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Cosecha
de almas

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%
Cosecha
de almas
Tim LaHaye

Jerry B. Jenkins

Thorndike Press • Waterville, Maine


© 1998 por Tim LaHaye y Jerry B. Jenkins
Originalmente publicado en inglés con el título:
Soul Harvest por Tyndale House Publishers, Inc.
Wheaton, Illinois
Traducido al español por: Nellyda Pablovsky
Citas bíblicas tomadas de la Santa Biblia, revisión 1960
*

© Sociedades Bíblicas Unidas


Usada con permiso.
Todos derechos reservados.
Published in 2003 by arrangement with Editorial Unilit,
a división of Spanish House, Inc.
Publicado en 2003 en cooperación con Editorial Unilit,
a división of Spanish House, Inc.
Thorndike Press® Large Print Spanish Series.
Thorndike Press® La Impresión grande la Serie española.
The tree indicium is a trademark of Thorndike Press.
El símbolo del árbol es una marca registrada de Thorndike
Press.
The text of this Large Print edition is unabridged.
El texto de ésta edición de La Impresión Grande está
inabreviado.
Other aspects of the book may vary from the original edition.
Otros aspectros de éste libro podrían variar de la edición
original.
Set in 16 pt. Plantin.
Impreso en 16 pt. Plantin.
Printed in the United States on permanent paper.
Impreso en los Estados Unidos en papel permanente.
Library of Congress Control Number: 2003105886
ISBN 0-7862-5661-3 (lg. print : he : alk. paper)
PROLOGO

Del final del libro de Nicolás

E l corazón de Camilo se paró al ver la


aguja del campanario de la Iglesia del
Centro de la Nueva Esperanza. Tenía
que estar a menos de seiscientos metros de
distancia, pero la tierra todavía estaba batién¬
dose. Las cosas seguían estrellándose. Los ár¬
boles enormes se caían arrastrando cables de
corriente eléctrica a la calle. Camilo pasó va¬
rios minutos abriéndose paso por entre los
escombros y pasando por encima de enormes
pilas de madera, polvo y cemento. Mientras
más se acercaba a la iglesia, más vacío sentía
su corazón. Ese campanario era lo único que
seguía en pie. Su base descansaba nivel del
suelo. Las luces del Range Rover iluminaron
las bancas, apoyadas incongruentemente en
hileras ordenadas, algunas de ellas intactas.
El resto del santuario, las vigas arqueadas, los
ventanales, todo había desaparecido. El edifi¬
cio de la administración, las salas de clase, las
oficinas estaban aplastadas en el suelo en una
pila de ladrillos, vidrio y cemento.
5
Se veía un automóvil en un cráter de lo
que fue el estacionamiento. El fondo del au¬
tomóvil estaba aplastado contra el suelo, los
cuatro neumáticos explotados, los ejes que¬
brados. Dos piernas humanas desnudas so¬
bresalían del automóvil. Camilo detuvo el
Range Rover a unos cien pies de ese caos.
Hizo el cambio a estacionamiento y apagó
el motor. La puerta de su lado no se abría,
Soltó el cinturón de seguridad y salió por el
lado del pasajero. Y de repente cesó el terre¬
moto. El sol reapareció. Era una mañana de
lunes, brillante y soleada en Monte Pros-
pect, Illinois. Camilo sentía cada hueso de
su cuerpo. Fue tambaleándose por el dispa¬
rejo suelo hacia ese pequeño automóvil
aplastado. Cuando estuvo cerca, vio que al
cuerpo aplastado le faltaba un zapato. El
que quedaba confirmó, no obstante, su te¬
mor. Loreta había sido triturada por su pro¬
pio automóvil.
Camilo tropezó y cayó de cara al suelo,
con algo que le raspó la mejilla. Lo ignoró y
gateó al automóvil. Se afirmó y empujó con
toda su fuerza, tratando de sacar el automó¬
vil de encima del cadáver. No cedía. Todo
en él gritaba contra dejar a Loreta allí pero
¿adonde iba a llevar el cuerpo de poder sol¬
tarlo? Sollozando ahora, se arrastró por los
escombros, buscando una entrada al refu-

6
gio subterráneo. Pequeñas zonas reconoci¬
bles del salón social le permitieron gatear
alrededor de lo que quedaba de la iglesia
aplastada. El conducto que llevaba al cam¬
panario se había roto. Se abrió camino por
encima de ladrillos y trozos de madera. Fi¬
nalmente encontró el eje del ventilador. Pu¬
so sus manos alrededor del orificio y gritó,
para abajo: —¡Zión! ¡Zión! ¿Estás ahí?
Volvió el rostro y puso su oreja contra el
eje, sintiendo el aire frío que salía del refu¬
gio.
—¡Aquí estoy, Camilo! ¿Puedes oírme?
—¡Te escucho, Zión! ¿Estás bien?
—¡Estoy bien! ¡No puedo abrir la puerta!
—¡De todos modos, no quieras ver lo
que pasa aquí arriba, Zión! —gritó Camilo,
con sus voz debilitándose.
—¿Cómo está Loreta?
—¡Partió!
—¿Fue el gran terremoto?
—¡Sí!
—¿Puedes llegar a mí?
—Llegaré a ti aunque sea lo último que
haga, Zión! ¡Necesito que me ayudes a bus¬
car a Cloé!
—¡Yo estoy bien por ahora, Camilo! ¡Te
esperaré!
Camilo se dio vuelta para mirar en direc¬
ción a la casa de seguridad. La gente se

7
tambaleaba en harapos, sangrando. Algunos
se caían y parecían morir frente a sus ojos.
No sabía cuánto tiempo le llevaría llegar
hasta Cloé. Estaba seguro que no querría
ver lo que encontraría allí, pero no se iba a
detener hasta hacerlo. Si había una posibili¬
dad en un millón de llegar a ella, de salvar¬
la, él lo haría.
El sol había reaparecido sobre Nueva Ba¬
bilonia. Raimundo instó a McCullum a que
siguiera volando hacia Bagdad. Donde mi¬
raran los tres, había destrucción. Cráteres
de los meteoros. Incendios ardiendo. Edifi¬
cios aplastados. Caminos deshechos.
Cuando se pudo ver el aeropuerto de
Bagdad, Raimundo inclinó su cabeza y llo¬
ró. Los inmensos aviones estaban retorci¬
dos, algunos sobresaliendo de enormes ca¬
vidades del suelo. La terminal estaba
derrumbada. La torre, demolida. Los cadá¬
veres sembrados por todas partes.
Raimundo le hizo señas a Mac para que aterri¬
zara el helicóptero. Pero al revisar la zona, Rai¬
mundo supo. La única oración por Amanda o por
Patty era que sus aviones aún estuvieran en el aire
cuando esto ocurrió.
Cuando las hélices dejaron de zumbar,
Carpatia se dio vuelta a los otros dos.
—¿Alguno de ustedes tiene un teléfono
que funcione?

8
Raimundo estaba tan disgustado que se
estiró por encima de Carpatia y abrió la
puerta. Se deslizó por atrás del asiento de
Carpatia y saltó al suelo. Entonces se estiró,
soltó el cinturón de Carpatia. lo tomó por
las solapas y lo sacó a tirones del helicópte¬
ro. Carpatia aterrizó sobre sus posaderas en
el suelo disparejo. Se paró de un salto, rápi¬
do, como para pelear. Raimundo le dio un
empujón contra el helicóptero.
—Capitán Steele, entiendo que esté alte¬
rado pero...
—Nicolás —dijo Raimundo, disparando
sus palabras por entre dientes apretados—,
usted explique esto como quiera pero déje¬
me ser el primero en decírselo: ¡Acaba de
ver la ira del Cordero!
Carpatia se encogió de hombros. Rai¬
mundo le dio un último empujón contra el
helicóptero y se fue tambaleando. Orientó
su cara hacia la terminal del aeropuerto, a
un cuarto de milla de distancia. Oró que es¬
ta fuera la última vez que tuviera que bus¬
car el cadáver de un ser amado entre los es¬
combros.

9
Cuando el Cordero abrió el séptimo sello,
hubo silencio en el cielo como por medio hora.
Y vi a los siete ángeles que están de pie de¬
lante de Dios, y se les dieron siete trompetas.
Otro ángel vino y se paró ante el altar con
un incensario de oro, y se le dio mucho incienso
para que lo añadiera a las oraciones de todos
los santos sobre el altar de oro que estaba delan¬
te del trono.
Y de la mano del ángel subió ante Dios el
humo del incienso con las oraciones de los san¬
tos.
Y el ángel tomó el incensario, lo llenó con el
fuego del altar y lo arrojó a la tierra, y hubo
truenos, ruidos, relámpagos y un terremoto.
Entonces los siete ángeles que tenían las siete
trompetas se prepararon para tocarlas.

Apocalipsis 8:1 — 6.

10
Uno

v aimundo Steele vestía el uniforme


del enemigo de su alma, y se odiaba
A. ^^por eso. Avanzaba agrandes zancadas
por la arena de Irak en dirección al aero¬
puerto de Bagdad, metido en su uniforme
azul y golpeado por lo incongruente de todo
lo que pasaba.
Oía los gemidos y alaridos de cientos de
personas, del otro lado de la llanura reseca,
gente a la que ni siquiera podía pensar en
socorrer. Todo ruego de encontrar viva a su
esposa dependía de la rapidez con que pu¬
diera llegar a ella, pero ahí no había forma
de ir rápido. Solamente arena y ¿qué de
Cloé y Camilo en los Estados Unidos? ¿y
Zión?
Desesperado, frenético, enloquecido de
rabia, se arrancó su elegante chaleco con su
trenzado amarillo, sus pesadas charreteras y
brazaletes que lo identificaban como un al¬
to funcionario de la Comunidad Global.
Raimundo no se dio tiempo para desabro¬
charse los botones de oro puro si no que los
tiró bruscamente al suelo arenoso. Dejó que
la chaqueta hecha a medida se deslizara de
11
sus hombros y tomó el cuello con sus pu¬
ños. Levantó tres, cuatro, cinco veces la
chaqueta por encima de su cabeza estrellán¬
dola contra el suelo. El polvo salió volando
y la arena moteó sus zapatos de charol legí¬
timo.
Raimundo pensó dejar tirados ahí todos
los vestigios de su relación con el régimen
de Nicolás Carpatia pero su atención se
desvió, de nuevo, a los brazaletes lujosa¬
mente diseñados. Tiró de ellos tratando de
desgarrarlos para quitárselos, como si estu¬
viera despojándose de su propio rango al
servicio del anticristo pero la finísima con¬
fección no dejaba siquiera meter una uña
entre las puntadas; Raimundo volvió a azo¬
tar la chaqueta contra el suelo. Se paró en¬
cima dándole patadas, como un extra, dán¬
dose cuenta, por fin, de lo que la hacía más
pesada. Su teléfono celular estaba en el bol¬
sillo.
Al arrodillarse para recuperar su chaque¬
ta la lógica majadera de Raimundo volvió
—ese pragmatismo que lo hacía ser quien
era—. Sin saber nada de lo que pudiera ha¬
llar en las ruinas de su vivienda, no podía
tratar como basura lo que podía ser la única
ropa que le quedaba.
Raimundo metió los brazos en las man¬
gas, como un niñito al que se le obliga a po-
12
nerse una chaqueta en un día caluroso. No
se molestó en sacudir la arenilla pegada así
que, mientras se lanzaba hacia los restos de
la armazón del aeropuerto, el delgado cuer¬
po de Raimundo impresionaba menos que
de costumbre. Podía pasar como supervi¬
viente de un avión estrellado, un piloto que
perdió su gorra y al que le arrancaron los
botones del uniforme.
Raimundo no lograba recordar que hicie¬
ra algo de fresco antes del crepúsculo en to¬
dos los meses que llevaba viviendo en Irak
pero algo del terremoto había cambiado no
sólo la topografía sino también la tempera¬
tura. Raimundo se había acostumbrado a
las camisas húmedas y a la película pegajosa
en su piel pero, ahora, el viento, ese raro y
misterioso soplo, lo heló mientras marcaba
el número rápido de Mac McCullum lle¬
vándose el teléfono a la oreja.
En ese instante escuchó el chirrido zum¬
bón del helicóptero de Mac detrás de él. Se
preguntó dónde iban.
—Aquí Mac —se oyó la voz grave de
McCullum.
Raimundo giró rápido y miró al helicóp¬
tero que eclipsaba al sol poniente. No pue¬
do creer que esta cosa funcione —dijo. El la
había azotado contra el suelo y la había pa¬
teado pero también supuso que el terremo-

13
to había derribado todas las torres celulares
cercanas.
—Ray, esto no funcionará tan pronto co¬
mo me salga del alcance —dijo Mac—. To¬
do está en el suelo dentro de lo que alcanzo
a ver. Estas unidades funcionan como wal-
kietalkies cuando estamos cerca. Cuando
necesites un empujón celular no lo hallarás.
—¿Hay alguna probabilidad de llamar a
los Estados Unidos?
—Fuera de cuestión —dijo Mac—. Ray,
el Potentado Carpatia quiere hablar contigo
pero primero...
—Yo no quiero hablar con él y se lo pue¬
des decir.
—Pero antes que te ponga con él —.con¬
tinuó Mac— tengo que recordarte que
nuestra reunión, la tuya y la mía, sigue pen¬
diente para esta noche, ¿correcto?
Raimundo se detuvo y contempló el sue¬
lo, pasándose la mano por el pelo. —¿Qué?
¿De qué hablas?
—Muy bien, entonces, muy bien —dijo
Mac—. Entonces seguimos con muestra
reunión a la noche. Ahora el Potentado.
—Entiendo que quieres hablar conmigo
más tarde, Mac, pero no me comuniques
con Carpatia o te juro que...
—Espera al Potentado.
Raimundo pasó el teléfono a su mano

14
derecha listo para estrellarlo contra el suelo
pero se frenó. Cuando se reabrieran los ca¬
nales de comunicación deseaba poder saber
de sus seres queridos.
—Capitán Steele —llegó la voz sin emo¬
ciones de Nicolás Carpatia.
—Aquí estoy —dijo Raimundo dejando
r

que se trasluciera su disgusto. El suponía


que Dios le perdonaría todo lo que le dijera
al anticristo pero se tragó lo que realmente
quería decir.
—Aunque ambos sabemos cómo yo pu¬
diera reaccionar a su egregia insolencia e in¬
subordinación —dijo Carpatia—, yo opto
por perdonarle.
Raimundo siguió caminando, apretando
los dientes para impedirse gritarle a ese in¬
dividuo.
—Puedo decir que usted no sabe cómo
expresar su gratitud —continuó Carpatia—,
ahora, escúcheme bien. Tengo un lugar se¬
guro y provisiones donde se reunirán con¬
migo mis embajadores internacionales y mi
personal. Usted y yo sabemos que nos ne¬
cesitamos mutuamente, así que le sugiero...
—Usted no me necesita —dijo Raimun¬
do—, y yo no necesito de su perdón. Usted
tiene un piloto perfectamente capacitado a
su lado así que deje que yo le sugiera que¬
me olvide.
15
—Sólo esté listo cuando él aterrice —dijo
Carpatia, con el primer indicio de enojo en
su voz.
—El único lugar donde aceptaré que me
lleve es al aeropuerto dijo Raimundo—, y
casi llego ahí. No haga que Mac baje más
cerca de este horror.
—Capitán Steele —recomenzó Carpatia,
condescendiente—. Admiro su fe irracional
en que puede encontrar a su esposa en al¬
guna forma pero ambos sabemos que eso
no va a pasar.
Raimundo no dijo nada. Temía que Car¬
patia tuviera la razón pero nunca le daría la
satisfacción de admitirlo. Y, por cierto, nun¬
ca dejaría su búsqueda hasta estar conven¬
cido de que Amanda no había sobrevivido.
—Venga con nosotros, capitán Steele.
Sólo embarque de nuevo, y yo trataré su es¬
tallido como si nunca...
—¡Yo no voy a ninguna parte hasta que
encuentre a mi esposa! Déjeme hablar con
Mac.
—El oficial McCullum está ocupado. Yo
le daré el mensaje.
—Mac podría volar esa cosa sin manos.
Ahora, déjeme hablar con él.
—Si no es así entonces no hay mensaje,
capitán Steele.
—Bueno, usted gana, sólo dígale a Mac...

16
—Ahora no es momento para descuidar
el protocolo, capitán Steele. Un subordina¬
do perdonado tiene que dirigirse a su supe¬
rior como corresponde...
—Está bien, Potentado Carpatia, sólo dí¬
gale a Mac que venga a recogerme a las
22:00 horas si no encuentro forma de re¬
gresar.
—Y por si hallara cómo volver, el refugio
está a tres y medio clics1 al noreste de los
cuarteles generales originales. Usted tendrá
que saber el siguiente santo y seña: “Ope¬
ración Ira”.
—¿Qué? —¿Carpatia sabía que esto venía?
—Me escuchó bien capitán Steele.

Camilo “el Macho” Williams trepó ansiosa¬


mente la pila de escombros que había al la¬
do del tubo de ventilación por donde había
oído la voz sana y clara del rabino Zión Ben-
Judá, atrapado en el refugio subterráneo.
Zión le había asegurado que no estaba heri¬
do, solamente asustado y con claustrofobia.
Ese lugar ya era pequeño sin que la iglesia se
le derrumbara encima. Camilo sabía que no
pasaría mucho tiempo sin que el rabino, al
no tener salida si alguien no hacía un túnel,
se iba a sentir como un animal enjaulado.
17
Si Zión hubiera estado corriendo peligro
inmediato, Camilo hubiera excavado con
sus manos desnudas para liberarlo, pero él
se sentía como un médico, esperando que
se definiera el estado del paciente, para po¬
der determinar quién era el que necesitaba
su ayuda con más urgencia. Asegurándole a
Zión que iba a volver, se dirigió a la casa de
seguridad para buscar a su esposa.
*

Camilo tuvo que volver a arrastrarse cer¬


ca de los restos de la querida Loreta para
poder pasar por los escombros de lo que
había sido la única iglesia que él había co¬
nocido. Qué buena amiga había sido Lore¬
ta, primero para el difunto Bruno Barnes y,
luego, con el resto del Comando Tribula¬
ción, el cual había comenzado con cuatro:
Raimundo, Cloé, Bruno y Camilo. Amanda
se sumó. Bruno se perdió. Zión se sumó.
¿Sería posible que ahora hubieran queda¬
do reducidos a nada más que a él y Zión?
Camilo no quería ni pensarlo. Encontró su
reloj enterrado con barro, asfalto y una ca¬
pa de fragmento del parabrisas. Limpió el
cristal con su pantalón y sintió que la filosa
mezcla le rompía la tela de la pierna del
pantalón y le cortaba la rodilla. Eran las
nueve de la mañana en Monte Prospect y
Camilo oyó una sirena que sonaba dando la
alarma aérea. Era una sirena de alarma de

18
tornados, y las sirenas de vehículos de
emergencia —una de ellas, cerca, las otras
dos, más lejos. Gritos. Alaridos. Sollozos.
Motores.
¿Podría vivir sin Cloé? A Camilo se le ha¬
bía dado una segunda oportunidad. El esta¬
ba ahí por un propósito. El quería que el
amor de su vida estuviera a su lado, y oró
—advirtió que en forma egoísta— rogando
que ella no lo hubiera precedido al cielo.
Camilo se dio cuenta de la hinchazón de
su mejilla izquierda, gracias a su visión peri¬
férica. No había sentido dolor ni sangre y
había supuesto que la herida era de poca
monta. Ahora tenía sus dudas. Buscó en el
bolsillo de la chaqueta sus anteojos de sol
de cristales espejados. Uno estaba deshecho
en pedazos. En el reflejo del otro vio una
cara como de espantapájaros, con el pelo
desordenado, los ojos blancos de miedo, la
boca abierta que boqueaba por aire. La he¬
rida no sangraba pero parecía profunda. No
había tiempo para tratarla.
Camilo vació el bolsillo de su camisa pe¬
ro conservó los marcos de los anteojos —
regalo de Cloé. Examinó el suelo mientras
regresaba al Ranger Rover, sorteando el ca¬
mino entre los vidrios, los clavos y los ladri¬
llos como si fuera un viejo, asegurándose el
paso firme.
19
Camilo pasó cerca del automóvil de Lo-
reta y lo que quedaba de ella, decidido a no
mirar. De pronto la tierra se movió, y él tro¬
pezó. El automóvil de Loreta, que poco an¬
tes él no había podido mover, se meció y de¬
sapareció. El suelo había cedido por debajo
del estacionamiento. Camilo se estiró, sobre
su abdomen, y atisbo por el borde de una
zanja nueva. El vehículo destrozado estaba
ahora sobre una cañería principal de agua a
unos seis metros bajo tierra. Los neumáticos
reventados apuntaban hacia arriba como los
pies de uno aplastado en la carretera. Enros¬
cada en una hola frágil encima del despojo
como una muñeca desmadejada, estaba el
cuerpo de Loreta, una santa de la tribula¬
ción. La tierra se iba a mover más. Llegar a
ese cadáver era imposible. Si también iba a
encontrar muerta a Cloé, Camilo deseó que
Dios te hundiera debajo de la tierra, con el
automóvil de Loreta.
Se levantó despacio, súbitamente
consciente de lo que le había hecho a
sus articulaciones y músculos-el paso
de aquella montaña rusa en medio del
terremoto. Evaluó el daño de su propio
vehículo. Aunque había rodado mucho
y había sido golpeado por todos lados,
parecía notablemente apto para seguir
andando. La puerta del lado del chófer

20
estaba trabada, el parabrisas estaba es¬
parcido en pedacitos por todo el inte¬
rior de la cabina, y el asiento trasero se
había soltado de su sostén en el piso,
por un lado. Un neumático estaba ta¬
jeado hasta los bujes de acero pero pa¬
recía firme y estaba inflado.
¿Dónde estaba el teléfono celular y la
computadora portátil de Camilo? Las había
puesto a su lado, en el asiento delantero. Te¬
nía la esperanza, contra toda esperanza, que
no hubieran salido volando por ahí en el
desastre. Camilo abrió la puerta del lado
del pasajero y miró al piso del asiento de¬
lantero. Nada. Miró debajo de los asientos
traseros, hasta el fondo. En un rincón,
abierto y con un eje lateral roto, estaba su
computadora portátil.
Camilo halló su teléfono en el marco de
una puerta. No esperaba poder comunicar¬
se con nadie, dado el daño de las torres ce¬
lulares (y de todo lo demás que había en el
suelo). Lo encendió, hizo una prueba y ape¬
nas obtuvo alcance, pero tenía que tratar.
Marcó el número de la casa de Loreta. Ni
siquiera logró un mensaje de mal funciona¬
miento de la compañía de teléfonos. Lo
mismo pasó cuando marcó el numero de la
iglesia, luego el refugio de Zión. Como si
fuera un chiste cruel, el teléfono hacía rui-
21
dos como si estuviera tratando de establecer
la comunicación. Luego, nada.
Los puntos de orientación que tenía Ca¬
milo habían desaparecido. Agradeció que el
Range Rover tuviera una brújula inserta.
Hasta el ángulo del edificio de la iglesia pa¬
recía torcido de su perspectiva normal. Los
postes, los cables y las luces del tránsito es¬
taban en el suelo, los edificios lucían apla¬
nados, los árboles estaban desarraigados, las
rejas desparramadas por todas partes.
Camilo se cercioró de que el Range Rover
estuviera con la tracción a las cuatro ruedas
puesta. Apenas podía avanzar unos 6 metros
cuando tenía que forzar al vehículo para que
pasara por encima de un montón formado.
Camilo mantenía sus ojos bien abiertos para
evitar todo lo que pudiera dañar más al
Range Rover —tenía que durarle hasta que
acabara la tribulación. El mejor cálculo que
podía hacer decía que, por lo menos, eso
distaba aún cinco años más.
Mientras iba pasando por encima de
montones de asfalto y concreto en lo que
antes era una calle, Camilo volvió a mirar
los vestigios de la iglesia del Centro de la
Nueva Esperanza. La mitad del edificio se
había hundido en el subsuelo. Una parte de
las bancas que antes daban al oeste ahora
daban al norte brillando al sol. Todo el piso

22
del santuario parecía haber sido girado en
noventa grados.
Al pasar la iglesia se detuvo a contem¬
plar. Un rayo de luz apareció entre cada par
de bancas de la sección de diez bancas, sal¬
vo en un punto. Ahí había algo que blo¬
queaba la vista de Camilo. Puso el Rover en
marcha atrás y retrocedió con todo cuida¬
do. En el suelo, frente a una de las bancas,
estaban las suelas de un par de zapatillas de
hacer gimnasia, con las puntas para arriba.
Lo que Camilo quería más que nada era lle¬
gar a la casa de Loreta y buscar a Cloé pero
no podía dejar a una persona yaciendo en
los escombros. ¿Sería posible que alguien
hubiera sobrevivido?
Puso los frenos y pasó por encima del
asiento del pasajero para salir por esa puerta,
trotando incansable por entremedio de cosas
que podía cortar el material de sus zapatos.
Quería ser práctico pero no había tiempo pa¬
ra eso. Camilo perdió el equilibrio a unos
tres metros de las zapatillas de gimnasia y ca¬
yó limpiamente de bruces. Recibió todo el
impacto del golpe en sus manos y el pecho.
Se paró como pudo arrodillándose al la¬
do de las zapatillas de gimnasia que esta¬
ban unidas a un cadáver. Unas piernas fla¬
cas metidas en un pantalón vaquero azul
oscuro lo llevaron a unas caderas angostas.

23
De la cintura para arriba el cuerpo, peque¬
ño, estaba metido debajo de las bancas. La
mano derecha estaba metida debajo de to¬
do y la izquierda estaba fláccidamente
abierta. Camilo no encontró el pulso pero
se dio cuenta de que la mano era ancha y
huesosa, el tercer dedo tenía un masculino
anillo de bodas. Camilo se lo sacó pensan¬
do que una viuda superviviente pudiese
quererlo.
Camilo tomó la hebilla del cinturón y
arrastro el cuerpo sacándolo desde abajo de
las bancas. Camilo miró para otro lado
cuando la cabeza quedó a la vista. Había
reconocido el rubio colorido de Danny
Moore sólo por sus cejas. El resto de su pe¬
lo, hasta el de las sienes estaba empapado
de sangre seca.
Camilo no sabía qué hacer enfrentado a
la muerte y a los moribundos en un mo¬
mento como este. ¿Por dónde se podía em¬
pezar a enterrar los millones de cadáveres
que había en todo el mundo? Camilo volvió
a empujar suavemente el cuerpo abajo de
las bancas pero lo detuvo un obstáculo. Me¬
tió la mano y encontró el portafolio de
Dan, de lados duros pero muy maltratado.
Camilo probó abrirlo pero estaba cerrado
con una combinación. Se llevó el portafo¬
lios al Range Rover y trató de orientarse
24
nuevamente. Estaba apenas a unas cuatro
cuadras de la casa de Loreta pero ¿iba a po¬
der a hallar la calle?

Raimundo se animó al ver desde la dis¬


tancia que había movimiento en el aero¬
puerto de Bagdad. Vio más escombros y
carnicería en el suelo que gente escurrién¬
dose por allí, pero por lo menos no todo se
había perdido.
Una figura oscura y pequeña con una rara
manera de caminar apareció en el horizonte.
Raimundo miró, fascinado, al irse materiali¬
zando la imagen de un asiático vestido como
empresario, robusto y de edad mediana. El
hombre se dirigía derecho hacia Raimundo
que esperaba expectante, preguntándose si
podría ayudarle, pero al irse acercando el in¬
dividuo, Raimundo captó que éste no se da¬
ba cuenta de dónde estaba. Llevaba puesto
un zapato fino de vestir en un pie aunque en
el otro sólo tenía una media que se le caía
por el tobillo. La chaqueta de su traje estaba
abotonada pero su corbata colgaba maltre¬
cha por fuera. La sangre goteaba de su mano
izquierda. El pelo estaba despeinado pero
parecía que sus anteojos estaban intactos a
pesar de todo lo soportado.
25
—¿Se siente bien? —preguntó Raimun¬
do. El hombre lo ignoró—. ¿Puedo ayudarle
en algo?
El hombre pasó cojeando por su lado mu¬
sitando algo en su idioma. Raimundo se dio
vuelta para llamarlo pero el hombre ya era
una silueta contra el sol anaranjado. No ha¬
bía nada salvo el río Tigris en esa dirección.
—¡Espere! —gritó Raimundo—. ¡Vuelva,
permítame ayudarle!
El hombre lo ignoró y Raimundo volvió a
llamar a Mac. —Déjame hablar con Carpa-
tia —le dijo.
—Claro —dijo Mac— Seguimos con la
reunión de esta noche, ¿no?
—Sí, ahora déjame hablar con él.
—Quiero decir nuestra reunión personal,
¿sí?
—¡Sí! No sé lo que quieres pero sí, en¬
tiendo. Ahora tengo que hablar con Carpa-
tia.
—Bueno, lo lamento. Aquí está.
—¿Cambió de idea capitán Steele? —dijo
Carpatia.
—Apenas. Escuche, ¿usted sabe idiomas
asiáticos?
—Algunos, ¿por qué?
—¿Qué significa esto? —y repitió lo que
el hombre había dicho.
—Eso es fácil —dijo Carpatia—, Signifi-

26
ca, “usted no puede ayudarme. Déjeme
tranquilo”.
—Dígale a Mac que dé la vuelta, ¿quiere?
Este hombre se va a morir a la intemperie.
—Creí que andaba buscando a su esposa.
—No puedo dejar que un hombre se di¬
rija a su muerte.
—Son millones los muertos y los mori¬
bundos. Usted no los puede salvar a todos.
—Entonces, ¿dejará que este hombre se
muera?
—Yo no lo veo, capitán Steele. Si usted
cree que puede salvarlo, haga como guste.
No quiero parecer frío pero precisamente
ahora todo el mundo me pesa en el corazón.
Raimundo colgó su teléfono y se apresu¬
ró a seguir al hombre que musitaba mien¬
tras seguía andando. Al acercarse se horro¬
rizo al darse cuenta del porqué su manera
de caminar era tan rara y por qué iba dejan¬
do tras de sí un río de sangre. Un trozo de
metal blanco y brillante, que parecía un pe¬
dazo del fuselaje de un avión, lo había em¬
palado. Por qué seguía vivo aún, cómo so¬
brevivió y cómo salió del avión, eran cosas
que Raimundo no lograba imaginarse. La
barra de metal estaba metida por su cadera
y salía por la parte de atrás de su cabeza.
Tenía que haberlo atravesado pasando a po¬
cos centímetros de órganos vitales.
27
Raimundo tocó el hombro del individuo
haciendo que éste se retrajera. Se sentó pe¬
sadamente y con un tremendo suspiro se
derrumbó lentamente en la arena y dio su
último suspiro. Raimundo buscó el pulso
sin sorprenderse al no hallarlo. Vencido, le
dio la espalda y se arrodilló en la arena. Los
sollozos remecieron su cuerpo.
Raimundo elevó sus manos al cielo,
“¿por qué, Dios, por qué tengo que ver es¬
to? ¿Por qué mandar a uno que se me cruce
en el camino sin que pueda hacer nada por
él? ¡Salva a Cloé y Camilo!
¡Te ruego que mantengas viva a Amanda
para mí! Yo sé que nada merezco pero no
puedo seguir viviendo sin ella!”

Camilo solía manejar dos cuadras al sur


y dos al este desde la iglesia para llegar a ca¬
sa de Loreta, pero ahora no había más cua¬
dras. No había veredas, ni calles ni cruces
viales. Hasta donde podía ver, todas las ca¬
sas del barrio estaban derrumbadas por
completo. ¿Habría sido tan terrible en todo
el mundo? Zión enseñaba que una cuarta
parte de la población mundial iba a caer
víctima de la ira del Cordero, pero Camilo
se hubiera sorprendido si tan sólo una cuar-

28
ta parte de la población de Monte Prospect
estuviera aún con sida.
Puso al Ranger Rover en rumbo sudeste.
Unos pocos grados por encima del horizon¬
te el día era tan bello como cualquiera que
él pudiera recordar. El cielo tenía un color
celeste límpido donde no estaba interrum¬
pido por el humo y el polvo. Sin nubes. Un
sol refulgente.
Salían chorros fuertes de las tomas de
agua para incendio que se habían roto. Una
mujer salió arrastrándose en cuatro pies de
entre los escombros de su casa, con un mu¬
ñón sanguinolento en su hombro donde ha¬
bía tenido el brazo. Ella le gritó a Camilo:
—¡Máteme! ¡Máteme!
Él le gritó “!No!” y saltó del vehículo al
ver que ella se agachaba y tomaba un trozo
de vidrio de una ventana rota y se degolla¬
ba. Camilo siguió gritando mientras corría
hacia ella. Esperaba que ella estuviera tan
débil que sólo se hiciera un corte superficial
en el cuello y rogaba orando que no se cor¬
tara la carótida.
Estaba muy cerca de la mujer cuando
ella lo miró fijamente, sorprendida. El vi¬
drio se quebró y cayó, tintineando, al suelo.
Ella dio un paso atrás y se tropezó, golpeán¬
dose muy fuerte la cabeza contra un trozo
de concreto. La sangre dejó de brotar inme-

29
diatamente de sus arterias cortadas. Sus
ojos no tenían vida cuando Camilo la obli¬
gó a abrir la boca para hacerle respiración
artificial. Camilo le insufló aire en la gar¬
ganta haciendo que el pecho de la mujer se
levantara y la sangre goteara menos pero to¬
do era inútil.
Camilo miró a su alrededor preguntán¬
dose si intentaría enterrarla. Al otro lado
del camino había un anciano de pie al bor¬
de de un cráter y parecía dispuesto a tirarse
adentro. Camilo no pudo soportar más.
¿Estaba Dios preparándole para la probabi¬
lidad de que Cloé no hubiera sobrevivido?
Débilmente volvió a meterse en su vehí¬
culo., decidiendo que, sencillamente, no po¬
día detenerse a ayudar a nadie que no de¬
mostrara querer socorro. Por todas partes
donde mirara veía desolación, fuego, agua y
sangre.

Contrariando su sano juicio Raimundo


dejó al muerto en la arena del desierto.
¿Qué iba a hacer cuando viera a más gente
en diversos estados de agonía? ¿Cómo po¬
día Carpatia ignorar todo esto? ¿No tenía ni
una brizna de humanidad? Mac se hubiera
quedado a ayudar.

30
Raimundo se desesperó pensando que no
volvería a ver viva a Amanda y, aunque iba a
buscarla con todo lo que había en él, ya es¬
taba queriendo haber arreglado un encuen¬
tro más temprano con Mac. El había visto
cosas horrorosas en su vida pero la carnice¬
ría que había en este aeropuerto se coloca¬
ba, lejos, en el primer lugar del horror. Un
refugio sonaba mejor que todo esto aunque
fuera refugio del anticristo.

31
Dos

C amilo había reportado desastres pe¬


ro en su calidad de periodista no se
había sentido culpable por ignorar
a los moribundos. Habitualmente cuando
*

él llegaba a la escena de la noticia, ya esta¬


ba el personal médico trabajando en el lu¬
gar. No había nada que él pudiera hacer,
salvo no estorbar. El se enorgullecía por no
meterse en situaciones que dificultaran
más las cosas para los trabajadores de las
emergencias.
Pero ahora estaba solamente él. Los soni¬
dos de las sirenas le decían que en alguna
parte había otras personas trabajando, pero
con toda seguridad que había muy pocas
personas dedicadas a las labores del rescate.
El podría dedicarse las veinticuatro horas a
encontrar supervivientes que apenas respi¬
raran pero no haría mella en la magnitud de
este desastre. Quizá otra persona ignorara a
Cloé para llegar a sus propios seres queri¬
dos— Los que habían logrado escapar con
vida solamente podían tener la esperanza de
un héroe que luchara contra todos los obs¬
táculos para llegar a ellos.
32
Camilo nunca había creído en la percep¬
ción extrasensorial o en la telepatía, aun an¬
tes de ser creyente en Cristo. Pero ahora
sentía un anhelo tan profundo de Cloé, una
pena tan desesperada ante la sola idea de
perderla que sentía como si su amor estu¬
viera rezumando por cada poro de su cuer¬
po. ¿Cómo no iba ella a saber que él estaba
pensando en ella, orando por ella, tratando
de llegar a ella a todo coste?
Camilo frenó bruscamente levantando
una tremenda polvareda, por haber mante¬
nido los ojos fijos hacía adelante mientras
guiaba no había tenido en cuenta la gente
desesperada, herida que le hacía señas o le
gritaban. Un par de cuadras al este de la ca¬
lle principal había algo parecido a una geo¬
grafía reconocible. Nada se veía como era
antes pero quedaban cintas de caminos, re¬
movidas por la Tierra estremecida, pero aun
dispuestas casi en la misma configuración
que tenían antes. El pavimento de la calle
de Loreta estaba ahora en posición vertical,
bloqueando la vista de lo que quedaba de
las casas. Camilo salió como pudo del vehí¬
culo y trepo la muralla de asfalto. Halló la
calle totalmente revuelta con casi metro y
medio de piedras y arena encima de lo que
antes estaba abajo. El se estiró y hundió sus
dedos en la parte blanda, colgándose de ahí

33
y mirando fijo la cuadra de Lo reta.
Hubo cuatro casas grandes en esa parte,
siendo la de Loreta, la segunda a la dere¬
cha. Toda la cuadra parecía como la caja de
juguetes de un niño que éste había mecido
y tirado con fuerza al suelo. La casa que es¬
taba justo al frente de Camilo, aún más
grande que la de Loreta, había sido tirada
hacia atrás y levantada de los cimientos,
volcada hacia el frente, y derrumbada. El
techo se había salido de lugar en una sola
pieza, evidentemente cuando la casa tocó el
suelo. Camilo podía ver las vigas como si
hubiera estado en el desván. Las cuatro pa¬
redes de la casa estaban aplastadas contra el
suelo habiendo desparramado mucho es¬
combro alrededor. Camilo vio en dos partes
unas manos sin vida en las puntas de brazos
tiesos que sobresalían de entre los escom¬
bros.
Un árbol altísimo y enorme, con casi me¬
tro y medio de diámetro, había quedado con
las raíces al aire estrellándose contra el sóta¬
no. Casi un metro de agua tapaba el piso de
cemento, y el nivel del agua seguía subiendo
lentamente. Era raro pero lo que parecía
una habitación para huéspedes en el ángulo
nordeste del sótano, lucía intacta, ordenada
y limpia. Pronto iba a quedar bajo agua.
Camilo se obligó a mirar la casa vecina,

34
la de Loreta. El y Cloé ya no vivían ahí pero
la conocía bien. La casa, ahora apenas reco¬
nocible, parecía haber sido levantada del
suelo y estrellada en el mismo lugar, con el
techo partido limpiamente en dos y vuelto a
depositar sobre la gigantesca caja de fósfo¬
ros. La línea de la techumbre, que rodeaba
la casa, estaba ahora como a metro y medio
del suelo. Tres árboles grandes del jardín
delantero se habían caído hacia la calle, co¬
mo en ángulos mutuos con las ramas entre¬
lazadas, como si fueran tres espadachines
que habían unido sus hojas.
Entre las dos casas demolidas había un
pequeño cuarto metálico que, aunque esta¬
ba en un ángulo raro, se había escapado in¬
sensatamente de daños graves. ¿Cómo po¬
día el terremoto remecer, remover y hacer
rodar un par de casas grandes, de dos plan¬
tas, cinco dormitorios, dejando intacto un
cuartito metálico? Camilo sólo supuso que
la estructura era tan flexible que no se que¬
bró cuando la Tierra se enroscó rodando
debajo de éste.
La casa de Loreta había quedado aplas¬
tada en el mismo sitio donde estuvo, dejan¬
do el patio trasero vacío y desnudo. Camilo
se dio cuenta que todo esto sucedió en se¬
gundos.
Un carro de bomberos con unos cuernos

35
de toro artificiales adosados en la parte tra¬
sera pasó lentamente por detrás de Camilo
que oyó que decían, colgado como estaba
de ese trozo vertical de pavimento: —“¡Per¬
manezcan fuera de sus casas! ¡No vuelvan a
ellas! Si necesitan ayuda, vayan a una zona
al aire libre donde podamos encontrarlos”.
Una media docena de policías y bombe¬
ros iban en el gigantesco carro. Un policía
uniformado se asomó por la ventanilla.
—¿Oiga, amigo, ¿se encuentra bien?
—¡Estoy bien! —aulló Camilo.
—¿Ese vehículo es suyo?
—¡Sí!
—¡Seguro que pudiéramos usarlo para el
rescate!
—Tengo gente que estoy tratando de de¬
senterrar —dijo Camilo.
El policía asintió. —¡No trate de entrar
en ninguna de esas casas!
Camilo se soltó deslizándose al suelo.
Caminó hacia el carro de bomberos que se
detuvo.
—Oí el aviso pero ¿a qué se refieren?
—Nos preocupan los saqueadores pero
también el peligro. Esos lugares no están
firmes.
—¡Evidentemente! —dijo Camilo—, pe¬
ro. ¿saqueadores? Ustedes son la única gen¬
te sana que he visto. No ha quedado nada

36
de valor y ¿dónde llevarían esas cosas si las
encontraran?
—Nosotros hacemos sólo lo que nos
mandan, señor. No trate de entrar en nin¬
guna de esas casas, ¿correcto?
—¡Pero naturalmente que voy a entrar!
¡Voy a excavar para entrar a esa casa para sa¬
ber si alguien que conozco y amo está viva!
—Créame, amigo, no va a encontrar su¬
pervivientes en esta calle. Aléjese de aquí.
—¿Qué, me va a arrestar? ¿Todavía tienen
una cárcel en pie? El policía se volvió hacia
el bombero que manejaba. Camilo quería
una respuesta. Evidentemente el policía te¬
nía la cabeza más fría que él, porque se fue¬
ron despacio. Camilo escaló la muralla de
pavimento y se deslizó al otro lado, emba¬
rrándose totalmente por delante. Trató de
limpiarse el barro pero se le pegaba entre los
dedos. Se golpeó las manos en los pantalo¬
nes para sacarse lo más grueso del barro, y
luego se apresuró por entre los árboles caí¬
dos para llegar al frente de la casa rota.

A Raimundo le parecía que mientras


más se acercaba al aeropuerto de Bagdad,
menos podía ver. Había grandes fisuras
que se tragaron casi todas las pistas, en to-

37
das las direcciones, empujando la forma¬
ción de montones de barro y arena a varios
metros de altura, y bloqueando la vista de
la terminal. Mientras se abría camino, ape¬
nas podía respirar. Dos jumbo jets, uno era
un 747 y el otro, un DC 10, evidentemente
con carga completa y alineados para el des¬
pegue en una pista que corría de este a oes¬
te, parecían haber estado uno tras el otro
antes de que el terremoto los golpeara uno
contra el otro destrozándolos por comple¬
to. El resultado fue una pila de cadáveres.
No podía imaginarse la fuerza del choque
que matara a tanta gente sin un incendio.
Desde una enorme zanja en el extremo
más lejano de la terminal, por lo menos a
cuatrocientos metros de donde se hallaba
Raimundo, había una fila de supervivientes
que iban arrastrándose hacia la superficie
saliendo de otro avión tragado por la Tierra.
El humo negro salía de las profundidades
de la Tierra y Raimundo supo que si se
acercaba bastante podría oír los alaridos de
los sobrevivientes que no tenían fuerzas pa¬
ra salir del hoyo. De los que salían, unos
huían corriendo del lugar pero la mayoría,
como el asiático, iban a tropezones como en
trance por el desierto.
La terminal misma, antes una estructura
de acero, madera y vidrio, no sólo había

38
quedado aplastada y derribada sino que
también había sido remecida como uno que
anda buscando oro y cierne arena con un
tamiz. Los pedazos estaban esparcidos por
una zona tan amplia que ninguno de los
montones tenía más de sesenta centímetros
de alto. Había centenares de cadáveres tira¬
dos en diversos estados de reposo. Raimun¬
do se sentía como en el infierno.
El sabía lo que estaba buscando. El vuelo
de Amanda estaba programado para reali¬
zarse en un avión 747 de la Pan Continen¬
tal, que era la línea aérea y el tipo de avión
que él solía pilotar. No le iba a sorprender
que ella hubiera volado en uno de los apa¬
ratos que él había piloteado alguna vez. Te¬
nía que estar programado para aterrizar de
sur a norte en la pista grande.
Si el terremoto había ocurrido cuando el
avión estaba volando, el piloto habría inten¬
tado seguir en el aire hasta que dejara de
temblar, entonces hubiera buscado un te¬
rreno liso para bajar. Si el terremoto ocu¬
rrió después de aterrizar, el avión podía es¬
tar en cualquier parte de la pista que ahora
estaba totalmente hundida en la arena que
la tapaba por completo. Era una pista enor¬
me y larga pero si ahí estaba enterrado un
avión, con toda seguridad que Raimundo
hubiera podido verlo antes del ocaso.

39
¿Podría estar de frente en la otra direc¬
ción, en una de las pistas auxiliares, por ha¬
ber empezado a carretear hacia la terminal?
Sólo podía albergar la esperanza de lo que
era evidente y rogar que hubiera algo que
pudiera hacer en el caso que Amanda hu¬
biera sobrevivido milagrosamente. El mejor
caso hubiese sido si el piloto hubiera aterri¬
zado, deteniéndose o moviéndose muy len¬
tamente cuando vino el terremoto, excepto
que el piloto hubiera tenido la previsión su¬
ficiente para aterrizar a salvo en otra parte.
Si había tenido la fortuna de estar en el me¬
dio de la pista cuando esta se desapareció
de la superficie, había posibilidades que aún
estuviera derecho e intacto. Si estaba tapa¬
do con arena, ¿quién sabe cuánto tiempo
duraría la provisión de aire?
Le parecía a Raimundo que había por lo
menos unas diez personas muertas por cada
ser vivo en la terminal. Los que habían esca¬
pado decían haber estado afuera cuando se
produjo el terremoto. No se veía que hubie¬
ra algún sobreviviente adentro del edificio
de la terminal. Los escasos oficiales unifor¬
mados de la Comunidad Global que anda¬
ban patrullando la zona, con sus armas de
alto poder de fuego parecían tan conmocio¬
nados como los demás. Ocasionalmente uno
de ellos miró dos veces a Raimundo cuando

40
éste pasó por el lado pero se contuvieron y
ni siquiera le pidieron que mostrara la cre¬
dencial de identificación cuando se dieron
cuenta del uniforme de Raimundo. Con los
hilos colgantes donde hubiera debido haber
botones, él sabía que lucía como otro sobre¬
viviente afortunado de la tripulación de un
avión que había corrido una suerte triste.
Para llegar a la pista en cuestión Rai¬
mundo tuvo que cruzarse con una hilera
de afortunados sobrevivientes que pare¬
cían zombies sangrantes cuando iban sa¬
liendo de un cráter. El agradecía que nin¬
guno suplicara socorro. Parecía que la
mayoría no lo veía, se seguían los unos a
los otros como si confiaran que alguien en
alguna parte cerca de los primeros lugares
de la fila, tenía idea de dónde hallar ayuda.
Desde lo hondo del hoyo Raimundo oía
los quejidos y lamentos que sabía que no
podría olvidar nunca. Si hubiera habido al¬
go que él pudiera hacer, lo hubiera hecho.
Por fin llegó al final de la larga pista. Ahí,
directamente en el medio, estaba el fuselaje
jorobado de un 747, como lavado con arena
pero fácilmente reconocible.
Quedaba como una hora de luz de sol
que se estaba desvaneciendo. Al apurarse
para pasar por el borde del hoyo, la pista
que se hundía había salido de la arena, Rai-
41
mundo meneó la cabeza y la evitó, cubrién¬
dose los ojos para tratar de encontrar algún
sentido a lo que veía. Al llegar a corta dis¬
tancia del lomo del avión monstruoso, le
quedó claro qué había pasado. El avión ha¬
bía estado cerca de la mitad de la pista
cuando el pavimento sencillamente se hun¬
dió poco más de tres metros por debajo de
la máquina. El peso de ese pavimento em¬
pujó la arena hacia el avión que ahora esta¬
ba apoyado sobre ambas puntas de las alas,
con el cuerpo colgando precariamente so¬
bre el vacío.
Alguien había tenido la presencia de áni¬
mo para abrir las puertas y sacar los desliza¬
dores inflables para salidas de emergencia
pero hasta las puntas de esos deslizadores
colgaban a varios metros en el aire por enci¬
ma de la pista hundida.
Si los muros de arena que rodeaban los
lados del avión se hubieran separado más,
no hubiera habido modo en que las alas so¬
portaran el peso de la cabina. El fuselaje
crujía y gemía pues el peso del avión ame¬
nazaba con hacerlo caer. Raimundo creía
que el avión hubiera podido caer otros tres
metros más sin herir gravemente a nadie y
cientos de personas hubieran podido ser
salvadas, si tan sólo se hubiera estabilizado
poco a poco.

42
Oró desesperadamente que Amanda es¬
tuviera a salvo, que hubiera estado con el
cinturón de seguridad bien puesto, que el
avión se hubiera detenido antes de hundirse
la pista. Mientras más se acercaba, más evi¬
dente se hacía que el avión debía haber es¬
tado en movimiento cuando se hundió. Las
alas estaban enterradas varios metros en la
arena. Eso podía haber impedido que la na¬
ve cayera del todo pero también funcionó
como una mortal frenada para todos los
que no hubieran estado con el cinturón de
seguridad bien puesto.
El corazón de Raimundo desfalleció
cuando se acercó lo suficiente para ver que
no era un 747 de PanCon sino un jet de
British Airways. Se sintió golpeado por emo¬
ciones tan contradictorias que apenas podía
ordenarlas. ¿Qué clase de persona fría y
egoísta era para estar tan obsesionado con la
supervivencia de su esposa, que se decepcio¬
nara porque centenares de pasajeros de ese
avión hubieran sido salvados? Tenía que en¬
frentarse con la verdad horrible de que él se
interesaba principalmente por Amanda.
¿Dónde estaba su vuelo de PanCon?
Giró y escrutó el horizonte. ¡Qué calde¬
ro de muerte! No había dónde más buscar
el avión de PanCon pero él no iba a acep¬
tar que Amanda hubiera muerto hasta que

43
no tuviera toda la seguridad. Sin otro re¬
curso y sin poder llamar a Mac para que
viniera a buscarlo antes, se puso a exami¬
nar con más atención al avión de la British.
En una de las puertas abiertas había una
aeromoza, que miraba fijo desde la cabina,
pareciendo un fantasma mientras evaluaba
inerme la posición tan precaria de ellos.
Raimundo hizo una bocina con sus manos
*

y le gritó:
—¡Yo soy piloto! ¡Se me ocurren unas
ideas!
—¿ Estamos incendiándonos? —gritó ella.
—¡No, y deben tener muy poco combus¬
tible! ¡No parecen correr gran peligro!
—¡Esto es muy inestable! é—gritó la ae¬
romoza—. ¿Tengo que llevar a todos los pa¬
sajeros hacia la cola del avión para que no
se hunda de nariz?
—¡De todos modos no van a hundirse de
nariz! ¡Las alas están empotradas en la are¬
na! Lleve a todos hacia la mitad del avión y
vean si pueden salir por las alas sin quebrar¬
las!
—¿Podemos tener esa seguridad?
—¡No, pero no pueden quedarse espe¬
rando que llegue equipo pesado para exca¬
var un túnel y sacarlos así! El terremoto fue
mundial y es improbable que alguien venga
a rescatarlos durante días.

44
—¡Esta gente quiere salir ahora! ¿Qué se¬
guridad tiene usted de que esto servirá?
—¡No mucha! Pero no tienen otra op¬
ción. Otra remezón podría hundir por com¬
pleto el avión.

Por lo que Camilo sabía, su esposa había


estado sola en la casa de Loreta. Su única
esperanza de encontrarla era adivinar dón¬
de podía haber estado dentro de la casa,
cuando ésta se derrumbó. El dormitorio de
la planta alta, en el ángulo sudoeste de la
casa que ellos usaron, estaba ahora a nivel
del suelo —una masa de ladrillo, vigas de
acero, vidrio, marcos, terminaciones, pisos,
montantes, cables y muebles— tapada por
la mitad del techo partido.
Cloé guardaba en el sótano su computa¬
dora, pero ahora esta habitación estaba en¬
terrada bajo los otros dos pisos de ese mis¬
mo lado de la casa. Ella pudiera haber
estado en la cocina, en el frente de la casa
pero también en ese mismo lado. Eso no le
dejaba opciones a Camilo. El tenía que sa¬
car una parte grande de ese techo y comen¬
zar a cavar. Si no la encontraba en el dor¬
mitorio o en el sótano, su última esperanza
era la cocina.

45
No tenía botas, guantes, ropa de trabajo,
anteojos protectores ni casco. Todo lo que
tenía era la ropa sucia y usada que vestía,
zapatos corrientes y sus manos desnudas.
Era demasiado tarde para preocuparse por
el tétano. Saltó al techo movedizo. Tentó la
aguda pendiente tratando de ver donde pu¬
diera estar debilitada o pudiera romperse.
Se sentía firme aunque inestable. Se deslizó
al suelo y empujó los aleros. No había for¬
ma en que él solo pudiera hacerlo, ¿Habría
por ahí una sierra o un hacha en el cuartito
de metal?
Le costó mucho abrirlo al comienzo. La
puerta estaba trabada. Parecía algo tan frá¬
gil pero habiéndose virado en el terremoto
el cuartito se había torcido sobre sí mismo y
no estaba dispuesto a ceder. Camilo bajó su
hombro y empujó fuerte como un jugador
de fútbol americano. Hubo gemidos de pro¬
testa pero recuperó su postura. Camilo pa¬
teó al estilo karateca unas seis veces, volvió
a bajar el hombro para cargar de nuevo. Por
último retrocedió un par de metros y se
abalanzó a toda velocidad pero sus zapatos
livianos se resbalaron en el césped y lo des¬
pidieron cayendo con las piernas abiertas.
Con rabia volvió a retroceder más aún, em¬
pezó a moverse más lento y gradualmente
cobró velocidad. Esta vez se estrelló contra
46
el costado del cuartito, con tanta fuerza que
lo sacó de las bisagras. El panel lateral voló
sobre las herramientas que había adentro, y
Camilo voló junto con eso también, llegan¬
do hasta el suelo antes de rebotar. Un bor¬
de filoso del techo le raspó las costillas
cuando iba cayendo y la carne se abrió. Se
agarró el costado y sintió el goteo pero no
se iba a parar a menos que se hubiera corta¬
do una arteria.
Arrastró las palas y las hachas hacia la
casa y apoyó las herramientas de jardinería
de mango largo por debajo de los aleros.
Cuando Camilo se apoyó contra esto, el
borde del techo se levantó y algo sonó de¬
bajo de las pocas tejas que quedaban. Atacó
eso con una pala, imaginándose lo ridículo
que se vería y qué diría su padre si lo viera
usando la herramienta inadecuada para ha¬
cer el trabajo inadecuado.
Pero ¿qué más podía hacer? El tiempo era
esencial. De todos modos estaba luchando
contra la probabilidad aunque habían ocu¬
rrido cosas aún más extrañas: había sobrevi¬
vientes que habían pasado bajo escombros
durante días. Pero si el agua estaba entrando
en los cimientos de la casa de al lado, ¿qué
estaría pasando con ésta? ¿Qué pasaba si
Cloé estaba atrapada en el sótano? Camilo
imploró que si ella tenía que morir, que ya
47
hubiera pasado rápidamente y sin dolor. No
quería que la vida de ella se fuera apagando
poco a poco, ahogándose horriblemente.
También temía una electrocución cuando el
agua llegara a los cables rotos.
Ahora que ya había sacado un pedazo del
techo Camilo sacó paladas de escombros
hasta que llegó a trozos más grandes que te¬
nía que sacar a mano. El estaba en buen es-
*

tado físico pero esto superaba su rutina. Sus


músculos ardían cuando tiraba a un lado tro¬
zos pesados de muros y pisos. Parecía avan¬
zar poco, resollando, soplando y sudando.
Camilo despejó el camino de tubos y yeso
del techo. Por último llegó al soporte de la
cama que se había doblado como astillas.
Hizo tuerzas empujando para llegar a un es¬
critorio donde Cloé solía sentarse. Le llevó
otra media hora cavar abriéndose paso hasta
allí, diciendo el nombre de ella a cada rato.
Cuando se detenía para recuperar el aliento,
se esforzaba por oír hasta el ruido más débil.
¿Sería capaz de escuchar un quejido, un
grito, un suspiro? Si ella emitía el menor
ruido, él la iba a encontrar.
Camilo empezó a desesperarse pues esto
iba muy lento. Golpeó enormes trozos de
suelo que eran demasiado pesados para
mover. La distancia entre los cimientos del
suelo del dormitorio de la planta alta y el

48
suelo de concreto del sótano no era tan
grande. Cualquiera que hubiera sido atra¬
pado ahí sencillamente estaría muy aplasta¬
do pero no podía dejar de cavar. Si no lo¬
graba abrirse camino con estas cosas iría a
buscar a Zión para que le ayudara.
Camilo llevó al frente de la casa las he¬
rramientas, arrastrándolas y las tiró por en¬
cima del muro de pavimento. Saltar desde
este lado era mucho más difícil que del otro
porque el barro era más resbaladizo. Miró
de arriba abajo a todos lados sin poder ver
el extremo donde el camino se había puesto
vertical. Empezó a caminar por el barro,
arrastrando los pies hasta que, finalmente,
llegó donde podía alcanzar el asfalto del
otro lado. Tomó impulso y cruzó por arriba,
aterrizando dolorosamente sobre un codo.
Echó las herramientas en la parte trasera
del Rover y deslizó su embarrado cuerpo
detrás del volante.

El sol estaba poniéndose en Irak cuando


varios sobrevivientes de otros aviones es¬
trellados se unieron a Raimundo para mi¬
rar el destino del 747 de la British Air¬
ways. Raimundo estaba ahí, parado,
indefenso pero con esperanzas. Lo último

49
que quería era ser responsable por daños o
muerte de alguien, pero tenía la seguridad
de que salir por las alas era la única espe¬
ranza que ellos tenían. Oró que pudieran
subir los costados pendientes de las dunas
arenosas.
Raimundo se animó un poco al comien¬
zo cuando vio que los primeros pasajeros
gateaban por las alas. Evidentemente la ae¬
romoza había reunido a la gente logrando
que trabajaran en conjunto. El ánimo de
Raimundo se volvió alarma rápidamente
cuando vio cuanto movimiento producían
los pasajeros y cuán tensado estaba el frágil
apoyo. El avión se iba a partir en dos, en¬
tonces, ¿qué iba a pasar con el fuselaje? Si
una punta o la otra se volcaba con mucha
rapidez, serían docenas los que morirían.
Los que no estaban con el cinturón de se¬
guridad puesto, serían lanzados de una
punta a la otra del avión, cayendo amonto¬
nados unos sobre otros.
Raimundo quiso gritar, rogarle a la gente
de adentro que se esparciera, ellos tenían
que hacer esto con toda precisión y cuidado
pero era demasiado tarde y ellos no lo escu¬
charían. El ruido del interior del avión tenía
que ser ensordecedor. Los dos pasajeros
que estaban sobre el ala derecha saltaron a
la arena.

50
El ala izquierda cedió primero pero sin
cortarse totalmente. El fuselaje viró a la iz¬
quierda y era claro que los pasajeros que es¬
taba adentro también cayeron de esa mane¬
ra. La cola del avión estaba hundiéndose
primero. Raimundo no tenía más que abri¬
gar la esperanza que el ala derecha cediera a
tiempo para emparejar la dinámica de la
otra. Eso pasó en el último segundo pero
aunque el avión se apoyó casi perfectamen¬
te horizontal sobre sus ruedas, se había caí¬
do mucho. La gente tenía que haber sido ti¬
rada uno sobre otro aplastándose en forma
horrible contra el avión mismo. Cuando la
rueda delantera se rompió, la nariz del apa¬
rato cayó con tanta fuerza contra el pavi¬
mento que remeció la arena produciendo
más avalanchas de los lados que llenaron
rápidamente la quebrada. Raimundo se me¬
tió el teléfono en el bolsillo de los pantalo¬
nes y tiró su chaqueta a un lado. El y otros
cavaron con sus manos empezando a despe¬
jar al avión para que entrara aire y hubiera
vías de escape. El sudor le empapó la ropa.
Nunca recuperaría el brillo de sus zapatos
pero, de todos modos, ¿cuándo iba a volver
a necesitar zapatos elegantes?
Cuando él y sus compañeros llegaron por
fin al avión, se toparon con los pasajeros
que iban abriéndose camino para salir, El

51
personal de rescate que venía detrás de Rai¬
mundo despejó la zona cuando escucharon
las aspas de helicópteros. Raimundo supuso
que era un helicóptero de rescate, como to¬
dos debían haber creído. Entonces se acor¬
dó. Si era Mac ya tenían que serias diez.
Raimundo se preguntó si era porque le im¬
portaba o porque estaba más preocupado
por el encuentro de ellos.
Raimundo llamó a Mac desde la hondo¬
nada y le dijo que quería estar bien seguro
que nadie había muerto en el 747. Mac le
dijo que le esperaría al otro lado de la ter¬
minal.
Raimundo salió a la superficie pocos mi¬
nutos después, aliviado pues todos habían
sobrevivido. Sin embargo, no pudo encon¬
trar su chaqueta lo cual estaba bien. Supuso
que, de todos modos, Carpatia lo iba a des¬
pedir muy pronto.
Raimundo se abrió camino por el aplas¬
tado terminal y dio la vuelta por atrás. El
helicóptero de Mac estaba a unos pocos
metros, con el motor en neutro. En medio
de la oscuridad, Raimundo supuso que ha¬
bía camino abierto al helicóptero y empezó
a apurarse. Amanda no estaba ahí, y esto
era un lugar de muerte. El quería irse de
Irak pero por ahora quería alejarse de Bag¬
dad. Era posible que tuviera que tolerar el

52
refugio de Carpatia, fuera lo que fuera, pero
en cuanto pudiera iba a poner distancia en¬
tre él y Nicolás.
Raimundo cobró velocidad, estando aún
en forma para sus cuarenta años pero de re¬
pente se tropezó contra ¿qué? ¡Cadáveres!
Se había tropezado con uno cayéndose en¬
cima de otros. Raimundo separó, se sobó
una rodilla dolorida, temiendo que había
profanado a esta gente. Siguió caminando
despacio hacia el helicóptero.
—¡Vámonos, Mac! —dijo mientras subía
a bordo.
—No tienes que repetirme eso dos veces
—dijo Mac, poniendo en marcha el motor—.
Tengo mucha necesidad de hablar contigo.

Era por la tarde cuando Camilo se acercó


a los despojos de la iglesia. Estaba saliendo
por la puerta del pasajero cuando un tem¬
blor recorrió el lugar, levantando al vehículo
y tirando sentado al suelo a Camilo. El se
dio vuelta para mirar cómo los restos de la
iglesia se mecían, se movían y eran tirados al
aire. Las bancas que habían escapado a los
destrozos del terremoto estaba crujiendo y
doblándose. Camilo sólo lograba imaginarse
lo que le había pasado al cuerpo del pobre

53
Danny Moore. Quizá el mismo Dios se ha¬
bía encargado del entierro.
Camilo se preocupó por Zión. ¿Qué po¬
día haberse quebrado, soltado y caído en su
refugio subterráneo? Camilo llegó hasta el
tubo de la ventilación que era la única fuen¬
te de aire para Zión y gritó:
—Zión, ¿estás bien?
Oyó una voz débil como un suspiro.
—¡Gracias a Dios que volviste, Camilo!
Yo estaba tirado aquí con la nariz contra la
ventilación cuando escuché el ruido y algo
llegó sonando hasta mí. Me quite del cami¬
no justo a tiempo. Hay trozos de ladrillo
aquí abajo. ¿Fue una nueva sacudida?
—¡Sí!
—Perdóname Camilo pero llevo mucho
tiempo haciendo el papel de valiente ¡sáca¬
me de aquí!
Le llevó más de una hora de cavar en¬
tre las piedras para llegara la entrada del re¬
fugio subterráneo. En cuanto empezó el
complicado procedimiento para sacar la lla¬
ve de la puerta y abrirla, Zión empezó a
empujar desde adentro. Juntos forzaron la
puerta abriéndola contra el peso de bloques
de ceniza y otras basuras. Zión parpadeó
por la luz y bebió el aire. Abrazo fuerte a
Camilo y le preguntó:
—¿Qué pasa con Cloé?

54
—Necesito que me ayudes.
—Vamos. ¿Se sabe algo de los demás?
—Puede que pasen días antes que las
comunicaciones se restablezcan algo en el
Oriente Medio. Amanda debiera estar allá
con Raimundo pero no tengo idea de lo
que ha pasado con ellos.
—De una cosa puedes estar bien seguro
—dijo Zión con su fuerte acento israelita—,
y es que si Raimundo estaba cerca de Nico¬
lás, probablemente esté a salvo. Las Escritu¬
ras dicen claramente que el anticristo no le¬
gará a su fin sino en poco más de un año a
contar de ahora.
—No me importaría ayudar un poquito
en eso —dijo Camilo.
—Dios se encargará de eso. Pero ahora
no es el momento debido. Repulsivo como
debe ser para el capitán Steele estar tan cer¬
ca de tanto mal, por lo menos, debiera estar
a salvo.

Mac McCullum, ya en el aire, mandó


mensaje de radio al refugio de seguridad
diciendo al operador: —Estarnos partici¬
pando en rescates aquí, así que nos demo¬
raremos una o dos horas más. Cambio y
fuera.
55
—Entendido. Informaré al Potentado.
Cambio y fuera.
Raimundo se preguntó qué sería tan im¬
portante para que Mac se arriesgara a men¬
tirle a Nicolás Carpatia.
En cuanto Raimundo se puso bien los
audífonos, Mac dijo: —¿Qué cosa pasa? ¿En
qué anda Carpatia? ¿Qué es todo eso de “la
ira del Cordero” y qué cosa estaba contem¬
plando antes cuando creí que estaba miran¬
do la luna? He visto un montón de desas¬
tres naturales y unos fenómenos
atmosféricos muy raros pero, juro por los
ojos de mi madre, que nunca vi nada pare¬
cido a una luna llena que pareciera estar
convirtiéndose en sangre. ¿Por qué un te¬
rremoto tendría ese efecto?
Hombre —pensó Raimundo—, este tipo es¬
tá listo. Pero Raimundo también estaba per¬
plejo.
—Mac, te diré que pienso pero primero
dime por qué crees que yo sé.
—Lo sé, eso es todo. No me animaría
por todo el oro del mundo a que Carpatia
se enojara conmigo aunque se que no an¬
da en nada bueno. Parece que él no te in¬
timida en absoluto. Casi vomité mi al¬
muerzo cuando vi esa luna roja, pero tú te
comportaste como si supieras qué iba a
pasar.

56
Raimundo asintió pero no explicó nada y
dijo: —Tengo algo que preguntarte Mac.
Tú sabías por qué fui al aeropuerto de Bag¬
dad. ¿Por qué no me preguntaste qué supe
de mi esposa o de Patty Durán?
—Porque no me corresponde, eso es to¬
do —dijo Mac.
—Mac, no me cuentes esos cuentos. A
menos que Carpatia sepa más que yo, él
hubiera querido saber el paradero de Patty
en cuanto uno de nosotros supiera algo.
—No, Raimundo, la cosa es así, mira...
yo sabía... quiero decir, todos saben que no
es probable que tu esposa la señorita Durán
hayan sobrevivido la estrellada en ese aero¬
puerto.
—¡Mac! Tú mismo viste que de ese 747
salían cientos de personas. Sí, claro, nueve
de cada diez murieron ahí pero también so¬
brevivieron muchos. Ahora, si quieres que
yo te responda, es mejor que empieces tú a
contestar primero.
Mac señaló con gestos un lugar apto pa¬
ra bajar que había iluminado con un foco, y
dijo: —hablaremos allá abajo.

Zión había traído solamente su teléfono,


la computadora portátil y unas pocas mu-
57
das de ropa que le habían llevado como de
contrabando. Camilo esperó hasta que esta¬
cionaron cerca del destrozado pavimento
frente a la casa de Loreta, para contarle de
Danny More.
—Eso es trágico —dijo Zión—, ¿y él
era...?
—Yo te hablé de él. El genio de la com¬
putadora que armó estas computadoras
nuestras. Uno de esos genios callados. El
había asistido por años a esta iglesia y aún
se avergonzaba por tener esa inteligencia
astronómica estando ciego espiritualmen¬
te. Decía que, simplemente, no había cap¬
tado la esencia del evangelio en todo ese
tiempo. Decía que no podía echar la culpa
al pastor ni al maestro ni a nada ni nadie
sino a sí mismo. Su esposa apenas lo
acompañaba porque no entendía. Perdie¬
ron un bebé en el arrebatamiento, Y cuan¬
do Danny se volvió creyente, su esposa lo
siguió pronto. Ellos se hicieron muy devo¬
tos.
Zión meneó la cabeza. —Qué triste mo¬
rir así, pero ahora están juntos con Su bebé.
—¿Qué opinas que debiera hacer con el
portafolio? —preguntó Camilo.
—¿Hacer qué con qué?
—Danny debe haber tenido algo muy
importante ahí adentro. Siempre lo veía con

58
el portafolio pero no sé las combinaciones.
¿Debo dejarlo como está?
Zión pareció sumirse en profundos pen¬
samientos. Por último, dijo: —en un mo¬
mento como este debes decidir si hay algo
ahí que pudiera servir para avanzar la causa
de Cristo. El joven desearía que lo abrieras.
Si lo abres y encuentras solamente cosas
personales, será justo respetar su privaci¬
dad.
Zión y Camilo salieron del Rover. En
cuanto habían tirado las herramientas por
encima del muro, y lo habían trepado, Zión
dijo:
—¡Camilo!, ¿dónde está el automóvil de
Cloé?

59
Tres

R aimundo no podía jurar que Máximo


McCullum fuera fidedigno. Todo lo
que sabía era que este hombre peco¬
so, dos veces divorciado, acababa de cum¬
plir los cincuenta y nunca había tenido
hijos. Era un aviador capaz y cuidadoso, que
no tenía problemas con diversos tipos de
naves aéreas, habiendo volado aviones mili¬
tares y comerciales.
Máximo había resultado ser interesado y
amistoso, de expresión mundana. No lleva¬
ban bastante tiempo de conocerse para que
Raimundo esperara que fuera más abierto.
Aunque parecía un tipo brillante e intere¬
sante, la limitada relación de ellos había he¬
cho aflorar a la superficie solamente la cor¬
dialidad. Máximo sabía que Raimundo era
creyente; Raimundo no le ocultaba eso a
nadie. Pero Máximo nunca había dado se¬
ñales ni del más mínimo interés por el
asunto —hasta ahora.
Lo más importante en los pensamientos
de Raimundo era qué cosa no decir. Máxi¬
mo había manifestado enojo —por fin—,
60
con Carpatia, llegando al extremo de decir
que este “no andaba en nada bueno”. Pero
¿;y si Máximo era un subversivo que trabaja¬
ba para Carpatia como algo más que piloto?
Qué manera de atrapar a Raimundo. ¿Se
iba a atrever a hablarle de su fe a Máximo y
revelar todo lo que él y el Comando Tribu¬
lación sabían de Carpatia? Y ¿qué decir del
aparato para espiar que estaba en el Cóndor
216? Aunque Máximo expresara interés en
Cristo, Raimundo callaría ese explosivo se¬
creto hasta tener la plena seguridad de que
Máximo no era falso.
Máximo apagó todo en el helicóptero sal¬
vo el poder auxiliar que mantenía encendi¬
das las luces del panel de control y la radio.
Todo lo que Raimundo alcanzaba a ver
en la vastedad del desierto, negro como tin¬
ta, era la luna y las estrellas. Si él no hubie¬
ra sabido la verdad, hasta hubiera podido
convencerse de que la pequeña nave aérea
iba a la deriva en un barco que transporta
aviones en medio del océano.
—Max —dijo Raimundo— cuéntame del
refugio. ¿Cómo es? ¿Cómo supo Carpatia
que lo iba a necesitar?
—No sé —dijo Máximo—, quizá fue una
casa de seguridad en el caso que uno o más
de sus embajadores se rebelara contra él
otra vez. Es profundo, es de concreto, y lo

61
protegerá de la radiación. Y te digo una co¬
sa más: es suficientemente grande para el
216.
Raimundo quedó perplejo. —¿El 216? Yo
lo dejé en la punta de la pista larga de Nue¬
va Babilonia.
—Y a mi me mandaron temprano esta
mañana que lo moviera.
—¿Moverlo dónde?
—¿No me preguntaste justamente hace
poco por ese nuevo camino de servicio que
Carpatia mandó construir?
—¿Esa cosa de una sola vía que parecía
llevar solamente a la reja del borde de la
pista?
—Sí. Bueno, ahora hay una puerta en la
reja donde termina ese camino.
—Así que uno abre la puerta —dijo Rai¬
mundo—, ¿y a dónde vas, cruzando las are¬
nas del desierto, no es así?
—Eso es lo que parece —dijo Máximo—.
Pero una tremenda extensión de esa arena
tuvo que tratarse con algo. ¿No pensarías
que un aparato tan grande como el 216 se
hundiría en la arena si lograra llegar tan le¬
jos?
—¿Me dices que llevaste el 216 carre¬
teándolo por ese caminito de servicio a una
puerta de la reja? ¿De qué tamaño tiene que
ser esa puerta?

62
—Sólo tan grande como es el fuselaje.
Las alas quedan más arriba de la reja.
—Así que carreteaste al Cóndor sacán¬
dolo de la pista y lo hiciste cruzar la arena,
¿para dónde?
—Tres y medio clics al nordeste de los
cuarteles centrales, tal como dijo Carpatia.
—Así que este refugio no está en una zo¬
na poblada.
—No. Dudo que alguien lo haya visto sin
que Carpatia lo sepa. Es inmenso, Ray. Y
debe haber llevado mucho tiempo cons¬
truirlo.
Yo hubiera podido meter dos aviones de
ese tamaño en ese lugar llenando solamente
la mitad del espacio que hay. Tiene más de
nueve metros debajo de la superficie con
muchas provisiones, cosas de plomería, alo¬
jamientos, cocinas, lo que se te ocurra, ahí
lo tienen.
—¿Cómo puede ser que algo subterráneo
haya resistido el remesón de la Tierra?
—Me imagino que parte de genio y parte
de suerte —dijo Máximo—. Toda la cosa
esa está flotando, suspendida en una espe¬
cie de membrana llena con líquido hidráuli¬
co y asentada sobre una plataforma de re¬
sortes que sirve como un gigantesco
amortiguador
—¿Así que el resto de la Nueva Babilonia

63
está en ruinas pero el Cóndor y el pequeño
escondite de Carpatia, o debiera decir enor¬
me escondite, se escaparon ilesos?
—Bueno, ahí es donde entre a tallar la
parte del genio. El lugar se remeció mucho
pero la tecnología funcionó. Lo único que
ellos no pudieron impedir, aunque lo tenían
previsto, fue que la entrada principal, la
enorme abertura que permitió que el avión
se deslizara fácilmente adentro, quedó com¬
pletamente tapada de rocas y arenas por el
terremoto. Pudieron proteger un par de
otras aberturas más pequeñas del otro lado
para mantener el paso, y Carpatia ya tiene
máquinas abriendo la entrada original. Es¬
tán trabajando en estos mismos momentos.
—¿Entonces, el tipo espera ir a alguna
parte? ¿No puede tolerar el calor?
—No, en absoluto. El espera compañía.
—¿Sus reyes vienen en camino?
—El los llama embajadores. El y Fortu¬
nato tienen grandes planes.
Raimundo meneo la cabeza. —¡Fortuna¬
to! Yo lo vi en la oficina de Carpatia cuando
empezó el terremoto. ¿Cómo sobrevivió?
—Ray, yo me sorprendí tanto como tú. A
menos que no lo haya visto, no lo vi pasar
por esa compuerta del techo. Me imaginé
que la única gente con una oportunidad de
sobrevivir al colapso de ese lugar serían los
64
pocos que estaban en el techo cuando se
derrumbó. Eso es una caída de más de die¬
ciocho metros, con trozos de concreto pre¬
cipitándose por todas partes en torno a uno
así que hasta eso tiene una probabilidad mí¬
nima. Pero he sabido cosas más raras. Supe
de un tipo en Corea que estaba en el techo
de un hotel que se derrumbó, y manifestó
que le pareció que estaba haciendo surf en
una tabla de concreto hasta que llego al
suelo y rodó y salió solamente con un brazo
quebrado.
—Así pues, ¿cuál será el cuento? ¿Cómo
salió Fortunato?
—No vas a creerlo.
—A estas alturas yo creo cualquier cosa.
—Esto es lo que pasó como yo lo vi. Lle¬
vo a Carpatia de regreso al refugio, y esta¬
ciono el helicóptero cerca de la entrada
donde había dejado al Cóndor. La entrada
estaba totalmente tapada, como dije, así
que Carpatia me manda ir al costado, don¬
de hay una entrada más pequeña. Vamos,
entramos y encontramos mucha gente que
trabaja como si nada hubiera pasado. Quie¬
ro decir, gente que cocina, limpia, ordena,
todo eso.
—¿La secretaria de Carpatia?
Máximo meneó la cabeza. —Supongo
que ella murió cuando se derrumbo el edi-

65
ficio junto con la mayoría de los otros inte¬
grantes de la planta de personal de la ofici¬
na. Pero él ya los tiene reemplazados a to¬
dos.
—Increíble. ¿Y Fortunato?
—Tampoco estaba ahí. Alguien le dice a
Carpatia que no hay sobrevivientes de las
oficinas centrales y, te juro Ray que me pa¬
reció que Carpatia se puso pálido. Fue la
primera vez que lo vi como remecido, salvo
cuando finge que se enfurece por algo.
Pienso que esos furores son siempre planifi¬
cados.
—Yo también. ¿Y qué pasó con León?
—Carpatia se recupera bien rápido y di¬
ce, “ya nos ocuparemos de eso”. Dice que
volverá, y le pregunto si tengo que llevarlo a
alguna parte. Dice que no y se va. ¿Cuándo
fue la última vez que lo viste irse solo a al¬
guna parte?
—Nunca.
—Acertaste. Se fue como por media ho¬
ra, y lo que pasa de inmediato es que está
de regreso y con Fortunato. Este tipo estaba
tapado de tierra, de pies a cabeza, y su ropa
era un asco. Pero su camisa estaba en su lu¬
gar, metida en los pantalones y su chaqueta
bien abotonada, la corbata derecha y todo
lo demás. No había ni un rasguño menor en
él.

66
—¿Qué cuento contó?
—Me da escalofríos, Ray. Los rodeó un
montón de gente, diría que unos cien. For¬
tunato, realmente emocionado, pide or¬
den. Luego clama que se puso a gritar y
aullar entre los escombros, junto con todos
los demás. Dice que a la mitad de esto se
estaba preguntando si sería posible tener la
suerte suficiente para meterse en alguna
parte donde pudiera respirar y mantenerse
vivo hasta que los del rescate lo hallaran.
Dij o que se sintió caer como en caída libre
y se golpeó contra enormes trozos de edifi¬
cio, luego algo agarró su pie y lo viró, de
modo que seguía cayendo pero de cabeza.
Cuando tocó fondo —dijo—, sintió y sonó
como si se hubiera partido la cabeza. En¬
tonces, fue como si todo el peso del edifi¬
cio se le viniera encima. Sintió que se le
quebraban los huesos y que sus pulmones
estallaban y todo se puso negro. Dijo que
era como que alguien hubiera sacado el ta¬
pón de su vida. Cree que se murió.
—Y, no obstante, helo ahí, ¿vestido
con ropa polvorienta y sin siquiera un ras¬
guño?
—Yo lo vi con estos ojos, Ray. El dice
que estaba tirado ahí, muerto, sin concien¬
cia de nada, sin ninguna vivencia de extra¬
corporalidad o de algo parecido. Sólo la na-
67
da negra, como el sueño más profundo que
una persona pudiera tener. Dice que se des¬
pertó, volvió de los muertos cuando oyó
que decían su nombre. Dice que al comien¬
zo pensó que estaba soñando. Pensó que
era un niñito otra vez y que su madre lo lla¬
maba suavemente por su nombre, tratando
de despertarlo pero dice que, entonces, es¬
cuchó a Nicolás que lo llamaba en voz alta:
¡Leonardo, levántate y sale!
—¿Que?
—Te digo, Ray, que me da escalofríos. Yo
nunca fui tan religioso pero conozco esa
historia de la Biblia, y sonaba como si Ni¬
colás pretendiera ser Jesús o algo así.
—¿Tú crees que ese cuento es mentira?
—preguntó Raimundo—. Ya tú sabes que la
Biblia también dice que está designado que
el hombre muera una sola vez. No hay se¬
gundas oportunidades.
—No sabía eso y no supe qué pensar
cuando él dijo eso. ¿Carpatia resucitando a
alguien? Mira, al comienzo me encantaba
Carpatia y me impacientaba esperar para ir
a trabajar con él. Hubo momentos en que
pensé que era un santo varón, quizá alguna
clase de deidad en sí mismo. Pero eso no
cuajaba. Que él me hiciera despegar del he¬
lipuerto de aquel edificio, mientras que la
gente se colgaba de los patines clamando

68
por sus vidas, ¿Que él te despreciara por¬
que
quisiste ayudar a ese sobreviviente del
avión estrellado, en el desierto? ¿Qué clase
de hombre-—dios es ése?
r

r
Raimundo dijo: El no es hombre—dios.
El es un hombre anti-dios.
—¿Tú piensas que es el anticristo, como
dicen algunos?
Bueno, eso era. Máximo le había hecho
la pregunta. Raimundo sabía que se había
descuidado. ¿Se había sellado ahora su pro¬
pio destino? ¿Se había revelado completa¬
mente a uno de los sicarios de Carpatia o
Máximo era sincero? ¿Cómo podría él sa¬
berlo con toda seguridad?

Camilo giraba en círculos. ¿Dónde esta¬


ba el automóvil de Cloé? Ella siempre lo es¬
tacionaba en la entrada frente al garaje que
tenían las cosas inservibles de Loreta. El
automóvil de Loreta estaba habitualmente
en el otro sitio. No hubiera tenido sentido
que Cloé hubiera movido su automóvil al
lugar de Loreta sólo porque ella se había
ido a la iglesia. Camilo dijo:
—Podría haber sido lanzado a cualquier
parte, Zión.
69
—Sí, amigo, pero no tan lejos que no pu¬
diéramos verlo.
—Podría haber sido tragado.
—Debemos mirar, Camilo. Si su auto¬
móvil está ahí, podemos suponer que ella
está aquí.
Camilo recorrió la calle de arriba abajo
mirando entre los restos de las casas y en
los grandes hoyos que había en la tierra.
Nada parecido al automóvil de Cloé se veía.
Cuando se encontró de nuevo con Zión en
lo que había sido el garaje de Loreta, vio
que el rabino temblaba.
Aunque no tenía más de cuarenta y cinco
años, repentinamente Zión pareció más vie¬
jo a Camilo. Se desplazaba con una marcha
temblorosa y a tropezones, como desplo¬
mándose de rodillas.
—Zión, ¿te encuentras bien?
—¿Alguna vez viste algo así? —dijo Zión,
con su voz poco más que un susurro—. He
visto destrozos, basuras pero esto es abru¬
mador. Una muerte y una destrucción tan
esparcidas...
Camilo puso su mano en el hombro del
hombre y sintió los sollozos que recorrían
su cuerpo.
—Zión, no debemos permitir que la
enormidad de todo esto penetre en nuestras
mentes. De alguna manera tengo que man-

70
tener esto alejado de mí. Sé que no es un
sueño. Sé exactamente qué estamos pasan¬
do pero no puedo detenerme en esto. No
estoy equipado. Si dejo que me aplaste,
quedaré bueno para nada. Nos necesitamos
mutuamente. Seamos fuertes.
Camilo se dio cuenta de la debilidad de
su propia voz mientras rogaba a Zión que
fuera fuerte.
—Sí —dijo el lloroso Zión, tratando de
recobrarse—. La gloria del Señor debe ser
nuestra retaguardia. Nos regocijaremos
r

siempre en el Señor y El nos exaltará.


Diciendo eso Zión se paró y tomó una
pala. Antes que Camilo pudiera ponerse a
la par, Zión empezó a cavar en la base del
garaje.

La radio del helicóptero crujió cobrando


vida, dándole tiempo a Raimundo para que
se recompusiera, pensara y orara en silencio
pidiendo que Dios le impidiera decir alguna
estupidez. Aún no sabía si Amanda estaba
muerta o viva. No sabía si Cloé o Camilo o
Zión seguían en la Tierra o estaban ya en el
cielo. Encontrarlos, reunirse con ellos era su
principal prioridad. ¿Ahora iba a arriesgarlo
todo?
71
El despachador del refugio pidió el 10-20
de Máximo.
Máximo miró con pesar a Raimundo.
—Mejor que lo haga para que parezca
que estamos en el aire —dijo, echando a an¬
dar los motores. El ruido era ensordecedor.
—Todavía están haciendo rescates en
Bagdad —dijo— será por lo menos otra
hora más.
—Entendido.
Máximo apagó los motores. —Nos da
tiempo —dijo.
Raimundo se tapó los ojos por un mo¬
mento. —Dios —oró en silencio— todo lo
que puedo hacer es confiar en Ti y seguir
mis instintos. Creo que este hombre es sin¬
cero. Si no lo es, impide que yo diga algo
que no debo decir. Si es sincero no quiero
dejar de decirle lo que tiene que saber. Tú
has sido tan abierto, tan claro con Camilo y
Zión ¿Podrías darme una señal? ¿Algo que
me asegure que estoy haciendo lo correcto?
Raimundo miró, inseguro, los ojos de
Máximo, apenas iluminados por el brillo
del panel de control. Por el momento, Dios
parecía callar. El no solía hablarle directa¬
mente a Raimundo aunque éste había dis¬
frutado su cuota de respuestas de oración.
Ahora había llegado al punto sin regreso.
Aunque no captaba la luz verde divina,

72
tampoco percibía que la hubiera roja, ni si¬
quiera amarilla. Sabiendo que el resultado
sería producto de su propia necedad, se dio
cuenta que no tenía nada que perder.
—Max, voy a contarte toda mi historia y
todo lo que siento sobre lo que ha pasado,
sobre Nicolás, y lo que está por venir. Pero
antes, necesito que me digas qué sabe Car-
patia, si lo sabes, sobre si realmente se espe¬
raba que Amanda o Patty llegaran a Bagdad
esta noche.
Máximo suspiró y desvió la vista, y el
corazón de Raimundo se desmayó. Era
claro que estaba por oír algo que prefería
no oír.
—Bueno, Ray, la verdad es que Carpatia
sabe que Patty sigue en los Estados Unidos.
Ella logró llegar hasta Boston pero sus
fuentes le dicen que viajó en un vuelo sin
escalas a Denver antes que se produjera el
terremoto.
—¿A Denver? Pensé que ella venía de
allá.
—Así es. Ahí es donde viven sus familia¬
res. Nadie sabe por qué regresó.
La voz de Raimundo quedó atrapada en
su garganta: —¿Y Amanda.
—La gente de Carpatia le dice que ella
estaba en un vuelo PanCon que despegó
desde Boston y que hubiera debido estar
73
aterrizado en Bagdad antes que se produje¬
ra el terremoto. Se había atrasado un poco
durante el cruce del Atlántico por alguna
razón pero lo último que supo era que esta¬
ba volando en el espacio aéreo iraquí.
Raimundo dejó caer la cabeza luchando
por recobrar su compostura. —Así que está
bajo tierra en alguna parte —dijo—. ¿Por
qué no lo vi en el aeropuerto?
—No sé —dijo Máximo—. Quizá el de¬
sierto se lo tragó por completo. Pero todos
los demás aviones controlados por la torre
de Bagdad han sido encontrados así que
eso no parece probable.
—Entonces, todavía hay esperanzas —di¬
jo Raimundo—. Quizá ese piloto estaba tan
atrasado que seguía en el aire y se quedó
ahí hasta que todo dejó de moverse y pudo
hallar un punto donde bajar.
—Quizá —dijo Máximo pero Raimundo
captó el poco convencimiento de su voz.
Evidentemente, Máximo estaba dudoso.
—No voy a dejar de buscar hasta que lo
sepa.
Máximo asintió y Raimundo captó algo
más. —Max, ¿qué me ocultas?
Máximo miró para abajo y movió la ca¬
beza.
—Escúchame Max, yo ya te indiqué qué
pienso de Carpatia. Eso es un tremendo
74
riesgo para mí. No sé a qué o quién eres
verdaderamente leal y estoy por decirte más
de lo que debiera contarle a nadie a quien
no le confiara mi vida. Si sabes algo de
Amanda que yo tenga que saber, tienes que
decírmelo.
Max respiró ruidosamente. —En reali¬
dad, no te conviene saber. Créeme, no te
conviene saber.
—¿Está muerta?
—Probablemente —dijo Máximo—. Con
toda honestidad, no lo sé, y no creo que
Carpatia lo sepa pero esto es peor que eso.
Raimundo, esto es peor que si ella estuviera
muerta.

Parecía imposible hasta que dos varones


adultos pudieran entrar al garaje de la ruina
que era la casa de Loreta. El garaje estaba
adosado a la casa y parecía menos dañado.
No había sótano bajo el garaje, de modo
que el cimiento de cemento no se extendía
gran cosa. Cuando se cayó el techo, las
puertas en paneles quedaron tan comprimi¬
das que sus paneles se superpusieron varios
centímetros. Una puerta tomó un ángulo
distante unos 33 centímetros del riel, y
apuntaba a la derecha. La otra estaba fuera
75
del riel en casi la mitad de eso y apuntaba al
otro lado. No había manera de encastrarlas
de nuevo. Todo lo que podían hacer Camilo
y Zión era cortarlas a hachazos para poder
pasar entre ellas. Normalmente no hubiera
costado gran cosa romper esas puertas de
madera pero ahora estaban trancadas por
una buena parte del techo y vigas que las
afirmaban contra el concreto en forma rara,
pues el concreto estaba a unos treinta y cin¬
co centímetros por debajo de la superficie.
A Camilo le parecía que cada hachazo
que asestaba a la madera era como golpear
acero con acero. Tenía tomada el hacha con
las dos manos y la asestaba con toda su
fuerza pero lo mejor que lograba era astillar
la madera. Era una puerta de buena calidad
que solamente se hizo más firme debido al
apretón que le dio la naturaleza.
Camilo estaba exhausto, únicamente la
energía nerviosa y la pena controlada le
mantenían en pie. Con cada hachazo crecía
su deseo de hallar a Cloé. El sabía que las
probabilidades estaban en su contra, pero
creía que podía enfrentar su pérdida si lo¬
graba saber algo con certeza. Pasó de la es¬
peranza y la oración con que rogaba encon¬
trarla viva, a que sencillamente la
encontrara en un estado que demostrara
que había tenido una muerte relativamente
76
indolora. Temía que no pasara mucho tiem¬
po antes que se pusiera a orar rogando en¬
contrarla, y nada más.
Zión Ben-Judá estaba en buen estado fí¬
sico para su edad. El hacía ejercicios a dia¬
rio hasta que tuvo que esconderse. Le había
dicho a Camilo que aunque nunca había si¬
do atleta, sabía que la salud de su mente de
académico dependía también de la salud de
su cuerpo. Zión estaba haciendo lo suyo en
este trabajo de romper la puerta en varios
puntos, probando si había un punto débil
que le permitiera pasar más rápidamente.
Sudaba y jadeaba pero seguía tratando de
hablar mientras trabajaba.
—Camilo, tú no esperarás encontrar el
automóvil de Cloé ahí dentro, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿concluirás por eso que ella
escapó de alguna manera?
—Esa es mi esperanza.
—¿Así que esto es un proceso de elimi¬
nación?
—Correcto.
—En cuanto establezcamos que su auto¬
móvil no está aquí, tratemos de salvar lo
que podamos de la casa.
—¿Cómo qué?
—Comida. Tu ropa. ¿Dijiste que ya ha¬
bías abierto la zona de tu dormitorio?
77
—Sí, pero no vi el armario ni sus conte¬
nidos, que no pueden estar muy lejos.
—¿Y la gavetera? Seguro que tienen ropa
ahí.
—Buena idea —dijo Camilo.
Entre las dos hachas y sus resonantes ha¬
chazos contra la pueda del garaje, Camilo oyó
otra cosa más. Dejó de hachar y levantó la
mano para detener a Zión. El hombre, de más
edad, dejó de hachar para recuperar el aliento
y Camilo reconoció el claro tup-tup-tup de la
hélice de un helicóptero. El ruido se hizo en¬
sordecedor y Camilo supuso que eran dos o
tres helicópteros, pero cuando vio el aparato
se quedó atónito al ver que era solamente
uno, grande como un bus. El otro parecido
que había visto fue en Tierra Santa durante
un ataque aéreo que hubo años antes.
Pero éste, estabilizado a pocos metros de
altura, se parecía sólo en tamaño a esos
grandes y viejos helicópteros israelitas para
transporte de tropas, pintados de negro y
gris. Este era de color blanco refulgente y
parecía haber salido recientemente de la lí¬
nea de montaje. Llevaba la enorme insignia
de la Comunidad Global.
—¿Será posible? —preguntó Camilo.
—¿Qué te parece esto? —dijo Zión,
—No sé, sólo espero que no vengan a
buscarte.

78
—Sinceramente Camilo pienso que, sú¬
bitamente, me he vuelto una prioridad muy
baja para la Comunidad Global, ¿no te pa¬
rece?
—Bien pronto lo sabremos. Vamos.
Soltaron las hachas y treparon de nuevo
el pavimento revuelto que había sido de la
calle de Loreta no muchas horas atrás. Por
un surco de esa fortaleza vieron que el heli¬
cóptero de la CG aterrizaba cerca de un
poste del alumbrado que estaba en el suelo.
Un cable de alta tensión se cortó y cayó al
suelo con ruido mientras que por lo menos
unos doce trabajadores de emergencia de la
CG salían del helicóptero. El líder se comu¬
nicaba con un walkie-talkie y en cosas de se¬
gundos se cortó la energía eléctrica de la
zona, y el cable centelleante quedó como
muerto. El líder mandó a un cortador de
cables que cortara las demás líneas del pos¬
te caído.
Dos oficiales uniformados sacaron del
helicóptero un gran marco circular de me¬
tal y unos técnicos lo cablearon rápidamen¬
te ajustando la conexión a una de las pun¬
tas del ahora desnudo poste. Mientras
tanto, otros técnicos hicieron un nuevo ho¬
yo para el poste con un enorme taladro. Un
tanque de agua y una mezcladora de con¬
creto de secado rápido, echaron una solu-

79
ción al hoyo y se ancló ahí una polea portá¬
til por sus cuatro lados gracias a dos oficia¬
les que aplicaron todo su peso a los pies
metálicos de cada ángulo. El resto manio¬
bró el poste tan rápidamente arreglado de¬
jándolo en su posición. Lo pusieron en án¬
gulo de cuarenta y cinco y tres oficiales se
agacharon para deslizar la parte de abajo al
hoyo. La polea se tensó y enderezó el pos¬
te, que cayó rápida y profundamente, ha¬
ciendo que una lluvia de concreto cayera
sobre los lados del poste.
En pocos segundos volvieron a cargar to¬
do en el helicóptero y el equipo CG se fue.
En menos de cinco minutos un poste de
alumbrado había dado energía eléctrica y
transformado las líneas telefónicas.
Camilo se dio vuelta a Zión. —¿Te das
cuenta de lo que acabamos de ver?
—Increíble —dijo Zión—. Ahora es una
torre celular, ¿no?
—Sí. Está más baja de lo debido pero
servirá lo mismo. Alguien cree que importa
más mantener el funcionamiento de las zo¬
nas celulares que la electricidad o los cables
de teléfono.
Camilo sacó su teléfono del bolsillo.
Mostraba carga total y alcance total, al me¬
nos a la sombra de esa nueva torre.
—Me pregunto —dijo—, ¿cuánto tiempo
80
pasará hasta que tengan suficientes torres
erigidas para que podamos llamar a todas
partes de nuevo?
Zión había empezado a caminar de vuel¬
ta al garaje. Camilo lo alcanzó.
—No pasará mucho —dijo Zión—. Car-
patia debe tener equipos como ese trabajan¬
do en todo el mundo durante las veinticua¬
tro horas.

—Mejor que empecemos el regreso


pronto —dijo Max.
—Sí, seguro —dijo Raimundo—. ¿Voy a
dejar queme lleves de vuelta donde Carpa-
tia y su refugio seguro antes que me digas
algo de mi esposa, algo que odiaré más que
saber que ella está muerta?
—Ray, por favor, no me hagas decir más.
Ya hablé demasiado. No puedo corroborar
nada de esto y no le tengo confianza a C ar¬
pada.
—-Tan sólo cuéntamelo —dijo Raimundo.
—Pero si reaccionas de la manera en que
yo respondería, no querrás hablar de lo que
yo quiero hablar.
Raimundo casi se había olvidado y Max
tenía la razón. La perspectiva de malas noti¬
cias de su esposa lo había obsesionado ha-

81
ciendo que excluyera todo lo que importa¬
ba conversar.
—Max, te doy mi palabra de responder
todas las preguntas y hablar de lo que quie¬
ra pero debes decirme lo que sepas de
Amanda.
Max seguía reacio. —Bueno, por un lado,
sé que ese grandote de la PanCon no hu¬
biera tenido combustible suficiente para po¬
nerse a buscar otro lugar donde aterrizar. Si
el terremoto ocurrió antes que ellos bajaran
y el piloto se dio cuenta que no iba a poder
aterrizaren Bagdad, no hubiera tenido mu¬
cho más con que alejarse.
—Así que esa es la buena noticia. Co¬
mo no encontré el avión en Bagdad, tiene
que estar en alguna parte relativamente
cerca. Seguiré buscando. Ahora, dime qué
sabes.
—Bueno, Ray. No creo que estemos en
un momento de la historia en que sea sen¬
sato estar jugando. Si esto no te convence
de que no soy uno de los espías de Carpa-
tia, nada te convencerá. Si se sabe que te lo
comenté, soy hombre muerto. Así que inde¬
pendientemente de lo que pienses de esto o
cómo reacciones a eso o lo que desees de¬
cirle sobre el asunto, no puedes comentarlo
nunca ¿entendido?
—Sí, sí! ¿Y ahora qué?

82
Max respiró profundo pero sin decir na¬
da, lo que resultaba enloquecedor. Raimun¬
do estaba que reventaba. —Voy a salir de
esta cabina de pilotaje —dijo Max por fin.
soltándose—. Vamos, Ray, salgamos, no me
hagas pasar por encima de ti.
Max estaba fuera de su asiento, parado
entre el suyo y el de Raimundo, inclinado
para no golpearse la cabeza en el techo de la
burbuja de plexiglás. Raimundo se soltó y
abrió la puerta, saltando a la arena. Ya no ro¬
gaba más. Sencillamente decidió que no de¬
jaría que Max volviera al helicóptero hasta
que le dijera lo que él tenía que saber.
Max estaba ahí, de pie, con las manos
muy metidas en los bolsillos del pantalón.
La luz de la luna llena iluminaba su pelo
rubio rojizo, los rasgos pétreos y las pecas
de su rostro correoso. Parecía un hombre
camino al patíbulo.
De pronto dio un paso adelante y puso
ambas palmas en el lado del helicóptero. Su
cabeza estaba baja. Finalmente la levantó y
se dio vuelta para enfrentar a Raimundo.
—Bueno, aquí está. No te olvides que
me obligaste a hablar. Carpatia habla de
Amanda como si la conociera.
Raimundo hizo una mueca y estiró sus
manos con las palmas para arriba. Se enco¬
gió de hombros.
83
—El la conoce, ¿qué hay con eso?
—¡No! quiero decir que habla de ella co¬
mo si realmente la conociera.
—¿Qué se supone que eso signifique?
¿Un romance? Yo sé que eso no.
—¡No, Raimundo! Digo que él habla de
ella como si la hubiera conocido desde an¬
tes que ella te conociera a ti.
Raimundo casi se cayó a la arena. —No
*

estarás sugiriendo que...


—Te digo que a puertas cerradas, Carpa-
tia comenta cosas de Amanda. Ella es una
del equipo, dice. Ella está donde debe estar.
Ella desempeña su papel muy bien. Esa cla¬
se de cosas. ¿Qué se supone que yo entien¬
da de eso?
Raimundo no podía hablar. No lo creía.
No, naturalmente que no, pero la sola
idea... qué coraje el de ese hombre para ha¬
cer esa sugerencia del carácter de una mu¬
jer que Raimundo conocía tan bien.
—Apenas conozco a tu esposa, Ray. No
sé si esto sea posible. Solo te digo lo que...
—No es posible —pudo decir por fin Rai¬
mundo—. Sé que tú no la conoces pero yo sí.
—No esperaba que lo creyeras Raimun¬
do. Ni siquiera digo que me hace sospechar.
—No tienes que ponerte a sospechar. El
hombre es un mentiroso. Et trabaja para el
padre de las mentiras. El diría cualquier co-

84
sa de cualquier persona para fomentar su
propia tabla del día. No sé por qué necesite
manchar su reputación pero...
—Raimundo, te repito que no dije que
crea que él tenga la razón o algo así pero
tienes que admitir que él está sacando in¬
formación de alguna parte.
—Ni siquiera te atrevas a sugerir...
—No sugiero nada. Sólo digo...
—Max, no puedo decirte que conozco a
Amanda desde hace mucho tiempo en el
esquema grande de las cosas. No puedo de¬
cir que me dio hijos como mi primera espo¬
sa. No puedo decir que estamos juntos hace
veinte años como con Irene pero sí puedo
decir que no somos solamente marido y
mujer. Somos hermano y hermana en Cris¬
to. Si yo hubiera compartido de la fe de Ire¬
ne, ella y yo hubiéramos sido verdaderos es¬
posos del alma también, pero eso fue mi
culpa. Amanda y yo nos conocimos después
de que ambos habíamos creído y, así, com¬
partimos un lazo casi instantáneo. Es un la¬
zo que nadie puede romper. Esa mujer no
es mentirosa ni traidora ni subversiva ni fal¬
sa. Nadie podría ser tan bueno. Nadie po¬
dría compartir mi cama y sostener mi mira¬
da y jurar su amor y leal a mí con tanto
fervor y ser una mentirosa, sin que yo lo
sospechara. No, en absoluto no.

85
—Eso me basta, Capi —dijo Máximo.
Raimundo estaba furioso con Carpatia. Si
no hubiera jurado guardar la confidencia de
Max, le hubiera costado mucho detenerse
para no saltar a la radio de inmediato y exigir
la comunicación directa con Nicolás. Se pre¬
guntaba cómo iba a enfrentarse al hombre.
¿Qué diría o haría cuando lo viera después?
—¿Por qué debiera esperar otra cosa de
un hombre como él? —dijo Raimundo.
—Buena pregunta —dijo Max—. Ahora,
es mejor que regresemos, ¿no te parece?
Raimundo quería decirle a Max que to¬
davía estaba dispuesto a conversar de las
preguntas que él había hecho pero realmen¬
te no se sentía con más ganas de hablar. Si
Max volvía a preguntar, Raimundo le con¬
testaría. Pero si Max no lo hacía, le agrade¬
cería que esperara para un momento mejor.
—Max—dijo mientras se ponían el cintu¬
rón de seguridad en el helicóptero—, como
se supone que andemos en misión de resca¬
te, ¿te importaría hacer una rebusca de
unos cuarenta kilómetros a la redonda?
—Por cierto que sería más fácil hacerlo
con luz diurna —dijo Max—, ¿quieres que
te traiga de vuelta mañana?
—Sí, pero echemos un vistazo rápido
ahora. Si ese avión se cayó en alguna parte
cerca de Bagdad, la única esperanza de en-

86
contrar sobrevivientes es hallarlos rápido.
Raimundo vio simpatía en la cara de Max.
—Lo sé —dijo Raimundo—. Estoy so¬
ñando pero no puedo correr de vuelta a
Carpatia y aprovecharme del refugio y las
provisiones si no agoto todos los esfuerzos
para encontrar a Amanda.
—Sólo me estaba preguntando —dijo
Max—. Si hubo algo en lo que decía Carpatia.
—No, Max, no hay nada, y de veras lo
digo. Ahora, deja eso...
—Sólo decía que si lo hubiera, ¿piensas
que hubiera una oportunidad de que él la
hubiera puesto en otro avión? ¿que la hu¬
biera conservado a salvo de alguna forma?
—¡Oh, ahora lo entiendo! —dijo Rai¬
mundo—. Lo bueno de que mi esposa tra¬
bajara para el enemigo es que ahora podría
seguir viva.
—No lo estaba mirando de esa forma
—dijo Max.
—Entonces, ¿cuál es el objeto?
—No hay objeto. No tenemos que hablar
más de esto.
—Claro que no.
Pero cuando Max hizo que el helicóptero
diera vueltas concéntricas de amplitud cre¬
ciente, a partir de la terminal de Bagdad,
todo lo que Raimundo vio en el suelo era
arena que se movía y se hundía.
87
Ahora quería encontrar a Amanda, no
sólo por él, sino también para demostrar
que ella era quién él sabía que era.
Cuando terminaron la rebusca y Max
prometió al despachador que se dirigían fi¬
nalmente para allá, una astilla de dudas ha¬
bía entrado a la mente de Raimundo. Se
sentía culpable por abrigarlas pero no podía
desprendérselas. Temía el daño que esa asti¬
lla podía infligir a su amor y reverencia por
esta mujer que había completado su vida y
estaba decidido a erradicarlo de su mente.
Su problema era que a pesar de lo ro¬
mántico que ella lo había puesto, y lo emoti¬
vo que se había vuelto desde su conversión
(y su contacto con más tragedias de las que
podía tolerar una persona), aún poseía la
mente científica, práctica y analítica que ha¬
cía de él un aviador. Detestaba que no podía
desechar la duda porque no encajaba con lo
que él sentía en su corazón. El tendría que
exonerar a Amanda probando de alguna
manera su lealtad y la legitimidad de su fe
—con su ayuda si estaba viva, y sin ella si es¬
taba muerta.

Era media tarde cuando Camilo y Zión


abrieron un hoyo bastante grande en una

88
de las puertas del garaje como para que
Zión pasara.
La voz de Zión era tan ronca y débil que
Camilo tuvo que pegar su oreja al hoyo.
—Camilo, el automóvil de Cloé está
aquí. Puedo ver la pueda abierta justo lo su¬
ficiente para encender la luz interior. Está
vacío salvo su teléfono y su computadora.
—¡Te veo en la parte de atrás de la casa!
—gritó Camilo—. ¡Apúrate, Zión! Si su au¬
tomóvil está ahí, ella todavía está aquí.
Camilo tomó tantas herramientas como
pudo y corrió a la parte de atrás. Esta era la
prueba que esperaba y por la cual oraba. Si
Cloé estaba enterrada en esos escombros, y
había una oportunidad en un millón de que
aún estuviera viva, él no descansaría.
Camilo atacó la ruina con toda su fuerza,
debiendo recordarse que tenía que respirar.
Zión apareció y tomó una pala y un hacha.
—¿Empiezo desde otro lado? —preguntó.
—¡No! Tenemos que trabajar juntos si
queremos tener esperanzas!

89
Cuatro

qué le pasó a la ropa sucia? —susurró


Raimundo cuando él y Max eran es-
JL coltados al entrar por la puerta auxi¬
liar del enorme refugio subterráneo de
Carpatia. Fortunato lucía jovial vestido con
ropa limpia, ubicado en la estructura más
allá del Cóndor 216 y en medio de muchos
subordinados y asistentes.
—Nicolás ya lo dejó limpio —musitó
Max.
Raimundo no había comido nada en más
de doce horas pero hasta ahora no había
pensado en el hambre. La multitud arremo¬
linada de lacayos de Carpatia, moviéndose
sorprendentemente, habían pasado por el
bufete y estaban sentados, equilibrando pla¬
tos y tazas en sus rodillas.
Súbitamente famélico, Raimundo vio
que había jamón, pollo y carne, asimismo
toda clase de exquisiteces del Oriente Me¬
dio. Fortunato lo saludó con una sonrisa y
un apretón de manos. Raimundo no sonrió
y apenas tomó la mano del hombre.
—El Potentado Carpatia quiere que nos
reunamos con él, en su oficina, dentro de
90
unos minutos pero, por favor, coma prime¬
ro.
—No le importa si lo hago —dijo Rai¬
mundo. Aunque era un empleado le parecía
que estaba comiendo en el campo enemigo
pero era necio andar con hambre sólo para
afirmar la postura. El necesitaba fuerza.
Mientras él y Max se servían del bufete,
éste susurró: —quizá no debiéramos pare¬
cer tan amigos.
—Sí—dijo Raimundo—. Carpatia sabe
cuál es mi postura pero supongo que a ti te
considera leal.
—No lo soy pero no hay futuro para los
que admiten eso.
—¿Como yo? —dijo Raimundo.
—¿Futuro para ti? No en el largo plazo
pero ¿qué puedo decirte? Tú le gustas. Qui¬
zá se sienta seguro sabiendo que no le ocul¬
tas nada.
Raimundo comía mientras iba poniendo
comida en el plato, pensando: Puede que sea
comida del enemigo pero sirve muy bien.
Se sintió lleno y súbitamente torpe cuan¬
do él y Max entraron a la oficina de Carpa¬
tia. La presencia de Max sorprendió a Rai¬
mundo pues nunca antes había estado en
una reunión con Carpatia.
Parecía que a Nicolás le costaba mucho
contener una mueca, como solía ser cierto

91
durante momentos de crisis y terror inter¬
nacionales. El también se había puesto ropa
limpia y parecía muy descansado. Raimun¬
do sabía que él debía lucir horrible.
—Por favor —dijo Carpatia amablemen¬
te—, capitán Steele y oficial McCullum,
siéntense.
—Prefiero quedarme de pie si no le im¬
porta —dijo Raimundo. *

—No es necesario. Usted se ve agotado y


tenemos que tratar cosas importantes en la
agenda del día.
Raimundo se sentó, reacio. No entendía
a esta gente. He ahí una oficina hermosa¬
mente decorada que rivalizaba las oficinas
principales de Carpatia, ahora un montón
de escombros a menos de kilómetro y me¬
dio de distancia. ¿Cómo podía ser que este
hombre estuviera preparado para cada
eventualidad?
León Fortunato estaba de pie, al lado de
una punta del escritorio de Carpatia. Este
estaba apoyado en el borde externo del es¬
critorio, mirando fijamente y para abajo a
Raimundo que decidió ganarle la mano:
—Señor, mi esposa, yo...
—Capitán Steele, le tengo malas noticias.
—Oh, no —la mente de Raimundo se pu¬
so a la defensiva de inmediato. No se sentía
como si Amanda estuviera muerta, así que

92
no lo estaba. No le importaba lo que dijera
este mentiroso: el mismo que se atrevía a
tratarla de compatriota suya. Sí Carpatia de¬
cía que Amanda estaba muerta, Raimundo
no sabía si podría seguir guardando la confi¬
dencia de Max refrenándose de atacarlo y
obligarlo a retractarse de la calumnia.
—Su esposa, que Dios dé descanso a su
alma...
Raimundo agarró con tanta fuerza la silla
que pensó que las puntas de sus dedos po¬
dían reventar. Apretó los dientes. ¿El mismo
anticristo le deseaba a su esposa que Dios
le diera reposo a su alma?
Raimundo tembló de rabia. Oró desespe¬
radamente que si eso era cierto, que si ha¬
bía perdido a Amanda, que Dios le usara
para la muerte de Nicolás Carpatia —cosa
que no pasaría sino a los tres años y medio
de la tripulación—, la Biblia predecía que el
anticristo iba a resucitar entonces, siempre
poseído por Satanás. No obstante, Raimun¬
do rogaba a Dios el privilegio de matar a
este hombre. No sabía qué satisfacción, qué
venganza podría obtener pero era todo lo
que podía hacer para impedirse la ejecución
del acto en ese mismo momento.
—Como usted sabe, ella viajaba hoy de
Boston a Bagdad, en un vuelo de PanCon-
tinental, en un 747. El terremoto ocurrió

93
momentos antes que el avión aterrizara.
Nuestras mejores fuentes nos dicen que,
evidentemente, el piloto vio el caos, se dio
cuenta que no podría aterrizar cerca del ae¬
ropuerto, retomó altura y viró el avión.
Raimundo sabía lo que seguía, si el cuen¬
to era cierto. El piloto no tuvo fuerza para
retomar altura y virar el avión tan rápida¬
mente.
—Funcionarios de PanCon me dicen
—continuó Carpatia—, que sencillamen¬
te el avión no pudo seguir en el aire a esa
velocidad. Testigos oculares dicen que pasó
las riberas del Tigris, cayó primero a la mi¬
tad del río, levantó la cola y, luego, se hun¬
dió desapareciendo de la vista.
Todo el cuerpo de Raimundo se estreme¬
cía con cada latido de su corazón. Apretó el
mentón contra el pecho luchando por man¬
tener su compostura. Levantó sus ojos a
Carpatia, inquiriendo detalles pero no logró
abrir la boca, y menos emitir palabra.
—Capitán Steele, la corriente es fuerte
ahí pero PanCon me dice que un avión co¬
mo aquel se caería como piedra. Nada ha
salido a superficie río abajo. No se han en¬
contrado cadáveres. Pasarán días antes que
tengamos equipo para una operación de
salvataje. Lo siento.
Raimundo no creía que Carpatia lo sin-

94
tiera más de lo que creía que Amanda estu¬
viera muerta. Y mucho menos creía que ella
hubiera actuado concertada con Nicolás
Carpatia.

Camilo trabajaba como loco, con sus de¬


dos ampollados y sangrantes. Cloé tenía
que estar en alguna parte. No quería ha¬
blar, sólo quería cavar pero a Zión le gusta¬
ba comentar cosas y decía: —No entiendo,
Camilo, por qué el automóvil de Cloé tenía
que estar en el garaje donde habitualmente
se estaciona el de Loreta.
Camilo respondió a la ligera: —no sé pe¬
ro está ahí y eso significa que ella está por
aquí, en alguna parte.
—Quizá el terremoto metió el automóvil
en el garaje —sugirió Zión.
—Eso es improbable —dijo Camilo—.
En realidad, no me importa. Todavía me es¬
toy pateando por no darme cuenta que su
automóvil no estaba cuando llegué aquí.
—¿Qué hubieras imaginado?
—¡Que ella se había ido, que escapó!—
¿Eso no sigue siendo una posibilidad?
Camilo se estiró y apretó los nudillos en
su espalda tratando de distender sus mús¬
culos doloridos. —Ella no se hubiera ido a

95
ninguna parte caminando. Esta cosa llegó
tan repentinamente. No hubo advertencias.
—Oh, pero sí las hubo.
Camilo contempló al rabino: —tú esta¬
bas en el subterráneo, Zión, ¿cómo supiste?
—Oí ruidos un par de minutos antes que
empezara a temblar.
Camilo estaba en el Range Rover. Había
visto muertes en el camino, perros ladrando
*

y corriendo y otros animales que no se acos¬


tumbraba ver en el día. Antes que el cielo se
ennegreciera se dio cuenta que ni una hoja
se movía pero las luces y los carteles del
tránsito se mecían. Entonces fue que él supo
que venía el terremoto. Había habido una
breve advertencia al menos. ¿Sería posible
que Cloé hubiera tenido una intuición?
¿Qué habría hecho? ¿Dónde hubiera ido?
Camilo volvió a cavar:
—¿Podría estar en el garaje?
—Me temo que no, Camilo. Yo miré con
mucho cuidado. Si ella estaba ahí cuando
todo se desplomó—dijo Zión—, no querrás
encontrarla, de todos modos.
Puede que no me guste—pensó Camilo—
pero tengo que saber.

El cuerpo de Raimundo se puso rígido


96
cuando Carpatia le tocó el hombro. Pensó
saltar de la silla y ahogar la vida de Carpa¬
tia. Se sentó sibilante, con los ojos cerrados,
sintiendo como si fuera a reventarse.
—Puedo simpatizar con su pena—dijo
Nicolás—, quizá pueda entender mi propia
sensación de pérdida por las muchas vidas
que esta calamidad ha costado. Fue mun¬
dial, cada continente sufrió daños graves.
La única región intacta fue Israel.
Raimundo se alejó del toque de Carpatia
y recupero la voz.
—¿Y usted no cree que esto fue la ira del
Cordero?
—Raimundo, Raimundo—dijo Carpa¬
tia—, por cierto que usted no pone a los
pies de un Ser Supremo un acto tan despre¬
ciable, caprichoso y mortal como este.
Raimundo movió su cabeza. ¿Qué había
estado pensando? ¿Realmente estaba tra¬
tando de convencer al anticristo de que es¬
taba equivocado?
Carpatia fue a sentarse detrás de su es¬
critorio en una silla de cuero de respaldo al¬
to.—Déjeme decirle que voy a comunicar al
resto del personal, para que usted pueda
saltarse la reunión e irse a sus habitaciones
a reposar un poco.
—No me importa oírlo junto con los demás.
—Muy magnánimo capitán Steele. Sin

97
embargo, también tengo unas cosas que de¬
cirle solamente a usted. Dudo en plantear
esto cuando su pérdida es tan fresca pero
usted comprende que yo podría haberlo he¬
cho encarcelar.
—Con toda seguridad—respondió Rai¬
mundo.
—Pero opté por no hacerlo.
¿Debía estar agradecido o decepcionado?
Un tiempo en la prisión no sonaba nada
mal. Si supiera que su hija, su yerno y Zión
estaban bien, él podría soportarlo.
Carpatia continuó:—yo lo entiendo me¬
jor de lo que usted sabe. Nos olvidaremos
de nuestro encuentro y usted seguirá sir¬
viéndome en la forma en que lo ha hecho
hasta ahora.
—¿Y si renuncio?
—No existe esa opción. Usted saldrá no¬
blemente de este momento como ha pasa¬
do por otras crisis. De lo contrario, le acu¬
saré de insubordinación y lo haré
encarcelar.
—¿Eso es olvidarnos de nuestro encuen¬
tro? ¿Usted quiere que alguien trabaje para
usted aunque prefiera no hacerlo?
Carpatia dijo:—Llegará el momento en
que me lo gane para mí. ¿Sabe que sus ha¬
bitaciones fueron destruidas?
—No puedo decir que me sorprenda.

98
—Hay equipos que tratan de salvar todo
lo que se pueda usar. Mientras tanto tengo
uniformes y otros artículos necesarios para
usted. Encontrará que sus nuevas habitacio¬
nes son adecuadas aunque no lujosas. La
prioridad principal de mi régimen es re¬
construir Nueva Babilonia. Será la nueva
capital del mundo. Toda la banca, el comer¬
cio, la religión y el gobierno empezarán y
terminarán precisamente aquí. El reto ma¬
yor de la reconstrucción en el resto del
mundo son las comunicaciones. Ya hemos
empezado a reconstruir una red internacio¬
nal que...
—¿La comunicación es más importante
que la gente? ¿Más que limpiar las zonas
que de lo contrario pudieran enfermarse?
¿Sacar los cadáveres? ¿Reunir familias?
—En su debido momento capitán Steele.
Esos esfuerzos dependen de las comunica¬
ciones. Afortunadamente el momento de mi
proyecto más ambicioso no podría haber si¬
do más propicio. La Comunidad Global
acaba de adquirir la propiedad total de to¬
dos los satélites internacionales y compa¬
ñías de comunicaciones celulares. Tendre¬
mos instalado en pocos meses la primera
red de comunicaciones verdaderamente
global, que es celular y a energía solar. La
llamo Cellular-Solar. Una vez que se han

99
levantado las torres celulares y los satélites
sean colocados en una órbita geosincrónica,
todos podrán comunicarse con todos en
cualquier parte y a cualquier hora.
Parecía que Carpatia hubiera perdido la
habilidad de ocultar su regocijo. Si esta tecno¬
logía funcionaba bien, afirmaría la garra de
Carpatia en la Tierra. Su dominio sería com¬
pleto. El era el dueño y señor de todo y todos.
—Tan pronto como se recupere, usted y
el oficial McCullum, van a traer aquí a mis
embajadores. Hay algunos aeropuertos im¬
portantes en todo el mundo que están ope¬
rando pero usando naves más pequeñas,
podremos llevar a mis hombres clave a un
lugar donde usted pudiera juntarlos a todos
en el Cóndor 216 y entregármelos acá.
Raimundo no podía concentrarse, y di¬
jo:—Tengo dos cosas que pedir.
—Me encanta cuando usted pide—dijo
Carpatia.
—Quiero información sobre mi familia.
—Dedicaré a alguien a eso inmediata¬
mente, ¿y?
—Necesito uno o dos días para que Max
me entrene en los helicópteros. Puede que
tenga que ir a transbordar a alguien en alguna
parte donde sólo un helicóptero puede llegar.
—Lo que necesite, capitán, usted lo sabe.
Raimundo le dio una mirada a Max que

100
lucía perplejo. No hubiera debido asom¬
brarse. A menos que Max fuera un simpati¬
zante íntimo de Carpatia, ellos tenían que
conversar cosas serias. No podrían hacerlo
dentro donde todas las habitaciones debían
estar vigiladas. Raimundo quería a Max pa¬
ra el reino. El sería un agregado magnífico
al Comando Tribulación especialmente en
la medida que ellos siguieran ocultando a
Carpatia sus lealtades verdaderas.

—Camilo, estoy débil por el hambre—di¬


jo Zión.
Habían cavado como la mitad de los es¬
combros. Camilo se desesperaba más con
cada palada. Había muchas pruebas de que
Cloé vivía en este lugar pero ninguna de
que estuviera ahí, viva o muerta.
—Puedo cavar en el sótano en una hora,
Zión. Empieza en la cocina, puede que ha¬
lles comida ahí. Yo también tengo hambre.
Aunque Zión estaba a la vuelta de la ca¬
sa, Camilo se sentía abrumado y solo. Sus
ojos se llenaron de lágrimas mientras cava¬
ba, tomaba, levantaba y tiraba, haciendo lo
que era un esfuerzo probablemente fútil por
encontrar a su esposa.
A comienzos del atardecer Camilo salió

101
agotado del sótano, por el rincón de atrás.
Arrastró su pala al frente, deseando ayudar
a Zión pero deseando que el rabino hubiera
encontrado algo para comer.
Zión levantó un escritorio aplastado y
partido y lo tiró a los pies de Camilo.
—¡Oh, Camilo, no vi que estabas ahí!
—¿Tratas de llegar al refrigerador?
—Exactamente, la electricidad lleva ho¬
ras cortada pero debe haber algo comestible
ahí.
Había dos vigas grandes alojadas frente
a la puerta del refrigerador. Mientras trata¬
ba de ayudar a moverlos, su pie tocó el bor¬
de del escritorio partido y los papeles y
guías de teléfono volaron al suelo. Uno era
la lista de los miembros de la iglesia del
Centro de la Nueva Esperanza. Pensó, esto
podría servir mucho, la dobló y la metió en el
bolsillo de sus pantalones.
Pocos minutos después Camilo y Zión
estaban sentados comiendo, con la espalda
apoyada contra el refrigerador. Eso les qui¬
tó la sensación punzante de hambre, pero
Camilo sintió que podría dormir toda una
semana. Lo último que deseaba era dejar de
excavar. Temía las pruebas de que Cloé ha¬
bía muerto. Agradecía que Zión no necesi¬
tara conversar, por fin. Camilo tenía que
pensar. ¿Dónde pasarían la noche! ¿Qué co-
102
merían mañana? Por ahora Camilo sólo
quería estar sentado, comer y dejar que los
recuerdos de Cloé lo inundaran.
¡Cuánto la amaba! ¿Era posible que la
conociera solamente dos años? Ella le pa¬
reció mucho mayor de sus veinte cuando
se conocieron, y ahora tenía el aspecto de
alguien diez o quince años mayor. Ella ha¬
bía sido un regalo de Dios, más precioso
que todo lo que hubiera recibido con ex¬
cepción de la salvación. ¿Qué hubiera vali¬
do su vida luego del arrebatamiento sino
hubiera sido por Cloé? El hubiera estado
agradecido y hubiera disfrutado esa satis¬
facción profunda de saber que estaba bien
con Dios, pero también se hubiera sentido
solo, y solitario.
Aun ahora Camilo estaba agradecido por
su suegro y Amanda. Agradecido por su
amistad con Jaime Rosenzweig. Agradecido
por su amistad con Zión. El y Zión iban a
tener que trabajar con Jaime. El viejo israe¬
lita seguía enamorado de Carpada. Eso te¬
nía que cambiar. Jaime necesitaba a Cristo.
Así también Ken Ritz el piloto que Camilo
había contratado tantas veces. Tendrían que
averiguar de Ken, cerciorarse que estuviera
bien, ver si tenía aviones que aún volaran.
Puso su pie a un costado y dobló la cabeza
sobre el pecho, casi dormido.
103
—Yo tengo que volver a Israel—dijo
Zión.
—¿Mm?—musitó Camilo.
—Tengo que volver a mi patria.
Camilo levantó la cabeza y miró fijamen¬
te a Zión:—No tenemos casa—dijo—, ape¬
nas podemos llegar a la otra cuadra. No sa¬
bemos si sobreviviremos mañana. Eres un
criminal buscado en Israel. ¿Crees que se
olvidarán de ti ahora que tienen el rescate
del terremoto del cual ocuparse?
—Todo lo contrario pero tengo que pre¬
suponer que el grueso de los 144 mil testi¬
gos de los cuales soy uno, vendrán de Israel.
No todos. Muchos vendrán de las tribus de
todo el mundo pero la mayor fuente de ju¬
díos es Israel. Estos estarán tan celosos co¬
mo Pablo pero serán nuevos en la fe y sin
preparación. Siento el llamado a conocer¬
los, saludarlos y enseñarles. Deben ser mo¬
vilizados y enviados. Ya tienen el poder.
—Supongamos que te llevo a Israel. ¿Có¬
mo te mantengo vivo?
—Qué, piensas que tú me mantuviste vi¬
vo en nuestro vuelo a través del Sinaí?
—Yo colaboré.
—¿Tú colaboraste? Me diviertes Camilo.
En muchas formas, oh sí, te debo mi vida
pero tú fuiste el camino tanto como yo. Esa
fue obra de Dios y ambos lo sabemos.

104
Camilo se incorporó. —Suficiente. De
todos modos me parece una locura llevarte
de vuelta donde eres fugitivo buscado.
Le ayudó a Zión a ponerse de pie.
—Avisa que morí en el terremoto—dijo el
rabino—. Entonces puedo ir disfrazado con
uno de esos nombres falsos con que saliste.
—No lo harás sin cirugía plástica, no se¬
ñor —dijo Camilo—. Eres un tipo reconoci¬
ble aun en Israel donde todos los de tu
edad se ven iguales.
La luz de sol disminuyó y palideció
mientras terminaban de abrirse paso por la
cocina. Zión encontró bolsas plásticas y en¬
volvió comida que guardaría en el vehículo.
Camilo encontró un poco de ropa suya en
el desorden de lo que fue su dormitorio con
Cloé, mientras Zión sacaba la computadora
y el teléfono de Cloé del garaje.
Ninguno tenía la fuerza suficiente para
trepar la barrera del pavimento, así que die¬
ron la vuelta larga. Cuando llegaron al Ran-
ge Rover, tuvieron que meterse por el lado
del pasajero.
—¿Y qué piensas ahora? —dijo Zión—. Si
Cloé estuviera viva en alguna parte, allá
dentro, ella nos hubiera oído y llamado.
¿No?
Camilo asintió, tristemente. —Trato de
resignarme con el hecho que ella está deba-

105
jo de todo. Me equivoqué, eso es todo. Ella
no estaba en el dormitorio ni la cocina ni el
sótano. Quizá corrió a otra parte de la casa.
Se necesita maquinaria pesada para sacar
todos los escombros de ahí y encontrarla.
No me imagino irme y dejarla ahí pero
tampoco puedo concebir más excavaciones
esta noche.
Camilo manejó hasta cerca de la iglesia.
—¿Debiéramos quedarnos en el refugio es¬
ta noche?
—Me preocupa que sea inestable—dijo
Zión—. Otro remesón y se nos puede de¬
rrumbar encima.
Camilo siguió manejando. Distaba como
kilómetro y medio de la iglesia cuando llegó
a un barrio, retorcido y estremecido pero
no quebrado. Muchas estructuras exhibían
daños pero la mayoría todavía estaba en
pie. Una estación de servicio de combusti¬
ble, iluminada con antorchas de gas butano,
atendía a una corta fila de automóviles.
—No somos los únicos civiles que sobre¬
vivieron —dijo Zión. Camilo se puso en la
fila. El hombre que atendía la estación tenía
un arma de fuego con bala pasada puesta
contra las bombas. Gritaba por encima de
un generador de gasolina “¡Solamente dine¬
ro contante y sonante! ¡Límite de ochenta
litros! Cuando se acabe, se acaba”.

106
Camilo destapó el tanque del Range di¬
ciendo: —Le doy mil en efectivo por...
—El generador. Sí, lo sé. Saque número.
Podría recibir diez mil mañana.
—¿Sabe dónde podría conseguir otro?
—Yo no sé nada —dijo el hombre, cansa¬
damente—. Mi casa desapareció. Voy a dor¬
mir aquí esta noche.
—¿Necesita compañía?
—No en especial. Si se desespera, regre¬
se. No lo echaré.
Camilo no pudo culparlo. ¿Por dónde se
podría empezar y terminar aceptando extra¬
ños en una época como esta?
—Camilo —empezó a decir Zión cuando
Camilo regresó al vehículo—. Estuve pen¬
sando. ¿Sabemos si la esposa del técnico en
computadoras sabe de su marido?
Camilo movió la cabeza. —Yo vi su es¬
posa sólo una vez. No me acuerdo cómo se
llama. Espera un momento —buscó en su
bolsillo y sacó el directorio de la iglesia—.
Aquí está —dijo—, Sandy. Déjame llamar¬
la.
Marcó el número y no se sorprendió que
la llamada no se estableciera, se animó al
escuchar el mensaje grabado de que todos
los circuitos estaban ocupados. Eso era pro¬
greso por lo menos.
—¿Donde viven? —dijo Zión—. No es
107
probable que estén en pie pero podemos
comprobarlo.
Camilo leyó la dirección de la calle.
—No sé dónde está.
Vio un automóvil patrullero con sus lu¬
ces centelleantes. —Preguntémosle.
El policía estaba fumando, apoyado con¬
tra su automóvil. —¿Está de guardia?
—preguntó Camilo.
—Tomándome un descanso —dijo el po¬
licía—. En un día he visto más de lo que me
importaría ver en toda la vida, si entiende lo
que quiero decir.
Camilo le mostró la dirección. —No sé
qué decirle en cuanto a marcaciones terre¬
nas pero, ah, sígame.
—¿Seguro?
—No hay nada más que pueda hacer por
nadie esta noche. Efectivamente no le hice
nada bueno a nadie hoy. Sígame y le mos¬
traré la calle que le interesa. Luego, me voy.
Pocos minutos después. Camilo hizo se¬
ñas de agradecimiento con las luces y se es¬
tacionó frente aun dúplex. Zión abrió la
puerta del pasajero pero Camilo le puso la
mano en el brazo.
—Déjame ver el teléfono de Cloé.
Zión se dio vuelta y lo sacó de una pila
que había envuelto en una frazada. Camilo
lo abrió y halló que había quedado encendi-

108
do. Buscó en la guantera y sacó un adapta¬
dor para el encendedor de cigarrillos del
Rover, el cual servía para el teléfono y le dio
vida. Tocó un botón que mostró el último
número marcado. Suspiró: era el suyo.
Zión asintió y se bajaron. Camilo sacó
una linterna de su caja de herramientas para
emergencias. El lado izquierdo del dúplex
tenia todas las ventanas rotas y una pared de
ladrillo, de las de la base, que se había des¬
plomado dejando el frente colgando. Camilo
se puso en posición para poder iluminar con
la linterna a través de las ventanas.
—Vacío —dijo—. No hay muebles.
—Mira —dijo Zión. Un cartel de “Se al¬
quila” estaba botado en el césped.
Camilo volvió a mirar el directorio.
—Danny y Sandy vivían al otro lado.
El lugar lucía notablemente intacto. Las
cortinas estaban abiertas. Camilo agarró la
baranda de hierro forjado de las gradas y se
inclinó para alumbrar la sala de estar. Pare¬
cía que alguien vivía. Camilo probé la puer¬
ta principal y la encontró sin llave. Al en¬
trar, con Zión, en puntillas se les hizo claro
que algo estaba muy mal en el pequeño lu¬
gar para desayunar que había al fondo. Ca¬
milo resolló, y Zión se dio vuelta doblándo¬
se por la cintura.
Sandy Moore estaba sentada a la mesa,

109
leyendo el periódico y tomando café cuan¬
do un roble enorme se cayó rompiendo el
techo con tanta fuerza que la aplastó junto
con la pesada mesa de madera. El dedo de
la joven muerta seguía metido en el asa de
la taza, y su mejilla estaba sobre la sección
tiempo del Chicago Tribune. Si el resto de su
cuerpo no hubiera estado comprimido a
centímetros, hubiera parecido que estaba
durmiendo.
—Ella y su esposo deben haber muerto
con segundos de diferencia —dijo queda¬
mente Zión—. Separados por kilómetros.
Camilo asintió en la luz mortecina.
—Debemos enterrar a esta muchacha.
—Nunca la sacaremos de debajo de ese
árbol —dijo Zión.
—Tenemos que intentarlo.
Camilo halló unos tablones en el calle¬
jón, los que pusieron como palancas debajo
del árbol pero el tronco con la masa sufi¬
ciente para destruir el techo, la pared, la
ventana, la mujer y la mesa, no se iba a mo¬
ver.
—Necesitamos maquinaria pesada —dijo
Zión.
—¿Para qué? —dijo Camilo—. Nadie va
a poder enterrar a todos los muertos.
—Confieso que estoy pensando menos
en su cuerpo que en la posibilidad de haber

110
hallado un lugar para vivir. Camilo le hizo
una llave doble. —¿Qué? —dijo Zión—.
¿No es ideal? Hasta tiene un poco de pavi¬
mento al frente. Esta sala, abierta a la in¬
temperie puede cerrarse fácilmente. No sé
cuánto tiempo se tarde en volver a tener
energía eléctrica pero...
—No hables más —dijo Camilo—, no te¬
nemos otras perspectivas.
Camilo pasó el Rover entre el dúplex y la
cáscara quemada de lo que había sido la ca¬
sa del lado. Lo estacioné atrás, fuera de la
vista y él y Zión, descargaron el vehículo. Al
entrar por la puerta de atrás Camilo se dio
cuenta que podían sacar el cuerpo de la se¬
ñora Moore. Las ramas estaban apoyadas
contra un armario grande que estaba en el
rincón. Eso impediría que el árbol se cayera
más si de alguna manera ellos podían cortar
debajo del piso.
—Camilo, estoy tan cansado que apenas
me sostengo en pie —dijo Zión mientras
iban bajando una angosta escalera al sóta¬
no.
Camilo dijo: —Estoy queme desplomo.
Alumbré hacia la parte de abajo del pri¬
mer piso y vio que el codo de Sandy había
sido atravesado y colgaba a la vista. Encon¬
traron partes y piezas de computadora de¬
sechadas hasta que vieron la pila de herra-

111
mientas de Danny: martillo, cinceles, una ba¬
rra en cruz, y uno sierra, serían suficiente
-pensó Camilo. Arrastró una escalerilla al
lugar y Zión la sujetó mientras Camilo
abrazaba el escalón de arriba para afirmar¬
se. Entonces empezó la ardua tarea de pa¬
sar la barra y cruz por el piso con un marti¬
llo. Le dolían los brazos pero se quedó
hasta que hizo unos hoyos bastante grandes
para meter la sierra. El y Zión se turnaron
para aserrar la madera dura, cosa que pare¬
cía interminable porque la hoja de la sierra
estaba roma.
Tuvieron cuidado de no tocar el cadáver
de Sandy Moore con la sierra. Camilo se
impresionó al darse cuenta que la forma del
corte hecho semejaba un ataúd de pino en
que se enterraba a los vaqueros en el anti¬
guo oeste. Cuando había aserrado casi hasta
la cintura de la muerta, el peso del torso hi¬
zo que cedieran las tablas debajo de ella, y
cayó lentamente en los brazos de Camilo.
Este resolló y retuvo la respiración, luchan¬
do por mantener el equilibrio. Su camisa
quedó cubierta de la sangre pegajosa de ella,
que se sentía leve y frágil como un niño.
Zión lo guió para descender. Todo lo que
Camilo podía pensar mientras llevaba ese
cuerpo quebrado para sacarlo por la puerta
de atrás, era que esto era lo que esperaba

112
hacer con los de Cloé y Loreta. Depositó
suavemente el cadáver en el césped húme¬
do de rocío y él y Zión cavaron rápidamen¬
te una tumba poco profunda. El trabajo fue
fácil porque el terremoto había soltado el
suelo de arriba. Antes de ponerla en el ho¬
yo, Camilo sacó el anillo de bodas de Dan-
ny de su bolsillo. Lo puso en la palma de
ella y le cerró los dedos, La taparon con
tierra. Zión se arrodilló y Camilo lo imitó.
Zión no había conocido a Danny ni a su
esposa. No dijo una elegía fúnebre. Mera¬
mente citó un antiguo himno que hizo llorar
a Camilo con tanta fuerza que supo que lo
podían escuchar en la cuadra, aunque no
había nadie, y él no podía parar los sollozos.
Te amaré en la vida. Te amaré en la muerte.
Te alabaré mientras me des aliento; y digo,
cuando el rocío de la muerte enfríe mi frente:
mi Jesús, si alguna vez te amé, es precisamente
ahora.

Camilo y Zión encontraron dos dormito¬


rios pequeños en la planta alta, uno con
una cama doble, y el otro con una sencilla.
Zión insistió: —Usa el grande. Yo ruego que
Cloé se junte pronto contigo.
Camilo le tomó la palabra. Entró al baño
y se despojó de su ropa tiesa de barro y san¬
gre. Solamente con la luz de su linterna pa-

113
ra alumbrarse, sacó suficiente agua del es¬
tanque del inodoro para darse un baño de
esponja. Encontró una toalla grande para
secarse y luego se desplomó en la cama de
Danny y Sandy Moore.
Camilo durmió el sueño del doliente,
orando que nunca tuviera que volver a des¬
pertar.

A medio mundo de distancia Raimundo


Steele fue despertado por una llamada de
teléfono de su primer oficial. Eran las nueve
de la mañana del martes en Nueva Babilo¬
nia, y él tenía por delante otro día, quisiera
o no. Por lo menos, esperaba tener una
oportunidad para hablarle de Dios a Max.

114
Cinco

R aimundo comió un abundante desa¬


yuno con los rezagados. Al frente ha¬
bía docenas de ayudantes inclinados
sobre mapas, cartas y bancos de teléfonos y
radio repletos. Comió aletargado. Max, a su
lado, tamborileaba los dedos y movía un pie
al ritmo. Carpatia estaba sentado con For¬
tunato y otros funcionarios de alto rango en
una mesa no lejos de su oficina. Ahora tenía
un celular contra su oreja y hablaba fervoro¬
samente en un rincón de espalda a la sala.
Raimundo lo miró con desinterés. Se
preguntaba de sí mismo ahora, de su reso¬
lución. Si era cierto que Amanda se había
hundido con el 747, Cloé, Camilo y Zión
eran todo lo que le importaba. ¿Podría ser
él único miembro del Comando Tribula¬
ción que había quedado?
Raimundo no pudo interesarse ni un
poquito en quién sería la persona con
quien hablaba Carpatia o de qué hablaba.
Si hubiera habido un aparato que le per¬
mitiera escuchar, ni siquiera hubiera acti¬
vado la palanca. El había orado antes de
115
comer, una oración ambivalente sobre el
sustento provisto por el anticristo. De to¬
dos modos había comido. Y era bueno ha¬
berlo hecho. Su ánimo empezó a mejorar.
No había forma inteligente en que pudiera
compartir su fe con Max si seguía desinte¬
resándose.
Los tamborileos de Max lo pusieron ner¬
vioso. —¿Ansioso por irte a volar? —dijo
Raimundo.
—Ansioso por empezar a conversar pero
no aquí; hay demasiadas orejas. Pero ¿estás
listo para esto Raimundo? ¿Con lo que es¬
tás pasando?
Max parecía tan listo para oír de Dios
como cualquiera al que hubiera hablado.
¿Por qué esto pasó de esta manera? Cuan¬
do había estado más dispuesto a compar¬
tir, había tratado de llegar a su jefe de pilo¬
tos, Eulalio Halliday, que no había
mostrado interés y ahora estaba muerto.
Había tratado sin éxito de llegar a Patty
Durán y ahora sólo podía rogar que aún
fuera tiempo para ella. Aquí estaba Max
rogándole la verdad y él deseaba irse a
acostar de nuevo.
Cruzó las piernas y los brazos. Se iba a
obligar a moverse hoy. Carpatia se dio vuel¬
ta y lo miró fijo, desde el rincón, con el telé¬
fono todavía pegado a su oreja. Nicolás le

116
hizo señas entusiastas, luego pareció pensar
mejor en mostrar tanto entusiasmo a un
hombre que acababa de perder a su esposa.
Su cara se ensombreció y sus señas se atie¬
saron. Raimundo no respondió aunque sos¬
tuvo la mirada de Carpatia. Nicolás lo seña¬
ló con el dedo.
—Oh, no —dijo Max—, vamos, vamos.
Pero no podían dejar esperando a Carpa¬
tia.
Raimundo estaba malhumorado. No
quería hablar con Carpatia; era Carpatia
quien quería hablar con él. Podría acercarse
donde estaba Raimundo. ¿Qué me he vuelto?
—se preguntó Raimundo—. Estaba jugan¬
do con el Potentado del mundo. Necio. Es¬
túpido. Inmaduro. Pero no me importa nada.
Carpatia apagó y cerró su teléfono y se lo
puso en el bolsillo. Le hizo señas a Raimun¬
do que pretendió no darse cuenta y le dio la
espalda. Raimundo se inclinó a Max: —Así
pues, ¿qué me vas a enseñar hoy?
—No mires ahora pero Carpatia te lla¬
ma.
—El sabe donde estoy.
—¡Ray! Todavía él puede meterte en la
cárcel!
—Me encantaría que lo hiciera. Así que,
de todos modos, ¿qué me vas a enseñar
hoy?
117
—Enseñarte! Tú has volado estos pájaros
con aspas!
—Hace mucho tiempo —dijo Raimun¬
do—. Hace más de veinte años.
—Volar un helicóptero es muy parecido a
andar en bicicleta —dijo Max—. Serás tan
bueno como yo en una hora.
Max miró sobre el hombro de Raimun¬
do, se paró y estiró la mano. —¡Potentado
Carpatia!, ¡señor!
—Disculpe al capitán Steele y a mí por
un momento, ¿quiere oficial McCullum?
—Te veo en el hangar —dijo Raimundo.
Carpatia acercó la silla de McCullum a la
de Raimundo y se sentó. Se desabotonó el
saco de su traje y se inclinó para delante, con
los antebrazos puestos en sus rodillas. Rai¬
mundo seguía cruzado de piernas y brazos.
Carpatia habló con fervor. —Raimundo,
espero que no le importe que le llame por
su primer nombre pero sé que está apena¬
do.
Raimundo saboreó bilis y oró en silencio:
“Señor, por favor, mantiene cerrada mi bo¬
ca”. Tenía sentido que la encarnación mis¬
ma del mal fuera el más diestro de los men¬
tirosos. Hacer pensar que Amanda había
sido plantada por él, un espía de la Comu¬
nidad Global en el Comando Tribulación y,
luego, ¿fingir pena por su muerte? Una he-

118
rida letal en su cabeza era demasiado bueno
para éste. Raimundo se imaginaba tortu¬
rando al hombre que dirigía las fuerzas del
mal contra el Dios del universo.
—Desearía que usted hubiera estado más
temprano aquí, Raimundo. Bueno, en reali¬
dad me alegra que descansara lo necesario.
Pero nosotros, los del primer desayuno, es¬
cuchamos el relato de la noche pasada que
hizo León Fortunato.
—Max comentó algo de esto.
—Sí, el oficial McCullum lo escuchó dos
veces. Debiera pedirle que se lo cuente de
nuevo. Mejor todavía, programe un tiempo
con el señor Fortunato.
Era todo lo que Raimundo pudo hacer
para fingir civismo: —estoy consciente de la
devoción de Fortunato por usted.
—Como yo. Sin embargo, hasta yo me
conmoví y me sentí halagado por la manera
en que so visión se ha elevado.
Raimundo conocía el cuento pero no pu¬
do resistir ponerle una carnada a Carpatia.
—No me sorprende que León le esté agra¬
decido por haberle rescatado.
Carpatia se echó para atrás y lució diver¬
tido. —McCullum ha escuchado dos veces
el relato y ¿esa es su apreciación? ¿No lo ha
oído? ¡Yo no rescaté al señor Fortunato en
absoluto! ¡Ni siquiera le salvé la vida! Según

119
su testimonio yo lo traje de vuelta desde los
muertos!
—Sin duda.
—No reclamo esto para mí, Raimundo;
sólo le dije lo que dice el señor Fortunato.
—Usted estuvo ahí ¿cuál es su versión?
—Bueno, cuando supe que el ayudante
de mi mayor confianza y confidente perso¬
nal se había perdido en las ruinas de nues¬
tras oficinas centrales, algo me pasó. Senci¬
llamente rehusé creerlo. Deseé que no fuera
cierto. Cada fibra de mi ser me decía que
sencillamente fuera al sitio y lo trajera de
vuelta.
—Fue pésimo que no llevara testigos.
—No me cree?
—Es todo un cuento.
—Debe conversar con el señor Fortunato.
—Realmente no me interesa.
—Raimundo, esa pila de ladrillos, con¬
creto y escombros, de quince metros de al¬
to era un edificio de casi sesenta y un me¬
tros de altura. León Fortunato estaba
conmigo en el piso de arriba cuando ese
edificio se desplomó. A pesar de las normas
antisísmicas con que se construyó, todos
los que estaban ahí deben haber muerto. Y
murieron. Usted sabe que no hubo sobrevi¬
vientes.
—Así que usted está diciendo lo que ob-

120
servó León, y usted mismo, que él murió en
el derrumbe.
—Lo llamé para que saliera de esos es¬
combros. Nadie podía haber sobrevivido
eso.
—Y, sin embargo, él sí.
—No, él no sobrevivió. El estaba muerto.
Tenía que estarlo.
—¿Y cómo lo sacó?
—Le mandé que saliera y lo hizo.
Raimundo se inclinó para delante. —Eso
tendría que haberle hecho creer la historia
de Lázaro pero qué malo que sea de un li¬
bro de cuentos de hadas, ¿mm?
—Mire, Raimundo, he sido muy toleran¬
te y nunca me he burlado de sus creencias.
Ni tampoco he ocultado que creo que usted
está mal orientado, en el mejor de los casos.
Pero, sí, me hace pensar que este incidente
reflejara un relato que yo creo es una alego¬
ría.
—¿Es cierto que usted usó las mismas
palabras que Jesús usó con Lázaro.
—Eso dice el señor Fortunato. Yo no me
di cuenta con exactitud qué dije. Me quedé
ahí con toda confianza de que regresaría
con él, y mi decisión nunca titubeó ni si¬
quiera cuando vi la montaña de escombros
y supe que los del rescate no habían encon¬
trado vivo a nadie.
121
Raimundo quería vomitar. —¿Entonces,
ahora, usted es una especie de deidad?
—No me corresponde decir eso aunque,
claramente, resucitar a un muerto es un ac¬
to divino. El señor Fortunato cree que yo
pudiera ser el Mesías.
Raimundo arqueó las cejas. —Si yo fuera
usted, negaría rápidamente tal cosa a me¬
nos que supiera que es cierto.
Carpatia se ablandó: —No parece que sea
el momento para hacer tal proclama pero no
estoy tan seguro de que no sea verdad.
Raimundo miró de reojo. —Usted piensa
que pudiera ser el Mesías.
—Permítame decir que no he desechado
la posibilidad especialmente después de lo
que pasó anoche.
Raimundo metió las manos en los bolsi¬
llos y desvió la mirada.
—Déjeme entender bien esto. ¿Hay una
posibilidad de que usted sea el Mesías pero
usted no lo sabe con seguridad?
Carpatia asintió con solemnidad.
—Eso no tiene lógica —dijo Raimundo.
—Las cosas de la fe son misterios —en¬
tonó Carpatia—. Le insto a que converse
con el señor Fortunato y vea qué piensa
después.
Raimundo no prometió nada. Miró a la
salida.

122
—Sé que tiene que irse capitán Steele.
Sólo quería compartir con usted el tremen¬
do progreso que ya se ha efectuado con mi
iniciativa de reconstrucción. Mañana mis¬
mo esperamos poder comunicamos con la
mitad del mundo. En ese momento me diri¬
giré a todos los que puedan escuchar —sa¬
có un papel de su bolsillo—. Mientras tan¬
to, quisiera que usted y el señor McCullum
carguen el equipo que necesiten en el 216 y
tracen un rumbo para traer a estos embaja¬
dores internacionales a fin que se reúnan
con los que ya están aquí.
Raimundo miró la lista. Señalaba que iba
a volar más de treinta y dos mil kilómetros.
—¿Cómo va la reconstrucción de las pis¬
tas?
—Las fuerzas de la Comunidad Global
trabajan las veinticuatro horas en todos los
países. Cellular-Solar estará funcionando en
todo el mundo en cuestión de semanas. Vir¬
tualmente nadie de ese proyecto se ocupa
de la reconstrucción de pistas, caminos y
centros de comercio.
—Tengo mi cometido asignado —dijo
Raimundo con voz inexpresiva.
—Yo quisiera saber cuál es su itinerario
tan pronto como esté listo. ¿Se fijó en el
nombre de atrás?
Raimundo dio vuelta el papel. “Supremo

123
Pontífice Pedro Mathews, Fe Mundial úni¬
ca Enigma Babilonia”.
—¿Entonces, también lo traemos?
—Aunque está en Roma, pase primero a
buscarlo. Yo quisiera que él estuviera a bor¬
do del avión cuando cada uno de los otros
embajadores suba.
Raimundo se encogió de hombros. No
estaba seguro del porqué Dios lo había co¬
locado en esa posición donde se iba a que¬
dar hasta que se sintiera guiado a dejarla.
—Una cosa más —dijo Carpatia—, el se¬
ñor Fortunato irá con usted y servirá de an¬
fitrión.
Raimundo se volvió a encoger de hom¬
bros. —Ahora, ¿puedo preguntarle algo?
—Carpatia asintió—. ¿Podría comunicar¬
me cuando empiecen las operaciones de
dragado?
—¿Las qué?
—Cuando saquen el 747 de PanCon del
Tigris —dijo Raimundo sin tono.
—Oh, sí, eso. Mire Raimundo, me han
advertido que sería fútil.
—¿Hay una posibilidad de que no lo ha¬
ga?
—Muy probablemente no lo haremos. La
línea aérea nos informó quiénes iban a bor¬
do, y sabemos que no hay sobrevivientes. Ya
tenemos problemas con qué hacer con los

124
cadáveres de tantas víctimas de este desas¬
tre. Me han aconsejado que considere el
avión como una bóveda funeral sagrada.
Raimundo sintió que se ruborizaba y se
dejó caer pesadamente en la silla. —Usted
no me va a demostrar que mi esposa está
muerta, ¿no?
—Oh, Raimundo, ¿hay dudas?
—Efectivamente, las hay. No se siente
como que estuviera muerta, si usted sabe lo
que yo... bueno, por supuesto que usted no
sabe lo que quiero decir.
—Sé que cuesta mucho a los deudos
aceptar la muerte de sus seres queridos si
no ven el cadáver pero usted es un hombre
inteligente, el tiempo lo cura...
—Quiero que se drague ese avión. Quie¬
ro saber si mi esposa está viva o muerta.
Carpatia se paró por detrás de Raimundo
y le puso una mano en cada hombro. Rai¬
mundo cerró los ojos deseando fundirse.
Carpatia habló con suavidad. —Lo próximo
que me va a pedir es que se la resucite.
Raimundo habló a través de sus dientes
apretados. —Si usted es quien cree que es,
tiene que poder hacer eso para uno de sus
empleados de más confianza.

125
Camilo se había quedado dormido enci¬
ma de la colcha. Ya era bien pasada la me¬
dianoche pero él no lograba imaginarse que
había dormido más de dos horas. Se sentó,
juntando la ropa de la cama alrededor de él,
no quería moverse pero qué fue lo que le
despertó? ¿Había visto luces titilando en el
pasillo?
Tenía que ser un sueño. Ciertamente que
pasarían días hasta que volvieran a dar la luz
en Monte Prospect, quizá semanas. Camilo
contuvo la respiración. Ahora oía algo en la
otra habitación, el susurro cadencioso y bajo
de Zión Ben-Judá. ¿Algo lo había desperta¬
do también? Zión estaba orando en su pro¬
pio idioma. Camilo deseaba entender he¬
breo. La oración se fue apagando y Camilo
se volvió a acostar, y se dio vuelta para su la¬
do. Al ir perdiendo la conciencia se acordó
que en la mañana tenía que volver a dar otro
vistazo en el barrio de Loreta: un intento
desesperado más para encontrar a Cloé.

Raimundo halló a Max en la cabina del


helicóptero. Estaba leyendo.
—Por fin te soltó, ¿no? —dijo Max.
Raimundo siempre ignoraba las pregun¬
tas obvias. Se limitó a mover la cabeza.

126
—No sé cómo lo hace —dijo Max.
—¿Qué es eso?
Max movió la revista. —El último de
Aviónica Moderna, ¿De dónde la sacaría
Carpatia? ¿Y cómo supo que tenía que po¬
nerlo en el refugio?
—¿Quién sabe? —dijo Raimundo—. Qui¬
zá sea el dios que cree ser.
—Te conté de la diatriba que León hizo
anoche.
—Carpatia me lo contó de nuevo.
—¿Qué, que él está de acuerdo con León
respecto de su propia divinidad?
—El no ha llegado todavía a ese extremo
—dijo Raimundo—, pero lo hará. La Biblia
dice que lo hará.
—¡Mira eso! —dijo Max—. Vas a tener
que empezar desde el principio.
—Está bien —dijo Raimundo abriendo la
lista de pasajeros de Carpatia—. Primero,
déjame mostrarte esto. Después del entre¬
namiento, quiero que traces nuestro rumbo
a esos países. Primero, recogeremos a Mat-
hews en Roma. Luego, vamos a los Estados
Unidos y recogemos a todos los demás em¬
bajadores en el vuelo de regreso.
Max estudió la hoja. —Esto tiene que ser
fácil. Me llevará como media hora trazarlo,
¿Hay marcaciones de tierra en todos estos
lugares?
127
—Nos acercaremos bastante. Pondremos
el helicóptero y un ala arreglada en la bode¬
ga de carga, por si acaso.
—Entonces, ¿cuándo vamos a hablar?
—Nuestra sesión de entrenamiento de¬
biera durar hasta las cinco, ¿no crees?
—¡No! te dije que estarás al día muy rá¬
pidamente.
—Tendremos que parar para almorzar
tarde en alguna parte —dijo Raimundo—.Y
entonces aún tendremos varias horas para
entrenar, ¿correcto?
—No me estás prestando atención, Ray.
Tú no necesitas todo un día para jugar con
esto. Sabes lo que haces y estas cosas se
vuelan solas.
Raimundo se acercó. —Quién no presta
atención a quién? —dijo—, tú y yo estamos
lejos del refugio hoy día, entrenando hasta
las 1700 horas, ¿comprendido?
Max sonrió tímidamente. —Oh, tú
aprendes cómo volar el pájaro con ruedas
hacia el almuerzo tardío, a eso de la una, y
aún seguimos con permiso hasta las cinco.
—Entendiste rápido.
Raimundo anotaba mientras Max le iba
mostrando cada botón, cada palanca, cada
llave. Con las aspas a toda velocidad, Max
manejo los controles hasta que el pájaro se
elevó. Hizo una serie de maniobras, girando

128
esto y aquello, subiendo y bajando. —Te
acordarás rápido, Ray.
—Max, primero deja que te pregunte al¬
go, tú estabas estacionado en esta zona,
¿verdad?
—Por muchos años —dijo Max, volando
lentamente al sur.
—Tú conoces a la gente, entonces.
—¿A los locales, quieres decir? Sí. No
podría decirte si alguno sobrevivió el terre¬
moto. ¿Qué andas buscando?
—Equipo de buceo.
Max le dio una mirada a Raimundo que
no le devolvió la mirada. —Hay uno nuevo
en medio del desierto. ¿Dónde quieres ir a
bucear? ¿En el Tigris? —Max hizo una
mueca pero Raimundo le dio una mirada
seria y aquél palideció—. Oh, seguro, per¬
dóname Raimundo. Hombre, realmente no
quieres hacer eso, ¿cierto?
—Nunca he querido hacer algo más,
ahora, ¿conoces o no a alguien?
—Draguemos la cosa, Ray.
—Carpatia dice que lo van a dejar en paz.
Max movió su cabeza. No sé, Ray. ¿Algu¬
na vez buceaste en un río?
—Soy un buen buceador pero no. nunca
en un río.
—Bueno, yo sí no es lo mismo, créeme.
La corriente no es mucho más lenta en el

129
fondo que arriba. Te pasas la mitad del
tiempo evitando que te chupe y te lleve río
abajo. Podrías ir a parar a casi quinientos
kilómetros al sudeste del Golfo Pérsico.
Raimundo no parecía divertido. —¿Qué
está pasando Max? ¿Tienes una fuente para
mí?
—Si, conozco a un tipo. Siempre fue ca¬
paz de conseguir lo que yo quería de cual¬
quier parte. Nunca he visto equipos de bu¬
ceo aquí pero si está disponible y él sigue
vivo, puede conseguírtelo.
—¿Quién y dónde?
—Es uno nacido aquí. Maneja la torre
en la pista que hay en Al Basrah. Eso es al
noroeste de Abadan, donde el Tigris se con¬
vierte en el Shatt al Arab. Yo ni empiezo a
pronunciar el nombre suyo. Para todos sus,
digamos, clientes, él es Al. B., yo le digo Al-
be.
—¿Cuál es el arreglo?
—El asume todos los riesgos. Te cobra el
doble sin hacer preguntas. Si te agarran con
contrabando, él ni siquiera oyó hablar de ti.
—¿Tratarás de contactarlo para mí?
—Dilo no más.
—Eso es lo que te estoy diciendo.
—Un riesgo bien grande.
—Ser honesto contigo es un riesgo tre¬
mendo Max.

130
—¿Cómo sabes que puedes tenerme con¬
fianza?
—No sé. No tengo opción.
—Muchas gracias.
—Sentirías lo mismo si estuvieras en mi
lugar.
—Cierto —dijo Max—, sólo el tiempo
demostrará que yo no soy una rata.
—Sí—dijo Raimundo, sintiéndose in¬
quieto como nunca—. Si no eres un amigo,
no hay nada que yo pueda hacer ahora.
—Epa, epa, salvo encontrar a un chiflado
que haga un buceo peligroso contigo?
Raimundo lo miró fijo. —No te dejaría
hacer eso.
—No puedes impedírmelo. Si mi hombre
puede conseguirte un traje y un tanque,
también puede conseguirlos para mí.
—¿Por qué lo harías?
—Bueno, no sólo para probarme sino
que me gustaría que estuvieras por estos la¬
dos un tiempo. Mereces saber si tu esposa
está ahí. Pero ese buceo será lo bastante pe¬
ligroso para dos, ni pensar en uno solo.
—Tendré que pensarlo.
—Por una vez deja de pensar tanto. Voy
contigo y eso es todo. Voy a encontrar una
manera de mantenerte vivo el tiempo sufi¬
ciente para que me digas en qué ha andado
el diablo desde las desapariciones.

131
—Bájalo —dijo Raimundo—, y te lo diré.
—¿Aquí mismo? ¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
Max había volado una pocas millas hasta
donde Raimundo podía ver la ciudad de Al
Hillah. Fue virando a la izquierda dirigién¬
dose al desierto, aterrizando en el medio de
la nada. Apagó rápidamente el motor para
evitar el daño causado por la arena. Aún
Raimundo vio granos en el dorso de sus
manos y la saboreó en sus labios.
—Déjame ponerme tras los controles
—dijo Raimundo, soltándose.
—No, por tu vida —dijo Mas—. Vas a
tratar de ponerlo en marcha y elevarlo. Sé
que lo puedes hacer y que no es peligroso
pero Dios sabe que nadie por aquí puede
explicarme cosas. Ahora, vamos, habla.
Raimundo saltó fuera aterrizando en la
arena. Max lo siguió. Pasearon como media
hora bajo el sol. Raimundo sudaba a través
de su ropa. Por último, Raimundo se dirigió
de regreso al helicóptero, donde se apoyaron
contra los patines en el lado de la sombra.
Le contó a Max la historia de su vida,
empezando con la clase de familia en que
se crió —gente decente, muy trabajadora
pero sin educación. El había demostrado
preferencias por las matemáticas y la cien¬
cia y estaba fascinado con la aviación. Le

132
fue bien en la escuela pero su padre no po¬
día darse el lujo de mandarlo a la universi¬
dad. Una consejera de la secundaria le dijo
que él podría obtener becas pero que nece¬
sitaba algo extra en sus antecedentes perso¬
nales.
—¿Como qué? —le había preguntado
Raimundo.
—Actividades extracurriculares, gobierno
estudiantil, cosas como esas.
¿Qué tal si vuelo solo antes de graduar¬
me?
—Bueno, eso sería impresionante —ad¬
mitió la consejera.
—Yo lo he hecho.
Eso le sirvió para ganarse una educación
universitaria que lo llevó al entrenamiento
militar y a la aviación comercial. —Todo el
tiempo me decía, “soy un tipo muy buena
persona. Buen ciudadano” —tú conoces el
libreto—. Bebía poco, bromeaba poco.
Nunca nada ilegal. Nunca me consideré un
tunante. Patriótico, todo ese cuento. Hasta
iba a la iglesia.
Le contó a Max que se había impactado
inicialmente con Irene, —ella era demasiado
cosa buena para mí —confesó—, pero era
bonita y amorosa y nada egoísta. Me asom¬
braba. Le pedí matrimonio, aceptó y aunque
resultó que estaba mucho más metida que

133
yo en la iglesia, no estaba para perderla.
Raimundo le conté como rompió su pro¬
mesa de ir habitualmente a la iglesia. Te¬
nían peleas e Irene lloraba pero él sentía
que ella se había resignado con el hecho de
que, —por lo menos en este solo aspecto,
yo era un desgraciado en el que no se po¬
día confiar. Yo era fiel, un buen proveedor,
respetado en la comunidad. Pensé que ella
vivía con el remanente de eso. De todos
modos me dejó tranquilo con esto. No po¬
día estar feliz con eso pero me dije que a
ella no le importaba. Seguro que a mí no
me importaba.
»Cuando nació Cloé, yo hice borrón y
cuenta nueva. Creí que era hombre nuevo.
Verla nacer me convenció de los milagros,
me obligó a reconocer a Dios y me hizo
querer ser el mejor padre y marido de la
historia. No prometí nada. Empecé a ir a la
iglesia con Irene.
Raimundo explicó cómo se dio cuenta de
que —la iglesia no era tan mala. Algunas de
las mismas personas que veíamos en el club
de campo las veíamos en la iglesia. Nos
mostrábamos, dábamos dinero, cantábamos
los himnos, cerrábamos los ojos durante las
oraciones y escuchábamos las homilías. Ca¬
da tanto tiempo me ofendía por un sermón
entero o en parte pero lo dejaba pasar. Na-

134
die me controlaba. Las mismas cosas ofen¬
dían a la mayoría de nuestros amigos. De¬
cíamos que nos pisaban los callos pero nun¬
ca pasaba dos veces seguidas.
Raimundo dijo que nunca se había dete¬
nido a pensar en el cielo o el infierno. —No
hablaban mucho de eso. Bueno, nunca del
infierno. Toda la mención del cielo que se
hacía era que todos terminan por estar ahí
en su momento. Yo no quería avergonzarme
en el cielo por haber hecho demasiadas co¬
sas malas. Me comparaba con los demás fu¬
lanos y me parecía que si ellos iban a lo¬
grarlo, también yo.
»Max, la cosa es que yo era feliz, conocía
gente que decía que sentían un vacío en sus
vidas pero yo no. Para mí, esto era vida. Lo
divertido era que Irene hablaba de sentirse
vacía. Yo discutía con ella. A veces, mucho.
Le recordaba que yo estaba de vuelta en la
iglesia y que ella ni siquiera tenía que insis-
tirme. ¿Qué más quería?
»Lo que Irene quería —dijo Raimundo—,
era algo más. Algo más profundo. Ella tenía
amistades que hablaban de una relación
personal con Dios y eso la intrigaba. Me
asustaba a morir —dijo Raimundo—. Yo re¬
petía la frase para que ella pudiera escuchar
cuán raro sonaba eso de “relación personal
con Dios”. Ella decía, de todo lo posible:

135
“Sí, por intermedio de Su Hijo Jesucristo”.
Raimundo movió la cabeza.
—Bueno, quiero decir, que te imaginas
cómo me caía eso.
Max asintió. —Sé lo que yo hubiera pen¬
sado.
Raimundo dijo: —Yo tenía la suficiente
religión para hacerme sentir bien. ¿Decir
palabras como Dios o Jesucristo en voz alta
frente a la gente? Eso era para los pastores,
los sacerdotes, los teólogos. Yo me hacía eco
de la gente que decía que la religión era al¬
go particular. Cualquiera que tratara de
convencerme de algo de la Biblia o que
“compartiera su fe conmigo” bueno, esos ti¬
pos eran derechistas o celotes o fundamen-
talistas o algo. Yo me mantenía alejado de
ellos lo más que podía.
—Sé qué quieres decir —dijo Max—.
Siempre había alguien por ahí tratando de
“ganar almas para Jesús”.
Raimundo asintió. —Bueno, para apurar
la cosa unos cuantos años. Ahora nació Rai¬
mundo hijo. Tuve el mismo sentimiento con
él que cuando nació Cloé. Y confieso que
siempre quise un hijo. Me imaginé que
Dios debía estar muy contento conmigo pa¬
ra bendecirme de esa manera. Y déjame de¬
cirte algo que le he contado a muy poca
gente. Casi fui infiel a Irene cuando ella es-

136
taba embarazada de Raimundito. Estaba
borracho en una fiesta navideña de la em¬
presa, y fue estúpido. Me sentí tan culpable,
no creo que por Dios sino por Irene. Ella
no se merecía eso. Pero nunca sospechó y
eso empeoró todo. Yo sabía que ella me
amaba. Me convencí de que era lo peor de
la Tierra e hice toda clase de negociaciones
con Dios. De alguna forma me había hecho
la idea de que El podía castigarme. Le dije
que si dejaba atrás estoy nunca más lo vol¬
vía a hacer. El podría querer que no murie¬
ra nuestro bebé aún por nacer. Si algo malo
le hubiera pasado a nuestro bebé yo no sé
lo que hubiera hecho.
»Pero el bebé fue perfecto —dijo Rai¬
mundo.
Pronto recibió un aumento y un ascenso,
se mudaron a una casa linda de la zona re¬
sidencial, él siguió yendo a la iglesia y pron¬
to volvió a estar satisfecho con su vida.
—Pero...
—¿Pero? —dijo Max—, ¿qué pasó enton¬
ces?
—Irene cambió de iglesia —dijo Rai¬
mundo—, ¿tienes hambre?
—¿Cómo?
—¿Tienes hambre? Casi es la una.
—¿Esta es la clase de cuentista que eres?
¿Dejarme en el suspenso para poder comer?
137
Contaste todo eso como si el cambio de
iglesia que hizo frene me diera hambre.
—Muéstrame un lugar para comer —dijo
Raimundo—.Y vamos allá.
—Mejor que sea así.

138
Seis

R aimundo pasó veinte minutos asus¬


tándose mortalmente a sí mismo y
a Max. La destreza de pilotear un
helicóptero puede permanecer para siem¬
pre pero dado el avance de la tecnología se
necesita un tiempo para adaptarse a ésta.
El se acordaba de los helicópteros volumi¬
nosos, torpes y pesados. Este se lanzaba
como una libélula. El mando era tan sensi¬
ble como el comando de un juego electró¬
nico y se halló que estaba sobre
compensando maniobras. Se inclinó a una
banda —con mucha brusquedad y veloci¬
dad— luego a la otra, nivelándose a vuelo
recto rápidamente pero rodando a la otra
banda.
—¡Estoy que vomito! —gritó Max.
—¡No, en mi helicóptero no! —dijo Rai¬
mundo.
Bajó cuatro veces el helicóptero, la se¬
gunda con demasiada dureza. Prometió que
“eso no volverá a ocurrir”. Al despegar por
última vez dijo, —ahora lo tengo dominado.
Debiera ser fácil mantenerse en vuelo recto
y sostenido.
139
—Para mí lo es —dijo Max—. ¿Quieres ir
derecho donde Albe?
—¿Quieres decir aterrizar en un aero¬
puerto frente a la gente?
—Bautizo de fuego —y Mas trazó las
marcaciones—. Mantenlo enfilado derecho
y podemos echar una siestita hasta que
veamos la torre de Al Basrah. Alinéalo,
suéltalo y cuéntame de la nueva iglesia de
Irene.
Raimundo se pasó el viaje finalizando su
historia. Contó cómo la frustración de Ire¬
ne al no hallar nada profundo ni sustancio¬
so ni personal en la iglesia a que iban, le dio
la disculpa para empezar a Ir esporádica¬
mente. Cuando ella se lo pedía, él le recor¬
daba que ella tampoco estaba contenta ahí.
—Cuando dejé de ir con ella, Irene em¬
pezó a recorrer iglesias. Conoció un par de
señoras que le gustaron mucho en una igle¬
sia por la cual no se interesaba mucho pero
las señoras la invitaron a un estudio bíblico
para mujeres. Ahí fue cuando Irene supo al¬
go de Dios que nunca había sabido que es¬
taba en la Biblia. Ella averiguó a qué iglesia
iba la señora que habló, empezó a asistir y
en el momento oportuno me arrastró consi-

g°'
—¿Qué fue lo que ella escuchó?
—A eso voy.

140
—No te demores.
Raimundo verificó los controles para cer¬
ciorarse que tenían suficiente altura.
—Quiero decir que no demores tu histo¬
ria —dijo Max.
—Bueno, yo mismo no entendía el nuevo
mensaje —dijo Raimundo—. Efectivamente
nunca lo capté hasta después que ella par¬
tió. La iglesia era totalmente diferente. Me
ponía incómodo. Cuando la gente no me
veía por allá, tenían que imaginarse que es¬
taba trabajando. Cuando me aparecía, me
preguntaban del trabajo, y yo sólo sonreía y
les decía cuán maravillosa era la vida. Pero
aunque yo estuviera en casa, iba a la iglesia
sólo la mitad de las veces. Mi hija, Cloé, era
adolescente por esos días, y se dio cuenta
de eso. Si papá no tiene que ir, ella no tenía
que ir.
»Sin embargo, Irene amaba en realidad la
nueva iglesia. Ella me ponía nervioso cuan¬
do empezaba a hablar del pecado y la salva¬
ción y el perdón y la sangre de Cristo y de
ganar almas. Ella decía que había recibido a
Cristo y nacido de nuevo. Me estaba empu¬
jando pero yo no quería saber nada. Me pa¬
recía raro, como una secta. La gente parecía
buena pero yo estaba seguro que me iban a
presionar para andar golpeando puertas y
repartiendo literatura o algo por el estilo.
141
Encontraba más razones para no estar en la
iglesia.
»Un día Irene estaba hablando de la ma¬
nera en que el pastor Billings predicaba so¬
bre los últimos tiempos y el regreso de
Cristo. Decía que eso era el arrebatamiento.
Ella decía algo como esto: “¿No sería gran¬
dioso no tener que morir sino encontrarse
con Jesús en el aire?” Yo le contestaba cosas
como “sí, eso me mataría” La ofendía. Ella
me dijo que no debía ser tan insolente si no
sabía dónde me dirigía. Eso me enojó. Le
dije queme alegraba de saber que ella estu¬
viera segura. Le dije que me imaginaba que
ella volaría al cielo y que yo me iría derecho
al infierno. Eso no le gustó nada.
—Me imagino —dijo Max.
—Todo el asunto de la iglesia se puso tan
explosivo que sencillamente lo evitábamos.
Llegó el momento en que empecé con
aquellas antiguas inquietudes y puse los
ojos en mi jefa de azafatas.
—Oh, oh —dijo Max.
—Déjame que te cuente. Tomamos unos
tragos, compartimos unas comidas pero
nunca pasaron cosas más allá de eso. No
que yo no quisiera. Una noche decidí invi¬
tarla a salir cuando llegáramos a Londres.
Entonces, pensé, mira, se lo pediré por anti¬
cipado. Estoy en medio del cruce del Atlán-

142
tico a la medianoche con un 747 repleto, así
que lo puse en piloto automático y fui a
buscarla.
Raimundo hizo una pausa, disgustado
con él mismo incluso ahora por lo bajo que
había caído.
Max lo miró, —¿sí?
—Todos se acuerdan dónde estaban
cuando ocurrieron las desapariciones.
—No me dirás... —dijo Max.
—Yo andaba buscando una cita cuando
toda esa gente desapareció.
—¡Hombre!
Raimundo resopló. —Ella quería saber
qué estaba pasando. “¿Vamos a morir?”, me
preguntó. Le dije que estaba muy seguro
que no moriríamos pero que no sabía más
que ella de lo que había pasado. La verdad
era que lo sabía, Irene tenía razón. Cristo
había venido a buscar a su iglesia y todos
nosotros habíamos sido dejados atrás.
Había más en la historia de Raimundo,
por supuesto, pero él quería que eso pene¬
trara. Max estaba sentado mirando fija¬
mente hacia delante. El daría una vuelta,
respiraría un poco y luego regresaría y mi¬
raría el paisaje mientras seguían a Al Bas-
rah.
Max verificó su apunte y contempló los
controles. —Estamos muy cerca —dijo—.

143
Voy a ver qué encuentro.
Fijó la frecuencia y apretó el botón del
micrófono: —Golf Charlie Niner Niner a la
torre de Al Basrah. ¿Me escuchan?
Estática.
—Torre Al Basrah, este es Golf Charlie
Niner Niner. Cambio a canal once, cambio.
Max hizo el cambio y repitió la llamada.
—Torre Al Basrah —llegó la respuesta—.
Adelante, Niner Niner.
—¿Albe está por ahí?
—Un momento, Niner.
Max se volvió a Raimundo. —Esto es es¬
peranza —dijo.
—Golf Charlie aquí Albe. Cambio.
—¡Albe, viejo hijo de tigre! ¡Aquí Max!
¿Entonces estás bien?
—No totalmente amigo. Acabamos de le¬
vantar la torre transitoria. Perdimos dos
hangares. Yo estoy con muletas. Por favor
no vayas a traer un avión de ala fija. No por
unos dos, tres días.
—Estamos en un pájaro —dijo Max.
—Bienvenido entonces —dijo Albe—.
Necesitamos ayuda. Necesitamos compa¬
ñía.
—No podemos quedarnos mucho, Albe.
Nuestro ETA 1 es treinta minutos.
—Entendido, Mas, te esperamos.
Raimundo vio que Max se mordía los la-

144
bios. —Qué alivio —susurró con voz tem¬
blorosa. Monitoreó los controles, guardó su
anotador, y se volvió a Raimundo—. Siga¬
mos con nuestra historia.
Raimundo estaba intrigado con que a
Max le importara tanto su amigo. ¿Había
tenido él un amigo como ese antes de ser
creyente? ¿Se había interesado tanto por
otro hombre como para emocionarse por su
bienestar?
Raimundo miró la devastación de abajo.
Se habían armado tiendas donde las casas
desaparecieron por el terremoto. Los cuer¬
pos punteaban el paisaje, y las expediciones
de transportes baratos venían a sacarlos.
Por todas partes había bandas de gente con
palas y picos trabajando en caminos pavi¬
mentados. Si ellos vieran lo que Raimundo
veía, sabrían que aunque se pasaran días en
su pequeño tramo de pavimento retorcido,
el camino que se alargaba kilómetros por
delante necesitaría meses para quedar arre¬
glado, aun con maquinaria pesada.
Raimundo le dijo a Max cómo había ate¬
rrizado en el aeropuerto de O'Hare, Chica¬
go, después de las desapariciones, cómo ha¬
bía caminado a la terminal, viendo los
informes devastadores de todo el mundo,
que perdió a su copiloto pues éste se suici¬
do, que pagó mucho por llegar aso casa, y

145
que sus peores temores se confirmaron.
—Irene y Raimundito no estaban.
Cloé, una escéptica como yo, estaba tra¬
tando de llegar a casa desde Stanford,
California.Todo era culpa mía. Ella siguió
mi ejemplo. Y ambos fuimos dejados
atrás.
Raimundo recordaba todo como si fuera
ayer. No le importaba contar su historia
porque tenía un final feliz pero detestaba su
parte. No sólo el horror, no sólo la soledad,
sino la culpa. Si Cloé no iba nunca a Cristo
él no estaba seguro de poder perdonarse.
Se preguntó sobre Max. El le diría Max
lo que estaba pasando, exactamente quién
era Nicolás Carpatia, le diría todo. Le habla¬
ría de las profecías del Apocalipsis, lo guiaría
por los juicios que ya habían sobrevenido, le
mostraría cómo fueron predichos y que eran
inobjetables pero si Max era falso, si Max
trabajaba para Carpatia, ya le hubieran lava¬
do el cerebro. Podría fingir esta emoción, es¬
te interés, podría insistir aun que quería ha¬
cer el peligroso buceo con Raimundo, sólo
para seguir en su lado bueno.
Pero Raimundo ya había pasado el punto
sin retorno. Volvió a orar en silencio que
Dios le diera una señal de la sinceridad de
Max. Si no lo era, pues era uno de los me¬
jores actores que Raimundo hubiera visto;
146
sería muy difícil seguir confiando en al¬
guien.
Cuando llegaron, por fin, a divisar el
campo aéreo de Al Basrah, Max le enseñó a
Raimundo una bajada suave y larga. Mien¬
tras éste apagaba el motor. Mas dijo: —Ese
es él, el que viene bajando.
Salieron del helicóptero mientras un
hombrecillo de turbante, nariz larga, de tez
oscura y descalzo bajaba animosamente de
una torre que parecía más el puesto de
guardia de una cárcel. Había tirado sus mu¬
letas al suelo y cuando llegó a tierra, fue sal¬
tando a tomarlas y las usó diestramente pa¬
ra correr donde Max. Se abrazaron.
—¿Qué te pasó? —preguntó Max.
—Estaba en la mezanina —dijo Albe—.
Cuando empezaron los ruidos yo supe de
inmediato qué era. Neciamente me fui co¬
rriendo a la torre. No había nadie ahí. No
estábamos esperando trafico sino dentro de
un par de horas. No tengo idea de qué qui¬
se hacer ahí. La torre empezó a desplomar¬
se antes que llegara pero pude esquivarla
aunque un camión de combustible fue lan¬
zado en mi camino. Lo vi a último instante
y traté de saltar por encima de la cabina,
que yacía de costado. Casi llegué al otro la¬
do pero me torcí el tobillo y me quebré el
hueso con los pernos de sujeción. Eso no es

147
lo peor de todo. Tengo quebrados los hue¬
sos del pie pero no hay abastecimientos y yo
estoy al final de la lista de prioridades. Se
afirmará. Alá me bendecirá.
Max presentó a Raimundo. —Quiero oír
sus relatos —dijo Albe—. ¿Dónde estaban
cuando empezó? Todo, quiero saberlo todo
pero, primero, si tienen tiempo, nos vendría
muy bien una ayuda.
Había maquinaria pesada nivelando una
zona grande, preparándola para asfaltarla.
—El jefe de ustedes, el mismo Potentado,
ha expresado placer por nuestra coopera¬
ción. Estamos tratando de ponernos en for¬
ma lo antes posible para cooperar con el es¬
fuerzo global para mantener la paz. Qué
tragedia tenemos ante nosotros después de
todo lo que él ha logrado.
Raimundo no dijo nada.
Max dijo: —Albe, nosotros podremos
ayudar después pero tenemos que comer.
—El comedor desapareció —dijo Albe—
.No sé que pasó con tu lugar preferido en la
ciudad, ¿vamos a ver?
—¿Tienes vehículo?
—Esa vieja camioneta —dijo Albe. Lo si¬
guieron mientras él se abría paso con sus
muletas—. Cuesta mucho embragar, ¿les
importa?
Max se sentó al volante. Albe al medio,

148
con las rodillas abiertas para no bloquear la
palanca de cambio. La camioneta hizo rui¬
do y se lanzó por caminos sin pavimento
hasta que llegó a las afueras de la ciudad.
Raimundo estaba enfermo por la hedion¬
dez. Todavía le costaba aceptar que esto era
parte del plan definitivo de Dios. ¿Toda esta
gente tenía que sufrir para juntar puntos en
el cielo? Se consolaba con que esto no era
el resultado que Dios deseaba. Raimundo
creía que Dios era veraz a Su palabra, que
le había dado suficientes oportunidades que
ahora justificaban que permitiera esto para
que ellos le hicieran caso.
Hombres y mujeres quejumbrosos lleva¬
ban cadáveres al hombro o en carretillas
por las calles repletas de gente. Parecía que
una cuadra sí y una no había sido destroza¬
da por el terremoto. El restaurante preferi¬
do de Max había perdido una pared de la¬
drillos pero su gerencia le había puesto algo
v estaba funcionando. Por ser uno de los
pocos establecimientos donde se podía co¬
mer que aún estaba abierto, estaba repleto
de clientes que comían de pie. Max y Rai¬
mundo se abrieron paso, atrayéndose mira¬
das iracundas hasta que la gente veía a Al-
be. Entonces abrían paso, dentro de lo que
se podía, estando hombro contra hombro.
Raimundo tenía poca confianza en la hi-

149
giene de la comida pero, aun así, la agrade¬
cía. Luego de dos bocados de un rollo de
pasta relleno con cordero molido y espe¬
cias, le susurró a Max: —Veo y huelo, y aún
así, aquí, el hambre es el mejor aliño.
De regreso Max se paró a un costado
de un campo polvoriento y apagó el mo¬
tor. Dijo: —Yo quería saber si estabas bien
pero esta también es una misión de nego¬
cios.
—Espléndido —dijo Albe—, ¿en qué
puedo servirles?
—Cosas para bucear—dijo Max.
Albe frunció el ceño y los labios. —Buceo
—dijo simplemente—. ¿Necesitan todo? tra¬
je de goma, máscara, tubos, tanques, aletas?
—Sí, todo eso.
—¿Pesos? ¿Lastre? ¿Luces?
—Supongo.
—¿Efectivo?
—Por supuesto.
—Tendré que ver —dijo Albe—. Tengo
una fuente pero no he sabido de él desde el
desastre. Si tienen que tener estas cosas,
puedo conseguirlas. Digámosle así “si no
saben de mí, vuelvan dentro de un mes y
estará aquí”.
—No puedo esperar tanto —dijo Rai¬
mundo prestamente.
—No puedo garantizar nada antes. Hasta

150
ese plazo me parece muy rápido en una
época como esta.
Raimundo no pudo discutir eso.
—Pensé que era para ti Max —agregó
Albe.
—Necesitamos dos juegos completos.
—¿Van a dedicarse a bucear?
—No, ¿por qué? ¿Piensas que debiéra¬
mos arrendar los equipos?
—¿Podríamos? —dijo Raimundo.
Albe y Max miraron a Raimundo y se
echaron a reír. —No se arrienda en el mer¬
cado negro —dijo Albe.
Raimundo tuvo que sonreírse por su in¬
genuidad pero reírse parecía un placer tan
lejano.
De vuelta en el aeropuerto Raimundo y
Max tomaron una pala mientras un camión
de volteo traía una base de grava para la
pista. Antes de darse cuenta habían pasado
varias horas. Mandaron a alguien que fuera
a buscar a Albe.
—¿Puedes mandar un mensaje a Nueva
Babilonia? —dijo Max.
—Requerirá una redifusión pero Qar y
Wasit han estado en el aire desde esta ma¬
ñana. Así que sí, se puede.
Max escribió las instrucciones pidiendo
que se enviara un despacho a la radio base
de la Comunidad Global informándoles

151
que Steele y McCullum estaban participan¬
do en un proyecto de reconstrucción del ae¬
ropuerto que era de cooperación voluntaria
y que regresarían por la noche.

Eran casi las nueve y media de la maña¬


na del martes, hora estándar del centro,
cuando Camilo se despertó bruscamente.
El día era brillante y soleado aunque él ha¬
bía dormido profundamente desde ese sue¬
ño corto a medianoche. Un sonido constan¬
te había estado zumbando en los límites de
la conciencia pero ¿cuánto tiempo? Al acos¬
tumbrarse sus ojos a la luz, él se dio cuenta
que el ruido había estado un tiempo con él.
Parecía provenir del patio de atrás, más
allá del Range. Fue a la ventana y la abrió,
apretando su mejilla contra el mosquitero
para poder mirar lo más lejos posible desde
esa posición. Quizá fueran obreros de emer¬
gencia y él y Zión tendrían electricidad an¬
tes de lo que pensaban.
¿Qué era ese olor? ¿Acaso un camión con
comida para los obreros que se había para¬
do cerca? Se vistió. Había luz en el pasillo.
¿No había sido un sueño después de todo?
Bajó saltando aunque estaba descalzo:
—¡Zión! ¡tenemos luz! ¿Qué pasa?

152
Zión salió de la cocina con una olla eléc¬
trica llena de comida y empezó a servirla en
un plato que estaba en la mesa.
—Siéntate, amigo, siéntate. ¿No te enor¬
gulleces de mí?
—¡Encontraste comida!
—¡Más que eso, Camilo, encontré un ge¬
nerador, y grande!
Camilo bajó la cabeza y oró brevemente:
—¿Comiste Zión?
—Sí, adelante. No pude esperar. No po¬
día dormir en la noche así que salí en pun¬
tillas y me llevé tu linterna. ¿No te desperté,
verdad?
—¡No! —dijo Camilo con la boca lle¬
na—.Pero después pensé que había soñado
viendo luces en el pasillo.
—¡Camilo, no estabas soñando! Saqué el
generador del sótano al patio, yo solo. Me
llevó una eternidad llenarlo con combusti¬
ble y limpiar las bujías y lograr que empeza¬
ra a andar. Pero en cuanto lo enchufé al ca¬
ble del sótano, se encendieron las luces, el
refrigerador empezó a funcionar, todo em¬
pezó a pasar. Lamento haberte molestado.
Entré de puntillas en mi dormitorio y me
arrodillé al lado de la cama sólo para alabar
al Señor por nuestra buena suerte.
—Te oí.
—Perdóname.

153
—Fue como música —dijo Camilo—, y
esta comida es como néctar.
—Necesitas alimento. Tú vas a regresar a
lo de Loreta. Yo me quedaré aquí y veré si
puedo entrar en la Internet. Si no puedo,
tengo mucho que estudiar y mensajes que
escribir para que estén listos para ir a los
fieles cuando pueda meterme en la Red pe¬
ro, antes de irte, ¿me ayudarás a abrir el
portafolio de Danny, no?
—¿Entonces, decidiste que está bien?
—En otras circunstancias, no pero, Ca¬
milo, tenemos tan pocas herramientas para
sobrevivir que debemos aprovechar todo lo
que pueda haber ahí.
Afortunadamente el pozo de agua de
Danny estaba intacto y Camilo se sintió
animado luego de darse una ducha calien¬
te durante unos cuantos minutos. ¿Qué
había en las comodidades de la criatura
que hacían brillar más el día a pesar de la
crisis? Camilo supo que estaba negando
todo. El luchaba contra su lado realista,
práctico de periodista cada vez que lo sen¬
tía dominando. El quería pensar que Cloé
había escapado de la muerte en alguna
forma pero su automóvil seguía en la casa.
Por otro lado, no había encontrado el
cuerpo. Había toneladas de escombros ta¬
pando el lugar y él no había podido cavar

154
mucho. ¿Estaba quitando la basura de los
cimientos para demostrarse que ella estaba
o no ahí? El estaba dispuesto pero sencilla¬
mente tenía la esperanza de que hubiera
una manera mejor.
Camilo se sintió intrigado cuando iba
saliendo de la casa que Zión no hubiera es¬
perado por él para sacar el portafolio de
Danny del Rover. El rabino lo tenía en la
mesa. Tenía una mirada tímida y avergonza¬
da. Estaban por meterse en cosas persona¬
les ajenas y ambos se habían convencido de
que eso era lo que Danny hubiera querido
que hicieran. También estaban listos para
volver a cerrarlo y botarlo si lo que hallaban
eran cosas personales.
—Hay toda clase de herramientas en el
sótano —dijo Zión—, yo podría emplear
cierto cuidado y hacerlo en forma tal que
no amenace la integridad de la estructura.
—¡Qué! —dijo Camilo—, amenazar la
integridad de la estructura, ¿te refieres a no
dañar este portafolio barato? ¿Qué tal si te
ahorro tiempo y energía?
Camilo paró verticalmente el portafolio
plástico de casi trece centímetros de grosor,
sosteniéndolo entre sus rodillas sentado en la
silla de la cocina. Puso ambas rodillas en un
ángulo hacia la izquierda y con el anverso de
la muñeca empujó el portafolio de modo que
155
cayera entre sus tobillos y aterrizara sobre
una punta. Esto hizo que las bisagras se
abrieran y el portafolio perdió la forma y se
abrió por completo. Las piernas de Camilo
impidieron que se abrieran del todo y despa¬
rramara el contenido. Sintiendo que había
logrado algo lo depositó sobre la mesa y lo
viró para que Zión lo terminara de abrir.
—¿Esto es lo que el joven andaba trayen¬
do consigo dondequiera que iba? —dijo
Zión.
Camilo se estiró para atisbar. Ahí, en hi¬
leras muy ordenadas había docenas de li-
bretitas con espiral, no más grandes que la
libreta de apuntes de estenografía. Estaban
rotuladas al frente con fechas escritas a ma¬
no con letra de imprenta. Zión tomó unas
cuantas y Camilo otras más. Las dispuso
como abanico en su mano y se dio cuenta
que cada una tenía aproximadamente dos
“meses de notas.
—Esto puede ser su diario personal —di¬
jo Camilo.
—Sí —dijo Zión—, sí es así. No debemos
violar su confidencialidad.
Se miraron uno al otro. Camilo se pre¬
guntaba cuál iba a mirar, a decidir si estas
eran notas privadas que debían botarse o
notas técnicas que pudieran servirle al
Comando Tribulación. Zión arqueó las ce-

156
jas haciendo gestos con la cabeza a Cami¬
lo que abrió una libreta en el medio y le¬
yó: “hablé con Bruno B. sobre las necesi¬
dades del subterráneo. Todavía parece
reacio a sugerir una ubicación. No tengo
que saberlo. Esbocé especificaciones, elec¬
tricidad, agua, teléfono, ventilación, etcé¬
tera”.
—Eso no es personal —dijo Zión—. Dé¬
jame que estudie estas notas hoy y vea si
hay algo que podamos usar. Me asombra
ver cómo las ordenó. No creo que hubiera
podido meter otra más, habiendo empleado
hasta el último espacio.
-—¿Qué es esto? —exclamó Camilo ho¬
jeando la libreta hasta el final—. Mira esto,
dibujos a mano de estos planos.
—¡Eso es mi refugio! —dijo Zión—. Ahí
es donde estuve. Así que él lo diseñó.
—Pero parece que Bruno nunca le dijo
dónde estaba construyéndolo.
Zión señaló un pasaje en la próxima pá¬
gina: “Armar un duplicado del refugio en
mi patio trasero ha resultado más trabajo de
lo que esperaba. Sandy está entusiasmada
con esto. Embolsar la tierra y llevarla en su
furgón es algo que la distrae de nuestra pér¬
dida. Disfruta la naturaleza clandestina de
esto. Nos turnamos para tirar la basura en
diversos lugares. Hoy llevamos tanta que los
157
neumáticos traseros parecían a punto de re¬
ventar. Fue la primera vez en muchos me¬
ses que la vi sonreír”.
Camilo y Zión se miraron uno al otro, y
Zión dijo:
—¿Será posible? Un refugio en su patio
trasero?
—¿Cómo no lo vimos? -dijo Camilo—.
¿Estuvimos excavando ahí anoche.
Fueron a la puerta trasera y miraron al
patio. El terremoto había arrancado y movi¬
do una reja entre la casa de Danny y los es¬
combros de al lado.
—Quizá estacioné encima de la entrada
—dijo Camilo.
Echó para atrás el Rover, y Zión dijo:
—Yo no veo nada aquí pero el diario in¬
dica que esto era más que un sueño. Estu¬
vieron sacando tierra.
—Hoy voy a buscar unos postes de metal.
Podemos meterlos a través del césped y ver
si logramos encontrar esto —dijo Camilo.
—Sí, anda. Termina en lo de Loreta. Hoy
tengo mucho trabajo con la computadora.

El sol estaba poniéndose en Irak. —Me¬


jor es que volvamos —dijo Raimundo, res¬
pirando fuerte.

158
—¿Qué nos van a hacer? ¿Echarnos?
—dijo Max.
—En la medida en que te tenga cerca
Max, él puede cumplir la amenaza de me¬
terme preso.
—Eso sería muy de él. pensar que un
hombre puede volar ese Cóndor por medio
mundo y volver. A propósito, ¿te has pre¬
guntado por qué le habrá puesto ese 216?
El número de su oficina también era 216
aunque estaba en el piso superior de un
edificio de dieciocho pisos.
—Nunca pensé en eso —dijo Raimun¬
do—. No veo razón para preocuparme.
Quizá tiene ese número como fetiche.
Mientras él y Max iban de regreso a la
torre nueva, con las palas en los hombros,
Albe llegó corriendo con sus muletas.
—Caballeros, no tengo cómo agradecer¬
les su ayuda. Ustedes son amigos verdade¬
ros de Alá e Irak. Amigos verdaderos de la
Comunidad Global.
—Puede que la Comunidad Global no
aprecie que usted honre a Alá —dijo Rai¬
mundo—. Usted es leal y, sin embargo, ¿no
se ha incorporado a la Fe Enigma Babilo¬
nia?
—Ni por la tumba de mi madre, nunca
me burlaré de Alá con tal blasfemia.
Raimundo pensó, así que los cristianos y

159
los judíos no son los únicos bastiones contra el
nuevo papa Pedro.
Albe los guió dónde devolver las palas.
Habló en tonos susurrados: —Me alegra in¬
formarles que ya he hecho algunas averi¬
guaciones iniciales. No debiera tener pro¬
blemas para procurarle el equipo.
—¿Todo? —preguntó Max.
—Absolutamente todo.
—¿Cuánto?
—Me tomé la libertad de anotarlo —dijo
Albe.
Sacó un papelito de su bolsillo y apoyán¬
dose en las muletas lo abrió bajo la luz
mortecina.
—¡Vaya, hombre! Eso es cuatro veces lo
que pagaría por dos equipos para bucear!
—dijo Raimundo.
Albe se metió el papelito en el bolsillo. —
Es exactamente el doble del precio al públi¬
co. Ni un centavo más. Si no quiere la mer¬
cadería dígamelo ahora.
Max dijo: —Eso parece mucho pero tú nun¬
ca me has estafado así que confiaremos en ti.
—¿Necesita un depósito? —preguntó
Raimundo esperando apaciguar los senti¬
mientos del hombre.
—No —dijo éste, con los ojos vueltos a
Max pero no a Raimundo—. Tú me tienes
confianza. Yo tendré confianza en ti.

160
Raimundo asintió.
Albe estiró su mano huesuda y apretó
fuerte la de Raimundo.
—Entonces les veré en treinta días a no
ser que tengan noticias mías por otro con¬
ducto.
Max tomó los controles para hacer el
vuelo de regreso. —¿Te quedan fuerzas para
terminar tu historia, Raimundo?

Camilo se detuvo en las ruinas de la igle¬


sia del Centro de la Nueva Esperanza cuan¬
do iba camino a la casa de Loreta y pasó
lentamente por el cráter de seis metros de
profundidad, donde descansaba el automó¬
vil de la anciana. El cadáver de ella también
estaba ahí pero él no pudo obligarse a mi¬
rarlo. No quería saber si los animales se la
habían comido y también evitó el lugar don¬
de halló a Danny Moore. Otros movimien¬
tos de la tierra lo habían enterrado más.
Trepó cuidadosamente donde estaba el
“refugio subterráneo” era evidente que más
escombros se habían movido. Se resbaló y
casi se cayó por las escaleras de concreto que
llevaban a la puerta. Se preguntó si habría al¬
go rescatable que se pudiera sacar. Siempre
podía regresar. Camilo se fue al Rover y se

161
pasó los dedos por su mejilla aun hinchada.
¿Por qué las heridas de la carne parecían
peores y más sensibles en el segundo día?
Hoy había tráfico vehicular punteando la
zona. Parecía que se había puesto en servi¬
cio a todo cargador frontal, buldózer u otra
maquinaria pesada que no se hubiera desa¬
parecido tragada por la tierra. Camilo no
pudo estacionar donde lo había hecho el
día anterior. Había cuadrillas de obreros
que sacaban el pavimento retorcido frente a
la casa de Loreta. Se cargaban los enormes
pedazos de pavimento en camiones apro¬
piados. Camilo no tenía idea dónde lleva¬
rían esos pedazos y qué harían con ellos.
Todo lo que sabía que no había nada más
que hacer sino comenzar a reconstruir. No
se imaginaba que esta zona fuera a lucir co¬
mo antes pero sabía que no pasaría mucho
tiempo sin que la reconstruyeran.
Camilo pasó por encima de un pequeño
montón de basura y estacionó cerca de uno
de los árboles caídos del patio delantero de
la casa de Loreta. Los obreros lo ignoraron
cuando dio una vuelta muy lenta en torno a
la casa preguntándose si debía seguir cavan¬
do lo que quedaba.
Un hombre con un anotador en la mano
contempló los residuos de la casa de al la¬
do. Tomó fotografías y apuntes.

162
—Nunca pensé que el seguro fuera a cu¬
brir un acto de Dios como éste —dijo Ca¬
milo.
El hombre dijo: —No, no lo cubren. Yo
no trabajo para una compañía de seguros.
Se dio vuelta para que Camilo viera la
credencial adosada al cuello de la camisa,
que decía: “Sergio Kuntz, Jefe de Supervi¬
sores en Terreno. Rescate Comunidad Glo¬
bal”.
Camilo asintió. —¿Qué es lo próximo?
—Enviamos fotografías e informes por
fax a las oficinas centrales. Ellos envían el
dinero. Nosotros reconstruimos.
—¿Las oficinas centrales de la CG toda¬
vía están en pie?
—No. También están reconstruyendo. Lo
que quedó allá, está en un refugio subterrá¬
neo de una tecnología sumamente sofistica¬
da.
—¿Usted se puede comunicar con Nueva
Babilonia?
—Desde esta mañana.
—Mi suegro trabaja allá. ¿Cree que yo
podría comunicarme?
—Debiera poder—Kunz miró su reloj—.
Allá no son las nueve de la noche todavía.
Yo hablé con alguien hace unas cuatro ho¬
ras. Quería que supieran que encontramos
al menos un sobreviviente en esta zona.

163
—¿Sí? ¿Quién?
No puedo decirle, señor...
—Oh, lo lamento —dijo Camilo sacando
su propia credencial que lo identificaba
también como empleado de la CG.
—Ah, prensa—dijo Kuntz. Volvió dos ho¬
jas de su anotador —. Se llama Cavenaugh,
Elena. Setenta años.
—¿Ella vivía ahí?
—Correcto. Dijo que corrió al sótano
cuando sintió que el lugar se estremecía.
Nunca antes había habido un terremoto en
esta zona, así que pensó que era un torna¬
do. Ella tuvo mucha suerte. El último lugar
donde uno quiere encontrarse en un terre¬
moto es donde todo se le puede derrumbar
encima.
—Sin embargo, ella sobrevivió, ¿no?
Kuntz señaló los cimientos a unos seis
metros al este de la casa de Loreta. —¿Ve
esas dos aberturas, una allá arriba y la otra
atrás?
Camilo asintió. —Esa es una sala grande
del sótano. Ella corrió primero al frente.
Cuando toda la casa se viró y se quebraron
los vidrios de esa ventana, ella corrió a la
otra punta. El vidrió se había caído de la
ventana así que se puso en el rincón y espe¬
ró. Si ella se hubiera quedado en el frente,
no hubiera sobrevivido. Se refugió en el

164
único rincón de la casa donde no iba a mo¬
rir.
—¿Ella le contó esto?
—Sí.
—¿No dijo si vio a alguien en la casa de
al lado, no?
—Cosa curiosa, efectivamente sí lo dijo.
Camilo casi se quedó sin respirar.
—¿Qué dijo?
—Sólo que vio a una joven que salía co¬
rriendo de la casa. Justo antes que la venta¬
na se reventara en este lado, la mujer saltó a
su automóvil pero cuando el camino empe¬
zó a levantase frente a ella, ella lo metió al
garaje.
Camilo tembló, desesperado por quedar¬
se tranquilo hasta enterase de todo eso.
—¿Entonces, qué?
—La señora Cavenaugh dijo que tuvo
que irse para atrás debido a esa ventana, y
cuando la casa empezó a derrumbase, cree
que vio a la joven que salía corriendo por la
puerta lateral del garaje en dirección al pa¬
tio trasero.
Camilo perdió toda su objetividad. —Se¬
ñor, esa era mi esposa. ¿Más detalles?
—No, que me acuerde.
—¿Dónde está esa señora Cavanaugh?
—En un refugio a menos de diez kilóme¬
tros, al este de aquí. Es una tienda de mue-

165
bles que sufrió muy poco daño. Probable¬
mente haya unos doscientos sobrevivientes
allí, los menos lesionados. Es más como un
lugar de mantenimiento que un hospital.
—Dígame exactamente dónde está este
lugar. Necesito hablar con ella.
—Bueno, señor Williams, pero tengo que
advertirle que no se haga muchas esperan¬
zas sobre su esposa.
—¿Qué está diciendo? No tenía esperan¬
zas hasta que supe que ella escapó. Yo no
tenía esperanzas cuando estaba intentando
abrirme paso entre los escombros. No me
diga que no me haga esperanzas, ahora.
—Lo lamento, sólo pretendo ser realista.
Trabajé más de quince años en equipos de
socorro en caso de catástrofes, antes de en¬
trar a la fuerza de tareas de la CG. Esto es
lo peor que he visto, y tengo que preguntar¬
le si ha visto la ruta de escape que su esposa
hubiera podido seguir, si la señora Cave-
naugh tiene razón, y su esposa pasó co¬
rriendo por ese patio trasero.
Camilo siguió a Kunz al patio trasero.
Kunz abarcó el horizonte con su brazo.
—¿Donde iría usted? —preguntó—.
¿Dónde iría alguien?
Camilo asintió sombrío. Entendió el
mensaje. Por lo que podía ver no había sino
escombros amontonados, surcos, cráteres.

166
árboles caídos y postes de cables de servi¬
cios públicos. Ciertamente no había lugar
donde correr.

167
Siete

sí que tu hija era la razón verdadera


que tenias para saber qué le pasó a tu
esposa y tu hijo —dijo Max.
—Correcto.
—¿Cavilaste sobre tu motivación?
—¿Quieres decir culpa? Quizá, en parte.
Max, pero yo era culpable. Había decepcio¬
nado a mi hija y no iba a permitir que eso
volviera a pasar.
—No podías obligarla a creer.
—No, y por un tiempo pensé que ella no
creería. Era difícil, analítica, como había si¬
do yo.
—-Bueno, Raimundo, nosotros los pilotos
somos todos parecidos. Nos levantamos del
suelo debido a la aerodinámica. Nada de
magia ni de milagros nada que uno no vea,
palpe o escuche.
—Así era yo siempre.
—Entonces, ¿qué pasó? ¿Qué fue lo que
marcó la diferencia?
El sol se había hundido bajo el horizonte
y Raimundo y Max vieron, desde el heli¬
cóptero, la bola amarilla que se achataba y
fundía en la distancia. Raimundo estaba
168
muy metido en su testimonio, tratando de
persuadir a Max de la verdad. Súbitamente
sintió calor y tuvo que quitarse el saco pese
a que el desierto iraquí se enfriaba rápida¬
mente después de la puesta del sol.
—Aquí no hay armarios, Ray. Yo puse el
mío en el respaldo del asiento.
Una vez acomodado Raimundo siguió.
—Irónicamente todo me convencía de la
verdad que yo debiera haber reconocido a
tiempo para irme con Irene cuando Cristo
volvió. Yo llevaba años yendo a la iglesia y
hasta había escuchado las expresiones naci¬
miento Virginal y expiación y todo lo demás
pero nunca me detuve a pensar qué signifi¬
caban. Sabía que una de las historias decía
que Jesús nació de una mujer que nunca
había estado con un hombre. No hubiera
podido decirte entonces si creía eso o si
pensaba siquiera que era algo importante.
Parecía tan sólo un cuento religioso más
que, me parecía, que explicaba por qué mu¬
cha gente pensaba que las relaciones sexua¬
les son sucias.
Raimundo le contó a Max que había ha¬
llado la Biblia de Irene, el número de teléfo¬
no de la iglesia que ella tanto amaba, que se
había comunicado con Bruno Barnes y que
había visto el video de la grabación que hizo
el pastor Billings para los dejados atrás.

169
—¿El tenía entendido todo esto? —pre¬
guntó Max.
—Oh, sí. Igual que lo sabían todos los
que fueron arrebatados. Ellos no sabían
cuándo pero lo esperaban. Ese video fue lo
que marcó la diferencia para mí, Max.
—Me gustaría verlo.
—Quizá pueda encontrar una copia para
ti si la iglesia todavía sigue en pie.

Camilo consiguió orientación para lle¬


gar al refugio fabricado por Kunz y se
apresuró por llegar al vehículo. Trató de
hablar con Zión y se enojó cuando recibió
la señal de ocupado que, pese a todo, era
cosa alentadora. No era el zumbido habi¬
tual de un teléfono que funcionaba mal.
Sonaba como una verdadera señal de ocu¬
pado como si el teléfono de Zión estuviera
comunicado con el de alguien. Camilo
marcó el número privado de Raimundo. Si
esto funcionaba, ellos podían conectarse
unos con otros en cualquier parte de la tie¬
rra, gracias a la tecnología celular y a la
energía solar.
El problema era que Raimundo no esta¬
ba en la tierra. El ruido del motor, el toe,
toe, toe, toe de las aspas y la estática de los

170
audífonos que tenía puestos, constituían la
cacofonía del caos. El y Max escucharon el
teléfono al mismo tiempo. Max metió la
mano en su bolsillo sacando su teléfono y
dijo: —No es el mío.
Raimundo se dio vuelta para sacar el
suyo de su saco doblado pero cuando lo¬
gró sacarse los audífonos, abrir el teléfo¬
no y acercarlo a su oído, oyó solamente el
eco vacío de una conexión abierta. No
podía imaginar que hubiera torres celula¬
res bastante cerca para transmitir una se¬
ñal. Tenía que haber sacado ese sonido de
un satélite. Volvió a su asiento, poniendo
el teléfono y su antena en un ángulo espe¬
cial para tratar de captar una señal más
firme.
—¿Aló? Habla Raimundo Steele ¿Puede
escucharme? ¡Sí puede, vuelva a llamarme!
Estoy volando y no puedo oír nada. Si es un
familiar, llámeme dentro de veinte segun¬
dos para que este teléfono vuelva a sonar,
aunque no podamos comunicarnos. De lo
contrario llámeme en unos... —miró a Max.
—Noventa minutos.
—Noventa minutos a contar de ahora.
Debiéramos estar aterrizados y al alcance
para ese entonces. ¿Aló?
Nada.

171
Camilo oyó que el teléfono de Raimundo
sonaba. Luego, nada sino estática. Por lo
menos no obtuvo un llamado sin respuesta.
Otra señal de ocupado hubiera sido alenta¬
dora pero ¿qué era esto? Un clic, estática,
nada legible. Cerró su teléfono.
Camilo conocía la mueblería que estaba
camino a la autopista Edens: Llegar allí no
hubiera tomado más de diez minutos en
tiempos normales pero el terreno había cam¬
biado. El tuvo que desviarse kilómetros del
camino para soslayar montañas de destrozos.
Sus marcaciones habían desaparecido o esta¬
ban derrumbadas. Su restaurante preferido
era identificable solamente por su gigantesco
cartel de luces neón que estaba en el suelo. A
unos doce metros el techo salía como atis-
bando desde un hoyo que se había tragado el
resto del lugar. Había cuadrillas de rescate
que entraban y salían del hoyo pero sin apu¬
rarse. Evidentemente ninguno de los que sa¬
caban de ahí llenaba una bolsa. •V .

Camilo marcó el número de la oficina en


Chicago del Semanario de la Comunidad
Global. Sin respuesta. Llamó a las oficinas
centrales de la ciudad de Nueva York. Lo
que había sido una zona rica que cubría
tres pisos de un rascacielos fue reconstruido

172
en una bodega abandonada luego del bom¬
bardeo de Nueva York. Ese ataque le costó a
Camilo la vida de todos los amigos que ha¬
bía tenido en la revista.
Luego de varios timbrazos, una voz
apresurada respondió. —Estamos cerrados.
Si esto no es una emergencia, por favor dé¬
jenos las líneas abiertas.
—Camilo Williams desde Chicago.
—Sí, señor Williams, ¿recibió el mensaje
entonces?
—¿Cómo?
—¿No se ha comunicado con nadie de la
oficina en Chicago?
—Los teléfonos acaban de ser restableci¬
dos. No contestó nadie cuando llamé.
No le contestarán. El edificio desapare¬
ció. Se ha confirmado la muerte de casi to¬
dos los miembros del personal.
—Oh. No.
—Lo lamento. Una secretaria y un
aprendiz sobrevivieron y chequearon al per¬
sonal. ¿Nunca hablaron con usted?
—Yo estaba inalcanzable.
—Es un alivio saber que usted está bien,
¿está bien?
—Sí, yo estoy bien pero ando buscando a
mi esposa.
—Los dos sobrevivientes están cooperan¬
do con el Tribune y ya tienen un sitio en la

173
Internet. Escriba el nombre y aparece lo
que se sabe: muerto, vivo, en tratamiento, o
paradero desconocido. Yo soy la única que
contesta teléfonos aquí. Fuimos diezmados
señor Williams, usted sabe que estábamos
imprimiendo en, qué, diez a doce imprentas
diferentes de todo el mundo...
—Catorce.
—Sí, bueno, por lo que sabemos una en
Tennessee todavía tiene cierta capacidad
para imprimir y otra en el sudeste asiático.
¿Quién sabe cuánto tiempo pasará antes
que podamos volver a imprimir?
—¿Y qué pasó con el personal norteame¬
ricano?
—Ahora estoy en línea. Tenemos cin¬
cuenta por ciento de muertes confirmadas y
cuarenta por ciento sin hallar. Eso se acabó,
¿no es cierto?
—¿El Semanario quiere decir?
—¿Qué otra cosa querría decir?
—Me pareció que decía la humanidad.
—También todo está bastante acabado
para la humanidad, ¿no lo diría señor Wi¬
lliams?
—Parece terrible —dijo Camilo— pero
falta mucho para que se acabe. Quizá po¬
damos hablar de eso alguna vez—. Camilo
oyó teléfonos que sonaban como trasfon¬
do.

174
—Quizá —dijo ella— tengo que atender¬
los.
Luego de manejar más de cuarenta mi¬
nutos Camilo tuvo que detenerse debido a
una procesión de vehículos de emergencia.
Una niveladora estaba rellenando con tierra
una fisura del camino que, de otro modo,
había salido indemne. Nadie podía seguir
manejando hasta que ese relleno quedara
nivelado. Camilo tomó su computadora
portátil y la enchufó en el encendedor del
Range. Buscó la página de información del
Semanario de la Comunidad Global en la In¬
ternet, No funcionaba. Llamó la página del
Tribune. Hizo una búsqueda de personas y
encontró la lista que le había señalado la se¬
cretaria. Una advertencia decía que nadie
podía garantizar la autenticidad de la infor¬
mación, dado que muchos informes de
muertes no podían corroborarse durante
días.
Camilo entró el nombre de Cloé y no se
sorprendió de hallarla en la categoría de
“paradero desconocido”. Se encontró así
mismo, Loreta y hasta Danny Moore y su
esposa en la misma categoría. Actualizó ca¬
da entrada pero optó por no poner su nu¬
mero telefónico privado. Todos los que lo
necesitaban ya lo tenían. Entró el nombre
de Zión. Nadie parecía saber de él.

175
Camilo escribió: “Capitán Raimundo
Steele, Administración Titular de la Comu¬
nidad Global”. Retuvo el aliento hasta que
vio: “Confirmado vivo — Oficinas centrales
temporarias de la Comunidad Global, Nue¬
va Babilonia, Irak”.
Camilo dejó que se doblara su cabeza y
dio un suspiro tembloroso. —Gracias, Dios
—susurró.
Se enderezó y miró por eb retrovisor. Ha¬
bía varios vehículos detrás de él, que estaba
en el cuarto puesto. Pasarían más minutos.
Entró el nombre de “Amanda White Stee¬
le”.
La computadora tardó un poco y luego,
mareando con asterisco, escribió: “Revise
las líneas aéreas nacionales, PanContinen-
tal, internacional”.
Entró eso: “Sujeto confirmado a bordo
de un vuelo sin escalas de Boston a Nueva
Babilonia, estrellado y hundido en el río Ti¬
gris, sin sobrevivientes”.
Pobre Raimundo —pensó Camilo que
nunca había llegado a conocer a Amanda
tan bien como deseaba pero que sabía que
era una persona dulce y un verdadero rega¬
lo para Raimundo. Ahora él quería más que
nunca comunicarse con su suegro.
Camilo comprobó a Jaime Rosenzweig,
que fue confirmado vivo y en ruta de Israel

176
a Nueva Babilonia. Bien —pensó, luego en¬
tró una lista de su padre y hermano y ellos
fueron catalogados como desaparecidos.
Decidió que la falta de noticias era por aho¬
ra una buena noticia.
Entró el nombre de Patty Durán, que no
fue reconocido. Patty no puede ser su nombre
real, ¿Diminutivo de qué es Patty? ¿ Qué em¬
pieza con P? ¿Patricia? Eso suena tan viejo co¬
mo Patty —y funcionó.
Fue nuevamente referido a verificar las lí¬
neas aéreas, esta vez un vuelo nacional. En¬
contró que Patty estaba confirmada a bordo
de un vuelo sin escalas de Boston a Denver.
“No se informa aterrizaje en el destino”.
Así pues —pensó Camilo—, si Amanda
se embarcó en su vuelo, se murió. Si Patty
se embarcó en su vuelo, podría estar muer¬
ta. Si la señora Cavenaugh tenía razón, y
vio a Cloé que salía corriendo de la casa de
Loreta, Cloé podría estar viva todavía.
Camilo no podía pensar en la posibilidad
que Cloé estuviera muerta. El no se iba a
permitir considerarlo hasta que no tuviera
más alternativas.

—Max, tengo que admitirlo, mucho fue


pura lógica—dijo Raimundo—. El pastor
177
Billings había sido arrebatado pero hizo pri¬
mero ese video y ahí hablaba de todo lo que
acababa de pasar, de lo que estábamos pa¬
sando y, probablemente de lo que estába¬
mos pensando. El me fascinó. El sabía que
yo iba a estar asustado, sabía que iba a estar
dolido, sabía que iba a estar desesperado y
buscando. Y demostró las profecías de la Bi¬
blia que hablan de esto. Me recordó que,
probablemente, había oído'esto en alguna
parte en algún momento. Hasta habló de
las cosas de las cuales cuidarse. Lo mejor
de todo, respondió a mi pregunta más gran¬
de: ¿tenía todavía otra oportunidad?
»No sé de mucha gente que tenga tantas
interrogantes sobre lo mismo. ¿El final fue
el Rapto? Si te lo perdiste porque no creías,
¿quedaste perdido por siempre? Nunca
pensé sobre esto pero se supone que había
muchos predicadores que creían que uno
no podía llegar a ser creyente después del
Rapto. Ellos usaban eso para asustar a la
gente a fin de que se decidieran por antici¬
pado. Deseé haber oído eso antes porque
podría haber creído.
Max miró cortante a Raimundo. —No,
no hubieras creído. Si ibas a creer antes, le
hubieras creído a tu esposa.
—Probablemente pero ahora, con toda
seguridad, no podría discutir. ¿Qué otra ex-

178
plicación podría haber? Yo estaba listo. Que¬
ría decirle a Dios que si había otra oportu¬
nidad más, si el Arrebatamiento había sido
Su último intento de llamarme la atención,
lo había conseguido.
—Entonces ¿qué? ¿Tuviste que hacer al¬
go? ¿Decir algo? ¿Hablar con un pastor, o
qué?
—Billings explica en la grabación lo que
él llama el plan de salvación de la Biblia.
Esa fue una expresión rara para mí. La ha¬
bía oído una que otra vez pero no en la
primera iglesia a que íbamos. Y en la Nue¬
va Esperanza, yo no estaba oyendo. Ahora
sí que estaba escuchando con toda seguri¬
dad.
—Entonces, ¿cuál es el plan?
—Max, es sencillo y directo —Raimundo
bosquejó de memoria los conceptos básicos
de la separación del hombre respecto de
Dios debido al pecado, y el deseo de Dios
de volver a recibirlo bien—. Todos somos
pecadores —dijo Raimundo—. Yo no podía
aceptar eso antes. Pero con todo lo que dijo
mi esposa que se concretó en verdad, vi por
mí mismo lo que yo era. Había gente peor.
Muchos dirían que yo era mejor que la ma¬
yoría pero comparado a Dios me sentía in¬
digno.
—Eso no me causa problema, Raimun-

179
do. No me hallarás proclamando ser algo si¬
no un pillo de siete suelas.
—Y, sin embargo ¿ves? La mayor parte
de la gente piensa que eres un buen tipo.
—Supongo que resulto pasable pero me
conozco en realidad.
—El pastor Billings señalaba que la Biblia
dice: “no hay justo ni siquiera uno, no, ni
uno” y que “todos nos descarriamos como
ovejas” y que “toda nuestra justicia es como
trapo de inmundicias”. No me hizo sentir
mejor saber que no era el único. Sólo agra¬
decía que hubiera un plan para reconectar¬
me con Dios. Cuando explicó la manera en
que el Dios santo tuvo que castigar el peca¬
do pero sin querer que muera ninguno de
los que El ha creado, empecé, por fin, a en¬
tenderlo. Jesús, el Hijo de Dios, el único
hombre que ha vivido sin pecado, murió por
el pecado de todos. Todo lo que tenemos
que hacer es creer eso, arrepentimos de
nuestros pecados, recibir la dádiva de la sal¬
vación. Seremos perdonados y “reconcilia¬
dos” con Dios, como lo decía Billings.
—Así que si creo eso, ¿ya pertenezco?
—dijo Max.
—También tienes que creer que Dios le¬
vantó a Jesús desde los muertos. Esto propor¬
cionó la victoria sobre el pecado y la muerte
y también probó que Jesús era divino.

180
—Yo creo todo eso Raimundo, así que
¿eso es todo? ¿Ya pertenezco?
La sangre de Raimundo se enfrió. ¿Qué
era lo que le perturbaba? Lo que le asegura¬
ba que Amanda estaba viva era también lo
que le hacía dudar de la sinceridad de Max.
Esto era demasiado fácil. Max había visto el
torbellino caótico de casi dos años de tribu¬
lación pero ¿eso era suficiente para persua¬
dirlo?
Parecía sincero pero Raimundo no lo co¬
nocía en realidad, no conocía su trasfondo.
Max podía ser leal a Carpatia, una trampa
plantada por éste. Raimundo ya se había
expuesto a un peligro mortal si Max estaba
solamente para atraparlo. Silenciosamente
oró: —Dios, ¿cómo sabré con seguridad?
-—Bruno Barnes, mi primer pastor, nos
animaba a que memorizáramos pasajes bí¬
blicos. No sé si encontraré de nuevo mi Bi¬
blia pero recuerdo muchos pasajes. Uno de
los primeros que me aprendí fue Romanos
10:9-10 que dice: “si confiesas con tu boca
a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que
Dios le resucitó de entre los muertos, serás
salvo; porque con el corazón se cree para
justicia, y con la boca se confiesa para salva-
• r ??
cion .
Max miró fijamente hacia delante como
si se concentrara en un vuelo. Súbitamente

181
pareció menos animado. Habló con más de¬
liberación. Raimundo no sabía qué hacer.
—¿Qué significa confesar con la boca?
—preguntó Max.
—Precisamente lo que dice. Tienes que
decirlo. Tienes que decírselo a alguien. De
hecho se supone que lo digas a mucha gen¬
te.
—¿Piensas que Nicolás Carpatia es el an¬
ticristo? ¿Hay algo en la Biblia sobre decír¬
selo a él?
Raimundo movió la cabeza. —No que yo
sepa. No son demasiados los que tienen
que hacer esa elección. Carpatia sabe cuál
es mi posición porque él tiene oídos por to¬
das partes. El sabe que mi yerno es creyen-
r

te, pero Camilo nunca se lo dijo. El pensó


que era mejor guardarse eso a fin de ser
más efectivo.
Raimundo estaba convenciendo a Max o
enterrándose; no estaba seguro qué era.
Max se quedó callado varios minutos. Fi¬
nalmente suspiró, —Bueno, ¿así es como
esto funciona? ¿Cómo sabes cuando termi¬
naste que hiciste lo que Dios quería que hi¬
cieras?
—El pastor Billings guiaba para orar a
quienes vieran el video. Teníamos que de¬
cirle a Dios que sabíamos que éramos peca¬
dores y que necesitábamos su perdón. Te-

182
níamos que decirle que creíamos que Jesús
murió por nuestros pecados y que Dios le
levantó de los muertos. Entonces teníamos
que aceptar su dádiva de salvación y agra¬
decérsela.
—Parece demasiado fácil.
—Créeme, podría haber sido más fácil si
lo hubiera hecho antes pero no es lo que yo
considero fácil.
Max no dijo nada durante otro largo mo¬
mento. Cada vez que eso pasaba Raimundo
se sentía más sombrío. ¿Estaba entregándo¬
se al enemigo?
—Max esto es algo que puedes hacer por
tu cuenta, o yo podría orar contigo, o...
—No. Definitivamente esto es algo que la
persona debe hacer por su cuenta. Tú esta¬
bas solo, ¿no?
—Sí —dijo Raimundo.
Max parecía nervioso, distraído. No mi¬
raba a Raimundo y éste no quería presionar
y, sin embargo, aún no había decidido si
Max era un candidato vivo o sólo estaba ju¬
gando con él. Si lo primero era cierto, no
quería soltar a Max por ser demasiado edu¬
cado.
—Así pues, ¿qué piensas Max? ¿Qué vas
a hacer al respecto?
El corazón de Raimundo zozobró cuan¬
do Max no sólo no contestó sino que tam-

183
bién desvió la mirada. Raimundo deseó ser
clarividente. Le hubiera gustado saber si
había sido demasiado fuerte o si había des¬
cubierto a Max como un farsante.
Max respiró profundo de repente y retu¬
vo el aire. Finalmente, exhaló y movió la ca¬
beza. —Raimundo, aprecio que me digas
esto, es toda una historia, muy impresio¬
nante. Estoy muy conmovido. Puedo ver
por qué crees y que, sin duda, para ti fun¬
ciona.
Así que eso era, pensó Raimundo. Max
iba a echarlo todo a perder con la rutina del
me-alegra-que-a-ti-te-sirva. —Pero esto es
personal y privado. ¿No? —prosiguió
Max—, yo quiero ser cuidadoso y no pre¬
tender que me precipito a un momento
emocionante.
—Entiendo —dijo Raí mundo, deseando
desesperadamente conocer el corazón de
Max.
—¿Así que no te lo tomarás a título per¬
sonal si lo pienso en esta noche?
—En absoluto —dijo Raimundo—. Es¬
pero que no haya réplicas ni ataques que
puedan matarte antes que tengas la seguri¬
dad del cielo pero...
—Tengo que pensar que Dios que sabe
lo cerca que estoy no permitiría eso.
—No digo que conozca la mente de

184
Dios, sino que déjame decirte que yo no
apostaría a mi suerte —dijo Raimundo.
—¿Me estás presionando?
—Lo siento. Tienes razón. Nadie puede
ser arrastrado a esto.
Raimundo temía haber ofendido a Max.
Eso o la actitud de Max era una técnica pa¬
ra demorarse. Por otro lado, si Max era
subversivo, no estaba por encima de fingir
una experiencia de salvación para congra¬
ciarse con Raimundo. Se preguntaba cuán¬
do podría estar bien seguro de la credibili¬
dad de Max.

Camilo llegó finalmente a la mueblería


halló una pobre construcción. No había na¬
da parecido a calles o caminos así que los
vehículos de emergencia se apilaban en sus
puestos sin pensar en conservar el espacio
ni dejar rutas abiertas hacia las puertas. Las
fuerzas de emergencia para el manteni¬
miento de la paz de la Comunidad Global
iban y venían con provisiones como asimis¬
mo nuevos pacientes.
Camilo entró solamente por el nivel de
paso de seguridad que tenía su credencial
de la Comunidad Global. Preguntó por la
señora Cavenaugh y le mostraron una hilera

185
de unas doce camas de madera y tela firme
que se alineaban contra la pared, en un rin¬
cón. Estaban tan cerca unas de otras que
nadie podía caminar por el medio.
Camilo olió la madera recién cortada y
se sorprendió de ver nuevos tablones dos
por cuatro, clavados juntos para que sirvie¬
ran como barandas. La parte de atrás del
edificio se había hundido como un metro
haciendo que el piso de concreto se partiera
en la mitad. Cuando llegó a la grieta tuvo
que colgarse de las barandas porque la pen¬
diente era muy aguda. Había bloques de
madera clavados al suelo para impedir que
se deslizaran las camas. El personal de
emergencia andaba con pasos cortos, los
hombros echados hacia atrás para impedir¬
se caer rodando hacia delante.
Cada cama tenía una tira de papel pega¬
da a los pies con un nombre escrito a mano
o impreso por computación. Cuando Cami¬
lo pasó por el medio de ellas, la mayoría de
los pacientes conscientes se alzaban apoya¬
dos en sus codos como para ver si era un
ser querido de ellos. Se volvían a reclinar
cuando no lo reconocían.
El papel de la tercera cama a contar des¬
de la pared decía, “Cavenaugh, Elena”.
Ella dormía. Había hombres a ambos la¬
dos de ella. Uno que parecía un vagabundo.

186
estaba sentado con su espalda apoyada con¬
tra la pared. Parecía proteger una bolsa de
papel llena de ropa. Miró, agotado, a Cami¬
lo y sacó un catálogo de una tienda grande
que pretendió leer con gran interés.
Al otro lado de Elena Cavenaugh estaba
un joven delgado que parecía estar empe¬
zando los veinte. Sus ojos brillaron y se pa¬
só las manos por el pelo.
—Tengo que fumar —dijo— ¿tiene ciga¬
rrillos?
Camilo movió su cabeza. El hombre se
echó de costado, subió las rodillas a su pe¬
cho y se echó meciéndose. Camilo no se
hubiera sorprendido de ver su pulgar meti¬
do en su boca.
El tiempo era esencial pero ¿quién cono¬
cía el trauma que dormía la señora Cave¬
naugh? Casi había muerto e indudablemen¬
te había visto los restos de su casa cuando
se la llevaron. Camilo tomó una silla de
plástico y se sentó a los pies de su lecho. No
la iba a despertar pero le hablaría en cuanto
diera la primera señal de conciencia.

Raimundo se preguntaba cuándo se había


vuelto tan pesimista. Y ¿por qué no había
afectado eso su fe, firme como roca, de que
187
su esposa seguía viva? No creía las sugeren¬
cias de Carpatia de que ella hubiera trabaja¬
do para la Comunidad Global. O ¿eso era
también solamente un cuento de Max?
Desde que era creyente Raimundo había
empezado a mirar el lado bueno de las co¬
sas a pesar del caos pero, ahora, una sensa¬
ción oscura y profunda de algo ominoso se
le echó encima mientras Max aterrizaba, to¬
davía silencioso. Aseguraron el helicóptero y
completaron los procedimientos después
del vuelo. Antes de pasar por seguridad pa¬
ra entrar al refugio Max dijo:
—Capitán, esto también se complica
mucho porque tú eres mi jefe.
Eso no había parecido afectar nada más
ese día. Ellos habían volado más como ca¬
maradas que como jefe y subordinado. Rai¬
mundo no tendría problemas en mantener el
decoro pero parecía que Max sí los tendría.
Raimundo quiso concretar la conversa¬
ción que tuvieron pero no quería darle un
ultimátum a Max ni decirle que se presen¬
tara a informar, así que le dijo:
—Te veo mañana.
Max asintió pero al dirigirse a sus habita¬
ciones, se les acercó un ordenanza uniforma¬
do. —¿Capitán Steele y oficial MacCu-Ilum?
Se les necesita en la zona del comando cen¬
tral —y les pasó una tarjeta a cada uno.

188
Raimundo leyó en silencio: “En mi ofici¬
na, lo más pronto posible, Leonardo Fortu¬
nato”. ¿Desde cuándo había comenzado
León a usar todo su nombre de pila?
¿Realmente esto era una sorpresa para
Max o todo esto era una enorme trampa?
El y Max no habían tratado el porqué Rai¬
mundo y los demás del Comando Tribula¬
ción creían que Carpatia correspondía a las
especificaciones del anticristo. Sin embargo,
Max tenía suficiente información de Rai¬
mundo como para enterrarlo. Y, evidente¬
mente, contaba con el público apropiado.

Camilo estaba nervioso— La señora Ca-


venaugh parecía sana pero estaba acostada
tan quieta que apenas él detectaba el sube y
baja de su pecho al respirar. Estuvo tentado
de cruzar las piernas pateando la cama en
ese procedimiento pero ¿quién sabía cómo
reaccionaría una anciana a eso? Podía darle
el empujón al otro mundo. Camilo marcó el
teléfono de Zión y, por fin, logró comuni¬
carse y Camilo le dijo que tenía razones pa¬
ra creer que Cloé estaba viva.
—¡Maravilloso Camilo! Aquí estoy bien,
también. Pude meterme en la Red y tengo
más razones que nunca para volver a Israel.
189
—Tendremos que hablar sobre eso —di¬
jo Camilo—. Sigo pensando que es dema¬
siado peligroso y no sé cómo te llevaríamos
para allá.
—Camilo, hay noticias en toda la Inter¬
net que una de las principales prioridades
de Carpatia es reconstruir las redes de
transporte.
Camilo habló en voz más alta de lo nece¬
sario, esperando despertar a la señora Cave-
naugh. —Volveré lo más pronto que pueda
y planeo llevar conmigo a Cloé.
—Orará —dijo Zión.
Camilo marcó el número rápido abrevia¬
do del teléfono de Raimundo.

Raimundo se asombró con que la oficina


de León fuera sólo levemente más pequeña
y totalmente tan exquisita como la de Nico¬
lás. Todo lo del refugio era la última palabra
de la tecnología pero la opulencia empeza¬
ba y terminaba en esas dos oficinas.
Fortunato resplandecía. Estrechó la ma¬
no de Raimundo, hizo una reverencia pro¬
funda, indicó una silla y, luego, se sentó de¬
trás de su escritorio. Raimundo siempre lo
había hallado curioso, hombre bajo, oscuro,
robusto, de pelo y ojos negros. No se desa-

190
botonaba el cuello de su saco cuando se
sentaba, así que hizo una cómica reverencia
con el pecho, echando a perder toda la for¬
malidad que trataba de engendrar.
—Capitán Steele —empezó Fortunato, pe¬
ro antes que pudiera decir nada, el teléfono de
Raimundo se puso a sonar. Fortunato levantó
una mano y la dejó caer, como si no pudiera
creer que Raimundo atendiera una llamada
telefónica en un momento como este.
—Discúlpeme León pero podría ser un
familiar.
—No puede recibir llamadas aquí —dijo
León.
—Bueno, pero yo sí—dijo Raimundo—.
No sé nada de mi hija ni de mi yerno.
—Quiero decir que técnicamente no se
puede recibir llamadas telefónicas aquí
—dijo León. Todo lo que oyó Raimundo
era estática—. Estamos en un subterráneo
profundo y rodeados de concreto. Piense
hombre.
Raimundo sabía que los cables troncales
del centro llevaban a paneles solares y ante¬
nas de disco en la superficie. Naturalmente
que su celular no funcionaría ahí pero, aún
así, tenía esperanzas. Pocos sabían su nú¬
mero y quienes lo tenía eran los que más le
importaban en el mundo.
—Tiene toda mi atención, León.

191
—Involuntariamente, supongo —Rai¬
mundo se encogió de hombros—. Tengo
más de una razón para pedir verle —dijo
León. Raimundo se preguntó cuándo dor¬
miría esta gente—. Tenemos información
sobre su familia, por lo menos de una parte.
—¿Sí? —dijo Raimundo, inclinándose
hacia delante—. ¿Qué? ¿Quién? ¿Mi hija?
—No, y lo lamento. Su hija está desapa¬
recida pero su yerno fue visto en un subur¬
bio de Chicago.
—Indemne?
—Por lo que sabemos.
—¿Y cuál es el estado de las comunica¬
ciones entre aquí y allá?
Fortunato sonrió condescendiente.
—Creo que esas líneas están funcionan¬
do—dijo—, pero, naturalmente, no desde
aquí, a menos que use nuestro equipo.
Una para Fortunato —pensó Raimundo—.
Me gustaría llamarlo lo más pronto posible
para saber de mi hija.
—Por supuesto, sólo unas pocas cosas
más. Los equipos de salvamento están tra¬
bajando sin cesar en el complejo donde us¬
ted vivía. En el caso improbable que pudie¬
ran encontrar algo de valor, usted debe
presentar un inventario detallado. Se confis¬
cará todo lo que tenga valor y que no se ha-
ya identificado previamente.

192
—Eso es insensato —dijo Raimundo.
—No obstante... —dijo Fortunato des¬
deñosamente.
¿Otra cosa? —dijo Raimundo como si
quisiera irse.
—Sí —dijo lentamente Fortunato. Rai¬
mundo tenía la idea que Fortunato estaba
demorándose para que él se impacientara
antes de llamar a Camilo—. Uno de los ase¬
sores internacionales de mayor confianza de
Su Excelencia llegó de Israel. Estoy seguro
que usted sabe del doctor Jaime Rosenz-
weig.
—Naturalmente —dijo Raimundo—, pe¬
ro ¿Su Excelencia?
Primero pensé que se estaba refiriendo a
Mathews.
—Capitán Steele, yo he querido enseñarle
protocolo. Usted se refiere inapropiadamen¬
te a mí por mi nombre de pila. A veces hasta
menciona al Potentado por su nombre de
pila. Nos damos cuenta que usted no simpa¬
tiza con las creencias del Pontífice Supremo
Pedro pero es sumamente insolente de su
parte nombrarlo sólo por su apellido.
—Y, sin embargo, usted usa para Car-
pat... digo Nicolás Carpatia, un título que,
por generaciones, se ha limitado a líderes
religiosos y a la realeza, el Potentado Car¬
patia.

193
—-Sí, y creo que ha llegado el momento
de nombrarlo de esa manera. El Potentado
ha contribuido más a la unidad del mundo
que cualquier otro que haya vivido. El es
querido por los ciudadanos de todo reino.
Y, ahora, que ha demostrado poderes sobre¬
naturales, Excelencia apenas resulta un títu¬
lo suficientemente elevado.
—¿Demostrado estos poderes a quién?
—El me ha pedido que le cuente mi his¬
toria.
—La he oído.
—¿De mí?
—De terceros.
—Entonces no le aburriré con detalles,
capitán Steele. Tan sólo permita que, pese a
las diferencias que hemos tenido usted y yo,
debido a mi experiencia ansio reconciliar¬
me. Cuando un hombre es literalmente
traído de vuelta de la muerte, sus perspecti¬
vas cambian. Usted sentirá un nuevo senti¬
miento de respeto de mi parte sea que lo
merezca o no, y será genuino.
—Adelante, ahora, ¿qué fue eso de Ro¬
sen..?
—¡Vamos, capitán Steele! Eso fue sarcás¬
tico y yo era sincero. Y ahí usted sigue el
mismo, para usted es el doctor Rosenzweig.
El hombre es uno de los botánicos más im-
V

portantes de la historia.

194
—Bueno, está bien, León, quiero decir.
Doctor Fortunato...
—¡Yo no soy doctor! Usted debe referirse
a mí como Comandante Fortunato.
—No estoy seguro de poder hacer eso
—dijo Raimundo suspirando—. ¿Cuándo
se consiguió el grado?
—La verdad sea conocida, mi título aca¬
ba de ser cambiado a Comandante Supre¬
mo. Me fue otorgado por Su Excelencia.
—Todo esto se está poniendo un poco
loco—dijo Raimundo—¿No era más diverti¬
do cuando usted y yo éramos sólo Raimun¬
do y León?

Fortunato hizo una mueca. —Evidente¬


mente usted es incapaz de tomarse nada en
serio.
—Bueno, me tomo en serio lo que usted
tenga que decirme de Rosenzweig, hmm...
del doctor Rosenzweig.

195
Ocho

M ientras esperaba a la señora Cave-


naugh, Camilo pensó ir al Range
Rover para mirar el número de
Ken Ritz en la computadora. Si Ken podía
llevarlo a él y Zión a Israel, él llevaría a Cloé.
Nunca más quería tenerla fuera de la vista.
Estaba por irse cuando la señora Cave-
naugh se movió por fin. No quería pertur¬
barla y se quedó mirándola. Cuando ella
abrió los ojos, él sonrió. Ella lucía confusa
pero se sentó y le señaló.
—Usted se había ido, joven, ¿dónde esta¬
ba?
—¿Me había ido?
—Usted y su esposa... Ustedes vivían
con Loreta, ¿no?
—Sí, señora.
—Pero ayer en la mañana usted no estaba.
—No.
—Y su esposa. ¡Yo la vi! ¿Está bien?
—De eso quiero hablar con usted señora
Cavenaugh. ¿Puede? —¡Oh, estoy bien! Sólo
que no tengo dónde quedarme. Me asusté
terriblemente y no me interesa ver lo que
quedó de mi casa pero estoy bien.
196
—¿Quiere salir a caminar un poco?
—Nada me gustaría más pero no voy a
ninguna parte con un hombre a no ser que
sepa su nombre.
Camilo se disculpó y se presentó.
—Yo sabía eso —dijo ella—, Nunca nos
conocimos pero lo veía por ahí y Loreta me
habló de usted. Yo conocí a su esposa, ¿Cor-
ki?
—Cloé.
—¡Pero sí! Debiera recordarlo porque
me gustaba mucho ese nombre. Bueno,
venga, ayúdeme.
El que se chupaba el dedo no se había
movido salvo para seguir meciéndose. El
vagabundo lucía agotado y sujetaba con
más fuerza su bolsa. Camilo pensó en sacar
una de esas camas para poder acercarse y
ayudar a la señora Cavenaugh a salir de la
suya. Pero no quería armar una escena. Se
quedó parado a los pies de la cama de ella y
le ayudó. Al sal ir ella de la cosa esa, la otra
punta se levantó totalmente. Camilo vio
que se iba a caer en la cabeza de ella. La
bloqueó con la mano y la volvió a su sitio
bruscamente con un sonido retumbante
que hizo gritar al vagabundo y el que se
chupaba el dedo saltó casi un metro. La ca¬
ma de tela se partió cuando volvió a caer en
ella. La separó lentamente y desapareció de
197
la vista. El vagabundo metió su cara en el
saco y Camilo no supo si lloraba o reía. El
que se chupaba el dedo reapareció y parecía
como si pensara que Camilo había hecho
eso a propósito. La señora Cavenaugh, que
se lo perdió todo, pasó su mano por el codo
de Camilo y se fueron caminando donde
pudieran hablar más en privado.
—Ya le dije esto al muchacho del rescate
o algo así, pero de todos modos pensé que
todo ese lío era un tornado. ¿Quién oyó al¬
guna vez de un terremoto en el oeste me¬
dio? Uno se entera de un leve remesón en el
sur del Estado muy de vez en cuando pero
¿un terremoto completo que derriba edifi¬
cios y mata gente? Yo creía que yo era hábil
pero fui una tonta. Corrí al sotano. Natural¬
mente, corrí es algo relativo que sólo signifi¬
ca que no fui dando un paso por vez como
de costumbre. Bajé esas escaleras como si
fuera una niña. El único dolor que tengo
ahora es el de mis rodillas.
»Fui hasta la ventana por si se veía el em¬
budo del tornado. El día estaba claro y so¬
leado pero el ruido se ponía más fuerte y
toda la casa oscilaba alrededor de mí así
que me seguí imaginando que sabía lo que
era. Entonces fue cuando vi a su esposa.
—¿Exactamente dónde?
—Esa ventana es demasiado alta para

198
que yo alcance a ver para fuera. Todo lo que
pude ver era el cielo y los árboles. Realmen¬
te se movían. Mi difunto esposo siempre te¬
nía ahí una escalerilla. Me subí lo suficiente
para poder ver el suelo. Entonces fue cuan¬
do su esposa, Cloé, salió corriendo. Ella lle¬
vaba algo. Lo que fuera tenía más impor¬
tancia que ponerse zapatos. Ella estaba
descalza.
—¿Y para dónde corrió?
—A su automóvil. Es estúpido pero yo le
grité. Ella sujetaba su paquete con un brazo
y trataba de abrir el automóvil con la otra
mano y yo gritaba, “¡niña, no tienes que es¬
tar afuera!” con la esperanza que dejara eso
en el suelo y se metiera rápido en el auto¬
móvil como para esquivar el tornado, pero
ella ni siquiera miró. Por último, lo abrió y
arrancó el automóvil y ahí fue cuando todo
se desencadenó. Juro que una de las paredes
de mi sótano se movió de verdad. Nunca he
visto algo así en mi vida. Ese automóvil em¬
pezó a moverse y el árbol más grande del
jardín de Loreta se desarraigó, con las raíces
al aire y todo. Se llevó la mitad del patio de
Loreta y sonó como bomba al caer a la calle,
justo delante del automóvil de ella.
—Ella retrocedió y el árbol del otro lado
del patio de Loreta empezó a soltarse. Yo
seguía gritando a esa niña como si pudiera

199
oírme estando dentro del vehículo. Estaba
segura de que el segundo árbol caería enci¬
ma de ella. Ella viró brusco a la izquierda y
todo el camino se retorció justo frente a
ella. Si ella se hubiera dirigido a ese pavi¬
mento medio segundo antes, esa calle que
se revolcaba la hubiera dado vuelta. Debe
haber estado mortalmente asustada, con un
árbol tirado frente a ella, el otro que ame¬
nazaba caerse encima de ella y la calle po¬
niéndose vertical. Ella giró en torno al pri¬
mer árbol y se abalanzó derecho por la
entrada metiéndose en el garaje. Yo la
aplaudía. Esperaba que tuviera el suficiente
sentido común para meterse en el sótano.
No podía creer que un tornado hiciera tan¬
to daño sin que yo lo viera. Cuando oí que
todo se estrellaba en el suelo como si toda
la casase estuviera despedazando—bueno,
efectivamente eso era— finalmente me en¬
tró en esta tonta cabeza que esto no era un
tornado. Cuando los otros dos árboles del
patio de Loreta se cayeron, la ventana voló,
así queme bajé de la escalerilla y corrí al
otro extremo del sótano.
»Cuando los muebles de la sala de estar
se estrellaron justo donde yo había estado,
me subí a la bomba del sumidero y me ti¬
ré a la salida de concreto que daba a la
ventana. No sé qué estaba pensando. Sólo

200
esperaba que Cloé estuviera donde pudie¬
ra oírme. Grité a todo pulmón por esa
ventana. Ella salió a la puerta lateral,
blanca como un papel, todavía descalza y
ahora con las manos vacías, y se fue co¬
rriendo para atrás lo más rápido que pu¬
do. Eso fue lo último que vi de ella. El
resto de mi casase desplomó y, de alguna
manera, los caños se doblaron un poco y
me dejaron un lugarcito para esperar que
alguien me hallara.
—Me alegro que esté bien.
—Fue muy excitante. Espero que en¬
cuentre a Cloé.
—¿Se acuerda qué ropa tenía puesta?
—Sí, ese vestido de color blanco marfil.
—Gracias señora Cavenaugh.
La anciana miró a lo lejos y movió lenta¬
mente su cabeza.
Cloé sigue viva —pensó Camilo.

—Lo primero que el doctor Rosenzweig


preguntó fue por su salud capitán Steele.
—Apenas conozco al hombre Coman¬
dante Supremo Fortunato —dijo Raimun¬
do enunciando claramente.
—Comandante es suficiente capitán.
—Puede llamarme Raimundo.

201
Ahora era Fortunato el enojado. —Yo
podría llamarlo soldado
—dijo.
—Oh, uno bueno, comandante.
—Usted no me va a hacer morder la car¬
nada, capitán. Como le dije, soy hombre
nuevo.
—Muy nuevo —dijo Raimundo— si ayer
estuvo muerto en realidad y hoy, vivo.
—La verdad es que el doctor Rosenzweig
preguntó enseguida por su yerno, su hija y
Zión Ben-Judá.
Raimundo se heló. Rosenzweig no podía
haber sido tan estúpido. Por otro lado, Ca¬
milo siempre decía que Rosenzweig estaba
enamorado de Carpatia. No sabía que Car-
patia era tan enemigo de Ben-Judá como lo
era el Estado de Israel. Raimundo mantuvo
la mirada directa a los ojos del airado For¬
tunato que parecía saber que tenía a Rai¬
mundo por las cuerdas. Raimundo oró en
silencio.
—Yo lo puse al día y le dije que su hija
estaba desaparecida —dijo León y dejó eso
colgando en el aire. Raimundo no respon¬
dió. —Y qué deseaba usted que nosotros le
dijéramos de Zión Ben- Judá?
—¿Qué deseaba yo? —dijo Raimundo—,
no conozco su paradero.
—Entonces, ¿por qué el doctor Rosenz-

202
weig preguntó por él junto con su hija y
yerno?
—¿Por qué no le pregunta usted mismo?
—¡Porque se lo estoy preguntando a us¬
ted, capitán! Usted cree que no nos damos
cuenta de que Camilo Williams le ayudó a
escapar, que organizó su huida, del Estado
de Israel?
—¿Usted se cree todo lo que oye?
—Sabemos que eso es un hecho —dijo
Fortunato.
—Entonces, ¿por qué necesita mi aporte?
—Queremos saber dónde está Zión Ben-
Judá. Es importante para el doctor Rosenz-
weig que Su Excelencia vaya al auxilio del
doctor Ben-Judá.
Raimundo había escuchado cuando ese
pedido le fue formulado a Carpatia. Nicolás
se había reído sugiriendo que su gente lo hi¬
ciera parecer como que él trataba de ayudar
aunque, en realidad, informaba a los enemi¬
gos de Ben-Judá dónde podrían encontrarlo.
—Si supiera el paradero de Zión Ben-Ju-
dá —dijo Raimundo —,yo no se los diría.
Le preguntaría a él si quiere que ustedes lo
sepan.
Fortunato se puso de pie. Evidentemen¬
te, la reunión había terminado. Acompañó a
Raimundo a la puerta. —Capitán Steele, su
deslealtad no tiene futuro. Repito, verá que

203
soy sumamente conciliador. Consideraría
queme hace un favor si usted no sugiriera al
doctor Rosenzweig que Su Excelencia ansia
tanto como él conocer el paradero del doc¬
tor Ben-Judá.
—¿Por qué tendría yo que hacerle un fa¬
vor?
Fortunato abrió las manos y movió la ca¬
beza. —Cierro el caso—dijo—. Nicol, es
decir, el Poten... Su Excelencia tiene más
paciencia que yo. Usted no sería mi piloto.
—Correcto, comandante supremo. Sin
embargo, estaré piloteando esta semana
cuando usted recoja al resto de los mucha¬
chos de la Comunidad Global.
—Supongo que se refiere a los otros líde¬
res mundiales.
—Y Pedro Mathews.
—Sí, el Pontífice Supremo pero, en reali¬
dad, no es CG.
—Tiene mucho poder —dijo Raimundo.
—Sí, pero más popular que diplomático.
No tiene autoridad política.
—Como usted diga.

Camilo acompañó a la señora Cavenaugh


a su lecho pero antes de ayudarla a acomo¬
darse, se dirigió a la encargada de esa zona.
204
—¿Ella tiene que estar entre esos dos lo¬
cos? —preguntó.
—La puede poner en cualquier lecho va¬
cío —dijo la mujer—, sólo asegúrese que
tenga la identificación correspondiente bien
puesta.
Camilo guió a la señora Cavenaugh a un
jergón cerca de otras personas de su edad.
Cuando iba de salida se acercó de nuevo a
la supervisora. —¿Qué se está haciendo con
respecto a las personas no halladas?
—Pregúntele a Hernán —dijo ella, apun¬
tando a un hombrecillo de edad media que
estaba marcando algo en un mapa de la pa¬
red—. El es de CG y se encarga de tos tras¬
lados de pacientes entre los refugios.
Hernán resultó formal y distraído.
—¿Las personas que faltan? —repitió sin
mirar a Camilo pues seguía trabajando en el
mapa—. Primero, la mayoría va a resultar
muerta. Hay tantos que no sabemos por
dónde empezar.
Camilo sacó de su billetera una fotogra¬
fía de Cloé. —Empiece aquí.
Por fin había captado la atención de Her¬
nán que contempló la fotografía, girándola
hacia las luces a batería. —Vaya —dijo—¿su
hija?
—Tiene veintidós. Para ser su padre yo
tendría que tener a lo menos cuarenta.

205
—Tengo treinta y dos —dijo, asombrado
de su vanidad en un momento como este—.
Esta es mi esposa, y me dijeron que escapo
de casa antes que el terremoto la derrum¬
bara.
—Muéstreme —dijo Hernán, volviéndo¬
se al mapa. Camilo señaló el área de la casa
de Loreta—. Mm... nada bueno. Este fue
un terremoto mundial pero la CG ha detec¬
tado varios epicentros. Esa parte de Monte
Prospect estaba cerca del epicentro del nor¬
te de Illinois.
—¿Así que es peor aquí?
—No es que sea mejor en alguna otra
parte pero esta parte es la peor de todo el
estado —Hernán apuntó a un tramo como
de kilómetro y medio que se estiraba desde
atrás de la cuadra de Loreta en línea recta
donde ellos se hallaban—. Devastación
enorme. Ella no hubiera podido salir de
ahí.
—¿Dónde pudiera haberse dirigido?
—No se lo puedo decir. Le diré qué pue¬
do hacer. Yo puedo pasar su fotografía por
fax a los otros refugios y eso es todo.
—Se lo agradeceré.
Hernán hizo el trabajo de oficina y a Ca¬
milo le impresionó lo buena que era la foto¬
copia ampliada. —Sólo tenemos esta má¬
quina funcionando desde hace una hora

206
—dijo Hernán—, evidentemente es celular.
¿Supo de la compañía de comunicaciones
del Potentado?
—No —suspiró Camilo—, pero no me
sorprendería saber que arrinconó al merca¬
do.
—Eso es justo —dijo Hernán—. Se llama
Celular-Solar y todo el mundo quedará en¬
lazado de nuevo antes que uno se dé cuen¬
ta. Las oficinas centrales de la CG la llaman
Cel-Sol.
Hernán escribió en la ampliación: “Perso¬
na desaparecida: Cloé Irene Steele Williams.
22 años. 1,74 mas, 57 kilos. Pelo rubio. Ojos
verdes. Sin marcas ni características que la
distingan”. Agregó su nombre y número de
teléfono.
—Señor Williams, dígame cómo puedo
comunicarme con usted pero sepa que no
tiene que hacerse esperanzas.
—Demasiado tarde, Hernán —dijo Ca¬
milo anotando su número. Le volvió a agra¬
decer y se dio vuelta para irse pero se vol¬
vió—.¿Usted dice que llaman Cel-Sol a la
red de comunicaciones del Potentado?
—Sí, es la sigla de...
—Celular-Solar, sí —Camilo se fue mo¬
viendo su cabeza.
Cuando subió al Range Rover se sintió
impotente pues no podía quitarse la sensa-

207
ción de que Cloe estaba por ahí en alguna
parte. Decidió ir de nuevo a la casa de Lo-
reta por otro camino. No tenía sentido estar
afuera sin buscarla. Siempre lo haría.

Era tarde y Raimundo estaba cansado.


La puerta de la oficina de Carpatia estaba
cerrada pero la luz salía por abajo. Supuso
que Mas seguía dentro. Raimundo no con¬
fiaba que Mas informara con honestidad
por lo curioso que era. Por lo que a él con¬
cernía Max estaba contando todo lo que
Raimundo había dicho ese día.
Su prioridad principal antes de dormirse
era tratar de comunicarse con Camilo. En
el puesto de comando de comunicaciones le
dijeron que debía obtener permiso de un
superior para usar una línea externa segura.
Raimundo se sorprendió. —Mire mi nivel
de seguridad.
—Lo siento, señor. Esas son mis órdenes.
—¿Cuánto tiempo más estará aquí?
—preguntó Raimundo.
—Veinte minutos más, señor.
Raimundo se vio tentado a interrumpir
la reunión de Carpatia con Max. Sabía que
Nicolás le daría permiso para usar el teléfo¬
no y, entrando a la reunión, demostraría

208
que no temía a Su Excelencia el Potentado
reunido con su propio subordinado. Pero lo
pensó mejor cuando vio que Fortunato ha¬
bía apagado la luz de su oficina y estaba
echando llave a la puerta.
Raimundo caminó rápidamente hacia él.
Sin trazas de sarcasmo dijo: —Señor, co¬
mandante Fortunato, un pedido.
—Por cierto, capitán Steele.
—Necesito permiso de un superior para
usar una línea externa. ¿Y va a llamar a...?
—Mi yerno en los Estados Unidos.
Fortunato se apoyó en la pared, abrió sus
pies, y cruzó los brazos. —Esto es intere¬
sante, capitán Steele. Permita que le pre¬
gunte, ¿el Leonardo Fortunato de la sema¬
na pasada hubiera accedido a este pedido?
—No sé. Probablemente no.
—Mi permiso, pese a lo irrespetuoso de
su trato de esta tarde, le demostraría que he
cambiado?
—Bueno, me mostraría algo.
—Tiene toda la libertad para usar el telé¬
fono, capitán. Tómese todo el tiempo que
necesite, y le deseo lo mejor para que en¬
cuentre todo bien en casa.
—Gracias —dijo Raimundo.

209
Camilo oraba por Cloé mientras maneja¬
ba, imaginándose que ella había hallado se¬
guridad y. sencillamente, tenía que saber de
él.
Llamó para poner al día a Zión pero no
se quedó mucho rato hablando por el telé¬
fono. Zión parecía deprimido, distraído. Al¬
go le pasaba por la mente pero Camilo no
quiso hablar de ello pues trataba de mante¬
ner el teléfono desocupado. ■
Camilo abrió su computadora portátil y
miró el teléfono de Ken Ritz. Un minuto
después la máquina contestadora automáti¬
ca dijo: “Estoy volando o comiendo o dur¬
miendo o en la otra línea. Deje un mensa¬
je”.
Unos silbatos cortos indicaban mensajes
que Ritz ya tenía esperando y parecieron
durar eternamente. Camilo se impacientó
pues no quería ocupar mucho su teléfono.
Por fin, oyó el silbato largo, y dijo: —Ken,
aquí Camilo Williams. Los dos que sacaste
de Israel necesitarán pronto un vuelo de re¬
torno, Llámame.

Raimundo no podía creer que el teléfono


de Camilo estuviera ocupado. Colgó con
fuerza y esperó unos minutos antes de vol-

210
ver a marcar. ¡Ocupado de nuevo! Raimun¬
do golpeó la mesa con su mano.
La joven supervisora de comunicaciones
dijo: —Tenemos un aparato que seguirá
marcando ese número y dejará un mensaje.
—Puede decirle queme llame aquí, y ¿us¬
ted me despierta?
—Desdichadamente no, señor pero usted
puede pedir que le llame a las 0700 horas,
cuando abrimos.

Camilo caviló sobre la máquina contesta¬


dora de Ritz. ¿Cómo podía alguien saber si
él había muerto en el terremoto. Vivía solo y
esa máquina funcionaría hasta que se llena¬
ra.
Camilo estaba como a media hora de la
casa de Danny y Sandy Moore cuando su
teléfono sonó. Rogó: “Dios, haz que sea
Hernán”.
—Camilo habla.
—Camilo, este es un mensaje grabado de
Raimundo. Lamento no poder hablar conti¬
go. Por favor, llámame al siguiente número
a la siete de la mañana, mi hora. Eso equi¬
vale a las 10 de la noche si estás en la zona
del Tiempo Estándar Central. Ruego que
Cloé esté bien. También, tú y tu amigo.

211
Quiero saberlo todo. Sigo buscando a
Amanda. En mi alma siento que está viva
aún. Llámame.
Camilo miró su reloj. ¿Por qué no podía
llamar a Raimundo inmediatamente? Tuvo
tentación de llamar a Hernán pero no iba a
molestarlo así. Se fue donde Zión. En cuan¬
to entro a la casa Camilo supo que algo es¬
taba mal. Zión no lo miraba de frente, a los
ojos.
Camilo dijo: —No encontré ningún pico
con que picar en el patio trasero, ¿encon¬
traste el refugio?
—Sí —dijo Zión, como aplastado—, es el
duplicado de donde yo viví en la iglesia,
¿quieres verlo?
—¿Qué es lo malo Zión?
—Tenemos que hablar ¿quieres ver el re¬
fugio?
—Eso puede esperar. Sólo quiero saber
cómo llegaste ahí.
No creerás lo cerca que estuvimos ano¬
che cuando hicimos nuestra desagradable
labor. La puerta que parece conducir a una
zona de almacenaje, realmente se abre a
una puerta más grande. Pasando por esa
puerta está el refugio. Roguemos que nunca
tengamos que usarlo.
—Vaya, agradezcamos a Dios que esté
ahí por si lo necesitáramos —dijo Cami-

212
lo—, ahora, ¿qué pasa? Hemos pasado mu¬
chas cosas para que no me cuentes algo.
—No te lo oculto por mí —dijo Zión— Si
yo fuera tú no querría oírlo.
Camilo se dejó caer en una silla. —¡Zión!
Dime que no supiste de Cloé.
—No, no. Lo siento, Camilo, no es eso.
Sigo orando por lo mejor en esto. Es que de
todos los tesoros que había en el portafolio
de Danny, los diarios también me llevaron
donde desearía no haber llegado.
Zión se sentó también, y lucía tan mal
como cuando su familia fue masacrada. Ca¬
milo puso una mano en el brazo del rabino.
—Zión, ¿qué pasa?
Zión se paró y miró por la ventana enci¬
ma del lavaplatos luego se dio vuelta para
encarar a Camilo. Con las manos muy me¬
tidas en los bolsillos, se movió a las puertas
que separaban la cocina de la zona para de¬
sayunar. Camilo esperaba que no las abrie¬
ra. No necesitaba que le recordaran que tu¬
vo que cortar el cuerpo de Sandy Moore
desde abajo del árbol. Zión abrió la puerta
y caminó hasta el borde del corte.
Camilo se impresionó con la rareza de
donde estaba y qué miraba. ¿Cómo había
llegado a esto? Tenía una educación óptima,
de Yvy League, ubicado en lo mejor de
Nueva York, en la cima de su profesión.

213
Ahora aquí estaba en un dúplex diminuto
de un suburbio de Chicago, habiéndose
mudado a la casa de un matrimonio muerto
al que apenas conoció. En menos de dos
años había visto desaparecer a millones de
personas de todo el planeta, había llegado a
creer en Cristo, había conocido al anticristo
y trabajado para él, se bahía enamorado y
casado, se había hecho amigo de un gran
sabio de la Biblia, y había sobrevivido un
terremoto.
Zión cerró la puerta y regresó. Se sentó
pesadamente, con los codos sobre la mesa,
con su turbado rostro oculto en sus manos.
Por último, habló.
—Camilo, no debiera sorprendernos que
Danny Moore haya sido un genio. Me intri¬
garon sus diarios. No había tenido tiempo
para leerlos todos pero luego de encontrar
el refugio, entré a verlo. Impresionante. Me
pasé un par de horas dándole los toques fi¬
nales a uno de los estudios de Bruno Bar-
nes que era muy ingenioso. Agregué un po¬
co de lingüística que, humildemente creo
puso un poco más de profundidad concep¬
tual y, luego, traté de conectarme a la Inter¬
net. Te alegrará saber que lo logré.
—Espero que hayas mantenido invisible
tu dirección del correo electrónico.
—Me has enseñado bien. Puse la ense-

214
ñanza en un boletín central. Espero y ruego
que muchos de los 144 mil testigos lo vean
y se beneficien con ella y respondan a ella.
Mañana veré qué hay. Camilo, hay mucha
doctrina mala en la Red y yo tengo celo de
que los creyentes no sean desviados.
Camilo asintió.
—Pero estoy hablando demás —dijo
Zión—, terminé mi trabajo y volví a los dia¬
rios de Danny y empecé por el principio.
Recién estoy como en la cuarta parte del
camino a recorrer, quiero terminar pero me
duele el alma hacerlo.
—¿Por qué?
—Primero, permite que te diga que Dan¬
ny era un creyente verdadero. Escribió con
elocuencia de su remordimiento por haber¬
se perdido la primera oportunidad de reci¬
bir a Cristo. Habló de la pérdida del bebé
de ellos y de la manera en que llegó el mo¬
mento en que su esposa también encontró a
Dios. Es un relato muy punzante y triste de
la manera en que ambos hallaron cierto go¬
zo en la expectativa anticipada de ser reuni¬
dos con su hijo. Bendito sea el Señor que
ahora eso se haya realizado —la voz de Zión
empezó a temblar—. Pero, Camilo, encon¬
tré una información que mejor no hubiera
hallado. Quizá hubiera debido darme cuen¬
ta que tenía que evitarla. Danny le enseñó a

215
Bruno cómo codificar los mensajes perso¬
nales para hacer inaccesible, sin su santo y
seña, todo lo que él deseara. Te acordaras
que nadie conocía ese santo y seña, ni Lore-
ta; ni siquiera Danny.
—Correcto —dijo Camilo— yo se lo pre¬
gunté.
—Danny debe haber estado protegiendo
la reserva de Bruno cuando te dijo eso.
—¿Danny conocía el santo y seña de
Bruno? Podríamos haber usado eso. Había
todo un gigabyte de información a la que
nunca podremos acceder en la computado¬
ra de Bruno.
—No era que Danny supiera el santo y
seña —dijo Zión—, sino que desarrolló su
propio programa para abrir códigos. Lo car¬
gó a todas las computadoras que te vendió.
Como sabes, durante el tiempo que pasé en
el refugio, cargué mi computadora, que tie¬
ne una asombrosa capacidad de almacena¬
miento, con todo lo que había estado en la
de Bruno. También teníamos estas miles de
páginas impresas, útiles cuando mis ojos se
cansaban de mirar la pantalla. Sin embargo,
sencillamente parecía sensato hacer un res¬
paldo electrónico para todo ese material.
—No fuiste el único que hizo eso -dijo
Camilo—, creo que eso está en la computa¬
dora de Cloé y quizá en la de Amanda.

216
—Pero no dejamos nada fuera. Copia¬
mos hasta los archivos codificados porque
no queríamos demorar el proceso ponién¬
donos a elegir. Pero nunca tuvimos acceso a
ellos.
Camilo contempló el cielo raso. —¿Hasta
ahora, conecto? ¿Eso es lo que me quieres
decir?
—Triste pero sí—dijo Zión.
Camilo se paró. —Si vas a decirme algo
que afecte mi estimación de Bruno y su re¬
cuerdo, ten mucho cuidado. El es el hom¬
bre queme llevo a Cristo y que me ayudó a
crecer, y...
—Tranquilo. Camilo, tranquilo. Mi esti¬
ma por el pastor Barnes fue elevada por lo
que hallé. Encontré los archivos que solu¬
cionan la codificación en mi computadora,
tos apliqué a los archivos de Bruno, y en
pocos minutos, todo lo codificado brillaba,
abierto, en la pantalla.
»Los archivos no estaban cerrados. Con¬
fieso que eché un vistazo y vi que muchos
eran sólo personales. Principalmente re¬
cuerdos de su esposa y familia. Escribió so¬
bre su propio remordimiento por perderlos,
por no estar con ellos, esa clase de cosas.
Yo me sentí culpable y no leí todo. Debe
haber sido mi viejo hombre el que me atrajo
a otros archivos privados.

217
»Camilo, confieso que esto me entusias¬
mó enormemente. Creía que había encon¬
trado más riquezas de su estudio personal
pero decidí no arriesgar lo que hallé impri¬
miéndolo. Está en mi computadora, en el
dormitorio. Por doloroso que sea tienes que
verlo.
Nada le hubiera impedido a Camilo ha¬
cerlo así que subió los peldaños con la mis¬
ma renuencia que sintió cuando excavaba es¬
combros en lo de Loreta. Zión siguió a
Camilo hasta el dormitorio y se sentó en el
borde de la cama, alta y crujiente. Había una
silla plegable de plástico frente al tocador, en
el cual se hallaba la computadora de Zión. El
mensaje del artilugio que economiza pantalla
decía: “yo sé que mi Redentor vive”.
Camilo se sentó y rozó el tablero con su
dedo. La fecha del archivo indicaba que ha¬
bía estado en la computadora de Bruno dos
semanas después de haber oficiado la boda
doble de Camilo y Cloé, y Raimundo con
Amanda.
Camilo habló al micrófono de la compu¬
tadora: “abre el documento”.
La pantalla mostró:
“Diario personal de oración: 6.35 AM:
Padre mi pregunta de esta mañana es: ¿Qué
quieres que haga con esta información? No
sé si verídica pero no puedo ignorarla. Sien-

218
to mi pesada responsabilidad de pastor y
mentor del Comando Tribulación. Si un in¬
truso nos ha puesto en peligro, yo debo
confrontar el asunto. ¿Será posible? ¿será
verdad? No proclamo tener poderes espe¬
ciales de discernimiento pero amaba a esta
mujer y le tenía confianza desde el día que
la conocía. Pensé que era perfecta para Rai¬
mundo y ella parecía tan atinada espiritual¬
mente”.
Camilo se paró, golpeando el respaldo
del asiento y derribándolo al suelo. Se incli¬
nó a la computadora, con las palmas apoya¬
das en el tocador, pensando: No} Amanda
no. ¡Por favor! ¿Qué daño pudiera haber hecho
ella?
El diario de Bruno continuaba: “Ellos es¬
tán pensando hacer una visita pronto. Ca¬
milo y Cloe vendrán desde Nueva York y
Raimundo y Amanda, desde Washington. Yo
estaré regresando de un viaje internacional.
Tendré que procurar que Raimundo esté
solo y mostrarle lo que me llegó. Mientras
tanto, me siento impotente, dada la cerca¬
nía de ellos con NC. Señor, necesito sabi¬
duría”.
El corazón de Camilo galopaba y él ace¬
zaba. —¿Así que, dónde está el archivo en
cuestión? —dijo—. ¿Qué recibió y de
quién?

219
—Adjunto al diario personal del día an¬
terior —dijo Zión.
—Sea lo que sea no me lo voy a creer.
—Siento lo mismo, Camilo. Lo siento en
lo profundo de mi corazón y, sin embargo,
henos aquí, desesperándonos.
Camilo dijo: —Entrada anterior; abre el
documento.
La entrada de ese día: “Dios, me siento
como David cuando rehusaste responderle.
El te imploró que no le dieras la espalda.
Ese es mi ruego de hoy. Me siento tan deso¬
lado ¿Qué tengo que hacer con esto?
—Abre el adjunto —dijo Camilo.
El mensaje había sido mandado desde
Europa. Era para Bruno pero su apellido
estaba mal escrito, Barns. El que lo enviaba
se firmaba “un amigo interesado”.
—Revisa lo anterior —dijo Camilo, as¬
queado hasta sentirse mal del estómago. Al
responder la computadora a su orden, sonó
su teléfono que tenía en el bolsillo.

220
Nueve

C amilo abrió su teléfono: —Camilo


habla.—Puedo hablar con Camilo
Williams del Semanario Global.
—El habla.
—Teniente Hernán Kivisto al habla. Hoy
nos conocimos.
—¡Sí, Hernán! ¿Qué supo?
—Primero, los cuarteles centrales lo es¬
tán buscando.
—¿Cuarteles centrales?
—El hombre grande o, al menos, alguien
cercano a él. Pensé que era bueno ampliar
la búsqueda de su esposa, así que envié por
fax esa hoja a los estados vecinos. Nunca se
sabe. Si ella estaba herida o fue evacuada,
podría estar en cualquier parte. De todos
modos, alguien reconoció el nombre. Lue¬
go, un tipo de apellido Kunz dijo que tam¬
bién lo había visto antes a usted. De alguna
forma su paradero entró a la base de datos
y recibimos aviso de los cuarteles centrales
que le están buscando.
—Gracias. Veré qué pasa.
—Yo sé que usted no tiene que darme
cuentas y que no tengo jurisdicción pero
221
como soy el último que lo vio, voy a tener
que responder por esto si usted no se pre¬
senta.
—Dije que me presentaría.
—No estoy molestando ni nada por el es¬
tilo, sólo digo...
Camilo estaba aburrido de los tipos mili¬
tares que vivían cubriéndose las espaldas pe¬
ro este era un hombre que quería que lo lla¬
mara lo más pronto posible si se hallaba a
Cloé. —Hernán, aprecio todo lo que haces
por mí y puedes tener la seguridad que no
sólo me presentaré a los cuarteles centrales
sino que también mencionará que tú me dis¬
te el aviso. ¿Quieres deletrearme tu apellido?
Kivisto lo hizo. —Ahora las buenas noti¬
cias, señor. Uno de los muchachos de Cel-
Sol recibió el fax en su camión. No estaba
muy contento que yo lo hubiera enviado a
todas partes dijo que no debía ocupar toda
la red CG por una sola persona desapareci¬
da. De todos modos dijo que vio una mujer
joven que encajaba en la descripción cuan¬
do la ponían en una de esas Ambu-Van ayer
por la tarde.
—¿Dónde?
—No estoy totalmente seguro donde pe¬
ro, por cierto, que era entre esa cuadra que
usted me mostró y donde ahora me en¬
cuentro.

222
—Hernán, esa es una zona bien grande,
¿podemos estrecharla un poco?
—Lo siento, quisiera poder.
—¿Puedo hablar con aquel hombre?
—Lo dudo. Dijo algo de haber estado
despierto desde el terremoto. Creo que se
dirigía a uno de los refugios.
—Yo no vi Ambo-Van en tu refugio.
—Nosotros atendemos solamente a los
ambulatorios.
—¿Esta mujer no lo era?
—Evidentemente no. Si tenía lesiones
graves, hubiera sido llevada a, un momen¬
to... Kenosha 1 Hay un par de hoteles, uno
al lado del otro, justo en los límites de la
ciudad, que se han convertido en hospita¬
les.
Hernán le dio a Camilo el número del
centro médico de Kenosha. Camilo se lo
agradeció y le preguntó: —¿En el caso que
tenga problemas para pasar, ¿cuál es la pro¬
babilidad que llegue a Kenosha manejando?
—¿Tiene uno con tracción a las cuatro
ruedas?
—Sí.
—Lo necesitará. La autopista 1-94 perdió
casi todos los pasos a nivel que hay de aquí
a Madison. Hay dos lugares por los que
puede seguir adelante pero, luego, antes de
llegar al siguiente paso a nivel, tiene que pa-

223
sar por caminos de una sola vía, pueblitos,
o campo abierto y esperar lo mejor. Son mi¬
les los que están tratando. Es un caos.
—No tengo helicóptero así que no tengo
alternativa.
—Llame primero. No tiene sentido in¬
tentar un viaje así para nada.
Camilo no podía dejar de sentir que Cloé
estaba a su alcance. Le dolía que ella estu¬
viera herida pero, al menos, estaba viva.
¿Qué pensaría de Amanda?
Camilo volvió a revisar las entradas del
diario de Bruno y halló el mensaje electró¬
nico que había recibido él. El mensaje del
“amigo interesado” decía: “Sospeche a la
dama de la cerveza de raíz”.2
Investigue su nombre de soltera y esté
alerta a los ojos y oídos de Nueva Babilo¬
nia. El poder de las fuerzas especiales es tan
fuerte como el eslabón más débil de la ca¬
dena. La insurrección comienza en el ho¬
gar. Las batallas se pierden en el campo de
batalla, pero las guerras se pierden en el in¬
terior”.
Camilo volvió su rostro hacia Zión.
—¿Qué deduces tú de esto?
—Alguien estuvo advirtiendo a Bruno
sobre una persona en el Comando Tribula¬
ción. Tenemos solamente dos mujeres. Una
con el nombre de soltera que Bruno quizás

224
no supiera que era Amanda. Sigo sin enten¬
der por qué él se refirió a ella como la dama
de la cerveza de raíz.
—Son sus iniciales.
—A.W. —dijo Zión, como si fuera para sí
mismo mientras se recostaba de la silla de
Camilo—. Sigo sin entender.
—A.W. es una antigua marca de refrescos
de raíz en este país —dijo Camilo—. ¿Có¬
mo sería ella los ojos y oídos de, qué... Car-
patia? ¿Eso es lo que se supone que saque¬
mos de Nueva Babilonia?
—Todo está en el apellido de soltera
—dijo Zión. —Yo iba a mirarlo pero, ve¬
rás... Bruno hizo el trabajo. El apellido de
soltera de Amanda era Recus, que no le sig¬
nificó nada a Bruno y lo demoró un tiempo.
—A mí tampoco me significa nada —dijo
Camilo.
—Bruno examinó con más profundidad.
Evidentemente el apellido de soltera de la
madre de Amanda, antes de casarse con el
señor Recus, era Fortunato.
Camilo palideció y se dejó caer nueva¬
mente en la silla.
—Bruno debe haber tenido la misma
reacción —dijo Zión—. Aquí escribe:
“Dios, por favor, no dejes que sea verdad”.
¿Cuál es el significado de ese nombre?
Camilo suspiró: —-La mano derecha de
225
Nicolás Carpatia, un sicario de tomo y lo¬
mo, se llama Leonardo Fortunato.
Camilo se volvió a la computadora de
Zión, mandándole: —Cierra los archivos.
Abre los motores de búsqueda. Busca Chi¬
cago Tribune. Abre la búsqueda de nombres.
Ken o Kenneth Ritz, Illinois, Estados Uni¬
dos de Norteamérica.
—¡Nuestro piloto! —dijo Zión—, ¡vas a
llevarme a casa después de todo!
—Sólo quiero saber si el tipo sigue vivo,
por si acaso.
Ritz estaba en la lista de “pacientes esta¬
bilizados. Hospital ArthurYoung, Palatine,
Illinois”.
—¿Cómo puede ser que todas las buenas
noticias sean de otra persona?
Camilo marcó el número de Kenosha
que Hernán le había dado. Daba ocupado y
siguió así por quince minutos.
—Podemos seguir tratando mientras va¬
mos de camino.
—¿De camino? —dijo Zión.
—En cierta forma —dijo Camilo» Miró su
reloj. Era martes pasada las siete de la tarde.
Dos horas después, él y Zión seguían en
Illinois. El Rover rebotaba lentamente ade¬
lantándose junto con cientos de vehículos
que serpenteaban hacia el norte. Tal como
otros tanto venían en la otra dirección.

226
quince a treinta metros de donde la carrete¬
ra 1-94 dejaba que los automóviles fueran a
más de ciento veinte kilómetros por hora,
en ambos sentidos.
Mientras Camilo buscaba rutas alternati¬
vas u otra manera de pasar los vehículos de¬
tenidos, Zión manejaba el teléfono. Lo en¬
chufaron al encendedor de cigarrillos para
ahorrar batería, y cada minuto Zión apreta¬
ba el botón para volver a marcar. El teléfo¬
no de Kenosha estaba con exceso de llama¬
das y no ofrecía esperanza o no estaba
funcionando.

Por segundo día consecutivo Max Mc-


Cullum, el primer oficial, despertó a Rai¬
mundo, que escuchó golpes en la puerta,
suaves pero insistentes un instante después
dé las 6.30 de la mañana del miércoles en
Nueva Babilonia. Se enderezó, enredado en
las sábanas y las frazadas. —Dame un mi¬
nuto —balbuceó, dándose cuenta que po¬
dría ser un aviso de su llamada a Camilo.
Abrió la puerta y vio que era Max, y se dejó
caer de nuevo en la cama—. Todavía no es¬
toy listo para despertarme. ¿Qué pasa?
Max encendió la luz, haciendo que Rai¬
mundo escondiera su cara en la almohada.

227
—¡Lo hice, Capi, lo hice!
—¿Hiciste qué? —dijo Raimundo con su
voz ahogada.
—Oré. Lo hice.
Raimundo se dio vuelta, tapándose el ojo
izquierdo y atisbando a Max de reojo con el
derecho. —¿Realmente?
—Soy creyente, hombre ¿puedes creerlo?
Conservando sus ojos tapados, Raimun¬
do estiró su mano libre para, estrechar la de
Max que se sentó en el borde de la cama de
Raimundo. —¡Hombre, qué bien se siente!
—dijo—. Hace apenas un rato me desperté
y decidí dejar de pensar en ello y hacerlo.
Raimundo se sentó, dando la espalda a
Max, restregándose los ojos. Pasó las manos
por el pelo y sintió que sus rizos rozaban
sus cejas. Pocos lo habían visto de esa ma¬
nera.
¿Qué iba a creer de esto? Ni siquiera le
había contado a Max de su reunión con
Carpatia en la noche anterior. Cómo desea¬
ba que fuera verdad. ¿Qué si todo era una
gran comedia, una conspiración para atra¬
parlo e incapacitarlo? Seguramente tenía
que ser el plan a largo plazo de Carpatia:
paralizar por lo menos a un miembro de la
oposición.
Todo lo que podía hacer hasta que supie¬
ra con certeza era tomarse esto de acuerdo

228
a su valor. Si Max podía falsificar una con¬
versión y la emoción concomitante, Rai¬
mundo podía falsificar emoción. Sus ojos se
adaptaron finalmente a la luz y se dio vuelta
para enfrentarse a Max. El primer oficial,
habitualmente atildado, vestía su uniforme
como de costumbre. Raimundo nunca lo
había visto peor vestido informalmente
¿qué era eso? —¿Te duchaste en la mañana,
Max?
—Siempre, ¿qué quieres decir?
—Tienes una mancha en tu frente.
Max se pasó los dedos justo debajo de la
línea de crecimiento del pelo.
—Sigue ahí —dijo Raimundo—. Se pare¬
ce a lo que se ponen los católicos en los
miércoles de ceniza.
Max se paró y fue a mirase al espejo ado¬
sado a una de las paredes del cuarto. Se
acercó bien, volviéndose a ésta y al otro la¬
do. —¿Qué dices, Ray?Yo no veo nada.
—Quizá era una sombra —dijo Raimun¬
do.
—Tengo pecas, tú sabes.
Cuando Max se dio vuelta, Raimundo la
vio de nuevo, clara como el día. Se sintió
tonto haciendo tamaña cosa de esto pero
sabía que Max era detallista tocante a su
aspecto. —¿No ves eso? —dijo Raimundo,
parándose y tomando a Max por los hom-

229
bros y girándolo para que se mirara en el
espejo.
Raimundo lo acercó más y lo inclinó de
modo que sus caras quedaron una al lado
de la otra. —¡Justo ahí! —dijo, apuntando al
espejo. Max seguía mirando en blanco. Rai¬
mundo giró la cara de Max hacia él, le puso
un dedo en la frente y lo hizo girarse de
nuevo al espejo—. Justo ahí. Esa mancha
como de carbón, del tamaño de la huella
del pulgar.
Los hombros de Max se abatieron y mo¬
vió su cabeza. —O tú ves visiones o yo estoy
ciego.
—Espera un momento —dijo Raimundo
con lentitud. Los escalofríos le recorrían la
columna vertebral—. Déjame mirar eso otra
vez.
Max se veía incómodo con Raimundo
que lo miraba fijamente, con sus narices se¬
paradas por pocos centímetros. —¿Qué es¬
tás buscando?
—¡Ssshh!
Raimundo sostuvo a Max por los hom¬
bros. —¿Max? —dijo solemne—. Conoces
esas imágenes tridimensionales que lucen
como un dibujo complicado hasta que lo
miras fijo y... —Sí, y puedes ver una especie
de retrato.
—¡Sí! ¡Eso es! ¡Puedo verlo!

230
—¿Qué?
—¡Es una cruz! ¡Te doy mi palabra!
¡Max, es una cruz!
Max retrocedió y volvió a mirarse en el
espejo. Se inclinó a pocos milímetros del vi¬
drio y sostuvo su pelo retirado de la frente.
—¿Por qué no la puedo ver yo?
Raimundo se inclinó al espejo y echó pa¬
ra atrás su pelo. —¡Espera! ¿tengo una yo
también? No, no veo.
Max palideció. —¡Sí, la tienes! —dijo—.
Déjame mirar eso.
Raimundo apenas podía respirar mien¬
tras Max lo miraba fijamente. —¡Increíble!
—dijo Max—. Es una cruz, puedo ver la tu¬
ya y tú ves la mía, pero no podemos ver la
propia.

El cuello y los hombros de Camilo esta¬


ban rígidos y doloridos. No creo que hayas
manejado un vehículo como este, Zión
—dijo.
—No, hermano, pero estoy dispuesto.
—No, yo estoy bien —miró el reloj—.
Menos de media hora queda para llamar a
Raimundo.
La caravana que iba a ninguna parte cru¬
zó por fin a Wisconsin y el tráfico viró al

231
oeste de la autopista. Miles empezaron a
abrir nuevas sendas. Cuarenta y ocho a cin¬
cuenta y seis kilómetros por hora era la velo¬
cidad máxima pero siempre había chiflados
conduciendo vehículos todo-terreno que se
aprovechaban de que ya no había más regla¬
mentos. Cuando Camilo llegó a los confines
de la ciudad de Kenosha, le pidió orienta¬
ción a un miembro de la Fuerza de Mante¬
nimiento de Paz de la Comunidad Global.
—Usted siga al este unos diez kilómetros
—dijo la joven—, y no parece hospital, es
dos...
—Hoteles, sí, lo supe.
El trafico hacia Kenosha era menos den¬
so que el dirigido al norte pero eso también
cambió pronto. Camilo no pudo acercarse
kilómetro y medio del hospital. Había fuer¬
zas CG que desviaban los vehículos hasta
que se volvió patente que quien quisiera ir a
esos hoteles tenía que hacerlo a pie. Camilo
estacionó el Range Rover y partieron hacia
el este.
Cuando el destino de ellos se hizo visi¬
ble, ya era hora de llamar a Raimundo.

—Max —dijo Raimundo, luchando con¬


tra el llanto—, me cuesta creer esto. Yo oré
232
por una señal, y Dios respondió. Yo necesi¬
taba una señal, ¿Cómo puedo saber en
quién confiar en estos momentos?
—Me preguntaba —dijo Max—. Yo tenía
hambre de Dios y sabia que tú tenías lo que
yo necesitaba pero temía que tú sospecharas.
—Sí, sospechaba pero ya había dicho de¬
masiado si tú estabas en mi contra y en fa¬
vor de Carpatia.
Max estaba contemplando el espejo y
Raimundo se vestía cuando oyó un golpe
breve en la puerta que se abrió. Un joven
ayudante del centro de comunicaciones di¬
jo: —Disculpen, señores, pero el que sea
capitán Steele, tiene una llamada telefóni¬
ca.
—Voy de inmediato —dijo Raimundo—,
apropósito, dígame, ¿tengo una mancha en
mi frente, justo aquí?
El joven miró, dijo: No señor, no me pa¬
rece.
Raimundo captó la mirada de Max. En¬
tonces, se puso la camiseta y se deslizó por
el pasillo, calzado sólo con medias. Alguien
como Fortunato, o peor, Carpatia, podía
llevarlo a la corte marcial por aparecer a
medio vestir ante sus subordinados. El sa¬
bía que de todos modos no seguiría mucho
más como empleado del anticristo.

233
Camilo se quedó callado en la desolación
de Wisconsin, con el teléfono pegado a su
oreja. Cuando Raimundo logró entrar por
fin, dijo rápidamente.
—Camilo, asegúrate de responder sí o
no. ¿Estás ahí?
—Sí.
—Este no es un teléfono seguro así que
dime cómo están todos sin usar nombres,
por favor.
—Yo estoy bien —dijo Camilo—. El
mentor está a salvo y bien. Creemos que
ella escapó. Estamos cerca de reconectar¬
nos ahora.
—¿Los demás?
—La secretaria partió. El técnico en
computadoras y su esposa se fueron.
—Eso duele.
—Sí, ¿tú?
—Me dicen que Amanda zozobró en un
vuelo PanCon que se estrello en el Tigris
—dijo Raimundo.
—Ella está en la lista del manifiesto, si
puedes creer lo que sale en la Internet, pero
¿tú no te crees eso?
—No hasta que la vea con mis propios ojos.
—Entiendo. Hombre, qué bueno oír tu
voz.
234
—La tuya también, ¿tu familia?
—Desaparecidos pero eso vale para casi
todos.
—¿Cómo están los edificios?
—Ambos derrumbados.
—¿Tienen dónde estar? —preguntó Rai¬
mundo.
—Estoy bien. Manteniendo un perfil bajo.
Acordaron enviarse cartas electrónicas y
cortaron. Camilo se volvió a Zión. —Ella
no podía ser una traidora; él es demasiado
perceptivo, demasiado alerta.
—El pudo haberse cegado con amor
—dijo Zión. Camilo lo miró agudamen¬
te—. Camilo, yo no quiero creer esto más
que tú pero parece que Bruno tenía fuertes
sospechas.
Camilo movió la cabeza. —Mejor que te
quedes ahí fuera, en las sombras, Zión.
—¿Por qué? Aquí yo soy la mínima de to¬
das las preocupaciones de alguien.
—Quizá pero las comunicaciones CG
empequeñecen este mundo. Ellos saben
que yo tengo que presentarme, tarde o tem¬
prano, si Cloé está aquí. Si ellos siguen bus¬
cándote a ti y Verna Zee rompió nuestro
acuerdo y me denunció a Carpatia, puede
que esperen hallarte conmigo.
—Tienes una imaginación creadora, Ca¬
milo. Paranoide, también.

235
—Quizá, pero no corramos riesgos inne¬
cesarios. Si me están siguiendo cuando sal¬
ga, espero que con Cloé, mantente lejos. Yo
te recogeré a unas ciento ochenta y dos me¬
tros al oeste de donde me estacioné.
Camilo entró al caos. No sólo este lugar
era una casa de orates de equipos, pacientes
y funcionarios que competían para probar
quién tenía la autoridad, pero también ha¬
bía mucho griterío. Las cosas tenían que
pasar rápido y nadie tenía tiempo para ser
cordial.
Le costó mucho tiempo a Camilo conse¬
guir que la mujer que estaba atendiendo el
lugar le prestara atención. Parecía que ella
hacía los trabajos de recepción y hospitaliza¬
ción y, también un poco de triaje. Luego de
sortear dos camillas atravesadas en su cami¬
no, con cuerpos sangrientos que Camilo
apostaba estaban muertos, se acercó al mos¬
trador. —Discúlpeme, señora, estoy buscan¬
do a esta mujer —y le mostró una copia del
fax que Hernán había transmitido.
—Si se viera así, no estaría aquí —ladró
la mujer—. ¿Tiene nombre ella?
—El nombre está en el retrato —dijo Ca¬
milo—. ¿Usted necesita que yo se lo lea?
—Lo que no necesito es su sarcasmo
compañero. Efectivamente, necesito que me
lo lea.

236
Camilo lo leyó.
No reconozco el nombre pero hoy pro¬
cesé cientos.
—¿Cuantos sin nombres?
—Como una cuarta parte... Encontra¬
mos a la mayoría de estas personas en sus
casas o debajo de ellas, así que hicimos una
verificación cruzada de sus direcciones. To¬
dos los que estaban lejos de sus casas lleva¬
ban credencial de identidad, en su gran
mayoría.
—Digamos que ella estaba lejos de casa
pero sin credencial, y no puede decirle
quién es.
—Entonces su suposición es tan buena
como la mía. No tenemos un lugar especial
para los que no están identificados.
—¿Le importa si echo un vistazo?
—¿Qué va a hacer, mirar a cada paciente?
—Si tengo que hacerlo.
—No a menos que sea empleado de la
CG y...
—Lo soy —dijo Camilo, mostrando su
credencial.
—Asegúrese de no estorbar.
Camilo rastrilló el primer hotel, dete¬
niéndose en cada cama que tenía no pa¬
ciente sin tarjeta de identificación. Ignoró
varios cuerpos grandes y no perdió tiempo
con la gente de pelo canoso o blanco. Mira-
237
ba bien si alguien parecía lo bastante pe¬
queña, delgada o femenina para ser Cloé.
Iba camino al segundo hotel cuando un
negro alto salió caminando al revés de una
pieza, echando llave a la puerta. Camilo sa¬
ludó con un movimiento de cabeza y siguió
caminando pero, evidentemente, el hombre
vio el fax.
—¿Anda buscando a alguien?
—Mi esposa —dijo Camilo mostrando la
hoja.
—No la he visto pero puede que usted
quiera mirar aquí.
—¿Más pacientes?
—Esta es nuestra morgue, señor. Usted
no tiene que entrar si no quiere pero yo
tengo la llave.
Camilo frunció los labios. —Supongo
que es mejor que entre.
Camilo entró siguiendo al hombre cuan¬
do éste la abrió. Sin embargo, cuando em¬
pujó la puerta ésta se trancó un poco y Ca¬
milo se topó con él. Camilo se disculpó
pero el hombre se dio vuelta a él y dijo:
—No fue na...
Se detuvo y contempló la cara de Cami¬
lo. —¿Se siente bien señor? Yo soy médico.
—Oh, la mejilla está bien. Me caí. Se ve
bien, ¿no?
El médico inclinó su cabeza para mirar

238
más de cerca. —Oh, eso es superficial. Pen¬
sé que vi una magulladura en su frente jus¬
to debajo de la línea de crecimiento del pe¬
lo.
—No. No me he golpeado ahí, por lo que
sé.
—Las magulladuras en esa zona pueden
causar hemorragias subcutáneas. Nada peli¬
groso pero podría verse como un coatí en
cosa de un par de días. ¿Le importa si echo
un vistazo?
Camilo se encogió de hombros. —Estoy
un poco apurado pero, adelante.
El doctor tomó un par nuevo de guantes
de goma de una caja que tenía en el bolsillo
y se los puso.
—Oh, por favor, no haga tanta cosa con
esto —dijo Camilo—, no tengo ninguna en¬
fermedad ni nada.
—Puede que sea así —dijo el médico,
echando para atrás el pelo de Camilo—. No
puedo decir lo mismo por todos los cuerpos
que trato.
Estaban en una sala inmensa, y casi cada
metro del suelo estaba tapado de cadáveres
metidos en sus bolsas.
—Usted tiene una marca ahí —dijo el
médico. Palpó sobre la mancha y alrededor
de ella—. ¿Dolor?
—No.

239
—Usted sabe —dijo Camilo—, usted
también tiene algo en su frente. Parece co¬
mo una mancha de tierra.
El médico se enjugó la frente con la
manga. —Quizá me manché con tinta de
imprenta fresca.
El doctor le mostró a Camilo cómo sa¬
car el sudario de la cabeza de cada cuerpo.
Así, vería bien la cara y podría dejar caer la
tela de nuevo. —Ignore esta fila, son todos
hombres.
Camilo saltó cuando el primer cadáver
resultó ser el de una anciana con los dientes
al descubierto, los ojos abiertos y expresión
de terror.
—Lo lamento señor —dijo el médico—.
Yo no he tocado los cuerpos. Algunos pare¬
cen dormidos. Otros se ven como ella. La¬
mento que se haya sobresaltado.
Camilo se puso más cauteloso y susurró
una oración desesperada antes de levantar
las telas. Se horrorizaba con ese desfile de
muerte agradeciendo no hallar a Cloé.
Cuando terminó, agradeció al médico y se
dirigió a la puerta. El médico lo miró con
curiosidad, como disculpándose, estiró la
mano para tocar una vez más la mancha de
Camilo, frotándola levemente con su pul¬
gar, como si pudiera lavarla. Se encogió de
hombros diciendo: —Lo siento.

240
Camilo abrió la puerta. —La suya sigue
todavía ahí, doctor.
En la primera sala del otro hotel Camilo
vio dos mujeres de edad media que lucían
como si hubieran pasado por una guerra.
Cuando iba saliendo, Camilo se vio en un
espejo, y se quitó el pelo de la frente y no
vio nada.
Camilo esperó tanto tiempo un ascensor
que casi estuvo por bajar por las escaleras
pero cuando, por fin, llegó un ascensor con
espacio para él, se quedó ahí con el retrato
de Cloé, colgando de sus dedos. Un médico
de mayor edad, robusto, subió en el tercer
piso y miró fijo. Camilo levantó el retrato a
nivel de ojos. —¿Puedo? —preguntó el doc¬
tor estirando su mano—, ¿ella es algo suyo?
—Mi esposa.
—Yo la vi.
Camilo sintió que se le cerraba la gargan¬
ta. —¿Donde está?
—¿No quiere decir cómo está ella?
—¿Está bien?
—Cuando la vi por ultima vez estaba vi¬
va, Bajémonos en el cuarto piso para poder
hablar.
Camilo trató de retener su emoción. Ella
estaba viva, eso era todo lo que importaba.
El siguió al médico saliendo del ascensor, y
el hombre grande le hizo gestos para que
241
fueran a un rincón. —Yo aconsejé que ne¬
cesitaba cirugía pero aquí no estamos ope¬
rando. Si siguieron mi consejo, la deben ha¬
ber programado para Milwaukee o
Madison o Minneapolis.
—¿Qué tenía de malo?
—Primero, pensé que la habían aplastado.
Su lado derecho estaba muy aplastado desde
el tobillo a su cabeza. Tenía metidos en ese
lado de su cuerpo lo que parecían trozos de
asfalto, y tenía huesos quebrados, y posible¬
mente una fractura de cráneo, todo en ese
lado. Pero para que ella hubiera sido aplasta¬
da sobre el asfalto, tendría que haber tenido
lesiones en el otro lado. Y ahí no había sino
una ligera magulladura en su cabeza.
—¿Va a vivir?
—No sé, No pudimos tomar radiografías
ni exámenes de imágenes por radiación
magnética. No tengo idea de la magnitud
del daño en los huesos u otros órganos in¬
ternos. Sin embargo, llegué a armarme una
hipótesis de lo que debe haberle pasado.
Creo que la aplastó una sección de un te¬
chado. Probablemente la tiró al suelo cau¬
sando esa magulladura de la cadera. Ambu-
Van la trajo aquí. Entiendo que estaba
inconsciente, y no sabían cuánto tiempo ha¬
bía estado tirada allá.
—¿Recuperó la conciencia?

242
—Sí, pero no pudo comunicarse.
—¿No podía hablar?
—No. Y no apretó mi mano ni pestañeó
ni hizo gestos con la cabeza.
—¿Está seguro que ella no está aquí?
—Me desilusionaría si aún estuviera
aquí, señor. Estamos enviando todos los ca¬
sos agudos a uno de los tres hospitales con
M, como le dije.
—Quién podría saber dónde la enviaron'?
El doctor apuntó pasillo abajo. —Pre¬
gunte a ese hombre que está ahí donde
mandaron a Mamá Pérez?
—Muchas gracias —dijo Camilo apresu¬
rándose pasillo abajo, luego se detuvo, y se
dio vuelta—. ¿Mamá Pérez?
—Hemos pasado varias veces por el alfa¬
beto con todas las personas sin identificar y
cuando llegó aquí su esposa, estábamos
asignando descripciones.
—Pero ella no es.
—¿No qué?
—Madre.
—Bueno, si ella y el bebé sobreviven es¬
to, lo será dentro de unos siete meses.
El médico se alejó; Camilo casi se des¬
mayó.

Raimundo y Max se sentaron a desayu-


243
nar esa mañana y a planear el largo viaje del
Cóndor 216 que comenzaría el viernes.
—Así que ¿qué quería Su Excelencia
anoche?
—¿Su Excelencia?
—¿No se te ha informado que eso es lo
que quiere que le digamos de ahora en ade¬
lante?
—¡Oh, hermano!
—Me llegó derecho de León o, ¿debiera
decir. Comandante Supremo León Fortu¬
nato?
—¿Ese es su nuevo título? —Raimundo
asintió. Max movió la cabeza—. Estos fula¬
nos se van pareciendo más a caricaturas de
las tiras cómicas. Todo lo que Carpatia
quería saber era cuánto tiempo yo creía
que tú ibas a quedarte con él. Le dije que
pensaba que eso era cosa de él, y dijo que
no, que él sentía que te estabas poniendo
inquieto. Le dije que debía dejarte tranqui¬
lo por ese pequeño incidente cerca del ae¬
ropuerto, y dijo que ya lo había hecho. Dijo
que realmente podría haberte tratado con
dureza por eso y que esperaba que te que¬
daras con él más tiempo puesto que no te
había tratado así.
—¿Quién sabe? —dijo Raimundo— ¿Al¬
go más?
—El quería saber si yo conocía a tu yer-

244
no. Le dije que sabía quién era pero que
nunca lo había conocido.
—¿Por qué crees que te preguntó eso?
—No sé. Estaba tratando de ser bueno
conmigo por alguna razón. Quizá va a vigi¬
larte. Me dijo que le parecía raro que hu¬
biera recibido un informe de inteligencia
que decía que el señor Williams, como le
gusta decirle, había sobrevivido pero que no
se había presentado. Me dijo que el señor
Williams era el editor del Semanario de la
Comunidad Global como si yo no supiera
eso.
—Camilo llamó esta mañana. Estoy se¬
guro que tienen eso monitoreado y posible¬
mente hasta grabado. Si ellos deseaban tan¬
to hablar con él, ¿por qué no se metieron en
la conversación y lo hicieron entonces?
—Quizá trataban de lograr que él mismo
se ponga la soga al cuello. ¿Cuánto tiempo
crees que Carpatia va a confiar a un creyen¬
te verdadero una posición como esa?
—Esa luna de miel ya se acabó. Uno ha¬
ce lo que tiene que hacer, Max, pero si yo
fuera tú, no me apuraría en declararme co¬
mo nuevo creyente. Evidentemente, nadie
sino los hermanos creyentes pueden ver es¬
tas marcas.
—Sí, pero ¿qué pasa con ese pasaje sobre
confesar con tu boca?

245
No tengo idea. ¿Las reglas aún rigen en
un tiempo como este? ¿Se supone que con¬
fieses tu fe al anticristo? Precisamente no lo
sé.
—Bueno, ya te la confesé a ti. No sé si
eso vale pero, mientras tanto, tienes razón.
Yo te seré más útil de esta manera. Lo que
ellos no sepan no les hará daño y sólo pue¬
de servirnos a nosotros.

Con su garganta apretada Camilo oró si¬


lenciosamente mientras se iba acercando al
médico que estaba en la otra punta del pa¬
sillo. “Señor, mantenía con vida. No me im¬
porta dónde está en la medida que Tú cui¬
des de ella y de nuestro hijo”.
Un momento después estaba diciendo:
—¡Minneapolis! Eso tiene que estar a casi
quinientos kilómetros de aquí.
—Yo fui hasta allá en seis horas la sema¬
na pasada —dijo el médico—, pero entien¬
do que el terremoto convirtió en pequeñas
montañas a esas colinas que embellecen
tanto el límite poniente de Wisconsin, alre¬
dedor delTomah.

246
Diez

R aimundo y Max iban camino a em¬


barcarse en el Cóndor 216 para con¬
firmar que se pudiera volar.
Raimundo pasó un brazo por el hombro de
Max y se lo acercó.
—También hay una cosa que quiero mos¬
trarte a bordo —susurró—. Me la instaló un
viejo amigo que ya no está con nosotros.
Raimundo escuchó pasos detrás de él.
Era una joven uniformada que traía un
mensaje que decía: “Capitán Steele, por fa¬
vor reúnase por un momento con el doctor
Jaime Rosenzweig, de Israel, y conmigo en
mi oficina. Venga de inmediato. No le reten¬
dré por mucho tiempo. Firmado, Coman¬
dante Supremo León Fortunato”.
—Gracias oficial —dijo Raimundo—. Dí¬
gales que voy para allá —se volvió a Max y
se encogió de hombros.

—¿Hay posibilidades que pueda ir mane¬


jando a Minnesota? —dijo Camilo.
247
—Seguro pero le llevará la eternidad
—dijo el médico.
—¿Qué posibilidades tengo de que me
lleven en un vuelo de esos aviones Medi-
vac?
—Imposible.
Camilo le mostró su credencial. —Traba¬
jo para la Comunidad Global.
—¿No hacen eso todos?
—¿Cómo averiguo si ella llegó allá?
—Lo sabríamos si no hubiera llegado.
Ella está allá.
—Y si se agravó más, o si ella, bueno, us¬
ted sabe...
—También estamos informados de eso
señor. Estará en la computadora para que
todos estén al día.
Camilo bajó corriendo por las escaleras
los cuatro pisos y salió en el extremo más
alejado del segundo hotel. Miró a través del
estacionamiento y vio a Ben-Judá donde lo
había dejado. Dos oficiales uniformados de
la CG hablaban con él. Camilo retuvo el
aliento. La conversación no parecía con¬
frontación de alguna forma, parecía una
charla amistosa.
Zión se dio vuelta y comenzó a caminar,
dándose vuelta luego de unos pocos pasos
para hacer una tímida seña de despedida.
Ambos respondieron y él siguió caminando.

248
Camilo se preguntó dónde iba. ¿Derecho al
Range Rover o al punto de reunión que ha¬
bían prefijado?
Camilo se quedó en las sombras mien¬
tras Ben-Judá pasaba frente a los hoteles
entrando a una zona rocosa desbaratada
por el terremoto. Cuando estaba casi fuera
de vista, los hombres de la CG comenzaron
a seguirlo. Camilo suspiró. Oró que Zión
tuviera la sabiduría de no conducirlos al
Range Rover, Sólo ve al punto de reunión,
amigo —pensó—, y quédate a unos doscientos
metros de esos fulanos.
Camilo dio un par de saltos para soltarse
y hacer que la sangre circulara. Trotó alre¬
dedor de la parte de atrás del segundo ho¬
tel, continuó alrededor de la parte trasera
del primero, y salió al estacionamiento.
Describió un amplio arco de casi cincuenta
metros a la izquierda de la pareja de la CG
y mantuvo un ritmo flojo mientras trotaba
hacia la noche. Si los hombres de la CG se
fijaron en él, no lo demostraron. Se concen¬
traron en el hombre más pequeño y mayor.
Camilo esperaba que si Zión lo veía, no lo
llamara ni lo siguiera.
Había pasado mucho tiempo desde que
Camilo había trotado más de una milla, es¬
pecialmente teniendo un susto mortal. Re¬
sopló y resolló al llegar a la zona donde ha-

249
bía dejado el Range Rover. Había toda una
sección nueva de vehículos estacionados
más allá del suyo, por lo que tuvo que bus¬
carlo bien para encontrarlo.
Zión seguía caminando, marcando su pa¬
so por un rumbo difícil. Los hombres de la
CG seguían a cien o más metros detrás de
él. Camilo suponía que Zión sabía que lo
estaban siguiendo. No se dirigía al Range
sino al punto de reunión fijado. Cuando
Camilo arrancó el motor v encendió las lu-
ces, Zión se llevó una mano a la nariz y ace¬
leró su ritmo. Camilo pasó veloz por los es¬
pacios abiertos, rebotando y golpeando
pero con una velocidad que lo llevaba a in¬
terceptar a Zión. El rabino empezó a trotar
y los hombres de la CG se pusieron ahora a
correr. Camilo iba como a cincuenta kiló¬
metros por hora, demasiado rápido para el
suelo disparejo. Al rebotar en su asiento,
asegurado solamente por el cinturón de se¬
guridad, se inclinó estirándose y levantó la
manilla de la puerta del pasajero. Cuando
frenó deslizándose al detenerse frente a
Zión, la puerta se abrió por completo. Zión
tomó la manija de adentro y Camilo apretó
el acelerador. La puerta volvió a cerrarse y
tiró a Zión en el asiento trasero, metiéndolo
casi en el regazo de Camilo. Zión se reía
histérico.

250
Camilo lo miró, divertido, y viró el volan¬
te a la izquierda. Puso tanta distancia entre
ellos y los hombres de la CG que éstos no
serían capaces de ver siquiera el color del
vehículo y mucho menos el numero de la
patente.
—¿Qué es tan cómico? —preguntó a
Zión, que se reía en medio de sus lágrimas.
—Yo soy José Baker —dijo Zión con un
acento norteamericano elaborado ridicula¬
mente—. Tengo una panadería y hago los
panes para ti, porque soy José el panadero
—se reía y reía, tapándose la cara y dejando
que corrieran las lágrimas.
—¿Te volviste loco? ¿Qué significa todo
esto? —preguntó Camilo.
—¡Esos oficiales! —dijo Zión señalando
hacia atrás por encima de su hombro—.
¡Esos sabuesos brillantes tan elevadamente
entrenados! —se reía tanto que apenas po¬
día respirar.
Camilo tuvo que reírse. Se había pregun¬
tado si alguna vez volvería a sonreír.
Zión mantuvo una mano sobre sus ojos y
levantó la otra para informar a Camilo que
si se podía calmar, le contaría lo que pasó y,
por fin, pudo.
—Me saludaron amistosamente. Yo esta¬
ba alerta. Disimulé mi acento hebreo y no
dije mucho, esperando que se aburrieran y

251
se fueran. Pero siguieron estudiándome en
la penumbra. Finalmente preguntaron
quién era yo —-empezó a reírse de nuevo y
tuvo que forzarse para recobrar la compos¬
tura—. Entonces fue que les dije, “me lla¬
mo José Bakers y soy panadero. Tengo una
panadería”.
—¡No! —rugió a carcajadas Camilo.
—Me preguntaron de dónde era y les pe¬
dí que adivinaran. Uno dijo Lituania así
que lo señalé y sonreí y dije: —¡Sí! ¡Sí! Soy
José, el panadero de Lituania.
—¡Estás loco!
—Sí, pero ¿no soy un buen soldado?
—Sí.
—Me preguntaron si tenía documentos.
Les dije que estaban en la panadería. Que
había salido para dar un paseo para ver los
daños. Mi panadería sobrevivió, ya tú sabes.
—Supe eso —dijo Canuto.
—Les dije que pasaran para darles unos
buñuelos. Dijeron que podrían hacerlo y
preguntaron dónde estaba la panadería de
José. Les dije que fueran al oeste, al único
establecimiento de la ruta 50 que seguía en
pie. Les dije que a Dios debían gustarle los
buñuelos, y se rieron. Cuando me fui, les
hice señas pero pronto empezaron a seguir¬
me. Supe que tú sabrías dónde buscarme si
no estaba donde se suponía que estuviera.

252
Pero me preocupaba que si te quedabas
mucho tiempo más en los hoteles, ellos me
iban a apresar. Dios estaba cuidándonos,
como de costumbre.

—Estoy seguro que usted conoce al doc¬


tor Rosenzweig —dijo Fortunato.
—Así mismo comandante —dijo Rai¬
mundo estrechando la mano de Rosenz¬
weig.
Rosenzweig era el mismo entusiasta de
siempre, un elfo septuagenario de rasgos fa¬
ciales anchos, una faz muy surcada de arru¬
gas, y cabellos de rizos blancos indepen¬
dientes de su control.
Dijo. —¡Capitán Steele! Es un gran ho¬
nor volver a verlo. Vine a preguntarles por
su yerno, Camilo.
—Hablé con él esta mañana, y está bien
—Raimundo miró directo a los ojos de Ro¬
senzweig, con la esperanza de comunicar la
importancia de la confidencialidad. —Todos
están bien, doctor.
—¿Y el doctor Ben-Judá? —dijo Rosenz¬
weig.
Raimundo sintió que los ojos de Fortu¬
nato lo recorrían por entero.
—¿El doctor Ben-Judá?

253
—Seguro que lo conoce. Un antiguo pro¬
tegido mío. Camilo le ayudó a escapar de
fanáticos de Israel, con a ayuda del Poten,
quiero decir. Excelencia Carpatia.
León pareció complacido con que Ro-
senzweig hubiera usado el título apropiado.
Dijo: —Usted sabe cuánto piensa en usted
Su Excelencia, doctor. Prometimos hacer
todo lo que pudiéramos.
—Y ¿dónde se lo llevó Camilo? —pre¬
guntó Rosenzweig—. ¿Por qué no se ha pre¬
sentado a la Comunidad Global?
Raimundo tuvo que esforzarse por man¬
tener la compostura. —Si lo que usted dice
es verdad, doctor Rosenzweig, fue algo in¬
dependiente de mi participación. Seguí la
noticia del infortunio del rabino, y de su fu¬
ga, pero yo estaba aquí.
—Seguro que su yerno se lo diría...
—Como dije, doctor, no tengo conoci¬
miento exacto de la operación. No sabía
que la Comunidad Global estuviera involu¬
crada.
—Así pues ¿no se llevó a Zión de vuelta a
los Estados Unidos?
—Desconozco el paradero del rabino. Mi
yerno está en los Estados Unidos pero no
podría decir si está o no con el doctor Ben-
Judá.
Rosenzweig se repantigó y cruzó sus bra-

254
zos. —¡Oh, esto es horrible! Yo tenía tantas
esperanzas de saber que está a salvo. La
Comunidad Global podría brindar tanta
ayuda para protegerlo. Camilo no estaba se¬
guro del interés de Su Excelencia Carpatia
por Zión pero, con toda seguridad, que lo
demostró ayudando a encontrar a Zión y
sacándolo del país.
¿Qué le habían dicho Fortunato y Carpa¬
tia al doctor Rosenzweig?
Fortunato habló. —Como le dije, doctor,
suplimos gente y equipo para escoltar al se¬
ñor Williams y al rabino Ben-Judá hasta la
frontera israelí-egipcia. Más allá, huyeron
evidentemente en avión, saliendo de Al Ar-
ish hacia el Mediterráneo. Naturalmente
que esperábamos que nos pusieran al día,
aunque no fuera más que por tener la ex¬
pectativa de un poco de gratitud. Si el señor
Williams siente que el doctor Ben-Judá está
a salvo, dondequiera lo haya escondido, eso
nos parece bien. Sencillamente queremos
ayudar hasta que a usted e parezca que ya
no sea necesario.
Rosenzweig se inclinó hacia delante ges¬
ticulando ampliamente. —¡De eso se trata!
Detesto tener que dejarlo en las manos de
Camilo. El es un hombre ocupado, impor¬
tante para la Comunidad Global. Yo sé que
cuando Su Excelencia promete apoyo, cum-

255
pie. Y con la historia personal que usted me
contó, comandante Fortunato, bueno, ¡cla¬
ramente hay mucho, mucho más en mi jo¬
ven amigo Nicolás, perdone la familiaridad,
de lo que se ve a simple vista!
Era pasada la medianoche en el Oeste
Medio norteamericano. Camilo había pues¬
to al día a Zión tocante a Cloé. Ahora él es¬
taba hablando por teléfono con el Hospital
ArthurYoung, de Palatine. —Entiendo eso,
dígale que es Camilo, su viejo amigo.
—Señor, el paciente está estable pero
duerme. No le diré nada esta noche.
—Me urge hablar con él.
—-Ya lo dijo señor, por favor, vuelva a lla¬
mar mañana.
—Tan sólo escuche...
Clic.
Camilo apenas se fijó en el camino en
construcción que había por delante. Patinó
hasta detenerse. Un director de tráfico se
acercó.
—Lo siento señor pero voy a pararlo un
minuto aquí. Estamos rellenando una fisura.
Camilo puso el Rover en neutro y des¬
cansó su cabeza contra el cabezal del asien¬
to. —Así, ¿qué piensas, José Panadero? ¿De-
jamos que Ritz pruebe sus alas a
Minneapolis antes que le dejemos que nos
lleve de vuelta a Israel?

256
Zión sonrió por la mención de José Pa¬
nadero pero se puso serio de repente.
—¿Qué pasa? —dijo Camilo.
—Espera un momento.
Un buldózer giró por arriba, con sus lu¬
ces iluminando al Range Rover. No me ha¬
bía fijado que también te lesionaste la cabe¬
za —dijo Zión.
Camilo se sentó rápidamente y miró en
el retrovisor, —No veo nada. Eres la segun¬
da persona que esta noche dice que ve algo
en mi frente —se echó el pelo para atrás.
—¿Dónde, qué ves'?
—Mírame —dijo Zión y señaló la frente
de Camilo.
Camilo dijo. —¡Bueno, mírate tú mismo!
También tienes algo en la tuya.
Zión bajó el espejo retrovisor. —Nada
—musitó—, ahora eres tú el que hace
bromas.
—Bueno —dijo Camilo, molesto—. Dé¬
jame mirar de nuevo. Bueno, la tuya sigue
ahí, ¿La mía está ahí todavía?
Zión asintió.
—La tuya parece como algo tridimensio¬
nal ¿A qué se parece la mía?
—Lo mismo. Como una sombra o una
magulladura o, ¿cómo se dice, un relieve?
—Sí —dijo Camilo—. ¡Oye, esto es como
los rompecabezas que parecen un montón

257
de palillos hasta que los ordenas al revés, en
tu mente, y ves el trasfondo como primer
plano y al revés. En tu frente hay una cruz.
Zión pareció contemplar desesperado a
Camilo. Súbitamente dijo. —¡Sí, Camilo!
Tenemos el sello que es visible solamente a
otros creyentes.
—¿De qué hablas?
—El séptimo capítulo del Apocalipsis dice
que los siervos de Dios son sellados en sus
frentes y esto es lo que tiene que ser esto.
Camilo no se fijó en el banderillero que
le hacía señales para que siguiera. El hom¬
bre se acercó al vehículo.
—¿Qué les pasa a ustedes? ¡vamos!
Camilo y Zión se miraban uno al otro,
sonriendo estúpidamente. Se rieron y Ca¬
milo siguió manejando. Súbitamente, frenó,
—¿Qué? —dijo Zión.
—Conocí a otro creyente allá.
—¿Dónde?
—En el hospital. Un doctor negro encar¬
gado de la morgue tenía la misma señal. El
vio la mía y yo, la suya pero ninguno de no¬
sotros supimos qué estábamos viendo. Ten¬
go que llamarlo.
Zión buscó el numero. —Camilo, él se
animará mucho.
—Si puedo hablar con él, puede que ten¬
ga que volverme y buscarlo.

258
—¡No! ¿qué pasa si esos hombres CG se
dieron cuenta quién soy yo? Aunque pien¬
sen que soy José Panadero, van a querer sa¬
ber por qué salí corriendo.
—¡Está llamando!
—Hospital CG, Kenosha.
—Aló, sí, necesito hablar con el médico a
cargo de la morgue.
—El tiene su celular, señor, este es el nú¬
mero.
Camilo lo anotó y lo marcó.
—Morgue. Este es Carlos Floid.
—Doctor Floid, ¿usted es el que me dejó
entrar a la morgue esta noche para que yo
buscara a mi esposa?
—Sí, ¿tuvo suerte?
—Sí, creo que sé dónde está ella, pero...
—Estupendo, me alegro...
—Pero no es por eso que lo llamo. ¿Se
acuerda de esa marca en mi frente?
—Sí —dijo lentamente el doctor Floid.
—¡Esa es la señal de los siervos de Dios
que están sellados! Usted también tiene
una, así que sé que eres creyente, ¿correcto?
—¡Bendito sea Dios! —dijo el médico—.
Lo soy pero no creo que tenga la marca.
—No podemos ver la propia, solamente
la ven los demás.
—¡Vaya! Oh, oye, escúchame! Tu esposa
no es Mamá Pérez, ¿no?

259
Camilo se retorció. —Sí, es, ¿Por qué?
—Entonces yo sé quién eres tú, también.
Y también ellos. Tú vas manejando a Min-
neapolis. Eso les da tiempo para sacar de
allí a tu esposa.
—¿Por qué querrían hacer eso?
—Porque tienes algo o alguien que ellos
quieren... ¿sigues ahí'?
—Sí, aquí estoy. Escúchame, de hermano
a hermano, dime lo que sepas. ¿Cuándo la
van a trasladar y dónde la llevarían?
—No lo sé pero oí algo de llevar en avión
a alguien que está en la Base Aéreo Naval
de Glenview, ya tú sabes, esa vieja base ce¬
rrada que...
—Sí, sé.
—Bien tarde mañana.
—¿Estás seguro?
—Eso es lo que oí.
—Doctor, déjame darte mi número pri¬
vado. Si sabes algo más, por favor, dímelo. Y
si alguna vez necesitas algo, y lo digo de
verdad, si necesitas algo, lo que sea, pues
me lo dices.
—Gracias, señor Pérez.

Raimundo le mostró a Max el aparato


para espiar que conectaba el audífono del

260
piloto con la cabina de pasajeros. McCu-
llum silbó entre dientes. —Ray, cuando des¬
cubran esto y te encierren por el resto de tu
vida, yo negaré todo conocimiento.
—Trato hecho pero, en caso que algo me
pase antes que ellos sepan, tú sabes dónde
está.
—No, no sé —dijo Max sonriendo.
—Inventa algo para sacarnos de aquí.
Tengo que hablar con Camilo desde mi
propio teléfono.
—Podrías ayudarme mucho con las po¬
leas célicas de ese helicóptero —dijo Max.
—¿Con qué?
—Las poleas célicas. Esas que adoso al
firmamento y queme dejan pender el heli¬
cóptero levantándolo del suelo y que traba¬
jan desde abajo.
—¡Oh,esas poleas célicas! Sí, revisémoslas.

Era bien pasada la medianoche cuando


Camilo y Zión se arrastraron a la casa.
—No sé con qué voy a encontrarme en
Minneapolis—dijo Camilo—, pero tengo
que llegar allá en mejor forma de la que es¬
toy ahora. Roguemos que Ken Ritz esté
también en esto. No sé si tan siquiera de¬
biera esperar eso.

261
—Nosotros no esperamos —dijo Zión—.
Nosotros oramos.
—Entonces oremos por esto: Uno, que
Ritz esté bastante sano. Dos, que tenga un
avión que funcione. Tres, que esté en un ae¬
ropuerto del cual puede despegarse.
Camilo estaba en el piso de arriba cuan¬
do su teléfono sonó, —¡Raimundo!
Raimundo puso al día a Camilo con toda
rapidez sobre el desastre de Rosenzweig.
—Yo quiero a ese viejo búho —dijo Ca¬
milo.—, pero seguro que es ingenuo. Le re¬
petí y le repetí que no confiara en Carpatia.
El quiere a ese tipo.
—Camilo, es más que cariño lo que sien¬
te por el tipo. El cree que es divino.
—Oh, no.
Raimundo y Camilo se pusieron al día
mutuamente tocante a todo lo que había
pasado ese día. —Se me hace tan largo para
conocer a Max —dijo Camilo.
—Si estás metido en tantos problemas
como parece, Camilo, puede que nunca lo
conozcas.
—Bueno, quizá no a este lado del cielo.
Raimundo habló de Amanda. —¿Creerás
que Carpatia trató que Max pensara que
ella trabajaba para él?
Camilo no sabía qué decir. —¿Trabajar
para Carpatia? —dijo tímidamente.
262
—¡Piénsalo! La conozco como me co¬
nozco a mí mismo, y te diré otra cosa. Estoy
convencido que está viva. Ruego que pue¬
das llegar a Cloé antes que la CG. Tú ruega
que yo encuentre a Amanda.
—¿Ella no estaba en el avión que se es¬
trelló hundiéndose?
—Eso es todo lo que puedo creer —dijo
Raimundo—. Si ella estaba ahí, se murió
— Pero también voy a verificar eso.
—¿Cómo?
—Te lo diré después. No quiero saber
dónde está Zión pero tan sólo dime, ¿no lo
llevas a Minnesota, no? Si algo sale mal, no
hay forma en que desees verte obligado a
cambiarlo a él por Cloé.
—Naturalmente que no. El piensa que va
pero entenderá. No creo que nadie sepa
dónde estamos y está ese refugio del que te
hablé.
—Perfecto.

Camilo tuvo que hablar con Zión en la


mañana del miércoles para convencerlo que
no fuera con él ni siquiera a Palatine. El ra¬
bino entendió el peligro de ir a Minnesota
pero insistió en que podía ayudar a Camilo
para que sacaran a Ken Ritz del hospital.

263
—Si necesitas armar una distracción, yo
puedo ser José Panadero otra vez.
—Por más que yo disfrutara viendo eso,
no sabemos quién anda tras nuestra pista.
Ni siquiera sé si alguien ya supo que fue
Ken quien me llevó a Israel y nos sacó de
regreso. A ti y a mí. ¿Quién sabe si van a te¬
ner vigilado ese hospital? Puede que Ken no
esté ahí; todo esto puede ser una trampa.
—¡Camilo! ¿No tenemos ya suficientes
preocupaciones reales para que estés inven¬
tando más?
Zión se quedó, pero reacio. Camilo le
instó a que preparara el refugio para el ca¬
so en que las cosas salieran mal en Min-
neapolis y las fuerzas de la Comunidad
Global empezaran a rastrearlo con ahínco.
Zión transmitiría sus enseñanzas y aliento
por la Internet alos 144 mil testigos y a to¬
dos los demás creyentes clandestinos que
hubieran en el mundo. Eso irritaría a Car-
patia sin siquiera nombrar a Pedro Mat-
hews, y nadie sabía cuándo la tecnología
iba a estar tan avanzada que detectara tales
mensajes.
La jornada normalmente corta desde
Monte Prospect a Palatine era ahora un du¬
ro viaje de dos horas. El Hospital Arthur
Young había escapado de daños graves aun¬
que el resto de la zona Palatine había que-

264
dado devastada salvo escasas excepciones.
Se veía casi tan mal como Monte Prospect.
Camilo estacionó cerca de unos árboles caí¬
dos, a poco menos de cincuenta metros de
la entrada. Al no ver nada sospechoso se fue
caminando derecho para allá. El hospital
estaba lleno y atareado, y parecía que fun¬
cionaba con mayor eficiencia por tener elec¬
tricidad de un grupo auxiliar, y por no ser
un hotel de tejas rojas como los de la noche
anterior.
—Vine a ver a Ken Ritz.
—¿Usted es? —dijo una trabajadora vo¬
luntaria.
Camilo vaciló.
—Herb Katz —dijo, usando un alias que
Ken Ritz reconocería.
—¿Puedo ver alguna credencial de iden¬
tificación?
—No, no puede.
—¿Cómo?
—Mi credencial se perdió junto con mi ca¬
sa en Monte Prospect que ahora son escom¬
bros residuales del terremoto, ¿está claro?
—¿Monte Prospect? Yo perdí una herma¬
na y un cuñado ahí. Entiendo que fue don¬
de el sismo fue más fuerte.
—Palatine no luce mucho mejor.
—Estamos con poco personal pero varios
tuvimos suerte—tocó madera.

265
—Bueno, ¿qué, entonces? ¿puedo ver a
Ken?
—Veré pero mi supervisora es más brusca
que yo. Ella no ha permitido que entre nadie
sin credencial, pero le contaré su situación.
La muchacha se alejó del escritorio y
metió su cabeza por una puerta que había
tras ella. Camilo tuvo tentación de entrar
sencillamente al edificio central del hospital
y buscar a Ritz, especialmente cuando escu¬
chó la conversación.
—No, absolutamente no. Conoces las re¬
glas.
—Pero perdió su casa y su credencial y...
—Si tú no puedes decirle que no, tendré
que hacerlo yo.
La voluntaria se dio vuelta y se encogió de
hombros, disculpándose. Se sentó mientras
aparecía su supervisora, tina mujer impac¬
tante de pelo negro de casi treinta años de
edad. Camilo vio la marca en su frente y
sonrió preguntándose si ella ya se había dado
cuenta. Ella sonrió tímidamente, poniéndose
seria cuando la muchacha se dio vuelta para
mirar. —¿A quién quería ver usted, señor?
—Ken Ritz.
—Tiffany, haga el favor de mostrarle a
este caballero la sala donde está Ken Ritz
—sostuvo la mirada de Camilo, se dio vuel¬
ta y volvió a entrar a su oficina.

266
Tiffany movió la cabeza. —Siempre ha
tenido debilidad por los rubios —y acom¬
pañó a Camilo a la sala—. Tengo que ase¬
gurarme que el paciente quiera recibir visi¬
tas —dijo.
Camilo esperó en el pasillo mientras Tif¬
fany golpeaba la puerta y entraba al cuarto
de Ken. —Señor Ritz, ¿quiere recibir una
visita?
—En realidad, no—se oyó la voz áspera
pero débil que Camilo reconoció—, ¿quién
es?
—Un tal Herb Katz.
—Herb Katz. Herb Katz —parecía que
Ken estaba dando vueltas ese nombre en su
mente—. ¡Herb Katz! —dile que pase y cie¬
rra la puerta.
Cuando quedaron solos, Ken guiñó un
ojo mientras se incorporaba. Estiró una ma¬
no entubada y estrechó débilmente la de
Camilo. —Herb Katz, ¿cómo estás?
—Eso es lo que yo iba a preguntarte. Te
ves terrible.
—De nada. Me herí en la manera más
estúpida que hay pero, por favor, dime que
tienes un trabajito para mí. Tengo que salir
de aquí y ponerme a trabajar en serio. Me
voy a enloquecer, quería llamarte pero per¬
dí todos mis números de teléfono. Nadie
sabe cómo ponerse en contacto contigo.
267
—Tengo un par de cosas para que las ha¬
gas pero ¿estás como para hacerlas?
—Estaré como nuevo mañana —dijo
Ken—, sólo me golpeé la cabeza con uno
de mis propios aleroncitos fijos.
—¿Qué?
—El desgraciado terremoto llegó cuando
yo todavía andaba volando. Di círculos y cír¬
culos esperando que la cosa esa parara, casi
me estrellé cuando el sol se apagó y, por úl¬
timo, bajé aquí, en Paulwakee. No vi el crá¬
ter. Efectivamente, no pienso que haya esta¬
do ahí sino después que toqué tierra. De
todos modos, casi me pararon en seco, ape¬
nas rodé a poco más de tres kilómetros por
hora y el avión cayó de plano en ese hoyo.
Lo peor de todo fue que yo estaba bien pero
el avión no estaba anclado como yo pensé
que estaba. Salté fuera, preocupado por el
combustible y todo y deseando ver cómo es¬
taban mis demás aviones y cómo estaba la
demás gente, así que me tiré de arriba y co¬
rrí por el ala para saltar fuera del hoyo.
»Justo antes que diera mi último paso, mi
peso dio vuelta a ese pequeño Piper y la
otra ala me golpeó fuerte en la nuca. Yo es¬
taba ahí en el borde del hoyo tratando de
subir y supe que me había resbalado cayen¬
do bien en lo hondo. Estiré la otra mano,
toqué y sentí este gran trozo de cuero cabe-

268
Iludo que colgaba, suelto, y, entonces, em¬
pecé a sentirme mareado. Perdí mi asidero
y me deslicé debajo del avión. Tenía miedo
de hacer que se desplomara encima de mí,
otra vez, así que me quedé bien quieto has¬
ta que alguien vino a sacarme. Casi me de¬
sangré mortalmente.
—Te ves un poco pálido.
—¿No digo que estás de lo más alentador
hoy?
—Lo siento.
—¿Quieres verla?
—¿Verla?
—¡Mi herida!
—Sí, claro, supongo.
Ritz se dio vuelta para que Camilo pu¬
diera mirar la nuca. Camilo hizo una mue¬
ca. Era una herida tan fea como nunca ha¬
bía visto una. El tremendo pedazo de cuero
cabelludo había sido puesto en su lugar con
puntos, había sido afeitado, junto con un
par de centímetros extra como límite de la
zona lesionada.
—Me dicen que no tengo daño cerebral
así que aún no tengo excusas para ser loco.
Camilo lo puso al día de su problema y
que tenía que llegar a Minneapolis antes que
la CG hiciera una estupidez con Cloé. —Voy
a necesitar que tú me recomiendes a alguien
Ken. No puedo esperar hasta mañana.

269
—Pero cómo se te ocurre que yo te voy a
recomendar a otra persona —dijo Ken, sa¬
cándose la aguja de la perfusión intravenosa
y arrancando la venda adhesiva con que es¬
tuvo sujeta.
—Despacio, Ken, no puedo permitir
que hagas esto. Debes tener el alta bien cla¬
ra antes de...
—Olvídame, ¿quieres? Puede que tenga
que moverme más lentamente pero ambos
sabemos que sino hay trauma cerebral, hay
poco riesgo que me vaya a lesionar con más
gravedad. Me sentiré un poco incómodo,
eso es todo. Ahora, vamos, ayúdame a ves¬
tirme y a salir de aquí.
—Aprecio esto pero en realidad...
—Williams, sino me dejas hacer esto, te
odiaré por el resto de mi vida.
—Por cierto que no quiero ser responsa¬
ble de eso.
No había manera de escurrirse para salir.
Camilo abrazó a Ken y puso su mano deba¬
jo de su axila. Se movieron lo más rápido
que pudieron pero un enfermero vino co¬
rriendo.
—¡Alto, no se permite que él salga de la
cama! ¡Socorro! ¡Alguien que ayude! ¡Trai¬
gan al médico!
—Esto no es la cárcel —gritó Ken—. ¡Yo
me hospitalicé y ahora me voy!

270
Iban hacia delante por el salón de en¬
trada cuando un médico vino corriendo a
ellos. La muchacha del escritorio llamó a la
supervisora. Camilo imploró con los ojos.
La supervisora le dio una mirada fulminan¬
te pero se puso directamente frente al mé¬
dico que tropezó cuando trató de evitarla.
—Yo manejaré esto —dijo ella.
El doctor se fue con una mirada de sos¬
pecha y la voluntaria fue enviada a la far¬
macia para que trajera las medicinas receta¬
das a Ken. La supervisora susurró, —ser
creyente no te garantiza que no seas estúpi¬
do. Yo coopero para que esto suceda pero
mejor es que sea necesario.
Camilo movió la cabeza en señal de agra¬
decimiento.
Una vez en el Rover, Ken se sentó quie¬
to, acunando suavemente su cabeza con sus
dedos. —¿Estás bien? —preguntó Camilo.
Ritz asintió. —Llévame a Paulwakee.
Tengo una bolsa con cosas ahí que ellos me
guardan. Y tenemos que llegar a Waukegan.
—¿Waukegan?
—Sí, Mi jet Lear fue maltratado allí pero
está bien, el único problema es que se desa¬
parecieron los hangares. Los tanques de
combustible del Lear están bien, eso me di¬
cen. Claro que hay un problema.
—Me callo.
271
—Las pistas.
—¿Qué pasa con ellas?
—Evidentemente no existen más.
Camilo iba manejando a la mayor veloci¬
dad que podía. Una ventaja de no tener ca¬
minos era que podía manejar de un lugar a
otro como vuelan los pájaros. —¿No puedes
despegar un jet Lear sin tener pavimento
por debajo?
—Nunca antes tuve que preocuparme de
eso. Pero lo averiguaremos, ¿no?
—Ritz, estás más loco que yo.
—Ah, eso está por verse. Cada vez que
ando contigo tengo la seguridad que harás
que me maten —Ritz se cayó un momen¬
to—. Entonces, hablando de que lo maten a
uno, tú sabes que no te estaba llamando
porque necesitara trabajo.
¿No?
—Leí tu artículo, aquel sobre la “ira del
Cordero”, en tu revista.
—¿Qué te parece?
—Mala pregunta. No es lo que pensé
cuando lo leí que, francamente, no fue gran
cosa; quiero decir, siempre me ha impresio¬
nado lo que escribes.
—No sabía eso.
—Bueno, llévame a juicio. No quería que
te envanecieras. De todos modos, no me
gustaba ninguna de las teorías que fabricas-

272
te. Y, no, no creía que íbamos a sufrir la ira
del Cordero pero lo que debieras preguntar
es qué pienso ahora de eso.
—Bueno, habla.
—Bueno, el tipo tendría que estar de¬
mente para pensar que el primer terremoto
mundial de la historia de la humanidad fue
una coincidencia después que lo predijiste
en tu artículo.
—Oye, yo no predije nada. Fui totalmen¬
te objetivo.
—Lo sé pero tú y yo hablamos de esto
antes, así que yo sabía de dónde partiste.
Hiciste que pareciera como si todos estos
eruditos de la Biblia sólo estuvieran opinan¬
do más para juntar cosas contra los invaso¬
res del espacio y los chiflados de las conspi¬
raciones. Entonces, bang, bang, mi cabeza
se parte en dos y, de repente, el único tipo
que sé que es más loco que yo es aquel que
tiene todo entendido clarito.
—Así, pues, querías ponerte en contacto
conmigo, bueno, heme aquí.
—Bueno porque me imagino que si era
la ira del Cordero eso por lo que acaba de
pasar el planeta, mejor es que trabe amistad
con ese Cordero.
Camilo siempre pensó que Ritz era dema¬
siado inteligente como para no captar todas
las señales, y dijo. —En eso puedo ayudarte.

273
—Me imaginé que podrías.
Era cerca del mediodía cuando Camilo
salió de la trinchera que estaba donde estu¬
vo el Green Bay Road (Camino de la Bahía
Verde), y manejó despacio por la reja acha¬
tada, y dando la vuelta a las luces de aterri¬
zaje amontonadas del aeropuerto de Wau-
kegan. Las pistas no solo se habían
hundido u retorcido sino que estaban tira¬
das de punta a punta en forma de grandes
trozos.
Ahí, en uno de los pocos espacios abier¬
tos estaba el jet Lear de Ken Ritz, evidente¬
mente nada mal para volar.
Ritz se desplazaba lentamente pero pudo
hacer que el avión carreteara diestramente
entre los obstáculos llegando a la bomba de
combustible.
—Con el tanque lleno, el avión nos lle¬
vará a Minneapolis de ida y vuelta más de
una vez.
—La cosa es ¿con cuánta rapidez? —dijo
Camilo.
—Menos de una hora.
Camilo miró su reloj. —¿De dónde vas a
despegar?
—Está ondulada pero desde la cabina vi
un trozo a través de Wadsworth, en el cam¬
po de golf, que parece ser nuestra mejor op¬
ción.

274
—¿Cómo vas a pasar el camino y cruzar
por esos matorrales?
—Oh, lo haremos pero va a llevar más
tiempo que volar a Minneapolis. Tú harás la
mayor parte del trabajo. Yo timonearé el
avión y tú limpias el camino. No será nada
fácil.
—Machetearía mi camino a Minneapolis
si tuviera que hacerlo —dijo Camilo.

275
Once

R aimundo estaba aprendiendo a es¬


tar gozoso en medio del pesar. Su
corazón le decía que Amanda esta¬
ba viva. Su mente le decía que estaba
muerta. Su mente y su corázón no acepta¬
ban la traición de ella a él y al Comando
Tribulación y, en ultima instancia, a Dios
mismo.
Raimundo estaba tan agradecido por la
conversión de Max aún con sus emociones
contradictorias y el torbellino espiritual, co¬
mo lo había estado por la propia, la de Cloé
y la de Camilo. ¡Y por el tiempo elegido por
Dios para poner Su marca en los Suyos!
Raimundo estaba ansioso por saber qué
opinaba de eso Zión Ben—Judá.
Era tarde ya en aquella noche de miér¬
coles en Nueva Babilonia. Raimundo y
Max habían trabajado lado a lado todo el
día. Raimundo le había contado toda la
historia del Comando Tribulación y cada
uno de los relatos de las conversiones de
sus miembros. Max parecía intrigado en
especial por la inicial provisión divina de
un pastor/maestro/mentor como Bruno
276
Barnes. Luego, después de la muerte de
Bruno, Dios envió un nuevo líder espiri¬
tual dotado de una pericia bíblica aun ma¬
yor.
—Dios nos ha demostrado que es perso¬
nal, Max —dijo Raimundo—. El no respon¬
de siempre nuestras oraciones en la forma
que pensamos sino que hemos aprendido
que Él sabe lo óptimo. Tenemos que ser
cuidadosos para no pensar que todo lo que
sentimos profundamente es necesariamente
verdadero.
No entiendo —dijo Max.
—Por ejemplo, no puedo desprenderme
de la sensación de que Amanda vive aún.
Pero no puedo jurar que esto venga de
Dios—Raimundo vaciló, súbitamente so¬
brecogido—. Quiero asegurarme que si re¬
sulta que estoy equivocado, no lo dirijo
contra Dios.
Max asintió. —No puedo imaginarme te¬
ner nada contra Dios pero entiendo qué
quieres decir.
Raimundo estaba emocionado con el
hambre de aprender que tenía Max, y le
mostraba dónde podía encontrar en la In¬
ternet las enseñanzas y los sermones de
Zión con sus comentarios de los mensajes
de Bruno Barnes, especialmente su gráfico
de los últimos tiempos donde iba marcando

277
el lugar dónde él creía que se hallaba la
iglesia en la secuencia de los siete años de la
tribulación.
Max estaba fascinado con las pruebas
que apuntaban a Nicolás Carpatia como el
anticristo. —Pero esta ira del Cordero y la
luna convirtiéndose en sangre me conven¬
cieron con toda seguridad si es que otra co¬
sa más no lo hizo.
En cuanto terminaron los planes de ruta,
Raimundo le envió un correo electrónico
con su itinerario a Camilo. Después de re¬
coger a Pedro Mathews en Roma, él y Max
lo iban a llevar, junto con León, a Dallas a
recoger a un ex senador por Texas que era
el recientemente instalado embajador de los
Estados Unidos de Norteamérica ante la
Comunidad Global.
—Uno tiene que preguntarse, Max, si es¬
te tipo soñó alguna vez, cuando se metió en
política, con que un día sería uno de los
diez reyes que profetiza la Biblia.
Poco más de la mitad del aeropuerto Da¬
llas/Fort Worth estaba operativo todavía, y
el resto estaba siendo reedificado rápida¬
mente. La reconstrucción en todo el mun¬
do se asociaba, para Raimundo, con un rit¬
mo que mareaba. Era como si Carpatia
hubiera sido un estudioso de la profecía y,
aunque insistía en que los sucesos no eran

278
lo que parecían, estaba demostrando que
estaba preparado para reedificar de inme¬
diato.
Raimundo sabía que Carpatia era mor¬
tal, de todos modos, se preguntaba si el
hombre dormía alguna vez. Veía a Nicolás
en el complejo a toda hora, siempre de traje
y corbata, los zapatos lustrados, la cara afei¬
tada, el pelo bien peinado. Era asombroso.
A pesar del horario que seguía, se enojaba
solamente cuando le servía para sus fines.
Habitualmente era gregario, sonriente y da¬
ba confianza. Cuando era apropiado fingía
pena y simpatía. Buen mozo y encantador,
era fácil entender cómo podía engañar a
tantos.
Temprano en esa tarde Carpatia había
transmitido en vivo un discurso por la tele¬
visión y la radio globales. Le dijo a las ma¬
sas:
—Hermanos y hermanas de la Comuni¬
dad Global, me dirijo a ustedes desde Nue¬
va Babilonia. Como ustedes, en la tragedia
perdí a muchos seres queridos, amigos
amados, socios leales. Por favor, acepten mi
simpatía más profunda y sincera por las
pérdidas de ustedes y a cuenta de la admi¬
nistración de la Comunidad Global.
»Nadie hubiera predicho este acto alea¬
torio de la naturaleza, el peor de la historia

279
que haya golpeado al planeta. Estábamos
en las etapas finales de nuestro esfuerzo de
reconstrucción, siguiendo la lucha contra
una minoría resistente. Ahora, como con¬
fío que ustedes han presenciado donde¬
quiera que estén, la reedificación ya ha
empezado.
»Nueva Babilonia llegará a ser, dentro de
muy corto tiempo, la ciudad más magnífica
que haya visto el mundo. La nueva capital
internacional de ustedes, será el centro de
la banca y del comercio, las oficinas centra¬
les de todas las agencias de gobierno de la
Comunidad Global y, llegará la hora, en
que sea la nueva Ciudad Santa donde se
r

reinstalará la Unica Fe Mundial Enigma


Babilonia.
»Será mi placer darles la bienvenida a
esta bella ciudad. Dennos unos pocos me¬
ses más para terminar y, entonces, planifi¬
quen una peregrinación. Todo ciudadano
debe tener como meta de su vida vivir esta
nueva utopía y ver el prototipo para cada
ciudad.
Raimundo y Max habían mirado la tele¬
visión, junto con un par de cientos de em¬
pleados CG, que estaba en un rincón del
comedor. Nicolás, en un estudio pequeño al
final del pasillo, había pasado un disco de
realidad virtual que paseó al televidente por

280
toda la ciudad nueva, brillando como si ya
estuviera completa. Mareaba e impresiona¬
ba.
Carpatia señaló expresamente cada cosa
nueva de alta tecnología que conocía el ser
humano, estando cada una fundida con la
bella metrópolis nueva. Max susurro:
—Con estas espirales doradas parece co¬
mo los antiguos retratos del cielo de la es¬
cuela dominical.
Raimundo asintió: —Bruno y Zión dicen
que el anticristo sólo falsifica lo que hace
Dios.
Carpatia terminó con una alocución ani¬
madora muy vivaz:
—Como ustedes son sobrevivientes ten¬
go la confianza inmutable en el impulso y la
determinación de ustedes, y su compromiso
para trabajar juntos, para nunca rendirse,
para ponerse hombro con hombro y reedifi¬
car nuestro mundo.
»Me siento humilde para servirles y les
prometo que daré todo lo mío en la medida
en que ustedes me permitan este privilegio.
Ahora, permitan que tan sólo agregue que
estoy consciente de que muchos se han
confundido con los sucesos recientes debi¬
do a reportajes especulativos de una de
nuestras publicaciones de la Comunidad
Global. Aunque parezca que el terremoto
281
mundial coincidió con la así llamada ira del
Cordero, permitan que aclare esto. Los que
creen que este desastre fue cosa de Dios
también son los que creen que las desapari¬
ciones de hace casi dos años, fueron de per¬
sonas arrebatadas al cielo.
»Naturalmente todo ciudadano de la Co¬
munidad Global tiene la libertad de creer lo
que quiera y ejercer esa fe en cualquier for¬
ma que no infrinja la misma libertad de los
demás. El tema de la única Fe Mundial
Enigma Babilonia, es libertad y tolerancia
religiosa.
»Por esa razón, detesto criticar las creen¬
cias ajenas pero ruego tengan sentido co¬
mún. No le quito a nadie el derecho a creer
en un dios personal. Sin embargo, no logro
entender cómo un dios que describen justo
y amante decida caprichosamente quién es
o no es digno del cielo y ejecute esa deci¬
sión en lo que ellos dicen es “en un abrir y
cenar de ojos”.
»¿Ha vuelto este mismo dios amante lue¬
go de dos años a poner su rúbrica en esto?
r 'v •

¿El expresa su ira a los desdichados que de¬


jó atrás devastando su mundo y matando
un enorme porcentaje de ellos? —Carpatia
sonrió con condescendencia—. Les pido
con humildad a los devotos creyentes en tal
Ser Supremo que me perdonen si he retra-

282
tado mal a su dios pero cualquier ciudada¬
no que piense se da cuenta que este retrato
sencillamente no sirve.
»Así, pues, hermanos y hermanas míos,
no le echen la culpa a Dios por lo que esta¬
mos soportando. Véanlo sencillamente co¬
mo unos de los crisoles de la vida, una
prueba para nuestro espíritu y voluntad,
una oportunidad para mirarnos por dentro
y recurrir a ese manantial profundo de bon¬
dad con que nacimos. Trabajemos juntos
para hacer de nuestro mundo un fénix pla¬
netario que se levante de las cenizas de la
tragedia para llegar a ser la sociedad más
grandiosa que se haya conocido. Me despi¬
do con buena voluntad hasta que vuelva a
hablar con ustedes.
Cuando los empleados de la Comunidad
Global que había en la mezanina se para¬
ron, dando vivas y aplaudiendo, Raimundo
y Max se pararon sólo para evitar ser nota¬
dos. Raimundo notó que Max miraba fija¬
mente a la izquierda.
—¿Qué? —dijo Raimundo.
—Un momento —dijo Max. Raimundo
estaba por irse cuando todos se sentaron de
nuevo, todavía pegados al televisor—. Me
fijé que alguien más se demoró en pararse
—susurró Max—. Un joven. Trabaja en co¬
municaciones, creo.

283
Todos se habían vuelto a sentar porque
había un mensaje en pantalla que decía:
“Por favor quédense para el Comandante
Supremo, León Fortunato”.
Fortunato no tenía una figura tan impre¬
sionante como la de Carpatia pero tenía un
rostro televisivo dinámico. El llegaba a la
gente como si fuera amistoso y accesible,
humilde aunque directo, pareciendo que
miraba directo a los ojos del interlocutor.
Contó la historia de su muerte en el terre¬
moto y la resurrección hecha por Nicolás,
agregando que: —Solamente lamento que
no hubiera testigos aunque sé que lo que
viví, y creo de todo corazón que este don
que posee nuestro Potentado Supremo será
usado públicamente en el futuro. Un hom¬
bre dotado de tal poder es digno de un tí¬
tulo nuevo. Sugiero que de ahora en ade¬
lante se le diga Su Excelencia Nicolás
Carpatia. Ya he instituido este procedi¬
miento en el gobierno de la Comunidad
Global e insto a todos los ciudadanos que
amen y respeten a nuestro líder a que así lo
cumplan.
»Como ustedes bien saben, Su Excelen¬
cia nunca requerirá, ni siquiera pedirá un
título como este. Aunque fue reacio a parti¬
cipar en el liderazgo, ha expresado su vo-
v

luntad de dar su vida por sus conciudada-

284
nos. Aunque nunca insistirá tocante a la de¬
ferencia apropiada, yo se las solicito.
»No he consultado a Su Excelencia sobre
lo que voy a decirles y solamente espero
que él lo acepte con el espíritu con que se
lo ofrezco y no sea avergonzado. La mayoría
de ustedes no podían saber que él está pa¬
sando por un dolor personal muy fuerte.
—No puedo creer a dónde piensa ir a pa¬
rar con esto —musitó Raimundo.
—Nuestro líder y su novia, el amor de su
vida, anticipan gozosos el nacimiento de su
hijo dentro de los próximos meses pero la
futura señora Carpatia está actualmente de¬
saparecida. Ella estaba por regresar de los
Estados Unidos de Norteamérica, donde
fue a visitar a su familia, cuando el terremo¬
to imposibilitó los viajes internacionales. Si
alguien conoce el paradero de la señorita
Patty Durán, por favor, entregue esa infor¬
mación al representante local de la Comu¬
nidad Global tan pronto como le sea posi¬
ble. Gracias.
Max se las compuso para acercarse al jo¬
ven que había estado observando. Raimun¬
do volvió al Cóndor 216 y estaba cerca de
las gradas cuando Max lo alcanzó.
—Raimundo, este chico tiene la marca
en su frente. Cuando dije que sabía que era
creyente, se puso blanco. Le mostré mi

285
marca, le hablé de ti y de mí, y casi lloró. Se
llama David Jasid y es un judío de Europa
Oriental que se unió a la Comunidad Glo¬
bal porque estaba impresionado con Carpa-
tia. Ha estado navegando por la Internet
durante seis meses y, oye bien esto, conside¬
ra que Zión Ben—Judá es su mentor espiri¬
tual.
¿Cuándo fue convertido en creyente?
—Hace unas pocas semanas pero no está
listo para darlo a conocer. Estaba convenci¬
do que aquí era el único. Dice que Zión pu¬
so algo en la Internet que se llama “El Ca¬
mino Romano” a la salvación. Supongo que
todos los versículos vienen de la Carta a los
Romanos. De todos modos, quiere cono¬
certe. No puede creer que conozcas perso¬
nalmente a Zión Ben—Judá.
—Cuando quieras. Probablemente le
consiga un autógrafo al muchacho.

No costó mucho cruzar con el jet Lear


de Ken Ritz por el destrozado aeropuerto
de Waukegan hasta llegar al desorden que
antes fuera el camino Wadsworth. Camilo
iba manejando cerca de Ken mientras éste
llevaba al avión en carreteo lento hasta
donde había que quitar, romper o rellenar

286
una pila de escombros y basura o trozos de
concreto o una trinchera abierta en la tie¬
rra. Las herramientas que había hallado
Camilo no estaban diseñadas para lo que él
hacía pero sus músculos doloridos y sus
manos callosas le decían que iba avanzan¬
do.
La parte complicada fue cruzar el cami¬
no Wadsworth para llegar al campo de golf.
Para empezar había una tremenda zanja.
—No es lo mejor que se le puede hacer a
un Lear —dijo Ken—, pero pienso que
puedo meterme rodando ahí y subir para
salir. Va a necesitarse nada más que el em¬
puje correcto del momento de inercia y ten¬
go que pararlo en pocos metros.
El pavimento se había doblado por lo
menos dos metros y medio, quedando en
una pendiente tan aguda que un vehículo
no podía tener el ángulo correcto para pa¬
sar por ahí. —¿Dónde vamos desde ahí?
—preguntó Camilo.
—Toda acción origina una reacción, ¿co¬
rrecto? —dijo crípticamente Ken—. Donde
hay un hundimiento tiene que haber un le¬
vantamiento en alguna parte. ¿Cuánto ten¬
dremos que alejarnos hacia el oriente hasta
que podamos cruzar?
Camilo trotó unos doscientos metros an¬
tes de ver una partidura enorme en el pavi-

287
mentó. Si Ritz podía llegar tan lejos con el
avión, impidiendo que el ala izquierda toca¬
ra el pavimento doblado y la rueda derecha
no cayera en la zanja, podría virar a la iz¬
quierda cruzando el camino. Luego de
guiar a Ken para que se metiera y saliera de
la zanja, Camilo tendría que quitar una reja
y unos matorrales que bloqueaban el cam¬
po de golf.
Ritz pasó fácilmente la primera zanja pe¬
ro teniendo cuidado de detenerse ante la
elevación del pavimento y tuvo que hacer
rodar para atrás al avión. En el nadir de la
zanja no podía salir retrocediendo y pasó
un momento complicado para seguir ade¬
lante. Finalmente pudo hacerlo pero saltó
fuera para darse cuenta que se le había do¬
blado el tren de aterrizaje delantero. —No
debiera afectar a nada pero no quisiera ate¬
rrizar muchas veces con esto.
Camilo no se sentía seguro para nada.
Caminaba delante mientras Ritz iba carre¬
teando hacia el oriente por la franja de se¬
guridad del camino. Ken vigilaba el ala iz¬
quierda con un ojo, manteniéndola a corta
distancia del bulto del pavimento, mientras
que Camilo vigilaba la rueda derecha ase¬
gurándose que no se deslizara en la zanja.
Una vez que cruzaron el camino, tuvie¬
ron que ir sube y baja por la otra zanja. Ken

288
metiendo los frenos de nuevo para no cho¬
car la reja. Empezó a ayudar a Camilo a
quitar cosas del camino pero cuando empe¬
zaron a arrancar los arbustos, tuvo que sen¬
tarse.
—Guarda fuerzas-dijo Camilo—, yo
puedo hacer esto.
Ritz miró su reloj. —Mejor te apuras. ¿A
qué hora quieres estar en Minneapolis?
—No mucho después de las tres. Mi
fuente dice que los chicos de la CG llegan
tarde esta misma tarde desde Glenview.

Cuando Raimundo y Max terminaron


con el Cóndor, Raimundo dijo: —Déjame
salir primero. No deben vernos siempre
juntos a nosotros. Tú necesitas que los jefes
te tengan confianza.
Raimundo estaba cansado pero anhelan¬
te de dejar atrás el largo viaje y volver para
realizar su expedición de buceo. Oraba que
su intuición fuera correcta y que no encon¬
trara a Amanda en ese avión naufragado.
Entonces exigiría saber qué bahía hecho
Carpatia con ella. En la medida en que ella
estuviera viva y él pudiera llegar a ella, no se
preocupaba por el decir ridículo que ella
fuera una traidora.

289
Un oficial saludó a Raimundo cuando
éste llegó a sus habitaciones.
—Su Excelencia desea verlo señor.
Raimundo le agradeció enmascarando su
disgusto. El había disfrutado un día sin
Carpatia. Su desencanto aumentó al doble
cuando supo que Fortunato también estaba
en la oficina de Carpatia. Evidentemente
ellos no necesitaban mostrar su cordialidad
servil de costumbre. No se paró para salu¬
darlo ni darle la mano. Carpatia señaló una
silla y se refirió a una copia del itinerario de
Raimundo.
—Veo que ha programado una escala de
veinticuatro horas en América del Norte.
—Necesitamos ese tiempo en tierra para
el avión y los pilotos.
—¿a ver a su hija y su yerno?
—¿Por qué?
—No digo que su tiempo personal sea
cosa mía —dijo Carpatia—, pero necesito
un favor.
—Escucho.
—Es lo mismo que discutimos, antes del
terremoto.
—Patty.
—Sí.
—Entonces, usted sabe dónde está —dijo
Raimundo.
—No, pero supongo que usted sí.

290
—¿Cómo lo iba a saber yo si usted no lo
sabe?
Carpatia se puso de pie. —¿Es hora de
sacarse los guantes, capitán Steele? ¿Piensa
realmente que yo pudiera manejar el go¬
bierno internacional sin tener ojos y oídos
en todas partes? Tengo fuentes que usted ni
siquiera podría imaginarse. Usted no cree
que yo sé que la última vez que usted y la
señorita Durán volaron a América del Nor¬
te, lo hicieron en el mismo avión?
—Señor, no la he visto desde entonces.
—Pero ella estuvo relacionándose con su
gente. ¿Quién sabe con qué le pudieron ha¬
ber llenado la cabeza? Se suponía que ella
hubiera vuelto hace mucho. Usted tenía un
cometido. Sea lo que sea que ella estuviera
haciendo allá, perdió su vuelo original, y sa¬
bemos que entonces estaba viajando con su
esposa.
—Eso era lo que también tenía entendi¬
do.
—Ella no subió a ese avión, capitán Stee¬
le. Si lo hubiera hecho, como usted bien sa¬
be, ella ya no sería un problema.
—¿Ella es un problema otra vez?
Carpatia no contestó. Raimundo conti¬
nuó: —Vi su transmisión y me dio la impre¬
sión que usted estaba desesperado por su
novia.

291
—No dije eso.
—Yo lo hice —dijo Fortunato— lo hice
por mi cuenta.
—Oh —dijo Raimundo—. Eso es correc¬
to. Su Excelencia no tenía idea que usted le
iba otorgar la divinidad y, luego, exagerar su
inquietud por la novia perdida.
—No sea ingenuo, capitán Steele —dijo
Carpatia—. Todo lo que quiero es que sos¬
tenga esa conversación con la señorita Du-
rán.
—La conversación en que le digo que
puede conservar el anillo, vivir en Nueva
Babilonia y, entonces... ¿y qué era tocante
al bebé?
—Voy a suponer que ella ya hizo la deci¬
sión correcta, y usted puede asegurarle que
yo pagaré todos los gastos.
—¿Del niño durante toda su vida?
—Esa no es la decisión a la que me refe¬
ría —dijo Carpatia.
—Sólo para estar muy claro, entonces,
¿usted pagará por el asesinato del bebé?
—No sea malhablado Raimundo. Es un
procedimiento simple y seguro. Solamente
transmita mi mensaje. Ella entenderá.
—Créalo o no, no sé dónde está pero si
transmito su mensaje, no puedo garantizar
que ella tome la decisión que usted quiere.
V

¿Qué pasa si decide tener el bebé?


292
Carpatia movió la cabeza. —Debo ter¬
minar esta relación pero no terminará bien
si hay un bebé.
—Entiendo —dijo Raimundo.
—Entonces, estamos de acuerdo.
—No dije eso. Dije que entendía.
—¿Entonces, le va a hablar?
—No tengo idea de su paradero o de su
bienestar.
—¿Podría haberse perdido en el terre¬
moto? —dijo Carpatia, iluminándose sus
ojos.
—¿No sería esa la mejor solución? —su¬
girió Raimundo con disgusto.
—En realidad, sí —dijo Carpatia—. Pero
mis contactos creen que ella esta escon¬
diéndose.
—Y usted piensa que yo sé dónde.
—Ella no es la única persona en el exilio
con la cual usted tenga una conexión, capi¬
tán Steele. Tales influencias lo conservan
fuera de la cárcel.
Raimundo estaba divirtiéndose. Carpa¬
tia lo había sobrestimado. Si Raimundo
había creído que albergar a Zión y a Patty
le daría un buen juego, hubiera podido ha¬
cerlo intencionalmente. Pero Patty andaba
por cuenta propia y Zión era cosa de Ca¬
milo.
Sin embargo, salió de la oficina de Car-

293
patia esa noche con una ventaja transitoria,
según el mismo enemigo.

Camilo estaba sudoroso y exhausto


cuando finalmente se ató en el asiento al la¬
do de Ken Ritz. El avión estaba en la punta
sur del campo de golf, que se había soltado
y enrollado con el terremoto. Ante ellos ya¬
cía un largo pedazo de terreno pastoso y
ondulado.
—Realmente deberíamos caminar ahí y
ver si es tan sólido como parece —dijo
Ken—, pero no tenemos tiempo.
Camilo no protestó contrariando su jui¬
cio. Pero Ken seguía ahí mirando fijo.
—No me gusta —-dijo por fin—. Parece
suficientemente largo y sabremos de inme¬
diato si es sólido. La cuestión es, ¿podré
acelerar lo suficiente para elevarme en el ai¬
re?
—¿Puede abortar la maniobra si no lo lo¬
gras?
—Puedo probar.
Cuando Ken Ritz probaba era mejor que
cualquier otra persona que prometiera Ca¬
milo dijo: —Hagámoslo.
Ritz calentó los motores y fue aumentan-
do paulatinamente la velocidad. Camilo

294
sintió que su pulso se aceleraba mientras
iban pasando por los lomos de la pista, con
los motores rugiendo. Ken metió a fondo el
acelerador y dio toda la potencia de ascen¬
sión. La fuerza apretó a Camilo contra su
asiento pero cuando se preparaba para el
despegue, Ritz desaceleró.
Ritz movió la cabeza. —Tenemos que es¬
tar a máxima velocidad por los alerones. Yo
sólo estaba a tres cuartos —viró y llevó el
avión para atrás diciendo—, sólo tengo que
empezar más rápido. Es como accionar el
embrague. Si giras no aceleras rápido. Si lo
pulsas liviano para obtener lo preciso, tienes
la oportunidad.
Nuevamente fue lento el rodaje inicial
pero esta vez Ken dio potencia lo más rápi¬
do que pudo. Casi despegaron del suelo
mientras iban saltando lomos y montones
que había en el suelo. Llegaron a la zona li¬
sa a lo que parecía ser el doble de la veloci¬
dad de antes. Ken gritó por el intercomuni-
cador: —¡Ahora estamos bien, nené!
El jet Lear despegó como un balazo y
Ken lo maniobró en forma tal que se sentía
como si estuvieran subiendo en línea recta.
Camilo estaba aplastado contra el respaldo
del asiento, incapaz de moverse. Apenas
podía respirar pero cuando lo hizo dejó es¬
capar una exclamación y Ritz se rió. —¡Si

295
no me muero de este dolor de cabeza, te
voy a llevar a la iglesia con toda puntuali¬
dad!
El teléfono de Camilo sonaba. Tuvo que
imponerse a su mano para sacarlo, tan po¬
tente era la fuerza de la gravedad.
—¡Aquí habla Camilo! —gritó.
Era Zión. —¿Todavía estás en el avión?
—preguntó.
—Acabamos de despegar pero vamos a
poner buen tiempo.
Camilo le contó a Zión sobre la herida
de Ken y de la salida del hospital.
—El es asombroso —dijo Zión— Escu¬
cha, Camilo, acabo de recibir un e—mail de
Raimundo. El y su copiloto descubrieron
que uno de los testigos judíos trabaja preci¬
samente en el refugio. Un muchacho joven.
Le voy a mandar un e—mail personal. Aca¬
bo de poner uno en un boletín central que
es resultado de varios días de estudio y de
escribir. Léelo cuando tengas oportunidad.
Lo llamo “La venidera cosecha de almas” y
concierne a los 144.000 testigos, que ellos
ganen muchos millones para Cristo, el sello
visible, y lo que podemos esperar en mate¬
ria de juicios durante el próximo año o algo
así.
—¿Qué podemos esperar?
—Léelo en la Internet cuando vuelvas. Y,
296
por favor, háblale a Ken sobre llevarnos a
Israel.
—Ahora eso parece imposible —dijo Ca¬
milo—. ¿No te dijo Raimundo que la gente
de Carpatia dice que te ayudaron a escapar
para que ellos pudieran reunirse contigo?
—¡Camilo! Por un tiempo Dios no dejará
que nada me suceda. Siento una responsa¬
bilidad enorme para con el resto de los tes¬
tigos. ¡Llévame a Israel y deja mi seguridad
en las manos del Señor!
—Tienes más fe que yo, Zión —dijo Ca¬
milo.
—Entonces empieza a trabajar en la tu¬
ya, hermano mío.
—Ora por Cloé —dijo Camilo.
—Constantemente —dijo Zión—. Por
todos ustedes.
Menos de una hora después Ritz hablaba
por radio a Minneapolis pidiendo instruc¬
ciones para el aterrizaje y pidió que lo co¬
municaran con una agencia de alquiler de
vehículos. Con la escasez de personal y ve¬
hículos, los precios se habían duplicado. Sin
embargo, había automóviles disponibles y le
dieron instrucciones para llegar al hospital
de la Comunidad Global.
Camilo no tenía idea de lo que podría
encontrar allí. No lograba imaginarse un
acceso fácil ni la posibilidad de sacar a
297
Cloé. No se esperaba que los funcionarios
de la CG se encargaran de custodiarla sino
hasta bien entrada esta tarde pero, con toda
seguridad, que ya estaba con guardias apos¬
tados. Deseaba tener algún indicio de su sa¬
lud. ¿Sería prudente moverla? ¿Debiera has¬
ta secuestrarla si podía?
—Ken, si estás de acuerdo yo podría usar¬
te a ti y la herida de tu loca cabeza como una
distracción. Puede que ellos estén alertados
de mí y me busquen, espero que no tan
pronto, pero, de todos modos, no creo que
nadie nos haya relacionado contigo.
—Espero que hables en serio, Camilo
—dijo Ken—, porque me encanta actuar.
Además tú eres uno de los buenos mucha¬
chos. Hay alguien que cuida de ti y tus ami¬
gos.
Justo en las afueras de Minneapolis, se le
informó a Ritz que el tráfico aéreo era más
nutrido de lo esperado y que lo pondrían en
patrón de aterrizaje por otros diez minutos
más.
—Entendido; tengo un poco de emer¬
gencia aquí. Nada de vida o muerte pero un
pasajero de este avión tiene una herida gra¬
ve en la cabeza.
—Entendido, Lear. Veremos si podemos
adelantarlo un par de lugares. Infórmenos
si su situación varía.
298
—Muy astuto —dijo Camilo.
Cuando se dio pase libre, por fin, a Riz,
para que aterrizara al jet Lear, ladeado en pi¬
cada por la terminal que, evidentemente, fue
blanco de daños grandes por el terremoto. La
reconstrucción había comenzado pero toda la
operación, desde los mostradores de control
de pasajes a las agencias que arriendan auto¬
móviles, estaban ahora albergados en unida¬
des móviles. Camilo estaba estupefacto con la
intensa actividad en un aeropuerto que sola¬
mente tenía dos pistas operando.
El jefe de control corrió a campo traviesa
y se disculpó por no tener hangar donde po¬
ner el jet Lear. Aceptó la promesa de Ken de
no dejar el avión más de veinticuatro horas.
—Espero que no —susurró Camilo.
Ritz carreteó el avión hasta la proximi¬
dad de una de las viejas pistas donde había
maquinaria pesada moviendo enormes can¬
tidades de tierra. Estacionó el Lear alineado
con todo, desde los Piper Cubs monomoto-
res a los Boeing 727. No podían haber esta¬
cionado más lejos de las agencias de alqui¬
ler de automóviles y seguir en el terreno
propio del aeropuerto.
Ken se doblaba, boqueaba y se movía
con lentitud instando a Camilo a apresurar¬
se en avanzar pero Camilo temía que Ken
se desmayara.

299
—Todavía no te pongas a actuar tu papel
de viejo herido —embromó Camilo—, por
lo menos espera que lleguemos al hospital.
—Si me conocieras —dijo Ritz—, Sabrías
que esto no es actuación.
—No creo esto —dijo Camilo cuando
por fin llegaron a la zona de alquiler de au¬
tomóviles y se encontraron al final de una
larga línea—. Parece como que ellos están
mandando a la gente al otró lado del esta¬
cionamiento de automóviles.
Ken, varios centímetros más alto que Ca¬
milo, se puso de puntillas y atisbo a la dis¬
tancia. —Tienes razón —dijo—. Y puede
que tengas que ir a conseguir el automóvil y
vuelvas a buscarme. No puedo seguir cami¬
nando más.
Al acercarse al frente de la fila, Camilo le
dijo a Ritz que arrendara el automóvil con
su tarjeta de crédito y él se lo reembolsaría.
—No quiero que mi nombre ande por todo
el Estado, en caso que la CG piense en revi¬
sar los alrededores.
Ritz azotó su tarjeta contra el mostrador.
Una joven la miró con detenimiento.
—Ahora estamos limitados a los compac¬
tos. ¿Será aceptable?
—¿Qué pasa si digo que no, mi querida?
Ella hizo muecas. —Es todo lo que tene¬
mos.

300
Entonces, ¿qué diferencia tiene si
aceptable o no?
—Entonces, ¿lo quiere?
—No tengo alternativa. ¿Solamente que
cuán subcompacto es este cacharro?
Ella le pasó una tarjeta brillosa desde el
otro lado del mostrador y señaló la fotogra¬
fía del automóvil más pequeño.
—Vaya, qué cosa —dijo Ritz—, apenas
tiene lugar para mí, ni siquiera pensar en mi
hijo aquí presente.
Camilo luchó por contener una sonrisa. La
muchacha empezó a llenar formularios, cla¬
ramente cansada de Ritz y su palabrería vana.
—¿Esa cosa tiene siquiera un asiento tra¬
sero?
No, en realidad no. Hay poco espacio
entre los asientos y ahí puede poner el equi¬
paje.
Ritz miró a Camilo y éste supo lo que es¬
taba pensando. En ese automóvil los dos
iban a estar sumamente apretados, más in¬
cómodos de lo que deseaban. Agregar a eso
una mujer adulta en estado delicado, exigía
más imaginación de la que tenía Camilo.
—¿Prefiere algún color en especial?
—preguntó la muchacha.
—¿Puedo elegir? —dijo Ritz—, sólo le
queda un modelo ¿pero viene en colores di¬
ferentes?

301
—Habitualmente es así pero ahora esta¬
mos limitados a los rojos.
—¿Pero puedo elegir?
—Si elige el rojo.
—Bueno, entonces, permítame un se¬
gundo. ¿Sabe qué creo que me gustaría?
¿Tiene rojos?
—Sí.
Llevare uno rojo. Un minuto, hijo, ¿te
parece bien el rojo?
Camilo cerró los ojos y movió la cabeza.
Tan pronto como tuvo las llaves en la ma¬
no, corrió al automóvil. Tiró sus valijas y las
de Ken entre los asientos, echó para atrás lo
más que pudo los asientos, se metió detrás
del volante y aceleró a la salida donde lo es¬
peraba Ritz. Camilo había tardado sola¬
mente unos pocos minutos pero, evidente¬
mente, estar parado ahí había sido
demasiado para Ken que estaba sentado
con las rodillas levantadas y las manos to¬
madas adelante.
Ritz lucho por ponerse de pie luciendo
mareado, y tapándose los ojos. Camilo
abrió la puerta pero Ken le dijo: —Quédate
donde estás. Estoy bien.
Se metió dentro del automóvil, con las
rodillas apretadas contra el tablero de ins¬
trumentos y la cabeza empujando el techo.
Se rió y dijo: —Muchacho, tengo que do-

302
blarme entero para poder mirar afuera.
No hay mucho que ver —dijo Camilo—.
Trata de relajarte. Ritz bufó, —nunca te de¬
bes haber golpeado la nuca con un avión.
—No puedo decir que sí —dijo Camilo,
metiéndose por el borde del camino para
adelantarse a varios vehículos.
—No se trata de relajarse sino de sobrevi¬
vir. ¿Por qué me sacaste de ese hospital? Yo
necesitaba uno o dos días más de reposo.
—No me vengas con esas. Traté de con¬
vencerte que no te fueras.
—Lo sé. Sólo ayúdame a encontrar mi
droga, ¿sí? ¿Dónde está mi bolsa?
Las autopistas de alta velocidad que le
llevaban a las ciudades mellizas (Minneapo-
lis y Saint Paul), estaban en un estado rela¬
tivamente decente comparadas con las de
Chicago. Serpenteando entre pistas cerra¬
das y desvíos Camilo manejaba a velocidad
uniforme. Manteniendo fijos los ojos en el
camino y una mano en el volante, se estiró
por detrás de Ken y agarró la enorme bolsa
de cuero. Se tenso, la levantó por encima
del respaldo del asiento de Ken y, en eso la
arrastró con rudeza por la nuca de Ken, ha¬
ciendo que éste chillara.
—¡Oh Ken! ¡Lo lamento! ¿Estás bien?
Ken se sentó con la bolsa en su regazo.
Las lágrimas le corrían por la cara y apretó
303
tan fuerte los dientes que éstos quedaron al
descubierto. —Si creyera que hiciste eso
con intención, te mataría —dijo con voz
ronca.

304
Doce

R aimundo Steele disfrutaba el hambre


que sentía por la Palabra de Dios
desde el día en que recibió a Cristo.
Sin embargo, se dio cuenta que estaba más
ocupado que nunca a medida que el mundo
empezaba a recuperarse lentamente después
de las desapariciones. Se le hacía cada vez
más difícil dedicar tiempo a la Biblia como
lo deseaba.
Su primer pastor, el difunto Bruno Bar-
nes, había enseñado al Comando Tribula¬
ción la importancia que tenía que ellos “es¬
cudriñaran diariamente las Escrituras”.
Raimundo trataba de mantenerse en esa te¬
situra pero se frustraba por semanas ente¬
ras. Trató de levantarse más temprano pero
se hallaba participando en tantas discusio¬
nes y actividades hasta horas avanzadas de
la noche que madrugar no era práctico.
Probó leer la Biblia en los descansos de sus
vuelos pero eso produjo tensión ente él y
varios copilotos y primeros oficiales.
Finalmente encontró la solución: sin que
importara en qué parte del mundo se en¬
contrara, ni lo que hubiera o no hecho du-
305
rante el día o la noche, en algún momento
tenía que acostarse. Sin que importara la
localidad o la situación, antes de apagar la
luz, él iba a hacer su estudio diario de la Bi¬
blia.
Al comienzo Bruno se había mostrado
escéptico y le había instado a que entregara
a Dios los primeros minutos del día en vez
de los últimos. —También tienes que levan¬
tarte por las mañanas; ¿no le darías a Dios
sus momentos de mayor frescor y energía?
le había dicho Bruno.
Raimundo entendió la sabiduría de eso
pero cuando no funcionó, volvió a su plan
propio. Sí, a veces se había quedado dormi¬
do mientras leía u oraban pero habitual¬
mente podía permanecer alerta y Dios
siempre le mostraba algo.
Raimundo estaba molesto desde que ha¬
bía perdido su Biblia en el terremoto. Ahora
en esas horas trasnochadas quería entrar a
la Internet, cargar una Biblia en su compu¬
tadora portátil y ver si Zión Ben—Judá ha¬
bía puesto algo. Raimundo estaba agradeci¬
do por haber mantenido su computadora
portátil en su bolso de viaje. Si hubiera te¬
nido ahí su Biblia, aún la tendría también.
Vestido con ropa interior Raimundo llevó
su computadora portátil al centro de comu¬
nicaciones. Las máquinas contestadoras es-

306
taban ocupadas pero no había personal to¬
davía. Encontró un enchufe de teléfono
abierto, enchufó su computadora y se sentó
donde podía ver la puerta de su cuarto, pa¬
sillo abajo.
Al empezar a aparecer la información en
la pantalla, le distrajeron unos pasos. Bajó
la pantalla y miró al pasillo. Un muchacho
de pelo oscuro se detuvo en la puerta del
cuarto de Raimundo y golpeó con suavi¬
dad. Cuando no recibió respuesta, probo
con la manija. Raimundo se preguntó si al¬
guien había recibido el cometido de robarle
o de buscar indicios del paradero de Patty
Durán o de Zión Ben—Judá.
El joven volvió a golpear, con sus hom¬
bros caídos, y se dio la media vuelta. En¬
tonces, Raimundo se dio cuenta. ¿Podría
ser Jasid? Y le llamó con un fuerte “pssst”.
El joven se detuvo y miró hacia el sonido.
Raimundo estaba en la oscuridad así que
levantó la pantalla de su computadora. El
joven hizo una pausa, preguntándose evi¬
dentemente si la figura de la computadora
era la persona que él deseaba ver. Raimun¬
do se lo imaginaba inventando un cuento
por si se topaba con un superior.
Raimundo le hizo señas y el joven se
acercó. La credencial que llevaba decía
“David Jasid".

307
—¿Puedo ver su marca? —susurró Jasid.
Raimundo acercó su cara a la pantalla y se
echó el pelo para atrás—. Como lo dijo el
joven norteamericano, eso es tan bueno.
—¿Me andaba buscando? —preguntó
Raimundo.
—Sólo quería conocerlo —dijo Jasid—. A
propósito yo trabajo aquí en comunicacio¬
nes —Raimundo asintió—. Aunque no te¬
nemos teléfonos en los dormitorios nues¬
tros. tenemos enchufes de teléfonos.
—Yo no. No encontré.
—Están tapados con placas de acero ino¬
xidable.
—Eso noté —dijo Raimundo.
—Capitán Steele, usted no tiene que co¬
rrer el riesgo de que lo descubran aquí.
—Bueno es saber eso. No me sorprende¬
ría si supieran dónde estuve enla Red desde
aquí.
—Pueden. Pueden detectarlo por las lí¬
neas de su cuarto, también pero, ¿qué van a
encontrar?
—Estoy tratando de hallar lo que mi
amigo, Zión Ben—Judá, está diciendo en
estos momentos.
—Yo se lo puedo decir de memoria —di¬
jo Jasid—. El es mi padre espiritual.
—El mío también.
—¿El lo guió a Cristo?

308
—Bueno, no —admitió Raimundo—.
Ese fue su predecesor pero sigo viendo al
rabino como mi pastor y mentor.
—Deje que le anote la dirección del bo¬
letín central donde encontré su mensaje pa¬
ra hoy. Es largo pero es tan bueno. El y un
hermano descubrieron sus marcas ayer. Eso
entusiasma tanto. ¿Sabía que probablemen¬
te yo sea uno de los 144.000 testigos?
—Bueno, eso sería justo, ¿no? —dijo Rai¬
mundo.
—No tolero la espera para conocer cuál
es mi cometido. Me siento tan nuevo en es¬
to, tan ignorante de la verdad. Conozco el
evangelio pero parece que tengo que saber
tanto más si voy a ser un evangelista atrevi¬
do, que predique como el apóstol Pablo.
—Todos somos nuevos en esto, David, si
lo piensas bien.
—Pero yo soy más nuevo que la mayoría.
Espere hasta que vea los mensajes en el bo¬
letín. Miles y miles de creyentes ya han res¬
pondido. No sé cómo el doctor Ben—Judá
tiene tiempo para leerlos todos. Ellos le rue¬
gan que vaya directamente a sus patrias y le
enseñe y los entrene, personalmente. Yo da¬
ría todo lo que tengo por ese privilegio.
—Naturalmente, sabes que el doctor
Ben—Judá es un fugitivo.
—Sí pero él cree que es uno de los

309
144.000 también. Está enseñando que es¬
tarnos sellados, al menos por un tiempo, y
que las fuerzas del mal no pueden atacar¬
nos.
—¿Realmente?
—Sí. Evidentemente esa protección no es
para todos los que tienen la marca sino para
el judío converso evangelista.
—En otras palabras, yo podría correr pe¬
ligro pero tú no, al menos por un. tiempo.
—Eso parece ser lo que enseña. Estaré
anhelando oír su respuesta.
—No tolero la espera para conectarme.
Raimundo desenchufo su máquina y los
dos se alejaron corredor abajo, susurrando.
Raimundo supo que Jasid tenía sólo veinti¬
dós años de edad, graduado universitario
que aspiraba al servicio militar en Polonia.
—Pero yo estaba tan enamorado de Car-
patia que me presenté inmediatamente para
servir en la Comunidad Global. No pasó
mucho tiempo sin que descubriera la ver¬
dad en la Internet. Ahora estoy enrolado
tras las líneas enemigas pero yo no lo pla¬
neé así.
Raimundo aconsejó al joven que era pru¬
dente no pronunciarse como tal hasta que
fuera el momento propicio. —Será suficien¬
temente peligroso para ti ser creyente pero
servirás mucho a la causa en estos momen-

310
tos si guardas silencio sobre esto, como lo
hace el oficial McCullum.
Jasid tomó la mano de Raimundo con
mucha fuerza apretando firme cuando estu¬
vieron en la puerta del cuarto de Raimundo.
—Es bueno saber que no estoy solo
¿quiere ver mi marca?
—Seguro —Raimundo sonrió.
Jasid seguía estrechando la mano de Rai¬
mundo cuando, con su mano libre se echó
para atrás el pelo.
—Con toda seguridad —dijo Raimun¬
do—. Bienvenido a la familia.

Camilo encontró que el estacionamiento


del hospital era parecido a lo que fue el del
aeropuerto. El pavimento original se había
hundido y una rotonda fue hecha con la tie¬
rra del frente pero la gente había hecho sus
propios sitios de estacionamiento y el único
lugar que Camilo pudo hallar quedaba a va¬
rios cientos de metros de la entrada. Dejó a
Ken en el frente con su bolso y le dijo que
esperara.
—Si prometes no volver a pegarme de
nuevo en la cabeza —dijo Ken—, hombre,
salir de ese vehículo es como ser parido.
Camilo estaciono en una línea irregular
311
de otros vehículos y tomó unos cuantos ar¬
tículos de aseo de su propia bolsa. Mientras
caminaba hacia el hospital se arregló la ca¬
misa, se cepillo la ropa, se peinó y se roció
con un poco de desodorante. Cuando llegó
cerca de la entrada, vio a Ken en el suelo,
usando su bolsa como almohada. Se pre¬
guntó si haberlo presionado a servir había
sido buena idea. Unas cuantas personas lo
miraban fijo. Ken parecía estar en coma.
¡Oh no! —pensó Camilo.
Se arrodillo al lado de Ken. —¿Te sientes
bien? —susurró—. Déjame pararte.
Ken habló sin abrir los ojos. —¡Oh, mu¬
chacho! Camilo, hice algo majestuosamente
estúpido.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas cuando mediste el reme¬
dio? —las palabras de Ken eran enreda¬
das—. Me los metí en la boca sin agua, ¿sí?
—Te ofrecí conseguirte algo para beber.
—No se trata de eso. Se suponía que to¬
mara uno de un frasco y tres de otro cada
cuatro horas. Me salté la última dosis así
'•V -

que tomé dos de uno y seis del otro.


—¿Si?
—Pero confundí los frascos.
—¿Qué son?
Ritz se encogió de hombros y su respira¬
ción se fue regularizando y profundizando.
312
No te quedes dormido Ken, tengo que
meterte adentro.
Camilo buscó en el bolso de Ken y en¬
contró los frascos. Las dosis mayores reco¬
mendadas eran para dolor localizado. El
más pequeño parecía ser una mezcla de
morfina, demerol y prozac. —¿Te tomaste
seis de esto?
—¿Mmmmmmmmm?
—Vamos, Ken, párate. Ahora.
—Oh, Camilo, déjame dormir.
—No, de ninguna manera. Párate ahora
que tenemos que ir.
Camilo no pensó que Ken peligrara o
que hubiera que hacerle un lavado de estó¬
mago sino que si no lo metía dentro del
hospital, sería un peso muerto e inservible.
Peor, probablemente tendría que ser carga¬
do.
Camilo levantó una de las manos de Ken
y metió su cabeza debajo del brazo de Ken.
Cuando trató de enderezarlo, Ken no coo¬
peró y estaba demasiado pesado.
—Vamos, hombre, tienes que ayudarme.
Ken se limitó a mascullar.
Camilo sostuvo suavemente la cabeza de
Ken y le sacó la bolsa desde abajo. —¡Va¬
mos, vamos!
—Tú mmmmmmmmmmm.
Camilo temía que la cabeza de Ken fuera

313
el único lugar con sensaciones todavía y
que pronto se anestesiara también. Antes
que arriesgarse a contaminar la herida, Ca¬
milo buscó si había más inflamación fuera
de la apertura. Debajo de donde había sido
golpeado la línea de crecimiento del pelo
era de color rojo intenso. Camilo abrió sus
pies y se preparó, entonces presionó direc¬
tamente sobre el punto. Ritz se paró de un
salto como si hubiera sido disparado por un
cañón. Osciló hacia Camilo, que lo esquivó,
pasó un brazo por la espalda de Ken, agarró
la bolsa con la otra mano y lo hizo caminar
a la entrada.
Ken lucía y sonaba como el hombre heri¬
do y delirante que era. La gente se apartaba
del paso.
Las cosas eran peores dentro del hospi¬
tal. Era todo lo que Camilo podía hacer pa¬
ra mantener de pie a Ken. Las filas en el
mostrador de la entrada eran de a cinco en
fondo. Camilo arrastró a Ken a la sala de
espera donde todos los asientos estaban
ocupados y había varias personas de pie.
Camilo buscó a alguien que pudiera ceder
su asiento y, por último, una mujer robusta
y de edad media se paró. Camilo se lo agra¬
deció y puso a Ken en la silla. Este se en¬
roscó hacia un costado, levantó sus piernas,
puso sus manos en las rodillas y descanso
314
en el hombro de un anciano que estaba a su
lado. El hombre vio la herida, se alejo, luego
se resignó evidentemente a servirle de al¬
mohada a Ken.
Camilo metió la bolsa de Ken debajo de
la silla, se disculpó con el viejo y prometió
regresar lo más pronto que pudiera. Cuan¬
do trató de pasar adelante, al escritorio de
la recepcionista, la gente en las filas se lo re¬
procharon. Camilo dijo. —Lo lamento pero
aquí tengo una emergencia.
—Todos la tenemos —gritó uno.
Se quedó en la fila por varios minutos,
preocupándose más por Cloé que por Ken
pues éste dormiría y eso se le pasaría. El
único problema era que Camilo seguía de¬
tenido a menos que...
Camilo se salió de la fila y caminó de pri¬
sa a un baño público. Se lavó la cara, se
mojó el pelo y lo peinó liso, y se aseguró de
que su ropa se viera lo mejor posible. Sacó
su credencial del bolsillo y se la prendió a la
camisa, dándole vuelta para que quedaran
ocultos su nombre y su retrato.
Sacó lo que quedaba de sus lentes del
marco de sus gafas de sol rotas, pero los ma¬
reos lucían tan falsos que se los puso en el
pelo. Se miró al espejo y afectó una expre¬
sión grave diciéndose: —Eres médico, un
médico serio, con gran ego y pura acción.

315
Salió del baño como si supiera donde
iba. Necesitaba una bata de médico. Los
dos primeros médicos con que se cruzó
eran demasiado viejos y maduros para su
tamaño. Pero ahí venía un médico delgado
y joven, que miraba con ojos muy abiertos y
parecía fuera de lugar. Camilo le salió al pa¬
so.
—Doctor, ¿no le dije que fuera a ver ese
trauma en urgencia dos?
El joven médico no sacaba el habla.
—¿Bien? —exigió Camilo.
—¡No, no! doctor, debe haber sido otra
persona.
—Bien entonces, ¡escuche! Necesito un
estetoscopio, estéril esta vez, un delantal
grande recién lavado y la ficha de Mamá
Pérez ¿entendió?
El interno cerró los ojos repitiendo:
—Estetoscopio, delantal, ficha.
Camilo siguió ladrando. —Estéril, gran¬
de, Mamá Pérez.
—Inmediatamente, doctor.
—Estaré en los ascensores. '•W -

—Sí, señor.
El interno se dio vuelta y se alejó. Cami¬
lo lo llamó. —¡Son para hoy, doctor! —el
interno salió corriendo.
Camilo tenía que encontrar los ascenso¬
res. Se deslizó de vuelta a la recepción para

316
encontrar que Ken seguía durmiendo en la
misma posición, el viejo a su lado seguía lu¬
ciendo tan intimidado como antes. Le pre¬
guntó a una señora latinoamericana si sabía
dónde estaban los ascensores. Ella le mos¬
tró derecho por el pasillo. Mientras camina¬
ba presuroso en esa dirección, vio a su in¬
terno detrás del mostrador, acosando a las
recepcionistas.
—¡Limítese a hacerlo! —les decía.
Pocos minutos después el joven médico
corría hacia él con todo lo que había pedi¬
do. Sostuvo abierto el delantal y Camilo se
lo puso rápidamente, se colgó el estetosco¬
pio del cuello y tomó la ficha.
—Gracias, doctor. ¿De dónde es usted?
—¡De aquí mismo! —dijo el interno—,
de este hospital.
—Oh, bueno, muy bien entonces. Muy
bien. Yo soy... —Camilo vacilo un segun¬
do—, del Young Memorial. Gracias por su
ayuda.
El interno pareció perplejo como si estu¬
viera tratando de acordarse dónde estaba el
Young Memorial. —Hasta la vista —dijo.
Camilo se alejó de los ascensores apurán¬
dose por entrar al baño. Se encerró en uno
y abrió la ficha de Cloé. Las fotografías lo
hicieron llorar. Puso el anotador en el suelo
y se dobló sobre éste. “Dios —oró en silen-
317
ció—, ¿cómo pudiste permitir que esto pa¬
sara?”
Apretó los dientes y tembló, forzándose a
la calma. No quería que lo escucharan.
Después de un minuto, abrió de nuevo la fi¬
cha. Mirándolo fijo desde las fotografías es¬
taba la cara casi irreconocible de su joven
esposa. Si ella había estado tan hinchada
cuando la llevaron a Kenosha, ningún mé¬
dico la hubiera reconocido por la fotografía
que tenía Camilo.
Como se lo había dicho el médico de
Kenosha, el lado derecho del cuerpo de ella
había sido estrellado a toda fuerza con una
sección del techo. Su piel pálida normal¬
mente suave estaba ahora manchada de ro¬
jo y amarillo y cubierta de asfalto, brea y
pedazos de tejas. Peor, su pie derecho lucía
como si alguien se lo hubiera doblado. Un
hueso estaba zafado de su articulación. Las
magulladuras empezaban por fuera de la
rodilla y seguían por toda la rodilla que lu¬
cía gravemente lesionada. Por la posición
del cuerpo parecía que su cadera derecha
había sido dislocada de su articulación.
Moretones y golpes en la sección media de
su cuerpo demostraban que tenía costillas
rotas. Su codo estaba abierto y el hombro
derecho estaba dislocado. La clavícula dere¬
cha presionaba contra la piel. El lado dere-

318
cho de la cara parecía más liso y se veían le¬
siones de la mandíbula, dientes, mejilla y
ojo. Su cara estaba tan deformada que le
costaba mucho mirarla. El ojo estaba hin¬
chado, enorme y cerrado. La única abrasión
del lado izquierdo era como una mora, cer¬
ca de su cadera así que el médico había de¬
ducido, probablemente en forma correcta,
que había sido levantada por un golpe tre¬
mendo en su lado derecho.
Camilo decidió que no iba a acobardar¬
se cuando la viera en persona. Natural¬
mente que deseaba que sobreviviera pero
¿era eso lo óptimo para ella? ¿Podría co¬
municarse? ¿Lo reconocería? Hojeó el res¬
to de la ficha, tratando de interpretar las
notas escritas. Parecía que había escapado
sin lesiones de sus órganos internos. Tenía
varias fracturas incluyendo tres del pie,
una del tobillo, la rodilla, el codo y dos
costillas. Tenía dislocados la cadera y el
hombro. También tenía fracturas de la
mandíbula, mejilla y cráneo.
Camilo miro el resto con rapidez, bus¬
cando una palabra clave. Ahí estaba. Latido
cardíaco fetal detectado. ¡Oh, Dios, sálvalos
a los dos!
Camilo no sabía sobre medicina pero los
signos vitales de ella parecían buenos para
alguien que había sufrido tamaño trauma-

319
tismo, Aunque no había recuperado la con¬
ciencia en el momento en que se hizo ese
informe, el pulso, la respiración, la presión
sanguínea y hasta las ondas cerebrales eran
normales.
Camilo miró la hora. El contingente de
la CG estaba por llegar pronto. Necesitaba
tiempo para pensar y recobrarse. No le ser¬
viría de nada a Cloé si se ponía medio loco.
Memorizó lo más que pudo de la ficha, se
fijó que ella estaba en la sala 335A, y se me¬
tió el anotador debajo del brazo. Salió del
baño con las rodillas temblorosas pero afec¬
to caminar a zancadas firmes una vez que
llegó al corredor. Mientras sopesaba sus op¬
ciones volvió a la recepción. El viejo se ha¬
bía ido. Ken Ritz ya no estaba inclinado so¬
bre nadie pero su gigantesco cuerpo estaba
enroscado en posición fetal como un niño
muy grande, con la parte sana de su cabeza
apoyada en el respaldo de la silla. Parecía
como que pudiera dormir durante toda una
semana.
Camilo tomó el ascensor al tercer piso
para hacerse una idea de la disposición del
lugar. Al abrirse las puertas algo le impactó.
Abrió la ficha "335A". Ella estaba en una
habitación doble. ¿Qué pasaba si él era el
doctor del otro paciente? Aunque no estu¬
viera en una lista de seguridad, tendrían

320
que dejarle entrar, ¿no? Tendría que simular
mucho pero entraría.
Había dos guardias uniformados de la
CG, uno a cada lado de la puerta de entra¬
da al 335. Uno era joven, el otro una mujer
ligeramente mayor. Había dos tiras de ven¬
da adhesiva en la puerta con un letrero es¬
crito con marcador negro. El de arriba de¬
cía, “A: Madre Pérez, visitas prohibidas”, el
otro decía, “B: A. Ashton”.
Camilo se sentía débil por las ganas de
ver a Cloé. Teniendo al reloj en contra, que¬
ría entrar ahí antes que llegaran los funcio¬
narios de la CG. Pasó la habitación y al fi¬
nal del pasillo se dio vuelta dirigiéndose
derecho, de vuelta, a la 335.

Raimundo no estaba preparado para lo


que hallo en la Internet. Zión se había su¬
perado a sí mismo. Como dijera David Ja-
sid, miles y miles habían respondido ya.
Muchos ponían mensajes en el boletín
identificándose como miembros de los
144.000. Raimundo revisó los mensajes
por más de una hora, sin siquiera llegar
cerca del final. Había cientos que testifica¬
ban haber recibido a Cristo después de leer
el mensaje de Zión y los versículos de Ro-
321
manos que señalaban su necesidad de
Dios.
Era tarde y Raimundo tenía los ojos can¬
sados. Había pensado estar no más de una
hora en la Internet pero se había pasado ese
tiempo y más, leyendo el mensaje de Zión
titulado —La cosecha venidera de almas—
que era un estudio fascinante de la profecía
bíblica. Zión se había dado a entender en
forma tan personal que no le sorprendía a
Raimundo que hubiera miles que se consi¬
deraran como protegidos de él aunque nun¬
ca lo hubieran conocido. Sin embargo, eso
iba a tener que cambiar a partir del aspecto
del boletín. Ellos le pedían clamorosamente
que fuera donde ellos pudieran conocerlo y
ponerse bajo su tutela.
Zión contestaba los pedidos narrando su
propia historia, la manera en que el Estado
de Israel le había encargado, en su calidad
de erudito bíblico, que estudiara las procla¬
mas del venidero Mesías. Explicaba que
cuando la Iglesia fue arrebatada, él había
llegado a la conclusión de que Jesús de Na-
zaret cumplía cada atributo del Mesías pro¬
fetizado en el Antiguo Testamento pero que
no había recibido a Cristo como su propio
Salvador sino hasta que el arrebatamiento
lo había convencido del todo.
El guardó su fe para sí hasta que le pidie-
322
ron que se presentara en la televisión inter¬
nacional para revelar los resultados de su lar¬
go estudio. Le dejaba estupefacto que los ju¬
díos siguieran negándose a creer que Jesús
era el que la Biblia proclamaba que era. Zión
reveló su hallazgo al final del programa cau¬
sando un tremendo clamor especialmente de
los judíos ortodoxos. Su esposa y sus dos hi¬
jos, adolescentes, fueron asesinados más ade¬
lante y él escapo apenas. Contó a su audito¬
rio de la Internet que ahora estaba oculto
pero que “continuaría enseñando y procla¬
mando que Jesucristo es el único nombre ba¬
jo el cielo que es dado a los hombres por me¬
dio del cual uno puede ser salvado”.
Raimundo se obligó a permanecer des¬
pierto, repasando las enseñanzas de Zión.
Un medidor de la pantalla mostraba la can¬
tidad de respuestas del boletín, a medida
que se iban sumando. Le parecía que el me¬
didor funcionaba mal pues iba tan rápido
que ni siquiera podía ver los números indi¬
viduales. Hizo un muestreo con unas cuan¬
tas respuestas. No sólo muchos eran judíos
convertidos que decían ser de los 144.000
testigos, sino que judíos y gentiles estaban
también creyendo en/a Cristo. Había miles
más que se animaban mutuamente para pe¬
dir a la Comunidad Global que protegiera y
diera asilo a este gran sabio.

323
Raimundo sintió un cosquilleo por detrás
de sus rodillas que le subía a la cabeza. Uno
de los puntos de poder para Nicolás Carpa-
tia era el tribunal de la opinión pública.
Asesinar o matar “accidentalmente” a Zión
Ben—Judá no era cosa que escapara de él,
haciéndolo aparecer como si otras fuerzas
hubieran obrado. Pero habiendo miles en
todo el mundo que apelaban a Nicolás por
Zión, él se vería forzado a demostrar que
podía hacerlo. Raimundo deseaba que hu¬
biera alguna forma en que también hiciera
lo conecto por Patty Durán.
El mensaje principal de Zión para ese día
se basaba en Apocalipsis 8 y 9. Esos capítu¬
los apoyaban su comentario de que el terre¬
moto, la predicha ira del Cordero, introdu¬
cía el segundo período de veintiún meses de
la tribulación.
Hay siete años u ochenta y cuatro meses en
total. Así pues, mis queridos amigos, pueden ver
que ahora hemos pasado una cuarta parte del
camino. Desdichadamente, por malas que hayan
sido las cosas, se van empeorando paulatina¬
mente a medida que nos precipitamos derecho
al final: la manifestación gloriosa de Cristo.
»¿Qué viene ahora? En Apocalipsis 8:5 un
ángel toma un incensario, lo llena con fuego del
altar de Dios y lo arroja a la Tierra. Eso produ¬
ce ruidos, truenos, rayos y un terremoto.
324
»Ese mismo capítulo sigue diciendo que hay
siete ángeles con siete trompetas que se están
preparando para tocar. Ahí es donde estamos
ahora. El primer ángel tocará en algún momen¬
to de los próximos veintiún meses, y se arroja¬
rá granizo y fuego mezclados con sangre a la
Tierra. Esto quemará la tercera parte de los
árboles y toda hierba verde.
«Después, viene el segundo ángel que toca
la segunda trompeta, la Biblia dice que una gran
montaña ardiendo con fuego será lanzada al
mar. Esto convertirá en sangre a una tercera
parte del agua, matará a una tercera parte de
las criaturas vivas del mar y hundirá la tercera
parte de las embarcaciones.
»EI trompetazo del tercer ángel producirá la
caída de una gran estrella del cielo, ardiendo
como una tea. De alguna manera caerá en una
amplia zona de suelo, y una tercera parte de
los ríos y arroyos. La Escritura hasta le da un
nombre a esta estrella. El libro del Apocalipsis
la llama Ajenjo. Donde cayere, amargará el agua
y la gente morirá por bebería.
»¿Cómo podría una persona pensante con¬
siderar todo lo que ha sucedido sin temer lo
que viene? Si aún quedan incrédulos después
del Juicio de la tercera trompeta, la cuarta de¬
biera convencer a todos. Cualquiera que resis¬
ta las advertencias de Dios en ese tiempo pro¬
bablemente haya decidido servir al enemigo. El

325
juicio de la cuarta trompeta es un golpe asesta¬
do al sol, la luna y las estrellas de modo que la
tercera parta del sol, la tercera parte de la luna
y la tercera parte de las estrellas se oscurecen.
Nunca más volveremos a ver que la luz del sol
brilla como antes. El día estival más brillante.
Con el sol en el cénit del firmamento tendrá
solamente dos tercios del brillo que tenía an¬
tes. ¿Cómo se explicará esto?
»En el medio de todo esto el escritor del
Apocalipsis dice que miró y oyó a un ángel
—volar por en medio del cielo— que iba di¬
ciendo en voz muy alta: —¡Ay, ay, ay, de los que
moran en la tierra, a causa de los otros toques
de trompeta que están para sonar los tres án¬
geles!
»En la próxima lección tratará esos tres últi¬
mos juicios de las trompetas, del segundo pe¬
ríodo de veintiún meses de la Tribulación. Sin
embargo, mis queridos hermanos y hermanas
en Cristo, también llega el triunfo. Permitan
que les recuerde unos pocos pasajes selectos
de las Escrituras que señalan que el resultado
ya está determinado. ¡Ganamos! Pero en estos
postreros días debemos contar la verdad y de¬
nunciar a las tinieblas llevando a Cristo a la
mayor cantidad de gente que sea posible.
»Quiero mostrarle por qué creo que hay
una gran cosecha venidera de almas pero, pri¬
meramente, consideremos estas declaraciones

326
y promesas. Dios habla en el Antiguo Testa¬
mento en el libro de Joel 2:28—32 diciendo:

Y sucederá que después de esto, derramará mi


Espíritu sobre toda carne; y vuestros hijos y
vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos
soñarán Sueños, vuestros jóvenes verán visiones.
Y aun sobre los siervos y las siervas derra¬
mará mi Espíritu en esos días.
Y haré prodigios en el cielo yen la tierra:
sangre, juego y columnas de humo.
El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en
sangre, antes que vengo el día del Señor, grande
y terrible.
Y sucederá que todo aquel que invoque el
nombre del Señor será salvo: porque en el monte
Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha
dicho el Señor, y entre los sobrevivientes estarán
los que el Señor llame.

¿No es esa una promesa maravillosa y muy


bendecida? Apocalipsis 7 indica que los juicios
de las trompetas que acabo de mencionar no
sobrevendrán sino cuando los siervos de Dios
hayan sido sellados en sus frentes Ya no será
más una interrogante de quienes son los cre¬
yentes verdaderos. A los cuatro primeros ánge¬
les, a quienes fue dado ejecutar los cuatro pri¬
meros juicios de las trompetas, se les mando
que:—No dañen la tierra, el mar ni los árboles
327
hasta que hayamos sellado en sus frentes a los
siervos de Dios—.Así queda claro que este se¬
llado viene primero. Justamente dentro de las
últimas horas se me ha vuelto claro, a mi y
otros hermanos y hermanas en Cristo que el
sello de la frente del creyente verdadero ya es
visible pero evidentemente sólo para otros
creyentes. Esto fue un hallazgo emocionante y
espero saber de parte de muchos de ustedes
que se lo detectan unos a otros.
»La palabra siervos, del griego doulos, es la
misma palabra que los apóstoles Pablo y San¬
tiago usaban cuando se referían a ellos como
los esclavos de Jesucristo. La función principal
del siervo de Cristo es comunicar el evangelio
de la grada de Dios. Seremos inspirados por el
hecho que podemos entender el libro del Apo¬
calipsis, que fue dado por Dios, conforme al
primer versículo del primer capitulo, para ma¬
nifestar a sus siervos las cosas que deben suce¬
der pronto. El tercer versículo dice, bienaven¬
turado el que lee, y /os que oyen las palabras
de esta profecía, y guardan las cosas en ella es¬
critas; porque el tiempo está cerca. ,v
»Aunque vamos a pasar por una gran perse¬
cución nos podemos consolar con que pode¬
mos esperar hechos asombrosos durante la
tribulación, los que están esbozados en Apoca¬
lipsis, el último libro revelado del plan de Dios
para el hombre.

328
»Ahora, permitan que cite un versículo más
de Apocalipsis 7, y terminaré diciendo por qué
anticipo esta gran cosecha de almas.
Apocalipsis 7:9 cita a Juan, el revelador:

Después de esto miré, y vi una gran multi¬


tud, que nadie podía contar, de todas las nacio¬
nes, tribus, pueblos y lenguas, de pie delante del
trono y delante del Cordero, vestidos con vesti¬
duras blancas y con palmas en las manos.
Apocalipsis 7:9 (subrayado mío)
»Estos son los santos de la tribulación. Aho¬
ra, síganme con cuidado. En un versículo poste¬
rior, Apocalipsis 9:16, el escrito cuantifica en
doscientos millones al ejército de jinetes de
una batalla. Si una cantidad tan enorme puede
ser contada, ¿qué querrían decir las Escrituras
cuando se refieren a los santos de la tribula¬
ción, ésos que van a Cristo durante este perío¬
do, como una gran multitud que nadie podía
contar (énfasis mío)?
»¿Entienden por qué creo que estamos jus¬
tificados al creer a Dios que habrá conversión
de mas de mil millones de almas en este pe¬
ríodo? Oremos por esa gran cosecha. Todos
los que dicen que Cristo es su Redentor, pue¬
den participar en ésta, la tarea más grande que
jamás se le haya asignado a la humanidad. Es¬
pero volver a comunicarme pronto con uste¬
des.

329
Con amor, en el impecable nombre del Se¬
ñor Jesucristo, nuestro Salvador.
Zión Ben-Judá.
Raimundo apenas lograba mantener
abiertos los ojos pero le emocionaba mucho
el entusiasmo ilimitado de Zión y su pro¬
funda enseñanza conceptual. Volvió al bole¬
tín y pestañeó. La cantidad que había en la
parte de arriba de la pantalla lindaba en las
decenas de miles y seguía'subiendo. Rai¬
mundo quería sumarse a la avalancha pero
estaba agotado.
Nicolás Carpatia se había dirigido al
mundo por radio y televisión. Sin duda que
la reacción sería monumental pero ¿rivaliza¬
ría con la reacción a este rabino converso
que se comunicaba desde el exilio con una
familia nueva que crecía sin cesar?

Camilo se recordó que, por el momento,


no era sólo un doctor sino también un ma¬
niático egoísta. Entró a la habitación 335 sin
siquiera saludar con un meneo de cabeza a
los guardias de la Comunidad Global. Al abrir
la puerta ellos se interpusieron en su camino.
—¡Discúlpenme! —exclamó disgusta¬
do—, la alarma de la señorita Ashton sonó
así que me van a dejar entrar, a menos que

330
ustedes deseen responsabilizase por la
muerte de mi paciente.
Los guardias se miraron uno al otro, des¬
concertados. La mujer estiró la mano para
mirar la credencial de Camilo. El le empujó
la mano y entró a la habitación, cerrando
con llave la puerta. Vaciló antes de dar la
vuelta, preparado para responder si empe¬
zaban a golpear. No golpearon.
Los vendajes ocultaban a las dos pacien¬
tes. Camilo retiró el primero para revelar
aso esposa. Contuvo el aliento mientras sus
ojos viajaban por la sábana, de pies a cabe¬
za. Sentía como si su corazón se fuera a
romper literalmente. La pobre y dulce Cloé
no tenía idea de en qué se metía cuando
consintió en casarse con él. Se mordió fuer¬
te el labio. No era momento para emocio¬
narse. Agradecía que ella pareciera estar
durmiendo tranquilamente. Su brazo dere¬
cho estaba enyesado desde la muñeca al
hombro. Su brazo izquierdo estaba inmóvil,
a un costado, con una aguja inserta en la
vena del dorso de la mano.
Camilo puso el anotador en la cama y
metió su mano debajo de la de ella. La piel
suave como de bebé que él quería tanto le
hizo anhelar tomarla en sus brazos, calmar¬
la, quitarle el dolor. Se inclinó y rozó los
dedos de ella con sus labios, con lágrimas

331
que caían entremedio. Saltó cuando sintió
un apretón débil y la miró. Ella lo contem¬
plaba fijamente.
—¡Estoy aquí! —susurró desesperado. Se
acercó donde pudiera acariciarle la meji¬
lla—. Cloé, amada, soy Camilo.
Se inclinó acercándose. La mirada de ella
lo siguió. Se obligó a no mirar su lado dere¬
cho destrozado. Ella era su esposa dulce e
inocente por un lado, y un monstruo por el
otro. Le volvió a tomar la mano.
—¿Puedes oírme? Cloé, apriétame la ma¬
no de nuevo.
No hubo respuesta.
Camilo se apresuró a ponerse al otro la¬
do, y abrió la cortina para mirar la otra ca¬
ma. La señorita A. Ashton estaba al final de
sus cincuenta años y demostraba estar en
coma. Camilo volvió, tomó su anotador y
contemplo la cara de Cloé. Su mirada lo se¬
guía aún. ¿Podría oír? ¿Estaba consciente?
Abrió la puerta y salió rápidamente al
pasillo. —Por el momento está fuera de pe¬
ligro —dijo— pero tenemos un problema.
¿Quién les dijo que la señorita Ashton esta¬
ba en la cama B?
—Disculpe doctor —dijo la guardiana—,
pero no tenemos nada que ver con los pa¬
cientes. Nuestra responsabilidad es la puer¬
ta.
332
Así pues, ¿no son los responsables de
esta confusión?
—En absoluto —dijo la mujer.
Camilo quitó las cintas adhesivas de la
puerta y les dio vuelta. —Señora, ¿puede
manejar este puesto sola mientras este joven
va a buscarme un marcador?
—Por cierto, señor. Carlos, anda a traerle
un marcador.

333
Trece

C amilo se deslizó de vuelta en la habi¬


tación de Cloé, desesperado por ha¬
cerle saber que él estaba ahí y que
ella estaba a salvo.
Casi le resultaba imposible mirar su cara
amoratada con el ojo tan hinchado. Le to¬
mó dulcemente la mano y se inclinó acer¬
cándose.
—Cloé, aquí estoy, y no dejaré que te pa¬
se nada pero necesito que me ayudes.
Apriétame la mano. Pestañea. Hazme saber
que estás conmigo.
Sin respuesta. Camilo puso su mejilla en
la almohada, con sus labios a pocos centí¬
metros de la oreja de ella, y oró: “oh. Dios,
¿por qué no pudiste dejar que esto me pasa¬
ra a mí? ¿Por qué ella? ¡Dios, ayúdame a sa¬
carla de aquí, por favor!”
La mano de ella parecía una .pluma, y
ella se veía tan frágil como un recién naci¬
do. Qué contraste con la mujer fuerte que
él había amado y llegado a conocer. Ella no
era temeraria solamente sino que también
era inteligente. Cuánto deseaba que ella es¬
tuviera del lado suyo, como aliada en esto.
334
La respiración de Cloé se aceleró y Ca¬
milo abrió los ojos al deslizarse una lágrima
por la oreja de ella. El la miró directo a la
cara. Ella estaba pestañeando furiosamente
y él se preguntó si estaba tratando de co¬
municarse.
—Estoy aquí—dijo una y otra vez—,
Cloé, soy Camilo.
El guardia de la CG llevaba mucho tiem¬
po ausente. Camilo rogó que estuviera afue¬
ra esperando, con el marcador pero dema¬
siado intimidado como para golpear. De lo
contrario, quién sabía a quien pudiera traer
consigo y que pudiera aplastar cualquier
oportunidad que Camilo tuviera para pro¬
teger a Cloé.
r

El habló rápidamente: —Amada, no sé


si puedes oírme pero trata de concentrarte.
Yo cambié tu nombre por el de la mujer de
la otra cama. Se llama Ashton, y yo finjo ser
tu médico, ¿está claro? ¿Puedes entender
eso?
Camilo esperó con esperanza y, por fin,
un pestañeo.
—Yo te conseguí esos —susurró ella,
—¿Qué? Cloé, ¿qué? Soy yo, Camilo. ¿Tú
me conseguiste qué?
Ella pasó la lengua por sus labios y tra¬
gó. —Yo te conseguí esos, y tú los rompis-
tes.

335
El entendió que ella deliraba. Esto era
tonterías. Movió su cabeza sonriéndole.
—Chica, quédate conmigo y algo hare¬
mos.
—Doctor Macho —carraspeó ella inten¬
tando una sonrisa torcida.
—¡Sí, ¡Cloé! Me reconoces.
Ella entrecerró los ojos y, ahora, pestañeó
lentamente como esforzándose por perma¬
necer despierta. —Debieras cuidar mejor
los regalos.
—Dulzura, no sé qué dices y tampoco
estoy seguro que tú lo sepas pero lamento
lo que hice, haya sido lo que fuere.
Por primera vez ella se dio vuelta para
ponerse de frente a él.
—Doctor Macho, quebraste tus anteojos.
Camilo tocó, por reflejo, los marcos que
tenía afirmados en la cabeza. —Sí, Cloé, es¬
cúchame. Yo estoy tratando de protegerte.
Cambié los nombres de la puerta, tú eres...
—-Ashton —pudo decir ella.
—Sí, y la inicial de tu nombre es A.
¿Cuál será un buen nombre con A?
—Anita —dijo ella—, yo soy Anita Ash¬
ton.
—Perfecto, y ¿quién soy yo?
Ella frunció los labios y empezó a formar
una C pero la cambió, diciendo, “mi doc¬
tor”.
336
Camilo se dio vuelta para ver si el guar¬
dia había traído el marcador.
—Doctor, los brazaletes —dijo Cloé.
¡Ella pensaba! ¿Cómo pudo él olvidarse
que alguien podía verificar fácilmente los
brazaletes de identificación del hospital?
Él abrió el de ella, cuidando de no mover
la canalización intravenosa. Se deslizó de¬
trás de la cortina de la cama de A. Ashton
que parecía seguir durmiendo profunda¬
mente. Le sacó cuidadosamente el brazale¬
te, fijándose que ella ni siquiera parecía es¬
tar respirando. Acercó su oído a la nariz de
la mujer pero no escuchó ni percibió nada.
No pudo encontrar el pulso. Cambió los
brazaletes.
Camilo sabía que esto sólo servía para
darle tiempo y que no pasaría mucho rato
antes que alguien descubriera que esta mu¬
jer muerta, ya pasada de la menopausia, no
era una embarazada de veintidós años de
edad pero, por ahora, ella era la Madre Pé¬
rez.
Cuando Camilo salió de ahí, los guardias
estaban hablando con un médico de mayor
edad. El guardia que tenía el marcador ne¬
gro en la mano decía:
—...No estábamos seguros de qué hacer.
El médico, alto, con anteojos y canoso, lle¬
vaba tres fichas; le hizo una mueca a Camilo.

337
Camilo echó una mirada al nombre bor¬
dado en el bolsillo delantero del médico ex¬
clamando feliz: —¡Doctor Lloyd! mientras
extendía la mano.
El médico se la estrechó renuente.
—¿Yo lo...?
—Vaya, no lo he visto desde ese, eh,
ese...
—¿El simposio?
—¡Correcto! Aquel en...-
—¿Bemidji?
—Sí, usted estuvo brillante.
El médico pareció agitarse, como si tra¬
tara de recordar a Camilo pero el elogio no
se había perdido en él. —Bueno, yo...
—Y uno de sus muchachos estaba ha¬
ciendo algo, ¿qué era?
—Oh, puede que haya mencionado a mi
hijo, que acababa de entrar a su internado.
—¡Correcto! ¿Cómo le está yendo?
—¡Maravillosamente! Estamos muy or¬
gullosos de él. Ahora, doctor..
Camilo interrumpió. —Apuesto que sí lo
están, escuche —dijo sacando del bolsillo
los frascos de pastillas de Ken Ritz—, me
pregunto si pudiera asesorarme...
—Por cierto que trataré.
—Gracias, doctor Lloyd.
Levantó el frasco del sedante. —Yo le re¬
ceté esto a un enfermo que tenía una herida

338
grave de la cabeza y éste, sin darse cuenta,
se pasó de la dosis, ¿Cuál es el mejor antí¬
doto?
El doctor Lloyd estudió el frasco. —Eso
no es tan grave. Tendrá mucho sueño du¬
rante unas cuantas horas pero eso se pasa¬
rá. Traumatismo encefálico, ¿dijo?
—Sí, por eso preferiría que no durmiera,
—Naturalmente. Usted puede contra¬
rrestar esto, con toda seguridad, con una
inyección de Bencedrina.
—Como no pertenezco a la planta de
aquí—dijo Camilo—, no puedo sacar nada
de la farmacia...
El doctor Lloyd le garrapateo una receta.
—Si me perdona, ¿doctor...?
—Cameron —dio Camilo sin pensar.
—Naturalmente, doctor Cameron, fue
grandioso volver a verlo.
—También a usted, doctor Lloyd, y gra¬
cias.
Camilo tomó el marcador del pesaroso
guardia y cambió las tiras con los nombres
que estaban pegadas en la puerta, de B a A
y de A a B.
—Volveré pronto, muchacho —dijo, de¬
volviendo el marcador con un golpecito en
la palma de la mano del guardia.
Camilo iba caminando rápido fingiendo
que sabía para dónde iba pero mirando los

339
directorios y los carteles de guía mientras
caminaba la receta del doctor Lloyd fue co¬
mo oro para la farmacia y, pronto estuvo de
regreso en la entrada, buscando a Ken Ritz.
De paso se apropió de una silla de ruedas.
Halló roncando a Ken doblado hacia de¬
lante, con los codos en sus rodillas, el men¬
tón apoyado en las manos. Agradecido por
su preparación para inyectarle insulina a su
madre, Camilo abrió diestramente el pa¬
quete, levantó la manga de Ken sin desper¬
tarlo, limpió la zona y con sus dientes le
cortó la tapa a la aguja hipodérmica. Al me¬
ter la punta en el bíceps de Ken, la tapa se
le salió de la boca repiqueteando al caer al
suelo, Alguien masculló: —¿No debiera te¬
ner guantes puestos?
Camilo encontró la tapa, la volvió a poner
y se metió todo en el bolsillo, De frente a
Ken le metió las muñecas en los grandes so¬
bacos del hombre y lo levantó de la silla. Lo
hizo girar en 45 grados y lo depositó en la
silla de ruedas, habiéndose olvidado de po¬
nerle el freno. Cuando Ken tocó la silla, ésta
empezó a rodar para atrás, y Camilo no tuvo
la fuerza para sacar sus manos. Medio senta¬
do sobre las largas piernas de Ken, con su
cara en el pecho de éste, Camilo cruzó a los
tropezones toda la sala de espera mientras
los espectadores se apresuraban a quitarse

340
de su camino. Al cobrar velocidad la silla, la
única opción de Camilo fue arrastrar los
pies. Terminó echado sobre el tremendo pi¬
loto, que se despertó brevemente y dijo fuer¬
te: —¡Charlie Bravo Alfa a la base!
Camilo se soltó, bajó los apoyapies de la
silla y levantó las rodillas de Ritz para po¬
nerle los pies donde correspondía. Enton¬
ces, se fueron a buscar una camilla con
ruedas. Su esperanza era que Ritz reaccio¬
nara rápidamente a la Bencedrina para que
pudiera ayudarle a llevar a la morgue el ca¬
dáver de la señorita Ashton, con el brazale¬
te de la Madre Pérez. Si lograba convencer
transitoriamente a la delegación de la Co¬
munidad Global de que su rehén potencial
había fallecido, podría tener más tiempo.
Al rodar hacia los ascensores, los brazos
de Ken colgaban aleteando fuera de la silla
y actuaban como frenos de las ruedas. Ca¬
milo los tomaba y los volvía a meter dentro
de la silla, sólo para darse cuenta que esta¬
ba metiéndose en el tráfico del hospital. Fi¬
nalmente, Camilo aseguró los brazos de
Ken cuando entraron, retrocediendo, en un
ascensor, pero Ritz eligió ese momento pa¬
ra dejar que su barbilla cayera sobre su pe¬
cho, exponiendo la herida del cuero cabe¬
lludo a todos los que estaban en el
ascensor.

341
Cuando pareció que Ritz comenzaba a
salir de su niebla, Camilo pudo sacarlo de
la silla y ponerlo en la camilla que había es¬
condido. Sin embargo, la subida brusca ma¬
reó a Ken. Se dejó caer de espaldas y su ca¬
beza herida rozó la sábana, y gritó como un
borracho: —¡Está bien! ¡Está bien!
Se dio vuelta para un costado, y Camilo
lo tapó hasta el cuello, luego lo llevó rodan¬
do cerca de la pared, donde esperó que se
despertara totalmente. Dos veces Ken se
sentó espontáneamente al pasar mucha
gente por el lado de ellos, mirando a su al¬
rededor y volviéndose a recostar.
Cuando finalmente volvió en sí y pudo
sentarse y luego ponerse de pie sin mareos,
seguía desorientado. —Hombre, qué bien
dormí, podría seguir durmiendo más así.
Camilo le explicó que él quería buscarle
una bata de enfermero para que desempe¬
ñara el papel de un ayudante del doctor Ca-
meron. Camilo repasó varias veces la idea
hasta que Ken lo convenció de que estaba
despierto y que entendía. Camilo Je dijo:
—Espera aquí.
Cerca de un pabellón de cirugía vio a un
médico que colgaba su bata en una percha
antes de irse para el otro lado. Parecía lim¬
pia así que Camilo la tomó para llevársela a
V

Ken pero éste no estaba.

342
Camilo lo halló en el ascensor. —¿Qué
estás haciendo?
—Tengo que recuperar mi bolsa. La de¬
jamos fuera.
—Está debajo de una silla en la sala de
espera. La buscaremos después. Ahora,
ponte esto.
Las mangas le quedaron cortas, como por
10 centímetros. Ken lucía como el último
que alquiló ropa en una tienda de disfraces.
Empujando la camilla, se apuraron para
llegar a la sala 335, tanto como Ken podía
apurarse. La mujer de guardia dijo:
—Doctor, acabamos de recibir una lla¬
mada de nuestros superiores que nos dije¬
ron que viene una delegación desde el aero¬
puerto, y...
—Lo siento, señora —dijo Camilo—, pe¬
ro la paciente que ustedes vigilan se murió.
—¿Se murió? —dijo la mujer—. Bueno,
seguro que no fue por nuestra culpa. Noso¬
tros...
—Nadie dice que es culpa de ustedes.
Ahora, tengo que llevar el cadáver a la mor¬
gue. Puede decirle a la delegación o a quien
sea dónde buscarla.
—Entonces no tenemos que quedarnos
aquí, ¿no?
—Por supuesto que no. Gracias por sus
servicios.

343
Al entrar Ken y Camilo a la sala, el guar¬
dia vio la cabeza de Ken: —Hombre, ¿eres
un enfermero o un enfermo?
Ken se dio vuelta bruscamente. —¿Dis¬
criminas contra los minusválidos?
—No, señor, lo lamento, sólo que...
—¡Todos necesitamos un trabajo! —dijo
Ken.
Cloé trató de sonreír cuando vio a Ken,
al cual había conocido en Palwaukee des¬
pués del vuelo de Camilo y Zión desde
Egipto. Camilo miró intencionadamente a
Ritz.
—Esta es Anita Ashton —dijo—, yo soy
su médico.
—Doctor Macho —dijo quedamente
Cloé—. Quebró sus anteojos.
Ritz sonrió. —Parece que estuviéramos
tomando el mismo remedio.
Camilo tapó la cabeza de la muerta con
la sábana, movió rodando la cama y puso
ahí la camilla. Llevó la cama hasta la puerta
y le pidió a Ken que se quedara con Cloé,
—por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—En el caso que aparezcan esos tipos de
la CG.
—¿Tengo que jugar al doctor?
—Por así decirlo. Si podemos convencer¬
los de que la mujer que quieren está en la
344
morgue, podemos tener tiempo para escon¬
der a Cloé.
—¿No querrás atarla en la parte de arri¬
ba de nuestro automóvil alquilado?
Camilo empujó la cama por el corredor
hasta llegar a los ascensores cuando salían
cuatro personas, tres de ellas eran varones,
vestidos con trajes oscuros de empresarios.
Las credenciales los identificaban como
funcionarios de la Comunidad Global. Uno
dijo: De nuevo, ¿qué andamos buscando?
—La 335 —dijo otro.
Camilo desvió su rostro pues no sabía si
se había hecho circular una fotografía suya.
En cuanto entró la cama al ascensor, un
médico apretó el botón de parada de emer¬
gencia. Había unas seis personas en el as¬
censor con Camilo y el cadáver.
—Damas y caballeros, lo siento pero, por
favor, un momento —dijo el médico.
Susurró en el oído a Camilo. —Usted no
es un residente de aquí, ¿no?
—No.
—Hay una estricta reglamentación sobre
el traslado de cadáveres en los ascensores
que no sean los de servicio.
—No sabía.
El médico se volvió a la demás personas:
—Lo siento pero van a tener que usar el
otro ascensor.

345
—Felices —dijo alguien.
El médico volvió a activar el ascensor y
todos los demás salieron. El apretó el botón
del subterráneo. —¿Primera vez en este
hospital?
—Sí.
—A la izquierda y hasta el fondo.
En la morgue Camilo pensó en dejar el
cadáver al lado fuera de la puerta esperando
que fuera mal identificado transitoriamente
como la Madre Pérez, pero lo vio un hom¬
bre que estaba detrás del escritorio y le dijo:
—No se supone que traiga para acá la cama.
No nos podemos responsabilizar por eso. Va
a tener que llevársela de vuelta con usted.
—Estoy muy apurado.
—Eso es problema suyo. No nos respon¬
sabilizamos por una cama de sala dejada
aquí abajo.
Dos ordenanzas levantaron el cadáver, lo
pusieron en una camilla con ruedas y el
hombre dijo: —¿Papeles?
—¿Cómo dice?
—¡Papeles! Certificado de muerte. La
firma del médico del cambio y fuera.
Camilo dijo: —El brazalete dice Madre
Pérez. Me dijeron que la trajera para acá.
Eso es todo lo que sé.
—¿Quién es su médico?
—No tengo idea.
346
—¿Qué sala?
—335.
—Vamos a mirar. Ahora saque esta cama
de aquí.
Camilo se apresuró en regresar al ascen¬
sor, rogando que la bufonada hubiera fun¬
cionado y que el contingente de la CG es¬
tuviera camino a la morgue para asegurarse
de Madre Pérez. Sin embargo, no se cruzó
con ellos en el camino de vuelta.
Estaba casi en la sala 335 cuando ellos
aparecieron. El miró para otro lado y siguió
caminando.
Uno dijo. —De todos modos ¿dónde está
Carlos?
La mujer dijo —Debiéramos haber espe¬
rado. Estaba estacionando el automóvil.
¿Cómo se supone que él nos encuentre
ahora?
—No puede estar muy lejos. Cuando lle¬
gue aquí, iremos al fondo de este asunto.
Cuando se perdieron de vista Camilo
empujó la cama metiéndola de nuevo en la
335. —Soy yo—dijo cuando pasó por la
cortina de Cloé. La encontró aun más páli¬
da y ahora, temblando. Ken estaba al lado
de la cama, con las manos ligeramente apo¬
yadas sobre su cabeza.
—¿Tienes frío mi amor? —preguntó Ca¬
milo. Ella dijo que no con la cabeza. Su

347
descoloración había aumentado. Las horri¬
bles estrías causadas por la hemorragia sub¬
cutánea casi llegaban a su sien.
Ritz dijo. —Ella está un poco en shock,
esto es todo. Yo también, aunque me merez¬
co el premio Oscar.
—Doctor Aeroplano —dijo Cloé, y Ritz
se rió.
—Eso es lo que ella decía. Eso es todo lo
que pudieron sacarle, salvo Su nombre.
—Anita Ashton —susurró ella.
—Hay algo horriblemente malo en la ca¬
beza de esos tipos. Entraron quejándose, es¬
pecialmente la mujer, por no tener guardias
asignados como ellos lo habían solicita¬
do. “No pedimos” —dijo Ken imitando la
voz de la mujer—. “Fue una ordenanza”.
Cloé asintió.
Ken siguió. —Ellos pasaron rápido, ata¬
ron el final de nuestra cortina, comentaron
que ella estuviera en la cama B, muy orgu¬
llosos de ellos mismos porque podían leer
una tira adhesiva puesta en la puerta. Yo di¬
je fuerte, “dos visitas por vez, por favor, y
agradezco que se queden poco tiempo.
Aquí tengo un paciente tóxico”. Quise decir
“infeccioso” pero significa lo mismo, ¿no?
»Naturalmente ellos se dieron cuenta de
inmediato que había una camilla vacía allá.
Uno de los tipos metió su cabeza aquí y yo

348
me puse en puntillas, estilo médico, y dije,
“si no quiere contagiarse una fiebre tifoi¬
dea, mejor es que saque su cabeza de aquí”.
—¿Fiebre tifoidea?
—Me pareció bien, y funcionó bien.
—¿Eso los asustó y se fueron?
—Bueno, casi. El cerró la cortina y dijo
desde atrás de ella, “doctor, ¿podemos con¬
versar en privado, por favor?” Yo contesté,
“no puedo dejar a la paciente y tengo que
lavarme muy escrupulosamente antes de
hablar con alguien. Yo estoy vacunado pero
puedo ser portador de la enfermedad”.
Camilo arqueó las cejas. —¿Se tragaron
eso?
Cloé meneó la cabeza, luciendo diverti¬
da.
Ken dijo. —Oye, yo fui bueno. Me pre¬
guntaron quién era mi paciente. Pudiera
haberles dicho Anita Ashton pero pensé que
era más realista si me mostraba ofendido
por la pregunta. Dije, “su nombre no es tan
importante como su pronóstico. De todos
modos, su nombre está en la puerta” oí que
ellos se susurraban y uno dijo, “¿está cons¬
ciente?” dije, “si usted no es médico, eso no
le interesa”.
La mujer dijo algo de traer a un médico
que aún no los había alcanzado y le dije,
“puede preguntarme lo que desee saber”.

349
»Uno de ellos dijo, “sabemos lo que dice
la puerta pero nos, dijeron que la Madre
_ *

Pérez estaba en esa cama”. Dije, “no me


voy a quedar aquí discutiendo. Mi paciente
no es la Madre Pérez”.
»Uno de los muchachos dijo, “le importa
si le preguntamos a ella cómo se llama?”. Yo
dije, “fíjense que sí, me importa. Ella tiene
que concentrarse en su mejoría”. El tipo di¬
ce, “señora, si puede oírme, dígame cómo
se llama”.
»Le hice señas a Cloé para que se lo dije¬
ra pero pateaba como loco detrás de la cor¬
tina. Ella vaciló por no tener la seguridad
de qué estaba haciendo yo, pero finalmente
dice, actuando como muy debilitada, “Ani-
ta Ashton”.
Cloé levantó la mano. -No actúe; ¿por¬
qué me pusieron Madre Pérez?
—¿No sabes? —dijo Camilo, tomándole
la mano.
Ella negó con la cabeza.
—Deja que termine mi cuento —dijo
Ritz—, pienso que ellos regresarán. Abrí de
par en par esa cortina y los miré fijamente
de arriba abajo. No creo que esperaban que
yo fuera tan grande, y pregunté “¿satisfe¬
chos? Ahora la pusieron nerviosa a ella y a
mí también”. La mujer dice, “excúsenos
doctor, ah...” y Cloé dice “doctor Aeropla-

350
no”. Tuve que morderme la lengua. Dije,
“el remedio le está haciendo efecto” lo cual
era así. Dije, “yo soy el doctor Lalaine pero
mejor que no nos demos la mano, tomando
en cuenta las cosas”.
»EI resto de ellos se arremolinaron en
torno a la puerta y la mujer atisba por en¬
tremedio de la cortina, y dice, “¿Tiene idea
qué le pasó a la Madre Pérez? le dije “de es¬
ta habitación se llevaron una paciente para
la morgue”.
»Ella dice, “realmente?” con un tono que
me dice que no cree esto para nada. Luego
dice, “qué causó las heridas de esta joven
señora? ¿la tifoidea?” Realmente sarcástica.
Yo no estaba listo para eso y mientras trato
de pensar una respuesta médica inteligente,
ella dice, “voy a hacer que nuestro médico
la examine”.
»Le digo, “no sé cómo lo harán allá de
donde viene usted, pero en este hospital
únicamente el médico que atiende o el pa¬
ciente pueden solicitar una segunda opi¬
nión”. Bueno, aunque esta mujer era como
33 centímetros más baja que yo, de alguna
manera me mira con desdén de arriba aba¬
jo. Dice, “Somos de la Comunidad Global,
y estamos aquí por órdenes de Su Excelen¬
cia, así que prepárese para ceder terreno”.
»Digo, “Quién es Su Excelencia?” Ella

351
dice, “¿Dónde ha estado metido usted, de¬
bajo de una roca?” Bueno, no podía decirle
que eso era casi ajustado a la realidad y que
como yo casi había estado en coma por los
sedantes, no estaba muy seguro de dónde
estaba ahora, así que dije, “sirviendo a la
humanidad, tratando de salvar vidas, seño¬
ra”. Ella resopló y se fue un par de minutos
después entraste tú. Ya estás al día.
—¿Y ellos traen un médico? —dijo Ca¬
milo—. Estupendo. Mejor que la esconda¬
mos en alguna parte y veamos si podemos
perderla en el sistema.
—Contéstame... —susurró Cloé.
—¿Que?
—Camilo, ¿estoy embarazada?
—Sí.
—¿Está bien el bebé?
—Sí, hasta ahora.
—¿Y yo, cómo estoy?
—Estás bien golpeada pero no corres pe¬
ligro.
—Casi se fue la fiebre tifoidea —dijo
Ritz.
Cloé frunció el ceño y te reprendió:
—¡Doctor Aeroplano! Yo tengo que me¬
jorarme rápido Camilo ¿qué quiere esa gen¬
te?
—Eso es un cuento largo. Básicamente
quieren cambiarte por Zión o Patty o ambos.

352
No —dijo ella con su voz más fírme.
No te preocupes pero es mejor que nos
vayamos. No vamos a engañar a un médico
de verdad por mucho tiempo pese al maes¬
tro actor aquí presente.
—Ese es el doctor Aeroplano para ti
—dijo Ken.
Camilo oyó que había gente en la puerta.
Se tiró al suelo y gateó metiéndose entre dos
cortinas, apretujándose en la zona ya llena
con la cama y la camilla. —Doctor Lalaine
dijo uno de los hombres—, este es nuestro
medico, de Kenosha. Le agradeceremos si
permite que examine a esta paciente.
—No entiendo —dijo Ritz.
—Claro que no —dijo el médico—, pero
ayer yo ayudé a tratar a una paciente sin
identificar que encaja en la descripción y
por eso me invitaron aquí.
Camilo cerró los ojos. La voz sonaba co¬
nocida. Si era el último médico con que ha¬
bía hablado en Kenosha, el que había foto¬
grafiado a Cloé, se había acabado toda
esperanza. Aunque Camilo los sorprendiera
y apareciera danzando, no había forma en
que pudiera sacar a Cloé de ese lugar.
Ritz dijo. —Ya le dije a esta gente quién
es esta paciente.
—Y ya comprobamos que su historia es
falsa, doctor —dijo la mujer—. Pregunta-

353
mos por la Madre Pérez en la morgue y no
se tardó mucho en determinar que ésa era
la verdadera señora Ashton
Camilo oyó que abrían un sobre y saca¬
ban algo. —Mire estas fotografías —dijo la
mujer—, puede que no luzca igual, pero se
parece mucho. Pienso que es ella.
El médico dijo. —Hay una manera de
asegurarse. Mi paciente tenía tres pequeñas
cicatrices en la rodilla izquierda como re¬
sultado de una cirugía artroscópica que le
hicieron cuando era adolescente y, también,
una cicatriz de la apendicectomía.
Camilo estaba que reventaba. Nada de
eso era cierto en Cloé ¿Qué estaba pasando?
Camilo oyó el crujido rumoroso de fraza¬
das, sábanas y camisón. —Mire, en reali¬
dad, esto no me sorprende —decía el médi¬
co—. Pensé que la cara era un poco más
redonda y las magulladuras están más dise¬
minadas en esta niña.
—Bueno —dijo la mujer—, aunque si és¬
ta no es la que andamos buscando, no es
Anita Ashton y, por cierto, que no tiene fie¬
bre tifoidea.
Ken dijo. —Nadie tiene fiebre tifoidea en
este hospital. Yo digo eso para impedir que
la gente meta su nariz en las cosas de mis
pacientes.
—Quiero presentar acusaciones formales

354
contra este hombre —dijo la mujer—. ¿Por
qué no sabía el nombre de su propia pa¬
ciente?
—Hay demasiados pacientes aquí —dijo
Ken—. De todos modos, me dijeron que
ésta era Anita Ashton. Eso es lo que dice en
la puerta.
Hablaré con el jefe de personal sobre
este doctor Lalaine —dijo el médico—. Le
sugiero al resto de ustedes que revisen nue¬
vamente las admisiones en busca de la Ma¬
dre Pérez.
—¿Doctor? —dijo Cloé con una vocecita
mínima—, Usted tiene algo en su frente.
—¿Sí? —dijo él.
—No veo nada —dijo la mujer—. Esta
niña está dopada.
—No, no lo estoy —dijo Cloé—. Usted
tiene algo ahí, doctor.
—Bueno —dijo él, agradable pero termi¬
nantemente—, probablemente usted tam¬
bién tenga algo en su frente una vez que se
mejore.
—Vamos —dijo uno de los hombres.
—Yo los alcanzaré después que hable con
el jefe de personal —dijo el médico.
Los otros se fueron. Tan pronto como se
cerró la puerta, el médico dijo. —Yo sé
quién es ella. ¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy el doctor...

355
—Ambos sabemos que usted no es médi¬
co.
—Sí, lo es —balbuceó Cloé—. El es el
doctor Aeroplano.
Camilo salió de atrás de la cortina.
—Doctor Floid, éste es mi piloto, Ken
Ritz. ¿Antes ha sido usted la respuesta de
oración?
—No fue fácil lograr que me asignaran a
esto —dijo Carlos Floid—, pero pensé que
podría resultar útil.
—No sé cómo podré agradecerle alguna
vez —dijo Camilo.
—Manténgase en contacto —dijo el mé¬
dico—, puede que lo necesite alguna vez.
Sugiero que traslademos fuera de aquí a su
esposa. Ellos vendrán a examinar la cosa
más de cerca cuando no encuentren a la
Madre Pérez.
—¿Puede arreglar transporte al aeropuer¬
to y todo lo que necesitaremos para aten¬
derla? —preguntó Camilo.
—Sí, en cuanto haga suspender la licen¬
cia médica del doctor Aeroplano. ''V

Ken se sacó la bata de médico diciendo:


—Ya estoy harto de todo este doctoreo. Voy
a volver a jinetear el cielo.
—¿Seré capaz de cuidarla en casa? pre¬
gunto Camilo.
—Ella tendrá mucho dolor por un tiem-

356
po largo, y puede que nunca vuelva a sentir¬
se como antes pero aquí no hay nada que
amenace la vida. El bebé también está bien,
por lo que sabemos.
Cloé dijo. —Yo no lo supe hasta hoy.
Sospechaba pero no sabía.
—Casi me delató con ese comentario de
la frente —dijo el doctor Floid.
—Sí —agregó Ken—. ¿De qué se trata
todo eso?
—Se los diré a los dos en el avión —dijo
Camilo.
Nicolás Carpatia y León Fortunato se
reunieron con Raimundo a primera hora de
la mañana del jueves en Nueva Babilonia.
—Hemos informado su itinerario a los
dignatarios —dijo Carpatia—. Ellos han
dispuesto acomodaciones apropiadas para
el Comandante Supremo pero usted y su
primer oficial deberán hacer sus propios
arreglos.
Raimundo asintió. Esta reunión era inne¬
cesaria como tantas otras.
Carpatia agregó. —Ahora una nota perso¬
nal. Aunque entiendo su posición, se ha de¬
cidido no dragar del río Tigris a los restos del
zozobrado vuelo PanCon. Lo lamento pero
se confirmó que su esposa estaba a bordo.
Consideramos que ese es su lugar definitivo
de descanso, junto con los demás pasajeros.
357
En su interior Raimundo creía que Car-
patia mentía. Amanda estaba viva y, por
cierto, que no era traidora de la causa de
Cristo. El y Max tenían que recibir el equi¬
po de buceo y, pese a que no tenía idea de
dónde estaba Amanda, empezaría por pro¬
bar que no estaba a bordo de ese 747 hun¬
dido.
Dos horas antes de la hora del vuelo del
viernes, Max le dijo a Raimundo que él ha¬
bía reemplazado el avión de ala fija de la
bodega.
—Ya llevamos el helicóptero así que esa
cosita de dos motores sobra. Lo remplacé
con el Challenger 3.
—¿Dónde encontraste eso?
El Challenger era del tamaño de un jet
Lear pero dos veces más rápido. Había sido
desarrollado en los últimos seis meses.
—Pensé que perdimos todo salvo el heli¬
cóptero, el de ala fija y el Cóndor pero, más
allá de la elevación del medio de la pista,
encontré al Challenger. Tuve que ponerle
antena nueva y un nuevo sistema del timón
de cola pero está tan bueno como si fuera
nuevo.
—Desearía saber cómo hacerlo volar
—dijo Raimundo—. Quizá pudiera ir a
ver a mi familia mientras Fortunato se que¬
da en Texas.
358
-¿Encontraron a tu hija?
—Acabo de recibir noticias. Está muy
golpeada pero está bien. Y voy a ser abuelo.
—Ray, ¡eso es grandioso! —dijo Max pal¬
meando a Raimundo en el hombro—. Te
adiestraré en el Challenger. Sabrás cómo
manejarlo en corto tiempo.
—Voy a terminar de empacar y mandarle
una carta electrónica a Camilo —dijo Rai¬
mundo.
—¿No estarás enviando ni recibiendo por
medio del sistema de aquí ¿no?
—No. Tengo una carta en clave de Cami¬
lo que me informa cuándo va a sonar mi te¬
léfono privado. Entonces, me cercioro de
estar fuera a esa hora.
—Tenemos que hablar con Jasid sobre la
seguridad que tiene aquí la Internet. Tú y él
y yo hemos estado en la Red cuidando a tu
amigo Zión. Me preocupa que la jerarquía
pueda saber quién ha estado allí. Carpatia
tiene que estar furioso con Zión. Todos po¬
dríamos estar en tremendo problema.
—David me dijo que si nos quedamos en
los boletines, no nos pueden detectar.
—A él le gustaría venir con nosotros, ¿sa¬
bes? —dijo Max.
—¿David? Lo sé pero lo necesitamos pre¬
cisamente dónde está.

359
Catorce

E l vuelo a Waukegan fue difícil para


Cloé. Peor aún fue el viaje en auto¬
móvil desde Waukegan a Palatine pa¬
ra dejar a Ken Ritz, y luego a Mt. Prospect.
Ella había dormido en los brazos de Camilo
durante todo el vuelo pero el Range Rover
había sido una tortura.
Lo mejor que Camilo pudo hacer fue de¬
jarla que yaciera en el asiento trasero pero
uno de los resortes que conectaban el asien¬
to al piso del vehículo se había roto durante
el terremoto de modo que tuvo que mane¬
jar aun más despacio que lo normal. De to¬
dos modos, parecía que Cloé rebotaba todo
el viaje. Por último, Ken se arrodilló de cara
al respaldo y trató de sujetar el asiento con
sus manos.
Cuando llegaron al aeropuerto de Pal-
waukee, Camilo encaminó a Ken a la barra¬
ca prefabricada de techo semicilíndrico
donde le habían dado un rincón para que se
instalara. —Siempre una aventura —dijo
débilmente Ken—, uno de estos días me
vas a matar.
—Ken, fue estúpido pedirte que volaras
360
tan pronto después de la operación pero
eras un salvavidas. Te mandará un cheque.
—Siempre lo haces pero también quiero
saber más de dónde están todos ustedes, ya
tú sabes, con sus creencias y todo.
—Ken, ya hemos hablado de esto antes.
Ahora se está volviendo sumamente claro,
¿no te parece? Todo este período de la his¬
toria, es este. Sólo poco más de cinco años
y todo se termina. Puedo entender porqué
antes del arrebatamiento la gente no pudo
entender qué estaba pasando; yo fui uno de
ellos. Pero se ha llegado a la gigantesca
cuenta regresiva final. Ahora todo lo que
importa es de cuál lado estás. Estás sirvien¬
do a Dios o estás sirviendo al anticristo.
Tú has sido un proveedor para los bue¬
nos muchachos. Es hora que te incorpores a
nuestro equipo.
—Lo sé, Camilo. Nunca he visto nada
como la manera en que ustedes se cuidan
unos a otros. Sería bueno para mi si pudiera
verlo todo una sola vez más en blanco y ne¬
gro, ya tú sabes, como en una hoja de pa¬
pel, las ventajas y las desventajas. Así es co¬
mo soy, yo lo calculo y decido.
—Puedo darte una Biblia.
—Tengo una Biblia en alguna parte.
¿Hay en ella una o dos páginas que tengan
todo el trato bien especificado?

361
—Lee Juan, y luego, Romanos. Verás lo
que hemos hablado. Somos pecadores. Es¬
tamos separados de Dios. El quiere que vol¬
vamos a El. El nos dio la manera, el cami¬
no.
Ken lucía incómodo. Camilo sabía que
estaba con dolores y confuso. —¿Tienes
una computadora?
—Sí, hasta una dirección de correo elec¬
trónico.
—Dámela y te escribiré la dirección de
un noticiero. El tipo que trajiste desde
Egipto conmigo es lo más popular de la In¬
ternet. Hablando de ponerlo todo en una
página para ti, eso es lo que él hace.
—Entonces, ¿me inscribo y consigo la
marca secreta para mi frente?
—Con toda seguridad.
Camilo reclinó el asiento delantero del pa¬
sajero y puso ahí a Cloé aunque no era lo su¬
ficientemente liso y pronto ella fue pasada al
trasero. Cuando Camilo entró, por fin, en el
patio trasero de la casa de Danny, Zión salió
corriendo a saludar a Cloé. En cuanto la vio
prorrumpió en llanto. —Oh, pobre niña.
Bienvenida a tu nueva casa. Estás a salvo.
Zión ayudó a Camilo a sacarla del asien¬
to trasero y abrió la puerta para que Camilo
pudiera entrar con ella. Camilo se dirigió a
las escaleras pero Zión lo detuvo.
362
—Justo aquí, Camilo, ¿ves? —Zión había
bajado su cama para ella—. Todavía no
puede subir y bajar escaleras.
Camilo movió la cabeza. —Supongo que
enseguida llega la sopa de pollo.
Zión se sonrió y apretó un botón del mi¬
croondas. —Dame sesenta segundos.
Pero Cloé no comió. Durmió toda la no¬
che y estuvo adormilada todo el día siguiente.
—Necesitas una meta —le dijo Zión—.
¿Dónde te gustaría ir en el primer día que
salgas?
—Quiero ver la iglesia, y la casa de Loreta.
—Eso no será...
—Será doloroso pero Camilo dice que si
yo no hubiera corrido, nunca hubiera so¬
brevivido. Tengo que ver por qué. Y quiero
ver dónde murieron Loreta y Danny.
Se acercó cojeando y saltando a sentarse
a la mesa de la cocina, pidiendo solamente
su computadora y a Camilo le dolió mirarla
que se arreglaba con una sola mano. Cuan¬
do trató de ayudarla ella lo rechazó con ve¬
hemencia. El debió lucir herido.
—Amor, yo sé que quieres ayudar —dijo
ella—, me buscaste hasta que me hallaste y
nadie puede pedir más que eso pero, por fa¬
vor, no hagas nada por mí si no te lo pido.
—Nunca pides.
—No soy una persona dependiente Ca-

363
milo. No quiero queme atiendan. Esto es
guerra y no quedan suficientes días para
desperdiciar. Tan pronto como tenga traba¬
jando esta mano, voy a quitar algo de la car¬
ga a Zión. El se pasa día y noche en la com¬
putadora.
Camilo trajo su propia computadora por¬
tátil y le escribió a Ken Ritz sobre la posibili¬
dad de ir a Israel. No podía imaginar que
allá fuera seguro para Zión pero éste estaba
tan decidido a ir que Camilo temía que no
hubiera otra opción. Su ulterior motivo con
Ken era, naturalmente, ver si él había llegado
a una decisión espiritual. Mientras transmitía
el mensaje, Cloé llamó desde la cocina.
—¡Oh, qué cosa, Camilo, tienes que ver
esto!
El se apuró para ir a mirar sobre el hom¬
bro de ella. El mensaje que había en panta¬
lla tenía varios días de recibido y era de Pat-
ty Durán.

V -

Raimundo temía que Fortunato se abu¬


rriera en el viaje a Roma y viniera a la cabi¬
na para molestar a Max y a él, pero cada
vez que usaba el intercomunicador secreto
para controlar la cabina, León estaba sil¬
bando, canturreando, cantando, hablando
364
por teléfono o moviéndose ruidosamente
por todos lados.
En una ocasión Raimundo dejó a Max a
cargo del avión y se buscó un pretexto para
ir a la cabina, encontrando que León estaba
arreglando la mesa de caoba donde se reuni¬
rían él y el Pontífice Máximo Pedro Mat-
hews y los diez reyes antes de ver a Carpatia.
León lucía suficientemente excitado co¬
mo para prorrumpir diciendo: —Ustedes se
quedarán en la cabina en cuanto arriben
nuestros huéspedes, ¿no?
—Seguro —dijo Raimundo. Quedaba
claro que León no necesitaba compañía.
Raimundo no esperaba enterarse de se¬
cretos escuchando a León y Mathews pero
le gustaban mucho las posibilidades de en¬
tretenerse. Fortunato era un fanático de
Carpatia a tal extremo y Mathews era tan
condescendiente e independiente que los
dos eran como agua y aceite. Mathews esta¬
ba acostumbrado a ser tratado como rey.
Fortunato trataba a Carpatia como rey del
mundo, que lo era, pero era lento para ser¬
vir a otra persona y, a menudo, era cortante
con quienes le servían.
Cuando Mathews subió al avión en Ro¬
ma, inmediatamente trató a Fortunato co¬
mo uno de sus lacayos. Y ya tenía dos. Un
muchacho y una muchacha subieron a bor-

365
do sus pertenencias y se quedaron conver¬
sando con él. Cuando Raimundo los escu¬
chó, quedó expuesto de nuevo al mal hu¬
mor de Mathews. Cada vez que Fortunato
sugería que era hora de ponerse en camino
Mathews interrumpía.
—¿León, podría beber algo fresco?
Hubo una pausa larga. —Por cierto —di¬
jo inexpresivamente Fortunato y, luego, con
sarcasmo—. ¿Y su personal'?'
—Sí, también algo para ellos.
—Bien, Pontífice Máximo y pienso que
entonces debiéramos realmente...
—Y algo para comer. Gracias, León.
Después de dos intercambios como ése,
el silencio de Fortunato ensordecía y, por
último dijo: —Pontífice Mathews, en reali¬
dad pienso que es hora...
—¿Cuánto tiempo más nos quedaremos
aquí León? ¿Qué le parece si activamos
ahora este espectáculo?
—No podemos movernos habiendo a
bordo personal no autorizado.
—¿Quién no está autorizado?
—Su gente.
—León, te presenté, éstos son mis asis¬
tentes personales.
—¿Usted pensaba que ellos fueron invi¬
tados?
—Yo no voy a ninguna parte sin ellos.

366
—Voy a tener que consultar con Su Ex¬
celencia.
—¿Cómo dices?
—Tendré que consultar con Nicolás Car-
patia.
—¿Dijiste, Su Excelencia?
—Tenía planeado hablar de eso con us¬
ted cuando estemos en ruta.
—Háblame ahora.
—Pontífice, yo apreciaría que usted me
tratara por mi título ¿es mucho pedir?
—De títulos estamos hablando. ¿De
dónde salió Carpatia usando ese Excelen¬
cia?
—No fue cosa suya.Yo...
—Sí, y supongo que Potentado tampoco
fue cosa de él. Secretario general nunca fue
suficiente para él, ¿no?
—Como decía, quiero hablar del nuevo
título con usted durante el vuelo.
—¡Entonces, vamos!
No tengo autorización para transportar
huéspedes no invitados.
—Señor Fortunato, estos son huéspedes
invitados. Yo los invité.
—Mi título no es señor.
—Oh, así que ahora el Potentado es Su
Excelencia y tú, ¿qué. Potentado? No, deja
que adivine, tú eres Esto o Aquello Supre¬
mo, ¿tengo razón?

367
—Tengo que consultar esto con Su Exce¬
lencia.
—Bueno, apúrate, y dile a "Su Excelen¬
cia" que el Pontífice Máximo piensa que es
temerario pasarse de un título real, ya una
exageración, a uno sagrado.
Raimundo escuchó solamente el final de
la conversación de Fortunato con Nicolás
pero León tuvo que retractarse.
—Pontífice, Su Excelencia me ha pedido
que le manifieste su bienvenida y su garan¬
tía de que le honra tener a bordo a cual¬
quier persona que a usted le parezca nece¬
saria para que su vuelo sea cómodo.
—¿Realmente? —dijo Mathews—, en¬
tonces, insisto en tener una tripulación de
cabina. Fortunato se rió. —León, quiero
decir, hombre, ¿cuál es tu título? Mira que
hablo en serio.
—Sirvo en el rango de comandante.
—¿Comandante? Di la verdad ahora, co¬
mandante. ¿en realidad es Comandante Su¬
premo?
Fortunato no contestó pero Mathews de¬
bió detectar algo en su rostro.
—Eso es, ¿no? Bueno, aunque no lo sea,
insisto. Si tengo que tratarte de Comandan¬
te será Comandante Supremo. ¿Aceptable?
Fortunato suspiró ruidosamente. —Sí, el
título presente es Comandante Supremo

368
Fortunato. Puede tratarme de uno u otro.
—Oh, no, no puedo. Es Comandante Su¬
premo. Ahora bien. Comandante Supremo
Fortunato, yo me tomo muy en serio el ser¬
vicio de cabina en un vuelo largo como es¬
te, y me impacta tu falta de previsión al no
proveerlo.
—Tenemos todas las facilidades, Pontífi¬
ce. Sentimos que es más necesario tener un
complemento total de personal de servicio
cuando los embajadores regionales comien¬
cen a incorporarse a nosotros.
—Te equivocaste. No deseo despegar si¬
no cuando este avión tenga el personal
apropiado. Si tienes que consultar eso con
Su Excelencia, por favor, hazlo.
Hubo un largo silencio y Raimundo su¬
puso que los dos se estaban mirando fija¬
mente uno a otro.
—¿Habla en serio de esto? —dijo Fortu¬
nato.
—Serio como un terremoto.
El botón de llamada sonó en la cabina.
—Puente de vuelo —dijo Max—, adelante.
—Caballeros, he decidido emplear una
tripulación de cabina aquí y en Dallas. Voy
a contratarla con una de las aerolíneas de
aquí. Por favor, comuniqúense con la torre
explicando que podemos demoramos por
unas dos o tres horas. Gracias.

369
—Le ruego perdone, señor—dijo Max—,
pero nuestra demora ya nos ha costado cua¬
tro lugares de la fila para despegar. Ellos ac¬
túan con flexibilidad debido a quiénes so¬
mos pero...
¿Entendió mal algo? —dijo León.
—En absoluto señor. Entendida esa de¬
mora.

El mensaje de Patty Duran decía:

Querida CW no sabia a quién más recurrir.


Bueno, en realidad, lo hice pero no obtuve res¬
puesta de AS en el número privado que me
dio. Dijo que ella anda con el teléfono todo el
tiempo así que me preocupé por lo que le haya
pasado.
Necesito que me ayudes. Le mentí a mi ex
jefe y le dije que mi gente vivía en Denver.
Cuando cambié el vuelo de Boston para ir al
oeste en lugar del este, esperaba que él pensa¬
ría que yo iba a ver a mi familia. En realidad, vi¬
ven en Santa Ménica. Estoy en Denver por una
razón totalmente distinta.
Estoy en una clínica de la reproducción.
Por favor, no exageres tu reacción. Si, hacen
abortos y me están empujando en ese senti¬
do. Efectivamente eso es lo que más hacen

370
pero también preguntan a cada madre si ha
considerado otras opciones y, cada cierto
tiempo, un bebé llega a término. Algunos son
dados para adopción, otros son criados por
las madres, y otros, por la clínica. Este lugar
también sirve como casa de seguridad y estoy
aquí en forma anónima. Me corté el pelo bien
corto y lo teñí de negro, y uso lentes de con¬
tacto de color. Estoy segura que nadie me re¬
conoce.
Ellos nos permiten acceso a estas computa¬
doras por unas pocas horas a la semana. En
otros momentos escribimos cosas y dibujamos
cuadros y hacemos ejercicios.También nos ani¬
man para que escribamos a las amistades y a
los seres queridos y corrijamos errores. A ve¬
ces nos insisten para que escribamos a los pa¬
dres de nuestros hijos.
Yo no pude hacer eso pero necesitaba ha¬
blar contigo. Tengo un celular privado. ¿Tienes
un número como tiene AS? Estoy asustada.
Confusa. Algunos días el aborto parece la solu¬
ción más fácil.
Sin embargo, ya me estoy acostumbrando a
este niño. Pudiera darlo pero no creo que pu¬
diera poner fin a su vida. Le dije a una conseje¬
ra que me sentía culpable por embarazarme
cuando no estaba casada. Ella no había oído ja¬
más algo así en toda su vida. Dijo que debía
dejar de obsesionarme por el bien y el mal y
371
empezar a pensar en lo que era óptimo para
mi.
Me siento moralmente culpable por consi¬
derar el aborto más que por hacer lo que tú
calificaras de inmoralidad. No quiero cometer
un error y no quiero seguir viviendo así.Te en¬
vidio a ti y tus amigos íntimos. Ciertamente es¬
pero que hayan sobrevivido al terremoto. Su¬
pongo que tu padre y tu marido creen que fue
la ira del Cordero. Quizá lo fue. No me sor¬
prendería.
Si no sé de ti, voy a suponer lo peor así que,
por favor, contéstame si puedes. Saluda a todos
por favor. Dale mis cariños a L.Te quiere, P.
Cloé dijo: —Mira, Macho, no me impor¬
ta si me ayudas, sólo ocúpate de responder
lo más rápido que puedas que quedé herida
y estuve fuera del correo electrónico, que
voy a mejorarme bien, y que este es mi nú¬
mero de teléfono, ¿bien?
Camilo ya estaba escribiendo en la com¬
putadora.

Raimundo sacó su computadora portátil


de la bolsa de vuelo y salió del avión. En el
camino pasó al lado de los dos jóvenes abu¬
rridos, de un León sudoroso y de cara enro¬
jecida que hablaba por teléfono, y de Mat-
372
hews. El Supremo Pontífice de Enigma Ba¬
bilonia le dio una mirada y desvió la vista.
Así que eso es interés pastoral pensó Rai¬
mundo. Los pilotos son marionetas en el
escenario de este fulano.
Raimundo se sentó cerca de una ventana
de la terminal. Podía comunicarse desde
cualquier parte con su asombrosa computa¬
dora a energía solar y conectada por zonas
celulares. Miró el boletín donde Zión se
contactaba con su iglesia en crecimiento.
En cosa de pocos días eran centenas de mi¬
les que habían respondido a sus mensajes.
Mensajes públicos dirigidos a Nicolás
Carpatia rogaban la amnistía para Zión
Ben—Judá. Uno resumía cáusticamente el
consenso: "Por cierto que un amante de la
paz como usted. Potentado Carpatia, que
ayudó al rabino Ben—Judá para que esca¬
para de los fanáticos ortodoxos de su pa¬
tria, tiene el poder para que él vuelva a sal¬
vo a Israel, donde pueda comunicarse con
tantos de los que le amamos. Contamos
con usted'.
Raimundo sonrió. Había tanta gente
nueva en la fe que no conocían la verdadera
identidad de Carpatia. ¿Se preguntaba
cuándo podría Zión denunciar tan flagran¬
temente a Carpatia?
Cuando revisó su correspondencia elec-

373
trónica, Raimundo se quedó azorado cuan¬
do supo del contacto de Patty. Tuvo emo¬
ciones extrañamente mezcladas. Se alegró
que ella y su bebé estuvieran a salvo pero
deseaba tanto tener un mensaje de Amanda
que se dio cuenta que estaba celoso. E] se
resentía que Cloé hubiera sabido de Patty
antes que él supiera de Amanda. Oró en si¬
lencio: “Dios perdóname”.
Varias horas después, el Cóndor 216 des¬
pegó, por fin, de Roma con una tripulación
de cabina completa, y felicitaciones de Ali-
talia, la línea aérea italiana.
Cuando Raimundo no se ponía a planear
el buceo en el Tigris, espiaba la cabina.
Mathews decía: —Mira, esto es mejor
así, Comandante Supremo Fortunato, ¿no
es mejor que la fila para el bufet que tú pla¬
neabas? Admítelo.
—A todos les gusta que les sirvan, pero
en eso hay algunos puntos que Su Excelen¬
cia me pidió que le informara.
—¡Deja de tratarlo así! Me enloquece. Yo
iba a guardarme esta noticia pero mejor
que te la diga ahora. La respuesta a mi li¬
derazgo ha sido tan abrumadora que mi
personal ha planeado un festival que dure
toda una semana en el mes que viene para
celebrar mi instalación. Aunque ya no sirvo
más a la iglesia católica, que se ha fundido

374
en nuestra fe que es mucho más grande, a
ciertas personas les pareció apropiado que
también cambie mi título. Creo que tendrá
un impacto más inmediato y será entendi¬
do por las masas con mayor facilidad si,
sencillamente, me tratan de Pedro el Se¬
gundo.
—Eso suena como el titulo de un papa
—dijo Fortunato.
—Por supuesto que lo es, aunque algu¬
nos dijeran que mi puesto es un papado,
francamente yo lo veo mucho más grande.
¿Usted prefiere Pedro el Segundo a Pon¬
tífice Supremo o hasta Pontífice Máximo?
—Menos es más. Suena bien, ¿no?
—Tendremos que ver cómo le parece a
Su... ah. Potentado Carpatia.
—¿Qué tiene que ver el Potentado de la
Comunidad Global con la única Fe Mun¬
dial?
—Oh, se siente responsable por la idea y
el ascenso suyo a este puesto.
—El tiene que recordar que la democra¬
cia no era tan mala. Por lo menos tenían se¬
parada la iglesia del estado.
—Pontífice, usted preguntó qué tenía
que ver Su Excelencia con usted. Debo pre¬
guntar ¿dónde estaría Enigma Babilonia sin
el financiamiento de la Comunidad Global?
—Podría preguntar lo inverso. La gente

375
necesita algo en qué creer. Necesitan la fe.
Necesitan la tolerancia. Tenemos que estar
juntos y librar al mundo de estos fanáticos
del odio. Las desapariciones se ocuparon de
los fundamentalistas de criterio estrecho y
de los fanáticos intolerantes. ¿Ha visto lo
que está pasando en la Internet? Ese rabino
que blasfemó de su propia religión en su
propio país está ahora desarrollando un tre¬
mendo grupo de seguidores: Me correspon¬
de tratar eso. Tengo un pedido en este as¬
pecto... —Raimundo oyó que se hojeaban
papeles—, de un aumento del apoyo finan¬
ciero de la Comunidad Global.
—Su Excelencia temía eso.
—¡Pamplinas! Nunca sope que Carpatia
temiera algo. El sabe que tenemos unos
gastos tremendos. Estamos viviendo a la al¬
tura de nuestro nombre. Somos una fe
mundial. Influimos en cada continente to¬
cante a la paz y la unidad y la tolerancia.
Se debiera mandar a cada embajador que
aumentara su cuota de aportes a Enigma
Babilonia.
—Pontífice, nadie ha enfrentado jamás
los problemas fiscales que Su Excelencia
enfrenta ahora. El equilibrio del poder se ha
cambiado al Oriente Medio. Nueva Babilo¬
nia es la capital del mundo. Todo será cen¬
tralizado. La sola reconstrucción de esta

376
ciudad ha hecho que el Potentado propon¬
ga significativos aumentos de impuestos di¬
rectamente. Pero también está reconstru¬
yendo a todo el mundo. Las fuerzas de la
Comunidad Global trabajan en cada conti¬
nente en el restablecimiento de las comuni¬
caciones y transportes, y efectúan limpieza,
rescate, socorro, higiene, lo que usted quie¬
ra. Se pedirá a los líderes de cada región
que pidan a sus súbditos que se sacrifiquen.
—Y usted hace ese trabajo sucio, ¿no es
así Comandante Supremo?
—No considero que sea trabajo sucio,
Pontífice. Me siento honrado al facilitar la
visión de Su Excelencia.
—Mira, de nuevo sales con eso de exce¬
lencia.
—Permítame contarle una historia perso¬
nal que compartiré con cada embajador du¬
rante este viaje. Déme el gusto, y verá que
el Potentado es un hombre profundamente
espiritual con una chispa de lo divino.
—Esto es algo que tengo que oír —dijo
Mathews riéndose—. Carpatia como cléri¬
go. Eso sí que es todo un cuadro.
—Yo prometo que cada palabra es verda¬
dera. Cambiará para siempre la manera en
que usted considera a nuestro Potentado.
Raimundo movió la palanca que activa la
vigilancia y musitó:

377
—León le está contando a Mathews su
cuento de Lázaro.
—Oh, muchacho —dijo Max.

El Cóndor volaba sobre el Atlántico en


medio de la noche y Raimundo dormitaba.
El intercomunicador lo despertó y era For¬
tunato que decía:
—Cuando le sea conveniente, capitán
Steele, le agradecería un momento.
Raimundo dijo a Max: —Detesto darle el
gusto pero también prefiero sacar esto del
medio cuanto antes.
Apretó el botón: —¿Ahora está bien?
Fortunato le salió al encuentro en la mi¬
tad del avión y le hizo gestos de ir a la cola,
lejos de donde dormían Mathews y sus dos
jóvenes ayudantes.
—Su Excelencia me ha pedido que le ha¬
ble de un asunto delicado. Se le está vol¬
viendo cada vez más vergonzoso no poder
presentar al rabino Zión Ben—Judá a sus
'-'V -

seguidores.
—Su Excelencia sabe que usted es hombre
de palabra. Cuando usted nos dice que no sa¬
be dónde está Ben—Judá, lo tomamos en lo
que vale. Entonces, la cosa se vuelve si uno
tiene acceso a alguien que sí sabe dónde está.

378
—¿Por qué?
—Su Excelencia está listo para garantizar
personalmente la seguridad del rabino. El
hará que cualquier amenaza a la seguridad
de Ben—Judá sencillamente no valga las
consecuencias.
—Entonces, ¿por qué no poner en circu¬
lación la noticia y ver si Ben—Judá se pre¬
senta?
—Muy peligroso. Usted puede creer que
sabe cómo lo considera Su Excelencia. Sin
embargo, como quien lo conoce mejor, yo
sé que él le tiene confianza a usted. El ad¬
mira su integridad.
—¿Y está convencido de que tengo acce¬
so a Ben—Judá?
—Dejemos los juegos capitán Steele. La
Comunidad Global tiene un tremendo al¬
cance ahora. Conocemos más fuentes que
el conversador doctor Rosenzweig que di¬
cen que su yerno ayudó a escapar al rabino.
—Rosenzweig es uno de los más grandes
admiradores de Carpatia, más leal de lo que
merece Nicolás. ¿Jaime no procuró la ayuda
de Carpatia para el episodio de Ben—Judá
cuando Nicolás empezó a cobrar importan¬
cia?
—Hicimos todo lo posible...
—Eso no es cierto. Si espera que yo sea
hombre de palabra, no insulte mi inteligen-

379
cia. Si mi propio yerno ayudó a la fuga de
Ben—Judá desde Israel, ¿no hubiera tenido
yo una idea si tuvo asistencia de la Comuni¬
dad Global?
Fortunato no respondió.
Raimundo tuvo cuidado de no revelar
nada de lo que había oído exclusivamente
por medio del aparato para espiar. El nunca
olvidaría cuando Fortunato había pasado
por alto el ruego de Rosenzweig pidiendo
ayuda para su afligido amigo. La familia de
Ben-Judá había sido masacrada y él estaba
oculto pero Carpatia se había reído y dicho
en tantas formas que podía entregar a Ben-
—Judá a los fanáticos.
—León, los que estuvieron cerca de la si¬
tuación, saben la verdad. La proclama de
Carpatia de tener el mérito del bienestar de
Zión Ben—Judá es una falsedad. No dudo
que pudiera proteger al rabino y que hubie¬
ra sido capaz de hacerlo entonces pero no
lo hizo.
—Capitán Steele, puede que usted tenga
razón. Personalmente no conozco esa sitúa-
-

ción.
—León, usted conoce cada detalle de to¬
do lo que pasa.
Pareció que a León le gustó oír eso. No
lo discutió. —De todos modos, desde el
punto de vista de las relaciones públicas se-

380
ría contraproducente que tuviéramos que
ajustar nuestra posición en este momento.
Se cree que le ayudamos a escapar y perde¬
ríamos credibilidad si admitimos que no tu¬
vimos nada que ver con eso.
—Pero como yo lo sé, ¿no se me permite
un poco de escepticismo? —dijo Raimundo.
León se echó para atrás y jugó tocándo¬
se la punta de sus dedos. Exhaló. —Bueno,
Su Excelencia me ha autorizado para pe¬
dirle qué quiere a cambio de hacerle este
favor.
—¿Y el favor es?
—La entrega de Zión Ben—Judá.
—¿A?
—Israel.
Lo que Raimundo quería era que se lim¬
piara el nombre de su esposa pero no podía
traicionar la confianza de Max.
—¿Así que ahora se me pregunta cuál es
mi precio en lugar de pedirme que inter¬
cambie a mi propia hija?
No pareció sorprender a Fortunato que
Raimundo hubiera sabido del fiasco de
Minneapolis. —Eso fue un error de comu¬
nicaciones. Usted cuenta con la palabra
personal de Su Excelencia de que él quería
que la esposa de uno de sus empleados fue¬
ra llevada a reunirse con su esposo y darle
el cuidado apropiado.

381
Raimundo deseó reírse fuerte o escupir
la cara de Fortunato pero no pudo decidir¬
se por cuál, y dijo: —Déjeme pensarlo.
—¿Cuánto tiempo necesita? Hay presio¬
nes en Su Excelencia para que haga algo al
respecto de Ben—Judá. Mañana estaremos
en los Estados Unidos de Norteamérica.
¿No podemos hacer algún arreglo?
—¿Usted quiere que lo lleve al Cóndor
con todos los embajadores? '
—Por supuesto que no, pero en la medi¬
da en que vamos a estar en esa región, sólo
resulta prudente que nos ocupemos de ello
ahora.
—Suponiendo que Ben—Judá esté allá.
—Creemos que si podemos localizar a
Camilo Williams, habremos localizado a
Zión Ben—Judá.
—Entonces saben más que yo.
Raimundo empezó a pararse pero For¬
tunato hizo un gesto con la mano para de¬
tenerlo. —Falta una cosa más.
—Déjeme adivinar, ¿las iniciales son
P.D.? -

—Sí. Para Su Excelencia es importante


que la relación sea cortada graciosamente.
—¿A pesar de lo que dijo al mundo?
—En realidad, yo lo dije. El no lo aprobó.
—No creo eso.
—Crea lo que quiera. Usted seda cuenta

382
de las exigencias de la percepción pública.
Su Excelencia está decidido a no ser aver¬
gonzado por la señorita Durán. Usted se
acuerda que fueron presentados por su yer¬
no.
—A quien aun ni siquiera he visto —dijo
Raimundo.
—Bueno, está bien. La desaparición de
ella es una molestia. Hace que Su Excelen¬
cia parezca incapaz de controlar su propia
casa. El terremoto sirvió como explicación
lógica de la separación de ellos. Resulta
crucial que mientras ande sola, por cuenta
propia, la señorita Durán no haga ni diga
anda que dé vergüenza.
—¿Así que usted quiere que haga qué co¬
sa? ¿Que le diga que se porte bien?
—Francamente, capitán, usted no exage¬
raría si le informara que hay accidentes que
suceden. Ella no puede seguir invisible por
mucho tiempo. Si se vuelve necesario eli¬
minar el riesgo, tenemos la habilidad de
efectuar esto expeditamente y en una ma¬
nera que no se reflejaría contra de Su Ex¬
celencia sino que le permitiría ganar sim¬
patías.
—¿Puedo repetirle lo que usted acaba de
decir para que estemos claros?
—Por cierto.
—Usted quiere que yo le diga a Patty

383
Durán que se calle la boca o si no usted la
manda matar y después lo niega.
Fortunato pareció tocado, luego se
ablandó y contempló el cielo raso, diciendo.
—Nos estamos comunicando.
—Tenga la seguridad de que si me con¬
tacto con la señorita Durán, le transmitiré
su amenaza.
—Supongo que usted le recordará que
repetir ese mensaje constituiría causa.
—Oh, lo capté. Es una amenaza generali¬
zada.
—¿Usted manejará ambos cometidos en¬
tonces?
—¿No capta la ironía? Yo tengo que
transmitir una amenaza de muerte a la se¬
ñorita Durán pero confiar en usted para
que proteja a Zión Ben—Judá.
—Correcto.
—Bien, puede que sea correcto pero no
es bueno.
Raimundo se fue a la cabina de pilotaje
donde fue saludado por la mirada sapiente
de Max.
—¿Oíste eso?
—Oí —dijo Max—. Hubiera querido
grabarlo.
—¿A quién se lo harías escuchar?
—A los hermanos creyentes.
—Estarías predicándole al coro. En otros

384
tiempos, uno podía llevar una grabación así
a las autoridades pero éstas son las autori¬
dades.
—¿Cuál será el precio tuyo, Ray?
—¿Qué quieres decir?
—Ben—Judá tiene que estar en Israel y
Carpatia tiene que asegurar su seguridad,
¿no?
—Oíste a Fortunato. Ellos pueden pro¬
ducir un accidente y ganarse las simpatías.
—Pero si él promete garantía personal,
Ray, va a mantener sano y salvo a Zión.
—No olvides lo que Zión quiere hacer en
Israel. No sólo va a conversar con los dos
testigos o a buscar amigos de antes. El va a
entrenar a muchos de los 144.000 evange¬
listas como pueda. Será la peor pesadilla de
Nicolás.
—Como dije, ¿cuál es tu precio?
—¿Cuál es la diferencia, tú esperas que el
anticristo no honre un trato? Yo no daría un
centavo por el futuro de Patty Durán, sea
que ella siga o no el libreto. Quizá si estiro
esto lo suficiente pueda enterarme por For¬
tunato de algo sobre Amanda. Max, te lo
digo, ella está viva en alguna parte.
—Ray, si ella está viva ¿por qué no se po¬
ne en contacto? No quiero ofenderte pero es
posible que ella sea como ellos dicen que es.

385
Quince

C amilo se despertó poco después de


la medianoche porque el teléfono de
Cloé estaba sonando en la planta
baja. Aunque lo mantenía al alcance de la
mano, seguía sonando. Camilo se sentó du¬
doso y decidió que el remedio debía haber
hecho efecto así que se apresuró a bajar.
Solamente la gente más importante del
Comando Tributación sabía los números
privados de los teléfonos celulares de sus
integrantes. Cada llamada era potencial¬
mente esencial. Camilo no podía ver el telé¬
fono en la oscuridad y no quería encender
la luz. Siguió el sonido hasta el reborde so¬
bre Cloé. Se afirmó cuidadosamente con
una rodilla sobre el colchón, tratando de no
despertarla, tomó el teléfono y lo puso en
una silla al lado de la cama.
—-Teléfono de Cloé —susurró.
Todo lo que oyó fue un llanto. —¿Patty?
—preguntó.
—¡Camilo!
—Cloé está durmiendo y no oyó el tim¬
bre y no quiero despertarla.
386
—Por favor, no lo hagas —dijo Patty en¬
tre sollozos—. Lamento llamar tan tarde.
—Ella quería hablar contigo. ¿Hay algo
que yo pueda hacer?
—¡Oh, Camilo! —dijo y perdió nueva¬
mente el control.
—Patty, sé que no sabes dónde estamos
pero no lo bastante cerca como para ayudar
si estás en peligro ¿Necesitas que llame a al¬
guien?
—Entonces, no te apresures. Puedo espe¬
rar. No voy a ir a ninguna parte.
—Gracias —pudo decir ella.
Mientras Camilo esperaba, sus ojos se
acostumbraron a la oscuridad y, por prime¬
ra vez, desde que estaba en casa, Cloé no
estaba acostada sobre el lado izquierdo, pa¬
ra mantener el peso fuera de las muchas
fracturas, magulladuras, dislocaciones, dis¬
tensiones y rasguños de su otro lado. Cada
mañana se pasaba una media hora masa¬
jeando las partes dormidas de su cuerpo. El
oraba que un día, pronto, ella disfrutara de
un sueño nocturno reparador. Quizá estaba
haciendo eso ahora pero nadie podía disfru¬
tar realmente un sueño tan profundo que
un teléfono que sonaba a poca distancia ¿no
penetrara? Esperaba que su cuerpo se bene¬
ficiara y asimismo su espíritu. Cloé estaba
quieta, de espaldas, con su brazo izquierdo

387
al costado, su mutilado pie derecho hacia la
izquierda, su brazo enyesado sobre su estó¬
mago.
—Ten paciencia conmigo —pudo decir
Patty.
No hay apuro —dijo Camilo, rascándose
la cabeza y estirándose. Estaba tocado por
Cloé que se encontraba reposando. Qué re¬
galo de Dios era ella y cuán agradecido es¬
taba él de que ella hubiera 'sobrevivido. La
sábana de arriba y la frazada estaban enre¬
dadas. A menudo se quedaba dormida sin
taparse y, luego, se enroscaba debajo de las
frazadas.
Camilo apretó el dorso de su mano con¬
tra la mejilla de ella. Ella estaba fría. Siguió
escuchando a Patty pero subió la sábana y
la frazada hasta el cuello de Cloé, preocu¬
pado de haberlo arrastrado por su pie que
tenía la herida más sensible, pero ella no se
movió.
—Patty. ¿estás ahí?
—Camilo, esta noche supe que perdí a
mi madre y mis hermanas en el terremoto.
—Oh, Patty, lo lamento.
—Es un desperdicio tan grande —dijo
ella—. Cuando se bombardeo a Los Ánge¬
les y San Francisco, Nicolás y yo aún éra¬
mos íntimos. El me advirtió que dejarían la
zona y me hizo jurar secreto. Su personal de

388
inteligencia temía un ataque de las milicias
y él tenía razón.
Camilo no dijo nada. Raimundo le había
dicho que había oído, por medio del apara¬
to espía del Cóndor 216, al mismo Carpatia
dando la orden de bombardear San Fran¬
cisco y Los Ángeles.
—Patty, ¿de dónde llamas?
—Te lo dije en la carta electrónica.
—Lo sé pero no estás usando los teléfo¬
nos de ellos, ¿no?
—¡No! por eso llamo tan tarde. Tuve que
esperar hasta que pudiera deslizarme hacia
afuera.
—¿Y las noticias de tu familia, ¿cómo te
llegaron?
—Tuve que dejar que las autoridades de
Santa Mónica supieran dónde pedían co¬
municarse. Les di mi número privado y el
de la clínica.
—Lamento decirte esto en un momento
tan difícil para ti, Patty, pero eso no fue una
buena idea.
—No tuve alternativa. Me llevó mucho
tiempo entrar a Santa Mónica y cuando lo
logré, por fin, mi familia está desaparecida.
Tuve que dejar los números. Me he enfer¬
mado de preocupación.
—Probablemente dirigiste a la CG dere¬
cho a ti.

389
—Ya no me importa más.
—No digas eso.
—No quiero regresar donde Nicolás pero
quiero que él asuma la responsabilidad de
nuestro hijo. No tengo trabajo, ni ingresos
y, ahora, no tengo familia,
—Nosotros nos interesamos por ti y te
amamos Patty. No te olvides de eso.
Ella se volvió a quebrantar.
—Patty, ¿has pensado que las noticias de
tu familia pudieran ser mentiras?
—¿Qué?
—Yo no llegara más allá de la CG. En
cuanto supieron dónde estabas, puede que
quisieran darte un motivo para te quedarás
donde estabas. Si piensas que tu familia de¬
sapareció, no tienes razón para irte a Califor¬
nia.
—Pero yo le dije a Nicolás que mi familia
se había mudado aquí después de los bom¬
bardeos de allá.
—No le llevaría mucho tiempo descubrir
que eso no era verdad.
—¿Por qué desearía él que yo me queda-
''V -

ra aquí?
—Quizá suponga que mientras más estés
ahí, más probable es que te hagas un abor¬
to.
—Eso es verdad,
—No lo digas.
390
—No veo opciones, Camilo— No puedo
criar un hijo en un mundo como este con
mis perspectivas.
—Patty, no quiero hacer que te sientas
peor pero no pienso que estás segura ahí.
—¿Qué dices?
Camilo deseó que Cloé se despertara y le
ayudara a hablar con Patty. El tenía una idea
pero prefería consultar con ella primero.
—Patty, conozco a esta gente. Ellos pre¬
fieren sacarte de escena antes que vérselas
contigo.
—Yo soy una doña nadie de ninguna par¬
te. No puedo dañarlo.
—Que algo te pasara a ti podría originar
mucha simpatía para él. El quiere atención
más que ninguna otra cosa y no le importa
si eso viene como miedo, respecto, admira¬
ción o compasión.
—Te diré algo. Me haré un aborto antes
de dejar que me hiera a mí o a mi hijo.
—No tiene sentido lo que dices. ¿Tú ma¬
tarías a tu hijo para que él no pueda matar¬
lo?
—Ahora te pareces a Raimundo.
—Estamos de acuerdo en esto —dijo Ca¬
milo—. Por favor, no hagas eso. Por lo me¬
nos, vete a alguna parte donde no corras
peligro y puedas pensar bien esto.
—¡No tengo dónde ir!

391
—Si yo fuera a buscarte, ¿te vendrías pa¬
ra acá con nosotros?
Silencio.
—Cloé te necesita. Podríamos beneficia¬
rnos de tu ayuda para ella. Y ella sería bue¬
na para ti durante tu embarazo. Ella tam¬
bién está embarazada.
—¿Realmente? Oh, Camilo, no podría
ser una carga para ustedes. Me siento tan
obligada, así en el medio.
—Oye, esto es idea mía.
—No entiendo cómo podría funcionar.
—Patty, dime dónde estás. Iré y te traeré
a eso del mediodía de mañana.
—¿Quieres decir, al mediodía de hoy?
Camilo miró el reloj. —Creo que sí.
—¿No debieras preguntarle a Cloé?
—No me atrevo a molestarla. Si hay pro¬
blemas, te lo diré. De lo contrario, prepára¬
te para irte.
Sin respuesta.
—¿Patty?
—Sigo aquí, Camilo, estaba pensando.
¿Te acuerdas cuando nos conocimos?
—Por supuesto. Fue un día más bien im¬
portante.
—En el 747 de Raimundo la noche de
las desapariciones.
—El Rapto —dijo Camilo.
—-Si tú lo dices. Mira lo que hemos pasa-
392
do desde entonces.
—Te llamaré cuando falte una hora para
llegar donde ti —dijo Camilo.
—Nunca podré pagarte.
—¿Quién dijo nada de eso?
Camilo colgó el teléfono, arregló las fra¬
zadas de Cloé, y se arrodilló para besarla.
Ella seguía fría. Fue a buscarle otra frazada
pero se detuvo a medio camino. ¿Estaba de¬
masiado fría? ¿Estaba respirando? Se apre¬
suró a volver y puso su oído contra su nariz.
No notó nada. Paso su pulgar y su índice
debajo de la barbilla de ella para ver su pul¬
so. Antes de que pudiera detectar nada ella
se movió alejándose. Estaba viva. El se dejó
caer de rodillas. —¡Gracias, Dios!
Cloé murmuró algo. El tomó su mano
con las dos suyas. —¿Qué, mi amor? ¿Qué
necesitas?
Pareció que ella trataba de abrir los ojos.
—¿Camilo?
—Soy yo.
—¿Qué pasa?
—Acabo de hablar por teléfono con Pat-
ty. Sigue durmiendo.
—Tengo frío.
—Te traeré una frazada. —Yo quería ha¬
blar con Patty ¿qué dijo?
—Mañana te lo cuento.
—Mmmm...

393
Camilo encontró una frazada y se la puso
encima. ¿Está bien? Ella no contestó. Cuan¬
do él empezó a alejarse, en puntillas, ella di¬
jo algo. El volvió.
—¿Qué pasa mi amor?
—Patty.
—En la mañana.
—Patty tiene mi conejito.
Camilo sonrió. —¿Tu conejito?
—Mi frazada.
—Está bien.
—Gracias por mi frazada.
Camilo se preguntó si ella se iba a acor¬
dar de algo de esto.

Max estaba en la cabina de pilotaje y


Raimundo dormía en su habitación cuando
su teléfono personal empezó a sonar; era
Camilo.
Raimundo se incorporó. —¿Qué hora es
donde estás?
—Cualquiera que esté escuchando sabrá
en qué zona me encuentro si te digo eso.
—Danny nos aseguró que estos teléfonos
eran seguros.
—Eso fue el mes pasado; estos teléfonos
ya están casi obsoletos —dijo Camilo.
Se pusieron mutuamente al día. —Tie-

394
nes razón en sacar a Patty de allí. Después
de lo que te dije que dijo León, ¿no estás de
acuerdo en que ella corre peligro?
—Incuestionablemente —dijo Camilo.
—¿Y Zión está dispuesto a ir a Israel?
—¿Dispuesto? Tengo que sentarme enci¬
ma de él para impedir que empiece a cami¬
nar en esa dirección. Aunque va a sospechar
si el gran hombre quiere hacer méritos por
llevarlo para allá.
—No veo cómo podría ir de otro modo.
Su vida no valdría nada.
—El se consuela en las profecías que di¬
cen que él y el remanente de los 144.000
testigos están sellados y protegidos, al me¬
nos por ahora. El siente que puede meterse
en la guarida del enemigo y salir ileso.
—El es el experto.
—Yo quiero ir con él. Estar en el mismo
país que los dos testigos del Muro de los
Lamentos podría hacer que explote esta co¬
secha de almas que él ha estado predicien¬
do.
—Macho, ¿has consultado eso con el
cuartel general? Todo lo que oigo de arriba
es que estás en terreno peligroso. Ya no tie¬
nes más secretos.
—Resulta cómico que tú tengas que pre¬
guntar. Acabo de transmitirle un largo men¬
saje al gran jefe.

395
—¿Te va a servir de algo?
—Raimundo, parece que tú has sobrevi¬
vido siendo franco. Yo hago lo mismo. Les
dije que he estado muy ocupado rescatando
amigos y enterrando a otros como para
preocuparme de mi editorial. Además, de¬
sapareció noventa por ciento del personal y,
virtualmente, todas las capacidades de pro¬
ducción. Les propongo seguir la revista en
la Internet hasta que Carpatia decida si va a
reconstruir imprentas y todo eso.
—ingenioso.
—Sí, bueno, es que podría haber dos re¬
vistas simultáneas en la Internet al mismo
tiempo, si entiendes lo que quiero decir.
—Ya hay docenas.
—Quiero decir que podría haber dos que
salieran simultáneamente, editadas por el
mismo tipo.
—¿Pero solamente una de ella estaría fi¬
nanciada y sancionada por el rey del mun¬
do?
—Correcto. La otra no tendría financia-
miento en absoluto. Diría la verdad y nadie
sabría de dónde viene.
—Me gusta tu manera de pensar Camilo,
me alegra que seas de mi familia.
—No he sido tonto, eso puedo decir.
—¿Así qué debo decir a León que haré
tocante a Patty y Zión?
396
—Dile que le darás el mensaje a la dama.
En cuanto a Zión, negocia lo que quiera y
lo llevaremos a Israel en un mes.
—¿Piensas que hay esa clase de paciencia
en el Este?
—importa mucho estirar la cosa. Hacer¬
la un suceso grandioso. Controlar el mo¬
mento oportuno. Eso también enloquecerá
a Zión pero nos dará tiempo para juntar a
todos en la Internet para que puedan ma¬
nifestarse.
—Como dije, me gusta tu manera de
pensar. Debieras ser editor de una revista.
—Antes que pase mucho tiempo todos
seremos solamente fugitivos.

Camilo tenía razón. En la mañana Cloé


no recordaba nada de la noche anterior.
—Me desperté con calor y supe que al¬
guien me trajo una frazada. No me sorpren¬
de que fuera uno de los muchachos de la
planta alta.
Ella tomó su teléfono y fue hasta la mesa
con ayuda de un bastón. Marcó el número
con su hinchada mano derecha.
—Voy a llamarla ahora mismo. Le diré
que se me hace muy largo el tiempo hasta
tener compañía femenina aquí.

397
Cloé se sentó con el teléfono en su oreja
durante un buen rato.
—¿No contesta? —dijo Camilo—. Mejor
cuelga, querida. Si ella está donde no puede
hablar, probablemente lo hubiera desconec¬
tado al primer timbrazo. Puedes llamar des¬
pués pero no la pongas en peligro.
Una carcajada vino de Zión que estaba
arriba. —¡Ustedes no creerán esto! —grito
y Camilo escuchó sus pasos. Cloé cortó la
llamada telefónica y miró para arriba, con
expectación.
—El se entretiene con tanta facilidad,
¡qué gozo! Yo aprendo algo de él todos los
días.
Camilo asintió y Zión apareció de las es¬
caleras. Se sentó a la mesa, con fervor en su
cara, —Estoy leyendo algunos de los miles
de mensajes que me dejan en el boletín. No
sé cuánto me paso por alto por los pocos
que leo. Calculo que he visto solamente
diez por ciento del total porque el total si¬
gue aumentando. Me siento mal al no po¬
der contestarlos individualmente pero uste¬
des se dan cuenta de la imposibilidad. De
todos, recibí un anónimo esta mañana de
“Uno que sabe”. Naturalmente no tengo la
seguridad que realmente sea “Uno que sa¬
be” pero pudiera ser. ¿Quién puede saber?
Observación interesante, ¿no? La corres-

398
pondencia anónima pudiera ser falsa. Al¬
guien podría decir que soy yo y ponerse a
enseñar falsedades. Yo debo hacer algo que
pruebe mi autenticidad, ¿no?
—¡Zión! —dijo Cloé—. ¿Qué escribió
“Uno que sabe” que tanto te divierte?
—Oh, sí, Por eso bajó, ¿no? Perdónenme.
Me fui.
Miró la mesa luego tocó el bolsillo de su
camisa, y buscó en el de los pantalones.
—Oh, está en la impresora. No se vayan.
—¿Zión? Sólo quería decirte que yo esta¬
ré aquí cuando regreses —bromeó Cloé.
El pareció confundido. —Oh, bueno, sí,
por supuesto.
—Se va a emocionar cuando sepa que
vuelve a casa —dijo Camilo.
—¿Y tú vas con él?
Camilo contestó. No me lo perdería. Tre¬
menda historia.
—Yo voy contigo.
Camilo contestó. —Oh, no, tú no... —pe¬
ro Zión estaba de vuelta.
Desplegó el papel en la mesa y leyó: “Ra¬
bino, es justo que le diga que una persona
que ha sido asignada a controlar cuidadosa¬
mente todas sus transmisiones es el asesor
militar de mayor rango de la CG. Eso puede
tener poco significado para usted pero él está
interesado particularmente en su interpreta-

399
ción de las profecías sobre las cosas que en
los próximos meses caerán a la Tierra cau¬
sando grandes daños. El hecho que usted
entienda literalmente estas profecías lo tiene
trabajando en defensas nucleares contra tales
catástrofes. Firma: Uno que Sabe.
Zión miró para arriba, con los ojos bri¬
llando. —Es tan divertido porque puede
ser verdad. Carpatia que continuamente
trata de explicar como fenómeno natural
todo lo que respalde a las profecía bíblicas
tiene a su asesor militar principal en la pla¬
nificación para ¿qué? ¿Dispararle a una
montaña ardiendo que cae del cielo? Eso es
como un mosquito que golpea con su pu-
ñito el ojo del elefante. De todos modos,
¿no es esto una confesión en privado de su
parte de que pudiera haber algo en estas
profecías?
Camilo se preguntó si “Uno que sabe”
era Raimundo y el nuevo hermano Max
que estaban dentro de los cuarteles genera¬
les de 14 CG, y dijo: —Intrigante. Ahora
bien, ¿listo para una buena noticia?
Zión puso una mano sobre el hombro de
Cloé. —La mejoría diaria de esta preciosura
es suficiente buena noticia para mí. A me¬
nos que hables de Israel.
Cloé dijo. —Zión, te perdonaré ese co¬
mentario condescendiente porque tengo la

400
seguridad que no tenías intención de insul¬
tarme.
Zión se vio confundido.
Camilo dijo. —Perdónala. Ella está pa¬
sando por una crisis de los veintidós años
contra la corrección política.
Cloé fijó sus ojos en Camilo. —Excúsa¬
me por decir esto frente a Zión pero eso me
ofendió de verdad.
Camilo dijo rápidamente: —Bien, culpa¬
ble. Lo siento pero estoy por decirle a Zión
que va a ver que su deseo se...
—¡Sí! —exclamó el entusiasmado Zión.
—Y, Cloé, no tengo la energía para dis¬
cutir si vas.
—Entonces, no discutamos. Voy.
—¡Oh, no! —dijo Zión—. ¿Por qué espe¬
rar tanto tiempo? Yo estoy listo ahora. Debo
ir pronto. La gente está clamando eso y
creo que Dios me quiere allá.
—Zión, nos preocupa la seguridad. Un
mes también nos permitirá conseguir que
vayan para allá tantos testigos de todo el
mundo como sea posible.
—¿Pero un mes?
—Me parece bien. Para entonces andaré
sola —dijo Cloé.
Camilo movió su cabeza.
Zión ya estaba en su propio mundo.
—Ustedes no se tienen que preocupar

401
por la seguridad. Dios me protegerá. El
protegerá a los testigos. No sé de los otros
creyentes. Sé que están sellados pero no sé
si también están protegidos sobrenatural¬
mente durante este tiempo de cosecha.
—Si Dios puede protegerte, puede prote¬
germe —dijo Cloé.
Camilo dijo. —Cloé, tú sabes que tengo
presente tu bienestar. Me encantaría que
fueras. Nunca te extraño más que cuando
estoy lejos de ti, en Jerusalén.
—Entonces, dime por qué no puedo ir.
—No me perdonaría jamás si algo te pa¬
sara. No puedo correr ese riesgo.
—Camilo, aquí soy igualmente vulnera¬
ble. Cada día es un riesgo. ¿Por qué senos
permite arriesgar tu vida y no la mía?
Camilo no supo qué contestar aunque
trató de encontrar una respuesta. —Patty
estará mucho más cerca de su día de parto.
Ella te necesitará y ¿nuestro hijo?
—Para ese tiempo ni siquiera se me no¬
tará el embarazo. Tendré tres meses apenas.
Tú vas a necesitarme. ¿Quién se ocupará
de la logística? Yo me comunicaré con miles
de personas por la Internet, arreglando
esas reuniones. Sólo resulta lógico que yo
vaya.
—No has contestado el asunto de Patty.
—Patty es más independiente que yo.
402
Ella querría que yo fuera. Ella puede ocu¬
parse de sí misma.
Camilo perdía y lo sabía. Desvió la mira¬
da no queriendo ceder tan pronto. Sí, él es¬
taba sobreprotegiéndola.
—Sólo que hace tan poco tiempo que ca¬
si te perdí.
—Camilo, escúchame. Yo supe lo bastan¬
te como para escaparme de esa casa antes
que me aplastara. No puedes culparme por
ese pedazo de techo volador.
—Veremos cuán sana estás en unas se¬
manas más.
—Empezaré a empacar.
—No te precipites a sacar conclusiones.
—Camilo, no te hagas el padre. En serio
no tengo problemas en someterme a ti
porque sé cuánto me amas. Estoy dispues¬
ta a obedecerte aunque estés equivocado
pero no seas irracional. Y no te equivoques
si no tienes que hacerlo. Sabes que haré lo
que tú digas, y que me sobrepondré si ha¬
ces que me pierda uno de los sucesos más
grandes de la historia. Pero no lo hagas
por un sentido machista y pasado de moda
de proteger a la mujercita.Yo aceptaré lás¬
tima y ayuda por un tiempo más y luego
quiero volver al juego a todo vapor. Pensé
que era una de las cosas que te gustaba de
mí.

403
Sí, lo era. El orgullo le impidió ponerse
de acuerdo ahí mismo. Le daría un par de
días y luego le diría que había llegado a to¬
mar una decisión. Los ojos de ella lo perfo¬
raban. Era claro que ella ansiaba ganar esa
partida. El trató de disuadirla con los ojos y
perdió. Miró a Zión.
—Escúchala —dijo Zión.
Camilo dijo sonriente. No te metas en
esto. No necesito que me ataquen en pandi¬
lla. Pensé que tú estabas de mi parte. Pensé
que estarías de acuerdo en que este no es
lugar para...
Cloé dijo: —¿Para quién? ¿una niña? ¿la
"mujercita"? ¿una mujer embarazada y le¬
sionada? ¿sigo siendo miembro del Coman¬
do Tribulación o fui degradada a mascota?
Camilo había entrevistado a jefes de esta¬
do que eran más fáciles que ella.
—No puedes defender esto —dijo ella.
—-Tú quieres hacerme leña mientras es¬
toy como árbol caído —dijo Camilo.
—No diré ni una palabra más.
Camilo se rió. —Tengo que ver eso.
'• V -

—Si me perdona el par de chauvinistas,


voy a tratar de hablar con Patty. Vamos a
hacer una reunión telefónica del club de las
hermanas débiles.
Camilo se encogió. —¡Oye! Tú no ibas a
decir una palabra más.

404
—Bueno, entonces, váyanse de aquí para
que no tengan que oír.
—De todos modos tengo que llamar a
Ritz. Cuando hables con Patty, asegúrate de
averiguar con qué nombre se ingresó ahí.
Camilo se fue detrás de Zión que subía
la escalera pero Cloé lo llamó.
—Ven un momento, muchacho.
El volvió la cara. Ella le hizo señas que se
acercara más diciendo: —Vamos.
Levantó su brazo, el que tenía enyesado
desde el hombro a la muñeca, y lo engan¬
chó por la nuca de él. Tiró de su rostro ha¬
cia el de ella y lo besó fuerte y largo. El se
retiró y sonrió tímidamente. —Eres tan fácil
—susurró ella.
—¿Quién te ama, nena? —dijo él, diri¬
giéndose nuevamente a la escalera.
Ella dijo. —Oye, si ves a mi marido allá
arriba, dile que estoy cansada de dormir sola.

Raimundo escuchó por el aparato elec¬


trónico para espiar cómo Pedro Mathews y
León Fortunato se pasaban la última hora y
media de vuelo discutiendo por el protoco¬
lo de su llegada a Dallas. Naturalmente que
Mathews prevalecía en casi cada aspecto.
El embajador regional, ex senador fede-

405
ral ante el Congreso de los Estados Uni¬
dos por el Estado de Texas, había dispues¬
to limosinas, alfombra roja, una bienveni¬
da, un saludo oficial y hasta una banda.
Fortunato se pasó media hora en el teléfo¬
no hablando con la gente del embajador,
leyendo lentamente el anuncio y la presen¬
tación oficial de los invitados de honor,
que debía leerse mientras él y Mathews
desembarcaban. Aunque Raimundo sólo
podía escuchar lo que decía Fortunato en
esta conversación, era evidente que la gen¬
te del embajador apenas toleraba esa pre¬
sunción.
Después que Fortunato y Mathews se
bañaron y cambiaron de ropa para la oca¬
sión, León llamó a la cabina.
—Quisiera que ustedes, caballeros, asis¬
tieran a la tripulación de tierra con la esca¬
lera de salida tan pronto como hayamos lle¬
gado a un alto.
—¿Antes de los exámenes posteriores al
vuelo? —dijo Max, mirando a Raimundo
como si eso fuera una de las cosas más ton-
tas que hubiera oído jamás. Raimundo se
encogió de hombros.
—Sí, antes de los exámenes posteriores
al vuelo —dijo Fortunato—. Asegúrense
que todo esté en orden, díganle ala tripula¬
ción de cabina que espere para desembar-

406
car hasta que termine la ceremonia de bien¬
venida, y ustedes dos deben ser los últimos
en bajar.
Max desactivó el intercomunicador. —Si
estamos postergando las revisiones poste¬
riores al vuelo, seremos los últimos en salir.
¿No pensarás que la prioridad debiera ser
asegurarse que esta cosa pueda volar para el
viaje de regreso?
r

—El se figura que tenemos treinta y seis


horas, que podemos hacerlo en cualquier
momento.
—Me entrenaron para revisar las cosas
importantes mientras están calientes.
—A mí también pero haremos lo que nos
dicen y tú sabes por qué.
—Dígame oh, Excelente Piloto Supremo.
—Porque la alfombra roja no es para no¬
sotros. ¿no se te rompe el corazón? —dijo
Max.
Raimundo actualizó el control de tierra
mientras Max seguía las instrucciones del
señalizador para llegar a la pista y a una zo¬
na pequeña de detención donde esperaba el
público, la banda y los dignatarios. Rai¬
mundo miró a los informales músicos y di¬
jo: —¿Me pregunto de dónde sacaron este
grupo? ¿Y cuántos tenían antes del terre¬
moto?
El señalizador dirigió a Max al borde de
407
la alfombra y cruzó sus linternas para indi¬
car marcha lenta hasta detenerse. —Mira
esto —dijo Max.
—Cuidado, so pillo —dijo Raimundo.
En el último instante Max pasó sobre el
extremo de la alfombra roja.
—¿Hice eso? —preguntó.
—Eres malo.
Una vez instaladas las escaleras, termina¬
da la música de la banda y ubicados los dig¬
natarios, el embajador de la Comunidad
Global se dirigió al micrófono y anuncio
con mucha solemnidad: —Damas y caballe¬
ros, representando a Su Excelencia Nicolás
Carpatia el Potentado de la Comunidad
Global, el Comandante Supremo León
Fortunato.
La multitud rompió en vítores y aplausos
mientras León saludaba con la mano y ba¬
jaba.
—Damas y caballeros, ¡los asistentes per¬
sonales del oficio del Pontífice Supremo de
la única Fe Mundial Enigma Babilonia!
La reacción fue retenida mientras la mu-
chedumbre parecía preguntarse si estos jó¬
venes tenían nombres, y de ser así por qué
no los decían.
Luego de una pausa suficientemente lar¬
ga para que la gente empezara a preguntar¬
se si había alguien más a bordo del avión,

408
Mathews se acercó a la puerta pero que¬
dándose fuera de la vista.
Raimundo estaba parado, en la cabina
de pilotaje, esperando empezar la revisión
posterior al vuelo cuando se acabaran los
discursos. Mathews canturreó para sí mis¬
mo: —Estoy esperando. No voy a salir hasta
que me anuncien.
Raimundo se sintió tentado a sacar su ca¬
beza y decir: —¡Anuncien a Pete! —Se tuvo
que contener. Finalmente Fortunato subió
trotando, sin llegar muy lejos para poder ver
a Mathews justo detrás del borde de la puer¬
ta del avión. Se paró cuando vio a Raimundo
y dijo: —¿Estás listo? Raimundo asintió.
León volvió a bajar y susurró al embajador.
—Damas y caballeros, ¡de la única Fe
Mundial Enigma Babilonia, el Pontífice
Máximo Pedro el Segundo!
La banda rompió a tocar, la multitud ex¬
plotó y Mathews salió a la puerta, esperan¬
do varios toques de la banda y luciendo hu¬
milde ante la respuesta generosa. Bajó
solemne, haciendo gestos de bendición
mientras bajaba.
Cuando los discursos de bienvenida em¬
pezaron a zumbar, Raimundo tomó su ano-
tador y se instaló en la cabina. Max dijo: —
Damas y caballeros, ¡el primer oficial del
Cóndor 216, con un promedio vitalicio de...

409
Raimundo le golpeó el hombro con el
anotador. —Cállate, idiota.

—¿Cómo te sientes Ken? —preguntó Ca¬


milo.
—He estado mejor. Hay días en que el
hospital se ve may bien. Pero estoy mucho
mejor que la última vez que te vi. Se supone
que me saqueo los puntos el lunes.
—Tengo otro trabajo para ti si te parece.
—Siempre listo, ¿Dónde vamos?
—Denver.
—Mmm... El aeropuerto viejo está abier¬
to allá. Eso me dicen. Probablemente nunca
vuelvan a abrir el nuevo.
—Escogimos una hora para ir y le dije a
mi cliente que la recogería a eso del medio¬
día.
—¿Otra damisela en peligro?
—Efectivamente así es, ¿tienes ruedas?
—Sí.
—Tienes que recogerme en el camino es¬
ta vez. Tengo que dejar un vehículo aquí.
—Me gustaría ir a ver a Cloé, de todos
modos. ¿Cómo está?
—Ven a verla.
—Mejor queme mueva ya si quieres
cumplir tu compromiso. Uno nunca dispo-

410
ne de mucho tiempo para juegos, ¿no?
—Lo siento. Oye, Ken, ¿miraste ese sitio
de la Red del que te dije'?
—Sí. Me he pasado bastante tiempo ahí.
—¿Llegaste a alguna conclusión?
—Tengo que hablarte de eso.
—Tendremos tiempo en el vuelo.

—Te agradezco que me des tanto tiempo


de vuelo en este viaje —decía Max cuando
él y Raimundo salieron del avión.
—Tenía un motivo ulterior. Sé que se ti¬
raron por la ventana todas las reglas de la
Administración Aérea Federal ahora que
Carpatia es la ley en sí mismo pero yo obe¬
dezco aún la regla del máximo de horas de
vuelo.
—Yo también ¿vas a alguna parte?
—En cuanto me enseñes cómo manejar
el Challenger. Quisiera ir a ver a mi hija y
darle una sorpresa. Camilo medio instruc¬
ciones.
—Qué bueno.
—¿Qué vas a hacer Max?
—Descansar un poco por aquí. Tengo
unos amigos que puedo ir a ver, a trescien¬
tos veinte kilómetros al oeste de aquí. Si
puedo encontrarlos, usaré el helicóptero.

411
El Suburban de Ken Ritz llegó rugiendo
por la parte de atrás de la casa justo antes
de las nueve.
—Alguien quiere verte cuando estás me¬
dio consciente —dijo Camilo.
—Averigua si quiere lucha a brazo parti¬
do —dijo Cloé.
—¿No te estás poniendo fresca?
Zión iba bajando la escalera cuando Ca¬
milo salió a saludar a Ken por la puerta tra¬
sera. Ken vestía botas de vaquero, pantalo¬
nes vaquero, una camisa color caki de
mangas largas y un sombrero de vaquero.
—Sé que tenemos prisa pero ¿dónde está la
enferma?
—Aquí mismo, doctor Aeroplano —dijo
Cloé que salió cojeando a la puerta de la
cocina. Ken la saludó tocándose el som¬
brero.
—Puedes hacerlo mejor vaquero —dijo
ella, extendiendo su brazo bueno para abra¬
zarlo. El lo aceptó presuroso. ''V •

—Seguro que te ves mejor que la última


vez que te vi.
—Gracias. Tú también.
El se rió. —Yo estoy mucho mejor. ¿Notas
algo diferente en mí?
Camilo dijo. —Quizá mejor color, me pa-

412
rece; y puede que hayas aumentado medio
kilo, o uno entero, en el último día.
Ritz respondió. —Nunca se notan en este
esqueleto.
—Ha pasado mucho tiempo señor Ritz
—dijo Zión.
Ritz estrechó la mano del rabino. —Oye,
todos nos vemos más sanos que la última
vez, ¿no?
—Realmente tenemos que irnos—dijo
Camilo.
—Así que nadie nota algo diferente en
mí, ¿eh? —dijo Ken —¿No lo pueden ver en
mi cara?
—¿Qué, acaso también estás embaraza¬
do? —dijo Cloé.
Mientras los demás se reían, Ken se sacó
el sombrero y se pasó la mano por el pelo.
—Primer día que puedo poner un sombrero
en esta cabeza dolorida.
—¿Así que eso es lo diferente? —dijo Ca¬
milo.
—Eso y esto —Ken se volvió a pasar la
mano por el pelo y, esta vez, la dejó encima
de su cabeza sujetando el pelo echado para
atrás—. Quizá se ve en mi frente. Puedo ver
la de ustedes. ¿Pueden ver la mía?

413
Dieciséis

R aimundo realizó el acercamiento pa¬


ra otro aterrizaje más del Challenger
3. —Se están cansando de que yo es¬
té monopolizando esta pista. Si no puedo
hacerlo bien, puede que tengas que llevarme
a Illinois.
—Torre de Dallas a CT, cambio.
Raimundo arqueó una ceja. —¿Ves lo
que quiero decir?
—Yo contesto —dijo Max—. Este es CT,
cambio.
—Mensaje TX para el capitán del Cón¬
dor 216. cambio.
—Torre, adelante con el mensaje TX,
cambio.
—El capitán tiene que llamar al Coman¬
dante Supremo al siguiente número...
Max lo anotó.
—¿Ahora qué quiere? —se preguntó Rai¬
mundo en voz alta. Acomodó al rugiente jet
para bajarlo en el aterrizaje más suave de la
mañana.
—¿Por qué no lo elevas otra vez? —dijo
Max—, entonces yo me encargo de los contro¬
les mientras tú hablas con el capitán Canguro?
414
—Compañero, para ti ése es el Coman¬
dante Supremo Canguro —dijo Raimundo.
Alineó al Challenger 3 y se lanzó por la pis¬
ta a casi quinientos kilómetros por hora.
Una vez en el aire en vuelo recto y nivelado,
Max tomó los controles.
Raimundo encontró a Fortunato en la
residencia del embajador. León dijo: —Es¬
peraba que me llamara de inmediato.
—Estoy en maniobra de entrenamiento.
—Tengo un cometido que asignarle a usted.
—Señor, tengo planes para hoy. ¿Tengo
alternativa?
—Esto viene directamente de la cumbre.
—Mantengo mi pregunta.
—No, no tiene alternativa. Si esto demo¬
ra nuestro regreso, informaremos a los res¬
pectivos embajadores. Su Excelencia re¬
quiere que usted vuele hoy a Denver.
¿D enver?
—No estoy preparado para volar solo es¬
ta cosa—dijo Raimundo—. ¿Esto es algo
que mi primer oficial pudiera manejar?
—Hay fuentes de inteligencia que locali¬
zaron a la persona con la que le pedimos
que se comunicara, ¿me entiende?
—Entiendo.
—Su Excelencia apreciaría que su men¬
saje fuera entregado lo más pronto posible,
en persona.

415
—¿Cuál es el apuro?
—La persona está en una institución de
la Comunidad Global que puede ayudar a
determinar las consecuencias de la respues¬
ta.
—¿Ella está en una clínica de abortos?
—¡Capitán Steele! Esta es una transmi¬
sión insegura.
—Puede que tenga que ir en un vuelo
comercial.
—Tan sólo llegue ahí hoy. Hay personal
CG allá que está demorando a la persona.

—Antes que te vayas Camilo debemos


agradecer al Señor por nuestro nuevo her¬
mano.
Camilo, Cloé, Zión y Ken se arrodillaron
en la cocina. Zión puso una mano en la es¬
palda de Ken y miró al cielo. —Señor Dios
Todopoderoso, Tu Palabra nos dice que los
ángeles se regocijan junto con nosotros por
Ken Ritz. Creemos la profecía de una gran
cosecha de almas, y te agradecemos que
Ken sea uno de los primeros de muchos
millones que serán llevados a Tu reino en
los próximos años. Sabemos que muchos
sufrirán y morirán a manos del anticristo
pero el destino eterno de ellos está sellado.

416
Rogamos especialmente que nuestro nuevo
hermano tenga hambre de Tu Palabra, que
posea el denuedo de Cristo frente a la per¬
secución, y que sea usado para llevar a otros
a la familia. Ahora pedimos que el Dios de
paz nos santifique completamente, y que
nuestros espíritus, almas y cuerpos sean
preservados sin mancha cuando venga
nuestro Señor Jesucristo. Creemos que el
que nos llamó es fiel, que también lo hará.
Oramos en el perfecto nombre de Jesús, el
Mesías y nuestro Redentor.
Ken enjugó unas lágrimas de sus meji¬
llas, se puso el sombrero y se lo caló bien
sobre sus ojos. —¡Uh, muchacho! ¡Esto es
lo que llamo oración!
Zión trotó y volvió con un libro de tapas
blandas, todo doblado en las puntas, con el
título, “Cómo empezar la vida cristiana”. Se
lo pasó a Ken que se emocionó y dijo:
—¿Me lo firmará?
Zión dijo: —¡Oh, no! yo no lo escribí.
Me lo contrabandearon de la biblioteca de
la iglesia del pastor Bruno Barnes. Sé que a
él le hubiera gustado que tú lo tengas. Debo
aclarar que las Escrituras no se refieren co¬
mo cristianos a nosotros, los que creimos
después del Rapto. Nos trata de santos de
la tribulación pero la verdad de este libro
aún se nos aplica.

417
Ken lo sostuvo con ambas manos como
si fuera un tesoro.
Zión rodeó la cintura de Ken con su bra¬
zo, siendo casi treinta y tres centímetros
más bajo de estatura. —Como el nuevo an¬
ciano de esta bandita, permite que te dé la
bienvenida al Comando Tribulación. Ahora
somos seis y un tercio de nosotros son pilo¬
tos.
Ritz fue a echar andar el Suburban. Zión
deseó que Dios acompañara a Camilo y
volvió a subir. Camilo acercó a Cloé y la
abrazó como si fuera una frágil muñeca de
porcelana. —¿Lograste hablar con Patty?
¿Sabemos su nombre falso?
—No. Seguiré tratando.
—Sigue también las órdenes del doctor
Zión ¿oíste?
Ella asintió. —Sé que vas a volver Cami¬
lo pero no me gustan las despedidas. La úl¬
tima vez que me dejaste, desperté en Min¬
nesota.
—La semana que viene vamos a traer al
doctor Floid para acá y que te saque los
puntos.
—Espero que llegue el día en que no ten¬
ga más puntos, yeso, bastón ni cojera. No sé
cómo puedes soportar mirarme.
Camilo tomó su cara con las manos. El
ojo derecho de ella todavía estaba amorata-

418
do, su frente era púrpura. La mejilla dere¬
cha estaba hundida donde le faltaban los
dientes y el molar estaba roto.
El susurró: —Cloé, cuando te miro veo al
amor de mi vida.
Ella empezó a protestar y él la hizo ca¬
llar, —Cuando pensé que te había perdido,
hubiera dado todo para tenerte nuevamente
por un solo minuto. Podría mirarte hasta
que vuelva Jesús y seguir queriendo com¬
partir la eternidad contigo.
La ayudó a llegar a una silla. Camilo se
inclinó y la besó entre los ojos. Entonces se
encontraron sus bocas. —Quisiera que vi¬
nieras conmigo —susurró él.
—Cuando me sane vas a desear que me
quede en casa de vez en cuando.

Raimundo se demoró lo más que pudo


para sentirse más cómodo con el Challen¬
ger 3 y también para cerciorarse que Cami¬
lo y Ken llegaran a Patty antes que él. De¬
seaba poder decirle a Fortunato que ella no
estaba cuando llegara allá. Pronto iba a lla¬
mar a Camilo para advertirle que la CG
trataría de impedir que ella se fuera.
No le gustaban las instrucciones. Fortu¬
nato no le dio un destino específico. Dijo

419
que las fuerzas locales de la CG le darían
esa información. No le importaba donde
querían que llevara a Patty. Si esto salía
como él esperaba que fuera, ella iba a volver
en avión a la zona de Chicago, con Camilo
y Ken, y sus órdenes pasarían a la historia.
Camilo tendría que volar más de mil
seiscientos kilómetros a Denver; Raimundo,
menos de mil trescientos. El aceleró sin lle¬
gar cerca de toda la potencia del avión. Una
hora después hablaba por teléfono con Ca¬
milo. Mientras conversaban, entraron un
par de llamadas por la radio pero al no es¬
cuchar sus identificaciones, las dejó sin
contestar.
—Nuestra ETA (hora calculada de llega¬
da) es al mediodía en Stapleton —dijo Ca¬
milo—. Ken me dice que me puse demasia¬
do ambicioso cuando le prometí que la
veríamos tan temprano. Ella tiene que de¬
cirnos aún cómo llegar allá y no hemos po¬
dido comunicarnos. Ni siquiera sé cuál es
su nombre falso.
Raimundo se contó su propio predica¬
mento.
Camilo dijo. —No me gusta esto. No
confío en nadie de los que están con ella.
—Todo esto es resbaladizo.
—Albie a Scuba, cambio —crujió la ra¬
dio. Raimundo la ignoro.

420
—Estoy mucho más atrás que tú Camilo.
Me aseguraré de no llegar allá sino alrede¬
dor de las dos.
—Albie a Scuba, cambio —repitió la ra¬
dio.
—Eso hará que parezca lógico a León
—continuó Raimundo—. El no puede
esperar que yo llegue más rápido que esto.
—Albie a Scuba, ¿me escucha? Cambio.
Por fin lo escuchó. —Espera un minuto,
Camilo.
Raimundo sintió que la piel de sus bra¬
zos se le erizaba cuando tomó el micrófono.
—Aquí Scuba. Adelante Albie.
—Necesito su diez—veinte Scuba, cam¬
bio.
—Espere.
—Camilo voy a tener que llamarte de
nuevo. Algo pasa con Max.
Raimundo revisó sus instrumentos.
—Wichita Falls. Albie, cambio.
—Baja en Liberal. Cambio y fuera.
—Albie, espera, yo...
—Quédate donde estás y yo te hallaré.
Albie cambio y fuera.
¿Por qué Max tenía que usar nombres en
código? Estableció el rumbo a Liberal,
Kansas, y radió a la torre de allá para que le
dieran coordenadas de aterrizaje. Con toda
seguridad que Max no volaba a Liberal con
421
el Cóndor pero en el helicóptero tardaría
horas.
Volvió a la radio. —Scuba a Albie, cam¬
bio.
—En guardia, Scuba.
—Sólo me preguntaba si podría retroce¬
der para encontrarte en el camino, cambio.
—Negativo, Scuba. Cambio y fuera.
Raimundo llamó a Camilo y lo puso al día.
Camilo dijo: —Qué raro. Tenme al tanto.
—Entendido.
—¿Quieres oír buenas noticias?
—Sí,
—Ken Ritz es el miembro más nuevo del
Comando Tribulación.

Justo antes del mediodía, hora de las


montañas, Ritz aterrizó el Lear en el aero¬
puerto de Stapleton, Denver. Camilo toda¬
vía no había hablado con Cloé y la llamó.
—Camilo, lo siento pero no tengo nada
que decir. Llamé a varios centros de la re¬
producción de la zona pero aquellos con
que me comuniqué dijeron que solamente
hacían cirugía ambulatoria, que no tenían
residentes. Pregunté si también se ocupa¬
ban de partos y dijeron que no. No sé qué
más hacer, Camilo.

422
—Tú y yo, los dos. Sigue probando con
el número de ella.

Raimundo tranquilizó al desconfiado


personal de la torre del pequeño aeropuerto
de Liberal al ponerse a llenar su tanque de
combustible. Les sorprendió ver cuán poco
combustible necesitó.
Puso su computadora portátil cerca de la
ventana de la cabina y se quedó ahí en la
pista, navegando por la Internet. Encontró
el boletín de Zión, que se había convertido
en la comidilla del planeta. Cientos de mi¬
les de respuestas se sumaban a diario. Zión
continuaba dirigiendo a Dios la atención de
su rebaño en aumento. Agregó a su mensaje
diario personal un estudio bíblico bastante
profundo dirigido a los 144.000 testigos.
Leer eso era algo que entibiaba el corazón
de Raimundo y le impresionaba que un
académico de esa talla fuera tan sensible a
su auditorio. Además de los testigos, sus
lectores eran los curiosos, los asustados, los
que andaban buscando, y los creyentes nue¬
vos. Zión tenía algo para cada uno pero lo
más impresionante era su habilidad para
“poner las cosas al alcance de todos” —co¬
mo decía Bruno Barnes.

423
Los escritos de Zión se leían de la manera
en que él le sonaba a Raimundo personal¬
mente cuando el Comando Tribulación se
sentaba con él, a discutir lo que Zión llama¬
ba “las riquezas insondables de Jesucristo”.
La habilidad de Zión con las Escrituras
se relacionaba con algo más que su facili¬
dad para los idiomas y los textos, como lo
sabía Raimundo. El estaba ungido por
Dios, dotado para enseñar y evangelizar.
Esa mañana había puesto en la Internet el
siguiente llamado a las armas:
Buenos días mí querido hermano o herma¬
na en el Señor.Vengo a tí con el corazón apesa¬
dumbrado de dolor aunque lleno de gozo. Me
entristezco personalmente por la pérdida de
mí preciosa esposa e hijos. Me duelo por los
muchos que han muerto desde que Cristo vi¬
no a buscar a Su Iglesia. Me duelo por las ma¬
dres de todo el planeta que perdieron a sus hi¬
jos. Lloro por un mundo que ha perdido a toda
una generación.
Qué raro resulta no ver las caras sonrientes
de los niños ni escuchar sus risas. Por más que
los disfrutáramos no pudimos saber cuánto
nos enseñaban ni cuánto sumaban a nuestra vi¬
da sino cuando se fueron.
También tengo melancolía esta mañana debi¬
do a los resultados de la ira del Cordero. Debe
estar claro para toda persona pensante, aun

424
para los incrédulos, que se cumplió la profecía.
El gran terremoto destruyó a la cuarta parte
de la población que quedaba. Durante genera¬
ciones la gente ha calificado a los desastres na¬
turales como “actos de Dios” (hechos fortui¬
tos o de fuerza mayor) cosa que ha sido un
calificativo mal empleado. Hace mucho tiempo
Dios Padre concedió el control del clima de la
Tierra al mismo Satanás, el príncipe y la potes¬
tad del aire. Dios permitió la muerte y la des¬
trucción por medio de fenómenos naturales, si,
debido a la caída del hombre. Indudablemente
Dios intervino en ocasiones contra tales accio¬
nes del maligno debido a las oraciones fervo¬
rosas de Su pueblo.
Pero este último terremoto fue sin duda un
acto de fuerza mayor. Trágicamente necesario
y opto por hablar de esto hoy debido a una
cosa que pasó donde estoy escondido en el
exilio. Un hecho muy raro e impresionante
que debe atribuirse a las increíbles habilidades
industriales, motivaciones, organizacionales de
la Comunidad Global. Nunca he ocultado que
creo que la sola idea de un gobierno o divisa
mundial único, o especialmente una fe así, (de¬
biera decir falta de fe) viene del fondo del in¬
fierno. Esto no quiere decir que todo lo que
resulte de estas alianzas impías sea obviamen¬
te malo.
Hoy, en mi lugar secreto del mundo, supe

425
por radio que la asombrosa red Celular—Solar
hizo posible que la televisión retornara a cier¬
tas zonas. Un amigo y yo, curiosos, encendimos
el televisor. Nos quedamos estupefactos.Yo es¬
peraba que hubiera una sola estación de noti¬
cias o, quizá también, una estación local de
emergencia. Pero, estoy seguro que ustedes ya
lo saben, donde ha vuelto la televisión, lo ha
hecho con toda su potencia.
Nuestra televisión da acceso a cientos de
canales de todo el mundo, radiados por satéli¬
te. Toda fotografía de todo canal que represen¬
te a toda estación y red disponibles, es trans¬
mitida a nuestros hogares con imágenes tan
claras y reales que uno siente que podría me¬
terse dentro de la pantalla y tocarlas. ¡Qué ma¬
ravilla tecnológica!
Pero esto no me emociona. Admito que
nunca fui un televidente ávido. Aburría al próji¬
mo con mi insistencia en mirar programas edu¬
cativos o de noticias y, de lo contrario, con mis
críticas de lo que mostraban. Expresaba disgus¬
to renovado cada mes, o algo así, por lo mala
que se había puesto la televisión.
No seguiré disculpándome por mi horror
ante lo que se volvió este medio para entrete¬
ner. Hoy, como mi amigo y yo vimos al hacer
un muestreo de cientos de estaciones, no pude
ni detenerme en la mayoría de los programas
ofrecidos porque eran tan abiertamente malos.

426
Detenerse siquiera a criticarlos hubiera sido
someter mi cerebro al veneno. Concedo que
aproximadamente un cinco por ciento era ino¬
fensivo, como las noticias. (Por supuesto que
hasta las noticias son propiedad de la Comuni¬
dad Global y controladas por ésta y llevan su
marca única pero, al menos no estuve someti¬
do al lenguaje obsceno ni a las imágenes lasci¬
vas). Virtualmente en cada canal vi, no obstan¬
te, en ese segundo corto antes que cambiara la
señal, la prueba definitiva de que la sociedad ha
llegado al fondo total.
No soy ingenuo ni mojigato pero hoy vi co¬
sas que nunca pensé que vería. Se erradicó to¬
do freno, todo límite, toda demarcación. Era un
microcosmo del motivo de la ira del Cordero.
La sexualidad y la sensualidad y la desnudez
son parte de esa industria desde hace años pe¬
ro aun aquellos que las usaban se justificaban
en la libertad de expresión o de una postura
en contra de la censura que, por lo menos, los
ponía al alcance solamente de las personas que
sabían que elegían.
Quizá sea la misma pérdida de los niños que
nos ha hecho, no que olvidemos a Dios, sino
que le reconozcamos de la peor manera posi¬
ble, sacándole la lengua, levantando nuestros
puños y escupiéndole Su cara. Ver no sólo la
perversión simulada sino las filmaciones que
retratan realmente todo pecado mortal que fi-

427
gura en las Escrituras, es algo que nos dejó sin¬
tiéndonos sucios.
Mi amigo se fue de la sala. Yo lloré. No me
sorprende que muchos se hayan vuelto contra
Dios pero estar expuesto a las simas del resul¬
tado de abandonar al Creador es algo depri¬
mente y entristecedor. La violencia real, tortu¬
ras y asesinatos reales son cosas que se
publican con orgullo, poniéndolas a disposición
durante las veinticuatro horas en algunos cana¬
les. La hechicería, la magia negra, la clarividen¬
cia, adivinar la suerte, brujería, sesiones de es¬
piritismo y conjuros, son cosas que se ofrecen
como alternativas simples de todo lo normal,
para ni mencionar lo positivo.
¿Esto es equilibrado? ¿Hay una estación que
tenga historias, comedias, programas de espec¬
táculos, entretenimiento musical, educación, al¬
go religioso que no sea la única Fe Mundial
Enigma Babilonia? Pese a todo el trompeteo
triunfal de la Comunidad Global anunciando
que llegó la libertad de expresión, la misma nos
es negada a los que conocemos y creemos la
verdad de Dios. "•V -

¿Pregúntense si el mensaje que escribo hoy


se permitiría siquiera en una de las centenas de
estaciones que transmiten a cada televisor que
hay en el mundo? Por supuesto que no. Temo
el día en que la tecnología permíta que la Co¬
munidad Global silencie hasta esta forma de

428
expresión que, sin duda, será considerada
pronto como delito contra el Estado. Nuestro
mensaje sale al frente de la única fe mundial
que niega la fe en el único Dios verdadero, el
Dios de justicia y juicio. Y, de este modo, soy
uno que disiente como ustedes si se conside¬
ran parte de la familia del reino. Creer en Jesu¬
cristo como el unigénito Hijo de Dios Padre,
Creador de cielo y Tierra, confiar en el único
que ofreció Su vida como sacrificio por el pe¬
cado del mundo, es antitético a todo lo que
enseña el Enigma Babilonia. Los que se enorgu¬
llecen de la tolerancia y nos califican de exclu¬
sivistas, enjuiciadores, nada amantes, y punzan¬
tes resultan ¡lógico hasta el absurdo. Enigma
Babilonia acoge bien en sus rangos a toda reli¬
gión organizada siempre y cuando todas sean
aceptables y ninguna sea discriminada. Y, sin
embargo, los pilares fundamentales mismos de
esas religiones hacen que eso sea imposible.
Cuando se tolera todo no se limita nada.
Hay quienes se preguntan ¿por qué no coo¬
perar? ¿Por qué no amar y aceptar? Nosotros
amamos. No podemos aceptar. Es como si
Enigma Babilonia fuera una organización de re¬
ligiones “únicas y verdaderas”. Puede que mu¬
chos de estos sistema de creencias rindan fer¬
vorosamente sus proclamas de exclusividad
porque nunca fueron sensatas.
Creer en Cristo es único y, sí, exclusivo

429
frente a todo. Los que se enorgullecen de
“aceptar” a Cristo como gran hombre, quizá
dios, un gran maestro o uno de los profetas se
denuncian como necios. Me he gratificado le¬
yendo muchos comentarios amables de mi
doctrina. Agradezco a Dios el privilegio y rue¬
go orando que siempre busque Su guía y ex¬
ponga con cuidado Su verdad. Pero imagine si
yo anunciara que no sólo soy un creyente sino
que también soy el mismo dios. ¿No negaría
eso toda cosa positiva que yo hubiera podido
enseñar? Puede ser cierto que debemos amar
a todos y vivir en paz. Ser buenos con nuestro
prójimo.Tratar al prójimo como queremos que
ellos nos traten. Los principios son sanos pero
¿el maestro sigue siendo admirable y aceptable
si también proclama ser dios?

Jesús era hombre que también era Dios.


Bueno, dice usted, ahí es donde diferimos. Us¬
ted lo considera simplemente hombre. Si eso
es todo lo que El fue, entonces era un egoma-
níaco o demente o mentiroso. ¿Puede usted
decir en voz alta que Jesús fue un gran maestro
'•V

excepto por eso de andar diciendo que era el


Hijo de Dios, el único camino al Padre, sin que
escuche la necedad que implica?
Un argumento contra un compromiso pro¬
fundo y sincero a la fe era que las diversas
creencias religiosas eran tan parecidas que no

430
parecían marcar mucha diferencia para escoger.
Llevar una vida espiritual y moral era hacer lo
mejor que uno podía, tratar con amabilidad al
prójimo y esperar que las buenas obras pro¬
pias superaran el peso de las malas.
Sin duda que esos fundamentos son comu¬
nes de muchas de las religiones que se junta¬
ron para formar la única Fe Mundial. Como
miembros cooperativos han desechado todas
las demás distinciones y disfrutan la armonía
de la tolerancia.
Francamente, esto aclara el asunto. Ya no de¬
bo seguir comparando la fe en Cristo con los
otros sistemas de creencias que, ahora, son uno,
y la diferencia entre Enigma Babilonia y el Cami¬
no, la Verdad y la Vida es tan clara que optar se
ha vuelto fácil, si es que no la opción misma.
Enigma Babilonia, sancionado por la misma
Comunidad Global, no cree en el único Dios
verdadero. Cree en cualquier dios, o no dios o
dios como concepto. El yo es el centro de esta
religión hecha por el hombre, y consagrar la vi¬
da de uno a la gloria de Dios es algo que se le
opone crudamente.
Hoy les lanzo el reto de elegir bandos, úna¬
se a un equipó. Si un lado es bueno, el otro es
malo. Ambos no podemos ser buenos. Vaya a
ver la página Internet que le conduce por las
Escrituras que aclaran la situación del hombre.
Descubra que usted es un pecador separado

431
de Dios pero que puede ser reconciliado a El
aceptando la dádiva de la salvación que El ofre¬
ce. Como lo señalé antes, la Biblia predice un
ejército de jinetes que llega a los doscientos
millones pero habla de una multitud de santos
de la tribulación —los que llegaron a creer du¬
rante este período— que no puede contarse.
Aunque eso indique claramente que habrá
cientos de millones de nosotros, no le convoco
a una vida cómoda. Durante los próximos cin¬
co años anteriores al retorno glorioso de Cris¬
to a instalar Su reino en la Tierra, morirá las
tres cuartas partes de la población que quedó
después del arrebatamiento. Mientras tanto,
debemos invertir nuestra vida en la causa. Se
dice que un gran misionero mártir del siglo
veinte, llamado Jim Elliott, escribió uno de los
resúmenes más claros de consagración a Cris¬
to que jamás se haya concebido: “No es necio
aquel que rinde lo que no puede conservar
[esta vida temporal] para ganar lo que no pue¬
de perder [la vida eterna con Cristo]”.
Ahora, una palabra a mis conciudadanos ju¬
díos conversos de cada una de las doce tribus:
'■'V -

programen en juntarse en Jerusalén dentro de


un mes a contar de hoy para tener comunión y
enseñanza y unción para evangelizar con el fer¬
vor del apóstol Pablo y juntar la gran cosecha
de almas que es nuestra.
Y ahora a Aquel que es capaz de impedir

432
que ustedes caigan, a Cristo, ese gran pastor de
las ovejas, a El sea el poder y el dominio y la
gloria ahora y por siempre, por el mundo infi¬
nito. Amén. Vuestro siervo, Zión Ben—Judá.

Raimundo y Amanda se deleitaban le¬


yendo esas misivas de Bruno Barnes y, aho¬
ra de, Zión. ¿Sería posible que ella estuviera
escondida en alguna parte, capaz de acce¬
der a esto mismo? ¿Podía ser que estuvieran
leyéndolo al mismo tiempo? ¿Aparecería un
mensaje de Amanda algún día en la pantalla
de Raimundo? Cada día sin noticias hacía
que le fuera más difícil creer que ella siguie¬
ra viva y, no obstante, no podía aceptar que
ella se hubiera ido. No iba a dejar de bus¬
car. No podía esperar para regresar donde
estaba el equipo que le permitiría bucear y
probar que Amanda no estaba en ese avión.
—Albie a Scuba, cambio.
—Aquí Scuba, adelante —dijo Raimundo.
—ETA tres minutos. Aguanta firme.
Cambio y fuera.

Camilo y Cloé acordaron que él seguiría


probando con el número de Patty mientras
ella continuaba llamando a las instituciones
médicas de Denver. Camilo saboreó la frus-

433
tración de Cloé cuando empezó a apretar
cada minuto el botón rojo para marcar de
nuevo el teléfono de Patty. Hasta un tono
de ocupado hubiera sido alentador —Cami¬
lo se dijo—, no tolero estar sentado aquí.
Me siento con ganas de empezar a caminar
y buscarla.
—¿Trajiste tu computadora portátil?
—preguntó Ritz.
—Siempre —Ken había estado como cla¬
vado a la suya por un tiempo.
Zión está en la Red, reuniendo las tro¬
pas. Tiene que ser odioso para Carpatia. Sé
que hay mucha gente que aún ama a Car¬
patia y que son más que nosotros, los que
por fin vimos la luz, pero mira esto.
Ritz movió su computadora para que Ca¬
milo mirara los números que indicaban
cuántas respuestas llegaban por minuto al
boletín. Habiendo un mensaje fresco, el to¬
tal se volvía a multiplicar.
Camilo pensó que Ritz tenía la razón na¬
turalmente, pues Carpatia tenía que estar
enfurecido por la respuesta a Zión. No era
de asombrarse entonces que quisiera hacer
méritos con la fuga de Zión y, también, por
llevarlo de vuelta al público cuando fuera el
momento propicio. Pero ¿cuánto tiempo sa¬
tisfaría eso a Carpatia? ¿Cuánto tiempo pa¬
saría antes que sus celos lo consumieran?

434
—Si es verdad que la Comunidad Global
quiere patrocinar el regreso de Zión a Is¬
rael, debieran mirar lo que dice de Enigma
Babilonia.
—Carpatia tiene a Mathews a cargo del
Enigma Babilonia en estos momentos, y lo
lamenta. Mathews considera que él y la fe
son más grandes e importantes que la mis¬
ma Comunidad Global. Zión dice que la
Biblia enseña que Mathews durará sola¬
mente por un tiempo más —dijo Camilo.
El teléfono sonó y era Cloé.
—Camilo, ¿dónde estás?
—Todavía aquí, instalados en la pista.
—Tú y Ken tienen que ir a arrendar un
automóvil. Les hablaré mientras van.
—¿Qué pasa? —dijo Camilo, saliendo
del avión y haciendo señas a Ken para que
lo siguiera.
—Me comuniqué con un hospital priva¬
do pequeño. Una mujer me dijo que iba a
cerrar dentro de tres semanas porque era
mejor vender a la Comunidad Global que
estar pagando los impuestos ridículos.
Camilo trotó hacia la terminal pero
pronto se detuvo al darse cuenta que Ken
se quedaba atrás. —¿Ahí es dónde está Pat-
ty? —preguntó a Cloé.
—No, pero esta mujer me dijo que hay
un gran laboratorio de pruebas de la Co-

435
munidad Global en Littleton. Está instala¬
do en una gran iglesia que Enigma Babilo¬
nia se apropió y, luego, le vendió a Carpatia
cuando disminuyó la asistencia. Hay una
clínica de la reproducción en la antigua ala
de la escuela de esa iglesia que acepta pa¬
cientes por plazos prolongados. A ella no le
gustaba. La clínica y el laboratorio trabajan
conjuntamente y es evidente que se investi¬
ga mucho la donación y el tejido fetal.
—¿Así que encontraste a Patty allí?
—Creo que sí. Le describí a Patty y la
recepcionista se puso recelosa cuando no
supe qué nombre podría usar. Me dijo que
si alguien estaba ahí bajo un nombre falso,
significaba que no querían que los encon¬
traran. Le dije que era importante pero no
lo creyó. Le pedí que tan sólo dijera a cada
paciente que había un mensaje para llamar
a CW pero tengo la seguridad que ella lo
ignoró. Llamé después de un rato y disfra¬
cé la voz. Dije que mi tío era el portero y si
alguien podía ir a buscarlo para que vinie¬
ra al teléfono. Este hombre vino pronta¬
mente y le dije que tenía ahí una amiga
que había olvidado darme su nombre fal¬
so. Le dije que mi marido iba en camino
con un regalo pero que él tendría que sa¬
ber por quién preguntar para poder entrar.
El hombre no estaba seguro de poder ayu-
436
dar hasta que le dije que mi marido le da¬
ría cien dólares. Se entusiasmó tanto que
me dio su nombre antes de darme los
nombres de las cuatro mujeres que ahora
están ahí.
Camilo llegó al lugar donde alquilaban
vehículos y, Ken, sabiendo cómo era la co¬
sa, sacó su licencia de manejar y la tarjeta
de crédito, tirándolas al mostrador.—Me
vas a deber un montón; esperemos que ten¬
gan un automóvil de tamaño decente.
—Dame los nombres, mi amor—dijo Ca¬
milo sacando un lápiz.
—Te daré los cuatro por si acaso —dijo
Cloé—, pero sabrás de inmediato cuál es el
de ella.
—No me digas que se puso algo como
Blancanieves de los enanos.
No, nada tan creativo. Sólo que somos
afortunados con el tipo de las mujeres allí
representado. Conchita Fernández, Suzie
Ng, Mary Johnson y Li Yamamoto.
—Dame la dirección y dile al tío portero
que le diga a Mary que vamos en camino.

Max bajó el helicóptero estacionándolo


cerca del Challenger 3 y subió a bordo con
Raimundo.

437
—Ray, no sé qué está pasando pero yo
no me quedaría tan quieto como tú sin te¬
ner una buena razón. Me da escalofríos el
sólo pensar que casi me perdí esto pero,
después que me dejaste, llevé carreteando
al Cóndor a ese hangar del sur, como dijis¬
te. Estoy saliendo de ahí y dirigiéndome a la
fila de taxis cuando Fortunato me llama de
la casa del embajador. Me pregunta si lo
dejo volver al Cóndor porque tiene que ha¬
cer una llamada clasificada y el único telé¬
fono seguro está abordo. Le digo que sí, na¬
turalmente, pero que voy a tener que
abrirlo para él y echarlo a andar para que
haga su llamada y, luego, apagar todo y vol¬
ver a cerrar. Me dice que está bien en la
medida que me quede en las habitaciones
del piloto o en la cabina y le dé privacidad.
Le dije que tenía cosas para hacer en la ca¬
bina. Fíjate bien, Ray. Max sacó de su bolsi¬
llo un dictáfono—. ¿Me adelanto a pensar
las cosas o no? Me metí ahí, me puse los
auriculares y moví la palanca. Enchufé el
dictáfono en uno de los fonos y lo encendí.
Escucha.
Raimundo oyó el marcado y luego a For¬
tunato que decía.
—Bien, Su Excelencia, estoy en el Cón¬
dor, así que esto es seguro... Sí, estoy solo...
El oficial MacCullum me dejó entrar... En

438
la cabina. No hay problema... Camino a
Denver... ¿Van a hacerlo allá mismo?... Ese
lugar es tan bueno como cualquier otro.
Aunque va a cambiar nuestro viaje de re¬
greso... Sencillamente un solo piloto no
puede hacer todo este viaje, es cosa física.
No me sentiría a salvo... Sí, empiezo a de¬
cirle a los embajadores que necesitaremos
más tiempo para volver. ¿Quiere que trate
de contratar un piloto aquí en Dallas?... En¬
tiendo. Consultará con usted más tarde.
¿Qué entiendes de todo esto, Max?
—Ray, está muy claro. Quieren agarrarlos
a ustedes dos de una sola vez. Lo que im¬
pactó fue que cuando corrió a la cabina y
golpeó ligero parecía sonrojado y conmovi¬
do. Me preguntó si yo volvería y lo acompa¬
ñaría y que por favor me sentara. Se veía
nervioso, secándose la boca y desviando la
mirada, totalmente al contrario de lo que es,
ya tú sabes. Dice “acabo de saber del capi¬
tán Steele y es posible que se demore. Qui¬
siera que usted trace nuestro regreso y pon¬
ga suficiente descanso para usted en el caso
que tenga que hacer solo todo el vuelo”.
-Dijo, ¿todo el vuelo? ¿Toda la ruta de
regreso y todas las escalas de la ruta?
—El contesta que debiera hacer un itine¬
rario descansado para mí y que, con sufi¬
ciente reposo, ellos confían plenamente que

439
puedo hacerlo. Agrega: “verá que Su Exce¬
lencia estará muy endeudado con usted”.
Raimundo no lucía entretenido. —Así
que te reclutó para que seas el nuevo capi¬
tán.
—Eso parece.
—Y yo me voy a demorar. Bueno, ¿no es
una manera agradable de decir que me van
a matar?

440
Diecisiete

C uando Camilo y Ken consiguieron el


automóvil de alquiler, con más espa¬
cio del que necesitaban, y recibieron
la información de los atajos para pasar por
alto la destrucción, les llevó casi tres cuartos
de hora llegar a Littleton. Fue fácil encon¬
trar una iglesia que había sido adaptada pa¬
ra laboratorio de pruebas y clínica de la
reproducción. Estaba en la única calle tran¬
sitable dentro de un radio de veinticuatro
kilómetros. Todos los vehículos que vieron
estaban cubiertos de polvo y embarrados.
Camilo entró solo para ver si podía sacar
a Patty de allí. Ken esperó afuera con el
motor andando y controlando el teléfono
de Camilo.
Este se acercó a la recepcionista. —¡Ho¬
la! —dijo despreocupadamente—. Vengo a
ver a Mary.
—¿Mary?
—Johnson. Ella me espera.
—¿Quién pregunta por ella?
—Dígale que es C.
—¿Son parientes?
—Creo, espero que pronto lo seremos.
441
—un momento.
Camilo se sentó y tomó una revista como
si tuviera todo el tiempo del mundo. La re-
cepcionista tomó el teléfono. —Señora
Johnson, ¿espera visitas?... ¿No?... Un joven
que dice llamarse C... Veré.
La recepcionista hizo señas a Camilo.
—Ella quiere saber de dónde la conoce.
Camilo sonrió como si estuviera exaspe¬
rado. —Recuérdele que nos conocimos en
un avión.
—Dice que se conocieron en un avión...
Muy bien.
La recepcionista colgó. —Lo siento señor
pero ella cree que usted la puede haber
confundido con otra persona.
—¿Puede decirme si ella está sola?
—¿Por qué?
—Esa sería la razón por la que no dice
que me conoce. Puede que necesite ayuda y
no sabe cómo decírmelo.
—Señor, ella se está recuperando de un
procedimiento médico. Estoy totalmente se¬
gura que está sola y bien cuidada. Sin su
permiso no puedo seguir hablando más con
usted.
Camilo vio, con su visión periférica, que
una figura oscura y pequeña, vestida con
una larga tánica, pasaba apresuradamente.
La diminuta asiática de aspecto severo, ca-

442
bello largo miró con curiosidad a Camilo,
luego desvió la vista con rapidez y desapa¬
reció por el corredor.
El teléfono de la recepcionista sonó. Ella
susurró. —Sí, ¿Mary?... ¿No lo reconoce en
absoluto? Gracias.

—Así pues, Max, ¿estoy paranoide o pa¬


reciera que estuvieran usando a Patty como
carnada para agarramos a los dos juntos?
—Me parece eso y ninguno de ustedes va
a escaparse.
Raimundo tomó su teléfono.
—Mejor que le diga a Camilo en qué se
está metiendo antes que yo decida qué voy
a hacer.

A Camilo le pareció que la recepcionista


estaba llamando a los guardias de seguridad.
No sería bueno que los guardias lo sacaran o,
peor, que lo detuvieran. Su primera idea fue
salir corriendo pero aún había una oportuni¬
dad de pasar por alto a la recepcionista. Quizá
Ken podía distraerla o quizá él la convenciera
que no sabia cuál era el nombre que usaba su
amiga y que sólo había estado adivinando.

443
Sin embargo, la recepcionista lo asombró
cuando colgó de repente y dijo:
—No será que usted trabaja para la Co¬
munidad Global, ¿no?
¿Cómo sabía ella, eso era tan raro como
Patty con un nombre extranjero mientras
que una muchacha asiática se llamaba
Mary Johnson o había elegido ese nombre
como su seudónimo. Si Camilo negaba que
trabajaba para la Comunidad Global nunca
podría saber por qué ella lo había pregunta¬
do. —Oh, sí, efectivamente, sí.
La puerta principal se abrió de par en
par y Ken entró corriendo con el teléfono
de Camilo en la mano.
La recepcionista dijo: —¿Será que se lla¬
ma Raimundo Steele?
¿Qué?...
Ken gritó. —¿Señor, es suyo el automóvil
que está afuera con las luces encendidas?
Camilo se dio cuenta que no podía du¬
dar. Se dio vuelta, diciendo por encima del
hombro. —Volveré.
—Pero, señor, capitán Steele.
Camilo y Ken volaron escalinata abajo
en dirección al automóvil. —¡Pensaron que
yo era Raimundo! ¡Casi estaba adentro!.
—No quieras estar ahí, Camilo. Es una
trampa para Raimundo. El está seguro que
te hubieras metido en una emboscada.

444
Ken trató de poner el cambio en auto¬
mático pero no entraba.
—Pensé que había dejado andando esta
cosa.
Las llaves habían desaparecido.
Un oficial uniformado de la CG se mate¬
rializó en la ventanilla del vehículo. —Aquí,
señor —dijo pasándole las llaves a Ken—.
¿Cuál de ustedes es el capitán Steele?
Camilo supo que Ken estaba tentado de
salir escapando a toda velocidad. Se inclinó
cruzando el regazo de Ken y dijo, —Yo.
¿Me estaban esperando?
—Sí, lo esperamos. Cuando su chofer sa¬
lió del automóvil, pensé cerrarlo y llevarle
las llaves, Capitán Steele, tenemos su equi¬
paje dentro, si quiere venir con nosotros.
Volviéndose a Ken dijo: —¿Usted tam¬
bién trabaja para la CG?
—¿Yo? No. Trabajo para la compañía que
arrienda vehículos. El capitán aquí presente
no estaba seguro de poder devolver el auto¬
móvil, así que yo lo llevo. Naturalmente él
paga por el viaje de vuelta.
—Naturalmente. Y si no hay nada que
usted necesite del automóvil, entonces, ca¬
pitán, puede seguirme.
Y dirigiéndose a Ken le dijo: —Nosotros
le llevaremos en nuestro transporte así que
usted puede llevarse el automóvil.

445
—Déjeme pagarle —dijo Camilo—. Y de
inmediato estaré con usted.
Ken cerró la ventanilla. —Di la palabra,
Camilo y nunca nos alcanzarán. Entras ahí
como Raimundo Steele y de ahí no salen ni
tú ni Patty.
Camilo armó un espectáculo con los
billetes que sacó para Ken.
—Tengo que entrar—dijo—.Si piensan
que soy Raimundo y que olí la trampa y me
escurrí, la vida de Patty no vale nada. Ella
está embarazada y todavía no es creyente.
No tengo ganas de entregarla en bandeja a
la CG.
Camilo dio una mirada al guardia que
estaba en la acera. —Tengo que ir.
Ritz dijo: —Me quedaré cerca. Si no sa¬
les de ahí, entro yo.

—Me tienta volar derecho a Bagdad y


probarme que Amanda no está enterrada
en el Tigris. ¿Qué va a hacer Carpatia cuan¬
do yo me presente? ¿Reclamar el mérito de
mi resurrección?
—Tú sabes dónde está tu hija, ¿correcto? Si
encontraron un lugar para esconderse, ese es
el lugar donde ir. Para cuando Carpatia sepa
que no fuiste a Denver, ya estarás escondido.
446
—No está en mí esconderme, Max. Yo
sabía que esta cosa con Carpatia era pasaje¬
ra pero resulta raro ser un blanco. Proba¬
blemente ninguno de nosotros llegue vivo a
la Manifestación Gloriosa pero esa es mi
meta desde el primer día. ¿Cuáles son las
posibilidades ahora?
Max movió la cabeza.
El teléfono de Raimundo se puso a so¬
nar. Ritz le dijo lo que estaba pasando.
—¡Oh, no, no debieras haberlo dejado
entrar de nuevo ahí. Puede que no se den
cuenta que no soy yo sino después de ma¬
tarlo; sácalo de ahí!
—No hubo forma de detenerlo Raimun¬
do. El piensa que si hacemos algo sospecho¬
so, Patty pasa a la historia. Créeme si no sa¬
le en unos minutos más, entro yo.
—Esta gente tiene armas sin límite, ¿es¬
tás armado?
—Sí pero ellos no se arriesgaran a dispa¬
rar adentro, ¿te parece?
—¿Por qué no? No les importa nada sino
ellos mismos. ¿Qué andas trayendo?
—Camilo no sabe, y nunca tuve que
usarla pero siempre que salgo a volar llevo
una Beretta.

447
Camilo y el guarda de la CG fueron sa¬
ludados por una recepcionista muy moles¬
ta. —Si sencillamente me hubiera dicho
quién es usted, capitán Steele, usando el
nombre correcto de la persona que anda
buscando, yo lo hubiera dejado pasar sin
problemas.
Camilo sonrió y se encogió de hombros.
Apareció un guardia más joven que dijo.
—Ella lo verá ahora. Luego todos llena¬
remos unos pocos formularios y nosotros
los llevaremos, a los dos, a Stapleton.
—Oh, usted sabe que nosotros no baja¬
mos en Stapleton después de todo.
Los guardias se miraron uno al otro.
—¿No?
—Nos dijeron que el terreno de aquí a
Stapleton estaba peor que de aquí al aero¬
puerto internacional de Denver, así que...
—Pensé que el DIA estaba cerrado.
—Sí, a los vuelos comerciales —dijo Ca¬
milo—. Si puede llevarnos hasta allá, noso¬
tros regresaremos.
—¿Regresar dónde? Todavía no le hemos
dado sus órdenes.
—Oh, sí, yo sé. Tan sólo supuse que era a
Nueva Babilonia.
El guardia joven dijo -Oye, si el DIA está
cerrado a los vuelos comerciales, ¿de dónde
sacaron el automóvil?

448
—Un negocio estaba abierto todavía, supon¬
go que para atender a los militares de la CG.
El guardia más viejo miró a la recepcio-
nista. —Dígale que vamos en camino.
Mientras la recepcionista tomaba el telé¬
fono, los guardias le pidieron a Camilo que
los siguiera por el corredor. Entraron a una
habitación marcada como "Yamamoto".
Camilo temía que Patty dijera su nombre
en cuanto lo viera. Ella estaba acostada, mi¬
rando a la pared. No sabía si estaba o no
despierta.
—Se va sorprender cuando vea a su vie¬
jo capitán —dijo Camilo—. Ella solía decir¬
me Macho, como apodo más corto pero
frente a la tripulación y los pasajeros siem¬
pre fui el capitán Steele. Sí, ella fue la jefa
de las aeromozas de mis vuelos en PanCon
durante mucho tiempo. Siempre trabajó
muy bien.
El guardia mayor puso una mano en el
hombro de ella. —Querida, es hora de irse.
Patty se dio vuelta, luciendo confusa, mi¬
rando de reojo contra la luz, y dijo:
—¿Dónde vamos?
—El capitán Steele está aquí, vino a verla
señora. El la llevará a un sitio intermedio y
luego de regreso a Nueva Babilonia.
—Oh, hola, capitán Steele. No quiero ir a
Nueva Babilonia —dijo ella adormilada.

449
—Sólo cumplo órdenes, señora Durán;
usted lo sabe bien —dijo Camilo.
—Sólo que no quiero ir tan lejos —dijo
ella.
—Lo haremos en etapas. Lo podrá hacer.
—Pero yo...
—Empecemos a movernos, señora. Tene¬
mos un horario que cumplir —dijo el guar¬
dia mayor.
Patty se incorporó. El embarazo se em¬
pezaba a notar.
—Agradecería que ustedes, caballeros,
me disculparan mientras me visto.
Camilo siguió a los guardias al pasillo. El
más joven dijo: —Así, ¿en qué vino volando
hasta acá?
—Oh, uno de esos jets pequeños que so¬
brevivieron el terremoto.
El otro preguntó: —¿Cómo fue el vuelo
desde Bagdad?
Camilo pensó que Raimundo le había di¬
cho que el aeropuerto de Bagdad estaba inuti-
lizable. Aliviado porque no preguntaron más
del avión, se preguntó si lo estaban probando.
—Salimos de Nueva Babilonia. Ustedes no
creerían lo rápido que va la reconstrucción.
—¿Vuelo largo?
—Muy largo pero por supuesto hicimos
escala cada tantas horas para recoger a un
dignatario.

450
Camilo no sabía cuántos, cuándo o dón¬
de, y esperaba que no preguntaran eso.
—¿Cómo es eso? ¿Todos esos importan¬
tes y delicados juntos en el mismo avión?
—Otro día, otro dólar —dijo Camilo—.
De todos modos, los pilotos nos quedamos
en la cabina de pilotaje o en nuestras habi¬
taciones. No nos metemos en la cosa social.
Camilo sabía que ya había estado bastan¬
te rato adentro como para preocupar a Ritz.
No había manera en que estos tipos fueran
a llevarlos, a él o a Patty, a ningún aero¬
puerto, por más que él los desorientara. Le
sorprendía que no les hubieran ofrecido un
trago envenenado. Evidentemente ellos te¬
nían órdenes para realizarlo en forma lim¬
pia, decente y callada. No habría testigos.
Cuando el guardia de más edad golpeó la
puerta de Patty, Camilo vio a Ken en el pa¬
sillo con un portero, ambos con escobas.
Camilo le dio conversación a los guardias,
esperando que Ken pudiera salirse de la vis¬
ta rápidamente pues, aunque estaba usando
una gorra de la clínica como el portero, no
ocultaba sus rasgos.
—Así, pues, ¿qué clase de vehículo le pa¬
san a ustedes? —dijo Camilo—. ¿Algo que
nos lleve por este terreno más rápido que
un sedán alquilado?
—En realidad, no. Un minifurgón, desdi-

451
diadamente con tracción a las ruedas trase¬
ras. Pero podemos llevarlo sin problemas al
DIA. (i)
—¿Dónde nos mandan, de todos modos?
—preguntó Camilo.
El guardia más joven sacó un papel de su
bolsillo. —Le daré esto en unos pocos mi¬
nutos más, en la otra habitación, pero dice
Washington Dulles. (2)
Camilo miró al hombre. El sabía algo se¬
guro: Ni siquiera había planes para recons¬
truir el aeropuerto Dulles que había sido
arrasado en la guerra y el terremoto había
destruido el aeropuerto nacional Reagan
que tenía una o dos pistas operativas, como
le había dicho Raimundo pero el Dulles era
un montón de escombros.
—Estaré lista en un segundo más —dijo
Patty. El guardia suspiró.
—¿Qué hay en la otra habitación? —pre¬
guntó Camilo.
—Una rendición de cuentas. Le damos
sus órdenes, nos aseguramos que tengan to¬
do lo que necesitan y, entonces, nos vamos
para el aeropuerto.
A Camilo no te gustaba la idea de la otra
habitación. Deseaba poder conversar con
Ritz. Camilo no sabía si los hombres de la
CG llevaban armas adosadas a sus costados
pero se suponía que tenían ametralladoras

452
Uzis en sobaqueras atadas a sus costillas,
por atrás. Se preguntaba si iba a morir tra¬
tando de salvar a Patty Durán.

Raimundo no quería que Fortunato su¬


piera que todavía no estaba en Denver en el
caso que las fuerzas de la CG hubieran ya
informado su llegada. Si Denver sabía que
el Raimundo de verdad estaba todavía vo¬
lando, Camilo quedaría delatado y ni él ni
Patty tendrían una oportunidad. Raimundo
se quedó en la pista de Kansas tan indefen¬
so como nunca se había sentido.
—Mejor es que vuelvas Mas. Fortunato
piensa que andas visitando amigos, ¿no?
—Sí, ¿no?
—¿Cómo se comunica contigo?
—Hace que la torre me llame y, enton¬
ces, nos cambiamos a la frecuencia II para
conversar en privado.
Raimundo asintió. —Buen viaje.

—Muy bien, señora—dijo el guardia a


través de la puerta del cuarto de Patty—. Se
acabó el tiempo. Ahora, vámonos.
Camilo no oyó nada del cuarto de Patty.

453
Los guardias se miraron uno al otro. El ma¬
yor hizo girar la perilla de la puerta. Estaba
con llave. Blasfemó. Ambos sacaron armas
de sus sacos y golpearon ruidosamente la
puerta, mandándole a Patty que saliera.
Otras mujeres salieron de sus cuartos para
atisbar, incluyendo uno de cada punta del
pasillo. El guardia más joven les meció la
Uzi y ellas se metieron rápido en sus habi¬
taciones. El mayor disparó cuatro balazos a
la puerta de Patty, volando la cerradura que
cayó ruidosamente al suelo y produjo alari¬
dos pasillo abajo. La recepcionista vino co¬
rriendo pero cuando apareció en el corre¬
dor recibió los balazos del arma del guardia
más joven que roció con balas el lugar, cor¬
tándola desde la cintura a la cara. Ella cayó
ruidosamente al piso de mármol.
El guardia mayor entró corriendo al
cuarto de Patty mientras el menor giraba
para seguirlo. Camilo se interponía entre
ellos. Deseó haber tenido no entrenamiento
en defensa o ataque. Debía haber una res¬
puesta estratégica a un hombre que le mete
-

una Uzi en la cara.


Sin tener nada en su repertorio plantó su
pie derecho, dio un paso veloz con el iz¬
quierdo y, con toda su fuerza, le metió el
puño derecho en la nariz al guardia joven.
Sintió el crujido del cartílago, el castañeteo

454
de los dientes y la rotura de la carne. El
guardia debe haber estado en la mitad de
un paso cuando Camilo lo golpeó porque la
nuca golpeó primero el suelo.
La Uzi hizo ruido contra el mármol pero
la bandolera quedó debajo del hombre. Ca¬
milo se dio la vuelta y corrió hacia la ultima
habitación a su izquierda, donde momentos
antes había visto una cara aterrada que atis-
baba. Nadando en cámara lenta desfilaban
por su mente las cortinas ondulantes de la
ventana abierta en el cuarto de Patty, el
cuerpo destrozado de la recepcionista y las
córneas de los ojos del guardia cuando Ca¬
milo le metió la nariz tan adentro de su ca¬
beza que le vació la cara.
La sangre goteaba de la mano de Camilo
mientras éste corría. Dio una rápida mirada
hacia atrás cuando se precipitaba hacia el
cuarto al final del pasillo. Ni señas del guar¬
dia más viejo. Una mujer latina embarazada
aullaba cuando él entró como una tromba
en su habitación. El sabía que se veía horro¬
roso. con la lesión de su mejilla todavía en¬
cendida, su mano y camisa cubiertas con la
sangre de la cara del guardia joven. La mu¬
jer se tapó los ojos y tembló.
—¡Cierre con llave esta puerta y métase
debajo de la cama!-dijo Camilo. Ella no
se movió al comienzo. —¡Ahora, o morirá!

455
— Camilo abrió la ventana y vio que ten¬
dría que ladearse para salir. El mosquitero
metálico no cedería. Se echó para atrás y le¬
vantó la pierna, atravesando el mosquitero.
La inercia lo sacó fuera haciendo que caye¬
ra en unos arbustos. Al volver a ponerse de
pie, hubo balas que atravesaron la puerta
que estaba tras él, y vio que la mujer se me¬
tía temblando debajo de la cama. Corrió a
lo largo del edificio pasando la ventana
abierta de Patty. A la distancia, Ken Ritz la
ayudaba a entrar a la parte de atrás del au¬
tomóvil. El minifurgón de la Comunidad
Global estaba entre Camilo y el sedán.
Camilo sintió como si estuviera soñando,
incapaz de moverte más rápido. Cometió el
error de contener la respiración mientras co¬
rría y, pronto tuvo que boquear para respi¬
rar, con su corazón golpeando fuerte contra
las costillas. Al acercarse al furgón dio una
mirada para atrás viendo que el guardia sal¬
taba de la ventana por la cual él había esca¬
pado, Camilo se desvió al otro lado del fur¬
gón mientras las balas perforaban el chasis.
Una cuadra adelante Ritz esperaba detrás
del volante. Camilo podía quedarse y ser
masacrado o apresado como rehén o podía
correr el riesgo y correr al automóvil.
Corrió. Temía con cada paso que el pró¬
ximo ruido fuera el de una bala que se me-

456
tía en su cabeza. Patty estaba fuera de la
vista, tirada en el asiento o en el suelo, y
Ken se inclinaba a la derecha desaparecien¬
do también. La puerta del pasajero se abrió
de par en par y onduló como una fuente en
el desierto. Mientras más corría Camilo,
más vulnerable se sentía pero no se animó a
mirar hacia atrás.
Oyó un ruido pero no de balazo. Más
sordo. La puerta del furgón. El guardia ha¬
bía saltado dentro del furgón. Camilo esta¬
ba a casi cuarenta y seis metros del sedán.

Raimundo marcó el teléfono de Camilo


que sonó varias veces pero no quiso colgar.
Si respondía un hombre de la CG, él lo en¬
gañaría hasta saber lo que quería saber. Si
Camilo contestaba, lo dejaría hablar en có¬
digo por si estuviera con gente que no debía
saber quién estaba al otro lado de la línea.
El teléfono siguió sonando.
Raimundo odiaba la indefensión y la in¬
movilidad más que cualquier otra cosa. Es¬
taba cansado de los juegos con Nicolás
Carpatia y la Comunidad Global. La hipo¬
cresía y la simpatía de ellos lo enloquecía.
Oró en silencio, “Dios, déjame ser el enemi¬
go franco de Carpatia”.

457
Una voz femenina petrificada respondió
el teléfono exclamando a gritos. —¡Qué!
—¿Patty? No dejes que se sepa pero soy
Raimundo.
—¡Raimundo! El piloto de Camilo casi
me mató de susto cuando apareció por la
ventana pero luego me ayudó a salir. Esta¬
mos esperando a Camilo y tememos que lo
vayan a matar.
—Pásame este teléfono *—escuchó Rai¬
mundo. Era Ritz. —Ray, él está bien pero
hay un fulano que le está disparando. Yo
parto en cuanto Camilo llegue al automóvil
y puede que tenga que colgarte.
—¡Tan sólo ocúpate de cuidarlos! —dijo
Raimundo.

Camilo no oyó nada más faltando pocos


pasos para el automóvil, esperando que lo
mataran. Nada de balazos, nada de furgón.
Dio una última mirada mientras el hombre de
la CG salía del furgón y se agachaba para em¬
pezar a disparar. Camilo oyó una tremenda
explosión cerca de él al estallar el neumático
trasero derecho. Se zambulló para alcanzar la
puerta abierta, agarrando la manija y tratando
de poner un pie dentro. El parabrisas trasero
voló en fragmentos por todo el automóvil.

458
Camilo trató de mantener el equilibrio.
Su pie izquierdo estaba en el piso del auto¬
móvil, el derecho en el pavimento. La mano
izquierda tenía asido el chasis y la derecha,
la manija de la puerta. Ken se había inclina¬
do sobre el asiento del pasajero para esca¬
par a las balas y, antes que Camilo pudiera
impulsarse para dentro, Ken aceleró ciega¬
mente a fondo. La puerta se remeció con
fuerza y para evitar salir volando, Camilo
dio una voltereta y quedo sentado sobre la
cabeza de Ritz. Ken gritó mientras el auto¬
móvil giraba, con el neumático roto golpe¬
teando y los buenos, pelando la goma. Ca¬
milo trataba también de mantenerse fuera
de la línea de fuego pero tenía que quitarse
de la dolorida cabeza de Ken.
Ritz soltó el volante y empleó las dos ma¬
nos para salir de abajo de Camilo. Se sentó
para ver donde estaba y viró el volante a la
izquierda pero sin tiempo para esquivar el
ángulo de un edificio. El panel de la punta
derecha se rompió y desmenuzó mucho.
Ken enderezó el automóvil y trató de poner
distancia entre ellos y el tirador.
— El automóvil no ayudaba. Hubo más
balas que no tocaron a Ken por poco y Ca¬
milo vio que su compostura cambiaba. Ken
pasó en un instante de estar asustado a es¬
tar enfurecido.

459
—¡Se acabó! —aulló Ritz—. ¡Me disparó
por última vez!
Para horror de Camilo, Ritz viró el auto¬
móvil para atrás y aceleró hacia el guardia.
Camilo atisbo por encima del tablero de
instrumentos mientras Ritz sacaba de una
tobillera su automática de 9 milímetros,
afirmaba su muñeca izquierda entre el es¬
pejo exterior y el chasis y disparaba.
El guardia salió tropezando para refu¬
giarse al otro lado del furgón. Camilo le gri¬
tó a Ken que se dirigiera al aeropuerto.
—¡De ninguna manera; este tipo es mío!
Se resbaló hasta detenerse a unos quince
metros del furgón y saltó fuera del automó¬
vil. Fue zigzagueando encorvado, con la Be-
retta tomada con las dos manos, disparando
justo por encima del nivel del suelo.
Camilo le gritó que volviera al automóvil
cuando el hombre de la CG se dio vuelta y
corrió hacia el edificio, pero Ritz le disparó
tres balas más y una hirió al guardia en su
pie tirando la pierna frente a él que retroce¬
dió por la fuerza del movimiento. —Te ma¬
taré, a ti, a ti...
Camilo salió corriendo del automóvil y
agarró a Ritz, arrastrándolo para atrás y di¬
ciendo: —Este no está solo en absoluto, te¬
nemos que irnos.
Saltaron dentro del automóvil y Ken viró

460
el volante con el acelerador a fondo. Una
gran nube de polvo se levantó tras ellos que
iban en dirección a Stapleton, rebotando y
saltando por el terreno destrozado por el te¬
rremoto.
Camilo dijo: —Si podemos perdernos de
vista, ellos piensan que carros para el DIA,
¿Porqué no habrán podido echar a andar
ese furgón?
Ritz buscó debajo del asiento y sacó una
tapa de distribuidor, con los alambres col¬
gando. —Puede que esto tenga algo que ver.
El automóvil protestaba ruidosamente.
Camilo puso una mano en el techo para
impedir que le golpeara la cabeza mientras
avanzaban a rebotes. Con la otra mano le
puso el cinturón de seguridad a Ritz. Luego
se lo puso él y vio que su teléfono yacía a
sus pies. Lo agarró y vio que estaba siendo
usado. —¿Diga?
—¡Camilo! Soy Raimundo, ¿Estás a salvo?
—Vamos camino al aeropuerto. Tenemos
un neumático trasero roto pero todo lo que
podemos hacer es seguir adelante hasta que
nos detengamos.
—¡Nosotros también tenemos una filtra¬
ción de combustible! —dijo Ritz—, el medi¬
dor baja rápido.
—¿Cómo está Patty? —preguntó Rai¬
mundo.

461
—Sujetándose con uñas y dientes —dijo
Camilo. Quería ponerle el cinturón de segu¬
ridad pero sabía que no se podría por su es¬
tado y especialmente por el rebote. Ella es¬
taba tirada en el asiento trasero, con los pies
contra la puerta, una mano sujetando el es¬
tómago, la otra contra el respaldo del asien¬
to. Estaba pálida.
—¡Afírmate! —aulló Ritz.
Camilo miró justo a tiempo para ver un
montón grande de tierra que no podrían es¬
quivar. Ritz no bajó la velocidad ni trató de
detenerse. Mantuvo el acelerador a fondo y
se dirigió al centro del montón. Camilo se
afirmó con los pies y trató de impedir que
Patty saliera volando para delante por el im¬
pacto. Cuando el automóvil se zambulló en
el montón de tierra, Patty se golpeó en la
parte de atrás del asiento delantero y casi le
zafó el hombro a Camilo. El teléfono salió
volando de su mano, se estrelló contra el
parabrisas y cayó al suelo.

—¡Llámame cuando puedas! —gritaba


Raimundo cuando colgó. Carreteó al Cha¬
llenger 3 hasta el final de la pista.
—Scuba a Albie —dijo—. Albie, ¿me
oyes?
462
—Adelante Scuba,
—Vuelve a la base y averigua qué saben.
La carga está a salvo transitoriamente pero
voy a necesitar algún cuento cuando me
presente.
—Entendido Scuba. Considera un Mi-
not.
Raimundo hizo una pausa. —Buena
idea, Albie. Lo haré. Necesito todo lo que
puedas darme tan pronto como sea posible.
—Entendido.
Brillante —pensó Raimundo—. Había
mucho tiempo que le había contado a Max
una experiencia que tuvo cuando estaba en
la base de Minot, Dakota del Norte. Su
avión de combate no funcionaba bien y tuvo
que abortar una misión de entrenamiento.
Le diría a Fortunato que eso fue lo que le
pasó al Challenger y León no sabría cuál era
la diferencia. Max corroboraría cualquiera
cosa que Raimundo dijera. El problema más
grande era que cuando regresara, León sa¬
bría del fracaso de Denver y sospecharía de
la participación de Raimundo.
Lo que necesitaba era un cuento bueno
para mantenerse vivo. ¿Era Patty tan im¬
portante para Carpatia que mantendrían
Raimundo en sus alrededores hasta que su¬
piera donde estaba ella? Raimundo tenía
que volver a Bagdad para saber qué le ha-

463
bía pasado a Amanda. No había garantías
de que Carpatia no lo mandara matar co¬
mo ejemplo para el resto del Comando Tri¬
bulación.

—Se está recalentando —dijo Ritz.


—¡Yo también me estoy recalentando!
—gimió Patty. Se sentó y se sujetó po¬
niendo una mano en cada uno de los cabe¬
zales delanteros. Su rostro estaba enrojeci¬
do y su frente, sudorosa.
—No tenemos opción sino seguir adelan¬
te —dijo Camilo. El y Ken trataron de afir¬
marse para contrarrestar el violento temblor
del herido vehículo. El marcador de tempe¬
ratura estaba fijado en el rojo, el vapor salía
a chorros de abajo de la capota, el medidor
del combustible se mostraba peligrosamen¬
te bajo y Camilo vio llamas que salían del
neumático trasero roto.
—Si te paras, el combustible tocará esas
llamas. Aunque lleguemos al aeropuerto,
asegúrate que estemos vacíos antes de dete¬
nernos.
—¿Y si el neumático ese incendia a todo
el automóvil? —gritó Patty.
—¡Espero que estés bien con Dios! —le
gritó Ritz.
—¡Me quitaste las palabras de la boca!
—dijo Camilo.
464
Volando a Dallas a varios cientos de kiló¬
metros por hora, Raimundo temía que iba a
pasar a Max que iba en el helicóptero. Tenía
que manejar apropiadamente su llegada. Va¬
rios minutos después oyó a Fortunato que
llamaba a Max.
—Torre de Dallas a GC99, cambio.
—Aquí GC. Adelante torre.
—Cambie a la frecuencia de alternativa
para sus superiores, cambio.
—Entendido.
Raimundo cambió a la frecuencia II para
escuchar.
—Max, soy el Comandante Supremo.
—Adelante señor.
—¿Cuál es su ubicación?
—Dos horas al oeste de usted, señor. Vol¬
viendo de una visita.
—¿Vino derecho de vuelta?
—No, señor pero puedo.
—Por favor, hágalo. Hubo un tremendo
desastre al norte de nosotros, ¿me entiende?
—¿Qué pasó?
—Todavía no estamos seguros. Tenemos
que encontrar a nuestro operativo y, enton¬
ces, tenemos que regresar al horario lo más
pronto posible.

465
En camino, señor.

Camilo oraba que se le acabara el com¬


bustible al automóvil pero no sabía cómo
iban a hacer para que Patty pasara el terreno
desecho. Las llamas lamían el flanco derecho
trasero del automóvil y solamente Ken que
lo mantenía virando impedía que explotara.
El fuego estaba más cerca de Patty y
aunque el automóvil se viraba de aquí para
allá, ella se las arregló para gatear al asiento
delantero, metiéndose entre los dos hom¬
bres.
—El motor va a reventar antes que se
acabe el combustible, puede que tengamos
que saltar fuera —gritó Ken.
—¡Más fácil decirlo que hacerlo! —dijo
Patty.
Camilo tuvo una idea. Buscó su teléfono
y marcó un código de emergencia. —¡Ad¬
viertan a la torre de Stapleton! —aulló,
—avión pequeño incendiado que se
aproxima.
El despachador trató de preguntar algo
pero Camilo colgó. El motor rugía y gol¬
peaba, la parte de atrás del automóvil era
una antorcha y Ken lo pasó por la última
elevación que había al final de la pista. Un

466
camión con equipo químico contra incen¬
dios se puso en posición.
—¡Sigue haciéndolo andar! —dijo Camilo.
El motor se paró por fin. Ken puso el
cambio neutro y ambos hombres agarraron
las manijas de las puertas. Patty se agarró
con ambas manos al brazo de Camilo. El
automóvil apenas se movía cuando el ca¬
mión lo alcanzó y descargó la espuma, cu¬
briendo el vehículo y sofocando el fuego.
Ken salió para un lado y Camilo para el
otro, remolcando a Patty. A tientas en la es¬
puma que cegaba, Camilo levantó a Patty
en sus brazos, entorpecido por el peso agre¬
gado. Debilitado por la epopeya vivida, se
puso detrás de Ken y lo siguió al avión
Lear. Ken disminuyó sus zancadas, le dijo a
Camilo que le pasara a Patty y que subiera
a bordo, luego la llevó donde Camilo pudo
ayudarla a sentarse. Ken cerró la puerta,
echó a andar los motores y el Lear salió ro¬
dando en un minuto.
Al propulsase al cielo, el equipo de la es¬
puma terminaba con el automóvil y con¬
templaban al avión que huía.
Camilo estiró sus rodillas y dejó colgan¬
do sus manos. Sus nudillos estaban en car¬
ne viva. No podía sacar de su mente las
imágenes de la recepcionista, muerta antes
de tocar el suelo, y el guardia que él levantó

467
desde los pies, y la mujer que temblaba
mientras cerraba con llave la puerta.
—Ken, si ellos averiguan quiénes somos,
tú y yo nos convertimos en fugitivos.
—¿Qué pasó al mediodía? —dijo Patty
con una voz delgada.
—¿Qué le pasó a tu teléfono? —preguntó
Camilo—. Cloé y yo estuvimos llamándote
toda la mañana.
—Ellos lo tomaron —dijo ella—. Dijeron
que tenían que hacerle un diagnóstico o al¬
go así.
—¿Estás sana, es decir, fuera de tu esta¬
do?
—Me he sentido mejor, sigo embarazada
si te sientes curioso.
—Me di cuenta de eso mientras te lleva¬
ba en brazos.
—Lo siento.
—Vamos a tener que escondernos. ¿Estás
de acuerdo con eso?
—dijo Camilo.
—¿Quién más está allá?
Camilo se lo dijo.
—¿Y qué pasa con la atención médica?
—Tengo una idea para eso —dijo Cami¬
lo—. No prometo nada pero veremos qué
podemos hacer.
Parecía que Ken seguía excitado. —No
puedo creer la suerte que tuve cuando le

468
pagué a ese portero y me llevó afuera donde
podía mirar justo por la ventana.
—Cuando dijiste que estabas con Cami¬
lo, no tuve más que creerte —dijo Patty.
—Camilo, ¿cómo fue que lograste salir
de allí? —pregunto Ken.
—Yo mismo me lo pregunto. Ese guardia
asesinó a la recepcionista.
Patty pareció conmovida. —¿Clara? —di¬
jo-. ¿Clara Blackburn está muerta?
—No sabía su nombre —dijo Camilo—,
pero está bien muerta.
—Eso es lo que querían hacerme —dijo
Patty.
—Correcto, entendiste bien —dijo Ken.
—Me quedaré con ustedes por el tiempo
que deseen tenerme —dijo ella.
Camilo se puso a hablar por teléfono, po¬
niendo al día a Raimundo y a Cloé; luego
marcó el número del doctor Carlos Floyd,
de Kenosha.

Raimundo armó un cuento que le parecía


convincente pero sabía que el único proble¬
ma era que no pasaría mucho tiempo sin que
se identificara a Camilo como impostor de él.

469
Dieciocho

R aimundo esperaba saber, antes de re¬


gresar a Dallas, qué sabía o creía
León sobre lo sucedido en Denver
pero no podía comunicarse con Max. ¿Era
posible que hubieran reconocido a Camilo?
Nadie creería que Raimundo no se había
metido en la fuga de Patty si se sabía que su
yerno había participado en ello. Raimundo
aceptaría las consecuencias de sus acciones
en lo que él consideraba como guerra santa.
Sin embargo, quería mantenerse fuera de la
cárcel por el mayor tiempo posible para en¬
contrar a Amanda y limpiar su nombre.
Si Zión tenía razón, los 144.000 testigos
estaban sellados por Dios y protegidos de
daños por un cierto tiempo. Aunque no era
uno de los testigos, él era creyente; tenía la
marca de Dios en su frente y confiaba que
Dios lo protegería. Si Dios no lo hacía, en¬
tonces, cómo el apóstol Pablo decía, morir
era “ganancia”.
Raimundo no había sabido de Max y no
podía comunicarse. Se trataba de que éste
no podía sacarse de encima a León por el
tiempo suficiente para comunicarse con él o
470
había algo malo en tierra. Raimundo tenía
que hacer algo. Si iba a decir que abortó la
misión sólo era lógico llamar por radio a
León antes de aparecerse de nuevo por Da¬
llas.

Camilo estaba horrorizado con solo pen¬


sar que podía haber matado a alguien.
Cuando el doctor Floyd los recogió en el
aeropuerto de Waukegan antes de seguirlo
a Mt. Prospect, Camilo le susurró su mie¬
do.
—Tengo que saber cuánto herí a ese
guardia.
—Puedo averiguarlo; conozco a un tipo
en el dispensario de urgencias de la CG que
está en las afueras de Littleton —dijo el
doctor.
El médico se quedó en su automóvil ha¬
blando por teléfono después que Ken metió
el Suburban en el patio trasero. Cloé y Zión
exigieron todos los detalles. Cloé subió la
escalera con su bastón insistiendo que Patty
usara la cama de abajo. Ella se veía exhaus¬
ta. Ken y Zión la ayudaron a subir la escale¬
ra y le instaron que los llamara después que
se hubiera duchado para que le ayudaran a
bajar.
471
Camilo y Cloé conversaron en privado.
—Te podrían haber matado —dijo ella.
—Me sorprende que no pasara. Sólo sé
que maté a ese guardia. No puedo creerlo.
Pero él acababa de asesinar a la recepcionis-
ta y supe que nos haría lo mismo. Reaccio¬
né por instinto. Si lo hubiera pensado, me
hubiera congelado.
No había nada más que pudieras hacer
pero no puedes matar a un hombre de un
puñetazo, ¿no?
—Espero que no pero él se había dado
vuelta y estaba moviéndose derecho hacia
mí cuando lo golpeé. No exagero, mi amor.
No creo que pudiera haberlo golpeado con
más fuerza si yo hubiera ido corriendo ha¬
cia él. Sentí como si mi puño estuviera me¬
tido dentro de su cabeza. Todo se desgajó
por debajo y él aterrizó sobre su nuca. Sonó
como una bomba.
—Fue en defensa propia. Camilo.
—No sé qué haré si sé que está muerto.
—¿Qué hará la Comunidad Global si sa¬
ben que fuiste tú? -

Camilo se preguntó cuánto tiempo tar¬


daría eso. El guardia joven lo había mirado
bien pero era probable que estuviera
muerto. El otro supuso que él era Raimun¬
do Steele. Hasta que alguien le mostrara
una fotografía de Raimundo, podría seguir

472
creyéndolo pero ¿podría describir a Cami¬
lo?
Camilo se fue a mirar en un espejo del
pasillo. Su cara estaba sucia, la mejilla lucía
amoratada casi hasta la nariz. Su pelo esta¬
ba despeinado y oscuro de transpiración.
Necesitaba una ducha pero ¿cómo se había
visto en la clínica? ¿Qué podría decir el
guardia que sobrevivió?
—Charlie Tango a la torre de Dallas,
cambio.
—Aquí Torre, adelante CT.
—Transmita mensaje urgente al Coman¬
dante Supremo de la Comunidad Global.
Misión abortada por fallas mecánicas. Revi¬
sando equipo antes de volver a la base. ETA
dos horas. Cambio.
—Entendido, CT.
Raimundo aterrizó en una pista evidente¬
mente abandonada y sin cuidados al este de
Amarillo, Texas, y esperó la llamada de For¬
tunato.

Camilo estaba preocupado cuando el


doctor Carlos Floyd entró a la casa por fin
y no lo miraba de frente. El médico aceptó
revisar a Cloé, Ken y Patty antes de volver a
Kenosha. Parecía muy interesado por Patty

473
y so bebé. Ella tenía que guardar reposo sal¬
vo atender las necesidades naturales. Le di¬
jo a los demás cómo cuidarla y cuáles sínto¬
mas tenían que controlar.
El médico le sacó los puntos a Ken y le
aconsejó que reposara por varios días.
—¿Qué, no más balaceras ni pinchazos?
Supongo que no puedo trabajar para Cami¬
lo por un tiempo.
El doctor le repitió a Cloé que el paso
del tiempo era su aliado. No podía quitar el
yeso del brazo y pie pero le recetó un trata¬
miento que serviría para que se recuperara
con más rapidez.
Camilo esperaba mirando. Si el doctor lo
seguía ignorando, eso significaba que Cami¬
lo había matado al hombre y el médico no
sabía cómo decírselo. Le pidió: —¿Podrías
examinarme la mejilla?
El médico se acercó sin decir palabra.
Tomó la cara de Camilo en sus manos y lo
movió para todos lados a la luz.
—Tengo que limpiar eso. Te arriesgas a
una infección si no tenemos alcohol aquí.
Los demás se fueron mientras el médico
trabajaba con Camilo.
—Te sentirás mejor después de una ducha.
—Me sentiré mejor cuando me digas lo
que averiguaste. Estuviste mucho rato ha¬
blando por teléfono.

474
—El hombre está muerto —dijo el doc¬
tor Floyd.
Camilo miró fijo.
—No creo que hayas tenido otra opción,
Camilo.
—Vendrán a buscarme. Tenían cámaras
por todas partes allá. —Si lucías como aho¬
ra hasta la gente que te conoce tendría difi¬
cultades para reconocerte.
—Voy a tener que entregarme.
El doctor Floyd retrocedió. —¿Te entre¬
garías si en combate hieres de un balazo a
un soldado enemigo?
—No tenía intención de matarlo.
—Pero si no lo hubieras matado, él te
hubiera matado. El mató a alguien frente a
ti. Tú sabes que su cometido era matarlos a
ti y Patty.
—¿Cómo puede ser que un puñetazo lo
haya matado?
El doctor le puso un vendaje liviano y se
sentó sobre la mesa. —Mi colega de Little-
ton dice que uno de los dos golpes, el de la
cara o el de la nuca contra el piso, podían
haber sido mortales. Pero la combinación lo
hizo inevitable. El guardia tuso un trauma¬
tismo facial grave, con destrucción del car¬
tílago y del hueso alrededor de la nariz, algo
de eso se le metió en el cráneo. Los dos ner¬
vios ópticos quedaron destruidos. Se le

475
quebraron varios dientes y se hizo trizas la
mandíbula superior. Esa sola lesión podía
haberlo matado.
—¿Podía?
—Mi colega se inclina a establecer como
causa de muerte a la lesión craneana poste¬
rior. La nuca que golpeó directamente el
suelo hizo que su cráneo se fracturara como
cáscara de huevo. Varios pedazos de tejido
craneano se metieron en el cerebro. Murió
instantáneamente.
Camilo dejó caer su cabeza. ¿Qué clase
de soldado era? ¿Cómo podía esperarse que
él luchara en esta batalla cósmica del bien
contra el mal si no era capaz de tolerar la
matanza del enemigo?
El doctor empezó a guardar sus cosas.
—Nunca he conocido a alguien que cau¬
sara la muerte de una persona sin sentirse
muy mal por eso. He hablado con padres
que mataron a alguien para proteger a su
hijo pero, de todos modos, se sentían como
perseguidos y apesadumbrados. Pregúntate
dónde estaría Patty si no hubiera sido por lo
que hiciste. ¿Dónde estarías tu?
—Estaría en el cielo. Patty estaría en el
infierno.
—Entonces le compraste tiempo a ella.

476
Raimundo recibió finalmente la llamada
de la torre de Dallas pidiéndole que les in¬
formara cuando estuviera a media hora de
aterrizar. —El Comandante Supremo
aguarda su arribo.
Les dijo que estaba por emprender viaje.
Cuando estaba a media hora de Dallas, lla¬
mó por radio y cuarenta minutos después
iba carreteando al hangar que también al¬
bergaba al Cóndor 216. Se iluminó al ver a
un León Fortunato que echaba chispas.
Max McCullum estaba detrás, con una mi¬
rada conocedora. Raimundo no podía espe¬
rar que llegara la hora de conversar en pri¬
vado con Max.
—Capitán Steele, ¿qué pasó?
—Comandante, no fue nada de mayor
cuantía pero sólo resultó prudente revisarlo.
Puede hacer unos ajustes pero estaba tan
fuera del horario que pensé que era mejor
volver.
—Entonces, ¿no sabe lo que pasó?
—¿Al avión? No del todo pero estaba
inestable y...
—¡Quiero decir lo que pasó en Denver!
Raimundo miró a Max que movió su ca¬
beza en forma casi imperceptible.
—¿En Denver?
—Le dije Comandante que me fue impo¬
sible comunicarme con él —dijo Max.

477
—Síganme —dijo Fortunato y guió a
Raimundo y Max a una oficina donde en
una computadora puso un video con una
carta electrónica de la oficina de la Comu¬
nidad Global en Denver. Los tres se incli¬
naron para ver la pantalla y vieron a Fortu¬
nato que narraba.
—Sabemos que la señorita Durán no
quería volver a Nueva Babilonia pero Su
Excelencia creyó que era lo> mejor para ella
y la seguridad planetaria. Para proteger a su
novia y al bebé de ellos, asignamos dos ofi¬
ciales de seguridad para que se encontraran
con usted y ella y les dieran sus órdenes. La
prioridad principal de ellos era el traslado
de la señorita Durán a usted para que la
transportara al Oriente Medio. Ellos tenían
que asegurarse bien que ella todavía estu¬
viera en Denver cuando usted llegara.
—Aunque el laboratorio y la clínica esta¬
ban prácticamente indemnes de los daños
del terremoto, pensamos que el sistema de
vigilancia estaba apagado. Sin embargo, el
oficial de seguridad que sobrevivió revisó
'•V -

dos veces el sistema, por si acaso, y encon¬


tró una imagen del impostor.
—¿El impostor? —dijo Raimundo.
—El hombre que dijo ser usted.
Raimundo arqueó sus cejas.
—Capitán Steele, éstos eran profesionales.

478
—¿Estos?
—Por lo menos eran dos. Quizá más. Las
cámaras del frente del edificio y de la recep¬
ción no funcionaban. Hay cámaras en cada
extremo del corredor principal y una en el
medio. La acción que verá tuvo lugar en el
medio pero la única cámara que funcionaba
era la del extremo norte del corredor. Casi
todas las imágenes del impostor están tapa¬
das por una de los hombres de seguridad, o
el impostor daba la espalda a la cámara. La
cinta empieza aquí, con los guardias de se¬
guridad y el delincuente que sale de la
puerta de la señorita Durán mientras ella se
viste para el viaje.
Era evidente que Camilo era el hombre
entre los dos guardias pero su cara estaba
borrosa. El pelo estaba despeinado y tenía
una fea herida en la mejilla.
—Caballeros, miren ahora. Cuando el
guardia de más edad golpea la puerta de la
señorita Durán, el otro también se vuelve a
la puerta pero el delincuente mira hacia el
fondo del pasillo. Esa es la vista más clara
que tenemos de su rostro.
De nuevo Raimundo se sintió aliviado
pues la imagen no era clara.
—El guardia mayor cree que el delin¬
cuente estaba distraído por los dos porteros
que aparecen antes en la cinta. El los entre-

479
vistará más tarde, hoy mismo. Ahora, miren
aquí, pocos momentos después, él perdió la
paciencia con la señorita Durán. La llama y
ambos golpean la puerta. Aquí vemos al
guardia joven que manda a las pacientes cu¬
riosas que vuelvan a sus habitaciones. El
delincuente retrocede un par de pasos
cuando el guardia mayor abre de par en par
la puerta. Eso atrae a la recepcionista.
Mientras el guardia joven está distraído, el
delincuente lo desarma de alguna forma,
¿ven, ven el fuego? El asesina a la recepcio¬
nista ahí donde está. Cuando el guardia jo¬
ven intenta desarmarlo, le pega con la cula¬
ta de la Uzi con tanta fuerza que el guardia
muere antes de tocar el suelo.
Max y Raimundo se miraron y se inclina¬
ron más para estudiar el video. Raimundo
se preguntaba si Fortunato pensaba que te¬
nía el poder de Carpatia para convencer a la
gente de que habían visto algo que no ha¬
bían visto. No podía dejar pasar eso.
—León, eso no es lo que yo veo ahí.
León lo miró penetrante. —¿Qué dice?
—El guardia joven disparó.
Fortunato retrocedió la cinta. —¿Ve?
—dijo Raimundo—. ¡Ahí! El está dispa¬
rando. El delincuente retrocede. El guardia
se da vuelta y el delincuente da un paso ade¬
lante cuando el guardia parece resbalarse en

480
los casquillos vacíos de las balas de la Uzi,
¿ve? El no tiene donde afirmarse y el golpe
hace que su cabeza choque contra el piso.
Fortunato lucía enojado. Volvió a pasar el
video un par de veces más.
Max dijo. —El delincuente ni siquiera in¬
tentó tomar el arma de fuego.
—Caballeros, digan lo que quieran pero
el impostor asesinó a la recepcionista y al
guardia.
—¿El guardia? Se podía haber caído y
golpeado la cabeza aunque no le hubieran
pegado —dijo Raimundo.
Fortunato continuó: —De todos modos
el cómplice sacó a la señorita Durán por la
ventana y la llevó al automóvil alquilado.
En cuanto el guardia mayor abrió la puerta,
el cómplice le disparó.
Por supuesto que eso no era lo que Rai¬
mundo sabía.
—¿Cómo se escapó de la muerte?
—Casi lo matan. Tiene una herida grave
en su talón.
—Pensé que había dicho que venía en¬
trando en el cuarto cuando le dispararon.
—Correcto,
—Iba saliendo del cuarto si lo hirieron en
el talón.
La computadora sonó y Fortunato pidió
ayuda a su asistente que le dijo:

481
—Otro mensaje está entrando.
—Déjeme verlo.
El asistente tocó unos botones y un men¬
saje nuevo sobre el guardia mayor apareció,
que informaba, “se está curando el pie. Se
necesitó cirugía. El cómplice era el segundo
portero de la primera escena de la película.
El portero real fue encontrado con mucho
dinero encima. Dice que el cómplice se lo
puso para que pareciera soborno, y que el
hombre lo amenazó poniéndole un cuchillo
en la garganta hasta que obtuvo la informa-
• 5 ?
cion .
'

El asistente de Fortunato hizo retroceder


el video hasta la entrada de los dos porteros
al pasillo caminando hacia la cámara. Rai¬
mundo, que nunca había conocido a Ritz,
supuso quién era sólo por su uniforme de
portero incompleto. Lo único que se pare¬
cía a un uniforme era la gorra que, eviden¬
temente, había pedido prestada al portero.
Llevaba una escoba pero su ropa era del es¬
tilo corriente del Oeste.
Fortunato dijo: —Puede que sea de la
zona.
—Bien pensado —dijo Raimundo.
—Bueno, no se precisa ojo entrenado pa¬
ra identificar la vestimenta regional.
—Comandante, de todos modos ese es
un concepto profundo.

482
—No veo cuchillo —dijo Max al acercar¬
se la figura a la cámara. La gorra de Ritz es¬
taba bien calada sobre los ojos. Raimundo
contuvo el aliento cuando él tomó el borde
de la gorra, se la levantó y se la volvió a po¬
ner, mostrando más claramente su cara.
Raimundo y Max se miraron a espaldas de
Fortunato.
—Después que pasaron esa cámara, el
cómplice consiguió la información que que¬
ría y escapó del portero. Se escondió con la
señorita Durán y abrió fuego contra nuestro
guardia. Y esos guardias estaban ahí sola¬
mente para proteger a la señorita Durán.
El guardia había dejado fuera, conve¬
nientemente, detalles que le hubieran hecho
parecer idiota. La Comunidad Global no
tenía la mínima prueba que implicara a
Raimundo hasta que alguien investigara
más cabalmente la escena.
—Ella se comunicará con usted. Siempre
lo hace. Mejor que usted no se meta para
nada en esto. Su Excelencia consideraría
eso como alta traición que se castiga con la
muerte —dijo Fortunato.
—¿Usted sospecha de mí.?
—No he llegado a conclusiones.
—¿Tengo que volver a Nueva Babilonia
como sospechoso o como piloto?
—Por supuesto como piloto.

483
—¿Usted quiere que yo esté al mando
del Cóndor 216?
—Por supuesto. Usted no puede matar¬
nos sin matarse a sí mismo y no lo conside¬
ro como suicida, todavía.

Camilo se pasó más de tres semanas tra¬


bajando en la versión del Semanario de la
Comunidad Global para la Internet. Se co¬
municaba casi a diario con Carpatia. No se
dijo nada de Patty Durán pero Carpatia le
recordaba a menudo que su “amigo” mu¬
tuo, el rabino Zión Ben—Judá sería protegi¬
do por la Comunidad Global en cualquier
momento en que optara por regresar a la
Tierra Santa. Camilo no se lo decía a Zión.
Apenas mantenía viva su promesa de que el
rabino podría volver a Israel dentro del
mes.
El dúplex de Danny Moore resultaba
más ideal con cada día que pasaba. Nada
más del vecindario había sobrevivido y, vir¬
tualmente, no había tráfico vehicular por
ahí.
Ken Ritz, ahora completamente dedica¬
do a recuperarse, se mudó del lugarcito en
el hangar de techo semicilíndrico que tenía
en Palwaukee, e iba y venía de Palatine a

484
Waukegan desde sus nuevas instalaciones
en el sótano de la casa de seguridad. El
doctor Floyd venía a menudo y el Coman¬
do Tribulación se reunía en cada oportuni¬
dad que tuvieran, y Zión se encargaba de la
enseñanza.
No era por accidente que se reunían en
torno a la mesa de la cocina, estando el le¬
cho de enferma de Patty a menos de dos
metros y medio de ellos. Ella solía ponerse
de costado, dándoles la espalda y fingía
dormir pero Camilo estaba convencido que
oía cada palabra.
Tenían el cuidado de no decir nada que
pudiera incriminarlos con Carpatia, pues
no tenían idea que podría ser el futuro para
Nicolás y Patty. Pero lloraban juntos, ora¬
ban juntos, se reían, cantaban, estudiaban y
compartían sus testimonios. El doctor
Floyd solía estar presente.
Zión repasaba todo el plan de salvación
casi en todas las sesiones. Podía darle forma
de una de sus historias o de su simple expo¬
sición de un pasaje de las Escrituras. Patty
tenía muchas preguntas pero sólo las hacía
después a Cloé.
El Comando Tribulación quería que el
doctor Floyd fuera un miembro de pleno
derecho pero él rehusaba por temer que los
viajes diarios más frecuentes a esa casa pu-

485
dieran guiar a la gente mala. Ritz se pasó
muchos días arreglando cosas en el refugio
subterráneo, disponiéndolo para el caso en
que uno o todos tuvieran que aislarse por
completo. Esperaban que la cosa no llegara
a tal extremo.

El vuelo de Dallas a Nueva Babilonia,


con varias escalas para recoger a los emba¬
jadores regionales de Carpatia, había sido
una agonía para Raimundo que, junto con
Max, se preocupaba de que Fortunato pu¬
diera enrolar a Mans para eliminar a Rai¬
mundo. Este se sentía vulnerable, suponien¬
do que Fortunato creía que él tuvo
participación en el rescate de Patty Durán.
El aparato que permitía que Raimundo
escuchara lo que pasaba en la cabina princi¬
pal de pasajeros permitió oír cosas fascinan¬
tes en todo el viaje. Uno de los transmisores
puestos en lugar estratégico estaba cerca del
asiento que solía ocupar Nicolás Carpatia.
León se lo había apropiado naturalmente,
cosa que era propicia para Raimundo que
halló que León era un increíble maestro del
engaño, segundo solamente de Nicolás.
Cada embajador subía a bordo con la
concomitante fanfarria y, de inmediato,
486
Fortunato se congraciaba con él. Ordenaba
que la tripulación de cabina lo atendiera, les
susurraba, los halagaba, los trataba confi¬
dencialmente. Cada cual tenía que oír el
cuento de la resurrección de los muertos
que Carpatia hizo con Fortunato. Le pare¬
cía a Raimundo que cada embajador se im¬
presionaba verdaderamente o simulaban
muy bien.
—Supongo que usted sabe que está entre
los dos potentados regionales preferidos de
Su Excelencia —le decía Fortunato a cada
rey, en privado.
Sus respuestas eran variantes del “no es¬
taba seguro del todo pero no puedo decir
que me sorprenda. Yo soy el que más apoya
el régimen de Su Excelencia”.
—Eso no ha pasado inadvertido —decía
Fortunato entonces—. El aprecia mucho
que usted haya sugerido la operación de co¬
sechar el mar. Su Excelencia cree que esto
producirá enormes ganancias para todo el
mundo. El pide que su región reparta el in¬
greso en forma igual con la administración
de la Comunidad Global y, entonces, él re¬
distribuirá la cuota de la CG a las regiones
menos afortunadas.
Si eso hacía palidecer a un rey, Fortunato
seguía insistiendo. —Por supuesto que Su
Excelencia se da cuenta de la carga que esto

487
impone a usted. Pero usted conoce el viejo
refrán, “al que mucho se le da, mucho se le
pide”. El Potentado cree que usted ha go¬
bernado con tanto brillo y vigor que puede
contarse como uno de los grandes benefac¬
tores del planeta. A cambio, él me ha dado
la libertad de mostrarle esta lista y estos
planes para su exhortación y consuelo per¬
sonales.
Mientras Fortunato desenrollaba pape¬
les, que Raimundo suponía eran planos ar¬
quitectónicos y listas de requisitos muy ela¬
borados, iba diciendo: —Su Excelencia me
rogó que le asegurara que él no cree en ab¬
soluto que esto sea si no apropiado para
una persona de su estatura y situación.
Aunque pudiera parecer opulento al punto
de la ostentación, él pidió que yo le trans¬
mitiera, personalmente, que él cree que us¬
ted es digno de estas instalaciones. Aunque
su nuevo domicilio, que estará construido y
equipado en los próximos seis meses, pueda
parecer como que le eleva a usted aun por
encima de donde él está, insiste en que us¬
ted no rechace sus planos.
Parecía que a los embajadores les impre¬
sionaba lo que Fortunato les mostraba.
—Bueno —decían—, nunca pediría esto
por mí mismo pero si Su Excelencia insis¬
te...

488
Fortunato guardaba su acercamiento
más insidioso. Justo antes que terminara su
conversación oficial con cada rey, agregaba:
—Ahora, señor. Su Excelencia pidió que
trate con usted un asunto delicado que de¬
be permanecer confidencial. ¿Puedo contar
con usted?
—¡Por cierto!
—Gracias. El está reuniendo datos sensi¬
ble sobre las obras de la única Fe Mundial
Enigma Babilonia. Cuidando de no prejui¬
ciado a usted pero tampoco queriendo ac¬
tuar sin su opinión, él tiene curiosidad.
¿Cómo le pareced interés propio del Pontí¬
fice Máximo Pedro Mathews, no, no, eso es
peyorativo, déjeme decirlo de otro modo
Repito, cuidando no inclinarlo a usted:
¿Cómo comparte usted, diríamos, la vacila¬
ción de Su Excelencia tocante a la excesiva
independencia del Pontífice respecto del
resto de la administración de la Comunidad
Global?
Como un solo hombre cada rey expresa¬
ba disgusto por las maquinaciones de Mat¬
hews. Cada uno lo consideraba como una
amenaza. Uno dijo: —Hacemos nuestra
parte. Pagamos los impuestos. Sonsos leales
a Su Excelencia. Con Mathews es solamen¬
te tomar, tomar, tomar. Nunca es bastante.
Yo, por hablar por mí, y puede decirlo a Su

489
Excelencia, quisiera ver a Mathews fuera
del oficio.
—Entonces, déjeme tratar un asunto
aun más delicado, si puedo.
—Absolutamente.
—Si la cosa llegara al punto de tomarse
un curso de acción extrema contra la perso¬
na misma del pontífice, ¿usted sería uno de
quien pudiera depender Su Excelencia?
—¿Usted quiere decir...? '
—Usted comprende.
—Puede contar conmigo.
El día antes que el Cóndor 216 dejara a
los dignatarios en Nueva Babilonia, Max
recibió noticias de Albe. “Tu entrega esta
adelantada y lista para recoger”.
Raimundo se pasó casi una hora progra¬
mando su tiempo y el de Max en la cabina
y en los dormitorios para que ambos estu¬
vieran lo más descansados que se pudiera al
final del viaje. Raimundo se puso para el úl¬
timo tramo del pilotaje. Max dormiría y,
luego, estaría disponible para ir en el heli¬
cóptero a recoger lo de Albe y pagarle.
Mientras tanto Raimundo dormiría en sus
habitaciones del refugio. Cuando cayera la
noche, él y Max se deslizarían para ir en he¬
licóptero al Tigris.
Eso funcionó casi como estaba planeado.
Raimundo no había anticipado el fervor de
490
David Jasid para informarle de todo lo que
había sucedido en su ausencia.
—Carpatia tiene realmente en el espacio
exterior unos misiles apuntados como una
anticipación a los meteoros del juicio.
Raimundo se encogió. —¿Él cree las pro¬
fecías que dicen que Dios derramará más
juicios?
—Nunca admitiría eso pero ciertamente
parece que tiene miedo de eso —contestó
David.
Raimundo le agradeció a David y le dijo,
finalmente, que necesitaba descansar.
Cuando se iba Jasid le contó algo más de
noticias y eso fue todo lo que Raimundo
pudo hacer para quedarse fuera de la Inter¬
net.
—Carpatia ha estado maníaco en los úl¬
timos días-dijo David—. Descubrió ese
sitio de la Red donde uno puede ser una cá¬
mara viva del Muro de tos Lamentos. Se
pasó días llevando su computadora portátil
a todas partes donde iba, observando y es¬
cuchando a los dos predicadores del Muro.
Está convencido de que le hablan directa¬
mente a él y, naturalmente que es así. Oh, sí
está furioso. Lo oí aullar dos veces, “¡Los
quiero muertos, y pronto!”.
—Eso no pasará antes del tiempo debido
—dijo Raimundo.

491
—No tiene que decírmelo. Estoy leyendo
los mensajes de Zión Ben—Judá en cada
oportunidad que tengo —dijo David.
Raimundo puso notas codificadas en los
boletines de toda la Red, tratando de loca¬
lizar a Amanda. No se animaba a hacerlas
más evidentes aunque pudiera resultar muy
oscuro. El creía que ella estaba viva y, a
menos que se demostrara lo contrario, para
él ella vivía. Todo lo que sabía era que si
podía comunicarse con él, ella lo haría. En
cuanto a las acusaciones de que ella traba¬
jaba para Carpatia, había momentos en
que deseaba que fueran ciertas. Eso signifi¬
caba que ella estaba ciertamente viva. Pero
si ella hubiera sido traidora, no, él no se iba
a permitir seguir esa lógica. El creía que la
única razón por la cual no había sabido de
ella era que no tenía medios para comuni¬
carse con él.
Raimundo ansiaba tanto demostrar que
Amanda no estaba entenada en el Tigris
que no estaba seguro de que podría dormir.
Estuvo inquieto, mirando el reloj cada me¬
dia hora y, finalmente, unos veinte minutos
antes que llegara Max, Raimundo se duchó
y se vistió y se metió en la Internet.
La cámara del Muro de los Lamentos
transmitía el sonido en vivo también. Rai¬
mundo sabía que los predicadores eran los

492
dos testigos profetizados en Apocalipsis y
seguían allí, firmes. Casi podía oler sus tó¬
nicas ahumadas. Sus pies huesudos, desnu¬
dos y oscuros y sus manos llenas de rugosi¬
dades, los hacían parecer milenarios. Tenían
barbas largas y desaliñadas, penetrantes
ojos oscuros y pelo largo y desmelenado.
Elias y Moisés, así se trataban uno al otro,
predicaban con poder y autoridad. Y fuerte.
El video identificaba como Elias al de la iz¬
quierda, y había subtítulos en ingles del
mensaje. Estaba diciendo:
Cuídense, hombres de Jerusalén. Ustedes
han estado ahora sin las aguas del cielo desde
la firma del pacto maligno. Sigan blasfemando el
nombre de Jesucristo, el Señor y Salvador, y se¬
guirán viendo su tierra reseca y sus gargantas
secas. Rechazar a Jesús como Mesías es escu¬
pirle la cara al Dios todopoderoso. Nadie se
burlará de El.
Ay de aquel que se sienta en el trono de es¬
ta Tierra. Que se atreva a interponerse en el
camino de los testigos ungidos y sellados de
Dios, doce mil de cada una de las doce tribus,
que peregrinan aquí con el propósito de prepa¬
rarse, ciertamente sufrirá por eso.

Aquí habló Moisés:

Si, cualquier intento de impedir el movi-

493
miento de Dios entre los sellados, causará que
sus plantas se sequen y mueran, que la lluvia si¬
ga en las nubes, y que su agua, toda su agua, ¡se
vuelva sangre! El Señor de los ejércitos ha jura¬
do diciendo: “¡Ciertamente como lo he pensa¬
do, así sucederá, y como lo he propuesto, así
seguirá!”.

Raimundo quería gritar. Él esperaba que


Camilo y Zión estuvieran mirando. Los dos
testigos advertían a Carpatia que se mantu¬
viera lejos de aquellos que eran de los
144,000 y que venían a Israel para inspirar¬
se. No era de asombrarse que Nicolás hubie¬
ra estado furioso. Seguro que se veía como
aquel que se sienta en el trono de la Tierra.
Raimundo apreciaba que Max no tratara
de disuadirlo de su misión. Nunca había es¬
tado más decidido a terminar una tarea. El
y Max aseguraron sus cosas en los compar¬
timentos para e! corto salto desde Nueva
Babilonia al Tigris. Raimundo se puso el
cinturón de seguridad y enfiló hacia Bag¬
dad. El cielo estaba oscuro cuando aterriza-
'• V -

ron.
—No tienes que hacer esto conmigo, ya
lo sabes —dijo Raimundo—, no me moles¬
tará si sólo quieres vigilarme.
—De ninguna manera, hermano. Estaré
ahí contigo.

494
Descargaron las cosas en un banco empi¬
nado. Raimundo se desnudó, se puso su
traje de goma y el calzado correspondiente
y estiró la gorra de goma por encima de su
cabeza. Si el traje hubiera sido un poco más
pequeño, no hubiera servido. —¿Tengo el
tuyo? —preguntó.
—Albe dice que una talla sirve para to¬
dos.
—Estupendo.
Cuando estuvieron completamente equi¬
pados con los tanques de ochenta pies cúbi¬
cos de oxígeno, los aparatos de control de
flotación, los cinturones para peso, las ale¬
tas, probaron las máscaras contra la opaci¬
dad, escupiendo y poniéndoselas.
—Creo de todo corazón que ella no está
allá abajo —dijo Raimundo.
—Lo sé —dijo Max.
Se revisaron mutuamente el equipo, in¬
flaron sus aparatos de control de flotación,
se metieron en la boca los aparatos corres¬
pondientes, luego se deslizaron por el banco
arenoso al agua corriente, fría y desapare¬
cieron de la superficie.
Raimundo sólo había supuesto dónde se
cayó el 747. Aunque estaba de acuerdo con
los oficiales de PanCon que le dijeron a
Carpatia que el avión era demasiado pesado
para haber sido muy afectado por la co-

495
rriente, él creía que podría haber derivado
río abajo unos cuantos metros antes de en¬
castrarse en el fondo del río. Como no ha¬
bían aparecido vestigios del avión en la su¬
perficie, Raimundo estaba convencido de
que el fuselaje tenía hoyos adelante y atrás.
Eso hubiera hecho que el avión tocara fon¬
do antes que sostenerse flotando por bolsi¬
llos de aire.
El agua era cenagosa. Raimundo era
bueno como buzo pero aún se sentía con
claustrofobia cuando no podía ver más de
unos pocos metros, aun con la potente luz
atada a su muñeca. Parecía que no ilumina¬
ba más que tres metros al frente de él. La
de Max era aun más mortecina y súbita¬
mente desapareció.
¿Tenía Max algo malo en el equipo o la
había apagado por alguna razón? Eso no
era lógico, lo último que Raimundo desea¬
ba era perder de vista a su socio. Podían
pasar mucho tiempo buscando los restos
del naufragio y tener poco tiempo pata ex¬
plorarlo.
Raimundo miró las nubes de arena que
pasaban por su lado y se dio cuenta de lo
que había pasado. Max había sido llevado
río abajo por la corriente. Estaba ya sufi¬
cientemente lejos por lo que no se podían
ver las luces uno al otro.
496
Raimundo trató de timonearse a sí mis¬
mo. Resultaba lógico que mientras más ba¬
jara, menos lo tiraría la corriente. Dejó salir
más aire del control de flotación y nadó
más fuerte para bucear, forzando sus ojos
para mirar más allá del final de su luz. Allá
adelante, parecía estática una luz mortecina
que parpadeaba. ¿Cómo podía haberse de¬
tenido Max?
Al aumentar de tamaño e intensidad la
luz que parpadeaba, Raimundo nadó con
más fuerza, esforzándose por alinearse con
la luz de Max. El iba rápido cuando la parte
de arriba de su cabeza chocó contra el tan¬
que de Max, que tomó el codo de Raimun¬
do en el hueco de su propio brazo y lo retu¬
vo con firmeza. Max había encontrado la
raíz, de un árbol. Con un brazo sostenía a
Raimundo y con el otro agarraba la raíz pe¬
ro no podía ayudarse a sí mismo.
Raimundo se tomó de la raíz, permitien¬
do que Max lo soltara. Max volvió a inser¬
tar su regulador y limpió su máscara. Col¬
gando en la corriente, cada uno tomado de
la raíz con una mano, no podían comuni¬
carse. Raimundo sintió el punto donde su
cabeza se había golpeado con el tanque de
Max. Un trozo de goma salió de su gorra:
un pedazo de cuero cabelludo y pelo se ha¬
bían desprendido de su cabeza.
497
Max apuntó su luz hacia la cabeza de
Raimundo y le hizo señas que se inclinara
acercándose. Raimundo no sabía qué veía
Max pero éste hizo señas de salir a superfi¬
cie. Raimundo movió su cabeza, cosa que
hizo que la herida latiera doliendo más.
Max se alejó de la raíz, infló su control
de flotación y subió. Raimundo lo siguió,
reacio. Con esa correntada no podía hacer
nada sin Max. Raimundo salió a superficie
a tiempo para ver a Max que llegaba a una
saliente del banco de arena, Raimundo se
esforzó para acercarse. Cuando se sacaron
las máscaras y los tubos de respiración,
Max habló rápido.
—No trató de disuadirte de tu misión
pero te digo que tenemos que trabajar jun¬
tos. ¿Viste cuán lejos ya nos distanciamos
del helicóptero?
Raimundo estaba azorado de ver el perfil
borroso del helicóptero, bien lejos río arri¬
ba.
—Si no hallamos pronto el avión, proba¬
blemente significa que ya nos pasamos. Las
luces no sirven mucho. Vamos a necesitar
tener suerte.
Raimundo dijo: —Vamos a tener que
orar.
—Y tú vas a tener que hacer que te tra¬
ten esa cabeza. Estás sangrando.

498
Raimundo se palpó la cabeza de nuevo e
iluminó sus dedos.
—No es grave, Max. Ahora, volvamos.
—Tenemos una oportunidad. Tenemos
que permanecer cerca del banco hasta que
estemos listos para buscar al medio del río.
Una vez que estemos allá, iremos rápido. Si
el avión está ahí, podemos encontrarlo de
golpe. Si no está tendremos que regresar al
banco. Yo esperaré tu guía, Ray. Tú me si¬
gues mientras naveguemos por la orilla del
río. Yo te seguiré cuando me hagas señas de
que es hora de aventurarse saliendo hacia el
medio. ?
—¿Cómo lo sabré?
—Tú eres el que ora.

499
Diecinueve

E ra justo antes de la una de la tarde en


Mt. Prospect. Zión se había pasado la
mañana poniendo en la Internet otro
largo mensaje para los fíeles y los que anda¬
ban buscando. La cantidad de mensajes pa¬
ra él continuaba ascendiendo. Llamó a
Camilo que subió trotando y miró por sobre
su hombro la cantidad de mensajes.
—Entonces ¿están disminuyendo por fin?
—preguntó Camilo.
—Sabía que ibas a decir eso, Camilo
—dijo Zión sonriendo—. Un mensaje
entró como alas cuatro de la madrugada di¬
ciendo que el servidor iba a mostrar ahora
una cantidad nueva, no por cada respuesta
sino por cada mil respuestas.
Camilo meneo la cabeza y miró fijo
mientras el número cambiaba cada uno o
dos segundos. —Zión, esto deja a uno ató¬
nito.
—Camilo, es un milagro. Yo me siento
humillado y, sin embargo, fortificado. Dios
me llena con amor por cada persona que se
pone de nuestro lado y, en especial por to¬
dos los que tienen preguntas. Les recuerdo
500
que encontrarán el plan de salvación casi en
todas partes donde hagan click en nuestro
boletín. El único problema es que todo esto
tiene que ser refrescado y vuelto a poner de
nuevo cada semana porque no es nuestro
propio sitio de la Red.
Camilo puso una mano en el hombro del
rabino. —No pasará mucho tiempo hasta
las reuniones masivas en Israel. Yo ruego
orando la protección de Dios para ti.
—Siento tal denuedo, no basado en mi
propia fuerza sino en las promesas de Dios
que creo que podría ir solo al Monte del
Templo sin ser dañado.
—No voy a dejar que trates eso, Zión pe¬
ro probablemente tengas toda la razón.
—Mira aquí, Camilo —Zión hizo click
en el icono que le permitía vera los dos tes¬
tigos del Muro de los Lamentos. —Anhelo
conversar nuevamente con ellos en persona.
Siento un parentesco que procede del cielo,
aunque ellos sean seres sobrenaturales. Nos
pasaremos la eternidad con ellos, oyendo
los relatos de los milagros de Dios contados
por la gente que estuvo ahí.
Camilo estaba fascinado. Los dos predi¬
caban cuando querían y se quedaban calla¬
dos cuando así lo preferían. Las multitudes
sabían mantenerse alejadas. Cualquiera que
tratara de dañarlos caía muerto o había sido

501
incinerado por el fuego de la boca de los
tesdgos. Y, sin embargo, Camilo y Zión ha¬
bían estado a pocos metros de ellos, sólo
con una reja de por medio. Parecía que ellos
hablaban en parábolas pero Dios siempre
dio entendimiento a Camilo. Mientras aho¬
ra miraba, Elias estaba en la creciente oscu¬
ridad de Jerusalén con su espalda hacia una
sala abandonada, hecha de piedra. Parecía
que los guardias la hubieran usado una vez.
Había dos pesadas puertas de hierro que
estaban selladas, y una pequeña abertura
enrejada servía como ventana. Moisés se
puso de pie, de frente a la reja que lo sepa¬
raba de los espectadores. Ninguno estaba a
diez metros. Sus pies estaban separados, sus
brazos colgando derecho a sus costados. No
se movía. Parecía que Moisés no pestañea¬
ba. Parecía como algo esculpido en piedra
salvo por el ocasional movimiento de su pe¬
lo que ondeaba en la brisa.
Elias desplazaba ocasionalmente su peso.
Se masajeaba la frente lo que parecía como
si estuviera pensando u orando.
Zión miró a Camilo. —Estás haciendo lo
que yo hago. Cuando necesito un descanso,
voy a este sitio y miro a mis hermanos. Me
gusta encontrarlos predicando. Son tan osa¬
dos tan francos. No usan el nombre del an¬
ticristo sino que advierten a los enemigos

502
del Mesías sobre lo que viene. Serán tan
inspiradores para aquellos de los 144.000
que puedan llegar a Israel. Uniremos nues¬
tras manos. Cantaremos. Oraremos. Estu¬
diaremos. Estaremos motivados para seguir
adelante con denuedo para predicar el
evangelio de Cristo en todo el mundo. Los
campos están maduros y blancos para la co¬
secha. Nos perdimos la oportunidad de jun¬
tarnos con Cristo en el aire pero ¡qué privi¬
legio indecible es el de estar vivo durante
esta época! Muchos de nosotros daremos
nuestras vidas por nuestro Salvador pero
¿qué vocación más elevada pudiera tener un
hombre?
—Tú debieras decir eso a tu congrega¬
ción del espacio cibernético.
—Efectivamente estaba recitando la con¬
clusión del mensaje de hoy. Ahora no tienes
que leerlo.
—Nunca me lo pierdo.
—Hoy advierto a creyentes e incrédulos
por igual que se mantengan alejados de los
árboles y del pasto hasta que haya pasado el
primer juicio de las trompetas.
Camilo lo miró con aire interrogador.
—¿ cómo sabremos que ha pasado?
—Será la noticia más grande desde el te¬
rremoto. Tendremos que pedir a Ken y Car¬
los que nos ayuden a limpiar varios metros

503
de césped alrededor de la casa y quizá po¬
dar unos árboles.
—Entonces, ¿te tomas las predicciones li¬
teralmente? —pregunto Camilo.
—Mi querido hermano, cuando la Biblia
es figurativá, suena figurativa. Cuando dice
que toda la yerba y un tercio de todos los
árboles serán quemados, no puedo imagi¬
narme de qué eso pudiera ser símbolo. Para
el caso que nuestros árboles sean parte del
tercio, quiero estar fuera de su camino ¿Tú
no?
—¿Dónde están las herramientas de jar¬
dinería de Danny?

El Tigris no era helado pero era incómo¬


do.
Raimundo usó músculos que no había
usado durante años. Su traje húmedo le
apretaba demasiado, su cabeza latía de do¬
lor y evitar ser arrastrado río abajo por la
corriente hacía que la exploración fuera to¬
do un esfuerzo tremendo. Su pulso estaba
más acelerado de lo debido y tenía que es¬
forzarse mucho para regular su respiración.
Le preocupaba quedarse sin aire.
No estaba de acuerdo con Max. Ellos po¬
drían tener una sola oportunidad pero si no
504
encontraban el avión en esa noche, Raimun¬
do seguiría volviendo repetidamente. No le
pediría a Max que hiciera lo mismo aunque
sabía que Max nunca le abandonaría.
Raimundo oraba mientras iba tanteando
su camino detrás de Max que se hundía
más soltando aire de su regulador de flota¬
ción y Raimundo lo seguía. Cuando uno de
ellos bajaba más de tres metros sin algo a
que aferrase al lado, la corriente amenazaba
alejarlos del banco.
Raimundo se esforzaba mucho por estar
con Max. “Dios, por favor, ayúdame a ter¬
minar esto. Muéstrame que ella no está ahí
y, luego, dirígeme a ella. Si ella está en peli¬
gro, déjame salvarla”. Raimundo luchaba
por mantener fuera de su mente la posibili¬
dad de que Carpatia hubiera dicho la ver¬
dad sobre las verdaderas lealtades de
Amanda. El no quería creerlo, ni por un se¬
gundo, pero el pensamiento le molestaba de
todos modos.
Aunque las almas de los cadáveres que
estaban en el Tigris se hallaban en el cielo o
en el infierno, Raimundo sentía que él iba a
dejarlos a todos en el avión, si es que halla¬
ba uno. ¿Era ese sentimiento una señal de
Dios que indicaba que estaba cerca de los
restos del naufragio? Raimundo consideró
tocar la aleta de Max pero esperó.

505
El avión tenía que haber golpeado el fon¬
do con suficiente fuerza para matar inme¬
diatamente a todos los que estaban a bordo.
De lo contrario, los pasajeros hubieran po¬
dido desatar el cinturón de seguridad y salir
por los hoyos del fuselaje o por las puertas y
ventanas que se habían reventado, abrién¬
dose. Pero no hubo cadáveres que salieran a
la superficie.
Raimundo sabía que las-alas tenían que
haber sido cortadas y, quizá, la cola. Estos
aviones eran maravillas de aerodinámicas
pero no eran indestructibles. Temía ver el
resultado de tal impacto.
Raimundo se sorprendió al ver que Max
estaba ahora a casi un metro del banco sin
sujetarse a nada. Evidentemente estaban a
suficiente profundidad pues la corriente
fuerte había disminuido. Max se detuvo y
miró el control de presión. Raimundo hizo
lo mismo y le señaló a Max que estaba
bien. Max apuntó a su cabeza. Raimundo le
hizo señas de estar bien aunque su cabeza
estaba solamente así no más. Siguió adelan¬
te, abriendo camino. Estaban ahora a unos
dos metros del fondo. Raimundo sentía que
pronto encontraría lo que andaba buscan¬
do. Oraba que no encontrara lo que no de¬
seaba hallar.
Lej os de la bancada lateral del río, se ha-

506
bía soltado menos barro con los movimien¬
tos de ellos y las luces tenían mayor alcan¬
ce. La de Raimundo tocó algo y él levantó
una mano para detener a Max. A pesar de
la calma relativa, se dirigieron en ángulo
hacia el costado para no derivar. Ambos di¬
rigieron las luces hacia donde Raimundo
indicaba. Ahí, más grande que en la vida
real estaba la enorme ala derecha intacta de
un 747. Raimundo luchó por mantener la
compostura.
Raimundo escudriñó la zona. Hallaron
el ala izquierda no muy lejos de ahí, tam¬
bién intacta salvo por un enorme desgarro
de los alerones hasta donde estuvieron
unidos al avión. Raimundo adivinaba que
iban a encontrar enseguida la sección de la
cola. Los testigos decían que el avión cayó
primero de nariz, lo que hubiera hecho
caer el dorso del avión con tal fuerza que
la cola tenía que haber sido separada del
cuerpo del avión o tenía que haberse que¬
brado.
Raimundo se mantuvo bajo y se movió
aproximadamente a medio camino de la zo¬
na donde hallaron las alas. Max tomó el to¬
billo de Raimundo justo antes que él se es¬
trellara con la gigantesca cola del avión que
había sido cortada. El avión mismo tenía
que estar directamente por delante. Rai-

507
mundo se movió unos seis metros más allá
de la cola y se puso derecho de modo que
casi estaba de pie en el fondo. Cuando una
de sus aletas tocó fondo se dio cuenta lo ba¬
rrosa que era y lo peligroso que sería que¬
darse pegado ahí.

Era el turno de Camilo para darle de co¬


mer a Patty que se había puesto tan débil
que apenas podía moverse. El doctor Floyd
venía en camino.
Camilo habló suavemente mientras le da¬
ba una cucharada de sopa. —Patty, todos te
queremos, a ti y a tu bebé. Sólo deseamos
lo mejor para ti. Has oído lo que enseña el
doctor Ben—Judá. Sabes lo que se ha pre¬
dicho y lo que ya ha pasado. No hay forma
en que puedas negar que las profecías de la
Palabra de Dios se han ido cumpliendo
desde el día de las desapariciones hasta hoy.
¿Qué se necesita para convencerte? ¿Cuán¬
tas pruebas más necesitas? Malos como son
estos tiempos. Dios está dejando muy claro
que solamente hay una opción. Estás de Su
lado o estás del lado del mal. No dejes que
esto te lleve donde tú o tu bebé mueran en
uno de los juicios venideros.
Patty apretó sus labios y rehusó la si-

508
guíente cucharada de sopa. —No necesito
nada más para convencerme. Camilo —su¬
surró .
Cloe se inclinó, —¿Voy a buscar a Zión?
Camilo negó moviendo la cabeza, con
los ojos fijos en Patty. Se inclinó para acer¬
carse más a oír lo que ella pudo decir.
—Sé que todo esto tiene que ser verdad.
Si necesitara más convencimiento tendría
que ser la escéptica más grande de la histo¬
ria.
Cloé quitó el pelo de Patty de su frente y
le arregló los rizos en un moño. —Tiene fie¬
bre de verdad, Camilo.
—Deshace una aspirina en esta sopa.
Patty parecía dormir pero Camilo estaba
preocupado. Qué desperdicio si la perdían
cuando estaba tan cerca de decidir por
Cristo. —Patty, si sabes que es verdad, si
crees, todo lo que tienes que hacer es reci¬
bir la dádiva de Dios. Tan sólo ponte de
acuerdo con El en que eres una pecadora
como todos los demás y que necesitas Su
perdón. Hazlo Patty. Asegúrate de hacerlo.
Parecía que luchaba por abrir los ojos.
Sus labios se abrieron y se cerraron. Contu¬
vo la respiración como para hablar pero no
lo hizo. Por fin, volvió a susurrar.
—Camilo, yo quiero eso, realmente lo
quiero pero no sabes lo que hice.

509
—No tiene importancia, Patty. Hasta la
gente arrebatada a Cristo eran pecadores
salvados por gracia. Nadie es perfecto. To¬
dos hemos hecho cosas espantosas.
—No como yo —dijo ella.
—Dios quiere perdonarte.
Cloé regresó con una cuchara llena de
aspirina partida y la diluyó en la sopa. Ca¬
milo esperó, orando en silencio, y dijo con
suavidad. —Patty, tienes que comer más so¬
pa. Le pusimos aspirina.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de
Patty y sus ojos seguían cerrados cuando
dijo: —Sólo dejen que me muera.
—¡No! Me prometiste ser la madrina de
mi bebé —dijo Cloé. —No quieres alguien
como yo para eso —contestó Patty.
—No te s as a morir. Eres mi amiga y te
quiero como hermana —dijo Cloé.
—Soy demasiado vieja para ser tu her¬
mana.
—Demasiado tarde. No te puedes echar
para atrás ahora.
Camilo logró darle sopa. —Tú quieres a
Jesús, ¿no? —susurró con sus labios cerca
del oído de ella.
Esperó largo rato por su respuesta. —Lo
quiero pero Él no puede quererme a mí.
—Él te quiere. Patty, por favor, sabes que
te decimos la verdad. El mismo Dios que

510
cumple profecías centenarias te ama y te
quiere. No le digas que no —dijo Cloé.
—No le digo que no a El. El me dice que
no a mí.
Cloé tiró de la muñeca de Patty. Camilo
la miró sorprendido. —Ayúdame a sentarla,
Camilo.
—¡Cloé. ella no puede!
—Ella tiene que pensar y escuchar. No
podemos dejar que se vaya.
Camilo tomó la otra muñeca de Patty y
tiraron de ella hasta que se sentó. Ella apre¬
tó los dedos contra sus sienes y se sentó
quejándose.
Cloé dijo. —Escúchame, la Biblia dice
que Dios no quiere que nadie, perezca.
¿Eres la única persona de la historia que hi¬
zo algo tan malo que ni siquiera el Dios del
universo te puede perdonar? Si Dios perdo¬
na sólo pecados de menor cuantía, no hay
esperanza para ninguno de nosotros. Lo
que fuera que hiciste, Dios está como el pa¬
dre del hijo pródigo, escrutando el horizon¬
te. Está esperándote con sus brazos bien
abiertos.
Patty se meció y meneó su cabeza. —He
hecho cosas malas —dijo.
Camilo miró a Cloé, impotente, como
preguntando.

511
Era peor de lo que se había imaginado
Raimundo. Llegó a ponerse encima del co¬
losal fuselaje, con la nariz y una cuarta par¬
te del largo del avión enterrado en el fango
del Tigris en un ángulo de cuarenta y cinco
grados. Los encastres de las ruedas habían
desaparecido. Raimundo solamente temía
lo que él y Max estaban por,ver. Todo toque
había en ese avión, desde el equipo al equi¬
paje que uno lleva en cabina, los asientos,
los respaldos, las mesas bandejas, los teléfo¬
nos y hasta los pasajeros tendrían que ser
un solo montón aplastado en la parte de¬
lantera. El impacto violento para cortar el
tren de aterrizaje del avión quebraría de in¬
mediato el cuello de los pasajeros. Los
asientos tenían que haberse soltado del piso
y haberse amontonado como acordeón uno
encima de otro, con los pasajeros apilados
uno encima de otro, como madera prensa¬
da.
Todo lo que estaba sujeto tenía que ha¬
berse soltado y ser aplastado adelante.
Raimundo deseaba haber sabido por lo
menos el asiento en que Amanda tendría
que haber estado para ahorrarse el tiempo
de cavar todo el desastre para descartarla
como víctima. ¿Por dónde empezar? Rai-

512
mundo apuntó a la punta de la cola que so¬
bresalía y Max lo siguió mientras subían.
Raimundo tomó el borde de una venta¬
na abierta para impedir que lo arrastrara la
corriente. Alumbró la cabina con la linter¬
na y sus peores miedos se confirmaron. To¬
do lo que Raimundo pudo figurase que ha¬
bía en esa sección trasera eran los paneles,
el piso, y el cielo raso absolutamente des¬
nudos. Todo había sido empujado al otro
extremo.
El y Max usaron las ventanas como aga¬
rraderas para impulsarse así mismos más
desde abajo, de unos veinte metros a la
punta de los escombros. Los baños de la
cola, las bodegas compartimentadas, los pa¬
neles divisorios y las maleteras aplastaban
todo lo demás.

Patty tenia colgando su cabeza. Camilo


se preocupó de no estar presionándola de¬
masiado pero tampoco le sería fácil perdo¬
nase si no le daba todas las oportunidades y
le pasaba algo a ella.
—¿Tengo que decirle todo lo que he he¬
cho? —suspiró Patty.
—El ya lo sabe. Si decírselo te hace sen¬
tir mejor, se lo dices —contestó Cloé.
—No quiero decirlo en voz alta. Esto es
más que las aventuras con hombres. Más

513
aún que desear un aborto.
—Pero tú no lo hiciste —dijo Cloé.
—Nada está más allá del poder de Dios
para perdonar; créeme, que yo lo sé -dijo
Camilo.
Patty se sentó moviendo la cabeza. Ca¬
milo se sintió aliviado cuando sintió que lle¬
gaba el médico. Carlos examinó rápidamen¬
te a Patty y le ayudó a tenderse. Preguntó
qué medicamentos le daban, y ellos le ha¬
blaron de la aspirina.
El médico dijo. —Ella necesita más. Su
temperatura está más alta de lo que me di¬
jeron hace unas horas. Pronto empezará a
delirar. Tengo que averiguar lo que le causa
la fiebre.
—¿Cuán grave está?
—No soy optimista.
Patty estaba quejándose tratando de ha¬
bla. El doctor Floyd hizo señas con un dedo
para que Camilo y Cloé se mantuvieran le¬
jos, y dijo: —Ustedes y Zión debieran po¬
nerse a orar por ella ahora mismo.

Raimundo se preguntó si era sabio nadar


entre cientos de cadáveres, especialmente
los que tenían heridas abiertas. Bueno, se fi¬
guró, lo que pudiera contaminarlo ya lo ha-

514
bía infestado. Trabajó febrilmente con Max
para empezar a quitar los escombros. Abrie¬
ron una brecha más amplia en el casco, en¬
tre dos ventanillas, por las cuales sacaban
escombros para fuera, con mucho trabajo.
Cuando llegaron a un panel insólitamen¬
te pesado, Raimundo se puso detrás y em¬
pujó fuerte. Se dio cuenta rápidamente qué
era lo que aumentaba el peso. Era el asiento
trasero para la aeromoza. Ella seguía ama¬
rrada ahí, con las manos empuñadas, los
ojos abiertos, su largo pelo flotando libre¬
mente. Los hombres echaron a un lado el
panel con suavidad. Raimundo se fijó en
que la luz de la linterna de Max estaba más
mortecina.
Ese panel había protegido los cadáveres
contra los peces. Raimundo se preguntó a
qué se sujetaban esos cuerpos ahora. Ilumi¬
no la masa de asientos y escombros trenza¬
dos. Todos habían estado con el cinturón
puesto. Todos los asientos se veían ocupa¬
dos. Nadie podía haber sufrido mucho
tiempo. Max movió su luz y el rayo pareció
intensificarse. Lo dirigió a la carnicería, to¬
có el hombro de Raimundo y movió su ca¬
beza como diciendo que no debían prose¬
guir. Raimundo no podía culparlo pero no
podía parar. Sabía sin duda que la búsque¬
da lo tranquilizaría tocante a Amanda. Te-

515
nía que hacer esta cosa macabra por su pro¬
pia paz mental.
Raimundo apuntó a Max y luego a la su¬
perficie. Entonces, apuntó a los cuerpos y
se tocó el pecho como diciendo, ándate que
yo me quedo.
Max movió lentamente su cabeza, como
disgustado pero no se fue. Empezaron a le¬
vantar cadáveres, amarrados a los asientos.

Camilo ayudó a subir a Cloé y se reunie¬


ron con Zión para orar por Patty. Cuando
terminaron, Zión les mostró que Carpatia
se había convertido en su competidor com-
putarizado.
—El debe estar celoso de la respuesta.
Miren esto.
Carpatia se comunicaba con las masas
mediante una serie de mensajes cortos. Ca¬
da uno cantaba las alabanzas de las fuerzas
de la reconstrucción. Animaban a la gente a
mostrar su devoción a la fe Enigma Babilo¬
nia. Algunos reiteraban la promesa de la
Comunidad Global de proteger al rabino
Ben—Judá contra los fanáticos si él optaba
por regresar a su patria.
—Miren lo que puse como respuesta a
eso —dijo Ben-Judá.

516
Camilo miró la pantalla. Zión había es¬
crito:

Potentado Carpatia: acepto agradecido su


oferta de protección personal y le felicito pues
esto le convierte en un instrumento del único
Dios vivo verdadero. El ha prometido sellar y
proteger a los suyos durante esta época cuan¬
do tenemos el cometido de predicar Su evan¬
gelio al mundo. Nosotros agradecemos que El
le haya elegido a usted como nuestro protec¬
tor y nos preguntamos como se siente usted
por eso. En el nombre de cómo se siente usted
por eso. En el nombre de Jesucristo, el Mesías
y nuestro Señor y Salvador, el rabino Zión Ben-
—Judá, en el exilio.
No pasará mucho tiempo más Zión —di¬
jo Camilo.
—Sólo espero que pueda ir —dijo Cloé.
—No pensé que hubiera alternativa —di¬
jo Camilo—. Pienso en Patty. No puedo de¬
jarla a menos que esté sana.
Bajaron de nuevo. Patty dormía pero su
respiración era laboriosa, su cara estaba en¬
rojecida, su frente estaba humedecida. Cloé
le enjugó la cara con un paño fresco. El mé¬
dico estaba de pie en la puerta trasera, mi¬
rando a través de la malla.
—¿Puedes quedarte con nosotros esta
noche?— preguntó Camilo.

517
—Quisiera pero, en realidad, desearía lle¬
varme a Patty para atenderla pero ella es
tan identificable que no iríamos muy lejos.
Después de ese episodio de Minneapolis,
me miran con sospecha. Me vigilan más y
más.
—Si tienes que irte, vete.
—Dale una mirada al cielo —dijo el mé¬
dico.
Camilo se acercó y miró hacia fuera. El
sol todavía estaba alto pero había nubes ne¬
gras formándose en el horizonte.
—Grandioso. ¿Qué le hará la lluvia a los
surcos que llamamos caminos? —dijo Ca¬
milo.
—Mejor que vaya a revisar a Patty y me
vaya ya.
—¿Cómo hiciste para que se durmiera?
—Esa fiebre la tiró. Le di suficiente aspi¬
rina para controlarla pero tengan cuidado
con la deshidratación.
Camilo no contestó. Estaba contemplan¬
do el cielo.
—¿Camilo?
El se dio vuelta. —¿Sí?
—Ella se queja y masculla algo de lo cual
se siente culpable.
—Lo sé.
—¿Sí?
—Estábamos instándola a recibir a Cris-

518
to, y ella dijo que no es digna. Ella ha hecho
algunas cosas, eso dice, y no puede aceptar
que aún así Dios la ame.
—¿Te dijo que fueron esas cosas?
—No.
—Entonces yo no debo hablar.
—Si es algo que te parece que yo debiera
saber, pues hablemos.
—Es cosa de locos,
—Ya nada me sorprende.
—Ella tiene una tremenda carga de culpa
tocante a Amanda y Bruno Barnes. ¿Aman¬
da es la esposa del padre de Cloé?
—Sí, y yo te conté todo lo de Bruno.
¿Qué pasa con ellos?
—Ella lloraba, diciéndome que ella y
Amanda iban a volar juntas de Boston a
Bagdad. Cuando Patty le dijo a Amanda
que iba a cambiar de avión y volar a Den-
ver, Amanda insistió en ir con ella. Patty si¬
guió diciéndome: “Amanda sabía que yo no
tengo parientes en Denver. Pensó que sabía
en que cosa andaba yo. Y ella tenía razón”.
Me dijo que, en realidad, Amanda canceló
su reserva para Bagdad y que iba camino al
mostrador de las líneas aéreas a comprar un
pasaje para Denver en el avión de Patty. Es¬
ta le rogó que no lo hiciera. La única mane¬
ra en que podía impedir que Amanda viaja¬
ra con ella era jurar que no viajaría si

519
Amanda trataba de acompañarla. Amanda
la hizo prometer que no haría estupideces
en Denver. Patty sabía que ella se refería a
no hacerse un aborto. Ella le prometió a
Amanda que no lo haría.
—¿De qué se siente tan mal?
—Ella dice que Amanda volvió al vuelo
original a Bagdad pero estaba totalmente
vendido. Ella le dijo a Patty que no le inte¬
resaba ponerse en lista de espera y que se
sentiría muy feliz acompañándola en su
vuelo al Oeste. Patty rehusó y cree que
Amanda se fue en ese avión a Bagdad. Ella
dijo una y otra vez que debiera haber estado
en ese vuelo también y desea haber estado.
Le dije que no debiera decir cosas como
esas y contestó, “entonces ¿por qué no pude
dejar que Amanda viniera conmigo? Toda¬
vía estaría viva”.
—Carlos, tú no conoces a mi suegro ni a
Amanda, todavía pero él no cree que
Amanda voló en ese avión. No sabemos qué
hizo.
—Pero si ella no estaba en ese avión y no
quiso ir con Patty, ¿dónde está? Cientos de
miles murieron en el terremoto. Realmente
¿no piensas que ustedes debieran haber sa¬
bido de ella a estas alturas si hubiera sobre¬
vivido?
Camilo miró las nubes que se juntaban

520
—No sé. Probablemente si no está muerta,
esté herida. Quizá no pueda comunicarse
con nosotros, como Cloé.
—Quizá. Uh.... Camilo, hubo un par más
de cosas.
—No te las guardes.
—Patty dijo algo de lo que sabía de
Amanda.
Camilo se heló ¿era posible? Trató de
mantener la compostura.
—¿Qué se supone que ella sabe?
—Un secreto que debiera haber dicho
pero que ahora no puede decir.
Camilo estaba asustado de saber qué era.
—¿Dijiste que había algo más?
Ahora el médico parecía nervioso. —Pre¬
feriría atribuir esto a su estado delirante.
—Habla.
—Le tomé una muestra de sangre. Voy a
analizarla para ver si hay envenenamiento
alimentario. Me preocupa que mis colegas
de Denver la hayan envenenado antes del
asesinato proyectado. Le pregunté que ha¬
bía comido allá, y ella entendió lo que yo
sospechaba. Temblaba y parecía petrificada.
La ayudé a acostarse. Ella me tomó por la
camisa y me acercó, diciendo: —Si Nicolás
me ha envenenado, yo seré su segunda víc¬
tima. Le pregunté que quería decir. Ella di¬
jo: —Bruno Barnes. Nicolás lo hizo envene-
521
nar en el extranjero. Bruno logró llegar a los
Estados Unidos de vuelta antes de que lo
hospitalizaran. Todos piensan que murió en
el bombardeo y quizá así pasó. Pero si no
estaba muerto ya, hubiera muerto aunque
nunca se hubiera bombardeado el hospital.
Y yo sabía todo eso y nunca se lo dije a na¬
die.
Camilo estaba estremecido y musitó:
—Yo sólo deseo que hubieras podido co¬
nocer a Bruno.
—Hubiera sido un honor. Tú puede sa¬
ber de su muerte con toda seguridad, ya lo
sabes. No es demasiado tarde para hacer
una autopsia.
—Eso no le devolvería la vida pero sólo
saberlo me da una razón...
—¿Una razón?
—Una excusa, de todos modos, para ase¬
sinar a Nicolás Carpatia.

522
Veinte

A unque el agua daba casi la misma au¬


sencia de peso que el espacio exte¬
rior, tirando para arriba y fuera los
despojos y desplazando filas de asientos con
cadáveres atados, el espectáculo era penoso.
La luz de la linterna de Raimundo era
muy mortecina y la provisión de aire era
poca. La herida del cuero cabelludo latía de
dolor. El suponía que Max estaba en igual
forma pero ninguno daba señales de tener
la intención de abandonar.
Raimundo esperaba sentirse horrible
buscando cadáveres pero le abrumaba el
presentimiento profundo que tenía— ¡Qué
cosa macabra! Las víctimas estaban hincha¬
das, horriblemente desfiguradas, con las
manos agarrotadas, los brazos flotando. El
pelo de ellos ondeaba con el movimiento
del agua. La mayoría tenía los ojos y la boca
abierta, las caras negras, rojas o púrpuras.
Raimundo sentía una urgencia. Max le
tocó, apuntó a su medidor y mostró los diez
dedos para arriba. Raimundo trató de tra¬
bajar más rápido pero habiendo revisado
sólo sesenta o setenta cuerpos, no había
523
manera que pudiera terminar sin otro tan¬
que de aire, sólo podía trabajar cinco minu¬
tos más.
Directamente debajo había una hilera in¬
tacta de la sección del medio. Mirando ha¬
cia el frente del avión, como todas las otras,
pero había rolado un poco más. Todo lo que
vio en su mortecina luz, fueron las nucas de
cinco cabezas y los talones de diez pies. Sie¬
te zapatos se habían soltado y caído. El
nunca había entendido el fenómeno de la
contracción de los pies humanos enfrenta¬
dos a una colisión violenta. El calculaba
que esta hilera había sido llevada hacia de¬
lante unos nueve metros. Le hizo señas a
Max para que tomara la pieza de apoyar los
brazos de un extremo y él agarró el otro.
Max levantó un dedo, como si esto tuviera
que ser el último esfuerzo antes que subie¬
ran a la superficie. Raimundo asintió.
Mientras trataban de enderezar la hilera
de asientos, se trabó en algo y tuvieron que
volverla a poner donde estaba y encajarla de
nuevo. El lado de Max quedó un poco mas
adelante que el de Raimundo pero se viró
por fin cuando Raimundo terminó de em¬
pujarlo. Los cinco cuerpos estaban ahora
sobre sus espaldas. Raimundo iluminó con
su linterna que casi se apagaba, la cara ate¬
rrada de un anciano vestido con un traje de

524
tres piezas. Las hinchadas manos del hom¬
bre flotaron delante de la cara de Raimun¬
do. El las echó a un lado suavemente y diri¬
gió la linterna al próximo pasajero. Ella
tenía el pelo color sal y pimienta. Sus ojos
estaban abiertos, su expresión era impasi¬
ble. El cuello y la cara estaban descoloridas
e hinchados, pero sus brazos no estaban le¬
vantados como los otros. Ella había tomado
su computadora portátil metida en su fun¬
da, y había trabado la correa en el hueco de
su arma. Entrelazando sus dedos, había
muerto con sus manos apretadas entre sus
rodillas, con la bolsa de la computadora
asegurada a su lado.
Raimundo reconoció los aros, el collar, la
chaqueta. El quiso morirse. No podía sacar
los ojos de los de ella. Los iris habían perdi¬
do color y su imagen era una que le costaría
olvidar. Max se apuró en ir donde él y tomó
sus brazos, uno con cada mano. Raimundo
sintió su suave tirón. Mareado se volvió a
Max.
Max tocó el tanque de Raimundo con
urgencia. Raimundo estaba derivando al
haber perdido el sentido de lo que estaba
haciendo. El no quería moverse. Súbita¬
mente se dio cuenta que su corazón latía
muy fuerte y que pronto se quedaría sin
oxígeno. No quería que Max supiera. Se

525
sintió tentado a hundirse en suficiente agua
para inundar sus pulmones y reunirse con
su amada.
Era demasiado esperar eso. El hubiera
debido saber que Max no hubiera usado su
propia provisión de aire tan rápido. Max
había separado los dedos de Amanda sacan¬
do la correa de la funda, pasándola por en¬
cima de la cabeza, de modo que la compu¬
tadora colgaba entre sus tanques.
Raimundo sintió que Max estaba detrás
de él, con sus antebrazos metidos en sus
axilas. Raimundo quería pelear para soltar¬
se pero Max lo había pensado por anticipa¬
do evidentemente. Al primer indicio de re¬
sistencia de parte de Raimundo, Max se
estiró abriendo sus manos y tiró de los bra¬
zos de Raimundo. Max pateó con fuerza y
lo sacó de los restos del 747 a la corriente
del río. Hizo un ascenso controlado.
Raimundo había perdido la voluntad de
vivir. Cuando salieron a la superficie, escu¬
pió su regulador y, junto con eso, los sollo¬
zos salieron como catarata. Dio un gemido
primitivo y fiero que perforó la noche refle¬
jando la agonizante soledad de su alma.
Max le habló pero Raimundo no estaba es¬
cuchando. Max lo movió, nadando, perma¬
neciendo a flote, arrastrándolo hacia el ban¬
co. Mientras el sistema biológico de

526
Raimundo inspiraba codiciosamente el aire
dador de vida, el resto de él estaba entume¬
cido. El se preguntaba si podría nadar si lo
deseaba, pero no quería. Sentía pena por
Max que se esforzaba tanto por subir a un
hombre más grande a la pendiente barrosa
del banco de arena.
Raimundo seguía llorando a gritos con el
sonido de su desesperación que lo asustaba
aun hasta sí mismo pero no podía parar.
Max se arrancó su máscara y escupió la pie¬
za bucal, luego ayudó a Raimundo con los
suyos. Soltó los tanques de Raimundo y los
puso a un lado. Raimundo se echó a un la¬
do quedándose inmóvil, tirado de espaldas.
Max le sacó el destrozado cubrecabeza
de Raimundo que mostró la sangre dentro
de su traje. Con su cabeza al descubierto y
su cara desnuda, los gritos de Raimundo se
volvieron gemidos. Max se sentó en sus ta¬
lones y respiró profundamente. Raimundo
miró como un gato esperando que se relaja¬
ra, retrocediera, para creer que esto estaba
terminado.
Pero no estaba terminado. Raimundo ha¬
bía creído verdaderamente, había sentido
verdaderamente que Amanda había sobre¬
vivido y que él se reuniría con ella. El había
sufrido mucho en los últimos dos años pero
siempre había habido gracia en la medida

527
suficiente para mantenerlo lúcido. No aho¬
ra. Ni siquiera lo quería. ¿Pedirle a Dios
que lo ayudara a pasar esto? No podía pen¬
sar en vivir cinco años más sin Amanda.
Max se paró y empezó a abrir el cierre de
su traje húmedo. Raimundo levantó lenta¬
mente sus rodillas y enterró profundamente
sus talones en la arena. El empujó tan fuer¬
te que sintió la tensión bien hondo en am¬
bos tendones de sus corvas cuando el im¬
pulso lo tiró hacia el borde. Como si
estuviera en cámara lenta Raimundo sintió
un aire frío en su cara cuando se tiró al
agua de cabeza. Oyó que Max exclamaba
gritando: —¡Oh, no, no, no lo hagas!
Max tendría que haberse sacado los tan¬
ques antes de saltar al agua. Raimundo sólo
esperaba poder eludirlo en la oscuridad o
tener la fortuna suficiente de que Max ate¬
rrizara encima de él y lo dejara inconscien¬
te. Su cuerpo cayó a plomo en el agua, lue¬
go se dio vuelta y empezó a subir. No
movió un dedo esperando que el Tigris lo
envolviera para siempre pero, de alguna
manera supo que no podía dejarse tragar
por el agua que lo mataría.
Sintió el choque y oyó que Max pasaba
chapoteando por su lado. Las manos de
Max lo rozaron cuando él pasó deslizándo¬
se a pocos metros. Raimundo no podía en-

528
contrar la energía para resistir. Desde lo
hondo de su corazón salió simpatía por
Max, que no merecía esto. No era justo ha¬
cerlo trabajar tan fuerte. Raimundo llevó su
propio peso hacia el banco, en forma que
bastaba para demostrarle a Max que estaba
cooperando, por fin. Al levantarse a la ras¬
tra en la arena cayó de rodillas y apretó su
mejilla contra el suelo.
—Ray, ahora no tengo respuestas para ti
pero te pido que me escuches. Para morirte
en este río en esta noche, vas a tener que
llevarme contigo, ¿entendiste?
Raimundo asintió trágicamente.
Sin otra palabra Max levantó a Raimun¬
do parándolo. En la oscuridad examinó la
herida de Raimundo con sus dedos. Le qui¬
tó las aletas, las puso con la máscara enci¬
ma de sus tanques y le pasó esas cosas a
Raimundo. Max tomó su equipo y abrió ca¬
mino de vuelta al helicóptero. Ahí guardó el
equipo, le ayudó a Raimundo a sacarse el
traje húmedo, como un niñito que se prepa¬
ra para irse a la cama, y le tiró una toalla
enorme. Se pusieron ropa seca.
Sin advertencia previa el lesionado cuero
cabelludo de Raimundo empezó a sentirse
como si hubiera sido apedreado con rocas.
Se tapó la cabeza y se dobló por la cintura
pero ahora sintió los mismos aguijones pun-

529
zantes en los brazos, el cuello, la espalda.
¿Había exagerado mucho? ¿Había sido tan
necio como para seguir buceando con una
herida abierta? Atisbo a Max que se dirigía
al helicóptero.
—¡Sube Ray! ¡Está granizando!

Camilo siempre disfrutaba las tormentas


por lo menos antes de pasar por la ira del
Cordero. Cuando era niño se había sentado
frente a la ventana panorámica de su casa
estilo Tucson a observar la rara tormenta de
truenos. Sin embargo, algo del clima le
asustaba desde el Rapto.
El doctor Floyd dejó instrucciones de có¬
mo cuidar a Patty y luego se fue para Ke-
nosha. Al ir oscureciéndose uniformemente
la tarde, Cloé buscó frazadas extra para la
adormilada Patty mientras que Zión y Ca¬
milo cerraban las ventanas.
Zión decía. —Sólo me arriesgaré un po¬
co pues voy a usar mi computadora con las
baterías hasta que pase la tormenta pero se¬
guiré conectado a las líneas telefónicas.
Camilo se rió diciendo. —Por una vez en
la vida puedo corregir al brillante académi¬
co; te olvidas que estamos usando la electri¬
cidad de un generador alimentado a gasoli-

530
na, que no es probable sea afectado por la
tormenta. La línea del teléfono está conec¬
tada a la antena del techo, en el punto más
elevado de aquí. Si te preocupan los rayos,
mejor que desconectes el teléfono y conec¬
tes la electricidad.
—Nunca me van a confundir con un
electricista pues la verdad es que tampoco
tengo que conectarme a la Internet por
unas horas —dijo Zión meneando la cabeza
mientras subía.
Camilo y Cloé se sentaron, uno junto al
otro, a los pies de la cama de Patty, y Cloé
comentó: —Ella está durmiendo demasiado
y está tan pálida.
Camilo estaba inmerso pensando en la
carga de secretos tenebrosos que abrumaba
a Patty. ¿Qué pensaría Raimundo de la po¬
sibilidad de que Bruno hubiera sido enve¬
nenado? Raimundo siempre había dicho
que era raro la paz que tenía Bruno compa¬
rado con las otras víctimas del bombardeo.
Los médicos no habían llegado a ninguna
conclusión sobre la enfermedad que él ha¬
bía traído desde el tercer mundo. ¿Quién
hubiera soñado que Carpatia pudiera estar
detrás de todo esto?
Camilo también luchaba con haber ma¬
tado a ese guardia de la Comunidad Glo¬
bal. La cinta de video había sido mostrada

531
repetidamente por los noticieros de la tele¬
visión. No podría tolerar verla una vez más
aunque Cloe insistía que mostraba clara¬
mente que él no tuvo alternativa, y dijo que
“hubiera muerto más gente, Camilo, y uno
hubiera sido tú”.
Era cierto, y no podía llegar a ninguna
otra conclusión. ¿Por qué no sentía satisfac¬
ción, ni siquiera haber logrado algo por es¬
to? El no era hombre de combates mentales
pero, de todos modos, aquí estaba en la lí¬
nea de fuego.
Camilo tomó la mano de Cloé y la acer¬
có más a él. Ella apoyó su mejilla contra el
pecho de él, que le peinó el cabello quitán¬
doselo de su cara lastimada. Su ojo lesiona¬
do seguía hinchado y descolorido pero pa¬
recía estar mejorando. Le rozó la frente con
sus labios y susurró: —Te amo con todo mi
corazón.
Camilo dio una mirada a Patty. Hacía
una hora que no se había movido.
Y llegó el granizo.
Camilo y Cloé se pararon y vieron, por
la ventana, que las bolitas de hielo rebota¬
ban en el patio. Zión bajó corriendo.
—¡Oh, miren, miren esto!
El cielo se puso negro y los granizos, más
grandes. Poco menos que pelotas de golf,
repiqueteaban contra el techo, resonaban
532
contra los desagües, atronaban en el Range
Rover, y se cortó la luz. Un chirrido de pro¬
testa estalló en Zión pero Camilo le aseguro
que el granizo cortó el cable, eso es todo; se
arregla fácil”. Mientras miraban, el cielo se
iluminó pero no por los relámpagos y rayos.
¡Al menos la mitad de los granizos estaban
en llamas!
Zión dijo. —¡Oh, mis amados! Ustedes
saben qué es esto, ¿no? Vamos a alejar de la
ventana la cama de ¡Patty! El Ángel del jui¬
cio de la primera trompeta está arrojando
granizo y fuego a la Tierra.

Raimundo y Max dejaron sus equipos de


buceo en el suelo, cerca del helicóptero.
Ahora, protegidos por la burbuja de plexi¬
glás de la pequeña cabina, Raimundo se
sentía como si estuviera dentro de un horno
donde se tuestan rositas de maíz. Al ir cre¬
ciendo el tamaño de los granizos, chocaban
con los tanques de oxígeno sonando a me¬
tal, y repiqueteaban en el helicóptero. Max
echó a andar el motor e hizo girar la hélice
pero no iba a ninguna parte. No iba a dejar
los equipos de buceo, además los helicópte¬
ros y el granizo no constituyen buena yun¬
ta.

533
Gritó por encima del mido. —Sé que no
quieres oír esto pero, Ray, tienes que dejar
los restos del avión y del cuerpo de tu espo¬
sa donde está. No me gusta ni entiendo
más que tú pero creo que Dios te va a sacar
de esto. No menees la cabeza. Sé que ella
era todo para ti pero Dios te dejó aquí a
propósito. Yo te necesito. Tu hija y tu yerno
te necesitan. Ese rabino del cual tanto me
has hablado, te necesita también. Todo lo
que dijo es que no tomes decisiones cuando
tus emociones están en carne viva. Pasare¬
mos juntos por esto.
Raimundo estaba disgustado consigo
mismo pues todo lo que decía Max, el fla¬
mante creyente, sonaba como tantas trivia¬
lidades huecas. Verdad o no, no era lo que
él quería oír.
—Max, dime la verdad, ¿buscaste la mar¬
ca en la frente de ella. Max apretó los labios
sin contestar.
—Lo hiciste, ¿no?
—Sí.
—Y no había nada, ¿no?
—No, nada.
—¿Qué se supone que piense de eso?
—Ray, ¿cómo saberlo? Yo no era creyente
antes de “el terremoto”. Tampoco sé que
tuvieras una marca en la frente antes de
eso.

534
—¡Probablemente la tenía!
—Quizá la tenía, ¿pero el doctor Ben—Ju-
dá no escribió después como los creyentes
empezaron a ver la marca en el otro? Eso pa¬
só después del terremoto. Si hubieran muerto
en el sismo, tampoco hubieran tenido la mar¬
ca. Y aunque la hubieran tenido antes. ¿Có¬
mo sabemos que sigue ahí cuando morimos?
—Si Amanda no era creyente, probable¬
mente entonces trabajaba para Carpatia
—escupió Raimundo—. Max, no creo
que pueda soportar eso,
Max dijo. —Piensa en David; él recurrirá
a nosotros en busca de liderazgo y guía, y
yo soy más nuevo que él en esto.
Cuando las lenguas de fuego que caían
en picada se juntaron con los granizos, Rai¬
mundo se quedó mirando fijo, y Max dijo:
—¡Qué cosa! —repetidamente—, esto es
como los fuegos artificiales del final.
Enormes granizos caían al río y flotaban
corriente abajo. Se acumulaban en el banco
emblanqueciendo la arena como si fuera
nieve. Nieve en el desierto. Dardos flamíge¬
ros hervían y silbaban cuando tocaban el
agua haciendo el mismo ruido cuando
caían sobre los granizos de la playa sin que¬
marse de inmediato.
Las luces del helicóptero iluminaron una
zona de unos seis metros frente al aparato.

535
Max se soltó súbitamente el cinturón y se
inclinó para delante. —Ray, ¿qué es eso?
Está lloviendo pero ¡es rojo! ¡Mira eso! ¡En¬
cima de la nieve!
Raimundo dijo. —Es sangre —con una
paz que le inundó el alma sin calmar su pe¬
na ni quitarle el temor a la verdad sobre
Amanda pero este espectáculo, esta lluvia
de fuego, hielo y sangre le recordó nueva¬
mente que Dios es fiel y que cumple Sus
promesas. Aunque nuestros caminos no son
Sus caminos y que nunca podremos enten¬
der a Dios a este lado del cielo, Raimundo
tuvo nuevamente la seguridad de que esta¬
ba en el lado del ejército que ya había gana¬
do esta guerra.

Zión se apresuró a ir a la parte de atrás


de la casa y miró las llamas que derretían el
granizo e incendiaban la hierba que ardía
unos instantes y, luego, más granizo apaga¬
ba el fuego. Todo el patio estaba negro. Las
bolas de fuego caían en los árboles que bor¬
deaban el patio estallando en llamas como
si fueran uno, con las ramas que enviaban
al aire un gigantesco hongo anaranjado. Los
árboles se enfriaban tan rápidamente como
se habían quemado.

536
—Aquí viene la sangre —dijo Zión y sú¬
bitamente Patty se incorporó, sentándose
muy derecha. Miraba fijamente por la ven¬
tana al ser derramada la sangre desde los
cielos. Luchó por arrodillarse en la cama
para ver más lejos. El patio reseco estaba
humedecido con el granizo derretido y,
ahora, rojo con la sangre.
Los rayos crujían y los truenos rodaban.
Los granizos, del tamaño de una pelota de
tenis, tamborileaban fuerte en el techo, y
caían rodando y llenando el patio.
Zión gritó. —¡Alabado sea el Señor Dios
Todopoderoso, hacedor de cielo y tierra! Lo
que veo ante ustedes es un cuadro de Isaías
1:18 Aunque tus pecados sean escarlatas, serán
tan blancos como la nieve; aunque sean rojos
como el carmesí, serán como lana.
—¿Lo viste Patty? —preguntó Cloé.
Patty se volvió a ellos y Camilo vio sus
lágrimas. Ella asintió pero parecía mareada.
Camilo la ayudó a recostarse y pronto se
quedó dormida.
Al disiparse las nubes y volver el sol, los
resultados del espectáculo de las luces que¬
daron en evidencia. La corteza de los árbo¬
les estaba negra, el follaje se había quemado
por entero. Al derretirse los granizos y su¬
mirse la sangre en el suelo, se vio la yerba
incinerada.

537
—Las Escrituras nos dicen que un tercio
de los árboles y un tercio de toda la hierba
verde del mundo serán quemados —dijo
Zión—. Se me hace largo el tiempo hasta
que recuperemos la luz para ver qué hacen
de esto los periodistas de Carpatia.
Pero otro claro movimiento de la mano
de Dios había conmovido a Camilo que an¬
helaba que Patty estuviera sana para que
pudiera ir en pos de la verdad. Poca impor¬
tancia tenía ahora en el esquema mayor de
las cosas que Bruno Barnes hubiera sido
envenenado por Nicolás Carpatia o que hu¬
biera perdido la vida en la primera descarga
de bombas de la Tercera Guerra Mundial.
Pero si Patty Durán tenía información so¬
bre Amanda que confirmara o negara lo
que Zión había hallado en la computadora
de Bruno, Camilo quería saberlo.

Max dejó andando el helicóptero pero


Raimundo tenía frío. Sin nada verde que in¬
cinerar en esta parte del mundo, el fuego y
la sangre habían sido tapados por el grani¬
zo. El resultado fue la noche más helada de
la historia del desierto iraquí.
—Quédate donde estás; yo voy a buscar
las cosas —dijo Max.

538
Raimundo tomó la manija de la puerta.
—Está bien pero yo haré mi parte.
—¡No! Ahora hablo en serio. Deja que yo
haga esto.
Raimundo estaba agradecido aunque no
quería reconocerlo. Se quedó dentro mien¬
tras Max se deslizaba al granizo derretido.
Guardó los equipos de buceo detrás de los
asientos. Cuando volvió a bordo, tenía la
computadora empapada de Amanda.
—¿Para qué Max? Esas cosas no son a
prueba de agua.
—Cierto —dijo Max—. La pantalla re¬
vienta; los paneles solares se arruinan, el te¬
clado no funciona, la unidad central se mu¬
rió. Di todo lo que quieras, toda esa agua
tuvo que inutilizar todo salvo el disco duro
que está bien guardado en un comparti¬
mento impermeable. Los expertos pueden
hacer un diagnóstico y copiar todos los ar¬
chivos que quieras.
—No espero sorpresas.
—Ray, lamento ser brutal pero no espe¬
rabas verla en el Tigris. Si yo fuera tú, bus¬
caría pruebas para demostrar que Amanda
era todo lo que tú pensabas que era.
Raimundo no estaba seguro. —Tendría
que recurrir a alguien que sepa, como Da¬
vid Jasid o alguien más en quien pueda con¬
fiar.

539
—Eso lo imita a David y yo, sí.
—Si son malas noticias, no puedo dejar
que un extraño lo descubra antes que yo.
¿Por qué no te encargas de esto Max?
Mientras tanto ni siquiera quiero pensar en
ello. Si lo hago, voy a romper tu confianza e
ir derecho donde Carpatia y exigirle que
limpie el nombre de Amanda con todos con
los que haya hablado de ella.
—Ray, no puedes hacer eso.
—Puede que no pueda contenerme si
tengo acceso exclusivo a esa computadora.
Sólo hazlo por mí y dame los resultados.
—Ray, no soy un experto pero ¿qué pasa
si superviso a David o lo dejo que me entre¬
ne en eso? No miraremos ni un solo archivo
sino que encontraremos los que estén dis¬
ponibles.

Nicolás Carpatia anunció la posterga¬


ción de un viaje debido a “el extraño fenó¬
meno natural” y su efecto en la recons¬
trucción del aeropuerto. En las semanas
que siguieron Camilo se asombraba por la
mejoría de Cloé al tiempo que se aproxi¬
maba la fecha de partida para Israel del
ampliado contingente en Chicago del Co¬
mando Tribulación. Carlos Floyd le sacó el
540
yeso y en pocos días los músculos atrofia¬
dos comenzaron a recuperarse. Parecía
que siempre le quedaría una cojera, el do¬
lor residual, con su cara y esqueleto leve¬
mente torcidos pero, para Camilo, nunca
había lucido mejor. Ella sólo hablaba de ir
a Israel a ver la increíble reunión masiva
de los testigos.
Los primeros veintiún mil que llegaran se
iban a encontrar con Zión en el Estadio
Teddy Kollek. Los demás se reunirían en si¬
tios de toda la Tierra Santa mirando por
medio de circuitos cerrados de televisión.
Zión le dijo a Camilo que pensaba invitar a
Moisés y Elias para que se le unieran en el
estadio Teddy Kollek. Pocos eran los escép¬
ticos que quedaban luego de la lluvia de
granizo, fuego y sangre que envió Dios. Ya
no había ambigüedad tocante a la guerra.
El mundo estaba tomando partido.

La cabeza de Raimundo sanó rápida¬


mente pero su corazón aún dolía. Se pasaba
las mañanas en su duelo, orando, estudian¬
do, siguiendo cuidadosamente las enseñan¬
zas de Zión en la Internet y teniendo co¬
rrespondencia electrónica diaria con
Camilo y Cloé.
541
También mantenía ocupada su mente
con planes de ruta, siendo el mentor de Da¬
vid Jasid y discipulando a Max. En los pri¬
meros días sus papeles habían estado inver¬
tidos, naturalmente, pues Max ayudó a
Raimundo a pasar por el período peor de la
pena. Raimundo tuvo que admitir que Dios
le daba la fuerza precisa para cada día; nada
extra, nada para invertir en el futuro sino lo
suficiente para cada día.
Casi un mes después de la noche en que
Raimundo encontró el cadáver de Amanda,
David Jasid le regaló un disco de alta tecno¬
logía donde estaban todos los archivos de la
computadora de Amanda, y le dijo que:
—Todos estaban codificados y, por eso,
eran inaccesibles sin decodificación.
Raimundo estaba tan callado cuando an¬
daba con Carpatia y Fortunato, incluso
cuando tenía que llevarlos a todas partes en
el avión, que creía que ellos se habían abu¬
rrido con él. Perfecto. Hasta que Dios lo li¬
brara de este cometido, sencillamente lo iba
a soportar. -

Se asombraba por el progreso de la re¬


construcción en todo el mundo. Carpatia
tenía tropas que zumbaban abriendo cami¬
nos, pistas de aterrizaje, ciudades, rutas co¬
merciales, de todo. El equilibrio de los via¬
jes, comercio y gobierno se había ubicado

542
en Nueva Babilonia, la nueva capital del
mundo en Irak, el Oriente Medio.

La gente de todo el mundo imploraba


conocer a Dios. Sus pedidos inundaban la
Internet. Zión, Cloé y Camilo trabajaban
día y noche manteniendo correspondencia
con los nuevos conversos y planificando el
tremendo acontecimiento en Tierra Santa.
Patty no mejoraba. El doctor Carlos
Floyd investigó una clínica médica secreta
pero, al final, le dijo a Camilo que prefería
cuidarla personalmente donde ella estaba,
mientras él y los demás estuvieran en Israel,
y que, ocasionalmente, ella tendría que es¬
tar sola más tiempo del que a el le hubiera
gustado pero era lo mejor que podía hacer.
Camilo y Cloe oraban diariamente por
Patty. Cloé le habla dicho a Camilo. —Lo
único que me impediría ir es que Patty no
haya recibido a Cristo primero. Siento que
no puedo dejarla en este estado.
Camilo tenía sus propias razones para
desear que ella reviviera. Su salvación era lo
fundamental, por supuesto, pero él necesi¬
taba saber cosas que solamente Patty podía
decirle.

543
Raimundo comprobó por medio de su
propia observación y el aporte de David Ja-
sid, cuán enfurecido estaba Carpatia con
Zión Ben—Judá, los dos testigos, la inmi¬
nente conferencia y, en especial, la oleada
masiva de interés en Cristo.
Carpatia siempre había sido motivado y
disciplinado pero ahora era muy claro que
él estaba en una misión. Sus ojos eran fero¬
ces; su cara, tensa. Todos los días se levanta¬
ba muy temprano y todas las noches traba¬
jaba hasta muy tarde. Raimundo tenía la
esperanza que trabajara tanto que se volvie¬
ra frenético, y pensaba te llega la hora y espe¬
ro que Dios me deje apretar el gatillo.

Camilo se despertó con el silbato de su


computadora dos días antes de su progra¬
mada partida para Tierra Santa. Era un
mensaje de Raimundo que decía, “¡está pa¬
sando, pongan el televisor, esto va a ser tre¬
mendo suceso!”.
Camilo bajó en puntillas y encendió el
televisor encontrando sólo noticieros. Tan
pronto como vio lo que estaba pasando,
despertó a todos salvo a Patty. Le dijo a

544
Cloé, Zión y Ken: —En Nueva Babilonia es
casi mediodía, y acabo de saber de Raimun¬
do. Síganme.
Los locutores de los noticieros contaban
lo que habían descubierto los astrónomos
tan sólo dos horas antes: un cometa total¬
mente nuevo que venía en curso de colisión
con la Tierra. Los científicos de la Comuni¬
dad Global analizaban los datos transmiti¬
dos por las sondas, lanzadas muy deprisa, y
que orbitaban el objeto. Decían que meteoro
era un calificativo erróneo para la forma¬
ción rocosa que se precipitaba, con una
consistencia de tiza o quizá de caliza.
Las fotografías que enviaban las sondas
mostraban un proyectil de forma irregular,
de color claro. El locutor de continuidad in¬
formaba que:

Damas y caballeros, les insto a poner esto


en la perspectiva correcta. Este objeto está por
entraren la atmósfera terrestre. Los científicos
no han determinado su constitución pero, si
como parece, resulta menos denso que el gra¬
nito, la fricción resultante del ingreso a la at¬
mósfera, lo hará estallar en llamas.
En cuanto esté bajo la atracción de la fuerza
de gravedad terrestre, se acelerará a casi diez
metros por segundo al cuadrado. Esto es in¬
menso como pueden ver en las fotografías, pe-
545
ro hasta que no se tome conciencia del tama¬
ño no se puede estimar cuál sea el potencial
destructivo que ejerza a su paso. Los astróno¬
mos de la CG estiman que no es menos que la
masa de toda la cadena montañosa de los Apa¬
laches. Esto tiene el potencial de partir la Tie¬
rra o sacarla de su órbita.
La Administración del Espacio y Aeronáutica
de la Comunidad Global proyecta el choque
para, aproximadamente, las nueve de la maña¬
na, hora central estándar. Anticipan que el cho¬
que tendrá lugar, dentro del mejor escenario
posible, en medio del océano Atlántico. Se es¬
pera que se produzcan marejadas que inunden
las costas de ambos lados del Atlántico hasta
unos ochenta kilómetros tierra adentro. Se es¬
tá efectuando la evacuación de las zonas coste¬
ras ahora mismo. Hay helicópteros que están
sacando muchísimas embarcaciones oceánicas
de sus varaderos aunque no se sabe cuántas
puedan ponerse a salvo a tiempo. Los expertos
concuerdan en que será incalculable el impacto
en las actividades marítimas.
Su Excelencia el Potentado Nicolás Carpatia
ha emitido un comunicado en que verifica que
su personal no podía haber sabido antes de es¬
te fenómeno. Aunque el Potentado Carpatia di¬
ce que confía tener la fuerza adecuada para
destruir el objeto pero que le han advertido
que la imprevisibilidad de los fragmentos es un
546
peligro demasiado grande, especialmente si se
considera que se cuenta con que la montaña,
que viene cayendo, aterrice en el océano.

El Comando Tribulación se fue a sus


computadoras a difundir que esto era el jui¬
cio de la segunda trompeta, como lo predi¬
ce Apocalipsis 8:8—9. Zión escribió:

¿Vamos a parecer expertos en pronosticar


cuando se adviertan los resultados? ¿Los pode¬
res actuales se conmoverán al descubrir que,
tal como lo dice la Biblia, un tercio de los pe¬
ces morirá y se hundirá un tercio de las em¬
barcaciones en el mar, y los maremotos desola¬
rán caóticamente a todo el mundo? O ¿van a
reinterpretar el suceso para hacer que parezca
que la Biblia está equivocada? ¡No se dejen en¬
gañar! ¡No se demoren! Ahora es el tiempo
aceptado. Ahora es el día de la salvación.Vaya a
Cristo antes que sea demasiado tarde. Las co¬
sas van a empeorar.Todos fuimos dejados atrás
la primera vez. No sea dejado atrás cuando
respire por última vez.

Los militares de la Comunidad Global


colocaron estratégicamente una nave aérea
para filmar la zambullida más espectacular
de la historia. Se determino finalmente que
la montaña con un área superior a los mil
547
seiscientos kilómetros cuadrados, estaba
compuesta en gran medida por azufre, y es¬
talló en llamas al ingresar a la atmósfera te¬
rrestre. Eclipsó al sol, sacó las nubes de su
recorrido, y creó vientos de fuerza huraca¬
nada entre ella y la superficie del mar du¬
rante la última hora en que fue cayendo
desde los cielos.
Cuando, por fin, resonó en la superficie
del abismo, desplazó inmensos géiseres,
chorros de agua y tifones de kilómetros de
altura, que salieron disparados desde el
océano y derribaron varios aviones de la
Comunidad Global. Los que pudieron fil¬
mar el resultado mostraron imágenes tan
increíbles que las pasaron por televisión du¬
rante las veinticuatro horas por varias sema¬
nas.
Tierra adentro el daño fue tan amplio
que se interrumpieron casi todas las formas
de viajar. La reunión de los testigos judíos
en Israel fue postergada por diez semanas.
Los dos testigos del Muro de los Lamen¬
tos siguieron a la ofensiva, amenazando con
mantener la sequía de la Tierra Santa que
habían conservado desde el día en que se
firmó el pacto entre el anticristo e Israel.
Prometieron que habría ríos de sangre co¬
mo respuesta a cualquier amenaza hecha a
los evangelistas sellados de Dios. Entonces,

548
en un despliegue cómico de poder, pidieron
a Dios que hiciera llover solamente en el
Monte del Templo durante siete minutos.
De un cielo sin nubes cayó una lluvia tibia
que volvió barro al polvo y sacó corriendo
de sus casas a los israelitas. Ellos levantaban
las manos y sus caras, sacando sus lenguas.
Se reían y cantaban y danzaban por lo que
este milagro significaba para sus cosechas.
Pero a los siete minutos, la lluvia paró y se
evaporó, y el barro volvió a ser polvo que
fue alejado a soplos.
¡Ay de ustedes, los que se burlan del úni¬
co Dios verdadero!—atronaban Moisés y
Elias—, ustedes no tendrán poder sobre no¬
sotros ni sobre aquellos que Dios ha llama¬
do para que proclamen Su nombre por toda
la Tierra hasta que llegue el tiempo fijado
cuando Dios nos permita ser talados y, des¬
pués, nos regrese a Su lado!

Raimundo se fue entibiando primero por


la conmiseración de Cloé, Camilo y Zión
ante su pena por Amanda pero al ir ensal¬
zando las virtudes de ella mediante los re¬
cuerdos enviados por el correo electrónico,
las respuestas de ellos se fueron enfriando.
¿Era posible que ellos hubieran creído las
549
insinuaciones de Carpatia? Seguro que co¬
nocían y amaban a Amanda lo bastante pa¬
ra creer que era inocente.
Llegó por fin el día en que Raimundo
recibió de Camilo un mensaje largo e inda¬
gador que terminaba diciendo: “Nuestra
paciente se ha mejorado lo suficiente como
para contar secretos perturbadores del pa¬
sado que le han impedido dar un paso vital
con el Creador. Esta información es suma¬
mente alarmante y reveladora. Podemos
discutirla solamente cara a cara; así que te
instamos que coordines una reunión perso¬
nal cuanto antes sea factible”.
Raimundo se sintió más deprimido que
nunca. ¿Qué podía significar ese mensaje
salvo que Patty había arrojado luz a las acu¬
saciones formuladas contra Amanda? A me¬
nos que Patty pudiera demostrar que esos
cargos eran falsos, Raimundo no tenía apu¬
ro por encontrarse con ellos cara a cara.

Precisamente días antes que el Comando


Tribulación partiera para Israel, conforme a
su reprogramación, la Administración At¬
mosférica y Aérea de la Comunidad Global
(AAACG) volvió a detectar una amenaza
procedente de los cielos. Este objeto era de

550
tamaño parecido a la montaña ardiente an¬
terior pero tenía la consistencia de madera
podrida. Carpatia, ansioso de quitar la aten¬
ción de Cristo y Ben—Judá volcándola a él,
prometió hacerla desaparecer de los cielos.
Con una tremenda fanfarria la prensa
mostró el lanzamiento de un colosal misil
tierra—aire, diseñado para evaporar la nue¬
va amenaza. Mientras todo el mundo mira¬
ba, el ígneo meteoro que la Biblia llama
Ajenjo, se partió solo en miles de millones
de pedazos antes que el misil la tocara. Los
residuos flotaron por horas y aterrizaron en
un tercio de las fuentes, arroyos, y ríos de la
Tierra, volviendo el agua en veneno amar¬
go. Miles iban a morir por bebería.
Carpatia volvió a anunciar su decisión de
postergar la conferencia en Israel pero Zión
Ben—Judá no quiso saber nada de eso. El
puso su respuesta en el boletín de la Inter¬
net e instó a que tantos de los 144.000 tes¬
tigos como se pudiera, fueran juntándose
en Israel durante la semana entrante.
Escribió: “Señor Carpatia —intencional¬
mente sin usar ninguno de los otros títu¬
los—, estaremos en Jerusalén conforme a lo
programado, con o sin su aprobación, per¬
miso o prometida protección. La gloria del
Señor será nuestra retaguardia”.

551
La lista de los archivos codificados del
disco duro de Amanda demostró una nutri¬
da correspondencia entre ella y Nicolás
Carpatia. El deseo de Raimundo de decodi¬
ficar esos archivos fue intensificándose por
más que lo temiera. Zión le había hablado
del programa de Danny que le abrió mate¬
riales de los archivos de Bruno. Si Raimun¬
do podía ir a Israel cuando el resto del Co¬
mando Tribulación estuviera allá, podría,
por fin, llegar al tondo del horrible misterio.
¿No le calmarían su propia hija y su yer¬
no? Cada día se sentía peor, convencido de
que sus seres queridos se habían desviado,
independientemente de la verdad o de todo
lo que él pudiera decir para disuadirlos. El
no había ido directamente a pedir sus opi¬
niones. No tenía que hacerlo. El iba a saber
si ellos seguían del lado suyo, y del recuerdo
de su esposa.
Raimundo creía que la única manera de
exonerar a Amanda era si decodificaba sus
archivos pero también estaba consciente del
riesgo. Tendría que enfrentarse a lo que re¬
velaran. ¿Quería la verdad a todo costo?
Mientras más oraba por eso, más se con¬
vencía de que no debía temer la verdad.
Lo que supiera afectaría su funciona-
552
miento por el resto de la tribulación. Si la
mujer que había compartido su vida lo ha¬
bía engañado, ¿en quién podría confiar? Si
era tan mal juez del carácter, ¿de qué le ser¬
vía a la causa? Las dudas enloquecedoras lo
llenaban pero estaba obsesionado por saber.
El tenía que saber de todas maneras
—amante o mentirosa, esposa o bruja.
Raimundo se acercó a Carpatia, yendo a su
oficina en la mañana anterior al comienzo de
la reunión masiva más comentada del mundo.
Empezó tragándose todo vestigio de orgullo:
—Su Excelencia, supongo que mañana,
usted necesitará a Max y a mí para que lo
llevemos a Israel.
—Capitán Steele, hábleme de esto. Ellos
se reúnen contrariando mis deseos así que
había planeado no sancionarlo con mi pre¬
sencia.
—Pero su promesa de protección...
—Ah, eso le llegó, ¿no?
—Usted sabe muy bien cuál es mi posi¬
ción.
—Y usted también sabe que yo soy el
que le digo dónde va a volar, no al revés.
¿No piensa que si quisiera estar mañana en
Israel se lo hubiera dicho antes?
—Entonces, aquellos que se preguntan si
usted tiene miedo del sabio que...
—¡Miedo!

553
—Se le enfrentó en la Internet y lo trató
de falso ante un público internacional...
—Capitán Steele, usted trata de hacerme
tragar la carnada —dijo un sonriente Car-
patia.
—Francamente creo que usted sabe que
en Israel será sacado del centro de la escena
por los dos testigos y el doctor Ben—Judá.
¿Los dos testigos? Si ellos no terminan su
magia negra, la sequía y la sangre, tendrán
que responderme, a mí.
—Dicen que usted no los puede dañar
hasta que llegue el tiempo fijado.
—Yo decidiré cuál es el tiempo fijado.
—Sin embargo, Israel fue protegido del
terremoto y los meteoros...
—¿Usted cree que los testigos son res¬
ponsables de eso?
—Creo que Dios lo es.
—Capitán Steele, dígame, ¿todavía cree
que un hombre del que se sabe que resucita
muertos podría ser realmente el anticristo?
Raimundo vaciló deseando que Zión es¬
tuviera en la oficina, y dijo.
—Se sabe que el enemigo imita milagros.
Imagine el público de Israel si usted hiciera
algo así. Aquí hay gente de fe que se reúne
en pos de inspiración. Si usted es Dios, si
usted fuese el Mesías, ¿no se entusiasma¬
rían de conocerlo?

554
Carpatia contempló a Raimundo, estu¬
diando sus ojos evidentemente. Raimundo
creía en y a Dios. Tenía fe en que, indepen¬
dientemente de su poder e intenciones, Ni¬
colás sería impotente ante cualquiera de los
144.000 testigos que llevaban en sus frentes
el sello del Dios Todopoderoso.
Carpatia dijo cuidadosamente.
—Puede que tenga la razón si sugiere
que solamente sería lógico que el Potentado
de la Comunidad Global concediera a esos
invitados una bienvenida digna de un mo¬
narca y sin precedentes.
Raimundo no había dicho nada de eso
pero Carpatia escuchó lo que quería oír.
Raimundo le dijo.
—Gracias.
—Capitán Steele, programe ese vuelo.

555
'

-
UN LIBRO DE LETRA GRANDE
CENTRAL LIBRARY
1015 N. Quincy Street
Arlington, VA 22201
COSECHA DE ARLINGTON VA PUBLIC LIBRARY

El mundo toma
Tim LaHaye y Jt

Cosecha de almas es el cuarto libro del drama


continuo de los Dejados Atrás en el arre¬
batamiento. Raimundo Steele y Camilo
Williams temen estar solos. Los dos sobre¬
vivieron por separado la ira del Cordero — un
terremoto mundial que hubo en el mes 21ro.
de la Tribulación. Ninguno sabe si el otro
sigue vivo, y ambos andan frenéticos buscando
a sus respectivas esposas. Sión Ben-Judá está
atrapado debajo de los escombros de la iglesia
de Raimundo y Camilo. Nadie sabe qué le pasó
a Patty Durán, la amiga de ellos. Raimundo y
Camilo empiezan a buscar a sus seres queridos
en diferentes rincones del mundo mientras el
mundo se precipita a los juicios de las trompetas
y la gran cosecha de almas que profetizan las
Escrituras.

Diseño de la cubierta por Deirdre Wait

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