Un Punto Azul
Un Punto Azul
ePub r1.1
Horus 24.11.2017
Título original: Pale Blue Dot
Carl Sagan, 1994
Traducción: Marina Widmer Caminal
UNIÓN SOVIÉTICA/RUSIA
Primer satélite artificial de la Tierra
1957
(Sputnik 1)
Primer animal en el espacio
1957
(Sputnik 2)
Primera nave espacial que escapa de la gravedad de la
1959 Tierra
(Luna 1)
Primer planeta artificial del Sol
1959
(Luna 1)
Primera nave espacial que impacta en otro mundo
1959
(Luna 2 con la Luna)
Primera visión de la cara oculta de la Luna
1959
(Luna 3)
Primer hombre en el espacio
1961
(Vostok 1)
Primer hombre en órbita alrededor de la Tierra
1961
(Vostok 1)
1961 Primeras naves espaciales que se aproximan a otros
planetas
(Venera 1 a Venus;
1962 Mars 1 a Marte)
Primera mujer en el espacio
1963
(Vostok 6)
Primera misión espacial con varios tripulantes
1964
(Voskhod 1)
Primer «paseo» espacial
1965
(Voskhod 2)
Primera nave espacial que penetra en la atmósfera de
1966 otro planeta
(Venera 3 a Venus)
Primera nave espacial que orbita a otro mundo
1966
(Luna 10 a la Luna)
Primer aterrizaje suave en otro mundo con éxito
1966
(Luna 9 a la Luna)
Primera misión robótica que trae muestras de otro mundo
1970
(Luna 16 de la Luna)
Primer vehículo rodante sobre otro mundo
1970
(Luna 17 en la Luna)
Primer aterrizaje suave sobre otro planeta
1971
(Mars 3 en Marte)
Primer aterrizaje sobre otro planeta coronado por el éxito
1972 científico
(Venera 8 en Venus)
Primer vuelo espacial que se aproxima al año de duración
1980-
(comparable al tiempo de vuelo hasta Marte)
1981
(Soyuz 35)
1983 Primer mapa completo orbital por radar de otro planeta
(Venera 15 de Venus)
Primera estación de globo desplegada en la atmósfera de
1985 otro planeta
(Vega 1 a Venus)
Primer encuentro cometario cercano
1986
(Vega 1 al cometa Halley)
Primera estación espacial habitada por sucesivas
1986 tripulaciones
(Mir)
ESTADOS UNIDOS
Primer descubrimiento científico en el espacio: el
1958 cinturón de radiación de Van Allen
(Explorer 1)
Primeras imágenes de televisión de la Tierra vista
1959 desde el espacio
(Explorer 6)
Primer descubrimiento científico en el espacio
1962 interplanetario: observación directa del viento solar
(Mariner 2)
Primera misión interplanetaria coronada por el éxito
1962 científico
(Mariner 2 a Venus)
Primer observatorio astronómico en el espacio
1962
(OSO-1)
Primera nave tripulada que orbita a otro mundo
1968
(Apolo 8 a la Luna)
Primer aterrizaje de seres humanos sobre otro mundo
1969
(Apolo 11 en la Luna)
1969 Primeras muestras de otro mundo que llegan a la Tierra
(Apolo 11 de la Luna)
Primer vehículo rodante conducido sobre otro mundo
1971
(Apolo 15 en la Luna)
Primera nave espacial en órbita alrededor de otro
1971 planeta
(Mariner 9 a Marte)
Primera misión planetaria doble
1974
(Mariner 10 a Venus y Mercurio)
Primer aterrizaje con éxito sobre Marte; primera nave
1976 en busca de vida sobre otro planeta
(Viking 1)
1973 Primeras aproximaciones a Júpiter (Pioneer 10),
1974 a Mercurio (Mariner 10),
1977 a Saturno (Pioneer 11),
Primeas naves espaciales que consiguen velocidad de
escape del sistema solar
(Pioneers 10 y 11, lanzados en 1973 y 1974;
Voyagers 1 y 2, 1977)
Primera nave espacial tripulada reutilizable
1981
(STS-1)
Primera recuperación, reparación y recolocación de un
1980-
satélite en el espacio
1984
(Misión Solar Maximum)
Primer encuentro cometario distante
1985 (International Cometary Explorer al cometa Giacobini-
Zimmer)
1986 Primera aproximación a Urano (Voyager 2)
1989 a Neptuno (Voyager 2)
1992 Primera detección de la heliopausa
(Voyager)
Primer encuentro con un asteroide del Cinturón
1992 principal
(Galileo a Gaspra)
Primera detección de una luna de un asteroide
1994
(Galileo a Ida)
Los mundos del sistema solar tal como se conocían hacia el final de la época preliminar de
exploración espacial. Los planetas terrestres, excepto Mercurio, y los satélites galileicos de
Júpiter son mostrados en tres meridianos diferentes. Algunas de las lunas de Saturno y
Urano aparecen en dos meridianos distintos. No se ofrece ningún detalle de Titán, porque
no conocemos casi nada de su superficie. Partes de algunos mundos —por ejemplo Rea,
Calisto y Mercurio— revelan escasos detalles, dado que dichas regiones nunca han sido
visitadas por naves interplaneterias. Los detalles referentes a Plutón y Caronte fueron
deducidos a partir de observaciones de ocultación efectuadas desde la Tierra. Muchas de
las lunas pequeñas del sistema solar exterior quedan omitidas. Los mundos aparecen a
escala, excepto los indicados. (Mimas, por ejemplo, aparece a una escala tres veces mayor
de lo que se la compararía, por ejemplo, con la Tierra). La gran mayoría de datos en que se
basa esta imagen fueron obtenidos por naves lanzadas al espacio por la NASA. Los datos
referentes a Venus proceden en parte de naves espaciales de la Unión Soviética, y la
información acerca del cometa Halley, de una misión de la Agencia Espacial Europea
(ESA). Cortesía de la NASA y la USGS. Un póster de esta ilustración se halla a la venta en
el U. S. Geological Survey, Map Distribution, Box 25286, Federal Center, Denver, CO
80225.
Introducción
NÓMADAS
A FINES DEL SIGLO XIX, Leib Gruber crecía en algún lugar de la Europa
central, en un humilde pueblo perdido en el inmenso y políglota antiguo
Imperio austrohúngaro. Su padre vendía pescado cuando podía. Pero los
tiempos eran difíciles. De joven, el único empleo honesto que Leib fue
capaz de encontrar consistía en ayudar a la gente a cruzar el cercano río
Bug. El cliente, ya fuera hombre o mujer, montaba a espaldas de Leib;
calzando sus queridas botas, las herramientas de su trabajo, el muchacho
vadeaba el río por un tramo poco profundo con el cliente a cuestas y dejaba
a su pasajero en la orilla opuesta. En ocasiones el agua le cubría hasta la
cintura. Allí no había un solo puente, ni tampoco ferrys. Quizá los caballos
podían haber servido para ese fin, pero tenían otros usos. Ese trabajo
quedaba para Leib y otros chicos jóvenes como él.
Ellos no tenían otros usos. No había otro trabajo disponible. Así pues,
deambulaban por la orilla del río anunciando sus precios y alardeando ante
potenciales clientes de su superioridad como porteadores. Se alquilaban a sí
mismos como animales cuadrúpedos. Mi abuelo era una bestia de carga.
Dudo mucho que, en toda su existencia, Leib se hubiera alejado más de
cien kilómetros de Sassow, el pequeño pueblo que le vio nacer. Pero
entonces, en 1904, según cuenta una leyenda familiar, a fin de evitar una
condena por asesinato decidió de repente huir al Nuevo Mundo, dejando
tras de sí a su joven esposa. Qué distintas de aquella atrasada aldea
hubieron de parecerle las grandes ciudades portuarias alemanas, qué
inmenso el océano, qué extraños los altísimos rascacielos y el frenético
ajetreo de su nuevo hogar. Nada sabemos de su viaje transoceánico, pero
encontramos la lista de pasajeros correspondiente al trayecto cubierto con
posterioridad por su esposa, Chaiya, que fue a reunirse con Leib en cuanto
hubo conseguido ahorrar lo suficiente. Viajó en la clase más económica a
bordo del Batavia, un buque registrado en Hamburgo. En el documento se
aprecia una concisión que, en cierto modo, parte el corazón: «¿Sabe leer o
escribir?». «No». «¿Habla inglés?». «No». «¿Cuánto dinero lleva?». Me
imagino lo vulnerable y avergonzada que debió de sentirse al responder:
«Un dólar».
Desembarcó en Nueva York, se reunió con Leib, vivió el tiempo
suficiente para dar a luz a mi madre y a mi tía y luego murió a causa de
«complicaciones» del parto. Durante esos pocos años en América, en
algunas ocasiones habían adaptado su nombre al inglés y la llamaban Clara.
Un cuarto de siglo después, mi madre puso a su primogénito, un varón, el
nombre de la madre que nunca llegó a conocer.
ESTAMOS AQUÍ
La Tierra entera no es más que un punto, ni el lugar que habitamos más que una
insignificante esquina del mismo.
Desde la distancia, los planetas parecen sólo puntos de luz, con manchas
o sin ellas, incluso a través del telescopio de alta resolución instalado a
bordo del Voyager. Son como los planetas observados a simple vista desde
la superficie de la Tierra, puntos luminosos más brillantes que la mayoría de
estrellas. Por espacio de unos meses, nuestro planeta, al igual que los
demás, da la sensación de flotar entre las estrellas. Con sólo mirar uno de
esos puntos no somos capaces de decir lo que alberga, cuál ha sido su
pasado y si, en esta época concreta, vive alguien allí.
Como consecuencia del reflejo de la luz solar de la nave hacia la Tierra,
ésta parece envuelta en un haz de luz, como si ese pequeño mundo tuviera
algún significado especial. Pero se trata solamente de un accidente
achacable a la geometría y a la óptica. El Sol emite su radiación
equitativamente en todas direcciones. Y si la imagen hubiera sido tomada
un poco antes o un poco después, no habría habido haz de rayos solares que
iluminara la Tierra.
Seis de los nueve planetas fotografiados el 14 de febrero de 1990 desde más allá de las
órbitas de Neptuno y Plutón por el Voyager 1.
¿Y por qué ese color azul celeste? El azul procede en parte del mar y en
parte del cielo. Dentro de un vaso, el agua es transparente y absorbe
ligeramente más luz roja que azul. Pero si lo que hay son decenas de metros
de ese elemento o más, éste absorbe toda la luz roja y lo que se refleja de
vuelta al espacio es el azul. Del mismo modo, a corta distancia, a través del
aire, el objeto se ve transparente. No obstante —y eso es algo que Leonardo
da Vinci explicó a la perfección—, cuanto más distante se encuentra, más
azul parece. ¿Por qué? Ello es debido a que el aire dispersa mucho mejor la
luz azul que la roja. Por ello, el matiz azulado de ese puntito es debido a su
espesa pero transparente atmósfera y a sus profundos océanos de agua
líquida. ¿Y el blanco? En un día normal, la Tierra aparece medio cubierta de
blancas nubes de agua.
Nosotros somos capaces de explicar ese azul pálido que presenta
nuestro pequeño mundo porque lo conocemos bien. Sin embargo, es menos
probable que un científico extraterrestre, recién llegado a los aledaños de
nuestro sistema solar, fuera capaz de deducir la existencia de océanos,
nubes y una atmósfera densa. Neptuno, por ejemplo, es azul, pero
fundamentalmente por razones distintas. Desde esa posición tan alejada
puede parecer que la Tierra no reviste ningún interés especial.
Pero para nosotros es distinta. Echemos otro vistazo a ese puntito. Ahí
está. Es nuestro hogar. Somos nosotros. Sobre él ha transcurrido y
transcurre la vida de todas las personas a las que queremos, la gente que
conocemos o de la que hemos oído hablar y, en definitiva, de todo aquel
que ha existido. En ella conviven nuestra alegría y nuestro sufrimiento,
miles de religiones, ideologías y doctrinas económicas, cazadores y
forrajeadores, héroes y cobardes, creadores y destructores de civilización,
reyes y campesinos, jóvenes parejas de enamorados, madres y padres,
esperanzadores infantes, inventores y exploradores, profesores de ética,
políticos corruptos, superstars, «líderes supremos», santos y pecadores de
toda la historia de nuestra especie han vivido ahí… sobre una mota de polvo
suspendida en un haz de luz solar.
La Tierra constituye sólo una pequeña fase en medio de la vasta arena
cósmica. Pensemos en los ríos de sangre derramada por tantos generales y
emperadores con el único fin de convertirse, tras alcanzar el triunfo y la
gloria, en dueños momentáneos de una fracción del puntito. Pensemos en
las interminables crueldades infligidas por los habitantes de un rincón de
ese pixel a los moradores de algún otro rincón, en tantos malentendidos, en
la avidez por matarse unos a otros, en el fervor de sus odios.
Nuestros posicionamientos, la importancia que nos auto atribuimos,
nuestra errónea creencia de que ocupamos una posición privilegiada en el
universo son puestos en tela de
juicio por ese pequeño punto de
pálida luz. Nuestro planeta no es
más que una solitaria mota de
polvo en la gran envoltura de la
oscuridad cósmica. Y en nuestra
oscuridad, en medio de esa
inmensidad, no hay ningún indicio
de que vaya a llegar ayuda de
algún lugar capaz de salvarnos de
nosotros mismos. El Sol visto por el objetivo gran angular de la
La Tierra es el único mundo cámara Voyager 1 con su filtro más oscuro y
el mínimo tiempo posible de exposición
hasta hoy conocido que alberga (0,005 segundos). Desde más allá del
vida. No existe otro lugar adonde planeta más exterior el tamaño del Sol es
pueda emigrar nuestra especie, al solamente de 1/40 en comparación con su
tamaño desde la Tierra. Pero todavía es casi
menos en un futuro próximo. Sí es ocho millones de veces más brillante que
posible visitar otros mundos, pero Sirio, la estrella más brillante de nuestro
cielo. Cedida por JPL/NASA.
no lo es establecernos en ellos. Nos
guste o no, la Tierra es por el momento nuestro único hábitat.
Se ha dicho en ocasiones que la astronomía es una experiencia
humillante y que imprime carácter. Quizá no haya mejor demostración de la
locura de la vanidad humana que esa imagen a distancia de nuestro
minúsculo mundo. En mi opinión, subraya nuestra responsabilidad en
cuanto a que debemos tratarnos mejor unos a otros, y preservar y amar
nuestro punto azul pálido, el único hogar que conocemos.
Las estrellas salen y se ponen a nuestro alrededor, apoyando la creencia de que la Tierra
se haya en el centro del universo. Con este periodo de exposición se ve el centro de la Vía
Láctea en la constelación Sagitario. Cada estrella es un Sol. Existen aproximadamente
cuatrocientos mil millones de ellos en la Vía Láctea.
Fotografía de Frank Zullo, Superstition Mountains, Arizona. Copyright © Frank Zullo, 1987.
Capítulo 2
ABERRACIONES DE LA LUZ
Si la Humanidad fuera borrada del mundo, el resto parecería estar fuera de lugar, sin
ningún sentido ni finalidad… y no conducir a nada.
Las ingentes distancias que median hasta las estrellas y las galaxias son
responsables de que en el espacio todo lo veamos en el pasado, y que
incluso percibamos algunos cuerpos celestes tal como eran antes de la
formación de la Tierra. Los telescopios son en realidad máquinas del
tiempo. Mucho tiempo atrás, cuando una galaxia primitiva empezaba a
verter luz a la oscuridad que la envolvía, ningún testigo podía saber que,
miles de millones de años después, unos cuantos pedazos remotos de roca y
metal, hielo y moléculas orgánicas acabarían por juntarse para formar un
lugar llamado Tierra; o que la vida nacería y evolucionaría hasta dar seres
pensantes que, un buen día, tomarían un fragmento de esa luz galáctica y
tratarían de averiguar qué era lo que la había colocado en su camino.
Y cuando la Tierra muera, dentro de unos cinco mil millones de años,
cuando haya quedado reducida a cenizas o haya sido tal vez engullida por el
Sol, surgirán otros mundos, estrellas y galaxias que nada sabrán de un lugar
llamado en su día la Tierra.
Un filósofo afirmó que conocía el secreto… Examinó a los dos extranjeros celestiales
de la cabeza a los pies y les espetó en plena cara que sus personas, sus mundos, sus
soles y sus estrellas fueron creados únicamente para el uso de los hombres. Ante tal
afirmación, nuestros dos viajeros se dejaron caer uno contra otro, tomados por un
ataque de… risa incontrolable.
La galaxia Vía Láctea vista con luz infrarroja desde el exterior de la atmósfera de la Tierra.
Los brazos en espiral, de los que forma parte nuestro Sol, aparecen de perfil (porque el Sol
está situado cerca del plano de nuestra galaxia). Nos hallamos a casi treinta mil años luz
de su centro. Imagen tomada por COBE, cedida por NASA.
Dichas pruebas también deberían haber sido fabricadas por una deidad
engañosa y maléfica, a menos que el mundo sea mucho más antiguo de lo
que los literalistas de la religión judeocristiano-islámica suponen.
Naturalmente, este problema no es tal para las muchas personas religiosas
que manejan la Biblia y el Corán como guías históricas y morales y
literatura sagrada, pero que reconocen que la perspectiva de dichas
Escrituras en el mundo natural refleja lo rudimentario de la ciencia en la
época en que fueron escritas.
Antes de que surgiera la Tierra transcurrió mucho tiempo. Y mucho
tiempo transcurrirá antes de que se destruya. Es necesario efectuar una
distinción entre la edad de la Tierra (alrededor de 4500 millones de años) y
la edad del universo (unos quince mil millones de años desde el big bang).
Del inmenso intervalo de tiempo entre el origen del universo y nuestra
época, dos tercios se habían agotado con anterioridad a la formación de la
Tierra. Algunas estrellas y sistemas planetarios son miles de millones de
años más jóvenes, otros, miles de millones de años más viejos. Sin embargo
en el Génesis, capítulo 1, versículo 1, el universo y la Tierra son creados el
mismo día. La tradición hinduista-budista-jainista tiende a no confundir
ambos acontecimientos.
Por lo que respecta a los seres humanos, somos recién llegados,
aparecidos en el último instante del tiempo cósmico. La historia del
universo hasta hoy había transcurrido en un 99,998% antes de que nuestra
especie entrara en escena. Durante esa enorme extensión de eones no
habríamos podido asumir ninguna responsabilidad especial sobre nuestro
planeta, o nuestra vida o cualquier otra cosa. No estábamos aquí.
De acuerdo. Pero si no podemos encontrar nada especial acerca de
nuestra posición o de nuestra época, quizá nuestro movimiento tenga algo
especial. Newton y los demás físicos clásicos sostenían que la velocidad de
la Tierra en el espacio constituía «un marco privilegiado de referencia». Así
lo llamaron. Albert Einstein, un agudo crítico del prejuicio y el privilegio
durante toda su vida, consideró esta física «absoluta» el remanente de un
chauvinismo terrestre cada vez más desacreditado. En su opinión, las leyes
de la Naturaleza deben ser las mismas independientemente de la velocidad
o el punto de referencia del observador. Tomando esta máxima como base
de partida, desarrolló la teoría especial de la relatividad. Sus consecuencias
son extravagantes, violan la intuición y contradicen en gran medida el
sentido común, pero solamente a velocidades muy elevadas. Observaciones
rigurosas y repetidas demuestran que esta justamente celebrada teoría
constituye una descripción precisa de cómo está constituido el mundo. Las
intuiciones de nuestro sentido común pueden ser erróneas. Nuestras
preferencias no cuentan. No vivimos en un marco privilegiado de
referencia.
Una consecuencia de la relatividad especial es la dilatación del tiempo,
la deceleración del tiempo a medida que el observador se aproxima a la
velocidad de la luz. Todavía hay quien opina que la dilatación del tiempo se
da en relojes y partículas elementales y, presumiblemente, en ritmos
circadianos y otros ritmos en plantas, animales y microbios, pero no en los
relojes biológicos humanos. A nuestra especie le ha sido otorgada, se
sugiere, una inmunidad especial frente a las leyes de la Naturaleza, la cual
debe, en consecuencia, ser capaz de distinguir entre conjuntos de materia
que las merecen y otros que no las merecen. (De hecho, la prueba que
aportó Einstein de la relatividad especial no admite tales distinciones). La
idea de que los seres humanos constituyen excepciones a la relatividad
parece otra encarnación de la noción de la creación especial.
De acuerdo. Pero aunque nuestra posición, nuestra edad, nuestro
movimiento y nuestro mundo no sean únicos, quizá nosotros lo seamos.
Nosotros somos distintos de los demás animales, Hemos sido creados de
forma especial, la devoción particular del Creador del universo queda
patente en nosotros. Esta postura fue apasionadamente defendida en el
ámbito religioso y en otros. No obstante, a mediados del siglo XIX Charles
Darwin demostró de manera convincente cómo una especie puede
evolucionar hasta dar lugar a otra mediante procesos enteramente naturales,
que llegan a rebajarse hasta la despiadada tarea de la Naturaleza de salvar
las herencias que funcionan y descartar las que no lo hacen. «En su
arrogancia, el hombre se considera una obra grandiosa, digna de la
intervención de una deidad —escribió telegráficamente Darwin en su
cuaderno de notas—. Es más humilde y, en mi opinión, más cierto
considerarle creado a partir de los animales». Las íntimas y profundas
conexiones de la especie humana con otras formas de vida sobre la Tierra
han sido irrebatiblemente demostradas a fines del siglo XX por la nueva
disciplina científica de la biología molecular.
EN CADA ÉPOCA los chauvinismos autocomplacientes son puestos en tela de
juicio en ámbitos distintos del debate científico; en este siglo, por ejemplo,
ello ha ocurrido a raíz de diversas tentativas por comprender la naturaleza
de la sexualidad humana, la existencia de la mente inconsciente y el hecho
de que muchos trastornos psiquiátricos y «defectos» del carácter humano
tienen un origen molecular. Pero, aun así:
De acuerdo. Pero incluso si estamos íntimamente relacionados con
algunos de los demás animales, somos diferentes —no sólo en rango, sino
en género— en lo que realmente interesa: raciocinio, autoconciencia,
fabricación de herramientas, ética, altruismo, religión, lenguaje, nobleza
de carácter. Si bien es cierto que los seres humanos, al igual que todos los
animales, poseen características que los diferencian —de otro modo, ¿cómo
podríamos distinguir una especie de otra?—, la singularidad humana se ha
exagerado, en ocasiones enormemente. Los chimpancés razonan, son
autoconscientes, fabrican herramientas, demuestran devoción, etcétera.
Chimpancés y seres humanos tienen un 99,6% de sus genes activos en
común. (Ann Druyan y yo examinamos esta evidencia en nuestro libro
Sombras de antepasados olvidados).
En la cultura popular se esgrime también la postura contraria, aunque
también viene condicionada por el chauvinismo humano (y por un fracaso
de la imaginación): los cuentos y dibujos animados infantiles presentan a
los animales vestidos, viviendo en casas, comiendo con cuchillo y tenedor y
hablando. Los tres ositos duermen en camas. La lechuza y el gatito salen a
la mar en una bonita barca de color verde. La mamá dinosaurio mima a sus
pequeños. Los pelícanos reparten el correo. Los perros conducen coches.
Un gusano atrapa a un ladrón. Los animales domésticos llevan nombres
humanos. Muñecas, cascanueces, tazas y platitos bailan y expresan
opiniones. El plato se escapa con la cuchara. En la serie Thomas the Tank
Engine aparecen incluso locomotoras y vagones de tren antropomórficos,
exquisitamente diseñados. No importa lo que pensemos al respecto,
tenemos tendencia a investirlo todo, animado o inanimado, con rasgos
humanos. No podemos evitarlo. Las imágenes acuden de inmediato a
nuestra mente. Es evidente que a los niños les encanta.
Cuando hablamos de la «ira» del cielo, la «agitación» del mar, la
«resistencia» de los diamantes a ser tallados, la «atracción» que ejerce la
Tierra sobre un asteroide cercano o la «excitación» de un átomo, de nuevo
pensamos en una especie de visión animista del mundo. Estamos
atribuyendo existencia real a objetos inertes. Algún nivel primitivo de
nuestro pensamiento dota a la Naturaleza inanimada de vida, pasiones y
premeditación.
La noción de que la Tierra tiene espíritu propio se ha desarrollado
últimamente bajo los auspicios de la hipótesis de la «Gaia». No obstante,
era una creencia común, tanto entre los antiguos griegos como entre los
cristianos primitivos. Orígenes se preguntaba si «la Tierra es también, de
acuerdo con su propia naturaleza, responsable de algún pecado». Muchos
de los estudiosos antiguos pensaban que las estrellas estaban vivas, y esa
era, asimismo, la postura de Orígenes, de san Ambrosio (el mentor de san
Agustín) e incluso, de una forma más cualificada, de santo Tomás de
Aquino. La postura filosófica de los estoicos acerca de la naturaleza del Sol
fue resumida por Cicerón en el siglo I a. J.C.: «Puesto que el Sol se parece a
los fuegos contenidos en los cuerpos de las criaturas vivientes, el Sol
también debe de estar vivo».
Existen algunas evidencias de que, en general, las actitudes animistas se
están extendiendo en los últimos tiempos. En un estudio americano de
1954, el 75% de las personas encuestadas estaban dispuestas a afirmar que
el Sol no tiene vida; en 1989, en cambio, solamente el 30% de los
interrogados apoyaban tan arriesgada afirmación. A la pregunta de si una
rueda de automóvil podía sentir, un 90% respondieron en sentido negativo
en 1954, pero ese porcentaje bajó a un 73% en 1989.
Reconocemos en ello una disminución —bastante seria en algunas
circunstancias— de nuestra habilidad para comprender el mundo. De forma
característica, nos guste o no, parecemos abocados a proyectar nuestra
propia naturaleza sobre la Naturaleza. Si bien ello puede tener como
consecuencia una seria distorsión en nuestra visión del mundo, conlleva una
gran virtud: la proyección es una premisa esencial para la compasión.
De acuerdo, quizá no seamos gran cosa, puede que estemos
humillantemente emparentados con los simios, pero por lo menos somos lo
mejor que existe. Exceptuando a Dios y a los ángeles, somos los únicos
seres inteligentes del universo. Un corresponsal me escribe lo siguiente:
«Estoy tan seguro de esto como de que estoy vivo. No existe vida
consciente en ninguna otra parte del universo». Sin embargo, en parte
gracias a la influencia de la ciencia y de la ciencia ficción, hoy la mayoría
de la gente, al menos en Estados Unidos, rechaza tal afirmación por razones
que, en esencia, estableció el filósofo griego antiguo Crisipo: «Para todo ser
humano, pensar que en todo el mundo no hay nada superior a él supondría
un acto de insana arrogancia».
Pero el hecho es que hasta ahora no hemos encontrado vida
extraterrestre. Cierto que nos hallamos en las primeras fases de búsqueda.
La cuestión está todavía completamente abierta. Si yo tuviera que aventurar
una opinión —especialmente teniendo en cuenta nuestra larga secuencia de
fracasados chauvinismos—, diría que el universo está repleto de seres
mucho más inteligentes, mucho más avanzados que nosotros. Naturalmente,
podría equivocarme. Esta conclusión, en el mejor de los casos, está basada
en un razonamiento de verosimilitud, derivado del número de planetas, de
la ubicuidad de la materia orgánica, de las inmensas cantidades de tiempo
disponibles para la evolución, etcétera. No se trata de una demostración
científica. Este problema se cuenta entre los más fascinantes de toda la
ciencia. Tal como describe este libro, estamos empezando a desarrollar las
herramientas necesarias para abordarlo con seriedad.
¿Y qué hay del tema de si somos capaces de crear intelectos más
perfectos que el nuestro? Los ordenadores solucionan rutinariamente
problemas matemáticos que un ser humano no es capaz de afrontar sin
ayuda, crean campeones mundiales en el juego de las damas y grandes
maestros de ajedrez, hablan y comprenden el inglés y otros idiomas,
escriben relatos y composiciones musicales presentables, aprenden de sus
errores y pilotan de manera competente barcos, aviones y naves espaciales.
Sus habilidades progresan constantemente. Cada vez son más pequeños,
más rápidos y más baratos. Todos los años la marea del progreso científico
gana terreno a las playas de la isla de la singularidad del intelecto humano,
con sus náufragos fortificados. Si en un estadio tan temprano de nuestra
evolución tecnológica hemos sido capaces de llegar tan lejos a la hora de
crear inteligencia a partir de metal y silicona, ¿qué no será posible en las
décadas y siglos por venir? ¿Qué ocurre cuando máquinas ingeniosas son
capaces de fabricar máquinas aún más ingeniosas?
La galaxia espiral barrada NGC 1365. Fotografía de David Malin, cedida por Anglo-
Australian Observatory.
Hay algo sorprendentemente obtuso en la formulación del Principio
Antrópico. En efecto, solamente determinadas leyes y constantes de la
Naturaleza son compatibles con nuestra clase de vida. Pero, en esencia, son
necesarias las mismas leyes y constantes para formar una roca. Así pues,
¿por qué no hablar de un universo diseñado para que, al cabo del tiempo,
puedan llegar a existir las rocas, y de principios líticos débiles y fuertes? Si
las piedras pudieran filosofar, supongo que los principios líticos serían
considerados el no va más de la intelectualidad.
Y, finalmente, aunque el universo hubiera sido creado
intencionadamente para dar lugar a la emergencia de seres vivientes o
inteligentes, puede haberlos en incontables mundos. De ser así, constituiría
un consuelo de tontos para antropocentristas pensar que habitamos uno de
los pocos universos que permiten la vida y la inteligencia.
Hoy en día se están formulando modelos cosmológicos en los que ni
siquiera el conjunto del universo es considerado algo especial. Andrei
Linde, en otros tiempos en el Instituto Físico Lebedev, en Moscú, y que
actualmente trabaja en la Universidad de Stanford, ha incorporado la
interpretación común de las fuerzas nucleares fuertes y débiles a un nuevo
modelo cosmológico. Linde imagina un cosmos vastísimo, más grande que
nuestro universo —quizá extendiéndose hasta el infinito, tanto en el espacio
como en el tiempo—, no los despreciables quince mil millones de años luz
de radio y los quince mil millones de años de edad que se le atribuyen por
norma general. En ese cosmos existe, como en el nuestro, una especie de
espuma cuántica en la que por todas partes se forman, reforman y disipan
unas estructuras minúsculas, mucho más pequeñas que un electrón; en
dicho cosmos, como aquí, las fluctuaciones en un espacio completamente
vacío crean pares de partículas elementales, un electrón y un positrón, por
ejemplo. En el seno de esa espuma de burbujas de cuanto, la gran mayoría
de ellas permanecen en un estadio submicroscópico. No obstante, una
ínfima fracción de las mismas se infla, crece y adquiere una universalidad
respetable. Pero se encuentran tan lejos de nosotros —mucho más alejadas
que los quince mil millones de años luz que constituyen la escala
convencional de nuestro universo— que, si existen, resultan completamente
inaccesibles e indetectables.
Muchos de esos otros universos alcanzan un tamaño máximo y luego se
colapsan, se contraen hasta quedar reducidos a un punto y luego
desaparecen para siempre. Otros pueden oscilar. Y aun hay otros que
pueden expandirse sin límite. En universos distintos habrá leyes de la
Naturaleza diferentes. Nosotros vivimos, argumenta Linde, en uno de esos
universos, un universo donde la física es compatible con crecimiento,
inflamiento, expansión, galaxias, estrellas, mundos, vida. Imaginamos que
nuestro universo es único, pero no es más que uno entre un número
inmenso —quizá infinito— de universos igualmente válidos, igualmente
independientes, igualmente aislados. En algunos habrá vida, en otros no. De
acuerdo con esta visión[7], el universo observable no es más que un confín
recién formado de un cosmos mucho más vasto, infinitamente viejo y
enteramente inobservable. Si algo de eso es cierto, incluso nuestro orgullo
residual —descolorido como debe de estar— de vivir en el único universo
existente nos es negado.
Puede que algún día, a despecho de la evidencia común, llegue a
diseñarse un medio para penetrar en universos adyacentes, con unas leyes
de la naturaleza muy diferentes, y entonces veremos qué otras cosas son
posibles. O quizá habitantes de dichos universos puedan llegar a alcanzar el
nuestro. Naturalmente, con este tipo de especulaciones hemos transgredido
ampliamente los límites del conocimiento. Pero si algo parecido al cosmos
de Linde es cierto, sorprendentemente nos aguarda todavía otra
desprovincialización devastadora.
Nuestros poderes se hallan lejos de ser los apropiados para crear
universos en un futuro próximo. Las ideas del principio antrópico fuerte no
pueden ser demostradas (si bien la cosmología de Linde sí contiene algunos
rasgos demostrables). Dejando aparte la vida extraterrestre, si las
pretensiones autocomplacientes de centralidad se han atrincherado hoy en
bastiones empíricamente impenetrables, entonces toda la secuencia de
batallas científicas contra el chauvinismo humano parece, al menos en gran
medida, ganada.
LA ANTIGUA VISION, tal como la resume el filósofo Immanuel Kant, de que
«sin el hombre… toda la Creación no sería más que un desierto, un acto en
vano que no tendría finalidad última», se revela como un disparate de
autoindulgencia. Un Principio de Mediocridad parece aplicable a todas
nuestras circunstancias. No podíamos saber de antemano que la evidencia
se revelaría, de forma tan repetida y convincente, incompatible con la
noción de que los seres humanos ocupamos un lugar central en el universo.
Pero hoy la mayoría de los debates se han decantado decisivamente en
favor de una postura que, aunque nos resulte penosa de aceptar, puede
resumirse en una sola frase: no nos ha sido otorgado el papel principal en el
drama cósmico.
Quizá se lo hayan dado a otros. Tal vez a nadie. En cualquier caso,
tenemos buenas razones para ser humildes.
La fábrica del espacio, acuarela de Greg Mont. El universo contemplado como un regalo
inesperado.
Capítulo 4
EL UNIVERSO NO SE HIZO
PARA NOSOTROS
El Mar de la Fe estuvo también, en su día, lleno hasta los topes, y se mecía a lo largo de
la orilla terrestre como los pliegues de una brillante banda ondulada. Pero ahora oigo
solamente su largo, melancólico y lejano rugido, al retirarse en pos del aliento del
viento nocturno, al descender por los vastos márgenes del mundo lóbregos y desnudos
guijarros.
Galileo respondió:
Se condena la doctrina que postula que la Tierra se mueve y el Sol está fijo, porque las
Escrituras mencionan en muchos pasajes que el Sol se mueve y la Tierra permanece fija…
Afirman los piadosos que las Escrituras no pueden mentir. Pero nadie negará que con
frecuencia son abstrusas y su verdadero significado difícil de comprender; su importancia va
más allá de las meras palabras. Opino que, en la discusión de los problemas naturales, no
deberíamos empezar por las Escrituras, sino por los experimentos y las demostraciones.
Viajaron durante largo tiempo y no hallaron nada. A lo lejos distinguieron una tenue
luz, que era la Tierra… Pero no pudieron encontrar la más mínima razón para sospechar
que nosotros y nuestros congéneres sobre este globo tenemos el honor de existir.
La Tierra desde la nave Galileo. No hay indicio de vida. Cedida por JPL/NASA.
La Tierra, con luz solar visible reflejada, observada desde el espacio. Se percibe
claramente el este de África, la cuna de la especia humana, pero con este grado de
resolución no se detectan señales de vida. Imagen del Meteosat, cedida por la Agencia
Espacial Europea (ESA).
París. La imagen aparece diseccionada por el sinuoso río Sena. Se perciben claramente
tres aeropuertos. Observando con mayor detenimiento se detectan multitud de puentes que
cruzan el Sena, así como las calles principales. El Arco de Triunfo se encuentra en mitad
de la imagen, en la parte izquierda, y es a su vez el centro del que parten las avenidas
radiales, incluyendo los Campos Eliseos. Copyright © CNES, 1994, proporcionada por
SPOT Image Corporation.
Washington D.C. a un resolución aún mayor. En el centro de la imagen se reconoce el
Capitolio, rodeado de vegetación (en color rojo falso), del cual parten numerosas calles
radiales. Cerca de los puentes que cruzan el Potomac (centro) se percibe entre muchas
líneas rectas, cuadrados y rectángulos, un pentágono. Copyright © CNES, 1994,
proporcionada por SPOT Image Corporation.
Todas las imágenes que hemos tomado hasta el momento son con luz
solar reflejada, es decir, en la cara diurna del planeta. Pero un hecho
extraordinariamente interesante se pone de manifiesto cuando
fotografiamos la Tierra durante la noche: el planeta está iluminado. La
región más luminosa, cerca del círculo polar ártico, se halla iluminada por
la aurora boreal, que no es generada por la vida, sino por electrones y
protones procedentes del Sol, atraídos por el campo magnético de la Tierra.
El resto de lo que vemos es debido a la vida. Las luces delimitan de manera
reconocible los mismos continentes que descubrimos durante el día, y
muchas se corresponden con las ciudades que ya hemos cartografiado. Las
ciudades se concentran cerca de las líneas costeras. Tienden a ser mucho
más escasas en las zonas interiores de los continentes. Puede que los
organismos dominantes necesiten desesperadamente el agua del mar (o tal
vez los barcos de navegación oceánica fueron en su día esenciales para el
comercio y la emigración).
Los que al mar descendieran en sus naves, a traficar entre sus grandes aguas; Éstos
vieron de Dios los altos hechos, sus grandes maravillas en el piélago.
LAS VISIONES DE FUTURO que transmitimos a nuestros hijos dan forma a ese
futuro. Por ello es importante cuáles son esas visiones, pues a menudo se
convierten en profecías de autorrealización. Los sueños son como mapas.
No considero irresponsable que se esbocen los más temibles escenarios
de futuro; si queremos evitarlos, debemos comprender que son posibles.
Pero ¿dónde están las alternativas? ¿Dónde quedan los sueños que deben
motivarnos e inspirarnos? Ansiamos mapas realistas de un mundo que
podamos legar con orgullo a nuestros hijos. ¿Dónde permanecen los
cartógrafos de la finalidad humana? ¿Dónde se ocultan las visiones de
futuros esperanzadores, la concepción de la tecnología como instrumento en
favor del progreso humano y no como arma apuntando a nuestras cabezas?
La NASA, en su forma normal de hacer negocios, ofrece una visión.
Pero en cambio, a finales de los ´80 y principios de los ´90, muchas
personas vieron el programa espacial de EE.UU. como una sucesión de
catástrofes; siete valientes estadounidenses murieron en una misión que
tenía como principal función la de poner un satélite de comunicaciones que
podría haberse lanzado a un costo menor sin poner en riesgo a nadie, un
telescopio de mil millones de dólares enviado con un mal caso de miopía,
una nave espacial a Júpiter, cuya principal antena —esencial para devolver
datos a la Tierra— no se despliega; una sonda perdida cuando estaba a
punto de entrar en órbita de Marte. Algunas personas tiemblan cada vez que
la NASA describe como exploración el envío de una pocos astronautas 200
millas hacia arriba en una pequeña cápsula que describe incesantemente
círculos alrededor de la Tierra y no va a ninguna parte. En comparación con
los brillantes logros de misiones robóticas, es sorprendente la poca
frecuencia con que descubrimientos científicos fundamentales surgen de las
misiones tripuladas. A excepción de la reparación de satélites ineptamente
fabricados o que han fallado, o el lanzamiento de un satélite que podría
haber sido enviado en un lanzador no tripulado, el programa tripulado,
desde la década de 1970, parecía incapaz de generar logros proporcionales
al costo. Otros vieron a la NASA como un pretexto de planes grandiosos
para poner armas en el espacio, a pesar de que un arma en órbita es en
muchos casos un blanco fácil. Y la NASA mostró síntomas de estar
envejecida, arteriosclerótica, excesivamente precavida y burocrática, poco
audaz. La tendencia tal vez esté empezando a revertirse.
Pero estas críticas —muchos de ellas ciertamente válidas— no deben
hacernos olvidar los triunfos de la NASA en el mismo período: la primera
exploración de los sistemas de Urano y Neptuno, la reparación en órbita del
telescopio espacial Hubble, la prueba de que la existencia de las galaxias es
compatible con el Big Bang, las primeras observaciones cercanas de
asteroides, el cartografiado de Venus de polo a polo, el seguimiento de la
reducción de la capa de ozono, la demostración de la existencia de un
agujero negro con la masa de mil millones de soles en el centro de una
galaxia cercana, y un compromiso histórico con los esfuerzos conjuntos en
el espacio por parte EE.UU. y Rusia.
Las implicaciones del programa espacial son de largo alcance,
visionarias, e incluso revolucionarias. Satélites de comunicaciones que
enlazan el planeta, son fundamentales para la economía global, y, a través
de la televisión, habitualmente nos transmiten el hecho esencial de que
vivimos en una comunidad global. Los satélites meteorológicos predicen el
clima, salvan vidas en los huracanes y tornados, y evitan muchos miles de
millones de dólares en pérdidas de cosechas cada año. Satélites militares de
reconocimiento y seguimiento de tratados hacen a las naciones y a la
civilización mundial más seguras; en un mundo con decenas de miles de
armas nucleares, tranquilizan a los fanáticos y paranoicos en todos los
lados, son herramientas esenciales para la supervivencia en un planeta
problemático e impredecible.
Satélites de observación terrestre, sobre todo una nueva generación que
pronto será desplegada, vigilan la salud del medio ambiente global: el
calentamiento por el efecto invernadero, la erosión del suelo, el
agotamiento de la capa de ozono, corrientes oceánicas, lluvia ácida, efectos
de inundaciones y sequías, y nuevos peligros que no hemos descubierto
hasta ahora. Es simple higiene planetaria.
El sistema de posicionamiento global se encuentra ahora en su lugar
para que tu localización sea radio-triangulada por varios satélites.
Sosteniendo un pequeño instrumento del tamaño de una radio moderna de
onda corta, puedes leer con gran precisión tu latitud y longitud. Ningún
avión estrellado, ningún barco en la niebla y bancos de arena, ningún
conductor en una ciudad desconocida tienen que estar perdidos de nuevo.
Satélites astronómicos fuera de la órbita de la Tierra hacen
observaciones con claridad sin igual, estudiando cuestiones que van desde
la posible existencia de planetas alrededor de estrellas cercanas, hasta el
origen y destino del Universo. Sondas planetarias exploran desde corta
distancia el magnífico conjunto de otros mundos de nuestro sistema solar,
comparando sus destinos con los nuestros.
Todas estas actividades son con miras al futuro, esperanzadoras,
emocionantes y rentables. Ninguna de ellas requiere vuelos espaciales
«tripulados». Una cuestión clave de cara al futuro de la NASA y que es
tratada en este libro es si las supuestas justificaciones de los vuelos
espaciales tripulados son coherentes y sostenibles. ¿Vale la pena el costo?
Pero primero, vamos a considerar las visiones de un futuro esperanzador
confirmadas una sonda espacial que anda entre los planetas.
VOYAGER 1 Y VOYAGER 2 son las naves que abrieron a la especie humana las
puertas del sistema solar, inaugurando un camino para las generaciones
futuras. Antes de su lanzamiento, en Agosto y Septiembre de 1977, éramos
casi completamente ignorantes en lo que se refiere a la mayor parte de la
porción planetaria del sistema solar. En los doce años siguientes ellas nos
proporcionaron la primera información detallada y fiable acerca de muchos
mundos nuevos; algunos solamente se conocían hasta entonces en forma de
discos borrosos en los oculares de los telescopios ubicados en la Tierra,
otros eran para nosotros meros puntos de luz y, de un tercer grupo, ni
siquiera se sospechaba su existencia. Todavía hoy los Voyager siguen
transmitiendo montones de datos.
Esas naves nos han enseñado muchas cosas sobre las maravillas de otros
mundos, acerca de la singularidad y fragilidad del nuestro, y también
respecto a principios y finales. Nos han dado acceso a gran parte del
sistema solar, tanto en extensión como en masa. Fueron las primeras naves
que exploraron mundos que algún día podrían ser el hogar de nuestros
descendientes remotos.
Las lanzaderas espaciales americanas de hoy son demasiado débiles
para llevar una nave espacial de estas características hasta Júpiter en unos
pocos años empleando únicamente la propulsión por cohete. Pero si somos
listos (y tenemos suerte) podemos hacerlo de otro modo: existe la
posibilidad (como hizo la nave Galileo años más tarde) de volar cerca de un
mundo y dejar que su gravedad nos impulse hasta el siguiente. Es lo que
llamamos ayuda gravitatoria. No nos cuesta más que ingenio. Es algo así
como agarrarse a una barra de un tiovivo en marcha para que nos acelere y
salgamos despedidos en una nueva dirección. La aceleración de la nave se
ve compensada por una deceleración en el movimiento orbital del planeta
alrededor del Sol. Pero, dado que el planeta es tan masivo comparado con el
vehículo espacial, su movimiento apenas sufre alteración alguna. La
velocidad que cada uno de los Voyager recibió de la gravedad de Júpiter fue
un empuje cercano a los 65.000 kilómetros por hora. El movimiento de
Júpiter alrededor del Sol sufrió, por su parte, una deceleración. ¿De cuánto?
Dentro de cinco mil millones de años, cuando nuestro Sol se convierta en
un hinchado gigante rojo, Júpiter se encontrará a un milímetro menos de
donde habría estado si el Voyager no se hubiera aproximado a él a fines del
siglo XX.
El Voyager 2 se aprovechó de una rara alineación de los planetas: la
aproximación a Júpiter le impulsó hasta Saturno, Saturno lo disparó hasta
Urano, Urano hasta Neptuno, y Neptuno hacia las estrellas. Pero esa
posibilidad no está siempre a nuestro alcance: la anterior oportunidad para
practicar este juego de billar celeste se había presentado nada menos que
durante la presidencia de Thomas Jefferson. En esa época la fase de
exploración en que nos encontrábamos no iba más allá del lomo del caballo,
las canoas y los barcos veleros. (El desarrollo del barco a vapor era la
tecnología más innovadora que nos esperaba a la vuelta de la esquina).
Una o ambas naves estudiaron cada uno de los cuatro planetas gigantes
—Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno—, así como sus anillos y sus lunas. En
Júpiter, en 1979, tuvieron que enfrentarse con una cáscara de partículas
cargadas de alta energía, mil veces más intensa de la necesaria para matar a
un ser humano; envueltas en esa gran cantidad de radiación, descubrieron
los anillos del planeta más grande, el primer volcán activo fuera de la Tierra
y un posible océano subterráneo en un mundo sin aire, entre un sinfín de
otro asombrosos descubrimientos. En Saturno, entre 1980 y 1981,
sobrevivieron a una tempestad de hielo y no hallaron sólo algunos anillos
nuevos, sino miles de ellos. Examinaron lunas heladas, misteriosamente
fundidas en un pasado comparativamente reciente, un gran mundo con un
océano putativo de hidrocarburos líquidos coronado por nubes de materia
orgánica.
El 25 de enero de 1986, el Voyager 2 penetró en el sistema de Urano y
transmitió desde allí una sucesión de maravillas. El encuentro no duró más
que unas pocas horas, pero los datos que fielmente devolvió a la Tierra han
revolucionado nuestro conocimiento del planeta aguamarina, sus quince
lunas, sus anillos negros como la noche y su cinturón de partículas cautivas,
cargadas de alta energía. El 25 de agosto de 1989 el Voyager 2 pasó a través
del sistema de Neptuno y observó, ligeramente iluminadas en la distancia
por el Sol, nubes de formas calidoscópicas y una extraña luna sobre la cual
flotaban como unas plumas de finas partículas orgánicas mecidas por un
aire sorprendentemente ligero. Y en 1992, habiendo llegado más allá del
planeta más exterior conocido, ambas naves Voyager detectaron emisiones
de radio que, según se cree, emanaban de la todavía remota heliopausa, el
lugar donde el viento solar da paso al viento estelar.
Exquisitas formaciones nubosas en Júpiter, vistas por el Voyager. Cedidas por JPL/NASA.
Júpiter visto desde la superficie de Europa. La luna que aparece a la derecha, rodeada de
una nube de gases en escape, es Ío. Algunos científicos creen que existe un océano
subterráneo de agua en Europa. Pintura de Don Davis.
Fotomosaico de una porción de la superficie de Europa vista por el Voyager. Cedido por
USGS/NASA.
Europa en un fotomosaico de alta resolución del Voyager. Cedida por USGS/NASA.
Los abundantes anillos de Saturno en color falso, enormemente exagerado, con la Tierra
colocada a escala para fines comparativos. Imagen del Voyager; cedida por S. P. Meszaros
y NASA.
Saturno en color falso, enormemente exagerado, visto por el Voyager. Cedida por
JPL/NASA.
Las nubes de Saturno en color falso, altamente exagerado. Imagen del Voyager; cedida por
JPL/NASA.
Primer plano de la Gran Mancha Roja de Júpiter en color falso, comparada en tamaño con
la Tierra. Cedida por S. P. Meszaros y NASA.
La volcánica Ío. Fotomosaico del Voyager; cedido por USGS/NASA.
Sala de operaciones de la misión en el JPL durante la fase de crucero del Voyager (con
posteridad al encuentro con Saturno). Cedida por JPL/NASA.
Última imagen del punto más cercano de encuentro. El Voyager 2, de camino hacia las
estrellas, fotografía Neptuno y su extraordinaria luna Tritón, ambos como finos crecientes.
Mimas la luna más interior de Saturno conocida antes de la misión Voyager. Los rasgos
más definidos son imágenes de alta resolución del Voyager. Los detalles más borrosos,
como el cráter Herschel, se cuentan entre los datos de menor resolución del Voyager. Las
áreas blancas nunca han sido fotografiadas y constituyen zonas todavía desconocidas.
Mapa en relieve sombreado cedido por USGS.
La luna saturniana Tetis, mapa en relieve sombreado. Los accidentes en dicho mundo
llevan en su mayor parte nombres tomados de lugares y personajes de la Odisea de
Homero. El cráter de impacto más grande es Odiseo. La sima de Ítaca casi circunnavega
este mundo. Cedido por USGS.
Encelado, una luna helada de Saturno inmersa en uno de los anillos del planeta. Nótese la
ausencia de cráteres de impacto en estas provincias, lo cual indica que la superficie de
este mundo se fundió recientemente. Nadie se explica cómo pudo ser. Mapa en relieve
sombreado de USGS.
La forma más simple de producir el tholin de Titán: Arriba, una corriente eléctrica pasa a
través de un filamento de cobre en espiral, dispuesto envolviendo un tubo de cristal a
través del cual fluye nitrógeno y metano. La descarga eléctrica resultante descompone
estos gases. Los fragmentos moleculares se recombinan posteriormente para formar
materiales más complejos. Abajo, una vez terminado el experimento, las zonas de más
intensa electrificación durante el mismo aparecen recubiertas en mayor medida por la capa
sólida marrón que llamamos tholin de Titán. Resultados similares se obtienen con fuentes
más elaboradas de electrones energéticos. Experimentos a cargo de Bishun N. Khare y el
autor, Laboratorio de Estudios Planetarios, Universidad de Cornell.
Un mundo enmascarado: Titán visto en primer plano por el Voyager 1. No pudo hallarse
ninguna abertura en la capa de niebla de gran altura. La naturaleza de la superficie
permanece en el misterio. Cedida por JPL/NASA.
Capas de niebla desgajadas (aquí en azul) por encima del nivel principal de niebla. Su
composición nos resulta desconocida. Cedida por JPL/NASA.
Otra de las lunas de Saturno: el hemisferio posterior de Dione. Imagen del Voyager; cedida
por JPL/NASA.
En Toulouse, Duane O. Muhleman, del Instituto de Tecnología de
California, nos describió la difícil proeza técnica de transmitir una
secuencia de pulsos de radio desde un radiotelescopio en el desierto
Mojave, en California, con el objeto de que alcancen Titán, penetren a
través de la capa de niebla y nubes hasta su superficie, sean reflejadas de
vuelta al espacio y luego regresen a la Tierra. Una vez de vuelta, la
debilitada señal es recogida por una serie de radiotelescopios cerca de
Socorro, Nuevo México. Estupendo. Si Titán posee una superficie de hielo
o de roca, un pulso de radar rebotado de su superficie debería ser detectable
en la Tierra. Pero si Titán estuviera cubierto de océanos de hidrocarburos,
Muhleman no captaría nada: los hidrocarburos líquidos son negros a estas
ondas de radio y no habrían devuelto ningún eco a la Tierra. De hecho, el
sistema de radar gigante de Muhleman capta una reflexión cuando ciertas
longitudes de Titán miran hacia la Tierra, en tanto que no lo hace en otras
longitudes. Podríamos concluir, en ese caso, que Titán posee océanos y
continentes, y que debe de ser un continente el que ha reflejado las señales
de vuelta a la Tierra. Pero si Titán es en este aspecto igual que la Tierra —
para determinados meridianos (pongamos a través de Europa y África)
principalmente continente y para otros (a través del Pacífico central, por
poner un ejemplo) principalmente océano—, entonces se plantea otro
problema.
La órbita de Titán alrededor de Saturno no es un círculo perfecto. Es
notablemente achatada, o elíptica. Sin embargo, si Titán poseyera amplios
océanos, el planeta gigante Saturno, alrededor del cual órbita, levantaría en
Titán mareas sustanciales, y la fricción resultante de la marea daría forma
circular a la órbita de Titán en un periodo de tiempo mucho menor a la edad
del sistema solar.
En un informe científico de 1982 titulado La marea en los océanos de
Titán, Stanley Dermott, actualmente en la Universidad de Florida, y yo
argumentamos que, por esta razón, Titán debe de ser o bien un mundo todo
océano o bien un mundo todo continente. De otro modo la fricción de la
marea en lugares donde el océano es poco profundo habría pasado su
factura. Tal vez pudiera haber lagos e islas, pero nada más, y Titán tendría
una órbita muy diferente de la que vemos.
Así pues, tenemos tres argumentos científicos: uno llega a la conclusión
de que este mundo está prácticamente cubierto de océanos de
hidrocarburos; otro sostiene que es una mezcla de continentes y océanos, y
el tercero nos obliga a elegir entre unos u otros, aduciendo que Titán no
puede tener amplios océanos y vastos continentes a la vez. Será interesante
descubrir cuál es la respuesta definitiva.
Lo que acabo de referir es una
especie de informe del progreso
científico. Mañana mismo puede
producirse un nuevo hallazgo que
aclare estos misterios y
contradicciones. Tal vez haya
algún error en los resultados del
radar de Muhleman, aunque es
difícil saber de cuál podría tratarse:
su sistema le dice que está viendo
Titán cuando éste se halla más
cerca, cuando efectivamente
debería estar viendo Titán. Puede
que exista algún fallo en nuestros Japeto vista desde el Voyager. Imagen en
negativo cedida por USGS/NASA.
cálculos sobre la evolución de las
mareas sobre la órbita de Titán, pero hasta ahora nadie ha sido capaz de
encontrar ningún error. Y es difícil imaginar cómo podría evitar el etano
condensarse en la superficie de Titán.
Quizá, a pesar de las bajas temperaturas, a lo largo de billones de años
se ha producido un cambio en la química; o puede que alguna combinación
de cometas impactando del cielo y volcanes u otros eventos tectónicos,
ayudados por los rayos cósmicos, sean capaces de congelar los
hidrocarburos líquidos, convirtiéndolos en algún sólido orgánico complejo
que refleje las ondas de radio de vuelta al espacio. O podría ser también que
algo reflectivo a las ondas de radio flote en la superficie del océano. No
obstante, los hidrocarburos líquidos son de muy baja densidad: cualquier
sólido orgánico conocido, a menos que sea extremadamente espumoso, se
hundiría como una piedra en los mares de Titán.
Concepción artística de la superficie de Japeto, un extraño mundo de hielo y materia
orgánica compleja, en una órbita exterior a Titán. Saturno se vislumbra en su cielo. Pintura
de Ron Miller.
El vehículo de aterrizaje Huygens penetra en la neblina de Titán con su paracaidas
desplegado, en el momento en que se produce la separación de su escudo de ablación.
Pintura cedida por Hamid Hassan, ESA.
La nave espacial Cassini, en primer plano —en misión de reconocimiento de Saturno, sus
anillos, su atmósfera magnética y sus lunas—, lanza la sonda Huygens hacia Titán, abajo,
a la izquierda. Pintura cedida por JPL/NASA.
Miranda, el satélite de Urano, tal vez la luna más extraña del sistema solar. Fotomosaico
del Voyager; cedido por USGS/NASA.
Capítulo 8
Le imploro, ¿no esperará, acaso, ser capaz de aducir las razones para explicar el número
de planetas? Esa preocupación ha sido ya resuelta…
JOHANNES KEPLER,
Epítome de astronomía copernicana, vol. 4 (1621)
Urano con sus cinco lunas más grandes. Fotomontaje del Voyager 2 en su encuentro
exterior de enero de 1986. De derecha a izquierda: Titania, Miranda, Oberón, Umbriel y (a
la izquierda, en primer plano) Ariel. Cedida por JPL/NASA.
Esta agrupación de siete dioses, siete días y siete mundos —el Sol, la
Luna y los cinco planetas itinerantes— se introdujo de forma generalizada
en la percepción de la gente. El número siete empezó a adquirir
connotaciones sobrenaturales. Había siete «cielos», las esferas transparentes
centradas en la Tierra que, se suponía, inducían el movimiento de esos
mundos. El más exterior, el séptimo cielo, era donde se suponía que residían
las estrellas «fijas». Están también los siete días de la Creación (si
incluimos el día en que Dios descansó), los siete orificios de la cabeza, las
siete virtudes, los siete pecados capitales, los siete demonios maléficos del
mito sumerio, las siete vocales del alfabeto griego (cada una asociada a un
dios planetario), los siete gobernadores del destino en la tradición
hermética, los siete grandes libros del maniqueísmo, los siete sacramentos,
los siete sabios de la Antigua Grecia y los siete «cuerpos» de la alquimia
(oro, plata, hierro, mercurio, plomo, estaño y cobre; el oro asociado con el
Sol, la plata con la Luna, el hierro con Marte, etc.). El séptimo hijo de un
séptimo hijo está dotado de poderes sobrenaturales. El siete es un número
de la «suerte». En el Apocalipsis del Nuevo Testamento se abren siete sellos
que lacran un rollo de papiro, se tocan siete trompetas, se llenan siete copas.
San Agustín argumenta confusamente en favor de la importancia mística del
siete alegando que el tres «es el primer número impar» (¿y qué pasa con el
uno?) y el «cuatro es el primer número par» (¿y qué pasa con el dos?), y
«con ambos… se compone el siete». Etcétera, etcétera. En nuestros días
persisten estas asociaciones.
Proyección del polo sur de Titania, otra de las lunas de Urano. Mapa en relieve sombreado
de USGS.
Proyección del polo sur de Oberón, otra de las lunas de Urano. Los cráteres de Oberón han
sido bautizados con nombres de héroes de las obras de Shakespeare. Mapa en relieve
sombreado de USGS.
Primer plano de los anillos de Urano en color falso. Las nueve líneas más claras (en grupos
—contando desde la derecha— de tres, dos, tres y uno) corresponden a los nueve anillos
conocidos. Las líneas de fondo en colores pastel son producto del aumento de la
computadora. El más marcado o anillo épsilon, a la izquierda, es de un color neutro,
mientras que los ocho restantes muestran diferencias reales de color, si bien esta imagen
aparecen altamente exagerados. A diferencia de los anillos de Saturno, los de Urano son
muy oscuros y se cree que están formados de materia orgánica procesada por la radiación.
Cedida por JPL/NASA.
LA REVOLUCIÓN EN NUESTRA COMPRENSIÓN del sistema de Urano —el
planeta, sus anillos y sus lunas— se inició el 24 de enero de 1986. Ese día,
tras un viaje de ocho años y medio, la nave espacial Voyager 2 llegó muy
cerca de Miranda y acertó en el blanco de la diana. Entonces la gravedad de
Urano lo impulsó hasta Neptuno. La nave transmitió 4300 primeros planos
del sistema de Urano y gran profusión de otros datos.
Se descubrió que Urano está rodeado por un cinturón de radiación
intensa, electrones y protones cautivos en el campo magnético del planeta.
El Voyager voló a través de dicho cinturón, midiendo a su paso el campo
magnético y las partículas cargadas atrapadas. Asimismo, detectó —con
timbres, armonías y matices cambiantes, pero fundamentalmente en
fortissimo— una cacofonía de ondas de radio generadas por las partículas
cautivas en movimiento. Algo similar fue hallado en Júpiter y Saturno, y se
encontraría más tarde en Neptuno, aunque siempre con un tema y
contrapunto característicos de cada mundo.
En la Tierra, los polos magnéticos y geográficos se hallan bastante
cercanos. En Urano, en cambio, el eje magnético y el eje de rotación
presentan unos sesenta grados de separación entre sí. Nadie hasta el
momento ha logrado explicarse el porqué: hay quien sugiere que estamos
tomando a Urano con una inversión de sus polos magnéticos norte y sur, al
igual que ocurre periódicamente en la Tierra. Otros proponen que también
eso es producto de esa extraordinaria colisión de la antigüedad que volteó al
planeta. Pero no lo sabemos.
Urano emite mucha más luz ultravioleta de la que recibe del Sol,
generada probablemente por las partículas cargadas que escapan de la
magnetosfera y chocan contra las capas altas de la atmósfera. Desde alguna
posición en el sistema de Urano, la nave espacial examinó una estrella
brillante que parpadeaba de forma intermitente a medida que iban pasando
los anillos del planeta. Encontró nuevas y tenues bandas de polvo. Desde la
perspectiva de la Tierra, el Voyager pasó por detrás de Urano; así pues, las
señales de radio que transmitía de vuelta a casa pasaron tangencialmente a
través de la atmósfera de Urano, sondeándola por debajo de sus nubes de
metano. Algunos han deducido la existencia de un vasto y profundo océano
de agua líquida a temperaturas muy elevadas, tal vez de unos ocho mil
kilómetros de espesor, flotando en el aire.
Entre las principales glorias del
encuentro con Urano se cuentan las
imágenes. Con las dos cámaras de
televisión del Voyager descubrimos
diez nuevas lunas, determinamos la
longitud del día en las nubes de
Urano (alrededor de unas diecisiete
horas) y estudiamos cerca de una
docena de anillos. Las imágenes
más espectaculares fueron las que
recibimos de las cinco lunas más
grandes de Urano, ya conocidas
con anterioridad, especialmente las
de la más pequeña, la Miranda de
Kuiper. Su superficie es un tumulto
de valles de fallas, aristas paralelas,
abruptos acantilados, montañas
bajas, cráteres de impacto y
torrentes congelados de material de
la superficie, que en su momento Otra panorámica de los anillos de Urano. El
se fundió. Este agitado paisaje más ancho, épsilon, tiene menos de cien
kilómetros de anchura. Algunos de los
resulta inesperado para un mundo restantes miden poco más de diez kilómetros
pequeño, frío y helado, tan distante de ancho. Cedida por JPL/NASA.
del Sol. Es posible que la
superficie se fundiera y reestructurara en una época remota, cuando una
resonancia gravitacional entre Urano, Miranda y Ariel bombeó energía
desde el planeta vecino al interior de Miranda. O quizá lo que vemos sean
los resultados de la colisión primitiva que se cree que volteó a Urano.
Aunque también cabría dentro de lo concebible que Miranda hubiera sido
destruida por completo, desmembrada, reducida a añicos por un salvaje
mundo tambaleante y hubieran quedado muchos fragmentos de la colisión
en la órbita de dicha luna. Estos restos, tras chocar lentamente entre sí y
atraerse gravitatoriamente unos a otros, pudieron reagregarse formando un
mundo revuelto, hecho de parches e inacabado como es Miranda en la
actualidad.
Dos primeros planos de Miranda, obtenidos por el Voyager 2 el 24 de enero de 1986. Sea
cual sea el origen de este extraño terreno, los cráteres que presenta indican que es muy
antiguo; tal vez se remonte al periodo de formación del sistema de Urano. Cedidas por
JPL/NASA.
Miranda, una luna de Urano, según una proyección polar. Los bordes discontinuos entre las
diferentes partes de este mundo son reales. Mapa en relieve sombreado de USGS.
Para mí, hay algo que da pavor en las imágenes de la oscura Miranda,
porque me acuerdo perfectamente de cuando no era más que un punto de
luz casi perdido en el resplandor de Urano, descubierto con gran dificultad
por los astrónomos a fuerza de habilidad y paciencia. En tan sólo media
vida ha pasado de ser un mundo desconocido a constituir un destino cuyos
antiguos e idiosincráticos secretos han sido revelados, al menos
parcialmente.
Urano creciente fotografiado por el Voyager al mirar atrás. Cedida por USGS/NASA.
Al filo de la noche interestelar, Neptuno visto desde un punto cercano a la superficie de su
luna Tritón. Las nubes en la atmósfera de Neptuno se mueven, en esta imagen, de arriba
abajo. Fotomontaje del Voyager, cedido por USGS/NASA.
Capítulo 9
… junto a la orilla
del Lago de Tritón…
Voy a limpiar mi pecho de secretos.
NEPTUNO ERA EL PUERTO FINAL del gran tour alrededor del sistema solar que
debía realizar el Voyager 2. Por lo general es considerado el penúltimo
planeta, siendo Plutón el más exterior. Pero dado lo estirado y elíptico de la
órbita de Plutón, Neptuno viene siendo últimamente el planeta más exterior,
y así permanecerá hasta el año 1999. Las temperaturas típicas en sus nubes
más altas rondan los -240 centígrados, al encontrarse tan alejado de los
calientes rayos del Sol. Todavía estaría más frío de no ser por el calor que se
filtra desde su interior. Neptuno se desliza por el borde de la noche
interestelar. Es tanta la distancia que lo separa del Sol que, en su cielo, éste
aparece como poco más que una estrella extraordinariamente brillante.
Primer plano de Neptuno. Las tres principales formas nubosas, de arriba abajo, a la
derecha, han sido apodadas «la Gran Mancha Oscura», «el Patinete» y (la del núcleo
brillante) «Mancha Oscura 2». Cada una de ellas efectua su rotación a una velocidad
distinta, lo cual explica que «el Patinete» aparezca en la imagen de la derecha pero no en
la de la izquierda. Todas ellas se mueven de oeste a este. Nosotros estamos contemplando
las nubes desde lo alto de una profunda atmósfera. Muy por debajo de ella existe un núcleo
rocoso. Cedidas por JPL/NASA.
¿Muy lejos? Tan lejos que todavía hoy no ha completado ni una sola
vuelta alrededor del Sol, que equivale a un año de Neptuno, desde su
descubrimiento en 1846[16].
Se encuentra tan alejado que no es perceptible a simple vista. Tan
alejado, que la luz —que viaja más rápido que ninguna otra cosa— tarda
más de cinco horas en llegar de Neptuno a la Tierra.
Cuando el Voyager 2 atravesó el sistema de Neptuno en 1989, sus
cámaras, espectrómetros, detectores de campo y de partículas y demás
instrumentos examinaron a un ritmo febril el planeta, sus lunas y también
sus anillos. El planeta, al igual que sus primos Júpiter, Saturno y Urano, es
un gigante. Todos los planetas son en el fondo mundos similares a la Tierra,
pero los cuatro gigantes llevan disfraces muy pesados y elaborados. Júpiter
y Saturno son grandes mundos gaseosos con núcleos rocosos y helados
relativamente pequeños. Pero Urano y Neptuno son fundamentalmente
mundos de roca y hielo envueltos en densas atmósferas que los ocultan a la
vista.
Neptuno es cuatro veces mayor que la Tierra. Cuando contemplamos su
frío y austero color azul, de nuevo estamos viendo solamente atmósfera y
nubes, no superficie sólida. Su atmósfera, una vez más, se compone
principalmente de hidrógeno y helio, con una pequeña porción de metano y
rastros de otros hidrocarburos. También puede haber algo de nitrógeno. Sus
nubes luminosas, que al parecer son cristales de metano, flotan sobre otras
más espesas y profundas de composición desconocida. A partir del
movimiento de las nubes pudimos descubrir la existencia de feroces
vientos, de intensidad cercana a la velocidad local del sonido. También
detectamos la presencia de una Gran Mancha Oscura, curiosamente, casi en
la misma latitud en que se encuentra la Gran Mancha Roja de Júpiter. El
color azul celeste parece apropiado para un planeta que lleva el nombre del
dios de los mares.
Alrededor de ese mundo
tenuemente iluminado, gélido,
tormentoso y remoto, existe —
también aquí— un sistema de
anillos, cada uno de ellos
compuesto de innumerables
objetos orbitantes cuyo tamaño
oscila entre el de las finas
partículas del humo de un cigarrillo
y el de un camión pequeño. Al
igual que los anillos de los
restantes planetas jovianos, los de
Neptuno son, aparentemente,
Proyección del polo sur de Neptuno. Cedida
evanescentes; se calcula que la por JPL/NASA.
gravedad y la radiación solar
acabarán por disgregarlos en un periodo de tiempo mucho menor a la edad
del sistema solar. Si se destruyen rápidamente, ello significa que podemos
verlos gracias a que se formaron recientemente. Pero ¿cómo pueden
formarse esos anillos?
La luna más grande en el sistema de Neptuno se llama Tritón[17].
Necesita casi seis días de los nuestros para completar la órbita alrededor de
Neptuno, lo cual lleva a cabo —es
la única de las grandes lunas del
Sistema Solar que lo hace— en la
dirección opuesta a la rotación de
su planeta (en el sentido de las
agujas del reloj si convenimos que
Neptuno lo hace en el sentido
contrario). Tritón posee una
atmósfera rica en nitrógeno, en
cierto modo similar a la de Titán;
pero, dado que el aire y la niebla
son mucho más delgados, podemos
vislumbrar su superficie. Sus Tritón vista por el Voyager 2 en su
paisajes son variados y acercamiento, aproximadamente desde una
distancia de cuatro millones de kilómetros.
espléndidos. Se trata de un mundo Cedida por JPL/NASA.
de hielos: hielo de nitrógeno y
hielo de metano, probablemente con un fondo de hielo de agua y roca. Se
observa la presencia de cuencas de impacto que, al parecer, estuvieron
inundadas de líquido antes de congelarse (de modo que en algún momento
hubo lagos en Tritón); también presenta cráteres de impacto, valles
cruzados en todas direcciones, amplias llanuras cubiertas de nieves de
nitrógeno, caídas recientemente, terreno arrugado que se asemeja a la piel
de un cantaloupe[18] y unas rayas largas, oscuras y más o menos paralelas
que parecen haber sido arrastradas por el viento y luego depositadas sobre
la superficie helada, a pesar de lo escasa que es la atmósfera de Tritón
(aproximadamente 1/10.000 del espesor de la atmósfera de la Tierra).
Tritón vista por el Voyager. Esta imagen dará pie a un examen más concienzudo. Si los
cráteres de impacto son raros, la superficie, tal como sucede en la Tierra, debe de ser
joven, es decir, ello indica que los cráteres han sido rellenados o cubiertos por algún tipo de
proceso. En este mundo, concretamente, se cree que dicho proceso consistió en océanos
de metano o de nitrógeno que se congelaron, además de su cobertura estacional por
nieves de metano y nitrógeno. Nótese, en su parte superior, la profusión de rayas negras,
todas ellas arrastradas por los vientos de oeste a este. Son muchos los datos de esta
imagen que todavía no se han podido explicar. Fotomosaico del Voyager; cedido por
USGS/NASA.
Plutón y su luna Caronte fotografiados por el telescopio espacial Hubble. Ésta es la mejor
foto de ambos objetos de que disponemos. Plutón es más rojo que Caronte. Además, dicho
planeta es más pequeño que la Luna de la Tierra y Caronte tiene solamente cerca de 1.270
kilómetros de diámetro. Cedida por R. Albrecht, ESA/ESO y NASA.
El planeta C, unas 2,8 veces más masivo que la Tierra, completa una
órbita alrededor del pulsar cada 98 días, a una distancia de 0,47 unidades
astronómicas (UA) (La Tierra, por definición, se encuentra a una UA de su
estrella, el Sol.); el planeta B, con una masa de cerca de 3,4 veces la de la
Tierra, tiene un año de 67 días terrestres y está a 0,36 UA. Un mundo más
pequeño, el planeta A, todavía más cercano a la estrella, con cerca de 0,015
masas de la Tierra, se encuentra a 0,19 UA. A grandes rasgos, el planeta B
se halla aproximadamente a la distancia que separa a Mercurio de nuestro
Sol; el planeta C se encuentra a medio camino entre las distancias de
Mercurio y Venus; y en una posición interior a los dos se sitúa el planeta A,
que tiene una masa cercana a la de la Luna y se halla aproximadamente a la
mitad de la distancia entre Mercurio y nuestro Sol. Si estos planetas son
residuos de un sistema planetario primitivo que, de alguna manera,
sobrevivió a la explosión de supernova que produjo el pulsar, o si se
formaron a partir del disco de acreción circunestelar resultante de la
explosión de supernova, es algo que desconocemos. Pero, en cualquier
caso, hemos aprendido que existen otras Tierras.
LAS NAVES ESPACIALES VOYAGER viajan con destino a las estrellas. Se hallan
en trayectorias de escape del sistema solar, surcando el espacio a razón de
casi un millón seiscientos mil kilómetros diarios. Los campos gravitatorios
de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno las han impulsado a velocidades tan
altas que han roto los vínculos que en otro tiempo los unían con el Sol.
¿Han abandonado ya el sistema solar? La respuesta depende mucho de
cómo definamos la frontera de los dominios del Sol. Si ésta se sitúa en la
órbita del planeta de tamaño regular más exterior, entonces los Voyager ya
la han atravesado hace tiempo; probablemente no existan Neptunos todavía
por descubrir. Si nos referimos al planeta más exterior, puede que haya
otros planetas —similares quizá a Tritón— mucho más allá de Neptuno y
Plutón; de ser así, el Voyager 1 y el Voyager 2 se encuentran todavía dentro
de los confines del sistema solar. En caso de que definamos los límites
exteriores del sistema solar como la heliopausa —donde las partículas y
campos magnéticos interplanetarios son reemplazados por sus
contrapartidas interestelares—, entonces ninguno de los Voyager ha
abandonado todavía el sistema solar, si bien puede que lo hagan en el plazo
de unas pocas décadas.[20] Pero si su definición del borde del sistema solar
corresponde a la distancia en la cual nuestra estrella no puede ya mantener
mundos en órbita a su alrededor, en ese caso los Voyager no dejarán el
sistema solar durante cientos de siglos.
Débilmente afectada por la gravedad del Sol, que se propaga en el cielo
en todas direcciones, se encuentra esa inmensa horda de un billón de
cometas o más, la Nube de Oort. Las dos naves espaciales concluirán su
paso a través de la Nube de Oort aproximadamente dentro de veinte mil
años. Luego, por fin, completando su largo adiós al sistema solar,
liberándose del yugo gravitatorio que los había mantenido encadenados al
Sol, los Voyager llegarán al mar abierto del espacio interestelar. Solamente
entonces dará comienzo la Fase Dos de su misión.
Con sus transmisores de radio fallecidos mucho tiempo atrás, las naves
deambularán durante incontables años por la tranquila y fría negrura del
espacio interestelar, donde no hay prácticamente nada que pueda
erosionarlas. Una vez abandonado el sistema solar, permanecerán intactas
durante mil millones de años o más, circunnavegando el centro de la galaxia
Vía Láctea.
No sabemos si existen en la Vía Láctea otras civilizaciones que
naveguen por el espacio. Si las hay, no sabemos cuántas son, ni mucho
menos dónde se encuentran. Pero existe al menos una posibilidad de que, en
algún momento del futuro remoto, uno de los Voyager sea interceptado y
examinado por alguna nave extraterrestre.
En consecuencia, cuando los Voyager partieron de la Tierra con rumbo a
los planetas y las estrellas, se llevaron consigo un disco fonográfico
recubierto de oro, protegido por una reluciente funda de oro, que contenía
entre otras cosas; saludos en 59 idiomas humanos y en un lenguaje de
ballenas; un ensayo evolutivo en audio, de doce minutos de duración, sobre
«los sonidos de la Tierra», que incluye un beso, el llanto de un bebé y el
registro de un electroencefalograma con las reflexiones de una joven
enamorada; 116 imágenes codificadas sobre nuestra ciencia, nuestra
civilización y nosotros mismos; y también noventa minutos de la mejor
música del mundo —de Oriente y Occidente, clásica y folk, incluyendo un
canto nocturno de los navajos, un shakuhachi japonés, una canción de
iniciación de una niña pigmeo, una canción de boda peruana, una
composición china de tres mil años de antigüedad para quin titulada
Corrientes que fluyen, Bach, Beethoven, Mozart, Stravinsky, Louis
Armstrong, Blind Willie Johnson y el Johnny B. Goode de Chuck Berry.
El espacio está casi vacío. No existe virtualmente ninguna posibilidad
de que uno de los Voyager penetre alguna vez en otro sistema solar, y ello
es cierto incluso en el caso de que cada estrella del firmamento vaya
acompañada de planetas. Las instrucciones en las fundas de los discos,
escritas en lo que consideramos jeroglíficos científicos fácilmente
comprensibles, podrán ser leídas y entendidos los contenidos del disco,
solamente si seres extraterrestres en algún momento del futuro remoto
encuentran un Voyager en las profundidades del espacio interestelar. Y dado
que los Voyager estarán dando vueltas por el centro de la galaxia Vía Láctea
para siempre, queda muchísimo tiempo para que los discos puedan ser
hallados, si es que hay alguien ahí afuera para efectuar el descubrimiento.
No podemos saber hasta qué punto comprenderían los discos. A buen
seguro los saludos les resultarán indescifrables, aunque puede que no la
intención que entrañan. (Pensamos que habría sido de mala educación no
decir hola). Es probable que los hipotéticos extraterrestres sean muy
diferentes a nosotros, al haber evolucionado de forma independiente en otro
mundo. ¿Seguro que podrán entender algo de nuestro mensaje? Pero cada
vez que me asalta esa preocupación me tranquilizo; sea cual sea el grado de
incomprensividad del disco de los Voyager, cualquier nave extraterrestre
que lo encuentre dispondrá de otros elementos para juzgarnos. Cada
Voyager constituye un mensaje en sí mismo. Con su finalidad de
exploración, la elevada ambición de sus objetivos, su total ausencia de
intención de causar daño y la brillantez de su diseño y funcionamiento, esos
robots hablan elocuentemente en nuestro favor.
Siendo científicos e ingenieros mucho más avanzados que nosotros —
pues de otro modo nunca habrían sido capaces de hallar y recoger las
diminutas y silenciosas naves en el espacio interestelar—, quizá los
extraterrestres no tendrían dificultad en descifrar lo que llevan codificado
esos discos de oro. Puede que reconocieran el carácter experimental de
nuestra sociedad, el desajuste entre nuestra tecnología y nuestra sabiduría.
Y se preguntarían, tal vez, si nos hemos destruido ya a nosotros mismos
desde que lanzamos los Voyager o si, por el contrario, hemos avanzado
hacia una mayor sofisticación.
Cabe también la posibilidad de que los Voyager nunca lleguen a ser
interceptados. Quizá en cinco mil millones de años nadie se los encuentre.
Cinco mil millones de años es mucho tiempo. En ese plazo todos los
humanos se habrán extinguido o habrán evolucionado hacia seres
diferentes, ninguno de nuestros artefactos habrá sobrevivido sobre la Tierra,
los continentes se habrán alterado hasta quedar irreconocibles o habrán
quedado destruidos, y la evolución del Sol habrá reducido nuestro planeta a
cenizas o lo habrá transformado en un remolino de átomos.
Lejos de casa, inalterados por tan remotos acontecimientos, los Voyager,
portadores de la memoria de un mundo ya extinguido, continuarán
navegando por el espacio.
La banda azul corresponde a la atmósfera de la Tierra vista de perfil. Esta imagen fue
tomada por la tripulación de la lanzadera espacial Discovery en la misión 41-D, lanzada al
espacio el 30 de agosto de 1984 y que regresó a la Tierra seis días después. Partieron de
la costa de Río de Janeiro, Brasil, durante la puesta de sol. Se aprecian masas de cúmulos
pentrando en la estratosfera. Más allá de la banda de azul se encuentra la negrura del
espacio. Cedida por Johnson Space Center/NASA.
Capítulo 10
NEGRO SAGRADO
El cielo profundo es, de entre todas las impresiones visuales, la que más se asemeja a un
sentimiento.
EL INTENSO AZUL DE UNA DESPEJADA MAÑANA del mes de mayo o los tonos
rojos y anaranjados de una puesta de sol sobre el mar han maravillado desde
siempre a los seres humanos y los han empujado a la poesía y a la ciencia.
No importa en qué punto de la Tierra vivamos, cuál sea nuestro idioma,
costumbres o régimen político. Compartimos un mismo cielo. La mayoría
de nosotros esperamos ese azul celeste y quedaríamos boquiabiertos —con
razón— si una mañana nos levantásemos de la cama y descubriéramos un
cielo sin nubes, de color negro, amarillo o verde. (Los habitantes de Los
Angeles y de Ciudad de México se han habituado a cielos marrones, en
tanto que los de Londres o Seattle los tienen grises, por lo general, pero aun
así consideran el azul celeste como la norma planetaria). No obstante, en
realidad sí existen mundos con cielos negros o amarillos, y quizá incluso
verdes. El color del cielo caracteriza el mundo. Si me dejaran caer en
cualquiera de los planetas del sistema solar, sin que pudiera sentir la
gravedad ni examinar el suelo, echando una rápida mirada al Sol y al cielo,
creo que sería perfectamente capaz de deducir dónde me encuentro. Ese
familiar matiz de azul, interrumpido aquí y allá por esponjosas nubes
blancas, constituye la rúbrica de nuestro mundo. Los franceses han acuñado
la expresión sacre-bleu!, que se traduce más o menos por «¡Cielo santo!».
[21]
Cualquier foto del horizonte de la Tierra desde una órbita baja muestra la banda de azul,
como esta imagen desde una lanzadera, que reproduce una tormenta tropical. Cedida por
Johnson Space Center/NASA.
Los pájaros vuelan por él, las nubes se hallan suspendidas en él, los
seres humanos lo admiramos y lo atravesamos rutinariamente, la luz del Sol
se extiende por él. Pero ¿qué es el cielo? ¿De qué está hecho? ¿Dónde
termina? ¿De qué cantidad de cielo disponemos? ¿De dónde procede todo
ese azul? Si es un lugar común para todos los humanos, si caracteriza
nuestro mundo, seguro que sabemos algo de él. ¿Qué es el cielo?
En agosto de 1957, por primera vez, un ser humano ascendió más arriba
del azul y miró a su alrededor. Eso fue cuando David Simmons, un físico y
oficial retirado de las Fuerzas Armadas, se convirtió en el ser humano que
voló más alto de la historia. Completamente solo, pilotó un globo en el que
se elevó a una altitud de más de treinta kilómetros y, a través de sus gruesas
ventanas, contempló un cielo distinto. Actualmente profesor en la Escuela
de Medicina de la Universidad de California en Irvine, el doctor Simmons
recuerda que el cielo sobre su cabeza era oscuro y de un intenso color
púrpura. Había alcanzado la región de transición donde el azul del nivel
terrestre se ve alcanzado por el negro perfecto del espacio.
Desde el ya casi olvidado vuelo de Simmons, personas de muchas
naciones han volado por encima de la atmósfera. Hoy ha quedado claro,
gracias a la repetida y directa experiencia humana (y robótica), que en el
espacio el cielo diurno es negro. El Sol proyecta sus rayos sobre la nave.
Abajo, la Tierra aparece brillantemente iluminada. Pero arriba, el cielo es
negro como la noche.
He aquí la memorable descripción de Yuri Gagarin en relación con lo
que vio en el primer vuelo espacial de la especie humana, a bordo del
Vostok 1, el 12 de abril de 1961:
El cielo es completamente negro, y contra el fondo de este cielo negro las estrellas aparecen en
cierto modo más brillantes y diferenciadas. La Tierra presenta un halo azul muy hermoso y
característico, que se ve muy bien al observar el horizonte. Hay una suave transición de color
que va del azul celeste, al azul, azul marino y púrpura, para acabar en el tono completamente
negro del cielo. Es una transición realmente bella.
La Tierra y la Luna en medio de la negrura del espacio. Si nos elevamos por encima de
ambos mundos, el cielo se volverá negro. Imagen de la nave Galileo, cedida por
JPL/NASA.
Sin duda alguna, el cielo diurno —todo ese azul— está conectado de
algún modo con el aire. Pero cuando uno mira al otro lado de la mesa, el
comensal de enfrente no es azul (por lo general); el color del cielo no debe
ser una propiedad de una cantidad reducida de aire, sino de una gran
cantidad. Si uno contempla detenidamente la Tierra desde el espacio, la verá
rodeada de una estrecha banda de azul, del espesor de las capas bajas de la
atmósfera; de hecho, lo que estará viendo son las capas bajas de la
atmósfera. Por encima de esa banda descubrirá el azul del cielo diluyéndose
en la negrura del espacio. Esa es la zona de transición que Simmons fue el
primero en penetrar y Gagarin el primero en contemplar desde arriba. En
vuelos espaciales rutinarios se parte de la base azul, se atraviesa por
completo esa franja, pocos minutos después del despegue, y a continuación
se penetra en esos dominios sin fronteras donde resulta imposible tomar una
sola bocanada de aire sin la ayuda de sofisticados sistemas de respiración
asistida. La vida humana depende absolutamente de ese cielo azul. Tenemos
mucha razón al apreciarlo y considerarlo sagrado.
Durante el día percibimos el azul porque la luz del Sol rebota en el aire
que nos rodea y que está encima de nosotros. En una noche despejada, el
cielo es negro al no haber una fuente de luz lo suficientemente intensa para
ser reflejada por el aire. En cierto modo, el aire refleja hacia nosotros
preferentemente la luz azul. ¿Cómo lo hace?
La luz visible del Sol se compone de muchos colores —violeta, azul,
verde, amarillo, naranja, rojo—, que corresponden a la luz de distintas
longitudes de onda. (La longitud de onda es la distancia de cresta a cresta a
medida que la onda viaja a través del aire o del espacio). Las ondas de luz
violeta y azul tienen las longitudes de onda más cortas; el naranja y el rojo
las más largas. Lo que percibimos como color es el modo que tienen
nuestros ojos y cerebros de leer las longitudes de onda de la luz.
(Podríamos, por ejemplo, traducir las longitudes de onda de la luz en tonos
captados por el oído, en lugar de en colores registrados por la vista, pero
nuestros sentidos no han evolucionado por esa vía).
Cuando todos esos colores del arco iris se mezclan, como en la luz solar,
resulta un tono prácticamente blanco. Esas ondas viajan juntas por espacio
de ocho minutos a través de los 150 millones de kilómetros que se
interponen entre el Sol y la Tierra, y chocan contra la atmósfera, compuesta
en su mayor parte de moléculas de nitrógeno y oxígeno. Algunas ondas son
rebotadas por el aire de regreso al espacio. Otras son rebotadas antes de que
la luz alcance el suelo y pueden ser detectadas por el ojo al pasar.
(Asimismo, hay ondas que son rebotadas por nubes o por el suelo de vuelta
al espacio). Ese rebote en todas direcciones de las ondas de luz en la
atmósfera recibe el nombre de «dispersión».
Pero no todas las ondas son dispersadas en igual medida por las
moléculas de aire. Las longitudes de onda mucho más largas que el tamaño
de las moléculas se dispersan menos; superan a las moléculas sin apenas
recibir ninguna influencia por su presencia. Las longitudes de onda más
cercanas al tamaño de las moléculas sufren una mayor dispersión. En
general, las ondas difícilmente pueden ignorar la presencia de obstáculos,
sea cual sea su tamaño. (Ello se pone claramente de manifiesto en el agua,
cuando las ondas se topan con el pilote que sostiene un puente, por ejemplo,
o en una bañera con el grifo abierto, cuando el agua choca con el obstáculo
de un patito de goma). Las longitudes de onda más cortas, las que
apreciamos como luz violeta y azul, se dispersan con mayor eficacia que las
más largas, las que percibimos como luz naranja y roja. Cuando miramos al
cielo en un día despejado y admiramos su color azul, estamos presenciando
la dispersión preferente de las ondas cortas de la luz solar. El fenómeno
recibe el nombre de dispersión Rayleigh, en honor al físico británico que
ofreció la primera explicación coherente para el mismo. El humo de un
cigarrillo es azul por la misma razón: las partículas que lo componen son
aproximadamente de la misma medida que la longitud de onda de la luz
azul. Entonces ¿por qué es roja la puesta de sol? El rojo del crepúsculo es lo
que queda de la luz solar una vez el aire ha dispersado ya el azul. Dado que
la atmósfera es una delgada envoltura de gas, sujeta a la gravedad que rodea
a la Tierra sólida, la luz solar debe efectuar una trayectoria más larga y
oblicua a través del aire durante el crepúsculo (o el amanecer) que al
mediodía. Como las ondas violetas y azules se dispersan aún más durante su
ahora más largo trayecto a través del aire que cuando el Sol está en su punto
más alto, lo que vemos cuando miramos hacia el Sol es el residuo, las ondas
de luz que apenas se dispersan, especialmente los rojos y anaranjados. Un
cielo azul implica una puesta de sol roja. (El Sol del mediodía parece más
amarillo, en parte porque emite más luz amarilla que de otros colores y, en
parte, porque incluso cuando está más alto, algo de luz azul de los rayos
solares es dispersada por la atmósfera de la Tierra).
En ocasiones se dice que los científicos no son románticos en absoluto,
que su pasión por los descubrimientos despoja al mundo de una parte de su
belleza y misterio. Pero ¿acaso no es estimulante comprender cómo
funciona el mundo realmente, saber que la luz se compone de colores, que
el aire transparente refleja la luz, que haciendo eso discrimina entre las
ondas y que el cielo es azul por la misma razón que el crepúsculo es rojo?
No le hace ningún daño al romanticismo de una puesta de sol saber algunas
cosas sobre la misma. Dado que muchas moléculas simples son
aproximadamente del mismo tamaño (más o menos de una cienmillonésima
de centímetro), el color azul del cielo terrestre no depende demasiado de la
composición del aire, mientras éste no absorba la luz. Las moléculas de
oxígeno y de nitrógeno no absorben la luz visible, solamente la rebotan en
otra dirección. Sin embargo, otras moléculas devoran la luz. Los óxidos de
nitrógeno —producto de los motores de automoción y de los fuegos
industriales— constituyen una fuente de la sombría coloración marrón del
smog. Los óxidos de nitrógeno (compuestos de oxígeno y nitrógeno) sí
absorben la luz. La absorción, al igual que la dispersión, puede colorear el
cielo.
Nº Satélites
Tierra 1 Luna
Ida 1 (sin nombre)
Júpiter 16 Metis, Adrastea, Amaltea, Tebas, Ío, Europa,
Ganímedes, Calisto, Leda, Himalia, Lisitea, Elara,
Ananke, Carme, Pasifae
Pan, Atlas, Prometeo, Pandora, Epimeteo, Jano,
Saturno 18 Mimas, Encélado, Tetis, Telesto, Calipso, Dione,
Elena, Rea, Titán
Cordelia, Ofelia, Bianca, Crésida, Desdémona,
Urano 15 Juliet, Porcia, Rosalind, Belinda, Puck, Miranda,
Ariel, Umbriel, Titania, Oberón
Náyade, Thalasa, Despina, Galatea, Larisa,
Neptuno 8
Proteo, Tritón, Nereida
Plutón 1 Caronte[i]
Venus tiene cerca de noventa veces más aire que la Tierra. Pero no está
compuesto principalmente de oxígeno y nitrógeno, como el de nuestro
planeta, sino que es anhídrido carbónico. No obstante, el anhídrido
carbónico tampoco absorbe la luz visible. ¿Cuál sería la apariencia del cielo
desde la superficie de Venus si éste no tuviera nubes? Con tanta atmósfera
en medio no solamente se dispersan las ondas violetas y azules, sino
también todos los colores restantes, el verde, el amarillo, el naranja y el
rojo. Sin embargo, el aire es tan grueso que apenas nada de luz azul
consigue llegar al suelo; es dispersada de vuelta al espacio por rebotes
sucesivos cada vez más arriba. Así pues, la luz que alcanza el suelo debería
estar fuertemente dominada por el rojo, como una puesta de sol de la Tierra
en todo el cielo. Por otra parte, la presencia de azufre en las nubes altas
debería teñir el cielo de amarillo. Las imágenes tomadas por los vehículos
soviéticos de aterrizaje Venera confirman que los cielos de Venus presentan
tonalidades que oscilan entre los amarillos y los anaranjados.
El caso de Marte es distinto. Es un mundo más pequeño que la Tierra
con una atmósfera mucho más delgada. La presión en la superficie de
Marte, de hecho, equivale aproximadamente a la de la altitud en la
estratosfera de la Tierra a la cual ascendió Simmons. En consecuencia,
cabría esperar que el cielo de Marte fuera negro o púrpura oscuro. La
primera imagen en color de la superficie de dicho planeta fue obtenida en
julio de 1976 por el vehículo de aterrizaje americano Viking 1, la primera
nave que aterrizó con éxito sobre la superficie del planeta rojo. Los datos
digitales fueron debidamente radiados desde Marte a la Tierra, así como la
imagen en color compuesta por computadora. Para sorpresa de todos los
científicos, pero de nadie más, esa primera imagen, difundida por la prensa,
mostraba el cielo marciano de un confortable y familiar color azul,
imposible para un planeta con una atmósfera tan insustancial. Algo había
salido mal.
La primera foto en color tomada en la superficie de Marte mostraba erróneamente un cielo
azul como el de la Tierra (arriba). Empleando la correcta calibración de colores de las
cámaras de la nave, se puso de manifiesto un cielo mucho más rojizo (abajo). Cedida por
JPL/NASA.
Los cielos de cuatro planetas terrestres —Mercurio, Venus, la Tierra y Marte—, según
pinturas de Don Davis.
Cambios en el color del cielo de Marte. En estas imágenes, tomadas por la cámara del
vehículo de aterrizaje Viking 1, el cielo ha sido reproducido intencionadamente más azul de
lo que es en realidad. Los colores del cielo pueden ir comparándose día a día. Alrededor
del día 1742 de la misión, se produjo una gran tormenta de polvo, que oscureció y
enrojeció el cielo. Imágenes del Viking, cedidas por JPL/NASA.
Los cielos de tres planetas: Venus, Júpiter y Urano. No podrán efectuarse mediciones
directas de la composición de las nubes en ninguno de los planetas jovianos con
anterioridad a la misión de la sonda de descenso Galileo sobre Júpiter. Pinturas de Don
Davis.
LUCERO DE LA TARDE
Y DEL ALBA
Mapas de aerógrafo en relieve sombreado de Lakshmi Planum en Venus, que reúnen datos
del observatorio de Arecibo, de la nave espacial americana Pioneer 12 y de las misiones
soviéticas Venera 15 y 16. El Lakshmi Planum tiene aproximadamente el tamaño de
Australia. Presenta una elevación de unos cinco kilómetros sobre el nivel medio de la
superficie del planeta y se halla enmarcado por montañas (color naranja) que superan los
diez kilóemtros de altitud. Las áreas grises corresponden a las zonas donde los cartógrafos
se basaron únicamente en los datos de las naves Venera 15 y 16. En la imagen inferior,
panorámica oblicua de Lakshmi Planum, elaborada con los mismos datos. Imágenes
cedidas por Alfred McEwen y USGS.
Lo sorprendente del descubrimiento de Mayer fue que la temperatura de
brillo de Venus supera los 300 centígrados, siendo mucho más elevada que
la temperatura de la superficie de la Tierra o la registrada en el infrarrojo de
las nubes de Venus. La temperatura de algunos lugares de dicho planeta
parecía superar al menos en 200 centígrados el punto normal de ebullición
del agua. ¿Qué podía significar?
Pronto surgió un aluvión de explicaciones. Argumenté que la elevada
temperatura de brillo en la región de radio constituía una indicación directa
de una superficie caliente, y que las altas temperaturas eran debidas a un
masivo efecto invernadero por anhídrido carbónico y vapor de agua, en el
cual se transmite algo de luz solar a través de las nubes que calienta la
superficie, pero ésta tiene una enorme dificultad para radiarla de vuelta al
espacio a causa de la elevada opacidad infrarroja de ambos componentes. El
anhídrido carbónico absorbe una serie de longitudes de onda del infrarrojo,
pero aparentemente existían «ventanas» entre las bandas de absorción del
CO2, a través de las cuales la superficie podía enfriarse fácilmente al
espacio.
Sin embargo, el vapor de agua absorbe las frecuencias del infrarrojo que
corresponden, en parte, a las ventanas que presenta la opacidad del
anhídrido carbónico. Ambos gases juntos —se me ocurrió—podían muy
bien absorber casi la totalidad de la emisión infrarroja, aunque hubiera muy
poco vapor de agua, algo así como dos vallas de estacas superpuestas,
casualmente colocadas de tal manera que las estacas de una cubren los
huecos de la otra.
Imagen tomada por la nave Magallanes en Lakshmi Planum desde unos pocos cientos de
kilómetros de distancia. La cordillera montañosa Danu Montes aparece a la izquierda, en la
parte inferior de la imagen. Cedida por JPL/NASA.
Una panorámica de lava sólida: la superficie basáltica de Venus vista por la sonda de
descenso Venera 14. Arriba, a izquierda y derecha, se perciben pequeños triángulos
amarillos, una visión fugaz del cielo de Venus. Cedida por Instituto Vernadsky, Moscú.
EL SUELO SE FUNDE
A medio camino entre Thira y Therasia brotaron fuegos en el océano que prendieron
durante cuatro días, de tal forma que todo el mar hervía y llameaba, y los fuegos
formaron una isla que se fue elevando gradualmente, como levantada por palancas…
Concluida la erupción, los habitantes de Rhodas, en pleno apogeo de su supremacía
marítima, fueron los primeros en llegar a escena y erigir sobre la isla un templo.
Los rasgos más peculiares e inesperados son los sinuosos canales que,
con sus meandros y recodos, ofrecen la apariencia de los valles fluviales
terrestres. Los más largos lo son más que los de los ríos más importantes de
la Tierra. Pero en Venus la temperatura es demasiado elevada como para
que pueda haber agua líquida. Y podemos afirmar, debido a la ausencia de
cráteres de impacto pequeños, que la atmósfera ha tenido la misma
densidad —y ha inducido tan importante efecto invernadero— durante toda
la etapa de existencia de la superficie actual. (De haber sido mucho más
ligera, los asteroides de tamaño mediano no se habrían desintegrado al
penetrar en ella, sino que habrían sobrevivido para excavar cráteres al
colisionar con la superficie del planeta). La lava que fluye ladera abajo
forma, efectivamente, canales tortuosos (en ocasiones bajo la tierra,
causando el posterior colapso del
techo del canal). Pero incluso a
temperaturas como la de Venus, la
lava irradia calor, se enfría, va
ralentizando su avance, cuaja y se
detiene. El magma se solidifica. En
general, los canales de lava no
llegan a alcanzar el diez por ciento
de la longitud de los largos canales
de Venus, antes de solidificarse.
Algunos geólogos planetarios
opinan que en dicho planeta se
genera un tipo de lava
Un «arácnido». Imagen en color falso de un
especialmente ligera, acuosa y tipo de construcción volcánica desconocida
poco viscosa. Sin embargo, se trata en la Tierra, situada, en este caso, en Eistla
de una especulación que no se Regio, en Venus. Tiene aproximadamente 66
kilómetros de diámetro en su base. Datos de
apoya en ningún otro dato y la sonda Magallanes, cedida por JPL/NASA.
supone una confesión de nuestra
ignorancia.
La gruesa atmósfera se mueve
lentamente y, al ser tan densa, es
muy propensa a levantar y
transportar partículas finas. En
consecuencia, se observan en
Venus rayas creadas por el viento,
que emanan principalmente de los
cráteres de impacto, donde los
habituales vientos del planeta han
barrido montones de arena y polvo,
originando una especie de veleta
climática impresa en la superficie.
Aquí y allá nos ha parecido
Otra construcción desconocida en la Tierra,
esta vez en forma de cúpulas, que se cree
distinguir campos de dunas
también de origen volcánico (aunque este arenosas y provincias donde la
dato queda todavía lejos de ser confirmado).
erosión eólica ha esculpido formas
Se las ha denominado «tortas». Datos de la
sonda Magallanes, cedida por JPL/NASA. volcánicas sobre el terreno. Estos
procesos dirigidos por el viento
tienen lugar a cámara lenta, como si se tratara del fondo del mar. Los
vientos son leves en la superficie de Venus. Una suave ráfaga puede ser
suficiente para levantar una nube de finas partículas, aunque en ese infierno
incandescente es difícil conseguir una racha de viento.
En Venus hay muchos cráteres de impacto, pero nada comparable con el
elevado número de ellos que presentan la Luna o Marte. Singularmente, no
existen en ese planeta cráteres inferiores en tamaño a unos cuantos
kilómetros de diámetro. El motivo es comprensible: los asteroides y
cometas pequeños se desintegran al penetrar en su densa atmósfera y no
llegan a impactar en la superficie. La limitación observada en el tamaño de
los cráteres se corresponde muy bien con la densidad actual de la atmósfera
de Venus. Determinadas manchas irregulares que aparecen en las imágenes
tomadas por la nave Magallanes se atribuyen a restos de cuerpos de
impacto que se fragmentaron a causa del espesor del aire antes de que
pudieran llegar a excavar un cráter.
Muchos de los cráteres de impacto son notablemente prístinos y se
conservan muy bien; sólo un reducido porcentaje de los mismos ha sido
inundado por posteriores corrientes de lava. La superficie de Venus, tal
como la ha revelado Magallanes, es extremadamente joven. Se observan
tan pocos cráteres, que todo lo que sea más antiguo que quinientos millones
de años debe de haber sido erradicado, sobre un planeta cuya edad alcanza,
casi con seguridad, los 4500 millones de años. Solamente hay un agente
erosivo que resulte plausible y adecuado para explicar lo que vemos: el
vulcanismo. A lo largo de todo el planeta, cráteres, montañas y otros rasgos
geológicos han sido inundados por mares de lava que, en su día, fueron
lanzados al exterior desde el interior, fluyendo a sus anchas, y luego se
solidificaron.
Sinuoso canal al norte de las montañas Freyja, de Venus. Datos de la sonda Magallanes,
cedida por JPL/NASA.
Tras pasar revista a una superficie tan joven cubierta de magma sólido,
nos preguntaremos si queda todavía algún volcán activo. No se ha detectado
ninguno de manera inequívoca, pero hay unos cuantos —por ejemplo el que
llamamos Maat Mons— que aparecen rodeados de lava fresca y que es
posible que estén todavía ardiendo y humeando. Existen algunas evidencias
de que la abundancia de compuestos de azufre en las capas altas de la
atmósfera varía con el tiempo, como si los volcanes de la superficie
estuvieran inyectando episódicamente en ella dichos materiales. Cuando los
volcanes están extinguidos, simplemente no se detectan compuestos de
azufre en el aire. También existe alguna evidencia, aunque bastante
discutida, de la acción de relámpagos alrededor de las cimas de las
montañas de Venus, como ocurre a veces sobre volcanes activos de la
Tierra. No obstante, no podemos asegurar que haya vulcanismo activo en
Venus. Esa será una cuestión que deberán resolver futuras misiones.
Algunos científicos sostienen que, hasta hace unos quinientos millones
de años, la superficie de Venus carecía casi por completo de formas.
Corrientes y océanos de roca fundida afluían implacablemente desde su
interior, rellenando y sumergiendo cualquier relieve que hubiera podido
formarse. Si en ese momento nos hubiésemos dejado caer a través de las
nubes, habríamos descubierto una superficie prácticamente uniforme y sin
accidentes. De noche, el paisaje habría mostrado un resplandor infernal,
debido al rojo calor de la lava fundida. En esta visión, el gran motor
calorífico de Venus, que aportó copiosas cantidades de magma a la
superficie hasta hace quinientos millones de años, se encuentra parado en la
actualidad. El motor calorífico planetario ha dejado al fin de funcionar.
En otro provocativo modelo teórico, éste concebido por el geofísico
Donald Turcotte, Venus posee una tectónica de placas como la de la Tierra,
pero en este caso se activa y se desactiva. En este momento, propone, la
tectónica de placas se halla desactivada; los «continentes» no se mueven a
través de la superficie, no chocan unos con otros y no erigen, por tanto,
cadenas montañosas, que luego no se precipitan hacia las profundidades del
interior. Sin embargo, después de cientos de años de silencio, la tectónica de
placas siempre acaba por activarse y las formas superficiales se inundan de
lava, son destruidas por la formación de montañas y la subducción, siendo
finalmente borradas del mapa. El último proceso activo concluyó hace unos
quinientos millones de años, sugiere Turcotte, y desde entonces todo ha
permanecido tranquilo. No obstante, la presencia de coronas puede
significar —a un plazo que geológicamente se sitúa en un futuro próximo—
que nuevamente están a punto de producirse cambios masivos en la
superficie de Venus.
IZQUIERDA: La boca del Loki Patera, en Ío, vista desde arriba (en el centro, abajo). Datos del
Voyager, imagen cedida por USGS/NASA.
DERECHA: El penacho del volcán activo Loki Patera, en la luna Ío, de Júpiter. Datos en color
falso del Voyager, cedida por USGS/NASA.
Una gran cuenca inundada, de unos doscientos kilómetros de ancho por cuatrocientos de
largo, en Tritón, una de las lunas de Neptuno. El material que causó la inundación no se
conoce de forma directa, pero se cree que pudiera ser nitrógeno o metano (aunque
también podría ser agua) helado en su interior, que salió a la superficie a través de
cráteres, de forma fluida aunque después se solidificó, de manera análoga a lo que ocurre
con la lava líquida de los volcanes de la Tierra. Imagen del Voyager 2, cedida por
JPL/NASA.
Un astronauta del Apolo posa para la posteridad sobre la superficie de la Luna. El fotógrafo
se refleja en el visor de su casco. El Rover está aparcado en el borde alejado del cráter de
impacto. Entre los minúsculos cráteres de impacto que se ven en primer plano se aprecia
una huella de la pisada de un astronauta. En la imagen aparece el astronauta del Apolo 16
Charles Duke. Cedida por NASA.
Capítulo 13
CORRE UNA BOCHORNOSA NOCHE del mes de Julio. Nos hemos quedado
dormidos en la butaca. De repente, nos despertamos sobresaltados,
desorientados. La tele está encendida, pero no hay sonido. Hacemos un
esfuerzo por comprender lo que estamos presenciando. Dos
fantasmagóricas figuras blancas, vestidas con ampulosos monos y cascos,
bailan suavemente bajo un cielo negro como la noche. Van dando pequeños
saltos que los impulsan hacia arriba, levantando nubes de polvo apenas
perceptibles. Pero hay algo que no cuadra. Tardan demasiado tiempo en
bajar. Sobrecargados como van, parecen volar… un poco. Nos frotamos los
ojos, pero la onírica escena persiste.
De todos los acontecimientos que rodearon el aterrizaje del Apolo 11 en
la Luna, el 20 de Julio de 1969, el recuerdo más vivido que conservo es la
sensación de irrealidad que lo envolvió. Neil Armstrong y Buzz Aldrin
avanzando penosamente por la gris y polvorienta superficie lunar, con la
Tierra asomando en grande en aquel cielo, mientras Michael Collins, en ese
momento luna de la propia Luna, orbitaba sobre ellos en solitaria vigilia.
Cierto, fue una asombrosa hazaña tecnológica y un triunfo para Estados
Unidos. Cierto, los astronautas demostraron un coraje realmente admirable.
Y cierto también que, como dijo Armstrong al descender de la nave, era
un momento histórico para la especie humana. Pero si uno prescindía del
volumen de la retransmisión, que reproducía la conversación entre la base
de control de la misión y el Mar de la Tranquilidad —con su charla rutinaria
y deliberadamente mundana— y se fijaba únicamente en el monitor en
blanco y negro, comprendía que nosotros, los humanos, estábamos
penetrando en los dominios del mito y la leyenda.
Despegue del Apolo 11. Cedida por NASA.
En la misión del Apolo 10, en 1969, se observa el módulo de mando y de servicio sobre la
superficie lunar. Cedida por NASA.
Los planetas, en sus distintas fases de desarrollo, se hallan sujetos a las mismas fuerzas
formativas que operan en nuestra Tierra y presentan, por ello, la misma formación
geológica, y probablemente la misma vida, de nuestro propio pasado y quizá futuro;
pero más allá de dichas consideraciones, estas fuerzas están actuando, en algunos casos,
bajo condiciones totalmente diferentes de las que imperan en la Tierra y, en
consecuencia, deberán evolucionar hacia formas distintas de las conocidas hasta ahora
por el hombre. El valor de un material como ése para las ciencias comparativas es
demasiado obvio como para requerir discusión alguna.
Por primera vez en mi vida contemplé el horizonte en forma de línea curva. Este se veía
acentuado por una delgada franja de luz azul marino, nuestra atmósfera. Obviamente,
no se trataba del océano de aire del que tantas veces había oído hablar en la vida. Me
aterrorizó su frágil apariencia.
Imágenes obtenidas por radar en color falso del monte Pinatubo, en Filipinas. El principal
cráter volcánico o caldera, que se originó en la gran explosión de junio de 1991, se aprecia
en la frontera entre el naranja/marrón y los colores mas claros. Las cuencas oscuras que
se ven son inundaciones de lodo, un peligro permanente en épocas de lluvias abundantes.
Las finas gotitas de ácido sulfúrico inyectadas en la atmósfera por la explosión del Pinatubo
acarrearon consecuencias casi a escala mundial, contribuyendo temporalmente a la
reducción de la capa de ozono y ralentizando la tendencia al calentamiento atribuida a un
creciente efecto invernadero. La imagen fue tomada por el radar de composición de
imágenes a bordo del transbordador espacial Endeavor, en la órbita 78, el 13 de abril de
1994. Cedida por JPL/NASA.
La ardiente superficie de Venus, tal como la captó directamente la nave espacial Venera, es
debida a un masivo efecto invernadero por anhídrido carbónico. Cedida por Instituto
Vernadsky, Moscú.
Se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de las maravillas.
ALGÚN DÍA, quizá justo a la vuelta de la esquina, habrá una nación —o, más
probablemente, un consorcio de naciones— que dará el próximo paso
importante en la aventura humana del espacio. Tal vez se consiga rodeando
burocracias y llevando a cabo un uso eficaz de las actuales tecnologías. Tal
vez sean necesarias tecnologías nuevas, que trasciendan el gran trabucazo
de los cohetes químicos. Las tripulaciones de dichas naves pisarán nuevos
mundos. El primer bebé nacerá en algún lugar ahí arriba. Se efectuarán los
primeros pasos para vivir fuera de tierra firme. Estaremos en camino. Y el
futuro lo recordará.
Fotomosaico de una profusa red de valles fluviales. Fotomosaico del Mariner 9, cedido por
JPL/NASA.
Interior de un valle fluvial de Marte captado por el Viking. Este tipo de lugares constituyen
escenarios de excepción para futuros vehículos robot rodantes. Cedida por JPL/NASA.
Una gota de agua marciana, extraída de un meteorito SNC. Cedida por Johnson Space
Center/NASA.
La región Margaritifer Sinus de Marte, entre el ecuador y la latitud de 30º al sur. Arriba, a la
izquierda, se aprecia el extremo este gran valle del Mariner. En esta provincia de Marte hay
muchos valles fluviales a pequeña escala con sus valles afluentes. ¿Pudieron ser
originados por la caída de lluvias? Mapa en relieve sombreado de USGS.
En los años ochenta creía tener una justificación coherente para las
misiones humanas con destino a Marte. Imaginaba a Estados Unidos y a la
Unión Soviética, los dos rivales enfrentados en la guerra fría que habían
puesto en peligro nuestra civilización global, aliándose en un esfuerzo
tecnológico de largo alcance que abriría las puertas de la esperanza a los
seres humanos de todo el mundo, imaginaba un programa del estilo del
Apolo pero al revés, en el cual la cooperación y no la competición
constituiría la fuerza motriz, en el cual las dos naciones que lideraban la
carrera del espacio aportarían unidas las bases para un avance crucial en la
historia humana, la colonización de otro planeta.
El simbolismo parecía venir como anillo al dedo. La misma tecnología
capaz de propulsar armas apocalípticas de un continente a otro haría posible
el primer viaje humano a otro planeta. Se trataba de una elección con unos
poderes míticos muy apropiados: abrazar un planeta que se denomina como
el dios de la guerra, en lugar de poner en práctica la locura que con él se
asocia.
Conseguimos interesar a los científicos e ingenieros soviéticos en la
realización de un esfuerzo común de esa envergadura. Roald Sagdeev,
entonces director del Instituto de Investigación Espacial de la Academia
Soviética de la Ciencia en Moscú, se hallaba ya profundamente implicado
en la cooperación internacional, en misiones robóticas soviéticas con
destino a Venus, Marte y el cometa Halley, mucho antes de que surgiera la
idea. El proyecto del uso conjunto de la estación espacial soviética Mir y
del cohete Energiya, de la clase Saturn V, hizo atractiva la cooperación para
las organizaciones soviéticas que fabricaban esas piezas de hardware,
organizaciones que, por otra parte, estaban teniendo dificultades para
justificar sus mercancías. Mediante una serie de argumentos (siendo el de la
contribución al final de la guerra fría el más importante) se convenció al
entonces líder soviético Mijaíl S. Gorbachov. Durante la cumbre de
Washington de diciembre de 1987, preguntado el líder soviético acerca de
cuál era la actividad conjunta más importante que pudiera simbolizar el
cambio en las relaciones entre ambas naciones, Gorbachov respondió sin
titubear: «Vayamos juntos a Marte».
Pero la Administración Reagan no estaba interesada en el tema.
Cooperar con los rusos, reconocer que determinadas tecnologías soviéticas
eran más avanzadas que sus contrapartidas norteamericanas, revelar los
secretos de algunas tecnologías americanas a los soviéticos, compartir
méritos y proporcionar una alternativa a los fabricantes de armas eran
conceptos que no eran del agrado del gobierno en el poder. En
consecuencia, la oferta fue rechazada. Marte tendría que esperar.
En unos pocos años, los tiempos han cambiado. La guerra fría ha
quedado atrás. La Unión Soviética ya no existe. El beneficio derivado de la
colaboración de ambas naciones ha perdido fuerza. Otros países,
especialmente Japón y los miembros constituyentes de la Agencia Espacial
Europea, se han convertido en viajeros interplanetarios. Muchas demandas
urgentes y justificadas gravan los presupuestos discrecionales de las
naciones.
Pero la sección propulsora de carga pesada Energiya todavía espera que
se le asigne una misión. El cohete Protón ya está disponible como caballo
de tiro. La estación espacial Mir —con una tripulación a bordo casi de
forma continua— todavía describe cada hora y media una órbita alrededor
de la Tierra. A pesar de las turbulencias internas, el programa espacial ruso
sigue adelante con fuerza. La cooperación espacial entre Rusia y Estados
Unidos se está acelerando. Un cosmonauta ruso, Sergei Krikalev, voló en
1994 a bordo del transbordador espacial Discovery (en la misión habitual de
una semana de duración; Krikalev había cubierto ya 464 días a bordo de la
estación espacial Mir). Está previsto además que astronautas
norteamericanos visiten la estación Mir. Los vehículos espaciales rusos con
destino a Marte llevarán a bordo aparatos científicos americanos, entre los
cuales se incluye uno para examinar los oxidantes, a los que se atribuye la
destrucción de las moléculas orgánicas del suelo marciano. El Mars
Observer fue diseñado para servir de estación de relevo a las sondas de
aterrizaje de las misiones rusas a Marte. Los rusos, por su parte, han
ofrecido incluir un orbitador de Estados Unidos en una próxima misión a
Marte, propulsada por el lanzador multicarga Protón.
La capacidad de Estados Unidos y la de Rusia en tecnología y ciencia
espaciales encajan bien, discurren por vías complementarias. Una es fuerte
donde la otra es débil. Se trata de un matrimonio forjado en el cielo, pero
que ha resultado sorprendentemente difícil de consumar.
El 2 de Septiembre de 1993 el vicepresidente norteamericano Al Gore y
el primer ministro ruso Viktor Chernomyrdin firmaron en Washington un
acuerdo de cooperación en profundidad. La Administración Clinton ha
ordenado a la NASA rediseñar la estación espacial norteamericana
(bautizada Freedom en la era Reagan) a fin de que circule en la misma
órbita que la Mir y pueda acoplarse a ella: se unirán también módulos
japoneses y europeos, así como un brazo robot de nacionalidad canadiense.
El diseño ha evolucionado actualmente hacia la que se ha dado en llamar
estación espacial Alpha, en la que se hallan involucradas casi todas las
naciones con presupuesto espacial. (China constituye la excepción más
notable).
A cambio de la cooperación espacial de Estados Unidos, y tratándose de
un tema de difícil aceptación, Rusia accedió, en efecto, a detener sus ventas
de componentes de misiles balísticos a otras naciones y, de forma general, a
imponer un severo control sobre sus exportaciones de tecnología de armas
estratégicas. De este modo, una vez más el espacio se convierte, como lo
fue en los momentos culminantes de la guerra fría, en un instrumento de
política estratégica nacional.
Sin embargo, esta nueva tendencia ha incomodado profundamente a una
parte de la industria aeroespacial, así como a algunos miembros clave del
Congreso. Sin competencia internacional, ¿seremos capaces de motivar la
realización de esfuerzos tan ambiciosos? ¿Va a significar cada vehículo ruso
lanzado y utilizado de forma cooperativa un menor apoyo para la industria
aeroespacial norteamericana? ¿Pueden los americanos confiar en un apoyo
estable y en la continuidad de esfuerzos en los proyectos conjuntos con los
rusos? (Estos, claro está, se formulan preguntas similares en relación con
los americanos). No obstante, los programas de cooperación suponen un
ahorro a largo plazo, aprovechan el extraordinario talento científico y de
ingeniería distribuido por el planeta y proporcionan inspiración acerca del
futuro global. Puede haber fluctuaciones en los compromisos nacionales. Es
probable que demos pasos hacia adelante y también hacia atrás. Pero la
tendencia generalizada parece clara.
A pesar de las crecientes dificultades, los programas espaciales de los
dos antiguos adversarios están empezando a converger. Hoy es posible
prever una estación espacial internacional —adscrita no a una nación
concreta sino a todo el planeta Tierra— que será montada a 51º de
inclinación hacia el ecuador y a unos pocos cientos de kilómetros cielo
arriba. Se está discutiendo una espectacular misión conjunta, denominada
«Fuego y hielo», que pretende un rápido acercamiento a Plutón, el último
planeta inexplorado; pero para llegar allí se emplearía la ayuda gravitatoria
del Sol, en el curso de la cual pequeñas sondas penetrarían de facto en la
atmósfera solar. Y parece que nos encontramos en el umbral de un
consorcio mundial para la exploración científica de Marte. Todo indica que
esos proyectos van a llevarse a cabo de forma cooperativa o, de otro modo,
no llegarán a realizarse.
SUBIR AL CIELO
Estas recomendaciones no suponen más que una fracción del coste total
de una misión humana con destino a Marte y —extendidas a lo largo de
toda una década y llevadas a cabo conjuntamente con otras naciones—
tampoco representan más que una porción de los actuales presupuestos
espaciales. No obstante, en caso de ponerlas en práctica, nos ayudarían a
realizar minuciosas estimaciones de costes y una valoración más ajustada
de los peligros y beneficios.
Nos permitirían, asimismo, mantener un vigoroso progreso en pos de las
expediciones humanas a Marte, sin necesidad de asumir prematuramente
compromisos respecto a ningún tipo de hardware específico para la misión.
La mayor parte, tal vez todas esas recomendaciones, poseen otras
justificaciones, aun para el caso de que estuviéramos seguros de no ser
capaces de mandar seres humanos a ningún otro mundo durante las
próximas décadas. Además, el eco constante de los logros que incrementen
las posibilidades del viaje humano a Marte combatiría —al menos en las
mentes de muchos— el extendido pesimismo frente al futuro.
A largo plazo, éstas —más que ninguna otra justificación «práctica» de las
anteriormente comentadas— pueden ser las razones que nos impulsen a
viajar a Marte y a otros mundos. Entretanto, el paso más importante que
podemos dar hacia Marte estriba en progresar de manera significativa en la
Tierra. Incluso mejoras modestas en lo que respecta a los problemas
sociales, económicos y políticos que tiene planteados en la actualidad
nuestra civilización global podrían liberar enormes recursos, tanto
materiales como humanos, para destinarlos a otras metas.
Hay mucho trabajo doméstico por hacer aquí en la Tierra, y nuestro
compromiso debe ser firme. Pero somos la clase de especie que precisa de
una frontera, por razones biológicas fundamentales. Cada vez que la
Humanidad se despereza y da la vuelta a una nueva esquina, recibe una
sacudida de vitalidad productiva que puede impulsarla durante siglos.
Hay un mundo nuevo esperando en la esquina. Y nosotros sabemos
cómo llegar a él.
Un cometa choca contra Júpiter. La pieza más grande, el fragmento G, del cometa
Shoemaker-Levy colisionó con Júpiter el 18 de julio de 1994. Imagen del infrarrojo a una
longitud de onda de 2,3 micras, tomada por Peter McGregor con el telescopio de la
Universidad Nacional Australiana en Siding Spring.
Capítulo 17
LA RUTINA DE LA VIOLENCIA
INTERPLANETARIA
Es ley de la naturaleza que la Tierra y todos los demás cuerpos deben permanecer en los
puestos que les corresponden, pudiendo ser desplazados de ellos solamente a través de
la violencia.
DERECHA: Las cuencas lunares inundadas de lava presentan pocos cráteres, al registrar
solamente los impactos de meteoros que tuvieron lugar una vez solidificada la lava. Cedida
por NASA.
Se tiene prácticamente la
certeza de que los planetas se
acumularon a partir de pedazos de
mundo que, a su vez, se habían
condensado a partir de una gran
nube plana de polvo y gas que
rodeaba al Sol, el mismo tipo de
nube que hoy se observa alrededor
de estrellas jóvenes cercanas. Así
pues, en la historia primitiva del
sistema solar, antes de que las
colisiones despejaran el panorama,
tuvo que haber muchísimos más
mundos de los que hoy podemos
ver.
En realidad, tenemos pruebas
inequívocas de ello delante de
Los cráteres salpican el paisaje lunar en esta
nuestras propias narices: si
imagen de color falso tomada por la nave
Galileo. Cedida por JPL/NASA. contamos los cuerpos intrusos en el
espacio de nuestro vecindario,
podemos estimar con qué frecuencia chocarán con la Luna. Supongamos
muy modestamente que la población de intrusos nunca ha sido más pequeña
de lo que es en la actualidad. Podemos entonces calcular cuántos cráteres
debería haber en la Luna. El número que obtenemos resulta ser muy inferior
al número de cráteres que, efectivamente, vislumbramos en las devastadas
mesetas de la Luna. La inesperada profusión de cráteres sobre la Luna nos
habla de una época primitiva en la que el sistema solar atravesaba un
período de inusitada agitación, revolviéndose en la abundancia de mundos
con trayectorias de colisión. Y ello tiene perfecto sentido, pues
precisamente se formaron a partir de la agregación de trozos de mundo más
pequeños, los cuales asimismo habían crecido a partir del polvo interestelar.
Cuatro mil millones de años atrás, los impactos lunares eran cientos de
veces más frecuentes que hoy; y 4500 millones de años atrás, cuando los
planetas estaban todavía incompletos, las colisiones se producían quizá mil
millones de veces más a menudo que en nuestra sosegada época actual.
El caos pudo haber sido mitigado por muchos más flamantes sistemas
de anillos que los que adornan los planetas en la actualidad. Si éstos poseían
en esa época pequeñas lunas, es posible que la Tierra, Marte y los demás
planetas pequeños estuvieran provistos de anillos.
La explicación más satisfactoria en relación con el origen de nuestra
propia Luna, basada en su composición química (revelada por las muestras
que aportaron las misiones Apolo), sostiene que se formó hace casi 4500
millones de años, cuando un mundo del tamaño de Marte colisionó con la
Tierra. Gran parte del manto rocoso de nuestro planeta quedó reducido a
polvo y gas calientes, y salió disparado al espacio. Posteriormente, algunos
de los escombros, en órbita alrededor de la Tierra, fueron reacumulándose
gradualmente, átomo por átomo, roca por roca.[33] Si ese desconocido
mundo causante del impacto hubiera sido solamente un poco más grande, el
resultado habría sido la destrucción total de la Tierra. Puede que en otras
épocas hubiera otros mundos en nuestro sistema solar —quizá incluso
mundos con presencia de vida— que sufrieron el impacto de algún
endemoniado objeto celeste, fueron demolidos por completo y no ha
quedado de ellos el menor indicio.
Por consiguiente, la imagen del sistema solar primigenio que
paulatinamente va dibujándose, en nada se parece a una solemne procesión
de eventos destinados a formar la Tierra. En su lugar, parece que nuestro
planeta se originó y sobrevivió por una afortunada casualidad, en medio de
increíbles escenas de violencia. Nuestro mundo no parece haber sido
esculpido por un maestro en el arte. Una vez más, no existen indicios de un
universo hecho para nosotros.
Tal vez el impacto más masivo que haya de sufrir la Tierra en toda su historia se produjo
unos 4.500 millones de años atrás, y se cree que formó la Luna. El objeto que impactó
tendría aproximadamente el tamaño de Marte. De haber sido un poco más grande, la Tierra
habría sido destruida por completo. Pintura de William K. Hartmann.
Asteroide 243 del Cinturón Principal, denominado Ida, fotografiado por la nave Galileo el 28
de agosto 1993. Ida tiene 52 kilómetros de longitud y efectúa una rotación cada 4,6 horas.
Presenta multitud de cráteres a consecuencia de colisiones con otros asteroides más
pequeños del cinturón. En la parte derecha de la imagen asoma su luna. Cedida por
JPL/NASA.
El asteroide Ida del Cinturón Principal (arriba) con las lunas de Marte, Deimos (izquierda) y
Fobos (derecha), todo a escala. Cedida por JPL/NASA.
Los fragmentos del cometa Shoemaker-Levy 9, vistos por el telescopio espacial Hubble,
incrustados en una nube de polvo esparcida por el cometa. Cedida por H. A. Weaver y T. E.
Smith, Space Telescope Science Institute/NASA.
Dos imágenes de Júpiter tomadas el 17 de julio de 1994, a la izquierda con luz violeta y a
la derecha con luz ultravioleta. Las tres manchas oscuras que aparecen en el hemisferio
sur son los lugares de colisión de los fragmentos C, A y E, contando de izquierda a
derecha, del Shoemaker-Levy 9. Con luz violeta, estas tres manchas oscuras son
aproximadamente del tamaño de la Tierra. Con luz ultravioleta son considerablemente más
grandes. Las manchas pueden ser debidas a moléculas orgánicas complejas llevadas
hasta Júpiter por el cometa o bien generadas en la atmósfera joviana por las ondas de
choque del mismo. Nótense los casquetes polares con violeta oscuro y ultravioleta,
causados probablemente por moléculas orgánicas complejas generadas por electrones que
penetran en la atmósfera de los polos desde la magnetosfera de Júpiter. Las trazas
brillantes que aparecen en los polos son auroras jovianas. Imágenes obtenidas por la
cámara planetaria 2 de amplio campo del telescopio espacial Hubble. Cedida por John
Clarke, Universidad de Michigan, y NASA.
EL PANTANO DE CAMARINA
Ya es tarde para hacer mejoras ahora. El universo está concluido; la clave está en su
sitio, y se han llevado en carro los escombros hace un millón de años.
CAMARINA ERA UNA CIUDAD DEL SUR de Sicilia, fundada por colonos de
Siracusa en el año 598 a J.C. Al cabo de una o dos generaciones, se vio
amenazada por una epidemia de peste, incubada, según sostenían algunos,
en un pantano adyacente. (Aunque, ciertamente, la teoría de la enfermedad
por gérmenes no era aceptada de manera general, ya se apuntaban algunos
indicios; por ejemplo, el aportado por Marcus Varro en el siglo 1 a. J.C,
quien había advertido explícitamente en contra de construir ciudades en las
proximidades de pantanos, «pues son caldo de cultivo de unas criaturas
diminutas que nuestros ojos no pueden ver, pero que flotan en el aire y
penetran en el cuerpo por la boca y la nariz, causando graves infecciones»).
Un serio peligro acechaba, pues, a la ciudad de Camarina. Por ello se
hicieron planes para drenar el pantano. Sin embargo, al consultar al oráculo,
éste prohibió que se llevara a término tal resolución, aconsejando en su
lugar paciencia. Pero como había vidas en juego, se decidió ignorar al
oráculo y abordar el drenaje de la ciénaga. Pronto pudo contenerse la
epidemia. Desgraciadamente ya era demasiado tarde cuando los habitantes
de Camarina se dieron cuenta de que el pantano los había protegido hasta
entonces de sus enemigos, entre los cuales debían contarse ahora sus
primos, los ciudadanos de Siracusa. Como sucedería en América 2300 años
después, los colonos se habían peleado con la madre patria. En el año 552 a.
J.C, las fuerzas de Siracusa cruzaron las tierras secas, antes inundadas por el
lodo, masacraron a hombres, mujeres y niños y arrasaron la ciudad. El
pantano de Camarina se convirtió en un símbolo de cómo es posible que por
eliminar un peligro se cree otro mucho peor.
Un objeto interplanetario, probablemente un fragmento de cometa, se precipita a través de
la atmósfera de la Tierra, desintegrándose antes de alcanzar su superficie. (Se observan
muchas estrellas distantes. Por casualidad, la bola de fuego pasa directamente por delante
de una galaxia espiral distante). Los objetos de impacto del grupo de los de cien metros de
diámetro y más grandes constituyen una amenaza para nuestra civilización global.
Fotografía de David Malin, cedida por Anglo-Australian Observatory.
La Tierra poco después del impacto de un asteroide o cometa de diez kilómetros, como el
que tuvo como consecuencia la extinción de la mayoría de especies vivas 65 millones de
años atrás. En esta concepción artística, el impacto se produce en la costa este de los
Estados Unidos, en las proximidades de Washington D.C. El cráter de impacto está
empezando a llenarse de agua de la bahía de Chesapeake. El suceso desencadena
incendios por toda la Tierra. Pintura de Don Davis.
Qué nivel de daño producen los asteroides según su tamaño y con qué frecuencia chocan
contra la Tierra. Este diagrama, elaborado por Clark R. Chapman, del Planetary Sciences
Institute de Tucson, Arizona, y por David Morrison, del Ames Research Center de la NASA,
resume el nivel actual de conocimientos al respecto. Hay que interpretarla de la siguiente
manera: consideremos el punto marcado por el suceso de «Tunguska», un objeto que
penetró en la atmósfera de la Tierra sobre Siberia en el año 1908. Mientras se
descomponía antes de excavar un cráter en el suelo, tuvo la suficiente potencia como para
arrasar bosques y ser detectado en medio mundo. Un suceso como el de Tunguska pudo
ser provocado por un asteroide de cincuentra metros de diámetro y pudo liberar una
energía equivalente a diez megatones de TNT, la potencia de una arma nuclear
contemporánea bastante fuerte, pero no la más potente. Sobre el eje vertical se aprecia
que cabe esperar un impacto de la importancia del de Tunguska una vez cada pocos
siglos. A medida que descendemos por la curva hacia la derecha, nos encontramos con
cuerpos más grandes, impactos más peligrosos, pero simultáneamente se alarga también
el tiempo de espera para dichos impactos. Abajo, a la derecha, aparece marcado el
impacto del cretáceo-terciario (K/T).
Los impactos amenazadores para nuestra civilización requieren cuerpos
celestes de varios cientos de metros de diámetro, o más (cien metros viene a
ser la longitud de un campo de fútbol). Estas colisiones se producen
aproximadamente una vez cada doscientos mil años. Nuestra civilización
tiene solamente unos diez mil años de antigüedad, de modo que no hay
razón para que conservemos en nuestra memoria institucional el último
impacto de esas características. Y lo cierto es que no lo tenemos registrado.
La sucesión de violentas explosiones que provocó sobre Júpiter el
cometa Shoemaker-Levy 9 en julio de 1994 nos recuerda que esa clase de
colisiones ocurren realmente en nuestro tiempo, y que el impacto de un
cuerpo de unos pocos kilómetros de diámetro puede diseminar escombros
en un área tan grande como la Tierra. Fue una especie de premonición.
La misma semana del impacto del Shoemaker-Levy, el Comité para la
Ciencia y para el Espacio de la Cámara de Representantes de Estados
Unidos elaboró un proyecto de legislación que requiere a la NASA, «en
coordinación con el Departamento de Defensa y las agencias espaciales de
otros países», para que identifique y determine las características orbitales
de todos los «cometas y asteroides de más de un kilómetro de diámetro»
que se aproximen a la Tierra. El trabajo deberá estar concluido para el año
2005. Muchos científicos planetarios ya habían reivindicado anteriormente
un programa de investigación de esas características. Pero fue necesario
escuchar el grito agónico de un cometa para que por fin se llevara a la
práctica.
Repartidos en el tiempo, los peligros de la colisión de asteroides no
parecen demasiado preocupantes. Pero si se produjera un impacto de
grandes proporciones ocasionaría una catástrofe sin precedentes para la
Humanidad. Aproximadamente, existe una posibilidad entre dos mil de que
se dé una colisión de esa envergadura durante la vida de un recién nacido
actual. La mayoría de nosotros rehusaríamos volar en avión si las
posibilidades de accidente afectaran a uno de cada dos mil vuelos. (En
realidad, en vuelos comerciales, la posibilidad es una entre dos millones. Y
aun así, son muchos los que consideran esa proporción suficiente como para
preocuparse, o incluso para contratar una póliza de seguros). Cuando
nuestra vida está en juego, a menudo cambiamos de comportamiento para
procurarnos unas circunstancias más favorables. Y entre los que no lo hacen
se observa una mayor tendencia a que no se encuentren ya en este mundo.
Tal vez sería recomendable ir practicando la cuestión de cómo llegar a
esos pedazos de mundo y apartarlos de sus órbitas, por si algún día se
presentara la necesidad de hacerlo. A pesar de lo que dijera Melville,
quedan todavía sueltas algunas de las fichas de la creación, y es evidente
que hay que hacer algo al respecto. Siguiendo caminos paralelos y sólo
levemente interconectados, la comunidad de la ciencia planetaria y los
laboratorios norteamericanos y rusos de armas nucleares, conscientes de los
escenarios antes descritos, han venido planteándose las siguientes
cuestiones: cómo inspeccionar todos los objetos interplanetarios de grandes
dimensiones cercanos a la Tierra, cómo caracterizar su naturaleza física y
química, cómo predecir cuáles podrían encontrarse, en un futuro, en una
trayectoria de colisión con la Tierra y, finalmente, cómo evitar que se
produzca el impacto.
El pionero ruso de los vuelos espaciales Konstantin Tsiolkovsky sostuvo
hace un siglo que debía de haber cuerpos de un tamaño intermedio entre los
grandes asteroides observados y los fragmentos de asteroide —los
meteoritos— que ocasionalmente se precipitan sobre la Tierra. En sus
escritos apuntó la posibilidad de vivir en asteroides pequeños del espacio
interplanetario. Él no contemplaba sus posibles aplicaciones militares. No
obstante, a principios de los años ochenta, a algunos miembros de los
círculos armamentísticos norteamericanos se les ocurrió que los soviets
podían estar pensando en emplear asteroides cercanos a la Tierra como
proyectiles de impacto; el presunto plan fue bautizado como «el Martillo de
Iván». Había que tomar medidas preventivas de inmediato. Al mismo
tiempo, se sugirió que quizá no fuera mala idea que Estados Unidos
aprendiera también cómo utilizar pequeños mundos a modo de armas. La
Organización de Defensa mediante Misiles Balísticos del Departamento de
Defensa, sucesora de la oficina de la «Guerra de las Galaxias» de los
ochenta, lanzó una innovadora nave con el nombre de Clementine a fin de
que orbitara la Luna y se acercara al asteroide Geographos. (Tras completar
un exhaustivo reconocimiento de la Luna, en mayo de 1994, la nave falló
antes de poder alcanzar Geographos).
Con un aspecto similar al de un ojo amoratado, se aprecia la decoloración de las nubes de
Júpiter provocada por el fragmento G del cometa Shoemaker-Levy 9, el 18 de julio de
1994. El óvalo más grande y oscuro tiene aproximadamente el tamaño de la Tierra. Se
halla rodeado de una onda de sonido en expansión, en la parte exterior de la cual se
observa un menor grado de decoloración. La mancha oscura es la cicatriz del fragmento D.
Esta imagen constituye un útil recordatorio de que un cometa o asteroide de unos pocos
kilómetros de diámetro puede generar escombros en un área del tamaño de la Tierra.
Imagen del telescopio espacial Hubble cedida por Heidi Hammel, MIT y NASA.
Desvío de asteroides: un asteroide peligroso —alejándose (en imagen parada) del lector
situada en primer término a la izquierda, por su órbita— impactaría en la Tierra meses
después si no fuera obstaculizado. Para evitarlo en el momento preciso se disparan uno o
dos misiles desde la Tierra (órbita en color rojo) a fin de provocar una explosión nuclear
junto al punto más cercano en la órbita del asteroide con el Sol. Un golpe relativamente
suave es suficiente para alterar la órbita (en color morado) de forma que no afecte a la
Tierra. Diagrama cortesía de JPL/NASA.
¿Quién puede negar que, en cierto modo, el hombre también sería capaz de fabricar
Cielos si tuviera a su alcance los instrumentos y el material celestial?
Primeras fases de colonización de Marte por los humanos, concebidas por Chesley
Bonestell. Pintura perteneciente a la colección del autor.
DERECHA: Primer plano del casquete polar nórdico de Marte. La cantidad de anhídrido
carbónico liberado en los casquetes polares de Marte parece insuficiente para explicar la
densa atmósfera que, según las deducciones, poseía este planeta en el pasado. Tal vez
haya carbonatos abundantes en el suelo marciano. Sin embargo, con el anhídrido
carbónico de los casquetes polares y el suelo de Marte, y otros gases que pueden
fabricarse sobre el planeta, ahora parece que sería posible generar un efecto invernadero
suficiente como para ir transformando el entorno medioambiental de Marte hacia
condiciones mucho más similares a las de la Tierra. Fotomosaico del Viking, cedido por
USGS/NASA.
Terrazas del casquete polar norte de Marte. Presentan capas alternas de polvo y hielo que,
potencialmente, contienen información vital sobre la historia del cambio climático que Marte
experimentó en su pasado. Pintura de Ron Miller.
Una combinación sensata de los efectos de invernadero por CO2, CFC y
NH3 sobre Marte parece que podría ser capaz de llevar las temperaturas lo
suficientemente cerca del punto de congelación del agua como para que
pudiera empezar la segunda fase de la terraformación, la elevación
suplementaria de las temperaturas debida a una cantidad sustancial de vapor
de agua en el aire, la producción generalizada de O2 a cargo de plantas
fabricadas por ingeniería genética y el ajuste fino del medio ambiente en la
superficie del planeta. Se podría establecer en Marte microbios, plantas más
grandes y animales antes de que el medio ambiente global fuera apropiado
para colonizadores humanos sin protección. La terraformación de Marte es
mucho más fácil que la de Venus. Pero sigue resultando muy cara con los
criterios actuales y destructiva del entorno medioambiental. Sin embargo, si
hubiera justificación suficiente, tal vez la terraformación de Marte podría
estar en marcha hacia el siglo XXII.
OSCURIDAD
Lejos, ocultos a los ojos de la luz diurna, hay vigilantes en los cielos.
Las señales que quedaron —las más firmes candidatas después de tres
estudios del cielo— son once «acontecimientos». Satisfacen todos menos
uno de nuestros criterios para ser declaradas señales alienígenas genuinas.
Pero el criterio que falla es supremamente importante: la verificabilidad.
Nunca hemos podido volver a detectar ninguna de esas señales. Miramos de
nuevo a esa parte del cielo al cabo de tres minutos y ya no había nada.
Miramos otra vez al día siguiente, y nada. La examinamos al cabo de un
año, o de siete, y sigue sin haber nada.
Parece improbable que cada señal que recibimos de una civilización
extraterrestre se apague al cabo de dos minutos de empezar a escucharla,
para no repetirse jamás. (¿Cómo podrían saber ellos que los estamos
escuchando?). Pero es posible que sea un efecto del parpadeo. Las estrellas
parpadean porque hay masas de aire turbulento que se interponen en la línea
visual entre la estrella y nosotros. En ocasiones esas masas de aire actúan
como lentes y hacen que los rayos de luz de una determinada estrella
converjan un poco, haciéndola momentáneamente más brillante. De modo
similar, las fuentes de radio astronómicas pueden parpadear, debido a nubes
de gas cargado eléctricamente (o «ionizado») que se mueven en el vasto
vacío interestelar. Eso es algo que observamos de forma rutinaria en el caso
de los pulsares.
Imaginemos una señal de radio que se halla levemente por debajo de la
fuerza que, de otro modo, detectaríamos en la Tierra. En algún momento y
por casualidad la señal se concentra temporalmente, se amplifica y entra en
la franja de detectabilidad de nuestros radiotelescopios. Lo interesante es
que las duraciones de estos abrillantamientos, que han podido deducirse
gracias a la física del gas interestelar, son de unos pocos minutos, y la
probabilidad de que podamos captar de nuevo la señal es reducida.
Realmente, tendríamos que estar enfocando permanentemente esas
coordenadas en el cielo, observándolas durante meses.
A pesar de que ninguna de esas señales se repite, se da un hecho
adicional al respecto que me provoca un escalofrío: ocho de las once
mejores candidatas se encuentran dentro o cerca del plano de la galaxia Vía
Láctea. Las cinco más fuertes fueron localizadas en las constelaciones
Casiopea, Monoceros, Hidra y dos en la de Sagitario, aproximadamente en
dirección al centro de la galaxia. La Vía Láctea es un cúmulo de gas, polvo
y estrellas en forma de disco plano. El hecho de que sea plana explica que
la veamos como una banda de luz difusa a través del cielo nocturno. Es allí
donde residen casi todas las estrellas de nuestra galaxia. Si nuestras señales
candidatas fueran en realidad interferencias de radio de la Tierra o algún
fallo que hubiera pasado inadvertido en la electrónica de detección, no las
veríamos preferentemente cuando enfocamos hacia la Vía Láctea.
Las 37 señales más fuertes del programa META que han superado la selección. Los puntos
amarillos marcan las detecciones a 1.420 megahertzios y los rojos las obtenidas a 2.840
megahertzios. Los puntos más grandes constituyen las señales de mayor intensidad. De
nuevo, nótese la concentración hacia el plano de la galaxia Vía Láctea. Diagrama adaptado
por José R. Díaz para la revista Sky and Telescope. Copyright © Sky Publishing
Corporation, 1994. Reproducido con permiso de Paulo Horowitz y Carl Sagan, The
Astrophysical Journal, 20 de septiembre de 1993.
Aunque quizá fuimos víctimas de un funcionamiento especialmente
desafortunado y engañoso de la estadística. La probabilidad de que esta
correlación con el plano de la galaxia sea meramente atribuible a la
casualidad es menor de un 0,5%. Imaginemos un mapa del cielo del tamaño
de una pared que abarque desde la estrella del Norte en su parte más
superior hasta las estrellas más tenues hacia las que apunta el polo sur de la
Tierra en la parte más inferior. Serpenteando a través del mapa aparecen las
irregulares fronteras de la Vía Láctea. Ahora supongamos que nos vendan
los ojos y nos piden que lancemos cinco dardos al azar sobre el mapa (con
una gran parte del cielo del hemisferio sur, inaccesible desde
Massachusetts, declarada fuera de los límites). Deberíamos lanzar los cinco
dardos más de doscientas veces para que, por casualidad, consiguiéramos
que cayeran tan juntos dentro del área de la Vía Láctea como lo hicieron las
cinco señales más fuertes captadas por el programa META. No obstante, en
ausencia de señales repetibles, no hay manera de que podamos concluir que,
efectivamente, hemos tropezado con inteligencia extraterrestre.
O quizá los eventos que hemos hallado son causados por algún nuevo
tipo de fenómeno astrofísico, algo en lo que nadie ha reparado hasta ahora y
por lo cual, no civilizaciones, sino estrellas o nubes de gas (o alguna otra
cosa) que se encuentran en el plano de la Vía Láctea emiten fuertes señales
en bandas de frecuencia desconcertantemente estrechas.
Pero permitámonos un momento de extravagante especulación.
Imaginemos que todos los acontecimientos seleccionados son debidos, en
efecto, a radiofaros de otras civilizaciones. En ese caso, podemos estimar
—a partir del poco tiempo que hemos invertido en observar cada porción
del cielo— cuántos transmisores hay en toda la Vía Láctea. La respuesta es
que hay una cifra cercana al millón. Si estuvieran diseminados al azar por el
espacio, el más cercano estaría a unos cuantos cientos de años luz de
distancia, demasiado lejos para que ellos hubieran podido captar nuestras
señales de televisión o de radar. Durante unos cuantos siglos más, ellos
seguirían sin saber que en la Tierra ha emergido una civilización
tecnológica. La galaxia estaría palpitando de vida y de inteligencia, pero —
a menos que estuvieran explorando febrilmente un ingente número de
oscuros sistemas estelares— se hallarían completamente in albis acerca de
lo que ha venido ocurriendo últimamente por aquí. Dentro de unos cuantos
siglos, cuando se enteren de nuestra presencia, las cosas pueden ponerse
muy interesantes. Afortunadamente, tendremos muchas generaciones para
prepararnos.
Si, por el contrario, ninguna de nuestras señales candidatas es un
auténtico radiofaro alienígena, entonces nos vemos forzados a extraer la
conclusión de que hay muy pocas civilizaciones transmitiendo, quizá
ninguna, al menos en nuestras frecuencias mágicas y lo suficientemente
fuerte como para que podamos captarlo.
Consideremos una civilización como la nuestra, pero que ha dedicado
toda su energía disponible (alrededor de un billón de vatios) a transmitir una
señal de radiofaro en una de nuestras frecuencias mágicas y en todas
direcciones en el espacio. En ese caso, los resultados del programa META
implicarían que no hay civilizaciones así en un espacio de veinticinco años
luz, un volumen que abarcaría unas doce estrellas semejantes al Sol. No se
trata pues de un límite muy estricto. Si, en cambio, esa civilización
estuviera transmitiendo directamente hacia nuestra posición en el espacio,
empleando una antena no más avanzada que la del observatorio de Arecibo,
entonces si META no ha encontrado nada, cabe concluir que no hay
civilizaciones así en ninguna parte de la Vía Láctea, de entre cuatrocientos
mil millones de estrellas, ni una sola. Pero incluso asumiendo que quisieran,
¿cómo sabrían transmitir en nuestra dirección?
Consideremos ahora, en el extremo tecnológico opuesto, una
civilización muy avanzada transmitiendo pródigamente en todas direcciones
con un nivel de energía diez billones de veces mayor (10 elevado a la 26
vatios, toda la energía liberada por una estrella como el Sol). Entonces, si
los resultados del programa META son negativos, podemos concluir no
solamente que no existen civilizaciones así en la Vía Láctea, sino que no
hay ninguna en un área de setenta millones de años luz, ni en la M31, la
galaxia más cercana semejante a la nuestra, ni en la M33, o el Sistema
Fornax, ni en la M81, o la nebulosa Torbellino, ni en Centaurus A, ni en el
cúmulo de galaxias Virgo, ni en las galaxias Seifert más cercanas; no hay
ninguna civilización inteligente entre los cien billones de estrellas de las
miles de galaxias cercanas. Herida de muerte o no, la noción geocéntrica
despierta de nuevo.
Naturalmente, podría ser un indicio, no de inteligencia, sino de supina
estupidez dilapidar tanta energía en la comunicación interestelar (o
intergaláctica). Quizá tengan buenas razones para no estar interesados en
dar la bienvenida a todo el que llegue de fuera. O puede que les tengan sin
cuidado las civilizaciones tan atrasadas como la nuestra. Pero aun así, ¿es
posible que en cien billones de estrellas no haya una sola civilización
transmitiendo con esa potencia energética, en esa frecuencia precisa? Si los
resultados del programa META son negativos, hemos establecido un límite
ilustrativo, pero no tenemos manera de saber si tiene relación con la
abundancia de civilizaciones muy avanzadas o con su estrategia de
comunicación. Aunque el programa META no haya encontrado nada, un
amplio término medio permanece abierto, de numerosas civilizaciones más
avanzadas que la nuestra y transmitiendo de modo omnidireccional en
frecuencias mágicas. Todavía no tenemos noticia de su existencia.
¡HACIA EL CIELO!
La escalera del cielo ha sido desplegada para él, para que pueda ascender por ella hasta
el cielo. Oh dioses, colocad vuestros brazos bajo el rey: levantadle, izadle hacia el cielo.
¡Hacia el cielo! ¡Hacia el cielo!
DE PUNTILLAS POR
LA VÍA LÁCTEA
Es evidente que resulta extraño dejar de habitar la Tierra, renunciar a unas costumbres
que uno apenas ha tenido tiempo de aprender…
Ahí está el salmo 15, que reivindica la filiación divina de los demás
mundos: «Los cielos pertenecen al Señor, pero ha cedido la Tierra para los
hijos del hombre». O la versión de Platón del análogo griego de Babel, la
leyenda de Otys y Ephialtes. Hubo unos mortales que «se atrevieron a subir
al cielo». Los dioses se vieron ante la necesidad de tener que elegir.
¿Debían eliminar a esos advenedizos humanos «y aniquilar su raza
enviándoles un rayo»? Por una parte, «eso significaría el fin de los
sacrificios y de la devoción que les ofrecían los hombres», prebendas a las
que ellos no deseaban renunciar. «Pero, por otra parte, los dioses no podían
tolerar que tamaña insolencia quedara impune».
Sin embargo, si a largo plazo no tenemos otra alternativa, si nuestra
elección está entre muchos mundos o ninguno, lo que necesitamos son otro
tipo de leyendas, leyendas que nos estimulen. Y de hecho existen. Muchas
religiones, del hinduismo al cristianismo gnóstico, pasando por la doctrina
mormona, postulan —por más impío que pueda sonar— que el objetivo del
ser humano estriba en alcanzar la condición de dios. O bien consideremos
una historia que aparece en el Talmud judío y que fue omitida en el libro del
Génesis. (Se halla en indudable relación con el relato de la manzana, el
árbol del conocimiento, el pecado original y la expulsión del Edén). En el
jardín del Paraíso, Dios dice a Eva y a Adán que ha dejado
intencionadamente inacabado el universo. Será responsabilidad de los
humanos, a lo largo de incontables generaciones, colaborar con Dios en un
«glorioso» experimento, el de «concluir la Creación».
Una responsabilidad de esa envergadura supone una carga pesada,
especialmente para una especie tan débil e imperfecta como la nuestra, con
una historia tan desdichada. Nada remotamente similar a la «conclusión»
puede abordarse sin un nivel mucho mayor de conocimientos del que hoy
poseemos. Pero tal vez si nuestra misma existencia corre peligro, nos
veremos capaces de estar a la altura de ese desafío supremo.
Una enana marrón, una hipotética estrella muy templada que algunos astrónomos creen
que podría ser abundante en el espacio interestelar. En la superficie de algunas de ellas se
disfrutaría, según parece, de temperaturas terrestres. Pintura de Michael Carroll.
La NGC 3628, una galaxia espiral vista de canto. Fotografía de David Malin por Anglo-
Australian Observatory.
Algunos científicos han imaginado que tal vez un día crearemos nuevas
formas de vida, conectaremos mentes, colonizaremos estrellas,
reconfiguraremos galaxias o impediremos, en un volumen cercano del
espacio, la expansión del universo. En un artículo de 1993 en la publicación
Nuclear Physics, el físico Andrei Linde —posiblemente en tono
humorístico— sugiere que a la larga podría ser posible crear, en
experimentos de laboratorio —aunque tendría que ser todo un señor
laboratorio—, universos separados, independientes y en expansión. «Sin
embargo —me escribe—, ni yo mismo sé si [esta sugerencia] no es más que
una broma o es algo más». Ante una lista así de proyectos para el futuro
lejano no tendremos reparos en reconocer una constante ambición humana
por arrogarnos poderes que, en su día, fueron considerados propios de un
dios, o, empleando una metáfora más estimulante, por concluir la Creación.
Opino que es muy saludable —en realidad es esencial— que tengamos bien
presente nuestra fragilidad y falibilidad. Me preocupa la gente que aspira a
ser como un dios. Pero, en lo que hace referencia al objetivo a largo plazo y
al proyecto sagrado, sí tenemos uno ante nosotros. De él depende la propia
supervivencia de nuestra especie. Si hemos estado encerrados bajo llave en
una prisión del yo, aquí se nos brinda una trampilla para escapar, algo que
vale la pena, algo mucho más grande que nosotros mismos, un acto crucial
en beneficio de la Humanidad. Poblar otros mundos unifica naciones y
grupos étnicos, liga a las generaciones y requiere de nosotros que seamos
inteligentes y sensatos a la vez. Libera nuestra naturaleza y, en parte, nos
devuelve a nuestros comienzos. Incluso ahora, este nuevo telos se halla a
nuestro alcance.
Fotografía de David Malin, cedida por ROE/Anglo-Australian Observatory.
La mayor parte del material de este libro es nuevo. Algunos capítulos son
desarrollos más amplios de artículos publicados primero en la revista
Parade, un suplemento dominical de la prensa diaria americana que, con un
volumen estimado de lectores que alcanza los 73 millones, es posiblemente
la revista más leída en todo el mundo. Me siento enormemente en deuda
con Walter Anderson, jefe de redacción, y David Currier, editor ejecutivo,
por su apoyo y saber editorial, así como con los lectores de Parade, cuyas
cartas me han ayudado a comprender en qué pasajes me he expresado con
claridad y en cuáles lo he hecho de manera más confusa, y me han dado una
idea de cómo eran recibidos mis argumentos. Partes de otros capítulos han
surgido de artículos publicados en Issues in Science and Technology,
Discover, The Planetary Report, Scientific American y Popular Mechanics.
Determinados aspectos de este libro han sido discutidos con numerosos
amigos y colegas, cuyos comentarios lo han enriquecido en gran medida.
Aunque son demasiados para mencionarlos nombre por nombre, deseo
expresar mi más sincera gratitud a todos y cada uno de ellos. No obstante,
quiero agradecer especialmente a Norman Augustine, Roger Bonnet,
Freeman Dyson, Louis Friedman, Everett Gibson, Daniel Goldin, J. Richard
Gott III, Andrei Linde, Jon Lomberg, David Morrison, Roald Sagdeev,
Steven Soter, Kip Thorne y Frederick Turner sus comentarios sobre partes o
la totalidad del manuscrito; a Seth Kaufmann, Peter Thomas y Joshua
Grinspoon su ayuda con los cuadros y los gráficos; así como a un brillante
grupo de artistas especializados en astronomía, cuyos nombres figuran en
cada ilustración, por haberme permitido actuar como escaparate de su
trabajo. Gracias a la generosidad de Kathy Hoyt, Al McEwen y Larry
Soderblom, he tenido la oportunidad de dar a conocer algunos de los
excepcionales fotomosaicos, mapas aerografiados y otras reducciones de
imágenes de la NASA llevadas a cabo en el Departamento de Astrogeología
del U. S. Geological Survey.
Debo agradecer también a Andrea Barnett, Laura Parker, Jennifer
Bland, Loren Mooney, Karen Gobrecht, Deborah Pearlstein, así como a la
difunta Eleanor York su capacitada asistencia técnica; y a Ann Godoff,
Kathy Rosenbloom, Andy Carpenter y Martha Schwartz su colaboración en
la producción. Beth Tondreau es responsable del elegante diseño de estas
páginas.
En materia de política espacial, me he beneficiado de discusiones con
otros miembros de la junta directiva de la Sociedad Planetaria,
especialmente con Bruce Murray, Louis Friedman, Norman Augustine, Joe
Ryan y el difunto Thomas O. Paine. Dedicada a la exploración del sistema
solar, la búsqueda de vida extraterrestre y las misiones internacionales
tripuladas a otros mundos, es la organización que mejor encarna la
perspectiva que presenta este libro. Los lectores que estén interesados en
obtener una información más detallada sobre esta organización sin ánimo de
lucro, el grupo más importante de interesados por los temas espaciales en
toda la Tierra, pueden ponerse en contacto con:
Tal como ha ocurrido en cada uno de los libros que he escrito desde 1977,
no tengo palabras para expresar mi gratitud a Ann Druyan, por sus
aportaciones críticas y fundamentales contribuciones, tanto en lo que se
refiere al contenido como al estilo. En la inmensidad del espacio y del
tiempo, me siento feliz de poder disfrutar del privilegio de compartir un
mismo planeta y una misma época con Annie.
NOTAS SOBRE EL AUTOR
J. Kelly Beatty y Andrew Chaiken, eds., The New Solar System, 3.a ed.,
Cambridge, Cambridge University Press, 1990.
Harry Hurt, For All Mankind, Nueva York, Atlantic Monthly Press,
1988.
Richard Turco, Earth Under Siege: Air Pollution and Global Change,
Nueva York, Oxford University Press, en prensa.
John Noble Wilford, Mars Beckons: The Mysteries, the Challenges, the
Expectations of Our Next Great Adventure in Space, Nueva York,
Knopf, 1990.
J. D. Bernal, The World, the Flesh and the Devil, Bloomington, Indiana
University Press, 1969; primera edición, 1929.
Carl Sagan, Contact: A Novel, Nueva York, Simon and Schuster, 1985.
Freeman J. Dyson, The World, the Flesh, and the Devil, Londres,
Birkbeck College, 1972.
Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, Nueva York,
The Free Press, 1992.
Carl Sagan y Ann Druyan, Comet, Nueva York, Random House, 1985.
CARL SAGAN nació un 11 de noviembre de 1934, en Nueva York. Realizó
sus estudios preparatorios en la Radway High School en New Jersey. A los
20 años se graduó como físico puro y poco después obtiene su doctorado en
Astronomía y Astrofísica. Apareció en la comunidad científica como un
joven, cuyas conjeturas fascinaban y a su vez amenazaban lo establecido.
Participó activamente en el proyecto Mariner 4, primera sonda en llegar a
Marte, en junio de 1965. Su trabajo en la NASA lo combinó como profesor
en la Universidad de Harvard. Carl comenzó a colaborar con el científico
soviético I. S. Shklovski para debatir científicamente la búsqueda de vida
extraterrestre. Estos debates se publicaron en el libro OVNIS: Un Debate
Científico. Sin embargo la conservadora universidad de Harvard no
aprobaba estas actividades y le negaron la renovación de su contrato.
Pasó entonces a la Universidad de Cornell en Ithaca, Nueva York. Se
convirtió en el director del Laboratorio de Ciencias Espaciales en Cornell,
puesto que junto con sus clases en dicha universidad, ocupó por el resto de
su vida. En Cornell realizó numerosos experimentos acerca del origen de la
vida y confirmó que las moléculas orgánicas base de la vida pueden
reproducirse bajo condiciones controladas en el laboratorio.
Participó activamente en el proyecto Apolo 11 en 1969 y en la misión
Mariner 9 a Marte, la cual estaba diseñada para orbitar el planeta y de las
cuales se dedujo que alguna vez pudo albergar vida. Igualmente formó parte
de los proyectos Pionneer y Voyager, sondas que, después de explorar los
planetas más alejados del sistema solar, debían viajar indefinidamente por el
universo. En cada una de estas naves Sagan incluyó un disco de oro con
información acerca de la vida en la tierra, fotos, sonidos, saludos en
distintas lenguas, y las ondas cerebrales de una mujer de la tierra (Ann
Druyan, luego su esposa).
También fue por la insistencia de Sagan que las Voyager fotografiaron la
Tierra desde las confines del sistema solar. Fue cofundador y presidente de
la Sociedad Planetaria, la mayor organización con intereses espaciales en el
mundo.
Criticó a las grandes potencias por producir armamento nuclear. Formó
parte activa en la erradicación de los CFC y otros programas de protección
ecológica. Fue cofundador del Comité Para la Investigación Escéptica de
los Fenómenos Paranormales (CISCOP).
Mantuvo una oposición y crítica constante en contra de las pseudo-ciencias.
En su libro El mundo y sus demonios, las critica duramente, al igual que a
las religiones. Estudió el origen de los organismos con los genetistas
Hermann J. Muller y Joshua Lederberg. Trabajó como astrofísico en el
Observatorio Astrofísico Smithsoniano desde 1962 hasta 1968.
Dedicó la mayor parte de su vida a divulgar las ciencias. Publicó numerosos
libros y artículos en revistas y diarios. Su amplio conocimiento del cosmos
hizo posible su explicación con palabras sencillas. Uno de sus primeros
libros, Los Dragones del Edén, publicado en 1978, fue galardonado con un
premio Pulitzer.
En 1979 tuvo la gran idea de utilizar el medio de comunicación más
atrayente y masivo para divulgar la cosmología, la historia y la astronomía:
la televisión. A través de ella llevó a miles de personas a un fascinante viaje
por el universo en la serie «Cosmos» de la cual también se publicó uno de
sus más populares libros. La serie ganó 3 premios Emmy y un Peabody, y
se convirtió en la serie científica de mayor éxito en toda la historia de la
televisión.
Después de realizar «Cosmos», Sagan dedica un tiempo a escribir una
novela, Contacto, en la cual, asesorado por un grupo de científicos, quiso
escribir un libro de ficción científica en donde todo y cada uno de lo
propuesto fuera teóricamente posible.
Fue un científico de mente abierta, fascinado por las estrellas, y el misterio
de la vida. Lideró proyectos como el SETI (Búsqueda de inteligencia
extraterrestre). Tras diagnosticársele una enfermedad llamada
mielodisplasia, comenzó una agonizante y fatal etapa en la vida de Sagan.
Fue sometido en tres ocasiones a transplante de médula ósea y
quimioterapia, la ultima de ellas en 1995. En la madrugada del 20 de
diciembre de 1996 murió a los 62 años, en Seattle, a causa de una
neumonía.
Notas
[1]«Ninfa de los bosques, cuya vida duraba lo que el árbol a que se suponía
unida», definición de Julio Casares. (N. de la t.) <<
[2]
En el original «planets» (planetas), aunque en realidad la palabra griega
que significa «nómadas» es «astros». (N. de la t.) <<
[3] Dinastía de soberanos ingleses (1154-1485). Perteneciente al linaje
francés de los condes de Anjou, su pretensión al trono de Francia provocó
la guerra de los Cien Años. (Nota de la traductora) <<
[4]En el original, «robber barons», que Simón and Schuster's International
Dictionary traduce como capitalistas de Estados Unidos que a fines del
siglo XIX adquirieron inmensas riquezas por medio de la explotación, el
cohecho, etc. (Nota de la t.) <<
[5] El famoso libro de Copérnico se publicó primero con una introducción
del teólogo Andrew Ossiander, incluida sin el conocimiento del astrónomo
agonizante. La bienintencionada tentativa de Ossiander de reconciliar la
religión y la astronomía copernicana terminaba con las palabras siguientes:
«Que nadie espere certezas de la astronomía, pues la astronomía no puede
ofrecernos ninguna certeza, no sea que si alguien asume como verdad lo
que ha sido construido para otros usos, acabe saliendo de esa disciplina más
loco que cuando acudió a ella». La certeza sólo podía ofrecerla la religión.
<<
[6]Nuestro universo es casi incompatible con la vida, o al menos en lo que
entendemos como necesario para la misma. Aunque una estrella entre un
centenar de miles de millones de galaxias tuviera un planeta similar a la
Tierra, en ausencia de medidas tecnológicas impresionantes la vida
solamente podría prosperar aproximadamente en un 10% del volumen del
universo. Para que quede bien claro, vale la pena escribirlo: solamente
0,0000000000000000000000000000000000001 de nuestro universo es
compatible con la vida. Treinta y seis ceros antes del uno. El resto es negro
vacío, frío y lleno de radiación. <<
[7] Para expresar ideas así, las palabras tienden a fallarnos. El término
alemán para designar el universo es (das) All (el Todo), que deja bien
patente la inclusividad. Podríamos decir que nuestro universo no es más que
uno en un «multiverso», pero yo prefiero emplear la palabra «cosmos» para
el todo y «universo» para el único que podemos conocer. <<
[8]Una de las pocas expresiones casi-copernicanas en inglés y en castellano
es: «El universo no gira a tu alrededor», una verdad astronómica que
pretende hacer bajar de nuevo a la Tierra a narcisistas novatos. <<
[9]En el original, «rain forest», bosque tropical muy denso donde llueve
todo el año. (Nota de la traductora). <<
[10]No porque la viera especialmente grande, sino porque en la mitología
griega los miembros de la generación precedente a los dioses del Olimpo —
Saturno, sus hermanos y sus primos— eran llamados Titanes. <<
[11]La atmósfera de Titán no posee oxígeno detectable, de modo que el
metano no se halla violentamente fuera de equilibrio químico, como lo está
en la Tierra, y su presencia no representa en modo alguno un indicio de
vida. <<
[12] En inglés, moon significa luna y sun, sol. (Nota de la traductora). <<
[13] Con el nombre del cual ha sido bautizada la misión europeo-americana
al sistema de Saturno. <<
[14]
En inglés se pronuncia igual que «your anus», que significa «tu ano».
(Nota de la traductora). <<
[15]La llamó así recordando las palabras de Miranda, la heroína de La
Tempestad: «¡Oh, valeroso nuevo mundo, que alberga en él gente así!» (A
lo cual Próspero responde: «Es nuevo para ti». Así de claro. Como todos los
demás mundos del sistema solar, Miranda tiene cerca de 4500 millones de
años de antigüedad). <<
[16]Tarda tanto tiempo en completar una vuelta alrededor del Sol porque su
órbita es extraordinariamente amplia, 37.000 millones de kilómetros en
derredor, y porque la fuerza de la gravedad del Sol, que le impide salir
despedido hacia el espacio interestelar, es a esa distancia comparativamente
débil, menos de una milésima de la fuerza que ejerce en las proximidades
de la Tierra. <<
[17] Robert Goddard, el inventor del cohete moderno de combustible
líquido, imaginó un tiempo en que las expediciones a las estrellas se
equiparían y serían lanzadas desde Tritón. Eso fue en una ocurrencia
posterior, fechada en 1927, a un manuscrito de 1918 llamado La última
migración. Considerado atrevido en extremo para ser publicado, fue
depositado en la caja fuerte de uno de sus amigos. La portada contiene una
advertencia: «Estas notas sólo deben ser leídas con atención por personas
optimistas». <<
[18] Cierta variedad de melón. (Nota de la traductora). <<
[19]Una unidad astronómica equivale a 150.000.000 de kilómetros. (Nota
de la traductora). <<
[20]Se cree que las señales de radio que ambas naves Voyager detectaron en
1992 son debidas a una colisión de fuertes rachas de viento solar con el gas
ligero que se halla entre las estrellas. A partir de la inmensa potencia de la
señal (más de 10 billones de vatios) se puede efectuar una estimación de la
distancia hasta la heliopausa: aproximadamente cien veces la distancia
desde el Sol a la Tierra. A la velocidad a que se aleja del sistema solar, el
Voyager 1 podría penetrar en la heliopausa e introducirse en el espacio
interestelar alrededor del año 2010. Si su fuente de energía radiactiva
todavía lo permite, transmitirá a la Tierra las noticias de esa travesía. La
energía liberada por la colisión de esta onda de choque con la heliopausa la
convierte en la fuente más potente de emisión de radio en el sistema solar.
Uno se pregunta si choques todavía más fuertes en otros sistemas
planetarios serían detectables por nuestros radiotelescopios. <<
[21]Esta exclamación era originalmente un eufemismo para los que
consideraban que Sacre-Dieu! era una blasfemia demasiado fuerte,
considerando debidamente el segundo mandamiento, para ser pronunciada
en voz alta. <<
[22] En el caso de Titán, las imágenes revelaron una sucesión de capas
separadas sobre la cubierta principal de la aerosfera. Así pues, Venus resulta
ser el único mundo del sistema solar en el cual las cámaras que funcionan
con luz visible ordinaria no han descubierto nada importante. Por fortuna,
en la actualidad hemos obtenido imágenes de prácticamente todos los
mundos que hemos visitado. (El International Cometary Explorer de la
NASA, que atravesó la cola del cometa Giacobini-Zimmer en 1985, volaba
a ciegas, dedicándose fundamentalmente a partículas cargadas y campos
magnéticos). <<
[23] Hoy día, muchas imágenes telescópicas se obtienen mediante
dispositivos electrónicos y son procesadas por computadora, tecnologías
que los astrónomos no tenían a mano en 1970. <<
[24]James B. Pollack efectuó importantes contribuciones en todas las áreas
de la ciencia planetaria. Fue el primero de mis alumnos en doctorarse y,
desde ese momento, le consideré siempre un colega muy apreciado.
Convirtió el Centro de Investigación Ames de la NASA en líder mundial en
el ámbito de la investigación planetaria, así como en lugar predilecto para la
realización de prácticas posdoctorales para los científicos planetarios. Su
bondad era tan extraordinaria como sus habilidades científicas. Murió en
1994, en pleno apogeo de sus facultades. <<
[25]La erupción de un volcán submarino adyacente y la rápida construcción
de una nueva isla en el año 197 a. J.C. son descritas por Estrabón en el
epígrafe que abre el presente capítulo. <<
[26] A pesar de sus montañas y sus fosas submarinas, nuestro planeta es
sorprendentemente liso. Si la Tierra tuviera el tamaño de una bola de billar,
las protuberancias más grandes tendrían menos de una décima de milímetro,
rozando el umbral de ser demasiado pequeñas para poder verlas o tocarlas.
<<
[27]La edad de la superficie de Venus, determinada a partir de las imágenes
de radar obtenidas por Magallanes, socava todavía más las tesis de
Immanuel Velikovsky, quien propuso alrededor de 1950, con una
sorprendente aclamación por parte de la prensa, que 3.500 años atrás Júpiter
escupió un «cometa» gigante que efectuó diversas colisiones rozando la
Tierra, desencadenando determinados acontecimientos que aparecen en
crónicas de libros antiguos (tales como el cese de la rotación de la Tierra
por orden de Josué) y, a continuación, se transformó en el planeta Venus.
Todavía hay gente que se toma en serio esta clase de teorías. <<
[28]Los volcanes de Ío constituyen, asimismo, la copiosa fuente de átomos
cargados eléctricamente, como el oxígeno y el azufre, que componen un
fantasmal tubo de materia en forma de rosquilla, rodeando a Júpiter. <<
[29]Grupo de universidades en el noroeste de Estados Unidos, famosas por
su prestigio académico y social. (Nota de la traductora). <<
[30] Abreviación para Shergotty-Nakhla-Chassigny. Parece obvio por qué se
utiliza el acrónimo. <<
[31]En el original «pork barrel politics», que según definición del Simón
and Schuster's significa: apropiación o partida del presupuesto que se usa
para patronazgo político. (Nota de la traductora). <<
[32] Vale la pena destacar la frase de Russell: «gloriosas aventuras y
peligros». Aunque fuéramos capaces de llevar a cabo vuelos espaciales
tripulados libres de riesgos —y naturalmente no lo somos— ello podría
resultar contraproducente. El peligro es un componente inseparable de la
gloria. <<
[33]De no haber sido así, quizá hoy habría otro planeta, más cerca o más
lejos del Sol, sobre el cual otros seres bastante distintos estarían intentando
reconstruir sus orígenes. <<
[34]El asteroide 1991 JW tiene una órbita muy parecida a la de la Tierra y
es todavía más sencillo de alcanzar que el 4660 Nereo. No obstante, su
órbita parece demasiado similar a la de la Tierra como para ser un objeto
natural. Tal vez se trate de algún módulo superior del cohete Saturn V
Apolo con destino a la Luna. <<
[35]El Tratado del Espacio Exterior, al cual están adheridos tanto Estados
Unidos como Rusia, prohíbe el uso de armas de destrucción masiva en el
«espacio exterior». La tecnología de desviación de asteroides constituye
precisamente una de esas armas, pues es en realidad el arma de destrucción
masiva más potente que jamás se haya diseñado. Los interesados en
desarrollar dicha tecnología pretenderán que se revise el tratado. Pero aun
en el caso de que éste no fuera modificado, si se descubriera un asteroide de
grandes dimensiones cuya trayectoria revelara una futura colisión con la
Tierra, es de suponer que las sutilezas de la diplomacia internacional no
representarían ningún obstáculo. Sin embargo, si relajamos la prohibición
de emplear dichas armas en el espacio, existe el peligro de que podamos
volvernos menos atentos en lo que respecta al posicionamiento con
propósitos ofensivos de cabezas nucleares en el espacio. <<
[36]En el mundo real, los oficiales chinos del espacio están proponiendo, en
la actualidad, poner en órbita, para el cambio de siglo, una cápsula con dos
astronautas. Emplearía como propulsión un cohete Long March 2E
modificado y sería lanzada desde el desierto de Gobi. Si la economía china
exhibiera un crecimiento continuado, aunque sea moderado, mucho menor
al crecimiento exponencial que ha marcado desde los comienzos hasta la
mitad de la década de los noventa, China puede ser una de las primeras
potencias espaciales del mundo hacia mediados del siglo XXI. O incluso
antes. <<
[37]
Véase Sombras de antepasados olvidados, por Carl Sagan y Ann
Druyan, Planeta, Barcelona, 1993. <<
[38]
Un valor que precisamente se aproxima a las estimaciones modernas del
número de planetas que orbitan a estrellas en la galaxia Vía Láctea. <<
[i]Plutón tiene cuatro satélites descubiertos hasta ahora. El 31 de octubre de
2005 el Telescopio Espacial Hubble anunció el posible descubrimiento de
dos satélites adicionales de menor tamaño. Estas lunas fueron observadas en
mayo de 2005 y confirmada su existencia en junio de 2006. Han recibido
los nombres de Nix (nombre provisional S/2005 P 1) e Hidra (nombre
provisional S/2005 P 2). El Hubble descubrió a P4 (también conocido como
S/2011 P 1) el 28 de junio de 2011 y fue vuelto a fotografiar los días 3 de
julio y 18 de julio de 2011 y se verificó su estatus de nuevo satélite el 20 de
julio de 2011. El satélite orbita en la región entre Nix e Hydra y efectúa una
órbita completa de Plutón cada casi 31 días terrestres. (Nota edición
digital). <<