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«Es un libro que habla de todo cuanto no nos decimos, de las cosas

que se quedan sin decir en las familias y son un peso tremendo. […]
Llega un momento, cuando nos cuesta comunicarnos, en que quien
habla por nosotros es el cuerpo. […] Al principio se trataba de un
libro que iba hilvanando una tras otra todas las primeras veces en
que nos enfrentamos con la existencia: la primera vez que tenemos
fiebre, la primera vez que nos duchamos solos… Y todas esas
primeras veces tenían un denominador común: el cuerpo. La
relación con el tacto, la primera vez que un chico te besa, la
sensación de la piel… Todo tiene relación con el cuerpo. […] Se
tiene un cuerpo porque hay que hacerse con él, hay que
domesticarlo, convertirlo en propio. Pero, en los momentos en que
estamos inmersos en el dolor o en el placer, ya no pensamos, nos
convertimos por completo en un cuerpo».
Estructurada en cinco capítulos, que se corresponden con cinco
períodos clave de la vida de la narradora, Tener un cuerpo sigue el
recorrido vital de una mujer, que coincide en muchos aspectos con
el de la propia Brigitte Giraud, desde que es niña hasta que, tras un
período de duelo por un suceso traumático, emerge del pozo en el
que se había sumido. Lo original de esta obra es que, tal como
señala la autora en las palabras citadas arriba, tomadas de una
entrevista, la narración de todos los hechos que jalonan esa vida
(por citar solo algunos, la primera menstruación, las primeras
relaciones sexuales, un aborto, un accidente de moto, el nacimiento
de su hijo, los intentos frustrados por quedarse embarazada de
nuevo, la pérdida de un ser querido y el duelo que sigue a la misma)
se centra en cómo los siente y percibe el cuerpo.
Brigitte Giraud

Tener un cuerpo
Título original: Avoir un corps
Brigitte Giraud, 2013
Traducción: María Teresa Gallego Urrutia, 2018
Diseño de cubierta: Elisa Arguilé, 2018

Revisión: 1.0
20/12/2019
Para Jean-Marc,
siempre
1

Se van extendiendo unas placas rojas que queman, que inflaman la


piel, que reptan hasta llegarme a las mejillas. Soy un bogavante
metido en agua hirviendo que lanza alaridos por dentro, incapaz de
mover los miembros. Solo puedo respirar mediante un esfuerzo
terrible, busco el aire que vendrá a mitigarme el fuego de la
garganta. Oigo la palabra escarlatina. Oigo a mi madre que va y
viene, me doy cuenta de que se sienta al borde de la cama y me
pone un guante de felpa húmedo en la frente. La fiebre está en la
fase más alta, a ratos lo veo todo negro. Mi padre comenta cómo
progresa la infección y no oculta que está preocupado. Se mueve en
contrapicado encima de mi cama y confía ciegamente en la
penicilina.
Cuando llega la enfermera, mis padres me llevan al sofá del
salón. Seguramente no quieren que entre en el dormitorio, donde mi
cama está pegada a la cama de matrimonio. El tabique entre las dos
habitaciones se puede correr y se abre con un ruido de trueno que
acompaña ese paso de la oscuridad a la luz. Me tiendo bocabajo,
tenso las nalgas, que me acaban de dejar al aire, estoy dispuesta a
apretar los dientes porque sabido es que soy una niña valiente. Es
un pacto tácito, es instintivo. Ya entonces me llevaba de la mano el
orgullo. Tengo que ser cómplice de mis padres cueste lo que cueste.
Los tres coaligados en la casa de la dignidad. Cuando el algodón
helado se apoya en la piel, me preparo para recibir el dolor que me
entronizará. Pero es que duele de verdad; ¿se percatan de eso los
adultos? Noto cómo entra el líquido, denso, y luego se esparce.
Tengo que pasar por ese trance para que me quieran, convertirme
en una heroína. Cruzo por todas las etapas para llegar al último
escalón del podio, y mi recompensa es una piruleta de menta que la
enfermera me da todos los días. Tengo que padecer en total trece
inyecciones, siete de un lado y seis del otro. Esa es la ventaja de
tener dos nalgas. Sin embargo, no es el dolor en la carne lo que me
resulta más penoso, sino la vergüenza de estar desnuda, con el
camisón levantado, delante de mis padres y con las nalgas al aire.

Al principio no sé que tengo un cuerpo. Que mi cuerpo y yo no


vamos a separarnos nunca. No sé que soy una chica y no veo la
relación entre ambas cosas.

Al principio hago lo que me dicen, me estiro los calcetines hasta


arriba, no acaricio a los animales desconocidos, no acepto los
caramelos de los señores por la calle. No me doy cuenta de nada.
Dibujo en el cristal empañado. Amaso la plastilina, hago muñecos y
serpientes, montones de serpientes que enrollo entre las manos. No
pienso. Como, juego, duermo.

Me subo a los bancos de la glorieta; subo al tobogán al revés, por la


parte de atrás, me cuelgo de las rodillas. Pongo el cuerpo a prueba,
de pantalón corto mejor que con falda; salto desde el peldaño más
alto de las escaleras; bajo a los sótanos y aseguro que no tengo
miedo; desafío las prohibiciones de mis padres; abro las puertas de
una patada contundente; hago un arma con un palo y con el cuchillo
que le pido prestado a Robi. Soy consciente de que lucho, no sé
contra qué. Prescindo de lo femenino, aunque sin saber lo que
hago. De lo delicado, de lo sensible. Soy un buldócer, una roca
pequeña que no llora cuando se despelleja las rodillas. Que se
guarda muy adentro la humillación de haberse caído de la bicicleta.
Voy con las manos en los bolsillos, digo «vale», digo «vale, vale».

Fideo, dice mi madre, que no sospecha nada, anguilita, pero es un


gusano. Animalito, sal del caparazón. Pero tiene garras, es un
animal salvaje, un tigre de Bengala que ruge. No, hija, no debes
morder, tienes que dejar de andar a cuatro patas.

Mi madre sabe que tengo un cuerpo, quiere vestirlo, enseñarlo sin


exponerlo, protegerlo y al tiempo realzarlo. Me hace un vestido de
volantes y con un cuello complicado. Me paso mucho rato delante
del espejo mientras junta los trozos de tela, mientras clava las
agujas. Decide por mí un destino de chica, y la ropa que me hace
me queda demasiado ajustada, más que envolverme me asfixia. Sin
saberlo me impide moverme, respirar, poner el mundo en
entredicho.

Me escapo, rechazo esa historia. Ando descalza por la arena


cuando llega el verano, llevando solo la braga del bañador. Me
revuelco en las olas que rompen en la orilla. El agua me sienta bien,
estoy como en una lavadora y salgo de ella calmada. Luego hago
flanes, no flanes de chica, flanes normales, con conchas
incrustadas, con algas que huelen mal. Hago mezclas; me invento
una fábrica pequeña de obras públicas. Construyo puentes, fosos,
las murallas de un castillo.

Mi madre dice que hay una princesa encerrada en la torre, una


princesa con un vestido largo con lentejuelas, habría que liberarla.
No tengo prevista ninguna princesa en mis obras, que la liquiden.

Tengo dos ojos, dos orejas, una boca. Me enseñan a articular, a


sonreír. Me piden que no hable alto. Tengo dos hombros, dos
brazos. Me animan a que lleve las bolsas de vuelta del mercado.
Tengo dos pulmones, un estómago. Me animan a comer con
tenedor, a no hablar con la boca llena. Me animan a no retorcerme
en la silla. A no poner los pies encima de la mesa. A no enseñar las
bragas cuando estoy arrellanada en el sofá. A no sentarme en el
suelo. Me piden que vuelva a peinarme. Tengo las mejillas
encarnadas y la ropa arrugada.
De la noche a la mañana se presenta un hermano que no he intuido
en el cuerpo de mi madre. Me ponen al recién nacido en las manos
para complacerme, para hacerme calibrar la nueva realidad. Mi
hermano pesa mucho. Un recién nacido inerte en los brazos. Un
recién nacido que a veces se arquea hacia atrás, que ocupa todo el
espacio y del que brotan ondas densas y que aprieta donde duele.
Un rorro calvo y mofletudo, compacto, poderoso, que berrea con
frecuencia su desesperación. Mi hermano de cara encarnada pese a
la suavidad de la piel, rebelde, refractario. Pestañas y pelo blancos.
Los huesos de la cabeza muy frágiles, por lo visto; la cabeza blanda;
aprendo la palabra fontanela y me falta poco para no marearme. Si
los huesos no se sueldan, al final se saldrá el cerebro hasta caerme
en las manos. Mi hermano me aterra, no se sabe dónde mira, es
como si yo no estuviera, como si no me hubiera visto ni olido.

Miro, observo el cuerpo de mi hermano cuando mi madre le cambia


el pañal. Lo encuentro desproporcionado, pregunto si es normal. Los
pies, en la punta de las piernas, tienen unas articulaciones
asombrosas, y la cabeza me parece demasiado grande. No hay
palabra en la casa para nombrar lo que tiene entre las piernas. Esa
cosa se endereza para mear mientras mi madre lo sujeta con una
mano en el cambiador.

Mi madre cose en su máquina, ruido de ametralladora entrañable


por la noche en el salón. El pedal debajo de la mesa, aceleraciones,
treguas. Sujeta con las manos la tela, bien estirada. Orden y
concentración. Cuidado con la aguja, que puede pinchar, perforar
los dedos. Es el ruido del trabajo a domicilio que inaugura la noche.
Ir quedándome dormida va asociado al traqueteo de la máquina, y, a
veces, las vibraciones me acompañan hasta en sueños y me
recorren todas las zonas del cuerpo, detrás del tabique.

Tengo un cuarto en el piso nuevo, con una puerta que puedo cerrar
con llave. Puedo andar, recorro la reducida superficie, doy la vuelta
a la cama. Puedo separar la silla del escritorio y sentarme, puedo
adosarme a la pared, escurrirme despacio hasta el suelo, jugar a
que estoy muerta sin preocupar a nadie. Estoy en mi propia casa, es
la primera vez que puedo ocupar todo el espacio, respirar todo este
aire de una vez. Puedo decidir que abro la ventana, y los visillos
flamean metiendo en la habitación los ruidos de motores de la calle.
Puedo cerrar cuando me parece bien y dedicarme solo a mis
rasgos, que miro atentamente en el espejo. Otro cara a cara en la
intimidad del cuarto, entrevista a solas sin testigos. Observo el
mínimo detalle, la mínima superficie de piel, delante, detrás, me
invento una serie de contorsiones, y no todo lo que descubro me
gusta. Dejo que las corrientes de aire se metan debajo de la cama,
me tiren las cosas de los estantes, que salga volando la muñeca
que me trajo de Andalucía mi tía, cuya forma de enarcar la cintura y
cuyo porte de cabeza me parecen admirables.

Las muñecas me invaden el cuarto, y la andaluza, de tamaño


pequeño, no es ya la única pasión. Me obsesiona el pelo largo.
Cepillo, sujeto, anudo. Luego le cepillo el pelo al gato, y siento el
mismo placer peculiar. Atusar, desenredar, meterse en la materia,
suprimir cualquier resistencia. Tras saciar la necesidad de suavidad
y repetir el mismo gesto hasta el infinito, visto y desnudo a las
muñecas. Véronique, morena incendiaria pese a su expresión
inocente, lleva un vestido rojo abrochado por delante. Que por
supuesto le desabrocho; y luego le quito las bragas; y luego nada
más porque una muñeca no da para muchas expansiones. Cuando
ya tengo el plástico duro en las manos, muevo las articulaciones de
las caderas y de los hombros. Después le giro la cabeza y acabo
por desenroscársela. Le quito, o más bien le arranco, las piernas y
los brazos. Luego lo coloco todo en su sitio sin haber notado la
sensación que buscaba. Convierto a la muñeca en un juego de
construcciones de seis piezas, o sea, un puzle para retrasados.
No es en el montaje en lo que reside el interés de tener una
muñeca. Le vuelvo a poner las bragas blancas de nailon después de
haberla descalzado y vuelto a calzar, exactamente igual que cuando
me visto yo. El cuerpo de mis muñecas me sume en un estado
particular. Una cosa que agarras y una persona a la que quieres:
puedo desgranar todas mis aspiraciones, mis estados de ánimo más
sombríos. Plástico frío o carne tierna son por turnos la sede de mi
ira o de mi consuelo. Pero nada me emociona nunca en sus curvas.
Esos ojos fijos y esos cuerpecillos sin calor no inspiran nada, mi piel
no se emociona con esa piel sin bulto, no son sino una silueta
asexuada, un señuelo alrededor del cual gravito. Juego con ellas al
juego de la humillación. Las alineo a todas contra la pared. Tengo
siete alumnas en clase. Rubias y morenas con los antebrazos
apuntando estúpidamente al techo. Una buena razón, de entrada,
para irritarme. Soy una maestra que pierde enseguida los nervios,
como oigo que dicen de mi tío. Se me sosiega el cuerpo y la voz
toma el relevo. Dejo de moverme y articulo con más intensidad y
muy deprisa; después de los breves elogios habituales, que siempre
son para la misma alumna aplicada, empiezo a alzar el tono. Elijo a
las dos insolentes a quienes supongo que les va a caer la bronca.
Para eso estamos aquí, las niñas ingratas y yo, la adulta; las niñas
sumisas y yo, su verdugo. Mi deseo de castigar está al máximo, es
como una pulsión que nada puede detener. Supongo que mi
hermano les arranca las alas a las moscas; yo pego bofetadas cada
vez más fuertes y luego cojo a las muñecas por los pelos, y acabo
por tirarlas contra la pared tras haberles reprochado que no
estudien, que charlen y que se les haya olvidado dar a firmar, en el
boletín de notas, los informes para los padres. Descubro al hacerlo
un estado de ánimo nuevo que nadie sospecha. Me consiento todos
los excesos, soy injusta y de lo más cruel, carezco de imaginación y
el castigo no es refinado, descubro que soy elemental y vil, me
invento un ataque de nervios, y lo que me sorprende es la energía
que requieren los arrebatos a todo pulmón, los gritos y los golpes.
No estoy segura de haber sentido algo así en otras circunstancias,
soy una niña tranquila y dócil que tiende más a agradar que a
rebelarse. Es la primera vez que pierdo los estribos, que la cara se
me pone encarnada y acalorada de ira, que la voz corre el riesgo de
dañarme las cuerdas vocales. Dejo que cruce por mí una violencia
inédita y pierdo los nervios de verdad. Salgo de ese ataque sin
resuello y dolorida, las muñecas me han puesto el corazón a cien,
me han hecho subir la adrenalina, y esa violencia que escenifico no
sé aún de dónde sale. Después de la tormenta, las muñecas yacen
con las piernas por alto, descalzas, con las faldas subidas, y siguen
teniendo la mirada fija de puro estupefactas. No me molesta el
desbarajuste, salvo porque se les ha enredado el pelo. Recojo los
zapatos desperdigados, pero no enderezo los cuerpos. Ya se me
han pasado las ganas de jugar, me voy a la cocina a merendar,
dejando en mi cuarto un campo de desolación, mientras mi hermano
seguramente ha debido de cargarse un ejército de soldados en el
linóleum del suyo.

Mi madre me hace un abrigo. No me gusta la tela, marrón y de


cuadros grandes. Vuelve a tomarme las medidas, alegando que he
crecido. Siempre chilla cuando llega a los hombros y me acusa de
ser demasiado cuadrada. No sé qué se entiende por cuadrada. Oigo
que dicen que mi prima Pauline es redonda. Me pregunto si vale
más ser redonda o cuadrada, espero que no tenga importancia.

No me afecta el tiempo que haga. Me son indiferentes tanto la


llegada del invierno como la del verano. No me parece que el agua
esté fría cuando entro en un brazo de mar cerca de Lacanau el año
en que aprendo a nadar. En una foto me llega el agua a medio
muslo y llevo un flotador con dibujos de piel de leopardo. No bien
empiezo a notar la dicha de andar descalza por la arena me
compran mis padres unas sandalias de plástico para que no me
piquen los pejes araña. Nos pasamos todas las vacaciones con el
temor de los pejes araña, imaginándonos un monstruo pequeño
cuya espada, enhiesta en el lomo, busca la carne fresca. A veces
pican a un niño, y toda la playa se queda consternada. Trasladan el
cuerpo hasta el puesto de socorro, el socorrista interviene y todo el
mundo da consejos. Hay que orinar en la herida, insisten unos; otros
lo desmienten y dicen que eso solo vale para las quemaduras de
medusa. El ataque del peje araña —del que nadie se imagina que
se trata sencillamente de un pez— alimenta nuestras pesadillas y
nuestros temores. Mis padres nos avisan tanto que al final no
apetece ir a la playa; los pejes araña y las insolaciones son nuestros
enemigos. Nos ponemos las sandalias de plástico para todo, caiga
quien caiga, y despreciamos a quienes no las llevan. Nos pasamos
el tiempo localizando a quien no tenga sandalias. Tememos por él y
esperamos que no tardará en pegar un grito. Tenemos la suerte de
que nuestros padres sean responsables, cosa que no les sucede a
todos los padres, hace constar mi madre. Dice que luego habrá
quien se extrañe. En el caso de los niños que se ahogan pasa lo
mismo, mi madre llama a los padres inconscientes. Dice que luego
no hay que andar llorando. Se nos fastidian un poco las vacaciones,
todos esos peligros nos quitan las ganas de jugar. Por la noche, en
el bungaló, los mosquitos toman el relevo. Es duro tener un cuerpo,
una superficie de piel tan extensa. Se me ocurre la idea de que
podríamos quitarnos la piel y tenderla en una cuerda.

A veces a mi padre lo llaman los domingos para que vaya a trabajar.


Contesta al teléfono y se abalanza hacia la puerta de entrada
después de haber buscado las llaves del coche. Solo mi madre sabe
lo que se trae entre manos. Mi padre dibuja retratos robot, identifica
a los asesinos, pero también los cuerpos asesinados. Cuenta en las
comidas familiares, tras haberse tomado unas cuantas copas con mi
tío, que los suicidas prefieren los domingos y los días de fiesta. Mi
madre le echa entonces una mirada feroz, preferiría que no hablase
delante de los niños. Un día mi padre explica que ha dejado de
comer carne poco hecha por culpa de su profesión. Pero lo dice
riéndose, como si se tratase de una broma muy graciosa.

No me fijo en lo que como. No tengo ni fobias ni ascos, tampoco


obsesiones. No aparto en el borde del plato las rodajas de zanahoria
ni las setas. Soy muy buen público y golosa. Soy educada y curiosa.
Ea comensal perfecta, dispuesta a todas las experiencias. Solo me
ronda obsesivamente la imagen de una comida. Estamos en casa
de mis abuelos maternos, a orillas del Ródano, una casa que
derribaron cuando ampliaron los laboratorios Rhóne-Poulenc. Mi
abuela va y viene entre la tienda, cruz, y la cocina, cara, donde tiene
al fuego una morcilla con manzanas, camina con dificultad porque
las varices se le comen las piernas. Cuando entra un cliente en la
tienda de ultramarinos, una campanilla pide a mi abuela que se
ponga de pie. Entretanto la morcilla se pega al fondo de la sartén y
la cocina se llena de humo.
Empezamos a comer con las ventanas de par en par, y descubro
que no me gusta la morcilla. Es un primer encuentro, que me
repugna. El problema es que he visto la morcilla encima del papel,
antes de que la guisaran, fláccida y excesivamente evocadora, y
que mi abuelo se complace maliciosamente en pasarse varios
minutos contando cómo sangran al cerdo. Relaciono el berrido del
cerdo y la sangre que corre hasta la palangana y se convierte luego
en embutido en mi plato. Imposible apartar la morcilla a un lado y los
cuartos de manzana caramelizados a otro, la sangre cocida ha
manchado la fruta, la ha ensuciado con su color indigno, y no puedo
salvar nada. Les guardo rencor a los adultos por dedicarse a las
mezclas. ¿Por qué desperdiciar unas manzanas que, asadas, son
un postre suntuoso? ¿Por qué desposarlas con el más vulgar de los
acompañamientos, esa cosa blanda incapaz de controlarse? No
como, vuelvo la cabeza hacia la ventana abierta, que da a las flores
del jardín, las malvarrosas, cuya parte de arriba veo. Cuando mi
abuela se pone de pie, tras otro aviso de los parroquianos, me
horrorizan los nudos que le forman las varices bajo las medias y las
venas sinuosas e hinchadas que veo de repente como si las irrigase
la sangre del cerdo, más violeta que roja, casi negra como en mi
plato. Varios años después mi madre me cuenta cómo gritaba mi
abuela cuando los médicos le apretaban las venas para evacuar los
coágulos de sangre que la acechaban, y me vuelve el grito del
animal al que están degollando y que retumba sin fin.

La primera velada en el campamento de vacaciones es un rato en la


glorieta. Hay tomates en los platos, un río que corre a lo largo del
prado, una partida de balón prisionero. A la mañana siguiente se ha
acabado todo. Unos granos me cubren el cuerpo, y la directora me
separa de los demás niños. Me mudo a una habitación del castillo,
en la punta del corredor, sola y culpable. Los picores se convierten
en una obsesión, recuerdo unas ampollitas llenas de agua que me
van llegando al vientre y a los muslos. Una enfermera me habla con
una mascarilla delante de la boca. Me unta un producto rojo en los
granos. Me sirve un plato de carne picada con puré de patata y me
deja aquí, olvidada. Por la ventana miro a los niños que se
persiguen por la orilla del río. Se me hace largo el tiempo, tengo
miedo de no curarme. Piso los baldosines rojos de la habitación, me
pongo en cuclillas delante de la chimenea, de la que sale olor a
azufre. Me siento en la cama y hojeo el libro que me ha traído la
enfermera y cuenta la historia de Piel de Asno. Me levanto para
buscar los aseos, me da miedo salir de la habitación, el castillo está
desierto y el corredor es interminable. Es un retrete a la turca con
una cisterna y una cuerda para tirar, pero estoy descalza. Dudo si
poner los pies en la loza húmeda. Sigo dudando cuando del agujero
sale una rata, tan tranquila, reluciente y, enseguida, amenazadora.
Corro mucho rato por el pasillo, me palpita el corazón, estoy sola y
perdida.

Corro durante el entrenamiento de gimnasia, intento recobrar el


aliento. Me atengo a las palabras de la señora Verdi, no coger aire
más que cada tres zancadas y soltarlo por la boca. Corro en el sitio,
acelero, subo las rodillas hacia la barbilla, me doy con los talones en
las nalgas. No me paro nunca, doy saltitos despacio, paso de nivel,
se me acostumbran los pulmones y se convierten en aliados. Noto
como si se abrieran, como si secundasen el esfuerzo. Tomo
conciencia de mi respiración, aprendo a dosificarla, a concentrarme
plenamente en la oxigenación. Es como si me crecieran alas, el
aliento me lleva, me acompaña en el esfuerzo, me permite aguantar.
Me coloco en la diagonal, ya me toca el turno, me lanzo. Me gusta
esa proyección, la propulsión repentina, el aumento de la fuerza, la
explosión y, luego, la relajación de los músculos después de la
tensión. Me gusta cuando nos tumbamos en el suelo y dejamos
sueltos los muslos y las pantorrillas hasta recobrar la calma, con los
ojos cerrados. Sienta bien después del esfuerzo.

Piel de Asno me obsesiona. No entiendo el cuento. No sé nada del


incesto. Me intriga esa historia de una piel bajo la que te puedes
camuflar. La piel de un asno echada por los hombros, preferir ser
fea para protegerse, para alejar la mirada de los hombres. No sé
qué quiere decir casarse, no me imagino que un hombre pueda
poseer el cuerpo de su hija. De la historia me queda el milagro de la
sortija que cae en el pastel, el príncipe la encuentra y busca el dedo
al que pertenece.

De repente me interesan las sortijas. Me embarga un impulso


romántico. La sortija se convierte en el elemento que lleva al
príncipe. Y los dedos, en los elementos de esa merced. Miro las
joyas en los escaparates cuando voy al centro con mi madre. Me
gustan las sortijas que tienen solo una perla, como la del dibujo de
Piel de Asno. Para Navidad pido una alfombrilla para los pies de la
cama que sea una piel de cordero. Pienso que podré apañarme con
ella.

Miro las nubes que pasan delante del sol. Guiño los ojos, hago
experimentos. Le cojo prestadas a mi madre las gafas mariposa.
Soy una estrella. Me pongo un fular, me siento en el coche
descapotable. Conduce mi hermano, que mete la primera y acelera
a continuación. Corremos por el campo desierto, sentados juntos en
el balcón.

Nos pasamos horas en el balcón, mirando hacia abajo. Les tiramos


migas de pan a los transeúntes; y luego nos agachamos para
escondemos. Parecemos muelles, de pie, agachados, de pie,
agachados durante parte de la tarde, sin notar ningún dolor en los
muslos, ningunas agujetas, ninguna señal de cansancio. Repetimos
el movimiento, repetimos las risas, las muecas, las posturas, nos
duplicamos hasta el infinito sin ser capaces de decir basta. Antes
bien, exageramos los movimientos hasta la histeria, nos
arriesgamos cada vez más, llegamos incluso a asomarnos y cada
vez les tiramos más pan a los transeúntes, una lluvia cada vez más
compacta.

Mi madre se pinta los labios antes de salir. Mi hermano quiere


probar. Se pavonea con unos zapatos de salón, anda por el balcón
torciéndose los tobillos. Hace gestos y le da caladas a un cigarrillo
de mentira. Su cuerpo se transforma en un cuerpo de chica,
contonea las caderas torpemente y hace melindres. Le gusta que le
haga de público, que suelte risitas y que me entre apuro. Se
envuelve en las telas que mi madre guarda antes de coserlas e
inventa coreografías de vidriosa sensualidad. Menos mal que mi
padre no lo ve.

Tenemos cada uno nuestro cuarto. La hermana y el hermano,


separados. Nos aíslan los universos, los juguetes y los sexos. Cada
uno crecerá en su color. Cada uno, en su escenario. ¿Funciona?
¿Están bien mis muñecas en mis dominios? ¿Los coches averiados
los arreglan bien en el taller de mi hermano? ¿Puedo dejar una
muñeca en el taller? ¿Puede darle mi hermano el biberón a mi
muñeco sin que papá se alarme?

Mi hermano les hace el boca a boca a los heridos del accidente que
acaba de provocar. Después de que su helicóptero haya chocado
con una pared, se sube a caballo encima de un cuerpo imaginario y
le levanta la cabeza para meterle aire en los pulmones. Aspira y
expira, se pone colorado, y después inventa gestos cuyo sentido no
se entiende. Mis padres se preocupan, en todos sus juegos mi
hermano vuelve a inventar un cuerpo ausente.

Mi padre lleva un arma que oculta bajo una cazadora. Sabemos por
la forma de andar cuándo lleva la pipa, como dice él, enganchada al
cinturón. Adelanta la pierna derecha metiéndola un poco hacia
dentro y mueve más el brazo derecho. En los días libres, mi padre
tiene el reflejo de palparse con regularidad el sitio del arma, y te das
cuenta de que echa algo de menos. Entonces mueve el muslo, y
muchas veces aprovecha para encender un cigarrillo. Nunca me he
preguntado si mi padre había usado esa arma, si había apuntado a
un hombre, si le había dado o no.

Mi padre fuma mientras conduce. Gauloises sin filtro cuyo humo se


desparrama dentro del coche. No tenemos ni idea de que el humo
sea nocivo, nadie habla de cáncer. Como a mi madre le molesta, mi
padre baja el cristal de la ventanilla, y, además del humo,
aguantamos el aire frío. Circulamos así, dentro de un halo más o
menos opaco, congelados. El coche lleva una baliza giratoria que mi
padre tiene casi siempre en el maletero. A veces, cuando pierde la
paciencia, los domingos, en la caravana de la carretera de
circunvalación, coloca la baliza giratoria encima del techo y pone en
marcha la sirena. Mi hermano y yo nos aferramos entonces a las
agarraderas cuando el coche acelera y se abre paso haciendo eses
entre los vehículos que avanzan al paso. Se nos embalan los latidos
del corazón, se nos iluminan las caras y reímos mientras a mi madre
se le crispa la mandíbula.

Agradar a mi padre es un estado, una forma de vivir que me tiene


completamente ocupada. Voy pegada a él, le piso los talones, me
convierto en su sombra, discreta, pero tenaz. Las vacaciones son el
momento ideal para acercarme, escurrirme cuanto más cerca mejor
de su cuerpo alto y delgado, meterme en sus proyectos. Vivimos en
una casita a la orilla del mar. Mi hermano aprende a hinchar él solo
el flotador, aspira, expira, vuelve a pasar por las etapas del eterno e
intranquilizador boca a boca. Es la época en que tomar marisco
recién pescado no da ni hepatitis ni intoxicaciones. Las mareas
negras vendrán más adelante, nadie se imagina que el Mediterráneo
pueda estar contaminado con mercurio e hidrocarburos. Así que no
nos privamos de comerlo. Mi padre sale con un cubo y una navaja,
en traje de baño, sin protección solar, nadie sospecha que el sol
puede matar. Es una temporada bendita anterior al peligro, en la que
el cuerpo puede respirar sin trabas: la piel, los pulmones, el intestino
aprovechan las bondades del yodo; la luz fija la vitamina D. La
esperanza de vida aumenta continuamente, y las vacaciones a la
orilla del mar están en el palmarás de los fortificantes. Voy a
reunirme con mi padre en el espigón. Sujeto el cubo, o sea, que no
sirvo para nada, mientras mi padre arranca los mejillones de su roca
con la cuchilla de acero. Miro el corte de la hoja en colaboración
amistosa con los dedos de mi padre, se me pone un nudo en el
estómago, no sé de dónde me viene el temor de la sangre, otra vez
la sangre, esa que fluye al menor corte en la piel, esa que no puede
contenerse cuando ha cedido el envoltorio. Mi padre es mañoso, y el
cubo no tarda en llenarse. Nos vamos a la sombra, detrás de la
casa, y nos sentamos en el suelo. Mi padre separa las valvas y me
permite llegar hasta lo que él considera un fruto, un fruto de mar vivo
aún. Mastica, mastico, mastica, sigo masticando, le gusta y le gusta
que me guste. Imito a mi padre, cojo los mejillones que me alarga,
en cuclillas, inclinándome hacia el cubo lleno de agua. Mastico,
exploro con la lengua la mínima anfractuosidad. No me gustan ni el
sabor ni el olor, pero sigo llenándome la boca. Mastico, y, a veces,
un grano de arena me chirría entre los dientes, una esquirla de
nácar me araña la encía. Pospongo el momento de tragar y cojo los
siguientes mejillones que me da mi padre, sigo mezclándolo todo
mecánicamente hasta el momento en que esa papilla me repugna y
no me queda más remedio que confesar la verdad. Noto que el
cuerpo rechaza la ración de mejillones que se dispone a tragarse.
No pasará, los mejillones no cruzarán el umbral del esófago; el que
rechaza ya la intrusión es mi estómago. Estoy a punto de vomitar.
Es algo instintivo, los mejillones seguirán siendo unos cuerpos
ajenos imposibles de ingerir, unos cuerpos destinados a que los
escupan y a mezclarse finalmente con la arena del jardín.

Las vagonetas del tren fantasma cogen velocidad y hay que


agarrarse a la barra, van muy deprisa. Me he subido con mi
hermano para darle gusto. Queremos jugar a tener miedo. Los
cuerpos se alzan, el pelo flota en el aire. El tren avanza por raíles
mal ensamblados, hay restallidos por todos lados, vamos
temblando, inquietos y crispados. El ruido mecánico nos impide
hablar; y por eso es seguramente por lo que todo el mundo chilla.
Cuando el toldo tapa el tren, crece el malestar, sabemos que van a
llegar las sensaciones fuertes. Cuando aparece el primer esqueleto,
me acurruco pegada a mi hermano; luego, mientras se van
sucediendo brujas y zombis en un ballet mal sincronizado, me viene
un ahogo repentino, los pulmones han dejado de convertir el aire en
oxígeno, se me coagula la sangre en la garganta, es como si se me
taponase la tráquea. Me tapo lo ojos, pero, pese a todo, permito la
impresión de la imagen siguiente, y es ante la visión de un
despellejado de ojos fosforescentes cuando noto los primeros
síntomas. Cuando una telaraña me roza el pelo, me hierven los
sesos y luego llega un velo negro que me envuelve y me aparta del
viaje. Luego ya no recuerdo nada.

Por lo visto rondan los fantasmas por los sótanos del edificio. Robi
busca su compañía. Me dice que no hay que encender la luz; si se
los molesta se vuelven perversos. Es necesario un silencio absoluto
para poder acercarse a ellos. Robi avanza con un leve tintineo por
culpa del aparato que le afianza la pierna. Lo sujeto por el brazo.
Siempre tengo miedo de que se caiga.

Tengo que aprender a andar con calzado de esquí, a andar con


aletas de bucear, a rodar con patines. Las diversiones no me
divierten. No me gustan las complicaciones. Temo, cuando hay que
ir a las clases de nieve, ponerme el equipo, los leotardos que pican,
el calzado que pesa y oprime los tobillos. No sé cómo colocarme
para agarrar la barra del telesquí. Doblo las rodillas, pero no hay que
sentarse, solo dejar que la barra tire de mí mientras cojo los palos
con una sola mano. En las pistas no me atrevo a ponerme los
esquís en una cuesta abajo por temor a no poder pararme nunca. Y
eso que hay un monitor que me enseña la postura del quitanieves.
El mono me está grande, llevo las mangas dobladas y la entrepierna
me llega a medio muslo. Me lo ha dado mi prima. Cuando quiero
hacer pis, después de haberme estado aguantando las ganas parte
de la mañana, voy a la parte de abajo de los remontes, y es de lo
más complicado. Lo que temo por encima de todo es el telesilla.
Medio en cuclillas y volviendo la cabeza hacia atrás, espero a que el
asiento me dé un golpe en la espalda o se vaya sin mí. Una vez
sentada, tengo que encajarme muy atrás y contener la respiración
hasta que esté bajada la barra de protección. El trayecto y la belleza
del paisaje los estropea la idea de la llegada, de la proeza que me
queda por realizar para tirarme del telesilla sin caerme y sin
pegarme un golpe en la cabeza.

Me asustan los accesorios: bufanda, cinturón, mochila, arnés,


raquetas, flotadores, casco. Bucear me asusta, y también el
parapente, el patinete o sencillamente la bicicleta. Me gusta andar
sin depender de unos pedales, de un freno, de una palanca que
puede fallar. No entiendo nada de rodamientos de bolas, tengo
miedo de no controlarlos. Me gusta que el cuerpo se baste a sí
mismo, que sea su única fuerza motriz. Los límites que me impone
no me frustran. No me apetece volar, y menos aún bajar a una sima.
No sueño ni con alturas ni con resbalar por el agua. Piso la tierra
firme a mi ritmo. Me gusta que esté firme mi centro de gravedad.

Mi ejercicio preferido es andar por la barra. Avanzar buscando el


equilibrio, con el busto bien recto, los brazos volanderos como
balancines y la planta de los pies tanteando la madera a través de
las zapatillas de gimnasia. Andar, dar media vuelta, resbalar, sujetar
el cuerpo con los abdominales, con los músculos de la espalda, con
los hombros que transmiten las ondas. Evitar la caída, ese es el
reto, conseguir más amplitud y luego, a fuerza de concentración,
acabar por olvidarse del vacío, aceptar que la mente y el cuerpo
sean una sola cosa.

Mi hermano bulle, corre por la casa, no se está quieto nunca. Mi


hermano es como una mosca impaciente, zumba, se pega contra
las paredes y las puertas vidrieras. Tira los coches desde la mesa
de la cocina, se revuelca por el suelo, escenifica una danza india. Mi
madre dice que tiene lombrices. Le da una cucharada de vermicida.
Mi hermano no tiene ganas de comer. Mi padre nos avisa de la
solitaria. No sabemos si ese gusano del que nos habla y que puede
tener diez metros de largo es un invento de los adultos. Nos
imaginamos una serpentina, algo así como una anguila que nos
comerá desde dentro. No tengo lombrices, y pienso que solo las
tienen los chicos. Los parásitos del intestino son cosa de ellos, cada
cual tiene su especialidad.

No sé que los pantis que llevo, con aplicaciones de encaje, pueden


llamarles la atención a los hombres. Es como si mi cuerpo no fuera
sino un bloque compacto en que no destaca ninguna zona. Está de
moda suponer que las chicas pueden dejar que les asome de la
falda una tira de encaje y que una cinta les recorra los muslos
desnudos. Esos pantis, blancos o rosa, convierten a cualquier
chiquilla en modelo de Balthus, pero nadie parece caer en la cuenta.
Salvo el médico de cabecera, el doctor Grange, más allá de toda
sospecha, que me pide un día, en la consulta, que me deje los
pantis. Echada con el torso al aire en la camilla, noto que me acerca
a la cadera lo que me parece que es la parte de arriba de la pierna.
No lo sé porque la bata blanca oculta cualquier intento de
interpretación, pero noto que no sucede lo de costumbre, hay algo
que insiste y me roza cuando se inclina hacia mí, al nivel del bolsillo.
Y por su forma de respirar me da la impresión de que podría
comerme. Cuando ha acabado de auscultarme, mi madre, que no
sospecha nada, pregunta qué le debe, y el médico firma el
certificado médico que piden para las clases de gimnasia.

Cuando mi hermano juega en mi cuarto, le propongo que juguemos


a los médicos. No tengo sino una vaga idea de qué podríamos
hacer, es algo muy confuso. El único guión posible: la enferma soy
yo, y el estetoscopio, él. Ser la enferma es estar en trance, echada,
tiritando, con la ropa revuelta. Algo muy confuso. Que se pongan los
ojos en blanco, quejarse, echar la cabeza hacia atrás. Me imagino la
escena, pero mi hermano se queda bloqueado. Me gustaría
exagerar, agonizar y ponerme en sus manos, querría que me
tranquilizase, que me auscultase, que me tocase. Querría que
perdiera los papeles sin darse cuenta, algo así como el doctor
Grange. Me gustaría que me propusiera, como en las películas, que
me pusiera cómoda. Me gustaría que se descontrolase, que me
tomase el pulso con expresión de angustia, que me desabrochase la
camisa para que pudiera respirar, que llamase a un camillero y que
hiciera de verdad ese boca a boca que tan bien domina. Lo que me
agrada, creo, es lo desconocido, es que el cuerpo nos guíe donde ni
se imagina que va. Se lo entrego todo, sugiero y le dejo que decida,
hago alusiones cada vez menos discretas. Pero mi hermano se
vuelve a su circuito eléctrico, prefiere jugar con el tren.

Mi madre me pega en las manos cuando me como las uñas. Como


tiene unas uñas perfectas, largas y nacaradas, no soporta que yo
ampute así mi feminidad. El tono con que me habla es de irritación,
le noto desprecio en la voz. Pero no lo puedo remediar, me ensaño
con los dedos, con todos ellos, los tengo en carne viva. Mi madre
urde amenazas más o menos eficaces, propone comprar la famosa
laca de uñas «mostaza» para disuadirme, y las conversaciones
vuelven a recaer regularmente en mis uñas destrozadas, en el mal
efecto, en el desorden que revela esta faceta mía de chicazo. Una
chica sin uñas no es una chica de verdad, lleva en sí algo
inquietante.
Vienen a casa unas mujeres, mi madre les toma medidas. Alzan los
brazos, giran sobre sí mismas. A veces son mujeres guapas con
moños complicados y faldas de tubo. Todas llevan tacones de aguja
que repiquetean en el descansillo y las anuncian antes de que
llamen a la puerta. Se quedan un rato en el salón, donde tiene mi
madre la máquina de coser y el maniquí de mimbre; y mi madre
apunta las medidas en una libretita. Los pechos se convierten en
busto y las caderas en contorno de cadera en la lengua técnica de la
modista. Los hombros se vuelven ancho de espalda. Ni carne ni
curvas, solo las palabras útiles. Las mujeres se dividen en cortes
como piezas de vacuno, y todos los cuartos tienen su etiqueta. Sisa,
largo de espalda, largo de entrepierna y contorno de cintura son los
platos cotidianos de mi madre, que se pierde en el detalle y no
volverá a ver nunca el conjunto, sino que se centrará en el nexo
entre un corte y otro. Ser modista es estar al servicio de las
articulaciones en un eterno entredós, una forma especial de
considerar el cuerpo.

No consigo conciliar el sueño por culpa de las piernas, que me


duelen. Algo me tira y me barrena detrás de las rodillas y baja hasta
los tobillos para volver a subir por detrás del muslo. Es una
laceración. Mi padre dice que estoy creciendo. Me da una aspirina.

A mi padre nunca se le olvidan las esposas. A veces las lleva


colgando del cinturón durante la comida: la pipa y las esposas. Y
luego se esfuma con todo ese peso amarrado al cuerpo. Nunca,
salvo un domingo por la mañana. Mi hermano sale del cuarto de
baño con las esposas y las enarbola al meterse en mi cuarto.
Debería haberlas dejado donde estaban, no caer en la tentación,
porque ese objeto es tabú, y la prohibición, tajante. Pero mi
hermano ha crecido y quiere demostrarlo. Sabe qué prácticas se
pueden hacer con un par de esposas. Ata a su hermana, que se lo
consiente, a los barrotes de la cama y se echa a reír. Y luego,
cuando ya me he retorcido y he suplicado, primero sonriendo y poco
después con lágrimas, se da cuenta de que no tiene la llave. Así que
hay que llamar a papá, y entonces veo que mi hermano cambia de
cara y me mira espantado las muñecas. La postura, echada y con
los brazos más altos que la cabeza, acaba por resultarme
insoportable, luego se adueña de mí y me obsesiona un dolor
desgarrador que obliga a mi hermano a darse prisa. Pero no es
posible darse prisa, mi padre y mi madre están encerrados en su
cuarto y sería impensable molestarlos. Esa ecuación imposible
apremia a mi hermano a hacer cualquier cosa; de milagro no se le
ocurre cortarme las muñecas con los alicates varios que saca de la
caja de herramientas. Aprendo a respirar para que me duela menos,
a concentrarme para olvidarme de los omóplatos, que me arden, de
las cervicales, que me barrenan los nervios, pero me entra el pánico
y empiezo a temblar. Mi hermano encuentra la navaja en el cajón de
la cocina, esa misma que valía para cortarles el pie a los mejillones,
pero, por más que intenta forzar la cerradura, las esposas siguen
desesperadamente cerradas.

Hay veces en que mi madre persigue a mi hermano para darle unos


azotes. Él se refugia en un rincón de la habitación. Una vez se le
ocurre salir al balcón, y me da miedo que se tire. Pero mi madre no
nos asusta. La cara ceñuda podría preocuparnos, pero no es posible
tomarla en serio porque en casa lleva unas zapatillas adornadas con
plumas de color de rosa que anulan su voluntad de dominio. Ocurre
algo importante con la elección del calzado. ¿Alguna vez ha visto
alguien a un verdugo con chinelas de andar por casa? Y a veces
incluso con una bata ceñida a la cintura.

En casa de mis primas se va a misa. Me gusta esa diversión insólita,


que vivo como un acontecimiento. Lo más emocionante es la
obligación de salir en ayunas los domingos para poder comulgar. Es
una práctica que me tomo en serio: nada de desayuno, incluso en
pleno invierno. Durante el oficio no atiendo a lo que pasa ni me
entero, pero se me van quedando los cánticos. Miro el cuerpo de
Cristo en el suplicio de la cruz y la forma en que tiene los pies
clavados uno encima de otro, en una postura absurda. Miro la
corona de espinas que lleva en la cabeza y comprendo que la cara
sea una mueca. Cuando llega el momento de recibir la hostia,
avanzo por el pasillo central, pisándole los talones a Pauline, y bajo
la vista ante el sacerdote en señal de humildad. Y, para terminar,
tengo buen cuidado de abrir la boca con recogimiento. La hostia se
deshace y no alimenta. Es una ilusión. Comer el cuerpo de Cristo es
una experiencia particular y va en contra de la idea de que está
prohibido ingerir cuerpos humanos.

Mi madre, que está suscrita a France Loisirs, recibe un libro que


habla de canibalismo. Los supervivientes de un accidente aéreo en
la cordillera de los Andes pasan días y noches entre la nieve
esperando a que lleguen los auxilios. La única forma de alimentarse
es comerse los cuerpos de las víctimas. Mi madre lo comenta en la
mesa con cara de espanto. Mi padre dice que en su trabajo ve de
todo; habla del dueño de una tienda de compraventa que mató a su
mujer y acabó por comérsela, después de haber metido los trozos
en el congelador. Lo dice con cara seria, pero despreocupada.

Me gustaría tener unos pantalones de confección que he visto en el


mercadillo de los domingos. Son verdes, como de terciopelo, con
cortes en los bolsillos y un poco acampanados por abajo. Mi madre
toca la tela con la punta de los dedos, tuerce la boca y dice que me
hará unos iguales. No quiero unos iguales, sino esos, que visten al
maniquí y brillan al sol. Quiero las costuras de esos pantalones, su
bragueta y sus acabados, y también me gustaría el cinturón que va
a juego.

Me duele la tripa por las noches, a la hora de cenar. Me resulta


imposible estar de pie. El ataque no dura mucho rato, basta con que
me eche en la cama y estire bien las piernas en vez de encogerlas
como haría instintivamente. Lo que parecen calambres, tras
abrasarme todo el abdomen, se van pasando poco a poco.
Entonces puedo levantarme y sentarme a la mesa de la cocina. Mi
padre afirma que son ataques de acetona, con lo que todo el mundo
se tranquiliza, incluso yo, aunque no tengo ni idea de lo que está
diciendo.

Mi padre no sabe que juego a morirme. Que me desplomo en el


suelo de mi cuarto y me quedo mucho tiempo tendida, con los ojos
cerrados y el corazón casi sin latidos. No lo puedo remediar, tengo
que renunciar a vivir a intervalos regulares.

Cuando el tiempo no pasa y yo doy vueltas a lo tonto, al final me


siento ante mi escritorio, delante del espejo. Me examino
detalladamente los rasgos hasta que me meto dentro de mí y ya no
sé quién soy. Me miro fijamente y me diluyo. En una hoja de papel
Cansón dibujo a lápiz los perfiles de mi cara. Empiezo por los ojos, y
me sorprende comprobar que están a la misma distancia de la parte
de arriba de la cabeza y de la barbilla. Es un error pensar que los
ojos están arriba, siendo así que marcan el centro de la cara. La
nariz es un problema, porque no sé cómo reproducir su volumen.
Me concentro en las ventanas de la nariz, más bien redondas y muy
visibles. Vuelvo a empezar la boca varias veces porque su simetría
me hace equivocarme. El labio superior es menos carnoso a la
derecha que a la izquierda, y, cuando caigo en la cuenta, me quedo
desconsolada. Al dibujar el labio inferior me doy cuenta de que lo he
heredado de mi madre. Acabo por el pelo y tengo buen cuidado de
que no me tape demasiado la frente. Vuelvo a dibujar las pupilas y
los párpados, torpemente esbozados, borro con la goma y vuelvo a
borrar. Intento que me salgan las mejillas chupadas, pero, tras una
comprobación, más bien debería hacerlas más redondas. El
conjunto sigue sin relieve, estático e inexpresivo. Al día siguiente
vuelvo a empezar. Me dura varias semanas. Me familiarizo conmigo
misma, me conquisto. A lo mejor me acepto.

Mi entrenadora de gimnasia pide que nos compremos un maillot


para las competiciones. La señora Verdi ha localizado unos modelos
en la tienda de deportes del centro comercial, que puede hacernos
un precio especial. Me gusta el tejido del maillot, que me pruebo yo
sola en el probador, grueso y elástico. Me gusta la forma en que se
me pega a la piel, fiel por completo y opaco. Cuando alzo los
brazos, unas tiras blancas se abren y me afinan la silueta. Doy
vueltas delante del espejo, satisfecha. Necesito perspectiva, así que
salgo y me encuentro con mi madre, que me está esperando detrás
de la cortina. Me observo, camino, me agacho, vuelvo a levantar los
brazos, verdaderamente encantada de la imagen del reflejo. Mi
madre, que parece no tener opinión, frunce las cejas. Menos
entusiasmada que yo, me propone que me pruebe la talla siguiente
y me quiebra en seco el arrebato de entusiasmo.

No puedo seguir yendo a las competiciones con pelos en las


piernas. Me entra la preocupación de repente. Ayer no pensaba en
ello y hoy empiezo a cortármelos. Digo que empiezo a cortármelos
porque todavía no he dado con la clave de la depilación. Nadie me
ha propuesto suprimir la pelusilla que me corre por las tibias y me
obsesiona. No tengo a mi alcance crema depilatoria y menos aún
cera, una sofisticación en aquella época; así que tiro por lo fácil y
directo. Las tijeras sí que las tengo a mi alcance por la noche,
cuando mi madre no está cosiendo. Tiene unas muy bien afiladas
que se adaptan mal a mis pelillos, pero que sin embargo rechinan
cuando la cuchilla entra en acción. Me hago una carnicería en las
piernas, un corte irregular que deja al aire estrechas zonas claras,
surcos que de repente son visibles e incongruentes.

Ya puesta, me corto el pelo, acto más descarado y espectacular.


Necesito cambiar algo, transformarme. Intento conseguir un flequillo
rectilíneo. No pienso, las que deciden son mis manos. Para
igualarlo, me lo dejo cada vez más corto, el resultado no es para
tirar cohetes.

Mi padre afirma, mientras se toma con mi tío la copa de después de


comer y en cuanto mi madre sale de la habitación, que aborrece «la
carne empaquetada con celofán». Inmediatamente antes, la
conversación versaba sobre que, la verdad, no se puede tener hijos
por docenas. Mi padre y mi tío se ríen como quienes saben de qué
va la cosa, con perfecta complicidad. Mientras tanto, mi hermano y
yo vemos la televisión.

Juego al fútbol en la calle, delante de casa. Me ponen en la portería.


Durante el partido brinco sin moverme del sitio, imito a los futbolistas
que he visto en la pequeña pantalla. Subo al piso a buscar unos
guantes gruesos. Doy saltitos y me inclino hacia adelante, con las
rodillas flexibles, doy palmas como un mono. Me da miedo el balón
que llega como una bala de cañón, lanzado por los chicos, que me
están poniendo a prueba. Mientras dura el partido me vuelvo viril y,
luego, me recojo el pelo como una chica según salgo del césped.
Corro como un chico, pero ando como una chica. Estoy buscando
mi estilo.

Mi hermano y yo nos entrenamos contra el dolor en el balcón.


Enciende un mechero y yo arrimo la mano. Luego soy yo quien lo
quema a él hasta que no aguanta más. Cogemos las tenazas de la
caja de herramientas y nos pillamos los dedos con ellas. Estamos
de pie, y luego sentados, resistimos mejor sentados, con la espalda
pegada a la pared. Probamos varios experimentos, diferentes
sistemas, buscamos el límite.

Cuando volvemos de Ardéche, donde viven mis primas, el trayecto


en coche es una prueba. Por culpa de las curvas, que no acaban
nunca, curvas largas que se enroscan, prietas y tercas. Me mareo a
la altura del bosque de Lamastre, no falla. Mi madre se acuerda de
llevar una bolsa de plástico para que pueda vomitar. Pero no quiero
vomitar con el coche en marcha; prefiero que nos paremos. Me da la
sensación de que lo estropeo todo. Intento controlar el estómago,
respirar por la ventanilla abierta y mirar la carretera, como me
aconseja mi madre, pero no consigo nada. Mi cuerpo no me hace
caso, es como si me traicionase. Tenemos que pararnos, y noto
perfectamente que mi padre suspira. Vomitar me impresiona y me
asusta. Vuelvo a subir al coche con una sensación de vergüenza.
No sé de nada más humillante que devolver al borde de la cuneta el
almuerzo que nos sirvió mi tía, y esa cara que se me pone,
encarnada y sudorosa, con el pelo pegado a las sienes y las
lágrimas colgando de la comisura de los párpados.

Cuando estoy enferma y la fiebre no me deja moverme, le pido a mi


madre que me traiga el catálogo de La Redoute. Tendida bajo las
sábanas, con la espalda mal sujeta por la almohada, lo hojeo y
sueño con la chica que me gustaría ser. Pelo largo, piel mate,
mirada misteriosa, jersey azul marino, vaqueros desteñidos. En el
catálogo de Phildar acaricio las muestras de lana y sueño con la
bufanda que me podría hacer.

Mientras llega el momento de ponerme un sujetador, que no me


atrevo a pedir, me pongo, debajo del jersey, la parte de arriba del
bañador naranja. Así ya no me da apuro que se me vea el bulto,
aproximativo aún y fluctuante, de los pechos. Llevo el bañador con
el mayor de los secretos durante casi un año.

El accidente ocurre delante del edificio de Robi. Dominique iba a


comprar el pan, no sabemos cómo ha ocurrido. Estamos de pie en
la acera cuando llegan los bomberos. Las entrañas se derraman por
la acera, una materia blanca y pegajosa, y todos los fluidos llegan
hasta el arroyo, la cabeza abierta y los tejidos se mezclan con la
carne. Rojo y blanco, y todos nosotros en la acera sin conseguir
movernos. Los bomberos tapan lo que no habríamos debido ver.
Extienden una manta, pero la imagen ya se nos ha quedado para
siempre.

La señora Verdi sugiere que compremos unas manoplas. Unas


correas de cuero para atarse a las manos en los ejercicios de barras
asimétricas. Tengo las palmas en carne viva, con las grietas de las
llagas mal cicatrizadas y unas erosiones que me borran las rayas de
la mano. Tengo también unos cardenales tan grandes en los huesos
de las caderas que me cambian la forma de andar. Después de
chocar con la barra varias veces seguidas durante el entrenamiento,
se resiente todo el esqueleto, y el dolor perfora y golpea antes de
mitigarse. Los moratones se vuelven de color violeta y luego
amarillos, y acaban por desaparecer.

Tengo diez, once o doce años. Abro la puerta del cuarto de baño en
pleno día. Ahí está mi padre, de pie en el plato de ducha, con la
alcachofa en la mano. Me extraña, según doy marcha atrás, que no
haya cortina. Mi padre hace un visaje, suelta una frase de protesta,
como un latigazo, y me echa en el acto. La bronca de mi padre es
desproporcionada, sin sentido del humor, sin ningún rasgo de
ingenio. Solo un rechazo tajante. Como si la mirada de la hija
sometiera el cuerpo del padre. Imposible desnudez.

Entro en el mundo de las mujeres al mismo tiempo que en el mundo


de las cifras. Es el comienzo de una era nueva en que manda el
número veintiocho y que obliga a contar. Los días y las semanas, la
regularidad, los retrasos, las amenorreas. La existencia se acomoda
a un ritmo nuevo. Cuatro semanas justas, la verdad es que resulta
increíble. Es el número de las chicas. Pero a mí me funciona mal,
hay cierta anarquía, necesito tiempo, y comprendo que es una lata.
El doctor Grange me pregunta si tengo un ciclo regular, y no sé qué
contestarle. La palabra ciclo me recuerda la bicicleta de mi hermano.
Hay varias categorías de chicas, las adeptas al veintiocho y las
fantasiosas, cuyo cuerpo refunfuña. Es el vientre, que de pronto se
pone a existir, cobra vida, se vuelve caliente, es el vientre, que da
dolor de cabeza, encierra la mente en un torno. No me gusta esta
ebullición, la impresión de ser un alambique que realiza una
infusión, transforma, destila una química complicada. No me gusta
la idea de ser una fábrica, una usina y, menos aún, una matriz. Las
chicas están indispuestas, como se diría que están indisponibles o
impedidas. También se dice que las chicas ya están desarrolladas,
es espantoso. Las chicas entran en la categoría de las mujeres, lo
que las emparenta con su madre y genera algo así como una
complicidad. No es esta intimidad la que quiero, no sé cómo
compartirla, presiento que esta afiliación es un estorbo. Voy a tener
que escapar para salvarme.

Mi padre escoge el vino blanco. Anda por la casa con un delantal


atado a la cintura, le gustaría abrir las ostras sin cortarse los dedos.
Con la palma de la mano envuelta en una servilleta, procede, con un
cuchillo especial en la mano derecha y una sonrisa muy rara en los
labios. Insiste tanto que todos nos preparamos para que salpique la
sangre. Mi madre está lista para llamar a urgencias. Pero todo
transcurre como es debido, mi padre coloca las tres docenas de
ostras en una fuente, casi chasqueado de que el asunto no haya
acabado en drama. Nadie puede ayudarlo, se niega. Está cortando
el limón cuando suena el teléfono. Y entonces tira de golpe el
delantal al suelo, echa a correr hacia el dormitorio para colocarse el
cinturón y la pistola, y, maldiciendo, agarra la cazadora en la
entrada. Le da tiempo a decir que es asesinato o suicidio. En
Nochebuena nunca falla. Se toma una ostra antes de salir por la
puerta y añade, nervioso, como un loco, «antes de que se me corte
el apetito».

Por Navidad me regalan un trineo y un libro, La maravillosa historia


del nacimiento.
Varios dibujos, representaciones en corte, ilustran las diferentes
etapas del embarazo y el parto.
Los comentarios son técnicos, positivos, estimulantes. Pero,
como, precisamente, no sé cómo pone el papá la semilla en la
mamá, me concentro en el prólogo, bastante alambicado. Una frase
eclipsa todas las demás: «Cuando el papá quiere mucho a la mamá,
es capaz de hacer que penetre la verga en su vagina». Le doy
muchas vueltas a esa relación causa-efecto. Así que el papá solo es
capaz si quiere a la mamá. Nada más se dice de la verga, esa gran
desconocida. Me falta, en esta etapa, una información capital, sin ir
más lejos que se supone que la verga tiene que ponerse dura (como
no entiendo cómo es posible ese encaje, me digo que el papá, si
quiere mucho a la mamá, es capaz de todo). En el libro me entero
también de las trompas, los ovarios, los óvulos, el útero, la
nidificación, los espermatozoides, la sangre que fluye, algo así como
el ciclo del agua recién revisado para un examen. La evaporación y
el eterno retorno.

Todo empieza con algo que dice mi madre. Señalando el bocadillo


que acabo de hacerme con una gruesa capa de mantequilla,
manifiesta la esperanza de que «no vaya a comerme todo eso». Y,
como la miro con la superioridad de mis trece años, añade que me
van a salir formas (otra vez esa historia de las formas). Lo entiendo
enseguida, pero me como lo que me pide el cuerpo, pan,
mantequilla, salchichón, como todos los días a la hora de merendar.
Lo entiendo, y luego me entra la duda y, por primera vez, me miro el
cuerpo como un objeto sobre el que puedo tener incidencia. Esa
frase de mi madre, ese aviso tan brusco, me indica que puedo
decidir, que puedo controlar esta materia. Ese es el día en que
existe mi cuerpo y me pertenece. Es el comienzo de la tortura,
puesto que a partir de ese momento lo voy a tener presente. Voy a
poder hacer experimentos, tomar la decisión de moldear el cuerpo
como mejor me parezca. Este pensamiento es un veneno, el inicio
de la preocupación. Mi madre, al pronunciar esa frase, que se
supone que es una advertencia, que se supone que me protege de
un destino criminal, pone en marcha un proceso del que no es
consciente. Se me viene encima un cúmulo de sentimientos nuevos:
la responsabilidad y la culpabilidad. Me informa sin pretenderlo de
que la belleza es fruto de la voluntad. Voy a oírla frecuentemente
hablar mal de las mujeres feas y, sobretodo, de las mujeres
voluminosas, por las que siente un asco sospechoso. Soy una
adolescente normalmente constituida que come cuando tiene
hambre, y voy a empezar a modificar mis reflejos alimenticios y a
mirarme en el espejo grande de la entrada. Voy a mirar de frente y
luego de perfil la forma en que se me articulan los miembros, cómo
se prolongan y cómo se dibujan las curvas. Voy a tener que
hacerme una opinión, siendo así que, hasta ahora, no me he visto ni
demasiado esto ni demasiado lo otro. Solo me desespera mi nariz, y
los ojos, que no son azules. Hasta ahora vivía tranquila. Comer pan
y mantequilla a eso de las cinco de la tarde es por lo visto una
anomalía, una mala costumbre de la que mi madre me quiere
apartar.

¿Por qué no le dice nada a mi hermano, por qué deja que


espolvoree el pan con mantequilla con cacao? Detecto en el
comentario de mi madre algo así como el síntoma de una
pertenencia femenina. ¿Quiere enrolarme en sus filas, hacerme caer
en las redes de su angustia? A partir de ese día me pongo a
observar la lenta evolución de mi cuerpo. Voy a jugar a adelgazar.
No solo suprimo los bocadillos de por la tarde, sino que tomo lo
menos posible en cada comida, sin que se note. Rechazo el queso y
los postres, y solo acepto las verduras que proceden de la olla a
presión. A mediodía me quedo en el comedor escolar, así que allí
hago lo que quiero. Me duermo por las noches acariciándome los
huesos de las caderas, que me apuntan bajo la piel, y me gusta. Por
las mañanas estoy cansada y me pesan los pasos por la acera
cuando voy a clase. Me sobra pantalón por todas partes y tengo
hambre. Me gusta la sensación de vacío que siento por dentro y me
socava. Llego a un estado de pureza voluptuoso, como si estuviera
nueva, recién lavada. Luego comer se convierte en una obsesión,
me apetecen carne, galletas, fruta. El primer bocado es un hechizo.
Descubro las sutilezas de todos los sabores, el ascenso fortísimo
del azúcar, el estallido, por no decir la arrogancia, del chocolate.
Después de varias onzas, a esa masa reblandecida en la boca poca
cosa le queda ya por revelarme, necesito algo salado para mantener
la excitación. El queso es la experiencia más concluyente, lo unto en
el pan y el placer llega al colmo, salvo por esa reserva que me ha
echado encima mi madre. Me acuerdo de que las nalgas me
volverán a rellenar el pantalón, ya que he podido comprobar que
existe efectivamente una relación causa-efecto. Ayuno y
enflaquezco, como y vuelvo a engordar. Es como un juego, si no
fuese porque ese mecanismo lo impulsa una carencia difícil de
identificar. Todo o nada son mis nuevas situaciones, vacío o lleno,
ascetismo u orgía, no consigo volver a ser como antes. Antes de
que pensara en eso, antes de que eso existiera, antes de que mi
cuerpo hiciera su aparición, conectado con mi cerebro.

Me paso cada vez más rato delante del espejo grande de la entrada.
Con vestido, con pantalones, en bragas. De frente y, luego, de perfil.
Para verme de espaldas tengo que montar toda una instalación en
el cuarto de baño con ayuda del espejo de tres cuerpos del botiquín.
No sé qué pensar, nada me entusiasma ni nada me asusta. Aunque
lleve sujetador, parezco un chico. Me tomo medidas para comprobar
ese número áureo del que nos han hablado en clase. Para tener un
cuerpo armonioso, la proporción que sitúa el ombligo entre la
cabeza y los pies tiene que ser igual a 1,6 si lo he entendido bien.

Me entero en una revista de que es posible aclararse el pelo con


agua oxigenada. Me instalo en mi cuarto tras cerrar la puerta con
llave. Empapo un algodón y lo aplico a un mechón de pelo. El color
sigue igual. Otra aplicación. Nada. Cambio de mechón. Pongo
mucha agua oxigenada en el algodón. Sigue sin pasar nada. Se me
ocurre que a lo mejor soy demasiado morena. Meto directamente el
mechón en el frasco. La punta del mechón se pone rubia. Es un
milagro. Puedo volverme rubia si quiero. No puedo cambiarme el
color de los ojos ni la nariz. Pero puedo ser rubia. Menos da una
piedra.

La casa está llena del olor de las telas. Tafetán, terciopelo,


algodones, rayón… Es el advenimiento de las fibras sintéticas, y a
mi madre le gustan. Vive en un mundo de colores que elige con la
clienta, armonizándolos con la tonalidad del cutis. Repite muchas
veces que el rojo es para las rubias y el malva es para el luto. No le
gusta el negro, y hay mujeres que la llaman al orden porque ellas
piden el negro, que con frecuencia les sienta mejor que a saber qué
fantasía.
No sugiere nunca figuras geométricas, opina que entorpecen la
silueta. En cambio, le encantan las telas de flores, incluso las menos
refinadas. Aconseja con frecuencia el verde, el esmeralda o el
turquesa, que nadie se arriesga a llevar. Desconfía de los tejidos
transparentes, porque hay que prever un viso, pero, en la duda,
siempre acaba por hacer un dobladillo para que la tela no se encoja
sobre el forro. El cuerpo de las mujeres que entran en su taller es la
prolongación del cuerpo de mi madre. Confecciona para ellas lo que
no se atrevería a ponerse. Le gusta lo femenino. Es una palabra que
le vuelve con frecuencia a los labios.

Una noche echan por televisión El gran rubio con un zapato negro[1].
La veo sola con mi padre, mientras mi madre cose en la otra punta
del salón. Aparece Mireille Darc con un vestido tan escotado que la
espalda y las caderas exigen una atención total. Algo cruza por el
salón que me da apuro, aunque no entienda por qué. Normalmente,
cuando una escena nos hace gracia, nos escandaliza o nos resulta
molesta, cualquiera de nosotros hace un comentario que despeja el
ambiente. Pero la tensión se queda, y me temo que Mireille Darc va
a aparecer en pantalla demasiadas veces. Cuando sale del baño
envuelta en una toalla, le digo a mi padre que me voy a la cama, por
temor a que la película me lleve donde no quiero ir.

Ahora, cuando ando en la barra, soy demasiado alta y peso


demasiado. Pierdo el equilibrio con mayor facilidad. Doy media
vuelta con menos seguridad, las figuras son menos ágiles, los saltos
más ruidosos. Me noto menos aérea y me cuesta más calentar. Me
entra el miedo de golpe y se comporta solapadamente. Me resulta
imposible hacer un movimiento tras otro con absoluta inconsciencia.
Titubeo, me paro, tengo que repetirlo. Cojo aire y, en el momento de
intentar el salto, algo me contiene y me impide hacerlo. En las
paralelas asimétricas me sucede lo mismo, la misma aprensión que
me vuelve impotentes los miembros. Ya no paso por encima de la
paralela superior de forma instintiva, sino que pienso que es posible
que se me enganchen las piernas y que me caiga. Saltar el potro se
convierte en algo arriesgado, la carrera anterior al rebote en el
trampolín anuncia un vuelo dificultoso, y la mayoría de las veces me
detengo antes de llegar al obstáculo. Mi cuerpo se vuelve un
estorbo, ocupa por completo el espacio y me quita la gracilidad y la
energía que me impulsaban antes. He cambiado de peso, se me
han formado las caderas y los músculos se imponen con mayor
insistencia. No me gusta el desplazamiento del aire que acompaña
mis movimientos, yo que suelo ser tan ingrávida y tan discreta. Se
me ha modificado el centro de gravedad. La cabeza se ha invitado a
estar en el cuerpo. En adelante estoy paralizada. El espejo grande
de la entrada dice la verdad. Tengo que dejar el deporte si no quiero
volverme un hombre. Tengo que dejar de correr y de saltar si no
quiero herirme. Tengo que dejar de ir a entrenar si quiero tener
tiempo para todo lo que me espera.
2

La primera vez es durante las vacaciones. Mi hermano acaba de


arañarse las rodillas en la grava, y no me lo puedo quitar de encima.
Se seca las lágrimas con las manos llenas de polvo, y la mezcla se
le convierte en las mejillas en algo pringoso. El chico que me anda
rondando es mayor que yo, con lo que me creo que tengo algún
poder que no tienen las demás chicas. Llevo una falda pantalón
corta que me ha hecho mi madre, con una flor en la parte delantera.
Con el bronceado que he conseguido a fuerza de tumbarme al sol
en la playa, el contraste es pasmoso. Quedamos al caer la tarde,
durante el torneo de vóley. El chico no habla. Voy detrás de él por el
camino que baja entre higueras y cactus. Sé que no tenemos mucho
tiempo; mis padres no tardarán en buscarme. Desaparecemos entre
la vegetación, pero todavía nos llega el ruido de los golpes en el
balón de vóley. El chico me besa de repente, sin crear antes un
suspense, lo que me sorprende, pero no me desagrada. Es el primer
contacto boca contra boca, es sencillo y cálido, está vivo. Lo que me
gusta de ese chico, además del hecho de que me haya escogido, es
que lleva el pelo negro en melena larga y la camisa desabrochada, y
que, al andar, alardea de cierta desenvoltura. Solo sé que es de
Grenoble y que ha cumplido quince años. Una edad en que me
parece que ya no se eligen las novias a la ligera. Me fío de él por
completo, seguro que sabe lo que yo ignoro, y eso es algo que me
seduce. Me vuelve a besar, estrechándome ahora contra sí, y el
contacto me inmuta. Sentirme así de arropada, aunque el abrazo
sea un tanto flojo. No tardan en estorbarnos las ramas. Nos
sentamos en las rocas, con los pinchos de los cactus que nos
amenazan la espalda y la luz de un farol que desembosca nuestras
siluetas mal escondidas. Me pone una mano en las caderas, más
arriba de la falda pantalón, directamente en la piel. Creo que voy a
tener que negarme y que va a intentar todo eso que se intenta a su
edad —y que yo no me sé—, supongo que voy a tener que recurrir a
la palabra, que resistirme, e incluso conseguir seguramente que se
enfade. Pero la mano se le queda tal cual en mi espalda, sin
intención particular, y me da la impresión de que está calibrando
velozmente la situación. Me parece que se aburre. En su ademán no
hay deseo, la respiración no se le acelera, me acaricia la cintura
como quien le acaricia el costado a un gato, sin inspiración. Soy yo
quien vuelve a besarlo para no limitarme a tolerar y para colmar ese
vacío que se está acomodando entre nosotros. Pero esto es solo
imitación, reproducción de una imagen vista por televisión. Aparte
de darle vueltas a la lengua en la boca del otro, carecemos de
imaginación y el experimento se va al garete. El juego empieza a
cansarnos y la incomodidad puede más. Volvemos al camino, nos
quitamos las agujas de pino del pelo y nos reunimos con los demás
veraneantes, que están contando los puntos alrededor del campo de
vóley. Nos separamos para no despertar sospechas, y ahora,
aunque no esté conmocionada, tampoco estoy como antes. He
cambiado. He tenido la experiencia de la piel, he dejado que una
piel desconocida roce la mía, y me he dado cuenta de lo que se
siente con algo así.

Ahora sé por qué me tuesto al sol con cuidado para que los tirantes
del traje de baño no me dejen marcas. No es solo para imitar a mi
madre, es para que mi piel atraiga a otra piel.

Otro chico que no habla. Acaba de llegar al hotel de los Pirineos y


me mira mientras juego al balón con mi hermano. Tiene una forma
rara de observarme, sin decir nada y sin moverse. Se queda en la
penumbra, sentado en un múrete, al fondo del patio. Me digo que a
lo mejor ese chico quiere jugar con nosotros. No sé si tengo que
proponérselo o si debo esperar a que lo pida él. La pregunta nos
estropea el partido de fútbol. Me da miedo parecerle ridícula porque
soy una chica. Y eso que controlo bien la pelota, me abstengo de
hacer regates y me contento con pases poco arriesgados. El chico
no me quita la vista de encima. Lleva pantalón corto, pese a la edad;
tiene muchos pelos negros en las piernas. Le hago entender a mi
hermano que hemos terminado el partido, prefiero que nos
volvamos. El chico se baja de su observatorio y se me acerca.
Señala el rosal que trepa por la pared, corta una rosa y me la alarga.
No reacciono y le doy las gracias al chico, que habla un idioma
extranjero. Está muy serio, quita una espina grande del tallo de la
rosa roja, y entiendo que me pide que me fije. Está de pie delante de
mí, respira más fuerte y luego se clava la espina en el pulgar muy
despacio, muy aplicado, hasta el final, y tiene buen cuidado de que
no me pierda nada de su hazaña. No titubea, no hace
demostraciones de dolor mientras le asoma una gota de sangre en
el dedo y a mí se me revuelve el estómago. Se arrodilla delante de
mí como un caballero andante y luego declara en francés con
mucho acento español: C’est l’amour.

La aparición de los chicos ocupa todo el espacio. Se alojan en un


lugar inaccesible para los padres. Invisibles, pero omnipresentes.
Insospechables, pero incrustados en todos los poros de mi piel. Me
requieren entera las miradas, las señales, las llamadas, incluidas las
que proceden nada más de mi imaginación. Todos y cada uno de los
chicos se convierten en enamorados en potencia, una materia de la
que hay que adueñarse, un cometa que hay que desviar. Necesito a
los chicos para darme seguridad, para confirmarme que estoy viva y
que, en el país de los vivos, ejerzo una fuerza de atracción. Clasifico
a los chicos en dos categorías: los que me atraen y los que no me
interesan. Lo que equivale a decir que, por un lado, están los de
pelo de mechones largos y pinta de golfos, y, por otro, los que llevan
un corte que les deja al aire las orejas (y a veces también un par de
gafas). Mi escala de la sensualidad pasa primero por una
simplificación llevada al máximo. Que, a su vez, pasa por el cuerpo,
es decir, eso a lo que llaman el físico. Entra en mi vida una cuestión
trascendental que discuto con Héléna: ¿es importante la belleza
física? Pero, con o sin belleza, necesito definir mi territorio y
decretar que solo me atraen los chicos altos y morenos con
cazadora negra. Tardo en darme cuenta de que reacciono de forma
totalmente contraria a mi madre, que proclama cuánto le gustan los
rubios trajeados; Marcel Amont es su ideal a prueba de bomba.

Lo que vivo con mi primo Olivier escapa a todas las normas. Podría
ser el enamorado ideal porque tiene la misma edad que yo y una
habitación con llave en la puerta. Nuestros padres se hacen visitas a
intervalos regulares, y las conversaciones de los adultos en el salón
nos incitan a atrincherarnos en su cuarto, al otro lado del pasillo.
Pero a Olivier, en cuanto echa el pestillo, se le olvida que soy una
chica. Pone un disco en el tocadiscos, pero no me invita a bailar. Se
sienta en la silla del escritorio llevando el compás de la música de
David Bowie con el doble decímetro mientras yo estiro las piernas
encima de la cama apoyando la espalda en la pared. No tarda en
dar señales de aburrimiento, y entre dos discos de cuarenta y cinco
revoluciones echa repetidas ojeadas a la ventana, al acecho, al
parecer, de un chico que pasa en motocicleta. Le interesa saber
cuándo van a servir en el salón la tarta de fruta. Le pregunta a su
madre si va a haber nata montada. Se arregla el cuello de la camisa
bajo el jersey de escote de pico mirándose en el armario de luna. No
nos hablamos. Se nos va la tarde en prácticamente nada. Olivier
solo está seguro de una cosa: de que tengo que descalzarme para
entrar en su cuarto. Nos quedamos los dos en calcetines, yo a
veces en pantis, lo que no resulta molesto porque la calefacción por
suelo radiante da una sensación agradable en la planta de los pies.
Muevo un poco las piernas mientras oigo a los Rolling Stones, pero
Olivier sigue absorto en su imagen en el espejo, se pone un mechón
en su sitio, se estira un poco el pantalón de tergal, a mil leguas de
mis piernas, que se mueven con Sympathy for the Devil. Mirando a
Olivier de más cerca en ese momento en que surge la cuestión de
tentar al diablo, caigo en la cuenta de lo que me repele en él. No me
gustan ni sus gafas ni su bigote incipiente. Pero en realidad lo que
me produce rechazo son las nalgas, la forma en que las mueve al
andar, esas nalgas apretadas en el pantalón y que, sin ser gruesas,
desvelan con cada movimiento una carne, más que musculosa,
hinchada. Hay algo flojo en él, una curva casi femenina a la altura
de las caderas que, metida en el tejido gris, me da asco. Olivier me
aporta la revelación de la flojedad, la del cuerpo, pero también la del
carácter, y esa novedad me permite determinar otra línea de
separación en mi atracción por los chicos: los morenos altos con
cazadora negra tendrán además que añadir al lote energía y
firmeza.
Pero en realidad las nalgas de Olivier, lejos de actuar como un
simple elemento de repulsión, no dejan de ser un misterio. Podría
contentarme con mirar para otro lado y olvidarme del asunto, pero
algo extraño me dice que esas formas hablan una lengua que voy a
tener que aprender a descodificar. Y esa lengua me hace sentirme
incómoda, me molesta. Un día en que insisto y, tras haber oído
varios discos y comido varias raciones de tarta, la conversación
desciende hasta algo más abajo de la cintura, sale el asunto de las
nalgas, que la gente «no es capaz» de enseñar. Nos retamos, nos
buscamos, Olivier insinúa que nunca podrá enseñarle las nalgas a
nadie, nunca. Intento escaquearme y me voy a la habitación donde
los adultos toman un espumoso y hablan a voces. Luego vuelvo al
dormitorio, donde la función es mucho más interesante. Intentamos
hablar de otra cosa, pero nada nos desvía del tema. Sabemos que
es para hoy. Olivier, con un gesto de enfado y de desesperación,
pero también en un arranque de arrogancia, se baja los pantalones
y deja al aire las estrías que le negrean en los riñones y sobre todo
en el trasero. Se limita a informarme: «Mi padre, con el cinturón»,
antes de poner definitivamente fuera de mi vista la firma de la
violencia paterna. Luego nos quedamos sentados en la cama, un
poco sonados. Lo que acabo de ver me prohíbe moverme, pensar,
actuar. Más me valdría poder estar en otra parte.

Fue quizá aquel día cuando las nalgas flojas se me quedaron


grabadas en la cabeza como un síntoma del que tenía que huir con
todas mis fuerzas. Nuestros padres se despiden y prometen volver a
quedar pronto. Cuando le doy un beso a mi tío evitando los bigotes,
pienso en el cinturón que le sujeta los pantalones y que restalla con
tanta fuerza en las nalgas de Olivier que se le van a quedar ya
fláccidas para siempre. Ya en el coche no consigo olvidar esa visión,
con ganas de vomitar por los dulces y la nata que me he tomado en
el piso con la calefacción demasiado alta.

Cuando beso a un chico es: en un portal, en un camino desierto,


detrás de una puerta, en un sótano, en el fuerte militar, en un garaje
acondicionado para una fiesta de cumpleaños. Lo que encaja en el
mundo de los chicos es: a escondidas, con poca luz, a pie firme. Al
principio beso a los chicos de pie y con los brazos colgando. Solo
más adelante llegan la idea y la posibilidad de echarse. Estar de pie
marca los límites, impide los excesos, protege. De pie es la posición
de los estudiantes de bachillerato, provisional, pero no poco
turbadora. Permite a las chicas ser iguales que los chicos. Cara a
cara, con granos en la frente y parpadeos. El mundo de los chicos
se queda fuera de casa. Nada se trasluce durante la cena. Sin
comentarios, sin mencionar sensaciones, sin preguntar nada, pese a
la inmensidad de lo desconocido que se abre ante mí. Las
adolescentes se vuelven calladas y soñadoras. Se limitan a poner la
mesa y a quitarla sin decir palabra. Resbalan a un mundo paralelo y
a los adultos les parecen insoportables. De repente les obsesiona su
cuerpo, demasiado grueso, demasiado blanco, demasiado fofo,
demasiado musculoso, demasiado flaco, demasiado plano. Entran
en el mundo del demasiado y del demasiado poco. Los primeros
problemas llegan con los chicos. Las primeras respuestas
impertinentes y los primeros portazos. Los chicos vuelven
irreconocibles a las chicas. Los chicos meten en los hogares
intoxicación, subversión, confusión.

Por lo visto, la culpa la tienen las hormonas y el cuerpo que cambia.


Es triste saberlo, es tan decepcionante… Marie-France tiene las
piernas delgadas y muy blancas, caderas estrechas, pies
demasiado largos, Héléna tiene pantorrillas musculosas, hombros
anchos y pechos muy pequeños, Christine tiene la piel mate y
nalgas anchas y planas, Françoise tiene pechos apabullantes y
curvas sinuosas, carne que se le sale del pantalón, Louisette tiene la
piel blanca salpicada de lunares y una voz y un escote turbadores.
Si yo fuera chico, el cuerpo de Louisette me alteraría.

Vamos a ver a mi abuela cada quince días. Nunca se permite ningún


comentario menos ese día en que, al mirarme, me encuentra buen
aspecto. Añade, creyendo que me va a agradar, que estoy más
redondita. Como, según volvemos, voy enfurruñada, mi madre me
explica que para las personas mayores que pasaron por la guerra y
por privaciones es bueno tener formas y curvas. Es síntoma de
buena salud.

Me salen rojeces en las aletas de la nariz. Noto que se me hincha la


piel, que se carga de volcanes diminutos. No es ya seda la materia
que me envuelve y refleja la luz. Noto que brillo, me tapo la frente
con mechones de pelo, me tapo hasta los ojos, cosa que irrita a mis
padres. Mi padre se burla, dice que si tuviera que hacer un retrato
robot sería el de una chica sin cara. Mi padre exagera, cosas peores
ha visto, ha visto rostros sin vida, cabezas decapitadas, como la de
aquella joven del accidente en el puente del ferrocarril, rostros
tumefactos, ojos fuera de las órbitas, mujeres con los pómulos
arrancados, niños con los párpados quemados, cuellos
estrangulados, orejas arrancadas. E incluso una cabeza sin el cuero
cabelludo. Lo cuenta una vez, durante el aperitivo, va ya por el
tercer vaso de pastís. No le da detalles a mi tío, dice solo que hay
cabrones que no saben dónde pararse. Así que los granos en las
mejillas de su hija le parecen más bien encantadores. Se ríe
cariñosamente y no me toma en serio, y yo me desespero. Querría
esfumarme. En clase escojo el sitio teniendo en cuenta el acné, una
palabra tan agresiva que nunca la pronuncio. Las mesas colocadas
en forma de U son una suerte, me pongo de espaldas a la luz, no se
me ve más que en un contraluz protector. Nunca levanto la mano,
nunca contesto voluntariamente a nada, tengo buen cuidado de no
llamar la atención. Es seguramente de esas épocas de cuando me
viene la timidez, a mí que a los once años cantaba de pie encima de
una mesa en la boda de mi prima. El viraje es espectacular, querría
dejar de tener cuerpo.

Aparece la idea del camuflaje, de los primeros maquillajes. De lo


que se trata es de disimular, de enterrar, de «enmascarar» las
imperfecciones, como sugiere el modo de empleo, bajo una capa
gruesa. Polvos o base de maquillaje, ¿qué hay que elegir? ¿Fluido o
compacto? Hago unas cuantas pruebas en el Monoprix de la
urbanización, pero el maquillaje es caro, compro uno mediocre que
va a tener efectos lamentables. Delante del espejo de mi cuarto
hago pruebas. Con luz artificial, el resultado es alentador, se me
pone el cutis de color albérchigo. A la luz del día es un desastre si
me fío del chillido que suelta Héléna.

¿Cómo atraen los chicos a las chicas? Los cigarrillos, los cinturones,
las motos, los vaqueros rotos, los cascos integrales. La virilidad ya
no excluye la feminidad. Los chicos de ahora llevan fulares, sortijas,
pendientes. Cosa que me turba y me enternece. Ademán elegante y
voz profunda, aplomo y fragilidad, vaqueros pegados y nuez
abultada, delgadez y barba de tres días, vello y botines. Es
precisamente a esos chicos a los que mi padre llama «mariquitas».
Para simplificar, los que me atraen son los «mariquitas». No me
gustan: los brazos gruesos, el pelo a cepillo, los uniformes, las
mandíbulas cuadradas, los deportistas. Siento debilidad por los «de
piel morena», los italianos, los árabes, los gitanos. Y por los zapatos
agujereados.

Me gustan las tardes de cumpleaños a las que me invitan. En vez de


ir al entrenamiento de gimnasia, desaparezco en garajes o
comedores cuyas contraventanas han cerrado. Bebemos Oasis de
naranja y nuestras primeras latas de cerveza. Fumamos cigarrillos
rubios o tabaco del ejército que traen del cuartel los chicos mayores
que no han tenido la suerte de que los declaren inútiles para el
servicio militar. Ponemos la música muy alta, bailamos y, sobre todo,
miramos bailar a los demás. No nos atrevemos a aventurarnos en la
pista, es decir, en el centro del salón, de donde han quitado la
alfombra, llevamos jerséis largos para no enseñar las nalgas.
Acabamos por decirle que sí a un lento con un chico con el que nos
hemos cruzado una o dos veces delante de las torres. Al principio lo
mantenemos a distancia, luego aceptamos que nos apoye la cabeza
en su hombro. Nos da miedo que los cuerpos se abracen. Cabeza-
hombro puede valer. No queremos que se junten las pelvis. Para
eso estamos aquí, para reconocer juntos la música que se oye en la
urbanización: Stairway to Heaven, Instant Karma!, Satisfaction.
Estamos aquí para esperar a que algo pase, las chicas en
semicírculo alrededor de la habitación, los chicos apelotonados junto
a la puerta de entrada, abriendo latas de cerveza con risa inmadura,
los chicos que parecen a la vez impresionantes porque forman un
racimo y dispuestos a salir huyendo al menor aviso de peligro, los
chicos refugiados en el balcón para fumar. No es posible saber si les
interesan o no las chicas. Cuando los chicos están juntos, ya no se
sabe quiénes son. Se convierten en sombras, en maquinarias
programadas para funcionar de forma simultánea, un solo cuerpo
con muchas cabezas. Un grupo de chicos no es sino una caricatura.
Risas forzadas, gestos rebuscados, miradas alarmadas. Mientras
que las chicas, quienes al contrario se dedican a trabajarse las
diferencias, echan cables con el temor de que alguien los agarre.
Los ojos se buscan y se rechazan en la penumbra, los miembros se
rozan, se cruzan señas con torpeza. No se entiende nada y se
interpreta todo. Los corazones laten al menor cambio de sitio. Se
está al acecho del mínimo movimiento, del más discreto cambio de
rumbo. Si un chico cruza la habitación, es una amenaza para el
equilibrio del conjunto; si un chico alza la voz para pedir otro disco,
todas las chicas lo miran como a un héroe. Nadie se atreve a bailar
solo, piernas, torso, pecho, a moverse ante la mirada de los demás,
se siente uno desnudo, incluso en la semioscuridad. Cuando un
chico se marcha, es una derrota; cuando llega otro, el juego de las
posibilidades recobra el mordiente. Todo dura tardes enteras sin que
ocurra nunca nada decisivo. Los chicos no van más allá de
quedarse mirando y se marchan en sus motocicletas sin nadie en el
portaequipajes, y las chicas siguen sin entender lo que no resultaba
atractivo en ellas. Luego, el regreso a casa, donde hay que suprimir
el olor a cigarrillos, encerrarse en el cuarto de baño y lavarse los
dientes, quitarse el rímel apelotonado en las pestañas, cambiarse de
ropa y esconder el jersey que apesta bajo el montón de ropa sucia,
cambiar de raíz antes de sentarse a la mesa.

Notitas dobladas en cuatro pasan de mano en mano durante la hora


de clase. Los chicos de mi clase están enamorados de Isabelle
porque tiene los ojos rasgados. El profesor de Lengua intercepta los
trozos de papel y le pide a uno de nosotros que lea las notas en voz
alta. Insiste para que se presente un voluntario. Agachamos la
cabeza. Ante eso que llama nuestra cobardía, decide leerlas él
personalmente; luego le entran remordimientos y prefiere ponernos
un trabajo cuyo enunciado es: «Os declaráis a uno de vuestros
compañeros de clase, sin dar nombres. Decís lo que os gusta de su
aspecto y su forma de ser».

Günter Thomas se presenta entre las tiendas de las chicas, con el


torso al aire y una toalla por los hombros. Por la noche ahí está, y,
milagro, se acerca a la pista de baile. Me saca treinta centímetros,
eso es lo que más molesto me resulta cuando bailamos Imagine, de
John Lennon, mientras me agarro con las manos a sus bíceps. Me
deja asombrada tanta sencillez. Creo que toda la vida va a ser así:
un chico me gusta, bailamos, estamos en verano, de noche nos
tumbamos en la arena ya fría, junto al agua negra. Un chico me
gusta, habla en alemán, John Lennon canta en inglés, en un
santiamén soy trilingüe. Sé decir: Wie heisst du? (¿Cómo te
llamas?); Wo wohnst du? (¿Dónde vives?); Wie lange bleibst du
hier? (¿Cuánto tiempo vas a quedarte?). Günter Thomas vive en
Düsseldorf y se marcha dentro de cinco días. Me felicito por haber
cogido el alemán de primera lengua. El día siguiente me lo paso
hablando alemán, aprendo más que en un año de clase, me lanzo,
pregunto, contesto, no les tengo miedo a los errores de declinación,
a los genitivos, a los pretéritos. Entiendo una cosa y la contraria,
vuelvo a inventar las palabras desconocidas y me fabrico un
universo paralelo. Siempre me falta algún sustantivo, y a veces un
verbo, y las conversaciones carecen de consistencia. Nos
quedamos en la superficie de las cosas, en el comentario de los
microacontecimientos del día: el avión que despega, la chica que se
cae haciendo esquí náutico, la comida para la que ya falta poco; y
volvemos a ser niños, captados solo por el instante, por lo visible,
por lo concreto. No podemos expresar ningún sentimiento, ninguna
sensación, salvo el frío y el calor, el cansancio y el hambre. Ich bin
mude, ich habe Hunger. Recurrimos mucho a las manos para dar
cuerpo a todas y cada una de nuestras frases, actuamos como
mimos, exageramos las situaciones con ruidos de la boca, con
onomatopeyas. Simplificamos, adaptamos. Entra en escena nuestro
cuerpo, cada vez más expresivo. Llevamos el lenguaje en la caja
torácica, doblamos, enderezamos, movemos los brazos, inclinamos
la nuca, ondulamos, rebullimos, ilustramos todas las palabras y nos
volvemos ridículos. No soy la misma cuando hablo alemán. Pierdo
mi complejidad y mi forma de ser. Me vuelvo intercambiable, soy
ante todo una francesa, eso es lo que me define, con mi apariencia
física de francesa; y Günter es un alemán, alto, rubio, cuya piel
enrojece el sol, con un cuerpo que viene de otra parte, conmovedor
en su palidez. Lo que me gusta es la idea de que sea alemán, ese
exotismo que me saca de mí, que atiza mi curiosidad y me valoriza.
Mi destino se vuelve internacional. Salgo de golpe de mi zona de
extrarradio, de mi historia. Düsseldorf es una ciudad que, de
repente, existe, cuyo destino me importa y que a partir de ahora sé
situar en un mapa. Lo malo de Günter es que tiene que irse pronto.
Me anclo esa realidad en la mente y repito hasta qué punto es
schade (una lástima) y qué traurige (triste) estoy, dos palabras que
pronuncio a la perfección. Desde que nos encontramos estamos
preparándonos para la separación, y eso le da a nuestra breve
historia un sabor particular. Nos paseamos por la orilla cogidos de la
mano, con la necesidad de sentir plenamente esos instantes sin
ceder a la melancolía. Aprendemos a vivir el momento y
aprovechamos esa prueba que se avecina para arrimarnos más el
uno al otro, como para conjurar el sufrimiento por venir. Nos
volvemos indisociables, patéticamente incorporados, sería imposible
desgajarnos. Entonces Günter me invita a compartir su saco en la
tienda grande donde duerme. Pasamos así parte de la noche,
echados juntos, sin movernos, con la incomodidad de la cama de
acampada, en presencia de otros chicos alemanes, de sus
conversaciones enigmáticas, de sus risas exageradas, de sus
ronquidos, de su falta de delicadeza. Günter es el primero en
quedarse dormido, y yo me quedo pegada a él sin atreverme a
moverme. Por la mañana me duelen todos los huesos.
Cuando ya no está Günter, el dolor se me ahonda en la carne.
En pocos minutos no puedo ya soportar el sol, el mar, las clases de
vela, a John Lennon, a los otros chicos, a las francesas con su pelo
castaño, su bronceado excesivo, su estatura mediana. Siento el
dolor en el vientre, es la primera vez, no es como una indigestión, no
es eso que mi padre llama un ataque de acetona, no es hambre, es
como un hueco que nada puede colmar. Me entero de que echar de
menos es algo físico, que es el cuerpo entero el que busca y llama.
Solo pienso en que se me calme el vientre. Incluso echada me hago
pedazos. Cuando mis padres van a recogerme a la estación, lloro.
Es mi tarjeta de visita. A partir de ahora soy una chica triste.
Pasados quince días, sigo llorando cuando abro el buzón vacío. Mi
madre, que no se ha tomado mi pena en serio, se espabila.
Pregunta con tono de preocupación: «No habrás hecho ninguna
tontería, ¿verdad?».

Una no cree a los adultos, que dicen que «ya se te pasará». Se


niega a que se le pase. Querría, antes bien, que se quedara, solo
por llevarles la contraria. Querría que dejara huellas, que la carencia
fuera visible, palpable, que fuese de color rojo, por ejemplo. Me
paso semanas en lo rojo, un rojo fuerte que me descoyunta, una
carnicería. Soy una chica nueva, a quien no hablan mis padres y mi
hermano, como si fuese un montón de brasas, una enfermedad
contagiosa. Me desdoblo, cara y cruz, por una parte la jovencita
autómata dócil que va al liceo y, por otra, la chica quemada viva a
quien le han preguntado si no «habrá hecho una tontería». Mi madre
dice que «estoy de los nervios». Con lo que se sobreentiende: «Y lo
estás por bobadas». Pese a todo, la vida sigue, y a veces se me
olvida estar triste. Lo que amagaba con ser el amor del siglo se
convierte en un amor de vacaciones, lo que resulta muy humillante,
y se guarda en la sección de recuerdos de vacaciones. Tengo que
aceptar esa realidad: soy como las demás, ni más ni menos
excepcional, no me libro ni de la ley del tiempo ni de la ley de la
distancia. No lo creo, pero lo acepto, porque me viene bien que me
duela menos.

Lo que llega después es el paso por una etapa particular. Es el


cuerpo que hace su aparición con torpeza, pero resueltamente. Lo
que llega después es la aparición de un deseo nuevo, que no
tardará en ocupar un lugar central, excesivo. A los chicos les cambia
la cara, sobre todo la mirada, lancinante, y los ademanes, que se
desbocan y luego se encabritan por el camino, que se enredan. Sé
que no me quedaré en la infancia, en ese instante del trastorno total
de un beso; sé que me sumergiré en las profundidades, que me
desollaré, que no escaparé a la llamada de la carne. Por ahí pasará
la vida, no pienso en ello, pienso un poco, me apetece y no me
apetece a la vez. Cuando llegue el momento, tendré tiempo de
sobra para domeñar la atracción y el miedo, es un reto que me
interesa.

Grabo su nombre en la goma, escribo cartas que no le mando. Por


lo visto nos parecemos, mi vertiente masculina, la forma de combar
la cintura, la delgadez. Somos tímidos y guapos. Doy un rodeo por
las mañanas cuando llego al patio cubierto. Él no se fija en nada. Me
quito el gorro tricolor tejido a mano —con mis propias manos— y la
gran bufanda naranja. Estoy a tres metros, dejo para más adelante
el momento de dirigirle la palabra. Aquello dura semanas, con o sin
gorro, con el pelo recogido o suelto, con los ojos pintados o sin
pintar. No sé casi nada: lo he oído reír con frecuencia, me gustan su
voz grave, su indolencia y la forma en que empuja la bicicleta. No se
parece a los demás, es tan alto y tan estilizado…, tiene una arruga
vertical en la frente, un algo desasosegado y distinto; son los
detalles que recuerdo por las noches cuando hago una
recapitulación antes de quedarme dormida.

En el comedor escolar estoy en un tris de sentarme a su mesa, pero


renuncio en el último momento. Estoy inmediatamente detrás de él
en la cola con la bandeja, pero de repente noto muchísimo calor y
dejo que se adelante. Me vuelve a doler el vientre, pero con
mordisqueos, ataques repentinos, que no resultan desagradables
del todo. Se nos cruzan las miradas un día en que hemos tomado la
decisión de que eso suceda, sin decir ni palabra.

Vamos a la pista de patinaje, a la bolera, al cine, y otra vez a la pista


de patinaje. Damos vueltas por la pista, uno detrás de otro, a veces
nos acercamos, nos tocamos casi. Nos rozamos, nos atraemos
como imanes, nos alejamos. Vamos inseguros con los patines, los
pasos del chico son torpes, pero me gustan su torpeza y sus
titubeos. Es como un tallo largo que va a quebrarse. So pretexto de
ayudarlo, le tiendo la mano por fin. Soy yo quien lleva el mando
desde la primera vuelta a la pista. No sé si mi ritmo será demasiado
rápido para él. Me gusta acelerar mientras lucha con las dificultades,
me gusta jugar a perderlo y sorprenderlo. Soy yo quien decide los
trayectos, las pausas, la velocidad. Mientras él intenta estar a la
altura, seguir de pie, que se le vea una silueta presentable.

Las clases de Ciencias hablan por fin del cuerpo. Ya no va la cosa


de paramecios, de organismos vivos microscópicos, ni siquiera de
ranas, sino del hombre. Ya no va la cosa de la digestión o de la
respiración, sino de la sexualidad. El profesor con bata blanca
subido a la tarima tiene el cometido de transmitir a treinta alumnos la
información de cómo un espermatozoide fecunda un óvulo y de lo
que sucede inmediatamente antes. En realidad se trata de una clase
sobre la reproducción y no sobre las relaciones sexuales.
Reproducirse y acostarse juntos tienen un denominador común, que
se llama la verga y la vagina. De lo que se trata para el profesor es
de enfrentarse al apuro de los adolescentes, de impartirles
enseñanzas en un ámbito que todo el mundo finge conocer. De
hablar de supuestas obviedades, de arriesgarse a un monólogo
prolongado que nadie interrumpe con alguna pregunta. A todos nos
da miedo pasar por tontos, así que tomamos apuntes con la cabeza
gacha y expresión indiferente. Es la primera vez que un adulto me
habla de la contracepción, con ilustraciones incluidas; del método
Ogino-Knaus, que, según el profesor, repobló Francia después de la
guerra. Nos reímos con él, reconocemos que nuestros padres están
muy atrasados, soltamos algo de la presión que nos oprime. Me
entero con estupor de que el riesgo de embarazo no es permanente,
basta con saber calcular la fecha de la ovulación.

El chico me acompaña a casa todas las tardes. Andamos juntos.


Dejo que se decida, no lo rechazo cuando, al cruzar la calle, me
coge de la mano. Ahora es cuando la historia empieza de verdad,
después de todos los intercambios y todas las conversaciones,
después de la pista de patinaje, la bolera y el cine. La única
habitación posible es mi cuarto, claro; a quién se le iba a ocurrir
recibirlo en la cocina. Mi cuarto es pequeño, tres metros por tres,
una cama, un escritorio y un armario. Todos los dormitorios del
edificio tienen las mismas dimensiones y, seguramente, la misma
disposición. Él vive en el barrio de las casas con jardín, y descubre
un mundo que no conoce: el del hueco de las escaleras, los
ascensores, los porteros y la calefacción por suelo radiante. Pero mi
cuarto basta, mi cuarto es perfecto, mi cuarto es ideal para que los
jueves, el día en que mi madre va al centro a comprar telas,
quedemos, al amparo de las miradas. Al principio, sentados al filo de
la cama; luego, pronto, tendidos, nos abrazamos cuerpo con cuerpo,
sin saltarnos aún los límites.

Lo que ocurre después no es el fin del mundo, es solo el comienzo.


Lo que ocurre entonces no es el resultado de ninguna decisión, de
ninguna voluntad. Es la metamorfosis en acción, la transformación
lenta, la piel bajo la piel. Somos como hermanos, abrimos una
puerta nueva en los subterráneos del castillo, intranquilos e
impacientes. No sabemos cómo se cumple el tránsito, como mucho
sabemos cómo se lleva a cabo la imbricación. Contamos el uno con
el otro para guiarnos mutuamente, y el resultado es algo
aproximativo, un ademán un tanto chapucero, un esbozo más bien.
Ropa apartada apenas, vientres y caderas acariciados torpemente.
Intenciones más que hechos. Das, ofreces, dejas al otro la tarea de
tomar, de asir, de poseer. Pero al otro le turban la conquista y el
exceso de luz que entra en el cuarto. Es difícil llegar a lo secreto a
plena luz. Entonces, los ojos se cierran, los dedos se aferran y los
muslos salen de los pantalones. Él busca, alza, acelera. A mí me
parece bien, me parece bien todo, no me resisto. Sé que corro un
riesgo. Me acuerdo del profesor de Ciencias. Calculo las fechas, los
días, las probabilidades, mientras que él seguramente se lo está
preguntando. Si no digo nada es seguramente porque lo sé. Si él no
dice nada es forzosamente porque sabe cómo se evitan esas cosas.
Las probabilidades no son buenas, pero no puedo dar marcha atrás,
habría tenido que reaccionar al principio del todo. Pero, al principio
del todo, no sabía que era el principio. No me habría atrevido a decir
ni una palabra. Pienso que una fuerza superior me protegerá. No
pasará nada la primera vez. El piensa que las caderas de la chica
son el mejor argumento, toda esa suavidad, imposible renunciar. Ya
no está en la inocencia de la exploración. Está en el colmo del
deseo, y ni la luz, ni el hermano pequeño del otro lado de la puerta
ni la inminencia del regreso de la madre podrán desviarlo de su
increíble destino. Es arrodillado detrás de ella, agarrándole el pecho
con las manos, como siente él ese escalofrío radical. Es arrodillada
delante de él como no siente nada ella salvo la impresión de una
breve inundación contra el muslo y la certidumbre de que su amor
ha crecido de repente.

Nos vemos todas las semanas en el dormitorio, lo que nos deja


unas cuantas horas para entender qué fue lo que no funcionó la
primera vez. Tenemos ganas de aprender, nos parece bien saberlo
todo de esa asignatura que no nos enseñan. Contamos con lo
esencial, dos cuerpos consentidores.
Pero nos falta lo esencial, dos cuerpos liberados del temor de
procrear. Así, en abstracto, no es algo complicado. Yo creo que él
debería comprar preservativos. El cree que yo debería tomar la
píldora. Es la primera vez que nos sentimos molestos el uno con el
otro, estamos en la época anterior al sida, anterior a los tangas y a
las páginas web pornográficas, una época en que los padres casi no
se divorcian, una época en que no se va al psicólogo, nadie sabe
qué es eso, se queda una hecha un ovillo con sus dolores de
vientre, no se sabe diferenciar la hepatitis del ataque de angustia, no
se va ni al dermatólogo ni al ginecólogo, el médico de cabecera
tiene respuestas para todo. Es una época en que impera siempre el
silencio, en que un chico y una chica no saben hablar de eso.

Me duelen los pechos, me los toco varias veces al día. Me parece


que están calientes y que abultan más; luego decido que están
completamente normales, es fruto de mi imaginación. Les paso
revista por la noche ante el espejo de mi cuarto, intento olvidarlos.
Cuento los días, treinta y dos, nada serio todavía. Me duermo
tranquilamente. Hago una comprobación todas las horas, tengo la
esperanza de que la sangre fluya, entre clase y clase, antes y
después del comedor escolar, lo compruebo a cada instante. Vuelvo
a mirar el calendario, vuelvo a contar. Treinta y tres días. Retrocedo
en el tiempo, hago memoria de los ratos pasados con el chico. Es
imposible, estoy casi segura, a menos que se me esté escapando
un parámetro esencial. No me atrevo a preguntarle a Héléna,
recobro la confianza, dejo de tener miedo. Al día siguiente no pasa
nada. No le digo nada al chico. Treinta y cinco días. Ya no creo que
sea un simple retraso; a menos que se deba al miedo precisamente.
He oído decir que el ciclo lo modifica una contrariedad, una
impresión fuerte, una angustia. He leído que algunas mujeres,
durante la guerra, dejaron de tener el período, eso se llama
amenorrea. Es un círculo vicioso, cuanto más miedo tienes, más
tarda el período y, por lo tanto, más crece el miedo./Por las noches
rezo en la cama. Por primera vez, mi cuerpo se vuelve un enemigo,
algo ajeno que ya no controlo. Al día siguiente voy en el autobús,
tengo calor, tengo náuseas. Me bajo a toda prisa dos paradas antes
de la mía, me pongo de cara a un árbol y vomito con un espasmo
impresionante. Treinta y siete días. Ahora ya no merece la pena
esperar.

Pido hora a un médico que no es el de cabecera de la familia, en


una torre a la entrada de la urbanización. Me encuentra un útero
«que podría revelar un embarazo». Aclaro que no quiero
«conservarlo» con una voz tan fina que no me oye. Tengo que
repetirlo, y empieza la auténtica prueba. Escribe una nota para un
«colega del centro», me la entrega en un sobre cerrado y me manda
un análisis de sangre. Me cobra la consulta, coge los billetes y las
monedas que le pongo encima de la mesa. Me meto en el bolsillo el
impreso de la Seguridad Social, pero nadie me va a devolver nunca
ese dinero. Cuando tengo el resultado de los análisis, pienso en el
chico, que no tiene ni idea de nada; en mis padres, con quienes me
parece inconcebible hablar; en el mundo, que de repente da un
vuelco. Pienso en mí, me miro de forma diferente, no sé cómo he
llegado a esto, voy a entrar en la categoría de las chicas que se
quedan embarazadas, que corresponde al grado más bajo de las
categorías de chica. Unos adultos van a juzgarme, van a mirarme
como a una chica fácil, una chica de los suburbios, una víctima
quizá, sin ética y sin educación.

El colega del médico es taxativo, el embarazo está ya en la sexta


semana. El aborto será por aspiración. Tengo que reunir
ochocientos francos y traer una autorización firmada por una
persona mayor de edad. Me pierdo medio día de clases para ir a la
consulta del hospital. Una señora muy atenta y muy distante a la vez
me pregunta los motivos por los que no quiero tener el niño. Oigo la
palabra niño y caigo en la cuenta de que embarazada y niño tienen
algo en común. Ahora mismo quiero librarme de un estado, no de un
niño. Querría nada más volver al estado anterior, no imaginar el
estado siguiente. No quiero decir que se trate de un accidente, no
me atrevo a especificar que era la primera vez, supongo que la
señora se va a reír, que todas las chicas dicen seguramente que era
la primera vez. Intento estar tranquila, clara y valiente; quiero dar la
imagen de una chica sensata, lúcida, que no es esa que parece ser.
Me quedan cuarenta y ocho horas para traer la autorización. La
señora me escucha, no intenta ni disuadirme ni convencerme, ni
tranquilizarme ni culpabilizarme; me receta sencillamente una
pastilla que tengo que tomar una vez al día, para después. Me
habría gustado hablar más tiempo con esa señora, la primera adulta
que opina que a mi edad puedo tener una historia de amor, que
admite que el amor es también hacer el amor, como si esa evidencia
fuera la peor de las revelaciones.
Entre la causa y la consecuencia hay una sima qué no entiende
ninguna generación; entre el acto, rápido o no, amoroso o no,
consentido o no, y un feto que crece, con brazos, piernas y un
corazón que late, y, a no mucho tardar, la mirada, y enseguida la
palabra, hay un abismo que nadie ha medido nunca, una distancia
que ningún ser humano es capaz de explorar. Es demasiado para
una chica, y todavía más para un chico que seguirá, pase lo que
pase, fuera del círculo de fuego. Es esa realidad la que hay que
atreverse a delatar ante los padres, decir con completa inocencia
que una no se imaginaba que un acto de tan poca monta tuviera una
repercusión tan espectacular. Ahora tengo que anunciar la molesta
noticia, la peor cosa que se puede revelar a unos padres. Él no tiene
que anunciar nada a nadie, lo que parece injusto e incluso no poco
frustrante. En su cuerpo no ha quedado ningún rastro. No tiene nada
de particular que hacer, ninguna consulta, ninguna preparación, solo
puede estar ahí cuando lo necesito, poner el dinero que le queda del
que ganó vendimiando. No sabe cómo encontrar el lugar en que
debe ponerse; parece contrito, escéptico y culpable. No pierde el
sentido del humor. Comenta que, en ese intervalo, pueden
acostarse juntos sin correr riesgos.

El cuerpo llora, lo sacuden espasmos, los nervios ceden, los huesos


se desploman de golpe. No dura mucho, lo que tardas en decirle a
tu madre que no estás bien, lo que tardas en atreverte a hundirte, en
dejar los brazos colgando a lo largo del tronco, el espinazo
inclinado, el pelo pegado a las sienes, pringoso de lágrimas. A
continuación es la joven tan formal desde todos los puntos de vista,
que ya se las daba de mujer, independiente, algo arrogante,
orgullosa y vivaz, la que esconde el rostro por vergüenza, la que se
doblega ante esa persona adulta que es su madre, la que maldice a
esa persona adulta que es su madre porque va a tener razón y va a
mencionar la confianza y la madurez. Entonces, el cuerpo acusa el
golpe, se encoge, se somete, querría desaparecer, no le importaría
que por una vez lo golpeasen, lo querría todo salvo el desprecio.
Solloza, pero la madre sigue sin saber por qué. Le parece que tiene
alguna pena. Y ahora que la madre debería volver a usar esa frase
suya, sacar a relucir eso de: «No habrás hecho ninguna tontería,
¿verdad?», se queda muda, se guarda la frase terrible. Lo que viene
luego es seguramente lo más delicado, lo que sucede después es
un gesto, el de la madre que te aparta el pelo de la cara húmeda y
esboza una caricia en la mejilla, un gesto que se pierde por el
camino, tan titubeante y tan frágil que en vez de anularse cuenta el
doble, cuenta como la imposibilidad de contarlo, de hacer algo,
cuenta como el miedo que frena, el miedo que siente una madre
ante su hija que sufre, ante su hija que vive su propia vida en
soledad, a quien no ha visto ni crecer ni alejarse, y ni siquiera
resistirse, a la que intenta retener, y mirar también, improvisando
ese gesto de impotencia.

Mi padre dice a veces esta frase cuando le habla de su trabajo a mi


tío: «¡Haced lo que queráis, pero sed lo bastante inteligentes para
que no os pillen!».

Entrego el sobre con el dinero y la autorización firmada. Una señora


con bata blanca me informa de que durará unos minutos, de que el
dolor será soportable y de que antes de irme del centro pasaré un
rato descansando en una cama. Añade que tendré que respirar
hondo, por la boca, con fuerza. Quiere saber si tengo preguntas. No
hay preguntas. Es un hombre quien me pide que entre, que me
desnude, que me eche y que ponga los pies en los estribos. Es un
médico cuya cara no se me queda en la memoria, ni el nombre que
lleva en la bata. Pienso que está bien que médicos como él intenten
liberar a jóvenes como yo. Me pregunta el grupo sanguíneo, y es
ese detalle el que me desasosiega, el que me lleva la imaginación
por donde no debería ir, es decir, hacia la catástrofe, la hemorragia,
el charco de sangre. Estoy echada, y todo empieza sin transición. El
médico introduce la herramienta, el utensilio, no hay una palabra
para nombrarlo, la sonda quizá, y llega el dolor, lento y sordo, un
dolor que repercute, que atenaza, que arranca, pero soportable,
como ha dicho la señora, un dolor que se olvidará; luego entiendo
que ese dolor no es sino el primer nivel, la entrada en materia, una
preparación como quien dice. Estoy en las manos del médico y de
su asistente, y tengo que pasar por todas las etapas, despacio,
minuto a minuto, respirar como un animal que agoniza, respirar
clavando los ojos en los de la señora, aferrarme a sus ojos como a
la única tabla de salvación, el único vínculo con la humanidad. Estoy
pagando la factura, tengo la seguridad, estoy purgando, expiando,
tengo que rebajarme a la condición animal, lejos del chico, lejos de
mi madre, lejos de mi padre y de mi hermano, que no saben nada
de la realidad de esta mañana que paso fuera de la urbanización.
Pago por todas las chicas que no han tenido bastante inteligencia y
las han pillado, es decir, todas las chicas que han pecado por
exceso de romanticismo y de despreocupación. Pago por no haber
entendido que el cuerpo existe y contrapone su lógica técnica,
mecánica, implacable a la creencia mágica y adolescente. Es esta
intervención médica, esta aspiración de todo mi ser, esta
interrupción voluntaria del embarazo lo que me interrumpe tan
brutalmente la infancia.

Durante meses no tolero sino caricias sin peligro, en la nuca, en la


arista de la nariz. Durante meses me contento con lo que tengo,
niego el deseo al acecho, que no veo, que no oigo.

Nos inventamos una forma nueva de acercarnos, que consiste en


leves toques que le sacan punta al mínimo detalle. Los dedos del
chico buscan un contacto que se queda en la superficie y explora
así la suavidad y el calor que contiene la piel. Se le demoran los
dedos en las largas líneas pálidas que recorren la parte posterior de
los brazos, en la curiosa punta de los omóplatos, en el palpitar del
pecho, en la oquedad de más abajo de las caderas, en las corvas
con ese pliegue casi mullido, en la línea de pelusa rubia debajo del
ombligo; los dedos se desvían cuando alguna zona sobreentiende
otras promesas. Hay que contar con la ropa, que forma una barrera,
que revela y oculta a un tiempo, que permite encuadres
sorprendentes, cuadros de composición barroca. Mis dedos se
obstinan en perderse por el vello de la parte baja de la espalda, por
el de los muslos, repartido de forma desigual, negro y que da un
poco de miedo. Con la palma de la mano atuso las zonas más
claras, insisto y dibujo itinerarios a veces complicados, pruebo la
resistencia de los abdominales, me empeño en el perfil de los
músculos y en el vientre, otra vez el vientre, que da un respingo, y
luego voy cerca del cuello, juego con la nuez (la zona que prefiero),
la hundo un poco y hago como si lo fuera a estrangular.

Me propone que tomemos un baño ahora que no están sus padres.


En casa no me baño, no hay más que un plato alto de ducha donde
puedes remojarte en cuclillas. Tengo que meterme desnuda en el
agua, y el simple hecho de desnudarme delante de él es una prueba
singular, una primera vez. Hasta ahora, la ropa nos protegía de un
panorama completo, de una visión de conjunto. Y además quitarse
una la ropa no es como dejar que te desnuden. Son unos gestos
que me desagradan, quitarme el jersey y la falda me parece que
queda un poco previsible. Me siento como una idiota al quitarme yo
las bragas, doblarlas y dejarlas encima del mueblecito para la ropa
sucia. El hace como si no mirase, yo vuelvo la cabeza mientras él se
libra de las perneras del pantalón. Descubro lo que aún no sabía.
Cómo se quita la camiseta: dobla un brazo detrás de la espalda y
echa la cabeza hacia adelante; cómo se quita los calcetines.
Estamos apurados, pero no nos queda más remedio que reírnos
porque esa forma de desnudarnos ya la hemos visto en el cine y
siempre nos ha parecido que esas escenas quedaban un poco
forzadas.
La inmersión es el momento mejor, la contracción de todos los
músculos, el esfuerzo de la respiración para soportar el calor e,
inmediatamente después, el placer, la relajación, la laxitud de todas
las fibras. Luego mi cuerpo se coloca delante, espalda contra
vientre. Él siempre ha dicho que soñaba con eso, la chica delante, a
quien es posible rodear con los brazos, que resulta posible abarcar,
sujetar. Eso es lo que él quería, la chica que abraza con las piernas
en un mar de agua muy caliente. Luego se impone la dulzura,
caricias a lo largo de la columna vertebral, hasta la raíz del pelo,
luego besos en los hombros. A los dos les gustaría tamizar la luz, él
sabe desde el principio que va a acariciar la piel con un movimiento
untuoso, resbalar por entre las piernas y albergar la esperanza de
que sus padres no vuelvan nunca.

Cansada de esas exploraciones interrumpidas en el mejor momento,


propongo usar la receta que está a punto de caducar. Se me
vuelven a redondear las curvas y otra vez me dan náuseas, pero
ahora es normal, son los efectos secundarios de la contracepción.
Hay una circunstancia nueva en el ritmo de la vida, tengo que
acordarme de tomarme la píldora todas las noches, tengo que
acordarme, no pienso más que en eso. Me da la impresión de que
tengo el cuerpo poseído, de que lo ocupa el estorbo de una
presencia difusa que se expande hasta las extremidades de los
miembros, me coloniza, me ablanda. Así que, para compensar, no
como casi, por temor a convertir el chocolate y la masa de las
crepes en grasa indeleble. Estoy sumergida en estrógenos y me
duermo por las noches con el estómago vacío.

Descubro el amor sin miedo. Es casi demasiado hermoso ese


horizonte que se abre, esas extensiones que se despliegan. Mi
cuerpo no plantea ya un problema, mi cuerpo invisible que hace
malas jugadas y conspira desde dentro. Queda un último obstáculo.
No tenemos una habitación, así que nos la inventamos, nos
acostamos en esos sitios en que se reúnen las parejas ilegítimas, en
garajes, en solares, en casas abandonadas. No tenemos coche,
como mi prima Pauline. Así que lo hacemos casi siempre de pie y
vestidos, lo que es una forma peculiar. No nos acomodamos, no
dormimos luego, no nos acariciamos como nos gustaría. Se nos
pone la carne de gallina, tenemos tierra o piedra pegadas a las
caderas, hormigas que nos suben por las piernas, latas de cerveza
vacías y papeles grasientos al alcance de la mano, a veces hierba
llena de insectos que nos hace de almohada. Vamos una vez a un
hotel y nos presentamos en la recepción sin equipaje y un poco
apurados. Por primera vez nos metemos entre las sábanas de una
cama de matrimonio. Hay cortinas en las ventanas y sombras que
nos tiemblan en el torso. Perdemos la noción del tiempo. Nos da
vergüenza cuando nos toca pagar.

Me vuelvo una flor que se mustia cuando el chico se va a la mili y no


vuelve más que un fin de semana de cada cuatro. Un tallo
completamente sediento. Algo se ajá en mí. No tengo ya voz, ni
sangre en las venas ni nervios. Algo me mata. No consigo
levantarme por las mañanas y me quedo hundida entre las sábanas,
con la cabeza metida en la almohada. Dejo de ir a clase, disimulo
con mis padres, que no se dan cuenta de nada. Luego vuelve, con
el pelo rapado, con las mejillas y el vientre abultados
progresivamente por la cerveza, la inacción y los tranquilizantes.
Veo a un chico al que no reconozco, que se cree sumiso y cobarde
porque no ha sabido conseguir que lo declarasen inútil. Y cuya
silueta lleva a cuestas una carga nueva. Me vuelve la energía, me
invade, me inunda cuando lo espero en el andén de la estación. Me
vuelvo liviana y vertical, todo tira de mí hacia el cielo. Paso un año
viviendo esta alternancia de estado de gracia y de desesperación.

¿Por qué acepto pasar por esto? Sería más sencillo abrir un
paréntesis y divertirse con otros chicos. Ahí están los chicos, por
todos lados, alrededor, vivos, divertidos, prometedores. Se acercan,
se mueven, me invitan a ir con ellos, tienen deseos y músculos bajo
las camisetas, piernas esbeltas, vientres planos, van a bañarse al
borde de un lago, acampan en Les Saintes-Maries-de-la-Mer, vienen
del Líbano, de África, trabajan junto a mí durante el verano ante los
casilleros de las oficinas de clasificación postal. Pasan y vuelven a
pasar por detrás de mí y me invitan a café en la máquina. Los chicos
me atraen, se zambullen desde puentes, desde rocas escarpadas;
corren con sus Coccinelle descapotables y un cigarrillo en los labios,
son invencibles y atolondrados. Me esperan después del trabajo,
quedan conmigo en el café de la plaza, me llevan a ver películas en
blanco y negro. Los chicos de aquel verano endulzan la ausencia,
consiguen apartarme de la melancolía, me tiran al agua en la
piscina, me rodean con los brazos para hacerme aguadillas y
salvarme mejor. Luego me miran de una forma rara, hacen como
que no entienden mi empecinamiento en resistirme a ellos, no les
gusta mi silencio. Aprendo a controlar mi sed, a organizar mi
carencia, a no mezclarlo todo, aprendo el ascetismo y disfruto no
dejándome tentar. Los chicos no lo entienden, no ven en mi negativa
más que un acto de fidelidad un poco pasado de moda, un
romanticismo de otros tiempos. No ven más que un cuerpo que no
pueden tocar. Me gusta ser inaccesible, una chica a la que se desea
como se desea una imagen. Una chica desencarnada.

Llegan cartas a diario, que cuentan la vida en el cuartel, las


almohadas que le tiran a quien intente aislarse, la relación absurda
con los suboficiales, las tareas con frío, la vacuidad de los días, las
artes para matar el tiempo, las maniobras, que consisten en simular
batallas en un terreno helado con armas de verdad y munición de
verdad. Las cartas cuentan la conmoción de esa vida en el destierro
que tiene que permitir que los chicos se conviertan en hombres.
Vomitar en el dormitorio después de una trompa de cerveza,
medirse colectivamente el sexo y el poder de eyaculación, estar de
pie en el patio del cuartel a diez grados bajo cero en plena noche,
con el arma al hombro, esperando la orden de romper filas. Las
cartas cuentan la supervivencia, el cuerpo refractario y dolorido, la
imposible virilidad, el asco por los hombres. Me doy cuenta de hasta
qué punto no es igual ser chico que chica.
El chico del centro de vacaciones en el que hago un curso de
formación compone una canción para mí. Y vuelta a empezar todo,
el deslumbramiento, la felicidad de que te hayan elegido como la
chica por quien todo ocurre. Cedo a las miradas, a las palabras, a
las señas; no solo cedo, sino que me adelanto, suscito, animo,
contesto «presente» siempre que me llaman. Toca la guitarra y
canto con él, y las veladas son interminables en la sala común del
castillo aislado cerca de un bosque. Los despertares son con
música, Vivaldi o Michel Polnareff, el sol se cuela entre los pinos,
nos bebemos tazones grandes de café mirándonos a los ojos.
Andamos hasta el lago cogidos de la mano, nos echamos en el
musgo de los sotobosques, nos apretujamos por las noches en una
cama individual mientras los demás se amodorran en el dormitorio.
Vivimos a cámara rápida todos los tópicos del éxtasis amoroso. La
única pega es que sé que voy a sufrir y a hacer sufrir, las cosas no
son ya como antes, pero consigo disfrutar de lo que me ocurre, solo
estoy disponible para el presente y, de momento, no quiero ver el
seísmo que se avecina. Pasan los días y crece la intensidad de la
relación con el chico, es como si estuviera al principio, al comienzo
por completo de mi vida autónoma, los trece años, los catorce, los
quince, recuperados, asombrada de todo lo que se me brinda.
Rechazar es una hipótesis que ni se me ocurre, lo cojo, lo cojo todo,
el amor, el fulgor y también el placer. Pero esa no es la palabra
adecuada, esa palabra es raquítica para decir lo que sucede las dos
últimas noches, esa palabra está fuera de lugar. Digamos que el
chico, que me lleva diez años, harto del dormitorio común, concibe
un destino más anchuroso para nuestro abrazo. Me lleva a la planta
baja, al gran banco corrido de la sala común donde hace dos horas
aún estaba encendida la chimenea, donde no tardarán en servir el
desayuno. Es en esta estancia inmensa, con los postigos abiertos a
la noche clara, aunque alguien podría sorprendernos, es entre las
sombras de los abetos que bailan en el parqué y entre el leve silbido
del viento donde mi cuerpo alcanza una dimensión desconocida. No
sé decir si sucede en el cuerpo o en la cabeza, es como si ambas
cosas fueran una trenza prieta.

Por fin vuelve el chico de la mili. No dice: «Ya me han licenciado,


joder», no cede a la loca desmesura de los que celebran su
liberación gritando: «¡Cero!», y haciendo eses por las aceras de las
ciudades. Se baja del tren por última vez, aliviado, y nadie sabe si a
partir de ahora es ya un hombre.

Se levanta todas las mañanas a las cinco para ir a las fábricas, a


orillas del Ródano. Se compra una moto para que el trayecto sea
menos incómodo. Embotella para Coca-Cola, trabaja en la
fabricación en cadena en Boiron y en el área de acondicionamiento
de la fábrica de fuegos artificiales.

Yo me levanto todas las mañanas a las cinco menos veinte para ir a


las oficinas de clasificación. Estoy de pie delante de un casillero; a
las ocho hay una interrupción para un descanso. A partir del
descanso, tras haber tomado un café, se me pasa el sueño.

Va a pie empujando la moto cuando llega al portalón. Mete la tarjeta


en la máquina de fichar y espera a que suene el timbre antes de
lavarse las manos. Pide permiso para ir al servicio; no está permitido
sentarse.

Me bajo del autobús en la última parada y ando otros quince


minutos antes de llegar a las oficinas de clasificación. Dejo el bolso
en un vestuario, me guardo la llave y espero a ver en qué brigada
me toca. Puedo ir al servicio cuando quiera, puedo sentarme en un
taburete graduable para trabajar. Pero la tensión de la espalda no es
natural y me duele la nuca. Alterno los ratos de pie y los ratos
sentada.

Él sabe: pegar etiquetas, poner de pie una botella caída en la cinta


transportadora, apartar una botella defectuosa, colocar cuentagotas
contrapeados, cerrar una caja de cartón. Podemos decir que está
continuamente sobre aviso.

Yo sé: reconocer los diferentes departamentos franceses y meter


directamente el sobre en el casillero con un leve impulso del pulgar
derecho. Con la mano izquierda sujeto el montoncito de cartas que
he seleccionado previamente en el momento oportuno. Me gusta
ese gesto veloz, clasifico cada vez más deprisa, me convierto en
una virtuosa.

Él sabe: hacer tareas diferentes con la mano derecha y con la


izquierda. Por ejemplo, apretar un tapón por un lado y enderezar
una mecha mal ajustada por el otro. Sabe mover las piernas al
mismo tiempo que los brazos. Por ejemplo, frenar o acelerar la
cadencia apretando el pedal. Sabe rascarse la mejilla sin interrumpir
lo que está haciendo, frotándose la cara en el hombro.

Yo sé: reducir al mínimo el tiempo entre la lectura del código postal y


el gesto de clasificar. Me convierto en correa de transmisión, mi
acción solo la pone en marcha la lectura de un número. Voy
retrasando el momento de coger un paquete de tarjetas postales por
si me entra la tentación de leerlas. ¡Hay que ver lo satisfecha que
está la gente con sus vacaciones! Y sus vacaciones son tan
repetitivas…

Él vuelve entre las cuatro y las cinco de la tarde, se sube a la moto y


corre mucho por la nacional para librarse del ruido de la cadena de
fabricación. A veces se duerme nada más llegar.

Yo vuelvo a eso de la una de la tarde, a veces como en la cantina.


Me quedo dormida en el autobús.

Por las noches, él sueña que hace mil veces el mismo gesto de pie
delante de la cadena, estira los brazos, endereza las botellas; pero,
curiosamente, no hay ruido y el trabajo es menos penoso. No nota
que le duela la espalda; solo lo despiertan unos calambres en las
pantorrillas.

Yo sueño que soy demasiado baja para llegar a los casilleros, me


subo a una escalera que no se acaba nunca. Sueño que trabajo en
la brigada de los paquetes y que tengo que llevar sacas postales
que se van vaciando sobre la marcha. No noto que me duela la
espalda; solo me despiertan unos calambres en las pantorrillas.
3

Nos mudamos a nuestra primera vivienda, en un muelle ruidoso del


centro. Ponemos un colchón en el suelo, instalamos una cadena
estéreo y regamos una planta. Es en esos treinta metros cuadrados,
entre la nevera y las placas eléctricas, entre la ducha y el lavabo,
donde nos vamos a convertir en una pareja, es decir, ocupar los
mismos lugares, dormir los dos juntos, hacer que convivan nuestras
cosas en los mismos estantes, echar la ropa sucia a la misma cesta.
Compartir el espacio, hacerse sitio a codazos, ordenar, cambiar de
lugar, circunvalar.

El chico se descalza en la entrada; y a veces, no. La compra la hago


yo; y a veces, no. Nos bañamos juntos. Es él quien pone las
estanterías y cambia las bombillas que se funden. Es él quien lava
los platos; aunque a veces, no. Yo soy quien ordena lo que él
desordena. Es él quien hace el café y yo quien tira el filtro. Es él
quien fuma y yo quien vacía los ceniceros. Es él quien hace la
cama, aunque a veces, no. Es él quien le pone gasolina a la moto y
arregla el radiador cuando se estropea. Soy yo quien vacía la
basura del cuarto de baño y es él quien baja el cubo de basura de la
cocina. Es él quien abre el tubo de pasta de dientes y soy yo quien
lo cierra. Soy yo quien limpia la bañera y él quien pasa la
aspiradora. La funda del edredón la cambiamos juntos. Es la vida
doméstica compartida, repetitiva, necesaria, por ahora liviana e
invisible. Es la vida doméstica trenzada con la vida amorosa, son las
risas exageradas cuando se presentan las catástrofes pequeñas,
cuando el pan tostado se convierte en pan quemado.

Somos dos sombras chinescas que mueven los brazos, van de acá
para allá, se inclinan, se sientan, se levantan, como dibujos
animados. Nuestros ademanes nos definen, trazan un nimbo
alrededor de nuestras siluetas, una zona que vibra, rebosante de
ondas eléctricas. Nos magnetizamos mutuamente, dependientes,
complementarios. Algo así como un dúo, burlesco a veces, cuyos
cuerpos torpes se ensamblan, se evitan, no se hacen caso, se
imbrican. Es la obsesión por el otro, la fusión, la contaminación, la
integración en ti del otro.

Comer juntos es una alegría y una revelación. El chico tiene mejor


apetito que yo, a veces piensa con el estómago. Que le pide carne
poco hecha y cerveza. Leche, huevos, cereales, plátanos,
salchichón. Todo lo que yo intento evitar porque pienso con todo el
cuerpo. No engordar, comer de forma equilibrada. La chica
hambrienta es todo un arte de vivir, una frustración y una actitud. No
quiero la lata de raviolis para salir del paso ni el paquete de medio
camembert para simplificar las cosas. Soy la mar de complicada. Él
tiene una forma curiosa de mojar pan en la salsa. Una forma
peculiar de tragarse los trozos grandes sin cortar ni rebanar, así que
mueve la boca de forma no muy aceptable. Y además solo se come
la miga del pan, como los niños. Tiro a la basura los aros de corteza
cuando quito la mesa.

La primera lavadora nos la da una amiga de mis padres. Un modelo


antiguo, se carga por arriba y tiene el bloque de cemento debajo del
tambor. Cuando centrifuga, el chico se sienta encima para que no
cruce la cocina y aparezca en el salón. Sería mejor colocar la
lavadora en el cuarto de baño, pero no hay sitio. Esperamos hasta
haber acabado de comer para ponerla en marcha, y luego se nos
olvida. Cuando estamos a punto de irnos a la cama, cuando el
cansancio está en el punto máximo y todavía hay que lavarse los
dientes, cuando nos estamos metiendo bajo las sábanas agotados,
grito de repente, contrariada: «¡Que hay que tender la lavadora!».

Trabajo como preparadora de pedidos de perfumería. Creo que la


palabra perfumería me va a reservar una tarea con mucho estilo y
me alegro de no tener que levantarme ya a las cuatro de la mañana.
Entiendo que tendré que pasar el día en un almacén asfixiante en
verano y gélido en invierno, bajo un tejado de bastidores de cristal.
No me gusta quejarme. Entiendo también que tendré que trabajar de
pie, incluso cuando vaya adelantada a la planificación del tiempo.
Pero, en contra de lo que me ha dicho mi jefa, nunca voy
adelantada. Cuando he terminado un pedido, cuando he conseguido
localizar todas las referencias, las más corrientes de las cuales
corresponden a limas de uñas o a rulos de gomaespuma, tengo que
esperar a que se quede un sitio libre en la cadena para colocar mi
caja sin estorbar a mis compañeras, que se apresuran para «coger
el ritmo». La bata de nailon azul claro es obligatoria, mientras que
las chicas de la oficina llevan ropa de calle, botas y faldas entalladas
la mayor parte de las veces. Las chicas de la oficina trabajan en la
galería que corre por encima de nuestras cabezas, y noto que con la
bata soy una subordinada. Me convierto en invisible e
intercambiable. Mi jefa nos prohíbe sentarnos. Así que me siento a
escondidas, cuando ya no me aguantan las piernas, cuando ya no
puedo soportar andar pasando el peso del cuerpo de un pie a otro.
Localizo la pila de cajas de cartón a la que puedo subirme a toda
prisa; me froto las pantorrillas para que la sangre circule pese a
todo, doblo la espalda hacia adelante para estirar los riñones
doloridos. Luego, sin que nadie se haya dado cuenta (ni nadie se
haya chivado, tengamos esa esperanza), me bajo de un brinco al
suelo y me vuelvo a la cinta transportadora a la que llegan los
pedidos. Por la noche, en el autobús, veo que se me han hinchado
las piernas. No quiero que el chico me vea con esas piernas. Las
subo contra la pared para que descansen cuando llego a casa, las
meto en agua fría. Me siento deformada, noto que me posee un
poder maléfico contra el que no sé luchar. El trabajo modifica mi
línea natural, me fuerza, se instala en mí solapadamente. No quiero
que nadie me vuelva a ver las piernas, que llevan el sello de un
reglamento abusivo, y empiezo a llevar pantalones, que camuflan el
daño y me permiten resistir sin que nadie esté enterado de nada.
Nadie, solo yo.

Para ir en la moto, hay que llevar pantalones. Ropa práctica y


gruesa, pelo aplastado bajo el casco. Nada refinado. La moto forma
parte de nuestra vida. Me compro guantes y un mono impermeable.
Me convierto en pasajera, es decir, que dejo que me lleven, que me
prendan y me sorprendan. No decido yo.

Aquel día, las chicas querían anular la excursión porque no paraba


de llover, pero a los chicos no les importa. Cosas peores han visto:
calzadas chorreando, placas de hielo y los que han hecho la mili se
han arrastrado por el barro. Cuatro motos se meten por la carretera
nacional, una detrás de otra. Resulta penoso circular, el agua
salpica alrededor, nos cae en los muslos plastificados, en la visera
de los cascos. No nos da ningún gusto; debido a la humedad, la
temperatura es bastante baja, y, quieta en el sillín trasero, empiezo
a tiritar. Me descompongo, me absorbo en un pensamiento que me
quita todo entusiasmo. Soy un peso muerto en la parte de atrás de
la moto, ya solo soy un paquete. A los chicos les entusiasma subir el
puerto. Por fin van a poder pilotar. Van a poder dosificar el escape
de gases, retroceder haciendo rugir el motor, van a poder responder
a los latidos de la máquina y dejar chafados a los otros y decidir
quién es el más temerario y el más loco. La subida haciendo eses
durante veinte kilómetros es el momento culminante del día. Voy
pegada a la espalda del chico, aferrándome con una mano a su
cintura, y miro la carretera por encima de su hombro izquierdo; no
veo más que los chorros de agua que van siguiendo a la moto de
delante, y, envuelta en la bufanda, no por eso deja de llegarme el
olor de los gases del tubo de escape, que me resulta familiar. Nos
impregna irremediablemente la ropa y el pelo. Es nuestra marca de
fábrica, nuestro logo. Van llegando las curvas, una tras otra,
regulares y cerradas, y me implico en ese movimiento. No tengo que
hacer nada, solo hacer cuerpo con el piloto, no oponer resistencia
alguna, es la norma primordial, que se olviden de ti, no pesar y ser
conciliadora. No tener miedo de acompañar a la moto cuando se
inclina rozando el suelo, fiarse de las diversas leyes físicas que
hacen que un ángulo de cuarenta y cinco grados no sea una
anomalía a poco que la velocidad sea suficiente. Lo sé
intuitivamente, y por eso me venzo (y no «me inclino») y me gusta.
Entiendo por qué al chico le gusta poner a prueba su centro de
gravedad en condiciones cada vez más atrevidas, me hago cargo de
cuánto le gusta sobrepasar los límites. Ponerse en sus manos con
los ojos cerrados es una forma de hablarle, uno de los lenguajes
particulares que usamos. Hemos cogido el ritmo, la secuencia de
curvas es casi embriagadora, no tarda en convertirse en una letanía.
Luego llega una fracción de segundo, una chispa contra el
asfalto, una explosión de puntos cardinales, a continuación un
estruendo que acompaña una caída. Un rasponazo prolongado,
abetos en el cielo y la cabeza bajo el agua en un surtidor de
burbujas. Después, nada, solo el silencio y la carretera mojada bajo
los huesos.
Estoy tendida de espaldas y pasan sucesivamente unas siluetas
por mi campo de visión, no me duele nada, estoy tranquila, no sé ya
nada. Noto voces que no se dirigen a mí, reconozco las palabras,
pero todo se desvanece en unas honduras algodonosas. Me siento
flotar y me encuentro a gusto, inmediatamente antes de tener frío. El
chico quiere sacarme sonidos de la boca. Pregunta si lo reconozco,
si sé dónde estamos. Quiere saber si puedo mover el brazo
derecho, el brazo izquierdo, las piernas. Pregunta si puedo girar la
cabeza, pero alguien dice que la cabeza no se toca, no hay que
quitarme el casco. Estoy lejos, tengo la cabeza atestada. Todo el
mundo está a mi alrededor, querría una manta, tirito. Tira de mí una
fuerza invisible que me lleva a otra parte. Y ahí es donde me
apetece ir, perderme en ese bosque hondo que no requiere ningún
esfuerzo. Paso por esa experiencia sin entender nada, sin saber
nada. ¿Avanzo por el túnel sin temor y, sin embargo, me muero?
Intuyo la baliza giratoria, luego la voz de un bombero, tranquila y
directriz. Dice a voces que no debo quedarme dormida, que tengo
que quedarme con él, de este lado, es una orden, es un recurso
poderoso que me mantiene despierta. Los bomberos se mueven a
mi alrededor, son fuertes e indispensables, saben qué gestos hacer,
salvan a los que corren demasiado por las carreteras mojadas.
Luego me quitan el casco y me levantan entre varios. Es la primera
vez que soy el centro de un corro tan atento, la primera vez que
unos hombres se inclinan sobre mí con tanta delicadeza. Soy una
princesa con mono impermeable que varios pares de brazos van a
trasladar y, luego, a hacer que entre en calor. Circulamos a cámara
lenta, estoy como en mi cama, arropada en las sábanas bien secas,
con mis ositos, pero el bombero me recuerda que tengo que volver
al mundo real, me zarandea.
La llegada al hospital clínico es el colmo de la armonía, eso es lo
que noto desde mi posición horizontal y mi conciencia deteriorada.
Nada me molesta, nada me intranquiliza ni chirría, no noto ninguna
sensación desagradable, me protege un zumbido untuoso. Pero, en
cuanto me colocan en una camilla, vuelve a apoderarse de mí un
frío violento. Me doy cuenta de qué es el frío, pincha la burbuja en
que estoy, me muele los miembros, me quema la piel, y todo el
cuerpo vibra con ondas malas. Cuando me hacen preguntas para
rellenar el impreso de admisión, digo de un tirón, en contra de
cualquier expectativa, mi número de la Seguridad Social. Los quince
números bien ordenados. Probablemente están almacenados en un
lugar diferente de la memoria, como incrustados en los genes. Me
ingresan en una habitación que comparto con una señora que
podría ser mi madre. Y, por cierto, hablando de mi madre, sería cosa
de avisar a mis padres. Al llegar a ese punto, algo se me mueve en
la cabeza.
Una enfermera me ayuda a desnudarme, y vuelvo a poder
sentarme y, luego, ponerme de pie por fin, sin trastabillar
demasiado. Me pongo un camisón corto de algodón blanco. No
tengo más calzado que las botas de motorista. Con ese atuendo
recorro, pocas horas después, tras haberme hecho un fondo de ojo
y unas radiografías, agarrada al brazo del chico, los pasillos del
hospital.
Nos sentamos junto a la máquina de bebidas, como dos viejos
que consideran su desgracia, y es tomando un chocolate como me
acuerdo del sabor del cacao; luego, de la máquina de bebidas de la
fábrica y, primer impacto, de unas montañas de rulos de
gomaespuma multicolores esperando en unos carritos. Luego
aparece un espacio más amplio, la casa que mis padres acaban de
hacerse, la lana de vidrio que puse en la buhardilla con mi padre, las
partículas de vidrio que se cuelan debajo de la piel, las duchas
inútiles. Jirón a jirón, mi geografía íntima vuelve a su sitio. Recobro
el hilo de mi existencia, el cuerpo se me conecta con el cerebro,
vuelve la fuerza. Ya no soy un montón de carne que anda por el
pasillo, descompuesta, vaciada de cualquier sentido. Vuelvo a saber
quién soy y dónde debo ir.

Estudio inglés después del trabajo, y también taquigrafía. Estudiar


me angustia y me satura. Tengo que asimilar giros de frases
inglesas, gramática, lingüística, contraer los tejidos cerebrales para
captar la información, archivarla, almacenarla en el lugar correcto,
recuperarla en el momento oportuno. ¿Cómo funciona el cerebro?
¿Cómo actuar en esa zona opaca para que marche como es
debido? Por lo visto, la memoria es un músculo que hay que
entrenar, que poner a prueba. Pertenece a la mente, pero es físico.
Lo físico está también en la cabeza. Me da la impresión de que la
memoria es un órgano; resulta bastante repulsivo. A fin de cuentas,
sangre, nervios, materia viscosa más o menos translúcida,
maculada de coágulos y de granos, flemas en forma de ocho o
trenzadas igual que circuitos eléctricos, ramificaciones líquidas
condensadas bajo la gelatina, escamas de polvo aspiradas en
curiosas trincheras. Todo ello empapado de queso blanco, como
dicen algunos, suero en la cabeza, nata montada, barro y salsa
agridulce, magma en fusión. Cuando estudio, voy chapoteando y
voy errante muchas veces por un pantano. Muevo las piernas bajo
la silla, tengo que liberar las sienes acaloradas con aspirina. Tengo
que ahuyentar la jaqueca al acecho. Divago, pienso en otra cosa.
Cuando estudio, aparece en mi campo visual la cara del chico. Se
superpone, me obsesiona, me monopoliza. La mirada, el hoyuelo
que tiene entre los ojos, una arruga rara, como un corrimiento de
tierras, que le da una expresión seria, la negrura de lo hondo de los
ojos. Luego, cuando cedo y dejo que esa cara me capte,
desaparece y, de repente, está desdibujada y lejana.

Me pregunto de qué depende el deseo, por qué el cuerpo se


sobresalta, por qué el vientre se contrae cuando aparece la otra
persona. ¿De qué depende esa fascinación, esa forma de convertir
todos los detalles del cuerpo de la otra persona, todas sus palabras,
todas sus actitudes en una excepción? ¿Por qué todo en la otra
persona es acontecimiento, asombro? La voz sobre todo, la textura
única, la forma de componer las frases, las entonaciones, los
silencios, los sobreentendidos. ¿Por qué, cuando ya se haya pasado
el amor, si es que se pasa, los mismos ademanes, la misma forma
de andar, se volverán invisibles o, si a mano viene, insoportables?

Nos quedamos en casa días enteros. Comemos en la cama,


dormimos, hacemos el amor, bebemos café sentados en el colchón,
no nos vestimos, no nos lavamos. Estamos pegados uno a otra,
magnetizados. Nos abrazamos, nos devoramos, nos bebemos. Nos
pegamos, nos acariciamos, jugamos. Luego, ya entrada la noche, ya
no aguantamos, tras pasar veinticuatro horas entre sábanas;
necesitamos movernos, poner a funcionar las piernas, respirar el
aire del exterior. Metemos en un chándal un cuerpo sin duchar,
bajamos las escaleras a toda prisa y corremos por las aceras,
siguiendo el curso del río, con música en la cabeza, con letras de
canciones que gritamos, con movimientos desordenados. Luego
volvemos a casa con la electricidad de los músculos ya descargada,
y nos desplomamos muy juntos, totalmente agotados.

Por las noches oímos música en casa. Es el chico el que elige, el


que compra los discos, el que me hace fijarme en el ritmo, en la
línea de bajo, en los truquillos de la caja clara. Sube el volumen,
llena por completo el ambiente de acordes de guitarra, de bucles de
sintetizador, nos sumerge en un baño permanente que me invade y
a veces me ataca. Digo que necesitaríamos una habitación más
para huir de las pulsaciones, para no tener el cuerpo sometido a las
vibraciones que se meten por todas partes y a veces crispan a los
vecinos. Vivimos con los oídos colmados, la cabeza ahíta, saturada
de voces melancólicas y repetitivas, de voces quejumbrosas a
veces, etéreas o viriles. Limpiamos la mesa moviendo los hombros,
balanceando las caderas, golpeando el parqué con la planta de los
pies. El chico hace molinetes con los brazos, agarra un micrófono
fingido, imita la apertura de piernas de James Brown, toca riffs como
Keith Richards en el mango de la escoba.

Es en los conciertos donde nos alcanza la música y se convierte


despacio en droga. Ahí es donde me percato de mi cuerpo como
caja de resonancia, una envoltura en la que el sonido dilata y
contrae las membranas. Es por la noche y con luz artificial y las
luces del escenario más o menos sofisticadas y el humo nimbando
las siluetas confusas cuando me atraviesa el tono mate de los
graves y me sacuden la caja torácica unas ondas que son como un
eco del poderío sexual. Todo está en relieve en la sala de
conciertos, estamos de pie, apiñados, nos conectan las capas que
se superponen, sordas o distorsionadas, y me impregno de la
presencia de los demás, de sus cuerpos apremiantes y jadeantes,
tensados hacia la visión única de lo que sucede en el escenario,
aspiro el sudor de los demás, no temo el contacto demasiado
directo, la presión contra el pecho, los pisotones en los pies. La
música rock hay que escucharla de pie, juntos, saturados,
incómodos a más no poder y con un nerviosismo palpable.

Al volver a casa, estamos sordos y tenemos que repetir varias veces


lo que decimos. Flotamos en un universo algodonoso del que no
asoma ninguna aspereza. Nos metemos en la cama con la
impresión de llevar puesto un casco y notamos zumbidos en los
oídos y golpeteos en los tímpanos. Ha sucedido algo que nos ha
llevado al límite, y emergemos aturdidos y sonados.

Cada vez ponemos la música más alta, llevamos ropa con


frecuencia ridícula, cortes de pelo atrevidos. Necesitamos
reconocernos, ponernos a prueba. Uno es el espejo del otro,
avanzamos juntos en una dirección que probamos a tientas. Nos
convertimos en testigos, en aliados, en cómplices. Somos unos
centinelas indispensables. Nos espera un año decisivo en que hay
que tocarlo todo: la libertad, el viaje, la independencia. Es en
Londres donde sentiremos el escalofrío, es allí donde tenemos que
caminar, que recorrer las calles, los muelles, los puentes, los
parques, el barrio de Chelsea. Es en Londres donde se desenvuelve
el cuerpo, se da permiso para llevar cazadoras de cuero rojo,
pantalones escoceses, medias con agujeros, zapatos puntiagudos,
boinas de pelo de gato, chapas con eslóganes repugnantes,
guantes de rejilla, bufandas de pata de gallo. Es en Londres donde
descubrimos las tiendas Vivienne Westwood sin comprar nada,
contentándonos con encontrar en el mercadillo de Portobello lo que
le falta a nuestro guardarropa. Nos seduce todo lo de los ingleses,
desenfadados y provocadores, nos da la sensación de estar en el
corazón del mundo. Nos ponemos una meta cada día, so pretexto
de revisar todas nuestras obsesiones. La música rock es la espina
dorsal de nuestro itinerario, y las fundas de los discos destilan
imágenes que intentamos inventar de nuevo. Actitudes, forma de
andar, todo es una interpretación, incluso la voz que intentamos
adaptar a la lengua inglesa, que se nos resiste y nos rechaza.
Me dejo crecer las uñas para darme el gusto de pintármelas con una
laca chillona. He descubierto en Londres las uñas doradas, fucsia,
negras, con lentejuelas. Me interesa este detalle, que en realidad no
lo es. No entiendo la diferencia entre la uña y la garra. Se trata de
un órgano que sigue existiendo aunque el hombre no inmovilice ya
la presa, no despedace animalillos sujetos con la palma, no rasque
el suelo buscando raíces o gusanos. Las uñas solo valen para
cortarlas, limarlas y pintarlas. Y hasta se les pueden poner
calcomanías.

El chico usa cortaúñas. Ese ruido metálico me irrita cuando se repite


tras la puerta del cuarto de baño. Sé cómo lo hace: se sienta en el
filo de la bañera, doblando las largas piernas y con ademán
tranquilo y aplicado. Antes de vivir con el chico no conocía esa
herramienta, que sin embargo empaquetaba cuando trabajaba en el
ramo de la perfumería. Observo ese funcionamiento tan sensato, me
deja patidifusa el movimiento de báscula al apretar la palanca. Pero
el filo de las mandíbulas hace que me corra un escalofrío por la
espalda. Me imagino un cortaúñas gigante que sirviera para
cortarles la cabeza a los condenados a muerte. Prefiero el par de
tijeras, de vocación menos radical, que más que restallar resbala.
Depende de la educación recibida.

No fumamos hachís. Al chico le da náuseas y a mí me duerme. No


nos gusta compartir las veladas con los que fuman, tumbados en
almohadones con los párpados a medio cerrar. No nos gustan el
relajo, el cansancio, la dependencia. De todas formas, a veces nos
unimos al grupo para no ser unos excluidos y unos aguafiestas.
Vemos la televisión con el sonido quitado y nos reímos con las
imágenes sin poder pararnos. Nos reímos con risa exagerada y
comunicativa. Nos reímos y estamos de verdad arrebatados. Luego,
cuando se agotan las risas, es como si nos desenchufasen de
golpe. Ya no ocurre nada, no nos sostiene ninguna energía y nos
quedamos unos arrimados a otros, acurrucados en la cama o en el
suelo, sin poder incorporarnos. No tenemos más proyectos que
conseguir más chocolate para volver a reírnos. Y además tenemos
hambre.

Compramos space cake en Amsterdam al día siguiente de llegar.


Para probarlo, para poder decir a la vuelta que lo hemos tomado.
Nos compramos un trozo cada uno y nos vamos al concierto, que es
en la sala de al lado. No sucede nada, el bollo no pone nada en
marcha, nos parece una estafa. Compramos otro trozo y nos
volvemos para ver al grupo que está en el escenario. El chico y yo
nos miramos y le buscamos al otro en los ojos los primeros efectos
del hachís, el acompañante nos parece raro, tenemos ganas de que
suceda algo. Nos pasamos la velada observándonos mutuamente,
pero la cosa tarda. Luego llega de pronto, el calor nos inunda el
pecho cuando ya nos marchábamos, el calor nos oprime las sienes
y nos hace sudar. Sabemos que ya ha empezado, que recorreremos
todo el trayecto de la montaña rusa y que no podremos controlar
nada. En el momento de salir por la puerta e ir por el pasillo que va
a dar a la calle no puedo mover las piernas. Ya no sé cómo avanzar,
los movimientos no están sincronizados, me da la sensación de
caminar en el sitio. Intento adelantar las rodillas, pero son los tobillos
los que no responden. Esbozo el inicio de una progresión, pero noto
que me falta el suelo, como si la calle se inclinase, y luego
cabeceara, y luego se abarquillara. Me agarro al chico, más estable
que yo, me aferró a su brazo y lo cargo con todo mi peso. Nos
reímos al vernos tan poco anclados, nos emborracha la novedad de
la sensación, pero no tarda en entrarme miedo y me paraliza. Nos
sentamos en un múrete, estoy aterrada, el corazón me palpita con
fuerza. Al principio, el chico cree que se trata de un juego, de una
pantomima, y luego se da cuenta de que no me responde el cuerpo,
impotente y refractario. Resulta imposible recorrer la distancia que
nos separa del hotel, se adueñan de mis piernas unas fuerzas
contrarias, tiran de ellas para todos los lados, las neutralizan. Por fin
nos desplomamos en el vestíbulo, asustadísimos; nos recorren el
cuerpo espasmos. Nos reímos con risa nerviosa, cada vez más
fuerte. Pero todavía hay que subir al primer piso, y los peldaños de
las casas holandesas, tan abruptos como las escalas de los
molineros, me exigen un esfuerzo más allá de mis posibilidades.
Necesitamos no menos de una hora para subir treinta escalones. Lo
más difícil es no hacer demasiado ruido para no despertar a los que
están durmiendo. Ya encerrados en la habitación, el chico me tiende
en la cama, pero tengo temblores fuertes y anárquicos en los
miembros y el torso. Veo la ventana, me atrae la ventana, se me
ocurre la idea de salir por ella de una zancada. El chico me sujeta
con firmeza en el colchón, con su cuerpo bien anclado encima del
mío, y me impide que me desperdigue a saber dónde. Pienso en
que habrá que llamar seguramente a emergencias; en mis padres, a
los que habrá que avisar, pienso en la catástrofe que se avecina.
Tengo el bollo en las venas, es imposible sacarlo. Hay que esperar a
que concluya la digestión, a que la tormenta se calme. Hay que
aprender la paciencia, esperar a que pase la parte más tumultuosa.
Nos quedamos parte de la noche aferrados el uno al otro,
intranquilos y en guardia. Espero que sea posible el regreso, espero
que mi cuerpo, poseído, se libere del veneno. Luego, un frío helado
me recorre los huesos, pido montones de mantas. Por la mañana, el
sol entra en la habitación, y me levanto no más alterada que si
hubiera sido un sueño.

Nuestra vida sigue como si el paso del tiempo no nos afectase.


Pasan los años sin que tengamos conciencia de nuestra juventud,
de la inmensidad de ese tiempo que tenemos por delante y que no
imaginamos que sea la fuente de nuestra omnipotencia. Enhebro las
semanas, los meses, los años sin disfrutar de mi imagen en el
espejo, sin saber que un día tendrá los pómulos caídos y me
pesarán los párpados. Vivo en un mundo eterno, en una repetición
infinita de amaneceres y ocasos. No pienso que la vida acaba. Los
viejos me aburren. Me siento definitivamente en el bando de los
menores de treinta años y no saco de ello ningún gusto, ninguna
satisfacción. Solo una certidumbre, una especie de imprudencia.
Pese a todo, voy tomando distancias con mi adolescencia y respiro
más hondo. El día en que, en la panadería, me dicen «señora» no
veo la relación entre «señora» y yo, pienso que es un error de
criterio. Me vuelvo una mujer, y esa palabra me aterra. No la
pronuncio nunca. Opino que las mujeres son las demás, las que
dejan que las mangonee la vida sin resistencia, las que le dicen
«cariño» a su marido, las que llevan zapatos y bolsos a juego. Sigo
diciendo «las chicas» o «los chicos». No es cosa de mezclarlo todo.

En un cartel, por toda la ciudad, Myriam anuncia: «Mañana me quito


lo de arriba». Al día siguiente insiste: «Mañana me quito lo de
abajo». Eso también es ser una chica. Hay que tener sentido del
humor para soportarlo. Lo de arriba, lo de abajo: ¿eso es todo lo que
capta la mirada? Es lo que las imágenes quieren hacernos creer.

No sé lo que se me va inscribiendo imperceptiblemente en la piel.


¿Por qué detalles objetivos saben algunos que voy a cumplir pronto
los treinta años? ¿Una arruga en la comisura de los labios? ¿Quizá
un velo en la voz? Descubro los productos de belleza y su poder
reafirmante; y sobre todo su precio, que da que pensar que la edad
no se puede tomar a la ligera. La palabra aparece en los prospectos
y en los embalajes, y me consterna. Las cremas son «antiedad», de
lo que se trata es de no aparentar la edad que se tiene, de parecer
toda la vida una niña.
Las palabras ahondan surcos de forma más segura que las
arrugas, palabras crueles y vacías de sentido que se me enganchan
en la cara y me arañan.

Cuando muere mi abuela, me enfado; golpeo el tabique con los


puños, me vuelvo salvaje. Cuando deja de respirar en el gran
hospital del centro de la ciudad, calibro cuánto sufría, vuelvo a ver la
muñeca flaca, la manga remangada para que se vea la piel con los
pinchazos de la aguja de la enfermera, los cardenales alrededor de
las venas. Veo sobre todo a mi madre y ese vértigo, que no puedo
imaginar, que se le traga el rostro. Mi madre, cuyo cuerpo se
desploma, se dobla, se vuelve tan pesado que mi padre tiene que
sujetarla para dar la ilusión de que las piernas la sostienen. Veo a mi
madre y a mi padre abrazados, recorriendo a pasitos el suelo de su
cocina, mudos y algo así como culpables, unos ancianos de
repente. Veo la sopa que mi madre rechaza, la infusión que rechaza,
los medicamentos que aparta. Veo los ojos de mi madre como los
de un animal acosado, con la confianza perdida. Oigo el resuello
que acompaña el menor de sus gestos, esos que hace para arrimar
una silla, para quitarse los zapatos, el resuello exhausto cuando
cuelga el abrigo, el peso de los hombros, que se le vencen encima
de la mesa. Siento la tentación de darle un beso, pero sin atreverme
pese a todo. Me da miedo ese cuerpo que sufre y suplica a su
pesar, dejo de mirarlo y cierro la puerta, me enfado conmigo misma
por no saber cómo aliviar su pena.

Digo que no me asusta llevar cajas, subirme a una escalera


plegable, ponerme en cuclillas, arrastrarme a cuatro patas por el
parqué. Digo que tengo buena vista y que tengo maña para ordenar.
Digo que no me asusta pasar el aspirador todas las mañanas. Digo
que soy la persona ideal para ese trabajo. El librero quiere saber si
doy la talla. Me pregunta quién ha escrito El viejo y el mar, y Viernes
o los limbos del Pacífico. Luego sube de marcha, me pilla con El
mar de las Sirtes, y pierdo pie. Pero por lo visto no tiene mayor
importancia, al librero le gusta que sepa escribir a máquina. Insiste
en ello, parece encantado. Tendré que hacer a máquina todas las
semanas la lista de novedades para la entrega de la biblioteca
municipal. Seré responsable de los albaranes. Me viene bien porque
no sé nada de literatura, nada de arte, nada de ciencias humanas.
El librero que me contrata solo me habla del cuerpo, me dice que le
duelen los riñones, que teme las escaleras y los libros que pesan
demasiado. Me avisa del manipulado. Ser librero es trasladar libros,
me dice. Podré leerlos por la noche en mi casa. Es abrir y cerrar
cajas de cartón, desenrollar el papel celo, usar la máquina de
etiquetar. Es hacer montones, luchar contra la falta de espacio,
hacer escaparates, colocar. Me hace pruebas con una máquina de
escribir de cinta. Verifica la mecanografía y la ortografía. Mis dedos
corren por el teclado, y me avergüenzo de que mi competencia se
resuma en la agilidad de mis diez dedos.
Cuando me confirma que la seleccionada soy yo, se permite una
pregunta que me sorprende. Me pregunta si estoy embarazada.

En mi entorno, las primas y las amigas están embarazadas. Sonrío


cuando me comunican noticias tan halagüeñas, a veces hago
regalos, pero nunca comento enternecida los peluches o las ropitas.
Cuando me ponen a un recién nacido en los brazos —las madres
jóvenes piensan siempre que todo el mundo codicia unánimemente
a sus retoños—, me quedo cortada e inmóvil con una sonrisa de
compromiso. No soporto las alusiones de los amigos, de las primas,
de la familia, que nos imaginan perfectamente como una pareja de
padres. La verdad es que no lo hemos hablado nunca, no sabemos,
no nos pronunciamos. No nos atrevemos. ¿Dudar es aún posible en
este mundo? Hemos visto esfumarse a todos nuestros amigos una
vez convertidos en padres, volverse irreconocibles, inaccesibles.
Hemos visto como a nuestros amigos se los zampaba por completo
su progenie, obsesionados con la temperatura del biberón, la
calidad de los pañales, la seguridad del cambiador. Hemos
presenciado la veloz disolución de nuestros amigos, su forma de
renunciar a cualquier conversación que no tuviera que ver con su
niño, su forma de pensar que su niño es único y dotado con
capacidades incomparables. Nos ha dado miedo ver cómo las
chicas se convertían en mamás, masticándole la comida al niño,
chupando el chupete que se ha caído al suelo, dando de mamar
durante las comidas.
Nos ha intranquilizado asistir al espectáculo de nuestros amigos
convirtiéndose en celosos padres que ven florecer su instinto
protector, su gusto por el confort, el estallido de sus tendencias
«pequeño-burguesas». Hemos asistido, estupefactos y tristes, a la
renuncia a sus ideales de nuestros amigos, que, tras haber
pretendido trabajar en pro de un mundo más justo, se han
contentado con firmar peticiones para que abran una guardería en
su barrio.

No, no quiero un niño, un cuerpo en mi cuerpo, nunca me he parado


a pensar en eso. Un cuerpo que echa raíces, que procede de
dentro, que empuja los tabiques, que crece como una planta en la
oscuridad. No quiero reproducir lo que soy, arriesgarme a traer al
mundo una chica como yo, que no sabrá cómo ser una chica,
buscará el equilibrio andando por la barra, buscará su centro de
gravedad. Se mirará el ombligo por las noches antes de dormirse,
se asomará a la ventana para ver el mundo lleno de gente que la
intranquilizará y que también la atraerá. Gente que le pedirá que sea
encantadora, presentable y discreta aunque sienta que es imposible
contener el magma que la abrasa. Temo que mi cuerpo reproduzca
el mismo cuerpo y convertirme en la madre de mi hija, pedirle que
se recoja el pelo, que se tire de la falda, que se estire bien los
calcetines.

El chico me espeta, con un gesto de irritación, que me parezco a mi


madre. ¿Cómo dices? Sí, cuando se me crispa la cara, cuando digo
algo desagradable, me parezco a mi madre. Es curioso: para una
chica, parecerse a su madre, ¿es pues un mal asunto? Con lo
guapa que es mi madre.

No quiero, y luego me lo planteo. Me taladra esa contradicción. Un


hijo, no soy capaz. Me apetece y me asusta. Lleva durando mucho
esa imposibilidad de reconocer que puedo fabricar pies, ojos y
brazos. Y un ser del que sería responsable.

Tras un domingo gris, la tomo con el chico, soy una cobarde. Si


tuviéramos un hijo, el día no habría sido un desperdicio. Tendríamos
un proyecto. Estaríamos alegres y espabilados, caminaríamos por la
ciudad con el niño a caballito en los hombros buscando placeres
diminutos. Nos moveríamos de otra forma en el espacio y en el
tiempo. Mi edad —treinta años— parece una revuelta del camino,
una etapa de la que no se sale sin hijos. La pregunta vuelve en
todas las bocas, en todas las miradas. Es como si nos tuvieran
rodeados. Pero ¿qué deseamos fuera de la opinión de los demás,
fuera de la presión a que nos someten los demás? El mundo en que
vivimos, con su perpetua crueldad, no es el remanso con el que
soñaríamos para nuestros hijos. Nos da miedo cometer un crimen.
Cuando me preguntan, contesto que no estoy preparada, todavía
no. Y, sin embargo, tengo la esperanza de que suceda algo que me
supere.

Cada nueva visita a un piso es como una vida nueva que empieza,
un porvenir posible. Nos movemos en el espacio con la rapidez de
los que tienen algo que esconder. Pasamos de una habitación a otra
buscándonos con la vista. Recorrer un espacio vacío es una
sensación especial que le pide al cuerpo que se fusione con los
volúmenes, que adopte trayectorias claras. Estamos de acuerdo en
todo, la superficie, la orientación, la calefacción. La única
divergencia es la planta. Al chico le gustan las alturas, siendo así
que yo prefiero estar a ras del suelo. Sueña con una terraza por
encima de los tejados, y a mí me apetece un patio o un jardín. Pero
este leve desacuerdo no es sino un juego, una forma de medir
mutuamente nuestras fuerzas, de explorar el universo del otro. A él
lo que le tira es la luz y el horizonte despejado, lo magnetizan las
ventanas, que abre y cierra de una en una. Luego se asoma,
necesita salirse del marco. Yo estoy pensando ya en que habrá que
subir la sillita. Me veo acarreándola, agobiada con el peso, me
asustan todos esos escalones. Vivir abajo me agrada, es como vivir
en una casa individual, tener los pies anclados.

Nos mudamos a ochenta metros cuadrados y recobramos el placer


del parqué, el particular sonido de los listones que reaccionan como
la madera de una guitarra, por el que más que andar patinamos. Las
alacenas altas nos obligan a estirarnos del todo, a ponernos de
puntillas. Hay que girar los pomos de las puertas, de loza; pedirles a
las muñecas que se acostumbren a asir y girar de una manera
nueva. Los techos tienen una altura de más de tres metros, lo que
supone un volumen enorme por encima de las cabezas y modifica
las proporciones de nuestras siluetas. Hay cuatro ventanas al sur y
dos en el extremo opuesto, lo que causa corrientes de aire
inesperadas cuando estoy limpiando los cristales en un lado y el
chico pintando en el otro. Podemos encontrarnos, divisarnos,
evitarnos, las habitaciones convergen en un vestíbulo amplio, eje de
nuestro nuevo lugar.

Necesitamos hacer cosas, movernos. Trasladamos botes de pintura,


herramientas, rodillos. Nos preocupa el rendimiento de la
taladradora, el funcionamiento del aparato de despegar el papel.
Usamos papel de lija para las maderas y descubrimos que duele el
brazo, y el hombro, y enseguida la nuca. Por primera vez
pulimentamos nuestras superficies habitables, las alisamos, las
acariciamos como si fueran nuestra propia piel. Nos restregamos
contra la materia, aspiramos su olor, convertimos el piso en una
prolongación nuestra. El chico está todas las tardes encaramado en
una escalera, se vuelve inaccesible. Finas partículas de yeso
revolotean y nos obligan a abrir de par en par las ventanas. Yo me
quedo a ras del suelo. Friego, decapo, froto con un cepillo. Me
inclino encima de la bañera, quito la cal pegada a los lados. Me
pregunto dónde estará en realidad el chico, con la cabeza a tres
metros por encima del nivel del suelo, con el pantalón del chándal
viejo. Canta al mismo tiempo que la radio, emborrachado con los
vapores del Xilophéne que le está dando a las vigas. Tararea, se
entusiasma, él habitualmente tan discreto.

Después de la mudanza todavía queda por organizar la casa,


ordenar, orquestar la distribución del espacio. Empiezo por las cosas
de comer. No me gusta que lo dulce tenga tratos con lo salado. El
desayuno por un lado, las legumbres por otro. Las botellas de las
bebidas en la encimera. Es como rellenar los apartados de una
agenda. Se me va mucho tiempo con la ropa. Tengo que agarrar
montones con los dos brazos y llevarlos apretados contra el pecho
para que no se desdoble. Me digo que habría que lavarlo y
plancharlo todo. Pero en mi casa no se plancha, se alisa con las
manos, como si nos diera igual. Cuando el chico necesita una
camisa, la coloca directamente en el suelo y se pone de rodillas,
delante de una toalla; y así, agachado en una postura muy oriental,
maneja la plancha. Noto que todo esto va a cambiar. Vamos a
aceptar someternos al mundo material y comprar una tabla de
planchar. Vamos a incorporarnos, a enderezarnos y, así, proclamar
nuestra entrada en la civilización.

Para fabricar un niño, los cuerpos no tienen que hacer nada del otro
mundo. Arrimarse un rato, deprisa, puede valer. Es solo cosa de
química, resulta muy decepcionante. Necesito reajustarme las ideas.
Me pierdo entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
Floto entre dos mundos, un tanto embriagada, en vísperas de tomar
la decisión que le dará un vuelco a mi vida. Pero, antes de echar a
andar con los ojos cerrados hacia lo irrevocable, repaso todas las
razones para no procrear: la injusticia que reina en el mundo, la
amenaza de una tercera guerra mundial, la forma de ser destructora
del hombre, la crisis económica, el miedo de que mi hijo sea
trisómico, el temor a la muerte súbita del lactante, el temor de
transmitirle a mi hijo todos mis temores. Cuando enumero todas
esas razones, estoy segura de la elección: no voy a tener hijos, lo
veo claro, es algo definitivo. Me siento responsable y orgullosa de mi
avezada conciencia. Pienso con una pizca de condescendencia en
las que han caído en la trampa. Las compadezco. Luego lo definitivo
se convierte en provisional, me acaparan las dudas, vuelvo a
sentirme dividida. La intuición lucha con la razón. Estoy perdida. El
cerebro y la experiencia no me valen de nada.
Tengo que actuar. Algo directo y concreto. Si quiero un embarazo
(no quiero decir «quedarme embarazada»), tengo que saber cuándo
dejo de tomar la píldora. La vida se reduce a veces a una ecuación
muy sencilla. Me he pasado el día pensándolo, sin atreverme a
hacer la pregunta de forma explícita, dejar de tomarla, no dejar de
tomarla. Nos vamos a la cama, y, cuando el chico ya está dormido,
me quedo echada de espaldas, y lo que me va subiendo por dentro
se parece a la dentellada de una catarata de agua helada. Mientras
el chico respira ruidosamente a mi lado, se adueña de mí una
intensa tristeza. Me levanto sin ruido y me voy al salón sin encender
la luz. No viene ningún ruido de la calle, el domingo por la noche es
un momento aparte. Entro en la supuesta habitación del niño, me
siento a la mesa, que de momento es un escritorio, y me quedo sin
hacer nada, incapaz de ordenar las ideas. Luego me tomo una
píldora, me regalo la propina de un aplazamiento. Mañana habrá
que recuperar los ademanes de la vida cotidiana y los del trabajo.
Habrá que hablar y sonreír. Mañana volverá a arrancar la vida, y
nadie sabrá la soledad de los hombres y las mujeres
inmediatamente antes de convertirse en padres y madres.

El cuarto día de retraso me encierro en el cuarto de baño para hacer


el test de embarazo. Es preferible hacerlo por la mañana. Son unos
anillos de un color más o menos nítido los que van a determinar la
tasa de HCG. La luz es un poco floja, el naranja casi tira al pardo,
pero no corresponde al dibujo que viene con el tubo. Y eso que he
llevado a cabo todas las etapas por orden, empezando por la toma
de orina. Y luego he hecho todos los gestos mínimos y cuidadosos,
agobiada, pero con una manipulación precisa. Bien pensado, el
anillo no deja de ser bastante oscuro, todo depende de lo que se
entienda por pardo. Sería más adecuada una graduación, pero el
laboratorio ha preferido una evaluación más lúdica, poética casi.
Vuelvo a leer el prospecto y, concentrada en descifrar los colores, no
vivo el choque inmediato, la revelación en bruto, sigo frunciendo el
entrecejo y quedándome con cierta duda. Así que, al salir del cuarto
de baño, no puedo abalanzarme hacia el teléfono. Ando dando
vueltas, decepcionada por no decir despechada, antes de saber qué
tengo que hacer ahora.
Espero el diagnóstico del laboratorio. En este caso, la que habla
es la sangre. Y esta vez ahí está el resultado en la hoja, bien claro:
mi tasa de hormona gonadotropina coriónica es clavada a la que
corresponde a una mujer embarazada.

Voy a ver a un ginecólogo. Elijo a una mujer. Es difícil hablar del


cuerpo, dar con las palabras ajustadas, nombrar todas y cada una
de las partes con precisión, sin alusiones, sin sobreentendidos, sin
apuro. Es difícil hacer preguntas cuando supones que son preguntas
tontas. Una consulta médica es el sitio en que me siento
empequeñecida, ignorante y cobarde. Salgo con tantas preguntas
como antes de entrar. No sé qué hacer cuando la doctora me dice
que me desabroche, si debo, como Myriam en la red publicitaria,
quitarme primero la parte de arriba y luego la de abajo. Algunos
médicos no especifican. No quiero parecer ni mojigata ni, al
contrario, demasiado impúdica. Moverse en la consulta del médico
consiste en ejercitar la desenvoltura. Siento así que todas las
palabras intrigan y todas las peticiones inquietan. ¿Estoy a la altura?
¿Tengo yo la culpa si he pillado un herpes que me desfigura? ¿No
me he despreocupado demasiado tiempo de esta infección? ¿He
hecho el test de embarazo en el momento oportuno?

La ginecóloga me pregunta si tengo hace mucho el lunar de la parte


de arriba del muslo. Lo toca con la yema del dedo, lo aprieta y
tuerce la boca. Dice que hay que vigilarlo, nada serio, no perderlo de
vista. Luego vuelve al tema del embarazo. Quiere saber mis
antecedentes, mis costumbres, mis puntos débiles.

Al principio soy discreta. El vientre no revela nada, es solo una


representación mental. Tengo señalada la fecha en el calendario:
será en lo más crudo del invierno. Empieza la cuenta atrás, la vida
se me va a volver semanas, vencimientos, etapas. No volveré a ser
como antes, voy a ganar en seriedad, en intranquilidad también.
Vuelve el temor de tener un niño anormal. Leo Cuando yo tenía
cinco años me maté, de Howard Buten. El libro me tranquiliza e
incluso me convence de que traer al mundo un niño trisómico es una
aventura rebosante de significado. También temo no ser capaz de
parir. Pensar que tres kilos de carne pueden abrirse paso entre mis
muslos me parece la más inconcebible de las realidades. Hay que
ser inconsciente para dejarse tentar por esa experiencia. Si las
chicas se atreven es solo porque ya lo han hecho otras chicas y no
se murieron. Así que acepto que ese enigma carece de lógica. Me
gusta que una operación imposible me rija el porvenir.

Sigue sin cambiarme el cuerpo. Soy yo la que se imagina que la


parte de abajo del vientre está algo abultada, pero qué va. No hay
peligro de que me dejen el sitio en el autobús. A veces vomito al
levantarme, con lo que me siento importante. Los pechos cobran
protagonismo, pero no le saco partido.

En el cuarto mes, la ginecóloga me manda una ecografía. El chico


dice que por fin vamos a ver «a ese» por televisión. Nos enteramos
de que se dice ecografista, y no ecógrafo. Llamamos la atención a
todos los que lo dicen mal, y todo el mundo lo dice mal. Nos citan
una mañana a las nueve. Voy en la moto, todavía puedo unas
cuantas semanas más. Se me hace el tiempo largo porque he tenido
que beberme un litro de agua para que la exploración salga bien, y
en la sala de espera no me puedo aguantar, lo que me pone
irritable. Luego me echo. Gel, sensor, guantes, pantalla, palabras
simpáticas, ademanes precisos. La imagen es de una hermosura
pasmosa, es el choque, el despertar súbito, una palmada
monumental y una lluvia de estrellas. Aparece el perfil del feto (no
hay que decir «el niño») con una claridad y una armonía perfectas.
Noto que el amor me llega, me llena, no va a tardar en hacerme
estallar. Pero, pese a todo, me gustaría mucho hacer pis.
Ahí, entre turbulencias meteorológicas cuando se mueve la
imagen, lo que se van dibujando son las nalgas, y allí la tibia, y por
allá los dedos; y luego se da la vuelta, ahí está el corazón, que late.
¿Quieren saber el sexo? Porque si quieren saberlo tienen una vista
perfecta de la verga que no deja ninguna duda.
Antes de separarnos para ir a trabajar, el chico dice: «Cuidado,
que no os atropellen». Ya no soy «yo», sino ese «vosotros», de
repente inmenso, poderoso, indestructible.

Una mañana tengo la sensación de que algo se me mueve por


dentro, que algo brota bajo la piel, se tensa, se vuelve, está vivo. Un
bulto ahí, que se encoge; una leve cúpula que cambia de sitio. Estoy
habitada. Entonces, mi mano busca, palpa, mi mano se acerca al
cuerpo del feto, del otro lado de la pared.

Desaparezco tras mi cuerpo. Tengo que pasar por ahí. Me


transformo en materia, oigo que me dicen que estoy radiante, y
aborrezco ese comentario (mi prima Pauline, quizá). Aúna mujer
embarazada se la mira desde el punto de vista de sus nuevas
proporciones, sus andares un tanto bamboleantes, sus posturas
inéditas. Me preguntan si estoy cansada, si no me quedo sin
resuello al subir escaleras, si me sienta bien la comida, si se me van
pasando las náuseas. Me hablan de peso, de piel, de órganos, de
hormonas y de si es verdad que mandan en mí los antojos del
cuerpo. Al principio me quedo dormida después de cenar, una
frustración. Cuando no duermo, estoy rebosante de energía; no
estoy al tanto de que me está aumentando la masa sanguínea y
estoy mejor oxigenada. Por lo que se refiere al corazón y a la
respiración, son un auténtico acicate. Oigo decir que el embarazo es
un sistema de dopaje con progesterona para las deportistas de elite.
Yo no hago deporte, pero camino por la ciudad arropada en un
abrigo lo bastante amplio para que no se note nada. No me gusta
que me dominen, y menos aún que me definan por mi cuerpo. Solo
el chico va viendo detalladamente la transformación. No es ninguna
tontería eso de convertirse en otra y dejar que el chico lo presencie.

Es largo y desgarrador. Poco a poco voy estando poseída y, por lo


tanto, desposeída. A veces ya no sé quién soy, si yo o el feto, que
cada día ocupa un lugar mayor. Soy lo femenino y lo masculino a
bordo del mismo barco. Todo ese líquido me altera. Me da miedo la
palabra amniótico, es como un airbag que se me hincha en el
ánimo. Me duermo con agua en la cabeza, me despierto con las
imágenes de la noche, soñadas seguramente, las de fuentes, las de
cascadas y de ríos que corren bajo la piel. Cada vez hay más
movimiento bajo la epidermis: los hombros, los brazos y también las
piernas, atrapadas en la trampa del calor líquido. No me gusta lo
suave y blando. Cuando era pequeña, habría preferido ser un chico,
y ahora me vuelve aquel deseo de firmeza, de músculos marcados.
Camino con el pensamiento por los sótanos del edificio llevando a
Robi de la mano.

Y luego me rindo. No se me han vuelto las nalgas como las de mi


primo Olivier. Me he llevado un susto, pero todo va bien. Consiento
en la ocupación, ya que no queda más remedio. Me diluyo, y es
como si nadase bajo el agua, con el pelo suelto, dejando que me
lleve la corriente. Soy dócil, dejaré que la naturaleza aplique su
sistema, contra el que nada puedo. Aborrezco a quienes dicen
«dejad que obre la naturaleza». Voy a dejar de pretender controlarlo
todo y le permitiré al feto convertirse en un recién nacido.

¿Es posible hacer el amor durante el embarazo? Mi guía no


responde a esa pregunta. Mi guía hace como si la pregunta no
existiera. ¿Hay que inventar una forma nueva de abrazarse, con
sentido del humor y mucha indulgencia? ¿Cómo integrar la
presencia de ese tercer cuerpo, al que hay que tener en cuenta?
¿Está solo dentro de mí o está entre el chico y yo? ¿Hay que
tomárselo con calma, como si se tratase de una primera vejez, con
gestos al ralentí?
Salgo de casa para reunirme con otras chicas que aprenden a parir.
Estamos en mallas, frente a una comadrona y un espejo, como en
una clase de ballet. Con la diferencia de que nadie hace flexiones en
la barra, sino que todas están tiradas en el suelo, con una
sobrecarga. Soy de las que obedecen, de las que no se saltan
ningún detalle de ninguno de los ejercicios de respiración. El
procedimiento es sencillo: coger aire-retenerlo-jadear-empujar. Oigo
por primera vez mencionar «la respiración de perrito», y rechazo la
imagen. Para parir me convertiré en perro, en rinoceronte o en
búfalo. Me encerraré en el caparazón de una tortuga gigante, de un
cangrejo o de un tatú. Ya que está visto que los animales paren
mejor que los humanos, sin clases y sin asistencia. A menos que me
convierta en pez y me oculte bajo el coral para traer al mundo una
guirnalda de huevos transparentes. Pero soy un mamífero,
compruebo la definición en el diccionario, y sí, tengo que admitir que
pariré como una jirafa. Es una comparación que me tranquiliza, lo
que pueda hacer una jirafa puedo hacerlo yo también.

El momento más difícil es el de la proyección de la película.


Mediocre sesión de cine, cuyos actores principales son los
componentes de una pareja serenamente impúdica, un dúo
tocólogo/comadrona caricaturesco y un recién nacido que no había
pedido ni nacer ni que lo filmasen. El guión, desde la llegada a la
maternidad hasta el alumbramiento, es como una prolongada
secuencia publicitaria con un segundo plano de suspense y de
arrebatos de ternura como mazazos. La indecencia del conjunto y
los sentimientos se mezclan con las piernas abiertas de la mujer, la
sonrisa emocionada del padre y la sangre que le cubre la cabeza al
niño, todo ello acompañado de músicas ampulosas. Me pilla con las
defensas bajas y siento, espantada, que me suben las lágrimas.
¿Emoción o asco?

Me está esperando otra pregunta a la que tengo que contestar.


Epidural, ¿sí o no? Me tranquiliza la posibilidad de sufrir menos.
Pero no sé a qué llaman sufrir. ¿A qué intensidad nos estamos
refiriendo? ¿Dolor de muelas o descoyuntamiento? La comadrona
que está a cargo de las clases nos da a entender que la epidural se
elige por comodidad. No le afecta el hecho de que las mujeres
lleven siglos dando a luz sin paliativos. A lo mejor, incluso, es algo
que le agrada. Hay dos opiniones opuestas. Para complicar las
cosas, la comadrona añade que la epidural no deja de tener algún
riesgo, sin especificar cuál. Posiblemente una vez de cada mil.
Como lo de las vacunas. Lo que dicen las mujeres es que con la
epidural no se siente nada y te pierdes el parto. Ese mundo de
chicas no está hecho para mí, no sé cómo brujulear entre todas
esas hipótesis.

Llega durante una noche helada de invierno. El viento silba bajo la


ventana, respiro exactamente como me han enseñado. Dejo que me
suba por los riñones la quemazón insistente, me centro en el dolor
inédito, intento combatirlo oxigenándome. Vuelve a intervalos cada
vez más regulares, como una cuchilla que rebusca, halla y luego
hinca los dientes en la carne, en la cintura, por detrás. No sabía qué
rostro iba a tener el ataque, cómo se presentaría. Lo visualizo como
un rastro de fuego que deja una huella larga, que marca, que incide.
Y es la duración lo que me sorprende y me rinde. La progresión de
fuerte a muy fuerte, como un incendio progresivo que no tarda
mucho en convertirse en todopoderoso e impone a los pulmones un
rendimiento máximo. La tregua me permite recobrar fuerzas, luego
vuelve la ola, cada vez más aguda, implacable. Me levanto y me voy
al salón, donde abro el sofá. Prefiero retorcerme sin testigos.
Respiro con fuerza, sola, a la luz de la luna, creo que no tengo
miedo. Veo que el cuerpo me aguanta, consigue soportarlo sin
perder la calma, sin desfallecer. Cuando ya no puedo más, despierto
al chico; tenemos que irnos.

Luego hay que dejar de creer que eres una chica, una mujer o algo
que se le parezca. Hay que aceptar que ya no se es más que una
envoltura de carne, porque el cerebro y la memoria han dejado de
contar. Hay que convertirse en una mercancía concreta, sin
educación ni afectos, y no obedecer sino a una lógica maquinal, dar
de lado la cultura y el estilo propios. El amor propio también. En la
mesa de parto, todas las mujeres son iguales, es decir, impotentes y
sumisas. Vencidas. Entonces te acuerdas de las jirafas. Has visto
esas imágenes en la televisión, la elegancia, el encanto, la larga
bajada de la jirafita, como por un tobogán, que se escurre fuera de
la envoltura y, opuestamente a la cría humana, se pone de pie y no
tarda en vivir una vida autónoma.

Los materiales de la sala de partos son excesivamente fríos, metal,


azulejos, cristal. La luz cae desde arriba como una ducha abierta a
tope. Entro echada en una camilla, privada de libre arbitrio y de mis
movimientos propios, privada de sentido del humor. La que aquí
yace es una descolorida copia de mí misma, echada y luego
acurrucada arropando el dolor cuando la ola viene por mí, me
agarra, me arroja, me agarra, me centrifuga. Rechazo los ademanes
que esboza el chico para tranquilizarme, soy injusta e insolente. Soy
una masa de músculos, de órganos, de nervios en carne viva que
tendré que controlar para que la ecuación se resuelva, para que la
ascensión ocurra, regular, poderosa, eficaz. Para que se me
convierta el cuerpo en una máquina que progrese. Un mecanismo
que palpite, con la turbina a pleno rendimiento, y convierta la
contracción en fuerza motriz. Te imaginas la carne latiendo como un
corazón y los fluidos circulando por todas las válvulas abiertas,
llaves, ventallas, sincronizadas a la perfección. Me invade, me
supera, me enloquece. No tengo más elección que dejar que vaya
subiendo la lava que no tardará en abrasarlo todo allá por donde
pase, carne, tabiques, mucosas. Creías que eras una chica valiente
y organizada. Estabas segura de que lo controlabas todo. Y ahora
eres solo un bulto. Es la vida la que hace el trabajo por dentro, la
chica se conforma con poder respirar.
Me pongo de lado, empresa magna, y le doy la espalda al
anestesista. La aguja tiene que llegar al espacio epidural entre la
tercera vértebra lumbar y la cuarta, sin rozar la médula espinal. Es
un gesto que le ahorrará a la parturienta esfuerzos anárquicos y
gritos. Y, bien administrado, no acarreará la parálisis ni la muerte de
la madre y del niño.

Monitorización, cinturón, catéter, pulsaciones por minuto. Creo que


todo se acelera, pero solo han pasado unas pocas horas, esto no es
nada más que el principio; y no lo sé. El líquido calma, vuelvo a ser
tratable. Se reanudan los ataques, ha pasado la tregua, hay que
recurrir otra vez a la respiración del perrito para cruzar de nuevo la
barrera del sonido. Bang, bang, explosiones desde dentro por todas
partes, creo que estoy perdida, no lo conseguiré. La voz de la
comadrona se me mete en los tímpanos, no me abandona, me
sostiene, respira conmigo, le pide al chico que respire también, y él,
en vez de unirse, se pone pálido y transparente, y no tarda en
quedar fuera de juego. Las dos chicas siguen con su dúo, agotan las
escalas monocordes, se escuchan mutuamente y se dan ánimos,
con la garganta llena de polvo. Llega el momento, después de cinco,
seis o siete horas de calentamiento, de empujar, de echar fuera ese
cuerpo vivo que ha pasado de embrión a feto y a casi recién nacido.
El hombre que cose el desgarro tiene grandes ojos negros y un velo
de suavidad en la mirada. Ya no me duele nada, estoy más allá. Me
encuentro bien. No sospechaba que pudiera existir un
soliviantamiento de tan gran violencia.
4

En la habitación de la maternidad todo está blanco, tranquilo, limpio.


Fuera también está blanco, ha nevado. El niño duerme en una cuna,
junto a la cama. No aparto la vista de su perfil, la limpieza de la línea
que nace en la frente y llega hasta la boca me pasma, encuentro en
ella, mezclados, el perfil del chico y el mío. Recorro esa línea una y
otra vez, y no lo puedo creer. Hay otra línea, bien visible, que se
superpone, la de la madre del chico. Y de repente lo entiendo.
Tengo muy claro de pronto que la madre del chico y yo tenemos una
cara de rasgos muy parecidos.

Todavía queda dar con los gestos, atreverse a coger al niño sin
riesgo de desmembrarlo, sin que se le vaya la cabeza hacia atrás,
sin apretarle demasiado el vientre, sin retorcerle el cuello. Hay que
saber inclinarse, deslizarle la mano por debajo de la espalda, abrir
bien la palma, alzarlo y, con la otra mano, sujetar la nuca, y trasladar
así al niño, en horizontal, hasta acurrucado contra ti, sin despertarlo,
sin violentarlo con la luz demasiado fuerte. Colocártelo en el brazo,
en el doblez del codo, albergar la esperanza de que ningún
calambre entorpecerá ese movimiento, y luego acunarlo muy
levemente, sin razón aparente, enfrentarse al miedo a la
inmovilidad, oscilar el brazo y no perderse nada, mirar atentamente
esa cara que sigue dormida, pero pasa por espasmos aislados. Con
la mano libre, colocar bien un patuco mal puesto, rozar los labios
que quieren mamar, acariciar esos dedos cuyas uñas delicadas son
tan perfectas que asombran, atusar la curva de la ceja y reconocer
en el párpado, tan plisado, una réplica de tu propio párpado, que no
es de lo mejor que tienes.

Tengo que levantarme, y es imposible. Me da vueltas la cabeza, no


me sostienen las piernas. Tengo la tensión por los suelos. Todas las
mujeres de la planta van y vienen por los pasillos con su niño en
brazos. Yo soy la única que se apoya en la pared, que se cuelga del
chico para ir al baño, soy una piltrafilla que no se tiene de pie.

Por la noche se llevan al niño para que yo descanse. Al amanecer


oigo desde el fondo del pasillo las ruedas de la cuna que vuelve, un
trueno cada vez más sordo. Estoy a la espera con todo el cuerpo.

Me siguen enseñando: alimentar, cambiar el pañal, alzar los pies,


bañar, hacer gestos breves, rotundos, directos. No tener miedo de
ser brusca, saber imponerse, tranquilizarlo. A la enfermera le parece
que me lo pienso demasiado, le gustan las mujeres resueltas. Le
meto un dedo al niño en la boca porque está muy ansioso por
mamar, y así lo calmo durante muchos minutos. Cuando la
enfermera se da cuenta, me levanta la voz como si hablase con una
niña. Me previene contra las bacterias.

Las bacterias, los microbios, las enfermedades intrahospitalarias, los


virus, las corrientes de aire, las infecciones, las alergias, las
irritaciones, las malformaciones, los atragantamientos, la asfixia, las
caídas, las quemaduras, las meningitis, la muerte súbita. Ahí están
las amenazas, variadas, permanentes, sin razón de ser, que pueden
acabar con tres kilos de carne recién expuestos a las agresiones.
Estar vivo es ser mortal, lo aprendo de golpe y no se me volverá a
olvidar.

El regreso a casa es el final de la vida a buen recaudo. El comienzo


de las noches en blanco. El niño duerme y llora. Llora y luego
duerme. La primera sensación del día en que suelto el capacho al
llegar a casa: ¿y ahora qué hay que hacer? Nada en especial; estás
ahí, pendiente, alerta. No hay bastantes acciones para llenar el día.
Gusta la noche porque es la hora del baño y se va en eso media
hora. Después del biberón, apunto en una libreta los gramos de
leche que ha tomado. Ochenta, luego ciento veinticinco, luego
doscientos. Sumo, comparo, llevo la cuenta. Hago lo mismo con las
horas de sueño. Una siesta por la mañana, una siesta por la tarde, y
por la noche de forma intermitente. Cuando por fin me duermo, se
despierta. Entonces lloro de cansancio. Los primeros días soy como
una sombra que pasa por delante de las ventanas, sin trayectoria,
sin proyectos. Voy de una habitación a otra con el niño en brazos.
Llevo, íntegro, el peso de su cuerpo, que incrusto en mi propia
masa. Noto como mi cuerpo es un imán para el suyo, como se
aferra y me busca. Cuando el chico vuelve del trabajo, se coloca al
niño pegado al hombro.
Descubro que el padre tiene un hijo, es una novedad que me
deja pasmada.

Hay que vigilar las cantidades de leche. Una medida para treinta
centilitros de agua, dice el folleto que te dan en la maternidad. Hay
que esperar a que el niño tenga hambre. No hay que despertarlo
nunca de noche. Hay que dejar que beba cuanto quiera, sin superar
los quince minutos. No hay que darle nunca agua con azúcar. Si,
pasados los meses, el niño sigue pidiendo de noche, hay que ir a la
consulta.

Desde el principio del segundo mes hay que darle todos los días
una o dos cucharaditas de café de zumo de fruta con un poco de
azúcar. Lo que no dice el folleto, cuando el niño puede ya tomar
papillas, es que el agujero de la tetina no deja correr el líquido, más
espeso, con lo que el niño rabia y los padres pierden la cabeza. Hay
que quitarle el biberón de la boca al niño que chilla al tiempo que se
usa una aguja o una navaja para agrandar el orificio, con el riesgo
de abrir las compuertas demasiado y acabar asfixiando al niño y, de
paso, ensuciando con una ola impura el material recién esterilizado.
Te sientes desvalida, incapaz. Pero también te ríes.

Al principio no se puede hacer nada, ni jugar con el niño ni charlar.


Ni siquiera darle cosas. Tarda mucho en agarrar algo, solo sabe
mover las manos en la punta de los brazos y pedalear con los pies.
Se concentra en el chupete, que todo el mundo me aconseja que le
quite. El niño se contenta con estar ahí. No hace nada, no pide
nada. Se limita a vivir en la habitación en que esté. Existe. Y yo
gravito a su alrededor, observo, me acerco. Para que ocurra algo, lo
cojo, luego lo vuelvo a dejar, lo pongo pegado a mí en la cama, en
las rodillas, pero todavía no sujeta la cabeza, todos los cambios de
postura son peligrosos. Tenso la nuca, la espalda, los antebrazos.
Me invento posturas protectoras, que hacen de pantalla. Y además
lo toco, me froto la piel contra la suya, le beso los pliegues del
cuello, me parece que me lo como, lo huelo.

A las sesiones de reeducación del perineo prefiero la piscina. Una


vez por semana me pongo el traje de baño de una pieza y el gorro,
obligatorio, y me obligo a hacer veinte largos en la piscina grande;
luego ya he cumplido. Con los ojos clavados en el reloj, sufro
durante las primeras brazadas porque el frío se me mete en los
huesos, pero persevero. No me dejo elección; el único gusto será el
de la misión cumplida, una satisfacción mental más que física. Ver
por los ventanales los árboles desnudos y el cielo blanco basta para
que vayan a más los escalofríos que me corren por el cuerpo. Peleo
para remodelar los abdominales y erradicar la flaccidez de los
tejidos. Es la única idea alentadora. Cuando salgo del agua, la
cabeza me da vueltas. Por fin vuelvo al vestuario, y luego viene la
ducha caliente interminable, una verdadera recompensa, la ducha
que martillea y libra la piel del olor a cloro; el aroma del champú y el
calor del secador de pelo. Bien lavada, escurrida y rendida, vuelvo a
la casa caliente y al sillón en el que me desplomo.

Cuando no tengo al niño encima de mí, junto a mí, al lado, estoy


como amputada. Ya no quiero salir, ni música ni cine, porque mi
cuerpo llama a su cuerpo. Me da vergüenza y no digo nada. Se
supone que las mujeres modernas prescinden sin dificultad
enseguida de su hijo y viven su vida de mujer, trabajo, amor, ocio,
sin que el niño interfiera nunca. ¿Seré un ser anómalo? Cuando no
duerme, de noche, me levanto y paseo por las habitaciones con el
niño pegado al pecho. Me invento canciones cursis. Durante los
primeros meses me obsesiona el sueño. Por las mañanas me
tambaleo cuando hay que medir el primer biberón, pongo la leche en
polvo al lado y ya no sé calentar el agua. Ya no soy yo, sino un
cuerpo agotado, al que le obsesiona el deseo de dormir.

De tanto doblar la espalda, al final se me bloquea. Espalda tensa,


torcida, estirada. Me tiendo en la camilla del osteópata. Masa
quebrada y agarrotada. Me hace subirme a aparatos, me obliga a
colgarme cabeza abajo. Me envuelve la cabeza en un paño y tira de
golpe. Me cruje la nuca, grito, luego tiemblo. No me atrevo a
escaparme. Acabo tendida otra vez, dislocada, bajo una manta.
Quiere estirarme más, me da un puñetazo a la altura de las
lumbares. Dice que tengo que volver, que mi caso es serio. Me soba
los dedos de los pies, me pregunta si me duele el hígado. Eso de
que lleve al niño a cuestas no le interesa. Me pregunta si tengo una
sexualidad sana, si tengo dolores con la regla. Me pregunta si fui
una hija deseada. Da vueltas a mi alrededor, alza la manta, la
sacude como si estuviera apagando un fuego. Dice que tengo la
pelvis desplazada, quiere saber si duermo bocabajo, si duermo con
la cabeza orientada al norte. Si orino bien. Me habla de las cinco
vértebras sacras y, como no lo entiendo, especifica que el sacro y el
hueso iliaco. Dice que antes fui un batracio. Habla de la cola de los
animales, de la confusión a la altura del cóccix. Y quiere saber a qué
atenerse, sacar fuera la cola, no vaya a ser que… Me hace ponerme
a cuatro patas. Dice que voy a tener que toser. Tengo la esperanza
de que suene el teléfono.
Llevo varias semanas viviendo a cámara lenta. Tengo posturas
menos resueltas, menos decididas. Aprendo a escurrirme, a
agacharme, a ser lánguida. No hay prisa. Tengo que llenar los días
con cosas menudas. Repito hasta el infinito los mismos
automatismos, enroscar, desenroscar, abrochar, apretar, anudar.
Todo pasa por las manos, que adquieren una destreza nueva. Me
acostumbro a que falle el tempo. Me siento en el banco de la
glorieta pese al frío que hace y oigo las pulsaciones de la ciudad, en
otros lugares, sin mí, los acelerones, el ruido de los motores a lo
lejos. Es la primera vez que no tengo nada que hacer salvo estar.
Tengo que deshacerme de la prisa que vive en mí, luchar contra mí
misma.

Me fuerzo a llevar al niño a la guardería para acostumbrarlo y


acostumbrarme a la separación. La guardería está lejos de casa.
Voy empujando la sillita por la acera, evito las cacas de perro,
empujo en la cuesta arriba. Llora cuando lo dejo, me tiende los
brazos. No me queda más remedio que ser cruel. Lo rechazo.
Arranco, corto, cizallo. Luego ando por la calle hasta el primer café,
donde espero. Espero una hora, tomo un té, intento aguantar otra
hora. Cuando voy a buscarlo, lo observo antes de que me vea. Está
jugando, sentado en el suelo. Hago como si estuviera relajada. Pero
me inunda su olor cuando lo cojo y lo abrazo.

El primer día en que lo dejo de verdad entro por la puerta de la


librería y me voy al almacén. Tengo que hablar con los demás, estar
alegre, tengo que recuperar la voz, poner en marcha las cuerdas
vocales. Me cuesta alcanzar la energía para hacer frases, hay algo
trémulo en lo hondo de mí. Me tiemblan las piernas, tengo los
brazos cansados. No sabía que sacar los sonidos de la garganta
exigiera tanta fuerza. No me suena la voz igual que en casa, me
asombra ese sonido nuevo que tiene. No entiendo por qué estoy tan
jadeante.
Me froto muchas veces los brazos con las manos diciendo: «Tengo
frío». El chico me comenta que ese gesto se está convirtiendo en un
tic. Es un gesto que llegó al mismo tiempo que el niño. Es la
sensación que me ha dejado el cuerpo, ocupado y luego
abandonado. El exceso de carne, el agua por dentro, las
membranas y la sangre, la inmunidad. Y el hervor, la incubación, el
laboratorio saturado de actividad. El cuerpo como una máquina, una
fábrica, cadena de montaje paciente, fábrica de gas. Luego es como
si avanzase una sequía, como si se propagase una aridez por todos
los tejidos, tirase de la piel hacia dentro, la sujetara. La respiración
se convierte en expiración, las fibras se encogen, la circulación se
desacelera. Y tengo frío.

Duermo pegada a una pared y escucho lo que pasa detrás. Los


oídos se me convierten en el órgano indispensable. Creo oír,
percibo, detecto; luego identifico. Tengo una oreja encima de la
almohada y parásitos en el oído, me incorporo en el colchón. El niño
hipa, luego da chilliditos, luego llora, y mi conducto auditivo
transmite toda la inquietud de que es capaz. Sensor, altavoz,
caracola, caja de resonancia, el tímpano me vibra al menor sonido
que emita el niño, que viene a adueñarse de mí en lo más hondo del
sueño. Las vibraciones atraviesan el tabique, me alcanzan el pecho
y luego el abdomen. Tocada, casi hundida, creo que el niño se
ahoga con tantas lágrimas. La fuerza del llanto me presiona las
sienes, que se vuelven duras, esquisto, granito, se convierten en
piedra. Sílex que cercena en lo más oscuro de la noche.

Por la mañana, el niño suelta otros sonidos, como un canto cuya


primera rima vuelve a empezar sin pausa. Es algo agudo, luego
húmedo, luego vibrante. Es apacible, luego estridente, con un rayo
siempre en reserva. Voy por el parqué descalza para que no me
oiga. Abro la puerta de su cuarto, quiero sorprenderlo en la soledad
que está empezando a domesticar y observar el cuerpo que intenta
sincronizar y obedece por completo al peso del tronco. Sabe darse
la vuelta en la cama, una etapa que hemos estado esperando
mucho tiempo, y todavía no intuyo si estará bocarriba o bocabajo.
Lo oigo empujar y jadear, como si estuviera haciendo un esfuerzo
tremendo, completamente concentrado en un objeto minúsculo.
Ahora alarga la mano hacia el pie, y solo existe ya la trayectoria
engañosa que se ha propuesto. Voy siguiendo el tabique, sin
respirar, pego los omóplatos a la pared y avanzo, acariciando con la
palma de las manos el papel pintado. Es un juego, recupero el gusto
por el juego, y el cansancio desaparece. Me olvido de mí, me relajo
y sonrío al pensar en la alegría de la cara del niño cuando me vea.
Sonrío y noto como anticipo la sorpresa por llegar. Contengo la risa
que va llegando, contengo los brazos que van a llevar, a apretar,
contengo los pulmones que van a llenarse de todo cuanto embriaga.

El chico me regala un perfume. Perfume quiere decir morder el


cuello y los hombros. Perfume contra cambiador de pañales. Ya está
bien de tener las manos metidas en el aceite quemado. El cuerpo
que lleva y que arropa, que protege y cede. El cuerpo-fábrica,
henchido, desmantelado, tiene que renacer. Tiene que dejar llorar al
niño tras el tabique. La madre y el niño son dos, un bloque aquí y un
bloque allí, cada cual bajo su techo. La madre se tiende de
espaldas, abre el faldón de la bata y sigue con los ojos abiertos
cuando el padre propone. Propone tomar y dar. Marcar su territorio
tras el desorden. A la madre le da miedo ser todavía sapo, con todo
ese lío por dentro. Como si la hubiera moldeado un cubista, con las
curvas manga por hombro. Pero esas proporciones nuevas son solo
una sensación, lo que teme que sea fofo ni siquiera llega a
desenfocado, no es para tanto. Aprende a dejar que el chico mire a
la chica, que bien podría ser una mujer. Aprende que madre no es
algo a tiempo completo y que padre es soñar con respirar en la nuca
de ella, con el pecho pegado a su espalda. Entonces el chico da una
zancada, da un rodeo, quema, deshuesa, enlaza, mastica, el chico
avanza como un cazador en el bosque, prudente y atento, con los
sentidos aguzados y los labios golosos. Saborea y acaricia, y me da
la impresión de que mi vientre es bambú, más flexible de lo que
suponía, acunado más que zarandeado.

El lunar sigue en el mismo sitio, en la parte de arriba del muslo. Una


mañana, al despertarme, me lo araño y sangra. Sangra
misteriosamente, no para de sangrar. Entonces me acuerdo de lo
que dijo la doctora. Ese lunar que había que vigilar, ella y yo,
obnubiladas por el embarazo. Si lo pienso, me parece sospechoso.
Lo mido con un doble decímetro y, pasada una semana, comparo.
Me obsesiono. Parecería que tiende a crecer. La semana siguiente
repito la operación, pero no estoy convencida, no hay una
progresión clara, lo más sencillo sería ir al médico. Al mes siguiente,
la mancha crece, se extiende por el muslo y no tarda en roer la
blandura de la piel, llega a las ingles y repta hasta las costillas. Me
despierto en el momento en que las manchas me están llegando a
las manos, como esas manchas de la edad que han acabado por
florecer en las manos de mi madre. Miro al chico, que duerme a mi
lado, y pienso que llegará un día en que su cuerpo será el de un
anciano, descarnado y fláccido, reblandecido y agotado.

El niño no tarda en andar a gatas. Para estar a su altura, me pongo


en cuclillas, me arrodillo, me arrastro por el suelo. Luego me
acomodo para apilar cubos, manipulo objetos, tréboles, cuadrados,
que encajo unos en otros. Me siento a lo sastre en el suelo. Y luego
llevo al niño en la cadera derecha, totalmente a gusto ahora con ese
peso. Lo coloco en la sillita del coche con una leve torsión del busto,
muevo los hombros y giro la pelvis. Hallo un equilibrio nuevo. Sé
hacerlo todo con el niño a cuestas, encender el gas, escurrir la
lechuga, llamar por teléfono, subir las escaleras, calzarme, lavarme
los dientes. Lo tengo como incrustado, una excrecencia que se
aferra, por no decir un parásito.

El niño tiene cuatro dientes y me tiraniza desde la trona. El niño tira


al suelo las cosas que le doy. El niño mueve la cabeza, chilla, pone
las piernas y el tronco tiesos. Se columpia tan fuerte que me da
miedo que se caiga. Querría no estar donde está. Es todo él babas,
mocos, lágrimas, mejillas donde se agolpa la sangre, yo lo rondo, lo
observo y subo el tono de voz, le hago los lobitos y él da patadas.
Yo querría no estar donde estoy. El cuerpo del niño llena toda la
habitación, con los ojos húmedos, el pelo pegado, los dedos
crispados. Es una tormenta en la cocina, un desprendimiento. Me
quito de delante, y los berridos crecen. Pienso en retortijones, en
dolores de tripa, en parásitos que lo roen. Pienso en su mal genio.
Pienso en una crisis existencial. Debe de ser doloroso eso de
crecer.

Mi única preocupación es el cuerpo del niño. En la consulta del


pediatra lo pesan, lo miden, lo palpan, lo sondean, lo detectan. La
cartilla sanitaria es mi herramienta. El pediatra anota en ella todas
sus intervenciones. En la página nueve me entero de que el parto
fue eutócico, que quiere decir normal. Compruebo lo que significa
puntuación de Apgar, que lleva el nombre de la doctora
norteamericana Virginia Apgar, que valoró los cinco parámetros:
ritmo cardíaco, respiración, tono muscular, color de la piel y reflejos.
Reviso las columnas «test» y «detección». Me entero de que
«pulsos femorales» es buen síntoma y de que «esplenomegalia»
debe de ser algo negativo. Entiendo que el perímetro craneal es el
índice que desvela cualquier anomalía. Tengo que acordarme del
test del neuroblastoma, que es el cáncer más frecuente en los niños
menores de un año.

En la primera página de la cartilla sanitaria, un dibujo y un eslogan:


«Tres meses mamando, diez veces menos infecciones». Vale.

A una mujer que ha dado a luz se le puede poner un DIU. Acepta


que le coloquen en el útero un objeto que cause una inflamación de
las mucosas que evita que el óvulo fecundado se cobije en ellas.
Muy astuto. No me extrañaría que ese sistema se les hubiera
ocurrido a los egipcios, que idearon la pinza de depilar, que ha
recorrido los milenios. Pero resulta que no, que ese objeto lo ideó en
1928 el doctor Ernst Gráfenberg (que le dio la inicial de su apellido
al punto G), y, en vista de eso, no entiendo por qué las mujeres no
se han beneficiado antes de ese hallazgo.

Quiero salir, correr, volver a ser como antes, olvidarme de las cosas
de mujer, de las preocupaciones de madre. Quiero beber, comer lo
que se me ocurra, fumar y bailar otra vez. Que vuelva a adueñarse
de mí el desorden, dar de lado la obligación de la vida sana. No
quiero volver a pensar en mi peso, mi pulso, mi silueta. Preferiría ser
un padre que va en moto, igual que el chico, que da una patada
para arrancar, que se pone el casco y desaparece por el final de la
calle.

Indico con el dedo los guijarros, las hormigas, las piñas. Voy con el
niño por los senderos. Piso las hojas para que él las pise, miro mi
reflejo en los charcos para que él mire su reflejo en los charcos,
silbo cuando veo un pájaro. Hago muuu, hago hihaaa, aleteo, libo.
Soy un pato, un mono aullador, soy una araña gigante, un ratón que
roba el queso. Me rasco el costado como un perro, despedazo la
carne con mis mandíbulas de león, maúllo y arqueo el lomo.

El niño ya no es un niño, sino un muchacho que recorre el mundo


con botas de goma, que recoge conchas y persigue a los
cangrejitos, un chico que atraviesa las medusas con un palo, parte
en dos las lombrices, mastica el trébol y la hierba. Es un hijo del
trueno, de la lluvia, del arco iris, un tipo del barro y el lodo. Un crío
que corre y no anda nunca, que tropieza y se cae. Un chiquillo que
se golpea, resbala, señala cuanto ve. Anda y habla por los codos.
Que se nombra a sí mismo y dice «Yoto». Luego, Yoto duerme,
como si lo desenchufasen, duerme en el coche, en la espalda de su
padre, debajo de la sombrilla.

Mi madre me pregunta por Yoto, pero no atiende. Tiene esa voz


animada que no me gusta. Luego, antes de colgar, dice que mi
padre está adelgazando, que mi padre no come. Le duele el vientre.
No sabe decir dónde, el abdomen o el estómago, y a veces el dolor
le sube hasta el plexo. Mi madre lo minimiza, bromea un poco.
Luego enlaza con lo anterior, dice que por ahora en los
reconocimientos no le ven nada, dice también que no es cosa de
preocuparse antes de saber algo. Nos hablamos sin atrevernos a
pronunciar las palabras que asustan. No hago las preguntas que me
gustaría hacer. Intento tranquilizar, hablo del cansancio, del
agotamiento, de la escasez de personal en el servicio. Mi madre
dice que el médico le ha dado quince días de baja, que es la primera
vez que se coge una baja, él, que no se queja nunca. Después
vuelve a Yoto. ¿Le está bien el conjunto de felpa que le hizo?
Hablamos de Yoto un poco más porque ya no podemos hablar de mi
padre. Hablamos de los frutales del jardín de mis padres, de que
habría que podar el seto, pero, claro, con mi padre en la cama, todo
es más complicado. Cuando cuelgo, miro a Yoto, que no vive en el
mismo mundo que yo, ocupado en meter plastilina en las rendijas de
las tablillas del parqué.

El médico me toma el pulso, cuenta los latidos mientras oye lo que


me ocurre en los pulmones. Quiere saber cómo me encuentro. Me
dice que tosa, que me dé la vuelta, que coja aire. El médico me
pregunta si hago deporte, y le miento, digo que sí, que ando, que
corro, que voy a la piscina. No sé por qué miento, estoy convencida
de que voy a volver pronto a hacer deporte, a lo mejor incluso me
saco un abono para un gimnasio.

Todo reluce, el pelo de los animales, las escamas, las plumas. Todo
sorprende, las nubes y el viento. La sombra delante y luego detrás,
que baila y que se escabulle, incomprensible. Todo es alegre e
ingrávido. El mundo está en relieve, en un bullicio perpetuo. Se
necesitan bolsillos en la ropa para llenarlos de guijarros, de trozos
de madera, de ramitas, de trozos de cristal desgastados. De canicas
y de plásticos, de abejorros muertos, de lana de cordero, de paja, de
asfalto. El mundo se vuelve partículas, concreto y diminuto, cabe en
la mano. El piso se convierte en gabinete de curiosidades, en
vivario, luego en basurero. De rodillas en el parqué, selecciono y
hago montones. Cuando ya no tengo donde pisar, disimulo y luego
lleno el cubo de la basura. Mando todos esos desechos al sitio del
que proceden, fuera de casa. Yoto caza escarabajos, cría caracoles,
observa a las hormigas que acarrean miguitas. Toca el pincho del
cactus, la cadena de la bicicleta, la caca del perro. Mete las manos
en el agua de fregar los platos, monta una tempestad en la bañera.
Se mete en la boca el rotulador, prueba la mimosa. Muerde la vela,
mastica papel de periódico. Saca la lengua, negra, amarilla o verde.
Lame el espejo, mordisquea la madera de la estantería de libros. Se
bebe el agua de la charca. Le gustan el barro y el cieno. No
distingue lo limpio de lo sucio, no conoce el asco. Solo mi cara y mis
gritos le dicen lo que se puede hacer y lo que está prohibido.

Yoto trepa por los barrotes de la cuna, y, al caer, se da un golpe en


la barbilla. Yoto choca con un ciclista en las márgenes del río. Yoto
en patinete se traga una pared. Yoto se abre la cabeza con la mesa
del salón. Ya nos conocemos el servicio de urgencias, los horarios y
cómo funciona, incluidos los días festivos y las noches. Los
accidentes domésticos están en todos los labios, en todos los
periódicos. Inhalación, absorción, caída, envenenamiento,
quemadura. No entiendo cómo es posible meter los dedos en un
enchufe hasta el punto de electrocutarse. Le doy la vuelta al mango
del cazo de agua hirviendo, cierro la ventana, aparto la botella de
lejía. Y le pillo los dedos a Yoto con la puerta, oigo crujir los huesos
y estallar la carne, pierdo el conocimiento. Cuando vuelvo en mí,
Yoto, a horcajadas en mi torso, me está untando la cara y el pelo
con su sangre.

Mi madre opina que ya es hora de quitarle los pañales, mi madre


dice que antes los niños no se hacían nada encima al año, mi madre
me desespera. No vamos a llevarnos pañales para las vacaciones.
Las cosas irán sucediendo a su aire. Yoto va bien encaminado
desde este invierno y da señales alentadoras. La casa está aislada
al final del camino, es abril y los cerezos están en flor. El primer
despertar es tenso, pero colmado aún de esperanzas; Yoto se ha
hecho pis. Lavo el saquito (que le ha hecho mi madre) y lo tiendo en
el alambre que hay detrás de la casa. Abril es un mes lluvioso en los
climas templados. Se nos había olvidado. La casa no tiene
calefacción, y el saquito no se seca. El despertar de la segunda
mañana es tenso, Yoto se ha hecho pis. El saquito está mojado y
sucio. Llueve con más fuerza. El despertar de la tercera mañana es
tenso. Yoto se ha vuelto a hacer pis, y mi impaciencia crece. Nos
pasamos todo el rato preguntando a Yoto si quiere sentarse en el
orinal; antes de las comidas, después de la siesta. Nos obsesiona el
orinal. Estamos obnubilados y somos ridículos. Llega el penúltimo
día, y deberíamos comprar pañales, tenemos los nervios de punta y
estamos agotados. Pero el pueblo más cercano está lejos, y no
quiero renunciar. Yoto empieza a toser, el chico me reprocha que
sea tan cabezota. Subo la voz y obligo a mi hijo a quedarse sentado
en el orinal hasta que haya un resultado. Cuando orina por fin es un
triunfo. Cuando luego se mea en la sillita del coche, es una
decepción tan grande que empiezo a pensar que la que tiene un
problema soy yo. O que para mí es un problema la mirada de los
demás.

Oigo la palabra psicomotor en labios del pediatra, en el parvulario,


en los debates por televisión. Desarrollo físico, psicomotor y
sensorial son los valores que preocupan a los padres. ¿El niño ve
bien? ¿Oye lo suficiente? ¿Habla correctamente? ¿Camina con
normalidad? ¿Tiene los reflejos y las reacciones correctos? ¿Acepta
la autoridad de los adultos? ¿Es capaz de dormir solo en su cuarto?
¿Usa los cubiertos para comer? ¿Sabe esperar a que le toque el
turno en el tobogán? ¿No padece estrabismo? Me dan miedo los
padres que alardean de las hazañas de su hijo. Todos los padres
piensan que su hijo va muy adelantado. Todo es siempre increíble.
La mímica, increíble; las combinaciones de palabras, increíbles; el
comportamiento, la inteligencia sobre todo, la agilidad de la mente.
Es el período en que los padres hacen fotos. Para recordar que
tenía torso de buda, tan armoniosamente proporcionado; y luego de
libélula frágil, con un pantalón corto y un polo que le están grandes.
Para recordar que el cuerpo de su hijo era tan enternecedor. Para
tener la seguridad de que había en sus ojos una malicia fuera de
serie, una presencia que nunca se vio en los demás. Para no olvidar
el encanto de su sonrisa y su inimitable hoyuelo cuando se sube a
caballito en el perro. Los padres ametrallan, se relamen, se adueñan
de la redondez de esos hombros, del grano tan delicado de esa piel,
de esas nalgas tan respingonas; y esos detalles son tanto más
conmovedores cuanto que son provisionales y se convertirán, con el
paso del tiempo, en un esqueleto compuesto de líneas de trazo no
tan exquisito, con proporciones menos halagüeñas. Pero el cuerpo y
la mente son la misma malla, y los padres no paran de estimularle el
cerebro a su progenie por una desesperada necesidad de sentirse
tranquilizados y también halagados. Algunos albergan la esperanza
de que su hijo sepa leer antes de ir a la escuela. Algunos exhiben el
hecho de que su hombrecito ya escribe su nombre, pero se callan
que tarda otro tanto en reconocer los colores.

Las fotos dan pie para ir a mirar las fotos de la propia infancia,
cuando apenas si andabas, luego cuando llevabas trenzas y un
conjunto amarillo que te había hecho tu madre. Las fotos están
pasadas de moda, claro, lazos muy chillones en el pelo y calzado
austero. Esas fotos me gusta enseñárselas a Yoto sin saber si
entiende quién es esa silueta de niña, tomada con flash, que lleva
una corona de día de Reyes en la cabeza. No me gustan los
desnudos que hicieron mi padre y mi tío, yo echada de espaldas y
luego bocabajo, en un puf bereber o en una bañera de plástico,
hecha un puro michelín y una pura papada, sin cuello ni muñecas,
mera carne abultada y mofletes de trompetista. Hojeo y voy hacia
adelante, vuelvo a ver mis cuatro, mis siete o mis diez años, mi bata
de la escuela, mi expresión de no haber roto nunca un plato; y me
entra por los ojos la tristeza de la mirada, la confianza y la
esperanza que pasan, pese a todo, por la cara, y espero que Yoto
no crezca con una señal de melancolía impresa de forma tan visible
en los rasgos.

No sé qué ponerme. Abro las puertas del armario y ahí me quedo,


sin deseos, desdoblo y vuelvo a doblar los jerséis de lana, que
hacen bolitas, calibro las faldas, y ninguna me tienta, estoy cansada
del negro y del gris. No tengo zapatos que me vayan bien, tengo
que renunciar a los pantalones cuya cremallera ya no me sube. Me
apetecen colores y formas nuevas, me apetece convertirme en
alguien nuevo. Pero por el momento la ropa que llevo, más que
mostrar, disimula; superpongo, difumino, envuelvo.

Yoto crece y, a veces, se pone malo: laringitis, bronquitis, anginas


eritematosas, traqueítis, rinofaringitis, otitis, gastroenteritis. ¿Hay
que dar al niño antibióticos, debe tomar Clamoxyl varias veces al
año? Mis amigas despotrican, mis amigas prefieren llevar a sus hijos
al homeópata. Mis amigas me dicen que los antibióticos, cuando se
expulsan en la orina y las heces, contaminan el río y las capas
freáticas, que nunca se disuelven y vuelven para perseguirnos en el
agua del grifo que bebemos, contaminan a las vacas que pacen y a
los cerdos que se alimentan con cereales. Mis amigas me hacen
responsable, me pronostican un niño debilitado, habituado y por eso
mismo menos resistente y expuesto también a las alergias, a las
náuseas, a las diarreas, a los gases, a las candidiasis, a la sordera,
a las tendinitis. Mis amigas hacen juegos de magia con cinco
gránulos, y resulta tentador. Estoy segura de que mis amigas no me
lo dicen todo.

Yoto juega con su padre. Coches, tren, camiones, carreteras, obras


públicas. Le gusta lo que se abre y se cierra. Manipula con la punta
de los dedos portezuelas, poleas y capós. A veces hace el ruido del
portazo con la boca. Pone en fila la maquinaria de las obras al pie
del sofá y maneja los buldóceres sin miramientos, primero hacia
adelante y luego hacia atrás. Le gustan los ruidos de motor que
rugen desde lo hondo de la garganta. Los acelerones, los derrapes y
las curvas ceñidas hasta acabar en accidente. El padre y el hijo
están de rodillas en el parqué, concentrados, con la espalda
encorvada y la nuca en guardia. Yoto se olvida de las obras, se le
sube a la espalda a su padre, lo asfixia al colgársele del cuello y
después ruedan los dos por el suelo y se enfrentan encima de la
alfombra del salón. Acaban la tarde peleándose, agarrándose,
midiendo fuerzas, refregándose, cogiéndose, empujándose,
despeinándose, arañándose, acariciándose, sobándose. Luego los
chicos se hacen daño, era inevitable, se les va la mano, se dan un
golpe en una tibia, un raspón, un golpe que se escapa, y la casa se
llena de gritos.

Yoto coge el ovillo de bramante del cajón y marca itinerarios en la


cocina. Desenrosca el bramante, lo enrosca en el respaldo de las
sillas, lo une al tirador de la puerta de la nevera y luego al del
escobero. Sigue con el picaporte de la puerta, rodea las patas de la
mesa y vuelve, en ángulo recto, al cajón del aparador. Da otra vuelta
y luego otra más, hasta condenar todas las salidas, igual que una
araña teje su tela, enreda también la pierna de su padre, que
pasaba por allí, y la de su madre, que está a pie firme delante del
fregadero, juntándolos en la misma madeja.

Se puede jugar con un bramante y los diez dedos de las manos.


Ayudándose con la boca, se puede edificar una torre Eiffel, un
viaducto o una estrella de seis puntas. Con una servilleta se pueden
hacer un par de pechos. Con una hoja de papel se puede construir
un barco, que no tarda en naufragar en el agua de la bañera, o un
gorro, o un avión para lanzarlo al aire. El que sabe de dobleces y
está enterado de los trucos y de las proporciones es el padre. Es un
milagro saber usar las manos. Entender dónde hay que apretar,
dónde hay que agarrar y que alisar.

Cuando vamos a ver a mi padre, no se queja de nada; está sentado


en el sofá, con un partido de rugby, aunque siempre lo vi poner solo
el fútbol. Me extraña que no disfrute del jardín, con toda esa luz.
Dice que los árboles se las apañan solos, que las hojas no lo
necesitan para crecer. Le pregunto si no le toca ya pronto pasar la
segadora, no me atrevo a proponerle que lo haga el chico. Dice que
un chalado acaba de matar a un vecino que escandalizaba
demasiado con la segadora. Que también sus compañeros
estuvieron a punto de echar a correr como conejos cuando llegaron
para detener al individuo. Le pregunto a mi padre por qué lleva el
arma cuando no está de servicio. Contesta sin mirarme, y como
para ponerme en mi lugar, que le resulta muy abrigada. Lo animo a
que andemos hasta el final del sendero, podríamos ir hasta el
puente para ver pasar los trenes. Dice que el sendero se lo sabe de
memoria y que ya no tiene edad de trenes. No hablamos de sus
dolores ni de los resultados de sus análisis, no hablamos de la
preocupación, hacemos como que no les hacemos caso a la silueta
enflaquecida, a los ojos cansados. Y luego tiene un arrebato y dice:
«¡Vaya! ¡Estar sin hacer nada me ha dado hambre!».

La escuela está al final de la calle. Vamos con retraso porque le


estoy enseñando a Yoto a atarse los cordones de los zapatos. Estoy
centrada en él y lo oigo resoplar, esforzarse, veo los dedos que no
consiguen sincronizarse y resbalan; luego noto que se va poniendo
nervioso; y Yoto renuncia. Es como cuando aprendió a andar, noto
la voluntad, la perseverancia, el impulso, y luego la decepción, la
frustración, la irritación. Y la incapacidad del adulto para inculcar la
precisión y la fluidez del gesto, la tristeza del adulto ante el fracaso
provisional del niño. Cogidos de la mano, corremos, dejamos que
nos lleve la cuesta abajo, ligeros pero apresurados. Luego bajo
deprisa las escaleras, entre los edificios, hasta la orilla del río,
después corro cuando veo el autobús, llenísimo ya. Me quedo de
pie, pegada a los demás, con el brazo estirado, agarrada a la barra,
y esa sensación de incomodidad, junto con el calor, con el que no
tardo en sentirme indispuesta, le presta a mi cuerpo una realidad de
la que no me importaría prescindir. Intento orientar la mirada hacia
donde no se cruce con la de nadie y no hacer caso de las caras que
tengo muy cerca. El objetivo es no ver, no oír, no respirar, no oler, no
rozar. Las mañanas empiezan con un aletargamiento deliberado de
los sentidos, como una prolongación del sueño en posición vertical.
Un ejercicio que practico con más o menos radicalidad, con más o
menos constancia. A veces dejo que los ojos de un joven se claven
en los míos o que la sonrisa de una señora provoque en mí una
complicidad.

Las escaleras de la librería crujen cuando subo, trabajo en el primer


piso, entre los libros de arte, que pesan y están llenos de
ilustraciones, y me muevo sin que el parqué revele mi presencia. Es
un ideal y es un juego. Prefiero no tener peso, no dejar en el suelo
nada ni de mi volumen ni de mi estado de ánimo. Me escurro
pegada a las paredes, hago por que se olviden de mí. Me gustaría
no tener cuerpo, no tener ni masa ni apariencia. Ando como andaba
antes en la barra, con una trayectoria clara y silenciosa. Me subo a
la escalera plegable con los brazos cargados y la nuca tensa, y
luego me fijo mucho para no saltarme un peldaño al bajar. Me
reprochan muchas veces que sea tan prudente. Es verdad que
tengo cuidado de no caerme, de no tropezar en algún empalme
defectuoso de la moqueta. Les tengo miedo a las caídas, los
desplomes, los fallos. Les tengo miedo a las dislocaduras, los
derrames, las luxaciones.

Tampoco sé qué ponerme esta mañana. No me sobra el tiempo,


vivo las mañanas como se vive el desorden. Hay que vestir también
a Yoto, preparar el desayuno, sincronizar el aseo —el suyo, el mío—
en el cuarto de baño lleno de vaho después de que salga el chico,
que se acaba de ir a trabajar. Titubeo, me pongo una falda negra,
una camisa negra, me quito la camisa para ponerme un jersey beige
más abrigado, me quito la falda para elegir un pantalón negro de
punto, que será más cómodo para mover las cajas de la librería.
Luego me quito el jersey y me vuelvo a poner la camisa negra.
Frustrada, resignada.

Por la noche, Yoto se despierta porque ha tenido un sueño malo. Se


le han quedado pilladas las piernas en la pala de una excavadora.
Llama, grita, dice que le han cortado las rodillas. Cuando lo cojo y lo
abrazo, tensa los muslos y se niega a moverlos. Sigue bajo el asalto
del dolor y no puede poner los pies en el suelo. Lo llevo en vilo, y la
sensación de desgarro me invade también a mí, me duelen las
piernas y camino con dificultad por el parqué del salón. Yoto tiene
calentura y sigue llorando, no se calma con nada pese a mis
palabras sedantes. Las imágenes de la excavadora arrancándole la
carne le dan vueltas por la cabeza. Al final acabo por volverme a mi
cuarto con Yoto aferrado a mis brazos y por ponerlo a continuación
en la cama, es decir, al lado de su padre. Quien rebulle y pregunta,
refunfuña y después protesta. ¿El cuerpo del niño en nuestra cama?
Es la primera vez, una excepción, un caso de fuerza mayor. Es
inconcebible, casi un tabú. Junto a su padre, Yoto se tranquiliza y no
tarda en volver a dormirse, con las piernas pegadas a las de él.

Decido continuar haciendo deporte. Continuar no es la palabra


adecuada, ya que, desde que dejé la gimnasia a los dieciséis años,
no he hecho ningún otro. No sé qué me gustaría. No me agrada el
jogging, no me agrada la piscina. Estar en un gimnasio me apetece
más, rodeada de material y de aparatos; y, sobre todo, moverme por
un suelo de goma. Me apetece la máquina de remo, el movimiento
me parece armonioso, completo y muy fluido. En cambio, la cinta de
correr no me interesa, temo la sensación de estar volviendo a
empezar eternamente, como en la rueda del hámster. Me pasa igual
con la bicicleta, subir una cuesta de mentira me parece frustrante. Y
subir una cuesta de verdad tampoco me entusiasma. Me lo voy a
pensar, voy a pedir información, pasaré por el gimnasio que está en
los muelles para preguntar las tarifas. Ya veré.

Colocamos en una pecera el pez que nos ha tocado en la feria. Le


damos de comer y lo vigilamos sin mucho ahínco. Solo le damos
unos pocos gránulos, porque si no se le hincharía la tripa y luego
estallaría y luego se moriría. Cambiarle el agua al pez es un
momento crítico. Hay que cogerlo con el salabre, trasvasarlo antes
de que se asfixie. El pez se muere pese a nuestros cuidados
después de haber pasado por todos los colores: rojo, naranja y
luego amarillo pálido. No sé qué hacer con el pez muerto, no me
atrevo a tirarlo ni al retrete ni al cubo de la basura. No sé cómo
anunciárselo a Yoto. Para que me dé tiempo a pensar lo conservo
en la bandeja de los cubitos, en la nevera. Yoto acaba por darse
cuenta, la enfermedad, la muerte, la ausencia del pez. Luego quiere
saber si la muerte destruye el cuerpo. Saco al pez de la bandeja de
los cubitos, tieso, pero intacto. Yoto no se enternece ni se extraña.
Lo toma entre las manos para hacerlo entrar en calor y anuncia que,
cuando vuelva a moverse, lo pondrá otra vez en el agua de la
pecera.

Los piojos están en el pelo, pese a las precauciones. Los piojos


están en la escuela, en todas las viviendas, en las cabezas y en las
capuchas. La loción cuesta cara en la farmacia. Yoto inclina la
cabeza encima del lavabo. Noto que tiene miedo. Les paso revista a
todos los mechones y no me atrevo a chillar cuando aparecen los
parásitos, de unas dimensiones que meten miedo. Los hago caer al
lavabo con el peine, y luego los ahogo sin consideraciones. Yoto
llora cuando entiende qué le anda corriendo por la cabeza. No
quiero afeitarle los rizos largos, prefiero la paciencia y la tenacidad.
Pero el enemigo temible son las liendres, lo pone en el prospecto,
imposible desalojarlas. Dedicamos la semana a perseguir a los
piojos, por la mañana, al mediodía y por la noche. El niño se rasca,
y ya no sabemos si es un reflejo o una necesidad. Luego todo el
mundo se rasca en casa. La cabeza, pero también la nuca, y los
brazos, y, a no mucho tardar, el vientre e incluso la parte de arriba
de los muslos.
Me sale en la espalda otro lunar; no me entero. Está entre los
omóplatos, en el punto exacto al que no pueden alcanzar los dedos.
Es una zona extraña, prohibida por completo, que no llega ni a diez
centímetros cuadrados. Mientras duermo, el lunar se extiende y teje
algo así como una tela calada. Cuando me pongo de espaldas, noto
la ampolla y la complejidad de la trama, así que esa postura está
proscrita. No puedo ni tocar, ni ver ni entender qué urdimbre me
abulta en la carne. Luego la trama se extiende, se hace más gruesa
hasta endurecerse y formar un caparazón cada vez más compacto
que me tropieza con el cuello y me obliga a desplazarme reptando.
Después me asfixio y me revuelvo, como encerrada en una caja, me
falta el aire, y, por fin, me despierto.

La dermatóloga me mide la manchita que me ha salido en la


espalda. En la sala de espera hay folletos clavados con chinchetas
que ofrecen diversas cirugías estéticas. Con las fotos de las mujeres
antes y después. No sé si la dermatología y la cirugía estética
deberían tener trato entre sí, e incluso me extraña. Pero sé que
llegará un día en que mi dermatóloga me mire con expresión penosa
y me diga que es una lástima que tenga esas arrugas en la
comisura de la boca y la piel floja bajo la barbilla. Y los párpados
caídos. Llegará un día en que haga un dibujo en una esquina de su
escritorio, con flechas que indiquen la forma en que puede tirar
hacia arriba de la carne, inyectar tono a los tejidos e incluso,
seguramente, cambiarme el modelado de los labios. Entiendo por
qué su rostro me ha parecido siempre fuera de todo alcance, como
el de una muñeca que abre y cierra los ojos sin que se le mueva ni
un rasgo. Bajo la bata, no veo qué cuenta su cuerpo de su edad,
solo tengo a mano esa cara vuelta a dibujar, solidificada en un
mohín sensual, pero no del todo logrado.

Yoto intenta orinar de pie sujetándose la verga con las manos.


Separa demasiado las piernas, pero la postura es la del vaquero
que desenfunda, esa que doy por hecho que es la postura de la
eterna masculinidad. El día en que su padre, en la playa, se pone
los vaqueros, después de bañarse, sin ponerse antes los
calzoncillos, se queda con la boca abierta. El día en que se me ha
olvidado coger su traje de baño y le propongo que se bañe desnudo
reacciona como si lo estuviera traicionando. No sé de dónde le viene
ese pudor por el que la mirada de los demás, de pronto, ha dejado
de ser soportable. Y se da la vuelta, se protege, se aísla.

Cuando el padre lleva al niño al colegio, miro por la ventana esas


dos siluetas que caminan juntas por la acera. Y me llama la atención
la semejanza del porte y de la forma de andar, la manera en que el
ritmo marca los pasos. La espalda muy erguida, el balanceo de las
caderas, la delgadez bien asentada en el padre y ya en marcha en
el hijo. Cuando se desnuda uno, veo los perfiles del otro, el trazado
y la superposición de las angulosidades como un calco perturbador.
La caída de los hombros y la inclinación del cuello llaman la
atención; de la línea de la columna vertebral, algo combada, y de la
estrechez de la pelvis puede decirse hasta tal punto que son
réplicas que me hacen sonreír. Resulta gracioso ver al hijo imitar al
padre fumando un cigarrillo, cruzado de piernas en una silla, con la
cabeza inclinada, la muñeca flexible y el ademán femenino. Hasta la
forma de apartarse el mechón de pelo que tapa los ojos es igual.

El chico fuma, pero no más de medio paquete. La mayor parte de


las veces está de pie, de cara a la ventana abierta, y mira lo que
sucede fuera. Es una imagen tenaz la de esa silueta que se recorta
a contraluz, con la pierna derecha adelantada a la pierna izquierda,
presentando las nalgas. Medio paquete es lo que procede para no
morirse de esto, no es un cálculo, es un ritmo, una comodidad. Un
estilo, una elegancia. A veces le cojo un cigarrillo, por las noches,
cuando llega la calma, cuando queremos estar juntos los dos, pero
sin que eso suponga meterse en una conversación.

La masculinidad ocupa cada vez más sitio en casa. Estoy en


minoría, y me viene bien. El comportamiento de los chicos no es el
mío, o no del todo. No abro la puerta como los chicos, no subo las
escaleras corriendo, no me arrodillo en el suelo para volverme a atar
los cordones del calzado. No me busco en el bolsillo el dinero para
el pan, no me pongo la bufanda como uno de los hermanos Dalton.
No llevo cinturón (el padre) ni tirantes (el niño). No me mojo el pelo
al ducharme. No dejo la puerta del armario abierta. No chupeteo con
tanta glotonería los huesos del pollo. Me sienta bien tener ante la
vista cuerpos de chico, en bruto y frágiles, duros y punzantes,
aunque el niño no sea aún sino dulzura en los gestos más rebeldes.

No es ya mi cuerpo el que codicia Yoto, sino el de su padre, en torno


al que gravita a partir de ahora. Observa cómo hay que subirse a
una moto, cómo se pone uno el casco, cómo se lo abrocha por
debajo de la barbilla. Quiere saber cómo se cambia una bombilla,
cómo se afeita la barba de las mejillas. Mi cuerpo es ese que se
puede mirar, tranquilizador y entretenido sin duda, intrigante quizá,
como una cosa que se mueve a veces en colores, con cerezas
colgando de las orejas y macarrones pintados alrededor del cuello,
una cosa que va y viene sin ruido, que toca con las manos la frente
del niño y la nuca, que acaricia, que reconforta, que pone la boca en
las mejillas y en las sienes. Pero esas manos también se embalan
cuando surge el enfado, esas manos son capaces de cosas
horribles, tales como aferrar el bíceps tierno aún, sujetar el cuerpo
frágil contra el respaldo de la silla; las manos de la madre son
capaces de golpear las manos del niño, que tira o que desperdicia o
que destruye; las manos de la madre son impacientes e
imprevisibles, y puede suceder que caigan sobre los muslos del niño
de golpe, sin avisar, y que las cerezas vuelen por los aires sin que
nadie haya visto venir nada, sin que nadie haya decidido si ese
gesto debería existir.

Digo que eso no hay que hacerlo, digo que Yoto no lo puede hacer,
digo que lo prohíbo, digo y vuelvo a decir. Es como si no me oyera.
Mi cara habla por mí, se me endurecen los rasgos, se me fruncen
las cejas, se me queda fija la mirada. Se me vuelven los labios
delgados y feos. El pelo me cuelga y se engancha. El vientre
crispado me deforma la silueta, como un músculo excesivamente
tenso. Se adueña de mí la vulgaridad, pero, actuando en secreto,
los hombros toman el relevo y algo se me electriza en la nueva
sincronía. Se me transforma la voz, y es en un tono inédito como
circulan mis frases, o más bien mis retazos de frase, donde asoman
notas agudas y acentos tónicos inventados. Por unos minutos me
convierto en la enemiga de Yoto, le llevo la contraria, lo rechazo,
peleo contra él. Interpongo una pantalla entre él y yo, y cuando
atravieso esa pantalla con los brazos es para tratarlo con
brusquedad. No me controlo, me salgo de los cauces, causo un
desorden. Establezco los límites, no puede haber más barrera que
mi cuerpo cuando las palabras no bastan. Luego me palpita el
corazón y tengo las sienes sudorosas. Luego me arrepiento de
haber impuesto mi voluntad colocando en la balanza el peso de mi
cuerpo.

¿Es visible mi cara? No sé qué puede leer Yoto en ella. Lleva desde
que nació aprendiendo a descifrar la alegría, la sorpresa, el
descontento, la decepción, el enfado. Ahora sabe interpretar todas
mis expresiones, y cada vez con mayor agudeza. No se trata ya de
limitarse a entender qué está bien o qué está mal. Detecta las
señales más ambiguas, las muecas dubitativas. No le demuestro a
Yoto que estoy triste, no dejo que se dé cuenta de la pena que me
agobia cuando me entero de que Robi, perdido de vista hace varios
años, se ha tirado desde un quinto piso. Me fabrico una cara falsa y
tranquilizadora, una imagen neutra que nos protege. Hago como si
viviéramos en un mundo ingrávido donde los peces y los amigos de
la infancia no se mueren. Dejo que las imágenes de los dibujos
animados se expandan por la casa y que las siluetas de los
personajes se muevan en la pantalla, en el seno de un universo
amable y colorido. Incluso aunque Yoto entienda la cara triste del
payaso y la melancolía de la Sirenita, y aprenda con Pinocho la
soledad y el miedo de un cuerpo de madera. Y también la mentira y
la nariz que crece.

Me oigo mentir, y mi padre sabe que miento. Hace como si todo


fuera mejorando, y soy cómplice suya, pero mi madre suelta lo que
pesa, sesenta y dos kilos, como si pegase un tiro. Me tiene
obnubilada esta última temporada la esfumada robustez de mi
padre; el vientre, que vuelve a ser plano; las mejillas, como
chupadas desde dentro. Mi padre dice que haber vuelto a ser flaco
le va muy bien, que lo único que no entiende es el cansancio. Le
pregunta a su hija si le gusta con su tipo de muchacho. No
menciona el nudo frecuente en la garganta ni la opresión del plexo.
Tiene que reconocer que incluso la pipa le pesa. Dice que de
momento está guardada en lo hondo del armario, en un maletín de
hierro. Hace como si fuera a volver a usarla al día siguiente.

En plena noche, Yoto llama. Está sentado en la cama con las


mejillas, el pecho, la frente y las nalgas quemando. Termómetro,
guante de felpa húmedo, pánico, llanto. Más de treinta y nueve de
fiebre, me late el corazón a toda prisa. Tengo a Yoto pegado a mí
como una brasa incandescente. Hay que actuar, de prisa, Catalgine
en un vaso de agua. Pero Yoto no quiere abrir la boca, se revuelve,
rechaza la medicina. Por las buenas, palabras suaves, palabras
cada vez más firmes que corren el riesgo de descarrilar, y mientras
tanto llenar la bañera. Somos tres en la cocina, el padre intenta que
el niño abra la boca. Solo existe la boca de Yoto, que sigue cerrada,
con los dientes cada vez más apretados y el cuerpo que se
revuelve. Cambiar el guante de felpa frío, suplicar al niño,
ocurrírseme la idea del supositorio. Botiquín, tumbar al niño, pánico,
sujetarlo entre dos, hacer el gesto por primera vez, concentración al
máximo, como si se tratase de extirpar el apéndice. El que opera, el
que sujeta y tranquiliza, el que actúa, el que acaricia. El baño está a
la temperatura adecuada. Podemos meter al niño para que el agua,
a treinta y siete grados, le enfríe el cuerpo. Y además hay que
quedarse junto a él, jugar con Yoto, que, pese a la fiebre, apunta a
una tortuga acuática con la escopeta de agua, fingir que todo va
bien, interesarse por los patos de plástico a las tres de la mañana.
Hay que quedarse de rodillas en la alfombrilla de baño, alargar los
brazos hacia Yoto, escurrirle una esponja por los hombros, observar
todas sus reacciones, tener la seguridad de que con la fiebre no le
van a dar convulsiones, como a su primo de la misma edad. Sacar
al niño del agua, chorreando y más pesado que nunca, envolverlo
en una toalla, secarlo, volver a ponerle la camiseta, pero no el
pijama, volver a meterlo en la cama y rezar para que baje la fiebre y
para que Yoto se duerma.

Ningún juguete de Yoto me llama la atención con la excepción de los


Lego, cuyas infinitas posibilidades descubro con treinta años
cumplidos. Me gusta la limpieza del corte. Siento un cariño especial
por los ángulos rectos. También me gusta el material, un plástico ni
muy blando ni muy duro que se puede tener en la mano sin que
molesten las aristas. Y el tamaño, perfecto, me encaja bien en la
palma. Los Lego son ergonómicos. Pero el agrado viene sobre todo
de la forma en que encajan las piezas —su principal virtud desde
luego—, de la forma en que hay que apretar para que las superficies
se queden fijas y creen un bloque cada vez más robusto y
perfectamente ajustable. Me gusta ese material resistente, esa
imbricación sólida y tranquilizadora. Los Lego infunden confianza.
Lo que ya está hecho no corre el riesgo de desplomarse, como les
sucede a esas torres de tablillas Kapla que me angustian de tanto
caerse chocando contra el parqué con un escándalo agresivo. Lego
es el material para construir, te pone en las manos ladrillos estables
y solidarios para protegerse del lobo.

Con su padre, Yoto enrosca una tuerca, enciende un mechero, clava


un clavo en el tabique del cuarto de baño. Pela el cable eléctrico, lo
mete en la regleta. Sierra bastoncillos de madera diminutos, sopla el
serrín que ha caído al suelo, busca un destornillador. Es asistente,
es segundo de a bordo y moscardón. Mueve todos los dedos,
aprieta aquí y da vueltas allí, se mete en el detalle, en el bricolaje
menudo, ademanes precisos, objetos delicados, es como enhebrar
el hilo por el ojo de la aguja. Hace nudos que se desanudan y
uniones que se mueven. No se queja de los materiales que
ensucian, aceite quemado, trapos empapados de grasa, pintura que
se ha corrido. Sujeta, fija, calza. Enciende y apaga. Con frecuencia
no hace nada de provecho, pero mira cómo se manejan el mango y
la punta, la hoja y la palanca, cómo se enrosca y se separa, cómo
se pega. Es instintivo: para retorcer y desenrollar hay que usar el
pulgar, siempre, la herramienta integrada, la pinza indispensable.

Es el padre quien va a buscar a Yoto a la escuela. Dando un rodeo


por el garaje para seguir con las manualidades, con luz artificial, de
rodillas en el cemento. El padre le echa el aliento a los dedos
helados del niño, que ha perdido las manoplas. Durante la cena
cuentan historias de llaves del doce para dejarme chafada, para
dejarme aparte.

Yoto pulsa las teclas del sintetizador y pone en marcha la caja de


ritmos. La máquina se dispara, y el padre suspira con desagrado. A
veces le deja que toque; Yoto pega en las teclas sin componer una
melodía. Las golpea al azar, sin que el oído tome el relevo, y los que
se resienten son nuestros nervios. La disonancia musical duele,
hiere, trastorna. El padre acaba por sentarse al niño en las rodillas, y
las manos grandes tapan las pequeñas y las notas se encadenan en
un desarrollo repetitivo, frío y melódico, que recibe el nombre de
new wave. Luego el padre toca y el niño baila en calcetines, en el
parqué. Yoto no sabe qué hacer con los dedos, pero sabe mover las
caderas y los brazos. Sigue el ritmo perfectamente con los tobillos,
las rodillas, los hombros e incluso con la cabeza, que inclina y gira
con sorprendentes ondulaciones.

Yoto se distancia de mis caderas, de mi vientre, de mis manos.


Edifica una esfera cada vez más autónoma a la que no siempre
invita al cuerpo de los adultos. Cierra la puerta del cuarto de baño y,
a veces, la de su cuarto. La primera vez que se encierra con pestillo
en el aseo cuesta que salga. Traza su territorio y se habla a sí
mismo moviendo la cabeza. Es al mismo tiempo el piloto del
helicóptero, el controlador aéreo y el soldado emboscado. Su vida
en casa transcurre pegada al suelo. Apila, construye, conduce,
cruza el salón reptando. Se arrastra de rodillas, rueda, la mayoría de
las veces está tumbado bocabajo debajo de la mesa, detrás del
sofá. Tose, le corre la nariz, se le pega el polvo a las mejillas, pisa la
merienda, echa migas por todas partes, vive al nivel de los rodapiés,
con las carcomas.

No nos sentimos culpables cuando dejamos a alguien para que


cuide a Yoto. Volvemos a encontrarnos con el mundo exterior, la
noche, los demás y nuestro propio cuerpo en la embriaguez de las
veladas y del vino. Respiro de otra manera, ya no soy un funámbulo,
sino un marinero con los pies bien firmes en el puente. Es como si
estuviera suelta, con las manos recuperando el albedrío. Hallo de
nuevo una forma de moverme sin la mirada de Yoto enganchada a
mi espalda, sin que pida ni tienda los brazos. Propicio las
separaciones breves, unos pocos días para vivir sin acordarme, sin
que esa voz llame, solicite y pregunte. Por la exaltación de los
regresos, el delirio del reencuentro, cuando Yoto no es sino una bala
de cañón que tira hacia sí, de cuerpo más magnetizado que nunca,
de calor más irradiante. Me gusta el movimiento de alejarse, la falsa
desaparición, con andenes ferroviarios, elipses y bolsas de viaje.

Compro ropa, joyas y tacones altos. Los tacones altos son algo
nuevo, pero, a fuerza de ver mujeres en los carteles, que dominan el
mundo en vertical, quiero probar. Dominar yo también, por qué no,
trepar algo más arriba, dar a mis andares un estilo, una afectación,
una afirmación. Soy consciente de lo que gano, pero también de lo
que pierdo. Percibo las miradas que se ponen sobre aviso al ruido
de los tacones, entiendo en qué consiste ese poder que pueden
ejercer las mujeres. Es sencillo, va deprisa, se embala. Pero hay
que tolerar la mirada de quienes pican, aceptar que en esa mirada
haya una carga de deseo y proyecte sobre ti un velo eléctrico, que
embriaga, pero que altera. Hay que tolerar que tu cuerpo se vuelva
un cebo, un señuelo ondulante, al tiempo que te despierta un
sentimiento ambiguo, una mezcla de satisfacción y de asco. Es fácil
y algo triste. Pero no es sino un juego, un desafío divertido que me
permite trocar mi piel de madre por una envoltura más seductora.
Voy a clases de baile, equilibro la pelvis, enderezo el busto. Acepto
responsabilidades en la librería. Vuelvo a centrarme. Es como si
regresara de un viaje largo. Me muevo, acelero. Ya no tengo frío.

Deseo el cuerpo del chico, a quien sigo sin conseguir llamar


hombre, aunque sea padre. Padre, pero sin tripa, sin carne
superflua, sin abotagamiento, sin renunciar a nada. No sé qué es lo
que me conmueve en la delgadez, quizá el valor de enfrentarse al
mundo sin protección, el riesgo de herirse, de despellejarse. El
cuerpo del chico es cortante, tiene unas tibias como aristas, las
venas abultan la piel. No me canso, le paso el lazo corredizo por el
cuello, soy su horizonte. Todas las noches se presenta su silueta
con una cazadora desabrochada y, luego, con un albornoz abierto
que deja ver el cinturón abdominal. Después de espaldas. Sueño
con ponerle las manos exactamente detrás de los omóplatos, que se
mueven como dos placas tectónicas, y a continuación en los
riñones, donde ya empieza el vello, aunque el torso es
asombrosamente lampiño. Es ese mundo al revés el que me atrae
como un imán y edifica mi idea de lo masculino, que no concibo sino
ateniéndose a esos cánones. Es ese cuerpo el que buscaría si
desapareciera.

Lo que sucede luego es una historia corriente. El deseo de darle a


Yoto un doble y una variante. El deseo de desgranar una serie de
muñecas rusas, de clones y de calcomanías. Es fácil: caricias,
espermatozoides, feto, epidural, pediatra, cartilla sanitaria. Es fácil y
no es fácil. El injerto no prospera.

El cuerpo de los padres se convierte en campo de experimentación.


El cuerpo de los padres se convierte en un cuerpo al servicio de la
procreación, que hay que tantear, examinar, comprobar.
Encierran al supuesto padre en una cabina con revistas
pornográficas, solo lo obsesiona su sexo, del que debe recoger un
poco de esperma que envasan y trasladan para analizarlo luego. La
presunta madre está despatarrada, otra vez con los pies en los
estribos y unas pinzas dentro, en los ovarios le dicen, que la hacen
jadear otra vez como un perro y, luego, tenerle miedo a ser una
mujer, ya que, en todo este tiempo, ha entendido que ser una mujer
es cosa de dentro, de cavidades y de vientre. Y que querría ser otra
cosa, una mente más que un cuerpo, un pensamiento más que una
emoción.

La materia prima es estupenda, les dicen, fértil sin lugar a dudas,


según los resultados de los análisis. Pero el injerto sigue sin
prosperar. El deseo se convierte en esperanza y, luego, en
obsesión. Solo existe la vigilancia, muy de cerca, de la materia
prima. Imposible acostarse con el chico sin una segunda intención
molesta, una serie de cifras y de probabilidades entrelazadas. Se
perfila el recuerdo de la juventud, cuando el temor a procrear
empañaba todos los intentos sexuales. Ahora ocurre lo contrario, y
resulta que es lo mismo. El amor es un agobio, ya no sabes qué
acerca los cuerpos, de qué deseo se trata, te agarras a las caderas
del otro, pero intuyes que él lo intuye. Ya nada es inocente, así que
dudas, te asfixias, te bloqueas. Cada veintiocho días esperas el
veredicto, lo encajas, sonríes pese a todo, te preguntas quién tiene
la culpa. ¿En qué cuerpo está el fallo? Cada uno tiene su opinión,
pero no se trata de acusar, ni tan siquiera de echar cuentas. Le cojo
manía a mi cuerpo, lo veo como a un traidor, algo que no es de fiar.
Pienso en las mujeres repudiadas porque no pueden engendrar, en
las mujeres a las que tiran porque no han engendrado un hijo.
Pasa el tiempo, pero no hago nada con ese tiempo. Espero. A que
mi cuerpo lleve a cabo la hazaña esperada. Al médico, a la
ginecóloga, al pediatra no les pilla de nuevas, hasta aquí todo va
bien. Vivo, pero no vivo, porque mi cuerpo no es sino indicios,
barómetro y pieza de convicción, incluso en la textura de la piel, que
se ilumina o se carga de niebla. A mi pesar, mi cuerpo toma la
palabra, demasiado charlatán, incapaz de callarse.

Y luego oigo esta frase, que pronuncia una noche una amiga. La
frase que dice que es algo psicológico. Yoto es sonámbulo. Cruza el
salón y abre la puerta de la alacena. Yoto juega con la grúa y se la
lleva a la cama sin despertarse. Yoto abre los grifos del cuarto de
baño y mezcla el agua fría y la caliente sin quemarse. Yoto se lleva
la almohada y el oso para acostarse debajo de la mesa de la cocina.
Es un fantasma que vaga por el piso.

Yoto llama en plena noche. Sueña que lo están enterrando vivo.


Suda. Se asfixia, no sabe ya cómo conseguir que le entre el aire en
la tráquea. Me late el corazón tan fuerte como a él por esa violencia
que no sabemos calmar. Es una pérdida de control en lo más oscuro
de la noche, una máquina que no conseguimos detener. La tierra le
sigue tapando la boca a Yoto, que busca el aire y se agota. La
pesadilla le vuelve noche tras noche. Llama, se ahoga, tiene el pelo
pegado a las sienes, patalea, me rechaza, tarda mucho en
reconocerme, como si viniese de otra parte, como si hubiera estado
sepultado mucho tiempo bajo tierra.

La frase que dice que es psicológico me obsesiona. ¿Qué puede


hacerle la cabeza al cuerpo? Afonía, jaqueca, impotencia, herpes,
herpes zóster, lumbago, eczema, anorexia, urticaria, úlcera de
estómago, ataque de hígado, psoriasis, obesidad, asma, infarto,
hipertensión, cáncer. Esterilidad.

Mi padre vuelve al trabajo, pero sin misiones en la calle. Tiene que


quedarse en la oficina y colaborar con el inspector para llevar las
investigaciones. Se siente olvidado y disminuido. A veces sale para
fotografiar pistas, objetos, rastros. Pero están empezando los
análisis genéticos, la profesión va cambiando. Tiene que estar al
acecho de las manchas de sangre, del pelo y del vello que hayan
quedado en el escenario del crimen. Sigue necesitando la lupa y las
pinzas, pero, una vez que ha hecho esas tomas, ahí acaba su
cometido; le pasa los datos al laboratorio y su pericia artesanal ya
no cuenta. Se toma tiempo para cuidarse, sigue un tratamiento, es
formal y sensato. A él también le hacen tomas de su propio cuerpo,
repite las radiografías y, cuando llegan los resultados, sabe que la
respuesta es una de cal y otra de arena, es que sí y es que no. Se
prepara, pero la noticia no llega. Así que sigue sonriendo y
tranquilizando a los demás. Se concentra en el trabajo por venir,
dice que a lo mejor es la última investigación que lleva, luego
rectifica y dice: «Estaba de broma».

Yoto nada con manguitos en cincuenta centímetros de agua salada


y, luego, algo más allá, donde hay olas. Tarda en aceptar el cuerpo
en horizontal. Tiene que enfrentarse a la masa de vacío que tiene
debajo y fiarse de la transparencia del agua que lo sostendrá.
Prueba a dar una brazada y luego planta los pies en el suelo para
hacer una comprobación, necesita tocar el fondo para tranquilizarse.
En vertical y luego en horizontal, resulta perturbador. Nuevo y
complicado. Pasa como con la bicicleta, hay que lanzarse, avanzar
para no caerse, hay que moverse. Al principio juega con su padre,
que se zambulle, vuelve a la superficie con una estrella de mar, se
zambulle otra vez y aparece entre un chorro de espuma. En los
primeros momentos, Yoto permite que el agua lo sorprenda y lo
invada, pero no se moja la cabeza, levanta cuanto puede la barbilla.
Poquito a poco, se va agachando; al final se le olvida que las olas
llegan al asalto, y hasta que no ha tragado agua, se le ha ido por
otro lado y luego ha tosido no puede seguir con la aclimatación. El
día en que Yoto flota de verdad, el día en que recorre los seis
metros que separan las orillas de la piscina pequeña, en la piscina
municipal, no está su padre. Tengo a Yoto sujeto bajo el vientre y,
luego, bajo la barbilla, reproduzco los gestos que hacía mi madre
conmigo, esos gestos que recuerdo, conservados para siempre en
una foto. Ando al lado de Yoto, lo sujeto, lo acompaño; luego dejo de
sujetarlo; el cuerpo, de pronto, se queda en la superficie, coleando,
y es un acontecimiento, como si ocurriera el milagro de la levitación,
como si Yoto volase por el aire. Metida en el agua, a pocos metros,
lo animo, muevo los brazos al mismo tiempo que él. Reproduzco los
movimientos de la braza, completamente concentrada, totalmente
cautiva del progreso gigantesco que está haciendo el niño.

Nos habría gustado que su padre lo viera, que viera con sus propios
ojos a su hijo convertido en león marino, en castor, en pez espada.
Esta noche se lo vamos a contar, embargados de una inmensa
alegría.
5

Yoto podría creer que su padre se ha caído a un agujero. Una grieta


en la superficie de la tierra, un abismo, un precipicio. Yoto podría
suponer que su padre ha subido derecho al cielo y que está
recorriendo una órbita, encerrado en una nave espacial. Le pregunto
a Yoto si quiere ver por última vez el cuerpo de su padre. Yoto
quiere saber si su padre lo va a ver a él. Cuánta sencillez. No
merece la pena que me canse inventando metáforas y palabras
retorcidas. Podría hacerle creer en un juego de reglas
sorprendentes. Un juego del escondite del que no se regresa. Pero
Yoto lo ha entendido antes que yo. La muerte, ante todo, es un
cuerpo que desaparece.

En el hospital, las palabras no mienten. Me hablan del cuerpo como


si yo estuviera acostumbrada. Entiendo de pronto qué es un cuerpo.
Es la envoltura que queda. Una sustracción, no un consuelo. Una
materia inerte que los vivos tienen que quitarse de delante. Son los
párpados en vez de los ojos. Las cejas intactas. Y es todo lo que no
vemos, lo que no nos atrevemos a imaginar, oculto bajo la funda del
abdomen que han vuelto a coser después del accidente. El cirujano
ha dicho «politraumatismo». Politraumatismo del lado derecho.

Queda el cuerpo, que hay que vestir para la ceremonia, incluso


aunque vaya a ser invisible, inaccesible y, pronto, inmaterial. Solo su
peso pesa en los hombros de quienes aún lo llevan. Lo alzan, lo
bajan, lo sepultan.

Curiosamente, mi cuerpo no se hace notar. Ni espasmos ni


lágrimas. Sigo neutral y fría, como una pieza metálica. Me doy
miedo, cerrada a cal y canto de pronto, impermeable a cualquier
sensación.

Luego, el cuerpo falta, la presencia sigue, puede verse la silueta en


el hueco de las puertas, en la parte de arriba de la escalera y, a
veces, delante del fregadero. El cuerpo se convierte en un
movimiento leve, una sombra que hace crujir el parqué, un bulto
imaginario que me impide dormir en el lado derecho del colchón.

El cenicero sigue en la mesa baja, intacto, con una colilla que no me


atrevo a tirar. El último libro leído está abierto a los pies de la cama.
El cuerpo se disuelve, se transforma y se convierte en objetos, en
señales, en rastros. Las marcas de los dedos en el espejo, el olor
intacto en la almohada. Señales, huellas por las calles de la ciudad,
por los jardines y los puentes. El viento que levanta el polvo, las
banderas que restallan, el asfalto que se pega al calzado. El calor
que anonada, las barcazas amarradas, el cieno a la orilla del agua.
E incluso la carretera que corre a lo largo de los almacenes. El cielo
cargado de nubes por encima de la refinería.

Al principio, el verano lo tapa todo, lo aspira todo, pesa con fuerza


en los hombros y en la caja torácica. Los primeros meses no puedo
estarme quieta. Subo, bajo, me siento a la mesa de los demás, me
levanto diez veces para recogerla, hago el café, friego los platos. No
soporto estar sin moverme, no me pueden pillar. No hablo, pero
escucho, no tengo suficientes energías para fabricar sonidos, estoy
sin voz. No tengo ni presencia ni volumen, me muevo en una línea
recta y sencilla, no complico las cosas.

Me subo al coche y conduzco. Sigo adelante, hago kilómetros, cruzo


bosques, bordeo estanques, riberas y zonas industriales. Con Yoto y
sin Yoto en el asiento de atrás. Echo gasolina y vuelvo a arrancar,
limpio el parabrisas, evito los espejos en las gasolineras. Voy de
frente, y el coche es el sitio en que puedo vivir. No pongo la radio,
no oigo música, circulo con la ventanilla cerrada en un silencio que
satura el ruido del motor. Que me viene bien, que impide cualquier
pensamiento, cualquier imagen. Que hace que el cuerpo se me
vuelva zumbido, cámara de eco, acoplamiento. Estoy atenta y
sincronizada, los brazos y las piernas hacen lo que ordena el
cerebro, pongo los intermitentes, cambio la marcha, freno en el
momento oportuno. Me asombra tanta lucidez. Abro el maletero y
llevo la bolsa de viaje. Me besan más fuerte que de costumbre, a
veces me abrazan mucho. Duermo en el cuarto de los niños, en el
clic-clac del salón, en la cama del altillo. Duermo en cualquier parte,
en un colchón hinchable, en una cama de camping. Todo me vale,
necesito dimensiones modestas, espacios muy reducidos. Vuelvo a
dormir en camas cameras, vuelvo a ser una sola persona. Discreta,
pero un estorbo. No sé si molesto. No sé si los amigos seguirán
siendo mis amigos si no está él.

Hace calor, pero no tengo calor. Evito el sol, no me baño. Me


mantengo a distancia de cualquier sensación, busco la neutralidad.
Ando sin desplazar el aire, no me pongo el traje de baño. Ni olas ni
viento. Nada que sea vivificante. Voy para un lado y luego para el
contrario, como un animal muy viejo. Huyo del olor de la higuera y
del olor del aceite solar. Me dan miedo los racimos humanos
tumbados en la playa, me quedo detrás de los pinos, en la zona
asfaltada. Espero una campana de submarinista, una caja estanca,
tolero los árboles cuando cae la noche y los pájaros se callan. Cruzo
los brazos sobre el pecho, y no me gusta este tic nuevo, casi
amanerado, que me hace parecer un tronco algo seco. No pierdo de
vista que puedo caer insensiblemente en un mundo hecho de gestos
desencarnados y de muecas espantosas. Me prohíbo cruzar ese
límite, pero no sé si depende de mí.
Acompaño a Yoto, que juega en un parque. Me siento en el césped
y espero. Soy incapaz de participar en el juego. Yo también querría
excavar regueras en el barro, alimentar el molino de agua hecho con
ramas y guijarros, querría mojarme los pies en la presa en
construcción, remangarme las perneras de los pantalones. Pero
¡peso tanto! Querría que Yoto no me necesitase. Ya no sé cómo
acercarme a él, tocarlo.

Aparento serenidad. Inauguro esta sonrisa que tranquiliza, que


confirma que soy capaz de organizar los gestos sencillos de la
supervivencia: hacer la compra, coger el autobús, fijar una fecha
para la revisión de la caldera. No aparento ya mi edad en la forma
de andar ni de sentarme en una silla. Tengo que cambiar de
actividad cada diez minutos, como los niños de la escuela de
párvulos. Se me mueven las piernas bajo la mesa y, sobre todo, los
roedores que tengo encerrados en el vientre e intentan excavar una
galería cada vez más honda. Solo existe el cuerpo, pulmones,
abdomen, que hay que aprender a apaciguar, que más bien habría
que arrancarse y echar a los perros. Fumar es todo lo que se me
ocurre para llenar las cavidades ávidas, fumar, llenar, expulsar,
hasta el asco. El cigarrillo se convierte en el compañero, en la
muleta ideal, es inconcebible quedarse sin cigarrillos. Empalmarlos
permite justificar un orden en la realización de las cosas, incluso de
las ínfimas. Fumar es un contrapunto a los tiempos muertos. Creo
que sigo teniendo veladas con el chico, sigo fumando con él. Mi
cuerpo necesita algo que lo prolongue, mis dedos manipulan
objetos, llevo el mechero en la mano o en el bolsillo del pantalón.
Cuando ya no queda nada, todavía queda la posibilidad de un
cigarrillo, una lucecita en la oscuridad, y solo puedo apagarlo porque
sé que me queda uno, y luego otro, el último, antes de alcanzar el
sueño.

Huyo de la hermosura y de la armonía. Me van bien los escenarios


estereotipados, los centros comerciales, los aparcamientos de la
periferia de las ciudades. Los carros abandonados en los solares,
las bolsas de plástico. No me desagradan las muchedumbres, la de
los vestíbulos de las estaciones me arropa, me lleva consigo como
si mi cuerpo fuera una parte del todo, un trozo de carne cuyo destino
no está ya claro, cuyo porvenir no está ya escrito en ninguna parte.
He dejado de entender lo que me dice la amiga que me regala una
fuente de interior y me asegura que el ruido del agua al correr me
sosegará. No puedo recibir dulzuras ni entregarme a la
contemplación inmóvil. Estoy incomunicada con mis sentidos, oler el
perfume de las flores me pone enferma, comer cerezas me satura.
Lo más difícil es acariciarle el pelo al gatito que me da una vecina
para Yoto y soportar la forma en que maúlla, asustado y perdido en
el piso.

El gato pasa revista a todas las habitaciones y acaba por sentirse en


casa. Juega, luego duerme, cruza por el salón corriendo, resbala en
el parqué. A veces le entran ataques de locura que lo impulsan a
trepar por las cortinas. Me gustaría querer al gato, me gustaría
ponérmelo en el regazo y rascarle la tripa, pero que ronronee y me
lama las muñecas me resulta agresivo. La forma en que se me frota
contra las piernas y me mordisquea los pantis me crispa. No estoy
para que me toquen la piel. Ya no sé ni jugar, ni gastar bromas ni
ceder a sensaciones intrascendentes.

Estoy nerviosa, molesta, irritable. Estoy al límite. He suprimido sin


pretenderlo cualquier zona que haga de amortiguador, es decir, que
tengo la piel pegada a los huesos. Me he quedado sin relieve y sin
consistencia. Tropiezo sin transición con el mundo exterior. Me
vuelvo cóncava y titubeante, a punto de disolverme en los
elementos. Examino las caras que me interesan de pronto. Me
pregunto qué habrá detrás de los arcos superciliares, detrás de las
sonrisas de compromiso. ¿Quiénes son esos transeúntes que van
frente a mí en el autobús? ¿Por dónde han transitado? ¿Por qué no
habla su cara ni dice nada de su pasado? Me asustan las miradas
mudas, las ojeras engañosas, los labios maquillados. Temo las
caras tersas y sin edad, los pómulos intactos y las mejillas
sonrosadas. Miro a los demás, a los viejos sobre todo, y los admiro
porque no dejan traslucir sus derrotas. Los admiro por llevar un
broche en el abrigo, una pluma, pese a todo, en el sombrero, un
detalle que desvía la atención, que cuenta otra versión de la historia.
Siento pasión por los demás, cuya energía me confunde, cuyo vigor
me impresiona. Me interesa conocer con más detalle a Edgar Morin,
entiendo la poesía de Victor Hugo. Espero de los demás que me
digan que es posible. Que se puede soportar la travesía.

Por las mañanas, cuando me despierto, me quedo mucho rato


echada antes de volver a la posición vertical. Aborrezco el adjetivo
muelle porque me recuerda la molleja de las gallinas, todas las
piedrecitas que hay en esa bolsa, las mollejas que se comen tibias
en la ensalada y que ya no saben a nada. Cuanto estás viva, no te
queda más remedio que sentarte, que tener la cabeza más alta que
las caderas. Hay que volver a aclarar esa jerarquía porque nada
sucede ya de forma natural, hay que forzar la naturaleza de las
cosas, enderezar, elevar, erigir, hay que apilar los Lego, dos Lego
para los pies, y luego, piso por piso, volver a construir el edificio
todas las mañanas. Y velar por que el conjunto no se desplome
como si fuera una pila de Kapla. Hay que llegar hasta el picaporte,
agarrarlo, tirar de la hoja de la puerta, ir por el pasillo hasta el cuarto
de Yoto, asomar la cabeza por la rendija y atreverse a llamarlo,
atreverse a despertar al que duerme arrimado al gato y devolverlo a
la realidad. Hay que aceptar ver la cara que regresa a la luz del día,
los rasgos que se tensan y los miembros que revolotean por la
habitación, la almohada, los juguetes, los libros que surgen como
cometas, el pelo demasiado largo que se mueve como la melena de
un león. Hay que aceptar ver el cuerpo de Yoto convertido en
salvaje, indómito y rugidor.

Espero el invierno, espero a que la luz baje y se olvide de mí.


Espero a que me descanse la vista y recobrar el aliento en la niebla
que envenena la ciudad. Prefiero no ver nada, quedarme en lo
desenfocado; y que anochezca pronto no es un castigo. Sigo con los
ademanes automáticos, a partir de ahora me va bien ser un robot.
No hago de comer, mi robot no tiene ya la modalidad de pelar
verdura, ni la de cortar ni la de cocinar a fuego lento, y comemos
sopas de sobre, tortillas y hamburguesas. Nos sentamos, cara a
cara, y Yoto dice palabras a las que yo contesto con una sonrisa
forzada. Me prometo hacerle una tarta para su cumpleaños. Hacerla
yo, con mis propias manos, heñir la masa, partir una a una las onzas
de chocolate, cascar con cuidado los huevos, poner las claras a
punto de nieve sin que las vibraciones de las varillas me suban
brazo arriba y lleguen enseguida al pecho ni que los huevos, la clara
y las yemas acaben en el fregadero con el chocolate quemado, ni
que las paredes del piso se llenen de harina.

Cuando invitan a Yoto a una fiesta, me pongo un vestido alegre para


ir a recogerlo. Elijo un fular a juego, me recojo el pelo. No quiero que
se dé cuenta de lo deslucida que es su madre comparada con las
demás madres.

Por fin están cayendo las hojas y se desparraman por el arroyo de la


calzada. Me llegan las fuerzas para tolerar las corrientes de aire,
que me dejan también sin músculos y sin reservas de sales
minerales. No me llega ya la energía para cuidar a Yoto.
Transcurridos varios meses, necesito un refuerzo, ampollas, gotas o
comprimidos. No me había dado cuenta de que el lujo era no tener
cuerpo, no oír hablar del cuerpo, no tener que aplacarlo ni que
aliviarlo. Pensaba que el cuerpo enfermo era para más adelante, es
decir, para nunca, ya que la idea de envejecer no es sino una
fantasía, algo imposible. La idea de envejecer es una rareza que
solo les va a suceder a los demás: los rasgos ajados, los surcos
verticales de las mejillas, los hombros cansados, el pellejo del
cuello, que habría que cortar como hace Alain Cavalier en la película
Pater, las varices en las pantorrillas de mi abuela. Creía que
bastaba con evitar las piernas rotas, las muelas del juicio y los
abortos. Tengo que adormecerme el abdomen si quiero poder
trabajar, parece una idea bastante sencilla. Si quiero ser capaz de
mover las cajas y luego sacar los libros, ponerles una etiqueta,
clasificarlos, ordenarlos, colocarlos en las estanterías, deshacer
luego las cajas, volver a bajarlas por las escaleras de caracol hasta
la trastienda de la librería, cruzar el patio pegada a la pared cuando
llueve, llegar al contenedor, poner el montón en el suelo, abrir el
contenedor, tirar las cajas teniendo cuidado de que al caer queden
planas, cerrar la tapa sin dar golpe para que no se quejen del ruido
los vecinos, como ha sucedido ya, y si quiero tener la fuerza de
sujetar la tapa que pesa como un muerto (es lo que decimos en la
librería) y luego cruzar el patio en dirección contraria, escurrirme por
la rendija de la puerta entornada, pasar junto al almacén de abajo,
subir las escaleras hasta mi planta, coger la escalera plegable que
está en el pasillo del servicio, moverla hasta la estantería, si quiero
ser capaz de subir los peldaños de la escalera plegable, de
quedarme de pie sin caerme, sin que me dé vueltas la cabeza, sin
que me entre vértigo, sin quedarme sin resuello, tengo que tomar la
dosis de ansiolíticos que me han recetado. Y cuya toma he estado
retrasando semanas por temor sin duda a dejar de controlarlo todo,
como sucedió en Amsterdam, por orgullo seguramente, por
ignorancia, creyendo que no tardaría en correr el riesgo de
acostumbrarme y necesitaría dosis cada vez mayores.

Caigo despacio en el sueño alrededor de veinte minutos después de


tomar esa dosis y tras haber mirado por encima unas pocas líneas
de una novela sin leerlas en realidad. Es fácil y tranquilizador
apoyarse así en las palabras, aunque sin captar el sentido. La
experiencia es solo física, sensorial y nunca intelectual, no queda
nada de ella, no se registra nada. Nadie sabe en el trabajo que soy
un engaño. Nadie sabe que ahora soy solo una autómata
programada para unas cuantas tareas concretas y repetitivas, que
ya no sé cómo estar ni en la librería ni en casa, que ya no calculo
las distancias y me tropiezo con las esquinas de los muebles, que
no cierro ya ninguna puerta, ni la puerta de la calle ni siquiera la de
la nevera, con lo que al final vivo en un ambiente mágico. Ya no
diferencio lo de dentro y lo de fuera, me quedo en la linde, en la
zona de paso, y no me decido, no tengo preferencia ni por entrar ni
por salir, no tengo apetencias, no tengo miedo. No me queda casi
nada bajo la piel, un resto que carece de competencias, de reflejos y
de palabras. La voluntad que pongo para que todo aguante junto no
basta. Noto que me falta sincronización, los brazos aquí y las
rodillas allá, la pelvis torcida y la nuca agachada, las manos nunca
coinciden y las vértebras carecen de estructura. Duermo solo cinco
horas, me despierta siempre el mismo pellizco, ubicado
precisamente bajo las costillas, una cuerda que vibra, y se acabó la
noche. El ritmo se inicia a mi pesar, con los ojos abiertos mucho
antes de que amanezca, pero no hay nada que ver, nada que oler,
solo la oscuridad mate y el esfuerzo que se avecina para
trasladarme hasta la ducha. Me demoro bajo el agua caliente. Es un
gesto técnico. Evito el espejo y la visión de lo que queda de mí.
Tengo cuidado de no resbalar ni en la bañera ni en los baldosines.
No me fío de mí. Me apoyo en el tabique como los internados en las
casas de reposo. Luego me siento; lavarme me cansa.

Una noche, Yoto sale de su cuarto y tiene el impulso de venir a


echarse a mi lado en el colchón. Me quedo petrificada,
completamente rígida. Querría abrazarlo, consolarlo, pero no me
sale.

Entro en los cafés sin saber dónde sentarme. Los rincones son los
únicos lugares posibles. Necesito adosarme a una pared, temo el
vacío y los huecos. Durante el día pido un chocolate. Voy mucho al
café al volver de hacer los recados cuando no estoy con Yoto. A
veces me siento a la misma mesa, saco un libro del bolso y agacho
la cabeza hacia las páginas. Una chica no puede estar sola en el
café sin determinar su campo de visión, sin haber balizado el
territorio. Me siento vulnerable incluso sabiendo que tengo una cara
que echa para atrás; me siento como un objeto que es posible coger
y después tirar. Soy una chica sola y sé que se nota, que se adivina;
querría ocultarme tras una piel de asno. El apuro que me entra es el
de una persona sola, incapaz de reivindicar un sitio, de sentarse a
una mesa de cuatro plazas, casi avergonzada de estorbar,
necesitada de protección. No se me cruzan los ojos con los de los
hombres. No me gusta la forma en que me muevo, en que ando, en
que me quedo en el asiento corrido, con las piernas cruzadas. No
me gusta la forma de dejarme la cazadora echada por los hombros,
ni el pantalón que me queda ancho en los muslos ni los dedos
torpes. Aborrezco la dignidad con que me presento, que me ayuda a
existir y da a mis ademanes una neutralidad desalentadora. Me noto
cortante, y querría ser todo lo contrario. Me noto contagiosa. El día
en que el camarero de la barra, al verme entrar, se dirige a mí y
sugiere: «¿Lo de siempre?», sé que no voy a volver. Entro en el café
de enfrente, con peor calefacción, menos íntimo. Cambio de café
con frecuencia, me da miedo fondear allí, anquilosarme y no irme ya
nunca más. Y luego llega el final de ese día en que tengo que salir
de casa, en que todo el mundo está de fin de semana; y Yoto, en
casa de mis padres; y todo el mundo, rebosante de proyectos. Entro
en el bar de la placita. Ya no son horas de pedir un café, hace calor
para un té. Estoy sola, pegada a la pared del fondo, pinchada como
un insecto, lejos de la terraza, casi desierta. El camarero me trae
una copa de chardonnay, y me la llevo a los labios maquinalmente,
por hacer algo. Me desdoblo, y lo que veo me aterra, lo que diviso
es una chica sentada al fondo del local, delante de un vino blanco,
frente al racimo de individuos acodados en la barra con su eterna
copa. Y de pronto no veo ya la diferencia entre los individuos
aferrados a su balsa y yo, incapaz de otro proyecto que no sea
quedarme acoplada a esta mesa. Los individuos del bar están en mi
espejo, me garantizan que me volveré como ellos. Me es imposible
tomarme la copa por culpa de esa visión aterradora. Me levanto y
salgo, pasando bajo las flechas de luz resplandeciente. Huyo. Cruzo
el bulevar sin saber dónde voy.

La diferencia entre mi cabeza y mi cuerpo me tiene pasmada. Soy


coherente al hablar, estoy lúcida y me porto de forma decidida. Doy
la impresión de tener fuerza, tranquilizo a quienes se preocupan por
mí. Tengo sentido del humor, e incluso humor negro. La cabeza dice
que todo va bien, la cabeza puede escoger.

Temo que me flaquee el cuerpo, que la pena, tan poco aparente, me


excave galerías por dentro, cause fracturas, zonas turbias,
pantanos. Temo que se me acomoden bajo la piel monstruos, hidras
de dos cabezas, mutantes. La tranquilidad me incomoda, me
gustaría una tormenta en las células, un guirigay. Un ciclón
desenfrenado que trajera el caos, que jugara a los bolos. Me
gustaría que mi cuerpo tomase la palabra, que suspirase por fin, que
protestase. Pero no ocurre nada que me libere del peso del silencio,
nada me pone sobre aviso. Todo está normal, todo parece en
perfecto estado, la sangre corriendo bien por las venas, que ni se
dilatan ni se estrechan; el corazón, organizado a la perfección, late
como el primer día; los pulmones, aunque algo mermados,
proporcionan oxígeno a los glóbulos como valientes soldaditos. Ni
alopecia, ni amenorrea, ni psoriasis, ni parálisis ni embolia. Siento
que algo se está tramando y que me tumbará, una bomba de
relojería, poderosa y sin remisión. Es esta explosión la que temo,
que esperará el momento oportuno para dispararme a la carne esas
esquirlas de las que no se repone una. Tengo un pálpito de cómo va
a estallar la granada. Al cabo de unos meses me digo que ha
llegado el momento. Me meto en la cama con una gripe, es solo un
aviso. Un catarro toma el relevo, benigno, y luego nada. No ocurre
nada, salvo una sinusitis benigna, ni infarto ni cáncer, nada que me
mate ni me deje baldada. Como mucho una torcedura en el tobillo
izquierdo me tiene seis semanas sin poder conducir. Una pared que
escalo por una idea peregrina, una cuerda de la que me cuelgo para
recuperar de un jardín el balón de Yoto. Una escayola en la pierna,
los dedos del pie que asoman y la bolsa de plástico que envuelve el
conjunto cuando voy por la calle lloviendo. La indigente en que me
he convertido. No quiero que venga una enfermera por las noches
para pincharme por la flebitis, aprendo a clavarme yo la aguja en los
pliegues del vientre, y me quedo asombrada por atreverme a
clavarme esa aguja, igual que me sorprende ser capaz de cambiar
yo sola las bombillas y arreglar la cisterna. Aprendo a saber usar las
manos también yo. En vista de que nada me mata.

Mis amigas me proponen veladas de chicas. Restaurante, aperitivo,


comida del domingo. Mis amigas son consideradas y generosas. No
quiero estar con chicas. Me dan miedo las conversaciones de las
chicas que se están divorciando. Temo la psicología, que se
desmadren los comentarios. Me proponen que cambie de
pensamientos. No quiero cambiar, y menos aún cambiar de
pensamientos. Quiero sentir hasta el límite cómo pasa y se estrecha
la vida. Quiero entender el recorrido.

Hay momentos que son como rituales en los que puedo permitirme
caer. No son placenteros, sino secuencias sin violencia y sencillas.
Indispensables para seguir adelante. Hacer café y complacerse en
el olor, abrir el buzón, encontrar un asiento libre en el autobús, poner
la cabeza en una almohada que abulte lo que tiene que abultar,
mirar las imágenes que se mueven en la pantalla del televisor,
encontrar el libro que busca un cliente. Son los hechos más
agradables del día. Mi ambición se reduce a muy poca cosa. Pero
todas las dimensiones han encogido. Voy adelantando peones,
casilla a casilla, no tengo ni estrategia ni visión de conjunto.

Fumo con un amigo, conduzco hacia un amigo, le hago de comer a


un amigo. Estoy pendiente de la llegada del amigo. Le toco el brazo
a un amigo. Poco a poco me va volviendo la necesidad de tocar a
Yoto, de acariciarle la espalda mientras se queda dormido, y los
hombros, y la nuca. Necesito su calor. Lo necesito a él.
Por fin pasa un año. Dejo que me sorprenda esta cuenta atrás que
no he previsto. No interviene la cabeza, es algo así como un
recorrido muy físico, andar a pie por un juego de la oca. Etapas que
recorro una tras otra, en orden, camino rocoso, carretera de noche,
torrente, jardín botánico, dársenas en la niebla, puente colgante,
calle desierta, bosque. Lo que avanza es mi torso, siempre en línea
recta, el tiempo se vuelve espacio, se hace horizontal y circular. La
primavera y, luego, el verano llegan. Lo noto en el aire que respiro,
que se alza al caer la tarde, saturado de gases de los tubos de
escape. En la forma en que pasan las sombras por las aceras.
Vuelve la fecha, y quien lo entiende es mi cuerpo. Está ya al tanto
de todo. El olor del asfalto, que el calor humedece; el de los tilos en
flor; el chillido de las golondrinas que vuelan en círculo al atardecer
entre las fachadas. El viento del sur, que trae el tufo de las fábricas
químicas. El rumor de las terrazas que siguen abiertas hasta
entrada la noche y que sube por las ventanas abiertas. Los
compases de la Fiesta de la Música. Mi cuerpo sabe que el
accidente va a volver a ocurrir. La moto que acelera por el bulevar.
Luego el estruendo.

Sigo andando, moviéndome. Edifico sin darme cuenta una pared de


ladrillos. Pero sin ladrillos, solo por moverme. Mi maquinaria
funciona en vacío, no reúno nada, no fabrico nada. Soy como un
nadador que no se mueve del sitio en una piscina, activando los
miembros para flotar. Sigo en la superficie, algo es algo.

Aprendo los ademanes, las sensaciones, me reeduco, vuelvo por


completo al principio, no acaricio a los animales desconocidos, no
acepto los caramelos de los señores por la calle. Recuerdo que no
hay que sentarse en el suelo ni andar a gatas, que no hay que
tumbarse debajo de la mesa del salón. Para almorzar no hay que
comerse de pie en la cocina una bolsa de patatas fritas ni un yogur
con los dedos. No hay que pasarse el día en pijama.
No me gusta que me digan mis amigas que piense en mí misma. No
me gusta cuando añaden que tengo que darme algunos caprichos.
No me apetecen ni los masajes, ni los cuidados corporales ni la
relajación. Y, sin embargo, mis amigas opinan que debo estirar los
músculos, ablandar la carne. Me sugieren el guante de crin, que
fricciona, vigoriza y da salida a las impurezas. Les gustaría pasarme
por un chorro a presión.

Un día me veo la cara en el espejo del lavabo del tren. Me digo: esa
es la cara que tienes ahora.

Conozco a esa persona que soy yo. Acepto cruzarme todas las
mañanas con ella en el cuarto de baño y mirarla cuando se cepilla el
pelo. Acepto ayudarla a quitarse el caparazón. Quitarse las polainas
y la piel de serpiente. Me atrevo a sostenerle la mirada. La invito a
quedarse.

Voy a la peluquería, pero tengo dudas. Soy como mi muñeca


Véronique, un poco tiesa, con el vestido abrochado hasta arriba y el
pelo revuelto. Tengo que resolverme a aceptar el corte, las tijeras
que entresacan, que reestructuran, los mechones que cubren el
suelo y la escoba que limpia y se lleva todo el montón directo a la
basura. Rechazo el tinte discreto, el reflejo de color que se supone
que me «daría marcha», y eso que se confirman las primeras canas.
Sonrío por dentro. Solo estoy a la mitad de la existencia, todavía me
espera una vida. Una vida con canas.

Es el momento de las primeras veces, de la renovación de intentos y


experiencias. La primera vez que hago un chili con carne. La
primera vez que voy a un concierto. La primera vez que nado en un
río. La primera vez que me compro flores. La primera vez que llevo
pendientes.

Me voy con Yoto de vacaciones. Intento inventar lo que puede hacer


una madre sola con su hijo. En el hotel cambiamos de sitio las
camas, volvemos a crear un mundo con zonas definidas, con una
sábana improvisamos un biombo o más bien una cabaña, para que
no parezca que somos dos. En la casa, en el campo, paramos el
reloj que marca todos los segundos, detenemos el péndulo; luego
propongo que vayamos a cazar grillos en el prado. En el Centro de
Vacaciones, Yoto y yo completamos las mesas familiares. Tenemos
una presencia ajustable y unas caras con buena disposición.

En el camping montamos la tienda. Yoto sabe los gestos que le


enseñó su padre. Sabe colocar los arcos, encajarlos unos en otros y
clavar las estacas con el mazo. Sabe reconocer los elementos de la
bolsa, hinchar los colchones, usar la linterna y ahuyentar a los
mosquitos. Luego hay que dormir, tendidos uno al lado del otro
como si no pasara nada. Hay que intentar vivir como exploradores,
sobrevivir recurriendo a la naturaleza, empezar a partir de cero. Ir a
buscar agua al manantial (al final la compramos en el autoservicio
del camping), encender una hoguera (con las cerillas compradas en
ese mismo autoservicio) y asar la carne (ídem) encima de las
brasas, coger bayas para mejorar el menú. Hay que inventarle a
cada día una razón de ser, no dejar que nos gane la partida el vacío.
Nos imaginamos un objetivo que nos encamine hasta la noche,
como recoger conchas para adornar nuestra casa de lona o ir por
leña para alimentar la hoguera.

Triunfamos, lo hemos hecho. Hemos recorrido los días movidos por


nuestra energía propia. Podemos volver a hacerlo, sabemos
vestirnos, lavarnos, comer, dormir y fingir que nos divertimos.

La primera vez que voy al restaurante con un amigo. Es por la


noche, invita él. Me fastidia que haya velas en las mesas. Estamos
junto a la ventana, y me siento en la silla bastante tiesa. No hay
nada ambiguo, es un amigo, pero por culpa de las velas en las
mesas tengo una duda. El también parece distante, con esa
distancia que no nos queda más remedio que crear por culpa de la
situación. Nunca se le demoran las manos en la carta de los postres
corriendo el riesgo de rozar las mías. Nunca me mira con excesiva
atención. Tomamos vino y brindamos, el alcohol me reconforta y me
da ganas de acurrucarme. A menos que no sea el alcohol, sino la
ausencia de un cuerpo que me abrace. Sigo sentada muy tiesa,
pero noto que se me dibujan sonrisas en los labios, noto cuánto
echo de menos sonreír y acepto cierta templanza. Acabo por poner
los codos en la mesa, relajo los hombros, y nuestras caras se
acercan. Es algo imperceptible y nada equívoco. Sencillamente
consigo resquebrajar la pared tras la que he estado agazapada todo
este tiempo.

La primera vez que voy al cine con un amigo. La tensión, la


intimidad de algunas escenas, la emoción. La imposibilidad de emitir
la mínima señal. El cuerpo tiene que quedarse impasible, bien sujeto
entre los brazos de las butacas, controlado y sobrio. Vigilo la
respiración. No me arrimo para hablarle al oído. Me impongo una
gran compostura. Nada de que le caiga en las rodillas un faldón de
mi abrigo ni de recoger los guantes que se me han caído al suelo.
Estiro las piernas y las recojo bajo la butaca, no consigo estarme
quieta, y, sin embargo, quiero dar la impresión de que estoy
tranquila. Me encojo un poco y tengo la esperanza de que no
proyecten en la pantalla la imagen de una pareja en la etapa final de
la seducción, tengo la esperanza de no tener que soportar la
desnudez de una mujer al lado de mi amigo, que me llevará a casa
en coche, muy atento. Y que tiene tantos motivos como yo para
quedarse inmóvil en su butaca.

La primera vez que juego al pimpón con un amigo. Estamos en la


montaña, delante de un chalet, y no hace viento. Por detrás de los
pinos asoma el Mont-Blanc. Golpeo la pelota sin fuerza, la devuelvo
y me acaloro, con bastante reserva. Luego la devuelvo con más
seguridad, me asombra notar tan firme el brazo. El movimiento se
me extiende por todo el cuerpo, me infunde fuerzas, y siento cómo
las piernas entran en el juego. Me concentro, y ya solo me importan
la pelota y la silueta de mi amigo, que se mueve dentro de mi campo
visual.

Me olvido de las escasas caras que presencian este intercambio,


entre ellas la de Yoto. Vuelven todos los gestos, y pongo empeño en
perfeccionar los golpes de revés, en esmerarme en los ataques. Me
llega la energía a los músculos, se me acelera la sangre y se me
sube un poco a la cabeza. Luego llega el goce, que no me
esperaba. Juego cada vez más deprisa, y la forma de jugar de mi
amigo me va muy bien, ágil, astuta y vigorosa. Aguanto bien,
después flojeo, resisto y me siento bien. Oigo que suelto chilliditos,
breves onomatopeyas que expresan sorpresa, miedo, satisfacción
por haber colocado la pelota en el lugar adecuado. Oigo que hablo
alto y, de repente, me río. Yoto capta esa risa mía, veo que me mira,
sé lo que está viendo, sé que lo entiende.

Siento deseos de expandirme, de salir de mi cercado. Vuelvo a


caminar por la ciudad, alquilo una bicicleta, subo escaleras, oigo
música, respiro cuando camino por los muelles. Empiezo a aguantar
bien.

No me niego ya a las salidas por la montaña, por donde haya que


trepar, ni a llevar una mochila. Me apetece subir hasta el lago,
observar a las gamuzas con prismáticos siempre y cuando no
vuelva a los paisajes por los que pasé con el chico. Permito que
salga mi cara en las fotos, completamente encuadrada sobre el
fondo de un cielo de verano. Me acostumbro a la idea de estar, de
tener un lugar, incluso aunque sea un lugar diferente.

Acepto tener de nuevo presencia, volumen, un cuerpo que no sea


solo de líneas quebradas, que evite las piedras del camino, que
sude al coronar el puerto. Un cuerpo que toma altura al impulso de
las endorfinas y de una fuerza que viene de no sé dónde. Como si
estuviera hecha de capas, de estratos superpuestos que proceden
de todas las edades. Que se sostienen juntos, solidarios, en
comunicación. Noto como viven juntos el animalillo con pantalón
corto de la infancia, que trepa por el tobogán; la gimnasta que anda
por la barra; la adolescente que baila con la música de Imagine; la
enamorada que se sube atrás en la moto; la librera en equilibrio en
la escalera plegable; la madre que lleva a Yoto en la cadera. Voy por
el sendero, y la sensación se concreta, me componen todas esas
piezas, como si mi cuerpo fuera una casa donde conviven el meollo
de la existencia, hecho de deseos, de fuerza, de pulsaciones, pero
también la ausencia. Todos esos cuerpos de chica se mueven bajo
el mismo techo y tejen una memoria prieta. Estoy aquí y también
allá.

Me desplazo para ir a trabajar, cojo el tren, voy a París. El trabajo


me lleva, aprendo a concentrarme. Hablo en las reuniones, contesto
a preguntas. Doy mi opinión, me sorprende tener opinión y
preferencias. Estoy de pie entre los reunidos, conozco a personas
nuevas. Escucho, veo. Doy, recibo.

Cruzo la isla de Saint-Louis, tengo que ir a pie a la estación, es


decir, andar un buen trecho. Se me ocurre mandarle una postal a
una amiga. Las nubes corren velozmente por el cielo, de oeste a
este. Nunca sé en qué sentido fluye el Sena. Estamos a finales de
marzo, clavo ese punto en el tiempo como el momento en que se
reúnen el cuerpo y la cabeza tras una larga separación. Está muy
claro, me llega de repente y ocupa su lugar en el momento preciso
en que cruzo el puente. Es como si la cabeza, que se había
quedado por otro lado, se conectase de nuevo a los miembros. La
luz que rebota en el parapeto, y luego en mi retina, se me sube al
cerebro y regresa para expandírseme por los brazos y por el pecho,
a menos que ocurra al revés. Y por primera vez noto una sensación,
que no rechazo, que me irradia desde dentro. Veo el mundo que me
rodea y deseo formar parte de él. Aprieto el paso camino de la
estación; si mantengo el ritmo, podré coger un tren que salga antes.
Por primera vez no me asusta volver. Llegaré a tiempo para ir a
buscar a Yoto a casa de mis padres; si me doy prisa, llegaré a
tiempo. Recogeré a Yoto. Tendremos hambre, prepararemos una
comida de verdad y hablaremos del piso al que vamos a mudarnos
pronto.
El proyecto de esta novela nació de los frecuentes intercambios y
del trabajo llevado a cabo con la coreógrafa Bernadette Gaillard
(compañía Immanence); creamos una lectura bailada, BG/BG, que
se estrenó en Le Grand R/Scéne nationale de La Roche-sur-Yon, en
la temporada 2011/2012.
BRIGITTE GIRAUD nació en Sidi Bel Abbès (Argelia) en 1960.
Actualmente vive en Lyon. Es autora de, entre otras obras, varias
novelas (La chambre des parents, Nico, Marée noire, J’apprends,
Une année étrangère, Pas d’inquiétude, Nous serons des héros, Un
loup pour l’homme), el volumen de relatos L’amour est très
surestimé (premio Goncourt de relatos en 2007) y de la obra de
teatro Le jour où Maud a sauté. Contraseña publicó en 2014 Ahora,
un texto autobiográfico en el que la escritora narra los días
posteriores a la muerte en accidente de su pareja.
Notas
[1] Tal es el título con que se estrenó en España esta película, cuyo
título original es Le grand blond avec une chaussure noire. Lo
usamos, pues, aunque se trate de una traducción espantosa. [Nota
de la traductora]. <<

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