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Los Diez Mandamientos
Los Diez Mandamientos
Prologo…………………………………………………………………………….. 7
Cuando le hacen la pregunta: “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22: 36),
Jesús responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con
toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a
éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda
la Ley y los Profetas” (Mt 22: 37-40; cf Dt 6: 5; Lv 19: 18). El Decálogo debe ser interpretado a la
luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley:
«En efecto, lo de: Honrarás a padre y madre, no matarás, no adulterarás, no robarás,
no levantarás falso testimonio ni mentirás, no codiciarás la mujer del prójimo, no
codiciarás los bienes ajenos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su
plenitud» (Rm 13: 9-10).
Amarás a Dios sobre todas las cosas, no jurarás su santo nombre en vano, santificarás
las fiestas, se refieren más al amor de Dios.
«Como la caridad comprende dos preceptos de los que, según dice el Señor, penden la
ley y los profetas [...], así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos
en una tabla y siete en la otra» (San Agustín) (CIC 2055).
El Decálogo forma una unidad orgánica en la que cada “palabra” o “mandamiento”
remite a todo el conjunto.
Transgredir un mandamiento es quebrantar toda la ley (cf St 2: 10-11).
La Caridad
La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad
divina mediante un amor sincero (Dt 6: 4-5).
Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios:
La indiferencia descuida o rechaza la caridad divina; desprecia su acción y niega su
fuerza.
La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle amor por
amor.
La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino.
La acedía o pereza espiritual rechaza el gozo que viene de Dios y siente horror por el
bien divino.
El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios, niega su bondad
y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas (CIC 2093-2094).
La oración
La elevación del espíritu hacia Dios es una expresión de nuestra adoración a Dios:
oración de alabanza y de acción de gracias, de intercesión y de súplica. La oración es
una condición indispensable para poder obedecer los mandamientos de Dios. “Es
preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18: 1) (CIC 2098).
El sacrificio
Es justo ofrecer a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de
comunión: “Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios
en santa compañía, es decir, relacionada con el fin del bien, merced al cual podemos
ser verdaderamente felices” (San Agustín) (CIC 2099).
El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser hechos con participación interior (Os 6:
6). El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor
del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9: 13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer
de nuestra vida un sacrificio para Dios (CIC 2100).
Promesas y votos
En varias circunstancias, el cristiano es llamado a hacer promesas a Dios. El Bautismo y
la Confirmación, el Matrimonio y la Ordenación las exigen siempre. Por devoción
personal, el cristiano puede también prometer a Dios un acto, una oración, una
limosna, una peregrinación, etc. La fidelidad a las promesas hechas a Dios es una
manifestación de respeto a la Majestad divina y de amor hacia el Dios fiel.
El voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete
una obra buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos entrega a Dios lo
que le ha prometido y consagrado. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a san
Pablo cumpliendo los votos que había hecho (cf Hch 18: 18; 21: 23-24).
La Iglesia reconoce un valor ejemplar a los votos de practicar los consejos evangélicos.
«La santa madre Iglesia se alegra de que haya en su seno muchos hombres y mujeres
que siguen más de cerca y muestran más claramente el anonadamiento de Cristo,
escogiendo la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su voluntad
propia. Estos, pues, se someten a los hombres por Dios en la búsqueda de la perfección
más allá de lo que está mandado, para parecerse más a Cristo obediente» (CIC 2101-2103).
El deber social de la religión y el derecho a la libertad religiosa
Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere
a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla y a tratar con amor,
prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe.
Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las
sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” Deber social
de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien.
Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia
católica y apostólica. Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo,
Es necesario que al mismo tiempo se reconozca y se respete el derecho a la libertad en
materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas. El derecho a la
libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error, ni un supuesto
derecho al error, sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es
decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa
por parte del poder político (CIC 2104-2109).
La libertad religiosa en Colombia está reconocida en el ordenamiento jurídico de la
Constitución de 1991, artículo 19: “Se garantiza la libertad de cultos. Toda persona tiene
derecho a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o
colectiva…”
La libertad religiosa es reconocida por el derecho internacional en varios documentos,
como el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el artículo
18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el art. 27 de este mismo
pacto garantiza a las minorías religiosas el derecho a confesar y practicar su religión. De
la misma forma lo hace la Convención de los Derechos del Niño, en su art. 14, y el
artículo 9 de la Convención Europea de Derechos Humanos.
Adivinación y magia
Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o a otros santos. Sin embargo, la actitud
cristiana justa consiste en entregarse con confianza en las manos de la providencia en
lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto. Todas
las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la
evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan”
el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación
de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “médiums” encierran
una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez
que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción
con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a
Dios (CIC 2115-2116).
Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar
potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el
prójimo —aunque sea para procurar la salud—, son gravemente contrarias a la virtud
de la religión. Estas prácticas son más condenables aun cuando van acompañadas de
una intención de dañar a otro, recurran o no a la intervención de los demonios. Llevar
amuletos es también reprensible. El espiritismo implica con frecuencia prácticas
adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él. El
recurso a las medicinas llamadas tradicionales no legítima ni la invocación de las
potencias malignas, ni la explotación de la credulidad del prójimo (CIC 2117).
La irreligión
El primer mandamiento de Dios reprueba los principales pecados de irreligión: la acción
de tentar a Dios con palabras o con obras, el sacrilegio y la simonía.
Tentar a Dios con palabras o con obras, consiste en poner a prueba, de palabra o de
obra, su bondad y su omnipotencia. Así es como Satán quería conseguir de Jesús que
se arrojara del templo y obligase a Dios, mediante este gesto, a actuar (cf Lc 4: 9). El reto
que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro
Creador y Señor. Incluye siempre una duda respecto a su amor, su providencia y su
poder.
El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras
acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y los lugares consagrados a Dios. El
sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues
en este sacramento el Cuerpo de Cristo se nos hace presente substancialmente.
La simonía (cf Hch 8: 9-24) se define como la compra o venta de cosas espirituales. A Simón
el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los Apóstoles,
Pedro le responde: “Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has pensado que el
don de Dios se compra con dinero” (Hch 8: 20). Así se ajustaba a las palabras de Jesús:
“Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10: 8; cf Is 55: 1). Es imposible apropiarse de los bienes
espirituales y de comportarse respecto a ellos como un poseedor o un dueño, pues
tienen su fuente en Dios. Sólo es posible recibirlos gratuitamente de Él.
“Fuera de las ofrendas determinadas por la autoridad competente, el ministro no debe
pedir nada por la administración de los sacramentos, y ha de procurar siempre que los
necesitados no queden privados de la ayuda de los sacramentos por razón de su
pobreza”. La autoridad competente puede fijar estas “ofrendas” atendiendo al
principio de que el pueblo cristiano debe contribuir al sostenimiento de los ministros
de la Iglesia. “El obrero merece su sustento” (Mt 10: 10; cf Lc 10: 7; 1 Co 9: 5-18; 1 Tm 5: 17-18).
El ateísmo
“Muchos [...] de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión
íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente, hasta tal punto que el ateísmo
debe ser considerado entre los problemas más graves de esta época”.
El nombre de ateísmo abarca fenómenos muy diversos. Una forma frecuente del mismo
es el materialismo práctico, que limita sus necesidades y sus ambiciones al espacio y al
tiempo. El humanismo ateo considera falsamente que el hombre es “el fin de sí mismo,
el único artífice y demiurgo [semidiós] único de su propia historia”. Otra forma del
ateísmo contemporáneo espera la liberación del hombre de una liberación económica
y social para la que “la religión, por su propia naturaleza, constituiría un obstáculo,
porque, al orientar la esperanza del hombre hacia una vida futura ilusoria, lo apartaría
de la construcción de la ciudad terrena”.
En cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la virtud
de la religión (cf Rm 1: 18). La imputabilidad de esta falta puede quedar ampliamente
disminuida en virtud de las intenciones y de las circunstancias. En la génesis y difusión
del ateísmo “puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña; en cuanto que,
por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina,
o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han
velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo”.
Con frecuencia el ateísmo se funda en una concepción falsa de la autonomía humana,
llevada hasta el rechazo de toda dependencia respecto a Dios. Sin embargo, “el
reconocimiento de Dios no se opone en ningún modo a la dignidad del hombre, ya
que esta dignidad se funda y se perfecciona en el mismo Dios”. “La Iglesia sabe muy
bien que su mensaje conecta con los deseos más profundos del corazón humano” (CIC
2123-2126).
El agnosticismo
El agnosticismo reviste varias formas. En ciertos casos, el agnóstico se resiste a negar a
Dios; al contrario, postula la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse
y del que nadie podría decir nada. En otros casos, el agnóstico no se pronuncia sobre
la existencia de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla o
negarla.
El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede
igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la
existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha
frecuencia a un ateísmo práctico (CIC 2127-2128).
«El culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino
que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado.
Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en
ella, sino que tiende a la realidad de la que ella es imagen» (Santo Tomás de Aquino).
Hoy en día probablemente algunos disfrutarían tomarse una foto con Jesús y subirla a
Facebook, Instagram, YouTube u otras redes sociales.
¿Venerarías esta foto?
“El que venera una imagen, venera al que en ella está representado”
¿Estarías pendiente de cuantas visitas ha tenido?¿cuantos me gusta?
El honor tributado a las imágenes sagradas es una “veneración respetuosa”, no una
adoración, que sólo corresponde a Dios.
Capítulo 2
EL SEGUNDO MANDAMIENTO
«No jurarás su santo nombre en vano»
«No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Ex 20: 7; Dt 5: 11).
El segundo mandamiento prescribe respetar el nombre del Señor. El nombre del Señor
es santo.
«Se dijo a los antepasados: “No perjurarás” ... Pues yo os digo que no juréis en modo
alguno» (Mt 5: 33-34).
Los sentimientos de temor y de “lo sagrado” son sentimientos cristianos. Nadie puede
dudar razonablemente de ello. El fiel cristiano debe dar testimonio del nombre del
Señor confesando su fe sin ceder al temor (cf Mt 10: 32; 1 Tm 6: 12). La predicación y la
catequesis deben estar penetradas de adoración y de respeto hacia el nombre de
Nuestro Señor Jesucristo.
El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso
inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los
santos.
Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la
veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es
abusar del nombre de Dios y, en cierta manera, hacer de Dios un mentiroso (cf 1 Jn 1: 10).
La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir
contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en
injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios.
Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido
invocado sobre ellos” (St 2: 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras
contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir
al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre,
torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca
el rechazo de la religión.
La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo un
pecado grave.
Las palabras mal sonantes que emplean el nombre de Dios sin intención de blasfemar
son una falta de respeto hacia el Señor. El segundo mandamiento prohíbe también el
uso mágico del Nombre divino (CIC 2142-2149).
«La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir temprano
a la iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración [...]
Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la
despedida [...] Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el
descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos» (Pseudo-
Eusebio - Alejandría).
“La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en
la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo diocesano, se
encomienda a un párroco, como su pastor propio”. Es el lugar donde todos los fieles
pueden reunirse para la celebración dominical de la Eucaristía. La parroquia inicia al
pueblo cristiano en la expresión ordinaria de la vida litúrgica, le congrega en esta
celebración; le enseña la doctrina salvífica de Cristo. Practica la caridad del Señor en
obras buenas y fraternas:
«También puedes orar en casa; sin embargo no puedes orar igual que en la iglesia,
donde son muchos los reunidos, donde el grito de todos se eleva a Dios como desde
un solo corazón. Hay en ella algo más: la unión de los espíritus, la armonía de las almas,
el vínculo de la caridad, las oraciones de los sacerdotes» (CIC 2177-2179).
La obligación del domingo
El mandamiento de la Iglesia determina y precisa la ley del Señor: “El domingo y las
demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa”. “Cumple
el precepto de participar en la misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en
un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde”.
La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los
fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que
estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños
pequeños) o dispensados por su pastor propio. Los que deliberadamente faltan a esta
obligación cometen un pecado grave.”
La participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de
pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión
en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la
salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo.
“Cuando falta el ministro sagrado u otra causa grave hace imposible la participación en
la celebración eucarística, se recomienda vivamente que los fieles participen en la
liturgia de la palabra, si ésta se celebra en la iglesia parroquial o en otro lugar sagrado
conforme a lo prescrito por el obispo diocesano, o permanezcan en oración durante
un tiempo conveniente, solos o en familia, o, si es oportuno, en grupos de familias”
(CIC 2180-2183).
El Señor Jesús recordó también la fuerza de este “mandamiento de Dios” (Mc 7: 8 -13).
«Vivía sujeto a ellos» (Lc 2: 51).
Este precepto se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus padres. Se
refiere también a las relaciones de parentesco con los miembros del grupo familiar.
Exige que se dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y antepasados.
Finalmente se extiende a los deberes de los alumnos respecto a los maestros, de los
empleados respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los
ciudadanos respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan. Debemos
honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien, ha investido de su autoridad.
Este mandamiento implica y sobrentiende los deberes de los padres, tutores, maestros,
jefes, magistrados, gobernantes, de todos los que ejercen una autoridad sobre otros o
sobre una comunidad de personas.
El apóstol enseña: “Hijos, obedeced a vuestros padres; porque esto es justo. Honra a
tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa:
para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra» (Ef 6: 1-3; cf Dt 5: 16, Ex 20). La
observancia de este mandamiento procura, con los frutos espirituales, frutos temporales
de paz y de prosperidad. La no observancia del mandamiento entraña grandes daños
para las comunidades y las personas humanas (CIC 2197-2200).
Mientras vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que éstos
dispongan para su bien o el de la familia. “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres,
porque esto es grato a Dios en el Señor” (Col 3: 20; cf Ef 6: 1). Los niños deben obedecer
también las prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes
sus padres los han confiado. Pero si el niño está persuadido en conciencia de que es
moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla.
Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. Deben
prevenir sus deseos, solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones
justificadas. La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no
el respeto que les es debido, el cual permanece para siempre. Este, en efecto, tiene su
raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.
El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para
con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y
moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o
de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf Mc 7: 10-12).
«El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole.
Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria a su
madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su oración
será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da
sosiego a su madre» (Eclo 3: 2-6).
«Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya
perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor [...] Como
blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre» (Eclo
3: 12-13, 16).
El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe también a las
relaciones entre hermanos y hermanas. El respeto a los padres irradia en todo el
ambiente familiar. “Corona de los ancianos son los hijos de los hijos” (Pr 17: 6).
“[Soportaos] unos a otros en la caridad, en toda humildad, dulzura y paciencia ” (Ef 4: 2).
Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con aquellos de quienes
recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la Iglesia. Puede tratarse
de los padres, de otros miembros de la familia, de los abuelos, de los pastores, de los
catequistas, de otros maestros o amigos. “Evoco el recuerdo [...] de la fe sincera que tú
tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también
ha arraigado en ti” (2Tm 1: 5) (CIC 2214-220).
Deberes de los padres
La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino
que debe extenderse también a su educación moral y a su formación espiritual. El papel
de los padres en la educación “tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede
suplirse”. El derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e
inalienables.
Los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos como a personas
humanas. Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la ley de Dios, mostrándose
ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre de los cielos.
Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta
responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el
respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. La familia es un lugar
apropiado para la educación de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la
abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad
verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones
“materiales e instintivas a las interiores y espirituales”. Es una grave responsabilidad
para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus
propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos:
«El que ama a su hijo, le corrige sin cesar [...] el que enseña a su hijo, sacará provecho
de él» (Eclo 30: 1-2). «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien
mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6: 4).
La familia constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la
solidaridad y en las responsabilidades comunitarias. Los padres deben enseñar a los
hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan a las sociedades
humanas.
Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabilidad
y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su primera edad, deberán iniciarlos en
los misterios de la fe, de los que ellos son para sus hijos los “primeros [...] heraldos de
la fe”. Desde su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma
de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas que, durante toda la
vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva.
La educación en la fe por los padres debe comenzar desde la más tierna infancia. Esta
educación se hace ya cuando los miembros de la familia se ayudan a crecer en la fe
mediante el testimonio de una vida cristiana de acuerdo con el Evangelio. La catequesis
familiar precede, acompaña y enriquece las otras formas de enseñanza de la fe. Los
padres tienen la misión de enseñar a sus hijos a orar y a descubrir su vocación de hijos
de Dios. La parroquia es la comunidad eucarística y el corazón de la vida litúrgica de
las familias cristianas; es un lugar privilegiado para la catequesis de los niños y de los
padres.
Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento de sus padres en la santidad. Todos y
cada uno deben otorgarse generosamente y sin cansarse el mutuo perdón exigido por
las ofensas, las querellas, las injusticias y las omisiones. El afecto mutuo lo sugiere. La
caridad de Cristo lo exige (cf Mt 18: 21-22; Lc 17: 4).
Durante la infancia, el respeto y el afecto de los padres se traducen ante todo en el
cuidado y la atención que consagran para educar a sus hijos, y para proveer a sus
necesidades físicas y espirituales. En el transcurso del crecimiento, el mismo respeto y la
misma dedicación llevan a los padres a enseñar a sus hijos a usar rectamente de su razón
y de su libertad.
Los padres, como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho
de elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este
derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las
escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos. Los poderes públicos
tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones
reales de su ejercicio.
Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de
elegir su profesión y su estado de vida. Estas nuevas responsabilidades deberán
asumirlas en una relación de confianza con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán
y recibirán dócilmente. Los padres deben cuidar de no presionar a sus hijos ni en la
elección de una profesión ni en la de su futuro cónyuge. Esta indispensable prudencia
no impide, sino al contrario, ayudar a los hijos con consejos juiciosos, particularmente
cuando éstos se proponen fundar un hogar.
Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos y hermanas,
para dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros motivos dignos. Estas
personas pueden contribuir grandemente al bien de la familia humana (CIC 2221-2231).
La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: “No quites la vida del
inocente y justo” (Ex 23: 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente
contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador.
La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno,
siempre y en todas partes.
En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: “No matarás” (Mt 5: 21), y
añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a
sus discípulos presentar la otra mejilla (cf Mt 5: 22-39), amar a los enemigos (cf Mt 5: 44). El
mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cf Mt 26: 52).
La legítima defensa
La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición
de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. “La acción de
defenderse [...] puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia
vida; el otro, la muerte del agresor”. “Nada impide que un solo acto tenga dos efectos,
de los que uno sólo es querido, sin embargo, el otro está más allá de la intención”
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto,
legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es
culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe
mortal:
«Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una
acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita
[...] y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada
a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la
propia vida que por la de otro»
(Santo Tomás de Aquino)(Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el
que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al
agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que tienen
autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las
armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.
A la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para
contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas
fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y
el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante
todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es
aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena
finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las
personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a
la enmienda del culpable.
Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad
legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la
gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del
bien común.
Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde
ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido
una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del
Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan
la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo
la posibilidad de redimirse definitivamente.
Por tanto, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es
inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»
(Discurso del Santo Padre Francisco, 11 de octubre de 2017), y se compromete con
determinación a su abolición en todo el mundo (CIC 2263-2267).
El homicidio voluntario
El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo
y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un
pecado que clama venganza al cielo (cf Gn 4: 10).
El infanticidio, el fratricidio, el parricidio, el homicidio del cónyuge son crímenes
especialmente graves a causa de los vínculos naturales que destruyen. Preocupaciones
de eugenesia o de salud pública no pueden justificar ningún homicidio, aunque fuera
ordenado por las propias autoridades.
El quinto mandamiento prohíbe hacer algo con intención de provocar indirectamente
la muerte de una persona. La ley moral prohíbe exponer a alguien sin razón grave a un
riesgo mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro.
La aceptación por parte de la sociedad de hombres que provocan muertes sin esforzarse
por remediarlas es una escandalosa injusticia y una falta grave. Los traficantes cuyas
prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los
hombres, cometen indirectamente un homicidio. Este les es imputable (cf Am 8: 4-10).
El homicidio involuntario no es moralmente imputable. Pero no se está libre de falta
grave cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de manera que se ha seguido
la muerte, incluso sin intención de causarla (CIC 2268-2269).
El aborto
La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento
de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver
reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo
ser inocente a la vida (CIC 2270).
«Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses te
tenía consagrado» (Jr 1: 5).
«Y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo hecho en lo secreto, tejido en las
honduras de la tierra» (Sal 139: 15).
Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto
provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo,
es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral.
«No matarás el embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido».
«Dios [...], Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar
la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha
de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como
el infanticidio son crímenes abominables».
La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con
pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana. “Quien procura el
aborto, si éste se produce, incurre en excomunión”, es decir, “de modo que incurre
ipso facto en ella quien comete el delito”, en las condiciones previstas por el Derecho.
Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es
manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a
quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.
El derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida constituye un
elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación:
“Los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte
de la sociedad civil y de la autoridad política. Estos derechos del hombre no están
subordinados ni a los individuos ni a los padres, y tampoco son una concesión de la
sociedad o del Estado: pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona
en virtud del acto creador que la ha originado. Entre esos derechos fundamentales es
preciso recordar a este propósito el derecho de todo ser humano a la vida y a la
integridad física desde la concepción hasta la muerte”.
“Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que
el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos ante la ley. Cuando
el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y
particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del
Estado de derecho [...] El respeto y la protección que se han de garantizar, desde su
misma concepción, a quien debe nacer, exige que la ley prevea sanciones penales
apropiadas para toda deliberada violación de sus derechos”.
Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión deberá
ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo
posible, como todo otro ser humano.
El diagnóstico prenatal es moralmente lícito, “si respeta la vida e integridad del embrión
y del feto humano, y si se orienta hacia su protección o hacia su curación [...] Pero se
opondrá gravemente a la ley moral cuando contempla la posibilidad, en dependencia
de sus resultados, de provocar un aborto: un diagnóstico que atestigua la existencia de
una malformación o de una enfermedad hereditaria no debe equivaler a una sentencia
de muerte”.
Se deben considerar “lícitas las intervenciones sobre el embrión humano, siempre que
respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos
desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de
salud o su supervivencia individual”.
«Es inmoral [...] producir embriones humanos destinados a ser explotados como
“material biológico” disponible».
“Algunos intentos de intervenir en el patrimonio cromosómico y genético no son
terapéuticos, sino que miran a la producción de seres humanos seleccionados en cuanto
al sexo u otras cualidades prefijadas. Estas manipulaciones son contrarias a la dignidad
personal del ser humano, a su integridad y a su identidad” (CIC 2271-2275).
La eutanasia
Aquellos cuya vida se encuentra disminuida o debilitada tienen derecho a un respeto
especial. Las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una
vida tan normal como sea posible.
Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner
fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente
inaceptable.
Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte
para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de
la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que
se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que
se ha de rechazar y excluir siempre.
La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o
desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos
es rechazar el “encarnizamiento terapéutico”. Con esto no se pretende provocar la
muerte; se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el
paciente, si para ello tiene competencia y capacidad o si no por los que tienen los
derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del
paciente.
Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una
persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. El uso de analgésicos
para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días,
puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida,
ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los
cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por
esta razón deben ser alentados (CIC 2276.2279).
El suicidio
Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. Él sigue siendo
su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla
para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no
propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella.
El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su
vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del
prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades
familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al
amor del Dios vivo.
Si se comete con intención de servir de ejemplo, especialmente a los jóvenes, el suicidio
adquiere además la gravedad del escándalo. La cooperación voluntaria al suicidio es
contraria a la ley moral.
Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento
o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida.
No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado
muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de
un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra
su vida (CIC 2280-2283).
II. El respeto de la dignidad de las personas
El respeto del alma del prójimo: el escándalo
El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que
escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho;
puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta
grave si, por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.
El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan
o la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: “Al que
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al
cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo
del mar” (Mt 18: 6; cf 1Co 8: 10-13). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por
naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a otros. Jesús, en efecto,
lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos (cf Mt
7: 15).
El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por
la opinión.
Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que
llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a
“condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y
prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos del
Sumo legislador” (Pío XII, Mensaje radiofónico, 1 junio 1941). Lo mismo ha de decirse
de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los
educadores que “exasperan” a sus alumnos (cf Ef 6: 4; Col 3: 21), o de los que, manipulando
la opinión pública, la desvían de los valores morales (CIC 2284-2287).
El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se
hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha
favorecido. “Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien
vienen!” (Lc 17: 1).
El respeto de la salud
La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios. Debemos cuidar de
ellos racionalmente teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común.
El cuidado de la salud de los ciudadanos requiere la ayuda de la sociedad para lograr
las condiciones de existencia que permiten crecer y llegar a la madurez: alimento y
vestido, vivienda, cuidados de la salud, enseñanza básica, empleo y asistencia social.
La moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto.
Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a
sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Semejante
concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir
a la perversión de las relaciones humanas.
La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida,
del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes, en estado de embriaguez, o por
afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya
propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables.
El uso de la droga inflige muy graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los
casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta
grave. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas;
constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente
contrarias a la ley moral (CIC 2288-2291).
El respeto de la persona y la investigación científica
Los experimentos científicos, médicos o psicológicos, en personas o grupos humanos,
pueden contribuir a la curación de los enfermos y al progreso de la salud pública.
Tanto la investigación científica de base como la investigación aplicada constituyen una
expresión significativa del dominio del hombre sobre la creación. La ciencia y la técnica
son recursos preciosos cuando son puestos al servicio del hombre y promueven su
desarrollo integral en beneficio de todos; sin embargo, por sí solas no pueden indicar
el sentido de la existencia y del progreso humano. La ciencia y la técnica están
ordenadas al hombre que les ha dado origen y crecimiento; tienen por tanto en la
persona y en sus valores morales el sentido de su finalidad y la conciencia de sus límites.
Es ilusorio reivindicar la neutralidad moral de la investigación científica y de sus
aplicaciones. Por otra parte, los criterios de orientación no pueden ser deducidos ni de
la simple eficacia técnica, ni de la utilidad que puede resultar de ella para unos con
detrimento de otros, y, menos aún, de las ideologías dominantes. La ciencia y la técnica
requieren por su significación intrínseca el respeto incondicionado de los criterios
fundamentales de la moralidad; deben estar al servicio de la persona humana, de sus
derechos inalienables, de su bien verdadero e integral, conforme al designio y la
voluntad de Dios.
Las investigaciones o experimentos en el ser humano no pueden legitimar actos que en
sí mismos son contrarios a la dignidad de las personas y a la ley moral. El eventual
consentimiento de los sujetos no justifica tales actos. La experimentación en el ser
humano no es moralmente legítima si hace correr riesgos desproporcionados o
evitables a la vida o a la integridad física o psíquica del sujeto. La experimentación en
seres humanos no es conforme a la dignidad de la persona si, por añadidura, se hace
sin el consentimiento consciente del sujeto o de quienes tienen derecho sobre él.
El trasplante de órganos es conforme a la ley moral si los daños y los riesgos físicos y
psíquicos que padece el donante son proporcionados al bien que se busca para el
destinatario. La donación de órganos después de la muerte es un acto noble y meritorio,
que debe ser alentado como manifestación de solidaridad generosa. Es moralmente
inadmisible si el donante o sus legítimos representantes no han dado su explícito
consentimiento. Además, no se puede admitir moralmente la mutilación que deja
inválido, o provocar directamente la muerte, aunque se haga para retrasar la muerte
de otras personas (CIC 2292.2296).
El respeto de la integridad corporal
Los secuestros y el tomar rehenes hacen que impere el terror y, mediante la amenaza,
ejercen intolerables presiones sobre las víctimas. Son moralmente ilegítimos. El
terrorismo, amenaza, hiere y mata sin discriminación; es gravemente contrario a la
justicia y a la caridad. La tortura, que usa de violencia física o moral, para arrancar
confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el
odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana. Exceptuados los
casos de prescripciones médicas de orden estrictamente terapéutico, las amputaciones,
mutilaciones o esterilizaciones directamente voluntarias de personas inocentes son
contrarias a la ley moral.
En tiempos pasados, se recurrió de modo ordinario a prácticas crueles por parte de
autoridades legítimas para mantener la ley y el orden, con frecuencia sin protesta de
los pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron, en sus propios tribunales las
prescripciones del derecho romano sobre la tortura. Junto a estos hechos lamentables,
la Iglesia ha enseñado siempre el deber de clemencia y misericordia; prohibió a los
clérigos derramar sangre. En tiempos recientes se ha hecho evidente que estas prácticas
crueles no eran ni necesarias para el orden público ni conformes a los derechos legítimos
de la persona humana. Al contrario, estas prácticas conducen a las peores
degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición, y orar por las víctimas y sus
verdugos (CIC 2297-2298).
El respeto a los muertos
A los moribundos se han de prestar todas las atenciones necesarias para ayudarles a
vivir sus últimos momentos en la dignidad y la paz. Deben ser ayudados por la oración
de sus parientes, los cuales cuidarán que los enfermos reciban a tiempo los sacramentos
que preparan para el encuentro con el Dios vivo.
Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la
esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia
corporal (cf Tb 1: 16-18), que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo.
La autopsia de los cadáveres es moralmente admisible cuando hay razones de orden
legal o de investigación científica. La Iglesia permite la incineración cuando con ella no
se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (CIC 2299-2301).
«En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta
la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad,
superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra:
“De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará
ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate”(Is 2: 4).
Capítulo 6
EL SEXTO MANDAMIENTO
«No adulterarás»
«No cometerás adulterio» (Ex 20: 14; Dt 5: 17).
La alianza que los esposos contraen libremente implica un amor fiel. Les confiere la
obligación de guardar indisoluble su matrimonio. El adulterio y el divorcio, la
poligamia y la unión libre son ofensas graves a la dignidad del matrimonio.
«Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira
a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5: 27-28).
“El amor de la Iglesia por los pobres [...] pertenece a su constante tradición”. Está
inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6: 20-22), en la pobreza de Jesús (cf
Mt 8: 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12: 41-44). El amor a los pobres es también uno
de los motivos del deber de trabajar, con el fin de “hacer partícipe al que se halle en
necesidad” (Ef 4: 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas
formas de pobreza cultural y religiosa.
El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso
egoísta:
«Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer
sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados;
vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio
contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en
estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que
segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los
oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis
entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza.
Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste» (St 5: 1-6).
San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de
los propios bienes es robarles y quitarles la vida; [...] lo que poseemos no son bienes
nuestros, sino los suyos”. Es preciso “satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de
modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia”:
«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades
personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de
caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (San Gregorio Magno).
Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a
nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58: 6-7; Hb 13: 3). Instruir,
aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo
son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten
especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al
desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25: 31-46). Entre
estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4: 5-11; Si 17: 22) es uno de los principales
testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios
(cf Mt 6: 2-4):
«El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer
que haga lo mismo» (Lc 3: 11). «Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas
serán puras para vosotros» (Lc 11: 41). «Si un hermano o una hermana están desnudos y
carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos o
hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (St 2: 15-16; cf Jn 3: 17).
“Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas
o psíquicas y, por último, la muerte—, la miseria humana es el signo manifiesto de la
debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado de Adán y de
la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de
Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños
de sus hermanos». También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un
amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los
fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos
y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y
en todo lugar continúan siendo indispensables”.
En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición
del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago cotidiano
del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la
exhortación del Deuteronomio: “Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por
esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los
tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15: 11). Jesús hace suyas estas palabras:
“Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn
12: 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: “comprando
por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias [...]” (Am 8: 6), sino que nos
invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25: 40) (CIC 2443-
2449):
El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa
Rosa de Lima le contestó: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen
olor de Cristo”.
Capítulo 8
EL OCTAVO MANDAMIENTO
«No levantarás falso testimonio ni mentirás»
«No darás testimonio falso contra tu prójimo» (Ex 20: 16).
La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo. El respeto
de la reputación y del honor de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra de
maledicencia o de calumnia.
Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos»
(Mt: 33).
El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este
precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es
y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones,
un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a
Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza (CIC 2464).
I. Vivir en la verdad
El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es
verdad (cf Pr 8: 7; 2 S 7: 28). Su ley es verdad (cf Sal 119: 142). “Tu verdad, de edad en edad” (Sal
119: 90; Lc 1: 50). Puesto que Dios es el “Veraz” (Rm 3: 4), los miembros de su pueblo son
llamados a vivir en la verdad (cf Sal 119: 30).
En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. “Lleno de gracia y de verdad”
(Jn 1: 14), él es la “luz del mundo” (Jn 8: 12), la Verdad (cf Jn 14: 6). El que cree en él, no
permanece en las tinieblas (cf Jn 12: 46). El discípulo de Jesús, “permanece en su palabra”,
para conocer “la verdad que hace libre” (cf Jn 8: 31-32) y que santifica (cf Jn 17: 17). Seguir a
Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” (Jn 14: 17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14:
26) y que conduce “a la verdad completa” (Jn 16: 13). Jesús enseña a sus discípulos el amor
incondicional de la verdad: «Sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no”» (Mt 5: 37).
El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y atestiguarla:
“Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas [...], se ven impulsados,
por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de
hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a
adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus
exigencias”.
La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre
veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en
mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la
duplicidad, la simulación y la hipocresía.
“Los hombres [...] no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir,
si no se manifestasen la verdad” (Santo Tomás de Aquino). La virtud de la veracidad
da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que
debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la
discreción. En justicia, Santo Tomás de Aquino agrega “un hombre debe honestamente
a otro la manifestación de la verdad”.
El discípulo de Cristo acepta “vivir en la verdad”, es decir, en la simplicidad de una vida
conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. “Si decimos que
estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos
conforme a la verdad” (1 Jn 1: 6) (CIC 2465-2470).
«Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí;
siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: [...] que nadie puede ser
continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase
a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado» (San Agustín).
La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El pudor preserva
la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer
velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y
los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe
entre ellas.
El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la
moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y
del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia;
inspira la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva donde se adivina el
riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción.
Existe un pudor de los sentimientos como también un pudor del cuerpo. Este pudor
rechaza, por ejemplo, los exhibicionismos del cuerpo humano propios de cierta
publicidad o las incitaciones de algunos medios de comunicación a hacer pública toda
confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que permite resistir a las
solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes.
Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas
partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre. Nace con el
despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es
despertar en ellos el respeto de la persona humana.
La pureza cristiana exige una purificación del clima social. Obliga a los medios de
comunicación social a una información cuidadosa del respeto y de la discreción. La
pureza de corazón libera del erotismo difuso y aparta de los espectáculos que favorecen
el exhibicionismo y las imágenes indecorosas.
Lo que se llama permisividad de las costumbres se basa en una concepción errónea de
la libertad humana; para llegar a su madurez, esta necesita dejarse educar previamente
por la ley moral. Conviene pedir a los responsables de la educación que impartan a la
juventud una enseñanza respetuosa de la verdad, de las cualidades del corazón y de la
dignidad moral y espiritual del hombre.
“La buena nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre
caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre
amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con
las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde
dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad” (CIC 2520-2527).
Capítulo 10
EL DÉCIMO MANDAMIENTO
«No codiciarás los bienes ajenos»
El décimo mandamiento prohíbe el deseo desordenado, nacido de la pasión
inmoderada de las riquezas y del poder.
La envidia (pecado capital) es la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el
deseo desordenado de apropiárselo. El bautizado combate la envidia mediante la
caridad, la humildad y el abandono en la providencia de Dios.
«No codiciarás [...] nada que [...] sea de tu prójimo» (Ex 20: 17).
«No desearás su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea
de tu prójimo» (Dt 5: 21).
«Donde [...] esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6: 21).
El décimo mandamiento prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña
y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La “concupiscencia de los ojos”
(cf 1Jn 2: 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto (cf Mi 2: 2).
La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres
primeras prescripciones de la ley (cf Sb 14: 12). El décimo mandamiento se refiere a la
intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley (CIC 2534).
I. El desorden de la concupiscencia
El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así,
desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos
son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos
empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra
persona.
El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada
de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada
de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia
mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:
«Cuando la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que apartemos
nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed codiciosa de los bienes
del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: El ojo del avaro no
se satisface con su suerte».
No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo
siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con realismo
“quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas” y a los que,
por tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”:
«Hay [...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no
soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar
más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes
estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo [...]. También hay
médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos
numerosos y sustanciosos...».
El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando
el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia
del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que, a
pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la oveja (cf
2Sa 12: 1-4).
La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4: 3-7; 1R 21: 1-29). La muerte entró en
el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2: 24).
«Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros [...] Si
todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? [...]
Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo [...] Nos declaramos miembros de un mismo
organismo y nos devoramos como lo harían las fieras» (San Juan Crisóstomo).
La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del
prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando
desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:
San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia”.
“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal
del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno, Moralia
in Job, 31, 45).
La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la
caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia
procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la
humildad:
«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de
vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado —se
dirá— porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos
de otros» (San Juan Crisóstomo) (CIC 2535-2540).
II. Los deseos del Espíritu
La economía de la Ley y de la Gracia aparta el corazón de los hombres de la codicia y
de la envidia: lo inicia en el deseo del Supremo Bien; lo instruye en los deseos del
Espíritu Santo, que sacia el corazón del hombre.
El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la
seducción de lo que, desde entonces, aparece como “bueno [...] para comer, apetecible
a la vista y excelente [...] para lograr sabiduría” (Gn 3: 6).
La Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para justificar a los que le estaban
sometidos; incluso vino a ser instrumento de la “concupiscencia” (cf Rm 7: 7). La
inadecuación entre el querer y el hacer (cf Rm 7: 10) manifiesta el conflicto entre la “ley de
Dios”, que es la “ley de la razón”, y la otra ley que “me esclaviza a la ley del pecado
que está en mis miembros” (Rm 7: 23).
“Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,
atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos
los que creen” (Rm 3: 21-22). Por eso, los fieles de Cristo “han crucificado la carne con sus
pasiones y sus apetencias” (Ga 5: 24); “son guiados por el Espíritu” (Rm 8: 14) y siguen los
deseos del Espíritu (cf Rm 8: 27) (CIC 2541-2543).
Finalizando >>>
Expuesto los 10 Mandamientos de la Ley de Dios, espero el despertar a un acto de
conciencia de los pecados cometidos, del dolor por ellos, la contrición, o sea, un
rechazo claro y decidido del pecado cometido, por el amor que se tiene a Dios y que
renace con el arrepentimiento (dolor de los pecados). Siempre con el propósito de la
enmienda con la firme resolución de no volver a pecar.
Tenemos verdadero propósito de la enmienda cuando estamos dispuestos a poner
todos los medios necesarios para evitar el pecado y huir de las ocasiones de pecar.
Está claro que no pueden recibir válidamente la absolución los penitentes que viven
habitualmente en estado de pecado grave y no tienen intención de cambiar su
situación.
Los católicos debemos confesar a un sacerdote todos los pecados capitales y mortales,
o sea la transgresión cometida contra los 10 mandamientos anteriormente descritos y
cumplir la penitencia, rezar las oraciones y hacer las obras buenas que manda el
confesor.
Recordemos que la tarde del día mismo de su Resurrección, cuando es inminente el
comienzo de la misión apostólica, Jesús da a los Apóstoles, por la fuerza del Espíritu
Santo, el poder de reconciliarse con Dios y con la Iglesia, a los pecadores arrepentidos
al decirles “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les quedarán
perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos”. (Jn 20: 22-23) Y más
adelante San Pablo rememora el mensaje de la confesión: “Y todo es obra de Dios, que
nos reconcilió con él por medio de Cristo y nos encomendó el ministerio de la
reconciliación (2Co 5:18).
Con todo y esto, parece que muchos católicos, que han acudido a otros lugares se han
impuesto una curiosa costumbre grosera: “confesarse en cualquier rincón” o yo me
confieso “solamente con Dios” y otras palabras más ofensivas que no escribiré.
No perdamos la gracia tan grande que nos da Nuestro Señor Jesucristo, no nos dejemos
confundir por sectas protestantes.
Otra costumbre: Los fieles se acercan al confesor y se acusan genéricamente. Dicen “he
pecado” o sólo manifiestan algún pecado. Seguidamente se les da la absolución.
Esta manera de proceder está explícitamente reprobada por la suprema autoridad de
la Iglesia y, por tanto, debe suprimirse en los lugares donde aún se práctica.
Los que creen erradamente que basta confesarse “solamente con Dios” sin acudir a un
sacerdote. Sí, tú puedes decir a Dios: ‘Perdóname’, y decirle tus pecados. Pero si
nuestros pecados son también contra nuestros hermanos y contra la Iglesia; es necesario
pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos, en la persona del sacerdote.
A mí personalmente me daba vergüenza y así permanecí durante más de dos décadas.
Sentía mucha pena de solo pensar en la fila para confesarse, en tener que arrodillarme,
sentía pena que el confesionario estuviera muy visible, sentía un terror al “qué dirán”.
La vergüenza manifiesta que tenemos la necesidad de buscar la salud espiritual y la
humildad, cumpliendo con el dogma católico, además recordemos, como
constantemente confesamos en el credo cuatro atributos de nuestra iglesia (una, santa,
católica y apostólica), inseparablemente unidos entre sí. Estos indican rasgos esenciales
de la Iglesia y de su misión.
“Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados.”