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La Anunciación del Señor (B)

Is 7, 10-14; Hb 10, 4-10; Lc 1, 26-38

1. La Anunciación a María Santísima y la Encarnación del Verbo en su seno purísimo es el


hecho más maravilloso y extraordinario, el misterio más entrañable de las relaciones de Dios con los
hombres y el más trascendental de la historia de la humanidad: ¡Dios se hace hombre y para siempre!

La Virgen María estaba retirada en Nazareth, pequeña ciudad de Galilea, una de las regiones
más pobres de la Judea. Allí vivía del trabajo de San José que era carpintero y desempeñaba por sí
misma los quehaceres de la humilde casa. Dios había preparado estas circunstancias desde toda la
eternidad, y había elegido ese pequeño lugar, para hacer de él el teatro de sus maravillas. Dios todo
lo gobierna y nada escapa a su mirada y a su gobierno.

2. Dijo entonces el arcángel Gabriel a María: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es
contigo, bendita tú eres entre las mujeres. En todas las Sagradas Escrituras, en donde son tan
frecuentes las apariciones de los ángeles, no hay una sola que empiece con estas palabras. Estaban
reservadas para María, cuya humildad no permitió que se envaneciese por ellas. Cuanto más se la
ensalza y alaba, Ella más se humilla y reconoce interiormente que es nada y que todo lo obró
en Ella la gracia de Dios. ¡Qué distinto obramos nosotros apenas nos aplauden y honran!, nos
envanecemos pensando que somos algo y que somos mejores que los demás. María Santísima
movida por su humildad, había renunciado de antemano por el voto de virginidad a ser la madre del
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Mesías, y esta humildad es la que Dios va a coronar con una dignidad tan gloriosa. Las otras mujeres
creyeron un mérito y aún un piadoso deber pretender ser madre del futuro Redentor. Pero la Virgen,
juzgándose indigna de tan gran honor, mereció ser preferida a todas las demás mujeres de Israel.

María se cree indigna de los favores del cielo..., y nosotros, cegados por la soberbia, nos
creemos dignos de toda alabanza y reconocimiento. ¡Qué contraste! Cuántas quejas nacidas de
nuestra poca virtud: que me miró mal, que no me saludó, que no me reconocen, que no me tienen en
cuenta... Si fuéramos verdaderamente humildes no nos molestaríamos por todo ello, al contrario, nos
alegraríamos de poder imitar en algo a Cristo y a la Virgen, o al menos, lo llevaríamos con paciencia,
abrazando esas ocasiones para ofrecerlas por amor a Dios. No eres más porque te alaben, ni menos
porque te vituperen. Lo que eres, eso eres, dice el Kempis.

3. Tomemos a la Santísima Madre de Dios como ejemplo de humildad para nuestras vidas,
pidámosle de rodillas que nos conceda esta virtud tan necesaria para nuestra vida espiritual. Ella, que
era la creatura más hermonsa a los ojos de Dios, no dudó en tenerse por la más indigna de todas.

No olvidemos que ninguna virtud es verdadera virtud sin la humildad. La humildad no


consiste en poner rostros melancólicos, ni en andar cabizbajos, sino en considerarse como el último
de todos. Dice Santa Teresa que la humildad es andar en verdad, y la verdad es que somos una nada
y nada pecadora. Somos nada, porque salimos de la nada, Dios nos dio la existencia, y para peor, en
lugar de agradecérselo, lo hemos ofendido con nuestros pecados. Basten estas consideraciones para
tenernos en lo que en verdad somos.

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4. Además, la verdadera humildad, va unida a la magnanimidad, que es una virtud que nos
impulsa a emprender obras grandes por amor de Dios, no apoyados en nuestra poquedad, sino
uniendo nuestros pobres medios al brazo omnipotente de Dios. Así fueron los santos: humildes y
magnánimos.

5. Toda la Santísima Trinidad está comprometida en esa obra: está presente Jesús, el Hijo del
Altísimo; está presente el Padre para proyectar su sombra sobre María; está presente el Espíritu Santo
para descender sobre Ella y fecundar su seno intacto con su potencia. El Ángel pide el asentimiento
de María para que el Verbo entre en el mundo. La espera de los siglos pasados se centra en este
punto; de este instante depende la salvación del hombre. San Bernardo, al comentar la Anunciación,
expresa estupendamente este momento único, cuando dice, dirigiéndose a la Virgen: Todo el mundo
esperaba postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de tu palabra depende el consuelo de los
miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación de todos los
hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta 1.

6. Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad, fueron las palabras de Cristo al entrar en el
mundo. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, dice la Virgen María al
anuncio del ángel. El corazón cristiano late de emoción y de amor al pensar en el instante inefable,
en que el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros: et Verbum caro factum est. Dios, a
quien los cielos y la tierra no pueden contener, desde ese momento comienzó a existir en el mundo.

1
San Bernardo, In laudibus Virginis Mariae, Homilía IV.
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La Virgen Santísima fue elegida por Dios desde toda la eternidad para ser la primera
colaboradora del plan divino de salvación. Es la joven de estirpe real anunciada por el profeta Isaías
en la primer lectura: por eso el mismo Señor os dará una señal: una virgen concebirá y dará a luz un
hijo, al que pondrá por nombre “Dios con nosotros”.

El asentimiento de María es un asentimiento de fe. Es por eso que dice el último Concilio:
María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la
salvación de los hombres con fe y obediencia libres 2. De ahí que la solemnidad de hoy nos invita a
imitar la fe de la Virgen. Ciertamente las palabras que el ángel le dijo, no fueron para Ella
completamente claras desde un principio. María entendió entonces cuanto debió entender, quedando
siempre no obstante en la oscuridad de la fe. Ese es justamente el mérito de la fe, creer en lo que no
se ve, pues si se viera, ¿qué recompensa merecería nuestra fe? Creemos en Dios y en sus promesas,
por la misma autoridad de Dios que se nos revela y porque además no puede engañarnos ni
engañarse, ya que Él es la suma verdad. Pidamos, entonces, al Señor que nos aumente nuestra fe,
para que nos dé una fe firme, una fe fuerte, inconmovible a pesar de las tempestades y dificultades
que puedan sobrevenir.

María no titubeó en dar su consentimiento: he aquí la esclava del Señor hágase en mí según
tu palabra. Digámosle también nosotros: aquí estoy Señor para hacer tu voluntad. Estemos
disponibles a colaborar con Dios en la salvación del mundo. Las tinieblas parecen todavía prevalecer
siempre; la riqueza inicua, el egoísmo indiferente, el hedonismo que entenebrece la razón y pervierte
2
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 56.
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a los hombres, todos los pecados que ofenden a Dios y van conta el amor del prójimo. Debemos dar,
aún en medio de tantos ejemplos malos, el testimonio de la fidelidad a Dios. La cruz de Cristo nos
da la fuerza para ello, la obediencia de María nos da el ejemplo. ¡No nos echemos atrás. No nos
avergoncemos de nuestra fe!

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