Tener Un Cuerpo - Brigitte Giraud
Tener Un Cuerpo - Brigitte Giraud
que se quedan sin decir en las familias y son un peso tremendo. […]
Llega un momento, cuando nos cuesta comunicarnos, en que quien
habla por nosotros es el cuerpo. […] Al principio se trataba de un
libro que iba hilvanando una tras otra todas las primeras veces en
que nos enfrentamos con la existencia: la primera vez que tenemos
fiebre, la primera vez que nos duchamos solos… Y todas esas
primeras veces tenían un denominador común: el cuerpo. La
relación con el tacto, la primera vez que un chico te besa, la
sensación de la piel… Todo tiene relación con el cuerpo. […] Se
tiene un cuerpo porque hay que hacerse con él, hay que
domesticarlo, convertirlo en propio. Pero, en los momentos en que
estamos inmersos en el dolor o en el placer, ya no pensamos, nos
convertimos por completo en un cuerpo».
Estructurada en cinco capítulos, que se corresponden con cinco
períodos clave de la vida de la narradora, Tener un cuerpo sigue el
recorrido vital de una mujer, que coincide en muchos aspectos con
el de la propia Brigitte Giraud, desde que es niña hasta que, tras un
período de duelo por un suceso traumático, emerge del pozo en el
que se había sumido. Lo original de esta obra es que, tal como
señala la autora en las palabras citadas arriba, tomadas de una
entrevista, la narración de todos los hechos que jalonan esa vida
(por citar solo algunos, la primera menstruación, las primeras
relaciones sexuales, un aborto, un accidente de moto, el nacimiento
de su hijo, los intentos frustrados por quedarse embarazada de
nuevo, la pérdida de un ser querido y el duelo que sigue a la misma)
se centra en cómo los siente y percibe el cuerpo.
Brigitte Giraud
Tener un cuerpo
Título original: Avoir un corps
Brigitte Giraud, 2013
Traducción: María Teresa Gallego Urrutia, 2018
Diseño de cubierta: Elisa Arguilé, 2018
Revisión: 1.0
20/12/2019
Para Jean-Marc,
siempre
1
Tengo un cuarto en el piso nuevo, con una puerta que puedo cerrar
con llave. Puedo andar, recorro la reducida superficie, doy la vuelta
a la cama. Puedo separar la silla del escritorio y sentarme, puedo
adosarme a la pared, escurrirme despacio hasta el suelo, jugar a
que estoy muerta sin preocupar a nadie. Estoy en mi propia casa, es
la primera vez que puedo ocupar todo el espacio, respirar todo este
aire de una vez. Puedo decidir que abro la ventana, y los visillos
flamean metiendo en la habitación los ruidos de motores de la calle.
Puedo cerrar cuando me parece bien y dedicarme solo a mis
rasgos, que miro atentamente en el espejo. Otro cara a cara en la
intimidad del cuarto, entrevista a solas sin testigos. Observo el
mínimo detalle, la mínima superficie de piel, delante, detrás, me
invento una serie de contorsiones, y no todo lo que descubro me
gusta. Dejo que las corrientes de aire se metan debajo de la cama,
me tiren las cosas de los estantes, que salga volando la muñeca
que me trajo de Andalucía mi tía, cuya forma de enarcar la cintura y
cuyo porte de cabeza me parecen admirables.
Miro las nubes que pasan delante del sol. Guiño los ojos, hago
experimentos. Le cojo prestadas a mi madre las gafas mariposa.
Soy una estrella. Me pongo un fular, me siento en el coche
descapotable. Conduce mi hermano, que mete la primera y acelera
a continuación. Corremos por el campo desierto, sentados juntos en
el balcón.
Mi hermano les hace el boca a boca a los heridos del accidente que
acaba de provocar. Después de que su helicóptero haya chocado
con una pared, se sube a caballo encima de un cuerpo imaginario y
le levanta la cabeza para meterle aire en los pulmones. Aspira y
expira, se pone colorado, y después inventa gestos cuyo sentido no
se entiende. Mis padres se preocupan, en todos sus juegos mi
hermano vuelve a inventar un cuerpo ausente.
Mi padre lleva un arma que oculta bajo una cazadora. Sabemos por
la forma de andar cuándo lleva la pipa, como dice él, enganchada al
cinturón. Adelanta la pierna derecha metiéndola un poco hacia
dentro y mueve más el brazo derecho. En los días libres, mi padre
tiene el reflejo de palparse con regularidad el sitio del arma, y te das
cuenta de que echa algo de menos. Entonces mueve el muslo, y
muchas veces aprovecha para encender un cigarrillo. Nunca me he
preguntado si mi padre había usado esa arma, si había apuntado a
un hombre, si le había dado o no.
Por lo visto rondan los fantasmas por los sótanos del edificio. Robi
busca su compañía. Me dice que no hay que encender la luz; si se
los molesta se vuelven perversos. Es necesario un silencio absoluto
para poder acercarse a ellos. Robi avanza con un leve tintineo por
culpa del aparato que le afianza la pierna. Lo sujeto por el brazo.
Siempre tengo miedo de que se caiga.
Tengo diez, once o doce años. Abro la puerta del cuarto de baño en
pleno día. Ahí está mi padre, de pie en el plato de ducha, con la
alcachofa en la mano. Me extraña, según doy marcha atrás, que no
haya cortina. Mi padre hace un visaje, suelta una frase de protesta,
como un latigazo, y me echa en el acto. La bronca de mi padre es
desproporcionada, sin sentido del humor, sin ningún rasgo de
ingenio. Solo un rechazo tajante. Como si la mirada de la hija
sometiera el cuerpo del padre. Imposible desnudez.
Me paso cada vez más rato delante del espejo grande de la entrada.
Con vestido, con pantalones, en bragas. De frente y, luego, de perfil.
Para verme de espaldas tengo que montar toda una instalación en
el cuarto de baño con ayuda del espejo de tres cuerpos del botiquín.
No sé qué pensar, nada me entusiasma ni nada me asusta. Aunque
lleve sujetador, parezco un chico. Me tomo medidas para comprobar
ese número áureo del que nos han hablado en clase. Para tener un
cuerpo armonioso, la proporción que sitúa el ombligo entre la
cabeza y los pies tiene que ser igual a 1,6 si lo he entendido bien.
Una noche echan por televisión El gran rubio con un zapato negro[1].
La veo sola con mi padre, mientras mi madre cose en la otra punta
del salón. Aparece Mireille Darc con un vestido tan escotado que la
espalda y las caderas exigen una atención total. Algo cruza por el
salón que me da apuro, aunque no entienda por qué. Normalmente,
cuando una escena nos hace gracia, nos escandaliza o nos resulta
molesta, cualquiera de nosotros hace un comentario que despeja el
ambiente. Pero la tensión se queda, y me temo que Mireille Darc va
a aparecer en pantalla demasiadas veces. Cuando sale del baño
envuelta en una toalla, le digo a mi padre que me voy a la cama, por
temor a que la película me lleve donde no quiero ir.
Ahora sé por qué me tuesto al sol con cuidado para que los tirantes
del traje de baño no me dejen marcas. No es solo para imitar a mi
madre, es para que mi piel atraiga a otra piel.
Lo que vivo con mi primo Olivier escapa a todas las normas. Podría
ser el enamorado ideal porque tiene la misma edad que yo y una
habitación con llave en la puerta. Nuestros padres se hacen visitas a
intervalos regulares, y las conversaciones de los adultos en el salón
nos incitan a atrincherarnos en su cuarto, al otro lado del pasillo.
Pero a Olivier, en cuanto echa el pestillo, se le olvida que soy una
chica. Pone un disco en el tocadiscos, pero no me invita a bailar. Se
sienta en la silla del escritorio llevando el compás de la música de
David Bowie con el doble decímetro mientras yo estiro las piernas
encima de la cama apoyando la espalda en la pared. No tarda en
dar señales de aburrimiento, y entre dos discos de cuarenta y cinco
revoluciones echa repetidas ojeadas a la ventana, al acecho, al
parecer, de un chico que pasa en motocicleta. Le interesa saber
cuándo van a servir en el salón la tarta de fruta. Le pregunta a su
madre si va a haber nata montada. Se arregla el cuello de la camisa
bajo el jersey de escote de pico mirándose en el armario de luna. No
nos hablamos. Se nos va la tarde en prácticamente nada. Olivier
solo está seguro de una cosa: de que tengo que descalzarme para
entrar en su cuarto. Nos quedamos los dos en calcetines, yo a
veces en pantis, lo que no resulta molesto porque la calefacción por
suelo radiante da una sensación agradable en la planta de los pies.
Muevo un poco las piernas mientras oigo a los Rolling Stones, pero
Olivier sigue absorto en su imagen en el espejo, se pone un mechón
en su sitio, se estira un poco el pantalón de tergal, a mil leguas de
mis piernas, que se mueven con Sympathy for the Devil. Mirando a
Olivier de más cerca en ese momento en que surge la cuestión de
tentar al diablo, caigo en la cuenta de lo que me repele en él. No me
gustan ni sus gafas ni su bigote incipiente. Pero en realidad lo que
me produce rechazo son las nalgas, la forma en que las mueve al
andar, esas nalgas apretadas en el pantalón y que, sin ser gruesas,
desvelan con cada movimiento una carne, más que musculosa,
hinchada. Hay algo flojo en él, una curva casi femenina a la altura
de las caderas que, metida en el tejido gris, me da asco. Olivier me
aporta la revelación de la flojedad, la del cuerpo, pero también la del
carácter, y esa novedad me permite determinar otra línea de
separación en mi atracción por los chicos: los morenos altos con
cazadora negra tendrán además que añadir al lote energía y
firmeza.
Pero en realidad las nalgas de Olivier, lejos de actuar como un
simple elemento de repulsión, no dejan de ser un misterio. Podría
contentarme con mirar para otro lado y olvidarme del asunto, pero
algo extraño me dice que esas formas hablan una lengua que voy a
tener que aprender a descodificar. Y esa lengua me hace sentirme
incómoda, me molesta. Un día en que insisto y, tras haber oído
varios discos y comido varias raciones de tarta, la conversación
desciende hasta algo más abajo de la cintura, sale el asunto de las
nalgas, que la gente «no es capaz» de enseñar. Nos retamos, nos
buscamos, Olivier insinúa que nunca podrá enseñarle las nalgas a
nadie, nunca. Intento escaquearme y me voy a la habitación donde
los adultos toman un espumoso y hablan a voces. Luego vuelvo al
dormitorio, donde la función es mucho más interesante. Intentamos
hablar de otra cosa, pero nada nos desvía del tema. Sabemos que
es para hoy. Olivier, con un gesto de enfado y de desesperación,
pero también en un arranque de arrogancia, se baja los pantalones
y deja al aire las estrías que le negrean en los riñones y sobre todo
en el trasero. Se limita a informarme: «Mi padre, con el cinturón»,
antes de poner definitivamente fuera de mi vista la firma de la
violencia paterna. Luego nos quedamos sentados en la cama, un
poco sonados. Lo que acabo de ver me prohíbe moverme, pensar,
actuar. Más me valdría poder estar en otra parte.
¿Cómo atraen los chicos a las chicas? Los cigarrillos, los cinturones,
las motos, los vaqueros rotos, los cascos integrales. La virilidad ya
no excluye la feminidad. Los chicos de ahora llevan fulares, sortijas,
pendientes. Cosa que me turba y me enternece. Ademán elegante y
voz profunda, aplomo y fragilidad, vaqueros pegados y nuez
abultada, delgadez y barba de tres días, vello y botines. Es
precisamente a esos chicos a los que mi padre llama «mariquitas».
Para simplificar, los que me atraen son los «mariquitas». No me
gustan: los brazos gruesos, el pelo a cepillo, los uniformes, las
mandíbulas cuadradas, los deportistas. Siento debilidad por los «de
piel morena», los italianos, los árabes, los gitanos. Y por los zapatos
agujereados.
¿Por qué acepto pasar por esto? Sería más sencillo abrir un
paréntesis y divertirse con otros chicos. Ahí están los chicos, por
todos lados, alrededor, vivos, divertidos, prometedores. Se acercan,
se mueven, me invitan a ir con ellos, tienen deseos y músculos bajo
las camisetas, piernas esbeltas, vientres planos, van a bañarse al
borde de un lago, acampan en Les Saintes-Maries-de-la-Mer, vienen
del Líbano, de África, trabajan junto a mí durante el verano ante los
casilleros de las oficinas de clasificación postal. Pasan y vuelven a
pasar por detrás de mí y me invitan a café en la máquina. Los chicos
me atraen, se zambullen desde puentes, desde rocas escarpadas;
corren con sus Coccinelle descapotables y un cigarrillo en los labios,
son invencibles y atolondrados. Me esperan después del trabajo,
quedan conmigo en el café de la plaza, me llevan a ver películas en
blanco y negro. Los chicos de aquel verano endulzan la ausencia,
consiguen apartarme de la melancolía, me tiran al agua en la
piscina, me rodean con los brazos para hacerme aguadillas y
salvarme mejor. Luego me miran de una forma rara, hacen como
que no entienden mi empecinamiento en resistirme a ellos, no les
gusta mi silencio. Aprendo a controlar mi sed, a organizar mi
carencia, a no mezclarlo todo, aprendo el ascetismo y disfruto no
dejándome tentar. Los chicos no lo entienden, no ven en mi negativa
más que un acto de fidelidad un poco pasado de moda, un
romanticismo de otros tiempos. No ven más que un cuerpo que no
pueden tocar. Me gusta ser inaccesible, una chica a la que se desea
como se desea una imagen. Una chica desencarnada.
Por las noches, él sueña que hace mil veces el mismo gesto de pie
delante de la cadena, estira los brazos, endereza las botellas; pero,
curiosamente, no hay ruido y el trabajo es menos penoso. No nota
que le duela la espalda; solo lo despiertan unos calambres en las
pantorrillas.
Somos dos sombras chinescas que mueven los brazos, van de acá
para allá, se inclinan, se sientan, se levantan, como dibujos
animados. Nuestros ademanes nos definen, trazan un nimbo
alrededor de nuestras siluetas, una zona que vibra, rebosante de
ondas eléctricas. Nos magnetizamos mutuamente, dependientes,
complementarios. Algo así como un dúo, burlesco a veces, cuyos
cuerpos torpes se ensamblan, se evitan, no se hacen caso, se
imbrican. Es la obsesión por el otro, la fusión, la contaminación, la
integración en ti del otro.
Cada nueva visita a un piso es como una vida nueva que empieza,
un porvenir posible. Nos movemos en el espacio con la rapidez de
los que tienen algo que esconder. Pasamos de una habitación a otra
buscándonos con la vista. Recorrer un espacio vacío es una
sensación especial que le pide al cuerpo que se fusione con los
volúmenes, que adopte trayectorias claras. Estamos de acuerdo en
todo, la superficie, la orientación, la calefacción. La única
divergencia es la planta. Al chico le gustan las alturas, siendo así
que yo prefiero estar a ras del suelo. Sueña con una terraza por
encima de los tejados, y a mí me apetece un patio o un jardín. Pero
este leve desacuerdo no es sino un juego, una forma de medir
mutuamente nuestras fuerzas, de explorar el universo del otro. A él
lo que le tira es la luz y el horizonte despejado, lo magnetizan las
ventanas, que abre y cierra de una en una. Luego se asoma,
necesita salirse del marco. Yo estoy pensando ya en que habrá que
subir la sillita. Me veo acarreándola, agobiada con el peso, me
asustan todos esos escalones. Vivir abajo me agrada, es como vivir
en una casa individual, tener los pies anclados.
Para fabricar un niño, los cuerpos no tienen que hacer nada del otro
mundo. Arrimarse un rato, deprisa, puede valer. Es solo cosa de
química, resulta muy decepcionante. Necesito reajustarme las ideas.
Me pierdo entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
Floto entre dos mundos, un tanto embriagada, en vísperas de tomar
la decisión que le dará un vuelco a mi vida. Pero, antes de echar a
andar con los ojos cerrados hacia lo irrevocable, repaso todas las
razones para no procrear: la injusticia que reina en el mundo, la
amenaza de una tercera guerra mundial, la forma de ser destructora
del hombre, la crisis económica, el miedo de que mi hijo sea
trisómico, el temor a la muerte súbita del lactante, el temor de
transmitirle a mi hijo todos mis temores. Cuando enumero todas
esas razones, estoy segura de la elección: no voy a tener hijos, lo
veo claro, es algo definitivo. Me siento responsable y orgullosa de mi
avezada conciencia. Pienso con una pizca de condescendencia en
las que han caído en la trampa. Las compadezco. Luego lo definitivo
se convierte en provisional, me acaparan las dudas, vuelvo a
sentirme dividida. La intuición lucha con la razón. Estoy perdida. El
cerebro y la experiencia no me valen de nada.
Tengo que actuar. Algo directo y concreto. Si quiero un embarazo
(no quiero decir «quedarme embarazada»), tengo que saber cuándo
dejo de tomar la píldora. La vida se reduce a veces a una ecuación
muy sencilla. Me he pasado el día pensándolo, sin atreverme a
hacer la pregunta de forma explícita, dejar de tomarla, no dejar de
tomarla. Nos vamos a la cama, y, cuando el chico ya está dormido,
me quedo echada de espaldas, y lo que me va subiendo por dentro
se parece a la dentellada de una catarata de agua helada. Mientras
el chico respira ruidosamente a mi lado, se adueña de mí una
intensa tristeza. Me levanto sin ruido y me voy al salón sin encender
la luz. No viene ningún ruido de la calle, el domingo por la noche es
un momento aparte. Entro en la supuesta habitación del niño, me
siento a la mesa, que de momento es un escritorio, y me quedo sin
hacer nada, incapaz de ordenar las ideas. Luego me tomo una
píldora, me regalo la propina de un aplazamiento. Mañana habrá
que recuperar los ademanes de la vida cotidiana y los del trabajo.
Habrá que hablar y sonreír. Mañana volverá a arrancar la vida, y
nadie sabrá la soledad de los hombres y las mujeres
inmediatamente antes de convertirse en padres y madres.
Luego hay que dejar de creer que eres una chica, una mujer o algo
que se le parezca. Hay que aceptar que ya no se es más que una
envoltura de carne, porque el cerebro y la memoria han dejado de
contar. Hay que convertirse en una mercancía concreta, sin
educación ni afectos, y no obedecer sino a una lógica maquinal, dar
de lado la cultura y el estilo propios. El amor propio también. En la
mesa de parto, todas las mujeres son iguales, es decir, impotentes y
sumisas. Vencidas. Entonces te acuerdas de las jirafas. Has visto
esas imágenes en la televisión, la elegancia, el encanto, la larga
bajada de la jirafita, como por un tobogán, que se escurre fuera de
la envoltura y, opuestamente a la cría humana, se pone de pie y no
tarda en vivir una vida autónoma.
Todavía queda dar con los gestos, atreverse a coger al niño sin
riesgo de desmembrarlo, sin que se le vaya la cabeza hacia atrás,
sin apretarle demasiado el vientre, sin retorcerle el cuello. Hay que
saber inclinarse, deslizarle la mano por debajo de la espalda, abrir
bien la palma, alzarlo y, con la otra mano, sujetar la nuca, y trasladar
así al niño, en horizontal, hasta acurrucado contra ti, sin despertarlo,
sin violentarlo con la luz demasiado fuerte. Colocártelo en el brazo,
en el doblez del codo, albergar la esperanza de que ningún
calambre entorpecerá ese movimiento, y luego acunarlo muy
levemente, sin razón aparente, enfrentarse al miedo a la
inmovilidad, oscilar el brazo y no perderse nada, mirar atentamente
esa cara que sigue dormida, pero pasa por espasmos aislados. Con
la mano libre, colocar bien un patuco mal puesto, rozar los labios
que quieren mamar, acariciar esos dedos cuyas uñas delicadas son
tan perfectas que asombran, atusar la curva de la ceja y reconocer
en el párpado, tan plisado, una réplica de tu propio párpado, que no
es de lo mejor que tienes.
Hay que vigilar las cantidades de leche. Una medida para treinta
centilitros de agua, dice el folleto que te dan en la maternidad. Hay
que esperar a que el niño tenga hambre. No hay que despertarlo
nunca de noche. Hay que dejar que beba cuanto quiera, sin superar
los quince minutos. No hay que darle nunca agua con azúcar. Si,
pasados los meses, el niño sigue pidiendo de noche, hay que ir a la
consulta.
Desde el principio del segundo mes hay que darle todos los días
una o dos cucharaditas de café de zumo de fruta con un poco de
azúcar. Lo que no dice el folleto, cuando el niño puede ya tomar
papillas, es que el agujero de la tetina no deja correr el líquido, más
espeso, con lo que el niño rabia y los padres pierden la cabeza. Hay
que quitarle el biberón de la boca al niño que chilla al tiempo que se
usa una aguja o una navaja para agrandar el orificio, con el riesgo
de abrir las compuertas demasiado y acabar asfixiando al niño y, de
paso, ensuciando con una ola impura el material recién esterilizado.
Te sientes desvalida, incapaz. Pero también te ríes.
Quiero salir, correr, volver a ser como antes, olvidarme de las cosas
de mujer, de las preocupaciones de madre. Quiero beber, comer lo
que se me ocurra, fumar y bailar otra vez. Que vuelva a adueñarse
de mí el desorden, dar de lado la obligación de la vida sana. No
quiero volver a pensar en mi peso, mi pulso, mi silueta. Preferiría ser
un padre que va en moto, igual que el chico, que da una patada
para arrancar, que se pone el casco y desaparece por el final de la
calle.
Indico con el dedo los guijarros, las hormigas, las piñas. Voy con el
niño por los senderos. Piso las hojas para que él las pise, miro mi
reflejo en los charcos para que él mire su reflejo en los charcos,
silbo cuando veo un pájaro. Hago muuu, hago hihaaa, aleteo, libo.
Soy un pato, un mono aullador, soy una araña gigante, un ratón que
roba el queso. Me rasco el costado como un perro, despedazo la
carne con mis mandíbulas de león, maúllo y arqueo el lomo.
Todo reluce, el pelo de los animales, las escamas, las plumas. Todo
sorprende, las nubes y el viento. La sombra delante y luego detrás,
que baila y que se escabulle, incomprensible. Todo es alegre e
ingrávido. El mundo está en relieve, en un bullicio perpetuo. Se
necesitan bolsillos en la ropa para llenarlos de guijarros, de trozos
de madera, de ramitas, de trozos de cristal desgastados. De canicas
y de plásticos, de abejorros muertos, de lana de cordero, de paja, de
asfalto. El mundo se vuelve partículas, concreto y diminuto, cabe en
la mano. El piso se convierte en gabinete de curiosidades, en
vivario, luego en basurero. De rodillas en el parqué, selecciono y
hago montones. Cuando ya no tengo donde pisar, disimulo y luego
lleno el cubo de la basura. Mando todos esos desechos al sitio del
que proceden, fuera de casa. Yoto caza escarabajos, cría caracoles,
observa a las hormigas que acarrean miguitas. Toca el pincho del
cactus, la cadena de la bicicleta, la caca del perro. Mete las manos
en el agua de fregar los platos, monta una tempestad en la bañera.
Se mete en la boca el rotulador, prueba la mimosa. Muerde la vela,
mastica papel de periódico. Saca la lengua, negra, amarilla o verde.
Lame el espejo, mordisquea la madera de la estantería de libros. Se
bebe el agua de la charca. Le gustan el barro y el cieno. No
distingue lo limpio de lo sucio, no conoce el asco. Solo mi cara y mis
gritos le dicen lo que se puede hacer y lo que está prohibido.
Las fotos dan pie para ir a mirar las fotos de la propia infancia,
cuando apenas si andabas, luego cuando llevabas trenzas y un
conjunto amarillo que te había hecho tu madre. Las fotos están
pasadas de moda, claro, lazos muy chillones en el pelo y calzado
austero. Esas fotos me gusta enseñárselas a Yoto sin saber si
entiende quién es esa silueta de niña, tomada con flash, que lleva
una corona de día de Reyes en la cabeza. No me gustan los
desnudos que hicieron mi padre y mi tío, yo echada de espaldas y
luego bocabajo, en un puf bereber o en una bañera de plástico,
hecha un puro michelín y una pura papada, sin cuello ni muñecas,
mera carne abultada y mofletes de trompetista. Hojeo y voy hacia
adelante, vuelvo a ver mis cuatro, mis siete o mis diez años, mi bata
de la escuela, mi expresión de no haber roto nunca un plato; y me
entra por los ojos la tristeza de la mirada, la confianza y la
esperanza que pasan, pese a todo, por la cara, y espero que Yoto
no crezca con una señal de melancolía impresa de forma tan visible
en los rasgos.
Digo que eso no hay que hacerlo, digo que Yoto no lo puede hacer,
digo que lo prohíbo, digo y vuelvo a decir. Es como si no me oyera.
Mi cara habla por mí, se me endurecen los rasgos, se me fruncen
las cejas, se me queda fija la mirada. Se me vuelven los labios
delgados y feos. El pelo me cuelga y se engancha. El vientre
crispado me deforma la silueta, como un músculo excesivamente
tenso. Se adueña de mí la vulgaridad, pero, actuando en secreto,
los hombros toman el relevo y algo se me electriza en la nueva
sincronía. Se me transforma la voz, y es en un tono inédito como
circulan mis frases, o más bien mis retazos de frase, donde asoman
notas agudas y acentos tónicos inventados. Por unos minutos me
convierto en la enemiga de Yoto, le llevo la contraria, lo rechazo,
peleo contra él. Interpongo una pantalla entre él y yo, y cuando
atravieso esa pantalla con los brazos es para tratarlo con
brusquedad. No me controlo, me salgo de los cauces, causo un
desorden. Establezco los límites, no puede haber más barrera que
mi cuerpo cuando las palabras no bastan. Luego me palpita el
corazón y tengo las sienes sudorosas. Luego me arrepiento de
haber impuesto mi voluntad colocando en la balanza el peso de mi
cuerpo.
¿Es visible mi cara? No sé qué puede leer Yoto en ella. Lleva desde
que nació aprendiendo a descifrar la alegría, la sorpresa, el
descontento, la decepción, el enfado. Ahora sabe interpretar todas
mis expresiones, y cada vez con mayor agudeza. No se trata ya de
limitarse a entender qué está bien o qué está mal. Detecta las
señales más ambiguas, las muecas dubitativas. No le demuestro a
Yoto que estoy triste, no dejo que se dé cuenta de la pena que me
agobia cuando me entero de que Robi, perdido de vista hace varios
años, se ha tirado desde un quinto piso. Me fabrico una cara falsa y
tranquilizadora, una imagen neutra que nos protege. Hago como si
viviéramos en un mundo ingrávido donde los peces y los amigos de
la infancia no se mueren. Dejo que las imágenes de los dibujos
animados se expandan por la casa y que las siluetas de los
personajes se muevan en la pantalla, en el seno de un universo
amable y colorido. Incluso aunque Yoto entienda la cara triste del
payaso y la melancolía de la Sirenita, y aprenda con Pinocho la
soledad y el miedo de un cuerpo de madera. Y también la mentira y
la nariz que crece.
Compro ropa, joyas y tacones altos. Los tacones altos son algo
nuevo, pero, a fuerza de ver mujeres en los carteles, que dominan el
mundo en vertical, quiero probar. Dominar yo también, por qué no,
trepar algo más arriba, dar a mis andares un estilo, una afectación,
una afirmación. Soy consciente de lo que gano, pero también de lo
que pierdo. Percibo las miradas que se ponen sobre aviso al ruido
de los tacones, entiendo en qué consiste ese poder que pueden
ejercer las mujeres. Es sencillo, va deprisa, se embala. Pero hay
que tolerar la mirada de quienes pican, aceptar que en esa mirada
haya una carga de deseo y proyecte sobre ti un velo eléctrico, que
embriaga, pero que altera. Hay que tolerar que tu cuerpo se vuelva
un cebo, un señuelo ondulante, al tiempo que te despierta un
sentimiento ambiguo, una mezcla de satisfacción y de asco. Es fácil
y algo triste. Pero no es sino un juego, un desafío divertido que me
permite trocar mi piel de madre por una envoltura más seductora.
Voy a clases de baile, equilibro la pelvis, enderezo el busto. Acepto
responsabilidades en la librería. Vuelvo a centrarme. Es como si
regresara de un viaje largo. Me muevo, acelero. Ya no tengo frío.
Y luego oigo esta frase, que pronuncia una noche una amiga. La
frase que dice que es algo psicológico. Yoto es sonámbulo. Cruza el
salón y abre la puerta de la alacena. Yoto juega con la grúa y se la
lleva a la cama sin despertarse. Yoto abre los grifos del cuarto de
baño y mezcla el agua fría y la caliente sin quemarse. Yoto se lleva
la almohada y el oso para acostarse debajo de la mesa de la cocina.
Es un fantasma que vaga por el piso.
Nos habría gustado que su padre lo viera, que viera con sus propios
ojos a su hijo convertido en león marino, en castor, en pez espada.
Esta noche se lo vamos a contar, embargados de una inmensa
alegría.
5
Entro en los cafés sin saber dónde sentarme. Los rincones son los
únicos lugares posibles. Necesito adosarme a una pared, temo el
vacío y los huecos. Durante el día pido un chocolate. Voy mucho al
café al volver de hacer los recados cuando no estoy con Yoto. A
veces me siento a la misma mesa, saco un libro del bolso y agacho
la cabeza hacia las páginas. Una chica no puede estar sola en el
café sin determinar su campo de visión, sin haber balizado el
territorio. Me siento vulnerable incluso sabiendo que tengo una cara
que echa para atrás; me siento como un objeto que es posible coger
y después tirar. Soy una chica sola y sé que se nota, que se adivina;
querría ocultarme tras una piel de asno. El apuro que me entra es el
de una persona sola, incapaz de reivindicar un sitio, de sentarse a
una mesa de cuatro plazas, casi avergonzada de estorbar,
necesitada de protección. No se me cruzan los ojos con los de los
hombres. No me gusta la forma en que me muevo, en que ando, en
que me quedo en el asiento corrido, con las piernas cruzadas. No
me gusta la forma de dejarme la cazadora echada por los hombros,
ni el pantalón que me queda ancho en los muslos ni los dedos
torpes. Aborrezco la dignidad con que me presento, que me ayuda a
existir y da a mis ademanes una neutralidad desalentadora. Me noto
cortante, y querría ser todo lo contrario. Me noto contagiosa. El día
en que el camarero de la barra, al verme entrar, se dirige a mí y
sugiere: «¿Lo de siempre?», sé que no voy a volver. Entro en el café
de enfrente, con peor calefacción, menos íntimo. Cambio de café
con frecuencia, me da miedo fondear allí, anquilosarme y no irme ya
nunca más. Y luego llega el final de ese día en que tengo que salir
de casa, en que todo el mundo está de fin de semana; y Yoto, en
casa de mis padres; y todo el mundo, rebosante de proyectos. Entro
en el bar de la placita. Ya no son horas de pedir un café, hace calor
para un té. Estoy sola, pegada a la pared del fondo, pinchada como
un insecto, lejos de la terraza, casi desierta. El camarero me trae
una copa de chardonnay, y me la llevo a los labios maquinalmente,
por hacer algo. Me desdoblo, y lo que veo me aterra, lo que diviso
es una chica sentada al fondo del local, delante de un vino blanco,
frente al racimo de individuos acodados en la barra con su eterna
copa. Y de pronto no veo ya la diferencia entre los individuos
aferrados a su balsa y yo, incapaz de otro proyecto que no sea
quedarme acoplada a esta mesa. Los individuos del bar están en mi
espejo, me garantizan que me volveré como ellos. Me es imposible
tomarme la copa por culpa de esa visión aterradora. Me levanto y
salgo, pasando bajo las flechas de luz resplandeciente. Huyo. Cruzo
el bulevar sin saber dónde voy.
Hay momentos que son como rituales en los que puedo permitirme
caer. No son placenteros, sino secuencias sin violencia y sencillas.
Indispensables para seguir adelante. Hacer café y complacerse en
el olor, abrir el buzón, encontrar un asiento libre en el autobús, poner
la cabeza en una almohada que abulte lo que tiene que abultar,
mirar las imágenes que se mueven en la pantalla del televisor,
encontrar el libro que busca un cliente. Son los hechos más
agradables del día. Mi ambición se reduce a muy poca cosa. Pero
todas las dimensiones han encogido. Voy adelantando peones,
casilla a casilla, no tengo ni estrategia ni visión de conjunto.
Un día me veo la cara en el espejo del lavabo del tren. Me digo: esa
es la cara que tienes ahora.
Conozco a esa persona que soy yo. Acepto cruzarme todas las
mañanas con ella en el cuarto de baño y mirarla cuando se cepilla el
pelo. Acepto ayudarla a quitarse el caparazón. Quitarse las polainas
y la piel de serpiente. Me atrevo a sostenerle la mirada. La invito a
quedarse.