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La reina de corazones

La reina de corazones
Título original: The queen of hearts
Colección: Barbara Cartland nº 380
Protagonistas: Princesa Sola y el rey Ivan de Arramia

Argumento:

Debido a la repentina enfermedad de Zelie, su hermana gemela, Sola,


viajaría a Arramia suplantándola. Allí sería presentada al rey Ivan, con el que
iba a casarse la primera.
El engaño pareció prosperar, pero los acontecimientos precipitaron la
boda. De la noche a la mañana, Sola se iba a convertir en la reina de Arramia. Y
además, se encontraría casada contra su voluntad con un hombre al que apenas
conocía y que parecía odiarla …

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Capítulo 1

1876

- Ya te he encontrado un rey – dijo el gran duque Boris durante el


desayuno.
Zelie, su hija, lo miró con expectación.
- ¿Quién? – preguntó.
- No ha sido fácil – respondió su padre. Como tú bien sabes, los reyes
casaderos son muy pocos en esta parte del mundo, y yo ya casi me había dado
por vencido.
Hizo una pausa como si esperara un aplauso.
Entonces, y como sus hijas permanecieran en silencio, añadió:
- He recibido una carta del primer ministro de Arramia, en el cual me dice
que el rey Ivan ha accedido a un matrimonio que una a nuestros dos países.
- ¡El rey Ivan! – exclamó la princesa Zelie. ¿Quién demonios es?
Zelie, la hija mayor del gran duque, aunque sólo fuese por cinco
minutos, deseaba imperiosamente casarse.
Allí, sentada junto a su hermana Sola, frente a la mesa del comedor,
cualquiera que las viera pensaría que era increíble que dos jovencitas pudieran
parecerse tanto.
Ciertamente, las dos princesas eran gemelas en todo.
Al menos, en lo que a su aspecto se refería.
Sin embargo, interiormente, eran completamente distintas la una de la
otra.
La princesa Zelie fue la primera en llegar al mundo y jamás dejaba que
su padre ni su hermana lo olvidaran.
Era ambiciosa y estaba decidida a ser reina.
No ocultaba el hecho de que le disgustara su país por ser tan pequeño,
aunque fuera muy bello.
Situado entre las fronteras de Rumania y Bessarabia, había podido
conservar su independencia sólo porque el gran duque era ruso.
Invariablemente, en su país se hacía su voluntad, excepto en lo
relacionado con su hija Zelie.
La familia solía decir que ésta se parecía a él, mientras que Sola era igual
que su madre inglesa.
La gran duquesa había muerto dos años antes.
En un principio, el gran duque pareció muy desolado.
Después encontró a varias damitas en los alrededores del palacio, las
cuales se mostraron muy dispuestas a consolarlo.
El gran duque gobernaba su país con una mano de hierro envuelta en un
guante de terciopelo.

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Y lo mismo sucedía respecto al palacio, salvo con su hija Zelie.
- Yo ya casi tengo veinte años – le decía ésta una docena de veces al día –
y ya es hora de que cumplas con tu deber y me encuentres un esposo.
- No es fácil, ya te he dicho que no es fácil – le respondía el gran duque.
- ¡No puedo quedarme aquí, convertida en una solterona durante el resto
de mi vida! – se quejaba Zelie. En este país no hay nada qué hacer, y los
hombres que tú invitas al palacio, por lo general, ya tienen un pie en la tumba.
Aquello no era justo, pero Zelie utilizaba cualquier arma con la que
pudiera atacar a su padre al respecto.
El gran duque miró a su hija Sola y se preguntó por qué las dos serían
tan diferentes.
Sola nunca se quejaba y parecía muy feliz.
Montaba sus maravillosos caballos, la mayoría de los cuales procedía de
Hungría.
Se sentía contenta de poder pasear por el bosque y los jardines,
conversando con la gente que trabajaba en ellos.
Todos lo adoraban, al igual que adoraban a su madre.
- Supongo que tu sangre irlandesa es lo que hace que seas tan feliz en el
campo – le había dicho su padre – mientras que tu hermana sólo desea poder
viajar a las capitales de otros países.
- A mí me gustar estar aquí – había respondido Sola.
No obstante, continuamente tenía que escuchar a su hermana gemela
insinuar que deberían visitar Viena o al rey de Rumania.
O, mejor aún, visitar París o San Petersburgo.
- ¿Por qué tenemos que estar enterrada en este agujero? – preguntó Zelie
furiosa. ¿Sin nada qué hacer ni nadie que nos admire?
En realidad, sí había un buen número de personas que las admiraban.
Pero Sola sabía que su hermana quería conocer hombres apuestos y
atrevidos con los que bailar; hombres que le dijeran halagos y que se casaran
con ella si procedían de alguna casa real.
El problema era que el gran duque apenas gozaba de prestigio entre los
soberanos de Europa.
A todos ellos, sin lugar a dudas, sólo les interesaba emparentar con la
todopoderosa reina Victoria de Inglaterra.
La gran duquesa había sido prima lejana de ésta.
Por ello le permitieron al gran duque contraer matrimonio con ella.
El gran duque se había enamorado locamente, por lo que había decidido
casarse, aun cuando hubiera tenido que hacerlo en un matrimonio morganático.
Afortunadamente, la reina Victoria les dio su bendición.
La pareja fue enormemente feliz en su pequeño principado, que, como
Zelie dijera en cierta ocasión, no era más grande que la isla de Wight.
Ahora, por fin, después de muchas consultas, el gran duque había
encontrado un rey para Zelie.
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- No me parece que sea muy importante – le estaba diciendo Zelie.
Tenía los brazos sobre la mesa y la cara apoyada sobre las manos.
Al observarla, el gran duque pensó que no era posible que alguien no
pensara que era muy bella.
El rey debería sentirse muy afortunado de poder tenerla como esposa,
pensó.
En cualquier caso, sabía que la dote que él pudiera adjudicarle no se
equiparaba a la que podría esperarse de monarcas de otros países.
- No conozco al rey Ivan – dijo el gran duque – pero me han informado
que es un joven muy inteligente y bien parecido. Su reino, como tú sabrás, es
importante, ya que está situado entre Albania y Grecia, y ha ayudado a
asegurar la independencia de estos dos países.
- No creo que pueda ser muy grande – dijo Zelie – o recordaría haberlo
visto en el mapa.
- ¿Quieres que traiga uno? – preguntó Sola.
- No hay prisa – respondió Zelie. Deja que papá nos diga todo lo que sabe
acerca de este rey.
El gran duque dudó un momento.
- Nuestro canciller – dijo después – estuvo el año pasado en Arramia. Fue
él quien insinuó a su primer ministro la posibilidad de una unión matrimonial
entre nuestros dos países.
- ¡El año pasado! – exclamó Zelie. ¡Se ha tomado mucho tiempo para llegar
a una decisión!
Al observar a su padre, Sola pensó que éste ocultaba algo.
Por fin, para ayudarlo, dijo:
- Yo he leído algo acerca de Arramia, y tengo entendido que es un país
muy bello, con montañas y valles, como Albania, aunque más pequeño. Me
parece que en cierta ocasión hubo la posibilidad de una revolución, pero el
problema se solucionó cuando el rey Ivan subió al trono.
El gran duque le sonrió.
- Estás muy bien enterada, querida.
- Papá, tú sabes que siempre me ha interesado la historia de esta parte de
Europa, y siempre he tenido miedo de que los más pequeños sean absorbidos
por los grandes.
- Tienes mucha razón – admitió el gran duque – y Zelie debe asegurarse
de que Arramia conserve su independencia y de que sus reyes ocupen el lugar
que les corresponde entre la realeza europea.
- Eso es exactamente lo que yo quiero hacer – intervino Zelie – aunque me
hubiera gustado poder tener a un rey de un país mayor.
Suspiró antes de continuar:
- ¿Por qué tenían que haberse casado ya los reyes de Rumania, de Serbia,
de Montenegro y de Grecia?
La familia ya había escuchado aquello antes, por lo que el gran duque
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manifestó:
- Bueno, ya tienes a tu rey. Ahora, el siguiente paso es que vayas a
conocerlo.
Zelie se enderezó.
- ¿Quieres decir que él no va a venir aquí?
- Me informan que es imposible que él salga de su país en estos
momentos, de modo que nosotros le haremos una visita de Estado, al final de la
cual anunciaremos el compromiso.
Zelie permaneció en silencio, ya que todo aquello sonaba impresionante.
Luego, dijo:
- Hay una cosa segura, y se que voy a necesitar ropa nueva.
- Por supuesto – estuvo de acuerdo su padre. Puedes mandar a buscar a
los modistos de la ciudad.
- ¿De la ciudad? – gritó Zelie. No pensarás que ellos puedan hacerme un
ajuar que valga la pena. Tendré que ir a Viena, a menos que tú prefieras que
vaya a París.
- No habrá tiempo para ninguna de las dos cosas – objetó el gran duque
con satisfacción. Saldremos para Arramia dentro de diez días.
Zelie emitió una exclamación de horror.
- ¿Y tengo que estar lista para entonces? ¡Eso es imposible, papá!
- Entonces, tendrás que decirle al rey Ivan que has cambiado de parecer, o
que has recibido una oferta mejor – dijo el gran duque con impaciencia.
Y se levantó de la mesa, como si ya estuviera cansado de las quejas de su
hija.
Puso su mano sobre el hombro de Sola y le pidió:
- Ven a ayudarme con mis orquídeas, querida. Me parece que la que llegó
de Nepal está comenzando a florecer.
- ¡Qué emocionante! – exclamó Sola.
Se levantó de la mesa para seguir a su padre cuando Zelie la detuvo.
- Necesito que me ayudes, Sola, a menos que quieras que vaya a Arramia
medio desnuda.
Sola sonrió.
- No lo creo posible. Tú ya tienes muchos vestidos bonitos, y la señora
Blanc es maravillosa. Sus vestidos tienen un auténtico aire parisino.
Zelie pareció tranquilizarse.
- Supongo que tienes razón – asintió. A mamá siempre le pareció que
cobraba muy caro, pero papá tendrá que pagarlo.
- Estoy segura de que querrá que te veas muy bonita – dijo Sola – y así
será.
Estaba a punto de reanudar la marcha cuando Zelie comentó:
- Un rey es un rey, ya sea grande o pequeño, así que supongo que debo
sentirme agradecida.
- Todavía no lo hemos visto – indicó Sola – pero he oído decir que es muy
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atractivo.
Zelie se estaba mirando en uno de los largos espejos de marco dorado.
- ¿Crees que se nos describirá como la pareja real más bien parecido del
mundo? – preguntó.
- Estoy segura de que así será – dijo Sola – y estarás encantadora con tu
vestido de novia y la tiara de mamá encima del velo.
- La tiara de mamá está bien para un baile – opinó Zelie – pero es
demasiado pequeña para una boda, en la que supongo que seré coronada.
Se volvió a mirar en el espejo y prosiguió diciendo:
- Si el rey no tiene algo mejor y más grande en sus arcas creo que me
sentiré defraudada.
Sola no esperó más y corrió tras su padre, ya que estaba tan interesada
como él por ver florecer aquella orquídea rara que le habían enviado desde
Nepal el año anterior.
Sin embargo, no podía dejar de sentirse agradecida, porque, por fin, y
después de tantas quejas, su hermana contraería matrimonio.
Zelie no había hablado de otra cosa desde que cumplió los dieciocho
años.
El año anterior había sido como una pesadilla, pues no dejaba de repetir
una y otra vez que tenían que encontrarle un rey.
Sola entró casi corriendo en el invernadero, donde encontró a su padre
que observaba fascinado el pequeño botón que había aparecido entre las hojas
de la orquídea.
- Mañana sabremos exactamente que clase de orquídea es ésta y si aparece
en mi libro – le dijo a su hija.
- Es muy emocionante, papá – repuso Sola – aunque todavía me parece
muy extraño que te la hayan enviado sin un nombre.
- Eso, ciertamente, nos ha llenado de curiosidad, ¿no es así? – admitió el
Gran duque. Bueno, ya son dos cosas buenas que han ocurrido hoy. ¿Me
pregunto cuál será la tercera?
Sola se rió.
- Fuiste muy hábil al encontrar al rey Ivan como esposo para Zelie – dijo
en voz baja.
- Te aseguro que fue muy difícil – manifestó el gran duque. El canciller me
informó que su majestad estaba decidido a no casarse, y no le hacía caso a sus
ministros, que le exigían un heredero.
Sola miró a su padre, consternada.
- ¿Quieres decir que no desea casarse con Zelie?
- ¡No se lo vayas a decir, por amor de Dios! – respondió el gran duque. Sin
embargo, tengo entendido que todos los miembros de su gabinete casi se
tuvieron que poner de rodillas para suplicarle que aceptara la sugerencia del
canciller.
Sola suspiró.
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- Oh, papá, ¿cómo va a poder ser feliz Zelie en tales circunstancias? Sería
mejor si ella esperara a que tú le encontraras otro rey.
- No le vayas a meter esa idea en la cabeza – comentó el gran duque. Me
he pasado mucho tiempo ante el mapa del mundo tratando de encontrarle un
rey a tu hermana, y te aseguro que éste es el único disponible.
Su voz se tornó más grave cuando añadió:
- Si él es un novio difícil, ahora dependerá de ella hacerlo cambiar de
parecer.
Sola permaneció en silencio.
Sabía muy bien lo impertinente que podía resultar su hermana si no
conseguía lo que deseaba.
El gran duque le acarició los bucles de sus cabellos, como si supiera lo
que estaba pensando.
- Eres un gran consuelo para mí, Sola – dijo – y no puedo evitar pensar
que vamos a ser mucho más felices cuando dejemos de escuchar los eternos
quejidos de tu hermana acerca de quedarse solterona.
Sola besó la mano de su padre.
- Te quiero mucho, papá – musitó. Tú has sido muy bueno con las dos
desde la muerte de mamá.
El gran duque se volvió hacia el otro lado.
Siempre le resultaba doloroso hablar de su esposa.
Cada vez que miraba a sus hijas le era imposible olvidarla.
Fue una mujer muy bella, exactamente como una rosa inglesa, según
opinaban sus admiradores.
Tenía los cabellos rubios, los ojos azules y un cutis perfecto.
Era extraño que ninguna de sus hijas se pareciese a su padre.
El único hijo del gran duque, Alejandro, sí era su viva imagen.
Pero, aunque pareciese ruso, Alejandro era muy inglés en muchas cosas.
Había asistido a una escuela inglesa y ahora cursaba su segundo año en
Oxford.
Su padre se sentía muy orgulloso de él y sus hermanas lo adoraban.
Durante el último año apenas le vieron, ya que, a causa de sus estudios,
no disfrutó de vacaciones.
- Tienes que escribir a Alejandro y contarle esto – indicó Sola.
- Por supuesto – estuvo de acuerdo el gran duque. Estoy seguro de que se
alegrará.
- ¿Por qué tienes que ir a Arramia con tanta prisa? – preguntó Sola.
El gran duque dudó un momento antes de decir la verdad.
- Creo – señaló – que el primer ministro y todo el gabinete temen que el
rey cambie de parecer. De modo que, cuanto más pronto se comprometa, mejor.
Aquello hizo reír a Sola.
Entonces, y cambiando de tono, dijo:
- ¡Pobre Zelie! Todo eso me parece horrible y poco natural. Yo no quisiera
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casarme si no estoy enamorada, papá.
Su padre le puso el brazo alrededor de los hombros.
- Quizá tú seas tan afortunada como lo fuimos tu madre y yo – dijo. En
cuanto la vi, me dije a mí mismo: “¡Esa es la mujer con la que deseo casarme!”.
Calló por un momento, como si estuviera recordando el éxtasis de aquel
momento.
- Y cuando ella me conoció – continuó diciendo – dijo que sabía que yo era
su destino y que temía que, cuando abandonara Inglaterra, me olvidara de ella.
- Pero tú corriste a San Petersburgo para obtener el permiso del zar – dijo
Sola, que conocía perfectamente la historia.
- ¡Eso fue aterrador! – respondió el gran duque. No obstante, cuando
enfaticé el parentesco de tu madre con la reina Victoria, él consintió.
- ¡Y vivisteis por siempre felices! – exclamó Sola. Eso es lo que yo también
deseo, papá, así que no te molestes en buscar un esposo para mí. Si el destino
está de mi parte, nos conoceremos de alguna manera y en alguna parte, y no
habrá necesidad de consultas entre primeros ministros. Nos habremos
encontrado uno al otro.
Sola se expresó con voz soñadora y emotiva.
El gran duque no respondió.
Se limitó a llevarla hacia la puerta del invernadero.
- Tengo una delegación que me está esperando – indicó – por lo que
será mejor que vayas a ayudar a tu hermana.
- Sí, claro está, papá – repuso Sola.
Y regresó corriendo al palacio.
Sabía que su hermana estaría en su habitación, revisando su ropa.
Cuando llegó a ella, Zelie se estaba restregando las manos y diciendo que
no tenía nada que ponerse.
- Esas son tonterías – la reprochó Sola. Tienes ese precioso vestido que
compraste para el baile de Pascua. También tienes dos vestidos de tarde que la
señora Blanc nos aseguró eran la última moda en París. Estarás preciosa con
cualquiera de ellos.
Zelie pareció apaciguarse.
- Supongo que pasarán – concedió. Además, supongo que la gente de
Arramia no sabrá distinguir si algo viene de París o de la Cochinchina.
Sola pensó que era un error comenzar a menospreciar a la gente sobre la
cual iba a reinar, aun antes de conocerla.
- Estoy seguro de que los arrameos te admiraran, sin importar que te
pongas – opinó – pero si no han viajado todos, el rey sí lo ha hecho, de modo
que deberás estar muy bonita para él.
- Si me lo preguntas – dijo Zelie – te diré que me parece que me están
estafando. Sí, como sospecho, Arramia tiene las dimensiones de nuestro país,
entonces no habrá mucho sobre qué reinar.
- Es más grande y mucho más importante. Además, siempre se ha dicho
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que su gente es encantadora y muy amistosa – señaló Sola.
Aquello era un invento, ya que, en realidad, ella sabía muy poco a
propósito de Arramia.
Pero, al mismo tiempo, suponía que era esencial que Zelie pensara que
iba a ser feliz en el país en el que iba a reinar.
- Te diré lo que voy a hacer, Zelie – dijo entonces. Voy a buscar entre los
libros de la biblioteca. Y cuando la señora Blanc te esté probando los vestidos
que le encargues, yo te los leeré.
Zelie no pareció muy entusiasmada con la idea.
- Muy bien, pero lo único que me interesa saber es si en el país hay
ciudades grandes; si hay teatros y lugares que yo pueda visitar como reina, y
cómo es el palacio y si está bien amueblado.
- Creo que el canciller puede informarte de eso mejor que yo – opinó Sola.
Después de todo, él ya ha estado allí.
- No creo que ese viejo tonto tenga una sola idea inteligente dentro de su
cabeza calva – comentó Zelie. Si tuviera algo que decirme, le llevaría horas el
hacerlo, y haría que hasta el cielo pareciera un lugar poco deseable.
Sola se rio.
- Eres muy poco amable, Zelie – dijo. A mí me parece que el canciller es un
hombre agradable y muy bueno con sus hijos.
Sin embargo, Sola sabía que le hablaba a unos oídos sordos.
Zelie estaba sacando sus vestidos de verano del armario y arrojándolos
sobre la cama.
- Éste no quiero ni verlo. Ése otro podría servir si tuviera un poco más de
encaje. Y éste …
Sola comprendió que Zelie sólo deseaba hablar acerca de su ropa.
Trató de ayudar, buscando cosas que pudieran incluirse en el equipaje de
su hermana.
Ciertamente, tenían muy poco tiempo para comprar algo nuevo.
Cualquiera que las observara habría encontrado muy difícil distinguir a
una de la otra, a no ser por sus voces.
Zelie hablaba con voz dura, a menos que estuviera tratando de
congraciarse con la persona con la que conversaba.
La voz de Sola era muy suave.
Se comportaba muy delicadamente con la gente mayor y con los niños,
los cuales confiaban en ella de inmediato.
Ninguna de las dos muchachas sabía que en cierta ocasión su madre le
había dicho a su esposo:
- Boris, yo no puedo entender como tú y yo pudimos procrear a dos niñas
de carácter tan diferente. Parece casi imposible, teniendo en cuenta que son tan
parecidas en lo físico.
- ¿Qué quieres decir con diferentes? – había preguntado el gran duque,
aunque ya sabía la respuesta.
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- Zelie es como muchos de tus súbditos: ambiciosa, impaciente, egoísta y
centrada en ella misma – respondió la gran duquesa.
- ¡No eres muy amable! – protestó su esposo.
- No me refiero a ti, querido. Tú sabes que me pareces maravilloso. Sola
tiene lo mejor de ti, y creo que un poco también de mí.
- Todo de ti, mi amor – había respondido el gran duque. Ella tiene tu
generosidad y tu manera de amar todas las cosas, desde las flores del jardín
hasta las estrellas del cielo.
La gran duquesa puso su mejilla sobre el hombro de su esposo.
- Sólo tú podías haber dicho algo tan romántico – comentó.
El gran duque la besó y preguntó:
- ¿Cómo puede un hombre ser tan afortunado de tener a dos mujeres tan
perfectas, que parecen ángeles bajados del cielo?
Su esposa no respondió y él continuó:
- Zelie es muy humana, pero siento decir que también tiene mucho del
demonio dentro de ella.
La gran duquesa suspiró.
Amaba a sus hijas, pero, desde el momento en que nacieron, Zelie había
sido siempre la más difícil.
Siempre quería ser la primera en todo, aun cuando su madre se
comportaba de manera muy imparcial con las dos.
En el piso inferior, el canciller había sido recibido por el gran duque.
- Me siento muy complacido de que la confirmación oficial haya llegado
de Arramia al fin – decía el canciller. Yo tenía miedo de que, después de tantas
gestiones, su majestad insistiera en permanecer soltero.
- ¿Conoce usted alguna razón por la cual esté tan en contra del
matrimonio? – preguntó el gran duque. Después de todo, el rey Ivan ya pasa de
los treinta, y las costumbre entre las familias reales es que los soberanos se
casen tan pronto como llegan al trono, si no es que antes.
El canciller permaneció en silencio un momento.
Luego, dijo:
- Alteza, creo que la respuesta está en el hecho de que el rey disfruta de la
compañía de las mujeres y, en su opinión, cuantas más, mejor.
El gran duque se echó a reír.
- Muchos hombres piensan así, aunque yo no sabía que el rey Ivan fuera
uno de ellos.
- Debo ser honesto con su alteza – dijo el canciller – e informarle que, a su
edad, su majestad tiene fama de ser un calavera y un libertino. Espero que su
alteza, la princesa Zelie, no se espante cuando llegue a palacio.
- No creo que eso suceda – opinó el gran duque. Debemos suponer que el
rey se comportará con propiedad ante su futura esposa.
El gran duque comprendió que el canciller dudaba antes de responder:
- Eso espero, alteza.
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El gran duque se sintió intrigado.
Y cuando el canciller se retiró, mandó a buscar a un hombre más joven,
que formaba parte del gabinete, y el cual también fue integrante de la
delegación que había viajado a Arramia.
El joven en cuestión se trataba de un noble a quien consideraba como un
amigo.
Había nacido en Kessel y también tenía sangre rusa.
Cuando atravesó la puerta, hizo una reverencia y el gran duque le
extendió la mano.
- Quiero hablar contigo, Vaslav – dijo.
- Creo saber acerca de qué, señor – fue su respuesta.
- Por supuesto – asintió el gran duque. Quiero saber la verdad acerca del
Rey Ivan.
- Me pareció encantador – comentó el barón Vaslav – pero me sorprendió
su comportamiento cuando el canciller le presentó nuestra proposición.
- ¿Hablaste con él a solas? – preguntó el gran duque.
- Salimos a montar en sus magníficos caballos – respondió el barón Vaslav.
Fue entonces cuando me dijo: “Por amor de Dios, dígame si la princesa que me
están ofreciendo como esposa es realmente atractiva, o simplemente una
parienta regordeta de la terrible reina Victoria”.
El gran duque no tuvo más remedio que echarse a reír.
- Por lo menos fue sincero. ¿Qué le respondiste tú?
- Yo le dije que la princesa Zelie era preciosa y que muy difícilmente
podría encontrar en su reina una mujer que se le comparara.
- ¿Y él que respondió?
El barón dudó un momento y el gran duque insistió:
- Vamos, Vaslav, tú sabes que quiero saber la verdad.
- Dijo lo que cualquier hombre en su posición hubiera dicho.
El barón hizo una pausa ante de continuar:
- El rey dijo que su vida era suya y disfrutaba de ella cuanto quería. Y
añadió que era injusto que el gabinete le obligara a casarse y a tener hijos.
- ¿Y tú que le respondiste? – inquirió el gran duque.
- Yo le dije: “Me perdonarás su majestad si le recuerdo que ningún trono
está completamente seguro. Como su majestad bien sabe, siempre hay
elementos dispuestos a sublevar a la población, y no creo que Arramia sea la
excepción”.
- Muy inteligente – corroboró el gran duque. Y por supuesto que es
verdad.
- Cien por ciento verdad – replicó el barón – y el rey lo aceptó.
Dudó un momento antes de continuar diciendo:
- En realidad, su majestad conoce bien su deber. Yo creo que lo que teme
es tener que dejar a las damas exóticas y sofisticadas que lo divierten, a cambio
de una jovencita de pocas palabras que sabe muy poco a propósito de casi nada,
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y menos acerca de Arramia.
El barón terminó de hablar, miró nervioso, al gran duque.
Se preguntó si habría hablado demasiado o sido excesivamente franco.
Sin embargo, el gran duque comentó:
- Gracias, Vaslav. Te lo pregunté como amigo y tú me respondiste como
tal. Voy a hablar con Sola, para ver si ella puede poner algo de sentido común
en la mente de su hermana. Tú sabes tan bien como yo que la princesa Zelie no
es una buena lectora, pues confía solo en su belleza para lograr lo que quiere en
la vida.
Aquello era hablar con sinceridad, y el barón lo sabía.
- Ella es muy bella, tal y como se lo aseguré al rey una y otra vez.
- Entonces, esperemos que eso sea suficiente – dijo el gran duque.
Pero ni sus propias palabras lo convencieron.

Capítulo 2

La semana siguiente resultó agotadora.


Zelie hizo que todas las modistas del reino le llevaran vestidos para
probárselos, la mayoría de los cuales rechazó.
Después de dos días cayó en la cuenta de que su hermana Sola era de su
misma talla.
Y a partir de ese momento fue Sola quien se probó los vestidos y sobre
quien hicieron todas las alteraciones.
Sola se encontró con que contaba con muy poco tiempo para ella.
En cualquier caso, le había sugerido a Zelie:
- Querida, me parece que sería muy provechoso que aprendieras a hablar
el idioma de Arramia. Es una lengua muy fácil, ya que está llena de palabras
griegas y albanesas.
- No creo que eso pueda ayudarme mucho – se opuso Zelie.
- Pero tú necesitarás poder hablar con la gente sobre la que vas a reinar –
persistió Sola – y yo quiero ayudarte.
Preguntó si en el palacio había alguien que hablara el arramio de manera
fluida.
Al fin, encontró a su viejo profesor, estuvo de acuerdo en enseñarle a
Sola el idioma a partir de la mañana siguiente.
Sola esperaba que Zelie asistiera también a las clases, pero su hermana se
negó.
- Si voy a ser reina, necesito mostrarme muy bonita – objetó – por lo que
no pienso dejar mi sueño embellecedor.
Sola encontró que el idioma resultaba tan fácil de aprender como lo había
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esperado.
Como era natural, las princesas hablaban el ruso y el rumano, y también
conocían casi a la perfección las lenguas eslavas, además del griego.
Para finales de semana, Sola ya hablaba el arramio bastante bien.
Insistió en hablar en aquella lengua con su hermana siempre que se
encontraban a solas.
- No, no: lo estás pronunciando mal – le decía. Dilo como si estuvieras
hablando en griego.
- No me interesa aprender ese idioma – protestó Zelie, molesta. No veo
por qué papá no pudo encontrarme un esposo que hable uno de los idiomas
que nosotras conocemos.
- Lo intentó, tú sabes que sí lo intentó – repuso Sola. Sin embargo, todos
ellos ya están casados, y tú no podías escaparte con un hombre casado.
- Una no siempre tiene que escaparse – comentó Zelie de forma
enigmática.
Sola la miró, consternada.
Sabía que su hermana estaba interesada en uno de los ayudantes de
campo de su padre.
Se trataba de un hombre bastante atractivo, que había sido seleccionado
como consecuencia de su sangre rusa.
A su padre le gustaba conversar con él en su propio idioma.
Pero Nicolás Erstatz estaba casado y tenía tres hijos.
Sola estaba preocupada, pues había sorprendido las miradas que
intercambiaba con su hermana.
Y tenía miedo de que Zelie se estuviera enredando en un nuevo
coqueteo.
Algunos de ellos habían tenido lugar después de la muerte de su madre.
Zelie tenía la costumbre de desaparecer en el jardín, cuando los
jardineros ya se habían retirado, y por lo general nunca había nadie en los
alrededores de la casa de verano.
Se trataba de un edificio pequeño y muy acogedor, rodeado por árboles y
plantas.
Tal y como Zelie lo había dicho en un momento de descuido, era un
lugar ideal para los enamorados.
- ¿Cómo sabes tú eso? – le había preguntado Sola inocentemente.
Su hermana no respondió y ella pensó que se trataba de un comentario
sin mayor importancia.
Sin embargo, pronto comenzó a sospechar que algo ocurría.
Y ahora no pudo evitar pensar que era una magnífica solución el que su
hermana contrajera matrimonio con el rey.
Las lecciones de arramio de Sola llegaron a su fin.
El profesor dijo que ya había muy poco más que él pudiera enseñarle.
Sola le dio la gracias por haberle concedido su tiempo y le pidió a su
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padre que le hiciera un regalo.
- ¿Tu hermana ya puede hablar ese idioma? – preguntó el gran duque.
- Lo habla un poquito, papá, y estoy segura que durante el viaje a Arramia
lo aprenderá algo más. Estoy segura de que dispondremos de mucho tiempo
libre una vez que estemos a bordo.
El gran duque había decidido viajar por mar.
El territorio de Kessell incluía una franja de costa sobre el Mar Negro.
Eso quería decir que podrían navegar hasta el Bósforo y, atravesando el
Mar de Mármara y los Dardanelos, llegar hasta el Mar Egeo.
Desde allí bordearían Grecia y subirían por el Adriático hasta Arramia.
Era un viaje bastane largo, pero Sola sabía que su padre disfrutaría
mucho realizándolo.
Siempre que tenía tiempo, salía a practicar la vela y ella solía
acompañarlo.
También había ordenado la construcción de un yate para que los llevara
a países que nunca antes habían visitado.
Sola pensó en todo esto al principio de la semana.
Y durante el tercer día después de que el gran duque aceptara la
invitación del rey para llevar a cabo una visita oficial, Sola le dijo a su hermana:
- Zelie, me he estado preguntando si deberías llevar una dama de
compañía.
- ¿Una dama de compañía? – saltó Zelie. Por Dios, yo no quiero a una
señora aburrida que me diga todo el tiempo lo que debo y lo que no debo hacer.
Cuando yo sea reina, escogeré a quien yo quiera.
- No hay necesidad de que la tengas durante la visita de Estado – dijo el
gran duque. Después de todo, Sola estará con nosotros. Ella puede asistirte en
las ocasiones importantes.
- ¿Sola … con nosotros? – se sorprendió Zelie. ¿Estás sugiriendo que ella
venga también a la visita de Estado?
- Naturalmente que sí – respondió su padre. Es muy lógico que Sola desee
visitar Arramia y conocer a su futuro cuñado.
- ¡No lo toleraré! – gritó Zelie. ¡Te digo, papá, que no lo toleraré! Si crees
que voy a ir a un país desconocido con Sola, que es idéntica a mí, estás
equivocado.
El gran duque miró a su hija, sorprendido.
- ¿Qué estás diciendo? – preguntó. Por supuesto que tu hermana vendrá
con nosotros.
- ¡No lo hará! – insistió Zelie, furiosa. Toda mi vida he tenido que padecer
la ridícula situación de quién es quién y cómo las distinguen. Eso es algo de lo que
quiero alejarme.
Tanto el gran duque como Sola no supieron que decir.
Ninguno de los dos sabía que Zelie odiaba tener una hermana gemela.
- Si insistes en llevar a Sola, entonces, yo me quedaré en casa – le aseguró
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Zelie. Es humillante sentirse como un fenómeno y saber que la gente comentará
que el novio no estará seguro de con cual se va a casar.
- Yo no sabía que tenías esa opinión de mí – dijo Sola con voz herida.
- ¡Pues así es! – afirmó Zelie, contundente. Y más vale que te hagas a la
idea de que, a menos que el canciller te haya mencionado, yo no pienso decir
una sola palabra acerca de mi hermana gemela.
Seguía hablando de forma desafiante y mirando a su padre, como si
estuviera segura de que se le iba a oponer.
Sola odiaba las discusiones, así que dijo:
- Si eso es lo que piensas, entonces, por supuesto, yo no iré. Entiendo que
puede ser muy irritante el que la gente tenga que adivinar quién es quién.
Sola intentaba aliviar la tensión y lo logró.
- Me alegro que por lo menos tú puedas ver la realidad – dijo Zelie.
Sin embargo, el gran duque permaneció callado.
Más tarde, le dijo a Sola.
- Siento mucho que Zelie no acepte que tú vengas con nosotros. Yo quería
poder estar en el mar contigo.
- También yo, papá – dijo Sola. No obstante, cuando regreses, iremos a
practicar la vela y lo pasaremos muy bien.
El gran duque le puso una mano sobre el hombro.
- Eres una buena chica – comentó. Siento mucho que tu hermana se esté
comportando así.
- Yo no tenía idea de que odiaba tener una hermana gemela – dijo Sola en
voz baja. A mí siempre me pareció divertido.
El gran duque suspiró.
- Las mujeres siempre serán mujeres, y eso lo vas a averiguar con el
tiempo. Invariablemente, sienten celos de las demás y siempre quieren ser la
más bonita.
Sola besó a su padre.
- Ninguna de nosotras dos será jamás tan bonita como mamá – dijo – pero
Zelie gozará mucho de su condición de reina.
- Después tendremos que pensar qué hacer contigo – indicó el gran duque.
- Yo me siento muy contenta tal como estoy – respondió Sola – y no creo
que haya otro hombre que pueda manejar un yate como tú.
El gran duque se rio.
- ¡Ahora me estás alabando y me gusta! En cualquier caso, podríamos
hacer una expedición especial a Georgia tan pronto como regrese. Allí tengo
algunos parientes que estarán encantados de conocerte.
- Y a mí también me gustaría conocerlos, papá – respondió Sola.
Los días pasaron muy deprisa.
Las modistas llegaron con montones de vestidos, pero Zelie siempre les
encontraba algún defecto a cada uno.
Una de las mujeres rompió a llorar y otra le dijo a Sola en ausencia de
15
Zelie:
- Parece como si nada le gustara a su alteza real. ¡Tendrá que llegar al cielo
para sentirse satisfecha!
A Sola le pareció que aquélla era una expresión bastante divertida, pero
cuando se la mencionó a su hermana, ésta dijo:
- ¡Vieja tonta! Cuando esté casada, convenceré al rey para ir de compras a
París. Entonces sí me veré fascinante y todos quedarán encantados con mi
aspecto.
- Creo que lo harán de todas formas – indicó Sola – sin importar qué ropa
llevas puesta.
- A mí sí me importa – replicó Zelie.
- El viejo profesor me dijo que Arramia estaba muy lejos de ser un país
rico – le informó Sola – si bien piensa que tiene muchas posibilidades.
- ¡Entonces será mejor que se apresuren a buscar riquezas! – exclamó Zelie.
Yo no albergo la menor intención de ser pobre y tener que mendigar el dinero
que gasto.
- Lo más importante es que la gente te quiera – manifestó Sola. Tienes que
sonreírle, Zelie, y ser muy amable con las comisiones que lleguen para
presentarte sus problemas.
- Si son como los grupos de llorones que viene aquí – dijo Zelie – entonces
el rey tendrá que entendérselas con ellos, solo. Yo voy a divertirme, y me
aseguraré que mi palacio sea el más alegre de todo el continente.
Sola suspiró.
Por lo que el profesor le había dicho, no era muy probable que Arramia
fuera en nada parecido a París o Viena.
Se limitó a tratar de hacerla hablar en arramio.
Pero Zelie no estaba en lo más mínimo interesada en el idioma y se
mostraba muy esquiva.
Cada noche, cuando se iba a la cama, Sola estaba tan cansada que se
quedaba dormida en el momento en que ponía la cabeza sobre la almohada.
Lo que más le dolía era el no haber podido montar como consecuencia de
haber estado tan ocupada con la ropa de Zelie.
Ahora, ya sólo quedaba un día, pero todavía faltaban mil cosas por ver
antes de que el gran duque y Zelie se embarcaran a la mañana siguiente.
No realizarían el viaje en un barco propio, ya que el rey había enviado un
acorazado para que los llevara hasta su país.
Aquello era un gesto amistoso que el gran duque apreció mucho.
Pero se sentía desilusionado de no poder estar con sus oficiales y
marineros durante una singladura tan larga.
- Por lo menos, podrás ver si ellos tienen algunas cosas en sus barcos que
nosotros no tengamos en los nuestros – dijo Sola para consolarlo.
- Estoy de acuerdo contigo – respondió su padre. Pero al mismo tiempo,
me he enterado de que el rey ha enviado a uno de sus estadistas con su esposa,
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para que ésta actúe como dama de honor, además de un ayudante de campo y,
¡vaya impertinencia! Un intérprete.
Sola se rio.
- Estoy de acuerdo en que eso es casi un insulto, papá. Debes demostrarle
lo bien que hablas el arramio, y Zelie, en realidad, ya lo maneja mucho mejor de
lo que ella cree.
El gran duque sonrió y después dijo con tristeza:
- Me hubiera gustado que vinieras, querida. Tengo la impresión de que
todo va a resultar muy aburrido sin ti. Nadie se reirá de mis bromas.
- Por supuesto que sí – le aseguró Sola. En cualquier caso, los arramios las
escucharán por primera vez.
- ¡Eso es traición! – exclamó el gran duque.

El gran duque y Zelie debían partir el miércoles.


El martes, la doncella descorrió las cortinas ruidosamente.
Sola se frotó los ojos.
Se había acostado tarde, ya que estuvo seleccionando las joyas de su madre
que Zelie quería llevar consigo.
- No debes usar algunas de las más grandes hasta que seas una mujer
casada – le sugirió Sola.
- Como ya casi lo soy, no tengo la menor intención de limitarme a un
collar de perlas – la contradijo Zelie. Quiero brillar, de modo que me llevaré las
mejores piezas que tenía mamá.
- Creo que deberíamos consultarlo con papá – insinuó Sola.
Pero su hermana se puso tan furiosa, que accedió a hacer lo que ésta le
decía sin más interrupciones.
Sola sabía que su madre no hubiera estado de acuerdo con que su hija se
viera como un árbol de navidad.
- Las jovencitas deben parecer modestas y sencillas – había dicho en varias
ocasiones.
Y no había añadido:
“ … porque eso destaca su inocencia”.
Pero Sola sabía que eso era lo que estaba pensando.
Ahora, después de descorrer las cortinas, la doncella llegó junto a la
cama para decir:
- Creo que debo informarle a su alteza real que la princesa Zelie no se
encuentra bien.
- ¿Que no se encuentra bien? – repitió Sola. ¿Qué le sucede?
- No lo sé – fue la respuesta – pero su alteza real está muy disgustada.
Sola saltó de la cama.
Se puso una bata blanca y corrió a la habitación de su hermana, situada
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al otro lado del pasillo.
Era una habitación muy grande y muy bien decorada.
Al entrar, Sola observó que las persianas estaban a medio echar.
- ¿Qué te pasa, querida? – preguntó. Me han dicho que no te sientes bien.
- Me encuentro muy mal y los ojos me duelen – respondió Zelie. Tengo un
fuerte dolor de cabeza y siento la boca seca.
Sola se sintió preocupada.
A menudo había fiebres en Kessell, pero era al final del verano cuando
eran más peligrosas.
- Voy a mandar a buscar al médico – dijo Sola. ¿Te gustaría comer o beber
algo?
- Tengo sed – asintió Zelie.
Sola salió corriendo de la habitación.
Envió a su doncella que le dijera al camarero mayor que hiciera llamar al
médico.
Luego comenzó a vestirse para desayunar con su padre.
Esperó que Zelie sólo se estuviera imaginando aquellos síntomas, cosa
que ella solía hacer con frecuencia.
Si no podía viajar al día siguiente, aquello, ciertamente, crearía un serio
problema.
El acorazado era esperado aquella mañana.
El Gran Duque había preparado un comité de recepción para recibirlo.
Cuando estuvo vestida, Sola bajó al comedor y lo encontró vacío.
Pasaron algunos minutos antes de que el Gran Duque apareciera.
- Lo siento si me he retrasado un poco, Sola, pero acabo de enterarme que
el conde Nicolás Ersatz, quien yo deseaba que me acompañara a Arramia, está
enfermo con sarampión. Casi no puedo creer que un hombre de su edad caiga
con algo tan ridículo, pero parece ser que se lo contagió uno de sus hijos.
- Es una suerte que tú y yo ya lo hayamos pasado, papá – comentó Sola.
Yo recuerdo haberlo tenido cuando tenía cinco años.
Mientras hablaba, una idea horrible la asaltó.
Cuando ella enfermó, Zelie no se había contagiado.
Y se sintió muy importante por hallarse sana mientras que su hermana
estaba enferma.
Ahora, Sola contuvo la respiración.
Si Nicolas Ersatz tenía el sarampión, era muy probable que Zelie lo
tuviera también.
Decidió no comentarle nada a su padre antes de que llegara el médico.
Y estaba esperando junto a la puerta de la habitación de Zelie, cuando
éste salió de la misma.
- Siento mucho informarle a su alteza real – dijo el médico – que su
hermana, la princesa Zelie, padece el sarampión.
No es lo que llaman el sarampión alemán, sino el tipo más común. La
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princesa tiene una erupción en el cuerpo, que pronto llegará a su cara, cosa que
estoy seguro la molestará mucho.
- Sin lugar a dudas – estuvo de acuerdo Sola. ¿Quiere venir a informar a
mi padre?
- Me temo que al Gran Duque no le va a gustar la noticia – dijo el médico.
Sola estaba segura de que así sería, pero no lo dijo.
Se limitó a acompañar al doctor hasta el estudio.
Cuando el Gran Duque fue informado de lo que aquejaba a su hija saltó
de su asiento.
- ¡Sarampión! – gritó. ¿Cómo demonios puede tener sarampión en estos
momentos? Usted me dijo ayer que Nicolas Ersatz lo tiene.
- Me temo que así es, alteza – afirmó el médico. Quizá se trate de una
epidemia, y lo único que podemos hacer es dejar que siga su curso.
- ¿Qué siga su curso? – repitió el Gran Duque. ¿Y eso cuanto tiempo
llevará?
- Su alteza real ya no es una niña, y con los adultos siempre es conveniente
tomar precauciones – dijo el médico. Pienso que pasará por lo menos una
quincena antes de que pueda viajar.
El médico se alejó de inmediato, pues temía que le culparan por permitir
que una enfermedad como el sarampión entrara en el palacio.
Entonces, Sola dijo con su voz suave:
- Lo siento mucho, papá. Ya sé que esto echa a perder tus planes. Tendrás
que informarle al rey Iván que deberá posponer las fiestas que está preparando
con motivo de tu llegada.
El Gran Duque gruñó cuando se sentó ante su escritorio.
Él miró a Sola y dijo:
- ¿Posponerlas? ¿Por qué habría de posponerlas?
- ¿No pensarás ir sin Zelie? – dijo Sola.
- Podría llevarte a ti en su lugar – respondió el Gran Duque con calma.
Sola lo miró, sorprendida.
- ¿Qué estás diciendo, papá?
- Estoy diciendo que sería un grave error cancelar esta visita que ha
costado tanto cristalizar. El acorazado ya está aquí y me han informado que en
Arramia se están efectuando enormes preparativos para recibirnos. El primer
ministro está feliz por haber podido convencer al rey de que tomara esposa.
- Comprendo que se sentiría muy desilusionado … - comenzó a decir Sola.
- No se trata sólo de que se sienta desilusionado, querida – la interrumpió
su padre. Para ser franco, me temo que quizá el rey aproveche la ocasión para
cancelarlo todo.
- ¿Quieres decir que se negaría a casarse con Zelie?
- Es muy probable que así sea – asintió el Gran Duque. Arramia se
quedará sin reina y nosotros nos quedaremos con Zelie, gritando día y noche
que quiere un rey.
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Sola no comentó nada y, después de un momento, el Gran Duque
continuó diciendo:
- Tú irás en su lugar. Nadie lo sabrá, excepto nuestra propia gente, y yo
me encargaré de callarla.
Miró el reloj antes de añadir:
- Dentro de una hora, los representantes del rey llegarán a palacio para
conocer a tu hermana.
- ¿Tú … quieres que yo … ocupe su lugar? – balbuceó Sola.
- Tienes que comprender que no hay otra alternativa – asintió el Gran
Duque. Si nos esperamos una quincena hasta que tu hermana se ponga bien, el
rey se escapará y ya no habrá manera de atraparlo de nuevo.
Sola emitió un leve grito.
- ¡Papá, haces que todo esto suene horrible!
- Estoy hablando con sentido común – replicó el Gran Duque. Todos
sabemos que el rey se vio forzado a aceptar el matrimonio, y sería fatal apagar
el fuego cuando todo está hirviendo.
- No está bien … Estoy segura de que no está bien – murmuró Sola.
- No hay otra alternativa – insistió el Gran Duque. Ahora, sube y dale la
noticia a tu hermana.
Sola no tuvo más remedio que sonreír ante la forma en que su padre
había evitado decírselo a Zelie él mismo.
Imaginaba lo furiosa que se pondría su hermana.
Pero comprendía que, si se posponía la visita, quizá ya no hubiera
ocasión de realizarla.
- ¿Y la gente de palacio? - preguntó a su padre. Todos sabrán que no es
Zelie quien va a Arramia.
- Yo hablaré con ellos – dijo el Gran Duque. Déjalo de mi cuenta. Tú habla
con tu hermana.
Sola hizo un gesto de impotencia con las manos antes de dirigirse hacia
la puerta.
Cuando llegó junto a ésta, se volvió para insistir:
- ¿Estás seguro, papá, de que no hay otra cosa que podamos hacer?
- Nada – dijo el Gran Duque con firmeza. Y en Arramia, ¿quién va a saber
si es la princesa Zelie o la princesa Sola la que se presenta como futura esposa
del rey?
Eso era cierto, admitió Sola.
Además, si el rey estaba tan reacio, era muy probable que no le prestara
mucha atención a su prometida.
“Después de todo, se trata sólo de una visita oficial”, se dijo Sola
mientras subía las escaleras.
Por lo menos transcurriría un mes antes de que se llevara a efecto el
enlace.
“Eso me dará tiempo para informarle a Zelie de todos los detalles”,
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pensó Sola.
Pero, al mismo tiempo, no le agradaba mucho la idea de tener que
entrevistarse ahora con su hermana.
Rezó porque no se enojara demasiado. Y entró en la habitación.
Ahora, las persianas estaban completamente echadas, ya que el
sarampión podía afectar a los ojos de la enferma.
Sola caminó hasta la cama y Zelie gritó:
- ¡Tengo el sarampión! ¡Ay, Sola! ¿Cómo es posible que yo tenga una
enfermedad tan horrible?
Hubo una breve pausa antes de que Sola dijera:
- Nicolas Ersatz lo tiene también.
Zelie contuvo la respiración.
- ¿Nicolas? ¡No puedo creerlo!
- Se lo contagió uno de sus hijos.
- Entonces, fue él quien me lo contagió a mí. ¡Nunca se lo voy a perdonar!
¡Nunca!
- En realidad, no es culpa suya – señaló Sola. Es una pena que tú no lo
cogieras cuando enfermé yo.
- En aquellos momentos no lo pensé – murmuró Zelie.
Hubo una pequeña pausa antes de que Sola se atreviese a plantear el
motivo de su estancia allí.
- Tengo algo que decirte – empezó – pero no quiero que te enfades.
- ¿Qué es? – preguntó Zelie.
- Papá quiere que yo ocupe tu lugar durante la visita oficial.
Zelie lanzó un grito que fue casi un chillido.
- ¡No … no! ¿Cómo te atreves a ir en mi lugar? ¡No tienes derecho a
hacerlo!
- Yo no quiero hacerlo – dijo Sola – pero papá piensa que, si posponemos
la visita, es muy probable que el rey aproveche la oportunidad para cambiar de
opinión.
Zelie dijo una grosería y Sola se quedó pasmada.
Sin embargo, pacientemente, se sentó junto a la cama.
- Lo siento mucho, queridita; de verdad que lo siento mucho – dijo. No
obstante, y después de todo, solo ocuparé tu puesto durante la visita oficial.
Luego, cuando papá y yo regresemos, tú dispondrás de varias semanas para
reponerte antes de viajar a Arramia para la boda.
- ¡No tienes derecho a ocupar mi lugar! – volvió a gritar Zelie. ¡No quiero
que nadie finja ser yo!
- Nadie sabrá que yo no soy tú – señaló Sola – y haré lo posible para que
todos deseen volverte a ver.
- ¡Y disfrutarás de cada momento! – dijo Zelie con dureza. ¡Y, por
supuesto, te pondrás mi ropa! ¡No es justo! ¡No es justo!
A Sola no se le había ocurrido que tendría que ponerse las ropas de su
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hermana.
Pero ahora comprendió que aquello era algo que habría que hacer si
ocupaba su lugar.
- Lo siento, lo siento – repitió una y otra vez.
Zelie se limitó a maldecir al destino, a Nicolas Ersatz, a sus hijos y a
cuanta circunstancia impedía que pudiera viajar a Arramia.
Sola no pudo evitar recordar que, en un principio, su hermana no se
había mostrado muy feliz con el viaje.
Pero ahora que le era imposible ir, se sentía desesperada.
- No veo por que yo no deba ir – estaba diciendo Zelie. Supongo que ya
estaré perfectamente bien para cuando lleguemos a Arramia.
- No puedes estar segura de eso – opinó Sola. Sabes que el sarampión
puede ser una enfermedad peligrosa si no se le atiende bien. Te puede afectar a
la vista, aparte de que te saldrá una erupción en la cara que te puede dejar
cicatrices si no tienes cuidado.
Zelie lanzó un grito.
- ¡Mi cara! ¡No puedo dejar que se me desfigure la cara!
- No, claro que no, querida. Por eso debes permanecer aquí, muy
tranquila, en lugar de hacer algo que te pueda afectar en el futuro.
Sola se levantó para recoger algunas pastillas que habían dejado sobre la
mesita de noche.
- El médico dijo que las tomara si te sentías mal. Te harán dormir, y quizá
sea algo que debas hacer ahora.
- ¡Yo no quiero dormir! ¡Yo quiero ir a Arramia! – gritó Zelie.
Y siguió chillando hasta casi enronquecer.
Por fin, Sola logró hacer que tomara una pastilla.
Se quedó junto a Zelie hasta que ésta cayó en un sueño profundo.
Cuando salió de la habitación, se encontró con dos enfermeras que
acababan de llegar, y le informaron que el médico acudiría por la tarde.
También le esperaba un ayudante de campo, y Sola supuso que era
portador de algún mensaje.
- ¿Qué desea? – preguntó ella.
- Su alteza real me ha pedido que le informe que los invitados de Arramia
ya están en palacio y que se almorzará en el comedor privado. Se ha informado
a toda la servidumbre que usted es la princesa Zelie.
Sola respiró hondo.
Pensó que mentir en el palacio de un país extranjero era bastante malo de
por sí, pero era algo que odiaba hacer en su propio hogar.
Se preguntó qué habría hecho su madre ante aquella situación.
Entonces comprendió que no había otra alternativa.
Tenía que fingir ser Zelie, aunque ésta la maldijese por ocupar su lugar.
Se puso uno de los elegantes vestidos que Zelie había escogido para la
visita y se miró en el espejo.
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Se parecía a ella misma, pero también se daba un cierto aire a Zelie.
Pensó que sería un error entrar en la habitación de su hermana luciendo
uno de sus vestidos nuevos, de modo que se limitó a preguntarle a una de las
enfermeras:
- ¿Cómo está la princesa?
- Todavía duerme, alteza – respondió la enfermera – y el médico nos ha
ordenado que la mantengamos así para que no se sienta mal. La erupción sigue
avanzando y ya se ven algunas señales en el rostro de la princesa.
- Eso la va a poner furiosa – murmuró Sola.
- Su alteza real tiene suerte de no haberse contagiado – comentó la
enfermera – ya que eso impediría su viaje a Arramia.
Sola la miró por un momento.
Entonces comprendió que su padre ya había puesto su plan a funcionar.
Las enfermeras pensaban que era ella quien estaba enferma.
A todos en el palacio se les habría dicho lo mismo.
Sola decidió que, después de la comida, debía permanecer en sus
habitaciones durante el resto del día.
Y al día siguiente abordaría el acorazado, fingiendo ser la princesa Zelie.
Cuando bajó a reunirse con los invitados, rezó para no cometer ningún
error.

El secretario de Estado para Asuntos Exteriores, un amigo íntimo del


primer ministro, era encantador, al igual que su esposa.
- Pensamos, alteza, que quizá a usted se le habría hecho molesto el que
viniéramos demasiados – dijo ésta – así que sólo trajimos al conde Paul. Cuando
mi esposa supo que no había necesidad de un traductor, hicimos regresar a éste
en otro barco.
Sola advirtió que el conde era un joven bastante atractivo.
Y no pudo controlar la idea de que a Zelie le hubiera encantado
conocerlo.
Sentada junto a él durante la comida, Sola descubrió que el conde sabía
mucho a propósito de Arramia.
Le narró algunas de sus historias, pero ella estaba segura de que había
mucho más.
Y pensó que una forma de poder ayudar a su hermana era interesándola
en aquel país.
- ¿Son ustedes un país progresista? – preguntó.
- No tanto como nos gustaría a algunos de nosotros – respondió el conde.
Todavía hay muchas cosas por hacer y supongo que usted ya sabe que hemos
tenido algunos problemas últimamente.
- ¿Algunos problemas? – inquirió Sola.
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- Es algo que ha estado ocurriendo en todos los Balcanes – informó el
conde. En todos los países hay gente tratando de crear problemas. No es ningún
secreto el que nosotros somos uno de los países afectados.
- ¿En serio? – preguntó Sola.
- Esperamos que no – respondió el conde – pero; por supuesto, su
majestad está tomando todas las precauciones necesarias.
- ¿Y qué clase de precauciones son esas? – insistió Sola.
E, inmediatamente, comprendió que aquella era una pregunta que el
conde no deseaba responder.
Sola decidió, sin embargo, que era algo que preguntaría una y otra vez
hasta saber la verdad.
La comida que se llevó a cabo en un ambiente alegre, resultó muy
agradable y todos rieron.
El Gran Duque se encontraba de muy buen humor y supo sacar el mejor
provecho de tan difícil situación.
Después de la comida, los invitados fueron llevados a recorrer el palacio
y los jardines antes de su regreso al acorazado.
Se les preguntó si deseaban cenar en palacio, pero respondieron con
mucho tacto:
- Estamos seguros de que ustedes querrán estar solos durante la última
noche antes de emprender el viaje. Además, nuestro capitán nos ha comunicado
que es conveniente zarpar temprano.
- Muy bien – estuvo de acuerdo el Gran Duque. Abordaremos el barco a
las nueve de la mañana. Mi hija y yo estamos esperando el viaje con mucha
ilusión. ¿No es así, Zelie?
- Por supuesto que sí, papá – respondió Sola. A mí me encanta estar en el
mar.
Los invitados hablaron acerca de lo mucho que al rey le gustaba la vela.
Y como sabían que aquella era una de las aficiones primordiales del Gran
Duque, estaba organizando una regata.
Sola se sintió tan emocionada como su padre.
Cuando los invitados se hubieron retirado, recordó que Zelie aborrecía el
mar.
Se mareaba con sólo ver una ola y siempre se negaba a acompañar a su
padre cuando éste salía a regatear.
“No debí de haber dicho que eso es algo que me gusta”, se dijo. “¿Cómo
pude haber sido tan tonta? Debo recordar que soy Zelie, y no yo”.
Después de despedir a sus invitados, su padre regresó al salón.
- Todo ha salido bien – dijo. Me han felicitado por mi encantadora hija y
me dijeron que estaban seguros de que tanto el rey como el resto del país
quedarían impresionados por su belleza.
- Me temo que yo cometí un error, papá – comentó Sola. Dije que me
gustaba la vela y que amaba el mar. Tú sabes que Zelie odia todo eso.
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El Gran Duque permaneció en silencio durante un momento.
Luego, dijo:
- No te preocupes. Si ocupas tu tiempo en pensar cómo debes actuar,
entonces no vas a ser agradable ni divertida. Sé tu misma y deja que Zelie
resuelva sus propios problemas cuando viaje a Arramia como prometida del
rey.
- Ella está furiosa porque yo estoy ocupando su lugar – dijo Sola en voz
baja.
- Eso ya lo esperaba – corroboró el Gran Duque. Sin embargo, no hay nada
que podamos hacer al respecto. Si ella tiene el sarampión, quizá sea la mano del
destino la que lo ha decidido, y tu ángel de la guarda te esté dando la
oportunidad de divertirte.
Sola se rio.
- Sólo tú hubieras podido pensar así, papá, pero tienes que ayudarme.
Tengo mucho miedo de equivocarme.
- Por lo que a mí respecta – manifestó el Gran Duque – tú nunca haces
nada mal.
- Oh, papá, tú te has enfadado conmigo muchas veces.
- Sólo cuando tu hermana te ha hecho hacer cosas mal hechas.
Hizo una pausa antes de continuar con voz diferente:
- Si me lo preguntas, te diré que el sarampión es un castigo que Zelie se
merece.
Sola lo miró, sorprendida.
Pero sabía exactamente lo que su padre estaba insinuando.
Al principio, Sola imaginaba que su padre no sabía que Zelie había
tenido algo que ver con Nicolas Ersatz.
Pero ahora sabía que sí y que era una tontería no haberlo sabido antes,
pues su padre siempre estaba al tanto de todo cuanto ocurría en palacio.
Quizá fuera su sangre rusa lo que lo hacía ser tan perceptivo.
El Gran Duque se acercó a la ventana.
- Cuanto antes se case Zelie – dijo como hablando consigo mismo – mejor.
- Eso es lo que ella quiere, papá.
- Eso lo sé muy bien – asintió el Gran Duque – pero lo importante es que
trate de comprender que la mayoría de los hombres, y supongo que el rey no es
una excepción, por muy mal que se comporten ellos, no toleran lo mismo en sus
esposas.
- Estoy segura de que Zelie se portará muy bien cuando sea reina –
comentó Sola.
- Eso espero – replicó el Gran Duque – pero cuanto antes se aleje de aquí,
mejor.
Sola lo miró, consternada.
- ¿Por qué dices eso, papá?
- Si quieres saber la verdad, te diré que madame Ersatz se ha quejado
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conmigo acerca del comportamiento de Zelie, y lo único que yo pude hacer fue
pedirle disculpas. Entonces llegó la carta del primer ministro de Arramia con la
respuesta justa que yo quería.
Sola se llevó las manos a la cara.
Casi no podía soportar la desgracia que significaba el que a su hermana
la acusaran de tener relaciones con un hombre casado.
Imaginaba cuanto debió aquello humillar a su padre.
Después de un momento, Sola caminó hasta su lado y apoyó la mejilla
sobre su hombro.
- Te quiero mucho, papá – dijo – y me parece que siempre resuelves los
problemas de forma muy inteligente, por difíciles que éstos sean.
- Eso trato de hacer – admitió el Gran Duque – pero necesito de toda tu
ayuda en lo relacionado con Arramia. Es más, no podría arreglármelas sin ti.
Sola lo miró, sonriente.
- Vamos a ganar, papá. Quizá la batalla sea difícil, pero vamos a salir
victoriosos.
Los ojos del Gran Duque se iluminaron y comenzó a reír.
- Por supuesto que sí – dijo. Y no creo que haya otra persona con quien
prefiera ir a la batalla más que contigo.
Le acarició la frente antes de añadir:
- Hay un cerebro muy grande dentro de esa cabecita tuya y vamos a
ganar, como tú has dicho.
- Lo haremos, papá. Después regresaremos a casa y practicaremos la vela.
El Gran Duque rio cuando besó a su hija.

Capítulo 1

El Gran Duque era habitualmente muy puntual.


Salió del palacio media hora antes de la hora fijada para abordar el
acorazado.
Sola tuvo muy poco tiempo para despedirse de Zelie.
Por otra parte, temía hacerlo.
Sabía que su hermana se sentía cada vez más resentida con ella.
Sin embargo, cuando entró en la habitación de su hermana, se encontró
que las enfermeras ya le habían dado la pastilla sedante.
- ¿Quieren decirle a mi hermana que vine a despedirme de ella? – les
pidió.
- Por supuesto que lo haremos, alteza – respondieron las enfermeras. Y es
mejor que su hermana duerma lo más posible, ya que, cuando despierte, se va a
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sentir muy molesta.
Indudablemente, aquello era cierto, pues la cara de Zelie estaba ya
cubierta por erupciones rojas.
Cuando bajó al piso inferior, el Gran Duque dijo en voz baja:
- ¿Cómo está ella?
- No muy bien – respondió Sola – pero duerme.
Se dio cuenta de que su padre se sentía aliviado por no haber tenido que
soportar una escena con su hija antes de partir.
Se dirigieron al puerto, acompañados por una escolta de caballería.
En la ciudad ya se sabía que el Gran Duque y la princesa Zelie viajaban a
Arramia en visita oficial, por lo que no resultó extraño que una multitud los
estuviera esperando para despedirlos.
Se escucharon vítores y deseos de buena suerte cuando el Gran Duque
bajó del carruaje junto al muelle.
Sola sabía que su padre se sentía halagado con aquella recepción.
El barco también se mostraba impresionante.
Lo habían llenado de guirnaldas para la ocasión y pronto fueron
conducidos a bordo.
Los recibió el capitán y sus oficiales.
El secretario de Estado para Asuntos Exteriores y madame Borzaris los
estaban esperando en un camarote que había sido acondicionado como salón.
Con ellos se encontraba el conde Paul Maori.
Les invitaron a recorrer la nave y el Gran Duque lo inspeccionó todo y
conversó con los marineros.
Mientras caminaban, Sola le dijo al conde:
- Tengo muchos deseos de mejorar mi forma de hablar su idioma, así que
espero que usted me corrija cuando diga algo mal.
- Usted ya habla perfectamente mi idioma al igual que uno tiene una vista
perfecta - repuso el conde.
Sola inclinó la cabeza ligeramente ante aquel halago, pero se cuidó
mucho de no responder.
Tenía miedo de que hasta el conde hubieran llegado comentarios a
propósito de que Zelie era muy coqueta.
Y aquella era una impresión que ella deseaba borrar antes de que su
hermana llegara a Arramia.
El acorazado estaba muy bien construido y era muy moderno.
Pero, a la vez, Sola se alegró al observar que, en realidad, no había a
bordo muchas armas ni innovaciones que no existieran también en sus propios
barcos.
Tan pronto como subieron a bordo, el barco levó anclas.
Sola pidió subir a cubierta para despedirse de la multitud que se había
congregado en el muelle.
- Su pueblo parece quererla mucho – dijo el conde.
27
- Eso espero – comentó Sola. La gente adoraba a mi madre y es difícil
ocupar el lugar que ella tenía en el afecto de las gentes.
- Sería imposible que ellos no la amaran también a usted – opinó el conde.
Y Sola pensó que, una vez más, se estaba mostrando demasiado galante,
por lo que se puso en guardia.
Se trataba de un hombre atractivo y Sola tuvo el presentimiento de que
no iba a ser fácil que se comportara de una manera formal.
Se alegró de que Zelie no estuviera en su lugar.
Bajaron al salón hasta que llegó la hora de comer.
- Tenemos un cocinero griego – informó el capitán. Obtuvo sus
conocimientos en Francia, así que espero que no se sientan defraudados por lo
que podemos ofrecerles.
- Estoy segura de que todo será delicioso – manifestó Sola. Yo siempre he
disfrutado la comida de cada país, pues creo que, en cierto modo, representa a
la gente en sí.
- Sé lo que quiere decir – estuvo de acuerdo el capitán – y es una forma
muy sensata de ver las cosas. Usted va a encontrar que la comida de Arramia es
una mezcla de la comida de Grecia, Montenegro y Albania, y que es buena
cuando está bien preparada. Ahora estamos empezando a producir nuestros
propios vinos.
- ¿Eso es algo nuevo? – le preguntó Sola al secretario de Asuntos
Exteriores.
Éste asintió.
- Resulta muy caro importar vinos, aunque sea de nuestros vecinos. Así
las cosas, estamos tratando de cultivar viñas importantes en nuestros valles.
- Me parece que ésa es una buena idea – comentó Sola. Estoy segura de
que también tendrán otros proyectos, tales como la búsqueda de oro y de
piedras preciosas en las montañas.
El secretario del Exterior la miró, sorprendido.
- ¿Qué le hace pensar eso? – preguntó.
- Porque estos minerales se encuentran en otros países montañosos, y yo
siempre he supuesto que todavía debe de haber muchas cajas de Pandora
escondidas, esperando ser encontradas.
- Ciertamente, es una buena idea – observó el secretario.
Sola quería realizar más preguntas, pero pensó que sería un error hacerlo
al principio del viaje.
Sin embargo, se encontró con que el conde estaba más dispuesto a
conversar respecto a cualquier tema que ella promoviera.
Pero, al mismo tiempo, le decía muchos cumplidos y parecía muy
deseoso de que le hablara de ella misma.
Eso era algo que Sola temía, no fuera a delatar el hecho de que tenía una
hermana gemela.
Parecía extraordinario que nadie lo hubiera comentado cuando el
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canciller visitó Arramia.
Cuando estuvieron a solas, el Gran Duque le informó que él ya había
interrogado al canciller respecto a lo que allí se había dicho.
- Quizá le parezca extraño, alteza, pero yo pensé que quizá complicara las
cosas si el rey podía elegir entre dos preciosas muchachas, en lugar de centrarse
en una sola.
El Gran Duque se rio.
- Entiendo lo que me dice – comentó – y en realidad, ahora eso resulta ser
una bendición, por la cual todos debemos estar agradecidos.
- Estoy de acuerdo con su alteza – replicó el canciller. Es muy importante
que durante esta visita todo salga bien.
E hizo una pausa antes de añadir:
- Creo que sería conveniente que su alteza le sugiriera a su majestad que el
enlace tenga lugar dentro de un mes. Eso le dará a él tiempo para arreglar todos
los asuntos concernientes a una boda que, a la vez, será una coronación, sin
perder el impacto que tendrá esta visita oficial.
El Gran Duque pensó que aquello era muy razonable.
Pero también se daba cuenta de que el canciller estaba apresurando al
rey a recorrer la senda nupcial.
Conversando con el secretario de Exteriores de Arramia, descubrió que
éste pensaba de la misma forma que el canciller.
- La mayoría de los compromisos matrimoniales duran, por lo menos, seis
meses – objetó el Gran Duque.
El secretario de Exteriores levantó las manos, horrorizado.
- ¡Eso es demasiado tiempo! – exclamó. Le ruego a su alteza que le haga
ver a su majestad la necesidad de que la boda tenga lugar lo más pronto posible
después de que el compromiso sea anunciado.
El Gran Duque estuvo de acuerdo.
- Tu hermana – le dijo a Sola – ya estará bien para entonces, de modo que
podrá comprarse más ropa antes de que realicemos este viaje nuevamente.
- Estoy segura de que a ti no te importará eso, papá – dijo Sola con una
Sonrisa. Veo cuánto te gusta estar en el mar.
- Así es – estuvo de acuerdo el Gran Duque – y debo decir que me agradan
nuestros anfitriones. Si todos los arramios son como ellos, entonces Zelie es una
chica muy afortunada.
- Eso mismo pienso yo – admitió Sola.
Cuando subía a cubierta, le hablaba a los marineros en su propio idioma,
cosa que a ellos les encantó, al igual que el hecho de que ella les prestara
atención.
Cada noche, antes de irse a la cama, Sola rezaba, pidiendo poder crear
exactamente la impresión adecuada.
Esperaba que su hermana no lo echara todo a perder comportándose de
forma petulante o indiferente ante las necesidades de la gente.
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“Como ella es tan bonita y tan coqueta, podrá dominar al rey”, pensó
Sola, “así que ahora yo me centraré en sus súbditos”.
Se sentía un poco nerviosa ante la duda de que el rey fuera distinto a
cómo se lo habían descrito.
Le preocupaba que Zelie y él empezaran a discutir en cuanto se
conocieran.
Cuantos más conocía, más segura estaba de que los matrimonios
arreglados eran siempre un juego de azar, donde los participantes sólo eran
ganadores si las cartas resultaban ser las adecuadas.
“¿Cómo es posible amar a un hombre que se obtiene en una lotería?”, se
preguntó. “¿Y cómo puede éste amar a una mujer a la que de pronto se ve
unido, simplemente porque ella es conveniente para su país?”.
Esto le hizo ver lo afortunados que habían sido sus padres.
Sola no recordaba que alguna vez se pelearan o discutieran por algo.
Su niñez había sido una felicidad y un amor constantes.
A medida que se aproximaban a Arramia, pensaba en lo difícil que iba a
ser para su hermana alcanzar tal situación.
Y se preguntó cómo podría hacerle el camino más fácil desde un
principio.
- Hábleme acerca de su rey – le pidió por fin al conde.
Hubo una breve pausa antes de que éste dijera:
- ¿Qué desea saber?
- Quiero sabe cómo es como hombre, y no como monarca – respondió
Sola.
- Creo que le va a parecer encantador – empezó a decir el conde
lentamente, como si lo estuviera meditando. Es muy inteligente y culto, pero
también impaciente con la gente que le parece tonta.
Entonces, sonrió.
- Pero no con las mujeres tan bellas como usted.
- Estamos hablando del rey – dijo Sola con firmeza.
- Él habla muchos idiomas y estoy seguro que el de ustedes no le costará
ningún trabajo aprenderlo.
Hubo un silencio y Sola imaginó que el conde estaba pensando en qué
más decirle.
Estaba segura de que le podía leer los pensamientos.
Sin duda, se estaba preguntando si debía hablarle de las muchas mujeres
que cautivaron al rey en el pasado, y de quienes, con el paso del tiempo, él se
había aburrido.
Pero como el conde permaneció callado, Sola comentó:
- Me pregunto qué es lo que él está buscando. ¿Será que, en realidad,
nunca se ha enamorado?
Sola no sabía por qué había hecho aquella pregunta; las palabras
simplemente, le vinieron a la mente.
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El conde la miró, sorprendido.
- ¿Qué le hace sospechar eso? – preguntó.
- ¿Me … pareció saber que era lo que estaba en sus pensamientos? – indicó
Sola.
- ¡Le prohíbo que me lea los pensamientos? – exclamó el conde.
Sola se volvió para mirar una de las islas griegas cerca de la cual estaban
pasando.
Era muy bella y le pareció que se trataba del lugar adecuado para los
dioses y las diosas que en otros tiempos fueron adorados allí.
- Yo me doy cuenta – dijo después de un momento – que el rey, como
nunca se ha casado, tiene que haber conocido a muchas mujeres encantadoras y
muy interesantes. Me estaba preguntando si en el futuro las necesitará tanto
como en el pasado.
Solo estaba pensando en Zelie.
¿Sería Zelie capaz de retener a un hombre mucho más sofisticado que
ella?
Quizá él recibiera con absoluto menosprecio a una mujer procedente de
un país pequeño y de poca importancia.
Todo esto le vino a la mente.
Y cuando terminó de hablar, el conde comentó:
- Usted es muy bella; tanto que es imposible que un hombre que la vea
pueda resistir la tentación de decírselo. Pero usted pide la verdad. Quizá su
sangre rusa le diga que un hombre, para sentirse satisfecho, tiene que vivir y
amar no sólo con el corazón, sino también con el alma.
Sola lo miró, sorprendida.
Aquello era algo que ella sabía y que su madre le había dicho.
Pero jamás esperó escucharlo de labios de un hombre joven como el
conde.
- Usted me ha dado la respuesta – dijo al fin. Gracias.

A la tarde siguiente entraron en el puerto de Arramia.


No era un puerto muy grande.
Pero con las montañas a su alrededor y los árboles bordeando los
edificios resultaba muy bonito.
El acorazado avanzó lentamente hacia el muelle.
De pie sobre cubierta, junto a su padre, Sola observó a la multitud que
los esperaba.
Descubrió una banda de música y un buen número de dignatarios que
lucían condecoraciones de todo tipo.
El comandante de la guardia de honor dio la orden de atención cuando
echaron la pasarela.
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El Gran Duque y Sola saludaron a la multitud antes de bajar a tierra.
Entonces, la banda comenzó a tocar el himno nacional, al que siguió el
himno de Kessell. El Gran Duque y Sola descendieron lentamente, siendo
recibidos por el primer ministro, los miembros del Gabinete, el alcalde y otras
personalidades de la ciudad.
Siguieron los inevitables discursos de bienvenida.
Sola recibió un enorme ramo de flores de manos de un niño que no
quería soltarlo.
Luego, el Gran Duque pasó revista a la guardia de honor.
Y, finalmente, subieron a los carruajes abiertos que esperaban para
llevarlos a palacio.
Sola se sentó junto a su padre.
Frente a ellos tomaron asiento el primer ministro y el secretario del
Exterior.
Sola era consciente de que el rey no había acudido al muelle a recibirlos
como debió hacerlo.
No obstante, no quería criticar, ya que si el rey se comportaba
indiferentemente, sus súbditos se habían mostrado muy cálidos.
Había mucha gente a lo largo del camino hasta el palacio.
Éste se hallaba construido sobre unos terrenos altos, por encima de la
ciudad.
Era de color blanco y, desde lejos, parecía muy bello.
Tras él se divisaban algunas montañas, cuyas cimas estaban cubiertas de
nieve.
A Sola le pareció ecantador.
Las calles estaban adornadas con banderas de ambos países y en los
árboles que flanqueaban el camino colgaban vistosos faroles chinos.
Sola pensó que serían iluminados por la noche.
La gente aplaudía y les gritaba su bienvenida a Arramia.
Los cuatro caballos blancos que tiraban del carruaje comenzaron a subir
la colina.
Por fin, se detuvieron ante unos escalones de piedra que llevaban hasta
la fachada principal del palacio.
En los jardines, las fuentes arrojaban agua, y a Sola le pareció que todo
aquello era como un cuento de hadas.
Y llegó el momento en que debían conocer al rey.
Dado su estado de nerviosismo, Sola puso su mano en la de su padre.
Éste cerró sus dedos por encima de los de ella, que comprendió que él le estaba
dando ánimos y diciéndole que no tuviera miedo.
Unos lacayos vestidos con libreas de color rojo abrieron la puerta del
carruaje y el Gran Duque descendió del mismo.
Luego, ayudó a Sola a bajar, y comenzaron a subir los escalones cubiertos
por una alfombra roja.
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No había señales del rey.
Y no fue sino hasta que llegaron a lo alto de la escalera cuanto éste
apareció en la puerta, como si tuviera prisa por habérsele hecho tarde.
Vestía de uniforme, con una casaca blanca cubierta de condecoraciones.
Se veía exactamente como Sola pensaba que debía verse un rey:
magnífico, impresionante y muy bien parecido.
Es más, era mucho más apuesto de lo que ella se había imaginado.
Intuitivamente, pensó que Zelie iba a estar encantada con él.
Pero cuando saludó a su padre, Sola se dio cuenta de que, en realidad, no
era sincero en su bienvenida.
Pronunció las palabras adecuadas, palabras que a buen seguro ya había
pronunciado en otras muchas ocasiones.
Pero en sus ojos duros y desafiantes no había realmente una bienvenida
para ellos.
“Odia todo esto”, se dijo Sola.
Y podía comprender sus sentimientos.
- Majestad, permítame presentarte a mi hija – estaba diciendo el Gran
Duque.
El rey se volvió hacia Sola, a quien él no había mirado hasta entonces.
Sola bajó los ojos.
Entonces, el rey le tomó la mano y ella hizo una reverencia.
- Estoy encantado de poder darle la bienvenida a su alteza a mi país – dijo
el rey.
Una vez más, Sola pensó que estaba repitiendo las palabras tantas veces
dichas.
Cuando se incorporó, alzó la vista y las miradas de ambos se cruzaron.
De pronto, la expresión de dureza de los ojos del rey se convirtió en otra
de sorpresa.
Sola se dio cuenta de que él no esperaba que fuera tan bonita.
- Espero que hayan tenido un buen viaje – comentó el rey como si se
tratase de un autómata.
- Fue muy agradable estar a bordo de un acorazado tan impresionante –
replicó Sola – así como en compañía de personas tan encantadoras, y eso
incluye al capitán y a quienes sirven bajo sus órdenes.
Sola pensó que el rey quedó sorprendido ante su forma de expresarse.
En cualquier caso, se volvió hacia el Gran Duque para decirle:
- Estoy seguro de que a su alteza le apetecerá beber algo. Tengo champán
preparado para ustedes.
- Esa es una buena noticia, majestad – aceptó el Gran Duque con una
sonrisa.
- Yo siempre tengo sed – expuso el rey – sobre todo después de oír todos
esos discursos interminables que se pronuncian cuando uno visita otro país.
El Gran Duque se rio.
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- En realidad, no fueron tan largos como pudieron haber sido.
- Entonces, usted ha tenido suerte – señaló el rey. Yo trato de evadirme de
los discursos siempre que me es posible, pero, como usted sabe, son inevitables.
Sola estaba mirando el interior del palacio.
Era muy bello y pensó que incluso Zelie se hubiese sentido
impresionada.
En el vestíbulo había una maravillosa escalera de oro y cristal.
Los candelabros eran enormes y, sin lugar a dudas, procedían de
Venecia.
Los cuadros, indudablemente, eran obra todos de grandes maestros.
Sola había estado tan ocupada pensando en el rey, que no se le ocurrió
preguntarse cómo sería el palacio.
Ahora, mientras avanzaban por los corredores, espléndidamente
amueblados, pensó que ni Zelie, por muy exigente que fuera, podría
encontrarles fallos.
El rey los condujo hasta un salón amueblado exquisitamente, donde
todos los cuadros eran franceses.
También allí había enormes candelabros y una alfombra que a buen
seguro procedía de Persia.
- Lo he librado de más discursos – estaba diciendo el rey. Pedí a los
dignatarios locales que terminaran con todo en el muelle. Mañana se volverá a
encontrar otra vez con la mayoría de ellos cuando visite el Parlamento.
- Le estoy muy agradecido por eso – dijo el Gran Duque – ya que yo
prefiero poder hablar con su majestad y admirar su encantador palacio.
- Mi padre lo remodeló por completo cuando subió al trono – informó el
Rey. Luego, cuando el país se vio envuelto en problemas y se presentían los
saqueos, por algún tiempo el ministro de Cultura prohibió al público que
entrara en él.
- Eso, ciertamente, fue muy acertado – opinó el Gran Duque.
- Así pienso yo – estuvo de acuerdo el rey – pero como su alteza sabe, la
mayoría de la gente que visita el palacio no sabe apreciar su contenido.
El rey habló como menospreciando a sus súbditos.
Sola, que lo escuchaba, pensó que aquella era una actitud equivocada.
Pero se dijo a sí misma que no debía interferir en la opinión del rey.
Zelie, indudablemente, alabaría el palacio, cosa que no era difícil de
hacer.
Entonces recordó que se suponía que ella era Zelie y, tras mirar a su
alrededor, comentó:
- Qué interesante que usted tenga un Fragonard y un Boucher, majestad.
Yo pensé que sólo podía admirarse en París.
El rey, que estaba a punto de decirle algo al Gran Duque, se volvió hacia
ella y respondió:
- Me sorprende que su alteza pueda reconocerlos, pero, ya que es así,
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quizá le interese saber que uno de mis antepasados los compró durante la
revolución, junto con una buena cantidad de muebles franceses que se
encuentran distribuidos en varias habitaciones.
- ¡Qué emocionante! – exclamó Sola. Yo siempre había creído que el rey
Jorge IV de Inglaterra fue quien adquirió lo mejor de la colección de muebles de
Versalles.
El rey permaneció en silencio y Sola añadió:
- Por supuesto que también el vizconde de Yarmouth se llevó a Inglaterra
un yate lleno de excelentes piezas.
- He oído hablar acerca de los muebles franceses que están en Inglaterra –
dijo el rey – así como de los cuadros de la colección de Jorge IV.
- Yo nunca la he visto – admitió Sola – pero mi madre sí. Ella solía
hablarme de la misma y también he leído bastante al respecto.
- Yo pensaba que las jovencitas sólo leían novelas de amor – indicó el rey
con un cierto sarcasmo.
Y el Gran Duque se echó a reír.
- Mi hija es una gran lectora, y me temo que, a menos que su biblioteca
esté muy completa, ella le criticará su contenido y tratará de hacerle comprar
los últimos libros publicados en media docena de países.
A Sola le pareció que el rey dudaba respecto a la veracidad de aquella
conversación.
Entonces, como si pensara que era más interesante hablar con el Gran
Duque, ambos hombres comenzaron a conversar a propósito de caballos.
Era obvio que para el rey aquel era un tema apasionante.
No permanecieron mucho tiempo con el rey Ivan, ya que el reloj iba
corriendo y se acercaba la hora de cambiarse para la cena.
Sola fue conducida hasta una preciosa habitación.
Le sorprendió, sin duda alguna, que el palacio estuviera amueblado con
tan buen gusto.
Imaginó que su madre se habría sentido fascinada con el mismo, sobre
todo con todas las pinturas de los grandes maestros que colgaban en las
paredes.
También sobre los suelos se extendían alfombras magníficas.
Sola había llevado consigo a su doncella personal.
Le había advertido repetidamente que se suponía que ella era la princesa
Zelie.
- Puede confiar en mí, alteza – había dicho Tarsia la última vez que Sola se
lo recordó. No olvide que la he estado atendiendo a usted durante los últimos
diez años.
Aquello era cierto, pero Sola comentó:
- No seas quisquillosa, Tarsia. Tú sabes que confío en ti, pero sería horrible
si alguien sospechara que estoy fingiendo ser mi hermana.
- Si me lo pregunta – indicó Tarsia con la franqueza de una sirvienta de
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mucho tiempo – le diré que usted lo haría mucho mejor en este bonito país de lo
que su alteza jamás lo hará.
Sola permaneció callada.
Estaba pensando en que el verdadero problema con Zelie iba a ser el rey.
Aunque éste trataba de mostrarse agradable, era obvio que le disgustaba
la presencia tanto de ella como de su padre.
Aborrecía la idea de tener que contraer matrimonio después de tantos
años de ser un soltero irresponsable.
“Estoy segura de que cuando conozca a Zelie, mi hermana lo atraerá de
la misma forma en que atrajo a Nicolas Ersatz”, se dijo Sola.
Después de bañarse, Tarsia la ayudó a ponerse un vestido, que era el más
elegante y más caro de todo su equipaje.
Pensó en ponerse algunas de las joyas de su madre, pero pensó que su
deseo no era, precisamente, brillar, y en ese sentido decidió ser ella misma.
De modo que se colocó un pequeño collar de perlas alrededor de su largo
cuello y un fino brazalete de diamantes en una muñeca.
El Gran Duque la miró con aprobación cuando se reunió con ella en su
habitación.
La doncella salió de la misma y el Gran Duque dijo:
- Hasta ahora todo va bien. ¿Qué piensas del rey?
- No le gusta nuestra presencia, papá. Tienes que ser consciente de eso.
- Por supuesto que lo soy – replicó el Gran Duque – así que a ti te toca
fascinarlo.
Sola hizo un gesto de impotencia con las manos.
- ¿Cómo puedo hacer eso? – preguntó. Como tú bien sabes, papá, yo he
tenido muy poco que ver con hombres jóvenes.
Mientras hablaba, pensó que aquella era una aseveración muy tonta, en
cuanto a la forma de comportarse de Zelie.
El Gran Duque hizo un gesto de resignación.
- Compórtate lo mejor que puedas, querida – dijo. Imagino que Zelie se va
a sentir tan feliz de gobernar un palacio tan maravilloso, que no le importará
mucho lo que el rey haga o deje de hacer.
Sola lo miró con una interrogante en el rostro.
- Quiero decir – añadió el Gran Duque – que fue de muy mal gusto que
el rey no nos recibiera en el muelle y nos acompañara hasta aquí. Tengo el
presentimiento de que esta noche apresurará la cena para poder regresar junto a
la damita que lo esté divirtiendo en estos momentos.
El Gran Duque había hablado como por inercia.
Y cuando vio la expresión en los ojos de su hija, comprendió que había
cometido un error.
- Vamos, vamos – dijo de inmediato. No debemos llegar tarde a la cena.
Nosotros nos comportaremos correctamente, sin importar lo que haga nuestro
anfitrión.
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Se dirigió hacia la puerta y Sola lo siguió.
Afuera esperaba un lacayo para escoltarlos hasta un enorme salón,
donde ya se encontraban una buena cantidad de personas.
Se trataba de los aristócratas de Arramia.
Las damas vestían bien, pero Sola advirtió que no lucían muchas joyas.
Los hombres llevaban muchas medallas y condecoraciones.
Había varios generales de uniforme, pero muy pocos hombres jóvenes,
los cuales juntaron los tacones cuando fueron presentados y miraron a Sola con
innegable admiración.
Ésta sabía que aquélla era el tipo de fiesta que a Zelie le gustaba.
Así que Sola se propuso comportarse encantadoramente, y para deleite
de todos les habló en su propio idioma.
Lo hablaban tan fluidamente, que los demás no tuvieron que esforzarse
por expresarse en el idioma de Kessell, ni tampoco recurrir al griego o al francés
para hacerse entender.
La cena resultó magnífica y fue acompañada por algunos vinos de
excelente calidad.
Sin embargo, todos ellos eran importados.
Sola recordó que el capitán del barco le había hablado acerca de cómo
Arramia estaba desarrollando sus propios viñedos.
De modo que cuando el rey se volvió para hablarle, Sola le dijo:
- Creo que es una excelente idea de su majestad, el pensar en cultivar sus
propios vinos. Estoy segura de que resultarán deliciosos, y quizá se conviertan
en un producto de exportación para Arramia.
- ¿Quién le dijo que estábamos desarrollando nuestros propios viñedos? –
preguntó el rey, sorprendido.
- Fue el capitán del acorazado – respondió Sola – y eso es algo que a
menudo yo he pensado que muchos países deberían hacer. Después de todo,
¿por qué van a tener los franceses el monopolio? Hay una enorme demanda
mundial por el champán francés y todos los alemanes también ganan mucho
dinero con sus vinos.
- Usted tiene razón – asintió el rey – aunque tengo el presentimiento de
que no podremos producir nuestro propio champán, pero quizá sí vinos
blancos y tintos.
- Esos serán los primeros pasos – dijo Sola – y, sin lugar a dudas, unos
pasos muy emocionantes. ¿Qué otros caminos están explotando ustedes en
estos momentos?
- ¿Por qué iba yo a querer explorar algo? – preguntó el rey con
indiferencia.
- Porque nos encontramos en los principios de una nueva era, en la que
todos están descubriendo nuevas cosas y expresando nuevas ideas – respondió
Sola. Piense sólo en la diferencia que los ferrocarriles han traído a las
comunicaciones y los viajes. ¡Uno ya no tiene que pasar semanas dando brincos
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sobre caminos polvorientos, en los que los bandidos acechan detrás de cada
roca!
El rey se echó a reír.
- Tiene usted razón – manifestó. Nunca lo había pensado así, y supongo
que cada país está tratando de producir algo nuevo y original.
- Kessell está muy interesado en las bicicletas – le dijo Sola – aunque papá
dice que éstas jamás ocuparán el lugar de los caballos, que él adora.
- Al igual que yo – indicó el rey. Y permítame decirle que yo no tengo la
menor intención de montar jamás en una bicicleta.
- Creo que le parecería difícil – informó Sola. Yo ya he montado en ellas,
y resulta muy doloroso cuando uno se cae.
El rey la miró, sorprendido, y luego volvió a reír.
- Con su aspecto se me hace difícil imaginármela en otra situación que no
sea sentada sobre un cojín de seda y escuchando música suave.
- Entonces, lo único que le puedo decir es que está usted muy equivocado,
replicó Sola. Puedo practicar la vela casi también como lo hace papá, salgo a
cazar con mi hermano cuando está en casa y he subido dos veces en globo.
El rey echó la cabeza hacia atrás y, nuevamente, no pudo contener la risa.
- ¡No le creo una sola palabra! – exclamó. Pero me intriga el que me haya
dicho que practica la vela.
Una vez más, Sola recordó demasiado tarde que Zelie odiaba el mar.
Sin embargo, por lo menos, había logrado captar la atención del rey.
Pensó que en sus ojos ya no se veía aquella expresión dura de
resentimiento que anteriormente se dibujaba en ellos.
Y conversaron acerca del mar.
Sola se sintió complacida cuando supo que el yate de su padre era más
moderno que el del rey.
Luego hablaron a propósito de los vuelos en globo y el rey dijo:
- Quizá sería interesante probar uno aquí, pero me temo que podríamos
terminar sentados sobre el pico de una montaña.
- En ese caso, simplemente, tendríamos que bajar caminando – señaló
Sola.
- No me diga que es montañista también, pues no se lo voy a creer.
- Yo he escalado todas las montañas de nuestro país, pero no creo que sean
tan altas como las de ustedes.
- Lo único que puedo decir – comentó el rey – es que es usted una mujer
muy moderna.
Sola hizo un gesto negativo con la cabeza.
- Lo que yo le he estado contando no significa que sea muy moderna.
Quiere decir que usted es muy erudito y un lector ávido.
- Cosa que supongo es usted también – dijo el rey. En ese caso, me doy por
vencido. Las mujeres deben ser criaturas dulces, que no se meten en los asuntos
de los hombres.
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- ¡Y qué aburridas resultan después de algún tiempo! – soltó Sola. El gran
placer de leer un libro nuevo reside en poder comentarlo más tarde con alguien
como papá, que lee aún más que yo. Mi hermano Alexander está a punto de
licenciarse en Oxford en Historia y Literatura.
- Usted me sorprende y, en cierta forma, me asusta – comentó el rey.
La dama que estaba a su otro lado tenía una expresión petulante.
Sola no se había fijado en ella hasta entonces.
Recordó que se la habían presentado como la condesa Rhiga.
Al oírla hablar con el rey, Sola sospechó que era francesa.
No era precisamente bella, pero sí muy atractiva.
Tenía los cabellos oscuros y los ojos negros muy brillantes.
Vestía más elegantemente que cualquier otra mujer presente.
A Sola no le pasó por alto el hecho de que el rey le hablaba con un tono
de voz muy diferente al que empleara con ella.
La condesa le respondía en un tono lento y seductor, que resultaba muy
íntimo.
“Si eso es lo que a él realmente le gusta”, se dijo Sola, “¿cómo va a poder
competir Zelie?”.

Capítulo 4

A la mañana siguiente se llevó a efecto la visita oficial al Parlamento.


Se trasladaron al mismo en varios carruajes descubiertos, tirados por
magníficos caballos.
El rey y el Gran Duque viajaron en el primero, acompañados por dos
ayudantes de campo.
Sola lo hizo con el secretario de Exteriores y su esposa.
Se sorprendió al observar que la población no se mostraba tan entusiasta
como el día anterior.
Mucha gente ni siquiera saludaba.
Se limitaban a mirar los carruajes y seguían su camino.
Eso era tan manifiesto cuando se acercaron al edificio del Parlamento,
que Sola le comentó a la señora Botzaris:
- ¿Por qué hoy todo el mundo parece tan apagado? Ayer me sentí muy
emocionada con la recepción que nos brindaron.
La señora Botzaris miró a su esposo antes de responder:
- Creo que usted debe saber la verdad, alteza, y ésa es que el rey no es
muy popular en estos momentos.
- ¿Por qué? – preguntó Sola.
- Aquí todavía hay mucha gente que desea crear problemas – dijo el
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secretario de Exteriores – y siento decir que su majestad no le presta la atención,
o quizá deba decir la comprensión, que debiera.
Sola se mantuvo callada y, después de un momento, su interlocutor
añadió:
- Estoy siendo sincero con su alteza, porque vamos a necesitar de su
ayuda.
- Saben que yo haré todo lo que pueda – repuso Sola con calma.
Mientras hablaba, estaba pensando en Zelie, que sin duda alguna, no
mostraría el menor interés por aquella gente.
A Zelie no le parecería mal que el rey evitara escuchar los aburridos
discursos, que no faltaban en el Parlamento.
El primero fue pronunciado por el primer ministro y después habló el
gran chambelán.
A estos les sucedieron varios miembros del Gabinete y dos de la
oposición.
Sola advirtió que su padre parecía escuchar con mucha atención.
Sin embargo, el rey no ocultó su aburrimiento.
Tampoco ocultó su alegría cuando todos hubieron terminado.
El Gran Duque deseaba hablar con los miembros del Parlamento, pero el
rey decidió que era hora de regresar al palacio.
Camino del mismo, la gente de la calle casi parecía ignorarlos.
Cuando llegaron a palacio, Sola se dirigió con su padre, precedido, por el
rey, a uno de los salones.
Los sirvientes les ofrecieron champán.
Fue entonces cuando el rey dijo:
- ¡Menos mal que todo esto ha terminado! Siento mucho que su alteza
haya tenido que escuchar tanta miseria.
- Si he de ser honesto, le diré que los discursos se me hicieron muy
informativos – replicó el Gran Duque. Yo siempre estoy dispuesto a escuchar
los puntos de vista existentes en otros países, y me pareció que los expuestos
por el primer ministro acerca de cómo progresar pueden ser muy valiosos.
- ¡Todo palabrería! – dijo el rey. Supongo que nada de eso se hará.
- En realidad – informó el secretario de Exteriores – fue su alteza real
quien sugirió que podría haber oro o piedras preciosas en las montañas.
- ¿Oro? ¿Piedras preciosas? – comentó el rey, escéptico. No creo que
encontraremos nada de eso en nuestro país.
- ¿Cómo lo sabe? – preguntó Sola. Papá podrá decirle que acaban de
descubrir grandes cantidades de oro en las montañas de Rusia. Se extrae tanto,
que ya se ha convertido en una de sus exportaciones principales.
- Eso es verdad – confirmó el Gran Duque. Y si no encuentran oro, hay
otros muchos minerales que merece la pena buscar en estas montañas.
- Usted me sorprende – dijo el rey.
Pero no parecía muy interesado por la idea.
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Y Sola pensó que se estaba comportando de una manera estúpida.
Su padre le había hablado a propósito de la enorme cantidad de oro
hallado en Rusia.
Ella sabía que sus vecinos, Rumania y Serbia, estaban decididos a
aumentar sus exportaciones por todos los medios.
Hungría criaba magníficos caballos, que eran vendidos en toda Europa.
Pero el rey parecía haber hecho oídos sordos a cuanto se le decía.
Le estaba dando órdenes en voz baja a uno de sus ayudantes de campo.
Éste desapareció.
Momentos más tarde, justo antes de la comida, la misma dama francesa
que se había sentado junto al rey la noche anterior entró en el salón.
Se veía todavía más atractiva que el día anterior.
Era obvio que su vestido procedía de París.
Sus joyas eran un tanto ostentosas, pero magníficas.
No llevaba sombrero.
Sola observó en sus cabellos oscuros algunos reflejos azules.
Le hizo una reverencia al rey, quien le besó la mano, y dijo:
- Estaba esperando que me mandara llamar.
- ¿Cómo iba a ser de otra manera si la necesito? – replicó el rey.
Y se la presentó al Gran Duque.
Mientras la dama hablaba muy animadamente con éste, el secretario de
Exteriores se volvió hacia Sola.
- El conde de Rhiga – dijo en voz baja – es uno de los terratenientes más
poderosos del país. Sin embargo, en nada le atrae la vida social, por lo que
prefiere quedarse en sus fincas.
- Pero la condesa es francesa – señaló Sola.
- Lo es. Y, al igual que su majestad, encuentran Arramia un país muy
aburrido.
El secretario se expresó con tal sinceridad, que Sola lo miró, sorprendida.
Sin embargo, en aquel momento, su interlocutor se hallaba observando al
rey y a la condesa.
A Sola no le pasó por alto que estaba molesto como consecuencia de que
el rey hubiera hecho llamar a la condesa al objeto de que se reuniera con ellos
para la comida, pues lo consideraba un error.
En cualquier caso, la comida resultó deliciosa y la conversación fue muy
agradable.
Sola estaba sentada a la derecha del rey, al igual que la noche anterior.
No obstante, éste casi no le dirigió palabra, ya que ocupó todo su tiempo
en charlar con la condesa.
Sola tuvo que admitir que era divertida e inteligente.
Se preguntó cómo podría Zelie enfrentarse a aquella situación, que sabía
la disgustaría mucho.
Pero, por otra parte, sabía que su hermana atraería la atención del rey,
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cosa que ella no estaba logrando hacer.
Después de la comida se hicieron preparativos para llevar al Gran Duque
y a Sola a conocer algunos de los puntos más interesantes de la ciudad.
El rey se excusó, alegando que tenía muchos asuntos que atender.
Y seguido por la condesa abandonó el comedor.
Era obvio que deseaban estar juntos.
Una vez más Sola, pensó que el rey se estaba comportando muy
groseramente.
También se había dado cuenta de que su padre y el secretario de
Exteriores pensaban lo mismo.
Aunque no dijeron nada, se mostraban muy atentos con ella, como para
evitar que se sintiera herida.
Un carruaje los esperaba y salieron hacia la ciudad.
Primero visitaron la catedral.
Sola se arrodilló y pidió poder ayudar a Zelie más de lo que lo estaba
haciendo hasta entonces.
No podía evitar pensar que, si la visita constituía un fracaso, la persona
que más sufriría las consecuencias iba a ser su hermana.
Sola se mostró muy complacida cuando recorrieron las espléndidas salas
del museo.
También se mostró encantadora con quienes manejaban el pequeño zoo,
el cual fundó el padre del rey y, al igual que el palacio, había sobrevivido a la
revolución.
No había muchos animales, pero a Sola le entusiasmó el elefante, que
comía con gran apetito los alimentos que le proporcionaban.
A los monos les sirvieron algunos plátanos.
En un estanque había varios delfines, al igual que un tigre en una jaula,
que parecía tan aburrido como el rey.
Cuando salían del recinto, Sola felicitó a los cuidadores y les dijo lo
mucho que había disfrutado con la visita.
- Esperamos que su alteza le diga al rey que estamos cuidando el zoo de la
misma manera como lo hacíamos con su padre – dijo el director.
- ¿Su majestad no suele visitarlo? – preguntó Sola.
El director negó con la cabeza.
- No hemos tenido el placer de recibir una visita de su majestad desde que
era muy joven.
El Gran Duque escuchaba atentamente.
Y mientras caminaban de regreso al carruaje, dijo en voz baja para que
no pudieran oírle los otros acompañantes:
- Ese jovencito se está comportando como un idiota y dudo mucho que tu
hermana pueda hacerlo cambiar.
Sola no respondió, ya que en aquel momento el secretario de Exteriores
se le acercó.
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Pero sabía que su padre tenía razón.
Se preguntó si alguien, excepto quizá la condesa, podría hacerlo
comportarse de manera más responsable.
Discurrieron a través de las calles flanqueadas por grandes árboles.
Frente a ella, Sola vio el palacio, con las montañas cubiertas de nieve en
la distancia.
Y pensó que nadie podría disponer de un país más encantador para
vivir.
Ya en el palacio, Sola fue informada de que aquella noche se celebraría
una gran cena y fiesta.
La señora Botzaris sugirió que quizá le gustaría recostarse o descansar en
su saloncito privado.
Sola ya había visto en él algunos libros que le apetecía leer, por lo que le
agradó la oportunidad de poder estar a solas, sin nadie que la distrajera.
En una estantería había visto varios volúmenes referentes a la historia de
Arramia, así que se acomodó en el sofá con ellos.
No había transcurrido mucho tiempo, cuando el conde Paul Maori entró
en la habitación.
Sola alzó la mirada y le sonrió.
- Hola – dijo. Me preguntaba por qué no lo hemos visto en todo el día.
- He venido a pedirle a su alteza que baje de inmediato – dijo el conde.
Se expresó con gran seriedad y los ojos de Sola se abrieron mucho
cuando preguntó:
- ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
- Su alteza real y el primer ministro desean que se reúna con ellos.
Sola se levantó del sofá.
La voz del conde le indicó que algo importante había sucedido y se
preguntó qué podría ser.
No era posible que hubieran descubierto que ella no era Zelie, pensó
Sola.
Pero no se le ocurría ninguna otra razón por la cual la hubieran mandado
llamar de aquella manera.
Se apresuró a bajar las escaleras de oro y cristal.
El conde abrió la puerta de una estancia desconocida para ella y encontró
a su padre en compañía del primer ministro y del secretario de Exteriores.
También se hallaba con ellos otro hombre, que Sola recordaba le había
sido presentado como el ministro de Defensa.
Cuando Sola entró en la sala se pusieron de pie, excepto su padre.
El conde se quedó de espaldas a la puerta.
Parecía como si lo hiciera para evitar que alguien más entrara y los
interrumpiera.
Sola se dirigió hacia donde estaba sentado su padre.
Éste extendió su mano.
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Cuando ella la tomó, la presión de sus dedos le indicó que algo
desagradable había ocurrido.
Tras sentarse Sola junto al Gran Duque, los restantes caballeros también
tomaron asiento.
Entonces, el primer ministro dijo:
- Le he pedido a su alteza que viniera hasta aquí porque tengo la ingrata
tarea de informarles que en la ciudad hay muchos disturbios, los cuales muy
bien pudieran desembocar en una rebelión.
Sola contuvo la respiración.
- ¿Quiere decir que podrían … destronar al rey? – preguntó.
- Exactamente – asintió el primer ministro. Por eso, mis colegas y yo
hemos venido hasta aquí para suplicarle que salve la situación casándose con su
majestad de inmediato.
Por un momento, Sola casi no pudo creer lo que acababa de oír.
Entonces, los dedos de su padre se cerraron sobre los de ella, y
comprendió que tenía que controlar sus sentimientos.
No debía negarse abiertamente a lo que el primer ministro le acababa de
proponer.
Y haciendo un esfuerzo para aparentar calma, preguntó:
- ¿Ciertamente las cosas están tan mal como dice su excelencia?
- Me temo que sí – contestó el primer ministro. Es algo que se ha estado
fraguando desde hace mucho tiempo, y que posiblemente conducirá a una
revuelta que podría desestabilizar a todo el país.
- Pero … la gente del pueblo desea … ser gobernada por un monarca.
Hubo un silencio antes de que el primer ministro expusiera:
- Seré franco con su alteza y le diré que el rey no es muy popular ni
querido. Los revolucionarios le están prometiendo a la gente que las cosas irán
mejor si el Gobierno es encabezado por un presidente elegido por el pueblo.
Sola miró a su padre.
Éste apretó aún más sus dedos y dijo:
- Yo ya he discutido esto a fondo con el primer ministro y el ministro de
Defensa. Ellos piensan que la única forma de salvar el país es distrayendo a la
gente con algo que la haga disfrutar.
- ¿Y qué mujer no disfruta una boda? – intervino el secretario de
Exteriores.
- Eso es muy cierto – corroboró el primer ministro. Y las mujeres ya están
hablando acerca de la belleza de su alteza real. Si anunciamos que usted se va a
casar con el rey y que será coronada, ellas estarán encantadas. Estoy seguro de
que nada, pero nada, las haría unirse a los revolucionarios hasta que las fiestas
hubieran terminado, lo que nos daría tiempo para reformar y desplegar a
nuestras fuerzas.
- Entiendo lo que … están diciendo – dijo Sola con voz temblorosa. ¿Pero
… no bastaría con sólo anunciar mi compromiso con el rey?
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Sola esperó que lo que acababa de decir encontrara la aprobación del
primer ministro.
Éste, sin embargo, negó con la cabeza.
- El ministro de Defensa me dice que las cosas han ido demasiado lejos
como para que eso surta efecto – manifestó. Ahora tenemos que actuar con
rapidez. De otra forma, la revolución se desatará y, por el momento, no
disponemos de suficientes tropas para reducirla.
- ¿Dónde está el grueso de las tropas? – preguntó el Gran Duque.
- Durante esta época del año, salen a realizar maniobras en el otro extremo
del país, ya que su majestad ha declarado que no desea participar en ellas.
Observó que tanto el Gran Duque como su hija lo escuchaban con
atención y continuó diciendo:
- Están acampadas y, aunque las mandáramos a buscar de inmediato,
tardarían casi una semana en llegar a la capital.
- ¿Y verdaderamente desea que mi hija se case antes de una semana? –
preguntó el Gran Duque.
- Lo que yo sugiero – respondió el primer ministro – es que anunciemos
el compromiso esta misma noche. Mañana comenzarán los preparativos para la
decoración de las calles, los edificios y, por supuesto, la catedral.
- ¿Y, entonces? – preguntó el Gran Duque.
- Entonces – dijo el primer ministro – la boda tendrá lugar dentro de tres
días.
- ¡Pero … eso es … imposible! – exclamó Sola.
Sola habló instintivamente.
Inmediatamente, sintió la presión de los dedos de su padre y
comprendió que había cometido un error, por lo que añadió, balbuceante:
- Yo … no tengo un vestido de novia.
Todos los caballeros rieron y el primer ministro comentó:
- Yo comprendo que eso es muy importante para su alteza, pero estoy
seguro de que cualquier cosa que se ponga se verá tan bella como su rostro.
Aquel era un cumplido muy bonito y Sola le sonrió.
- Además – siguió diciendo el primer ministro – estoy convencido de que
si trabajan día y noche, nuestras modistas pueden hacerle cualquier cambio
necesario a algún vestido que su alteza haya traído consigo.
- Mi esposa ayudará en todo lo que sea posible – apuntó el secretario de
Exteriores.
Fue entonces cuando Sola hizo la pregunta más importante de todas:
- ¿Su excelencia ya tiene la aprobación del rey para llevar a cabo esta
acción extraordinaria y precipitada?
El primer ministro miró al Gran Duque.
- Yo decidí hablar primero con su alteza real, pues sabía que para usted
constituiría una penitencia casarse con tanta prisa y sin la presencia de sus
familiares.
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Miró a Sola mientras hablaba, como dándole a entender que simpatizaba
con ella.
Y continuó diciendo:
- Su alteza real ha sido muy comprensivo y le aseguro que no exagero
cuando le digo que no se trata de un problema pequeño. No cabe la menor
duda de que, si los revolucionarios ganan, asesinarán a una gran cantidad de
nosotros, incluyendo al rey.
Sola se quedó con la boca abierta, sintiendo que no había nada que
pudiera decir.
El primer ministro se puso de pie.
- No sé cómo darle las gracias a su alteza real de parte mía y de mis
colegas por haber salvado nuestras vidas.
Hizo una reverencia y los que lo acompañaban lo imitaron, primero, ante
Sola y, después, ante el Gran Duque.
Y abandonaron la estancia sin decir nada más.
Una vez solos, Sola se volvió hacia su padre.
- ¿Qué vamos a hacer, papá? – le preguntó. Tú sabes que yo no puedo
casarme con el rey.
- Creo que no va a haber más remedio, querida – respondió el Gran
Duque.
- Pero es Zelie quien se iba a casar con él y yo no tengo deseos de hacerlo.
- Lo sé, lo sé – estuvo de acuerdo el Gran Duque – pero no veo cómo
podamos alejarnos ahora y dejarlos a merced del destino. Además, si el primer
ministro tiene razón al decir que ellos no podrían escapar de las manos de los
revolucionarios, tampoco podríamos hacerlo nosotros.
Sola contuvo la respiración.
- ¿Quieres decir que … nos matarían?
- Sin lugar a dudas – asintió el Gran Duque. Los revolucionarios están en
contra de cualquier monarquía y tú sabes tan bien como yo cuantos asesinatos
han tenido lugar últimamente en Europa.
Aquello era verdad.
Pero, por otra parte, Sola no podía imaginarse nada peor que estar
casada con el rey.
Tendría un esposo que la odiaría por haberse visto obligado a contraer
matrimonio con ella.
Y también a una hermana gemela que jamás le perdonaría por haber
usurpado su lugar.
- ¡No puedo hacerlo, papá! – gritó Sola.
- Pero tienes que hacerlo – replicó el Gran Duque. Yo sé cómo son esos
demonios cuando sienten sed de sangre y saben que sólo a través del asesinato
y el pillaje pueden llegar al poder.
Sola caminó hasta la ventana.
En el exterior el sol brillaba.
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Podía ver el agua de las fuentes, brillando como un arcoíris.
¿Cómo era posible que poco más allá hubiera gente que quisiera destruir
algo tan bello como el palacio?
¿Cómo era posible que desearan matar a su monarca y a cuantos
estuvieran relacionados con la realeza?
Se le hacía difícil creer que la situación fuera tan difícil como el primer
ministro le había expuesto.
Se preguntó con desesperación si no habría alguna forma de escapar.
El Gran Duque, que era consciente de lo que estaba sintiendo, se puso de
pie, llegó junto a ella y le pasó el brazo por encima de los hombros.
- Siento mucho que haya ocurrido esto, mi querida hija – dijo – y todo
porque estaba tratando de encontrarle un rey a tu hermana.
- No es culpa tuya, papá. Parece como si, sin quererlo, hubiéramos caído
en una trampa.
El Gran Duque miró hacia el jardín.
En aquel momento, una bandada de palomas blancas volaba en dirección
a la ciudad.
- Quizá me equivoque – comentó en voz baja – pero siento como si tu
madre me estuviera diciendo que esto es algo que debemos hacer. Aunque no
nos lo parezca en estos momentos, todo será para bien.
- ¿De verdad sientes eso? – preguntó Sola. ¿O me lo dices sólo para
consolarme?
- Te juro por lo más sagrado que eso es lo que siento – respondió su padre,
y sabes que tu madre jamás me mintió.
- Entonces, me casaré con el rey – murmuró Sola – pero deberás rezar por
mí, papá, porque va a ser todo muy difícil.
- Lo sé – asintió el Gran Duque. Sin embargo, tú eres muy bella, querida,
y una mujer bella tiene poderes que ningún hombre puede resistir.
Sola comprendía lo que su padre le estaba diciendo.
Pero al mismo tiempo pudo ver los ojos de la condesa Rhiga y oír su voz
seductora.
El Gran Duque retiró su brazo de los hombros de su hija.
- Opino que ahora que el primer ministro ha obtenido lo que quería, yo he
de hablar con el rey en tu nombre – manifestó. Le diré que te sientes muy
turbada por todo lo que está sucediendo y le pediré que sea comprensivo
contigo.
Repentinamente, Sola sintió que ya no podría soportar más.
- Voy a mi habitación, papá. Y comunícamelo si sucede algo más.
El Gran Duque le dio un beso y Sola regresó a su saloncito.
Los libros sobre la historia de Arramia se hallaban donde ella los dejara,
pero no los recogió.
Tomó asiento y se puso las manos en la cara.
Sentía como si todo lo que había deseado siempre de la vida se hubiera
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desplomado de pronto a su alrededor.
Había estado segura de que algún día encontraría a un hombre al que
ella amara y que la amara también.
No importaba si éste era un aristócrata o un plebeyo.
Sería el hombre con el cual ella desearía casarse y a quien pertenecía.
Ahora, todo había salido mal.
Al suplantar la personalidad de Zelie habría de contraer matrimonio con
el hombre llamado a ser el esposo de su hermana.
Sabía que Zelie nunca la perdonaría, e incluso la odiaría aún más de lo
que ya la odiaba.
Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Lo había perdido todo: su hogar, su hermana y, cuando su padre
regresara a Kessell, se quedaría sola con un hombre que no la quería.
Estaría en un país extraño, con la amenaza de una revolución sobre ellos.
¿Quién podía asegurarle que después de la boda los revolucionarios no
lo intentarían otra vez?
Entonces no habría una boda real que los distrajera las mentes.
“¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?”, se preguntó.
Inesperadamente, y al igual que lo había sentido su padre, sintió la
presencia de su madre.
Era casi como si estuviera a su lado.
Sola podía sentir las vibraciones de amor que brotaban de ella, del
mismo modo que las sentía cuando su madre vivía.
Sabía que su madre, de haber estado allí, le hubiera dicho que tenía que
ser valiente.
Era su deber ayudar al pueblo de Arramia y a su rey.
Su madre estaba tan cerca de ella, que Sola imaginó que podía tocarla
con sólo extender la mano.
Entonces, sintió que una nueva fuerza la llenaba.
Una fuerza que provenía de otro mundo.
Un mundo que no sólo la iba a proteger, sino también a darle el poder
para ayudar a otros.

Capítulo 1

El rey se excusó para no estar presente durante la cena de aquella noche.


Sola se fue a la cama, sintiendo que necesitaba estar a solas.
El Gran Duque no trató de convencerla de que se quedara.
Sola supuso que no podría dormir, pero lo cierto es que lo hizo
profundamente.
Cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente, Sola encontró a su
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padre.
- Me alegro de que estemos solos, papá – dijo. ¿Qué vamos a hacer hoy?
- Estoy esperando las instrucciones – respondió el Gran Duque. Supongo
que tú tendrás que ver a la modista.
Sola se estremeció.
La idea de su boda le parecía como una nube oscura que se acercaba más
y más.
Antes de haber terminado el desayuno le informaron que las costureras
se encontraban en su habitación.
Sola se encontró con que eran unas mujeres encantadoras, que no
pudieron ocultar su admiración cuando les mostró un vestido de noche blanco
que había escogido para la boda.
- Vamos a necesitar hacerle muy poco a este vestido, alteza – dijo la
modista. Mis costureras trabajarán día y noche para añadirle una cola muy
larga que le haga juego.
- No sea muy dura con ellas – le aconsejó Sola. Sé que es casi imposible
lograr mucho en tan poco tiempo.
- Nada puede ser más importante que su vestido de novia, alteza – replicó
la modista – y me dará mucho prestigio el haber podido hacer, por lo menos,
una parte del mismo.
Sola pensó que si los revolucionarios resultaban victoriosos sería poca la
importancia que darían al vestido.
Sin embargo, sabía que no debía comentar con nadie por qué la boda se
iba a llevar a cabo con tanta prisa.
Sola deseaba que el secretario de Exteriores le informara exactamente
qué era lo que se le había dicho al pueblo.
Cuando la modista se retiró, bajó en busca de su padre.
Lo encontró sola en el salón más pequeño.
- ¿Qué ha sucedido? – le preguntó.
- Nada – respondió el Gran Duque.
- Entonces, ahora tengo la oportunidad de hacerte una pregunta muy
importante – dijo Sola, y se sentó junto a él.
- ¿De qué se trata? – inquirió el Gran Duque.
- ¿Cómo voy a casarme con el nombre de Zelie? – señaló Sola. Eso no sería
legal.
El Gran Duque sonrió.
- Ya he pensado en eso.
- ¿De veras?
- Como le he explicado a su majestad, tú tienes otro nombre.
Sola emitió una exclamación.
- ¡Se me había olvidado! Tanto Zelie como yo fuimos bautizadas con el
nombre de Elizabeth, que era el de mamá, pero jamás lo hemos usado.
En efecto, y ocurría así porque a la gente de Kessell se les hacía muy
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difícil pronunciarlo.
- Te casarás como la princesa Elizabeth – dijo su padre. Ya le he
comentado al rey que ese es el nombre que utilizarás cuando seas reina.
Sola suspiró, aliviada.
- Me desagradaba utilizar el nombre de Zelie – comentó. Gracias, papá,
por ayudarme a solventar ese problema.
Antes de que el Gran Duque pudiera decir algo más, la puerta se abrió y
el rey entró en la sala.
- Buenos días – saludó. Deben disculparme por llegar tan tarde, pero no
me acosté sino hasta las cinco de la mañana.
Tanto el Gran Duque como Sola se quedaron mirándolo.
- ¿Por qué estuvo despierto hasta tan tarde? – le preguntó el Gran Duque.
El rey se volvió para mirar a Sola directamente y, haciendo una pequeña
reverencia, dijo:
- Antes de explicarle por qué, quiero expresarle a usted lo muy agradecido
que le estoy por haber consentido en ayudarme. Sé lo mucho que le ha de haber
costado tomar esa decisión en tan poco tiempo.
El Gran Duque sonrió, comprensivo.
- Ahora le diré – explicó el rey – que fui a la ciudad para ver si las cosas
estaban tan mal como las pintaba el primer ministro.
- ¿Fue usted a la ciudad? – se sorprendió el Gran Duque. ¿Cómo lo hizo?
- Fui disfrazado – respondió el rey – y resultó muy provechoso.
- ¿Qué sucedió? – preguntó Sola.
- Escuché cómo los revolucionarios le hablaban a mi gente, que se mostró
extremadamente voluble – dijo el rey. Ellos estaban pintando un cuadro
maravilloso acerca de lo que pensaban realizar cuando se deshicieron de mi y,
por supuesto, de todos los miembros de mi Gabinete.
- ¿De verdad dijeron que eso pensaban hacer? – preguntó Sola con voz
asustada.
- Fueron muy abiertos al respecto – asintió el rey – pero les comentaré
algo. Gracias a usted, las mujeres no tomarán por el momento parte en la
revuelta.
Hizo una pausa antes de añadir:
- Sin lugar a dudas, el primer ministro tenía razón al respecto, pero se ha
equivocado respecto a todo lo demás.
- ¿Qué quiere decir con todo lo demás? – inquirió el Gran Duque.
El rey comenzó a pasear por la sala, pensativo, y dijo como para sí:
- Comprendo que he sido un estúpido desde que subí al trono.
Sola lo miró, sorprendida, pero permaneció callada y el rey continuó:
- Me dejé manipular por ese montón de viejos tontos que querían que todo
se hiciera como en los tiempos de mi parte y de mi abuelo.
- Eso debió resultar muy irritante para usted – opinó el Gran Duque.
- Sí; pero, ¿por qué les hice caso? – se preguntó el rey. Ellos siempre decían
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que no a cada cosa que les sugería y, a pesar de ser su gobernante, yo les
obedecía, en lugar de actuar de acuerdo con mis instintos, que me decían que
era yo el que tenía razón.
La voz del rey reflejaba una nota de autocrítica que le indicó a sola lo
mucho que aquello significaba para él.
- Vean la situación existente ahora – prosiguió diciendo. Todo el ejército se
encuentra muy lejos de aquí y, aun cuando estuviera cerca, las tropas no son tan
eficientes como deberían serlo. Si me hubieran permitido entrenar a un ejército
especial para contingencias, como yo quería, ahora la situación sería muy
diferente.
- ¿Usted quería hacer eso? – preguntó el Gran Duque.
- Naturalmente que sí – respondió el rey – pero me dijeron que eso era
imposible. De modo que la única relación que yo tenía con mi ejército era verlo
desfilar desde una plataforma.
El rey, que se expresaba con gran tristeza, continuó:
- Siempre que yo quería hacer algo se me decía que no era práctico o que
no había suficiente dinero, así que acabé por aceptar que no era otra cosa que
un títere con la corona en la cabeza.
Ahora hablaba con indignación y su voz pareció retumbar por toda la
sala.
El Gran Duque, entonces, le dijo calmosamente:
- Todavía no es demasiado tarde.
- Si no lo es – repuso el rey – eso se debe enteramente a su hija. La boda
distraerá a una buena parte de la población de las ideas revolucionarias y
estaremos a salvo, por lo menos hasta que las ceremonias hayan terminado.
- ¿Qué va a hacer usted mientras tanto? – preguntó el Gran Duque.
- Prepararme lo mejor posible para la batalla que se aproxima y para
gobernar este país como debí haberlo hecho desde que subí al trono.
El Gran Duque aplaudió.
- ¡Excelente! – dijo. Estoy seguro de que, actuando así, encontrará que las
cosas no son tan malas como parecen.
- Espero que tenga razón – comentó el rey, más calmado. Sin embargo,
la revolución todavía es una posibilidad y a ella se han unido todos los pobres y
los desempleados.
- Eso es lo que debe esperarse – dijo el Gran Duque. Ahora, ¿cuáles son
sus planes y preparativos?
- Ya he enviado a dos oficiales de toda mi confianza para que hagan
regresar a dos unidades del ejército lo más pronto posible. En cualquier caso,
estamos escasos de armas y de munición, ya que ese maldito primer ministro
siempre me las negó, alegando su confianza en que nada iba a suceder.
- ¿Y cuándo podrán llegar sus tropas a la ciudad? – pregunto el Gran
Duque.
- Si cumplen exactamente mis instrucciones – explicó el rey – deberán
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llegar aquí el día después de la boda. Es casi imposible que lo hagan antes.
El Gran Duque asintió.
- ¿Y qué más ha hecho?
- Creo que es muy importante que no cunda el pánico, por lo que dentro
de un momento pienso hablar con el personal de palacio. La mayoría lleva aquí
bastante tiempo y sé que todos estarán preparados para protegerlo a usted y a
su hija y, por supuesto, al palacio mismo.
Sola deseó preguntar si aquella protección también incluía a la condesa
Rhiga.
Y como si le hubiera adivinado el pensamiento, el rey indicó:
- Todas las personas que actualmente se encuentran bajo estos techos, pero
que viven en el campo, partirán de inmediato hacia sus hogares. Naturalmente
se perderán la boda, pero tampoco serán víctimas de lo que pueda suceder
después.
- Eso me parece una medida muy sensata – opinó el Gran Duque.
- Supongo que si yo me estuviera comportando correctamente debería
enviarlos a ustedes de regreso a Kessell. Pero saben lo mucho que necesito a la
princesa, y también el acorazado.
El Gran Duque se echó a reír.
- Resulta reconfortante saber que está ahí, e imagino que siempre
podríamos abordarlo en el último momento.
- Eso es precisamente lo que tengo arreglado – informó el rey.
Atravesó la sala y tomó la mano de Sola en la suya ante la sorpresa de
ella.
- Gracias por ser tan valiente y por ayudarme – dijo. Le aseguro que es
usted esencial para poder salvar mi trono.
Sola sintió cómo los labios del rey rozaban la suave piel de su mano.
Y el monarca abandonó la estancia antes de que ella pudiera decir algo.
Sola miró a su padre y el Gran Duque comentó:
- De un día para otro ha crecido y se ha convertido en un hombre. ¡Es la
transformación más rápida que jamás había visto!
Sola imaginó que aquello era verdad.
El rey tenía ahora una autoridad de la que carecía antes.
Le vieron en varias ocasiones durante los dos días siguientes, pero ellos
nunca sabían cuándo esperarlo.
El conde Maori les informó que salía todas las noches.
Se encontraba reclutando personalmente a ciudadanos con los que nunca
antes mantuvo relación alguna.
- Yo lo acompañé anoche – le dijo el conde a Sola – y me quedé
sorprendido de cuántos partidarios ha reunido su majestad en tan poco tiempo.
Ellos están dispuestos a luchar por él y proclamar que es exactamente el tipo de
monarca que siempre desearon para el país.
En cualquier caso, Sola tenía miedo.
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La noche precedente a la boda, cuando el rey se presentó para la cena,
sola observó que estaba muy cansado.
Era obvio que había perdido peso, pero en sus ojos había una mirada de
alerta.
También su forma de moverse lo hacía que se viera muy diferente al
hombre aburrido que se había mostrado tan grosero con anterioridad.
Ahora, el rey hablaba con ella y con el Gran Duque de una forma que le
indicó a Sola que confiaba en ellos plenamente.
E, incluso, les solicitaba sus consejos.
- ¿Y ahora qué haría usted, señor? – le preguntaba al Gran Duque.
Y escuchaba con atención lo que éste le decía.
No había señales del primer ministro y Sola le preguntó al conde por su
paradero.
- Él y su gabinete se encuentran atrincherados en el edificio del
Parlamento – informó el conde. Creo que están convencidos de que la
revolución va a triunfar.
- ¡Ellos no han visto al rey como está ahora! – exclamó Sola.
- Fue culpa suya, sobre todo del primer ministro, el que el rey se cansara
de ser simplemente una figura oficial y de que siempre le dijeran que lo que
deseaba hacer era imposible.
- Pero él aceptaba sus decisiones.
- Excepto en el caso de una emergencia – dijo el conde. Resulta muy difícil
actuar sin el apoyo del Gabinete; sobre todo, del canciller.
- ¿Qué está haciendo ahora? – insistió Sola.
- Supongo que contando sus bolsas de dinero y pensando que no es
suficiente – respondió el conde.
Los dos rieron.
Pero cuando el conde la dejó, sola no tuvo más remedio que admitir que
la situación era muy seria.
Estaba segura de que si Zelie hubiera estado allí se habría puesto
histérica ante la posibilidad de quedar a merced de los revolucionarios.
Sin lugar a dudas hubiera insistido en regresar a casa inmediatamente.
“Papá tiene razón. No podemos abandonarlo a su suerte”, se dijo Sola.
Y rezó, como lo hacía cada noche, porque el rey venciera y los
revolucionarios fueran aplastados para siempre.
Al despertar Sola el día de su boda advirtió que jamás había estado a
solas con el rey desde que empezaran los problemas.
Cuando el rey aparecía a la hora de las comidas, su padre siempre estaba
con ella.
El conde le informó que el rey les estaba enseñando a tirar a todos los
empleados del palacio.
- Yo sé disparar – dijo Sola.
- Eso he oído decir – repuso el conde. En cualquier caso, le aseguro a su
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alteza, que tanto su padre como yo estaremos armados, no estaría bien que
usted llevara una pistola debajo de su ramo de flores.
Sola se rio.
- Es verdad. Veo que va a ser una boda muy especial. ¿Cree usted que
intentan algo cuando nos dirijamos hacia la catedral?
El conde negó con la cabeza.
- Las mujeres no lo permitirán. Todas las mujeres de la ciudad están
especulando acerca de cómo será el vestido de novia, qué llevará en la cabeza y
cómo de larga será la cola de su vestido.
El conde sonrió antes de añadir:
- Para ellas, eso es mucho más importante que apear al rey de su trono o
acabar con los miembros del Parlamento.
Se expresó como esperando que Sola riera, pero ésta se limitó a decir:
- Yo estoy rezando. Rezando porque nada de eso ocurra.
- ¿De verdad le importa tanto? – preguntó el conde.
- Por supuesto que sí.
Y hubo un silencio antes de que el conde manifestara:
- Supongo que usted se da cuenta de lo maravillosa que es y de que yo la
serviré mientras viva.
Aquella revelación fue muy conmovedora.
Y cuando el conde salió de la estancia sin mirar hacia atrás, Sola
comprendió que estaba enamorado de ella.
Sin duda alguna, aquello era algo que Sola no había esperado.
Si el rey sintiera lo mismo, eso simplificaría su vida considerablemente.
La noche anterior a la boda ella se encontraba a solas con su padre y le
preguntó:
- Papá, ¿no crees que sea posible que Zelie venga aquí y ocupe mi lugar?
El Gran Duque la miró, sorprendido.
- ¿Ocupar tu lugar después de haberte casado? – dijo. ¡Por supuesto que
no! ¡Qué idea tan absurda! Además, Zelie resultaría inútil en una situación
como ésta y, te guste o no, de ahora en adelante el rey es responsabilidad tuya.
- ¿Lo dices … en serio? – preguntó Sola en voz baja.
- Cada día que pasa lo admiro más – dijo el Gran Duque. Y creo que,
cuando llevéis casados algún tiempo, tus sentimientos hacia él van a ser muy
diferentes.
Sola quiso decirle que ella ya había reconocido la diferencia en sus
sentimientos.
Pero el Gran Duque la besó y le dijo:
- Vete a dormir. Si el día de mañana transcurre sin incidentes, entonces
podremos hacer planes para el futuro.
Sola le devolvió el beso y subió a su habitación.
Rezó durante un buen rato y una vez más sintió cómo si su madre
estuviera junto a ella.
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Cuando se metió en la cama ya no se sentía agitada ni asustada, y se
quedó dormida.

El sol brillaba cuando Sola se despertó por la mañana.


Tarsia le comunicó que la gente se estaba reuniendo en el camino hacia la
catedral.
- Ya es hora de que su alteza se levante – dijo.
El vestido había sido modificado y disponía ahora de una cola que había
llegado muy tarde la noche anterior.
Cuando se lo puso, Sola imaginó que las costureras debían de haber
trabajado día y noche para lograr tanto en tan poco tiempo.
Los diamantes brillaban sobre la cola y sobre el vestido mismo.
- Ahora parece la reina de las hadas – comentó Tarsia. Las órdenes de su
Majestad son que no se ponga el velo sobre la cara, sino que lo deje caer a
ambos lados para que la gente pueda ver lo bella que es.
- ¿De verdad ha dicho eso su majestad? – preguntó Sola.
- Así es – asintió Tarsia – y me dio las órdenes como si yo fuera un recluta
acabado de entrar en el ejército.
Sola se rio.
Sabía que aquélla era la forma de hablar del rey durante los últimos días.
Lo cual pensó, suponía un gran progreso sobre su antigua voz, aburrida
y cínica.
La corona que debía llevar camino de la catedral era muy bonita y
comparativamente pequeña.
Le habían dicho que se la retirarían cuando fuera coronada.
El secretario de Exteriores había ensayada con ella los detalles de la
ceremonia.
- En realidad, el arzobispo debería venir hasta el palacio – le indicó Sola.
Sin embargo, como es un hombre viejo, preguntó si usted podría ir a la catedral
para el ensayo, pero el rey lo prohibió.
Sola imaginó que el rey la estaba protegiendo. Y saber que la estaba
tomando en cuenta la hizo sentir una inesperada sensación de bienestar.
Cuando estuvo lista para salir hacia la catedral, ciertamente Sola se veía
muy bella.
La expresión en los ojos del conde le confirmó que su espejo no la había
engañado.
La escoltó hasta donde su padre la estaba esperando.
El Gran Duque se veía resplandeciente, con todas sus condecoraciones y
un sombrero emplumado que reservaba para las grandes ocasiones.
Sola, que había desayunado en su habitación, le dijo a su padre cuando
llegó junto a él:
- Buenos días, papá.
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- Buenos días, hija – repuso el Gran Duque. Ahora nos vamos a enfrentar a
la música y déjame decirte que estás tan bella como tu madre.
- Gracias, papá – dijo Sola con una sonrisa.
El conde, entonces, comentó:
- Su majestad ya ha salido para la catedral y creo que su alteza debería
hacerlo ahora.
- Ya estamos preparados – dijo el Gran Duque.
Le dio el brazo a Sola y los dos caminos lentamente sobre los escalones
cubiertos por una alfombra roja.
El día anterior habían discutido con el rey si deberían dirigirse a la
catedral en un carruaje abierto o cerrado.
- Yo creo – le había dicho el rey al Gran Duque – que uno cerrado, es más
seguro.
- Eso sería un error – intervino Sola antes de que su padre pudiera hablar.
Usted ha dicho que la gente desea verme, de modo que iré en un carruaje
abierto con papá. Estoy segura de que nadie creará problemas en el camino
hacia la catedral.
- Muy bien – estuvo de acuerdo el Gran Duque. Pase lo que pase, no
debemos desilusionar a la gente que ha estado esperando este momento.
Se dispuso, pues, un carruaje abierto, con la capota llena de flores
blancas.
Los caballos blancos que tiraban del vehículo también estaban
engalanados con rosas y lirios.
Sola ocupó junto a su padre el asiento trasero y el conde se sentó frente a
ellos.
Sola había advertido que, antes de salir del palacio, el conde puso un
revolver en la mano de su padre.
Aquello, ciertamente, no era algo que ella hubiera esperado tener en su
boda.
La multitud que flanqueaba el camino comenzó a vitorearlos cuando
aparecieron en el mismo.
Los árboles a ambos lados estaban adornados con banderas.
Por todas partes se veían enormes ramos de rosas y lirios, y Sola pensó
que aquello debió ser idea del rey.
Se acercaban a la catedral.
El carruaje comenzó a reducir la marcha hasta que la escolta de caballería
que lo precedía se detuvo casi por completo.
Fue entonces cuando una niña de no más de dos o tres años logró burlar
la barrera de contención.
Corrió hacia el carruaje y le tendió a Sola un pequeño ramo de flores
silvestres.
Cuando lo hizo, un hombre se inclinó sobre la barrera y la golpeó con tal
fuerza, que la hizo caer al suelo.
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Sola gritó para que el cochero la escuchara:
- ¡Alto! ¡Paren el carruaje!
Sorprendido, pero obediente, el cochero detuvo los caballos.
Sola abrió la puerta del coche antes de que el conde pudiera impedirlo.
- Levánteme la cola del vestido – le ordenó mientras se bajaba del
vehículo.
Tanto el Gran Duque como el conde estaban demasiados sorprendidos
para poder decir algo.
Pero el conde alzó la cola del vestido de Sola y la sostuvo para evitar que
se arrastrara.
Sola llegó junto a la niña, que estaba tendida en el suelo boca abajo.
Miró al hombre que la había golpeado y que todavía se hallaba inclinado
sobre la barrera.
- ¿Cómo pudo pegar a esta niña? – preguntó Sola, visiblemente enojada.
- ¡Así quisiera golpear a toda la realeza! – respondió el sujeto.
Sola no respondió.
Estaba ocupada levantando a la niña.
Entonces, otro hombre que se hallaba junto al asaltante, gritó:
- ¡Y así es cómo te voy a golpear yo a ti!
Y le propinó un puñetazo en el rostro que lo hizo caer.
Las mujeres que estaban a su alrededor gritaron:
- ¡Bien merecido!
Sola tomó a la niña en sus brazos y le dijo:
- Ya no llores. Ahora me puedes entregar tus flores, pues me gustará
mucho tenerlas.
La niña dejó de llorar y empezó a tocar el cuello de diamantes que Sola
lucía alrededor del cuello.
Y repetía con su voz infantil:
- ¡Bonito! ¡Bonito!
Sola miró hacia la barrera.
- ¿De quién es esta niña? – preguntó a las mujeres, que la estaban mirando
con los ojos muy abiertos.
- ¡Mía, mía! – respondió una de ellas, la cual comenzó a abrirse paso entre
la multitud.
- ¿Cómo se llama?
- Metti, alteza, Metti.
Sola miró a la niña, que todavía jugaba con los diamantes de su collar, y
de nuevo a la madre.
- ¿Puede usted llegar desde aquí hasta la catedral? – preguntó.
- Sí, sí – respondió la mujer.
- Entonces, apresúrese – dijo Sola. Yo llevaré a Metti conmigo. Esa será la
mejor forma de que se olvide de que le ha pegado un salvaje.
De inmediato se escuchó una exclamación general de aprobación ante
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aquel gesto.
Sola regresó al carruaje, portando a Metti consigo.
El conde la siguió, llevándole la cola del vestido y las flores que Metti
había tratado de entregarle.
Se escucharon vítores y aplausos al tiempo que las voces de las mujeres
resonaban cada vez con más fuerza.
Sola saludó con la mano cuando el carruaje reemprendió la marcha y
Metti la imitó.
Sola las saludó con la mano cuando el carruaje reemprendió la marcha y
Metti la imitó.
Sola se volvió para mirar a su padre y observó que éste sonreía.
- Eso fue muy inteligente por tu parte, querida – dijo el Gran Duque. Estoy
seguro de que la anécdota se repetirá miles de veces a lo largo y ancho de toda
la ciudad antes de que termine el día.
- Yo estaba pensando sólo en la niña, y no en el rey – confesó Sola – pero
espero que lo ayude.
- Estoy seguro de que así será – afirmó el conde. Si las mujeres todavía no
estaban muy convencidas de que su alteza es la reina adecuada para este país,
ahora decidirán que sí.
La multitud, que junto a la catedral era muy densa, se quedó sorprendida
cuando Sola llegó con Metti sentada sobre sus rodillas.
La madre de la niña esperaba a mitad de los escalones.
Estaba tratando de pasar por entre los soldados de la guardia.
Sola entregó la niña al conde, quien la llevó hasta la mujer.
Obedeciendo las instrucciones de Sola, el conde le comunicó a ésta:
- Su alteza real dice que si desea ver la ceremonia desde el fondo de la
catedral.
La mujer quedó casi incoherente como consecuencia de la emoción.
Entonces el conde la hizo pasar por entre la fila de soldados,
introduciéndola por la gran puerta. Estaba seguro de que a la multitud aquello
le parecería extraordinario, que era, precisamente, lo que Sola deseaba.
Ésta se encontró, con que a pesar de los rumores que corrían, la catedral
estaba repleta.
Todos los nobles y aristócratas de Arramia se encontraban en ella.
Vestían sus mejores galas, observándose una gran profusión de
sombreros emplumados.
Mientras recorría la senda junto a su padre, Sola imaginó que todos los
presentes estaban especulando acerca de qué clase de reina iba a ser.
Por supuesto que muchos se preguntarían por qué la boda se había
celebrado con tanta prisa.
Pero con prisa o sin ella, había allí muchas cosas que admirar.
El rey había insistido en que la catedral se adornara con todas las flores
blancas disponibles.
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Las rosas y los lirios destacaban por todas partes.
Los dos pajes que portaban la cola del vestido de Sola eran dos niños
pequeños vestidos con ropa del siglo XVII.
Se trataba de las mismas ropas que sus hermanos mayores llevaran
durante la coronación del rey.
Había un coro completo y todos deseaban cantar en una ocasión tan
especial.
Sola descubrió al rey sobre los escalones del altar.
Se veía impresionante.
Esbozó una sonrisa cuando ella llegó a su lado y le dijo en voz muy baja
para que nadie más lo escuchara:
- Me ha provocado un ataque al corazón con su tardanza.
- Ocurrió algo – susurró Sola como respuesta – pero algo bueno.
Se situaron frente al arzobispo, que estaba magnífico con sus hábitos.
Y comenzó la ceremonia matrimonial.
Cuando el rey le puso el anillo en el dedo, Sola se preguntó si para ella
aquello realmente significaba la eternidad.
¿Podría su matrimonio alcanzar alguna vez la perfección, dadas las
circunstancias tan extrañas en que se estaba llevando a cabo?
Se arrodillaron para recibir la bendición y el rey tomó la mano de Sola en
la suya.
Entonces, Sola percibió la fuerza de sus dedos y sintió que acababan de
ser unidos por Dios.
Pasara lo que pasara, ningún hombre podría separarlos.
Y comenzó la ceremonia de la coronación.
El rey colocó la corona de Arramia sobre la cabeza de Sola.
Cuando lo hizo, ésta rezó con toda su alma y su corazón, pidiendo poder
serle útil a él y a su pueblo.
Luego, cuando el rey la ayudó a ponerse de pie, los heraldos hicieron
sonar sus trompetas.
Mientras recorría la senda toda la catedral se llenó de música, que era
como el sonido del triunfo.
Llegaron a la puerta oeste, desde donde pudieron ver a la enorme
multitud que llenaba la plaza.
Por un momento, a Sola le pareció que sólo había silencio.
Pero, repentinamente, comenzaron a escuchar los vítores.
El rey la condujo lentamente por los escalones.
Afuera los esperaba un carruaje abierto.
Subieron al mismo y el conde se instaló frente a ellos.
Sola sabía que aquello no era protocolario.
Pero existía la amenaza de los protocolarios.
En cualquier caso, sólo se escuchaban vítores y se veían manos que los
saludaban y niños que agitaban banderas.
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Nadie que estuviera contemplando la escena habría pensado que el
peligro estaba latente.
Al fin, llegaron al palacio.
Cuando se bajaron del carruaje, los soldados ya no pudieron contener a
la multitud, que irrumpió en el camino, aplaudiéndolos, mientras ellos subían
los escalones.
Ya en lo alto de la escalera, el rey se volvió para saludar y Sola le miró.
Dada la intensidad y la calidez de las voces, permanecieron allí durante
varios minutos.
Cuando, por fin, entraron en el palacio el rey preguntó:
- ¿Está bien? ¿No ocurrió nada que la asustara?
- Fue uno de los revolucionarios. No me asustó a mí, pero sí golpeó a una
niña – respondió Sola.
Y le contó al rey lo ocurrido con Metti.
- ¿Cómo pudo tener valor para bajarse del carruaje y tomar a la pequeña?
- preguntó el rey.
- Yo me sentí muy enojada porque un hombre pudiera hacerle daño a una
niña – expuso Sola. También imaginé que todas aquellas mujeres que se
hallaban en la calle iban a estar pensando en Metty y en su madre, que estaba
presenciándolo todo dentro de la catedral.
- La sardina se apodera de la ballena – comentó el rey.
El Gran Duque, que acababa de reunirse con ellos, se echó a reír y dijo:
- Creo que, por el momento, nos encontramos a salvo. Y, francamente, ¡yo
necesito un trago!
Sirvieron champán y comieron muy ligeramente.
El rey explicó que se había visto obligado a invitar a mucha gente a la
cena.
Algunos habían llegado desde muy lejos para poder asistir a la boda.
Y mientras el rey daba estas explicaciones, el conde entró en la sala para
decir:
- Creo que su majestad debería salir una vez más. ¡También piden a su
majestad, la reina!
- Entonces, no debemos desilusionarlos – dijo Sola. Extendió su mano y el
rey la tomó.
- En realidad, yo creo que debería salir solo – dijo éste mientras se dirigían
hacia la puerta. Usted ha sido la estrella del día.
- Ahora hace que me sienta molesta – protestó Sola – como si yo estuviera
tratando de lucirme, cosa que le aseguro no es así.
- Sea como sea – replicó el rey – lo ha hecho a la perfección.
Cuando aparecieron en lo alto de la escalera, el ruido se volvió
ensordecedor.
Sola observó que los escalones inferiores estaban cubiertos por flores que
la gente había arrojado por encima de la barricada erigida para contener a la
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multitud.
Se las hizo ver al rey y los dos bajaron hasta llegar junto a ellas.
Entonces, el rey se inclinó y recogió algunas que puso en sus manos.
Ellas las agitó y aquello hizo que la multitud pareciera enardecerse.
El rey la reina permanecieron en los escalones largo rato.
Por fin, se dieron la vuelta y entraron en palacio.
Aquello fue algo que repitieron varias veces durante una hora, hasta que,
definitivamente el rey dijo:
- ¡No más! Ahora dejemos que la gente vaya a divertirse a su manera. En
la ciudad hay mucho que ver y sitios donde todo el mundo lo pasará
estupendamente.
- ¿Usted ha preparado todo eso? – preguntó Sola.
- Hablé con los comerciantes – asintió el rey – y les dije que ésta era la
oportunidad que habían estado esperando. Estoy seguro de que la
aprovecharán al máximo.
- Nunca antes había visto yo tantos dulces, alimentos y bebidas diferentes
en el mercado – intervino el conde. No hay ninguna razón por la cual alguien se
quede sin disfrutar esta boda.
- Sólo espero que no haya demasiado vino – observó el rey.
Supuso que la razón de aquel comentario se debía a que los
revolucionarios podrían envalentonarse si bebían demasiado.
A las cuatro de la tarde, el rey insistió en que Sola se retirara a descansar.
- La cena será servida a las siete – informó – puedes estar segura de que
será larga. Sin lugar a dudas, algunos de mis parientes y amigos querrán
pronunciar discursos.
- En ese caso, será mejor que se prepare para decir uno usted mismo –
comentó Sola con una sonrisa.
- Los he estado diciendo durante los últimos tres días – replicó el rey.
¡Siento que ahora ya puedo descansar sobre mis laureles!
- Yo no estaría demasiado segura de eso – le advirtió Sola.

Cuando subió a su habitación, Sola se sintió aliviada por poder quitarse


la pesada corona.
Tarsia insistió en que se metiera en la cama.
- Estas ocasiones siempre le agotan a una – manifestó. Ahora,
simplemente, descanse, majestad.
- Aquella era la primera vez que la llamaban majestad, por lo que Sola
sonrió y le dijo:
- Suena extraño que me llames así. ¡Todavía no puedo creer que sea una
reina!
- Pues lo es – repuso Tarsia – y la más bonita que estas gentes jamás verán,
aunque vivan cien años.
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Sola se rio.
Aquello era exactamente el tipo de comentario que podía esperarse de
Tarsia.
Cerró los ojos.
Pensó en todo lo ocurrido aquel día y supo que Dios la protegía y que su
madre también había estado cerca de ella.
“Gracias, gracias”, le dijo a los dos mientras se quedaba dormida.

Capítulo 6

Cuando Tarsia despertó a Sola, ésta se dio un baño antes de vestirse y


ponerse la tiara que perteneciera a su madre.
Pensó que su padre se sentiría complacido si la llevaba en aquella
ocasión tan especial.
También decidió ponerse el vestido de novia nuevamente, pero
despojado de la cola.
Mucha de la gente que acudiría a cenar no lo había visto de cerca.
Igualmente, pensó que podría ser un signo de mala suerte el llevar un
vestido diferente al que había lucido durante la boda.
- ¡Está usted preciosa … preciosa, majestad! – exclamó Tarsia cuando Sola
estuvo lista para bajar a los salones.
Sola sonrió.
Al mismo tiempo, estaba deseando que el rey pensara lo mismo.
Entonces, se dijo a sí misma que era demasiado egoísta.
El rey tenía otras muchas cosas qué hacer además de pensar en ella, aun
cuando ella fuera su esposa.
Los invitados llegados del campo no tenían la menor idea de que existía
un gran peligro en la ciudad.
Sola advirtió que el rey no tenía intenciones de informarles acerca de ello.
Se limitó a hablar a propósito de las nuevas ideas que quería poner en
práctica, cosa que sorprendió a todos.
La cena fue servida muy puntualmente y Sola pensó que los cocineros se
habían superado.
Estaban terminando los postres e imaginó que a ellos seguirían los
discursos.
Fue entonces cuando el conde entró en el salón y se acercó al rey.
Le habló en voz baja.
Pero algo en su actitud hizo que todos los presentes guardaran silencio.
El rey se puso de pie.
- Siento informarles – dijo con calma – que en la ciudad han surgido
problemas. Ustedes no corren ningún peligro aquí, en palacio, pero yo debo ir
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para tratar de evitar que la insurrección prospere.
Hubo un silencio total. Entonces, Sola dijo con firmeza:
- Yo iré con usted.
Todos la miraron cuando se puso en pie.
- Eso no será necesario – dijo el rey de inmediato.
- Voy a acompañarlo – insistió Sola – porque su gente es ahora mi gente, y
yo sé que es importante que esté a su lado.
Por un momento, Sola pensó que el rey la obligaría a sentarse de nuevo,
negándose a llevarla a donde había peligro.
Pero, y para sorpresa de todos, estuvo de acuerdo con ella.
- Si así lo desea, entonces iremos juntos.
Y se dirigió hacia la puerta. Sola se detuvo un momento para besar a su
padre.
- No te preocupes, papá – le dijo ella en voz baja. Estoy haciendo lo que
sé que es lo correcto.
- Que Dios te acompañe, querida – le deseó el Gran Duque.
Ella se apresuró a alcanzar al rey, quien ya se encontraba en el vestíbulo.
Guardó un revólver cargado en el bolsillo y le preguntó al conde:
- ¿Cómo de grave es la situación?
- No estoy seguro – respondió el conde – pero uno de nuestros hombres
me ha informado que Delac se encuentra al frente de los revoltosos.
- Entonces, eso quiere decir que habrá derramamiento de sangre – dijo el
rey.
Sola, que los escuchaba, recordó que Delac era el jefe de los
revolucionarios.
Un lacayo bajó corriendo, portando la capa blanca, rematada en piel que
hacía juego con su vestido.
Cuando se la puso sobre los hombros, el rey dijo:
- Yo pensaba ir a caballo, pero he pedido un carruaje. Y será abierto, para
que la gente nos pueda ver.
- Por supuesto – estuvo de acuerdo Sola.
- ¿Está segura de que verdaderamente quiere acompañarme? – preguntó
el rey. Sabe que corremos el riesgo de no regresar con vida.
- En ese caso, moriremos juntos – manifestó Sola con calma.
El rey la miró durante un momento y las palabras no fueron necesarias.
Sola sabía lo que estaba pensando.
Inmediatamente, el rey le dijo al conde:
- Ya estamos listos. Usted debería acompañarnos.
- Naturalmente, señor – afirmó el conde.
Abrió la puerta y salieron al exterior.
Sola pudo ver la multitud reunida frente a ellos.
Varios miembros del servicio llegaron desde la parte de atrás del palacio.
Estaban armados y preparados para ayudar a la guardia a evitar
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problemas.
El rey se detuvo para hablar con un oficial.
Mientras lo hacía, Sola le dijo al conde:
- ¡Tengo una idea!
Y le comunicó de qué se trataba.
El conde la miró lleno de admiración.
- ¡Eso es magnífico, señora! – exclamó, y corrió escaleras abajo.
El rey se volvió hacia Sola y ambos bajaron lentamente.
Sola advirtió que la mayor parte de los congregados ante el palacio los
estaban aclamando.
Llegaron al carruaje y el rey vio con sorpresa que sobre la capota abierta
se hallaban sentados cuatro niños pequeños, y otros cuatro ocupaban el
respaldo del pescante situado tras los caballos.
Había otros dos en el asiento secundario, dejando un lugar para el conde.
- ¿Esto fue idea suya? – le preguntó el rey a Sola.
- Será muy difícil que alguien dispare contra nosotros si estamos
protegidos por los niños de la ciudad – respondió Sola.
El rey se rio y dijo:
- Eso es algo que a mi jamás se me habría ocurrido.
Subieron al carruaje y la gente los rodeó, aclamándolos.
Tan pronto como se pusieron en marcha, los hombres y mujeres más
viejos se quedaron atrás.
Sin embargo, un buen número de chicos corrían junto a ellos para
acompañar a los niños que estaban en el carruaje.
El rey le ordenó al cochero que disminuyera el ritmo de marcha, al objeto
de que aquella escolta no se quedara atrás.
Los niños que ocupaban el coche saludaban hacia todos lados y a todo el
mundo.
Siguieron la marcha. Sin preguntarlo, Sola supo que los revolucionarios
se encontraban en la plaza principal, frente a la catedral.
Cuando llegaron allí, los caballos se detuvieron.
Sola pudo ver al tal Delac, de pie sobre la base de una estatua ubicada en
el centro de la glorieta.
Un buen número de hombres lo rodeaba.
Le estaba dirigiendo la palabra a una enorme multitud, que escuchaba,
no obstante, sin mucho entusiasmo.
Como al carruaje le era imposible avanzar más, el rey se puso de pie y, de
inmediato, Sola lo imitó.
Las mujeres que se encontraban tras la multitud comenzaron a
aclamarlos.
Pero Sola se dio cuenta de que varios revolucionarios introducían sus
manos en sus chaquetas, como para sacar armas.
Oyeron a Delac, que gritaba con voz dura:
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- ¡Ahí está nuestro enemigo! ¡Ahí está el rey! ¡Mátenlo!
Y él mismo sacó una pistola.
Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de apuntar, el conde le
disparó.
Delac cayó de los escalones sobre los que se encontraba.
Se oyó un grito general de horror de los presentes y los revolucionarios
rusos sacaron sus armas.
Pero antes de que pudieran utilizarlas, la tropa entró por el otro extremo
de la plaza.
Los soldados apuntaron con sus rifles, y los revolucionarios, tomados
por sorpresa, se dispersaron para ocupar posiciones más estratégicas.
En un momento aparecieron más soldados y, cuando un rebelde disparó
su pistola, de inmediato fue derribado.
El rey saltó del carruaje y corrió para hacerse cargo del mando de sus
hombres.
Se movió con tal rapidez, que Sola perdió el equilibrio y cayó sobre el
asiento.
Fue entonces cuando el conde ordenó:
- ¡Todos al suelo y mantengan la cabeza baja!
Los niños le obedecieron y Sola también mantuvo la cabeza baja.
En tal posición escuchaba los disparos y los gritos de la gente herida o
asustada.
Estaba rezando con fervor porque el rey no resultara herido.
Y entonces fue cuando comprendió que lo amaba.
Pareció mucho tiempo, pero, en realidad, sólo pasaron unos minutos
antes que los disparos cesaran.
El rey estaba junto al oficial al mando, quien había abandonado con sus
tropas las maniobras para llegar, afortunadamente a tiempo.
Él fue quien dio la orden de que se dispersara contra cualquier
revolucionario que intentara hacerlo.
Los demás debían ser desarmados y llevados a prisión.
Sólo hubo una media docena de muertos, incluyendo a Delac. El resto de
los revolucionarios fueron arrestados.
Fue entonces cuando el rey, tras felicitar a sus tropas por haber llegado
tan a tiempo, se dirigió hacia la estatua ubicada en el centro de la plaza.
Se situó donde anteriormente se hallaba Delac.
Sola se sentó en el carruaje tan pronto escuchó su voz.
Los muchachos se subieron otra vez a los lugares que ocuparan con
anterioridad.
- Mi pueblo – comenzó a decir el rey. Esta noche quiero decirles que desde
este momento comenzamos una nueva era en nuestro país y necesito la ayuda
de todos.
Sola vio cómo la gente se acercaba lentamente hacia donde el rey se
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encontraba, hasta que lo rodearon por completo.
- He cometido muchos errores en el pasado – admitió el rey – porque
escuchaba exclusivamente a aquellos que no desean aceptar las nuevas ideas,
los nuevos intereses ni las nuevas ambiciones, es decir, todas las cosas que
ahora yo deseo para mi pueblo.
Se oyó una aclamación y el rey continuó diciendo:
- Lo primero que haré será asegurarme de que los jóvenes, como los que
en estos momentos están sentados en mi carruaje junto a la reina, dispongan de
las mejores escuelas posibles. También fundaremos una universidad y, mientras
les desarrollamos el cerebro, igualmente les desarrollaremos sus cuerpos.
Se escuchó una nueva aclamación, como si la muchedumbre comenzara a
comprender la importancia de lo que el rey les estaba proponiendo.
- Nuestros vecinos los griegos – continuó diciendo éste – siempre se han
sentido muy orgullosos de los juegos que solían celebrar en el pasado. En
Arramia, nosotros haremos que similares eventos tengan lugar en el presente.
Para ello, construiremos un gran estadio. Quiero que todos los que puedan
ayudar lo hagan, al objeto de que sea una realidad muy pronto. Mientras tanto,
se establecerán premios para natación, carreras, saltos y cuantas modalidades
deportivas existen.
Ahora fueron los niños y sus madres quienes lo aplaudieron.
- Estoy seguro de que otros países querrán competir con nosotros –
continuó diciendo el rey – pero pienso que nosotros seremos los líderes de la
juventud del futuro.
Hubo una fuerte ovación y muchos comentarios cuando el rey señaló:
- Para celebrar este movimiento, que para mí es muy importante,
propongo que también celebremos mi boda con un festival para la juventud, el
cual tendrá lugar durante las próximas semanas. Habrá un baile de disfraces en
los terrenos de palacio, así como competiciones de vela y exposiciones y
concursos de animales.
Los niños, al oír esto, gritaron entusiasmados.
La voz del rey volvió a tornarse seria cuando prosiguió:
- Yo sé que alguien va a preguntar con qué vamos a pagar todo esto. La
Reina ha sugerido que todos busquemos para ver si existe oro en las montañas,
o tal vez piedras preciosas, o cualquier otro mineral que merezca la pena
extraer.
Miró hacia el carruaje cuando continuó:
- La reina también me ha informado que en Kessell ellos utilizan la
bicicleta para los desplazamientos. Nosotros también lo haremos, si así lo desea
la mayoría.
La gente rio ante aquello y el rey dijo calmosamente:
- También pido a todos que aporten ideas acerca de nuevos productos que
podamos fabricar para nosotros y para la exportación. Si alguien tiene alguna
idea, quiero que me la comunique de inmediato para ver si ésta es factible y
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ponerla en práctica, lo cual nos ayudaría a hacer de nuestro país una gran
nación.
Ahora, las aclamaciones se volvieron atronadoras, y el rey dijo con voz
muy diferente:
- Esta es mi noche de bodas y la reina y yo deseamos que todos se
diviertan. Quiero que todos los que tengan edad para hacerlo acepten un vaso
de vino y brinden a nuestra salud. Los niños pueden comer cuantos dulces
deseen. Ruego a los comerciantes que sirvan a todos y me pasen la cuenta
mañana.
Sin duda alguna, aquella medida resultó muy popular.
Cuando el ruido cesó, el rey concluyó:
- Sólo me queda una cosa por añadir, y eso es que necesito la colaboración
de ustedes, de todos ustedes. Recuerden que no sólo se estarán beneficiando a
ustedes mismos, sino también a Arramia, y que con la ayuda de Dios, éste será
un momento de cambio en la historia de nuestro país.
Cuando terminó de hablar, bajó de los escalones.
Caminó con trabajo entre la gente que lo aclamaba y, por fin, llegó junto
al carruaje.
Sola se puso de pie para facilitarle que subieran al mismo.
El rey le tomó la mano y se la besó, cosa que obviamente deleitó a las
mujeres que los observaban.
Luego, le rodeó la cintura con su brazo y los dos saludaron agitando una
mano.
Fue el conde quien dio la orden para que el carruaje emprendiera la
marcha.
Fue imposible evitar que la muchedumbre los siguiera.
Pero, por fin llegaron al palacio.
El rey se inclinó hacia el conde.
- A los niños que nos protegieron deles algo especial de comer – le dijo – e
informe a las personas que se encuentran en palacio que ya pueden regresar a
sus casas sin peligro.
- Déjelo de mi cuenta, señor – repuso el conde.
Descendió del carruaje y corrió por las escaleras.
Entre las personas que se encontraban protegiendo el palacio se hallaban
varios de los cocineros.
El conde les indicó lo que se les requería respecto a los niños.
A Sola y al rey les costó trabajo poder bajar del carruaje, ya que la
muchedumbre lo rodeaba.
Por fin la guardia logró abrirles un camino.
Por instrucciones del rey, los niños que había estado en el carruaje los
siguieron.
El rey y Sola subieron hasta la mitad de las escaleras, donde se volvieron
para saludar a la multitud que los aclamaba.
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Los cocineros aparecieron con varias bandejas llenas de dulces.
Las pusieron sobre los escalones y los niños comenzaron a dar buena
cuenta de ellos.
A los muchachos que siguieron al carruaje todo el trayecto también se les
permitió participar.
Entonces, por fin, y con los brazos doloridos, el rey y Sola entraron en el
palacio.
Fue entonces cuando la gente recordó que había bebida y comida gratis
en los puestos.
Y todo el mundo se apresuró a alejarse.
Mientras el rey y Sola se hallaban en el exterior del palacio, el conde
informó a los invitados de que el peligro ya había pasado.
Éstos salieron del edificio por otra puerta.
Cuando el rey y Sola llegaron al vestíbulo, el único que los estaba
esperando era el Gran Duque.
Extendió sus brazos y Sola corrió para darle un beso.
- ¡Han regresado sanos y salvos! – exclamó. Ya me he enterado del gran
éxito que ha tenido.
El Gran Duque miraba fijamente al rey.
- Estoy muy orgulloso de usted, muchacho. Nadie lo hubiera podido hacer
mejor.
- Pero queda mucho por hacer en el futuro – respondió el rey – y lo pienso
realizar a mi manera.
Sola se rio.
- Creo que será imposible que alguien evite que lo haga.
- Eso es lo que quiero creer – repuso el rey – pero como tu padre muy bien
sabe, los estadistas pueden resultar un estorbo.
- Teniendo en cuenta que no se han dejado ver esta noche – opinó el Gran
Duque – ahora dispondrá usted de los mejores brazos.
- Eso es cierto – estuvo de acuerdo el rey.
- ¿Arrestaron a todos los revolucionarios?
- A los que cuentan – contestó el rey. Y como la mayoría de ellos proceden
de otros países, cumplirán aquí su condena y después serán deportados.
El Gran Duque asintió con la cabeza.
- Eso me parece muy sensato – dijo.
- Ahora, si me lo permite – dijo el rey – debo ir a darle las gracias a los
servidores de palacio, que lo protegieron en mi ausencia, y a quienes di
instrucciones acerca de lo que debían hacer si me mataban.
- Ellos me dijeron lo que usted había planeado – comentó el Gran Duque –
y me sorprendió cómo pudo organizarlo con tan pocas personas.
- Todo quedará bajo control tan pronto como el Ejército se ubique
definitivamente en la ciudad – dijo el rey – y esto es algo que nunca más
volverá a ocurrir. Yo me encargaré personalmente de preparar a los hombres
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encargados de la seguridad.
- Por supuesto – estuvo de acuerdo el Gran Duque. Yo ahora tengo ganas
de irme a dormir. Buenas noches.
- Buenas noches y muchas gracias por su apoyo – dijo el rey. Me supuso
una gran ayuda el saber que usted estaba detrás de mí.
Sola sabía que su padre estaba encantado con lo que el rey le acababa de
decir.
Y mientras el rey se dirigía hacia la puerta, le dijo como si no pudiera
evitarlo:
- ¿Vendrá a informarme si sucede cualquier otra cosa?
El rey se detuvo.
- Por supuesto – afirmó. Y usted sabe, sin necesidad de que yo se lo diga,
lo maravillosa que ha estado esta noche. Nadie hubiera sido tan valiente. Las
cosas, quizá habrían salido de otro modo si usted y los niños no hubieran
estado guardándome las espaldas.
Sola se rio.
- ¡Ellos estaban encantados! ¿No olvidará que el conde le salvó la vida?
- Lo sé – dijo el rey. Y le aseguro que desempeñará un papel muy
importante en la reconstrucción de Arramia.
El rey le sonrió antes de abandonar el vestíbulo.
Entonces el Gran Duque le ofreció el brazo a Sola.
- Imagino que estarás muy cansada, querida – dijo. Me siento muy
orgulloso de ti y muy contento de que todo haya salido bien.
- Tuve mucho miedo, papá – comentó Sola – pero estaba segura de que
tanto Dios como mamá habían escuchado mis oraciones.
- Estoy seguro de que así fue – manifestó el Gran Duque.
Y comenzaron a subir las escaleras.
Mientras lo hacían, el Gran Duque dijo:
- Tengo un regalo de bodas para ti, que creo te va a gustar.
- ¿Un regalo de bodas? – repitió Sola. ¿De dónde sacaste el tiempo para
buscarlo?
- Ya lo entenderás cuando te diga de qué se trata.
El Gran Duque se detuvo y Sola lo miró.
- ¿Qué es ello? – preguntó.
- Esta noche, después de vuestra marcha – respondió el Gran Duque – me
puse a conversar con la esposa de uno de los primos del rey, que es hermana del
rey de Sicilia.
Sola lo escuchaba con interés.
- Ella me dijo – continuó diciendo el Gran Duque – que su hermano
enviudó hace dos años. Su esposa, que siempre careció de salud, no tuvo hijos.
Ahora Sola comprendió lo que su padre le estaba insinuando y su rostro
se iluminó.
El rey, que tiene casi cuarenta años, está buscando una esposa joven que
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le dé un heredero.
- Papá, ¿tú crees que …? – exclamó Sola.
- Creo, querida – le interrumpió su padre – que he encontrado un rey a
Zelie. Es más, cuando le dije a la princesa que tengo otra hija que es tan bonita
como tú, ella se mostró encantada.
- ¿Y tú verdaderamente crees que …? – trató de decir Sola.
- La princesa saldrá para Sicilia de inmediato – dijo el Gran Duque – para
arreglar una visita oficial de Zelie y mía. Sé que cuando le diga a Zelie lo que
estamos haciendo, dejará de importarle el que tú la hayas reemplazado en el
trono de Arramia.
Sola abrazó a su padre y lo besó.
Mientras continuaba subiendo por las escaleras, pensó que su padre tenía
razón.
Aquel era el mejor regalo de bodas que pudo haberle hecho.
Tarsia la estaba esperando en su habitación.
Cuando Sola apareció, la doncella rompió a llorar.
- Está bien … su majestad está bien – sollozó. Yo tenía miedo, mucho
miedo de que no regresara viva.
- Pero si he regresado – la consoló Sola. Y el rey estuvo maravilloso. ¡No
puedo decirle lo valiente que fue!
- Es lo que yo esperaba – dijo Tarsia. El rey es un buen hombre, eso es lo
que es. ¡Fueron esos viejos tontos los que casi dejan que los revolucionarios lo
destruyeran!
Mientras hablaba, le quitó la tiara a Sola y después comenzó a
desabotonarle el vestido.
- Los empleados de palacio han estado diciendo esta noche que usted ha
cautivado el corazón de todos en la ciudad, majestad. Nunca se imaginaron que
su reina fuera a ser como usted.
- Espero que sigan pensando así – sonrió Sola. El rey va a necesitar mucha
ayuda en el futuro.
- Usted no debería preocuparse por el futuro esta noche, majestad. Es su
noche de bodas y debe estar pensando en usted y olvidarse del país por el
momento.
Sola se rio; era típico de Tarsia hablar así.
Cuando la doncella se retiró, Sola se levantó de la cama y se dirigió a la
ventana.
Tenía el presentimiento de que el rey se quedaría con su gente, pues ésta
le importaba por encima de todo lo demás.
Sin embargo, deseaba verlo.
Quería hablarle y oírle decir el tipo de cosas que le había estado diciendo
durante los últimos días.
Contempló las estrellas y la luna llena que brillaba sobre la ciudad.
Desde su ventana podía ver las luces parpadeantes de los faroles que
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colgaban de los árboles.
Parecía como si toda la ciudad estuviera iluminada.
Cada ventana parecía brillar.
“La gente está contenta”, pensó, “y eso es lo que el rey quiere”.
Miró hacia las estrellas una vez más.
- Ya tengo tanto – dijo en voz alta – que estaría mal pedir más.
El rey la había rechazado en un principio.
Pero ella trató de ayudarlo y lo había logrado.
Se preguntó si aquella noche, después de tantas cosas ocurridas, el rey
desearía que la condesa estuviera junto a él.
No su esposa, con quien se había tenido que casar obligado, simplemente
para cumplir con su deber de tener un heredero.
Fue entonces cuando sintió como si todo su cuerpo protestara.
Sabía que el amor que siempre había soñado encontrar había llegado a
ella de manera inesperada.
Cualquier otra habría pensado en su propia seguridad, en lugar de en la
seguridad de un hombre a quien acababa de conocer.
Sola sabía que era amor lo que sentía por el rey.
Lo sentía latir en su corazón.
Cuando pensaba en él, una sensación extraña, que nunca antes había
experimentado, acudía a su pecho.
Nuevamente, miró a las estrellas.
“Tienes que tratar de alcanzarlas”.
Cuántas veces había escuchado a su madre decir eso, sin darse cuenta de
que no era sólo el logro de las ambiciones lo que se busca.
Era el amor, y el amor es más grande que cualquier otra cosa en el
mundo.
“Eso es lo que yo quiero”, murmuró para sí.
Como le dolía pensar en ello, se apartó de la ventana y se metió en la
cama.
Tarsia había dejado una sola vela encendida junto a la misma.
Ya era tarde, mucho más tarde de lo que ella había imaginado.
Pensó que el rey se había olvidado de ella y que no acudiría a contarle lo
que había sucedido, porque no tenía nada que contar.
“Es mi noche de bodas y estoy sola”, pensó.
De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas.
“Yo lo amo, pero él nunca me amará a mí”, se dijo ella con
desesperación.
Entonces, mientras le hablaba a su corazón, la puerta del saloncito se
abrió.

Capítulo 7
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El rey entró en la habitación.
Sola se dio cuenta de que se había cambiado de ropa; ahora llevaba una
bata larga y oscura.
Entonces comprendió su tardanza.
- ¿Qué ha sucedido? – preguntó. ¿Ha salido algo mal?
El rey llegó hasta la cama y se sentó en el borde de la misma, frente a
ella.
- Siento haber tardado tanto – dijo. Tenía miedo de que estuviera
preocupada.
- ¿Qué ha sucedido?
- Nada, excepto que recibí un mensaje del oficial al mando de las tropas,
diciendo que habían encontrado las bombas con las que los revolucionarios
planeaban volar el palacio y el parlamento.
Sola emitió un grito de horror.
- Ciertamente – continuó diciendo el rey – si usted no hubiera pensado
en subir a esos chicos al carruaje con nosotros, es posible que nos hubieran
arrojado alguna granada.
- ¿Ahora ya … no explotarán? – preguntó Sola.
- Por órdenes mías, serán destruidas, y yo me aseguraré de que en el
futuro nadie pueda introducir ningún tipo de arma en el país.
En su voz había una cierta amargura que le hizo comprender a Sola que
todavía estaba molesto como consecuencia de no haber podido organizar al
Ejército.
Y como si sintiera que debía consolarlo, Sola dijo:
- Ahora ya todo va a estar bien.
- Eso espero – repuso el rey – así que ha llegado el momento de pensar en
nosotros … en ti y en mí.
Fue entonces cuando Sola sintió que no podía seguir engañándolo.
- Yo … yo tengo algo que … decirte – musitó.
- Te escucho – dijo el rey.
- Quizá te parezca muy mal, pero … lo que tu primer ministro y nuestro
canciller convinieron fue que te casarías con mi hermana mayor, Zelie.
El rey guardó silencio y, después de un momento, Sola continuó:
- Nadie te informó que papá tenía dos hijas gemelas, pero lo cierto es que
yo tengo una hermana que es idéntica a mí.
- Lo sé – dijo el rey.
Sola lo miró sorprendida.
- Tú … ¿tú lo sabías? ¿Pero cómo es posible? Papá me dijo que no te lo
había comentado.
- Yo lo sabía antes de vuestra llegada.
- El canciller estaba seguro de que tu primer ministro no lo sabía.
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- Eso quizá sea cierto – dijo el rey – pero yo tengo un amigo con quien a
menudo salgo a la mar, y que hace poco estuvo en tu país y practicó la vela con
tu padre.
Sola pareció confundida.
- Yo nunca supe que un arramio hubiera hecho vela con papá.
- Mi amigo es griego – explicó el rey.
- ¡Oh! – exclamó Sola. ¡Eso es diferente!
- Mi amigo me dijo que tu padre tenía dos hijas gemelas – continuó
diciendo el rey – y mientras que una de ellas era un pequeño demonio, la otra,
llamada Sola, era un ángel.
Sola se quedó con la boca abierta.
- No … no puedo … creerlo.
- Es la verdad – asintió el rey. Y también me dijo que Zelie, aunque muy
bella, era extremadamente coqueta, y se decía que tenía relaciones con un
hombre casado.
Sola levantó las manos horrorizada.
No podía soportar la humillación de saber que la gente comentara el
comportamiento de su hermana.
- Comprenderás – continuó diciendo el rey – que cuando tú llegaste, yo
pensaba que eras tu hermana, y eso me enojó aún más de lo que ya lo estaba.
¿Por qué habría de casarme con una mujer que, posiblemente, coquetearía con
mis ayudantes o con cualquier otro hombre disponible?
- Por favor, Zelie no es tan mala como eso – protestó Sola. Ella se aburre
en casa, porque, en realidad, son muy pocos los jóvenes que acuden a palacio.
Pese a sus palabras, se dio cuenta de que el rey se mostraba poco
convencido.
Y como para cambiar de tema, Sola dijo:
- Lo que estoy tratando de decirte es que Zelie no pudo venir a la visita
oficial ya que contrajo sarampión, y …
- Tú ocupaste su lugar – terminó de decir el rey.
- Yo pensé que venía con papá sólo para … conocerte y para anunciar el
… compromiso, pero que el matrimonio se llevaría a cabo con mi … hermana.
- Imaginé que eso era lo planeado – dijo el rey – razón por la cual, cuando
el primer ministro me instó a que nuestro matrimonio se llevara a efecto de
inmediato, yo acepté sin protestar.
Sola lo miró, sorprendida.
- ¿Tú … tú querías casarte conmigo? – tartamudeó.
- Yo quería casarme contigo – confirmó el rey.
- Pero yo pensé que tú preferías casarte con alguien como …
- ¡Yo no quiero a nadie que no seas tú! – la interrumpió el rey. Tú eres un
ángel y, aunque quizá un hombre se pueda sentir atraído por una mujer exótica
y sofisticada, eso no es lo que él desea en una esposa.
- Pero … tú te hubieras casado con Zelie si todo hubiera salido según lo
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planeado.
- Después de haberte conocido, me hubiera negado a hacerlo – dijo el rey.
Sola lo miró fijamente antes de preguntar:
- ¿De verdad querías casarte conmigo? ¡Todavía no lo … entiendo! Tú
sabías que yo no era mi hermana a pesar de que somos idénticas.
- Sólo en el aspecto físico. Cuando mis amigos te dedicaban elogios y
cumplidos, tú te mostrabas tímida y te sonrojabas. No creo que tu hermana
hubiera actuado así.
Sola permaneció callada y el rey continuó:
- Y cuando hablé contigo, estuve casi seguro de que eras Sola.
- ¿Por qué? – preguntó ésta.
- Porque mi amigo griego me dijo que Sola era muy inteligente y muy
culta.
- ¿Cómo pudo él saber todo eso?
El rey se rio.
- La gente siempre critica o admira a la realeza – comentó. Somos un
tema fascinante de conversación, y mi amigo me informó de que, cuando estaba
practicando la vela con tu padre, casi todos hablaban a propósito de las
princesas y de lo que ocurría en palacio.
Rio una vez más y continuó diciendo:
- Ya aprenderás que los chismes viajan con el viento, sobre todo cuando
se refieren al portador de una corona.
- Supongo que eso es … es verdad – dijo Sola. Y quizá tu amigo se enteró
de que yo no deseaba casarme con nadie, a menos de que … estuviera
enamorada.
Su voz tembló en las últimas dos palabras y el rey comentó:
- Él no me informó de eso, pero cuando te dijeron que habías de casarte de
inmediato, me di cuenta de que no tenías el menor deseo de convertirte en
reina.
- ¿Cómo … pudiste saber eso? – preguntó Sola.
- Tus ojos son muy expresivos – respondió el rey – y creo que tu primera
reacción fue negarte a seguir adelante con la ceremonia.
- Así fue – estuvo de acuerdo Sola – pero yo no podía dejar que los
revolucionarios mataran a tanta gente, incluyéndote … a ti.
- ¿Te hubiera importado mucho si me hubieran matado? – inquirió el
rey.
- Esta noche, cuando entraste en la plaza, tenía miedo de ello, y recé con
más fervor que nunca porque no fuera así.
- Tus oraciones fueron escuchadas – dijo el rey. Y, ahora, Sola, todos los
horrores han terminado, de modo que quiero saber qué es lo que
verdaderamente sientes por mí.
Su forma de expresarse hizo que Sola sintiera como si el corazón le
hubiera dado un vuelco dentro del pecho.
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Sintió que las mejillas se le llenaban de color y que los ojos le brillaban,
por lo que no pudo mirarlo directamente.
El rey la estaba observando.
Entonces, dijo:
- Quiero decirte que, aunque me disgustaba la idea de tener que casarme
por conveniencia de mi país, cuando te conocí me enamoré.
Sola contuvo la respiración.
- ¿De … mí?
- De ti – afirmó el rey. Tú eres todo cuanto yo pienso que debe ser una
mujer, y más bonita que cualquier ángel que jamás haya bajado a la tierra, no
solo por tu rostro, sino también por tu alma.
- Ojalá que eso fuera cierto – dijo Sola. En cualquier caso, yo quiero
ayudarte. Yo quiero que este país sea todo lo que tú dijiste esta noche en la
plaza.
- Lo haremos juntos – manifestó el rey con una sonrisa.
- ¿Y ya no estás resentida como consecuencia de que te hayan obligado a
casarte tan pronto?
- No, porque te amo – contestó el rey. Te deseo como esposa. Quiero
enseñarte muchas cosas acerca del amor, del amor entre un hombre y una
mujer, que es algo de lo que imagino sabes muy poco.
Sola se ruborizó.
Pero dijo:
- Suena … maravilloso.
- Lo será – estuvo de acuerdo el rey – pero yo le prometí a tu padre que,
después de todo lo que has padecido, sería muy gentil contigo. Por lo tanto, esta
noche dejaré que te duermas. Mañana iniciaremos nuestra vida matrimonial.
Su voz tenía un tono grave.
Y se incorporó de la cama.
- Buenas noches, mi querida y preciosa esposa – dijo. Nadie pudo haber
sido más valerosa ni más extraordinaria de lo que lo has sido hoy tú. Sin duda
alguna hay un mañana para nosotros.
El rey apagó la vela y se volvió hacia la luz de la luna que entraba por la
ventana.
Casi había llegado al centro de la habitación, cuando Sola le dijo con voz
tan suave que casi no pudo escucharla:
- ¿Me … darás un … beso de buenas noches?
El rey regresó junto a la cama.
Por un momento, su silueta quedó recortada contra el cielo.
Entonces, se acercó a ella.
E, inclinándose, la envolvió con sus brazos.
Inmediatamente, sus labios se atraparon.
Fue un beso muy tierno.
Y, de pronto, todo el palacio pareció girar alrededor de Sola.
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Las estrellas cayeron del firmamento y la luz de la luna pareció
introducirse en sus cuerpos, convirtiéndose en llamas.
El éxtasis los llevó al cielo y dejaron de tratarse de seres humanos,
pasando a constituir parte de la deidad.
El rey había hecho suya a Sola.

Mucho más tarde, Sola murmuró:


- Te … amo, te … amo. Pero yo no sabía que el amor pudiese ser … tan
maravilloso.
- Yo no sólo te amo, mi preciosa esposa, sino que te adoro – dijo el rey.
- ¿No te … he desilusionado?
El rey la acercó un poco más hacia sí.
- ¿Cómo puedes hacerme una pregunta tan tonta? Jamás había
experimentado algo tan perfecto, tan ideal, y ésa es la verdad.
Hizo una pausa y agregó:
- ¿Cómo es posible que me hagas sentir así?
- ¿De verdad soy … tan diferente?
Estaba pensando en las mujeres que él había conocido antes y que eran
como la condesa.
- Muy diferente – respondió el rey – pues, como ya te he dicho, yo te amo
y te adoro. Quisiera ponerte sobre un altar y encender velas a tu alrededor.
- ¿Cómo puedes decir semejantes cosas? – murmuró Sola. Tal y como tú lo
dijiste, yo soy … muy ignorante en lo referente al … amor.
- Como nuestro amor es tan diferente al amor que yo había conocido
antes – indicó el rey – los dos vamos a aprender juntos. Será algo que nos
llevará mucho tiempo y que llenará nuestras vidas, creciendo cada vez más y
haciéndose más perfecto cada día.
- Eso es lo que yo … deseo – dijo Sola – pero es increíble que tú … sientas
lo mismo que yo.
- Yo creo que nosotros fuimos destinados el uno para el otro desde el
comienzo de los tiempos – manifestó el rey – aunque yo dudara de tu
existencia.
Hizo una pausa antes de añadir:
- Tu imagen estaba escondida muy dentro de mi corazón. Pero te encontré
a ti cuando entraste en el palacio mostrándote como un ángel que tuviera un
halo sobre la cabeza y alas en la espalda.
Sola emitió una exclamación.
- ¡Por favor, no esperes … demasiado! ¿Y si … no soy lo que tú deseas?
- Eso jamás podría suceder – declaró el rey. Yo soy quien está rezando por
no fallarte a ti.
Le puso los dedos bajo la barbilla y le volvió la cara hacia arriba.
- ¿Soy yo el amante con el cual soñabas? – preguntó.
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El rey sintió cómo Sola se estremecía antes de ocultar el rostro en su
hombro.
- Cuando te vi por primera vez – dijo Sola – pensé que eras el hombre más
atractivo … del mundo, pero supuse que me … odiarías. Me dije que eras un
grosero y pensé que Zelie iba a ser muy infeliz contigo.
- Ella sí lo hubiera sido – señaló el rey – porque ella no eres tú.
Y sus brazos se cerraron cuando agregó:
- ¿Y si tu hermana no hubiera tenido el sarampión y hubiera venido aquí,
tal y como estaba programado? Creo que yo casi habría preferido morir a
manos de los revolucionarios antes que tenerme que casar con una mujer que
no sólo me disgusta, sino a la que desprecio.
- No debes ser tan duro con mi hermana – rogó Sola. Tal y como te dije,
ella se aburría en casa, pero si ahora se casa con el rey de Sicilia, tal y como
papá lo está planeando, entonces será muy feliz como reina.
- Ella puede ser la reina de cualquier país del mundo, siempre y cuando
no sea el mío – manifestó el rey. Y, ahora, mi amor, vamos a olvidarnos de todo,
excepto de que estamos juntos y de que vamos a convertir Arramia en un país
perfecto para cuando nuestro hijo suba al trono.
Una vez más, Sola escondió el rostro en su hombro.
Y con una voz casi inaudible, dijo:
- ¿Crees que ya … me hayas dado … un bebé?
El rey sonrió con ternura.
- Pudiera ser – dijo – pero, por supuesto, mi reina de corazones, lo
volveremos a intentar una y otra vez, hasta que estemos seguros de que ya lo
tienes. ¡Sea niño o niña, yo sé que será tan perfecto como tú!
- Yo quisiera un hijo que sea tan apuesto y tan inteligente como tú.
El rey la apretó aún más.
- Creo que mi pueblo ya te reconoce como la reina que ama a los niños –
comentó – y en palacio hay mucho lugar para ellos.
- En ese caso, tengamos muchos, muchos – dijo Sola. Y si los varones se
parecen a ti, tendremos que encontrarles esposas a quienes puedan amar, como
nosotros nos amamos.
- Ninguno de mis hijos se casará por compromiso – manifestó el rey con
firmeza.
Luego, se echó a reír.
- Pienso que no deberíamos estar hablando acerca de estas cosas en
nuestra noche de bodas. Yo debería estar diciéndote lo mucho que te amo y
besándote como deseé besarte hoy, pero no lo hice por miedo a asustarte.
- Cuando supe que te amaba – confesó Sola – yo quise que me besaras.
Por eso te lo pedí esta noche.
- ¿Y crees tú que yo no deseaba hacerlo? – preguntó el rey. Yo estaba
tratando de controlarme, sólo por cumplir la promesa que le había hecho a tu
padre. Pero cuando te toqué, me fue imposible no hacerte mía.
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- Esto es lo que yo … quería – dijo Sola – pero no comprendía qué era lo
que yo estaba sintiendo.
- ¿Y ahora sí lo comprendes? – preguntó el rey.
- Ahora te amo y quiero que … tú también me ames, para que juntos
volemos hacia el cielo y estemos cerca de Dios, como lo estuvimos hace un
momento.
- Entonces, eso se lo que vamos a hacer – dijo el rey.
Comenzamos a besarla y sus manos se deslizaron sobre el cuerpo de
Sola, que sintió cómo si una vez más la luna se moviera dentro de ella.
La maravilla de todo aquello hizo imposible que pudiera pensar; sólo
podía sentir.
Y cuando el rey volvió a hacerla suya, comprendió que ya eran uno solo
y parte de la divinidad.

FIN

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