentes, lúcidas y puras de todo el siglo.
Alejado de las ideas pantisocráticas de Shelley, que había estudiado en Eton y en
Oxford; así como del radicalismo político de Leigh Hunt (que estuvo encarcelado por
motivos políticos, a raíz de la publicación de un artículo en su periódico, el
Examiner); del núcleo de «intelligentsia» de Hazzlitt, Lamb, Severn y demás
ilustrados a los que conoció; e incluso de las ideas filosóficas de Coleridge y de las
humanistas y sentimentales de Wordsworth; cada vez más impedido por la
tuberculosis; presenciando la muerte de sus padres, de su hermano Tom, de sus
abuelos; y luchando por su vocación poética contra la necesidad de ganarse la vida y
contra su propio tutor, Keats, agotado y masoquista, como Proust, Kafka, Chopin y
Rilke —otras ilustres víctimas de la tuberculosis—, desarrolla un mundo poético
depurado, impoluto, levantado de las circunstancias materiales y ajeno a cualquier
frivolidad, preciosismo voluntario o sumisión al oportunismo.
Más que con sus retóricos y aparatosos coetáneos, que pertenecen a una distinta
sensibilidad, e incluso que con los más dotados, como Wordsworth y Shelley, la
imagen de Keats entronca mejor con la de aquellos posteriores poetas «puros» para
los que el sentido poético es siempre absoluto y nunca circunstancial, y con la de los
forjadores de la «tour d’ivoire», meticulosos, delicados, y enfáticamente aislados del
mundo circundante. Porque, en efecto, es muy difícil encontrar a lo largo de toda la
obra keatsiana, e incluso en su correspondencia, ideas morales, sociales, políticas o
metafísicas. Sus poemas son fragmentos de una proyección subjetiva sobre un mundo
exterior idealizado y clasicista: un intento de asimilar, bajo la simple noción de
Belleza, toda la gama de experiencias humanas. Keats quiso y se contentó con ser
poeta; y poeta al modo más elevado, sin apenas permitirse intromisiones ni
interpolaciones de ningún otro género que el que él creía era esencial. Por
temperamento y por su juventud, la mente filosófica que en él había, no desarrolló
jamás sus intuiciones y maduró sólo poéticamente, se desarrolló sólo formal y
estructuralmente y representa, por ello, una muestra de ingenua y decidida confianza
en la poesía «per se» como actividad humana y forma de conocimiento intuitivo.
Su relación con el mundo histórico e institucional fue siempre antagónica, como

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para la mayoría de los artistas que le sucedieron; y justamente de esa tensión, de ese
antagonismo dialéctico, brotan las intuiciones más sugestivas y penetrantes de Keats,
algo a lo que quizá sus contemporáneos no estaban acostumbrados. Sabemos, por
ejemplo, que Keats intervino en la polémica contra Pope con su Sleep & Poetry y que
su juicio sobre Wordsworth fue siempre ambivalente; que siempre fue ajeno al
«egotismo» de éste (al narcisismo individualista que pierde la conexión con el mundo
exterior), aun reconociendo sus méritos retóricos; así como decidido opositor contra
cualquier afección moral de la poesía, contra cualquier didactismo (y Pope era una
buena piedra de toque para ello); y, sin embargo, se equivocaba Matthew Arnold al
creer que Byron le sobreviviría, ya que mucho más interés ha despertado Keats, pese
a su «purismo» y «escapismo» y a su carencia de programa, ante las generaciones
futuras, que el cinismo intelectual y la truculencia byroniana o el meditado
sentimentalismo wordsworthiano.
Keats, pues, tiene hoy una imagen definida y simple: la del poeta en su estado de
naturaleza, despojado de todo aditamento, de todo accesorio y de toda ganga.
«Naïveté», desnudez o pureza que, por encima de disensiones partidistas, equivale a
decir: poeta en su máximo valor de intensidad y de grado, que, al sustituir la acción
mental identificadora del «sujeto poético» y la naturaleza, por la «acción de
proyección» de aquélla en ésta, púdicamente expresa el misterio vital del que nace la
poesía.
En esta tensión sujeto/objeto, en esta constante oposición del espíritu y la materia,
de la idea y la realidad, del sueño y de la razón, que concluye con la intuición de lo
Bello de la que nació su obra, Keats configura una imagen espontánea, riquísima y
atractiva. Los escasos fragmentos de Endimión que aluden a ese mundo histórico y
concreto al que vuelve la espalda Keats por corrompido y perverso, ya revelan, pese a
lo temprano de su composición, este sentido plenamente negativo de los asuntos
temporales: así, I, 8/9; I, 691/698; y los preámbulos de los Libros II y III (desiguales,
sin embargo, en sus méritos literarios); y, a la par, el primer verso ya contiene, de
modo lapidario, la totalidad de la obra y casi es un lema de la totalidad de sus obras;
porque para Keats lo Bello no sólo se opone a la Feo, sino que también purifica y
sublima lo Malo y da brillantez, platónicamente, a la Verdad.

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LA OBRA DE JOHN KEATS

En 1797, Federico Schlegel escribe el primer ensayo sobre el Romanticismo,


entendido en un sentido literario distinto al de Rousseau, diecisiete años antes,
cuando calificó de «romántico» el paisaje del lago de Constanza en sus Revenes du
promeneur solitaire; y en su carta de 28 de junio de 1818, Keats empleó en el mismo
sentido la palabra «romántico», es decir, en forma totalmente extraliteraria.
Pero, en realidad, si Keats conecta, temperamentalmente, con los «románticos»
que en su tiempo defendieron la postura de William Bowles al presentar a Pope como
un poeta secundario, no es menos cierto que de él siguió la tradición del «heroic
cuplet» en que su Endymion está compuesto; y que su nombre va asociado con el de
un idealismo estético en absoluto opuesto al de muchos poetas que le precedieron.
Por tanto, y prescindiendo de cuestiones de nomenclatura, Keats pertenece a ese
grupo más o menos afín a una misma sensibilidad que cree en el valor de la
imaginación como fuerza principal del proceso de creación artística; en la inmanencia
de lo irreal en lo real; en el uso de imágenes simbólicas; en la percepción subjetiva de
la naturaleza y en el individualismo. Ajeno, sin embargo, al satanismo byroniano y al
aliento panorámico de Shelley, Keats, con su detallismo y su melancolía, está, a su
muerte, en las postrimerías de esa nueva sensibilidad que dará sus frutos postumos en
la segunda generación posterior más que en la inmediata; y que arranca, en Inglaterra,
de Wordsworth, para concluir en los Decadentes de 1890.
La primera obra importante de Keats, Sleep & Poetry, estaba encaminada a
marcar la pauta por la que luego desarrollaría su obra y en ella sentó las bases de su
oposición parcial a Pope. Le sigue Isabella, cuyo asunto tomó de Boccaccio
(Decameron, IV, 5), y que, como The eve of Saint Agnes y La Belle Dame sans Merci,
son aportaciones al despertar del gusto de la época por la Edad Media. Lo que en
aquélla son profundos apuntes sentimentales y adornos de delicado matiz, es en éstas
—posteriores— donde Keats alcanza esa pureza de dicción y ese melancólico
misterio que, con sus Odas, los Victorianos, prerrafaelitas y estetas de 1890, más
estimaron de su obra. The eve of Saint Agnes conjuga unas tonalidades poéticas muy
intensas con un opulento lenguaje; y La Belle Dame sans Merci es una breve balada
de un tema de Alain Chartier, aunque tratada en forma spenseriana, donde los
característicos detalles sensibles de Keats visten un núcleo espiritual sugestivo y
armónico. El asunto de aquélla lo tomó de Burton, y hace pareja con «The eve of
Saint Mark», cuya fantasía sutil y reticente debe algo al «Christabel», de S.T.
Coleridge.
Aparte de obras más o menos circunstanciales, rimas intercaladas en su
correspondencia a Reynolds o a su hermano George, como «Fancy», «Robin Hood»,

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«The bards of passion and of mirth» o «Lines on the Mermaid Tavern», previamente
a sus obras de 1919, y seis meses después de Endymion, Keats abordó en «blank
verse», con noble arquitectura y miltoniano aliento, su Hyperion, epopeya mítica
sobre el trágico destino de los titanes derrotados por la belleza de los dioses, poema
inacabado, y que volvió a abordar en «The fall of Hyperion» unos meses más tarde,
bajo la preponderante influencia del «Purgatorio», de Dante, y que igualmente dejó
inconcluso.
Superada su breve afición al drama histórico shakespeariano (Otho the Great, en
colaboración con Reynolds, y The cap and the bells, tomado de un tema de Ariosto),
las odas de 1819 suponen, para generaciones posteriores, aproximadamente desde
1880, la cima poética de Keats. La seguridad expresiva, la metáfora pulida, la
mórbida melancolía que siempre le caracterizaron, constituyen, en ellas, aparte de su
rigurosa perfección formal, una curiosa y total asimilación helénica y una de las
cumbres líricas del siglo XIX. El fantástico clima exótico de Endymion está ausente de
ellas; también la mágica simplicidad de sus composiciones de ambiente medieval; y
sus estrofas, horacianas o pindáricas, construidas a partir del modelo que le
proporcionaba el soneto shakesperiano o petrarquista, tienen una gravedad y dicción
impecablemente distanciadas, depuradas; y sintetizan el nuevo espíritu ideal y
sentimental que luego dio en llamarse «romántico». La inmovilidad escénica, el
recíproco intercambio del poeta y el mundo, la asimilación del objeto inanimado, la
irreparable fuga del tiempo, la constante conjugación del amor y la alegría con el
dolor y la tristeza, constituyen, en las Odas, las muestras de esa «negative capability»
de Keats, de esa shakespeariana inmersión en el disfraz o apariencia de las cosas,
tema, éste, tan caro a Keats y tan característico de su obra (Carta de 21 de diciembre
de 1917 a George y Thomas Keats). Esta participación total en la vida ajena, y esta
reversión hacia el mundo exterior, anulando en cierto modo el lirismo subjetivo en
pro de un esencial dramatismo, constituye la aspiración del «poeta camaleón» (carta
de 3 de mayo de 1819 a George Keats), la entronización de Shakespeare como gran
pontífice de lo misterioso y negativo. Y es en esta zona de tensiones nunca resueltas
donde, como en los sonetos de aquél, se mueve la temática de las Odas: tensión entre
lo real y lo ideal, del hombre natural y del hombre como valor, de la pasión por la
vida y la fascinación de la muerte, la sumisión al tiempo y el deseo de la eternidad;
haciendo «objetiva» la percepción lírica, dramatizándola e invirtiéndola,
devolviéndola al exterior. Así, cada una de las Odas, aunque ligada por el sentido con
las demás, ofrece un desplazamiento de acento hacia uno u otro de los polos de su
sentido; dando, a cada una, su tonalidad propia, pero enriqueciéndola, al mismo
tiempo, con un contrapunto en el otro tono. Así, por ejemplo, la inquietud en «Ode to
the nightingale»; la fe, inquieta aún, en la «Ode to the Greek Urn»; la serenidad en la
«Ode to the autumn».
Y, finalmente, la última obra importante de Keats es Lamia, cuyo tema tomó de
Burton; que no desmerece de las Odas desde el punto de vista formal y tiene cierto

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paralelismo con Isabella, si bien, quizá por la influencia de Dryden, su desarrollo
formal es más seguro y su composición más sólida, liberada de la artificialidad y
redundancia del lenguaje de Endymion, y está mucho más próxima a los temas vitales
que tres años antes Keats aún no había conseguido dominar expresivamente.
Añadidos a esta obra, sus 61 sonetos (más de 30 compuestos desde 1817 a 1820;
y, de ellos, la inmensa mayoría, de febrero de 1818 a mayo de 1819) y numerosas
composiciones menores, breves o circunstanciales, componen el conjunto de la obra
keatsiana. Conjunto que, basado tan sólo en los tres libros de poemas que publicó en
vida (Poems, 1817; Endymion, 1817; y sus poemas de 1820), es hoy, por su
acendrado vigor y delicadeza poéticas, junto con la de Blake, la obra de un poeta
predilecto, de los de su tiempo, hoy en día.

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ENDYMION

Junto con Hyperion y Lamia es una de las obras más ambiciosas de Keats.
Ambiciosa en el doble sentido de aspirar a una expresión cabal de los temas que
acaparaban su interés en el momento de su composición (la singladura romántica de
un alma en pos de la belleza ideal; el ascenso estético desde un estadio natural a un
estado erótico absoluto de «fellowship with the essence»); y en el sentido
cuantitativo, no sólo de extender su característica fronda estilística hasta la totalidad
alegórica del asunto, sino también en el de narrar con el mayor lujo de ilustraciones y
perspectivas el fabuloso argumento de la historia.
En cuanto al carácter alegórico de la obra, es indudable que éste pretende
conformar todas sus partes, si bien a veces en forma muy compleja, y en forma muy
sinuosa y auto-complaciente otras. Keats vivió siempre anclado en un sensualismo
que lastró su impulso metafísico. El escenario y atmósfera de Endymion son casi
oníricos, suntuosos y sobrecargados; y, por ello, siendo una de sus obras más
helénicas en cuanto a iconografía, también es de las menos afortunadas en su
propósito de escoger, simplificar y armonizar la gran cantidad de elementos vitales y
culturales que lo componen. Por ello, más que confirmar la resuelta aseveración de
Shelley («He… (Keats)… was a Greek»), ratifican la hipótesis de un Keats
tizianesco, decididamente isabeliano y esteticista, todavía muy alejado de aquella
simplicidad temática y concreción formal que hizo admirar a los prerrafaelitas su
«Eve of Saint-Agnes» o «La Belle Dame sans Merci».
Excepto al «Himno a Pan» y la «Oda a la Tristeza», de gran concentración e
intensidad expresivas, numerosos han sido los reparos que tradicionalmente se han
achacado al poema en conjunto: la carencia de gusto, la estructura invertebrada del
relato, la inseguridad estilística, la frondosidad sensual de colorido y música, la
impertinencia de ciertas enumeraciones o el amaneramiento metafórico, la prolijidad
de los incidentes, la oscuridad, la imposición del pensamiento sobre el ritmo o del
ritmo sobre el pensamiento, e incluso cierta ripiosidad.
Sin embargo, aunque haya en el poema un exceso de sentimiento, una total
pasividad del héroe, que a algunos ha hecho pensar en un cierto afeminamiento de
espíritu, Endymion dista mucho de la delicada pureza de «The eve of Saint-Agnes»; y
la desbordada exhuberancia de la obra, tanto de su miltoniano Hyperion como de la
noble opulencia de su «Autumn Ode». Pero hay que tener en cuenta cuáles eran los
propósitos de Keats al respecto y cuál era la conciencia que tenía del papel de
Endymion en el conjunto de su obra. Traspuesto él mismo en el rol del héroe, que
padece toda suerte de sufrimientos sentimentales por su desconocida amada, la luna
(siquiera conocida en su suburbio londinense), y enamorado de toda hermosura, nada,

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por ello, hermoso, ni real ni imaginario, debe resultar irrelevante para el sentido de la
obra si ilustra el papel alegórico del amor en la experiencia humana; y de ahí que
Keats se esforzara, bajo una forma tradicionalmente más prestigiosa en la poesía
británica que la puramente lírica —el poema narrativo—, en introducir toda clase de
variaciones, temas secundarios, paralelismos mitológicos, etc…, que pudieran
ensanchar el valor simbólico de las peripecias de Endimión. Si con ello
probablemente perjudicó la estructura total de la obra, alejándola de una grandeza que
a veces no posee, es indudable que constituye un «tour de force» y que, como tal,
según reconoció en su prólogo, aunque inmadura y defectuosa, es un eslabón previo
para empresas de mayor logro (probablemente, lo hubiera sido el fáustico Hyperion,
de haber mediado circunstancias menos desgraciadas).
Endimión es un «romance» pastoral más que heroico, de un tema caballeresco que
desarrolla unos modelos de sufrimiento y regeneración que, quizá, dieran forma a
ciertos deseos comunitarios sin expresión controlada en la sociedad en que Keats
vivió. No en balde lo exótico, pintoresco y remoto ha fascinado preferentemente a los
hombres que vivieron épocas de transición como el siglo XII francés, el reinado
isabelino en Inglaterra o, bajo ciertas modalidades exóticas, terroríficas, infantiles o
eróticas, al hombre de la segunda mitad del siglo XX. Y es por ello que, haciendo
participar imaginativamente en las tensiones del héroe a los lectores del poema,
Endymion representa, a la par que una experiencia liberada (como calificó Henry
James a lo romántico), «un sueño de poema más que un poema» (London Magazine,
abril, 1820) por la presentación alusiva de sus temas, su «happy end», su total
inverosimilitud y su trascendentalismo, su intensidad emotiva, su dinamismo
imaginativo y su constante inmersión en el presente, con total abandono —como en
la pintura románica— del sentido de la profundidad y de la perspectiva; pese a lo
cual, la «naïveté» del conjunto y un latente sentido moral en la obra, la redimen de
cualquier pecado literario.
Porque sería un error creer que Endymion es una alegoría banal. Cualesquiera que
sean sus méritos consumados, es una importante contribución a una nueva
sensibilidad y a un nuevo temple moral. Ningún poeta de su tiempo se limitó a
considerar la vida humana y los hechos de la naturaleza como simples fenómenos
materiales; y el intento de Keats de plasmar en una alegoría los grados de desarrollo
del conocimiento hacia la verdad por medio del ideal erótico, no es un intento
frustrado ni banal, sino un empeño por asumir el dolor y la experiencia subjetiva en
esta ascensión ideal del espíritu. Y, aunque la ejecución de la obra no haya sido,
desde ciertos puntos de vista, muy afortunada, está fuera de toda duda que el
propósito y aliento, la inspiración de casi toda ella, fluyen de una veta y se dirigen
hacia unos derroteros que ninguno de los gacetilleros que la atacaron supieron o,
probablemente, pudieron comprender.

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FUENTES, ORÍGENES E INFLUENCIAS

Desde Hesíodo hasta los alejandrinos, hay al menos una docena de razones
distintas que expliquen el sueño de Endimión. A Endimión, pastor latmio y nieto de
Júpiter, le castigó éste a dormir eternamente (según ciertas versiones, quien le castiga
a dormir con los ojos abiertos no es el padre de los dioses, sino Selene o la Luna) en
una cueva, a la que cada noche acudía ésta a contemplarle.
Este mito clásico, núcleo de diversas leyendas, convirtió a Endimión en prototipo
de la pura belleza o el amor y los autores renacentistas lo trataron asiduamente. Así,
el catalán italianizado Benedetto Gareth, el Cariteo (1450?/1514) en su cancionero
político y amoroso Endymion; John Lyly (1554?/1606) en su sátira cortesana
Endymion, the Mann in the Moone, inspirado en los modelos cortesanos y pastorales
italianos; y posteriormente, el poema narrativo «Endimión» (1627) que compuso el
poeta español Marcelo Díaz Callecerrada; la fábula dramática Endymion, de
Alessandro Guidi (1650/1712); la acción teatral Endymion, de Pietro Metastasio
(1698/1782), después adaptado en forma melodramática; el Endymion de Vicente
García de la Huerta (1755); el Endymion de Benjamin Disraeli (1880) y, a finales de
siglo, la novela Endymion, de Verner von Heidenstam, que rememora el mito clásico
como motivo simbólico del goce de la vida.
El poema de Keats reelabora, a su vez, el tema y lo aborda desde una nueva
perspectiva: no importa en él tanto el amor de la Luna por el bello pastor latmio,
como la paulatina transfiguración alegórica de la idealidad que representa, en realidad
asumida y padecida por el propio Endimión.
Keats, que abandonó la escuela muy temprano y sólo después de 1818 aprendió
algo el griego, tenía un conocimiento muy sumario de las ideas, mitos y creencias
helénicas cuando compuso la obra. Sin embargo, aunque en forma inmadura,
comienza a asimilar un espíritu helénico que posteriormente hubo de plasmar en sus
obras más importantes. Para ello, le bastó el trato directo con tres obras de mitología
griega: «El Panteón», de Looke; el Diccionario clásico, de Lempriére; y el
Polymetis, de Spence; de los que tomó la mayoría de alusiones mitológicas de la
obra.
Advirtamos, de paso, que es frecuente la yuxtaposición de nombres de deidades
helénicas con los de las romanas, o bien la designación indistinta de una misma
deidad bajo denominación griega o latina (Júpiter y Zeus, Hermes y Mercurio, etc…),
lo que, sin embargo, no desvirtúa la acción de la obra ni empece a su sentido de
conjunto.
Añadidas, las tres obras anteriores, a Las metamorfosis, de Ovidio (que Keats
conocía a través de la traducción inglesa de 1640 de Sandys); algunos episodios de

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The Man in the Moone (1606) y Endymion & Phoebe (1595), de John Drayton; y
constantes referencias de Shakespeare, Spencer, Marlowe, Fletcher y otros
elisabethianos, obtendremos un cuadro bastante completo de los orígenes literarios de
la obra. Y, en un sentido más parcial, parece que Gebir (1798), de Landor, Thalaba
the Destroyer (1801), de Southey, y la version inglesa de Chapman de los Himnos
homéricos, aportaron su influencia en los pasajes más fantásticos de la obra.
Capítulo aparte merecen las afinidades de Endymion y Alastor, de Shelley,
publicado en 1816. Este poema, subtitulado «The Spirit of Solitude», quizá canalizó
el asunto de Endymion hacia una forma definitiva; ya que, pese a su extravagante
imaginería y a su dispersión expresiva, anticipa la idea de la búsqueda de la verdad y
del ideal de belleza por el poeta, en un mundo que parece hostil a la trascendencia; y
conecta en muchos aspectos con la significación alegórica que Keats quiso dar a su
poema, a despecho de una ascendencia wordsworthiana que sólo formalmente
aparece de vez en cuando en Endymion y, en cambio, inspira el desarrollo abstracto
del núcleo central del Alastor.
En un sentido más discutible, The Man in the Moone, de Drayton, puede haber
afectado a la estructura general de la obra de Keats: teniendo en cuenta que en dicha
obra la Luna recibe diferentes nombres (Febe, Diana, Hécate), como en Endymion
(Febe o Cintia, por su relación con Diana; y la Luna); y que cada uno de tales
apelativos hace referencia a un reino distinto, el del Cielo, la Tierra y los Infiernos,
respectivamente, puede pensarse en algún paralelismo con la fragmentación de los
viajes de Endimión (que encuentra a la diosa en la Tierra —libro I—, prosigue sus
aventuras en el subsuelo —libro II—, las continúa bajo el mar —libro III—, y por el
aire se transfigura al fin el símbolo en realidad —libro IV—), teniendo en cuenta,
además, que en el «Soneto a Homero» que Keats compuso en 1818, aludió a «…
Diana» como «Reina de la Tierra y del Cielo y del Infierno…» (v. 14), lo que
explicaría cierto paralelismo entre ambas disposiciones geográficas, la de la obra de
Keats y las tradicionales nociones de las diversas esferas de influencia de la luna por
el mundo.
Aparte de las influencias formales o lingüísticas de la obra, que serán estudiadas
en otro apartado, y tras las gacetillas periodísticas, que tan mala acogida plasmaron,
quizá por motivos extraliterarios, a Endymion y a que hemos aludido anteriormente,
tan sólo Shelley y Lord Byron manifestaron su aprobación ante la obra, a pesar de
que el primero siempre prefirió Hyperion y el segundo, que tan reluctante se mostró
ante Keats, sólo le elogió sin reservas tras la esquiliana grandeza del Hyperion. Y la
mejor prueba de las afinidades que, pese a todo, unían a Shelley y a Keats, está en
«Adonais, elegía en memoria de John Keats», que aquél compuso a poco de la muerte
de éste.
Los subsiguientes lectores de su obra, a partir de la edición de 1829, coincidieron
siempre en considerarla como de juventud, inmadura e imperfecta, pero hubo
diversas opiniones acerca de su valor poético intrínseco. De Quincey, por ejemplo, no

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la estimó en mucho. Aproximadamente en 1880, Tennyson y su grupo, Hallam,
Monckton Milnes, revalorizaron la obra de Keats, contra el criterio de Matthew
Arnold, paradigma del academicismo (Tennyson imitó a Keats en sus «Comedores de
loto»); pero la generación de la época de madurez de Carlyle, Ruskin y Browning,
menos dada a buscar ideas morales en la poesía de lo que fue la anterior generación,
sirvió de puente para que los prerrafaelitas y, especialmente, Dante Gabriel Rossetti,
adaptaran con entusiasmo, para su refinamiento finisecular, la morbidez idealista y la
ausencia de elementos abstractos de la poesía de Keats. También Swinburne y Gerard
Manley Hopkins fueron parcialmente influidos por Keats; y Walter Peter y los estetas
de 1890, Moore, Sharp, Johnson, Wilde, Symons e incluso el primer Yeats le
apreciaron particularmente por su intensa sensibilidad y por su poder de captación de
la realidad, aunque no fueron mucho más allá de esta consideración epidérmica de
Keats.
Por razones distintas, el siglo XX ha comprendido y estudiarlo a Keats con
preferencia a cualquier otro poeta inglés de su tiempo. Su pureza de dicción, el
sentido preciso y «simbólico» de sus versos y su distanciamiento formal respecto del
tema, le han hecho objeto de especial atención, dentro del área anglosajona, desde el
primer tercio de siglo hasta la fecha, en forma ascendente y multiplicada, como lo
atestiguan los ensayos, trabajos, biografías y ediciones que van contribuyendo a
nuevas aportaciones y correcciones de fondo sobre el «romanticismo» de Keats, que
ciertos Victorianos, estetas y decadentes le asignaron, en su tiempo, unánimemente.

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FORMA Y LENGUAJE

Endymion está compuesto en dísticos heroicos («heroic cuplets»); es decir, por


series de dos versos decasílabos rimados entre sí, que presentan una pausa media y
una construcción paralela. La mayoría son abiertos; es decir, no coincide la estructura
estrófica con la del discurso poético y éste se prolonga más allá del pareado.
Salvo breves fragmentos intercalados, que tienen un ritmo de canción (como IV,
146/192 y 273/290), la forma métrica es uniforme. Tan sólo hemos anotado unos
pocos versos no rimados en el original.
Tenemos constancia que la longitud del poema fue determinada «a priori» por su
autor. Aunque alejado del propósito de convertirse en un «Poet Laureate» (o
prebendado con una pensión económica), el único modo de obtener el prestigio
necesario para, en aquel tiempo, poder subsistir con la pluma, era justamente la
composición de un poema largo. La necesidad de autodemostrarse Keats su
envergadura y vuelo poético, así como el propósito de dedicarse a la literatura en
lugar de a la medicina, determinaron, pues, la longitud del poema; y no parece veraz
la afirmación de Leigh Hunt de que fue él quien le disuadió de escribir un poema de
7000 versos en lugar de 4000.
En el sentido de narración de menor tono heroico que la epopeya; mayor
inverosimilitud; caracterización superficial de los personajes; tendencia a la fantasía y
al sentimentalismo, Endymion es plenamente (según reza el subtítulo), «a romance»,
es decir, un relato emotivo y fantástico. La textura narrativa del poema es, sin
embargo, lo menos logrado de él, de un lado porque se pierde a menudo en
digresiones impertinentes o de relleno (así las historias de Glauco y Escila, Venus y
Adonis, Alfeo y Aretusa), y de otro porque las interpolaciones líricas del texto,
aunque bellísimas, desequilibran la organización interna del poema desde su punto de
vista narrativo: es el caso del Himno a Neptuno del Libro III, el Cortejo de Baco o la
fiesta nupcial de Cintia del Libro IV, e incluso el Himno a Pan (I, 232/306) o la Oda a
la Tristeza (IV, 146/192 y 273/290).
La lentitud expositiva, la sobrecarga escenográfica y las constantes
yuxtaposiciones de la acción complican y hacen difusa su progresión y dificultan la
comprensión de la atmósfera alegórica del poema, especialmente en los Libros II y
III. Desde el punto de vista lingüístico, Keats sintetizó con aguda sensibilidad
diferentes repertorios, todos ellos dentro de una línea de tradición clásica británica:
Shakespeare, Milton, Spenser, Wordsworth, Shelley, Coleridge y los autores
elisabethianos tienen, desde el punto de vista formal, algún eco en la obra. Menos
afortunada es su tendencia a reproducir las sofisticadas soluciones formales de Leigh
Hunt o a elaborar de un modo aún inmaduro una iconografía helénica excesivamente

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pintoresca, movida y, a veces, grotesca.
Algunos rasgos notorios de la dicción poética de Endymion son: las
construcciones elípticas, eminentemente latinas y adoptadas de Milton (III, 693/696);
la abundancia de adjetivos acabados en -y, que tanto deben a Hunt como a un intento
de mejor modulación del verso, al restarle pies y añadirle variedad; la tendencia
afectiva del epíteto y adjetivo; la acumulación de aquéllos y de éstos (por ejemplo, V.
III, 637); la sustantivación del gerundio (w. 11, 17 y 19 del Libro I) y la tendencia a la
elaboración morosa de las sensaciones de la vista, el oído o el olfato (por ejemplo, la
sensual ofrenda del cupido de II, 441/453), que convierten ciertos pasajes de la obra
en detalladas estilizaciones al modo de los pintores flamencos.
Esta sensualidad «naïve» adereza incluso los fragmentos más exhuberantes o
farragosos, ya que nunca decae en convencionalismo gratuito o en preciosismo
formal; y el cuidado que pone el autor en la selección del léxico, su casi siempre
afortunada elaboración y síntesis y la plasticidad de los sucesivos cuadros o imágenes
con que obsequia al lector, encantarán sin duda al que pretenda indagar más allá de la
impávida melancolía de sus Odas. El contraste entre el estilo macizo y objetivo de los
pasajes más sensuales, y la fluidez y remonte líricos de los más subjetivos y etéreos,
constituyen, sin duda, a la par que un innegable desequilibrio formal, una
considerable muestra de riqueza poética y un verdadero «tour de force» expresivo
que es uno de los no menores galardones formales de la obra.
Destaquemos, por último, las vivísimas y delicadas enumeraciones más o menos
naturalistas o alegóricas de la obra, en las que el autor se complace en obsequiarnos
con su fronda imaginativa y su pureza expresiva: a guisa de ejemplo, son notorias las
de I, 100/106, 251/260, 691/698, 835/842; II, 235/243; III, 123/136; IV, 680/689. Y,
asimismo, la tendencia de Keats de anteponer la partícula adverbial al verbo, en lugar
de hacerlo en la forma habitual: por ejemplo, «the orine out-sparlded», «the
multitude-up-followed», «night up-took», «the hours down-sunken», etc. En general,
la armoniosa construcción —que no musicalidad propiamente dicha— de la obra se
escinde y recorta en párrafos y, paradójicamente, como incluso en sus Odas, la acción
sigue un ritmo pausado y poco vivo desde el punto de vista formal, que distingue a
Keats inmediatamente, por ejemplo, de Shelley, y le hace ser exacta y rigurosamente
contrario a un «poeta lírico».

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SINOPSIS DE LA OBRA

Consta de 4050 versos, divididos en cuatro libros, que desarrollan un tema


principal —«one bare circumstance» (Carta a Bailey de 8 de octubre de 1817)—, el
amor de Endimión por Diana, Cintia o Febe, según un núcleo originario inspirado en
el mito clásico, y diversas aportaciones personales. Entre éstas, y prescindiendo de
pasajes accesorios, meramente ilustrativos o digresivos, parece la más importante la
lenta transformación del héroe, que pasa a ser de un mortal enamorado de un ser
ideal, a un hombre enamorado de una mujer. De un héroe seducido por la deidad
lunar, a un hombre enamorado de una princesa india; princesa que, a la postre, resulta
identificarse con la diosa desconocida de los inicios de la obra.

Libro I

Cada uno de ellos está encabezado por un preámbulo. El del primer libro, que
puede deber algo a la «Excursión» (1814) de Wordsworth —«Prospectus», 42/47—,
permite deducir que la belleza es lo que hace que aceptemos nuestro destino (w.
1/24). Le sigue un breve inciso relativo a la duración que el autor piensa va a tener la
redacción de la obra (w. 39/57), previsión que en realidad será superada, ya que no
finalizó Keats su Endymion hasta el 27 de noviembre de 1817, más allá, pues, de la
llegada del «sober autumn glod». Y seguidamente viene el relato de la fiesta de
Latmos al dios Pan (w. 89/392), en un paisaje y ambiente elisabethianos de tradición
bucólica, que tanto debe al «Himno a Pan» de Homero, traducido por Chapman,
como a diversas composiciones de Drayton, Jonson, Fletcher, e incluso a cuadros del
Tiziano y Rubens. Mientras el sacerdote hace el sacrificio divino, un coro canta su
«Himno a Pan» (w. 196/306) («un bonito fragmento de poesía pagana», según
Wordsworth, y «promesa de futuras excelencias», según Shelley) fragmento que ya
anticipa el estilo de sus Odas posteriores; y, entretanto, Endimión se tiene aparte de
los demás, misteriosamente hechizado.
Aparece su hermana Peona (v. 407) y satisface Endimión su curiosidad
relatándole un sueño: como emanada de la luna, una forma femenina bajó a él y, tras
un breve abrazo, le abandonó (w. 540/710), a pesar de sus esfuerzos por lograrla (w.
682/705) remontándose por los aires. Seguidamente, Endimión le comunica la
fealdad del mundo cuando despertó (w. 682/705). Puede que algunos rasgos y
detalles de Peona estén traspuestos por Keats de su hermano Tom.
Peona le exhorta a vencer el encantamiento y defiende la vida en el mundo.

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Endimión desprecia las lisonjas mundanas y habla de su destino o llamamiento ideal
(w. 770/853), exponiéndole los diversos modos y gradaciones del amor, de una forma
jerárquica neoplatónica (w. 778/780 y 834/842). Seguidamente, relata su segunda
visión de la diosa desconocida, cerca del templo a Latona (w. 862/905); y una tercera
reminiscencia en la cueva de Proserpina, esta vez no visual, sino auditiva (w.
928/970). Y, con la actualización cronológica del tema, tomado «in media res»,
concluye el Libro: Endimión y Peona se van, juntos, en un bote, del apartado lugar
del bosque en que ha discurrido la acción desde la entrada en ella de Peona.

Libro II

Encabeza este libro un preámbulo de invocación al amor como poder superior al


de las hazañas épicas, anteponiendo, entre otros ejemplos, a Julieta, sobre las proezas
bélicas de Alejandro (w. 1/43). Reanudada la acción, una mariposa conduce a
Endimión a una fuente, donde se le aparece una náyade que le augura su viaje al
fondo de la tierra (w. 53/130), a la que éste responde (w. 143/203) manifestando su
voluntad de perseguir a la diosa desconocida. Una voz misteriosa le ordena bajar al
subsuelo (w. 203/214), donde, en una fantástica escenografía, ve a lo lejos a Diana
(w. 243/246) y le suplica ir con ella (w. 295/332), pero, al acabar su parlamento se
hunde repentinamente y cae en un claro de bosque (w. 376/386), donde encuentra a
varios cupidos y a Adonis dormido (w. 392/427). Uno de ellos le relata la historia de
los amores de Venus y Adonis y le obsequia cumplidamente (w. 433/495), hasta que
Adonis despierta (w. 497/507). Seguidamente, y continuando en la atmósfera
cortesana del relato, aparece Venus (w. 516/548) y cuenta a Endimión su amor hacia
Adonis (w. 548/580), exhortándole a proseguir en su peregrinaje (w. 548/579), como
posteriormente volverá a hacer (III, 903/921); hasta que Endimión, sumido en unas
portentosas profundidades (w. 593/612, posiblemente inspirados en ciertos
fragmentos de Kubla Kahn, 1816, de Coleridge, y de A las tor, 1816, de Shelley), y
tras la contemplación de nuevos prodigios (w. 613/640), ve aparecer a Cibeles en su
carro (w. 640/649). El camino de Endimión queda cortado, y un águila le conduce a
un vergel precioso (w. 681/706), y ésta se le aparece (w. 713/738) y, aunque consiente
sus efusiones, no llega a entregársele (w. 761/827), alegando su castidad, y, tras
animarle hacia la vida, desaparece llorando.
Solitario Endimión (w. 855/860), encuentra una gruta (w. 878/915), donde
recuerda su vida mortal y las alusiones a ella del Libro I; una fuente emana de ella, y
entablan sus coloquios Alfeo y Aretusa (w. 936/1010).
El Libro concluye con la petición de felicidad a los cielos, para Alfeo y Aretusa,
de Endimión; y con la aparición del mar sobre su cabeza (v. 1023), de un modo
brusco y sugestivo que a algunos ha hecho pensar en el modo de concluir Dante sus

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cantos.

Libro III

Encabeza el Libro una farragosa diatriba contra los regímenes políticos


reaccionarios (w. 1/21) de su tiempo. Le sigue una invocación o canto a la luna de
romántica sensibilidad (w. 52/102), que sirve de preámbulo para la continuación del
tema principal: Endimión sigue recorriendo unos extraños y ancestrales lugares
submarinos, hasta avistar, con cantos a la luna y a su diosa desconocida (w. 103/
190), a Glauco, quien le relata prolijamente la historia de sus amores con Escila y la
maldición que por ello le ha dado Circe (w. 192/71).
Identificado Endimión como el ser predestinado a liberarle, así como a resucitar a
los amantes muertos que Glauco ha velado durante mil años en aquellos parajes,
acompañado éste de aquél, entran en el palacio de Escila (w. 718/737) y, tras un ritual
mágico, la despiertan (v. 780), así como a los demás amantes que estaban muertos —
en un pasaje eminentemente miltoniano—, y la conducen al mar (w. 813/ 818). Allí
encuentran el palacio de Neptuno (w. 833/889), de sobrecargada descripción; y Venus
les dirige la palabra y exhorta a continuar a Endimión (v. 893/923).
Tras tres breves invocaciones a Neptuno (w. 943/967), Venus (968/977) y Cupido
(978/990), aparecen fastuosamente Océano y Anfión, Anfitrite y Tetis (w. 994/1005);
cuyas maravillas hacen desmayar a Endimión. Invoca a Venus (w. 1011/1018), y las
nereidas van a devolverle a la vida consciente, cuando la diosa desconocida dicta un
misterioso mensaje que queda escrito con luz estelar en la oscuridad del cielo (w.
1021/1027) y que despierta definitivamente a Endimión.
Sorprendentemente, éste se encuentra otra vez en tierra firme, ante un tranquilo
lago, feliz otra vez en su yacija de yerba (w. 1028/1032).

Libro IV

Se abre el Libro con una invocación nacionalista a la poesía británica, y,


seguidamente (w. 30/50) los lamentos de una princesa india, a los que Endimión
responde (w. 105/138), no sin antes reafirmar su lealtad a Diana. Declara su amor a
aquélla (v. 138), que responde con la Oda a la Tristeza (w. 145/192 y, más adelante,
w. 273/290), que prefigura la ulterior idea keatsiana de la relación entre el dolor y la
alegría y de la melancolía con la percepción de la belleza. Le narra cómo un día se
fue de sus tierras, movida por el cortejo de Baco (w. 196/271), al que se describe de
un modo casi rabelaisiano y opulento; y, tras un breve interludio dramático en el que

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el héroe monologa sobre su situación (w. 298/321), aparece Mercurio (v. 331) y luego
dos corceles negros (w. 343/348), con los que Endimión y la princesa vuelan hacia el
cielo. Aparece el Sueño (v. 370) y llegan a las divinas moradas (v. 408), donde, tras la
aparición de las Estaciones y de las Horas (w. 421/426), lo hace Diana (v. 430).
La princesa india despierta de su sueño (v. 462) y un rayo de luna la disuelve (w.
496/510). Un nuevo interludio, el de la Cueva de la Quietud (w. 512/554), que
relaciona la necesidad del sufrimiento con la creatividad; y, nuevamente, en los
cielos, se invita a Endimión a la mascarada nupcial de Diana (w. 558/612), pero, de
pronto, el corcel echa al suelo al héroe y nos lo devuelve a tierra firme (v. 614). En
los versos 636 a 721, Endimión renuncia a Diana por el amor de la princesa e
intercala una preciosa «fantasía pastoral» (w. 670/721), pero, por unos motivos
ambiguos, ella no admite tal renuncia. Endimión vuelve a encontrarse en los lugares
de su infancia y aparece Peona, su hermana (w. 785/800), que le exhorta a la vida
terrena (w. 804/846); a lo que Endimión se resiste. Propone a la princesa india
compartir su amor por Diana (w. 849/872), y a continuación se despide de ambas (w.
902 y ss.) para volverlas a llamar (v. 910) y convenir una cita con ellas, al día
siguiente, junto al templo de Diana.
Tras un nuevo monólogo del héroe, se acerca Cintia al paraje (w. 964/969) sin que
él lo sepa; se encuentra con las dos muchachas y, cuando Endimión dice a Peona que
desearía poder gozar del poder de disponer de su destino, Cintia se confunde e
identifica con la princesa india (w. 980/996), la idealidad y la realidad se aúnan;
ambas se transfiguran en una unidad. Endimión se arrodilla ante la diosa y, al besar
sus manos, se le esfuma (v. 999); Peona deja a Endimión y a la princesa y vuelve
hacia su casa, en un colofón abrupto y ciertamente feliz que da la impresión de
recobrar un Paraíso Perdido y de asignar la certeza del ideal a los que aceptan
encontrarlo en la realidad.

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CRONOLOGÍA

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1770 Nacen Wordsworth, Hölderlin, Hegel y Beethoven. Se suicida Thomas
Chatterton, a quien va dedicado Endimión. 1772 Nacen S.T. Coleridge,
Novalis y Charles Fourier.
1776 Thomas Jefferson formula por vez primera la declaración de los derechos del
hombre.
1777 Publicación de los Rowley Poems, de Chatterton. La Fayette y sus partidarios
combaten con Washington por la causa americana.
Nace Von Kleist.
1778 Muere Rousseau.
1783 Paz de Versalles. Inicio del período gubernamental «tory» de William Pitt,
que se prolongará, salvo un breve lapso, hasta 1804.
1785 Nace Thomas de Quincey.
1788 Nace George Gordon, Lord Byron. Paul et Virginie, de B. de Saint-Pierre.
Nace Schopenhauer.
1789 Asalto popular a la Bastilla. Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano. Muere W. A. Mozart.
1792 Nace Percy Bysse Shelley. Ejecución de Luis XVI.
1794 William Blake: Songs of experience. Haydn: Sinfonía del reloj.
1795 El 31 de octubre nace en Finsbury, Londres, John Keats, primogénito de un
«livery-keeper» o caballerizo principal de la posta «Swan & Hoop».
Nace Carlyle. Goethe: Elegías romanas.
1796 Primera Sinfonía de Beethoven. Lewis: El monje. Hölderlin: Hyperion.
Goethe: Wilhelm Meister.
1797 Nace George Keats, hermano de John.
Jane Austen: Orgullo y prejuicio. Segunda edición de los poemas de Juan
Meléndez Valdés.
Nace Alfred de Vigny.
1798 Los hermanos Schlegel fundan la revista Atheneum. Publicación de las Lyrical
Ballads, de Wordsworth & Coleridge. Walter S. Landon Gebir.
1799 Nace Thomas Keats, hermano de John.
Instauración del Consulado en Francia. Exaltación napoleónica.
1800 Goya: La familia de Carlos IV. Experiencia socialista de Owen. Novalis:
Himnos a la noche.
1801 Nace Edward Keats, tercer hermano varón de Keats, que muere el mismo año.
Presidio de Jovellanos en el castillo de Bellver.
1802 Paz de Amiens entre España, Francia y Gran Bretaña.
1803 Nace Frances Mary Keats (Fanny), hermana del poeta. Éste ingresa en la
«Enfield Academy», del Rvdo. John Clarke, padre de su condiscípulo y amigo
Charles Cowden Clarke, que alentó decisivamente su vocación literaria. Keats

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estudia en dicho Centro latín, francés e historia, pero no griego.
1804 Muere el padre de Keats. Su madre contrae nuevas nupcias con un empleado
de banca. John Keats va a vivir con sus abuelos maternos a Enfield.
Coronación de Napoleón como Emperador. Carlos IV declara la guerra a
Inglaterra.
Obermann, de Sénancourt.
Primera ley reguladora en España del descanso semanal.
1805 Muerte del abuelo de John Keats, que se traslada a Lower Edmonton con su
abuela.
Batalla de Trafalgar.
Fallecimiento de Enmanuel Kant.
Pelayo, de Manuel José de Quintana.
1806 Bloqueo continental a Inglaterra. Estreno de El sí de las niñas, de L. F.
Moratín.
1807 Primera edición de los poemas de Wordsworth. Goethe: Fausto (1.a parte). S.
T. Coleridge: Biographia Literaria. Thomas Moore: Melodías irlandesas.
1808 Guerra de la Independencia española. Abdicación de Fernando VII. Nace
Gérard de Nerval.
1809 Desembarco británico en La Coruña. Nacen Larra, Darwin, E. A. Poe y
Tennyson.
1810 Muere de tuberculosis la madre de Keats, a quien Alice Jannings, abuela de
éste, nombra dos tutores, Mr. Abbey, comerciante de té, y Mr. Nowland
Sandall, que, al fallecer, en 1816, dejará a los hermanos Keats bajo la
exclusiva tutela del primero. Bajo la influencia de Charles Cowden Clarke,
Keats lee a Tasso, Shakespeare, Spenser y Milton. Abandona definitivamente
sus estudios.
Alice Jannings lega a sus nietos, los Keats, unas 8000 libras, casi todo su
patrimonio.
Mme. de Stäel: De l’Allemange. José M.a Blanco (White) emigra a Londres.
1811 Keats inicia por decisión de Mr. Abbey, sus prácticas sanitarias en el gabinete
del cirujano y boticario Mr. Hammond. Simultáneamente, termina una
traducción en prosa de La Eneiela.
Crisis económica. Paros, inflación y depauperación de la clase obrera. Nace
Liszt.
1812 Keats compone su Imitación de Spenser.
Constitución liberal de las Cortes de Cádiz.
Nace Charles Dickens. Lord Byron: Childe Harold (1.a parte). Nace Roben
Browning.
1813 Nacen Kierkegaard y Wagner. Victorias hispano-inglesas en Vitoria y San
Marsal.
1814 Muere la abuela de Keats. Composición del soneto a Lord Byron.

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Restauración de la Inquisición en España. Stephenson inventa la locomotora a
vapor.
1815 Keats viaja a Londres, decidido a estudiar medicina; ingresa en el Guy’s
Hospital como sanitario, donde se dedica específicamente a vendar a los
heridos. Primeras lecturas de Chaucer, Wordsworth, Chatterton, Burns.
Primeras composiciones poéticas diversas. Prohibición del comercio de
esclavos en Inglaterra. Acaba el Congreso de Viena, que fortalece el poderío
naval inglés. Batalla de Waterloo.
1816 Charles Cowden Clarke da a conocer a Keats la traducción de Chapman de
Homero. Le presenta al periodista y literato Leigh Hunt, merced a quien Keats
traba relación con el pintor Benjamin Haydon y John Hamilton Reynolds.
Leigh Hunt lee algunos manuscritos de Keats y publica en The Examiner, su
periódico, un soneto de él. Este decide renunciar a la medicina por las letras,
lo que su tutor, Mr. Abbey, no consiente hasta que no alcance su mayoría de
edad (que acontece dentro del mismo año). Keats compone Sleep and Poetry,
primer intento de ruptura con el neoclasicismo de Pope en pro de una
reanudación tradicional de los eslisabethianos y Milton. Publicación de
Alastor, de Shelley. Viaje a Italia de Goethe. Coleridge publica Kubla Kahn.
En España, Poesías, de N.A. de Cienfuegos.
1817 Con la ayuda de Shelley, Keats publica sus primeros poemas, que constituyen
un fracaso financiero. Lecturas de Shakespeare y Coleridge. Compone, en la
isla de Wight, su Endymion. Traba amistad con Charles Lamb y William
Wordsworth. Godwin y Hazzlitt, leen sus poemas por mediación de Leigh
Hunt. A su regreso a Londres, y decidido a dedicarse a la poesía, Keats
emprende viaje a Hampstead con sus hermanos. Nace Zorrilla.
David Ricardo anuncia la ley del salario y su teoría de la renta.
1818 Taylor & Hessey publican Endimión. Keats trabaja en Isabella. Temporada en
el campo de su hermano Tom, ya enfermo de tuberculosis. Keats y Charles
Brown emprenden a pie, una excursión por el Distrito de los Lagos y Escocia.
Primeros síntomas de tuberculosis. Regreso a Londres. El órgano publicitario
tory Blackwood’s Magazine lanza un virulento ataque contra la escuela
«cockney» de poesía (Lamb, Hazzlitt, Hunt y, particularmente, el
«farmacéutico» John Keats). Virulenta crítica contra Endymion en la
Quarterly Review. Tom Keats muere a los cuidados de su hermano John.
George Keats emprende viaje a America. Keats trabaja en Hyperion. En
Wenworth Place, domicilio de su amigo Charles Brown, conoce a Fanny
Browne, inquilina, durante los meses de verano, con su madre y hermanos, de
una casa vecina a aquélla. Hipotético compromiso matrimonial con Fanny el
día de Navidad. Nacimiento de Karl Marx.
1819 Keats regresa a Hampstead, donde su enfermedad progresa. Proyectos de
ejercer la medicina en Edimburgo. Se relaciona con Coleridge. Abandona su

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primera tentativa de Hyperion y proyecta ejercer como médico naval.
Dificultades económicas a causa de un pleito que bloquea sus recursos
económicos. Charles Brown le ayuda decisivamente. En colaboración con
éste, compone la tragedia Otón el grande en la isla de Wight. Se instala con
aquél en Winchester. Empieza a estudiar griego e italiano. Lee a Dante.
Compone sus «Odas», «La belle dame sans merci», y «La víspera de Santa
Inés», ésta última inspirada, al parecer, en la relación del poeta con Isabella
Jones. Trabaja en «La caída de Hyperion», definitivamente abandonado su
primer proyecto. Nace Herman Melville.
1820 Primeras hemorragias. Taylor & Hessey publican un segundo volumen de
poemas de Keats. Por prescripción facultativa, éste se ve precisado a viajar a
un clima mediterráneo. Shelley, al enterarse, le invita a reunirse con él en
Pisa, pero Keats declina la propuesta. Mrs. Browne y su hija Fanny le cuidan
en Hampstead. Acerbas críticas contra Endymion, en la Edinbourgh Review.
Keats abandona Hampstead y se despide de Fanny. Embarca hacia Italia con
Severn tras escribir, en Lullworth, su último soneto. Llega a Roma el 17 de
noviembre. El 30 del mismo mes escribe su carta a Fanny. El 10 de diciembre,
su estado ya es desesperado.
Shelley compone Prometeo liberado. Mathurin pone fin a la novela gótica con
su Melmoth. Goya: Los desastres de la guerra.
1821 Muere en Roma, junto a la Piazza Spagna, el 23 de febrero. El 25 de febrero
se le entierra en el cementerio protestante, junto a la pirámide de Cayo Cestio,
bajo el siguiente epitafio: «Aquí descansa aquél cuyo nombre en las aguas
quedó escrito».
Thomas de Quincey: Confesiones de un comedor de opio. Nacen Fedor
Dostoyewsky y Charles Baudelaire.
Shelley dedica a Keats su elegía Adonais, suponiéndole prematuramente
muerto a causa de las críticas recibidas en 1818.
1822 Muere P. B. Shelley.
1823 Alejandro Manzoni: Los Novios.
1824 Muere Lord Byron. Nace Juan Valera.
1829 Edición Galignani de algunos poemas de Keats (los de la edición de 1817,
Endymion, los de la de 1820 y unos pocos más).

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ENDIMIÓN

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«Una antigua canción en metros amplios[1]»,
dedicada a la memoria
de
Thomas Chatterton[2].

Íntimamente sabedor del modo en que se ha originado este poema, no sin cierto
sentimiento de pesar lo hago público.
El modo a que me refiero, será evidente para el lector, que de inmediato advertirá
una gran inexperiencia, inmadurez, y todos sus errores, indicativos de un intento
febril mejor que de un logro consumado. Sé que los dos primeros libros, y sobre todo
los dos últimos, carecen de la calidad que justificaría su entrega a las imprentas, lo
que no haría si creyese que el empleo de todo un año en corregirlos los pudiera
mejorar, mas no lo haré, pues sus cimientos son demasiado frágiles. Lo que ocurre es
que este muchacho podría entretanto morir —triste pensamiento para mí, si no tuviera
ciertas esperanzas de que, en tanto él se va consumiendo, puedo componer y
disponerme a producir unos versos inspirados que le sobrevivan.
Puede que esta forma de hablar sea excesivamente presuntuosa y merezca un
correctivo, pero ningún hombre sensible será quien lo administre; me dejará solo, con
la convicción de que no hay peor infierno que el del fracaso ante una gran tarea. Esto,
como es obvio, no lo digo con el menor propósito de preservarme de la crítica, sino
por el deseo que tengo de granjearme a los hombres de criterio competente y que
velan celosamente por la reputación de nuestra literatura.
La imaginación juvenil es saludable, como lo es la madura, pero hay entrambas
un espacio vital en que el alma está en fermento; el carácter, indeciso; el modo de
vida, es incierto; y la ambición, densa y opaca. De ahí provienen el hastío y las mil
amarguras que los hombres de que hablo tienen forzosamente que degustar hojeando
las páginas que siguen.
Espero no haber llegado demasiado tarde para tratar de la hermosa mitología
griega, ni empañar su brillo, por lo que quiero ocuparme una vez más de ella, antes de
decirle adiós[3].

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TEINGMOUTH, 10 de abril de 1818.

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LIBRO I

Lo bello es una dicha para siempre:


su hermosura va en aumento
y nunca se abolirá en la inanidad,
más aún nos dará un dulce cobijo
y un reposo lleno de dulces sueños,
bienestar y un suave aliento.
Por eso tejemos día a día la guirnalda
de las flores que nos ciñen a la tierra
a despecho de los temores, de la falta
inhumana de nobleza, de los días crepusculares
y de todos los insanos, oscurecidos caminos
para nuestra pesquisa hechos.
Sí, a pesar de todo, alguna imagen bella
aparta el sudario de nuestros sombríos espíritus
y el sol, la luna, los árboles verdes o viejos
esparcen su sombra regalada a las mansas ovejas;
así ocurre a los narcisos con el mundo floreciente
en que ellos viven, a los frescos riachuelos
que hacen por sí mismos su álgida cubierta
a la estación calurosa y al helecho forestal
al que enriquece el centelleo
floral de las rosas almizcleñas. Y tal es,
en verdad, la grandeza del destino
que hemos inventado a los muertos poderosos,
las amenas consejas que hemos escuchado o leído,
una fuente inagotable de elixir inmortal
que chorrea hasta nosotros de la linde de los cielos.

Y no tan sólo percibimos una breve hora estas bellezas[1];


no, porque, así como los árboles susurrantes en torno al templo
se convierten en seguida en algo tan venerado
como el templo mismo, así la luna,
la pasión de la poesía y un infinito esplendor,
nos asaltan hasta convertirse en luz gozosa a nuestras almas
y tan estrechamente nos circundan
que, ya encubiertas de luz, ya de penumbra,
deben para siempre acompañarnos o morimos.
Así pues, alborozado, es, como voy a contar

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todo el relato de Endimión. Hasta la música de su nombre
me ha penetrado[2] y cada escena placentera
crece ante mí con igual frescor
que el verdor de nuestro valle. Así que voy
a empezarlo ahora que el bullicio de la ciudad
no me alcanza, ahora que las yemas más tempranas
se renuevan y extienden
por laberintos del más tierno color
por los vetustos bosques; ahora que los sauces nos muestran
su delicado ámbar y nos llegan las cubas del establo
rebosantes de leche a casa. Y mientras la estación verdece
en los tallos que rezuman, voy a guiar suavemente
mi botecillo a lo largo de muchas y mansas horas
por los arroyos que se internan en la espesura.
Muchos, muchos versos espero escribir
antes de que las margaritas, ribeteadas
de bermellón y blanco, en la yerba tupida se oculten;
y, antes de que las abejas zumben en torno a las matas
de trébol y el dulce guisante, debo hallarme
casi en mitad de mi relato. Y ojalá
no lo vea el invierno nudo y cano aún incompleto,
sino que el majestuoso otoño, con el tinte universal
de su oro atemperado, me envuelva cuando lo acabe.
Yo, ahora, temerario, envío ya
mi heraldo pensamiento a las soledades:
dejadle que sople su clarín y cubrid rápidamente
mi inseguro camino de verde para que pueda avanzar
ágil y presto por entre flores y matorrales.
Por las faldas del Latmos se extendía un bosque frondoso[3]
pues la húmeda tierra nutría copiosamente
todas las raíces de sus arbustos escondidos
y en ramas pensiles y frutos preciosos los convertía.
Y tenía una fosca umbría, profundamente oculta,
a la que nadie accedía; y si de la vigilancia
del pastor algún cordero a lo hondo de aquellas cañadas
recónditas se descarriaba, nunca volvía
a ver más los placenteros apriscos a que sus congéneres,
balando de contento, al atardecer, por las colinas acudían.
Siempre creyeron los pastores que ningún lanoso cordero
que de tal suerte se separara de su blanco rebaño pasara
indemne de los lobos y leopardos de acechante pupila
hasta aquellos vírgenes llanos donde pastaba la grey de Pan[4].

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¡Buena ganancia, sí, la del que así perdió un cordero!
Había allí muchos senderos que serpeaban
entre palmares de helechos, juncos de pantano
y bancales de hiedra, amenos todos, que conducían
a un claro espacioso donde sólo podían verse troncos
entreverados de ondas de césped y ramas inclinadas.
¿Quién podría decir el frescor
del espacio de cielo en lo alto, perfilado
por las oscuras copas de los árboles,
donde batiera a menudo una paloma sus alas
y, también a menudo, por su azul navegara una nubecilla?
En medio de esta delicia se erigía un altar de mármol
con una trenza de flores recién despuntadas; el rocío
había imitado fantasías de hada al esparcir
margaritas sobre el sagrado césped la víspera
anterior y así recibir con pompa la luz del alba.
Porque era de día: el cimero fuego de Apolo[5]
con todas las nubes del amanecer hizo una pira de plata
de tan lúcido esplendor que en su interior
un espíritu melancólico hubiera podido ganar la libertad[6]
y confundir con los vientos su delicada esencia:
la eglantina, de lluvias perfumada, donaba
su dulzor atemperado a aquel sol tan solícito;
la alondra estaba en él perdida;
los fríos arroyos habían corrido a calentar
en el césped sus burbujas más heladas
y la voz del hombre sonaba en las montañas,
la masa de vida natural y maravillas palpitaba
diez veces más de prisa por sentir
aquel amanecer y su vieja magnificencia.

Y en tanto los silentes trabajos de la aurora


más diligentes eran, en aquel mismo prado,
con risueño griterío, irrumpió de pronto
un tropel de niños con guirnaldas que, al juntarse
en torno a aquel altar, pareció mirar devotamente,
como deseando observar a algunas gentes en fiestas.
Y no tuvo que esperar mucho a que colmara
una suave tonada musical sus oídos,
cada vez más intensa, que después
se extinguió otra vez. A poco, propagó, de nuevo,
en suaves ondas, su aéreo oleaje,
hasta las leves hojas suspendidas, quebrándose

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en dulces ecos, por el valle cubierto de ramas,
hasta llegar, antes de expirar, a los murmullos
agitados del solitario mar.

Y entonces,
tan profundamente como podemos ver
en un bosque los ojos de un lince, alborearon
unos rostros radiantes, serenos, y aparecieron
unas blancas vestiduras cada vez más visibles
hasta que al fin, por el pasaje más practicable,
fueron directamente hacia aquel altar del bosque.
¡Oh, benigna musa! No permitas que mi lengua se entorpezca
al hablar de tan amable compañía,
de su antigua piedad y de su alegría, mas haz
que caiga un poco de celeste rocío sobre mi frente
y libere de pronto mi alma; y que pueda intentar,
de camino, un balbuceo donde el viejo Chaucer antes cantó[7].

Encabezaban la marcha unas jóvenes doncellas


cantando el estribillo de una copla pastoril[8]
y cada una llevaba una guirnalda blanca
que rebasaban unas tiernas plantas abrileñas
y, detrás, seguían, bien ataviados, numerosos pastores
que parecían, tan atezados por el sol, aquellos
que cuentan los libros de la Arcadia[9]
sentados en torno de Apolo, el tañedor del caramillo,
cuando el magnífico dios, demasiado perfecto para la tierra,
dejaba morir su esencia divina, desbordándose,
en música por los valles de la Tesalia[10]. Algunos
arrastraban, indolentes, por el suelo, sus cayados;
otros sostenían un agudo, blando son
con la embocadura de ébano de sus flautas;
y, seguidamente, detrás, bajo los árboles del bosque,
llegó un venerable sacerdote, majestuosamente,
rodeado de unos fieles servidores, siempre fija
la mirada en el césped ya hollado que pisaba,
y tras él arrastraba su veste rozagante.
Blandía su mano derecha un vaso blanco
como la nieve, de vinos mezclados, que irradiaba
un espléndido burbujeo, y con su mano izquierda tenía
un cesto lleno de yerbas más tiernas
que las que la mirada más cuidadosa hubiera
podido elegir, tomillo silvestre y lirios del valle,

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aún más apacibles que el amor de Leda[11]
y berros de torrentera. Su añosa cabeza,
que ornaba una corona de hojas de haya, parecía
una cúspide de hiedra en los dientes del cano invierno[12].
Y después vino otro séquito de pastores
que a su debido tiempo alzaba en alta voz
su parte del canto, y detrás apareció una clamorosa multitud
que a las nubes sus voces levantaba, un carro
engalanado que rodaba suavemente como para embarazar
lo menos posible la libertad de los tres corceles tordos.
Y quien en él se erigía parecía entre las gentes afamado.
Había en él la juventud del todo escapado
y parecía un Ganimedes adentrado en edad madura[13]
y era su vestido, en aquellos tiempos inocentes,
el de un caudillo real[14]; colgaba
de su pecho medio desnudo un bugle de plata
y entre sus nervudas rodillas llevaba
un hiriente venablo. Había en su semblante una sonrisa,
parecía a los que le miraban cual si soñara
de ocio en las arboledas del Elíseo[15].
Pero algunos pudieron escandir sentidamente
un oculto pesar de su labio inferior fruncido
y ver que a menudo las bridas se deslizaban
por sus manos descuidadas, y entonces suspiraban
y pensaban en las hojas doradas, en el grito de los búhos,
en los leños solemnemente hacinados[16].3 ¡Bendito día!
¿Por qué nuestro joven Endimión desfallecía?

Permaneció la asamblea callada y dispuesta en círculo


en torno al altar; y cada mirada se trocó
en repentina veneración. Las mujeres impusieron
silencio a sus hijos con ternura, en tanto
las mejillas de las muchachas en flor palidecían
levemente con algo de miedo. Y también Endimión,
sin par en los bosques, estaba pálido y desvaído,
y con un rostro estupefacto entre sus hermanos
de caza montaraz. En medio de todos, el venerable
sacerdote miró venturosamente del mayor al menor,
a todos, y tras alzar sus ancianas manos, dijo:

«¡Hombres de Latmos! Pastores todos que cuidáis


de la guarda de mil rebaños; bajados de los riscos

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que coronan vuestros montes; llegados de los valles
donde el caramillo no enmudece o de los llanos
dó la brisa apenas mece las campánulas azules
y la iniesta espinosa prodiga sus dorados renuevos;
vosotros, cuya preciosa carga pace
hasta la linde más extrema de la mar
y cuya melodiosa boquilla, con solitario son, tocan
los débiles ecos del viejo cuerno de Tritón[17];
madres y esposas que os afanáis cada día en preparar
el zurrón con lo preciso para la sierra ventosa
y vosotras, tiernas doncellas que criáis a los corderos
sin madre, y llenáis un tarro de miel
para el doncel escogido, ¡oídme todos!: debemos,
en verdad, ofrendar nuestros votos al gran dios Pan.
¿No están nuestras mugientes novillas más tersas
que los hongos que se crían en lo oscuro? ¿Y no están
nuestros llanos moteados por incontables vellones?
¿No dieron las lluvias un verdor nuevo al seno de abril?
Ya no impacienta ningún triste aullido
a nuestras ovejas amedrentadas y hemos gozado
de la magnificencia de nuestro dueño, Endimión.
La Tierra es dichosa; la alondra, feliz, ha dado
su trino temprano a la brisa de este cielo
que se extiende así de claro sobre este solemne ritual».
Y, así acabando, dispuso en el altar una guirnalda
de perfumes que encendió con fuego sacro; y luego
roció el espeso, absorbente césped de vino
en loor del dios de los pastores;
y, en tanto la tierra lo empapaba;
las hojas de laurel en la fragante pira crepitaban;
y el aromado incienso, brillante, centelleaba
bajo el ardiente perejil, y un difuso esplendor
ennegrecido se esparcía hacia oriente, el coro así cantó:

«¡Oh tú, el tejado de cuyo gran palacio se sustenta


en troncos hendidos y ampara con su sombra
eternos murmullos, tinieblas, el despuntar,
la vida y muerte de flores invisibles,
en inerte quietud; que gustas de ver
a las haimdríades[18] arreglar sus rizos despeinados
donde se encuentran los oscuros avellanos
y que largas horas te sientas a escuchar solemnemente
el monótono lamento de los melancólicos juncos

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en parajes desiertos donde la densa humedad cría
los tallos más extraños de espigada cicuta
y evocas entonces la tristeza
de cuando perdiste a la hermosa Siringa[19],
ahora, por tu amada de frente blanca y pura,
por los temblorosos laberintos que ella recorre,
oh, Pan, escúchanos!

¡Oh tú, por cuyo plácido bienestar las tórtolas gorjean


con pasión sus arrullos entre mirtos
cuando por la tarde vas errando por los prados
soleados que bordean los flancos de tus musgosos reinos!
¡Oh tú, al que la higuera de ancha hoja desde ahora
predestina sus frutos maduros y la abeja,
ceñida de amarillo, sus panales dorados; los prados
de nuestras aldeas sus habas más floridas y trigo;
el pardillo que pía sus cinco crías aún no alumbradas,
para tu loa; las fresas trepadoras su frescor veraniego;
las crisálidas de mariposa sus alas moteadas, sí,
y todos sus primores la nueva estación que despunta;
ven ya, veloz, oh dios de los bosques,
por los vientos todos a que se inclinan los altos pinares[20]!

¡Tú, al que todos los sátiros y faunos vuelan prestos


a tu servicio, ya para sorprender a la libre
acurrucada cuando está adormecida, o sobrevolar
los abismos escarpados a salvar a los corderos indefensos
de las garras aguileñas; merced a algún hechizo misterioso
conducir a los pastores extraviados otra vez a su vereda;
o, jadeantes, recorrer el océano espumoso
y recoger las más hermosas conchas
para que tú las arrojes a las celdas de las náyades[21]
y, escondido, rías cuando de ellas asomen
y te complazcas en sus fantásticas piruetas
mientras se echan a la cabeza bellotas plateadas
o pardas pibas; por todos los ecos que te circundan,
sátiro rey, escúchanos!

Oh tú, que atiendes el sonido


clamoroso de las tijeras cuando vuelven a intervalos,
balando, los carneros al redil y soplas
el cuerno cuando acometen feroces jabalíes
de hocico prominente los campos de maíz tierno

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y enfurecen al cazador; tú que alientas en torno
a nuestras granjas para disipar el mildiú
y los albures del clima, oficiante peregrino
de rumores inefables que en nuestras hundidas tierras desmayan
y se consumen tristemente en los páramos yermos,
guarda grave de las puertas invisibles que conducen
al saber universal[22], hijo de Dríope magnífico[23], ¡mira
cuántos acuden a ofrendar su sacrificio
con la frente de hojas coronada!

Sé aún
el refugio inimaginable a los pensares solitarios,
aquellos que distraerían una idea hasta la misma linde
de los cielos, para luego dejar muda la mente;
sé levadura que, fermentando en estos opacos,
compactos terrones, les, dé un toque que trascienda la tierra,
nueva vida; es símbolo de inmensidad,
firmamento que en el mar se refleja o elemento
entrambos intermedio, desconocido… Pero basta;
ocultando humildemente nuestras frentes con las manos levantadas,
prosternémonos y demos un potente grito que llegue
hasta los cielos. ¡Te imploro que acojas
nuestra devota plegaria[24] desde lo alto de tu monte Liceo[25]!

Y mientras finalizaban el cántico, alzó la multitud


un vocerío que en el aire se extinguió
como el muriente retumbo de un abrupto trueno
cuando innúmeros delfines de Jonia llegados
asoman de pronto sus cabezas en el mar; y, en tanto,
por los llanos umbríos y en delicado musgo empezaron
de repente a danzar corros de efebos ágilmente
al atiplado son de las flautas y al rasgueo
de las cuerdas. Flotaban, sí, aquellas leves formas vivas
en tonadas olvidadas, inmemoriales. ¡Deliciosas criaturas!
Los hijos de sus hijos dieron sus héroes a las Termopilas[26],
y no han muerto aún, sino que en mármoles antiguos
son por siempre bellos; padres eminentes que tomaron
sin darse cuenta los dulces frutos primeros del Tiempo;
que danzaron hasta agotarse, y, luego,
en plácidos corros, ablandaron la yerba del cerro
escuchando el último trozo de algún relato
insólito, capaz de trasladar su mente juvenil
de su corporal morada; que miraban a los lanzadores

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de disco atentos al juego y deploraban
la triste muerte de Jacinto cuando el soplo cruel de Céfiro
le mató[27], del penitente Céfiro que, antes
de que Febo remonte el firmamento, acaricia la flor
con la lluvia que solloza[28]. Y también
los que al arco, en anchuroso llano, competían,
junto al plumoso zumbar de cuerdas, el silbido
grave de las flechas y el suave balanceo
de la rama rota que pende de la copa de un alto fresno, evocaban
pensamientos sin cuento para envolver
en ellos a los que miraban: acaso
las rodillas temblorosas y la boca espantada
de la solitaria Níobe[29], de la pobre Níobe
mientras morían sus hermosos hijos y posaba
su lengua acariciante, abandonada, en sus pálidos labios
y arañaba, en tan inmensa calamidad, sus mejillas de madre.
Como desvelados de estos tristes pensamientos
por una voz lejana, potente, que les llamara,
alzando al aire su recio arco,
muchos pudieron, seguidamente, evocar
visiones más claras: quizá a los Argonautas[30]
en ciego asombro, afanados, en las sendas veleidosas
de Neptuno[31] hasta que de un curvado extremo
del horizonte surgiera un dorado esplendor,
amplio y lejano, que esmaltara aquellos innúmeros labios
de la mar con metálico temblor: el pasmoso fulgor
del arco de Apolo enaltecido, una marca excelsa
en su lánguida aflicción. Así quienes fueron capaces
de contemplar altas visiones, pudieron
encaminar sus pasos hacia el severo rodel
donde estaba Endimión y el anciano sacerdote,
entre los viejos pastores, cuyas miradas
acrecían el ocaso de plata de su estrella mortal;
hablaban de los livianos obstáculos que nos separan
de nuestra celeste morada y de cuál era aquí nuestro deber:
despertar por la noche a Véspero[32],
hermoso penacho de la estación estival;
reunir todas las nubes más bajas para acostar
en púrpura al sol; emular
con sus ceremonias el poderoso designio del hado
merced a la prontitud de sus exhalaciones de ígnea cola[33],
teñir las pálidas mejillas, con color de flor,

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al que busca dulce poesía a la luz de la luna
y, junto a éstos, un mundo de otros
no adivinados ministerios. Y luego,
platicaron sobre el Elíseo en divinos coloquios,
rivalizando en contar cada uno
su propia ventura por venir. Uno creía firmemente
que no podía perder su efímero amor
entre las hermosas ramas floridas donde cada suspiro
de la brisa frunce y engalana sus labios
con música de bienvenida. Otro ansiaba,
en medio de aquella eterna primavera, encontrar
a su rosado efebo, de alas plumosas, impetuoso
y de muy férvidos ojos, por unos valles de almendros[34];
que, de pronto, mecido por aquel manso viento,
ciñera sus sienes con las hojas más perfumadas
y fuera, por siempre, en aquellos parajes,
su mensajero, su pequeño Mercurio[35]. Otros anhelaban
ver otra vez a sus compañeros de caza
de tiempos pasados desplegados por el amplio llano,
y sentarse juntos y hablar de sus diversas suertes
a su paso por la tierra, comparando dichosamente
su abundante acopio de gozo con el tiempo
en que, de noche, en un páramo se arrebujaban
de frío y compartían sus parcas provisiones.
Así exponían todos sus amenas fantasías salvo aquel
cuyos párpados velaban sus gemas misteriosas,
Endimión; que hasta entonces se había esforzado
tantas veces en ocultar aquel veneno ponzoñoso como un chancro
que en sus borrosos recuerdos se había hendido.
Y en verdad que entonces sus sentidos desmayaban;
no atendía aquel súbito silencio;
aquellos leves murmullos; aquellos ojos ancianos
que anulaba la tristeza; aquel clamor ansioso
o aquel nervioso aferrarse de manos que temblaban;
el suspiro de las muchachas, que al mismo dolor hace fragante;
sino que, absorto, inmóvil, seguía arrobado
como si nunca hubiera pisado la tierra. Sí,
tan muerto e impasible como el hombre de mármol,
helado, del viejo cuento árabe[36]. ¿Quién susurra,
tan cerca y ansiosamente? Peona, su grácil hermana[37],
de todos sus amigos la más querida, que le hacía
signos de silencio y exhalaba una tristeza fraterna

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para inducirle a que a ella se abandonara,
a que se cobijara en su amparo. Y disipó
su elocuencia aquel hechizo. Como algún
espíritu maternal de medianoche, le condujo,
en feliz mutación y por vivido, convincente sueño,
a lo largo de una senda entre dos riachuelos,
protegiendo su frente con su brazo delicado,
de las ramas más bajas; y sus lentos pasos
de tropezar con tocones y pequeñas prominencias,
hasta que llegaron adonde daban tales arroyuelos,
con mezclado gorgoteo y corriente suave: a un río
límpido, caudaloso y generoso al reflejar
su cristal los árboles y el cielo. Allí flotaba
un pequeño esquife con la proa orientada
a la orlada orilla, que entonces se hundió suavemente
para de nuevo emerger y con el peso de los dos jóvenes
hundirse otra vez. Peona la llevaba por las aguas
en dirección a una isla frondosa que había enfrente
y cuando, en seguida, llegaron a ella, le condujo
dulcemente a una sombría, fresca y rizada cala
donde había una enramada entretejida
por la caricia silenciosa de innúmeros estíos
y a cuya fresca umbría solía llevar ella a sus compañeras,
con sus agujas y bordados y el recuerdo de las trovas
de los bardos ya pasados.

Se alegró ella, pues,


de verle en la plácida sombra de su rincón predilecto,
en su propia yacija, recién hecha, de flores
secadas con cuidado en el lado más fresco de las gavillas
cuando agitaba el postrer sol sus trenzas otoñales
y los campesinos atezados recogían copiosas brazadas;
y, después, sumióse en un reposo somnoliento
pero, antes de que éste le poseyera, llevó a sus labios
la mano inquieta de Peona y, ya dormido, tomó
tiernamente la punta de sus dedos: y como un sauce
mantiene su paciente mirada en la corriente sinuosa
que bajo él discurre, así la plácida muchacha,
en paz, la tenía — y los tallos de yerba murmuraban;
y se oía el silbido de los mosquitos, el zumbido
de las abejas en las campánulas azules
o el rumor de un abadejo entre hojas secas
y breves ramas.

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¡Oh mágico sueño! ¡Pájaro
acogedor que amparas los mares turbulentos del espíritu[38]
hasta que amainan y se alisan, ligazón ilimitada
y oprimida libertad! Magna llave
de los palacios de oro y de las trovas extrañas,
de los manantiales fantásticos, de los árboles
renovados y de las cuevas centelleantes,
de las grutas resonantes llenas de ecos que retumban
y de la luz de la luna. ¡Sí, de todo un mundo
intrincado, de argentado encantamiento! ¿Quién,
protegido por tus alas sosegadas no renace
en tres horas y vuelve a la vida? Así en la enramada
volvió la calma a Endimión y, de nuevo, con ella, la vida.
Abrió sus párpados y dijo, con ánimo más tranquilo:
«Me llega al alma este tu amor tan entrañable;
eres como una paloma que tiembla, con los ojos cerrados
y alas tersas, junto a mí. El rocío de aljófar no trae
tales aromas mañaneras a los campos de mayo
como esas brillantes gotas que al parpadear trasladan
tus hermosos ojos, morada verdadera, residencia
del amor fraternal. ¿Qué puedo, dime, querer
más próximo al cielo sino tus lágrimas? Pero enjúgalas,
disipa todos tus temores de que pase en adelante
mis días triste y solo. No, que una vez más
levantaré mi voz hasta la cima de los montes;
haré otra vez que mi trompa
de sus canas frentes resuene;
otra vez mi jauría de sabuesos sacará la lengua
en torno al jadeante jabalí; podaré otra vez
el crecido, hermoso tejo para hacer
con él un buen arco; y cuando se ponga el sol
placentero, de nuevo me quedaré
en la ladera de algún prado a escuchar
el canto de los tordos moteados y ver
cómo pastan nuestras ociosas ovejas.
Anímate, querida, pues; y sí tienes aquí el laúd,
regala con él mi alma suavemente,
para que siga su camino prefijado».

Y entonces Peona
recluyó en su fuente de plata sus lágrimas puras
y, dando una alegre exclamación, tomó un laúd

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y lo pulsó y de él arrancó un vivaz preludio que dispuso
el tono que había su voz de recorrer, una canción
de cadencia más suave y rústica o pastoril
que el solitario arrullo de Dríope a su niño,
rara y melancólica cual otra ninguna
que por el aire haya bogado. Algún extraño genio del espíritu
inspiraba sin duda la mano de la muchacha, pues,
con délfico vigor[39], pulsaba las invisibles cuerdas
prestamente, pese a ver desvanecerse el ánimo
de Endimión, disiparse ante su honda embriaguez.
Mas de pronto, con brusca irrupción, volvió en sí,
arrimó a un lado el laúd y, vehemente, dijo: «Hermano,
es vano que ocultes lo que sabes
de las cosas misteriosas, de las cosas inmortales
y estelares, ya que tan sólo ellas han podido
angustiar tu ánimo así. ¿Acaso ofendiste en algo
a las potencias del cielo? ¿Cazaste una páfica
paloma mensajera[40]? ¿Tendiste tu arco funesto
contra algún hato de ciervos consagrados a Diana?
¿O viste quizá sus miembros desnudos
entre los verdes alisos, lo que, ¡ay!, es la muerte? ¡No,
que adivino en tu mirada algún misterio aún más excelso!».
Endimión la miró y la tomó de la mano. «Y ahora,
¿estás pálida tú, que fuiste tan gentil y animosa
en nuestros prados? ¿cómo es esto? Cuéntame tus pesares,
dime todo lo que te aflige. ¡Ah, te ha entristecido
la mudanza repentina que en mí ha habido! En verdad,
¿qué puede haber más raro? ¿o qué más cabal
para vencer tal conjetura? La ambición no es perezosa
ni tiene el premio que años de fatiga pudieran
poner a mi alcance, por lo que tanto he suspirado,
con tan lánguidas ansias como nadie
por amor mortal alguno. Y por ello
mi dolor más amargo todos han puesto por encima
de estos hechos, y han sido certeros.

Yo, que en cuanto veía el sol asomar por el horizonte


y apoyar sus anchos hombros sobre el filo del planeta
encarándose a Lucifer[41] ya había erguido mi lanza en alto
como señal para la caza y que cabalgaba por puro placer
mi árabe corcel; que abatía a los buitres
de sus altos asentamientos y me enfrentaba
a un rugiente león, al que obligaba a darse a la fuga;

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¡cómo he perdido, de golpe, todo mi ardor,
de penas grávido, y con él, así, me he arruinado!
Pero voy a aliviar aquí mi corazón de su angustia
secreta, en esta fronda escondida.

Este arroyo no ve el cielo desnudo hasta que no empieza


a esparcir su plata en torno al lado
de poniente del bosque, desde donde, en cierto paraje,
parece, de lejos, su corriente sinuosa una luna creciente.
Y en ese escondite, primor de junio en verdad,
solía pasar yo mis trabajosas tardes con razón,
pues el sol ocioso allí levanta
una muy amable estampa de soberano poder, y podía
verlo yo siempre en su momento más solemne,
cuando empuña en alto sus riendas doradas
y, al paso, guía, bajando planicies de ámbar,
pausadamente, sus cuatro piafantes corceles[42].
Ycuando alumbra su carro con sus rayos
los dominios del león zodiacal, florece allí
un lecho de ensueño, de díctamo sagrado
y de rojas amapolas[43], ante el que me admiré
sobremanera, pues bien sabía que había forjado
para una noche sólo esta florida maravilla,
y, sentándome a su vera, empecé a meditar
sobre su significado. Y pensé: “quizá Morfeo
batiera por aquí sus alas de búho al pasar, o, antes,
quizá, de que la madre Noche alzara su urna de ébano,
el joven Mercurio sumergió, arteramente, en él, su caduceo[44].
Tan rica guirnalda no pudo brotar de común parto”.
Y así seguí cavilando hasta que la mente se me fue,
desvanecida. Y corrióse entonces por las danzarinas amapolas
una brisa, con el más tierno arrullo para mi alma,
que formó imágenes de alas ante mi vista,
de colores y chispas de luz centelleante que fueron
nublándose poco a poco y enrareciendo para abismarse luego,
nadando, en torbellino; y, entonces, caí dormido.
¿Ah, podré contarte el encantamiento que siguió?
Mas no fue sino un sueño, un sueño tal
como el que lengua alguna, aunque en dulces acentos pródiga,
cual manantial de caverna, podría expresar
ni traerme a la mente cuanto vi entonces y sentí.
Creí estar, mirando el cénit, donde la Vía Láctea
se esparce, entre estrellas, con virginal esplendor,

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y lo recorrí con la vista, hasta que las puertas
del cielo parecieron abrirse ante mi vuelo, y me inquieté,
y temí caer de tan alto ascenso por una mirada
que hacia abajo diera; así que seguí inmóvil,
por el aire, en aquel trance, y extendí
anchurosamente imaginarias alas. Mas, de pronto,
empezaron a resbalar estrellas y a apagarse
ante mis ojos encendidos. Y entonces suspiré
porque no podía seguirlas y bajé mi vista
hasta el confín del horizonte, y, ¡mira! por hendidura
de nubes vi emerger la más hermosa luna,
que hubiera podido siempre platear
conchas para la copa de Neptuno. Alzóse tan vivamente
encendida, que mi alma, alucinada, con sus esferas
argentadas confundida[45], giró con ellas
por el cielo despejado y las nubes, hasta que al fin
llegó a un pabellón de vapores, oscuro, en que —pensé—
el cortejo de los planetas, ojos sin párpado, de nuevo
entraba en el azul. Para unirme a tales astros dirigí
otra vez hacia arriba la mirada, pero estaba
del todo deslumbrado por algo luminoso que fluía,
velozmente, desde abajo, y que con presteza ojos y rostro
me velaba. Y miré de nuevo y, ¡oh deidades del Olimpo
que guardáis nuestros destinos! ¿De dónde
surgió aquella forma perfecta por todas las perfecciones,
de dónde aquella excelencia consumada
de todas las delicias? ¡Habla, tosca tierra, y dime
dónde, oh dónde tienes tú un símbolo
de sus cabellos dorados! Ni gavillas de avena
que al sol crepuscular se inclinan… ¡Trae
tu suave mano, encantadora hermana! ¡Y déjame
que aparte tal delirio ante ti! Y en verdad
que sus bucles eran como para hacerme enloquecer,
sencillamente anudados en trenzas[46], dejaban,
en su grácil desnudez, al descubierto
sus orejas redondas como perlas y su blanco cuello,
su rotunda frente, y todo ello estaba confundido,
no sé cómo, con tal paraíso de labios y de ojos,
de rubor de mejillas, tenues sonrisas y débiles suspiros,
que, si los traigo a la mente, mi espíritu
allí se queda y con su fantasía juega hasta que agujas
de humana proximidad lo emponzoñan todo.

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¿A qué poder temible invocaré? ¿A qué templo eminente?
Ah, mira sus pies airosos, más suaves y azulvenados,
más tiernos y blancos que los de Venus, de la mar nacida,
al erguirse en su cuna de concha[47]: ráfagas de viento
convierten su manto en alada tienda; es azul
y un millón de ojos diminutos la engalanan
como si fueras a esparcir sobre el más sombrío, fresco prado
de campánulas azules, margaritas a puñados».
«¡Endimión, qué extraño! ¡Un sueño dentro de un sueño!»
«Emprendió entonces aérea senda y me miró
como una mortal doncella, y, sonrojándose, menguando,
decidida y temerosa, estrechó mi mano
y, ¡ah, fue demasiado!, creí
desvanecerme ante su magia al tocarla
mas no perdí el sentido, así el que se sumerge tres brazas
en un mar cuyas aguas fluyen, rumorosas,
por arbustos de coral; pues de nuevo me sentí
remontado a aquella región en que las estrellas errantes
disponen su artillería y las águilas contienden
con el áspero cierzo que empuja la pesada masa pétrea
de un meteoro; y tampoco me sentí solitario ni espantado,
sino acunado, mecido por veredas de cielo peligroso.
Y, al parecer, luego, dejamos de errar por las alturas
y bajamos en dirección a unos torbellinos terribles,
como aunados donde el gris tiempo hubiera excavado
vastos antros y cavernas, en la falda de una montaña.
Y unos hondos retumbos allí oí y suspiré otra vez,
desfalleciendo, al ser espectador de mi celeste ventura,
y fui transportado. Besé locamente los brazos
seductores que me ceñían y mis ojos di a la muerte,
mas fue para vivir; para beber a sorbos la vida
en la fuente de oro del éxtasis amable y apasionado
y contar y contar los instantes
en virtud de algún ávido auxilio que me pareciera
a mí mismo semejante, que pudiera redimir a todos
y despojarlos de su carga de felicidad. ¡Ah, desesperado
mortal! Aún osé posar en sus mejillas
mis labios coronados[48] y en aquel momento sentí
mi cuerpo hundirse en un más cálido aire
y pisaron luego nuestros pies suave unas flores
y hubo acopio de renovados goces en aquel monte.
A veces un perfume de violetas y limeros floridos

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a nuestro alrededor se prodigaba, y de las melifluas celdas,
con tanta delicadeza consumadas, de las blancas campanillas;
y, de pronto, en el borde de nuestro cobijo,
asomó un pícaro rostro; adiviné a una oréade[49].

¿Por qué soñé que el sueño me vencía,


en medio de todo este portento? ¿Por qué
no ver a lo lejos las sombras de sus alas
oscurecerse y ahuyentarlas de mí? Pero no,
que como centella que ha de morir, siquiera
su minúsculo relumbre se refleja en un diamante, mi dulce sueño
en la nada se sumió, en un necio sueño. Y así estuve,
hasta que un liviano roce, un prudente rumor alcanzó
mis vacantes oídos, y de pronto desperté; ¡ah, mis lágrimas,
suspiros; mis puños apretados! ¡Pero si en sus tallos
las amapolas, cubiertas de rocío, pendían;
el mirlo entonaba su triste cantar; el día, desabrido,
había alejado al Héspero heraldo con su gélida mirada;
la brisa solitaria clamaba y dormía y atormentaba
su hosco ser con su descaminada melancolía! y pensé,
—oh Peona, escúchame— que antes me había traído
frecuentes, lánguidas despedidas y adioses
penetrados de suspiros, y fuime de allí. Todos
los colores placenteros del cielo y de la tierra,
se habían disipado: las sombras más profundas eran ahora
foscos calabozos; en los brezos y en las sendas soleadas
había una luz insalubre, y nuestros arroyos impolutos
parecían hollados, moteados de agallas vueltas arriba
de peces moribundos; la rosa bermellona se había trocado
en horrible escarlata; y sus espinos, crecido
como áloe punzante; y si un pájaro inocente,
ante mis pasos distraídos, de mí se apartaba,
a breves voladas, yo en él adivinaba
a un diablo mentido con la misión
de enlazar mi espíritu con la oscuridad subterránea;
de guiar mis pasos trompicados hacia algún precipicio de espanto.
Seguí, empero, con decisión; maldije mi desengaño.
El Tiempo, esa anciana nodriza, me serenó
con sus arrullos; y, ahora, gracias al propicio cielo,
estos recuerdos, con todos sus consuelos,
me son dados cuando estoy más deprimido, y contigo,
dulce hermana, me ayudan a afrontar
el mar proceloso de la vida abrumadora»,

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él dijo;
y los dos callaron ya que Peona
se resistía a responder. Bien sabía que cualquier
palabra que dijera se extinguiría
del todo sin ser oída, vana
como golpes de espada contra el acosado cocodrilo
o bandadas de langostas contra el sol. Ella se asombra
y llora, se esfuerza por hallar alguna culpa
que imputar a tal mirada, como diciendo: «Qué vergüenza
esa flaqueza», pero, por toda contienda,
antes hubiera segado la vida de una paloma enferma.
Y, por fin, para quebrar aquella pausa, con voz
insegura dijo: «¿Es éste el motivo? ¿Eso es todo?
Ya es, ¡ay!, triste y extraño
que el que debiera cruzar este reino intermedio[50]
como un pasajero semidiós y dejar
su nombre en el arpa acordado, carezca
de mejor bardo que una simple doncella que cante
en solitario y asustada cómo la sangre
se retiró de sus jóvenes mejillas,
y anduvo extraviado, sin saber por dónde,
y cómo “no” respondía si alguien le preguntaba
si era el amor —y sí lo era, pues ¿qué hubiera
podido ser si no?—, que cual paloma torcaz
dejó caer una ramita de tejo en su camino;
y cómo languideció; y, también, que el amor
echa a perder la dulzura del corazón
así el cierzo abate las rosas; y acaba la balada de su vida
entristecida con ayes y suspiros, Endimión,
¡cuando mejor estar debieras en la boca de las trompetas,
a tu guisa, para que todos saberte pudieran!
Aunque, antes de que oscurezca el cielo
cristalino, contemple enamorada los lagos de plata
en que las nubes del ocaso se reflejan y parecen
peñascos de oro y claras arenas doradas, islas,
pequeñas cuevas y avenidas de ámbar recamadas
donde zapatean los caballos, palacios y torres de amatista,
¿de tal suerte atormentaré mis días dichosos
por no llegar a regiones tales? La fuente de Morfeo,
que de este material tan delicado de visiones,
ensueños y raptos volubles de sueño está hecho[51], fluye
por sus cauces aéreos con tal sutil, con tan leve aliento,

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que ni la lanzadera de la araña, un millón de veces
dando vueltas en el ámbito de un nido
de golondrinas, podría retener un matiz, una huella
de su esencia… Porque ¡cuán livianos los sueños
han de ser, ya que son aún más livianos
que la simple nada que los engendra! ¿Por qué, pues,
manchar la gema encomendada de una noble y alta vida
con tan mórbidos pensamientos? ¿Por qué herir
en lo más hondo el honor más eminente por nada
más que un sueño?». Entonces el doncel alzó la vista.
La vergüenza y la piedad reflejaban en su frente
surcada su combate, mientras entornaba sus párpados apenas,
como cuando Céfiro reclama una suave brisa
para escurrirse entre abanicos de mariposas descuidadas.
En medio de tales dolores, pareció degustar una gota
de rocío o maná muy deleitoso; y el color
volvió a sus mejillas cuando dijo así:

«Peona,
nunca he ansiado saciar mi sed con lisonjas mundanas;
nada rastrero, ni un simple fantasma somnoliento
podría desatar el firme velamen para mi viaje dispuesto,
por más que ahora esté hecho jirones, dejando
mi barca sin guía y tristemente desgobernada;
que es mi alta esperanza en exceso vasta,
así la extensa curva del arco iris, para no ser incólume
a miríadas de desgracias terrenales.
¿Dónde está la felicidad? En cuanto conduce
nuestras dóciles mentes a una unión divina, a una unión
esencial con la belleza, hasta resplandecer,
por completo trasmudados, del espacio liberados.
¡Contempla
la religión pura del cielo! Envuelve
con un pétalo de rosa la yema afilada de tus dedos
y calma tus labios… ¡Silencio! Que si la fuerza del aire
de un melodioso beso satura los vientos sueltos,
y con un grácil toque desata una magia eolia
de sus lúcidas entrañas[52], despiertan viejos cantos
de sus sombrías tumbas; viejas cantilenas susurran
sobre la tumba de sus padres; fantasmas
de augurios musicales pululan
en torno a los lugares que hollaron los pies de Apolo;
los broncíneos clarines despiertan y suenan

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con languidez donde hubo antaño una guerra descomunal[53];
y del césped emana un arrullo
por doquier que, infante, Orfeo, durmió[54].
¿Percibimos nosotros tales cosas? Habríamos alcanzado,
si así fuera, en tal momento, una suerte de unidad,
y nuestro estado sería[55] el de un espíritu volátil.
Pero hay nudos más inextricables, ligazón
mucho más autodestructora y paulatinamente más próxima
a la mayor intensidad: su corona, de amor
y de amistad está forjada, y se asienta en alto
de la frente de la humanidad. Su valor
más seguro y preciado es la amistad, de que dimana
un esplendor duradero; mas de su más alta cima pende
—de película invisible suspendida— una gota
esférica de luz, que es el amor. Y su influencia,
a nuestros ojos proyectada, genera un nuevo sentido,
que agita y conmueve; hasta que, al fin,
confundiéndonos con su irradiación, en él nos disolvemos
y de él, aunados, participamos. Y con nada más pueden
nuestras almas enlazarse así de velozmente.
Cuando con ello nos combinamos, se alimenta
la vida de su propia sustancia y somos
como cría de pelícano nutridos. Sí, tan delicioso es
el alimento que no sacia que los hombres,
que pudieron sobrevolar la vanguardia del mundo entero,
congregado, para abanicar y aventar,
del paso que se acerca del tiempo, todo tilde de costumbre,
limpiar todo rastro de los hombres babosa
y de la humana embustería, se han contentado
con dejar pasar la ocasión, en tanto
en elíseo de amor se adormecían. Y, en verdad,
antes preferiría de repente enmudecer que hablar
contra esta ardiente dejadez,
porque siempre he creído que ésta puede
mejorar el mundo con sus beneficios, ocultamente,
así el ruiseñor que, en su alta atalaya, cubierto
entre el fresco y frondoso follaje, canta sólo a su amor
y no distingue cómo la noche sigilosa sostiene
atrás su caperuza gris oscura. Así el amor,
aunque lo creyamos simple combinación
de alientos apasionados, puede darnos más
de cuanto advera nuestra mirada vigilante; qué,

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yo no sé. Pero ¿quién de entre los hombres osará
pronosticar que las flores florecerán; que la fruta verde
madurará y se hará pulpa; que de los peces
brillarán las escamas y que tendrá la tierra su dote
de ríos, bosques y valles; los prados sus arroyos;
los arroyos sus cantos rodados; cosecha las semillas,
melodías el laúd; su hechizo las melodías
y el hechizo su dulzura, si las almas de los hombres
no se acariciaran ni abrazaran? Pero si este amor terrenal
tiene el poder de convertir el ser del hombre mortal
en inmortal; de ahuyentar de sus recuerdos la ambición
y de colmar la medida de su dicha, ¡qué puro dislate
parece todo ese flaco esfuerzo por la fama
a quien mantiene su firme resolución de ganar
un amor, una amante inmortal! No te turbes,
que son ciertas tales cosas y no pudieron nacer nunca
de las polillas que pululan por nuestros sueños
cual insectos de la mente
que a nuestra fantasía enferman. No, no, que mi espíritu
inquieto, no podría en modo alguno soportar
tanto tiempo cavilación de delicia tal
si, aunque espantado, no lo hiciera
en vista de una esperanza más allá la sombra de un sueño.
Menos confuso te parecerá lo que te digo
cuando te haya contado cómo mis ojos despiertos
me hicieron dudar de si había o no pasado en sueños
aquella noche. ¡Escucha, dulce Peona!
Tras el templo de Latona madre[56] que ahora veríamos
si no fuera por las sombras que proyectan esas ramas,
hay una profunda garganta, en cuyas cejas hirsutas
árboles y arbustos se intrincan, inclinados,
y tanto se aproximan que con sus alas extendidas
y la cola desplegada no podría un buitre volando
por ellas deslizarse sin tocar a entrambos lados.
Conducen a esta gélida celda unos peldaños desgastados,
y el enlodado brocal de un pozo, el nivel de cuyas aguas
pacientes apunta hacia el cielo su ojo cristalino
por entre las matas, a lo alto.
A menudo te traje flores,
erectas en sus tallos como prímulas vestales,
de oscuro terciopelo bordeadas y el fondo dorado:
las cogí de allí, de las brechas y hendiduras
del musgoso peñasco en que a veces me sentaba

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cuando, en lo alto, todo, al calor del mediodía, desmayaba.
Yo, que allí pugnaba por no tener ardientes pensamientos,
soplaba al aire pompas de agua con una caña,
y, devuelto de nuevo a la niñez, hacía barcos
con plumas mudadas, y yesca y brozas de aliso y hojas
en ellos adheridas — y era el Neptuno de su minúsculo océano.
Y, aún más a menudo, hastiado, cuando horas
de amor perdido me dejaban más adulto que antes, me sentaba
a contemplar la inquieta imagen
de las nubes que arriba volaban y en su espejo se confundían.
Y, cierto día, en tanto yo las miraba, pasó volando,
con su arco y aljaba, un etéreo Cupido[57], tan claramente dibujado
que brisa alguna hubiera podido desmembrar la feliz visión;
y tan feliz, que me apresté a seguirla al llano abierto;
y ya me iba cuando ¡mira qué prodigio! el más bello
que nunca te haya contado… Vi, risueña,
en el sereno pozo la misma faz radiante que había
en sueños degustado. Y en la fría sima se interpuso
mi corazón asustado. Y aquel rostro se movió cual si fuera
a emprender vuelo, y, de repente, me levanté, cuando
¡oh!, llegaron a mi cara, refrescantes, un copioso aguacero
de rocío y brotes rociados y hojas, y flores,
que todo lo cubrieron, ante mi velada mirada,
anegando mi espíritu en un deleite nuevo. Sí,
aquella dulce sensación de pura dicha me pasmó,
me aseguró de un terrible abismo de muerte: pues aquel hermoso rostro
se fue otra vez. A menudo nos visita el placer,
mas el dolor se aferra cruelmente a nosotros
como el roedor perezoso en tiernas ancas de ciervo[58];
y persiste, mortifica y le aleja el placer moroso,
que retorna. ¡Cuán fosco y doliente el temible hastío
de los días vacantes, más intensamente exquisitos
por el previo conocimiento de una noche de insomnio!
Así la tristeza me advino, más penosa que cuando paseaba
por colina de amapolas; y una edad entera de momentos
demorados reptaba lentamente
hasta que otros placeres de una vez no barrieran
aquella lívida, mortal melancolía. Sí,
que si por tres veces he visto este encantador embeleso,
cada vez, después, me ha torturado el despertar a la vida.
Cuando, al fin, los vientos invernales se rindieron
al sol primaveral que avasalla y dejaron
templados los cielos, serenos, pero aún

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con los ojos húmedos de piedad por los capullos niños ultrajados,
adornaste entonces con botones de ámbar mi toca cazadora,
porque yo reía y sonreía, y contigo departía; y tú desterraste
muchas veces de mi pecho todo tormento. Y fue entonces,
azarosamente errante, aunque en cárcel de penas encerrado
y sin ayuda que, arrojando mi lanza por doquier
y siguiéndola en su curso, vi al fin, cierto día,
cómo chocaba, por entre unos arbolillos, y, espumeando,
se clavaba entre las guijas de un cauce, en mitad
de una corriente, cuyo curso plateado, al bajar, se deshacía
en veinte pequeñas cascadas, por entre zarzas y juncales;
que me condujo a una caverna en que, brillante, corría
y de blanco lavaba la parte más baja de las piedras musgosas
y de las rocas, entre las que musitaba dulces adioses
para simular, al partir, tierno dolor. Encima, pendía
una fresca cortina de curvas yerbas, densa y larga
cual si impidiera morada de ninfa. «¡Ah, impío mortal!
¿Adonde vas? —dije en voz baja— ¡Ah! ¿Adónde? Ésta es la gruta
de Proserpina, donde el oscuro y ardiente Infierno
renuncia a su poder y humedece
sus tiernas manos en frías, impregnada arenas[59];
o la celda de Eco, donde reposa y por el silencio silabea
hasta que su ingenio en tierno delirio se troca
y sucumbe al sueño luego con diversas tonadas
moribundas, de tristeza[60]. ¡Oh, si quisiera acoger mis votos
y, exhalándolos cual suspiro, entre el ramaje, los llevara
a los suaves oídos de su hermosa cabeza, por la que arranco
mansas florecillas de su lecho cada día, moribundas,
y las enlazo! ¡Si enviara sus dulcísimos susurros
en torno a cada hoja para que cada suave murmullo
suspirase allí mi amor a su misericordia! ¡Eco benigna,
escucha y cántale esta canción! Dile…» Y aquí detuve
mi lengua insensata y, con cierto temor, púseme a escuchar,
estupefacto ante mi propia, vacua locura, ruborizado
por los caprichos de la melancolía. Amargas lágrimas
ya me brotaban cuando, con la mayor afección, mi nombre
oí pronunciar, y estos acentos a mí llegaron: «Endimión,
esta cueva es más secreta que la isla de Delos[61].
Aquí Eco no exhalará otros suspiros que los cálidos suspiros
de los besos o el leve roce de tus manos
que me peinan al acariciar, ágiles, mis cabellos de laberinto,
trémulas, y, temeroso, corrí a su interior. ¿Adonde,

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fueron, ah, aquellos instantes fugaces? ¿Adónde volaron?
Ya no sonreiré más, Peona; ni a la tristeza me uniré
en su camino hacia la muerte, más pacientemente
me resistiré a ella: así que, adiós, triste suspiro,
y ven tú, en su lugar, meditar grave, a ocuparme por entero
y a disponer mi incierta ruta por las lindes
crepusculares del mundo. Nunca más
volveré a enumerar los eslabones del dolor encadenados
ni me esforzaré ya más por dar con alguna suerte de olvido
en el viento montañero que brama en mis oídos. Sí, que tú,
mi más querida hermana, has de ver
qué será de mi vida, qué plácido cerco de horas
mis días han de hacer. Hay una pálida llama de esperanza
que danza por doquiera que yo mire, pero, aún así,
yo diré que no es nada; la dejaré morir. ¿No tengo ya
un talante más risueño? Pero está el sol declinando;
quizá encontremos a algún vecino nuestro con mi carro»,
dijo, y se levantó, sonriendo levemente, como estrella
entre nieblas otoñales, y de Peona tomó la mano;
embarcaron en el bote y se alejaron de la orilla.

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LIBRO II

¡Oh poder soberano del amor! ¡Oh bálsamo! ¡Oh dolor!


Todos los recuerdos, salvo el tuyo, se me vienen,
fríos, impasibles y sombríos
por la niebla de los años transcurridos. Pues los otros,
malos o buenos, para el odio o las lágrimas se han vuelto
indolentes en exceso, mas, si te tocan,
suena el eco de un suspiro; un triste sollozo provoca
desfalleceres; y una caricia el dulce rocío
de los tiempos ya sepultados. Las calamidades de Troya,
torreones ahogándose en sus llamas, los escudos
fuertemente empuñados, y lanzas arrojadizas,
espadas afiladas y combates, sangre y gritos,
fenece todo borrosamente en algún rincón
de la mente, por más que sintamos en nuestras almas
el abrazo, intensamente, de Troilo y la dulce Crésida[62].
¡Fuera, pomposa historia! ¡Fuera, trampa dorada!
¡Planeta negro en el universo de los hechos! ¡Ancho mar
para que un continuo murmullo se multiplique
por la pedregosa ribera del recuerdo! Numerosas barcas viejas,
de podridas cuadernas, flotan por tu seno vaporoso convertidas
en magníficos navíos y no menos
soberbios veleros de quilla dorada descansan
secos, en tierra firme. ¿Pero por qué? ¿Qué importa,
que los búhos volaran en torno al mástil[63]
del gran almirante de Atenas o qué importa que Alejandro
cruzara el Indo con sus tropas macedonias,
que el viejo Ulises, el sueño del Cíclope voraz despertando
atormentara; qué importa[64]? Julieta, asomándose entre flores,
en su ventana, y suspirando, apartando con cariño su fantasía
de su blancura virginal, es más preciada que estos hechos[65].
El río de lágrimas de plata de Hero, el desmayo de Imogen,
la hermosa Pastorella en la cueva de los bandidos[66],
son más dignos de pensamientos ardorosos
que el día en que cayeron los imperios. Con miedo
debió ganar tal convicción la mente del que, hasta entonces,
descontento, había osado hollar —sin sonrisa
de las musas ni a su amable indicación—, la senda del amor

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y la poesía; mas la quietud, en su irritante desvelo,
es aún más temible que ser derrotado en liza
por levantar el estandarte del amor en almenadas murallas de ficción.
Así, el día y la noche, una vez más,
me ayudan a seguir, cual legión de soldados.

¡Príncipe de pastores desvariado! Desde aquel día propiciatorio,


¿qué promesa has guardado fielmente? ¿Qué nuevas aflicciones
te han venido con el asiduo despuntar de tus alboradas?
Es, ¡ay! su vieja pena. Muchas veces,
por caminos inciertos, errante, ha andado,
por soledades y bosques de robles musgosos, contando
su tiempo lastimero por los golpes de los leñadores
solitarios, escuchando en la quietud, hora tras hora,
cualquier arroyo fresco y claro. Ahora está sentado
junto a una fuente sombría, con agua hasta el codo,
y con movimiento febril de dedos, combate
su frialdad, que irrumpe hacia arriba. Un rosal
silvestre, en flor, lo cubre, y mira un capullo
que conquista su gusto y, ¡mirad!, lo arranca entonces,
hunde su tallo en las aguas, ¡y cómo crece y brota
y a su mirada florece! Y, en su mitad, suavemente cogida,
hay una mariposa dorada, en cuyas alas
debe de haber sin duda grabadas cosas extrañas,
pues con ojos muy abiertos se admira y sonríe varias veces.

Voló con presteza, a lo alto, este pequeño heraldo


al que Endimión persigue alegremente, con las manos
extendidas, y hacia adelante vuela. De los ásperos lazos
de la languidez sus miembros se han liberado,
y, deslumbrado, se apresura a seguirla con la vista
por el cielo soleado. Parecía él que volaba,
tan fácil era su marcha, y, como un espíritu
recién encarnado, cruzaba la tarde en el crepúsculo verdeante,
quiera al sol, por varios terraplenes
y por varias, sombrías forestas y senderos
sepultados, donde la luz del ocaso sueña, dormida,
con el tiempo del verano ya pasado. Una señal
indica una vereda por el bosque, y desfallece,
a lo lejos, ante él, el azul de la mar; y se hunde entonces
de nuevo en un valle solitario donde nunca
sonó voz ninguna de humano mortal, excepto, acaso,
algunos ecos débiles cual copos de nieve

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que se disiparan hasta el silencio; y por cuya brisa
expande una dulce salmodia una barca sagrada
para animarse hacia Delfos a sí misma[67]. Sus pies sosegados
corrían velozmente, conducidos por aquel feliz y alado guía,
hasta el borde humedecido de una fuente
que, próxima a la boca de una cueva, perenne, manaba
por el aire atemperado. Y entonces se remontó ella
para, de pronto, empezar a bajar,
como si, sedienta por tantas fatigas, quisiera
beber del cristalino extremo del chorro; y así lo hizo,
con el toque más delicado, como temiendo hollar
con el fino polvo de sus alas las límpidas aguas.
¡Pero qué extraño fue que —hermosa cuanto rápida—,
desapareciera al sólo tocarlas! Desconcertado,
Endimión miró en su torno y removió todos los lechos
de flores ocultas en vano, y tendióse en la yerba. ¿Qué lengua
gentil o voz susurrante truncó su melancólico descanso?
Fue una ninfa, visible hasta el seno la que allí
apareció; sobre el brocal de piedra de la fontana;
y estaba entre unos lirios, como la más joven
de la estirpe. Le mandó con la mano empapada un beso,
y con ansia empezó a entrecruzar y retorcer
sus bucles por los dedos, diciendo: «Muchacho,
demasiado en las desgracias, ay, te has consumido,
en las amarguras del amor. Sí, demasiadas, en verdad,
pues que tan gentil eres. Podría escardar
de tu alma las penas, por los cielos, u ofrendar
a Anfítrite todo el lujo esplendoroso
de mi cofre cristalino[68], todos mis peces
de ojos claros, dorados, de flancos irisados o purpurinos,
de cola bermellona y aletas de gasa plateada; sí,
o mi venoso suelo de cantos alisados que lleva a las honduras
una luz inmaculada, mis grutas de arena, bruñidas
y doradas, empapadas lentamente de tierras lejanas
merced a mis corrientes diligentes, mis lirios alisados
y conchas, mi vara mágica, los poderes
de mi caudaloso río; sí, todo, hasta la copa perlada
que Meandro me diera[69]. Porque yo di mis murmullos
a las criaturas que en remoto desierto desfallecen.
¡Pero, ay de mí! Sólo soy una chiquilla para alegrarte;
sólo me atrevo a decirte que te compadezco,
que he sido hoy tu guía y que debes

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alejarte a otros parajes, allende el límite precario
fijado al paso del mortal, antes
de que de todo baldío suspiro o de todo dolor puedas
ser arrancado, hasta el gentil seno de tu amor.

Por qué es así, en lo alto lo sabe alguien del cielo;


que no yo, pobre náyade… ¡Adiós! He de ir a cantar
a mi breve morada». Y entonces se disipó la mirada de Endimión,
que en el agua aún seguía ensimismada. Y seguía
manando la fuente, saltarina; y, donde su curso
adormecido se encharca en la yerba y los juncos frescos,
las libélulas veloces y mosquitos aún se holgaban
y los peces escarceaban como si el mal ni el bien entonces
hubieran sobrevenido. El caminante, sosteniendo
su frente para eludir el zumbido de sus sofocantes fantasías,
sentóse, resignado, y, mientras bajo el ceño somnoliento
del atardecer empezaban a despabilar las luciérnagas
sus brillantes luminarias, a sí mismo así se dijo:
«¿Quién acampa para tomar una plaza ansiada, deleitosa[70]?
¡Oh, qué infeliz! Y cuando es suya, tras largos viajes
y fatigas, perder la médula de sus esperanzas,
¡cuán aún más ruin es! Hasta en la fatiga hay refrigerio
para él. Emprende marcha a otra ciudad,
libre hasta de la más pequeña cuenta de guija de la duda,
que arrebatará de panales engañosos. ¡Ay! Los encuentra resecos;
y entonces se enfurece y avanza, hacia otra plaza
se apresura. Pero esto es la vida humana:
guerra y hazañas, desengaños y ansiedad, peleas
de imaginación, cerca y lejos, eso es todo lo humano; soportando
en sí este bien para que aún sea el aire —sutil alimento—
el que nos haga sentir la existencia y nos muestre
cuán apacible es la muerte. Donde los hombres
la tierra cultiven, maleza o flores en ella crezcan;
pero no hay para mí al hundirme pie. Nada en la tierra
puedo ver que merezca mi piedad, así que ¿he de seguir
en prominente, vaporoso pico terrestre,
en solitario? No, no; y por el laúd de Orfeo que escucha
una Eurídice enloquecida[71], mejor sería
que en esta nubosa cumbre me quedara,
sin más por que suspirar o pretender
que la sombra ligera de mi amor tres veces visto,
mejor que otra cosa cualquiera… ¡Apacible paloma
del cielo! ¡Cintia por diez veces

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hermosa y esplendente[72]! De tu trono azul
que ahora el aire todo llena, ¿no ves cómo dimanan
rayos breves de luz tibia a mi pecho,
para el temible poder, la tiranía del amor
espantar un poco? Mas no lo hagas, dulce reina,
que escaparse de un tormento más mortifica
a la celosa miseria humana que el mismo tormento.
Pero es mejor que anudes en mis hombros
unas alas capaces y me indiques
la distante morada de mi amor. Aunque te eluda
la senda festiva de Cupido[73], eres demasiado divina,
demasiado en bellezas excelente
para que algo no se haya hundido tu proa de plata
en la corriente más gentil del amor. ¡Oh, sé propicia
y no juzgues severamente mi impía locura,
porque, por todas las estrellas que a tu mandato rutilan,
creo que se han roto los barrotes en que mi espíritu está preso,
que navego contigo por el cielo vertiginoso!
¡Cuán hermosa eres! ¡Y, el mundo, abajo, cuán distante!
¡Cuán trémulas giran las ruedas, deslumbrantes,
en torno a sus ejes! ¡Y esas riendas, fulgurantes,
qué flexibles son! Cuando este tu carro alcance su aérea meta,
¿quizá algún cobijo velará esos ojos crepusculares?
¡Esos ojos! Mi espíritu flaquea, ¡auxiliante,
diosa querida! O el enorme espacio del aire me abismará.
“¡Socórreme!” Y así, con extraviada mirada
y manos en alto, proseguía, los labios temblorosos,
como el viejo Deucalión sobre montes de agua
o el ciego Orión ansioso del nuevo día[74]. Y como
de la honda cueva sugiera una voz, quedóse atónito,
sin sentido, petrificado; y ni un lamento,
ni un suspiro, ni queja de sentimiento exhaló.
Y así dijo aquella voz: “¡Baja, oh joven montañero!”
¡Baja adonde los caminos se retuercen
hasta las espáticas oquedades del mundo!
Has visto muchas veces precipitarse
del trueno los fulgores como de tus umbrales
y has ido bajando, día a día, del álgido brillar
de los helados picachos y hundido tus brazos
en el éter mortecino, para que aún
hechice su ser marmóreo. ¡Ahora tan hondamente sumidos
como aquéllos son altos, baja! Nunca

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la inmortalidad corona al que teme seguir adonde conducen
aéreas voces, así que ¡desciende por los vacuos, silentes
misterios de la tierra!». Sólo oyó
las últimas palabras, y oponerles no pudo
un instante de reflexión, pues voló a la temible sima
a esconder su cabeza de la luna clara, de los árboles
y la locura que progresaba. Y aquello
era demasiado extraño y bello para la tristeza
y agudizaba gradualmente sus ganas de hundirse en lo más hondo.

Oscura, no luciente región, aquélla; transparente


no del todo, ni opaca; mas de luces y de sombra mezcolada;
destelleante melancolía, imperio lóbrego y sus diademas;
un eterno, tenue atardecer de gemas. Sí,
millones de centellas en áurea veta, a lo largo
de cuyo rastro los pasos veloces del príncipe sonaron
en toda su entera, brusca, angular sucesión,
a veces impulsado, cual meteórica estrella,
por algún vasto antro; y entonces, el entramado de colores,
como el arco iris, de Vulcano[75], con algún monstruoso techo,
describe una amplia curva; y, al punto,
en el fondo del profundo abismo, parece
un brusco relampagueo e induce en la creencia a la fantasía[76]
y la conduce seguidamente por sinuosos pasadizos
cuya identidad engendra unas ideas tortuosas
de algún cambio repentino, ya hacia cavernas plateadas,
hileras gigantescas de columnas de zafiro,
o fantásticos puentes que cruzan
unas aguas cristalinas. Se encuentra entonces
en un risco sobre cuyo vasto fondo descolla
como en un acantilado y desde allí
cien cascadas cuyas voces le llegan
no más que como una fuente susurrante. Se quedó
sin sentido, enmudeció su ánimo de miedo al avistar,
de pronto, a lo lejos, un diamante de esfera perfecta
a punto de ahuyentar su vieja sombra de su trono.
Era como el sol sobre el caos suspendido,
y con tal aturdimiento el asombro le embargó
para que, en él absorto, mayores maravillas ya no viera…
Supera el ingenio de cualquier espíritu contar cosa tal,
salvo el del que, cuando el tiempo de este planeta
cierre su esfera, sea su eminente fedatario. ¿Quién?
Los poderosos poetas que han creado un día eterno

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para Grecia e Inglaterra. Y, en tanto su conmoción
con hondos suspiros se aplacaba, se adentró
en una marmórea galería por un mentido templo,
tan cumplido y veraz en su sacra apariencia,
que bien que, por ello, temió examinarlo por dentro,
y de donde, a lo lejos, se le apareció,
por entre un largo mirador con columnas, un hermoso altar,
y, algo más allá, una Diana cazadora que andaba,
divina, sigilosa, de puntillas. Yendo
medrosamente, el joven se le acercó; y volvía
con frecuencia sus ojos obnubilados a las naves laterales
y viejos nichos. Y cuando hubo acercado más
al mármol frío su frente, empezó a recorrer
todos sus patios y pasillos —donde un mortal silencio,
que sus pasos rumorosos desvelaban, murmuraba débilmente—
y largo rato erró de acá para allá, para habituarse
a aquel pasmo y misterio, hasta que, rendido,
sentóse ante el centro de una amplia abertura
oscura, impenetrable, hacia una incierta penumbra
y unas sombras horripilantes. Y allí,
cuando aquellas nuevas maravillas ante él cesaron
de flotar y a él volvieron sus pensamientos, ¡cuán acerbo
y penoso hubo de serle el tránsito a su estado habitual!
Loca persecución de fuego fatuo cuyo brillo fugaz
nos entrampa, por arisco zarzal de ortigas, a un pantano,
a una hoguera, al corazón de lo que odiamos.
¿Qué aflicción canta en lo más íntimo del oído solitario
de Endimión, que ya ha llegado
a la meta del conocimiento? ¡Ah, el pensamiento,
el sentimiento mortal de la soledad! Pues, ¿no que no puede
ver los cielos, la corriente de los ríos, las flores
silvestres de los cerros que, de rosa y púrpura arlequinadas,
se confunden, las lóbregas nubes cumuladas
que al oeste lentamente se dirigen, cual manada de elefantes?
No sintió, ni aplastó la yerba algente ni degustó
el aire fresco, adormecido; sino que, lejos
de tal compañía, soportar un tiempo ignoto,
abrumado —ausente— de dolor, era ahora su destino.
¿Y ha de quedarse quieto, trazando fantásticas figuras
con su cayado? «No», exclamó, «¿por qué habría de quedarme aquí?».
«No», repuso un eco muchas veces en voz alta.
Y entonces, él, de repente, encaminóse, decidido,
a sonoros pasos, al centro del templo, confiando,

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entusiasta, con encendida fe, en la ayuda de Diana.
Así que cuando, de nuevo, ella tomó su forma aérea,
en tanto se le acercaba, él se lamentó: «Cazadora casta
de las orillas de los ríos y los bosques, de los páramos
eriales, ¿adónde vas con tu arco de plata y agudas flechas
adornada? Oh, Reina del bosque, ¿qué suavísimo aire galantea
tu frente todavía más suave? ¿Dónde oíste el extenso clamor
de tus ninfas dispersas? ¿A través
de qué oscuro árbol alborea tu cuarto creciente[77]?
Por doquier que esté, está en el hálito del cielo.
Gozas de libertad como nadie gozarla puede, y no malgastas
en unos torpes elementos tu hermosura, sino que, buscando
en nuestra tierra verdecida dulces placeres,
en ella vives con beatitud. ¡Si del Elíseo aquél
te parece, cuánto más agradable a mí, exiliado mortal,
su nombre amable me suena! En mi pecho vive
una asfixiante llama, ¡oh déjame refrescarlo
entre las ramas, en el céfiro! Una febril sed de volver
mi lengua abrasa, ¡oh, déjame apagarla en tus frescas fontanas!
Por mis oídos rueda una inanidad sonora, ¡oh, déjame oír
otra vez el trinar de los pardillos! Ante mis ojos,
flotan unas densas nubes y sombras, ¡déjame ungirlas
de luz celestial! ¿Y ahora lavas de blanco tus pies,
tus tobillos? ¡Ah, piensa en cuán dulce es para mí
el acopio de agua refrescante! ¿Y ahora sacias
tu sed con zumo de bayas? ¡Oh, piensa en cuánto
se complacería tu reseco paladar! Si en duermevela oyes mi voz,
¡oh, piensa en cuánto me encantaría un lecho de flores!
¡Joven diosa! Déjame ver mis rincones natales,
y sálvame de este abismo voraz». Y, así diciendo,
en alta voz, quedóse alertado como si quisiera
retar a su destino; pero cuando más abrumador de nuevo
se hizo el obstinado silencio, bajó su rostro poco a poco,
buscando su antiguo lecho en el espacio,
su cuna de aire, humildemente, y, abatido,
hasta el trémulo frío del suelo. Mas no por mucho tiempo;
pues, más dulce que el arroyo hacía su vieja quebrada
o que marea alta hacia sauces ribereños eran las hojas
que él escrutaba y las flores, guirnaldas y coronas
de mirto acabadas que de entre las losas crecían.
El frescor se anega en sí mismo y se esfuerza en ocultar
sus deleites, diversamente: la opulencia de las flores,
en largo brotar susurrante, ante sus pasos

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creció encantada, como cuando se alza de nuevo
el oleaje antiguo de la mar y hasta la orilla rueda,
bajo cuyo dorso verdoso su espuma, de efímera vida,
toda cana, aparece poco a poco, con pertinaz indolencia.
Y con mayor emoción aún, deleitados sus sentidos,
acelera su encantada travesía, y tan ansioso por llegar
a su final, que apenas dedica un momento su mano
a primores tales. Sigue adelante; se para; palpita su pecho
tan fuertemente en sus oídos como el hechizo incierto
del que nacieron sus latidos. Esta silente alarma
o música adormecida, le forzó a caminar de puntillas,
pues se hizo más suave que la del viento del este al soplar
la magia de Arión a las islas atlánticas[78]
o que la del viento del oeste, celoso de las sonrisas
del entronado Apolo, si exhala la lira hacia los mares
de Jonia y Tiro.
¡Oh! ¿Vivió siempre aquel hombre solitario
que amó y la música no destruyó? Es la plaga
del amor que las dichas más hermosas nos den
la mayor zozobra, que las cosas
de más frágil valor y delicado se consuman del todo
y vuelvan en requemada esterilidad, por una llama
devoradora, y sumerjan y sofoquen auténticas bendiciones
en una maldición. El feliz a medias es miserable
en comparación con la beatitud. Y fue también, pese a esto, esta melodía,
cual gota de rocío, en los oídos del Cario[79]; primero el cielo,
el infierno luego y después el olvidado cielo sereno,
en pasión elemental se apagaron.

Y hundióse en el seno
de algún abismo funesto sin guía celeste, benigno,
que le orientara, donde ramas tupidas de mirto,
rozando su cabeza, le despertaron. Y luego
se acallaron otra vez los sonidos como lluvia que, a mediodía,
en luna llena, sobre enramada cae, en aquel
mínimo espacio en que él estaba; pues, cuando el crepúsculo
asomaba por el bosque, vio una luz palpitante
y a ella fue por sinuosas avenidas y, ¡oh maravilla!
vio sobre el suave verdor, uno aquí y otro allí, a unos cupidos
en su pluma bella adormecidos.

Y, vencidos
mil laberintos, al fin, con presto paso,

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llegó a un aposento de mirto murado, en lo alto
lleno de luz, de incienso, dulces trovas
y más cosas raras y hermosas a su lado: porque, en medio
de una cama de seda de rosa soberbia, durmiendo,
yacía un doncel de la belleza más delicada;
demasiado, en verdad, para que los suspiros pudieran penetrarla
o alcanzarla el contento. Y emparrados de color de oro,
como de melocotón colorados, o caléndulas
del sazonador octubre, marchitas, caían sobre él en mil pliegues.
Ysin ocultar la curva apolínea
de su cuello y de sus hombros, ni el tendido dosel
que sostenían sus rodillas, mostraba sus blancos tobillos
y, a plena luz, complaciente, los exhibía.
Ytenía la cara recostada en un blanco brazo,
y, tiernamente entreabierta por una aún mayor ternura,
la exámine boca de damasco en rictus somnoliento,
como el viento del sur por la mañana abre una rosa
de pétalos rociados. Y, en su cabeza, cuatro tallos de lirio
rendían sus albos honores nupciales formando una corona,
y crecía a su alrededor un sinfín de tiernos zarcillos,
de toda flor y color conjuntamente enlazados,
trabados recientemente: la vid
de vástagos tersos, la malla de yedra ocultando
sus etiópicas bayas, y madreselva, de hojas
aterciopeladas, y divinos brotes de búgula,
el convólvulo en flor, entre pétalos listados,
la enredadera madurando para un otoñal rubor,
y las clemátides virginales, extendiéndose airosamente
con otras de su misma condición. Y había allí
unos incólumes Cupidos en silencio que vigilaban.
De rodillas uno, que pulsaba las cuerdas de su lira
preservando con sus alas de la muerte aquel patético sonido,
una y otra vez se levantaba para mirar
cómo dormía el doncel, mientras otro tomaba una rama
de sauce que destilaba rocío fragante y en sus cabellos
la sacudía; otro volaba por aquel techo enguirnaldado
y, como si batiera sus alas, hacía
llover violetas sobre sus ojos dormidos.
Y ante estas maravillas y aún muchas más,
el desalentado latmio cada vez se admiraba más y más,
hasta que, con impaciente perplejidad, avanzó directamente
y, caminando suavemente, se acercó
a aquel mismo emplumado tañedor de lira que, con presteza,

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sonriendo, le dijo así: «Aunque de tiempo vas errante
y aquí tu presencia podría semejar impía,
¡Arriba el ánimo! Porque éste es el toque más bello
del honor humano, que algún celestial, benéfico donante
presente sus moradas inmortales a los sentidos humanos
como ahora, Endimión, hago por ti. De ahí que yo
en modo alguno me espantara. Tiéndete en estas
flores lozanas. Aquí tienes vino, vivaz de espumas.
Nunca, te aseguro, desde los tiempos de la vendimia de Ariadne,
hubo púrpura tan fresca[80]. Saborea estas peras zumosas
que me envió el triste Vertumno cuando eran mayores
las repulsas de Pomona[81], y aquí tienes crema
que en lujo supera al fulgor de la nieve, más dulce
que la que la nutricia Amaltea[82] desnatara
para el Júpiter infante; y, aquí, intacto, hay
un racimo espléndido de ciruelas maduras,
que en boca de un niño se desharían; y aquí tienes maná,
tomado de cocotero sirio, a la luz de las estrellas,
por las tres Hespérides[83]. Huélgate, y, entretanto,
te daré a conocer todo esto que nos rodea». Y así lo hizo,
remembrando todavía la cadencia de su lira, y dijo:
«No voy a cansar tu atención contándote
cómo la diosa de la mar nacida por un joven mortal desfalleció[84],
ni cómo luchó por arrastrarlo totalmente a su apasionada intimidad.
¿Quién no hubiera sido, así, encarcelado? Mas él,
querido elfo, se contentó con que su súplica de amor
por sus brazos indolentes resbalara; se contentó
con ver un cielo inconmensurable desvanecerse a sus pies;
oh, necio, se contentó con hacer displicente retirada
en tanto en la yerba gozosa aquel amor yacía,
solitario, entristecido, y cada lágrima suya brotaba
de un apasionado antagonismo; y estaban
sus ojos y labios velados por opaca humedad y esparcía
unos prontos suspiros, tristes y ahogados, su breve nariz.
¡Silencio! ¡No grites! Que aún puedes clamar en maldiciones
contra su testa. Yo estaba a medias contento
mas mi desdichada amante se volvió demente, loca
cuando el jabalí la mordió. Así que fue
al trono eminente de Júpiter con presteza,
y, quejándose, vertió en la barba del que truena
lágrimas de llanto inmortal, hasta su decreto
de que volviera cada verano a la vida. Es éste, mira,

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aquel mismo Adonis, seguro en su privanza
en esta plácida región, durante todo su invierno de sueño[85];
sí, duerme, pues cuando nuestra reina, mórbida de amor,
sobre su inane cadáver lloraba, su lluvia temblorosa
cicatrizó su herida y, con balsámico poder,
remedió su muerte con demorada languidez: el que ella
colma de visiones y reviste de todo ese reposo suntuario;
y nos ha destinado a nosotros, jóvenes inmortales,
a que sin tregua velemos su sueño: y éste casi pasó,
aunque empleando la duración de un instante,
y escapa ella velozmente con las brisas estivales,
palpitante todavía por aquel temprano y largo beso,
cálido y primerizo, a renovar sus diversiones en la fronda
de la isla de Citerea[86]. ¡Mira cómo aquellos escuchas
alados están, en tanto, ansiosos! ¡Mira! ¡Ve!». Y estas palabras
clamorosas quebraron aquel silencio inquietante:
porque oyeron un ruidoso susurro de hojas
y, afuera, un revolar de palomas y pichones[87].
Adonis murmuró algo al levantar la mano, antes abandonada
en su costado, gradual, convulsamente, hasta su frente;
y entonces hubo un murmullo de voces repentinas
que repitió: «Ven, ven, levántate, despierta». El claro verano
ha recorrido el césped de tréboles y ella ha hablado
a todos los pinzones en su nido con voz lisonjera.
«¡Levantaos, Cupidos, o como una campánula pincharé
vuestros brazos rechonchos! ¡La grata vida una vez más
de nuevo empieza!» Y, a esto, ellos se apresuran
por todas partes, frotándose los somnolientos ojos
con las perezosas muñecas y doblando
por encima de la cabeza sus pequeños puños, echando
hacia atrás, bostezando, la cabeza. Pero en seguida
estuvieron todos despiertos. Porque, como vino delicioso,
burbujeante, que se sumerge en nectáreas nubes
y en ondas de agua pura, así de aquel arbóreo techo
bajó un aire fragante, vivificante, que hizo que allí todo riera
y cantara, retorzara; que todo reclamara a voz en grito
a su amable reina, cuando, ¡oh!, abrióse el verde trenzado
y pudo ver, arriba, a lo lejos, el cielo azul
y un carro de plata que en el aire se tenía
y cuyas ruedas en silencio —que el frescor
de las nubes matinales humedecía— hacían gotear
un rocío como lluvia, y cuya fría cadencia

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en los suaves hombros de Adonis le hizo
agitarse y ponerse intranquilo. Y, luego,
unas blancas palomas, de collar destacado y estelas de seda,
al bajar, resplandecieron; y luego, al volver
de su amoroso destierro, la reina Venus,
con los brazos abiertos, hacia abajo se inclinaba;
su sombra en su pecho cayó; y llenóle
de tumultuoso encanto, de nueva vida el fondo
de sus ojos. ¡Ah, mísera contienda
para tan sólo confortarse! ¡Infortunada mirada, salvo
la que encuentra sus órbitas azules! ¿Quién,
quién puede describir aquellos instantes primeros?
La musa más esquiva a tan cálidos abrazos
como los suyos, hace carantoñas de excusa.
Oh, ha conmovido
allí a todos los espíritus salvo al Amor, que sigue,
soberbio, compartiendo, en pie,
la general alegría. Está, temible, en pie, con yugo
soberano entre sus manos agitándose, y ninguna mirada
puede soportar el esplendor de su arco; su carcaj
es misterioso; nadie puede conocer
acerca de él sus propios pensamientos; de sus ojos
centella una luz extraña, de tonos y matices diversos;
y a veces frunce el ceño, mas quien lo mira fijamente siente
en seguida que fluye el hermoso azul de sus ojos,
derretido, por su alma. Y lo siente Endimión,
que no domina ya en su interior la ardiente plegaria
y, así, inclinado hacia abajo, había empezado
a deplorar su aflicción. Pero Venus, volviéndose hacia él, dijo:
«Chiquillo mío, favorece a este joven tan gentil;
sus días son movidos a causa del amor; él ¡pero, ay!
demasiado bien yo veo que tú sabes
cuán profundo es su infortunio. Ah, hijo mío,
no te sonrías así; te digo la verdad,
que en horas de tristeza he llorado el sueño sin fin
de este Adonis nacido de nuevo; que siempre
me compadecí de este extranjero. Pues, una fosca mañana,
un día, eché a volar hacia las nubes anchurosas, a llorar
y a rezar por este mi amor: ya que Marte, el ominoso[88],
hasta las lágrimas me ha acosado. Y cuando cesó
un poco en ello, mirando hacia abajo, vacante,
por el brumoso bosque, vi a este joven
desesperado: esos mismos rizos oscuros volaban,

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errabundos, al viento; esos mismos párpados ribeteados
que iban cegando, pausadamente, sus ojos tristes.
Le vi arrojarse en la hojarasca como si la muerte
le hubiera llegado de pronto; no se movía
en lo más mínimo, mas torpemente susurraba. Pude oír
que amaba a alguna hermosa inmortal, y que su abrazo
la había hecho huir, cruzando la noche. Y no hay
señal de esto en los cielos. He buscado
en todas las mejillas, y encontrarla es de todo lo más vano,
lo más secreto de todo. Endimión,
serás un día bendecido. Así que obedece aún
la mano que te guía con firmeza, a través de estos prodigios,
hacia términos placenteros. Es un escondrijo
en extremo necesario; y si yo así no lo creyera,
debieras cabalgar conmigo el rayo del sol. ¡Y ahora, adiós!
Debemos dejarte aquí». Y, a estas palabras,
remontaron vuelo las palomas impacientes, se levantó
la flotante carroza, se alzó un rumor celestial.

A lo lejos, en alto, el latmio les vio abolirse


y, cuando ya se hubieron desvanecido del todo, aún percibió
un vivido relampagueo de aquel terrible arco.
Cuando todo quedó a oscuras, con angustias de Etna
la tierra se conmovió, dio un gemido solitario y le abandonó de nuevo en
crepuscular soledad.

Y no se enfureció,
no clavó los ojos, sorprendido; pues todas aquellas visiones
habían pasado y se habían consumado, y ahora él estaba solo.
Se sintió seguro de unos tiempos felices, cuando todo
lo que había padecido le parecería cual una pluma
ante aquel premio magnífico. Y, así,
con insólita alegría, atraviesa las cuevas,
los palacios de mineral moteados y las cúpulas
doradas, los muros cristalinos y los pisos de turquesa,
los pórticos negros que una sombra amenazante abrillantaba
y, al fin, una balaustrada de diamantes que le condujo
lejos, hasta más allá de una exhuberante magnificencia,
en espiral por escabrosas galerías; y, de allí, extendiéndose
por un vacío, a unos inmensos precipicios donde —todas
estrépito y espumas— corrientes subterráneas fluían
sobre lechos de granito; y aún sobrepasó luego las cumbres
de plata de las que brotan mil fontanas, y hubiera podido

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alancear con su azagaya sus aguas, pero,
cuando aquel descuidado chapoteo, tales columnas chorreantes
de pronto alcanzaron la altura de un álamo y empezaron
a cercar con su artificio de nuevo su senda de diamante,
circundándola de agua viva y deslumbrándola con su frescor,
con un clamor acaso como el de un tumulto de delfines
cuando las hermosas conchas dan
la bienvenida a la flota de Tetis. Largo tiempo
él se demora ante este deleite, pues, en el breve espacio
de cada instante, los chorros se enlazan
con magia cambiante: a veces
como los enrejados más delicados, cubiertos
de enredaderas de cristal; y como sauces llorones luego,
que se movieran en suave brisa, en un parpadeo,
en cendal de aguas se adelgazaba, vertíase en forma
de dosel de cortinas de lentejuelas esmaltados, y adornados
de líquidos bordados de flores, cisnes, náyades hermosas
y pavos reales. Más veloces que la luz esas raras maravillas
desaparecieron, y, luego, el agua, reuniéndose
en corrientes porfiadas, remedó las ramas viejas de los robles,
pilares y frisos y altas, fantásticas techumbres
de esos lugares sombríos que en tiempos muy remotos
se llamaron catedrales. A disgusto, se despidió
de estas fuentes proteicas[89] superando abismos y hondonadas,
y torrentes, y diez mil formas salientes entrevistas
por la tiniebla más profunda, y boquetes espantosos
que todo lo ennegrecían; y, en alto, una cúpula abovedada
como el cielo, cubierta profusamente de gemas de luz estelar.
Sí, todo era allí tan vasto y tan extraño,
que aquel solitario sintió tener lugar en él
algún cambio repentino hacia algo funesto, enojado
cual águila matinal, perdido y abrumado, y entorpecida su visión
entre la niebla, en altiplanicie, a medianoche. Mas de pronto
revive, porque, ¿quién contempla lo súbito y nuevo sin abismar
el lodazal de su mente? ¡En el fondo oscuro,
por un arco escabroso, apareció Cibeles Madre[90]!
Sola, sola y en carro sombrío: y unos oscuros pliegues
ondeaban en torno a su majestuosa figura, y, su frente,
como la muerte helada, estaba de torrecillas coronada.
Cuatro crinados leones arrastraban sus ruedas constantes.
Solemnes eran sus fauces dentadas y sus ásperos ojos,
semicerrados, sus pesadas patas, que lentamente levantaban,
y sus colas nervudas que cubrían sus flancos pardos.

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Bogando en silencio se adelanta esta reina sombría
y en otro arco de tiniebla se desvanece.

¿Por qué
te demoraste, joven viajero, en tan lúgubre paraje?
¿Estás cansado de viajar, o no puedes seguir ya tu camino
diamantino? ¿Y no es verdad que acaba éste de golpe,
en pleno aire? ¡Inclina a tierra tu frente
e invoca a Júpiter, que llevan las nubes, con ardor!
Y sí estaba cansado de viajar. Abruptamente,
en pleno aire, había perdido el camino. Al Júpiter
que llevan las nubes se inclinó, y una gran águila
que a él se dirigía cruzó el cielo por allí; a cuyas alas,
sin decir impía palabra, se arroja,
a la tiniebla encaminado y a la fosquedad, hacia abajo,
hacia abajo y sin saber hasta qué destino placentero.
Veloz como una plomada que se hunde, cae
por lo ignoto, hasta exhalar asfódelos y rosas,
con otras amenas aromas mezcolados; y llegó impetuosamente
a unas pequeñas cuevas tan profusamente enguirnaldadas
de hojas y musgo que parecían grandes panales
de color verde, que unos aires deliciosos con sus lozanía rozaran.
Y en su rincón más verdecido, el águila le dejó y se despidió.
Era un refugio de jazmines por completo rociado
de áureo musgo. Todos sus sentidos se habían afinado
para entonar el placer; por su cabeza
volaba una delicia invisible, y su pisada era crepuscular;
a sus atentos oídos el silencio fue música
de divinas esferas; un lujo de rocío había en sus ojos;
sentían las florecillas sus suspiros de placer
y lánguidamente los suscitaban. Recorrió la verde cueva,
aquel seno, maravillándose a cada momento,
con tan copiosa y repentina exaltación, que, «¡Ay!», dijo,
«¿se abolirá en soledad todo este chorro de sensaciones?
¿Y, cual melodías en arenal, se disiparán, sin un eco?
¡Si es así, me quedaré tan triste, melancólico y desolado!
¡Pero si aún me siento inmortal! Oh, amor mío,
aliento de mi vida, ¿dónde estás? ¿En lo alto, bailando
ante las puertas matinales del cielo? ¿O guardando
aquellos siete hijos estelares del viejo Atlas[91]?
¿Eres una acuática doncella, una de las hijas
de cabellos claros de Tritón, el de ondulada caracola[92]?
¿O eres —¡imposible!— una ninfa de Diana,

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que haces girar una corona de ramillas tiernas
en completa ociosidad? Quienquiera que seas,
sé que ahora es mi voluntad arrojarme a tus brazos,
espantar la comitiva de la Aurora y salvarte
de la mañana, sobre el piélago como un ave salvaje volar,
o arrancarte de tu cuna de espuma del mar, despojarte
de tu veste pastoril y galantearte en el fresco follaje.
No, no, que con su ansia mi alma engaña
su misma impotencia y sé que esto no puede ser.
Oh, déjame volar en plácido sueño a sus portales. ¡Oh, ven,
sueño, oh, ven, plácido sueño! Y adormece
suavemente, por pocas horas, la soledad que se acerca».
Así él habló, y entonces se sintió dotado
del poder de soñar deliciosamente, tan maltrecho,
por lóbrega travesía, que, buscando, encontró
el más blando lecho de musgo y el más hondo,
en que se echó; y, tendiendo al aire sus brazos
indolentes, oh bendición, tomó una cintura desnuda.
«Bello Cupido, ¿de quién es?» Y una voz conocida le susurró:
«Amor mío, aquí estoy», a cuyo suave arrebato se estremecieron
con apasionado llanto los dos. ¡Helicón[93]! ¡Colina de fuentes!
¡Helicón del viejo Homero, que si quisieras
manar harías un riachuelo sobre estas tristes páginas!
Entonces mi verso se encumbraría, y cantaría
a esta hermosa pareja, cual alondra a su joven nidada.
Pero todo es oscuro en torno a tu añosa cima
y tus claras fuentes se exhalan a vapores hacia el cielo.
Sí, el censo de Poetas importantes ha terminado;
arrollaron las Musas su pergamino; el rollo preclaro
está en manos de Apolo; y nuestros ojos deslumbrados
han visto un tinte nuevo en los cielos de poniente.
El mundo ha cumplido su deber[94]. Y aún, oh, aún,
aunque el sol de la poesía se haya puesto, estos amantes
se abrazaban y nosotros debemos deplorar
que no haya subsistido ningún viejo poder
para impregnar ninguna pluma inmortal en sus lágrimas de dicha.

Fue mucho antes de que preguntara su ansioso temor


al silencio si estaban juntos, que yacieron acariciándose
y besándose para disipar tal duda; mucho antes
de que unos suaves, tiernos sollozos empezaran a convertirse
en palabras y allí, entonces, se corrieran
dos fuentes balbuceantes de voz de sus dulces labios.

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«¡Oh Desconocida que yo sé y de la que absorbe mi ser
una esencia de belleza tan querida! ¿Por qué no puedo
eternamente seguir en estos brazos, en este dulce lugar
acomodar para siempre mi mentón y tomar siempre
esas manos juguetonas, en exceso suaves y besarlas?
¿Por qué no he de sentir por siempre ese aliento
en torno a mis ojos? Te hurtarás, ah, otra vez de mi vista,
bien lo sé. Te irás sin atender
mi solitario delirio. ¡Habla, hada bella! ¿Lo… lo harás?
¡No! ¿Quién osará de mí arrancarte? Y por ti misma,
bien sé que nunca me dejarías. Permíteme abrazarte
aún con más fuerza, con más fuerza. Entonces, ¿cómo podemos
partir? ¡Elíseo! ¿Quién eres? ¿Quién, ya que no puedes
quedarte por siempre aquí ni contigo yo remontarme
a esfera alguna rutilante? ¡Hechicera! Dime,
por este tierno abrazo, por la perfección
más delicada de tu rostro, de esos labios, oh prendas
esquivas de dicha, de esos ojos fulgurantes, y por esos
aún más tiernos, amables poderes soberanos, ésos,
los más tiernos, y por el nectáreo vino, la pasión…»
«¡Oh Ida puro, divino[95]! ¡Endimión! ¡Queridísimo!
¡Infeliz de mí! Su alma se nos irá, ¡oh, felicidad!
¡Cómo me quiere! Sus pobres sienes baten
a los mismos acordes del amor… ¡Cuán dulce, ah, cuán dulce es!
¡Revive, amado joven, o desfalleceré, moriré! ¡Revive
o estas horas benignas se precipitarán
en somnolienta inanidad! Habla y deja que ese hechizo
espante este letargo. No puedo aliviar su pesada carga,
pero al menos uniré mis labios con los tuyos
para que puedan festejarse con opulencia hasta degustar
de nuevo el rebrotar del amor. ¡Cómo! ¿Te mueves?
¿Me besas? ¡Oh, felicidad! ¡Oh, dolor! Te amo, muchacho, más
de cuanto puedas figurarte, y tan larga ausencia de ti,
distancia a mi alma de todo reposo. Mas debo seguir.
Aún no puedo exaltarte conmigo a las alturas estelares
ni, por puro pudor, entregarme a ti. ¡Ah, querido,
no te lamentes o me expulsarás de este retiro
y tendré que sonrojarme en el cielo! ¡Oh, pero si ya lo he hecho!
¡Si horribles sonrisas ante mi perdido esplendor
y vehementes engaños me han relegado de la cumbre solemne
del Olimpo y de todos los dioses severos; si todos
olvidaron nuestro placer excepto nosotros solos!
¿Y, por eso, vergüenza tal? No es sino para expiar

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nuestro interminable placer con algunos cobardes sonrojos.
¡Así que, cobarde he de ser yo! Surge el horror ante mí,
demasiado palpable… ¡La triste mirada de Júpiter,
el ímpetu de Minerva[96], no estremecieron ningún corazón
de temor a la pureza; y ningún ala de Cupido
se abajó reverente; mis dominios cristalinos
casi se extraviaron y todos mis himnos antiguos se anularon!
Pero ¿qué es eso para el amor? ¡Oh, si volar pudiera
contigo hasta donde alcanzan las potencias del cielo
y, así, durante las muchas, siguientes horas, me tomaras
tiernamente! Ahora te juro que soy prudente
y Palas necia. Quizá, como el mío, no sea su amor
sino ignoto. ¡Oh, creo que hasta ahora he sido
la única casta! Sí, Palas ha ido suspirando
en tanto veía cada tarde cómo yo recogía en alto mis cabellos,
con tan fríos dedos como hojas de álamo blanco. Dulce amor,
he sido errante cual paloma solitaria y no he sabido
que estaban construidos los nidos. Ahora, dame
un suave beso… Sí, por ese beso prometo
una felicidad sin fin, inmortalidad a tu pasión.
Te exaltaré en lo sucesivo hasta donde brilla
la celeste ambrosía, y en la sombra nos ocultaremos,
veranos enteros, en un claro de río, y te contaré
historias del cielo y te susurraré el murmullo de sus coros.
¡Mi amor feliz curará cualquier herida! ¡Oh, déjame
unirme a ti, que el sonido de nuestras voces juntas
se enlace al nacer! Abracémonos con cariño… ¡Oh indigencia
de las humanas palabras! ¡Aspereza del habla mortal!
Empíreos balbuceos algún día enseñaré a tu lengua melosa,
susurros de laúd que para hacértelos comprender proclamo
mientras ahora, así, te abrazo y de amor lloro.
Estoy dolorida, Endimión. ¡Dolor, dolor! ¿Es la pena
contenida en lo más hondo del placer mi única vida?».
Y, entonces, con copiosos sollozos, su pelea gentil
en languidez se trocó. Y él volvió a sus lágrimas
y arrebatados juramentos.

Vosotros, los que con excesiva pasión


os habéis afligido, os quedaréis aquí
y apiadaréis, sólo por mor de la verdad, cual tonada
no de estos días, mas de largo tiempo ha, en que el viento
de una caverna lo relató a un bosque viejo, y luego éste
lo contó en sueños a un lago dormido, cuyo frío,

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horizontal centelleo captó un poeta al encaminarse
al templo de Febo; y en él sumergió sus miembros fatigados,
bañándose por espacio de una hora, y, luego,
en aquel inspirado lugar, directamente, al aire
cantó aquella historia y le dio universal libertad. Allí
ha estado siempre sonando para aquellos oídos
cuyas puntas por sus ganas de oír se encienden[97]. La leyenda
anima allí a unas estrellas centinelas y, quien la escucha,
debe sin duda autocondenarse o lo ha de plañir.
Porque unos ardores implacables ascienden
al corazón, enfierecido por causa del temor
de que el viento, arremolinado, pueda en lo más mínimo
absorberle. Y lo que ha quedado hasta ahora aquí escrito
siempre encuentra un lugar de reposo, con lo que
se vuelve muy claro y sencillo. Al punto empieza
a extinguirse la extraña voz… Y tan sólo suena
un sonido que se aleja y la joven visitante al fin desciñe
sus miembros gentiles y deja al joven dormido.
He ahí la tradición de este profundo misterio.

Y ahora volvamos a nuestros primeros cronistas.


Despertó Endimión, cuyo dolor por causa de ella
afligía dulcemente sus oídos. Con pesar comprendió
una vez más cuán solo estaba, y estrechó tristemente
el aire con sus brazos vacíos; inclinó la cabeza,
y, completamente abandonado, en aquel lecho ausente,
en silencio, se sentó. Había conocido la locura del amor.
Con más frecuencia que los torturados rugidos de un león,
habían de él irrumpido las quejas, pero, entonces,
ya había de él tal ansia desaparecido. No arriesgó
ya más su áspera voz de guerra contra las estrellas
del destino. No, que ya había sufrido demasiado
para enfrentamiento tan duro. La lira de su alma,
por Eolo acordada[98], olvidó toda pugna y sólo
suscitaba en él melancólicos pensamientos. ¡Oh, desfalleció,
embriagado por los pezones del placer, y, en adelante,
fue su amor el de una paloma! Dificultosamente se levantó
del revuelto lecho y, cuando lo hizo, fue con lentos,
lánguidos pasos y el rostro oculto
entre sus manos encubridoras. Y, de tal suerte sereno,
descarrióse, al entrever unas visiones
que hubieran hecho desfallecer a las serpientes de Alecto[99],

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maravillas mayores que las de la flauta de Hermes[100]
cuando, anhelante, se inclinaba sobre unos ojos
que todo lo eclipsaban; y, al fin, vio una gruta resonante,
vasta y abovedada, que miles y miles de perlas tachonaban
y conchas de boca purpurina, con gruesas vetas de toda
forma y tamaño, hasta de la magnitud de un puerto
en que se recluyeran a meditar las ballenas y a gruñir
contra la interminable tormenta. Y aún más, también
figuras de peces de color verde y azul,
a lanzar sus chorros dispuestas[101]. Ante cuya álgida maravilla,
Endimión se sentó y se puso a rememorar toda su vida:
su juventud hasta el día en que, entre fiestas,
aclamaciones y alegres coronas, subió a su trono pastoril;
y vio su blanco palacio en un rincón del selvático bosque
V todos los convites que había allí presidido. Y todas
las tiernas muchachas que entonces le habían parecido hermosas,
con todos sus amigos y compañeros de caza, como en un sueño
ante él desfilaron. Y luego el aliciente
de los viejos bardos por sus grandes hazañas; sus designios
de acariciar la edad de oro entre los clanes de pastores;
y aquella noche de asombro[102], la gran celebración a Pan,
la tristeza de su hermana, y su vagabundeo entero
hasta caer en la entraña más profunda de la tierra
y luego toda su magia entera sepultada hasta que se sonrojó
con su excesivo, excelso amor. «Y, ahora —pensó—,
¿cuánto tiempo he de seguir en peligro de sorpresas incomprensibles
para no sorprenderme más? Ahora que ya he saboreado
hasta la médula su alma exquisita, cualquier otra hondura
es poco profunda. Lo bello, que antes parecía espiritual, es ahora
como hez inmunda, destinada sólo a fertilizar
mis raíces terrenales y a que mis ramas eleven
un fruto de oro al cielo en flor. Cualquier otra luz,
aunque lo bastante veloz e intensa para deslumbrar
la vista del águila olímpica, es oscura, es tan oscura
como las del linaje del caos. ¡Escucha! Mis silenciosos
pensamientos resuenan en estas conchas, ¿o no son
sino fantasmas, moribunda resonancia de clamores lejanos?
¡Escucha!». Y prestó un ansioso oído. Aquel zumbante sonido
se hacía más fuerte y, ¡mirad!, a uno y otro lado
de donde él estaba tendido, brotó, con polvorienta espuma,
una copiosa fuente; y sus dos brazos, veloces, locos,
fantásticos, se quebraron en torno a las rocas; restallaron

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por las conchas y caracolas de la excelsa gruta
dejando un mentido rocío. Al fin bajaron de lo alto del techo,
emanando un ruido como de corredores que, sin aliento,
cuyas últimas esperanzas estuvieran puestas
en las escasas, finales zancadas, y con fuerza ya agotadas
durante el recorrido seguido hasta entonces, emprendieran
un sinuoso camino. Y Endimión los siguió —parecía
que uno siempre perseverara en tanto el otro
por apartarse pugnara—, siguió sus lánguidos laberintos,
hasta que dejó de pensar en los misterios y se quedó
arrobado en tiernas divagaciones sobre aquella
dicha desvanecida. ¡Ah! ¿Qué canta al aire su sueño?
¿Qué melodías son éstas? Resuenan como a través
del susurro de unos árboles no nativos, en esas bóvedas estériles.
¡Prestad oídos!

«Oh Aretusa, ninfa sin par[103],


¿Por qué temes ternura tal como la mía? ¡Gran Diana!
¿Por qué, por qué escuchaste su plegaria? ¡Ah!,
¡ojalá estuviera ahora yo jugueteando en torno a su belleza
delicada, dando vueltas a su cintura, pugnando por atraerla
hacia el fondo y entonces me deslizara
entre sus labios deliciosos y sus tenues pestañas!
¡Ojalá su cabello luminoso al sol estuviera, y yo,
destilándome, por él fluyera en riatillos amorosos,
por sus formas temblorosas! ¡Quedárame en sus hombros
puros, calentárame entre sus pechos cariciosos
y el encanto de cada contacto suyo me transportara!
¡Mira cuán apenadamente chorreo! Hermosa doncella,
apiádate de mi honda aflicción. Sigue, sigue tu marcha cansina
y déjame orientarme, feliz galante, al prado florido
donde toda aquella belleza me atrapó». «Dios cruel,
desiste o el asentimiento de mi amante ofendida
estancará todas tus fuentes… No me atormentes
con palabras de sirena. ¡Ah! ¿He conseguido realmente
el poder de enloquecerte? Y es verdad… Fuera, fuera…,
o tiernamente habré de llorar hasta mi mismo pensamiento.
Aléjalo, pues, por favor, benigno Alfeo,
pues si obedeciera mi propia y cara voluntad,
se seguiría una fatal calamidad. ¡Ah, oréade reina[104]!
¡Si padecieras un dolor como este mío, me volvería temeraria
y sería una criminal! ¡Ay, me abraso…, me estremezco;
gentil río, vete de aquí! ¡Alfeo, hechicero! Todos

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mis sentidos una vez en estos bosques se purificaron.
Frescas brisas, prados frondosos, torrentes inocentes,
fruta madura y yacija solitaria me daban contento.
Mas desde que, descuidada, me bañé en tu corriente engañosa,
un ardor palpitante creció con fuerza en mi interior.
¿Por qué tratarme así y llamarlo amor? ¡Si era, ay, crueldad!…
Nunca más cerré mis ojos llenos de dicha
con el canto de los tordos. ¡Fuera! ¡Atrás!
¡Oh, qué crueldad fue!…» «Te quejas ahora, Aretusa,
tan quedamente, que creo que si estuvieras retozando,
ahora, en mi orilla sombría, en mis aguas, de nuevo te bañarías.
¡Doncella inocente! No reprimas más tu corazón,
ni te asusten las potencias enojadas… Deidades hay
que nos darán sombra con sus alas. Esos suspiros
entrecortados son casi la muerte
para el que los oye. ¡Oh déjame verter un bálsamo
rociado sobre ellos! ¡No temas más, dulce Aretusa!
La misma Diana debe sentir a veces esas mismas congojas.
Doncella querida, ruborizándote penetra en mi alma furtivamente
y huyamos de estas horribles cavernas, salgamos
al cielo despejado. A lo largo de todo mi sinuoso recorrido,
del verde mar hasta mi fuente escondida en los bosques arcadios,
te complaceré; y te mostraré los cauces
por donde fluyen mis aguas más heladas, entre rocas cubiertas
de musgo; por donde, entre exhuberante verdor,
por una complaciente oscuridad voy errando,
más invisible que Saturno en su exilio[105],
circundo unas islas llenas de flores y tomo de ellas
la crema de los dulzores polvorientos de las alas
de las mariposas, que miríadas de abejas zumbando
con la miel de sus alas[106] liban y donde tú te complacerías
en elegir las más sabrosas, y en almohada de incienso
cada noche descansaríamos. Libérate de toda tristeza,
de todo temor, delicia pura, y así holguémonos,
a menos que te alegres de ver precipitarse sin esperanza
mi corriente, distraída del sereno rayo del Sol,
y de verla fluir hacia la muerte por unas sedientas arenas».
«Alfeo, ¿qué puedo hacer? Diana sigue severa ante mí.
¡Perseguidor hado! ¡Infeliz Aretusa! Tarde llegaste a ser
tú cazadora en libertad…» Y, a esto, de repente,
aquellas dos tristes corrientes, cayeron al fondo
de una temible hondonada. El latmio escuchó,
pero ya no oyó más que el eco que repetía

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una y otra vez el nombre de Aretusa débilmente.
Y al borde de aquella oscura sima, lloró y dijo: «Diosa
gentil de mis andanzas, por nuestras eternas esperanzas
te requiero para que alivies, mitigues
si poder para ello tienes, el dolor
de estos amantes y en algún llano feliz los hagas felices».
Se volvió. Sonó un ruidoso golpe de agua.
Dio un paso… Había una luz más templada
y al punto fue hacia ella por un sendero de arena
y, ¡mirad! más repentinas que un instante fugaz,
se fueron las visiones de la tierra, se esfumaron
Y vio el gigante mar sobre su testa.

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LIBRO III

Hay quien se enseñorea de sus compañeros[107]


con el oropel más victorioso y quien suelta
sus balantes vanidades a pastar en la verdura confortable
y el heno jugoso de los pastos humanos, o hay
—¡oh suceso mortificante!— quien a través
del guiño de un idiota verá a los zorros sueltos
chamuscar y abrasar nuestras áureas esperanzas,
nuestras espigas maduras. Sin un solo matiz
de esplendor de cosa sacra ni mirada capaz de afrontar
la de un búho[108], ellos aún están adornados
por las naciones de obnubilada mirada, con vestes
purpurinas y turbantes y coronas. Con los ánimos aliviados,
excepto de la irrupción del propio halago,
ascienden ellos con orgullo hasta la atalaya
de sus espíritus, hasta la altiva consideración de su ser,
de sus encumbradas nulidades, de sus cielos opacos,
de sus troncos, entre fieros, morbosos sones
de trompeta, gritos y batir de tambores, bruscos cañones. ¡Ah,
cómo zumba todo esto en unos oídos despiertos…!
Como tumulto pasado, ido… Como los nubarrones
que hablaron a Babilonia e impulsaron
a aquellos viejos caldeos a sus deberes. ¿Son entonces
reales todas las máscaras doradas? No; hay lugares del trono
inasequibles sino tras un paciente vuelo,
una constante dedicación o lo espiritual
que, liberado, puede hacer una escalera
de eterno viento y posarse en los nubosos pabellones
del trueno a escrutar el abismal nacer de los elementos.
Sí, que sobre el marchitamiento del sabio Destino,
mantienen mil virtudes un rango religioso
en el agua, reino fiero y confín aéreo y, silentes,
cual urna consagrada, celebran unas cósmicas sesiones
para cumplir una estación. ¡Y qué pocas
de esas distantes majestades —¡ah, qué pocas!—
han despojado de sus pasiones a este orbe, qué pocas!
Que con espléndido fasto revisten
nuestra porción de cielo, y cuya benevolencia

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estrecha la mano de nuestra misma Ceres[109]
y colma todos los sentidos de una dulzura espiritual,
hasta su plenitud, así las abejas sus celdas,
por completo. Y, por la pugna entre la Nada y la Creación,
Apolo eterno, aquí juro que tu bella hermana es más gentil;
de todas éstas, la más poderosa. Cuando tu aliento
dorado se obscurece en el oeste, ella, sin ser vista,
se desliza hasta su trono y en él se sienta,
la más mansa y solitaria, como si no tuviera
a sus órdenes ningún boato; cual si tus ojos,
poeta eminente, no estuvieran pendientes de ella,
con las Musas en tu corazón; cual si las estrellas
servidoras mantuviéranse apartadas, a la espera
de mensajes de pies plateados. ¡Oh, Luna!
Las sombras más antiguas en los árboles más viejos
palpitan con fuerza si las penetran tus miradas.
¡Oh, Luna! Las viejas ramas balbucean un clamor
más sagrado mientras sienten tu aérea compañía.
Por doquier bendices tú con tus labios de plata,
que para vivir besan lo muerto. Las vacas,
dormidas, sueñan, bajo tu esplendor, divinas campiñas.
Innúmeras montañas se levantan y levantan,
y ambicionan que tus ojos las hagan sacras. Y no elude
tu bendición ningún escondite, ni el más mínimo lugar
al que poder hacer llegar tu delicia. El abadejo,
en su nido, tiene tu hermoso rostro ante su vista tranquila
y, desde su hondura, la hoja de yedra, guarecida,
recibe de ti tus ojeadas. Alivio eres
para la humilde, paciente ostra que duerme
en su casa de perla. Los abismos poderosos,
el mar monstruoso es tuyo, ¡el inmenso, innúmero mar!
¡Oh, Luna! El espumeante océano ante ti se inclina
y Telos siente el caótico peso de su frente[110].

¡Cintia! ¿Dónde estás ahora? ¿Qué distante morada


de verde o plateado ramaje entroniza
belleza tan extrema? Ay, desfalleces
por alguien tan entristecido… Están pálidas tus mejillas
por alguien de pálidas mejillas. Y deploras
sus lágrimas, las del que por ti llora.
¿Por qué suspiras? ¡Ah! ¡Esa luz sin duda aflora
en el ojo de Véspero[111]! ¡Qué cosa es el amor!
Es ella, pero, ¡mira! ¡Cuán distinta,

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oh, cuán llena de dolor y cuán consumida de temores!
Muere ante la nube más delgada; su hermosura se apaga
en el azul de Neptuno[112]. Y aún hay un reverberar de centellas
de amor allí, junto a la lengua de tierra cuyos árboles danzan
sobre las olas, como si fuera a complacer
a la ensortijada espuma con su amoroso influjo.
Oh, no está ociosa… Pues, desde allí, mirando hacia abajo,
se desploma en remolinos y corre sin tino
abismándose en acuáticas corrientes, sacando
de sus ocultas guaridas a los espíneos tiburones
y espantando sus ojos salvajes con desusado fulgor.
¿Hasta dónde se contentará que llegue su esplendor?
¡Oh, Amor! ¡Cuán poderosa has sido al mostrarme
tu extraño viajar! Doquiera que habite la belleza,
en sima o aire, monte u honda cañada en luz, tiniebla,
estrella o sol ardiente, tú señalas el camino
y al punto lo recorres. En sus penas
alentaste tú a Leandro[113], tú a Orfeo condujiste
por resplandores de muerte, tú hiciste
que Plutón soportara un leve elemento; y ahora,
oh alado caudillo[114], has mandado
un rayo de luna al profundo, profundo mundo de las aguas
en busca de Endimión.

En un dorado arenal,
de conchas puras perlado y guijarros blancos
como la leche, le saludó la pobre Cintia, y su luz,
enfrentada a su pálido rostro, se serenó
y sintió él aquel encanto hasta perder el aliento,
y un repentino calor de sangre en su corazón.
Fue algo dulcísimo. Detuvo sus pasos errantes,
y, medio extasiado, apoyó su cabeza en un matojo
revuelto de hierbas a degustar la gentil luna
y los glóbulos refrescantes, azotados desde el techo
cristalino por unas colas de pez. Y así siguió
hasta que los velos rosados que cubrían el este
por la mano de la aurora que aparecía, alzáronse
del seno de las aguas y por el aire temperado se aventaron,
y la mañana sosegada llegó plácidamente con el oleaje
cuando, como llama de bujía que apaga de pronto un soplo
de aire que la acaricia, se levantó en silencio
y una vez más reanudó la marcha por su fatídico camino.

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Lejos había estado él,
vagando sin más que el hueco piélago
que, en alto, en derredor y a sus pies, espumeaba…
Sin más que cosas más muertas que imaginaciones de
Morfeo:
áncoras viejas oxidadas y yelmos, grandes armaduras
de guerreros de la mar, de tiempos pasados, espolones
de bronce y rodelas, timones que en cien años
hubiera olvidado gobernar la mano humana,
vasijas de oro labradas con leyendas olvidadas,
y en que nunca hundiera su barbilla ningún otro comensal
que los de los tiempos saturnales[115]; pergaminos
volviéndose polvo y escritos en lengua celeste
por aquellas almas que primero poblaron la tierra;
y rudas esculturas de pesada piedra que desarrollan
el módulo de la anciana Noche[116] y esqueletos luego
de hombre, de animal y mastodonte, de leviatán,
de águila y de elefante, y enormes quijadas
de innominados monstruos. Un horror denso, helado
le asestaron estos secretos. Y si Diana no le hubiera
apartado de esa aflicción, morir podido hubiera. Mas luego,
con sentir animoso, siguió adelante, acariciando
estos pensamientos en su alma amorosa, al adentrarse por el laberinto.

«¿Qué hay en ti, Luna, para que me hagas conmover


el corazón tan vivamente? Cuando era niño,
a menudo sequé mis lágrimas en tanto tú sonreías.
Te parecías a mi hermana. Mano con mano recorrimos,
del ocaso a la mañana, el firmamento. No quería
manzanas del árbol hasta que tú no hubieras enfriado
deliciosamente sus mejillas. Las aguas, al saltar,
no recitaban romance alguno sino cuando mis ojos
con los tuyos allá arriba danzar podían. Ni ningún bosque
era lo bastante verdecido ni lo bastante divina ninguna enramada,
hasta que tú no levantabas tus párpados tan finos.
Yen tiempo de siembra jamás planté ni al aire lancé
semilla alguna hasta que tú no estuvieras del todo despierta,
y, en la estación estival de las flores, nadie
sino tú me ha oído cantar felizmente ni enlazar
en guirnaldas mis flores rociadas la noche entera.
Ninguna melodía era fugaz como un espíritu
sino para solemnizar tu reinado. Sí, tú en mi infancia

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toda dicha y todo dolor, hasta su mismo fin, forjaste.
Ycuando en edad crecí, seguiste confundiéndote
con todos mis ardores. Fuiste tú el hondo valle,
fuiste la cima del monte, la pluma del sabio,
el arpa del poeta, la voz amistosa, el sol. Tú fuiste
el río, la gloria conquistada. Fuiste el soplo
de mi clarín, mi corcel, mi copa de vino,
mi aventura más encumbrada. ¡Fuiste tú el encanto
femenino, amable Luna! ¡Oh, qué rústica y armoniosa tonada
mi espíritu arrancó de tu belleza toda!
En algo puro y bello me apoyaría, para
que hasta la eternidad como un niño me condujera. Oprimí
la suave almohada de la Naturaleza, en acechante reposo.
Mas llegó, gentil orbe, a allí, una dicha más cercana.
Llegó mi extraño amor… ¡Abismo de felicidad! Llegó ella
y tú te fuiste desvaneciendo…, aunque no del todo. No,
tu estelar virtud hasta ahora ha sido una pasión
que ha acompañado a todas las otras. Ahora empiezo a sentir
cómo se hace más fresco el influjo de tu orbe sobre mí.
Oh, sé amable, contén tu mágico poder y no ciegues
mi visión soberana… ¡Queridísimo amor, disculpa
que no pueda apartar de ti mis pensamientos y vivir!
¡Perdóname, planeta del aire, que contemple un pensamiento
allende tus placeres argentados! ¡Y cuán más allende de ellos!».
Y, a esto, una repentina agitación heló el saltarino contento
que de su corazón iba surgiendo, pues cuando alzó
sus ojos para jurar que su diosa excedía toda hermosura,
vio a lo lejos, en el verdor cóncavo del mar,
a un viejo sentado en calma, plácidamente.
Sobre un peñasco herboso estaba este anciano sentado[117]
y era impresionante su blanco cabello; un matojo de hierbas
frías tenía bajo sus fríos, flacos pies; y, amplia
como una sábana, una capa azul envolvía
sus ancianos huesos, guarnecida con símbolos
de los rumores más hondos de una magia grandiosa.
Todas las formas del océano estaban en ella tejidas
con negra nitidez: la tempestad y la bonanza,
la brisa y el horrísono bramar, las arenas movedizas,
y el remolino, la playa desierta estaban estampadas
en aquella tela, con todas las formas que espumean,
se hunden o duermen en el mar, entre dos
cabos de tierra. La ballena, en ella sumida, era como un tilde
en tal hechizo, aunque, vista de cerca, hubiera aumentado

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su tamaño hasta su verdadera inmensidad;
y el pez más diminuto hubiera superado hasta el mayor deseo
del que lo mirase y mostrado
la anatomía de sus ojos minúsculos. Estaba allí diseñada
la majestad de Neptuno; y las ninfas de la mar
en torno a su dominio, en hermoso vasallaje,
miraban hacia arriba y aguardaban. Junto a este anciano
yacía una vara perlada y había un libro en su regazo,
que con tanto detenimiento miraba que el recién llegado
tuvo tiempo de observarle con atónita mirada,
advertir tales asombros y quedarse sorprendido.

El anciano alzó su canosa cabeza y vio al extrañado extranjero


—como si no fuera así, tan exánimes eran sus facciones—.
Y, de pronto, despertó, como de un trance. Sus cejas,
blancas como la nieve, fuéronse arqueando
y, cual dos mágicos arados, unas profundas arrugas surcaron
su ancha frente, que quedaron allí impostadas
con tanta fijeza como un sillar de roca; hasta que,
en torno a sus mustios labios, se hubo desvanecido una sonrisa.

Entonces se levantó, como aquel cuyos tediosos trabajos


se hubieran durante años prolongado en apartado eremitorio,
y que desde la plenitud de su edad hasta su edad postrera,
no hubiera aliviado en lo más mínimo la sobrecarga de su alma
ni siquiera su arboleda. Levantóse, asió su estola,
la hizo ondear en todas direcciones con vigor convulso
y, con voz solemne, jubilosa, que el eco en la nulidad sumió,
dijo: «¡Tú eres el hombre[118]! Podré ya recostar
en paz mi cabeza en mi almohada de agua. El sueño
ya llegará con suavidad a mi agotada frente. ¡Oh Júpiter!
¡Seré joven de nuevo, seré joven! ¡Oh Neptuno,
de conchas llevado, me traspasa, me hiere
una naciente, nueva vida! ¿Qué haré? ¿Adonde iré tras mudar
esta piel de serpiente de la tristeza? ¡A las sirenas,
por el agua, iré! Atenderé un momento sus cantares,
veré relucir sus cabellos y luego me posaré en el brazo
de aquel gigante que agoniza en las entrañas de Sicilia[119]
en un abrir y cerrar de ojos navegaré a los mares del norte
y cabalgaré el chorro de una ballena por oscuros nubarrones;
y, de allí, me sumiré, delirando, en un relámpago montado,
a la más profunda sima a que me impela algún remolino,
de mí enajenado, al otro lado del mundo. ¡Oh, estoy lleno

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de alegría! ¡De corazón, oh tres hermanas[120], me someto
a vuestro antiguo decreto! Sí, loados sean todos los dioses
y potencias benignas, porque no he ya de desmedrarme,
consumirme, desfallecer más. ¡Tú eres el hombre!».
Endimión retrocedió bruscamente, asustado; y, así un desventurado
cuyos tormentos fuerzan su ardiente voz y agónica palabra,
murmuró: «¿Qué solitaria muerte he de vivir[121]
en esta álgida región? ¿Dejará que me hiele y que floten
mis miembros quebradizos por los mares polares?
¿O me tocará con su mano reseca y en la arena estampará
su negra huella? ¿Desmembrará mis carnes con una sierra
dentadísima y me guardará cual selecta comida,
para su mágico pez, pasándome a odioso fuego y llama?
¡Oh desdicha infernal! Inerte y sin defensa, ¿va a abrasarme?
¡No, gritaré hasta que por el azul del cielo,
a los dioses, mi voz llegue! ¡Oh Tártaro[122]! Pero si hace
tan sólo unos días los brazos suaves de ella me ceñían
y yo de su voz dependía, cual fruto entre el verde follaje…
Sus labios eran bien míos, y… ¡ah, garbas maduras
de la felicidad! Yacéis en los rastrojos y nunca podréis
ya ser gavilladas. He de humillar mi cabeza y besar
los pies de la muerte. ¡Amor, amor, adiós!
¿No me das ninguna esperanza? A tu dulce aliento
se disiparía este hechizo. ¡Por la cierva de Diana
que alimentan sus blancos dedos, veo ondear
tus cabellos al viento! ¡Y, ahora, por Pan
que no me preocupa este viejo misterioso!»,

dijo,
y, acercándose a aquella provecta figura,
la miró con desafiante altivez. Ah, pero empezaba
a enternecerse de piedad su corazón,
pues aquella criatura de grises cabellos lloraba.
¿Había, pues, agraviado un corazón que la tristeza custodiaba?
¿Había, aunque con ciega insolencia, traído lágrimas de mujer
a sus ojos benignos, un aguijón a su humano pensamiento,
una conmoción a su añosa boca? Estaba en lo cierto
y para las lágrimas sazonado. Cayó de sus ojos
penitente lluvia al arrodillarse ante aquel venerable anciano
que, temblando, palpaba sus grandes, oscuros rizos,
y, balbuceando, dijo:
«Levántate, buen muchacho,
por Febo. Conozco tus más íntimos sentimientos

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y siento que una verdadera ternura de hermano por ti
a mi interior fluye. Tú abres las puertas carcelarias
que tanto tiempo han trabado mi penosa vigilia.
Por más que no lo sepas, estás tú cometido a realizar
una gran liberación, en este lugar prescrito.
¡Oh, no llores más! Soy un amigo al que amar,
para amores de antaño. Sí, porque si tú no hubieras
amado nunca a una ignota potencia, estaríame yo ahora apenado,
en esta dichosa hora. Pero aunque sea el viejo más depauperado,
te veo, y mi sangre, ya no cansina, bate ahora, veloz,
en mi pulso. Ha brotado un renovado corazón
en esta incierta ocasión, y en este momento se huelga
tan airosamente como el tuyo. No te espantes
porque vayas ahora a enterarte de este secreto
que desvelaré del todo, en tanto nos aprestamos
a nuestra feliz tarea». Y, diciendo así,
esta joven alma que la edad enmascaraba se fue adelante
con el cario a su lado, contando, así, sucintamente,
mientras el oleaje del bravo océano, a sus espaldas,
fluctuaba, y unas arenas enjoyadas, en silencio, estampaban
la huella de sus pisadas:
«Mi alma recuperó ya la mitad
de su camino desde la mortalidad, y, por tanto, ya puedo
disponerme sin queja a contarte brevemente mi dicha toda
y mi desventura[123]. Una vez fui pescador en este océano
y mi bote danzaba por todas sus calas y bahías.
Fue mi hogar el arisco oleaje noche y día
—no menos asiduo yo a él que las gaviotas—,
pues no tenía otro amparo contra la furiosa borrasca
y el vendaval que las grutas de las rocas. Y eran palacios
de dicha silente, de ociosos ensueños. Largos años
de miserias, así me lo han relatado. Sí, así fue,
hace mil años, ¡mil años! ¿Es, entonces, posible
recorrerlos ahora así de fácilmente? ¿Mil años dispersar
echando atrás una mirada transportada? ¿Exhalarlos todos
cual espuma endeble de una fosa cristalina
para conocer su hondura y ver la aparición, en su fondo,
de la propia imagen? Sí, que ya no he de ser más
un esclavo desdichado; mi largo cautiverio y todos mis gemidos
no son sino endeblez, una delgada espuma y minuciosa
que ahora exhalo; y, acumulándose, me traen, cual cosas
ya pasadas, mis deleites juveniles.

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No pulsaba el laúd ni cantaba, no hacía largas jornadas.
Era un muchacho solitario en unas desiertas costas.
Y eran solitarios mis solaces, entre el constante rugir
del agua, las islas escarpadas y el grito plañidero
de las gaviotas planeando, discordantes,
entre mar y cielo. Y eran los delfines compañeros
de mis juegos. Formas nunca vistas me daban a conocer
sus escamas de oro y verdes, y para mí no eran tristes
soledades. Y, cuán a menudo, si una horrible tromba de agua
en alto alzaba su voraz inmensidad,
como casi a punto de estallar con horrísono fragor
y segar mi vida, así una vasta esponja aciaga,
algún monstruo amigo que de mi triste situación
se compadecía, se sumía en sus entrañas,
hasta el fondo se abismaba y a salvo me dejaba,
arrojándome de allí. Mas la corona de toda mi vida ha sido
la máxima quietud. ¡Prefería yo seguir en hosca gruta,
aguardando días enteros la voz de Neptuno
y, si al fin llegaba, escucharla y gozar de ella!
Ningún atardecer de verano, allí, se arrebolaba
sin que guiara mi esquife a lo largo
de unas verdes, sinuosas orillas, para oír
el caramillo del pastor más claramente
en el ventoso acantilado, mezclado con los balidos
incesantes de sus corderos.
Y no hubo nunca un día
de verano cuyo relumbre y despuntar yo desde el océano
no contemplara, pues toda la noche esperaba
ver cómo se abrían las puertas del cielo
y cómo Aetes espumeaba su oro matinal copiosamente[124]
en las corrientes embravecidas. Y, asiduamente,
cuando la marea diurna, extendía mis redes
en algún prado lozano y a descansar me tendía. Y bendecía
a las pobres gentes de la mar con el regalo diario
de los peces más delicados. Ellos no sabían
el porqué de esta bondad y, exultando, esparcía
tiernas flores en playa estéril.

¿Por qué no fui contentado[125]?


¿Por qué alcanzar las cosas, oh latmio,
que, de no haber sido por ti, hubieran sido
mi triste muerte? ¡Insensato! Comencé a sentir anhelos

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desordenados, a ansiar el privilegio supremo
de que el Señor del Mar pudiera darme en bendición
la libertad de todo su reino. Largo tiempo
de penurias pasé hasta que, en el más extremo acceso,
me arrojé a él, a por la vida o por la muerte.
Confundir los propios sentidos con tan densa, viviente
materia podría parecer obra del dolor,
mas no puedo admirar lo bastante
cuán suave y cristalino lo sentí, resbalando
por mis miembros. Pasé al principio días y días enteros
en total estupefacción; de intento abandonado
de todo; tan sólo acompasado con la fuerza del fluir
de las mareas. Y, entonces, como pájaro recién plumado
que muestra por vez primera a la fresca mañana
sus alas tendidas, moví amedrentado
las alas de mi voluntad… ¡Era mi libertad!
Y al punto visité las maravillas incesantes
de este lecho submarino, de las que no he de hablarte
pues ya veo que tú has sido de ellas testigo; ya sé
—que así debe de ser me lo dicen
las melancólicas comisuras de esa boca— que no puedes
tener ansia por verlas. Así que voy a llevar
mi asunto directamente a otro tema más inmediato…
¡Ay aflicción! ¡Aquel amor tuvo que ser mi destrucción!
¡Ah bella Escila[126]! ¿Por qué un día, oh, un día osó
el infeliz Glauco requerirte de amores? ¡Extraña,
amable doncella! La amé hasta el blanco mismo de la verdad.
¡Y ella no quiso saberlo! ¡Ah, tímido ser[127]!
Condújome volando con presteza con sus alas
como un ave de la mar por cada isla y promontorio,
por los cabos desde donde Hércules, el grande,
desplegó, tan lejos, su historia, hasta el egipcio Nilo[128].
Y crecía más y más mi pasión al ver irradiar
su color exquisito por el nítido azul delicadamente
hasta que fue un tormento excesivo de soportar.
Y, en aquel tormento, mi apasionado sentir cruzó mis penas
para que Circe encontrar pudiera algún alivio.
¡Cruel hechicera! Por sobre el agua alcé la cabeza
y busqué a la hija de Febo[129] La isla de Ea[130]
estaba maravillada, bajo la luna. Parecía agitarse
velozmente en torno a mí, y un desvanecimiento me entregó,
inerte, a la deriva, a aquel aciago poder.

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Al despertar,
me encontré en una sombría enramada en tanto la luz
matinal, con zumbido de abejas, se filtraba
por su verde entramado de árboles frescos. ¡Cuán dulce,
ah, cuán dulce me fue oír el son de una lira
y, a él añadida, el fenecer de un susurro de voz!…
Y cesó. Aceleré el paso y, de pronto, el rostro más bello
que nunca presenció la mañana, asomó por un seto de rosas.
¡Júpiter de las estrellas! Con lágrimas, sonrisas
y palabras melosas tejió una red de más feliz trama
que todos los órdenes del floreado Elíseo. Y así vertió
el rocío de su voz opulenta: «¡Ah! ¿Estás despierto?
¡Oh, déjame oír, por Cupido, tu palabra! ¡Me abruma
tanto la alegría!… ¡Y bien! He llorado hasta colmar
de lágrimas una urna, como si estuvieras muerto y frío,
y, ya que ahora te encuentro vivo, de estos ojos
desdichados he de verter su caudal plateado
hasta que queden exhaustos de toda lágrima
y así te he de contentar y de obligar a demorarte aquí,
y así podré yo vivir. Mas si más allá de tan frías,
tristes ofrendas aún anhelas un dulce fuego,
unas supremas caricias; si estás dispuesto
a saborear un largo sueño de amor; si sonrisas,
mohines, lenguas de mudo ardor, ante tus ojos,
como fruta tentadora, penden, ¡oh, deja
que para ti las arranque!». Así ella fue ensamblando
sus palabras encantadas hasta que su vaga música
alcanzó mi alma pacificada. Y entonces se me acercó
con cuidado hasta tan cerca como nunca lo haya estado
este rostro surcado que tú no has visto nunca.

Joven latmio[131], soy tan singular que puedes ver claramente


hasta qué punto llegó esta cruel tentación
sin que no exclames: «¿Y cómo, estaba Escila
del todo olvidada?».

¿Quién lo resistiría? ¿Quién


en este mundo? Ella exhalaba ambrosía, inmergía
mi pura existencia en un ámbito dorado. Me tomó
como un niño de pecho y entre rosas me arrulló.
De tal suerte condenado, la corriente de mi vida anterior
fue detenida y, ante esta arbitraria reina de los sentidos,
me incliné como un vasallo extasiado. Y no me hubiera movido

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entonces de allí aunque el arpa de Anfión[132]
me hubiera seducido a que volviera a Escila
en rudo oleaje. Porque, así como Apolo dispone
cada tarde una nueva ornamentación para los cielos
de poniente, así, cada ocaso, y no cada hora ya prodigada,
vierte su balsámica conciencia dentro de esta enramada.
Y me liberé de sombrías apariciones,
pude errar por la morada forestal y laberíntica
de las ardillas y el zorro astuto, del ciervo astado
y del ave que en el más fosco y recóndito escondrijo gorjea
por cada alegría un melifluo dolor. ¡Novísimos encantos
para mí! Deja que tenga, por un momento, un temple
tan duro como el del cetro de Plutón,
a fin de que no abrasen mis palabras estos labios balbucientes,
mientras te cuento con serena lengua cómo el cielo
aparente devino puro infierno.

Una mañana,
me dejó durmiendo. Medio despierto, traté de dar
con sus blandos brazos y labios para saciar
mi ávida sed con nectáreos sorbos de camello.
Pero ella se había ido; los dardos barbados del dolor
me hirieron tan cruelmente que salí corriendo
y la busqué por todo el bosque. Y vagaba yo por penumbra
de cedros y de pinos cuando me asaltó un yerto pavor,
pues hasta allí empezaba a extenderse, desde la distancia,
el son de un lamento, un agónico bramido sepulcral
en todo el contorno. Y llegó luego un avasallador trueno
y aquella fiera queja retumbó hasta acallarse
mientras yo me intrincaba por escarpada senda,
hacia abajo, como impelido. Y llegué a un oscuro valle.
Y arreciaban los ponzoñosos gemidos en mis oídos.
y se hacían más fuertes mientras yo me aproximaba
al débil azul de una llama que ante mí esplendía
por la espinosa maleza. Este fuego,
como el ojo de una serpiente aovillada, me embrujaba
hacia ella, y en seguida estuve casi en una escena
en exceso terrible para sentir miedo. Y en la oculta
fronda maldije el feroz espectáculo… ¡El regalo de mis brazos,
la reina de mi nido, estaba sentada en una hinchada
raíz del bosque y por todo su alrededor unas figuras
hechiceras y bestiales[133] reían, gemían, reptaban
como sierpes y mostraban sus fauces, sus colmillos,

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sus bolsas de veneno, sus aguijones…! ¡Qué monstruos!
Ni el mismo Caronte, si hubiera abandonado por un momento
su estipendio[134] y tenido un sueño entre los juncos
estigios, no hubiera visto figuras tales. Era arisca,
sin color, tiránica la mirada de aquella dama
en tanto sobre ellos blandía nudosa tranca. Y varias veces
irrumpió de pronto a reír y volcó de un cesto
racimos de uva[135] sobre el gentío, que los devoraba
velozmente y luego pedía más y, famélicos, se lamían
sus mandíbulas hirsutas. Por venganza, lentamente
después ella tomó de muérdago una rama y la cubrió
del negro, espeso líquido gorgoteante de una redoma
y todos se quejaron como si alguna intensa aflicción
penetrando fuera en sus huesos lastimeros.
Y ella levantó la rama encantada. Unos quejidos
de súplica instaron sus infelices corazones
en vano a sus oídos. Implacable cual féretro de infante,
pasó por sus ojos el tiznado aceite. Y allí
sonó un clamor de aflicción dolorosa y creciente
que advino a furor tempestuoso y gritos, alaridos
y gemidos de errante tortura, hasta que sus cuerpos,
abrumados, empezaron a temblar y horrorizarse,
de los pies a la ahogada garganta. Y se hizo luego
un silencio espantosa, y luego tuvo lugar una escena
más terrible que todo aquel ronco horror,
pues todo el tropel, como un torbellino, cruzó
el aire funesto como una enorme Pitón al bóreas
enfrentada[136], y así desvanecióse. Y allí no había
soplo alguno de viento; ella ahuyentó estos fantasmas
con una seña. Pero ¡mira!, de la oscuridad surgieron
faunos retozones y ninfas, y sátiros rechonchos que bailaban
con gran algarabía, e iban más veloces que los centauros
tras su esforzado rapto[137]. Y, entre suspiros,
aparecióse un elefante y se inclinó ante la horrible hechicera
y, al modo humano, en alta voz, dijo: «¡Diosa magnífica!
¡Señora de un dolor irresistible! Abrevia mi existencia
o déjame escapar de este penoso presidio. ¡Devuélveme al aire
o déjame que muera! No te pido que me des otra vez
mi feliz corona ni te pido por mis falanges en el llano,
por mi solitaria, mi viuda esposa, ni te pido
por mis floridos glóbulos de vida, mis preciosos retoños,
¡ah, mis queridos hijos y mis hijas, queridas!

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Me olvidaré de ellos, prescindiré de estas delicias;
no te pido por algo tan sublime ni tan, tan eminente.
Te pido sólo, como don más preciado, morir o liberarme
de esta carne que me embaraza, de esta grosera masa,
inmunda, detestable; y que me entregues, simplemente, al desolado
aire frío. ¡Apiádate diosa! ¡Circe, atiende
mi plegaria!»

Ese nombre maldito de la hechicera


cubrió de helado pasmo mis inciertas conjeturas.
La verdad había venido desnuda a mi corazón, como un sable.
Vi a una furia[138] afilar un dardo de muerte
y a mi espíritu, vencido, abrumado de temor, en aquella
fosca gruta de tinieblas, desfallecer. ¡Piensa, oh
libertador, en lo triste que hubo de ser mi despertar!
El disgusto y el odio y terrores diferentes disputánronme
cual botín entre ellos. Y dispúseme a adentrarme
al opresor corazón de aquel selvático bosque,
y por tres días, raudo, estuve haciéndolo, cuando ¡oh! ¿no
que ante mí estaba la feroz hechicera mirándome,
inflamada? ¡Oh Dite[139]! Aún ahora un sudor denso,
perlado, cubre mi frente al solo recuerdo
de su lívida risa y execraciones. «Ah, ah…, Señor
Melindroso, una nodriza hecha ex profeso de pétalos de rosa
y abrojos, debe, querido, de haber sido
la que te acunara y arrullara… sí, que yo soy, como sílex,
demasiado inexorable para tu tacto delicado; mi abrazo
más cariñoso no es sino zarpazo de gigante.
Así, amable ser, disfrutarás de unas nanas
hasta ahora nunca oídas y se acallarán sus clamores
en algún pecho más puramente femenino. ¡Oh, no, no
desfallecerán, no, no lo harán, más que tras un bonito,
insignificante milenio! Y será entonces una pena,
pero las tijeras gentiles del destino segarán
de pronto tu inmortal vida. ¡Amador de la mar!
ni uno solo de tus cabellos. Mira cómo lloro y suspiro
porque nuestra amarga despedida ya se acerca.
¿Y hemos de separarnos? Ah, sí, así ha de ser.
Pero antes de que me dejes en el más extremo dolor,
permíteme balbucir sobre ti mi último adiós
y bendecirte. ¡Mírame! Tienes virtud inmortal,
pues eres del linaje de los del cielo, mas tal amor mío es
para expulsar de ti eternamente todo florecer

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de juventud y a una tumba destinarte. Vete ya de aquí
al piélago inmenso y, allí, tras no mucho tiempo,
se apoderará de ti una edad desvalida; y ni siquiera entonces
seguirás el camino de los ancianos, sino que vivirás
e, impedido, te consumirás, y aún vivirás diez siglos más,
y, éstos pasados, al punto legaré tus frágiles huesos
a una ignota sepultura. ¡Adiós, dulce amor, adiós!».
Y así cae una estrella fugaz, se fue ella
sin que pudiese yo invocar su piedad. Mi espíritu estaba maltrecho,
envenenado; la desesperanza cantaba un canto de guerra
y desafiaba cualquier infierno. Una mano en mi hombro estaba
para guiar mis torpes pasos, y otra ante mis ojos
seguía con un dedo extendido. E, impelido de tal guisa,
al fin, en la espuma del océano me hallé, en mi casa fragante,
mi hogar nativo. Su frescor tonificante, parejo al de mi vida,
benéfico, llegaba a mí, mientras yo por él avanzaba;
y con ciego, voluptuoso furor, combatí las crestas
del oleaje embravecido a grandes brazadas,
y empujé ante mí sus espumas mientras me quedaron fuerzas
—que de mis huesos no pude sacar, agotados
hasta la médula como estaban.

Joven amante, he de llorar.


¿Quién podría contar semejante odio infernal
con las mejillas secas? Mientras, de tal suerte,
mis fuerzas desmayaban en combate contra este elemento,
en el rostro de algo muerto posé mi mano.
Miré, ¡y era Escila! ¡Maldita Circe, maldita Circe! ¡Oh,
bruja buitre! ¿No has prestado oídos nunca a la clemencia?
¿No hubiese podido quedar satisfecha tu venganza
crudelísima[140] sin acabar con esta tierna inocente
porque yo la amaba? Fríos, oh, muy fríos,
sí, estaban sus miembros preciosos; y como una yerba vulgar
la mar brava hacía ondear sus cabellos.

Muerta como estaba, enlacéme en torno a su cintura


y no cesó de ir volando como un dardo
por el piélago insondable hasta un lugar
en que relumbraba un edificio de cristal, moldurado,
incrustado de coral, guijas y perlas. Me lancé impetuosamente;
con ansioso remolino gané su dintel de luz, entré, y, ¡mira!
Inmenso, desolado y frío como el hielo, y por todo
mi alrededor… ¿Pero por qué te cuento esto si en seguida

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por ti mismo lo has de ver? Dejé a la pobre Escila
en un nicho y me fui. Mis febriles ardores,
mis devastadores temores se pasmaron a medio camino
y, de pronto, estos miembros se tornaron flacos, mustios
y yertos, precarios, desangelados, agarrotados.

Y ahora
déjame que acabe una cruel, muy cruel etapa sin esperanzas,
ni el más mínimo signo de atenuación,
sin la quimera redentora de la abigarrada fantasía,
ya que temo trastornara tu juicio hasta la locura.
Voy a decirte ahora cómo una ventura reparadora
de las alturas descendió a compensar el medio embrujamiento
que me embargaba.

Un día, sentado en una roca


sobre la espuma de las aguas, vi agrandarse del extremo
del horizonte un hermoso bajel. Parecióme de momento
que pasaba de largo de mí otra vez y, como si reanudara su rumbo
a pesar de unas fuerzas obstructoras, se desvaneció.
Y, a poco, ante mí se levantaron nubarrones
y murmullos de triste viento. El viejo Eolo[141]
quería sofocar su delirante melancolía, mas no podía;
de ahí que el verde oleaje todo en alto arrojase
su plateada espuma contra las nubes. Y llegó la tempestad.
Y vi los obenques de aquel bajel tambalearse, peligrando,
en tanto, en pie, en cubierta, unas criaturas temblaban.
Vi con mis ojos el naufragio, el remolino final;
aquellas almas que pugnaban. Oí sus gritos
entre el potente rodar de los truenos. Ay, hubieran
podido salvarse todos, pero el viejo loco vanos hizo
mis ardientes deseos. Y por ello aplacado, apaciguado,
piensa, oh latmio, que me senté, torturado por la lástima
y arrebatado en maldiciones contra esa Circe nacida del infierno.
Uno a uno, la tripulación se había sumido en el lívido,
mayor de los olvidos, y estaba yo mirando, boca abajo,
el oleaje, y copiosas lágrimas y ardientes y no menos copiosos
gemidos yo espiraba, cuando, a mis pies, emergió la mano
de un anciano que apresaba este pergamino
y esta misma, frágil vara. Me arrodillé, condolido,
y tendí mis manos… Empuñaba estos tesoros… Toqué sus nudillos…
Se entreabrieron…, cogí un dedo, mas me venció el grave peso
de su cuerpo. Empezaba a entonces amainar la tempestad

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y, a través de una glacial, estremecedora bruma, irrumpió
un sol consolador. Estaba ansioso de examinar el libro,
y en aquel cálido ámbito separé con sumo cuidado sus hojas
que goteaban. Versaba sobre unos raros asuntos
y, página a página, sumióse mi alma en él hasta casi
transportarla el olvido, cuando, atónito, leí estas palabras
y las leí otra vez; y traté de mirar el cielo
y volví a leerlas. ¡Vaya carga de miseria y de dolor,
como un Atlas, soportaba cada línea[142]!

Un brillo esperanzador devino oro a mi alrededor,


alentándome a rivalizar contra una infernal inclemencia
en valentía. ¡Escucha! ¡Tú has llevado a término su promesa!

»En el ancho mar vive sin ventura un desvalido, condenado


»a soportar con su endeble osamenta su gravosa existencia
»a lo largo de diez siglos y a morir solo después.
»¿Quién puede concebir una total resistencia? Nadie.
»De suerte que el océano acrecerá su marea un millón de veces
y la decrecerá, y, él, oprimido. Y no morirá
»hasta que tales cosas no se produzcan. Si escudriña el fondo
»de todas las simas de la magia y expone el sentido
»de todo movimiento, figura y sonido; si indaga
»todas las formas y sustancias hasta el mismo núcleo
»de sus simbólicas esencias de belleza no morirá.
»Y aún más, principalmente, ha de perseverar
»en esta tarea de gozo y de aflicción con la máxima piedad:
»depondrá todos los amantes que arrojen las tempestades
»y que en desastre fiero sean malogrados
»—uno al lado del otro— hasta que el reptar del tiempo cumpla
»aquel terrible lapso. Cuyas cosas hechas, y sazonadas
»tales fatigas, un muchacho, amado y conducido
»por una celestial potencia llegará a él y la enseñará
»cómo todo ha de cumplirse. El joven elegido
»debe hacerlo o los dos seréis aniquilados».

«Entonces —clamó el joven Endimión, alborozado—,


¡somos hermanos gemelos para este destino! Dime, te ruego,
¿qué excelso término en este inquieto mundo me está reservado?
¡Cómo! Si de ti se hubieran desviado mis pasos errantes,
¿hubiéramos ambos perecido?» «¡Mira! —repuso el sabio—,
¿no adviertes un fulgor en el oleaje, de multiforme brillo?
El palacio es del que te he hablado,

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donde la amable Escila yace y donde he entronizado
piadosamente a todo amante que las crueles tormentas
han condenado a morir a lo largo de todo mi cautiverio.
Y, así discurriendo, siguieron hasta unos pórticos
que, nítidos, brillaban; y los alcanzaron con premura
y al instante los cruzaron. Sin duda
que desde que el Rey Neptuno su estado gobernaba,
nunca se había visto bajo las estrellas semejante maravilla.
Si os volvéis hacia el raso llano en que el soberbio Marte[143]
ha dispuesto sus legiones en orden de combate
y miráis toda la tropa que, a pie firme,
mantiene el pecho enderezado, veréis muchas formaciones
armadas y rígidas columnas con sus hierros,
de las que, ¿quién osa dar un paso? Y, aún más, imaginad,
fila a fila, a estos miles de guerreros
en campo de batalla tendidos boca abajo. Así, en este lugar cristalino,
a silentes hileras, los pobres amantes yacen,
de dicha y aflicciones descansados. El forastero
de las montañas observaba, sin aliento, aquellos miles de ojos
cerrados, en orden alineados; aquellas filas de blancos pies
y de labios pacientes, todos rosados; porque aquí la muerte
no marchita la rama en flor. Miró sus frentes y cejas,
y vio sus cabellos alisados hacia un lado, suavemente,
con el más tierno cuidado y, reverente, las muñecas gentiles
de todos ellos, sobre el corazón de cada uno cruzadas.

«Comencemos ahora mismo», susurró el guía, tartamudeando


de alegría, y, temblando cual rama de álamo blanco,
empezó a desmenuzar su pergamino en tanto profería
unos fúnebres murmullos. Lo desgarró en pedazos tan leves
como los copos que, huérfanos, revolean cuando sopla
el cierzo helado y, hecho esto, tomó su oscura capa azul
y con ella rodeó a Endimión y luego golpeó
el aire vacuo con su vara nueve veces.
«Muchacho, lo que queda por hacer lo has de hacer tú.
Pero antes, ten un poco de paciencia. Desarrolla primero
este enmarañado hilo y devánalo, hazlo girar
en torno de una uña. ¡Ah, benévolo…! Es tan delgado
como una tela de araña y podrías romperlo… ¡Cómo!
¿Tan fácilmente ya está hecho? ¡Te protege algún poder!
¡Oh, muy bien! ¡El odio del infierno hacia su tumba
se está desplomando! Aquí hay una concha; me parece lisa
y perlada y sin signo alguno ni carácter grabado en ella.

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¿Puedes tú leer algo? ¡Oh, lee, por compasión!
¡Ah Olimpo, estamos salvados! Y ahora, cario, rompe
esta vara contra aquella lira que está en el pedestal».
Y así lo hizo. Y, de pronto, con repentina elevación
y descenso, una música suave exhaló su alma
y suspiró un arrullo hasta el silencio. «Muchacho, esparce
ahora estas hojas sobre mí desmenuzadas
y, traspasando aquellas filas de muertos, dispérsalas
en su torno y verás el resultado».
Entre sones de flauta
y viola que transportaron su corazón, Endimión
se separó de Glauco y por su rostro dispersó
unos leves fragmentos. ¡Y qué pronto cambio hubo, como un relampagueo!
Una joven criatura bajo diadema de coral, risueña,
centelleante, de pronto, como eminente piedra preciosa,
aparecióse y, avanzando hacía un cadáver bellísimo,
junto a él se arrodilló y con la más tierna fuerza oprimió
su fría mano y lloró. ¡Y Escila respiró! Endimión,
con presta mano, aplicó su mágico poder, y la ninfa se levantó.
Les dejó con su alegría y siguió adelante
en su excelso ministerio de esparcir aquellos mágicos
fragmentos sobre los muertos. Y, a su paso, todos
levantaban la cabeza, así flores al toque de Apolo[144].
La muerte lo sintió profundamente… Era excesivo.
La muerte vertió llanto en su osario.
El latmio siguió su marcha y, así, fueron todos reanimados.
Se alzó allí un armonioso clamor, unos latidos y estertores
de alegría por el aire… y, mientras muchos,
que habían muerto en los brazos de los otros,
afectos y fieles, se echaban en sus brazos precipitadamente,
sentían los demás la sublime certeza de haber sido bendecidos.
Y clavaban su mirada en Endimión. Aquel embeleso
embriagaba, acaparaba su cabeza y se la abatía.
Sinfonías deliciosas, como de esbeltas flores, brotaban,
crecían y, por entero desplegadas, vertían densos chorros
de luz y delicados pétalos invisibles de sones divinos.
Los dos libertadores degustaron un puro vino de felicidad,
en feéricos lagares pisado. Sin hablarse,
uno a otro, se miraron, y aquella inocente asamblea
vagaba de un lado a otro, distraída por la más exuberante
inundación de dicha que nunca de los cielos chorreara.

«¡Vamos! —gritó el renacido numen—. ¡Seguidme y rindamos

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culto al supremo Neptuno!» Y, entonces, a Escila,
tenuemente sonrojada por causa de su sueño, condujeron
primero, en plácida sorpresa, absorta, por un soportal
de columnas gigantescas, hasta la inmensa, volteada esmeralda[145].
Gozosos, siguieron todos la llamada de su ductor,
bajando unos marmóreos peldaños y fluyendo
tan suavemente como arena en una clepsidra
y con tanta rapidez cual la golondrina que, obediente,
se ve volar al reclamo del viento del sur en verano,
o cisnes en lo alto del suave desnivel de una cascada.

Así se fue aquella hermosa multitud, poco antes de que,


entre unas rocas de resplandeciente espato, vieran descender,
ante sus ojos, otra apretada muchedumbre. Y, tras ello,
las dos tropas avanzaron más prestamente. En un amplio
arenal se encontraron, y todos los ojos
de aquellas huestes se humedecieron, pues cada uno había encontrado
su pasado amor. Alzóse un rumor como el que nunca se ha oído
en los gemidos del viento y de las aguas. Excede
el ingenio humano describirlo; deja atónito el pensarlo.
Y, al fin, de este imponente término, se pusieron en marcha
las huestes, diversamente agrupadas, y llegaron
hasta unas vastas marcas, y las perdieron de vista
en tanto engrosaban ordenadamente su vanguardia
mientras, desde atrás, iban desapareciendo. Y un tenue
amanecer, al fin, les sorprendió. Glauco gritó: «¡Mirad,
mirad su soberbio palacio! ¡Los palacios del Dios Neptuno!».
Con acrecido clamor se agolparon, hombro a hombro,
hacia aquel espléndido oriente. Y, a cada paso
hacia adelante que daban, se levantaban cúpulas
en escorzo, rayos diamantinos y llamas de ámbar doradas
contra sus rostros que se iban alineando. Gozosos,
y tan numerosos como hojas primaverales,
a medida que avanzaban, aumentaba gradualmente aquel esplendor.
Viéronse edificios de ópalo que en alto sostenían
columnas de jaspe, y cuyos capiteles dejaban pasar
un rubor de coral. Copiosas figuras de maravilla
embriagaban a todo aquel que las miraba
y, cuanto más cerca, más le embriagaban. Pues
lo que los pobres mortales construyen a fragmentos,
tan puramente como el mármol allí se prodigaba,
en la inmensidad de un hermoso palacio que, con mucho,
sobrepasaba hasta en sus grandezas ordinarias,

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los de aquellas tres viejas ciudades de Menfis,
Babilonia y Nínive[146].

Tan grande, luminoso y multicolor


como el arco de Iris cuando se muestra, inmarcesible,
allende un aguacero de plata, era el arco
por el que esta armada de Pafos emprendió su marcha[147]
a los palacios externos del estado de Neptuno,
desde donde, en línea recta, podía verse una puerta de oro
a la que se aprestaron los que la encabezaban.
Pero, no habían aún llegado a su mitad, cuando se abre de golpe
como un feérico pensamiento, haciendo
que aquellos millares, deslumbrados, se taparan los ojos,
como jóvenes aguiluchos ante el primer rayo de sol.
Y de inmediato, con natural de águila, sus miradas,
repuestas de su dorado desfallecer, recuperaron
todo su ardor y, entonces, ¡he ahí al gran Neptuno,
en su trono de esmeralda abisal!… Y aún no exultes,
solitario. A su diestra estaba en pie un Amor con alas
y, a su izquierda, se sentaba, sonriente,
un dechado de Belleza.

Tan lejos hasta donde el marinero,


en el más alto mástil, puede ver por todo su alrededor
en la quieta inmensidad, así era de grande
el propileo de Neptuno. Y así como el azul
da figura de bóveda a las aguas, las aguas daban forma
a unas cúpulas acortinadas, altas, magnificentes,
del distante trono espantadas; y cuando el tormentoso estallido
reveló sus tenebrosísimos retumbos por el aire de Júpiter,
por contra, apaciguadas, en silencio, de repente destellaron
por doquier submarinas nubecillas que irradiaron
chispas de muerte al ojo humano. Porque allí surgió,
del este y del oeste, del norte y del sur naturales, una luz
como de cuatro atardeceres que hacía esplender un cénit
verde, dorado, en la cabeza del Dios del Mar.
De luminosa profundidad era el suelo, y de tan vasta extensión
como un lago sin brisa por el que la frágil canoa
del indio emplumado se precipita, como a través del aire
más delicado, aire, en verdad, pero para un cuadro
que representara nubes y cielo. Era el suelo de este palacio
como de aire o hálito, mas para las asombrosas maravillas
que en lo hondo se veían, estaba inmóvil, y por el brillo

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de la opulenta cúpula, en sus extremos reflejada,
formaba una esfera dorada[148]. Soñando estuvieron
hasta que Tritón sopló su cuerno. El palacio resonó;
las Nereidas bailaron[149]; las Sirenas cantaron débilmente
y el gran Rey del Mar inclinó su cabeza chorreante.
Y entonces el Amor emprendió vuelo, y desde sus alas esparció
nectáreo rocío sobre toda la muchedumbre. La Diosa
de la espuma del mar nacida[150] hizo una seña
y condujo a la bella Escila y a sus guías a conferencia
y, al ganar la altura del trono, besó ella
en la mejilla a la ninfa del mar, y la sentó a sus pies,
jugueteando con las palomas[151]. Y, entonces:
«¡Corona poderosa, cetro de este reino!», Venus dijo,
«Tributaste una vez tus votos a Nais, ¡mira!»[152]. Y, al punto,
cayeron dos gotas de densas lágrimas de los grandes ojos del Dios,
que, con deleite, sonreía; y extendió sobre Glauco
sus manos benditas. «¡Ah, Endimión! ¿Aún vas errante
por las cintas del Amor? En verdad que es terrible tal cosa.
Desde el momento en que te hallé en el seno de la tierra,
he puesto mi entero poder a tu servicio, pero ¿aún
no te has liberado de la áspera red de la funesta inmortalidad?
¡Un poco de paciencia, muchacho! No durará esto mucho ya,
o yo ya no sé lo que me digo. Una lengua vacante,
unos húmedos ojos y unos pasos voluptuosos
donde esto es nuevo y extraño, son algo ominoso.
Sí, he visto estos signos en un ser celestial, en tanto estaban
ciegos todos los otros, y si fuera dada a revelar secretos,
quizá podría decirte algunas palabras placenteras:
mas ya llegará el momento del Amor[153]. Así que, entretanto,
expectante, aguardo. Y te pido que, después, en tu luna de miel,
visites mi Citerea. Encontrarás un afable Cupido,
mi amable Adonis. Te ruego que lo persuadas a ir contigo
¡Ah, ya está hecho! ¡Que toda bendición vaya contigo,
mi dulce hijo!». Así dijo la hermosa diosa
mientras Endimión se arrodillaba a recibir
aquellas apacibles palabras.

Y, en tanto, comenzaba
una soberbia algarabía ante el monarca de las aguas.
El néctar se escandía de chorros bruñidos a copas extendidas.
Y unas vides arrasadas, produciendo sin descanso, entretejían
nuevos vástagos por todas las conchas y liras colgantes

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que, por su ardor en desenredarlas, arrancaban
el fresco follaje y su abrigo en delicioso retozo[154].
Cupido, en su imperio seguro, reía y revoloteaba,
y se abrió un camino placentero entre el gentío muchas veces.
Luego el baile y las canciones y el ornarse de guirnaldas
se animaron, y el placer se enseñoreó. Con ingenuos zarcillos
se ligaban unos a otros y pugnaban por ver quién se escondía
más profundamente en la fresca fronda de hojas.

¡Oh,
es un verdadero pecado para alguien tan débil aventurar
sus propios versos en un lugar tal como éste! ¡No maldigáis,
musas altivas, dejadle que se apreste hacia su fin!
De pronto, callaron todos. Un concierto de instrumentos armoniosos
fascinadoramente se acercaba, y luego un himno.

«¡Rey del proceloso mar!


¡Hermano de Júpiter y coheredero de los elementos!
Desde la eternidad a ti se inclinan las olas, horrendas.
La firme, recia roca, temblando ante tu temible tridente, revela
sus profundos, sibilantes fundamentos en la espuma.
Los ríos todos de las montañas, perdidos en el amplio hogar
de tu vasto seno, perennes, fluyen. Te enfurruñas
y tu adversario, el viejo Eolo, se refugia en su caverna
entre la acerba queja de todas sus díscolas tempestades.
Las nubes, oscuras, languidecen cuando un rayo plateado
se abate de tu diadema, oblicuo, por tu azul soberanía.
Tu luminoso tronco se abisma en la luz de la mañana
y huye, impulsada, a llevarte a aquella canción de plata
que Apolo canta, mientras su carro, en las puertas del cielo, espera.
Tú no eres para escenas como ésta. Tienes
una popa imperial, que ha surcado esa ancha frente. Y, ahora,
llegado hace poco de los cielos, ya te sientas a unir
y entretejer una sojuzgada majestad con esta hora de dicha.

¡Oh, rey sublime, al que llevan las conchas! Pongamos


para siempre ante ti nuestros corazones… ¡Cantemos y adoremos!
Alentad, flautas, suavemente; exhalad ternura
de vuestras cuerdas, dulces laúdes, ¡y que no se oiga
la trompeta, oh vana, oh vana…! ¡Que ni las flores,
que en la lluvia de abril despuntan, ni el aliento
de la paloma dormida, ni el curso del río, ¡no! ni el tañido
eolio del mismo arco del Amor[155], concertar pueden tonadas

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musicales para el blando oído de la diosa Citerea!
Empero, concede, Diosa pura de la Belleza, tus ojos hermosos,
en propiciación, a nuestras almas.

¡Alado, radiante Niño[156]! ¿Quién se toma otro cuidado,


si tú le has sonreído? Infortunados en la tierra, vemos al fin
las sombras mortales todas y tinieblas que oscurecen
nuestros espíritus marchitos por tus alas esplendentes.
¡Oh dulcísimo ser bello! ¡El más dulce de todos los sirvientes
obsequiosos! ¡Dios de cálidos latidos, de cabellos despeinados
y de jadeantes pechos desnudos! ¡Amada luz que no se ve
en la oscuridad! ¡Tú que eclipsas en luz la luz!
¡Envenenador delicioso! ¡Tu copa emponzoñada apuraremos
hasta saciarnos, ay, hasta saciarnos! Y por los labios de tu madre.

No se oía ninguna otra voz, cuando se abrió de nuevo la puerta


del palacio dorado, y del exterior en ella entró el brillo
de una nueva magnificencia. En un trono chorreante,
y moviéndose suavemente, el viejo Océano llegaba[157]
para dar una última ojeada a su rebaño antes de entrar
en su quieta cueva a meditar eternamente. Y, entonces,
una límpida ola, surgida de sus trémulas hermanas
del medio del mar, flotando, acomodó, como sobre almohada,
a la majestuosa Doris y a su esposo, el profeta Egeo[158].
Allí, sobre un delfín ornado con ramas de laurel,
el tebano Anfión sobre su laúd se inclinaba y pasaba
por él sus dedos. Y estaban todos mudos, contemplando
a Anfitrite, reina de perlas, y a Tetis, también perlada[159].

Rueda el palacio en torno al atónito Endimión, que ve


lo muy apartado que está de la naturaleza mortal.
Yno pudo soportarlo… Y cerró sus ojos en vano.
Aquellas imágenes fantásticas le dieron
un dolor aún más vertiginoso. «¡Voy a morir!
¡Preciosa Venus, sé mi amparo! ¿Dónde está mi hermosa dueña?
¡Muy lejos! Me muero… Oigo su voz… Siento que vuelo…»
Y a los pies de Neptuno se hundió. Un presto corro de Nereidas
le cincundó en amable disputa, para aposentar otra vez
su espíritu en la vida. Pero él aún dormía
Entrelazaron al fin sus brazos acogedores y vieron de llevarle
a un lejano asilo de cristal.

Y ¡oh!, cuando lo estaban transportando lentamente

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por entre la conmovida muchedumbre, en alta voz,
a sí mismo se dijo estas palabras, escritas
en luz estelar en la oscuridad del cielo: «Queridísimo
Endimión, mi amor entero, ¡cuánto he vivido
temiendo al destino! Ya pasó… Una felicidad inmortal
para mí también tú has logrado. ¡Levántate ya! Pues las palomas
no pondrán, en su día, sus huevos, hasta que, con mis besos,
volando, no te rapte hacia un cielo sin fin. ¡Despierta! ¡Despierta!».

Se alzó en seguida el joven. Un plácido lago apareció


quieto, ante sus ojos; y una verde foresta, más templada
que todas las maravillas que había visto, meció
con su cándido arrullo su ánimo agitado. ¡Y cuán feliz
otra vez en nido de yerba!

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LIBRO IV

¡Musa de mi tierra natal! ¡La más sublime Musa!


¡Primogénita en los montes, por los colores del cielo,
en los aires del espíritu engendrada!
Tú estuviste largo tiempo en norteña gruta
mientras aún nuestra Inglaterra era guarida de lobos.
Antes de que nuestros bosques oyeran el habla humana,
antes de que el primero de los druidas fuera un chiquillo[160],
tú ya hacía tiempo que estabas en medio
de nuestras selváticas regiones, arrobada
en profunda, profética soledad. Llegó a allí una voz
alboreante solemnemente modulada, y tú seguiste igual,
paciente. Cantaron entonces las Nueve, corona de Apolo[161],
y tanto hiciste tú divina tal bien nacida gloria patria
que ellas en vano gritaron: «¡Ven acá,
isleña hermana!». Claro hablaba la hermosa Ausonia[162];
y una vez más profirió unos llamados más altos…
Y todavía recurriste a tus esperanzas natales.
¡Oh, has logrado un perfecto cumplimiento! Hecho está
lo que, si no, hubieran erigido estos nuestros, postreros días,
en unas estériles almas. Magna Musa, tú conoces qué presidio
de carne y trabas de huesos, qué constricciones agobian
las alas de nuestro espíritu. En nuestras almohadas se cierne
la desesperanza, y el frescor matutino de mañana
parece expandir con verdadero desdén su luz
por nuestras rastreras, oscuras, lentísimas vidas.
Dije muchas veces: «¡Cuán feliz aquel que a ti se confiesa!»[163]
Pero entonces pensaba en los poetas ya pasados y no podía
orar… y ahora tampoco puedo. Así que voy a seguir
hasta el fin con el corazón humillado.

«¡Ah, pobre de mí,


pues tuve que partir encariñada de mi querida tierra natal!
¡Ah, insensata muchacha! ¡Gozosa fue la hora en que, contigo,
me despedí mil veces del Ganges y de sus amenas campiñas!
Para quien está tan desvalido, el claro arroyuelo emana
una amarga frescura y la uva madura es amarga.
¡Si pudiera tener, oh grandes dioses, tan sólo una breve hora
de aire natal… Dejadme morir solo en mi tierra!»

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Y Endimión, a la cúpula del aire del cielo, a lo alto,
estaba haciendo hecatómbicas ofrendas al llegarle
estas palabras. Su cabeza inclina, acto seguido,
por entre un verde, espinoso matorral enmarañado
y se encamina hacia la voz, ansioso cual cierva
hacia su cervato escondido.

«¿No hay aquí nadie para auxiliarme? ¿Ningún plácido albor


de vida, voz benigna ni dulce palabra que haga
solazar mi espíritu cargado, entristecido? ¿Ninguna mano
que con la mía juguetee? ¿Ni labios tan dulces
que yo adorar pueda? ¿No hay párpados idóneos
para que en mi corazón, como centellas, parpadeen?
¿Nadie va a desfallecer ante mí hasta que, de estos ojos
subyugadores, mi liberación no resplandezca?
Estoy triste y perdida.

Mejor, cario señor, te hubiera sido que hubieras sido lanzado


a un remolino. ¡Desvanécete en el aire, esforzado montañero!
Porque, ¿vas ni siquiera a soportar un suspiro
de mujer en solitario y desgraciada? ¡No veas sus encantos!
¿Está impasible Febe? Es Febe mucho más bella[164]…
¡Oh, no mires más! ¡Aunque vayas a contemplar todo tesoro
de belleza, contempla su jadeo por la yerba del bosque!
¿No sobrepujan en ternura estos rizos de lustroso azabache
los brazos con tanta indolencia entre ellos sepultados?
¿No sientes un dolor que te es familiar, al ver
ojos tan amables, en vertiginoso pos de alguna ardiente delicia
que parece una paloma posada en la celda sombría
de los párpados de arriba? ¡Silencio!

¡Oh, por el caduceo


de Hermes, trocar esta flor en humana figura!
¡Aquel jacinto selvoso podría escapar de su verde prisión
y, arrodillándose aquí, llamarme su reina, corona bella
de su segunda vida! ¡Ah, y yo, cuánto podría amar!
Mi alma desfallece por el infeliz muchacho. ¡Amor!
¡Tan lánguido afecto he sentido, una sumisión tan apacible
a cuanto mis propios pensamientos habían demasiado enternecido,
que no sin lágrimas mi vida ha desaparecido! Vosotros,
sordos e insensibles instantes del día y vosotros,
viejos bosques, tenedlo por seguro: no hay relampagueo,
no hay auténtico rocío más que en los ojos del amor.

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No hay, aunque melodioso, son alguno que aunar pueda
cielos y tierra en muerte tal, sino la voz del amor
ni hálito que se confunda felizmente con el aire de los prados
sin que haya a su alrededor alentado ni robado
de su corazón una porción de pasión».

Se apoyó en una rama,


abrumado. Sin duda entonces no podía anhelar otro amor.
¡Oh impío, que aún sea capaz de soñar en cosa tal!
Pensó: «¿Por qué no soy como los muertos?

Ya que a un dolor como éste he sido guiado


por toda la fosca tierra y el mar asombroso…
¡Oh Diosa, y no por ello te amo menos! Por la sonrisa de Juno
que de ti no me separo… oh no, no, ¡mientras fluyan
o refluyan las grandes aguas, yo tengo un alma tríplice[165]!
Oh designio querido… Por ambas mi amor es tan inmenso,
por ambas, que siento por ellas partido en dos mi corazón».
Y así él se lamentaba, como por la belleza herido.
Palpitaba velozmente el corazón de aquella dama,
y él pudo ver cómo su pecho gentil, al agitarse, se ondulaba.

Salió de su verde espesura. Allí está ella postrada,


aromada cual rosa de almizcle sobre heno recién secado,
con todos sus miembros en temblor, abriendo los ojos
dulcemente a la vida. Intenta él hablar. «¡Hermosa doncella,
apiádate de mí! ¡Perdona que haya así violado tu abrigado santuario!
Oh, perdóname, me invade el dolor…, el dolor
que verte me inspira, joven ángel, bellísima ladrona
que me has robado las alas que me enderezaban
a las alturas del cielo. Querida muchacha,
pues eres tú mi verdugo y yo siento amor y odio,
infortunio y contento, en parcas, breves horas,
nada has de ser para mí, y toda mi historia, que tantos
vehementes sentimientos me ha aniquilado, sonríe,
al atardecer de mis días. Y ya que mi mente torturada
comienza a desvariar, sé tú quien me cuide y déjame
comprender cómo al morir voy a besar aquella mano blanca,
delicada. ¿Y lloras por mí? Entonces, debiera estar contento.
Continuad, oh parcas, mirando severamente hasta que el firmamento
al Erebo oscurezca[166] y la tierra, por completo hueca
de cavernas, en sí misma se haga añicos. Por el cinto
de nubes de Júpiter, aquellas lágrimas me han hecho anhelar

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ser entregado al olvido». Como si hubiera estallado su corazón,
sollozó un momento la muchacha y, luego, repuso:
«¿Por qué desastre tal como el que has dicho ha de ocurrir?
¿No están estos verdos confines vacuos de todo infortunio?
¿Profieren estos arroyos unas voces monstruosas?
¿Susurran, allá, sus consejas aquellos tordos, que adiestran
a sus crías medio emplumadas a revolotear por el bosque que humedece
el rocío? No hables de dolor, joven forastero,
o el fresco caracol manchará esta noche las rosas
con su baba. Aunque, si te amustias, creo que un delito sería,
¡un delito verdadero no acompañarte, y darme a la luz,
al ocaso, a las tinieblas, suspirando, hasta el despuntar del día!
“¡Dama querida! —dijo Endimión—, esto queda atrás. ¡Te amo!
Y mis días no pueden durar siempre.
Porque puedo hablar aún pacientemente. Ah, déjame
que, mientras estoy muriendo, oiga una música y no busque
otro deleite. A todo le digo adiós. ¿No invocaste en alta voz
y con susurros otros climas por los arroyos indios?”.
Entonces ella, sentándose bajo el árbol central del bosque,
entonó, compasiva, esta canción:

«Oh Tristeza,
»¿Por qué copias de unos labios bermellones
»su natural color lozano?
»¿Para dar rubores de doncella
»a la mata de rosas blancas?
»¿O es tu mano rociada unas puntas de margarita?
»Oh Tristeza,
»¿Por qué copias de un ojo de halcón
»su luminoso ardor? ¿Para dar luz a las luciérnagas?
»¿O para, en noche sin luna, colorear,
»en riberas de sirena, la salubre espuma del mar?

»Oh Tristeza,
»¿Por qué copias de un fúnebre lamento
»su tierno cantar? ¿Para, en la pálida tarde
»darlo al ruiseñor
»y así puedas tú oírlo entre el fresco rocío?

»Oh Tristeza,
»¿Por qué copias de la dicha de mayo
»su liviandad de corazón?
»Un amante no hollaría

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»la cabeza de una prímula, aunque bailara
»de la tarde al albor del sol
»Ni flor alguna que se marchita
»tomaría a tu enramada consagrada,
»por doquiera que él pudiera solazarse y retozar.
»A la Tristeza di
»buenos días,
»y pensé dejarla muy lejos,
»atrás. Pero alegre, alegremente,
»me ama ella, tiernamente, ella me es fiel,
»y cariñosa… La engañaría,
»la dejaría, ¡pero, ay! ¡Ella es tan fiel
»y cariñosa!

»Bajo mis palmares, junto al río,


»me senté a llorar. De todo el ancho mundo nadie
»me preguntó por qué lloraba
»y así me quedé, de lágrimas colmando
»la copa de las calas, frías cual mis temores.
»Bajo mis palmares, junto al río,
»me senté a llorar. ¿Qué novia enamorada,
»por el sombrío galán de las nubes seducida,
»no se esconde y se guarece,
»bajo oscuros palmares, junto a un río?

Y, estando yo sentada, por las colinas azuladas


llegóme un clamor de algarabía. Los arroyos
a la inmensa corriente bajaban de purpurino color
¡Eran Baco y su cortejo! Sonaba la clarísima trompeta
y los temblores plateados de címbalos componían
una alegre barahúnda. ¡Eran Baco y su linaje!
Bajaban cual móvil vendimia[167], coronados
con hojas verdes y los rostros todos inflamados,
danzando frenéticamente por el ameno valle,
¡para despavorirte, Melancolía!
¡Oh, entonces, oh, entonces tú fuiste un mero nombre!
Y te olvidé como al acebo de bayas olvidan los pastores
cuando, en junio, los altos castaños del sol
y de la luna les protegen… ¡Me lancé a aquel delirio!

En su carro, en alto, iba, erguido, el joven Baco,


jugando con su dardo de hiedra, airoso[168], y reía
abiertamente. Y arroyuelos de vino carmesí empapaban

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sus blancos, rollizos brazos y sus hombros
asaz blancos para los dientes blanquísimos de Venus;
y junto a él cabalgaba Sileno en su asno[169],
cubierto de las flores que le echaban a su paso,
y bebiendo como un borracho.

¿De dónde vinisteis, dichosas Doncellas, de dónde


vinisteis tantas y tantas y así de alegres?
¿Por qué habéis dejado vuestros refugios desolados,
vuestros laúdes y vuestra benévola fortuna?
“¡Seguimos a Baco! ¡A Baco en su marcha, el vencedor!
¡A Baco, el joven Baco! Para bien o para mal, danzamos
ante él por reinos lejanos… ¡Ven aquí, hermosa dama,
y únete a nuestro animado cortejo!”
¿De dónde vinisteis vosotros, Sátiros festivos,
de dónde vinisteis tantos y así de contentos[170]?
¿Por qué habéis dejado vuestras guaridas boscosas,
por qué habéis dejado vuestras bellotas
en las hendiduras de los robles? “Por el vino,
por el vino dejamos nuestros almendros y brezales,
nuestras iniestas amarillas; por el vino seguimos a Baco
por toda la tierra… ¡Gran dios de las copas incesantes
y del gorjeante regocijo! ¡Acércate, hermosa doncella,
y añádete a nuestra alocada charanga!”.

Y atravesamos amplias corrientes y grandes montes


y, sólo cuando Baco guardó su tienda de hiedra,
avanzamos hacia el tigre y los leopardos
con elefantes de Asia. Y esta muchedumbre siguió adelante,
cantando y bailando; con sus rayadas cebras,
elegantes danzas árabes, y caimanes de patas membranosas[171],
cocodrilos que llevaban en sus lomos escamosos hileras
de rollizos y risueños infantes que imitaban el bullicio
de los marineros y la faena de los fornidos remadores
de las galeras. Con remos de juguete y velas de seda,
marchaban en paz ellos del viento y las mareas descuidados.

Montados sobre pieles de pantera y crines de león,


recorren del todo el llano, de punta a cabo… Una jornada
de tres días en un momento hacían. Y, siempre,
al despuntar del sol, iban de caza por soledades,
con lanza y cuerno en pos del vigoroso unicornio.
¡Vi al osirio Egipto arrodillarse ante la corona

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de pámpanos de vid[172]! ¡Vi a la atezada Abisinia alzarse
y cantar con tintineo de címbalos de plata!
¡Vi a aquella prepotente vendimia abrirse paso
con vehemencia por la vieja, feroz Tartaria!
Ya los reyes de la India rendir sus cetros enyojados
y esparcir de sus tesoros un perlado granizo. El gran Brahma
se lamenta en su místico cielo[173] y gime toda su casta
sacerdotal, palideciendo ante el achispado, joven Baco.
Siguiéndole, me adentré, abrumada, en estos parajes,
con el corazón condolido… Y así se me antojó
separarme, sola, sin compañía, a estos lúgubres boscajes.
Y ya he dicho todo cuanto tenías que oír».

¡Joven forastero!
He buscado, errante, el placer
por todas partes,
¡pero ay, no está hecho para mí!
Sin duda es porque estoy embrujada
que echo a perder en aflicción
toda la flor de mi juventud.

¡Tristeza, ven, pues!


¡Oh dulcísima Tristeza!
Como a mí misma hija a mis pechos te alimento.
Pensé en abandonarte,
pensé en engañarte,
pero ahora eres tú de todo el mundo lo que más quiero.

No hay nadie, no,


no, nadie sino tú para consolar
a una desgraciada muchacha en solitario.
Tú eres su madre y su hermano,
su camarada y galán en sombras».

Oh, ¡qué suspiro, al terminar, exhaló! ¡Miradla,


del todo muerta para todas las cosas del mundo! Endimión
no podía hablar, y sólo la miraba, y escuchaba
el viento que entonces se agitaba entre los robles
retorcidos tan lóbregamente, aunque con tan dulce suavidad,
que podía recordarle su aterciopelado cantar estival.
Y al fin él dijo: «Pobre señora, ¿cuánto tiempo
he sido capaz de soportar esa voz? ¡Hermosa Melodía!
¡Bondadosa Sirena! Carezco de elección… Tu triste servidor

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he de ser por siempre más. No tengo elección,
he de arrodillarme aquí y adorar. ¡No debo, ay, pensar…
por Febe, no! ¡No me dejes pensar, dulce Ángel! ¿Lo harás?
Di, más que hermosa, ¿ya nunca he de pensar?
¡Oh, tú pudiste consolarme más allá de la frontera
del recuerdo! ¡Hacer que mi despierto celo cerrara
sus ojos enrojecidos sin ver la desesperación!
¡Mata gentilmente la mitad de mi alma y, así,
he de sentir la otra mitad profundamente! Desvarío
ante esas tan gráciles y hermosas mejillas.
Oh, déjalas que por siempre se sonrojen, que apacigüen
mis delirios, que se cubran de cálido y suave rosa,
con el color del amor, jadeando en seguro despertar.
No puede ser ésta tu mano y, con todo, lo es. Y éste
es, sin duda, tu otro regalo… Aquí, tu hermoso seno,
del que tan próximo estoy… ¿Vas a dormir? ¡Oh, déjame
sorber esas lágrimas y susurra una dulce palabra
para que pueda reconocer que esto es el mundo…!
¡Flor de rocío, perfumada!…» «¡Ay, ay, ay
de ese tal Endimión! ¿Dónde está?» Iban aún esas palabras
resonando quedamente por la amplia foresta —tonada
horripilante, como la del que, en su postrer gemido, se arrepiente—
cuando, en tanto se desvanecía, pasó cerca de allí una sombra,
como de una nube atronadora. Cuando vuelan las flechas
por el denso ramaje, las pobres tórtolas sacan
sus tímidos collares y tiemblan. Así ambos, temblando,
se abrazaron, y esperaron, de tal suerte, algún desastre;
cuando, he ahí, vedlo, aparece Mercurio, el de alados pies,
majestuoso, allende la copa de los altos árboles.
Y, en menos tiempo que descarga una tempestad, oblicuamente,
su granizo, descendió él a tierra, mas sin parar; no se detuvo
ni un momento fuera de su elemento. Sólo tocó el césped,
con su frágil caduceo, y hacia el cielo se fue,
con más presteza que una mirada, y antes
de que la fecunda tierra gestara un repentino testigo
de su veloz magia. Aparecen cisnes que bucean
en círculos de cristal, puros y claros, y ven sus ojos,
seducidos por la enorme sorpresa, cómo bucean
ante su vista y se enderezan, sin ser vistos.
En aquel momento del césped saltaron dos corceles negros,
de azabache, con grandes alas azul oscuro en sus lomos.
El joven cario colocó en uno de ellos a la hermosa dama,
y con gran ímpetu domó la bravura del otro.

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Y echaron a volar por los aires, como águilas cimeros.
Cual dos gotas de rocío que exhalaran los labios de Febo,
fuéronse lejos, muy lejos de la tierra, hasta desaparecer,
solitarios, entre las frías nubes y vientos,
pero para que la libre, bulliciosa vida cantarina
flotar pudiera sobre sus testas y seguirles, incansable.
Musa de mi tierra natal, ¿estoy inspirado?
Éste es un aire rutilante, y para sostenerme en él, he de tender
mis amplias alas. Y no temo altura, abismo ni amplitud
ni suerte alguna de precipicio. Tengo bajo mis ojos
aquellos soberbios caballos y su tristísima carga.
¿Podría yo, así, bogar y ver, así aguardar
sin temor al poder del pensamiento, sin tu auxilio?

¡Hay un ocaso somnoliento, la sombra adorable


de alguna maravilla que se acerca, y yo contemplo
esos corceles alados, de belfos resoplantes,
que resuellan hasta la extenuación briosamente, y parecen
reventarse, muriendo en rescoldos de fuego nativo!

Una niebla purpúrea allí les circundaba.


Luego pareció como si en torno a la pálida luna nueva,
el triste Céfiro abajara las nubes, así un sauce llorón…
Era el Sueño desplazándose lentamente
con su cabeza en la almohada. Por vez primera
desde que, casi muerto, naciera del viejo seno de la noche,
había dejado su cueva abandonada aún en mayor abandono.
Por vez primera percibió, a lo lejos, el día
y el primor de la mañana; pues a su cimeria sima[174]
llegó un sueño que le mostró cómo un joven
—antes de que algún flaco murciélago pudiera
engrosar su piel invernal— alcanzaría la inmortalidad
en el empíreo umbral del alto Júpiter, y cómo se desposaría
con la hija de Júpiter y sería contado entre los suyos
en su casa[175]. Estaba durmiendo ante las puertas del cielo,
para, después de esperar en el umbral durante una hora,
poder oír unas melodías nupciales, y hundirse entonces
a su crepuscular cueva de nuevo. Su litera, de suave bruma
semiluciente, de rosa y de amatista variopinta, confundía
aquellos ojos que entreveía, y apenas por un momento
pudo aprehender su forma indolente que, inmóvil, reposaba.
Los dos, en sus alados corceles, con la atención toda
de su mirada, la buscaban; así alguien que por entre los sauces

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de un río busca un rincón para echar una mirada
a las anguilas de cuello plateado; o alguien
que, desde la cima del viejo Skiddaw[176], cuando la niebla
su áspera frente vela bajo su pálido manto,
avista, con ojo adivino, por algún ameno valle,
un villorrio estimado, borroso y lejano.
Esos ebúrneos caballos, aunque alimentados por el fuego
atrabiliario de la tierra, dejaron caer tristemente
sus orejas multivenadas, sus belfos inquietos, de sangre regados,
y se pararon. En la bruma inanimada han extendido sus amplias alas;
están ensoñados, muertos… y acostados, en tales alas,
en pleno aire, duermen Endimión y la hermosa dama.
Bogan lentamente, tan lentamente cual isla de hielo
a la deriva por un mar encalmado, y, entretanto,
el triste vagabundo está soñando. Camina, mirad,
por el celeste suelo; habla fraternalmente
a las potencias divinas; de su mano, con gran placer,
las arrogantes aves de Juno están picoteando
sus granos perlados[177]. Tensa la cuerda del arco dorado
de Febo y pregunta dónde crecen las manzanas de oro;
embraza el escudo de Palas[178]; se esfuerza en vano
por mover, blandir de Júpiter un rayo; y trae la astuta Hebe[179]3
una copa rebosante, baila airosamente y le provoca
sin cesar; y, al fin, él de aquélla bebe y, sumido en el placer,
se postra a sus pies posando sus labios deslumbrados
en su mano de luz estelar. Y suena un bugle.
Y una divina charanga en lo alto aparece: las cuatro Estaciones.
La Primavera con su capa verde, el opulento Verano,
un dorado tesoro en la hoz del Otoño,
el cano y frío Invierno. Y unen su baile al de las Horas
sombrías[180] mientras aquel soplo, en crecimiento
desenfrenado, aún persiste en regir su danza ondeante.
«¿De quién es? —pregunta—. ¿Quién toca ese bugle?».
Ellas sonríen. «¡Oh Dite! ¿Por qué está aquí este mortal?
¿No conoces sus labios amantes? ¿No? Es Diana, ¡mira,
que, creciente, se levanta!» Él mira y ve que es ella[181],
su diosa verdadera. Adiós, tierra y mar, aire y dolor,
cuitas y sufrimientos, ¡Adiós a todo, salvo al amor!
Y entonces se lanza hacia ella y se despierta;
y, sobre su cabeza, extrañamente, y nutrido
por aquellas mismas, fragantes exhalaciones, contempla
despierto su verdadero sueño. Estaban los dioses sonriendo,

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la dichosa Hebe ríe, asiente; y la henchida Febe
hacia él se encamina. ¡Doliente estado! En lecho de plumas
y del todo ya despierto, siente el jadeante costado
de su deliciosa dama. Aquel que murió por remontarse
con excesiva audacia hacia el sol, cuando aquella su cera
traidora empezaba a derretirse, no tuvo entonces
la lengua más impedida que Endimión[182].
Su corazón le saltaba como hacia su legítimo trono,
hacia el que aquella pasión sombría su marcha continuaba.
¡Qué confusión! ¡Ay! Tan seductora, tan bella estaba
su compañera de lecho, que no pudo evitar besarla.
Y entonces padeció un momentáneo olvido de toda belleza,
salvo de la joven Febe, de cabellos dorados,
y, por tal causa, comenzó a pedir perdón. Aún se volvió
una vez más para mirar a la gentil durmiente,
y su alma entera se conmovió; ella oprimió en sueños su mano,
y entonces, de nuevo él no pudo evitar besarla, venerarla…
Y, a esto, la sombra, esfumándose, lloraba.
El latmio levantóse bruscamente: «¡Radiante Diosa, quédate!
¡Penetra en mi interior más recóndito! ¡En verdad
que no es un dédalo mi corazón[183]! ¿Por qué lo tengo
desgarrado hasta el desespero? ¿No hay para mí nada más,
en el límite de la beatitud, que el infortunio?».

Despertaron estas palabras a la extranjera de trenzas oscuras.


Su mirada, que empezaba a alborear, transporta, amorosa,
las bendiciones de Endimión con su apacible continente.
El sueño desde abajo ascendía. «¡Cisne del Ganges,
no respiremos más esta triste fantasma! Halagada pareces,
recostada en amable ocio, y no imaginas qué horrores
pueden afligirnos a ti y a mí. ¡Ah, si por mi infidelidad
de corazón murieras!» Pero tan sólo lloraba… Su alma apacible
no se siente de aquello vengativa. ¡Como se siente toda
enternecida, quisiera yo sentirme, todo en amor!
Linda muchacha, ¿te voy a estimar en más de cualquier precio
aunque me sepa tan veraz como inocente? Oh, sí, sí. ¿Qué es,
entonces, este alma? ¿De dónde ha venido? No parece
ser la mía, y carezco del sentido de mí mismo y de identidad.
Algún aciago término he de alcanzar. ¿Dónde, dónde está?
Por Némesis[184] que veo a mi espíritu volar en solitario,
por las tinieblas. Perdóname, cariño… ¿vamos?».

Y arreó los corceles. Ellos tendieron sus alas caballeras

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por el nítido aire y dejaron al viejo Sueño
en su cubil de vapores. El rubor entre dos luces del ocaso,
lentamente se apagaba, y la estrella vespertina, eminente,
empezaba a agonizar en los cielos crepusculares, de plata,
cuando ellos se lanzaron, directos, a la Galaxia[185].
Yno detuvieron su plática veloz, rara, gentil;
intercambian eternos juramentos y promesas solemnes
de tal guisa, en tal talante y tan distantes, allá arriba,
en los vientos, bajo un techo constelado,
y tan como de su juicio idos, que en verdad
ya ha pasado el tiempo en que los hombres indagaran
en sus corazones para ver, ya llorasen o riesen,
padeciesen o se holgasen, más que como de gozo enloquecidos,
saciados de tristeza.

Enfrentada a su presto vuelo,


de un ebúrneo surco despuntó la luna un vértice diamantino
no mayor que el de una desapercibida estrella
o la mínima punta de una cimitarra de ensueño: señal leve
para que ella sólo se abajara a atar sus sandalias de plata
antes de inclinar, encantadora, en los cielos
su tímida cabeza. Se alzó lentamente, como si quisiera volar,
mientras a su apacible dama el cario se volvía
para advertir si sus oscuros ojos habían al menos percibido
el despuntar de esta belleza. ¡Desesperación,
oh, desesperación! Vio a su cuerpo debilitado enflaquecer
y desmedrarse a la tibia luz de la luna. De pronto,
apresó su muñeca, y esfumóse de su mano cerrada.
Besó él su mano y, ¡horror!, besaba su propia mano…
Estaba solo. Y entonces descendió, como un halcón,
a la tierra.

Allí hay una caverna, superados


los confines aparentes del espacio, que es propicia
para que el alma en ella vague y delinee su propia existencia,
de remotísima bruma. La circundan oscuros parajes,
donde el espíritu ve las tumbas de penalidades enterradas,
mas apenas una hora languidece allí llorando,
pues la punzadura del dolor recién nacido conoce
una más íntima aflicción. Y, en estas regiones, muchos son
los dardos envenenados que al azar vuelan; son el hogar
propio de toda maldad; está aún por venir el hombre
que no haya recorrido este infierno natural.

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Pero pocos han sentido alguna vez el plácido
y benigno sueño que puede advenir en aquel antro profundo
y que es de todos. Allí la angustia no punza
ni al placer disimula. Huracanes de dolor siempre golpean
su puerta, por más que todo sea recóndito y desolado.
Ataca con sus intensas ráfagas, y en ella no oís
sonido tan fuerte como el de cuando, en féretro acortinado,
el mortuorio reloj de la garrapata está asfixiado[186].
No entra nadie que pugne por ello; le vence lo improviso.
Y en el instante en que el que sufre empieza a abrasarse,
se abre a él. Y de una urna, llena hasta entonces
de hielo fundiéndose, toma un sorbo. ¡La joven Semele
jamás degustó opulencia tal en sus antojos de embarazo[187]!
¡Feliz tiniebla! Paraíso oscuro en que por fuerza se marchita
la flor del bienestar; donde el más lúgubre silencio
es el más pronunciado y las esperanzas dan tormento;
donde sus ojos son, con mucho, los más luminosos
para mantener sus párpados cerrados durante el más largo lapso,
en un dormir sin sueños. ¡Oh feliz hogar del espíritu!
¡Maravillosa, encinta alma de tal cueva, que todo
lo guareces en tu propio fondo! ¡Salve, amable Cario!
Porque nunca desde que se iniciaron tus penas y dolores,
te has sentido tan venturoso. Una áspera refriega te ha llevado
hasta esta Cueva de la Quietud. Sí, aquí estuvo
su alma arrullada, aunque soportada por una propiciación
peligrosa; y si no lo deploró, es porque no sabía
adónde iba. Tan feliz era, que el soplido de aire de las trompetas,
con su claro parlamento, desde el este, no pudo desvelarle
de su placentero disfrute, de aquella sublime fiesta.
Espolearon las trompetas los corceles emplumados,
y con impetuoso sobresalto, se precipitó hacia aquel sonido.
Ningún embeleso, ay, pudo hacer alzar la cabeza de Endimión,
que, si no, hubiera visto, en celestial mascarada,
a una alada multitud. Y calmo y lúcido era su tránsito.
En tanto, unas voces gentiles susurraban cual si arrullaran,
saludaran por su senda al caminante. Y así murmuraron,
mientras, en brillante colorido, discurría tal visión:

«¿Pero quién, quién querría irse de la fiesta de Diana?


¿Por qué todas las glorietas doradas del día
desiertas han quedado? ¿Pero quién, oh quién querría irse
de la fiesta de bodas de Cintia y su algazara? ¡No Héspero!
¡Mira! ¡Planea con sus alas de plata por el más alto cielo

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y canta haciendo castañetear sus lucientes dedos, alegremente!
¡Está Céfiro! ¡También Flora[188]! Vosotros, tiernos bebedores
de la lluvia y del rocío, jóvenes camaradas de la rosa
y del narciso, cuidad, antes de entrar, de llenar
vuestros sublimes cestos de hinojo verde, y de bálsamo
y de pifias de oro; de ajedrea y de la más reciente menta;
y de columbinos, perejil fresco, dulce albahaca
y de soleado tomillo; sí, recoged en la rociada mañana
todas las flores y todas las hojas de todos los lugares.
¡Venga, aprisa! ¡Vete!

Hermano cristalino del cinturón de los cielos[189],


Acuario[190], al que el rey Júpiter ha dado dos líquidas
corrientes que vibran en lugar de alas con plumas,
dos manantiales como abanicos, ¡luminarias, las tuyas,
para solaz de Diana! Disuelve la pureza helada del aire,
muestra desnudos tus blancos hombros de plata, fríos,
por entre unas alas de agua; haz más luciente
a la Reina de las Estrellas, creciente en su noche nupcial.
¡Aprisa, aprisa, fuera!
¡Cástor ha domado el planeta Leo, mira[191]!
¡Y Pólux tiene poder sobre la Osa[192]! Y un tercero
está compitiendo. ¿Quién es este tercero
que, veloz, se precipita como un águila? ¡El Centauro
trepador[193]! ¡La crin de Leo ya termina! ¡Y cuán fiera
es la Osa! La flecha del Centauro parece a punto de traspasar
a un enemigo. Su arco se curva extensamente
en el azul del cielo, y será destruido,
pálido y siempre en movimiento, cuando oiga
un tañer de nupciales laúdes. ¡Delicada mujer, Andrómeda[194]!
¿Por qué demorarte, tan tímida, entre las estrellas?
¡Ven aquí! Júntate a esa espléndida multitud y síguela
con presteza adonde vaya. El Hijo de Dánae, ante Júpiter
de nuevo reverente, por ti ha llorado, clamándole
en voz alta. Gentil señora, tú le redimiste[195].
¡Vosotros por siempre viviréis y amaréis,
porque vertéis todas vuestras lágrimas! ¡Y, por el horror
de Dafne, mira a Apolo!»[196].

Y más no oyó Endimión.


Su corcel le echó al suelo, boca abajo,
a la cumbre verde de un nublado altozano.

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Su primer contacto con la tierra estuvo a punto de matarle.
«Ay —dijo—, si no me hubieran siempre trasladado
unos vientos peligrosos, mis pasos no hubieran seguido
una senda infernal; hubiera bendecido perennemente
unos horrores que nutren de malestar mis lóbregas conquistas.
Para el que vive más allá de las fronteras de la tierra,
el dolor es tenebroso, y sólo una sombra la tristeza.
Ahora veo la yerba, siento la tierra firme. ¡Ay de mí!
Es tu voz, ¡oh divina[197]! ¿De dónde viene? ¿Quién,
quién te dejó tan quieta en este lecho de rocío?
Contempla esta tierra feliz en que estamos.
Amémonos. Alimentémonos de los frutos forestales
sin nunca, nunca bajar a estos lugares que pueblan
los mortales; o seremos por fantasmas engañados.

¡Oh destino! Mi alma ahora se refugiaría en un laberinto,


pero la contendré con tu belleza. ¿Adónde te has ido?
Junto a ti siempre he de seguir. Dejemos
que nuestro destino se detenga aquí. Y aquí mismo
un cabrito he de inmolar. Pan nos dejará vivir en paz,
en amor y paz en sus rústicas soledades. He dependido
de una irrealidad. A una irrealidad he amado. ¡No he visto
ni conocido más que un inmenso sueño! ¡Oh, qué presuntuoso
he sido contra el amor, contra el cielo y los elementos todos,
contra el recíproco lazo de los mortales,
contra el despuntar de las flores, la corriente de los ríos
y la tumba de los héroes ya pasados! Contra su justa gloria
ha conspirado esta alma mía. Así, contaré mi historia
a los chiquillos y me doleré de ella. Nunca vivió ningún mortal
que condujera a sus apetitos allende su natural esfera
sin que, inane, no pereciera[198]. Dulcísima India,
aquí, aquí voy a prosternarme, ya que tú has redimido mi vida
de un hálito sutil en exceso. Lo pretérito y lo pasado
son fantasmas nebulosos. ¡Adiós, cuevas solitarias,
aéreas apariciones, oleaje monstruoso de unos quiméricos mares!
¡No, nunca más me arrastrarán tenues voces a una orilla
intrincada, de maravilla, sin aliento y despavorido!
Adiós, sueño exquisito, aunque sea aún tan grande
mi amor por ti. Puede ser que llegue la hora
en que en puro elíseo nos encontremos. En la tierra
no puedo amarte; y por ello he de ofrendar a las alturas
palomas y el acopio más precioso que recoja a lo largo
de toda la estación feraz. Así en mí tú brillarás

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y en esta mi linda doncella, y bendecirás
nuestras vidas argentadas[199]. ¡Mi felicidad india!
¡Mi capullo de lirio de río! ¡Beso encarnado!
¡Suspiro de aliento real, abrazo suave, cálido
cual nido de palomas entre unos árboles en verano,
cálido por el rocío emanado de la sangre viva!
¿Adónde has ido? ¡Ah! ¿Qué te parece? Hablaremos
de toda bondad…, ya no más sueños. Y, entonces,
¿dónde estará nuestra morada[200]? ¿Bajo la cima
de algún empinado collado de musgo, donde la yedra silvestre
allá arriba nos oculte aunque tenga el follaje
de primavera? ¿dónde los tejos oscuros, cuando por ellos
pasemos, dejen caer sus bayas escarlatas
embebidas de rocío? Te encantaría vivir en tal lugar,
con sombras para nuestros amores, aunque lo bastante despejado
para agraciar esos miembros gentiles posados en un lecho de musgo.
Porque, dando un paso, encontrarías, por un lado, el cielo azul
y, por el otro, hacia abajo, en profunda hondonada,
mira, el riachuelo que discurre por entre esos árboles,
por el dorado filo del mediodía y su fulgor. Sacaré miel para ti
de la vieja, nudosa colmena, y para ti cogeré
manzanas que en dulzor se desharán; berros, que crezcan
donde nadie pueda verlos; y acederas que no hayan arrancado
los ungulados ciervos. De la siringa espadaña haré flautas,
y así siempre podrás saber por dónde vago yo,
o cuando quieras podrás escucharla en nuestra plácida morada
y ponerte a pensar en el amor. Deja que siga hablando,
que me siga abismando en el goce que persigo,
ya que el pasado aún me encadena. Este riachuelo,
que quizás te haya deleitado, llenaré de peces encantados
que tomaré de los lagos de las montañas, y tú les darás
de comer del troje de las ardillas. Su fondo sembraré
de conchas ambarinas y de guijas azules tomadas de profundos,
mágicos pozos. Diseminaré por las orillas
eglantinas bañadas en dulce rocío y madreselva
saturada de néctar puro. Induciré a este arroyo cristalino
a que trace el nombre argentino del Amor en la faz
de la yerba. Me arrodillaré ante Vesta en pro
de una llama de fuego[201] y ante el Dios Febo
en pro de una lira dorada; ante Diana Emperatriz
por un venablo de caza; ante el Véspero por una antorcha pura
como la plata y ver a través de la noche tu belleza;

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y, ante Flora, y un ruiseñor domado se posará en tus dedos;
y, ante los Ríos Dioses, y ellos te traerán finas cañas
de pescar de oro, y mechones de las largas trenzas brillantes
de las Náyades. ¡El Cielo te proteja por tu extrema beldad!
Tu musgoso escabel será el altar
ante el que me postraré, querido amor, cuando ante ti me postre.
Esos labios serán mi Delfos[202] y dictarán
a mis pasos leyes; darán color a mis mejillas; temblor
o firmeza a esta mi voz; y, de los tres placeres más amenos,
la elección[203]. Y esa luz enternecida, esas criaturas
de diamante, esos ojos, esos apasionados sentires, esas fuentes
supremas de perla, serán mi dolor o fulgurarán
hasta el placer. ¿Dime, no hay una dicha celestial
en nuestro abrazo perfecto? ¡Oh, no puedo dudar de ello!».

El montaraz, de tal suerte, contendía con vanas, obstinadas


fantasías, por despejar su espinoso camino hacia el reposo.
Lo que daba una ardiente alegría a los ojos de su dama,
aunque las lágrimas que vertiese fueran lágrimas de tristeza,
en el momento en que la dorada mañana lanzaba en alto
sus rayos desde los valles orientales. Y así respondió:
«Ah, si el tumulto de este corazón hubiera cesado
o el dulce nombre del amor se hubiera disipado…
Joven, alado tirano[204], merced a un súbito decaer entregarás
tu cuerpo a la tierra. Sin duda al nacer balbucí
en mi interior tus epítetos florecientes, ya que al primer,
al primer asomo de idea y pensamiento tuyos,
bendije, manos en alto, las estrellas celestiales.
¿No eres cruel? Siempre me he esforzado por creerte amable,
pero, ¡ah! ¡eso no es bastante! Cuando era niña oí decir
que los besos atraían tu favor, y por ello daba entonces
besos[205] al viento vacante, pidiéndoles
que encontraran amor. Pero cuando llegué a sentir
cuán por encima de cualquier fantasía, de cualquier soberbia
o de cualquier veleidosa virginidad, de cualquier placer terrenal
o de cualquier bien imaginario, estaba el cálido temblor
de un férvido beso, al punto; en tal momento,
al pensar cosa tal, descaeciendo, me abatí en lecho de flores,
y en él por tres días yací, desfallecida. Ah vosotras,
benévolas potencias, ¿no estoy cruelmente equivocada?
Créeme, créeme, querido Endimión, que si yo fuera a tejer
con mis propias fantasías guirnaldas de vida amena,

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tú serías una y todas ellas. ¡Amarga contienda!
No puedo ser tu amor. Estoy proscrita, sí, lo estoy;
en verdad, estoy encontrada, aterrada, reprobada
por unos seres que me hicieron temblar
y por una ira monstruosa. Dos veces me has preguntado
adonde iba. ¡No me lo preguntes más! Ni te lo puedo confesar,
ni ser tu amor. Podríamos someternos nosotros mismos
ahora al castigo: morir; abrazarnos y morir,
¡qué idea voluptuosa! No prolongues mi deseo o quedaré
presa de unas trabas de deleite perverso. No, no,
que no sea así. Te bendeciré y daré un largo adiós».

El cario no dijo palabra. Ambos desamparados, pálidos,


en silencio, juntos se internaron por unos verdes valles.
Errantes, por fuerza tuvieron que complacerse en sentarse
bajo un haya preciosa, en solitario, y no se miraban
uno a otro, mas fijaban con tristeza sus ojos
en el círculo de hojas bajo él esparcidas.

«¡Endimión! ¡Desdichado! Casi me ofende contemplarte así,


en este último extremo… Sublime ha sido hasta ahora
tal cosa, mas en verdad que tengo por cierta
mejor música en una canción nueva. Voy a cantar aquí
a tu hermano, de melosa voz, por largo tiempo[206]
y tú me auxiliarás, ¿no me has auxiliado hasta ahora?
¡Sí, Emperador de la luz lunar! La felicidad ha sido tu premio
a lo largo de muchos milenios, aunque, a menudo, al borde
de las lágrimas, lo he lamentado, como si tú aún habitaras
en los bosques, olvidando el antiguo relato».

No distraía
él su mirada de las hojas muertas o, si no, hubiera
podido sentir una leve pulsación de alegría.
El espíritu recoge por el viejo suelo del jardín
del tiempo de la infancia amaranto lozano
si al azar se extravía[207]. Algo más adelante,
corría aquel arroyo verdadero junto al que había tenido
su primer y blando sueño de amapolas[208]
y era idéntica la corteza del árbol en que se apoyaba
que aquélla en que había señalado una luna creciente,
y, a su alrededor, prodigado en menudas estrellas su ingenio.
El fecundo árbol había crecido y verdecido,
que no borrado, la benigna incisión. Sí, no había ningún ribazo

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en que él no hubiera al antílope espantado
ni árbol alguno bajo cuya arraigada sombra él no hubiera
con sus leopardos domados jugado; ni podía lanzar
dardo veloz ni jabalina por ningún trecho de aire
que antes las suyas no hubieran surcado.
Pero él aún no lo sabía.

¡Oh perfidia! ¿Por qué sonríe su dama,


dando gusto a su mirada con toda su tristeza? Él no la ve.
¿Pero quién le mira así a él? ¡Si es su hermana!
¡Peona de los bosques! ¿Lo podrá ella resistir?
¡Imposible! ¡Cuán tiernamente se abrazan! Su dama sonríe,
y hay contento en su rostro, y no perfidia.

«¡Querido
hermano mío! ¡Endimión! ¡No llores así! ¿Por qué
has de padecer cuando todo el gran Latmos estará
exultando? Da gracias a los magnos dioses y no pienses
en cosas amargas: no digas ni una leve palabra
y ya no suspires más. No, no quiero pensar que tengas
tal acopio de aflicción como para demorarte otra vez
en mí ternura A buen seguro que no puedes tener
el ánimo dolido, ya que vienes de la mano de alguien
tan hermoso. Sed los dos felices,
para que yo pueda arrancar flores de otoño
para vuestras frentes. El sacro ministro de Pan
reclama al joven Endimión, y cuando él haya regresado,
hermosísima señora, tú serás nuestra reina.
¿No es, entonces, una vergüenza, no es tristísimo veros así?
Quizá seáis demasiado felices para estar alegres.
Oh, me parece como si fuera un día ordinario
y tan libremente proclamado como ningún otro
ya pasado. Lengua alguna me pedirá: “¿De dónde venís?”
mas seréis dioses de vuestro propio, imperial reposo.
Y ni siquiera yo, durante todo un mes,
voy a inquirir en las horas que desde ahora discurran,
pues en mi bosquecillo para ti voy a cantar. Oh Hermes,
esta misma noche se alzarán himnos a Cintia:
a la reina de la luz; porque los viejos adivinos
tuvieron anoche unas fastas visiones por el espacio,
que llevarán, según dicen tales sabios, un perpetuo bienestar
a los pastores y a sus rebaños; y, aún más, que leyeron
en el rostro de Diana este buen vaticinio. Por eso

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han de ser para ella estos cantos vespertinos.
Aquí vendrán por doquier nuestros amigos.
Son muchas los que por tu muerte han compuesto endechas
y muchos son ahora, aún, los que sus frentes ensombrecen
con ramos de ciprés en este día de ofrenda a los dioses.
Compondrás nuevos cantares para nuestras muchachas
y arrancarás la tristeza del ceño de nuestros monteros.
¡Dime, señora reina, cómo desposar a este mi hermano
descarriado con sus legítimos goces! Sus ojos
en ti están fijos, pues igualaste a su hado más divino.
Ayúdame, te ruego, a persuadirlo… Endimión,
querido hermano, di, ¿qué te aflige?». No pudo él resistir más,
y, de tal suerte, así doblegara su alma ásperamente,
como un arco de espiritual materia y lo hiciera vibrar interiormente,
con calma dijo: «¡Debiera tenerte por único amigo,
dulce doncella, por único visitante! Porque aunque no ignorase
que aquellas cosas falsas que buscan el placer entre los hombres
son placeres tan reales como lo real pueda ser,
hay otros más eminentes que yo no puedo ver, si impíamente
me acomodo en un reino terrenal. Desde que te vi,
he estado en completa vigilia noche a noche, día a día,
hasta que del empíreo he colmado mi medida.
Satisfácete, hermana, con verme más feliz
de lo que a los mortales conviene. Cual joven eremita,
viviré en una musgosa caverna, a la que vendrás
hasta mí, en solitario, y anegarás tu espíritu
en las maravillas que te he de contar. Mediante mí
el reino de los pastores se enriquecerá sobremanera,
ya que a tu lengua confiaré cualquier prosperidad.
Y, hazlo por mí, que esta joven doncella viva
contigo como una estimada hermana. Tú sola, Peona,
vuelve a mí. Confieso que esto puede sonar a extraño.
Pero cuando tú, queridísima doncella, veas
que esto es un placer para mí, ninguna perla, por ellas
resbalando, allanará esas mejillas. ¡Amable compañera!
¿Querrás vivir con ella, compartir conmigo este amor fraternal?».
Como el que, resignado, doblegado por las circunstancias,
y, por ello, por su propia condenación cegado,
aquella apacible desconocida dijo: «Sí, pero se ha corrido
por mis oídos un susurro de jubileo a Diana. ¿Oí bien?
Porque no veo que haya ningún tierno pajarillo
del que Júpiter no haya tomado cuidado. Largo tiempo he buscado
la paz y, sin darme cuenta, ¿no que la encuentro ante mí?

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¡Y, también, en tal exaltación, tan en pos de mi corazón!
Sabía, ah, sabía que había un lugar en él vacío.
En aquel mismo vacío la pura Castidad se asentará
y me guiará por la noche a algún sueño solitario.
Con la más pura elocuencia me profeso, amable señora, miembro
de la comunidad de Diana; y con tu bondadosa ayuda
veré esta misma noche consagrados mis días futuros a su templo».
Como un soñador percibe que él solo se infunde
a sí mismo su propio miedo, así los tres se sentían;
o como el que, en tiempos pretéritos, se arrodillaba
ante Baal o Lucifer[209] si después de un breve sueño desfallecía;
o como el que, en honda mina, en el subsuelo,
encuentra, dormido, a sus amigos, que no le reconocen,
Cada uno se aplica con diligencia a los pensamientos
y cosas ordinarias por verdadero miedo,
luchando por contentar sus funestos dolores con ideas
de asuntos cotidianos, de los que las amas de casa charlan.
Pero el espíritu abatió su soplo, y ellos se enseñaron.
Al fin, dijo Endimión: «¿No están prefijadas nuestras Parcas?
¿Por qué estamos aquí? ¡Adiós, amable dúo, adiós!».
Yaquellas muchachas, con atónita expresión,
se apartaron de él, aturdidas. Afectuosos y dolientes,
sus ojos las siguieron hasta llegar
a las cercanías de un pequeño cipresal, cuya mortecina entraña
en un raudo instante hubiera abismado para siempre
lo que entonces él veía. «¡Esperad! —gritó—. ¡Esperad!
¡Doncellas, volved! ¡Silencio! He de deciros una cosa.
Amable india, querría volver a verte; es algo
por lo que muero… Así que querría, Peona, que fuerais
a refugiaros, de la mano tomadas, a aquel sacro arbolado
que hay, silente, tras el templo de la gran Diana.
Allí estaré yo, al más temprano centelleo
de la estrella vespertina. Ya se han ido,
pero tan sólo una vez, sólo una vez, una vez más…».
Yentonces él oprimió sus manos contra su rostro
y descansó su cabeza sobre una verde prominencia de musgo,
y así se estuvo, como un cadáver, el día entero,
hasta que, a duras penas levantó su mirada para ver
cómo cambiaban las sombras con el lento moverse del tiempo,
indolentes y apenadas, hasta que las copas de los álamos,
en lúgubre desplazamiento, alcanzado hubieron la orilla del río.
Irguióse entonces, y, con tanta lentitud
como discurre aquel río, se dirigió hacia la arboleda

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del templo con este lamento: «¿Por qué tal atardecer de oro?
La brisa se mece con tanto cuidado y suavidad
que ni una hoja puede caer antes de que el sereno padre
de todas ellas, incline su cabeza estival bajo el oeste[210].
Estoy ahora de aliento, de habla y de presteza poseído
mas, al ponerse el sol, he de despedirme de ella
por última vez. La noche esparcirá en la húmeda yerba
miríadas de lánguidas hojas, y con ellas moriré,
pues no duele mucho morir cuando el verano muere
en el césped frío. ¡Si he sido mariposa, señor de las flores
y las guirnaldas, de los lazos del amor y de los cándidos
ramilletes; de los prados, arboledas, melodías
y rosas silvestres! Mi reino asiste a su muerte,
y con ellas tendría que morir yo. Pues si a todo esto llamamos
erróneamente dolor o calamidad, tristeza, aflicción, congoja
o penuria, ¿qué queda por deplorar? Por el enemigo del Titán[211],
que no soy sino tratado con justicia». Y, así diciendo,
avanzaba con presteza, de un modo mortalmente jubiloso,
y gozaba del claro arroyo y del sol poniente
como si hubiesen sido motivos para reír. Y no redujo su risa
al perfecto continente de su carácter, hasta que apareció
aquella arboleda como el acaso, y entonces su lengua,
con austera gallardía, profirió al entrar en ella
estas palabras: «¡Ah! Dije: “el rey de las mariposas”,
pero por estas tinieblas y la lengua juiciosa
del viejo Radamanto[212]; por esta región crepuscular,
de soledad pompa, y por la arcilla de Prometeo,
por el latrocinio conseguida[213]; por las melenas
del viejo Saturno, por su cabeza que estremece
una eterna flaqueza[214], que a mí mismo me apegué desde la infancia
con las cosas livianas, y, por ello, distanciado,
aislado, en una mortal soledad, sin duda padecí lo suficiente
para volver impío a un hombre mortal». Y, en tanto consideraba
interiormente tales cosas, a las que palabra alguna se aviene,
se hundió más y más profundamente hasta anegarse
más allá del alcance de la música.
Pues no oía el coro de Cintia; ni lo hubiera oído
aunque no hubiera habido ásperos zarzales ni una fronda encubridora
que se interpusiera para enervar
aquel himno vesperal tan intenso, pletórico y suave,
a través de los pilares oscuros de aquellas selváticas naves[215].
No veía a las dos muchachas ni su sonreír evanescente,

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cual prímulas que recogiera a medianoche un arroyo
de trémulos dedos. «¡Criatura infeliz! ¡Endimión!
—dijo Peona—. ¡Aquí estamos! ¿Qué quieres, di, antes
de que todos en ataúd yazgamos?», y, entonces, él la
abrazó y oprimió la mano de su dama diciendo:
«Hermana, hubiera querido, si ésta hubiera sido
la voluntad del cielo, tener el mando de nuestro triste destino».
Y, a esto, aquella extranjera de ojos oscuros,
ante la sorpresa de Endimión, eufórica, en pie,
con renovada lengua y más grata que el amor, dijo:
«¡Por la paloma de Cupido que lo tendrás! ¡Por la inocente
lealtad de este mi pecho, querido muchacho!»
Y, en tanto hablaba, a su rostro advino una luz
que parecía reflejada de una llama de plata. Su larga
cabellera negra, aún más magnífica, ondeaba desplegada,
toda oro; y en sus ojos despuntaba un día azul, aún más claro,
de amor henchido. Sí, ¡veía a Febe, su pasión!,
que erguía jubilosa su arco esplendente;
y de tal suerte prosiguió: «Triste, triste ha sido
nuestra demora. Pero un delirante miedo primero me impidió;
y luego los designios del destino; y, después, preciso fue
que de este mortal estado, amor mío, algún imprevisto cambio
te purificara. Recorreremos estas forestas, Peona,
que serán para ti seguro, ya que tu cuna fueron.
Yde ellas saldrás, veloz, para conmigo reunirte
a menudo». Y Cintia besó seguidamente a la radiante Peona
y la bendijo con su amable, nocturna despedida.
Su hermano le dio también un beso y, ante su diosa,
se arrodilló, desfalleciendo lleno de dicha.
Yella le dio sus lindas manos, y ¡mirad!,
antes de que tres rapidísimos besos le hubiera él dado,
se disiparon por el aire… Y Peona
por el tenebroso bosque volvió, extasiada, hacia casa.

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JOHN KEATS (Londres, 1795 - Roma, 1821). Es uno de los poetas más grandes del
Romanticismo europeo. Huérfano de padre desde niño y de madre desde los quince
años, trabajó como aprendiz de cirujano y, posteriormente, estudió Medicina en el
Guy’s Hospital de Londres, graduándose en Farmacia. Sus lecturas juveniles de
Virgilio le proporcionaron una formación clásica, pero quien más le influyó fue su
admirado Edmund Spenser. Pese al escaso éxito que tuvo, la publicación en 1817 de
su primera obra, Poems, lo animó a dedicarse con exclusividad a la literatura. Su
siguiente libro, Endymion (1818), fue duramente recibido por la crítica, lo que le
produjo una depresión que agravó su tuberculosis, enfermedad que lo acompañaría
hasta la muerte. Mientras convalecía en casa de un amigo se enamoró de Fanny
Brawne, quien le inspiró sus mejores versos, recogidos en el volumen Lamia,
Isabella, The Eve of St. Agnes, and Other Poems (1820). Ese mismo año embarcó
rumbo a Nápoles para intentar recuperarse de su mal, y unos meses más tarde murió
en Roma, donde fue enterrado en el cementerio protestante bajo el siguiente epitafio:
«Aquí yace alguien cuyo nombre se escribió en el agua». Pese a los pocos años que
vivió su autor, la obra poética de Keats es una de las más altas y hermosas de la
literatura inglesa y de las letras universales.

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Notas

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[1] Transcripción del v. 12 del soneto número XVII de Shakespeare. <<

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[2] Thomas Chatterton (1752/1770), poeta inglés que se suicidó y que para los poetas

románticos ingleses representó un símbolo de la incomprensión del mundo hacia el


artista. Sus «Rowley Poems» han sido durante mucho tiempo objeto de apasionadas
controversias, pero hoy en día parece que su atribución es indudable. <<

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[3] El párrafo sugiere la intención de Keats de componer su «Hyperion» (cfr. IV, V.

774). <<

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Notas

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[1] vv. 25/33: Adoptamos como valor del término «essence», el de «cosa bella» o

«imagen de una belleza ideal». <<

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[2] Se refiere a la composición «I stood tip-toe upon a little hill», que Keats había

compuesto cinco meses antes. <<

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[3] El monte Latmos, sito en Caria, Asia Menor, está tradicionalmente asociado con el

mito de Endimión. <<

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[4] Según la mitología clásica, Pan es el dios de la naturaleza universal. <<

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[5] Los rayos de sol en oriente. <<

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[6] Literalmente: «hubiese podido ganar el olvido», es decir, la nada (entendida como

liberación de lo material). <<

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[7] Geoffrey Chaucer (1340/45-1400) está considerado, cronológicamente, el primer

escritor importante en lengua inglesa. Sus Canterbury Tales datan de 1386/1400. <<

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[8] Anfibología, ya que «bearing the burden» significa también: «llevando la carga».

<<

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[9] Alusión a la poesía bucólica que deriva de la de Virgilio. <<

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[10] Según el relato ovidiano, durante una época Apolo estuvo confinado como pastor

en la Tesalia (Metamorfosis, II, w. 677/82). <<

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[11] Zeus, que se transfiguró en cisne por Leda. <<

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[12] «Poli» tiene una acepción de «cabeza». Los elizabethianos la adoptaron para

designar literalmente «la parte de la cabeza donde crecen los cabellos». <<

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[13] Héroe troyano al que raptó Zeus por su belleza y lo condujo al Olimpo, donde fue

el copero de los dioses. <<

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[14] En la mitología clásica, Endimión figura a la vez como príncipe de Elis y pastor

cario. De ahí la posible alusión regia del texto. <<

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[15] El Elíseo o Los Campos Elíseos era una isla sita en las regiones infernales donde,

según la mitología arcaica, moraban las almas de los virtuosos después de su muerte.
<<

www.lectulandia.com - Página 147


[16]
Símbolos del otoño y del invierno, posiblemente sugeridos por Shakespeare:
Macbeth, V, 3 y La Tempestad, V, 1. <<

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[17] Deidad marina a la que usualmente se la representaba mitad hombre y mitad

delfín y soplando una caracola. <<

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[18] Ninfas de los bosques cuya misión era protectora de los árboles y, especialmente,

de los robles. <<

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[19] Haimdríade convertida en flauta por las náyades para preservarla de la
persecución amorosa de Pan. <<

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[20] El pino es un símbolo pánico tradicional. <<

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[21]
Deidades inferiores de los ríos, los arroyos, los pozos y las fuentes. Se las
representa como unas doncellas jóvenes y hermosas. <<

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[22] A Pan, dios de la naturaleza universal, se le atribuían todos los sonidos extraños,

misteriosos e innumerables que se oye en los lugares apartados. <<

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[23] Pan era hijo de Dríope, ninfa arcaica, y del dios Mercurio. <<

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[24] Literalmente: «nuestro devoto peán». El peán es el canto de la plegaria que lleva

el nombre de Peán, médico de los dioses (cfr. 1, 408). <<

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[25] Monte arcadio consagrado a Zeus y también a Pan, cuyos festivales, denominados

«liceos», tenían lugar allí. <<

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[26] Defendidas por los espartanos contra Xerxes el año 480 a. C. <<

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[27]
A Jacinto le mató Céfiro (según otras versiones, el Bóreas) mientras estaba
entreteniéndose con Apolo lanzando el disco. Éste, apenado, transformó la sangre que
manaba de sus heridas en la flor de su nombre, que brota al despuntar cada
primavera. <<

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[28] La idea de dolor o arrepentimiento en Céfiro es una aportación personal de Keats

a la leyenda. Febo, «el brillante», es un epíteto de Apolo. Entre los latinos, Febo es
frecuentemente el nombre del dios, dispensado de la previa denominación de Apolo.
<<

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[29] Níobe fue transformada en roca por haberse jactado de su superioridad sobre

Diana. Ésta mató a las hijas de Níobe, como venganza, y Apolo, a sus hijos. <<

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[30] Los Argonautas viajaron con Jasón en busca del Vellocino de Oro, que había de

permitir a éste asumir el trono de Iolcos, usurpado por su tío Pelías. <<

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[31] Nombre latino de Poseidón, dios del mar. Hijo de Saturno y Cibeles, en el reparto

del mundo recibió la supremacía sobre las aguas, mientras Plutón, los Infiernos; y
Zeus se quedaba con el cielo y la tierra. <<

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[32] La estrella vespertina, también llamada Héspero. <<

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[33] Cometas. <<

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[34] «Eye-earnestly» es un neologismo de Keats. <<

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[35] Nombre latino de Hermes, al que su padre, Zeus, hizo heraldo suyo y de Plutón y

Proserpina. Pasó, con el tiempo, a ser dios de los viajeros, protector de los caminos y
dios de los comerciantes y de los ladrones. <<

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[36] Alusión a la Historia del Rey Joven de las Islas Negras, de Las Mil y una Noches.

<<

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[37] Chapman atribuyó, en sus Homeric Hymns, a Endimión una hermana llamada

Peona. Sin embargo, la asignación a esta de poderes más o menos mágicos


relacionados con la abundancia y fertilidad (w. 436/442 ss. y IV, 863/864) puede que
Keats la derivara de Peón, médico de los dioses, que interviene en La litada (V,
401/402). De acuerdo con otra tradición, Peón fue el fruto de los amores de Diana y
Endimión. <<

www.lectulandia.com - Página 169


[38] La imagen quizá está sugerida por la de los alciones posados sobre el mar en la

Nativity Ode, de Milton (vv. 66/68). <<

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[39] Divinamente inspirada. <<

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[40] Epíteto de las palomas de Venus en el templo de Pafos. Los versos siguientes se

refieren a la transformación en ciervo que sufrió Acteón por haber sorprendido a


Diana bañándose desnuda en una fuente. Luego, la diosa, irritada, hizo que su propia
jauría le devorase. <<

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[41] La estrella matutina o lucero de la mañana. <<

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[42] Se refiere a los cuatro caballos que conducen al carro de Apolo por el cielo, y

cuya pertenencia atribuye Ovidio al Sol. <<

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[43] El díctamo y la amapola estaban consagrados a Diana. <<

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[44] Vara mágica que dio Apolo a Mercurio, a cambio de la lira de siete cuerdas. Con

el caduceo, Mercurio guiaba a las almas hacia el infierno y aplacaba los vientos. <<

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[45] Según la antigua astronomía, las esferas eran concéntricas, huecas y transparentes

y giraban en torno a cada planeta. <<

www.lectulandia.com - Página 177


[46] Literalmente: «gordianados», derivado del nudo llamado «gordiano», porque lo

intrincó el rey frigio Gordio y que cortó Alejandro Magno.


La imagen de Diana descalza y con un manto en la cabeza ondeando al viento, Keats
la tomó, al parecer, de los grabados del «Polymetis», de Spence. <<

www.lectulandia.com - Página 178


[47] La semejanza de esta descripción con algunos detalles de la obra de Botticelli es

totalmente fortuita, ya que en 1817 no era conocida en Inglaterra ni había sido allí
difundida. <<

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[48] Tan honrados por su toque que se vuelven reales o regios. <<

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[49] Ninfas que vivían en las montañas y acompañaban a Diana en sus cacerías. <<

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[50] Referencia al mundo material entre los delos y las regiones infernales. <<

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[51] Reminiscencia de Shakespeare, La Tempestad, IV, 1, 156/157. <<

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[52] Al parecer, el sentido del pasaje es el siguiente: es preciso que la música
impregne la mente para que surja la música. La magia eolia alude a la música de la
lira de Eolia, islas donde se suponía el reino de Eolo, señor de los vientos. <<

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[53] Se refiere a la batalla de los Titanes contra los dioses del Olimpo, tema principal

del Hyperion. <<

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[54] Músico y poeta tracio que con su canto domaba a la naturaleza y fascinaba a los

animales, las plantas y hasta las piedras. <<

www.lectulandia.com - Página 186


[55] Verso no rimado en el original. <<

www.lectulandia.com - Página 187


[56] Latona era la madre de Diana y Apolo. <<

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[57] Dios del amor de los romanos. Más que con Eros, el dios griego con el que se

identifica, Cupido personifica la pasión del amor. Se le representa como un


«erotideus», amor niño o amorcillo con alas, arco y flechas o yelmo, espada y escudo,
y desnudo. <<

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[58] Los perezosos se alimentan de frutas y viven en arboledas. Keats lo debe de

confundir con algún animal depredador y carnívoro. <<

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[59] Proserpina era hija de Ceres y Zeus y Plutón la condujo con él a las regiones

infernales cuando se desposaron. Diversas tradiciones la identifican con Hécate. <<

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[60] Eco era una ninfa de las montañas. Se enamoró de Narciso, pero, privada del

habla por Juno, éste la abandonó y ella, desesperada, se internó en los bosques, donde
se debilitó tanto que al cabo de un tiempo, sólo quedó su voz, que responde en las
montañas. <<

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[61] Isla de las Cíclades considerada como el lugar natal de Diana y Apolo y lugar del

antiguo templo de éste. <<

www.lectulandia.com - Página 193


[62] Se refiere a la historia de los amores de Crésida o Criseida, hija del sacerdote

troyano Calcas, por Troilo, último hijo de Príamo, al que traiciona y por quien éste
muere. El asunto ya lo trataron Boccaccio, Chaucer y Shakespeare. <<

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[63] Se refiere a la «Vida de Temistocles» de Plutarco, que refiere cómo el vuelo de un

búho por el mástil de su navío, convenció a sus oficiales para entrar en liza, siguiendo
la decisión inicial de Temístocles. <<

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[64] Sobre la treta de Ulises de cegar a Polifemo, el cíclope dormido, para poder huir

aquél y sus compañeros, es conocido el relato homérico de La Odisea, IX. <<

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[65] Alusión a Romeo y Julieta, II, 2. <<

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[66] Heroínas elisabethianas: Hero es la protagonista de Hero & Leander, de Marlowe;

sobre Imogen, cfr. Cymbeline, de Shakespeare, IV, 2, 195-291; y sobre Pastorella y el


bandido, Spenser, The Faerie Queene, VI, XI. <<

www.lectulandia.com - Página 198


[67] Alusión a los peregrinos que viajaban por el Mar Egeo hacia Delfos, donde estaba

el templo de Apolo. <<

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[68] Hija del Océano y Tetis, desposada con Neptuno y madre de Tritón. <<

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[69] Río del Asia Menor que desembocaba en el Mar Egeo y notorio por su curso

sinuoso. <<

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[70] Verso no rimado en el original. <<

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[71] Orfeo obtuvo de los dioses la concesión de descender a los infiernos para rescatar

de ellos a Eurídice, su amada, tocando el laúd. <<

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[72] Nombre de Diana por el lugar de su nacimiento, el Monte Cinto, en Delos. <<

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[73] El autor supone que la reputación de castidad que tiene Cintia es la razón de que

mantenga en secreto su amor. <<

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[74] Deucalión y Pirra fueron los únicos supervivientes de un diluvio que Zeus mandó

a la tierra como castigo por la corrupción. Flotaron durante nueve días y, al décimo,
desembarcaron en el Monte Parnaso.
Orión era hijo de la Tierra. Enopión le cegó por haber pretendido a su hija, y recuperó
luego la visión merced a los rayos del sol. <<

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[75] Herrero de los dioses y patrón de los trabajadores del metal. <<

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[76] El sibilante eco en la caverna es como el sonido de la lluvia en el exterior. <<

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[77] A la Diana Cazadora se la representaba habitualmente con una pequeña luna

creciente en su cabeza. <<

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[78] Poeta y músico de Lesbos que fue a Italia con Periandro, donde obtuvo celebridad

e inmensas riquezas. <<

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[79] Endimión. <<

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[80] Baco consoló a Ariadne cuando Teseo la abandonó. <<

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[81] Vertumno es la deidad romana de la fecundidad de la tierra. Pomona le rechazó

varias veces. Ésta era una ninfa de los jardines, las flores y los frutos. <<

www.lectulandia.com - Página 213


[82] Amaltea fue una princesa de Creta que alimentó a Zeus en el monte Ida, cuando

era niño, con leche de cabra. <<

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[83] Hijas de Héspero. Guardaban el jardín de los dioses donde había los manzanos de

oro, regalo nupcial de la Tierra a Juno cuando se desposó con Zeus. Keats los sitúa en
Siria al tomar su maná, pero su ubicación tradicional es en el continente africano. <<

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[84] El relato de Keats sigue bastante de cerca el de Shakespeare en Venus y Adonis,

con algunos detalles adicionales de Spenser (The Faerie Queene, III, 1). <<

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[85] Adonis compartía con Venus una parte del año para quedar libre durante otra

parte del año. <<

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[86] Venus. <<

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[87] Símbolos venusinos. <<

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[88] La historia de los amores adulterinos entre Marte y Venus viene relatada por

Ovidio en Las Metamorfosis, III. <<

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[89] Constantemente cambiantes. Proteo podía asumir cualquier forma que quisiera.

<<

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[90] Madre de los dioses, que transformó a Hipomenes y Atalanta en leones por haber

profanado su trono. <<

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[91] Quienes bailan ante las puertas del cielo pueden ser las Horas, pues así fueron

representadas por los poetas, llevando en sus manos los productos agrícolas de las
diversas estaciones. Las hijas de Atlas son las pléyades, que a su muerte fueron
convertidas en una constelación. <<

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[92] Tritón se había unido a numerosas hijas del mar y engendrado a los Tritones,

monstruos marinos que conservaron sus características físicas. <<

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[93] Monte de Beocia consagrado a las Musas. En él estaba la fuente Hipocrena. <<

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[94] Es decir: el sol se ha puesto; el mundo ha cumplido su poética tarea. <<

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[95] Monte en el que Paris decretó su juicio en favor de Venus. En el texto, parece se

trata de una advocación de la propia Venus. <<

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[96] Palas. Diosa de la sabiduría, celebrada por su castidad. <<

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[97] Seguramente se refiere a que aquellos oídos están encendidos de sentimiento y, de

tal suerte, delicadamente entonadas para el canto del poeta. <<

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[98] Afinada como las cuerdas de la lira eolia, que responde armoniosamente al oreo

del viento. <<

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[99] Una de las tres Furias, hijas de Aqueronte y la Noche, a las que se representaba

vagando por el Tártaro y fustigando a los criminales con víboras y llamas. <<

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[100]
Se refiere al sonido de la música de Hermes cuando arrullaba a Argos, el
monstruo de cien ojos, para que durmiera. <<

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[101] Ballenas. <<

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[102] La edad de oro corresponde a la arcaica y benigna época en que reinaba Cronos.

La noche a que se refiere es la del primer encuentro de Endimión con Febe (w.
552/571 del Libro I). <<

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[103] Diana protegió a la ninfa Aretusa convirtiéndola en fuente, para salvarla de la

impetuosa carrera del dios-río Alfeo, que se había prendado de ella al bañarse ésta en
sus aguas. <<

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[104] Diana. <<

www.lectulandia.com - Página 236


[105] Alusión a la derrota de Saturno por los dioses olímpicos. <<

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[106] La fuente Aretusa y el río Alfeo se juntaban en Ortigia, Sicilia, tras de que la

primera se ocultara en la playa del otro lado del mar y el segundo la persiguiera por
éste desde la costa griega. <<

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[107] Los w. 1/21 aluden a los partidarios de los regímenes reaccionarios de aquel

entonces. La Monarquía había sido restaurada en Francia en 1814, y el Congreso de


Viena había concluido en 1815. <<

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[108] Símbolo de la sabiduría. <<

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[109] Diosa de la abundancia y madre de Proserpina. Personificaba la fuerza nutricia

de la tierra. <<

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[110] Océano es la personificación del agua que envuelve al mundo. Es el mayor de

los titanes. Telos es la divinidad romana que representaba el principio de la


fecundidad. Fue asimilada a la Tierra para, más tarde, perder sus atributos en favor de
Ceres y de Cibeles. La alusión que contiene el verso hace referencia a la gravitación
de las mareas sobre las costas de la tierra. <<

www.lectulandia.com - Página 242


[111] Denominación de Venus, la estrella vespertina. <<

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[112] Los reflejos de la luz de la luna en el agua. <<

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[113] Leandro, como Orfeo y Plutón, son personajes de la mitología helénica que

desafiaron respectivamente, por causa del amor, al mar, los infiernos y al empíreo. <<

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[114] Cupido. <<

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[115] De los tiempos primitivos, ya que Saturno era uno de los dioses más antiguos.

<<

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[116] Hija del Caos y hermana del Erebo que, unida a la Luz, engendró al Cielo y a

Zeus. <<

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[117] Glauco. <<

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[118] Cita del Libro II de Samuel, XII, 7. <<

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[119] Tifón. Zeus le derrotó y enterró bajo el Etna, y Vulcano obturó la salida de su

encierro. <<

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[120]
Las Parcas, que cortaban el hilo de la vida humana según la voluntad del
Destino. <<

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[121] Literalmente: «¿Qué solitaria muerte he de morir?». Sin embargo, este acusativo

interno nos ha parecido forzado en lengua castellana y hemos optado por una versión
más libre. <<

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[122] Lugar de dolor en las regiones infernales. <<

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[123] Los siguientes vv. 318/638 contienen una adaptación libre del relato ovidiano

(Las Metamorfosis, XIII 898/968) de los amores de Glauco y Escila. <<

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[124] Uno de los caballos del carro de Apolo. <<

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[125] Según la versión original, Glauco es transformado en deidad marina tras ingerir

una hierba mágica encontrada en la orilla del mar. <<

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[126] Circe convirtió a la ninfa Escila en monstruo porque Glauco, de la que aquélla

estaba enamorada, le había pedido ayuda para conquistarla. Escila se arrojó al mar e
hizo su morada de una roca del estrecho de Mesina, frente a Caribdis, y, como ésta, se
convirtió en un monstruo, terror de navegantes. <<

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[127] Escila tuvo numerosos pretendientes, pero los rechazó a todos. <<

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[128] Hércules se arrojó a una hoguera en Eta, de la que le rescató Zeus y le condujo al

Olimpo. <<

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[129] La hechicera Circe era hija del Sol. <<

www.lectulandia.com - Página 261


[130] Isla donde Circe vivió después de su exilio de la Cólquida por haber envenenado

a su esposo. <<

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[131]
Según la versión original de la leyenda, Glauco resiste a Circe, quien, por
venganza, transforma a Escila en monstruo. <<

www.lectulandia.com - Página 263


[132] Inventor de la música. Al son de su lira, regalo de Apolo, las piedras de la

muralla de Tebas se levantaron y dispusieron solas. <<

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[133] Circe tranformaba a sus amantes en bestias merced a sus mágicos brebajes. <<

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[134] El óbolo o precio que percibía Caronte por trasladar las almas de los muertos por

la laguna Estigia y el río Aqueronte. <<

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[135] Posible reminiscencia de la unión de Baco y Circe. <<

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[136] Pitón era un monstruo que nació del fango de la tierra tras el diluvio al que

sobrevivió Deucalión y que Apolo mató en Delfos. El Bóreas es el viento del Norte.
<<

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[137] Alusión a la batalla de los centauros y los lapitas, con ocasión del intento de

violación de uno de los primeros a Hipodamia durante su convite nupcial. <<

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[138] Las Furias, equivalentes romanos de las Erinias griegas, eran fuerzas misteriosas

que no reconocían la autoridad de los dioses y vengaban toda suerte de faltas contra
el orden social. <<

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[139] Plutón. <<

www.lectulandia.com - Página 271


[140] El sueño de Circe que relatan los versos siguientes es una reelaboración personal

de la leyenda clásica. <<

www.lectulandia.com - Página 272


[141] Dios del viento, al que tenía encerrado en una caverna de las islas eolias. <<

www.lectulandia.com - Página 273


[142] El monte Atlas, del macizo norteafricano, consideraban los antiguos que tenía tal

altitud, que imaginaron que los cielos descansaban sobre su cima y que el gigante
Atlas soportaba el mundo entero sobre sus hombros. <<

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[143] Dios de la guerra.

El ejercito de los amantes esta posiblemente inspirado en la revista de las huestes de


Satanás, de El Paraíso Perdido, I, 344-355 y 544-571. <<

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[144] La luz del sol. <<

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[145] El mar. <<

www.lectulandia.com - Página 277


[146] Ciudades de la Antigüedad celebradas por su esplendor. <<

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[147] Un ejército de enamorados. <<

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[148] Sintaxis confusa en el original. <<

www.lectulandia.com - Página 280


[149] Ninfas del mar, las cincuenta hijas de Nereo y Doris. <<

www.lectulandia.com - Página 281


[150] Venus. <<

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[151] Cortejo de Venus. <<

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[152] Madre de Glauco, esposa de Neptuno y ninfa del mar. <<

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[153] Venus ha adivinado el amor de Diana por Endimión. <<

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[154] Sintaxis confusa en el original. <<

www.lectulandia.com - Página 286


[155] Como el sonido de la lira eolia. <<

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[156] Cupido. <<

www.lectulandia.com - Página 288


[157] Hijo del Cielo y de la Tierra, personificación del agua que rodea a la Tierra y

primogénito de los Titanes. <<

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[158] Doris, hija del Océano y Tetis, se desposó con su hermano Nereo, al que se

representa como un anciano de luenga barba y cabellos de color azulado. Tenía su


principal lugar de residencia en el Mar Egeo. <<

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[159] Tetis y Peleo fueron los padres de Aquiles. Ella era una de las nereidas. <<

www.lectulandia.com - Página 291


[160] Poetas y sacerdotes de los antiguos britanos. La alusión es común en la poesía

prerromántica inglesa, y va emparentada casi siempre con nociones de poesía,


naturaleza, sabiduría y libertad. <<

www.lectulandia.com - Página 292


[161] Las Musas, hijas de Apolo, crearon la armonía terrestre. <<

www.lectulandia.com - Página 293


[162] Ausonia es el nombre arcaico de Italia. Los que gritan son Dante y Virgilio,

según ciertos críticos. <<

www.lectulandia.com - Página 294


[163] El significado exacto de «shive» es «dar la absolución». <<

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[164] El hecho de que por vez primera aluda Keats a Febe en lugar de «la diosa

desconocida» ha inducido a pensar en la influencia que en aquel entonces pudiera


experimentar del «Endymion & Phoebe», de Drayton. <<

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[165] Endimión tiene el alma triplemente escindida a causa de su simultáneo amor

hacia la luna, la diosa desconocida y la princesa hindú (cfr. II, vv. 169/198). <<

www.lectulandia.com - Página 297


[166] Denominación poética del infierno. <<

www.lectulandia.com - Página 298


[167] A Baco se le representa generalmente coronado de vides y hojas de yedra con un

tirso en la mano. <<

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[168] Keats se ajusta a la tradicional descripción de Baco como un joven de aspecto

afeminado y considerablemente rollizo. El tirso es una vara enramada. <<

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[169] Sileno es un semidiós encargado de servir y educar a Baco durante su infancia.

Habitualmente, se le representa como un risueño y orondo anciano que cabalga un


asno, coronado de flores y siempre embriagado. <<

www.lectulandia.com - Página 301


[170] Los sátiros eran semidioses que simbolizaban las fuerzas de la naturaleza vegetal

y animal, a los que se representaba con patas de caballo o macho cabrío. Eran unos
seres perezosos y lascivos que acompañaban a Baco en su cortejo. <<

www.lectulandia.com - Página 302


[171] Los hay en América y China, pero no en la India. <<

www.lectulandia.com - Página 303


[172] Osiris fue una de las principales deidades del antiguo Egipto. <<

www.lectulandia.com - Página 304


[173] Dios supremo hindú de la mitología post-védica. <<

www.lectulandia.com - Página 305


[174] Los cimerios eran un pueblo que habitaba una región cubierta de nieblas y

vapores, donde la noche era constante y el sol nunca aparecía. <<

www.lectulandia.com - Página 306


[175] Febo era hija de Júpiter y Latona. <<

www.lectulandia.com - Página 307


[176] El Skiddaw está en el Distrito de los Lagos y Keats lo conocía a través de la

poesía de Wordsworth. Su primera visita a los Lagos data de 1818. <<

www.lectulandia.com - Página 308


[177] Los pavos reales, asociados tradicionalmente con Juno. <<

www.lectulandia.com - Página 309


[178] Palas Atenea era la diosa de la sabiduría y de la guerra. Se la representaba

blandiendo una espada y empuñando un escudo que remataba la cabeza de la


Gorgona. <<

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[179] Hija de Juno y escanciadora de la ambrosía divina en el Olimpo hasta la llegada

a él de Ganimedes. <<

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[180] Divinidades de la fertilidad, el orden natural y humano, y de las estaciones y

horas del día. Se las representaba como jóvenes graciosas que danzaban en compañía
de las Musas y de las Gracias. <<

www.lectulandia.com - Página 312


[181] La diosa desconocida y Diana se identifican en el sueño de Endimión. <<

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[182] Alusión a Ícaro, que se remontó demasiado con las alas de cera que su padre

Dédalo hizo para que pudieran escapar de su exilio cretense. <<

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[183] Literalmente: «no tengo un corazón dedálico». El epíteto sugiere complicación a

ingenio y deriva de Dédalo, el ingenioso artífice a que se refiere la nota anterior. <<

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[184]
Deidad infernal, hija de la Noche, que, al propio tiempo que vindicativa y
siempre a punto de castigar la impiedad, favorece a los virtuosos. <<

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[185] Nombre griego de la Vía Láctea. <<

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[186] La garrapata hace un sonido parecido al de un reloj. La superstición atribuía a la

garrapata el sentido de un augurio de la muerte. La alusión a la asfixia deriva del


conjunto de la metáfora: después de la muerte, aquel reloj está asfixiado. <<

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[187] Semele fue la madre de Hércules. <<

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[188] El Céfiro era el viento del oeste, impetuoso y aciago. Provocaba tempestades y

era signo de borrascas. Se enamoró de Flora, pero ésta le rechazó por la violencia de
su temperamento. Para agradarle, Céfiro se transformó en una brisa suave a cuyo
soplo las flores primaverales se abrían. Flora personifica la fuerza vegetativa que
hace crecer las plantas. <<

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[189] Alusión al Zodíaco, el cual, con las Constelaciones, se reúne en la mascarada

nupcial de Diana. <<

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[190] «El Aguador», a veces identificado con el copero Ganimedes. <<

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[191] Cástor y Pólux eran hermanos gemelos, hijos de Zeus y Leda, que fueron
transformados en la constelación de Géminis. <<

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[192] Se refiere a la constelación del mismo nombre. <<

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[193] A Sagitario se le representaba como un sátiro apuntando su fecha a la cola del

Escorpión. Posteriormente, los artistas le transfiguraron en Centauro. <<

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[194] Alusión al rescate de Andrómeda por Perseo. A su muerte fue puesta con las

constelaciones. <<

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[195] El hijo de Dánae es Perseo. <<

www.lectulandia.com - Página 327


[196]
Dafne invocó la piedad de los inmortales cuando Apolo estaba a punto de
forzarla, y, aquéllos, atendiendo su súplica, la convirtieron en laurel. <<

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[197] Diana ha reanudado su rol de princesa india. <<

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[198] Quizás los anteriores versos sean una deliberada respuesta al idealismo
visionario de Alastor (1816) de Shelley. <<

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[199] Quizás las vidas vividas bajo la influencia de la luna. <<

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[200] La siguiente fantasía pastoral (w. 670/721) puede haber sido inspirada por la

apelación de Polifemo a Galatea en Las Metamorfosis, XII, 810-839, así como por
The Passionate Shephered to his Love, de Marlowe. <<

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[201] Deidad romana del fuego del hogar. <<

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[202] Mi oráculo. <<

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[203] Los otros dos «amenos placeres» quedan en una discreta oscuridad. <<

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[204] Palabras dirigidas a Cupido. <<

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[205] Verso no rimado en el original. <<

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[206]
Apolo, hermano de Diana, al que Keats pensaba celebrar como sucesor de
Hiperión. <<

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[207] El amaranto es una flor imaginaria que no se marchita. <<

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[208] Alusión a los vv. I, 551/671. <<

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[209] Baal era un importante ídolo de los antiguos caldeos y asirios. <<

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[210] Apolo, aquí personificado como sol del verano. <<

www.lectulandia.com - Página 342


[211] Zeus. <<

www.lectulandia.com - Página 343


[212] Juez de los infiernos, que obligaba a los muertos a confesar sus crímenes y los

castigaba. <<

www.lectulandia.com - Página 344


[213] Según Apolodoro, Prometeo creó al primer hombre y mujer de la tierra con

arcilla que animó mediante el fuego que robó del cielo. <<

www.lectulandia.com - Página 345


[214] Nombre latino de Cronos, hijo del Cielo y de la Tierra y menor de los Titanes. A

pedido de su madre, mutiló a su padre y ocupó su puesto en el trono del universo. <<

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[215] Literalmente: «en aquellas silvánicas naves» Silvano era la deidad romana de los

bosques y de los campos. Primero se le representó como árbol luego con apariencia
humana, y, al fin, se le asimiló al dios Pan. <<

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