Nueva Historia de Espana
Nueva Historia de Espana
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Pío Moa
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Título original: Nueva historia de España
Pío Moa, 2007
Retoque de cubierta: Titivillus
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AGRADECIMIENTOS
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NOTA PREVIA
La historia es una empresa en cierto modo imposible: no sólo todas las actividades
humanas tienen su historia, también cada individuo, y en ocasiones una buena
biografía nos ilustra sobre un determinado período más que un sesudo estudio
general. Ahora bien, las biografías disponibles, y nunca será de otra forma, incluyen a
una parte muy mínima de las personas que han vivido; y por bien elaboradas que
estén, siempre serán incompletas y discutibles. Además, la inmensa mayoría de los
hechos de la historia quedan sin documentación ni referencia, y al mismo tiempo los
documentados son tantos que ningún historiador puede abarcarlos con profundidad.
Inevitablemente, incluso cuando tratamos períodos y parcelas muy restringidos de la
vida social, hacemos una selección de hechos y personas que, con mayor o menor
acierto, con mejor o peor criterio, consideramos representativos. Añadamos que ni el
mayor cuidado impide que se «cuelen» datos dudosos o erróneos, un problema menor
cuando no abundan.
Obviamente, el problema se multiplica cuando nos empeñamos en un resumen
como éste: ¿a qué datos, hechos y personajes atenderemos?, ¿desde qué punto de
vista los abordaremos? La elección podría ser muy arbitraria, y a veces lo es, por lo
que el autor debe explicar, sea de modo sucinto, su criterio, pues la clave de un
resumen se halla precisamente en sus criterios e interpretaciones, cuya lógica debe
exponerse. El materialismo histórico, de tipo marxista o no, predomina hoy
ampliamente, pero no lo sigo aquí, como explico en la introducción.
Este libro difiere en enfoque y método de la mayoría de las historias de España.
Cuando escribí Años de hierro sobre el período 1939-1945, me percaté del defecto,
bastante común, de relatar e interpretar los sucesos españoles como si estuviesen
aislados del exterior o de reducir la evolución exterior, europea sobre todo, a unos
tópicos someros. Las alternativas políticas de España durante la II Guerra Mundial
estuvieron ligadas a ésta, al punto de no poder entenderse al margen de ella, por lo
que dediqué espacio a exponer la marcha del conflicto exterior y sus relaciones con la
evolución hispana. Al enfocar un país concreto, la historia exterior resulta secundaria,
casi como un decorado, pero importa que éste sea lo más claro posible.
En esta historia trato de situar la evolución de España en el cuadro de la
civilización vagamente llamada occidental y, como referencia muy elemental, de las
civilizaciones india, china e islámica, aunque con las primeras España sólo tuviera
trato consistente desde el siglo XVI. Pienso que ello tendrá alguna utilidad para el
lector común.
Desde la división de Cellarius, acostumbramos en Occidente a hablar de tres,
luego de cuatro edades: Antigua, Media, Moderna y Contemporánea, e incluso a
aplicarlas difusamente a la historia mundial. Esta clasificación sólo vale para Europa,
no para las civilizaciones contemporáneas de la europea ni para las preexistentes,
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englobadas por las buenas como «Antigüedad». El nombre de la cuarta edad,
«Contemporánea», llega al absurdo. Además, la división de Cellarius entraña un
tosco finalismo que priva de sustancia a las épocas anteriores al Renacimiento,
reduciéndolas a una oscura y deficiente preparación para lo que se ha dado en llamar
«modernidad», entendida a menudo como ruptura o alejamiento de las raíces
religiosas de Europa. El exceso de compendiar mil años de historia europea como una
Edad Media ha forzado a partirla sumariamente en un período «alto» y otro «bajo», lo
que a mi juicio no mejora las cosas.
Propongo aquí una división de la historia europea —y por tanto de la española—
en cinco edades a las que provisionalmente llamaré de Formación, de Supervivencia,
de Asentamiento, de Expansión y de Apogeo. En la primera —que también podría
llamarse Grecolatina—, toma forma, desde la II Guerra Púnica, el sustrato cultural y
religioso de Europa o, más adecuadamente, el sustrato que la civilización europea
haría suyo, pues ni Grecia ni Roma son propiamente europeas ni el cristianismo nace
en Europa. Durante la Edad de Supervivencia, entre la caída de Roma y el año 1000,
la cultura europea se desarrolla penosamente, al borde del fracaso, entre invasiones y
discordias; también podría llamársela Edad de las Invasiones, o de los Monasterios, o
de otros modos que reflejaran claves de la época. La tercera edad, la de Asentamiento
(o Afianzamiento, o Consolidación), con el románico, el gótico y el primer
Renacimiento, marca un firme empuje europeo una vez superadas las mayores
amenazas externas y los rasgos más primitivos de la difícil edad anterior. El
afianzamiento cuaja en las universidades, las catedrales, en una estabilidad política
precaria, pero suficiente para superar catástrofes como la Peste Negra, y afrontar
crisis como la caída de Bizancio y la invasión de la Europa suroriental por los turcos.
Vendría luego la Edad de Expansión a partir del Descubrimiento de América, del
Pacífico y de nuevas rutas a regiones de las que antes sólo había en Europa vagas
nociones o ninguna. Hasta entonces las grandes civilizaciones habían vivido con
escasa o nula relación entre sí, y a partir de ahí la historia empieza a mundializarse.
En esa edad, de finales del siglo XV a finales del XVIII, la civilización europea
descubre y concibe el mundo como un todo y se expande por él con ímpetu. Los
imperios europeos abarcan gran parte del planeta y condicionan al resto. La
expansión continuó, intensificada, durante los siglos XIX y XX, pero conviene
distinguir entre éstos y los anteriores. Hasta finales del XVIII, la potencia de Europa,
pese a su ambición, audacia y logros, no superaba materialmente a otras
civilizaciones como la china o la islámica; a partir de esas fechas, la industrialización
proporciona a algunas naciones europeas una ventaja incontrastable. Esta Edad de
Apogeo dura cerca de dos siglos, hasta el fin de la II Guerra Mundial, cuando Europa
pierde su hegemonía. Desde entonces la historia termina de mundializarse, con lazos
entre culturas, civilizaciones y continentes mucho más intensas, directas y rápidas,
rivalidades de carácter global, con posibilidad de destrucción de la humanidad, y
aceleración nunca antes imaginable de la ciencia y la técnica. Parece demasiado
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pronto para nombrar esta nueva edad, en la que los acontecimientos de Europa se
verán muy condicionados por los del resto del mundo, cuyas perspectivas distan de
estar claras.
La historia contiene tantas tendencias, facetas y sucesos simultáneos que
privilegiar alguno para definir por él las edades entraña un alto grado de
arbitrariedad. La división podría hacerse igualmente desde puntos de vista
económicos, religiosos, artísticos y otros, que cambiarían las fechas y los ritmos. Así,
si atendemos al cristianismo, podríamos distinguir una Edad de Consolidación,
coincidente con la llamada Edad Media; una Edad de Crisis, correspondiente a la
Edad Moderna; y una Edad de Retroceso (en Europa, pero no en general, pues el
cristianismo no ha cesado de expandirse por varios continentes), equivalente a la
Contemporánea. Sería un enfoque interesante desde el punto de vista que aquí
sostengo como hipótesis: que la religión, y no el potencial técnico y económico, es el
núcleo de la cultura; pero he preferido combinar los aspectos político, económico y
religioso. Desde el punto de vista económico, acaso podríamos distinguir una Edad
Agrícola, otra Comercial y otra Industrial, como a veces se ha hecho, y quizá
denominar la actual como Informática o Electrónica… Simplemente creo que la
división antes expuesta podría ser más útil y realista que la de Cellarius, aun si ésta se
halla hoy tan asentada que suena ilusoria su sustitución.
Condensar la historia de España en unos pocos cientos de páginas obliga a dejar
en esbozos o pinceladas sueltas la mayoría de los temas, aunque de esas pinceladas
debe salir un cuadro coherente, como espero haber logrado. Espero también que el
libro sirva de acicate a otras investigaciones y debates. Tal breve síntesis (breve para
su inagotable objeto) hace innecesarias las notas, ya que la inmensa mayoría de las
referencias son conocidas del lector medianamente culto, o bien pueden hoy
encontrarse con facilidad en ese instrumento prodigioso que es Internet, aun si los
datos de ésta han de tomarse con cautela. La bibliografía sobre cada época de España,
la más reciente en particular, es ya gigantesca y en constante crecimiento, de modo
que llevaría muchas páginas reseñarla. El lector debe tener en cuenta estas
limitaciones.
Opino, por lo demás, que una parte excesiva de la historiografía española en los
últimos decenios se ha visto lastrada por enfoques más o menos materialistas o
marxistas, siempre acríticos y que tampoco han contribuido gran cosa al propio
marxismo; sin que falten disparatadas historias idealistas tipo Titus Burckhardt en
relación con Al Ándalus. No pretenderé, con todo, que el grueso de la historiografía
española responda a esas características. La mejor de ella es muy concienzuda, fiable
y atenta al dato, quizá algo menos aguda en el análisis.
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INTRODUCCIÓN
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Cultura y Civilización
Dado que los términos cultura y civilización han recibido significados diversos,
aclararé en qué sentido los empleo aquí. Por cultura entiendo la forma y contenido de
cualquier sociedad humana: conjunto de creencias, costumbres, formas de poder y
organización social, conocimientos, ritos, arte, técnica… sujeto a un impulso
transformador que lo complica y afina. La cultura distingue radicalmente las
sociedades humanas de las animales. Los animales reproducen automatismos
genéticos, mientras que en el ser humano la sociedad y la propia conducta individual
sólo son parcialmente genéticas o, si se prefiere, la genética humana es tal que
permite un constante cambio y contradicción en el comportamiento individual y en la
sociedad.
El hombre sólo puede vivir en sociedades, desde la familia o los círculos
profesionales a los clanes y entidades políticas. Esta necesidad entraña una básica
empatía que hace agruparse a las personas de similares intereses, creencias,
educación, etc., como tantas veces se ha observado. Menos atención ha recibido la
simultánea dificultad de los humanos para vivir en sociedad, manifiesta en las
querellas que jalonan la marcha de sus culturas. Dificultad originada, cabe suponer,
en la individuación humana, con las consiguientes oposiciones de ideas, intereses,
aspiraciones, talentos y sentimientos dentro del grupo —hasta los deseos del
individuo suelen ser contradictorios—; todo ello unido a una autovaloración del yo
fácilmente exaltable. La sociedad humana es, así, conflictiva por naturaleza, propensa
a la colisión, la guerra o la descomposición interna. La sociedad protege al hombre
que, aislado, perecería, y al mismo tiempo le oprime con normas. Sin atender a esta
contradicción la historia resulta poco inteligible.
La cohesión social exige una permanente elaboración religiosa, política,
económica, artística moral, técnica… a la que solemos llamar alta cultura, y que
produce formas muy variadas. En la historia hallamos tanto procesos lentos de
creación, transmisión y destrucción de rasgos culturales, como transformaciones
bruscas.
La cultura se despliega, por tanto, en constante variación espacial (multiplicidad
de culturas) y temporal (cambios en ellas). Las variaciones provienen de individuos
que por ello alcanzan relevancia social (a veces después de muertos) y cuyo nombre
suele preservarse. La discusión sobre el papel del individuo en la historia es algo
bizantina: las creaciones son individuales, pero sólo cobran relevancia si la sociedad
las adopta.
En cuanto a las civilizaciones, las considero aquí formas complejas de cultura que
empiezan hace sólo unos 6000 años en puntos aislados (Egipto, Mesopotamia…).
Suponen la especialización de la religión, del poder (formación del Estado), de la
milicia, la urbanización, economía agraria asentada, un considerable artesanado y
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comercio, y la escritura. La escritura aceleró la evolución cultural al acumular y
transmitir la memoria, hasta entonces limitada y deformada por relatos orales. Debió
de surgir de las castas sacerdotales, que disponían de más tiempo, interés y curiosidad
por el mundo en general, y de ellas proceden también las primeras observaciones algo
sistemáticas del cosmos, la medicina, etc., mezcladas con magia. Otro factor esencial
de las civilizaciones, derivado de su complejidad, es la educación a tres niveles:
técnica, en valores comunes y, para una élite, en la alta cultura (arte, técnicas
complejas, elementos científicos, elaboraciones religiosas…).
La historia es la de las civilizaciones. No porque las demás culturas carezcan de
ella: durante muchos milenios los humanos erraron por la tierra, crearon y
difundieron ideas, técnicas, arte; hubo invasiones y conflictos, épica y canciones,
formas sociales diversas, jefes y artistas… Pero respecto de ellos hemos de
contentarnos con los relatos que les hayan dedicado los civilizados coetáneos, o con
reconstrucciones esquemáticas a partir de la arqueología, la lingüística o la genética.
Sabemos así que a las primeras civilizaciones les precedió la «revolución del
Neolítico»; o bien la difusión de las lenguas indoeuropeas nos habla de vastos
movimientos de pueblos desde un foco incierto: luchas y paces, aventuras,
personajes, ideas religiosas… desvanecidos en la noche de los tiempos.
Cabe distinguir, por tanto, dos grandes épocas en la historia humana: la mal
conocida de las culturas naturales (naturales a la condición humana), que abarca
decenas de milenios; y la de las civilizaciones, muchísimo más corta. Desde ahí, las
subdivisiones varían mucho de una civilización a otra. Cabe considerar lo que
K. Jaspers ha llamado Era axial, entre los siglos IX y III antes de Cristo, cuando
nuevas actitudes religioso-morales caracterizadas por una mayor autoconsciencia,
debate libre y búsqueda de fundamentos éticos racionales surgen de modo
independiente en China (confucismo, taoísmo y otros), India (brahmanismo y
budismo), Persia (zoroastrismo), Israel (profetas) y Grecia (filosofía, tragedia); pero
no es fácil una periodización sobre esa base, tanto más cuanto que el propio Jaspers
considera único ese período de la humanidad.
Como fuere, con el Estado y la división del trabajo, las civilizaciones aumentaron
el poder sobre la naturaleza y sobre pueblos más primarios, permitiendo mayor
población, riqueza y conocimientos, arte, creencias y técnicas más refinadas, orden
social más estable, suavización de costumbres, etc. Pero no sin un alto coste:
acentuada división social, tareas penosas o tediosas, masificación y anonimato para
masas humanas reducidas a diversos grados de servidumbre, exposición al
despotismo, a un Estado tanto protector como opresivo… Los pueblos ajenos
miraban a las civilizaciones con envidia y desprecio, considerándose más pobres,
pero más libres. Entre los civilizados quedaba la vaga añoranza de una vida de
aspecto más feliz, cuando los varones eran al mismo tiempo cazadores o pastores y
guerreros, el poder más difuso, la relación más personal, la división social menos
rígida; y podía producirse un hartazgo de civilización.
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Las civilizaciones crecieron de modo lento y arduo a partir de núcleos y etnias
particulares, y tendieron a convertirse en imperios afrontando a pueblos no
civilizados, casi siempre hostiles y que muchas veces lograron destruir civilizaciones
o imponerse en ellas como castas dominantes. Casi todas las civilizaciones han
colapsado después de siglos o milenios de existencia, por invasiones, conflictos entre
ellas o guerras civiles; a veces su derrumbe parece causado por unas estructuras de
poder demasiado pesadas para la sociedad que las sustentaba. Estos fracasos han
llamado la atención de numerosos historiadores y filósofos, aunque no hay mucho
acuerdo sobre sus causas.
Pero los fracasos han sido parciales, pues, con unas u otras formas, la civilización
se ha extendido hasta casi erradicar, en los siglos XIX y XX, las culturas pre
civilizadas. Su éxito nace de la acumulación de ideas, técnicas y conocimientos. Entre
las civilizaciones actuales, la china tiene tras sí unos 4000 años; quizá también la
india, menos identificable. La occidental, hoy la más pujante, data de unos 1600 años,
y la islámica de 1400. La occidental integra varias subcivilizaciones supranacionales
y nacionales, algunas de las cuales han creado imperios, más fuera que dentro de
Europa. De éstas, las más notorias han sido la hispánica, la anglosajona, la francesa y
la rusa.
* * *
Mencionar los elementos de la cultura humana (religiosos, políticos, artísticos,
económicos, morales, técnicos, etc.) es sólo describirla toscamente. Tratarla como
combinación de tales elementos suena más satisfactorio, pero obliga a preguntar si
pueden ponerse todos ellos al mismo nivel, o si alguno es clave y determina a los
demás, o si componen una estructura estable. Distinguimos las épocas prehistóricas
por la técnica (las piedras trabajadas), sólo porque apenas nos quedan de ellas otros
vestigios. Esta simplificación no sirve, en cambio, para las culturas conocidas. Todas
las manifestaciones de la cultura, desde el arte a la vestimenta, tienen su propia y
particular historia, si bien interrelacionada, pero resulta arduo unificarlas en una
teoría.
Desde Marx se ha asentado hasta un nivel casi inconsciente el supuesto
materialista o científico de que la economía decide la constitución y evolución de las
sociedades, derivando de ella la religión, moral, leyes, arte, etc. Así, la economía nos
ofrecería la clave de la historia y la cultura. Tesis seductora, porque ofrece el hilo de
Ariadna para el laberinto cultural. Pero, pese a los efectos económicos sobre el
conjunto de la sociedad, una historia de la economía es sólo una historia de la
economía: interpretar desde ella los demás elementos equivale a explicar a Cervantes
por la curva de sus ingresos a lo largo de su vida, o por sus querellas «de clase». Por
ello los economicistas se ven forzados a hablar de relaciones complejas, enturbiando
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la inicial y aparente claridad teórica. Por otra parte, la palabra economía no significa
lo mismo en Marx y en los teóricos liberales. Y con los mismos o muy similares
rasgos económicos han surgido culturas y civilizaciones muy distintas, o enfrentadas
entre sí. Finalmente, cabe sostener que la economía no es un fenómeno material sino
espiritual, sujeto a mil invenciones.
Tradicionalmente la historia se enfocaba desde el poder, tanto porque éste es la
fuerza más evidente que une a las sociedades y les permite actuar conjuntamente,
como porque sus procesos resultan más evidentes y dramáticos: empresas colectivas,
guerras y paces, derrocamientos, triunfos, conjuras, crímenes, etc. Las culturas
incluyen el poder, desde las formas primitivas del jefe de clan a los complejos estados
modernos, pasando por grupos deportivos, intelectuales… cualquier asociación,
realmente. El poder parece emanar naturalmente de las sociedades humanas, aunque
pueda oprimirlas o llevarlas al desastre. Toda asociación humana busca unos fines, y
por tanto exige normas que le permitan funcionar, lo que a su vez reclama un poder
autorizado para imponer las conductas apropiadas y reprimir las perjudiciales. Las
sociedades humanas sufren tendencias dispersivas y unitarias, centrífugas y
centrípetas, en equilibrio nunca muy estable, y la vida humana en general se presenta
como un equilibrio variable entre fuerzas contrarias. El poder se da en grupos
animales, pero su relación con el poder humano se parece a la del rugido con el habla
articulada.
Aristóteles, en su clásico análisis del poder, distingue entre monarquía,
aristocracia y democracia. Pero, dejando aparte la implicación valorativa de la
segunda (nunca existió el poder de «los mejores»), las tres formas coexisten: siempre
alguien ostenta el poder en su responsabilidad máxima (un «monarca»); siempre hay
una oligarquía, élite o clase política dedicada profesionalmente al poder y que
respalda al monarca, y siempre existe una masa popular aquiescente o consintiente
(democracia). La relación entre las tres es tensa y a menudo conflictiva, como
también dentro de las oligarquías y de los pueblos, y aun en la persona del monarca,
vacilante entre opciones y expectativas contradictorias. Esas tensiones dan al poder
su peculiar inestabilidad, y valen lo mismo para la Atenas de Pericles que para el
reino godo o el actual régimen useño. Lo que varía es la posición relativa, las normas
y equilibrios entre los elementos monárquico, oligárquico y democrático. Los
pensadores han buscado proporciones o armonías de poder que ofrezcan más
estabilidad y menos insatisfacción social: problema de solución nunca definitiva,
debido al carácter contradictorio y cambiante de los intereses y aspiraciones de
personas y grupos.
En esa búsqueda, el sistema más fructífero hasta ahora ha sido la llamada
democracia, muy reciente en la historia. Pero su nombre engaña: no hay tal «poder
del pueblo», pese a las solemnes declaraciones: ni los padres de la Constitución useña
eran «el pueblo», ni el poder es nunca «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo»,
expresión ya sospechosa por lo redundante. ¿Sobre quién ejercería «el pueblo» ese
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poder? Forzosamente lo ejerce una fracción del pueblo —sus representantes u
oligarquía— sobre el conjunto popular. Hasta en las democracias más asamblearias,
como la ateniense, el poder lo ejercía una fracción sobre las de opinión contraria, y
los asistentes a las asambleas componían normalmente sólo una parte de los hombres
libres. Ello es natural: contra la creencia o deseo de algunos utopistas, la política
activa atrae a pocos; la población común, absorbida por otros muchos intereses, desea
más bien que la «clase política» garantice condiciones tolerables de orden, justicia y
seguridad frente a amenazas externas. Una democracia stricto sensu, sería una
sociedad ultra politizada y por ello convulsa. En realidad, democracia significa
limitación, división y control público del poder.
Podemos especular sobre sociedades sin poder político, y no han faltado en los
siglos XIX y XX experimentos al respecto, bien restringidos (las «comunas» de
grupos radicales), bien como regímenes de países enteros. Las comunas no han
funcionado, menos aún originado una nueva cultura; y los regímenes han
desarrollado poderes mucho más absolutos que los que pretendían superar. Estas
experiencias refuerzan la tesis de que la sociedad genera espontáneamente el poder,
por lo que las ideas ácratas o comunistas enfocan de modo erróneo el carácter de la
relación grupal humana.
La paradoja del absolutismo utópico puede explicarse por la necesidad de normas,
ajenas al instinto, que contrarían la tendencia de cada cual a imponer sus deseos sin
trabas. Las normas exigen un poder que garantice su cumplimiento, poder que se
vuelve más absoluto cuanto más se ha alentado la esperanza anárquica de que cada
cual pueda dar rienda suelta a sus impulsos. Pues para evitar que estos deriven a
lucha generalizada y justificar las expectativas creadas, el poder debe forjar «hombres
nuevos» con identidad de sentimientos e intereses. Esto es, hombres desindividuados,
en cierto modo animalizados, como ha ocurrido en las experiencias socialistas y
anarquistas.
La individuación obstaculiza la convivencia social, la cual se presenta al
individuo como necesidad y como opresión, según vimos. El «malestar en la cultura»,
por usar la expresión de Freud, abarca hasta la célula familiar, pese a la comunidad de
intereses y del trato íntimo y, en principio, amoroso. En el ámbito político —el del
poder en su expresión más elevada y muy poco amorosa, debido a la discrepancia de
intereses—, los roces y choques entre facciones aspirantes al mando llegan a adquirir
intensidad extrema, como revela sin duda la historia.
* * *
Así pues, el poder político implica violencia, pero ésta debe justificarse porque el
ser humano no tolera, como norma, el poder desnudo, ejercible sólo por el terror. No
han faltado regímenes terroristas, pero o bien han abocado al caos y durado poco, o
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han recurrido a alguna legitimación moral: el terror ha de presentarse como justo, en
nombre de la divinidad, del pueblo, de la libertad, del proletariado, etc. Al definir
como terroristas a la Revolución Francesa, al comunismo o al nacionalsocialismo,
debemos recordar esa justificación. Aquí no importa si sus argumentos son reales o
pretextos, basta constatar su necesidad moral, que por lo demás impregna toda la
cultura, sea el arte, la técnica, el derecho, la economía, la conducta familiar, etc. La
moral evita que la vida se presente al hombre como la clásica «historia de ruido y de
furia, contada por un idiota y sin ningún sentido», visión psíquica y socialmente
demoledora.
Por esta razón la moral podría ser el eje de la cultura, y cabría definir al hombre
como animal moral, mejor que racional. Sin moral, las sociedades sucumbirían entre
«el ruido y la furia», cuyo sinsentido no excluye racionalidad, si entendemos por ella
la eficaz adecuación de medios a fines: diversidad y choque de intereses implica
diversidad y choque de racionalidades. La moral, más que la razón o la economía,
separa al hombre del animal. Las sociedades animales no parecen tener fines más
profundos que los económico-reproductivos; pero las normas que permiten convivir a
los humanos se asientan en conceptos del bien y del mal, con un fondo común a todas
las culturas: no nos extrañan, aún hoy, prohibiciones del antiguo Egipto como las de
cometer fraudes, mentir, matar, abusar de la viuda, quitar provisiones y vendas a los
muertos, alterar las medidas de grano, usurpar la tierra, alterar los pesos, oprimir al
débil, etc. Quizá sean los Diez Mandamientos la expresión más breve y universal de
la exigencia ética.
Esa identidad básica no impide mil variantes y prioridades. Según Américo
Castro, «Historia, en último término, sería una presentación de la tabla de valores
perseguidos por cada pueblo —las tablas de la ley de su comportamiento histórico».
Esto suena algo exagerado, pero no del todo incierto. Además, las llamadas «tablas
de valores» cambian con el tiempo en un mismo pueblo.
De otra parte, la elaboración necesaria de normas éticas tampoco significa que
ellas se cumplan de modo general. Al repasar la historia podríamos creer que casi
nunca se cumplen, y que apenas sirven de cobertura a los actos inicuos reales,
añadiendo ruido al ruido y furia a la furia. Para Gibbon, «la historia es, en verdad,
poco más que el registro de los crímenes, locuras e infortunios de la humanidad». La
historia incluye mucho de eso, desde luego, pero si se limitara a tales desgracias o
éstas llenaran la mayor parte de ella, la humanidad habría desaparecido hace ya
mucho. Hay más tiempo de paz que de guerra y la mayoría de las guerras del pasado
afectaban sólo a parte de las poblaciones y los países, no han impedido el
florecimiento cultural y económico, y a veces lo han estimulado. De algunas guerras
han surgido grandes bienes y considerables paces, y muchas paces han abonado las
guerras. La relación entre el bien y el mal es muy complicada. Por otra parte, la
pretensión de superioridad moral encerrada en juicios como el de Gibbon olvida que
los juzgados son tan seres humanos como el arrogante juzgador y que éste es, por
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tanto, igual de propenso a «crímenes y locuras».
Existe una tirantez entre las demandas éticas y otras hondas inclinaciones
humanas. Quizá por ello y por la dificultad de captar intelectualmente la esfera del
bien y del mal, las exigencias morales remiten casi siempre a una voluntad extra
humana, a una exigencia religiosa. Hasta hoy ha sido imposible elaborar una moral
puramente racional o científica, por muchos esfuerzos que se han realizado durante
los últimos siglos. Fracasos, además, muy costosos en casos como los del marxismo o
el nazismo, que, curiosamente, concluían en un remedo de fe religiosa. Desde su
aparición sobre la tierra, el hombre se ha visto acuciado no sólo por las necesidades,
la enfermedad y mil desgracias, al igual que los animales, sino también por una
inquietud acerca del sentido de la vida y el mundo, de su origen y destino. La calma
de esa angustia nace de las explicaciones religiosas, básicamente imaginativas, pero
hemos de suponer que verídicas de algún modo, pues en otro caso habrían conducido
al fracaso de las culturas.
Volviendo a la historia, en todas las sociedades poder y religión han estado muy
próximos, incluso mezclados. Menos directa ha sido esa relación en las culturas
occidentales, donde los poderes políticos surgidos en Europa (y América) tras el
Imperio romano encontraron su principio de legitimidad en las creencias cristianas,
mientras que la Iglesia siempre mantuvo, mejor o peor, cierta distancia del poder
político. Desde el siglo XVIII, incluso desde el XVI (Maquiavelo), se ha intentado
sustituir en Occidente la justificación religiosa de la política por otra que se quería
inspirada en la razón. Así, el poder vendría «del pueblo», en oposición —no forzosa,
pero sostenida por muchas corrientes— al origen divino anterior. A mi juicio se trata,
como ya indiqué, de una opinión contradictoria, innecesaria para fundamentar la
democracia. El origen del poder, como de tantas otras cosas, tiene una faceta algo
misteriosa.
* * *
Esta concepción de la cultura, basada en la moral y finalmente en la religión,
difiere de la economicista originada en Marx, hoy predominante en los estudios de
historia y fuente de multitud de trabajos, a mi entender descaminados. Por el
contrario, son escasas la bibliografía e investigaciones con una concepción como la
expuesta aquí. No afirmo, como Orosio, que la historia esté dirigida por un plan
divino (difícil de discernir, en todo caso); sólo sostengo que las creencias religiosas y
morales no son un reflejo ideologizado de las relaciones «de clases», sino la base
misma de las culturas. Viene al caso una cita de Paul Diel en su libro La Divinité: «La
vida cultural de todos los pueblos empieza por la creación de mitos. Ellos son la
fuente común de la religión, el arte, la filosofía y la ciencia […]. Son la expresión del
sentido religioso de los antiguos […]. Aun si tomamos los mitos por expresiones
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puramente fantasiosas, fabulaciones desprovistas de todo sentido profundo y verídico,
no se les puede negar su carácter estético. Además, todas las formas del arte parten de
ellos: música, danza, teatro, literatura, pintura, escultura, arquitectura […]. No
expresan sólo la religiosidad del arte, sino también una filosofía y la presciencia
psicológica de los antiguos […]. Esta afirmación parecerá chocante, pero [quizá]
podría demostrarse que la verdad es inherente al alma humana desde su origen y que
sólo su formulación cambia con el tiempo, a medida que el espíritu se vuelve más
consciente».
El lector deberá perdonarme si sólo parcialmente puedo aplicar en este libro ese
criterio —cuya paternidad, desde luego, no ostento—, por insuficiencia de
elaboración. Sólo puedo hacerlo de forma tosca, como esbozo, pues, de momento,
plantea problemas sin solución clara: ¿de qué modo deriva del mito (de la religión) el
arte, y hasta qué punto el arte lo deja atrás? ¿Y qué decir de la ciencia y la filosofía?
Tales cuestiones requieren más estudio.
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A qué llamamos España
De entrada, España se nos presenta como un país de Europa tanto en sentido físico
(una de sus tres grandes penínsulas del sur) como cultural. Los movimientos
políticos, intelectuales, espirituales y artísticos que han configurado lo europeo han
moldeado también a España: el Imperio romano, el cristianismo, los reinos
germánicos, el románico, el gótico, el Renacimiento, el barroco, la Ilustración, el
liberalismo, los movimientos utópicos… Cierto que esos elementos europeos
comunes coinciden con una recia diferenciación entre las naciones del continente, y
dentro de ellas España es una de las más peculiares, posiblemente por haber sido el
único pueblo —con el ruso en mucho menor grado, y con algunos balcánicos— que
se ha afirmado nacionalmente en una larga pugna con una cultura extra europea. Ese
proceso no pasó sin dejar huellas de la cultura derrotada, si bien cabría considerarlas
exiguas para un contacto tan largo. Otra decisiva peculiaridad hispana ha sido su
expansión ultramarina, mundial, en los siglos XVI-XVIII, fenómeno que sólo
Portugal e Inglaterra han compartido en proporción similar. Encontramos afinidades
con Polonia e Irlanda como países católicos de frontera. O con Rusia, por cuanto
ambas emprendieron su expansión imperial por la misma época, tuvieron una
Ilustración y un liberalismo bastante más débiles que los de la Europa
centrooccidental, y una impronta comparativamente fuerte de los utopismos de los
siglos XIX-XX. No obstante, las diferencias con Rusia parecen más profundas que
las semejanzas. Francia es el país del que ha recibido España mayor influjo desde la
Edad de Supervivencia (o alta Edad Media) hasta la segunda mitad del siglo XX.
Desde entonces el ascendiente anglosajón prevalece, y cada vez más.
Ya a primera vista percibimos en Europa tres grandes ámbitos culturales, el
germánico, el eslavo y el latino, y en ellos también distintas hegemonías cristianas:
protestante en los países germánicos (excepto Austria y la mitad de Alemania);
ortodoxa griega en los eslavos (menos algunas católicas, como Polonia o Croacia);
católica en los latinos (salvo la ortodoxa Rumanía). España se inserta en el ámbito
latino con Portugal, Francia, Italia y Rumanía. Las afinidades idiomáticas del español
con el italiano y el portugués son muy fuertes, bastante menos con el francés o el
rumano. Unos 850 millones de personas en el mundo, uno de cada ocho habitantes
del planeta, hablan hoy lenguas derivadas del latín, herencia directa de Roma: la
mitad corresponden al español, la lengua latina más extendida y la segunda más
hablada del mundo occidental. España es también una de las pocas naciones europeas
—con Portugal, Inglaterra, Rusia y Francia— que han creado un vasto y duradero
espacio cultural propio; en el caso español, sobre todo en América, con enclaves o
restos en África, Asia y Oceanía.
Físicamente, España es el país más extenso de Europa Occidental después de
Francia, y el cuarto incluyendo a Rusia y Ucrania; y probablemente el más variado.
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En él es posible andar casi mil kilómetros entre montañas, bosques y verdor, desde el
cabo de Creus al de Finisterre, o cientos de kilómetros por tierras llanas, poco
arboladas y bastante secas, en las dos grandes mesetas centrales; su clima y flora
cambian de norte a sur, desde la verde Galicia a la semidesértica Almería. Sus
archipiélagos canario y balear encierran a su vez notable diversidad entre unas islas y
otras. Aun con su variedad, España forma un conjunto geográfico unitario y
diferenciado, quizá el más unitario y diferenciado después de las Islas británicas. De
hecho, la Península Ibérica forma casi una isla, con un istmo comparativamente
estrecho y ocupado por una abrupta cordillera que estorba la comunicación casi tanto
como un brazo de mar. Junto con las otras dos grandes penínsulas europeas del
Mediterráneo —la itálica y la griega (más bien que los imprecisos Balcanes)—,
compone un ámbito geofísico muy distinto de la gran llanura húmeda, surcada por
anchos ríos navegables, que configura la mayor parte del continente desde los
Pirineos hasta los Urales: estas tres penínsulas ofrecen tierras más montañosas, de
clima más cálido y seco. De ellas, la Ibérica es la mayor, la menos lluviosa y la más
claramente definida. Estos rasgos han incidido en la historia de España dificultando
las comunicaciones o la producción agraria por comparación con los países más al
norte, aunque al mismo tiempo su clima y frutos variados hicieran la vida más
llevadera en otros aspectos.
Comparada con las otras dos penínsulas citadas, a la Ibérica la distingue una
excepcional posición geoestratégica, abierta al Atlántico y al Mediterráneo, los dos
mares de mayor tráfico cultural, comercial y político de la historia —al menos hasta
hace muy poco—, y casi tan cerca de África como Grecia de Asia. Por su posición,
los avatares de la historia mediterránea y atlántica han repercutido con fuerza en
España, a un tiempo barrera y puente, lugar de afluencia bélica o pacífica de pueblos
desde el norte, el sur y el este. El país pudo haber pasado del ámbito cultural europeo
al afroasiático en dos ocasiones, y en parte así ocurrió durante varios siglos. Si ha
predominado la cultura europea se debe a una esforzada decisión política, cuyo éxito
no estaba en modo alguno predeterminado. Cabría esperar que, por estas causas, las
convulsiones y choques militares, políticos y culturales hubieran sido continuos en
España. Y no han faltado, por cierto, pero, sorprendentemente, el país ha sido muy
estable en varios aspectos. Su nombre ha persistido a través de más de dos milenios
desde la Antigüedad clásica, caso muy raro tanto en Europa —junto con los de Italia
y Grecia— como en el norte de África. Los nombres Francia, Alemania, Inglaterra y
casi todos los demás del continente son bastante posteriores, y se relacionan con la
expansión tardía de los pueblos germánicos y eslavos. La pervivencia del nombre
Hispania-España no es un mero azar, encierra una opción político-cultural frente a
presiones históricas opuestas: pudo haber sido sustituido por Gotia, como la Galia por
Francia; o, más decisivamente, por Al Ándalus.
Hispania, el nombre con que llamaron a la península los romanos, se supone, sin
certidumbre, derivado de una palabra fenicia que los especialistas han traducido de
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modo tan diverso como tierra «de conejos», «del norte» o «de los metales». Los
griegos llamaron Iberia a la península, sobre todo a su parte mediterránea; nombre
también conservado y de significado ignoto, aunque pudiera venir del usado por los
naturales para denominar los ríos (conservado en el río Ebro). Iberia llamaron
también los griegos a una región del Cáucaso aislada del mar y sin relación conocida
con nuestra península. Iberia quedaría como denominación meramente geográfica,
mientras que Hispania tomaría un denso contenido cultural y político.
Parecida estabilidad encontramos en las fronteras. A lo largo de las edades de
Supervivencia y Asentamiento, España sufrió inestabilidad crónica, pero llegada la
Edad de Expansión, sus fronteras han resultado mucho más firmes que las de casi
todo el resto de Europa. En su forma actual proceden de mediados del siglo XVII,
con la mutilación de algunas comarcas transpirenaicas, pero conserva básicamente las
establecidas al final de la Reconquista con la incorporación de las Canarias y la
reincorporación de Navarra. La frontera con Portugal permanece apenas modificada
desde que el vecino país se separó en el siglo XII. Por contraste, las fronteras de
Italia, Bélgica, Holanda, etc., datan del siglo XIX, las de Suecia y Noruega de
principios del XX, de 1922 las del Reino Unido, de 1945 las de Alemania, Polonia,
Rumanía o Hungría; Francia experimentó rectificaciones importantes en el siglo
pasado, y aún son más recientes las fronteras de naciones creadas o reconstruidas al
caer la URSS, como Rusia, Chequia, Eslovaquia, Ucrania, Bielorrusia, o las de la
antigua Yugoslavia, etc. Asimismo, España sufrió una sola invasión real en los
últimos cinco siglos, mientras que sólo en siglo XX muchos países del continente han
sufrido al menos dos.
* * *
Étnicamente, la población española guarda una visible homogeneidad: pueblo
mediterráneo con una pequeña aportación céltica y germánica. Al despuntar la
historia, los pobladores de la península se distribuían, según la tradición, en «íberos y
celtas». Los primeros, de lengua no indoeuropea, vivían en una ancha franja
mediterránea desde el Ródano hasta el sur de Portugal; en el resto, salvo algunas
zonas cantábricas y pirenaicas, las lenguas parecen ser indoeuropeas, por la
aculturación de una población anterior sometida por tribus celtas. Se trataba de etnias
fragmentadas en tribus diversas. Es esta población anterior a la llegada de Roma la
que sigue configurando hasta el día de hoy el núcleo «racial» español, pues las
aportaciones externas posteriores no llegaron en ningún caso al 10 por ciento de la
población local, aunque la matizaran notablemente.
Así vinieron semitas fenicios y cartagineses, griegos, contingentes más nutridos
de latinos y, con ellos, grupos de judíos, sirios y galos. Otra aportación llegaría de las
invasiones germánicas a la caída de Roma, y de la posterior de beréberes y árabes;
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también vino un número de eslavos en condiciones de esclavitud, sobre todo a Al
Ándalus. La Reconquista trajo a contingentes de franceses y de otros lugares de
Europa, y posteriormente llegaron los gitanos. Desde el siglo XVII no se registran
más entradas de grupos étnicos distintos hasta finales del siglo XX y principios del
actual. Todos esos grupos humanos se disolvieron cultural y étnicamente en la masa
originaria hispánica, con la excepción de los judíos, los gitanos y los moriscos, los
cuales permanecieron como comunidades aparte, habiendo sido expulsados en gran
parte los judíos y los moriscos. Hoy el país recibe una nutrida inmigración de
Hispanoamérica, el Magreb, Europa Oriental y el África negra, y también, en
condiciones distintas, de Europa Occidental, sin poder predecirse su grado de
permanencia y presión cultural.
Harto mayor relevancia han tenido las migraciones internas durante los seis siglos
largos de dominio latino, por medio del comercio, la milicia y otros movimientos
sobre la red de calzadas romanas. Hubo, sin duda, una profunda fusión de pueblos
que disolvió la antigua división entre íberos y celtas. La Reconquista originó una
emigración de sur a norte (mozárabes) y otra mucho más prolongada y nutrida de
norte a sur, que repobló las dos Castillas y Andalucía, Canarias, Levante y Baleares,
por gentes de la cornisa cantábrica y subpirenaica, y también algunas transpirenaicas.
Estas migraciones siguieron de modo menos espectacular, pero permanente y
continuo, durante la Edad de Expansión o Moderna. Ya en los siglos XIX y XX
aumenta la homogeneidad étnica por los masivos desplazamientos del campo a la
ciudad.
El aspecto físico de los españoles es muy similar en todas sus regiones, y entre los
antecesores de cualquier persona de cualquier lugar de España encontraremos casi
siempre a individuos llegados de los más variados puntos del país. El caso de un
«íbero», un «celta» o un «vascón», cuyos antepasados hayan permanecido sin mezcla
y en la misma región o provincia desde tiempos prerromanos, debe de ser
excepcional, si acaso existe alguno. Una idea algo tosca, pero indicativa, puede
dárnosla el dato de que los apellidos dominantes en todas las provincias españolas,
sin excepción, son los mismos: García en primer lugar, seguido de López, Martínez,
Rodríguez, González, Fernández, Sánchez, Pérez, etc., en uno u otro orden.
¿Qué relevancia tiene esta homogeneidad étnica hispana? Para auto-res como
Sánchez Albornoz, la tendría muy considerable, ya que habría conformado una
«herencia temperamental» o anímica, manifiesta en actitudes y comportamientos
identificables a lo largo de los siglos. No se trata del Volksgeist, del «espíritu
popular» —algo se le parece—, pues el historiador rechaza cualquier carácter estático
y demasiado permanente de esa herencia. Debe admitirse un fondo de verdad en la
tesis de Sánchez Albornoz, pues basta viajar por cualquier país europeo para percibir
sus peculiaridades de estilo o espíritu, a veces muy acusadas, probablemente
originadas en su composición étnica y moldeadas por su particular historia. Cabría
sostener que la historia de España ha forjado un carácter peculiar, y hasta que la gran
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tradición pictórica española aparece de algún modo en las magníficas pinturas de
Altamira, etc.; pero en cualquier caso se trata de rasgos difíciles de captar con alguna
precisión, demasiado vagos y propicios a la especulación imaginativa como para
sentar sobre ellos teorías sólidas. Sánchez Albornoz ha insistido en los rasgos
temperamentales comunes entre la población andalusí y la cristiana. Quizá haya algo
de ello, pero esos rasgos fueron matizándose y cambiando bajo la impronta política y
cultural islámica. De haber prevalecido el islam, España sería hoy lo mismo que las
sociedades cristianas y latinizadas o helenizadas del norte de África o de Oriente
Próximo: poco más que arqueología. Existe una esencial continuidad étnica, pero no
es posible extraer de ella conclusiones algo precisas.
Si los aportes foráneos en estos dos mil años han tenido peso menor desde un
punto de vista demográfico, algunos lo han tenido muy relevante política y
culturalmente, así los romanos o los godos; los árabes y berberiscos, estuvieron muy
cerca de cambiar radicalmente la historia de la península; y la más reciente invasión
napoleónica tuvo también profundos efectos políticos, aun si demográficamente
escasos.
De todos ellos, no hay duda de que la trascendencia mayor corresponde a los
romanos. Si observamos la sociedad actual percibimos de inmediato el origen latino
de sus rasgos definitorios. El castellano, idioma común español, es un latín
transformado, y también lo son los demás idiomas regionales, con la excepción del
vascuence, idioma no indoeuropeo. La impronta latina abarca el derecho, las
costumbres, el arte, la urbanización, las comunicaciones, etc. E incluye la religión,
rasgo clave en la configuración de las sociedades. La vasta mayoría de la población
sigue declarándose católica, como a lo largo de más de quince siglos, aun si hoy su
índice de práctica es bajo. Esta religión también se propagó por la península en
tiempos de Roma.
El catolicismo, lejos de ser un fenómeno anecdótico, ha desempeñado un papel
cultural y político esencial en la historia del país, y muchos que se declaran ateos o
anticatólicos no dejan de estar impregnados de esa cultura, al modo como los judíos
no religiosos de Israel permanecen culturalmente en el judaísmo. Entre otras mil
cosas, el catolicismo está presente en la multitud de iglesias —los edificios centrales
y a menudo los más bellos de los pueblos—: impregna la sociedad, sus creencias,
fiestas, expresiones populares, monumentos, arte y actitudes. Incluso el odio
apasionado profesado al catolicismo por un número de españoles, que ha
desembocado en tiempos recientes en una de las persecuciones religiosas más atroces
de la historia, expresa de modo negativo ese hecho. Aunque, obviamente, el
catolicismo predominante en la sociedad, la cultura y la historia del país no significa
que todos los habitantes lo compartan ni que deban compartirlo para considerarse
españoles.
No hay, pues, exageración en decir que, de no ser por Roma, España no habría
llegado a existir y la historia de los habitantes de la península habría sido diferente
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por completo. Por consiguiente, una historia de España ha de empezar de modo
necesario por la latinización. Antes de ella no sólo las noticias son comparativamente
muy vagas, sino que el territorio estaba poblado por grupos humanos muy diferentes
en idioma y cultura, y poco amigos entre sí, aun si compartieran similar «herencia
temperamental».
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PRIMERA PARTE
EDAD DE FORMACIÓN: LA HISPANIA
ROMANA
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1
LA GUERRA DEL DESTINO
Hacia la segunda mitad del siglo III antes de Cristo las civilizaciones se extendían por
una franja de anchura irregular desde las costas mediterráneas ibéricas hasta Japón,
pasando por Persia, la India y el norte de China. En ella crecían diversas culturas e
imperios, con intercambios comerciales y frecuentes hostilidades entre las más
próximas entre sí, y práctico desconocimiento mutuo entre las de un extremo y otro.
Al norte y al sur de esa franja, por la mayor parte de Europa y Asia, en casi toda
África y también en casi toda América —salvo algunos focos en los actuales Méjico,
Guatemala y Perú-Bolivia— se movían o asentaban culturas no civilizadas de
ganaderos o cazadores y recolectores, o con una agricultura de ocasión, a menudo
nómadas o trashumantes, en intercambio y lucha entre ellos y con los estados
civilizados.
Por esa época ocurrieron en el mundo civilizado sucesos fundamentales. Hacia el
extremo oriental, la civilización china ocupaba el centronorte del actual país e influía
a Corea y Japón. Tras un largo período de luchas internas (Reinos combatientes), el
emperador Qin (o Chin) Shi Huang logró unificar China (más de un tercio de la
actual), entre el año 247 y el 221 a. C. Visionario, obsesionado por la inmortalidad y
por una idea absoluta del poder, aplastó cualquier oposición, hizo quemar los libros
inconvenientes a su tiranía, acabó con las constantes guerras civiles e impuso un
férreo control burocrático unificando leyes, escritura, formas de vida, pesos y
medidas, lo cual favoreció la prosperidad y el comercio. Qin, de cuyo nombre podría
derivar el de China, se proclamó «Primer Emperador» (Shi Huang) y asentó el país
como entidad política estable, aunque la civilización china ya tenía tras sí dos
milenios. Comenzó la Gran Muralla, defensa contra las incursiones de los hunos y
otros pueblos del norte, impuso una especie de servicio militar obligatorio y dispuso
su entierro acompañado por el célebre ejército de terracota, descubierto veintidós
siglos más tarde.
Miles de kilómetros al suroeste, separado por desiertos y cordilleras, otro
emperador guerrero, Asoka, acababa de unificar por conquista la mayor parte del
subcontinente indio, étnicamente muy variado por contraste con la mucho más
homogénea China. Muy distinto del emperador chino por carácter, el indio sintió tal
impresión ante una de las matanzas ordenadas por él mismo, que cambió
radicalmente, se convirtió al budismo y al pacifismo, sin por ello renunciar al poder,
y promovió la alimentación vegetariana. Tras su muerte (232 antes de Cristo)
gobernaban sus descendientes, si bien por poco tiempo, pues el imperio se
fragmentaría al cabo de cincuenta años. Si China, vista desde el Mediterráneo,
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parecía remota y aislada, algo menos ocurría con India, debido a las conquistas de
Alejandro Magno, realizadas casi exactamente un siglo antes (Asoka hizo emplear el
griego para algunas inscripciones). El conquistador macedonio había expandido la
cultura helénica hasta aquellos parajes, antes apenas conocidos en el Mediterráneo,
tras destruir el intermedio Imperio persa. Y así, el ascendiente griego se extendía,
superficial o profundo, desde la India hasta las costas levantinas de Iberia. Claro que
la conexión entre regiones tan separadas era precaria. Muerto Alejandro, su imperio
se disgregó, y uno de sus generales, Seleuco, reinó sobre gran parte del derrocado
Imperio persa. Hacia la segunda mitad del siglo III, que nos ocupa, los sucesores de
Seleuco retrocedían ante un pueblo llegado del norte, los partos.
Conforme nos acercamos desde Oriente al Mediterráneo, observamos pueblos y
culturas más o menos civilizados, unos independientes y la mayoría sometidos a tal o
cual imperio. Entre esas culturas, hoy desaparecidas casi todas junto con sus idiomas,
destacan la hebrea, judía o israelita, y la griega o helena. Dos pueblos poco
numerosos que vivían en territorios reducidos (muy reducido el hebreo), más bien
pobres y secos, pese a lo cual ejercerían un influjo insuperado a lo largo de los siglos
sobre la cultura y destino de Europa, desde luego de España y, más indirectamente,
del resto del mundo. Los griegos se habían asentado en sucesivas invasiones sobre el
sur de la península balcánica, las islas en torno a ella y la costa mediterránea de
Anatolia, y pronto habían destacado por sus logros culturales, primero con la brillante
civilización micénica, destruida en el siglo XII a. C., quizá por pueblos
grecoparlantes más atrasados; y después en el período clásico de los siglos V y IV a.
C. Según Heródoto, «el pueblo heleno se distinguía de los bárbaros por un espíritu
más sagaz y libre de necedades». Desde luego, sus innovaciones no admiten
parangón: el teatro, el pensamiento científico, una filosofía sistemática y en fructífera
competencia de escuelas, la geometría y las matemáticas abstractas, la historia
racional, el pensamiento político, la democracia… Los griegos poseían un agudo
sentimiento de su identidad nacional (sangre, lengua y religión), pero vivían
separados en ciudades estado a menudo enfrentadas, en las que ensayaron formas de
organización social. Su potencia creativa en el período clásico quizá nunca fue
igualada antes o después en el mundo.
En fechas no alejadas de la caída de la cultura micénica, aunque con un amplio
margen de error, los hebreos habrían salido de Egipto. Eran entonces tribus
seminómadas semejantes a las beduinas, uno de tantos pueblos que migraban por los
aledaños de las civilizadas Mesopotamia, Egipto o Canaán. De economía elemental y
poco versados o interesados en cuestiones técnicas, profesaban una devoción
absorbente a un dios único que les separaba de los demás pueblos. Tras salir de
Egipto, al parecer, y vagar un tiempo por el Sinaí, habían resuelto asentarse en
Canaán, la «tierra prometida» por Dios, según sus tradiciones, para construir allí el
país de Israel: «Cuando entres en la tierra que te dará el Señor tu Dios, no imites las
abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o
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hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni
espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practica eso es abominable
para el Señor». Combinando la infiltración pacífica con cruentas campañas, a veces
de exterminio, los judíos ocuparon la tierra de los cananeos, pueblos superiores
material y técnicamente a sus conquistadores.
Tanto los griegos como los judíos tenían aguda conciencia de su identidad, y
también diferían entre sí en casi todo. Pese a su proximidad geográfica, ambos
pueblos habían tenido poca relación comercial y cultural hasta las conquistas de
Alejandro, y muy escasa simpatía mutua desde entonces. Los judíos, semitas
emparentados con árabes y fenicios, eran monoteístas aislados en un mar politeísta.
Los helenos, indoeuropeos por lengua y origen, eran politeístas, con corrientes
minoritarias escépticas, incluso ateas, y una cultura muy variada y vivaz; aunque
también en Grecia la elaboración filosófica había depurado el politeísmo, al menos
entre las capas más cultivadas, aproximándose a concepciones monoteístas sobre sus
sugestivos mitos, a menudo de gran belleza trágica, pero considerados de moral
ambigua o grosera.
La religiosidad hebrea, nacida de la universal inquietud del hombre por su destino
y el del mundo, suponía una abstracción y elevación sobre las concepciones religiosas
de otros pueblos. Con los Diez Mandamientos habían logrado sintetizar unos
principios morales de gran sencillez y eficacia, si bien complicados con unas normas
intrincadas y obsesivas. Por supuesto, tales principios no eran ajenos a los demás
pueblos, pero en éstos eran menos operantes, por más diluidos y menos explícitos. La
religión constituía el eje estricto del modo de vivir hebreo, también de su política,
articulada en torno a una clase sacerdotal y al Libro, la Biblia, conjunto de tradiciones
míticas, históricas, éticas, jurídicas, poéticas, proféticas, que consideraban inspiradas
por la divinidad. Su historia es la de una apasionada adhesión, plagada
simultáneamente de infidelidades, al concepto de un Dios único, y por ello se veían a
sí mismos como el pueblo elegido por Dios. Estas concepciones les otorgaban un
espíritu exclusivista y vigoroso en extremo, que les había permitido afrontar a
enemigos materialmente superiores y resistir a conquistas, persecuciones, destierros y
avatares en los que tantas otras culturas habían desaparecido.
Por la época que tratamos, después de muchas y dramáticas alternativas a lo largo
de diez siglos, ambos pueblos se hallaban, como quedó indicado, bajo dominio de los
descendientes del imperio macedónico de Alejandro Magno. Grecia y todo el
Mediterráneo oriental habían dejado atrás la época clásica y vivían el llamado
período helenístico, que había perdido gran parte de la originalidad e ímpetu creativo
anterior. Para entonces también los ideales democráticos se daban por fracasados
como fomentadores de la demagogia y la guerra civil, y la gente que decidía, las
capas más cultas y pudientes, preferían al tirano, hombre fuerte pero aceptablemente
benévolo, algo así como un déspota ilustrado que al menos garantizase el orden
social. Con todo, el helenismo, mejor organizado, mucho más extenso y opulento que
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en los tiempos clásicos, desplegaba los logros de éstos. Los mismos israelitas vivían
una helenización mal aceptada por la mayoría, que iba a provocar, ya en el siglo II, la
rebelión de los Macabeos. Fuera de Israel, grupos judíos se establecían como
prósperas comunidades en diversas ciudades, especialmente en Alejandría, siempre
en discordia con los helenos.
En el noreste de África, la ya antiquísima civilización egipcia persistía, agotada y
diluida, bajo el poder helenístico de la dinastía ptolemaica. De hecho, Alejandría se
convirtió en el nuevo centro irradiante de la cultura helénica, sucediendo a la Atenas
clásica. Indirectamente, Grecia, pese a su desunión interna y sumisión a Macedonia,
constituía la potencia cultural dominante en todo el Mediterráneo oriental, lo mismo
en su parte europea que en la africana o la asiática.
Dentro del ámbito mediterráneo cabe distinguir, geográfica y culturalmente, dos
grandes cuencas, separadas por la península itálica, Sicilia y la actual Túnez. La
cuenca occidental queda configurada por la costa oeste de Italia, la levantina de
Iberia, el sur de las Galias y el actual Magreb (Mauritania y Numidia). Físicamente
difiere mucho de la cuenca oriental: menos islas, aunque bastante más grandes, y
alguna mayor dificultad para la navegación, por entonces cercana al litoral. La
diferencia cultural era aún mayor que la física. La cuenca oriental, muy poblada y
urbanizada desde antiguo, constituía el epicentro de la cultura helenista, mientras que
la occidental estaba mucho menos civilizada, poblada y urbanizada, con etnias
nómadas o trashumantes, sobre todo en Mauritania. A esa cuenca alcanzaba la
irradiación griega, muy profunda en el sur de Italia y Sicilia, harto más atenuada en el
resto, en forma de pequeños enclaves comerciales (alguno mayor, como Marsella); y
también se mostraba la más antigua huella fenicia, continuada por Cartago.
Descontando el sur de Italia y Sicilia, en decadencia política desde hacía tiempo,
el Mediterráneo occidental contaba en el siglo III a. C. con pocas ciudades de relieve,
pero entre ellas destacaban dos: Roma, en el Lacio, hacia la mitad occidental de la
península itálica; y Cartago, en el extremo noreste de la Numidia, la actual Túnez. La
primera vivía en régimen republicano después de haber abandonado la monarquía tres
siglos antes. De su sistema político dirá el historiador griego Polibio: «Las tres clases
de gobierno citadas dominaban la Constitución y las tres se ordenaban, administraban
y repartían tan equitativamente, con tal acierto, que nadie, ni los nativos, habrían
podido decir con certeza si el régimen era del todo aristocrático, democrático o
monárquico. Cosa natural, pues atendiendo a la potestad consular se asemejaba a una
constitución plenamente monárquica, tomando en consideración la del Senado,
aristocrática, y considerando la del pueblo, creeríamos hallarnos por completo en una
democracia».
Cartago era también una república, con otra poderosa oligarquía representada en
un Senado; pero en casi todo lo demás las dos ciudades diferían. Roma, ciudad
interior aunque cercana a la costa, de economía agraria y lengua indoeuropea,
ostentaba la hegemonía sobre la mayor parte de Italia, con un ejército de ciudadanos
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y, al principio, escasa capacidad marinera. Cartago, ciudad marítima, de cultura
semita y comercial, disponía de una potente armada, un ejército mercenario y su área
de influencia abarcaba el norte de África, gran parte de Iberia y las grandes islas
Sicilia, Cerdeña, Córcega y las Baleares, de donde casi había desplazado la presencia
política y comercial griega. El occidente mediterráneo parecía destinado a convertirse
en un mar púnico.
* * *
Cerrando casi por completo el Mediterráneo occidental se hallaba Hispania o
Iberia, habitada por un mosaico de pueblos. Desde el punto de vista socieconómico,
han solido distinguirse en la península tres amplias zonas bastante definidas, de
mayor a menor complejidad o civilización: la mediterránea (extendida desde los
Pirineos hasta el sur de Portugal, ya en el Atlántico), la centrooccidental y la norteña.
La primera se ha identificado tradicionalmente con los pueblos íberos, así
llamados por ser la parte de Iberia más próxima y conocida para los griegos. El
origen de estos pueblos es incierto, y probablemente fueron identificados por
compartir creencias religiosas y hablar dialectos parecidos, si bien se hallaban
dispersos en varios grupos y tribus. La arqueología demuestra su considerable
desarrollo artístico (damas de Elche o de Baza, monumento funerario de Pozo Moro,
por ejemplo) y económico en torno a ciudades pequeñas con un comercio bastante
activo, escritura propia —se conservan unas 2000 inscripciones no descifradas hasta
hoy, en lengua no indoeuropea— y, a partir de los enclaves comerciales costeros,
notables influencias helénicas y fenicias. Poseían una técnica considerable,
manifiesta, por ejemplo, en la confección de las célebres falcatas o espadas ibéricas,
muy apreciadas por los romanos. Por el extremo suroccidental de este ámbito, en el
bajo Guadalquivir y desde Cádiz al Algarbe, había florecido varios siglos antes la
civilización tartésica, probablemente la más antigua del Atlántico. Gádir, la actual
Cádiz, fundada posiblemente antes del año 1000 por los fenicios, es también la
primera ciudad existente en todas las costas atlánticas.
La segunda zona socioeconómica comprendía las poco fértiles mesetas y sierras
del interior peninsular y Lusitania. Allí vivían tribus célticas (las que usaban el
alfabeto ibérico se llamaban celtíberas), provenientes del centro de Europa, que
terminaron fundiéndose con indígenas anteriores, a quienes impusieron su idioma y
otros rasgos. Más ganaderos y menos agrarios y comerciantes que los íberos, con
menos ciudades y economía más elemental, han dejado restos arqueológicos también
más pobres, y debían de hablar dialectos indoeuropeos emparentados y compartir
creencias y folclore. Dentro de la zona céltica subsistirían pueblos no celtizados o
sólo parcialmente.
En la tercera zona, cornisa cantábrica y actual Galicia, se diseminaban varios
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pueblos sobre una tierra de bosques y montañas, de arduas comunicaciones, sin
núcleos de población algo densos, más lejanos de la civilización que el resto. Parte de
esta zona, Galicia ante todo, conservaría largo tiempo la cultura castreña, de carácter
étnico discutido. En la actual Navarra y Pirineos aledaños se hablaba vascuence,
lengua no indoeuropea como la ibérica (aunque no se ha demostrado parentesco entre
ambas), mientras que las actuales Vascongadas y Galicia parecen haber sido bastante
celtizadas.
Habida cuenta de las circunstancias económicas, los habitantes de Iberia no
debían de llegar a los dos millones, aunque se hace imposible un cálculo algo preciso.
La distribución cultural y económica de Europa recuerda a la de Iberia por
aquellas fechas: una cuenca mediterránea bastante o muy civilizada; al norte de ella,
desde Irlanda y Galicia hasta Anatolia, una amplia franja de pueblos semicivilizados,
celtas o celtizados, producto de una expansión de siglos, con amplios islotes de
pueblos distintos; y al norte y este de esa segunda franja, una tercera donde vivían los
pueblos germánicos y eslavos, de cultura más primitiva comparable a la del norte
peninsular.
Entre las tribus de Iberia debían de menudear las hostilidades, como indican los
restos arqueológicos y los testimonios romanos. Éstos tenían a los hispanos por
belicosos y explotaron a conciencia su desunión. Pero de las historias, empresas,
caudillos, modos de vida, formas políticas y religiosidad de aquellos pueblos sabemos
muy poco. Algunos autores, como Martín Almagro Gorbea, han supuesto cierta
tendencia unitaria, pero la unificación sólo podría efectuarla alguna tribu o ciudad
con ambición y potencia hegemónica, y no hay noticia clara de que tal proceso
estuviera en curso. Acaso Tartesos habría podido cumplir ese papel progresivamente,
ya que su red cultural y comercial llegó a extenderse por Extremadura hasta León, y
por el valle del Guadalquivir… Sin embargo esa civilización había desaparecido
bruscamente en el siglo VI, tres antes de la época que tratamos, debido a una crisis
comercial en su relación con Fenicia o, más probablemente, aplastada por Cartago.
Después de Tartesos no se aprecia ningún poder capaz de imponerse o con designio
de hacerlo, ni en el ámbito ibérico ni en el celta. No hubo, pues, un impulso
comparable al de Roma en Italia o Cartago en las costas del Mediterráneo occidental.
En todo caso, cualquier posible proceso de esta índole iba a verse impedido, antes de
nacer, por intervenciones exteriores: precisamente de Cartago y de Roma.
* * *
Y fue en el Mediterráneo occidental donde, hacia la segunda mitad del siglo III,
iban a producirse hechos decisivos para la historia posterior del mundo civilizado, y
que iban a determinar de inmediato el destino del Mediterráneo y, por cierto, de
Hispania.
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Hacia el año 264, las dos poderosas y expansivas ciudades-estado púnica y latina
chocaron en Sicilia de forma en parte accidental, a través de un conflicto interior
entre ciudades de la isla. La guerra, con diversas alternativas, duró 23 años y terminó
con una difícil victoria de Roma, quedando Sicilia bajo su influencia y perdiendo
Cartago la hegemonía naval. Poco después una rebelión de los mercenarios de
Cartago permitió a los romanos hacerse con Cerdeña y Córcega, en violación de los
acuerdos. Esta guerra, primera de las «Púnicas», no decidió la situación, y sólo aplazó
la rivalidad entre ambas ciudades por controlar el Mediterráneo occidental. La
derrotada potencia africana se concentró en rehacer su poder económico y militar,
afianzándolo en el actual Magreb y extendiéndolo por la Península Ibérica. Con ese
objeto el general Amílcar Barca fundó la «Ciudad Nueva», actual Cartagena, en 227,
diseñada como base de su expansión por Hispania y para empresas más vastas. El
intento de someter a los pueblos de Iberia no resultaría fácil a los púnicos, y los dos
jefes de la familia Barca, Amílcar y Asdrúbal, lo pagarían con la vida.
Aníbal, hijo de Amílcar, resuelto a controlar la península, llevó sus campañas por
el interior hasta la actual Zamora. Jefe excepcional por sus dotes y amplia visión,
muy estimado por sus tropas, buscaba el desquite con Roma llevando la guerra hasta
el final, en la misma Italia. La primera etapa de su plan consistió en organizar,
adiestrar, armar y pagar un ejército, tarea difícil y de gran envergadura, y asegurar la
Península Ibérica como fuente de pertrechos, minerales, entre ellos oro y plata, y
soldados de excelente reputación. Hacia el año 220 a. C., casi dos tercios de la
península se hallaban más o menos bajo dominio púnico, desigualmente afianzado.
La ofensiva contra Roma comenzó en 219 con el ataque a Sagunto, próspera
ciudad comercial ibérica helenizada. La ciudad pertenecía al área de influencia
cartaginesa, extendida hasta el Ebro por los acuerdos de la anterior Guerra Púnica, y
por ello atacarla no debía suponer un conflicto con Roma. Pero los saguntinos habían
entrado por su cuenta en alianza con los romanos, y Aníbal sabía que al atacarles
atacaba a su verdadero enemigo. Habría luego fuerte polémica justificativa sobre
quiénes habían infringido los pactos: parece claro que lo hicieron los cartagineses,
pero los romanos los habían roto antes al adueñarse de Córcega y Cerdeña.
Esperaba el cartaginés que Sagunto cayera sin excesiva dificultad, pero encontró
una resistencia enconada y agresiva, en la que el propio Aníbal recibió heridas
graves. Los sitiados esperaron refuerzos de Roma, pero, al no llegar éstos, se vieron
poco a poco acorralados. Aníbal, furioso, ofrecía a sus soldados la ciudad como botín,
y a quienes se rindieran condiciones apenas mejores que la esclavitud. Ante ello, un
número de saguntinos optó por hacer una gran pira y arrojar a ella sus riquezas y a sí
mismos, y otros se lanzaron a morir combatiendo a la desesperada. El heroísmo y el
trágico fin de la ciudad halló eco en toda la península.
Así comenzó la II Guerra Púnica. Embajadores romanos trataron de atraerse a las
tribus ibéricas más o menos sometidas o aliadas de Cartago, pero recibieron una fría
respuesta: «Id a buscar aliados donde no se conozca el desastre de Sagunto; para los
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pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como
señalado para que nadie confíe en la lealtad o la alianza romana».
Puesto que el mar estaba dominado por la escuadra enemiga, Aníbal avanzó por
tierra hacia Italia con un ejército de unos cien mil cartagineses, númidas, hispanos y
galos. Cruzó los Pirineos, el sureste de la Galia y los Alpes en una de las marchas
más célebres de la historia, y penosa en extremo, pues perdió, se dice, la mitad de sus
tropas. Pero, ya en Italia, se atrajo a pueblos celtas y venció a los romanos en Tesino
(218), Trebia (finales de 218) y Trasimeno (217). Roma sufrió dolorosas pérdidas,
pero no desmayó. Con esfuerzo ímprobo reclutó otro gran ejército, estimado en
90 000 soldados, contra los 50 000 mal abastecidos de Aníbal. La proporción de
fuerzas y la eficacia combativa de las legiones romanas debían haber abocado a los
cartagineses a la catástrofe final. Pero, trabado el combate en Cannas, en agosto de
216, la magistral táctica de Aníbal consiguió envolver a sus enemigos y aplastarlos en
una de las batallas más sangrientas de la historia en un solo día: murieron 70 000
romanos, según Polibio, y 6000 púnicos.
El sorprendente desenlace pudo haber sellado el destino de Roma. La ciudad
disponía de recias murallas, pero no del ejército capaz de defenderlas. Cuando
llegaron allí las noticias, «jamás fue tan acusado el pánico y la confusión», dice
Livio; las mujeres llenaban las calles de clamores por sus muertos, corrían mil
rumores y para aplacar a los dioses se realizaron sacrificios humanos, una práctica ya
desusada en la tradición latina (en Cartago persistía la costumbre de arrojar niños al
fuego en ofrenda a su dios principal, Baal-Hammon). No obstante, el Senado
conservó la calma y, dándose cuenta de que todo dependía de las decisiones de
Aníbal, aplacó los tumultos, obligó a cada cual a permanecer en su casa y trató de
informarse, por medio de espías y de los supervivientes. Las noticias le
tranquilizaron, pues le permitían ganar tiempo: «El cartaginés estaba asentado en
Cannas traficando con el precio de los prisioneros y del resto del botín, sin la moral
del vencedor ni el comportamiento de un gran general».
Y así era. En el momento decisivo, Aníbal, tan audaz hasta aquel momento, había
vacilado: sus hombres estaban agotados, no había recibido refuerzos de Cartago
debido a las intrigas de sus rivales en el Senado cartaginés, y las murallas de Roma le
imponían respeto. Maharbal, jefe de la caballería, más lúcido, le propuso avanzar al
instante sobre la urbe latina, «para que antes se enteren de que hemos llegado que de
que vamos a llegar». Ante las dudas de su general dictó la célebre sentencia: «Los
dioses no conceden todos sus dones a una misma persona: sabes vencer, Aníbal, pero
no sabes aprovechar la victoria». El caudillo púnico llevó su indecisión hasta dirigir
frases conciliatorias a su mortal enemiga, a la que intentaría asaltar años más tarde,
ya en condiciones mucho peores y en vano.
La batalla de Cannas resultó así la decisiva de aquella guerra: pudo haber causado
la aniquilación de Roma y en cambio no impidió su supervivencia y recuperación,
que Cartago iba a pagar muy caras. Para ello hizo falta la energía y voluntad unánime
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del Senado romano, talante muy distinto del Senado cartaginés. Así, la ciudad latina
concentró sus últimas fuerzas en levantar un nuevo ejército recurriendo a los
supervivientes de Cannas, a soldados muy jóvenes y a esclavos a quienes prometió la
libertad; y desplegó una activa diplomacia para retener a sus vacilantes aliados.
Aníbal se retiró al sur de Italia y adoptó una estrategia de largo plazo, tratando de
cortar el abastecimiento de su enemiga, devastar sus tierras y privarla de aliados por
la diplomacia o la fuerza. Apuesta peligrosa, debido a su propia dependencia de
suministros lejanos y al sabotaje de sus adversarios en Cartago, donde su rival
Hannón respondía con una envenenada argucia a sus peticiones de auxilios: «Si
Aníbal es vencedor, no los necesita; si es vencido, no los merece». Desde el asedio de
Sagunto hasta Cannas habían pasado tres años cuajados de victorias, pero ahora la
contienda iba a volverse lenta y pesada frente a un enemigo que a su vez buscaba
tenazmente aislarle a él. En difícil situación los dos bandos, se agotaban en una pugna
interminable.
Consciente del valor de Iberia como base cartaginesa, Roma había enviado allí en
218 a los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión con importantes fuerzas. Éstos
habían infligido reveses a los púnicos, pero en 211, a los ocho años de comenzada la
contienda y a los cinco de Cannas, fueron vencidos y muertos por Asdrúbal, hermano
de Aníbal. En ese punto entraría en escena un joven general de la talla de Aníbal,
Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los derrotados en Hispania, adonde
acudió para enderezar el curso bélico. Pues allí, más que en Italia, iba a dirimirse la
magna contienda.
Escipión desembarcó en Tarragona y dedicó los meses siguientes a elevar la
moral de sus tropas y reorganizarlas, y a informarse minuciosamente sobre las
posiciones e intenciones de sus enemigos. Averiguó que éstos tenían en Hispania tres
ejércitos muy separados territorialmente, aunque susceptibles de concentrar sus
fuerzas en poco tiempo; y que sus jefes rivalizaban entre sí y disgustaban a los
pueblos hispanos con sus exigencias. Entonces concibió el osado plan de tomar la
lejana Cartago Nova, principal base enemiga, arsenal, almacén del tesoro y centro de
navegación con la metrópoli púnica. La plaza estaba bien amurallada pero mal
guarnecida, pues nadie imaginaba una empresa tan audaz. A marchas forzadas,
Escipión llegó a la ciudad y la tomó con ardides ingeniosos antes de que los ejércitos
enemigos pudieran ayudarla. Al mismo tiempo se atrajo a varios pueblos celtíberos,
entre ellos a la populosa tribu ilergete mandada por los caudillos Indíbil y Mandonio,
antes aliados de Cartago.
La caída de Cartago Nova, en 209, dio un vuelco a la situación en Hispania, pero
los tres ejércitos cartagineses seguían incólumes. Al año siguiente, Escipión marchó
sobre la Bética para atacar a Asdrúbal con rapidez que impidiese a los otros generales
púnicos reunirse con él, lo desbarató en Bécula, en la primavera de 208 y se adueñó
de gran parte del sur peninsular. Aun así no pudo impedir la huida de Asdrúbal,
quien, con el grueso de sus tropas, subió hacia las actuales Navarra y Guipúzcoa,
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donde reclutó a numerosos vascones, y siguió a Italia por el sur de las Galias. La
reunión de sus refuerzos con Aníbal, habría exacerbado de nuevo el peligro para los
romanos. Éstos le salieron al paso y lo vencieron ya en Italia, junto al río Metauro. Su
cabeza cortada fue arrojada al campamento de su hermano Aníbal, para
desmoralizarle.
Continuaban en Hispania dos ejércitos cartagineses reforzados desde África, pero
Escipión los aniquiló el año 206, esta vez en Ilipa, quizá cerca de la actual Carmona:
Aníbal y Cartago perdieron su base hispana, cuya parte mediterránea, más algunas
tierras celtíberas, quedaron bajo control latino. Escipión fundó Tarragona como
ciudad y también Itálica, cerca de la actual Sevilla, poblándola con veteranos de las
legiones.
Faltaba el golpe de gracia al Imperio cartaginés. Escipión pudo haberlo intentado
en Italia, pero prefirió hacerlo en la misma África, desembarcando osadamente cerca
de Cartago. Con ello obligaba a Aníbal a evacuar Italia, librando a Roma de su
amenaza, aunque se arriesgaba a sufrir él mismo una derrota fatal. Por fin venció al
gran cartaginés el año 202, en Zama, y se ganó el apodo de El Africano.
* * *
Terminaba así, tras diecisiete años de empeñadísima pugna, la II Guerra Púnica,
que «tuvo tantas alternativas y su resultado fue tan incierto que corrieron mayor
peligro los que vencieron», señala Tito Livio. Roma quedaba dueña del Mediterráneo
occidental y, continuando su impulso, proyectó enseguida su poderío sobre el
Mediterráneo oriental, imponiéndose a Macedonia y a Siria. En esta última campaña
El Africano volvería a desempeñar un papel clave.
Esta guerra, dice Tito Livio fue «la más memorable de cuantas se llevaron jamás
a cabo», y no exagera: veintiséis años después de haber estado a punto de perecer en
Cannas, la ciudad del Lacio ostentaba la hegemonía en todo el Mediterráneo, cuyas
orillas llegaría a dominar por completo, situación política y estratégica nunca antes
conocida y que jamás se repetiría. Pero la proyección de esa guerra alcanza mucho
más de lo que pudieron imaginar Livio o sus contemporáneos. Si el gran designio de
Aníbal hubiera tenido éxito —y muy cerca de él estuvo—, el Imperio romano nunca
habría llegado a existir, con todo lo que ello ha supuesto para la historia de
Occidente. Muy distinta habría sido la evolución cultural y política europea, y quizá
Europa no habría llegado a conformarse, muchos siglos después, como centro o eje
de la evolución mundial. Por lo que nos atañe, la segunda mitad del siglo III antes de
Cristo no es una época más en la historia. En cierto modo nació entonces la
civilización comúnmente llamada occidental y su acta de nacimiento fue
precisamente aquella guerra.
La derrota de Cartago orientó la historia posterior de Hispania. Si alguna guerra
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ha habido decisiva, una auténtica guerra del destino, para España y para Europa, ha
sido ésta, cuyos efectos llegan con plena fuerza hasta hoy. Sin ella Hispania habría
entrado en la órbita afro-oriental, no tendríamos la cultura que tenemos ni el idioma
que hablamos, el cristianismo habría sido erradicado por la posterior invasión
musulmana, como en el norte de África, y no habrían sido posibles procesos como la
Reconquista. España, propiamente hablando, no habría llegado a existir, y la historia
de Iberia se habría parecido más, con toda probabilidad, a la de los Balcanes.
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ESCIPIÓN, VIRIATO, SERTORIO
Paradójicamente, Escipión terminaría vencido por sus propios paisanos, pese a los
servicios excepcionales que les había rendido. Surgió frente a él Catón el Viejo o el
Censor, hombre rígido, duro y mezquino, que había luchado a sus órdenes y le hizo
acusar de malversación. Absuelto, el Africano, ofendido, abandonó su ciudad. Murió
en 183, con 52 años, tras ordenar su epitafio: «Patria ingrata, no tendrás mis huesos».
Aníbal murió el mismo año, con 64, suicidándose en Bitinia, Asia Menor, al exigir
los romanos su entrega al rey del país. También él se había visto obligado a exiliarse
de Cartago por las intrigas de sus paisanos y el peligro de ser entregado a Roma.
Escipión pertenecía a una familia patricia, mientras que Catón, agricultor muy
gustoso de la vida campesina, procedía de la plebe. Esta diferencia de origen y
carácter se completaba con otras más significativas: el primero sentía atracción por el
espíritu helenístico y lo fomentaba, después de que las guerras hubieran generado
contactos estrechos del Lacio con las ciudades griegas del sur de Italia y con la propia
Grecia, alumbradores de una peculiar simbiosis cultural en toda la cuenca
mediterránea. Su adversario defendía las viejas costumbres y virtudes que habían
dado a Roma su vigor y preeminencia, representadas por el héroe Cincinato de
comienzos de la república: honradez, frugalidad, trabajo duro, rusticidad, un rudo
pero estricto sentido de la justicia y de la piedad religiosa, ausencia de ambiciones
personales (la figura de Cincinato inspiraría muchos siglos después a los prohombres
de la independencia de Usa). Catón juzgaba que los griegos y sus libros no debían ser
tomados muy en serio («cuando esa gente nos pase sus escritos, lo corromperán
todo»), y obtuvo del Senado la expulsión de tres filósofos atenienses.
Otro efecto de las guerras fue la afluencia de inmensas riquezas a Roma, las
cuales impulsaron, en efecto, la corrupción pública y la concentración del poder
económico en unas cuantas familias, la clase senatorial, así como la ruina de muchos
pequeños y medios propietarios. Este efecto inesperado irritaba a los nobles y
plebeyos más desfavorecidos, que simpatizaban con las prédicas catonianas y
añoraban la austeridad y justicia de antaño. Una desviación del descontento se orientó
contra Cartago, la cual rehacía deprisa su prosperidad y, según algunos, pronto
volvería a convertirse en un peligro. Catón cerraba sus discursos, cualquiera que
fuese su tema, con la célebre frase Delenda est Carthago (hay que destruir Cartago).
Así llegaría la III Guerra Púnica en 149, año también de la muerte de Catón, y que
terminaría a los tres años con el arrasamiento de la ciudad africana, seis siglos y
medio después de su fundación como colonia fenicia de Tiro y cincuenta y seis años
después de la derrota de Aníbal.
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Catón tuvo intensa y desgraciada relación con Iberia, adonde acudió en 195 para
sofocar la sublevación de la Hispania Citerior, territorio de los íberos. Combinó
rápidas maniobras ofensivas con una diplomacia engañosa sin escrúpulos, a fin de
oponer a unos pueblos contra otros, y con una crueldad implacable, sin ahorrar
matanzas de prisioneros y saqueos. Se jactaba de haber destruido más ciudades que
días había estado en el territorio (llamaba ciudades a pequeños núcleos de población),
y dejó tras sí un recuerdo de horror como nunca habían dejado Escipión o los
cartagineses.
Con toda su brutalidad, Catón distaba de ser un individuo vulgar. Carecía del
genio de Escipión, pero era un general hábil, además de orador y escritor notable.
Escribió una historia de Roma y otras ciudades italianas, un tratado militar y varios
sobre los trabajos del campo y de preceptos y máximas morales, perdidos hoy en su
mayor parte; sus discursos fueron editados asimismo. Sus obras dignificaron el latín
como lengua de cultura, y se ha supuesto que sin su esfuerzo literario el griego se
habría impuesto en tal función, relegando el latín a idioma puramente político y
familiar.
* * *
Los éxitos romanos nacían en amplia medida de sus legiones, el aparato militar
mejor concebido de la Antigüedad, que iban a pasear las águilas de la urbe latina por
el mundo entonces conocido en torno al Mediterráneo. La legión variaba entre 3500 y
8000 infantes, más frecuentemente 6000, auxiliados por un destacamento a caballo, y
tenía tal cohesión y adaptabilidad a cualquier circunstancia y frente, que incluso sus
derrotas solían costar al enemigo pérdidas cuantiosas —con excepciones como
Cannas—. Pero sus victorias aún dependieron más de la calidad de sus jefes, y
especialmente de la de Escipión.
Cuando se observan los grandes movimientos sociales en largos períodos de
tiempo, los personajes se desdibujan, tal como, desde cierta altura, vemos la línea de
las carreteras y las poblaciones que unen, pero no distinguimos su tráfico ni
directamente su utilidad. Sin embargo los movimientos sociales se conforman con
grupos estructurados, y en ellos sobresalen algunos individuos, bien por méritos
propios, bien por el lugar en que la fortuna los ha situado. La cohesión social suele
depender de la calidad de sus líderes. Hay asimismo épocas en las que apenas surgen
personalidades políticas o intelectuales relevantes, y otras en que aparecen con
abundancia. Encontramos también períodos de estabilidad y aspecto gris y anónimo,
y otros de encrucijada, en los que las sociedades toman unos u otros derroteros, a
menudo bajo el influjo determinante del carácter y la voluntad de un hombre.
Individuos como Qin Shi Huang o Asoka tuvieron extraordinaria trascendencia
histórica, el helenismo no se entendería sin Alejandro Magno, ni la guerra de Aníbal
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sin éste y Escipión. Cabe suponer que la tendencia expansiva de Roma y Cartago las
hubiera llevado igualmente al choque sin estos dos líderes —o bien a un acuerdo
sobre áreas de influencia, como prefería Hannón—, pero el resultado no habría sido
el mismo.
El rival de Aníbal fue un personaje descollante por sus hechos y carácter. Muy
joven cuando asumió su arriesgada tarea, tenía ya alguna experiencia militar, don de
gentes y entereza bien probada tras el desastre de Cannas, cuando, pese a no contar
más allá de 19 o 20 años, fue elegido para el mando de los supervivientes. Otros
nobles pensaron que «se están creando expectativas vanas, pues la república no tiene
salida y ya se ha hecho el duelo por ella»; por tanto planeaban desertar y huir por mar
para ofrecer sus servicios a otros reyes. Al conocer estos propósitos, los demás jefes,
indecisos, propusieron deliberar, pero Escipión rechazó cualquier discusión,
arguyendo que «donde se piensan cosas como esas hay un verdadero campamento
enemigo». Fue con algunos fieles a la tienda donde hablaban los partidarios de huir y
«desenvainando la espada sobre la cabeza de los asistentes, dijo: “Juro por mi
conciencia que lo mismo que yo no abandonaré la república del pueblo romano,
tampoco consentiré que la abandone ningún otro ciudadano […]. Exijo que con las
mismas palabras juréis los presentes. Quien no jure, sepa que mi espada está
desenvainada contra él”». Los presentes, aterrados, juraron y se entregaron a la
vigilancia de los hombres de Escipión.
Tampoco fue un trance fácil la asunción del mando para Hispania. Ante las
noticias de la derrota y muerte del padre y el tío de Escipión frente a Asdrúbal, «la
ciudadanía estaba abatida y sin saber qué hacer. No obstante bajó al Campo de Marte
el día de los comicios; vuelto hacia los magistrados, observaba los rostros de los
ciudadanos principales, que a su vez se miraban unos a otros […]. Nadie tenía el
valor de hacerse cargo del mando supremo en Hispania; entonces Publio Cornelio,
hijo del Publio caído en Hispania, joven de unos 24 años de edad, manifestó de
pronto que optaba al cargo y se colocó en un lugar más elevado, donde se le pudiera
ver». Hubo un entusiasta movimiento de apoyo, pero «después de finalizada la
votación, cuando en los ánimos se calmó la impetuosidad y la euforia, se produjo un
repentino silencio y una callada reflexión sobre lo que habían hecho, no fuera a ser
que la simpatía se hubiera impuesto a la razón. Les preocupaba sobre todo su corta
edad; algunos se estremecían además pensando en el sino de aquella familia», narra
Tito Livio. El joven revelaría pronto su genio, resalta Polibio: «A sus veintisiete años
se entregó a empresas que la gente creía desesperadas […] y, dedicado a ellas, dejó de
lado los planes vulgares que le podían venir a la mente a cualquiera y se propuso
hacer lo que ni amigos ni enemigos podían sospechar. Y todo con los cálculos más
precisos». Imaginativo, tenaz, firme y flexible, no reveló especial crueldad y respetó
la autonomía de la derrotada Cartago.
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* * *
En cuanto a Hispania, a Escipión se debe el comienzo de la penetración latina y
con ella de la unificación cultural e idiomática del país, siendo la base del proceso
Tarragona, que tomó enseguida vuelo político y comercial. Fue un proceso lento y
repleto de choques e incidentes. Hispania sería la primera conquista extra itálica de
Roma, pero también la que iba a ofrecer mayor resistencia. Sólo en el año 17 antes de
Cristo, dos siglos después de la llegada de Escipión, tras reiteradas y a veces
empeñadísimas guerras, culminaría la ocupación de la península. Las conquistas
romanas, anteriores o posteriores, exigirían campañas mucho más breves: en sólo
ocho años lograrían someter a las Galias y la Germania occidental; y en campañas
menores a Grecia, Siria, Egipto o el norte de África, convirtiendo al Mediterráneo en
un Mare Nostrum.
Hasta el terror de Catón, la dominación cartaginesa y romana en Hispania había
sido tenue, mediante pactos y alianzas que supeditaban a los íberos y celtíberos, pero
dejándoles amplia autonomía. Sin duda los pueblos peninsulares detestaban la
presencia de ejércitos extranjeros, pero éstos eran mucho más potentes y organizados
que los indígenas, los cuales, aunque al principio causaran serios reveses a los
púnicos y luego a los romanos, sólo podían intentar sacar algún partido de la rivalidad
latinopúnica, y en ningún momento supieron unirse para una defensa común.
Completada la victoria romana, la situación peninsular cambió. La nueva
dominadora sentía menos necesidad de atraerse a aquellas tribus atrasadas y
levantiscas, y se propuso un dominio mucho más firme. Su zona de influencia,
aproximadamente el tercio oriental de Iberia desde los Pirineos a Huelva, fue dividida
en 197 en dos zonas: Hispania Citerior y Ulterior, con límite aproximado por la actual
Valencia. Ya con Escipión comenzaron las revueltas en el noreste, acaudilladas por
jefes locales como Indíbil y Mandonio, que fueron derrotados. Cuando Escipión
abandonó Hispania, en 205, la rebelión se reprodujo y volvió a ser aplastada,
muriendo Indíbil en la lucha y Mandonio crucificado. No obstante, las rebeliones se
reanudaron en 197 y 195. Los pueblos turdetanos y otros de la actual Andalucía se
sacudieron momentáneamente el yugo, matando en lucha el procónsul romano.
Siguieron nuevas represiones y rebeliones hasta que a finales de la década la zona
entera quedó pacificada. Luego, desde 189, los latinos avanzaron sobre Lusitania
desde el sur, y desde 181 sobre Celtiberia desde el este. Azuzando las rivalidades
entre unos pueblos y otros, combinando los pactos con la acción bélica, el poder
romano progresó durante la década siguiente, haciéndose insufrible por la corrupción
y exacciones de los gobernadores.
El año 153 algunos pueblos celtíberos reanudaron la resistencia en torno a
Numancia, próxima a la actual Soria. Los numantinos disponían de jefes lo bastante
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hábiles y tropas lo bastante valerosas para desbaratar a las legiones, tanto en
emboscadas guerrilleras como en el choque abierto. El primer ataque a la ciudad
terminó en un grave revés para los romanos, que llevaban elefantes. Su general fue
relevado, pero su sucesor, con un ejército mucho más potente, volvió a fracasar. Un
nuevo ejército con 30 000 infantes y 2000 jinetes, atacó de nuevo Numancia y
Tiermes, otra ciudad resistente, pero sufrió tales pérdidas que hubo de aceptar un
pacto desfavorable. Sustituido el general romano, su sucesor tuvo que resignarse a su
vez a un pacto que el Senado consideró vergonzoso. Reanudada la guerra, los
desastres romanos aumentaron todavía. Y así continuaría una lucha que había de
durar 18 años.
Aquellas derrotas no suponían para la ciudad latina un peligro como el de las
campañas cartaginesas, pero resultaban más humillantes, pues no las infligía una gran
potencia, sino tribus poco numerosas y semiaisladas, sin un designio político de
alcance más allá de asegurar su independencia. Los continuos reveses y la sensación
de impotencia destruyeron la moral y la disciplina de las hasta entonces invencibles
legiones, mientras en Roma los jóvenes rehuían el servicio en Hispania y fue preciso
obligarles por sorteo.
Finalmente el Senado hizo un esfuerzo decisivo recurriendo a Escipión Emiliano,
nieto por adopción del vencedor de Aníbal. Emiliano había dirigido la III Guerra
Púnica que había destruido Cartago, y se le consideraba, como militar, de categoría
próxima a la de su abuelo. Con métodos drásticos restableció la disciplina y,
pareciéndole imprudente intentar nuevos asaltos, aplastó a los pueblos solidarios con
los numantinos y bloqueó la ciudad con muros, fuertes y artilugios sobre el río Duero,
condenando al hambre a sus moradores. Impresionadas por tal despliegue, y faltas de
líderes a la altura, las tribus del entorno permanecieron pasivas. Los numantinos
resistieron quince meses en condiciones extremas, y en 133 antes de Cristo
prefirieron seguir el ejemplo de Sagunto 86 años antes, incendiando sus bienes y
haciéndose matar o suicidándose. Los pocos supervivientes fueron vendidos como
esclavos. La epopeya numantina impresionó a los propios vencedores.
En práctica simultaneidad con la rebelión de Numancia, los lusitanos comenzaron
la suya en 155. La Lusitania venía a ocupar el Portugal de hoy desde el Duero hasta
el sur, más gran parte de las actuales Extremadura, Salamanca y Zamora. Al parecer,
la región sufría un rápido proceso de concentración de la propiedad agraria, que
dejaba a muchos habitantes sin tierra y dedicados al bandidaje. Su rebelión cobró
impulso, y lusitanos y celtíberos osaban incursionar la zona mediterránea y el África
inmediata, sin formar, no obstante, alianza entre ellos. La reacción romana, bajo el
mando del pretor Galba, fue feroz. En 150 engañó a los lusitanos prometiéndoles un
reparto de tierras, y los asesinó en masa cuando los tuvo confiados y desarmados. La
combinación de superioridad organizativa, crueldad brutal y explotación de las
rivalidades locales y sus traiciones mutuas devolvió a los romanos la iniciativa
durante unos años.
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La revuelta que siguió a las matanzas de Galba estuvo también a punto de ser
aniquilada, pero salió de entre los lusitanos un jefe de cualidades no comunes, el
pastor Viriato, que los dirigió desde 147.Ante su inferioridad militar, Viriato diseñó
una táctica de rápidas dispersiones y ataques, emboscadas y guerrillas, con la cual
venció sucesivamente a ejércitos enemigos de más de 15 000 hombres con poderosa
caballería. Fue la llamada «Guerra de fuego», por el ardor con que ambas partes la
libraron. Viriato fue imponiéndose sobre cerca de un cuarto del territorio peninsular,
arrastrando a la rebelión a otras tribus celtas o celtibéricas y, al igual que los
numantinos, no se mostró cruel en el castigo a los vencidos. A los siete años
consiguió dictar una paz humillante a los latinos en la que éstos le reconocían
caudillo de los lusitanos y, para mayor sarcasmo, «amigo de Roma», con práctica
independencia. Tal situación no podía ser estable y no lo fue. El triunfo lusitano podía
alentar más rebeliones, y los romanos recurrieron entonces a otro medio: sobornaron
a tres lugartenientes de Viriato para que lo matasen. Y así ocurrió. Ha pasado a la
historia la respuesta del cónsul Cepión a los asesinos cuando éstos fueron a cobrar el
soborno: «Roma no paga a traidores».
Tras grandes y bárbaros funerales a Viriato, con sacrificios humanos, los lusitanos
volvieron a la lucha bajo un nuevo jefe, Tántalo; pero éste carecía del genio y el
prestigio de su predecesor, y su revuelta fue sofocada en poco tiempo.
Viriato murió seis años antes de caer Numancia. Había sido el líder hispano más
capacitado, reconocido y audaz: derrotar a las legiones y a varios de sus mejores
generales una y otra vez durante siete años, con tropas orgánicamente muy inferiores
y alianzas precarias con otros pueblos, es una hazaña muy poco usual. Por ello pudo
representar mejor que nadie la resistencia de Hispania frente a Roma, y en tal sentido
vale la pena compararlo con Escipión. Éste procedía de una familia noble de una urbe
civilizada y era él mismo un hombre refinado y culto. Viriato, pastor y quizá bandido,
de costumbres rudas, nació de un pueblo no civilizado al que los latinos consideraban
aún más pobre y bárbaro que los del centro de la península. Pero con tantas
desventajas, unía el valor a una inteligencia natural destacada. Su política de extender
la rebelión y aliarse con pueblos celtíberos podría indicar acaso un plan más vasto de
expulsar a los romanos y unificar la península, pero no tenemos ningún indicio claro
al respecto. De hecho ni siquiera se produjo una alianza con los numantinos que por
los mismos años infligían a Roma una humillación tras otra.
Precisamente la ausencia de un designio de este género permitió a los invasores
utilizar a vascones contra celtíberos y a unos celtíberos o lusitanos contra otros.
Además, la población peninsular, por lo escasa, no bastaba para poner en pie un
verdadero ejército especializado y profesionalizado, más allá de una especie de
milicias, lo que vuelve aún más meritorios sus éxitos y resistencia, pero al mismo
tiempo los limitaba. Por lo tanto no cabe considerar a Viriato fundador posible de la
futura España. Desde luego, Escipión tampoco pensaba en nada parecido, pero sus
acciones sentaron las bases de la unidad cultural del territorio y, por tanto, de su
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devenir histórico.
* * *
Al terminar las guerras lusitanas y celtibéricas la romanización de la Hispania
mediterránea y andaluza estaba muy avanzada. Y la misma Roma se había
transformado con sus éxitos. Su expansión durante los siglos III y II a. C. había
desajustado su estructura e instituciones, la afluencia de riquezas causó enormes
desproporciones de fortuna, expansión de los latifundios cultivados con masas de
esclavos, y ruina de los pequeños y medios campesinos; la fe tradicional, las
costumbres y el cumplimiento de las leyes decayeron. Poco después de Numancia,
aunque sin relación directa con ella, las contiendas exteriores fueron sucedidas por
violentos disturbios en la metrópoli, al chocar los intereses de la enriquecida
oligarquía senatorial y los de la plebe de pequeños y medios propietarios, base hasta
entonces del estado romano, encabezados por los Gracos. De ahí nacieron cruentas
guerras civiles en Italia, donde los aliados de Roma se sentían mal tratados por la
urbe triunfante, y luego entre los partidarios del Senado, dirigidos por Sila, y los que
exigían reformas y mayor poder a la plebe, representados por Mario (el cual se había
formado militarmente en la campaña de Numancia). Uno y otro conculcaron las leyes
y tradiciones según les convino, y el vencedor, Sila, tratando de reforzar la república,
la hundió prácticamente, al establecer un sistema de terror.
Estas guerras repercutieron en Hispania, donde Quinto Sertorio, seguidor de
Mario, mantuvo durante diez años (82-72) una administración independiente de
Roma centralizada en la actual Huesca. Este general, llamado a Hispania por los
lusitanos, logró atraerse a una parte considerable de los pueblos peninsulares, iberos,
celtíberos, lusitanos y vascones, y rechazó una y otra vez a los ejércitos latinos
mandados contra él, incluyendo los de un rival tan experto como Pompeyo, aunque
también sufrió reveses graves. Según Plutarco, su actitud hacia los hispanos era más
bien instrumental y no pensaba crear un estado aparte; pero la dinámica de la lucha le
llevaba a crearlo, si bien latinizado, y a ganarse la adhesión de muchos hispanos
deseosos de sacudirse el yugo romano. Habría sido una iniciativa más viable que la
de Viriato, por cuanto tendría unas instituciones, cultura y ejército más complejos.
Sin embargo la posibilidad se vino abajo de un modo que recuerda al de Viriato: uno
de sus lugartenientes, Perpena, noble ambicioso e intrigante que se creía, por origen
familiar, superior a Sertorio, fraguó contra éste una conspiración y lo hizo asesinar
durante un banquete, el año 72. Perpena, sin el talento militar de su ex jefe, sería
vencido el mismo año por Pompeyo, y ejecutado, él y la mayoría de los conjurados.
Con el asesinato de Sertorio se desvanecía cualquier eventualidad de una Hispania
independiente.
A las guerras civiles, represiones y disturbios de Italia hasta el año 79, siguió en
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73-71 la rebelión de los esclavos acaudillada por Espartaco, que tuvo en vilo a Roma.
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PRIMERA ROMANIZACIÓN DE HISPANIA
El año 63, nueve después de la muerte de Sertorio, Julio César estaba en Hispania, en
buen trato con una opulenta familia de Cádiz, los Balbo, muy prolatina, hasta el punto
de recibir su jefe, Lucio Cornelio, la ciudadanía romana, raro honor para un
extranjero. Con su ayuda formó un ejército para someter a los lusitanos del norte y
galaicos, y alcanzar el mítico Finis Terrae, el punto más occidental del continente, y
las islas Casitérides o del estaño. El ambicioso César anhelaba emular las glorias de
Alejandro Magno, y con esta expedición esperaba cimentar su prestigio en Roma.
Sufrió un serio revés y hubo de retirarse a Córdoba, pero se resarció al año siguiente,
con ayuda de una flota. Con sus barcos llegó a la actual Coruña, y a partir de allí la
presencia romana se extendió con rapidez por la región. Después volvió a Roma y en
58 emprendió su conquista más famosa, la de las Galias, Germania occidental y,
pasajeramente, el sur de Britania. Había pasado un siglo y medio desde el
desembarco de Escipión en Tarragona.
Entretanto, la inestabilidad en Roma se hacía permanente, y el año 49 se encendió
otra guerra civil, entre César y Pompeyo, que se libraría en buena medida en
Hispania, a favor de César. Luego éste marchó sobre Grecia y volvió a vencer en la
batalla de Farsalia, y el año 45 se hizo nombrar dictador perpetuo, reduciendo al
Senado a una asamblea consultiva. Su triunfo aceleró la descomposición de las
instituciones republicanas, que estaban prácticamente en ruinas cuando el dictador
fue asesinado, el año 44. Una nueva guerra intestina estalló entonces entre los
republicanos y los cesarianos Marco Antonio y Octavio, el futuro Augusto, y luego
otra entre los dos últimos. Tras una concordia entre él, Marco Antonio y Lépido,
volvieron las hostilidades, concluidas con la victoria total de Octavio el año 30.
Este largo período de luchas, muy gravosas en sangre y dinero, duraron buena
parte del siglo I a. C. Cabría esperar que los pueblos sometidos por todo el contorno
del Mediterráneo las aprovecharan para intentar liberarse, pero, extrañamente, sólo en
pequeña medida ocurrió así; es más, la aparente descomposición de Roma no impidió
a ésta aplastar peligrosas incursiones germanas y extender aún su poder por el norte y
oriente, en especial por las Galias, Asia y Egipto, lo cual indica la solidez y el
prestigio alcanzados por la dominación romana.
Con todo, la ciudad ansiaba un hombre fuerte capaz de dar fin al desorden
crónico, aunque fuera a costa de las instituciones republicanas, y Octavio Augusto
resultó ser el adecuado: se impuso de hecho, si bien no de derecho, como nuevo
monarca y emperador, aboliendo en la práctica el poder del Senado o cualquier otro
que no fuera el suyo propio. En adelante Roma y su imperio serían regidos por
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emperadores apoyados sobre el poder militar, limitando o reduciendo a mera
apariencia las viejas instituciones republicanas. A ese precio acabó Augusto con el
desangramiento de la ciudad e inauguró cuarenta años de paz y estabilidad,
recordados como una edad dorada, la Pax Augusta. También buscó la paz en el
exterior con los sempiternos enemigos partos y, tras una incursión en Germania,
mantuvo la frontera del Rin.
Con Augusto terminó la república romana y comenzó el Imperio. La primera
había durado, por tanto, casi cinco siglos desde el derrocamiento de la monarquía en
510 antes de Cristo. Ese derrocamiento había sido visto como eliminación de la
tiranía y victoria de la libertad y el poder del pueblo, y al final el sistema retornaba a
algo muy parecido a la monarquía, que pronto se haría absoluta. La república había
creado y consolidado el imperio, es decir, el poder romano sobre el entorno del
Mediterráneo, y los sucesos subsiguientes habían cambiado la mentalidad corriente,
que pasó de identificar la república con la libertad a asimilarla a la inestabilidad y las
luchas fratricidas.
* * *
Una de las preocupaciones de Augusto fue la de completar la sumisión de
Hispania, pues quedaba en el norte, entre el este de Galicia y los Pirineos, una franja
de territorio independiente. Tratándose de zonas muy abruptas y pobres, sin riquezas
minerales conocidas, los romanos se habían interesado poco en ellas, excepto para
asegurar los pasos desde la meseta a la costa, donde habían instalado varios puertos, o
hacia las Galias. Al efecto habían establecido acuerdos con los vascones, que, fuera
de algún bandolerismo, no molestaban las comunicaciones romanas y se mantenían
pacíficos. Pero astures y cántabros ejercían presión bélica sobre las tierras del sur,
sujetas a Roma, a las que solían atacar y saquear. Se trataba de poblaciones dispersas,
de armas y técnicas rudimentarias pero muy amantes de su libertad y difíciles de
dominar por lo anfractuoso del terreno. Hábiles jinetes, compensaban sus desventajas
con el conocimiento del terreno y la movilidad.
El 29 a. C., grupos de vascones y cántabros causaron graves pérdidas a las tropas
latinas en la actual Álava, lo cual movió al propio Augusto a dirigir en persona la
guerra contra aquéllos. A ese fin movilizó un ejército extraordinario, quizá próximo a
los 80 000 hombres, más una flota para atacar desde el sur de las Galias y tomar en
tenaza, desde el mar, a sus rebeldes. Fue una guerra enconada, pese a la enorme
disparidad de fuerzas, en la que los invasores sufrían constantes emboscadas y
pequeños ataques relámpago. Las fatigas enfermaron a Augusto, que hubo de
retirarse a Tarragona. Por fin cántabros y astures cometieron el error de despreciar a
las legiones y trabar lucha frontal con ellas, siendo derrotados por completo. El año
25 Augusto pudo cantar victoria y fundó la ciudad de Mérida, en la actual
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Extremadura, instalando allí a veteranos de esta guerra.
Pero apenas abandonó Augusto Hispania, volvió a encenderse la rebelión. Las
represalias latinas fueron extremadamente crueles, cortando las manos a los
prisioneros. Y el año 22 aquellos pueblos volvieron a la lucha, para ser nuevamente
vencidos y vendidos como esclavos parte de ellos. «De los cántabros —dice el
historiador Dion Casio— no se cogieron muchos prisioneros; pues cuando
desesperaron de su libertad no quisieron soportar más la vida, sino que incendiaron
antes sus murallas, unos se degollaron, otros quisieron perecer en las mismas llamas,
otros ingirieron un veneno de común acuerdo, de modo que la mayor y más belicosa
parte de ellos pereció. Los astures, tan pronto como fueron rechazados de un lugar
que asediaban y vencidos después en batalla, no resistieron más y se sometieron
enseguida».
A su vez los cántabros vendidos como esclavos en las Galias mataron a sus amos
y volvieron a sus queridas montañas para recomenzar la lucha el año 17. Augusto
encargó la represión a su mejor general, Agripa. «Al marchar Agripa contra los
cántabros tuvo también quehacer con sus propios soldados, pues muchos de ellos,
envejecidos y cansados por las largas campañas, tenían a los cántabros por
invencibles y no obedecían a su general. Consiguió reducirlos pronto a la disciplina
con amenazas, exhortaciones y promesas, pero los cántabros le hicieron sufrir
bastantes reveses, pues su esclavitud anterior les había dado experiencia y sabían que
de ser capturados no salvarían la vida. Por fin, tras perder a muchos soldados y
castigar a muchos otros […] Agripa exterminó a todos los enemigos de edad militar,
y a los restantes los desarmó y les obligó a bajar de los montes a la llanura». El jefe
romano no debió de quedar muy satisfecho de la campaña, pues «sobre sus actos no
dio cuenta al Senado ni aceptó el triunfo, pese a haberle sido concedido por orden de
Augusto». Durante 60 años quedarían estacionadas tres legiones en la zona, para
asegurar la calma.
El heroísmo de aquellas poblaciones impresionó a sus vencedores (se hizo
proverbial la expresión «más difícil que hacer volver la espalda a un cántabro»), que
tomaron de los vencidos algunas tácticas de caballería e imitaron sus estandartes, con
el uso de esvásticas y símbolos lunares. Según Silio Itálico, «el cántabro, invencible
ante el frío, el calor y el hambre, se lleva antes que nadie la palma en toda clase de
trabajos. ¡Admirable amor a su pueblo! Cuando la inútil edad senil comienza a
encanecerle, pone fin a sus años, ya no aptos para la guerra, envenenándose con el
tejo». Estrabón afirma que los prisioneros crucificados cantaban himnos de victoria
en la cruz, pues consideraban una victoria morir libres y guerreros. Pero, como en las
resistencias de íberos, celtíberos y lusitanos, incluso más acentuadamente por el
mayor primitivismo de astures y cántabros, faltó un proyecto político general.
La península quedó dividida en tres grandes provincias: Lusitania, con capital en
Mérida; Bética en torno al río Betis, futuro Guadalquivir, incluía la mayor parte de la
actual Andalucía y el sur de Extremadura, con centro en Córdoba; y Tarraconense,
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con mucho la mayor, pues abarcaba desde la costa gallega a la mediterránea, y desde
el Cantábrico y los Pirineos hasta la actual Almería, excluyendo las otras dos
provincias, y su capital era Tarragona.
La conquista había transcurrido entre batallas, brutales represalias, diplomacia,
acuerdos pacíficos y reconocimientos de autonomía a diversos pueblos. Las
poblaciones locales habían tenido todas las razones para combatir a los invasores, y
sus gestas permanecen como un recuerdo emotivo y heroico. Pero no representaban
una opción con futuro ni política ni culturalmente y, aunque a disgusto al principio,
acabaron por apreciar ventajas en una civilización muy superior.
Desde que Escipión había comenzado la ocupación de Hispania al socaire de la
lucha contra Aníbal, habían pasado casi exactamente dos siglos, y el aspecto de
Hispania había cambiado de modo radical. El interés militar creó una red de calzadas
que procuró una economía mucho más interrelacionada y compleja. El latín fue
cundiendo como lengua de cultura, de relación comercial y de trato corriente, en
sustitución de las lenguas y dialectos anteriores. Las colonias latinas de soldados
licenciados o gente traída de Italia se mezclaban con la población local. Surgían o
crecían ciudades, con sus centros cívicos y comerciales (foros), edificios para
espectáculos públicos (teatros, circos…) a veces espléndidos, centros de enseñanza…
El valle del Guadalquivir, con ciudades como Córdoba, Híspalis e Itálica, o Gades en
su proximidad, se ponían al nivel de las más desarrolladas del Mediterráneo: era la
región más civilizada de la península, como en tiempo de Tartesos; Tarragona se
convertía en centro comercial y administrativo de la mayor parte de la península; en
la Celtiberia, Gallaecia, Lusitania y la costa norte surgían núcleos de población y
comercio, y Mérida llegaría a convertirse en una de las grandes ciudades del imperio.
La población creció, quizá se duplicara. Habían desaparecido las frecuentes guerras y
querellas entre pueblos y las murallas de los viejos poblados y villas, aunque existía
un bandidaje extendido. La Vía Augusta, calzada de casi 3000 kilómetros, de Gades a
Roma, era la principal comunicación terrestre de Hispania con la urbe (las tropas, en
marchas forzadas, podían emplear tres meses en recorrerla, más en realidad, por los
necesarios descansos. Mucho menos los mensajeros, mediante caballos y carros).
Según se acercaba la era cristiana, Estrabón explica cómo la latinización se
extendía sobre casi toda la península y pronto también en la franja cantábrica,
excluyendo tan sólo las montañas más recónditas, donde permanecían grupos
humanos con sus costumbres y lenguas ancestrales, como en el Pirineo navarro y
sierras próximas, donde perduraría la lengua vascuence; y probablemente otras, cada
vez más debilitadas, en los montes cantábricos y diversas regiones peninsulares. En
Galicia pervivieron largamente las arcaicas estructuras castreñas, coexistiendo con
una intensa romanización de pequeñas poblaciones y algunas ciudades. A partir de
ahí la historia peninsular refleja la de Roma, sobre la cual influyó a su vez.
La expansión romana modificó todo el mapa humano europeo. Destruyó casi todo
el espacio céltico, creando una nueva estructura continental: una vasta región de
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civilización compleja en torno al Mediterráneo, hasta la actual Holanda y el Rin,
fronteriza con un espacio mucho mayor, mal conocido e inhóspito para los
mediterráneos, donde vivían los pueblos germanos, eslavos y otros, en estado de
mayor barbarie que la eliminada cultura celta. Roma ejerció alguna influencia
comercial y material, pero muy escasamente espiritual sobre ellos. Estos pueblos,
como los beréberes del Magreb, gravitaban como una amenaza permanente sobre un
imperio que iba alcanzando el límite de sus fuerzas.
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HISPANIA Y LA EDAD DE PLATA LATINA
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avatares de la vida gracias a su fortaleza de espíritu fundada en la razón virtuosa. La
libertad consistiría en evitar las pasiones y vivir de acuerdo con ese logos que
determina nuestro destino, pues necesariamente todo ocurre según el plan de la
naturaleza, excluyente del azar. Ese orden se manifestaría en un derecho natural
subyacente a las leyes accidentales, e implicaría una igualdad esencial entre los
humanos (cosmopolitismo), evitación de la crueldad o la tortura, etc. Los males
vendrían de ignorar ese orden cósmico, que los estoicos creían conocer.
La crítica a los dioses mitológicos, de conducta contradictoria y a menudo
inaceptable moralmente, había expandido el escepticismo, incluso el ateísmo.
Cicerón veía el escepticismo como un mal, por lo que recurrió a argumentos
pragmáticos para justificar la creencia en la divinidad: no puede ser un error cuando
la comparten todos los pueblos, y sin esa creencia la sociedad se descompondría. Con
lo cual invertía insensiblemente el argumento metafísico: ya no es la «existencia» de
la divinidad la que da sentido a la vida y a la razón humana, sino que ésta crea a su
conveniencia y da sentido a la divinidad. Cicerón tendía a rechazar la pluralidad de
dioses, mientras que la sociedad romana no cesaba de adoptar otros nuevos traídos de
los países conquistados, como llegaría a manifestarse en el gran edificio del Panteón.
Cicerón fue acaso el autor de mayor altura intelectual entre los romanos. Participó
muy activamente en la política y, signo de los tiempos, su toma de partido a favor de
Octavio y contra Marco Antonio le costó la vida cuando ambos líderes llegaron a una
reconciliación transitoria: Marco Antonio aprovechó para vengarse ordenando el
asesinato del gran orador y escritor, sin que Octavio le defendiese.
También el epicureísmo cundía entre las capas intelectuales y políticas. En el
filósofo Lucrecio venía a ser un hedonismo refinado y ateo: concreta el sentido de la
vida en la búsqueda del placer y la evitación del sufrimiento. Parece una teoría clara y
casi evidente, pero ofrece dificultades: placeres de distinto nivel en competencia o
conflicto —los corporales o materiales y los espirituales, por ejemplo, y dentro de
estos dos grupos, otros diversos—, que imponen elecciones y renuncias; el roce o el
choque entre los placeres propios y los ajenos; el esfuerzo por alcanzar esos placeres,
quizá excesivo o anulador de la satisfacción; la no infrecuente sensación de hastío
posterior al placer logrado; las consecuencias corporales o sociales a veces
dolorosas… Éstas y otras dificultades someten el placer a cálculos individuales y
normas sociales que lo desvían o restringen, y hasta lo anulan.
Entre los poetas predominó la tendencia epicúrea, aunque casi siempre con una
veta estoica. Horacio desconfía del logos cósmico: la religión no ofrece consuelo, «la
piedad no detiene las arrugas, ni la vejez inminente, ni la implacable muerte», y
expresa la angustia dolorosa del transcurrir del tiempo y el fin inevitable: «No quieras
saber, es peligroso, lo que los dioses te reservan […]. Limita a un breve espacio tus
grandes esperanzas. El tiempo envidioso se nos escapa, aun mientras hablamos.
Cosecha el día (carpe diem) y fía poco en el mañana». No hay en ello mucho
consuelo ni alegría de vivir y, como observa melancólico en otra oda, «polvo y
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sombra somos», otra de sus frases tomadas para siempre por la literatura. No obstante
hay en Horacio, como en Virgilio, una esperanza mística, acaso popular, en la venida
de un hombre-dios destinado a librar al hombre de sus miserias.
Roma absorbió en grandes dosis la cultura helénica, contribuyó a ella y la
transmitió, hasta poder hablarse de una cultura grecolatina. No obstante, las
diferencias de espíritu, de Volksgeist, entre ambas saltan a la vista. Media larga
distancia entre la prodigiosa densidad de la especulación griega clásica y el
pragmatismo latino, que produjo pocos filósofos; tampoco el interés griego por el
mundo y la naturaleza, principio de su filosofía y del pensamiento científico, alcanza
un grado parejo en Roma, más aficionada a los asuntos humanos y sociales, y a las
técnicas útiles. Contrasta igualmente el idealismo del arte griego y su calidad estética,
hasta en objetos meramente industriales, con el realismo y el utilitarismo latinos, a
veces rudos. Los romanos admiraban y despreciaban simultáneamente a los griegos
del helenismo (graeculi, grieguillos), por su floja vitalidad y propensión a
especulaciones ridículas, que no les habían valido para salvar su independencia; y
temían que desviaran de los problemas de la vida real a los jóvenes mejor dotados.
Pero los autores de la Edad de oro, excepto Cicerón, responden más al espíritu de los
graeculi que al de Catón el Viejo, baste contrastar el estilo rebuscado y artificioso de
la Eneida, el poema épico nacional compuesto por Virgilio, con los más primitivos,
pero mucho más vigorosos y auténticos, de su modelo Homero.
Propios del genio romano fueron el talento normativo de su derecho y su
capacidad para unificar y pacificar a otros pueblos, aun si a un alto coste. En cambio
los griegos, parecidos en esto a los hispanos, nunca habían logrado unirse, salvo bajo
yugo externo, y habían luchado constantemente entre sí. En el siglo V Atenas había
construido un imperio sobre otras ciudades griegas, pero había sucumbido frente a
Esparta, la cual tampoco había logrado la unificación. Pero aun con su ineptitud
política y derrota militar, la cultura y lengua griegas mantenían tal fuerza que
siguieron prevaleciendo en el Mediterráneo oriental, y el latín sólo se impuso
plenamente en la parte occidental del imperio. No es difícil observar que los rasgos
culturales latinos —pragmatismo, afición a las leyes y normas, escaso gusto por la
especulación intelectual, realismo, etc.— se transmitieron intensamente a Hispania,
adonde el espíritu griego llegaba atenuado.
* * *
Después de Augusto, el sistema imperial acentuó sus rasgos absolutistas, y los 54
años siguientes vieron desfilar a cuatro emperadores enloquecidos por el poder:
Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón (dinastía Julio-Claudia). Tras el anárquico año 69
después de Cristo, subió al poder la dinastía Flavia, con Vespasiano, Tito y
Domiciano, hasta casi el final del siglo I.
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Fue ese siglo una segunda gran época de la cultura latina, llamada Edad de Plata.
Y una característica de ella fue la abundancia de escritores y artistas provenientes de
Hispania: Séneca el Joven, Marcial, Lucano, Pomponio Mela, Quintiliano, Columela,
entre bastantes otros menos brillantes, o menos conocidos hoy por haberse perdido
sus obras. Lo cual indica la profunda latinización y civilización alcanzadas por la
mayor parte de la Península Ibérica, siempre en primer plano el valle del Betis, de
donde provienen los dos Sénecas y Lucano (Córdoba), y otros autores secundarios; el
valle del Ebro daría a Marcial (nacido junto a la actual Calatayud) y Quintiliano
(oriundo de Calahorra); de Mérida provenía Deciano… Plinio el Joven valoraría a
Hispania como la nación más insigne después de Italia, por su lustre económico e
intelectual.
Séneca el Joven, acaso el filósofo romano de mayor enjundia, desarrolló con
cierta originalidad el estoicismo griego, y los ecos de su pensamiento llegan a
nuestros días. Admitía la religión oficial por respeto a la ley, no por creencia, y de
hecho despreciaba el politeísmo y la superstición con argumentos que habían de
emplear a su turno los cristianos: el culto a los dioses sustituía el amor por el temor, y
sus ritos constituían más bien un ultraje. Tiende a un monoteísmo peculiar, con
exclusión de oraciones y súplicas: Dios protege al hombre sin necesidad de ellas, y al
hombre sabio le basta obrar conforme a la razón. Dios sería «el alma del universo,
accesible al pensamiento y no a la vista». Podría llamársele Naturaleza, «porque de
ella nace todo»; o Mundo, porque él es «el todo con sus partes, y se sostiene por su
propio poder»; o Destino, porque éste es «la serie de causas que se encadenan y la
primera de todas las causas, de la que siguen las demás». Contradiciendo su idea de
que el Mundo se sostiene por su propio poder, llega a considerar a Dios separado del
universo, al que gobierna.
Una derivación sorprendente de sus argumentos afirma que el hombre sabio,
obrando según la razón, está libre de todo temor, como Dios, del cual sólo difiere en
no ser eterno. Más aún, el hombre, por su valor ante la adversidad, puede incluso
superar a Dios, que no sufre esas asechanzas. Séneca desdeña la metafísica como una
quimera: la tarea filosófica debe ocuparse del hombre, para hacerlo firme y valeroso
ante los males que le cercan, capaz de despreciarlos y triunfar moralmente sobre
ellos. Aceptando que su ideal es prácticamente inalcanzable, lo propone como
orientación justa: el hombre sabio trata de lograr la mayor serenidad suprimiendo las
pasiones, los deseos, el temor, la alegría o la compasión (el sabio evita la crueldad y
ayuda al prójimo por imperativo moral, no por piedad, la cual sería una pasión de
malos efectos). Los únicos males y bienes reales son de tipo moral, y no hay que
temer ni desear ningunos otros. El hombre sabio no desdeña la riqueza pero tampoco
se obsesiona con ella ni se preocupa por la pobreza, la persecución o la muerte, es
virtuoso y feliz en cualquier situación. En su Consolación a Marcia por la pérdida de
un hijo, coincide en buena medida con el más epicúreo Horacio: «Ama las cosas
como si fueran a desaparecer, o mejor, como desapareciendo ya. Cuanto la suerte te
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ha dado poséelo como algo inseguro. Apoderaos al vuelo de las satisfacciones que os
proporcionan los hijos, dejad que ellos disfruten de vosotros y apurad enseguida todas
las alegrías: nada hay prometido sobre la noche de hoy […]. Si te dueles por la
muerte de tu hijo, la culpa es del día en que nació: la muerte le fue anunciada al
nacer. Con esa condición te fue otorgado, este destino le perseguía tan pronto salió de
tu vientre. Venimos a caer bajo el imperio de la suerte, férreo e invencible, para
soportar a su capricho cosas merecidas e inmerecidas…».
En último extremo, el hombre puede liberarse mediante el suicidio: «Lo que la
vida tiene de mejor es que no obliga a nadie a sufrirla […]. El sabio vive cuanto debe,
no cuanto puede». En fin, quien sabe morir no será esclavo.
Que él cumpliera sus dichos es harina de otro costal. Adquirió grandes riquezas,
algo no incompatible con su doctrina, pero fue acusado, posiblemente con falsedad,
de excesiva afición a ellas y a las mujeres casadas (Horacio había criticado con
argumentos un tanto soeces a los fomentadores del adulterio). En cualquier caso,
Claudio lo desterró a Córcega el 41 después de Cristo, por supuesto adulterio, y el
filósofo le correspondió, muerto el emperador, con una sátira ingeniosa y sangrienta,
quizá demasiado vengativa para un estoico. Preceptor y ministro de Nerón durante
ocho años, gobernó con acierto, pero el emperador, como la mayoría de sus colegas,
prefería el hedonismo al estoicismo, y cuando, en el vértigo del poder absoluto, se
convirtió en un tirano brutal, Séneca cayó en desgracia. Complicado en la conjura
antineroniana de Pisón, fue obligado a suicidarse el año 65, lo que hizo cortándose las
venas, con la serenidad de su doctrina.
Lucano, sobrino de Séneca y trasplantado de Córdoba a Roma a los ocho meses,
destacó pronto como niño prodigio en poesía y por su dominio del griego, siendo su
obra más conocida el poema épico La Farsalia, sobre la guerra civil entre César y
Pompeyo. Protegido por Nerón, escribió luego versos satíricos contra éste, y
finalmente se vio complicado en la misma conspiración que su tío. Según se dice,
trató de salvarse en los crueles interrogatorios incriminando a otros y hasta a su
madre, pero fue obligado a suicidarse, como su tío, lo que hizo mientras recitaba unos
poemas. Su prometedora carrera literaria quedó truncada muy pronto, pues tenía sólo
26 años cuando murió.
Más o menos por la misma época vivió Pomponio Mela, uno de los pocos
geógrafos latinos y el primero cronológicamente, nacido cerca de la actual Algeciras.
Su descripción del mundo empieza y termina en Hispania. Inferior a los geógrafos
griegos en relación con el Oriente hasta India, los supera en precisión sobre la parte
occidental y nórtica de Europa. No se sabe casi nada de su vida, y suele datarse su
obra en torno al año 44. De su semipaisano el gaditano Columela, tribuno en Siria,
con experiencia militar, terrateniente y amigo de Séneca, se conservan las obras más
extensas sobre la agricultura romana, para la que se documentó en Hispania y otras
zonas del imperio.
Marcial pertenece a la generación siguiente. Llegó a Roma con 25 años, el
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anterior a la muerte de Séneca y Lucano, y dejó una obra muy apreciada, un retrato
costumbrista de la vida romana, incluyendo sus facetas más crudas e indecentes, a
veces con versos tan punzantes y ofensivos que debieron de ganarle bastantes
enemigos. Sus epigramas siguen plenamente vivos por su penetración de la
naturaleza humana, descrita con ingenio sarcástico. El modo realista y objetivo como
capta mucho de lo peor de las costumbres romanas podría indicar complacencia con
ellas o su aceptación con sólo una ligera burla, pero su amistad con el moralista
Juvenal, crítico más amargo y menos humorista de los hábitos sociales, indica otra
cosa.
En varias ocasiones expuso Marcial su aspiración a una vida sin complicaciones,
dedicado a las faenas del campo, la caza y la pesca. Sólo lo consiguió al final de sus
días, volviendo a Hispania —a una hacienda que le regaló una admiradora pudiente
—, donde moriría el año 104: «Hacienda heredada, no adquirida con fatiga; un campo
no infértil, hogar con lumbre perenne; ningún pleito, poca toga, ánimo tranquilo;
cuerpo vigoroso y sano; trato franco y con tacto, recíproco en los amigos; invitados
benévolos, mesa sencilla; noches libres de embriaguez y de angustias; mujer alegre y
no obstante púdica; sueño que haga breves las tinieblas; contentarse con lo que se es,
sin anhelar otra cosa; no temer ni desear el día postrero». Mas esa vida rústica lo
alejaba de una Roma incómoda pero con ventajas como el trato intelectual: «Si
pudiera repartir a mi gusto mis horas de ocio y, en tu compañía, gozar de la verdadera
vida, no conoceríamos los dos ni las salas de recepciones ni las casas de los grandes
personajes, ni el tormento de los procesos y contrariedades del foro, ni las orgullosas
galerías de los antepasados. Nuestras ocupaciones y perennes lugares de encuentro
serían los paseos, las charlas, los libros, el Campo de Marte, el Pórtico, los rincones
umbríos, el agua virgen y los baños calientes». Ideal, apenas alcanzado, de una vida
que se le escurría angustiosamente como agua entre los dedos: «Pero ninguno de los
dos vive por sus propios medios; vemos que nuestros felices días huyen y
desaparecen, que ya se pierden y nos han sido cargados en cuenta. Cuando se sabe
vivir, ¿puede en verdad diferirse el hacerlo?».
Marcial disfrutó con la amistad de los escritores más sobresalientes de entonces,
Silio Itálico, Plinio el Joven, Juvenal y otros poetas e intelectuales, varios de origen
hispano y célebres por entonces. Para nuestro objeto nos interesa especialmente otro
coetáneo suyo del mismo origen en el valle del Ebro, Quintiliano, a quien Marcial
admiraba como «el más grande orientador de la juventud», aunque al mismo tiempo
le achaque excesivo amor a la riqueza. Quintiliano, autor de De institutione oratoria,
ha ejercido influencia intelectual, aún si con épocas de opacidad, hasta hoy (Derrida o
Perelman, por ejemplo; Lutero lo admiraría en alto grado). Trata la educación de los
oradores, cuya función considera la más elevada, pues busca persuadir a la gente de
ideas o decisiones que por naturaleza debían ser elevadas, sabias y prácticas. Pero sus
consejos hacen de su libro una obra de pedagogía mucho más amplia, un verdadero
clásico en la historia de la educación; y convierten al autor en el más notable teórico
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de la oratoria y la enseñanza que produjo Roma. La preparación del orador, indica,
debía comenzar en la infancia, ser amena y evitar los castigos físicos, a fin de que el
niño cobre afición a los estudios, pues los esfuerzos tediosos y amenazas o sanciones
le harán aborrecerlos y estancarse. El profesor no debía recargarse con más alumnos
de los que pudiera atender bien, y debía cumplir su trabajo no como una simple
obligación, sino con vocación, cariño y un elevado concepto moral, dando el máximo
valor a la formación ética del alumno: un orador, influyente en los negocios públicos,
no podía ser mala persona, y por otra parte «sólo creemos a aquellos que nos merecen
confianza». La buena intención es indispensable, aun si ella no siempre garantiza la
bondad de los resultados.
Convenía que tanto el padre como la madre fueran personas instruidas, y que la
cuidadora tuviera algo de filósofa. No obstante, prefería la enseñanza en centros
públicos, siempre que tuvieran calidad, a la educación puramente familiar, pues la
primera proporcionaba también destrezas sociales. El orador debía conocer la
filosofía, pero teniéndola en cierto modo a raya, pues ella, con sus relativismos y
problemas a veces retorcidos, podía usurpar la función superior de la retórica. En
cuanto a la oratoria propiamente dicha, Quintiliano encara problemas muy diversos,
como el de convencer a auditorios deshonestos, bien dispuestos a admitir la mentira o
la conveniencia particular por encima de cualquier visión más amplia de la justicia;
problema ciertamente difícil para la persona honrada que ha de ser el retórico. Por lo
que hace al estilo, se declaró partidario de Cicerón y, frente a la tendencia a la
expresión rebuscada y barroca del momento, propugnó unos principios de orden,
claridad, sobriedad y concisión. Un ejemplo contrario lo encuentra en el lenguaje de
su paisano Séneca, abundante en «defectos peligrosos, por lo atrayentes».
Al lado de Juvenal, Marcial y otros, Quintiliano representa una reacción moralista
a la degradación que vivía Roma. Aunque esto tampoco debe exagerarse: si el
entramado político y social se sostenía con cierta eficacia, sólo podía deberse a la
masa de ciudadanos medios y a los «hombres sabios» dedicados honradamente a sus
tareas, profesiones y vida familiar. El ideal de Quintiliano, de un tipo de hombre
experto, sabio y honesto, va más allá de la mera formación del orador, y nunca será
cumplible, al menos en la totalidad del programa; pero despertó el interés de buena
parte de la sociedad latina. El emperador Vespasiano le favoreció, respetó su
independencia y pagó su labor pedagógica a cargo del Estado, primer caso en la
historia.
* * *
La eminencia y abundancia de autores nacidos en Hispania ha nutrido polémicas
sobre su posible españolidad. Para Américo Castro, resuelto a comenzar España en la
Edad «Media» y en relación con musulmanes y judíos, antes de la invasión árabe
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apenas existía nada parecido a una «forma de vida española». Al igual que otros
muchos estudiosos, Castro atribuye a Marcial, Séneca y los demás, un carácter
romano, sin relación de alguna densidad con lo que hemos llegado a conocer como
España. Sánchez Albornoz aceptó algunos rasgos distinguidos por Castro en la forma
de ser de los españoles «auténticos»: el carácter personalista, visible en sus escritores
y artistas, «el estar inmerso y presente de continuo en su obra y con todo su ser. La
vida y el mundo son en ella inseparables del proceso de vivirlos, como dice Castro».
Pero, al revés que éste, Albornoz encuentra esas notas entre los hispanorromanos de
la Edad de Plata; una de ellas, el gusto por lo soez o indecente: «Séneca escribía en
primera persona, refería obscenidades y porquerías y hablaba de sí mismo»; «ningún
filósofo romano sintió tan clara inclinación como Séneca hacia los relatos sucios y
hasta malolientes, y Marcial superó en gusto por lo rahez a los otros líricos romanos
de la época augustea y del primer siglo del imperio; notas todas que caracterizaron
luego a los peninsulares».
Pero esos rasgos —junto con otros, incluida una mayor delicadeza— se
encuentran claramente definidos en los demás latinos, y las expresiones y relatos
«sucios y hasta malolientes» aparecen en el mismo Horacio, por no hablar de Catulo,
Petronio, etc., y es difícil decidir si son más o menos raheces. Las características del
espíritu romano, pragmático y combativo, con mucho genio para la normativa y
menor para la especulación y la metafísica, fueron acogidas en la cultura hispana
posterior, y seguramente también en la de entonces. Otros autores, como Brenan
distinguen entre el carácter español de Marcial o Quintiliano y el netamente latino de
Séneca o Lucano.
El debate entre Castro y Sánchez Albornoz se ha centrado en conceptos como
«formas de vida», «vividura», «herencia temperamental», «contextura vital», etc., un
tanto evanescentes. Pisamos terreno más firme, a mi juicio, si dejamos la
consideración, no falsa pero sí nebulosa, sobre el carácter nacional, y buscamos otras
evidencias.
Todos aquellos autores sentían el orgullo de Roma, bien expreso en frases como
éstas de Séneca: «Has prestado un inmenso servicio a la ciencia romana […];
inmenso a la posteridad, a la que la verdad de los hechos, que tan cara costó a su
autor, llegará incontaminada […]; su recuerdo se mantiene y se mantendrá mientras
se valore el conocimiento de lo romano, mientras haya quien quiera […] saber qué es
un varón romano, insumiso cuando todas las cabezas estaban rendidas al yugo […],
qué es un hombre independiente por su forma de ser, por sus ideas, por sus obras»,
dice a la hija de Aulo Cremucio Cordo, de memoria hoy perdida. En Marcial
observamos una reivindicación más explícita de su cuna hispana: «Varón digno de no
ser silenciado por los pueblos de la Celtiberia y gloria de nuestra Hispania, verás,
Liciniano, la alta Bílbilis, famosa por sus caballos y sus armas, el viejo Cayo con sus
nieves y el sagrado Vadaverón con sus agrestes cimas y el agradable bosque del
delicioso Boterdo que la fecunda Pomona ama […]. Pero cuando el blanco diciembre
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y el invierno destemplado rujan con el soplo del ronco Aquilón, volverás a las
soleadas costas de Tarragona y a tu Laletania [Barcelona]». «Lucio, gloria de tu
tiempo, que no consientes que el cano Cayo y nuestro Tajo cedan ante el elocuente
Arpino, deja al poeta nacido en Grecia cantar a Tebas o Micenas o al puro cielo de
Rodas o a los desvergonzados gimnasios de Lacedemonia, amada por Leda: nosotros,
nacidos de celtas y de íberos, no nos avergonzamos de introducir en nuestros versos
los nombres algo duros de nuestra tierra». «Gloriándote tú, Carmenio, de haber
nacido en Corinto —y nadie te lo niega— ¿por qué me llamas hermano si desciendo
de los íberos y de los celtas y soy ciudadano del Tajo? ¿Será que nos parecemos?
Pero tú paseas tus ondulados cabellos llenos de perfume mientras que los míos de
hispano son hirsutos; tienes los miembros lisos por depilarlos cada día; yo, en
cambio, tengo piernas y rodillas llenos de pelos; tu lengua balbucea y no tiene vigor:
mi vientre, si fuera preciso, hablaría con voz más viril; no hay tanta diferencia entre
la paloma y el águila ni entre la tímida gacela y el rudo león. Deja, pues, de llamarme
hermano, Carmenio, o tendré que llamarte yo hermana».
Estas efusiones no las encontramos en la obra conocida de los demás autores,
pero es muy probable que las gentes de origen hispano formasen en Roma un grupo
de afinidad y solidaridad, como suele ocurrir en las metrópolis y lo formaban los
judíos, con seguridad los griegos, los galos, los egipcios y tantos otros. A los hispanos
se les reconocía como tales, incluso por su entonación del latín. Cuando Marcial llegó
a Roma buscó la protección de los hispanos Séneca y Lucano, y después del trágico
fin de éstos se dirigió a Quintiliano (así como a Plinio el Joven). En unos de sus
poemas canta las glorias de Hispania: «La elocuente Córdoba habla de sus dos
Sénecas y del singular Lucano; se recrea la jocosa Gades con su Canio; Mérida con
mi querido Deciano; nuestra Bílbilis se gloriará contigo, Liciniano, y no callará sobre
mí». Pese a las alusiones de Marcial a íberos y celtas, éstos y sus viejas diferencias se
iban diluyendo no ya en la cultura romana, sino en la misma Hispania, donde existían
centros como Tarraco, actual Tarragona, sedes comerciales y artísticas de amplias
regiones por encima de las antiguas divisiones tribales.
La tesis de Américo Castro resulta aún más singular ante la evidencia de que el
latín llegó a ser el español, y la cultura y la religión transmitidas por Roma son el
cimiento de la cultura española posterior. Sin ellas nunca podría entenderse cómo
llegaría a existir confrontación entre cristianos y musulmanes en la Península Ibérica.
Podría discutirse interminablemente sobre la «contextura vital» española de Averroes
o Maimónides, como la de Séneca o Quintiliano, sólo si se olvida la clarísima verdad
de que los dos primeros ni se expresaron en una lengua latina ni pertenecieron en
absoluto a la cultura española conocida por la historia, sino, precisamente, a aquella
que aspiraba a destruirla y remplazarla por otra de carácter oriental.
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EL NACIMIENTO DEL CRISTIANISMO
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en griego, es decir, ungido, enviado de Dios) que debía liberar a Israel de opresores
internos y externos. Entre los mesiánicos estaban los esenios, creyentes en la
inmortalidad del alma y en un juicio final, como los fariseos pero en grado más
rigorista. Vivían en grupos apartados y practicaban la comunidad de bienes.
Consideraban que la salvación exigía la fe, pues los méritos de las acciones humanas
nunca bastarían a los hombres para considerarse justos: sólo la misericordia de Dios
con los arrepentidos lavaba al individuo de sus pecados. Eran también pacifistas:
«¿Qué pueblo desea ser oprimido por otro más fuerte que él? ¿Quién desea ser
despojado inicuamente de su fortuna? Y, sin embargo, ¿cuál es el pueblo que no
oprime a su vecino? ¿Dónde está el pueblo que no ha despojado a otro de su
fortuna?». Evolucionaron hacia la expectativa de un Mesías político, un rey «hijo de
Dios», al modo como en diversas mitologías hay héroes hijos de alguna divinidad.
Hay semejanzas entre la doctrina de Jesús y la de los esenios; algunos ensayistas
han visto relación directa entre ellos, y hasta han considerado esenio a Jesús: es
famosa la frase de Renan calificando al cristianismo como un esenismo con éxito.
Pero no existe constancia real de tal cosa. En realidad, todas las sectas hebreas tenían
un fondo común en la Biblia, que interpretaban de forma parecida en algunos
extremos (doctrina del perdón, la compasión y la paz) y no tanto en otros. Jesús
denunciaba la devoción meramente formal y externa de los fariseos. De sus
discípulos distinguió a doce, conocidos más tarde como los apóstoles, principales
difusores de la doctrina. El número remitía simbólicamente a los doce hijos de Jacob
y las tribus de Israel.
Así pues, Jesús predicaba, y en ello insistió, según la tradición bíblica, pero
irritaba a los fariseos, no sólo por tratarlos como malvados bajo su apariencia de
cumplidores estrictos de la ley, sino porque él se proclamaba el Mesías, con un
sentido nuevo, espiritual y no directamente político. Más aún: se atribuía carácter
divino y el poder de perdonar los pecados, afirmaciones blasfemas para sus
enemigos.
La aversión a él fue tal que unió a fariseos y saduceos. Éstos, valiéndose de la
traición de Judas, un discípulo de Jesús, le prendieron en Jerusalén, lo maltrataron y
acusaron de blasfemia a fin de justificar su ejecución. Pero como ese cargo no
interesaba a la autoridad romana, única con potestad para condenar a muerte
(principio no siempre cumplido), afirmaron que, al declararse Mesías, Jesús atentaba
contra Roma, dando al título de Mesías el contenido político tradicional que Jesús
rechazaba, como ellos sabían. Lo llevaron así ante el gobernador romano Pilatos,
verdadero poder por encima del rey colaboracionista Herodes Agripa. Pilatos no halló
a Jesús culpable, pero ante la furia de los sacerdotes y de la multitud soliviantada, les
dio a elegir entre liberar a Jesús o a un bandido o rebelde llamado Barrabás. La
multitud exigió liberar a Barrabás. Pilatos se lavó las manos, en señal de inocencia
por lo que iba a venir, pero aceptó la condena.
Jesús recibió sentencia de crucifixión, una ejecución cruel, lenta y afrentosa, al
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parecer de origen persa y adoptada por los latinos de los cartagineses. Soldados
romanos lo azotaron y cubrieron con un manto rojo, lo coronaron de espinas y le
pusieron en la mano una caña a modo de cetro, entre golpes y burlas. Después hubo
de llevar la cruz a cuestas, pese a su debilidad y pérdida de sangre, hasta el lugar de la
ejecución, sobre un montículo llamado Gólgota (o de la Calavera, por su forma). Allí
fue crucificado entre dos ladrones y bajo un cartel que lo proclamaba «Rey de los
judíos» (INRI), fuera por mofa o por exponer la causa legal de la ejecución. Según la
tradición, Jesús tenía entonces 33 años.
Hasta aquí, el relato se expone a la crítica historiográfica (dejando aparte los
milagros, materia de fe). El conocimiento de la vida de Jesús viene de los Evangelios,
cuatro admitidos por la Iglesia. En pro de su posible falsedad se han argüido
discrepancias entre ellos y su tardía composición (poco tardía: entre 35 y 60 años
después de la crucifixión, quizá menos), y la casi inexistente referencia a Jesús en
testimonios no cristianos. Sin embargo las discrepancias tienen relevancia menor y
cabe achacarlas al previo carácter oral de la tradición; la considerable distancia entre
el Evangelio de Juan y los demás puede verse como diferencia más que discrepancia.
La escasez de otras referencias contemporáneas es normal: dentro del imperio se
trataba de sucesos menores y periféricos, sin contar la pérdida de documentación de
aquellos siglos: las referencias a hechos y personajes latinos de los que tenemos
pocas dudas, provienen en su mayoría de documentos transcritos en el llamado
Medievo. Los Evangelios ofrecen —exceptuando actos sobrenaturales— una
descripción vívida de la época y el país, muy reconocible por cuanto sabemos de
ellos, lo que aboga en pro de su historicidad. Suena improbable que una asociación de
estafadores se confabulase para inventar una leyenda así, de la que no iban a sacar
ningún provecho material, más bien al contrario.
En aquel momento, la predicación de Jesús terminó en fracaso degradante, los
pocos discípulos, desconcertados y asustados, empezaron a dispersarse, y allí pudo
haber concluido todo. Pero según el relato evangélico que aquí entra en el terreno de
la fe, Jesús, el Mesías o Cristo, resucitaría al tercer día, se presentaría a María
Magdalena y a otras seguidoras suyas y luego a los discípulos. La resurrección
significaba la victoria sobre el Mal. A partir de ahí comienza la expansión de la nueva
doctrina, sistematizada por un apóstol algo posterior, Pablo de Tarso, originariamente
un fariseo fanático y perseguidor de los cristianos, que no había conocido a Jesús.
Tras su célebre revelación mientras cabalgaba hacia Damasco, Pablo conocería a los
apóstoles originarios y daría un renovado impulso al cristianismo al propagarlo más
allá de la nación judía. Él reafirmó la doctrina de la divinidad de Cristo: lo que salva
al hombre es la fe en él, no el cumplimiento de la ley, idea ya expuesta en la
predicación de Jesús. Pablo, aunque judío, era ciudadano romano por haber nacido en
la ciudad de Tarso, que gozaba de ese privilegio; y tenía profundo conocimiento e
influencia de la cultura helenística y latina.
El nuevo apóstol predicó resueltamente a los no gentiles, abandonando el
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concepto de «pueblo elegido». Asunto espinoso, el Concilio de Jerusalén, hacia el
año 50, lo resolvió al acordar que los adherentes gentiles no tenían por qué
circuncidarse ni practicar la ley mosaica, bastándoles con creer en Jesús y bautizarse.
El Evangelio abarcaría así a toda la humanidad, en principio. No obstante, la
predicación seguiría siendo peligrosa, y varios apóstoles terminaron ejecutados, entre
ellos Pedro, a quien Jesús había nombrado jefe de su congregación o iglesia y
crucificado cabeza abajo en Roma; o Pablo, que como ciudadano romano fue
decapitado en lugar de crucificado.
Los relatos evangélicos, cargados de dramatismo (la inocencia aplastada por la
iniquidad del mundo), de contenido moral y simbólico, se convertirían en el eje de la
cultura convencionalmente llamada occidental. Muchos de sus elementos, reales o
simbólicos, pasarían al imaginario colectivo con extraordinaria fuerza inspiradora, así
el nacimiento en el pesebre, la matanza de los inocentes, milagros como el de los
panes y los peces o la resurrección de Lázaro, bienaventuranzas y parábolas como la
del hijo pródigo, a veces difíciles de desentrañar, episodios como el de Marta y
María, frases como «no sólo de pan vive el hombre» o «quien esté libre de culpa tire
la primera piedra»; y especialmente el final: la entrada triunfal en Jerusalén, la última
cena, el huerto de los olivos, el beso de Judas, el lavado de manos de Pilatos, la
corona de espinas, la resurrección, etc.; o la cruz, transformada de signo de suplicio
infamante en símbolo del triunfo sobre el mal y la muerte.
La nueva doctrina cundió con bastante rapidez, asentándose en la región oriental
del Mediterráneo y pronto en la misma Roma, al punto de que, sólo tres décadas
después de la muerte de Jesús, Nerón aplicó una cruenta persecución para aniquilar a
los cristianos. Actitud algo extraña, porque los latinos mostraban tolerancia con las
más diversas religiones y sectas, y admitían sin dificultad nuevos dioses. Pero el
cristianismo excluía otros dioses y negaba honores divinos a los emperadores. Al
igual que en las demás civilizaciones, en Roma la religión y el poder político estaban
estrechamente ligados, y la religión se consideraba garantía del orden social. En la
tradición latina no existía la divinización de los máximos representantes del poder,
pero se había adoptado la costumbre de las monarquías orientales y helenísticas,
donde dicha divinización era habitual, como medio de asegurar la fidelidad y
adhesión mística popular en un imperio tan arduo de regir. Desde César se divinizó a
los emperadores después de muertos, recibiendo sus estatuas, en los templos, los
honores correspondientes, y algunos, como Calígula o Domiciano, se
autoproclamaron dioses en vida. El endiosamiento imperial nunca impidió feroces
luchas por el poder, y muchos de aquellos «dioses», en vida o póstumos, terminarían
asesinados por otros aspirantes a la divinidad.
Pero no sólo por eso hubo persecución contra los cristianos, sino también porque
su religión no era asimilable como las demás, y se los consideraba extraños y mucho
más peligrosos que los judíos, porque éstos vivían en pequeñas sociedades cerradas,
mientras que aquéllos crecían con ímpetu. Por ello eran mirados como una amenaza
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tanto a la estabilidad del imperio como a la cultura ancestral, y contra ellos se
inventaron leyendas justificativas de la represión. Nerón, con su persecución en la
que murieron Pedro y Pablo, entre muchos otros, inició el ciclo de los grandes
ataques en los que las víctimas serían quemadas vivas, crucificadas o arrojadas a las
fieras en los espectáculos circenses. Los escritos cristianos también fueron
activamente buscados y quemados.
El año 66, por las mismas fechas de la persecución neroniana, estalló la rebeldía
latente de los judíos de Israel. Vespasiano destruyó numerosas ciudades, pero la
rebelión persistió y dos años después, cuando Vespasiano ganó el trono de emperador,
su hijo Tito prosiguió la lucha hasta tomar Jerusalén, el año 70, tras un asedio de
cinco meses. Como escarmiento, arrasó la ciudad y destruyó el templo, llevándose
como trofeo los utensilios religiosos. La guerra daría sus últimos coletazos en 73, en
la fortaleza de Masada, donde los resistentes se dieron muerte entre sí antes que caer
prisioneros y esclavos. Gran parte de la población judía fue expulsada y se dispersó
por el imperio, en una diáspora que había de aumentar ocho décadas más tarde.
Algunos vieron en tales hechos el cumplimiento de una profecía de Cristo.
* * *
La doctrina moral de Jesús no era nueva, se basaba en la Biblia: «Lo más
importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe». La ley mosaica, en
particular los Diez Mandamientos, se resumía en dos principios: «Amarás a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo: en estos dos mandamientos se
fundan toda la Ley y los Profetas». «Si quieres entrar en la vida eterna, cumple los
mandamientos: no matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar falso
testimonio, honrar padre y madre y amar al prójimo como a uno mismo». Exigía
devoción «con todo el corazón, toda el alma y toda la mente» a estas arduas
obligaciones. Respondió a un joven rico sobre si era posible un compromiso aún
mayor: «Si quieres ser perfecto, vende tus bienes y da el producto a los pobres, así
tendrás riqueza en el cielo; luego vuelve y sígueme». Ese amor-fe sin formalismos o
hipocresías debía dar al individuo una inmensa fuerza moral frente al mundo. En el
Sermón de la Montaña prometió el reino de los cielos a los «pobres de espíritu», los
mansos, los perseguidos por defender la justicia o por seguirle, los misericordiosos,
los pacíficos.
Lo nuevo en Jesús, según quedó indicado, consistía en la autoatribución del
carácter divino, como Hijo de Dios. Como tal, su peripecia en la vida asumía los
pecados de los hombres, condensados en la crucifixión injustamente impuesta, y con
ello los redimía del pecado original de Adán y Eva, constitutivo de la humanidad;
redención difícil de interpretar, porque los efectos de dicho pecado persistían, y quizá
Jesús mostraba sólo el camino para eludirlos. Aportaba una «salvación» espiritual y
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universal, no ya política y limitada al pueblo hebreo. No era una doctrina sentimental,
pues Jesús admitía que sus prédicas desatarían la violencia: «No he venido a traer la
paz, sino la espada, porque yo he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija
de su madre, y la nuera de su suegra…». Por la espada cabría entender su doctrina,
difícil de aceptar y a menudo violentamente rechazada.
Salvo en el hecho común de que su éxito ocurre tras la muerte del fundador, tanto
el relato fundacional como el fundador mismo difieren grandemente de los de otras
grandes religiones hoy todavía existentes. Ningún otro creador de una religión parece
haberse presentado como hijo de Dios, ni sus predicaciones adquirieron, ni de lejos,
el tono trágico de la de Jesucristo ni provocaron reacciones tan extremas en sus
medios sociales y políticos. Sidarta o Sidharta, príncipe de origen nepalí, anterior a
Jesús en más de cinco siglos y también con una historia pródiga en milagros, se
declaró o fue declarado solamente Buda, es decir, «Despierto», «Iluminado» o
«Sabio». Abandonó sus riquezas, esposa e hijo, para alcanzar la iluminación viviendo
ascéticamente como un mendigo, predicó con relativo éxito y sin mayores problemas,
murió a los 80 años, de alguna indigestión o intoxicación, y su doctrina cobraría su
mayor impulso desde que Asoka la convirtió prácticamente en religión oficial.
Confucio, contemporáneo de Buda en China, fue un funcionario sin pretensión de
otra cosa y tuvo altibajos en sus tentativas de que algún príncipe adoptara sus
enseñanzas; pero gozó siempre de respeto como hombre sabio y justo, y falleció
apaciblemente a los 72 años. Le decepcionaron sus contemporáneos, pero sus
prédicas conocerían una aceptación muy grande cuando las autoridades las
entendieron como un instrumento excelente de orden y buen gobierno. La historia de
Lao Tsé, «Viejo Maestro», acaso contemporáneo de Confucio o dos siglos posterior,
entra en la leyenda y tampoco tiene paralelismo con la de Jesús: algo amargado por el
poco eco de sus enseñanzas, saldría de China internándose en algún país bárbaro.
No menos desemejanzas ofrecen los contenidos religiosos: en todos ellos la
divinidad o divinidades se dan por supuestos y no desempeñan un papel tan directo e
intenso como en el cristianismo. Buda, tras sufrir un choque psíquico al descubrir la
vejez, la enfermedad y la muerte, buscó superar la insatisfacción vital mediante la
renuncia a los deseos, considerados la fuente del sufrimiento, de la pérdida en el
laberinto de la vida, y de las sucesivas reencarnaciones del individuo, con el dolor
anexo. El desprendimiento, el ascetismo y la meditación (que no significaba reflexión
especulativa, sino liberación de la mente de todo pensamiento) deben conducir, en su
nivel superior, al nirvana, superación de las apariencias de la vida, del espacio y el
tiempo, que rompería la cadena de las reencarnaciones y con ellas el sufrimiento.
El confucismo consiste en un conjunto de normas morales y de conducta acordes
a los Mandatos del Cielo y concebidas para superar los desórdenes recurrentes en la
sociedad china. La paz y la justicia procederían de la bondad, el amor al prójimo, la
lealtad y el respeto a las jerarquías y los antepasados, resumidos en un principio
básico: «No impongas a los demás lo que no quieras para ti». Los príncipes
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inspirarían el buen comportamiento del pueblo si amaban a éste y obraban con
justicia, cuidaban las buenas tradiciones y propagaban el estudio y la meditación. La
armonía jerárquica, desde el príncipe al cabeza de familia, aseguraría una sociedad
próspera. Otra escuela, la legista, sostenía lo contrario: los hombres, aunque puedan
estimar la justicia, por lo común son necios y opuestos a ella en la práctica, por lo que
sólo un gobernante absoluto, cuya voluntad hace la ley y la justicia, puede manejarlos
y mantener la paz.
El taoísmo procede del concepto de Tao: camino o vía, concebido también como
la unidad entre dos fuerzas cósmicas omnipresentes, el yin y el yang, a un tiempo
opuestas e interdependientes. El Tao sería algo así como un vacío primordial,
omnipotente, en el que toma forma la existencia, inaprensible para los sentidos o el
intelecto, imposible de definir: al nombrarlo ya se le desvirtúa. El taoísmo propone la
no acción, pues el cosmos marcha según sus leyes, y el sabio no pretende actuar sobre
él: cuanto menos actúa mejor entiende el mundo y mayor poder adquiere. Los
humanos deben reforzar su relación con la naturaleza, más bien que someterse a
normas y leyes políticas; y su conducta deben marcarla las «tres joyas»: compasión,
moderación y humildad.
Hay en la religión cristiana semejanzas formales con el zoroastrismo, antiquísima
religión persa que debió de influir al hebraísmo, y a través de él al islam. Así la idea
de ángeles y arcángeles, la simbolización del mal en la serpiente y la oscuridad, y la
de Dios en la luz, creencias sobre las postrimerías del universo, la salvación del
hombre, oposición, no tan acentuada en el cristianismo, entre el Bien y el Mal,
etcétera.
Aunque se percibe en todas estas religiones un fondo moral similar, hay
diferencias importantes con la de Jesús. Aquéllas ponen el acento en la identificación
con el cosmos y la superación del malestar de la vida, mientras que el cristianismo lo
pone en la fe en un Dios trinitario (lo que le valdría acusaciones de politeísmo), por
encima de las contradicciones. Un hombre de origen poco distinguido y final atroz
sería al mismo tiempo Dios, ante quien la condición libre y responsable del individuo
resalta con mayor relieve que en las religiones anteriores: la persona culpable por el
misterioso pecado original, pero susceptible de redención gracias al sacrificio divino.
Posición enigmática, fuente de herejías y de una tensión intelectual permanente entre
la razón y el dogma, de un esfuerzo por conciliarlos que también caracterizaría al
cristianismo con mucha más fuerza que a otras religiones, provocando una historia
inquieta y complicada, con frecuentes luchas internas y derivaciones políticas, no
menos que un inmenso cúmulo de arte y pensamiento.
El cristianismo proponía la igualdad de los hombres en un sentido espiritual, fácil
de extrapolar a otros terrenos e interpretable en términos políticamente subversivos,
otra fuente de los más variados movimientos. Como en la doctrina estoica, implicaba
un rechazo a la esclavitud, admitida no obstante en la práctica como efecto maligno
del pecado original. Proponía una igualdad esencial entre hombre y mujer
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—«compañera y no sierva»— que, unidos, forman «un solo ser» o «una sola carne»,
aunque con autoridad prevalente del varón; y matrimonio exclusivamente monógamo
y de fidelidad hasta la muerte, con evidentes repercusiones en cuanto a la estabilidad
familiar, la educación de la prole y la transmisión cultural; exclusión drástica de las
relaciones homosexuales, siguiendo la tradición judaica, que también en este aspecto
se separaba de costumbres extendidas, a menudo mal vistas pero sin condena
religiosa en el mundo politeísta. Todo ello chocaba con costumbres e ideas muy
comunes en la Antigüedad.
Lo que iba a chocar con el orden romano era el concepto de una religión como
fuente de moralidad fuera del estado («a Dios lo que es de Dios, y al césar lo que es
del césar»), cuando poder y religión habían estado unidos y hasta identificados. La
independencia eclesial no suponía un enfrentamiento forzoso con el poder, y la
Iglesia tendía a buscar el acuerdo con él; pero no excluía la tentación de absorber la
política en una clerocracia, según la tradición hebrea; y en todo caso establecía entre
ambas potestades una tirantez que derivaría muchas veces en colisión. Esa tirantez
(conflicto-acuerdo) entre religión y política marcaría la historia de la cristiandad.
La cultura occidental quedaría profundamente marcada por los relatos, los ritos y
las frases del Evangelio: el año sería regulado por la Navidad, la Pasión y otras fases
de la vida de Jesús, cuya doctrina sería predicada de modo permanente para ilustrar a
los fieles. Los numerosos poderes políticos surgidos en Europa desde el Imperio
romano, y más tarde en América, han encontrado su justificación o principio de
legitimidad en las creencias cristianas, mientras que la Iglesia, aunque en parte
vinculada a ellos, guardaría mejor o peor su independencia, de modo que aún hoy el
Vaticano constituye un poder espiritual y en buena medida material, a pesar de
carecer de divisiones militares, industrias y casi de territorio propio.
* * *
Según una tradición algo tardía, el cristianismo llegó a España por una
predicación de Santiago el Mayor (para diferenciarlo del Menor, otro discípulo de
Jesús). La península debía de estar bastante latinizada, aunque de modo irregular. Los
cultos romanos convivían con otros ancestrales, y la nueva doctrina no debió de
encontrar mucha aceptación entre los habitantes de los campos, aferrados a sus
creencias seculares transformadas por la presencia latina, ni entre las élites cultivadas
de las ciudades, afectas al ideal de la paz y la civilización romanas y su cultura, que
valoraban muy por encima de las nuevas y extrañas prédicas.
Puesto que, según otra tradición algo nebulosa, Santiago fue decapitado en
Jerusalén en 44, sólo once o trece años después de la muerte de Jesús, debió de haber
llegado muy pronto a España, donde habría entrado por Gallaecia o, según otra
versión, por la actual Cataluña (Tarraco), desde donde habría seguido el valle del
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Ebro y las estribaciones cantábricas hasta Galicia. La indiferencia de la población le
habría desanimado, y la Virgen se le habría aparecido sobre un pilar, en
Caesaraugusta (Zaragoza), para reconfortarle y anunciarle su (de ella) próxima
partida del mundo. En el lugar se construiría más tarde una iglesia, y de ahí vendría el
conocido nombre de mujer español, Pilar. Al poco, Santiago habría vuelto a
Jerusalén, un viaje por entonces largo y penoso, y allí habría perdido la vida, siendo
el primer apóstol mártir. Sus restos habrían sido llevados a Galicia en un barco de
piedra sin timón, desembarcados en Iria Flavia, junto al Padrón actual, y enterrados
algo hacia el interior, en el lugar donde los bueyes que conducían el carro con el
sarcófago decidieron por su cuenta pararse.
Esta tradición, mezcla de historia, leyenda y elementos milagrosos, señalaría una
muy temprana penetración del cristianismo en España. Pero ha sido puesta en duda,
al datar del siglo VI, en época visigoda, su referencia conservada más antigua, y no
existir menciones en los Hechos de los apóstoles ni en otros documentos
contemporáneos. Tal ausencia no constituye una prueba, pues numerosos escritos
cristianos primitivos desaparecieron en las persecuciones, pero vuelve dudosa la
tradición. Queda, así, como uno de tantos sucesos acaso reales, pero de comprobación
hoy por hoy imposible. Como fuere, el relato de la predicación jacobea había de tener
la mayor repercusión cultural y política para España en los siglos siguientes.
Subsiste constancia, en cambio, de la decisión de Pablo de predicar en Hispania,
pues él mismo la expuso en su Epístola a los romanos. Posiblemente cumplió su
intención, aunque tampoco tenemos medio de saberlo con certeza, pues los
movimientos del apóstol en sus últimos años resultan confusos. Diversos
historiadores prefieren creer, también sin base documental concluyente, que el
cristianismo penetró en España más tardíamente y desde comunidades ya establecidas
en el norte de África. Con el tiempo hubo bastante relación entre la Iglesia hispana y
las próximas de la Mauritania latinizada y de las Galias. La entrada del cristianismo,
más o menos temprana, tuvo un éxito considerable, pues en el año 250, durante la
persecución de Decio, hay testimonios de comunidades cristianas en lugares tan al
norte como Astorga y León o tan interiores como Mérida, las tres sobre la llamada
posteriormente Vía de la Plata, una calzada de origen tartésico que unía por el medio-
oeste peninsular Andalucía (Sevilla) con el norte (Gijón). Seguramente la expansión
cristiana siguió el denso entramado de calzadas que cruzaba la península y
conformaría, con la latinización, los dos elementos espiritual y culturalmente más
decisivos en la historia posterior de España.
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TRAJANO, ADRIANO…
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atenuó sólo ligeramente la hostilidad a los cristianos (el papa Clemente fue ahogado,
el obispo de Jerusalén, Simeón, crucificado, y el de Antioquía, Ignacio, echado a los
leones), y siguió dos líneas de acción: asegurar las fronteras, sometiendo a los
pueblos que las amenazaban o haciéndoles retroceder hasta líneas de fácil defensa, y
afrontar la crisis moral e institucional manifiesta, entre otras cosas, en la bajísima
natalidad de las capas altas y medias, al modo de los antaño despreciados graeculi, y
testimonio acaso de un subyacente pesimismo sobre el porvenir: esas capas sociales
parecían haber perdido interés en perpetuar sus linajes. Trajano huyó de la política de
terror de Domiciano, buscó el acuerdo con el Senado, devolviéndole preeminencia al
menos formal, protegió a los pequeños y medios campesinos mediante créditos a bajo
interés, y eliminó los rituales de poder adoptados de las monarquías orientales, como
la postración a los pies del emperador. Demostró talento administrativo e impulsó una
política de construcciones y mejora de infraestructuras, de la que su nativa península
se benefició en sumo grado. De hecho se rodeó de un clan ligado a Hispania.
No menos descolló Trajano en la milicia. Roma estaba llegando al límite de sus
recursos militares. Sus dilatadísimas fronteras apenas podían ser defendidas por el
ejército, de unos 300 000 hombres, y cualquier ampliación ulterior significaba
extender las líneas y rodearse de más y más enemigos; pero al mismo tiempo la
presión de éstos obligaba a nuevas campañas. Trajano, sin buscar la guerra, no la
temió. Empezó por contraatacar a los dacios sobre el Danubio inferior, y empujarlos
hacia los montes Cárpatos. A fin de asegurar la tierra ganada, la repobló con colonos
de Italia y otras partes del imperio, asentando un cambio cultural y étnico que daría
lugar a la Rumanía actual, cuyo fundador fue realmente este gobernante
hispanolatino. Luego se anexionó con poco esfuerzo el reino nabateo o Arabia Pétrea
(parte de la actual Jordania y extremo norte de Arabia).
Finalmente se volvió contra el temible poder parto, origen de frecuentes choques
desde antes de Augusto, con victorias y derrotas sin decisión clara. Así se había
creado un equilibrio en la región del Cercano Oriente; pero habiendo roto los partos
ese equilibrio en Armenia, Trajano la ocupó en 113 y desde allí bajó por
Mesopotamia y capturó Ctesifonte, capital parta, donde impuso un rey títere.
Lamentó no ser más joven (tenía ya 62 años) para emular a Alejandro y avanzar hasta
la India. Pero la resistencia parta no quedó extinguida y alentó otras revueltas en la
región y en las zonas de fuerte presencia judía, como Siria y Chipre. Al empeorar la
situación, Trajano ordenó una retirada estratégica con vistas a recuperar los territorios
en una posterior ofensiva. Pero entonces enfermó y murió el año 117, en una ciudad
de Anatolia próxima al mar Negro.
Con Trajano alcanzó el imperio su máxima extensión, y él mismo fue quizá el
emperador más estimado por el pueblo y el que ha mantenido mejor reputación a lo
largo de los siglos. Su sucesor, decidido por él (según otra versión, por su esposa,
haciendo creer que todavía vivía él, cuando estaba ya muerto) fue su sobrino Adriano,
nacido como él en Itálica, cerca de Sevilla.
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* * *
Adriano, muy aficionado a la astrología y a la caza, que había practicado en la
Sierra Morena, y de fuerte acento provincial que le valdría burlas en Roma, había
seguido, bajo protección de su tío, el usual cursus honorum, la carrera política,
administrativa y militar de los llamados a altas responsabilidades en el gobierno. No
siempre se llevó bien con Trajano, a causa de rivalidades homosexuales, pero otro
influyente prócer hispano, Lucio Sura, los reconcilió. Desde el principio, Adriano se
distanció de la política de su antecesor. Se enemistó con el Senado al ordenar el
asesinato de cuatro prominentes políticos muy ligados a su tío (luego culpó de las
muertes a un subordinado suyo), y opuso a los senadores los poderes provinciales y,
sobre todo, el ejército. Su problema principal fue el mismo de Trajano: un imperio al
límite de sus posibilidades expansivas, con ocasionales revueltas internas y acechado
por enemigos externos, algunos muy potentes. Adriano, al revés que su tío, aceptó
recortes territoriales, buscó acuerdos con los enemigos y fortificó las fronteras más
sensibles, estrategia llena de incertidumbres, pues daba moral a los pueblos hostiles y
podía a desmoralizar a las legiones. Procuró evitar lo último manteniéndolas en
constante entrenamiento.
Afirmada la paz exterior, aun si precaria, Adriano quiso homogeneizar
culturalmente el imperio sobre base grecolatina, no siempre aceptada. Los hebreos se
resistían, al revés que los hispanos en el otro extremo del Mediterráneo, que se habían
integrado casi por completo. Adriano reconstruyó la Jerusalén arrasada por Tito el
año 70, pero con el nombre de Aelia Capitolina (Aelia por el sobrenombre del propio
Adriano) y como ciudad romana, vedó a los judíos vivir en ella y les prohibió
circuncidarse, por considerarlo una mutilación. Sobre las ruinas del templo de Yahvé
erigió otro a Júpiter, y otro más a Afrodita cerca del Gólgota. Los ultrajados hebreos
que seguían en la zona tras la diáspora de Tito, volvieron a alzarse en 132, al mando
de Simón Bar Kojba, obtuvieron victorias iniciales y crearon un reino independiente
durante un año. Adriano, con un aplastante ejército, marchó a Judea y los venció
mediante una táctica de tierra quemada, cruenta en extremo y con desgaste de las
legiones. Jerusalén continuó varios siglos como Aelia Capitolina. Para erradicar hasta
el recuerdo de los vencidos, la provincia fue integrada en la de Siria y rebautizada
Palestina en honor a los filisteos, que habían disputado aquella tierra a los judíos.
Éstos sufrieron una segunda diáspora, quedando sólo unas pocas comunidades suyas
desperdigadas por la región, sobre todo en Galilea. Tardarían dieciocho siglos en
volver como poder político a aquella tierra, un caso de tenacidad sin parangón.
Como su predecesor, Adriano hizo gala de talento administrativo, atenuó la
situación de los esclavos y mejoró la posición social de las mujeres. Pero por carácter
e inclinación los dos gobernantes diferían profundamente: Trajano, más apegado a la
tradición romana, Adriano a la griega. Les unía el aprecio por la doctrina estoica,
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raramente combinada en Adriano con un refinado y extremo hedonismo y una curiosa
mezcla de escepticismo burlón e interés por todos los aspectos de la vida, siempre
bajo la sombría conciencia del declive y fin personal inevitables. Lo expresó, muy
cerca de su muerte, en sus célebres versos Animula vagula blandula, en los que
separa el yo del alma: «Almilla inquietilla, tiernecilla/ huésped y compañera del
cuerpo/ que ahora irás a lugares/ lívidos, helados, desnudos/ para ya no divertirme
cual solías». Acerbas críticas le valió su pasión por un efebo, Antínoo, a quien hizo
deificar y adorar, consagrándole estatuas y hasta una ciudad, aunque el único mérito
conocido del homenajeado consistiera en satisfacer los deseos homosexuales de su
protector. Adriano fue el emperador más culto y aficionado a las artes, él mismo bien
dotado para ellas, aunque inconstante y algo caprichoso. Su insaciable afán por
construir monumentos y ciudades le valió burlas de Apolodoro de Damasco,
arquitecto favorito de Trajano, quizá el mejor de su tiempo, a quien desterró por ello
y, al parecer, lo hizo morir.
Hacia el final de sus días, cada vez más enfrentado al Senado, por haber ordenado
nuevos asesinatos de posibles rivales, nombró sucesor a Antonino Pío, a condición de
que adoptase como hijo a Marco Aurelio. Con ello aseguraba en lo posible la
continuidad de una dinastía ligada a Hispania, pues Antonino tenía estrecha relación
con el clan hispano.
* * *
Antonino cumplió mejor que ningún otro emperador el ideal del caballero
romano, experto administrador y militar, benévolo y ecuánime; restauró la armonía
con el Senado, rigió el imperio desde Roma en lugar de emprender constantes viajes
y campañas como los anteriores, y tuvo la suerte de no sufrir serios problemas bélicos
internos o externos. Fue también el primero en tratar a los cristianos con alguna
simpatía, y su reinado (138 a 161) fue el más prolongado desde Augusto.
Una moderación semejante siguió Marco Aurelio. Fundó escuelas para
muchachas pobres, protegió a los esclavos e indigentes y anuló deudas con el Estado.
Despreciaba a los cristianos, a quienes achacaba «fanatismo», «fetichismo» hacia
Jesús y una moral irreflexiva y antinatural; pero no desató ninguna persecución
importante contra ellos.
Al revés que Antonino, Marco Aurelio, hispanorromano por familia, hubo de
arrostrar, apenas llegado al poder en 161, la agresividad de un Imperio parto
nuevamente poderoso, que produjo una grave crisis militar en el este.
Simultáneamente las tribus germanas, convencidas de que la política imperial
reflejaba debilidad, atacaron en oleadas, junto con los sármatas, llegando a la misma
Italia. El emperador se encargó de las operaciones contra los germanos y envió a
Partia a Vero, a quien había admitido como coemperador en un nivel subordinado. La
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campaña de Partia concluyó victoriosamente en 166, pero la lucha contra germanos y
sármatas iba a durar casi toda la vida de Marco Aurelio.
El gobernante demostró en estas luchas notable pericia. Como escribió el
historiador Dion Casio, «supo afrontar dificultades extraordinarias y fuera de lo
común, salvando así al imperio». Los germanos tardarían mucho tiempo en
recobrarse de sus derrotas y volver a amenazar a Roma. Pero la victoria en Partia
había traído un efecto inesperado: las tropas, de vuelta a Roma, llevaron consigo una
grave enfermedad, quizá viruela o peste bubónica, llamada popularmente «peste
antonina», que diezmó la población durante quince años. Pudo causar hasta cinco
millones de muertes, muchas más que todas las guerras, y debilitó seriamente el
imperio. Los mismos emperadores, Vero en 169 y Marco Aurelio en 180, fallecieron
víctimas de ella. Algunos historiadores han atribuido a aquella catástrofe el comienzo
de la decadencia romana, pero ésta no se haría evidente hasta dos siglos después, y
por otras causas.
Marco Aurelio no sólo fue un emperador hábil y moderado, sino también un
filósofo importante en la corriente estoica, que dejó unas importantes Meditaciones,
libro compuesto durante sus campañas. Ve al hombre como parte de un Todo (Dios,
el Uno, la Naturaleza, la Razón, la Ley…) que le sobrepasa absolutamente, como
ínfima porción de la materia universal, del tiempo infinito y del destino. Los seres y
los hechos están entrelazados, en constante cambio y en una armonía esencial. El
hombre que comprende esta realidad, la fugacidad del tiempo y la memoria, la
precariedad de la vida, se adapta racionalmente a la ley de la naturaleza, vive en
armonía con el Todo, atiende al presente y no se angustia por el pasado o el futuro. El
miedo a la muerte brota de la impresión del aniquilamiento, pero el sabio entiende
que éste no existe, pues la muerte es sólo un cambio dentro de la marcha del
universo, y dentro de la eternidad todas las cosas se reproducirán una y otra vez en
formas semejantes. La consideración del Todo, entiende el filósofo, nos induce a la
moderación, a rehuir las pasiones, a la benevolencia; el hombre guiado por la razón
«es al mismo tiempo tranquilo y resuelto, radiante y firme». Su moral es individual
porque sólo se puede juzgar el bien y el mal en lo que depende de nosotros y en
nuestra propia conducta; no obstante, el criterio individual debe armonizarse con la
sociedad y con el Todo.
La virtud preconizada y en general practicada por Marco Aurelio tiene, sin
embargo, difícil asiento en la naturaleza, pues ésta parece ajena a la moral, e integra
todos los comportamientos humanos, los que solemos considerar mejores y peores.
«Quienes han llevado una vida de implacable enemistad, sospecha, odio… ahora
están muertos y reducidos a cenizas». Cierto, igual que quienes habían hecho el
esfuerzo de vivir en la virtud, como podría haber recordado Horacio.
Su muerte le impidió comprobar esa ambigüedad básica tras haber cometido el
peor error de su vida, el nombramiento de su hijo Cómodo como sucesor. En
principio era una buena elección: Marco Aurelio le había aleccionado desde la niñez,
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y durante los tres años últimos de su vida lo había asociado al poder, a fin de
proporcionarle experiencia. Cómodo llegó al imperio apenas salido de la adolescencia
e invirtió resueltamente la política de su predecesor. Entre la concepción estoica del
gobernante como servidor de la comunidad y el principio de que sus decisiones
constituían la legitimidad moral y legal —vieja querella presente también en el
conflicto entre Confucio y la escuela legista, o en el mito de Antígona— optó por lo
segundo. Se presentó como fuente de la ley, la moral y la religión, se divinizó como
reencarnación de Hércules e hijo de Júpiter e hizo cambiar el nombre de Roma por el
suyo propio, como Adriano había hecho con Jerusalén. Atacó al Senado y derrochó
sin tasa el dinero del Estado para atraerse al pueblo mediante fastuosos juegos de
gladiadores y similares. Cometió numerosos crímenes y su despotismo suscitó varias
conspiraciones. Sin embargo, al invertir la política de su padre no podría decirse que
contrariase a la naturaleza, pues sus actos formaban necesariamente parte de ella…
como también las conspiraciones que culminaron en su asesinato, en 192. A
continuación recomenzó un período de anarquía y guerra civil, abriéndose paso una
nueva dinastía, la Severa.
El problema de Cómodo reflejaba una debilidad institucional del Imperio romano
desde Augusto: la ausencia de un orden claro y comúnmente aceptado de sucesión, de
modo que el óbito de un emperador abría una concurrencia de aspirantes que
conducía a disturbios, crímenes y conatos de guerra civil.
* * *
Con el demencial Cómodo, que reproducía la degradación de los emperadores
posteriores a Augusto, terminaba prácticamente el siglo II, el de los «cinco
emperadores buenos», cuatro de los cuales estaban estrechamente relacionados con
Hispania, donde habían nacido dos. Su ideología estoica, como la de Séneca, Lucano
y otros, y su influencia posterior en el pensamiento español, podrían indicar una
predisposición temperamental hispana hacia esa doctrina, y así lo han sostenido
algunos autores. Sin embargo se trataba de una ideología muy en boga en todo el
imperio, y parece más ajustada la interpretación contraria: fue el influjo de Roma, una
vez más, el que dio carácter a una forma de entender la vida que tendría amplio eco
en España.
Por lo demás, el siglo de los Antoninos fue la mejor época imperial después de
Augusto: época, en conjunto, de prosperidad y la más feliz, en la cual prosperaron y
se ampliaron las clases medias y la interrelación comercial, incluso turística, gracias a
la combinación de un poder prudente y una administración cuidadosa.
En Hispania también prosperaban los municipios, los cultivos y el comercio, en
especial de aceite, de un condimento llamado garum, de oro, plata o cobre, de vinos y
de lana, que se exportaban en abundancia a Italia y otras regiones. La población debió
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de aumentar mucho y se crearon grandes fortunas y oligarquías locales preocupadas
por embellecer las ciudades. El valle del Betis siguió siendo el centro principal de la
vida cultural y económica, pero la expansión urbana, comercial y agraria afectó a
toda la península, como se comprueba en el crecimiento de las ciudades de la meseta
y del norte y en la mejora de las calzadas, sobre todo bajo Trajano y Adriano.
De Hispania salían numerosos soldados, que combatían o guardaban las fronteras en
lugares muy alejados, terminaban recibiendo la ciudadanía romana y se convertían a
su vuelta en un importante factor de latinización. Sólo en algunas zonas montañosas
quedaban bolsas de población poco romanizadas.
En conjunto, y a pesar de los emperadores enloquecidos y los crímenes en la
cumbre del Estado, Roma había logrado asentar un aparato legal, administrativo y
militar de tal calidad, y había contado con dirigentes medios tan capaces y orgullosos
de servir a su civilización, que las contiendas civiles se habían resuelto con rapidez,
sin repetir las convulsiones del siglo I antes de Cristo, se habían superado todas las
crisis, asegurado la pax romana y generado una prosperidad que había cambiado
radicalmente el panorama cultural del Mare Nostrum. La impresión de los
contemporáneos podría resumirla el comentario de Tertuliano, intelectual cristiano de
la época, escasamente prorromano: «Cada día el mundo es más conocido, mejor
cultivado y más civilizado. Por todas partes se abren caminos, cada región es
explorada, todos los países se abren al comercio. Los campos labrados han invadido
los bosques; rebaños de ganado han expulsado a las fieras; la misma arena está hoy
sembrada, las rocas quebradas, los pantanos saneados. Ahora hay tantas ciudades
como antes había casuchas…».
Sin embargo, ya con Adriano se observa un estancamiento cultural. Las artes
alcanzaron perfección técnica, pero la inspiración decayó, no hubo renovación y
aparecieron pocos escritores o científicos de talla, como si el ímpetu cultural de los
agitados siglos anteriores se hubiera agotado en medio de la prosperidad. En Hispania
no surgieron dignos sucesores de los Séneca, Quintiliano o Marcial. El esplendor
intelectual de la Edad de Oro y la Edad de Plata cedieron a una semiesterilidad y
sensación de vacío, conforme la religión oficial y las concepciones politeístas tendían
a convertirse en cáscaras huecas. Mientras, el cristianismo continuaba avanzando.
La riqueza de la Bética sufrió un rudo golpe con la invasión de tribus mauritanas
o beréberes, del año 171 al 173. El ejército imperial se desplegaba en las fronteras a
modo de caparazón, pero si el caparazón era perforado, la repentina invasión podía
extenderse sobre grandes regiones inermes antes de ser localizada y rechazada, lo que
llevaba largo tiempo. La Bética, como el resto de la península, se hallaba casi
desarmada, salvo por milicias locales contra el bandolerismo endémico de algunas
zonas. Augusto había dejado tres legiones, que Vespasiano redujo a una, la
IX Gémina, acantonada en León para vigilar a cántabros, astures y galaicos. En
cuanto a la Mauritania (el actual Magreb) se hallaba básicamente pacificada, pero en
sus poco accesibles montañas del Atlas, de escaso interés para Roma, la población,
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inestable o trashumante, seguía viviendo como en el pasado. Algo parecido, en
mucha menor medida, ocurría en el norte de Hispania, particularmente en las
montañas vasconas, cuya población no había sufrido un feroz castigo como la de las
cántabras. Ocasionalmente algún líder carismático del Atlas organizaba incursiones
en busca de botín sobre la costa mauritana más latinizada e incluso, pasando el
Estrecho de Gibraltar, sobre la Bética. Los destrozos que causaron en esta región
perturbaron su economía. Otro suceso trajo graves daños: en la guerra civil a la
muerte de Cómodo, Hispania respaldó al aspirante perdedor, Clodio Albino, y el
vencedor, Septimio Severo, se vengó confiscando vastas extensiones olivareras en la
península y empobreciendo a los potentados locales.
* * *
En tiempos de Marco Aurelio se produjo el primer contacto oficial con la lejana
China, en 166, aunque no una continuidad comercial o cultural. Desde su unificación
bajo Qin Shi Huang, por la época de las guerras púnicas de Occidente, China había
conocido vastas transformaciones. En 206 a. C., la dinastía Qin había sido sustituida
por la Han, que permanecería cuatro siglos con gobiernos menos absolutistas, época
de esplendor de las ciencias, las artes y el comercio —con intervalos de rebeliones y
caos—, hasta el punto de que la etnia china se ha identificado con su nombre: los
han. Los gobernantes adoptaron las doctrinas confucianas, que ya quedarían como
orientadoras morales y políticas del imperio, pese a la recepción de influencias
budistas procedentes de India y a expansiones menores del taoísmo. China extendió
su influjo militar y político sobre Vietnam y Corea, y el cultural desde Japón al Asia
Central. Por los años cincuenta antes de Cristo los romanos ya obtenían diversas
mercancías chinas a partir de la Ruta de la Seda, que por entonces tomaba forma,
pero la relación era indirecta, a través de los partos, y poco continua.
Los imperios chino y romano tenían algunas cosas en común: parecidos en
superficie y población (unos 5 millones de kilómetros cuadrados y 50 millones de
habitantes cada uno), sufrían una permanente amenaza exterior, en el caso chino de
las tribus de las estepas, probablemente los hunos. Éstos, pastores y guerreros,
disponían de una excelente caballería que en ocasiones había sobrepasado la Gran
Muralla. Al comenzar el siglo II d. C. se abriría en China, como en Roma, un período
de inestabilidad, tras el derrocamiento, en 220, del último monarca Han.
La India no logró en este período un grado de unificación semejante a la de
China, Roma o Partia. En el siglo II a. C. comenzó el período de los Reinos Medios,
que duraría hasta el siglo XIII d. C.: diversos estados en rivalidad e invasiones
externas cambiaron una y otra vez el mapa político del subcontinente.
El imperio parto de Persia también entró en declive a comienzos del siglo III,
debido a sus pugnas internas, causadas por el poder de los nobles y la escasa
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autoridad real. Se impondría entonces la dinastía sasánida, tal como la parta se había
impuesto a la grecopersa de los seléucidas, herederos de Alejando Magno. Los partos
habían mantenido un barniz helenizante, pero los sasánidas iban a adoptar una actitud
mucho más agresiva y más nacionalista persa.
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LA GRAN CRISIS DEL IMPERIO Y LAS
REFORMAS DE DIOCLECIANO
Si el siglo II, el de los Antoninos, se caracterizó por una básica estabilidad y solución
satisfactoria de los problemas internos y externos, el siglo III vino signado por la
convulsión y la crisis. La dinastía de los Severos duró sólo 42 años, de 193 a 235. Se
vinieron abajo la autocontención estoica del poder y cierto equilibrio con el Senado y
otras instituciones, y por primera vez se expuso la idea —no sólo la práctica— de que
la ley no expresaba, ni aun formalmente, una decisión del Senado, sino la voluntad
del emperador, aureolada de un carisma divino. El Estado descansó aún más
directamente en el ejército, dentro del cual la Guardia Pretoriana pudo deponer y
matar al perturbado Heliogábalo, así como al último representante de la dinastía,
Alejandro Severo.
A la crisis institucional se añadieron las peores amenazas exteriores desde
tiempos de Cartago, guerras intestinas, cortes de las comunicaciones, piratería,
inflación desatada, secesiones, epidemias… El imperio estuvo al borde del colapso en
una Gran Crisis de medio siglo, período de semianarquía militar. Decio fue el primer
emperador caído en batalla contra enemigos externos (los godos), en 251; nueve años
más tarde, Valeriano sería el primero apresado. La crónica de los sasánidas, que
habían derrocado a los partos, decía: «El césar Valeriano vino contra nosotros con
setenta mil hombres […]. Peleamos contra él en una gran batalla y prendimos al césar
Valeriano […]. Abrasamos las provincias de Siria, Cilicia y Capadocia, las
devastamos y conquistamos, llevándonos a sus pueblos como cautivos». Según la
leyenda, el rey persa Sapor I habría obligado a Valeriano a tragar oro fundido.
En 258 las provincias de Hispania, Galia, Britania y la Germania romanizada se
separaron para formar un imperio galo con sede en Tréveris (en la actual Alemania)
bajo el mando de Póstumo, luego de Tétrico.
Once años más tarde el reino de Palmira se independizó bajo la reina Zenobia,
extendiéndose a Siria y Egipto. El colosal edificio comenzado por Escipión cinco
siglos antes amenazaba hundirse. Sólo en 274 pudo Aureliano dominar a Zenobia y a
Tétrico, que recibieron trato clemente: la primera, obsequiada con una lujosa villa en
Roma, vivió sus últimos años como una gran dama. Aureliano, notable líder, también
derrotó a godos y vándalos que presionaban por el Danubio y habían entrado en la
misma Italia. Su denodada lucha por recobrar una administración eficaz y no corrupta
le costó finalmente la vida, en 275.
Salvo en la época Antonina, el oficio de emperador resultaba peligroso en
extremo. De los cinco de la dinastía de Augusto, la Julio-Claudia, tres, acaso cuatro,
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murieron por asesinato o suicidio. También murió asesinado uno de los tres de la
dinastía Flavia, y uno de los seis Antoninos. De los nueve que, con los Severos,
llegaron a ocupar o compartir el poder, siete acabaron asesinados o ejecutados, y
durante la Gran Crisis la peligrosidad crecería al máximo: de los 25 emperadores
totales o parciales durante medio siglo, 23 perecieron asesinados o en combate.
La inestabilidad en la cúspide sacudía al imperio; pero éste consistía en un
entramado político, cultural, técnico y castrense, servido por altas magistraturas de
probada experiencia adquirida en el cursus honorum, y por muchos miles de
funcionarios, ciudadanos y soldados expertos y orgullosos de su romanidad, pese a
proceder cada vez más de fuera de Italia: varios emperadores de la Gran Crisis habían
nacido en Iliria, al otro lado del Adriático. El proceso se acentuó desde 212 por un
edicto de Caracalla que otorgaba la ciudadanía romana a todos los hombres libres del
imperio. Así, el Estado sobrevivió a los más violentos desafíos internos y externos.
Hispania padeció crudamente estos avatares. En 252 una peste despobló
parcialmente el valle del Ebro; y algo después, en 259-260 y de nuevo hacia 276,
tribus germánicas de francos y alamanes llegaron a la península tras cruzar el Rin y
las Galias. La arqueología constata algunos rastros de la invasión: arrasamiento de
Ampurias, destrozos en ciudades y campos de Levante y Aragón, desde los Pirineos a
Andalucía, y en el valle del Duero. Mientras miles de hispanos defendían las
fronteras del Rin, el Danubio o frente a Persia, Hispania estaba muy mal protegida, de
modo que los germanos pudieron actuar a sus anchas antes de ser localizados por las
legiones.
Las invasiones y la inseguridad creaban un círculo vicioso: forzaban a aumentar
los gastos militares y administrativos, de paso la corrupción, y debilitaban la
economía. Por ello, a las invasiones les siguieron las revueltas. Labriegos despojados
o arruinados por los impuestos ampliaban la destrucción con ciega furia. Ya en
185-188, casi un siglo antes, el ex soldado Materno había encabezado en las Galias e
Hispania una rebelión de campesinos, esclavos y desertores que asaltaban fincas y
hasta ciudades. Pero ahora el fenómeno, conocido como la Bagauda, nacido también
en las Galias, alcanzó desde Gallaecia a los valles del Ebro y del Duero.
El comercio retrocedió, la producción agraria se centró en el consumo local o de
subsistencia y la economía se hizo comarcal. La vida se ruralizó en grandes
latifundios o villae y la necesidad empujó a muchos a sacrificar sus derechos para
asegurarse protección y supervivencia, rebajándose a una práctica servidumbre. Las
ciudades perdieron espacio y construían o reforzaban sus murallas. También
perdieron autonomía política, y terminó el tiempo de las suntuosas construcciones
municipales dedicadas por magnates y mecenas locales, mientras se deterioraba la
infraestructura viaria.
* * *
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La Gran Crisis fue salvada, pues, por líderes ajenos a Italia y por soldados de las
provincias o incluso bárbaros, prueba del poder de atracción de la civilización latina;
pero, inevitablemente, generó cambios profundos en instituciones, creencias y estilos
de vida. «Los poderes creadores de la aristocracia romana quedaron minados de
forma definitiva», sugiere Rostovtzeff. La crisis quedaría superada desde 284 por un
nuevo emperador, Diocleciano, otro general de origen ilirio que apenas visitó Roma
en toda su vida y, no obstante, se veía a sí mismo como romano sobre cualquier otra
consideración.
El nuevo líder aplicó una serie de reformas que sistematizaban tendencias
anteriores. Separó bastante el poder militar del administrativo y dobló el número de
provincias, hasta cerca de un centenar. Creyendo el imperio demasiado extenso para
dirigirlo una sola persona, estableció un gobierno de cuatro o tetrarquía, dos augustos
y dos césares. Cada uno debía administrar un vasto sector del imperio, en armonía
con el resto. Diocleciano se ocupó de la región en torno al Mediterráneo oriental, la
parte más poblada y organizada, de idioma preferentemente griego, si bien dejó los
Balcanes a un césar, Galerio. La parte occidental (Italia, Hispania y África)
correspondió al augusto Maximiano, y las Galias y Britania al césar Constancio
Cloro. Signo de los tiempos: Maximiano eligió por capital a Milán, dejando a Roma
como referencia cultural e ideológica, pero sin poder político.
Diocleciano llevaba la batuta de la tetrarquía. Contra el caos anterior, se rodeó de
un ceremonial imponente, típicamente oriental, con ceremonias de adoración que lo
separaban del común de los mortales y subrayaban un poder autocrático como nunca
hubo antes, pese a fuertes precedentes. Se esfumaron los últimos vestigios de
republicanismo y de autoridad y autonomía municipales, ya socavadas desde
Caracalla.
Para afrontar los retos exteriores amplió el aparato burocrático, dobló el ejército
hasta los 580 000 soldados, la mayoría ya tropas mercenarias que a menudo se
portaban como una plaga para las poblaciones vecinas. Reforzó la defensa fronteriza
con un costoso sistema escalonado. La pax romana exigía tales gastos que amenazaba
de ruina a capas enteras de la población y elevaba los precios, con lo que socavaba su
propia base. Tales efectos fueron paliados mediante un sistema impositivo más
igualitario, previsible y, en ese sentido, más justo, separando la administración del
Estado de la casa del emperador. Un censo estricto permitía regularizar y planificar
ingresos y gastos, en lugar del anterior método de tomar medidas al compás de las
circunstancias. Contra la inflación saneó la moneda y promulgó un edicto de precios
máximos, que fracasó. Para asegurar los ingresos y la mano de obra tomó medidas sin
precedentes —totalitarias—, obligando a la transmisión por herencia de los oficios y
la sujeción de los campesinos a sus tierras, anuncio de la posterior servidumbre de la
gleba; y acabó de eliminar la autonomía municipal, una clave del Estado hasta
entonces, reduciendo sus autoridades a simples funcionarios imperiales. Sus reformas
abrieron un nuevo período de prosperidad y, suele decirse, aseguraron la
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supervivencia del imperio en Occidente durante un siglo largo y ayudaron a mantener
otros mil años el de Oriente, como Imperio bizantino. En 305, Diocleciano dejó el
poder. Con él comienza una nueva época llamada habitualmente «Antigüedad tardía».
Por lo que se refiere a Hispania, la Tarraconense fue dividida en tres provincias
nuevas: Gallaecia, extendida por la actual Galicia, norte de Portugal hasta el Duero,
parte de Asturias y de la región leonesa; Cartaginense, desde las Baleares y la mitad
de la actual Valencia hasta Almería y por el interior hasta el sur de Gallaecia; y
Tarraconense propiamente, con las actuales Cataluña, parte de Valencia, Aragón, la
mitad de Castilla la Vieja, Vascongadas y parte de Asturias. Lusitania y Bética
seguían inalteradas. El conjunto formaba la diócesis de Hispania, dependiente de la
prefectura de las Galias, e incluía la Mauritania Tingitana, es decir, la franja norte del
actual Marruecos. La península perdió algún peso, relegada al extremo occidente de
un imperio que pasó a gravitar sobre el Mediterráneo oriental. Persistió la estrechez
de las ciudades y del comercio, y la ruralización de economía autosuficiente. No
obstante, las ciudades permanecían, y las villae o latifundios absorbían gran parte del
viejo artesanado, los oficios artísticos y la vida cultural, como expresan los hermosos
mosaicos subsistentes. Frente a revueltas e invasiones, los terratenientes reclutaban
grupos armados, hasta pequeños ejércitos no muy profesionalizados.
* * *
Punto clave en la política de Diocleciano fue la regularización del culto al
emperador, para reforzar la fidelidad de los ciudadanos. Él debió de ser adepto al
culto de Mitra, divinidad solar y mistérica importada de Persia que las tropas
difundieron por el imperio. El mitraísmo tenía vaga semejanza con el cristianismo
como religión de redención del género humano, y en algunos títulos, símbolos y ritos;
pero el emperador iba a colisionar con los cristianos. Éstos habían vivido tres siglos
bajo permanente hostilidad social y política, alternando etapas de mayor tolerancia
con nueve cruentas persecuciones. Ahora, Diocleciano iban a desatar la persecución
más prolongada y sangrienta, desde el año 303. En ella, se dice, ciudades enteras
fueron asoladas, varios obispos de Roma y otras muchas figuras prominentes
sufrieron martirio, y el emperador llegó a jactarse, prematuramente, de haber
erradicado el cristianismo.
La religión de Jesús había arraigado sobre todo en torno al Mediterráneo oriental,
algo menos en el occidental. A mediados del siglo IIIexistían en España obispados
tan al interior como León, Astorga o Mérida, prueba de una difusión muy amplia. Lo
sabemos porque los obispos de esas ciudades se habían doblegado a sacrificar al
emperador durante la persecución de Decio, en 249-51. La flaqueza de los tres
obispos había indignado a otros colegas suyos y a muchos fieles, pero la claudicación
ante las atroces torturas por confesar la fe no era infrecuente. La historia revela
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también una estrecha relación entre las comunidades hispanas y las del norte de
África. En cuanto a la persecución de Diocleciano, ocasionó numerosos mártires en la
península, entre quienes suele recordarse a Santa Eulalia, San Vicente y Santa
Leocadia.
El arraigo del cristianismo permitió a principios del siglo IV la celebración del
Concilio de Elvira, cerca de Granada, con asistencia de diecinueve obispos y
veintiséis presbíteros de toda Hispania. El concilio dictó normas para apartar a los
cristianos de las prácticas paganas y de las comunidades judías, volvió a prohibirles
el culto imperial, así como los espectáculos gladiatorios y circenses, y acordó o
confirmó el celibato para los clérigos (primera constancia histórica) y la asistencia a
misa para los bautizados.
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TRIUNFO DEL CRISTIANISMO Y RENACER
INTELECTUAL
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Estado. Por la misma razón, el paganismo entró a ocupar el puesto de enemigo del
imperio.
A la inversa, el poder tendía a inmiscuirse en la vida de la Iglesia, en cuyo seno
brotaban herejías, interpretaciones y hostilidades. Por Egipto y Siria cundía la vida
monacal y ascética, degenerada a veces en persecuciones fanáticas contra los paganos
u otros cristianos. Constantino, preocupado por el orden público, ordenó solventar
esos conflictos mediante un concilio. Éste se reunió el año 325 en Nicea, ciudad del
Asia Menor, con más de trescientos obispos de todo el imperio. Lo presidió Osio,
obispo de Córdoba, prueba del prestigio alcanzado por el cristianismo hispano, pese a
su lejanía de los verdaderos centros de poder político y religioso. Osio había sufrido
tormento y destierro bajo Diocleciano y Maximiano, y había llegado a consejero de
Constantino.
El debate central giró en torno a la doctrina de Arrio, sacerdote de Alejandría,
para quien Jesús de Nazaret habría sido engendrado por Dios, y por tanto no era
eterno ni tenía la misma substancia y rango divino que el Padre. Frente a él, el obispo
Atanasio sostenía la igualdad ontológica entre Padre e Hijo, por compartir la misma
substancia. Los arrianos tenían peso en el Oriente, de lengua griega, mientras sus
contrarios predominaban en la parte latina, pese a lo cual el arrianismo fue condenado
por aplastante mayoría, gracias en gran medida a la influencia de Osio. Arrio, tenaz
en sus ideas, fue desterrado, si bien más tarde perdonado.
El concilio resumió la fe cristiana en el Credo, oración compuesta por el mismo
Osio, para su fácil comprensión entre los fieles comunes. Aun así, el arrianismo
persistió. Un godo cristianizado, Ulfilas, convirtió a parte de su pueblo a la doctrina
de Arrio, la cual también aceptaron los vándalos y otros pueblos germanos. En 343,
Osio volvió a convocar un concilio en Sárdica (Sofia), para reorganizar la Iglesia
contra el arrianismo, y luego otro concilio limitado a Hispania, con el mismo fin.
Aun así, la herejía prosperaba, y Constancio II, un hijo de Constantino llegado al
poder en 337, la adoptó, persiguió a niceanos, paganos y hebreos, y presionó a Osio.
Éste le respondió, en 356: «Estoy dispuesto a soportarlo todo antes que derramar
sangre inocente o traicionar la verdad. Haces mal en escribir como lo haces y en
amenazarme […]. Dios te confió el imperio, a nosotros la Iglesia […]. Ni a nosotros
es lícito tener potestad en la tierra, ni tú, emperador, la tienes en lo sagrado». Fue la
primera exposición concreta de la diferenciación entre el poder espiritual y el
político. El obispo de Córdoba, con 100 años de edad, sufrió tortura y destierro a
Panonia, donde fallecería al año siguiente.
Constancio patrocinó campañas de evangelización arriana en los países vecinos,
hasta la India, y decretó pena de muerte para quienes ofrecieran sacrificios a los
ídolos, o practicaran la magia, la adivinación y la astrología. Sus medidas provocaron
la enésima revuelta de los hebreos, que habían reconstruido algunas comunidades en
Palestina, y respondían a la presión cristianizante con una devoción redoblada a su fe
y persecución a los conversos. En 351, aniquilaron una guarnición romana y ganaron
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parte de Israel. La respuesta fue una guerra de exterminio. La persecución contra los
paganos incluyó asesinatos de sus sacerdotes y destrucción y saqueo de sus templos,
actos iniciados ya bajo Constantino.
* * *
A lo largo del siglo IV, el paganismo perdió adeptos, pero ofreció dura resistencia
antes de caer. El imperio, surgido de una pequeña ciudad estado del Lacio bajo la
protección de Júpiter y demás dioses ancestrales, sobrevivía por entonces entre
angustiosos hostigamientos externos y discordias internas. Cabía achacar la
decadencia a la expansión cristiana, a modo de un cáncer, y proliferaron tales
acusaciones por parte de políticos e intelectuales paganos. Resurgió en Grecia una
filosofía anticristiana llamada helenista, basada en la reelaboración platónica del
filósofo Plotino. Ya en el siglo II Celso, comentarista agnóstico y mundano,
desdeñoso de judíos y cristianos, utilizaba a los primeros contra los últimos: las
profecías podían aplicarse a muchas otras personas con más razón que a Jesús, el cual
habría nacido de la relación adulterina entre un soldado romano y una hebrea, habría
aprendido magia en Egipto para deslumbrar a plebeyos miserables e ignorantes entre
quienes escogió a sus discípulos, y sus creyentes componían «una turba de esclavos,
niños, mujeres y vagos». Su incapacidad para evitar una muerte vil en la cruz
desmentía sus pretensiones divinas. Y su resurrección, «¿Quién la vio? Una mujer
histérica […] y algún otro de la misma cofradía de hechiceros, o bien la soñó […] o
la imaginó con mente extraviada; cosa, por cierto, que ha sucedido a infinitas gentes;
o, en fin, lo que es más probable, querría impresionar a otros con tal prodigio y, con
parejo embuste, dar pie a otros charlatanes mendicantes».
En el siglo III un discípulo de Plotino, Porfirio de Tiro, escribió el libelo Contra
los cristianos, hoy perdido aunque varios de sus puntos pervivieron en las réplicas
cristianas: «Las cosas que Moisés dice con claridad, los cristianos las presentan como
enigmas y les dan aire divinal, como de oráculos llenos de ocultos misterios, y
después de hechizar con el humo de su orgullo la facultad crítica del alma, exponen
sus interpretaciones». La vida de Jesús sería una leyenda inventada por los
evangelistas, como probarían las discrepancias de sus relatos; y los dichos de Jesús
estarían llenos de «estupideces»: «Si creyerais a Moisés, creeríais en mí; puesto que
acerca de mí escribió Moisés. Sin embargo, de Moisés no se conserva nada, se dice
que todos sus escritos fueron quemados junto con el Templo. Lo que existe bajo su
nombre ha sido compuesto por Esdras 1180 años después de su muerte, de modo
poco exacto».
A estos ataques replicarían apologetas cristianos como Orígenes o Eusebio de
Cesarea. Otro intelectual heleno, Yámblico, daría argumentos a la apostasía del
emperador Juliano, cuya familia había sido asesinada por Constancio, pese a lo cual
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heredó a éste en el poder. Juliano, adepto a cultos mistéricos y al neoplatonismo, se
proclamó hijo del dios Sol y reencarnación de Alejandro Magno. Para debilitar el ya
decisivo poder cristiano, fundó una nueva Iglesia pagana imitando la de Jesús, se
proclamó su máximo pontífice, estimuló las reyertas entre cristianos y premió las
apostasías. Pero murió pronto, en 363, luchando contra los sasánidas, y su muerte
trajo la derrota definitiva de su causa. Su sucesor, Joviano, restableció los privilegios
del cristianismo y ningún emperador volvió a declararse pagano.
Entre sus medidas, Juliano había vedado a los cristianos la cultura griega: si
tenían a la Biblia como única fuente de conocimiento, debían abstenerse de los textos
clásicos: «Si quieren aprender literatura, tienen a Lucas y a Marcos; que vuelvan a
sus iglesias y los expliquen». La prohibición revela otra clave de la época: la
absorción por los cristianos de la cultura grecolatina, cuya belleza y sutilidad
intelectual los atraía y repelía a un tiempo, y trataban de armonizarla con sus
doctrinas.
Así, Plotino influía a los anticristianos Yámblico o Porfirio, y a pensadores
cristianos, sobre todo a Agustín de Hipona. Su trasfondo era el antiguo problema de
si el mundo, con su infinita variedad de formas, movimientos, generación y
destrucción, se explica por sí mismo o precisa un fundamento externo a él. La
primera opción suele llevar al ateísmo o al panteísmo, la segunda a la noción de un
Dios creador, trascendente a su creación. Plotino va más bien en la segunda
dirección: en el fondo del mundo, del espíritu (nous) y del alma hay necesariamente
algo, el Uno, concepto por encima de la existencia y del ser, identificable con el
principio del Bien y la Belleza. Del Uno derivaría el mundo, no por creación, sino por
emanación, como del sol emana la luz. Un mundo no ilusorio, pero con grados
menores de verdad y belleza según su lejanía del Uno. Ni aun las facultades humanas
superiores pueden aprehender ese Uno, accesible sólo por un esfuerzo místico, hasta
la identificación con él, estadio máximo de la felicidad. Quien logra esa unión puede
ser feliz hasta en medio de la tortura.
San Agustín asimiló a Plotino al cristianismo. Cabría identificar al Uno, en cierto
modo, con Dios, o al nous con Cristo. Como Plotino, rechazó los gnosticismos
(doctrinas iniciáticas y secretistas, que oponían el cuerpo y el alma, la materia —el
mal— y el espíritu —el bien—, etc.). Pero no se limitó a trasplantar el plotinismo.
Agustín había comenzado por rechazar la fe en nombre de la razón, para encontrarlas
más tarde complementarias, rasgo típico del catolicismo. El mundo, considerado
racionalmente, no se sostiene en sí mismo, tiene que haber sido creado. La propia
razón se reconoce como parte de la creación, a la cual no puede entender por
completo, pero incita al hombre a unirse a Dios por las vías del ser, el amor y la
verdad.
El ansia humana de saber y de felicidad no puede satisfacerse plenamente en la
vida, pero atestigua, junto con la memoria, el entendimiento y la voluntad, la creación
del hombre a imagen de Dios, aun si con la deformidad del pecado. El mundo,
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creación divina, es bueno, y Dios no causa el mal, sólo lo permite y puede
transformarlo en bien. También elaboró San Agustín la idea del Dios uno y trino, y la
concepción virginal de María y su santidad: Dios nació de una mujer. La Iglesia es
santa aun si incluye a malvados, porque ese mal no contamina a los buenos. Nadie se
salva sin Cristo y «la reconciliación con Dios es universal, ya que Dios murió por
todos los hombres»; de ahí el fervor misionero cristiano. La gracia, don gratuito
divino que facilita hacer el bien, no se opone al libre albedrío, pues éste «no sucumbe
porque es ayudado, sino que es ayudado para que no sucumba».
La concepción agustiniana busca salvar al creyente de la desesperación y de la
soberbia, pero no llega a conciliar la gracia con la libertad, o la predilección gratuita
de Dios por algunos hombres y el amor divino a toda la humanidad. Rechazaba la
tesis de Orígenes de que, al final de los tiempos, pecadores y no pecadores volverán
unirse en Dios (apocatástasis), pues el castigo eterno por los pecados chocaría con la
infinita misericordia divina. Según Agustín, el castigo será eterno (concepto extraño,
pues en su opinión el tiempo aparece con el mundo, por lo que la eternidad negaría el
tiempo); y sentó bases para la doctrina de la predestinación: unas almas están
predestinadas a la condenación, otras a la salvación. Estas ideas moldearon la
filosofía cristiana y darían pie a controversias y a la gran escisión protestante del
siglo XVI, decisiva en la historia posterior de Europa y de España. De paso, la
impronta cultural grecolatina aumentaría la distancia del cristianismo con respecto al
judaísmo.
La vida de San Agustín transcurrió a caballo entre los siglos IV y V. Fue el mayor
de una serie de intelectuales católicos, polemistas y padres de la Iglesia. Otro muy
destacado durante la segunda mitad del siglo IV fue Ambrosio, obispo de Milán y
consejero de emperadores, que condenó algunas atrocidades estatales, como la
matanza de Salónica en represalia por una revuelta. Pero no vaciló en usar el poder
para llevar hasta el final su batalla contra el paganismo, promovió la intimidación
contra judíos y paganos, la destrucción de sus templos y amparó atrocidades de
cristianos fanáticos. En cierto grado intentó imponer una clerocracia: el emperador
estaría «a las órdenes de Dios», como los ciudadanos a las del emperador; y la Iglesia
ostentaría un poder superior al de los estados del mundo, concepción susceptible de
borrar la separación entre poder espiritual y poder político. No obstante, la
identificación de la Iglesia con el imperio tendría un límite, que permitiría a la
primera sobrevivir al segundo.
* * *
Por la segunda mitad del siglo IV vivió el papa Dámaso, hispano, probablemente
galaico, y opositor cerrado al hereje Prisciliano, también galaico. De cuna
aristocrática, poeta y muy culto, con don de gentes, este Papa fue un reformador
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religioso: defendió a ultranza la primacía del obispado de Roma sobre todos los
demás, hizo del latín la lengua oficial de la Iglesia y ordenó la traducción de la Biblia
a dicho idioma (Vulgata). E identificó a la Iglesia con el espíritu de Roma, una Roma
a su vez cristianizada.
Gran parte del pontificado de Dámaso transcurrió bajo el emperador Graciano,
con quien acabó de imponerse el cristianismo. Graciano, influido por Ambrosio,
rehusó el título de Pontífice Máximo, prohibió los ritos paganos y las donaciones a
sus colegios religiosos y, entre fuertes protestas, mandó retirar del Senado el Altar de
la Victoria, una estatua de oro de la diosa, regalada por Augusto. Ordenó a sus
súbditos la profesión del cristianismo de Nicea y trató, en vano, de extirpar el
arrianismo.
Graciano hubo de contender con el general Magno Clemente Máximo, de origen
humilde y posiblemente galaico, que había luchado con éxito en Britania contra los
pictos y los sajones. Proclamado emperador por sus tropas, Máximo pasó de Britania
a las Galias y, en París, atacó a Graciano. Éste había adoptado una guardia personal
de alanos y diversos signos bárbaros; sus disgustadas tropas le abandonaron y él huyó
hasta Lyon, donde fue asesinado en 383. Luego Máximo pactó un reparto del imperio
con Teodosio —también de origen hispano y rodeado de un clan político de la misma
procedencia—: Máximo gobernaría Britania, las Galias e Hispania, Teodosio la parte
oriental, y Valentiniano II, hermano de Graciano, Italia, África e Iliria. El acuerdo no
funcionó y causó una nueva guerra. Teodosio ganó en 388 e hizo matar a Máximo y a
su hijo, pese a unirles algún parentesco. Cuatro años después sería eliminado
Valentiniano y surgió otro aspirante, Eugenio, que se identificó con los paganos.
Teodosio lo venció en 394, en la durísima batalla de Frígido, donde ambos usaron
alta proporción de tropas bárbaras. A continuación los cristianos de Roma se
vengaron en una sangrienta persecución, que frenó el césar. Teodosio, por tanto,
volvió a controlar todo el imperio, el último que lo haría. Pero sólo iba a vivir un año
más, y volvió a dividirlo, legando a un hijo, Honorio, la parte occidental y al otro,
Arcadio, la oriental.
Teodosio venía de una familia aristocrática de Cauca, en la actual provincia de
Segovia, y su reinado marcó el apogeo del cristianismo en Roma. Tolerante al
principio con los paganos, el consejo de Ambrosio le llevó a decretar, en 391, el
cristianismo de Nicea como única religión oficial, culminando el proceso iniciado por
Constantino. Fueron prohibidos los sacrificios con sangre, extinguido el fuego eterno
del templo de Vesta y despedidas las vestales, castigadas la adivinación y la brujería,
retirados los subsidios a templos y congregaciones politeístas, y clausurados los
Juegos Olímpicos desde 393. Un año antes, soldados y monjes fanatizados arrasaron
el Serapeum de Alejandría, uno de los más grandiosos templos paganos, junto,
supuestamente, con su famosa biblioteca, aunque esto último parece ser una
inferencia de Gibbon sin base real. Alejandría sufría desde siglos atrás luchas entre
griegos, judíos y cristianos. Otras destrucciones siguieron por Egipto. En 415, sería
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cruelmente asesinada en Alejandría una notable profesora de la filosofía de Plotino,
Hipatia, por una turba conducida por monjes fanatizados y pese al prestigio de la
mujer entre diversos intelectuales cristianos.
Estas agresiones no nacían de un desquite por las persecuciones paganas, sino de
fanatismos y de la misma motivación, invertida, de las viejas persecuciones: el
cristianismo aparecía como garantía del orden político y el paganismo como un
peligro. Con todo la identificación religiosopolítica cristiana no adquiriría la
intimidad anterior: el césar ya no era divino y debía someterse al mandato moral de la
Iglesia.
El imperio padecía amenazas aún más extremas que en la Gran Crisis del siglo
III: continuas incursiones de bárbaros, en especial germanos, y de los persas
sasánidas, más las luchas por el poder. Teodosio empleó más la diplomacia y el pacto
que la espada, y alistó en el ejército a muchos bárbaros. Su prudencia le rindió buen
resultado momentáneo, pero no conjuraba el peligro. Después vendría lo peor.
* * *
En este clima de incertidumbre entre la segunda mitad del siglo IV y comienzos
del V, Hispania produjo un elenco de intelectuales relevantes, entre quienes cabe
destacar a Prudencio, Juvenco, Orosio, Prisciliano y Egeria.
Paulo Orosio, teólogo e historiador natural de Braga, en Gallaecia, nacido hacia
380, viajero por Jerusalén, el este y África del norte, fue discípulo de San Agustín,
defensor del libre albedrío contra diversas herejías y enemigo de Prisciliano. Su
Historia contra los paganos, de gran difusión en siglos posteriores, es la primera
historia universal desde un punto de vista cristiano, explicada como desarrollo del
plan divino: el Imperio romano se transformaría en instrumento de Dios para proteger
a la Iglesia frente al caos. Rebatiendo la acusación pagana al cristianismo de provocar
la decadencia de Roma, sostenía que bajo el paganismo habían sido continuas las
crisis y agresiones despóticas a otros pueblos. En cambio, en la nueva era cristiana
«tengo en cualquier sitio mi patria, mi ley y mi religión», y las regiones del mundo
(imperial) «me pertenecen en virtud del derecho y del nombre [cristiano] porque me
acerco, como romano y cristiano, a los demás, que también lo son. No temo a los
dioses de mi anfitrión, no temo que su religión sea mi muerte, no hay lugar temible a
cuyo dueño le esté permitido perpetrar lo que quiera […], donde exista un derecho de
hospitalidad del que yo no pueda participar. El Dios único que estableció esta unidad
de gobierno […] es amado y temido por todos […]. Temporalmente toda la tierra es,
por así decir, mi patria, ya que la verdadera patria, la patria que anhelo, no está de
ninguna forma en la tierra».
Ello no le impedía ensalzar con verdadero patriotismo a los hispanos que habían
resistido a Roma: Viriato «tras haber destrozado durante catorce años a los generales
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y ejércitos romanos, fue asesinado traidoramente por los suyos; mientras que los
romanos sólo actuaron con valor en no considerar dignos de premio a los asesinos».
«El dolor nos obliga a gritar: ¿por qué, romanos, reivindicáis sin razón esos grandes
títulos de justos, fieles, fuertes y misericordiosos? Aprended, más bien, esas virtudes
de los numantinos. ¿Fueron ellos valientes? Vencieron en la lucha. ¿Fueron fieles?
Leales a otros como a sí mismos, dejaron libres, porque así lo habían pactado, a los
que habrían podido matar. ¿Demostraron ser justos? Pudo comprobarlo incluso el
atónito Senado cuando los legados numantinos reclamaron, o una paz sin recortes, o a
aquéllos a quienes habían dejado ir vivos como prenda de paz. ¿Dieron alguna vez
pruebas de misericordia? Bastantes dieron dejando marchar al ejército enemigo con
vida y no aceptando el castigo de Mancino». Destruida Numancia, los romanos «ni
siquiera se consideraron vencedores […]. Roma no vio razón para conceder el
triunfo». «A ver si ahora esos tiempos son incluidos entre los felices, no ya por los
hispanos, abatidos y agotados por tantas guerras, pero ni aun por los romanos,
afectados por tantas desgracias y tantas veces derrotados. Por no contar el número de
pretores, legados, cónsules, legiones y ejércitos que fueron vencidos, recuerdo sólo
esto: el loco temor de los romanos los debilitó a tal punto que no podían sujetar los
pies ni fortalecer su ánimo ni siquiera ante un ensayo de combate; es más, en cuanto
veían a un hispano, sobre todo si era enemigo, se daban a la fuga, sintiéndose
vencidos antes de ser vistos». La misma simpatía le lleva a afirmar, exagerando algo:
«César [Augusto], dándose cuenta de que lo hecho en Hispania durante doscientos
años no serviría de nada si permitía seguir usando de su independencia a los
cántabros y astures, poderosísimos pueblos de Hispania…».
Prudencio, quizá vascón de Calahorra, o bien nacido en Zaragoza en 348, fue uno
de los mejores poetas cristianos, de amplia cultura grecolatina. Funcionario imperial,
gobernador provincial, jurisconsulto y profesor de retórica, terminó retirándose a un
monasterio de Hispania, donde pasó la mayor parte de su vida. Quedan más de
20 000 versos suyos, entre ellos los del libro Peristephanon, sobre los martirios de
cristianos, los héroes de la época, narrados con profusión de detalles espeluznantes:
un hombre inspirado por la fe de Jesús puede, un poco al modo de Plotino, ser feliz
en medio del tormento y discutir calmadamente con sus torturadores, en un triunfo
total del espíritu sobre la materia: «Tormento, prisión, instrumentos, / tenazas y
hierros al rojo, / la muerte misma, culminación de todo, / son tan sólo un juego para
los cristianos». Otro libro suyo, la Psicomaquia, refiere la contienda entre vicios y
virtudes, tema muy cultivado en las edades posteriores y hasta Calderón. Por sus
asuntos, atención a los detalles cruentos y estilo barroco, lo han considerado algunos
un exponente del carácter español. Sea o no así, debe inscribirse, como los de la Edad
de Plata en adelante, en una tradición latina y española, derivada ésta de la primera.
De Juvenco, anterior a los citados, hay pocas noticias. Nacido tal vez en Sevilla
(Hispalis), fue un poeta descollante, buen conocedor de los clásicos Horacio, Ovidio,
Lucano, Lucrecio y sobre todo Virgilio, a quien busca imitar (se le llamaría el Virgilio
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cristiano). Fundó la épica cristiana con un poema sobre la vida de Jesucristo según los
Evangelios, particularmente el de San Mateo, en versos sobrios, con descripciones de
la naturaleza y ocasionales interpretaciones alegóricas.
La monja Egeria, también galaica según la mayor probabilidad, hizo entre 381 y
384 un periplo por el oriente mediterráneo desde Constantinopla, adonde había
llegado por mar desde el norte del Adriático, y de allí a Palestina y Egipto, para
volver por Mesopotamia y Siria a la capital romana de oriente. Viaje largo y
seguramente muy incómodo, que emprenderían pocas mujeres, fuera de las que
acompañaban a las legiones o a los políticos. Viajó por mar y por la red de calzadas,
descansando en las mansiones a lo largo del camino, protegida por los militares en los
tramos inseguros, y escribió un relato de su peripecia, conservado parcialmente.
Como es natural, dedicó especial atención a los Santos Lugares de Israel y a sus
liturgias.
Más o menos por la misma época (379) predicaba en Gallaecia Prisciliano. Su
doctrina, mal conocida, tenía al parecer afinidad con el maniqueísmo y creencias de
origen persa. Situaba la causa del mal en la materia, el cuerpo corrupto y corruptor. El
alma —el bien—, aunque corrompida por el cuerpo, podía imponerse a la materia
mediante una vida ascética de celibato y pobreza estrictos que no impediría, en
aparente contradicción, conductas lascivas. La generación de nuevas vidas no parece
haber sido bien vista, y su grupo fue acusado de difundir el uso de hierbas abortivas.
Admitía una doble moral, estricta para los «perfectos» y laxa para los adeptos
corrientes. Todo indica una tendencia gnóstica, con juramentos secretos y ceremonias
iniciáticas en bosques y cuevas, bailes de hombres y mujeres y lecturas de Evangelios
apócrifos, consagración con leche y uvas, en lugar del pan y el vino, etc. Quizá
promovió el libre examen de la Biblia. El grupo fue acusado de promiscuidad con
mujeres que «asisten a lecturas de la Biblia en casas de hombres con quienes no
tienen parentesco».
El priscilianismo tuvo bastante éxito en la península y las Galias, hasta despertar
la inquietud de varios obispos, en particular el lusitano Itacio, que emprendió una
obsesiva persecución contra Prisciliano. Las querellas llegaron a Roma y a Milán, y
la doctrina fue condenada, bajo acusaciones de hechicería que podían dar lugar a la
pena de muerte. Tras mucha discusión e intentos de arreglo, el también hispano
emperador Máximo, debelador de Graciano, ordenó la decapitación de Prisciliano y
varios de sus seguidores, en Tréveris, el año 385. Sus discípulos fueron autorizados a
trasladar sus restos a Gallaecia. Figuras de la Iglesia como Ambrosio, Jerónimo o
Martín de Tours condenaron la ejecución como una injerencia del poder político en
asuntos eclesiásticos. Quizá no hallaron en el hereje culpa suficiente, o manifestaban
con su protesta aversión al violento Itacio. El priscilianismo se mantendría, en
decadencia, dos siglos más.
Estas figuras reflejan una Hispania que, pese a los difíciles tiempos y al
alejamiento de los centros decisivos del poder, permanecía muy civilizada. Sugieren
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asimismo que la inquietud intelectual se habría desplazado en parte del valle del Betis
a Gallaecia.
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HUNDIMIENTO DE ROMA Y NACIMIENTO DE
EUROPA
Mientras Egeria u Orosio viajaban por Palestina y África, Prudencio componía sus
versos en un monasterio o Prisciliano predicaba en Hispania y luego marchaba a su
destino en Tréveris, por las profundidades ignoradas de las grandes llanuras y estepas
al norte de la franja civilizada euroasiática, se movían oscuramente tribus nómadas.
No podemos saber con precisión sus migraciones ni sus motivos, pero sus
consecuencias iban a extenderse desde la India hasta el extremo occidente de Europa.
Durante siglos, unos pueblos de las estepas de la actual Mongolia, probablemente los
mismos que serían conocidos en Europa como los hunos, habían hostigado al Imperio
chino, obligándole a veces a comprar la paz por medio de humillantes tributos.
Durante la época Han, hasta el año 200, los chinos vencieron a su vez a los hunos
que, quizá por ello, marcharon hacia el oeste. Hacia mediados del siglo IV cruzaron
los Urales y, por la actual Ucrania, dominaron a los alanos, un pueblo iranio, y a los
ostrogodos, amenazaron a los visigodos, y penetraron por varios puntos en el Imperio
romano.
De las creencias y cultura hunas se sabe poco. Aparecen descritos como una raza
mongoloide, de baja estatura, cabeza voluminosa y fuerte tórax. Absorbían en su
ejército a guerreros de otros orígenes, una vez vencidos, aunque la masa huna
formaba seguramente el grupo hegemónico. Su numerosísima caballería les
proporcionaba gran movilidad, aplicaban tácticas de ataque y emboscada y contaban
con innovaciones técnicas como el estribo, tomado de los chinos y desconocido en
Occidente, o el arco compuesto, pequeño y potente, muy eficaz para el combate
ecuestre. Parecían una fuerza irresistible. Amiano Marcelino, historiador griego que
narró la decadencia romana en siglo IV, achacándola al creciente hedonismo, apatía y
pérdida del sentido del honor en la población, los describe: «Imberbes, musculosos,
feroces, muy resistentes al frío, al hambre y la sed, desfigurados por la costumbre de
deformarse el cráneo y por la circuncisión, e ignorantes del fuego, la cocina y la
vivienda». Debió de exagerar los últimos rasgos, pero su llegada causó pavor hasta a
gentes como los godos, ajenos al espíritu apocado y a la molicie romana.
Tras la caída de los ostrogodos, los visigodos pidieron permiso al emperador
Valente, anterior a Teodosio, para cruzar el Danubio e instalarse defensivamente
dentro del imperio. La historia de estos godos nos interesa de modo especial, por su
papel en la historia de España. Procedentes al parecer de Suecia, eran uno de aquellos
pueblos escandinavo-germánicos que, tras la destrucción de las culturas celtas,
rodeaban la Europa latinizada desde las Galias al Mar Negro. Según Tácito, «los
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germanos no se han alterado por enlaces con ninguna otra nación y son una raza
singular, genuina y semejante sólo a sí misma», cosa explicable, porque «¿quién
abandonaría el Asia, África o Italia para dirigirse a esa Germania áspera, de duro
clima y de tan ingrato aspecto, sólo buena para sus naturales?». Divididos en pueblos
numerosos, «son de ojos azules y salvajes, de rubios cabellos, cuerpo ingente y fuerte
sólo para el ataque violento, pero no tan sufrido para las fatigas y el trabajo, y nada
para la sed y calores […]. Eligen a los reyes por su nobleza y a los caudillos por su
valor. Los reyes no tienen un poder arbitrario ni ilimitado, y los jefes mandan más por
el ejemplo y la admiración que causan, que por la autoridad». Parecían a los latinos
hombres violentos pero fieles y hospitalarios, de vida libre, respetuosos con las
mujeres y sin el libertinaje sexual tan extendido y deplorado en el ámbito
mediterráneo.
La longitud y vulnerabilidad de las fronteras impedía a Roma expansiones como
las espectaculares de los primeros siglos, lo que volvía impracticable la conquista de
Germania, por lo demás considerada inhóspita y pobre, sin alicientes. Durante siglos
hubo incursiones mutuas y sin efectos decisivos: «Ni los samnitas ni los cartagineses
ni Hispania o Galia, ni los partos, nos han causado tantos reveses», afirma Tácito.
La religión germánica venía a constituir el polo opuesto a la cristiana. Las
virtudes del amor, la compasión, la exaltación de los humildes, pesaban en ella poco
frente a las del combate, el valor, la aristocracia y el afianzamiento de la
personalidad. En contraste con doctrinas como la del Apocalipsis, cuando Dios, tras
la cataclísmica batalla final contra el Mal, triunfará, se llevará a los suyos y
condenará a los malvados, la mitología nórtica contemplaba el Ragnarök, cuando las
triunfantes fuerzas del mal harían perecer a los dioses y los héroes en un combate
destructor de casi todo el universo. Creencias también distintas de las grecorromanas,
pese a su común origen indoeuropeo. Los mitos grecolatinos miraban el más allá al
modo sombrío de los famosos versos de Adriano, indecisos entre la esperanza de los
Campos Elíseos para los bienaventurados y un lugar siniestro para todos, donde
Aquiles dice preferir ser un esclavo en el mundo a rey del inframundo. Los héroes
germánicos van provisionalmente al movido Valhalla, hasta perecer con los dioses.
Conocen de antemano su final, pero no por ello dejarán de luchar con el máximo
ardor, y en ese valor frente al destino cifraban el valor de la vida.
Entre los germanos, los godos formaban uno de los pueblos más fuertes. Muchos
de ellos ocuparon la actual Polonia hacia el siglo III a. C., cuando Roma contendía
con Cartago: dos sucesos históricos mutuamente ignorados por sus protagonistas. En
sus correrías crearon un imperio laxo entre los mares Báltico y Negro. Hacia el siglo
III d. C. se dividieron en ostrogodos («godos brillantes», o quizá «del este»), y
visigodos («godos sabios» o bien «del oeste»), llamados también, respectivamente,
greutungos (pueblo del arenal), y tervingios (pueblo de los bosques). Los greutungos
se establecieron entre el Don y el Dniéper, y los tervingios, entre el Dniéper y el
Danubio. Éstos no dejaron de hostigar a los romanos, sin que ello impidiera a muchos
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alistarse en las legiones. Así se civilizaron parcialmente y acogieron el cristianismo
arriano.
A la llegada de los hunos, el año 375, el emperador Valente permitió a los
tervingios o visigodos asentarse por la actual Bulgaria, al sur del Danubio, que debían
defender. Pero al año siguiente les afectó una hambruna, cuya miseria explotaron sin
escrúpulos las autoridades romanas, ocasionando una rebelión. La lucha derivó en
378 a la batalla de Adrianópolis, en la actual Turquía europea, donde los godos
desbarataron al ejército imperial y mataron al mismo Valente. El sucesor de éste,
Teodosio I, conjuró la amenaza haciendo concesiones e introduciendo más y más
bárbaros en su ejército, cuyo general más distinguido, Estilicón, era vándalo. Pero el
deterioro se aceleró desde la muerte de Teodosio, el último emperador romano
propiamente dicho. El partido latino más hostil a los bárbaros, harto de los constantes
conflictos con tan dudosos aliados, perpetró una matanza de familiares de soldados
godos, provocando una nueva rebelión bajo el mando del rey Alarico. Éste encajó
varias derrotas, pero tuvo en conjunto tal éxito que en agosto de 410 llegó a Roma, la
tomó gracias a una traición desde el interior y la saqueó por tres días, llevándose
entre otros tesoros, según la leyenda, el del templo de Jerusalén y el Arca de la
Alianza, capturados antaño por los romanos.
Si bien Roma ya no era la sede del Imperio de Occidente, su significación
simbólica e ideológica, su prestigio semidivino («Ciudad eterna»), conmovió a los
contemporáneos como un sacrilegio y una catástrofe apocalíptica. Cundió por el
imperio una sensación de horror, como premonición del fin de un mundo. Y subió a
los cielos la gloria de los godos y el terror que inspiraban: habían conquistado y
humillado la soberbia de la gran ciudad, proeza no realizada por nadie desde antes de
Aníbal.
Por ese tiempo entraban en Hispania otros pueblos bárbaros: suevos, vándalos y
alanos. En el invierno de 406 habían cruzado el Rin helado a la altura de Maguncia y
dejado en las Galias un rastro de destrucción que proseguiría en la Península Ibérica.
Los godos, tras tomar Roma marcharon al sur de Italia, con idea de pasar al rico
noreste de Numidia, la actual Túnez, granero del imperio por entonces. Pero no
lograron cruzar el mar y Alarico murió por entonces. Su sucesor, Ataúlfo, pactó con
Honorio, hijo de Teodosio, salir de Italia y asentarse en las Galias, desde donde, en
415, cruzó los Pirineos e invadió la Tarraconense. Según Orosio, Ataúlfo proyectaba
acabar con Roma y sustituirla por Gotia, un imperio godo. Pero conociendo a sus
ingobernables y salvajes súbditos cambió de plan: restaurar el Imperio romano,
superando sus vicios mediante el injerto del vigor germánico. Plan imposible por
cuanto su pueblo, con todo su vigor, no sumaría, con mucho, las cien mil familias.
Sus éxitos no aprovecharon a Ataúlfo, pues murió enseguida, asesinado en
Barcelona por gente de su séquito. Se acercaba a su fin la larguísima peregrinación
del pueblo godo con sus carretas y caballerías, desde el sur de Suecia, por todo el este
y sur de Europa, hasta llegar a Hispania, donde habría de diluirse en la población
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local.
A su vez, los hunos volvieron a hacerse sentir. En 432, dirigidos por Atila, El
azote de Dios, atacaron Constantinopla, aprovechando el caos creado por las
invasiones germanas, y la obligaron a comprar la paz a un precio exorbitante. Luego
avanzaron contra los germanos, y en 445 llegaban a las Galias tras ocupar toda la
Germania, excepto Escandinavia, reforzando sus tropas con miles de vencidos. Ante
el peligro, romanos, godos y otros se unieron y en 451, bajo el mando del romano
Aecio y del godo Teodorico, repelieron a los hunos en la batalla de los Campos
Cataláunicos, por el norte de la actual Francia. Atila, en retirada, invadió Italia,
deteniéndose ante Roma, al parecer por la intercesión del papa León I; y dos años
después falleció. El incivilizado reino huno había ocupado de los Urales a las Galias
y del Báltico al Danubio y el Mar Negro, pero al perder a su líder más inspirado entró
en crisis y se desmoronó en torno a 469. Efímero como fue (en torno a un siglo),
provocó tremendos cambios históricos.
* * *
El siglo V en Europa fue, pues, desusadamente confuso, violento e inestable.
Pueblos enteros se ponían en marcha, se sucedían las invasiones y las resistencias a
ellos. En 476, a poco de hundirse el reino huno, un jefe germano (hérulo) llamado
Odoacro, depuso al chico de 15 años Rómulo Augusto o Augústulo, que hacía de
césar, y allí terminó oficialmente el Imperio de Occidente, que subsistía a duras penas
tras Teodosio. No obstante, permaneció algo del prestigio de su civilización, y los
jefes germanos, empezando por Odoacro, justificaran su poder como delegación,
ficticia a cualquier efecto práctico, de Roma o de Constantinopla.
Concluía así la asombrosa historia de Roma, desde sus orígenes legendarios en el
siglo VII antes de Cristo como una mínima ciudad estado del Lacio, hasta la creación,
a partir de la II Guerra Púnica, de un inmenso estado centrado en el Mediterráneo,
cuyo entorno cultural transformó por completo: primer y único poder en la historia
capaz de tal cosa. Los habitantes del imperio sintieron este final como una revolución
pavorosa entre una orgía de asaltos, matanzas, violaciones, incendios y saqueos.
Historiadores actuales suelen minimizar o ridiculizar los relatos de la época, pero no
hay motivo para dudar de lo esencial de ellos: todo un mundo perecía a sangre y
fuego. Obras de arte, bibliotecas, ciudades enteras ardían. Numidia y las Mauritanias,
granero del imperio gracias a su virtuosa utilización del agua, fueron desertizándose
bajo el poder vándalo y las incursiones de los montañeses beréberes. El comercio
padeció interrupciones como nunca antes, y la economía bajó al nivel de subsistencia.
La alfabetización quedó reducida a núcleos eclesiales. Roma volvió a sufrir la
conquista y el saqueo en 445, esta vez por los vándalos. Sobre el difunto Imperio
occidental se afanaban inestables reinos germánicos, en guerra casi permanente entre
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ellos. Por Britania penetraban anglos y sajones, los francos se repartían las Galias con
los visigodos, que también ocupaban parte de Hispania. Vándalos y alanos, después
de atravesar y devastar Hispania, instalaron un reino propio en el actual Magreb,
Córcega y Cerdeña, los suevos hacían lo propio en Gallaecia. Los ostrogodos,
liberados de los hunos en 453, ocupaban Italia cuarenta años después, al mando de
Teodorico, echaban a Odoacro y construían un nuevo reino.
Naturalmente, para los germanos fue otra cosa: en su memoria quedaría, de modo
nebuloso, como una era de gloriosas aventuras fantásticas bajo jefes legendarios,
choque del valor y la voluntad contra la arrogancia de un poder por tantos siglos
triunfante. Victoria sobre una civilización decadente, con sus masas de súbditos
miserables, de esclavos, de ciudadanos indolentes y viciosos. ¿Qué valían todos los
artificios civilizados frente al ímpetu vital de unos pueblos en pleno disfrute de su
fuerza y libertad? Ahora ellos se adueñaban de unas riquezas que los vencidos no
habían sabido merecer ni defender. Aun así, jefes bárbaros como Ataúlfo entendieron
pronto que sobre las ruinas debía construirse algo, y que los usos y costumbres de sus
pueblos, buenos para tribus no populosas, ni urbanizadas ni radicadas con firmeza en
un territorio, valían poco para gobernar reinos extensos, civilizados y sedentarios.
En todo caso se produjo un retroceso general de la civilización, sólo paliado por
el aparato eclesiástico. Y así terminaba la llamada convencionalmente Edad Antigua.
Los hunos no provocaron sólo, aunque indirectamente, la caída de Roma,
amenazaron también al Imperio de Oriente, sometido además a los ataques de
germanos, eslavos y persas. Para salvarse, Constantinopla combinó la acción armada
con la diplomacia, el soborno y la compra de la paz con un chorro de oro, sin vacilar
en desviar a sus agresores hacia los restos del Imperio de Occidente. Así se libró, con
grandes apuros, de sufrir la suerte de éste. Durante el siglo VI, el continuado
desorden occidental animaría al emperador de Constantinopla Justiniano a emprender
su reconquista. Gracias sobre todo a la maestría de su general Belisario, entre 533 y
554 derrotó al reino vándalo de África del norte y al ostrogodo de Italia, reocupando
sus territorios. También se adueñó de la franja costera hispana entre la actual Alicante
y el sur de Lusitania, restableciendo la interrelación comercial mediterránea.
Justiniano compiló asimismo el derecho romano en formas que influirían en las leyes
de los países europeos.
Por contraste con Roma, Constantinopla iba a mantenerse mil años más. Este
imperio, cristiano de raíces romanas, de idioma griego y con instituciones alejadas de
las latinas, es hoy conocido como Imperio bizantino, por su capital en Bizancio,
nombre antiguo de Constantinopla.
* * *
Las invasiones hunas también golpearon a la civilización persa sasánida y a la
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india de la dinastía Gupta. Ambas se habían formado en la primera mitad del siglo III,
cuando Roma entraba en su Gran Crisis, y ambas habían sido cumbres de las
respectivas culturas entre dicho siglo y el VI. En Persia, las incursiones de los
llamados hunos blancos casi hundieron el estado sasánida, el cual logró reponerse; en
cambio el Imperio gupta caería derribado por las mismas fechas en que los persas se
rehacían.
Los sasánidas, con fuerte nacionalismo, procuraron eliminar los rastros de Grecia,
su enemiga ancestral, enemistad heredada por Roma. La recíproca hostilidad no
impedía préstamos mutuos, aun en el terreno religioso. La religión oficial persa, el
zoroastrismo, giraba en torno a las concepciones del Bien (Ormuz) y el Mal
(Arimán), que dan forma a la vida en su eterna lucha entre sí, y parte de su
simbología parece haber pasado a los hebreos y al cristianismo, incluso a India y
China; en tiempo de los partos, el culto persa de Mitra había ganado adeptos en
Roma.
Como antes los partos, los sasánidas representaban el poder de una oligarquía
aria, de habla indoeuropea, sobre poblaciones de otras raíces. En su mayor auge
abarcarían un vastísimo territorio: Persia, Armenia, partes de Anatolia, de Siria,
Arabia, Egipto y Etiopía, de Mesopotamia, de Asia central y de los actuales
Afganistán y Pakistán. Fue una época dorada de la cultura y la economía persas, de
construcción de ciudades y obras públicas, de expansión de su arte y ciencias por
Asia y Occidente. Muchos libros indios fueron traducidos, y algunos, como el
Panchatantra, pasarían más tarde a los árabes y a España y Europa, como ocurrió con
el juego del ajedrez. Las formas artísticas persas se divulgaron por Oriente y
Occidente. Un magno logro sasánida fue la academia de Gundishapur, centro
intelectual del mayor nivel, donde se estudiaba teología, medicina, filosofía,
matemáticas, astronomía… A ella acudieron estudiosos huidos de Bizancio, así como
chinos e indios. La academia destacó en medicina, la más avanzada del mundo
durante siglos.
El Imperio gupta ocupó el norte de India hasta caer, por los hunos, en 550.Como
el persa, su poder era el de una aristocracia aria. También vivió una gran época
artística, literaria, científica y económica, con un estado centralizado que apartó la
hegemonía budista e impuso el sistema religioso y social hinduista aún hoy conocido,
con su rígida división en castas. Quizá su aportación más trascendental haya sido el
sistema decimal de posición y numeración, que incluiría más tarde el cero, una
revolución para el cálculo y la ciencia, pasado a Occidente a través de los árabes.
La otra gran civilización de la época, la china, que acaso había causado las
migraciones hunas, tenía un historial no menos agitado, pese a su población mucho
más homogénea étnicamente. La brillante dinastía Han cayó a finales del siglo II,
pocos decenios antes de la Gran Crisis romana, y el imperio se dividió en tres con una
pasajera reunificación a finales del siglo III. Pocos decenios más tarde, tribus
nómadas conquistaron el norte del país, que se fragmentó en dieciséis reinos bajo
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poder extranjero, con cierta similitud al posterior derrumbe del imperio latino. El
centro y sur del país, con gobierno chino, también se dividió. A mediados del siglo V,
tan espasmódico en Europa, la división se redujo a dos estados, uno al norte y otro al
sur. Sólo un siglo largo más tarde, en 589, se reunificaría y centralizaría el inmenso
país.
* * *
La especulación sobre las causas de la caída de Roma ha nutrido una extensa
bibliografía, que la achaca sea al cristianismo, sea al excesivo peso del aparato
estatal, a la pervivencia de la esclavitud, al insuficiente desarrollo técnico, a causas
sanitarias (envenenamiento progresivo por plomo), relajación de las costumbres, etc.
La tesis del cristianismo choca con el dato de que el Imperio bizantino, también
cristiano, resistió todavía diez siglos. Y ciertamente su estructura estatal pudo ser aún
más «pesada» que la de Occidente. En cuanto a los esclavos, su superabundancia de
la etapa republicana debió de disminuir en los siglos del imperio, por manumisión de
muchos y por disminución de las grandes campañas triunfales. La insuficiencia
técnica existe siempre en relación con las necesidades, y los bárbaros la padecían
mucho más. La relajación moral debió de ser mayor en los últimos tiempos de la
república…
El desastre pudo obedecer a la menor importancia de Occidente en relación con
Constantinopla, y a la insolidaridad de ésta; no menos a la rápida sucesión de ataques
externos muy difícil de afrontar. A ello se sumó cierta apatía y desvitalización de las
capas gobernantes latinas, tan diferentes de sus antecesores frente a Aníbal. Reinaba
un desinterés mutuo entre los políticos y los militares, y bien puede acertar el
historiador Peter Brown al afirmar como causa principal «que los dos grupos
principales de la parte latina —la aristocracia senatorial y la Iglesia católica— se
disociaron del destino del ejército romano que los defendía». Amiano Marcelino
expone de Roma: «Hay allí un Senado de hombres ricos […] cada uno de los cuales
podría ocupar un alto puesto, pero prefiere no hacerlo. Se mantienen alejados,
prefiriendo gozar tranquilamente de su propiedad», es decir, de las extensas villae
campestres y los palacios donde se daban a los banquetes y las delicias de la amistad,
el estudio o la discusión artística o filosófica. Este modo de vida, desentendida de los
asuntos del foro y castrenses, se extendería por la Galia, Hispania y Mauritania. La
crisis religiosa e ideológica arrastrada desde tiempos de Augusto, el debilitamiento de
las creencias ancestrales y su reducción a ritos mecánicos, la adopción del
cristianismo sin convicción real por un sector de las élites, harían flaquear la voluntad
política.
Roma sufría otras debilidades. Había construido un eficiente aparato político y
militar, pero no solucionado el problema de una sucesión regulada y aceptada para el
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más alto cargo del Estado, y de ahí las frecuentes guerras internas y eliminación
violenta de los césares. Y había ido perdiendo los elementos de equilibrio político de
sus orígenes, básicamente una sólida aristocracia y una ciudadanía con fuerte sentido
de su libertad, con lo cual la tendencia del poder al despotismo apenas hallaba frenos.
Los Antoninos, excepto Cómodo, se habían portado muy bien en conjunto, pero más
por voluntad propia que por constricción institucional: muchos emperadores fueron
déspotas extravagantes y, salvo el puñal o el veneno, no había modo de impedirlo una
vez entronizados.
* * *
En todo el continente germinaba una civilización nueva, propiamente europea,
pues el mundo romano se había asentado en torno al Mediterráneo, ajeno y hostil a la
mayor parte de Europa. Por lo demás, la ruina latina no fue completa, aunque cayeran
a pedazos o en llamas muchos de sus magníficos edificios y se hundiesen sus
instituciones: gran parte de su herencia perduró, matizada por el cristianismo, y se
extendió mucho más allá de sus anteriores fronteras. Ello fue obra, paradójicamente,
de la Iglesia, convertida de tiempo atrás en pilar esencial del orden latino tras haber
sufrido tantas persecuciones, pero lo bastante independiente del imperio para no verse
arrastrada por la caída de éste. Además consiguió mantener un centro, Roma, desde el
que libraba lucha permanente contra las que consideraba herejías, procurando escapar
a las intromisiones de los nuevos poderes; y así sostuvo una unidad de credo y de
acción político-espiritual que impidió su fragmentación y ruina, destino muy fácil en
unos tiempos caóticos. Quedó la Iglesia como único y vasto aparato material y
espiritual a través de su red de obispados y pronto de monasterios, salvando parte del
legado grecolatino, a cuya destrucción había contribuido en algunos lugares y
tiempos.
Y, no menos importante, su preservada unidad permitió a la Iglesia emprender la
contraofensiva de la evangelización de las tribus bárbaras hasta las lejanas
Escandinavia y Rusia. La cristianización de germanos, celtas británicos y eslavos sólo
culminaría en el siglo XII con la conversión de los vikingos, y en cierto sentido
resultó fácil. Quizá la mitología nórtica era demasiado sombría y fantástica, o sus
sacerdotes creían poco en ella, como observaba uno a su rey, en el célebre relato de
Beda el Venerable sobre la llegada de un misionero cristiano al norte de Inglaterra:
«Desde el tiempo en que sirvo a nuestros dioses y presido los sacrificios, jamás fui
más favorecido por la suerte ni más dichoso que los demás hombres que no rezan, y
mis súplicas muy pocas veces fueron escuchadas. Por tanto, doy mi aprobación para
que acojamos a otro dios mejor y más fuerte, si lo hay». Un jefe de clan lo apoyó con
argumentos menos pragmáticos: «La vida de los hombres en la tierra, oh, rey, si la
comparamos con los vastos espacios de tiempo de los que nada sabemos, se parece,
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en mi opinión, al vuelo de un pájaro que se introduce por el hueco de una ventana
dentro de una espaciosa estancia en la que arde un buen fuego en el centro, que
calienta el ambiente, y en donde tú estás comiendo junto a tus consejeros y ligios
mientras afuera azotan las nieves y lluvias del invierno. Y el pájaro cruza
rápidamente la gran sala y sale por el lado opuesto: regresa al invierno y se pierde de
tu vista. Así ocurre con la efímera vida de los hombres, pues ignoramos lo que la
precede y lo que vendrá detrás».
La cultura europea en gestación estaba afincada en la grecorromana y al mismo
tiempo difería de ella: se basaba, por una parte, en el cristianismo, de carácter
universalista o católico, y por otra en una multiplicidad de lenguas, tradiciones,
lealtades políticas y matices religiosos. Cultura marcada por una acusada dualidad —
inexistente o menos clara en otras latitudes— entre la religión y el poder político.
Esta dualidad causaría mil conflictos, limitaría el poder y generaría una potente
especulación intelectual y moral, así como una autonomía del individuo mayor que en
otras civilizaciones. Por toda Europa, la cultura superior (pensamiento, literatura,
artes plásticas, música) fue salvada por el clero y quedó casi limitada a él y a sus
actividades creativas y educativas. Los libros eran caros y escasos, los jefes bárbaros
no tenían interés en la instrucción, y el pueblo común, reducido a una economía de
subsistencia, estrechó su horizonte intelectual. Inicialmente debió de quedar muy
poca gente, aparte de los clérigos y parte de los mercaderes capaz de leer y escribir,
aunque las oligarquías y algunos elementos populares mostrarían creciente interés por
la enseñanza y por conocimientos más amplios que los indispensables para la vida
cotidiana.
Así, por encima de los cambios caóticos, pervivió en Europa la herencia de
Roma, su alfabeto, su literatura y pensamiento, su derecho, el propio cristianismo,
factor decisivo de unidad espiritual y cultural. Junto a esa herencia, la germana, más
difícil de precisar: cierto tono e ímpetu vital, individualista; costumbres y actitudes
más libres en algunos aspectos; formación de reinos, embriones de futuras
naciones…
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SEGUNDA PARTE
EDAD DE SUPERVIVENCIA: NACIÓN POLÍTICA
Y PRIMERA RECONQUISTA
La caída del imperio en Hispania apenas difiere del resto. Hidacio, agudo cronista de
la época, galaico de origen, describe: «Los bárbaros que habían penetrado en
Hispania la devastaron en luchas sangrientas […] desparramándose por las Españas,
sobre las que se ensañó asimismo el azote de la peste […]. Reina un hambre
espantosa». Los invasores, suevos, vándalos y alanos, componían grupos no muy
numerosos de 30 000 a 100 000 individuos, incluyendo a sus familias que les
acompañaban y sin duda obstaculizaban. Pero poseían armas y espíritu bélico, sus
rutas eran imprevisibles y sólo tenían enfrente a milicias dispersas de algunos
magnates locales. La autoridad imperial no tenía más remedio que aceptarlos como
federados y confirmarles las tierras que ellos tomaban por su cuenta. No hubo
Numancias o Viriatos: habían desaparecido las viejas tribus con tradición bélica y la
población, desarmada, estaba habituada a siglos de paz y afectada por los fenómenos
de desvitalización propios de la decadencia romana.
Los últimos invasores fueron los tervingios o visigodos, más numerosos que los
anteriores. Los demás bárbaros llevaban siete años moviéndose por la península
cuando, desde 415, los visigodos penetraron más decididamente, bajo la teórica
autoridad de Roma, para expulsarlos y aplastar a las bagaudas que, en pleno
derrumbe imperial, practicaban el bandidaje a gran escala. Cumplieron su misión
derrotando a las bagaudas y acosando a los suevos hacia el noroeste y a vándalos y
alanos hacia el sur, desde donde éstos pasarían a África trece años después.
Desde que Ataúlfo entró en Hispania, los visigodos pasaron por vicisitudes muy
varias. Durante casi un siglo, su capital fue Tolosa o Toulouse, y su centro de
gravedad las Galias, aun si su dominio incluía a dos tercios de Iberia. Mientras, en el
norte de las Galias nacía el reino de los francos, otro pueblo germánico algo
romanizado y con tradición de acuerdos e instalación dentro del imperio. En 493 su
rey Clodoveo, exhortado por su esposa Clotilde, se convirtió del paganismo al
catolicismo y con él sus súbditos. La conversión le ganó el favor del Papado y de la
población gala, ante la cual pudo presentarse como liberador frente a los arrianos
godos. Los conquistadores empezaban así a ser conquistados espiritualmente. El año
507, los francos, ayudados por los burgundios, vencieron a los visigodos en Vouillé,
obligándoles a replegarse a Hispania y abandonar las Galias, salvo la costa
mediterránea hasta el Ródano, llamada Septimania o Galia Narbonense.
De este modo, los visigodos quedaron limitados básicamente a la Península
Ibérica, donde, tras un breve período de protectorado por parte del reino ostrogodo de
* * *
Con Leovigildo la historia de Hispania iba a dar un giro trascendental. Muerto
Liuva en 572, quedó él como rey único: sería el líder más capaz de los godos, antes o
después. Los reyes anteriores habían aplicado políticas mediocres, sin más horizonte
que conservar el poder y un ten con ten con el episcopado y la aristocracia
hispanorromana, dentro de una hostilidad mutua. Pero Leovigildo concibió a
Hispania como un todo, no sólo cultural, sino también político, y trató con
perseverante energía de convertirla en un reino unido. Empezó en 570 expulsando a
los bizantinos de la costa atlántica del sur; dos años después los alejaba del valle del
Betis, reduciéndolos a una estrecha cinta costera del Estrecho de Gibraltar a Alicante,
más las Baleares. A continuación sometió las bolsas rebeldes entre las actuales
Cáceres y Zamora, y derrotó a las bagaudas de Asturias y Cantabria, a quienes
arrebató en 574 la estratégica fortaleza de Amaya, su capital. Dos años después
atacaba al rey suevo Miro, aunque terminó pactando. Los suevos habían lanzado
ofensivas por el Tajo y la meseta, pero su escaso número les impidió sostener su
ambición. Al año siguiente, Leovigildo venció una rebelión en torno a las fuentes del
Betis (Oróspeda), y poco después, en la misma zona, una sublevación campesina,
quizá de carácter bagáudico.
Aún mayor alcance tendrían las reformas institucionales. El designio unitarista
implicaba romper con normas y tradiciones germanas, y así ocurrió. El rey usó por
primera vez corona y manto, emitió moneda con su efigie (antes se usaba en la
moneda la ficción de los emperadores bizantinos), saneó las finanzas, acabó con
cualquier supeditación a los ostrogodos de Italia y fijó la capital definitivamente en
Toledo (los reinos germanos solían ser un tanto nómadas en cuanto a la capitalidad).
Realzó la sede con edificios de prestigio, como un palacio y una basílica para el
obispo arriano, algo también por encima de cuanto estaba al alcance de los demás
reinos bárbaros. El modelo de estas reformas fue Constantinopla, sin que ello
significase —bien al contrario— una renuncia a expulsar su presencia de España.
Estas reformas acrecentaban a su vez el poder regio a costa de la oligarquía
nobiliaria.
No sabemos cuántos individuos componían dicha oligarquía, probablemente unos
cuantos centenares; pero disponían de séquitos armados y clientela política, poder
territorial, privilegios y derechos tradicionales; y sus querellas mantenían al Estado
en inestabilidad permanente. Para superar tal caos, Leovigildo rodeó la función real
de pompa y simbología no germánicas, trató de institucionalizar la monarquía
hereditaria e hizo ejecutar a los nobles más rebeldes, aumentando el tesoro real con
* * *
Para que la unidad cuajara faltaba resolver la cuestión religiosa. Leovigildo
aspiraba a un país arriano, idea no tan descabellada, habida cuenta de que la religión
del monarca solía ser adoptada por los súbditos, como había ocurrido con los francos
y los suevos. Máxime cuando al rey le aureolaba el éxito militar y político. Ningún
documento indica oposición seria al poder godo o sensación de especial opresión por
él entre la masa hispanorromana. No obstante, el plan religioso de Leovigildo
encontró una mayoritaria resistencia pasiva, sin que le valieran la atracción, las
amenazas ni alguna persecución menor. Incluso se venía percibiendo entre algunos
nobles, y seguramente más en el pueblo godo, inclinación hacia el credo católico.
Éste fue el único fracaso del rey, que por lo demás demostró un talento político
* * *
El significado del III Concilio iba muy lejos en el terreno político: al culminar la
evolución iniciada por Leovigildo convertía el poder godo en un estado nacional. Los
godos habían llegado como un poder primitivo extraño a Hispania y su cultura.
Aunque las riendas políticas seguían principalmente en manos su oligarquía, el
Estado nacía con moldes culturales, políticos y religiosos hispanorromanos,
madurados durante casi siete siglos desde la derrota de Aníbal, y bajo los cuales el
pueblo godo iba a disolverse, también étnicamente, después de haber vertebrado
políticamente al país. El obispo Isidoro de Sevilla dará expresión al optimista
sentimiento nacional en auge.
Conviene aclarar el sentido en que hablamos aquí de nación, dadas las variadas
definiciones y contenidos emotivos derivados de su teorización por el nacionalismo
actual. Los romanos llamaban naciones a las abundantes y diversas sociedades que
encontraban por doquier, a veces sólo tribus con costumbres más o menos peculiares.
San Isidoro, obispo católico de Sevilla, expresó en su célebre Laus Spaniae el nuevo
espíritu que acompañó a la formación de la nación: «De todas las tierras que se
extienden desde el mar de Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, ¡oh sacra
y siempre venturosa España, madre de príncipes y de pueblos!». España surgía
netamente como nación, un país nuevo e independiente nacido entre grandes
esperanzas, al cual presenta Isidoro, metafóricamente, como el matrimonio del pueblo
godo, figurado como elemento masculino por su prestigio guerrero, con la sociedad
hispanorromana.
La novedad de esta alabanza a España se percibe al compararla con laudes
anteriores, como la del galorromano Pacato, en honor de Teodosio: «Ella (Hispania)
trajo al mundo los soldados más duros, los generales más hábiles, los oradores más
expertos, los poetas más ilustres; ella es madre de gobernadores, madre de príncipes,
ella dio al imperio al insigne Trajano y luego a Adriano, a ella le debe el imperio tu
persona»; o la referencia, del año 398, del poeta egipcio Claudiano a Hispania,
«fecunda en buenos emperadores» y en «muchas princesas». (A Claudiano, uno de
los mejores poetas de su tiempo, se debe también un testimonio de la exuberancia del
Levante español, tierra «de rosas y de flores», gracias a sus regadíos). Ya hemos visto
asimismo cómo diversos autores hispanorromanos expresaron el orgullo por su
origen, por los personajes famosos nacidos en la península o, en contradicción
aparente, por gestas heroicas antirromanas como las de Numancia; todo ello dentro de
un espíritu de integración en el mundo imperial. Ese espíritu cambia de raíz en la
alabanza y concepción general de Isidoro: no sólo atribuía a los tervingios, los
primeros debeladores de Roma, un papel clave en la nueva nación, sino que remitía el
imperio al pasado y rechazaba los intentos de reconstruirlo, desde Constantinopla o
de cualquier otro modo. Precisamente la familia de Isidoro, de la nobleza
hispanorromana, había huido de la ocupación bizantina de Cartagena para instalarse
en Sevilla, el mayor centro cultural y económico del reino. Era el momento de
Hispania, de España.
¿Recogía Isidoro un patriotismo más extendido, o un sentimiento aislado del clero
y algunas familias pudientes? No podemos saberlo con certeza, pero el episcopado,
una red política paralela a la de la oligarquía goda, gobernaba a los hispanorromanos,
de hecho y de forma más inmediata que el Estado oficial. Y su influencia abarcaba a
los propios godos, los cuales incluso en el período arriano prefirieron mantener un
trato aceptable con los jefes del catolicismo, para ceder finalmente a su influjo en el
III Concilio. Los obispos eran entonces los líderes de opinión de la gente común, y
* * *
En la formación política de España actuaban tres fuerzas principales: el
episcopado, la monarquía y la nobleza, en inestable equilibrio. Tanto el episcopado
como los reyes —a partir de Leovigildo— pugnaron por consolidar una nación
hispana abandonando los moldes germánicos y adaptándose a un modelo cultural y
jurídico esencialmente latino, aun si teñido de germanismo. No haría igual la
oligarquía nobiliaria.
Ignoramos cuántos magnates compondrían esa oligarquía, pero no debían de
pasar de unos pocos centenares, como quedó indicado. No obstante, a Chindasvinto
se le atribuye la ejecución de 700 nobles y el destierro de muchos otros, aunque ello
no significaría otras tantas familias, pues muchas de éstas debieron de sufrir varias
víctimas. La nobleza se dividía entre los maiores y los demás (inferiores, mediocres,
humiliores). Los primeros abarcaban a los fideles o gardingos —el grupo más
próximo al rey, muy variable al cambiar los reyes y que, junto con los prelados más
próximos al monarca formaban un órgano consultivo, el Aula Regia o Senatus—, y a
los seniores o viri illustres, que copaban altos cargos: seis duques o duces, uno por
cada provincia: Bética, Lusitania, Gallaecia, Cartaginense, Tarraconense y
Narbonense (la estructura administrativa romana se mantuvo); y condes o cómites, a
cargo de circunscripciones menores, hasta unas ochenta. Junto a esta aristocracia, que
en algunas épocas debió de quedar diezmada por las represiones, existía otra romana,
formada por terratenientes y potentados urbanos que retuvieron cierta autonomía y
probablemente fueron mezclándose con la nobleza germánica.
Tampoco sabemos cuántos godos del pueblo habría por cada familia noble ni qué
promedio de individuos compondrían sus séquitos. Para sostener a nobles y séquito
haría falta un considerable número de personas, en su mayoría hispanorromanas, pero
* * *
* * *
Witiza finó el año 700, no se sabe si de muerte natural o no, y probablemente intentó
antes la sucesión en alguno de sus hijos, de muy corta edad aún. Pero la nobleza
retornó al principio electoral y eligió a Roderico o Don Rodrigo, duque de la Bética y
jefe militar renombrado. Los nobles vinculados a Witiza rechazaron la elección, se
unieron en torno a Ágila (ni éste ni otros jefes witizanos eran hijos de Witiza, por
entonces niños de menos de 10 años) y fraguaron una rebelión desde el valle del Ebro
hasta la Septimania, acaso con apoyo de francos y vascones, como en otras revueltas.
También parece normal, dentro de esa tradición, que recurrieran a los musulmanes,
los cuales ya se habían instalado al otro lado del Estrecho y planeaban el salto a la
península. Según la leyenda, incomprobable pero no inverosímil, el gobernador de
Ceuta, Don Julián, un witizano cuya hija Caba habría sido violada por Rodrigo, fue
quien, junto con Oppas, obispo de Toledo, fraguó el pacto con Tárik ben Siad,
lugarteniente moro del general árabe Muza o Musa ben Nusair, conquistador del
Magreb.
Los islámicos eligieron muy bien el momento del ataque, cuando Rodrigo se
hallaba en el noreste peninsular guerreando contra witizanos y/o vascones. Sin haber
alcanzado allí una decisión clara, Rodrigo juzgó prioritaria la amenaza del sur, y
hacia allí marchó con un ejército estimado en cifras tan divergentes como 100 000,
40 000 o 25 000 soldados. Debiera haber bastado frente a unos 12 000 enemigos,
pero estaba minado por los witizanos. Hacia el 19 de julio de 711 tuvo lugar la batalla
decisiva, por la zona del río Guadalete. Los witizanos abandonaron a Rodrigo en el
momento álgido del combate, y su traición dio la victoria a Tárik.
No es creíble que el acuerdo entre witizanos y Tárik incluyese la cesión del
control político de España, pero los invasores percibieron la debilidad en que había
quedado el reino de Toledo y, habituados a explotar sus éxitos con rapidez, no dieron
tiempo a que los rodriguistas se reagruparan, los remataron en Écija y continuaron su
avance por el valle del Betis para subir desde Córdoba a Toledo. Hallaron la capital
desierta por huida de la población, y capturaron casi todo el fabuloso tesoro de los
godos, a quienes privaron así de recursos financieros. El reino, perdidos sus centros
de poder y dispersas sus tropas, quedó incapacitado para reaccionar mientras la
también desconcertada facción witizana esperaba que sus «aliados» o «mercenarios»
moros le transfiriesen el poder. Los invasores recibieron ayuda, además, de los judíos,
que les abrían las puertas y quedaban a veces como gobernadores de las plazas
mientras Tárik continuaba su ofensiva. La confusión hispanogoda facilitó al máximo
* * *
El derrumbe de España dio lugar en su tiempo a especulaciones moralizantes,
achacándolo a pecados y maldades que habrían socavado las bases del Estado.
Sentada la tesis, bastaba abundar en ella, exagerando o inventando todos los pecados
precisos. En nuestra época se ha querido explicar el suceso por causas económicas o
«sociales», suponiendo un reino carcomido cuando llegaron los moros; o se ha dicho
que no existió invasión, sino «implantación», ocurrencia pueril, si bien no más que
tantas hoy en boga. La tesis más extendida desde Sánchez Albornoz habla de
«protofeudalización», es decir, decaimiento de la monarquía y disgregación en
territorios semiindependientes bajo poder efectivo de los magnates, tendencia
* * *
La estancia de los visigodos en España duró casi tres siglos, y puede dividirse en
tres períodos: de 415 a 507, cuando se extendieron sobre gran parte de Hispania y de
la Galia, con el centro de gravedad en esta última y capital en Toulouse. Tras su
derrota por los francos, los godos se asentaron en Hispania, reteniendo una pequeña
parte de la Galia, y con capital oscilante entre Barcelona, Sevilla, Mérida y Toledo.
Por entonces seguían formando una casta conquistadora ajena a la población indígena
y al propio territorio, del que podían haber emigrado como lo habían hecho de tantos
otros. Existía un poco estable reino godo, no hispanogodo, aunque aumentó la
identificación de los invasores con el territorio y una asimilación cultural a la
población políticamente dominada. El reinado de Leovigildo, a partir de 573, marcó
el tercer período, muy diferente, que duraría unos 140 años hasta la extinción del
Estado, en torno a 714. Leovigildo constituyó un reino hispanogodo renunciando a
gran parte de las tradiciones bárbaras, y Recaredo completó la reforma, en un proceso
muy probable de disolución de la etnia germánica en la hispanorromana. El poder
político y militar permaneció en manos de la oligarquía goda, si bien debió de haber
una interpenetración creciente con la oligarquía hispanorromana, según sugieren
nombres como Claudio, Paulo o Nicolaus (tampoco es imposible que
hispanorromanos adoptaran nombres germánicos, y viceversa). Simultáneamente la
organización cívico-religiosa romana —el episcopado— adquirió peso y
* * *
La «pérdida de España» lo fue en gran medida, y pudo serlo por completo, porque
España no es sino el nombre que caracteriza una evolución político-cultural en la
península durante más de nueve siglos, desde los comienzos de su latinización y
luego cristianización, hasta su conversión en una entidad política independiente. Esta
evolución quedó truncada cuando la invasión musulmana se extendió por toda la
península, y pudo haber borrado todo el proceso anterior, como lo hizo en la mayor
parte de los lugares donde se impuso. Con frecuencia leemos opiniones despectivas
sobre la herencia visigoda en España, reduciéndola a un puñado de palabras y
negando cualquier influjo significativo sobre la historia posterior, dentro de la
tendencia semitizante de Américo Castro u otras. Tales opiniones, expresadas con
más emocionalidad que fundamento, tienen poco que ver con la realidad más
evidente.
Los godos dejaron muy poco léxico en las lenguas peninsulares, pero este
fenómeno revela lo contrario de lo que se pretende: la rápida aculturación tervingia
en el mundo latino-español. Hasta los nobles —seguramente los más renuentes—
abandonaron su religión y muchas de sus costumbres, y documentos como la
Institutionum disciplinae indican cómo en la formación de sus jóvenes pesaba más la
tradición católica y clásica que las reminiscencias germánicas, aun sin ser éstas
desdeñables. Al revés que luego los árabes, los godos se latinizaron profundamente
en España, y sus rasgos ancestrales quedaron reducidos a un cierto estilo, tendencias
e instituciones secundarias.
También queda muy poco de su arte, pues fue anegado por la invasión árabe, y
asolados la mayor parte de sus bibliotecas y edificios. Quedaron algunos de éstos,
menores, pero de valor: quizá dejaron el arco de herradura, que los árabes llevarían a
la perfección. De su tradición oral nada resta, aunque seguramente existió; pero la
imposición musulmana impidió que alguien la recogiese, como hicieron siglos más
tarde algunos escritores europeos con diversas leyendas célticas, germánicas o
vikingas.
Más relevancia tiene su herencia política. Como hemos visto, los visigodos,
Por el tiempo de la caída de España, la expansión árabe había alcanzado los confines
de China por Turquestán, y de India por Cachemira. Fue una era convulsa en toda la
franja civilizada que, con el paso de los siglos desde la II Guerra Púnica, se había
ampliado por Asia, norte de África y Europa. Había aumentado la relación —lejana
— entre civilizaciones, por el comercio, la guerra, la religión y el arte. Los
conocimientos científicos y técnicos habían avanzado y los préstamos mutuos
circulaban, con lentitud.
En China, remota y desconocida para España, tocó a su fin el caos de los dieciséis
reinos, y luego la división entre dos dinastías, al norte y al sur. La norteña, de etnia
huna o próxima a los hunos, fue derrocada hacia finales del siglo VI, cuando
Leovigildo creaba el estado hispanogodo. Siguieron revueltas campesinas y militares,
y se impuso la dinastía Tang, mucho más estable y centralista, que trajo un largo
período, de prosperidad y desarrollo técnico y artístico comparable al de los Han. El
budismo cobró impulso a costa del sistema confuciano. Un intermedio fue el de la
emperatriz Wu, que en 683 derrocó a su propio hijo Zhongzong, creó un sistema de
delación y aplastó las protestas, hasta ser a su vez derrocada en 705 por su hijo, que
restableció el gobierno Tang. Por entonces se contuvo el empuje árabe y comenzó la
difusión del papel —invento chino— por el mundo musulmán, hasta alcanzar Europa
siglos más tarde.
En India, tras la destrucción del destacado imperio Gupta por los hunos blancos
(más o menos cuando en Europa surgían los reinos germánicos), el poder se dispersó
hasta la reunificación del norte, a finales del siglo VI, por el rey Harsha, que entró en
relación diplomática con China y apoyó tanto al budismo como al jainismo y al
hinduismo. A su muerte a mediados del siglo VII, el imperio colapsó causando
uniones y separaciones por todo el subcontinente. No obstante, la cultura floreció en
una nueva edad clásica. Los árabes llegaron allí por los mismos años que a España,
pero quedaron contenidos en Rayastán, en 738, casi al mismo tiempo que en Europa.
Otro imperio que resistió el empuje árabe, a costa de perder inmensos territorios,
fue el romano de Oriente, o bizantino. Hacia mediados del siglo VI ocupaba Anatolia,
el Oriente Próximo al oeste y norte de Mesopotamia, Egipto, Libia, los Balcanes y las
grandes islas mediterráneas. El emperador Justiniano, soñando con reconstruir el
Imperio de Occidente, había arrebatado el Magreb a los vándalos, una amplia
extensión de Hispania a los visigodos e Italia a los ostrogodos. Había sido un tiempo
de brillo cultural, cuya principal representación fue la grandiosa basílica de Santa
Sofía, y su eco más duradero la compilación del derecho romano o Corpus Iuris
* * *
Los musulmanes apreciaron como una de sus mayores glorias la conquista de
España, deslumbrados, según sus poetas, por su belleza, riqueza y fertilidad. España
empezó a transformarse en Al Ándalus, un nuevo país de cultura oriental-africana.
La rivalidad por la gloria y la riqueza motivó en Muza, conquistador del Magreb,
una mortal aversión hacia Tárik, que había desobedecido la orden de no avanzar
desde el sur de la península; por ello Muza llegó a golpear en público a Tárik en
Toledo. A su vez, Tárik informaba al califa omeya de Damasco, Al Ualid, máxima
autoridad político-religiosa del islam, acusando a Muza de codicia y nepotismo, al
colocar a sus hijos en los más altos cargos. Ualid llamó a ambos antagonistas, pero
murió pronto. Su sucesor, Solimán, ordenó a Muza retrasar su entrada en Damasco,
para no deslucir su propia accesión al poder. Muza, imprudente, entró en la ciudad en
una auténtica apoteosis, y el califa, furioso, le confiscó el botín y lo paseó por las
calles con una soga al cuello.
Entretanto, Abdelazis, hijo de Muza y gobernador o valí de Al Ándalus, se había
casado con la viuda de Rodrigo, Egilo, y trasladado la capital a Sevilla, donde vivía
lo más florido de la nobleza romana y parte de la tervingia; y adoptó, por influjo de
su esposa, algunas formas del poder gótico, como la prosternación ante él, tomada a
su vez de Bizancio. Corrió el rumor de que Abdelazis se había bautizado en secreto, y
unos conjurados lo degollaron y enviaron su cabeza a Solimán. Éste la presentó al
padre del asesinado, preguntándole por burla si la conocía, y también hizo morir a los
* * *
Parece que en las montañas del norte se habían refugiado algunos nobles godos y
romanos, entre ellos Pelayo, un espatario de Don Rodrigo. Pelayo detestaba a los
witizanos, que habían asesinado a su padre, Fávila o Fáfila, y habría huido de Toledo,
con parte del tesoro, a Asturias, que conocía bien. La región, aún débilmente
dominada por los mahometanos, había sido rebelde a los godos, pero debió de haber
acuerdo entre los refugiados y grupos astures opuestos al islam. Según la leyenda, el
gobernador árabe de Asturias, Munuza, se enamoró de Adosinda, hermana de Pelayo,
y éste rechazó el enlace. Apresado y enviado a Córdoba, Pelayo se fugó y volvió al
norte, donde se rebeló (quizá por segunda vez) con algunos seguidores, en los
agrestes Picos de Europa.
Para someterlo, Munuza envió un destacamento al mando del general Alkama.
Con éste iba el obispo witizano Don Oppas, que debía tratar de convencer a los
rebeldes. El encuentro se dio en Covadonga en fecha incierta, hacia el año 718, siete
años después de Guadalete o poco más tarde, y comenzó con el célebre diálogo entre
Oppas y Pelayo. «Trabajas en vano —dijo el obispo—. ¿Cómo podrás resistir en esa
cueva si España y sus ejércitos, unidos bajo el poder godo no pudieron resistir el
ímpetu ismaelita? Atiende mi consejo: retírate a gozar de los muchos bienes que
fueron tuyos, en paz con los árabes como hacen los demás». Pelayo no apreció la
oferta del colaboracionista: «No quiero amistad con los sarracenos ni sujetarme a su
imperio. Porque ¿no sabes tú que la Iglesia de Dios se compara a la luna, que estando
eclipsada vuelve a su plenitud? Confiamos, pues, en la misericordia de Dios, que de
este monte que ves saldrá la salud para España. Tú y tus hermanos, Don Julián,
ministros de Satanás, determinasteis entregar a esas gentes el reino godo; pero
nosotros, teniendo por abogado ante Dios Padre a nuestro Señor Jesucristo,
despreciamos a esa multitud de paganos…».
La conversación pudo ser una invención posterior o transmitirse desfigurada, pero
expone bien el crudo dilema. Como fuere, la débil hueste de Pelayo, apoyándose en el
escabroso terreno, aniquiló a las fuerzas musulmanas, de número ignorado, al mismo
Alkama y a Oppas. Fue el primer revés algo serio de los musulmanes. Munuza residía
en Gijón y trató de huir hacia el sur, pero los rebeldes lo alcanzaron y mataron. Esta
historia, aun envuelta en leyendas, resulta en conjunto verosímil. Las imprecisiones
de las crónicas han inspirado cientos de lucubraciones posteriores: Pelayo aparece
como astur, noble hispanorromano, gallego de Tuy, cántabro y hasta británico, todo
ello sin mayor base firme; también se ha negado su existencia, o atribuido la rebelión
a causas económicas (los impuestos), obviando las políticas y religiosas; otros hablan
* * *
Las osadas ofensivas de Alfonso I, desde un reino mínimo y de escasos recursos,
se beneficiaron de las disputas entre los conquistadores, una exigua minoría de
guerreros sin familia, escindidos entre árabes y beréberes o magrebíes. Estos últimos
eran los moros, aunque el término se popularizaría para designar a todos los
musulmanes, incluyendo a los hispanos islamizados. A su vez, entre los árabes
rivalizaban los clanes de origen yemení y los del norte de Arabia. El peso mayor de la
conquista había recaído sobre los magrebíes, pero los árabes se consideraban
superiores y coparon los mejores puestos y tierras, dejando a los otros el terreno más
difícil de Galicia y el más árido de las mesetas. Una de las sequías recurrentes obligó
a la mayoría de los magrebíes a volverse a África. Allí, sintiéndose postergados y
sujetos a impuestos como si fueran infieles, se alzaron y mataron a muchos árabes. Su
revuelta alcanzó a Al Ándalus en 740, hasta ser aplastada tras cuatro años de guerra.
Diez años más tarde ocurrían en Damasco dramas que iban a repercutir en la
Península Ibérica. Después de Mahoma se habían sucedido por elección varios
califas, hasta fraguar la enemistad entre dos clanes emparentados con el profeta, el de
Alí ibn Abi Tálib, y el de los omeyas, liderado por Muauía. Éste se impuso, pero los
partidarios de Alí lo rechazaron y formaron la corriente chiíta, contraria a la de
Muauía o sunnita. Alí había sido muerto por otra facción, la jariyí, que preconizaba
iguales derechos entre los islámicos, sin predominio árabe, y que inspiró la rebelión
beréber. Los de Alí habían secundado a un hijo de éste, Husein, quien, vencido en
680 por los omeyas, había sido torturado y asesinado con muchos de sus familiares,
siendo las mujeres vendidas como esclavas. Los victoriosos omeyas ya habían
instalado su sede en Damasco e inaugurado una dinastía, transmitiéndose el poder de
padres a hijos.
La dinastía omeya, bajo la cual se extendió el islam desde España hasta Asia
central, duraría poco. En 750 el clan de los abasidas se alzó en armas y tras
imponerse en Irak, tomó Damasco, exterminó a la familia Omeya y hasta sacó a sus
muertos de las tumbas para ultrajarlos y borrar su memoria. Muy pocos se salvaron,
uno de ellos Abderramán (Abd El-Rahmán), que alcanzó el Magreb en una huida
novelesca, con los asesinos pisándole los talones. Allí reunió una hueste afecta y,
cinco años después de la matanza de los suyos, desembarcó no lejos de Málaga.
El valí de Al Ándalus, Yusuf al Fihri, quiso atraérselo con un matrimonio, que
falló, y partió a reprimir una revuelta en Zaragoza. Abderramán aprovechó para
tomar Sevilla. Vuelto Yusuf, los dos ejércitos chocaron en Córdoba, el omeya venció
y se proclamó emir de Al Ándalus, independiente en la práctica de los abasidas, que
* * *
Mientras Abderramán triunfaba en la Península Ibérica, un nuevo imperio franco
se gestaba en el centro de Europa: Carlomagno, nieto de Carlos Martel, reinó sobre
Francia (salvo Bretaña), casi toda Germania y la mitad de Italia, cristianizó a los
germanos, a veces por medios brutales como la decapitación de miles de sajones
renuentes, y atacó Al Ándalus: tomó Zaragoza y Pamplona, pero en 778 sufrió un
revés en Roncesvalles, donde perecieron varios de sus nobles más ilustres. Sus
enemigos fueron vascones, muy probablemente, aunque la posterior Chanson de
Roland los considera sarracenos. Siete años después volverían los francos a cruzar los
Pirineos por Gerona para crear la Marca Hispánica, línea fortificada frente a los
andalusíes.
Una medida de Carlomagno, gran reformador, fue la transformación de la
mayoría de los esclavos en siervos de la gleba, aprovechando la oposición de
principio de la Iglesia a la esclavitud. Los siervos estaban adscritos a las fincas y no
podían moverse de allí sin permiso del señor, pero éste debía protegerlos, no podía
expulsarlos, ni tenía derecho de vida o muerte sobre ellos. A cambio podía exigirles
servicios, a veces onerosos. El siervo trabajaba sus campos y los del amo, reteniendo
parte de los frutos de éste, y mantenía una autonomía relativa, por contrato
hereditario. La servidumbre constituía un avance sobre la esclavitud y contribuía a
aumentar la producción, al interesar al siervo en ella. Había campesinos libres, pero
sujetos a cargas, en especial militares. Estas relaciones nacían de la extrema
inseguridad de la época: los nobles y otros señores brindaban protección y legalidad a
cambio de servicios o de servidumbre.
Generalizando, ha tendido a llamarse a este sistema feudalismo, concepto bastante
discutido. Un feudo era un título y un territorio que el rey otorgaba a un señor
(vasallo) a cambio de servicio militar. La relación entre este vasallo y sus
dependientes, sobre todo siervos y campesinos libres, también suele entenderse como
vasallaje, por cuanto deriva de un pacto con obligaciones mutuas. La sociedad se
* * *
En el norte de España proseguía la expansión del reino cristiano, que al llegar
Abderramán al sur ya abarcaba la franja cantábrica desde los Pirineos más parte de
Galicia. A las campañas de Alfonso I les sucedió un período de 23 años, de 768 a
791, de poca actividad exterior, con algunas revueltas internas de jefes gallegos y
vascones, otras de nobles opuestos a la dinastía de Pelayo, y ataques de Al Ándalus.
En 791 fue coronado Alfonso II el Casto, hijo del rey Fruela —hijo éste, a su vez, de
Alfonso I— y de Muna, una princesa vascona. El nuevo rey hizo honor a su abuelo
en osadas expediciones. Sus victorias sobre los moros permitieron repoblar tierras de
León y la actual Castilla. Hizo más, dio plena fuerza a la idea que probablemente
había encendido la chispa asturiana: el nuevo reino continuaba al hispanogodo de
Toledo, con la misión de recobrarlo. Aumentó la evocación, simbología y leyes
góticas, aunque la situación era nueva: la población tervingia no debía de existir ya de
modo diferenciado, muchos de sus oligarcas habían pactado con los árabes y se
habían islamizado, y la dinastía de Pelayo estaba mezclada con cántabros y vascones.
Era una España continuadora política y cultural de la anterior a la invasión árabe, y al
mismo tiempo distinta.
Antes de Alfonso el Casto, la subsistencia de Asturias había sido precaria,
expuesta a hundirse por algún golpe desafortunado. Abderramán I había finado en
788, y su sucesor Hixem (Hisham) I, tras vencer a sus hermanos que le disputaban el
poder y otras revueltas, trató de aplastar el norte rebelde mediante violentas campañas
(aceifas). En 794 asoló Galicia y Oviedo, y al año siguiente saqueó e incendió
Oviedo, dejando un rastro de ruina. Pero Alfonso retuvo sus tropas vigilando la ruta
del enemigo, y cuando éste se retiraba triunfante, lo sorprendió en Lutos (Lodos o
Ciénagas) y lo aniquiló: revancha parcial de la batalla del Guadalete y de máxima
trascendencia, pues mostró la dificultad de aplastar al renaciente reino. Cuatro años
después, Alfonso llevó su audacia hasta asaltar Lisboa, aunque la evacuó por
demasiado alejada.
El último tercio del siglo vio la agria disputa «adopcionista» iniciada por los
obispos Félix, de Urgel, y Elipando, de Toledo. Según ellos, Jesús fue un hombre
adoptado por Dios para transmitir su mensaje, y no originariamente hijo de Dios. La
doctrina tenía alcance político, pues recordaba al arrianismo, complacía a los
muslimes y debilitaba la moral de resistencia cristiana. La combatieron con pasión el
obispo Eterio de Osma y sobre todo, desde cerca de Oviedo, Beato de Liébana,
fustigador del colaboracionismo proárabe. La agria disputa tuvo eco en toda la
cristiandad, y en la corte de Carlomagno combatieron el adopcionismo el español
* * *
Alfonso II el Casto fue un rey muy notable. Gobernó 52 años, de 791 a 842,
mientras en Córdoba reinaban Alhakén I y luego su hijo Abderramán II. Sostuvo trato
cordial con Carlomagno y, de acuerdo con su reivindicación del reino hispanogodo,
fundó Oviedo, tratando de hacerla digna sucesora de Toledo. Pobló la ciudad con
labriegos, artesanos, tropas, comerciantes, etc., mandó construir allí un palacio y
otros edificios de fuste, en especial una basílica —incendiada por los árabes en 794 y
795—, a la que donó la Cruz de los Ángeles, una joya artística. Varias iglesias y
palacios más fueron alzados con la referencia de la basílica, que se convirtió en
centro de peregrinación del norte peninsular. De ahí surgió un arte nuevo y original,
llamado asturiano, manifiesto en sus bellas y pequeñas iglesias y palacios, que
combinan elementos godos, mozárabes y locales. Son edificios de espléndida
armonía, tan expresivos de la pobreza de medios de la época como de una cultura
bastante refinada, fe en el porvenir y decisión de permanencia. El arte incluyó la
decoración, la pintura al fresco y la orfebrería.
Pero la mayor contribución cultural, de alcance entonces insospechable, fue la
peregrinación a Santiago. En 814 el ermitaño Pelayo afirmó haber visto resplandores
en un bosque, de donde vendría el nombre de Campus Stellae o Compostela, Campo
de la Estrella. Avisado el obispo de Iria Flavia, Teodomiro, descubrió el presunto
sepulcro de Santiago el Mayor, identificado con una lápida. Acudió Alfonso II al
lugar, donde hizo erigir un santuario y declaró al apóstol patrón de España, siguiendo
a Beato, que en un poema había llamado a Santiago «Cabeza refulgente y dorada de
España/ defensor poderoso y patrono nuestro». El suceso tuvo tal repercusión,
también al norte de los Pirineos, que el descubrimiento de la tumba llegó a atribuirse
* * *
El mismo año del hallazgo de Compostela moría Carlomagno, dejando el imperio
a su hijo Ludovico Pío (Luis el Piadoso). Éste se revelaría inferior a su padre, cuya
obra desharía en gran parte. Había conquistado Barcelona en 801, en vida de
Carlomagno, y creado la Marca Hispánica desde esa ciudad hasta Pamplona. Ya en el
poder, pensó repartir el imperio entre sus hijos, motivando contiendas entre ellos.
En 843, un año después de la muerte de Alfonso el Casto, el tratado de Verdún
certificó la división en tres partes, que darían lugar a Francia, a Alemania y a los
Países Bajos (en aquel momento unidos a Borgoña, Provenza y norte de Italia). El
sueño de un renovado Imperio romano de Occidente se demostró irreal, y las
consecuencias del reparto, a menudo conflictivas, llegarían hasta el siglo XX.
Tras las invasiones germánicas, la Iglesia había reconstruido la civilización por
medio, sobre todo, de una amplia red de monasterios que sostuvieron el cristianismo,
mantuvieron la cultura grecorromana en copias manuscritas, difundieron técnicas
agrarias y fomentaron el arte. Pero esta reconstrucción amenazó venirse abajo en el
siglo IX por nuevas invasiones, vikingas desde el norte y magiares desde el este, y
por renovadas ofensivas musulmanas sobre Sicilia e Italia. Los vikingos, también
llamados normandos y rus, guerreros escandinavos, entraron en la historia, en 796,
con la destrucción del célebre monasterio de Lindisfarne, pequeña isla en el extremo
noreste de Inglaterra, centro de cristianización y cultura fundado por monjes
irlandeses. La matanza de los monjes conmocionó a la cristiandad, y fue sólo el
comienzo de una pesadilla para gran parte de Europa, en especial para las Islas
Británicas y Francia.
Del espíritu vikingo dejan constancia sus sagas: «La madre decía que pronto
habría que darle/ la nave de guerra con fuertes remeros/ y en la proa iría erguido el
vikingo, marcando los rumbos/ a buscar combate en playas lejanas», dice la saga de
* * *
En la propia Córdoba, Alhakén I, el de la Jornada del Foso, emir desde 796 hasta
822, no fue muy popular. Decretó impuestos mal recibidos y tuvo fama de disoluto; a
la hora del rezo le injuriaban: «Ven a rezar, borracho». Para dar un escarmiento, hizo
crucificar cabeza abajo a muchos agitadores. La reacción muladí, conocida como
«rebelión del Arrabal», acosó al ejército hasta el palacio del emir. Entonces éste
ordenó incendiar las casas del arrabal, y cuando los amotinados se volvieron para
apagar el fuego, los atacó por la espalda, los masacró y mandó desterrar a unos
20 000. Bastantes de ellos marcharon a Fez, en el actual Marruecos: otros a la costa
magrebí, donde se dedicaron a la piratería, pasaron luego a Alejandría, que
dominaron unos años, y finalmente a Creta, donde instalaron su propio gobierno
durante más de un siglo.
En 822 sucedió a Alhakén su hijo Abderramán II, antítesis personal de su
enemigo, el sobrio Alfonso el Casto, pues era derrochador y mujeriego, sostenía un
nutrido harén y se le atribuyen 87 hijos e hijas; ambos compartían, en cambio, el
interés por la cultura. Tras aplastar rebeliones locales, Abderramán pacificó Al
* * *
La Marca Hispánica debía haber llegado al Ebro, pero no logró pasar de
Barcelona y de Pamplona, y quedó dividida en hasta quince condados a lo largo de
las estribaciones surpirenaicas. Frente a ella, los andalusíes alzaron su propia «Marca
Superior» desde Tudela al Mediterráneo, con centro en Zaragoza. La subsistencia de
la Marca Hispánica dependió de las continuas reyertas entre muladíes, árabes y
magrebíes, y de todos ellos con Córdoba, a la que apenas obedecían, por lo que pocas
veces lograban atacar seriamente a los cristianos. Las aceifas cordobesas afligieron
sobre todo al reino de Oviedo.
A lo largo del siglo IX la Marca Hispánica sufrió una doble tensión, frente a los
andalusíes y a los francos, mal soportados éstos, pese a haber liberado el territorio. El
oeste de la marca incluía buena parte de Vasconia, en la posterior Navarra, pero los
vascones se aliaron, contra los francos, con los descendientes islamizados del conde
visigodo Casio, llamados Banu Casi (o Qasi, «hijos de Casio»), asentados en Tudela,
La Rioja y parte del actual Aragón. Los Banu Casi habían pasado de ayudar a
Córdoba contra las rebeldes Zaragoza o Tortosa, a enfrentarse a los emires. La alianza
entre los Banu Casi y el caudillo vascón Íñigo Arista dio lugar a revueltas contra los
francos, culminadas en 824 en la segunda batalla de Roncesvalles, donde fueron
vencidos los condes designados por el ya emperador Ludovico Pío. Así nació el reino
de Pamplona, expulsando a los francos también de otros condados del actual Aragón
pirenaico.
La alianza entre los cristianos vascones y los Banu Casi terminó bajo el reinado
de García Íñiguez, hijo del anterior. Éste, capturado por los vikingos en 859, en
Pamplona, se liberó pagando un rescate y luego se alió con Oviedo, gobernado a la
sazón por Ordoño I; entre ambos infligieron en Albelda un duro revés a sus ex aliados
Banu Casi, aunque el emir de Córdoba, como reacción, tomó y saqueó Pamplona.
García Íñiguez también estimuló con celo las peregrinaciones a Santiago, tanto de
vascones como de francos. Hay cierto paralelismo entre los reinos de Pamplona y de
Oviedo: en ambos la masa popular había sido poco romanizada, poco urbanizada y
resistente a los godos, pero adoptaron el Liber Iudiciorum como ley básica,
* * *
Al morir Alfonso el Casto en 842, fue elegido Ramiro I. Le disputó el trono un
conde apoyado por jefes asturianos y vascones. Ramiro reunió un ejército en Galicia,
venció a su rival e impuso el sistema hereditario. Se le atribuye la legendaria, quizá
inventada, batalla de Clavijo, en La Rioja, en la cual el apóstol Santiago, sobre un
caballo blanco, habría ayudado a los españoles. De allí partió la invocación «Santiago
y cierra España» («cerrar» en el sentido de «acometer»). Pero en 846 los musulmanes
tomaron León y la retuvieron diez años. Ramiro luchó también con los normandos y
apoyó las peregrinaciones a Santiago y el arte asturiano, creando en Oviedo una corte
brillante para las circunstancias. Murió en 850, dos años antes que Abderramán II.
Su hijo Ordoño I, formado en Lugo, reinaría dieciséis años, doble que su padre.
Continuaron los encuentros casi rutinarios, no por eso menos temibles, con las aceifas
andalusíes. Ordoño recobró León, convirtiéndola en centro de una línea fortificada
con Tuy, Astorga y Amaya, y envió una desafortunada expedición en auxilio de una
revuelta mozárabe en Toledo; en cambio venció junto con Pamplona, como quedó
dicho, a Muza, el caudillo Banu Casi más poderoso. En respuesta, Córdoba arrasó
Álava y Bardulia (la posterior Castilla), y frenó por unos años la expansión hispana.
El hijo de Ordoño, Alfonso III, reinaría cuarenta y cuatro años desde 866, y sería
apodado El Magno, con motivo. Al subir al trono gobernaba Galicia, donde hubo de
luchar por el poder con el conde de Lugo. Luego dominó una revuelta de vascones y
a continuación avanzó hasta Oporto en 868, y Coímbra diez años después, mientras
repoblaba las comarcas fronterizas. El emir Mohammed I (Muhammad), sucesor de
Abderramán II, envió contra él un fuerte ejército, que fue aplastado por Alfonso en la
batalla de Polvoraria, en 879. Entonces Alfonso traspasó el valle del Tajo, con ayuda
del gobernador islámico de Mérida, rebelde al emir Mohammed I. El de Mérida le
entregó un ministro cordobés y el emir, encolerizado, lanzó una nueva aceifa sin más
suerte que la anterior, viéndose obligado a pagar rescate por su ministro y pedir una
tregua por tres años. Nunca antes había ocurrido cosa tal. También amplió Alfonso su
* * *
Desde 878, el este de la Marca Hispánica registró un proceso de unificación de
los condados más orientales bajo el conde Wifredo el Velloso (Guifré el Pilós), de
origen hispanogodo (los godos y otros refugiados tras los Pirineos eran llamados
hispani en Francia). Los restos del Imperio carolingio sufrían la dispersión del poder
entre los nobles, y los condados hispanos también. Wifredo prescindió de los francos,
salvo en un plano puramente formal, se reforzó ocupando la casi despoblada comarca
de Vic (Osona) y construyó castillos frente a los muslimes. Murió en 897, luchando
con los Banu Casi que habían llegado hasta Barcelona. Su labor unificadora
retrocedió al repartirse los condados varios de sus hijos, que a su vez los transmitirían
por herencia, acto ilegal y ofensivo para el rey de Francia. Pero éste no podía
impedirlo.
Más al oeste se consolidó la independencia de los condados de lo que ya empezó
a llamarse Aragón, lograda por Aznar Galíndez. Los condados aragoneses entrarían
en dependencia de Pamplona. Pero aún tardaría la España pirenaica en sumarse
propiamente a la Reconquista.
* * *
Entre los reveses ante los cristianos y las revueltas internas, Al Ándalus sufrió en
la segunda mitad del siglo IX un declive acelerado. El sucesor de Abderramán II,
Mohamed I, gobernó 34 años, hasta 886, empleando métodos expeditivos para
someter a unos y a otros, pero fracasó casi siempre. La rebelión mayor fue la de
* * *
Los éxitos militares cristianos indujeron a sus reyes a trasladar la capital a León,
120 kilómetros al sur de Oviedo, traspasando la barrera de montañas que protegía
Asturias. Ello ocurrió por efecto de una crisis política al terminar el largo reinado de
Alfonso III el Magno. Contra la tendencia unitaria heredada de los godos, en 910,
poco antes de morir, una conjura con participación de su hijo García le obligó a
* * *
En la España pirenaica, tras la desaparición de la Marca Hispánica, el reino de
Pamplona bajaba por el sur hasta el Ebro; los condados centrales (Jaca, Ribagorza,
Sobrarbe, Pallars, Urgel, Cerdaña) seguían pegados a la cordillera por la franja
aragonesa y futura catalana; y por el este volvían a descender hasta algo más al sur de
Barcelona. El sector más dinámico siguió siendo Pamplona. En 905 el último cabeza
de la dinastía Arista o Íñiguez, Fortún Garcés El Monje se retiró al monasterio de
Leire, sucediéndole Sancho Garcés I, de la dinastía Jiménez. Siguieron campañas
conjuntas con León, con cuyos reyes emparentaron los de Pamplona, según hemos
visto.
Pamplona había sido, con Vitoria, clave del control godo sobre Vasconia; tras la
invasión árabe, la ciudad se convirtió en centro de los vascones, que por entonces
abandonaban el paganismo, y su poder incluía en el siglo X tierras de Aragón y del
Ebro. El reino creció con la tónica usual de repoblación y fundación de monasterios,
y allí nació una nueva lengua romance navarroaragonesa. Los vascos o vasconizados
de las actuales Vizcaya y Álava entraron pronto en el reino de Oviedo, luego de León.
Los condados próximos al Mediterráneo aumentaron en población, ocupando
tierras con campesinos libres. Barcelona se hizo hegemónica, sin lograr unificar la
zona ni crear allí un reino como el de Pamplona. Siendo Francia la última esperanza
ante el peligro islámico, continuó un vasallaje hacia ella, aunque sólo formal. El
conde de Barcelona, Gerona y Osona, Sunyer I, vencido por los moros de Lérida, les
devolvió el golpe hacia 912, y en 936-937 ocupó pasajeramente Tarragona. Esta
ciudad tenía el máximo valor político y psicológico como primer centro romano de la
península, capital de la Tarraconense y sede arzobispal con los godos. Los condados
aspiraban a dotarse de su propio obispado, eliminando su dependencia de la diócesis
de Narbona, pero tardarían en conseguirlo. Surgió una arquitectura con rasgos
propios e influidos por los franceses, al igual que la liturgia, y en los manuscritos la
letra visigótica cedió a la minúscula carolingia, que unificaba la escritura y la hacía
más legible. La influencia papal en los condados no dejó de aumentar, pese a sufrir el
Papado, por aquellos tiempos, una profunda degradación.
* * *
* * *
* * *
Por la segunda mitad del siglo, el conde de Barcelona Borrell II se nombró
«Duque de Iberia», o «de Gothia» o de «Hispania Citerior». Aún así, quiso mantener
buena relación con los francos y con los andalusíes. Obtuvo de Roma el
reconocimiento de la archidiócesis de Tarragona, mantenida provisionalmente en Vic.
Pero el obispo de Narbona, apoyado por los otros condes, desafió la decisión papal, y
Attón, obispo de Vic, fue asesinado con sadismo. El sucesor de Attón, Froya, más
tímido en sus aspiraciones, terminó igual, y el designio de Borrell se frustró.
Entretanto, el monasterio de Ripoll se había convertido en un prestigioso centro
intelectual, y allí estudió entre 967 y 970 el monje francés Gerberto, que sería un
Papa destacado con el nombre de Silvestre II.
Los esfuerzos de Borrell por complacer a Córdoba no dieron fruto, pues
Almanzor le atacó reiteradamente; en 985 redujo a cenizas Barcelona y se llevó
cientos de cautivos. Fue la ocasión para que el rey franco cumpliese su deber de
protección hacia sus nominales vasallos, pero no lo hizo, y Borrell aprovechó para
romper los lazos de vasallaje con Hugo Capeto, iniciador de una nueva dinastía
francesa.
Los condados aragoneses pasaron en el siglo X al reino de Pamplona, pero sin
expansión hacia el sur. Hasta 970 rigió Pamplona García Sánchez, que intervino en
las luchas internas de León (tres hermanas suyas se habían casado con sucesivos
reyes leoneses) y en las trifulcas castellanas, llegando a apresar a Fernán González en
961. Aliado a otros monarcas cristianos, fue vencido en 963 por Alhakén, y el reino
vivió en sumisión intermitente a éste, como antes a Abderramán III. Le sucedió
Sancho II Garcés, que gobernó hasta 994 un territorio extendido por La Rioja y los
En torno al año 1000 puede establecerse un cambio de edad histórica después de casi
seis siglos caracterizados por la constitución de una civilización europea en ardua
lucha por la supervivencia. Europa había superado las duras pruebas —aunque
España parecía al borde del colapso— y muchas cosas fundamentales iban a cambiar
a partir de entonces. De los siglos de Supervivencia iba a pasarse a los de
Asentamiento.
En cuanto al contenido de la civilización europea, se sitúan a veces en el mismo
plano las raíces cristianas y las grecolatinas, incluso las germánicas. Sin embargo, la
herencia grecorromana fue desarrollada, modelada y sostenida por el cristianismo.
Respecto de los germanos, cabe señalar el peso de su ímpetu vital y de ciertas
tendencias que pudiéramos llamar democráticas, pero en realidad ellos tuvieron que
ser civilizados, lo que significaba cristianizados, para convertirse en ingrediente de la
nueva situación. La civilización europea constituye muy literalmente una creación del
cristianismo.
La época fue sin duda difícil, y las estructuras sociales sencillas o rudimentarias,
aunque en evolución. La sociedad se dividía en tres estamentos o estados, el de los
oratores («rezadores» o clérigos), encargados de la defensa y salvación espiritual de
la sociedad, el de los bellatores (guerreros), ocupados en la defensa material, bélica, y
el de los laboratores (trabajadores, en su gran mayoría campesinos) que producían
los alimentos y otros bienes. La división surgió de modo espontáneo de unas crueles
circunstancias y no fue teorizada hasta bastante tarde (aunque San Isidoro esbozó
algo parecido), apoyándose en la idea agustiniana de una ciudad terrena que reflejase,
aunque de modo muy corrupto, el orden perfecto de la ciudad de Dios. Este orden
social se mantendría, si bien muy modificado y en crisis, bastantes siglos después de
la edad histórica que lo originó.
Tal teorización no creaba aquella sociedad, pues, sino que hacía racional la
comprensión de ella, dándole al mismo tiempo estabilidad y sentido, y se demostró
efectiva. Bajo la presión de las mareas invasoras, las guerras internas y el paganismo,
que varias veces estuvieron cerca de hundir la civilización, los oratores
desempeñaron el papel principal, no sólo el pasivo de salvaguardar en lo posible el
legado grecorromano y cristiano, sino el más activo y decisivo de conquistar
espiritualmente a los conquistadores, esto es, bautizarlos y civilizarlos. Fue un
proceso originado en el Papado, cumplido por los misioneros y monjes que fundaron
una malla de monasterios extendida por toda Europa, y asegurado por la organización
episcopal. En un tiempo en que el puesto en la sociedad venía dado por nacimiento, el
* * *
Estos rasgos comunes se dieron en la Península Ibérica con particularidades muy
sustanciales. Cuando los musulmanes llegaron a España, ésta era ya una nación
cristiana mucho más consolidada que Francia o cualquier otra europea; luego, al
revés que en la Europa transmontana, donde se mantuvo una esencial continuidad
cultural a pesar de las invasiones, España sufrió un corte cultural y político casi
completo, al caer la península entera en manos de los conquistadores islámicos. Que
de una resistencia muy localizada y materialmente insignificante naciera un vasto
proceso histórico, fue un hecho muy excepcional, en Europa o en cualquier otro
lugar.
Parte de este proceso, llamado justamente Reconquista, fue el rechazo de Oviedo,
León y Pamplona a las pretensiones imperiales de Carlomagno u otros intentos
imperiales. Sus reyes se llamarían a su vez «emperadores» en el sentido de que no
aceptaban una autoridad superior. En el curso de estos siglos surgieron, por
imposición de las circunstancias, dos Españas, la cantábrica y la pirenaica. La
primera tuvo desde el principio una tendencia muy unitaria y expansiva (de otro
modo habría perecido pronto), y al encajar la mayor parte de las ofensivas cordobesas
facilitó tanto la seguridad de Francia como la supervivencia de la España pirenaica.
Ésta, salvo Pamplona, que creció en estrecho contacto con León, permaneció tres
siglos sin despegarse apenas de los Pirineos, debido a su división en pequeños
condados a menudo en discordia, al no haber surgido un líder capaz de unificarlos, y
a cierta dependencia psicológica hacia los francos como última defensa ante la
amenaza muslim. No obstante, existía una unidad ideológica de fondo entre aquellos
reinos y condados, pues todos se consideraban parte de España e, idealmente, del
reino godo a recobrar, se regían por el Liber Iudiciorum romano-visigótico y
comenzaban a hablar lenguas romances muy emparentadas.
En los tres siglos habidos de Reconquista, VIII, IX y X, se había pasado de una
situación de absoluta inferioridad de los reinos cristianos a otra de cierto equilibrio de
poder, hasta el punto de que a finales del siglo IX Al Ándalus se encontraba al borde
de la descomposición, en parte por los avances de España, pero todavía en mayor
grado por sus inveteradas discordias internas; sin embargo, cuando terminaba la Edad
Fue a lo largo del siglo X cuando las poblaciones conquistadas por los árabes se
hicieron mayoritariamente musulmanas. Paradójicamente, al acercarse el año 1000, el
islam sufría una crisis política, dividido entre varios califatos y reinos independientes
de facto, con los abasíes de Bagdad acosados desde dentro por otros clanes, mientras
los bizantinos recobraban Creta, Chipre y Cilicia, y avanzaban hacia el este. Bagdad
se vio obligado a reclutar a turcos selyúcidas conversos al mahometismo. Así
entraban en la historia —con inmensa proyección ulterior sobre Europa y España—,
los pueblos turcos, nómadas emparentados con los hunos y los mongoles, que se
asentaban en torno al lago Aral y al Caspio, y ocupaban ya regiones de Persia.
En India, los musulmanes se habían infiltrado merced a la fragmentación del país
en estados rivales. Establecieron en el norte sultanatos islámicos, y desde las costas
del sur se adentraron en el Decán, fundando comunidades expansivas a través del
comercio. Pero aun con los auges y caídas de imperios y dinastías, y las guerras
correspondientes, India mantenía una civilización muy rica y variada y un
considerable comercio exterior; la dinastía más duradera sería la Rajput, procedente
del noroeste de la península.
China, con entre 60 y 80 millones de habitantes, era el país con ciudades mayores
y el más poblado del mundo, y probablemente el más avanzado técnica y
científicamente. Pero a principios del siglo X había caído la dinastía Tang, que había
gobernado casi tres siglos y dado al país un progreso similar al de los Han. Los Tang
habían tolerado el budismo y el taoísmo, sin desplazar por ello al confucismo, habían
promulgado un perdurable código legal y repelido, con ejércitos masivos, a los
nómadas del entorno, ampliando el dominio chino hacia el oeste siguiendo la Ruta de
la Seda; habían aumentado el trato comercial y cultural con otras culturas y el influjo
sobre los pueblos civilizados próximos, de Vietnam a Japón. Innovación crucial había
sido la formación de una capa de funcionarios —militares y burócratas— sin base
territorial, con la que el poder central contrapesaba el de los nobles, siempre
dispuestos a conspirar. Los funcionarios se seleccionaban mediante exámenes
imperiales de orientación confuciana, que exigían también destrezas poéticas. Había
sido un gran período para la poesía, la historia, la medicina, la pintura, la cartografía,
el teatro, la música, etc., y empezaron a emplearse los tipos que darían lugar a la
imprenta. Pero al derrocamiento de los Tang siguió más de medio siglo de divisiones,
guerras internas e invasiones bárbaras hasta que, en 960, una nueva dinastía, llamada
Song, reunificó el país y hacia el año 1000 China volvía a estar centralizada, con una
* * *
Por el oeste, los retrocesos cristianos en el sur del Mediterráneo y Oriente cercano
quedaron compensados por una expansión hacia el norte y el este que abarcó a todo el
continente europeo. Tras la conversión de la actual Alemania comenzó —por la
época de Almanzor en la Península Ibérica— la cristianización de los vikingos, los
búlgaros y otros pueblos eslavos. La mayoría eslava pudo haber optado por el islam
hasta que Vladimir, monarca de la Rus de Kíef, se bautizó, también a finales del
siglo X, y el cristianismo se extendió mediante una mezcla de prestigio político,
predicación pacífica y a veces brutales represiones sobre los paganos persistentes,
como había ocurrido con los germanos y ocurriría con los vikingos. La conversión
propició un rápido proceso civilizador, y Kíef rivalizó con Constantinopla en
prosperidad y monumentos. El cristianismo adoptado por rusos y afines no fue el
latino de los germanos, polacos o croatas, sino el de Bizancio.
En Occidente había transcurrido, entre mediados del siglo IX y mediados del XI,
la «edad de hierro» del Papado —de poca repercusión en España, volcada en otras
luchas—. Con intermitencias, el Papado había decaído en juguete de las facciones
oligárquicas romanas, que nombraban, destituían o asesinaban a pontífices, siendo
varios de éstos poco mejores que rufianes. Esa etapa coincidió con la crisis abierta en
toda Europa por las invasiones normandas y magiares, los ataques muslimes por y
desde Sicilia (en 846 una flota musulmana saqueó la misma Roma) y por la
fragmentación política. Pese a tal conjunto de crisis simultáneas, que pudo haber
liquidado la cristiandad latina, ésta resistió y no se interrumpió el impulso de
conversión de los bárbaros.
La época oscura terminó con la elección del papa León IX, en 1054. Pero
entonces el malestar de Constantinopla llegó al cisma: la Iglesia bizantina, regida por
el patriarca Miguel Cerulario, rechazó la autoridad de Roma y trató de hereje al Papa.
El choque vino del término Filioque («y del Hijo»), por el cual el Espíritu Santo
procedería del Padre y del Hijo, y no directamente del Padre, tesis originada en
España e impuesta por los francos, pero negada por Constantinopla; la cual
reclamaba, además, igualdad con el Papado por considerarse segunda Roma y sede
imperial, mientras que la primera Roma sólo presidía un mundo caótico y
empobrecido. Y diferían en la lengua: los papas habían estatuido al latín como idioma
eclesiástico en los ámbitos latino y germánico, factor de unidad cultural sobre las
* * *
Así se formaron dos Europas cristianas, separadas por diferencias posiblemente
de matiz, pero de potente efecto histórico. En Occidente, sobre una diversidad
política casi caótica, surgió en el siglo XI un movimiento de unidad cultural llamado
más tarde «románico». Como arte, fue tomando forma en el norte de Italia, en las
futuras Cataluña y Aragón, en Alemania y en Francia, pero sería a partir de esta
última, de la abadía benedictina de Cluny, en Borgoña, de donde brotaría durante más
de dos siglos un impulso de vasto alcance, desde Escandinavia a Sicilia y de Polonia
a Irlanda o Galicia, que se llenarían de monasterios, ermitas, catedrales y palacios de
un nuevo y vigoroso estilo. En el siglo XII se produjo, dentro del románico, la
reforma cisterciense —por el monasterio de Citeaux, Cistercium—, defensora del
rigor benedictino de pobreza y trabajo manual frente al lujo de Cluny. El románico
abarcaba la liturgia y la teología, la moral, el pensamiento y las artes, superando en
mucho al precedente carolingio, harto más limitado en el espacio, más restringido
socialmente y de inferior alcance cultural. Además, Cluny y Citeaux servían al
Papado de instrumento contra la presión imperial.
Después del «siglo de hierro» el papa alemán León IX reafirmó el celibato
sacerdotal, prohibió la simonía o compraventa de cargos eclesiásticos y proclamó la
autoridad papal en la elección de dichos cargos, frente a la pretensión imperial de
«investir» a obispos y abades. Esta línea de independencia eclesial culminaría con el
papa Gregorio VII, italiano de cuna humilde y ex monje de Cluny, que afirmó la
superioridad papal sobre todo otro poder, incluido el emperador. De ahí derivó, en
1073, la «Querella de las Investiduras», terminada en 1122 con un compromiso en el
concordato de Worms, tras medio siglo de invasiones de Roma, excomuniones y
* * *
La unidad religiosa y en menor medida cultural del occidente europeo no excluía
una diversidad política entre el Imperio central, homogéneo dentro de su
feudalización, y las regiones al oeste y al norte, donde cuajaban nuevos estados,
naciones e idiomas.
La dispersión carolingia en varios estados durante el siglo X había creado una
situación confusa, hasta que en 962 —cuando Alhakén II sucedía a Abderramán III
en Córdoba y los reinos españoles sufrían discordias internas— surgió otro imperio
en las partes germánica e italiana del antiguo dominio de Carlomagno. La nueva
entidad, llamada más tarde Sacro Imperio Romano-Germánico, abarcaba desde el
centro de Italia a Dinamarca, desde las actuales Bélgica y este de Francia hasta
Polonia y Chequia, y se proclamó heredera del Imperio romano de Occidente. El
poder imperial, electivo y difuso, dependía de señores y obispos-nobles regionales
muy autónomos, pero impidió la formación de estados nuevos en su ámbito. Iba a
mantenerse hasta el siglo XVI y, en crisis permanente, hasta finales del XIX,
determinando la historia de la Europa Central.
En el extremo oeste y norte del continente nacía una tercera Europa, distinta de la
eslava y de la imperial: allí cobraban solidez naciones, en particular Francia,
Inglaterra y España, llamadas a pesar en los destinos de Occidente y del mundo. Los
países escandinavos siguieron una historia hasta cierto punto marginal del conjunto.
Francia, bajo la dinastía de los Capetos, se hallaba dividida en poderes regionales,
algunos más fuertes que el monarca. Éste mandaba nominalmente sobre todos, pero
con poca eficacia. Aun así, el poder regio bastaría para rechazar la pretensión
abarcadora del Imperio Romano-Germánico. Cuerpo algo extraño dentro Francia era
la Normandía, creada por los normandos o vikingos que allí se habían asentado a
principios del siglo X, con vasallaje formal al rey francés, y destinados a determinar
la historia inglesa.
Los vikingos daneses habían sometido en el siglo IX a gran parte de la Inglaterra
de los anglos y los sajones. Éstos, cristianizados por monjes irlandeses y misioneros
de Roma, habían hecho a su vez una labor cristianizadora en el continente y la harían
en Escandinavia. Durante el último tercio del siglo IX, los daneses habían sido
frenados por Alfredo el Grande, un rey guerrero y culto que fundó escuelas y tradujo
* * *
Cabe distinguir así, y sobre una base religiosa común, tres Europas en torno al
año 1000: la bizantino-eslava al este, la imperial en el centro, y la de más al oeste y
Escandinavia. Empezaba una edad nueva, cuya divisoria con la anterior puede
establecerse hacia 1054, año del Cisma de Oriente y cuando termina la época oscura
del Papado. Por esas fechas toman forma fenómenos decisivos como la expansión del
románico, la evangelización de los vikingos y de Rusia, y la formación de naciones
occidentales. Superados los extremos peligros anteriores, la nueva edad, del románico
y después el gótico, pasaría de la cultura de los monasterios a la de las ciudades y
universidades, a una elaboración filosófica y religiosa más problemática y refinada, a
técnicas superiores y relaciones internacionales más complejas.
En España, pues, también comienza una nueva edad más documentable y menos
legendaria, con nuevos reinos, movimientos religiosos y culturales, y urbanización.
Contra toda expectativa, si bien Almanzor castigó de modo terrible a los cristianos,
no se sintió capaz de imponerles el poder islámico como habían hecho Tárik y Muza
casi tres siglos antes. Al Ándalus ya sólo soñaba con sostener sus fronteras
aprovechando su superior potencia demográfica, económica y técnica. Por esa razón
los reinos españoles estaban a salvo, aun si no podían tener entonces la menor
seguridad de ello; y la Europa transpirenaica podía despreocuparse de ataques desde
el sur.
Más aún, las espectaculares victorias de Almanzor no revitalizaron al califato,
sino que, paradójicamente, anunciaron su ruina, reproduciendo la desintegración
frenada in extremis un siglo antes por Abderramán III, hasta llegar a una asombrosa
implosión. Muerto Almanzor en 1002, el califa seguía siendo Hixem II, pero el poder
práctico pasó al hijo del finado caudillo, Abdelmalik. Éste masacró a la guardia
eslava, que había intentado derrocar a Hixem, y acosó a los reinos españoles, pero
murió pronto, en 1008. Un hermanastro suyo, llamado Sanchuelo por ser su madre
una hija de Sancho Garcés de Pamplona, entregada a Almanzor, quiso además del
poder fáctico el oficial y exigió a Hixem le nombrara califa heredero. Un rival suyo,
Mohamed (Muhammad) II, dirigió en 1010 una rebelión, en la cual fueron saqueados
y destruidos el palacio de Almanzor y el fastuoso conjunto palaciego de Medina
Zahara, dañada la todavía magna biblioteca de Alhakén II y muerto Sanchuelo. Unos
9000 cristianos de Barcelona, contratados por Mohamed, participaron en las luchas y
saqueos, primera salida de gran alcance del condado fuera de sus fronteras. Siguieron
21 años de golpes, intrigas y guerras civiles, y una sucesión de diez califas (con
Hixem), de los cuales siete fueron asesinados, hasta que, en 1031, el califato se
derrumbó definitivamente.
La caída del califato puso fin a la gloria de Al Ándalus, cuando Córdoba, tan
destacada desde tiempos de Roma, había sido un faro del islam y la urbe más
brillante de la cuenca mediterránea después de Constantinopla. Esplendor limitado
por un brutal despotismo que sólo a medias había soldado las grietas entre la dividida
población, entre las ciudades, entre la acaparadora oligarquía árabe y otros grupos
ansiosos de poder, y entre los mismos clanes árabes. A lo largo de tres siglos habían
aumentado, en la población y el ejército, los magrebíes, siempre marginados y
resentidos hacia los árabes, y odiados por mozárabes y muladíes. Otra etnia en el
* * *
La caída de Córdoba en 1031 puede considerarse la divisoria entre las dos edades
en España, ya que cambió de raíz la anterior y desalentadora situación de los
cristianos. Antes, las aceifas cordobesas alcanzaban casi cualquier punto del norte,
podían destruir cualquier foco urbano e invertir la Reconquista. Ahora los cristianos
se sentían seguros, con una sociedad que podía desplegar su potencial en extensas
tierras resguardadas. Esa sensación generó una nueva actitud: los cristianos habían
pagado a veces tributo a Córdoba, pero ahora pasaban a recibir parias de las taifas,
aun si algunas de ellas les superaban en recursos materiales. Y esa ventaja ralentizó la
Reconquista.
Al amanecer el siglo XI, la parte española ocupaba más de un tercio de la
península, formando un triángulo entre el Cantábrico, el Atlántico hasta más al sur
* * *
En la futura Cataluña se había creado una sociedad de campesinos libres, pero
éstos sufrieron con más violencia que los de León la presión de los nobles, ansiosos
de reducirlos a servidumbre y de sustituir la ley visigoda por el sistema feudal
francés. Hubo enconadas luchas sociales, y a comienzos del siglo XI disminuían tanto
el campesinado libre como el poder condal. Sólo hacia mediados de ese siglo el
conde de Barcelona Ramón Berenguer I venció a una facción oligárquica y reforzó su
autoridad. A su muerte en 1076, Barcelona había ocupado tierras islámicas y tomado
Barbastro con ayuda de francos y normandos; pero las atrocidades allí cometidas
conmovieron a las taifas, que recobraron la ciudad en una de las raras acciones
solidarias entre ellas. El conde también creó una marina fuerte y codificó nuevas
leyes, los Usatges o Usos de Barcelona, considerada la primera compilación de leyes
feudales en Europa (aunque el Fuero de León, si se quiere considerar del mismo
género, es anterior).
Como el reino de León, Barcelona se enriquecía con las parias impuestas a las
acaudaladas taifas, y se convirtió en la ciudad europea donde se acuñaban más
monedas de oro, así como en un gran mercado de esclavos en tránsito a Al Ándalus.
El aflujo de tributos animó un auge cultural encauzado por el enérgico Abad Oliba
(muerto en 1046), que hizo del monasterio de Ripoll uno de los centros clave de
Europa en la traducción al latín de libros árabes y griegos. Oliba fomentó la poesía, a
* * *
La dispersión política de Al Ándalus no anuló el florecimiento cultural de algunas
taifas. Continuó la afición a la poesía (Almanzor llevaba consigo a decenas de poetas
que cantasen sus hazañas), y un buen poema podía divulgarse por todo el mundo
islámico. Varios de los mayores vates de la época fueron Ibn Hazm, Abenzaydún (Ibn
Zaydun) y el régulo de Sevila Al Motamid.
Ibn Hazm, muerto en 1064, fue un personaje sobresaliente: poeta, filósofo,
moralista, político, polemista teológico (antijudaico), jurista e historiador, conoció en
su agitada vida la cárcel y el destierro. Aristotélico, no opuso la razón a la fe, sino
que coronó aquélla con ésta. Atribuyó el motivo profundo de la actividad humana a la
necesidad de distraerse de la muerte, una de sus ideas más peculiares. Muy aficionado
a la ciencia, otorgó a la razón poco valor para la investigación, dando más relieve a la
percepción sensorial y el sentido común, concepción próxima al posterior empirismo.
En lo demás fue racionalista, analítico y adverso a los clérigos. Su obra más
conocida, El collar de la paloma, donde intercala poemas formalmente refinados,
estudia el amor, al que define como elección espiritual y fusión de almas en la
tradición del amor udrí, nacida en el actual Irak: pasión platónica que se humilla ante
la amada y no llega a ser carnal.
Ibn Hazm, aunque dice haber llorado por el rechazo de su amada, admite que se
trató de una exigencia poética, pues no había derramado lágrimas desde niño. Las
semejanzas entre esta concepción poética y la del «amor cortés» que cultivarán los
trovadores provenzales a finales de siglo, indican una probable influencia andalusí,
cosa no extraña, dadas las relaciones comerciales, y más en la época de las parias.
Ibn Zaydún, muerto en 1071, es considerado el mejor poeta amoroso de Al
Ándalus, con influjo en todo el islam. También probó la cárcel y pasó la mayor parte
de su vida exiliado de su añorada Córdoba: «Dios ha dejado caer aguaceros sobre las
casas de aquéllas a quienes hemos amado […]. Qué felices aquellos tiempos, cuando
vivíamos con las de ondulante cabello y blancos hombros…». Amante de la princesa
Wallada y pronto rechazado por ésta, escribió en vano sus versos de sumisión udrí:
«Puedo soportar/ lo que nadie más podría./ Muéstrate altanera, yo aguanto./
Remisa, soy paciente./ Altiva, yo humilde./ Si hablas, te escucho./ Ordena y te
obedezco».
* * *
Hacia el último tercio del siglo XI existían nada menos que cinco reinos
españoles, más los condados del oriente pirenaico. Panorama muy proclive a la
pérdida definitiva de cualquier ideal unitario y al abandono de la Reconquista, dados
los sustanciosos tributos que procuraban las taifas. Mas no prevalecería esa dinámica.
El reparto dejado por Fernando I en 1065 resultó inestable. Sancho no se
conformó con Castilla, y tras atacar a sus hermanos Sancho IV de Pamplona y
Sancho Ramírez de Aragón, se alió en 1071 con su otro hermano Alfonso VI de
León, para repartirse con él Galicia, reino de García. Al año siguiente se volvió
contra el propio Alfonso, le arrebató León con ayuda de quien se convertiría en figura
legendaria como Cid Campeador, y se proclamó imperator. Confinó a un monasterio
a Alfonso, el cual se fugó con ayuda de su hermana Urraca y se refugió en la corte de
Al Mamún, de Toledo. El indignado Sancho sitió Zamora, la ciudad de Urraca,
encontrando allí la muerte: un noble leonés, Bellido Dolfos, fingió pasarse a él y lo
mató a traición. Así, Alfonso recuperó el trono de León y Castilla el mismo año 1072,
y volvió a arrebatar Galicia a García, que había aprovechado la coyuntura para
reimponerse. Recobró igualmente Vizcaya, Guipúzcoa y La Bureba, cuyos
gobernantes prefirieron dejar a Pamplona por Castilla, y en 1077 se tituló imperator
de España. Así, los cinco reinos se redujeron a tres, y Alfonso gobernó Castilla-León-
Galicia hasta su muerte en 1109.
Alfonso VI gozaba de una posición política muy cómoda en un vasto reino, sin
temor a los moros, cuyas discordias sabía explotar, y económicamente desahogada,
* * *
Entre tanto, Alfonso VI afrontaba el intento almorávide de tomar Toledo y sufría
en 1096 otra derrota en Consuegra. La capital resistió, y los invasores se desviaron a
Valencia, que tomaron en 1102, después de haberla conquistado el Cid ocho años
antes. Desde allí volverían, en 1108, a su obsesión por recobrar Toledo. Tampoco
lograron esta vez su objetivo, pese a haber infligido un nuevo y sangriento desastre a
los cristianos en Uclés. Al año siguiente moría Alfonso VI.
El segundo reino español, el de Pamplona, sufrió importantes cambios en 1076, a
raíz del asesinato de su rey Sancho IV, empujado a un precipicio por su hermano
Ramón. Los nobles pamploneses rechazaron hacer rey a su hijo y vacilaron entre unir
el reino a Castilla o a Aragón, regidos por Alfonso VI y Sancho Ramírez, ambos hijos
del navarro Sancho III. Optaron al fin por el aragonés, y los dos reinos reunidos
emprendieron una política expansiva, con la táctica habitual de ocupar y repoblar.
Ramírez sometió a tributo a Zaragoza, sitió Huesca, y apoyó cordialmente a Alfonso
VI en la desdichada batalla de Sagrajas y en la más exitosa defensa de Toledo. Su hijo
Pedro I siguió gobernando los dos reinos, y al morir, en 1104, había tomado Huesca,
que se convirtió en capital de Aragón, y reocupado Barbastro, extendiendo sus
dominios hasta los Monegros, ya en la actual provincia de Zaragoza.
En la futura Cataluña, Ramón Berenguer I el Viejo unió varios condados y dejó a
sus dos hijos, Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, bajo tutela del Papa, debiendo
gobernar ambos con preeminencia del primero y sin dividir el territorio. Pero los
hijos se lo repartieron. Siguieron confusos pactos y peleas con taifas, que abocaron en
1082 a un enfrentamiento con el Cid, el cual apresó a Ramón, liberándolo tras un
rescate. Ese mismo año, Ramón moriría asesinado, probablemente por su hermano
Berenguer, a quien apodarían El fratricida. Acusado, terminaría marchando a
Jerusalén en 1097, no se sabe si como peregrino o cruzado, y allí moriría hacia finales
del siglo.
Por esta época, los papas aumentaron su influencia directa en España, alentando
la lucha antiislámica. Para ayudar a esta lucha afluían de tiempo atrás soldados y
señores europeos transpirenaicos (llamados también transmontanos o ultramontanos).
* * *
Otro fenómeno crucial de la época, de sentido opuesto a la orientalización, fue el
florecimiento del Camino de Santiago. La ruta había sido creada por el reino de
Oviedo, y enseguida se convirtió en una decisiva institución cultural, protegida por
León y Pamplona, centro de difusión artística y comercial y de relación con la Europa
transmontana. Fue un motivo de orgullo hispánico y fundamental signo de identidad,
expresado en el grito de combate «¡Santiago y cierra España!».
La peregrinación tenía peligros, por las aceifas cordobesas y la dureza del
camino, que discurría por comarcas fragosas fáciles al bandidaje. Cuando Sancho III
lo trasladó al sur, ya con poco riesgo de ataques moros y por zonas llanas y de control
más fácil, el Camino se volvió una institución europea, impulsada por los papas y por
Cluny. La posibilidad de obtener ganancias, el clima de mayor libertad y el prestigio
de la ciudad jacobea atrajo a miles de transpirenaicos, como refleja una crónica de
Sahagún: «Ayuntaronse de todas partes del uniberso burgueses de muchos e diversos
ofiçios, conbiene a sauer, herreros, carpinteros, xastres […] de muchas e dibersas e
estrañas prouincias e rreinos, combiene a sauer, gascones, bretones, alemanes,
yngleses, borgoñones, normandos, prouinciales, lonbardos e muchos otros». Los
cuales pronto se asimilaron a las poblaciones locales.
* * *
Del último tercio del siglo XI, la figura más representativa es quizá Rodrigo Díaz
de Vivar, Cid Campeador. Proveniente de los rangos inferiores de la nobleza, destacó
pronto por su aptitud bélica junto a Sancho de Castilla, hijo de Sancho III de
Pamplona, y contra Alfonso VI. Muerto Sancho, pasó a servir a Alfonso, con quien
no congenió, debido, según una leyenda posterior, a haber obligado al monarca a
jurar, en Santa Gadea, que no había tenido parte en la muerte de Sancho en Zamora.
La causa real del desencuentro pudo ser una victoria de Rodrigo, cuando iba a cobrar
parias a Sevilla, sobre los moros de Granada ayudados por el noble pamplonés García
Ordóñez, favorito del rey; luego, al repeler una incursión de moros toledanos, saqueó
una zona de la taifa protegida por Alfonso. Explotados estos hechos por las intrigas
cortesanas, que le acusaban de embolsarse parte de las parias, sufrió un primer
destierro, en torno a 1080.
El desterrado marchó con su mesnada, parece que intentó servir a los condes de
Barcelona Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, que le desdeñaron, y por fin entró
al servicio del rey de la taifa zaragozana, Al Mutamín. El hermano de éste, Al
Mundir, gobernador de Lérida, se había aliado con Sancho Ramírez, rey de Aragón, y
con Berenguer Ramón, a fin de independizarse de Zaragoza, y Rodrigo quedó
* * *
Alfonso VI se casó cinco veces, cuatro con princesas francesas; de ellas o de
varias amantes tuvo seis hijas y un hijo, Sancho, que no pudo sucederle porque
pereció a los 20 años en la batalla de Uclés. Entonces hizo heredera a su hija mayor,
Urraca, reciente viuda de Raimundo de Borgoña, y dio a su hija bastarda Teresa —
casada con Enrique, otro borgoñón— el condado de Portugal, integrado por la zona
galaica entre el sur del Miño y el Duero más la región desde el Duero al Mondego,
parte de la antigua Lusitania, tomada a los moros por gallegos y leoneses.
La viuda Urraca se casó, en 1109, con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y
Pamplona, uniendo estos reinos con los de León y Castilla, magno logro político.
Pero entonces se opusieron los intereses creados y patriotismos locales, reforzados
por el influjo papal y borgoñón. Los papas tenían tanto interés por la Reconquista
como por su propio poder, y los borgoñones, ajenos a la idea de España y al ideal
neogótico, pensaban labrarse feudos independientes de hecho, al modo francés.
El enlace de Alfonso y Urraca complacía a la baja nobleza y a los burgueses del
* * *
Durante esos sucesos, Alfonso VII, hijo de Urraca y gallego de cuna, se convirtió,
pues, en rey de León-Castilla. Pese a su origen borgoñón, el poder le identificó con la
tradición española y se tituló Imperator totius Hispaniae, recibiendo el vasallaje de
Navarra, de Barcelona (de Ramón Berenguer III, con cuya hija Berenguela se había
casado el propio Alfonso), de Tolosa y otros puntos del sur de Francia; pero no el de
Aragón (Ramiro el Monje) ni de Portugal. Su poder —efímero— alcanzó hasta el
Ródano. Con su padrastro El Batallador, acordó la vuelta de La Rioja, Álava,
Vizcaya y La Bureba a Navarra, y la renuncia del aragonés a sus derechos sobre
Castilla. Pero muerto El Batallador, Alfonso VII reocupó La Rioja e intervino en el
sur de Francia.
Hecho crucial de este reinado fue la secesión de Portugal. Teresa, viuda de
Enrique de Borgoña y condesa de la región, y su amante el conde de Traba, habían
querido ocupar Galicia, pero Alfonso VII los sometió. El hijo de Teresa, Alfonso
Henriques, rechazó la sumisión, se alzó contra su madre, la derrotó en 1128 y declaró
* * *
Otro suceso crucial, en 1144, fue la quiebra del poder almorávide, presente en Al
Ándalus durante unos sesenta años. Volvieron pasajeramente las taifas, pero un nuevo
imperio había surgido en el Magreb, el de los almohades o «unitarios», opuestos a la
versión almorávide del Corán, que daba a Alá atributos humanos: Dios debía
concebirse como un espíritu puro, ajeno a las realidades terrenas aunque accesible al
hombre, y la fe debía afianzarse por el cultivo de la ciencia y la razón. Ibn Tumart,
fundador del movimiento, mendigo parte de su vida, había viajado a Damasco y La
Meca y estudiado en Córdoba a Ibn Hazm y otros. En 1125 repudió a los almorávides
con apoyo de la tribu Masmuda del Atlas. Desde 1130 su sucesor Abd El Mumín
desplazó a los almorávides del Magreb, dando a veces a cristianos y judíos la opción
de aceptar el islam o la muerte. En 1145 los almohades pasaron a Al Ándalus y
fueron sometiendo a las taifas. La amenaza para los reinos cristianos alcanzaría su
culmen en 1212.
Castilla y León, tras estar reunificados más de un siglo, volvieron a dividirse
cuando Alfonso VII dejó Castilla a su hijo Sancho III, y León al otro, Fernando II.
Éste luchó con Portugal, se alió con Navarra contra Castilla y atacó a los almohades.
* * *
En el resto de Europa Occidental, las cruzadas y las querellas entre el imperio y el
Papado marcaron el siglo. En 1138 la casa Hohenstaufen empezó a gobernar el
imperio, debilitado tras la Querella de las Investiduras. Federico I Barbarroja,
emperador desde 1152, aspiró a un imperio efectivo sobre el orbe cristiano, a cuyo fin
trató de afirmar su autoridad sobre Alemania e Italia del norte, sobre Borgoña, sobre
el reino normando de Sicilia y frente a los papas. De su rivalidad con Roma brotaron
los bandos güelfo y gibelino, causa de luchas civiles, sobre todo en Italia, hasta el
siglo XV. Las ciudades comerciales y supeditadas al imperio solían apoyar al Papado,
y las regiones agrarias y ciudades regidas por el Papa optaban por el imperio.
Federico lanzó seis campañas contra las comunas italianas, arrasó Milán en 1158 y en
1167 conquistó Roma, de donde huyó el papa Alejandro III disfrazado de peregrino.
La imposición de papas a gusto del emperador y la negativa de Alejandro III a
aceptarlo, crearon un cisma. La disputa se arrastró desde 1159 a 1177 (paz de
Venecia), en que el emperador cedió. En 1189, Federico partió para una cruzada en
Tierra Santa y murió ahogado en un río de Anatolia.
La cruzada de Federico fue la tercera. En 1071, los turcos selyúcidas vencieron a
los bizantinos en Manzikert, y ampliaron a casi toda Anatolia y Palestina su ya
enorme imperio. El acosado emperador de Bizancio, Alejo I Comneno, pidió en 1195
ayuda al papa Urbano II, y éste convocó una guerra justa, la I Cruzada para recobrar
los Santos Lugares, prometiendo a los cruzados la remisión de los pecados —que
eran muchos: los clérigos solían amenazar en vano, por sus violencias, a los hombres
de armas, cuya energía se desviaba así hacia fines más elevados—. La apasionada
respuesta desbordó las expectativas, y comenzó en Europa con matanzas de judíos, a
quienes la autoridad eclesiástica defendió, con éxito variable. En 1099 los cruzados
conquistaron Jerusalén y fundaron el reino de ese nombre. Otras expediciones fueron
destrozadas en camino. En 1145, ante los progresos musulmanes, el cisterciense San
Bernardo, abad de Claraval, predicó la II Cruzada, que mandaron el emperador
Conrado III y el rey francés Luis VII, pero su mala estrategia les hizo retirarse en
1149. Más tarde un inspirado jefe musulmán, Saladino, aplastó a los cruzados en
Hatin, en 1187, y recuperó Jerusalén. Ello motivó la III Cruzada, con Felipe II
Augusto de Francia, Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, y Federico I
Barbarroja, que murió como quedó dicho. Ésta duró hasta 1192 y no ganó Jerusalén,
Durante el siglo XII los procesos del siglo anterior cuajaron en lo que se ha llamado
un renacimiento: declinó algo el poder señorial y aumentó el regio, crecieron las
ciudades, el comercio y la economía dineraria, con nuevas formas comerciales y
bancarias y más trabajo asalariado; inventos en la navegación y la agricultura (como
el molino de viento) aumentaron la productividad. Hasta el siglo XI la cristiandad
había perdido el sur mediterráneo y el Oriente Próximo y sufrido invasiones que
amenazaban anegarla. Al terminar dicho siglo ya emprendió la contraofensiva de las
cruzadas, que, aun si ajenas a un fin económico, ampliaron el comercio mediterráneo:
a su abrigo prosperaron Pisa, Venecia, Génova, después Barcelona, mientras los
templarios se convertían en los primeros grandes banqueros desde el Imperio romano,
con servicios financieros más complejos y a menor interés que los de los judíos.
Hacia finales del siglo, el arte románico fue cediendo al gótico, originado en el
norte de Francia. Propios del románico, aunque no únicos, fueron los monasterios e
iglesias rurales; del gótico lo son las catedrales urbanas —usando avances
arquitectónicos y técnicos—, una pintura y escultura más independientes de la
arquitectura, y abundancia de edificios civiles. Reflejo, posiblemente, de un cambio
de matiz religioso fue el valor concedido a la luz —considerada el elemento más
inmaterial y próximo a la divinidad— mediante vidrieras coloreadas, elevación de los
edificios y aligeramiento de los muros.
Caracterizó a este siglo un impulso intelectual sin precedentes desde la caída de
Roma: se tradujeron del árabe textos de Aristóteles y libros científicos y técnicos
griegos y musulmanes (los árabes habían desdeñado la literatura griega); y nacieron
las primeras universidades (Bolonia y Oxford a finales del siglo XI, París en el XII).
Salvo la de Bolonia, las universidades fueron creaciones eclesiásticas, evolución de
las tradicionales escuelas ligadas a las iglesias, y se convertirían en una institución
clave para el despliegue de la civilización europea.
Aunque la época puede parecernos de fe compacta, surgían movimientos como
las herejías valdense y cátara del sur de Francia y norte de Italia. Los valdenses
exigían la pobreza y desprendimiento evangélicos frente a la avidez de riquezas
nacida del comercio. La Iglesia, con su alto clero dado a la pompa y el lujo, admitía
esa corriente, pero no su pretensión de que cualquier lector de las Escrituras se
sintiera capacitado para ejercer de sacerdote al margen del aparato eclesiástico y de la
orientación papal, pues veía en ello un riesgo de disgregación de la cristiandad. Los
cátaros eran una reacción de tipo gnóstico aún más incompatible con la Iglesia, y
sería aplastada en una cruzada de repercusión sobre España.
* * *
Los asuntos teológico-filosóficos abordados en unos pocos lugares de Europa, ya
a salvo de peligros exteriores, llegaban apagados a España, donde la lucha con el
* * *
La sociedad española seguía las tendencias de ultramontes, si bien con
peculiaridades. El comercio impulsó a los reyes a acuñar decididamente moneda; la
del sur del país, el morabitín, de origen almorávide, daría lugar al maravedí.
Surgieron dos líneas de pequeñas ciudades: las del norte, a salvo de incursiones
moras, y las fronterizas del sur. Las primeras, más ricas y comerciales, tenían por eje
el Camino de Santiago, y más al este incluían a Zaragoza y Barcelona, esta última la
más próspera gracias al auge comercial mediterráneo. Para entonces la frontera
seguía la línea del río Tajo, más retraída en Extremadura y más avanzada por Castilla,
retrocediendo al este hasta poco al sur del Ebro. La parte española ocupaba ya más de
la mitad de la península, aunque la andalusí concentraba mayor población.
En el sur de los reinos hispanos, la urgencia de poblar las tierras redundó en
mayor libertad y autonomía personal que en el norte y resto de Europa, frenando la
presión franco-borgoñona en pro de la servidumbre: repoblar Cataluña la Nueva
(Lérida y Tarragona hasta Tortosa), el sur de Aragón y el mucho mayor valle del
Tajo, y asegurar el del Duero, impuso contagiosos privilegios reales o fueros, que el
monarca otorgaba y juraba, y una relación más fluida entre campesinos y señores. A
fines del siglo quedaba poca servidumbre en España, aun si los lazos señoriales
siguieron siendo muy opresivos en regiones norteñas. La nobleza castellana incluía a
los magnates o ricos hombres y a los nobles menores, hidalgos, infanzones o
caballeros. El último nombre subraya el valor bélico de la caballería, por su
movilidad: un hombre común con recursos para mantener un caballo podía acceder
por su valor al rango de los caballeros; la vida fronteriza entrañaba graves peligros,
pero también más libertad y promoción social.
El control y defensa de la frontera dio protagonismo a las milicias concejiles y a
las órdenes militares. De éstas, intervinieron destacadamente en España las del
Hospital, el Santo Sepulcro y el Templo, las tres de origen francés y extendidas por
Europa (a fines del siglo nació la Orden Teutónica, decisiva en la formación de
Prusia). Creación típicamente europea del siglo XII, las órdenes militares nacieron de
las cruzadas, con precedentes en España (Navarra), donde pronto surgieron otras
autóctonas en Aragón y en León-Castilla, siendo las más poderosas las de Calatrava,
* * *
Las Navas de Tolosa y Muret serían batallas decisivas en el sentido de que
cambiaron la evolución histórica de España. De haber sido contrario el resultado, la
Reconquista se habría visto frenada y posiblemente arruinada, y Aragón se habría
orientado en mayor medida hacia Occitania en lugar de hacia el Levante peninsular.
Sería Jaime I el Conquistador, hijo de Pedro II de Aragón y de su preterida
esposa María de Montpellier —la cual, para concebirlo, habría engañado a Pedro
haciéndose pasar en la oscuridad por una amante suya—, quien encauzase a Aragón
contra el islam, abandonando la aventura occitana. En 1229 Jaime conquistó
Mallorca, que repobló con un corto número de catalanes, pues los musulmanes fueron
exterminados, esclavizados o huyeron, si bien debieron de quedar bastantes
mozárabes. Mallorca, ganada por la flota catalana, fue declarada reino, mientras
Cataluña mantenía el rango inferior de conjunto condal. Entre 1232 y 1245, Jaime
ocupó Valencia y también la hizo reino, contra el deseo de los nobles aragoneses. En
1244 repartió con Castilla (tratado de Almizra), la futura expansión, pasando Murcia
a la zona de Castilla. Y por el tratado de Corbeil, en 1258, con Luis IX el Santo de
Francia, renunció a la Occitania, salvo Montpellier, y Luis a sus pretensiones de
soberanía sobre Aragón y Cataluña, derivadas de la antigua Marca Hispánica,
soberanía inefectiva desde hacía siglos.
La política de Jaime I ha suscitado polémicas sobre la «catalanidad» del rey y sus
empresas. El término «catalanes» empezó a usarse en el siglo XII y lo popularizaron
los trovadores del XIII. El propio Jaime no era catalán, sino medio aragonés, medio
* * *
De los otros dos reinos, Portugal y Navarra, el primero terminó en 1250 su avance
al sur, por lo que hacia esos años la triple ofensiva lusa, castellano-leonesa y
aragonesa, coronaba la Reconquista, dejando sólo, como tributarias, a Granada y
Murcia, esta última pronto ocupada también. Portugal prosiguió sus querellas con
León, su rey Alfonso II rompió la cordialidad hacia la Iglesia, que tanto había
ayudado a la independencia del reino: se apoderó de bienes eclesiásticos y el Papa lo
excomulgó. Su sucesor, Sancho II, se casó con una castellana, los nobles se opusieron
* * *
También tomó auge por entonces la lírica en gallego, llamada galaicoportuguesa,
más propiamente galaica, pues surgió en la antigua Gallaecia, al norte del Duero. Sus
cantigas de amigo, puestas en boca de una mujer que habla de su amor, entroncan
con las jarchas mozárabes. Otras, las de amor y las de escarnio y maldecir proceden
de la poesía trovadoresca provenzal, con la que comenzó la lírica europea a finales
del siglo XI. El estilo trovadoresco se cultivaba también en Cataluña, casi siempre en
lengua occitana. A Galicia llegaría por el Camino de Santiago, sin haber cuajado en
los tramos de Navarra, Castilla o León. Un tema de la refinada y algo rebuscada
poesía provenzal es el amor por mujeres casadas, ausente en la galaica, que, más de
juglares que de trovadores, suele expresar la queja de la mujer por la ausencia o la
infidelidad de su amado, o la separación al amanecer, con alusiones a la naturaleza
(fuentes, aves, el mar, los árboles…) y un tinte melancólico y añorante. De uno de los
juglares más famosos, Martín Códax, son cantigas como la que empieza: «Quantas
sabedes amar amigo/ treides comig’a lo mar de Vigo/ E bannar nos emos nas
ondas».
Los juglares galaicos viajaban por la península y en Castilla tuvieron imitadores
que componían en gallego, el cual se hizo la lengua de la lírica en casi toda España
hasta finales del siglo XIV. Los reyes Alfonso el Sabio y Dionisio I el Labrador, de
Portugal, escribieron buenas cantigas. Alfonso quizá les cobró afición por haberse
criado un tiempo en Orense. Las cantigas de escarnio son alusivas, con palabras de
doble sentido y sin nombrar al atacado; las de maldecir más injuriosas y obscenas,
citan a veces a la víctima. Recuerdan los epigramas de Marcial y, como éstos, ofrecen
pinturas de época.
* * *
Aparte de su labor cultural, Alfonso X fundó el Honrado Concejo de la Mesta,
uno de los gremios mayores de Europa, trascendental en la historia comercial
castellana. Al avanzar la Reconquista se había organizado la trashumancia de ovinos
desde los montes del norte a los pastos extremeños y andaluces. Los conflictos entre
pastores y labriegos se solventaron mediante normas y conductos de ganado
(cañadas, etc.). La excelente lana de las ovejas merinas, criadas sólo en España,
originaba ya ferias de renombre.
Este rey fue menos afortunado en política que en cultura. Acabó de ocupar
Andalucía occidental (al parecer, en el sitio de Niebla los moros emplearon por
primera vez la pólvora) y afrontó en 1264 una masiva revuelta mudéjar en Murcia y
Andalucía, apoyada por Granada y el Magreb, debida al incumplimiento de pactos
por los cristianos y a la esperanza de invertir la Reconquista, pues en el Magreb
surgía otro belicoso imperio, el benimerín (Banu Marin). Entre Alfonso y Jaime I de
Aragón sofocaron la revuelta, y se aceleró la repoblación. Pero fracasó su proyecto de
invadir el norte de África, que se redujo a varias incursiones y al saqueo de Salé,
activa base de piratería. Tampoco logró tomar Algeciras, mientras que los
benimerines capturaron ciudades andaluzas próximas al Estrecho de Gibraltar.
En el plano interior, fundó localidades en el centro y norte del país, para socavar
el poder nobiliario, y trató de uniformizar las leyes, pero sólo a medias logró imponer
su autoridad cuando sus medidas suscitaron una rebelión señorial y clerical en 1272.
El príncipe heredero murió prematuramente, y otro hijo, Sancho, se rebeló contra él
(tuvo once hijos con Violante de Aragón y Hungría, hija de Jaime I, y otros cuatro
bastardos). Alfonso desheredó a Sancho y se alió contra él con los benimerines; pero
murió en 1284, acosado en Sevilla.
A veces se ha tratado a Alfonso X de iluminado e irrealista. Sus reformas estaban
en general bien enfocadas, pero su política fue distorsionada por su aspiración al
Sacro Imperio Romano-Germánico, por ser su madre la Hohenstaufen Beatriz de
Suabia. En 1256, Pisa le respaldó y cuatro de los siete príncipes electores le votaron.
Pero el Papado le era hostil y el inglés Ricardo de Cornualles se le adelantó, aunque
tampoco ejercería de emperador. Alfonso persistió hasta 1275 y gastó gruesas sumas
en el intento, lo cual le obligó a alterar la moneda y dañar el comercio de Castilla,
causando gran descontento. Debe admitirse, no obstante, que la tentación era difícil
de resistir cuando se lo proponía una ciudad como Pisa, la mayor potencia naval
mediterránea, y llegó a apoyarle la mayoría de los príncipes electores.
Sucedió a Alfonso su hijo rebelde Sancho IV el Bravo, que encaró revueltas de
* * *
Por la misma época, de 1276 a 1285, Pedro III el Grande, hijo de Jaime I,
gobernó Aragón, Cataluña y Valencia (Mallorca rehusó reconocerle, al principio).
Atendió más que nada al Mediterráneo, rompió el vasallaje al Papa y alegó derechos
sobre Sicilia por su esposa, Constanza de Hohenstaufen, heredera del rey siciliano
Manfredo. Contra Pedro, el Papa recurrió al príncipe francés Carlos de Anjou, que
había ocupado Sicilia, hecho cegar a los tres hijos de Manfredo y decapitar a
Conradino, otro rival Staufen. Pedro III aprovechó las Vísperas Sicilianas —revuelta
popular que masacró a los franceses— y pidió ayuda de Aragón, para desembarcar en
Palermo en 1282 y ser coronado rey de Sicilia. El francés, vencido también por mar,
hubo de huir a Nápoles. Estas acciones comenzaron una larguísima pugna por Sicilia
y Nápoles entre Aragón y Francia.
El papa Martín IV excomulgó a Pedro y proclamó una cruzada contra él,
declarando rey de Aragón al francés Carlos de Valois. Pedro, amenazado además por
el disgusto de sus reinos ante el gasto de la expedición siciliana, hizo concesiones a
los nobles, calmó los ánimos y afrontó la invasión dirigida por Felipe III de Francia,
que tomó enseguida Gerona. Pero Felipe hubo de retirarse al ser aplastada su flota, en
1285, por la catalana, que mandaba el italiano Roger de Lauria, uno de los mejores
almirantes de su tiempo. A continuación, Pedro se dispuso a ajustar cuentas a su
* * *
La figura intelectual más descollante de España en este siglo fue el mallorquín
Ramón Llull o Raimundo Lulio, teólogo, filósofo, místico, cabalista, misionero y
poeta. Menospreciado por filósofos como Descartes, ha sido muy revalorizado.
Mundano y rico, dado a la vida trovadoresca y con cargos políticos en la corte, tuvo
hacia los 30 años (en 1267) la visión de Cristo crucificado suspendido en el aire.
Vendió sus bienes, dejando la fortuna a su mujer y dos hijos, a quienes abandonó, y
se acercó a los franciscanos. Para predicar a los infieles aprendió árabe de un esclavo
moro, y latín, filosofía y gramática en un monasterio. Después marchó a Roma a
proponer una nueva cruzada; al ser desoído, viajó por el imperio, Francia, Tierra
Santa y norte de África, y escribió copiosamente. Se libró por poco de ser lapidado
por los muslimes, sobrevivió a duras penas a un naufragio en su retorno a Pisa y, ya
con 80 años, volvió a África a predicar, para morir en 1315 en Túnez, a manos de las
turbas, o quizá ya en Mallorca, al haber sido rescatado, moribundo, por genoveses.
En torno a 1275 empezó a idear su obra más característica, Ars Magna, método
para alcanzar de modo mecánico la verdad teológica y filosófica (para él coincidían),
combinando listas de proposiciones en una lógica deductiva, con la que se aclararía
cualquier cuestión y se convencería inexorablemente a los infieles (aunque respetaba
el pensamiento árabe y el hebreo, y pensó por un tiempo en integrar las tres fes). Al
efecto construyó varias máquinas que debían aplicarse a cualquier rama del
conocimiento. La idea, aun con sus insuficiencias, no sólo era original: se ha visto en
ella un precedente de la lógica combinatoria y hasta de la inteligencia artificial.
También avanzó métodos racionales aplicables al estudio de las elecciones.
* * *
El siglo XIII había sido en España el de las primeras universidades, el gótico, la
expansión de franciscanos y dominicos, la lírica galaica, la aparición del catalán
como lengua literaria, el predominio del castellano como lengua culta en la mayor
parte del país, el desarrollo comercial… La reunificación de León y Castilla, el
empuje catalanoaragonés hacia el sur y el Mediterráneo y la ocupación casi total de la
península por los cristianos permitían augurar un nuevo proceso unificador de los
reinos. Pero otros derroteros se impondrían en el siglo XIV.
Los normandos habían invadido Inglaterra desde Francia, por lo cual los reyes
ingleses (normandos y angevinos —de Anjou—) poseyeron, por origen o
matrimonio, gran parte de la propia Francia. Empeoró la situación francesa cuando
Juan I sin Tierra, sucesor de Ricardo Corazón de León, se alió con el emperador Otto
(Otón), cogiendo en tenaza a Felipe Augusto de Francia, cuyo reino pudo haber
desaparecido. Pero el francés ganó una inesperada victoria en Bouvines, el año
1214.Así, en años sucesivos se libraron en Europa tres batallas clave: la de las Navas
de Tolosa, en 1212, frustró la ambiciosa embestida almohade; la de Muret, al año
siguiente, aseguró a Francia la Occitania y empujó a Aragón hacia el sur y el este; y
la de Bouvines garantizó el poder francés y llevó al imperio a una crisis, sólo
superada dos años más tarde con un nuevo emperador, Federico II; e hizo perder a
Juan sin Tierra amplios dominios en Francia.
Además, Juan hubo de firmar una Carta Magna exigida por los barones, cansados
de la costosa intervención en el continente y deseosos de afianzar sus privilegios.
Siguieron dos años de guerra civil en Inglaterra al volverse atrás Juan, hasta que,
muerto éste en 1216, le sucedió su hijo Enrique III, niño aún, a quien los barones
hicieron firmar, en 1225 una nueva Carta Magna, que garantizaba la independencia
eclesial y las libertades feudales. Lo perdurable de ella fue el habeas corpus, por el
cual los acusados debían ser presentados al juez y juzgados por sus pares, para evitar
detenciones arbitrarias por el rey u otros poderes (un precedente fue la ley
hispanogoda del X Concilio de Toledo). La Carta Magna, no muy cumplida, sería un
documento inspirador en el futuro.
Enrique III creó descontento al dilapidar recursos por ganar para los suyos el
imperio y el reino de Sicilia, en tiempos de hambre. Un noble de origen francés,
Simón de Montfort, hijo del vencedor de Muret y de los cátaros, encabezó la protesta,
y en 1258 limitó el poder real mediante las Provisiones de Oxford. El monarca las
rechazó poco después, causando otra guerra civil. En 1265, para lograr apoyos contra
el rey, Simón convocó el primer parlamento inglés con inclusión de representantes
burgueses (quizá se inspiró en las Cortes hispanas, pues había peregrinado a Santiago
y pudo conocerlas). Varios nobles de su bando pensaron que iba demasiado lejos y le
abandonaron, por lo que fue derrotado y muerto ese mismo año, y su cadáver
descuartizado. Suele llamarse a su Parlamento el padre de los demás de Europa, pero
parece algo exagerado.
Eduardo I, sucesor de Enrique y casado con Leonor de Castilla, concluyó en 1284
* * *
En el siglo XIII cuajaron las universidades, muchas de ellas aún hoy existentes,
como las de Cambridge (1209), Salamanca (1218), Padua (1222) Nápoles (1224),
Siena (1240), Valladolid (1241), Coímbra (1290) y otras. Algunas como, en España,
las de Palencia o Lérida, desaparecerían. Las universidades desplegaron la alta
cultura, base de un auge intelectual europeo no interrumpido hasta hoy, mientras la
cultura del islam se estancaba. La universidad más prestigiosa, foro de los grandes
debates, fue la de París, y luego la de Oxford.
El protagonismo religioso e intelectual mantenido por los benedictinos en los
siglos anteriores pasó a dominicos y franciscanos. Ambas órdenes seguían la
indicación de Jesús de un total desprendimiento, en reacción a la opulencia y
ostentación de buena parte de la jerarquía eclesiástica, la cual despertaba sentimientos
anticlericales, sátiras y actos violentos. La orden franciscana fue fundada por el
italiano Francisco de Asís en 1208, y la dominica por el español Domingo de
Guzmán siete años después. Las dos habían crecido con rapidez por toda Europa
Occidental.
Las dos órdenes llevaron al apogeo la escolástica y echaron las bases del
pensamiento científico. Suele considerarse aristotélicos a los dominicos, y platónico-
agustinianos a los franciscanos, pero los dos combinaron ambas filosofías, si bien de
distinto modo. De los dominicos destacaron Alberto Magno, alemán, y su discípulo
Tomás de Aquino, italiano, dedicados a conciliar la fe con la razón y la ciencia.
El siglo XIV comenzó con una grave crisis de la Iglesia cuando, después de un
período de choques con el monarca francés, el papa Clemente V trasladó su sede a
Aviñón, en 1309. El traslado duraría setenta años y valdría al Papado tachas de
sumisión a Francia y corrupción, debilitando su autoridad hasta abocar al Cisma de
Occidente en 1378. Este año Gregorio XI volvió la sede a Roma, y pronto murió.
Entonces la plebe romana amenazó con matar a los cardenales si no elegían un
pontífice italiano. Los cardenales franceses acusaron al elegido, Urbano VI, de
despotismo e ilegitimidad, al deber su cargo a la conminación de las turbas, y
eligieron otro Papa, Clemente VII, que volvió a Aviñón. El cisma desató protestas de
intelectuales, clérigos y políticos, así como conflictos diplomáticos y militares. El
imperio, los ingleses, polacos y escandinavos aceptaron al Papa de Roma; Francia,
Escocia y Nápoles optaron por el de Aviñón; los españoles estuvieron expectantes
hasta 1381, en que secundaron a Clemente. En 1389 murió Urbano y los romanos
eligieron a Bonifacio IX; y cuando murió Clemente en Aviñón, en 1394, sus
partidarios nombraron al español Benedicto XIII (el Papa Luna), con apoyo de
Portugal, Castilla, Aragón, Escocia y Francia; pero los franceses pronto se
despegaron de él, por ser aragonés y poco influenciable. En 1398 los obispos
franceses acordaron retirarle los beneficios e impuestos eclesiásticos y pasárselos a su
rey, convirtiendo a éste, de hecho, en la cabeza de una iglesia nacional. Sitiaron a
Benedicto en Aviñón, pero no lo doblegaron. El cisma iba a prolongarse hasta 1429.
También continuaron las disputas entre dominicos y franciscanos, y entre el
Papado y el sector franciscano llamado «espiritual». Éste quería sustituir la Iglesia
jerárquica por la espiritual, que, fundada en una radical imitación de Cristo en la
pobreza, debía renunciar a los corruptores bienes materiales y vivir de limosna (pero
alguien debía dar la limosna, lo que implicaba aceptar donativos impuros). Ni el
Papado ni los dominicos admitían esa idea. La oposición, intrínseca a la Iglesia, entre
el afán de riqueza y el contrario, siempre causaría roces internos y reformas. La
imitación de Cristo propuesta por los espirituales hundiría probablemente la
influencia cristiana y animaría las sectas; pero encontraba argumentos en el
Evangelio, y la conciliación no era fácil.
Franciscanos y tomistas admitían la división entre el conocimiento accesible a las
facultades humanas y el obtenido necesariamente por revelación divina; pero a partir
de ahí divergían. Sería el franciscano inglés Guillermo de Occam (Ockham) quien
llevara más lejos la discrepancia. Defendió a los espirituales hasta acusar al papa
Juan XXII de herejía. Huyendo de éste, buscó la protección del emperador Luis IV de
* * *
El siglo XIV resultó calamitoso en muchos aspectos. Desde comienzos de la Edad
de Asentamiento, tres siglos atrás, habían prosperado como nunca antes en Occidente
el arte, la producción agraria y en general económica, la actividad intelectual, las
ciudades, la población, las comunicaciones… aunque en las últimas décadas la
economía parecía estancarse. Inglaterra pasó de uno a entre cuatro y siete millones de
habitantes, Francia había llegado a unos dieciocho y España pudo haber alcanzado los
seis. Además, la amenaza mongola se había desvanecido por azar, salvo en Rusia. Por
contraste, el siglo XIV trajo desastres apocalípticos: la Gran Hambruna y la Gran
Peste, o Peste Negra, mermaron brutalmente la población, que en muchos casos no se
recobró hasta el siglo XVII, incluso hasta el XIX.
Las malas cosechas y la consiguiente mortandad afligían de siempre a los países
europeos, pero nada comparable a los tres años de 1315 a 1317, cuando el clima
* * *
Para Italia el siglo XIV fue, a pesar de tantas calamidades, una edad de oro
literaria, con figuras como Dante, Petrarca y Boccaccio. El primero creó la obra
considerada más importante de la literatura italiana y una de las mayores de la
literatura universal, la Divina Comedia; los poemas de Petrarca, en particular sus
sonetos, servirían de modelo a la poesía posterior del resto de Europa, y el
Decamerón de Boccaccio —colección de cuentos desvergonzados, divertidos y
anticlericales, más significativos por su trasfondo en la Florencia de la Gran Peste,
que mató a más de la mitad de los habitantes— influiría asimismo en obras como los
Cuentos de Canterbury, primera obra literaria escrita en inglés, ya en los años
ochenta del siglo XIV, y en numerosas obras francesas, españolas, etc. A los tres les
une el dolce stil novo, más refinado e introspectivo que la poesía de los trovadores,
centrado a menudo en la adoración de la belleza femenina, idealizada como una
manifestación de Dios y camino hacia él: un amor espiritual, redentor, ligado a veces
al sentimiento de la muerte. Los tres se sintieron inspirados por el amor a sendas
musas, Beatriz, Laura y Fiammetta (Llamita), menos espiritual el de Boccaccio a
Fiammetta, incluso el de Petrarca: «Me gustaría poder decir que estuve siempre libre
de los deseos de la carne, pero mentiría». Su opción por la lengua italiana (también
* * *
La guerra europea más devastadora fue la llamada de los Cien Años, entre
Inglaterra y Francia, que duraría más de un siglo, de 1337 hasta 1453, aunque casi la
mitad pasara en treguas. Sus daños se complicaron con guerras civiles, revueltas
campesinas, campañas inglesas en Escocia y Gales, y pestes. La lucha robusteció el
espíritu nacional inglés y francés: por primera vez en tres siglos se oficializó el
idioma inglés en Inglaterra (por Eduardo III), pues hasta entonces el idioma en los
juicios, parlamentos, la corte y toda la vida oficial y casi toda la cultural era el francés
(o el latín). La población expresaba su resentimiento con rumores de que la oligarquía
pretendía acabar con la lengua inglesa. A su vez, la medida de Eduardo III causó una
fuerte anglofobia en la Francia ocupada por los reyes ingleses. También fue sustituida
en gran parte —a lo que contribuyó mucho la peste— la oligarquía normanda por otra
más propiamente inglesa. Por la misma razón, y por las pérdidas bélicas, cambió la
oligarquía francesa.
El origen próximo de la guerra se remonta al autocrático Felipe IV el Hermoso de
Francia, que a principios del siglo convirtió a su país en el más fuerte de Europa, aun
si Borgoña seguía en manos del imperio, y regiones del oeste bajo dominio inglés.
Sus planes requerían mucho dinero, y por ello atacó sucesivamente a los judíos
pudientes, a los templarios, a los banqueros lombardos y a la Iglesia. En 1306 hizo
arrestar a los judíos, los privó de sus bienes, los expulsó de Francia y obligó a los
franceses a pagarle a él las deudas contraídas con aquéllos. Aún más feroz fue el trato
a los templarios, el año siguiente. En un solo día fueron arrestados por sorpresa en
toda Francia, atormentados para que confesaran herejía, sodomía y sacrilegios, y
quemados vivos varios de ellos. Luego exigió impuestos a la Iglesia. El papa
Bonifacio VIII replicó con una bula afirmando la superioridad del Papado sobre los
poderes temporales, que lo eran sólo con su permiso. Pero Felipe se consideraba
cabeza de la cristiandad, acusó al Papa de simonía y herejía y ordenó arrestarle (al
efecto convocó una asamblea de nobles y burgueses, antecedente de las Cortes
francesas, llamadas Estados Generales). Uno de sus sicarios derribó a Bonifacio de su
Por los primeros años de este siglo XIV tuvo lugar la expedición de los almogávares,
un cuerpo militar inhabitual, catalanes pirenaicos en su mayoría, también aragoneses
y navarros: infantería ligera, con armas toscas y sin protección de casco o cota de
malla, que viajaban con sus mujeres e hijos. Eran expertos en guerrillas y tan
acometivos que desbarataban a tropas más pesadas y numerosas. Se habían hecho
notar en Mallorca, Valencia y luego en Sicilia, a favor del aragonés Federico II contra
los franceses. Tras la paz de Caltabellotta, en 1302, Federico no podía pagarles, y
sintió alivio cuando el emperador Andrónico II de Bizancio pidió ayuda contra los
turcos, que amenazaban a la misma Constantinopla. Federico había puesto a los
almogávares al mando de Roger de Flor, un suritaliano de origen alemán, templario
expulsado de la orden y luego pirata, que se había ofrecido a Aragón. En 1303, Roger
y su «compañía catalana», de 2500 almogávares (más 4000 familiares) llegaron a
Constantinopla.
La poderosa colonia genovesa en la ciudad no quería a competidores de
Barcelona, se enfrentó a ellos y fue aplastada. Luego, la compañía derrotó a los turcos
y a los alanos, que también invadían Anatolia; pero Roger fue acusado de querer
tallarse un reino propio, los bizantinos pagaban mal, y los almogávares saqueaban a
la población. En abril de 1305 el heredero imperial, Miguel IX, invitó a Roger y a sus
oficiales a un banquete, y allí los hizo matar por mercenarios alanos. Descabezada, la
compañía debió haberse desmoronado, pero se reorganizó y aplicó la «venganza
catalana»: arrasó la comarca de Constantinopla, venció a las tropas del emperador y
masacró a los alanos. El ducado de Atenas había caído en manos de los francos —una
derivación de las cruzadas— y el duque pidió ayuda a los almogávares contra los
bizantinos; pero, cumplido el encargo, rehusó pagar, por lo que sus acreedores lo
aniquilaron junto con sus caballeros, en 1311.Al negarse a devolver el ducado a los
franceses, la compañía recibió la excomunión del Papa y un ejército francés, al que
también derrotó, en 1331. Luego ocupó Neopatria, en Tesalia, y puso ambos ducados
bajo soberanía de Aragón hasta 1390, cuando se impuso allí Venecia. La crónica de
las gestas y desmanes almogávares fue escrita por Ramón Muntaner, hombre
fantasioso cuando habla de hechos que no conoció, pero fiable en éstos, que
presenció.
* * *
* * *
Cataluña alcanzó su apogeo en las primeras décadas del siglo XIV. Disponía de la
Universidad de Lérida y otros focos de cultura, dominaba las islas del Mediterráneo
occidental y partes de Grecia, y Barcelona competía con las ciudades comerciales
italianas. Pero desde 1333 la región sufrió una mortífera hambruna y el bloqueo por
la flota genovesa, y en la década siguiente el azote de la Peste Negra. Su población,
próxima al medio millón de personas, bajó a la mitad, y sobrevinieron el
estancamiento y querellas sociales. El sistema confederal de Jaime I originó
discordias. Mallorca, en pleno auge económico y cultural, rompió el vasallaje a
Aragón y se separó hasta que en 1343 Pedro IV el Ceremonioso volvió a invadir la
isla. Hubo otro intento separatista en 1349, y sólo en 1375 volvió Mallorca
definitivamente a la corona. El Ceremonioso también desbarató entre 1347 y 48 una
revuelta de aragoneses y valencianos.
En 1351, Pedro guerreó contra Génova, sofocó dos revueltas en Cerdeña e instaló
en la isla una colonia de catalanes (Alghero). Libró su contienda más prolongada, de
veinte años, desde 1356, con el castellano Pedro I el Cruel (Guerra de los dos
Pedros). La lucha se acompañó de plagas de langosta, peste y hambres. Desde 1366
intervino en la guerra civil que asolaba Castilla, respaldando a Enrique de Trastámara
contra Pedro I, un reflejo de la Guerra de los Cien Años. La paz llegó en 1375, al
casarse la hija del rey aragonés, Leonor, con Juan, heredero de Castilla, boda de
trascendental alcance político. No hubo vencedores ni vencidos y los dos reinos
quedaron exhaustos. El Ceremonioso hubo de admitir la inspección de las cuentas
reales por las Cortes, a través de la Diputación del General («general» se llamaba a
los tributos reales, y la diputación provenía de las Cortes celebradas Monzón en
1289), de la que derivaría la Generalitat.
Tratando de aumentar el poder regio, El Ceremonioso chocó con el inquisidor
general, Nicolau Aymerich. Éste, muy propenso a usar la tortura, llegó a prohibir las
obras de Raimundo Lulio, se enfrentó al predicador Vicente Ferrer, fomentó una
revuelta contra el rey en Tarragona y redactó normas inquisitoriales que influirían
también en Castilla al extenderse a ella la Inquisición, un siglo más tarde.
Se considera a Pedro IV el Ceremonioso autor o impulsor de la Crónica de San
Juan de la Peña, primera historia general de Aragón, que comienza con Túbal, hijo
de Jafet, como primer poblador de España. Quizá quería imitar la Estoria de España
de Alfonso X el Sabio. Mandó traducir las Partidas de Alfonso para reforzar la
autoridad real y durante su reino los viejos condados del noreste empezaron a
conocerse oficialmente como Principado de Cataluña. Compuso o hizo componer una
crónica de su reinado que, con el Llibre dels fets de Jaime I y las crónicas de Bernat
* * *
Durante la segunda mitad del siglo, Castilla se convirtió en teatro de la Guerra de
los Cien Años. Después de que el heredero de la corona inglesa, conocido más tarde
por El príncipe negro, capturase al rey de Francia, Juan II, se había llegado a la paz
de Bretigny, en 1360, por la que el inglés Eduardo III renunciaba al trono de Francia
a cambio de un tercio o más de su territorio. La paz no fue respetada, los franceses
imitaron las asoladoras cabalgadas inglesas, arruinando aún más el país, pero con
ellas forzaron a los ingleses a retroceder en pésimas condiciones.
* * *
La implicación hispana en la Guerra de los Cien Años tuvo otra derivación. En
1383 murió Fernando I de Portugal, y su hija Beatriz, cortejada por príncipes
franceses e ingleses, prefirió a Juan I de Castilla, hijo del ya fallecido Enrique el de
las Mercedes. Juan reclamó el trono portugués, pero parte de la nobleza lusa eligió a
otro Juan, el maestre de la orden de Avís. De ahí derivó una guerra civil en Portugal,
acompañada de intervención castellana e inglesa. La decisión llegó con la batalla de
Aljubarrota: Juan de Castilla, heredero de Enrique, mandó un ejército de 30 000
hombres, entre ellos un escuadrón de la prestigiosa caballería pesada francesa. La
desproporción contra los 6000 de Avís parecía asegurar el éxito al primero, pero
ocurrió lo contrario: los arqueros ingleses, atacando desde los flancos, mientras el
* * *
La cultura castellana tuvo en este siglo algunos representantes literarios de
primera fila, en particular el Arcipreste de Hita, el infante Juan Manuel y Pero López
de Ayala. Del primero, llamado Juan Ruiz, poco se sabe. Al parecer escribió su única
obra conocida, El libro del buen amor, en la cárcel, allí encerrado por orden del
arzobispo de Toledo, Gil Álvarez de Albornoz. Éste fue también diplomático y
militar talentoso al servicio del papa de Aviñón Clemente VI, cuyo sucesor, Inocencio
VI, le comisionó en 1353 para restaurar la autoridad papal en Italia, lo que hizo con
gran destreza, por la política y las armas. Escribió las Constituciones de la Santa
Madre Iglesia para los estados pontificios, considerada a veces la primera
Constitución política de la historia, la cual seguiría en vigor hasta 1816. De paso
fundó el Collegium Hispanicum para estudiantes españoles en Bolonia, uno de los
grandes focos culturales de Europa. Propuesto para Papa, rehusó el cargo, que recayó
en Urbano V. Gil trató de reformar la Iglesia elevando la cultura y moralidad de
sacerdotes y monjes, imponiéndoles el viejo principio del celibato, vulnerado a
menudo. Quizá por lo último chocó con el Arcipreste, clérigo a su vez muy culto pero
menos casto.
Si fue realmente el arzobispo quien encarceló al arcipreste, hizo un paradójico
servicio a la cultura, pues el Libro del buen amor es una obra literaria insigne. Para
* * *
* * *
La paz en Castilla bajo El Doliente se esfumó con su sucesor Juan II, aficionado a
la poesía, la caza y los torneos, pero débil de carácter. La turbulenta nobleza estuvo
en revuelta casi permanente. Los infantes de Aragón, hijos de Fernando de Antequera
y muy influyentes en Castilla, secuestraron a Juan mediante el «golpe de
Tordesillas», en 1420.Lo liberó Álvaro de Luna, a quien el rey nombró condestable,
* * *
En Aragón reinó esos años Alfonso V el Magnánimo, hijo de Fernando de
Antequera. Apenas coronado, en 1416, disgustó a los catalanes al jurar los fueros en
castellano, reprendiéndole en latín el arzobispo de Tarragona: «Si quieres ser amado,
ama». Volvió a chocar con los nobles catalanes por dar cargos a castellanos, que hubo
de revocar. Y aumentó el enfado cuando autorizó a los campesinos o payeses a tratar
la supresión de las «costumbres inicuas» o «malos usos» de los nobles, medida que
éstos frustraron.
Los malos usos consistían en atropellos señoriales como la confiscación de un
tercio de los bienes del campesino que moría sin testar o sin descendencia;
indemnizaciones impuestas a los payeses por incendios fortuitos; la «remensa», pago
* * *
Durante la segunda mitad del siglo se aceleraron los efectos del Compromiso de
Caspe. Fallecido sin herederos El Magnánimo, en 1458, le sucedió su hermano
Juan II el Grande de Aragón, con 60 años y que reinaría aún veintiuno. Rey de
Navarra, al haberse casado con Blanca, hija de Carlos III el Noble, había dejado el
gobierno en manos de su esposa, dedicándose a los asuntos de Aragón y de Castilla.
Este Juan II no amaba el pactismo aragonés, que mermaba su poder en favor de las
oligarquías, y el conflicto se mezcló con el de los señores contra el pueblo llano. En
1462 los ánimos se encresparon por la pugna entre Juan y su hijo Carlos, príncipe de
Viana, hasta causar una sangrienta guerra civil en Cataluña, entre la oligarquía
nobiliario-burguesa, por un lado, y el rey y los payeses dirigidos por Francesc de
Verntallat. Esta guerra campesina seguía a la de los Irmandiños gallegos, pues la
opresión señorial, como hemos dicho, era en ambas regiones especialmente dura. La
misma Barcelona sufría reyertas entre los bandos de la Busca y la Biga; la primera
representaba a los mercaderes menores y clases medias, y la segunda a los magnates
(ciutadans honrats), que monopolizaban el poder municipal, aunque El Magnánimo
había protegido a la Busca.
La guerra civil duró diez años. La Busca y, de hecho, los payeses, se alinearon
con Juan II, así como Valencia, Mallorca y el reino aragonés. La Generalitat, órgano
de la oligarquía, replicó destituyendo al rey y alzando un ejército contra los
descontentos. Juan buscó ayuda de Luis XI de Francia, a quien hubo de ceder el
Rosellón y la Cerdaña transpirenaica en garantía por un cuantioso préstamo. La
* * *
Como quedó dicho, al morir en 1454 el otro Juan II, el de Castilla, pasó a reinar
allí su hijo Enrique IV. Éste tuvo de su mujer Juana de Portugal una hija, también
llamada Juana, la cual fue declarada heredera, aunque muchos atribuían su paternidad
al favorito del rey Beltrán de la Cueva, y la apodaban La Beltraneja. Enrique, tachado
de impotente y homosexual, suscitó malestar por su afición a vestidos y costumbres
moros y por una ofensiva ridículamente inepta contra Granada. Son de ese tiempo las
* * *
* * *
Aunque los Reyes Católicos fueron conocidos como reyes de España dentro y
fuera del país, no se llamaron así oficialmente, debido a la protesta de Portugal, que
seguiría considerándose español durante unos siglos; y a la esperanza de culminar la
unión algún día. Como observa
L. González Antón, no es cierto el dicho orteguiano de que «Castilla hizo
España», por más que desde el siglo XIII Castilla fuese hegemónica. España era una
vieja realidad política, sin la cual difícilmente habría habido Reconquista. Ésta no
había sido iniciada por Castilla, ni culminada por absorción, sino por unión, y
Castilla incluía varios reinos distintos de la Castilla original. Con todo, la potencia
cultural, política y económica castellana atenuaría las diferencias regionales creadas
por las circunstancias bélico-políticas de los siglos pasados, su lengua absorbería a
los romances leonés, aragonés y navarro, y su uso como lengua culta y política, en
muchos casos popular, cundiría por Valencia, Cataluña, las Vascongadas y Galicia,
incluso Portugal, hasta conformarse como idioma común, el español por
antonomasia, sin eliminar por ello el uso del catalán, el vascuence o el gallego en las
zonas respectivas.
Ante el panorama de descomposición social, política y religiosa, los Reyes
Católicos acometieron reformas que transformaron las instituciones de gobierno;
metieron en cintura a los turbulentos nobles castellanos, gallegos, extremeños, etc.,
encarcelando e incluso ejecutando a alguno, como el mariscal gallego Pardo de Cela,
y desmochando sus castillos; limpiaron de bandidos los caminos mediante la Santa
Hermandad, que también impedía violencias de los nobles, y castigaron con dureza la
delincuencia; impusieron una reforma en la Iglesia para asegurar el ejemplo y buenas
costumbres, aumentaron su independencia de Roma mediante el derecho de
presentación de los candidatos a obispo y establecieron la primera embajada
permanente de Europa, precisamente con el Papado.
Hasta entonces el Estado, como en el resto del continente, había sido muy
sumario, compuesto por el rey, las oligarquías nobiliarias, las Cortes e instituciones
municipales y cargos ocasionales, sin ejército ni policía permanentes. Las reformas
de los Reyes Católicos crearon un tipo de Estado nuevo, más racionalizado,
sistemático y objetivo. Mermaron el poder de las Cortes al legislar mediante
pragmáticas (Ordenamiento de Montalvo), y gobernaron con un sistema de consejos
(de Estado, Hacienda, Aragón, Castilla, Órdenes militares, la Santa Hermandad, la
La historia política de España en este siglo puede seguirse en buena parte a través de
sus literatos más destacados, como el cordobés Juan de Mena, el burgalés marqués de
Santillana o el palentino Jorge Manrique. Literatura nueva, influida por la de una
Italia que iba convirtiéndose en maestra literaria, artística y científica de Europa.
A imitación de Italia brotaron círculos y ambientes intelectuales. Íñigo López de
Mendoza, marqués de Santillana (1398-1458), fue el escritor más destacado de una
familia noble vasco-castellana abundante en personajes que combinaban la milicia, la
literatura y la política. Su padre, Diego Hurtado de Mendoza, fue almirante de
Castilla y buen poeta; a su tío Hernán Pérez de Guzmán, sobrino del canciller López
de Ayala, suele considerársele el mejor prosista castellano del siglo; su sobrino Diego
Gómez Manrique inventó la copla manriqueña o de pie quebrado, y fue tío de Jorge
Manrique. De los descendientes del marqués, Garcilaso de la Vega sería uno de los
poetas hispanos más renombrados de cualquier tiempo, y el cardenal González de
Mendoza un espléndido protector de las artes. Dinastía de escritores, hombres de
acción y mecenas, en el ideal ya renacentista de unir «las armas y las letras», típico
de la España de ese siglo y los siguientes, entroncado quizá con la propuesta de
Raimundo Lulio.
Estas personas creaban bibliotecas y círculos aficionados al saber y al arte.
Santillana trató con los valencianos Jordi de Sant Jordi y Ausias March, reunió en su
palacio de Guadalajara la biblioteca quizá mayor de España, y la puso a disposición
de intelectuales y estudiosos como Juan de Mena y Diego de Burgos, secretario del
marqués y poeta. Leía francés, italiano, gallego y catalán, y admiraba la literatura
italiana y francesa, en especial a Dante, Petrarca y Boccaccio. Como buen
renacentista, estimaba poco la poesía popular, aunque sus Serranillas guardan
afinidad con las composiciones corrientes y con las cantigas gallegas; también su
Vaquera de la Finojosa recuerda, por contraste, a las serranas del Arcipreste.
Su tío Hernán Pérez de Guzmán era gran amigo del obispo de Burgos, el converso
Alfonso (o Alonso) de Cartagena, a cuya muerte dedicó aquél unas sentidas coplas.
Este obispo fundó en Burgos una escuela superior, vivero de latinistas e intelectuales.
Hijo de un rabino, asumió el espíritu nacional hispano: logró que el Concilio de
Basilea, en 1434, reconociera al rey castellano preeminencia sobre el inglés,
reivindicó las Canarias para Castilla y en su Rerum in Hispania Gestarum
Chronicum, traducida al castellano como Genealogía de los reyes de España, subrayó
el entronque con la monarquía hispanogoda. Hizo terminar la catedral de Burgos y
otras muchas iglesias. Criticó la arrogancia de los judíos de Castilla que, favorecidos
* * *
* * *
De Constantinopla huyeron a Occidente, sobre todo a Italia, sabios bizantinos con
libros griegos, lo cual facilitó la actitud intelectual del Renacimiento, es decir, el
humanismo, pero en Bizancio no había habido nada parecido a éste. El nuevo espíritu
nacía de la Italia de Petrarca, y la caída de Constantinopla sólo lo vigorizó. Suele
atribuirse al humanismo la dedicación al hombre (antropocentrismo), por oposición a
la preocupación medieval por Dios (teocentrismo). Pero el interés teológico siempre
fue muy humano, y el románico y el gótico no habían sido, por ello, menos
humanistas. El muy posterior e ideológico término humanismo, como el de
Renacimiento, no lo reconocerían así los afectados. Podría llamarse al movimiento
clasicismo, dada su intensa afición al sustrato grecorromano, afición nunca
desaparecida en Europa.
Lo que cambió respecto del período anterior fue el enfoque: la actividad
filosófico-teológica había sido la escolástica en sus vertientes tomista y nominalista,
ligadas a Platón y Aristóteles. Sus problemas, por inagotables y sin solución precisa,
llevaron al cansancio y búsqueda de enfoques alternativos, como había ocurrido en la
Grecia clásica, donde la tensión filosófica había descendido algunos grados para
concentrarse en la moral práctica de escuelas como la estoica o la epicúrea. Los
humanistas dejaron de discutir las relaciones entre razón y fe, los universales o la
naturaleza divina: asumiendo —por fe— que el hombre estaba hecho a imagen y
semejanza de Dios, fijaron su atención en el cultivo de las cualidades puestas por
Dios en su criatura.
Entre el humanismo y la edad del románico y el gótico hay menos ruptura que
aumento de gusto por la cultura grecolatina. La cultura europea siempre tuvo sed de
obras clásicas, sólo obstaculizada por el precario acceso a ellas. Los humanistas
accedieron a nuevos libros y traducciones de mayor calidad, y elevaron al extremo su
admiración, hasta oponerla a la tradición europea anterior, cuyo arte llamaron gótico
—en sentido de bárbaro— por contraste con la luminosidad grecolatina. Pero
desdeñar las catedrales góticas revelaba una soberbia a su vez algo bárbara, pues no
son inferiores a las nuevas construcciones renacentistas. Los siglos del románico y el
gótico nada tenían de bárbaros intelectual o artísticamente, y los humanistas o
clasicistas, enraizados en la misma cultura cristiana, les debían más que a la cultura
pagana. Desde luego, no renació el paganismo por más que algunos autores
coquetearon con él.
Italia se hizo líder intelectual de Europa como lo había sido Francia-Borgoña en
siglos anteriores. Nombres como Massaccio, Mantegna, Bruneleschi, Botticelli y
tantos otros cambiaron las concepciones artísticas e implícitamente morales, y
El mundo conocido en Europa a finales del siglo XV era muy distinto del de cinco
siglos antes, cuando comenzaba la Edad de Asentamiento y sólo arribaban a ella
noticias vagas de más allá de los Urales o de Mesopotamia. Y mucho más distinta del
de diecisiete siglos antes, cuando Escipión llegaba a Tarragona durante la II Guerra
Púnica, origen cultural de España. Desde esta fecha habían perecido civilizaciones
como la cartaginesa, la helenística, la romana, varias persas e indias, y otras menores.
La china había sufrido desórdenes, invasiones y conquistas, que sin embargo no
habían llegado a destruirla como lo había sido el Imperio romano de Occidente;
permanecía Japón al abrigo del mar, que lo había salvado de los mongoles. Acababa
de caer la civilización bizantina, originada en el Imperio romano pero harto distinta
de él. La oscuridad del Asia central había producido oleadas de pueblos nómadas que
habían aplastado grandes imperios y sacudido a todas las civilizaciones. Se habían
desvanecido innúmeras culturas precivilizadas como, en Europa, la celta, la ibérica, la
germánica, la huna, la vikinga o la eslava primitiva, unas aniquiladas, otras
absorbidas, si bien habían dejado huellas sobre culturas y civilizaciones posteriores.
En Europa sobrevivía el poderoso influjo de Grecia y Roma clásicas, muy
reinterpretadas; el judaísmo, pese a carecer de territorio propio, persistía en
comunidades dispersas por Europa, Asia y África, parcial pero nunca del todo
asimilado. Nuevas civilizaciones habían nacido, ante todo la europea cristiana y la
islámica. El tiempo y los movimientos internos y externos de los pueblos habían
creado un mundo humano irreconocible diecisiete o cinco siglos atrás.
En China, al principio de la Edad de Asentamiento europea, la dinastía Song
había reunificado la mayor parte del territorio, como quedó dicho, e inaugurado un
nuevo período de prosperidad, expansión urbana y desarrollo cultural; aunque perdió
territorios en el siglo XII, continuó hasta la invasión mongola, completada en 1279.
Esta conquista desarticuló la economía, causó terribles hambrunas y luego los
conquistadores adoptaron la cultura china. La Peste Negra del siglo XIV devastó el
país, como Europa y el norte de África, estimándose que su población bajó de unos
120 millones a la mitad. La dominación mongola fue vencida en 1368 e instaurada la
dinastía Ming.
La época Ming continuaba cuando Colón descubría América. En la primera mitad
del siglo XV, los emperadores chinos hicieron construir una enorme flota con 30 000
tripulantes en varios cientos de barcos mucho más grandes que los europeos. La
escuadra exploró e hizo contactos comerciales y diplomáticos por el sur de Asia y
hasta África pero las expediciones se detuvieron, fuera porque los beneficios no
* * *
Son de sobra conocidos los problemas de Colón en el gobierno de las nuevas
tierras, e ignorado el origen del descubridor. Dado que él y los reyes no pusieron
empeño en aclararlo, más bien al contrario, se le han atribuido, de modo puramente
especulativo, las patrias más diversas, desde Grecia a Noruega, o la condición de
judío, siendo la versión más corriente la de su nacimiento genovés. Sin embargo esta
atribución resulta tan difícil como las otras. Con motivo del IV Centenario del
descubrimiento, Italia ofreció una Raccolta de unos 200 papeles sobre una familia
Colombo de Génova, parte de ellos referidos a un Cristóforo. Pero las fechas
concuerdan mal, la propia abundancia de documentos despierta dudas y, en fin, sólo
informan de que Cristóforo era, al menos hasta 1473, un pequeño comerciante lanero
con deudas y amenazas de prisión por impago. Que estén tan documentados en
Génova estos pequeños sucesos y no haya, en cambio, referencias a la impresionante
gesta posterior del supuesto Colombo, ya es bastante sospechoso; y tampoco la
ciudad italiana pensó reivindicar la gloria de su ilustre y presunto hijo. Un reciente
ensayo de María V. Martínez Costa de Abaria, Cristóbal Colón y España, incide en
las dificultades de la atribución genovesa.
Sólo tres años después del último documento genovés, Colón aparece en Portugal
como experto navegante, diestro en cosmografía y cartas náuticas, culto y erudito en
algunos terrenos, conocedor del latín y aún más del castellano, de modales
* * *
La fecha del Descubrimiento de América bien puede marcar el cambio de la
historia europea desde la edad que hemos llamado de Asentamiento a la de
* * *
La Inquisición, valedora mayor de la expulsión, sólo podía actuar contra
* * *
La mentalidad que llevó a la expulsión de los judíos tenía que ver seguramente
con la euforia del final de la Reconquista. Mas, paradójicamente, no se adoptaron en
un primer momento medidas similares contra los mudéjares o moros. A los que
permanecían en Granada se les concedieron derechos y privilegios como el de no
pagar más impuestos que antes, conservar armas blancas, o provocar la destitución de
gobernantes cristianos sobre los que tuvieran queja. Podían mantener su religión y
propiedades, su sistema legal y educativo, llevar la ropa que quisieran, no las capas
que identificaban a los judíos, retener sin trabas a los cristianos islamizados… Estas
normas iban más allá de las de Valladolid con respecto a los judíos, y creaban casi un
estado dentro del Estado, lo que chocaba con el impulso racionalizador de la
monarquía autoritaria. Curiosamente, el odio hacia los mudéjares era mucho menor
que hacia los judíos, lo que acaso se explique por las posiciones de poder y riqueza
adquiridas por algunos de éstos, en contraste con la pobreza casi generalizada de los
moros, que vivían en condiciones similares o peores que los cristianos de clase baja.
No obstante, los mudéjares constituían otro cuerpo social extraño, y además una
potencial quinta columna de los poderes musulmanes de África, sólo separados por el
Estrecho de Gibraltar y el breve mar de Alborán, los cuales daban a los moros
peninsulares esperanzas de un cambio de tornas, recordando las grandes invasiones
del pasado. Por consiguiente, la política hacia ellos cambió pronto. Las predicaciones
para convertirlos apenas dieron resultado, y en 1499 se adoptó una postura más
drástica, con presiones económicas y a veces físicas para que los jefes musulmanes se
bautizasen y arrastrasen a los demás. Sus libros religiosos fueron quemados, y los
científicos enviados a la Universidad de Alcalá de Henares. Miles de mudéjares se
convirtieron, pero otros más se rebelaron en Granada y las Alpujarras, en
1500.Vencida la rebelión, la política hacia ellos se endureció, y en 1502 se les aplicó
la misma alternativa que a los judíos: convertirse o marcharse. La gran masa de ellos
aceptó el bautismo, pero mantuvo sus tradiciones, costumbres, vestimenta y,
ocultamente, su religión, recibiendo el nombre de moriscos. Así, el problema no
desapareció, sino que se haría más alarmante conforme aumentaba la piratería
magrebí y la amenaza turca se aproximaba a España durante el siglo XVI.
De 1499, siete años después del Descubrimiento, data la primera edición conocida de
La Celestina, o Tragicomedia de Calisto y Melibea y de la puta vieja Celestina, una
cumbre de la literatura, no sólo de la española. Quizá tuvo dos autores, pues el más
conocido, Fernando de Rojas, dice haber ampliado una obra que encontró en
Salamanca, escrita con «agradable y dulce estilo» (lo cual suena a ironía, pues de
dulce tiene poco) convirtiéndola en primer acto de la Comedia de Calisto y Melibea,
luego ampliada y rebautizada Tragicomedia.
El argumento viene a ser: Calisto encuentra por casualidad a Melibea y se
enamora perdidamente de ella. Ambos son nobles, bellos e ingeniosos, pero ella le
rechaza con duras frases. El mancebo parece volverse loco y amenaza matarse, pero
su criado Sempronio le propone seducir a Melibea mediante los servicios de la vieja
alcahueta Celestina, antigua prostituta y hechicera que tiene en su casa un pequeño
burdel con una ramera joven, Elicia, amiga de Sempronio. Éste quiere compartir con
Celestina las ganancias que extraerán a Calisto por la seducción de Melibea. A partir
de ahí los hechos siguen una lógica impuesta por las pasiones y caracteres de los
protagonistas. Otro criado de Calisto, Pármeno, joven leal al señor, a quien previene
en vano contra tales maquinaciones, es corrompido por Celestina, que le ofrece trato
sexual con otra prostituta llamada Areúsa, y termina entrando en el negocio.
Mediante tretas y magia, Celestina parece conseguir que Melibea se enamore de
Calisto con la misma intensidad que éste de ella, aunque en realidad la joven ya había
mudado de actitud y aprovecha la ocasión que le brinda la alcahueta. A ésta, aunque
muy sagaz, la codicia le pierde. Los dos criados van de madrugada a su casa a
reclamar su parte en la ganancia, y al negársela ella, la asesinan. Los gritos y
estruendo atraen a unos guardias y, por huir, Pármeno y Sempronio saltan de una
ventana y se descalabran, siendo capturados y decapitados por la mañana. Calisto ve
su honor arruinado, pero ha quedado en acudir al huerto de Melibea la noche
siguiente, y allí va con otros dos criados. En la Comedia, tras el encuentro se mata al
caer de la escala con que había subido al muro del huerto; la Tragicomedia alarga y
complica la trama, suponiendo un mes de citas clandestinas, e introduce un intento de
venganza de Elicia y Areúsa por la muerte de sus amantes Sempronio y Pármeno: las
mozas encargan al rufián Centurio que mate a Calisto cuando éste vaya a ver a
Melibea. Centurio piensa engañarlas, concertando con unos amigos que alboroten y
den pie a huir al noble enamorado y sus criados; pero el resultado será distinto.
Calisto, creyendo que sus dos criados son atacados, deja a Melibea para socorrerles, y
con las prisas y la oscuridad cae de cabeza de lo alto del muro y se mata. Melibea,
Teniendo en cuenta la anarquía nobiliaria y las guerras civiles del siglo XV, con
peligro de disolución de los reinos españoles, la política de los Reyes Católicos fue
crucial para remodelar la sociedad, sobre todo la castellana, pero también la
aragonesa, que empezó a superar su postración. El Estado se hizo más racional, eficaz
e independiente de los señores, y la sociedad más próspera. El pueblo común vio el
nuevo régimen, pues era nuevo, mucho más justo que los anteriores, y se sintió mejor
gobernado. La vida española cobró una energía poco antes impensable.
La política exterior de los Reyes Católicos cosechó grandes éxitos y fracasos.
Trató de avanzar hacia la reunificación con Portugal, asegurar la posesión de Nápoles
y Sicilia, y aislar a Francia, su rival más temible. Para lo primero, la hija mayor de los
reyes, también llamada Isabel, se desposó en 1490 con el heredero de la corona
portuguesa, Alfonso. Pero antes de un año murió el portugués, de una caída de
caballo. Isabel hija quería retirarse a un convento, pero fue persuadida a un nuevo
matrimonio, en 1497, con el rey portugués Manuel I el Afortunado. Ese mismo año
falleció el príncipe de Asturias, Juan, con lo cual ella quedaba heredera de Castilla-
Aragón y reina de Portugal… pero murió a su vez en 1498, del parto de su hijo
Miguel de la Paz. El cual quizá habría heredado Portugal y Castilla-Aragón, si no
hubiese fallecido a los 2 años, desvaneciéndose así una posible unión dinástica de la
península.
Manuel volvió a casarse con una hija de los Reyes Católicos, María, pero ésta ya
no pudo transmitir derechos de sucesión a Castilla-Aragón. En cuanto a Manuel,
promovió el arte llamado manuelino, y bajo su reinado Portugal dominó las rutas del
Índico tras arribar Vasco de Gama a la India, en 1498.Aplicó una política similar a la
de los Reyes Católicos: debilitó el poder de los nobles y las Cortes, y expulsó a los
judíos.
Por esos años Carlos VIII de Francia proyectaba adueñarse de Nápoles,
invocando los derechos de la casa de Anjou, causa de tantas contiendas con Aragón.
Carlos decía querer a Nápoles como base para una ofensiva contra los turcos, y en un
primer momento el papa Alejandro VI y Fernando el Católico accedieron, éste a
cambio de la devolución del Rosellón y la Cerdaña. Entonces el francés cruzó Italia
en 1494, con un fuerte ejército de 25 000 hombres, de ellos 8000 reputados
mercenarios suizos, capaces de desbaratar con sus alabardas y largas picas a la
caballería pesada; acosó a Florencia y al Papa, y al año siguiente entró en Nápoles,
cuyo pueblo le cobró odio por la conducta de sus tropas. Fernando el Católico,
viendo peligrar intereses españoles, se alió con Florencia y el Papa, con la neutralidad
* * *
Pero si la lucha directa resultó muy favorable a España, la gran estrategia de cerco
político a Francia fracasaría en amplia medida y rompería la tradición española de
siglos, arrastrando al país al convulso avispero europeo. Algo por otra parte
inevitable, por cuanto Francia era materialmente muy superior a España y con
intereses opuestos en Italia, centro vital del Mediterráneo. Los Reyes Católicos
trataron de aislar a su rival mediante enlaces matrimoniales con el Sacro Imperio e
Inglaterra. El príncipe heredero, Juan, único hijo varón de Isabel y Fernando, se casó
con Margarita de Austria, hija del emperador Habsburgo Maximiliano I, en 1497,
mismo año del matrimonio entre la infanta Isabel y Manuel de Portugal. Pero Juan
falleció a los seis meses. No ocurrió mejor con Inglaterra. La hija menor, Catalina, se
casó en 1501 con el príncipe de Gales, de la casa Tudor, joven enfermizo que murió
al año siguiente, dejando a Catalina en posición incierta, prácticamente prisionera. La
situación, angustiosa también para la reina Isabel, no mejoraría hasta 1509, cuando
Catalina volvió a casarse, esta vez con el nuevo rey inglés, Enrique VIII, con quien
tuvo una hija, María. Catalina se hizo popular entre sus súbditos y el matrimonio
funcionó bien hasta su desastroso final, hacia 1533, debido a la pasión de Enrique por
Ana Bolena, en tiempos de la expansión protestante.
La tercera hija de los Reyes Católicos, Juana, casó en 1500 con Felipe el
Hermoso, hijo también del emperador Maximiliano. Francia tenía el mismo interés en
estrechar lazos con el imperio, y disponía en éste de un fuerte partido borgoñón-
flamenco, adverso a España. Con todo, salió adelante el matrimonio entre Juana y
Felipe, que iba a tener máxima repercusión sobre la historia posterior de España.
Juana se encontró de pronto en una corte derrochadora, amiga de fiestas, bebida y
escarceos amorosos, bien distinta de la sobria y austera corte española. Las
infidelidades de su esposo harían nacer en ella celos que se harían patológicos, pues
debió de tener propensión a la locura, por herencia de su abuela Isabel de Portugal.
Juana tuvo cuatro hijos con Felipe: Leonor, Carlos —futuro Carlos I de España y V
de Alemania—, Isabel y Fernando, futuro emperador del Sacro Imperio.
A la muerte del niño Miguel de la Paz en 1500, Juana quedó heredera de la corona
española. Pronto empezaron a preocupar sus indicios de desequilibrio mental y el
* * *
Las cosas iban a complicarse. Impedida Juana por la locura, su esposo quería
desalojar del poder a Fernando: repartió cargos entre su séquito flamenco-borgoñón y
se atrajo con dádivas a oligarcas de Castilla nostálgicos de la situación anterior a
Isabel y desafectos a Fernando, a quien apoyaban las Cortes, el clero, la burocracia y
contados nobles. El Hermoso también podría contar con Francia, pues él y su corte
preferían esta alianza a la española, pero Fernando neutralizó el peligro al casarse en
1505 con Germana de Foix, sobrina del francés Luis XII: el hijo que les naciere sería
rey de Nápoles y Jerusalén. Los oligarcas entendieron este enlace como intento de
impedir a Felipe y Juana reinar en Aragón, lo que aumentó su furia. A principios de
1506, Juana y Felipe desembarcaron en La Coruña, la nobleza los acogió con calor, y
Fernando terminó retirándose a Aragón. Pero El Hermoso finó en septiembre de ese
mismo año, dejando al país al borde de la guerra entre los partidarios de Fernando y
los de dar la regencia al emperador Maximiliano. Fernando retornó en 1507 y volvió
a ejercer la regencia, mal visto por los nobles. Su hijo con Germana murió recién
nacido.
La acción mayor de Fernando en esos años fue la reincorporación de Navarra.
Este reino, en la órbita de Francia desde el siglo XIII, estaba dividido entre
beamonteses, partidarios de Castilla, y agramonteses francófilos. Los dos bandos
habían chocado con frecuencia y causado una dura guerra civil en 1451, por la
cuestión de Juan II y el príncipe de Viana. Como hijo de Juan II, Fernando el
Católico se consideraba rey de Navarra. Entre 1504 y 1507, la peste redujo la
población del reino, y los conflictos internos se enconaron. En 1512 murió sin hijos
Gastón de Foix, hermano de Germana y aspirante al trono navarro, por lo que
Fernando invocó derechos de su nueva esposa, mientras los agramonteses pactaban
con Francia. Fernando se adelantó en julio de ese año, entrando desde Guipúzcoa con
un ejército de vascos, castellanos, navarros y aragoneses, al mando del duque de
Alba, Fadrique Álvarez de Toledo. Las tropas fueron bien acogidas por muchos
nobles y gentes del pueblo, Pamplona se entregó enseguida y a los diez días sólo
quedaba alguna resistencia en Tudela y Estella. La rapidez de la acción no dio tiempo
* * *
Fernando el Católico falleció en 1516 y ordenó ser enterrado en Granada, al lado
de Isabel, lo que revela, aparte de sus sentimientos, su consciencia del papel histórico
de ambos. A él y a Isabel se debe la transformación de un país caótico en un poder
decisivo en Europa y el mundo, capaz de afrontar retos muy difíciles en todas las
direcciones. Señala Julián Marías la extravagancia de que «incluso los libros que
estudian la preponderancia o la hegemonía española acumulan desde el principio los
factores negativos que la hubieran hecho imposible: pobreza, despoblación,
ociosidad, orgullo nobiliario o pretensión de hidalguía, fanatismo religioso,
eliminación de los únicos habitantes diestros y eficaces (judíos y moriscos). Si esto es
* * *
Carlos se tituló rey en vida de su madre Juana —que no moriría hasta 1555—, lo
que desagradó en Castilla; y en Aragón diversas instituciones obstruían la regencia
del arzobispo Alonso, designado por Fernando. En febrero de 1518 las Cortes de
Castilla reconocieron al nuevo rey, haciéndole prometer que aprendería castellano,
cesaría de nombrar extranjeros para cargos del reino, y otras exigencias; después le
juraron las Cortes de Aragón y las de Cataluña, tras un proceso complicado. Al año
siguiente moría el emperador Maximiliano, abuelo de Carlos, y éste marchó a
Alemania a recibir el título como Carlos V. Su competidor principal, Francisco I de
Valois, quedó descartado del imperio gracias al dinero del banquero Fugger, que
convenció a los príncipes electores. En Castilla quedó de regente Adriano de Utrecht,
futuro Papa.
Pese a las promesas del rey, su entorno flamenco suscitó protestas. Aumentaron la
indignación y las presiones sobre las Cortes, reunidas primero en Santiago de
Compostela y después en La Coruña, para que votaran subsidios impopulares. El
* * *
Aquellos movimientos abocaron a la Reforma protestante, más bien revolución
religiosa y política. Comenzó con las famosas 95 tesis expuestas en la puerta de la
iglesia del castillo de Wittenberg por el monje agustino Martín Lutero, en 1517 (en
España gobernaba Cisneros, tras la muerte de Fernando el Católico). No se trataba de
un reto, sino de una propuesta de debate como tantos en la Iglesia, con el tema
* * *
Un duro revés a la posición hispana fue el cambio de Enrique VIII de Inglaterra,
ya en la década de los treinta, que afectó además a la princesa española Catalina de
Aragón. Siguiendo probablemente a su madre Isabel, Catalina puso de moda la
educación femenina en Inglaterra, protegió los centros de enseñanza superior y
propugnó la alianza inglesa con España. Seis veces embarazada, sólo una hija
sobrevivió, lo que arruinó la relación conyugal, pues el rey deseaba un heredero
varón y terminó por pedir la anulación del matrimonio al papa Clemente VII. El
pontífice, quizá presionado por Carlos I de España, sobrino de Catalina, rechazó la
demanda, y Enrique rompió con el Papado, hizo encerrar a su mujer y se casó con
Ana Bolena. En 1534 se declaró a sí mismo cabeza de la Iglesia de Inglaterra y fundó
el anglicanismo, ecléctico entre el protestantismo y el catolicismo, como una fe
propia para los ingleses, un poco a semejanza de los judíos, y concentró en sí mismo
el poder político y el religioso. De ahí la quiebra del acuerdo con España, de la cual
se haría Inglaterra uno de los enemigos más tenaces, con pocos intervalos de mejor
entendimiento.
El veleidoso Enrique se cansó pronto de Bolena, la acusó falsamente de brujería,
incesto con su hermano y trato sexual con otros cinco hombres, y todos fueron
degollados, incluida Ana, en 1536. La sucesora de ésta en el favor regio, Jane
Seymour, falleció a poco de dar a luz. El rey hizo anular sus nupcias con la tercera,
Ana de Cleves, a lo que ella tuvo el sentido común de no oponerse, si bien el noble
propiciador del matrimonio fue decapitado. De inmediato se casó con Catalina
Howard, que cometió imprudente adulterio, por lo que fue ejecutada, con sólo 18
años, así como sus amantes. La última esposa, Catalina Parr, sobreviviría al marido
corto tiempo, casó con Thomas Seymour, quien pronto sería ejecutado con especial
crueldad, por haber intentado raptar al nuevo rey, Eduardo VI, aún niño; y Parr finó
pronto, de parto.
Enrique fue un rey renacentista, protector de las artes y la cultura, poeta y músico
(suele atribuírsele la famosísima melodía Greensleeves). No dudó en aplicar la mayor
violencia contra protestantes y, sobre todo, católicos. Impuso pena de muerte o
prisión perpetua a los disidentes, expropió los monasterios para ampliar su hacienda e
hizo torturar y asesinar a muchos monjes; también cayó el intelectual humanista
Tomás Moro, amigo de Vives y de Erasmo. Fueron destruidos los gremios
profesionales y saqueados sus bienes por la nueva nobleza, y aplastada una revuelta
popular católica tras engañar a sus líderes con aparentes concesiones: 216 de ellos
fueron ejecutados, aparte de los muertos en la represión general. Igualmente rivalizó
con Francisco I y Carlos I por el título de emperador, que recaería en Carlos,
* * *
Al alborear el siglo XVI, el Imperio turco comprendía casi toda Anatolia, gran
parte de la costa norte del Mar Negro y los Balcanes con su costa adriática, separada
de Italia, en el sur, por sólo 80 kilómetros de mar. Había borrado del mapa al Imperio
bizantino, al último reino cristiano de Oriente, el de Trebisonda, y a otros poderes
cristianos en plena Europa. La capital turca se instaló en Constantinopla, cuyo centro
político-administrativo se llamó «La Sublime Puerta».
En 1512 Selim I derrocó a su padre Bayaceto II e hizo matar a sus siete hermanos
y a numerosos sobrinos para evitarse rivales. Lleno de celo sunní, derrotó al Imperio
chií persa, sin eliminar del todo su peligro, que resurgiría. Luego aplastó a los
mamelucos de Egipto, que pidieron en vano ayuda a los españoles de Nápoles, y se
adueñó de Siria, Palestina y la costa arábiga hasta La Meca. Por el oeste, su poderoso
brazo alcanzó la costa de Argelia, próxima a España. Poeta, Selim decía en uno de
sus versos: «Si en una alfombra pueden acomodarse dos sufíes, el mundo entero no es
lo bastante grande para dos reyes». Falleció en 1520, cuando preparaba el asalto a la
isla de Rodas.
Le sucedió Solimán el Magnífico, llamado el Legislador por los turcos, hombre
* * *
La confrontación hispana con la también católica Francia no tendría carácter
religioso-político, salvo porque el rey francés iba a aliarse con turcos y protestantes
contra España y el Sacro Imperio. La rivalidad nació en Italia, pues los franceses
codiciaban Nápoles —la mayor ciudad cristiana del Mediterráneo—, y el norte del
país, una de las regiones más ricas, cultas y creativas de Europa, que de paso les
permitiría cortar la comunicación por tierra entre España y el imperio.
Francisco I, rey desde 1515 —un año antes de la muerte de Fernando el Católico
—, dirigía un país muy fuerte, pese a sus descalabros en Nápoles. Comenzó, ese
mismo año, por marchar sobre Milán, asesorado por el hidalgo aventurero e ingeniero
español Pedro Navarro, que después de realizar proezas al servicio de España, se
había pasado a los franceses. El ejército francés, aliado con Génova y Venecia, arrolló
a sus adversarios, que contaban sobre todo con tropas suizas y se apoderó de toda
Lombardía. En 1519, Francisco fracasó en su aspiración a coronarse emperador del
Sacro Imperio, revés que marcó un punto de viraje en su política. Desde entonces
* * *
Durante los siglos anteriores, España, concentrada en sus problemas, sólo había
participado tangencialmente en los conflictos de Europa Occidental, pero esa
situación envidiable cambió por completo durante el siglo XVI. De pronto el país
entró de lleno en el torbellino europeo y mediterráneo. La asociación con el imperio
fue acogida con ilusión de unos y hostilidad de otros, y la partida de Carlos I para
convertirse en emperador con el nombre de Carlos V despertó el descontento en el
país. Las Cortes de Valencia hicieron saber al regente Adriano de Utrecht que
consideraban la corona imperial «un perjuicio para España», causado por una
«ambición inflada», un «viento fatuo», e hicieron este voto: «Pluguiera al cielo que
esta quimera [del imperio] hubiera caído sobre el francés [Francisco I]». Pese a que el
poder imperial era reducido y difícil, su prestigio parecía hechizar a los monarcas.
Los comuneros, por confusa que fuera su revuelta, tenían muy clara su posición al
respecto. Quizá hubiese memoria de cómo la misma afición por parte de Alfonso X el
Sabio había traído ruina al país y finalmente al propio rey.
La gente percibía que por esa senda España iba a contraer cargas y conflictos
malos de soportar, si bien terminó por aceptarlos, sin entusiasmo, pero con denuedo,
pues era inevitable luchar con Francia, los protestantes, los turcos e Inglaterra, por
razones religiosas, políticas o por las posesiones y rutas de América. La simple
posición geoestratégica española, cerrando el Mediterráneo por el oeste, apuntando a
América y a África, comprometía al país en una situación histórica nueva, y aunque
su implicación en el centro de Europa era vista en España con reticencia, a cambio
ganaba la alianza del imperio contra Francia y la Sublime Puerta.
Tantos frentes sólo podían ser agotadores, máxime cuando España resultaba casi
ofensivamente débil en población y riqueza comparada con el conjunto de sus
enemigos, que a menudo obraban concertados; debilidad no compensada por la
alianza con el imperio ni por las riquezas de América. En tales circunstancias, lo
lógico era que España se viniera abajo pronto, y sin embargo iba a entendérselas
ventajosamente con todos sus adversarios durante casi un siglo y medio, período
tanto o más largo que el de los demás países que han ostentado la hegemonía en
Europa. Porque la inferioridad demográfica y material quedó contrarrestada por una
excelencia organizativa basada en una amplia burocracia letrada, abundancia de
universitarios, escasez de conflictos internos, una economía agraria, ganadera,
manufacturera y comercial equilibrada, y por un ejército pequeño, pero superior a
cualquier otro hasta entrado el siglo XVII.
Aunque las acciones de las tropas españolas dejaron a menudo amargo recuerdo a sus
enemigos, el escritor Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, ciertamente un patriota
francés, ha dejado un retrato admirativo en su Bravuconadas de los españoles, escrito
ya en el siglo XVII: «Los soldados españoles se han atribuido siempre la gloria de ser
los mejores entre todas las naciones. Y, por cierto, no les falta base para tal opinión y
confianza, porque a sus palabras les han acompañado los hechos. Pues ellos son
quienes en los últimos cien o ciento veinte años han conquistado, por su valor y su
virtud, las Indias Occidentales y Orientales, que forman un mundo completo. Ellos
son los que tantas veces nos han batido y rebatido en el reino de Nápoles,
expulsándonos finalmente de allí. Y otro tanto han hecho en Milán, cuya ocupación
tanta sangre y recursos nos había costado […]. Y no contentos con los bienes que nos
quitaron, pasaron a Flandes y vinieron a Francia […]. Ellos son los que han triunfado
sobre los alemanes y les han puesto el yugo en la guerra de Alemania, cosa no oída,
vista ni hecha desde el gran Julio César u otros grandes emperadores romanos. Ellos
son los que, siguiendo la divisa de su gran emperador Carlos, de avanzar más allá,
han cruzado el mar y caído sobre África y tomado su principal ciudad y fortaleza,
Túnez y La Goleta […], el reino de Orán, las ciudades de África y Trípoli, Vélez y su
peñón […]. Con unos puñados de tropas en las ciudadelas, roques y castillos,
mantienen bajo rienda e imponen la ley a los magnates de Italia y a los estados de
Flandes y en diversos lugares de la Cristiandad, incluso en Berbería, Morea y otros
países infieles, y hasta en Transilvania […].
»Son ellos los que hacían sentirse invencible al emperador Carlos cuando, en lo
más apurado de sus negocios y batallas, se veía en medio de no más de cuatro o cinco
mil españoles, sobre cuyo valor arriesgaba su persona y su imperio y todos sus
bienes, y decía a menudo que “la suma de sus guerras era puesta en las mechas
encendidas de sus arcabuceros españoles” […]. En esta misma guerra de Zelanda,
ellos, en número de mil a mil doscientos, atravesando un brazo de mar de un cuarto
de legua de ancho en marea baja, sin otras armas que las espadas que llevaban entre
los dientes, atacaron a cuatro o cinco mil zelandeses de las milicias comunales, que
estaban apostados en la otra orilla, y los destrozaron. ¡Milagro grande, en verdad!
Ellos fueron quienes valieron a don Juan de Austria para ganar la grande y señalada
batalla de Lepanto […]. Y ante ellos llegó a humillarse el mismo emperador Carlos
cuando, tras salir de Francia por mar para ir a terminar sus días en España, habiendo
desembarcado en Laredo, puerto próximo a Vizcaya, al tomar tierra se arrodilló de
inmediato, según dicen, y agradeció a Dios la gracia de volver a ver este país en sus
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Se juzgue exagerado o no, fueron muy ciertas las hazañas de los soldados
españoles desde Transilvania a Laos, desde Manila a Sajonia, y desde California al
canal de Magallanes, difícilmente superables por cualquier cuerpo militar de la
historia. Por lo común, en Europa no combatían solos, sino al lado (y también en
contra) de los temidos lansquenetes alemanes, de flamencos y de italianos; pero se
apreciaba de modo general que los hispanos constituían el nervio y eje. Se les ha
tachado de crueles, pero no lo fueron más, acaso lo fueron menos, que sus enemigos.
Y sus motines, causados por la falta de paga, que los llevaba al hambre y la miseria,
fueron asunto secundario, aunque se les haya dado tanto relieve: de otro modo
habrían sido vencidos con facilidad.
Seguramente entre sus enemigos había tropas no menos aguerridas, pero las
españolas eran superiores en moral, organización, entrenamiento y destreza en el
manejo de las mejores armas de la época. Los Reyes Católicos habían establecido en
1495 el armamento general del pueblo: todos los varones entre 20 y 45 años, salvo
los religiosos, debían guardar en casa armas ofensivas y defensivas según la
posibilidad de cada cual (las armas se manufacturaban sobre todo en Vascongadas,
Asturias y Galicia). Sólo uno de cada doce hombres podía ser llamado al servicio,
quedando los demás como una milicia a movilizar para casos de necesidad. En 1503
se publicaron las primeras ordenanzas militares detalladas, con normas sobre
justificación estricta de gastos, prohibición de juegos de apuesta —admitían el
ajedrez y otros pocos—, de rufianes o prostitutas en los lugares de albergue, de robos
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Una breve semblanza de algunos capitanes de la época ayuda a caracterizar el
conjunto. Pedro Navarro, hidalgo del Roncal, empezó de pirata con un noble
veneciano que terminó capturado y ejecutado por los turcos; pasó al servicio del Gran
Capitán como experto en minas terrestres y organizador, y llegó a almirante de la
flota napolitana. Tomó el peñón de Vélez de la Gomera en 1508, ayudó a los
portugueses frente a un asedio del sultán de Fez y participó en la expedición de
Cisneros a Orán, donde chocó con el cardenal. Dirigió la toma de Bugía y Trípoli, y
ante sus éxitos, Argel y Túnez ofrecieron en 1510 vasallaje a España y liberaron a sus
cautivos. Pero fue víctima del prejuicio nobiliario, que le llevó a ser preterido ante
personas de más alcurnia pero menos capaces: el mismo año atacó la isla de Gelves
bajo el mando de un inexperto magnate de la casa de Alba, García de Toledo, quien
llevó la operación al desastre, salvándose a duras penas el propio Navarro. El rey le
envió entonces contra los franceses de Italia, también con mando subalterno, y la
empresa volvió a fracasar en la batalla de Rávena, de 1512: Navarro efectuó una
retirada en orden, de modo que los franceses, aunque vencedores, tuvieron más bajas;
aun así, quedó preso y el general Ramón de Cardona, culpable de la derrota, la
achacó a él. Fernando el Católico intentó liberarlo por la fuerza y por la diplomacia,
pero los franceses conocían el valor de su prisionero y lo guardaron bien, exigiendo el
muy alto rescate de 20 000 escudos de oro. Como Fernando rehusó pagarlo, el
indignado Navarro devolvió el título de conde que le había sido conferido y pasó al
servicio de Francisco I. Así, España perdió a un militar de primer orden. Navarro
intentaría varias veces volver con sus compatriotas, pero Carlos se desentendió, por
lo que siguió con Francia, a cuyo servicio murió enfermo en 1528, en Nápoles,
prisionero de los españoles, tras casi 70 años de vida en extremo agitada, si bien no
más que otras.
Bastante distinto fue el marqués de Pescara, Francisco Fernando de Ávalos, de
origen noble, al contrario del popular de Navarro. Pescara murió con sólo 35 años,
pero tuvo tiempo de revelarse como uno de los militares más destacados del siglo.
* * *
Tanto la marina aragonesa como la castellana tenían larga tradición, pero en
Europa no existían, tampoco en el siglo XVI y exceptuando Venecia, flotas
permanentes del Estado, sino que éste contrataba con armadores particulares, como
Garcilaso de la Vega, nacido hacia 1501 en Toledo, «la más felice tierra de España»,
tuvo, como Pescara, una vida corta, de 35 años, pero muy viajera, bélica, literaria y
amorosa. De la amplia familia del marqués de Santillana, recibió una educación
esmerada y aprendió italiano, francés, griego y latín, así como música y las destrezas
habituales en un militar. Con apenas 20 años tuvo un hijo ilegítimo de su amante
Guiomar Carrillo, y ese mismo año y el siguiente participó con las tropas de Carlos
contra la rebelión comunera, resultando herido. En 1522 embarcó para una
expedición no fructífera en socorro de la isla de Rodas, atacada por Solimán. De
vuelta, fue admitido en la orden de Santiago por su buen comportamiento bélico, y en
1524 luchó contra los franceses en Salvatierra y Fuenterrabía. Desposó luego a Elena
de Zúñiga, con quien tendría cinco hijos, empezó a componer poesía y fue nombrado
regidor de Toledo, con 24 años. Poco después mantuvo un idilio, se supone que
platónico, con Isabel Freyre, a quien llama Elisa en sus poemas, una dama de Isabel
de Portugal, esposa de Carlos I. En 1529 marchó a Bolonia, donde trabó estrecha
relación con escritores, artistas y humanistas italianos y luchó contra los franceses en
Florencia. En 1531 participó en la boda de un pariente suyo, ex comunero, lo cual
desagradó al emperador, que lo desterró a una isla del Danubio próxima a Viena,
donde estuvo «preso y forzado y solo en tierra ajena» por el tiempo de un ataque de
Solimán a la ciudad.
Poco después volvió al favor del rey y a Nápoles, a la corte del virrey Pedro de
Toledo. Allí frecuentó la Academia Pontaniana, foro intelectual de la ciudad creado el
siglo anterior por el rey aragonés Alfonso el Magnánimo, siguió su estrecho contacto
con artistas italianos y españoles, y debió de tener algún amorío. En 1533 volvió a
Barcelona, donde encontró a Juan Boscán, viejo amigo suyo. De nuevo en Italia, fue
nombrado alcaide del castillo de Reggio, frente a Sicilia, y en 1535 herido de
gravedad en la toma de Túnez y La Goleta. Su competencia le valió el cargo de jefe
(maestre de campo) de uno de los tercios para la desafortunada campaña de Provenza,
al año siguiente, y allí, en el asalto a una torre, fue herido de muerte el poeta soldado.
Garcilaso fue, en efecto, uno de los mayores poetas en lengua española y suele
considerársele, a él y al barcelonés Boscán los introductores definitivos de los estilos
renacentistas en España. Boscán traspasó también a Garcilaso la estima por la poesía
de Ausias March. Las relaciones y amistad entre escritores fueron un rasgo del
Renacimiento. A su vez, el barcelonés fue amigo del veneciano Andrea Navagero,
embajador en España y clasicista latinizante, de quien se dice que quemó ejemplares
de obras de Marcial, por considerarlo demasiado grosero. Boscán, paseando con él
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La filóloga Rosa Navarro ha dado razones para creer que Alfonso de Valdés sea el
autor de La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, una de las
obras más significativas de la literatura española, anónima y sobre cuya autoría se ha
especulado mucho. Alfonso murió en 1532, en Viena, y las ediciones del libro más
antiguas que se conocen datan de 1554, pero pudo haber ediciones anteriores, y era
bastante común que las obras circulasen manuscritas en círculos restringidos, antes de
ser publicadas o sin llegar a serlo. El Lazarillo relata las desventuras de un personaje
de ínfimo origen, desde su infancia hasta que adquiere un estatus social como
pregonero gracias a los buenos oficios de un arcipreste, que le ofrece casarse con una
criada suya, con quien el clérigo estaba y seguirá estando amancebado: pero la
carrera de Lázaro ha consistido en servir a amos casi siempre malos y pasando
hambre, por lo cual sacrifica la honra y prefiere el peso de los cuernos a la ligereza
Colón y sus sucesores llegaron al Nuevo Mundo por el mar de las Antillas y lo
exploraron en todas direcciones a partir de las islas. A los aborígenes los llamaron
«indios», pues creyeron haber llegado a las Indias, y el término, por completo
erróneo, quedó acuñado, como cuajaría el nombre de América para el continente, en
honor de Américo Vespucio, secundario y fantasioso navegante florentino,
naturalizado castellano como otros muchos italianos que negociaban en España.
La población americana había entrado por Alaska, en fechas que se han fijado en
13 500, más de 20 000 y hasta 50 000 años antes de Cristo, y se había extendido poco
a poco hasta la fría Tierra del Fuego, a través de toda suerte de climas y orografías.
En la mayor parte del continente habían permanecido como tribus errantes, animistas
y con enorme variedad de lenguas, dedicadas a la caza, pesca y recolección. Los que
encontró Colón vivían en estado salvaje, semidesnudos, con técnicas muy primarias.
A algunos descubridores les parecieron de una inocencia natural, propia del paraíso,
primer balbuceo del mito del «buen salvaje», de tanto peso ideológico posterior en
Europa. En regiones de los actuales Méjico y Perú, los indios habían descubierto la
agricultura y el sedentarismo aproximadamente por el mismo tiempo que en Oriente
Medio y otras zonas del viejo mundo. Allí surgieron civilizaciones sucesivas,
destruidas unas por otras o por causas menos claras. Por el tiempo del
descubrimiento, en Méjico dominaba el Imperio mexica o azteca, y en Perú el
Imperio inca o Tahuantinsuyu («Cuatro partes»).
Pese a hallarse incomunicados entre sí por miles de kilómetros de selvas y
montañas, ambos imperios tenían semejanzas: habían sido precedidos por otras
civilizaciones a lo largo de unos miles de años, se habían asentado, hacia el tiempo de
las Navas de Tolosa y del gótico en Europa; habían fundado dos centros urbanos,
Cuzco o Cusco los incas, Tenochtitlán los aztecas, bases para la conquista de los
pueblos vecinos, y habían creado sociedades rígidamente jerarquizadas clerocrático-
militaristas. Adoraban al sol como dios superior, con el nombre de Huitzilopochtli los
mexicas e Inti los incas (Inti se había ido imponiendo a Viracocha, un dios supremo
anterior), y habían creado un copioso panteón.
Tenochtitlán y Cuzco tenían edificios religiosos y políticos de una belleza y
monumentalidad que admiraron a los españoles. Cuzco se comparaba con las mejores
ciudades de España, según Pizarro, y les asombró Tenochtitlán, construida sobre
islotes de un lago poco hondo, con canales llenos de canoas y unida por calzadas a
tierra firme. Se le ha atribuido medio millón de habitantes y más, pero no debió de
pasar de cien mil, cifra en cualquier caso muy elevada: en Europa, mucho más
* * *
El hidalgo pacense Hernán Cortés estudió, al parecer, dos años en Salamanca y
parecía abocado a una carrera de notario o abogado, como el autor de La Celestina,
pero su afán de aventuras le llevó a intentar ir a las Indias o a Italia con el Gran
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Francisco Pizarro, cacereño, primo segundo de Cortés y diez años mayor que él,
fue hijo ilegítimo, en su infancia cuidó cerdos y nunca aprendió a leer y escribir. Su
espíritu inconformista y aventurero le llevó a Sevilla con 16 años, cuando Colón llegó
a América, y con cuatro años más se alistó para Italia. En 1502 viajó a La Española,
participó en la expedición que fundó la futura Cartagena de Indias —donde Alonso
de Ojeda, otro explorador y conquistador de vida inverosímil, le encargó resistir a los
belicosos aborígenes— y en exploraciones por Centroamérica. Con Núñez de Balboa
estuvo entre los primeros europeos que contemplaron el Océano Pacífico, aunque
luego, en 1519, arrestó a Balboa por orden del gobernador Pedrarias. Pasó cuatro
años grises como alcalde de Panamá. En 1524, con 50 años de edad, se asoció con
Diego de Almagro y otros para explorar y conquistar «El Birú», o Imperio inca, de
cuya existencia había rumores a partir de una frustrada expedición dos años antes.
Partió con ochenta hombres, y luego con una hueste del doble, pero las dos veces
fracasó entre penalidades y hostigamiento de los indios. Su grupo terminó en la isla
del Gallo, exhausto y con bajas por muerte, enfermedad o heridas.
El gobernador de Panamá, Pedro de los Ríos, envió dos barcos con orden de
hacerles regresar. Pizarro, entonces, trazó con la espada una raya en el suelo: «Por
este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos; escoja el que
fuere buen castellano lo que más bien le estuviere». Casi todos pensaron que
perderían la vida por unas supuestas riquezas, y sólo trece cruzaron la línea, «Los
trece de la fama». Siete meses aguardaron refuerzos, con los que, ilegalmente,
continuaron su expedición en balde. Vueltos a Panamá, y ante la oposición del
gobernador, Pizarro fue a España y obtuvo permiso del rey, a condición de reclutar al
menos un cuarto de millar de hombres. Sólo ciento ochenta se apuntaron, entre ellos
Hernando de Soto, que más tarde recorrería el sureste de la actual Usa y descubriría
el Misisipi.
En 1532 volvieron a la aventura por Túmbez, en el actual Ecuador. Tuvieron tres
muertos en una primera refriega, pero supieron que el momento les era propicio, pues
los incas sufrían una guerra civil tras la muerte, en 1527, de su rey conquistador
Huayna Cápac. Le había sucedido Huáscar, que había ejecutado a un hermano suyo
por disputas de poder y a varios nobles por sospechas. Le acusaron de apropiarse
mujeres de otros magnates, tierras de las familias reales anteriores y las consagradas a
Inti, un intolerable ultraje a la religión (aunque esos cargos podrían ser pretextos de
sus enemigos). Otro hermano, Atahualpa, se sublevó en el norte con ayuda de
pueblos recién conquistados y resentidos por las matanzas perpetradas por Huayna.
* * *
El valor y la osadía por sí solos conducen muchas más veces a la catástrofe que al
éxito, como vuelve a exponer Clausewitz: «En la guerra todo parece tan elemental,
tan sencillos los conocimientos precisos, tan insignificantes las combinaciones, que
por comparación el problema más simple de matemáticas superiores nos impresiona
por su dignidad científica evidente». Pero se trata de una ilusión: «Quien no tiene
conocimiento personal de la guerra no puede concebir dónde residen las dificultades
del asunto ni lo que realmente ha de hacer el genio y las extraordinarias cualidades
mentales y morales exigidas a un general». O exigidas a los «capitanes de
bandoleros» de Gombrich, que empezaban por resolver arduos problemas de
financiación, organización, suministro y contacto con bases dejadas cientos de
kilómetros atrás, pues la corte sólo les respaldaba en el plano legal. Debían asegurar
la disciplina en condiciones límite y en lugares alejados del imperio de la ley. Ya era
una ruda prueba el viaje a América en barcos de menos de cien a trescientas toneladas
sin comodidades y con un alto número de naufragios. Y luego las agotadoras marchas
sobre distancias enormes por territorios ignorados, a menudo selváticos o pantanosos
o de alta montaña, sufriendo climas, enfermedades, fieras y parásitos inhabituales; a
menudo, el hambre y la sed, más los combates, expuestos a ser traicionados, o
aniquilados por tribus hostiles con armas envenenadas, o a servir de banquete a los
caníbales. Y dentro de la expedición, las disidencias y choques proclives a derivar en
asesinatos, motines y banderías que no faltaron, aun sin ser tan frecuentes que
impidieran el proceso.
Afrontar tales obstáculos exigía un espíritu bastante especial, forjado, cabe
suponer, en la Reconquista, en la literatura del Cid, de caballerías, en Italia y la lucha
contra turcos y protestantes, posiblemente con ecos del ideal de Ramón Llull del
caballero y el místico, el guerrero y el misionero. De ahí las «aventuras cada vez más
fantásticas».
La idea expuesta por Jiménez de Quesada, de que «dejarnos entrar es gracia que nos
hacen los indios», nunca fue muy compartida en el mundo, tampoco por los indios,
que entre sí solían entrarse o invadirse sin ningún permiso. La evolución humana, de
las culturas más primitivas a las más complejas, ha sido también una historia de
invasiones, expulsiones y aculturaciones, y pocos pueblos, si alguno, vive hoy en una
tierra propia desde el origen del hombre. Aparte migraciones prehistóricas
desconocidas, Hispania había sido invadida por íberos, celtas, cartagineses, romanos,
germanos, árabes y beréberes, y vivía bajo amenaza turca. Esas acciones se
justificaban de un modo u otro (como las acusaciones entre romanos y cartagineses
por haber roto los pactos, con que comienza esta historia), pero el derecho de
conquista se daba por obvio y hasta se le concedía mayor mérito que a la penetración
pacífica, la cual, por lo demás, no solía consentirse, porque a ningún pueblo le
gustaba ser desplazado o perder su forma de vivir, ni se consideraba inferior
culturalmente a sus vecinos. Aristóteles había defendido el derecho de las culturas
superiores a someter a las inferiores y los romanos creían sus conquistas una prueba
de valor y superioridad, y las justificaban como obra de pacificación e imposición de
un derecho mejor y de una cultura más elevada.
A lo largo de los siglos, la Europa cristiana se había visto varias veces cerca del
hundimiento, debido a las invasiones, pero había subsistido por predicación y por
guerra, combinación eficaz frente a los paganos, inútil con los islámicos, que habían
arrebatado a la cristiandad la mitad de su territorio mediante la yihad, y entre quienes
apenas rendía fruto la predicación.
Ni la Reconquista ni luego la lucha contra turcos y protestantes habían planteado
problema moral ni intelectual a los españoles. Tampoco las pugnas con la católica
Francia, pues casi todas habían surgido por iniciativa francesa, cuyos reyes se habían
aliado con otomanos y protestantes. Pero en América sí surgió la cuestión, presentada
a veces como la vida natural de los indios turbada por los viciosos y ávidos europeos.
Los descubridores consignaron al principio la docilidad y benevolencia de los
naturales y después su ignorancia, el canibalismo, los sacrificios humanos, la
extendida sodomía, el uso de la mujer como objeto de cambio, y otras costumbres
chocantes para ellos.
Como fuere, el asunto preocupaba. La conquista se justificaba como medio de
«llevar la luz» del Evangelio y salvar sus almas, pero la empresa encontraba dos
escollos: ¿había derecho a conquistar a unas poblaciones antes desconocidas y con las
* * *
El mismo año 1542, Las Casas compendió sus denuncias en su vehemente
Brevísima relación de la destrucción de las Indias, con datos supuestamente
presenciados o conocidos por él. El libro, base principal de la llamada leyenda negra,
es probablemente el más antiespañol que se haya escrito nunca, y su influencia
persiste aún hoy: vemos su huella en Gombrich y tantos otros. Las Casas pinta a los
españoles de América, con raras excepciones, como demonios sedientos de sangre,
faltos de cualquier sentimiento cristiano o meramente humano, y de una estupidez
pareja, pues aniquilaban por los métodos más atroces a los indígenas de cuyo trabajo
pretendían vivir, convirtiendo a las Indias en desiertos. De ser así, no sólo habrían
desaparecido los indios, sino también sus exterminadores, que habrían quedado sin
medios de vida, teniendo, además, nula disposición a trabajar por sí mismos, según el
tópico.
De entrada llaman la atención los datos geográficos de Las Casas. En La
Española encuentra cinco reinos, uno con una vega de 80 leguas de sur a norte (más
de 400 kilómetros, pues una legua castellana del siglo XVI equivalía a cinco mil
metros largos). La vega estaría recorrida por más de treinta mil ríos, unos veinte o
veinticinco mil de ellos riquísimos en oro, y doce tan grandes como el Ebro; otro
reino de La Española era él solo más grande que Portugal, también lleno de minas de
oro y cobre; no detalla la extensión de los otros tres reinos, pero sugiere también su
vastedad. Calcula más de quinientas leguas y, también, grandísimas riquezas de oro,
desde «muchas leguas arriba del Darién hasta el reino e provincias de Nicaragua». En
el antiguo Imperio azteca los españoles masacraron a la gente «en cuatrocientas y
cincuenta leguas en torno cuasi de la ciudad de Méjico […], donde cabían cuatro y
cinco grandes reinos, tan grandes e harto más felices que España». Guatemala tenía
«más de cien leguas en cuadra». En Santa Marta fueron despobladas «más de
cuatrocientas leguas». La isla de Trinidad era «mucho mayor que Sicilia», y la tierra
firme descubierta superaría los cincuenta mil kilómetros de litoral. Sólo «de la isla
Española se había henchido casi España de oro», fabulosamente abundante en
muchos otros lugares.
Pero estos cálculos apenas son nada comparados con los demográficos. Las costas
de tierra firme estaban «todas llenas como una colmena de gentes […] que parece que
puso Dios en aquellas tierras todo el golpe o la mayor cantidad de todo el linaje
humano»; no había región que no estuviera «pobladísima» y con verdaderas urbes.
* * *
Se ha dicho que Las Casas fundó la idea de los derechos humanos, pero no es
cierto, pues admitía la esclavitud de negros o blancos infieles; tampoco lo es respecto
de los indios, pues el testamento de Isabel la Católica ya establecía esos derechos,
como asimismo, de modo más teorizado, el padre Vitoria. No obstante, bajo las
denuncias alucinadas de Las Casas había intención de proteger a los nativos de
abusos prácticos, y la búsqueda de soluciones mejores que la encomienda. Pese a las
dudas y protestas en torno a sus alegatos, Las Casas siguió disfrutando de prestigio en
España y en la corte. En 1547, en sus «Treinta proposiciones muy jurídicas» negaba
legitimidad a la conquista de América, por lo que, para decidir cómo proceder en
adelante al respecto, Carlos I convocó en 1550, ya muerto Vitoria, un debate
conocido como Controversia de Valladolid, que duraría dos años, y cuyas figuras
principales, pero no únicas, fueron Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda.
Los dos personajes diferían en todo. Las Casas, sevillano, había sido conquistador
y encomendero antes de entrar en religión, como habían hecho otros conquistadores;
luego había renunciado a la encomienda para volverse con furia contra los demás
españoles. Se le había autorizado a aplicar su plan, fallido, de formar comunidades de
labriegos castellanos en las Indias. Su rival Sepúlveda, también dominico, había
hecho una brillante carrera intelectual y eclesiástica en Europa, donde alcanzó
renombre internacional como teólogo, filósofo e historiador. Había estudiado en
Alcalá de Henares y en Bolonia, alojándose en el Colegio Español creado por Gil de
Albornoz, y vivido largo tiempo en Roma. Había criticado a Lutero y, contra Erasmo,
defendía las tradiciones cristianas y la religiosidad exterior, no sólo interior. Carlos I
lo nombró su capellán, cronista y preceptor del príncipe heredero, el futuro Felipe II.
Las Casas trató de impedir la publicación de alguna de sus obras.
Sepúlveda citó de la Biblia cómo los judíos habían recibido la Tierra de
Promisión, a cuyos pobladores anteriores había castigado Dios por su idolatría y
Carlos reinó desde 1516 como primer monarca de ese nombre en España, y desde
1519 como quinto del Sacro Imperio Romano-Germánico. Siendo este último el título
de más prestigio europeo, suele conocérsele como Carlos V, aunque en relación con
España es Carlos I. Fue, por tanto, doblemente emperador: del Sacro Imperio y del
Imperio español, que no se llamó oficialmente así, sino Monarquía Hispánica. El
primero, con todo su prestigio, era poco efectivo política y militarmente. El Imperio
español mediterráneo y americano tenía mayor grado de coordinación y efectividad,
pese a su dispersión geográfica.
Carlos reinó en España cuarenta años repletos de conflictos y turbulencias
exteriores. Medio español por su madre, Juana la Loca, nació en Gante y fue educado
a la flamenca y en francés. Por más que Fernando el Católico le había enviado un
profesor de castellano, al venir a España apenas hablaba el idioma, no se identificaba
con su nuevo reino y provocó la revuelta comunera con sus flamencos. Después se
españolizaría notablemente, y es conocida su réplica a un obispo galo que le
reprochaba no hablar en francés ante el Papa: «Entiéndame si quiere, y no espere de
mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser
sabida y entendida de toda la gente cristiana». Se le atribuye, con diversas variantes,
otra frase: «Hablo en francés con los hombres, italiano con las mujeres, alemán con
mi caballo y español con Dios». España fue el núcleo militar, político y económico de
su poder.
A lo largo de esos cuarenta años ocurrieron las conquistas por América y la
fundación de Buenos Aires, Asunción, Santiago de Chile, Lima, Bogotá, Santa Marta,
Cartagena de Indias, Panamá, Santiago de Guatemala, Veracruz, Santo Domingo, La
Habana y otras muchas ciudades, así como la expedición de Magallanes-Elcano, que
dio la primera vuelta al mundo, cuyo valor histórico y científico sólo cede al propio
Descubrimiento de América.
Magallanes, navegante portugués, se puso al servicio de España para buscar por
el oeste una comunicación marítima con las islas de las especias, en la actual
Indonesia, cuyo comercio dominaba Portugal. Tras mil obstáculos que habrían
agotado la paciencia de otros, Magallanes zarpó, en septiembre de 1519, de Sanlúcar
de Barrameda, con doscientos setenta hombres y cinco barcos dirigidos por el
Trinidad. Navegaron por Canarias y costeando el noroeste de África para cruzar el
Atlántico hasta los actuales Río de Janeiro y Río de la Plata, ya descubiertos. Luego
bordearon la inhóspita Patagonia, principio de sus penurias. La tardanza e
incertidumbre de encontrar el fin de continente, y la falta de alimentos, provocaron un
* * *
A Carlos I se le ha achacado la pretensión de imperar sobre toda la cristiandad,
siguiendo la vieja aspiración de un solo poder político paralelo al religioso, pero él
era bastante más realista y no pretendía subyugar a naciones ya consolidadas como
Francia, Inglaterra, el mundo escandinavo o España, la cual no formó parte del Sacro
Imperio, aunque colaborase con él. Al negarse a explotar la batalla de Pavía para
invadir Francia dejó en claro su aspiración: salvaguardar la unidad religiosa del
continente como valor fundamental, máxime bajo la amenaza de la superpotencia
otomana. Imbuido del ideal humanista, deseaba el cese de las guerras entre cristianos,
a fin de expulsar a los turcos de Europa, incluso de Anatolia, y recuperar los Santos
* * *
Las guerras y empresas de aquellos decenios causaron estrecheces y crisis a todos
los implicados, por supuesto también a Carlos I. Según expone Ramón Carande en su
clásico Carlos V y sus banqueros (ante todo los Fugger, que tanto le habían ayudado a
conseguir el imperio y eran tal vez los mayores financieros de Europa), la política del
emperador se desenvolvió bajo terrible presión de la escasez y aun penuria
económica, que debía conciliar, mediante una jerarquía de valores, con sus
aspiraciones: «Veremos siempre debatirse a Carlos V entre la vocación y el destino.
Ésta fue su tragedia y la de tantos héroes y la de innumerables criaturas del Señor. Le
acarrea cada victoria una nueva confabulación. A los vencidos se suman, buscando
todos el desquite, los aliados de la víspera, y enardecidos procuran abatir la
prepotencia del César». En realidad, ello ha ocurrido a todos los políticos y regímenes
que en el mundo han sido, ya que la economía, por definición, es la ciencia de los
bienes escasos y la política el arte de lo posible. En toda empresa política pesan los
condicionantes económicos, aunque no la determinan: los mismos recursos materiales
dan resultados culturales y políticos muy distintos en unos países y otros y, dentro de
cada país, en unas épocas y en otras.
Fue, ante todo, Castilla quien pechó con la ingente carga financiera, prueba,
contra una idea habitual, de su potencia económica. La carga perjudicaba a muchos,
causaba hambre, miseria y desnudez, pero las descripciones de un reino reducido casi
a la mendicidad no casan con el hecho de que produjese tantos impuestos durante
tanto tiempo, ya que la miseria no puede tributar; y a España acudían de Francia y
otros países no sólo comerciantes, también mendigos que parecían encontrar en el
país mejor sustento que en el suyo. Volvemos a la observación de Julián Marías: la
historiografía más común sobre la época hegemónica de España parece obsesionada
por buscar aquellos factores que habrían impedido esa hegemonía desde el principio.
Gobernar tan enormes y dispersos territorios exigía resolver muy arduos
problemas organizativos y administrativos, agravados por las distancias y la lentitud
de las noticias y mensajes. La comunicación entre España e Italia funcionaba con
relativa facilidad, si bien expuesta al acoso de la escuadra otomana y los piratas
magrebíes. Mucha más fatiga suponía la distancia con las provincias flamencas y
holandesas, separadas por el extenso y hostil territorio francés, bajo observación de
una Inglaterra de alianzas cambiantes, y en mares también infestados de piratas. Para
ello el dominio de Milán fue decisivo, pues de allí partía el «Camino Español» por el
* * *
Tantos años de contiendas con enemigos formidables como Solimán, Francisco I
o Lutero, y potencias como el Imperio otomano o Francia, extenuaron al emperador,
que, enfermo además de gota, abdicó en 1556 —había nacido con el siglo—.
Llevaban diez años muertos sus grandes enemigos, menos Solimán, que le
sobreviviría, y muchos de sus amigos. El balance de su colosal esfuerzo no era
negativo para él: había contenido a turcos y protestantes, y solucionado a favor de
* * *
También estaba cambiando el protestantismo. La doctrina de Lutero, nacionalista
alemán en buena medida, había cundido sobre todo por Alemania y Escandinavia, y
tendría otra derivación, con foco en Ginebra. El francés Juan Calvino asentó en la
ciudad suiza, desde 1541, un férreo poder político-religioso, basado en su
interpretación del Evangelio. Impuso la asistencia obligada a los servicios religiosos
y prohibió, bajo penas severas, el juego, la bebida, el baile, el teatro, los cantos y
expresiones obscenas, el adulterio e incluso expresiones espontáneas de alegría.
Calvino hubo de superar la oposición de grupos ciudadanos que llamó libertinos y
que, según él, al considerarse salvos por la gracia divina, no sentían necesidad de
obedecer a las autoridades. Fue polemista incansable y comentarista de la Biblia, de
temperamento rígido y ascético.
Su víctima más conocida fue Miguel Servet, intelectual español de Huesca,
políglota y estudioso de la astronomía, las matemáticas, la medicina y la
farmacología, también astrólogo. Servet había estudiado con los franciscanos en
España, después en Tolosa de Francia y en París, inclinándose parcialmente al
protestantismo. Se le recuerda por su destino y por haber descubierto la circulación
pulmonar de la sangre por primera vez en Europa —un sabio islámico del siglo XIII,
Ibn Al Nafis, parece que ya la había descrito—. Sus problemas vinieron de la
teología: negó la Trinidad, sosteniendo que Dios se había encarnado pero no existía el
Hijo salvo en Jesús y como figura nacida y no eterna; el Espíritu Santo sólo sería una
manifestación, no una persona distinta del Padre. Rechazó la predestinación
protestante, negando que Dios condenase o salvase a las almas sin relación a los
* * *
Muchos misioneros predicaron a lo largo y ancho de América y por el Pacífico,
como Toribio de Benavente, Martín Pizarro, sobrino del conquistador, Blas Valera, el
flamenco-francés Pierre de Gand, instructor de artistas y técnicos indios, Juan de
Torquemada, también historiador de los aztecas, Jerónimo de Mendieta, José de
Acosta, Juan de Grijalva y muchos más, bastantes de los cuales aprendieron las
lenguas locales y escribieron crónicas y libros científicos sobre la geografía, la fauna
y la flora, como también hicieron algunos conquistadores.
El misionero español más conocido fue Francisco Javier, que, por azar, laboró en
la órbita portuguesa. Estando en Goa escribía: «Muchos cristianos se dejan de hacer
en estas partes, por no haber personas que se ocupen en la evangelización. Muchas
veces me mueven pensamientos de ir a esas Universidades dando voces como
hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la Universidad de París,
diciendo en la Sorbona a los que tienen más letras que voluntad […] ¡cuántas almas
dejan de ir a la gloria y van al infierno por negligencia de ellos!». Javier había llevado
en París la vida disipada del estudiante, y allí conoció a Ignacio de Loyola, que le
insistió con el lema: «¿De qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma?». Por fin
adoptó una absorbente vida religiosa y fundó con Ignacio la Compañía de Jesús,
volcada a expandir el cristianismo y frenar al protestantismo en el terreno religioso e
intelectual.
Francisco Javier, navarro de familia, agramontesa, había colaborado con Francia,
mientras que Ignacio había luchado a favor de España, pero ello no enturbió su
amistad. En 1540, estando en Roma, el embajador portugués pidió a Ignacio
misioneros para las posesiones lusas en la India, y Javier se trasladó a Lisboa y desde
allí emprendió el larguísimo e incomodísimo viaje, con escorbuto y peste incluidos.
Sobrevivió, aunque no arribó a su destino, Goa, hasta 1542. Durante casi medio siglo,
los únicos misioneros cristianos en Asia serían los jesuitas.
Goa, situada hacia el centro de la costa occidental india, venía a ser la capital
portuguesa del Índico y ciudad posiblemente mayor que cualquiera de Europa. Vasco
de Gama, primer europeo visitante de la India, había alcanzado Goa en 1498, y en
1510 Alfonso de Alburquerque había establecido allí una colonia. Desde 1526 el
nuevo Imperio mogol, musulmán y de lengua oficial persa, fue ocupando el
* * *
Si Javier podría personificar el espíritu misionero en la primera mitad del siglo
XVI, durante la segunda mitad sería Santa Teresa de Jesús una de las mejores
exponentes de la religiosidad en España. Aunque se ha insistido, algo ociosamente,
sobre su origen converso por el lado paterno, su carácter cristiano no ofrece duda.
Con 7 u 8 años, ella y un hermano, influidos por las leyendas de los romances y por
el ambiente familiar, salieron de casa a buscar el martirio en «tierra de infieles», y
fueron devueltos al hogar por un tío suyo. Más tarde se aficionó a los libros de
caballerías y a sus «vanidades» y finalmente, tras una grave enfermedad, decidió
hacerse monja. Ante la rotunda oposición de su padre, dejó la casa familiar e ingresó
en un convento carmelita, con 18 años. Su salud empeoró y llegó a quedar paralítica
durante dos años. Según escribiría, en 1542 tuvo una visión de Jesucristo y fue
influida por algunos dominicos y jesuitas; a partir de 1558 habría tenido nuevas
visiones místicas y contacto con la divinidad. Al mismo tiempo se propuso una
reforma rigorista de la orden del Carmen, la cual se había relajado, a su juicio, y
fundó los carmelitas descalzos. Proponía estricta pobreza, clausura y ejercicios
ascéticos. Sorteando muchos obstáculos, logró autorización para fundar conventos.
Pese a su dolorida salud y la agria oposición de los carmelitas calzados, desde 1562
hasta su muerte, veinte años más tarde, recorrió el país fundando hasta dieciséis
conventos en Ávila, Toledo, Pastrana, Alcalá de Henares, Salamanca, Medina del
Campo, Segovia, Sevilla, etcétera.
Sus experiencias místicas y reformas despertaron recelos, y en 1574 y en otras
ocasiones Teresa fue denunciada a la Inquisición por escritos presuntamente heréticos
y por semejanzas de sus éxtasis con los de los alumbrados. Desde principios del siglo
nacieron en varias ciudades círculos llamados alumbrados o iluministas, derivación
radical de algunas ideas erasmianas de religiosidad recogida y oración interior. El
recogimiento llegaba a «dejamiento», abandono personal a la gracia divina, que
produciría una comunicación directa con Dios mediante éxtasis místicos, dejando de
lado los ritos externos, la jerarquía eclesiástica o la idea del infierno. Entre los
«dejamientos» y la práctica sexual había más que semejanzas, pues sus penitencias
podían consistir en ayuntamientos carnales entre los sacerdotes y sus seguidoras, que
* * *
Coetáneo de los anteriores fue otra figura descollante, el conquense Fray Luis de
León o Ponce de León. A los 14 años fue a estudiar a la Universidad de Salamanca, y
después a la de Toledo y la de Alcalá de Henares, donde aprendió entre otras cosas
griego, latín y hebreo. Profesó en los agustinos y desarrolló su carrera en el ambiente
profesoral de Salamanca, como catedrático desde 1561, cuando contaba 34 años. Allí
enseñó, entre otros, a Juan de la Cruz, y se sumergió en el estudio, la escritura y la
traducción de partes de la Biblia. No tuvo una carrera muy tranquila. Por envidias y
rivalidades entre órdenes religiosas, fue denunciado en 1572 a la Inquisición, acusado
de traducir el Cantar de los cantares y preferir el texto hebreo sobre el latino de la
Vulgata, ambas cosas contrarias al espíritu del Concilio de Trento. Estuvo cerca de
cinco años en la cárcel inquisitorial, donde escribió gran parte de su obra De los
nombres de Cristo, disertaciones dialogadas sobre los calificativos que los textos
bíblicos dedican al Mesías, explayando sus significados. También compuso allí di
versos poemas, entre ellos el que comienza: «Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron
encerrado…».
Liberado sin cargos, volvió a su cátedra con la frase famosa «Decíamos ayer…».
Algunos de sus versos tienen un tono místico, como en su célebre oda a su amigo
* * *
Caben pocas dudas de la intensidad religiosa de la época. Frente a la
predestinación luterana al margen de las obras, el hombre podía salvarse o
condenarse por ellas y por la fe. La contrición entrañaba el perdón de los pecados, de
modo que morir sin confesión parecía a muchos el peor castigo. Cuando Almagro
trataba de evitar la ejecución, el despiadado Hernando Pizarro le dijo: «Sois caballero
y tenéis un nombre ilustre; no mostréis flaqueza. Me maravillo que un hombre de
vuestro ánimo tema tanto a la muerte. Confesaos, porque vuestra muerte no tiene
remedio». La confesión, si por un lado aliviaba angustias y neurosis —se la ha
comparado al diván del psicoanalista—, por otra podía animar a la peores acciones,
con la esperanza de arrepentirse a tiempo. Por Italia circulaba un chiste sobre
españoles que confesaban con naturalidad horribles pecados, y al final indicaban al
confesor: «Bueno, tengo también un pecadillo». «¿Cuál?». «Que no creo en Dios».
Francisco de Carvajal, el demonio de los Andes, cruel y hábil capitán, no debió de ser
muy creyente. Era tan ocurrente y mordaz que, se decía, hacía reír en el patíbulo a
quienes hacía ejecutar. Cuando le tocó a él la suerte de ser descuartizado, por haberse
rebelado junto a Gonzalo Pizarro, rehusó confesarse, alegando con sarcasmo que no
Carlos I había intentado en los años treinta recobrar la unidad religiosa mediante un
concilio general, pero la idea no complació al papa Clemente VII ni a los cardenales,
que aún confiaban en detener por la fuerza la marea luterana. Y todavía más se
oponía Francisco I de Francia, ya que una solución del conflicto le privaría de un
aliado. Los españoles, muy comprometidos en la lucha con los turcos y perjudicados
por las disidencias intercristianas, sí deseaban el concilio, y por fin Pablo III, sucesor
de Clemente, accedió a convocarlo. Sus trabajos comenzaron a finales de 1545 en la
ciudad noritaliana de Trento, y terminarían, después de varias interrupciones,
dieciocho años después, reinando en España Felipe II.
Carlos había solicitado la presencia de los luteranos, para lo cual había el escollo
de que estaban excomulgados. Aun así les garantizó libre uso de la palabra, sin voto.
Ellos, de todas formas, no tenían intención de acudir, ya que empezaban por rechazar
la autoridad del Papa para convocar o presidir concilios, y de ahí la guerra y
Mühlberg.
Tanto el empuje material luterano-calvinista como sus tesis proponían a los
católicos un reto vital. Punto clave del protestantismo era, como hemos visto, que el
pecado original había corrompido de tal modo la naturaleza humana, que los buenos
actos y virtudes del individuo nunca compensarían esa maldad esencial ni le
justificarían ante Dios, por lo que su salvación dependía tan sólo de la gracia divina
manifiesta en su fe. Las buenas obras son producto —no del todo necesario— de la
fe, y signo de que la persona disfruta de la gracia de Dios. Pero signo insuficiente,
porque sólo Dios sabe desde la eternidad a quiénes salvará o condenará por su propia
e inescrutable voluntad, ante la cual la razón, el libre albedrío y las obras buenas o
malas quedan en ilusiones. De ahí podría derivar tanto una absoluta despreocupación
como una densa angustia en torno a la conducta humana y a los signos de salvación.
La orientación para el hombre consistía en la revelación divina contenida
exclusivamente en la Biblia (la Sola Scriptura). Pero ningún clérigo ni el Papa tenían
para interpretarla mayor autoridad que cualquier particular: cada uno podía
interpretar la Biblia sin intermediarios ni otra condición que su fe subjetiva. Este
enfoque, aplicado de modo consecuente, impedía formar cualquier Iglesia y sembraba
una incertidumbre esencial, porque al no tener nadie la certeza de su salvación,
tampoco podía tenerla de entender correctamente las Escrituras. Estos problemas se
resolvían por una práctica contradictoria, pues los protestantes vivían de hecho en
iglesias diversas y no bien avenidas entre sí.
* * *
España chocaría aún con el papa Pablo IV, enemigo de la hegemonía hispana, que
dejó empantanado el concilio durante su pontificado, de 1555 a 1559; pero llegaba a
Trento con poder político y la autoridad de haber reformado su Iglesia ya en tiempos
de los Reyes Católicos, convertida en el principal escudo y espada del catolicismo.
De ahí que, al lado de los italianos, llevasen la voz cantante teólogos españoles como
los jesuitas Diego Laínez y Alfonso Salmerón, los dominicos Melchor Cano y
Domingo de Soto, y otros como Francisco Torres Turriano, o Arias Montano. Los
jesuitas citados habían estado entre los siete que formaron el núcleo de la orden, y
Laínez había sucedido a Ignacio de Loyola como general de la orden desde 1558
hasta 1565 (la enemistad del papa Pablo IV mantuvo a la orden dos años sin superior
general, tras la muerte de Ignacio en 1556). Bajo el mandato de Laínez, los jesuitas se
implantaron en Francia y Polonia, aumentaron las misiones y crearon colegios.
Laínez preparó una lista de «errores protestantes» y estuvo a punto de ser elegido
Papa, pero huyó para evitarlo. Salmerón, estudiante en Alcalá y París, nuncio papal
en Irlanda, ante la Dieta de Augsburgo de 1555, en Polonia y en Bélgica, y
predicador prestigioso, enseñó en la universidad bávara de Ingolstadt y en Verona, y
fue provincial de la orden en Nápoles. Interpretó al modo católico la Epístola a los
Romanos, de San Pablo, en la que Lutero se había inspirado de preferencia para su
tesis de la justificación sólo por la fe.
* * *
Punto básico de la Escuela de Salamanca fue el del gobierno legítimo, la tiranía y
el origen divino del poder. Desde San Isidoro, al menos, la idea de que el poder venía
de Dios cundió por la cristiandad. No obstante, el aserto podía interpretarse de varios
modos: como un poder absoluto del monarca sobre sus súbditos, caso de la autocracia
rusa; como la unión del poder religioso y político en un solo soberano, al modo del
anglicanismo inglés; como el derecho del monarca a dirigir a la Iglesia, al estilo de la
Constantinopla cristiana o Rusia, menos acentuadamente del Sacro Imperio, Francia
o España. Y de otros modos posibles.
El caso ruso tiene relevancia: si Iván III había afianzado la autocracia, su sucesor
Iván IV el Terrible la reforzó sangrientamente sobre la oligarquía (los boyardos). Este
zar, contemporáneo de Carlos I y de Felipe II (reinó de 1547 a 1584), organizó un
cuerpo militar adicto en exclusiva a él, los streltsí, y después los opríchniki, especie
de guardias pretorianas autoras de un terror masivo que creó un clima de sumisión
temerosa (sus jefes también sufrieron castigos brutales, y a veces se las considera un
precedente de la policía política de Stalin en el siglo XX). No por ello dejó Iván de
procurar la lealtad de una parte de las oligarquías urbanas y de nobles menores,
convocando el primer Zemski Sobor, asamblea semejante a las Cortes españolas; y
organizó un concilio de la Iglesia ortodoxa para asegurarse la colaboración de ésta,
promulgó un nuevo código legal y fijó los campesinos a la tierra en condiciones de
completa dependencia. Emprendió grandes campañas hacia el este, sobre Siberia, y
hacia el oeste, para abrirse una salida al Báltico. Aunque el janato de Crimea llegaría
a incendiar Moscú, Iván acabó definitivamente con la amenaza turco-mongola y dio
impulso a la expansión rusa más allá de los Urales. En cambio sus ofensivas por el
oeste abortaron frente a Suecia, Polonia, Lituania y la Liga Hanseática.
La actividad y crueldades de Iván, de rasgos a veces alucinados, dejaron el país
exhausto, pero no impidieron al zar, hombre instruido, teorizar sobre el origen divino
de su poder en cartas a los reyes polaco y sueco y a Isabel de Inglaterra, y sostener
una feroz polémica con el príncipe Kurbski, rebelde a la autocracia, en la que el zar
acusa a los boyardos, y no a la política absolutista, de destruir Rusia. Iván
* * *
La corona inglesa mantenía una posición de principio no disímil de la de Iván IV:
el monarca reunía el máximo poder político y religioso. De acuerdo con ello, Enrique
VIII e Isabel I aplastaron sin misericordia cualquier oposición, si bien no llegaron a la
represión masiva y en parte demencial del zar. A su vez, el protestantismo tendía a
crear iglesias nacionales bajo el lema cuius regio eius religio, que daba a los príncipes
la potestad de imponer su religión a los súbditos. El principio no concordaba mucho
con la libre interpretación de la Biblia, pero ayudó a la expansión protestante. Por lo
demás, garantizarse la religión de los súbditos cuando los conflictos de fe tomaban
tan inmediato carácter político-militar, propiciaba la estabilidad social interna.
En España nunca se cuestionó la primacía religiosa del Papado; y aunque la
expulsión de los judíos y la Inquisición entran en la misma concepción de los
príncipes y reyes protestantes, no era del todo así, porque permanecía una minoría
morisca pese a lo ficticio de su conversión. En cuanto a la soberanía regia, muy
robustecida por los Reyes Católicos, tampoco se parecía en casi nada a la de Iván el
Terrible, pues la interpretación del origen divino del poder tomó en España un rumbo
diferente del de Rusia o el de Inglaterra.
Salamanca distinguió siempre el poder temporal del espiritual, idea arraigada en
la mentalidad española, que la alejaba de programas como el anglicano. Francisco de
Vitoria atribuyó al Papa sólo autoridad espiritual, que no debía emplear para interferir
en la temporal del emperador o de los reyes. El emperador carecía de potestad para
dictar la acción eclesiástica, como solía pretender desde Carlomagno, y no
representaba políticamente a la cristiandad, sino sólo a la parte de ella bajo su control
directo.
Esta teoría fue desenvuelta, entre otros, por Luis de Molina. Según él, Dios no
otorga el poder directamente al monarca, que viene a ser un administrador de la
soberanía. Ésta recae en los individuos del pueblo, los cuales nacen libres y con
derechos naturales que el rey no puede oprimir. Molina destacaba la individualidad en
un grado desconocido hasta entonces, si bien justificaba la esclavitud en casos
* * *
En tiempos recientes, investigadores de la escuela austríaca de economistas y la
historiadora británica Marjorie Grice-Hutchinson han descubierto la contribución de
la Escuela de Salamanca al pensamiento económico, faceta hoy muy atendida,
aunque las aportaciones salmantinas en otros campos no sean menos descollantes.
La discrepancia entre las exigencias de la economía y los preceptos evangélicos
era problema antiguo. En la práctica, dichos preceptos pocas veces se habían aplicado
literalmente, sin que se entendiera bien por qué la realidad parecía oponerse a los
mandatos religiosos que prohibían, por ejemplo, el interés, llamado sin
discriminación usura. Eclesiásticos italianos habían cambiado o matizado esos
conceptos, pero el asunto exigía mayor atención en el siglo XVI, cuando la economía
experimentaba un formidable impulso merced a un comercio de amplitud sin
parangón anterior y a continuas mejoras técnicas, cuando la plata de América
relacionaba a China y a Europa a través del Pacífico y el Atlántico, y ocurrían hechos
extraños como la elevación incontrolable de los precios y crisis inexplicadas, y
medidas políticas bienintencionadas podían tener efectos ruinosos… Al abordar estos
temas, los de Salamanca pueden optar, al menos en parte sustancial, al título de
fundadores de la ciencia económica, como del derecho internacional o de nuevas vías
teológico-metafísicas.
Al parecer, en 1517 algunos mercaderes españoles de Amberes preguntaron al
dominico Francisco de Vitoria si la moral permitía comerciar para acrecentar la
riqueza particular. La consulta afectaba a la prédica de la pobreza, tan popular en la
Iglesia, lo que obligó a Vitoria y a otros a investigar el asunto. Los dominicos eran
menos estrictos que los franciscanos, éstos más apegados a la pobreza evangélica.
Vitoria y sus continuadores Azpilcueta, Molina, Suárez, Domingo de Soto, Mercado,
Pedro de Valencia, Pedro de Oñate, Mariana, Saravia de la Calle, Felipe de la Cruz,
etc., sentaron las bases para un reenfoque científico de la economía: así la idea de que
ésta tenía sus normas implícitas, independientes de la voluntad y de las leyes de los
políticos; que la propiedad privada sobre los bienes y el provecho extraíble de ella
son justificables como un derecho natural provechoso para la sociedad; que la
* * *
Otra faceta del pensamiento salmantino fue el derecho internacional, a partir de la
conquista de América. Así trataron la guerra justa, con criterios que hoy perduran aun
si apenas se cumplen. La guerra sólo debe admitirse como último recurso y contra un
mal peor. Aun así, debe respetar normas morales y no incurrir en crímenes como la
masacre de civiles, prisioneros o rehenes. Una guerra es injusta si, entre otras cosas,
la mayoría de la población la rechaza, y en tal caso el pueblo tiene derecho a destituir
y procesar al gobernante. Suárez propuso una ley internacional basada en las
costumbres y criterios no escritos, pero generalmente aceptados, derivados de la ley
natural.
Algunos miembros de la Escuela cultivaron la ciencia natural, extremo apenas
* * *
Las ideas económicas y políticas de la Escuela ofrecen un esbozo bastante
completo de lo que andando el tiempo se llamará liberalismo: autonomía del
individuo, libre circulación de bienes y mercado libre, rechazo del poder absoluto,
tesis de que el poder, si bien originado en Dios, llega a través de la sociedad; o la
agudeza de los debates y la audacia con que eran expuestas las conclusiones. Lo
último arroja luz sobre el carácter de la Inquisición. Los dominicos, a quienes estaba
encomendada, destacaron en la formulación de las ideas aquí brevemente reseñadas,
y sus querellas con los jesuitas, por más que a veces peligrosas, no impidieron una
discusión más libre y sobre temas más enjundiosos que cualesquiera de los siglos
posteriores en España. Sus libros, en general, no fueron prohibidos, ni aun el de
Mariana justificando el tiranicidio.
Vitoria, Suárez, Mariana y Molina fueron algunos de los filósofos y pensadores
políticos más influyentes de su tiempo, y sus obras de tema político y metafísico, en
particular las de Vitoria y Suárez, se divulgaron por las universidades europeas,
incluidas las protestantes, y contribuyeron a formar corrientes ideológicas y
filosóficas que habían de marcar al continente los siglos posteriores. La Escuela
* * *
El año de la fundación de Manila comenzaba en Flandes, casi al otro lado del
mundo, un nuevo conflicto para España. Flandes formaba parte de los Países Bajos,
es decir, Bélgica y Holanda, un total de 17 provincias que habían pertenecido a
Borgoña. Por simplificar, aquí llamaremos Flandes al conjunto de los Países Bajos, de
los que sólo era una parte; y Holanda a los Países Bajos del norte, de los que sólo era
una provincia. Carlos I los había legado a Felipe II, por la debilidad del imperio
frente a franceses y protestantes, y por las densas relaciones comerciales con España.
Podría considerarse un magnífico obsequio para España, pues se trataba de la región
quizá más rica de Europa. Su principal ciudad, Amberes, era un centro financiero y el
mayor nudo comercial del continente, entre las expansivas economías de los mares
* * *
El derrotado Guillermo de Orange cobró ánimos cuando, en diciembre de 1568,
estalló la rebelión morisca de las Alpujarras en la misma España. Aunque de
momento no podía hacer nada, señaló un año después: «Es un ejemplo para nosotros
* * *
La conquista de Chipre fue acompañada de una ofensiva turca por el Adriático,
que forzó a gran parte de la escuadra veneciana a huir a Sicilia. Estos golpes
asustaron a la cristiandad mediterránea, y el papa Pío V llamó en 1570 a una cruzada
que despertó en España el mayor entusiasmo, visible en Ignacio de Loyola, Juan de la
Cruz o Teresa de Jesús, y en las contribuciones especiales recogidas entre el pueblo y
el clero. Felipe II, pese a estar aún embebido en la guerra morisca, o quizá por ello,
prometió su auxilio. Por el contrario, el rey francés Carlos IX rehusó con insolencia
la petición papal, mientras aprovisionaba de armas y alimentos las bases musulmanas
de Argelia. La acosada Venecia hizo caso omiso de las presiones francesas contra la
nueva y proyectada Santa Alianza, y se sumó a ella, y así las demás potencias
italianas, pese a los esfuerzos diplomáticos de Carlos IX. Por primera vez desde
tiempos de Roma, toda Italia participó en una empresa común y lo hizo al lado de
España.
El 25 de agosto de 1571, unos meses después de sofocada la rebelión morisca, la
La batalla de Alcazarquivir fue una de las más trascendentales del siglo XVI. Se la
llamó «De los tres reyes», por el insólito caso de que perecieron allí los tres monarcas
contendientes: el portugués Sebastián, con sólo 24 años, su protegido Abdalá
Mohamed II, y el contrario Abd El Malik. Sus consecuencias fueron igualmente
triples: en Marruecos los vencedores no se sintieron capaces de hostigar en serio a
España y volcaron su energía contra el sur sahariano; en el Magreb, Constantinopla
chocó con un tapón difícil de traspasar por la enemistad marroquí, y poco a poco
abandonó la guerra contra España, para frustración de franceses, ingleses y
calvinistas (aunque esto no podía apreciarse entonces, y Felipe apenas podía bajar la
guardia), y Portugal quedó al poco sin rey ni sucesor, lo que abrió una situación
nueva en la península.
Sebastián no se había unido a la Santa Liga de Lepanto, pese a que sus Cortes le
instaron a hacerlo, y reforzó los lazos con Inglaterra y Francia. Pero aspiraba a
ampliar el poder luso en Marruecos, donde Portugal poseía varias ciudades costeras,
hostigadas por los saadíes. Vio la ocasión cuando el sultán Mohamed le pidió auxilio
para recobrar el trono que le había quitado su tío Malik. La oligarquía nobiliaria y
comerciante portuguesa le apoyó, por beneficiarse de los productos marroquíes.
Felipe II, que era tío de Sebastián, le desaconsejó la aventura, pero vista su decisión
le ayudó con algunas tropas y aprestos. Participaron también ingleses, alemanes y
sobre todo italianos, la flor y nata de la nobleza portuguesa, y un número de moros
adictos a Mohamed. La empresa, como había temido Felipe, terminó en catástrofe.
Sucedió a Sebastián su tío abuelo Enrique el Cardenal, que finó a los dos años,
dejando una crisis sucesoria. Los candidatos más fuertes al trono eran dos nietos del
rey portugués Miguel I, es decir, Felipe II y Antonio, superior del opulento priorato
de Crato. Antonio, que era hijo bastardo y por ello con menos legitimidad, se
proclamó rey el 24 de julio de 1580, a la muerte de Enrique, y fomentó un ambiente
antiespañol. Felipe ordenó al duque de Alba entrar en Portugal con un ejército, y a
Álvaro de Bazán contribuir con una flota. Un mes después de haberse proclamado
rey, Antonio se le enfrentó en Alcántara, cerca de Lisboa, con tropas superiores en
número y potencia artillera, pero los tercios las desbarataron. Tres semanas después
Felipe fue nombrado rey de Portugal y reconocido en abril del año siguiente por las
Cortes de Tomar.
Antonio huyó a las Azores con las joyas de la corona, que iría vendiendo para
sobrevivir, y luego a Francia, donde Catalina de Médicis, que desempeñaba un papel
* * *
Los triunfos contra los turcos y la unión de España y Portugal se vieron
enturbiados por la continuación de la guerra en Flandes. Tras el rápido
aniquilamiento de la primera rebeldía, los llamados «mendigos del mar», marinos
protestantes holandeses, pirateaban desde bases inglesas bajo el lema «mejor turcos
que papistas». Pero en 1572 Isabel I los expulsó, por suavizar la tensión con Felipe II
o por temor a su calvinismo. Entonces los mendigos ocuparon el puerto
desguarnecido de Brielle, y luego el de Flesinga, cortando el comercio de Amberes,
* * *
En Francia crecía la posibilidad de una victoria hugonote. Si la Francia católica
ya había causado mil agobios a España, como calvinista se habría convertido en una
pesadilla. De 1560 a 1584 habían tenido lugar siete guerras religiosas, iniciadas,
como vimos, por los hugonotes al intentar tomar el poder secuestrando al rey. Para
1563 los católicos habían ganado, pero no por completo. Hubo una paz con más
tolerancia para los calvinistas de la que éstos permitían donde mandaban, y Francisco
de Guisa había sido asesinado, con toda probabilidad a instancias del jefe protestante
Coligny. Guisa era muy querido en el país, por haber frustrado a los tercios de Carlos
I la toma de Metz, y haber reconquistado Calais a los ingleses. En cambio Coligny,
vencido en San Quintín, había ofrecido entregar Calais y Le Havre a Inglaterra, en
pago por su ayuda.
El 28 de septiembre de 1567, con Flandes al borde de la primera rebelión, los
hugonotes Coligny y el Borbón Luis de Condé intentaron «la sorpresa de Meaux»,
tratando de secuestrar al rey, ahora Carlos IX, aún adolescente, y a su madre Catalina
de Médicis, que a duras penas escaparon. Volvía la táctica calvinista de ganar el
poder para aplicar el principio de que el pueblo debía seguir la religión de su
príncipe. Al día siguiente, en Nimes, antes de saber el fracaso de la «sorpresa», los
hugonotes perpetraron una matanza de católicos, al grito de «Matad a los papistas.
Por un mundo nuevo»; y ocuparon La Rochela y otras ciudades. Catalina retiró las
concesiones a los protestantes y volvió la guerra. Los católicos se sentían arteramente
agredidos por una minoría sin escrúpulos (los hugonotes no pasarían de un millón, en
un país de veinte).
Coligny fue vencido en marzo de 1569, y Condé, principal jefe hugonote, muerto.
Sucedió a éste Enrique de Borbón, un adolescente, por lo que la dirección efectiva la
ejerció su madre Juana de Navarra, calvinista que prohibió el culto católico donde
pudo. Curiosamente, Enrique aprendió tarde el francés, pues se educó en una lengua
afín a la española y en un castillo cuyo lema rezaba «Lo que ha de ser, no puede
faltar», en castellano. Tras la derrota, los hugonotes fortificaron La Rochela y
saquearon Tolosa y el suroeste de Francia. Coligny ordenó obrar «por las armas, el
fuego, el pillaje y el asesinato», de lo que sufrieron mucho los franconavarros
católicos. Entraron entonces 14 000 calvinistas teutones financiados por Isabel de
Inglaterra. Los alemanes arrasaron más de doscientos pueblos del Franco Condado,
entonces español, y siguieron por Borgoña, saqueando hasta el histórico monasterio
de Cluny. En agosto de 1570 alcanzaron un París mal guarnecido y obligaron a
Catalina a aceptar cuatro plazas fuertes calvinistas —reforzamiento de un Estado
* * *
Felipe II pidió en 1581 una tregua de un año a Constantinopla, que replicó
pidiéndola de tres, y ello le permitió atender más a Francia. 1584 fue el año del sitio
de Amberes, del asesinato de Guillermo de Orange y de la muerte del Anjou hermano
de Enrique III y frustrado soberano de Holanda. Aumentó el peligro para España
cuando Enrique III designó heredero al calvinista Enrique de Borbón. El 15 de
diciembre, Inglaterra, Dinamarca, Escocia, partes de Alemania y Suiza firmaban en
Magdeburgo, Prusia, un acuerdo para ayudar a los hugonotes con dinero y tropas.
Muy preocupado, Felipe firmó con Guisa, el 31 de diciembre, el tratado de Joinville
para impedir el acceso de Enrique de Borbón al trono. De ahí saldría la octava guerra
de religión o «De los tres Enriques», por enfrentarse el de Guisa, el de Borbón y el
rey.
Juzgando que el tratado de Joinville podía arruinar al protestantismo francés y
luego al anglicano, Isabel I entró ya sin disimulo en la lucha por Flandes,
comprometiéndose en agosto siguiente a enviar tropas y dinero a cambio de la cesión
* * *
La situación francesa todavía empeoró para España. Comenzada en 1585 la
«Guerra de los tres Enriques», el Enrique rey, presionado por Enrique de Guisa,
revocó la designación de Enrique de Borbón como heredero. Oficialmente, el rey
estaba con el bando católico, pero lo saboteaba. El desastre de la Armada en 1588 le
animó a ajustar cuentas: atrajo a Guisa a una reunión y lo hizo asesinar, encarceló a
su familia y a los portavoces de los Estados Generales, mató también al cardenal Luis
de Guisa y se alió con el Borbón calvinista. El pueblo se indignó y la Sorbona lo
desligó de la fidelidad al monarca, a quien los Estados Generales quisieron procesar.
El rey, lleno de feroz resentimiento marchó con un ejército de políticos y hugonotes
al asalto de París: «París, cabeza del reino […] necesitas una sangría para curarte, tú y
toda Francia […]. Dentro de unos días ya no se verán tus casas ni tus murallas, sino
tan sólo el lugar donde has estado». Pero el 1 de agosto el fraile dominico Jacques
Clément lo acuchilló y mató.
Este rey, fanáticamente antiespañol, había combatido a los hugonotes, incluso en
* * *
Los últimos años del siglo España tuvo que atender a tres frentes, Flandes,
Francia y el Atlántico. Felipe II intentó resolver el primer conflicto dando Flandes en
dote a su hija Isabel Clara Eugenia cuando se casó con el archiduque Alberto de
Habsburgo en 1598 (año del Edicto de Nantes y del fallecimiento de Felipe). Pensaba
así traspasar la región a los Habsburgo austríacos e ir desembarazando de ella a
España. Pero los rebeldes no aceptaron, Alberto demostró ser una nulidad militar y
las tropas siguieron allí. En 1600 Mauricio de Nassau lograría un golpe sin
precedentes al batir en Nieuwpoort a los tercios en campo abierto. Las bajas fueron
similares y el resultado nulo, pues Mauricio hubo de retirarse tras esperar una
sublevación de los flamencos, que no ocurrió.
Peor pasó con Francia, pues Enrique IV era un adversario muy temible. En 1595
atacó a España por el lado más económico para él y más productivo para sus aliados
holandeses: el Camino Español, vital arteria que desde Nápoles y Barcelona (por
mar) confluía en Milán y desde allí, por las neutrales Saboya, Suiza, Alsacia, Lorena,
y el Franco Condado y Luxemburgo españoles llegaba a Bruselas. En 1596 Holanda,
Francia e Inglaterra acordaron una ofensiva de gran estilo para tomar entre dos fuegos
al Flandes prohispano. A tal fin, Enrique IV hizo de Amiens una plaza de armas. Pero
Hernán Tello, un jefe de los tercios, adelantándose con un modélico golpe de mano,
tomó la plaza con una pequeña tropa. El archiduque Alberto reaccionó con tal
lentitud que Enrique IV pudo retomar la ciudad, pero su ofensiva quedó paralizada.
Mauricio de Nassau ocupó dos provincias, pero fracasó en su plan de formar un
corredor al este de Flandes que uniera Holanda con Francia y aislara a los españoles.
Ese año, Enrique cortó por Lorena y Saboya el Camino Español, que hubo de
cambiar a una ruta más replegada.
Finalmente, en la paz de Vervins, de mayo de 1598, Francia y España se
devolvieron sus conquistas. Felipe falleció unos meses después, habiendo conseguido
una paz ventajosa con los turcos y otra aceptable con Francia, sus rivales más
peligrosos, aunque persistiese la guerra en Flandes y con Inglaterra.
Es corriente la idea de que después de la Gran Armada la marina española pasó a
segundo término, pero ocurrió más bien al revés. Si ingleses y holandeses se
reforzaron en el mar, los españoles hicieron lo propio: el tráfico con América
aumentó sin que pudieran impedirlo sus adversarios: de los seiscientos convoyes
entre España y las Indias durante tres siglos, sólo dos cayeron en manos de armadas
(no de piratas) enemigas. Los piratas, pese a las exageraciones románticas, apenas
pudieron capturar algún galeón, sólo barcos menores y aislados. El éxito español
Se ha hecho tópica la descripción del siglo XVI español como época de bancarrotas y
ruina tras una relativa prosperidad bajo los Reyes Católicos: hambre, mendicidad,
escaso comercio, una población despojada por una oligarquía de magnates parásitos,
cerriles, dueños de casi todo, y sobreabundancia de clérigos ignaros o corruptos y de
hidalgos preocupados por su honor y por no trabajar. El mal provendría de la
expulsión de los cultos y productivos judíos, agravado en el siglo XVII por la
expulsión de los moriscos, otro sector productivo, al revés que los cristianos viejos
obsesionados por la limpieza de sangre y orgullosos de no saber leer ni conocer oficio
práctico. Carlos I y Felipe II habrían desviado al país de su «natural» expansión por
el norte de África, embarcándolo en aventuras internacionales que sólo interesaban a
ellos: Carlos, porque le atraía el Sacro Imperio y no España, a la cual habría usado
como simple peón; y Felipe II por un tétrico fanatismo religioso. España, sobre todo
Castilla, habría quedado exhausta en guerras absurdas, mientras el resto de Europa
prosperaba y se modernizaba.
Punto esencial del tópico es la Inquisición, que habría asfixiado la vida intelectual
y hasta despoblado el país. «Un imperio amasado con oscurantismo y miseria», vino
a resumir Azaña. Según unos, España constituyó una rémora para Europa entera y
habría sido deseable su derrota por potencias más progresistas; según otros, el país se
desvió del camino correcto y se volvió «anormal», «enfermo», como indicaba
Ortega. Según quiénes, el «desvío» habría salido de la derrota de los comuneros, de la
Reconquista contra los ilustrados y tolerantes musulmanes, o del mismo Recaredo.
Estas versiones no suelen sustentarlas hoy los historiadores, pero han calado en parte
de la población, los políticos y los medios de masas. Manía algo cómica de muchos
intelectuales es la de señalar los «errores» del pasado, la política que habían debido
seguir Carlos y Felipe para satisfacer a sus acertados jueces, o acusar al siglo XVI de
los males actuales. Antojos indicativos de una decadencia intelectual cierta.
Para justificar tales juicios se han invocado archivos, testimonios diversos, obras
literarias, etc. Cualquier tendencia histórica general entraña siempre factores de
sentido contrario o dispersivo, y basta centrar la atención en éstos para trazar un
panorama de aspecto documentado, pero ilusorio. Con respecto a la España del siglo
XVI, un imperio construido con miseria e ignorancia habría sido tan imposible que el
historiador H. Kamen ha concluido que no existió un Imperio español, el cual fue
sólo una especie de manejo del naciente capitalismo europeo, que utilizó a España
como instrumento.
Lo evidente es que España construyó un imperio gigantesco, en la mayor parte
* * *
Otros datos descartan la lúgubre versión hoy tan popular. A falta de cifras
precisas, suele aceptarse que la población pasó de cinco-seis millones a principios de
siglo a siete-ocho millones al final. La población, por tanto, habría crecido
considerablemente, cosa imposible en medio de la miseria e ineptitud técnica.
Ponderar ese aumento exige contrastarlo con las epidemias y hambres que plagaban
recurrentemente a toda Europa. No se repitió una peste como la del siglo XIV, pero
Inglaterra sufrió en el XVI nueve episodios graves, y algo parecido Francia y los
demás países. Por supuesto, también España en 1507, 1557, 1580, y sobre todo en
1596 y 1602. Estas plagas fueron las mayores causas de mortalidad masiva. Después
vienen las hambrunas, que afectaban hasta a las regiones europeas más ricas, aunque
posiblemente España las padeciera más, debido a su fertilidad menor.
Las guerras, en cambio, dañaron poco a España, que se libró de las más
mortíferas, como las civiles de Alemania, Francia, Flandes o Inglaterra (si incluimos
a Irlanda). Y las externas no impusieron un grueso tributo de sangre: más
despobladoras debieron de ser las incursiones islámicas por Levante y Andalucía.
Tampoco pesaron los emigrantes a América, un máximo de 300 000, apenas 3000 al
año; y probablemente la cifra real no pase de la mitad. España recibió a su vez
bastantes inmigrantes transpirenaicos.
Los testimonios contemporáneos, necesarios, deben acogerse, no obstante, con
cautela. Muy a menudo son impresionistas y parciales (como hoy: piénsese en las
cifras de bajas de la guerra civil de 1936-1939 circuladas durante décadas). Si
tomásemos al pie de la letra una multitud de quejas e informes del siglo XVI, España
habría acabado el siglo con la mitad de población que al principio. En el siglo XVIII,
el marqués de la Ensenada atribuirá la «despoblación» del país a las guerras y la
emigración a América. Se pensaba implícitamente en la población francesa, pero
España tenía la población que podía tener por sus peores suelos y menor pluviosidad,
* * *
Carlos I dejó la hacienda endeudada en la muy alta cantidad de veinte millones de
ducados. Felipe II, mediante una administración cuidadosa y mejoras fiscales,
cuadruplicó los ingresos del Estado, pero al final la deuda ascendía a ochenta
millones, y declaró tres bancarrotas, en 1557, 1575 y 1596. Las bancarrotas eran
suspensiones de pagos o aplazamiento de la deuda, recibiendo los acreedores juros,
especie de bonos del Estado. Por consiguiente, los gastos marchaban por delante de
los ingresos, y podían sostenerse gracias a los cuantiosos préstamos de banqueros,
genoveses y alemanes principalmente. Los gastos se hinchaban debido a la defensa
del Mediterráneo y Europa del norte y la necesidad de proteger las rutas de América y
el Pacífico.
Las posesiones de Felipe II podrían, en principio, atender a estos gastos
solidariamente. Pero los impuestos de la mayor parte de ellas se aplicaban a las
necesidades propias, y era sobre todo Castilla, además de la plata de las Indias, quien
financiaba la política general. Castilla pechaba habitualmente con más de la mitad de
los impuestos (parte considerable de ellos quedaba en el reino), y América con entre
el 12 y el 20 por ciento. Aragón no pasaba del 7 por ciento, y al igual que Flandes e
Italia (20 por ciento entre ambas) apenas contribuía al gasto no local (algo más
Nápoles). Los tardíos ingresos portugueses revertían igualmente al mantenimiento de
* * *
El agravio padecido por Castilla se compensaba moralmente con su identificación
prioritaria con España, de lo que protestaba el catalán Cristófol Despuig en 1557:
«Casi todos los historiógrafos castellanos se empeñan en llamar Castilla a toda
España, cuando esta provincia (Cataluña) no sólo es España, sino la mejor de
España». Quejas parecidas expresaba el valenciano Gaspar Escolano. El historiador
vasco Esteban de Garibay, por el contrario, se ufanaba de que su tierra fuera parte de
Castilla, «el mejor y más espacioso reino de todos los de España». Los vascos solían
considerarse los españoles más genuinos y antiguos.
Una extensa bibliografía se ha complacido en subrayar las diferencias legales y
libertades de Aragón con respecto a Castilla, sin especificar que las «libertades» eran
las de una oligarquía especialmente opresiva, mientras que la defensa común recaía
sobre Castilla (la cual, debe recordarse, agrupaba a Galicia, Asturias, León,
Vascongadas, Extremadura, Andalucía y Canarias, aparte de la Castilla propia. De
igual modo, Aragón incluía a Cataluña, Valencia y Baleares, además del mismo
Aragón). Al contrario que los oligarcas, el pueblo común aragonés deseaba un poder
regio más fuerte, también más lejano, y tenía sobrados motivos para odiar la
inmediatez de unos déspotas nobiliarios, con sus malos usos nunca extinguidos pese a
las medidas de Fernando el Católico. Y prefería una ley aplicada por letrados ajenos a
* * *
Simultáneamente con los arduos conflictos europeos prosiguieron las
* * *
Debe explicarse cómo en América y en Europa un país menos rico y bastante
menos poblado que sus adversarios pudo sostenerse tanto tiempo. Desde luego
España, por sus exclusivas fuerzas, no habría resistido. Pero encabezaba una amplia
coalición, en la que colaboraban italianos, flamencos y alemanes, sin faltar algunos
holandeses, ingleses, irlandeses y franceses; y funcionaba con relativa efectividad el
eje Madrid-Viena. Dentro de la misma Francia se diría de los habitantes del Artois,
que eran «más españoles que los castellanos», y el Franco Condado, que perdió dos
tercios de sus habitantes en luchas con los calvinistas, exhibía un genuino patriotismo
hispanoborgoñón. La diplomacia, la cultura, la expansión de los jesuitas y sus
colegios, que formaron por Europa élites católicas, tuvieron un peso no menor a favor
de España.
La presencia de españoles en los ejércitos de Flandes era muy minoritaria, entre
un diez y un treinta por ciento del total, pero a sus tercios se les reconocía como la
punta de lanza y la élite militar, aun contando los reputados lansquenetes alemanes.
Los tercios eran típicamente hispanos en concepción, organización y efectivos.
Fueron el mejor ejército de la época y uno de los mejores que han existido, con una
nómina de capitanes de gran clase, españoles o españolizados: el Gran Capitán,
Pescara, el duque de Alba, Alejandro Farnesio, el conde de Fuentes, Sancho Dávila,
Pedro Navarro, Antonio Leiva, Álvaro de Sande, Francisco Verdugo, Julián Romero
y tantos más. También en el mar sobresalieron jefes como García Álvarez de Toledo,
Juan de Cardona, Luis de Requeséns, Juan de Austria, Álvaro de Bazán, por no
extenderse sobre los muchos que exploraron las costas de América y el Pacífico, tales
Grijalva, Loaisa, Urdaneta, Mendaña, Quirós…
Por contraste, las milicias que los Reyes Católicos habían establecido como una
especie de pueblo en armas, habían degenerado por efecto de la inacción y, salvo en
las costas amenazadas por los berberiscos, terminaron por servir para poco más que
vistosos desfiles con armas anticuadas. Fracasaron en Las Alpujarras, y en Cádiz ante
las incursiones inglesas, aunque en La Coruña repelieron a Drake.
La primacía militar y naval de España durante ese siglo fue ante todo una
cuestión de calidad, pero hacia finales del siglo las fuerzas contrarias en Europa
habían crecido mucho en cantidad y en calidad, las marinas inglesa y holandesa
marchaban hacia su apogeo, y los tercios ya no lograban resolver rápidamente los
* * *
Las convulsiones político-religiosas remodelaron la Europa triple: la católica,
fundamentalmente latina pero extendida a Polonia e Irlanda más Austria, la otra
mitad de Alemania y de Flandes; la protestante, compuesta de la otra mitad de
Alemania, Holanda, Escandinavia, Inglaterra y Escocia; y la ortodoxa-griega,
mayoritariamente eslava.
Con todas sus guerras, el siglo XVI fue una «edad de oro» cultural y/o política, no
sólo para España, también para Inglaterra, Francia, Italia, Flandes y Polonia. El
mundo latino mantuvo su primacía, y dentro de él Italia, cuna del llamado
Renacimiento que caracterizó a la Europa Occidental. El caso italiano es peculiar
porque sus constantes conflictos inter-nos y externos no le impidieron marcar nuevos
rumbos al arte, el pensamiento y la ciencia. No en vano fue, con el siglo anterior, el
de Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, la pintura veneciana, Maquiavelo o,
hacia el final, Galileo. Al igual que en España, el protestantismo apenas penetró allí.
No obstante, su división interna y dependencia del exterior (salvo la república
imperial de Venecia), sumió al país en la impotencia política, al contrario que España,
Francia o Inglaterra.
Al revés que en Italia y España, el protestantismo logró asentarse en Francia, y de
ahí la particular evolución de este país desde un empeñado intervencionismo exterior
y ambiciones sobre Italia y Flandes, a un largo período de guerras civiles que
mermaron su impronta exterior y la hicieron objeto de intervenciones foráneas. Pero,
una vez superadas aquellas contiendas, el país volvió a convertirse en la gran
potencia que era naturalmente por su población, su fertilidad, su cultura y el afán de
sus monarcas. Fue la gran época de los poetas de la Pléiade, Ronsard en primer
término, de Rabelais y los ensayos de Montaigne, de tanto eco en la cultura europea.
El mundo protestante comprendió una ancha faja desde Inglaterra a Prusia. En
Inglaterra, a la época de Isabel I —prácticamente la segunda mitad del siglo, como la
de Felipe II en España—, se la ha llamado la edad dorada por su auge cultural, su
expansión y victorias marítimas, el asentamiento del anglicanismo, progresos en la
centralización, estabilidad y buena relación de la monarquía y el Parlamento. Se creó
un teatro nacional, con diversos autores entre quienes destaca Shakespeare como el
más grande de cualquier tiempo en cualquier país. Las artes plásticas y la música
tuvieron menor desarrollo, así como la ciencia y la tecnología, que no permitían
augurar el crucial papel destinado al país en siglos posteriores. La «edad de oro»
Del espíritu de la transición del siglo XVI al XVII pueden ser exponentes la vida y la
obra de Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, tres de los mayores escritores hispanos.
Miguel de Cervantes nació en Alcalá de Henares reinando Carlos I, en 1547, un
año notable: batalla de Mühlberg, nacimiento de Juan de Austria, muertes de Enrique
VIII, Francisco I de Francia y Hernán Cortés; comienzo de la guerra civil en Perú,
subida al trono de Iván el Terrible, Eduardo VI de Inglaterra y Enrique II de Francia.
La adultez de Cervantes transcurrió bajo Felipe II, y sus últimos dieciocho años con
Felipe III. Cuando murió, a los 69 años, algunos datos indicaban un cambio
profundo: los holandeses hostigaban las posesiones hispanolusas de las Molucas y
Filipinas; Samuel de Champlain, probable ex agente secreto de Felipe II, asentaba la
posesión francesa de Québec; Richelieu, que llegaría ser una plaga para España,
comenzaba su carrera.
Cervantes, de familia poco próspera, estudió en varias escuelas, pero no en la
universidad. En Madrid, con 20 años, asistió a las clases del humanista y cronista
Juan López de Hoyos y tomó afición a las letras. Al parecer, con 22 años hirió en
duelo a otro hombre, por lo que marchó a Italia, donde se impregnó de su cultura,
vivió años felices y posiblemente tuvo un hijo ilegítimo. Sirvió unos meses al clérigo
Giulio Acquaviva, y a los 23 años se alistó en el tercio de Miguel de Moncada. Al
año siguiente estuvo en la batalla de Lepanto: aunque enfermo y con fiebre, prefirió
salir a luchar en «la más alta ocasión que vieron los siglos», arriesgándose a «morir
peleando por Dios y por el rey». Recibió tres heridas de arcabuz, una de las cuales le
estropeó la mano izquierda.
Siguió en el ejército hasta 1575 e intervino en acciones por Navarino, Túnez, La
Goleta y Corfú. Ese año pidió licencia y, volviendo a España, tuvo la desgracia de ser
su barco apresado por piratas argelinos. Quedaron cautivos él y su hermano Rodrigo,
también soldado, en las infernales prisiones de Argel. Su rescate no pudo ser pagado,
lo que prolongó su cautiverio cinco años. Organizó cuatro intentos de fuga, siempre
sin suerte y traicionado varias veces, declarándose responsable para salvar del castigo
a sus compañeros. Su hermano sí fue rescatado, y desde España preparó una galera
para liberar a Miguel y a otros cautivos, pero los moros apresaron el barco. Otra vez,
con dinero prestado por un mercader valenciano, adquirió una embarcación para
escapar con sesenta compañeros, pero fue delatado. En 1580, cuando ya estaba
encadenado en una galera para ir a Constantinopla, llegó el rescate, reunido por su
madre y unos monjes trinitarios, y pudo al fin volver a España.
Sus diez años como soldado y cautivo revelan un ánimo aventurero no
* * *
Félix Lope de Vega, catorce años más joven, nació en Madrid reinando Felipe II,
en 1562.Año sin efemérides sobresalientes: fundación de algunas ciudades en
América, prosecución de la primera guerra de religión francesa… Lope era, como
Cervantes, de familia humilde (su padre, bordador). Niño prodigio, desde muy
temprana edad componía versos y comedias, y sus talentos le ganaron protecciones
que le permitieron estudiar cuatro años en la Universidad de Alcalá de Henares, hasta
1581. No llegó a graduarse debido a su vida licenciosa y su irresistible fascinación
por las mujeres, que le acompañaría toda la vida: «Yo estoy perdido, si en mi vida lo
estuve, por alma y cuerpo de mujer, y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no
sé cómo ha de ser ni durar esto». Uno de sus primeros amores, Elena Osorio,
separada del marido, terminó casándose, aparentemente por interés, con un sobrino
del poderoso cardenal Granvela, lo que enfureció de tal modo a Lope que atacó a los
implicados con libelos como uno que empezaba: «Una dama se vende a quien la
quiera…». Los libelos le valieron una corta pena de cárcel, pero reincidió y fue
desterrado de Madrid por ocho años, y por dos de Castilla. En 1588 se fugó y se casó
con Isabel de Urbina.
* * *
Quevedo también nació en Madrid, en 1580, año de la unión de España y
Portugal, de la refundación de Buenos Aires por Juan de Garay, de la Universidad de
Bogotá, de la proscripción de Guillermo de Orange por Felipe II, de la muerte del
historiador Zurita, del inicio de la conquista de Siberia por Yermak…
Los padres de Quevedo eran acomodados y relacionados con la corte. Él estudió
con los jesuitas y en las universidades de Alcalá, cuyo ambiente juvenil le inspirará
trozos de su novela picaresca El buscón, y de Valladolid, y adquirió conocimientos de
francés, italiano, árabe, hebreo y griego, de filosofía y teología. Muy joven, se
escribió con el escritor flamenco Justo Lipsio, teorizador del estado autoritario y
armonizador del estoicismo con el cristianismo, corriente neoestoica de la que
participó Quevedo.
Su dedicación intelectual admitía otras facetas. Experto esgrimista pese a cojear
por un defecto de nacimiento, intervino en duelos y al parecer mató a un hombre.
Tenía más defectos, como la miopía o la tendencia a engordar, lo cual no le impedía
zaherir a otros por sus fallos físicos, como al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón,
pelirrojo y corcovado, nacido en Méjico. Su vena satírica le ganaría muchos
enemigos.
Al revés que Cervantes y Lope, se implicó en la política, sin dejar de escribir
ensayos, ficción y poesía. Teniendo 33 años lo reclamó el virrey de Sicilia, su amigo
* * *
Hay significativas coincidencias en la peripecia vital de estos tres autores, tan
ilustrativos del cambio de siglo. Compartían un talento excepcional y afición al arte
en una época sin expectativa de mayor ganancia por sus escritos, que, en cambio,
podían ocasionarles serios disgustos.
Muchos escritores apenas habrían subsistido sin la ayuda de mecenas, que, por
suerte, no faltaban. Uno de los más notorios fue el lucense Pedro Fernández de
Castro, conde de Lemos, que ostentó entre otros los cargos de presidente del Consejo
de Indias y del de Italia, virrey de Nápoles y Alguacil mayor del reino de Galicia, y
trató en vano de romper la supeditación de Galicia a Zamora en las Cortes. Él mismo
fue un literato menor y reunió en su palacio de Monforte de Lemos una copiosa
biblioteca y una academia literaria. Fue amigo y favorecedor de Lope, Cervantes,
Góngora y Quevedo, todos los cuales le dedicaron sentidas frases de reconocimiento.
A él dirigió Cervantes sus últimos versos en su obra póstuma Persiles y Segismunda:
«Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias [angustias] de la muerte, / gran señor,
ésta te escribo.[…] El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas
menguan…».
No menos fueron los tres hombres de acción, y conocieron la cárcel por dentro.
La historia de Cervantes vino marcada por la mala suerte y una tardía popularidad; la
de Lope por sus amores y amoríos, y la de Quevedo por sus intervenciones políticas.
Los tres fueron poetas, dramaturgos y novelistas de aguda percepción y pensamiento
subyacente; Quevedo, además, erudito y ensayista filosófico y político.
El mundo literario español, particularmente el de Madrid, estaba bien poblado de
talentos de todos los niveles, entre los cuales proliferaban las sátiras, las disputas, las
murmuraciones y las ofensas. Los tres fueron escarnecidos, a menudo con virulencia,
y ellos participaron en el juego, Cervantes en menor medida: formaba parte del oficio
que, no obstante, tenía compensaciones en el trato sociable, con frecuencia en
tabernas, y al que debe de referirse Cervantes en su despedida al borde de la muerte:
«¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy
muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida!».
Contra el tópico de que sólo los niños de alta posición recibían enseñanza, el caso
de Lope y Cervantes —o el de Contreras— indica otra cosa. Los tres comparten una
* * *
En 1616 se agrietó la paz en el norte de Italia, por el ataque de Saboya y de
Venecia, que cogía en tenaza el Milanesado. Los nacionalistas italianos creían al
«monstruoso cíclope español […] tísico por el largo ocio de Italia y por la fiebre ética
de Flandes, un elefante que tiene el ánimo de un pollito». Para 1618 Saboya y
Venecia estaban vencidas y exhaustas por el «pollito». Madrid, conciliador, impuso
condiciones suaves y consintió a Venecia el control del Adriático, para exasperación
de Osuna.
Y ese mismo 1618 echaba a rodar en la lejana Bohemia una bola de nieve que se
haría gigantesca, dañaría a toda Europa y acabaría con el predominio hispano. El 23
de mayo unos delegados calvinistas tiraron por la ventana del castillo de Praga a tres
políticos católicos (segunda Defenestración de Praga: se salvaron por caer sobre
estiércol) y reclutaron un ejército contra el emperador Matías, sucesor del débil
Rodolfo II. Así comenzó la Guerra de los Treinta Años. Un nuevo emperador,
Fernando II, pidió ayuda a Madrid, los protestantes la pidieron a diversos príncipes e
incluso a Turquía. Spínola ocupó parte de Renania y el embajador español en Viena,
Íñigo de Oñate, explotó las divisiones entre protestantes. La victoria católica en la
Montaña Blanca, en 1620, pudo haber terminado la cuestión, pero en 1625
Dinamarca, sufragada por Francia, intervino en ayuda de los luteranos pensando
ocupar zonas del norte de Alemania. La acción danesa duró hasta 1629, cuando el
general católico Wallenstein la rechazó y ocupó Jutlandia, aunque no pudo tomar
Copenhague, y el rey danés Cristián IV renunció a la lucha a cambio de conservar su
reino.
De momento, la guerra sólo había costado dinero y pocos hombres a España. Al
pasar el trono a Felipe IV, el nuevo valido, Olivares, hubo de encarar el fin de la
tregua con Holanda, el embrollo alemán y la agresividad francesa, y adoptó una línea
más agresiva que la de Lerma. En Flandes, una Holanda reforzada no sólo replicaba
con eficacia sino que atacaba las posesiones lusas y a Filipinas. En 1624 tomó San
Salvador de Bahía, en Brasil, aunque España la recuperó al año siguiente, como
también capturó Spínola la plaza fuerte de Breda, hecho inmortalizado por el célebre
cuadro de Velázquez. Pero en 1628 la armada holandesa sorprendió en Cuba a parte
* * *
El segundo decenio bélico empezó con la intervención sueca en Alemania,
también pagada generosamente por Richelieu. Pese a no alcanzar los dos millones de
habitantes, Suecia se había hecho hegemónica en el Báltico, cuyas orillas alemana y
polaca deseaba ocupar. Su rey Gustavo II Adolfo, talentoso militar que había resistido
a Dinamarca y vencido a Polonia y a Rusia, marchó triunfante por el imperio. En
1632 ganó la batalla de Lützen, pero perdió la vida en ella. Su ejército siguió
victorioso bajo el general Gustavo Horn, hasta que en septiembre de 1634 chocó con
los hispanoimperiales en Nördlingen, y fue completamente aplastado, junto con sus
auxiliares germanos, gracias al heroísmo de los tercios. Fue una de las últimas
grandes victorias de los tercios, y decisiva porque obligó a Suecia a renunciar al
dominio de Alemania, y a los príncipes protestantes germanos a aceptar el tratado de
* * *
De Westfalia salían como grandes triunfadores Suecia —dominante sobre el
Báltico y dueña de regiones alemanas, mientras Dinamarca perdía extensas
posesiones—, y sobre todo la Francia de Luis XIV, que sustituía a España como
poder hegemónico europeo. Holanda afianzaba su independencia, reconocida por
España en junio. Alemania había sufrido más que nadie (sólo los suecos arrasaron
1500 poblaciones). Se dice que por pestes, hambre y luchas murió un tercio de la
población, y la mitad de la masculina. Llegara o no a tanto, la catástrofe fue
apocalíptica.
Francia ganaba territorio aproximándose a sus límites actuales, y en el sur, gracias
a la revuelta oligárquica de Pau Claris, se quedaba con Rosellón y Cerdaña, donde
anuló los usos e instituciones catalanes y el empleo oficial del catalán. Felipe IV,
dado el descontento popular con los franceses, tomó Barcelona en 1652, volviendo a
España la mayor parte del principado. Además, Francia se anexionaba Alsacia y
Lorena, cortando el Camino Español a Flandes, por lo que Madrid continuó luchando
después de Westfalia. El Sacro Imperio, muy feliz de acabar su sangría, dejó sola a
España, que tanto le había ayudado antes. El conflicto, varios años indeciso, lo
resolvió una alianza franco-inglesa en 1657.
Pues entretanto Cromwell había ganado la guerra civil de Inglaterra, el mismo
año de Westfalia, no sin que surgieran en sus filas impulsos igualitaristas parejos a los
de anabaptistas y campesinos cuando la rebelión de Lutero. En enero de 1649,
Carlos I era decapitado tras un juicio preparado por sus enemigos, hecho
revolucionario en Europa. No era buena noticia para Madrid, pues Cromwell, político
y militar muy hábil, odiaba en especial a España. Dictador de hecho, atacó a Irlanda.
Su ejército parlamentario confiscó casi todo el territorio y lo repartió a los suyos,
desmanteló la naciente industria textil, las iglesias y las escuelas, provocó adrede
hambre y matanzas, y vendió como esclavos a entre doce y cuarenta mil prisioneros.
El rito católico fue suprimido y sus clérigos ejecutados apenas descubiertos. Se
* * *
En medio siglo España había pasado de la Pax hispanica a una situación ruinosa,
con un imperio todavía enorme pero sin energía, que podría recordar los versos de
Quevedo: «Y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuera recuerdo de la
muerte». No llegaba tan lejos la decadencia, sin embargo. El país había perdido el
rango de primer poder europeo y en cierto modo mundial, pero demostraría seguir
siendo una gran potencia.
El siglo XVII se presenta para España como un declive prolongado, no tanto en
territorio, pues la expansión imperial continuó por América, casi duplicando la del
siglo anterior, pero sí en los órdenes demográfico, económico y político.
Suele estimarse que, por efecto de las epidemias, Alemania perdió seis millones
de habitantes, Italia 1, 7, Francia, Inglaterra y Escocia tuvieron varias recurrencias, y
sólo la peste de 1655-56 acabó en Londres con 100 000 personas. Viena, Praga,
Nápoles y muchas ciudades más sufrieron igualmente, como también el mundo
islámico y China, donde una terrible peste remató a la dinastía Ming en los años
cuarenta. Tal vez influyó en todo ello la «Pequeña Edad del Hielo». En varias
ocasiones las cosechas se perdieron por veranos demasiado frescos, o alternativas de
sequía y lluvia excesiva.
* * *
Baltasar Gracián, hijo de un médico, nació en 1601 cerca de Calatayud, patria
también de Marcial, el ingenioso escritor satírico hispanolatino. Estudió en
Calatayud, en la Universidad de Zaragoza y en Toledo. Con 26 años se ordenó jesuita
y como tal enseñó en Calatayud, Valencia, Lérida y Gandía, llevándose mal con sus
cofrades de Valencia. En 1636 fue enviado a Huesca, donde publicó su primer libro,
El héroe, con apoyo de un mecenas local, Vincencio Juan de Lastanosa, un personaje
interesante: erudito, políglota, interesado por las ciencias y por la alquimia, que
lucharía en la guerra de Cataluña al frente de tropas de Huesca; coleccionaba en su
palacio un verdadero museo con cuadros de Tintoretto, Rubens, Ribera, Tiziano y
otros artistas célebres, monedas griegas y romanas, estatuas romanas, armas antiguas,
fósiles y piedras raras, etc. En su gran biblioteca de siete mil volúmenes,
mayoritariamente de temas científicos, reunía una tertulia literaria a la que acudían
varios de los mejores intelectuales aragoneses, incluyendo la monja poeta Abarca de
Bolea. Años después de su muerte, su palacio fue derribado y dispersada su
biblioteca.
Gracián formó parte de la tertulia de Lastanosa hasta 1639, cuando volvió a
Zaragoza y pronto a Madrid. En la corte se relacionó con los círculos literarios, un
ambiente bastante áspero, como indican las sátiras y disputas entre sus miembros, y
no fue bien comprendido en ellos. Allí publicó en 1640 El político, y preparó Arte de
ingenio, tratado de la agudeza. En 1642 pasó a Tarragona como vicerrector del
colegio jesuita, y ejerció de predicador de los soldados que lucharon en Lérida contra
el ejército franco-catalán. Enfermó y fue a curarse al hospital de Valencia, que
* * *
Pedro Calderón de la Barca nació en Madrid, de padre alto funcionario y madre
de origen noble alemán o flamenco. Vivió 81 años, y presenció el paso del declive
hispano a la franca decadencia con Carlos II. Estudió con los jesuitas en Madrid,
luego en las universidades de Alcalá y Salamanca, donde adquirió una vasta
erudición, reflejada en sus obras. Pronto aficionado a la poesía y la comedia, su
juventud fue algo turbulenta, habiéndose visto mezclado en un homicidio y en el
quebrantamiento de sagrado en un convento de monjas, al perseguir a un actor que
había dado una puñalada a un hermano suyo (a veces los perseguidos por la justicia
se acogían «a sagrado» en iglesias donde no podían ser arrestados). Esto le valió la
enemistad de un predicador que lo atacó desde el púlpito, y de quien se burló
Calderón en una comedia.
Su desahogo económico disminuyó a causa de pleitos por enmendar el testamento
de su padre, que se había casado en segundas nupcias al enviudar. Se le han atribuido
alistamiento en los tercios y combates en Italia y Flandes entre 1625 y 1635; si fue
así, se trataría de acciones ocasionales, pues hay constancia de su presencia en
Madrid por esos años. Sí es cierto que se distinguió como soldado en el sitio de
Fuenterrabía en 1638 y en la guerra de Cataluña en 1640, donde fue herido en el sitio
de Lérida, y no escatimará elogios de tinte democrático a los soldados: «Porque aquí
a la sangre excede/ el lugar que uno se hace/ y sin mirar cómo nace/ se mira como
pro-cede. […]. Fama, honor y vida son/ caudal de pobres soldados;/ que en buena o
* * *
De las tres biografías aquí esbozadas, sólo la de Calderón guarda similitudes
vitales con las de los tres autores citados unos capítulos atrás en relación con la tónica
cultural del cambio de siglo. Puede señalarse otra similitud más común: la cercanía,
al menos espiritual, de todos ellos con la Inquisición. A Calderón le llamó «poeta
inquisitorial» Menéndez Pelayo, por buenas razones, aunque no fue familiar del
Santo Oficio, como sí lo fue Lope de Vega. Esto obliga a replantear, como indica el
ya citado J. Dumont, algunas realidades habitualmente pasadas por alto. Como se ha
observado a menudo, la Inquisición no impidió el espléndido florecimiento cultural
de España en el Siglo de Oro (ni la abolición de la Inquisición, a principios del siglo
XIX determinó nada parecido a una eclosión intelectual). Pero no sólo no lo impidió,
sino que contribuyó a él. Muchos altos inquisidores se ocuparon en algo más que
perseguir herejes, también promovieron bibliotecas, escuelas, estudios y practicaron
el mecenazgo, faceta que no suele citarse. El Greco y Zurbarán, entre otros,
recibieron encargos o fueron protegidos por los dominicos; el oficial valenciano de la
Inquisición, Vicente del Olmo, escribió algunos de los infrecuentes libros de
geometría en España; Jerónimo Zurita, el célebre historiador aragonés, fue secretario
* * *
La producción de Calderón es muy varia en temas, tonos, géneros y tensión
dramática (comedias de enredo, de amor, filosóficas, etc.). Casi siempre mantiene un
alto nivel poético, a menudo algo retórico, que priva la expresión de los personajes de
la naturalidad de Lope o del vigor de Shakespeare. En cualquier caso, interesan aquí
dos aspectos, el «popularizante», expresado sobre todo en El alcalde de Zalamea,
donde aparece el honor como propiedad de cualquier hombre que sepa apreciarlo y
hacerlo valer, don de Dios por encima de los linajes aristocráticos, y en materia del
cual el alcalde villano Pedro Crespo da lecciones a un aristócrata de los tercios, uno
de cuyos hombres ha violado a su hija. La opinión de un hombre común tiene el
mismo valor que la de un noble, pues «no hubiera un capitán/ si no hubiera un
labrador». El honor va ligado además a otras virtudes: la humildad, la cortesía, la
amistad. Y Crespo da a su hijo otros consejos: «No hables mal de las mujeres/ la más
humilde, te digo/ que es digna de estimación/ porque al fin de ellas nacimos».
En su obra quizá más conocida La vida es sueño, y en otras, enfoca la enigmática
condición humana en relación con los problemas de la libertad, la voluntad y el
destino, núcleo de la gran controversia católico-protestante. El delito fundamental del
hombre —el pecado original— consiste en haber nacido, su mayor enfermedad es él
mismo, que camina sobre su sepultura. La vida viene a ser una ficción frenética, un
teatro donde los personajes, siempre distintos, se reparten papeles reiterados. La
voluntad y la libertad no bastan para abrirse camino en medio de ese caos, cuya salida
se encontraría mediante la esperanza en Dios. En otro tipo de comedias, como las que
tratan los celos u otras pasiones, sabe expresar la lógica consecuente que lleva al
desastre por basarse en premisas erróneas: se aproxima a la argumentación de la
tragedia griega, aun sin alcanzar la grandiosa ambigüedad de ésta, e incluso echa a
perder parte del efecto cuando parece justificar el crimen motivado por simples
sospechas de atentado a la honra. Calderón sería más y mejor apreciado en Alemania,
a partir de Goethe, que en España.
* * *
Velázquez realizó su obra en una época de grandes pintores, particularmente en
Flandes, Holanda, Italia (algo en descenso después de Caravaggio) y España. Fue
contemporáneo de Rembrandt, de Rubens, de Vermeer o, entre los españoles, de
Zurbarán, Murillo y Ribera.
Si la relación de la realidad con la literatura nos parece bastante evidente, por más
que indefinible, aún más indefinible con la pintura: ésta no ocurre en el tiempo, como
el relato literario, sino que arrebata al tiempo sus escenas, inventadas o realistas. Esas
escenas reflejan tanto una realidad como la personalidad del artista. Según algunas
teorías, es la relación entre la subjetividad y la sociedad de la época lo que da valor a
una obra artística, pero de ser así no despertaría en las personas de siglos distintos
más emoción que la que produce una herramienta o un contrato de compraventa
antiguos. Parece más adecuado suponer que el valor de la obra estriba en la capacidad
del autor para transmitir su visión subjetiva e impactar con ella la subjetividad del
espectador, en un plano no racional. Y eso hace la obra de arte perdurable y
Desde un punto de vista amplio, el siglo XVII es crucial sobre todo por el nacimiento
del pensamiento científico. Aunque la ciencia parece tan connatural al hombre como
el arte, nunca antes, salvo parcialmente en la Grecia antigua, se había establecido con
la sistematicidad de este siglo, imprimiendo a la historia humana una fuerte
aceleración en conocimientos y poder. El pensamiento científico amplió
enormemente el dominio del hombre sobre el medio, facilitó invenciones y sería una
de las bases de la siguiente etapa de la expansión europea, llegada a su cumbre en el
siglo XIX.
Durante el siglo anterior, figuras como el noble danés Tycho Brahe, y sobre todo
el sacerdote polaco Nicolás Copérnico, avanzaron normas para la observación
sistemática del universo. Copérnico, mediante cálculos cuidadosos, estableció que el
Sol no giraba en torno a la Tierra, sino ésta y los demás planetas en torno al Sol. No
era una idea nueva, pues ya en Grecia y aun en la antigua India y en el islam algunos
habían especulado con ella, y durante la Edad de Asentamiento se había planteado de
manera ocasional en Europa. No obstante, se oponía tan crudamente al testimonio de
los sentidos que parecía absurda, máxime cuando filósofos científicos tan reputados
como Aristóteles y Tolomeo habían establecido el geocentrismo, al que se había
añadido una premisa algo mística: el universo se movía en torno a la Tierra inmóvil
porque en ella estaba el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. La idea de
Copérnico encontró oposición protestante y fue aceptada como hipótesis por
jerarquías católicas, pero luego las posturas se invertirían: los protestantes irían
aceptando a Copérnico, y Roma terminaría por prohibir su obra. De no mediar la
contienda religiosa, quizá Roma hubiera mantenido la actitud razonable de los
primeros decenios.
Se suele citar la «revolución copernicana» como un cambio radical filosófico,
psicológico y científico, por haber desplazado al hombre del centro del universo; pero
antropocentrismo y heliocentrismo no son incompatibles: la humanidad será siempre
el centro, por cuanto de sus capacidades y posición surgen las observaciones y teorías
sobre el universo. Y cabe concebir un universo donde todos sus puntos fueran el
centro, como sugería Nicolás de Cusa, o como en la superficie de una esfera.
El despliegue de estas ideas es bien conocido. Johannes Kepler perfeccionó las
observaciones de Brahe y la teoría de Copérnico; pero si alguien merece llamarse
padre del pensamiento científico es probablemente Galileo, no sólo por sus
invenciones y descubrimientos pasmosos, sino por haber asentado la concepción y
método científicos, como la sistematización del experimento o la noción, no nueva
* * *
La ciencia parece nacer, por una parte, del sentimiento religioso, mezcla de
maravilla y de miedo ante el mundo, ante la vida y la muerte, el paso del tiempo, etc.,
sentimiento motivador tanto de la especulación como de la observación. Con las
civilizaciones, la observación y la especulación se refinaron, tratando de interpretar el
gigantesco, variado y cambiante espectáculo del mundo en relación con la moral y
* * *
Se ha popularizado la idea de que el cristianismo rechazó la ciencia, y que ésta
sólo pudo consolidarse deshaciéndose de ligaduras religiosas. Pero si bien el
pensamiento científico se conforma apartándose un tanto de la filosofía y de la
religión, no puede ser casual su nacimiento en la Europa católica y protestante, ni la
contribución a la ciencia, en todo tiempo, de eclesiásticos y personas de espíritu
religioso. Una postura escolástica adjudicaba a la fe el acceso a verdades religiosas, y
a la razón el acceso a verdades de tipo más mundano. El pensamiento científico
desciende sin duda de la relevancia otorgada a la razón, pero va un paso más allá y
parece relegar a la misma razón a una posición complementaria, auxiliar de la
investigación empírica.
Si el pensamiento científico surgió en la Europa católica y en la protestante,
pronto ganó mayor impulso en la segunda, especialmente en Inglaterra, como
testimonian los éxitos de Isaac Newton, acaso el mayor científico de todos los
tiempos, y la fundación de la Royal Society, mientras la Academia dei Lincei
languidecía. Newton, entre otras muchas cosas, llevó a su mayor generalización los
avances de Copérnico, Kepler y Galileo, estableciendo las leyes del movimiento y la
ley de la gravedad, una desconcertante fuerza de atracción entre los cuerpos inertes
que explicaba tanto la caída de los cuerpos pequeños, a partir de cierta distancia,
hacia el centro de la tierra o de otros astros, como la estabilidad del sistema
planetario. A partir de ahí la comprensión del universo dio un paso de gigante. A la
cuestión de por qué se atraían los cuerpos replicó con la frase Hypotheses non fingo,
dando a entender que la ciencia se ocupaba de los hechos y las relaciones entre ellos,
no de sus causas; pero la pregunta era muy racional, y Newton dedicó, algo en
secreto, considerables y no fructíferos esfuerzos a contestarla. Por lo demás, el
científico, hombre creyente, imaginó un universo ordenado como un reloj (necesitado
de un «relojero» o Dios) y le atribuyó infinitud, rasgo divino y que contradecía la
propia teoría de la gravedad, contradicción por entonces difícil de percibir. No menos
trascendencia tuvo la formación de una comunidad científica que al principio
despertó burlas, la Royal Society para el estudio de las ciencias naturales, a la que
perteneció Newton, establecida en 1660, año de la restauración monárquica después
de muerto Cromwell. La Royal Society ha sido probablemente la asociación
científica más importante de la historia.
El hecho difícil de explicar, es que, pese a la decisiva contribución de la católica
Italia y de muchos eclesiásticos a la formación del pensamiento científico, el mundo
católico —con excepción de Francia— quedase retrasado con respecto al protestante.
* * *
Otro problema es el de por qué no tomó cuerpo en España el pensamiento
científico, pues el país quedó bastante más retrasado que Italia, no digamos que
Francia. El atraso no tiene que ver, por cierto, con la expulsión de judíos y moriscos,
como sigue sugiriéndose con tinte racista: dichas expulsiones, más la desconfianza
hacia los conversos y su postergación por los estatutos de limpieza de sangre, habría
aniquilado, se dice, la potencia intelectual de España; aunque, contradictoriamente,
Al morir Felipe IV en 1665, España estaba en crisis no sólo por sus reveses
exteriores, sino también por la sucesión en un niño, Carlos II, con taras físicas y
mentales. La desgracia no habría sido grave de existir una élite política de buena
calidad, lo que no ocurría. Quedó como regente la madre de Carlos, Mariana de
Austria, poco acertada en sus decisiones y nombramientos. Su primer valido, el padre
Nithard, carente de iniciativa, aceptó la independencia de Portugal y otros retrocesos
ante Francia; el siguiente, Fernando de Valenzuela, afrontó los problemas generales y
su propia débil posición recurriendo a una mayor corrupción e intrigas cortesanas.
España, que había sido capaz de arrostrar la coalición de las potencias emergentes
europeas y del Imperio otomano, se veía obligada a jugar con las rivalidades entre sus
enemigos —lo hizo con cierta habilidad— para no sufrir demasiadas pérdidas. En
1677, el declive pareció corregirse cuando el hijo bastardo de Felipe IV, Juan José de
Austria, dio un golpe militar, desterró a Valenzuela a las Filipinas y alejó del poder a
Mariana.
Juan José tenía tras sí un buen historial: en 1648 había derrotado una rebelión en
Nápoles y a los franceses que pretendían ocupar el reino; en 1650 había vencido otra
insurrección en Sicilia y arrebatado a los franceses plazas fuertes de la Toscana; en
1652 había recuperado Barcelona y en años siguientes la Cataluña peninsular. Como
gobernador de Flandes había logrado victorias sobre Francia, hasta que la
intervención inglesa invirtió la situación en Las Dunas. Había combatido
pasablemente en Portugal, pero en 1663 había perdido ante la alianza luso-inglesa,
siendo relevado por intrigas palaciegas. Sus méritos superaban a los de los demás
políticos y despertó una oleada de esperanza. Pero falleció a los dos años, con su
popularidad mermada por las intrigas y las epidemias, y por la mala paz de Nimega,
en la que Francia avanzó en su designio de conquistar Flandes, y España perdió el
Franco Condado. Los años siguientes vinieron señalados por intentos poco fructíferos
de reformas hacendísticas y por nuevas, y en general exitosas, agresiones francesas.
La paz de Rijswijk, en 1697, volvió a favorecer a Francia, que ocupó la mitad (Haití)
de la isla de La Española.
Con todo, el país fue capaz de hacer una «Recopilación de las Leyes de Indias»,
en 1680, recogiendo las anteriores, un auténtico monumento legal con normas de
gobierno, población, creación de ciudades, universidades «para desterrar las tinieblas
de la ignorancia», con cátedras de lenguas indias, prohibición de pagar a indios y
europeos en especie o en bebida, en lugar de hacerlo en salarios, prohibición de pagar
a los caciques en lugar de a los trabajadores, jornadas reducidas (ocho horas en
* * *
A lo largo del siglo XVII el mapa político de Europa cambió de modo sustancial.
Portugal se había separado de España, Holanda disputaba el mar a Inglaterra,
construía un imperio colonial en América y Asia, sostenía un comercio variado y
hegemonizaba el tráfico de esclavos. Inglaterra había consolidado su poder en
Irlanda, con menos dureza en Escocia, y triunfaba en el mar. Francia heredaba el
papel de España como superpotencia católica, y contra su expansionismo se aliaron el
Sacro Imperio, Holanda, Inglaterra, España, Suecia y Portugal, en la Guerra de los
NueveAños (1688-1697).Los turcos, todavía en 1683, habrían ocupado Viena de no
haberlo impedido el rey polaco Jan Sobieski. Suecia dominaba el entorno del Báltico,
así como provincias noruegas y danesas. La confederación polaco-lituana había
dejado de ser una gran potencia y caído en semianarquía tras la invasión sueca de
mediados de siglo, conocida expresivamente por «El Diluvio»; aun así pudo salvar a
Viena de los otomanos. Rusia, por el contrario, había sobrevivido al «Período de los
Tumultos» y a las guerras con Polonia y Suecia; una nueva dinastía, los Románof,
acentuó si cabe la autocracia y aplastó revueltas campesinas, pero convirtió al país en
el más extenso de Europa. A finales del siglo, Pedro I el Grande emprendía una
drástica y despiadada modernización; derrotado por Carlos XII de Suecia en 1700,
aprovechó una nueva guerra sueco-polaca para abrirse una estrecha salida al Báltico,
donde, en 1703, comenzó a construir San Petersburgo.
España, a su turno, había pasado de protagonista a objeto de apetencias foráneas.
Así, al fallecer Carlos II en 1700, se abrió una aguda crisis internacional, pues la
sucesión a su trono iba a pesar en el equilibrio del continente. Luis XIV de Francia y
el emperador Leopoldo I de Austria alegaban derechos: las madres de ambos eran
princesas españolas hijas de Felipe III, y sus esposas eran a su vez hijas de Felipe IV.
Si la sucesión recaía en el hijo de Luis XIV, éste reinaría sobre Francia y España,
perspectiva inaceptable para Holanda e Inglaterra. Y si el sucesor era Leopoldo I o su
* * *
Hasta el reinado de Carlos II persistió en España un nivel considerable de
reacción ante los retos y auténtica brillantez artística y literaria, pese al deterioro
económico y demográfico. A partir del citado rey, el descenso de España se ahonda
en el terreno político y militar y se extiende a la cultura. El formidable impulso
tomado por la nación desde los Reyes Católicos parecía agotado. Este declive pudo
haber sido pasajero, pero se transformó en una prolongada decadencia general.
También entraban en decadencia Polonia, Suecia y Holanda, en vivo contraste con el
auge francés e inglés.
Puede calibrarse la decadencia comparándola no sólo con los países exitosos, sino
con su propio Siglo de Oro. Durante la época entre los Reyes Católicos y Carlos II,
España no cesó de producir numerosos personajes de gran talla en la política, las
artes, el pensamiento, la milicia, la literatura, la religión, las exploraciones y
conquistas. Desde finales del XVII, y durante dos siglos más, descuellan pocas
figuras de primera fila. El nivel general no fue despreciable, pero sí mediocre, y el
país sólo en pequeña medida se sumó al despliegue científico y tecnológico.
Decadencia, a pesar de que hubo ciertas mejoras. Bajo Carlos II y durante el siglo
XVIII, el país se recobró demográfica y materialmente, pero su productividad cultural
bajó. España pasó entonces de unos 7, 5 millones de habitantes a 10, 5, gracias a
medidas racionalizadoras de origen francés, menor incidencia, por causas
desconocidas, de las epidemias y a un mayor conocimiento de la economía, pues la
riqueza del país también aumentó. Durante milenios, los saberes económicos no
El siglo XVIII europeo es conocido como época de la Ilustración o «de las luces»,
para la que se han dado fechas diversas, extendiéndola a la primera mitad del siglo
XVII o restringiéndola a los últimos tres cuartos del XVIII, cerrados por la
Revolución Francesa o por Napoleón. Suele definírsela como una época en que primó
la razón («Edad de la Razón»), facultad humana capaz de explicar el mundo y la
sociedad, con profundos efectos de progreso social y político. La Ilustración abarcó
desde Portugal a Rusia y de Italia a Escandinavia, como otrora los monasterios, el
románico, el gótico y el humanismo, exceptuando de éstos a Rusia. Sus focos
creativos fueron Gran Bretaña, Alemania y Francia. Su arte peculiar, el neoclásico,
originado en Italia, se inspiraba en la cultura grecolatina, interpretada con restricción,
y buscaba construcciones racionalistas, «lógicas», excluyendo lo meramente
ornamental. Proliferó el desnudo idealizado, muestra del interés y admiración del ser
humano por sí mismo. Sus críticos posteriores lo encontrarán frío, algo artificioso y
poco emotivo.
Se ha atribuido a la Ilustración la apertura de una «opinión pública» y un «espacio
público» mediante el debate de ideas, antes constreñido o impedido por la religión.
Lo mismo se ha dicho del humanismo, pasando por alto los siglos de disputas
teológicas y filosóficas muy agudas en el catolicismo, y el hecho de que no todos los
ilustrados repudiaban la religión. Por lo demás, la «opinión pública» se limitaba a la
de las personas que se consideraban ilustradas, excluyendo al «populacho».
Una prosperidad bastante generalizada engendró unas nutridas élites cultas,
afectas a la ciencia y llenas de curiosidad intelectual. Nunca se habían impreso tantos
libros ni hubo tantas tertulias y sociedades informales, vehículos de discusión libre y
transmisión de conocimientos e ideas: fue un siglo de efervescencia intelectual, de
cafés, clubs en Inglaterra, salones en Francia (regentados por mujeres aristócratas),
academias… La Académie Française había sido creada en 1636 por Richelieu a fin
de purificar la lengua, a imitación de la Accademia della Crusca florentina, que había
hecho del toscano el italiano modelo. Treinta años después Colbert había fundado la
Academia de las Ciencias, en pro de la afición y el prestigio científicos. Se
promovían concursos de literatura, ciencia y ensayo sobre temas políticos y sociales.
Francia marcó la pauta en el continente —no en Inglaterra— con sus modas e
instituciones culturales. Gracias a la difusión de periódicos y libros, y a la actividad
de sociedades abiertas o secretas, la especulación intelectual surtiría efectos políticos
rápidos y crecientes.
Nada de ello era demasiado nuevo: lo nuevo era su amplitud, diversificación,
* * *
* * *
Los ilustrados españoles mostraron casi nulo interés por los problemas
intelectuales planteados en Francia, Inglaterra y Alemania, a los que no aportaron
nada a favor ni en contra, limitándose a recoger y difundir lo que les pareció más útil
de ellos. Se ocuparon mucho de la economía, en un plano práctico y no teórico, más
mercantilista que librecambista, eco de su preocupación por el retraso español.
Apenas triunfante Felipe V, Melchor de Macanaz propuso un vasto plan de reformas
* * *
Si el siglo fue de recuperación material, no lo fue cultural. Se ha dicho que
España adquirió entonces su verdadero perfil de nación, tesis caprichosa, pues el
perfil existía de muchos siglos atrás; por el contrario, germinaron entonces factores
de desintegración nacional. Las efervescentes ideas, ciencia y técnica procedentes del
exterior vinieron acompañadas de una activa denigración del pasado español, curioso
resurgir de la leyenda negra cuando España había perdido su hegemonía, que en
cierto modo la había explicado. Frente a ello, intelectuales como Juan Pablo Forner
reaccionaron reivindicando las antiguas glorias y menospreciando o relativizando las
foráneas; otros aceptaban sin mayor crítica las invectivas francesas. Lo último se
explica porque el viejo pensamiento español estaba en el olvido —no concordaba con
el despotismo ilustrado— y porque la inferioridad intelectual, económica y técnica
española con respecto a Francia saltaba demasiado a la vista, e incitaba a explicarla
como herencia de un pasado poco digno de estima.
Para Forner, «infelizmente hemos nacido en una edad, que dándose a sí misma el
magnífico título de filosófica, apenas conoce la rectitud en los modos de pensar y
juzgar (…). Poco doctos en lo íntimo de las ciencias hablaron de todas
antojadizamente los Rousseaus, los Voltaires, y los Helvecios. Nada sirve, nada vale
en la consideración de dictadores tan graves y profundos, sino lo que se acomoda con
sus repúblicas imaginarias, con sus mundos vanos y con el antojo de sus delirios. No
hay gobierno sabio, si ellos no lo establecen; política útil, si ellos no la dictan;
república feliz, si ellos no la dirigen; religión santa y verdadera, si ellos, que son los
* * *
En el mediano panorama hubo una excepción, Francisco de Goya, uno de los
máximos genios de la pintura, al nivel de Rembrandt y Velázquez, a quienes
consideró sus maestros. Su talento le permitió vivir con desahogo, ya que le
solicitaban la Iglesia, los particulares y la corte, en torno a la cual vivió muchos años.
Podemos distinguir en el siglo XVIII dos grandes períodos: hasta 1775, comienzo de
la Guerra de Independencia de Usa, y desde esa fecha hasta 1815, final de las guerras
napoleónicas. En el primer período, lejos del ideal de paz perpetua, Europa sufrió dos
grandes guerras de sucesión, además de la española: la polaca (1733-1738) y la
austríaca (1740-1748), que, como la española, se generalizaron. España participó en
las dos, así como en la de independencia de Usa. Menor incidencia tuvo en la Gran
Guerra del Norte, del Báltico (1700-1721), y considerable en la de los Siete Años
(1756-1763). Estas pugnas remodelarían los mapas políticos de Europa, América y la
India, acabarían de momento con la expansión colonial francesa y definirían a
Inglaterra como primera potencia mundial, mientras Francia, siempre rica y fuerte,
caminaba hacia la revolución.
La potencia de España, aunque secundaria, derivaba de su imperio (al igual, pero
más acentuadamente, que ocurría con Holanda y Portugal), de su flota, que, una vez
recompuesta, pudo rivalizar en ocasiones con la inglesa, y de su capacidad para
obtener victorias en el viejo escenario italiano y en América frente a Inglaterra.
Del Tratado de Utrecht salió España estrechamente aliada a Francia, donde, desde
1715 reinaba Luis XV, sucesor del Rey Sol. En 1733, ante la Guerra de Sucesión
polaca, Madrid y París firmaron el primer Pacto de Familia, contra los Habsburgo,
cuyo candidato se impondría; Francia ganó la Lorena y España recobró
indirectamente Nápoles y Sicilia, que había cedido a Austria en Utrecht, y que
quedaban gobernadas por el futuro Carlos III, hijo de Felipe V. Rusia salió como gran
potencia.
El arreglo no trajo la paz a Centroeuropa. En 1740, la sucesión de Austria en
María Teresa, hija del emperador Carlos VI, causaba una nueva conflagración entre
Inglaterra, Rusia, Holanda y Austria por un lado, y Francia, Prusia, Suecia y España
del otro. España luchó en el mar contra Gran Bretaña, que miraba la América hispana
como un botín que podría caer en sus manos, al modo de buena parte del Canadá
francés.
Muerta la reina inglesa Ana en 1714, sin descendencia, había subido al trono el
príncipe alemán de Hannover Jorge I, que no se molestó en aprender inglés pero reinó
hasta 1727.Apenas nombrado, hubo de aplastar una rebelión jacobita procatólica en
Escocia (unos rebeldes fueron ejecutados y otros enviados como esclavos a las
colonias). Una nueva rebelión en 1719 dio pie a un intento de invasión española,
desbaratado por los temporales: sólo 300 soldados arribaron a Escocia, y fueron
vencidos junto con los highlanders, última presencia de tropas extranjeras hostiles en
* * *
Mientras proseguía este conflicto, relacionado con la sucesión de Austria, en 1743
se firmó el Segundo Pacto de Familia. En 1744 una débil armada española al mando
de Juan José Navarro rechazó y causó graves daños, cerca de Tolón, a una inglesa
muy superior en número y artillería. El almirante inglés Matthews y otros oficiales
serían destituidos, así como el jefe francés, al protestar Navarro por su tardía ayuda.
Los españoles hostigaron e hicieron bastantes capturas a los británicos, probando que
el país, poco antes despreciado en el mar, volvía a ser una fuerza respetable. Navarro
fue un buen matemático e inventó un código de señales que adoptaría la marina
francesa.
La Guerra de Sucesión de Austria terminó en 1748, siendo su resultado mayor la
confirmación de Prusia como gran potencia centroeuropea y aglutinadora del
nacionalismo alemán, bajo Federico II el Grande. Los demás implicados no sacaron
prácticamente nada, y España sólo algunas ganancias indirectas en Italia. Fue una
guerra casi sin vencedores ni vencidos.
La paz, insatisfactoria para casi todos, abocaría en 1756 a la Guerra de los Siete
Años, originada en Alemania y que, como las anteriores, pero con mayor intensidad,
afectó a América, la India y otras tierras y mares, por lo que se la ha considerado
primera guerra mundial, calculándosele la desusada cifra de más de un millón de
muertos en combate. El rey prusiano Federico demostró talento militar, pero, acosado
por Austria, Rusia, Francia y Suecia, perdió Berlín en 1759 a manos de los rusos, y
en 1762 estaba al borde de la catástrofe. Le salvó in extremis el fallecimiento de la
zarina Isabel I, cuyo sucesor, Pedro III, concertó la paz con Prusia, y también lo hizo
Suecia. Cambió así la marea bélica, pero los contendientes estaban extenuados y
acordaron una paz que dejaba en Europa las cosas casi como estaban, salvo que
Prusia, un año antes al borde del colapso, salía reforzada y dueña de Silesia. La
ganadora mayor fue Inglaterra, que ayudó a Prusia, expulsó a Francia de casi todas
* * *
El Imperio hispanoamericano siguió creciendo. Con la entrega de Luisiana por
Francia, más de la mitad de la actual Usa estaba bajo el poder —al menos nominal—
de España. Ante noticias de avances rusos desde Alaska e ingleses desde Canadá,
Madrid fomentó las exploraciones y fundaciones por la costa norteamericana del
Pacífico. El mallorquín Juan José Pérez llegó a la isla de Nutka, al lado de Vancouver,
y otra expedición confirmó en las Aleutianas la expansión rusa. Los contactos entre
Rusia y España, siempre escasos, se producían ahora al otro lado del mundo, con
peligro de choque. En 1789 el sevillano Esteban José Martínez se estableció en Nutka
y apresó algunos barcos británicos que trataban de imponer su bandera. Poco después
se construyó un fuerte guarnecido por una compañía de voluntarios catalanes; pero
Madrid ordenaría abandonarlo en 1795, por su excesiva lejanía y difícil defensa.
También se realizaron numerosas exploraciones científicas por América y el
Pacífico, las más destacadas la de Antonio de Ulloa y Jorge Juan, y la de Alejandro
Malaspina. Éste, marino italiano al servicio de España, hizo varios viajes a las
Filipinas, y en 1789 dirigió una expedición por las posesiones españolas y el Pacífico
* * *
La Revolución useña repercutió en Francia por dos vías: dejó a este país
fuertemente endeudado, y su ejemplo radicalizó a muchos ilustrados: sólo seis años
después de la Revolución de Usa estallaba en Francia otra, de estilo muy distinto.
No fue la miseria ni una tiranía excesiva la causa de la Revolución Francesa. El
absolutismo ilustrado tenía poco que ver con el totalitarismo posterior: no abarcaba la
mayoría de los aspectos de la vida personal, y lo limitaba la división interna por
aduanas, leyes, costumbres y dialectos. No por ello dejaba Francia de ser un país bien
cultivado y muy patriota, con potentes manufacturas, excelentes comunicaciones y
administración ordenada, que admiraban a sus visitantes y eran vistas en España y
otras naciones como un modelo. Sufrían más miseria los labriegos de Alemania, Italia
o España, y de los de Francía sólo un 17 por ciento carecía de tierra, en contraste con
* * *
Los diez años de revolución pueden resumirse en terror y matanzas, guerras y
ruina del país. Cada paso empujaba más allá en la «audacia», so pena de frenar el
impulso y derrumbarse. Fueron consagrados los tres valores libertad, igualdad y
fraternidad, de raigambre cristiana, inteligibles para cualquier persona y en extremo
sugestivos. Pero en los hechos la libertad fue negada a la gran mayoría, a menos que
siguiera a los radicales; no hubo igualdad entre la vertiginosa oligarquía dirigente y la
masa del pueblo, que sufría crecientes privaciones y hambre debido al desorden y a la
inflación inducidas por medidas disparatadas, y era alimentada con lemas cada vez
más extremos, indicándole «enemigos del pueblo» más o menos fantasmales; y la
fraternidad no sólo se negaba a quienes pensaran de otro modo, sino que tampoco
existió entre los revolucionarios, que se mataron generosamente entre sí. La consigna
* * *
Al comparar la Revolución Francesa con la useña sorprende que principios
parecidos hayan causado sucesos tan distintos. Podría atribuirse a no haber en Usa
obstáculos sociales propios del Antiguo Régimen, pero la intensidad de la sacudida
francesa no guarda proporción con esa causa. Salta a la vista una diferencia: en Usa
no hubo persecución religiosa, sino afirmación de las raíces cristianas y atenuación de
discrepancias entre iglesias protestantes y entre éstas y la católica. El Gran Despertar
useño tuvo tanta influencia como las ideas de Locke o Montesquieu, y pesaron allí
poco las de Voltaire o Rousseau. Esto evitó allí la epilepsia francesa.
La Declaración de Independencia useña fue también algo extraña: «Sostenemos
como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados
iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre
éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». No eran verdades: la
observación prueba que los hombres nacen desiguales por la posición, medios y
carácter de sus familias, y por los dones e inclinaciones que «los dioses han puesto en
ellos», como ya advertía Homero. Además, la igualdad y derechos no los extendían a
los indios y a los negros, que por algo apoyaron a los británicos. Si los hombres
nacieran iguales, continuarían iguales, pues las sociedades son creación suya. Por lo
mismo, sufre la idea de que los gobiernos se crean para garantizar los derechos, los
cuales por necesidad han de estar impresos en toda sociedad. No se trata, en fin, de
evidencias, sino de elaboraciones intelectuales producto de siglos de historia y de
reflexión sobre ella.
Interesa la «búsqueda de la felicidad». La felicidad, como la igualdad, es distinta
de la libertad, y a veces opuesta. En la Declaración useña, la felicidad aparece como
un impulso personal que el Estado sólo puede respetar. En la francesa, es el Estado
quien debe proveer la felicidad de los ciudadanos, posiblemente como herencia de
Rousseau y del despotismo ilustrado. Se buscaba la felicidad de los súbditos,
supeditando a ella la libertad, centrada en el libre albedrío, propia del escolasticismo
español y no sólo de él. La orientación francesa aboca al totalitarismo.
Pero tuvieran la base racional que tuvieren, las frases de la Declaración useña
iban a ejercer intensa sugestión sobre millones de personas, estimulando a un tiempo
las ambiciones personales y reglas para impedir a esas ambiciones e intereses destruir
la sociedad. Así, Usa alcanzó un equilibrio entre la iniciativa individual y la
cooperación, que le iba a proporcionar un dinamismo superior a otros países.
En paralelo con las revoluciones políticas mencionadas y sin relación directa con
ellas, la época final del siglo XVIII vio en Gran Bretaña una rápida sucesión de
inventos y perfeccionamientos mecánicos que afectaron a la industria textil, a la
metalurgia, la minería, los caminos y canales, las locomotoras… Al parecer, en la
España del siglo XVI Blasco de Garay había inventado una máquina de vapor para
propulsar barcos, que en cualquier caso no llegó a aplicarse, y a principios del siglo
siguiente Jerónimo de Ayanz, un prolífico inventor, habría patentado un ingenio a
vapor para extraer el agua de las minas. Como fuere, ni España ni otro país de aquel
siglo estaban en condiciones de explotar los inventos de modo acumulativo como la
Gran Bretaña del XVIII.
A esa acumulación de avances técnicos suele llamársele Revolución Industrial,
más bien una evolución sostenida que, al extenderse por Europa y Usa en el siglo
siguiente, iba a transformar la producción fundamentalmente agraria de Europa
Occidental en fundamentalmente fabril. Uno de sus efectos fue el de asentar en el
mundo, durante cerca de dos siglos, la hegemonía material europea a un nivel de
poder nunca antes alcanzado por otra civilización. Por ello he propuesto aquí llamar a
la época de Edad de Apogeo de Europa, que también podría llamarse Edad Industrial.
Básicamente, la Revolución Industrial consistió en el empleo de máquinas
movidas por fuerzas no humanas ni animales, sobre todo el vapor. Aristóteles había
indicado que la esclavitud desaparecería cuando la lanzadera del tejedor se moviera
por sí misma, es decir, probablemente nunca. Pero ello empezó a ser posible en 1784
cuando el escocés James Watt patentó la máquina de vapor, y en 1787, dos años antes
de la Revolución Francesa, el inglés Cartwright patentó un telar mecánico a vapor
que hacía exactamente lo que Aristóteles decía. Si consideramos el trabajo como una
esclavitud, aquello parecía anunciar una edad dorada en la que el conocimiento y
dominio de las fuerzas de la naturaleza harían que éstas trabajasen para el hombre y
quedase superada la maldición bíblica «ganarás el pan con el sudor de la frente».
Comenzaba la era de las fábricas que irían sustituyendo a los talleres manufactureros.
Los inventos británicos coincidieron con un maduro sistema financiero,
préstamos a bajo interés (el 5 por ciento) y una ya densa red de comunicación de
ideas y noticias, que permitieron convertir rápidamente las innovaciones en negocios
productivos. Inglaterra disfrutaba, además, de una masa de capitales atesorados
mediante el comercio, la explotación colonial y el esclavismo, y de una economía
unitaria, al revés que el resto del continente, donde las numerosas tarifas y peajes
* * *
También diferían demasiado las condiciones fuera de Europa, salvo en Usa, e
Hispanoamérica sufriría convulsiones parecidas a las españolas. Ha habido discusión
sobre las causas de que la Revolución Industrial no naciera en otras civilizaciones,
como la china, pero ésta, al igual que la España del siglo XVI, carecía del sistema
financiero, el difundido entusiasmo por el lucro, el individualismo y espíritu de
iniciativa y el sistema informativo necesarios, aun si no suficientes. Lo mismo pasaba
en la India, que durante el siglo XIX se convirtió en colonia inglesa productora de
materias primas para la metrópoli, la cual mantuvo una estricta separación racial y
evitó allí una industria que pudiera competir con la propia. Durante el siglo XVII, la
India había experimentado constantes luchas entre el Imperio mogol, el más
propiamente indio Maraza y el movimiento sij, grupo ecléctico entre el monoteísmo
tomado del islam y las tradiciones hindúes. Las grandes compañías holandesa e
inglesa instalaron y extendieron sus enclaves por las costas de la India y fueron
estrechando a los portugueses. Los franceses fundaron su propia compañía, que
ocupó a su vez zonas costeras. En el siglo de la Ilustración aumentaron las pugnas
entre las tres potencias por la hegemonía comercial. Los ingleses terminaron
desbancando a holandeses y franceses. Un talentoso y audaz aventurero inglés,
Robert Clive, venció a los franceses y luego a los mogoles en 1765, haciéndose con
Bengala y otras regiones, foco de la expansión inglesa por el subcontinente, que dejó
sólo pequeñas zonas a los otros europeos.
* * *
La expansión de la Revolución Industrial por varios países europeos se ha
atribuido a la incidencia del protestantismo, como otros fenómenos económicos, pero
tal teoría no parece muy sostenible, vistos los casos de Bélgica (la calvinista Holanda
se retrasó considerablemente), el Ruhr, en gran medida católico, luego Francia, más
tarde el norte de Italia, etc. Sí debe guardar relación con el cristianismo en general,
Otra consecuencia de la invasión francesa fue la pérdida del Imperio americano, por
el hundimiento de la potencia española y la imposibilidad de volver al absolutismo.
Sin dicha invasión, probablemente la independencia de las colonias habría llegado
más pronto que tarde, pero lo habría hecho de modo y con efectos distintos.
Desde el descubrimiento de Colón, algo más de tres siglos antes, se habían
sucedido muchas generaciones de gentes en América, cuya faz humana había
cambiado de forma radical. Ya vimos que, dada la naturaleza y la pobre tecnología
prehispánica, la población de entonces apenas llegaría a siete u ocho millones, y
después siguió una curva parecida a la de la metrópoli, de crecimiento lento, con
algún retroceso paralelo al de España en siglo XVII, mientras que el XVIII registró
un aumento más sostenido. Al alborear el XIX los habitantes debían de sumar entre
once y trece millones, algo más que en la metrópoli. La medicina y la sanidad habían
mejorado sensiblemente. En 1756 el médico inglés Jenner descubrió la vacuna contra
la viruela, causante antaño de terrible mortandad, y en 1779 comenzó la vacunación
en España y América. Carlos IV, que había perdido un hijo por esa enfermedad, y
Godoy, ordenaron en 1804 una campaña masiva de vacunación por todo el imperio, la
más completa del mundo en el siglo XIX. La dirigieron los médicos Francisco Javier
Balmis y José Salvany, alicantino y barcelonés, y la incidencia de la plaga disminuyó
rápidamente. Persistió la fiebre amarilla, transmitida también a España: su difusión
por mosquitos sólo fue descubierta en 1881 por el médico español (de Cuba) Carlos
Finlay.
Rasgo muy notorio de aquel enorme imperio fue su estabilidad y paz interna, con
raras y menores pugnas civiles, por más que en el siglo XVIII crecieran el
descontento y revueltas de cierta amplitud, debido al tipo mercantilista de explotación
colonial. Las sociedades eran cultas al modo europeo, como ha señalado la
historiadora Lourdes Díaz-Trechuelo. Tenían universidad veintiséis ciudades, con
programas tanto escolásticos como ilustrados. Las Sociedades Económicas de
Amigos del País expandían «las luces», y existían centros técnicos como los colegios
de minería de Lima y Méjico y academias náuticas en Buenos Aires y El Callao. Las
obras de Diderot, Voltaire, Rousseau —sobre todo éste—, Montesquieu, el abate
Raynal, etc., circulaban entre la oligarquía criolla, en la que resucitaban la leyenda
negra.
Los americanos, exceptuando pequeños núcleos, eran fieles a la corona. Los
criollos ostentaban la mayor parte de los cargos políticos, algunos aspiraban a
monopolizarlos, y entre ellos iban arraigando ideas americanistas y antiespañolas,
* * *
El primer promotor activo de la independencia de América fue el venezolano
Francisco Miranda, llamado más tarde El Precursor, un personaje extraordinario, de
amplios intereses intelectuales, aventurero, mujeriego, hombre de mundo que apenas
cesó de viajar e ilustrarse toda su vida, militar primero en el ejército español y
después en el revolucionario francés, buen conversador que trató a personajes de
primer rango, desde Washington a Catalina la Grande, Napoleón o Wellington, a
revolucionarios franceses, reyes y políticos ingleses, prusianos y escandinavos.
Cuando, bajo el mando de Gálvez, luchaba contra los británicos en la futura Usa,
debió de apoderarse de él la idea de separar políticamente América de España, a la
que consagró el resto de su vida: su incesante actividad y viajes tuvieron entre sus
objetivos el de conseguir experiencia y apoyos para tal fin. Soñaba con unir la
América española y portuguesa en un imperio hereditario bautizado Gran Colombia
en honor de Cristóbal Colón, gobernado por un «inca» (llamado así para atraer a los
indios), pero de instituciones más bien liberales; también pensó en fórmulas
republicanas. Para difundir la idea creó en Londres, en 1798, la Logia de los
Caballeros Racionales o Gran Reunión Americana, sociedad secreta a imitación de la
masonería, en la que entrarían muchos de los líderes independentistas.
Consciente del interés británico por Hispanoamérica, Miranda intrigó
reiteradamente en Londres, cuyo gobierno le pagó una pensión como agente suyo.
Buscó también ayuda en Usa, donde había intereses coincidentes con los suyos. En
1806 creyó madura la ocasión, reclutó mercenarios en los barrios bajos de
NuevaYork y con tres barcos y apoyo de algunos británicos, intentó sublevar a los
venezolanos; pero éstos le hicieron el vacío, y él retornó a Londres. Dos años después
volvió a la carga, aprovechando que Inglaterra y España seguían en guerra y el
gobierno inglés iba a enviar a Wellesley contra Hispanoamérica. Pero a los pocos
meses la revuelta española contra Napoleón inclinó a Londres a buscar alianza con
España, frustrando de nuevo a Miranda.
En América, los acontecimientos siguieron un proceso similar al de la metrópoli:
los intentos franceses de atraerse a los naturales fueron rechazados, y los
* * *
Las contiendas de América duraron 14 años, con tres etapas: hasta 1815, en que
España apenas pudo enviar refuerzos; desde esa fecha, en que la derrota napoleónica
permitió trasladar contingentes de importancia a América; y desde 1819, cuando los
independentistas ganan posiciones hasta su victoria final, en 1824.
En la primera etapa, los secesionistas chocaron con las tropas virreinales y las
poblaciones, mayoritariamente proespañolas. En Nueva España, el levantamiento de
1810 fue sofocado al año siguiente, e Hidalgo ejecutado como traidor. Tomó el relevo
* * *
Apenas ocupado el trono, Fernando VII anunció, al modo de Jorge III en relación
con las Trece Colonias, que jamás consentiría la secesión americana. Había
esperanzas, puesto que las rebeliones habían sido casi eliminadas con muy poca
intervención de la metrópoli. Pero si Jorge había fracasado reinando sobre la primera
potencia naval del mundo y gozando de una economía próspera, difícilmente
triunfaría Fernando, a la cabeza de un país postrado y con sólo restos de su marina;
aparte de que sus ansias absolutistas sólo podían agravar las divisiones en el Nuevo
Mundo, como en la propia España: la experiencia de autogobierno de las juntas y las
prédicas liberales no iban a ser fáciles de erradicar. No cabía ni pensar en enviar
expediciones simultáneas a Venezuela y al Río de la Plata, de modo que en febrero de
1815 zarpaba de Cádiz una flota con 10 500 hombres al mando del general Pablo
Morillo, para completar la pacificación de Venezuela y la posterior Colombia,
entonces Nueva Granada.
Morillo tomó los reductos de la isla Margarita y Cartagena, y sometió a juicio a
los responsables de la guerra a muerte bolivariana. En ella habían participado
numerosos criollos de clase alta, a muchos de los cuales hizo fusilar. Sin embargo, en
marzo de 1817, Bolívar volvió a desembarcar en Venezuela; tras algún éxito inicial,
en diciembre la mayor parte de sus tropas reembarcaron. Le surgieron rivales por el
caudillaje, y la lucha continuó entre celos y discordias, sin conseguir gran cosa. Pero
Morillo, escaso de recursos e incapaz de obrar como los rebeldes, que sin inhibición
alguna imponían tributos y reclutas manu militari, tampoco dominaba la situación. En
1818, Bolívar —a quien llamaban «el Napoleón de las retiradas»— se vio reducido a
la ciudad de Angostura, en el Orinoco. Allí, con optimismo, organizó a principios del
año siguiente un congreso para proclamar la independencia de la Gran Colombia.
Y entonces recibió una alentadora noticia y refuerzos cruciales. Éstos consistían
en unos miles de soldados y oficiales ingleses; la noticia fue la consolidación de la
independencia del Cono Sur, gracias al ejército de San Martín, que había realizado la
proeza de cruzar los Andes en 1817 y derrotar a los proespañoles en Chacabuco. Ante
las divisiones entre los independentistas sureños, O’Higgins había impuesto un
despotismo militar, y una segunda victoria en Maipú, en abril del año siguiente, había
asegurado el Cono Sur como base desde la que avanzar hacia el norte y cooperar con
Bolívar. Éste se había distinguido más por su perseverancia y crueldad que por su
talento bélico, pero entonces concibió un audaz plan que salvó para el futuro su
nombre como estratega: relegó la conquista de Venezuela e intentó la de Nueva
Granada, donde había menos tropas contrarias y un movimiento insurgente
* * *
Tras la guerra napoleónica, Fernando VII creó condiciones para otra, civil. El
historiador Carlos Seco Serrano ha contrastado el empeño de este rey por volver a un
absolutismo no ilustrado, con la contemporánea restauración francesa de Luis XVIII,
quien supo admitir muchos cambios antes revolucionarios y ahora evolutivos, y
conciliar diversos partidos, facilitando la recuperación bastante rápida de un país
arruinado (su sucesor, Carlos X, intentaría de nuevo el poder absoluto, hasta que una
revolución lo expulsó en 1830). Fernando sólo aceptó la Constitución de Cádiz en
1820, y forzado. Su insinceridad, no obstante, halló argumentos en el subsiguiente y
caótico Trienio Constitucional. La inestabilidad del Trienio provino de la división
liberal entre el grupo evolutivo o moderado y el sector exaltado, más o menos
jacobino. Éste, organizado en sociedades secretas, creía imitar la Revolución
Francesa, pero, falto de fuerza, sólo causó disturbios y una pequeña guerra civil. El
* * *
La diferencia entre moderados y exaltados-progresistas puede resumirse en que
los primeros tenían en cuenta realidades históricas y sociales que los segundos no
reconocían. Los moderados daban mayor peso a la corona, atribuyéndole parte de la
soberanía, preferían un sufragio censitario muy restringido, el proteccionismo
económico y el respeto a la religión. Los progresistas defendían la soberanía de la
nación representada en las Cortes, el sufragio universal, el librecambismo, una
desamortización radical, supresión del influjo eclesiástico y, cuando fuera posible, de
la propia monarquía (gran parte de ellos derivaron al republicanismo).
Algunas posiciones progresistas parecen más racionales, y sin embargo una y otra
vez —Trienio Constitucional, etapa de Espartero, Bienio Progresista del primer
O’Donnell, la Gloriosa y la República—, provocaban una epilepsia social que
impedía reconstruir el Estado, casi destruido por la invasión francesa. Los
progresistas, ayunos de pensamiento propio, se regían por ideas importadas,
reducidas a tópicos, y no tuvieron un solo pensador relevante; no atendían a la
realidad social, económica e histórica del país, al hecho de que su pretensión
* * *
El miedo tradicionalista al pensamiento libre quedó sintetizado, bajo
Fernando VII, en la tan citada frase de los rectores de la Universidad de Cervera,
única existente entonces en Cataluña: «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de
discurrir» (o «la funesta manía de pensar»). De todas formas, discurrir no fue
ocupación muy cultivada por unos ni por otros y, paradójicamente, los pocos
pensadores de altura fueron Jaime Balmes y Juan Donoso Cortés, ambos católicos y
tradicionalistas o muy conservadores.
Balmes, barcelonés, sacerdote y miembro de la Real Academia, «príncipe de la
Apologética moderna» según el papa Pío XII, murió joven, de tuberculosis, en 1848,
año de revoluciones en Europa. Se aplicó a refutar corrientes filosóficas en boga,
* * *
La mayor parte de este tiempo correspondió al romanticismo, un movimiento
estético, intelectual y político que, como la Ilustración, surgió en Alemania, Francia e
Inglaterra, y abarcó a todo el continente. También como la Ilustración, fue más débil
en España. Se le define como reacción contra la frialdad del sentimiento y las ínfulas
universalistas de los ilustrados. «Gris es la teoría, pero verde el árbol de la vida», dijo
Goethe en su Fausto, y según eso, los ilustrados representarían la teoría, el esfuerzo
racionalizante por entender el mundo, y los románticos la búsqueda de la intensidad
de la vida y una más profunda comprensión de ella a través del sentimiento, a veces
bajo la sospecha de que el hombre no soporta la verdad. Pero aunque el siglo XVIII
se había considerado «la edad de la razón», lo era sólo de un cierto concepto de ella
Los avances técnicos y científicos de los siglos XVII y XVIII se aceleraron en el XIX
en una catarata de invenciones, descubrimientos y nuevas fuentes de energía: hierro y
acero, petróleo y electricidad, máquinas herramientas, química, telégrafo y teléfono,
fotografía y cine, barcos de vapor y hierro, el automóvil, el avión, el submarino (éste
con participación de inventores españoles)… Los logros en medicina, no menos
espectaculares, aseguraron un aumento demográfico desconocido en la historia:
Europa pasó de 180 a 420 millones de habitantes, con masivas emigraciones, sobre
todo a América. La industria creció por regiones de Gran Bretaña, Bélgica, Francia,
Alemania, norte de Italia y Usa, con tarifas proteccionistas, menos la primera, que
gozaba de ventaja inicial. Adelantos acompañados de un florecimiento en filosofía,
ciencia, literatura y arte; y de un debilitamiento del influjo religioso.
De Europa surgieron nuevos imperios. África, antes defendida por selvas,
desiertos y pésimas comunicaciones, fue explorada y repartida entre Inglaterra y
Francia, en menor medida Bélgica, Portugal y Alemania (a España le tocarían trozos
menores junto al golfo de Guinea y de la costa sahariana). En Asia se amplió el poder
inglés sobre la India y otras zonas, Francia se hizo con Indochina, y Holanda
consolidó su dominio de la posterior Indonesia. En América, las posesiones europeas
eran pequeñas, excepto la gigantesca del Canadá. En el Pacífico los británicos tenían
la mejor parte, con Australia, Nueva Zelanda y otras islas; Francia ocupó varios
archipiélagos, y a España le quedaron algunos descubiertos en el siglo XVI, aparte de
las Filipinas. El Imperio británico triplicaba ampliamente la extensión de Europa.
Consecuencia de esta expansión fue el acoso y casi exterminio, a menudo
deliberado, de los pueblos pre civilizados de Usa, Canadá, Argentina y Australia. Por
otra parte, Inglaterra se convirtió, de la mayor potencia esclavista en la mayor
perseguidora de ese negocio. Gracias a su iniciativa la mayoría de las potencias
europeas lo abolieron, aunque en África los traficantes árabes y algunos europeos lo
mantuvieron largo tiempo.
Las civilizaciones china e islámica sufrieron asimismo la presión de Europa. A
mediados de siglo China prohibió el tráfico de opio que, organizado desde la India,
causaba estragos entre los chinos y grandes fortunas entre los negociantes británicos
y useños. Inglaterra, en nombre del libre comercio, reimpuso por las armas el
narcotráfico en dos guerras llamadas «del opio», y ocupó Hong Kong como base
comercial. Las derrotas chinas provocarían revueltas contra la dinastía de origen
manchú que gobernaba el país desde mediados del siglo XVII. Nuevas derrotas a
* * *
* * *
Una potente ideología de la época fue el nacionalismo, que, combinada con otras,
movería a grandes masas y transformaría el mapa político del mundo en los siglos
XIX y XX. El nacionalismo no inventa la nación, sólo transfiere a ella la soberanía
antes atribuida al monarca, por lo que es en principio democrático. Creció ligado al
liberalismo y al romanticismo, sin identificarse del todo con ellos. Solía hipertrofiar
el sentimiento patriótico, a veces a extremos delirantes, o lo creaba inventando la
historia, y a menudo trataba de expandir cada nación a costa de las vecinas.
* * *
La base de la doctrina liberal es la limitación del poder y la defensa de la libertad
del individuo, ideas que arraigan en una corriente tan antigua como la civilización
cristiana, en la que desde el principio dos poderes se limitaban mutuamente como ya
vimos: el espiritual —pero también político— de Roma, y el político —pero también
espiritual— de los gobiernos. Entre ambos hubo conflicto y complementariedad, que
afirmó una noción de la libertad personal y abrió un espacio bastante libre a la
controversia filosófica y política. Por lo que hace a España, la idea de esa libertad
aparece muy pronto, entre otras cosas en la temprana formación de unas Cortes que
templaban el poder monárquico, o en la concepción de la Monarquía Hispánica, con
contrapesos que obstaculizaban el despotismo, o en la escolástica tardía de los siglos
XVI y XVII. Quizá no fue un mero azar que el término «liberal» (como «guerrilla»)
pasara a otros idiomas, pese a que la contribución española a las ideas liberales
durante el siglo XIX fuera insignificante.
Las concepciones liberales se reflejan en las declaraciones oficiales de derechos.
Éstas no significan que antes las personas carecieran de derechos, desde luego, pero
sistematizarlos y hacerlos explícitos les dio un impulso más universal, aplicó la
igualdad ante la ley, eliminó las leyes privadas o privilegios y mermó la arbitrariedad
del poder.
El principio liberal puede entenderse como la bondad del individuo frente a la
maldad del poder, y así vienen a sostenerlo algunas versiones, próximas al
anarquismo. Pero la tendencia mayor estima que el individuo no es tan bueno que su
libertad sin trabas no aboque a la disolución social, ni el poder tan malo que no pueda
limitar razonablemente esa libertad. Un problema era la disyuntiva entre libertad e
igualdad, o la actitud ante el voto universal democrático, que provocaba temor a que
abonase una demagogia desenfrenada. Así, la tendencia dominante en el liberalismo
del siglo XIX no fue democrática, sino aristocrática: en España, Inglaterra y la
* * *
El liberalismo sufrió enseguida los embates del socialismo, basado en una idea de
la igualdad: las libertades «formales» y la igualdad ante la ley no aseguraban el bien
del individuo, sino sólo de algunos individuos, los de clase burguesa o capitalista. La
libertad política nada valdría sin la igualdad económica, y los teóricos propusieron
liquidar el régimen burgués y sustituirlo por otros donde el interés privado —base del
liberalismo— desapareciera, y la producción y distribución se hicieran sobre bases
igualitarias. Utopismos religiosos habían abogado por la supresión completa de la
propiedad privada, de la familia y del Estado, por la comunidad de mujeres, etc. Era
difícil pensar en alcanzar tal sociedad sin un poder mucho más fuerte que el de los
Estados conocidos, pues intervendría hasta en las inclinaciones íntimas de las
personas y anularía los efectos de milenios de civilización, como había deseado
Rousseau.
La arbitrariedad utopista irritaba a quien sería el máximo intelectual del
socialismo, Carlos Marx, cuyo pensamiento, de incalculable repercusión en el siglo
* * *
El racismo ganó muy amplio crédito. Cierto racismo espontáneo existe en todas
las sociedades y por lo común no reviste mayor importancia. El Antiguo Testamento
lo contiene, la expresión «bárbaros» aplicada por los griegos a los demás pueblos
puede entenderse en el mismo sentido, en el siglo XVIII Hume, Kant, Buffon, Raynal
y otros declararon a veces inferiores a los negros, a los amerindios o a los
hispanoamericanos. Pero estas expresiones cambian cuando se convierten en
doctrina. En el siglo XIX, los fantásticos logros culturales europeos abonaron la
noción de que demostraban una natural superioridad, pese a ser históricamente
recientes. La idea tomó un tinte presuntamente científico al relacionarse con el
darwinismo: la raza blanca sería la más apta evolutivamente. Uno de los primeros
teorizadores del racismo, el francés Joseph de Gobineau, afirmó a mediados del siglo
XIX, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, que éstas, la blanca,
la negra y la amarilla, creaban culturas particulares de distinto nivel, y que las
mezclas entre ellas producían una degeneración cultural. El nivel más alto
correspondería a la raza blanca, y dentro de ella al elemento germánico, descendiente
puro de los primitivos arios, mientras que los latinos y eslavos serían inferiores, al
estar mezclados. Estas ideas tomarían mucho vuelo en Alemania, Inglaterra y Usa. En
España condicionarían a los nacionalismos vasco y catalán.
Otra ideología que despegó entonces, aunque sólo cobraría fuerza en el siglo XX,
fue el feminismo. De la idea de los derechos humanos se desprendía la concesión del
voto e intervención en la vida pública a las mujeres. Esa orientación encontraba el
doble obstáculo de la mayoritaria indiferencia femenina y de cierta resistencia del
varón a la entrada de la mujer en un terreno que había sido una creación y evolución
masculina, por lo que veía dicha entrada como una intrusión que dañaba la vida
familiar al introducir en ella las tensiones políticas y apartar a las mujeres de sus
ocupaciones tradicionales. Además, la emotividad femenina se había mirado casi
siempre como una traba a la fría razón, por lo que favorecería la demagogia. No se
trataba tanto del trabajo fuera del hogar, pues en las sociedades agrarias las mujeres
casi siempre participaban en las faenas del campo, y la industria había empujado a
masas ingentes de ellas a las fábricas y las minas. Las demandas de igualdad política
evolucionarían hacia la ideología feminista, según la cual las diferencias sexuales
* * *
* * *
El conflicto puede dividirse en tres etapas: durante los años 1808 y 1809, los
éxitos hispanos obligan a Napoleón a intervenir directamente, sin resolver la
situación. Luego, hasta 1812, la situación permanece indecisa, aunque las resistencias
y guerrillas convertirán a España en «un infierno» para el ejército francés. La tercera
etapa, hasta 1814, es de derrota progresiva de los napoleónicos, ligada a su desastre
en Rusia.
* * *
A finales de 1809 los franceses se imponían. Dudando entre destruir a los ingleses
o asegurarse Andalucía, optaron por lo segundo. Tal vez erraron desde el punto de
vista estratégico, pero lograron así un éxito fácil: José fue recibido con inesperado
calor por los andaluces. Su carrera triunfal quedó frenada en febrero de 1810 ante
Cádiz. El asedio a la ciudad iba a durar dos años y medio, el más largo en Europa
hasta hoy. Cádiz guardaba una significación peculiar: la ciudad más antigua del
Atlántico y, después de Sevilla, el mayor nudo comercial con América. Allí se
afincarían pronto unas Cortes que aspiraban a definir el futuro de la nación.
Durante la nueva fase de la guerra, los ingleses siguieron en Portugal y los
franceses controlaron la mayor parte de España, de Guipúzcoa al Estrecho de
Gibraltar. Control precario, pues el ejército español no se rendía, y las guerrillas,
* * *
La atípica guerra mal llamada después de Independencia (el país era
independiente de siglos atrás), volvió a poner a España, pasajeramente, en el centro
de la atención mundial. Llamó la atención la capacidad espontánea del pueblo para
reorganizarse con juntas locales formadas por funcionarios, militares, intelectuales y
clérigos, una vez el Estado y el gobierno quedaron descabezados en Bayona; y la no
menor destreza para compensar los fracasos del ejército regular con la movilización
guerrillera. De las juntas han solido resaltarse sus rivalidades y personalismos, pero
éstos no impidieron por fin la coordinación y constitución de una Junta Suprema
Central. El dato esencial es el propio hecho organizativo, sin paralelo en Europa,
revelador de una insospechada vitalidad popular. Recuerda la facilidad con que los
conquistadores de América creaban órganos de gobierno sin romper la lealtad a la
metrópoli. Herencia acaso de la Reconquista.
La misma vitalidad revelaron las guerrillas. Después de decenios de ser
ensalzadas hasta las nubes y consideradas invención española (otros pueblos las han
utilizado, poco antes los useños frente a los británicos), se tiende hoy a
desvalorizarlas como meros auxiliares secundarios del ejército regular, o destacando
el bandolerismo que a veces las acompañaba. Cierto que ningún golpe de las partidas
puede ser decisivo, pero en gran número desmoralizan, distraen y minan al mejor
ejército, y en ese sentido sí se vuelven decisivos. Espoz y Mina, El Empecinado, el
cura Merino y muchos más golpeaban al enemigo y le impedían controlar grandes
extensiones. La lucha se volvió feroz por los dos lados, y cuando los franceses
hablaban de l’enfer d’Espagne, se referían a las guerrillas, no a las tropas inglesas o
españolas. Más de dos tercios del ejército francés hubieron de proteger las
comunicaciones, mermando drásticamente su capacidad operativa, prueba de la
eficacia guerrillera, aumentada por la coordinación de muchas partidas con las tropas
regulares. Sin las guerrillas, los franceses habrían dado cuenta, muy probablemente,
de los ejércitos anglo-portugués y español. El bandidismo derivó de las
circunstancias, como los saqueos por las tropas regulares; pero también fue
combatido por los jefes guerrilleros y militares más conspicuos.
En cuanto a los ejércitos, los napoleónicos sufrieron, además del aguijón infernal
de las partidas, de su heterogénea procedencia nacional y de los celos entre sus jefes.
Tuvo un papel más relevante del que suele reconocérsele la sufrida tropa portuguesa,
recuerda el historiador Cuenca Toribio; y la mejor cualidad de la española fue su
tenacidad para superar reveses y volver a la carga: no ocurrió como en el resto de
Europa, donde Napoleón libraba pronto la batalla decisiva con rendición oficial. Y
queda en el haber hispano la victoria de Bailén, de tal efecto estratégico y político.
* * *
La amplitud y empeño de la resistencia expone bien el sentimiento
antinapoleónico de la inmensa mayoría de los españoles. Aun así, optó por el
colaboracionismo una minoría compuesta de acomodaticios en busca de prebendas,
más un grupo ilustrado que creyó invencible al invasor y se dejó seducir por planes
progresistas… y por la recompensa esperada de su colaboración, que aceptaba la
anexión a Francia de parte importante del país y la satelización del resto.
Acomodaticios e ilustrados erraron sus cálculos, como a menudo ocurre en los
asuntos humanos, y todos ellos, conocidos como afrancesados, despertaron un odio
popular no difícil de entender. De ahí la apasionada repulsa, antes inexistente o débil,
hacia cualquier idea, moda o reforma sospechosa de origen galo, sin que se superase
la pobreza intelectual compartida en el siglo anterior por ilustrados y tradicionalistas
(hasta la experiencia guerrillera sería recogida y teorizada… por el prusiano
Gneisenau).
La invasión napoleónica asoló el programa reconstructivo de la Ilustración. Los
combates, las hambres y brotes de fiebre amarilla causaron cientos de miles de
muertos, quizá hasta medio millón. La agricultura, la ganadería y las manufacturas
quedaron devastadas, la marina arruinada, el ejército íntimamente dividido y la deuda
pública por las nubes. España salía agotada, sin condiciones para la industrialización
y como potencia ya muy secundaria. Y la radical división interna impediría un
resurgimiento como el de otros países.
Un efecto trascendental de la contienda fue la Constitución elaborada por las
La facilidad con que el general Pavía disolvió unas Cortes republicanas convertidas
en herramienta de demolición nacional, disimula la gravedad de una crisis extrema
que, de haber persistido, habría balcanizado al país. Después, el general Serrano
intentó enderezar la política asumiendo una especie de dictadura republicana, pero el
descrédito del régimen no lo permitía. Para reanudar la historia nacional era preciso
encontrar una solución que no repitiese la carrera de los últimos sesenta años hacia el
derrumbe. El político e historiador Antonio Cánovas del Castillo sacó la lección de
que la sociedad sólo podía equilibrarse por largo tiempo sobre los dos principios más
permanentes de su historia: la monarquía y las Cortes. Hombre realista, pensaba que
la política no debe aspirar a la plena realización de un ideal abstracto, sino sólo de
aquella parte de él que las circunstancias históricas hacen posible sin riesgo de que el
Estado se hunda en el caos, como había terminado ocurriendo en la etapa anterior. A
ese fin concibió una monarquía parlamentaria adaptada a la época, plasmada en el
Manifiesto de Sandhurst, que firmó el hijo de Isabel II, Alfonso, estudiante en esa
academia militar inglesa. El aspirante a rey se presentaba como «buen católico y
verdadero liberal», según el espíritu del siglo. La prensa publicó el documento el 27
de diciembre de 1874.
Previamente, Cánovas había urdido una red de intereses y convicciones en torno a
la restauración borbónica, ardua tarea, pues la dinastía había quedado muy
desprestigiada con Fernando VII e Isabel II. Cánovas vacilaba sobre el momento de
pasar a la acción, y el problema lo resolvió el general Arsenio Martínez Campos,
pronunciándose en Sagunto, uno de los escasos pronunciamientos conservadores, que
proclamó rey a Alfonso XII dos días después de publicado el manifiesto de
Sandhurst.
Martínez Campos había luchado en Cuba contra los insurgentes, donde había
constatado la enorme corrupción reinante en la isla y la necesidad de reformas, lo
cual le había hecho impopular entre los políticos y empresarios, resueltos a mantener
la situación tal cual. Vuelto a la península, había luchado contra los carlistas,
sometido varios cantones y apoyado a Pavía. Su pronunciamiento no encontró
resistencia, gracias a la labor previa de Cánovas de ganarse voluntades en el mundo
político y militar.
* * *
* * *
Pues el verdadero talón de Aquiles de la Restauración iba a ser esa guerra. En
1868, al abrigo de la «Revolución Gloriosa» en España, algunos rebeldes
proclamaron la independencia de Cuba y la abolición de la esclavitud. Contaban con
dos robustos aliados, Usa, que los ayudaba con el designio de dominar la isla antes o
después, y las enfermedades tropicales, que diezmaban a las tropas españolas. Fueron
precisos diez años para someter la rebelión. En 1879-1880 fracasó una nueva
insurrección y Madrid abolió la esclavitud… a medias, porque continuó unos años
más en formas disimuladas. Y en 1895 comenzó la contienda definitiva.
Cuba, como Filipinas, era parte de España en teoría, pero en la práctica los
naturales tenían menos derechos. La mayoría de los cubanos no deseaba la secesión,
sino autonomía e igualdad de trato. Aunque Cuba no era pobre, apenas tenía
industria, cuyos productos le suministraba sobre todo Barcelona en régimen casi de
monopolio, socavado por el intenso contrabando de géneros useños más baratos. De
hecho, por medio de inversiones, Usa englobaba cada vez más a la economía cubana,
y había propuesto a España, en balde, comprar la isla. Generales como Martínez
Campos y Polavieja preconizaban la autonomía como un modo tranquilo y
satisfactorio de llegar a una independencia inevitable y de mantener la isla al margen
del «destino manifiesto» useño. Cánovas, en cambio, adoptó una postura
intransigente, en la que entraban, además de sus prejuicios contra los negros y su
aversión a las apetencias anexionistas de Usa, la presión de hacendados e industriales
que tenían en Cuba un mercado privilegiado y mantenían el esclavismo. Éstos creían
posible someter cualquier revuelta, sin importar el coste, y se beneficiaban de una
* * *
Durante la Restauración comenzó un resurgimiento literario. El siglo XIX fue el
de la gran novela europea, desde Inglaterra a Rusia, donde, con Tolstói y Dostoiefski
alcanzó sus más altas cumbres. La figura de mayor enjundia en España fue el escritor
canario Benito Pérez Galdós, que representó lo que Balzac o Dickens en Francia y
Gran Bretaña, o Eça de Queiroz en Portugal, y con los cuales ha sido comparado. Se
percibe cierta relación entre el espíritu de estos escritores y el de sus países
respectivos, aunque Galdós escribió después de ellos. Inglaterra era la sociedad
triunfante, con su lado oscuro de pobreza y explotación de las clases bajas, abusos
coloniales etc., y Dickens manifiesta una conformidad esencial con sus valores. Sus
pinturas de la miseria tienen un fondo de épica y esperanza, pues sus personajes
logran superar duras pruebas, el final es feliz, el humor bondadoso y la tragedia se
reserva a algunos malos sin remedio. Balzac, incómodo con la Francia de una
restauración monárquica sin futuro, retrata una sociedad y personajes habitualmente
sórdidos, movidos por el dinero y el sexo, cuya dinámica suele conducirlos a la ruina
y la tragedia, pero descritos sin sentimentalismo ni pasión, casi como un estudio
* * *
Dos de estos nuevos movimientos fueron los nacionalismos catalán y vasco.
Hasta entonces, decía el líder catalanista Francesc Cambó, se componían de
tertuliantes tenidos por chiflados inofensivos. Cambó recuerda cómo, durante la
guerra con Usa, «Cuando salíamos del Círculo de la Lliga de Catalunya, encendidos
en patriotismo catalán, nos sentíamos en la calle como extranjeros, como si no nos
halláramos en nuestra casa, porque no había nadie que compartiese nuestras
preocupaciones». Pero eso empezó a cambiar: «La pérdida de las colonias provocó un
inmenso desprestigio del Estado, de sus órganos representativos y de los partidos que
gobernaban España», al tiempo que el capital repatriado de Cuba y Filipinas «dio a
los catalanes el orgullo de las riquezas improvisadas, cosa que les hizo propicios a la
acción de nuestras propagandas, dirigidas a deprimir el Estado español».
Esa propaganda, sumamente ofensiva, afirmaba que España iba «al naufragio, al
abismo», y era indispensable aflojar los lazos con ella para no verse arrastrados.
Inventaba comentarios de Madrid: «Bueno, hemos perdido Cuba y Filipinas, pero nos
* * *
Pasando a los movimientos obreristas, de cuyas ideologías ya hemos hablado, en
1864 se había fundado la I Internacional, por cuyo control habían peleado marxistas y
anarquistas, lo que terminó escindiéndola hasta ser disuelta en 1876, año de la
Constitución de Cánovas. Ya en 1868, año de la caída de Isabel II, habían nacido
núcleos anarquistas en Madrid y Barcelona, que se extenderían por otras regiones,
* * *
Las fuerzas arriba descritas nunca tuvieron potencia suficiente para vencer a la
Restauración, pero sometieron a ésta a una desestabilización permanente que terminó
haciéndola caer sin darles a ellas el triunfo. El progresivo derrumbe del régimen se
debió en parte a contar con pocos políticos de verdadera enjundia y ser asesinados
varios de los más capaces; en parte a intromisiones políticas del nuevo monarca,
Alfonso XIII, que reinó a partir de 1902 y abandonó la cautela y discreción de
Alfonso XII y de María Cristina; en parte a la mencionada «traición al liberalismo» y
hostilidad por parte de los intelectuales; y en parte a la demagogia con que a menudo
obró el Partido Liberal, chantajeando al sistema y obstruyendo medidas razonables
sólo por su origen conservador. En la interpretación histórica de los hechos ha
predominado la atención a los fallos del régimen, subestimándose en cambio las
amenazas que sufría o distorsionando éstas al atribuirles carácter democratizante o
modernizante. La verdad es que pocos regímenes habrían podido resistir tanto tiempo
un hostigamiento tan continuo e implacable. También se ha afirmado que el sistema
era rígido e incapaz de reformas. La realidad es que hubo intentos serios de reformas,
y reformas efectivas, pero nunca fueron aceptadas por sus enemigos.
Algunos datos pueden indicar la gravedad del desafío. En 1906, según volvían al
palacio real Alfonso XIII y Victoria Eugenia después de casarse, el anarquista Morral
lanzó una bomba sobre el cortejo en la calle Mayor de Madrid. Los reyes salieron
ilesos, pero unos treinta espectadores resultaron muertos, y casi un centenar heridos.
Morral pertenecía a la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, y Lerroux tuvo alguna
relación con el atentado, como expone en sus Memorias. El terrorismo fue incesante,
con cientos de atentados y sabotajes. No sólo Cánovas, sino también José Canalejas y
Eduardo Dato, ambos abiertos a las reformas y dos de los políticos más capacitados,
fueron asesinados por los anarquistas, que lo intentaron dos veces con Antonio Maura
y otras dos con Alfonso XIII, aparte de asesinatos de políticos menores y
funcionarios. Hubo episodios tan desestabilizadores como la Semana Trágica, la
insurrección de 1917 o la huelga de La Canadiense. Y finalmente el desastre de
Annual, en Marruecos.
En 1909, anarquistas, socialistas y republicanos estuvieron implicados en la
Semana Trágica de Barcelona. Con pretexto del envío de tropas a Marruecos, fueron
incendiados más de un centenar de edificios, sobre todo eclesiásticos, escuelas y
otros, desenterrados y expuestos a la burla cadáveres de religiosos, levantadas
barricadas, saqueadas las armerías, etc. Hubo de intervenir el ejército, y murieron 118
Mientras España seguía la evolución descrita, más allá de los Pirineos se acumulaban
nubarrones que los regeneracionistas no podían imaginar siquiera en su beata
fascinación por «Europa», es decir, por Francia, Inglaterra y Alemania. Al lado de
esos peligros, los problemas españoles eran casi insignificantes.
A pesar de su turbulenta historia, Escandinavia se mantenía como la parte más
tranquila del continente. En 1905 surgió un conflicto cuando Noruega, que tras las
guerras napoleónicas y por presión británica había pasado a unirse a Suecia, quiso
independizarse. Suecia movilizó sus tropas, pero una oportuna advertencia de
Londres le obligó a resignarse «pacíficamente» a la secesión.
Por contraste, en el centro-este del continente, los nacionalismos corroían a los
imperios. El otomano, llamado «el hombre enfermo de Europa», no superaba su
declive a pesar de algunos intentos reformistas. El ruso, con problemas internos algo
similares a los españoles, crecía económicamente con rapidez y gozaba de un
esplendor literario comparable o superior al del resto de Europa, y de un nivel
científico que a España le faltó, acaso porque en el siglo XVIII se había creado en
Rusia, y no en España, una Academia de Ciencias. No obstante padeció en
1904-1905 una gran derrota a manos de Japón, y una conmoción revolucionaria que
forzó medidas liberalizantes. Pero las tensiones europeas más difíciles de controlar se
concentraban en el «avispero balcánico», zona de fricción de intereses
austrohúngaros, otomanos y rusos.
Las peores amenazas venían de la rivalidad entre Gran Bretaña, Francia y el
II Reich alemán. Alemania trataba de aislar a Francia por medio de la Triple Alianza
con el Imperio austrohúngaro y con Italia; Francia maniobraba para envolver a su vez
a Alemania, dando lugar a la Triple Entente con Rusia y Gran Bretaña. Todos, menos
Rusia, eran regímenes parlamentarios más o menos liberales, muy interrelacionados
económicamente a través de las grandes compañías, con penetraciones de capital
mutuas y crecientes; y albergaban potentes grupos internacionalistas y
revolucionarios, salvo Gran Bretaña. Los marxistas teorizaron que el capital entraba
en una etapa nueva, llamada monopolista o imperialista, concentrándose según
predicción de Marx, proletarizando a la masa de pequeños propietarios y agravando
las crisis económicas, para terminar en una conflagración por el reparto del mundo.
Nada de ello real, pero sí la guerra.
Hacia 1912, cuando España afrontaba huelgas salvajes y atentados como el
asesinato de Canalejas, crecía la impresión de que no tardaría en estallar un conflicto
* * *
No sólo hubo revoluciones políticas. En el tránsito del siglo XIX al XX se
produjo una verdadera revolución científica y filosófica. Antes parecía que la física,
la ciencia por excelencia, sólo tenía que desplegar las ideas de Newton, de Maxwell o
Carnot y Clausius para completar un sistema majestuoso de leyes deterministas, que
explicaría el mundo a partir de conceptos que, salvo las algo misteriosas gravedad y
electricidad, resultaban familiares a la razón. Kant había forjado buena parte de sus
teorías sobre el universo newtoniano infinito, homogéneo, encuadrado en un espacio
y un tiempo intuitivamente firmes, que funcionaría como un reloj gobernado por la
necesidad, aunque dentro de él funcionase de un modo no del todo explicable la
libertad moral humana. Había problemas como la incongruencia entre algunos
conceptos newtonianos y otros electromagnéticos, o la débil luz nocturna pese a las
infinitas estrellas, pero nadie dudaba de que se irían resolviendo, y hacia finales del
siglo XIX se creía próxima una completa explicación científica del mundo.
Sin embargo, al profundizar en el inmensamente grande universo, como en el
enormemente pequeño átomo, se presentaron unos mundos extraños a las ideas que la
razón humana había forjado a partir de su experiencia y de sus sentidos. El átomo
resultó no serlo en el sentido de Demócrito, sino un compuesto de cuerpos aún
menores con un comportamiento por así decir irracional, en parte al azar e
impredecible, salvo a nivel estadístico, y que desafiaba los conceptos habituales de
causalidad y orden temporal, según establecieron Max Planck, Werner Heisenberg y
otros. Desde Einstein, el tiempo y el espacio dejaron de ser un marco por así decir
sólido para los fenómenos físicos, el tiempo quedó unido al espacio como una
dimensión especial, y la gravedad se explicó por algo tan ajeno a la experiencia
habitual como una curvatura del espacio-tiempo causada por la masa. La gravedad
misma sólo podía gobernar parcialmente el universo: a gran escala era incompatible
con la presunta estabilidad e infinitud de éste. Desde que, siglos y milenios atrás, los
sacerdotes de diversas culturas observaran el firmamento más o menos
sistemáticamente, pensando en su relación con los dioses y en cómo influiría sobre el
destino humano, el conocimiento había conducido a un mundo ajeno a la visión
intuitiva y sensorial, ininteligible, aun si aprehensible a través de las matemáticas y
manejable intelectualmente a partir de ellas.
* * *
En Occidente estos hechos carcomían la fe religiosa, que revirtió sobre las
ideologías, hijas bastardas de la razón, según acusaban los cristianos. Y planteaban el
conflicto entre razón y ciencia, apenas entrevisto hasta entonces. La razón es la
indispensable facultad psíquica de ordenar y jerarquizar lógicamente un mundo que
de otro modo se volvería una acumulación caótica de datos inconexos en los que sería
imposible desenvolverse. Pero, a su vez, los datos —el conocimiento de ellos—
desafían constantemente a la facultad ordenadora, y ante ese desafío, el hombre
tiende a preferir el orden aparente de la razón, que le proporciona una indispensable
calma psíquica y sensación de sentido de las cosas, rechazando la realidad que pone
en cuestión ese orden. Ortega y Gasset señaló ese conflicto al comentar la teoría de
Einstein: la idea de una razón todopoderosa conduce a la utopía, y «la propensión
utópica [nacida de un racionalismo remontable a Grecia] ha dominado en la mente
europea durante toda la época moderna», lo cual pudo llevar a la civilización
occidental «a un gigantesco fracaso. Porque lo más grave del utopismo no es que dé
soluciones falsas a los problemas —científicos o políticos— sino algo peor: es que no
acepta el problema —lo real— según se presenta; antes bien (…), le impone una
forma caprichosa». Por consiguiente, la razón no debía imponerse a los hechos
empíricos, sino admitirlos y ordenarlos en sistemas más amplios. No obstante, los
hechos nuevos de la ciencia planteaban un conflicto con la razón: resultaban
singularmente difíciles de comprender, y por tanto de integrar en un sistema
razonable y coherente.
Por su parte, el darwinismo había asestado, según creencia extendida, un golpe
decisivo a la religión, al explicar la presencia del hombre y de las demás especies no
como una creación directa de Dios, según afirmaba la Biblia, sino como producto de
un larguísimo proceso evolutivo sin objeto. No explicaba por qué esa evolución había
culminado (al menos de momento) en el ser humano, en lugar de perpetuar el nivel
animal, según había ocurrido durante cientos de millones de años; ni cómo el medio
ambiente seleccionaba a sus criaturas, ni la aparición de la reproducción sexual, etc.;
pero tales problemas, cabía esperar, se solucionarían con el tiempo, una vez
establecida la base teórica. Una potente derivación del darwinismo, aunque no
engendrase un partido preciso, fue la filosofía de Nietzsche. Éste acusó al
cristianismo de contradecir la ley biológica más elemental, la preservación de los más
aptos, cargando a la sociedad con una masa parasitaria de gentes que la naturaleza
* * *
La Generación de 1914 exhibirá actitudes y preocupaciones diferentes de la
anterior, siendo menos artística y más ensayística: Ortega y Gasset, Gregorio
Marañón, Salvador de Madariaga, Eugenio D’Ors, Manuel Azaña, Américo Castro;
novelistas como Ramón Pérez de Ayala o Gabriel Miró, el poeta Juan Ramón
Jiménez, futuro Premio Nobel, el inclasificable Ramón Gómez de la Serna, los
humoristas Julio Camba, o Wenceslao Fernández Flórez; y otros.
La mayoría de ellos comparte un resuelto europeísmo, admiración acrítica hacia
los tres países europeos más pujantes, modelos a imitar por España; también exhiben
una mayor estima por el racionalismo, preocupación por la prosa pulida y la obra bien
terminada y, entre los literatos, una concepción del arte en función de sus valores
estéticos y al margen inquietudes sociales, menos, hasta cierto punto, en Pérez de
Ayala. Parte de ellos se consideraban una minoría selecta que debía encauzar la vida
del país, empezando por la política, con orientación republicana.
Ortega, influido por la filosofía alemana de la época, fue, junto con Unamuno, el
filósofo español más conocido del siglo XX. No está, a su vez, muy alejado del
existencialismo. Parte de la «realidad radical» que es la vida, invirtiendo el «pienso,
luego existo» en «vivo, luego pienso». La razón no es puramente intelectual, sino
* * *
Un rasgo de la civilización europea ha sido la pugna constante de ideas en torno a
las cuatro cuestiones básicas de la filosofía, derivadas a su vez de la religión: qué es
el mundo («filosofía natural»), qué es el hombre (ética y política), qué hay más allá
de lo sensible (metafísica) y cómo alcanzar la verdad. Cuestiones presentes de un
modo u otro en todas las culturas, aun si en ninguna, fuera de la griega, abordadas
con tanta pasión y tesón. Las preguntas nunca han sido contestadas plenamente, y los
sistemas de ideas que pretendían abarcar la realidad siempre han resultado
incompletos o contradictorios, de ahí que a veces se haya dado por inútil la filosofía.
Pero ella ha contribuido poderosamente a conformar y evolucionar las sociedades
occidentales, y dado lugar al pensamiento científico, entre otras cosas. En el siglo XX
la inquietud filosófica originaría escuelas variadas, tales la fenomenología, el
existencialismo o el positivismo lógico y su desarrollo analítico (para el cual la mayor
parte del enorme esfuerzo filosófico griego y europeo habría encarado falsos
problemas).
En el pensamiento español sólo la segunda pregunta (qué es el hombre) y la
tercera (en forma de teología) ha recibido atención permanente, aunque irregular,
quedando las demás un tanto al margen, pues el hecho del conocimiento no suscitaba
demasiadas dudas, y la filosofía natural solía reducirse a la técnica y a un plano
secundario. No obstante, Ortega, D’Ors, Amor Ruibal, luego Zubiri, prestarían la
máxima atención a los avances científicos, que tuvieron muy en cuenta para su
elaboración filosófica.
Las fuertes peculiaridades histórico-culturales de España, tenidas por grave
defecto, exigían una aclaración. En la moda regeneracionista, quizá la explicación
más curiosa la diera Américo Castro, ya en los años cuarenta: la esencia de España se
formaría en la «Edad Media», y no a través de la Reconquista, sino de una supuesta
simbiosis de «las tres culturas, judía, musulmana y cristiana». Ni la época romana ni
la visigoda habrían sido españolas, y el triunfo cristiano, con expulsión de judíos y
moros, habría llevado a España a un marasmo subrayado por continuas guerras
civiles. La teoría iba más allá de la habitual añoranza por los comuneros, y es notable
por dos cosas: por la osadía con que desdeña los más evidentes datos históricos, y por
* * *
A la época de la ruina de la Restauración y de la dictadura en España,
correspondió en Europa Occidental una mezcla de euforia, reactivación económica
desde 1925, y crisis moral y política, sobre todo en las capas medias-altas. La gente
quería olvidar la durísima prueba de la guerra, se debilitaron los valores e ideales
tradicionales, todo lo antes considerado respetable y decente fue objeto de escarnio,
se impuso una especie de épica del estómago o del sexo. Fue desdeñado como nunca
lo burgués y pequeñoburgués, palabras de significado sumamente elástico y que en
gran medida apuntaban al cristianismo, y en los ambientes más dispares se admiraba
la Revolución rusa. Proliferaron las drogas y el alcohol, el exhibicionismo sexual, el
juvenilismo, el feminismo y los giros revolucionarios en política y en arte (las
vanguardias). Simultáneamente continuó la brillante efervescencia intelectual y
científica de preguerra en los círculos de Viena, Berlín, Oxford y Cambridge o
Copenhague, y París retenía su prestigio cultural. La diversión se convirtió en
industria gracias al cine y la radio, y el Estado se expandió imparablemente sobre las
sociedades. Llegó a Europa la cultura useña, a través del jazz y el cine sobre todo. En
Francia se llamó «locos» a aquellos años (années folles), también conocidos como
«los felices 20».
Para evitar la repetición de una guerra como la pasada, se creó en 1919 la
Sociedad de Naciones, foro de negociación internacional y de encauce de una mejora
económica mundial. No obstante, la paz establecida en Versalles era considerada un
Diktat humillante e injusto por Alemania. Francia, que había sufrido en su territorio
las mayores destrucciones, con pérdida del 10 por ciento de su población masculina,
para hacer pagar el coste a su vecino ocupó en enero de 1923 el Ruhr, principal
región industrial y minera de Alemania. Ésta padeció una inflación monstruosa, que
arruinó su economía hasta 1925 y creó una desmoralización generalizada. La
descomposición interna hacía temer a muchos un finis Germaniae tras sólo medio
siglo de existencia como nación unificada. Ello crearía un peligroso desequilibrio en
* * *
España fue entre 1923 y 1930 uno de los países europeos más tranquilos y
prósperos, bonanza que iba a invertirse en el decenio siguiente. Conviene advertir que
al llegar a este período la distorsión propagandística de la historia alcanza cotas
altísimas.
Las dificultades de Primo de Rivera no vinieron de los partidos que habían
acosado a la Restauración, sino de derechistas que con su corrupción o ineptitud
habían desacreditado al régimen constitucional, pero decían añorarlo. Conspiraron
políticos como José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá-Zamora o el conde de
Romanones, que creían buenos todos los caminos para mandar, según frase de
Cambó, y no vacilaban en buscar alianza con los mismos anarquistas; o militares
republicanos, o masones, o enfadados con los ascensos por méritos, a muchos de los
cuales calificaría de «sencillamente locos» Miguel Maura, quien jugaría un papel
mayor en la venida de la II República. Volvía aquella clase de locura a la que había
aludido Amadeo de Saboya. Alfonso XIII, de quien dependía legalmente Primo de
Rivera, pudo apostar por éste o inclinarse hacia sus enemigos, pero procuró nadar
entre dos aguas. El dictador proyectó un régimen que funcionase mediante un partido
conservador, la Unión Patriótica, y un partido socialista, pero el PSOE lo rechazó y
el primero no llegó a cuajar. Por otra parte estaba enfermo de diabetes, y al terminar
la década tuvo la ocurrencia de consultar su continuidad con sus colegas militares,
que le desautorizaron, como lo hizo el rey. Y en enero de 1930 se exilió a París,
donde murió en marzo.
Puesto que la dictadura había barrido las viejas plagas, sobre su herencia podría
* * *
Durante esos cinco años, Europa vivió cambios agitados. En 1929 la euforia de
los años veinte se trocó en depresión económica, con miles de quiebras de empresas y
desempleo de millones de personas. La propaganda comunista comparaba esta crisis
con el éxito de los planes quinquenales que industrializaban aceleradamente a la
URSS. Esta industrialización se hacía al precio, confesado, se sacrificar a una
generación y empleando masivamente trabajo esclavo, bajo una dictadura de partido
que absorbía literalmente a la sociedad, sometida al poder omnímodo de Stalin, una
vez éste se deshizo de Trotski y muchos más rivales mediante purgas masivas.
Hechos sabidos, pero enmascarados o justificados por la izquierda socialdemócrata y
el progresismo europeo.
Alemania sintió la crisis económica con la mayor crudeza, y se hizo más brutal la
pugna entre nazis, comunistas y socialistas, verdadera guerra civil fría. En 1933, el
mariscal Hindenburg, presidente de la república, nombró canciller a Hitler, jefe del
partido más votado, quien, llegado al poder legalmente, se aprestó a desmontar,
manipulando la ley, el entramado de la república, y proclamó el III Reich, régimen
totalitario que combinaba medidas socialistas con una estricta disciplina social,
persecución a comunistas y judíos y proscripción de la socialdemocracia. El nuevo
régimen ganó popularidad al eliminar con rapidez sorprendente el desorden y el paro,
orientó buena parte de la economía a la producción bélica y fomentó un espíritu
heroico en función de sus designios expansivos.
Hitler había proclamado el derecho del pueblo alemán a ocupar otros territorios,
principio no muy distinto del invocado por Usa en América o por el Imperio británico
(o por casi cualquier otro); sólo que en Europa chocaba con fuertes países y
poblaciones eslavas, lo que llevaría a guerras de grandes proporciones. Abandonó la
Sociedad de Naciones, juzgada un engendro judaico, desmontó los tratados de
Versalles y Locarno, amplió el ejército, militarizó Renania y reivindicó la región
sudete de Checoslovaquia, de mayoría germana. Las democracias lo observaban con
ansiedad y también alivio, pues Hitler había librado a Alemania de la amenaza
comunista y parecía dirigirse contra la URSS. Pero entre ambos totalitarismos se
hallaban Polonia y Checoslovaquia…
Por la misma razón, Stalin procuraba desviar la guerra hacia el oeste, para lo cual
modificó la táctica cominterniana de ataque frontal a la burguesía, volviéndola
conciliadora hacia los burgueses bajo el lema de defensa de la democracia contra el
fascismo. El fin era doble: empujar a las democracias a enfrentarse con Alemania, y
reforzar a los partidos comunistas convirtiéndolos en elementos dirigentes de
extensas alianzas, los frentes populares, de modo que el proceso creara condiciones
* * *
En España, fracasado el golpe de Mola, Franco salvó del desastre a los suyos
pasando tropas del ejército de África a la península mediante un puente aéreo y un
arriesgado cruce del Estrecho por mar. Con mínimas fuerzas aseguró la precaria zona
andaluza que había conquistado Queipo de Llano, subió hacia el norte siguiendo de
cerca la frontera portuguesa y abasteció a Mola de municiones, cuya falta le tenía al
borde del colapso. Contra leyendas, la parte decisiva del puente aéreo se hizo con
aviones españoles, sólo después intervinieron los Junkers alemanes. En noviembre,
Franco llegó a Madrid, y la guerra pareció a punto de acabar, pero sólo entró en una
fase nueva y más masiva. Pues el ejército izquierdista, reorganizado y provisto de
tanques, aviones, artillería y expertos soviéticos, frenó a los nacionales. Los
posteriores intentos de éstos por rodear a Madrid por el Jarama y por Guadalajara
fracasaron. Hasta noviembre, la intervención alemana e italiana había sido débil, pero
a raíz de la soviética aumentó notablemente.
El fracaso en Madrid dio lugar a una tercera fase bélica cuando Franco trasladó al
norte su ofensiva, y allí, también en inferioridad material —excepto en aviones—,
derrotó a los revolucionarios y al PNV entre abril y octubre del 37. Simultáneamente
desbarató las embestidas que el Frente Popular realizó por los frentes del centro
(Segovia, Brunete, Belchite y otras), explotando la inferioridad aérea y terrestre en
* * *
Después de la guerra permanecieron la mayoría de los Estados nacidos de la
contienda del 14, con variaciones fronterizas. Alemania volvió a perder Alsacia y
Lorena más el Sarre y extensas regiones del este, que pasaron a Polonia. La URSS
absorbió los Países Bálticos, la zona polaca que se había apropiado por el pacto con
Hitler, y trozos menores de Prusia Oriental, Finlandia, Checoslovaquia y Rumanía.
Las penínsulas Ibérica y Escandinava fueron más estables, la primera gracias a su
neutralidad.
Los años siguientes fueron terriblemente duros en casi toda Europa. Los campos
soviéticos de prisioneros de guerra causaron una tremenda mortandad, y menor, pero
también cuantiosa, los campos useños y franceses. Los alemanes fueron despojados
de derechos y posesiones en Francia, Bélgica, Holanda y Noruega, y sufrieron una
«limpieza étnica» en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Rumanía: alrededor de 13
millones tuvieron que desplazarse en condiciones que hicieron perecer a uno-dos
millones. Francia, Italia, Alemania y otros tuvieron que soportar hambre y miseria,
por no hablar de la Europa del Este, y duras estrecheces la misma Inglaterra. La
URSS había padecido más que ningún otro país, pero permaneció como
superpotencia militar. En 1947, ante la atonía económica europea, Usa concedió
préstamos a bajo interés, el Plan Marshall, que estimularon una reactivación. De este
modo Usa no sólo había salvado la democracia en Europa Occidental, sino que le
abría camino a la prosperidad.
Tal como tras la I Guerra Mundial se creó la Sociedad de Naciones para evitar
nuevas guerras, sin lograrlo, la Segunda alumbró, con el mismo fin, la Organización
de Naciones Unidas (ONU), bajo cierta tutela de los Cinco Grandes —Usa, URSS,
Gran Bretaña, China y Francia— con poder de veto sobre las decisiones adoptadas
por la mayoría. Pero la ideología marxista dominante en la URSS y en Europa
Central era por naturaleza expansiva y violenta (lo que no les impedía, como a Hitler,
* * *
La II Guerra mundial y los acontecimientos posteriores señalan el fin de una era,
la comenzada a finales del siglo XV por el descubrimiento del planeta desde España
y Portugal, y compuesta por las edades de Expansión y Apogeo de Europa. El
continente cedió la primacía política, militar, científica, económica y artística a Usa, y
política y militarmente quedó también en inferioridad con respecto a la URSS.
Ningún país europeo pudo contrarrestar las nuevas tendencias de un mundo que
varios de ellos habían convertido en un todo interrelacionado. Inglaterra,
aparentemente la gran vencedora, salía endeudada y políticamente supeditada a Usa,
perdida su antigua y determinante influencia, con su imperio en disolución. Conservó
un ejército importante y Francia reconstruyó el suyo, pero sus limitaciones quedaron
patentes cuando el presidente egipcio Náser nacionalizó el Canal de Suez: Francia,
Inglaterra e Israel atacaron a Egipto, y fueron detenidos en seco por USA y la URSS.
A fin de contrarrestar este declive y recuperar el poder perdido frente a las dos
nuevas superpotencias, en la postguerra comenzó un proceso de unificación europea
que impidiese nuevas contiendas entre sus naciones, contiendas por lo demás ya
Para España, los años de la contienda mundial y la posguerra fueron muy arduos. La
guerra civil había causado en torno a 270 000 muertos entre combatientes y víctimas
de la represión o de bombardeos, en una población de 25 millones, el 1, 08 por
ciento, lo que indica un conflicto de intensidad media-baja. Por comparación, Polonia
perdió el 16 por ciento de su población (la mitad judíos), la URSS más del 14 por
ciento, Alemania el 8,5 por ciento (los alemanes de otros países, salvo Austria, un
mínimo del 10 y un máximo del 20 por ciento), Yugoslavia cerca del 7 por ciento,
Japón el 3, 8 por ciento, China entre el 2 y el 4 por ciento. En cambio Francia perdió
el 1, 35 por ciento, Italia el 1, 02 por ciento, Reino Unido el 0, 94 por ciento y Usa el
0, 32 por ciento.
Aun sin haber sido una contienda especialmente asoladora, como a veces se la
presenta, la guerra española había devastado varias regiones y la revolución había
arruinado la economía en la zona del Frente Popular. La reconstrucción iba a ser
ardua, al quedar los vencedores endeudados y sin reservas financieras, consumidas
por los izquierdistas, que además saquearon y llevaron al exilio ingentes tesoros. Y
empeoraron mucho las perspectivas a los cinco meses, al empezar la II Guerra
Mundial.
Dada la ayuda de Alemania e Italia a los nacionales, España debía ponerse a su
lado, pero Franco ya había adelantado su neutralidad en 1938. Lo había hecho por
propio interés —no le convenía una invasión francesa y debía atender a la
reconstrucción—, y porque la experiencia de la I Guerra mundial le hacía esperar un
nuevo y desastroso empate de fuerzas durante años, que arruinaría a Europa
Occidental en beneficio de Stalin. Por eso, cuando Hitler y Stalin invadieron Polonia,
un país católico, reafirmó su neutralidad y llamó a restringir la lucha. Pero en 1940
varió el panorama al conseguir el Reich una serie de pasmosas victorias que creaban
un nuevo orden europeo, y nadie haría buen negocio quedando al margen de él. Así
vino a razonar Mussolini, que para su mal entró en la guerra. Franco, más cauto, se
ofreció a Hitler sin comprometerse del todo y con demandas territoriales en África.
Quería ganar la mayor recompensa posible y no deseaba un poder alemán excesivo
que satelizara a España. Respecto a Francia, la deseaba fuerte para compensar el peso
de Alemania, pero, contradictoriamente, aspiraba a crear un imperio español en
África a costa de ella. Iba a tener que bandearse a lo largo del conflicto en un difícil
equilibrio entre intereses opuestos y situaciones cambiantes.
Al seguir luchando Inglaterra, Franco extremó su prudencia. No simpatizaba con
* * *
La guerra europea primero y después el aislamiento internacional y la negación
del Plan Marshall, hicieron los años cuarenta difíciles para España, pero debe
deshacerse el mito de una década perdida, de hambre y represión sin más.
Desde 1939, los juicios por responsabilidades en la Guerra Civil se tradujeron en
unos 25 000 fusilamientos, cayendo bastantes inocentes al lado de muchos culpables
de crímenes a menudo sádicos. Otros tantos fueron conmutados a una cadena
perpetua que por lo común no duró más de seis años. Casi todos los izquierdistas se
reintegraron en la sociedad normalmente, y sólo los comunistas rehicieron sus
organizaciones, pese a sufrir el mayor peso de la represión. Los demás partidos de
izquierda, mucho menos perseguidos, abandonaron prácticamente su militancia.
Los comunistas, muchos entrenados en la resistencia francesa y algunos entre los
partisanos soviéticos, organizaron una guerrilla, el maquis, bajo condiciones idóneas:
presión internacional, hambre, ánimo de venganza por la represión franquista,
supuesto deseo popular de liquidar al régimen y casi seguridad de poder hacerlo
entonces. Debiera haberse creado una situación como la de Grecia, y sin embargo el
franquismo liquidó al maquis pese a la hostilidad exterior y a las penurias internas: la
mayoría de la población, contra lo imaginado por los antifranquistas, sostuvo al
régimen, considerado popularmente como barrera frente a una nueva guerra
fratricida.
Terminada la conflagración europea, España soportó un nuevo año de hambre en
1946, por las malas cosechas y el aislamiento exterior, pero la crisis pasó pronto, ya
que Argentina rompió el boicot internacional y envió trigo y carne a crédito. Franco
había calculado que las democracias y los países socialistas no se entenderían, por lo
que el aislamiento impuesto por la ONU a España fracasaría. Sin embargo, aun con la
Guerra Fría, el aislamiento había de persistir nueve años.
Tan arduas circunstancias fueron vencidas con tesón y la situación mejoró de
modo constante: la producción eléctrica y el número de teléfonos se duplicaron,
comenzó una intensa repoblación forestal y regadíos, la mortalidad infantil bajó, la
higiene y atención médica evitaron que el hambre de 1946 repercutiese en mortandad
por enfermedades, la cual descendió con respecto a la anteguerra. La esperanza de
vida al nacer pasó de 50 años en la República a 62 a finales de la década. El número
de maestros creció más aprisa que nunca, superando en más de un 50 por ciento a los
de la República, con mejor relación de alumnos por profesor. Para limitar la
dependencia del exterior, se practicó una política económica de «autarquía» o
autoabastecimiento: en parte imitaba la economía nacionalsocialista, tan exitosa
* * *
* * *
La oposición al franquismo, pues, fue escasa y casi toda ella antidemocrática. El
PCE, después de fracasar el maquis, optó por infiltrarse en los sindicatos, la
universidad y la intelectualidad. De acuerdo con su táctica tradicional, no enarbolaba
sus objetivos, sino las libertades y reformas de apariencia razonable, a fin de atraer
* * *
En febrero de 1971, el general Vernon Walters, comisionado por el presidente
* * *
La oposición había insistido en la amnistía, por descalificar al franquismo como
represor de las libertades. Al morir Franco había unos 400 presos políticos (770, en
otras versiones), cantidad baja para un país con 36 millones de habitantes y después
de las recientes ofensivas terroristas. El indulto al subir al trono Juan Carlos, en
noviembre de 1975, los había disminuido, si bien aumentaron por las violencias
posteriores. Los últimos 300 fueron liberados en tres amnistías. Ninguno era
demócrata, ni socialista, pese a lo cual nadie desmintió el bulo de que antifranquismo
equivalía a democracia.
El gobierno se había resistido a liberar a los presos con delitos de sangre, pero los
soltó tras una semana de frenética agitación en Vizcaya y Guipúzcoa, previa a las
elecciones del 77. Fue una primera claudicación. La ETA había alcanzado
popularidad en Vascongadas y menor, pero real, en el resto de España, debido a los
nueve años de adulación propagandística por parte de la oposición a Franco y de
parte de la prensa legal. Creían los colaboradores de la ETA que ésta haría de fuerza
de choque contra el régimen y que, desaparecido éste, dejaría contenta las pistolas.
UCD esperaba calmarlos o aislarlos socialmente con concesiones. Sin embargo, la
ETA no había pensado servir de carne de cañón a sus aduladores, a quienes
despreciaba. Y, como el GRAPO y otros, repudiaba la reforma, a la que el resto de la
oposición se había resignado.
Las dos ETAs se reponían y rodeaban de asociaciones paralegales que el gobierno
aceptó, esperando presionasen contra la violencia. Se extendió la idea de que el
conflicto se arreglaría con negociaciones, posición abanderada por el diario El País,
el ejemplo más destacado de la nueva prensa junto con la revista porno-política
Interviú. Nada podía satisfacer más a la ETA, por cuanto mostraba flaqueza de los
partidos, le daba esperanzas de alcanzar sus fines y justificaba el asesinato como
forma de hacer política. El PNV e, indirectamente, los nacionalistas catalanes,
explotarían la acción etarra para obtener más y más concesiones del Estado y
debilitarlo progresivamente.
Todo ello conectaba con la tendencia de Suárez y la UCD, una vez desbaratada la
* * *
El PNV, calmado al principio, había renunciado a su racismo sabiniano sólo en
apariencia. Su jefe Javier Arzallus impuso un separatismo que aprovechaba las
libertades para denigrar a España y la transición, y aprovechaba los atentados para
arrancar al gobierno concesiones que, decía, aislarían a la ETA. En Cataluña
predominó hasta 1980 el nacionalismo moderado de Josep Tarradellas, antiguo
extremista calmado por el exilio, que había dicho al escritor Josep Pla: «Si algún día
gobernase, no destruiría nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el país y
la estabilidad general». Jordi Pujol, su sucesor en la Generalitat, cambió a una
política antiespañola y no democrática, usó la intimidación administrativa y la del
* * *
Aprobada la Constitución, nuevas elecciones a Cortes, en marzo de 1979,
volvieron a dar la victoria a UCD. El PSOE y el PCE aumentaron algo su proporción
de votos, y el PSOE ganó Madrid, Murcia y Tarragona, así como las mayores
ciudades en los comicios municipales. Bajaban AP y los nacionalistas catalanes, y el
PNV retenía Vizcaya y Guipúzcoa. La ETA, a través de Herri Batasuna, sacó tres
diputados.
Suárez volvió a gobernar. El retroceso de la lucha antiterrorista desde la muerte
de Franco permitió que los asesinatos superasen la cifra insoportable del centenar en
1980; las víctimas eran vilipendiadas y enterradas casi a escondidas, y en la sociedad
vasca el miedo y la impunidad del crimen hacía huir a mucha gente. Francia seguía
amparando a la ETA. Las exigencias y propaganda separatista apenas hallaban freno.
La economía empeoraba: en 1975 la renta per cápita española había alcanzado el 80
por ciento de la media de la CEE, y en 1980 había descendido al 72 por ciento, pese a
la crisis de la misma CEE. Las huelgas se multiplicaban desde 1976 y la reconversión
industrial no podía ser abordada por temor a la movilización sindical. La incapacidad
del gobierno ante tales problemas generaba malestar en el ejército, y dentro de UCD
bullían los personalismos y deslealtades (algún ministro obraba como espía de
* * *
Durante los años de la transición española el marxismo continuó a un tiempo su
expansión y su crisis: ocupó Nicaragua tras derrocar al dictador Somoza, promovía
una guerra civil en El Salvador y multiplicaba los atentados en Argentina, hasta
recibir allí la réplica de un sanguinario golpe militar en 1976. Por África triunfaron
regímenes marxistas en el ex Congo francés, Angola, Mozambique y Etiopía; en ésta
provocó hambrunas gigantescas. También existía un régimen marxista en Yemen del
Sur, zona estratégica, con Etiopía, sobre la comunicación entre el Índico y el
Mediterráneo, y próxima al petróleo árabe. Angola y Mozambique sufrieron largas
guerras internas, como otros países africanos tras las independencias de los años
sesenta, y se convirtieron en centro de pugna entre Usa y la URSS, con intervención
de tropas cubanas al servicio de los soviéticos. En cuanto a la crisis, Mao murió en
1976 y, tras una corta lucha por el poder, volvieron a imponerse los revisionistas,
inspirados por Deng Xiaoping, ex purgado por la Revolución Cultural, pero la
relación con la URSS no mejoró. Y se dio el caso insólito de que Vietnam invadiese
* * *
El PSOE hizo la campaña electoral de 1982 bajo el lema «Cien años de honradez
y firmeza», faltando con osadía a la verdad. Publicitariamente, el lema era
espléndido, y conectaba de lleno con el anhelo de la sociedad, pero su eficacia sólo
podía descansar sobre una ignorancia histórica casi generalizada en el país y la crisis
de UCD. El PSOE ganó 10 millones de votos y mayoría absoluta en las Cortes. La
derecha derivó parte de su voto a AP de Fraga, que subió a 5, 5 millones. UCD perdió
casi 5 millones, quedando en 1, 5, y el PCE descendió de casi 2 millones a 850 000.
El PSOE ganó en todas las provincias excepto en Gerona (CiU), Vizcaya y
Guipúzcoa (PNV), y siete provincias de Galicia y Castilla-León (AP). La derecha
tardaría mucho en reponerse de su crisis, y los socialistas iban a sostenerse en el
poder catorce años.
En 1982 el PSOE estaba en condiciones de hacer casi lo que quisiera. Y algo que
hizo pronto fue intervenir Rumasa, uno de los mayores consorcios empresariales
españoles, asestando un golpe a la legalidad y al Tribunal Constitucional, cuyo
crédito se tambaleó al aceptar el hecho. Rumasa costó al Estado la suma fabulosa de
más de un billón de pesetas, y generó un chorro de corrupción. El PSOE, dueño de
los poderes legislativo y ejecutivo, se aprestó a controlar el judicial. Ante las críticas,
* * *
El suceso histórico más importante de los años ochenta fue el derrumbe del
bloque soviético en Europa, a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989. Durante
largo tiempo, los atroces sacrificios para construir el socialismo y el comunismo
pudieron parecer a muchos la medida de la sublimidad de la meta, perseguida a través
de una lucha titánica contra las oscuras fuerzas del pasado, de la explotación del
hombre por el hombre y de la religión; pero el resultado sólo fue una vida plomiza,
enyugada y pobre. La historia interna de la URSS había sido una sucesión de
vaivenes entre medidas colectivistas y aperturas parciales a la iniciativa individual,
sin alcanzar nunca un equilibrio. El fracaso de Jrúschof en superar a los países
occidentales dio paso, desde 1964, a Brézhnef, con quien los bandazos se aceleraron
hasta 1982.Tres años después, Mijail Gorbachof puso en marcha reformas que
suscitaron un afán liberalizador indigerible por el régimen. La clase política se
desmoralizó mientras la URSS perdía decisivamente la carrera económica y técnica
con Usa. Quedó de relieve que el sistema descansaba en la fuerza militar y la
vigilancia policial: al aflojarse ambas, el comunismo simplemente se desplomó, algo
que casi nadie había sido capaz de pronosticar.
La caída del bloque soviético tuvo relación con un cambio de política en el
mundo occidental, personificable en el papa Juan Pablo II, en el presidente useño
Ronald Reagan y, en menor medida, por el menor peso de Inglaterra, en la primera
ministra inglesa Margaret Thatcher. El Papa, elegido en 1978, cambió la orientación
dominante desde los años sesenta. Procuró un nuevo movimiento evangelizador a
escala mundial, entendimiento con otras religiones y mayor firmeza hacia el
* * *
* * *
A fin de acosar al gobierno del PP, Rodríguez empleó profusamente la
movilización callejera, a menudo violenta, alimentada con informaciones dudosas o
falsas, hasta rondar la desestabilización. Así contra la reforma educativa, o so
pretexto de un derrame de petróleo en las costas gallegas, y con motivo de la guerra
contra la dictadura iraquí en 2003. El año 2001, el terrorismo islámico había
destruido las Torres Gemelas de NuevaYork, uno de los más rutilantes emblemas del
poderío useño, matando a 2800 personas. Washington, en respuesta, invadió
Afganistán y derribó al integrismo talibán. Y en 2003 atacó a Sadam Husein de Irak,
déspota sanguinario aunque no integrista. Éste, ya en 1990, había ocupado Kuwait,
dando lugar a una contienda con Usa y otros países occidentales, que derrotaron pero
no derrocaron a Husein. Se acusaba a Husein de fabricar armas de destrucción
masiva, y si bien él obstruía los controles al respecto, no había pruebas claras de su
existencia, por lo que el objetivo real sólo podía ser la eliminación de su tiranía para
imponer una democracia como barrera frente a Irán y al fundamentalismo islámico, y
un seguro para Israel.
Aznar tomó partido por el presidente useño George Bush, como el primer
ministro británico Tony Blair, pero no envió tropas. La guerra levantó multitudinarias
protestas por toda Europa y el PSOE vio ahí una ocasión para desgastar a Aznar, pese
a que Felipe González había participado con tropas en la guerra de 1990-91. El apoyo
español era difícil de evitar una vez el PSOE había renunciado totalmente a la
neutralidad, y Aznar pensó que así ganaría mayor peso internacional. Con motivo de
esta guerra, el PP volvió a demostrar su flaqueza intelectual e ideológica: esperó a
que la lluvia de protestas escampara, sin hacer casi nada por convencer a la
* * *
Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, el panorama mundial difería
un tanto del previsto por Fukuyama. Por primera vez desde 1949, Europa sufrió en su
suelo una acre guerra de diez años, en Yugoslavia, resuelta de nuevo por intervención
useña. El islam exhibió una fuerza temible. Había expulsado de forma humillante a
sus anteriores dominadores y, en tiempos más recientes, a Usa del Líbano, de Irán, y a
la URSS de Afganistán, siguió golpeando a Rusia en el Cáucaso y a USA en Somalia,
y ha impedido hasta ahora estabilizar a Afganistán y a Irak tras las respectivas
invasiones. Ha probado que la superioridad militar y tecnológica no basta en ciertas
circunstancias. La hostilidad entre la India y Pakistán, ambas dotadas de armas
atómicas, no ha remitido, y periódicamente da pie a incidentes. El islam crece por la
India y por Europa, en menor medida por América, mediante la migración, el
proselitismo y elevada natalidad, y en el occidente europeo es ya una presencia
influyente, inédita desde hacía cinco siglos. Israel, después de sus fulgurantes
victorias bélicas de antaño, ha debido afrontar un agotador terrorismo, mezclado con
hábiles campañas de propaganda, y por primera vez se vio obligado a algún retroceso
* * *
Dentro de la historia general de Europa, la de España tiene profundas
particularidades. Su base étnica es prerromana, pero su cultura es densamente latina y
cristiana, y en esa latinización y cristianización reside la fuerza que convirtió a los
visigodos en agentes de la formación de una nación política, la primera de Europa en
rivalidad, si acaso, con Francia. Y que, ante la invasión musulmana, permitió una
reacción, la Reconquista, que invirtió el proceso de integración de la península en el
ámbito afrooriental e islámico, reintegrando la nación al ámbito cultural eurocristiano
y creando al mismo tiempo una sociedad y cultura con numerosos rasgos originales.