De La Torre Simbolo y Biblia PDF
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1. LA SILENCIOSA Y FUNDAMENTAL
PRESENCIA DEL SÍMBOLO
EN LA BIBLIA
Siempre que tengamos delante de nosotros un texto bíblico, pense-
mos que él es el resultado de un proceso profundamente humano, que
él no cayó del cielo, sino que es el producto de un esfuerzo personal o
comunitario que trata de comunicar, a partir de acontecimientos, lo
que el escritor o la comunidad piensa de Dios, del ser humano, del
mundo, de la historia, enrolando o comprometiendo en todo ello su fe
en un determinado modelo de Dios. Por lo mismo, cuando en la Biblia
se nos habla de estas verdades fundamentales (Dios -ser humano-
mundo), no pensamos en la realidad de las cosas en sí, sino en la rea-
lidad que la mente tiene asimilada acerca de todas ellas. Es aquí don-
de el símbolo tiene la última palabra.
Esto significa que todo texto bíblico nos está revelando, a través de las palabras
(del universo literario externo), la realidad interna de quien o de quienes lo cono-
cen (el universo literario interno). Por consiguiente, si ya desde este comienzo qui-
siéramos definir qué es símbolo literario, tendríamos una buena aproximación al
mismo, al decir que es el acontecimiento literario que permite unir dos campos: el
de las palabras del relato y el de la interioridad de quien emplea dichas palabras.
La Biblia está llena de ejemplos que confirman todo lo anterior. Desde el comienzo
(en el libro del Génesis) abundan los casos. Queremos ponérselos al lector en
forma de interrogantes, no en forma de soluciones, para que él mismo se dé cuen-
ta de la limitación del mismo texto bíblico y se vea obligado a pensar en que las
palabras del texto, en su forma literal, no son suficientes: hay que convertirlas, por
la fuerza del símbolo que las posee o inhabita, en un camino hacia unas verdades
más profundas.
Por lo mismo, preguntémonos, buscando una verdad mayor: ¿A qué realidad con-
duce la afirmación de que Elohim “creó al ser humano a imagen suya, a imagen de
Elohím, macho y hembra los creó” (Gn 1,27)? ¿Qué realidad está oculta cuando
se afirma que “Yahvéh Elohím formó al hombre del polvo del suelo y le insufló en
sus narices aliento de vida, quedando constituido el ser humano como un espíritu
viviente” (Gn 2,7)? ¿Qué verdad mayor se está afirmando al decir que “Yahvéh
Elohím transformó en mujer la costilla que había sacado del varón” (Gn 2,22)? etc.
etc. ¿Se pueden y se deben tomar al pie de la letra las expresiones “el ser huma-
no es imagen y semejanza de Dios”, o “el hombre fue hecho de barro”, o “la mujer
fue hecha de una costilla”? ¿No nos indican algo más estas otras expresiones de
Lucas: “Y descendió sobre Jesús el Espíritu Santo en figura corporal como de una
paloma y sonó una voz del cielo: tú eres mi Hijo Amado” (Lc 3,22)? ¿A qué reali-
dad alude Lucas cuando envuelve a Pablo en resplandores, lo tumba al suelo y lo
hace oír voces del cielo” (Hch 9,4)? ¿Y qué hondo significado puede tener, frente
a una mujer que va a ser la madre de un niño que no es sólo hombre sino Dios, el
hecho de que ella diga “yo no conozco varón”, o el hecho de que es un ángel
quien le dice que “el Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,34-35)? ¿No hay detrás
de todas estas palabras otra realidad más honda, más profunda, que la que da el
simple significado de las palabras?
Frente al desafío que nos plantean estas preguntas, cabe hacernos otra: ¿No es
cierto que para poder responder los interrogantes hechos, necesitamos algún tipo
de hermenéutica? Recordemos que siempre que se necesite hermenéutica es
porque palpamos la necesidad de ir más allá de las palabras, en busca de otra
realidad, ciertamente conectada con ellas, pero más honda que ellas. La mejor
prueba, pues, de que en el texto bíblico nos encontramos con relatos simbólicos
es que él vive necesitado siempre de una hermenéutica, aunque no de cualquier
hermenéutica.
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Tenemos como ejemplo de un proceso simbólico bíblico esta frase, en la que está
el meollo del relato simbólico de la encarnación de Dios, según Juan: “y la Palabra
de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”; después de leerla detenidamente y
repasar su contexto, nos damos cuenta que detrás de ella hay un proceso que es
propio de todos los relatos simbólicos y que podemos sintetizar así:
Este relato simbólico de la Encarnación de Dios compuesto por Juan (Jn 1,1-14),
si lo comparamos con el de Lucas (Lc 1,26-35) y Mateo (1,18-25) nos demuestra
cómo es posible que se digan las mismas cosas de modos tan diferentes. Aquí se
trata de relatos simbólicos que responden a diferentes conciencias (consciente -
inconsciente) con intereses o preocupaciones tan diferentes.
Aunque vamos a ampliar cada uno de los cuatro elementos anteriormente indica-
dos, es bueno darles ahora un vistazo general que nos facilite su comprensión.
Estos cuatro elementos que hemos subrayado son los que están presentes en to-
do proceso simbólico. Insistimos en ello, porque generalmente nos obnubilan las
formas externas atrayentes de los relatos literarios (su permanente uso de signos
metafóricos), descuidando el acontecimiento humano histórico al cual quiere dar
respuesta el símbolo. En toda forma literaria, por abstracta que sea, yace un inten-
to -exitoso o fallido- de dar respuesta a los acontecimientos que configuran la
propia existencia, o a la propia historia. Esto hay que aplicarlo siempre a todos los
relatos bíblicos, por muy simbólicos que ellos sean. Todo relato tiene la capacidad
de llevarnos al acontecimiento que lo generó.
El relato hablado o escrito, es, pues, una criatura que, para nacer, activa de nue-
vo las estructuras de la mente, para dar lo mejor de sí, en palabras apropiadas y
precisas, en metáforas e imágenes, en sobriedad y elegancia, en simplicidad y cla-
ridad, buscando que el relato simbólico demuestre estas cuatro cosas: que el es-
critor, utilizando sus esquemas mentales, tuvo capacidad recreativa frente a lo
acontecido... que su inconsciente tuvo capacidad acumulativa y capacidad de ma-
duración y de espera... que las estructuras lectoras de la mente tuvieron capaci-
dad de ver a fondo y de enriquecer el acontecimiento... y que se puede llegar al
suceso original, del cual el relato simbólico nunca logra desprenderse del todo.
Vamos hacer, a partir de este momento, una ampliación de cada uno de los cua-
tros elementos que configurarán el símbolo. Ahondar en cada uno de ellos desde
el mundo bíblico, nos demostrará su inmenso valor para los procesos hermenéuti-
cos.
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Todo relato bíblico simbólico tiene, como punto de partida, algún acontecimiento.
A veces se trata de un acontecimiento considerado extraordinario, como darle ali-
mento a miles de personas, lo cual generó en los evangelios el relato simbólico del
milagro de la multiplicación de los panes (cf. Mc 6,30-44 y par.). Otras veces se
trata de un acontecimiento bien ordinario, como la sanación de unas fiebres co-
munes, lo cual genera en el evangelio de Marcos el relato simbólico de la curación
de la suegra de Pedro (cf. Mc 1,29-31). El acontecimiento que puso en marcha el
relato simbólico no desaparece del relato, de tal manera que el lector lo debe y lo
puede reconstruir sirviéndose de los mismos elementos que le aporta el relato
simbólico. Por ejemplo, los exegetas que reconstruyen el acontecimiento que está
detrás del relato de la multiplicación de los panes, se sirven de estos datos: de la
pregunta de Jesús “¿cuántos panes tienen ustedes?” (Mc 6,38); del hecho de or-
ganizarlos por grupos, para que pudieran compartir (6,39-40); y de la frase “irles
dando pan bendecido a sus discípulos, para que lo repartieran” (6,41). Todos ellos
son datos que ayudan a pensar, sin quitarle el valor al milagro, en que en el suce-
so original se trató de una invitación inicial a compartir que desencadenó el resto
del suceso.
Dios de fuego que arde (Ex 3,1 ss), o de montañas, relámpagos, truenos y nubes
(Ex 19,16-18)... Por su parte la tradición Sacerdotal llena la imagen de Dios de cul-
to, de templo, de utensilios sagrados, de sitios restringidos, de víctimas inmoladas,
de ornamentos sacerdotales (cf. las tradiciones cultuales del Éxodo en los capítu-
los 25-31)... Y finalmente la tradición deuteronomista reviste a Dios de justicia,
presentándolo como quien quiere un año sabático de igualdad entre los israelitas
(Dt 15,1-2), como el que está de parte de los débiles (Dt 15,7-8), como el que
quiere darle a la justicia la primacía sobre todo (Dt 15,20), como el que tiene com-
pasión de las viudas y los huérfanos (Dt 24,19-21) etc.
Vemos, pues, cómo cuatro esquemas mentales leen a Dios de una manera dife-
rente, a partir del momento socio-religioso que están viviendo. Esta variedad de
opiniones que vemos en relación a un mismo Dios, la palpamos también en rela-
ción a cualquier otro sujeto, o en relación a cualquier acontecimiento. Esto obede-
ce a esa capacidad que tiene el ser humano de “conmoverse” ante un aconteci-
miento, de interpretar aquello de lo que ha sido testigo y de llegar a recrearlo, si es
necesario. Y todo ello de tal forma que la verdad de las cosas ya no es sólo la que
los sucesos traen, sino principalmente las que el ser humano les pone. Él tiene la
capacidad de decir las verdades más hondas de las cosas y lo que la apariencia
de las mismas no revela. Se puede decir que la honda verdad de las cosas ya no
está en ellas, sino en las estructuras mentales humanas. Si aplicamos todo esto a
los autores de la Biblia, encontramos en parte y desde el mundo simbólico, la ex-
plicación de por qué ellos nos dan definiciones e ideas tan propias y originales de
Dios, del mundo, del ser humano, de sí mismos. Sus esquemas mentales, a partir
de su propia historia y cultura y de las circunstancias que estaban viviendo, los lle-
varon a eso.
¿De dónde, pues, nacen estos esquemas mentales de tanta importancia en la vida
de todo ser humano? Como punto de partida, los especialistas nos dicen que
nuestros esquemas mentales simbólicos son en parte heredados y en parte adqui-
ridos. Ellos empiezan a formarse desde el seno materno y se afianzan y desarro-
llan en el proceso de socialización.
Hay dos palabras que son resumen de todo lo anterior, sea porque pueden ser un
punto de partida, o porque pueden ser consecuencia. Estas dos palabras son “His-
toria y Cultura”. En ellas se resume toda la capacidad y la actitud simbólica huma-
na. La historia y la cultura influyen en nuestro modo de ver y valorar los aconteci-
mientos, pero al mismo tiempo este modo de ver y valorar recrea permanente la
historia y la cultura. Nunca valoraremos suficientemente el hecho de haber sido los
israelitas un pueblo fuertemente influenciado por Mesopotamia y Egipto, con sus
códigos morales y con su sabiduría... con una gran raigambre en las tribus del de-
sierto de donde asumieron esos cuadros de purezas e impurezas, de circuncisio-
nes, bautismos y purificaciones que los van a atormentar toda la vida...
Aunque todos los humanos tenemos nuestras propias estructuras mentales, éstas
no funcionan de la misma manera en todos los individuos. Así como es un deter-
minado contexto (histórico-cultural, económico, político, ideológico etc.) el que nos
las forma, así también es un determinado contexto histórico-cultural (que varía
permanentemente) quien nos las vive activando, haciendo que tomen determinada
posición, frente a los desafíos éticos que se les presentan.
Un ejemplo de esto puede ser la diferente posición que vemos en la Biblia frente a
la disolución del vínculo matrimonial. Así, mientras los esquemas mentales de una
corriente deuteronomista aceptan el divorcio, flexibilizando o aumentando las cau-
sales del mismo (Dt 24,1-4), los esquemas mentales de Jesús rechazan el divorcio
(Mc 10,1-12), al rechazar la explotación del varón sobre la mujer que la posición
del Deuteronomio sostiene; y mientras los esquemas mentales de Mateo encuen-
tran una causa ética que justifica el divorcio, la “porneia” (¿prostitución, adulte-
rio?), los esquemas mentales de Pablo encuentran una causa religiosa, la de la fe,
también para aceptar el divorcio (1 Cor 7,10-16). Son, pues, los diversos contextos
los que influyen en los esquemas mentales para hacerlos aceptar o rechazar de-
terminada práctica ética.
Un ejemplo bíblico, muy diciente por cierto, de la actividad que desarrollan los es-
quemas mentales de quien ve o examina un suceso, es el de los milagros. Toda
acción milagrosa en la Biblia -sin excepción- tiene siempre un doble aspecto: a) el
del hecho exterior maravilloso ocurrido, y b) el del hecho interior, escondido bajo la
caparazón de lo maravilloso. Esta realidad oculta del milagro es captada por la fe
de quien lo ha visto o lo narra. Sus esquemas mentales le añaden al suceso ma-
ravilloso exterior los datos necesarios para que el oyente o el lector capten lo ocul-
to maravilloso del mismo y descubran así la transformación interna que se ha
obrado en la persona o personas objeto del hecho milagroso.
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¿Qué buscaba Jesús o el relator con todo esto? Desmontar otra impureza legal,
purificar las conciencias del legalismo que se aprovechaba de todo para oprimir
las conciencias. Este relato aún hoy nos libera y purifica de todo culto innecesario
a la ley. Es precisamente la capacidad que tiene el relato de descubrir lo oculto del
suceso lo que lo constituye en “relato simbólico”. Esta cualidad acompaña a todos
los relatos milagrosos de la Biblia. De nosotros, mejor, del tipo de hermenéutica
que utilicemos depende que sepamos descubrir ese otro milagro hondo que se
oculta debajo de cada acontecimiento maravilloso.
También puede haber relatos milagrosos que tienen otra cualidad: la de sacar a la
luz acontecimientos ocurridos en el secreto del interior humano, considerados por
el testigo de los mismos como verdaderos sucesos extraordinarios que necesitan
ser conocidos. Es entonces cuando el relato o escrito le da cuerpo a este misterio-
so suceso de la interioridad y lo dramatiza, lo convierte en relato, para que toda su
riqueza pueda ser captada por el oyente o por el lector. Hay quienes sostienen
que esto es lo que ocurre con los milagros más espectaculares del evangelio de
Juan y de la obra Lucana. De ninguna manera se niega su realidad (esto no lo
hace nunca el símbolo), sino que se le da otro orden: se quiere salvar y sacar a la
luz una realidad escondida a los ojos de la carne. Esta es la razón por qué Juan le
da este modesto pero hondo nombre de “signo” (gr. “semeia”) y no de “milagro” a
las maravillas que narra.
¿Cómo hacer para que entendamos que la Ley y el legalismo perdieron ya toda
fuerza y que llega el momento de la alegría mesiánica que nos libera? Respuesta:
aparece el relato de las inmensas tinajas de purificación vacías, que son llenas de
un vino exquisito (Jn 2,6-11)... ¿Cómo hacer para que nos convenzamos para que
la fe en Jesús es vida y que quien cree en él no muere para siempre? Respuesta:
aparece el relato de la resurrección de Lázaro (Jn 11,1-44), en el que Jesús insiste
en que “yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (11,25)...
Todos los milagros de Jesús en el evangelio de Juan responden a un propósito
claro: reconstruir la interioridad del ser humano, acercarlo al hombre original, com-
pleto, (que es Jesús), todo él capacitado para entregarse al amor de Dios y del
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hermano. Los milagros, uno a uno, van liberando y reconstruyendo a este ser...
El lector perdonará que nos hayamos alargado en este apartado, en el que hemos
tratado de descubrir un poco el papel de las estructuras histórico-culturales de la
mente en la creación de relatos simbólicos. Esto se debe al papel tan trascenden-
tal, muchas veces desconocido o intencionalmente ocultado, de la mente humana
en la creación de los conceptos teológicos. Con esto nos quedan más despejados
los dos campos que nos faltan para completar el panorama del símbolo: el papel
del inconsciente y el papel del relato simbólico final, lo cual veremos a continua-
ción.
Por lo dicho hasta aquí, vemos cómo el inconsciente se constituye en el gran de-
pósito de sentimientos positivos y negativos, emanados de los hechos y captados
y asimilados de una manera inconsciente por los esquemas mentales propios de
cada persona, esquemas que le dan las características de positivos o negativos,
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La Biblia está jalonada de relatos simbólicos que revelan el inconsciente del pue-
blo, tan inmensamente rico, debido al sinnúmero de experiencias vividas. Se pue-
de hacer un recorrido en cualquiera de los libros, para comprobarlo. Dado que
aquí sólo disponemos de un espacio muy reducido, sólo por vía de ejemplo fije-
mos la atención en los once primeros capítulos del Génesis, llenos de relatos
simbólico-míticos.
Los especialistas en Biblia nos han enseñado que el Pentateuco terminó de redac-
tarse en torno al s. 5º (tiempo del postexilio), como fruto del esfuerzo de la Escuela
Deuteronomista, para reconstruir la esperanza del pueblo, después de la gran
catástrofe de la destrucción del Reino de Judá y de sus instituciones (año 587
aec.), en medio de la gran crisis de desesperanza y de indignidad provocada por
tan gran humillación. El acumulado de dolor y de muerte, de indignación y de rabia
reprimida, de fracaso y de culpabilidad, de limitación e impotencia era inmenso,
pues se trataba de la literal destrucción de la monarquía y en particular de la di-
nastía davídica, objeto de las promesas divinas.
¿Cómo sanear este mundo interior, cómo darle salida, para que no terminara de
enfermar y enloquecer al pueblo, y de quitarle todas las ganas de vivir? La solu-
ción de los sabios de Israel fue acertada, a saber: convertir toda esta fuente in-
consciente de pesares y desafíos en relatos que aleccionaran a Israel, le devolvie-
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ran la esperanza y los deseos de seguir viviendo, pero aleccionados por la histo-
ria, a fin de que no se repitiera la ignominia vivida. Y así, uno tras otro, fueron sa-
liendo relatos que saneaban dicho inconsciente:
- Israel necesitaba dar salida al acumulado de opresión, muerte y dolor que ge-
neraron los grupos de poder (amos de la violencia, del dinero, de las armas, de
la venganza, de la cultura comprada, de mujeres silenciadas, del machismo
dominante etc.)... La salida fue el relato de Caín y de sus hijos, todo bajo el
signo de la maldición, por fratricidas (Gn 4,1-26).
- Israel necesitaba dar salida a tanta humillación causada por los Imperios que la
habían sometido, humillado y destruido, a tanto poder conquistador de nacio-
nes poderosas que a lo largo de la historia habían aniquilado a los pueblos pe-
queños... La salida fue el relato de la clasificación de las naciones de acuerdo
al poder destructor que habían demostrado (Gn 10,6-20).
Todo lo anterior debe llamarnos, una vez más, la atención hacia el papel que jue-
ga el acumulado simbólico en el inconsciente humano y que es capaz de crear re-
latos trágicos y al mismo tiempo esperanzadores, que sin disimular la tragedia vi-
vida, saben reconstruir el interior del ser humano, canalizando el torrente de histo-
ria trágica vivida. Tales son los relatos bíblicos.
Como punto de partida, hagamos esta pregunta que nos introduce a las últimas re-
flexiones acerca de los componentes del símbolo: ¿Qué fue lo que llevó a Israel a
darle a su acumulado histórico negativo una forma liberadora en los relatos simbó-
licos de tan extraordinaria factura literaria? Sin duda alguna que fue la necesidad
que sintió el pueblo de sobrevivir en medio de circunstancias de muerte. Por eso,
a su compleja historia vivida, a los acontecimientos de vida y de muerte experi-
mentados, pero releídos una y otra vez y, por lo mismo, recargados y reelabora-
dos, Israel quiso darle salida, para sacar lecciones de la historia vivida y no llegar
a repetirla de nuevo. Fue entonces cuando apareció la necesidad del relato simbó-
lico como salida a tanto acumulado histórico que agobiaba la conciencia del pue-
blo.
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Todo relato simbólico tiene también otra particularidad: a pesar de toda la carga
que las estructuras de la mente le añaden al acontecimiento original, el aconteci-
miento no queda agotado. Son muchas más las cosas que se podrían decir del
mismo y que sin embargo, quedan todavía silenciadas: o porque la mente del que
lo vio no supo descubrirlas, o porque quedaron guardadas todavía para decirlas
más tarde, o porque el interesado da por cancelada una mayor información, es
decir, por algún motivo no quiere hablar más del asunto... El lector, desde su pro-
pia hermenéutica, al confrontarse de nuevo con el acontecimiento original, puede
intuir y sacar a la luz todas esas cosas silenciadas.
En los relatos bíblicos, precisamente por ser simbólicos, acontece otra particulari-
dad. Todos sabemos que entre el acontecimiento original y su redacción escrita,
medió siempre un tiempo largo. A veces fueron siglos. Mientras tanto el aconteci-
miento era transmitido de generación en generación y cada generación lo releía de
acuerdo a su situación vital. Ya nos podemos imaginar cómo es posible entonces
que, además de la carga interpretativa del primer testigo, el acontecimiento haya
podido recibir muchas cargas interpretativas de las generaciones que los transmi-
tieron oralmente, hasta que finalmente quedó fijado en una redacción escrita.
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Las parábolas realmente son un medio extraordinario de decir las cosas más du-
ras y más bellas, las más críticas y las más avanzadas, las más espirituales y más
escandalosas, porque en ellas palpamos la misma conciencia de Jesús y entra-
mos en contacto con sus esquemas y estructuras mentales que son lo más sagra-
do de su interior: ahí están todas las claves secretas de su vida, porque ahí está el
modo como él leyó la acción de Dios en su conciencia. Por eso no nos deben es-
candalizar sus confesiones, ya que esto son precisamente las parábolas, por ser
relatos simbólicos, casi de primera mano.
Las parábolas, como expresión simbólica, son el final de un proceso que podría-
mos resumir así:
b) Esta acción de Dios fue leída por las estructuras histórico-culturales de la men-
te de Jesús, que lo llevaron a ver a la Divinidad como un Padre en vez de un
Dios; a ver a la humanidad como hermana y no como súbdita; a la creación
como parte del propio ser, y no como cosa destruible; a la religión y al templo
como algo secundario frente al ser humano explotado y oprimido; a la Ley co-
mo algo relativo frente a la necesidad humana; a la autoridad como una com-
pañera y no como una juez que siempre termina condenando; a la mujer como
un ser con dignidad y con derechos, que también revela a Dios y al Reino, y no
es sólo sexo o tentación; a las mediaciones sacramentales como energía viva y
no como estructuras momificadas por el tiempo y los rituales trasnochados; a
las mediaciones explotadoras (monarquía y religión vendida) como seres que
no son eternos en el tiempo y a quienes la Historia juzgará en su momento,
etc. etc.
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c) A cada una de las experiencias de Dios que Jesús iba experimentando, las leía
desde su propia visión, les descubría lo que sólo sus ojos eran capaces de
hacer y así, cargadas con su propia lectura, las dejaba como depósito en su in-
consciente, para de allí tomar y retomar en los momentos oportunos.
Este recorrido que hemos hecho con las parábolas de Jesús también lo podríamos
hacer con los milagros, tanto con los del Antiguo, como con los del Nuevo Testa-
mento, lo mismo que con las polémicas de Jesús, o con los mitos de creación o
recreación del A. T., o con los oráculos y pleitos proféticos, o con los relatos sa-
pienciales, etc. etc. Siempre que se realice este ejercicio simbólico, los resultados
exegéticos son excelentes: se les descubren nuevos contenidos a los relatos y,
por lo mismo, se renueva la interpretación.
7. CONCLUSIÓN
A fin de poder sacar con lógica algunas conclusiones finales, recordemos qué es
un relato simbólico. Un relato simbólico es el relato oral o escrito que es capaz de
revelar la lectura que el ser humano hace de un acontecimiento significativo para
él, al cual carga con nuevos contenidos de acuerdo a las estructuras histórico-
culturales de su mente, y a la riqueza de su inconsciente, tratando así de respon-
der, por medio de alguna técnica literaria, a las preguntas que le hace su contexto
social y religioso.
Por lo tanto, el símbolo viene a ser la vivencia global de esos cuatro elementos
que revelan y unen el mundo exterior y el mundo interior de un sujeto, a través de
estructuras de doble sentido, que logran que lo decible se vuelva decible; lo inena-
rrable, narrable; lo secreto, manifiesto; lo inalcanzable, alcanzable; lo incorpóreo,
tangible; los sentimientos, palabras...
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El significado literal queda desbordado por ese otro significado que está sub-
yacente, que está diciendo algo más, siempre y cuando el lector sepa descu-
brirlo, llegar hasta el interior de quien escribe, en busca de su gran mensaje...
¿Qué hay “de más” cuando se le dice a Dios “Padre, Yahvéh, Elohím, Yahvéh
Sebaót, Adonai, Liberador o Goel? ¿Qué hay “de más” cuando se le dice a Is-
rael “esposa, prostituta, virgen”? ¿Qué hay “de más” cuando al ser humano
(hombre y mujer) se le llama “imagen de Dios” (Gn 1,26), o cuando a él se le
llama “Adán, macho”, o a ella “Eva, hembra (Gn 1,27) carne de la carne del
varón, hueso de los huesos del varón” (Gn 2,23)? ¿Qué hay “de más”, cuando
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Ese “más” que hay detrás del significado literal de las palabras es lo que la ge-
nuina hermenéutica debe buscar. Esto es lo único que nos lleva a superar el
fundamentalismo bíblico que tanto daño le ha hecho a la teología y al dogma, y
que ha victimizado a tantos sinceros hermeneutas y teólogos, cuando la Gran
Institución olvida que la Biblia es esencialmente simbólica.
Y ya, para terminar, una palabra sobre el papel que desempeña el lector frente
a los relatos bíblicos simbólicos que caen en sus manos. El lector, cuando lee
con atención, detención, espontaneidad, profundidad y criticidad, filtra el texto a
través de sus propias estructuras mentales, que no son las mismas -ni en el
tiempo ni en el espacio- que las del autor original. Y, al hacer esta filtración, le
añade al texto sus propios sentimientos, sus propias aplicaciones y su propio
contexto.