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PEDRO MARTIR DE ANGLERIA

Nació en la villa de Arona. ribera del Lago Mayor, Italia. el


2 de febrero de los años 1455 a 1459. Va a Roma a los 18 años
y a España en 1488. Murió en Granada, en octubre de 1526.
Escribió las Décadas del Nuevo Mundo, o Décadas de Orbe
Novo.
Humanista fino y elegante, de grácil y breve frase. Huma·
nista, como escribe Salas, por la gracia y el equilibrio que
logra, por la brevedad y rapidez con que dice y describe,
por la evasión del juicio ético tan frecuente y agobiante
en los historiadores españoles.
Acerca de Pedro Mártir ver: Marcel Bataillón, "Historio-
grafía oficial de Colón, de Pedro Mártir a Oviedo y Gómara",
en !mago Mundi, Revista de historia de la cultura, Buenos
Aires, 1954, No. 5, septiembre 1954, p. 23-29; Marcelino Me·
néndez Pelayo, Los historiadores de Colón, en Estudios y dis·
cursos de crítica histórica y literaria, Obras Completas, Ma·
drid, 1942, vol. VIIl-69-122; Carlos l. Salas, "Pedro Mártir de
Anglería. Estudio biográfico-bibliográfico" en Anales de la
Facultad de Derecho, Córdoba, Arg. 1917. T. 111, p. 21, 106
y el más reciente estudio de Alberto Mario Salas, Tres Cro-
nistas de Indias, Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernán·
dez de Oviedo, Fray Bartolomé de las Casas, México, Fondo
de Cultura Económica, 1959, 320 p. Una buena edición, ver·
sión de Joaquín Torres Asensio, es la de Buenos Aires, Edi·
torial Bajel, 1944, LII-675 p., que lleva la Bibliografía de
Pedro Mártir preparada por Joseph H. Sinclair, en p. XIII-LIJ.
Agustín Millares Cario, quien publicó un extracto de las Dé-
cadas en Libros de las Décadas del Nuevo Mundo, traducción
del latín y noticia bibliográfica por . . . México, Secretaría de
Educación Pública, 1945, VII-95 p., (Biblioteca Enciclopédica
Populai' 51), preparó una edición crítica bajo el rubro: Dé-
cadas del Nuevo Mundo por Pedro Mártir de Anglería, Pri-
mer Cronista de Indias. Estudios y Apéndices por Edmundo
O'Gorman, el estudio se intitula: Pedro Mártir y el proceso
de América, 2 v. México, José Porrúa e Hijos Sucesores,
1%4-65. El apéndice tercero lo constituye la bibliografía de
Sinclair.
Fuente: Pedro Mártir de Anglería. Décadas del Nuevo
Mundo. Buenos Aires, Editorial Bajel, 1944. LII-675 p., p.
335-36, 462-65 y 467 -59.

CODICES, MAPAS Y VESTIDOS MEXICANOS

Llevamos dicho que esta gente posee libros, y trajeron mu-


chos, junto con los demás dones, estos nuevos colonos de Co-
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luacán y los procuradores y mensajeros. En lo que ellos es-


criben son unas hojas de cierta delgada corteza interior de
los árboles que se cría debajo de la corteza superior: creo
que se llama phüira; conforme lo vemos, no en el sauce u
olmo, sino en la de los palmitos que se comen, que hay una
tela dura que separa las hojas exteriores, a modo de las redes
con agujeros y mallas estrechas, y las embetunan con unto
fuerte. Cuando están blandas, les dan la forma que quieren y
la extienden a su arbitrio, y luego de endurecida la embetu-
nan, se supone que con yeso o con alguna materia parecida.
Es de creer que Vuestra Santidad habrá visto tablillas con una
capa de yeso acribado como la harina, en las cuales puede
escribirse cuanto se quiere, y que luego lo borran con una
esponja o paño para volver a escribir. De tablillas de higuera
se hacen los libros que los administradores de las casas gran-
des llevan consigo por los mercados, y con un punzón de metal
apuntan lo que compran para borrarlo cuando ya lo han
trasladado a sus cuadernos de cuentas.
No solamente encuadernan los libros, sino que también ex-
tienden a lo largo esa materia hasta muchos codos, y la redu-
cen a partes cuadradas, no sueltas, sino tan unidas con un
betún resistente y tan flexible, que, en comparación de las
tablas de madera, parece que han salido de manos de hábil
encuadernador. Por donde quiera que se mire el libro abierto,
se presentan dos caras escritas; aparecen dos páginas, y se
ocultan bajo ellas otras dos como no se extienda a lo largo 1

pues debajo de un folio hay otros muchos folios unidos.


Los caracteres son muy diferentes de los nuestros: dados~
ganchos, lazos, tiras y estrellas y otras figuras, escritas en
línea como lo hacemos nosotros: se parecen mucho a las for-
mas egipcias (de escribir). Entre líneas hay trazadas figuras
de hombres y animales, principalmente de los reyes y mag-
nates, por lo cual es de creer que están allí escritos los he-
chos de los antepasados de cada rey, como vemos que se hace
en nuestro tiempo, que muchas veces en las historias genera-
les y en los códices fabulosos los impresores intercalan las
figuras de los que hicieron lo que allí se cuenta, para estimular
a los que quieran comprarlos.
También las tablas de arriba (las cubierws) las arreglan
agradablemente de madera : cerrados esos libros, parece que
no son diferentes de los nuestros. También se cree que escriben
en sus libros las leyes, los sacrificios, ceremonias, rit<?s, anota·
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ciones astronómicas y ciertos cómputos, y los modos y tiempos


de sembrar.
Comienzan el año cuando el sol se pone por las pléyades,
y comprenden el año en meses lunares. Al mes le llaman por
la luna; por eso, cuando quieren significar los meses, dicen
tonas: a la luna, en su lengua, le llaman tona; mas a los días
los designan por el sol, y así, cuantos soles tantos días; en
su lengua el sol se llama tonatico, y en algunas partes de otra
manera. Y sin guiarse por ninguna razón, distribuyen el año
en veinte meses, y los meses en veinte días.

De aquellos montes y de los diferentes ríos que riegan los


campos tenustitanos, este Juan Ribera trae muchas muestras
de oro como lentejas y guisantes y varias perlas de la región
austral, pero encontrados en poder de Moctezuma y de sus
regalados próceres u otros enemigos en los despojos de las
batallas.
Teniendo yo en mi casa a este Ribera, el reverendo proto-
notario Caracciolo, legado de Vuestra Beatitud, con el em-
bajador de Venecia. Contarino, y el joven Tomás Maino, vice-
duque de Milán, nieto del gran Jasón Maino, vinieron a mi
casa por el anhelo de oír y ver cosas nuevas. Les causó admi-
ración, no la abundancia de oro ni el que sea tan puro
desde su origen (pues lo es tanto que sin hacerle nada se pue-
den acuñar con él ducados de oro). Principalmente admiraron
el número y la forma de los vasos llenos de oro, que los traía
diferentes de las diversas naciones que los enviaban cual tri-
buto; y para prueba de que se coge aquel oro en su tierra, en
cada vaso o cajita estaban las armas de cada región, que
pesaban ocho, nueve o diez dracmas de oro cada una. Nos
lo enseñaron como correspondía a un hombre de los que toma-
ron parte en las cosas, pues el propio Ribera es dueño de
todas las cosas que nos enseñó.
Pero lo que trae la nave detPnida es un caudal muy grande
que se le ha de entregar al César. El oro fundido y hecho
barras sube a la suma de treinta y dos mil ducados; pero lo
que se podrá sacar de los anillos, joyas, escudos, yelmos y otros
objetos que traen, si se tasara, dice que asciende a ciento
cincuenta mil ducados. Pero corre por ahí no sé qué rumor
de que los piratas franceses han olido ya esas naves. Dios nos
saque con bien.
Vamos a las cosas partícula res, de este Ribera, que son pe-
queñas muestras de lo que ha de venir. Nos ha enseñado
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perlas nada inferiores a las que la humana molicie llama


orientales: muchas de ellas tienen más tamaño que una avella-
na grande; pero la mayor parte no están bastante blancas,
porque las sacan asando las conchas que las crían; mas algu-
nas vimos limpias.
Eso es poco: fue una hermosura ver la variedad de joyas y
anilos: no hay cuadrúpedo, ni ave, ni pez que una vez hayan
visto sus artífices, que no saquen al vivo la imagen: nos pa-
recía que veíamos vivas las caras, vasillos pendientes de las
orejas, collares, brazaletes, todo de oro, que nos causaba
maravilla, en lo cual el trabajo aventajaba con mucho a la
materia ; penachos, cimeras, escudos y yelmos, labrados a tro-
zos con tal arte y con puntas tan menudas, que de puro del-
gadas engañaban la vista. En particular nos gustó la hermo-
sura de dos espejos: el uno estaba rodeado de medio globo
de oro, tenía de circunferencia un palmo, y estaba incrustado
en madera de color verde; el otro no era tan grande.
Dice este Ribera que en aquella tierra el arte lapidario es tal
que con el bruñido se pueden hacer excelentes espejos: todos
confesaron que ninguno de los nuestros presenta más natural
la cara del hombre. Vimos una careta muy lindamente for-
mada: en su parte interior es de tablilla ensamblada, y encima
tiene piedrecillas menudísimas, unidas con tales junturas que
la uña no las advierte; y mirándola con los ojos muy claros
parece una sola piedra, de la materia que hemos dicho se
hacen los espejos, y con las orejas de oro; cruzan la cara
dos fajas verdes de esmeralda desde ambas sienes, y otras dos
azafranadas: entreabierta la boca, se ven los dientes de hueso,
dos de los cuales, en ambas mejillas, bajan a la barba saliendo
fuera de los labios. Estas caretas se las ponen a sus dioses en
la cara cuando el príncipe está malo, y no se las quitan hasta
que, o se pone bueno o se muere.
Después sacó de una ca ja grande varios vestidos: para todos
tienen sólo tres materias, la primera de algodón, después de
plumas de aves, y la tercera la componen con vello de conejo.
Ponen de adorno las plumas entre el vello de conejo, y las
urden entre los estambres de algodón, y lo tejen con tanto
trabajo que no llegamos a entender bien cómo lo hacen. Del al-
godón no es maravilla : como nosotros urdimos y tejemos las
telas de lino, lana o seda, asimismo ellos las de algodón.
Pero la forma de los vestidos es cosa de risa. Los llaman
vestidos porque se cubren con ellos, pero no tienen semejanza
alguna con ninguna clase de vestimenta. Es sólo un velo cua-
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drado, muy parecido al que en mi presencia se ponía alguna


vez Vuestra Beatitud en los hombros, al peinarse la cabe-
za, para preservar los vestidos de que les cayera de la cabeza
algún pelo u otra suciedad. Aquel velo se lo echan al cuello;
después, anudándose a la garganta dos de las cuatro puntas
del velo, lo dejan caer, y apenas les cubre el cuerpo hasta las
piernas.
Cuando vi estos vestidos, cesé de admirarme de que Moc-
tezuma enviara a Cortés tal número de vestidos, como arriba
mencioné, pues tienen poco que hacer y poco espacio ocupan
aunque sean muchos. Tienen también calzoncillos, de los cua-
les, para elegancia, penden ingeridas plumas de varios colores
hasta la rodilla.
Muchos usan calzoncillos, en su mayor parte de plumas: en
las hebras de algodón meten plumas y pelo de conejo muy
hábilmente en todas las cosas, y de ello hacen sus vestidos de
invierno y las colchas para la noche. Por lo demás, van des-
nudos, y como no haga frío llevan siempre fuera uno de los
brazos. Por eso todos son de color algo moreno; pero, aunque
alguna ve7. sientan frío, en aquella tierra necesariamente
tiene que hacer poco, supuesto que, según dicen, aquella pla-
nicie está distante del polo ártico entre el grado diecinueve y
el veintidós.

He advertido una cosa que está dibujada en los mapas, que


ha traído varios. Por el Norte hay unos montes algo distantes,
separados unos de otros por valles feracísimos, por cuyas gar-
gantas entran en aquella planicie con gran fuerza los vientos
septentrionales, y por eso el costado Norte de la ciudad Te-
nustitana está defendido con anchos parapetos de vigas en-
clavadas y de grandes piedras, para que la ciudad esté al
abrigo de los impetuosos torbellinos. Lo mismo vi yo en Vene-
cia inventado para contener el furor del mar Adriático, y
que no quebrante las casas. Los venecianos, a aquella muralla
de la orilla la llaman vulgarmente el lio. Por el Mediodía, al
revés, hay montes contiguos tan altos que los vientos del Sur
no pueden soplar en la llanura para darle calor. Además vienen
del cielo vientos boreales y desde lo alto soplan más que no
los del Sur, que suben de abajo a arriba, y la llanura aquella
tiene también, no lejos, montañas de nieves perpetuas y de
fuego.
Entre los mapas de aquellas tierras hemos examinado uno
que tiene de largo treinta pies, de ancho poco menos, tejido
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de algodón blanco, en la cual estaba escrita con extensión


toda la llanura con las provincias, tanto las amigas de Mocte-
zuma como las enemigas. Están asimismo los vastos montes
que por todos lados rodean el llano, y están figuradas las costas
meridionales, de cuyos habitantes dicen haber oído que están
cerca las islas en donde dijimos arriba que se crían los aromas
y oro y perlas en abundancia.
Volvamos a su familiar Ribera. En aquellas montañas dice,
según la relación de los naturales, que hay hombres salvajes,
greñudos como los osos peludos de nuestras montañas, y que
pasan con los frutos espontáneos de la naturaleza y con la caza.
Después del mapa más grande, vimos otro poco menor, que
no nos excitaba menos interés. Comprendía la misma ciudad
de Méjico, con sus templos y puentes y lagunas, pintado por
mano de los indígenas.
Después de esto, estando nosotros sentados en un terrado
descubierto, hizo salir de mi dormitorio, con sus aprestos gue-
rreros, a un muchacho indígena que él se trajo de criado.
Llevaba en la mano derecha una espada de madera, sencilla,
sin las piedrecitas que ellos acostumbraban, pues hacen una
hendedura en ambos filos de la espada, y llenan la ranura de
piedrecitas agudas con un betún muy fuerte, de modo que en
la lucha casi se igualan con nuestras espadas en el cortar.
Las piedrecitas son de aquella piedra que hacen las navajas
que otra vez dije. Levantó el escudo, hecho a estilo de ellos.
Está te_iido de mimbres muy resistentes con oro sobrepuesto, y
de su media circunferencia inferior cuelgan fimbrias volan-
tes de pluma entretejidas para adorno, y más de un palmo
de largas. Así como la parte interior estaba encubierta con
piel de tigre, por fuera tenía el centro de oro en campo de
plumas de varios colores, poco diferente de nuestra seda vellu-
da (terciopelo) .
Salió el muchacho armado con su espada y cubierto de ce-
ñido vestido de pluma, amarillo y rojo, con calzoncillos de
algodón; entre los muslos le colgaba un pañito, llevando pren-
didas con aquel vestido las cáligas, como si uno se quitara
el jubón sin desatar las cintas de las calzas; y con sus chi-
nelas muy bien puestas, hizo el mancebo un simulacro de pe-
lear; tan pronto echándose sobre los enemigos, tan pronto
huyendo de ellos.
Por fin aparentó que en la lucha había cogido a otro joven,
ataviado para lo mismo y con siervo suyo; del modo que
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ellos suelen agarrar a los prisioneros de guerra, cogiéndole del


pelo, lo arrastraba para llevarlo a inmolar, y tendido en el
suelo, parecía que primero le metía el cuchillo por las costillas~
donde está el corazón, y después, arrancado -el corazón-~
fingía exprimir con ambas manos la sangre de junto al co-
razón, y con ella, salpicándola, mojaba la espada y el escudo
(eso dicen que acostumbran hacer con los enemigos que co-
gen), y encendiendo fuego por el frotamiento de dos maderas
a propósito (el fuego tiene que ser recientemente sacado por
doncellas), quemó el corazón, cuyo humo creen que es grato
a sus dioses patronos de la guerra. El resto del cuerpo lo par-
ten miembro por miembro, como lo mostraba con sus gestos
el muchacho, dejando íntegro el vientre con lo de atrás para
que no se escurra la inmundicia. Pero la cabeza del enemigo
inmolado, quitándole la carne y engastándola en oro, se la
reserva por trofeo el mismo que le mató, y se hace fabricar
tantas cabecitas de oro con la boca abierta cuantos enemigos
se prueba que ha muerto e inmolado, y las lleva pendientes del
cuello: se opina que se comen los miembros.
Dice este Ribera que llegó a saber que todos los principales
de Moctezuma solían asimismo comer carne humana, y por
esto sospecha que también Moctezuma, aunque siempre se re-
cató de ellos para hacerlo después que manifestaron qué cosa
tan fea y tan desagradable a Dios es matar a los hombres, y
mucho más comérselos.
Después que el muchacho concluyó de parodiar sus ceremo-
nias sagradas; entre tanto que majábamos a Ribera pregun-
tándole sobre las costumbres y la extensión de aquellos te-
rritorios, introduciendo al muchacho en la alcoba lo vistieron
de fiesta. Salió vestido de otra manera. Con un juguete (¿ja-
calí?) de oro en la mano izquierda, adornado de mil mane-
ras; sacó en la mano derecha una sarta de cascabeles hacién-
dolos sonar, y levantando un poco el juguete, volteándolo y
luego bajándolo cantando a estilo de su patria, danzaba por
todo el entarimado en que estábamos mirándole sentados.
Daba gusto ver cómo, acercándose al de más respeto (re-
presentaba la manera con que) saludaban a los reyes presen-
tándoles dones; con voz temblorosa, con la vista baja, sin al-
zarla nunca para mirarle la cara al rey, le saluda al acercarse,
y postrado el cuerpo le habla de este tenor. Le llama rey de
reyes, señor de los cielos y de la tierra; en nombre de su
ciudad o de su pueblo le ofrece un obsequio; le dice que escoja
el que más le agrade entre dos, o que le hagan alguna casa
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trayendo las piedras, vigas y cuartones, o que le cultiven los


campos; dicen que son esclavos del rey; explica que por su
causa han sufrido de parte de sus enemigos perjuicios inmen-
sos, pero que han recibido con gozo todos los daños por serles
obedientes y leales, y aquí muchas necedades.
Por tercera vez, cuando estábamos engolfados en la con-
versación con Ribera, salió de la alcoba el muchacho haciendo
el borracho. Jamás hemos visto espectáculo más parecido al
del ebrio. Cuando piensan alcanzar de los dioses algo que
desean, dice que se reúnen dos mil y tres mil, y se hartan del
jugo de cierta hierba que embriaga, agarrándose a las paredes
para sostenerse, y preguntando a los que encuentran por dón-
de se va a su propia casa, cuándo escupiendo, cuándo vomi-
tando, y las más de las veces cayéndose. Basta acerca del mu-
chacho.
Ribera dice que ha oído no sé qué acerca de una región
habitada sólo por mujeres en las montañas aquellas que dan
al Norte; pero no se sabe nada de cierto. Dicen que es prueba
para que se crea el que la región se llama lguatlan, porque en
la lengua de ellos igual significa mujer, y lan es señor; por
eso piensan que es región de mujeres.

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