Rios de Noche y Niebla
Rios de Noche y Niebla
Ahora bien, en el ámbito nacional el cuento titulado “Sin nombres, sin rostros, ni
rastros” del escritor tolimense Jorge Eliecer Pardo, resulta ser un relato conmovedor
acerca de la desaparición forzada. Aun cuando no se indica el lugar geográfico
exacto, se puede inferir que podría ser la memoria de cualquiera de las poblaciones
rivereñas, que han contemplado amaneceres y ocasos, siendo testigos de cómo “en
Colombia los ríos son las tumbas de los miserables de la guerra” (Pardo, 2011,
p.319). La narración, en primera persona, tampoco da cuenta del nombre del
personaje principal, esto resulta ser una estrategia narrativa en la cual el escritor nos
refiere que los hechos mencionados son ajustables a diversos duelos, propios de
infinitos nombres y localizaciones. Así pues, invocar un nombre y una ubicación
sería, de plano, entrar en reduccionismos. Prefiere el autor no comprometerse a un
solo suplicio sino ser el eco de muchos dolores.
El rito valeroso de las mujeres del puerto se presenta como una forma de sobrevivir
y soportar el propio duelo. Al adoptar un muerto, al renombrarlo y rendirle tributos
florales, oraciones, se evidencia cómo esperan aquellos seres, en un acto de
compensación, que sus desaparecidos corran con la misma suerte. Ser rescatados
de las aguas, encontrando así un merecido estado de reposo después de la
condición de suplicio por la cual atravesaron. En el cuento de Pardo se lee: “todas
tenemos muertos y sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia
de haber sido degollados, descuartizados o ejecutados con desmayo en la
humillación” (Pardo, 2011, p. 318). Este acto ceremonial, descrito por Pardo, entra
en consonancia directa con las descripciones realizadas por la cronista antioqueña
Patricia Nieto en su libro Los escogidos.
Nieto realiza un magistral compendio de las historias que, a su paso por Puerto
Berrío, captó. En entrevistas dadas a diversos medios la escritora afirma que
escuchó la noticia de un pueblo rivereño donde sus habitantes adoptaron una
peculiar conducta: puesto que el río traía consigo restos mortales, los pobladores
idearon un rito de apadrinamiento de las tumbas de los despojos humanos, así
mismo como sucede en la ficción escrita por Pardo en su cuento “Sin nombres, sin
rostros, ni rastros”. En su momento, según la autora, a tal informe se le dio un
tratamiento superfluo y deshumanizado, pasando a ser una noticia más en el listado
escabroso de acontecimientos que la guerra va dejando a su paso. Pero no para la
cronista, quien avizoró allí el germen para su investigación y años más tarde viajó al
lugar de los hechos, convencida en develar los lazos poéticos y antropológicos allí
enraizados.
Cuando Nieto llegó a Puerto Berrío, inició su búsqueda en el cementerio. Se dirigió
al “Pabellón de los olvidados” (Nieto, 2012, p. 30) donde se deslumbró con un
arcoíris trágico. Allí reposaban los viajeros del río, los “muertos del agua” (Nieto,
2012, p.17). Al respecto escribió la autora que en ese pabellón “han encontrado
lecho los cuerpos inflados, perforados, picoteados que el río deja en playas oscuras”
(Nieto, 2012, p. 20), “a [quienes les] arrebataron la identidad en el momento del
asesinato clandestino” (Nieto, 2012, p. 38). Siendo tantos los viajantes, convertidos
en N.N. la escritora encontró que los puertoberreños elegían una tumba sin doliente
y se declaraban guardianes de sus escogidos. Entraban así en una comunión con el
espíritu o ánima del desconocido, arreglaban su tumba, la llenaban de color, de un
poco de la vida que les fue arrebatada, le daban un nombre, rezaban por su
descanso, por el consuelo de sus dolientes y le encomendaban favores.
Un gesto maternal, benévolo, fue el que halló la cronista y que representa una
afinidad impecable con el cuento del escritor tolimense:
Los primeros meses poníamos en sus lápidas las tristes letras de N.N. y
debajo un número para que todos supieran que era un muerto con dueño, o
mejor un desaparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las
autoridades también los dejan a la buena de Dios, los dueños de los
cadáveres los rebautizan con los nombres de sus muertos queridos. Es como
un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la
arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les regalamos
rosarios completos y unos cuantos responsos (Pardo, 2011, p. 318).
Como lo establece Luz Mary Giraldo en su disertación “En otro lugar: migraciones y
desplazamientos en la narrativa colombiana” en la literatura se hace evidente una
“retórica del exilio y el desplazamiento” (Giraldo, 2008, p.3) que da cuenta de los
sucesos de la realidad violenta de nuestro país. En el estudio que realiza sobre un
corpus de obras colombianas que abordan la temática del exilio, la escritora afirma
que “diversidad de sujetos y de experiencias se recrean en nuestra literatura, desde
la que pueden reconocerse las implicaciones de la violencia en la historia de nuestro
país” (Giraldo, 2008, p. 5). Los relatos que se han convocado hasta este punto
(Martínez, Pardo, Nieto) concuerdan con la propuesta de Giraldo al asegurar que
este tipo de narraciones en la literatura “no guardan silencio frente a la historia: al
contar, afirma y exorciza el dolor y el horror, hace señalamientos a conflictos
internos” (Giraldo, 2008, p. 8).