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Paul de Man

(Bélgica, 1919-EE.UU., 1983)

Aunque nace, cursa estudios e inicia su carrera en Bélgica, Paul de Man alcanza una verdadera
trascendencia como teórico y crítico de la literatura, a partir de la década de los setenta, en los
Estados Unidos, donde se estableció en 1948. Junto a eminentes críticos como Harold Bloom,
Geoffrey Hartman y J. Hillis Miller, que se aglutinan en la Universidad de Yale justamente por ese
decenio, y que realizan una importante obra teórica con una orientación afín al
desconstruccionismo de Jacques Derrida, sobresale De Man, quien permanece en esa institución
académica como profesor hasta la fecha de su muerte. No fue un or prolifico, tres volúmenes de
ensayos fundamentales contienen las líneas más importantes de su pensamiento: Blindness and
Insight: Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism, 1971/ Visión y ceguera, ensayos sobre la
retórica en la crítica contemporánea, 1991; Allegories of Readings: Figural Language in Rousseau,
Nietzsche, Rilke and Proust, 1979 [Alegorías de la lectura), y The Resistance to Theory, 1986/ La
resistencia a la teoria, 1990.

Uno de los problemas a los cuales les ha prestado atención De Man ha sido el referido a la relación
entre lenguaje y realidad. Sin negar la función referencial del lenguaje, cuestiona su legitimidad
como modelo para el conocimiento de la naturaleza. El nexo convencional entre la palabra y la
cosa hace a la expresión lingüística muy poco fiable como medio de significar la verdad o lo real.
Desde su punto de vista, la confusión entre realidad lingüística y realidad natural define a la
ideología, de manera que todo estudio que ponga de manifiesto que el lenguaje no habla sino del
lenguaje, se convierte en un dispositivo desarticulador de las mistificaciones ideológicas. La
dimensión retórica o figural del lenguaje alcanza así un lugar privilegiado en los estudios realizados
por Paul de Man, como se puede advertir en sus libros fundamentales, aunque, obviamente, no se
trata de considerar el recurso retórico en una simple función ornamental, semántica o de
persuasión, sino en su carácter irreductible a un significado específico.

«La resistencia a la teoría» es una exposición sintética y clara de esas ideas y de los presupuestos
teóricos de su autor. Con un procedimiento típico de su operación desconstructivista, De Man, en
su intento de explicar las causas de cierta hostilidad hacia la teoría, y luego de argumentar por qué
ésta puede resultar amenazadora para los académicos tradicionales y consecuentemente provocar
«resistencia» por parte de ellos, cuestiona su propio análisis, y orienta una nueva argumentación
hacia la constitución misma del discurso teórico, calculando entonces la posibilidad de que la
resistencia a la teoría sea inherente a la disciplina en sí. Si bien el primer razonamiento considera
las determinaciones ideológicas implicadas en la actitud reservada o de franco rechazo hacia la
teoría literaria, el segundo lo conduce a postular que se trata de una resistencia a la dimensión
retórica o tropológica del lenguaje, de una resistencia a la lectura, para concluir que aun la lectura
retórica evita y resiste a la lectura que proclama que nada puede vencer la resistencia a la teoría.
«La resistencia a la teoría» (1986) ha sido tomado de Paul de Man, La resistencia a la teoría,
traducción de Elena Elorriaga y Oriol Francés, Madrid, Visor, 1990, pp. 11-37.

La resistencia a la teoría

En un principio no era mi intención que este ensayo tratara directamente la cuestión de la


enseñanza, aunque se suponía que tendría una función didáctica y educativa que no consiguió
tener. Fue escrito a petición del Committee on Research Activities de la Modern Language
Association, como contribución a un volumen colectivo titulado Introduction to Scholarship in
Modern Languages and Literatures. Se me pidió que escribiera la sección sobre teoria literaria. Se
espera que ensayos así sigan un programa claramente determinado: se supone que deben ofrecer
al lector una lista selecta y abarcadora de las principales tendencias y publicaciones del área,
sintetizar y clasificar las principales zonas problemáticas, y presentar una proyección crítica y
programática de las soluciones que cabe esperar en un futuro previsible. Todo esto con una clara
conciencia de que diez años después se le pedirá a alguien que repita el mismo ejercicio.

Me resultó difícil cumplir, con un mínimo de buena fe, los requisitos de este programa y sólo pude
intentar explicar, con la mayor concisión posible, por qué el principal interés teórico de la teoría
literaria consiste en la imposibilidad de su definición. El Comité juzgó con razón que ésta era una
forma poco propicia de lograr los objetivos pedagógicos del volumen y encargó otro artículo.
Considere su decisión totalmente justificada, así como interesante por lo que implicaba respecto
de la enseñanza de la literatura.

Digo esto por dos razones. Primero, para explicar los vestigios del encargo original que hay en el
artículo, que explican lo torpe que resulta el intento de ser más retrospectivo y general que cuanto
uno puede legítimamente aspirar a ser. Pero, segundo, porque el apuro también revela una
cuestión de interés general: la de la relación entre la investigación (scholarship) (la palabra clave
en el volumen de MLA), la teoría y la enseñanza de la literatura.

A pesar de opiniones demasiado simplistas, la enseñanza no es principalmente una relación


intersubjetiva entre personas, sino un proceso cognitivo en el que uno mismo y el otro se
relacionan sólo tangencialmente y por contigüidad. La única docencia que merece tal nombre es la
investigadora, no la personal; las diversas analogias entre la enseñanza y el show business o las
tareas de guía y consejero son, en la mayoría de los casos, excusas por haber abandonado la tarea.
La investigación tiene que ser, por principio, eminentemente enseñable. En el caso de la literatura,
una investigación tal afecta al menos a dos áreas complementarias: los datos históricos y
filológicos, en cuanto condición preparatoria para la comprensión, y los métodos de lectura e
interpretación. Esta última es, desde luego, una disciplina abierta que, sin embargo, puede aspirar
a evolucionar por medios racionales, pese a las crisis internas, las controversias y las polémicas. En
cuanto reflexión controlada sobre la formación del método, la teoría demuestra acertadamente
ser por entero compatible con la enseñanza, y se puede pensar en numerosos e importantes
teóricos que son o fueron también investigadores. Surge la duda sólo si se produce una tensión
entre los métodos de comprensión y el conocimiento que dichos métodos nos permiten lograr. Si
realmente hay algo en la literatura como tal que permite una discrepancia entre verdad y método,
entre Wahrheit y Methode, entonces la investigación y la teoría ya no son necesariamente
compatibles. Como primera consecuencia de esta complicación, ya no se puede dar por sentada la
noción de «literatura como tal», ni la distinción nítida entre historia e interpretación, puesto que
un método que no puede acoplarse a la «verdad» de su objeto sólo puede enseñar ilusiones.
Diversos cambios, no sólo en el escenario de lo contemporáneo sino en la larga y complicada
historia de la enseñanza literaria y lingüística, revelan síntomas que sugieren que esta dificultad es
un objeto de atención inherente al discurso sobre la literatura. Estas incertidumbres se hacen
manifiestas en la hostilidad dirigida hacia la teoría en nombre de valores éticos y estéticos, así
como en los intentos de recuperación de los propios teóricos al reafirmar su propia servidumbre
respecto de estos valores. El más eficaz de estos ataques denunciará la teoría como obstáculo a la
investigación y consecuentemente a la enseñanza. Vale la pena examinar si es éste el caso y por
qué. Porque si es así realmente, entonces es mejor fracasar enseñando lo que no debería ser
enseñado que triunfar enseñando lo que no es verdad.

Una toma de postura general sobre la teoría literaria no debería, en teoría, partir de
consideraciones pragmáticas. Debería tratar cuestiones como la definición de la literatura (¿qué es
la literatura?), y debatir la distinción entre los usos literarios y no literarios del lenguaje, así como
entre las formas artísticas literarias y las no verbales. Debería continuar con la taxonomía
descriptiva de los diversos aspectos y especies de los géneros literarios y con las reglas normativas
que inevitablemente han de surgir de dicha clasificación. O, si se rechaza el modelo escolástico en
favor del fenomenológico, habría que intentar una fenomenología de la actividad literaria como
escritura, lectura o ambas cosas, o de la obra literaria como producto, como correlato de dicha
actividad. Cualquier aproximación por la que se opte (y se pueden imaginar bastantes otros puntos
de partida teóricamente justificables), no hay duda de que surgirán al instante dificultades
considerables, dificultades tan profundas que incluso la tarea más simple de investigación, la
delimitación del corpus y del état présent de la cuestión, está destinada a acabar en confusión, no
necesariamente porque la bibliografía sea muy extensa, sino porque es imposible establecer sus
límites. Estas previsibles dificultades no han impedido a muchos de los que han escrito sobre
literatura seguir caminos teóricos y no pragmáticos, a menudo con considerable éxito. Si embargo,
se puede demostrar que, en todos los casos, este éxito depende del poder de un sistema
(filosófico, religioso o ideológico) que puede mantenerse implícito pero que determina una
concepción a priori de lo que es «literario» partiendo de las premisas del sistema más que de la
cosa literaria misma, si dicha «cosa» existe realmente. Las reservas en cuanto a su existencia, son,
por supuesto, reales, y de hecho res éticos y estéticos, así como en los intentos de recuperación de
los propios teóricos al reafirmar su propia servidumbre respecto de estos valores. El más eficaz de
estos ataques denunciará la teoría como obstáculo a la investigación y consecuentemente a la
enseñanza. Vale la pena examinar si es éste el caso y por qué. Porque si es así realmente, entonces
es mejor fracasar enseñando lo que no debería ser enseñado que triunfar enseñando lo que no es
verdad.

Una toma de postura general sobre la teoría literaria no debería, en teoría, partir de
consideraciones pragmáticas. Debería tratar cuestiones como la definición de la literatura (qué es
la literatura?), y debatir la distinción entre los usos literarios y no literarios del lenguaje, así como
entre las formas artísticas literarias y las no verbales. Debería continuar con la taxonomía
descriptiva de los diversos aspectos y especies de los géneros literarios y con las reglas normativas
que inevitablemente han de surgir de dicha clasificación. O, si se rechaza el modelo escolástico en
favor del fenomenológico, habría que intentar una fenomenología de la actividad literaria como
escritura, lectura o ambas cosas, o de la obra literaria como producto, como correlato de dicha
actividad. Cualquier aproximación por la que se opte (y se pueden imaginar bastantes otros puntos
de partida teóricamente justificables), no hay duda de que surgirán al instante dificultades
considerables, dificultades tan profundas que incluso la tarea más simple de investigación, la
delimitación del corpus y del état présent de la cuestión, está destinada a acabar en confusión, no
necesariamente porque la bibliografia sea muy extensa, sino porque es imposible establecer sus
límites. Estas previsibles dificultades no han impedido a muchos de los que han escrito sobre
literatura seguir caminos teóricos y no pragmáticos, a menudo con considerable éxito. Si embargo,
se puede demostrar que, en todos los casos, este éxito depende del poder de un sistema
(filosófico, religioso o ideológico) que puede mantenerse implícito pero que determina una
concepción a priori de lo que es literario» partiendo de las premisas del sistema más que de la
cosa literaria misma, si dicha «cosa» existe realmente. Las reservas en cuanto a su existencia, son,
por supuesto, reales, y de hechodan razón de la previsibilidad de las dificultades a las que
acabamos de aludir: si la condición de existencia de una entidad es en sí misma particularmente
crítica, entonces la teoría de esta entidad está destinada a caer en lo pragmático. La difícil e
irresuelta historia de la teoría literaria indica que esto es realmente lo que pasa con la literatura,
de un modo aún más manifiesto que en otros sucesos verbalizados, como los chistes, por ejemplo,
o incluso los sueños. El intento de tratar la literatura teóricamente bien podría resignarse a
aceptar el hecho de que debe comenzar por consideraciones pragmáticas.

Hablando pragmáticamente, pues, sabemos que ha habido durante los últimos quince o veinte
años un fuerte interés por algo llamado teoría literaria y que, en Estados Unidos, este interés a
veces ha coincidido con la importación y recepción de influencias extranjeras, principalmente
europeas continentales, aunque no siempre. También sabemos que esta ola de interés parece ir
recediendo, a medida que cierto hartazgo y decepción suceden al entusiasmo inicial. Estos
movimientos de marea son bien naturales, pero no dejan de tener interés, en este caso, porque
ponen muy de manifiesto la profundidad de la resistencia a la teoría literaria. En cualquier
situación de angustia se repite la estrategia de desactivar lo que considera amenazante, mediante
magnificación o minimización, atribuyéndole pretensiones de poder a cuya altura nunca va a
llegar. Si a un gato se le llama tigre es fácil desestimarlo como tigre de papel: la cuestión sigue
siendo, sin embargo, por qué uno estaba tan asustado del gato, para empezar. La misma táctica
funciona de modo inverso: llamando ratón a un gato y riéndonos de él por su pretensión de ser
poderoso. En lugar de hundirnos en este remolino polémico, tal vez sería mejor llamar gato al gato
y documentar, por brevemente que fuera, la versión contemporánea de la resistencia a la teoría
en este país.

Las tendencias predominantes en la crítica literaria norteamericana anterior a la década de los


sesenta no eran adversas a la teoría, si por teoría se entiende el enraizamiento de la exégesis
literaria y de la evaluación crítica en un sistema de alguna generalidad conceptual. Incluso los más
intuitivos y contenidos, empírica y teóricamente, de los queescribían sobre literatura, utilizaban
una mínima serie de conceptos (tono, forma orgánica, alusión, tradición, situación histórica,
etcétera) de al menos cierto alcance general. En muchos otros casos, el interés por la teoría se
expresaba y practicaba públicamente. Una metodología común, en términos generales, y más o
menos abiertamente proclamada, vincula entre sí libros de texto tan influyentes en este período
como Understanding Poetry (Brooks y Warren), Theory of Literature (Wellek y Warren) y The
Fields of Light (Reuben Brower), u obras teóricamente orientadas, tales como The Mirror and the
Lamp, Languages as Gesture y The Verbal Icon.(a)

Pero, con la posible excepción de Kenneth Burke y, en algunos aspectos, de Northrop Frye,
ninguno de esos autores se habría considerado a sí mismo un teórico en el sentido del término
posterior a 1960, ni tampoco su obra provocó reacciones tan fuertes, positivas o negativas, como
las provocadas por los teóricos posteriores. Había polémicas, sin duda, y diferencias de enfoque
que abarcaban un amplio espectro de divergencias, pero nunca se puso seriamente en tela de
juicio el programa fundamental de los estudios literarios ni el tipo de talento y de preparación que
para ellos se requería. Los puntos de vista del new criticism se adaptaron sin dificultad alguna a los
establishments universitarios, sin que sus cultivadores tuvieran que traicionar su sensibilidad
literaria de ningún modo; muchos de sus representantes siguieron con éxito una carrera de poetas
o novelistas paralela a sus actividades universitarias. Tampoco experimentaron dificultades con
respecto a una tradición nacional que, aunque ciertamente menos tiránica que las europeas
correspondientes, es, sin embargo, más poderosa. La perfecta encarnación del new criticism sigue
siendo, en muchos aspectos, la personalidad e ideología de T.S. Eliot, una combinación de talento
original, cultura tradicional, ingenio verbal y seriedad moral, una mezcla anglo-americana de
buenos modales intelectuales no tan reprimidos como para no ofrecer atisbos seductores,
profundidades psíquicas y políticas más oscu-ras, pero sin romper la superficie de un ambivalente
decoro que tiene sus propias complacencias y seducciones. Los principios normativos de este
ambiente literario son culturales e ideológicos más que teóricos, orientados hacia la integridad de
un yo social e histórico en lugar de hacia la coherencia impersonal que la teoría requiere. La
cultura permite cierto grado de cosmopolitismo, y de hecho aboga por él, y el espíritu literario del
mundo universitario norteamericano de la década de los cincuenta no era provinciano en
absoluto. No le era difícil apreciar y asimilar productos excelentes de espíritu afin originarios de
Europa: Curtius, Auerbach, Croce, Spitzer, Alonso, Valéry, y también, con excepción de algunas de
sus obras, J.P. Sartre. La inclusión de Sartre en esta lista es importante, ya que indica que el código
cultural dominante que tratamos de evocar no puede ser simplemente asimilado a una polaridad
política de izquierda y derecha de profesores y no profesores, de Greenwich Village y Gambier,
Ohio. Las publicaciones de orientación política y predominantemente no profesionales, de las que
la Partisan Review de los años cincuenta sigue siendo el mejor ejemplo, no estaban situadas en
auténtica oposición (si damos cabida a todas las reservas y distinciones que son del caso) con los
métodos del new criticism. El amplio —aunque negativo- consenso que une a estas tendencias e
individuos extremadamente diversos es su común resistencia a la teoría. Este diagnóstico se ve
corroborado por los argumentos y complicidades que han salido a la luz desde entonces en una
oposición más elocuente al adversario común.

El interés de estas consideraciones sería con mucho anecdótico (tan ligero es el impacto histórico
de los debates literarios del siglo xx), si no fuese por las implicaciones teóricas de la resistencia a la
teoría. Las manifestaciones locales de esta resistencia son a su vez lo suficientemente sistemáticas
como para merecer nuestro interés.

¿Qué es lo que está amenazado por los modos de acercarse a la literatura que se desarrollaron
durante los años sesenta y que ahora, bajo diversas designaciones, forman el mal definido y a
veces caótico campo de la teoría literaria? Estos acercamientos no pueden ser simple mente
asignados a cualquier método o país particular. El estructuralismo no era la única tendencia que
dominaba el escenario, ni siquiera en Francia, y el estructuralismo, como la semiología, son
inseparables de tendencias anteriores en el dominio eslavo. En Alemania los principales impulsos
han surgido de otras direcciones, desde la escuela de Frankfurt a los marxistas más ortodoxos,
desde la fenomenologia posthusserliana a la hermenéutica post-heideggeriana, con sólo
incursiones menores hechas por el análisis estructural. Todas estas tendencias han tenido su parte
de influencia en los Estados Unidos, en combinaciones más o menos productivas con
preocupaciones de raíz nacional. Sólo una visión de la historia nacional o personalmente
competitiva desearía jerarquizar movimientos tan difíciles de etiqu La posibilidad de hacer teoría
literaria, que de ningún modo se debe dar por sentada, ha pasado a ser una cuestión
conscientemente meditada y aquellos que más han progresado en esta cuestión son las fuentes de
información más controvertidas, pero también las mejores. Esto incluye a bastantes nombres
asociados de algún modo con el estructuralismo, definido de un modo lo suficientemente amplio
como para incluir en él a Saussure, Jakobson y Barthes, así como a Greimas y Althusser, esto es,
definido de un modo tan amplio que pierde su significación como término histórico utilizable.

Se puede decir que la teoría literaria aparece cuando la aproximación a los textos literarios deja de
basarse en consideraciones no lingüísticas, esto es, históricas y estéticas, o, de un modo algo
menos tosco, cuando el objeto de debate ya no es el significado o el valor sino las modalidades de
producción y de recepción del significado y del valor previas al establecimiento de éstas, lo cual
implica que este establecimiento es lo suficientemente problemático como para requerir una
disciplina autonoma de investigación crítica que considere su posibilidad y su posición. La historia
literaria, incluso considerándola a la máxima distancia de los lugares comunes del historicismo
positivista, es todavía la historia de un entendimiento cuya posibilidad no se cuestiona. La cuestión
de la relación entre la estética y el significado es más compleja, ya que la estética aparentemente
tiene que ver con el efecto del significado en vez de con su contenido per se. Pero la estética es, de
hecho - desde su desarrollo inmediatamente anterior a Kant y con él, un fenomenalismo de un
proceso de significado y comprensión, y puede ser ingenua por cuanto postula (como su nombre
indica) una fenomenología del arte y de la literatura que bien puede ser lo que esté en tela de
juicio. La estética es parte de un sistema universal de filosofia en vez de una teoría específica. En la
tradición filosófica del siglo xix, el reto de Nietzsche al sistema erigido por Kant, Hegel y sus
sucesores es una versión de la cuestión general de la filosofía. La crítica de Nietzsche a la
metafisica incluye, o parte de, lo estético, y lo mismo podría decirse de Heidegger. La invocación
de prestigiosos nombres de filósofos no da a entender que el actual desarrollo de la teoría literaria
sea una consecuencia lateral de especulaciones filosóficas más amplias. En algunos raros casos
parece existir un nexo directo entre la filosofía y la teoría literaria. Más frecuentemente, sin
embargo, la teoría literaria contemporánea es una versión relativamente autónoma de cuestiones
que también aparecen, en un contexto diferente, en la filosofía, aunque no necesariamente de
una forma más clara y rigurosa. La filosofía, en Inglaterra al igual que en el continente, está menos
liberada de modelos tradicionales que lo que a veces sus exponentes pretenden creer, y el lugar
prominente, aunque nunca dominante, de la estética entre los principales componentes del
sistema, es una parte constitutiva de este sistema. Por tanto, no es sorprendente que la teoría
literaria contemporánea haya surgido fuera de la filosofia y, a veces, en rebelión consciente contra
el peso de su tradición. La teoría literaria bien puede haberse vuelto un objeto de interés legítimo
de la filosofia, pero no puede ser asimilada a ella, ni basándose en hechos ni teóricamente.
Contiene un momento necesariamente pragmático que la debilita como teoría, pero que añade un
elemento subversivo de impredictibilidad y la convierte en una especie de comodín en el serio
juego de las disciplinas teóricas.

El advenimiento de la teoría, la ruptura que ahora se deplora tan a menudo y que la sitúa aparte
de la historia literaria y de la crítica litera ria, tiene lugar con la introducción de la terminologia
lingüística en el metalenguaje sobre la literatura. Por terminología lingüística se entiende una
terminología que designa la referencia antes que designar al referente y tiene en cuenta, en la
consideración del mundo, la función referencial del lenguaje, o, para ser más explícitos, que
considera la referencia como una función del lenguaje y no necesariamente como una intuición. La
intuición implica necesariamente percepción, conciencia, experiencia, y conduce de inmediato al
mundo de la lógica y de la comprensión con todos sus correlatos, entre los que la estética ocupa
un lugar prominente. El supuesto de que puede haber una ciencia del lenguaje que no sea
necesariamente una lógica lleva al desarrollo de una terminologia que no es necesariamente
estética. La teoría literaria contemporánea toma la alternativa en ocasiones tales como la
aplicación de la lingüística saussureana a los textos literarios.

La afinidad entre la lingüística estructural y los textos literarios no es tan obvia como puede
parecer ahora, con la percepción retrospectiva de la historia. Peirce, Saussure, Sapir y Bloomfield
no se ocuparon, en un principio, de la literatura en absoluto, sino de las bases científicas de la
lingüística. Pero el interés por la semiología en filólogos como Roman Jakobson o en críticos
literarios como Roland Barthes, revela la atracción natural de la literatura hacia una teoría de los
signos lingüísticos. Al considerar el lenguaje como un sistema de signos y de significación en lugar
de una configuración establecida de significados, se desplazan o suspenden las barreras
tradicionales entre los usos literarios y presumiblemente no literarios del lenguaje y se libera al
corpus del peso secular de la canonización textual. Los resultados del encuentro entre la
semiología y la literatura fueron bastante más allá que los de muchos otros modelos teóricos
-filológicos, psicológicos o clásicamente epistemológicos que los escritores sobre literatura en
búsqueda de modelos tales habían probado antes. La capacidad de respuesta de los textos
literarios al análisis semiótico es visible en el hecho de que, mientras otros acercamientos no eran
capaces de ir más allá de observaciones que podían ser parafraseadas o traducidas en términos de
conocimiento común, estos análisis revelaban configuraciones que sólo podían ser descritas en
términos de sus propios aspectos, específicamente lingüísticos. La lingüística de la semiología y la
de la literatura tienen aparentemente algo en común que sólo su común perspectiva puede
detectar y que les pertenece distintivamente a ellas. La definición de este algo, a menudo referido
como literariedad, se ha convertido en el objeto de la teoria literaria.

La literariedad, sin embargo, se malentiende a menudo de un modo que ha provocado gran parte
de la confusión que domina la polémica de hoy. Se supone con frecuencia, por ejemplo, que la litu
aturiedad es otra palabra para designar la respuesta estética, u otro modo de ella. El uso, en
conjunción con literariedad, de términos tales como estilo y estilística, forma o incluso.«poesía»
(como en «la poesía de la gramática»), todos los cuales tienen fuertes connotaciones estéticas,
ayuda a alimentar esta confusión, incluso entre aquellos que primero pusieron el término en
circulación. Roland Barthes, por ejemplo, en un ensayo apropiada y reveladoramente dedicado a
Roman Jakobson, habla en forma elocuente de la búsqueda por parte del escritor de una perfecta
coincidencia entre las propiedades fónicas de una palabra y su función significante.

También nos gustaría insistir en el cratilismo del nombre (y del signo) en Proust... Proust ve la
relación entre el significante y el significado como motivada, uno copiando al otro y representando
en su forma material la esencia significante de la cosa (y no la cosa misma)... Este realismo (en el
sentido escolástico del término), que concibe los nombres como «copia de las ideas, ha tomado,
en Proust, una forma radical. Pero bien se puede uno preguntar si esto no está más o menos
conscientemente presente en toda la escritura y si es posible ser escritor sin algún tipo de creencia
en la relación natural entre los nombres y las esencias. La función poética, en el sentido más
amplio del término, sería así definida por una conciencia crítica cratiliana del signo, y el escritor
sería el encargado de transportar este mito secular que quiere que el lenguaje imite a la idea y
que, en contra de las enseñanzas de la ciencia lingüística, cree que los signos son motivados.

En la medida que el cratilismo supone una convergencia de los aspectos fenoménicos del lenguaje,
como el sonido, con su función significante como referente, es una concepción orientada
estéticamente. De hecho, y sin distorsión, se podría considerar la teoria estética, incluyendo su
formulación más sistemática con Hegel, como el despliegue completo de aquel modelo del cual la
concepción cratiliana del lenguaje es una versión. La referencia algo críptica de Hegel a Platón en
la Estética, bien puede ser interpretada en este sentido. Barthes y Jakobson a menudo parecen
invitar a una lectura puramente estética, y sin embargo hay una parte de su afirmación que se
mueve en la dirección opuesta, ya que la convergencia de sonido y significado celebrada por
Barthes en Proust, y, como Gérard Genette ha mostrado decisivamente, más tarde desmantelada
por Proust mismo como una tentación eductora para mentes oscurecidas, también se considera
aquí un mero efecto que el lenguaje puede lograr perfectamente, pero que no guarda ninguna
relación sustancial, por analogia o por imitación de base ontológica, con nada más allá de ese
particular efecto. No es una función estética sino retórica del lenguaje, un tropo identificable (la
paronomasia) que opera al nivel del significante y que no contiene ninguna declaración
responsable sobre la naturaleza del mundo, a pesar de su fuerte potencial para crear la ilusión
opuesta. La fenomenalidad del significante, como sonido, está incuestionablemente implicada en
la correspondencia entre el nombre y la cosa nombrada, pero el nexo, la relación entre la palabra
y la cosa, no es fenoménica sino convencional.

Esto libera, en forma considerable, al lenguaje de limitaciones referenciales, pero lo hace


epistemológicamente muy sospechoso y vo látil, porque ya no puede decirse que su uso esté
determinado por consideraciones de verdad y falsedad, bien y mal, belleza y fealdad o dolor y
placer. Siempre que se puede revelar por medio del análisis este potencial autónomo del lenguaje,
estamos tratando con la literariedad y, de hecho, con la literatura como el lugar donde se puede
encontrar este conocimiento negativo sobre la fiabilidad de la enunciación lingüística. La
consiguiente puesta en primer plano de los aspectos materiales, fenoménicos, del significante,
crea una fuerte ilusión de seducción estética en el mismo momento que la función estética real ha
sido, como mínimo, suspendida. Es inevitable que la semiología o los métodos orientados de
forma semejante sean considerados formalistas, en el sentido de estar valorizados estética en
lugar de semánticamente, pero la inevitabilidad de dicha interpretación no la hace menos
aberrante. La literatura implica el vaciado, no la afirmación, de las categorías estéticas. Una de las
consecuencias de esto es que, mientras que hemos estado acostumbrados tradicionalmente a leer
la literatura por analogía con las artes plásticas y la música, ahora debemos reconocer la necesidad
de un momento no perceptivo, lingüístico en la pintura y en la música, y aprender a leer cuadros
en lugar de imaginar significados.

Si la literariedad no es una cualidad estética, tampoco es principalmente mimética. La mimesis se


vuelve un tropo entre otros, donde el lenguaje decide imitar una entidad no verbal como la
paronomasia <imita» un sonido sin ninguna pretensión de identidad (o reflexión sobre la
diferencia) entre los elementos verbales y los no verbales. La representación más engañosa de la
literariedad, y también la objeción más repetida a la teoría literaria contemporánea, la considera
como puro verbalismo, una negación del principio de realidad en nombre de ficciones absolutas, y
por razones que se dice son ética y políticamente vergonzosas. El ataque refleja la ansiedad de los
agresores en lugar de la culpabilidad del acusado. Al aceptar la necesidad de una lingüística no
fenoménica, el discurso sobre la literatura se libera de oposiciones ingenuas entre la ficción y la
realidad, que son en sí mismas fruto de una concepción del arte acríticamente mimética. En una
semiología au téntica, así como en otras teorías lingüísticamente orientadas, no se niega la función
referencial del lenguaje ni mucho menos, lo que se cuestiona es su autoridad como modelo para la
cognición fenoménica o natural. La literatura es ficción no porque de algún modo se niegue a
aceptar la «realidad», sino porque no es cierto a priori que el lenguaje funcione según principios
que son los del mundo fenoménico o que son como ellos. Por tanto, no es cierto a priori que la
literatura sea una fuente de información fiable acerca de otra cosa que no sea su propio lenguaje.

Sería desacertado, por ejemplo, confundir la materialidad del significante con la materialidad de lo
que significa. Esto parece ser suficientemente obvio al nivel de la luz y del sonido, pero lo es
menos con respecto a la más general fenomenalidad del espacio, del tiempo o especialmente del
yo. Nadie en su sano juicio intentará cultivar uvas por medio de la luminosidad de la palabra «día,
pero es dificil no concebir la forma de nuestra existencia pasada y futura de acuerdo con
esquemas temporales y espaciales que pertenecen a narrativas de ficción y no al mundo. Esto no
significa que las narrativas ficticias no sean parte del mundo y de la realidad; puede que su
impacto en el mundo sea demasiado fuerte para nuestro gusto. Lo que llamamos ideologia es
precisamente la confusión de la realidad lingüística con la natural, de la referencia con el
fenomenalismo. De ahí que, más que cualquier otro modo de investigación, incluida la economía,
la lingüística de la literariedad sea un arma indispensable y poderosa para desenmascarar
aberraciones ideológicas, así como un factor determinante para explicar su aparición, Aquellos
que reprochan a la teoría literaria el apartar los ojos de la realidad social e histórica (esto es,
ideológica), no hacen más que enunciar su miedo a que sus propias mistificaciones ideológicas
sean reveladas por el instrumento que están intentando desacreditar. Son, en resumen, muy
malos lectores de La ideología alemana de Marx.

En estas demasiado sucintas evocaciones de argumentos que han sido hechos más extensa y
convincentemente por otros, empezamos a percibir algunas de las respuestas a la pregunta inicial:
¿qué hay de amenazador en la teoría literaria para que provoque resistencia y ataques fuertes?
Desbarata ideologías arraigadas revelando la mecánica de su funcionamiento, va contra una
poderosa tradición filosófica de la que la estética es una parte destacada, desordena el canon
establecido de las obras literarias y desdibuja los límites entre el discurso literario y el no literario.
Por implicación, puede también revelar los nexos entre ideologías y filosofía. Todas estas son
razones suficientes para sospechar, pero no una respuesta satisfactoria a la pregunta. Pues hace
que la tensión entre la teoría literaria contemporánea y la tradición de los estudios literarios
parezca un mero conflicto histórico entre dos modos de pensamiento que comparten
accidentalmente el escenario al mismo tiempo. Si el conflicto es meramente histórico, en sentido
literal, es de un interés histórico limitado, una borrasca pasajera en el clima intelectual del mundo.
De hecho, los argumentos a favor de la legitimidad de la teoría literaria son tan poderosos que
parece inútil preocuparse por el conflicto. Verdaderamente ninguna de las objeciones a la teoría,
presentadas una y otra vez, siempre mal informadas o basadas en graves malentendidos de
términos como mimesis, ficción, realidad, ideología, referencia y aun pertinencia, puede decirse
que tenga un auténtico interés retórico.

Puede ser, sin embargo, que el desarrollo de la teoría literaria esté sobredeterminado por
complicaciones intrínsecas a su proyecto mismo y desestabilizadoras con respecto a su estatus en
cuanto disciplina científica. La resistencia puede ser un constituyente inherente a su discurso, de
un modo que sería inconcebible en las ciencias naturales e inmencionable en las ciencias sociales.
Puede ser, en otras palabras, que la oposición polémica, la incomprensión y tergiversación
sistemáticas, las objeciones carentes de sustancia pero eternamente reiteradas, sean los sintomas
desplazados de una resistencia inherente a la empresa teórica misma. Pretender que esto fuera
motivo suficiente para plantearse no hacer teoría literaria sería como rechazar la anatomía porque
no ha logrado curar la mortalidad. El auténtico debate de la teoría literaria no es con sus
oponentes polémicos, sino con sus propios supuestos y posibilidades metodológicos. En vez de
preguntar por qué la teoría literaria es amenazadora, quizá deberíamos preguntar por qué le es
tan difícil cumplir su cometido, y por qué cae tan fácilmente en el lenguaje de la autojustificación o
de la autodefensa, o en la sobrecompensación de un utopismo programáticamente eufórico. Esta
inseguridad respecto de su propio proyecto requiere autoanálisis, si se quieren comprender las
frustraciones que acompañan a los que la practican, incluso cuando parecen vivir seguros de sí
mismos en serenidad metodológica. Y si estas dificultades son realmente parte integrante del
problema, tendrán que ser, hasta cierto punto, ahistóricas, en el sentido temporal del término. La
forma como aparecen en la escena literaria aquí y ahora, en cuanto resistencia a la introducción
de terminología lingüística en el discurso estético e histórico sobre la literatura, es sólo una versión
particular de una cuestión que no se puede reducir a una situación histórica específica ni llamar
moderna, posmoderna, posclásica o romántica (ni siquiera en el sentido hegeliano del término),
aunque su modo compulsivo de imponérsenos bajo la especie de un sistema de periodización
histórica es ciertamente parte de su naturaleza problemática. Estas dificultades pueden leerse en
el texto de la teoría literaria siempre, en cualquier momento histórico que se elija. Uno de los
logros principales de las actuales tendencias teóricas es haber restaurado alguna conciencia de
este hecho. Las teorías literarias clásica, medieval y renacentista se leen ahora frecuentemente de
un modo que sabe lo que hace lo suficiente como para no desear llamarse (anoderno».

Volvemos, pues, a la pregunta de origen, en un intento de ampliar la discusión lo bastante como


para inscribir la polémica en la pregunta, en vez de hacer que la determine. La resistencia a la
teoría es una resistencia al uso del lenguaje sobre el lenguaje. Es, por tanto, una resistencia al
lenguaje mismo o a la posibilidad de que el lenguaje contenga factores o funciones que no puedan
ser reducidos a la intuición. Pero parece ser que suponemos demasiado fácilmente que cuando
nos referimos a algo llamado «<lenguaje» sabemos de que estamos hablando, aunque
probablemente no haya ninguna palabra en el lenguaje que sea tan evasiva, esté tan
sobredeterminada y desfigurada y sea tan desfigurante como «lenguaje». Incluso si optamos por
considerarla a una distancia prudencial de cualquier modelo teórico, en la historia pragmática del
«lenguaje», no en cuanto concepto, sino en cuanto tarea didáctica que ningún ser humano puede
evitar, pronto nos encontramos de frente con enigmas teóricos. El más familiar y general de los
modelos lingüísticos, el clásico trivium, que considera a las ciencias del lenguaje como compuestas
por la gramática, la retórica y la lógica (o la dialéctica), es, de hecho, un conjunto de tensiones no
resueltas, lo bastante poderoso para haber generado un discurso infinitamente prolongado de
frustración sin fin, del que la teoría literaria contemporánea, incluso en su forma más segura de sí,
es un capítulo más. Las dificultades se extienden a las articulaciones internas entre las partes
constituyentes, así como a la articulación entre el campo del lenguaje y el conocimiento del
mundo en general, el nexo entre el trivium y el quadrivium que cubre las ciencias no verbales del
número (aritmética), del espacio (geometría), del movimiento (astronomía) y del tiempo (música).
En la historia de la filosofía, esta conexión se logra tradicional, así como sustancialmente, por
medio de la lógica, el área donde el rigor del discurso lingüístico sobre sí mismo corre parejo con el
rigor del discurso matemático sobre el mundo. La epistemologia del siglo XVII, en el momento que
la relación entre la filosofia y las matemáticas es particularmente estrecha, presenta al lenguaje de
lo que llama geometría (mos geometricus), y que de hecho incluye la homogénea concatenación
de espacio, tiempo y número, como modelo único de coherencia y economía. El razonamiento
more geometrico se dice que resulta «prácticamente el único modo de razonamiento que es
infalible, porque es el único que se adhiere al método verdadero, mientras que todos los otros
participan, por necesidad natural, de un grado de confusión del que sólo las mentes geométricas
son conscientes». Éste es un ejemplo claro de la interconexión entre una ciencia del mundo
fenoménico y una ciencia del lenguaje concebi da como lógica definicional, como condición previa
para un razonamiento axiomático-deductivo y sintético correcto. La posibilidad de tal libre
circulación entre la lógica y las matemáticas tiene su propia, compleja y problemática historia. Así
como sus equivalencias contemporáneas con unas matemáticas y una lógica diferentes. Lo que
importa para nuestro argumento presente es que la articulación de las ciencias del lenguaje con
las matemáticas representa una versión particularmente convincente de una continuidad entre
una teoría del lenguaje, como la lógica, y el conocimiento del mundo fenoménico al que las
matemáticas dan acceso. En este sistema, el lugar de la estética está prefijado en el modelo del
trivium y no es de ningún modo ajeno a él, si la prioridad de la lógica no se cuestiona. Pues, incluso
si se supone, a efectos del argumento y contra gran cantidad de datos históricos, que el vínculo
entre las ciencias naturales y la lógica es seguro, queda abierta la cuestión, dentro de los confines
del trivium mismo, de la relación entre la gramática, la retórica y la lógica. Y éste es el punto en
que la literariedad, el uso del lenguaje que coloca en primer plano a la función retórica sobre la
gramática y la lógica, interviene como elemento decisivo pero desestabilizador que, en diversos
modos y aspectos, trastorna el equilibrio interno del modelo y, por consiguiente, también su
extensión externa al mundo no verbal.

La lógica y la gramática parecen tener una afinidad bastante natural entre sí y, en la tradición
lingüística cartesiana, los gramáticos de Port-Royal no tuvieron dificultad en ser también lógicos.
La misma pretensión existe hoy en métodos y terminologias muy diferentes que, sin embargo,
mantienen la misma orientación hacia la universalidad que la lógica comparte con la ciencia.
Respondiendo a aquellos que oponen la singularidad de textos específicos a la generalidad
científica del proyecto semiótico, A.J. Greimas discute el derecho a usar la dignidad de la gramática
para describir una lectura que no tuviera un compromiso de universalidad. Aquellos que tienen
dudas sobre el modelo semiótico, escribe, «postulan la necesidad de construir una gramática para
cada texto particular. Pero la esencia (le propre) de una gramática es su capa cidad para explicar
un gran número de textos, y el uso metafórico del término... no esconde el hecho de que se haya
abandonado, en la práctica, el proyecto semiótico»." No hay duda de que lo que aquí
prudentemente se llama «un gran número» implica al menos la esperanza de un futuro modelo
que sería, de hecho, aplicable a la generación de todos los textos. De nuevo, no es nuestro
propósito ahora discutir la validez de este optimismo metodológico, sino simplemente ofrecerlo
como ejemplo de la persistente simbiosis entre la gramática y la lógica. Está claro que, tanto para
Greimas como para toda la tradición a la que pertenece, las funciones gramaticales y lógicas del
lenguaje son co-extensas. La gramática es un isotopo de la lógica.

De ahí que, mientras permanezca basada en la gramática, cualquier teoría del lenguaje,
incluyendo una literaria, no amenace lo que consideramos el principio subyacente de todos los
sistemas lingüísticos, cognitivos y estéticos. La gramática está al servicio de la lógica que, a su vez,
permite el paso al conocimiento del mundo. El estudio de la gramática, la primera de las artes
liberales, es la condición previa necesaria para el conocimiento científico y humanístico. En tanto
que deje este principio intacto, no hay nada amenazante en la teoría literaria. La continuidad entre
la teoría y el fenomenalismo es afirmada y preservada por el sistema mismo. Las dificultades se
dan sólo cuando deja de ser posible ignorar el empuje epistemológico de la dimensión retórica del
discurso, esto es, cuando deja de ser posible mantenerlo en su lugar como un mero adjunto, un
mero ornamento dentro de la función semántica.

La incierta relación entre la gramática y la retórica (a diferencia de la relación entre la gramática y


la lógica) es evidente, en la historia del trivium, en la incierta posición de las figuras de lenguaje o
tropos, un componente del lenguaje que está a caballo de la discutida frontera entre las dos áreas.
Los tropos solían formar parte del estudio de la gramática, pero también eran considerados el
agente semántico de la función específica (o efecto) que la retórica cumple como persuasión y
como significado. Los tropos, a diferencia de la gramática, pertenecen primordialmente al
lenguaje. Son funciones de producción textual que no siguen necesariamente el modelo de una
entidad no verbal, mientras que la gramática es, por definición, capaz de generalización
extralingüística. La tensión latente entre la retórica y la gramática se precipita en el problema de la
lectura, el proceso que necesariamente participa de ambas. Resulta que la resistencia a la teoría
es, de hecho, una resistencia a la lectura, una resistencia que tiene quizás su forma más eficaz, en
los estudios contemporáneos, en las metodologias que se llaman a sí mismas teorías de la lectura
pero que evitan la función que proclaman como su objeto.

¿Qué queremos decir cuando afirmamos que el estudio de los textos literarios es necesariamente
dependiente de un acto de lectura, o cuando afirmamos que este acto es sistemáticamente dejado
de lado? Ciertamente algo más que la tautologia de que uno tiene que haber leído al menos
algunas partes, por pequeñas que sean, de un texto (o haber leido alguna parte, por pequeña que
sea, de un texto sobre un texto) para ser capaz de hacer una afirmación sobre él. Por muy común
que pueda ser, la crítica de oídas sólo rara vez se considera ejemplar. Recalcar la necesidad, en
absoluto evidente, de la lectura implica al menos dos cosas. Primero, implica que la literatura no
es un mensaje transparente en el que se puede dar por hecho que la distinción entre el mensaje y
los medios de comunicación está claramente establecida. En segundo lugar, y más
problemáticamente, implica que la decodificación de un texto deja un residuo de indeterminación
que tiene que ser, pero que no puede ser, resuelto por medios gramaticales, por muy lato que sea
el modo en que éstos se conciban. La extensión de la gramática hasta incluir dimensiones para-
figurales es de hecho la estrategia más notable y debatible de la semiología contemporánea,
especialmente en el estudio de estructuras sintagmáticas y narrativas. La codificación de
elementos contextuales más allá de los límites sintácticos de la frase lleva al estudio sistemático de
dimensiones de la metáfrasis, y ha afinado y amplia do considerablemente el conocimiento de los
códigos textuales. Está igualmente claro, sin embargo, que esta extensión va siempre
estratégicamente dirigida hacia la sustitución de figuras retóricas por códigos gramaticales. Esta
tendencia a reemplazar una terminología retórica por una gramatical (hablar de hipotaxis, por
ejemplo, para designar tropos anamórficos o metonímicos) es parte de un programa explícito, un
programa cuya intención es completamente admirable ya que tiende hacia el dominio y el
esclarecimiento del significado. El reemplazo de un modelo hermenéutico por uno semiótico, de la
interpretación por la decodificación, representaría, en vista de la desconcertante inestabilidad de
los significados textuales (incluidos, por supuesto, los de los textos canónicos), un progreso
considerable. Muchas de las vacilaciones asociadas con la «lectura» podrían desaparecer así.

Se puede argüir, sin embargo, que ninguna decodificación gramatical, por muy refinada que sea,
puede pretender alcanzar las dimensiones figurales de un texto. Hay elementos en todos los
textos que no son de ningún modo agramaticales, pero cuya función semántica no es
gramaticalmente definible, ni en sí misma ni en contexto. ¿Tenemos que interpretar el genitivo, en
el título del poema épico inconcluso de Keats, The Fall of Hyperion, como «La caída de Hiperión»
(Hyperion's Fall), en el sentido de la derrota de un poder viejo por uno nuevo, la historia
fácilmente reconocible de la que Keats realmente partió pero de la que se fue alejando
progresivamente, o como «Hiperión cayendo», la evocación mucho menos específica pero más
perturbadora de un proceso real de caída, independientemente de su principio, su fin o de la
identidad del ente al que acontece dicha caída? Esta historia se narra en el fragmento tardio
titulado The Fall of Hyperion, pero nos habla de un personaje que se parece a Apolo en lugar de a
Hiperión, el mismo Apolo que, en la primera versión (llamada Hyperion) debería erguirse
claramente triunfante en lugar de caer, si Keats no se hubiera visto obligado a interrumpir, sin
razón aparente, la historia del triunfo de Apolo. ¿Nos dice el título que Hiperión está caído y que
Apolo se mantiene erguido, o nos dice que Hiperión y Apolo (y Keats, a quien es dificil distinguir a
veces de Apolo) son intercambiables al estar todos ellos necesaria y constantemente cayendo?
Ambas lecturas son gramaticalmente correctas, pero es imposible decidir a partir del contexto (la
narración que le sigue) qué versión es la correcta. El contexto narrativo no se ajusta a ninguna de
ellas y se ajusta a las dos al mismo tiempo, y uno se ve tentado de sugerir que el hecho de que
Keats fuera incapaz de completar ninguna de ellas manifiesta la imposibilidad para él, así como
para nosotros, de leer su propio título. Se podría leer la palabra Hiperion en el título The Fall of
Hyperion figuradamente o, si se desea, intertextualmente, refiriéndose no al personaje histórico o
mitológico sino al título de la historia del texto temprano de Keats (Hyperion). Pero, ¿estamos
contando entonces la historia del fracaso del primer texto como el éxito del segundo, la Caída de
Hyperion como el Triunfo de The Fall of Hyperion? De modo manifiesto sí, pero no del todo, ya
que el segundo texto también fracasa, al no ser concluido. O, ¿estamos contando la historia de por
qué se puede decir siempre que todos los textos, como textos, están cayendo? De modo
manifiesto sí, pero tampoco del todo, ya que la historia de la caída de la primera versión, según es
contada en la segunda, sólo es aplicable a la primera versión y no se puede leer legítimamente de
modo que signifique también la caída de The Fall of Hyperion. La indeterminación concierne a la
posición figurada o literal del nombre propio Hiperión así como del verbo caer, y es, por tanto,
cuestión de figuración y no de gramática. En «La caída de Hiperión», la palabra «caída»> es
plenamente figurada, la representación de una caída ſigural, y nosotros, como lectores, leemos
esta caída de pie. Pero en «Hiperion cayendo» no sucede esto tan claramente, ya que, si Hiperión
puede ser Apolo y Apolo puede ser Keats, entonces él también puede ser nosotros y su caída
figurada (o simbólica) se vuelve su caída literal y la nuestra también. La diferencia entre las dos
lecturas está ella misma estructurada como un tropo e importa mucho cómo leemos el título,
como ejercicio no sólo de semántica, sino respecto de lo que el texto realmente hace con
nosotros. Enfrentados a la ineludible necesidad de llegar a una decisión, ningún análisis gramatical
o lógico nos puede ayudar a tomarla. Como Keats tuvo que interrumpir su narrativa, el lector tiene
que interrumpir su comprensión en el mismo momento que está más directamente implicado y
atraído por el texto. Mal puede uno encontrar solaz en esta «temible simetría entre la condición
del autor y la del lector, puesto que, llegando a este punto, la simetría no es ya una trampa formal
sino real y la cuestión no es ya (meramente teórica. Este deshacer la teoría, o este deshacerse la
teoría a sí misma, esta alteración del estable campo cognitivo que se extiende de la gramática a la
lógica y a la ciencia general del hombre y del mundo fenoménico puede, a su vez, ser convertido
en un proyecto teórico de análisis retórico que revelará la inadecuación de los modelos
gramaticales de no-lectura. La retórica, por su relación activamente negativa con la gramática y la
lógica, deshace las pretensiones del trivium (y, por extensión, del lenguaje) de ser una
construcción epistemológicamente estable. La resistencia a la teoria es una resistencia a la
dimensión retorica o tropológica del lenguaje, una dimensión que quizás se halle más
explícitamente en primer plano en la literatura (concebida de modo amplio) que en otras
manifestaciones verbales, o por ser menos vagoque puede ser revelada en cualquier
acontecimiento verbal cuando es leído textualmente. Puesto que la gramática, al igual que la
figuración, es parte integral de la lectura, se sigue que la lectura será un proceso negativo en el
cual la cognición gramatical queda deshecha en todo momento por su desplazamiento retórico. El
modelo del trivium contiene en su interior la pseudodialéctica de su propio deshacerse, y su
historia nos cuenta la historia de esta dialéctica.

Esta conclusión permite una descripción algo más sistemática de la escena teórica
contemporánea. Esta escena está dominada por un mayor hincapié en la lectura como problema
teórico o, como a veces se expresa erróneamente, por un mayor hincapié en la recepción que en
la producción de textos. Es en este ámbito donde se han dado los intercambios más fructíferos
entre escritores y publicaciones de diversos países y donde se ha desarrollado el diálogo más
interesante entre la teoría literaria y otras disciplinas, en las artes así como en la lingüística, en la
filosofía y en las ciencias sociales. Un informe claro sobre el estado presente de la teoría literaria
en los Estados Unidos tendría que destacar el hincapié en la lectura, una tendencia que ya está
presente, además, en la tradición del new criticism de las décadas de los cuarenta y cincuenta. Los
métodos son ahora más técnicos, pero el interés contemporáneo por una poética de la literatura
está claramente unido, de modo bastante tradicional, a los problemas de la lectura. Y, como los
modelos que se están usando ya no son simplemente intencionales y centrados en un yo (self)
identificable, ni simplemente hermenéuticos en la postulación de un solo texto original, prefigural
y absoluto, parecería que esta concentración en la lectura tendría que llevar al redescubrimiento
de las dificultades teóricas asociadas con la retórica. Tal es en efecto el caso, hasta cierto punto,
pero no por completo. Quizá el aspecto más aleccionador de la teoría contemporánea sea el
refinamiento de las técnicas por medio de las cuales la amenaza inherente en el análisis retórico se
evita en el mismo momento que la eficacia de estas técnicas ha progresado tanto que los
obstáculos retóricos para la comprensión no pueden ser ya erróneamente traducidos a lugares
comunes temáticos y fenoménicos. La resistencia a la teoría, que, como vimos, es una resistencia a
la lectura, aparece en su forma más rigurosa y teóricamente elaborada entre los teóricos de la
lectura que dominan la escena teórica contemporánea.

Sería un proceso relativamente fácil, aunque largo, mostrar que esto se aplica a los teóricos de la
lectura que, como Greimas o, a un nivel más refinado, Riffaterre o, en un modo muy diferente,
H.R. Jauss o Wolfgang Iser—todos los cuales ejercen una influencia decidida, aunque a veces
oculta, en la teoría literaria en este país, están comprometidos con el uso de modelos gramaticales
o, en el caso de la Rezeptionsästhetik, con los modelos hermenéuticos tradicionales que no dan
cabida a la problematización del fenomenalismo de la lectura y, por tanto, permanecen confinados
acríticamente en una teoría de la literatura enraizada en la estética. Un argumento así sería fácil
de hacer porque, una vez que el lector se hace consciente de las dimensiones retóricas de un
texto, no tiene dificultad en encontrar ejemplos textuales que son irreductibles a la gramática o a
un significado históricamente determinado, con tal de que esté dispuesto a reconocer lo que
forzosamente tiene que notar. El problema se convierte pronto en el más desconcertante de tener
que dar cuenta de la compartida desgana a reconocer lo obvio. Pero el argumento sería largo
porque tiene que entablar un análisis textual que no puede evitar ser algo elaborado. Se puede
sugerir sucintamente la indeterminación gramatical de un título como The Fall of Hyperion, pero
confrontar un enigma tan irresoluble con la recepción y la lectura críticas del texto de Keats
requiere algún espacio.

La demostración es menos fácil (aunque quizás menos laboriosa) en el caso de los teóricos de la
lectura que evitan la retórica tomando otro giro. En los últimos años hemos sido testigos de un
intenso interés por ciertos elementos del lenguaje cuya función no sólo es independiente de
cualquier forma de fenomenologismo, sino también de cualquier forma de cognición, y que asi
pospone la consideración de tropos, ideologías, etcétera, o los excluye de una lectura que sería
principalmente performativa. En algunos casos se reintroduce un nexo entre la actuación, la
gramática, la lógica y el significado referencial estable, y las teorías resultantes (como en el caso de
Ohmann) no son esencialmente distintas de los gramáticos y semiólogos confesos. Pero los más
astutos practicantes de la teoría de la lectura basada en los actos de habla evitan esa recaída e
insisten acertadamente en la necesidad de mantener la actuación real de los actos de habla, que
es convencional en lugar de cognitiva, separada de sus causas y efectos (se trata de mantener, en
su terminología, la fuerza ilocutiva separada de su función perlocutiva). La retórica, entendida
como persuasión, queda enérgicamente desterrada (como Coriolano) del momento performativo
y exiliada en el área afectiva de la perlocución. Stanley Fish lo expone de modo convincente en un
ensayo magistral. Lo que despierta sospechas en esta conclu sión es que relega la persuasión, que
realmente es inseparable de la retórica, a un ámbito puramente afectivo e intencional y no deja
lugar para modos de persuasión que no son menos retóricos ni menos operativos en los textos
literarios, pero que son del orden de la persuasión por demostración y no de la persuasión por
seducción. Así, es posible vaciar la retórica de su impacto epistemológico sólo porque se ha dado
un rodeo en torno a sus funciones figurales, tropológicas. Es como si, volviendo un momento al
modelo del trivium, la retórica pudiera ser aislada de la generalidad que la gramática y la lógica
tienen en común, y considerada como mero correlato de un poder ilocutivo. La ecuación de la
retórica con la psicologia en vez de con la epistemología abre tristes perspectivas de banalidad
pragmática que son tanto más tristes cuando se comparan con la brillantez del análisis
performativo. Las teorías de la lectura de los actos de habla repiten de hecho, de un modo mucho
más eficaz, la gramaticalización del trivium a costa de la retórica, ya que la caracterización de lo
performativo como mera convención lo reduce, en efecto, a un código gramatical entre otros. La
relación entre tropo y actuación es realmente más estrecha, pero más perturbadora que lo que
aquí se propone. Tampoco se capta apropiadamente esta relación haciendo referencia a un
aspecto supuestamente «creativo» de la actuación, noción de la que Fish acertadamente discrepa.
El papel performativo del lenguaje puede decirse que es posicional, lo cual difiere
considerablemente de «convencional», así como de «creativamente >> (o, en el sentido técnico,
intencionalmente) constitutivo. Las teorías de la lectura orientadas hacia el acto de habla leen sólo
en tanto que preparan el camino para la lectura retórica que evitan.

Pero esto mismo seguiría siendo válido incluso si se pudiera concebir una lectura
«verdaderamente» retórica que estuviera libre de cualquier fenomenalización indebida o de
cualquier codificación gramatical o performativa indebida de un texto, cosa que no es
necesariamente imposible y hacia la que los métodos y fines de la teoría literaria deberían
encaminarse ciertamente. Dicha lectura parecería realmente el desmontarse metódico de la
construcción gramatical y, en su desarti culación sistemática del trivium, sería teóricamente válida
así como eficaz. Las lecturas retóricas técnicamente correctas pueden ser aburridas, monótonas,
previsibles y desagradables, pero son irrefutables. Son también totalizadoras (y potencialmente
totalitarias), ya que, como las estructuras y funciones que exponen no llevan al conocimiento de
una entidad (como el lenguaje), sino que son un proceso no fiable de producción de conocimiento
que impide que todas las entidades, incluidas las lingüísticas, entren en el discurso como tales, son
realmente universales (they are indeed universal), modelos coherentemente deficientes de la
imposibilidad del lenguaje de ser un lenguaje modelo. Son, siempre en teoria, el modelo teórico y
dialéctico más elástico para acabar con todos los modelos, y con razón pueden afirmar que
contienen en sus propias deficientes mismidades todos los otros modelos deficientes de evasión
de la lectura, sean referenciales, semiológicos, gramaticales, performativos, lógicos o cualesquiera
otros. Son teoría y al mismo tiempo no son teoría, la teoría universal de la imposibilidad de la
teoría. En tanto que son teoría, sin embargo, esto es, lecturas retóricas enseñables, generalizables
y altamente sensibles a la sistematización, las lecturas retóricas, como las de otro tipo, aún
resisten y evitan la lectura por la que abogan. Nada puede superar la resistencia a la teoría, ya que
la teoría misma es esta resistencia. Cuanto más elevados sean los fines y mejores los métodos de
la teoría literaria, menos posible se vuelve ésta. Con todo, la teoría literaria no está en peligro de
hundirse; no puede sino florecer y, cuanta más resistencia encuentra, más florece, ya que el
lenguaje que habla es el lenguaje de la autorresistencia. Lo que sigue siendo imposible de decidir
es si este florecimiento es un triunfo o una caída.

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