Cuentos de Elena Aldunate. La Dama de La Ciencia Ficción

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Cuentos de Elena Aldunate

dd
La dama de la
ciencia ficción

Macarena Cortés C.
Javiera Jaque H.
EDITORAS

EDITORIAL CUARTO PROPIO


CUENTOS DE ELENA ALDUNATE
La dama de la ciencia ficción

© Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras


Inscripción NO 202.984
I.S.B.N. 978-956-260-556-4

© Editorial Cuarto Propio


Valenzuela Castillo 990 / Providencia / Santiago de Chile
Fono / fax: (56-2) 792 6518 / 792 6520
E-mail: [email protected]
Web: www.cuartopropio.cl
Producción general y diseño: Rosana Espino
Corrección: Paloma Bravo
Fotografía portada: Elena Aldunate
Impresión: WORLD COLOR CHILE S.A.

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE


1ª edición, mayo de 2011

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile


y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.
Presentación

Con la presente edición intentamos elaborar un libro ca-


paz de reproducir y recuperar lo más representativo de la
creación de cuentos de Elena Aldunate, exceptuando la serie
Ur… de cuentos infantiles. Esto debido a que el acceso a los
libros y textos publicados de la autora son de muy difícil ubi-
cación y se encuentran de manera dispersa y escasa, ya que no
se han vuelto a editar. Este ejemplar es el resultado de la com-
pilación de los cuentos publicados en: El señor de las mariposas
(1967) y Angélica y el delfín (1976). Los textos de tales libros
son reordenados por las editoras con el afán de responder a
los tópicos que reconocemos en su escritura: ciencia ficción,
literatura femenina y estética costumbrista.
El proyecto de reedición de aquellos escritos de Elena Al-
dunate permite su difusión y relectura y, así, la posibilidad de
que se la reposicione dentro del canon de la literatura chilena,
en vista de que, a pesar de su gran reconocimiento, sobre
todo en el género de la ciencia ficción, no se le ha dado el
espacio que merece.
La importancia de su obra en el ámbito de la ciencia fic-
ción queda manifiesta en sus diferentes logros dentro de los
círculos literarios del género, entre ellos, ser vicepresidenta
del Club de Ciencia Ficción de Chile, ganar con su cuen-
to Angélica y el delfín el segundo premio del Club de Ciencia

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Ficción de Madrid (1976) y ser directora del Pen Club de Chi-


le. Junto con estas actividades, dirigió y presentó en el canal
11 de TV un programa titulado “El milagro de lo cotidiano”.
Estos aspectos dan cuenta del valor que Elena Aldunate tuvo
durante su época de mayor producción literaria, los 70 y 80.
Con el fin de contextualizar la obra de la autora, hemos in-
corporado tres textos críticos que la sitúan y hacen accesible
su narrativa al lector actual.

Macarena Cortés C.
Javiera Jaque H.
Editoras

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Agradecimientos

La presente reedición de los cuentos de Elena Aldunate


no habría sido posible sin un esfuerzo colectivo. En primer
lugar, quisiéramos agradecer a José Silva Aldunate, quien nos
abrió el baúl de los recuerdos de su madre y nos permitió
encantarnos con su escritura, además de la confianza que de-
positó en nosotras facilitándonos todo el material necesario:
manuscritos, libros, fotos familiares, etc. En segundo lugar,
a la propulsora de este proyecto, Almendra Silva, nieta de
la autora, quien nos vinculó con la familia y los escritos de
Elena Aldunate y colaboró con gran disposición cada vez que
lo necesitamos, facilitando el contacto con los familiares y, lo
más importante, proponiendo la idea de editar y publicar los
textos olvidados de su abuela.
Quisiéramos agradecer especialmente a David Monteci-
no, compañero de la carrera de Letras Hispánicas de la PUC
y amante de la ciencia ficción, por realizar un exhaustivo y
comprometido estudio de la autora y su obra. A Marcelo
Novoa por su siempre buena disposición y colaboración no
solo en la elaboración del texto, sino también en la volun-
tad que tuvo de conversar ampliamente de ciencia ficción
y contactarnos con personas que fueron un notable aporte
para la realización de este libro. Particularmente, a Sebastián
Schoennenbeck, querido profesor de la Facultad de Letras de

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

la PUC, que con entusiasmo se sumó al proyecto. A Roberto


Pliscoff, quien nos abrió las puertas de su sabiduría en tor-
no a la ciencia ficción, tanto nacional como internacional, y
compartió con nosotras sus recuerdos e inmenso material de
forma desprendida y generosa. A Daniela Miller, quien cola-
boró con hermosas fotografías que tomó de la autora y que
ahora pueden estar en el dossier de imágenes que este libro
incluye para hacerlas visibles al público. A Editorial Cuarto
Propio, por haber apoyado nuestro proyecto desde un prin-
cipio y asesorarnos en los momentos en que lo necesitamos.
Finalmente, agradecer al Consejo de la Cultura y las Artes, en
su modalidad Fondos de Cultura por hacer posible la publi-
cación de este libro.

Santiago, Chile, enero 2011

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Elena Aldunate,
la que arroja piedras contra los espejos

Sebastián Schoennenbeck G.1

La mayoría de los personajes principales de los cuentos de


Elena Aldunate son mujeres carentes de aquello que pode-
mos identificar, gracias a la tradición del melodrama, con lo
emocional, lo afectivo y el deseo erótico. Se trata de mujeres
que padecen la ausencia de un hombre capaz de redimirlas
de la soledad y de la insatisfacción. Mujeres abandonadas por
sus maridos, madres que crían a sus hijos en el desamparo,
jóvenes desilusionadas de la compañía masculina, muchachas
que sueñan con el amor tan anhelado… La narradora suele
empatizar con sus protagonistas, y transmite directamente
sus sensaciones y experiencias corporales como si ella misma
las estuviese sintiendo. Se podría pensar, entonces, que la au-
tora echa mano a los recursos del folletín y, con ello, perpetúa
un discurso sexista con el cual se ha construido una imagen

1
Profesor de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Sebas-
tián Schoennenbeck (1975) obtuvo el grado de doctor en Literatura Hispano-
americana y Chilena en la Universidad de Chile en el año 2007. Ha realizado
investigaciones en torno a la obra de José Donoso y sus relaciones con voces
de la literatura anglosajona. También ha reflexionado sobre cultura y géne-
ro. Entre sus publicaciones académicas, destacan los artículos “Sobre casas,
ventanas y miradas: una cita con José Donoso y Henry James” (2010) y “La
bruja y la ruptura de un orden en El obsceno pájaro de la noche de José Dono-
so” (2009).

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estereotipada de mujer: un sujeto indeterminado histórica-


mente y, por ende, universal (casi no hay referencias locales
a lo largo de los cuentos, salvo una mención a la ciudad de
Valparaíso y al Palacio de Gobierno de la ciudad de Santiago
de Chile) que experimenta el dolor amoroso como un pasa-
tiempo aristocrático en el que no entran a jugar otros factores
como, por ejemplo, las condiciones materiales. Los relatos de
Elena Aldunate estarían habitados por mujeres que figurada
o literalmente están en la luna.
No quiero justificar la obra de Aldunate desde el prejuicio,
tan chileno por lo demás, que padecemos contra lo cursi del
melodrama sentimental. Sin embargo, la lectura que recién
esbocé sobre su obra puede ser cuestionada al considerar no
solo las resoluciones argumentales, las cuales rara vez ofrecen
un final que asegure una felicidad definitiva, sino también al
destacar cómo cada relato paradójicamente profana la figura
masculina en tanto objeto de deseo que motiva la palabra.
¿Cómo se lleva a cabo esta profanación? Esta pregunta es mi
invitación a leer a esta autora chilena de la segunda mitad del
siglo XX, cuya obra refleja e interpreta, a mi parecer, muchos
motivos que ya hemos visto en María Luisa Bombal.
Profanar es otorgar a un objeto un uso diferente al que tie-
ne previamente en contextos sagrados u oficiales. Sin embar-
go, en el imaginario de Elena Aldunate, la profanación más
bien conlleva una destrucción del objeto original, porque su
uso le será despojado y atribuido a otro sujeto. En otras pa-
labras, el significado del hombre será alterado al atribuir su
poder a otros elementos con los cuales la mujer dialoga: un
cochayuyo, el sol, un ángel, el diablo, la máquina, el niño y los
animales como, por ejemplo, un delfín. La fantasía amorosa
femenina ya no está dirigida exclusivamente hacia el hombre,

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

centro luminoso que hace de la mujer un sujeto faltante, sino


hacia otras realidades que para ser representadas han necesi-
tado un discurso ya no tan próximo al del melodrama. En los
mundos de Elena Aldunate, el hombre ha sufrido una meta-
morfosis, afectando la estabilidad ontológica de ambos sexos y,
tal vez, estableciendo una distancia insoldable entre ambos.
La transmutación del cuerpo masculino se llevará a cabo a
través de la ensoñación o de la ficción de la mujer. En “Marea
alta”, una prostituta delirante convierte un cochayuyo en un
hombre náufrago o a un náufrago inexistente en un cochayu-
yo que su locura no puede reconocer como tal. Para la pro-
tagonista de “Juana y la cibernética”, en cambio, la máquina
ya no será un instrumento de trabajo rutinario, sino el cuerpo
con el cual se relaciona íntimamente para trascender su sole-
dad e insatisfacción erótica. La niña, en “El señor de los ma-
riposas”, inventa una historia para acceder a la compañía de
un hombre transportador. El padre finalmente se preocupará
de desmentir esa invención para reemplazarla por un cuento
infantil más ad hoc para la edad de la protagonista. Otras ve-
ces, la figura del hombre retoma su valor y significado en los
mundos femeninos, pero solo como ficción o fantasía que el
relato desenmascara más temprano que tarde. Es decir, cuan-
do el hombre no aparece transmutado en otro ser sino como
tal, sufre de un proceso de irrealización que lo vuelve un valor
fugaz y transitorio.
Es por ello que los relatos de Elena Aldunate traicionan
el proyecto del discurso folletinesco: el contacto amoroso no
solo supone la transmutación de la figura masculina original
o la aparición ficcional de esta en oposición a una existen-
cia real, sino también un tiempo fugaz en el que el encuentro
amoroso toma lugar. En Elena Aldunate, poco dura el amor.

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La ausencia de lo sentimental y sus imperios simbólicos obli-


gan, entonces, a construir con otros recursos la imagen de
otra mujer, que rompe estereotipos ya conocidos. El desaco-
modo emocional, la frustración amorosa, la fragmentación
y la fugacidad de la ficción de una pasión ensoñada permi-
ten ir abandonando la figura de la madre tradicional, de la
joven casta o de la esposa fiel para dar lugar a una sujeto
cuya discursividad se produce en un contacto íntimo con la
naturaleza, en un deseo sexual solo a veces mitigado por la
convención y en una paz sobre la cual se define una humani-
dad tal, que es capaz de establecer relaciones armónicas con
seres de diferente naturaleza como, por ejemplo, extraterres-
tres y animales. De este modo, es posible apreciar mujeres
que comprenden el lenguaje de los pájaros, que se aventuran
con albañiles desconocidos y que humanizan a los sujetos del
“futuro” que, por causa del avance de la técnica, han olvidado
el dolor y el sentimiento. Incluso, nos enfrentamos con una
niña que asesina a su propia muñeca para ensayar, simular y
negar, lúdicamente, su venidera maternidad. En este sentido,
es muy iluminador el cuento titulado “La bella durmiente”,
una inversión del cuento de hadas tradicional en tanto la he-
roína ya no es despertada con el beso amoroso de su príncipe,
sino que, tras su descongelamiento, reanima, emocionalmen-
te hablando, a los hombres robotizados.
Pese a estas otras versiones de lo femenino, la mujer de
Elena Aldunate es alguien que aún permanece fuera de la
palabra y de todo amague de representación. La mujer solo
existe en una experiencia sensorial y tránsfuga, tal como se
aprecia en la voz del cuento titulado “Ventana”: aquí, pensar
es mirar por la ventana desde una pieza amenazada por la
oscuridad. De igual modo, “Candia”, único relato cuyo enfoque

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

narrativo está dado por la perspectiva de un personaje mas-


culino, sintetiza lo que la mujer es para Aldunate: una des-
aparición que no se puede representar ni por el pincel más
sensible, un deseo expresado en los gemidos de una gata, un
cuerpo sonoro que se lo lleva el mar. La imagen es negada
para dejarnos tan solo una huella fantasmal. Es por ello que
imagino a esta autora como una mujer que arroja piedras so-
bre el cristal de los espejos, señalándonos la cercanía existente
entre todo ser y su propia muerte. Y es por dicha señal que tal
vez sea enriquecedor recordar con cierta nostalgia su voz en
esta reedición de su obra narrativa.

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Elena Aldunate:
la ciencia ficción como escritura de mujeres

David Montecino Vieira1

Elena Aldunate utiliza de una forma particular el género


de ciencia ficción. Por esto, y sobre todo por la situación de
omisión u olvido en que se encuentra esta autora en la actuali-
dad, será importante contar un poco de su historia, sondear su
vida, para así hacernos una idea de su lugar de enunciación.
Para dicho cometido utilizo dos textos: el primero de ellos
es la biografía realizada por Bárbara Loach en el tercer volu-
men de Escritoras chilenas, compilado por Patricia Rubio, en el
que no solo se habla de su vida, sino que, además, se realiza
un análisis de su obra que he tomado como inspiración para
el mío; el segundo, es una entrevista a uno de sus hijos, José
Silva, quien cooperó con datos y apreciaciones sobre su vida
y su relación personal con ella. No buscaré tanto la exhaus-
tividad como la inferencia de valoraciones importantes para
hacer las relaciones pertinentes.
María Elena Aldunate Bezanilla, hija de Elena Bezanilla y
el connotado ingeniero y divulgador científico Arturo Aldu-
nate Phillips, nació en 1925. Desde niña ya escribía poemas

1 David Montecino Vieira (Iquique, Chile, 1987) Licenciado en Letras Hispánicas


mención Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica de Chi-
le. Diplomado de Postítulo en Semiótica por la Universidad de Chile.

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y numerosos diarios de vida (costumbre que mantuvo hasta


el final de sus días), pero sus aficiones predilectas eran el ba-
llet y la equitación. Tuvo una educación muy rigurosa, tanto
por la influencia de su padre como por haber estudiado en
el colegio de las Monjas Francesas, del cual escapó en varias
ocasiones, según cuenta su hijo, siendo estos sus primeros
signos de rebeldía.
A pesar de tener una potencial carrera de bailarina, tuvo
que abandonarla para casarse, por obligaciones familiares,
con Eduardo Irarrázaval, a la edad de 19 años. Esta unión
terminó funesta y escandalosamente cuando Irarrázaval la
dejó por la institutriz que cuidaba a sus dos hijos, utilizando
la estratagema de encerrarla en un manicomio por varios días
mientras él tramitaba legalmente la tenencia de los hijos y otras
riquezas familiares. Finalmente, su padre la sacó de esta situa-
ción y su ex cónyuge emigró con la nueva mujer al extranjero
y continuó su vida.
Elena se casa, en segundas nupcias, con el cantante y pu-
blicista Fernando Silva, quien perteneció al conjunto Los cua-
tro huasos. Con él tuvo dos hijos más y comenzó a cultivar su
carrera literaria.
La pareja vivía en una gran casa –más bien un palacio– en
la que se realizaban fiestas y reuniones sociales con las más
distinguidas personalidades de la elite chilena. Sin embargo,
dice su hijo, existían ciertos celos entre la carrera de Fernando
y la de Elena; ella quería sumergirse en el mundo intelectual
literario, pero era arrastrada por un hombre mujeriego y asi-
duo a las fiestas de la farándula de la época.
Ahora bien, Elena logra internarse en los sectores artísti-
cos, participando en conocidos talleres literarios de la época y re-
lacionándose con muchos escritores importantes y reconocidos

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

hoy en día. Pese a que tenía ofrecimientos para continuar su


carrera literaria fuera del país, los rechazó para quedarse junto
a su marido, de quien estaba muy enamorada.
Luego de 48 años de casados, Fernando Silva, tras recu-
perarse de una enfermedad, la deja por una mujer más joven.
Este suceso le rompe el corazón a Elena y termina por minar
sus ansias de escritura. Muere en el 2005 de un cáncer a los ova-
rios, sin intentar pelear contra la enfermedad que la aquejaba.
Su hijo José Silva, con quién tenía una relación muy cerca-
na, la caracteriza como una madre preocupada y abierta a to-
dos los temas. Una mujer pacífica, sensible, intensa y teatral,
de inagotable sed por conocimientos, de afiliaciones esotéri-
cas y dedicación social (participaba en labores de caridad en
el sector de La Pincoya). Siempre interesada en el futuro, en
la naturaleza, en los seres extraterrestres y en la historia de la li-
beración de la mujer, pero también relegándose por los deseos
de su padre o su marido, no pudiendo elegir su propio camino
hacia la realización personal, ya sea por amor, por costumbre al
lujo y a la vida que llevaba o por simple falta de atrevimiento.
En su elocuente texto “Escritura de mujeres: una pregunta
desde Chile”, Adriana Valdés comienza sus reflexiones sobre
la escritura femenina diciéndonos que, como mujer, entrar
en el campo literario ya trae consigo una dificultad impor-
tante y para nada desconocida: se entra en el terreno de los
hombres, un lenguaje que no les es propio; una materialidad
perteneciente a los dominantes, no a los subalternos. En sus
palabras:

Al entrar en el lenguaje, las mujeres caerían en una tram-


pa: creerían hablar, hablarse (ser sujetos de la acción de ha-
blar, referida a ellas mismas) y en realidad serían habladas
(serían objetos de esa acción, cuyo sujeto sería el lenguaje,

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que se vale de ellas para repetir una estructura implícita en


ese mismo lenguaje). Dejarían entonces la mudez para tomar
la palabra como hombres; para entrar en una palabra que no
les es propia y perpetuar los valores y los “desvalores” que la
constituyen. Al comenzar a hablar como lo hacen los hom-
bres, entran en la historia subyugadas y alienadas: se trata de
una historia que, por lógica, su palabra (la de las mujeres)
debería subvertir (Valdés, 188).

Según Valdés, hablando de manera general, esta subver-


sión tiene tres posibilidades para concretarse: a) escribir des-
de la ininteligibilidad, b) jugar en el límite interfiriendo el dis-
curso instaurado o c) simplemente hacer presencia, sin hacer
nada al respecto, pero sin quedarse en silencio.
Cuando vemos el caso de Elena Aldunate, lo primero que
se define al revisar su lugar de enunciación es su condición
de mujer, pero no de cualquier mujer, sino una mujer aris-
tocrática y privilegiada. Si bien se trata de una aristocracia
tardía, es importante recalcar esta identidad de clase pues
muchas de sus prácticas se cumplen en el transcurso de vida
de nuestra autora. Debido a su situación social, esta mujer
tuvo acceso a una buena educación y a las prácticas del ocio,
pero tal condición, le exigía también seguir la tradición que
correspondía a su linaje; un deber ser que transmuta en de-
recho natural el prestigio moral y social alcanzado por sus
antecesores, que, conforme a la formación patronal aristo-
crática, era tarea del padre imponer para asegurar que sus
hijos pudiesen reclamarlo como propio2.

2 Para los interesados en ahondar en este tema, se recomienda consultar El


modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia 1900 (1978) de
Luis Barros y Ximena Vergara, del cual se han tomado las ideas ya anotadas, y

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Lo segundo que influye en Elena es la figura de su padre.


Arturo Aldunate Phillips (1902-1985), ingeniero, ensayista y
conocido divulgador científico chileno, ganador del Premio
Nacional de Literatura en 1976. Se trata de un hombre exito-
so que se codeaba con las elites intelectuales y científicas más
prominentes a nivel internacional –como se puede apreciar
en la anécdota que comenta en el prólogo (Aldunate Phillips,
55) que realizó al libro de Elena, Angélica y el delfín, o en sus
fotografías junto a Norbert Wiener, creador de la cibernéti-
ca– y que tuvo una prolífica carrera literaria. Su relación con
su hija era de mucha cercanía, tanto así que, hacia el final de
sus días, cuando ya se estaba quedando ciego, era ella quien
transcribía los textos de su padre. Es este bastión de tradición
que circunda a Elena desde donde puede mirarse su tránsito
hacia el campo literario.
Se hace necesario conocer este tipo de datos, ya que si-
guiendo a Foucault, las relaciones de poder son complejas.
No son meras representaciones del Estado, sino que poseen
“relaciones de dominación bien específicas que tienen su con-
figuración propia y su relativa autonomía” (Foucault, 167).
Por tanto, en este caso, la relación de dominación padre/hija
pasa por un problema con la tradición.
Respecto a esto, Adriana Valdés nos dice que los textos de
las mujeres aparecen en la tradición como una apuesta contra

en el que se podrán ver más datos coincidentes. Por dar solo un ejemplo: se
puede ver la evolución en Chile de la oligarquía del linaje y la tradición hacia
una oligarquía de la opulencia y el ocio en que los exitosos nuevos ricos se
asimilaban a la aristocracia por su excelencia en las prácticas ostentosas del
buen tono y, así, podían mezclarse con aquellos que tenían el linaje. Es el
caso del segundo matrimonio de Elena Aldunate con Fernando Silva, según
cuenta su hijo.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

el mutismo antecesor que se presenta como algo naturalizado.


Los hombres lucharían en la tradición por matar al padre,

en cambio, los textos de las mujeres tienen una relación más


ambigua respecto del padre, la autoridad, el predecesor. La
relación entre la hija y el padre implica una adhesión, una
complicidad ausentes en la lucha parricida, y la capacidad
de complicidad y de adhesión puede llevar a los textos de
mujeres, pasado ya el escollo del silencio, al escollo de la
servidumbre, del discipulado, del mimetismo; otra vez más
reproducir en la palabra de la mujer lo que ella cree ser: el
deseo del otro (Valdés, 193).

Es así como Elena Aldunate, a través de la elección del gé-


nero de ciencia ficción, se embarca en este diálogo con su tradi-
ción paternal. Cabe, entonces, hacerse la pregunta: ¿qué tipo de
relación tiene la ciencia ficción de Elena Aldunate con la escri-
tura del padre? ¿Es acaso una relación de servidumbre, de dis-
cipulado, de mimetismo, como indica Adriana Valdés, o posee
un carácter distinto? Para buscar respuestas a tales cuestiones,
se analizarán dos cuentos que aparecen en esta reedición y son
emblemáticos en su producción de ciencia ficción: se trata de
“Juana y la cibernética” (1963) y “La bella durmiente” (1978).

En “Juana y la cibernética”, partiendo desde el título, pode-


mos dilucidar una explícita conexión con la escritura del padre.
Arturo Aldunate Phillips conoció a Norbert Wiener, precursor
de la cibernética, y dedicó un libro completo, a saber Los robots
no tienen a Dios en el corazón, para explayarse sobre el tema.
En su libro Cibernética y sociedad (1988), Wiener introduce
teóricamente la cibernética, estableciendo como primera ana-
logía entre el comportamiento de los humanos y el de las
máquinas al ser ambos mecanismos de antientropía; en un

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

universo que tiende hacia el caos, son agentes de orden, ya sea


por voluntad o por una prótesis de ella. Esto guarda relación,
sobre todo, con el fenómeno de retroalimentación, en el que
una máquina puede ser dotada de elementos para distinguir
su entorno y mejorar su desempeño teleológico, tal y como lo
realizan los humanos en su proceso de aprendizaje.
Como explica el mismo Arturo Aldunate:

No se trataba de profundizar en el estudio de la estructura


de los organismos o de las máquinas, sino de analizar las re-
laciones de estos organismos con otros, o de unas máquinas
con otras, o de las máquinas con los organismos vivos. Se
trataba de conocer la manera de comunicación entre ellos
y sus reacciones frente al medio, frente a los mensajes o
intervenciones de otros sistemas; se trataba de estudiar con-
ductas y procedimientos (Aldunate Phillips, 51).

En otras palabras, fuera del lenguaje matemático en el que


se codificaron luego los estudios sobre cibernética, la base de
ella es la observación y el análisis de la relación entre humanos y
máquinas, sus formas de comunicación y su comportamiento.
En el cuento de Elena Aldunate, Juana, la protagonista,
por devolverse a buscar su chaleco, queda encerrada por un
fin de semana en la fábrica donde trabaja como operaria, en
vísperas del Año Nuevo. Mientras busca una forma de salir
o pedir ayuda, “las máquinas, grises y complicadas, con la in-
diferencia de los animales domésticos, contemplaban su pe-
queño drama” (Aldunate, 163-164). Desde el comienzo vemos
una comparación de las máquinas con otro tipo de organismo.
Juana está sola y lo único que puede hacer ante el fracaso
de sus tentativas de escape es prepararse para pasar una larga
jornada en aquel lugar. Se pasea incesantemente por el edifi-
cio y repasa su vida, que es una vida de vacuidad y amargura:

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

vive sola en una pensión; nadie la extrañará para las festivida-


des, excepto quizás su tía Lucha; a sus 44 años nunca ha sido
tocada por un hombre…

Sí; era la verdad. Ella, una mujer no demasiado religiosa, sin


tantos prejuicios, no tan fea…, no sabía físicamente lo que
era un hombre, cómo era un hombre. Siempre trabajando,
siempre viviendo en calidad de allegada, donde tía Lucha.
Pospuesta, mal vestida, al margen de la existencia, de los
sinsabores y de las alegrías de los demás (Aldunate, 165).

Termina llegando a su máquina, la que ella opera, aquella


que conoce en su totalidad. Extrañada, la observa con reno-
vada atención:

Sentada ante la máquina, la observa detenidamente. ¡Qué


precisa, qué recia, qué perfecta es! Imagina de pronto, lo que
sucedería si metiera una de las manos bajo el tubo redondo
y hueco. Su mano quedaría como en esos cuadros moder-
nistas, en que las figuras, perforadas, dejan ver el paisaje. ¿Y
si la máquina se negara a hacerle daño, se negara a conti-
nuar?... Está imaginando tonterías. Por hacer algo, saca de
debajo de la plataforma una de las planchas de hojalata, y,
con movimientos expertos, la introduce en la bandeja móvil.
La máquina responde cogiéndola con sus extraños dedos,
y dándola vuelta con rapidez precisa, asesta sobre ella tres
certeros golpes… (Aldunate, 167).

La imaginación desbordante de Juana ficciona con la posi-


bilidad de la retroalimentación de la máquina: su proyección
hacia ella la va tiñendo de un cariz positivo, protector. Ya sin
la obligación del trabajo, Juana observa detenidamente cómo
ésta responde a los estímulos que le son adecuados, la fun-
ción para la que está diseñada.

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Así se van sucediendo las horas para Juana, entre la de-


bilidad del hambre y el horrible tedio contra los que lucha
a través de su imaginación: simula que dos vasos de agua son
raciones completas de comida o elucubra durante largo rato pelí-
culas románticas y citas con hombres. Su encierro hace proliferar
las fantasías de su mundo interior; la fábrica se transforma en el
espacio donde construir lo que no se le permite tener afuera.
En el momento de máxima angustia, Juana encuentra sosiego,
nuevamente, en su máquina:

Entre las máquinas, la mujer camina calle arriba y calle abajo.


Sus manos sobre los metales en función. Calle arriba, calle
abajo. Detenida ante la máquina, fija sus ojos en ella y una
atracción irresistible la obliga a tocarla más próximamente.
Tiene hambre, malestar, mareos, dolor y miedo. La máquina
la conforta, es lo único familiar en su abandono. Y comien-
za el juego: los dedos, bajo el grueso y perforante émbolo.
Juana sonríe. A cada movimiento de la máquina, ella es más
rápida. Mucho más rápida. Existe la ventaja de que la má-
quina no aumentará, no puede aumentar, su velocidad; por
lo tanto, siempre ella ganará (Aldunate, 172).

La relación de Juana con la máquina tiene ahora la forma


del juego, un juego que ella siempre gana por el conocimien-
to de su conducta. La comunicación entre el humano y la
máquina está dada por el uso: la cibernética puede alcanzar
múltiples aspectos de la vida actual; estamos rodeados por
estos mecanismos. Juana saborea el aceite de la máquina como
si fuera la sangre de un organismo vivo. Más tarde, mientras
juega, comienza a recordar a un chico del cual se enamoró
en la adolescencia, sus brazos aceitosos resbalan por el ém-
bolo y la máquina hiere uno de sus dedos. Juana se pregunta
si la máquina estará celosa de sus recuerdos. El juego y la

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imaginación producen en el cuento una formulación poética


sobre la ciencia de la que el cuento pretende hablar. Debido a
su introspección, Juana comienza a proyectar su subjetividad
en el espacio asignándole nuevos sentidos a los objetos. Así,
las máquinas pierden su funcionalidad original para resituar-
se en este nuevo mundo ahora dirigido por ella. El ensimis-
mamiento de Juana comienza a subjetivar el lugar, la lleva a
entablar relaciones completamente distintas con su entorno
y los objetos, como en el caso de la máquina a quien la ve sin
aceptar el uso real para las que fueron diseñadas, convierte
todo en una nueva realidad donde ella es la que dirige el mun-
do. Mientras está jugando con la máquina, su chaleco queda
enganchado y se destruye:

Enojada, Juana baja la palanca y cruza la sala. ¿Cuántas son


las máquinas en movimiento? Solo tres. No; ¡hay que hacerlas
andar a todas, a todas! Quiere calor, ruido, mucho ruido, mu-
cha vida. Como posesa, corre entre ellas, bajando palancas,
apretando botones, abriendo válvulas…, todas las máquinas
están a su disposición y bajo su dominio. El suelo trepida,
es insoportable el calor; la sala entera rechina, jadea, se la-
menta, ríe, murmura. Así se puede dormir, ¿verdad? ¿Quién
dijo que el silencio era precursor del sueño? El silencio es
miedo, soledad, vigilia. Así, acompañada de sonidos, de ron-
cos movimientos, ella va a dormir…3 (Aldunate, 173-174).

3 La escena recuerda, ciertamente, al film Dancer in the Dark (2000) del


director danés Lars Von Trier, estelarizado por Björk. La protagonista,
Selma “también una mujer solitaria y tímida”, sufre de una enfermedad
congénita a la vista y trabaja en una fábrica, con las mismas máquinas que Juana.
Este personaje sublima su situación real a través de la ficción de los musica-
les: en la escena comentada, comienza a cantar en la fábrica, y las máquinas
la acompañan produciendo una música que, en su imaginación, hace que to-
dos canten y bailen al compás.

26
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Se les asigna a las máquinas otra relación cibernética: Jua-


na las entiende como organismos vivos que, a través de la
metáfora del ruido y el calor, confortan su soledad. El ruido
indica vida, la saca del silencio, le hace compañía. Este mismo
efecto, por ejemplo, lo practican aquellos que utilizan el tele-
visor como somnífero.
Finalmente, la relación de Juana con la máquina se vuelve
erótica, y el lenguaje entonces se radicaliza hacia lo poético
y subjetivo. La relación cibernética toma un carácter sexual,
en la cual no existe el sujeto masculino, pues este siempre ha
sido negado en la realidad de Juana:

Un deseo tiránico se apodera de ella. Quiere sentir; no


importa qué, pero sentir violentamente…, violentamente.
Ambivalencia de dolor y placer, de miedo y entrega. Su res-
piración comienza a seguir el jadeo de la máquina, y vive,
vive… Aferrada a ese ser tibio, duro, firme, viscoso, domi-
nante, quiere más. Derecha, izquierda, arriba, abajo. Hasta
la locura, hasta el dolor. La cabeza inclinada, vuelta hacia
el émbolo; los brazos abandonados, laxos, la mujer sueña.
Sueña un sueño rojo, negro, violento, amarillo brillante; vio-
lento. Chispazos, ondas que ondulan la envuelven; ondas
que salen de su ser, ondas, desconocidas, voluptuosas; ex-
trañas prolongaciones que parecieran salir de un ser ajeno
(Aldunate, 176).

La conexión, en último término, se produce en el contacto


con el cuerpo desde la propia subjetividad. La máquina se ve
imbuida de la proyección psíquica que Juana desea en ella,
produciendo, al fin, la diferenciación de su ser por medio de
la cibernética. La protagonista logra descubrir su sexualidad a
través de la máquina y no del hombre, ya que este solo puede
ser concebido en tanto ficción, y debe ser reemplazado por

27
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

una otredad a la que Juana puede acceder mediante un acto


erótico de autoinmolación4.
La figura masculina es profanada y la sexualidad de la
mujer ocurre, entonces, a través de un cuerpo sustituto que
produce la diferencia en su experiencia sexual: la ciencia fic-
ción como género (genre), la producción de ficción desde
un tema científico, es aquí utilizada con la intención de tratar
una problemática de género (gender). El discurso científico
toma la forma de una estética de lo erótico, subvirtiendo así
el discurso del padre.
Este proceso se puede vincular con el texto de Adriana
Valdés cuando dice que las estrategias subversivas de la escri-
tura se dan en,

[…] textos que hablan de un mundo sin contactos con el


exterior, de una muerte en vida, de un encarcelamiento que
lleva a la obsesiva proyección hacia adentro, hacia la hiper-
trofia de la fantasía y de una sexualidad autística, hacia la
creación de sueños que permitan un triunfo secreto frente a
la falta de toda relación con el mundo (Valdés, 194).

En el caso de “La bella durmiente”, aparecido en la co-


lección Angélica y el delfín, la situación no es del todo diferente.
En este cuento, el físico supremo Nohiónix, del año 2980,
ha encontrado criogenizada a una mujer de nuestro tiempo,

4 Hoy en día, la cibernética se ha desarrollado de múltiples maneras. Con res-


pecto a la relación entre la experiencia sexual y la máquina, se puede citar un
caso mostrado en el documental Gambling, Gods and LSD (2002) del director
canadiense Peter Mettler, donde el propietario de un sex-shop ofrece los
servicios de un “estimulador electrónico” para mujeres que puede ser progra-
mado y que posee la capacidad de detectar, a través de retroalimentación, el
placer del usuario, para acomodarse a sus deseos y mejorar su performance.

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

a quien intenta revivir a través de su tecnología. En el trans-


curso del relato, la narradora nos va caracterizando a los seres
de esa época que, poco a poco, empiezan a tomar la forma de
una proyección utópica:

Su descendencia había sido perfecta; grado uno en la escala


evolutiva. No conocía el miedo, la enfermedad, ni la vejez,
ni la violencia. Las preguntas ancestrales habían sido con-
testadas, la muerte era el último recurso voluntario. Todas
esas sensaciones las estudiaba en archivos sobre la vida y las
costumbres de primitivas especies en evolución. Su mun-
do era estable, pacífico, unilateral. La mujer era para él un
valor intelectual que contrastaba con su masculinidad, una
réplica de su yo somático, un desdoblamiento estético de su
espíritu. Por primera vez sentía la apremiante y desconocida
necesidad de un contacto físico entre él y aquella cosa hu-
mana-animal-hembra que entre electrodos y cilindros latía
acelerada y débil. Ni siquiera la visión de sus descendientes
dentro del laboíncubo lo habían conmocionado tan persis-
tentemente y con tal descontrolada necesidad de pertenecer,
de poseer, de conmover. Palabras, conceptos todos de un
remoto y superado origen (Aldunate, 61-62).

Sin embargo, como puede verse en la cita, esta utopía re-


presentada en el personaje de Nohiónix comienza a fracturar-
se con la llegada de la mujer-fósil. Ni la visión de sus propios
hijos afecta tanto al personaje como el acercamiento con esta
mujer. Cuando el científico la revisa telepáticamente, solo
puede captar intenso terror. Comienza a actuar raro y quie-
nes lo rodean empiezan a darse cuenta; está distraído, mudo,
preocupado. Cree que el fósil pudo haberle contagiado una
enfermedad y se realiza muchos exámenes solo para darse
cuenta que esto nada tiene que ver con lo fisiológico. El enig-
mático ser, que es su objeto de estudio, le provoca deseo:

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

La expresión vigente le niega esa necesidad sublimada. Y


riéndose de sí mismo ante la sensación muda, vuelve a afir-
marse en los conceptos de su enseñanza: para él y sus con-
temporáneos, el desear otro ser es como agredirlo, asaltarlo
en su integridad, profanar su confianza orgánica. Solo las
cosas se desean; los hechos, las ideas, los momentos de rea-
lización. Los seres, no. Todo ente humano es hermético y
respetable en su yo consciente. La comunidad se protege y
se ayuda (Aldunate, 63).

Arrebatado por las nuevas sensaciones que lo invaden,


Nohiónix decide retirarse a descansar y dejar el turno a su
asistente, X Adelantada (se suma a su nombre el número 297,
para los archivos de la clínica-control). Es curioso el nombre
de este personaje femenino de la época que hace una posible
alusión al cromosoma X de la mujer. Es una mujer adelanta-
da. En el cuento nunca se revela información que nos permi-
ta saber si alguna mujer ocupa una posición científica de alta
jerarquía, pero sí de asistente. Este personaje, al enfrentarse
con la mujer-fósil, siente cierta similitud con ella. Recuerda
una anécdota que le ocurrió cuando fue a realizarse una reno-
vación celular: en la fila para ingresar al proceso, una mujer le
dice que no quiere la renovación, que quiere envejecer, enfer-
mar y morir. X Adelantada, perturbada, ingresa al complejo
de renovación celular dando aviso del caso de la mujer y se
repite las enseñanzas: “Somos un todo individual, siempre
renovado y perfecto” (Aldunate, 66).
La utopía que se presenta es la de una sociedad sin de-
seo, sin diferencia, individualizada y hermética, aunque co-
munitaria, que se mantiene siempre joven y perfecta gracias
a sus adelantos técnicos. Una sociedad cuyo progreso evolu-
tivo ha dejado de lado las emociones, que son vistas como
algo primitivo. Por lo tanto, cabe concluir que se trata de la

30
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

cúspide de la civilización alcanzada a través del conocimiento


científico-racional.
La utopía, como es sabido, nace de los proyectos moder-
nos para producir un lugar mejor por medio de la razón y el
conocimiento científico. La literatura utópica comenzó con
islas donde vivían sociedades ficticias que tenían prácticas que
omitían o solucionaban problemáticas que aquejaban a las so-
ciedades reales. En la ciencia ficción, estos conflictos se despla-
zan a otros planetas o al futuro. Conocidas son las narraciones
distópicas que buscan criticar el desarrollo del ser humano y su
tecnología, como 1984 (1949) de Orwell o Un mundo feliz (1932)
de Huxley. La utopía siempre ha sido, como el conocimiento
científico y la ciencia ficción misma, terreno de los hombres.
¿Cómo se presenta la utopía en la escritura de mujeres? Un
texto que da luces sobre este tema es “Subjectivity as feminist
utopia” de Jean Pfaelzer, aparecido en la colección Utopian
and science fiction by women. Worlds of difference (1994), en el que
la autora revisa la tradición utópica femenina, con autoras
como Rebecca Harding Davis, Louisa May Alcott, Charlotte
Perkins Gilman, Ursula Le Guin, entre otras. En este texto se
nos propone la utopía femenina como un reverso crítico de la
utopía masculina, impregnada de la lógica patriarcal:

Society, whether utopian or real, was a male creation; the


future perfect could not hopscotch patriarchy. Feminist uto-
pians criticize utopias organized around romantic views of
social change and sentimental views of “separate spheres”.
They fear utopia, indeed, they fear utopia, when it projects
male political goals and represses subjectivity (Pfaelzer, 94).

Las “esferas separadas”, para el género y la visión románti-


ca de la ciencia son elementos que ya se plantean en la escritura

31
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

de Aldunate, así como la represión de la subjetividad. La mujer-


fósil se sumerge en los sueños inducidos para calmarla y se
conecta con su tiempo y sus emociones. Despierta asustada,
pero rejuvenecida por este contacto con su origen, con su vida
y sus amores. Nohiónix, avisado por X Adelantada, se dirige
al laboratorio y transmite telepáticamente un mensaje de paz a
la mujer-fósil, pero esta no comprende y solo puede contestar
con lágrimas:

Aquel ser primitivo y adulto está llorando. Para él, habitante


de un mundo pacífico, sano, controlado, abierto al cosmos
y sus mundos de diferentes enseñanzas, costumbres y siste-
mas, el dolor, la angustia física o somática no pueden existir
hasta el descontrol absurdo de las lágrimas. Esas lágrimas que
los niños en la primera etapa de crecimiento ejercitan como la
rabia, la agresión, el hambre y el dolor (Aldunate, 69-70).

Ansioso, Nohiónix toma a la mujer de los hombros con


intenciones de abrazarla, calmarla, sentirla, pero se reprime y
llama a X Adelantada, mientras prescribiendo calmantes, in-
tenta relacionar la situación de la mujer con una explicación
racional sobre su situación. Jean Pfaelzer explica en términos
psicológicos la noción genérica para la construcción de la uto-
pía, diciendo que, en una fase pre-edípica, la simbiosis del niño
con la madre dura hasta que el padre amenaza con la represa-
lia agresiva, con lo que corta el lazo y hace que el niño deba
separarse de ella. En cambio, entre mujeres, entre madre e hija,
esto no ocurre, pues el padre no interviene en esa relación, ya
que se establece una complicidad y, por tanto, ambas logran
conocerse a través de la empatía y la diferencia. Dicho de otra
manera, las hijas pueden fantasear con la formación de lazos,
comprendiendo que ambas son sujetos diferentes, indepen-
dientes pero conectadas. X Adelantada da cuenta de esto:

32
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

En el proceso mental y onírico de la paciente no hay signos


de descerebración ni de demencia. Su temor es tan lógico,
tan de acuerdo con su primitiva ignorancia, de su absoluta
inocencia animal, que no sabe por qué se confunde tanto el
físico con ella. Está sola, en un tiempo que no es su tiempo.
Eso es todo… (Aldunate, 73).

X Adelantada comprende a la mujer-fósil con una simpli-


cidad auténticamente empática. Sabe que está sola, descolo-
cada, perdida en un mundo que no le pertenece. El físico, en
cambio, solo puede explicarlo a través de sus ideales raciona-
les. Existe este vínculo implícito entre ambos personajes fe-
meninos. Jean Pfaelzer propone precisamente que el espacio
de la utopía femenina es lo que se conoce como intersubje-
tividad:

Autonomy, aloneness, then, is a point on the spectrum of


human relationships. In utopia, autonomy is not the natu-
ral state of individuals. I suggest that feminist utopias are
organized around social projections of intersubjectivity:
“The intersubjectivity mode assumes the possibility of a
context with others in which desire is constituted for the
self. Is thus assumes the paradox that in being with the
other, I may experience the most profound sense of self ”
(Pfaelzer, 101).

Finalmente, la mujer-fósil despierta y Nohiónix, a través


de una leyenda, logra ponerla al tanto de su situación. La mu-
jer colapsa al saber que no se podrá conectar con nadie en esta
época. Inútilmente, Nohiónix trata de animarla a que continúe
viviendo:

–¡Créeme! Has vuelto en un tiempo de paz, esta es la tierra,


tu planeta, mujer. En ella, mi comunidad te asegura, por ser

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

terráquea, por temeraria, por bella, una vida eterna y com-


pleta. No puedes morir ahora. A través de todos esos crueles
y mutantes siglos en que dormías, el hombre, tu hermano,
ha descubierto para ti maravillosos centros generadores de
vida y energía (Aldunate, 75).

Pero a la mujer-fósil no le interesa la depurada técnica ra-


cional, sino salvar su interioridad que nunca podrá desarro-
llarse y cumplirse como quiso. El sujeto muere y solo queda
un cuerpo apático, alienado, un mero objeto de estudio. No
hay lugar para la intersubjetividad, por tanto no queda nada
más por lo que vivir: “Unless the utopian woman is a political
and sexual subject rather than a political and sexual object we
have dystopia” (Pfaelzer, 98). En este cuento, la mujer y su in-
terior son la utopía, una utopía que muere con ella, y el mundo
continúa siendo el mismo, excepto por Nohiónix, quien por
vez primera llora a la mujer que nunca podrá tener.
Para continuar con la matriz de análisis que propusimos
respecto a la escritura de Elena Aldunate: ¿Qué pensaba su
padre, Arturo Aldunate Phillips, respecto al futuro de la hu-
manidad y sus adelantos tecnológicos? Una respuesta perti-
nente encontramos en su libro anteriormente citado:

Y se avizora la combinación máquina-organismo cada vez


más estrecha; se ve venir el perfeccionamiento del soma del
hombre, su mejor y más larga conservación, y con la ayuda
de organismos cibernéticos, su adaptación a medios que re-
sultaban actualmente inapropiados para su supervivencia.
Y como una nueva luz, también se anuncian sistemas, dis-
positivos, ambientes y condiciones capaces de aumentar la
propia inteligencia del hombre, o por lo menos de acele-
rar su evolución y progreso y hasta la entrada en el campo
de los fenómenos extrasensoriales o de superconsciencia.

34
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Llegados a estos territorios, algunos se preguntan: ¿Estará el


hombre, con estas búsquedas, violando las leyes de la natu-
raleza? ¿Podrá pensarse que está corrigiendo, orgullosamen-
te loco, la obra de Dios? (Aldunate Phillips, 54).

La visión romántica sobre el progreso científico de Arturo


Aldunate Phillips es notoria. Para él, imbuido en el mundo de
los adelantos tecnológicos, la respuesta a la última interrogan-
te es casi una necedad: en la actualidad ya no cabe esa pre-
gunta, sino que es una obviedad que el ser humano debe per-
feccionarse a través de la técnica. Pero la respuesta de Elena
Aldunate, la respuesta de la escritora mujer a la tradición del
padre es que sí, efectivamente se está cometiendo un error,
pues se deja el espacio de la empatía y la subjetividad fuera de
este progreso y, aún más, se lo comprende como algo descar-
table para el desarrollo humano5.
Como dice Pavel Medvedev: “...cada género posee sus re-
cursos y modos de ver y concebir la realidad que solo a él
le son accesibles” (Medvedev en Arán, 137), y como en las
mejores obras del género, Elena Aldunate comprende que los
temas a tratar por la ciencia ficción son las problemáticas de
la sensibilidad humana frente a la tecnología. Para ello, utiliza
recursos notables que se posicionan dentro de las prácticas
potentes y reconocidas en el género, como las técnicas de co-
dificación y experimentación poética ofrecidas por el new wave
de la ciencia ficción británica, con autores como J.G. Ballard,
Brian Aldiss y por la escritura de mujeres chilenas, como

5 Una visión similar sobre lo teológico como distinción de lo humano expresado


en la empatía se puede ver en, a mi juicio, una de las mejores obras del género.
Me refiero a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), novela del pro-
lífico Philip K. Dick.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

María Luisa Bombal, Marta Brunet o Mercedes Valdivieso.


Asimismo, se instala en el canon de una larga tradición de
utopía femenina, no solo con el cuento “La bella durmiente”,
sino con sus novelas posteriores como Del cosmos las quieren
vírgenes (1977) o los primeros dos tomos de la serie Ur: Ur y
Macarena (1984) y Ur y Alejandra (1986).
En la poética que desarrolla Elena Aldunate en estos cuen-
tos, el conocimiento científico es convertido en objeto de crí-
tica, a través de una escritura que me gustaría nominar como
un acto de “ingenuidad subversiva”. Ésta toma una retórica
sentimental, imbricada con una estética de ciencia ficción
adquirida de la tradición del padre, debido a su condición
aristocrática, para dislocar el discurso masculino-científico y
decir lo que quiere decir, moviéndose con una voz particular
en el terreno de los hombres y generando un relato particular
dentro de nuestra ciencia ficción nacional.
Elena Aldunate exige, por su calidad literaria en este gé-
nero y por la ocupación original que hace de él como recurso
de escritura femenina, un lugar de honor. Sin embargo, tanto
ella, como el género al que se suscribe, ha sido largamente de-
nostada por la Academia, por lo que sus méritos han quedado
pospuestos en nuestra tradición literaria.

36
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Bibliografía

Arturo Aldunate Phillips. Los robots no tienen a Dios en el corazón. Santia-


go de Chile: Editorial Andrés Bello, 1963.
Olga Arán Pampa. “Géneros discursivos”. Nuevo Diccionario de la teoría
de Miajíl Bajtín. Córdoba: Ferreyra Editor, 2006.
Luis Barros y Ximena Vergara. El modo de ser aristocrático. El caso de la
oligarquía chilena hacia 1900. Santiago: Ediciones Aconcagua, 1978.
Michel Foucault. “Las relaciones de poder penetran los cuerpos” en Mi-
crofísica del poder. Madrid: Las Ediciones de La Piqueta, 1992.
Bárbara Loach. “María Elena Aldunate (1925)”. En: Escritoras chilenas.
Tercer Volumen. Novela y Cuento. Compilado por Patricia Rubio. San-
tiago: Editorial Cuarto Propio, 1999.
Jean Pfaelzer. “Intersubjectivity as feminist utopia”. En: Utopian and
Science Fiction by women. Worlds of difference. Edited by Jane Do-
nawerth and Carol a Kolmerten. New York: Syracusse University
Press, 1994.
Adriana Valdés. “Escritura de mujeres: una pregunta desde Chile”.
Composición de lugar. Escritos sobre cultura. Santiago: Universitaria,
1996.
Norbert Wiener. Cibernética y sociedad. Traducción de José Novo Cerro.
Buenos Aires: Sudamericana, 1988.

37
Elena Aldunate, una visionaria galáctica
enclaustrada en el Chile de hace un siglo

Marcelo Novoa1

¡Viajeros del tiempo embarcarse por Puerta Sur!


¿Sabía usted, lector del siglo XXI, que sí existe literatura
de ciencia ficción en Chile? ¿Y aún más, que esta existe desde
el siglo XIX? ¿Y sabía, también, que la ciencia ficción (CF)
tiene al menos un centenar de títulos y autores valiosos en
nuestras costas? Aventuro que la inmensa mayoría de noso-
tros ni siquiera ha hojeado estas sorprendentes novelas y rela-
tos. Por ello, rescatar del olvido y la difamación a la autora de
estos relatos, Elena Aldunate, es una deuda contraída con el
lado oscuro de nuestra identidad. Pues, significa traer al pre-
sente este puñado de autores visionarios, hombres y mujeres
que aportaron con sus informes desde universos paralelos:
allí donde un mañana, posible de enmendar, aguarda por no-
sotros. Hoy sabemos que la literatura fantástica –y al interior

1 Marcelo Novoa (Viña del Mar, Chile, 1964) Poeta, ex crítico y productor cul-
tural. Académico de la Universidad de Valparaíso y Doctorando en Literatura
PUCV. Fundó la Editorial Puerto de Escape, única en Chile especializada en
literatura fantástica, ciencia ficción y terror. Y la página de rescate y deba-
te sobre el género fantástico: http://www.puerto-de-escape.cl/ Allí publica:
“Años Luz. Mapa Estelar de la Ciencia Ficción en Chile” (2006), su antología
exhaustiva sobre el tema. Produce los eventos: “1ª a 4ª Semana Fantástica”
en Valparaíso y “Chile Fantástico (1810 -2010)” en la Biblioteca Nacional.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

de esta, la literatura de anticipación– es matriz de gran parte


de la mejor literatura escrita en Chile; pero los críticos, de
toda época, con su resignación ideológica tan cuerda, nos han
hecho creer lo contrario. Y por ello, el realismo costumbrista,
luego, el criollismo y, actualmente, un periodismo desechable
socavan la fantasía creadora, difundiendo vulgaridad y super-
ficialidad entre los escasos lectores.
Piensen en una serie de autores ya canonizados, como
Juan Emar, Pedro Prado, María Luisa Bombal, Carlos Dro-
guett, José Donoso y Roberto Bolaño; ahora bien, piensen
en sus obras más potentes: Umbral (1948), Alsino (1920), La
última niebla (1935), Patas de perro (1965), El obsceno pájaro de la
noche (1970) y 2666 (2005). Entonces, podrán estar de acuer-
do conmigo que este tapiz de notables se sostiene con un
“revés de la trama”, conformado por cientos de obras del
género fantástico, incluidos aquellos que han ido más allá de
las fronteras del tiempo y el espacio conocidos y aún carecen
de suficiente difusión, ni mucho menos, reconocimiento. Es-
peramos que la labor de rescate que ha comenzado con esta
publicación no se detenga ni pierda su rumbo.
Aquí debemos aclarar que llamar Ciencia Ficción a este tipo
de literatura fantástica (principalmente, relatos de anticipa-
ción, basados en la extrapolación de los usos y abusos de
la ciencia actual en sociedades imaginarias) es una denomi-
nación cada vez más añeja, pero aún efectiva. Y aunque la
mayoría de sus obras maestras trate de los peligros del futuro
o suceda en parajes extraterrestres, no son necesariamente ni
todas, ni las mejores de estas ficciones especulativas con base
científica, divertimentos para adolescentes descerebrados.
Sino por el contrario, representan gritos de alerta crítica con
sus visionarias utopías. Mucho de ese equívoco es producto del

40
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

cine norteamericano con sus guerras interplanetarias sin con-


texto y desastres medioambientales inverosímiles, que buscan
encender en nosotros un morbo fácil y pasajero.
Por otra parte, está totalmente generalizada la idea –entre
aquellos que, inclusive, dicen no importarles nada este tema–
que la CF es un género literario que solo se ocupa del por-
venir. Esto induce a error y a más de una incorrección; pues,
primero, presupone que el tema de la CF solo sería imaginar
posibles mañanas. Y luego, por la misma lógica consecuen-
cia, esta condición de prospección futurista desconectaría a
dicha literatura de nuestra realidad actual. Tales disquisiciones
erradas, que someten a un sinfín de autores y temas –que
llevan casi dos siglos de práctica escritural– a una convivencia
forzada en tal territorio reiterativo, además de resultar pobres
y mezquinas, nos alertan sobre la escasa información que se
maneja (pues alguien así lo quiere) sobre el mundo moderno
y su implicación (in)directa en la calidad de nuestra supervi-
vencia. Así pues, toda literatura comporta una novedad, re-
suelve o trama un secreto y, por ello, contiene vida. Solo la
CF, además, advierte aquello que las demás letras callan por
obviedad o desconocimiento: el paso siguiente, ese que nos
introduce de cabeza al misterio. Anunciando así, las ideas que
harán posible nuestra existencia futura. Solo la CF –y tal vez,
la poesía de vanguardia– se toma tantas libertades, ninguna
otra escritura abunda tan prolijamente en lo imposible, lo in-
verosímil y lo improbable. Se cuece en su propia paradoja.
Pues, precisamente, este desborde de otredad es el que resulta
fatalmente ajeno a las vidas de tanto lector presente.
Aunque no puede hablarse de una época de oro de la
CF en Chile, casi todos los entendidos coinciden en que el
momento de mayor relevancia iría desde 1959 a 1979. Este

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

año es signado como acta de nacimiento de la CF moder-


na chilena, ya que Hugo Correa publica su novela Los Altí-
simos (1959). Revisemos, pues, los principales nombres que
acompañan a Hugo Correa (1931-2007) en este solitario viaje
hacia los lectores futuros. Elena Aldunate (1935-2005) es la
escritora filofeminista del género en nuestro país: Juana… y la
cibernética (1963) y El señor de las mariposas (1967) reúnen his-
torias sensuales y críticas de la modernidad. Pero sus relatos
CF más bellos aparecen en Angélica y el delfín (1976). También,
debemos nombrar su novela hippie-futurista que ejemplifica
su filosofía pacifista: Del cosmos las quieren vírgenes (1977). Y
por último, esta tríada de adelantados se completa con Antoi-
ne Montagne (seudónimo de Antonio Montero), quien publica
sus novelas: Los superhomos (1967) y Acá del tiempo (1969) sin re-
cepción de crítica ni valoración alguna. No así en España, don-
de Domingo Santos y su respetada revista Nueva Dimensión lo
saludan como digno continuador de Hugo Correa. Se despide
del género con un perfecto libro de cuentos: No morir (1971).
De todos los infiernos posibles para ser habitados por un
escritor de talento, pareciera ser que la CF en Chile es una
variante etérea, pero no menos categórica. Piensen, elegir un
género casi sin precursores, y aún más, con discípulos que le
reconocerán tarde, mal o nunca, en un país tan poco dado
a la diversidad, la tolerancia o siquiera, la curiosidad, sitúa
a Hugo Correa y Elena Aldunate, hoy, tras su fallecimiento,
como renegados de su propio futuro, viajando siempre, en
una órbita de colisión con nuestra realidad más pedestre. He
ahí su legado y su maldición, que hoy conjuramos con este
necesario volumen de rescate historiográfico y literario, inédi-
to en nuestro país.
¿Sueñan las escritoras CF con canciones de cuna androides?

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

La CF ha sido, en general, un coto de caza básicamen-


te masculino. Y aunque fue una escritora, Mary Shelley, la
primera en escribir una obra de CF moderna, Frankenstein
o el Prometeo desencadenado (1888), lo cierto es que durante la
mayor parte del siglo XX las mujeres escritoras del géne-
ro fueron minoría. Incluso cuando estas lograban escribir,
como el caso de la misma Shelley, sus personajes eran siem-
pre varones, y relegaban a las mujeres, cuando aparecían, a
figuraciones totalmente secundarias en sus obras. De esta
forma, las pocas mujeres que en principio escribieron CF,
no tuvieron la capacidad de cambiar el enfoque que el géne-
ro daba a los roles de hombres y mujeres. Y ello, a pesar de
que los autores de CF (tanto hombres como mujeres) traten
de especular acerca de los cambios que se producirán en
el futuro, ellos mismos son hijos de su época y reflejan en
sus obras el presente en el que viven. Si la mujer ha estado
siempre relegada a un segundo plano en lo social, dotarlas
de protagonismo en las obras es algo que no todos los au-
tores han sabido imaginar. Entonces, para poder salvar la
dificultad de escribir siendo mujer, muchas autoras tuvieron
que recurrir a narrar sus historias desde el punto de vista de
los hombres para poder franquear los prejuicios de los edi-
tores y lectores, y a camuflar sus verdaderos nombres bajo
seudónimos masculinos.
Esta discriminación es realmente paradójica, proviniendo
de una literatura cuyo carácter de marginalidad le ha permi-
tido ser profundamente crítica con la sociedad, y que se ha
caracterizado por presentar todo tipo de alternativas a esta,
intentando abrir nuestras mentes a infinitas posibilidades,
más allá de lo conocido o de las creencias aceptadas, y aún
así, se haya mostrado tan conservadora respecto a las mujeres,

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

o incluso decididamente reaccionaria y misógina. Incluso hoy,


es aún normal que las mujeres sí aparezcan, pero con los es-
tereotipos más consabidos: esposas, madres e hijas; o bien,
enemigas eróticamente perversas o desviadas reinas de un
matriarcado feroz, que no hacían otra cosa que burlarse del
lesbianismo o cualquier otra tendencia sexual alternativa.

Las mujeres accedieron como escritoras a la CF anglo-


sajona en número considerable a partir de los años sesenta.
La escritora e investigadora británica, Pamela Sargent, en su
prólogo a la antología Mujeres y maravillas (1989) abre las in-
terrogantes que estas nuevas visionarias aportaron al género,
cuando afirma:
…solo la ciencia ficción y la literatura fantástica pueden
mostrarnos a las mujeres en ambientes totalmente nuevos
o extraños. Pueden aventurar lo que podemos llegar a ser
cuando las restricciones presentes que pesan sobre nuestras
vidas se desvanezcan, o mostrarnos nuevos problemas y
nuevas limitaciones que puedan surgir (...) ¿Nos converti-
remos en seres muy parecidos a los hombres, o idénticos
a ellos (...) o aportaremos nuevos intereses y valores a la
sociedad, cambiando tal vez a los hombres en este proceso?
(Sargent, 1989).

De hecho, esta irrupción masiva de escritoras en la CF ha


ido cambiando poco a poco los tópicos del género. Autoras
como Ursula K. Le Guin, Joanna Russ, Suzette Haden Elgin,
Vonda McIntyre, Octavia Butler, Marion Zimmer Bradley o
la premio Nobel, Doris Lessing, son solo algunos ejemplos
de esta visión innovadora –y en algunos casos claramente
feminista– que convierte a la CF en un espacio ideal para
especular sobre futuros distintos, presentando alternativas

44
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

al mundo patriarcal, a los valores culturales y morales y a la


sexualidad institucionalizados por el orden dominante.
Dichas interrogantes serán respondidas por estas escrito-
ras a través de distopías y ucronías, al menos, así lo estima
la estudiosa española Lola Robles en su prólogo a Escritoras
de ciencia ficción y fantasía (2000). Pues ellas, sostiene la autora,
describen mundos futuros en los que se han radicalizado los
males de nuestro presente en lo social, político o tecnológico.
Obras como El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood,
o Lengua materna (1984), de Suzette Haden Elgin, nos sitúan
en futuros donde las mujeres han sido reducidas, de nuevo, a
una situación de práctica esclavitud: ese futuro sombrío es un
espejo para analizar el presente e intentar encontrar caminos
de liberación. O bien, en el caso de un desarrollo paralelo al
históricamente conocido, Joanna Russ en El hombre hembra
(1975) y Octavia Butler con sus Ritos de madurez (1988) han
descrito mundos posibles y verosímiles donde el hombre solo
juega un rol secundario.
Finalmente, el reconocido escritor británico Michael
Moorcock, en el prólogo al libro de David Pringle, Las 100
mejores novelas de Ciencia Ficción (1995), advierte, a propósito de
las escasas representantes femeninas del género, que ellas lo
han utilizado para “expresar su propia y justificada cólera”,
agregando, en el mismo tenor, que el género tiene enormes
posibilidades para que los autores canalicen su “impaciencia,
su rechazo a la injusticia y a las frustraciones políticas, y su
indignación frente a la codicia, la locura, la violencia y el mal
uso consciente (o inconsciente) del poder que hoy se desplie-
ga por doquier” (Moorcock, 1995). Por ello, hoy por hoy, un
signo de modernidad literaria será el protagonismo femenino,
incluso, esta idea se entronca con cierta corriente actual de

45
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

literatura infantil y juvenil que privilegia a la adolescente mu-


jer como personaje principal de muchas obras literarias.
Elena, hoy sí te bañarás dos veces en la Vía Láctea.
Elena Aldunate Bezanilla pertenece a la escasísima raza
de narradoras fantásticas chilenas. Todas ellas precedidas por
María Luisa Bombal, por cierto, genial autora con quien se
le suele comparar, o en el mejor de los casos, afiliar, pues a
ningún crítico escapa la absoluta minoría e indefensión que
estas plumas representan frente al empenachado parnaso
nacional. Hija del divulgador científico y Premio Nacional
de Literatura, Arturo Aldunate Phillips, es una típica repre-
sentante de la clase alta chilena que a mediados del siglo
XX emerge como integrante de una generación literaria de
recambio, junto a otras autoras, aún más reconocibles para
los lectores; Elisa Serrano, María Elena Gertner, Teresa Ha-
mel y Mercedes Valdivieso, todas ellas escritoras intimistas,
sicológicas y denunciantes de la condición menoscabada de
la mujer en nuestra sociedad. Como apunte historiográfico,
podemos declarar que Elena Aldunate no ha estado sola al
momento de desarrollar su obra, pues otras pocas autoras
la secundan en el desarrollo de la prosa fantástica y CF en
nuestro país. Revisemos someramente algunos casos intere-
santes y otros francamente olvidables. El antecedente freak
es Hominum Terra (1966) de María Donoso, una rarísima
novela coral, con alienígenas, ángeles y terrícolas enrevesa-
dos en una trama abigarrada y algo torpe de ejecución. Una
escritora destacada, en cambio, es Ilda Cadiz y sus relatos
fantasmagóricos, apocalípticos y sombríos de La tierra dor-
mida (1969). Otra autora digna de ser mencionada entre las
representantes del género es Myriam Phillips, con sus colec-
ciones de cuentos leves y finísimos: Designios (1974) y Pedro,

46
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

maestro y aprendiz (1978). Finalmente, Raquel Jodorowsky,


hermana del cineasta, psicomago y guionista de comics, ha
publicado un libro inclasificable y desopilante, Cuentos para
cerebros detenidos (1979). También podemos acotar que la An-
tología de cuentos chilenos de ciencia ficción y fantasía (1988) a cargo
de Andrés Rojas-Murphy, aún con la notoria ausencia de
Hugo Correa, se valida a sí misma al rescatar tres meritorias
narradoras: Aldunate, Cádiz y Phillips, junto con los hom-
bres de rigor. Cabe mencionar, sin caer en falsa modestia,
que las autoras antes mencionadas, junto con otras jóvenes
narradoras aún en formación, han sido descatalogadas del
olvido por mi antología exhaustiva: Años luz. Mapa estelar de
la Ciencia Ficción en Chile (2006).
Los escasos, aunque siempre bien intencionados, críticos
y comentaristas que dieron noticias sobre la obra de Elena
Aldunate, coinciden en tres características generales: 1) un
estilo poético y lenguaje depurado;

Sus cuentos, publicados bajo el título de El señor de las ma-


riposas (1967), escritos en una prosa pulcra, a veces poética,
nos revela a una escritora responsable, de sensibilidad alerta
para captar aspectos de la vida en sus múltiples manifesta-
ciones y, lo que es muy importante, con un claro sentido de
las modernas técnicas literarias (Gonzalo Drago, mayo de
1968, diario El Comercio).

2) su temática fantástica, anticipatoria e irreal;

El relato “Marea alta”, como otros incluidos en Angélica y


el delfín (1976), posee singular belleza poética en el relato,
fuerza de imaginación, tránsito misterioso entre la realidad,
la ficción y la dulce locura. Nos extraña que ni el nombre
ni la obra de Elena Aldunate circulen con más fuerza en el

47
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

mundo literario chileno (Claudio Solar, junio de 1977, diario


La Estrella de Valparaíso);

y 3) su cosmovisión humanista y liberal;

El primer libro se titula Ur y Macarena (1984), y trata de una


niña de trece años que, de pronto, entra en contacto con
un ser nebuloso proveniente de otro planeta. Ur ayuda a la
niña a comprenderse a sí misma, y esta comunicación secre-
ta permanece hasta que la niña se convierte en mujer… Ur
viene a corroborar esta necesidad de fantasía y afecto en una
adolescente de hoy (Manuel Peña Muñoz, sobre esta serie
infantil, en el sitio www.puerto-de-escape.cl, 2009).

Finalmente, quiero incluir las palabras generosas y leales


de Roberto Pliscoff, investigador y coleccionista de CF en es-
pañol, quien fuera socio fundador del Club de CF de Chile en
los tempranos años setenta, junto con Hugo Correa, Andrés
Rojas Murphy y Elena Aldunate. Este se refiere a un texto
clave de la obra de nuestra autora reseñada, hablo del relato
“Juana y la Cibernética”,

donde el drama de la mujer solitaria y frustrada, un drama


muy actual, muestra una fatal relación terminal. Escribe Ele-
na: “Soltera, señorita, obrera… Sin pertenecer a nadie, sin
destino ni destinatario. Señorita Juana, a secas”. Esta reali-
dad sin cariño la lleva a la entrega plena con quien siente que
es su única relación de afecto, la máquina con quien ella día
a día realiza su monótono y enajenado trabajo. Creo que en
este cuento se muestra, como casi ningún escritor chileno lo
ha logrado, el drama de la soledad de la mujer y su dramá-
tica entrega en búsqueda por superarla, aunque sea con la
inmolación (Pliscoff).

48
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Sobre los cuentos incluidos en esta edición, podemos agre-


gar algunas breves observaciones que quizás logren situar su
obra dentro de parámetros más amplios y diversos que los
hasta aquí señalados. Del volumen antológico El señor de las
mariposas (1967), que reúne textos publicados anteriormente
tanto en libros independientes como relatos para revistas de
la época, junto con otros inéditos, podemos distinguir tres va-
riedades de relato fantástico: Ciencia Ficción, fantástico femi-
nista y fantástico esotérico, este último de menor interés para
nuestra investigación. En el primer apartado, su literatura de
anticipación, con una prosa poética y una mirada humanista,
nos aporta aspectos inéditos sobre temáticas muy queridas
para el género, como lo es el encuentro con extraterrestres.
Tal es el caso del breve y mágico relato “El mecano verde”
que, desde la inusual óptica femenina, no ve a estos visitan-
tes como enemigos eventuales, sino como viajeros curiosos.
Incluso, su identidad nos es revelada como una interrogante,
un acertijo o bien un fenómeno inexplicable, solo asimilable
a través de lo que hoy llamaríamos “inteligencia emocional”,
como queda demostrado en este párrafo: “Aparece y des-
aparece mil veces ante los ojos desorbitados de la mujer. Sin
dejar de ser frágil, de ser infinitamente complicado, absurda-
mente plástico y transparente, recupera su forma de alfom-
bra mágica y sigue flotando” (Aldunate,143). En el caso del
apartado que denominamos “fantástico feminista”, aparecen
sus mayores aciertos al denunciar las odiosas diferencias de
clase y sexismo imperantes en nuestra sociedad, pero desde
la panorámica progresista de quien ve futuros cambios gene-
racionales, pues hay aquí una cierta “videncia” de corte femi-
nista, notablemente adelantada para las prosistas fantásticas
de la época. Esto puede verificarse en su cuento “A imagen

49
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

de dios los creó; varón y mujer los creó” donde un relato ex-
perimental, disgregado y alucinante, da saltos temporales en
la perspectiva del ascenso de las relaciones macho-hembra,
matizando las experiencias femeninas tradicionales (materni-
dad, sensualidad, estabilidad) con apuntes visionarios sobre el
porvenir de nuestra raza.

Lanzada en el viento, la futura generación navega valiente y


temeraria. Son otros los moldes, otras las leyes, otros los afi-
lados trazos por donde su evolucionada planta trafica. Igua-
les y distintas sus dos estructuras buscan, en lo profundo de
su experiencia cruel, otro nombre para designar su hallazgo.
Abierta al cosmos la definitiva generación se fortifica y crece
(Aldunate, 161).

En su siguiente volumen, Angélica y el delfín (1976), prece-


didos por un prólogo de su padre, donde queda claro que su
literatura fantástico feminista no es aún calibrada del todo,
sí podemos constatar que ya se le respeta como la única au-
tora chilena dedicada al género digna de ser comparada con
sus similares en el universo anglo, máximos cultores de la CF
mundial. Aquí comparecen sus textos mejor resueltos sobre
contactos extraterrestres, visiones distópicas del futuro y la
fusión de la fantasía a contextos verosímiles, superando la
manida fórmula dicotómica del realismo mágico imperante
en la época de publicación de estos relatos. Quiero señalar
solo dos ejemplos de lo anteriormente dicho. Primero, en el
cuento “El Ingenio”, que tiene como punto de partida el dato
científico del alunizaje de la sonda Viking I en la superficie
del planeta Marte, la autora elabora una delicada y original
versión ya no desde la óptica humana, sino desde una cosmovi-
sión exobiológica, que nos acepta aunque no nos comprende,

50
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

y para la cual resultaremos más un peligro que una oportuni-


dad evolutiva. Narrada con inusual imaginería poética, resulta
todo un acierto de novedad y futurismo.

Impregnada de cósmicas radiaciones, el Ingenio se detuvo


en medio de ellos, paralizándolos, atrapado en un millón de
deshielos de espera. Al fin ahí estaba el viajero. Temerosas,
poco a poco, los Estambres volvieron a abrirse hasta extraer
el Espiral. A una señal de los Eternos, cada uno de ellos y en
ronda, ofrecieron la transparencia mágica de una Vitarilita
recién cortada. Cada uno de ellos, vertiginosos, acecharon el
comienzo de un impulso, una opacidad, en la colosal estruc-
tura del visitante (Aldunate, 80).

Y finalmente, su relato impecable “La Bella Durmiente”


donde una mujer-fósil sacada de su hibernación por neutrales
hombres futuros, quienes no resisten esta intrusión y vuelven
a sentir deseo, erradicado hace eones de su mundo perfecto
e inmutable. Con una estructura de tragedia in crescendo, la
narración avanza desde el hallazgo de esta reliquia viviente,
la descripción del mundo futuro dominado por la ciencia y
la racionalidad, hasta las imprevisibles consecuencias de la
exposición de su mente evolucionada con esta mujer capaz
de sentir hostilidad, depresión, absurdo y alucinación, que
terminarán por destruir el orden visible de ese mundo. Aquí
quisiera destacar que esta vez la autora introduce una notable
variante al enfrentar a una enfermera del futuro (X Adelan-
tada) con este espejo del pasado de su condición femenina
(mujer-fósil) y descubrir con horror que el reflejo no es muy
distante ni distinto. He aquí la más clara, contundente y radi-
cal crítica feminista que he encontrado en texto de escritora
chilena alguna, y ha sido escrito dentro del género fantástico.

51
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Con serena curiosidad, X Adelantada precisa en la men-


te aletargada de la paciente, como ante una cámara-ras-
treadora, un drama que no llega a su conciencia. Un extraño
cuarto aparece ante ella con enseres cuyo uso y color no
comprende. Luego tras esos ojos cerrados, X Adelantada
percibe la mirada de la mujer-fósil. Es una mirada que acusa
una incómoda sensación de vulnerabilidad; una mirada que
no se puede sostener sin vértigo, sin que la vergüenza que
a veces asalta su yo íntimo, cuando se siente pospuesta en
su ficha-control o demasiado vigilada por los visores de la
sala-descanso. Es una mirada que atrae y atemoriza, como
la visión que produce el mar, o el cielo o la lluvia tras los
cristales de su elevado en la costa. La mujer se debate como
si invisibles amarras la sujetaran, y grita, grita hasta que su
propia voz la despierta (Aldunate, 71-72).

Para concluir esta breve nota de elogio y admiración hacia


esta narradora fantástica, una mujer adelantada, visionaria ga-
láctica enclaustrada en un universo masculino y realista, pode-
mos afirmar con certeza que Elena Aldunate, a través de esta
reedición y su relectura y redescubrimiento, podrá bañarnos,
hoy más que nunca, dos mil veces seguidas, en un agua de cer-
tezas profundas, pues al leerla con esta mirada retrospectiva y
fundante, a la vez, podemos sentenciar que, así como la CF en
Chile ojeó primero que todos el podrido revés de nuestra trama
finisecular; esta autora, por siempre marginal, se tornó provo-
cativamente “intocable”, en un país de castas poéticas y clases
funcionarias; o aún más, desde su condición autoasumida de
“loca de la casa (tapiada)”, Elena Aldunate, autora de CF chilena,
nos regala –a todos, lectores sin distinción ni rango y cada vez
y para siempre– una mirada más despejada que nos permite
vislumbrar, al fin, la página por venir… de la lucha de los sexos.
Valparaíso, 2011.

52
Angélica y el delfín
Prólogo de Arturo Aldunate Phillips
para la edición de Angélica y el delfín (1976)

Era Londres en un día domingo.


Acabábamos de llegar de Ámsterdam, con mi esposa e
hijo menor, Rodrigo. Un viaje como tantos otros en busca de
los que saben.
Aquí debería encontrarme con dos notabilidades de la cien-
cia astronómica: Fred Hoyle, doctor y teórico extraordinario,
investigador de Cambridge, y Sir Bernard Lowell, el gran Argos
británico, cuyos gigantescos radiotelescopios de Jodrell Bank
darían tanto que hacer a los soviéticos cuando, más tarde, pre-
tendían ocultar ciertos fracasos en sus programas espaciales.
Al llegar a la recepción del hotelito encantador en que nos
alojaríamos recibí una tarjeta en ese papel celeste, tan típico
inglés, manuscrito por el propio Hoyle, con esa sencilla mo-
destia de los grandes sabios.
Era con este notable astrónomo con el que yo, un escritor
del remoto austro americano, debí entrevistarme. En su nota
me indicaba los días y las horas en que podía recibirme, el
horario de los trenes y el lugar de nuestro encuentro: la Uni-
versidad de Cambridge.
Ese martes a la llegada pude distinguir inmediatamente
a mi anfitrión, cuya efigie yo conocía muy bien. Desgreñada
cabellera entrecana y rizada, zapatillas de tenis, un chaleco de
lana y una camisa deportiva.

55
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

En unos minutos en su Ford inglés Perfect, de color verde


claro, con unos cuantos años de rodaje, corríamos hacia su
casa en las afueras de la ciudad universitaria de Cambridge,
conversando como si nos hubiéramos conocido toda una
vida. Al llegar a un pintoresco bungalow de puertas y venta-
nas recién pintadas de blanco, como lo exige el ritual británi-
co, un hermoso perro San Bernardo esperaba a su amo a la
entrada del jardín.
Mucho después, cómodamente sentados en sillones típi-
cos (como los que teníamos en el Macul de mi infancia, ya
que mi madre era descendientes de ingleses), iniciamos un
cordial intercambio de palabras a través de las cuales, bien lo
comprendí, él me tomaba el pulso.
Ya tenía yo experiencia en este tipo de encuentros y guar-
daba la pregunta fundamental para cuando me sintiera “más
cerca” de él.
A la hora del almuerzo, me invitó a dar una vuelta por la
clásica ciudad universitaria, en la que pude admirar, frente a una
de sus altas puertas forjadas, la estatua de pie del genial autor de
los “Principias”, creador en gran manera del cálculo infinitesimal
y descubridor de tantos caminos en el conocimiento humano.
En el enorme comedor de la universidad almorzamos jun-
to con otros colegas suyos. De vuelta en su casa, ya amigos
del alma, hablamos de sus audaces y combatidas teorías del
“universo estacionario” y de los “quasars”, o cuasi-estrellas.
Durante estas horas apasionantes pasó varias veces por mi
mente la frase de Joseff Schkloskii, seguramente el más ta-
lentoso de los astrónomos soviéticos, cuando refiriéndose a
Hoyle lo llamó “el Picasso de la astronomía”.
Y llegó el momento de hacer la pregunta que interesa a
este pequeño conjunto de relatos de anticipación: Doc, le

56
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

dije; ya que me ha dado esta encantadora sensación de amis-


tad, permítame hacerle una pregunta más íntima y personal:
¿Puede Ud. explicarme cómo o por qué un hombre de su
categoría, que cuenta con publicaciones como por ejemplo:
Por las fronteras de la astronomía (1955), escribe también ciencia-
ficción, como en su magnífica novela La nube negra (1957)?
Se echó para atrás en el sillón y con una ancha y sugestiva
sonrisa me respondió: “Por los nombres mencionados por
Ud. veo que tiene en su mano el hilo de la madeja”. Y entran-
do en una disertación bellísima, me expresó que el saber cien-
tífico del hombre, aún muy reducido, es como el ir escalando
una montaña: a medida que se asciende crece más y más el
horizonte, por lo tanto, la superficie del planeta que podemos
ver o conocer aumenta proporcionalmente, mientras el pai-
saje u objetos distantes se hacen más imprecisos y el contacto
con lo desconocido crece en una proporción mucho mayor.
En esa proporción, agregó, podemos imaginar la realidad de
tales mal vistas o imprecisas lejanías. Imaginación que no es
científica, pues no podemos medirla ni experimentarla. Pero
tal vez real o parte de cierta verdad oculta. No creo construc-
tivo ni generoso guardarnos tales fantasías o utopías, ya que
ellas pueden incentivar a otros más visionarios o soñadores
que yo. El párrafo que Ud. tiene en mente de Por las fronteras
de la astronomía es la semilla de La nube negra. El párrafo es
ciencia; la novela, ciencia-ficción. Esto me hizo la frase de
Norbert Winer, el creador de la cibernética: “Déjenme soñar,
naturalmente con los pies en el suelo, pues todo lo que yo
sueñe será insignificante comparado con los reales descubri-
mientos de la ciencia del futuro”.
La ciencia-ficción tiene, pues, un hermoso y positivo pa-
pel en la literatura.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Respecto a los méritos literarios de los cuentos publicados


en este pequeño libro por mi hija, no corresponde pronun-
ciarme, pues mi crítica tiene que estar poderosamente influida
por mi afecto paternal. Sí, es indudable que estos han tomado
una clara y diferente orientación, ya que varios de ellos son
legítimamente de anticipación como “Angélica y el delfín” y
“El niño”, para entrar en la franca ciencia ficción con “La be-
lla durmiente” y “El Ingenio”, mientras lo esotérico y lo oní-
rico ronda todavía en “Veinte centímetros de sol” y en “Un
señor Don Luis”. Todos pequeños y misteriosos destellos de
un futuro próximo o remoto, poblados de una inquieta y es-
peranzada búsqueda de los valores espirituales del habitante
de esta modesta morada cósmica.
Los lectores y la crítica dirán el resto.

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La bella durmiente
(1973)1

LOS OJOS CERRADOS, LA SANGRE ENTIBIÁNDOSE lenta, muy lenta,


pulsa por cavidades entumecidas por conductos cerebrales de
abismo y somnolencia, atravesados por estallidos de pánico y
de sombra, de ansiedad y desconcierto... Las manos, los pies
ajenos, los cabellos, estopa antigua. Va latiendo el corazón
más y más. Por el diminuto laboratorio del oído, un soni-
do rompe el silencio. Olvidada experiencia de un contacto.
Gesto perdido en noches incoloras, sin trazos, sin dimensión.
Todo el ser es un oído que espera. Los ojos, bajo los párpados
cerrados, giran, y entre rojas claridades estriadas de sombras,
quieren saber. Pesados, con milenario polvo de inconscien-
cia, trabajosamente se abren, y abiertos, sólo duelen ante la
penumbra. No miran, no recuerdan, no enfocan. Sólo giran
mientras despierto el ser respira, y aquel aspirar y exhalar el
aire aséptico de la cámara regeneradora, hace que la memoria
orgánica, el latir animal, se automatice. De pronto está de
nuevo el sonido impactando su limbo...
Entonces en la conciencia vibrante del ser, el dolor urge
los tejidos olvidados, muerde los tendones entumecidos,
conmociona un sistema nervioso en sordina. Agudo, implacable,

1 Las referencias a los años de escritura se indican cuando así aparecen en las
publicaciones.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

normal, el dolor va reenseñándole a respirar, a latir más y más


a prisa hasta encontrar el ritmo habitual. Sus ojos perciben en
la penumbra una forma, una dimensión. Sus dedos se cierran
sobre un tejido suave, adaptable, liso. Su cuerpo siente que
está vivo mientras el cerebro ordena a un dedo que busque, a
una rodilla que se alce. Un quejido. Los ojos abiertos buscan
una respuesta. ¿Quién está? ¿Dónde está? ¿Cuándo está? La
boca se abre y los labios, los ojos, se esfuerzan tratando de
penetrar lo desconocido. Desconocido de altos contornos y
silencio que observa.
Tras ese mirar, una mente poderosa que busca una res-
puesta, un contacto, un entendimiento.
El evolucionado cerebro de Seleno, físico supremo de la cá-
mara experimental, telepáticamente recibe el mensaje difuso y
aterrorizado de aquel ser que yace en la camilla suspendida. Esa
mente primitiva está bloqueada por las preguntas: preguntas
que Seleno no puede contestar... Y conectando el escudriñador
en la garganta de aquel ser, siente una vibración sensorial que
no puede descifrar; un rechazo que no justifica; un ruego que
en su evolucionado sistema comunicativo demuestra inseguri-
dad, violencia, impulsos débiles que emanan de ese extraño ser-
animal, que fue encontrado así, en primitivo estado de hiber-
nación, en los antiguos y abandonados subterráneos, después
de profundas excavaciones en la zona muerta. Inmediatamente
“aquello” se trasladó a la esfera hermética, desde el lugar de su
descubrimiento hasta el interior del edificio experimental. Des-
de entonces, Seleno el físico hace noches que no duerme sino
inducido por las sedantes notas del adormecedor.
Dentro de su mente controlada, nuevas y absurdas sen-
saciones lo invaden. Aquel fósil, viviente está tomando en su
vida un lugar que no acepta. Es una obsesión, es una inquietante

60
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

tiranía somática que se ha apoderado de él con descontrolada


violencia. Ni siquiera una visión cósmica, una teoría galáxica,
lo ha preocupado hasta el punto absorbente en que este raro
espécimen lo descontrola.
Dormido, sueña con él, en la hora de su reposo-estudio,
piensa en él. En el regreso nocturno, desde su laboratorio ex-
perimental hasta el lujoso elevado de su residencia, no puede
dejar de preocuparse por su estado, por la recuperación de
esa mente regida por una misteriosa unidad personal.
Había estudiado procesos y descubrimientos de la edad
atómica, en que los hombres llevaban como aquel ser, el ca-
bello largo, uñas en las extremidades de los dedos y mandí-
bulas con dientes y sus mismos órganos gastados de origen.
Los científicos de entonces se desmentían unos a otros en sus
procesos de búsqueda individual y egoísta. Anulando teorías
y leyes. Ejercitando oscuros métodos en seres pensantes a tra-
vés de drogas mortales y procesos “psicosomáticos”, como
llamaban entonces a la rastreadora-mental de hoy.
Nohiónix, absorbido por sus estudios, con una alta capa-
cidad de concentración, ha pasado su época de apareamiento
cumpliendo su misión biológica. Siete matraces-hembras lle-
vaban su germen.
Su descendencia había sido perfecta; grado uno en la tabla
evolutiva. No conocía el miedo, la enfermedad, ni la vejez,
ni la violencia. Las preguntas ancestrales habían sido con-
testadas, la muerte era el último recurso voluntario. Todas
esas sensaciones las estudiaba en archivos sobre la vida y las
costumbres de primitivas especies en evolución. Su mundo
era estable, pacífico, unilateral. La mujer era para él un valor
intelectual que contrastaba con su masculinidad, una réplica
de su yo somático, un desdoblamiento estético de su espíritu.

61
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Por primera vez sentía la apremiante y desconocida necesi-


dad de un contacto físico entre él y aquella cosa humana-
animal-hembra que entre electrodos y cilindros latía acelerada
y débil. Ni siquiera la visión de sus descendientes dentro del
laboíncubo lo habían conmocionado tan persistentemente y
con tal descontrolada necesidad de pertenecer, de poseer, de
conmover. Palabras, conceptos todos de un remoto y supe-
rado origen. En un comienzo creyó que alguna desconocida
bacteria microbiana, traída en los objetos que acompañaban al
ser, podría haberse introducido en sus células y se hizo exami-
nar por los aparatos metabólicos y rastreadores de su propia
cámara curativa sin resultados. Luego se sometió a las ondas
psicoanalíticas y en la pantalla profunda fueron desfilando las
épocas de su infancia, con sus complejas reacciones primarias,
los momentos de cambio y rebeldía de la pubertad, luego la lu-
cha de superación personal y central en la comunidad elítica, y
sus triunfos en los altos porcentajes telepáticos adquiridos. Sus
apareamientos, sus amistades-réplica, sin encontrar en ninguno
de aquellos períodos ni un rastro, ni un parecido, a la extraña
sensación que aquel ser dormido le produce cada día, cada no-
che, con atenazante apremio. Era su presencia, como aquella
droga estimulante con la que los antiguos suplían su angustia
y su ignorancia, como aquellas cámaras que reproducían todas
las gamas de la bárbara conducta en el apareamiento primitivo
de los humanos, a la que en la pubertad se sometían volun-
tariamente los jóvenes estudiantes de su época, para sentir
en sus propios organismos, como una cura de advertencia,
aquellas descastadas reacciones del instinto superado.
Entonces recuerda haber sentido una cálida languidez al
tomar entre las suyas, finas y mutadas, las manos de aquel ser
cuyas extremidades aún tienen “uñas” largas y duras como

62
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

garras. Manos que sin duda, por sí mismas, fabricaron herra-


mientas, prendas de vestir, objetos de recreación, que las ha-
bían marcado con aspereza a pesar de su flacura y fragilidad.
Se extraña ante la urgida ansiedad con que esperó el despertar
de aquellos ojos, el sonido de aquella garganta, la transmisión
difícil de su recuerdo y su terror, que es todo lo que hasta
ahora ha podido telepatizar en aquel cerebro cerrado. Se sor-
prende a veces en el elevado, imaginando lo que esos sonidos
guturales quieren decirle, en un lenguaje que debió desapare-
cer hace miles de años en la evolución y que ya nadie podría
descifrar. Idioma que quedó seguramente registrado en las
cintas que se perdieron en la primera era cósmica, con la gran
explosión que fue el trágico final de las guerras fratricidas.
Al comprender que aquel ser es un eslabón perdido en
la evolución, una irracional emoción descontrola sus centros
de estabilidad. Un ser hermoso en su barbarie, tan frágil, tan
inocente, tan... la palabra se niega a reproducir lo que en su
interior el hombre anhela: deseable.
La expresión vigente le niega esa necesidad sublimada. Y
riéndose de sí mismo ante la sensación muda, vuelve a afir-
marse en los conceptos de su enseñanza: Para él y sus con-
temporáneos, el desear otro ser es como agredirlo, asaltarlo
en su integridad, profanar su confianza orgánica. Sólo las
cosas se desean; los hechos, las ideas, los momentos de rea-
lización. Los seres, no. Todo ente humano es hermético y
respetable en su yo inconsciente. La comunidad se protege
y se ayuda.
Seleno comprende que debe cuidarse. En el aula, los
alumnos comentan con extrañeza y en voz baja su estado,
sus mutismos, sus distracciones, sus ojos hundidos y su paso
lento. A nadie le ha descubierto, fuera de X Adelantada, su

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

hallazgo. Ha cometido una gran falta ante la comunidad cien-


tífica; lo sabe, pero todavía no puede entregarla. Él, uno de
los primeros físicos-mutantes, profesor de historia antigua,
cabeza de la cámara experimental, debe dominar de alguna
forma la desquiciante desazón que lo embarga noche y día
ante la mujer-fósil. Una y otra vez detecta sus miembros, con-
trola sus latidos, somete a potentes microscopios sus células
y su sangre, todas sus secreciones, la interna oscuridad de sus
vísceras, la solidez ósea, sus moléculas, cada centímetro de
su cuerpo y de su psiquis. Y siempre ante su mente perpleja,
hambrienta de saber, el resultado vuelve a paralizarlo ante la
causa del mal que lo consume.
Recuerda su época de alumno en las aulas universitarias.
En los labo-estudios, aquellas fascinantes clases de biología
oceánica y evolutiva. Y la historia de un pez, un extraño fósil-
viviente, que fue descubierto en el siglo XX de la era atómica.
Pez que fue para él una leyenda más allá del asombro. El
Celacanto, que entonces perduraba vivo en los océanos de la
tierra hacía más de trescientos millones de años. Estudiándolo,
como lo hace ahora con ese ser que lo obsesiona, piensa que
la vida es un milagro de tenacidad inútil.
En el muro, el reactor acusa los descontrolados latidos que
agitan a la mujer bajo la cámara protectora. Seleno telepatiza el
miedo, la inseguridad, que vuelven a aparecer en las conexio-
nes cerebrales. Rápido, el físico acciona circuitos logrando es-
tabilizar los centros nerviosos de la durmiente. Los músculos
tensos se relajan, la respiración se normaliza, los recuerdos
y temores se borran. El médico se retira dejando a la auxi-
liar con órdenes precisas de inducirla en un sueño-nutritivo,
con el que se mantiene desde que fue internada en la cámara.
X Adelantada toma su lugar junto a la camilla suspendida.

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

La extraña mujer duerme llevada por el Alquivita-100, mara-


villoso reconstituyente orgánico de la nueva era. Su respira-
ción acompasada, sus pulsaciones normales, se suceden en
el regulador mural. La auxiliar, poniéndose en posición ho-
rizontal, mantiene en su mano el conmutador de reflejos y
abriendo un panel en el techo, se coloca los audiovisuales y
una vez más estudia el cuadro clínico en el muro-visor.
La auxiliar tiene un signo en su uniforme lila: X Adelan-
tada 297. Remarcable significado en el archivo de la clínica-
control. Posee un pequeño departamento autoacondicionado,
con ojo-visor y doméstica-electrónica. Conduce un short-car
hacia su elevado en la costa. Percibe una entrada fija con su
cuota de supervivencia. Tiene bonos para la casa del olvido
en su madurez y una salud increíble, en sus 30 años reno-
vados sólo por tercera vez. Recuerda la última vez que fue
renovada. Tras la larga fila de aspirantes que esperaban su
turno frente a las cámaras regeneradoras, tuvo aquel extraño
diálogo con aquella mujer pálida, tan pálida como a la que
frente a ella duerme. Indudablemente ésa se había pasado en
su tiempo de renovación. Sin embargo, dudaba si se some-
tía al maravilloso tratamiento obligatorio. Hablaba a gritos
de pérdida de un yo primitivo, de agotamiento sensorial al
recordar las mismas cintas transportadoras, los mismos ele-
vados, las mismas caras perfectas de los seres, las ciudades,
las playas y los festivales. Quería volver atrás para no haber-
se regenerado nunca. Haber transcurrido con la misma piel
gastada por el uso y el roce, con los mismos órganos y las
mismas células de su nacimiento. Usaba una palabra prohi-
bida, absurda para sus cortos años. Decía que quería mo-
rir, enfermarse y morir... Tenía que haber perdido la razón
de su mundo interno. Muerte, enfermedad, vejez, palabras

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

desechadas del idioma terrestre. Esta desquiciada mujer que-


ría morir con sus órganos de origen y sus instintos desata-
dos. Era un peligro para la comunidad y así se lo dijo a la
encargada cuando le tocó el turno. Todavía gritaba la mujer,
allá afuera, mientras ella, penetrando en la cámara silente, co-
menzaba a sentir el suave y cálido rotar de sus células cansa-
das, el flujo rápido de su sangre que se renueva, la vivificante
vitalidad que por todos los poros penetra en su organismo.
Repitiendo una y otra vez el código de las altas esferas co-
munitarias: “Somos un todo individual, siempre renovado y
perfecto”.
Al observar aquel ser primitivo que yace frente a ella, un
extraño parecido con aquella enajenada vuelve a sorprender-
la. No comprende cómo vive todavía; cómo fue posible que
en aquella remota época desde donde viene, hayan podido
hibernarla definitivamente sin dañar sus células ni su cerebro.
Una vibración en el reactor hace que X Adelantada se incline
consultando el muro. Luego, haciendo un esfuerzo mental,
penetra en el mundo onírico de la durmiente para sumergirse
en un tiempo inquietante y agreste... Dentro de su evolucio-
nada mente, la auxiliar trata de descifrar objetos, de recono-
cer lugares, de adquirir sensaciones. Pero aquel ser sólo sueña
sueños imposibles...
X Adelantada recuerda la mañana en que fue llamada con
otras cuatro aspirantes a un riguroso examen-control, secreto,
y al ser elegidas entre las demás por el supremo, su todos los
días fácil y rutinario se trizó.
La misteriosa cámara experimental había sido abierta y
una camilla suspendida, cubierta por la campana portátil, fue
propulsada por los amplios corredores hacia el cilindro rege-
nerador. La primera vez que tras la espalda de Seleno vio lo

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

que en la camilla había, un rechazo alteró su bien delineado


rostro. Deshidratada, escuálida, enmarañada entre sus pro-
pios cabellos, exhibía ante los ojos fríos del sabio su ofensiva
desnudez; absurdamente viva...
Dentro de un burdo tubo metálico, la historia clínica de
su caso había sido escrita, al parecer a mano cuyo significa-
do nadie podría descifrar jamás. Sólo repasar una y otra vez
su condición biológica en el momento de ser encontrada, su
funcionamiento orgánico y celular, la increíble edad de este,
en tiempo fisiológico; la conservación de sus órganos de ori-
gen, sin trasplantes ni regeneración. Todo lo que ayudaba a
estudiar el tratamiento intensivo con que pretendía volverla a
la ¿NORMALIDAD? Todo lo estudiaba X Adelantada para
anotarlo en la pantalla-memorial.
Con el control del reactor, nerviosamente apretado, la
auxiliar vuelve a introducirse no sin temor en el sueño de
la mujer-fósil, en su mundo y en su precario recuerdo. La se-
cuencia del onírico recorrido traslada a la intrusa a lugares pol-
vorientos de absurda y asfixiante complejidad. Nada significan
los bárbaros objetos ni lugares para ella. No tiene nombre, ni
sensación, ni palabras. Lo que percibe son hechos que per-
turban las funciones del soma en la paciente: miedo, alegría,
una emoción desconcertante ante otros seres como ella, que al
parecer se le presentan en sueños. De pronto una violenta “an-
gustia”, enfermedad que, según los físicos, adolecía la antigua
humanidad, se perfila en la mujer dormida con tan violento
impulso, que la despierta... Abriendo los ojos, quiere incorpo-
rarse, mientras emite guturales y suaves sonidos de pregunta.
Sus pupilas negras brillan, la larga cabellera salvaje le cubre la
espalda como un manto de crilactita oscuro y crespo; la tez
pálida, ajada por el tiempo adherida al hueso, parece haberse

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hidratado rejuveneciéndola. Aquel sueño absurdo ha hecho


más por ella que el riguroso tratamiento regenerador.
En el cuarto, el sonido tranquilizador del sonar anuncia
la llegada de Nohiónix. Allá arriba, en la sala-descanso, el vi-
sor le ha indicado que la MUJER acaba de despertar... Con
la mirada interroga a X Adelantada, la cual, conectando la
pantalla-memorial, da cuenta de sus incursiones oníricas en
la paciente. El hombre la estudia detalladamente y avanzando
silencioso se sienta en la ingrávida camilla, tomando entre las
suyas enguantadas las húmedas manos de ella.
Profundo, trabajosamente, el recuerdo fija las imágenes
que giran. De pronto dos ojos luminosos detienen el suave
vaivén que entre latido y latido va coloreando los contornos
de ese exterior desconocido y hostil. En su conciencia alu-
cinada, la inflexión de una voz pregunta algo en un idioma
que no comprende, pero cuyo tono la tranquiliza, mientras
siente en el deslinde de su sensibilidad capilar una presión
caliente.
Oprimiendo esa mano entre las suyas, el hombre telepá-
ticamente le transmite ondas apacibles, modulación serena,
una boca grande, la piel clara, lampiña, lisa, las facciones ex-
trañas, herméticas, una cabeza calva, espantan el despertar de
la mujer-fósil.
Ante el horror reflejado en su mirada, la voz profunda re-
pite el mensaje de paz; pero los conmutadores marcan una
extrema agitación en la paciente; el pulso se le acelera, enra-
reciendo su respiración. Rápidos, los seres que la controlan
presionan conmutadores, inyectan poderosos estimulantes en
el cuerpo tembloroso.
Que se apague la luz allá afuera. Que se borren esas imáge-
nes de locura. Dormir, sólo dormir. Volver atrás a la primera

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

caída en el vacío, para despertar en su tiempo. Salir de esa


pesadilla.
Nohiónix, telepáticamente, recibe el afiebrado pensa-
miento. Comprende, a través de las sensaciones orgánicas,
su necesidad de refugio en la calidez alocada de su milenario
encierro; en su no presencia; en su no conciencia. Ella quie-
re el flujo lento y seguro de una sangre enriquecida por el
milagroso sistema que la mantuvo, inventado por los suyos
que la protegen, por esos que la comprenden. Todo lo dice,
con palabras herméticas, que no pueden describir la totalidad
pavorosa de su soledad. No seguirá hablando porque no en-
contrará su idioma ni su mundo nunca más... Algo allá afuera
se lo confirma. Un tiempo equivocado. Eso fue lo que pasó.
Un tiempo equivocado. Y ellos, quienesquiera que sean, no
saben, no deben saber... Una violenta conmoción la posee.
En aquellos ojos cristalizados, el llanto va entibiando los con-
ductos, distendiendo los tensos músculos. Un signo rojo de
alerta se prende en el reactor-emosiomático. Los ojos de X
Adelantada interrogan al físico, que ha comprendido que el
desequilibrio de los centros motores la han hecho retroceder
a la primera niñez, en la que débilmente, como los infantes
cuando se asustan, o tienen hambre, al no poder modular el
idioma aún, lloran. Aquel ser primitivo y adulto está llorando.
Para él, habitante de un mundo pacífico, sano, controlado,
abierto al cosmos y sus mundos de diferentes enseñanzas, cos-
tumbres y sistemas, el dolor, la angustia física o somática no
pueden existir hasta el descontrol absurdo de las lágrimas. Esas
lágrimas que los niños en la primera etapa de crecimiento ejer-
citan como la rabia, la agresión, el miedo, el hambre y el dolor.
El hombre, con curiosidad, se inclina sobre el rostro con-
vulsionado, y la visión de aquellas mejillas mojadas, de aquellas

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manos en extrema agitación, de aquella cabellera despeinada


que enmarca una máscara trágica, hacen surgir dentro de sí una
rara ansiedad, un loco deseo de protegerla contra sí mismo.
Con repentino impulso, toma a la mujer de los hombros
para... ¿Abrazarla? ¿Calmarla? ¿Sentirla? Mientras, algo se
funde en su pecho, naciendo. Al gesto del físico, X Adelanta-
da se acerca rápida, eficiente, alerta con los electrodos listos
para conectar. El hombre se frena avergonzado, bloqueando
su mente al rastreo telepático de la auxiliar, como cogido en
falta, mientras le dice, con una máscara de fría y serena pre-
ocupación: “Lo que sucede es que se ha exacerbado en este
ente trasplantado de su medio y de su mundo, una serie de re-
acciones infantiles de defensa, que el miedo a lo desconocido
le provocan. Está cervalmente apanicada. En su débil condi-
ción, puede ser peligroso. No responde a mi inducción-cere-
bral para tranquilizarla. Hay que inyectarle una nueva dosis de
Alquivita-100, que borre sus recuerdos y aleje la realidad por
algunas horas. Luego de colocarle el inyector, conéctelo con
mi cámara-reposo y yo veré cuando despierte”.
La puerta se cierra tras el hombre, que sin ruido se aleja,
denotando en sus pasos un cansancio extremo.
La auxiliar prepara la pistola hipodérmica. Indoloro, el im-
pacto esparce en el organismo tenso de la mujer una benéfica
sensación de paz y olvido. Un olor a magnolias, un recuerdo
olor a magnolias, dilata las ventanillas de su nariz. Unos dien-
tes que brillan, una boca grande una caricia ancha y una voy
que la tranquiliza: “Duérmase, mi amor”.
Y delante de esos objetos metálicos y fríos, un enorme
ramo de magnolias blancas. Eran sus flores preferidas, él lo
sabía y siempre le regalaba magnolias blancas como palomas.
Esa tarde en la clínica, quiso acompañarla, y ante su insistencia

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

de que viera médico, ella se sometió resignada. Hacía meses


que dormía mal, que su rostro se enflaquecía y sus nervios
se alteraban. Sólo ella sabía la causa. Su enfermedad no era
orgánica, dentro de su corazón estaba mal, de su corazón y
de su apasionado quererlo. Se ingenió para que los resultados
acusaran una mortal enfermedad.
Fue una larga lucha hasta la decisión final. No tenía nada
que perder. La idea ya había nacido en su complejo de mujer
madura, ayudante del médico jefe del pabellón de hibernación.
Era la maravillosa curación de la época. Se hibernaría y así
pasarían los 20 años que la separaban generacionalmente de
él. Era una idea absurda, pero esa posibilidad ya comenzaba
a calmar la secreta angustia que cada día, cada año, roía más
y más su felicidad. El era tan joven... Sería una prueba de
amor para ese hombre casi un niño, que la había hecho rena-
cer, creer, encontrar una razón para seguir viviendo, después
de aquel trágico accidente que la dejara sola, sin familiares
ni pertenencias, sumida en un letargo sin esperanzas. El la
recibió y enamorándose de ella le dio nueva vida. Pero era
demasiado joven. Los labios resecos se separan pronuncian-
do su nombre... Con serena curiosidad, X Adelantada pre-
cisa en la mente aletargada de la paciente, como ante una
cámara-rastreadora, un drama que no llega a su conciencia.
Un extraño cuarto aparece ante ella con enseres cuyo uso y
color no comprende. Luego tras esos ojos cerrados, X Ade-
lantada percibe la mirada de la mujer-fósil. Es una mirada que
acusa una incómoda sensación de vulnerabilidad; una mirada
que no se puede sostener sin vértigo, sin que la vergüenza
que a veces asalta su yo íntimo, cuando se siente pospuesta
en su ficha-control o demasiado vigilada por los visores de la
sala-descanso. Es una mirada que atrae y atemoriza, como la

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

visión que produce el mar, o el cielo o la lluvia tras los crista-


les de su elevado en la costa. La mujer se debate como si in-
visibles amarras la sujetaran, y grita, grita hasta que su propia
voz la despierta. X Adelantada tomándola dulcemente de la
mano la tranquiliza con suaves modulaciones.
Violentamente lila, el cuarto gira. Desconocida la voz y
el rostro, hacen que la pesadilla siga. –¿Quién es Ud.? –la
mano se cierra sobre la tela inarrugable. –Agua, agua, por
favor–. Apremiante, la sed aparece queriendo llenar un va-
cío por tanto tiempo insatisfecho. Ahora los brazos, los
músculos del cuello, se tensan y su cintura se endurece con
impulso que la incorpora por primera vez. La encargada ha
captado su necesidad orgánica y le ofrece un vaso frío. Con
las dos manos, la mujer acerca a sus labios el cristalino reci-
piente helado y bebe, bebe con los ojos cerrados. El líquido
corre humedeciendo la garganta seca, el esófago plegado, las
vísceras magras. Circulando por los conductos normales, al
fin el agua trae vida, necesidad de levantarse y mirar el mundo.
Pero, débil aún, la mujer vuelve a reclinarse en la almohada
que siguió sus movimientos. Y cree percibir en el aire un olor
a magnolias. La pregunta vuelve: –¿Qué puede pasar? ¿Dón-
de estoy?–. Por unos minutos, X Adelantada queda inmóvil
captando la “angustia”. Luego presiona el comunicador con
la cámara de Nohiónix y espera...
Es increíble cómo las reacciones de aquel ser se suceden
con normalidad no esperada ante la exposición de su orga-
nismo a una hibernación tan inverosímilmente prolongada.
Algo recuerda en conferencias de la época anterior al gran
cambio, en las cuales se hablaba de ese proceso que entonces
era usado para curar afecciones celulares.
En el proceso mental y onírico de la paciente, no hay signos

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

de descerebración ni de demencia. Su temor es tan lógico,


tan de acuerdo con su primitiva ignorancia, de su absoluta
inocencia animal, que no sabe por qué se confunde tanto el
físico con ella. Está sola, en un tiempo que no es su tiempo.
Eso es todo...
La puerta se abre y el hombre capta los pensamientos de
X Adelantada. Asintiendo con la cabeza, silencioso se acerca
a la camilla y toma la mano pálida pero tibia entre las suyas,
desnudas ahora.
Los ojos de la mujer se abren y la cabeza gira hacia él.
Por primera vez ella lo enfoca, lo ve. La incursión telepática
de Seleno perturba su mente, haciéndola comprender que no
está sola en su intimidad, que la vigilan en sus pensamientos
ocultos. El ser frente a ella la atrapa con su fuerza hipnótica
y la mujer siente que es sólo ojos; redonda nebulosa que su-
surra contestando a las mudas preguntas de Seleno: –Sé que
algo pavoroso me ha sucedido... ¿En qué mundo estoy? ¿Cuál
es mi destino?
El físico escudriña hasta los últimos intersticios de aquella
mente, captando la “angustia”, la zozobra, la desconfianza y el
abandono de ese ente primitivo que, más allá de su asombro, le
preocupa tan intensamente, con tanta alegría en su transcurrir
frío y tranquilo... Seleno abre su mente a los pensamientos de
ella, la cual sabe ya que aquel ser la vigila. Hosmósicamente
capta las sensaciones; hay una fría presencia, una helada cu-
riosidad que dentro de esa mente la rechaza y la desespera. Y
sin embargo, algo en este ser de pesadilla, en sus ojos febri-
les, en su mano cálida, en su boca ancha y cruel, se parece al
otro, a veces en su desearla, pero sin ternura, sin entrega, sin
su ser único, maravilloso y tal vez perdido para siempre que
dejó atrás en un tiempo de espanto... Con garra-acelerada la

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angustia la coge y su voz ronca ahora vuelve a preguntar por


milésima vez, mientras los ojos desorbitados se clavan en el
ser que la observa.
–¿En qué año estamos? ¿En qué siglo he despertado?–.
Los controles orgánicos y psíquicos prueban a Seleno que
aquel ser biológicamente primitivo ha llegado a su norma-
lidad total. Que tal vez pueda, sensorialmente, captar una
respuesta telepática. Concentrándose con violento esfuerzo,
comienza su mudo mensaje.
–Hubo una leyenda de edades aún más antiguas que la
tuya. Una leyenda en la que una princesa bárbara durmió cien
años de la primera edad media en el calendario zodiacal. Cien
años encerrada entre las paredes graníticas de una torre ca-
vernaria, cubierta de hiriente y mortal vegetación agreste. In-
genua leyenda mítica de los primeros tiempos del hombre y
su historia. Hoy en la era del gran cambio, en el segundo cielo
de los Guturnes, en este mundo que no fue tu mundo, eres
esa bella durmiente y vendrán príncipes de todos los lugares
de la tierra sólo para verte, para oír lo que puedan captar de
tu siglo y de tu origen. Has despertado en el milenio dos mil
novecientos ochenta de tu calendario. Yo, Nohiónix, te he
materializado... ¡Como una explosión, el pánico desintegra
el pensamiento del ser inteligente! Sus ojos abiertos desor-
bitados se nublan. Un temblor primero leve, irregular, pro-
gresivo, se apodera con más y más intensidad de su cuerpo
escuálido.
–¡¡¡NOOO!!!… ¡NOOOOOO!
El grito ronco, de animal herido, le desgarra la garganta.
–¡NO QUIEROOO. NOOO!
El cuerpo de la mujer cae hacia atrás en la camilla ingrávi-
da. Queda tendida, mientras su cabeza gira de un lado a otro

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

gimiendo, gimiendo, empapada en sudor helado. El ser que la


vigila, por primera vez desesperado, comprende que no debió
arriesgarse, que la fuerza de su pensamiento pudo más, que
ella sabe ahora su destino...
Con urgida “angustia” anota en el archivo electrónico sus
reacciones, sus latidos, el rápido descenso en la vitalidad orgá-
nica que la mantenía. Perplejo, siente que su poder telepático
no puede penetrarla ya. Una desconexión irracional le impide
coordinar las emociones de aquella mujer desmadejada. Ante
aquello que ha vivido dentro de su ser, como nadie jamás lo
hizo en sus dos mil Guturnes, una imperiosa necesidad de
morir con ella lo hace gritarle enloquecido.
–¡Créeme! Has vuelto a un tiempo de paz, esta es la tierra,
tu planeta, mujer. En ella mi comunidad te asegura, por ser
terráquea, por temeraria, por bella, una vida eterna y com-
pleta. No puedes morir ahora. A través de todos esos crueles
y mutantes siglos en que dormías, el hombre, tu hermano,
ha descubierto para ti maravillosos centros generadores de
vida y energía. Formas, sistemas, mundos siderales poblados
por seres que ni la imaginación de los poetas de tu tiempo
crearon. Eres un celacanto viviente y eres mía. Una maravi-
lla que confirma la realidad genérica. Nunca a través de las
edades y los soles un ser humano ha tenido tu oportunidad.
Tienes que ayudarme para que te ayude a volver, a compren-
der, a vivir. Único ejemplar de tu especie. No estarás más sola,
no temas, no te abandonaré jamás. Tendrás la inmortalidad que
tanto ansiaban tus iguales; quédate conmigo aquí y ahora, como
ejemplo para todos los seres de la tierra y del cosmos que ven-
drán en el futuro... No te mueras, que no podré vivir sin ti...
El cuerpo yace inerte y pálido. Negro, con oscuridad de
terciopelo negro en el vacío.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Seleno ha entrado en compulsiva locura. Dando entre-


cortadas y contradictorias órdenes a X Adelantada, que
obedece con contenida sorpresa, introduce en los cen-
tros vitales dañados, hipodérmicos cilindros, extraños y
vibrantes aparatos magnéticos que suplieran los órganos
que agonizan, recorriendo las venas, los tejidos, las cavi-
dades visceradas en el cuerpo mudo. Luego conectando
los visores con todos los centros científicos del planeta,
Nohiónix se comunica con sus colegas, avisándoles del
increíble hallazgo para pedirles una humilde y tardía ayu-
da. Mientras llegan, los dos unidos por un mismo interés,
el hombre y la muchacha, se mueven en torno a la camilla
para mantener la precaria existencia de aquel animal hu-
mano. Para devolverla a una era que no asimilará jamás, a
una comunidad donde sólo será objeto de estudio y admi-
ración científica.
Cuando los vehículos aterrizan, y los más destacados
sabios de toda la galaxia penetran en la cámara hermética,
con sus teorías y sus candentes matraces, el cuerpo cons-
ciente ha dejado de latir. Los maravillosos descubrimientos
de mantenimiento harán ahora de ella un ente estático, des-
cerebrado, vivo en la nada de su limbo...
Nohiónix conecta la cinta televisora. La increíble his-
toria del Celacanto-hembra se despliega ante los ojos y las
mentes asombradas y potentes de aquellos hombres-seres
de ciencia. Mientras en la pantalla las secuencias y porme-
nores del legendario caso se proyectan, el físico se aleja
callado por el corredor hacia su cámara-reposo. No quiere
presenciar lo que vendrá. No quiere acusar ante sus iguales
la grave enfermedad que lo consume. No quiere verla en-
tregada a otros en un yacer ajeno y público.

76
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

La mujer-fósil ha sido trasladada a un enorme cilindro


hermético y transparente, templado por un sol atómico,
abierto para ella. Ingrávida, desnuda y pálida parece una
medusa dormida, por cuya cabeza rapada cien mil circuitos
diferentes la recorren sin cesar...
La pequeña cámara experimental ha quedado sola, des-
poseída del misterio legendario que la hizo centro. Ajena al
febril tránsito que circula el edificio de la clínica Selénica.
Ajeno al ajetreo de miles de hombres-seres y mujeres-cen-
tros que quieren conocer y estudiar el nuevo hallazgo.
La presencia del físico supremo abre la puerta magnéti-
ca. Sus lentos pasos lo llevan frente a la camilla suspendi-
da, en la que aún se perciben las huellas de ella. Nohiónix
tiene los ojos hundidos y sus manos tiemblan al coger la
almohada donde la mujer apoyara su cabeza de oscura y
salvaje cabellera. Apretándola, sumerge el rostro en aquel
pedazo de tela movible, que se adapta a él. Entonces, como
un torrente cálido, hirviente, aquel dolor comienza a subir,
a desbordar, a quemar desgarrando sus bien trasplantados
órganos, sus perfectos centros vitales, su soma sereno y
lógico. Doblado sobre la ingrávida camilla, el hombre se
estremece por los sollozos, inequívocos síntomas de aque-
lla remota enfermedad que ella le contagiara y para la cual
ya no había antídotos en su mundo...

77
El Ingenio
(1976)

LOS ESTAMBRES, VIGILANTES, VIBRARON en el aire frágil de la


Primavera.
La noticia ya había sido absorbida en los siete ámbitos de
la Esfera. Estaban allí, en el círculo sagrado, los Eternos para
recibirlo. La VITARILITA de los cuatro poderes NOHC, cir-
culando por los conductos excitados, fortalecían al Espiral
que –en vertiginosas evoluciones– subía y bajaba entre esta-
llidos rítmicos.
Era el tiempo y el ciclo 2000 de los deshielos y la profecía
no se equivocaba. Allá arriba en el comienzo cremoso de la
tarde el Ingenio, desprendiéndose de la nave conductora, des-
plegó su gran ala circular para descender, de pronto brillante,
mientras crecía.
Las pequeñas Esferas habían completado su periplo dieci-
siete veces en el crepúsculo, desde la llegada de la nave mesiá-
nica a la órbita de la gran Esfera. Llenos de mágica sabiduría,
los Eternos lo indujeron a posarse en el lugar elegido y, al fin,
en el centro rojo de la tarde, podían los estambres absorber su
asombrosa cercanía, su colosal presencia, mientras vibraban
tensos de curioso recogimiento. Entonces, gigantesco, desco-
nocido, divino, arremolinando bajo su atronadora estructura
nubes de arena roja y seca, que hicieron sumergirse profun-
damente en el polvo al Espiral, se detuvo. Las detonantes

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

explosiones del extraño hollaron el removido suelo, sin de-


tectar la presencia de los Estambres, encendiendo el viento.
Impregnado de cósmicas radiaciones, el Ingenio se detuvo
en medio de ellos, paralizándolos, atrapado en un millón de
deshielos de espera. Al fin ahí estaba el viajero. Temerosos,
poco a poco, los Estambres volvieron a abrirse hasta extraer
al Espiral. A una señal de los Eternos, cada uno de ellos y en
ronda, ofrecieron la transparencia mágica de una VITARILI-
TA recién cortada. Cada uno de ellos, vertiginosos, acecha-
ron el comienzo de un impulso, una opacidad, en la colosal
estructura del visitante.
Cayó la sombra congelando la brisa. La tenue tibieza
solar, las VITARILITAS se fueron empañando una a una y
cristalizándose hasta estallar en mil agujas verdes; cayeron
en el polvo arenoso, consumiéndose irremediablemente.
Estremecido en sus siete ámbitos, el astro reclamaba,
preguntando de vibración en vibración, noticias del Inge-
nio. Frenéticos, los conductos a través del Espiral de co-
municación disparaban las preguntas a lejanos confines.
Nada se absorbía aún. Los movimientos del visitante se
mantenían herméticos. Sin contener ni un vestigio de amor
hacia el abierto corazón de los Estambres.
Incandescentes los eternos, urgiendo el vértice del es-
piral, absorbían hasta agotarse sin penetrar la externa y gi-
gantesca materia metálica. Ni la más leve vibración en res-
puesta. Sin embargo, la profecía no se equivocaba. Allí, en
medio de la tarde señalada, estaba el mecías, el más Eter-
no de los Eternos. El sacrificio debía consumarse como
lo reclamaba la tradición: “En Primavera, al final del ciclo
2000, el Ingenio del hombre vendrá, viajero del infinito, a
reclamar la posesión de la VITARILITA sagrada”. Pero la

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

ofrenda de los cuatro poderes, vitalizada sin interrupción


desde el comienzo eterno y sin fin, moría dispersa en el
polvo que, asesino inmutable, desintegraba uno a uno los
cuatro centros NOHC, indefensos ahora, sin la constante
protección de la energía que los había unido al Espiral y
sus Estambres.
Entonces los Eternos comprendieron; este no era el
hombre, sino el ingenio del hombre. Había que esperar,
que seguir esperando al hombre, solo al hombre.
Hierático, trípode metálico, Ingenio maravilloso de la
era Espacial, solitaria réplica de un compañero en viaje, el
Viking I comenzó su histórica labor: conectó los circui-
tos, disparó los flash, enfocó las cámaras y encendiendo
sus centros cibernéticos transmitió en clave matemática el
mensaje a la lejana tierra.
Marte había sido conquistado; el Viking I, amartizando
al fin en el suelo rojo, comenzaba su fantástica aventura:
buscar una respuesta que confirmara al hombre que no
estaba solo... que los “cuatro ladrillos de la vida” podían
amalgamarse en todos los confines del universo.

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Ela y los terrícolas

AMARILLO VIOLENTO, DENSA OLA CÁLIDA, polvo milenario, pol-


vo que no recuerda el agua...
Curvo el horizonte desolado, destaca los brillantes con-
tornos del cohete, refugio y esperanza de los dos hombres
que, con una última mirada a la ciudad hermética, vuelven
las espaldas para correr a la nave. Deben escapar de la cruel
atmósfera del ELA, quinto planeta de la constelación de
Escorpio. Nada resiste a ese horno eternamente abierto; ni
fauna, ni flora. Infernal mundo cuya hermandad solar des-
truye toda materia fuera del ámbito que protege la ciudad
hermética.
La enguantada mano del hombre alto abre con nerviosa
prisa la puerta metálica. Ambos suben la escalerilla y desapa-
recen en el interior del cohete; libres, vivos, juntos. Tres sen-
saciones; tres milagros; tres realidades que sólo el amor les ha
devuelto...
Y entonces se abrazan, mientras de sus ojos azules, de sus
ojos negros, caen lágrimas.
Allá en la ciudad sin puertas ni ventanas, artificialmente
desnaturalizada por generaciones y generaciones que fue-
ron frenando hasta detener y suprimir el ancestral impulso,
el individual acicate de un yo y un tú; allá en la triste ciu-
dad sin flores, sin pájaros, sin jardines; callada comunidad sin

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

infancia, existiendo para siempre emparedados, esos pálidos y


linfáticos seres, estructuras neurológicas; recordarán la tierna
aventura humana desquiciante para sus organismos, para sus
mentes depuradas, exangües. En silencio, los terrícolas pre-
paran el despegue. Al mirar hacia la gran metrópoli, a través
de la ventanilla, reviven el primer impacto al descubrir entre
la dorada neblina polvorienta las extrañas murallas, las altas y
lisas construcciones.
El aterrizaje, la cautela, la tremenda incontrolable ansiedad
del aventurero legendario y cósmico; el acicate de esa primera
salida fuera de la nave a un exterior desolado y calcinante. Y
luego aquel vehículo que, como disparado por invisible ca-
tapulta, surgiera de improviso. Después... olvido. Despertar
entre altas paredes de luz, de espaldas al vacío, suspendidos
gravitalmente, rodeados por esferas amarillas, engastadas en
pálida materia; y el distorsionado sonido que les recordaba el
roce de la arena azotada por un mar agitado que tenue, leve-
mente, se apoderara de sus conciencias despavoridas, mane-
jadas en acción retrospectiva...
Sus ideas y sus sensaciones examinadas, pesadas y com-
probadas con aterrantes instrumentos.
En la luminosa radiación que los rodeaba, los dos hom-
bres distinguían apenas la forma de los desconocidos in-
vestigadores que se turnaban para controlarlos. No sentían
dolor, pero tampoco percibían sus humanos contornos; sus
propios miembros no les obedecían; los reflejos habían sido
desconectados. Eran dos esquizofrénicos mutilados en un
laboratorio fantasmal. El tiempo terrestre no existía, sólo
un eterno hoy, suavemente poblado por aquellos seres que
todo lo habían descubierto, menos lo esencial de la vida hu-
mana. La sed y el hambre comenzaban a debilitar las mentes

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

de los astronautas y a entorpecer su metabolismo. Los terrí-


colas se morían.
De pronto, se encontraron verticalmente suspendidos en
un círculo de luz. El más joven, con inconfundibles síntomas
de aguda deshidratación, los ojos cerrados, los labios secos,
agrietados, dejó escapar un ronco sonido... “Agua, agua”.
A pesar de su también tremenda debilidad, el capitán
comprendió que los Elánicos nada más podían hacer por
ellos y que pedían ayuda; algún signo para saber cómo sal-
varlos, como volverlos a la... vida. Todo lo habían analizado
y vuelto a su forma, pero el soplo, el combustible, les era
desconocido. Morirían por no poder comunicarles la fór-
mula. Largos minutos, la cabeza entre las trémulas manos,
el hombre urgió a su cerebro desvanecido... Tenía que en-
contrar el gesto, la sensación que les diera a ellos la clave,
y la encontró. En el suelo, a sus pies estaban los objetos
que aquellos seres encontraron en sus personas, y que ahora
habían depositado allí tal vez para ver si entre alguno de ellos
estaba la cura, la droga que necesitaban. Aquel cuchillo que
como amuleto llevara siempre al cinto, serviría... Inclinose so-
bre el muchacho e hiriéndose un brazo con el afilado acero,
hizo que su roja sangre humedeciera los labios secos, despega-
ra la garganta tumefacta... La vida entreabrió los ojos azules y
en profundo recogimiento de silencio. Los Elánicos compren-
dieron. Los dos hombres se miraron y su mirada era oro puro.
Luego, todo sucedió vertiginosamente en la celda de los ago-
nizantes. Una fría y transparente lluvia comenzó a caer, empa-
pando sus cuerpos desnudos, su piel que bebía, bebía... bebía.
Aquellos seres, esferas luminosas, engastadas en pálida
materia, alucinados, habían captado el gesto del capitán: el
maravilloso don del amor...

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Amarillo violento. Densa ola cálida. Milenario polvo que


no recuerda el agua... Curvo el horizonte destacó los brillan-
tes contornos del cohete que veloz desaparecía en el espacio
incandescente...

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Angélica y el delfín
(1975)

MIENTRAS ANGÉLICA SIENTE CIEN GUIJARROS incrustarse en


su espalda desnuda a cada vaivén, el extraño sonido vuelve
a repetirse allá abajo. Abre los ojos y la luminosidad de un
cielo violentamente azul hiere sus retinas. El vaivén sigue ur-
giéndola, jadeando sobre su cuerpo oscuro por el sol estival.
A lo mejor alguien ha cruzado tras ellos y los está mirando
desde abajo o tal vez sobre una embarcación. Un relámpago
de vergüenza se enciende, en su inconsciente adormecido,
por lo que está sucediendo. Es curioso cómo a pesar del apre-
miante ritmo que, mal que mal, también la motiva a parti-
cipar, los ruidos, la luz y el dolor de su espalda magullada
contra la roca están presentes y claros en su conciencia. Y es
realmente una lástima...
El sonido vuelve a repetirse; parece la risa burlona de un
niño. En ese mismo instante, el vaivén llega a su máxima ace-
leración y Angélica, cerrando los ojos, deja que el orgasmo
incontenible queme sus entrañas, mientras las manos de Juan
estrechan sus hombros entre roncas afirmaciones. Un millón
de partículas duras se incrustan de una vez en su carne; el
vaivén cesa y es un solo corazón golpeando, golpeando como
una ola inmensa.
Vuelve a abrir los ojos para ver cómo la crespa y enmaraña-
da cabeza se recorta oscura contra el azul intenso. El sonido se

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repite más lejos, mar adentro, sonándole en los oídos como


una absurda despedida.
El muchacho se incorpora sobre los brazos mirándola a
los ojos; se hace a un lado.
–¡Mmmm, eres increíble!
Frase que desencadena en ella unas ganas terribles e idio-
tas de llorar a gritos. Se incorpora sacudiéndose la arena.
–¡Tienes sangre en las espalda! ¿Por qué no me dijiste...?
–Juan... ¿volvamos a la playa?
Corriendo bajan de la roca, atraviesan la arena quemante,
corriendo se meten en el agua, agitándola. Una y otra ola y
otra para entrar nadando juntos y acompasados. Así se cono-
cieron, nadando tras la ola en una de esas mañanas de su mes
de vacaciones. Una semana de paseos, de locos viajes en lan-
cha, nuevas técnicas para bucear, mariscar, hacer ski acuático,
competencias de velocidad y por las noches bailar y bailar en
la terraza del hotel, en la discothèque de la playa, en el camino
o donde fuera. Y luego... No es que ella tenga nada contra el
sexo; por el contrario, desde muy niña, cuando sólo la teoría
y el misterio llenábanla de curiosidad, había imaginado, para
comprobarlo después, que el entregarse a otro ser en for-
ma tan íntima, tan vital, debía ser ritual mágico e integración
mutua y definitiva, confirmado por una telepatía profunda y
visceral. Nada de eso le ha sucedido. Su experiencia se nutre
de tantos y prematuros juegos, de frustración y tiranía.
El agua salada le hace bien, tranquilizándola. Nadan rápi-
dos y paralelos hacia la costa. Luego en la orilla, secándose, se
cambia el diminuto bikini y recogiendo de entre las rocas su
bolso de baño se despide de él.
–¿Nos vemos esta noche?
–Sí, a lo mejor. Me voy o me quedaré de nuevo sin almuerzo.

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

A la mañana siguiente baja tarde, bien tarde, a la playa, de-


seando que Juan, enfurecido por el recado que le mandara la
noche anterior con un mozo, haya desaparecido del balneario
y ojalá del mundo; de ese mundo que a su alrededor bulle
sofocado y ruidoso; cientos de cuerpos tendidos con miles de
brazos piernas y manos que se enlazan, de voces que ríen y
gritan y se enojan. Un zumbido que no calla, que no escucha,
que no duerme. Esquivándolos, ignorándolos, lentamente
atraviesa la arena tapizada de toallas y quitasoles; lentamente
entra en el agua agitada de bañistas y embarcaciones peque-
ñas, con ese reventar y reventar de olas que no paran, que no
escuchan, que no mueren jamás… Lentamente se sumerge
en el agua; la piel se le eriza y le duele, tensa por el sol y los
aceites. El agua está tan helada que la sangre le hierve joven y
clara bajo el sepia oscuro que el bikini amarillo oculta apenas.
El corazón rechaza el impacto brutal de la ola, el estruendo,
en continuo movimiento, la angustia voluntaria de esa sensa-
ción de frío. Con los ojos entrecerrados, ardiéndole por la sal,
divisa en el horizonte un punto luminoso que se eleva y des-
aparece de pronto, naranja de sol. Se zambulle y espera la ola
grande y la otra y la tercera y entonces el humano zumbido
queda atrás. Un mar sereno y desértico la inunda de silencio.
Nada, sintiendo cómo el agua verde la acoge y la abraza en
rumorosa acogida; nada suave y segura huyendo de esa playa
sucia y desesperada de veraneantes; y más que todo, huye de
cualquier Juan… Se aturde para curarse con sal y yodo, im-
pregnándose de olor a peces vivos y a huiros. Angélica olvida
la angustia de otro año difícil, de una vida tensa, de una tensa
juventud tolerando el gesto duro de una madre divorciada;
estudia, trabaja, esperando una esperanza. Semi sumergida
ahoga su desilusión mientras abre y cierra los ojos claros, abre

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y cierra la boca grande, abre y cierra brazos y piernas en un


compás rasante y perfecto para avanzar como un pez de ojos
rasgados. Amada por el mar, se deja llevar de espaldas por su
vaivén redondo y liviano, por el vuelo curioso de las gaviotas
y el brillo afilado de un cielo tan azul que duele.
De pronto, muy cerca algo agita el agua, rápido y pesa-
do. Algo vivo pasa y resopla, gira y se zambulle en torno a
su cuerpo, conmoviéndola. Entonces esa soledad cae sobre
ella como un mazo de espanto. ¿Tiburones? Un ser ronda
su sangre caliente. Lenta, se estira para divisar la playa. ¡Qué
lejos está! Como dos disparos estallan en su memoria dos
recuerdos a la vez; la aleta naranja allá en la ola luminosa y…
ese pequeño rasguño que la roca le causara en la espalda la ma-
ñana esa… Los tiburones atacan solo si huelen sangre. Suena tan
melodramático, que ríe fuerte y nerviosamente. Entonces aquel
sonido, el mismo burlón y silbante, cascabelea tras su cabeza.

Emergiendo veloz y continuo, Isspa sigue la corriente de


oxigenadas burbujas que al trasluz verdoso hierven luminosas
a cada lado de su cuerpo al adaptarse a los cauces marinos.
A medida que deja aquel lugar donde quedan los blan-
cos esqueletos de sus antepasados, en el atormentado recuerdo
de Isspa van estallando remolinos de imágenes y en sus oídos
mentales, el grito de agonía que ella le lanzara a través de la dis-
tancia en aquel sorpresivo y mortal encuentro, no lo deja en paz.
Violenta la imagen hace que sus heridas se abran y due-
lan. Como un relámpago cargado de coraje, acudió a ella esa
noche, abandonando la guardia en la pequeña bahía donde el
Gran Delfín y su consejo tienen la morada. Era la ley, acudir
al llamado de la hembra. Esa tarde el Gran Delfín iniciaba
su viaje de inspección y ayuda a las colonias que en aquella

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

emigración, a través de toda la costa, poblaban el territorio


templado. A su regreso, relataría ante él, uno por uno, los
hechos: el llamado, la lucha, la muerte de Gool, el asesinato
y el nacimiento triste y prematuro de su hija, que Kaal dio a
luz esa noche ensangrentada y moribunda, mientras que con
débiles ondas transmitíale su adiós. Madrina y doctor estuvie-
ron a su lado para socorrerla durante el parto y la espantosa
lucha, cuyo fragor fue el que hizo acudir a Ieer, el jefe de la
medicina zonal, para mitigar sus profundas dentelladas. Todo
fue inútil. De Kaal nació una hembra pequeña y clara como
ella, mientras el padre, enloquecido, con furia asesina embes-
tía a Gool, el tuerto, con su cola y su pico de afilados dientes,
destrozándole las entrañas a jirones, haciéndole estallar el hí-
gado, aplastándole el maldito cráneo por las agallas, a golpes
de lomo y coletazos. Embravecido hubiera seguido y seguido
golpeando y desgarrando por horas el cuerpo del tiburón, si
Ieer con tierna compasión no lo desviara calmándolo y coa-
gulando sus heridas con el bálsamo que tan bien sabía exudar.
Aturdido por el dolor y la lucha, Isspa se dejó llevar al lado de la
pequeña Kaal, cuya madrina acababa de traer desde la superfi-
cie, cumpliendo el rito antiquísimo de ser la primera en lanzarlo
por tres veces al aire oxigenado para que, al abrirse sus pulmo-
nes y aspirarlo, la vida circulara libre por sus arterias. Protegi-
da por la madrina, su madre ahora para siempre, la pequeña
delfina retoza en las aguas aún turbias por la sangre materna,
entrenando sus cortas y tiernas aletas, abriendo e invirtiendo
sus párpados, buscando los pezones duros y henchidos que
descubre su nodriza para ella. Isspa, arrasado de pena, ve ale-
jarse a su hija juguetona y alegre tras su madre-madrina.
A su lado Ieer lo urge a comenzar el viaje, el último para
los despojos de su amada. Lentamente, turnándose noche y

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

día, van descendiendo a los túneles milenarios. Envuelto en


algas cicatrizantes, el cadáver de Kaal es transportado a los la-
berintos donde reposan los esqueletos de padres y hermanos;
luego una piedra, oscura y rugosa cierra la entrada a golpes de
cola. Curvado sobre su aleta dorsal, Isspa entona el cántico
de adiós y fidelidad.
Recordándolo, el corazón le duele en el enorme pecho.
Sube a la superficie, exhala un largo suspiro para volver a
llenarse los pulmones y cerrando hermética la oxigenada
compuerta continuar su regreso. Afuera hay sol y los al-
catraces revolotean en el aire tibio. Sigue hacia la pequeña
ensenada del islote solitario para en ella volver a revivir el
encuentro con Kaal, ya tranquilo, su cortejo y aquella ma-
ravillosa madrugada nupcial de integración y ternura... Cru-
zan ante él, saludándolo, un grupo de estudiantes entre pro-
fesores y nodrizas, todos pequeños delfines en aprendizaje.
Él también tuvo su época, cuando aprendió a distinguir las
diferentes especies comestibles de las venenosas, a respetar
las leyes de la comunidad, a venerar las historias y leyen-
das de su origen, a usar correctamente sus dones físicos y a
odiar a un solo ser, al tiburón, asesino de su pueblo. Entre
cardúmenes rayados y fosforescentes, a través de canales de
huiros y colonias de poríferos, entre rocas cuajadas de mó-
viles y multicolores anémonas y estambrados anélidos, a tra-
vés de bosques de helechos marinos entre los que oscuros
erizos y solapados cangrejos huyen, haciendo caer estrellas
y calamares; sobre desiertos de pedrerías ambarinas; sólo
la visión de su amor lleva en sus ojos nublados; la noche
en que mudos fueron centro en el círculo de los ancianos
que, majestuosos bailaron para ellos la danza nupcial, ya
que personificaban en ese mismo instante a EL y ELLA, la

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

primera pareja que huyendo del cataclismo de fuego, vino a


refugiarse en el mar, único elemento no incandescente en la
asolada tierra. Ellos y sus descendientes perpetuaron la raza
formando una nueva especie.
Isspa llega al islote en cuya pequeña bahía de arenas blan-
cas que el sol ilumina entibiando, reposa su cuerpo vibrante
y tenso. Aquietando su corazón, invierte los párpados y los
adapta a ese afuera azul. Con gracioso giro, el delfín queda de
espaldas adormecido por el silencio y el calor que acaricia su
vientre terso y blanco.
Pasan las horas, de pronto una presencia extraña, un leve
sonido conmueve su quietud. Hay seres allá arriba sobre
la gran roca saliente, la que en las tormentas cubre el mar.
Asomando del agua curioso, lanza al aire el saludo de su
pueblo: “Tú y yo somos hermanos”. Entonces sus ojillos
penetrantes divisan a dos figuras en la sagrada actitud del
amor, meciéndose contra un cielo detenido. Hay agresión
en el aire... “¡Aquí estoy, tú y yo somos hermanos!”. No hay
respuesta. Vuelve a sumergirse y a soñar; Kaal, la amada
compañera, Kaal herida, Kaal tan lejos. Su pequeña hija y
el consejo que tendrá que enfrentar al atardecer. Se mece
mientras desde lo alto le llegan extraños impulsos. El sueño
viene a él por segundos, por etapas, nunca total, sin dejar
jamás de vigilar su respiración voluntaria y consciente, esa
fue la enseñanza. Renovadas sus fuerzas, se aleja mar aden-
tro lanzando su adiós: “Tú y yo somos hermanos, que seáis
felices”.
A la mañana siguiente, resoplando con nostalgia, surca la
superficie espumosa; sus ojillos rasgados fijos en la costa cer-
cana, retratan un todo de tranquilidad y mediodía. El agua
resbala sobre su piel azulada como acero blando; su pico de

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

ave rompe las olitas que la enorme masa produce voluntaria-


mente en la corriente tibia que acintura la costa central. Isspa
tensa sus músculos e impulsa vertiginosos saltos, a pesar de la
rigidez de su tronco, saltos que lo lanzan por entero fuera del
agua, una y otra vez, tratando de formar, en su imaginación
cetácea, la respuesta a un interrogante que inquieta su sonar
y su retina. Aquella cosa amarilla y delgada que, allá lejos, sin
rumbo, nada hacia él. Sus ondas no traen peligro, es la misma
de ayer, la del islote, parte de aquella humanidad que él ama y
que siempre por esa época aparece en la playa cuando el sol
está más bajo, como si brotaran con él de la arena caliente,
como si en las largas noches del frío y de la oscuridad se hu-
bieran apareado entre las rocas de las cavernas subterráneas.
Pero él sabe que viene del misterioso horizonte terrestre, des-
de donde llegaron AL y ELA, la primera pareja, desde donde
vendrá ELA otra vez para gestar una raza invencible contra el
mal, un hombre-delfín, un delfín humano.
Así, todos los años en una mañana de pronto están allí;
con su olor y sus rumores, sus barquitos y sus cuerpos frági-
les, sus pequeñuelos y sus hembras de cabello largo. Son el
hombre y él los ama, como los ama su pueblo.
Extendiéndose por el agua verde, el olor humano llega
enrarecido a los sentidos alertas de Isspa. El ser allá, una
hembra, viene hacia él sin olerlo, sin saber. Una parte de su
ancestro y de su futuro. Con Kaal solían, en aquella época
feliz, jugar en las orillas de la costa apetitosa, aureolada de
ruidos diferentes y extraños objetos; a los dos les intrigaban
sus risas, sus cantos, la frágil y movible pequeñez de sus cuer-
pos. Muchas veces al acercarse a uno de ellos, percibían el
miedo, el cambio acelerado en sus metabolismos, sin llegar a
la serena y amistosa onda de él: “¡Tú y yo somos hermanos!”.

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

El hombre para él es todavía extraño y sordo a sus llamadas.


El Gran Delfín les ha contado en las noches largas del frío y
la oscuridad que el hombre tiene hermanos delfines en cauti-
verio, que busca con ellos comunicación, entendimiento, que
no los maltrata, comenzando a comprender el misterio de su
origen... Pero un delfín cautivo muere pronto. La palabra del
Grande es sabiduría, tradición y magia.
Recuerda que hace muchos soles retozaba bajo la laguna
de algas rojas que crecen entre las rompientes de la pequeña
isla, esperando a la entonces esquiva Kaal, cuando allí en lo
alto, una voz humana llegó clara a sus oídos finísimos con un
acento tan tierno, tan sonoro, tan abierto, que deseó se diri-
giese a él. Era una hembra rubia de cabellos largos que brilla-
ban. Sentada en lo alto, lanzaba al aire marino su llamado; ha-
bía tristeza y desencanto, ansias y promesas. La mujer siguió
allí con su lamento una y otra vez, sin descubrir la presencia
sumergida. Kaal, que llegó a su lado silenciosa como siempre,
también sintió un ruego en la voz humana; con mutuo impul-
so, saltaron los dos fuera del agua silbando el llamado: “No
sufras, tú y yo somos hermanos”. Pero la voz cesó y la figura
allá en lo alto se llenó de sombras.
Poderoso, el olor a hembra lo atrae, conmoviéndolo en
su vibración de macho solitario. Tiene hambre de compañía,
nostalgia de comunicación... Aquel ser lo atrae salvajemente.
Ella se ha detenido, sus ondas aceleradas transmiten te-
mor y desconfianza; yace inmóvil temblando en la superficie
espumosa, y rechazo, sólo rechazo emana su ser entero.
Isspa se acerca jugando, bloqueada toda vibración hostil,
retoza y lanza su saludo con el acento más conciliador que
puede exhalar: “Hermana, bienvenida a mi territorio”.
Trisada por el pánico, Angélica busca a su alrededor el

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

ser que ha producido aquel extraño parloteo. A través de su


miedo, la niña comprende que no es un sonido de ataque,
sino algo así como un saludo, una pregunta, una alegre in-
vitación. La muchacha se calma entregándose a la aventura.
¿Un tritón? ¿Un habitante de la Atlanta? ¿Un hombre-pez?
Espera y de pronto está allí enfrente, vertical y enorme.
Es un delfín. Un delfín sonriente y curioso como ella, un
delfín encantador como los del acuario del hotel. Adora
los animales y estos mamíferos acuáticos la han intrigado
siempre.
En sus oídos como un susurro el sonido vuelve a con-
moverla. Se estira y se relaja. Allí está de nuevo. ¡Qué grande
y fuerte! Le brilla gris-azul el voluminoso lomo y su aleta de
media luna oculta el horizonte mientras sus enormes mandí-
bulas ríen con infantiles y absurdos gorjeos.
Una alegría compulsiva, cantarina, pugna por salir de su
garganta, con riesgo de ahogarla. Frente a ella el enorme pez
se mantiene inmóvil; se diría que no quiere asustarla, sus ojos
oscuros engarzados en dura piel, tiernos, la miran. Angélica
se acerca y él la mira y su mirada es inteligente, humana, del-
fínica. Hay como un estallido de soles en la mente de la mu-
jer. Hay circuitos, corrientes de sonidos que forman palabras,
conceptos, puentes.
Se rozan, se saludan, cantan girando uno en torno del otro.
El delfín se sumerge como huyendo y Angélica comprende,
aspira el aire y se lanza tras de él. Isspa viene de vueltas con
una… ¿Flor azul? ¿Una medusa entre las fauces? ¿O es una
estrella de mar? Es linda y es para ella. Los dos nadan muy
juntos, él tan suave que ni una olita encrespa el agua; ella sin
sombra de temor, maravillada.
Nadan y se sumergen jugando, se persiguen, ríen imitando

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

las mil modulaciones. Se empujan y de espaldas flotan de-


jándose arrastrar por las corrientes que el delfín maneja a su
antojo. Amalgamando sus dos soledades, se transmiten re-
cuerdos, se prometen esperanzas, tejen leyendas.
De pronto un calambre violento y espasmódico atenaza el
vientre de Angélica, haciéndola comprender, paralizada por
el pánico, que hace horas que permanece en el agua, que la
costa está lejos, que no podrá volver y que su compañero es
sólo un pez, un pez irracional…
La cabeza de Isspa emerge en ese instante, trayendo en sus
sonrientes fauces una caracola gigante y rosada. La muchacha
con un esfuerzo se abraza a esa cabeza y apoyando contra
aquella frente dura y cóncava la suya febril, murmura con
labios violáceos, trémulos, entrecortados ruegos… De inme-
diato, el animal se zambulle bajo el cuerpo de ella sin desha-
cer el abrazo y pacientemente logra que éste quede como a
horcajadas sobre su lomo. Veloz, con velocidad de infinitas
precauciones, la lleva hacia la costa.
A través de su piel entumecida, la niña siente como aquel
bálsamo en extraña transfusión directa va relajando sus mús-
culos, entibiándole la sangre, reconfortándola, mientras afe-
rrada con las dos manos a su aleta dorsal se recuesta sobre la
suave piel oprimiéndole los flancos con piernas temblorosas;
así se deja conducir mientras poco a poco el temor desapare-
ce. Transformado en confiada laxitud.
Y llegan una y otra ola y otra. Cuidadosamente él la de-
posita en la arena húmeda, retoza unos segundos a sus pies y
cruzando la espuma, ágil lanza su adiós: “Tú y yo somos de la
misma especie”, y poderoso se aleja mar adentro.
Con el agua a la rodilla, la muchacha agita los brazos. El
corazón le duele, le duele dulcemente; aprieta los ojos y el

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llanto incontenible entibia sus mejillas dormidas. Llora, pero


este llanto es distinto al de todos esos anteayeres, cuando ellos
se fueron, los Juanes de su inmadurez, pero que entonces no
sintió la enorme e inamovible certeza que la comunicación
con aquel ser acuático y encantador desencadenara en ella.
Ahora allí, a la orilla de su mundo, comprende que la trans-
fusión es efectiva, que la mutación ha comenzado, que nunca
más será como antes fue; que la espuma, línea sinuosa entre la
arena y el agua, marca su frontera; que para siempre será suya
la nostalgia de comprender y pertenecerle aquí ella y ahora.
Angélica camina por la playa en cuyas arenas una que otra
pareja se perfilan en la lejanía y sólo quiere que amanezca, que
vuelva pronto a amanecer…

98
El carrusel
(1974)

E S TARDE Y EL NIÑO NO QUIERE IRSE. La mujer está mareada de


dar vueltas y vueltas a caballo de aquel viejo león que salta al
compás de un vals, metálico y antiguo.
Todas las tardes, desde que la feria se instalara ese año en
el terreno baldío, sucede lo mismo: Al cruzar la calle volvien-
do del trabajo, sudorosa, cansada; añorando sentarse frente a
la TV con un vaso de té helado en la mano y sus viejas sanda-
lias, sin apuros ni horarios, relajada en lo suyo; lo primero que
divisa en la ventana del segundo piso de departamentos en
que viven es la carita del niño con la boca, ameba rosada y re-
donda, pegada al vidrio, los ojos allá entre las construcciones
vistosas de la feria. La rueda, las torres de carros y aviones
giratorios, la pista magnética, la gran carpa negra del “Túnel
del Terror”, y el carrusel con sus animales estereotipados, el
carrusel y su eterno vals... “Olas que al pasaaar...”
Así es todas las tardes, no hace más que abrir la puerta del
pequeño departamento y el niño grita:
–¡Mamá! ¿Vamos a andar en carruseeel?
–Bueno, hijo, vamos. Pero un ratito corto, que la mamá
está cansada...
El eterno diálogo que se repite a su vuelta de la oficina.
La mujer es joven, pero no es muy bonita. Estuvo casada
un año solamente. Ahora vive con el hijo, ese niño de ojos

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

tristes e inquietos como los del padre. Es verdad que no le


cuesta esfuerzo el mantenerlo. Todas las mañanas se levan-
ta temprano para iniciar los rituales domésticos y dejando
al niño en compañía de Isabel, una vecina viuda que, entre
cinco propios, puede entretenerlo, alimentarlo y enseñarle lo
elemental hasta que tenga la edad de ir a la escuela, atraviesa
tranquila las calles y la plaza hasta llegar al edificio gris en
que trabaja en el sexto piso de la Biblioteca Comunal. El
sueldo no es mucho, pero el lugar le gusta, tiene una linda
vista a la plaza y sus ceibos gigantes, y a ella siempre le han
fascinado los libros con sus historias, sus vidas y sus fanta-
sías. El olor a papel impreso, las salas de lectura y además,
está tan cerca de casa, que no gasta ni un peso en moviliza-
ción. Desde niña le han gustado los libros, las novelas y los
cuentos. Al niño también le gustan y ella preferiría, en esta
tarde calurosa, contarle o leerle uno de esos relatos como
lo hace siempre antes que se duerma y no estar allí sentada,
tontamente dando vueltas y vueltas en aquel león de madera
de ojos de vidrio verde.
Subiendo y bajando y ella quiere irse... Es claro que por
suerte será la última vez, ya que la feria se va mañana. Pero
está cansada y quiere irse, hace siglos que gira, quiere detener
el tiempo, detener la edad del niño; que no crezca, que no co-
mience a discutirlo todo y a verla como la vio su padre, como
la abandonó su padre... “Olas que al pasar plañideras...” una
y otra vez, arriba y abajo como entonces, limpiando, lavando
esas camisas que nunca quedaban bien planchadas, regando
las plantas, cocinando para él y sus amigos, con la cara que te-
nía que parecer linda, sofisticada, y ella no era linda. Así se lo
gritaba él cuando sus amigos se iban y la cerveza le quemaba
los ojos. Después vino el niño y ese peso con el que, subiendo

100
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

y bajando, tenía que continuar haciéndolo todo, arreglada y


jadeante. Un día y otro día, monótonos, redondos, circulares
y tensos, girando en un claroscuro para dos, que nunca pudo
ser uno, luminoso y alegre. “Olas que al pasaaaaar plañide-
ras...”. ¡No, basta!
Y el niño ríe y es feliz con sus grandes ojos tristes, abier-
tos, la boca ríe con la cabeza crespa echada hacia atrás, dejan-
do ver sus dientes de leche blancos y transparentes, mientras
sus manitos, que no abarcan las riendas, se aferran nerviosas
a las crines duras del corcel de narices dilatadas y belfos rojos,
apretando las piernas sobre los estribos que apenas alcanza.
Y galopa y galopando arriba y abajo una y otra vez.
–Maaamaaaá, Mamá! ¡Quiero máaas!
“Olas que al pasar, plañideras se vienen y van...”
–¡Vámonos, ya basta... No puedo más!
La mujer que se va a descomponer; que una serpiente fría
se contrae en su vientre. El carrusel gira más rápido, el vals
atruena en sus oídos, vertiginoso; ya no se detendrá nunca. A
su alrededor, los animales encabritados galopan, saltan, ru-
gen, relinchan. Y los dientes grandes, las bocas rojas abiertas
con miles de rostros ríen y el niño ríe y crece, crece en aquel
torbellino circular, girando, valseando de sube y baja unos
ojos negros la miran, se detiene y la miran fijos, intensos, sólo
para ella, miran. Los ojos tienen una nariz abajo y unas cejas
oscuras arriba, una boca de labios anchos, serios y mudos.
Los ojos tienen un rostro y un cuerpo alto y unos brazos con
manos que detienen su cabalgadura, manos que la ayudan a
bajar. Los ojos tienen un hombre joven que los vigila y una
voz baja, educada y complaciente:
–Venga; ya pasó todo... ¡Venga!
–Gracias, no podía más, creí volverme loca.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Los ojos que sólo miran para ella en el hombre, se inclinan


y la boca sonríe:
–Lo sé, lo supe desde un comienzo. Eres diferente... Ven,
vamos a caminar; quiero mostrarte las cosas que te gustan.
La mano es grande, tibia, firme. El impulso de ese cuerpo,
de esa mirada que maneja el hombre alto, la llevan firme del
brazo, con una voluntad tranquila, sin esfuerzo; una tranqui-
lidad que sabe que ella sabe que quiere ir para donde lo que
hay detrás de aquella mirada la lleven.
Sonámbula, la mujer avanza y el rumor de la feria se pierde
y la risa del niño se olvida y el antiguo vals se silencia...
–¿Las cosas, mis cosas?
Eran tan pocas, tan fáciles. Una tarde tranquila y con él, un
libro con olor a libro nuevo, una sonrisa desde ese adentro,
que fue mío una vez, antes que naciera el niño, una mano
firme y tierna para guiarnos a los dos; una flor, una palabra
de aliento en la rutina de esos días redondos. Esas cosas. ¿No
eran muchas, verdad?
La mano afirma y los ojos que la miran sólo a ella, inten-
sa, tiernamente le prometen una flor, el libro, la tarde y los
brazos cuyas manos la cogen por los hombros acercándola,
acercándolo, rodeándola y la boca de labios anchos, con una
nariz arriba que palpita y las cejas y el corazón que el hombre
vigila, la conforta protegiéndola.
–Debes de haber sido una niña muy extraña. Una niña
sola y tierna. ¿Te gustan los carruseles?
–¡No, los odio! Ahora los odio. Pero me gustaban, como
a todos los niños. A todos los niños del mundo les gustan los
carruseles.
Los ojos de la mujer se trizan de lágrimas y en su boca el
rictus tembloroso pone una expresión infantil. Con la mano

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

libre se cubre los ojos y los sollozos suben y bajan sus brazos,
su blusa clara, suben y ahondan. Caminando juntos, cruzan
la línea prohibida con ojos que en la sombra crecen y crecen
extendiéndose por el cruce de las calles, los miran al pasar
con sus luciérnagas sin párpados. El sube y baja de sus codos
juntos, como palomas rosadas, se va calmando, separando y
blandamente apoyada en el hombre alto, camina alegre por
las cosas que le gustaron y que ya le vuelven a gustar.
Allí está su tarde tranquila y el sol pálido la alumbra, y
no importa que sea de noche, porque en los sueños el día se
prende a las sombras y ella puede hacer por fin lo que tantas
veces quiso cuando vivía con el padre del niño de ojos tristes
e inquietos, puede ahora estarse en la penumbra de su cuarto
y mirar el perfil que tanto amó; tomarse de esas manos, ré-
plicas anchas y tibias de aquellas manitos sucias que apenas
abarcan las crines del negro corcel desbocado. “Olas que al
pasaaar”. ¡NOOO! Allí está el libro con olor a libro nuevo,
brillante y cerrado, con el virgen misterio de su historia ocul-
ta, esperando la noche para entregarse, la hora libre y tran-
quila para entregarse a la mano curiosa que suave, muy suave,
rasgue su relato.
Allí, bajo las luciérnagas, la sonrisa de esa boca que fue de
ella una vez antes que naciera... le muestra los dientes duros
de él, le ofrece los labios, los labios de él en un adentro y para
siempre. Y hay dos manos tiernas y seguras que una y otra
vez manos y más, las mismas manos construyen un puente
para ella y su niño, para ella y su vida, para ella y su sueño.
Está la flor que nunca tuvo y es rosa y dalia y orquídea
y violeta. Las palabras con un millón de palabras naciendo
para ella sola, que florecen cubriéndola, acunándola, rasgan-
do ruidosamente la redonda rutina de esos días grávidos de

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

amigos y quehaceres y llantos por las esquinas barridas. Y es


cierto que fue una niña muy extraña y muy sola y que siguió
siendo una joven extraña y no muy bonita, y que después
estuvo más sola y que ya no se arreglaba para esperarlo a que
llegara golpeando las puertas y gritándole, antes siquiera de
saber si se había acordado de la cerveza y el sandwich. Ahora
la mesa con el eterno mantel de cuadros o rojos o azules o
verdes, está cubierto por la flor que es rosa y orquídea y vio-
leta y las ha mandado para ella él; ese él que nunca fue y ya
no será. Porque ahora ella camina por las cosas que le gustan
de nuevo apoyada en el hombro como lo quiso siempre y ese
calor que le sube desde adentro, es el alimento que sustentará
su futuro y no importa que no sepa cómo se llama la mirada
de esos ojos que el hombre vigila, porque el nombre no es
lo primero sino que primero está la voz y la intención de los
ojos y el halo íntimo que se forma cuando el ser desconocido
penetra en el círculo de nuestra intimidad. Ahora la mujer, ca-
minando entre las cosas que siempre le gustaron y que ahora
le gustan más, quiere volver a ser linda, a ser madre de nuevo
y a decir sí, el café está caliente y he hecho para ti un queque
de limón y ven a sentarse, quiero leerte estas líneas que mien-
tras esperaba, me llenaron por dentro de ganas de leértelas.
Quiere amanecer y que él se bañe y se afeite y deje el lavatorio
lleno de pelitos duros, que le dé un beso de despedidas con
olor a pasta de dientes y a café... Quiere barrer riendo por las
esquinas y no tener que dejar al niño donde la vecina viuda
para que lo eduque. Va a tener un jardín y lo cuidará por las
tardes cuando sea él el que regrese del trabajo, para regarlo
juntos y el niño no necesite un carrusel en que marear su
aburrimiento y su pena de no tener un papá como los niños
normales. Quiere ese calor y esa urgida penetración nocturna

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

y los susurros y el dormirse después, para que su espalda tersa


ahuyente los duendes temerosos de la noche. Pero no quiere
comenzar a probar otra vida, ya que puede seguir desde don-
de la dejaron con el mismo niño y otra idea para ser esposo
y padre, porque eso se puede hacer cuando uno camina por
las cosas que le gustan, que le han gustado siempre, porque
en los años adultos ya no se cambia tanto y se es lo que tenía
que ser creciendo.
Los ojos de luciérnagas sin párpado se han apagado y las
sombras están tan oscuras que los animales ciegos galopan
y saltan y rugen en la boca redonda de un carrusel sin vals y
sin motor y sin gente... Y la risa del niño se ha transformado,
plegándose, y con los ojos grandes y asustados le aprieta la
mano, con una manita tan helada que da pena...
–¡Mamá! Vámonos para la casa, tengo miedo, Mamá...

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Un señor don Luis
(1974)

E L VIENTO ES UN VIENTO INSÓLITO PARA UNA mañana de llu-


via… Arrastra, con tibieza de soles lejanos, un penetrante
olor a selvas entre las diminutas varillitas de agua helada. Este
viento se descuelga por los techos, cae en el asfalto, ahueca
por las alcantarillas y arremolinándose, sopla caliente en las
cabelleras húmedas de los escasos transeúntes que, a aquellas
horas, cruzan ante las puertas del cementerio.
En el interior del pequeño vehículo en que me encuentro,
la lluvia, al deslizarse por el parabrisas, transforma el paisaje
en un daguerrotipo gris.
Faltan minutos para las ocho...
Allá, entre los puestos de flores que se apilan contra los
viejos muros de piedra, el mismo viento, al pasar, levanta cu-
rioso las puntas tiesas y translúcidas de plástico que cubren
los canastos de claveles, alelíes, reinas-luisas, calas, crisante-
mos y frondosas hojas de magnolio, transparentando un co-
lorido de lavanda invernal.
Resguardada en el confort del automóvil, siento crecer en
mí la agitada expectación que entre lápidas, mausoleos, sole-
dad y miedo me aguarda allí.
Un señor Don Luis... Es su desecho, su polvo orgánico, su
miseria y su olvido lo que voy a profanar esa mañana.
El hombrecillo de azul, pequeño gordito que me citó para
la reducción, debe de estar allí, en alguna parte, aguardando

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oculto tras su amable sonrisa de dientes amarillos, su malicia


y sus complejos.
–Tráigase una bolsita plástica; usted sabe, de ésas para la
basura...
Para los restos de un hombre consumido, liquidado por la
fiebre amarilla en algún lugar de Brasil el año 1874.
Es hacia atrás, mi madre, el padre de mi madre y el padre
del padre de mi madre, fundador de la capillita familiar. Ca-
pilla completa, atestada de lápidas, de yeso y olvido. Y es mi
madre la que yace en una tumba prestada, en un lugar ajeno,
entre muertos desconocidos. Don Luis, el antepasado, el que
transmitió el iris verde en los genes de la familia; el bohemio
de veintisiete años, de bohemia trágica, el que agonizara abra-
zado a su amor tropical, un amor de sedas y abanicos, de des-
mayos y guayabas, de plagas y selvas de orquídeas; un amor
que le valió la extranjería y el destierro. Él, olvidado menos
en el tiempo, cederá su lugar a mi madre, hija, nieta, hermana,
amiga de los muertos familiares. Ella, la última... Desde el in-
terior de mis ojos, las lágrimas me recuerdan una plancha de
mármol nueva, con su nombre gemelo de mi nombre “Ele-
na”. Con esas manos anchas, seguras de artesano experimen-
tado, Don Juan, el marmolero, ha tallado su apellido, su ser
cívico, hiriendo con surcos negros la lisura marmórea; una
fecha al comienzo y otra al final.
Levantando el cuello de mi impermeable, dejo la protec-
ción del Citroën y corriendo con la lluvia en los ojos, me
envuelvo en el viento absurdo, mientras cruzo las puertas del
inmenso hall aneblinado del Cementerio Católico, hacia las
antiguas oficinas que, en la penumbra de un amarillo artificial,
entre escritorios y archivos, empleados y viejecitas, rodean al
secretario jefe; un secretario aterido que susurra:

108
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

–Ya está todo listo, señora. Venga por aquí no más...


Y allí, al comienzo de las callejuelas empapadas con su
pobreza, su uniforme gris, sus alas, sus chuzos y sus carreti-
llas, mansos en su costumbre macabra, están los violadores
oficiales.
Por las galerías, el viento nos precede violento haciendo
estremecer las blanqueadas puertas de los nichos, salpica de
lluvia y barro las baldosas, nuestro calzado, los escombros de
antiguas construcciones en refacción, donde agita con dedos
múltiples los pequeños riachuelos de las gritas. Luego, hur-
ga por los andamios, golpea con furia la fastuosidad de los
grandes mausoleos, los inmóviles monstruos mitológicos, las
vírgenes, las cruces, los árboles. Se aquieta de repente, acaricia
la yerba casual de las tumbas de los humildes, refrescando sus
ramitos de fresias, de tarros de ilusiones; sacude las coronas
de papel y juega a arrastrar entre las lápidas bajas, mustios
ramilletes, basura y frío.
Camino delante de los enterradores, sintiendo entre la llu-
via los ojos del silencio que me acechan tras las figuras este-
reotipadas de piedra, de mármol, de bronce, de yeso, mien-
tras el viento entrometido me empuja con su rumor caliente.
No es que tenga miedo, pero estoy helada. Con esa frialdad
de mis dedos entrego la llave frente a la puerta de rejas con su
cruz y sus rayos oxidados. La mitad de mi herencia genética
se pulveriza allí; costumbres, educación, formas, ancestro, re-
cuerdos... No es que me conmuevan, pero tengo frío.
No por años, sino por meses, el interior me abre su abando-
no de floreros de porcelana azul, vacíos; su blancura oscurecida
por la humedad, sus lápidas amarillas, su yeso resquebrajado...
¡Que airear! ¡Que lavar! ¡Que renovar! No porque a ellos les
importe. Tal vez para calmar esa culpa por la soledad en que

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los dejé cuando eran tíos, mamá, abuelo; o para ese caminan-
te que, mirando hacia adentro, sienta como yo el despego, la
basura y el silencio en que se olvidan los muertos.
Los dos hombres se miran: –¿Le abrimos, patrona?– En
sus ojos hay indiferencia.
Saco las porcelanas, la cruz central y apoyo mi mano hela-
da en la helada lápida de Don Luis.
–Ésta es, maestro.
Con sus manos agrietas, duras, la retira. Un muro de ladri-
llos opaco sorprende mi expectación. ¿Emparedado?
–No se le dé nada, patrona, para eso trajimos las herra-
mientas.
Los chuzos y las palas golpean, quiebran, rompen, des-
truyendo la pared hermética. Entre los escombros y el pol-
vo que el mismo viento absurdo levanta en rojizos espirales,
se deja entrever en el interior del nicho, una tenue clari-
dad lila. Una florida visión de ramos, de hojas, de tallos de
adorno vegetal. ¿Flores en un tiempo eterno? Con rudeza
y a tirones una cruz floral es sacada a la luz, naciendo de
seda, en un parto indoloro y polvoriento, a un mundo que
no fue su mundo, a un cielo mojado, a unos ojos curiosos.
Del vientre cerrado en su gestación destructora, una cesárea
a golpe de picota va sacando un presunto cadáver-resto-
ilusión-Don Luis. ¿Sudarios, pañales, trapos drapeados? Te-
rroso, Domingo de Ramos enlutado. En las manos fuertes
de aquellos hombres, el ataúd de madera con veta hermosa
y brillante pesa.
“Puchas, patrona, si parece de fierro”.
En el suelo de baldosas grises y negras del corredor la
enorme caja con argollas y manillas, listones y pernos de me-
tal labrado, de metal intacto, espera... Enroscado en aquellas

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

manillas, un cordón grueso de seda multicolor. ¡Brasil! ¡Chile!


lo acinturan; sudario, la bandera de la patria lo cubre, bandera
bajo la cual secretamente se ha refugiado el viento. Las manos
rudas arrancan, rasgan, desenredan. Ya desnuda la madera,
presenta incrustada en plata las iniciales, en la cabecera, un
escudo de Chile a los pies y una placa sobre la cara del ataúd:
“Del gobierno brasilero al ciudadano chileno don Luis Beza-
nilla Silva”.
–¡Chitas, patrona, con el finado importante! ¿Lo abri-
mos?
Los diecisiete pernos se destornillan con una llave inglesa,
la tapa se desplaza y cruje... Ante mis ojos desorbitados, el
mismo viento despliega imágenes, arremolina visiones. De un
golpe la tapa se levanta y... un lago de plomo gris invade el
interior de lado a lado.
–¡Mire la mansa ni capita de plomo! Con razón pesaba
tanto.
Blando el grueso metal, cede al primer impacto de la he-
rramienta, y limpio, como una lonja, va descubriendo, descu-
briendo otra finísima cubierta de madera en bruto.
–¡Chitas, patroncita!... ¡Parece que viene embalsamado!
Las astillas vuelan. Muda, aterrada, siento como una esca-
lerilla de frío subiéndome por los brazos, las piernas, la espal-
da, la nuca, las cejas. Soy ojos y sólo ojos. ¿Embalsamado? Y,
en la neblina expectante, entre astillas y polvo el viento dibuja
perfiles apergaminados, cabellos de estopa, golillas, encajes,
hebillas entre ropajes carcomidos. ¡Embalsamado! Allí, entre
las delgadas tiras de madera, un polvo granudo y rubio que,
como arena vegetal oculta, cubre protegiendo la intimidad
de Don Luis. Las manos cautelosas de los obreros hurgan,
ahondan, y nada. Ni a los pies, ni a la cabeza, nada...

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

–Oiga, patrona, yo diría que esto es un entierro fulero. ¡A


ver! Aquí hay algooo...
A cuatro brazos el cajón es volcado en el piso húmedo,
mientras el viento barre la cascada de aserrín que cae subien-
do el piso y entre éste un cofrecito golpea metálicamente las
baldosas. Una cajita como aquella que los niños llevan a la
escuela con los sandwiches, lápices y animalitos, pero entera
labrada de ramazones... ¡Incinerado!
“Los antiguos sí que eran encachados, patrona. Este debió
ser un caballero muy principal, digo yo”.
Se barre, se ordena y dentro de la bolsita plástica, en un lu-
gar bajo el altar ya preparado quedan las cenizas de Don Luis
con sus pompones, su plata, envuelto en la bandera; simple,
anónimo, eterno. A un ofrecimiento mío, los dos hombres
me miran:
–No, patrona, si nosotros no podemos llevarnos ni un cla-
vito, el jefe es re fregado, lo quema todito...
Entonces de entre las basuras, el absurdo viento cálido
para una mañana de lluvia, destaca, embarrada, y mustia la
cruz de flores de seda lila, sopla las verdes hojas duras y
entre ellas descubre un lazo también lila, de cinta con letras
doradas:
–CON TODO MI AMOR – SOFÍA DI SAMADEIRA–
“Déjeme sacar esa cruz, maestro. Es tan linda que la pon-
dré en el altar”.
En mis manos ateridas la cruz artificial no pesa al colgarla
entre los floreros de porcelana azul; mientras aliso los pétalos
mojados, las hojas, la brillante chafada de la cinta, mis ma-
nos tiemblan adormecidas... Cálido, asfixiante, el viento me
envuelve los hombros, los ojos, la boca, provocando en ella
rumores suaves y cadenciosos, los cabellos que crecen, crecen

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

y se encrespan rodeando mi nuca sudorosa en un moño apre-


tado y oloroso. Con sus dedos gráciles el viento abrocha los
veinte botoncitos detrás de mi blusa de encajes negros, ajusta
el lazo de terciopelo negro, arremolina a mis pies los volantes
de mi refajo de luto y con un último rizo, enreda los cordo-
nes de mis botines acharolados, para ir a estrellarse contra la
bandeja de plata pesada que Marinca me trae con el “agua de
azahares”.
“Jesús, mi niña, qué ventolera...”
La cara brillante, los ojos retintos en la blancura de las
córneas, los labios anchos y sonrientes, Marinca, mi esclava
liberta, me ofrece solícita aquella pócima tranquilizante.
–Beba, beba, mi señorita, pobreriña con lo que ha sufrido...
Las oscuras manos llenas de brazaletes y anillos, van orde-
nando por aquí una corona de camelias y orquídeas, por allá
una tarjeta enhuinchada de oscuro, un tapiz, mientras el vien-
to juega, juega por sus enaguas rojas y su pañuelo negro. Cie-
rra entre rezos y rezongos la gran mampara de cristales mul-
ticolores en los que el sol, alto y quemante, se refleja, como
caleidoscopio de luz... Ya sola en aquel salón cerrado al mo-
nótono y lúgubre sonido del tambor funerario de allá afuera,
la tristeza extenuada me come y me consume. ¡He llorado
tanto! El olor mustio de esta sala, asfixia. Toda una selva de
flores cortadas para mi amor pálido que calla. ¡Ay! Amor mío.
¿Dónde están ahora tus manos y tu voz para consolarme de
esta tu muerte traidora? Sólo tus palabras de curioso acento
podrían penetrar en mi corazón, calmando esta angustia. Me
invade este olor a flores muertas, y quiero tu olor, tu sabor a
hombre austral; quiero tu mirar verde, con estrías de nieve de
tu Chile; necesito tu abrazo violento de piel y carne. Déjame
hueco a tu lado, quiero hundirme contigo en el lecho duro

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

y para siempre en que han encerrado la forma que conte-


nías, que usabas para tu vida. Levanta tu estatura extranjera
segada por la plaga. ¿Por qué a ti? Fue culpa mía, fue por
nosotros. Me entregué como en un parte de amor, te di mi
vida y tú me diste tu muerte. ¡Es mía ahora! Me he quedado
llena por dentro, con tus recuerdos a flor de piel. Universo
nuestro formado con tu nombre y mi historia, en un tú-yo,
amalgamado. Hacia afuera, un mundo familiar vacío... Este
sol ardiente que nos acariciara juntos, ya no lo quiero para
mí sola. Estoy grávida y mi gravidez será congénita, por-
que hacia allá de la vida, mi niño ha nacido en una segunda
vez definitiva. Sé que al estrecharme las manos, bajo la piel
trémula estarás tú, que al mirar ese río de exuberante orilla,
entre enredaderas de Corambura floridas y de pulpa carnosa
con la que nos coronábamos al bañarnos desnudos, después
de amarnos el uno en el otro, abiertos, penetrados, ardiendo
tus ojos en los míos, espejo de un orgasmo cósmico; miraré
ese río con tu mirada adentro. Y será el pan y la fruta y la
flor, el agua y la noche, la mañana y los pájaros, alimentos
para recordarte.
Voy a ordenar que saquen estas coronas y estos ramos de
funeraria presencia en oscura procesión hasta tu tumba. Así,
de espaldas, silencioso, desfigurado, en ropaje de gala, cuadra-
do de velones y cirios, bajo esa cruz de Merixis quedarás allí,
aguardándome, mi amor libertario. Que sólo la bandera de
tu patria, los colores de tu patria y esta cruz de lilas de seda,
como esa primera que recibí de las tuyas, lleguen a las manos
de tu padre y con ella mi amor por ti, gritándole su terquedad
y su orgullo...
¿Te acuerdas esa noche a la salida de la ópera? Te conocía
apenas... Una mulata vendía ramos de lilas y de hortensias y

114
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

así, como hacías todas las cosas, me regalaste el canasto ente-


ro. Nos fuimos al hotel cargados de racimos y de alegría.
Mañana para Chile se irá tu entierro en un barco inglés.
Esta cruz será lo único que les llegue allá; como esa bandera
y los colores de Brasil. Yo y tú somos de aquí. Me esperarás
en la capillita cubierta de helechos y cohimbres floridos, en
que duermen los míos; aquí en este meridiano caliente que te
quiso tanto.
A los tuyos les envié eso para que sepan que Don Luis,
desheredado por mi causa, extranjero por mi causa, tuvo un
entierro de virreyes. Te rechazaron, para ellos sólo esa caja
vegetal hecha de la madera más fina de estas selvas, labrada
con plata y hierro. Nadie osará profanar tu ataúd. Enterra-
rán plomo, aserrín y un cofre con dos rizos de tu pelo, un
retrato y una carta de adiós de tu puño y letra. Nada más se
merecen...
–Patrona, perdone, pero no se quede aquí, mire que este
frío es malo para los vivos...
Gira y gira el viento helado en mi cabeza y girando se va
por la mañana de nubes grises. No llueve.
–Ya, maestro, ya me voy...

115
Ventana
(1970)

YO NO SÉ MIRAR; NUNCA PUDE APRENDER; hay en las imágenes


mirables algo real que siempre se me escapa. Nunca fui ni
seré lo que se llama una observadora. A pesar de que mi pa-
dre me cambiaba y me cambiaba de lugar, para probar si con
estos cambios aprendía a retener todo lo que por esos lados
era de ver, siempre me faltaba algo. A usted, que sabe mirar,
voy a pedirle un favor: Enséñeme, ¿quiere?. Total, no le va a
costar mucho y me haría tan feliz.
En su casa como en la mía hay puertas, ventanas, sillas,
mesas, objetos. Si no los hay, que yo no soy nadie para juzgar
esto, porque a lo mejor hay casas sin puertas, ventanas, sillas,
mesas, objetos y yo simplemente no lo sé. Si su casa es así,
no me sirve; gracias de todos modos. Pero a Ud., en cuya
casa las hay, es a quien voy a recurrir. Si me está leyendo,
es porque tiene tiempo; entonces póngase bien cómodo, en
ese sillón, en ese sofá que le gusta tanto y mire a su alrede-
dor; yo haré otro tanto. Elijamos un objeto, una silla, una
puerta. ¿Sabe? Mejor una ventana, ésa que tenemos al frente:
Me encantan las ventanas. ¿A Ud. no? Ahora, acuérdese, me
prometió que me iba a enseñar a mirar. Y estoy esperando,
esperando con todos mis sentidos... ¿Listo? Veo una ven-
tana de tamaño regular, con un marco de madera oscura y
cuatro vidrios, dos a cada lado. Por esta ventana se podría

117
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

salir al jardín; para mí las ventanas son puertas, ojos, invita-


ción. Para mí una ventana no es sólo una ventana. ¿Compren-
de mi problema? Comencemos de nuevo, por el centro, que
es donde la mirada cae por sí sola; medio a medio está la ma-
nilla de metal, el ancho listón donde se atornilla el pasador y
terminan las varillas que sujetan los vidrios; varillas oscuras y
delgadas. Camino por donde caminan las moscas. Horizonta-
les que quiebran el paisaje. Sí, claro que hay cristales enteros,
pero ésta no es así. Ésta tiene cuatro compartimientos y en
cada uno de ellos hay... En el de arriba, a la derecha; hay hojas
verdes que se mueven pegadas al tronco inmóvil de un mag-
nolio. Magnolio que en primavera se llena de flores blancas,
grandes como palomas. En el segundo… no hay nada. En el
tercero de abajo, una rosa amarilla abierta. Y por último, en
el de la izquierda, van dos moscas. Una, diligente y segura; la
otra, distraída, pequeña, indecisa. Cuatro espacios movibles
que hacen un todo para siempre cuadriculado. Recuerdo la
ventana abierta en verano, siento el calor de ese afuera, veo
las flores, grandes, blancas, escandalosamente hermosas. Pero
también me gusta este invierno detenido por el calor del cuar-
to; allá, afuera, pájaros que vuelan rápido; aquí, ganas de tejer
en las manos. Y el otoño me gusta. Y me gusta la primavera.
Volveré a mirar cuatro veces, en las cuatro estaciones: en el
de arriba, palomas; en el del lado, cielo; en el de abajo, rosas
amarillas, naranjas, rojas; y en el último, moscas, nietas y bis-
nietas de estas moscas que van por los palitos que sujetan los
vidrios, palitos que una vez tuvieran orugas entre la corteza
y la piel de fibra húmeda, por la que caminaban otras moscas
que fueron comidas y cazadas por arañas de tejedor ances-
tro. Palitos verticales que se mecían allá arriba, esperando la
lluvia sin saber, sin creer, sin imaginarse ser palitos delgados

118
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

que sujetan los vidrios... ¿Ve? Ya estoy cayendo de nuevo en


mirar sin ver lo que realmente está frente a mis ojos. Perdón.
Entonces íbamos por esos palitos que sostienen los vidrios,
por ése donde hay una mancha clara, una mancha con forma
de lagarto. Pero si hasta tiene cola y patas. Los lagartos son
lagartos verdes disfrazados de lagartos. Este puede ser un la-
garto descolorido por el tiempo y el sol, un lagarto milenario.
Por el lagarto va una de las moscas; camina y camina como
si fuera a alguna parte. ¿Se ha fijado que las moscas también
son personas? Ésta camina diligente sin detenerse, va rápida
y segura, llega al final del junquillo y... se voló. Ahora está en
la puerta, pero es la ventana la que miramos; porque siempre
hay que empezar por lo más fácil en una clase, por lo más
común, y una puerta ya es más complicada; tras ella hay un
hermetismo que no se puede mirar, un ir y venir, un ocultar;
todas sensaciones inmirables. Entonces frente a mi ojos está
de nuevo la manilla, está la cruz oscura sin mosca, el fierro
que sube y baja al abrirse; la pieza que lo sujeta tiene unos tor-
nillos dorados que se destacan en un fondo azul-gris. Por ese
fierro llego al alfeizar de madera oscura que corta el nublado
del invierno. Las mañanas grises tienen un gris muy especial,
es un gris frío, monótono; aburrido de esperar la tarde. ¿Cree
Ud. que en esa tarde ya habré aprendido a mirar más rea-
lísticamente? ¡Ojalá! La madera está seca, tal vez habría que
teñirla de nuevo, aceitándola. Recorriendo la madera seca, me
topo con otra mosca; sé que no es la misma, porque esta se
detiene y avanza lentamente, sin la vivacidad de su compañe-
ra; la madera del marco es ancha y está separada de la muralla
por una rendija de sol en la cual navegan millones y millones
de partículas...
Contrastada en esta claridad, las alas de la mosca segunda

119
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

se ven transparentes. Ahora hay más moscas. Habría que ma-


tarlas. Siempre hay que matarlas. “¿Para qué sirven las mos-
cas, mamá?”. Es una pregunta que hacen todos los niños del
mundo. Las moscas son universales. ¿Sabe? Me cuesta matar
cualquier ser. ¿A Ud. no? Es un segundo de vacilación. Pero
habría que matar a esas moscas, porque si las descubre mi ma-
rido, va a venir con el matamoscas, y no me va a dejar que siga
aprendiendo a mirar. Acaba de pasar algo tras los cristales; no
pude ver lo que era por preocuparme de las moscas. ¿Qué
puede ser? Esta ventana da al jardín, un jardín cerrado, como
el de Melibea. Ahora veo la rosa, hojas y el tronco borroso
de un árbol; la rosa en primer plano es amarilla y está muy
abierta. Entre ella y mi mirada está el vidrio. Es difícil ver sólo
el vidrio sin lo que está detrás, una se pone turnia y la visión
se duplica. Ahora una de las moscas va por el vidrio. No es la
primera, porque se detiene, baja, vuela y posándose de nuevo,
vuelve a subir, además, es más chica, yo diría que es una mos-
ca hembra. Qué sensación será la que experimenta al caminar
así, vertical, sobre una superficie plana, transparentando, bajo
ella, el mundo que está allí no más y que no se puede tocar;
sabiendo lo que es el espacio, el color; porque ese insecto tie-
ne que saber lo que hay afuera, sino, no se lo llevaría subiendo
y bajando por ese vidrio sin salida. ¿Ve usted que no he hecho
trampas? Estoy mirando; veo colores, marcos, madera, fierro,
cristal, jardín, moscas. Cuando una tiene que estar así, sentada
inmóvil mirando, se da cuenta de cómo las cosas vuelven a
existir. Es linda la madera, el cristal es mágico, raro. Y qué
ingenioso el mecanismo de la españoleta, qué seguro, qué
noble, abre y cierra todos los días igual, sin problemas por
años y años. Inclusive, se puede demoler la ventana donde
está, y en otra casa prestará el mismo servicio. Ésta era de un

120
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

convento, la compramos Juan y yo en una demolición. ¿Sabe?


Le falta un tornillo a la barra de abajo; mañana le digo a Juan
que se lo ponga (Juan es mi marido). ¿Cuántos días habrán
pasado desde que ese tornillo se calló? ¿Ve Ud. cómo no sé
mirar? Pero voy aprendiendo ¿no es cierto?
¿Ud. cree que a mi edad se puede aprender a mirar sin
una falta? ¿No estaré yo automatizada a mi manera de ver?
Sucede que ahora voy a tener que ocuparme del tornillo, de
las moscas y de pintar el marco. Es fastidioso todo esto; siem-
pre que estoy haciendo algo útil, una cosa doméstica me im-
pide terminar; siempre, siempre... Cuántas cosas que faltan,
cuánto tiempo en terminarlas. ¡No lo puedo creer! ¿Cuándo
se trisaría ese vidrio que da allá arriba en la esquina que da al
muro de la chimenea? No es mucho, pero se ve feo. ¡Cómo
le agradezco! ¿Ve cómo hago progresos? Y eso que afuera se
ha apagado, y el verde de las hojas se ve más oscuro, la rosa
más pálida. Me acuerdo que mi madre siempre siempre me
decía: “No compres manteles amarillos para la mesa del co-
medor, porque el amarillo se ve blanco con las luces artificia-
les”. La rosa se ha puesto blanca ante la sensación de afuera
y adentro que da la ventana. Algún día voy a pedirle a Juan
que cambie esos vidrios por dos grandes cristales sin palitos
entre medio que corten y encuadren la mañana, la tarde, o
lo que sea... Es más fácil para limpiarlos, también. Sigamos.
¡Qué raro! Recién me doy cuenta visual (porque el otro darse
cuenta siempre ha estado ahí) de que también una reja raya
el paisaje. Es una reja que trajimos de La Reina, Ud. sabe, ese
lugar que queda allá arriba cerca de la cordillera, donde vive
una señora que tiene las cosas más lindas en santos, géneros
bordados, lámparas, rejas, tallados en madera y un loro genial,
un loro con un vocabulario y una pinta... Loro que dejaría

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

silencioso y pálido al más académico de la lengua, que ame


las antigüedades. El que hicimos con esta reja en carretela
es un viaje que no olvidaré nunca. Jamás quitaré esa reja de
mi ventana, con sus eses, sus flores toscas y sus pájaros cha-
tos. La hiedra se enreda en ella, y no sé cuál de las dos se
ve más linda. Parecería que la oscuridad principia adentro de
las casas, o en la raíz de los troncos, en la base de las hojas.
Absurdo, como todo lo que sentimos y no comprobamos.
Afuera está claro todavía y sin embargo aquí, para poder se-
guir viendo tendré que encender la luz. No me gusta la luz
eléctrica. ¿Y a Ud.? Sobre todo esa luz que se enciende en las
lámparas del velador, cuando hay que levantarse temprano
y el cuarto está en penumbras, siento como si se volviera la
noche hacia atrás y hubiera que repasarla. Seguro que cuando
prenda la lámpara, otras cosas defectuosas me van a impedir
esta clase de observación. Como la luz difusa de afuera, la
madera todavía se ve madera, árbol vegetal. Después se verá
sólo ventana, marco pintado, término de una pieza, clausura
del exterior. ¡Cuántos árboles asesinados en este cuarto! Dos
ventanas, una puerta, sócalos, junquillos, sillas, veladores, me-
sas. Barnice que oculta la veta hermosa y detenida. Anchos
trozos vegetales en uso constante y esclavo. Se podrán ce-
rrar los ojos y sentir suavemente el rumor del bosque. Sentir
cómo esa mesa y esa cómoda se mecían allá arriba, allá afuera,
allá lejos después de la calle y de la ciudad y de los caminos
que las trajeron. Se mecían alegres, se mecían haciendo cru-
jir sus estaturas gigantes, con finas y remotas raíces que a
oscuras crecían tierra abajo, sosteniéndoles entre minerales
y guaridas de conejos y cuyes. ¿Podría de pronto este cuarto
llenarse de conejos? A mí me encantan los conejos, pero más
me gustan los gatos. ¿Se ha fijado, que es raro encontrar un

122
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

gato en un bosque? Los gatos tienen sus bosques propios; un


seguro bosque de techos, de chimeneas, antenas de televisión
y de las otras. Ahora está oscuro, pero no tanto como para no
ver que... Voy a encender la luz porque me ha dado miedo.
En la oscuridad del cuarto crece enceres que me miran... No
fui yo. Uds. estaban así ya cuando los trajeron, no fui yo, por
lo menos me acuerdo que no fueron siempre mesas, sillas,
sócalos. Cierro los ojos y tengo frío. Ahora sé que ese que
pasó frente a mi ventana tuvo que ser Juan, Juan que ha ido a
comprar cigarrillos a la esquina. ¿Sabe? En ese bar hay unas
ventanas altas y con vidrios de colores; Qué absurdo, ponerle
vidrios de colores a un bar tan feo y sucio. Es claro que a lo
mejor cuando lo inauguraron no era ni feo ni sucio. Si Juan
ha ido, entonces estoy sola; sola en esta casa llena de árboles.
A Juan no le gusta que aprenda a mirar. ¿Ha visto que es
egoísta? Si estoy sola, puedo seguir mirando, pero está oscuro
y no se ve nada. Debe hacer mucho rato que Juan se fue... Ya
debería estar de vuelta; a lo mejor se ha enojado. Y si entra y
me ve aquí sentada en la oscuridad, se va a enojar más. Los
hombres no entienden a veces que una se quede así, sentada,
en la oscuridad. ¿Cómo puede un botón rojo, tan pequeño,
cambiar así un cuarto? Allí está la ventana y la puerta cerrada
y ésta es mi pieza. Todo lo demás son estupideces; no hace
frío, estoy sola mirando tranquilamente una ventana cuadrada
con cuatro vidrios y una españoleta de bronce. Lo que pasa es
que ya es tarde y afuera se ha oscurecido y tuve que prender la
luz porque la ventana que estamos mirando era sólo un trazo
contra el comienzo de la noche... “La noche viene de arriba,
de los rincones, de la claridad amarillenta de las lámparas...”.
¡Qué rara es la memoria!, este trozo es de un poema que escribí
hace muchos años, pero muchos; cuando nadie habría

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podido enseñarme a mirar. Cuando jamás pensé que tendría


que aprender.
¿Y ahora qué? Cierro las cortinas, pero si lo hago, tapo la
ventana. Algo pasó al prender la luz. ¿Se fija Ud.? Algo se
detuvo, algo se ocultó. Me da la sensación que estamos mi-
rando la máscara de una ventana. Desapareció la rosa y las
moscas se volaron, la madera brilla, ya no parece vegetal. Los
vidrios son espejos que reflejan objetos que conozco de me-
moria. Me duelen los ojos y estoy cansada. Pero creo que al
fin aprendí a mirar. Gracias. Hay algo que hace rato quiero
decirle... Ud. se ha dado cuenta ¿verdad? La ventana que mi-
rábamos no será nunca la misma...

124
Diez centímetros de sol

SENTADA, LAS MANOS JUNTAS SOBRE LA BURDA oscuridad, es-


pera como todas las tardes, cuando la soledad del claustro
acrecienta su angustia [de] que él aparezca... Ya las hermanas
se han retirado a sus celdas para el reposo del mediodía. El
silencio ronda por los corredores blancos y entornando las
puertas, cruje en los guijarros del huerto, salta sobre el tejado,
grita por el tragaluz, la hace temblar de espanto.
Primero, es un punto diminuto y luminoso que, luciérna-
ga extraviada, cae sobre la austeridad del lecho; luego repta,
ensanchándose en un línea de sierpe-ge-er que se adhiere al
blanco cubrecama buscándola, palpitante. Entonces, por el
puente que forma aquel rayo vertical entre el afuera y su mun-
do, lentamente, con reverencia idólatra, su mirada sube, sube
para detenerse una y otra vez entre las miles de partículas que
perezosas se mueven ondulando dentro de aquella luz, hasta
estrellarse contra el techo de cal y madera, de frío y encierro,
de rutina y desamparo...
Sentada, las manos abiertas sobre el oscuro regazo, se va
sumergiendo voluptuosa en el microcosmos de aquel rayo
alegre, mensajero de un afuera añorado y prohibido.
El ritual es siempre el mismo: arrodillándose sobre el an-
gosto lecho, en el punto justo donde la luz comienza, desanuda
el cordón de seda negro, se desabrocha el hábito de cañamazo

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áspero, la toca gastada descuelga de su cuello el pequeño ci-


licio, el rosario de madera, y descalza, los ojos cerrados, se
yergue en medio del camastro.
Primero son las manos delgadas que uniéndose se bañan
en la dorada claridad, luego sus brazos y después, después...
el ropaje resbala de sus hombros, por sus caderas, muslos,
pies, hasta el suelo de ladrillos donde queda redondo como el
brocal de un pozo pequeño y seco.
Entonces, su cuerpo azul-violeta se ofrece, con el vientre
alzado al calor de aquel sol-ángel para sentir el latido de un
hijo que, como el de MARÍA, floreciera de la llameante espa-
da de Gabriel, el arcángel...
La impulsa el vértigo que se esconde tras la oscuridad
crespa del sexo, de los senos, de la fragilidad del cuello y la
barbilla, de su boca, de su nariz ansiosa, de sus pálidas meji-
llas y su cabeza rapada. Como una flecha esquelética y carnal,
se lanza por la brecha de luz escapando inmersa, marina, en el
río brillante que la contiene entera. Subiendo, subiendo, cruza
el vértice luminoso que se abre al cielo, a la ciudad, a la vida...
Emerge ciega, acaso de encierro y de noche, de plegarias y con-
juros. Sirena fantasmal, surca el espacio cálido de sol en una
corriente violenta que le dispara a un afuera desconocido...
Entonces deja atrás el dormido convento para aventurarse
por las callejuelas imaginadas y las plazas y los parques, para
detenerse a la puerta de los albergues, en el sonido pagano de
las posadas a preguntar por él. A fundirse con él, el primero,
el único una y mil veces imaginado y repetido, ese que cons-
truye noche a noche en su furiosa inocencia.
Desnuda, perdida, se ofrece abierta a la caricia de aquel
ser-serpiente-de sol que la envuelve encendiéndola.
Allá, por la calleja empedrada, bajo la semipenumbra, la

126
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

silueta de un hombre embozado la detiene... Trémula, so-


námbula, espera... Siente sus manos, manos calientes, anchas
(como las manos de fray Andrés, el confesor), sus ojos negros,
posesivos, que la penetran saludándola (como esa vez los de
aquel hombre que sorprendiera una mañana en la cocina, tra-
tando de contener el agua del lavadero), siente el aliento que
ronda su boca ávida de palabras roncas, guturales, pidiéndole,
rogándole por el contacto de esa carne velluda, estrechando
el misterio contra su piel suave.
Y el diálogo repitiendo ¡Te quiero, te quiero, siempre, aho-
ra! Mientras por la calle angosta, abrazados avanzan y se de-
tienen bajo un farol y OTRO farol para besarse y seguir rien-
do hasta otra posada, junto a cuya mesa redonda, florecida de
pan, de jamón y vino, se prometen la eternidad.
Es el cruzar corriendo un bosque, un puente verde de
musgo y tiempo, para mirar desde lo alto cómo los cisnes
retozan y se persiguen, cómo sus imágenes entrelazadas se
reflejan en el agua profunda del río. Es el tenderse bajo los
grandes árboles de la orilla y mirar al cielo entre las hojas, los
pájaros, y a besarse fundiéndose angustiados en un anhelo sin
término. Es el calzar zapatos achalorados y sentir el cabello
crecido, largo, suelto, que le roza los hombros; cómo el lazo
de seda claro (que nunca ha tenido) le estrecha la cintura pe-
queña y vibrante; es la caricia olorosa y vegetal de aquel collar
de primaveras y violetas ensartadas por ellos, en reemplazo
de la pesadez fibrosa de las cuerdas del rosario en su cuello,
en su pecho herido por los cilicios. Entonces un temblor de
frío le recuerda que comienza a oscurecer y tras las sombras
surge el miedo, el terror oscuro del castigo, si no está prepa-
rada para la hora del Angelus, cuando, con su voz cascada e
infantil, la novicia de turno abra tímida su puerta para cantarle:

127
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

“Hermaanaa, son las cincoo... vamos a rezar por los pecado-


orees del mundoo”. Si la sorprendieran, ¡qué escándalo para
las hermanas!
Y corre, y corren cruzando cercas y prados y esquinas,
para besarse sin aliento en un adiós estrecho, bajo la luz de
un sol que se va... Y las palabras que juran y se repiten y las
manos y los cuerpos que se funden.
–Amor mío, mi dios, mi todo...
¡Perdón!, que los conjuros se callen. ¡Que los demonios
duerman! Que no se atrevan a pronunciar su sagrado nombre
en este pecado mortal y candente en que todas las tardes vive
y agoniza, ante el rayo-masculino-amante.
Debe cubrir su desnudez para que el ángel de la guarda no
se ofenda, su desnudez ardiente, ofrecida, su curiosa desnu-
dez que provoca a ese ángel-demonio, de ojos azules y sonri-
sa hipócrita. Que venga, que venga, que se enfurezca y nadie
lo detenga. Que comparta con ella su soledad y su condena.
Diez centímetros de alegría en su existir martirizado, diez
promesas de sol en sus tinieblas, diez millones de esperanza
en su juventud detenida.
La sierpe sobre el lecho se recoge, el punto vuela, y la
sombra invade el pequeño cuarto blanco, las frías paredes,
empaña el tragaluz, esconde la cabeza rapada, los hombros
flacos, cubre las espaldas y la nuca y los brazos y las manos
que frenéticas abrochan el hábito sobre su impotencia.

128
El niño
(1976)

SÍ, INDUDABLEMENTE EL NIÑO HABÍA COMENZADO1 a ser un se-


rio problema para la Sra. Gutiérrez, que –madre no más al fin
y al cabo, buena y aburrida como un plato de galletas case-
ras– de tanta preocupación y perplejidad, estaba al borde de
la histeria.
Sentada allí, frente al escritorio del Dr. Jonnson, con el
pelo recogido en un moño bajo, los oscuros ojos redondos,
gordita y limpia, muerde la punta de sus guantes blancos en
un vano intento por serenarse mientras con vocecita tímida y
clara le cuenta al psiquiatra detalles de su drama.
–Eso es lo más raro de todo, doctor, un niño tan sano de
aspecto, jamás se me ha enfermado, porque esas fiebres que
casi me matan del susto cuando guagüita, el Dr. Flores, Ud.
sabe, el mejor médico de niños de Rancagua, me aseguró que
no eran problema, eso es lo único, por lo demás, como le dije,
ni un resfrío… Si Ud. lo viera, parece un ángel tan rubiecito,
un niño precioso, todos me lo dicen. Pero es malo, doctor,
tan chico y tan malo. Le aseguro que lo hace nada más que
por molestarme, por volverme loca a mí, su madre, que lo ha
sacrificado todo por él; se diría que sabe…

1 empezado en revista Pen Club 84-85 en pág. 75.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Aquí la Sra. Gutiérrez comienza a hacer unos pucheros


que a los quince años debieron ser encantadores, pero hoy,
en esos labios oscuros y gruesos, dan entre risa y vergüenza
ajena. A pesar de ello, el Dr. Jonnson la mira intenso y com-
prensivo a través de sus lentes metálicos.
–Tengo entendido, Sra. Gutiérrez, por lo que Ud. me ha
contado, que su marido es agricultor, que tienen ustedes un
fundo cerca de Rancagua, una zona espléndida, que les va
muy bien. ¿No es así? Que él era viudo y con hijos grandes
que no viven con ustedes, que son muy buenos y la quieren,
aceptándola desde el primer día, según sus propias palabras;
que se casaron con Don José habiendo Ud. antes de este ma-
trimonio trabajado de… este, modista por varios años en su
casa. ¿No es así? Bien, entonces explíqueme, señora, cuál es
ese gran sacrificio, a no ser que me oculte algo… Malos tra-
tos, intimidades molestas, en fin, algo de ese tipo. No tema
contármelo, Ud. sabe que nosotros los médicos, como los
sacerdotes, estamos bajo juramento y nada sale de entre es-
tas paredes. Estoy para ayudarla, señora, no para juzgarla. En
nuestra profesión estamos acostumbrados a oír y ver toda
clase de anomalías en los seres humanos. Tranquilícese y
cuénteme de ese sacrificio…
Los sollozos de la Sra. aumentan y un fino pañuelito de en-
cajes, desde una abultada cartera de charol, viene en su ayuda.
–¡Ay! Doctor, con razón me dijo mi hijastra que Ud. podía
adivinarle a una todo… Es tan buena conmigo. ¿Sabe? So-
mos casi de la misma edad, jugábamos juntas cuando chicas,
la señora, su madre, que en paz descanse, me quería, pobre-
cita. La hija es tan inteligente. Se recibió junto con Ud. en la
universidad, ¿verdad? Son todos tan buenos que me da no sé
qué, doctor. Si llegaran a saber lo que he hecho, creo que no

130
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

me lo perdonarían. Pero lo hice por él, por mi Luchito, para


que tuviera un hogar, un padre que respete…
Y aquí el llanto remece a la pobre mujer con profundos y
desgarradores estallidos.
–Cálmese, por favor, señora, tiene que decírmelo todo, es
muy importante para que yo pueda comprender y tratar el
caso de su hijo. Los niños a veces tienen extrañas reacciones
si ven que su madre sufre; ahora presiento que hay algo muy
especial que Ud. aún no me ha revelado.
Ya más tranquila, la Sra. Gutiérrez enfrenta al doctor con
una húmeda y culpable mirada mientras retuerce entre sus
manos sin guantes el pañuelo empapado.
–Sí, doctor, sí es verdad. Pero esto se lo juro por mi ma-
dre, que me caiga yo muerta ahora si miento… Esto no se
lo he contado a nadie, a nadie nunca; hasta he llegado a olvi-
darlo yo misma; a creer que todo fue un sueño, un hermoso
sueño. Bueno, Luchito, mi Luchito, no es hijo de Don Pepe,
bueno, de mi marido. Yo, esto pasó hace unos cuatro años
en un verano en mi pueblo de Codegua, donde nací. Aunque
Ud. lo crea difícil, era una chiquilla de campo, yo era virgen.
Aquí las mejillas gordinflonas se tiñen de un rosa intenso, los
grandes ojos bovinos se entornan: Él era afuerino, un grin-
go alto y buen mozo que venía de Santiago a vender algo
así como calentadores de sol, o qué sé yo. Tan buenmozo el
gringo, rubio, tostado, con unos ojos color miel, cariñosos y
soñadores que, bueno, la mareaba a una. Iguales a los de mi
niño. Yo no había tenido nunca un novio, puras molestias y
proposiciones malas, doctor. Con él fue otra cosa, otro trato.
Me fue envolviendo no sé cómo, con sus palabras y esos ojos
que parecían calentarme por dentro, con esas manos tibias y
esa piel quemada… Él era un calentador solar entero, doctor.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Nada que ver con, bueno, con mi matrimonio y eso… Fue-


ron tres días maravillosos, tres días que no podré borrar nun-
ca, nunca. Para soportarlo me he hecho a la idea que lo soñé,
y a no ser por el niño… Pero su hijo es diferente, su hijo me
odia. Él era un pozo de amor. Sí, eso, un pozo de amor para
mí. Ni siquiera trató de engañarme, me dijo que sólo se que-
daría tres días y yo me entregué a él porque no pude decirle
que no. Lo habría seguido hasta el fin del mundo si me lo
hubiera pedido. Ninguna ha conocido hombre como él, lo sé
por las conversaciones con otras amigas, ninguna. Callado sí,
pero tierno, comprensivo; si no hacía falta de hablarnos para
que me entendiera todo lo que pensaba, lo que quería o lo
que me molestaba. Tan delicado, tan hombre, doctor… Pero
se fue y me dejó huérfana, viuda, muerta, todo junto. Ni si-
quiera sé cómo se llamaba. Un mes después me di cuenta que
estaba embarazada y fui completamente feliz. Me parecía que
él había vuelto, que no estaría más sola y aquí, aquí, doctor
(la Sra. Gutiérrez se oprime con las dos manos el vientre re-
dondito que la pollera clara de Dacrón hace más visible), aquí
sentí su calor, lo sentí durante los nueve meses. Ud. compren-
de, yo sabía que el gringo no iba a volver, que no había nadie
en el pueblo que valiera la pena echarle el ojo, como se dice, y
pensando y pensando en las noches en mi desesperación, me
acordé de Don Pedro, que me había hecho unas proposicio-
nes no muy honestas desde chiquilla, ya que era sólo la costu-
rera de la casa, la hija de la Lolo, mama de sus hijas. Creo que
mi juventud hizo el resto. Él, un caballero viudo que andaba
en los cincuenta, y yo, una muchacha pobre, pero con veinti-
nueve años y mucha paciencia. Tenía que conquistarlo, no era
muy difícil; los hombres, Ud. sabe, sobre todo los hombres
mayores, se creen al momento. Pero para mí, qué diferencia,

132
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

qué horrible diferencia. Dejé pasar unos días y le hice la gran


escena, igual que en las telenovelas. Llorando fui a pedirle
dinero para hacerme remedios. Él sabía por qué y yo sabía
que Don Pedro era y es cada día más cristiano fanático. Lo
pillé en el momento justo y nos casamos. Ese es mi sacrificio,
doctor, cuatro años de aguantar un caballero muy caballero,
pero brusco y engreído, para darle un nombre a mi hijo.
La mujercita calla y el doctor se queda mirándola unos
minutos en silencio.
–Dígame, señora ¿Su marido no sospecha nada de esto?
¿No le extraña que el niño haya salido tan diferente a sus
padres?
–Bueno, yo no sé si ahora, con todo lo que ha pasado,
le habrán entrado las sospechas; pero cuando nació estaba
encantado, decía que era igual a su madre, igual a los Schmits,
todos rubios y de ojos claros. Ahora él me desprecia, doctor,
dice que es culpa mía que el niño sea así; que no lo he sabido
enseñar, que soy una tonta ignorante. En fin, es terrible, yo ya
no sé qué hacer, y como él no quiere ni oír hablar de Santiago,
ni de psiquiatras, tuve que pedirle a mi hijastra, su colega, que
me tomara hora aquí en la ciudad. Ayúdeme, doctor Jonnson,
por favor. ¿Cree que se pueda hacer algo para convencer a mi
hijo [de] que no haga esas escenas espantosas cada vez que
tratamos de sacarlo fuera de su cuarto o queremos que vaya
con nosotros al salón o a la cocina o fuera de la casa? ¿Ud.
cree, doctor? Es tan chico todavía, cómo no se va a poder
enseñarle ¿verdad? Ya le conté lo que fue el último paseo,
cuando lo llevamos donde los tíos; creí morirme doctor, la
gente nos miraba como a asesinos. Pero lo peor fueron los
gritos y los insultos de mi marido. ¿Qué habrán pensado en
esa familia? Una humillación tan grande…

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

–Señora Gutiérrez, ¿vamos a ser amigos, verdad? Dígame,


¿cuál es su nombre de soltera?
–Me llamo Lucrecia Riquelmez, doctor, Lolo, como mi
madre.
–A ver, Sra. Lucrecia, Ud. me ha dicho que el problema
del niño que tiene tres años y medio, es que grita y se resiste
cuando lo sacan de un2 cuarto para llevarlo a otro. ¿No es
así?
–Sí, doctor, no quiere pasar ni por las puertas ni por las
ventanas. Y eso es todos los días. Yo ya lo dejo que haga lo
que quiera. Pero es pillo, porque a penas doy vuelta las espal-
das está en el jardín o en la huerta; no sé en qué minuto sale
de su cuarto para aparecer en la cocina o en mi dormitorio
con sus pasitos cortos y su risa alegre. Me mira y se ríe en mi
cara con esos ojos dorados cada vez que me ve. Ya le digo,
Dr. Jonnson, lo hace nada más que por molestarme.
–Señora Lucrecia, ¿por qué se le ocurre a Ud. que es por
las puertas que no quiere pasar? y dígame: ¿esto lo hace sola-
mente estando Ud. delante o con todo el mundo?
–Bueno, porque es cuando paso con él por una puerta, de
un lugar a otro, o cuando trato de sentarlo en una ventana
abierta o dejarlo caer por ella al patio, que grita y se defiende
como si lo quemaran y esto lo hace desde muy chico, conmi-
go o con cualesquiera, desde que comenzó a caminar a los
nueve meses y un poco antes…
–¿Antes de los nueve meses? Señora, es un niño muy pre-
coz, entonces. Y dígame, ¿ha comenzado a hablar, se da a
entender ya?
–¡Oh sí, doctor! Habla de todo y entiende mucho más de

2 su en revista Pen Club 84-85 pág. 77.

134
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

lo que aparenta. Yo creo que es muy inteligente; mi marido


dice que sacó la inteligencia de los Gutiérrez. Claro, como
me cree tan estúpida. Pero yo que sé, me río sola de él y eso
le da más rabia.
–Señora Lucrecia, creo que para hacerme cargo de este
caso vamos a tener que conversar unas dos o tres veces más,
los dos, antes de que me traiga al niño. No me parece un caso
difícil, a esa edad todo se arregla rápido; los pequeños son
como cera blanda todavía. Pero me gustaría, si me autoriza,
consultar con otros colegas, todos tan discretos como yo. No
tema nada en absoluto, señora, piense que cualesquiera indis-
creción podría causarnos la carrera o la expulsión del Colegio
Médico, como ya ha pasado en algunos casos. ¿Qué le parece
que nos volvamos a ver el martes a las cuatro?
–Ud. no sabe cuánto se lo voy a agradecer. Lo dejo en sus
manos. Entonces hasta el martes, Dr. Jonnson. Ah, ¿la cuenta
se la pago a Ud. o a la secretaria?
–A la secretaria, por favor. Pero no se preocupe; hasta el
martes, Lucrecia…
La pequeña señora Gutiérrez se levanta sobre sus zapatos
de charol, se acomoda el moño con un gesto distraído, se co-
loca los guantes y limpia y gordita cruza el cuarto seguida del
doctor para acercarse al escritorio de la señorita Lucía; pagar
y con tímida sonrisa se despide mientras piensa espantada:
¡Qué caros son estos médicos de Santiago!
El psiquiatra vuelve a sentarse ante su escritorio de fina
madera tallada y una intensa perplejidad se refleja en sus ojos
al ojear los apuntes de este nuevo caso mientras toca el tim-
bre para que se prepare el cliente que sigue. Interesante, habrá
que hacer exámenes físicos y encefalogramas, tests, consultas
con los colegas… Interesante. Es la primera vez que interfiere

135
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

en un caso como este. Un pequeño que estando acompañado


por su madre sufre síntomas de angustia tal3… Muy extraño;
por lo general, es en la soledad que se agudiza la fobia. Ni-
ños que no quieren salir de su cuarto, que le temen al afuera,
deseo inconsciente de volver al vientre materno, pánico a la
realidad, rechazo de un mundo desconocido e inhóspito. Y
es4 padre-abuelo, anticuado y quién sabe si sospechoso y re-
sentido… Le gustan estos desafíos…
Ahora era el niño el que estaba allí, frente al Dr. Jonnson.
Es un hermoso niño, no cabe duda, aunque seguramente el
padre debió tener algo de mulato. La oscura carita congestio-
nada, por la que aún brillan las lágrimas, se calma de pronto a
penas la secretaria cierra la puerta tras su compungida madre.
Igual que en las consultas anteriores, que en las salas de espe-
ra de los colegas, en cuartos de exámenes y reuniones clínicas,
en pasillos y entradas de hospitales y psiquiátricos, los que en
estos últimos meses ha tenido que enfrentar con él. Las esce-
nas de gritos, forcejeos e histeria han sido su diario martirio.
Es bien poco lo que sus colegas logran dilucidar, llegando a
resultados confusos y aún más desconcertantes exámenes y
encefalogramas, tests en los que se ha llegado, sí, a una con-
creta y unánime conclusión: su coeficiente intelectual no es el
de un niño de tres años y medio, corresponde a seis o más de
gran inteligencia y capacidad; ninguna anomalía, ni física, ni
psíquica, a pesar de esa temperatura corporal diez grados más
alta que la usual en un niño sano. Los diferentes tratamientos
y drogas no han dado mayores luces. La fobia del niño conti-
núa y tal vez con más intensidad que antes.

3 vital en revista Pen Club 84-85 en pág. 79.


4 el en revista Pen Club 84-85 en pág. 79.

136
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

El pequeño paciente contesta a las preguntas del doctor


con su vocecita precisa, desafiante y dulce: “Sí, doctor; no,
doctor; no sé, doctor…,” como lo harían casi todos los niños
del mundo. Grandes, ingenuos, maravillosos los ojos miran
al Dr. Jonnson por entre sus largas y doradas pestañas, desde
sus pupilas doradas que rasgan aquel rostro infantil de piel
tersa y tostada…
Atrás quedó el rutinario escándalo de su entrada, de sus
rabietas, de su angustioso llanto y esa extraña asfixia al cruzar
los umbrales5. Allí sentado con las piernas colgando, balancea
unos piececitos calzados con blancas sandalias que contras-
tan con el sepia claro de su piel, y que no alcanzan al suelo. Su
semblante es tranquilo, sonriente, interesado.
–Doc… ¡No quiero que la mamá entre!
–Tú sabes que aquí estamos los dos solos, Julio6, que nadie
nos molesta. Somos amigos ¿verdad?
–Sí doctor.
El psiquiatra se ha recostado en su cómodo sillón de escri-
torio y jugueteando con un lápiz rojo, mira intensa y pensati-
vamente al pequeño problema que a su vez lo mira. ¿Y ahora
qué?, piensa, mientras una sonrisa profesional aflora en su
rostro perfectamente afeitado y serio. ¿Y ahora qué diablos
hago con este monstruito…? Mientras repasa la hoja clínica,
un relámpago absurdo y fugaz enciende de pronto su descon-
certado lucubrar. ¿Y por qué no? La madre le ha contado que
lo único que le gusta es jugar a las escondidas; que es más,
que es a lo único que juega con los primos… Total, ya se ha
probado todo…

5 dinteles en revista Pen Club 84-85 pág. 79.


6 Luchito al principio, pero se modifica por Julito en las siguientes apariciones.

137
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Inclinándose hacia delante junta las manos y con una de


sus voces más seductoras encara al pequeño para preguntarle
como al descuido, con un dejo de incontenible ansiedad:
–Julito7, ¿te gustaría jugar conmigo como lo haces cuando
estás solo? Tú sabes que nunca le digo a tu mamá nada de lo
que hacemos los dos aquí. Porque los amigos no cuentan los
secretos. ¿Qué te parece si entre nosotros hacemos un secre-
to bien grande?
–¿Secreto? No me gustan los secretos… ¿A qué jugamos?
–Juguemos a las escondidas, ¿ya?
–¡Ya!
–Yo me escondo primero y tú te tapas los ojos; cuando
esté listo, golpeo tres veces y tú me buscas. El cuarto es gran-
de, pero para que haya más lugar abriremos el baño y la puer-
ta de mi salita de descanso. No tengas miedo, nadie te va a
obligar a algo que no quieras. Ponte contra la pared y tápate
los ojos. ¿Listo? ¡Ya!
Excitado, febril, el niño se tira abajo de la silla gritando:
–Noo, nooo, yo me escondo primero. Tú te tapas los
ojos.
–Como quieras.
Julito8 corre por la habitación, el psiquiatra se acerca a la
pared y dándole la espalda, hace como si se tapara los ojos
mientras por entre los dedos lo observa ansioso a través del
espejo del baño, que refleja casi todo el cuarto por la puer-
ta entreabierta. El pequeño sigue corriendo en la punta de
los pies sobre la alfombra; corre alrededor del gran escritorio
despacito, gira por entre el sillón y el diván de cuero, pasa entre

7 Luchito.
8 Luchito.

138
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

el estante de los libros y el canasto de papeles sin tocarlo,


se mete de nuevo tras el escritorio para detenerse con una
sofocada risita ante la ventana entornada de la pequeña sala,
duda unos segundos y tomando la perilla de vidrio con las
dos manos, suave, muy suave, la cierra… Da vuelta la cabeza
para ver si el doctor no hace trampas y extendiendo los bra-
zos como si fuera a volar, con alegres y susurrantes gorjeos,
se apoya en la madera, sin ruido, sin esfuerzo, jugando, hasta
traspasarla con todo su cuerpo, ante los ojos alucinados del
doctor Jonnson que, ya de frente camina con las manos ex-
tendidas, heladas, para calentarlas en el rayo de sol que brilla
en aquel cuarto cerrado, en el lugar exacto en que el niño
acaba de desaparecer…

139
El señor de las mariposas
El mecano verde

LA PLAZA DE LA MONEDA ESTÁ DESIERTA cuando aquello co-


mienza a descender. ¿Es un pájaro rezagado que persigue
insectos? ¿Un volantín a la deriva, en el viento fresco de la
primavera? ¿Una nave estelar? ¿Una alfombra mágica? ¿Un
juguete del año 3000?
Sola, paralizada, detenida en medio de la desierta ciudad,
tiene que esperarlo, tiene que verlo agrandarse, agrandarse,
agrandarse... hasta ser un inmenso tapete verde. Ha sido ella
la elegida para decirle a los otros, los que han ido a ocultarse
en las afueras, lo que es.
El objeto desciende ondulante sobre el edificio del Hotel
Carrera y como una gigantesca redecilla plástica lo cubre por
entero. Luego se pega a él deslizándose viscosamente por sus
cornisas, se introduce cambiando de forma y tamaño hasta
sus últimos intersticios. Aparece y desaparece mil veces ante
los ojos desorbitados de la mujer. Sin dejar de ser frágil, de ser
infinitamente complicado, absurdamente plástico y transpa-
rente, recupera su forma de alfombra mágica y sigue flotando.
Luego se adhiere a la fachada serena y colonial del Palacio de
La Moneda, se escabulle por sus techos, juguetea entre las rejas
de sus balcones, se cuela como brisa verde por sus jardines,
galerías y corredores, y desapareciendo hacia atrás cae en la
Plaza de la Constitución.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Aterrada, enloquecida, la mujer espera. De pronto lo ve


asomar un extremo verde por la esquina de la calle Morandé.
Y entonces, aquello la mira. Suave, incrédula, violentamente,
comienza a temblar.
Pegado a la solera, el objeto viene hacia ella. Avanza si-
lencioso, verde y perforado, ondulante y gigantesco. Con un
gracioso viraje cruza y queda detenido ante sus ojos, soste-
niéndose con aleteo de pájaro bailarín, mientras reduce su
tamaño.
En el centro de su estructura, cuatro espirales grises giran
hacia adentro como volutas de humo vertiginosas y eternas,
sin cambiar ni dejar de ser; y esos cuatro agujeros caóticos la
observan.
Ella, con remoto y olvidado esfuerzo, tiende la mano como
para saludar, como para comprender, como para implorar...
Entonces, de una de las aristas de esa especie de meca-
no verde, con el movimiento de los ojos pedunculados de
los caracoles, un dedo largo que se desenrolla toca la punta
de su mano tendida; su consistencia es tibia, flexible. Sobre
la piel erizada de la mujer, vibraciones como de ventosas se
producen a medida que aquel dedo se desliza adaptándose a
su muñeca. ¡Paz!, grita su alucinado cerebro. ¡Paz!, implora
su corazón desbocado. ¡Paz!, transmiten sus nervios tensos.
Como comprendiendo, el extremo verde se le diluye entre los
dedos. A través de la masa transparente del objeto, se ven los
edificios circundantes, indiferentes y familiares.
De pronto, ella sabe que esa presencia no es agresiva, que
su intención es sana, curiosa, fraternal. Son dos seres diferentes
que se enfrentan por primera vez, midiéndose, detallándose.
Pero en él hay algo más: una seguridad, un juego, una tierna
sorpresa.

144
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Súbitamente, del otro extremo de esa materia, algo se


lanza hacia ella buscando... Casi impalpable, como un soplo,
recorre la órbita de sus ojos, roza la comisura de su boca, y
susurrante, sin herir, se introduce desapareciendo todo ente-
ro por el hueco de su oído izquierdo.
En su cabeza, ondas sonoras, musicales, disipan el miedo.
Aquello calma su corazón; dentro de sus huesos, de la sangre,
de sus células, escurriéndose como volutas de humo, el visi-
tante, tierno, cuidadoso, sutil, asombrado, con un lenguaje sin
palabras y sin voz, le transmite alegría, confianza, amor.
Pasan las horas; no existe el tiempo; pasan las horas.
Como se ha introducido el extraño ser sale. Ya íntegro,
ante ella, como un saludo, vibra unos segundos, para luego
desplazarse, ondulante y rápido, frágil y complicado, hasta
ser una alfombra verde, una nave, una hoja, un olvidado
volantín...
El silencio, ya sin tensiones, llena la plaza. Los que han hui-
do pueden tranquilos volver. El peligro jamás ha existido. La
mujer mira por última vez hacia el cielo y con una sonrisa le
dice adiós.

145
El señor de las mariposas

LA NIÑITA SE ABURRE. CON LAS PEGAJOSAS manos y la naricilla


pegada al cristal de la ventana, mira la tarde de la calle.
El bullicio crece. Los niños ensimismados en su mundo
experimental, corren, aúllan, se atacan, caen, o, silenciosos,
sentados en el suelo, con piedras, cáñamos, papeles o tenedo-
res, juegan a extraños juegos.
La matiné estalla por los cuatro costados, pero la niñita,
con sus cinco años recién cumplidos, se aburre, y restregando
los zapatitos de charol contra los celestes calcetines, de rodi-
llas sobre un sillón, mira la tarde de la calle, esa calle con la
cual no la dejan jugar los grandes.
La niñita no es linda: la boca, los ojos redondos, los ca-
bellos lacios, negros, la tez pálida, la nariz achatada, le dan el
aspecto de una indiecita; sin embargo, en su mirada hay una
hermosa tristeza, una tierna languidez.
No, no quiere más torta. No quiere su corazón de reina
con perlitas de cristal. Odia los globos multicolores. Odia los
hijos de las tías. Quiere irse de esa casa llena de ruidos, de
prohibiciones, de cosas nuevas.
Y ahí, contra los cristales, sólo es una larga y hambrien-
ta mirada, hasta que solapadamente la idea se apodera de su
pequeño cerebro voluntarioso. La calle, la calle. Ese gran “no,
no se puede”, eso quiere.

147
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Entre la algarabía y los pitos, las carreras y los llantos, atra-


viesa el comedor, el salón; se desliza por el pasillo, llega a la
puerta prohibida y, empinándose en los zapatos nuevos, con
las dos manos, abarca la gran perilla de bronce. ¡Zas!..., abre,
y ahí está la calle, esa calle en la que hace algunos instantes
sumergía su soledad de hija única.
De pronto, a sus espaldas, alguien cierra, distraídamen-
te, para que los niños no salgan. El estrépito de la puerta
al golpearse despierta lo desconocido, alza los muros fa-
miliares, personaliza la soledad, hace que el cielo se eno-
je y se ponga negro, destacando en las afiladas esquinas el
tenebroso perfil del viejo del saco. Automóviles, dragones
de ojos fosforescentes, braman, galopan, haciendo trepi-
dar el suelo. La irrealidad, el miedo, el vacío, se ciernen so-
bre su pequeña presencia. Entre ella y las cosas familiares,
lo temible, lo mágico, lo incontrolado, comienza a urdir, a
romper, a desdisfrazarse de enajenado girar. Alucinados, los
ojos de la niña se aventuran en la inmensidad del “no” de
los grandes. Allí, en medio de lo prohibido, como pequeña
mancha rosada de luz, la niñita va a lo largo del muro, de la
puerta negra de la bocacalle mientras los fulgurantes mons-
truos la persiguen jadeantes, la acechan malignos, enjoyados.
Con el ancestral temor de la infancia a los espacios abier-
tos, expectante, llega a la plaza… Y, niña al fin, cambia brus-
camente del llanto a la risa. Su pequeño corazón se aquieta,
sus pies dejan de rozar la vereda para deambular, curiosos,
juguetones, inquietos, olvidados como los gatos, del lugar a
donde se dirigían. Ahora, esta calle aterrante se convierte en
su jardín, en su casa. Ya no le teme, e inesperadamente se
sienta en el borde de la acera, los redondos codos contra las
rodillas, las húmedas manos contra la suave piel. Mira, mira,

148
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

mira, hasta introducir sus ojos en la desconocida dimensión


de la infancia. Y, entonces, aquello aparece.
¿Una luciérnaga? ¿Un nocturno sol? ¿Un pequeño plane-
ta perdido? No, es una casa, una casa de luz, una casa de
mariposas. Mariposas azules, amarillas, rojas, blancas, verdes,
lilas… mariposas de todos los colores.
Esas son lindas, más que los globos; los globos estallan.
Más que los dulces, más que las cinco velitas de la torta, más
que las doradas pulseras de la mamá.
De pie, iluminada, los brazos tendidos, la niña se defien-
de riendo de los pequeños insectos que la rodean. Vuelan
entre sus manos, vuelan bajo su corto vestido, vuelan entre
las cintas de sus hombros; rozan su cara, sus piernas, suaves,
rumorosas, encantadoras; se posan confiadas en su pelo, en
la palma de su mano.
De pronto, la niña salta palmoteando. Las mariposas hu-
yen y ella ríe a carcajadas. Poco a poco, las mariposas vuelven
y este juego se repite dos veces, diez veces, tres veces, como
en los encantados rituales de los niños. Sólo que ahora los
grandes no le impedirán completar el número mágico. Y así,
dentro de la casa de luz, la niña y los insectos, los insectos y
la niña, juegan, juegan, juegan, hasta que en medio de ellos
surge un señor. La niñita y las mariposas huyen.
La voz del señor es suave, risueña; sus ojos son azules, sus
manos largas y buenas, pero ya nuestra criaturita, corre que
te corre, grita que te grita, llega a la gran puerta prohibida,
abierta de nuevo.
Allí no pasa nada. Luces, globos, pitos, alegría que langui-
dece. Unos niños llorosos se van y otros que no quieren irse.
Nada más.
Y tarde, muy tarde, tan tarde porque es su cumpleaños, la

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

niñita de nuestro cuento, acostada en su cama, con lágrimas


en las mejillas, duerme en una pieza sola y sin soñar.
Como ésa, vuelve a haber otras tardes, en las que poco a
poco, dentro de la casa de luz, con la voz, con los ojos, con las
manos llenas de mariposas y dulces, cuento a cuento, entre ri-
sas, entre juegos, con ternura, con amor, con infinita paciencia,
sin sombra de hastío, sin rastro de autoridad, la niñita y el señor
de las mariposas se hacen amigos. Entonces, guardan un secre-
to grande, bien grande, un secreto que no se puede contar.
Hecha un ovillo, la negra cabecita en las rodillas del hom-
bre, los ojos perdidos entre el ir y volar de las mariposas, la
niñita escucha de nuevo los mismos cuentos, esos de caminos
llenos de sol, de frutas dulces, de flores y pájaros, de anima-
litos suaves y peludos, de príncipes y princesas que se aman.
Navega por mares de sumergidas ciudades, cruza encantadas
galaxias, donde todo es alegría, oye cánticos y adormecedo-
res arrullos, mientras aprende a contar, a leer, a saber que la
tierra es redonda, que hay muchos países, que hay cosas con
nombres muy raros, que la quieren, que tiene un alma, un
corazón, un lugar suyo propio; que no es torpe, que no es fea,
que puede dormirse sin que el miedo la tiranice y puede des-
pertar sin gritos; que no importan sus manos sucias, que da lo
mismo si se le arrugan los calcetines, porque puede sacárselos
y tirarlos y andar descalza por toda la casa y mojarse y hacer
figuritas con tierra. ¿Y saben? Cuando se las lleva corriendo al
señor de las mariposas, esas figuritas vuelan, hablan, caminan.
Puede irse y volver cuando ella quiera. Todo se puede tocar.
Todo se puede comer. Pero hay algo que no se puede: no se
puede mentir. Cuando miente, su amigo se pone triste y en las
alas de las mariposas se apagan los colores. Siempre es igual,
no puede mentir.

150
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

También, a veces, cuando se harta de pasteles y barquillos,


de helados y frutas, se siente muy mal y entonces tiene que
irse y en las noches se despierta llorando y la mamá se enoja
mucho y le dan ese remedio tan malo.
Las semanas pasan entrelazando sus sábados entre las ciu-
dades dormidas, los pájaros y las manos plácidas de su amigo
que la acarician. ¡Cómo se colma su corazón de paz, de calor!
¡Cómo se abren sus ojos al futuro, mientras crece!...
Hasta que un sábado llega el verano y hay que irse a la
playa.
Aterrada, la niña comprende que esa tarde no va a poder
escapar y el señor de las mariposas la quedará esperando. Tie-
ne que avisarle. Pero ¿cómo? Se van a las tres, a las tres, a las
tres. Entre maletas y discusiones, entre el ajetreo de guardar
y cerrar, las empleadas que “sí, señora”, el papá que “esto
no cabe”, la mamá que “dónde se habrá metido esta niñita”,
se escapa a la calle y corre, corre, como nunca había corrido
en su vida. Apurada, apurada, se sienta en la acera y mira…,
hasta que le duelen los ojos.
No pasa nada. Tal vez no sea ese el lugar; debe ser más allá
o más acá. El ritual se repite y nada, y se repite y nada. Sólo
la calle llena de sol, muros y casas, como todas. Su amigo no
aparece.
¿Cuántas horas pasa así?
De pronto siente que no hay tanto sol, que tiene hambre,
que llegó la oscuridad y que el señor de las mariposas también
la ha dejado sola…
Sus pasos tristes la llevan y la traen mientras las lágrimas
caen y los sollozos suben de tono. Una pena infinita, un
desamparo como sólo los niños pueden sentir, se cierne so-
bre la pequeña. Acurrucada, hecha un ovillo, ahora, en un

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

banco de la plaza, llora, llora, llora, hasta que dos manos se


posan en sus hombros y unos brazos masculinos la levantan
y la zarandean.
–Niñita, niñita, ¡qué susto! ¡Qué feo arrancarse así! Te has
portado muy mal… Pero ¿qué tienes? ¿Por qué ese llanto?
¿Qué te duele?
La niña abre sus hinchados ojitos creyendo encontrar por
fin el rostro del amigo y ante la mirada dura de su padre se
llena de miedo.
–Papito, no se enoje, pero tenía que despedirme. Mamá
me ha dicho que tengo que hacerlo.
–¿De quién? ¿Con quién estuviste? ¿Quién te habló? Te
he dicho tantas veces que no hables con desconocidos. ¡Qué
niñita! A ver, cuéntame.
–Es que el señor de las mariposas tuvo la culpa. ¡Se fue!
Se fue, papá, y no volverá nunca más, y yo lo quiero, lo
quiero, lo quiero tanto.
–¿El señor de qué?
La voz de la pequeña es tan angustiosa, su llanto tan
desgarrador, que el padre siente que algo grave pasa y que
ese algo es culpa suya…
Entre sollozos y silencios, revela ese gran secreto que
no se podía contar.
El padre, perplejo, emocionado, atrayendo la negra ca-
becita contra su pecho, acaricia pensativo las mojadas me-
jillas y mientras levanta la mirada hacia la tarde, noche ya,
ve cómo al encenderse los faroles llenan la plaza de luz, y
miles, miles de mariposas revolotean, revolotean.
–Hijita, mi niñita tonta. ¿Sabes lo que ha pasado? Fue tu
imaginación, mira la luz de los faroles. Mira cómo las ma-
riposas quieren entrar, quieren saber, quieren eso que no

152
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

pueden comprender. Te voy a contar un cuento, un cuen-


to en el que comprenderás por qué las mariposas aman
la luz… Nosotros los papás, para que las niñitas como tú
sean felices, trabajamos mucho y a veces no tenemos tiem-
po de…
–¿Un cuento, papá? ¿Me vas a contar un cuento?
–Sí. Había una vez…

153
“A imagen de Dios los creó; varón y mujer los creó”

E L MURO ACUSA UN ORIGEN VEGETAL, RENEGADO por capas


de materiales carcomidos; las escalinatas, los rincones, el
alto techo, el bajo dintel, las alargadas y cristalinas ventanas,
muestran indiscutibles vestigios de generaciones superadas;
al fondo, entre la luz y la sombra, está el fuego, el hogar en-
negrecido de hollín por largas noches de miedo e ignorancia,
de sortilegio, de angustia y renovación; noches, auroras, en
que la humana mirada buscó a través de la imaginación una
respuesta, un camino. Adentro, en la sombra, la silla del abue-
lo. En la luz, la máquina del tiempo. Más allá, un cuarto; más
acá, otro y otro: cuartos para nacer, para vivir y para morirse.
Dentro de esos cuartos hay objetos para mirar, usar y olvi-
darse; para lucir y olvidarse; para guardar, comprar, vender,
regalar y olvidarse.
Afuera, la maraña vegetal crece, crece siempre renovada.
Entre sus lianas y sus largos dedos espinudos, los insectos, los
reptiles y las aves, nacen y mueren, mueren y nacen fertilizan-
do las semillas que se transforman.
Adentro, los pequeños pies de la niña, calzando sanda-
lias sintéticas fabricadas por máquinas de metal, creadas por
cerebros electrónicos, avanzan mullendo alfombras gastadas
de tiempo; hiladas por manos humanas: polvo en el tiempo.
Los dedos infantiles juegan sobre maderas heridas en formas

155
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

estancadas; rozan telas absurdas, frías, resbaladizas; acarician


animales, plantas, envilecidos de humanidad y encierro, obje-
tos, sonámbulos objetos, que la moda revive y mata, mata y
revive. Los ojos de la niña, en los alucinados y pálidos ojos del
abuelo, niño en el tiempo, adolescente en el tiempo, hombre
en el tiempo: educación, castración, inteligencia, adaptación,
ley, bondad, defensa, renunciación en el tiempo. Contra el
pecho frágil de la niña, la voz del abuelo:
–¿Tienes frío? ¿Tienes hambre? ¿Te cuento la historia de
la bruja que se volvió princesa? ¿O la del rey sapo? Son pre-
ciosas, preciosas…
Y la risa del abuelo, abollado cascabel.
Al fondo, un corredor, y en él, una mujer cálida aparece…
–Mamá, mamá, qué miedo, qué oscuridad.
Sobre los hombros puntiagudos de la niña, el amor mater-
nal adapta una prenda que no se moja, que no se mancha que
no se quema, tibia, fría, luminosa.
De pronto, tras una cortina de felpa, sufre la tía. La tía-
aa…
–Niña, no camines así, no comas así, no mires así; las se-
ñoritas no deben ser gordas ni feas. Cuando seas grande, ten-
drás el cabello largo como yo... Ven, ¿te lo enseño?
–No, déjame. Eres fea, flaca y vieja; y eres virgen. No me
pegues, por favor no me pegues.
En el tiempo va la niña, metamorfoseándose... Adelante,
siempre adelante. Sacrifica sin comprender y sin querer, que-
riendo, la maraña la cerca.
La voz del padre rueda sobre las cabezas inclinadas:
–Eso no se puede, eso no se debe, eso no se piensa. Yo
soy, tú serás, ella es. Aquí no sucede nada.
La voz de la madre se enrosca dulcemente en los cuellos

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

frágiles, se vuelca en los ojos crédulos, acaricia los cuerpos


somnolientos:
–Coman, hijitos; cúbranse, hijitos; duerman, jueguen.
¡Pero no crezcan! Quiéranme, respétenme, necesítenme.
¡Prohibido crecer! Aquí se cumple la voluntad del padre, aquí
sus esfuerzos dan techo, abrigo, vida. ¡Silencio! No pasa nada.
Los hombres no lloran... Las niñas no dicen palabras feas,
sonríen, cantan. Las manos en la falda, las niñas escuchan;
escuchan a las ayas, que cuentan cuentos de príncipes y prin-
cesas que se besan, que se besan en la boca y despiertan, des-
piertan, despiertaaaaan…
–Mamá, mamá, ¿dónde está Dios? Qué difícil, qué miedo,
qué oscuridad.
Afuera, contra los muros milenarios, la selva crece, esta-
lla, enroscándose entre los goznes y las rejas, las alcantarillas
y los grifos. Abajo, los insectos se trasladan con sus huellas
diminutas, siempre igual, por la misma senda. La oruga y la
hormiga, el escarabajo y la araña; igual, siempre igual, por
milenios y milenios. La mutación se hace lenta, se estanca,
aborta y muere. El vegetal succiona la tierra, recoge la se-
milla y extiende por el aire sus dedos oxigenados. El pez
agita sus aletas como el primer pez, en el mismo mar. Los
batracios van desapareciendo. Bajo las piedras, descarriadas es-
pecies vegetan. El hombre, pregunta a pregunta, se abre al cos-
mos, anotando sus respuestas en el futuro. La hormiga, igual
a la primera hormiga, trabaja diligente y aparentemente inútil.
¿Quince años? ¿Veinte años? ¿Mil años?…
El cabello de la joven cubre apenas su cráneo pequeño.
Con las manos enlazadas se tapa la cabeza; de sus grandes
ojos desconcertados caen las lágrimas. ¿Las vírgenes tienen el
cabello largo? Ya no. Ya noooo…

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Allí, en el umbral de la alcoba, hay una mujer de rojo, de


verde, de amarillo. No tiene trenzas; no tiene trenzas.
–Hijita, ¿tienes frío? ¿Tienes hambre? ¿Tienes sueño?
¿Qué has hecho de tu pelo? Desvergonzada, impúdica, ra-
mera. Péinate, lávate, cúbrete, sonríe. Las jóvenes son para
mirarlas; no se tocan, se quiebran.
–Madre. Ayúdame. Óyeme. Para que la mujer pueda ser
feliz, no debe tener trenzas con que ahorcar sus sueños. El
hombre debe ser hombre, y quererla por dentro, buscarla
por dentro, integrarla por dentro. ¿Verdad, madre, que es así?
Compréndeme. No me rechaces. Un día fuiste como yo.
–Hija.
Por el corredor, miles de puertas cerradas. Tras ellas, con-
tra la mesa central, la familia ríe, cuenta, propone, enseña,
alimenta, reprende, quiebra. Allí, rodilla contra rodilla, entre-
tejiendo antiguas raíces, se nutre de hechos pasados, añejo ali-
mento en bocas futuras. El despecho crea heroísmo, el odio
se traduce en austeridad y la impotencia en espera. Crece la
maraña, crece y se fortifica rodilla contra rodilla; la savia se
transmite, el temor circula, el instinto se frena, se esconde,
se glorifica. A veces, ahoga. Sociedad, religión, casa, honor,
deber, continuidad, figuración, rebeldía, impotencia, dinero,
pecado, miedo, libertad: una eternidad. La mesa es redonda,
el murmullo crece; las manos se levantan y la mirada se pone
fija, dura, empecinada. Ojos, ojos, ojos que provocan, que
callan, que temen, que se entornan ocultando. La maraña se
destrenza y la niña camina largos corredores a cada lado una
puerta y en cada puerta una mujer, de rojo, de verde, de ama-
rillo, de gris.
–Hijita ¿no tienes frío, no tienes hambre? Tu novio está
allí, sonríe, no te quedes a oscuras... ¡Cásate, cásate, cásate!

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

En la ventana, los tiernos codos contra la dura piedra,


contra la tibia madera, contra el frío cemento, a través del
género frágil, la niña sueña.
¿Veinte años? ¿Cien años? ¿Mil años?
Por el corredor, las manos abiertas, los brazos extendidos,
la muchacha avanza. Los cabellos, sueltos sobre los hombros
redondos, rozan un collar de piedras perforadas: esencia de
corteza, savia petrificada, verde, lila, ámbar; piedras que se
estremecen blandamente sobre sus redondos senos.
Sin temor, sin llanto, ella busca al hombre. El primero es ru-
bio, alegre, abierto; el otro es oscuro, taciturno, callado. Pasan...
Atrás los fantasmas aúllan agitando trenzas, zarandajas y cintas.
–Cuidado, no avances. Las jóvenes son para comer, para
adornarse. No ames, no seas. ¿Se te olvidaron los cuentos, los
cuentos? –Y la risa, cascabel abollado, alfiler sin punta.
Por los cristales altos inunda la luz. De pie, iluminada so-
bre el vacío, frente al horizonte, la joven espera.
El hombre, los ojos alertos, las manos seguras sobre el
control vertiginoso, por la carretera lisa, aparece. Su voz pe-
netra los iluminados ojos. “Yo soy”. Su mano atrae el frágil
talle. “Tú eres.” Su impulso irrumpe a través de la piel estre-
mecida, del corazón desbocado, de la entraña virgen. “Noso-
tros seremos”.
La maraña, subiendo por el muro, se retuerce viva entre
los barrotes; sus espinas, queriendo detenerla, clavan, rasgu-
ñan, hieren el rostro femenino.
–No te vayas. No creas. No seas –llora una mujer de lila,
de gris, de sombra.
–Me muero –susurra un anciano–. No soy.
Y agitando cintas, lazos, nudos, campanas, los fantasmas
se esfuman.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

El hombre enlaza a la mujer: “tú eres, yo soy, nosotros


seremos”.
El amor estalla y los ojos de ella se abren. Sobre su frente,
una mano cálida, firme, emocionada, aparta suavemente los
cabellos que el viento fresco de la primavera ha despeinado.
–¿Me quieres, mujer? ¿Me quieres?
Y de lo profundo de su intimidad el “SÍ” llega, llegaaa...
Por el camino, futuro adentro, el hombre y la mujer integra-
dos son.
Atrás, la maraña crece y se enrosca entre los cuartos y los
muros y el pasado. Y la hormiga, igual a la primera hormiga,
el escarabajo y la oruga, por milenios y milenios. La mu-
tación se hace lenta, se estanca, aborta, muere. El vegetal,
succionando a la tierra, recoge la lluvia y extiende por el aire
sus dedos oxigenados. El pez agita sus aletas, como el primer
pez. Los grandes batracios van desapareciendo. Bajo las pie-
dras, descarriadas especies vegetan. Sólo el hombre, pregunta a
pregunta, abierto al cosmos, anota sus respuestas en el futuro.
Treinta años, mil años, infinito...
De una mano a la otra, de un pie al otro pie, clavada, sus-
pendida, ojos y piel, rebeldía y esperanza, crucificada sobre el
tiempo, la mujer transcurre. Su hogar pequeñito e inalcanza-
ble, es el mundo. Viviendo de su latido, succionando su savia
roja y cálida, el nuevo eslabón se funde y se duplica. Venas y
caminos, dientes y engranajes, óvulo y matriz, lucha y miste-
rio. El hombre buscándola la añora y le teme, la rechaza y la
encuentra, la destroza y la crea.
Los pies en el pasado por caminos inexorables, sobre car-
comidas bases, la mujer oscila. Las manos en el futuro, llevan-
do teas azules, buscan entre enrarecidos metales y ecuaciones
cósmicas un nuevo dogma.

160
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Crucificada en el potro del presente, la mujer confiesa. Sus


gritos suben y se pierden entre las estrellas; bajan y conmue-
ven las profundidades heladas y calientes de la tierra. Nave-
gan por desconocidas corrientes hasta perderse en la nada...
No hay tregua.
Clavada en el presente, la mujer transcurre, mientras las
horas de la rutina, con sus voces pálidas, muerden sus cos-
tados como pequeños niños insaciables. El superhombre-
mujer nace de su entraña, se alimenta de su pasividad, vive
urgido bajo la sombra segura para sus pasos tiernos. Mater-
nidad, tradición, hogar, experiencia. Un día, adulto, salta al
futuro, rompe los moldes y deja a la madre vacía, añorándolo,
añorándolo, añorándolo.
Consumado el sacrificio, el antiguo puente, desprendién-
dose de sus carcomidos pilares, cae sobre el pasado. En la
otra orilla la pareja humana se interna sin dar vuelta la cabeza
por la abierta herida de su nuevo rumbo.
Lanzada en el viento, la futura generación navega valiente y
temeraria. Son otros los moldes, otras las leyes, otros los afilados
trazos por donde su evolucionada planta trafica. Iguales y distin-
tas sus dos estructuras buscan, en lo profundo de su experiencia
cruel, otro nombre para designar su hallazgo. Abierta al cosmos
la definitiva generación se fortificaba y crece. La diferencia fe-
menina-masculina es tan marcada, su posición tan absoluta, su
valor tan igual, que no hay lucha, no hay rechazo ni rebeldía.
Por calles comunes, con singulares rostros y metas de-
terminadas, los dos seres de la creación marchan juntos,
independientes, seguros y reales; diferenciados al fin en su
total desarrollo; conscientes de su trascendencia.
Y la hormiga igual a la primera hormiga, el escarabajo y
la oruga. La mutación salta, se detiene. El vegetal succiona

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

la tierra y, aunque olvidado, recoge la lluvia y extiende por el


aire sus dedos oxigenados. El hombre, conquista a conquista,
ante el cosmos, anota su verdad en el presente...

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Juana y la cibernética

¡Q UÉ ESTÚPIDO SERÍA –PENSÓ LA MUJER– QUE por una chapa


descompuesta me fuera a quedar encerrada!” Dominando la
alarma que solapadamente comenzaba a entorpecer sus de-
dos, hizo un nuevo intento. La llave se quebró. ¡Diablos!...,
ahora sí que la situación no tenía remedio. Salvo que alguien
se hubiera quedado por ahí. A veces el señor Morales se re-
trasaba ordenando las tarjetas para el lunes… La esperanza
la hizo musitar su nombre. Después, alzar la voz para llamar.
¡Nada! ¡Nadie! No hubo respuesta. El taller era bastante gran-
de, pero no tanto como para que si alguien se encontrara
entre las máquinas o en las oficinas, no la oyera. Al escudri-
ñar, vio la sala irremediablemente vacía. Sus oídos captaron
el silencio. Mientras forcejeaba con la llave. No se había per-
catado de él, pero ahora, tras el eco de su grito, la sobrecogía
como una mano inesperada.
¿Para qué diablos volvería a buscar el chaleco? La inutili-
dad de la prenda pesaba sobre sus hombros. ¿Para qué? ¿Para
qué?... Nada ganaba con reconvenirse; la cosa estaba hecha.
La única puerta de salida era esa en cuya chapa la llave, que-
brada, relucía malignamente. Muy altas quedaban las venta-
nas; la fábrica tenía cuatro pisos. Las paredes eran lisas y la
puerta de fierro. Sólo las máquinas, grises y complicadas, con

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

la indiferencia de los animales domésticos, contemplaban su


pequeño drama.
De pronto, una idea la hizo correr al lavabo. ¡El tragaluz
se comunicaba con todos los pisos! A veces había escuchado
trozos de conversaciones. No les prestó atención, pero pare-
cía que las personas estaban cerca. Ahora lo recordaba. A lo
mejor, alguna de las secretarias se arreglaba todavía.
Sus pasos precipitados resonaron en las baldosas. La fila
de lavatorios relumbró en la oscuridad. Urgiendo agilidad en
su miedo, la mujer se trepó sobre uno de los lavatorios, y,
formando una bocina con ambas manos, gritó… Convertida
toda ella, en un gran oído, esperó. ¡Nada! Silencio. Gritó y
volvió a gritar. Los ecos se acallaron.
Entonces la mujer tomó conciencia de su situación y el co-
mienzo de un sollozo incontrolable la contrajo. Tendría que
pasar tres días encerrada ahí. Sola, asustada, hambrienta. Era
una suerte, no obstante, que la avaricia del señor Wellmann
lo moviese a construir los servicios higiénicos dentro de las
grandes salas de máquinas. Su objetivo había sido mantener a
las obreras bajo su control; ahora ella lo bendecía. Pero eran
tres días: sábado, domingo, lunes… y en vísperas de Año
Nuevo. ¡Era el colmo!
¿Quién le daría de comer a Cascabel? ¿Quién le limpiaría
la jaula? A lo mejor, en la cena de tía Lucha, ésta le echaría de
menos; le extrañaría no verla llegar. Era la única parienta con
la cual pasaba esa noche abominable, bulliciosa, triste, de Año
Nuevo. Pero tía Lucha pensaría que la habían invitado a otro
lugar. Nadie más podría extrañar su presencia. Quizás la se-
ñora Carmen. Al fin y al cabo esa pensión era su hogar desde
hacía nueve años. ¡Su hogar!... ¡Cuánto soñaba con tenerlo!...
¡Y qué diferente habría sido su hogar de esa pieza pequeña

164
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

y atiborrada de objetos diversos atesorados tontamente en el


transcurso de una vida monótona y descolorida!
Pero de todas sus compañeras de trabajo, venía a suceder-
le a ella este percance idiota. A ella, a la que vivía sola. A ella,
que en sus cuarenta y cuatro años no conociera el amor…,
al hombre.
¿Por qué este pensamiento tan íntimo, tan mañosamente
oculto, tan fuera de lugar, en estos momentos se le hacía pre-
sente de súbito, de golpe?
Sí; era la verdad. Ella, una mujer no demasiado religiosa,
sin tantos prejuicios, no tan fea…, no sabía físicamente lo
que era un hombre, cómo era un hombre. Siempre trabajan-
do, siempre viviendo, en calidad de allegada, donde tía Lu-
cha. Pospuesta, mal vestida, al margen de la existencia, de los
sinsabores y de las alegrías de los demás. Para colmo, tímida.
¿Por qué pensaba en eso ahora? Tal vez por una vaga sensa-
ción de muerte, de término… De pronto, sintió ganas de reír.
¿Qué perdía con estar ahí, encerrada? ¿Alguna cita? Sólo ha-
bía tenido dos citas en su vida. Menos todavía, porque una de
éstas fue un error. ¿Una broma tal vez? La cara del señor en
cuestión se presentaba vivamente en su recuerdo: “¿Pero, us-
ted no es la señorita Blanca?” Sí, había sido una humillación,
un desencanto. Perdería la cena con tía Lucha. Una cena po-
bre en una casa pobre y sucia y oscura, llena, en ese entonces,
cuando ella vivía allá, de chiquillos gritones, de ropa por lavar.
Hoy en día, llena de muchachitas impertinentes y arremilga-
das: sus primas. No; nada perdía con no estar en esa comida.
Como siempre, por no tener servidumbre, tía Lucha le habría
dicho: “¡Ay, Juanita!, usted que tiene tan buena voluntad…”
Nada tenía que perder y a nadie haría falta. En cuanto a Cas-
cabel, ¡pobre Cascabel!, la señora Carmen lo vería.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Salió de la sala de lavabos. El reloj, adosado al muro, in-


dicaba la 1.30. A través de las altas ventanas, el sol veraniego
calentaba el lugar, iluminándolo todo en exceso. Por los ra-
yos que cruzaban la sala, millones y millones de partículas de
polvo subían y bajaban silenciosas. ¡El silencio! Eso era lo
peor. Si al menos hubiese llevado el tejido, como casi todos
los días. Pero no, esa mañana todo le había salido al revés. En
el barrio, la electricidad había amanecido cortada, y tuvo que
preparar el desayuno, a escape, en el anafe a parafina. Esto
la hizo retrasarse en media hora, recibiendo la reprimenda
del señor Morales. Tampoco había nada que leer. Nada con
lo cual entretenerse. Nada en qué pensar…, tan poco para
recordar.
Trata de tranquilizarse. Se pasea entre las máquinas. Inten-
ta familiarizarse con el ambiente. Hace calor. Tiene el maldito
chaleco y tiene agua, aire y espacio para caminar. Contra la
pared, alineados, los bancos para que las operarias se sienten
a merendar en la media hora concedida. Puede tenderse en
uno de ellos a dormir. Tal vez el hambre no sea tanto, y nadie
vendrá a apurarla. Nadie se preocupará de ella durante dos
días y medio, lo que no deja de ser una ventaja. A lo mejor,
¿por qué no?, puede convertirse en alguien célebre y hasta
salir en los periódicos. “La mujer que pasó tres días encerrada
en una sala de máquinas.” Probablemente este suceso insólito
hasta puede servirle a la fábrica como propaganda. Podría
ocurrírsele al señor Wellmann hasta subirle el sueldo. Con
este aumento ¡comprará la máquina de coser!… Esa máquina
de coser que ambiciona desde hace tanto tiempo, y que todos
los días contempla al pasar ante la vitrina de esa tienda. Hasta
puede que, gracias a esta tonta aventura, su vida monótona y
aburrida tome otros rumbos. A lo mejor, por fin, un Dios, o

166
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

lo que sea que por allá arriba o aquí abajo se las dé de tal…,
se ha acordado de ella.
Su mano, distraída, se apoya en una de las palancas, y sus
pasos, movidos por la rutina diaria, la conducen hasta su pues-
to de trabajo. Hasta “su” máquina. La mira con cariño. Hace
dos años que trabaja con ella; la conoce, sabe sus movimien-
tos, sabe de sus engranajes. Esta tarde la siente viva, com-
padeciéndola. Mueve ahora la palanca. Nada pasa. Entonces
recuerda que los conmutadores están situados al fondo de la
sala, y que los desconectan todas las tardes. Cruzando con
lentitud la sala, llega hasta la gran caja donde las negras ma-
nillas relumbran al sol. ¿Cuál será? Con las dos manos baja
la primera. Un rumor sordo le indica que algún efecto ha
logrado. Vuelve a su puesto habitual, ante la máquina. No; no
funciona. No es aquella manija. Retorna a la caja de conmu-
tadores: cierra la primera y abre, bajándola, la segunda… En
la tercera fila, una máquina comienza su rítmico movimiento.
¡Es la suya, es su máquina! Con alegría infantil, la observa
por primera vez con curiosidad. Ya no con esa distraída de-
dicación que su peligroso oficio requiere: poner y sacar las
delgadas planchas de zinc. No, ahora la observa con interés.
El ruido sordo, interrumpido rítmicamente por el golpe seco
de la perforadora, la va tranquilizando. Imagina sentir voces
a su alrededor; voces que la acompañan, como siempre. Sen-
tada ante la máquina, la observa detenidamente. ¡Qué pre-
cisa, qué recia, qué perfecta es! Imagina, de pronto, lo que
sucedería si metiera una de las manos bajo el tubo redondo y
hueco. Su mano quedaría como en esos cuadros modernitas,
en que las figuras, perforadas, dejan ver el paisaje. ¿Y si la
máquina se negara a hacerle daño, se negara a continuar?...
Está imaginando tonterías. Es una máquina y nada más que

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

una máquina. Por hacer algo, saca de debajo de la plataforma


una de las planchas de hojalata, y, con movimientos expertos,
la introduce en la bandeja móvil. La máquina responde, co-
giéndola con sus extraños dedos, y dándola vuelta con rapi-
dez precisa, asesta sobre ella tres certeros golpes… abriendo
tres agujeros redondos, del porte de un puño. Luego, el trozo
cortado se deposita en la cinta transportadora, la que, por
estar detenida, produce un ruido seco. El trabajo de la mujer
es monótono y no demanda imaginación. Rapidez, control
de los movimientos y un sí es no es de atención. Pero, para
un ser con fantasía como la suya, ofrece libertad para soñar,
para vivir tantas historias que jamás sucederán. Quizá, hace
dos años, cuando su cuñada le ofreció el puesto en la fábrica,
lo aceptó por eso. Pero nunca imagino una aventura como la
que está viviendo…
¿Tendrán ojos las máquinas? ¿Tendrán boca? ¿Se asemeja-
rán en algo a la imagen de su creador, el hombre? El Hombre,
Dios y Señor de la Creación. Recordó conversaciones entre
sus compañeras, páginas leídas en diarios o revistas: “Un día
las máquinas se rebelarán contra sus amos. No necesitarán de
ellos y tendrán iniciativas”. Por otra parte: “El aumento de
las máquinas, mil veces más rápidas, precisas y seguras que
la mano o el ojo humanos, produce la desocupación obrera.
Los robots…”
Inquieta, mira en su derredor y baja la palanca. El silencio,
acompañado por el monótono zumbido de los conmutado-
res, se hace presente. De la calle suben presencias humanas.
No es una calle muy concurrida, las casas quedan aisladas.
En los días festivos el barrio se sume en la quietud. Pone una
banca sobre la otra y trata de alcanzar la ventana. No; deci-
didamente la ayuda no vendrá por ahí. Vuelve a colocar las

168
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

bancas donde estaban. ¿Para qué apresurarse? Sentada, con la


espalda apoyada en el muro y estiradas las piernas, saca men-
talmente cuenta de las horas que tiene por delante. ¡Permane-
cerá encerrada sesenta horas! Fue una lástima no haber traído
el tejido. La ociosidad la irrita. Podría haber adelantado en el
trabajo; pero nada puede hacer sola, porque las planchas de
zinc son acondicionadas y perforadas en un trabajo en cadena
con el de otras operarias.
Ya son las tres de la tarde. ¡Qué lentas pasan las horas!
Tiene hambre. El desayuno, tomado a la carrera, fue escaso:
té puro. Lleva ocho horas sin comer, y tendrá que soportar
mucho más. Adentro le duele algo, su boca está seca.
Piensa, divertida, que usando la imaginación, puede tomar
un almuerzo líquido: agua. Va a los lavatorios y enjuaga dos
vasos plásticos, los llena de agua y va con ellos a sentarse
afuera. Lentamente va apurando el insípido y transparente lí-
quido… Primero es un plato de consomé; Luego, huevos con
jamón, por último, un postre de frutas, y todo esto, acompa-
ñado por un gran vaso de leche.
Pasan las horas, y todo comienza de nuevo: la soledad, el
aburrimiento, el pasearse, el discurrir y el hambre. Y viene el
sueño. Hace una especie de nido con toallas de papel, huaipe
y dos bancas. Por suerte, tiene en su cartera el frasco con pas-
tillas tranquilizantes que le recomendaron esa vez. Toma tres.
Quiere dormir, y que el tiempo pase…
Son las once cuando despierta entumecida y acalambrada.
¡Qué cansancio, qué hambre! Comenzará el día como siempre,
con una taza de leche caliente, unas tostadas y la ducha. Por fin
tendrá tiempo para darse un baño largo y perezoso con el que
ha soñado tantas veces. En la sala de baño se lava los dientes
y bebe un vaso de agua. Siempre su bolso está bien provisto,

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

lleva de todo, hasta jabón: no le agrada el olor a desinfectante


que dan esas pastillas que hay en la fábrica. Con lentitud se
desnuda, y, al ordenar su ropa, se demora mucho, mucho,
pero… no lo suficiente. Al pasar ante los grandes espejos,
se contempla. Nunca lo hace desnuda. El espejo le muestra
a una mujer delgada, un tanto angulosa, blanca, demasiado
blanca; la cintura algo gruesa. A los veinte años debió tener
un cuerpo bastante hermoso. Ya nadie lo sabrá. Levantando
los brazos, como lo viera hacer en más de un film francés, se
recoge los cortos cabellos en la nuca y una adormecida co-
quetería la envuelve. Con absurdos contoneos, se introduce
en una de las casetas y abre la llave del agua caliente. Espera
unos instantes, y el vapor, al salir, le indica que las calderas
aún no se han enfriado. Luego, el agua tibia corre acariciante
por su piel, por su rostro, por su cabello, por sus manos, por
sus hombros huérfanos de dedos masculinos, por sus peque-
ños pechos aún duros, por sus puntudas caderas yermas, por
sus piernas cansadas y sus pies demasiados anchos. Los ojos
cerrados, la boca abierta bajo el chorro, Juana sueña… Des-
pués, se enjabona minuciosamente. Demora mucho, mucho,
hasta que la piel se arruga e irrita. Con la cabeza blanca de
espuma, sale para mirarse otra vez en los espejos. Antes éstos,
se inventa disparatados peinados. Luego, sonámbula se pasea
desnuda y empapada por la sala. ¡Qué maravillosa sensación!
El sol en su piel húmeda, en sus caderas ruborizadas. El aire
entre sus pechos y sus piernas. Libre, impúdica, sola. ¿Y si
alguien entrara? Pepe, el nochero, tal vez hará su ronda. Pero
no; algo se ha rumoreado, entre las empleadas, que al viejo
Pepe lo echaron por no aceptar el quedarse la noche de Año
Nuevo. ¡Pobre hombre! Ella le encuentra razón: cuántos años
al servicio del señor Wellmann, y no pueden concederle una

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

gracia para la noche de Año Nuevo… De pronto siente que


la están mirando; que muchos pares de ojos la observan. Con
nerviosos grititos, corre a esconderse en la ducha, la cual,
contra su costumbre de ahorro, ha dejado abierta, y se en-
juaga. Más tranquila, vuelve a la sala para secarse al sol. No
podría mojar las toallas de papel, que son su cama y abrigo.
En el centro de la sala, se tiende de espaldas sobre una de las
bancas. Son las dos y hace calor. Siente pena, angustia, desa-
zón, hambre. Pero se arregla los cabellos y se viste. Todo eso,
¿para qué?, ¿para quién? Qué tremendo es el tener tiempo;
tiempo para pensar lo que ha hecho de su vida. A pesar de
la lentitud que toma en observarlo, de la lentitud con que se
incorpora, cruza la sala, se viste y se seca el pelo…; las horas
son las mismas, y los minutos corren de cinco en cinco. Re-
comienza toda la larga espera, hasta que la oscuridad llega.
Acomodada en su lecho de papel, cierra los ojos; pero no
puede conciliar el sueño. No puede dormir. ¿Por qué tendría
que dormir? Esa es una costumbre adquirida: “En la noche
se debe dormir”. “En la mañana se trabaja, se limpia la casa.
Almuerzo a las doce. Hay que tener hambre…” ¿Hambre?
Luego se retorna al trabajo y a las seis se va al cine; a las ocho
hay que tener una cita o leer un libro, o morirse de pena. No;
en los días que le quedan, ella no seguirá esta corriente; ella
romperá estas leyes e impondrá las suyas. Satisfará sus deseos
postergados. Irá al cine. ¿Por qué no?
Los tres conmutadores han sido conectados. Las máqui-
nas de la tercera fila trabajan con su ruido sordo, vibrante.
Sentada, con la espalda apoyada en el muro, la vista perdida
en la nada, ve cómo el galán inclinado sobre la heroína, besa
sus cabellos perfectamente ordenados y peinados; la respira-
ción de él es anhelante, acelerada, ronca. La de ella, alerta,

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

trémula, entregada… Y las horas pasan. Juana imagina mu-


chas cosas y las sensaciones se suceden. Recuerda escenas
vividas y calles y luces y melodías. Voces. La claridad de afue-
ra da a la sala un feérico reflejo. Entre las máquinas, la mujer
camina calle arriba y calle abajo. Sus manos, sobre los metales
en función. Calle arriba, calle abajo. Detenida ante la máqui-
na, fija sus ojos en ella y una atracción irresistible la obliga a
tocarla más próximamente. Tiene hambre, malestar, mareos,
dolor y miedo. La máquina la conforta, es lo único familiar en
su abandono. Y comienza el juego: los dedos, bajo el grueso
y perforante émbolo. Juana sonríe. A cada movimiento de la
máquina, ella es más rápida. Mucho más rápida. Existe la ven-
taja de que la máquina no aumentará, no puede aumentar, su
velocidad; por lo tanto, siempre ella ganará. Siempre sube y
baja, a la derecha, a la izquierda, y siempre sus manos pálidas
son más rápidas. El calor de la fricción da al acero tibio con-
tacto; la repetición del movimiento, un jadear rítmico. Engra-
najes aceitados que giran, se encuentran, se separan..., se en-
cuentran, se separan… Voces que parecen surgir de ese
silencio, del ruido continuado y dormido, voces que murmu-
ran: “Juana, Juana, Juana…” Las manos embadurnadas de
aceite, inclinada sobre la máquina, la mujer sueña: aceite,
hambre, sabor, tibio sabor, viscoso… Ya no sabe si es malo,
si es repugnante. Tiene hambre. Su lengua lame el espeso lí-
quido que envuelve el redondo acero. No es malo: sabe a
sangre, a sangre oscura y gruesa, saliva, savia. ¿De qué estará
hecho el aceite? ¿Será veneno? Ahí, debajo de sus pies está el
aceitero con el que, a veces, tiene que lubricar los ajustes del
eje. Del pequeño tarro deja caer una gota en la palma de su
mano. ¡No; no tiene tanta hambre como para eso! ¿Hambre?
¡Ya lo creo que tiene hambre!, un hambre atroz, adormilante,

172
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

una necesidad ya casi olvidada; un vacío, un permanente do-


lor. Sin embargo, no piensa ya en comer ni en qué le gustaría
comer. No; ésa es un hambre prosaica; tiene hambre de vida,
de poder, de redención. Sus ojos, que recorren la sala como
buscando, dan con los cristales de las grandes ventanas. Sol…
¡No puede ser otra vez de día! ¿Cómo pasó el tiempo? ¿Qué
hizo todas esas horas? ¡Ah, sí! Fue al cine y tuvo una cita. Una
cita que duró toda la noche y la madrugada también, como la
soñara… Tiene hambre. Se levanta y, lamiéndose los dedos,
va hasta los lavatorios, el jabón ennegrecido se escurre de sus
manos. Lentamente, bebe agua… “café, carne, naranjas”.
Una y otra vez. No puede más, no puede más. Va a vomitar.
Las máquinas siguen, allá afuera, su acompasado ritmo, su
latir sordo. Hay que cortar los conmutadores. Pero, ¿para
qué? ¿Qué importa si la acompaña tanto el movimiento de las
máquinas? “Juana… Juana… Juana…” Nadie la ha llamado
jamás con esa suavidad, con esa insistencia. De nuevo ante la
máquina, aprisiona entre sus manos pálidas y olorosas la ti-
bieza del émbolo que sube y baja, a la derecha, a la izquierda;
preciso, potente, seguro. “Juana… Juana…” Y el juego reco-
mienza. De pronto el chaleco gris que pende de sus hombros
es aprisionado en uno de sus movimientos. La máquina se
atasca por unos instantes; luego, en la cinta transportadora,
hacen su aparición los despojos negros. ¡Qué torpe ha sido!
Enojada, Juana baja la palanca y cruza la sala. ¿Cuántas son
las máquinas en movimiento? Sólo tres. No; ¡hay que hacerlas
andar a todas, a todas! Quiere calor, ruido, mucho ruido, mu-
cha vida. Como posesa, corre entre ellas, bajando palancas,
apretando botones, abriendo válvulas…, todas las máquinas
están a su disposición y bajo su dominio. El suelo trepida, es
insoportable el calor, la sala entera rechina, jadea, se lamenta,

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

ríe, murmura. Así se puede dormir, ¿verdad? ¿Quién dijo que


el silencio era precursor del sueño? El silencio es miedo, sole-
dad, vigilia. Así, acompañada de sonidos, de roncos movi-
mientos, ella va a dormir… Buenas noches, buenas noches…
¡Qué absurdo! ¿Por qué va a tenerles miedo? Sus pies de fie-
rro están apernados al suelo; no pueden caminar. Apernados,
¡qué lástima! En la palma de su mano abierta, Juana contem-
pla las cuatro pastillas. ¿Serán muchas? No; ella no quiere mo-
rir, y menos ahora. ¿Serán demasiadas? Son las últimas pasti-
llas y aún faltan un día y una noche, una noche y un día. ¡Qué
estúpido sería que se le fueran durmiendo! Con paso incierto
se dirige a la sala de baño, y, una a una las deja caer en la tasa
del silencioso. Largo rato después que el cono de agua se ha
serenado, contempla el blanco fondo. No tiene sueño. Nunca
más tendrá sueño. El sueño es para los de afuera… Tiene
mucho que vivir. Mucho que aprender. “Juana… Juana…
–vibra la voz––. Juana, ven.” Deslizándose, la mujer se aproxi-
ma a la máquina. Sube, baja; derecha, izquierda. Sus manos
trémulas aprisionan violentamente el émbolo, y, con el es-
fuerzo de todos sus músculos, trata de detenerlo. El impulso
la arrastra hacia abajo, hacia arriba, derecha, izquierda… Por
entre sus dedos, el aceite se escurre; el metal está duro, calien-
te. Arriba, abajo, derecha, izquierda… Perfora, quema. El
suelo vibra, la banca vibra, Juana siente la caricia contenida y
adormecedora de esa vibración, en su cuerpo enervado y
hambriento. De pronto, en su cerebro alucinado aparecen
una imagen y otra. En una esquina, un hombre y una mujer,
ocultos, se besan. Una pieza, un hombre desnudo; el olor
denso. Los ojos malignos de su prima. “¡Sal de aquí, chiquilla
intrusa!” Diez años, angustia. Y esos ruidos en las noches, que-
jas, sollozos, risas entrecortadas, como de duendes. Silencio.

174
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Manos que se deslizan en la penumbra. Escenas violenta, en


primer plano, en la pantalla de un cine de barrio. El hombre
y la mujer… Siempre el hombre y la mujer. Más adelante supo
que eso no tenía nada de maligno ni de prohibido ni de an-
gustioso, pero lo supo a través de un raciocinio, de novelas
baratas, de confidencias hechas entre risas forzadas que la
dejaron molesta, curiosa, intranquila. Pero su experiencia no
vino. No apreciaba que eso, el sexo, hubiera sido muy impor-
tante en su vida, sólo curiosidad, pena, desazón. ¿Sentirse
enamorada? ¿Desear el contacto de un hombre?... Sí, tal vez.
Tenía entonces dieciséis años, clases de costura, y apareció
aquel muchacho rubio que vendía pasteles a la salida. Sí; a él
lo quiso. Él nunca se dio cuenta, con seguridad no se fijó en
ella. Aunque quién sabe… Algo hubo, algo le dijeron. Eran
crueles las muchachas a esa edad. ¿Fue ese su primer amor?
Amor: ninguna marca, ningún recuerdo, nada. Y esa pregun-
ta, esa eterna pregunta formulada en todos los lugares públi-
cos, bancos, hospitales, tiendas, sin concederle importancia,
¿casada o soltera? “Soltera, señorita, obrera…” Sin pertene-
cer a nadie, sin destino ni destinatario. Señorita Juana, a secas.
Como un disparo a quemarropa, el dolor la conmociona, vio-
lento… Asustada, la mujer se mira la mano, donde un rebor-
de oscuro comienza a hincharse. Sus manos aceitadas fueron
bajando cada vez más por el émbolo, hasta que un costado de
la palma fuera mordido por el filo redondo. ¿Acaso la máqui-
na, celosa de sus recuerdos, ha acelerado el ritmo? No; ¡qué
estupideces se le ocurren! Lanza una mirada oblicua sobre el
mecanismo, como si pretendiera sorprenderlo. Nada, está tra-
bajando indiferente: arriba, abajo, derecha, izquierda… Nueva-
mente sus manos aprisionan el émbolo y la vibración la invade.
Sus hombros, sus pechos, su cuerpo entero es impulsado

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

adelante, atrás, vibrando, vibrando; derecha, izquierda, vi-


brando. Un deseo tiránico se apodera de ella. Quiere sentir;
no importa qué, pero sentir violentamente…, violentamente.
Ambivalencia de dolor y placer, miedo y entrega. Su respira-
ción comienza a seguir el jadeo de la máquina y vive, vive…
Aferrada a ese ser tibio, duro, firme, viscoso, dominante,
quiere más. Derecha, izquierda, arriba, abajo. Hasta la locura,
hasta el dolor. La cabeza inclinada, vuelta hacia el émbolo; los
brazos abandonados, laxos, la mujer sueña. Sueña un sueño
rojo, negro, violento, amarillo brillante; violento. Chispazos,
ondas que ondulan la envuelven; ondas que salen de su ser,
ondas desconocidas, voluptuosas; extrañas prolongaciones
que parecieran salir de un ser ajeno. Apetitos insospechados,
fiebre, risa, cavidades blandas que ceden, rígidos metales que
hieren. Lentamente, el dolor traspasa redes de nervios que
estallan rasgando zonas olvidadas. El calor, la fricción, la
fuerza, queman con rudo contacto mecánico, encendiendo,
iluminando esa que fuera una vida gris. Con claridad inusita-
da, Juana comprende que no podrá volver, que no quiere se-
guir su vida opaca. No más días vacíos. Esta es su aventura,
¡la única!, la tantas veces ansiada. ¡Y está sucediendo!... Nunca
más “Buenos días, señorita Juana”, “Llegará atrasada, señori-
ta Juana”; no más horas perdidas contemplando el vivir ajeno.
Ahora, ella también podrá contar… La escucharán, ella ten-
drá recuerdos. Recuerdos de cosas prohibidas, ocultas. ¿Vol-
ver? ¿Salir de ahí? Nunca más. ¿Volver?... ¡Jamás! El movi-
miento pide rendición; entrega hasta lo profundo, hasta lo
ignorado. Desnudando el rechazo, la castidad, desde el fondo
desquiciado de su experiencia célibe, la mujer entiende que ese
ser la desea, la necesita, y que su expresión es quemante, lace-
rante. Algo quiere entrar y golpea. Golpea, quiere entrar…

176
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

¡y entra! Entonces el dolor lo llena todo y la sangre ciega sus


ojos, el negro aceite se introduce en las heridas y el acero
quiere ser piel; las uñas, tuercas; los tendones y engranajes, la
energía y la vida, el zumbido y el grito se funden, se mez-
clan…, se aman.
La carne calla. El acero sigue buscando, arriba, abajo, de-
recha, izquierda. Enloquecido, implacable, posesivo. Arriba,
abajo, derecha, izquierda, sobre el silencio.

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El Hula-Hoop

R EDONDO EN EL AIRE, EL DISCO ROJO GIRA golpeando suave


y rítmico, la cintura, las caderas, los muslos de la mujer. La
melodía acompaña el movimiento; enervante, su ritmo pe-
netra. Vuelta y vuelta, lento y vuelta, rápido y vuelta, vuelta
y al suelo.
Sobre el Hula-Hoop, inclinada, la mujer se ha quedado
inmóvil. La mano cansada coge el aro. ¿Cuántas veces? ¿Diez,
quince, veinte? Qué importa. Más, mucho más, desde que la
niña, allá en su pieza, se quedara dormida.
Por la ventana abierta, la calle invita con su voz luminosa.
Sola y en Nochebuena... Los ojos de la mujer atraviesan el
jardín, salen a la noche, encuentran el pensamiento, y éste,
por las calles de la ciudad, busca, cela al hombre que la dejara
sola.
La mujer se levanta y la rueda roja vuelve a girar. Lenta,
rítmica, redonda, acaricia la cintura estrecha. En círculo, cin-
tas, luces, campanitas, pino, juguetes, tibia lana de algodón, en
círculo juegan... Uno, dos, tres, más y más; el compás pone
oscuro encanto africano... Vuelta y vuelta, suave y lento, vuel-
ta y al suelo. ¿Por qué no vuelve? ¿Por qué no llama? Con
decisión súbita, suelta el aro y llega hasta el teléfono. El disco
gira, el número termina, suena y suena, vuelve a sonar, nadie
contesta. ¿Para qué llamar? ¿Para qué saber? Estarán solos

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ella y el aro rojo, ella y la pascua verde, ella y la hija dormida,


ella y la casa sola.
El teléfono queda negro y pequeño sobre la mesita talla-
da. La mujer vuelve y el aro gira, rojo y suave, ondula rápi-
do, vuelta y lento, rápido y al suelo. Si durara más, si durara
mucho, toda la vida, para no pensar, no saber; para no saber
que se fue por la primera vez, en estos cuatro años, de esa su
vida en común, tan plena, tan diferente a la de otros... Nun-
ca se había enojado tanto; un portazo, un murmullo bronco
de voces, pasos duros y rápidos, motor que parte y se aleja.
Silencio...
¿Dónde estará ahora? ¿Dónde sus brazos? ¿Dónde su ca-
lor, su voz, su boca grande y seria? Lo quiere tanto, tanto, y
ya no importa. ¿Volverá? Sí, volverá por la niña. ¿Para qué
llorar? Más música. Está de fiesta: ella y el aro rojo están de
fiesta, jugando en esa casa sola, en esa noche llena de ruidos,
con el teléfono callado y la puerta cerrada.
Vuelta y vuelta, mi amor, mi amor. ¿Dónde estás? Perdón,
nunca más... Vuelta y vuelta, ondula rápido, vuelta y sin llorar;
llorando y al suelo.

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Los ojos

E S UN DÍA JUEVES.
Como suspendidos en el fondo descendente de aquella os-
curidad, unos ojos la detienen. Hay tal intensidad en aquel
mirar, que la mujer adivina las palabras tras la boca cerrada.
Hace unos minutos que, rodando veloz por la carretera, llegó
de la capital entre cerros, valles, color, cortadas pendientes,
chacras, aldeas, campos y arboledas. Hastiada de ruidos e in-
somnio; agotada de caer de un paisaje mecánico, gris, estri-
dente, a otro extenso, solo, suave; de la luz a la sombra; de
una velocidad a otra y de pueblo en ciudad, olores salobres,
olores distintos preceden su entrada al puerto. Después de
aquietarse, de mirar, de aspirar y comparar, sabe a lo que vie-
ne... Liberación. Entonces detiene el convertible blanco al ras
de la solera de esa callejuela empedrada cercana al muelle,
término de callejones oscuros y misteriosos que se pierden
cerro arriba. Amarillentos faroles, encendidos tal vez por cal-
cinados serenos, gatos como sombras que se escurren, mus-
go, quebrados balcones manchados de cardenales, sastrerías,
flores, marineros, adoquines: Valparaíso.
Al descender, la tarde se abre sobre ella. La mujer comien-
za a caminar ágil el paso, las pálidas manos metidas en sen-
dos bolsillos de cuero. Entre sus cuidados cabellos, la brisa
solapada y salina; contra la maquillada piel, el frío de un

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

invierno en viaje; y en su pensamiento, la necesidad angustio-


sa de quedarse así, ajena, desconocida, sin tener que llegar a
ninguna parte.
Su figura extranjera, sus sofisticadas ropas, su curioso y
directo mirar, desatan a su paso un murmullo ronco y soez
entre la fila de estibadores que, contra los muros de las casas,
apoyan su enervado aburrimiento.
La huelga portuaria lleva tres semanas sin solución. En
cada esquina un soldado, fusil en mano, vigila aparentando
indiferencia. Dentro de esa zona tensa, ruda, violenta, los ne-
gocios han bajado sus cortinas metálicas; ni vehículos ni tran-
seúntes circulan por las calles. Sólo uno que otro perro vago
atraviesa trotando; una que otra mujer se escabulle remontan-
do las sombras. Los bares, las cantinas, dueñas y señoras del
conflicto, abren y cierran sus malolientes bocas.
En una de esas cavidades, un hombre pinta a grandes bro-
chazos el muro de amarillo brillante. Sus pupilas celestes, dos
pedazos de frío cristal en aquel revuelto charco, la detienen
como una mano sorpresiva, para mirarla de frente; sus ojos
no descienden, como lo hicieran los otros, de sus labios a su
fina garganta; no acarician viles sus hombros y sus pechos
pequeños; no desnudan sus caderas, ni se deslizan por sus lar-
gas piernas enfundadas en ajustados pantalones. Fijos, como
teas ardientes, van horadando su consciente, poseyendo su
inmovilidad, mientras incontrolables temblores recorren su
perfumada piel.
Entonces, es la mirada altiva de la mujer la que cae ávida
sobre ese rostro azotado de sal y violencia, de sol y lejanía.
Primero la boca ancha y húmeda, los dientes blancos, el men-
tón enmarcado por una barba descuidada, el cuello palpitante,
el pecho crespo bajo la camisa abierta, los hombros, los brazos,

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

las venas generosas, la estrecha correa que ajusta su cintura,


las manos, las piernas y los pies graníticos, firmemente planta-
dos en aquella escalerilla salpicada de amarillo y de sombra.
Sus ojos buscan de nuevo aquel mirar, pero tras ellos ha
caído la noche. También el hombre se defiende. La mujer
lo quiere todo. Dolorosos, suplicantes, sus ojos se entregan,
revelando la necesidad, el anhelo frustrado mil veces por un
conocimiento contenido del amor, por una experiencia siem-
pre enmarcada por “lo que se debe o no se debe”. La urge el
vértigo; el imán poderoso de esos ojos, negándose ahora, la
impulsa a abrirse como una granada madura.
Hipnótica, segura, la mirada varonil va emergiendo de la
oscuridad, mientras los pasos suben la escalera. Cerca ya, los
músculos se tensan, las aletas de la aguileña nariz laten; los
labios se entreabren en una afilada sonrisa al tender hacia ella
una mano de dedos manchados de amarillo. Desvanecida, la
mujer sabe que caerá de rodillas y cierra los ojos. Aquél es el
hombre, el que nunca ha llegado, el que desde lo profundo de
su ancestro paciente y lentamente doblegado por generacio-
nes y generaciones de sometida negación, ley de una estirpe
moribunda, secuela de arrastradas religiones, presiente hoy;
dos desconocidos, ese hombre y ese deseo asfixiante, virgen
rebelde. Dos mundos azules que en aquel rostro oscuro son
dos garras martirizándola.
Recuerda de pronto esa vez en que se quedara dormida
cerca del mar, tarde ya, sobre la arena tibia; revive el atroz
despertar, por la asfixia, el agua salada y la angustia de no
saber hacia dónde está el cielo. El abrazo de aquel hombre,
su vitalidad, su convivencia, tienen que ser como esa ola,
violenta y única sensación. Recuerdo pavoroso y quemante
en su mundo de un “todos los días” fácil, ordenado, seguro.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Un vivir siempre asentado en la figura masculina, controlada,


cotidiana y responsable.
Si acepta esa mano desatando las palabras, esa otra especie
de hombre entrará en su vida, tal vez para siempre.
Una ola roja, empañada, rugiente, la arrastra ahogándola.
El miedo a lo desconocido, la supervivencia, le provocan la
defensa de su cómodo transcurrir. Ante la conmoción de una
decisión inmediata, confunde el pánico de esa tarde lejana
con el de esta tarde de invierno. El recuerdo mezcla el presen-
te. Abre los ojos y, como entonces, no ve nada. Apretados los
dientes, las manos cerradas contra su helado corazón, náufra-
ga, exhausta, empapada de impotencia, sabiamente castrada,
con el salado sabor de las lágrimas en los labios, cruza la calle
y se pierde en la penumbra lila de este día jueves...

184
La otra

L AS MANOS SOBRE LA BARANDA, MIRA HACIA abajo, transforma-


da entera en un ojo, en un oído, para atrapar en la claridad de
la calle, ya no la silueta, sino el sonido cada vez más tenue de
esos pasos, de esos gestos, de esos ojos, de esa boca, de ese
corazón de hombre. Luego, apoyándose en la misma baran-
da, les da la espalda a la calle y al recuerdo torturante de esa
otra parte de sí misma que “la otra” acaba de asesinar con
unas cuantas palabras.
¿Acaso los humanos se condenaron para siempre a las pa-
labras? El hombre, ante la noche misteriosa, tal vez ante su
imagen reflejada en un remanso, tal vez ante el deseo violento
de transcender saliéndose de su cárcel muda, con su cerebro
divino, creó la primera palabra: Yo; y Tú, la segunda, y No-
sotros, la tercera. Con ellas llegó la duda, la lucha competiti-
va del macho para afirmar ese Yo; la búsqueda selectiva del
“Tú”, el porqué oculto del “nosotros”... Las palabras.
Rodando cálidas, transparentes, saladas, las lágrimas caen
sobre el delgado vestido. Bajo sus ojos cerrados, las ojeras;
sobre los labios, un ligero temblor, y pecho adentro, una ola
verde, azul, blanca, llenándole el recuerdo y el futuro de mie-
do... El recuerdo...
Recuerda que las palabras no habían sido lo primero. No.
Primero fueron los ojos, sus ojos grávidos de ideas, sus gestos

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

grávidos de deseos. El amor llegó con las primeras palabras...


Las revivía una a una, las podría tocar, sentir la intención que
llevaban cuando lanzadas quedaron como un puente en el
aire.
–¿Qué hace usted allí, sola, al otro lado de la mesa? Ven-
ga. Déjeme ver el color de sus ojos. –Esa fue la frase que,
después de la mirada y antes de las manos, apagó el sonido,
esfumó los seres.
Luego, otras palabras la llevaron a su ambiente, al mundo
de él, y otras dejaron en sus sentidos alertos, luces, cuentos,
volantines y mariposas que enredaron collares entre ambas
resistencias, ternuras entre ambas soledades. Y hubo sol, llu-
via y esperanza.
Cada tarde, la mano y su mano, la boca y su boca, y el
acento y su ansiedad, buscaron, buscaron hasta realizar el
amor; y como flor tardía, su carne se abrió para recibir, para
poseer.
–¿No crees tú –le dijo ella entonces– que no es el hombre
el que posee en el amor? –El sonrió–. Eres tú el que me has
entregado lo mejor, lo más vital de tu ser, y yo lo guardo,
es mío ahora. ¿Con qué te quedas? ¿Recuerdos, sensaciones,
añoranzas? Todo abstracto. Te tengo, y aunque te vayas, te
quedarás en mí.
Volvió él a sonreír mientras le decía:
–Te quiero mía, amor. Me gusta como piensas. –Se besa-
ron... Ella calló.
Los recuerdos se van; la realidad vuelve.
Desde el balcón, la mujer intensifica la mirada, tratando
de filtrar la penumbra de la casa donde presiente a la “otra”
orgullosa de su hazaña. Entonces aparecen escenas detenidas
de la infancia, en las que, por esa “otra”, era a ella a quien

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

dejaban en casa; ella a quien golpeaban injustos los castigos


del padre; a quien la madre, de mirada triste y resignada, re-
prochaba con mudo gesto su inconsciente rebeldía. Su madre
se parecía a la “otra”: era la imagen de una “otra” derrotada.
La secuencia de estas escenas detenidas, hace que el ren-
cor suba, suba. Odia sus pasos, sus acerados ojos, su pelo
revuelto; le teme al filo de su voz. Se mira las manos y piensa
en esas otras manos, grises y crispadas, “esas” que han recha-
zado, quebrado todo lo suave, lo tierno, lo positivo de su vida.
¿Por qué su existir ha de ser siempre conmocionado por la
“otra”? ¿Por qué no le enseñaron a “ella” también? Siempre
hubo una inmunidad, una preferencia dolorosamente marca-
da. ¿Acaso el hombre entero, sereno, que vivía dentro de su
padre, le tenía miedo a la “otra” y cobardemente descargaba
sobre ella, incapaz de rebelarse, su impotencia cuando “ésa”,
levantándole las palabras, estrellaba las puertas? ¿De qué cé-
lula, de qué radiación, de qué abortado ancestro venía esta
“gemela” tenebrosa y desatada, hermética e imprevisible?
Ella nunca le hizo nada. Por el contrario, siempre buscán-
dola, pendiente de sus caprichos, trató de quererla. ¿Por qué,
entonces, llegaba para arrebatarle el cariño, la flor, el triunfo,
el amor que ella y sólo ella inspiraba, merecía, encontraba? Su
placer era desconcertar, desconcertar como aquella vez.
Súbitamente aparecen la habitación de un hotel y los bra-
zos expectantes de un hombre. Ernesto, su primer marido.
Esas tres semanas en Río de Janeiro fueron felices: vulgar-
mente felices, pero felices.
Hasta que una noche llegó ella. Con tres palabras quebró
la intimidad y los dejó el uno al otro, como dos extraños.
Al año se divorció de Ernesto. Eso también lo provocó
ella, que no estando enamorada de él, se lo quitó sólo por

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

quitárselo. ¿Cómo lograba siempre empujarla a aquello con


que sabía que fracasaría? El proceso era siempre el mismo:
sobre los ocultos ojos, una mirada inteligente; en la contraída
boca, una sonrisa serena; en las manos, esas manos suyas,
crueles, disecadoras, el instinto que sabía encontrar con astu-
to conocimiento los vedados rincones del deseo para enredar
en él los hilillos tenues de la duda.
De espaldas a la calle, la mujer trata de penetrar la pe-
numbra de ese interior en el que hace unos meses, unas ho-
ras, solo segundos, él estaba ahí, como un solo ser, con ella.
En sus oídos, en su recuerdo, nada más que pasos que se alejan
provocados por las palabras de “ésa”, que le hicieron comenzar
a mirarla como no era, a rechazarla por lo que no pensaba, a
olvidarse de lo que habían sido. “Esa”, que penetraba sorpresi-
va en la rutina de sus días; que le hacía notar, insidiosa, lo gris
de su vida en común, la renuncia de parte de su personalidad,
la desventaja ante el compañero que, todopoderoso, era el que
creaba, el que cada vez que salía dejaba un recado a su voluntad...
¡Voluntad! ¿Hombre? ¡Voluntad!..., todo lo que la obligaba
a ocultar con adornos y sensualidad sus valores frustrados.
“Solo el hombre es libre, solo él crea, solo él piensa, solo él
vive –le murmuraba, maligna–. No seas, no comprendes, deja
tu tierno servilismo, tu femenina resignación y enfréntalo.”
Y así la “otra”, destilando noche a noche, otoño y verano,
dureza, incomprensión, la hizo encerrarse en un Yo mezqui-
no. Quebró, quebró, hasta que él un día le dijo:
–¡Basta! –Y sereno, inconmovible, como hacía las cosas,
la dejó sola.
Abriéndose pasos a través de su ternura huérfana, de su
deseo maltratado, como una necesidad vital, las lágrimas, los
sollozos estallan:

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

–¡Mi amor, no puedes irte! ¡No puedes irte! No puede ser


que esas palabras ajenas nos separen definitivamente. ¿Por
qué tú también le crees a “ella”? ¿Por qué le oyes? ¿Acaso le
temes a sus golpes en su neurótico afán de soledad? ¿Que
no ves que somos tan distintas? ¿No sientes cómo te quie-
ro? ¿Cómo esta entrega mía ha horadado lenta y profunda
el hermetismo de tu vida? No puedo comprender, no puedo
creer que por “ella” sea de nuevo otro final. Jamás, ni tú ni
yo volveremos a sentir así el amor: hermanos en un mundo
nuestro, con un mismo lenguaje. Tantas veces, tantas veces,
mi amor, como nos hemos amado, tantas veces... Te echaré
de menos.
“¿Te acuerdas? Sí, te acuerdas. No puedes haberlo olvi-
dado. Era parte de nosotros, de nuestra angustia, de nuestro
presente, de mi alegría. ¿Te acuerdas?”
Cuando aquello sucedió, llovía afuera. Quedamos los dos
laxos, somnolientos, plenos y vacíos, como dos gladiadores
que, de espaldas en la arena, desangrándose sólo esperan la
muerte. Fue entonces cuando tu mano, mariposa nocturna,
cayó sobre mi muslo al descubierto. Caída allí, ardía mien-
tras tu voz comenzó a contarme, a preguntar, a recordar he-
chos ajenos. No sé; al embrujo de aquel inusitado contacto,
mi mente no podía comprender. Creí que lo sentías y que
ese desgano, que esa indiferencia, era parte del juego; que tu
mano así posada de repente, que esa caricia subiendo y bajan-
do por mi pierna abierta al contacto quemante de tu sangre
tranquila, nos descorría un mundo erótico más allá del hastío.
Hablabas. No te oía. Mi sensación era tal que en ese trozo de
piel estaba mi corazón, mi cerebro, mis nervios y venas, mi
ser entero cobijándose bajo esa mano tuya que dolía, dolía
como una quemadura hecha por un metal al rojo.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

“Sorpresivamente, una frase hirió nuestra intimidad: “Las


caricias son todas iguales”... Brusca, tu mano emprendió el
vuelo y encendió un cigarrillo. Las palabras tuyas fueron:
“Cuando dices esas cosas abres un abismo. ¿Para qué lo ha-
ces?” Como las otras, las recuerdo claramente, porque pro-
vocaron la supresión de esa caricia frustrando mi anhelo.
¿Cómo podías confundir mi voz? Fue tan violento el corte,
tan lacerante, que creí perder la conciencia, y sonámbula, te-
miendo caer en un mundo inhóspito, abrí los ojos. La “otra”
estaba allí. ¿Por dónde había entrado? Nunca lo supe. Sólo
que crueles, incontroladas, burlescas, sus palabras cayeron so-
bre la noche, la lluvia y el amor.”
Desde entonces volvió muchas veces buscando los mo-
mentos, las horas de mayor sinceridad para aparecer, constru-
yendo entre los dos un muro de discordia.
Dándose vuelta bruscamente, las manos contra la baran-
da, la mujer mira hacia abajo de la calle en silencio. La “otra”
ha ganado la batalla. La “otra” y siempre la “otra” aparecien-
do para recordarle que no encontrará la paz. Dentro de ella, la
angustia se transforma en palabras: “¡No puedo más!”
El tiempo acelera vertiginosamente; la mañana se suce-
de a la tarde; amanece y vuelve a anochecer. Todo fin llega,
todo mal termina alguna vez. Una derrotada mueca rasga sus
labios secos. Qué estúpida, qué absurda, que no ves que eres
sólo un peldaño para que “esa” que ronda dentro de tu casa
apoye sus caóticos pasos.
La infancia vuelve. ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Cinco,
seis? ¿Fue esa la primera vez? Sus manos pequeñitas rabiosa-
mente rompieron la muñeca; recuerda cómo, arrancándole la
cabeza, buscó con los cortos dedos febriles los ojos que se
abrían y se cerraban; “se abrieron y se cerraron en sus palmas

190
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

sucias”. “¡La maté!, ¡la maté, mamá!”. Y su risa aguda hería los
tímpanos. “Era mi muñeca, la quería tanto.” “Ella” nunca la
quiso. “Juegos de mocosa”, decía.
Rechazando el pensamiento, el temor la paraliza. ¿Por qué
no lo pensó antes? Tiene que hacerlo. No puede más. Tiene
que matarla.
Un sosiego extraño viene de allá adentro. Las venas de su
cuello laten, laten, laten. Con las manos heladas y los brazos
de madera, vuelta a la españoleta del balcón, puente entre la
realidad y la calle y la penumbra de la casa, cordón entre la
vida y el inconsciente, interior de sí misma ocupado por la
“otra”.
Todo mal termina alguna vez.
Llena de rencor, abierta por mil heridas, la lucha estalla,
y las dos adversarias iguales, al acecho en el silencio blando
de un cuarto a oscuras, se buscan, se adivinan aguzando los
sentidos ante la realidad de la muerte.
La mujer blanca se desliza por los muros, cruza los um-
brales, sube las escaleras; la “otra” está arriba y abajo, a la
derecha y a la izquierda, llenando los cuartos con su presencia
negra. Ella, mujer blanca, siente que dentro de sí una fuerza
purificadora comienza a poseerla. Consciente de su valor, va a
descartar para siempre ese enfermo fantasma de su debilidad
superada; con esas manos que por las “suyas” han quedado
sin ternura para dar, para construir; con los ojos va a matarla:
con esos ojos que por “sus” miradas están llenos de llanto.
Con esa voz que “ella” quiso quebrar; con una palabra, la que
en los maleficios hacía reventar a las brujas dejando en el aire
un nauseabundo olor a azufre. Con el corazón y con el odio,
con las noches y los días, con las horas y los segundos en que
la obligó a vivir una vida equivocada que, debiendo ser clara,

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

buena, alegre y amorosa, fue oscura, maléfica y angustiada.


Con todo eso va a matarla como a una alimaña, como a un
monstruo, como a un enemigo.
Todo mal termina alguna vez.
Sus años se detienen en años de paz, caen en días de tor-
menta. Divisa, agazapados, indescriptibles objetos. Entre
ellos se encuentran las dos y como esos gatos en aquelárricos
agostos, entre polvo y pelos, bufidos y mordiscos, zarpazos
y lamentos, caen al suelo entrelazadas revolcándose en la no-
che. Se oyen palabras desatadas, soeces, palabras de súplica,
casi palabras de amor. Calladamente vuelven a perderse a ve-
ces rozándose. A veces adivinan y huyen y con ellas huyen,
esfumándose, su padre, la muñeca ciega, Ernesto, su madre,
los abuelos, y esas amiguitas de la infancia enmarañadas y su-
cias; también los sueños, también los temores, su desencanto
y enajenación. Sobre todo aquello, el consciente, como daga
en mano segura, corta, libera, limpia, arranca de las ventanas
donde las colgara la “otra”, las negras cortinas del incons-
ciente, e ilumina con su brillo templado un futuro normal.
Con el impacto luminoso, se desenmascaran los mitos.
¡Fulminada, distingue en el marco de la puerta abierta la si-
lueta de la “otra” que huye! ¡No puede ser! Ahora que comen-
zaba a comprender.
Frenéticas, entre sollozos, las palabras suplican: “No te
vayas..., no me dejes...”
Entonces, cerrando los ojos como aquel ser primitivo en
la noche cavernaria, muda, en su monólogo interior, atrapada
en el umbral, puente entre la realidad de la casa y el vacío de
la calle, vuelve atrás en busca del tiempo inicial.
Cómo no puede matarla sin destruirse, la posee; como no
puede alejarla sin desaparecer, la engendra. Son una oscura y

192
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

luminosa, tierna y arisca, entregada y rebelde: al fin integra-


das.
Vertiginoso, el tiempo regresa y de eternidad a pez, de pez
a semilla, de semilla a hombre, de hombre a matriz, nadando,
arrastrándose, volando, caminando llega.
El sol de la mañana le seca las lágrimas y le entibia las ma-
nos liberadas por primera vez; sonríe, estirándose lánguida,
como animal confiado, y mientras cruza el umbral y cierra la
puerta, siente que el presente real va a empezar.
Las paredes son blancas; hay flores, alfombras, cojines; su
casa es alegre. Recuerda que su madre era hermosa y se pa-
recía a ella.
Entonces, las palabras van abriendo la vida: juventud, in-
fancia, pequeño niño sellado en la oleosa entraña materna,
vertebrado pez, am[e]ba blanda, semilla dirigida en el viento,
agua, calor, energía, eternidad.
Todo fin comienza alguna vez.

193
Golo

L A NAVE ESTELAR DESCANSA SOBRE LA SUPERFICIE yerma de la


Luna. El silencio puebla de miedo un horizonte azulino. Un
vacío transparente marca nítidos los contornos del cohete.
El hombre ha logrado su fantástica hazaña.
Lejos, Golo espera. Hace horas, humanas horas, que silen-
cioso, observa al extraño vehículo espacial.
Golo es un ser único; sus rasgos indescriptibles sugieren
algo entre la verdad escueta y el cansancio total. Nada está
de más en él. Golo es impávido, sereno, penetrante, solitario
habitante del planeta muerto, último resultado de una gene-
ración superevolucionada.
De pronto se decide. Sus líneas seguras y rápidas se mueven
en dirección al intruso. Golo no es ni malo ni bueno. Ya no
tiene para qué serlo. Pero algo lo impulsa hacia el objeto desco-
nocido; algo en su cerebro le dice que esto tenía que suceder.
Ya cerca, nada se mueve, nada se percibe. Poco a poco, al
apoyarse en el metal fundido, su oído perfecto escucha la dé-
bil respiración jadeante y un “no sé qué” remoto, eliminado,
doloroso, se abre en él. Allí hay vida, valor, necesidad.
En rápido deslizamiento sus dedos, si así pudieran llamarse,
encuentran sencilla la inviolable cerradura. La puerta se abre
rechinando.
Primero lo golpea el olor, el denso olor de allí dentro, y

195
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

luego la tibieza que emana de la sangre caliente. Su mirada sin


párpados, en la total oscuridad, ve, entre amarras metálicas,
un cuerpo pequeño y peludo que se agita convulso y desde el
cual dos ojos velados lo miran.
El animal comprende: la salvación está ahí. Gime suave-
mente. Los años de cautiverio de su especie, los siglos de
domesticidad de su raza, le dicen que debe ser humilde. Dé-
bilmente estira sus patas, débilmente agita su cola. La lengua
oscura y seca cuelga temblorosa de su hocico implorante.
Agua, piensa Golo, oxígeno. Se yergue y, como un rayo,
desaparece para luego volver llevando algo así como un reci-
piente luminoso.
Sin miedo se acerca al animal y, con sus extrañas manos, le
ayuda a beber agua, mientras ajusta a esa nariz seca y rugosa
el oxígeno.
El animalito está demasiado exhausto para incorporarse,
pero con supremo esfuerzo lame sorpresivamente la piel fría
de Golo para darle gracias, infinitas gracias.
Entonces, desgarrante, de lo profundo del recuerdo, de la raíz
del ancestro suprimido, el amor comienza a germinar pene-
trando a través de esa estructura cerrada y Golo sonríe. Con
sus ojos sin párpados, Golo llora mientras sus brazos estre-
mecidos estrechan la hirsuta cabeza canina.

196
Navidad

HAB Í A UNA VEZ UN NIÑO. UN NIÑO DE grandes ojos oscuros,


de duras y largas pestañas, de pies firmes y encallecidos, de
manos morenas con pequeñas uñas quebradas; un niño que
no tenía casa, ni cama, ni hermanos; un niño que no sabía
quiénes fueron sus padres, cuán grande era el mundo, ni dón-
de estaba Dios.
Con las manos atravesando los agujereados bolsillos, el mu-
chachito camina alegre a lo largo de la Alameda, principal ave-
nida de la ciudad de Santiago. Su andar es despreocupado; sus
pensamiento, vagos y curiosos; su alegría, primitiva, infantil.
A ambos lados de esta avenida, los automóviles, los buses
y las gentes pasan rugidos; las luces, en las vitrinas de elegan-
tes tiendas, se encienden mostrando orgullosas sus engala-
nadas mercancías. La tarde pinta los techos de los nuevos y
viejos edificios, de lila, de rojo, de oscuridad gris clara.
Son las ocho en el reloj de San Francisco. El niño de este
cuento también se llama Francisco y, desde arriba, lo vemos
perderse en el bullicio y el ajetreo de una población presuro-
sa, enervada y alegre.
De pronto, el chiquillo cruza la calle corriendo, apura-
do por el bocinazo apremiante de un acerado bólido gris.
Jadeante, el insulto entre los dientes magros, se topa deslum-
brado con la reluciente vitrina de una juguetería. ¡Un tren!, un

197
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

tren eléctrico que se mueve; un riel brillante que echa chispas;


un juguete nuevo, lustroso, rodeado de osos de felpa, muñe-
cas, mecanos, rompecabezas, disfraces y cintas.
Francisco, con la frente pegada al grueso cristal,
piensa:”¿Qué haría yo con ese tren? ¿Dónde lo pondría? ¿En
qué piso nivelado arañaría sus complicados rieles? ¿Con qué
mano hábil recorrería su estructura? ¿Dónde lo guardaría, o,
más bien dicho, lo ocultaría para que el Juan, el Manolo o el
Pinta no se lo quitarán?”
Nada tiene y sus rincones son entierrados, cambiantes y
abiertos. No, ese tren no le sirve para nada. Nunca ha viajado
en tren.
Y ese mecano, ¿qué es?, ¿para qué se usa?
Todo lo que se ofrece tras la vidriera no le interesa. Esos
animalitos rosados, celestes, tan limpios, tan nuevos, jamás se
atrevería a tocarlos; además, son para “cabros” chicos... Sil-
bando, se escurre entre la gente, alargando las caras o el traje
del más próximo, una sucia mano plañidera.
–Diez pesitos, señorita. Un regalito, caballerito.
Y, por fin, la pastelería.
Esa vitrina sí que lo atrae; ésa sí que se puede tocar, tragar,
comer de a pedacitos demorándose mucho, guardando las
migas en el bolsillo bueno, para el día siguiente. ¡Qué apetito-
sos se ven los pasteles! ¡Qué rica parece la torta, qué grande,
qué lujosa! Comer, hartarse hasta poder decir: “No más, no
puedo más”.
Pasan las horas y el niño camina, mira, se detiene, suplica.
El salivazo despectivo ante la negativa. Se encoge de hom-
bros y sigue…
–Diez pesitos, caballerito; algo para comer pan.
Está cansado, tiene hambre, sueño, ganas de oscuridad, de

198
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

silencio. No más movimiento, no más luces, bocinas, frenos


y empellones.
¿Cuánto habrá sacado? ¿Le alcanzará para cigarrillos? Y al
Pinta y a los otros, ¿cómo les habrá ido?
Deteniéndose bajo la ventana de una casa ostentosamen-
te iluminada, cuenta sus ganancias. De pronto, con los ojos
abiertos, asombrados, sin poder creerlo, descubre entre las
frías monedas de cien y de cincuenta pesos, un billete de diez
escudos. “¡Puchas, diez escudos! ¡No, no puede ser! ¿Será
realmente uno de diez “lucas”?” En la mano no los ha tenido
nunca, pero los conoce; el Pinta se los ha mostrado cuando
trabajaba en el lustrín…Claro que es uno de diez.
Corriendo sobre sus pasos, busca, busca, avanzando a em-
pellones, ahora seguro de lo que quiere.
En el reloj de San Francisco son las doce. La ciudad, a lo
lejos, resplandece, canta. De vez en cuando un haz luminoso
hiere la oscuridad y estalla sobre el bullicio adormecido por
la distancia.
Con la espalda contra los húmedos ladrillos de uno de
los puentes del río Mapocho, que divide la ciudad, Francisco
contempla sus tesoros, que lucen en el papel ya abierto, rojo,
verde y dorado: una torta de mil hojas con perlitas, flores y
pinitos de mazapán; cuatro pasteles gordos y una bolsita de
bolitas de cristal.
Las horas pasan. Acurrucado, el muchachito duerme y es
feliz. No pide más. No puede imaginar que podría ser como
esos niños limpios y acicalados que pasaron a su lado engreí-
dos, bruscos, inconscientes. Que pudo tener una casa como
ésa, un padre y una madre que pasaron llenos de paquetes y
de amor. Que seguirá descalzo; que volverá a tener hambre.
Nada de eso imagina. Duerme sin soñar…

199
Número 50004

TRANSPORTADA A TRAVÉS DEL DESCONOCIDO paisaje, va la mujer.


Ante ella, un mundo diferente, estampado de luz y vértigo, de
miedo y ansiedad. ¿Demasiado tarde, tal vez? Recuerda las
veces que se imaginó así como ahora, la frente contra el grue-
so cristal; absorbiendo, absorbiendo... Cuarenta años vividos
bajo un sol vertical o un frío inhóspito. Trabajando duro, sin
tregua, con las manos desnudas entre los terrones y la cara
contra la tierra, su tierra, la única que conoce, la misma de
sus hermanos, de sus padres, de sus abuelos, y de los abuelos
de sus abuelos... Siempre la misma tierra. Siempre la misma
vida. Siempre los mismos ojos sobre los mismos rostros. Los
ancianos han muerto, ella y los otros los reemplazan, y todo
sigue. Y esos niños harapientos e insolentes serán el futu-
ro, ese futuro terrible, cambiado, extranjero. Sin embargo, ha
sido ella la elegida. ¿Que si tiene miedo? Ya lo creo que lo
tiene. Un miedo excitado, un temblor que no cambiaría por
nada terrenal. Pánico a esa velocidad que va introduciéndola
segundo a segundo en un exterior ajeno, que malévolo acecha
tras el negro vacío. Arrancada del terruño, amigo cotidiano y
dúctil como los vegetales que los grandes camiones del Esta-
do transportan a la ciudad, se siente. Le duele la curtida piel,
raíz expuesta desnuda a esta atmósfera densa, bombardea-
da de huidizos acicates. Su savia roja, ardorosa, circula lenta,

201
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

pesada, hacia las sienes, transformando rostros, metales, es-


trellas, en ideas de asombro y desconfianza. No, no es de-
masiado tarde. Ahora sabe definir la sensación de las cosas,
pesarlas comparándolas con las que aprendiera y evidenciara
en esa región cada vez más lejana, más pequeña e inalcanza-
ble. Y como femenino radar abierto a lo desconocido, ojos y
células, recuerdo y nervio, voluntad e inconsciente, la frente
contra el grueso cristal, va la mujer.
Lleva horas en vela; no quiere perder ni una fracción de
esta vida nueva. ¿Cuántos años durmiendo en una misma
cama, en un mismo cuarto cansado de pasadas existencias?
¿Cuántos inviernos, cuántas primaveras, acechada por ges-
tos y objetos y seres heredados, repetidos, hasta la sacie-
dad? No, no es demasiado tarde. Ahora comprende la deses-
perada rebeldía de esos niños que no dejaban noche en que
no se fueran a la cama, rabiando y llorando. Ella sabe ahora
que para esos pequeños, viajeros en un mundo extraño, el
día era demasiado lleno de descubrimientos y sensaciones
excitantes para renunciarlo durmiendo. Recién nacida a esta
aventura insospechada, ella tampoco dejará que el sueño o la
educación la priven de un segundo de este viaje expectante.
Los otros que van con ella dormitan en la penumbra
azulina del hermético vehículo. La costumbre tal vez, una
rutina a la inversa, de movimiento y cambio. Nacidos entre
dos viajes esos seres cosmopolitas, en su apacible y orde-
nada tierra natal, tampoco habrían querido dormir.
Y, sin embargo, los párpados enrojecidos de la mujer
van compasivos, calmando, al cerrarse, su desorbitado
mirar.
Afuera, una oscuridad lila, blanda, densa, como pisando
terciopelo, rebota la mirada.

202
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Veloz va el vehículo, veloz va la mujer dormida, ve-


loz…
De pronto, el discontinuo y estridente rumor de ese
afuera es lo que la despierta, y aquella frustrante sensación
de estar detenidos. Infinito el espacio transcurrido; ella ya
no volverá jamás a recuperarlo. Todas esas imágenes que
pasaron ante sus ojos cerrados, frente a su hermética con-
ciencia, para siempre jamás perdidos en el tiempo. Odian-
do su cuerpo humano, acondicionado, débil, traicionero,
incorporándose se asoma a la ventanilla. Deslumbrándola,
la forma diferente de allá afuera distrae su angustia, envol-
viendo su consciente. Se abre paso, tímida, por el pasillo
atestado de pasajeros, bultos y agitación. ¿Es realmente a
ella a la que le está sucediendo todo aquello? Una incon-
trolable alegría la hace contener, las manos abiertas contra
su boca, una carcajada. De pie en la escalerilla, recibe el
impacto extendido y febril de una ciudad agitada, en pleno
día de trabajo. Dominando su vértigo, la mujer se hunde
en aquel oleaje discordante y llevada y traída por preguntas,
corredores, porteros, cajeros, puertas, letreros y disculpas
por empellones en extrañas lenguas; por fin cae de esa caó-
tica inspección a un mundo enloquecido. Tensa, alerta para
comprender aquel elemento que la golpea, la roza, la detie-
ne, asombrándola, asombrándola, asombrándola... Cruza
entre seres que de pronto vienen a estrellarse con su pobre
figura pueblerina y despistada, para desaparecer rápidos,
ajenos, indiferentes. Calles, automóviles, buses, construc-
ciones inverosímiles y peligrosísimas, transparentes tiendas
llenas de estrafalarias mercancías de usos desconocidos, la
intrigan. Luces rojas, amarillas, verdes, la enredan. Sin em-
bargo, comprende que hay un orden en todo aquel caos,

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

que no logra captar. Hay un por qué ir y otro venir. Acos-


tumbrada a su pueblo espacioso y apacible, entierrado y
legendario, su dolorido cerebro no transmite la orden que
debe acallar ordenando aquel infierno. Sí, es demasiado tar-
de, tarde para sus ojos miopes, para sus manos encallecidas
y torpes, para su figura ancha, hacendosa, humilde. Tar-
de para su capacidad de adaptación completa ya en otros
menesteres viejos, primitivos, como la lluvia, el mar y los
vientos. Tarde para su memoria, y tarde, muy tarde, para
su corazón colmado de amor por la tierra, los vegetales,
los minerales, las horas, el fuego y el trabajo. Tarde, muy
tarde para rehacer una vida entera de valores profundos y
generosos, de costumbres, de rezos, de recuerdos, de duro
transcurrir.
De pronto, el deseo irrefrenable de volver, de estar de
nuevo allá en su casita ancha y blanca, cerca de la lumbre
con el chal de la abuela sobre las piernas y el sonido de las
palabras mil veces repetidas. Al amanecer, el pan caliente
y la leche suave, espumosa. Ser la María de todos los días,
de todos estos años, la domina. Tiene que saber de una vez
dónde debe cobrar aquel billete de lotería, para volver y
repartir ese dinero, con el que se comprará trigo, animales,
lana, tocuyo y golosinas para los chicos. Recuerda como
Juan, con el diario sobre las rodillas, comenzó a gritar inar-
ticuladas palabras, mientras agitaba la hoja donde salía el
número premiado... 50004... Cincuenta millones de pesos...
Cincuenta mil escudos... Juan gritando, riendo, llorando. Y
como torbellino la alegría de aquel milagro, de todos esos
proyectos, de esa realidad increíble; la risa, los ojos llenos
de fantasía. 50004, cinco números dibujados, cinco cifras
sabias, y en ellas una casa nueva, olorosa a cal, a madera

204
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

aserrada, cortinas blancas, máquinas relucientes, graneros


colmados, géneros suaves, crujientes, zapatos, porcelanas,
jabón, agua de Colonia, billetes de autobús, novedad, cam-
bio. Cinco números que eran cinco puertas de acceso a ese
mundo deseado, temible y lejano. El mismo que tiene hoy
ante su cansado mirar, el de esas revistas impresas en la
ciudad que por casualidad caían en sus manos y que leía y
volvía a leer... La misma ciudad incomprensible y fría que
la hace sentirse como si después de un vuelo de miles de
años luz acabara de aterrizar en Marte...

205
Candia

HACÍA TANTO TIEMPO QUE MAURICIO CONTEMPLABA aquella fi-


gura inmóvil, que parecía haber perdido la noción del tiempo
y del espacio. No quería que, de nuevo, la aparición se des-
vaneciera. No se lo había dicho a nadie, por temor de que lo
creyeran loco. A veces él también creía estarlo; era todo tan
vago, tan incomprensible.
La primera vez la encontró, por casualidad, sentada en las
gradas de la pensión, tal como estaba ahora. Tuvo la impre-
sión de no haber visto nunca nada tan maravilloso. Sintió,
extrañamente emocionado, que lo que siempre había buscado
estaba allí, y acercándose le habló:
–Perdone.
Una cabeza despeinada levantó dos ojos ausentes, terri-
blemente vacíos, y con una tonta sonrisa, preguntó:
–¿Cómo?
Desconcertado, Mauricio se disculpó creyendo haberse
equivocado. Recorrió la calle con los ojos sin encontrar nada
ni nadie que pudiera parecerse a lo que acababa de ver. La miró
de nuevo; aquella era una pobre y sucia muchacha; ni siquiera
demasiado pobre, ni demasiado sucia; sólo una muchacha.
Sintió que tenía hambre, que no había desayunado, y se
marchó a su casa.
Pero volvió, y ésta era la cuarta vez. Le dolía la espalda,

207
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

estaba cansado, hacía frío, era tarde y quería irse; lo demás lo


sabía: la misma pregunta, los mismos ojos; volver a buscar, a
creer, a darse cuenta de que a lo mejor nunca hubo nada…
Y esta vez, con un esfuerzo, pasó por delante y se fue…
¡Sólo que empezaba a tener miedo!
Todo en Candia era extraño y desolado; su expresión au-
sente, su silueta gris, su voz falta de matices, su silencio; y ese
modo de deslizarse que producía en uno la desagradable in-
certidumbre de no saber si había salido o si estaba aún dentro
de la habitación.
Siempre lejana, con su eterna pollera y su eterno sweater;
opaca, de edad indefinida, bajaba, a la misma hora, por la
estrecha y crujiente escalera, en dirección a la cocina, donde,
tomándose distraídamente un vaso de leche, abría la ventana
para dejar salir a Casandra, único ser que parecía interesarle
en este mundo.
Casandra era una gata cuyo pelaje debió haber sido, en su
juventud, suave y lustroso, pero al cual los muchos agostos
y los malos tratos habían convertido en unos cuantos me-
chones grises, espaciados por huellas de golpes y surcos de
costillas. Este extraño animal tenía un ojo y ese único ojo
era de un rojo intenso, brillante, alerto, astuto, como si en
él se encontraran toda la fuerza y la vida que en el resto de su
cuerpo se habían ido consumiendo. También era despreciada
y abandonada por todos, solitaria, fea. Y también en la mirada
de su ojo había algo misterioso, velado, lleno de vida interior.
Ella y la muchacha parecían haberse conocido siempre,
encontrándose y dándose una a otra el afecto y la compren-
sión que faltaban a sus vidas borrosas.
En la pensión sólo sabía de la existencia de Candia la se-
ñora Matilde; tal vez porque de todos los que vivían allí, la

208
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

muchacha era la única que con metódica puntualidad pagaba


el alquiler. Nunca supo nadie de dónde sacaba el dinero.
Los pensionistas intuían que había alguien entre ellos
cuando a la hora de almuerzo una silla se movía y otro plato
de tallarines se retiraba vacío, o porque al cruzar el corredor,
allá arriba, se había cerrado una puerta o alguien tropezaba en
la escalera; a veces una voz, un sonido; eso era todo. A nadie
molestaba, ni se molestaba por nadie.
Y así, no se preocupaba en saber si existía realmente un
sexto pensionista, o si algún fantasma paseaba entre ellos su
triste lejanía…
NOCHE PRIMERA.
Como un pequeño bostezo, la ventana se abría hacia la
noche; Casandra apoyaba sus patas delanteras en el alféizar
mientras las luces de los faroles callejeros se reflejaban en su
pupila, única estrella rojiza en aquella noche cerrada.
La buhardilla daba sobre el tejado y sobre la parte baja de
la ciudad; también daba sobre el sueño y el silencio…
Inmóvil, la gata pensaba… Y ¿por qué no? ¿Acaso el
mirar no se confunde, muchas veces, con el pensamiento?
El proceso es siempre el mismo; abrimos los ojos y vemos,
luego recordamos, o sentimos e imaginamos; entonces la
mirada se apaga y surge el pensamiento que la sobrepasa.
¿No se han preguntado nunca cómo comienzan a pensar
los ciegos, acaso por medio del sonido, por el tacto? ¡Qué
pensamientos tan extraños deben ser aquellos, herméticos,
oscuros; también pueden ser demasiado luminosos, con al-
guna luz desconocida para nosotros! Así ella también podía
pensar, pensar en el misterio simple de la oscuridad, en la
curiosa forma de las tejas, en los reflejos, en los ruidos apa-
gados, en ese algo que salía de la alcoba para perderse en la

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

noche, en esa noche que, calzando babuchas de terciopelo,


se paseaba por las paredes.
La noche está entre las cosas, no viene de arriba, sino de
los rincones, de la luz de las lámparas, de la sombra proyec-
tada en el suelo, surge de abajo. Sólo la luz viene de arriba;
¿acaso hay alguna claridad que emerja de la tierra? Y si la hay,
¿no sube, luego, para perderse en el espacio? En cambio, aquí
todo está poblado de tinieblas; mientras más hondo, más os-
curo, más sombrío.
La noche es de los hombres, oscuridad dentro de sus
cuerpos; la desean y la temen, porque es tristeza, esa tristeza
que llevamos hace ya tantos siglos en el corazón. Todo en
la noche parece inmenso, monstruoso; todo se transforma
cubriéndose de misterio; nuestros pensamientos más ocul-
tos se pasean por el lecho; hasta los sueños más descabe-
llados parecen juegos de niños, y el peso de la angustia es
más desesperado. La oscuridad protege y aísla, atemoriza y
limita. Cuando estamos solos, estamos terriblemente solos,
y cuando estamos acompañados, estamos… terriblemente
acompañados…
Parece como si Dios, cerrando los ojos, nos dejara des-
amparados, entregados a nuestra propia conciencia, a nues-
tros instintos, a nuestra vista limitada; es entonces cuando
ese otro yo que cada uno lleva oculto en su interior sale a
rondar la casa…
Ahora mismo, en esa pequeña buhardilla, se produce el
milagro; si pudiéramos acercarnos, tal vez no nos apercibi-
ríamos, pero en la sombra hay un corazón dormido que late
salvajemente.
Casandra había llegado al borde del techo y miraba hacia
abajo; en ese abajo no había más que una esquina con una

210
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

vereda a cada lado, un farol y su luz apagada; pero en la mira-


da de la gata estaban el tiempo y el recuerdo.

***

Al muchacho el médico le dijo que no tenía nada, que


todo provenía de un desgaste nervioso producido por alguna
preocupación; le aconsejó reposo y algunos días fuera de la
ciudad.
El psiquiatra lo hizo afrontar la aparición, haciéndole lle-
var a Candia a su casa.
Esa mañana, ella apareció en el umbral del pequeño taller,
con su figura sumergida y su eterna sonrisa tonta; saludó y
Mauricio tuvo que poner toda la atención para saber si, real-
mente, había entrado. Pero allí estaba contemplando el techo
con sus ojos vacíos. Mauricio sintió de nuevo la desesperante
y ya conocida sensación de incapacidad, pero se rehízo y, sen-
tándose a su lado, con el tono de voz más suave y persuasivo,
le explicó lo que de ella quería.
Candia se levantó y subiéndose a la tarima que había en
el centro de la habitación, posó rígida, quieta, torpemente in-
móvil, preguntando con su pobre voz:
–¿Así?...
Mauricio trabajó una hora, dos, la mañana entera; fue in-
útil. Agotado se dejó caer en el diván y se cubrió la cara con
las manos…
Por la ventana abierta, una ligera corriente jugueteaba con
los cabellos de Candia; estaba sentada, inmóvil, maravillosa-
mente luminosa. El artista, como sonámbulo, había cogido

211
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

los pinceles y pintaba, sin pensar, sin creer, sin respirar. Le


temblaban las manos, todos los ruidos exteriores lo herían.
Hasta quería parar el sordo golpear de su propio corazón, por
temor de que el milagro no fuera más que un sueño de un ce-
rebro afiebrado; y trazaba y miraba y trazaba, con las manos,
con los dedos, con la piel, la sangre y su desesperación.
El jarro de agua, en un brusco movimiento, se hizo pe-
dazos; trémulo se quedó mirando la pequeña laguna que se
absorbía poco a poco entre las junturas de las tablas…
–Señor, perdone, estoy tan cansada– y cruzando hacia la
puerta, la voz dijo adiós y se apagó.
Pero los ojos de Mauricio la habían encontrado, allí esta-
ba; todavía no era más que un trozo, un bosquejo, pero en la
blancura de la tela, la sonrisa de la mujer aparecía luminosa…
El hombre, como un niño, sollozaba…
Y como tantas otras veces, echando hacia atrás el raído
sobrecama, Candia comenzó a vestirse.
Si hubiera sido una muchacha corriente, al mirarse al espe-
jo habría pensado que le sucedía algo maravilloso; pero Can-
dia ni era una muchacha corriente ni se miraba al espejo. Las
cosas le caían sin arreglo, sin gracia, despegadamente; sólo le
preocupaba tener el pelo desenredado.
El estado de conservación de todas las prendas que Can-
dia usaba era extraordinario; parecía como si no las gastase,
como si no se sentara, ni caminara, ni levantara los brazos;
como si habitara en el espacio, en la nada, en el olvido, no
porque estuvieran nuevas ni cuidadas; al contrario, eran viejas,
cansadamente viejas y descoloridas. Tal vez al principio de los
tiempos alguien había muerto con ellas, y estaban sumergidas.
Ella también parecía estarlo. Mauricio le había dicho, la no-
che antes, que la amaba, descubriéndole todo el desorden en

212
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

que vivía su terco corazón de hombre libre; y ella, tranquila,


callada, con Casandra en los brazos, había bajado la escalera
y estaba desayunando.
Luego, en la calle, mientras esperaba el tranvía para ir a
posar, se puso a contar los ladrillos de la acera. Nada le intere-
saba, ni las gentes, ni los autos, ni los ruidos, nada; sólo vivía
mirando hacia adentro; por fuera se había ido consumien-
do, desapareciendo, anulándose, para guardarlo y esconderlo
todo. Desconocía su exterior y el del mundo que la rodeaba.
Se había hecho insensible, silenciosa, pero comprendía el len-
guaje de los pájaros; parecía haber penetrado el misterio de
las cosas. Ella, ese ser inadvertido entre los hombres, enten-
día y se hacía entender de los seres inanimados. Al dirigirse a
ellos su voz era suave y melodiosa, sus manos blandas y sa-
bias; ante un río, una montaña, un pájaro o una flor, se llenaba
toda de una extraña luz interior.
Silenciosa, pasaba por las calles y barrios. Al llegar al cam-
po, buscaba la sombra de un árbol para sentarse y, recogiendo
los pies bajo el vestido, reclinaba la cabeza contra el tronco
y quedábase inmóvil, mirando al espacio. Entonces, una leja-
na expresión de felicidad se extendía en su rostro y aparecía
como a través de una neblina, esa claridad que Mauricio había
descubierto.
Se veía en esa época feliz, corriendo cerro abajo con los
pies desnudos y los brazos llenos de flores. Se acordaba de
la casita, de los animales, del viento, de los sauces y de las
trenzas negras y los ojos cariñosos de esa mujer joven que
siempre la esperaba con los brazos abiertos.
Pero hacía tantos años…; aquellos recuerdos lejanos per-
duraban en algún lugar, en algún rincón, desterrados, reprimi-
dos, pero vivos, ansiosamente agitados en las profundidades

213
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ignoradas de su ser. Y luego, tantas cosas. Hasta ese día en


que con la mirada perdida en el infinito se había ido alejando,
lenta e insensiblemente, tras esa claridad, esa voz, ese espa-
cio…
Desde entonces no tenía más que reclinarse y mirar ha-
cia arriba para que se abriera ante ella el camino soleado por
donde se alejaba ligera, dejando, aquí para todo aquel que no
tuviera ojos claros y el pecho lleno de bondad, su figura gris,
descolorida, con una tonta sonrisa entre los labios, apoyada
contra la pared o el árbol, la casa o la silla. Sólo Mauricio ha-
bía visto más allá de su rostro el diáfano camino.
NOCHE SEGUNDA.
Es extraño y familiar ver aquel perfil oscuro, donde las
rasgaduras oblicuas de los ojos parecen dos orificios abier-
tos a través del cráneo del animal, recortarse contra la luna
blanca.
Casandra, inmóvil, lo contempla; ante aquel macho som-
brío, en su corazón de hembra solitaria, el grito del deseo
comienza a palpitar salvajemente; una especie de coquetería
nace en ella y, entre retozona y esquiva, empieza a dar sal-
tos, azotándose los flancos con la despoblada cola. Parece de
pronto, ante la llamada de la especie, revivir, olvidando sus
cicatrices, sus noches de hambre, toda su fealdad y miseria de
gata vieja, y transformarse en cachorro juguetón.
Extraños y curiosos ruidos surgen de su garganta, gracio-
sos movimientos estrechan y alargan su magro cuerpo, ya la-
miéndose con indiferencia, ya arqueando el lomo, insinuante
y tímida. En su pequeño cerebro se concentra todo el poder
de siglos ancestrales, toda la sabiduría, la experiencia de no-
ches olvidadas en el tiempo, cuando sus antepasados, salien-
do de entre los bosques, sentábanse cara al cielo, maullándole

214
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

a la luna… Ese instinto atrofiado en centurias de esclavitud


doméstica, surge hoy abrasándole la sangre, enronqueciendo
su garganta, abrillantándole la mirada.
El otro, agazapado, el rojo hocico pegado al techo, la con-
templa silencioso; de pronto, con un salto de agilidad sor-
prendente, cae a dos pasos de ella, llamándola con suaves
ronroneos. Aparentemente enfurecida, encoje las encías y
bufa rabiosamente; por breve espacio de tiempo se acechan
callados, a la expectativa, para volver a empezar, tímido y osa-
do él, recelosa y complacida ella.
En la noche tranquila, un coro de chillidos se abre en el
aire. La lucha de los sexos ha comenzado; los estridentes
maullidos lánzanse al espacio, con acentos de niños asesina-
dos, roncos, profundos, desgarrados. De las ventanas dormi-
das salen furiosas imprecaciones de somnolientos gorros…
y lindas caritas desveladas, escupiendo zapatos, palos, agua
y enojo; cálmase entonces un poco el concierto, para luego
reincidir con mayor fuerza y nuevos acordes. Y así, sucesiva-
mente, hasta que, con los primeros avisos del alba, vence el
silencio.
Los ojos cargados de sueño, Candia abrió la ventana; Ca-
sandra, con su paso ondulante, penetra en la habitación. Lue-
go de olfatear un poco se sienta, para empezar, como siem-
pre, muy seriamente su limpieza.
La muchacha desvelada la mira: qué extraños son los gatos,
tan personales, tan ensimismados, tan llenos de importancia
en sus actos, tan indiferentes; a veces, cuando, estáticos, con-
templan las llamas, parecen tener algo fantástico, profundo,
entre los acerados ojos, o se distraen con una simple gotera;
cariñosos y elegantes, crueles, algo primitivo y salvaje queda
en ellos.

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Hecha un ovillo, la gata duerme; la respiración de Candia


sube y baja los anchos cuadros del cubrecama.
Un gallo canta… Son las cinco de la mañana.

***

Candia tiene los ojos cerrados, pero no duerme; una de


sus manos acaricia, distraída, a Casandra, que de espaldas
ronronea suavemente, prestando su rosado vientre a los de-
dos que aparecen y desaparecen bajo el pelo grisáceo. Se di-
ría que aquella es toda la vida que hace varias horas turba la
quietud de la pieza; pero el cuarto está lleno de rumores, un
clamor intenso y extraño llena los rincones polvorientos de
un misterio transparente; seres astrales parecen reírse, cantar,
ruido de agua, de viento, pasos; los límites de la piedra se en-
sanchan, se alargan, desaparecen; todo gira, se descompone,
se transforma; luces, ondas, vacío... y caer, y caer, y caer...
Abajo, decían los pocos que notaban su ausencia: “Candia
está enferma”. Aquí arriba, se sabía que andaba de viaje, que
en el cuerpo inmóvil sólo había dejado esa mano, esos dedos,
esa lejana caricia, como para no quedar totalmente ajena a
la tierra, sabiendo que tenía que volver, que habían amarras
imposibles que tenían uñas, boca, que usaban zapatos y co-
mían, que a pesar de todo existía el recuerdo, ese recuerdo
que como fiera rabiosa salía a aullar, a veces, en la noche de
su pasado; entonces era cuando, luego de cerrar los ojos, de-
jaba perderse su yo interior, virgen de todo contacto impuro,
por el largo camino, que empieza en la sangre y termina en
el espacio.

216
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

Y habiendo pasado un día y una noche, Candia bajó la


escalera...
Mientras Mauricio la contemplaba bajo la luz de la clara-
boya del pequeño atelier, Candia se había ido alejando, lenta-
mente, como quien se quedase dormido; la extraña claridad
acababa de cubrirla toda.
Ya el trazo de la boca tenía un poco de color, y entre el
pelo suelto se enredaba el viento. Las manos también empe-
zaban a moverse: las del artista, firmes, ligeras, creaban.
El perfil de Mauricio había enflaquecido; sus ojos estaban
afiebrados, no veía a nadie, comía poco. Cuando estaba solo,
pensaba. Pensaba en aquella niña que se había ido introducien-
do en sus cosas, suavemente, sin esfuerzo; en su presencia, que
se había adueñado de lo que hasta ahora era su yo nada más
y tercamente suyo. Ni siquiera sabía de dónde venía ni quién
era, ni las cosas que le gustaban: sólo eso que le había nacido
en el pecho, que le apretaba la garganta, eso que empezaba a
venir lentamente, de afuera hacia adentro, por los ojos, por el
sonido, por la piel. Sí, por la piel, tibia, suave, voluptuosamente.
Sólo sabía su nombre, que, como toda ella, no le decía nada; sin
embargo, allí estaban esos extraños momentos de perfección.
Mauricio había sido un niño solitario, el niño de los rin-
cones oscuros y los ojos contemplativos; su niñez transcu-
rrió en la trastienda de un tío anticuario, regañón y maniático,
único ser que después de la muerte de su padre le quedó en
este mundo. Ya cuando comenzaba a ir a la escuela demostró
extraordinaria habilidad para el dibujo, pero el tío, calcula-
dor y cerrado de entendimiento, no quiso saber nada de esas
“tonterías” sentimentales, como él las llamaba.
Al cumplir Mauricio los veinte años, el tío murió, dejándo-
le todos sus bienes. Libre y dueño de una pequeña fortuna,

217
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

llegó a ser, con el tiempo, el hombre entero y solitario de hoy,


aunque sin poder nunca borrar totalmente ese fondo huraño,
soñador y fantástico de su primera juventud; así, nada tenía
de extraño que todo lo que parecía sucederle no fuera más
que el producto de su siempre excitada imaginación.
Y condenado a callar, a no creer, descargaba sobre la tela,
frenético, su pasión, sus deseos, sus caricias imposibles, su
fuerza, su tensión; toda esa capacidad extraordinaria de ter-
nura, que por raro capricho había guardado siempre, reser-
vándola tal vez para ese ser irreal, imposible, que no podía
apartar de su cerebro; para esa misteriosa niña que creía ha-
ber hallado así, tan sorpresivamente, y que producía en él sen-
saciones tan encontradas.
Porque había dos Candias: la que ahora está allí, la de los
ojos profundos y la sonrisa ausente, la de los cabellos lumino-
sos: la mujer. Y la otra, la muchacha, que todas las mañanas
entraba por esa puerta y que no le interesaba.
Mirándola de nuevo, el enamorado que había en él se re-
belaba contra esa imposibilidad absoluta de decir, de demos-
trar, de dar o recibir; sólo el silencio y el ruido de los pinceles
pasando sobre la tela.
NOCHE TERCERA.
Casandra, sentada sobre sus patas traseras, mira al cielo
con su ojo solitario.
La noche se llena del silencio pesado y enervante que pre-
cede a la tormenta. Nada se mueve, todo parece esperar; has-
ta el tiempo ha cerrado los ojos. Sin embargo, la gente pasa:
máquinas, ruidos, y dentro de las casas, el vivir y morir, y
fuera de las casas, el ir y volver...
Todo tan inmenso e inamovible allá arriba, todo tan pe-
queño y pasajero aquí abajo.

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Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

“¡Ay, que si tendré el vestido para el domingo!” “Que si


me llamará José.” “¿Acaso encontraré trabajo esa semana?”
“Pero no, ellos tienen que darse cuenta, el mundo tiene que
saber que yo he descubierto la verdad.” Y los ojos fijos y los
brazos caídos de la madre que contempla al que fuera todo
palpitación y alegría; y las manos crispadas, y los labios rese-
cos, y las manos abiertas y los ojos cerrados, y la risa, y tantas,
tantas cosas en tan reducido espacio...
Las nubes se abren y la tensión cede; el cielo se viene aba-
jo, se desborda, cae la lluvia y el viento levanta las polleras de
colores...
Todo en la naturaleza es grandioso, enorme y continuo;
nada cambia, nada parece detenerse ni dejar de ser; todo vuel-
ve a empezar y la fuerza es eterna.
Casandra arquea el lomo; la mano pasa y repasa sobre su
pelambre. Los ojos de la mujer sonríen, pero en su pecho se
debate desesperada esa fuerza, esa grandeza que está en todas
partes; ella también, como tantos, comprende, pero su frente
se estrecha, y lo que detrás de ella se imagina, sus ojos no lo
ven.
Y así, aquellos que buscan por los caminos, subiendo a las
montañas, y los que mueren en el mar, y los que encerrados
dentro de ellos mismos saben que esa fuerza está en todas
partes, que los envuelve y desespera, como si un ciego, que no
conoce la forma ni la procedencia de las cosas, creyera que la
música es un ser y, hechizado por lo que oye, imaginara que
al poder ver contemplaría la verdad. Sabemos que existe; en
las noches nos golpea el rostro, al sol nos enmudece, y en los
árboles, en el agua, en los días, en la muerte, nos llama con su
voz sabia. Entonces, estas manos y esta figura, todas estas pa-
labras y estas letras, se hacen tan pequeñitas, tan inútiles, tan

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

limitadas, que cada uno de nosotros se transforma en oscuro


calabozo.
Como pequeños riachuelos borrosos, el agua corría calle
abajo; Casandra, sacudiendo sus patas nerviosamente, saltó
y desapareció por la ventana cuyos cristales ya reflejaban la
luz.

***

Llovía. Luego de seguir la huella de sus pies mojados la


miró:
–¿Has estado enferma?
En los ojos de la muchacha, por primera vez, apareció un
destello de malicia:
–Enferma no, andaba de viaje.
–Pero si he ido a preguntar por ti, y eso me han dicho.
–Ellos no sabían –y con un gesto un poco amargo–, no
tenían por qué saberlo.
–Candia, hace frío; ¿quieres que nos sentemos al lado del
fuego? Tengo tanto que decirte y, no sé por qué, siento que
algo ha sucedido; parece como si por unos momentos te hu-
bieras acercado, humanizado... ¡y te quiero tanto!
Lentamente, el hombre, con ese paso felino del que caza
mariposas, había ido aproximándose; la muchacha callaba, ca-
llaba, hasta que dos manos estrecharon sus hombros y luego
fue una voz cerca de su oído, una boca, unos brazos y un
cuerpo entero contra el suyo desconcertado...
Cuando Mauricio, transportado, la separó para mirarla, se
encontró con dos grandes ojos mojados. Candia lloraba y,

220
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

como ella, su llanto era tranquilo, silencioso, desolado; lloraba


con los ojos abiertos y las manos caídas; lloraba, como hubie-
ra podido reírse o enojarse, seguir viviendo o morirse.
–Candia, Candia, por Dios, ¿qué tienes? Candia, perdóna-
me, fue tan maravilloso...
Pero nadie había ya en el taller; la puerta estaba entreabier-
ta. En medio de la habitación, en la tela blanca, se abrían los
ojos de una mujer, lejanos, misteriosamente luminosos.
El aliento húmedo del viento acababa de dejar en el um-
bral un ruido apagado de pasos que se alejaban corriendo.
Por la calle estrecha, la voz del hombre iba dando tumbos...
–Candia, Candia, vuelve, espérame, Candia...
NOCHE CUARTA.
Casandra está sola y tiene hambre, hambre de carne y le-
che, hambre de manos y voces suaves, y más allá, en los lími-
tes de su conciencia, hambre y tristeza de selvas, de parajes
ocultos, de sangre caliente, de garras y colmillos, de lunas y
aullidos. En su pequeño cerebro estallan como chispazos en
la sombra, recuerdos remotos y cercanos, sensaciones vívidas
y heredadas.
La pieza está cerrada, oscura, despoblada de ruidos, vacía
de vida y pertenencia.
Enrollada sobre el cubrecama, Casandra tiembla de frío,
de silencio y de miedo, de ese venenoso miedo que le ha he-
cho olvidar su ancestro de fiera libre, hoy convertida en pobre
gata abandonada. Con angustia, su mirada recorre la habita-
ción, en busca de algo que le recuerde que ella estuvo allí, que
ha de volver, que debe esperar; por momentos, se adormece,
acariciada por conocidos rumores; luces entre sueños, cuer-
pos que se desplazan, cantan, reviven; la suavidad vuelve...
¡Ay!, como le duele su ausencia...

221
Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

Hace dos noches que está sola, con esa soledad profunda
y temerosa, vacía y culpable, irracional.
Pobres seres, que han dejado su mundo salvaje para pe-
netrar en el nuestro, lleno de voces, de manos, de órdenes y
prohibiciones; en este mundo donde el instinto ya no les perte-
nece, y del cual, aunque se rebelan, les es imposible prescindir.
Cuando esa soledad de la cual se enorgullecían les es devuelta,
piensan que es un castigo, porque los hace sentir que solos no
son más que fieras. Con sus conciencias limitadas compren-
den oscuramente que el hombre les ha dado y les ha quitado
algo, los ha hecho un poco más y un poco menos, mostrán-
doles la noción de lo prohibido, de lo servil, apoderándose de
aquella primitiva y fría lógica que tenían para afrontar la vida,
haciéndoles recoger las uñas para enseñarles a dar la mano.
Hace dos noches que de Candia queda solo eso, ese vacío,
esa nostalgia, ese cansado animal...y la eterna duda...
Trabajosamente, el sol trata de pasar sus pálidos dedos
entre las celosías cerradas...

***

Como un loco, Mauricio golpeó la puerta de la pensión.


–Señora, ¿está Candia?
–¿Candia?
La señora Matilde lo miraba espantada ante el desorden de
su ropa y de su rostro.
–Sí, Candia, la muchachita, esa muchachita... –y no sabía
cómo describirla.
–Señor, han pasado tantas muchachitas por esta pensión,

222
Cuentos de Elena Aldunate • La dama de la ciencia ficción

que si usted no me da algún dato, ¿cómo quiere que sepa


quién es? Por el momento, en mi casa no hay ninguna perso-
na a quien pueda llamarse muchachita; hubo una hace unos
días, pero se fue, y no supe más de ella; no me acuerdo
cómo se llamaba ni cómo era... ¡Pero está usted todo mo-
jado, señor! ¿No quiere pasar un rato? Justamente, estaba
preparando el té.
–No, no, señora, muchas gracias, no se moleste, ya me
voy; o... ¿sabe? ¿Podría visitar la pieza en que estuvo la mu-
chacha, esa que se fue hace algunos días?
–Cómo no, si quiere, pero le prevengo que no es muy...,
cómo diríamos, limpia. Sí, ya lo creo, pero no para una per-
sona como usted; tengo otra, más linda, muy cómoda, que
yo creo que le gustará más; claro que el precio es un poquito
subido..., pero...
Mauricio ya había entrado y subía la escalera que conducía
a la buhardilla. Algo le decía que esa había sido su habitación.
Una extraña fuerza lo empujaba; parecía que el misterio, que
la solución de todo estaba allí dentro; creía oír voces, el golpe
de la sangre en sus sienes afiebradas le parecía el golpe de
ese otro corazón, la vida de ese ser que, en todas estas sema-
nas, había llenado sus horas. Quería y no quería saber, tenía
ansiedad y miedo, deseo e incertidumbre; en ese instante se
jugaba su futuro, su razón. Sí, su razón, porque si todo eso no
había existido, porque si en todas esas semanas no había he-
cho más que imaginarse cosas, debía estar loco, perdidamente
loco. Y no quería que así fuese, era demasiado maravilloso,
demasiado fantástico; el pensarlo le hacía daño, como si una
mano le oprimiera pecho adentro, y era como si tocara las
estrellas con la punta de los dedos. Había llegado al fin de su
carrera desesperada, creyendo encontrar su verdad, su obra;

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Macarena Cortés C. s Javiera Jaque H. / Editoras

ya no sólo allí en la tela, sino real, humana, palpable. Había


que saber, no importa cómo, pero tenía miedo; estuvo tenta-
do varias veces de huir y quedarse con el recuerdo, con ese
recuerdo todavía no destruido. Pero no, sería cobarde irse,
terriblemente cobarde.
Con un esfuerzo extendió la mano y abrió la puerta. Poco
a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra;
primero vio su cama, luego una silla, el ropero polvoriento y
desvencijado; en la ventana, tres maceteros, cuyas flores col-
gaban marchitas; sobre el raído cubrecama, una gata vieja y
esquelética, que lo miraba con su único ojo, triste, huraña,
desamparada. Eso era todo, nada demostraba que su sueño
maravilloso hubiera vivido allí; sólo una pobre pieza, con
todo lo que una pobre pieza debe tener: cama, silla, lavatorio
y un espejo quebrado en el ropero; en la sombra, el penetran-
te ojo del pobre animal...
Como un sonámbulo, con la mirada perdida, cogió a la
gata entre los brazos, bajó la escalera y se fue por la calle que
la lluvia había llenado de espejitos luminosos.

224
ÍNDICE
dd
Presentación 07

Agradecimientos 09

Elena Aldunate, la que arroja piedras


contra los espejos
SEBASTIÁN SCHOENNENBECK G. 11

Elena Aldunate: la ciencia ficción como


escritura de mujeres
DAVID MONTECINO VIEIRA 17

Elena Aldunate, una visionaria galáctica


enclaustrada en el Chile de hace un siglo
MARCELO NOVOA 39

Angélica y el delfín (1976) 53

Prólogo de Arturo Aldunate Phillips para la


edición de Angélica y el delfín (1976) 55
La bella durmiente (1973) 59
El Ingenio (1976) 79
Ela y los terrícolas 83
Angélica y el delfín (1975) 87
El carrusel (1974) 99
Un señor don Luis (1974) 107
Ventana (1970) 117
Diez centímetros de sol 125
El niño (1976) 129

251
El señor de las mariposas (1967) 141

El mecano verde 143


El señor de las mariposas 147
“A imagen de Dios los creó; varón y mujer los creó” 155
Juana y la cibernética 163
El Hula-Hoop 179
Los ojos 181
La otra 185
Golo 195
Navidad 197
Número 50004 201
Candia 207

252

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