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El pasadizo secreto

El pasadizo secreto
Título original: The enchanted moment
Colección: Barbara Cartland nº 172
Protagonistas: Sally St. Vincent y Sir Guy Thorne.

Argumento:

Cuando su tía Amy murió, la encantadora Sally St. Vincent no tuvo más
opción que ir a Londres y buscar a la madre que la había abandonado muchos
años atrás, la famosa actriz Lynn Lystell.
Lynn Lystell la vistió de forma impresionante, e insistió en que se
olvidara de buscar trabajo. Pero le hizo una extraña petición: que Sally
mantuviera en secreto la relación que las unía.
Tras el abandono en el altar de su prometido, el cínico hermano de éste:
Sir Guy Thorne, la tomó bajo su ala, pero Sally empezaba a sospechar que no
todo era lo que parecía ser.

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Capítulo 1

El tren redujo la velocidad al llegar a la estación. El hombre gordo que


ocupaba el asiento de enfrente recogió su equipaje y, con muchos resoplidos,
descendió del vagón.
Sally se había quedado sola. Se puso en pie de un salto, estiró los brazos
por encima de la cabeza y alivió un poco la rigidez de sus piernas. Luego se
arrodilló en el asiento y se miró en el espejo alargado que colgaba encima.
- ¿Qué pensará Lynn de mí? – se preguntó en voz alta.
Se le ocurrió que, hasta entonces, nunca había tenido tiempo de ocuparse
de su apariencia. Siempre había demasiadas cosas que hacer en la granja y, a
pesar de sus múltiples obligaciones, tenía que mantenerse alegre y amable con
los huéspedes, que absorbían su tiempo y su interés.
Tía Amy pensaba que los animales y la campiña eran el mejor remedio
para los nervios destrozados por la guerra. Y había demostrado que estaba en lo
cierto cientos de veces, desde que, abriera la Granja Mythrodd como refugio
para aquellos que habían sufrido los estragos de la contienda.
Mujer de carácter y determinación, no había permitido que nada se
interpusiera en su camino cuando, apenas ocurrida la Batalla de Inglaterra,
concibió la idea de la granja.
Mythrodd se hallaba en el centro de la hermosa campiña, en las
montañas de Gales, a unos ocho km del mar.
Sally temió al principio que su tía la metiera en un colegio cuando se
lanzó a realizar su proyecto; pero, por fortuna, en el pueblo cercano a la granja
había una maestra retirada y pudo terminar su educación con ella.
También contribuyó a la ampliación de su cultura el contacto con las
numerosas personas que acudieron a la granja: mujeres a las que la guerra
había privado de su marido o de sus hijos; los hombres que, después de una
operación, no tenían donde pasar la convalecencia; niños huérfanos y
adolescentes con los nervios destrozados por la experiencia aterradora de los
bombarderos alemanes.
Había tantas cosas que atender en la granja, que Sally, desde que se
levantaba al amanecer hasta que caía exhausta por la noche, no tenía un solo
minuto para pensar en sí misma o en su apariencia personal. Su tía le compraba
siempre el mismo tipo de ropa; prácticamente, pero nada favorecedora. A ella
nunca le había importado la falta de imaginación de su limitado guardarropa;
pero ahora, al mirarse en el espejo, se sintió preocupada.
¿Qué diría Lynn? Sally recordaba el rostro hermoso y expresivo de Lynn;
la ropa exquisita que llevaba siempre y el delicioso perfume que impregnaba el
aire cuando ella estaba cerca.
La última vez que la vio, le había puesto los dedos bajo la barbilla y le

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alzó la cara.
- Eres bonita, querida – dijo – y lo serás aún más. Eso me alegra
muchísimo, porque no habría soportado que fueras fea.
Y se echó a reír de aquel modo encantador que incitaba a imitarla y a no
tomar en serio nada de lo que decía.
Sally se preguntó si de verdad sería bonita, pues nunca había creído que
lo fuera. Pero si Lynn lo decía, tenía que ser cierto. Sin embargo, eso había
sucedido cinco años antes. ¿Qué pensaría Lynn de ella ahora?
De nuevo se miró al espejo y se quitó al anticuado sombrerito de fieltro
que llevaba puesto. Después se despojó de las horquillas que sujetaban su
cabello en un moño sobre la nuca y sacudió la cabeza. El cabello se esponjó,
como si recibiera de buen grado su nueva libertad. Era rizado por naturaleza y
muy rubio, casi platino de tanto haber estado al sol. Sacó un peine de su bolso y
se lo peinó hacia un lado, de modo menos severo que como lo llevaba siempre.
Estaba mucho mejor así, pero su intuición le decía que Lynn insistiría en
ponerla al cuidado de un buen peluquero.
No se atrevía ni a pensar en lo que diría sobre su traje de chaqueta de
apagado tono beis. Pero Lynn, que había conocido muy bien a su tía Amy, no
podía esperar que ésta le permitiera vestirse de otro modo.
Tía Amy había muerto de forma inesperada y repentina, pues apenas
unos días antes hablaba de lo que se proponía hacer con la granja en los
próximos años.
A Sally jamás se le hubiera ocurrido pensar en vivir en otra parte que no
fuera Mythrodd. Pero ahora su tía estaba muerta y la señorita Mawson se había
hecho cargo de la propiedad. Desde el momento en que la señorita Mawson
llegó para ayudar a tía Amy, Sally comprendió que aquella mujer la detestaba.
Era una solterona de cuarenta años, fea y tosca, cuyos ojos revelaban que
siempre estaba dispuesta a pensar lo peor de todo el mundo. Y, sin embargo, su
vida había sido de servicio constante a los demás. Como misionera en Japón,
sufrió penalidades y prestó sus servicios en una institución benéfica dedicada a
ayudar a los londinenses que los bombardeos habían dejado sin hogar. A los
cuatro años de trabajar allí estuvo a punto de sufrir un colapso, por lo que la
enviaron a Mythrodd. Llegó como huésped, pero terminó por quedarse como
ayudante. Sally no simpatizaba con ella y recibió por tanto una sorpresa nada
grata cuando su tía Amy dijo una noche:
- Sally, he pedido a la señorita Mawson que se quede con nosotros en
calidad de ayudante.
- ¡Oh, no, tía Amy! – exclamó Sally sin pensar y, al ver la expresión severa
de su tía, que jamás permitía que se hablara mal de nadie, se apresuró a añadir:
Quiero decir que … que es una persona un poco difícil … ¿Acaso no somos
felices tal como estamos ahora?
El rostro de tía Amy se había suavizado al oírla.
- Me alegra que te sientas feliz, hija mía, pero yo empiezo a envejecer. Ya
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cumplí sesenta años y esto se está volviendo demasiado grande para mis
fuerzas. Estamos haciendo un buen trabajo, Sally. Me gustaría construir una
nueva ala ahora que ya ha terminado la guerra. Quiero que la granja se
convierta en un lugar permanente de reposo. Siempre habrá gente que necesite
ayuda para recuperar las fuerzas y la salud. Deseo que esta labor continúe,
aunque yo muera, y por eso he pedido a la señorita Mawson, una mujer joven y
buena, que se quede para ayudarme.
- Comprendo – murmuró Sally. Por supuesto, si crees que ella puede
ayudarte, no hay nada más que decir.
La señorita Mawson no tardó en relegar a Sally a un segundo plano en lo
que a la administración de la granja se refería, pero no desperdició ocasión de
aumentar el trabajo que pesaba sobre ella.
Todas las sospechas que Sally abrigaba sobre la antipatía de la señorita
Mawson hacia ella se confirmaron a la muerte de su tía Amy. La joven amaba
profundamente a su tía, que había sido para ella, desde pequeña, padre, madre
y tutora. Aunque era una mujer severa y estricta, poco dada a demostraciones
de afecto, había sido a tal punto parte de su vida, que Sally no podía imaginar
la existencia sin estar a su lado.
Había muerto después de sólo tres días de enfermedad y Sally quedó
abrumada por el dolor, sin saber qué hacer. Cuando se leyó el testamento, tanto
Sally como la señorita Mawson supieron que cuanto poseía tía Amy lo dejaba
en fideicomiso para que la granja continuase adelante. Entonces la señorita
Mawson le dijo a Sally que se marchara: ella estaba ahora a cargo de Mythrodd
y no la quería allí.
Sally habría querido protestar, decir que su tía nunca hubiese querido
que se fuera de la granja, pero su propia dignidad la hizo guardar silencio. No
tenía por qué explicar a aquella mujer que ella sabía por qué su tía no la había
mencionado en su testamento. Tía Amy se lo dijo cuando la acompañó a la
oficina de sus abogados, poco después que estableciera la granja:
- No te incluyo en mi testamento, queridita, porque tú ya eres rica por
derecho propio dado que tu padre te dejó toda su fortuna. Él quiso que te
quedaras a vivir conmigo hasta que te casaras o hasta que cumplieras los
veinticinco años. Pero como falta mucho tiempo para eso, debemos olvidarnos
del asunto hasta entonces.
No, no tenía por qué decirle nada de esto a la señorita Mawson; así pues,
contestó que se iría lo antes posible y salió de la habitación inmediatamente.
Ahora, sentada en el tren que la llevaba a Londres, no estaba muy segura
de haber hecho lo que debía. Le daba miedo dejar atrás todo lo que le era
familiar y estaba temerosa también porque Lynn no había contestado a su carta.
Esperaba un telegrama suyo, porque conocía el carácter impulsivo de Lynn,
pero como no obtuvo respuesta, decidió no esperar más.
Reunió sus libros y todas sus cosas personales para llevarlos a la vicaría.
El anciano vicario era buen amigo suyo y no tuvo inconveniente en que las
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dejara guardadas en el desván. Sin decirle lo que había sucedido en la granja,
Sally le explicó que se iba a Londres a casa de unas amistades, mientras decidía
que haría en adelante con su vida. El vicario aceptó su explicación y ella se
dispuso a dejar Mythrodd para siempre, porque ya no era su hogar. Estaba sola
y no tenía a nadie en el mundo, aparte de Lynn … que no había contestado a su
carta.
Sally rogaba al cielo que estuviera en Londres. ¡Sería terrible que no se
encontrara en Inglaterra y esa fuera la razón de su silencio!
Sally abrió su bolso. Llevaba muy poco dinero, porque el billete de
ferrocarril había consumido la mayor parte de sus escasos ahorros. Le
quedaban sólo dos libras en billetes y unos seis chelines sueltos. Se preguntó
cuánto le costaría hospedarse en un hotel.
En aquel momento, el tren se detuvo bruscamente.
El sol de la tarde empezaba a hundirse en el horizonte y el cielo estaba
rojo. Se encontraban en el campo y no había señales de ninguna estación. Sallí
decidió asomarse para ver qué sucedía. Antes que lo hiciera, se abrió la puerta
que daba al corredor y el revisor asomó la cabeza.
- ¿Va a Londres, señorita?
- Sí – contestó Sally.
- Temo que llegaremos muy tarde esta vez. Las inundaciones dañaron un
puente anoche. Ya lo están reparando y esperamos que no tarden demasiado,
pero llevará varias horas de cualquier modo. El coche restaurante está un poco
más allá de éste, a la derecha. Le recomiendo que vaya a comer algo.
- Le agradezco el consejo. Y siento mucho que haya sucedido esto.
- ¡Oh! Pasa con frecuencia en tiempo de lluvias. Avanzaremos un poco
más para detenernos en una pequeña estación que hay cerca.
Sally pensó que llegarían muy tarde a Londres. No esperaba que Lynn
fuera a esperarla, pero le había enviado un telegrama antes de salir del pueblo.
Ahora hubiera querido no haberlo hecho. Así Lynn no se preocuparía porque
no llegaba. Pero no. Lynn se preocupaba por muy pocas cosas en la vida, ¡y qué
ridículo era pensar que iría a esperarla! En el mejor de los casos enviaría a Mary,
la querida Studd, que jamás se alteraba por nada.
El tren se detuvo y Sally, asomando la cabeza por la ventanilla, vio que se
encontraba en una pequeña estación, con flores a ambos lados del andén.
Los pasajeros estaban bajando del tren, mirando a su alrededor y
hablando de lo sucedido. Sally bajó también. Se detuvo para aspirar el aire tibio
y perfumado y se dijo que el retraso no le importaba si la rodeaban la calma y la
paz del campo.
De pronto sintió algo frío contra su pierna y, al bajar la mirada, vio que
era la nariz de un perro de aguas en cuyos ojos se descubría la expresión
patética de quien está siempre ansioso de complacer.
- ¿Tú también estás aburrido de viajar en el tren? – le preguntó Sally,
segura de que el perro estaba tan emocionado de hallarse al aire libre como ella.
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El animal sacudió la cola y entonces una voz lo llamó:
- ¡Bracken, ven aquí!
Sally levantó la cabeza y vio, no lejos de ella, a dos hombres, uno de los
cuales llevaba también un perro, un enorme perdiguero sujeto por una correa.
El de aguas lamió a Sally afectuosamente una vez más y obedeció la
llamada de su amo. La joven le observó. Era un hombre esbelto, bronceado por
el sol y bien parecido, aunque unas arrugas que iban de la nariz a la boca daban
a sus labios una expresión algo cínica. Repentinamente Sally tuvo la impresión
de que lo había visto antes, pero no sabía dónde.
Los dos hombres y sus perros se alejaron de la estación por el sendero
que conducía a una pequeña población semioculta por una curva del camino.
Ella hubiera querido ir a visitar el pueblo también, pero temió que
pareciera que iba siguiendo a los dos hombres; así que, después de pasear unos
minutos por el andén, volvió a su vagón. Media hora más tarde, observó que los
dos hombres volvían. De nuevo tuvo la extraña sensación de haber visto antes
al dueño del perro de aguas. Se había quitado el sombrero y su cabeza se
recortaba contra el cielo, que había cambiado del rojo escarlata al azul
transparente del crepúsculo.
Sally se lo imaginó de pronto, sin saber por qué, como un caballero de
armadura y emplumado casco.
“¿Es eso lo que parece, un caballero de los viejos tiempos?”, se preguntó.
Pero no encontró respuesta a su pregunta.
Vio que los hombres estaban bajando su equipaje y, por fragmentos de
conversación, comprendió que habían decidido continuar el viaje a Londres en
un auto alquilado en el pueblo. Cuando los vio desaparecer se sintió
extrañamente sola. Los envidió por haber encontrado la forma de evitar aquella
larga espera, que ella tendría que soportar sentada en el tren.
Recordó el consejo el revisor y fue a comer al restaurante. Al terminar
volvió a su asiento. Pasaron varias horas antes de que el revisor volviera a
recorrer el tren para pedir a todos que ocuparan sus asientos, porque iban a
reanudar el viaje.
Sally consultó su reloj. Eran ya las once de la noche y decidió pasar
aquellas horas lo más cómodamente posible. Se recostó en el asiento con las
piernas extendidas y se cubrió con su abrigo. Aunque no esperaba poder
dormir, cayó en un profundo sueño apenas cerró los ojos. Despertó una sola vez
cuando el tren se detuvo en una estación, pero volvió a quedarse dormida en
cuanto reanudó la marcha.
La despertó su amigo el revisor, quien abrió la puerta del compartimento
anunciado:
- Llegamos dentro de cinco minutos, señorita.
Sally se sentó de inmediato.
- ¡Cinco minutos! – exclamó. ¡Estupendo! ¿Qué hora es?
- Faltan trece minutos para las cinco de la mañana. Tengo la impresión de
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que ha dormido usted bien.
- ¡Oh, sí, muy bien!
En cuanto se marchó el revisor, Sally procuró arreglarse lo mejor posible.
Después bajó la maleta de la rejilla.
¡Las cinco de la madrugada! ¡Qué hora tan intempestiva de llegar! Había
pocos mozos en la estación y escasos taxis fuera. Sally decidió dejar su maleta
en consigna; no se atrevía a ir a casa de Lynn a aquella hora.
Salió a la calle. Varios camiones estaban cargando cajas de verduras y
frutas, que sin duda habían llegado en el tren. Uno de ellos tenía el letrero que
decía: Gregot e hijos: Mercado de Covent Garden.
Sally pensó que, ya que había llegado a Londres tan temprano, iría a ver
al único amigo que tenía en la ciudad. Con inusitado atrevimiento, se acercó al
conductor del camión.
- Perdone, señor – dijo - ¿va usted a Covent Garden?
- Sí, en cuanto termine de cargar.
- ¿Sería mucha molestia que me llevara? No hay taxis y tengo interés en
ver a una persona que trabaja allí.
- Va contra el reglamento, pero no creo que a esta hora nadie se preocupe
mucho por eso. Suba.
Sally así lo hizo y, unos minutos más tarde, el conductor subió también
para ocupar su lugar frente al volante. No tardaron en lanzarse a través de las
calles vacías de la ciudad.
- Le agradezco mucho su ayuda – dijo ella con voz tímida.
- No hay problema. Yo tenía que ir allí de cualquier modo. ¿Cómo se
llama esa amiga que trabaja en el mercado?
- Es un chico llamado Tommy Mathews.
- ¿La espera?
- No; le sorprenderá verme. Traigo un recado para él de su madre, a quien
prometí que trataría de verlo al llegar a Londres.
- ¿Sabe con quién trabaja?
- Sí; creo que con un señor apellidado Fraser.
- ¡Ah! Trabaja para el viejo Fraser. Le puedo decir dónde es. No está lejos
de donde yo descargo.
No tardaron en llegar a Covent Garden, donde ya había una intensa
actividad entre voces, silbidos y gritos de los que llegaban y saludaban a los
amigos.
- Bien, ya estamos aquí – dijo el camionero a Sally, deteniéndose ante un
gran almacén. Encontrará a su amigo si sigue derecho y gira a la izquierda en la
primera esquina. Me parece que es el segundo almacén de ese lado.
- Muchas gracias – dijo Sally.
- Ha sido un placer – contestó el hombre: ¡Adiós y suerte!
- Lo mismo digo – sonrió Sally y se lanzó en busca de Tommy Mathews.
Éste había llegado a la granja cuatro años antes, con una pierna rota
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durante un bombardeo y estuvo muy contento en el tiempo que pasó allí. Dos
meses antes de morir, tía Amy había recibido una carta en la cual Tommy le
suplicaba que admitieran a su madre, que convalecía de una grave dolencia
abdominal. La señora Mathews resultó ser tan agradable como su hijo.
Sally casi temía no reconocer a Tommy, pero lo hizo nada más verlo. Allí
estaba, alegre, guapo como siempre y un poco más alto. Sus ojos azules todavía
con aire travieso y parecía tener más pecas que nunca. Como estaba
concentrado en su trabajo, no la vio hasta que estuvo junto a él.
- ¡Señorita Sally, que alegría verla! ¡Nunca esperé encontrármela aquí!
- Yo tampoco pensaba venir tan pronto y de este modo, pero me alegra
encontrarle tan bien.
- Sí, nunca en mi vida me había sentido mejor. ¿Cómo sigue mi madre?
- Se está recuperando muy bien. Me pidió que te dijera que piensa volver
dentro de quince días; pero debes decirle dónde estás viviendo ahora, porque
en tu última carta le escribiste que ibas a cambiarte.
- Ya lo hice – contestó Tom. Le escribiré esta noche, se lo prometo,
señorita.
- Yo también lo haré, Tommy.
- Si usted le escribe dígale que no se preocupe por mí. Estoy muy
contento, porque ahora vivo con mi tía. Las encontraré inesperadamente. Mamá
no la ha visto hace años; perdieron el contacto durante la guerra. Mi tía es
buena como el pan. Me mima tanto como mi madre.
- Me alegro. Pero será mejor que me des la dirección, porque voy a
escribirle esta misma noche a tu madre y a ti se te podría olvidar.
- No confía mucho en que lo haga, ¿verdad? – rio Tommy. Bueno, aquí
tiene un lápiz – añadió al ver que Sally había sacado una agenda de su bolso.
Dígale que me escriba a casa de la señora Bird, calle Hill 263, Londres.
Explíquele que vivo con su hermana Ellen.
- ¡Ellen Bird! – repitió Sally y miró al muchacho con fijeza. No puede ser
… ¿Habrá dos personas con ese nombre? ¿Tu tía no trabajó de niñera, Tommy?
- Sí, señorita, antes de casarse. Ahora que lo dice, cuando le conté dónde
estaba mamá, me dijo que había trabajado en Devonshire, con una familia
llamada Saint Vincent.
- ¡Entonces, Nanny, es mi niñera! ¡Oh, Tommy, qué coincidencia! ¡Debo
verla! Ella cuidó de mí hasta que se casó.
- De verdad que pequeño ese el mundo, señorita. ¿Por qué no va ahora
mismo a verla? Se pondrá muy contenta.
- ¡Oh, pero es demasiado temprano!
- No para tía Ellen. Se levanta a las cuatro de la madrugada. Ella es la que
me despierta todos los días. Vaya, señorita, y dígale que yo la envié.
- Gracias, Tommy; creo que lo haré.
- Me da mucho gusto verla. Pero tengo que ponerme a trabajar o el jefe me
tirará de las orejas.
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- Adiós, entonces, Tommy, ¡y gracias!
Sally salió del mercado pensando que visitar a su vieja y querida niñera
era una forma de pasar el tiempo antes de ir a casa de Lynn. Un taxi la llevó en
pocos minutos a la calle Hill. El conductor, muy amable le explicó que la plaza
Berkeley estaba cerca de allí. Esto significaba que podía ir andando a casa de
Lynn cuando terminara la visita.
La casa era una imponente mansión de ladrillo rojo con ancha escalinata
de mármol y Sally estaba a punto de subirla, cuando recordó que Tom le había
dicho que su tía era la encargada de la casa. Abrió la puerta que conducía al
sótano y descendió con cuidado la escalera de hierro.
La señora Bird, baja, regordeta y de cabellos, mirando dubitativa a Sally.
Fue ésta quien habló primero:
- Nanny, ¿no me recuerdas?
La antigua niñera lanzó un grito.
- ¡Pero si es la niña Sally! ¡Oh, querida, qué sorpresa! No podía creer lo
que veían mis ojos. He pensado por un momento que estaba soñando. “Es mi
niña”, me decía el corazón, pero creí que me estaba imaginando cosas. Pasa,
pasa … ¿Qué haces aquí?
Ellen Bird condujo a Sally a una salita un poco oscura, donde la joven
reconoció muchos de los objetos personales de su niñera. En la repisa de la
chimenea había un retrato de ella cuando era niña, y, junto al sillón, estaba el
cesto de costura de Nanny, que siempre la acompañaba a todas partes.
Sally, impulsivamente, abrazó y besó a la señora Bird.
- ¡Oh, Nanny, que contenta estoy de verte!
Nanny se enjugó los ojos.
- ¡Ah, niña! Y yo estoy tan emocionada que no sé ni qué decir. ¡Cómo has
crecido y qué bonita te has puesto! Pero cuéntame por qué estás aquí y cómo
me has encontrado.
- Es una larga historia – respondió Sally, que a continuación le habló de la
granja de tía Amy, de la muerte de ésta y de la forma casual como se había
enterado de que Tommy era su sobrino.
- Imagínate … pensar que mi hermana estaba contigo y con la señora
Amy. Jamás pensé que es había ido a Gales …
- Nos trasladamos allí al principio de la guerra, en 1940. Mi padre murió,
como sabes.
- Sí, me enteré por el periódico. Pensaba escribirles, pero estábamos
pasando una época dura. El bombardeo destruyó nuestra casa de Stepney y
tuvimos que irnos a vivir con mi cuñada a Yorkshire. Lo perdimos todo y
tardamos muchos años en poder volver a vivir solos mi marido y yo.
Continuaron charlando un poco más y Sally no pudo contener las
lágrimas cuando oyó hablar a la señora Bird con tanto afecto de su padre y de
tía Amy. Más tarde, la buena mujer se la llevó a la cocina para prepararle el
desayuno.
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- ¿Con quién vas a vivir en Londres? – preguntó mientras la joven comía.
- Con … con unas amigas que viven en la plaza Berkeley.
- Eso me parece muy bien; está a la vuelta de la esquina. Así que, cuando
no tengas nada que hacer, puedes venir a verme. ¿Qué vas a hacer ahora,
trabajar?
- No lo sé, Nanny. Todo ha sucedido de forma tan repentina: la muerte de
tía Amy, el venir aquí …
- Vamos, no te preocupes. Si en algún momento me necesitas, aquí estoy,
querida.
- ¡Oh, Nanny, no sabes cuánto me tranquiliza oírte decir eso! Y ahora
cuéntame de ti. ¿Cómo está tu marido? ¿Estáis contentos aquí?
- Fred se encuentra bien. Se levanta un poco tarde, pero me ayuda mucho
en el trabajo pesado de la casa. Hay tres apartamentos aquí, muy cómodos y
elegantes. Dos caballeros ocupan el primer y tercer piso. Son hermanos. En el
segundo piso hay una pareja. Él trabaja en la embajada italiana y ahora los dos
están en Italia. No volverán hasta dentro de dos meses, así que sólo tengo a mis
dos caballeros que cuidar.
- Y supongo que los mimas como si fueras su madre, igual que hacías
conmigo.
Los ojos de Nanny brillaron alegremente.
- Lo necesitan a veces. El hermano mayor es un perfecto caballero. El otro
es un poco alocado, pero una no puede menos que quererlo; es un muchacho
encantador.
Hablaron unos minutos más, hasta que Sally vio que era hora de
marcharse. Cuando explicó a Nanny que tal vez sus amigas estaban
preocupadas porque no había llegado, la antigua niñera no insistió en que se
quedara más tiempo.
- Bueno, Nanny, hasta muy pronto – se despidió Sally, yendo hacia la
puerta posterior.
- No, espera un momento – dijo la señora Bird – ven por aquí. Vas a salir
por la puerta principal. ¿Cuándo se ha visto que una Saint Vincent utilice la del
sótano?
- ¡Oh, Nanny, esas ideas se fueron con la guerra!
- No para mí, querida – insistió Nanny: Mira, sube por ahí. Yo no iré
contigo, si me perdonas. Encontrarás la puerta de la calle fácilmente. Fred no
tardará en pedirme el desayuno.
- Claro, Nanny. Salúdalo de mi parte y gracias, muchas gracias por todo.
Sally subió corriendo la escalera, cruzó una puerta y se encontró en un
amplio vestíbulo de mármol, desde donde una gran escalera conducía a los
pisos superiores. Se dirigió a la puerta de la calle, puso la mano en el picaporte
y entonces advirtió que había alguien fuera. Abrió y se encontró frente a un
hombre que en aquel momento se disponía a insertar la llave en la cerrradura.
Detrás de él, un chófer estaba sacando una maleta del auto y, junto al
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hombre, un perro de aguas que parecía haber reconocido a la joven, movía la
cola alegremente. Sally lanzó una exclamación involuntaria de sorpresa al
reconocer al hombre del tren. Él se apartó para dejarla pasar y ella le sonrió,
pero su amabilidad no halló correspondencia. Por el contrario, le pareció que el
hombre la miraba con frialdad, casi con menosprecio. La sonrisa murió en sus
labios y volvió la cabeza, turbada. Al bajar corriendo los peldaños de la entrada,
se preguntó a que se debería la hostil actitud masculina.
Pero cuando echó a andar por la calle Hill en dirección a la plaza
Berkeley, otra preocupación la hizo olvidar al desconocido y, a pesar de que
lucía un sol esplendoroso, sintió frío. ¿Se alegraría Lynn de verla? La verdad era
que tenía miedo.

Lynn contempló su imagen en el espejo de marco dorado que tenía en la


mano y sonrió satisfecha con su apariencia. Su delicado rostro ovalado era
perfecto. Sus ojos, de color gris verdoso, parecían contener sombríos secretos y
la curva de sus labios rojos era incitante.
- Voy a cumplir treinta y ocho años el mes próximo – dijo – y creo que sólo
tú lo adivinarías.
- ¿Por qué no olvidas tu edad? – contestó divertida la mujer que estaba a
su lado. Te van a salir arrugas de tanto preocuparte.
Lynn Lystell se volvió para quedar frente a su secretaria.
- No sé que es más irritante: preocuparme u oírte decir que no debo
hacerlo.
Mary Studd se echó a reír. Era una mujer de rostro agradable, aunque no
precisamente bella, pero tenía un encanto personal muy propio.
- Tu público jamás pensaría que tienes más de veinticinco años, Lynn, y tú
lo sabes.
- ¡Ah, mi público! Por primera vez en mi vida tengo miedo de él.
- ¡No digas tonterías! ¿De qué tienes miedo?
- Al público que tanto me admira no le va a gustar que me case con un
extranjero, Mary.
- Erico da Silva no es un extranjero cualquiera; es un hombre excepcional,
una figura internacionalmente conocida. Tiene una personalidad muy atractiva
y sus caballos de carreras, su avión privado y los éxitos de su equipo de polo le
han hecho muy popular en Inglaterra. Al público le resultará fácil aceptarlo
como esposo tuyo.
- Eso espero – suspiró Lynn – pero me han hecho tanta publicidad
últimamente como la actriz más distinguida de Inglaterra, que siento como si
tuviera el león británico grabado en el pecho. ¡Bueno, las cartas ya están
echadas y dentro de dos días se hará el anuncio oficial!
No cabía duda de que seguía preocupada cuando se levantó del tocador
y se dirigió a la ventana. Apartó los pesados cortinajes de seda color melocotón
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y se quedó mirando a la plaza Berkeley.
- Quisiera no tener que ir a América del Sur – dijo.
- Es sólo por seis meses – le recordó Mary – y los contratos ya estaban
firmados antes de que te comprometieras en matrimonio con Erico. Eso
significa, por cierto, que no vas a disfrutar de una luna de miel muy tranquila.
Además de las temporadas teatrales en Río de Janeiro y Buenos Aires, tienes
numerosas presentaciones personales, banquetes, recepciones y quién sabe
cuántas cosas más.
- Sí, sí, lo sé , lo leí todo. La prensa me llama “la embajadora de
Inglaterra”. ¿Seguirán pensando así cuando llegue con un marido brasileño?
Erico dice que es un héroe en su país; pero, desde luego, tengo que verlo para
creerlo.
- ¡Oh, Lynn, ya hemos discutido esto tantas veces! … Sabes que quieres
casarte con Erico. En realidad, insistes en casarte con él. Así pues, ¿para qué
preocuparte? Todo saldrá bien, ya verás.
La expresión de Lynn se hizo más tranquila.
- Amo a Erico y él a mí – dijo con suavidad. Nunca, jamás, había querido
a nadie como quiero a Erico. ¡Y puede darme tanto! …
- Entonces, deja de preocuparte.
- No lo haré más. Debo darme prisa. Son más de las seis y media y voy al
coctel que ofrece Lady Marling.
- Y el señor Thorne te espera abajo.
- ¡El querido Tony! Prometió acompañarme, es cierto. Y tengo que darle la
noticia de mi compromiso. No es cosa de que lo lea en el periódico.
- No, por supuesto. ¿Quieres que llame a Rose? – preguntó Mary, pero en
el momento en que iba a oprimir el timbre, llamaron a la puerta y la doncella
entró con un telegrama.
- ¿De quién podrá ser? – murmuró Lynn al cogerlo. Espero que Erico no
haya tenido que quedarse en París. Me prometió que llegaría a las diez de la
noche y estoy ansiosa de verlo.
- ¿Otra vez preocupada? – le preguntó Mary en tono de broma. Dámelo a
mí si temes abrirlo.
Cogió el telegrama de manos de Lynn, lo abrió y lo leyó con expresión
asombrada.
- ¿Qué es? – preguntó Lynn.
- No lo entiendo, pero tal vez tú sepas de qué se trata. Dice:

Llego nueve y media noche. Espero no te parezca inconveniente.


Aguardé inútilmente respuesta. Sally.

- ¡Sally! – exclamó Lynn.


Arrebató el telegrama de las manos de su secretaria y lo leyó por sí
misma.
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- ¡Mary, llega esta noche! Pero … ¡pero es imposible! ¡No me puede hacer
esto!
- ¿Por qué dice que esperaba tu respuesta? ¿Has recibido carta de ella
últimamente?
- No, hace años que no me escribe – contestó Lynn y después se llevó una
mano a la cara. ¡Oh, Mary! Creo que llegó una carta suya hace unos días y no la
he abierto.
- ¿Dónde está?
- Déjame pensar … Vi su letra en el sobre y comprendí que era de Sally.
mi intención era leerla, de veras, iba a hacerlo … pero entonces surgió algún
compromiso. Pensé leerla al volver … y después se me olvidó. Debe de estar
sobre mi escritorio.
- Siempre he dicho que sería mejor que leyera todas tus cartas – suspiró
Mary.
- Y empiezo a pensar que tienes razón – dijo Lynn con humildad.
- Voy a buscarla – Mary salió aprisa de la habitación. Minutos después
estaba de regreso con la carta de Sally, que había permanecido sin abrir y sin
leer durante seis días. Lynn la abrió precipitadamente, la leyó y se la pasó a
Mary.
- ¡Oh, Mary! Tía Amy ha muerto y Sally que no tiene ningún otro lugar
adónde ir, ha decidido venir a refugiarse con … ¡con su madre! No podía
hacerlo en peor momento. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? ¡No puedo reconocer
ahora que tengo una hija de dieciocho años! ¡Tienes que llevártela de aquí! ¿Y si
Erico descubre quién es?
- Espera un momento – dijo Mary, cruzando la habitación para cerrar la
puerta que había dejado abierta. Al volver junto a Lynn añadió: Ahora
escúchame. Tienes que pensar esto con calma. Estoy de acuerdo contigo en que
es imposible que presentes al mundo a una hija de dieciocho años; pero
tampoco puedes arrojar a Sally a la calle como si fuera un bulto. Lo importante
es que ella nunca ha dicho a nadie que es tu hija y debemos asegurarnos de que
no lo haga en el futuro.
- La vieja Amy guardó bien el secreto todos estos años.
- Como estaba avergonzada de ti. Pero Sally no: se siente orgullosa de ti y
te adora. Estoy segura de que, si por ella fuera, gritaría a los cuatro vientos que
eres su madre.
- ¡Pero no debe hacerlo! Si me quiere de veras, no debe hacerlo. ¿Por qué
tenía que morir Amy precisamente ahora? Hasta muriéndose tenía que
fastidiarme. ¡Siempre me odió!
En efecto, Lynn y Amy se habían detestado intensamente desde el primer
momento. A pesar de los años transcurridos, la actriz la recordaba bien: una
mujer arrogante, criticona, aunque inteligente y poseedora de una indiscutible
personalidad. Era capaz de ver hasta lo más hondo de las almas y resultaba
indudable que no le gustaba nada lo que veía en la de su joven cuñada. Había
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comprendido que lo que sentía por su hermano, Arthur Saint Vincent, era un
afecto pueril e inestable, nacido de la ansiedad de escapar de un hogar donde se
sentía desgraciada.
Arthur era un hombre interesado sólo por sus investigaciones de los
tiempos medievales y los libros que escribía sobre el tema. No debía haberse
casado nunca. Pero la belleza de Lynn lo volvió loco. Ella le demostró que se
había dado cuenta y Arthur sucumbió al embriagador placer de sus besos y a su
incitante cuerpo. Era un hombre muy bien parecido y culto, pero sin
experiencia alguna en las cosas mundanas. Su madre había muerto cuando era
muy pequeño y lo había criado Amy, su hermana mayor, una mujer de ideas
morales muy estrictas. No se atrevió a decirle a su hermana que iba a casarse
con Lynn hasta que le puso en el dedo el anillo de compromiso y pidió su
mano. Entonces Amy había comprendido que era demasiado tarde para hacer
algo.
Lynn, por su parte, se había valido del matrimonio para escapar de su
casa. No entraba en sus planes tener un hijo y, cuando quedó embarazada se
puso furiosa con Arthur y consigo misma. Le parecieron una pesadilla los
meses de espera en que su figura se desfiguró; ya que se había visto obligada a
llevar una vida tranquila que no estaba de acuerdo con su frívolo y alegre
carácter. Escogió luego el nombre más corriente que encontró para su hija como
revancha contra Amy, que deseaba que se llamara Charlotte. Y así fue como
Sally recibió en el bautismo el nombre que llevaba.
Pasada la ilusión de los primeros meses, Arthur había vuelto a sus libros,
ajeno al mundo que lo rodeaba e indiferente a la inquietud y el aburrimiento de
su joven esposa. Ésta había dejado en manos de Amy todas las obligaciones que
a ella le aburrían, como la administración de la casa y el cuidado de la niña. Y,
con el pretexto de hacer ejercicio, sabía a caballo todos los días para buscar
diversiones en los pueblos cercanos. Fue así como conoció a Leslie Hampton, un
forastero que se había detenido a almorzar en una población cercana mientras
reparaban su auto. Surgió entre ellos uno de esos idilios rápido y apasionados
que, como una tormenta de verano, duran poco.
Años más tarde, Lynn solía reír al pensar en Leslie Hampton, aunque en
el fondo se sentía un poco avergonzada por no haberse dado cuenta de que era
un hombre narcisista y egocéntrico, incapaz de amar a nadie más que a sí
mismo. Pero entonces ni lo sospechaba siquiera y se fugaron de la manera
tradicional, tras dejar Lynn una nota en el tocador de Arthur, junto a las pocas
joyas que éste le había regalado desde que se casaron.
¡Qué pueril y ridículo le parecía ahora todo aquello!
Cuando al fin terminaron los trámites de divorcio y se pudo casar con
Leslie, la pasión de ambos había empezado a enfriarse. Poco después siguieron
caminos diferentes, los dos en busca de nuevas aventuras, y cuando Lynn se
enteró de que Leslie había muerto en el frente de batalla, decidió borrar de su
recuerdo aquel matrimonio, como si nunca hubiera existido.
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Por el contrario, de su matrimonio con Arthur Saint Vincent quedaba
Sally como recuerdo vivo. Arthur nunca se había negado a que Lynn viera a su
hija y, cuantas veces lo solicitó él envió a la niña con Amy a Londres para que
pasara un día junto a su madre.
Arthur murió también durante la guerra, pero no en combate, sino de un
resfriado mal cuidado que degeneró en neumonía. Su testamento fue el último
disgusto que dio a Lynn. Disponía que se vendiera la casa y que toda su fortuna
fuera puesta en fideicomiso que pasaría directamente a Sally cuando ésta se
casara o cumpliera veinticinco años.
- ¡Debía haber dejado el dinero en mis manos! – exclamó Lynn con
resentimiento a Mary, cuando conoció los términos del testamento. ¿Acaso
imaginaba que iba a robar a mi propia hija? ¿Y por qué ordenó que se quedara
con su tía en vez de conmigo? ¿Creía que podía ser una mala influencia para
ella?
Mary prefirió no recordar a Lynn el poco interés que siempre había
demostrado por la niña, a quien consideraba sólo como un juguete que la
divertía de vez en cuando. La hacía ir a Londres, la colmaba de regalos tan
costosos como inútiles, y después se olvidaba de ella durante meses enteros.
Así, era muy poco probable que Arthur o Amy considerasen a Lynn la persona
adecuada para criar y educar a una niña.
A medida que pasaban los años, Lynn ascendía en el firmamento
artístico y ganaba cada vez más dinero; pero, a pesar de los consejos de Mary,
siempre se las ingeniaba para gastar más de lo que ganaba. Aparte de que la
volvía loca el lujo, Lynn era una mujer generosa y sus compañeros del teatro
sabían que siempre podían recurrir a ella cuando andaban mal de fondos. Hacía
también numerosos donativos a instituciones benéficas, alegando que eran
buena publicidad. En consecuencia, a medida que pasaban los años, la cuenta
bancaria de Lynn sufría cada vez mayores altibajos.
El hecho de que hubiera decidido casarse por tercera vez era una
necesidad tanto económica como emocional, porque muchos acreedores
empezaban a perder la paciencia.
- ¿Tendrá Sally dinero propio? – preguntó Mary.
- Recuerda el testamento. Su padre le dejó mucho dinero.
- Sí, claro, pero llegará a sus manos sólo cuando se case. ¿Tú crees que
Amy no le dejaría nada?
- No creo. Seguramente pensaba que Sally tenía suficiente con lo que le
dejó su padre. Esas solteronas tienen verdadera obsesión con sus buenas obras.
Sin duda dejó cuanto tenía a su célebre casa de reposo.
Lynn se había enterado de la existencia de Mythrodd por las cartas de
Sally. Esta escribía con regularidad a su madre, pero era casi siempre Mary
quien le contestaba, con una breve nota de Lynn en la que se excusaba con que
tenía mucho trabajo y poco tiempo para escribir.
Mary contempló la carta de Sally, escrita con su letra redonda y un poco
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infantil, y recordó de pronto que ni Lynn ni ella se habían preocupado por Sally
hacía mucho tiempo.
- ¿Sabes cuánto tiempo hace que no ves a Sally? – preguntó.
- ¡Oh, no mucho! – contestó Lynn, pero de pronto se quedó mirando a su
secretaria con expresión de sorpresa. Mary, hace años … ¡sí, años! Era todavía
una niña, un poco regordeta, pero muy bonita según recuerdo …
- ¡Hace más de cinco años que no ves a Sally! – puntualizó Mary.
- ¿Es posible? ¡Oh, Mary, no puede ser! ¡Cinco años! ¡Estará ya convertida
en una mujer! Tenemos que impedir que alguien se dé cuenta de que es mi hija.
¡Tenemos que impedirlo a cualquier precio!
- Sí, por supuesto – convino Mary. No te preocupes. Cuando Sally llegue,
yo la recibiré y veremos que se puede hacer con ella.
- Si Amy no le dejó dinero, no creo que podamos hacer gran cosa. Conoces
la mal situación que atravesamos.
- No lo olvido.
- Sally tiene ya dieciocho años. Es tiempo de que se case. Tal vez haya
encontrado ya a alguien con quien hacerlo – murmuró Lynn. Aunque no creo
que haya tenido muchas oportunidades viviendo con Amy. Ella se encargaría
de que no conociera a ningún muchacho que pudiera interesarle. Sin embargo,
lo mejor que puede pasarle a esa niña es casarse cuanto antes. Cuando eso
ocurra, empezará a recibir una renta considerable simplemente por los intereses
de su capital.
- ¡Pobre Sally! – exclamó Mary. Tal vez no quiera casarse con el primer
hombre que se lo proponga. Es injusto empujarla hacia el matrimonio.
- ¿Quién la está empujando? Ya verás cómo se enamora sin muchas
dificultades. Al fin y al cabo, es mi hija.
- Sí, aunque nunca será tan guapa como tú.
- Pero será lo bastante bonita, estoy segura, para encontrar un buen
partido con rapidez. Y su fortuna será un incentivo más.
El reloj que había en la repisa de la chimenea dio la hora.
- ¡Cielos! – exclamó Lynn. ¡Son las siete! Voy a llegar tardísimo al cóctel.
Dame ahora mismo mi sombrero, Mary. Tengo que irme.
- Sí, y el pobre señor Thorne lleva más de media hora esperándote.
- ¡Oh! A Tony no le importa esperar – dijo Lynn y de pronto lanzó una
exclamación: ¡Tony! ¡Él es la solución a todos nuestros problemas, Mary!
- ¿Qué quieres decir?
- Deja las cosas en mis manos. ¡Se me ha ocurrido algo perfecto!
Tomó el sombrero que Mary le entregaba, una capa de piel que había
sobre la cama y se dirigió a la puerta.
- ¿De qué hablas? – insistió Mary. Dímelo, por favor.
- Deja de preocuparte, querida. Yo lo tengo ya todo arreglado en la mente.
¡Verás que todo sale de maravilla!
Lynn salió de la habitación, dejando tras de sí la fragancia de su perfume.
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Mary la oyó bajar corriendo por la escalera y después le leyó su voz suave y
dulce que decía en tono teatral:
- Tony … Tony, quiero hablar contigo.

Capítulo 2

- Un poco hacia la izquierda, por favor, señorita.


Sally hizo lo que le ordenaban y ahogó un bostezo. Con frecuencia se
había sentido cansada en la granja, pero nunca imaginó que pudiera cansarse
de que le probaran hermosos vestidos. Había descubierto, sin embargo, que
pasarse de pie hora tras hora era muy agotador.
Pero jamás olvidaría lo humillada que se había sentido la mañana de su
llegada, cuando, al ser conducida al dormitorio de Lynn, oyó a ésta decir:
- ¡Sally! ¡Qué bonita te has puesto! – y enseguida: ¡Pero, cielos! ¿De dónde
sacaste esa ropa tan horrible?
Durante la media hora siguiente, Lynn se dedicó a criticar su apariencia
y a reírse de su vestuario. Por fin, cuando Sally estaba a punto de romper a
llorar, empezó a prestar atención a su persona.
- Tienes unos ojos preciosos, Sally. Azules, como los de tu padre. ¡Y qué
pestañas! Cuando las hayamos oscurecidos con rimmel, destrozarán el corazón
de cuantos muchachos te conozcan. Y tu cabello tiene un bonito color. Desde
luego, necesitas un buen corte. Vamos a sacarte buen provecho, Sally, te lo
aseguro, y me dará mucha satisfacción quemar con mis propias manos esa ropa
que traes puesta. Pero ahora, queridita, deseo tener una larga conversación
contigo, porque debo decirte muchas cosas.
Sally se sentó a un lado de la cama.
- ¡Oh, Lynn! – exclamó. ¡Es tan maravilloso volver a verte!
- Queridita, siempre has sido la más dulce de las criaturas.
- Por favor, Lynn, por favor. Hemos estado tan poco tiempo juntas … ¿No
me puedes dejar vivir contigo, ahora que tía Amy ha muerto?
En aquel momento Mary se excusó diciendo que debía irse porque tenía
muchas cosas que hacer, pero lo cierto era que se sabía incapaz de ver la
desilusión de Sally.
Lynn se acomodó mejor sobre las almohadas orladas de encaje y Sally
pensó que el cabecero de la cama, de satén azul pálido y con figuras doradas,
era el marco perfecto para su exquisita belleza. La colcha, de encaje antiguo
sobre un fondo de raso color melocotón, a juego con las cortinas, estaba cubierta
con la correspondencia del día, aparte de periódicos, revistas y un estuche
abierto que contenía un ancho brazalete de brillantes y rubíes. Resplandecía de
tal modo que, casi contra su voluntad, Sally se quedó mirándolo. Lynn se
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inclinó a cogerlo.
- Es un regalo – dijo con voz ronroneante. Un regalo de mi prometido. Ésa
es una de las cosas de las que quiero hablarte.
- ¿Tu … prometido? – preguntó Sally con voz titubeante.
- Sí, queridita: voy a casarme.
- ¡Oh, Lynn! – exclamó Sally, sin poder disimular su profunda desilusión.
¿Te casarás muy pronto?
- Sí, nena, me temo que sí. Voy a realizar una gira por América del Sur y
como mi prometido, Erico de Silva, es brasileño, creemos que es el momento
oportuno para casarnos.
- ¡Oh, Lynn! – exclamó Sally. ¿Qué va a ser de mí?
- Ya he pensado en ti, tontita. Lo he planeado todo, pero no quiero
decirte demasiado todavía, porque es mi pequeño secreto. Lo que quiero que
hagas mientras estamos juntas es divertirte y pasarlo bien, ¿no crees?
- Sí, por supuesto – corroboró Sally con los ojos brillantes.
- Pasarás mucho tiempo conmigo – continuó Lynn. Y quiero que conozcas
A Erico; pero hay algo muy importante que quiero dejar bien claro desde el
principio. Es sobre nuestro parentesco, cariño. Verás … Nadie sabe que estuve
casada. Nadie sabe que estuve casada. Tu tía Amy se avergonzaba tanto de mí
que me obligó a prometerle, hace muchos años, que nadie sabría que yo era tu
madre. Al dedicarme al teatro adopté un nuevo nombre y, como quería
olvidarme de lo desgraciada que había sido en mi matrimonio, no se lo
mencioné a nadie. No me reprocharás eso, ¿verdad, nena?
- No, claro que no.
- Por lo tanto, no puedo presentar ahora a una hija ya mayor al mundo,
¿comprendes? He pensado muy bien las cosas, Sally. No mentiremos más de lo
necesario. Detesto mentir y estoy segura de que a ti te pasa lo mismo. Diré que
eres la hija de Arthur Saint Vincent, un viejo amigo que fue muy bueno
conmigo cuando yo era joven y que murió durante la guerra. Como verás, todo
eso es verdad. Tú no te pareces a mí y nadie pensará que hay parentesco alguno
entre nosotras.
Lynn sonreía con aire triunfal y Sally hizo un esfuerzo por imitarla,
aunque tenía un extraño nudo en la garganta.
- Ahora, queridita – continuó Lynn sin hacer caso de la nube que parecía
haber opacado los ojos de Sally – quiero que me hables de ti. ¿Tienes novio o
algún amigo … cercano a tu corazón?
- Mi único amigo es el vicario del pueblo. Tiene más de setenta años. En la
granja teníamos sólo enfermos: mujeres, ancianos y niños.
Lynn asintió con la cabeza; aquello era lo que esperaba oír.
- Bien, vamos a cambiar eso – dijo. Lo primero que haré es proporcionarte
ropa bonita y después presentarte a muchachos encantadores. Necesitas a
alguien que te diga lo guapa que eres, como yo lo he necesitado siempre.
- Lynn, creo que debería empezar por pensar en conseguir trabajo y
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Aprender a ganarme la vida.
- Hay mucho tiempo para eso. Ya pensaremos en ello dentro de una
semana. Mientras tanto, quiero que te diviertas; pero prométeme que lo harás
como la hija de mi viejo amigo, Arthur Saint Vincent. Júrame que nunca, jamás,
revelarás a nadie nuestro parentesco.
- ¡Por supuesto que te lo juro! – contestó Sally con tono solemne.
Ahora, la voz de la famosa diseñadora de modas madame Marguerite la
hizo volver al presente.
- Por favor, señorita, póngase derecha o el dobladillo no quedará bien.
- Perdone – se excusó Sally y se irguió.
En aquel momento se abrió la puerta y entró Mary.
- ¿Ya han terminado? – preguntó.
- Faltan dos minutos – repuso madame Marguerite.
- Cuanto me alegro, porque empezaba a cansarme – suspiró Sally.
- Tenemos que darnos prisa, porque Lynn quiere que almuerces con ella.
debes ponerte ese vestido azul que acaban de terminarte y la pamela.
- ¿Vamos a almorzar en alguna parte? – preguntó Sally.
- Sí, iréis a Bray con el señor Thorne. Él llegará a buscaros antes de media
hora.
Mary notó cómo se encendían los ojos de Sally. Era evidente que la
noticia le interesaba mucho. Aunque no aprobaba los planes de Lynn, la
secretaria no podía menos que reconocer que conocía muy bien la naturaleza
humana. Quería que Sally se interesara por Anthony Thorne y su astucia y
habilidad estaban dando el resultado apetecido, sin que Sally sospechara que
estaba siendo manipulada.
La noche anterior, Lynn había enviado recado a Sally de que se pusiera el
traje de noche que le acababan de entregar. La jovencita se puso muy contenta,
porque las dos noches anteriores había cenado sola con Mary mientras su
madre salía con Erico.
- ¿Vamos a cenar aquí? – le preguntó Mary cuando ésta le dio el recado.
- Sí, será una cena bastante íntima, con Lynn, Erico, tú y un joven a quien
Lynn tiene interés en que conozcas. Se llama Anthony Thorpe, pero casi todos
lo llaman Tony.
Sally hizo la pregunta que Mary tanto temía:
- ¿Él también está enamorado de Lynn?
- ¡Oh, él es mucho más joven que Lynn! – contestó evasiva. La admira
mucho, desde luego, pero son simples amigos desde hace mucho tiempo. Y,
como bien sabes, a ella sólo le interesa Erico.
Pero Lynn tuvo más que decir cuando, inesperadamente, fue a ver a Sally
a su habitación antes de la cena.
- Quiero que seas muy amable con Tony Thorpe esta noche. Acaba de
sufrir una desilusión. Ansiaba obtener cierto puesto en París, pero el director de
la empresa le ha tomado antipatía y se ha negado a contratarlo. Trabajó tanto el
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pobrecillo para perfeccionar su francés, que ahora se siente muy deprimido.
Debes tratar de alegrarlo, Sally.
Ésta prometió hacer lo que pudiera y, pensando más en complacer a
Lynn que a su desconocido amigos, se esmeró aquella noche en su arreglo
personal.
Cuando bajó al salón, Lynn estaba tomando cócteles con Erico y Tony.
Había explicado a éste quien era Sally y Erico, que la había conocido aquel día
durante el almuerzo, se expresó también en términos elogiosos acerca de ella.
Tony, un joven alto, muy guapo, que llevaba la ropa con la elegancia
natural de un verdadero inglés, hacía que Erico, aunque también muy bien
vestido, pareciera un poco ostentoso. Ambos eran muy apuestos, cada uno en
su estilo; pero en el caso de Tony, lo más interesante era su innegable
aristocracia.
Sally había entrado en el salón con pasos lentos y un poco tímidos. El
vestido, de suave gasa blanca, se amoldaba a sus jóvenes senos y le caía en
numerosos pliegues hasta los pies. No llevaba joyas y el cabello, peinado por
mano maestra, enmarcaba su hermoso rostro y le llegaba a los blancos hombros.
Muy grandes los ojos y los labios ligeramente entreabiertos por el temor,
abrigaba, a pesar de todo, un delicioso sentimiento de expectación. Tony la miró
con fijeza, mientras Lynn avanzaba hacia ella.
- ¡Ah, ya estás aquí, querida! – suavemente la llevó adonde estaban los
caballeros. Ya conoces a Erico. Estaba diciendo muchas cosas bonitas de ti. Y
ahora, quiero que conozcas a un gran amigo mío: Tony Thorne.
- Encantada de conocerlo – dijo Sally, pensando que parecía que era un
muchacho muy apuesto y agradable.
Poco después Sally empezó a sentirse menos tímida y Lynn manejó las
cosas con gran habilidad, haciendo que todos participaran en la conversación.
Luego condujo al pequeño grupo al comedor decorado en blanco y oro y se las
ingenió para dar a la cena un ambiente íntimo e informal, a pesar de que los
servían un camarero y el mayordomo.
A Sally le parecía estar soñando y, cuando Tony levantó su copa de
champán para brindar por ella, se sintió como si su hada madrina hubiera
movido una varita mágica para transportarla repentinamente a una tierra de
fantasía.
Después de la cena fueron a un club nocturno, el primero que Sally
visitaba. Las luces eran tenues y las pequeñas mesitas los obligaron a dividirse
en dos parejas: Erico y Lynn por un lado, ella y Tony por otro.
Hablaron de muchas cosas y Sally no tardó en sentirse cómoda y
tranquila en compañía del muchacho. A la mañana siguiente despertó
pensando en él.
¡Y ahora iban a reunirse para almorzar! ¡Que emocionante! Con razón
había dicho Lynn que era divertido conocer muchachos. Por alguna razón, Sally
siempre había imaginado que eran seres aterradores con los que no tenía nada
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en común.
- Nos veremos muy pronto – había dicho Tony al despedirse la noche
anterior.
Y pronto significaba que iban a almorzar juntos hoy. ¡Qué divertido sería
salir al campo con Lynn y Tony! ¿Podía pedir más a la vida?
Madame Marguerite le estaba quitando el vestido que había terminado
de probarle y Sally sintió un gran alivio al poder moverse con libertad.
- Iré a vestirme ahora mismo – dijo a Mary, que continuaba en la
habitación.
- Muy bien. Quiero hablar con Marguerite.
Sally salió corriendo de la habitación, pero oyó a Mary decir:
- Ahora, respecto a las cuentas, Marguerite …
No quiso oír más y de pronto comprendió que no había dado las gracias
a Lynn como era debido. Decidió hacerlo de inmediato.
Lynn se encontraba sentada frente a su tocador arreglándose las uñas.
- Acabo de terminar las pruebas – le dijo Sally. Deseo decirte lo agradecida
que te estoy por regalarme toda esa ropa maravillosa. Comprendo que ha
costado mucho dinero y las palabras resultan insuficientes para darte las
gracias.
Lynn le sonrió, pero su voz era aguda al contestar:
- Sí, cuesta mucho dinero, pero no te preocupes por eso: pronto podrás
pagármelo.
- ¿Pagártelo? - Sally la miró desconcertada. Eso espero, pero me temo que
va a pasar mucho tiempo antes de que pueda ganar suficiente dinero para ello.
- No podrías hacerlo ni siquiera con el sueldo de varios meses. Pero eso no
importa, niña. Vas a tener mucho dinero cuando te cases.
- Eso significa que tendrás que esperar años y años. ¡Oh, Lynn! ¿Crees de
verdad que debemos comprar esa ropa?
- Por supuesto – contestó Lynn divertida. Además, ¿quién dice que
pasarían años antes de que te cases? Tienes dieciocho años y no tardarás en
descubrir cuántos hombres quieren casarse contigo. Sigue mi consejo y cásate
pronto. Está muy bien que sueñes con una carrera, pero el mejor sitio para una
mujer es el hogar.
- En cualquier caso, debo pensar en un trabajo. Erico hablaba anoche de tu
viaje a América del Sur. Para entonces debo tener un empleo.
Lynn se puso rígida.
- No puedo discutir eso contigo ahora, Sally. Anda, ve a vestirte.
El rechazo que expresaba su voz hizo a Sally estremecerse. Mortificada,
salió de la habitación sin añadir nada más. No se explicaba por qué Lynn se
oponía a que consiguiera trabajo. En el poco tiempo que llevaba en la casa, se
había dado cuenta de que, a pesar de las apariencias, el dinero no abundaba.
Había oído decir a Mary a la cocinera que tenían que ahorrar un poco en la
comida. Y también oyó discutir con alguien por teléfono, prometiéndole que
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pronto le pagaría.
“Tal vez Lynn está esperando a casarse para hacer esos pagos”, pensó
ingenuamente Sally. “Naturalmente, no puedo pedir dinero a Erico antes de
casarse con él”.
No tardó en olvidar el incidente y se dedicó a prepararse para el
almuerzo en el campo. Cuando bajó veinte minutos más tarde, encontró a Tony
esperándola. Intercambiaban opiniones sobre el campo y la ciudad, cuando
entró Lynn en la habitación, Sally advirtió sorprendida que iba vestida de forma
muy recargada; traje de seda rojo oscuro, sombrero con plumas y un ramillete
de orquídeas blancas sobre un hombro.
- Queridos – dijo – tengo que confesar algo. Cuando hice planes para que
fuéramos a almorzar al campo, olvidé por completo que Erico tenía hoy un
almuerzo muy importante y yo me había comprometido a acompañarlo. Se
trata de un agasajo que le ofrece el embajador de Brasil, así que tendréis que ir
sin mí. Podéis llevaros el coche. Erico mandará el suyo a buscarme. Volved a la
hora que queráis.
- ¡Oh, Lynn! – exclamó Sally desilusionada.
Lynn se echó a reír.
- No aparentéis que vais a echarme de menos. Con toda franqueza: me
hace sentir vieja tener que serviros de carabina.
- Ése es un papel en el que no puedo imaginarte – observó Tony.
Lynn enarcó las cejas.
- ¿No? Bueno, tal vez tenga que interpretarlo en algún momento.
Marchaos, Tony, ¡y cuida a la niña! Recuerda que quiero que disfrute mucho de
su estancia aquí. Es importante.
- No lo olvidaré – dijo Tony, y había cierta nota de resentimiento en su
voz.
Sally pensó por un momento, que él y Lynn se trataban como enemigos,
pero rechazó la idea como absurda.
El día era tan hermoso, que se sintió como si estuviera tomando
conciencia de su propia fuerza por primera vez en la vida, de su juventud, de
las posibilidades de felicidad que ofrecía un mundo alegre, hermoso y sencillo.
El Rolls Royce de Lynn los esperaba y Tony despidió al chófer, diciendo
que él mismo conduciría. No tardaron en salir de las calles de Londres para
lanzarse al campo.
- Voy a llevarte a una pequeña posada donde podemos comer bien. No es
un sitio elegante, sino tranquilo, donde disfrutaremos de buena comida inglesa.
Al cabo de una hora, durante la cual conversaron sobre trivialidades,
llegaron al lugar que Tony había elegido para almorzar. Pronto se encontraron
en una pequeña habitación con techo de vigas, ante unos buenos filetes
acompañados de verduras.
Mientras comían, Sally le había hablado a Tony de su vida en la granja,
de la muerte repentina de su tía y de cómo Lynn, antigua amiga de su padre, la
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había tomado bajo su protección mientras ella encontraba la forma de ganarse
la vida.
- Lynn dice que tu padre fue muy bueno con ella hace muchos años. Debió
de serlo para que ella haya decidido ayudar a una chica tan guapa como tú.
El tono crítico de Tony hizo que Sally saltara de inmediato en defensa de
Lynn. Él sonrió ante la apasionada lealtad de la muchacha y cambió de tema en
cuanto tuvo oportunidad.
Por fin se quedaron solos en el pequeño comedor. La camarera, después
de servirles el café, se había retirado. Tony le cogió una mano a Sally. Ella,
intimidada, se puso a temblar, preguntándose si debía dejar su mano en la de
Tony o retirarla. El corazón le palpitaba con fuerza inusitada y las mejillas le
ardían.
- ¡Qué mano tan pequeña! – dijo Tony con voz muy suave y le volvió la
palma hacia arriba. Tienes dedos de artista, pero has trabajado mucho.
- Sí, un poco – murmuró Sally, que no sabía qué decir.
- Y ahora permíteme decirte tu suerte. Tendrás una larga vida y te amarán
muchos hombres distintos. Dentro de unos cuarenta años te convertirás en una
mundana y hermosa mujer. ¿Qué te parece?
- Creo que estás diciendo tonterías, Tony – contestó Sally con voz un poco
jadeante, como si hubiera corrido.
Él le oprimió con más fuerza la mano y la atrajo hacia sí. Sally, con
repentino pánico, se puso en pie y tomó su bolso.
- Se hace tarde. Creo que debemos volver. Lynn podría preocuparse.
Tony se recostó en la silla, levantó la vista hacia ella y se echó a reír.
- Está bien, Sally; puedes huir cuando quieras, ¿sabes?
Ella aparentó no haberlo oído y salió de la posada, mientras Tony pagaba
la cuenta, para esperarlo junto al auto. Habría querido que su corazón no
palpitara con tanta fuerza. Sin embargo, en vez de sentir temor, la invadía una
extraña embriaguez de los sentidos.
Volvieron a Londres casi sin hablar. Era muy agradable recorrer la
campiña bañada por el sol al lado de Tony. ¿Qué necesidad había de decir nada,
si el alma entonaba una canción de alegría?
Cuando llegaron a la plaza Berkeley, Tony detuvo el coche y se volvió
para mirarla.
- ¿Te has divertido, pequeña Sally? – preguntó.
- ¡Muchísimo! – contestó ella. Gracias.
Él la miró un momento con repentina hostilidad.
- No me des las gracias a mí, sino a Lynn: la idea fue suya.
- Por supuesto que lo haré.
Tony bajó primero para abrirle la puerta a Sally. Entraron en la casa
juntos.
- Debo informar a Lynn de que te ha traído sana y salva – dijo él.
El mayordomo les comunicó que Lynn no había vuelto aún.
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- ¿Quieres pasar a esperarla? – preguntó Sally, todavía un poco
desconcertada por la actitud de Tony momentos antes.
- Sí, me fumaré un cigarro mientras espero.
En el salón, mientras sacaba un cigarrillo de su pitillera, Tony le
preguntó a Sally:
- ¿Aceptarás mi invitación si podemos volver a salir juntos?
- Por supuesto. Lo he pasado muy bien contigo.
- Entonces, ¿me has perdonado?
- ¿Por qué?
Tony había vuelto a guardar su pitillera en el bolsillo, pero no encendió
el cigarrillo que tenía en la mano, después de un momento, lo dejó en la repisa
de la chimenea.
- Creí que te habías disgustado conmigo porque he empezado a cortejarte.
- ¡Oh! – murmuró Sally, que no esperaba esa respuesta. Las mejillas se le
arrebolaron de nuevo.
Tony se quedó mirándola y de pronto, con voz que era casi un gemido,
dijo:
- Eres tan joven, ¡tan increíblemente joven …!
Sally, sin saber qué decir, se quedó callada. Inesperadamente, Tony la
rodeó con un brazo. Con la mano libre le echó la cabeza hacia atrás.
- ¡Eres preciosa! – exclamó y, antes de que pudiera reaccionar, Sally sintió
la boca de Tony sobre la suya.
Por un momento tuvo miedo, pero pronto se apoderó de ella una
placentera sensación. Todo desapareció a su alrededor y sólo quedó el
magnetismo de los labios de Tony. Él la soltó con la misma rapidez que le había
cogido entre sus brazos. Sally se quedó un momento aturdida y después, sin
saber por qué, lanzó un leve grito. Sintió el irresistible impulso de huir y, como
un animalito asustado, salió de la estancia.
Al cruzar el vestíbulo se dio cuenta de que la puerta principal se abría y
que alguien entraba en la casa, pero no se detuvo a ver quién era. Subió a su
cuarto y se arrojó boca abajo en la cama. Oía sólo el loco palpitar de su corazón
y su respiración jadeante.
Abajo, en el salón, Tony estaba encendiendo el cigarrillo cuando entró
Lynn. Ella se quedó junto a la puerta, quitándose los largos guantes de gamuza
y mirándole con los ojos entornados.
- ¿Y bien? – murmuró al fin.
Tony la miró a través de la habitación y aspiró dos o tres veces el humo
del cigarrillo antes de arrojar el fósforo a la chimenea.
- Me estaba preguntando – contestó – si eres una mala mujer, Lynn, o sólo
increíblemente egoísta.

Lynn entró en la estancia, se quitó la capa de zorro blanco y la arrojó


24
sobre una silla.
- Ha sido una velada preciosa, Erico – dijo con suavidad. Pero debo
acostarme ya porque mañana tengo un ensayo temprano.
Él le cogió una mano para besar cada uno de sus dedos, mientras
murmuraba con suavidad:
- Te amo. Déjame ir a la cama contigo. ¡Lynn, amor mío …!
Lynn negó con la cabeza; por el momento no acertaba siquiera a hablar.
Erico le había soltado la mano y la rodeaba con sus brazos. Su indiscutible
virilidad la excitaba como nadie lo había hecho jamás y cada vez que se
quedaban solos le resultaba más difícil, no sólo controlarlo a él, sino a sí misma.
Levantó los brazos desnudos para acariciarle el pelo con suavidad y él empezó
entonces a besarla con pasión, murmurando:
- Dentro de unas cuantas semanas nos casaremos. ¿Por qué tenemos que
esperar? Tú eres mía y yo te quiero. ¡Oh, Dios mío, cuánto te quiero, Lynn!
Haciendo un gran esfuerzo, Lynn se zafó de los brazos masculinos.
- Tengo que irme cariño. Si nos quedamos aquí más tiempo, vamos a hacer
algo que ambos lamentaremos.
- No digas tonterías. ¿Cómo vamos a lamentar la consumación de nuestro
amor? ¡Me estás volviendo loco, Lynn! A veces siento deseos de matarte,
porque sólo así voy a encontrar la paz.
- Mátame y dejaré de ser tuya – dijo ella sonriendo, al tiempo que rehuía
con habilidad el intento de Erico de volver a abrazarla.
- Pero tampoco serías de otro. Soy un hombre celoso, Lynn. Tengo celos de
cuantas personas te miran, del público y de los hombres que te admiran; hasta
de las flores que tocas.
- Ya falta muy poco para que nos casemos, cariño – murmuró Lynn en
tono consolador.
- A mí me parece que falta un siglo, que me voy a pasar todas las noches
de mi vida solo, noches eternas en las que no hago más que pensar en ti. Dime,
cuando estás sola, ¿no piensas en mí algunas veces?
Lynn no habló, pero sus ojos eran muy elocuentes. Segundos después
sintió que los labios de él le besaban la nuca y bajaban por su espalda. Le
recorrió un delicioso estremecimiento y aprisa, porque una vez más tuvo miedo
del poder que Erico tenía para excitarla le echó a andar hacia la puerta.
- Por favor. Será mejor que te vayas ya, amor mío …
Él comprendió que era inútil insistir y la siguió; pero, en el momento en
que abría la puerta del salón, se oyó que una llave giraba en la cerradura de la
puerta principal. Instintivamente, Lynn extendió la mano y apagó las luces. Se
quedaron en la oscuridad, mientras se abría la puerta y oían decir a Sally:
- Gracias por todo y buenas noches.
- ¿Nos veremos mañana? – la voz de Tony sonaba baja y profunda.
- Supongo que sí – contestó Sally. Pero …
- No hay pero que valga. Nos veremos y tú me darás una respuesta.
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- No sé qué decir. Además, Lynn …
- Lynn se pondrá muy contenta.
- ¿Cómo lo sabes?
- Pregúntale y verás. No te preocupes tanto, Sally. No debes tenerme
miedo.
- Yo no quiero decir … No es eso. La verdad, no sé ni lo que digo. Será
mejor que suba. Buenas noches, Tony.
Sally cerró la puerta y, sin reparar en la pareja que se encontraba junto a
la puerta del salón, subió corriendo por la amplia escalera alfombrada y
desapareció en la oscuridad del pasillo.
Erico se volvió a Lynn como queriendo decir algo, pero ella puso un
dedo en sus labios.
- ¡Calla! – murmuró. No debes saber que la hemos oído. La niña está
alterada. Sin duda es la primera proposición de matrimonio que recibe.
- ¡Ese hombre es tonto! – murmuró Erico. No sabe cómo enamorar a una
muchacha.
Lynn se volvió a indicar silencio como un ademán, lo empujó a través del
vestíbulo y abrió la puerta. Él le besó de nuevo la mano.
- Buenas noches, querida … Que sueñes conmigo …
Lynn cerró la puerta y subió con lentitud la escalera. La habitación de
Sally estaba frente a la suya. Titubeó sólo un momento y, después de llamar a la
puerta, hizo girar el picaporte.
Sally estaba sentada frente a su tocador, con la cabeza apoyada en las
manos. Había algo patético en su actitud.
- He entrado por si habías venido ya – dijo Lynn con voz suave y Sally se
puso en pie con lentitud. ¿Estás cansada? Si no es así, ¿por qué no vienes a
charlar conmigo mientras me desnudo?
- ¡Oh, sí, con mucho gusto! – exclamó Sally y siguió a Lynn. En la
habitación de ésta ardía un buen fuego, porque ella era muy friolera.
- Siéntate, niña – dijo Lynn, viendo que Sally se había quedado de pie. Se
instaló frente a su tocador y empezó a quitarse los pendientes de brillantes. ¿Lo
has pasado bien?
- Sí – la respuesta de Sally apenas pudo oírse.
- ¿Qué te sucede? Pareces preocupada.
Sally unió las manos y, con el aire culpable de un niño al que sorprenden
haciendo una travesura, exclamó:
- ¡Oh, Lynn, Tony quiere casarse conmigo!
- ¡Querida! – la exclamación sorprendida de Lynn, fue una interpretación
teatral perfecta. ¡Qué maravilla! Nada podría darme mayor alegría. ¿No te
sientes feliz?
La expresión de Sally era conmovedora.
- ¡Oh, Lynn, no sé qué decir! La verdad es que no estoy muy segura de
amarle.
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- ¡Vamos, tontita; claro que le amas! ¿Cómo no? Tony es muy atractivo.
Hace años que lo conozco y te aseguro que es un muchacho encantador.
Sally pareció tranquilizarse un poco.
- Entonces … ¿te parece bien?
- ¡Por supuesto! Me has hecho muy feliz. ¿Qué madre no quiere ver casada
a su hija? Y aunque no lo digamos al mundo, Sally, yo soy tu madre.
- ¿Crees … crees que Tony será la persona adecuada para mí? Es que yo …
no sé …
- Tienes muchas dudas y es natural. Una siempre se siente así la primera
vez que se enamora.
- ¿De verdad crees que estoy enamorada? ¿Sabes? Jamás ningún hombre
me había hablado así, ni me había besado … y no estoy segura de que me
gustara. Creo que me asustó.
Lynn se echó a reír.
- Mi niña querida, ¡claro que da miedo la primera vez! Pero te
acostumbrarás y muy pronto empezará a gustarte. Veré a Tony mañana y le
pediré que sea muy amable con mi inocente Sally.
- Lo es, Lynn, lo es. No podría ser más tierno y considerado. Lo que pasa
es que tengo una sensación extraña dentro de mí … pero si crees que es natural,
me sobrepondré a mis ideas tontas.
- Debes hacerlo. Piensa que orgullosa te sentirás de tener un marido como
él, una casa preciosa, y niños más adelante …
De pronto, Sally se echó a reír.
- ¡Oh, Lynn, qué graciosa eres! Todo lo tienes planeado. Me haces pensar
que el futuro se extiende ante mí sin problemas ni dificultades.
- Y así es. Te diré algo más que se me acaba de ocurrir: te casarás antes que
yo me vaya a América y así me darás el inmenso placer de asistir a tu boda.
- ¡Oh, no, Lynn! – exclamó Sally horrorizada. No puedo casarme tan
pronto.
- Pero queridita, no seas egoísta. ¿No quieres que yo esté presente en tu
boda? Tony no querrá esperar todos los meses que yo esté ausente, y a mí me
haría muy feliz estar en la boda de mi única hija.
Sally reaccionó al instante.
- No, Lynn, no quiero ser egoísta. Y por supuesto, deseo que asistas a mi
boda. No podría soportar la idea de casarme de otro modo. pero pensé que
valdría la pena esperar un poco. Seis meses no es mucho tiempo y entonces
volverás tú.
- Pero, nena, ¿no te das cuenta? Voy a estar preocupada todo el tiempo por
ti. Mary podrá decirte que no he dejado de pensar qué podríamos hacer contigo
durante mi ausencia. No sabes cuánto he rezado pidiendo al cielo que me
iluminara. ¡Y esto ha sido como una respuesta a mis oraciones! La cosa más
maravillosa ha sucedido: Tony se ha enamorado de ti y tú de él.
- ¿Estás segura? – preguntó Sally en voz baja.
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- Completamente. Debes confiar en mi buen juicio y en mi experiencia,
Sally. Ahora vete a dormir y no dudes más. Déjalo todo en mis manos.
Casi automáticamente, Sally se puso en pie. Lynn extendió los brazos y la
atrajo hacia sí para besarla en una mejilla.
- Buenas noches, pequeña. Me has hecho muy feliz y me has quitado un
gran peso de encima.
- Si tú te sientes feliz, Lynn, entonces todo está bien.
- Nada de eso. Es tu felicidad lo que importa y yo pronostico que serás
muy dichosa. Ahora, ¡a la cama, niña!
Sally se inclinó y besó a su madre una vez más.
- ¡Oh, gracias, gracias! – exclamó. Eres maravillosa conmigo.
Ya en su habitación, Sally se desnudó con lentitud, mientras intentaba
convencerse de que Lynn tenía razón. Al fin y al cabo, ¿quién podría desearle
mayor bien que su madre? Porque como ella misma había recordado tan
oportunamente, era su madre. Y sin embargo …

Después que salió su hija del dormitorio, Lynn se quedó sentada un buen
rato, mirando su imagen en el espejo del tocador. Por fin, tras recogerse el
cabello y limpiarse la cara con crema, se metió en la cama.
Sally y Tony desaparecieron de su mente y sus pensamientos fueron
todos para Erico y el amor que sentía por él. Le parecía sentir de nuevo el calor
de sus labios y pensó que nunca había amado a un hombre tanto como a él.
En aquel momento sonó el teléfono que tenía junto a la cama. Era una
línea estrictamente privada y sólo unos cuantos privilegiados conocían el
número. Debía de ser Erico, se dijo Lynn con el corazón palpitante. Pero fue la
voz de Tony la que sonó en su oído.
- ¿Estás sola?
- ¿Sola? ¡Por supuesto! ¿Qué quieres?
- Hablar contigo, naturalmente.
- Tony, es tarde y estoy cansada.
- Lo siento, Lynn, pero no puedo hacerlo.
- ¿Hacer qué?
- ¡Casarme con esa pobre niña!
- ¿Por qué no?
- Porque no es justo. Es demasiado joven. Sabe tanto sobre la vida como
un gatito que no ha abierto todavía los ojos. No está bien y tú lo sabes.
- No sé de qué hablas. Sally ha estado aquí. Está muy feliz y emocionada
de casarse contigo.
- Dudo mucho que eso sea verdad. Lynn, tú no eres ninguna tonta y yo no
soy el sinvergüenza que crees. Te repito que no puedo hacerlo.
- Pero tendrás que hacerlo, Tony. Me lo prometiste. Además, no tienes por
qué sentirte como un villano. Puedes hacer muy feliz a Sally. Si no está
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locamente enamorada de ti en estos momentos, pronto lo estará. ¿Quién no se
enamoraría de un hombre tan atractivo como tú?
- Tú, por ejemplo. Sabes que es a ti a quien quiero y siempre te querré.
¿Qué objeto tiene forjar un infierno para mí y para Sally?
- ¡Vamos! Ninguno de vosotros es capaz de hacer un infierno de la vida de
nadie. Tony, me prometiste hacerlo y, si me amas como dices, cumplirás tu
promesa.
- ¡Si te amo! … ¿Cuántas veces tendré que decirte de qué modo? ¿Te
imaginas lo que siento al verte con ese tipo con quien pretendes casarte, cuanto
tú me perteneces?
- Tony, deja de decir tonterías. Sabes tan bien como yo que no podíamos
seguir como estábamos. Tienes muchas deudas y yo tengo tantas, y tan
apremiantes, que hasta me aterroriza recordarlas. Fuimos felices juntos y
debemos estar agradecidos por ello; pero se acabó. Sally es una criatura muy
dulce; tú mismo lo has dicho.
- ¡Claro que lo es! Y eso hace más difíciles las cosas para mí. No estoy
enamorado de ella, nunca podré estarlo y tú sabes por qué.
- De todos modos, Tony, te casarás con Sally, y ambos disfrutaréis de la
considerable renta que ella recibirá en cuanto se case. Por otra parte, quiero
recordarte que todavía tengo cierto papelito que tú firmaste.
- ¡Por Dios, Lynn! ¿Serías capaz de extorsionarme después de todo lo que
significamos el uno para el otro? Rompe ese maldito cheque y olvídate de él.
Estaba borracho cuando falsifiqué tu firma. Además, me habías estado
apremiando con aquel costoso anillo que querías. Pensé que podría ganar
aquella noche a las cartas, comprarte el anillo y reintegrar al banco el dinero
que había cobrado de tu cuenta.
- Pero no lo hiciste. Y ante un tribunal, esas explicaciones no te salvarían
de ser acusado de falsificador.
- ¡Lynn! Creo muchas cosas de ti, pero no se me había ocurrido que fueras
capaz de usar eso en mi contra.
- También podría exigirle el dinero a tu hermano. Eso serviría para
mantener a Sally mientras encuentra otro hombre dispuesto a casarse con ella,
tanto por sí misma como por su fortuna.
- ¡Lynn, eres un demonio!
- ¿Sí? Antes decías que era un ángel. Pero mira, estoy cansada y quiero
dormir. Vamos a dejar en claro una cosa: te casarás con Sally. Si lo prefieres,
diremos que lo harás por dos razones: primero, porque me amas y quieres
ayudarme; segundo, por una razón que no mencionaremos, pero que está
guardada en mi caja fuerte.
- ¡Quisiera poder odiarte con toda mi alma! – exclamó Tony. Bien sabe
Dios que tengo muchas razones para hacerlo.
- Pero no me odias, así que no tiene objeto que lo menciones. Y como me
amas, vas a hacer lo que quiero.
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- Lynn, ¿nunca piensas en aquel hotelito junto al mar? Creo que allí estuve
más cerca del cielo de lo que jamás puede estarlo un hombre. ¡Qué hermosa
eras, Lynn! ¿No vendrás conmigo una vez más, antes que sea demasiado tarde?
Déjame tenerte de nuevo en mis brazos. Quiero oírte decir, como aquella noche,
que me amas. ¡Ven conmigo, Lynn!
- No, Tony. Lo pasado, pasado está. Además, y perdóname si soy brutal:
no quiero.
Se produjo un largo silencio y Lynn preguntó por fin:
- Te casarás con Sally, ¿verdad, Tony? – él no contestó y Lynn continuó
diciendo: Pero, ¿por qué tengo que preguntártelo? Sé que lo harás. Siempre has
hecho lo que yo he querido y sé que no me fallarás ahora. Buenas noches, Tony,
que Dios te bendiga.
Lynn apartó el auricular del oído y oyó a Tony gritar varias veces su
nombre. Sin hacerle caso, colgó.

Capítulo 3

- ¡Estás preciosa! – exclamó Mary cuando Rose colocaba la guirnalda de


azahares sobre el velo de novia de Sally. No exageraba. Había algo exquisito
aquella mañana en el rostro de Sally; algo juvenil y virginal que Mary, aunque
se apreciaba de no ser sentimental, sintió que se le humedecían los ojos y se le
hacía un nudo en la garganta.
- Bueno – dijo – tú ya estás lista; ahora iré a ver si Lynn ha terminado de
arreglarse y si el doctor Harden ha llegado ya.
Era Mary quien había propuesto que el doctor Harden, un distinguido y
viejo amigo de Lynn, entregará a Sally en la iglesia. Y él se sentía muy honrado
por la deferencia.
Mientras Mary salía de la habitación y Rose, la doncella personal de
Lynn, daba los últimos toques al arreglo de Sally, ésta volvió a decirse
mentalmente que era muy afortunada al casarse con Tony. Había sido tan dulce
y considerado desde la noche en que le propuso matrimonio, que sus temores y
sus dudas fueron desapareciendo. Sally se daba cuenta de que Tony se
esforzaba en que ella se sintiera tranquila y feliz a su lado. Cuando la besaba era
siempre con ternura, más a menudo en la mejilla que en los labios, y cuando la
abrazaba lo hacía de forma cordial, casi como un hermano.
Sally, sin embargo, estaba siempre muy consciente de él como hombre.
Nunca había conocido la tranquilidad de que alguien cuidara de ella como
Tony lo hacía ahora. La única sombra que nublaba su felicidad era que no
podría asistir a la boda de su madre. La prensa había anunciado el compromiso
de su madre con grandes titulares, pero Lynn se mostraba muy misteriosa
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respecto al matrimonio, cuando los periodistas la interrogaron al respecto. A
Sally le había explicado:
- Debe ser un matrimonio secreto, ¿comprendes? Si permito que asista la
prensa, los periodistas preguntarán dónde y cuándo nací, si he sido casado
antes y cosas así que no quiero contestar. La forma más fácil de evitarlo es
buscar un cónsul en cuanto pongamos un pie en América o tal vez que el
capitán del barco nos case. No puedo casarme en Inglaterra y, por lo tanto, no
puedes asistir al matrimonio.
A Sally le parecía que Lynn nunca había estado más hermosa que en las
semanas siguientes al anuncio de su compromiso con Erico. El amor parecía
haberle dado una nueva luz que hacía resaltar su natural belleza.
- Querida, ¿ya estás lista?
Sally se volvió hacia la puerta. Allí estaba Lynn, radiante con un vestido
azul zafiro y un sombrero del mismo color. Adornaba su cuello un collar de
diamantes y zafiros y un brazalete de las mismas piedras, su muñeca.
- Estás preciosa de novia, nena – continuó diciendo antes de que Sally
pudiera contestarle. Tony es el hombre más afortunado de la tierra y procuraré
que no lo olvide.
- Lynn, por si no tenemos después un momento a solas, quisiera darte las
gracias por todo lo que has hecho por mí.
- Mi querida Sally, no tienes por qué dármelas. No nos pongamos
sentimentales; no hay tiempo para eso.
Sally se miró por última vez en el espejo y salió de la habitación para
bajar al vestíbulo, donde la esperaba el doctor Harden.
Lynn iría sola a la iglesia, porque Erico no había podido liberarse de un
compromiso de negocios que tenía a aquella hora. Había prometido llegar a la
recepción.
Ya en el auto, Lynn pensó en Sally casi con tanto afecto como ésta
hubiera querido. Al fin y al cabo, se dijo, se había portado bien con su hija.
Anthony Thorne no tenía dinero, pero era un muchacho de buena familia, bien
educado y encantador. Y, sobre todo, era un hombre bondadoso, que jamás
sería cruel con Sally. Sin duda sería un buen marido y un excelente padre de
familia. ¿Qué más podía desear una muchacha?
La iglesia estaba a poca distancia de la plaza Berkeley y Lynn se alegró al
ver que habían asistido muy pocas personas. Prefería que la boda de Sally
pasara inadvertida al público, a fin de que nadie sospechara el parentesco que
había entre ellas.
En la parte reservada para los invitados de la novia se encontraban
madame Marguerite y dos de sus ayudantes, los manicuristas y el peluquero de
Lynn, acompañado por algunos amigos suyos que sentían curiosidad de ver a
Lynn, no a Sally. Estaba también Mary Studd, muy elegante con un sombrero
nuevo, así como la esposa y la hija del doctor Harden.
En la parte del novio había menos asistentes aún, dos o tres mujeres
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viejas, simples curiosas sin duda y, en el primer banco, un hombre alto y
apuesto que era el hermano de Tony, respecto al cual ella solía gastarle bromas,
diciéndole que le tenía más miedo que al diablo.
Sonriente y hermosa, Lynn se dirigió a su sitio y entonces miró a través
del pasillo, segura de que el hermano de Tony la estaría observando. Pero él
miraba hacia delante con una expresión que decía a las claras que no aprobaba
la boda.
“Debería estar satisfecho”, pensó furiosa. “Al fin y al cabo, ya era tiempo
de que Tony sentara la cabeza”.
Mary, sentada en el banco de atrás, se inclinó hacia ella en aquel
momento.
- ¿Está todo bien? – preguntó en voz baja.
- Todo – contestó Lynn. He dicho a Sally y al doctor Harden que me
siguieran cinco minutos más tarde.
En aquel instante entró el coro y los asistentes se pusieron de pie.
Lynn advirtió de pronto que un muchacho con uniforme de mensajero se
encontraba junto a ella.
- ¿La señorita Lystell? – preguntó en voz baja.
- Sí, soy yo – contestó Lynn.
- Traigo un mensaje urgente para usted. Lo he llevado a su casa, pero me
han dicho que ya había salido para la iglesia. Firme aquí, por favor …
Lynn tuvo que hacer acopio de todo su rígido entrenamiento de actriz
para no lanzar una exclamación de asombro, porque había reconocido la letra
de Tony. Firmó el papel que el mensajero le tendía, se sentó y abrió el sobre, que
contenía dos hojas. Leyó aprisa y sólo las frases más importantes parecieron
penetrar en su cerebro:

No puedo hacerlo … es injusto, cruel, imperdonable … ella es demasiado joven,


demasiado confiada … Te amo a ti y sólo a ti … recibí noticias de París. Me voy
ahora mismo por avión … te alegrarás de librarte de mí.

Lynn terminó de leer y se sentó muy rígida.


- ¿Qué sucede? – preguntó Mary.
Por un segundo, Lynn no acertó a contestar.
- Tony no viene – declaró con voz apenas reconocible.
Mary se quedó inmóvil. Como siempre que Lynn se encontraba en
dificultades, su tarea consistía en sacarla del atolladero. Por un momento, le
pareció que su cerebro se sumergía en un caos del que no podría salir un
pensamiento coherente. Pero después, con rapidez, dio a Lynn la solución:
- Tony ha enfermado de manera repentina. Ve a la sacristía y díselo al
vicario. Que anuncie que se suspende la ceremonia por enfermedad del novio.
Yo detendrá a Sally en la puerta y la enviaré de regreso a casa.
Después de titubear un instante, Lynn se puso en pie y murmuró entre
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dientes:
- Sí; es una buena explicación. Pero jamás se lo perdonaré.
Lynn estaba muy pálida y en sus ojos había tal expresión de odio, que
Mary retrocedió un poco asustada.
- Olvida eso por el momento. Debemos evitar una escena. Cualquier
escándalo podría llegar a oídos de la prensa.
Muy erguida, Lynn se dirigió a la sacristía y cuando volvió de allí unos
minutos más tarde, se detuvo frente al hermano de Tony.
- El vicario anunciará, dentro de unos minutos, que Tony está enfermo –
dijo. Quiero hablar con usted. ¿Tiene la bondad de venir a mi casa?
- Sí, por supuesto.
Esperaron a que el vicario hiciera el anuncio y después Lynn invitó al
hombre a subir a su auto. Una vez instalados en el asiento trasero, ella
preguntó:
- Usted es Sir Guy Thorne, ¿no es cierto?
- Así es – contestó él. ¿Está mi hermano realmente enfermo?
- No. Se arrepintió en el último momento y huyó como una rata.
- ¡Es increíble! – exclamó Guy Thorne, pero no parecía alterado. Vi a Tony
hace dos días y me dijo que iba a casarse. Me dio muy pocos detalles, excepto
que la boda iba a ser muy íntima y que no deseaba que mamá se enterara hasta
después de que la ceremonia hubiera tenido lugar. Me invitó a estar presente y
yo acepté, aunque no apruebo las bodas precipitadas.
Hablaba en tono frío y con mucha dignidad. Lynn más furiosa aún, tuvo
que hacer un esfuerzo por controlarse antes de responder:
- Tengo mucho que decirle a usted sobre esto, pero como estamos ya muy
cerca, será mejor que esperemos a estar en mi casa.
- Como usted guste – respondió Sir Guy en tono cortés.
No había señales de Sally, pero Mary esperaba en el vestíbulo cuando los
dos entraron en la casa. Lynn llamó aparte a su secretaria.
- Quiero hablar con Sir Guy. Por favor, encárgate de que no nos molesten.
Se dirigió al salón seguida por el caballero, que cerró la puerta. Lynn,
cuando se enfrentó a él, se dio cuenta de que estaba muy tranquilo, lo cual
contrastaba con la furia de ella, cuyas manos temblaban.
- Ahora podremos hablar – empezó. Quiero decirle con exactitud lo que
pienso de su hermano y lo que intento hacer con él.
- Antes que continúe, señorita Lystell, quisiera que tuviera la bondad de
decirme cuál es su posición en este punto. Mi hermano me comunicó que
pensaba casarse con una señorita Saint Vincent, cuyos padres habían muerto.
No tenía idea de que hubiera ningún parentesco entre ella y usted.
- No lo hay – se apresuró a decir Lynn – pero Saly está bajo mi cuidado.
Su padre, Arthur Saint Vincent, miembro de una familia bien conocida, era
viejo amigo mío, y también conocí a su madre. Quiero a Sally desde que era
niña y, cuando hace poco perdió a la tía con la que vivía y se quedó sin hogar, la
33
invité a venir conmigo. Tony y ella se conocieron aquí y se comprometieron en
matrimonio.
- Ya veo; ella es una especie de protegida suya.
- Su hermano pidió a mi secretaria que hiciera todos los arreglos
necesarios para el matrimonio, incluyendo una recepción aquí – continuó Lynn
como si él no hubiera hablado. Y ahora me dice en su nota que no va a casarse
con Sally. Alega que recibió esta mañana una carta de París ofreciéndole el
puesto que tanto anhelaba, y ha decidido aceptarlo cancelando el matrimonio.
- Ya veo; ella es una especie de protegida suya.
- Su hermano pidió a mi secretaria que hiciera todos los arreglos
necesarios para el matrimonio, incluyendo una recepción aquí – continuó Lynn
como si él no hubiera hablado. Y ahora me dice en su nota que no va a casarse
con Sally. Alega que recibió esta mañana una carta de Paris ofreciéndole el
puesto que tanto anhelaba, y ha decidido aceptarlo cancelando el matrimonio.
- ¿Debo entender que tenía que escoger entre una cosa y otra? ¿Entre el
puesto de París o el matrimonio con su … protegida?
- No, no era así. Voy a ser franca con usted, Sir Guy. Yo estaba ansiosa de
que Sally se casara antes de marcharme al extranjero. Al casarse, ella entrará en
posesión de una considerable fortuna. Tony estaba en la más completa ruina,
como usted sabrá sin duda.
- Y, por lo tanto, estaba dispuesto a morder el anzuelo que con tanta
habilidad preparó usted para él.
- Tony estaba encantado con la oportunidad que se le ofrecía de pagar sus
deudas.
- ¡Vaya! Sabía que mi hermano debía ciertas sumas de dinero, pero no que
lo estaban presionando sus acreedores. ¿Es usted uno de ellos? ¿Podría decirme
cuanto le debe?
- Sí, claro que voy a decírselo. Eso y algo más – Lynn estaba tan furiosa,
que perdió todo control. Hace más de un año, su hermano falsificó y cobró un
cheque mío por la cantidad de mil libras. Hasta el momento no he dado ningún
paso legal en contra suya.
Sir Guy no respondió y, debido a que el silencio la enfureció aún más,
Lynn continuó diciendo:
- Tony tuvo siempre el temor de que usted se enterara de ello. Bueno,
ahora, ya sabe la verdad.
- El asunto me sorprende y disgusta tanto como mi hermano temía. Por
supuesto, señorita Lystell, le enviaré un cheque por esa cantidad en cuanto
llegue a casa. Pero tal vez pueda usted contestar a esta pregunta: ¿por qué
necesitó mi hermano mil libras con tanta urgencia? ¿Sabe cómo gastó ese
dinero?
Sus ojos estaban clavados en el rostro de ella y, por primera vez, Lynn se
dio cuenta de la clase de persona que era Sir Guy Thorne. Aquél era un hombre
que no se dejaba deslumbrar o excitar por su belleza ni aprobaba en modo
34
alguno su conducta. No cabía la menor duda de que comprendía muy bien que
todas las deudas de Tony se derivaban de su relación con ella.
Lynn lo miró con fijeza, tratando de encontrar una respuesta a su
pregunta. Guy Thorne, al ver que ella no contestaba, habló de nuevo:
- Ha sido franca conmigo, señorita Lystell, y ahora yo voy a serlo a mi vez.
Hace varios años que me preocupa el … afecto que mi hermano parece tenerle.
No le ha hecho ningún bien. En realidad, no le dieron el puesto en París porque
habían llegado a oídos de su futuro jefe rumores sobre su relación con usted.
Me imagino que ahora se lo habrán ofrecido a causa del reciente anuncio que
hizo usted de su compromiso matrimonial.
Sus palabras eran como latigazos y esta vez Lynn se olvidó de actuar y
contestó sólo la verdad.
- ¡Pero no me entiende usted! Sally ama a Tony. Ella sólo tiene dieciocho
años y no sospecha nada de lo que rodea este asunto. ¿No se da cuenta de la
tragedia que esto significa para ella?
La sinceridad de Lynn no pasó inadvertida a Sir Guy.
- Lo lamento mucho – respondió en voz baja.
- Además, ¿qué va a hacer la pobre niña? Me voy a América del Sur
dentro de dos días. Me acompaña mi prometido y lo más probable es que nos
casemos en cuanto lleguemos a su país. No sería probable, ni práctico, llevarme
a Sally conmigo. Ella no tiene ningún sitio a donde ir, como ya le he dicho. Por
cierto, hasta que se case no tiene dinero, ni un penique.
- Todo esto es muy desafortunado. Lo siento por la señorita Saint Vincent,
lo siento muchísimo. Pero, sin duda, usted encontrará solución a su problema,
como ya lo ha hecho otras veces.
- Tal vez pudiese; pero, ¿por qué tengo que hacerlo? Es su hermano quien
la ha dejado plantada. Creo que es usted quien debe hacer ahora algo por Sally.
- Sí, supongo que debo hablar con ella – dijo él tras un momento de tenso
silencio.
- Está bien. Podrá verla ahora. Pero permítame recordarle que ya sufre
bastante con lo sucedido. No hay razón para que usted le diga que Tony iba a
casarse con ella por su dinero. Sally no tenía la menor sospecha al respecto.
- Procuraré no herirla más de lo que le han herido ya – aseguró Sir Guy
con voz cargada de reproches.
Lynn se dirigió a la puerta del salón y la abrió. Afuera, como esperaba,
estaba Mary.
- ¿Y Sally? – preguntó.
- En su gabinete.
- ¿Sola?
- Sí. El doctor Harden estaba con ella, pero se ha ido hace unos minutos.
- Sir Guy Thorne desea hablar con Sally. ¿Tienes la bondad de llevarlo a
que la vea?
- Por supuesto – contestó Mary. ¿Quiere seguirme, por favor, Sir Guy?
35
Sin decir palabra, él siguió a Mary al primer piso. Frente a la puerta del
gabinete, la secretaria se detuvo un momento y explicó en voz baja:
- No le hemos dicho todavía a Sally que su hermano no está enfermo en
realidad. Pensaba dejar que Lynn lo hiciera; pero como usted va a verla
primero, tal vez quiera decirle la verdad.
Si a Guy Thorne le molestó que le impusieran tan desagradable tarea, no
lo demostró. Se limitó a asentir con la cabeza. Mary abrió la puerta y él entró.
- Sally, aquí está el hermano de Tony, Sir Guy Thorne, que ha venido a
verte.
Tras esto, Mary salió y cerró la puerta.
Sally estaba sentada en una silla recta junto al secreter. Era evidente que
no se había movido desde que entrara en la habitación, porque su ramo estaba
todavía junto a ella. Tenía la cabeza inclinada un poco y miraba como sin verlo
un pañuelo con orla de encaje que tenía en la mano.
Cuando entró el hombre, se puso en pie de un salto y se dirigió a él.
- ¿Qué le sucede a Tony? – preguntó angustiada. Nadie quiere decírmelo.
Mary se muestra muy misteriosa y Lynn no ha subido a hablar conmigo. Por
favor, dígame qué sucede … No está muerto, ¿verdad?
- No, no está muerto – se apresuró a responder Sir Guy.
Sally ocultó el rostro entre las manos y un estremecimiento de alivio
sacudió todo su cuerpo.
- ¡Gracias a Dios! – murmuró. Tenía miedo de que algo terrible le hubiera
sucedido, desde que Mary me ha traído de la iglesia sin decirme qué había
pasado exactamente.
Se quedó inmóvil un momento, luchando por recobrar el control de sí
misma y, cuando levantó la cara, ya no había lágrimas en sus ojos, pero sus
labios temblaban.
- Siento mucho haber sido tan tonta – se excusó en voz baja. Y ahora,
¿tendría la bondad de decirme qué le sucede a Tony?
Al decir esto, levantó la vista por primera vez hacia el rostro de Sir Guy.
Lo reconoció instantáneamente: era el hombre del tren, el dueño del amistoso
perro de aguas.
Pero, por el momento, Sally no podía pensar en nada ni en nadie que no
fuera Tony. Vagamente se dio cuenta de que aquel hombre, al que ella había
visto dos veces en su vida, la estaba mirando con rostro grave y actitud hostil.
- Por favor, le suplico que me diga lo que ha sucedido – pidió.
Él se acercó y se quedó mirando los ojos de Sally, sombríos por la
preocupación. Ella estaba muy pálida.
- Me temo que debe prepararse para una impresión nada grata, señorita
Saint Vincent – dijo con lentitud. Mi hermano no está enfermo ni, que yo sepa,
le sucede nada.
- Entonces, ¿por qué? – Sally lo miraba desconcertada.
- Permítame terminar, por favor. Creo que preferiría que sea totalmente
36
sincero con usted. Por lo tanto, le diré la verdad: mi hermano Anthony ha
decidido no casarse.
Pareció que no lograba captar el significado de sus palabras. Luego se
puso más pálida todavía y se llevó las manos al pecho en ademán convulsivo.
- ¿Quiere decir … quiere decir que Tony no ha querido casarse conmigo?
No lo entiendo. Ayer parecía feliz … Fue tan bondadoso, tan comprensivo …
¿Qué puede haber pasado?
- Yo lo entiendo menos que usted. Sólo sé que mi hermano escribió una
carta a la señorita Lystell, en la cual dice que ha decidido no casarse, que le han
ofrecido un empleo en París y se ha marchado del país.
- El empleo de París – murmuró Sally. Lo deseaba tanto …
De pronto, como si sus piernas se negaran a sostenerla más, se dejó caer
sobre una silla. Inclinó la cabeza un poco, mirándose las manos. Pero no lloró.
El llanto habría sido una expresión muy limitada del dolor que la abrumaba.
Tony era su amigo. Había aprendido a depender y a confiar en él. Y ahora se
había ido sin una palabra, sin una explicación. ¡Estaba tan segura de que él la
amaba! Estaba segura porque nunca en su vida había encontrado la bondad que
él le había brindado.
Sir Guy rompió el silencio.
- He estado hablando con la señorita Lystell y estoy de acuerdo con ella,
señorita Saint Vincent, en que mi hermano la ha tratado injustamente. Me doy
cuenta de que su conducta la ha dejado, por el momento al menos, sin hogar.
Creo justo, por lo tanto, que, mientras usted encuentra empleo u otro lugar de
residencia, ofrecerle la hospitalidad de mi casa. Está en Yorkshire y partiré
hacia allí mañana a primera hora. ¿Me permite proponerle que me acompañe?
Mientras tanto, notificaré a mi madre que va usted conmigo.
Sally lanzó un suspiro y contestó:
- Es muy amable al invitarme, porque sé que ni usted ni su madre deben
de tener el menor interés por mí. Sin embargo, me consta que Lynn preferiría
que aceptara; así podrá marcharse sin tener que preocuparse por mí, ¿no es
cierto?
- Sin duda alguna – contestó Sir Guy.
- Entonces muchas gracias … Le prometo que trataré de encontrar otra
solución lo antes posible – el esfuerzo de Sally por conservar la dignidad era
casi patético, pues sus manos y sus labios temblaban visiblemente.
- Entonces, queda decidido – dijo Sir Guy. Vendré a buscarla a las diez en
punto. Le ruego que esté lista.
- Le preguntará primero a Lynn si está de acuerdo.
- Seguro que el plan recibirá la total aprobación de la señorita Lystell –
afirmó él con una ironía que Sally, en su estado, no fue capaz de percibir.
Guy Thorne se dirigió a la puerta.
- Adiós, señorita Saint Vincent.
- Adiós – contestó Sally.
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La negrura que la había envuelto empezaba a desaparecer y se dio
cuenta de que no tardaría en echarse a llorar. Pero logró contenerse hasta que
salió el hombre cerrando suavemente la puerta.
Cuando más tarde bajó a cenar, todo rastro de los preparativos de la
frustrada boda había desaparecido de la casa. Vio a Lynn sólo unos segundos,
porque ésta se disponía a marcharse para cumplir un compromiso previo. No
dio la oportunidad a Sally de decirle nada. Le dirigió una sonrisa muy teatral y
salió apresuradamente.
Por un momento, Sally sintió el loco deseo de correr tras ella, de echarle
los brazos al cuello y llorar en el hombro de su madre, pero logró contenerse a
tiempo. Sabía demasiado bien que Lynn detestaba las escenas, a menos que
hubieran sido planeadas por ella misma.
A la mañana siguiente la esperaba una nueva desilusión. En la consola
del vestíbulo, Lynn había dejado una nota escrita con grandes letras: “NO
QUIERO QUE ME DESPIERTEN, EN NINGUNA CIRCUNSTANCIA, HASTA
LAS DIEZ Y MEDIA”
Sir Guy iba a recogerla a las diez, pensó Sally. ¡Aquello significaba que no
podría despedirse de su madre! Por un momento, apenas pudo dar crédito a lo
que estaba sucediendo. Iba a marcharse de casa con un desconocido, a un lugar
extraño, sin decirle adiós a la persona que más amaba en el mundo …
Se encontraba mirando aún el papel cuando bajó Mary. Ésta lo leyó por
encima del hombro de Sally y comprendió que Lynn había decidido que la
llamaran más tarde para evitar el encuentro con su hija. Enlazó su brazo con el
de la joven y le dijo con voz tranquila:
- Ven a desayunar y, como he vivido mucho más que tú, permite que te dé
un consejo.
- Sí, dime …
- Nunca esperes de la gente más de lo que es capaz de dar. Quiere a las
personas como son, no por lo que esperas que sean. La raíz de muchas de
nuestras desdichas es que nos empeñamos en atribuir a la gente que amamos
niveles de conducta mucho más altos de los que pueden alcanzar.
- Trataré de recordarlo – prometió Sally con humildad, pero Mary vio que
el dolor persistía en sus ojos.
- Algunas veces, por el contrario – continuó la secretaria – la gente actúa
con una grandeza y una generosidad que no esperábamos de ella. Son
momentos mágicos en que incluso la persona más pequeña se vuelve grande,
sacrificándose a sí misma en aras de un ideal.
- No es fácil el sacrificio – observó Sally en voz baja.
- Claro que no. Por eso vale tanto.
Sally sonrió de pronto.
- Me dices las cosas de una manera muy bonita, Mary. Sé que soy egoísta
al pensar sólo en mí misma. Te prometo que intentaré no hacerlo.
- Dios te bendiga, niña – dijo Mary conmovida.
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Cuando Sir Guy Thorne llegó a buscarla, Sally estaba lista. Él se mostró muy
cortés, pero frío y lejano. Hicieron el recorrido a la estación en un taxi,
intercambiando sólo unos cuantos comentarios sobre el tiempo.
Se instalaron en el tren y Sir Guy se dedicó a leer el periódico, mientras
Sally aparentaba leer un libro que Mary le había prestado. En realidad,
observaba a hurtadillas a su acompañante por encima del libro. Compraba la
gravedad de éste con la alegría y el encanto personal de Tony, asombrada de
que dos hermanos pudieran ser tan distintos.
Recordando su segundo encuentro con él, se dio cuenta de que Sir Guy y
Tony Thorne eran los dos caballeros a los que atendía su antigua niñera. La
descripción que ésta había hecho de ambos no podía ser más adecuada: Sir Guy
era un perfecto caballero y Tony un chico alocado al que no quedaba más
remedio que querer por su simpatía personal.
¡Qué extraña coincidencia que los dos caballeros a los que Nanny se
había referido fueran los hermanos Thorne! Si hubiera ido a visitar a Nanny
otra vez, podría haberse enterado de muchas cosas sobre ellos. Pero cuando
habló a Mary de su encuentro con la antigua niñera, la secretaria se mostró
horrorizada por la idea de que tuviera contacto con alguien perteneciente al
pasado mientras se hospedaba en casa de su madre.
- No se lo menciones a Lynn – le aconsejó Mary. Le aterrorizaría la idea de
que tu niñera pudiera adivinar quién es ella.
Y Sally, obediente siempre al menor deseo de Lynn, no había ido a visitar
más a Nanny ni le había comunicado su intención de casarse.
Después de haber almorzado en el vagón restaurante con Sir Guy, Sally
se dirigió al tocador de señoras. Al volver al compartimiento, se detuvo ante
una ventanilla del pasillo para contemplar la hermosa campiña que atravesaban
en aquellos momentos. De pronto oyó que se abría una puerta y una vocecita
asustada le preguntaba:
- Por favor, ¿podría ayudarnos?
Sally bajó la mirada y se encontró con un niño delgado y de facciones
exquisitas.
- Sí, por supuesto – contestó. ¿Qué sucede?
- Mi mamá está enferma – dijo el niño. No sé lo que tiene.
El niño la cogió de la mano y la condujo al compartimiento más cercano,
donde una mujer joven se retorcía presa del dolor. Junto a ella, pálida y
asustada, había una niña más pequeña que el chiquillo, pero con las mismas
hermosas facciones.
- ¿Puedo ayudarte en algo? – preguntó Sally a la mujer. ¿Qué le sucede?
La desconocida levantó el rostro, lanzó un profundo gemido y Sally vio
gotas de sudor que perlaban su frente.
- Lo … siento – dijo jadeante. Siento muchísimo … causar molestias …
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pero me temo que es … el apéndice.
Tendió la mano a Sally en ademán desesperado y la joven se la oprimió
con fuerza, intentando confortarla.
- ¿No estaría más cómoda tendida en el asiento? – preguntó. Enseguida iré
a buscar ayuda. Tal vez haya un médico en el tren.
La mujer no dijo nada. Sally, interpretando su silencio por aquiescencia,
se inclinó, le levantó las piernas y se las colocó en el asiento. La enferma lanzó
un quejido y por un momento pareció a punto de desmayarse. Era muy joven y
muy bonita; pero en aquel momento su rostro se contraía por el dolor.
- Iré a buscar ayuda ahora mismo – Sally se volvió hacia el niño y le
indicó: Dale la mano a tu mamá. No tardo.
Salió enseguida al pasillo y vio que un revisor se acercaba. Corrió a su
encuentro y le explicó en pocas palabras lo que sucedía.
El hombre la siguió al compartimiento, dirigió una mirada a la enferma y
consultó su reloj.
- Pasaremos por una estación dentro de tres minutos – informó en voz
baja – pero no nos detendremos. Estaremos en York dentro de un cuarto de
hora. Trataré de comunicarme por telégrafo con el hospital de allí para que
tengan lista una ambulancia a nuestra llegada. Usted quédese con la señora y yo
veré también si hay una enfermera o un médico en el tren.
Sally volvió al lado de la mujer, quien permanecía inmóvil con los ojos
cerrados, pálida y exhausta. Los dos niños estaban junto a ella y le cogían
ansiosos las manos.
- Será mejor que os sentéis – les dijo Sally y, una vez que la obedecieron, se
volvió a la mujer y le explicó: Llegaremos a York dentro de un cuarto de hora y
una ambulancia le estará esperando.
La enferma abrió los ojos un momento, pero volvió a cerrarlos con
rapidez, como si aún tan leve movimiento le causara dolor. Sally se volvió a los
niños.
- No os preocupéis – dijo. Vuestra mamá se pondrá bien. ¿Adónde ibais?
- A York – contestó el niño.
- ¿Os espera alguien allí?
Él negó con la cabeza.
- No conocemos a nadie en Inglaterra.
- Entonces, ¿dónde ibais a alojaros en York?
- En un hotel – respondió la niña. A mí me tocaba escoger uno. Mamá dijo
que podía hacerlo.
Antes de que Sally pudiera preguntarle a la madre si era exacto lo que
decían los niños, el revisor apareció de nuevo, seguido por una mujer con
uniforme de enfermera, quien se hizo cargo de la situación con tanta eficacia
como le fue posible.
La enferma miró angustiada a Sally:
- Por favor … cuide a … los niños – le pidió. Era evidente que cada
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palabra le producía un intenso dolor.
- Sí, claro que lo haré – contestó Sally. No se preocupe. Le prometo que
estarán bien. Había hablado impulsivamente, sin pensar; pero decidió que, sin
importar a qué dificultades tuviera que enfrentarse, cumpliría su promesa.
Se dirigió rápidamente a su propio compartimiento. Sir Guy estaba
sentado junto a la ventanilla, contemplando el panorama. Se sentó frente a él, le
contó lo sucedido y terminó diciendo:
- He prometido a la madre que cuidaré de los niños.
Sir Guy la miró con fijeza.
- ¿De veras? ¿Y cómo se propone hacerlo?
- No lo sé, pero lo he prometido y debo cumplirlo. Son unos niños
preciosos, pero no sé si tendrán dinero. No parecen ricos.
- Creo que iré a verlos – dijo Sir Guy poniéndose en pie.
- ¡Oh, gracias! – exclamó Sally. Estaba segura de que usted comprendería.
Los niños estaban sentados donde ella los había dejado y sus caritas se
iluminaron cuando la vieron aparecer. La enfermera se acercó a Sally.
- Está muy mal – dijo en voz tan baja, que sólo Sir Guy y la joven pudieron
oírla. No hay nada que yo pueda hacer, pero estaremos en York dentro de unos
minutos e iré con ella hasta el hospital. Esperemos que la ambulancia llegue a
tiempo. Es indudable que requiere una operación urgente.
Sally se sorprendió cuando Sir Guy contestó amablemente a la
enfermera:
- Ojalá todo salga bien. La enferma estará en buenas manos con usted.
Mientras tanto, la señorita y yo veremos qué se puede hacer por los niños.
La mujer lanzó un leve gemido y la enfermera volvió rápidamente a su
lado. Sally descolgó los abrigos de los niños y les dijo a éstos:
- Será mejor que os los pongáis. Es más fácil llevarlos así que cargar con
ellos – al observar el género de los abrigos, Sally se dio cuenta de que tenía
razón al suponer que no se trataba de una familia rica.
Poco después, el tren empezó a reducir la velocidad.
- Iré por nuestro equipaje y mandaré un mozo a que recoja el de los niños,
dijo Sir Guy a Sally. Nos veremos en el andén.
Afortunadamente, cuando el tren se detuvo, dos hombres vestidos de
blanco esperaban con una camilla. Sally entregó al mozo enviado por Sir Guy
las maletas, tomó los bultos de mano e indicó a los niños:
- Ahora debemos bajar nosotros para que puedan subir por mamá.
Los pequeños se acercaron para besar a su madre. Ésta abrió los ojos en
el acto y Sally vio el dolor y la angustia reflejados en ellos.
- No se preocupe – le dijo. Cuidaré de ellos, se lo prometo.
La mujer pareció tranquilizarse. Sally tomó a los niños de la mano y
descendió del tren con ambos. Por un momento se sintió desconcertada y un
poco aturdida, ya que los empujaban los pasajeros que querían subir al tren y
los que querían bajar. Apretó las manos de los niños, temerosa de que aquella
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corriente humana los arrastrara. Finalmente vio a Sir Guy que avanzaba hacia
ellos, llevando de la correa a Bracken, el perro de aguas.
Por primera vez, Sally se percató de que Sir Guy Thorne era alguien en
quien podía confiar, de quien podía depender en un mundo caótico.
- Vamos, niños – dijo, avanzando hacia él con una sonrisa.

Capítulo 4

Los niños empezaron a mostrar signos de cansancio cuando llevaban una


hora viajando en auto. Sentados uno a cada lado de Sally, se apoyaron en ella y
se quedaron dormidos. Antes, la joven los había sometido a un pequeño
interrogatorio. Empezó por preguntarles su nombre.
- Yo soy Nicholas – repuso el niño – pero no me gusta que me llamen
Nick.
- Prometo que siempre te llamaré Nicholas – le aseguró Sally y se volvió
hacia la niña, que parecía ansiosa por decir su propio nombre.
- Yo me llamo Prudence, pero todos me dicen Prue. Prudence es
demasiado largo.
- ¿Y cómo os apellidáis?
- Redford – contestó Nicholas. Mi papá es Mayor del ejército; estuvo en la
guerra.
- ¿Y dónde está ahora?
- En la India. Pero dijo que se reuniría con nosotros en cuanto pudiera. A
lo mejor viene ya en barco, como vinimos nosotros.
- Entonces, ¿venís de la India?
- Sí, sí – contestó Prue con su vocecita chillona.
Varias preguntas más permitieron a Sally hilvanar la historia de la
Familia. Al parecer, el Mayor Redford trabajaba en la India antes de la guerra.
Al estallar ésta se dio de alta en el ejército, pero nunca lo sacaron del país.
Luego, cuando concluyó se dio de baja y volvió a su antiguo empleo. Los niños
no supieron explicar en qué consistía éste. Pero ahora que el gobierno de la
India había pasado a otras manos, el Mayor se había quedado sin trabajo y
había decidido volver a su país. Envió a su familia primero; él los seguiría poco
después.
Los niños nunca habían estado en Inglaterra y todo era nuevo y extraño
para ellos. Incluso parecían un poco asustados. No recordaban haber oído
hablar de que tuvieran ningún pariente en York. Iban allí porque era donde su
padre vivía de pequeño.
Sally se sentía muy agradecida de que Sir Guy no hubiera protestado por
el compromiso que ella había adquirido de cuidar a Nicholas y Prue. Por el
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contrario, él se encargó de que los mozos transportaban el equipaje de todos al
auto y llevó a Sally y a los niños consigo. Se ocupó también de conseguir el
nombre y el número de teléfono del hospital donde había sido trasladada la
señora Redford. Cuando Sally trató de darle las gracias la miró de un modo
extraño, rechazando su gratitud.
Tras un recorrido de casi dos horas, Sir Guy volvió la cabeza por primera
vez desde su asiento para decir:
- Estamos ya muy cerca de la casa.
Nicholas se incorporó en el acto, interesado y alerta. Su hermanita
continuó dormida, apoyada en Sally, que no se atrevió a moverse. A un lado del
camino había lomas y llanuras cubiertas de verdor, y al otro un río, campos
sembrados y largas hileras de árboles al fondo. Pocos minutos después
traspusieron la verja de una propiedad y se internaron por una avenida
bordeada de árboles, al fondo de la cual se veía una casa.
Sally esperaba ver una mansión impresionante, a tono con la solemnidad
de Sir Guy. Vio en cambio un edificio alargado, de techos irregulares y
chimeneas de diferentes épocas, que se elevaban hacia un cielo lleno de sol. Una
enredadera cubría parte de la casa, construida en ladrillo rojo, con ventanas de
diferentes formas que le daban una apariencia muy atrayente.
Cuando se detuvo el auto, un mayordomo de cabello gris acudió a abrir
la puerta.
- ¿Cómo está usted, Bateson? ¿Mejor? – le preguntó Sir Guy.
- Mucho mejor; gracias, Sir Guy.
Todos siguieron a éste al interior de la casa y entraron en un largo salón
de techo bajo, con puertas cristaleras que daban al jardín. Había jarrones con
flores por todas partes y un pequeño cachorro de raza terrier saltó hacia ellos,
dándoles una ruidosa bienvenida.
Había dos mujeres al fondo del salón. Una de ellas, de cabello gris y
hermosa cara iluminada por una sonrisa, avanzó hacia Sir Guy, mientras que la
más joven permanecía inmóvil.
Guy Thorne se inclinó para besar a la dama.
- Tengo el gusto de presentarse a la señorita Saint Vincent, mamá. La
esperabas, ¿verdad?
- Sí, querido, por supuesto – respondió Lady Thorne con voz suave.
Estrechó la mano que Sally le tendía y miró sorprendida a los niños.
- Son Nicholas y Prudence Redford – se apresuró a explicar Sir Guy – unos
invitados imprevistos. Su madre enfermó en el tren y fue llevada de emergencia
a un hospital de York. No tenían adónde ir, así que los hemos traído.
- Habéis hecho bien – aprobó Lady Thorne y sonrió con ternura a los
niños.
- Hola, Nadia. ¿Cómo estás? – preguntó Sir Guy. Sally le vio extender las
manos hacia la mujer más joven.
- Me alegra que hayas vuelto, Guy – ella hablaba con voz baja y profunda.
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Tenía un extraño acento que Sally no logró identificar.
- La señorita Saint Vincent … mi prima, Nadia Thorne – las presentó Sir
Guy.
Sally avanzó hacia ella con la mano tendida, pero la otra muchacha se
limitó a hacer un leve movimiento de cabeza. Sally tuvo que bajar la mano,
turbada. Nadia Thorne era atractiva, no cabía la menor duda. Llevaba el cabello
oscuro recogido atrás, dejando al descubierto la frente cuadrada y las pequeñas
orejas. Sus cejas, de trazo muy marcado, parecían alas sobre sus ojos
almendrados. Tenía la piel blanca y suave como una magnolia y resultaba fácil
adivinar que era extranjera. Sally comprendió por qué le había sorprendido su
acento. Se apellidaba Thorne, pero decididamente no era inglesa.
- Acomodaremos a los niños en los dos pequeños vestidores que hay
frente al dormitorio lila, donde hemos instalado a la señorita Vincent – estaba
diciendo Lady Thorne. ¿Quieres hacerme el favor de ordenar que los preparen,
Nadia?
Antes de salir, Nadia clavó su mirada sombría en Sally, quien
comprendió que a la muchacha le disgustaba no sólo su llegada, sino la de los
niños.
- Y ahora, Guy, cuéntame todo – pidió Lady Thorne a su hijo y se dirigió al
sofá, pero antes de sentarse miró a los niños. Supongo que vosotros dos queréis
ir a correr por el jardín hasta que tomemos el té, ¿verdad?
Los niños aceptaron encantados y, viéndolos marchar seguidos por el
terrier, la dama exclamó:
- ¡Qué niños tan preciosos! Habladme de su pobre madre.
Sir Guy le relató lo sucedido en el tren.
- ¿No venían a hospedarse con parientes o amigos? – preguntó ella.
Por primera vez, él miró a Sally como para incluirla en la conversación.
- Dicen que no conocen a nadie en Inglaterra – intervino la joven con
timidez. Pero que venían a York porque su padre vivió aquí cuando niño.
- Redford – dijo Lady Thorne y lanzó una exclamación: ¡Guy! ¿No se
tratará del hijo del general Redford, que vive en Merton Grange?
- Tengo entendido que él lo desheredó, ¿no?
- Sí. ¿No recuerdas que hizo un matrimonio poco afortunado? La
muchacha era actriz o algo así, y el viejo general se puso tan furioso que dijo
que no quería volver a verlo, que no recibiría de él ni un penique. ¿Usted qué
piensa, señorita Saint Vincent?
- La señora Redford me dio la impresión de ser una persona muy sensible.
A pesar de que sufría intensos dolores, no dejaba de pensar en los niños.
- Con mucha razón. Sus hijos son encantadores. Sería muy interesante que
fueran nietos del general Redford – Lady Thorne emitió un suspiro y se volvió
hacia su hijo. ¡Ah, me estoy preocupando del hijo del general y me olvido del
mío! Me dijiste por teléfono que tenías algo que contarme sobre Tony. No está
enfermo, ¿verdad?
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- No, mamá; no tienes que preocuparte en ese sentido.
Con repentino horror, Sally se dio cuenta de que Lady Thorne no sabía
nada de lo sucedido entre ella y Tony y comprendió que no soportaría
permanecer allí mientras Sir Guy revelaba a la dama que su hijo había intentado
casarse sin que ella lo supiera, para luego arrepentirse en el último momento. Se
puso en pie.
- Perdonen … Iré a ver a los niños – y antes de que Sir Guy o su madre
pudieran contestarle, salió apresuradamente al jardín.
Aunque se sentía de nuevo muy afligida, logró dominarse lo suficiente
para reír y entretener a los niños, hasta que Nadia llegó a avisarles que el té
estaba servido y debían seguirla. Su actitud era francamente hostil, y todos los
intentos de Sally por establecer una relación amistosa con ella fueron
rechazados con frialdad.
Cuando llegaron al salón donde tomarían el té, más pequeño que el
primero, Sally se dio cuenta de que Lady Thorne había llorado.
- Hay leche para los niños – dijo, mientras empezaba a servir el té con
manos temblorosas. ¿Le gusta el té fuerte o suave, señorita Saint Vincent? – no
miró a Sally al decir esto y la joven advirtió que la cordialidad con que la recibió
a su llegada se había desvanecido.
“La he hecho sentirse desgraciada”, pensó. “Sir Guy me mira con
desaprobación y Nadia Thorne me odia. ¿Qué hago aquí? Debo irme cuanto
antes”.
Tomó el té en silencio mientras los niños hablaban alegremente y, apenas
terminaron, volvió con ellos al jardín. Cuando Nicholas y Prue se cansaron de
correr, los tres se sentaron en un banco bajo un árbol y Sally empezó a contarles
un cuento. De pronto, al levantar la vista, vio que Sir Guy se encontraba de pie
junto a ellos.
- Acabo de llamar por teléfono al hospital – dijo. La señora Redford ha
sido operada con éxito y esperan que se recupere sin ninguna complicación.
- ¿Qué dice de mamita? – preguntó Prue. Sally la abrazó y procuró
explicárselo en términos sencillos.
- Le han quitado a tu mamá el horrible dolor que tenía y, aunque está muy
cansada hoy, esperan que esté mucho mejor mañana.
- ¡Oh, qué bien! Entonces, ¿vendrá mañana por nosotros?
- No, mañana no, pero tal vez vosotros podáis ir a verla muy pronto.
Los niños miraron a Sir Guy, que asintió con la cabeza.
- En cuanto vuestra madre esté bien para veros, os llevaré a York.
A continuación, se dirigió a Sally:
- Mi madre sugiere que acueste usted a los niños temprano. Les mandarán
una cena ligera a sus habitaciones.
- ¿Podría hablar con usted después? – preguntó Sally.
- Por supuesto. Me encontrará en la biblioteca. Está frente al salón. No le
costará trabajo dar con ella.
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- Gracias – dijo Sally. ¡Vamos, niños, veamos quién llega primero a la casa!
y echó a correr seguida por los pequeños.

La biblioteca era una habitación amplia, atestada de libros casi desde el


suelo hasta el techo. Sir Guy llevaba en ella casi media hora cuando oyó que se
abría la puerta y una voz preguntaba tímidamente:
- ¿Puedo pasar?
- Adelante – contestó él y se aproximó a Sally, que esperaba indecisa junto
a la puerta.
- Los niños se han acostado ya – dijo la joven. Están tan cansados que no
tardarán en dormirse.
- ¿Quería usted hablar conmigo? – preguntó Sir Guy, indicándole que se
sentara.
- Sí … Quería pedirle ayuda para poder irme de aquí lo antes posible.
Sir Guy enarcó las cejas.
- ¿No le gusta esta casa?
- No es eso. Es que no debía haber venido. He alterado a su madre y … y
le desagrado a su prima.
- ¿Le ha dicho eso Nadia? – preguntó él sorprendido.
- No, claro que no; pero esas cosas se saben sin necesidad de que se las
digan a uno … Su madre estuvo llorando antes del té.
- La alteró un poco lo que tuve que decirle – reconoció Sir Guy. Siempre
ha querido mucho a mi hermano menor. Por desgracia, le ha dado muchos
disgustos durante su vida. Es muy alocado y, desde que se enamoró de … - se
detuvo de pronto y después añadió: Hace años que se ausentó de casa y eso la
ha herido mucho.
- Con razón Tony nunca me habló de su casa, cosa que yo no entendía. Si
yo hubiera tenido un hogar como éste, me habría sentido tan orgullosa, que
jamás lo hubiera dejado.
- Y sin embargo, piensa dejarnos usted cuando acaba de llegar.
- Debo hacerlo. Todo aquí es sereno y hermoso. ¿Cree que deseo
cambiarlo? ¿Cree que me agrada que la gente se sienta desgraciada porque yo
he llegado?
- Es extraño que diga eso. No sé si lo sabrá, pero esta casa es conocida
como “El Priorato”. Hace varios siglos era un monasterio que,
desgraciadamente, Enrique VIII mandó destruir. No obstante, se la sigue
llamando como entonces. Le sorprenderá, pero esta casa parece capaz de curar
el cuerpo y el alma. Supongo que es una sensación que dejaron aquí los monjes.
Sally miró asombrada a Sir Guy. Era la primera vez que él le hablaba sin
reservas, sin que el desdén asomara a sus ojos. No dijo nada y él continuó:
- A menudo, las cosas parecen diferentes cuando uno llega aquí. La casa
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parece situar los problemas del mundo exterior en su perspectiva exacta. En
Londres yo creí que era usted casi tan culpable como mi hermano de lo
ocurrido. Pero ahora ya no estoy tan seguro. ¿Me permite decirle que me
gustaría que se quedara aquí, al menos hasta que encontremos algo adecuado
para usted, un empleo por ejemplo?
Su buena intención era tan manifiesta e inesperada, que Sally se encontró
sin saber qué decir.
- Gracias – logró tartamudear al fin y añadió: Por favor, ¿podría decirle a
su madre que lamento muchísimo todo lo ocurrido?
- Usted no es responsable de la conducta de mi hermano hacia su familia –
declaró Sir Guy secamente; pero Sally se dio cuenta de que no estaba resentido
con ella, sino con Tony.
Sally se puso en pie.
- ¿Podría … pedirle otro favor?
Sir Guy asintió con la cabeza.
- Si usted le escribe o … o habla con Tony, yo … preferiría que él no
supiera que estoy aquí.
- Comprendo. Voy a tener que escribir a mi hermano, pero no mencionaré
para nada su nombre. Creo que él ha perdido todo derecho sobre usted.
- No es eso … Pero es mejor que no lo sepa.
Mientras subía la escalera para ir a ver a los niños, miró a su alrededor
preguntándose si, en efecto, la casa tendría cualidades beneficiosas para el
cuerpo y el alma. Esperaba que así fuera, porque las necesitaba
desesperadamente.
“¡Oh, cúrame, cúrame!”, gritaba su corazón.
La soledad en que se encontraba era más de lo que podía soportar.

Sally salió del estupor en que estaba sumida cuando alguien llamó a la
puerta.
- Adelante – dijo, arreglándose el cabello con dedos nerviosos. Esperaba
ver entrar a una doncella, pero se trataba de Lady Thorne.
- ¿Puedo pasar? – preguntó con su dulce voz.
- Por supuesto – contestó Sally y añadió nerviosa: ¿Me he retrasado? No sé
qué hora es.
- ¡Oh, no! – contestó Lady Thorne. No son todavía las siete y nosotros
cenamos a las ocho y media. He entrado a ver a los niños, pero están dormidos.
Debe haber sido un día largo y agotador para ellos.
- Sí, estaban muy cansados. Por eso los he acostado temprano.
- Ha hecho muy bien – aprobó Lady Thorne. Se sentó en el asiento bajo la
ventana, donde Sally había estado acurrucada unos minutos antes.
- Vena a mi lado, querida – le pidió. Quiero hablar con usted. Es difícil
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hablar a solas en esta casa. Cuando mis hijos eran pequeños solían quejarse de
que nunca podían hablar conmigo sin que alguien nos interrumpiera – lanzó un
suspiro. Tener a esos dos pequeños aquí me ha hecho recordar viejos tiempos,
hace que me sienta joven otra vez.
- Es usted muy bondadosa por haberlos aceptado aquí – dijo Sally con
sincera gratitud – y lo es más todavía al admitirme a mí.
- De eso quería hablarle – dijo Lady Thorne y Sally sintió que se le oprimía
el corazón. Sin darse cuenta, había llevado la conversación al tema que más
deseaba evitar. He estado pensando – continuó la dama – que no fuimos muy
amables al recibirla. Guy me había llamado por teléfono desde Londres,
diciéndome que iba a traer a casa, para que pasara con nosotros algún tiempo, a
una tal señorita Saint Vincent, amiga de Tony.
- ¡Oh! – exclamó Sally y sus mejillas se tiñeron de rubor.
- A mí, desde luego, me agradó poder ofrecer hospitalidad a una amiga de
mi hijo menor; pero ahora que Guy me ha contado todo lo sucedido y los malos
momentos por los que está usted pasando, quiero decirle cuánto lo siento. No
entiendo cómo mi Tony ha podido portarse así. ¡Está tan extraño últimamente
…! No ha sido el mismo de siempre en los últimos dos o tres años, desde que …
- Lady Thorne se detuvo, como si pensara que estaba hablando de más. Era un
niño bueno y cariñoso … - murmuró de pronto – pero cuando los hijos crecen,
suelen alejarse de la casa y de sus padres.
Había tanto dolor en la voz de Lady Thorne, que Sally extendió una
mano para tocar la suya.
- ¡Oh, no debe sufrir por Tony! No entiendo por qué en el último momento
no quiso casarse conmigo, pero puedo asegurarle que fue siempre muy amable
y honesto. No puedo concebir que sea cruel con nadie. Al principio le tenía un
poco de miedo, pero luego fue tan bueno que empecé a quererlo.
La anciana sonrió, aunque había lágrimas en sus ojos.
- Gracias por decirme eso. Creo, como usted, que debe haber alguna buena
explicación, que tal vez un día oigamos de labios del propio Tony. Mientras
tanto, quiero decirle que me agrada mucho que esté aquí y debe quedarse todo
el tiempo que desee.
- ¡Oh, gracias! Pero tan pronto como sea posible, debo conseguir un
empleo. No tengo dinero, ¿sabe?
- Guy me lo ha dicho. Por favor, no se preocupe por eso de momento. Los
problemas suelen resolverse solos, si uno les da tiempo.
- Gracias – repitió Sally.
- Y ahora, debo ir a cambiarme para la cena. Esta noche conocerá usted al
Capitán Pawlovski. Está aquí con nosotros mientras realiza algunos
experimentos muy especiales y secretos en nuestro aeropuerto privado.
Al ver la expresión sorprendida de Sally, Lady Thorpe explicó:
- Sí, tal vez vivamos en un lugar un poco apartado, pero no hemos
perdido el contacto con el progreso. Guy tenía su propio avión antes de la
48
guerra. Ahora ha renunciado a volar, pero el Capitán Pawlovski está
aprovechando bien las instalaciones que él tenía aquí. El capitán es polaco y
amigo de mi sobrina Nadia. Tiene un permiso especial del gobierno para
realizar sus experimentos.
- ¡Qué interesante! – exclamó Sally.
- Eso es lo que todos pensamos, aunque no nos dice con exactitud en qué
consisten sus experimentos. No es un hombre muy comunicativo. Él, como mi
sobrina, sufrió mucho antes de poder escapar.
- ¿Se refiere a la señorita Thorne? – preguntó Sally.
- Sí, a Nadia. Supongo que, como todos, se preguntará por qué tiene
nuestro apellido y no parece inglesa. Se lo explicaré: un hermano de mi marido,
diplomático de carrera, se casó con una polaca y se fue a vivir a Polonia. No lo
volvimos a ver porque murió poco después de su matrimonio, pero dejó una
hija. Yo me escribía de vez en cuando con la viuda, aunque es difícil sostener
correspondencia con una persona extranjera a la que una nunca ha visto. Pero
intercambiábamos fotos de nuestros hijos y a través de ellas vi transformarse a
Nadia de una linda nenita en una atractiva joven. Luego vino la guerra y,
durante mucho tiempo, no supimos nada de ellas. Hicimos investigaciones por
medio de la Cruz Roja y nos enteramos de que la cuñada de mi esposo había
sido fusilada y nadie sabía qué había sido de Nadia.
La dama suspiró antes de continuar su relato:
- Durante el último año de guerra. Nadia escapó a Inglaterra y nos buscó
en cuanto llegó. Nosotros, desde luego, nos sentimos felices de poder ofrecerle
un hogar.
- Así que está sola en el mundo como yo … - murmuró Sally, sintiendo
que la desdicha la unía a Nadie.
- Sí, pobre niña, excepto que ella nos tiene a nosotros y tratamos de
compensarla por algunas de las cosas que ha perdido – Lady Thorne levantó la
vista al terminar de hablar, para ver el reloj que había sobre la repisa de la
chimenea. Tengo que irme o se nos hará tarde, a las dos para la cena. A Guy no
le gusta esperar.
Cruzó la habitación y, antes de salir, besó a Sally, que le había abierto la
puerta.
- Dios la bendiga, querida – dijo. Procure no estar triste. Hay muchas cosas
bellas que la vida le reserva todavía.
Su dulzura conmovió a Sally de tal modo que no pudo contestar; pero,
aunque había lágrimas en sus ojos al cerrar la puerta, las nubes negras que la
abrumaban empezaron a aligerarse un poco.
Rápidamente se puso un vestido azul y se arregló el cabello como el
peluquero de Lynn le había enseñado a hacerlo. Cuando se miró al espejo pensó
que estaba elegante y atractiva.
Al bajar la escalera oyó pasos a su espalda y se volvió. Era Nadia quien la
seguía. Llevaba un sencillo vestido de terciopelo negro que resaltaba la
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blancura de su piel y armonizaba con su cabello y sus ojos oscuros. Sally esperó
a que le diera alcance y trató de sonreír, pero la actitud de Nadia era tan hostil
como antes.
- No hay necesidad, señorita Saint Vincent, de que se ponga tan elegante.
Aquí somos gente sencilla – le dijo la joven polaca con voz dura.
Sally se ruborizó.
- Lo siento – contestó – pero tengo poca ropa y toda es nueva.
- ¡Por supuesto! – exclamó Nadia. Ropa escogida para su luna de miel con
el escurridizo Tony.
Ahora Sally estaba convencida de que la primera impresión que había
tenido de Nadia Thorne era exacta. La muchacha la detestaba, aunque no podía
imaginar qué razones tenía para ello.
Sir Guy y su madre estaban ya en el salón y poco después apareció un
hombre al que Sally no había visto hasta entonces. Era bajo de estatura, moreno
y apuesto, pero el entrecejo fruncido le daba una expresión de constante
impaciencia.
- ¡Ah, Ivor! – exclamó Nadia. Empezaba a temer que te hubieras olvidado
de la hora.
- No, mi estómago me avisó de que era hora de cenar – contestó el Capitán
Pawlovski, con un acento muy fuerte que hacía difícil comprenderlo. Se acercó
a Lady Thorne. Espero que me perdone, señora, porque no he podido
cambiarme de ropa. Tengo que hacer un vuelo esta noche, después de la cena.
- ¡Oh, Ivor, trabaja usted demasiado! – exclamó Lady Thorne. ¿No puede
descansar un poco, aunque sólo sea de vez en cuando?
- En mi país tenemos un proverbio que dice: “Cuando las cosas van bien
es el momento de trabajar”.
- Entonces, ¿las cosas van bien? – preguntó Nadia.
- No conviene cantar victoria antes de tiempo – contestó él.
- Esperen un momento antes de seguir hablando de los experimentos –
pidió Lady Thorne. Ivor, tengo el gusto de presentarle a una nueva invitada de
la casa. Sally, éste es el Capitán Pawlovski, de quien te conté que estaba
trabajando en nuestro campo aéreo. Ivor … la señorita Saint Vincent.
Se estrecharon la mano y Sally se dio cuenta con toda claridad de que el
Capitán Pawlovski no estaba más complacido de verla que Nadia.
La cena no fue la tortura que había temido. Lady Thorne habló casi
incesantemente de asuntos locales y Sir Guy se mostró muy comunicativo.
El Capitán Pawlovski charló poco. Devoraba la comida como quien
deplora perder semejante manjar. Aun antes de que la cena terminara, Sally se
sentía somnolienta y cansada. Así que, en cuanto pasaron al salón, se excusó y
se fue a acostar.
Durante los primeros minutos volvió a asaltarla el recuerdo de Tony,
pero el cansancio físico pudo más y, cuando despertó, vio que una doncella
estaba descorriendo las cortinas porque era de día.
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Ya vestida, se dirigió al dormitorio de Prue. Los niños estaban charlando
con gran animación. Nicholas, asomado a una ventana, parecía a punto de
caerse de tanto sacar el cuerpo. La nena, más circunspecta, estaba sentada en la
cama.
- ¿Qué tal si os vestís? – les sugirió.
Los niños lo hicieron encantador y bajaron corriendo al jardín. Bracken
los recibió con entusiasmo y Nicholas y Prue corrieron con él a través del prado,
seguidos por Sally, que iba más despacio.
Los pequeños desaparecieron entre los árboles del fondo y Sally se
guiaba por el sonido distante de sus agudas voces.
La arboleda se hizo más espesa y Sally se estaba preguntando donde
podían haberse metido los niños cuando llegó a un claro y se encontró en lo alto
de un terraplén al fondo del cual había un gran foso de arena. Nicholas y Prue
se hallaban en el fondo y miraban a Bracken, que escarbaba furioso en la
madriguera de un conejo.
- ¡Mira dónde nos ha traído Bracken! ¿No es un sitio emocionante? – gritó
Prue.
Los lados del foso eran rectos y estaban parcialmente cubiertos por
rosales silvestres, cuya fragancia atraía a unas cuantas abejas madrugadoras.
- Apuesto a que hay muchos conejos aquí – dijo Nicholas – pero Bracken
hace tanto ruido, que espantaría a un tigre.
- ¡No hay tigres en Inglaterra, tonto! – exclamó Prue. ¿Verdad, Sally?
- No, claro que no. Pero ahora subid y vamos a desayunar. Si queréis
volveremos después y Bracken puede seguir buscando conejos, aunque dudo
mucho que ésa sea la forma de encontrarlos.
Los niños obedecieron enseguida, pero aún así llegaron tarde al
desayuno, como Sally temía. A Lady Thorne no le molestó el retraso. Sólo
Nadia comentó con acritud que a la cocinera no le gustaba que nadie llegara
tarde a las comidas.
Guy les comunicó a los niños que había llamado al hospital y su madre
estaba mucho mejor. El doctor había dicho que podrían visitarla pronto.
Después les preguntó si sabían dónde podrían localizar a su padre para avisarle
de lo sucedido. Los niños conocían su dirección en la India, pero Nicholas
añadió que era casi seguro que viniera ya en barco.
- Lo mejor será preguntar a la señora Redford cuando la visitemos en el
hospital, ¿no lo cree así, señorita Saint Vincent? – preguntó Sir Guy.
- Sí, creo que será mejor esperar. Al fin y al cabo, el Mayor Redford no
puede hacer nada y sólo le preocuparíamos.
Nadia se levantó de pronto.
- Si me disculpas, tía Mary, tengo muchas cosas que hacer – dijo y salió
del comedor. Sally se levantó también.
- ¿Puedo ayudar limpiando las habitaciones de los niños y la mía? –
preguntó. Estoy acostumbrada al trabajo de la casa; siempre lo hice en la granja
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de la tía Amy.
- Gracias, querida – contestó Lady Thorne. Gertrude,la doncella que hace
la limpieza, es una mujer ya entrada en años y le agradecerá mucho su ayuda.
Cuando subió a los dormitorios, Sally encontró a Gertrude por el pasillo,
era una mujer gruesa, de casi sesenta años. La joven le explicó lo que había
convenido con Lady Thorne y aunque Gertrude no se mostró muy efusiva fue
evidente que tener ayuda la complacía.
Sally estaba terminando de limpiar la habitación de Nicholas cuando
Nadia apareció en la puerta. Se levantó enseguida, pues estaba arrodillada y se
apartó el pelo de la frente.
- ¿Me buscaba? – preguntó.
Nadie entró en la habitación antes de contestar.
- Sí – dijo. Quiero hacerle saber que los niños no deben ir, por ningún
concepto, al aeropuerto. ¿Me entiende? El Capitán Pawlovski no quiero verlos
por allí. Además, es peligroso para ellos.
- Se lo diré – respondió Sally – pero la verdad es que no sé dónde está el
aeropuerto.
- Pues cuando lo encuentren, no se acerquen a él ni usted ni los niños –
insistió Nadia y se marchó sin decir más.
Sally se preguntó cómo era posible que, con sólo unas cuantas palabras,
aquella mujer fuera capaz de alterar el ambiente de su alrededor.
“Supongo que se debe a lo que sufrió en Polonia”, pensó compasiva.
Cuando terminó de limpiar las habitaciones, bajó y encontró a los niños, que la
esperaban impacientes con Bracken a su lado.
- ¡Vámonos, Sally! Has tardado mucho – se quejó Nicholas. Nos
prometiste que iríamos al foso de arena.
- ¿Por qué no habéis ido solos?
- Queríamos que tú vinieras también – repuso Prue, poniendo su manita
en la de Sally, que sintió una oleada de ternura hacia la niña.
Cruzaron el prado y pronto se perdieron entre los árboles. Cuando
llegaron al foso de arena, los niños se deslizaron por el terraplén entre gritos de
alegría. Sally descendió con más cuidado. Bracken estaba ya inspeccionando los
agujeros hechos por los conejos.
Cuando Sally llegó al lado de Prue, ésta volvió a tomarla de la mano y
tiró de ella hacia la parte más baja del foso, donde había unas ruinas. Al
principio, la joven creyó que era sólo un montón de piedras, pero después se
dijo que tal vez había sido un pabellón. Sin embargo, al entrar por una
desvencijada puerta, observó que eran los restos de una capilla.
- ¡Qué tranquilo está esto! – dijo Prue en voz baja, oprimiendo la mano de
Sally.
Los gritos de Nicholas las hicieron salir casi de inmediato:
- ¡Eh, venid a ver lo que he encontrado! – decía, encaramado en uno de los
lados del foso.
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A Sally y a Prue les costó trabajo reunirse con él ya que la pendiente era
muy pronunciada, pero al fin lo lograron.
- ¡Mirad! – señaló Nicholas.
Sally comprendió enseguida la razón de que se mostrara tan excitado. A
cierta distancia, donde terminaban los árboles, se extendía una llanura muy
bien nivelada, en el centro de la cual se encontraba un avión.
- ¡Un avión! – exclamó Prue. ¡Oh, Nicholas, vamos a verlo!
Rápidamente, Sally extendió una mano para detenerlos.
- ¡Escuchad, niños! – dijo terminantemente. No está permitido que
vayamos al campo aéreo. El capitán Pawlovski, a quien todavía no conocéis,
pero que también vive en la casa, realiza experimentos muy importantes. No sé
de que se trata porque son secretos, pero dice que nadie, absolutamente nadie,
debe ir allí.
- Pero, ¿no podemos sólo acercarnos un poco para ver el avión? –
preguntó Nicholas desilusionado.
- Lo siento, pero me han dicho que está prohibido acercarse y debemos
obedecer.
Para distraer a los desilusionados niños, Sally los llevó a ver la huerta y
el invernadero, contándoles alegres historias que los hicieron reír y olvidar el
avión. No tardó en llegar la hora del almuerzo y Sally anunció que debían
volver a la casa. Iban cruzando ya el prado que había frente a ésta, cuando
vieron que Sir Guy se acercaba a su encuentro.
- Hemos estado jugando en el jardín – dijo Sally cuando él llegó a su lado.
Sabía que tenía las mejillas encendidas y el cabello alborotado por el viento y le
turbó que la viera así.
- Ya veo – dijo Sir Guy con sequedad. Vengo a decirles que acaban de
llamar por teléfono del hospital. La señora Redford está ansiosa de ver a sus
hijos y el doctor cree que será mejor que los vea, aunque sea por unos minutos,
para que se tranquilice. Los llevaré esta tarde en el coche.
- ¡Qué estupendo será para los niños! – exclamó Sally se volvió para
buscar con la mirada a Nicholas y Prue, pero éstos habían echado a correr hacia
la casa. Se pondrán muy contentos. Quieren mucho a su madre.
- Son niños muy bien educados – observó Sir Guy.
- ¡Oh, sí, claro que lo son! – convino Sally. Tienen muy buenos modales y
ambos son muy obedientes. No sé mucho sobre niños, pero creo que la señora
Redford debe de ser una persona excepcional en todos los sentidos.
Hablaba en defensa de la señora Redford al recordar que Lady Thorne
había mencionado que había sido actriz con cierto desdén.
Sir Guy, fijos los ojos en Sally, preguntó:
- ¿Siempre defiende con tanta vehemencia a quienes le son simpáticos?
- ¿Me he mostrado vehemente? Perdone.
- No, no se arrepienta de ser así. Me agrada la gente segura de sus
opiniones.
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- ¿De veras? – preguntó Sally, gratamente sorprendida por el hecho de
encontrar un punto de contacto humano con Sir Guy.
Curiosamente, la reacción entusiasta de ella le hizo retraerse y habló de
nuevo con brusquedad:
- El almuerzo estará listo dentro de diez minutos.
A Sally le pareció que pretendía librarse de ella, pero no se sintió
ofendida. Una vez más lo vio de dos formas diferentes: lejano y arrogante por
un lado, y como un caballero de reluciente armadura por el otro. Sin darse
apenas cuenta, quizá porque esta fantasía se le había hecho ya familiar, le sonrió
antes de dirigirse apresuradamente hacia la casa.

Capítulo 5

Sally llevaba ya quince días en “El Priorato” cuando Sir Guy empezó a
adquirir personalidad propia ante sus ojos, dejando de ser el severo hermano
mayor de Tony. Cada día era más consciente de la presencia del hombre cuando
éste entraba en una habitación o hablaba a los niños con su acostumbrada
serenidad.
Nunca pensó que Nicholas y Prue simpatizarían con él; sin embargo, no
tardó en darse cuenta de que, en cuanto aparecía Sir Guy a los niños se les
iluminaba la carita y corrían a su encuentro para abrumarlo a preguntas.
Casi a pesar suyo, Sally empezó a observarlo con atención. Fue Gertrude
quien más le habló de él. Para la vieja doncella, Sir Guy era también el favorito.
- Es un buen hijo – comentó en cierta ocasión - ¡lástima que no se le
reconozcan! El señorito Tony, con su lengua zalamera, siempre se ha llevado lo
mejor de todo. Sabe cómo manejar a los demás con un dedo, sobre todo a su
madre. Pero conmigo no pudo: yo siempre he preferido al señorito Guy.
- Debían de ser unos niños muy guapos – murmuró Sally, dándose cuenta
de que ya le era imposible referirse a Tony con cierta naturalidad.
- ¡Muy guapos! – confirmó Gertrude. Pero era el señorito Tony quien
recibía siempre los halagos, con su cabello rubio, su carita de ángel y sus ojos
sonrientes. Pero el bueno era el señorito Guy. Y yo siempre he dicho que a los
buenos les va mal. ¡Ya ve qué mal trató la vida al pobre señorito Guy!
- ¿Qué sucedió? – preguntó Sally.
Gertrude miró por encima del hombro y cruzó la habitación en que
estaban para cerrar la puerta.
- Una nunca sabe quién está escuchando. Y aquí hay alguien a quien le
gusta mucho espiar y enterarse de lo que no le importa.
Sally comprendió que se refería a Nadia, que no era santo de su
devoción.
- Pues bien – continuó Gertrude – el señorito Guy se convirtió en un
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muchacho bueno como el pan. Trabajaba mucho en la propiedad para que no
faltara nada y era un caballero de los pies a la cabeza. Era el señorito Tony
quien se iba a divertir a Londres y a París con el dinero que se ganaba aquí.
- Eso no era justo – opinó Sally.
- ¡Claro que no, yo siempre lo dije! Y luego, para remate, ¡mi señorito se
enamoró de Lady Beryl Claveron!
- ¿Quién era ella?
- Una de las jóvenes más hermosas que he visto en mi vida. Era bonita
como un cuadro y parecía casi tan buena como el señorito Guy, así que todos
nos pusimos muy contentos de que se hubieran enamorado. Ella era hija de
Lord Claverton, cuya finca colinda con la nuestra, así que se conocían desde
niños. Ninguno de nosotros pensó nunca que ella fuera capaz de hacer una
locura y romperle el corazón a mi pobre señorito.
- ¿Por qué? ¿Qué hizo? – preguntó Sally.
- Se fugó con un gitano – contestó Gertrude bajando la voz.
- ¿Con un gitano? – preguntó Sally, incrédula.
- Sí, un gitano muy bien parecido. Era rico y había trabajado en el cine.
Esta zona es muy visitada por los gitanos. Vienen todos los veranos y acampan
por los alrededores, en ocasiones en nuestra finca. Fue así como Lady Beryl
conoció a ese gitano. Y cuando quisimos darnos cuenta, nos enteramos de que
se había fugado con él, dejando a Sir Guy con el corazón destrozado.
- ¡Qué horrible! – exclamó Sally. ¡Pobre Sir Guy!
- Eso es lo que yo he dicho siempre. Un par de años después estalló la
guerra. Sir Guy se fue a pelear y cuando volvió su carácter era más serio y triste
que nunca. No sé cómo decirlo, pero creo que desconfía de todos.
- Se ha vuelto escéptico, ¿no es eso?
- Sí, tal vez sea ésa la palabra. Después supimos que Lady Beryl había
muerto en los Estados Unidos o en algún otro sitio, muy lejos, adonde la había
llevado el gitano, sin duda para escapar de la guerra.
- ¿Sir Guy nunca habló de ella? – preguntó Sally.
- Jamás lo he oído mencionarla. El nombre de Lady Beryl nunca se
pronuncia en esta casa, así que no vaya a decir que yo le he contado todo esto.
- Claro que no – prometió Sally.
- Pues ya ve. Pese a todo, Sir Guy dio órdenes de que se permitiera a los
gitanos acampar en cualquier tierra de su propiedad – continuó Gertrude. Eso
le demuestra qué clase de hombre es. Demasiado bueno, en mi opinión. Por eso
cada año vuelven aquí los gitanos, como si nada hubiera pasado.
¡Qué extraordinaria historia aquella!, pensó Sally más tarde. Resultaba
difícil imaginar a Sir Guy locamente enamorado. ¿Y se volvería a enamorar
alguna vez?, se preguntó más de una vez, mientras lo observaba hablando con
su madre, siempre serio y cortés, o tomando una decisión sobre algún problema
relacionado con la propiedad.
Sospechaba, aunque no podía discutirlo con Gertrude, que Nadia estaba
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enamorada de su primo. Había una secreta ansiedad en sus labios y en sus
oscuros ojos cuando lo miraba. Para todos los demás, no sólo era indiferente,
sino con frecuencia grosera. Había en ella, además, un aire furtivo y misterioso
que Sally no lograba comprender. Había optado por rehuirla en lo posible y
sólo se veían a la hora de las comidas.
Los informes sobre la salud de la señora Redford eran cada día más
alentadores. Sir Guy había cablegrafiado al Mayor sobre lo sucedido y éste
contestó que estaba haciendo todo lo posible por volver pronto a la patria.
Lady Thorne no había logrado averiguar si los niños estaban
emparentados o no con el general Redford. Cuando coincidió con él en una
junta de la Cruz Roja, le preguntó por su hijo Bobby, pero el general, en actitud
arrogante, repuso que él no tenía ningún hijo.
En el tercer domingo de su estancia en “El Priorato”, a Sally le sucedió
una cosa muy extraña. El primer festivo, sólo dos días después de su llegada,
Lady Thorne dijo que veía a los niños todavía demasiado cansados para
llevarlos a la iglesia, así que la joven se quedó con ellos y se dedicó a leerles
cuentos. Al domingo siguiente todos fueron a la iglesia en coche. Tuvieron que
recorrer bastantes km para llegar a una iglesia y con una congregación muy
limitada. Al tercer domingo, cuando Sally bajó con los niños, Lady Thorne los
esperaba en el vestíbulo, pero no había auto a la puerta.
- Hoy podemos ir andando a la iglesia – dijo la dama y, como Sally se
mostró sorprendida, explicó: Vamos a nuestra propia iglesia. Está donde
termina el parque.
- ¡Oh, ya entiendo! – exclamó Sally. Me preguntaba por qué la iglesia
estaba tan lejos.
- Por desgracia nuestro vicario atiende dos parroquias y no puede venir
todos los domingos. No nos gusta ir a la otra iglesia. La nuestra es muy
hermosa y antigua. Fue construida con piedra del “Priorato” original, así que
nos sentimos orgullosos de ella. Todos los Thorne han sido sepultados allí.
Sir Guy se reunió con ellos y todos echaron a andar juntos por el sendero
que cruzaba el parque.
- ¿No son restos de una capilla la que hay en el foso de arena? – preguntó
Sally.
- Sí – contestó Sir Guy – pero no en la capilla del “Priorato” original. Por
desgracia, algo así como una celda fue destruida al mismo tiempo que el
edificio principal. Por lo que puede verse en el arenal debía de ser muy
pequeña. Al parecer la construyó un monje muy piadoso al que toda la
comunidad reverenciaba. Era franciscano y la capilla, por supuesto, estaba
consagrada a San Francisco de Asís.
- ¡Qué hermosa idea! – comentó Sally.
- Cuéntenos más sobre el monje santo – rogó. Prue, cogiéndose de la mano
de Sir Guy.
- Ojalá supiera más – contestó él. Todos los documentos se quemaron con
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“El Priorato”. Lo que les digo son meras especulaciones; ni siquiera sé el
nombre del monje. La leyenda cuenta igualmente que había un pasadizo secreto
del “Priorato” a la capillita. Nadie ha podido descubrirlo.
- ¡Un pasadizo secreto! – exclamaron los niños a un tiempo. ¡Vamos a
buscarlo, Sally!
- Me temo que es sólo una leyenda – insistió Sir Guy.
- Pero la buscaremos de todos modos – declaró Prue. Nicholas y yo
encontraremos muchas veces cosas que los demás no pueden encontrar.
Como había dicho Lady Thorne, la iglesia era muy diferente a la que
habían visitado la semana anterior. Era pequeña, de piedra gris, y la puerta
tachonada con grandes clavos estaba abierta en aquel momento.
Lady Thorne se adelantó hacia el primer banco del lado izquierdo,
cubierto con gruesos cojines de terciopelo rojo. Sally ayudó a los niños a
sentarse, porque el banco era un poco alto para ellos, y sintió que la profunda
serenidad de la vieja iglesia la envolvía suavemente.
Era natural que Lady Thorne llamara a aquélla “su iglesia” porque había
numerosas tumbas y monumentos dedicados a la familia Thorne. Después de
estudiar el que se erguía frente al banco en que estaban sentados, Sally miró al
otro lado del pasillo y contuvo la respiración llena de asombro. Frente a ella
había una tumba sobre la cual yacía un caballero de armadura medieval. Sally
podía ver su rostro con toda claridad: ojos cerrados, nariz bien delineada, boca
firme y frente ancha. La figura de piedra estaba en sorprendente buen estado de
conservación. Sólo tenía rota la espalda y las manos, que sin duda estuvieron
unidas en actitud de orar, habían sido cortadas a la altura de las muñecas. El
perro que yacía a sus pies había perdido la cabeza. Todo lo demás estaba
intacto, incluido el casco y el cojín con borlas en que apoyaba la cabeza el
caballero.
Sally volvió los ojos hacia Sir Guy, que se encontraba sentado en un
extremo del banco, fija la mirada en el altar. Al fin comprendió por qué, al verlo
por primera vez, lo había imaginado como un caballero de armadura con casco
emplumado.
Gradualmente, las piezas del rompecabezas fueron cayendo en su lugar.
Era muy pequeña, todavía más pequeña que Prue, cuando se había sentado en
un banco del otro lado del pasillo y visto la tumba del caballero. Creía ver de
nuevo la mano de Nanny, cubierta con un guante de algodón gris, que le
entregaba un libro de himnos, aunque ella todavía no sabía leer muy bien. Creía
ver sus propios pies colgando del banco, bajo el abriguito rojo que llevaba
puesto. Y allí, frente a ella, estaba el caballero. “Su caballero”, lo había llamado
para sí. Y había inventado historia sobre él, no sólo en la iglesia, sino cuando la
metían en la cama y se quedaba a oscuras y un poco asustada. Entonces se
tranquilizaba pensando que “su caballero” estaba junto a ella y alejaría todas las
cosas malas que amenazaban a los niños que no podían dormirse pronto.
¡Su caballero! La acompañó muchos años y luego pasó al limbo de las
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cosas olvidadas, para volver vagamente a su memoria cuando vio a Sir Guy
Thorne por primera vez.
Pero … ¿por qué había estado ella en aquella iglesia? Esta pregunta
martilleó su cerebro durante todo el servicio religioso y, cuando salieron y
echaron a andar hacia la casa, le preguntó a Lady Thorne:
- ¿De quién es el primer banco que hay al otro lado del pasillo?
- Pertenece a la familia Redford, pero ahora lo ocupan muy pocas veces –
repuso la dama. Disponen de tan poca gasolina con esto del racionamiento, que
casi siempre tienen que ir a otra iglesia que queda a menos de un km de Merton
Grange. Pero ésta es su parroquia.
¡Los Redford! Otras piezas del rompecabezas cayeron en su sitio. Había
un hombre que era amigo de su padre y un niño algo mayor que ella, que corría
ruidosamente por la casa. ¡Los Redford! ¡Claro que tenían que ser ellos! … Los
recuerdos de su visita a casa de los Redford eran muy imprecisos, comparados
con el que tenía de “su caballero”. Para ella no era una figura de piedra, sino un
ser vivo, que caminaba a su lado, la guiaba y la protegía de todo peligro …
Después del almuerzo, los niños se mostraron tan impacientes como
Sally por salir de la casa, aunque por diferentes razones. Ellos querían ir al foso
de arena para buscar el pasaje subterráneo. Sally, no sin cierta dificultad, los
convenció de que la acompañaran a visitar una casa en la que había estado de
niña. La caminata a través de la campiña fue tan deliciosa, que los niños no
tardaron en olvidar su desilusión por no haber podido iniciar la búsqueda.
Cuando terminaron de recorrer el sendero de entrada de la casa y Sally levantó
la mano para tirar de la vieja campana que había junto a la puerta, se sintió un
poco insegura y casi temerosa. Una doncella acudió a abrirles.
- Si está la señora Redford – dijo Sally - ¿tendría la bondad de preguntarle
si puede recibir a la señorita Saint Vincent, que se hospedó aquí hace muchos
años?
- Iré a preguntar, señorita – contestó la doncella e invitó a Sally y los niños
a entrar en el gran vestíbulo, con su escalera flanqueada por leones heráldicos
de piedra.
Desapareció luego, pero no tardó en regresar para conducirlos a un salón
donde un hombre y una mujer se levantaron al verlos entrar. Sally reconoció de
inmediato al general y a su esposa, aunque estaban mucho más viejos de como
los recordaba.
- ¿De veras eres Sally Saint Vincent? – preguntó la señora Redford,
avanzando hacia ella con la mano extendida.
- Sí, soy yo – contestó Sally. No creí que se acordaran de mí.
- ¡Claro que te recordamos, querida! Es extraño, pero hace sólo un par de
días hablábamos de ti, mi marido y yo.
Sally estrechó la mano del general.
- Deben haber pasado sus buenos catorce años desde que estuviste aquí
unos días con nosotros – comentó el anciano. Eras más pequeña que esta
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jovencita.
- Les presento a Prudence y Nicholas – dijo Sally entonces. Se hospedan
igual que yo en “El Priorato” y, como hace una tarde tan preciosa, decidimos
dar un paseo y venir a visitarlos.
- ¡Qué amables! – exclamó la señora Redford. Pero estaréis acalorados y
sedientos después de la caminata. Seguro que a los niños les apetece un vaso de
limonada.
- Muchas gracias – aceptó Nicholas.
- ¿Y qué me dices tú, Sally? Tomaremos el té dentro de un rato y espero
que nos acompañéis.
- Me temo que tenemos que volver – contestó Sally – y no quiero tomar
nada por el momento, gracias.
- Entonces ven a sentarte y cuéntanos qué ha sido de ti. Mi marido lo
sintió mucho cuando nos enteramos por el periódico de la muerte de tu padre.
Lo echarás mucho de menos.
- Así es – contestó Sally.
- ¿Y cómo está tu tía Amy?
- Ella ha muerto también.
A continuación, Sally les habló de la granja que su tía había propuesto en
Gales y de su reciente desaparición. Los Redford la escuchaban realmente
interesados.
- ¡Qué pena! – exclamó la señora. Pero fue maravilloso lo que hizo. Desde
que estábamos juntas en el colegio tenía ideas muy altruistas.
La doncella sirvió limonada a los niños y ellos, después de tomarla, como
se aburrían con la conversación de los mayores, fueron hacia las puertas
cristaleras que daban al jardín. Fue Prue quien vio primero la fuente y, lanzando
un grito volvió corriendo al lado del general.
- ¡Tienen ustedes una fuente! ¿Podemos acercarnos a verla?
- Sí, claro que podéis hacerlo.
El anciano se levantó para que los niños salieran al jardín. Ellos
corrieron, riendo y gritando, hasta el estanque de peces de colores, en cuyo
centro se elevaba un pequeño surtidor.
- A todos los niños les encantan las fuentes – observó la señora Redford.
Haz que el surtidor suba un poco más, Lionel. Les gustará verlo.
- Sí, tienes razón – asintió su marido y siguió a los niños.
Sally vio como Prue corría hacia él, que la tomó de la mano y la condujo,
con Nicholas al otro lado, a la llave del surtidor.
Los pequeños gritaron de contento cuando vieron que podían controlar
la salida del agua a voluntad.
- ¡Qué preciosos niños! – exclamó emocionada la señora Redford. ¿Son
parientes suyos?
- No; los conocí por casualidad – contestó Sally y, sin explicar la razón
por la que ella había llegado al Priorato, contó a la señora Redford lo ocurrido
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en el tren. Terminó diciendo: La madre es muy guapa y, aunque sólo la he visto
un par de veces al llevar a los niños al hospital, creo que es una persona
encantadora en todos los sentidos, porque sus hijos son un modelo de buena
educación.
- Y encantadores – corroboró la señora. Tal vez puedas traerlos otras veces
antes que se vayan. Mi marido y yo estamos muy solos y es agradable oír voces
jóvenes. Mira a Lionel ahora; no lo había visto tan contento hace años.
Los niños habían encontrado una pelota y se la arrojaban al general
quien se la devolvía con visible entusiasmo.
- Quedaos a tomar el té. Le ordenaré a Sara que lo sirvan cuanto antes. Por
favor … - rogó la señora Redford.
- Si no es mucha molestia, nos quedaremos con mucho gusto – sonrió
Sally, mientras la señora daba las instrucciones oportunas, ella se asomó al
jardín. Los niños se habían cansado de jugar a la pelota y el general les propuso
ir a ver a los hurones que criaba para combatir a las ratas.
Cuando se volvió la señora Redford, Sally le explicó:
- Se fueron a ver a los hurones.
- Eso siempre emociona a los niños. Recuerdo que, cuando mi hijo era
pequeño, le encantaban los hurones e incluso tenía sus favoritos.
La señora Redford habló de su hijo con cierta vacilación. Sally
comprendió que hacía mucho tiempo que no podía mencionarlo, pero la
presencia de los niños lo hacía más fácil.
- Nicholas adora a los animales y ellos corresponden a su cariño.
- Mi Bobby era así. Creo que tuvo como mascotas los animales más
extraños que haya tenido niño alguno.
Sara sirvió el té y unos minutos después el general y los niños volvieron
al jardín, excitados y un poco sucios.
- ¿Me permite lavarles las manos? – preguntó Sally.
La señora Redford se puso en pie.
- Venid conmigo.
Sally y los niños la siguieron a un dormitorio de la planta alta. Mientras
los pequeños se lavaban en el baño adjunto, la señora sacó de un cajón una foto
que mostró a Sally.
- Éste era mi Bobby cuando tenía más o menos la edad de Nicholas.
No cabía la menor duda del parecido entre ellos. Bobby había sido más
corpulento, pero las facciones eran muy similares. ¿Sería posible que la señora
Redford no lo notara? Sally hizo los comentarios acostumbrados y devolvió el
retrato. Notó, sin embargo, que la señora Redford miraba a Nicholas con fijeza
mientras bajaban la escalera.
En cuanto entraron en el salón, Prue corrió hacia el general, que estaba
sentado en un sillón junto a la chimenea.
- Me gustan sus leones – le dijo. ¿Cómo se llaman?
El general pareció desconcertado.
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- Se refiere a los leones heráldicos que hay al pie de la escalera – le declaró
Sally.
- Me temo que nunca he pensado en darles un nombre – confesó el
general.
- ¡Oh, tiene que ponerles nombre! – insistió Prue. ¿Quiere que yo piense
cómo debe llamarlos?
- Me parece una buena idea – aprobó el general sonriendo. Puedes pensar
en ello mientras tomas el té.
La señora Redford sentó a los niños en sillas pequeñas, uno a cada lado
de la mesa. Sirvió una taza de té a Sally y le preguntó:
- ¿Los niños toman leche o té?
- Tomamos leche – contestó Nicholas – mezclada con un poquito de té.
Pero le dicen té para que nos creamos personas grandes.
Todos rieron del comentario del niño.
- Recuerdo algo que mi papá me dijo una vez – dijo Prue de pronto.
Cuando era niño, había dos leones en su casa y él los llamaba Gruñón y
Dormilón.
La señora Redford se puso muy pálida. Por un momento se apoyó en la
mesa, como si temiera caerse. Miró a su marido y los ojos de ambos se
encontraron. Después él se volvió a los niños.
- ¿Cómo os apellidáis? – preguntó con voz que parecía a punto de
quebrarse.
Sally contuvo el aliento y el niño repuso antes que ella pudiera decir
nada:
- Yo soy Nicholas Redford y mi hermanita es Prudence Redford.
Se produjo un silencio tenso, Sally no se atrevía a mirar al general ni a su
esposa. Con voz vacilante dijo:
- Me … me preguntaba si no serían … familiares suyos.

Sally cruzó aprisa el bosque, ansiosa de llegar al santuario de la pequeña


capilla, donde podían sentarse a pensar. Su mano, sumergida en el bolsillo del
suéter azul que llevaba puesto sobre el vestido de algodón, asía una carta de
Mary. La había mirado de forma superficial durante el desayuno, pero ahora
por fin estaba sola y podía leerla con calma.
Los niños habían ido a visitar a su madre en el hospital, acompañados
por su abuela. Todo había tenido un final feliz desde que Sally, asumiendo una
actitud valerosa, según opinaba Lady Thorne, había ido a Merton Grange para
enfrentar al general con sus nietos. Las defensas del anciano se habían venido
debajo de una manera casi patética en cuanto vio la oportunidad de
reconciliarse con su único hijo.
El mayor Redford llegaría al cabo de dos o tres días y, para entonces, era
probable que su esposa hubiera salido ya del hospital. En lugar de hospedarse
en “El Priorato”, como se había planeado al principio, iría directamente a
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Merton Grange.
Sally estaba tan contenta de que las cosas hubieran salido bien para
Nicholas y Prue, que ello compensó la tristeza de perderlos. Ahora debía pensar
seriamente en su futuro. Al llegar a las ruinas, sacó la carta de Mary de su
bolsillo y miró de nuevo el cheque a su nombre que la acompañaba. Era por
veinticinco libras. Le vendría muy bien, porque se había estado preguntando
con qué dinero compraría la ropa necesaria para trabajar en una granja cuando
consiguiera trabajo.
Pero, por el momento, su atención se concentraba en lo que Mary le
escribía sobre Lynn: se había casado, era feliz y estaba cosechando grandes
éxitos en América del Sur. Como la carta no contenía muchos detalles, Sally
adivinó que su madre, que detestaba escribir, había enviado sus noticias por
cable. Lo que no podía adivinar era que Lynn le había enviado a Mary algún
dinero para pagar las cuentas más urgentes y que la secretaria mucho más
preocupada por ella que su madre había apartado veinticinco libras para
mandárselas.
Sally dobló la carta suspirando, Lynn era feliz. ¡Cómo le habría gustado
asistir a su boda! Recordaba lo misteriosos y bellos que se veían sus ojos cuando
miraba a Erico. Sí, Lynn sería dichosa con Erico. ¿Y ella? ¿Encontraría alguna
vez un amor así?
En aquel momento oyó voces cerca. Reconoció la de Nadia y se puso en
pie instintivamente. No quería que Nadia la encontrara entre ruinas de la
capillita ni que se diera cuenta de que aquél era su refugio, porque lograría
destruir la paz que allí reinaba con su personalidad agresiva.
Salió al arenal. Todavía podía oír las voces, pero no se veía a nadie. Subió
por la parte cubierta de rosales silvestres que los niños y ella habían escalado el
día en que Nicholas descubrió el avión. Cuando llegó a lo alto, pudo ver a
Nadia y a la persona con quien hablaba airadamente.
Oculta por el alto seto que formaban los rosales y la sombra de los
árboles, vio varias cosas que la sorprendieron. Había cinco carretas de gitanos
en el campo contiguo al pequeño aeródromo y varios caballos pastaban cerca.
Había también una hoguera encendida en un hoyo no muy profundo y varios
niños jugaban alrededor, mientras las mujeres colgaban en los arbustos la ropa
de llamativos colores que acababan de lavar en el río. Próxima al hangar del
avión, junto al seto que separaba el aeródromo del resto del campo, había otra
carreta, al lado de la cual se encontraba Nadia y un gitano hablando a grandes
voces.
- ¡Tienen que irse de aquí ahora mismo todos ustedes! – decía furiosa la
joven polaca.
- Ya lo ha dicho antes, señora, pero yo le digo que no nos vamos – contestó
el gitano con su peculiar acento. Llevamos muchos años viniendo aquí. Estamos
en nuestro derecho porque el amo nos dio permiso.
- Bueno, pues esta vez no tienen permiso – replicó Nadia con voz aguda:
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¡Les repito que deben irse ahora mismo!
- ¡Y yo le repito que mi niña está enferma! – el hombre no se achicaba. No
movería mi carreta ni aunque me ofreciera mil libras. Aquí nos quedamos hasta
que ella esté mejor.
- Si no obedecen mis órdenes, traeré a la policía. ¿Entiende? Ésta es una
propiedad privada y ustedes la están invadiendo.
- El amo siempre nos deja estar aquí. No hacemos daño. Descansaremos
unas cuantas semanas y después nos vamos.
- ¡Unas cuantas semanas! – gritó Nadia. ¡Se irán esta misma noche o
mañana estarán en prisión!
Dio una patada al suelo y se volvió colérica. Sally, al verla alejarse
procuró ocultarse un poco más. Irritada por el comportamiento de Nadia, sintió
compasión por el gitano y su hijita enferma, así que salió de su escondite y se
dirigió al campamento.
El gitano que había discutido con Nadia estaba sentado en los escalones
de su carreta, fumando una pipa. Era alto y muy delgado. Tenía la piel dorada y
el cabello grueso oscuro. Resultaba difícil adivinar su edad. Cuando vio que
Sally se acercaba, se puso ágilmente de pie y la esperó en actitud defensiva.
Ya frente a él, Sally no supo qué decir. ¿Por qué había decidido intervenir
en algo que no era asunto suyo?
- ¿Su niña está enferma? – preguntó por fin.
El gitano asintió con la cabeza. Su expresión era desconfiada.
- Creo que hay un error – dijo Sally – porque sé que Sir Guy Thorne
siempre les ha permitido venir aquí.
- Es cierto – repuso el gitano con voz apasionada. Venimos aquí desde
hace años. Y ahora mi pequeña Zeela no está bien. Tiene la fiebre. Le han dado
hierbas tranquilizadoras. Va a dormir, sí, tal vez duerma dos días y luego
despertará bien. Pero debemos dejarla quieta. La carreta no puede moverse,
porque si ella se despierta, se pondrá todavía peor.
- Comprendo – dijo Sally. ¿Es lo que ordenó el médico?
- Nosotros no tenemos doctor. Tenemos nuestra propia medicina: son
hierbas que hemos utilizado durante siglos. Pero hay que saber usarla o no
sirven.
Sally comprendió que el gitano le decía la verdad y tuvo la impresión de
que su hijita era lo que más le importaba en el mundo.
- Le diré lo que vamos a hacer. Hablaré con Sir Guy sobre su niña –
prometió. Estoy segura de que él lo dejará quedarse aquí. Por desgracia no está
en casa esta tarde porque ha tenido que ir a York, pero cuando vuelva le pediré
que venga a hablar con usted.
Los ojos del gitano se iluminaron.
- Gracias, señorita. Usted es buena, lo puedo ver, no como la otra.
Sally estaba a punto de marcharse, cuando la detuvo un gemido que
salía de debajo de la carreta.
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- Es un perro – explicó el gitano. Lo encontramos cogido en una trampa
para zorros cuando veníamos. Con la discusión no he tenido tiempo de verlo.
- ¡Oh, pobrecito! – exclamó Sally. ¿Puedo verlo yo?
El gitano se metió debajo de la carreta y sacó al animal, tendido en un
improvisado lecho de trapos. Era un perro de aguas blanquinegro, muy
pequeño y flaco. Una de las patas traseras la tenía fracturada por debajo de la
articulación.
- ¡Pobrecillo! – exclamó Sally. Debe de dolerle horriblemente. Hemos de
curarlo ahora mismo. ¿Puedo ayudarle?
El gitano asintió con la cabeza y buscó un palo para entablillar el hueso
roto, un trapo limpio y un frasco de un ungüento que, según explicó a Sally, era
una medicina propia de su tribu.
Hecha la cura, Sally tomó al doliente animal en brazos.
- ¿Puedo llevármelo a casa para darle una buena comida? – preguntó y,
temiendo haber ofendido al gitano, se apresuró a añadir: Usted estará muy
preocupado con su niña enferma para ocuparse en este momento de un perro.
- Es suyo – respondió el gitano. Se lo regalo. Se nota que usted le gusta.
Usted es una buena señorita y mi niña pensará lo mismo cuando despierte.
- ¿No querría ella el perrito?
- No lo ha visto. Estaba enferma cuando lo encontramos. No puede querer
algo que no conoce. Además, usted será buena para el perro y él será bueno
para usted.
La expresión del gitano parecía encerrar una profecía y Sally le tendió la
mano diciendo:
- Muchas gracias.
Los dedos del gitano eran fuertes como el acero, pero suaves y cálidos al
tacto.
- No se preocupe. Tendrá noticias de Sir Guy – le prometió Sally.
- No me moveré, aunque vengan todas las mujeres iracundas y todos los
policías del mundo – contestó el gitano y lanzó una carcajada.
Riendo también, Sally se dirigió al “Priorato” con el perro en brazos.
Cuando casi había llegado, se preguntó cómo podría explicar su nueva
adquisición. Estaba segura, sin embargo, de que a Lady Thorne no le importaría
que hubiera un perro más en la casa. Fue a la cocina y pidió un plato de carne y
verduras picadas para el animal, que se lo comió casi con desesperación. Luego
se acomodó lo mejor que pudo con su pata herida y pareció dispuesto a dormir.
Sally se dirigió entonces al dormitorio de Lady Thorne, llamó a la puerta
y entró cuando oyó la voz de la dama diciéndole que pasara.
- ¡Oh, eres tú, querida! – exclamó Lady Thorne al ver de quién se trataba.
Ven y siéntate aquí junto a mí.
- He venido a pedirle un favor.
- ¿De qué se trata?
- Me han regalado un perro que se cogió una pata en una trampa. Me
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gustaría quedarme con él, si me lo permite. ¿Le importaría que lo tuviera aquí?
- ¡Por supuesto que no! ¡Claro que puedes quedarte con él! Pobrecillo.
¿Dónde está?
- En mi dormitorio. Le he dado una buena comida y parece ya más
tranquilo.
- Esas trampas son espantosas. Sí, Sally, puedes tenerlo aquí. No hay
ningún problema.
- No será ya por mucho tiempo. En cuanto se vayan los niños, trataré de
encontrar trabajo. No quiero seguir causándoles molestias.
- No diga eso, niña – protestó Lady Thorne. La verdad es que me he
encariñado mucho contigo y sólo lamento que no seas mi nuera.
- ¡Oh, le agradezco mucho que me haya dicho una cosa así! – murmuró
Sally, conmovida y ruborizada.
- ¡Querida niña! – musitó la dama y suspiró. Quisiera saber qué es de
Tony. ¡Cómo me gustaría que me escribiera! Solía mandarme una carta cada
semana hasta que se … - se detuvo de pronto.
- ¿Decía usted?
- Nada, querida. Estaba recordando viejos tiempos, como todas las
madres. En fin, espero que un día Tony me sorprenda presentándose aquí
cuando menos lo esperemos.
Lady Thorne sonrió, pero sus ojos continuaban tristes. Sally pensó que no
había nada más que decir, y después de darle de nuevo las gracias por
permitirle conservar el perro, regresó a su cuarto.
Cuando los niños volvieron de York, Sally los llevó a su habitación. Les
contó la historia del gitano, pero les hizo prometer que no dirían a nadie quién
le había regalado el perro. Prue se compadeció hasta las lágrimas al saber que el
animalito estaba herido y Nicholas sugirió que debían ponerle nombre. Propuso
llamarle “Gitano”, pero Sally alegó que el nombre era demasiado revelador. Sin
embargo, aceptando la idea de Nicholas, sugirió:
- ¿Qué os parece si le llamamos Rom? Los gitanos se denominan a sí
mismos romaníes. Sería una forma secreta de decirle gitano.
Los niños estuvieron de acuerdo y el perro se llamó Rom desde entonces.
Más tarde, Sally habló con Sir Guy y le planteó el problema de los
gitanos. Como esperaba, él se mostró de acuerdo en que debían quedarse donde
estaban y negó que Nadia tuviera derecho a echarlos de la finca.
- Si es posible – añadió Sally con timidez – preferiría que no le mencionara
a la señorita Thorne mi intervención en este asunto.
- ¿Teme a Nadia? – preguntó Sir Guy mirándola atento.
- Un poco – reconoció Sally y se apresuró a añadir: Desde luego, ella
pertenece a esta casa, y yo, que soy una extraña, no tengo derecho a
inmiscuirme.
- Ha hecho muy bien en decírmelo. No se preocupe. Los gitanos seguirán
aquí el tiempo que quieran y yo no mencionaré a Nadia cómo me enteré del
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problema.
- ¡Oh, gracias! – Sally le sonrió y, para su sorpresa, él le correspondió.
Gracias – dijo de nuevo y se dirigió a la puerta, pero se detuvo al oírle
preguntar:
- ¿Está contenta aquí?
- Mucho – repuso sincera. Con frecuencia he querido decirle lo agradecida
que estoy por todas sus bondades; pero hablando con su madre esta misma
tarde, le decía que, en cuanto los niños se vayan, buscaré trabajo en una granja.
Puedo hacer cualquier trabajo, desde ordeñar una vaca hasta esquilar una oveja.
Él la miró, advirtiendo la encantadora delicadeza de su rostro, la suave
transparencia de su piel, el cuello esbelto, los labios sensitivos, la pequeña y
recta nariz.
- No me da usted la impresión de … - empezó a decir.
La risa de Sally lo interrumpió.
- No debe juzgarme por esta ropa – dijo. Sé que estaría ridícula en una
granja vestida así. Pero hoy recibí un poco de dinero, un cheque por veinticinco
libras que me ha enviado Lynn.
Le pareció que el rostro de él se oscurecía de pronto. Rápidamente, antes
de perder el valor, continuó diciendo:
- No sé si podría usted hacerme el favor de cobrármelo. Pienso gastar ese
dinero en ropa adecuada para el trabajo.
- Démelo – contestó Sir Guy con brusquedad.
Sally sacó la carta de Mary del bolsillo de su suéter y extrajo el cheque
extendido a su nombre. Se lo entregó al hombre, que preguntó:
- ¿Ya lo ha endosado?
- ¡Oh, perdón! Se me olvidaba.
Sir Guy puso el cheque boca abajo sobre el secante del escritorio, le
indicó a Sally un sillón y le tendió una pluma. Ella se sentó y, cuando levantó la
vista hacia el hombre, notó una expresión extraña y enigmática en su rostro.
- Por favor, ayúdeme a encontrar un empleo pronto – rogó. Han sido
ustedes muy bondadosos conmigo, no quiero seguir siendo una carga.
- ¿Cree de verdad que podría serlo? – preguntó él.
Sus miradas se encontraron. Sally experimentó una sensación muy
extraña y bajó los ojos rehuyendo los masculinos. No estaba segura de qué
había sucedido, pero sentía que le faltaba el aire y que sus dedos temblaban.
Haciendo un esfuerzo, firmó en el dorso del cheque.
- Mañana le daré el dinero – dijo Sir Guy.
- Muchas gracias – musitó Sally, poniéndose en pie. Al moverse, su mano
rozó la de él y de nuevo percibió una sensación que no pudo explicarse.
Abrumada por la timidez, salió de la estancia en silencio.
Al cerrar la puerta de la biblioteca, vio que Nadia se encontraba en el
vestíbulo. Repentinamente se sintió culpable, como si hubiera hecho algo malo
y subió corriendo la escalera, consciente de que los ojos oscuros la seguían.
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Guy Thorne continuaba junto al escritorio, donde Sally lo había dejado,
cuando entró Nadia. Dobló entonces el cheque y lo guardó en el bolsillo de la
chaqueta.
- Quiero hablar contigo, Guy – dijo la muchacha, cruzando la habitación
con paso decidido.
- Bien, aquí estoy – repuso él con indiferencia.
Nadia se acercó a él hasta casi tocarlo. Echó la cabeza hacia atrás y lo
miró a los ojos.
- Mándala lejos de aquí, Guy – dijo con suavidad.
- ¿Por qué? ¿Qué te preocupa? No hace daño a nadie.
- A mí me molesta – insistió Nadia. Siempre anda hurgando por la casa,
espiándome, metiéndose en lo que no le importa.
- Creo que exageras.
- Pero hay otra razón más importante. ¿No adivinar cuál es? – Nadia
hablaba con voz baja e insinuante. Guy había quedado atrapado entre ella y el
escritorio.
- Bueno, ¿cuál es la razón? – preguntó.
- Ella se interpone entre tú y yo, Guy – Nadia alzó las manos de pronto y
las puso en el pecho de él.
Guy la hizo retirarlas de inmediato y se las arregló para apartarse de ella.
- Querida Nadia – dijo – me pones las cosas muy difíciles … Voy a decirle
algo que debía haberte dicho hace mucho tiempo, pero no sabía que te
interesaba. Una vez estuve enamorado y comprometido en matrimonio. Pero la
muchacha que yo amaba se casó con otro y posteriormente murió. Nunca me
casaré.
Nadia se le aproximó de nuevo.
- No te pido que te cases conmigo, Guy; pero, ¿por qué has de vivir sin
amor? Eres un hombre joven y apuesto. Hemos estado mucho tiempo juntos en
esta casa; juntos y solos, excepto tu madre … Yo era feliz entonces, porque
sentía que tú y yo nos entendíamos. Pero ahora han llegado otras personas y
arruinan lo que había entre nosotros.
- Nadia, no había nada entre nosotros – objetó él. Ya te lo he dicho: jamás
volveré a amar.
- Si crees eso eres muy tonto. No estás muerto todavía, Guy. Hay sangre
caliente en tus venas, tu corazón palpita … Si abandonaras ese rígido control
tan inglés, descubrirías lo maravillosa que puede ser la vida cuando se ama.
Levantó los brazos y rodeó el cuello de Guy. Él pudo sentir el calor del
cuerpo que se estrechaba contra el suyo a través de la fina seda del vestido y
percibió el embriagador perfume que emanaba del cabello de Nadia. Vio los
ojos oscuros que lo miraban y notó en la mejilla el cálido aliento que escapaba
de los labios femeninos.
Por un momento se quedó inmóvil, como si sucumbiera a sus encantos;
luego, suavemente pero con firmeza, se libró de los brazos que lo aprisionaban.
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- Lo siento, Nadia – había un profundo cansancio en su voz, y eso la
derrotó con más facilidad que si se hubiera puesto furioso. Lo siento – repitió.
Se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Una vena latía
con fuerza en su cuello. Al volverse de nuevo, la habitación estaba vacía.

Cuando bajó a desayunar con Nicholas y Prue, Sally oyó voces irritadas
al pasar junto a la terraza y vio que Ivor Pawlovski y Nadia discutían en polaco.
Rápidamente, siguieron hacia el comedor. Sir Guy y Lady Thorne ya habían
bajado y se estaban sirviendo el desayuno de las fuentes de plata que había
sobre el aparador.
Sally estaba poniendo un plato de cereales con leche para cada niño,
cuando se abrió la puerta y entró Nadia. No cabía la menor duda de que estaba
furiosa. La seguía Ivor Pawlovski, más ceñudo que nunca. Ella se acercó a Sir
Guy, que estaba sentado a la cabecera de la mesa, y dijo con voz clara y
agresiva:
- Guy, quiero hablar contigo.
- Buenos días, Nadia – saludó él con calma.
- Es sobre el campo aéreo – continuó Nadia. Sabes que Ivor siempre ha
pedido que nadie, absolutamente nadie, entre allí. Sin embargo, a menos que el
hombre mienta, un gitano asegura que le diste permiso para que su carreta
permanezca junto al hangar.
- Espera un momento, Nadia. Podemos hablar de esto con tranquilidad.
Por cierto, creo que no has dado los buenos días a mi madre.
- Tía Mary comprenderá. Hay cosas más importantes que darse los buenos
días. El pobre Ivor trabaja día y noche en sus experimentos, y tú permites que
unos vulgares gitanos le estorben. Y sé por qué lo has hecho. Cuando fui a
decirle que se marchara, el hombre le dijo a Ivor que una bondadosa señorita
había hablado en su favor con el amo. ¡Ya imagino quien es la “bondadosa
señorita”!
Nadia dirigió a Sally una mirada de profundo odio.
Sir Guy se puso en pie. Ordenó a Nadia que se sentara y ella obedeció.
Invitó al capitán a sentarte también y cerró la puerta.
- Permítanme explicarles – dijo entonces – que los gitanos han tenido
siempre mi autorización para acampar aquí. Conozco a esa tribu desde hace
años y la carreta a que te refieres, Nadia, pertenece al jefe. Es un buen hombre al
que he tratado mucho. Su mujer falleció el año pasado. Adora a su única hija y
se encuentra muy preocupado porque ella está enferma. Me han dado su
palabra que no irán más allá de donde están ahora. Y cuando la niña esté bien,
la carreta se colocará en el campo original, donde están los demás gitanos.
- Haces que todo parezca muy lógico, querido Guy – replicó Nadia, que
había estado escuchando con impaciencia. Pero no te das cuenta de cómo nos
has humillado con esto a Ivor y a mí. Primero, permites que un gitano
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desobedezca mis órdenes y después la señorita Saint Vincent viene a hablar
contigo y a intrigar en contra mía. ¿Qué derecho tiene esta intrusa a interferir
entre nosotros, que somos de la misma sangre? ¿Qué sabemos de ella, salvo que
tu hermano fue lo bastante inteligente como para abandonarla ante el altar?
- ¡Nadia, cállate! – Sir Guy golpeó la mesa con el puño. ¡Basta ya! Pareces
olvidarte que Sally es invitada en esta casa y yo no permito que se insulte a mis
huéspedes.
- ¡Ya veo! Son tus parientes los que pueden ser insultados. Soy yo la que
tengo que soportar tus groserías y justificarlas ante mi compatriota - replicó
Nadia, como si quisiera recalcar que ella se identificaba con Polonia y no con
Inglaterra. Enseguida salió corriendo del comedor y cerró la puerta con
violencia. Hubo un momento de silencio. Después Ivor Pawlovski se puso de
pie.
- Ruego que la disculpen – murmuró. Está un poco nerviosa. La
tranquilizaré. La carreta no me molesta. Yo entiendo.
Sally sintió compasión por él, pues era evidente que se sentía turbado
por la desagradable escena. El capitán salió también y reinó un profundo
silencio.
La vocecita de Prue lo rompió al preguntar:
- ¿Por qué está tan enfadada?
- No tiene importancia, querida – sonrió Lady Thorne. Las personas
mayores se enfadan de vez en cuando.
Los comentarios de los niños aliviaron algo la tensión, pero lo ocurrido
hizo que Sally decidiera empezar a buscar trabajo en el acto. No podía
continuar viviendo bajo el mismo techo que Nadia. Era sólo cuestión de días
que la madre de los niños saliera del hospital y ellos se fueran a vivir con sus
abuelos. Con las veinticinco libras de que disponía ahora, tal vez pudiese
encontrar un alojamiento barato donde vivir mientras conseguía empleo.
Por la tarde, Sally dio un largo paseo con los niños. Volvieron muy tarde,
cuando los demás habían terminado de tomar el té. Procuraba alejar a los dos
hermanitos de la casa para que no cayeran en la tentación de buscar el pasadizo
secreto, porque sus intentos ya les había acarreado varios encuentros
desagradables con Nadia, quien les había dicho que no tenían nada que hacer
en los sótanos ni debían andar inspeccionando los muros del “Priorato”.
Sally había planeado ir a ver a la niña enferma al regresar; pero, como
llegaron tan tarde, sólo tuvo tiempo de dar de cenar a los niños y acostarlos,
antes que fuera hora de cambiarse para bajar ella misma a cenar.
La comida fue poco agradable, porque Nadia se había sumido en un frío
y arrogante silencio. Lady Thorne y Sir Guy aparentaron que no lo notaban y
charlaron con naturalidad. Ivor Pawlovski hizo un esfuerzo para hablar más de
lo acostumbrado, como si quisiera compensar el silencio de Nadia.
Después de la cena, Sally subió a ver si los niños estaban ya dormidos.
Nicholas no había podido conciliar el sueño y ella se sentó a contarle un cuento
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hasta que se quedó dormido. Luego, siguiendo un repentino impulso, bajó por
la escalera de servicio y salió al jardín, decidida a visitar a la gitanilla enferma.
Como las luces de la carreta estaban encendidas, comprendió que la niña se
había despertado ya. No se atrevió a subir de inmediato y se quedó
contemplando el campamento. Los gitanos estaban sentados alrededor de la
hoguera, alguien cantaba en voz baja y, más allá del grupo, las sombras de la
noche ocultaban el río.
“Es como un sueño”, se dijo Sally y, estremecida de pronto por tanta
belleza, subió aprisa los escalones de la carreta y llamó a la puerta. Se abrió de
inmediato y el jefe gitano apareció ante ella.
- ¡Oh, es usted! Pase, señorita.
Inclinando la cabeza, Sally entró en la carreta. La niña, muy pequeñita,
estaba sentada en su cuna con un chal rojo sobre los hombros. Tomaba un plato
de sopa caliente que la propia Sally le había llevado aquella mañana de la
cocina del “Priorato”.
- Mi Zeela está mejor – informó el gitano a la muchacha.
- Ya estoy bien – dijo la niña a su vez. Tenía una graciosa carita, como la
de un gnomo, y llevaba el pelo negro y lacio recogido en varias trenzas que le
caían sobre los hombros.
La atmósfera de la carreta estaba un poco cargada y olía a hierbas. Una
lámpara de petróleo, colgada del centro, ahuyentaba las sombras alrededor.
Un gitano acercó una silla y la puso junto a la camita de la niña.
- Siéntese – le indicó Sally. Zeele, ésta es la señorita que te trajo la sopa –
añadió.
- Gracias, señorita.
Durante la media hora siguiente, Sally conversó con la niña, venciendo
su natural timidez al hablarle de Nicholas y Prue. La gitanilla se interesó mucho
por ellos y le hizo numerosas preguntas, que Sally contestó mientras la incitaba
a comer la sopa.
Luego se despidió e inició el regreso a través del bosque, pero no se dio
mucha prisa. A la luz de la luna, se sentía envuelta por el misterio de la noche.
Pensó que debía de parecer un fantasma, porque llevaba un vestido de gasa
blanca, sin mangas y de escote amplio que dejaba al descubierto su cuello.
Había pasado ya el foso de arena y se acercaba al jardín, cuando vio que
alguien venía hacia ella. Era una figura oscura que caminaba con rapidez. Por
un momento supuso que era Ivor Pawlovski dirigiéndose al campo aéreo, pero
luego se dio cuenta de que se trataba de Sir Guy.
Se quedó inmóvil. No deseaba esconderse, pero tampoco avanzó a su
encuentro. La luz de la luna formaba un halo alrededor de su cabeza y él la vio
de pie junto a un árbol, como si lo estuviera esperando.
Sir Guy se acercó a ella y pudo verlo ahora con claridad. Notó con
sorpresa la palidez de su rostro, así como sus ojos sombríos y amenazadores.
- ¿Dónde estaba usted? – preguntó cuando llegó a su lado.
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- He ido a ver al gitano – contestó ella, asombrada de la furia que parecía
reflejar la voz masculina.
- ¡Me lo he imaginado al verla salir furtivamente! – Sir Guy, de forma tan
inesperada que ella casi no pudo creer que fuera cierto, la tomó de los hombros.
¿Necesita un hombre con tanta desesperación que tiene que ir en busca de un
gitano? Me había dicho que su única experiencia con los hombres había sido
con Tony. Creí que había aprendido su lección con él; pero veo que estaba
equivocado y quiere que la hiciera más aún.
Sus manos eran como tenazas y Sally pensó que debía haberse vuelto
loco; pero, antes de que ella pudiera hablar o moverse, él la abrazó y la oprimió
contra su pecho.
- Si vamos a tener una desilusión, ¿por qué no la buscamos juntos? –
preguntó un momento antes de besarla con dureza, casi con crueldad. Como en
una pesadilla, Sally sintió que los labios de Sir Guy lastimaban su boca. Hubiera
querido gritar, forcejear, pero él tenía tanta fuerza que le impedía moverse. La
besó una y otra vez, con besos candentes y apasionados que la dejaron
temblando.
Cuando habló de nuevo lo hizo con los ojos encendidos de pasión:
- ¿Qué estamos esperando? No hay verdad, inocencia ni belleza real en
nada. ¡Sólo codicia y lujuria! En otro tiempo pensaba diferente … Tenía fe en
Dios y en la mujer. Pero comprendí mi error. ¿Qué nos preocupa? ¿Por qué no
vamos a tomar tú y yo lo que necesitamos en la vida y disfrutamos de ella,
hasta que empiece a amargarnos? ¡Ven!
La volvió a besar con besos aún más posesivos, ahora deslizando sus
labios por la garganta hacia el pecho de ella. Entonces Sally, con un esfuerzo
desesperado, convencida de que Sir Guy se había vuelto loco, logró salir de la
inercia que la había paralizado.
- ¡Por favor, por favor! … - oyó su propia voz, débil y suplicante.
Todo fue inútil. La boca del hombre volvió a caer sobre la suya. Después
la levantó en brazos y la estrechó contra su pecho. Sally advirtió por primera
vez cuán fuerte era. Comprendió de pronto que iba a llevarla al bosque y gritó:
- ¡Suélteme! Sir Guy, ¿está usted loco? ¡Suélteme!
Por fin él percibió su angustia y la dejó en el suelo con la misma rapidez
que la había levantado. Retrocedió unos pasos. Se encontraban en un pequeño
claro y los iluminaba la luz de la luna.
- ¡Vaya! – dijo con una sonrisa cínica. ¿Así que quieres discutir? Hazlo …
Todas las mujeres protestan antes de rendirse.
- No sé de qué habla – murmuró Sally con voz débil. Se llevó las manos al
pecho y sus ojos se llenaron de lágrimas. Por favor, quiero volver a casa. ¿Qué
les he hecho? Usted parece odiarme y, sin embargo, me ha besado. No
comprendo nada. ¡Oh, se lo suplico, déjame ir!
Él la había vuelto a oprimir entre sus brazos y ella se estremeció sin tratar
de escapar porque sabía que era inútil. Esta vez no la besó. Le puso una mano
71
bajo la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás. La luz de la luna bañaba el rostro
de Sally. Sir Guy la miró a los ojos prolongadamente y ella no se resistió. Le
miró a su vez, tratando de comprender, de encontrar alguna explicación. La
boca masculina estaba muy cerca de la suya. Sally pensó que iba a besarla de
nuevo. De pronto, él murmuró:
- ¡Dios mío! ¿Y si estuviera equivocado?
La soltó y ella se quedó mirándolo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas
y el cabello le caía alborotado sobre los hombros.
Sobresaltándola con su brusquedad, Sir Guy exclamó:
- ¡Vete pues, si es lo que quieres!
Sin mirar por dónde iba, porque el llanto le nublaba la vista, Sally corrió
hacia la casa.

Capítulo 6

Sally abrió los ojos, los cerró y volvió a abrirlos. Estaba soñando, pensó,
como lo había pensado tantas veces desde que saliera de Inglaterra. El rumor de
los motores del avión sonaba persistente en sus oídos y a sus pies se extendía el
Atlántico. Aquello no podía ser verdad … y lo era sin embargo: se encontraba
volando hacia Nueva York y lo más sorprendente de todo era que Sir Guy iba
con ella.
Le parecía que había pasado mucho tiempo desde la mañana anterior,
cuando se despertó decidida a irse del “Priorato” cuanto antes para buscar
empleo. La conducta de Sir Guy en el bosque la noche anterior la había dejado
estupefacta y desorientada. Recordó la historia que le contó Gertrude y
comprendió que el hombre había sospechado que ella estaba actuando como lo
hiciera Lady Beryl. Sus mejillas se encendieron y se sintió humillada. Después,
lentamente, se dejó dominar por la compasión. Sir Guy tenía que haber sufrido
mucho para que el simple recuerdo de la traición de su prometida lo hubiera
puesto como loco.
En el caso de Lady Beryl era comprensible que se hubiera sentido celoso.
Pero, ¿por qué había reaccionado con tanta violencia al sospechar que ella podía
estarse portando del mismo modo? Sir Guy no tenía ningún interés por ella;
sólo era una invitada en su casa. Tal vez por lo que había sufrido, se sentía
horrorizada ante la idea de que cualquier muchacha que él conociera se sintiera
atraída por un gitano. Sí, ésa debía ser la explicación.
Se sentó en la cama y, al advertir que Rom movía la cola emitiendo leves
chillidos, se levantó, se vistió y lo sacó al jardín. Después volvió al dormitorio y
empezó a preparar el equipaje. Pediría a la señora Redford que se llevara
cuanto antes a los niños, algo que ella aceptaría encantada; daría las gracias a
Lady Thorne por todas sus bondades, se despediría de Sir Guy muy
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circunspecta y se marcharía a York en busca de alojamiento y trabajo. Cuando
terminó de preparar las maletas abrazó a Rom, murmurando:
- ¡Oh, Rom, qué difíciles se han puesto las cosas para mí, desde que murió
tía Amy! … ¿Qué voy a hacer contigo, por ejemplo?
A las siete y media despertó a los niños. Mientras los lavaba y vestía
escuchaba su conversación con aire distraído, preguntándose cómo le diría a
Lady Thorne que se marchaba aquel mismo día, cuando Gertrude llegó
apresurada.
- La llaman por teléfono, señorita. Es una conferencia de Londres.
Sally comprendió en el acto que se trataba de Mary. ¡Algo debía haberle
sucedido a Lynn! Bajó corriendo la escalera y tomó el supletorio de la despensa,
que era el que Gertrude había descolgado.
Como había supuesto, era Mary quien llamaba.
- Escucha, Sally: Lynn está en problemas y quiero que nos ayudes.
- Claro que lo haré. Dime qué tengo que hacer.
- Sabía que podía contar contigo … Me pasó ayer la cosa más tonta del
mundo: me caí por la escalera, me rompí un tobillo y no voy a poder moverme
de la cama en tres semanas.
- ¡Oh, Mary, cuánto lo siento!
- Lynn me llamó por teléfono anoche. Me pidió que saliera para Nueva
York inmediatamente y tuve que decirle que era imposible. Se puso furiosa
conmigo, desde luego. La comunicación era muy mala y, de cualquier modo,
ella no quería decirme mucho; pero sospecho que tiene problemas serios. Es
algo relacionado con Erico, pero no quiso decírmelo por teléfono. Sugerí que
fueras tú en mi lugar y aceptó. Sin embargo, estaba casi histérica y cuando se
pone así, no es una persona fácil de tratar. Tú eres demasiado joven …
- No te preocupes, Mary. Haré todo lo que sea necesario.
- No puedo entender qué ha sucedido. No me quiso decir por qué dejó
América del Sur y se fue a Nueva York. La única forma de averiguar qué pasa
es ir a verla. Se hospeda en el Ritz Carlton y, por alguna razón que tampoco me
explicó, está inscrita con el nombre de señora Donovan. Insistió mucho en que
nadie debe saber que está en Nueva York.
- Pero … ¿cómo llegaré allí? – preguntó Sally.
- Tendrás que venir a Londres hoy mismo. Si puedes tomar el tren que
Sale a las diez de York, hay un avión por la tarde que llega a Nueva York
mañana temprano. Por fortuna tengo tu pasaporte aquí y un amigo mío de la
embajada americana se encargará de gestionar tu visado. Cuando llegues a
Londres ven a mi casa y te daré algún dinero.
- Sí, Mary.
- No te voy a entretener más. Lo importante es que no pierdas el tren en
York.
- No lo perderé. Adiós, Mary. Nos vemos esta tarde.
- Adiós, querida.
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Sally colgó el auricular y aspiró una bocanada de aire. Lynn estaba en
dificultades: era lo único que su corazón le decía en aquellos momentos.
Al correr hacia el vestíbulo se encontró con Sir Guy. Había olvidado todo
lo sucedido, excepto que debía darse prisa, así que le puso una mano en el
brazo y pidió:
- ¡Oh, por favor! ¿Podría llevarme a York para tomar el tren de las diez?
Tengo que estar hoy mismo en Londres. Es urgente.
- ¿Por qué tanta prisa? – preguntó él.
Ella titubeó un momento, pero comprendió que debía decir la verdad:
- Tengo que salir hacia Nueva York en el avión de esta tarde.
- ¿A Nueva York? – preguntó él sorprendido.
- Mary Strud acaba de llamarme por teléfono – contestó Sally.
Sir Guy adivinó que se trataba de Lynn se quedó mirándola con el ceño
fruncido.
- Pero … ¿cómo va a ir a Nueva York sola, si es que va sola?
- Tengo que ir – dijo Sally. Mary se rompió un tobillo. Es muy urgente que
alguien vaya a Nueva York, porque ella no puede hacerlo. Si usted no puede
llevarme al tren, ¿puede decirme cómo llegar allí antes de las diez?
- Yo la llevaré – respondió Sir Guy.
- ¡Oh, gracias, muchísimas gracias! – Sally le sonrió, olvidando por
completo lo sucedido la noche anterior.
Desde entonces, todo se había desarrollado con una rapidez increíble. Sir
Guy la tomó en sus manos y Sally se dejó llevar por él como si fuera una niña.
Él dio las explicaciones del caso a su madre y a los niños. Sally prometió
simplemente que volvería. Él compró en York un billete de tren y la acompañó
al compartimiento. Y cuando el tren se puso en marcha y él no bajó, Sally se dio
cuenta de que Sir Guy había agregado una maleta a las suyas al subir el
equipaje.
- ¿Va usted a Londres también? – le preguntó.
- Si va a ir sola, la acompaño a Nueva York – dijo él.
Los ojos de ella se agrandaron.
- ¡Oh, pero … pero no puede hacerlo!
- ¿Por qué no? – le preguntó él con voz aguda. ¿Es que no va sola?
- Sí, claro que voy sola … Quiero decir que no necesita acompañarme. Es
un viaje largo y costoso. Usted no debe …
- Creo que usted es muy inexperta para hacer un viaje como éste
completamente sola – la atajó Sir Guy con voz grave.
- ¿De veras lo hace por acompañarme? – preguntó ella en voz baja.
- No me gustaría que le sucediera nada – repuso el hombre con sencillez.
El tren llegó retrasado a Londres y, una vez en el apartamento de Mary,
ésta les dijo que Sally debía gestionar personalmente lo del visado. Esto les
llevó tiempo, pero Sir Guy se movió con rapidez y eficacia, de modo que Sally
no tardó en darse cuenta de lo mucho que necesitaba su ayuda.
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Muchas veces estuvo a punto de decirle lo agradecida que estaba y la
gran tranquilidad que le proporcionaba tenerlo a su lado, pero se contenía al
recordar lo sucedido la noche anterior. Además, estaba muy preocupada por
Lynn. ¿Qué le habría sucedido? ¿Y cómo explicaría a Sir Guy que iría a verla,
una vez que llegaran a Nueva York? No le había dicho que iba en busca de
Lynn ni él se lo había preguntado; pero Sally sospechaba que sabía la verdad.
¡Qué gran lío se estaba volviendo su vida! Cada día que pasaba parecía
complicarse más. Y sin embargo, sentada en el avión al lado de Sir Guy, tuvo
que confesarse a sí misma que, en el fondo, aquella aventura la emocionaba.
- ¿Llegaremos pronto? – preguntó al hombre.
- Falta media hora, más o menos.
Sally sintió que se aceleraban los latidos de su corazón. Estaba ya en
América, había cruzado el Atlántico … Esto era ya algo sensacional para ella;
pero saber que iba a ver a Lynn, a quien tanto quería, era mejor aún.
Comprendió que debía darle alguna explicación a Sir Guy.
- Tengo que ver a cierta señora Donovan – dijo. Por eso he venido. Se
hospeda en el hotel Ritz Carlton.
- La señora Donovan. No lo olvidaré.
Sin duda sabía que se trataba de Lynn, pero no pidió más explicaciones.
Sally se lo agradeció: era típico de él facilitarle las cosas.
Dependió nuevamente de Sir Guy cuando llegaron al aeropuerto. Él se
encargó de cumplir con todas las formalidades y, casi antes que ella se diera
cuenta, se encontraban ya en el Ritz Carlton. Sally se dirigió a la recepción.
- ¿Está la señora Donovan hospedada aquí? – preguntó.
- ¿Es usted la señora Saint Vincent? – inquirió a su vez el recepcionista. La
señora Donovan la espera. ¿Tiene la bondad de subir? Está en la suite 802.
Sally miró a Sir Guy.
- ¿Me llamará por teléfono más tarde, cuando sepa que va a hacer? –
preguntó él.
- ¿Usted se hospedará aquí mismo? – la voz de Sally reveló el profundo
alivio que esto le producía.
- Sí, voy a tomar una habitación en este hotel – le aseguró él.
Tras darle las gracias, Sally subió a la suite 802. Hizo sonar el timbre y un
momento después le abría la puerta la doncella de su madre.
- ¡Oh, Rose! – exclamó Sally.
- Me alegra mucho verla, señorita. Pase, por favor. La señora está en la
habitación del fondo.
Sally corrió al lugar indicado y entró. Con las persianas bajadas, la
habitación se encontraba sumida en la penumbra. Lynn estaba en la cama,
rodeada de almohadas.
- ¡Lynn! – la voz de Sally se quebró.
- ¡Oh, Sally querida!
Lynn levantó una mano y Sally corrió hacia ella. Quiso besarla en la
75
mejilla, pero al acercarse más vio horrorizada que el cuello de Lynn, y la mitad
inferior de su rostro, estaban envueltos en vendajes. Los ojos de Lynn, muy
grandes en su pálido rostro, la miraron con fijeza.
- ¡Lynn! ¿Qué te sucede?
- Me alegra mucho que hayas venido – dijo Lynn. Necesitaba alguien a mi
lado … - su mano oprimió con fuerza la de Sally.
- Por favor, cuéntame que ha pasado – rogó la joven, casi a punto de llorar.
Rose le acercó una silla para que se sentara y salió con mucha discreción,
cerrando la puerta.
- ¡Mi cuello, Sally, mi cuello! – exclamó Lynn y sus ojos se cuajaron de
lágrimas. ¡Las marcas me quedarán grabadas para siempre!
- ¿Qué marcas? – preguntó Sally.
Lynn tragó saliva y explicó:
- He visto al mejor cirujano de Nueva York. Dice que probablemente las
heridas cicatricen sin problema, pero eso lleva tiempo. Nadie debe saber nada,
¿comprendes? ¡Nadie!
- ¿Saber qué, Lynn? ¿Por qué no me lo cuentas todo desde un principio?
- Sí, tienes razón. Verás … Erico y yo nos casamos en secreto la mañana
misma que llegamos a Buenos Aires. Luego fuimos de una a otra ciudad de
América del Sur y en todas partes el público se volvía loco conmigo, la gente me
abrumaba con sus halagos, sobre todo los hombres … Erico empezó a ponerse
celoso. Ahora supongo que fue una tontería por mi parte insistir en que no se
supiera lo de nuestra boda.
- ¿Y así comenzaron los problemas?
- En efecto … Una noche, en Santiago, fuimos a un baile, donde vi a un
chileno que había empezado a asediarme desde que me presenté la primera
noche en su ciudad. Era muy apuesto y, como me divertía hacer enfadar a Erico,
empecé a coquetear con él. Luego, ya bastante tarde, salimos al jardín. Era una
noche maravillosa y paseábamos cogidos de la mano, entre las flores, cuando de
pronto Erico se lanzó sobre nosotros. Vi en el acto que estaba loco de furia.
Atacó a mi admirador, quien, me avergüenza confesarlo, echó a correr.
Se produjo una tensa pausa antes de que Lynn continuara diciendo:
- Entonces Erico se volvió hacia mí, jurándome que se aseguraría de que
yo le perteneciera siempre y ningún otro hombre volviera a mirarme. Antes que
me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, sentí un agudo dolor en el cuello
y en la cara. Gritando, caí sobre un parterre.
- ¿Y qué sucedió después? – preguntó Sally horrorizada.
- Mis gritos hicieron acudirá Rose, que me andaba buscando con mi estola,
porque le pareció que era demasiado tarde para que anduviera por el jardín sin
cubrirme. Y cuando Erico la vio acercarse desapareció. Rose llamó a mi agente y
él se encargó de contratar un avión privado, en el que al amanecer salí hacia
Nueva York.
- ¿Se enteró alguien de tu partida?
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- Nadie. Estoy aquí como la señora Donovan y en manos del mejor
cirujano plástico del país. Las heridas sanarán y el médico espera que las
cicatrices no sean muy visibles. Esa es la historia, Sally.
- ¡Oh, Lynn, Lynn! – murmuró la joven, mientras las lágrimas corrían por
sus mejillas.
- ¡Qué tonta fui! – murmuró Lynn y cerró los ojos.
- Pero, ¿y Erico? ¿No le dijiste nada? ¿Qué hará él?
- ¿Qué puede hacer? – dijo Lynn con profundo cansancio y Sally no tuvo
valor para seguir interrogándola al respecto.
- ¿Cómo puedo ayudarte? – preguntó solemne, oprimiéndole una mano.
- Quedándote conmigo – contestó Lynn. No soporto la soledad y no puedo
ver a nadie. Además, ¿quién conoce a la señora Donovan en Nueva York? –
añadió recuperando en apariencia su sentido del humor.
- ¿Y no habrá problemas en América del Sur por tu repentina desaparición
y la cancelación del resto de la gira?
- Mi agente debe haberse encargado de eso. Dirá que sufrí un colapso
nervioso por exceso de trabajo o algo así. Es un joven muy capaz. Lo único que
debe preocuparnos es que yo recupere mi belleza. ¿De qué sirvo en un
escenario, si no soy bella?
Sally se atrevió por fin a indagar:
- ¿Y Erico? Después de todo, estás casada con él.
- Mira lo que me ha hecho – dijo Lynn con voz dura.
- Porque te ama …
- ¡Qué extraño amor!
Sally no dijo más. Era inútil tratar de hacer comprender a Lynn que su
marido debía de estar desesperado por su desaparición. Y aunque era
imperdonable lo que había hecho, sintió piedad por él.
- Me siento muy desdichada, Sally – dijo Lynn de pronto. Odio la vida que
he llevado. Quisiera que Erico me hubiera matado. No quiero quedarme fea,
deformada y cubierta de cicatrices. Creí que tenía el mundo a mis pies, ¡y mira
lo que tengo! Un cuarto de hotel en Nueva York, donde nadie me conoce ni me
quiere, y meses de espera angustiosa, mientras mis heridas cicatrizan, sólo Dios
sabe cómo.
- ¡Oh, mi pobre Lynn! …
Lynn clavó sus ojos en Sally.
- ¡Qué buena has sido al venir! – exclamó. Mary no debía haberte pedido
que lo hicieras. Sé que estoy pagando ahora todo lo malo que he hecho en mi
vida. Y contigo me he portado mal, muy mal.
- ¡Oh, Lynn, no digas tonterías! Has sido maravillosa conmigo – protestó
Sally.
- ¿Maravillosa? ¡Mi querida y pequeña Sally! Siempre has sido muy
confiada y yo te he tratado de forma abominable. Tony tenía razón. Eres
demasiado buena, eso es lo que te pasa.
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- No … no sé lo que quieres decir – dijo Sally desconcertada.
Lynn la miraba con una profunda compasión.
- ¿No te has preguntado, Sally, por qué Tony no se casó contigo, por qué
se arrepintió en el último momento? ¡Sí, claro que te lo habrás preguntado
muchas veces, tonta de mí! Pero siendo tan buena como eres, no habrás
encontrado respuesta a tu pregunta. Pues bien: yo te lo diré ahora que veas qué
tipo de mujer es tu madre y cómo merece todo lo que le ha pasado; merece eso
y mucho más. Tony estaba enamorado de mí, Sally. Hacía años que me amaba,
pero yo le hice prometerme que se casaría contigo, aunque él no quería hacerlo,
sólo porque tú tenías dinero.
- ¡Oh, Lynn! ¿Qué dices? – exclamó Sally.
- La verdad, sólo la verdad. Y ahora que la sabes, será mejor que vuelvas a
Inglaterra y me dejes sola. Merezco esta soledad que tanto detesto. Merezco esto
y todo lo que me ha sucedido. ¡Anda, Sally, vete y déjame sola! – la voz de Lynn
se quebró al decir esto y las lágrimas empezaron a correr por su cara.
Sally se horrorizó al ver llorar a su madre.
- No llores, por favor, no llores – suplicó, sintiendo que el mundo entero se
le venía abajo.
Pero Lynn, una vez que empezó, estaba decidida a beber hasta el final su
cáliz de amargura. Tomó las manos de Sally entre las suyas.
- Tengo que decírtelo. Mientras te esperaba he estado pensando y me he
dado cuenta, por primera vez en mi vida, de qué pocos amigos tengo. Muy
poca gente me quiere por mí misma.
- Pero, Lynn, todos te adoramos – protestó Sally.
- ¿Quiénes son todos? Mary, si, ella me quiere mucho, aunque sólo Dios
sabe por qué … y tú también, mi querida y pequeña Sally, a quien he tratado
tan mal.
- No es verdad eso, Lynn.
- ¿Lo dices a pensar de lo que te he contado, a pesar de lo mal que me
porté contigo respecto a Tony?
Sally se puso de rodillas junto a la cama.
- Escucha, Lynn – dijo. Me sentí herida cuando Tony me dejó, porque no
entendía lo que había sucedido; pero ahora sé que no le amaba de verdad. Creo
que no he conocido aún el verdadero amor. Y si no hubiera sido tan ciega y tan
tonta, habría comprendido que era a ti a quien amaba. ¿Cómo podía evitar
amarte, si eres tan hermosa?
- ¡Oh, Sally! – por un momento, Lynn sintió que la ahogaban las lágrimas
y no pudo hablar. Soltó las manos de Sally y enjugándose los ojos, exclamó: ¡Me
haces avergonzarme de mí misma! No merezco tu cariño, porque he sido una
infame toda mi vida. Ahora me doy cuenta. Siempre quise tomarlo todo y no
dar nada a cambio. Fui muy cruel con el pobre Tony. En una época pensé que le
amaba un poco, pero aun entonces era codiciosa. No quería sólo su amor, sino
que dedicara a mí su vida entera y traté de destruir el cariño que sentía por su
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casa y por su madre. Sabía que respetaba mucho la opinión de su hermano y
procuré influir en él hasta hacer que sintiera miedo de Sir Guy y lo rehuyera en
lo posible.
Había tanto dolor en su voz, que Sally protestó de nuevo:
- ¡Lynn, por favor, no te tortures más! Deja de pensar en el pasado – se
puso en pie y sonrió, tratando de mostrarse más optimista de lo que se sentía
realmente. Ahora, Lynn, debemos hacer planes para que yo cuide de ti mientras
Mary puede reunirse contigo.
- ¿Qué planes puedo hacer? – suspiró Lynn. Tengo que estar aquí
semanas, tal vez meses enteros, hasta que mis heridas cicatricen. Y si las marcas
no desaparecen del todo, mi carrera está acabada.
- ¡No digas tonterías! Tu posición en el teatro no depende sólo de tu
belleza. Eres una gran actriz y, aunque tu rostro no quedara perfecto, el público
acudiría a verte.
- Mi rostro está dañado – insistió Lynn. Siempre tendré una cicatriz en la
mejilla izquierda.
Se llevó la mano a la parte inferior del rostro y tocó los vendajes con
dedos nerviosos.
- Estoy segura de que no se verá, y mucho menos en el escenario –
manifestó Sally. Deja de torturarte, por favor. Voy a quedarme contigo y trataré
de distraerte y hacerte olvidar tus preocupaciones; pero, ante todo, debo decirle
a Sir Guy que voy a quedarme en Nueva York y darle las gracias por haberme
traído.
Lynn la miró sorprendida.
- ¡Sir Guy Thorne! ¿Ha venido contigo el hermano de Tony?
Sally asintió con la cabeza.
- Cuando Mary telefoneó, él insistió en que no podía dejarme venir sola.
Es típico de la bondad que tanto él como Lady Thorne me han demostrado
desde que llegué a su casa.
- ¡Pero acompañarte hasta Nueva York! … - exclamó Lynn y miró a Sally
con ojos penetrantes. ¿Está enamorado de ti?
- ¡No, claro que no! – exclamó Sally enseguida, pero recordó el extraño
encuentro en el bosque y se ruborizó.
- ¡Creo que sí lo está! – insistió Lynn.
Sally negó de nuevo. Sus ojos parecían preocupados.
- Creía que me odiaba hasta que … Bueno, anteanoche se portó de forma
muy extraña. Y antes que yo pudiera comprender el por qué de su conducta,
tuve que venir y él insistió en acompañarme.
- ¿Sabe a quién has venido a ver?
- No se lo he dicho, pero se dio cuenta de que yo sustituía a Mary.
Supongo que lo habrá adivinado.
- Bueno, ¡qué importa! – Lynn se encogió de hombros. Ve a decir a tu
bondadoso Sir Guy que te quedarás a cuidar de una mujer vieja y
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desilusionada. Y si quiere invitarte a cenar, acepta.
- ¡Oh, no, Lynn, no puedo dejarte sola!
- ¡No diga tonterías! Tengo que aprender a no ser tan egoísta. No arruines
mis primeros y valerosos esfuerzos en esa dirección.
Lynn sonreía y Sally no pudo evitar reír también un poco. Resultaba
entre cómico y patético ver los esfuerzos de Lynn por cambiar de actitud.
- Iré a llamarle por teléfono desde el saloncito – dijo Sally. No tardaré.
- Sé amable con él – le aconsejó Lynn. Procura compensar el mal que yo
intenté hacerles a los Thorne. Tienes razones para odiarme.
Cuando Sally iba hacia el cuarto de estar contiguo, creía oír aún aquellas
palabras, que le hacían comprender muchas cosas. Con razón Sir Guy miraba
con tanto desprecio a Lynn y a ella misma, a quien consideraba su protegida.
Poco después hablaba telefónicamente con él.
- ¿Va todo bien, Sally?
- Creo que sí – contestó ella, no muy convencida. Me gustaría verlo.
- Esperaba que pudiera hacerlo. ¿Quiere bajar a la salita de mi suite o que
yo suba a la suya?
- Yo iré a verlo – repuso Sally apresuradamente.
- Muy bien. Es la 789.
Sally colgó el auricular pensando que le hubiera sido más fácil decir a Sir
Guy cualquier cosa por teléfono que personalmente. Había algo en sus ojos que
la desconcertaba.
Avisó a Rose que salía unos minutos y bajó al piso inferior. Buscando la
suite de Sir Guy, pasó junto a un hombre que salía de una de las habitaciones y
cerraba la puerta. No le prestó atención hasta que le oyó decir:
- ¡Sally! ¡Pero si es Sally!
Ella se volvió al instante y lo reconoció:
- ¡Erico!
- ¡Sally! ¿Qué haces en Nueva York? Entonces, Lynn está aquí. Estaba
seguro de que era ella quien había fletado aquel avión … Tienes que decirme
dónde está.
Agitado, la sujetó por los hombros con fuerza.
- Pero, Erico, no sé qué decir …
- No tienes que decir nada. Llévame junto a Lynn ahora mismo.
- No sé … no puedo – tartamudeó Sally. Tengo que preguntárselo primero
a Lynn.
- Entonces, ¡ella está aquí, en este hotel! ¡Oh, Sally, si supieras el infierno
que he pasado! He estado recorriendo Nueva York de un lado a otro, visitando
hotel tras hotel … ¡Oh, déjame verla!
- Debo preguntarle a ella – insistió Sally.
- ¡Por piedad, déjame verla, Sally! … Está herida, ¿verdad?
Sally asintió con la cabeza.
- ¡Dios mío! Y pensar que yo lo hice … ¿Está muy mal?
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Sally lanzó un profundo suspiro.
- No se sabe hasta qué punto quedará desfigurada.
Erico se llevó las manos a la cara y Sally comprendió que no fingía.
Aquel hombre sufría como no había visto sufrir a nadie antes. Cuando volvió a
mirarla, estaba muy pálido.
- ¿Crees que me perdonará?
- No lo sé, Erico. De veras, no lo sé.
- Sally, te juro que daría mi brazo derecho porque esto no hubiera
sucedido. Me puso como loco … Ella me había enloquecido con su belleza y sus
coqueteos. ¡Dios mío! ¿Cómo pude querer matar a la persona que más he
amado en mi vida? ¿Qué voy a hacer?
Su clamor era tan angustioso, que Sally no pudo desoírlo.
- Le diré lo que vamos a hacer, Erico. Lo llevaré a su habitación; pero si
ella se niega a verlo, prométame bajo palabra de honor que se irá y esperará
hasta que Lynn lo llame … si es que eso sucede alguna vez.
- ¡Oh, gracias! Lo prometo.
- Venga conmigo.
Subieron juntos al octavo piso, pero cuando llegaron a la puerta de la
suite de Lynn, ella titubeó. ¿No estaría haciendo algo equivocado? ¿Y si Lynn se
enfurecía con ella? Miró a Erico.
- Recuerde que me ha prometido irse si ella no acepta verlo.
Sally parecía tan preocupada, que él sonrió y le acarició levemente una
mejilla.
- La pequeña y querida Sally – dijo. No tengas miedo. He aprendido la
lección … pero intercede por mí. Ruégale a Lynn que me vea, aunque solo sea
un momento.
Sally abrió la puerta de la suite e indicó a Erico que esperase en el
saloncito, mientras ella entraba en la habitación de su madre. Ésta se encontraba
tal como la había dejado, recostada en el lecho, pálida y desencajada.
- ¿Por qué has vuelto tan pronto? – preguntó al verla entrar.
Sally cerró la puerta.
- Lynn – dijo – me he … he encontrado casualmente con alguien.
- Creí que ibas a ver a Sir Guy.
- Antes de llegar a su suite he encontrado a alguien que está desesperado
por verte, Lynn.
El tono de Sally decía más que sus palabras. Lynn la miró con los ojos
muy abiertos.
- ¿No … no será …?
- Sí, Erico – terminó Sally por ella. ¡Oh, Lynn, está tan arrepentido! … Ha
recorrido todo Nueva York buscándote. Se siente muy desgraciado y quiere
pedirte perdón.
- ¡Erico! – exclamó Lynn entonces, ante los asombrados ojos de su hija
pareció revivir. ¡Oh, Sally! – casi gritó. ¡Le quiero tanto! Lo echaba tanto de
81
menos … ¿Dónde está? ¡Tráelo ahora mismo!
Era tanta la ansiedad de su voz, que a Sally se le llenaron los ojos de
lágrimas. Sin acertar a decir nada, se limitó a abrir la puerta. Erico, que esperaba
fuera, entró y se quedó un momento inmóvil, mirando a Lynn. Ella estaba muy
pálida y temblaba, pero sus ojos resplandecían. Después, con un grito que era a
la vez de alegría y de pesar, Erico se lanzó a través de la habitación y cayó de
rodillas junto a la cama de Lynn.
Lentamente, sintiéndose de más, Sally dejó la habitación, cerrando sin
hacer ruido.
Tras enjugarse los ojos, decidió bajar a la suite de Sir Guy. Él parecía
preocupado cuando le abrió.
- Siento mucho haber tardado tanto – se excusó Sally al entrar.
- Temía que se hubiera perdido.
- No … Es que ha sucedido algo cuando venía hacia aquí.
Iba a ser difícil, pensó Sally, explicarle las cosas a Sir Guy sin revelar los
secretos de Lynn. Él la invitó a sentarse y preguntó:
- Bien, ¿no tiene nada que decirme?
- Sí, tenía algo que decirle – empezó Sally titubeante – pero lo que ha
sucedido cuando venía hacia aquí ha cambiado la situación y ahora no estoy
segura de si voy a quedarme en Nueva York o no … Ante todo, quiero darle las
gracias más sinceras por haberme traído.
- No es un viaje difícil – observó él. Creo que exageré un poco al insistir en
acompañarla. Usted habría podido muy bien venir sola.
- No lo creo. Le estoy muy reconocida por todo … pero no sé cómo
expresarlo.
- Entonces no lo intente – sugirió Sir Guy. Lo único que quiero saber es
que se siente bien y tranquila.
- Sí, estoy bien; gracias – repuso Sally, con una confianza que no sentía.
Sir Guy se inclinó hacia delante en su asiento.
- Escuche, Sally. ¿No nos conocemos ya lo bastante bien como para ser
sinceros? No sé qué promesas de discreción le han exigido, pero yo no soy
ciego, ni tonto del todo. No se necesita mucha imaginación para saber que vino
a ver a la señorita Lystell.
Sally lo miró inquieta.
- Yo no he dicho tal cosa.
- No, no me ha dicho nada, pero demos por hecho que yo lo sé. La señorita
Lystell, o la señora Donovan, como se hace llamar aquí, está en dificultades y
como la señora Studd no pudo venir, lo hizo usted. Lo que quiero saber ahora
es si ella desea que se quede aquí o si piensa usted volver a Inglaterra conmigo.
La expresión de Sally era de absoluta desolación.
- Lo terrible del caso es que no sé. Hace diez minutos venía a decirle que
me iba a quedar aquí varias semanas, tal vez meses; pero ahora no lo sé.
- ¿Cuándo lo sabrá?
82
- Tal vez esta misma noche, un poco más tarde. A lo sumo, mañana por la
mañana.
- Entonces lo que le sugiero es que venga a cenar conmigo esta noche.
quiero mostrarle Nueva York. Es una ciudad que conozco bastante bien. Vine
en misión especial durante la guerra y hace seis meses volví a renovar mis
relaciones con varios amigos que dejé aquí.
Siguiendo un impulso repentino, Sally dijo:
- Hay algo muy importante que me gustaría decirle.
- ¿De qué se trata?
- De su bondad para conmigo, después que … después que Tony me dejó.
No supe hasta ahora la razón por la que actuó como lo hizo. Ahora que lo sé,
entiendo muy bien el punto de vista de Tony. Lo que no entiendo fue su
bondad … la de usted y la de su madre. Ustedes sabían que él amaba a Lynn,
sabían que ella los había alejado de él. Y sin embargo fueron tan generosos
conmigo, con una muchacha que …
Titubeó un momento y Sir Guy terminó por ella:
- Que es hija de Lynn Lystell.
Sally lanzó una exclamación.
- ¿Quién se lo ha dicho?
- Nadie. Lo adiviné también.
- Aunque piense esas cosas, no debe decirlas – pidió Sally confusa.
- ¿Por qué no? Sólo se las digo a usted. ¿Debe haber tantos secretos entre
nosotros, Sally?
- Usted no lo dirá a nadie más, ¿verdad? – suplicó Sally.
- Sólo a usted – prometió é y añadió: Me doy cuenta de que hoy he sabido
algo del pasado que la tiene muy alterada. Pues bien, yo le sugiero que
olvidemos el pasado, el suyo y el mío, olvidémoslo y empecemos desde el
presente, tratando de conocernos un poco mejor.
- ¿Podremos olvidar el pasado? – preguntó Sally, dubitativa.
Él suspiró profundamente. Su animación parecía haberse esfumado.
- Tal vez sea imposible hacerlo – dijo. Los experimentos de este tipo pocas
veces dan resultado.
Le volvió la espalda un momento, mientras cogía un cigarrillo de la
pitillera que había en una mesa cercana. Ella lo vio inclinar la cabeza y deseó
saber qué estaba pensando. Habría dado cualquier cosa por entenderlo mejor.
Sir Guy la miró de nuevo y dijo:
- Sobre lo de esta noche: a menos que me telefonee que no puede venir, la
esperaré en el vestíbulo a las ocho.
Sally comprendió que la entrevista había terminado y se puso en pie.
Mientras regresaba a las habitaciones de Lynn, se preguntó en qué habría
fallado. Por un momento le había parecido que se estaban acercando el uno al
otro, pero luego él se alejó de nuevo levantando otra vez la misma barrera que
existía entre ambos desde que se conocieran.
83
Sally se dio cuenta, repentinamente, de que deseaba la amistad de Sir
Guy como jamás había deseado nada en su vida. Pero … ¿era realmente
amistad lo que deseaba de él? Se planteó la pregunta, pero tuvo miedo de la
respuesta.

Capítulo 7

Guy consultó su reloj.


- Llegaremos a York dentro de un cuarto de hora – dijo.
Sally cogió sus guantes y su bolso y se levantó.
- Entonces será mejor que volvamos a nuestro compartimiento.
- Sí, será mejor – convino Guy, levantándose también.
El tren iba muy rápido y el vagón comedor, donde habían tomado el té,
estaba en la parte posterior. Cuando salieron al pasillo que había entre las
mesas, el movimiento del vagón hizo que Sally se tambaleara. Estaba a punto
de caer cuando Guy la sostuvo. Ella levantó la vista y le sonrió.
- Gracias.
Sus ojos se encontraron y Sally se apresuró a desviar la mirada, pero en
Aquel momento supo que estaba enamorada. Mientras regresaban al vagón en
que viajaban, se dio cuenta de que amaba a aquel hombre desde tiempo atrás.
Casi no parecía que hubiera existido ningún intervalo entre el momento en que
dejó de ser el caballero de brillante armadura para convertirse en el adusto
hermano de Tony. Siempre le había amado y, sin embargo, no lo había
comprendido hasta ahora, en aquel tren tambaleante y lleno de gente que los
llevaba a casa.
Ya en su compartimiento, sentado el uno frente al otro, Sally pensaba en
lo ciega que había sido al no darse cuenta de que le amaba. Desvió la mirada
hacia el paisaje, temerosa de que él pudiera descubrir en sus ojos lo que sentía.
Groves, el chófer de la familia, los estaba esperando a la salida de la
estación. Él se encargó de que los mozos metieran el equipaje en el auto,
mientras Guy y Sally se acomodaban en el asiento de atrás. Durante la hora
siguiente estarían juntos, pensó ella, temerosa y a la vez fascinada por la
perspectiva de estar tan cerca uno del otro, sin nada que distrajera su atención.
Empezaba a comprender hasta qué punto el amor podía poseer a un ser
humano. Nunca había podido entender antes la intensa pasión que existía entre
Lynn y Erico. Sally se daba cuenta de que su madre incluso había cambiado.
Ahora era más profunda y humana. Ello se debía sin duda alguna, a que estaba
enamorada, tal vez por primera vez en su vida.
“Quizá yo también cambie y me vuelva más sensata”, pensó sin poder
reprimir una sonrisa.
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- ¿Se te ha ocurrido algo divertido? – preguntó Sir Guy. Habían empezado
a tutearse mientras recorrían Nueva York.
- Estaba pensando en lo felices que son ahora Lynn y Erico – contestó
Sally.
Él asintió con la cabeza y la joven se dijo que era sorprendente que los
cuatro se hubieran entendido tan bien. A Lynn le había sido muy simpático Sir
Guy, lo que era aún más asombroso, Lynn le caía bien a Sir Guy.
Sally tenía mucho miedo cuando su madre insistió en verlo para darle las
gracias. Se entrevistaron a solas. Sally nunca supo de qué habían hablado, pero
cuando la charla terminó eran amigos.
Ahora, al recordar a su madre, Sally sintió, aunque era irrazonable, celos
de ella.
- ¿En qué piensas? – preguntó Sir Guy.
- ¿Debo decirte la verdad?
- Espero que siempre lo hagas.
- Muy bien entonces … Estaba pensando que me gustaría ser tan guapa
como ella.
Hubo un momento de silencio antes de que él preguntara:
- ¿Es que no sabes que eres preciosa?
A Sally, el corazón le dio un vuelco. Jamás había esperado oír esto de
labios de Sir Guy Thorne.
- Bromeas, ¿verdad?
- No, niña tonta. Lynn es muy hermosa en su estilo; pero tú … tú eres
diferente. Desde luego, te lo habrán dicho muchas veces.
- No, nunca – murmuró Sally.
- Entonces, es agradable para mi poder decirte algo que no sabías.
¿Quieres que te lo diga con más claridad? Creo que no sólo eres preciosa, sino
también encantadora.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos y los labios temblorosos. Al
recordar la noche en que él la había besado en el bosque, el rubor encendió sus
mejillas.
- ¿Tienes que aparentar ser tan ingenua? – preguntó Sir Guy con voz
aguda y de nuevo se sintió desconcertada por sus bruscos cambios de actitud.
Durante los siguientes minutos ninguno de los dos habló. Pero, cuando
se acercaban a la casa, Sally, que estaba enamorada y deseaba
desesperadamente que Guy no se aislara otra vez, se volvió hacia él, tratando
de recuperar el ambiente de cordialidad que antes existía.
- Es muy agradable volver. Estoy ansiosa de ver a Rom y supongo que tú
lo estarás de ver a Bracken. Él debía ser mi favorito en la familia; fue mi primer
amigo. ¿Te diste cuenta de ello?
- No – contestó Sir Guy. No parecía estar prestando mucha atención,
porque se había inclinado a recoger un abrigo caído del suelo.
- Sí, él me saludó cuando nos quedamos atascados en aquella pequeña
85
estación – explicó Sally, cuando enfilaban el sendero que conducía al “Priorato”.
Me sentía muy sola y me preguntaba que iba a ser de mí cuando llegara a
Londres. Entonces, de pronto, sentí una nariz fría junto a mi pierna: era
Bracken.
- ¿De qué hablas? – había cierta irritación en la voz de Sir Guy y Sally se
echó a reír.
- ¡Oh, lo siento! Olvidaba que nunca tuve oportunidad de decírtelo antes,
porque no podía mencionar a Nanny Bird mientras no supieras de mi
parentesco con Lynn. Con frecuencia me he preguntado por qué nunca has
mencionado que me viste en la calle Hill aquella mañana.
Sir Guy la miró extrañado y ella prosiguió diciendo:
- El tren llegó a Londres varias horas antes que el coche en que ibais tú y
tu amigo. Yo fui primero a Covent Garden, donde me dieron la dirección de
Nanny. ¿No es extraordinario? La señora Bird, que cuida de tu apartamento de
Londres, fue mi niñera. Así que fui a visitarla y, cuando salía, me encontré de
nuevo con Bracken y contigo.
Sir Guy se volvió hacia ella, le puso las manos en los hombros y la obligó
a mirarlo.
- ¿De qué estás hablando, Sally? – volvió a preguntar con brusquedad.
- Trataba de contarte lo de Nanny Bird – contestó ella – pero es una larga
historia y no debía haberla empezado ahora.
- Dime, tienes que decírmelo – ordenó él. ¿Dónde habías estado la noche
anterior? ¿Dónde pasaste la noche, cuando nos encontramos a las seis de la
mañana en la puerta de mi casa?
- ¡Ya te lo he dicho! Iba a Londres en el mismo tren que tú. Supongo que
no te fijaste en mí, pero Bracken sí. Te fuiste con tu amigo a buscar un coche al
pueblo, mientras yo esperaba en el tren a que terminaran de arreglar la vía. Es
gracioso, pero el tren llegó a Londres antes que vosotros …
La voz de ella se fue apagando. Por un momento pensó que Sir Guy se
iba a desmayar. Estaba muy pálido, le apretó aún más los hombros y murmuró
con voz ahogada:
- ¡Oh, Dios mío!
- ¿Qué sucede? – preguntó Sally, pero en aquel momento se abrió la
puerta del coche.
- Buenas noches, Sir Guy. Buenas noches, señorita Sally. Bienvenidos a
casa – era Bateson quien los saludaba.
Sally bajó del vehículo y se oyeron ladridos cuando los perros salieron
corriendo de la casa para ir a su encuentro. Bracken saltó hacia su amo y los
brazos de Sally rodearon a Rom, un Rom gordo y bien cuidado, que podía
andar ya con sus cuatro patas.
- ¡Oh, Rom cuánto me alegro de verte! – exclamó ella, mientras el perro se
revolvía en sus brazos y le lamía las manos.
Levantó la vista y vio a Lady Thorne en la puerta.
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- ¡Entra, querida, entra! – exclamó la dama. ¡Guy, cuánto me alegra que
hayáis vuelto!
Los besó a ambos y, mientras todos entraban en el vestíbulo, añadió:
- Tenemos un visitante muy especial, espero que os guste verlo.
Sally miró hacia el salón instintivamente. Allí, en la puerta, estaba Tony.
Sólo por un momento, se sintió desconcertada; pero luego, como el muchacho
sonreía tendiéndole las manos, corrió hacia él.
- ¡Oh, Tony! ¡Qué alegría verte! ¿Cuándo has llegado?
Fue sorprendentemente fácil mostrarse cordial con él. La verdad era que
se alegraba de volver a verlo. Era el mismo de siempre; bonachón, sonriente y
amable. Su risa parecía retumbar en toda la casa.
- ¡Sally, eres la última persona a quien esperaba encontrar aquí! Y tú, Guy.
¿Qué andas haciendo por los sitios alegres del mundo? Pensaba que eso era
prerrogativa mía.
No, nadie podía estar enfadado con Tony mucho tiempo.
Después de cenar, cuando Lady Thorne se había retirado ya y Nadia
insistió en hablar con Guy en la biblioteca, Tony y Sally tuvieron unos minutos
a solas, que aprovecharon para despejar las últimas dudas que había entre ellos.
Quedaron aquella noche como los grandes amigos que habían sido en un
principio, y ella subió a acostarse con una grata sensación de serenidad. Ni
siquiera la actitud hostil de Nadia la perturbaba ya. La cena había sido muy
agradable gracias a la alegre presencia de Tony y a la ausencia de Ivor, quien,
según explicó la polaca, se había ido a hacer un vuelo de prueba.
Rom la estaba esperando en su dormitorio. Ella lo abrazó y lo acostó en
su cesta. Era agradable pensar que algo le pertenecía, aunque sólo fuera un
perrito blanquinegro de origen desconocido.
Despertó de un profundo sueño debido a que oyó un chillido. Cuando se
incorporó se dio cuenta de que era Rom, que quería salir. Estaba gimiendo y
arañando la puerta.
- Espera un momento – dijo Sally. Encendió la lámpara de la mesita de
noche, se levantó y se puso la bata. Eran las tres de la madrugada y todo estaba
muy oscuro.
Rom la esperaba con la cabecita ladeada y todo su cuerpo tenso. Parecía
rogarle que se diera prisa.
- Está bien; ya voy …
Sally abrió la puerta y los dos bajaron por la escalera de servicio, que era
la más cercana a la puerta que daba al jardín. Con cierta sorpresa, ella se dio
cuenta de que estaba entreabierta. La abrió por completo y Rom salió corriendo
al jardín.
Sally se quedó semidormida dentro de la casa, apoyada en la pared del
pasillo. No se había molestado siquiera en encender las luces. No supo cuánto
tiempo llevaba allí, cuando de pronto oyó un ruido y pensó que Rom había
vuelto. Se abrió la puerta y alguien encendió la luz. Estupefacta, vio entrar
87
primero a Nadia y después a tres desconocidos, dos hombres y una mujer. Por
último, entró Ivor. Nadia se detuvo con brusquedad y los demás la imitaron.
- ¿Qué haces aquí? – preguntó sin poder disimular su consternación.
- Mi perro quería salir y lo he bajado al jardín – contestó Sally.
Nadia la miró a ella y después a los tres desconocidos que la seguían. Los
hombres eran de edad madura; la mujer joven y bastante atractiva. Nadia dijo
algo a Ivor en polaco. Él le contestó en la misma lengua y después ella echó a
andar por el pasillo, seguida por los demás.
Un momento después Ivor se volvió y miró a Sally, quien sintió mucho
miedo al advertir su expresión. Se acercó a la puerta y llamó a Rom. El perro
apareció segundos más tarde. Ella lo tomó en brazos, cerró la puerta con cerrojo
y subió a su cuarto. Colocó el perro en su cesta y se metió en la cama, pero no
apagó la luz. Quería pensar. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Por qué las
estaba metiendo Nadia en la casa? Poco a poco empezó a comprender … Los
vuelos de Ivor, el misterio en torno al aeródromo, la prohibición de Nadia de
que los niños exploraran los sótanos.
Allí había conducido sin duda a los tres extranjeros: a los sótanos. Se
había hablado mucho de gente que entraba en el país clandestinamente, gente
que venía de más allá del llamado “Telón de acero”.
Era evidente lo que hacía Ivor y Sally se preguntó cómo nadie había
sospechado cuáles eran sus verdaderas actividades. ¿Sabía Guy lo que Nadia e
Ivor hacían en su casa? No, estaba segura de que no sospechaba nada. Por
encima de todo, él era un hombre honorable, incapaz de hacer nada fuera de la
ley.
Sally comprendió ahora la desconfianza de Nadia ante cualquier persona
extraña que entraba en “El Priorato”. Todos la asustaban, porque suponían un
peligro para ella, Ivor y la labor que estaba realizando. Aunque Sally
consideraba su conducta reprobable, no dejaba de admirar y reconocer su valor
y habilidad, así como la buena suerte que los había acompañado hasta entonces.
Sin duda Ivor había demostrado a las autoridades británicas que tenía
muchos conocimientos sobre aviación y había obtenido permiso para realizar
investigaciones de carácter técnico. Probablemente enviaba de vez en cuando
algún informe sobre sus supuestos trabajos científicos y nadie sospechaba nada.
Mientras tanto, volaba cuantas veces deseaba, salía por la noche y volvía de
madrugada con pasajeros que, una vez dentro del país, podía ocultar con
facilidad en diversos puntos de la isla.
Y ahora que ella había descubierto el plan, ¿qué haría? Mil posibilidades
empezaron a girar en su cerebro, sin llevarla a ninguna solución. No; no debía
pensar más en lo sucedido por el momento. Era preferible descansar y al día
siguiente pensaría las cosas con más tranquilidad.
Apagó la luz y se acurrucó bajo las mantas. Aquel día le habían sido
revelados muchos secretos; pero el más importante de todos, el realmente
trascendental, era el de su amor por Guy.
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Sally había despertado hacía unos minutos, cuando se abrió la puerta.
- ¿Quién es? – preguntó extrañada, porque era demasiado temprano para
que Gertrude fuera a despertarla. Alguien se acercó a la ventana y descorrió las
cortinas, dejando entrar la luz tenue del amanecer.
Sally se sentó en la cama sorprendida. Nadia estaba en su habitación.
Continuaba vestida como la viera la noche anterior, con el rostro demacrado de
fatiga y grandes ojeras.
- ¿Qué sucede? – preguntó Sally ya muy despierta. Al recordar lo sucedido
la noche anterior, se puso en guardia.
Sorprendentemente, Nadia sonrió.
- Siento despertarte tan temprano – dijo – pero tengo muchas cosas que
contarte y, sobre todo, necesito tu ayuda.
- ¿Mi ayuda? – Sally iba de sorpresa en sorpresa.
- Necesito tu ayuda urgentemente. Por favor, dime que puedo contar
contigo.
- Sí, por supuesto – contestó Sally. ¿Qué puedo hacer?
- ¡Levántate, por favor! No hay tiempo que perder. Yo estaba segura de
que ibas a ayudarme e Ivor también.
Sally saltó de la cama.
- ¿De qué se trata? – preguntó. ¿Hay alguna persona herida? ¿Alguna de
esas personas que trajiste anoche?
- Te lo diré cuando lleguemos adonde vamos. Pero, por favor, date prisa –
la apremió Nadia.
Sally se lavó con agua fría en el antiguo lavabo de porcelana que había en
un rincón de su habitación y se puso la falda y la blusa con la que viajó el día
anterior. Las había dejado sobre una silla al cambiarse antes de la cena. Se puso
un suéter para protegerse del frío del amanecer y anunció:
- Estoy lista.
- Bien, has sido muy rápida. Ven conmigo – le indicó Nadia.
De pronto, Sally se detuvo.
- Un momento, Nadia – dijo. Si tienes problemas, ¿crees que soy yo la
persona adecuada para ayudarte? ¿Por qué no recurres a Sir Guy? Al fin y al
cabo, ésta es su casa – Nadia la miró suplicante.
- Por favor, Sally, nadie más que tú puede ayudarnos en este caso. Muy
pronto comprenderás la razón. Por favor, ven conmigo y déjame que te
explique las cosas a mi manera.
- Está bien – asintió Sally – haré lo que tú quieras – y fue recompensada
con una serie de las sonrisas poco frecuentes de Nadia.
Bajaron por la escalera posterior. La casa estaba silenciosa, porque los
sirvientes aún no habían iniciado sus tareas. Al llegar a la planta baja, Nadia
empezó a descender por la escalera de piedra que conducía a los sótanos y Sally
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la siguió.
Cruzaron un laberinto de pequeñas habitaciones y llegaron a la que
parecía la última, porque no había otra puerta. Nadia se acercó a una pared
empapelada y abrió una puerta muy bien disimulada por el dibujo. Entraron en
un sitio muy oscuro, pero Nadia encendió una bombilla. Estaban en un pasillo.
Al final había otra puerta, cerrada también con llave y Nadia procedió a abrirla.
Pasaron una habitación, en cuyo centro había una mesa de madera con restos
de comida reciente. No había nadie y la joven polaca se tranquilizó un poco. Ya
no parecía tener la prisa que demostraba antes. Echó la llave a la puerta y se la
guardó.
- ¿Aquí es donde recibes a tus visitantes? – preguntó Sally.
- ¡A mis compatriotas! – replicó Nadia con orgullo. Los que viste anoche
han sufrido muchas penalidades. Pero ahora son felices porque han llegado a
lugar seguro.
- ¿Y dónde están ahora? – preguntó Sally, mirando a su alrededor.
- Ya se han ido. Ivor los llevó a unos ochenta km la norte
aproximadamente. Allí tenemos amigos. Hará un aterrizaje forzoso, una
dificultad técnica en su avión, ¿comprendes? Y mientras él se encarga de
repararlo, los pasajeros desaparecerán. Es muy fácil.
- ¿No es peligroso para Ivor y para ti?
- Sí, mucho – reconoció Nadia. Sobre todo para él, cuando recoge a los que
queremos salvar. De este lado significaría prisión: pero del otro, muerte segura.
- ¿Y no tienes miedo, Nadia?
- Sí, algunas veces tengo mucho miedo. Pero lo sufrí durante tantos años,
que ya me he acostumbrado a él.
- Pero si tus visitantes se han ido, ¿en qué puedo ayudarte? – preguntó
Sally.
- Espera – dijo Nadia – todavía tenemos que ir más adelante.
Cruzó la habitación y abrió otra puerta disimulada en la pared.
Sally siguió a Nadia y lanzó una exclamación de asombro al otro lado de
aquella puerta, todo el ambiente cambiaba de forma repentina. El techo era bajo
y estaba apoyado sobre actos. Las piedras eran grises y frías, pero suavizadas
por el tiempo y con ese agradable olor que sólo dan los siglos. El piso era de
baldosas y la luz provenía de ventanas muy estrechas, casi como rendijas,
apenas visibles desde fuera.
- Es la vieja cripta – explicó Nadia al ver el asombro de Sally. Esto es todo
lo que queda del “Priorato” original y de su capilla. ¿No te parece precioso?
- ¡Es bellísimo! – exclamó Sally. ¿Conoce Sir Guy la existencia de esto?
¿Por qué nunca lo ha mencionado?
- No creo que nadie lo conozca, excepto Ivor y yo. Lo encontré por
casualidad, cuando buscaba un escondite conveniente en los sótanos.
- Pero es demasiado bello para que siga oculto – opinó Sally.
- Bueno, ahora compartimos nuestro descubrimiento contigo. Pero ven,
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esto es lo que quiero enseñarte.
- ¿Enseñarme? Yo creía que deseabas mi ayuda.
- Sí, ahí es donde vas a ayudarme … ¡Ven!
Cruzaron la cripta hasta llegar a un muro. Nadia movió una piedra
suelta, metió la mano en el hueco y accionó algo, tal vez una palanca. Se oyó un
extraño chirrido y una parte del muro giró, revelando una abertura.
Sally lanzó una exclamación:
- ¡Oh, Nadia! ¡Ya sé lo que es: el pasadizo secreto!
- Sí, Ivor lo encontró.
- ¡Ah, cómo va a emocionar esto a los niños! – exclamó Sally. ¿Es posible
usarlo?
- Me temo que no. A poca distancia, los muros se han venido abajo. Entra
y mira tú misma.
Sally dio unos pasos adelante y entró en la oscuridad del pasadizo. Tocó
las paredes de roca y pudo avanzar un par de metros, hasta que frente a ellos
apareció un gran montón de piedras. En aquel momento volvió a oírse el
chirrido de la puerta y Sally se encontró en la oscuridad total. Giró de
inmediato. La abertura se había cerrado.
- ¡Nadia! – gritó. ¡Se ha cerrado la puerta!
Sólo entraba una lucecita por el hueco de la piedra suelta.
- ¡Nadia! – gritó de nuevo. ¡No veo nada! Abre, por favor.
- Me temo que no puedo hacerlo – contestó Nadia a través del hueco.
- ¿Qué quieres decir?
- Tú dijiste que ibas a ayudarme, Sally. Y vas a hacerlo quedándote donde
estás.
- ¿Por cuánto tiempo? ¿Para qué? No entiendo.
- Eres muy tonta, Sally. Siempre me lo pareció. No imaginarás que Ivor y
yo hemos arriesgado la vida tantas veces para permitir que nuestro secreto
peligre porque una jovencita estúpida lo descubrió casualmente, ¿verdad? Te
quedarás ahí para siempre.
- ¡Estás loca! – gritó Sally. ¿Supones que no van a buscarme? La gente se
pondrá en movimiento hasta encontrarme.
- No. Yo siempre hago bien las cosas, Sally. Ya he escrito una carta a Guy
en tu nombre. En ella le dices que no puedes permanecer bajo el mismo techo
que Tony, después de lo que éste te hizo. Cuando Gertrude vaya a despertarte,
la encontrará sobre tu almohada.
- ¡Nadia! Todo esto es ridículo. ¿Cómo explicarás la presencia de mi ropa?
- Tu ropa desaparecerá contigo, por supuesto, y resultará muy útil para
mis compatriotas. Algunas de ellas no han tenido ropa nueva en los últimos
nueve años. Imagínate, Sally, con lo bonitos que son tus vestidos …
Con las manos extendidas hacia delante, Sally logró llegar hasta la piedra
que cerraba el pasadizo.
- ¡Escucha, Nadia! – gritó. ¡Déjame salir de aquí! Comprendo que me estás
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gastando una broma pesada. Te prometo que no diré nada de tu secreto si me lo
pides, pero déjame salir. Me estás asustando.
- Lo siento por ti, Sally. Lamento que esto haya sucedido, pero tú tienes la
culpa por entrometida.
- No fue intencionadamente. No puedes hacerme esto, Nadia. Sir Guy no
lo descubrirá.
- Deja a Guy en mis manos. No te preocupes por él.
- ¡Pero es un crimen! ¡Si me dejas aquí, moriré!
- Muchos de mis compatriotas han muerto. He visto la muerte con tanta
frecuencia, que ya no me impresiona. Pensamos en otras formas de deshacernos
de ti, Sally, pero ésta nos pareció la mejor. Adiós.
- Pero Nadia, no puedes decirlo en serio … ¡Nadia!
No obtuvo respuesta. Nadia había colocado la piedra suelta en su sitio,
cubriendo el agujero por el que antes penetraba su voz. Sally se encontró en la
más completa oscuridad. La rodeaba un silencio aterrador y lo único que podía
oír era su respiración jadeante.
- ¡Nadia! ¡Nadia! … ¡Nadia! – a sus primeros gritos siguieron otros de
pánico, pero pronto comprendió que era inútil gritar, porque nadie la oiría.
Se le doblaron las piernas y se dejó caer en el suelo de piedra. Durante
varios minutos se quedó pensando en todo lo sucedido y hubo de reconocer
que Nadia había sido muy astuta y ella muy tonta.
Se acordó de Guy, al pensar que ella moriría y Nadia terminaría por
conquistarlo, sus ojos se llenaron de lágrimas. Guy nunca sabría, cuando
caminara por la casa, que los huesos de alguien que lo había amado
desesperadamente yacían sin sepultura bajo sus pies.
- ¡Oh, Guy, Guy, sálvame! – exclamó. Sus propias palabras volvieron hacia
ella, devueltas por los muros de piedra. Se levantó y puso las manos contra la
puerta. ¡Guy! ¡Guy! ¡Ven a mí! ¡Ven a mí!
Gritó su nombre una y otra vez hasta quedar ronca y luego, entre
convulsivos sollozos, se dejó caer al suelo de nuevo. No supo cuánto tiempo
permaneció así, pero al final estaba agotada de tanto llorar y gritar.
De pronto notó que tenía hambre y esto la hizo reaccionar.
- ¡Voy a salir de aquí! – dijo en voz alta. ¿Por qué voy a permitir que Nadia
me haga esto? ¿Por qué voy a sentarme tranquila a esperar la muerte?
Nadia había dicho que el pasadizo se había derrumbado, pero tal vez le
había mentido como en tantas otras cosas …
Con las manos extendidas, Sally avanzó a tientas unos cuantos metros,
pero luego tropezó contra las piedras caídas y en el mismo momento se golpeó
la cabeza contra el techo. Se quedó aturdida un instante y, al tocarse la cara,
descubrió una herida y un hilillo de sangre que corría por su mejilla. Se limpió
la sangre y empezó a palpar las piedras que tenía enfrente. Estaban firmemente
adheridas unas a otras. Su aspereza hizo que se rompiera las uñas y se lastimara
los dedos, sin lograr mover una sola.
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- ¿Qué voy a hacer? – se preguntó en voz alta y se oyó a sí misma gritar.
“Me estoy volviendo loca”, pensó aterrorizada.
Con los brazos extendidos dio vueltas sin fin en su prisión, sólo para
golpearse varias veces la cabeza en el techo, aunque con menos fuerza que la
primera vez, porque avanzaba con lentitud. Por fin, cayó de rodillas.
¡No había nada que pudiera hacer, nada!
Debía morir con valor. Había llegado el momento de recobrar la noble
dignidad que la caracterizaba.
Aquél era su momento, el momento mágico y encantado en que debía
elevarse por encima del egoísmo y del odio, como un día le había dicho Mary.
Levantó la cabeza con orgullo, decidida a afrontar la muerte sin temor, por duro
que le resultara.
Pensó en Guy y deseó que él la rodeara con sus brazos una vez más antes
de morir. Anhelaba que sus labios la besaran, pero no violentos ni agresivos,
sino tiernos y apasionados. Cerró los ojos y se apoyó contra el muro. Al menos
podía imaginar que estaba en brazos de Guy, que sólo tenía que mover un poco
los labios para besarlo.
- ¡Oh, mi amor, mi amor! … - murmuró.
El contacto de la piedra la estremeció y se preguntó si uno moriría antes
sufriendo un intenso frío. La invadió de nuevo el terror y gritó otra vez el
nombre de Guy, pidiendo que la salvara.
Se encontraba tendida en las heladas piedras del suelo, cuando percibió
un sonido que no había oído antes, como si alguien estuviera arañando las
piedras. Horrorizada, murmuró:
- ¡Ratas!
Siempre la habían asustado, desde niñas, y pensar ahora que iban a ser
su única compañía en la oscuridad fue más de lo que podía soportar.
- ¡Ratas! – repitió levantándose.
Volvió a oír ruido de patitas que arañaban y lanzó un agudo grito de
terror. Entonces recibió una respuesta, la menos esperada: un ladrido.
Por un momento casi no pudo dar crédito a sus oídos, pero el ladrido se
repitió. Era un perro que reclamaba la atención de su ama.
- ¡Rom!
Los arañazos contra la piedra se hicieron más frecuentes. El animal debió
de dar un fuerte empujón, porque unas cuantas piedras cayeron. Un instante
después, Rom estaba junto a Sally, que se había arrodillado en el suelo. El cálido
cuerpo del perro rebullía en sus brazos y le lamía la cara con la lengua.
- ¡Oh, Rom, Rom! … - el alivio de verlo fue tan grande, que las lágrimas
brotaban incontenibles de los ojos de Sally. ¿Cómo has llegado aquí? De pronto,
el significado de su aparición la hizo incorporarse con un pequeño grito: Rom,
si has podido entrar aquí, significa que yo puedo salir. ¡Tienes que enseñarme el
camino! El pasadizo puede cruzarse de algún modo. ¡Oh, Rom, enséñame el
camino!
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El perro ladró como si hubiera entendido. Haciendo un esfuerzo por
mantener la calma, Sally dijo:
- ¡A casa, Rom! ¡Llévame a casa!
El perro pareció entender. Corrió unos pasos y se quedó esperándola.
Ella avanzó hacia las piedras que había tratado en vano de mover.
- ¿Cómo has pasado por ahí, Rom? – preguntó.
Sally lo oyó patalear mientras sus manos lo buscaban a tientas. Se dio
cuenta de que el perro estaba ya del otro lado.
- ¡Rom, vuelve aquí! No sé todavía cómo pasas.
El perro obedeció. Esta vez Sally lo cogió del cuello y descubrió así un
pequeño agujero en el centro de la pila de piedras, cerca de la pared. Era lo
bastante ancho para Rom, pero no para ella.
Sally empujó al perro a través del agujero y empezó a mover las piedras.
Resultó un trabajo laborioso, pero fue apartándolas una tras otra, y algunas
saltaban en el proceso. Pronto cayó sobre ella un pequeño alud que le raspó una
rodilla y estuvo a punto de aplastarle un pie.
Por fin pudo arrastrarse a través del agujero, rompiéndose la falda y el
suéter y produciéndose numerosos desollones. Pero estaba del otro lado.
Había aprendido ya a ser precavida y, a medida que avanzaba, iba
palpando la altura del pasadizo con las manos para evitar nuevos golpes en la
cabeza.
Junto con el perro avanzó un tramo y se encontró ante otra barrera de
piedras caídas. Sally repitió el proceso y, cuando llegó al otro lado, estaba tan
agotada que se dejó caer en el suelo.
- Es inútil, Rom – gimió. ¡No puedo más!
Le sangraban los dedos y las piernas. Le dolía horriblemente una rodilla
y se había golpeado la cabeza varias veces. Rom, como queriendo consolarla le
lamió la cara.
- Es inútil – repitió Sally. ¡Vete, Rom! Nunca podré salir de aquí, ¡nunca!
Lo oyó alejarse unos pasos y luego lanzó un grito repentino:
- ¡Rom!
¿La estaba obedeciendo? ¡Iba a dejarla sola? Aliviada, lo oyó beber y vio
que un hilillo de agua se filtraba por un lado del pasadizo. Recogió un poco de
agua en la palma de las manos y la bebió. Tenía un sabor extraño, a lodo, pero
se sintió revivir y se dispuso a seguir adelante.
Los descansos que tomaba después de mover cada nueva pila de piedras
se fueron haciendo más prolongados. En una ocasión quedó sumida en un
profundo estupor y durmió algunos minutos. Al despertar encontró a Rom
acurrucado junto a su pecho. En una sección del pasadizo, el aire era tan
asfixiante que casi no podía respirar. Incluso Rom se movía con lentitud y cierta
dificultad. Haciendo un supremo esfuerzo, Sally logró salir de allí. A partir de
entonces, comprendió que Rom y ella no estaban solos. Había alguien más allí
… un hombre de espesa barba y rostro bondadoso, vestido con un hábito
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marrón. Parecía comprender su situación y la ayudaba a seguir adelante,
despertándola cuando estaba a punto de quedarse dormida.
- Estoy tan cansada … - decía Sally. Ya no puedo seguir.
Pero él la obligaba a continuar. Y había alguien más. Sí … Era un
caballero; que ella conocía desde niña. Lo llamaba Sir Guy, aunque sabía que no
era el Guy que amaba, sino otro venido de una época más antigua, de otro
mundo …
Algunas veces le parecía que las piedras que movía con sus manos
sangrantes rodaban con más facilidad gracias a los dos hombres que la
ayudaban, aunque discutía con ellos continuamente:
- ¡Déjenme en paz! ¡Déjenme descansar un poco! Seguiré mañana. Tengo
mucho frío; no puedo moverme … Mañana me sentiré mejor … Ya sé que el aire
aquí es malo, pero no necesitaré mucho aire mientras duermo y Rom puede
dormir junto a mí. ¡Oh, déjenme descansar! Estoy tan horriblemente cansada …
¡Pero no la dejaban! La obligaron a seguir adelante, adelante, adelante …
Algunas veces parecían desaparecer y sólo quedaba Rom, que chillaba y
ladraba, corría unos pasos y volvía a ella, lamiéndole la cara cuando caía, hasta
obligarla a recobrar la consciencia.
- ¡Ya voy! ¡Ya voy! – decía, irritada por la impaciencia del animal.
Su falda estaba hecha de jirones y tenía los hombros desnudos,
magullados y sangrantes. Se le había desprendido la piel de los codos, pero no
le importaba. ¡Tenía que seguir adelante hasta encontrar la salida!
Pasó un obstáculo más, cayó al otro lado y se quedó inmóvil, dolorida y
como atontada.
- No puedo más – dijo jadeante. No puedo …
Fue entonces cuando los vio con toda claridad … al monje de ojos
bondadosos y al caballero de casco emplumado. Sonreían y ella comprendió
que había triunfado, había llegado al fin, aunque no sabía si el triunfo era la
vida o la muerte.
Oyó ladrar a Rom.
- Es inútil – murmuró. Estoy demasiado cansada … no puedo dar un paso
más … no puedo …
Pero se arrastró un poco más, sin saber si tenía los ojos abiertos o
cerrados, porque ya se había acostumbrado a moverse en la oscuridad.
Resbaló, cayó hacia delante y se aferró a una rama. La deslumbró una luz
repentina y, al aspirar una gran bocanada de aire, se dio cuenta de que estaba en
el exterior. ¡Se encontraba en el foso de arena! Lo comprendió al caer al suelo y
sentirla en la cara.
Entonces la oscuridad descendió piadosamente sobre ella y ya no supo
más …

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Se hallaba en el centro de un profundo sueño que la abrumaba, pero no
sentía el menor deseo de salir de él. Oía suaves voces a su alrededor; una mano
firme la cogía la muñeca y el repentino dolor de la aguja que penetraba en su
carne la hacía reaccionar.
Despertó lentamente, pero permaneció con los ojos cerrados. Tenía
muchas cosas en que pensar, pero saboreó con delicia los primeros momentos
entre el sueño y la vigilia. Había alguien en la habitación. Percibía movimientos
cautelosos que delataban su presencia.
Con mucha lentitud, abrió los ojos. Las cortinas estaban corridas y las
persianas bajadas; sólo entraba un poco de luz. La habitación permanecía
sumida en una fresca penumbra.
Se removió en la cama y de inmediato se le acercó una enfermera de
rostro bondadoso, enmarcado por cabellos grises.
- Sabía que iba a despertar esta mañana – dijo sonriendo. ¿Le gustaría
comer algo?
Se oyó un ruido en el suelo. La enfermera bajó la mirada.
- Es su perro – dijo. La ha oído hablar. Se ha portado muy bien, pero no
hemos logrado sacarlo de aquí.
- ¡Oh! ¿Puedo verlo? – preguntó Sally. Extendió las manos y las miró
desolada. Tenía vendajes que le llegaban hasta la muñeca y sus piernas y su
cabeza también estaban vendadas.
La enfermera pareció comprender su consternación.
- Está ya mucho mejor – dijo consoladora – y vamos a quitarle las vendas
muy pronto. Pero antes que empiece a hacer preguntas, le traeré algo de comer.
Puso a Rom sobre la cama.
- No deje que la moleste – advirtió antes de salir de la habitación.
Rom frotó el cuerpo contra su ama.
- ¡Rom, mi querido Rom! – murmuró Sally y los recuerdos de lo sucedido
acudieron en tropel a su mente. ¡Rom, tú me salvaste! ¡Oh! ¿Qué habría sido de
mí sin ti?
El perro movió la cola con alegría, como si hubiera entendido.
La puerta se abrió con mucho cuidado y Gertrude asomó la cabeza. Sally
lanzó un leve grito.
- ¡Gertrude! ¡Qué alegría verla!
- ¿Ya está mejor? ¡Alabado sea Dios! – exclamó la doncella, entrando en la
habitación.
- Sí, ya me encuentro mejor. ¿Hace mucho tiempo que estoy enferma?
- Bastante. Y en muchos momentos temimos perderla.
- ¡Dios mío! ¿Tan mal llegué aquí?
La doncella asintió con la cabeza y Sally se incorporó un poco.
- Gertrude, cuéntame aprisa todo lo que sucedió, antes que vuelva la
enfermera.
Gertrude se acercó más a la cama.
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- ¿Seguro que está lo bastante bien para oírlo? No han permitido que nadie
entre aquí, por órdenes del doctor.
- Ya me siento bien – contestó Sally – y quiero saberlo todo. De otro modo,
me volveré loca de curiosidad.
- Lo entiendo – dijo Gertrude y le contó con rapidez. Fue el gitano quien la
encontró. Oyó ladrar a Rom y fue a ver qué sucedía. La cogió en brazos y la
trajo a la casa. Era poco antes de cenar y todos estaban en el salón. Cruzó el
prado y entró por una de las puertas cristaleras.
Gertrude, con rostro compungido, hizo una pausa y continuó después:
- Tenía un aspecto lamentable, señorita Sally. Venía semidesnuda y
sangrando por todo el cuerpo. Cero que la señora estuvo a punto de
desmayarse al verla. Sir Guy la tomó de brazos del gitano y aprisa subió por la
escalera. La tendió en la cama y me preguntó, con la cara desencajada, si estaba
usted muerta. No supe qué contestarle. Estaba amoratada de frío y cubierta de
sangre de los pies a la cabeza.
Gertrude miró a Sally con lástima y prosiguió después:
- Traje bolsas de agua caliente y mantas para envolverla. Sir Guy me
ayudó y el señorito Tony llamó por teléfono al doctor que vino enseguida y
mandó llamar a la enfermera.
Gertrude se detuvo un momento y Sally la presionó:
- ¡Siga Gertrude! Dígame qué sucedió después. ¿Qué pensaron que me
había sucedido? ¿No se preguntaron por qué me encontraba en ese estado?
Gertrude hizo un relato conciso: después que el doctor atendió a Sally e
hizo todo lo posible por reanimarla, interrogó a la familia buscando una
explicación al estado en que se encontraba la muchacha. No fue fácil para Sir
Guy ni para su madre explicar que Sally, huésped de la casa en las últimas
semanas, se había marchado aquella mañana e ignoraban qué podía haberle
sucedido.
Sir Guy y Tony pidieron al gitano que les enseñara dónde había
encontrado a Sally y ellos no tardaron en descubrir, entre los rosales donde ella
había caído, la entrada del famoso pasadizo secreto que tantas generaciones
habían buscado infructuosamente.
Después de cenar, decidieron buscar la entrada del pasadizo por la casa,
pensando que tal vez allí encontrarían la solución al misterio de lo sucedido a
Sally.
Mediante presiones y usando una gran dosis de sicología, Sir Guy
consiguió que Nadia los acompañara a los sótanos, que según Bateson, el
mayordomo, se habían convertido en dominio exclusivo de la polaca.
Acorralada por sus dos primos. Nadia hizo con ellos el mismo recorrido que
hiciera por la mañana con Sally y terminó por confesar no sólo que había
decidido matarla, sino también la causa.
Cuando terminó su confesión, les preguntó qué iban a hacer con ella. Y
los hermanos no supieron qué contestarle. La mandaron a la cama y
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permanecieron hablando y discutiendo hasta altas horas de la noche, tratando
de buscar una salida decorosa al enredo en que su prima los había metido a
todos.
Cuando se fueron a acostar aún no habían llegado a ninguna conclusión;
decidieron continuar discutiendo el asunto al día siguiente. Pero para entonces,
Nadia ya había tomado las cosas en sus propias manos. Ella e Ivor se
marcharon de la casa antes que nadie se levantara. Nadia dejó una carta a Sir
Guy en la cual le decía que pensaba casarse con Ivor, renunciar a la
nacionalidad británica y convertirse en lo que había sido siempre de corazón:
polaca. Se irían a vivir a Irlanda y continuarían trabajando en favor de sus
compatriotas. No volverían a molestar en modo alguno a la familia Thorne.
Agregaba que se había llevado como regalo de bodas el dinero que tenía para
los gastos de la casa, poco más de cincuenta libras, segura de que eso no
afectaría a Sir Guy.
Se había llevado todas sus pertenencias que cupieron en el avión y, a ser
posible, añadía, enviaría en fecha posterior a recoger las pocas cosas que había
dejado.
Guy se echó a reír cuando terminó de leer la carta. Aquello era típico de
Nadia, y no pudo menos que admirar el valor con que había sabido sacar el
mayor partido posible de una mala situación.
Él y Tony decidieron no decir a su madre nada sobre las actividades de
Nadia. Le explicarían simplemente que había encerrado a Sally en la cripta, con
intenciones de hacerla salir más tarde, sólo porque estaba celosa de ella, pero
que Sally había sido lo bastante astuta como para escapar a través del pasadizo
secreto.
Nadia se había marchado y allí debían terminar las cosas con ella. Era
mejor no pensar en lo que podía haber sucedido. Los dos hermanos esperaban
que Sally fuera lo bastante generosa como para no presentar una acusación
legal contra Nadia por intento de asesinato.

Cuando Gertrude se hubo retirado, la enfermera llegó con el desayuno y


Sally comió con buen apetito. Después volvió a quedarse dormida.
Los días pasaban con lentitud mientras Sally iba recuperándose
lentamente. Tony, de nuevo en París, le había mandado una postal con una
bailarina de can-can que, en opinión de Lady Thorne, debía haber
escandalizado al cartero local. La dama la visitaba todos los días, pero Guy no
había ido a verla y el corazón de Sally clamaba a gritos por él.
Por fin llegó el día en que el doctor la dio de alta y le dijo que podía
levantarse e ir reanudando poco a poco su vida normal. La enfermera la ayudó
a vestirse después del almuerzo con su vestido más bonito, de crepé blanco con
flores estampadas en rosa y azul.
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- No puede bajar el primer día – le explicó – pero puede sentarse junto a la
ventana a disfrutar del sol.
- Eso me parece muy bien – contestó Sally, a quien le parecía tener las
piernas de algodón. Por lo demás, se sentía ya bien.
La enfermera había salido de la habitación y ella estaba sola,
contemplando el jardín, cuando llamaron a la puerta.
- Adelante – dijo, suponiendo que era Lady Thorne. Pero cuando se volvió
con una sonrisa, vio que era Guy quien había entrado.
El corazón le dio un salto y, cuando él se le acercó, notó que le palpitaba
con fuerza casi dolorosa.
Él no dijo nada hasta que se encontró a su lado. Entonces le preguntó con
extraña gentileza.
- ¿Te sientes mejor?
Sally asintió con la cabeza. Por el momento era incapaz de decir una sola
palabra.
- Me alegra mucho. Todos hemos estado muy preocupados por ti.
- ¿Tú también?
- No he dejado de pensar en ti ni un momento, Sally.
Ella notó que se ruborizaba y se irritó por su propia debilidad. Guy se
sentó a su lado, mucho más cerca de lo que Sally hubiera creído posible y, de
modo inesperado, le cogió una mano. Le hizo abrir los dedos y ella notó que
estaba examinando las cicatrices que le habían quedado.
Al sentir el contacto de la mano masculina, un raro cosquilleo recorrió
todo el cuerpo de Sally.
- ¡Pobres manos! – exclamó Guy con ternura y su voz se tornó más
profunda al añadir: Sally, tengo muchas cosas que decirte. ¿Estarás ya lo
bastante fuerte como para escucharlas? Puedo esperar, si lo prefieres; pero ya he
esperado mucho tiempo.
Ella estaba temblando ahora con una deliciosa excitación que parecía
correr por sus venas como fuego. Instintivamente, sus dedos oprimieron los de
él.
- ¡Oh, por favor! – exclamó. Por favor … dímelo ahora.
- ¿De veras? – contestó él. ¡Oh, mi vida, te quiero tanto!
Las palabras parecieron brotar incontenibles de sus labios y, como Sally
lanzó una exclamación ahogada, añadió:
- Pero antes de decir cualquier cosa, debo implorar tu perdón. Sally, trata
de comprenderme, porque sólo así podrás perdonarme.
- ¿Perdonarte … por qué? – preguntó ella azorada.
- ¡Déjame explicarte! Cuando era muy joven, me enamoré de una mujer
muy hermosa. Creí que ella me amaba y durante un tiempo fuimos muy felices.
Luego, una noche en que salimos a pasear por el jardín, me confesó la verdad.
Me tenía un profundo afecto, pero estaba locamente enamorada, con una
atracción puramente física, de un hombre con quien no tenía nada en común.
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Sally lanzó un suspiro; comprendió que él le hablaba de Lady Beryl.
- Discutí con ella – continuó Guy – le rogué, le supliqué que fuera sensata,
por su bien y por el mío. Fue muy sincera conmigo. Me dijo que no podía
renunciar a aquel hombre y a la pasión que despertaba en ella, del mismo modo
que un borracho no puede renunciar a la bebida. Aquella misma noche huyó
con él.
Guy se detuvo, y Sally exclamó:
- ¡Qué horrible debió de ser para ti!
- Fue suficiente para que desconfiara en delante de las mujeres. Poco
después tuve que sacar a Tony de un problema en que lo había metido una
astuta aventurera. Por desdicha fue la primera de varias ocasiones. Empecé a
creer que todas las mujeres eran iguales, que una cara bonita era sólo una
máscara para ocultar la fealdad de la lujuria.
- ¡Oh! – exclamó Sally.
- No quiero escandalizarte, pero deseo que entiendas mis sentimientos y
por qué pensé mal de ti cuando te vi salir de la casa de la calle Hill a las seis de
la mañana.
Sally retiró su mano de la de Guy y se la llevó a la mejilla.
- ¿Quieres decir que … que pensaste que Tony y yo …?
- Sí – contestó Guy – lo pensé. Y aunque no te había visto antes, me dolió
porque eras tan hermosa y tan joven.
- ¿Cómo pudiste …?
- Me he hecho esa misma pregunta mil veces desde que sé la verdad. He
pasado despierto, noche tras noche desde que estás enferma, maldiciéndome
por lo tanto que fui, pero el veneno ya se había metido muy hondo en mi alma.
Debí comprender que la inocencia de tu rostro no podía fingirse y eras la dulce,
perfecta, inmaculada Sally, que sólo mi cerebro se negaba a reconocer … porque
mi corazón ya sabía la verdad.
Guy se inclinó hacia delante y, con suavidad, le apartó a Sally las manos
de la cara para tomarlas de nuevo entre las suyas.
Ella levantó los ojos con lentitud y se quedó asombrada por el amor que
reflejaban los de Guy.
- Mi corazón me decía la verdad – repitió él con voz suave. Me enamoré
de ti, Sally, cuando te vi tan desconsolada con tu traje de novia. Te amé cuando
te traje aquí, cuando te vi con los niños, cuando comprendí el cariño que sentías
por mi madre y por mi casa. Pero luché contra ese amor, diciéndome que eras
como las otras. Sin embargo, ya te amaba como te amo ahora, como te amaré
toda mi vida y por toda la eternidad.
Sally se quedó embelesada, oyendo aquellas palabras que tanto había
deseado escuchar. Cerró los ojos y sintió que el mundo daba vueltas a su
alrededor.
Guy se puso en pie de pronto, pálido y con los ojos sombríos.
- Tal vez he hablado demasiado pronto – dijo. Te he amado tanto y he
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sufrido tan profundamente en estos últimos días, que he olvidado lo mal que te
traté antes. Debo darte tiempo para pensar, para conocerme. Tal vez entonces, si
tengo suerte, puedas quererme, aunque sea sólo un poco.
Recorrió el corto espacio que lo separaba de la ventana y se quedó
mirando al jardín, de espaldas a Sally.
- ¿Crees … que podrías aprender a quererme un poco? – preguntó con voz
suplicante.
Ella no pudo resistir más. Vacilante se puso de pie y, al advertir sus pasos
inseguros, él acudió a su encuentro.
Miró sus ojos grandes y brillantes, sus labios entreabiertos y la abrazó.
Durante un momento, ninguno de los dos habló. Por fin, con voz ronca de
emoción, Guy pidió:
- ¡Contéstame, Sally! ¡Oh, cielo mío, contéstame!
- Te quiero, Guy … ¡te quiero mucho!
Y tras estas palabras, Sally sintió de nuevo los besos de Guy, pero esta
vez eran diferentes: intensos, candentes, apasionados, parecieron apoderarse de
ella y, sin embargo, el fuego que los inspiraba era divino, porque los unía hasta
convertirlos en un solo ser: un hombre y una mujer que se amaban.

FIN

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