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A

principios del siglo XX, Aurora Rodríguez, una dama de la burguesía


gallega, puso un anuncio en prensa en el que demandaba a un varón para
concebir a una bebé. Una criatura que debía estar destinada nada menos que a
emancipar a la mujer española. Bajo este espeluznante sino nació la pequeña
Hildegart, quien, tras la estricta educación de su madre, pronto se convirtió en
una brillante líder feminista de la Segunda República, pionera en España de la
educación sexual y la planificación familiar. Pero en determinado momento,
Aurora consideró que su hija se había desviado del fin por el que había sido
traída al mundo, y por ello el 9 de junio de 1933 empuñó un revólver y
descerrajó cuatro tiros a Hildegart mientras dormía. Esta es la crónica
magistral de ese sonado filicidio.

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Erich Hackl

Los motivos de Aurora


ePub r1.0
Titivillus 23-05-2021

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Título original: Auroras Anlaß
Erich Hackl, 2020
Traducción: José Ovejero

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Un recurso terrible contra las personas extraordinarias consiste
en hundirlas tan profundamente dentro de sí mismas que solo
puedan volver a emerger con una erupción volcánica.

GUNTRAM VESPER,
Al norte del amor y al sur del odio

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n día, Aurora Rodríguez comprendió que tenía que matar a su hija.

U Entró en el dormitorio, sacó de la mesilla de noche una pistola que


había comprado meses atrás por si debía proteger la vida de Hildegart,
cargó el arma, quitó el seguro y se dirigió sin titubear a la habitación de la
hija. Cerró suavemente la puerta a sus espaldas, tanteó en la oscuridad para
encontrar la lámpara, que estaba junto a la cama, sobre una mesita baja
atestada de libros y periódicos, y realizó cuatro disparos. Los dos primeros
proyectiles, mortales ambos según el ulterior dictamen de los forenses,
atravesaron el corazón de Hildegart; los dos últimos los disparó desde tan
cerca que quemaron la piel de la sien derecha y chamuscaron un rizo de los
cabellos castaños de su hija. Antes de abandonar la habitación, Aurora apagó
la luz y subió las persianas. Entonces introdujo la pistola en el bolso, se vistió
y salió de su casa.
En la escalera se encontró con Julia Sanz, la criada, que media hora antes
había salido a pasear los perros de su señora. Aurora Rodríguez le dijo que no
iba a regresar y que ella, Julia, tal como habían acordado unos pocos días
antes, debía dejar a los perros esa mañana al cuidado de la señora Carbayo
Orenga. Julia Sanz no concedió mayor importancia a las palabras de la mujer,
ya que supuso que se iba con su hija a Mallorca, un viaje que habían
mencionado últimamente con frecuencia. Solo preguntó si la vecina había
recibido el dinero que le correspondía por ocuparse de los animales (cuatro
pesetas al día). Aurora Rodríguez asintió y acarició a los perros antes de
proseguir su camino. En cuanto abrió la puerta de la casa, a Julia Sanz le
llamó la atención el fuerte olor a pólvora.
Aurora Rodríguez se dirigió sin demora al bufete de un abogado al que
conocía bien y confesó su crimen. Completamente atónito, el abogado, un
destacado político socialista radical que pocos meses después sería nombrado
ministro de Justicia, accedió a acompañarla al Juzgado de Guardia, donde
Aurora Rodríguez se entregó a las autoridades.

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A pesar de sus dudas sobre la veracidad de la autoinculpación —dudas
alimentadas por lo notorio de la estrecha y armónica relación entre Aurora y
su hija Hildegart—, el juez fue a la casa de la mujer, acompañado por el
forense que estaba de servicio. Allí se encontraron ya con dos policías, a los
que había llamado la criada que, muy trastornada, sollozaba sin parar.
Aurora Rodríguez fue internada después de los primeros interrogatorios
en la cárcel de mujeres de Quiñones, en el centro de Madrid; era hija de
Aurora Carballeira, una maestra que sin embargo no ejerció jamás su
profesión. La madre, de acuerdo con las declaraciones realizadas durante el
juicio, nunca le dio muestras de cariño; había muerto veintinueve años antes,
después de lo cual Aurora fue la única de los cuatro hermanos que se quedó
en la casa familiar. Allí pasó los tres años siguientes en compañía del padre,
hasta que la muerte se llevó también a su último pariente cercano.
Este, abogado y procurador de los tribunales, estaba muy considerado en
Ferrol, importante ciudad portuaria en el noroeste del país, aunque sus
vecinos no podían negar que tendía a hacer afirmaciones algo excéntricas. Por
ejemplo, parece que en las tertulias en las que participaba con sus amigos y
conocidos en el Casino de su ciudad había expresado comprensión hacia las
ansias de libertad de los pueblos de Latinoamérica que se encontraban bajo
administración española. También había adoptado una postura sobre la guerra
naval contra los Estados Unidos que de ninguna manera podía compartir la
mayoría de los ciudadanos, mucho menos los ediles y los notables de la
ciudad. Es cierto que consideraba que aquella potencia enemiga suponía un
peligro no solo para la seguridad nacional, también para la humanidad en su
conjunto, pero al mismo tiempo señalaba que sus simpatías no recaían sobre
la armada española, sino sobre los grandes héroes libertadores Maceo y Rizal.
Cuando por ese motivo sus contertulios le acusaban de falta de patriotismo, él
respondía que todos los grandes hombres de la Historia, daba igual de qué
origen, siempre habían puesto la libertad por encima de las mezquinas
disputas entre naciones.
Además, no entiendo que se defienda con tal vehemencia la razón de
Estado precisamente en Galicia, una de las regiones más pobres y deprimidas.
Y son precisamente los hijos de esta tierra, sus agricultores y pescadores,
quienes sirven a la patria como carne de cañón frente al enemigo.
Entonces los otros hombres callaron, y también enmudeció Francisco
Rodríguez. Intuía vagamente que se había atrevido a pisar un terreno en el
que era aconsejable la cautela.

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Cuando en 1898 los restos de la derrotada flota española atracaron en
Ferrol, después de la pérdida de las colonias de ultramar Cuba y Filipinas,
Aurora pudo acompañar a su padre al muelle. Se mantuvo temerosa y en
silencio ante los altos costados de los buques, y tuvo una sensación extraña
cuando Francisco Rodríguez se quitó el sombrero ante aquellas figuras
demacradas y andrajosas. Salvo ellos y unas mujeres vestidas de negro,
campesinas del interior que aguardaban desesperadas ver aparecer a uno de
sus hijos, nadie había ido a recibir a quienes regresaban de la guerra.
De desagradecidos está el mundo lleno, dijo el padre. Que Aurora se
grabase bien ese día en la memoria; porque ella viviría tiempos, o al menos
así lo esperaba, en los que los humillados obtendrían justicia. En los que
tendrían que rendir cuentas los banqueros que se habían enriquecido con esa
guerra, los obispos que bendijeron los buques, y los almirantes que daban sus
órdenes a la Armada estando ellos a cubierto en Madrid.
La muchacha buscaba la cercanía del padre. Francisco Rodríguez había
renunciado a dirigir los asuntos de su propia casa para permitirse el ocio
necesario, al terminar su jornada, para reflexionar sobre sus ideales respecto a
cómo mejorar el país. La madre era impaciente, dura y malhumorada. Se
afanaba por llevar una vida acorde con el modelo de otras familias, como las
de médicos, oficiales de alto rango y terratenientes. Los domingos obligaba a
sus cuatro hijos a ir a misa, encargaba a los criados tareas que antes no le
habían parecido engorrosas, prohibió desde muy niñas a las dos hijas, Aurora
y Josefa, diez años mayor, que saltasen o corriesen, y solo permitió ir a la
escuela al más pequeño, un varón, y eso porque un colegio privado de mucho
prestigio había abierto sus puertas en la ciudad. A los demás les dio clase en
casa una pariente lejana, cuyos padres se habían arruinado con una
especulación fallida. Sin embargo, los conocimientos y las destrezas
pedagógicas de la joven eran más bien escasos, y además no se atrevía a
poner coto a las travesuras de los dos mayores. Con ella aprendió Aurora lo
que aprendía toda niña de buena familia: leer y escribir, las cuatro reglas de
aritmética, bordar y tocar el piano, y unos penosos rudimentos de francés.
Un día se la llevó a su pueblo una criada con la que Aurora tenía mucha
confianza. Era la festividad de San Pedro, patrón del pueblo, y había baile en
la plaza, adornada con guirnaldas y banderitas de colores. La criada sabía que
entre la multitud se encontraba su prometido. Por eso pidió a su madre, no sin
rogarle que estuviese muy atenta, que se quedara un rato con Aurora.
Entonces se fue a bailar. La madre cumplió el encargo. Intentó entretener a
Aurora, que examinaba de reojo el único cuarto de la vivienda. Pero a la niña

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le costaba entender a la mujer; apenas conocía el gallego, tan denostado en
casa. Le asustaba la curiosidad de los otros niños y le resultaban poco
familiares la pobreza del entorno, los sacos de paja, el suelo de barro
apisonado con las gallinas correteando por él, así que muy pronto le entraron
ganas de ir a ver bailar a la hija de la mujer.
Después de que le indicasen la dirección, se dirigió a la plaza del pueblo.
Pero por mucho que se esforzaba no conseguía distinguir a la chica entre la
gente bailando. Cuando estaba a punto de romper a llorar y de correr de vuelta
a la casa, su mirada recayó sobre una pareja besándose apasionadamente en
un rincón. Solo cuando el joven llamó la atención de la muchacha con un
toquecito, se dio ella cuenta de la presencia de Aurora. Se sonrojó, se soltó del
abrazo y tomó a la niña de la mano.
Ya de regreso en casa, Aurora Rodríguez contó inocentemente durante la
comida el baile y lo de los besos en la aldea. Los hermanos mayores rieron
por lo bajo y el padre, como de costumbre, no prestó atención. Pero la señora
Carballeira despidió a la chica ese mismo día.
En otra ocasión, cuando el hermano mayor de Aurora comenzó a rondar
por las habitaciones del servicio y a acurrucarse bajo la escalera para mirar
debajo de las faldas, la señora convenció a su marido de ofrecer dinero a la
cocinera para que introdujese al joven amo en las prácticas amorosas. La
chica, de la que se sabía que había tenido varios amantes, pero que aseguraba
estar sana, consultó con sus padres. Ellos consintieron con la condición de
que Francisco Rodríguez procurase trabajo en un carguero que fuese a Cuba a
uno de los hijos, necesitado de emigrar a América porque las propiedades de
la familia apenas bastaban para mantener al primogénito. El padre de Aurora
hizo lo que le habían pedido y también consiguió a la chica una licencia para
vender tabaco en el juzgado al que él iba todos los días. Los padres de la
muchacha se deshicieron en agradecimientos. Él retiró con embarazo la mano
que le estrechaban. Lo ocurrido le pareció una prueba de la decadencia y la
agonía del país.
En la biblioteca, el hombre anotó en una libreta: las penurias de las clases
desfavorecidas son insoportables. Solo la rabia ciega, la violencia desatada, la
sangre y el fuego pueden cambiar su situación. Pero eso ni se les pasa por la
cabeza porque tienen que dedicar toda su energía a sobrevivir. Porque se han
dejado aprisionar por la falsa moral de las clases pudientes y porque solo
buscan su beneficio personal sin darse cuenta de que esto los hunde aún más
en la miseria. Los privilegiados viven cómodamente. Vemos cómo todo se

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tambalea, pero cualquier cambio nos asusta. Estamos insatisfechos pero
somos cobardes.
Después se embebió en la lectura de la Revue du Monde Latín, cuyo
último número acababa de llegarle. En un artículo firmado por un tal Valentí
Almirall, obviamente un catalán, encontró un pasaje que le pareció una
acertada descripción de los males españoles: Puede decirse que la nación vive
en una completa negación, en una verdadera orgía de ideas negativas.
Preguntad a la mayoría de los españoles si son monárquicos: os responderán
que no. Preguntadles si son republicanos: os responderán que tampoco.
¿Qué son, pues? No quieren saberlo. Les basta con la negación. El antiguo
fatalismo musulmán se adueña de nuevo de nosotros. El campesino vegeta
miserablemente, sin hacer el menor esfuerzo para salir de la ignorancia, de
la rutina, de la pobreza. El hombre de la ciudad vive del campesino, mientras
que este apenas puede vivir de la tierra. El progreso aún no ha llegado aquí.
El movimiento intelectual es casi nulo.
Huyendo de su madre, cuyas reglas le parecían contradictorias e injustas,
Aurora fue a parar a la biblioteca del padre. No sentía como sus hermanos
temor alguno a los oscuros lomos de los libros ni al silencio de aquella
habitación alta y angosta. Además, la biblioteca comunicaba con el despacho
de Francisco Rodríguez, separada de él tan solo por una puerta de doble hoja,
donde por las tardes tenía su consulta jurídica. Así, gracias a las
conversaciones en el cuarto de al lado, Aurora nunca tenía la sensación de
estar sola. Pero lo estaba.
Un día, Aurora debía de rondar los siete años, su padre recibió a una
señora. Aunque al principio la hija estaba entretenida vistiendo y desnudando
una muñeca, la voz excitada de la mujer despertó enseguida su interés.
Francisco Rodríguez conocía desde hacía mucho al marido de la señora
Balboa, propietario de la mayor ferretería de la ciudad, y al principio pensó
que se trataba de una visita privada. Pero la expresión seria de la mujer le
reveló que no se encontraba allí para hacer una invitación ni para preparar el
mercadillo de la Asociación de Beneficencia Cristiana, de la que era
presidenta. Él prometió acceder al ruego de no contar a nadie, ni siquiera a su
esposa, el contenido de su conversación y le recordó que estaba obligado a
ello por el secreto profesional.
La mujer titubeó antes de revelar, en voz baja pero audible desde la
habitación contigua, que se encontraba allí para iniciar los trámites de
divorcio de su marido. El abogado se quedó demasiado sorprendido como
para responder de inmediato. Así que la mujer se apresuró a añadir que su

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decisión era irrevocable. Que confiaba en el señor Rodríguez más que en
ningún otro abogado de la ciudad y deseaba encomendarle la realización de
las diligencias que fuesen oportunas. El padre de Aurora le preguntó si era
consciente de la transcendencia de su decisión. La señora Balboa asintió y
repitió que la había tomado después de pensárselo mucho y que era
inamovible. No se le escapaban las consecuencias materiales pero no las
consideraba un obstáculo, en particular porque la herencia de sus padres que
le había correspondido por ley le garantizaba unos ingresos satisfactorios para
ella y para su hija. Francisco Rodríguez le preguntó el motivo por el que
deseaba disolver su matrimonio. Como la mujer dudaba, le aclaró que no
preguntaba por curiosidad: sin conocer los motivos no podría serle de mucha
ayuda.
La señora Balboa comenzó entonces a sollozar y confesó entre lágrimas
que había perdido cualquier afecto hacia su marido. Solo sentía miedo,
rechazo y odio cuando él se le acercaba. El asco la inundaba cuando se
tumbaba sobre ella. Siempre se había sentido un objeto que se cogía cuando
se deseaba y se dejaba de lado cuando había cumplido su función.
Después de unos instantes, Francisco Rodríguez preguntó si había otras
razones más concretas.
¿Es que no son suficientes?
El padre de Aurora le aseguró que la entendía muy bien pero debía
comprender que la legislación vigente sobre divorcios no contemplaba tales
motivos. Si pretendía mantener la demanda en el juzgado, la señora Balboa
tenía que contar con que le atribuyesen la culpa.
¡Me da igual!, dijo la mujer, con tal de que se apruebe el divorcio.
El padre de Aurora preguntó si había pensado en su hija. Se levantó, sacó
un libro de una estantería y lo abrió. El Código Civil vigente desde 1889 no
contempla tales argumentos, por honorables que sean. Artículo 73. La
sentencia de divorcio producirá los siguientes efectos: primero, la separación
de los cónyuges. Segundo: quedar o ser puestos los hijos bajo la potestad y
protección del cónyuge inocente. El abogado cerró el libro: así es la ley. Para
evitar que la mujer volviese a estallar en llanto, añadió rápidamente que, por
supuesto, él ignoraba si el marido insistiría en obtener la patria potestad para
la hija de ambos. De no ser el caso, se podría encontrar una solución
satisfactoria, nombrando, tras la renuncia del padre, a un tutor cercano a la
señora Balboa que no se inmiscuyese en la educación de la hija. Pero la mujer
negó con un gesto. No se había precipitado al tomar la decisión de acudir al
señor Rodríguez. Previamente había tenido numerosas disputas con su

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marido, el cual había terminado animándola con sarcasmo a que presentase la
demanda de divorcio, y anunciado que él tenía la intención de exigir la patria
potestad. Aunque solo fuese para causar dolor a la mujer.
Mientras Aurora abrazaba con fuerza la muñeca en el cuarto contiguo, su
padre se encogió resignadamente de hombros. Lo siento, dijo. ¿Qué va a
hacer? Aguantar ese infierno. No pienso renunciar a Rosa. Cuando más tarde
Francisco Rodríguez entró en la biblioteca, su hija tenía a la muñeca en sus
brazos. Qué muñeca más bonita, dijo él. ¿Cómo se llama? Rosa, dijo Aurora.
Y me pertenece solo a mí.

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a mujer «hembra», escribiría Hildegart, la mujer que adopta siempre

L ante el tema sexual una pudorosa actitud, la mujer que no se mueve


con libertad, que no habla con el hombre limpiamente, que no tiene
independencia espiritual; esta es la mujer española, en un buen número de
casos con honrosísimas excepciones aparece dotada de una extraordinaria
«hambre sexual». La mujer inglesa, pura por su temperamento, que conserva
una inocencia a toda prueba hasta los veinte y veintitantos años, que sabe
tener en el gesto de las «flappers» una legítima, pero sana y noble rebeldía;
la francesa, habituada al placer y de despertar precoz, no se iguala con esta
hambre sexual de la española, derivada, sin duda, de su privación durante
muchos siglos. Es una víctima de la presión moral de la religión que les ha
obligado a pensar siempre que hay maldad donde no hay más que ciencia,
pornografía donde no existe más que verdad y pureza. Según la describiría
Aurora más tarde, su hermana Josefa era de rasgos toscos, poco armónicos,
que sin embargo resultaban sensuales y atractivos para los hombres. Ya de
niña trataba a las criadas de forma muy hiriente y no tenía reparos a la hora de
obligar a su hermana a secundarla en sus maldades. Y planeaba cómo
vengarse siempre que, siguiendo las instrucciones de la señora Carballeira,
una de las empleadas le prohibía picar entre comidas o si contaba a la madre
su descaro.
Cuando Aurora tenía cuatro años, Josefa le ordenó colocar sigilosamente
en el ropero de una criada un anillo que había tomado del joyero de su madre.
La niña cumplió el encargo sin entender del todo lo que estaba haciendo. Ese
mismo día, la señora Carballeira, que tendía a pensar que la servidumbre la
engañaba, echó de menos el anillo. Josefa había hecho prometer silencio a su
hermana y dirigió las sospechas hacia la criada, en cuyo ropero efectivamente
se encontró el anillo desaparecido. De poco sirvieron las protestas de la joven.
La madre de Aurora insistió en denunciar a la policía el supuesto hurto. Solo
días más tarde se atrevió Aurora a contar la verdad a su padre. Pero ¿quién va

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a creer en las confusas historias de una cría? Al menos, Francisco Rodríguez
retiró la denuncia.
Una víctima continua de las travesuras infantiles era la institutriz. Isabel
Monteiro, una señorita delgada y ya de cierta edad, había esperado vanamente
durante años a un hombre que quisiera casarse con ella. Hablaba en raras
ocasiones y se daba por satisfecha si los niños de los Rodríguez se entretenían
en silencio durante las clases, dejándole tiempo para leer extensas novelas en
las que hombres caballerosos cortejaban a mujeres cristianas y virtuosas.
Josefa y el hermano mayor de Aurora se divertían pegando algunas páginas o
arrancando las últimas, de forma que la aplicada lectora quedaba frustrada, sin
poder conocer el final feliz de pasiones aún abrasadoras. Cuando Josefa era ya
algo más mayor solía poner en aprietos a la señorita Monteiro con preguntas
sobre la reproducción humana. O preguntaba con insistencia qué estaban
haciendo dos perros a los que había observado el día anterior en una postura
peculiar. Entonces la señorita se daba la vuelta, hacía un intento con lo de las
abejas, se sonrojaba mientras los niños reían a carcajadas y dejaba la
explicación para otro día.
En una ocasión en la que Aurora estaba jugando en el jardín oyó un ruido
que provenía de una habitación alejada en el ala lateral de la casa. Poniéndose
de puntillas, vio a su hermana desnuda, sin otra ropa que las medias, con los
muslos abiertos y las piernas plegadas alrededor de la espalda de un hombre.
Ambos respiraban pesadamente; entonces el jadeo de la hermana se convirtió
en una especie de quejido; sacudía la cabeza de un lado a otro con el hombre
encima; él tenía el pelo ralo en la nuca y un vello espeso en los hombros.
Aurora quiso apartar la vista, salir corriendo, asqueada, tal como confesó
ante el tribunal, pero las piernas no la obedecieron, siguió mirando al hombre,
que se incorporó y se limpió el miembro con un pañuelo; y vio cómo Josefa,
que seguía tumbada, estiró las piernas, puso una mano bajo la cabeza y
contempló al hombre desnudo con indiferencia, burlonamente, o eso le
pareció a la chica, que se había quedado allí y aún espiaba a pesar del riesgo
de ser descubierta y de que le dolía la planta de los pies.
Cuando hacía ya mucho que Josefa había dejado de recibir clases de la
señorita Monteiro, empezó a transformarse de manera inexplicable. Le daban
ataques de vértigo y de náuseas, y vomitaba todas las mañanas en su orinal.
También tenía un humor cambiante, estaba abatida la mayor parte del tiempo
pero de pronto se ponía alegre sin motivo, le daba un arrebato de cariño y
rodeaba con un brazo a Aurora, que hasta entonces nunca había recibido esas
muestras de ternura.

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Las dos compartían dormitorio y Aurora quiso informar a sus padres
cuando comenzaron los malestares de su hermana. Pero Josefa le rogó no
decir ni una palabra. Ya se normalizaría su estado, que era habitual en las
chicas jóvenes, debido al crecimiento acelerado y a las transformaciones
internas, y que por tanto no era preocupante en absoluto. Y no siendo para
nada una enfermedad, no quería inquietar a los padres.
Así que Aurora guardó silencio, incluso cuando unas semanas después
notó que a Josefa se le hinchaban la cara y las piernas, y que su cuerpo estaba
engordando, aunque era evidente que procuraba comer poco. A pesar de que
se ceñía la ropa con fuerza por las mañanas, no pudo ocultar su estado durante
mucho tiempo. Un día se desmayó durante el almuerzo. La transportaron al
salón a toda prisa, la tumbaron en el diván y le aflojaron el vestido. Entonces
los padres entendieron lo que sucedía. Aurora tuvo que irse a su habitación y
desde allí oyó los gritos de la madre y las bofetadas con las que la señora
Carballeira devolvió la conciencia a Josefa. También a golpes obtuvo la
futura abuela la identidad del hombre que se había acostado con Josefa. Pero
como resultó no ser un aspirante digno para el matrimonio era imposible
salvar mediante una boda forzosa la honra de la familia. La cual, por cierto,
resultaba bastante indiferente a Francisco Rodríguez, quien se recluía cada
vez más tiempo en su biblioteca, apenas aceptaba nuevos casos y solo hacía el
mínimo imprescindible en los juzgados. La agitación de su mujer le parecía
exagerada teniendo en cuenta el estado general del mundo y de las
costumbres. Y en casa había suficiente dinero para alimentar una boca más.
Como su mujer quería evitar un escándalo a cualquier precio, Josefa tuvo
que trasladarse a la pequeña ciudad de Betanzos, donde dio a luz a un varón
en diciembre de 1896. El niño recibió el nombre de José y fue amamantado
por una nodriza. Se crio en casa de los abuelos; la madre había hecho las
maletas poco después del parto con la intención de sumergirse en la vida
mundana de la alta sociedad.
El niño, viendo que la abuela no le hacía mucho caso, empezó a buscar
muy pronto la atención de la tía, que le correspondió con su afecto. Aurora
sacaba al niño de paseo horas y horas, lo protegía de la impaciencia y la
incomprensión de los adultos, le cantaba por las noches para que se durmiera.
Y si Pepito, como lo llamaba cariñosamente, estaba irritable o triste, le tocaba
nanas al piano. Al principio lo hacía en intervalos variables, pero se fue
convirtiendo en una rutina diaria de la que ninguno de los dos quería
prescindir. Durante estos conciertos, Pepito estaba sentado en el regazo de
Aurora, sin moverse, atento, inmerso en el sonido de la música.

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La madre daba rara vez señales de vida. En alguna ocasión llegaba un
pequeño regalo con el correo, para mi monito, mi corazón, nuestro niño
bueno: caballitos de madera de colores con y sin carruaje, una trompeta,
soldaditos de plomo. Y tarjetas postales coloreadas en las que se veían el
Palacio Real de Madrid, la Giralda de Sevilla o las Ramblas de Barcelona. En
el reverso, algún saludo apresurado, imagínate, Joselito, ayer he visto al rey,
me había invitado el duque de Alba, mañana viajo a París. Pórtate bien y
obedece siempre a tus queridos abuelos. A Pepito le dejaban frío estos
detalles; los juguetes se quedaban muy pronto olvidados en un rincón y las
postales solo le interesaban mientras Aurora le contaba historias de las
ciudades de las que provenían.
El material para esas historias lo encontraba Aurora Rodríguez en los
libros de su padre, que devoraba al principio sin criterio alguno. Salvo unas
breves escapadas a pueblos vecinos, varios viajes a La Coruña, donde Aurora
Carballeira solía renovar su vestuario, y la estancia veraniega en la hacienda
familiar, a treinta kilómetros hacia el interior, Aurora no salió de Ferrol en sus
veinticuatro primeros años de vida. Estaba ansiosa por conocer lo que ocurría
en el mundo, bebía las palabras de su padre cuando recordaba en el Casino,
adonde le permitía acompañarlo, los hechos de los libertadores y mencionaba,
con cautela pero también con insistencia, la miseria de los desfavorecidos,
que solo se podría eliminar con una reforma profunda de la sociedad.
Nadie podía imaginarse en el círculo de notarios, médicos y oficiales de la
guarnición, que aquel estrafalario Rodríguez pretendiera acabar con los males
del mundo.
Estimado colega, está usted repitiendo los argumentos de los criminales
revolucionarios de Andalucía.
En absoluto, no aprecio lo más mínimo la violencia.
Precisamente. No puede haber para todos. Y nuestra vida tampoco es un
jardín de rosas.
El padre de Aurora le llevó la contraria. A nosotros nos va bien. Tenemos
más de lo que nos corresponde. ¿Y a quién hemos de agradecérselo? Pues a la
ignorancia del pueblo llano, que se reproduce en exceso porque desconoce las
reglas más básicas de la naturaleza. Porque son tontos. Y como poseen tan
pocas tierras que apenas bastan para mantener a una sola persona, los pobres
se ven obligados a realizar actividades mal pagadas que solo les permiten
vegetar, o matar y asesinar para hacerse de otra manera con aquello que se les
niega.

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Un fiscal que también se encontraba sentado a la mesa protestó contra
aquella explicación parcial y demagógica del delito. De esa forma está usted
justificando cualquier crimen.
Francisco Rodríguez se mantuvo en sus trece. Estos seres dignos de
lástima, y no olviden que suponen el ochenta por ciento de nuestra población
y más aún aquí en Galicia, no reciben en toda su vida la menor oportunidad
de adquirir conocimientos. La Iglesia los mantiene alejados de ellos, los ceba
con supersticiones. Así que traen niños al mundo igual que los conejos,
luchan para darles el pan de cada día y como es lógico no están en
condiciones de educarse.
¿Cómo podemos cambiarlo?
Desde luego con una política demográfica que incluya instrucción y
abstinencia sexual que en caso de necesidad debe imponerse al principio por
la fuerza. Habiendo menos pobres, se repartirá mejor la riqueza.
Esto les pareció sensato. Los hombres pasaron a su rutina y discutieron
casos jurídicos curiosos, los últimos decretos del ministro de la Guerra y los
avances de la medicina. Finalmente, se burlaron del último sermón del
párroco de la ciudad; a pesar de ser librepensadores, ninguno se perdía la misa
mayor.
Francisco Rodríguez regresó de buen humor de un viaje al sur en el que
había llevado un arduo caso entre hermanos. Tenía que reconocer que la
situación resultó bastante más complicada para su cliente de lo que había
pensado antes de partir y que no pudo consultar algunos de los documentos
que habría deseado procurarse, pero, como contó a su hija, durante el viaje de
Sevilla hacia el este había llegado por casualidad a una hacienda que estaba
explotada y administrada conjuntamente por sus jornaleros desde la muerte
del propietario anterior.
Imagínate, dijo el padre de Aurora, una agrupación de gentes sencillas,
treinta hombres con sus familias, posibilitada por el altruismo del dueño, que
había muerto de apoplejía. Y a pesar de la inquina de los terratenientes
vecinos, que envían a sus servidores por las noches a devastar sus campos,
por lo que la comunidad tiene que estar muy alerta, les basta para llevar una
existencia digna. Por supuesto que a largo plazo el éxito solo puede
garantizarse siendo autárquicos gracias al autoabastecimiento, es decir, con
explotaciones más grandes. Trescientas familias sobre cuatrocientas hectáreas
de suelo fértil explotadas en cooperativa, eso sí garantizaría la alimentación
de todos. También habría que ocuparse de la ropa, tendrían que criar ganado,
vacas, cerdos y ovejas, cuya lana protege del frío. Campesinos y zapateros,

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herreros, carreteros y panaderos, todos tendrían empleo según sus habilidades
y sus preferencias. Nadie recibiría un salario. Todo se basaría en el trabajo
voluntario. Se aboliría el dinero. Tomarían las decisiones todos juntos. No
habría jerarquías, ni imposiciones, ni sometimiento.
¿Y las mujeres?, preguntó Aurora. ¿Y los niños?
Los niños no le daban quebraderos de cabeza. Crecerían libres en una
comunidad como aquella, podrían desarrollar sus aptitudes sin trabas. Las
características de la sociedad actual, envidia, egoísmo, codicia, aún
supondrían al principio un estorbo para la convivencia. Pero la generación
siguiente se habría liberado de todo eso. Así es, a los niños les resultaría
mucho más fácil entender como la única natural esa nueva forma de
convivencia humana. Se familiarizarían desde pequeños con las distintas
tareas en los talleres, en los campos y en el bosque. Aprenderían jugando a
tejer, ordeñar, fabricar ruedas para carros, cavar zanjas, esquilar ovejas,
cultivar y cosechar. El que se sienta llamado a la medicina lo aprenderá todo
sobre el poder curativo de las hierbas, aprenderá a entablillar huesos rotos,
estará presente durante los partos.
Pero ¡y los criados!
No habrá criados. Ni señores ni criados. Ningún privilegio, tampoco del
hombre sobre la mujer. El trabajo físico pesado tendrán que realizarlo los
hombres. Por otro lado, las mujeres son más aptas para actividades que exigen
habilidad y paciencia. Tendrán que desaparecer todas las leyes que limitan la
vida de las mujeres. En el matrimonio, el hombre no podrá arrogarse el
derecho de mandar sobre la mujer. Incluso habría que pensarse si la
institución matrimonial tendría sentido en una sociedad así.
Pero ¿para qué le contaba a ella todo eso?
Es inútil. Este país está podrido hasta la raíz. Nadie puede imaginar un
estado distinto del existente. Ni los ricos, porque no quieren trabajar, ni los
pobres, porque no han aprendido a pensar. O porque esperan hacerse ricos de
golpe. Tampoco los hombres, porque están por encima de las mujeres, ni las
mujeres, porque se resignan a su papel y castigan con burlas y desprecios a
cualquiera que se rebele. Sí, las mujeres son como hienas, y si nada cambia en
España es porque los curas han puesto a las mujeres de su lado.
A Aurora Rodríguez le costaba aceptar que pertenecía a un género tan
despreciado por su padre. Muchas cosas que se permitían a sus hermanos le
estaban prohibidas a ella. Tenía que llevar ropas incómodas que exigían
mucho tiempo para ponérselas cada mañana; tuvo que aprender a bajar la voz,
no debía mirar a un hombre a los ojos. Desde que cumplió doce años no podía

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salir sola a la calle. Que su padre se la llevara al Casino de vez en cuando era
una permanente causa de disgustos para la señora Carballeira.
Aurora se asustó cuando tuvo la menstruación por primera vez a los
catorce años. Pero no pensó como su hermana que se iba a desangrar. Había
aprendido de qué se trataba leyendo los prontuarios médicos de la biblioteca
de su padre. Solo que a partir de entonces se vio como una mujer, persona de
segunda clase, y estaba convencida de que la privarían de muchas cosas en su
vida. Le parecía casi imposible cambiar su vida de forma que todo cambiase.
Para colmo perdió a Pepito, al que hacía tiempo consideraba suyo. En sus
manos, el hijo de la hermana se había convertido en un niño prodigio y así lo
decían los periódicos: la reencarnación de Mozart.
Todo empezó con una jota que Aurora Rodríguez había tocado al piano,
con su sobrino de tres años en el regazo. De pronto, en mitad de la pieza,
Pepito apartó las manos de su tía y tocó las notas, con mayor claridad, mejor
de lo que yo lo había hecho jamás. Aurora estaba entusiasmada. Convocó a
toda la familia: al padre, que se encontraba en su despacho; a la madre,
ocupada en ese momento en enseñar a una criada el uso del plumero; al
hermano pequeño. Allí estaban todos, junto al piano, admirando el talento
musical del niñito (aún mojaba la cama por las noches), mi obra.
Dos meses después, sentado en el regazo de su tía, Pepito dio su primer
concierto en el círculo de amigos y conocidos. Entonces reapareció Josefa, mi
monito; apenas tuvo noticias de las dotes extraordinarias de su hijo, se lo llevó
consigo a Madrid: poco antes de cumplir cuatro años, después de actuar en el
salón de un fabricante de pianos, el niño recibió una ovación enfervorecida.
Tres semanas después encandilaba a la Familia Real con un concierto en
Palacio, y un año más tarde la reina le concedió una beca para que
perfeccionase su técnica en Leipzig y después en Berlín, donde llegó a
estudiar composición con Richard Strauss. Durante la Exposición Universal
de París, el médico y fisiólogo Charles Richet lo exhibió ante los participantes
en un congreso de psicología como una especie de monstruo parapsicológico,
la reencarnación de un pianista adulto en el cuerpo de un niño. Su talento solo
podía explicarse recurriendo a fuerzas sobrenaturales.
Durante años rara fue la semana en la que los periódicos españoles no
informaban del éxito de Pepito Arriola —como le llamaba ahora Josefa, con
el segundo apellido del abuelo— en las salas de concierto de toda Europa.
Josefa enviaba cartas entusiastas acompañadas de recortes de periódicos,
Pepe Arriola conquista Europa, conciertos en el Royal Albert Hall, en la
Ópera de Dresde, en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, en el

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Carnegie Hall de Nueva York, en el Teatro Colón de Buenos Aires. Aurora
buscaba vanamente entre todas esas noticias algún indicio, alguna señal, de
que su sobrino no la había olvidado. Josefa se casó en Berlín con un paisano
suyo, el excéntrico Amado Osorio Zabala, médico y explorador, con quien
tuvo dos hijas más, Carmen y Pilar, que también se revelaron como niñas
prodigio de la música y actuaban en conciertos con su hermanastro.
Más tarde las cartas empezaron a llegar con menor frecuencia, los recortes
de noticias de periódicos se volvieron más breves, se fueron desplazando a la
prensa de provincias y volviéndose escasas en la nacional, ya más secas o
aburridas, y luego se hizo el silencio alrededor del sobrino. Los abuelos no
llegaron a enterarse de su descenso hasta afinador de pianos, acompañante de
películas mudas y pianista que entretenía a los soldados en el frente.
Aurora Carballeira murió cuando su hija Aurora había alcanzado los
quince años. Su muerte, aunque inesperada, no conmocionó particularmente a
la hija. Tenía la impresión de que podía respirar con más libertad, por primera
vez se oía a las criadas reír y cantar en la casa. También Francisco Rodríguez
parecía más relajado, comenzó a considerar a Aurora una interlocutora de
verdad. El círculo de librepensadores fue trasladándose con mayor frecuencia
del Casino a su salón, y a él pertenecía la hija, que participaba con regularidad
en los encuentros, la única mujer presente.
Aurora leía mucho, más que lo que pudieran haber digerido en toda su
vida los demás miembros de las tertulias, con excepción del padre. A veces
creía vislumbrar el fondo de las cosas, se sentía con ventaja sobre muchos
otros, desde luego sobre los de su misma edad: el conocimiento que había
obtenido en los libros, la inquietud, también la fortuna, el deseo de otra vida.
Y sin embargo no veía salida, creía ya entonces que había llegado al final de
sus posibilidades. Si hubiese nacido varón; o si alguien la hubiera apoyado
desde muy temprano como hizo ella, inconscientemente, con el pobre Pepito.
Pero la niñez había sido para Aurora tiempo malgastado y pertenecía al sexo
maldito, que, como escribiría Hildegart, dormitaba sin derechos y
despreciado:
En este país la opinión pública actúa como una fuerte corriente que
arrastra consigo a una mujer hasta que esta encuentra un remolino que la
arrastra definitivamente hasta el fondo. De hecho: ¡qué talentos, qué
aptitudes, qué grandezas morales y espirituales quedan estériles y secos entre
las mujeres españolas por obra de la opinión pública! La opinión pública
dominaba las tertulias, también en casa de los Rodríguez. Apenas se acababan
de discutir osados modelos de sociedad que el abogado iba presentando poco

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a poco, en cuanto la conversación pasaba a la situación de la mujer se
descartaba cualquier intento de mejorarla («con permiso de la señorita
Aurora»): la mujer honrada, la pierna quebrada y en casa.
Aurora Rodríguez no se sentía tanto recluida como excluida. ¿Qué le
quedaba? ¿Cuál era su tarea? Salvo raras excepciones la mujer no puede
ganarse la vida en España. Los ingresos de una costurera o una lavandera
apenas alcanzan para cubrir a duras penas los gastos. En las fábricas las
mujeres españolas ganan en general demasiado poco. O se les trata como
mano de obra auxiliar, o se prefiere a los hombres. En los trabajos físicos
pesados, en la agricultura, en las minas, en la construcción de carreteras,
etcétera, aun cuando rinde tanto o más que el hombre, cobra mucho menos.
No les va mejor a las maestras, cuyo sueldo apenas les alcanza para comer.
Descontando unos pocos puestos en las grandes ciudades, carecen de todo, a
no ser que dispongan de otros ingresos. Incluso como artista la mujer es una
desposeída en España. Los prejuicios y la falta de conocimientos le vedan el
acceso a la arquitectura y la escultura; elabora copias de cuadros insulsos
para nuevos ricos, pinta abanicos, estuches y porcelanas; pero hasta en esas
actividades, de por sí de escaso valor, es la excepción, porque en general
predominan también aquí los hombres. Algo parecido puede decirse de la
música: solo en las grandes ciudades algunas mujeres se mantienen a flote
dando clases de música. Entre los científicos no hay más que hombres. En
caso de que una mujer, cosa sumamente rara, destaque en algún campo, de
nada le sirve, no puede ganarse la vida: las barreras de la ley y de la opinión
pública son infranqueables.
Aurora Rodríguez, que temía no llegar muy lejos, se entusiasmó
imaginando formas colectivas de administrar los hogares. ¡La semilla de una
sociedad nueva! Esbozó un plano, diseñó establos, habitaciones, cuartos de
estudio, desechaba la distribución al día siguiente y se ponía otra vez manos a
la obra. Todo tenía que tener un sentido, nada podía dejarse al azar. Por
ejemplo, poner la pila de estiércol cerca de los aposentos habría sido
perjudicial para la salud; el pozo negro suponía un peligro para los niños. El
granero debía alzarse sobre pilares, como era habitual en Galicia, fuera del
alcance de ratones y ratas; pero ¿no significaría eso una pérdida de calor y un
derroche de materiales? Y si hablamos de trescientas familias: ¿deberían vivir
en un único y amplio edificio o repartidas en varias casas? ¿O sería preferible
construir una aldea donde viviese cada familia por su cuenta? ¿No se
dificultaría así el trabajo en equipo e incluso se impediría la aparición de una
auténtica comunidad?, pues en el aislamiento podrían perpetuarse las viejas

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costumbres: la violencia, la desconfianza, el egoísmo. ¿Y quién organizaría el
trabajo y decidiría lo que había que hacer: todos en asamblea? Eso exigiría
mucho tiempo. ¿Comités de los distintos sectores, como agricultura,
ganadería y artesanía? Pero entonces cada uno se especializaría en un terreno,
perdería fácilmente la visión de conjunto, y por tanto le resultaría difícil
cambiar a otras tareas cuando su trabajo dejase de agradarle. ¿O delegados de
cada familia? Entonces tendríamos otra vez a los hombres reunidos. ¿Y los
niños? Ellos saben demasiado poco como para asumir responsabilidades. Por
otro lado serían los únicos que crecerían libres, sin el lastre del pasado que
pervivía en sus padres.
Aurora Rodríguez pedía consejo a su padre con frecuencia. Finalmente,
cuando ya no quiso seguir respondiendo a sus preguntas, la remitió a la obra
de la que él había extraído sus conocimientos. Aurora la leyó con esfuerzo, y
con el diccionario a mano. Aun así quedaban dudas por resolver. Escribió a la
editorial. Meses más tarde llegó la respuesta: no podían ayudarla, pues el
autor de la obra, Charles Fourier, había fallecido ya en 1837. No le pareció
razón suficiente para abandonar el proyecto. Ya encontraría a la gente
necesaria. El padre disponía del capital. Debía buscar la zona apropiada.
Comenzó a leer atentamente los anuncios de los periódicos. Seis semanas
después encontró uno que respondía a sus necesidades. Cerca de Alcalá de
Henares, al este de la capital, se iba a subastar una propiedad de ciento
cincuenta hectáreas, demasiado pequeña para trescientas familias, pero
asequible si Francisco Rodríguez ponía a su disposición todo su patrimonio.
Para empezar incluso sería mejor una hacienda pequeña; tendría más
posibilidades de éxito porque resultaría más manejable; de todas formas al
principio se encontrarían con problemas, hasta que todo estuviese en
funcionamiento. Además había hecho una consulta y averiguado que las
tierras de alrededor estaban sin cultivar, por lo que si el proyecto tenía éxito
podrían arrendar más, incluso comprarlas.
Aurora había mantenido en secreto la correspondencia con el vendedor y
dio la noticia a su padre después de la cena. Al contrario de lo que ella había
esperado, el padre no dio muestras de entusiasmo. Se limitó a reírse. Cuando
se dio cuenta de la decepción de Aurora, intentó explicarle por qué su
proyecto era absurdo.
Soy un anciano. No he realizado trabajo físico en toda mi vida. No podría
contribuir a una empresa así, que precisa hombres de verdad, jóvenes,
vigorosos. Y tú eres casi una niña. No puedes tomar tan al pie de la letra lo
que digo, son solo disquisiciones de tertulia.

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Francisco Rodríguez falleció un año después.

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l día que adquirió la mayoría de edad, Aurora Rodríguez anunció en un

E periódico de la ciudad su intención de quedarse embarazada y que el


padre del niño que deseaba engendrar debía ponerse en contacto con
ella. Ahora bien, estaba resuelta a no casarse ni a aceptar ningún otro vínculo
parecido al del matrimonio. Aurora añadió en el anuncio que quien estuviese
dispuesto a participar en esa breve unión, limitada al acto de la procreación,
debía encontrarse sano de cuerpo y mente y situarse por encima de la vulgar
mediocridad que imperaba en el país.
Al día siguiente de dicho llamamiento, el hermano mayor de Aurora, el
único de la familia que seguía viviendo en Ferrol, golpeó a su hermana en la
cara. Llegó borracho del Real Club de Vela, donde sus amigos habían
comentado la noticia y no le habían ahorrado las burlas. Aurora no se
defendió de los golpes, no gritó ni dio siquiera un paso atrás. Este
comportamiento calmó al hermano. Indeciso, giró sobre los talones y
abandonó la casa familiar.
Sería la última ocasión en la que se viesen los hermanos. La penúltima,
aparte de encuentros casuales en la calle, había sido el día del entierro de
Francisco Rodríguez, cuando se abrió el testamento por insistencia del
hermano mayor y de la hermana. La parte de la herencia que correspondía al
menor fue entregada a la custodia de un albacea, pues solo se sabía que, a
pesar de su juventud, estaba buscando fortuna en algún lugar de América. Al
mayor, sin empleo regular, el patrimonio le llegó muy oportunamente.
También Josefa, que frecuentaba con su marido la alta sociedad berlinesa y
entretanto también la madrileña, necesitaba el dinero para mantener su nuevo
y costoso tren de vida, sobre todo porque el caché de Pepito iba disminuyendo
de manera progresiva.
Entonces Aurora solo tenía diecisiete años y debía tener un tutor. Por eso,
y de acuerdo con la última voluntad del padre, tuvo que mudarse a casa del
matrimonio Ochoa. El doctor Ochoa, hombre amable y también algo simple,
era desde hacía mucho el médico de la familia. A Aurora no le hacía ninguna

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gracia dejar la casa paterna, pero no le quedó más remedio que instalarse en
una habitación en la del médico. Rebelarse contra aquellas disposiciones era
impensable. Además la mujer de Ochoa, que no había podido tener hijos,
estaba deseando la compañía femenina. Pero Aurora Rodríguez insistió en ir a
diario a la biblioteca de su padre, cosa que no gustaba nada a la esposa del
doctor Ochoa, pues se veía defraudada en sus expectativas de entretenimiento
y temía por el buen nombre de la casa. Pidió al marido que hiciese valer su
autoridad y este permitió a su pupila pasar cada día tres horas de estudio en la
casa de los padres al tiempo que la advertía de la necesidad de no descuidar
sus obligaciones sociales, ya que estaba alcanzando la edad de casarse.
Los tutores de Aurora no acogieron con agrado sus esfuerzos por educar a
las clases desfavorecidas. Y además su intento de enseñar a leer y escribir a
los trabajadores de ideas socialistas de la Casa del Pueblo de Ferrol tuvo un
final abrupto. La primera tarde habían acudido muchos hombres, la mayoría
de los cuales se levantó y abandonó la sala cuando la joven se presentó como
su maestra. La vez siguiente esperó en vano a los alumnos. Aurora concluyó
que ese recelo no se dirigía a su persona, sino a su edad y a su sexo. Por eso
propuso una serie de conferencias para alentar a los trabajadores a respetar
más a las mujeres. Consideraba que su menosprecio era uno de los mayores
males del país. Entre los civilizados modernos los españoles son los menos
condescendientes con el sexo femenino; por eso se han quedado también a la
zaga de todas las naciones europeas y no han destacado ni en las ciencias ni
en las artes. Los funcionarios del partido rechazaron la propuesta. Solo nos
perjudicaríamos a nosotros mismos. Lo que quieren los trabajadores es la
lucha de clases, no una guerra en la propia familia. Y ese franchute en el que
se basa, Fourier, era un chiflado, un pequeño empleado de banco con ideas
confusas al que ya Marx le había tirado de las orejas.
Aurora Rodríguez no dio su brazo a torcer. Costeó la publicación en un
periódico de un artículo anónimo en el que denunciaba por nocivos, también
para los hombres, el aislamiento del trabajo en el hogar y la indisolubilidad
del matrimonio como inventados por un tercer sexo (el dominante) para
causarles a los otros dos más contrariedades de la cuenta.
A una joven dama de clase alta que prefirió no revelar su nombre, escribió
por respuesta el responsable de cultura del sindicato, no se le ha ocurrido nada
mejor ante las penurias de los obreros que exigir la liberación de la mujer.
¡Como si no hubiese nada más importante que hacer en esta hora! La engreída
jovencita de la alta sociedad quizá estaría dispuesta a cambiar sus acogedores
y bien caldeados aposentos por el miserable camastro de un barracón. O

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podría preguntar a una lavandera con cinco hijos cuál es su deseo más
ardiente. ¡Un salario más justo y una vivienda digna!, sería su respuesta. Solo
las mujeres aburridas de familias adineradas están atacando a los hombres.
Que lo hagan si quieren. ¡Pero que nos ahorren su verborrea intelectual!
Aurora estaba decepcionada: nada se podía esperar de los obreros. A sus
líderes solo les importan las necesidades materiales, no son capaces de pensar
más allá.
Más cerca están mis dientes que mis parientes, se dicen los pobres.
Y sin embargo. Los trabajadores tienen que sacudirse de encima el lastre
del pasado. Seguir una nueva moral, educarse. El conocimiento es poder.
No se les puede pedir demasiado: después de diez o doce horas de trabajo,
con un agujero húmedo para dormir, y con un enjambre de niños en casa.
Juan Pardo, el sobrino del doctor Ochoa sabía escuchar pacientemente y
era un interlocutor interesante y, al contrario que los demás oficiales, era
humilde y escéptico en cuanto al sentido y la misión del ejército español. A
sus parientes no les incomodaba en absoluto que los visitase con frecuencia.
Este capitán de Caballería, tranquilo y apreciado por los reclutas, y la joven y
culta huérfana no hacían mala pareja. Y parecían agradarse mutuamente,
aunque en opinión de la señora Ochoa sus conversaciones se salieran de lo
habitual. Los temas que planteaba Aurora Rodríguez eran un poco
extravagantes; aparte de que Aurora resultaba demasiado seria y cavilosa y
pronto o tarde iba a acabar por estropearse la vista con tanto libro. No
concedía la menor importancia a su apariencia, por ejemplo al cuidado de su
cutis o a la elección de vestidos elegantes, asuntos muy apropiados para una
jovencita.
El doctor Ochoa se esforzaba en disipar los reparos de su esposa. El
comportamiento de Aurora no era preocupante, y no carecía de efecto sobre
aquellos hombres que no solo estaban interesados en la belleza y la frivolidad.
Además, había salido al padre. También el viejo Rodríguez era muy suyo.
Por eso mismo, dijo su mujer. Luego lo mismo me reprocharás haber
ejercido demasiada poca influencia sobre ella.
Aurora mostraba un vivo interés por la actividad de su tutor. No dejó de
insistir hasta que él le permitió acompañarlo en sus visitas. El doctor Ochoa
tenía fama de buen corazón. Al contrario que sus colegas, que se hacían pagar
al menos con carne de cordero, huevos y sacos de patatas, solía acceder a las
peticiones de trabajadores y campesinos sin dinero de visitar a parientes
enfermos, sin cobrarles por ello. Aunque a menudo, confesó a la joven, se
sentía impotente. O le llamaban demasiado tarde, cuando el paciente estaba

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agonizando, o exigían lo imposible de la medicina: un albañil con un brazo
roto que tenía que presentarse al día siguiente en la obra, un estibador con
pulmonía que esperaba estar curado en veinticuatro horas. Para el doctor
Ochoa la tuberculosis y la tisis eran los males nacionales. Solía recetar
estancias en el aire puro y seco de las sierras de Castilla y comida nutritiva
como el caldo de carne. Pero ninguno entre los pobres, anotó Aurora, cuenta
con los recursos para sanar. Los aldeanos gallegos tienen poco de comer. Rara
vez consiguen carne, y el vino es un lujo incluso allí donde se cultiva. El
alimento principal suele ser pan con verduras y un poco de aceite. Los
hombres sueñan con un traje de domingo nuevo con el que dejarse ver en la
iglesia o en el mercado, para ir así según ellos vestidos decentemente.
Décadas más tarde Aurora Rodríguez explicó al periodista Eduardo de
Guzmán, quien la visitó en la cárcel, que fue en aquella época cuando
comenzó a entender todas las consecuencias de las tasas de natalidad.
Ah, si al menos la gente no echase tantos hijos al mundo, le dijo a Juan
Pardo. Cuando bastaría con uno o dos. Porque tampoco sobreviven muchos
más.
Y qué le vamos a hacer, dijo el hombre. Los niños son una bendición del
cielo.
Tonterías, exclamó Aurora Rodríguez, ¡solo son el resultado de procesos
biológicos!
Por favor, Aurora, permítanos un poco de romanticismo.
Con ese tipo de romanticismo no va a cambiar nada en el mundo.
¿Cómo, entonces?
Solo con la razón y la disciplina.
Muchos lo han intentado así y han fracasado.
Porque no estaban preparados para su tarea.
Era de esperar.
Y sin embargo podría hacerse. Habría que proceder con pura lógica.
Elegir cuidadosamente a los padres. Solo entonces se pasará a la procreación.
Y a partir de ahí, control absoluto. Desde el día de su nacimiento todos los
esfuerzos deben dirigirse al niño. La mejor educación. Sin distracciones. Sin
ociosidad.
El hombre se echó a reír. Aurora guardó silencio. Él la miró.
No se enfade, pero se ha enamorado usted de algo que no es de este
mundo.
Y ella que había pensado que él no era como los demás.

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La comprendo. Entiendo su deseo. Pero no quiero un salvador. Con un
Jesucristo me basta.
De todas formas tendría que ser una niña, dijo Aurora. Porque lo que aquí
importa son las mujeres. Sobre todo ellas.
Al cumplir veintitrés años Aurora Rodríguez se mudó de nuevo a la casa
de los padres, comenzó a liquidar la parte que le correspondía de las tierras de
la familia y se negó a recibir al sobrino de los Ochoa. La noticia de su
escandaloso anuncio corrió por toda la ciudad y Aurora sintió las
consecuencias. Había conocidos que le negaban el saludo en la calle,
fingiendo no verla o cambiándose de acera. Los muchachos corrían tras ella
haciendo gestos obscenos, algunas ancianas se santiguaban.
Hombres merodeaban alrededor de la casa por las noches. En una ocasión
la despertó una tropa de soldados llamando a su puerta: el más osado aseguró
a Aurora entre las carcajadas de los demás que todos ellos eran
suficientemente hombres como para hacerle un hijo.
Esos no eran los peores. Aún más repugnantes le parecían los hombres
que fingían comprenderla y afirmaban que solo deseaban prestarle un
servicio, mientras, contó a De Guzmán, me desnudaban con sus miradas.
Pensó en huir, cualquier cosa con tal de que sea lejos de aquí, Madrid o
Barcelona, perderme en la gran ciudad, donde nadie me conozca, recuperar el
aliento, encargar a un abogado la venta de las tierras heredadas…, hasta que
un día un sacerdote se presentó en su casa.
Nadie habría adivinado que lo era. Treinta y tantos años, alto, de espaldas
anchas, piel morena; parecía más bien un marinero. También era uno, a saber,
sacerdote de la marina mercante, y si se había acostumbrado a prescindir del
hábito se debía a que en alta mar no se necesitaban meapilas sino hombres
con brazos vigorosos. Además era bastante crítico con la Iglesia, no le
interesaban las promesas del más allá, pero sí, y mucho, hacer más llevadero
este valle de lágrimas. Por eso se encontraba allí.
¿Ha leído usted el anuncio?
Ese día, dijo, estaba aún en alta mar. Solo la víspera había oído hablar de
ello a dos hombres en una posada. Como sus palabras le picaron la curiosidad,
se unió a la conversación y se enteró del contenido del anuncio.
Entonces, ¿sabe de qué se trata?
A grandes rasgos.
También sabía que después debía desaparecer de la vida de Aurora. Y que
no le estaría permitido ver al niño.
¿No le resultará duro?

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En absoluto. Como sacerdote, al que sin embargo le importaban mucho
las necesidades del cuerpo, y como marinero, más bien le resultaría imposible
mantener un vínculo duradero, incluso aunque lo deseara.
Sin necesidad de que se lo pidiese Aurora, el sacerdote explicó que
evidentemente no había llegado el momento de fijar sitio y día para la unión
carnal: disponía de un mínimo de cuatro meses de permiso en tierra, de forma
que habría ocasiones de conocerse mejor. Entonces la señorita podría
formarse una opinión de su carácter y, por supuesto, si así le pareciese,
tendría el derecho de rechazarlo como padre del niño que deseaba procrear.
¿Su salud? Salvo las típicas enfermedades infantiles y un tifus que le tuvo en
cama varios meses frente a las islas Barbados, no recordaba otras dolencias.
En su familia no se conocía ningún caso de enfermedad crónica ni de
trastorno mental. Al contrario que la mayoría de los marineros, nunca había
padecido enfermedades venéreas, aunque rechazaba para sí el voto de
castidad. Por lo demás, su propio físico decía mucho de su estado de salud. Si
de todas formas aquel, o sus maneras, o la forma o el contenido de lo que
había dicho le parecían inaceptables a Aurora Rodríguez, que por favor se lo
dijese inmediatamente. Entonces se marcharía, evitaría cualquier reencuentro
y mantendría un silencio absoluto sobre su conversación.
No, no. Quédese usted.

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urora Rodríguez bajó del tren un fresco día de primavera en la

A Estación del Norte. Nada más llegar, tomó un coche de caballos hasta
un hotel céntrico, desde el que pretendía explorar la ciudad los
siguientes días dando cortos paseos. Madrid tenía seiscientos mil habitantes
en 1914, concentrados en una pequeña extensión en el interior de los
bulevares, las viejas rondas y la maloliente cuenca del Manzanares. Para
muchos de sus habitantes la ciudad seguía siendo lo que había sido hasta
principios de siglo: un polvoriento y ruidoso lugar de La Mancha; para
Aurora Rodríguez era una metrópoli. La joven vio por primera vez los
tranvías, que hasta no hacía tanto estaban tirados por mulas, edificios de seis o
siete pisos, cafés llenos a todas horas del día y bibliotecas cuyo catálogo era
mucho más amplio de lo que habría podido imaginar. Pero lo que la
impresionó sobre todo fue el comportamiento de la gente: cada uno parecía
dirigirse a un objetivo, a buen paso e indiferente a los posibles encontronazos,
cosa que obligaba a Aurora a realizar cautelosas maniobras de evasión,
preocupada por el bienestar del fruto de su vientre.
En la ciudad había muy pocas fábricas, al contrario que en Ferrol. Sin
embargo era fácil distinguir la pobreza más allá de las fachadas del elegante
barrio de Salamanca y de la Gran Vía. A un tiro de piedra del Palacio Real, a
orillas del Manzanares, a lo largo de los puentes sobre los que discurrían las
carreteras de Segovia y Toledo, vivían las lavanderas, los traperos y los
gitanos en cabañas hechas de tablas y cascotes de ladrillo. Carecían de luz
eléctrica, agua potable e instalaciones sanitarias. No eran mucho mejor las
condiciones de alojamiento en los llamados barrios bajos —Hospital, Inclusa
y Latina—, donde habitaba la mayoría de la población en corralas mal
construidas y atravesadas por corrientes de aire. En cada piso vivían de veinte
a treinta familias, compuestas en general de tres generaciones, con un único
cuarto para todos, en el que se cocinaba, se comía, se dormía y a menudo
incluso se trabajaba.

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Aurora Rodríguez no quiso instalarse en el centro de la ciudad. La
estrechez, la suciedad, la oscuridad de las casas incluso en los barrios más
pudientes, habrían sido un freno para el desarrollo de su hija: porque iba a
tener una niña, de eso estaba convencida. Encontró lo que buscaba en las
afueras, en el noreste. Una pensión en La Guindalera, luminosa, de
habitaciones agradables y con un espacioso jardín detrás de la casa. Los
propietarios eran una pareja de asturianos sin hijos; no les escandalizó el
embarazo de aquella mujer soltera. Al menos así entraría un poco de vida en
la casa, le dijo el hombre. ¿Y podría la futura madre sufragar los gastos por sí
sola?
Aurora alquiló un piso entero.
Por consejo de un abogado cuyos conocimientos empresariales apreciaba,
invirtió la mitad de su patrimonio en acciones de sociedades mineras y
fábricas de celulosa. Su valor aumentaría de forma desmesurada durante la
primera guerra mundial y en los años posteriores.
Por lo demás, la joven llevaba una vida tranquila y procuraba atenerse en
todos los detalles a las recomendaciones de los manuales de medicina. Se
levantaba temprano, desayunaba de forma más copiosa de lo que era habitual
entre sus conciudadanos, prescindiendo, eso sí, del café y de otras bebidas
estimulantes. Después daba un paseo por los terrenos sin edificar que se
extendían entre La Guindalera y la verdadera ciudad. Para economizar
fuerzas, caminaba muy despacio, respiraba profundamente y estaba de regreso
hacia las doce, antes de que el sol pudiese afectarla. Entonces leía durante una
o dos horas cómodamente reclinada en un sofá, hasta que era hora del
almuerzo; en él no cumplía con la extendida costumbre de las embarazadas de
dejarse llevar por su buen apetito y comer por dos. Rechazaba el vino y la
cerveza, los embutidos, el vinagre en las ensaladas y la comida especiada.
También redujo el consumo de queso y huevos y solo ingería carne tres veces
por semana. Para sustituir su comida habitual, consumía verduras, frutas y
cereales como arroz, alforfón, mijo y gachas de avena.
Durante la sobremesa, Aurora conversaba con los demás huéspedes —un
coronel retirado, un pastelero viudo—, pero limitando el trato al intercambio
de fórmulas de cortesía y banalidades, ya que apenas coincidían en sus puntos
de vista tanto sobre los acontecimientos nacionales como sobre los
internacionales, y temía que al intervenir ante las discutibles afirmaciones de
sus contertulios pudiera caer en una agitación perjudicial para la salud de la
criatura que llevaba en el vientre. En un prontuario para futuras madres,
Hildegart advertiría contra las enfermedades anímicas: Lo esencial para

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evitar tantas y tantas anormalidades infantiles es cuidar de la embarazada,
procurar que la obrera no trabaje casi desde los primeros meses del
embarazo, y evitar asimismo el que la señorita acuda a bailes, a toda aquella
actividad, en fin, que antes tenía por costumbre; dado que las emociones, los
cambios de temperamento, el ejercicio de los deportes, en los primeros
meses, causan después gravísimos trastornos a las criaturas. La influencia
del ambiente sobre el espíritu de las embarazadas es por demás grande. Las
guerras, las revoluciones, los años de hambre, de carestía, de peste, de
sobresaltos, dan lugar a un tanto por ciento elevadísimo de niños anormales.
Cuando estalló la Gran Guerra hacia el final de su embarazo, Aurora incluso
se forzó a abandonar la lectura cotidiana de dos o tres periódicos de la tarde.
No quería poner en peligro la gran obra de su vida con noticias trágicas
incluso antes de que empezara. Además no albergaba esperanzas de que las
carnicerías entre las distintas naciones pudiesen provocar una transformación
radical después de acabar la guerra.
También pasaba buena parte de la tarde al aire libre, a la sombra de los
árboles de la pensión, donde estaba a salvo de los perniciosos efectos de los
rayos del sol. Solo se atrevía a pasear de nuevo casi al atardecer, ahora hacia
el este, en campo abierto, pero regresaba temprano. De la misma manera que
frecuentaba la naturaleza para alegrarse con su visión, eliminó de su presencia
cualquier cosa siniestra o cursi. A petición suya, los dueños de la pensión
quitaron de las paredes unos grabados baratos y vulgares y, de mala gana, un
pesado crucifijo que colgaba sobre el cabecero de la cama. Aurora Rodríguez
colgó en la pared de enfrente una reproducción de la Venus de Milo, sobre la
que recaía su mirada nada más despertar. Luego imaginaba el rostro que iría
mejor con aquel torso. Lo que le preocupaba era su costumbre de dormir
únicamente sobre el costado derecho. Se forzó a cambiar de postura cada hora
para no perjudicar el desarrollo del bebé.
Aunque intentaba evitar los cambios de ánimo, Aurora caía a veces en
estados de profundo abatimiento, sobre todo por la noche, cuando se le
antojaba presuntuoso traer al mundo a una criatura con la misión de liberar a
la humanidad o a parte de ella. Al principio le inquietaron los vómitos
frecuentes después del desayuno. Como según los libros de los que disponía
esos vómitos se daban sobre todo en mujeres de familias acomodadas, los
interpretaba como un síntoma de su constitución endeble, cosa que en su
opinión solo podía ser perjudicial para el bebé. Pero no tardó en sentirse
mejor y las náuseas desaparecieron hacia la mitad del embarazo, así que
pronto dejó de lado aquella inquietud. Entonces se arrepintió de haber usado

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al sacerdote para la fecundación. ¿Y si a pesar de sus afirmaciones padecía
una enfermedad venérea? Si el marido es sifilítico una mujer sana puede
engendrar un hijo sifilítico sin sentir ella misma los síntomas de esta terrible
enfermedad. A medida que avanzaba el embarazo le surgieron dudas de si
realmente engendraría a una niña. Había oído que la fuerza del óvulo es
menor en la semana previa a la menstruación y por eso predominaban los
nacimientos de hembras si la concepción tenía lugar en dicha fase, pero el
temor y la impaciencia la habían llevado a no respetar ese plazo en la última y
decisiva ocasión. ¿Qué podría hacer ella con un varón? Deseaba un vástago
de sí misma, una nueva Aurora, una más feliz, con más éxito. Debía
convertirme en una persona más libre, más generosa, más valiente, capaz de
arreglar las cosas de acuerdo con mis, con sus deseos. Yo debía ser fuerte,
inteligente, creadora y a la vez atractiva, todo cuanto le faltaba a ella misma,
porque, debido a su educación, solo alcanzaba a tocar la superficie de lo que
era importante; sabía muy bien cómo debía ser el mundo, pero carecía de la
fuerza y las condiciones para remodelarlo a su imagen. Yo debía
proporcionarle la sensación de que tenía una conexión real con ese mundo.
Aurora Rodríguez mantuvo su forma de vida también durante las últimas
semanas de gestación. Ya en el sexto mes había entrado en contacto con una
comadrona de muy buena reputación para poder avisar a la mujer si el parto
se adelantaba sobre lo previsto.
En la noche del ocho de diciembre comenzó a sentir ligeros dolores en los
riñones, que rápidamente se extendieron hacia delante y se volvieron más
intensos. Aurora llamó a la dueña de la pensión y le pidió que avisara a la
comadrona. Mientras llegaba, paseó de un lado a otro de la habitación, tal
como le habían recomendado. La comadrona llegó en el momento en el que
rompía aguas dejando escapar un potente chorro amarillento de líquido
amniótico. Aurora siguió el consejo de la comadrona y, tumbándose de lado
en la postura que le pareció más cómoda, se esforzó como pudo en
abandonarse a la presión que comenzaba a sentir. La comadrona le dijo ya
después de la tercera contracción que comenzaba a ver la coronilla muy
peluda del bebé. Tras la siguiente tanda de contracciones apareció la cabeza,
seguida por los hombros. La comadrona había acompañado el parto con unas
pocas pero a la vez tranquilizadoras palabras; cortó el cordón umbilical, bañó
al bebé y lo envolvió en pañales que había calentado previamente, mientras
permitía a Aurora un breve descanso hasta que expulsara la placenta.
Un parto fácil, dijo la comadrona. Y una niña sana. ¿Cómo se va a llamar?

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ranscurridos dieciocho meses, en mayo de 1916, Aurora Rodríguez

T inscribió a su hija en el registro de nacimientos de la ciudad. Se había


resistido mucho tiempo a dar ese paso que muchos le recomendaban;
temía que un día pudiese resultar perjudicial para aquella niña concebida
fuera del matrimonio. Previendo los numerosos trámites que le exigirían, la
necesidad de aportar informes y que de todas formas al final recibiría
resoluciones negativas, se le ocurrió evitarlo poniendo a su hija el nombre de
Carmen, aunque siempre la llamó Hildegart, que significaba jardín de la
sabiduría, porque el nombre, como explicaría más tarde ante el tribunal,
puede influir sobre el destino de una persona.
Desde el primer día Aurora se esforzó en dar a su hija una educación muy
especial. Fomentaba las ganas de jugar de Hildegart, puesto que sabía que
mediante el juego los niños ponen a prueba sus fuerzas, estudian su entorno,
experimentan, aplican sus observaciones y aumentan su intelecto y su fuerza.
Al principio lamentó haber dado a luz a su hija en invierno, porque así sus
primeros meses de vida coincidían con la estación fría. Pero pronto adquirió
la convicción de que las bajas temperaturas no justificaban encerrar a
Hildegart en la vivienda. Los vecinos movían la cabeza de lado a lado cuando
veían a la niña pataleando sobre una manta en el jardín.
Aurora Rodríguez argumentaba que la temperatura corporal de las
personas, igual que la de los animales, se adapta al frío, es decir, desciende.
Nada de pasar frío. Al contrario: para no sentirlo los niños deben moverse
enérgicamente. Y eso a su vez fomentaría su habilidad y por tanto su
inteligencia.
Y es verdad que Hildegart no se resfrió ni una vez. Con la llegada de la
primavera madre e hija pasaban muchas horas al aire libre. Aurora no quería
saber nada de cochecitos de bebé, porque su uso limitaría el impulso de
moverse y la visión que tendría la niña del mundo que la rodeaba; encargó a
un carpintero un parquecito de juegos —un cuadrado con paredes bajas
acolchadas en el interior, una barandilla paralela a una de las paredes y varias

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campanillas a la altura de la vista—. La niña se arrastraba desnuda allí dentro,
lo que resultaba escandaloso para los vecinos, pero pronto pudo levantarse
agarrándose a la barandilla sin ayuda de su madre, y aprendió así a caminar
antes de que acabara el primer verano.
Madre e hija dormían por las noches al raso, protegidas de miradas
impertinentes por lonas tendidas entre postes. A la dueña de la pensión la
irritaba esa extravagancia; Aurora Rodríguez intentó explicarle que la
exposición prolongada al aire fresco aumentaba la absorción de oxígeno y la
expulsión de ácido carbónico del cuerpo, por lo que era muy beneficiosa para
la salud. Era una práctica muy extendida en Europa Central y al sur de los
Alpes. Haga usted la prueba. La mujer se santiguó mientras rechazaba
asustada la idea.
Siempre que Hildegart le dejaba tiempo para ello, Aurora volvía a prestar
atención a los asuntos de interés público. Seguía el desarrollo de la guerra,
que no tenía grandes consecuencias para el país, pero sí las tenían otros
acontecimientos influidos por dicha guerra, en particular los del Protectorado
de Marruecos, donde la presencia militar española le parecía absurda y
criminal, aunque al mismo tiempo la veía como una posibilidad de acelerar la
caída de la corrupta monarquía. Aurora empleó a una muchacha para que se
ocupara de Hildegart cuando ella salía, a veces para asistir a conferencias en
el Ateneo, donde intervenían las figuras más destacadas de la intelectualidad
española. Pero lo hacía a regañadientes, porque no confiaba en que la criada
siguiese sus principios educativos mientras estaba ausente.
Aurora Rodríguez consideraba equivocadas todas las formas tradicionales
de tratar a los niños. Le horrorizaba la tendencia a usar un lenguaje artificial,
de gramática incorrecta y llena de innumerables diminutivos, y lo mismo le
pasaba con el falso pudor a la hora de mencionar los procesos naturales sin
llamarlos por su nombre, por ejemplo las deyecciones corporales y los
órganos relacionados con ellas: pis, caca, pompis. Las vecinas llegaban con
muñecas de porcelana, vajilla de muñecas, cintas de color rosa; a la criada le
costaba un triunfo obedecer a Aurora y esconder los regalos.
En opinión de muchos, la joven madre concedía demasiada importancia a
minucias. Solo de mala gana permitía que cogiesen en brazos a Hildegart,
también vigilaba que la niña se levantase sola cuando se caía. Un día
sorprendió a los demás habitantes de la casa al hacer que descargasen dos
portes de arena y uno de grava en el jardín; cuando le preguntaron para qué
explicó que esos eran los juguetes más útiles para Hildegart. Además trajo
juegos de construcción y también letras de colores de madera con las que,

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dispuestas correctamente, se podían componer palabras. Aurora contaría más
tarde al periodista De Guzmán que la primera palabra que Hildegart compuso
sin ayuda fue V-I-D-A.
Aurora se atenía a los consejos de los pocos pediatras ilustrados de la
ciudad y a las obras serias de medicina naturista salvo en una cuestión: rara
vez permitía a Hildegart jugar con otros niños. Y si resultaba inevitable
porque negarse se habría tomado como un rechazo grosero, enseguida
encontraba una excusa para arrancar a su hija de esa compañía. A un médico
conocido de ella que había observado su comportamiento y que le indicó lo
importante que era el juego colectivo Aurora le respondió que la educación
equivocada era contagiosa.
Había momentos en los que Aurora vacilaba en su misión. Por ejemplo,
justo después del parto solo había sentido felicidad junto a aquella personita
desnuda y el deseo ferviente de proteger a ese ser que solo la tenía a ella y que
solo gracias a ella existía, el deseo de ayudarla y de nunca, nunca obligarla a
nada. También más tarde sentía a veces la necesidad de acariciarla sin
propósito alguno, de entregar a su hija todo su tiempo, sin pensar en el
programa educativo, que excluía la ociosidad y la falta de propósito. Entonces
la invadía el deseo de olvidar tiempo y plazos, de solo vivir en ese momento
en el que la niña se quedaba dormida a su lado, con su manita cogida a la de
ella, o cuando se ponía a imitar su tono de voz, la manera de arrugar la frente
o de abrir un libro.
Aunque lo negaría más tarde, tenía que realizar un gran esfuerzo para
sobreponerse a aquellos ataques de debilidad. Desde el día que nació la niña,
Aurora Rodríguez hablaba con ella sin ocuparse de si la entendía o no. Muy
pronto le consiguió una pizarra y tizas, recortó las letras del alfabeto y las
pegó sobre cartón. Indicaba a la cría cifras y palabras igual que le indicaba
objetos. Esto es una casa. Esto es un árbol. Esta es la A. Y este es el cinco.
Cuando a los dos años a la niña empezó a aburrirle aquello de juntar letras le
regaló una máquina de escribir portátil. Mientras la madre trabajaba en su
escritorio redactando artículos que nunca intentaría publicar, Hildegart estaba
sentada a su lado, en una trona frente al mismo escritorio, ante un papel como
el de ella, igualmente silenciosa y ensimismada.
Un día la sucursal madrileña de la empresa Underwood, que estaba
habilitada para expedir diplomas oficiales de mecanografía, recibió una carta
de Aurora en la que afirmaba que su hija se encontraba en condiciones de
obtener uno.

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Una semana más tarde se presentó en la pensión un empleado de la
empresa. Cuando Aurora Rodríguez le pidió que sometiese a la prueba a su
hija de tres años pensó que se trataba de una broma. Primero se echó a reír,
después acusó a la mujer de hacerle perder el tiempo, también de no estar en
sus cabales y amenazó con una reclamación por los gastos incurridos. Pero la
firmeza y convicción de Aurora le empujaron a quedarse. Dio a la niña la
carta modelo que debía copiar: Hildegart aprobó el examen en el tiempo
previsto. Tras reponerse de su perplejidad, el hombre propuso explotar las
habilidades de su hija en beneficio de la empresa, por supuesto a cambio de la
compensación correspondiente. Aurora Rodríguez rechazó la oferta. Los días
sucesivos otros empleados de la empresa, y al final el mismísimo director,
intentaron convencer a la mujer. Al resultar estériles sus ruegos y sus ofertas,
se presentó un periodista al que alguien de la empresa le había informado de
la gran noticia con la pretensión de escribir un artículo sobre la niña prodigio.
Aurora le dio con la puerta en las narices.
La mujer llegó en aquellos días a la conclusión de que sus conocimientos
ya no bastaban para apoyar el desarrollo de Hildegart en la medida que
deseaba. Había hecho todo lo que podía para ayudarla pero era consciente de
sus propios límites. Necesitaba maestros que fuesen a la casa a enseñarle
materias que ella nunca habría podido dominar: matemáticas, física, idiomas.
Sus anuncios en periódicos socialistas surtieron efecto. Los hombres se
sorprendían al principio por los pocos años de su alumna pero muy pronto se
entusiasmaban con la tarea.
Uno de los maestros que con más devoción se ocuparon de Hildegart fue
don Matías, quien después de una estancia de estudios en Alemania se había
propuesto traducir las obras del filósofo Krause, que estaba muy bien
considerado en los círculos intelectuales españoles, pero después descubrió la
obra de Nietzsche y le pareció mucho más importante. Era también el único
que se atrevía a discutirle a Aurora Rodríguez el sentido de tal o cual método
pedagógico. En ocasiones observaba síntomas de agotamiento en Hildegart.
¿No estarían exigiendo demasiado de la niña? ¿No sería oportuno avanzar
más despacio con la materia, no solo para evitar un empacho y que perdiese el
interés, también para dar a Hildegart la oportunidad de relacionarse con niños
de su edad y de desarrollar habilidades sociales?
Aurora rechazó sus objeciones. La capacidad de aprendizaje es limitada.
Hay que aprovechar la fase en la que los niños maduran, es decir, los
primeros siete años.

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Si se desaprovechan o se aprovechan poco sus posibilidades intelectuales,
se disipan y es imposible recuperarlas más tarde. Lo había observado en sí
misma: a pesar de grandes esfuerzos y de condiciones favorables para
compensar las limitaciones que había sufrido en la niñez, apenas era capaz de
alcanzar una mínima altura intelectual. Pero fomentarla, eso sí que aún
conseguía hacerlo.
Don Matías veneraba en secreto a la mujer y no quiso darle la razón con
aquellas confesiones. Pero Aurora Rodríguez insistió y le recordó la situación
generalizada de inferioridad de las mujeres, que por cierto, añadió, había
mencionado ya ese señor Nietzsche al que tanto admiraba, aunque
evidentemente no hubiera comprendido las razones profundas de dicha
inferioridad. Hay que tomar en serio a los niños. No exijo de Hildegart más de
lo que exigiría de mí misma en condiciones iguales.
Pero aun así debería ser más indulgente. La criada me ha contado que no
permite usted a su hija jugar con otros niños.
Julia es, perdone que lo diga, tonta e ignorante. Igual de tontos son los
padres de los niños. ¿Debería ceder y poner en peligro el desarrollo de
Hildegart? Más tarde, cuando se hayan asentado sus conocimientos, deberá y
no tendrá más remedio que abrirse a lo que la rodea. Pero por ahora le basta
con relacionarse con usted y conmigo. Y vamos a comprar animales
domésticos, perros o gatos. Con ellos también puede aprender a socializar.

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ieciséis años después, cuando su abogado defensor declaró,

D provocando los murmullos del público, que le habían comunicado que


el padre carnal de Hildegart se encontraba en la sala, Aurora
Rodríguez tuvo que recordar aquella mañana en la que creyó oír su nombre
entre el ir y venir de los viandantes y las voces agudas de los vendedores de
periódicos. Se detuvo y se volvió buscando el origen de la voz. Una mujer le
sonreía insegura; a Aurora le resultó familiar pero no recordaba de qué la
conocía. La otra volvió a preguntar: ¿Aurora? Usted es Aurora Rodríguez,
¿verdad?
Disculpe. Ahora mismo no caigo en dónde he tenido el placer de
conocerla.
Blanca Varela, dijo la mujer. Su vecina en Ferrol. Yo apreciaba mucho a
sus padres. Qué coincidencia.
En el siguiente café, al que la siguió la mujer gallega no sin cierta timidez,
Aurora tuvo que escuchar las últimas noticias de su ciudad de origen. La
señora Varela le contó que había entrado en funcionamiento un nuevo
astillero; que al difunto deán, tan afable, le había sustituido uno nuevo, más
joven y antipático; que habían cerrado el Casino porque amenazaba ruina y la
Casa del Pueblo por agitación contra el Estado y que una tal señora Pelayo,
seguro que la recordaba, había muerto de repente y se rumoreaba que el
marido había tenido algo que ver. Pero no se había podido sonsacar más
detalles a los médicos.
¿Cómo están el doctor Ochoa y su esposa?
Por lo que sé ambos se encuentran bien. Él está aún en activo, pero ya no
es tan fiable como antes. La edad. El tiempo pasa para todos. Con excepción
de usted, claro. Tiene usted un aspecto magnífico.
Aunque Aurora estaba impaciente por librarse de aquella mujer tan pesada
le preguntó por su hermano.
La otra vaciló.
O sea, que sigue siendo el mismo holgazán de antes, dijo Aurora.

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Bueno, ya sabe usted cómo son las cosas. Pero es un hombre amable.
Aunque algo irresponsable y desde luego no frecuenta las mejores compañías.
Últimamente solía relacionarse con un hombre causante de un escándalo.
Toda la ciudad estaba indignada. El mayor escándalo desde hacía mucho.
¿Qué pasó? ¿Una estafa? ¿Un robo?
Peor.
¿Un asesinato?
La otra miró a su alrededor. Después bajó la voz.
Un marinero, dijo, que se hacía pasar por sacerdote. Al parecer era muy
culto. Se había introducido en los círculos más distinguidos. Ahora hacen
todos como si no lo hubiesen visto nunca. Tenía en Ferrol un hermano que lo
mantenía. Mal le ha pagado su hospitalidad. La hija de la familia, que ni
siquiera tenía doce años. La mancilló. Cuando lo descubrió, el padre de la
muchacha casi perdió el juicio. Recorría la ciudad con una pistola en la mano.
A punto estuvo de matar al hermano de usted porque no supo decirle dónde se
escondía el monstruo. Pero el hombre ya había puesto pies en polvorosa. Se
dice que ahora está en Madrid.
¿Aquí?
La señora Varela asintió. La policía lo está buscando. Salió en todos los
periódicos.
¿Qué aspecto tenía?
Su apariencia no hacía sospechar nada. Era grande, vigoroso, tenía un aire
simpático. Elocuente y versado en muchos temas. Pero los hombres con los
que trataba deberían haber sospechado algo. Por la manera en la que
despotricaba de la Iglesia. Él, que se presentaba como sacerdote.
¿Y no lo era?
Lo fue. Pero eso se averiguó más tarde. Y que había cometido un
desfalco.
Aurora Rodríguez se esforzó en disimular el desgarro que la atravesaba.
Hizo una seña al camarero mientras la mujer le preguntaba cómo se
encontraba, una forma discreta de intentar averiguar en qué condiciones vivía.
Me va bien, respondió, me dedico a estudiar y estoy a punto de mudarme
de casa. Por eso no me es posible invitarla a visitarme uno de estos días, una
pena.
La otra se lo agradeció quitándole importancia. De todas formas viajo
mañana de vuelta. ¿Quiere que salude a alguien de su parte?
En un ataque repentino de sinceridad, Aurora le contó que estaba
completamente sola, que no quería ver a nadie y que no había dejado nada en

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Ferrol que mereciese ser recordado. Entonces se levantó y salió a la calle sin
despedirse.

Mira, dijo la criada, cómo se divierten volando las abejas.


Están trabajando, respondió Hildegart. Llevan el polen masculino al
estigma femenino. Luego le sale un tubo que llega hasta el óvulo y entonces
tiene lugar la fecundación.
Cuántas cosas sabes.
Sé muchas más.
Julia Sanz la escuchaba solo a medias. Estaba observando al fotógrafo
plantado delante de ellas, que desenvolvió un trípode y después empezó a
trastear en su cámara de cajón. Un hombre apuesto. ¡Qué profesión tan
interesante! También él volvía la vista con frecuencia hacia ella.
¿Por qué te mira tanto el hombre?, preguntó Hildegart.
A lo mejor le gusto.
A lo mejor quiere fecundarte, dijo la niña.
No tan alto.
¿Por qué te pones colorada?
No estoy colorada.
Sí que lo estás.
Julia intentó desviar la conversación. Nunca me habían fotografiado antes.
Con las personas la fecundación es distinta que con las plantas.
¡Hildegart, cállate! El hombre. Podría oírnos.
Él tiene un pene, dijo Hildegart, y lo introduce en tu vagina. Y luego sale
el semen y fecunda el óvulo, y luego empieza a crecer un niño en tu vientre.
Y después sale y juega conmigo. ¿Le vas a dejar que juegue conmigo?
¡Prométemelo!, ¿sí?
Ya está bien, dijo la criada, se levantó y tomó a Hildegart de la mano.
Ven, vamos a casa.
En la casa, Aurora iba de un lado a otro con gran agitación; por primera
vez se le había pasado por la cabeza acabar con la vida de su hija y también
con la propia. Maldecía la hora en la que había entrado en su vida el falso
sacerdote y estaba considerando distintas posibilidades de llevar a cabo sus
planes homicidas cuando Hildegart entró corriendo en la habitación y abrazó
impetuosamente a su madre. Aurora se emocionó tanto que descartó toda
amargura. Hasta ese momento la niña solo había mostrado buenas cualidades,
¿por qué iba a primar la influencia dañina del padre? Mientras Hildegart le

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contaba que Julia Sanz no tenía ni idea de la reproducción, a la mujer se le
llenaron los ojos de lágrimas. No llores, dijo Hildegart, ya se lo he explicado.
Aurora la abrazó con fuerza.
Hoy es un día especial, dijo. Puedes pedir un deseo.
Deseo…, ¡deseo un niño!
Todos los niños que quieras.
Aurora se dirigió a la criada. A partir de octubre Hildegart va a ir al
colegio.
Al día siguiente Aurora Rodríguez se arrepintió de su promesa. Pero no
podía dar marcha atrás si no quería ser un mal ejemplo para Hildegart.
Empezó a buscar a regañadientes una escuela apropiada. Necesitó mucho
tiempo hasta encontrar algo que medio cumpliese sus expectativas. Las pocas
escuelas públicas que había parecían más orfanatos que centros de enseñanza:
tenían demasiados alumnos, el estado de sus instalaciones sanitarias era más
que alarmante y sus directores se negaban en redondo a aceptar a niños
menores de seis años. Los institutos católicos sí estaban dispuestos a
escolarizar a una niña de cuatro años, pero encontraban inaceptable que la hija
de Aurora, concebida de forma ilegítima, hubiese permanecido en pecado
mortal. Además, para ellos el principio pedagógico primordial era la sumisión
a Dios, y Aurora supuso que el interés de Hildegart por los procesos
biológicos de la vida no serían compatibles con la representación retorcida de
la sexualidad de aquellos oscurantistas religiosos. Y como tampoco sentía la
menor simpatía por la Iglesia y consideraba nociva la práctica de ceremonias
religiosas, Aurora tuvo que descartar aquella opción. Al final, se le ocurrió
crear una escuela junto con otros padres, pero no se atrevió a anunciar
públicamente sus intenciones por miedo a que el padre biológico de Hildegart
encontrase la pista de ambas, si era cierto que se había refugiado de la justicia
en Madrid. Tardó en llegar a la conclusión de que de haberlo deseado de todas
formas las habría encontrado con poco esfuerzo.
El maestro de Hildegart y algunas personalidades conocidas por sus ideas
liberales a las que recurrió Aurora la ayudaron a encontrar a padres
interesados en su proyecto. Las palabras con las que Aurora esbozó durante la
primera tarde sus intenciones y los objetivos prioritarios del centro que
deseaba crear encontraron un eco unánimemente positivo entre los numerosos
padres que habían acudido a la cita. Pero cuanto más se concretaba el
proyecto, cuando Aurora se disponía a alquilar un edificio y estaba buscando
a los profesores adecuados, el interés se fue desvaneciendo. Titubeaban a la
hora de comprometerse definitivamente, presentaban objeciones, poco sólidas

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en cuanto se las examinaba de cerca, y finalmente acababan afirmando que de
todas formas la oferta existente no estaba tan mal.
A Aurora no le quedó más remedio que ponerse de nuevo a buscar un
buen colegio. Lo encontró por fin en las cercanías de la universidad, al
noroeste de la ciudad. El objetivo del instituto, respondió el director a Aurora,
era preparar a los niños para puestos de responsabilidad.
Nuestro colegio presta particular atención a las asignaturas que no suelen
estudiarse lo suficiente, es decir, las ciencias naturales. También se enseñan
idiomas, en particular el francés, y latín, tan útil para el aprendizaje de las
matemáticas gracias a sus estrictas reglas. No se trata del mero rumiar de las
disciplinas, sino de asimilarlas mediante el trabajo individual. La única
concesión a las estructuras escolares tradicionales es la separación por sexos.
¿Y la religión?, preguntó Aurora.
No es para tanto, dijo sonriendo el hombre. Aunque evidentemente
tenemos que empezar por convertir a los niños paganos.
Así que Hildegart fue bautizada.
Empezó a ir al colegio antes de cumplir cinco años. Para ahorrarle el largo
trayecto, Aurora Rodríguez se mudó a una vivienda en la calle Galileo, a diez
minutos de la escuela. Al principio, Hildegart echaba de menos el gran jardín
de la pensión: el vecino Parque del Oeste no le bastaba como sustituto. Pero
su madre pensaba que ya no era tan importante el ejercicio. El tiempo que
antes le había dedicado lo pasaría ahora estudiando.
Salvo a Hildegart, a nadie le costó despedirse de La Guindalera. Los
dueños de la pensión habían cogido cariño a la niña pero se alegraban de
perder de vista a la mujer, tan crítica con algunas cosas y convencida de que
muchas podían mejorarse, y que al final incluso se enzarzó en encendidas
disputas con el coronel, a pesar de que los dueños le rogaron que los ignorase
tanto a él como sus estrafalarias opiniones. Aurora Rodríguez lo había
intentado. Incluso había conseguido soportar durante un tiempo su alegría
infantil por la sangrienta represión de las huelgas generales de 1917, pero
entonces se dijo que estaba siendo un mal ejemplo para su hija al permitir al
hombre pregonar sus opiniones equivocadas. Le produjo satisfacción ver que
se cumplían sus predicciones y que las potencias centrales se aproximaban a
la derrota definitiva, por mucho que durante un tiempo hubieran ido de
victoria en victoria.
Tampoco Julia Sanz estaba descontenta con la mudanza porque le daba
más posibilidades de relacionarse con gente. Hasta entonces, debido a lo
apartado de la pensión, había pasado su día libre en compañía de madre e hija,

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y deseaba pasar los domingos despreocupadamente con otros de su clase.
También esperaba ahora librarse de los libros que le recomendaba leer Aurora
Rodríguez, con los que se dormía apenas había leído las primeras páginas.
Al cabo de una semana Hildegart pasó a la clase de segundo, meses
después se saltó otro año más. Estaban resultando infundados los temores de
Aurora de que su hija se aburriría en la escuela debido a un nivel demasiado
bajo y se volvería perezosa.
La compañía de los otros niños, más mayores que ella, la compensaban de
las obligaciones que le imponían en casa su madre y su preceptor. Pero
también encerraba peligros: así que Aurora decidió contar a su hija, antes de
que ella pudiese preguntarlo, que su padre había sido un hombre inteligente y
noble que tuvo la desgracia de perecer en un naufragio.
A Aurora no le quedó más remedio que aceptar algunas costumbres que
rechazaba para sí. Cuando sus compañeros iban a hacer la primera comunión,
Hildegart no quiso quedarse aparte y pidió machaconamente un cirio, un
vestido blanco y una corona de flores. A la madre todo eso le parecían
estupideces.
Dios no existe.
No, dijo Hildegart. Pero si no lo hago, los demás se reirán de mí.
La mujer cedió. Mejor, pensó, que tener toda la vida la sensación de
haberse perdido algo.
Como no le parecía que el consumo de pan ácimo tuviese que ir de la
mano de una expresión seria y de pasos parsimoniosos, Hildegart salió a la
carrera de la iglesia nada más comulgar sin esperar a que terminase la misa.
Aunque la ley no preveía una dispensa para las clases de Religión, el
director, empujado por la insistencia del profesor, pidió a Aurora que sacase a
su hija de esa clase. Ponía en peligro la moralidad de los otros niños, porque
Hildegart agitaba a sus compañeros con preguntas sobre el sexo de Dios y
expresando dudas sobre la Inmaculada Concepción. El profesor de Religión
tiembla antes de cada clase, le entran sudores fríos. Ya no sabe qué hacer.
Aurora se lo dijo a su hija. Bueno, respondió Hildegart, pues no voy más.
No estoy enfadada con el señor, pero todo lo que nos explica son cuentos.

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ampoco es que a Hildegart le hiciese falta gente, decía Aurora

T Rodríguez, amigos paternales que la apreciaran y reconocieran sus


dotes extraordinarias. Ahí estaba, por ejemplo, el viejo Mario Méndez
Bejarano, profesor de Historia del Derecho en la Universidad Central de
Madrid, que a Aurora le recordaba mucho a su padre. Sus clases eran
interesantísimas tanto para ella como para Hildegart, que había empezado a
estudiar Derecho tras obtener con trece años un permiso especial del ministro
de Educación, porque Aurora lo consideraba imprescindible para hacer
carrera en política.
Sus colegas tenían a aquel hombre frágil y canoso por un bicho raro, y si
los estudiantes se agolpaban en sus clases solo podía deberse a que era
generoso en sus calificaciones y a la vez insobornable en sus opiniones. Su
coraje a la hora de criticar abiertamente a instituciones tan poderosas como el
Ejército, la Iglesia e incluso al monarca, Alfonso XIII, y a su hombre fuerte, el
general Primo de Rivera, le había valido el respeto de sus alumnos.
Y eso que Méndez apenas variaba sus lecciones y comenzaba cada clase
con una loa a los comuneros, que habían sido derrotados tres siglos y medio
antes porque la aristocracia urbana traicionó a los burgueses. Después, al
proclamarse la República en 1873, fueron los burgueses los que traicionaron
al pueblo: al principio también ellos defendían el federalismo que pedía el
pueblo, pero cuando ventearon el peligro de que se produjeran
transformaciones sociales se alinearon en secreto con el poder central,
insistiendo en la necesidad de tener instituciones autoritarias para lidiar con
los guerrilleros carlistas que en el norte abogaban por la religión y la
monarquía. El gran estadista Francisco Pi i Margall, defensor de formas de
producción no jerárquicas y de cantones independientes que intercambiarían
sus mercancías libremente, había intentado mediar, a sabiendas de que solo la
unidad de la burguesía y el pueblo podría evitar el levantamiento de los
militares y contener la amenaza carlista. Dimitió al darse cuenta de que la
burguesía no estaba interesada en reformas y de que sus aliados significaban

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un peligro mayor que el regreso de la monarquía y el centralismo. Su sucesor
en la presidencia, Nicolás Salmerón, se convirtió en el enterrador de la
República: sometió las ciudades andaluzas, también Alicante, Valencia, y de
la forma más sangrienta, Cartagena, donde el Cantón Murciano había
proclamado la República Federal. En enero de 1874 la soldadesca tomó
Cartagena, y Francia entregó al gobierno a los cantonalistas que habían huido
al norte de África, donde fueron condenados a trabajos forzados. Salmerón el
enterrador, el asesino de despacho, el perro de presa de cuello blanco, se
presentaba aún como republicano, republicano en espíritu, claro, y
monárquico de hecho. Y así la Edad Media volvió a apoderarse del país y no
la ha soltado hasta hoy, hasta la dictadura vergonzosa de Primo, que usa la
monarquía como último recurso contra la voluntad popular.
Los estudiantes, entusiasmados con este discurso, empezaron a patalear
para expresar su aprobación; un bedel, sobresaltado por el repentino desorden,
asomó la cabeza a través de la puerta y se llevó un dedo a los labios.
Méndez, excitado con su propio discurso, anunció que había concluido su
disertación y pidió a los estudiantes que hiciesen sus preguntas y objeciones o
que añadiesen lo que desearan.
Tras un breve titubeo uno de ellos levantó la mano.
Primo de Rivera hace realmente lo que puede. Fomenta la construcción de
plantas eléctricas, carreteras, ha puesto fin a la guerra de Marruecos y traído
el orden. Si no fuese por él, España habría dejado de existir. Esos atentados
continuos, un gobernador civil aquí, un obispo allá, era necesaria una mano de
hierro para detener la descomposición del Estado.
No se puede pensar una tontería mayor, respondió Méndez. Lo que
quieren los pueblos es libertad, y después de alcanzarla podrán convivir
pacíficamente. La dictadura solo garantiza la liquidación del país, los
consorcios británicos hacen reverencias agradecidas por la suspensión de los
derechos sindicales, la Iglesia da palmaditas al general, porque les permite
conservar sus monasterios, sus prebendas, sus escuelas, porque expulsa a los
espíritus molestos a las islas Canarias y envía a otros al exilio, donde mueren
de nostalgia.
Pero usted está aquí, don Mario, insistió el estudiante a pesar de las voces
con las que sus compañeros pretendían acallarlo. Cierto que hay censura. Pero
se aplica con generosidad. Ya, no hay elecciones libres, y sin embargo esta
misma lección demuestra que se puede hablar con libertad. Usted no se anda
con rodeos. Ni su colega Besteiro, ni De los Ríos.

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En primer lugar, yo soy un anciano, dijo Méndez. Nada gana la dictadura
con enviar a la cárcel a una persona de setenta años o con expulsarla del país.
En segundo lugar, Primo de Rivera sabe muy bien hasta dónde puede llegar.
Si la tuerca se aprieta demasiado se pasa de rosca. Y en cuanto a mis colegas
socialistas, permítame recordarle que su sindicato no está prohibido, al
contrario de lo que sucede con el mucho más poderoso de los
anarcosindicalistas. Y que el socialista Largo Caballero, llamado el Lenin
español por una banda de descerebrados, ha sido el único civil que entró en el
directorio de Primo. Una ofensa para cualquier trabajador.
Los socialistas están intentando corregir sus errores, dijo Hildegart. Han
aprendido de ellos.
¿Aprendido?, preguntó Méndez. Sería fabuloso. Pero no lo creo. Sus
dirigentes se están distanciando del dictador porque si no, se quedarían sin
obreros. Como dice Pi i Margall, los hechos solo son la aplicación de las
ideas, y los políticos socialistas carecen de ellas.
Hildegart no podía darle la razón. Estoy de acuerdo con Marx, quien
escribió, con más precisión que Pi i Margall, que el ser social determina la
conciencia. La pobreza, que se ha disparado en los últimos años, ha mostrado
a muchos cuánto urge un Estado con estructuras republicanas. Pero la
República no puede ser el fin último, tampoco la federal. De ser así volverían
a levantarse los militares y los fanáticos religiosos. Solo podrán surgir
cooperativas de producción integradas en comunas independientes cuando
hayan desaparecido las viejas costumbres, el dominio de la mujer por el
hombre, las varias influencias de la educación religiosa, el tabú de la
sexualidad. De lo contrario lo viejo seguirá viviendo en lo que es nuevo solo
en apariencia. Yo sé lo que quiere el socialismo, pero el federalismo es vago,
difuso.
Yo me dejo entusiasmar con facilidad, concluyó el profesor Méndez.
Probablemente nuestra generación ha sido demasiado impulsiva. Y la señorita
Hildegart es mucho más analítica a pesar de su juventud. Quizá le pertenezca
a ella el futuro.
En la tarde del siete de diciembre de 1928, después de ayudar a la criada a
recoger la mesa, Hildegart fue a donde estaba su madre para decirle que se
había cumplido el plazo que se había fijado ella misma. Mañana, dijo, cumplo
catorce años y me siento lo suficientemente fuerte como para participar en la
vida política. Aurora Rodríguez le preguntó cómo pensaba hacerlo.
Quiero dar a conocer mis opiniones sobre los acontecimientos diarios. En
la prensa y en asambleas. Haré discursos. Iré a las manifestaciones.

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Movilizaré a los estudiantes.
¿Por tu cuenta?, preguntó Aurora. ¿Sin estar afiliada a un partido?
Sería inútil, dijo Hildegart. Quien esté solo, perderá. Llevo pensándolo
mucho tiempo. Mi sitio está en las juventudes, en el sindicato.
¿Con los socialistas?, preguntó Aurora.
Ya sé lo que piensas de ellos, dijo Hildegart. Piensas lo mismo que el
profesor Méndez.
Hay otros partidos que luchan por la República.
Por la República sí, pero por nada más.
¿Y no son mucho más radicales los federalistas?
Son unos románticos incapaces de desprenderse del pasado, dijo la joven.
No han salido del siglo diecinueve.
El uno de enero, tras haber refutado las objeciones de su madre, Hildegart
solicitó ingresar en las Juventudes Socialistas. Después se encaminó en
compañía de su madre a la calle del Piamonte, donde se encontraba la Casa
del Pueblo del sindicato. Aurora se dirigió a un hombre que, delante de una
larga cola de trabajadores, se dedicaba a timbrar los sellos de sus carnés
sindicales. A mi hija le gustaría afiliarse.
El hombre examinó a Hildegart. ¿Ya sabe ir sola al baño?
¿Son todos los socialistas igual de groseros que usted?, preguntó Aurora
enfadada.
El hombre se echó a reír. Esto no es un jardín de infancia.
Mi hija es estudiante universitaria.
Eso es otra cosa. Esperen un momento. Enseguida las atiendo.
Mientras continuaba su tarea, Aurora y Hildegart echaron un vistazo a su
alrededor. En una sala del primer piso se estaba celebrando una asamblea.
Trescientos o cuatrocientos hombres, calculó Aurora, vestidos con blusones
azules, hablando a voces al mismo tiempo. Alguien tocó una campanilla
desde el estrado, pero tardó en hacerse el silencio.
¡Camaradas! Vamos a pasar a la votación. Que se levante quien esté a
favor de la huelga.
Rechinar de sillas; pocos permanecieron sentados, miraban a su alrededor
y gesticulaban violentamente.
Mayoría a favor, dijo el presidente.
Uno de los que se habían quedado sentados pidió la palabra. El resultado
de la votación me parece un error de bulto. Huelgas y más huelgas. Como si
fuesen la panacea. ¡Dejen ya de decirnos lo que hay que hacer! Acción
directa, gritó, entonces sí que se les va a borrar la sonrisa de la cara.

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¡No somos anarquistas!, gritó alguien desde el fondo, ¡esos métodos nos
perjudican a nosotros mismos! Cállate, el resultado ha sido claro.
Disculpen las señoras. El cajero no ha querido ofenderlas hace un
momento. Pero es raro que se dejen caer mujeres por aquí, mujeres de clase
alta, que eso se ve a la primera. Como mucho un par de obreras de las fábricas
textiles. Y solo vienen por el seguro de salud, porque tenemos contratos con
muchos médicos y farmacéuticos. Pero afiliarse con nosotros entraña riesgos;
si se enteran los empresarios, se acabó el empleo. Y luego no es fácil
encontrar uno nuevo. Solo los albañiles y los tipógrafos lo han entendido, dijo
el hombre. Entre ellos no queda ni uno sin afiliar. Y esto provoca el respeto
de los patronos. Por eso sus jornadas tienen solo ocho horas y ganan sus diez
reales desde el primer día de trabajo.
El hombre quiso también enseñarles el teatro y la biblioteca obrera; de
camino, Hildegart preguntó si había estudiantes activos en el sindicato.
Pocos, pero espero que la cosa cambie pronto.
Puede contar con ello, dijo la joven.

Aurora Rodríguez siguió desconfiando del, como ella lo llamaba,


desbarajuste de la política socialista. Pero se esforzó en guardarse sus
objeciones. Eso sí, insistió a su hija en que su activismo político no debía
llevarla a descuidar la carrera y en que continuase con sus trabajos sobre la
situación de la mujer.
Ya a los doce años, en 1927, Hildegart había ganado el primer premio en
un concurso organizado por el Ayuntamiento de Zaragoza con un estudio
comparativo de las relaciones entre Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa y los
amantes de Teruel. El texto solo aparecería como libro tres años más tarde
porque los miembros del jurado no se pusieron de acuerdo en publicarlo, en
parte debido a la extrema juventud de la autora y en parte por lo delicado de
la temática, que quizá atentaría contra alguna ley de la dictadura. En su
ensayo Hildegart se había propuesto precisar su concepto del amor. En el caso
de Romeo y Julieta, el corazón primaba sobre el cerebro, escribió, y ese amor
equivale a locura. Por el contrario, en el caso de Abelardo y Eloísa la
conveniencia primaba sobre la pasión, y la propia seguridad era más
importante que la del otro: así que no era amor, sino egoísmo. Solo en la
antigua leyenda de Teruel, la de Diego e Isabel, podían encontrarse mesura y
determinación, el equilibrio entre el sentimiento y el entendimiento. Y aunque

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el destino también los llevara a la muerte, su amor se mantuvo puro, limpio,
sin mancha.
Cuando Andrés Saborit, redactor jefe del periódico del Partido Socialista,
recibió el primer manuscrito de Hildegart, el nombre tan poco habitual lo
llevó a sospechar que se trataba de un seudónimo, detrás del cual se
escondería un autor conocido para evitar problemas con la censura. Le gustó
el contenido, una nota necrológica dedicada a una feminista francesa; así que
escribió a Hildegart para invitarla a seguir colaborando con el periódico, y se
apresuró a añadir que le encantaría conocer al autor anónimo. Hildegart
acudió acompañada por su madre, a la que le costó dios y ayuda convencer a
Saborit de que no era ella la verdadera autora del artículo. A Saborit le venía
muy bien un colaborador, mejor aún, una mujer que escribiese sobre el tema
largo tiempo descuidado de la liberación de la mujer, de la higiene sexual y
del papel de los jóvenes en la venidera transformación de la sociedad. Que
Hildegart rompiese tabús en sus artículos sería fácil de justificar ante los
dirigentes del partido, al menos mientras los socialistas siguiesen
presentándose como una fuerza de oposición, aunque tolerada.
Igual que todos los demás periódicos, El Socialista estaba obligado a
presentar cada número al censor, quien aparecía por la imprenta al finalizar la
tarde para empezar la lectura de los manuscritos, que ya habían pasado a
composición. Era un hombre corpulento, de respiración agitada y piel pálida,
calvo, de humor muy cambiante. Si estaba satisfecho con la comida que le
traía un aprendiz del restaurante más cercano, era posible que todos los
artículos pasasen a impresión. Lo que no hacía presagiar nada bueno para el
día siguiente, porque entonces su superior le reprendía por su interpretación
demasiado laxa de las normativas de la censura; entonces, a pesar del postre y
del brandi, se ponía a recelar contenidos subversivos por todas partes,
incluidas las inocuas informaciones sobre partidos de fútbol o sobre estrenos
teatrales. Como los redactores se negaban a sustituir en el último momento los
artículos censurados por otros inofensivos, a menudo aparecía el periódico
con partes en blanco. O se interrumpía un artículo en mitad de una frase; a
veces solo faltaba una palabra, que los lectores podían adivinar sin dificultad
por el contexto, cosa que enfadaba enormemente a las autoridades.
A menudo Hildegart era incapaz de reconocer sus artículos. En algunos
casos solo el título y su nombre al final de la página permitían saber que aquel
espacio había estado destinado a una de sus contribuciones. Aurora Rodríguez
intuía que a Saborit no le importaban de verdad los contenidos, sino que
especulaba con que la gente creyese que un periódico que sufría tanta censura

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debía de estar luchando tenazmente contra la dictadura. Hildegart era solo un
cebo tendido por políticos más reformistas y dispuestos a llegar a
compromisos. Hildegart rebatió la sospecha y recordó a su madre la libertad
con la que podía intervenir en las asambleas. Los jóvenes la apoyaban y
daban más peso a la exigencia de abolir todas las leyes misóginas.
En la universidad, Hildegart reunió pronto a su alrededor a un grupo de
correligionarios. La respetaban, aunque los sorprendiese que su madre nunca
se alejase de su lado, ni siquiera cuando iban por la noche a pegar carteles y
eran perseguidos por la policía. En mayo de 1929 se celebró el Congreso de la
Federación de Juventudes Socialistas. Con sus catorce años, Hildegart era la
delegada más joven. Cuando la sección catalana la propuso como
vicepresidenta, los aplausos del pleno hicieron innecesario votar la moción.
En enero del año siguiente el dictador se vio forzado a dimitir, ya sin el
apoyo de algunos sectores del Ejército. Alfonso XIII llamó al general
Berenguer a presidir el gobierno. Tenía la esperanza de que una política más
transigente crease una división entre los enemigos de la monarquía. Pero era
demasiado tarde. Berenguer se valió de una avalancha de procesos para
intentar contener la resistencia contra la dictadura. Pero la burocracia no daba
abasto y todos aspiraban a ser llevados a juicio por agitación, alteración del
orden público o participación en asambleas no autorizadas. Dos días después
de cumplir dieciséis años, edad en la que ya podía ser procesada, Hildegart
fue acusada por injurias a la corona. Había llamado, en un artículo del
periódico de las juventudes, Renovación, a alojar a las amantes del rey en un
asilo para mujeres descarriadas.
El juicio no llegó a tener lugar.

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l 12 de abril de 1931 era un día luminoso de primavera. El sol matutino

E brillaba en un cielo despejado; sin embargo, todavía hacía fresco: un


viento frío soplaba de la Sierra de Guadarrama, y Aurora, que acababa
de desayunar con su hija, fue a la ventana y descorrió la cortina.
Mira, dijo, hoy los hombres sacan de paseo sus bastones.
Y no se ve ni a una mujer, dijo Hildegart.
Dios nos libre, dijo la criada. A saber qué puede suceder.
Los hombres que pasaban por la calle llevaban sus trajes de domingo y,
por primera vez esa temporada, sombreros de paja. Las últimas elecciones
habían tenido lugar ocho años antes, se esperaban enfrentamientos, en los que
podían resultar útiles el bastón y el sombrero, uno para el ataque, el otro para
protegerse.
Y qué quieres que suceda, dijo Hildegart. Vamos a ganar nosotros. La
monarquía está acabada.
Se dice que van a quemar los conventos, susurró Julia Sanz. Y las iglesias.
Bobadas, dijo Aurora. No deberías creerte todo lo que oyes en la calle.
Por la tarde fue con Hildegart a la Telefónica, donde los periodistas
aguardaban los primeros resultados de las provincias. No podían disimular su
aburrimiento, estaban decepcionados porque en los colegios electorales todo
había discurrido apaciblemente. ¿Cómo ibas a escribir una crónica dramática
a partir de unos pocos empujones? La mayoría de ellos había escrito en los
últimos días soflamas incendiarias y animado a los lectores a votar por los
candidatos de los partidos republicanos; pero no ocultaban su escepticismo
porque, decían, nunca se había derribado una dictadura en unas elecciones
convocadas por ella misma. Solo los radicales de izquierda, como el joven
De Guzmán, apostaban incansables por la victoria y profetizaban la caída del
gobierno; los demás se reían de ellos.
Al anochecer llegaron los primeros resultados parciales. En Barcelona
había votado el setenta por ciento a favor de candidatos republicanos; también
era avasallador el éxito en Valencia, Sevilla y Bilbao; y en Zaragoza; y en

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Valladolid. Y por fin incluso en Madrid: 90 000 votos para socialistas y
republicanos, tres veces más que para los monárquicos. Hildegart se echó a
reír: incluso los cortesanos habían votado contra el rey.
Al día siguiente Aurora Rodríguez y Hildegart fueron a la calle del
Piamonte. Una compañía de la Guardia Civil había tomado posiciones frente
a la Casa del Pueblo socialista, donde se apretujaba la gente, sentada o de pie,
en los pasillos, sobre las mesas y sillas, en las escaleras. Los guardias no les
impidieron el paso; los uniformados parecían inseguros, estar esperando
órdenes que no llegaban. Por la tarde se izó una bandera roja. Entonces se oyó
que el rey estaba haciendo las maletas, que uno de los príncipes había huido a
Gibraltar, que Berenguer había ordenado al Ejército mantener la calma. Una
multitud inundó las calles. Un trabajador que llevaba un pañuelo mal cosido
con los colores de la República se plantó delante de un oficial y exigió que
rindiese honores a la bandera. El otro vaciló; finalmente desenvainó el sable y
saludó. La gente aplaudió y dio vivas a la República.
Flotaban en una ola de entusiasmo, se dejaron arrastrar por el empuje de
las masas que llegaban de las afueras y se dirigían al centro. Delante del
Ministerio del Interior la guardia disparó a los manifestantes, que no habían
acatado la orden de no acercarse más. Hildegart no se dio cuenta del peligro,
entendió los disparos como invitación a continuar el asalto, estaba acalorada,
tenía las mejillas rojas por el ardor y el esfuerzo. Aurora Rodríguez la tomó
del brazo, intentó alejar a su hija de las primeras filas, pero compartía el
entusiasmo de Hildegart. El pueblo se ha puesto en marcha, le gritó; por fin.
Por las calles laterales llegaron más grupos enarbolando banderas; gritando,
gesticulando, marchaban también niños y mujeres, alcanzaron a los otros, sus
flujos se fundieron; avanzaban todos juntos sin que se oyese ni un lema, casi
corrían pero sin apurarse hacia el palacio, atravesando la Puerta del Sol,
donde se les sumaron soldados que arrancaron las insignias de la corona de
sus gorros y de sus correajes.
La multitud se detuvo al alcanzar la plaza. De todas las calles iba llegando
más gente, no entendían aquella inmovilidad, preguntaban irritados a quienes
estaban delante por qué el avance había cesado tan deprisa. Un grupo de
jóvenes con brazaletes rojos había formado una cadena ante el palacio, donde
estaba atrincherada la Guardia Real; Hildegart reconoció entre ellos a varios
camaradas.
Evitad las provocaciones, gritaban los jóvenes, que no haya un
derramamiento inútil de sangre, ahora que la República está tan cerca, que no

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haya violencia ciega, mostremos al Ejército, a todo el país, al mundo entero,
que el orden también es posible sin un rey.
Aurora Rodríguez se rio amargamente. Tus camaradas no comprenden la
fuerza limpiadora de la violencia, dijo. Exigen modales, un comportamiento
civilizado, cinco metros de distancia de seguridad; ya lo estoy viendo: nada va
a cambiar.
Hildegart la contradijo. Claro que la República no es el objetivo final,
pero sí condición necesaria para cualquier cambio. No se puede conseguir
todo al instante. Las masas desean seguridad, protección, aunque estén
barriendo la monarquía. Las cosas avanzan despacio, las costumbres están
demasiado arraigadas como para fiarse de una explosión espontánea de la
voluntad popular.
Los camaradas me necesitan para proteger el palacio, dijo. Se abrió paso
hacia delante. Aurora Rodríguez no quería dejarla sola; la siguió.
Al día siguiente el rey abandonó el edificio por la puerta trasera. Se subió
en Cartagena a un navío que lo llevó a Francia. Poco más tarde los socialistas
entraron en el gobierno recién formado. Fue una decisión muy controvertida
en el seno del partido. Las Juventudes Socialistas expresaron la sospecha de
que la mayoría burguesa les ofrecía tres ministerios solo con el fin de ignorar
sin peligro las reivindicaciones de los obreros. Tampoco había unanimidad en
la dirección del partido. ¿Debían obligar al gobierno a realizar reformas
mediante presión desde el exterior o ejercer influencia a través de la
cooperación? Al final se impusieron los partidarios de un gobierno de
coalición; a sus oponentes más prestigiosos, comentó Aurora Rodríguez, los
apaciguaron dándoles altos cargos.
El maestro panadero Manuel Cordero fue uno de los que estuvieron a
favor de la cooperación. Ese otoño Hildegart intervino junto a él en un acto en
el barrio obrero de Carabanchel. Cordero se refirió ante la multitud a los
logros de la República, que sin embargo apenas habían tenido consecuencias
para el día a día de los trabajadores; prometió reformas rápidamente, la
semana de cuarenta y ocho horas, la introducción del salario mínimo y la
lucha contra la carestía. Mientras tanto Hildegart, que estaba engordando
debido a la falta de ejercicio a la que le condenaban su carrera y la escritura
de sus artículos, se ocupó de la situación de la mujer, de la educación y de la
planificación familiar. Cuando tras acabar el acto ella, su madre y Cordero
regresaban a la ciudad en tranvía, al cruzar el puente sobre el Manzanares, el
diputado señaló las chozas que se encontraban allí abajo y dijo lo repugnante
que le parecía aquella acumulación de pobreza y mugre, una vergüenza para

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la ciudad. Aurora Rodríguez guardó silencio, como siempre que estaba con su
hija y con otras personas. Hildegart corrigió a Cordero con severidad. Estaba
sorprendida y espantada por la ligereza con la que opinaba el funcionario de
un partido que había nacido de la simpatía hacia los desposeídos.
No eran las chozas la vergüenza, sino las condiciones que las hacían
posibles. No aquellas destartaladas cabañas de tablones, sino la riqueza
causante de la miseria. ¿Expresaba el señor Cordero su escándalo con la
misma vehemencia sobre palacios, mansiones y comercios de lujo? De vuelta
en casa, Aurora Rodríguez alabó la decisión con la que su hija había
corregido al hombre, pero no estaba de acuerdo en que el político, que calló
avergonzado tras la respuesta de Hildegart, hubiese hablado a la ligera, por
cansancio, sin pensar lo que decía. Tus camaradas están mostrando su
auténtico rostro.
Hildegart respondió que de todas partes del país le estaban llegando
invitaciones de las asociaciones locales del partido para hablar de la
liberación de la mujer y de higiene sexual. Más de las que podía atender. Se
trataba de temas delicados que producían mucho rechazo. Y sin embargo los
socialistas se atenían a sus principios.
Todavía, dijo Aurora. Ya lo verás.
Las dos mujeres tuvieron que salir huyendo de Matavenero, un pueblo en
el que un zapatero llamado García había fundado un centro cultural socialista.
Una semana antes, la mujer del posadero había llevado al párroco una
octavilla en la que se invitaba a la conferencia de la muy ilustre señorita
Hildegart, vicepresidenta de las Juventudes Socialistas de España, autora de
los folletos «La limitación de la prole», «Educación sexual» y «Sexo y amor».
Precio 75 céntimos cada uno.
El párroco prohibió al posadero, bajo pena de excomunión hasta la tercera
generación, que permitiese el uso de su salón para una campaña contra el
orden natural fijado por Dios. También advirtió enérgicamente desde el
púlpito contra las tentaciones del demonio, que se presentaba bajo muchas
formas y era capaz de hablar con la voz cautivadora de una jovencita. Un
altercado se produjo durante la misa cuando el zapatero, receloso por el
repentino cambio de opinión del posadero, asomó de detrás de una columna y
llamó al sacerdote embaucador y demagogo, a lo que este respondió
arrojándole un crucifijo.
Hildegart y Aurora Rodríguez fueron recibidas con una lluvia de piedras
cuando llegaron al pueblo. El zapatero las llevó hasta una casa que se
encontraba en el extremo opuesto, dando un rodeo y protegidos por la

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oscuridad. Allí las esperaban cinco recalcitrantes, hombres todos ellos.
Apenas había empezado Hildegart su discurso, se oyeron voces en el exterior
y alguien se puso a sacudir la puerta, una piedra del tamaño de un puño
rompió un cristal y se estrelló contra la pared al lado de la joven. Madre e hija
recogieron a toda prisa las revistas y los libros que habían llevado, los
hombres se remangaron las camisas y la mujer del zapatero se ofreció a
acompañarlas hasta el pueblo vecino. Mientras la pelea empezaba delante de
la casa, Hildegart y su madre corrían a través de los campos alzando los bajos
de sus faldas. Salpicadas de barro, montaron al día siguiente en León en el
rápido para Madrid.
Casualmente fueron a parar al compartimento en el que viajaba el político
socialista Julián Besteiro, por quien las dos mujeres sentían viva simpatía,
porque durante mucho tiempo se había resistido a que su partido entrase en el
gobierno. Hildegart le contó sus aventuras provocando que el hombre
estallase en carcajadas; recomendó a la joven ser más precavida en el futuro.
No estaban los tiempos como para pretender convencer con discursos
radicales a una población inculta.
Hildegart estaba escandalizada. ¿Ya tenían que morderse la lengua cuando
apenas habían transcurrido cinco meses desde la caída de la dictadura?
Cuando todo iba sobre ruedas.
Estrategia de partido, dijo Besteiro. No podemos pensar solo en los
trabajadores de las ciudades. España es un país sin industria. De costumbres
retrógradas, cierto. Pero el cambio de ideas debía producirse despacio. No se
podía ofender a la gente. Y mucho menos a las mujeres. Nuestro partido ha
conseguido el derecho a voto para ellas. Pero seremos los grandes perdedores
de las próximas elecciones si no nos imponemos extrema cautela al tratar la
cuestión femenina. Porque de lo contrario serían ellas precisamente quienes
no nos votarían.
El realismo en política nos atonta, dijo Hildegart, nos vuelve sumisos, se
muerde la cola.
Ya con fastidio y deseoso de terminar la conversación, Besteiro le dijo
que era demasiado joven. ¿Por qué no se retiraba Hildegart un tiempo de la
vida política y se dedicaba por completo a su carrera, y a disfrutar la juventud,
ah, tan dulce y tan lejana ya para él?
Semanas después una delegación de jornaleros andaluces fue a ver a
Hildegart. ¿No podría ella ayudarles? Llegaban desde Jaén; desoyendo el
consejo de los anarcosindicalistas, habían ido a votar y lo habían hecho por el
Partido Socialista. Y ahora, para vengarse, el patrón había dejado de

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emplearlos, prefería que se le pudriesen las aceitunas en los olivos antes que
dar trabajo a la chusma roja. Habían esperado la prometida reforma agraria —
una parcela para cada uno—, que no llegaba, así que habían viajado a la
capital a solicitar ayuda; en el Ministerio les habían mandado de una
ventanilla a otra, habían tenido la impresión de ser una molestia, deambularon
durante una semana por los pasillos sin poder presentar su petición al ministro
socialista, Hildegart era su última esperanza.
La joven fue a ver a Luis Prieto, hijo y secretario del ministro, llevándole
por escrito la solicitud de los jornaleros. Prieto cogió el papel, lo leyó y lo
estrujó entre sus manos.
¿Qué está haciendo?, preguntó Hildegart.
Recibimos cada día docenas de cartas como estas.
Eso no es razón para tirarlas. Por lo menos presenta la petición a tu padre.
¿Para qué?, preguntó Prieto. Lo mismo da si la tiro yo o si lo hace el
ministro en persona.
Antes de que se supiese que Hildegart había roto la disciplina de partido,
un redactor de El Socialista le pidió una entrevista que saldría en la portada
del periódico en diciembre de 1931, cuatro días antes de que cumpliese
diecisiete años. Hildegart fue sola a la redacción contra la voluntad de su
madre, que no se sentía bien y tuvo que guardar cama. Había terminado la
carrera de Derecho en septiembre y se había inscrito inmediatamente en
Medicina, y había publicado tres libros casi al mismo tiempo, uno de los
cuales, La rebeldía sexual de la juventud, no siempre había llegado a los
lectores que buscaba. Muchos hombres adultos compraron el libro con la
esperanza de leer allí pasajes picantes y, después de hojearlo, lo dejaban
decepcionados en la estantería porque en lugar de encontrar la descripción de
nuevos y excitantes juegos amorosos, descubrían un ardiente alegato por la
abolición del matrimonio y de todas las leyes dañinas para las mujeres y los
niños, y en favor de los métodos anticonceptivos. En esa obra precisamente
estaba pensando el periodista cuando preguntó a Hildegart cuál era el
problema más grave de la época.
El problema sexual es la clave de todos los demás, respondió Hildegart.
Familias numerosas, disputas matrimoniales, violencia, no eran más que
consecuencia de ese problema. La revolución sexual tiene que ir antes que
todas las demás. Los trabajadores españoles no debían olvidarlo.
¿Qué esperaba Hildegart del futuro?
La igualdad absoluta entre hombres y mujeres. Lo más urgente era la
liberación económica de la mujer. A igual trabajo igual salario. Abolición del

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trabajo a domicilio. Solo así se acabará con la situación de inferioridad de la
mujer, que la empuja a la prostitución y a la delincuencia. La emancipación
seguirá siendo imposible mientras la mujer no pueda trabajar con libertad.
En casa, Aurora Rodríguez, que recortaba y coleccionaba todos los
artículos de su hija, fue la primera en leer atentamente la entrevista. Creo que
el derecho a voto femenino perjudica el clima liberal en el país. Estoy
pensando en las fanáticas católicas que he encontrado en las provincias
vascas, en las mujeres de la burguesía y de la aristocracia. O en el hecho que
he criticado con frecuencia en mis artículos de que los trabajadores se
posicionen en sus asambleas contra las consecuencias nocivas de la religión,
mientras sus mujeres decoran la casa con el Sagrado Corazón. Por eso pienso
que ahora mismo el derecho a voto de la mujer hace más daño que bien.
¿De verdad has dicho tú eso?
La joven asintió. Pero por supuesto he añadido que, a pesar de todas las
objeciones, el derecho a voto de las mujeres constituye un progreso.
¿Dónde lo pone?
En ningún sitio.
Es decir, que han sacado tus palabras de contexto y las han distorsionado
a sabiendas para sancionar una política errónea.
Hildegart no respondió.
No te he educado para esto, dijo Aurora. Para que permitas que se
aprovechen así de ti.
Tienes razón, dijo Hildegart. Pero ¿qué puedo hacer?
Volver a ser tú misma.
¿Volver?

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n el obrero no importa más que el estómago… Ese es todo su

E anarquismo… Así habla Wenceslao Carrillo, el jefecillo socialista,


justificando la actitud de «su partido», escribió Hildegart. ¡Qué
acostumbrados están los elementos socialistas a juzgar por sí! El estómago,
eje motor de sus preocupaciones, determinador de sus actitudes políticas,
movilizador de esfuerzos. ¡Ideal! ¡Convicciones! ¿Qué importan? Jamás en
su cabeza han pesado las últimas ni ha latido su corazón por el primero.
Estómago, solo estómago. Medio de satisfacer sus apetitos a costa de los
demás y con el mínimo de esfuerzo posible. ¿Revolución sexual? ¡Bah! Un
tópico de mitin. Palabras que suenan muy bien y que son un latiguillo al final
de los párrafos, sobre todo si se acompañan con un eficaz puñetazo en el
pecho. ¿Injusticia y explotación del capitalismo? Un medio más, y no el
menos hábil, de redondear una frase y de arrancar un aplauso. Porque no se
les ha ocurrido hablar de las causas en que ellos mismos ejercen esa
explotación directa o indirectamente sobre las masas que les siguen.
¿Socialización de la banca? ¿Confiscación de los bienes de las Comunidades
religiosas? ¿Nacionalización de los latifundios? Tampoco tienen
importancia.
Cuando sonó el teléfono, bien pasada la medianoche, la criada ya se había
ido a dormir y Hildegart estaba frente a la máquina de escribir. Aurora
Rodríguez, que le hacía compañía, se levantó y descolgó el auricular.
Puta roja. Tú y tu hija tan decente. Pronto vais a saber lo que es bueno.
Colgó.
¿Quién era?, preguntó Hildegart.
Número equivocado.
¿Por qué me mientes?
No estoy mintiendo. ¿O es que vive aquí el señor Sánchez?
A estas horas no llama nadie por error. Dime la verdad.
No te miento.

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Sí lo haces. Por un deseo equivocado de protegerme. Como si tú y yo no
fuésemos suficientemente fuertes para enfrentarnos a esos insultos.
A veces, dijo Aurora escondiendo la cabeza entre los brazos, a veces a mí
misma me entran dudas.
Hildegart no respondió.
Ve a acostarte, dijo después de un rato. Yo acabo enseguida.
Aurora se levantó y se dirigió a la puerta. Tienes razón, ha sido una
tontería por mi parte. Pero le costó mucho conciliar el sueño.
Como siendo mujer no tenía sentido intentar conseguir una licencia de
armas, Aurora Rodríguez decidió a la mañana siguiente acudir a un perista
para adquirir una pistola. Se la compró a un gitano, junto con cincuenta balas,
en el laberinto de callejuelas que rodean el Rastro. El hombre le aseguró que
la Luger apenas estaba usada. Aurora se hizo explicar dos veces el
funcionamiento y fue a recoger a su hija a la redacción de La Tierra, el
periódico de De Guzmán, en el que Hildegart había publicado varios artículos
haciendo balance de los cuatro años en los que había pertenecido al Partido
Socialista. Los redactores se agolpaban alrededor de la joven, que estaba
riendo en ese momento pero calló en cuanto notó la presencia de Aurora.
¿Has entregado el manuscrito a estos caballeros?, preguntó Aurora.
Hildegart asintió. Lo sacamos mañana, dijo De Guzmán.
Entonces no queremos molestarlos más tiempo, dijo Aurora.
No es ninguna molestia, dijo el hombre. Es un placer para nosotros.
Seguro que tienen mucho que hacer. Y a Hildegart también la aguarda el
trabajo.
No tenemos nada que hacer, dijo Hildegart cuando salieron del edificio.
Siempre hay algo que hacer, respondió Aurora.
Un día llego a Madrid procedente de Irún el escritor británico H.
G. Wells. La recién creada Liga de Reforma Sexual, de la que Hildegart era
secretaria a título honorífico, le había invitado a pronunciar una serie de
conferencias y, como Hildegart había adquirido notoriedad con una serie de
artículos en revistas inglesas, habían pedido a la joven que lo acompañase
durante su estancia y le sirviera de intérprete en sus conferencias, ya que él no
hablaba español.
Después de la primera intervención en el Ateneo, Wells y la muchacha se
enzarzaron en una larga discusión: Hildegart rechazaba sus argumentos a
favor del control estricto de la natalidad. Él se basaba tan solo en Malthus,
cuya teoría surgía del miedo de las clases pudientes a que los obreros y los
agricultores sin tierra se reprodujesen tan deprisa que sus privilegios se vieran

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amenazados. Esa manera de pensar no solo es cínica, también está anticuada.
No deben ser los ricos quienes se beneficien de la renuncia a una prole
numerosa, sino los propios afectados, y en primer lugar las mujeres, que no
verían limitadas sus posibilidades de ganarse la vida, y también los niños, que
al ser menos recibirían más cariño y apoyo y tendrían así más posibilidades de
desarrollar sus facultades. Y la clase obrera en su conjunto, porque no
necesitaría andarse con tantas consideraciones en sus luchas, sería más
resuelta y solidaria.
Wells intentó quitar hierro a los argumentos de Hildegart insistiendo en
que él no hablaba en nombre de un partido ni de un movimiento, pues su
interés era general por la naturaleza humana, por eso las emociones resultaban
perjudiciales, era preciso mantener la objetividad. Seguramente habría
enormes diferencias entre la situación en su país y en el de Hildegart, que él
no conocía en detalle, y le encantaría descubrirlas en compañía de una
persona tan competente como la señorita Hildegart. Pero desde luego pensaba
que toda la humanidad iba en el mismo barco y que los cambios aquí tendrían
consecuencias allá. The red virgin, le hacía gracia el apodo. La vehemencia
con la que defendía su posición era buena señal. En el extranjero se tenía una
visión romántica de ese país, toros, flamenco, Merimée. Y ahora descubría
una nueva faceta; qué bien.
El célebre invitado había expresado su deseo de visitar el Madrid típico, el
mundo de las obras de capa y espada, por lo que después del almuerzo lo
llevaron al Mesón del Segoviano, en el centro de la ciudad. A Wells le gustó
más de la cuenta el potente vino que le sirvieron; se levantó al cabo de un rato
para buscar el baño. Cuando regresó estaba pálido.
Dios mío, dijo. Estoy completamente borracho. He visto elefantes, leones,
macacos.
Hildegart se echó a reír. No eran alucinaciones. Es el Circo Borza, que
acampa en el patio durante el invierno.
Antes de partir dos semanas más tarde, Wells pidió a Hildegart que se
encontrasen. Quería mostrar su agradecimiento por la atención con la que se
había ocupado de él durante su estancia, a pesar de sus diferencias de
opiniones. Le dijo que tenía un enorme talento. Que sería irresponsable
dejarlo marchitar en el contexto español. Tenía un buen amigo, Havelock
Ellis, un poco excéntrico pero con cerebro, sexólogo, con el que ella podría
trabajar; bastaría con que él se lo mencionase. Y que no se preocupara lo más
mínimo por detalles como dinero, permiso de residencia o alojamiento. Él
conocía personalmente al tesorero real.

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Hildegart, abrumada por el ofrecimiento, le pidió unas semanas para
pensárselo.
El tiempo que usted quiera, dijo Wells. Yo mantendré mi palabra. Bastará
con una carta suya.
Si por mí fuese, no tendría usted que esperar. Hasta ahora no podía ni
soñar con una oportunidad así.
Entiendo, dijo el hombre. La familia. Tendrá sin duda algo que decir.
La política, respondió Hildegart. Mis amigos me echarían de menos.
En septiembre de 1932 la joven fue expulsada de la Federación de
Juventudes por su comportamiento perjudicial para el partido. En contra de
los estatutos, ni siquiera le comunicaron previamente la resolución; tampoco
había convocado la mesa a la interesada para que estuviese presente durante
las deliberaciones. En octubre se publicó una voluminosa obra en la que
Hildegart expresaba a dos niveles su crítica al socialismo. Por un lado, hacía
referencia a la predicción equivocada de Marx, según la cual la revolución
triunfaría en los países industrializados, Francia y Gran Bretaña; por otro,
describió en detalle los tejemanejes de los dirigentes del partido, que en su
opinión anteponían sus intereses personales a los del proletariado. Y en el
epílogo anunciaba su baja de todas las fracciones a las que había pertenecido
durante cuatro años.
Poco después aceptó la invitación a afiliarse al Partido Republicano
Democrático Federal, casi insignificante a nivel nacional, pero que, como
diría su madre durante el juicio, estaba dirigido por hombres y mujeres
honestos. La decisión sorprendió a no pocos entre sus conocidos; habían
contado con que Hildegart se afiliaría al pequeño pero activo Partido
Comunista, entre otras cosas porque la joven no se cansaba de elogiar la
política sexual y la nueva moral del Estado soviético y había expresado su
esperanza de visitar pronto aquel país. Pero Hildegart creía que cada país
debía encontrar su propio camino hacia el socialismo y le parecía que en
España, donde la población sentía una profunda y justificada desconfianza
frente al centralismo, eso solo podría ocurrir mediante el derecho a la
autodeterminación de sus distintos pueblos y regiones.
Aurora Rodríguez negaría más tarde haber influido en la elección de
Hildegart, pero confesaría también que al menos al principio se había sentido
aliviada.
Según Aurora, a la joven la halagaba en exceso la veneración que le
profesaban sus nuevos compañeros de lucha. Y estaba convencida de que
Hildegart comenzó a transformarse cuando conoció a Abel Velilla durante

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una manifestación en Barcelona, el único hombre joven entre los dirigentes
del partido. La chica, que confesó una vez a De Guzmán que no había tenido
una juventud de verdad, perdió la seriedad que había mostrado hasta entonces
y empezó a interesarse por cosas que antes despreciaba. A Aurora Rodríguez
le sorprendió que de pronto su hija insistiese en elegir ella misma sus
vestidos. También pidió a su madre que le permitiese ponerse gargantillas,
pulseras y camafeos cuando salía a la calle. La criada intentaba mediar en las
discusiones que estallaban por ese motivo. Entonces el enojo de Aurora se
dirigió hacia Julia Sanz, a la que durante un tiempo había intentado imponer,
sin éxito, que la tratase de «camarada»: le quitó su día libre. Cuando Hildegart
lo descubrió, acusó a su madre de boicotear su propio trabajo. ¿Cómo iban a
mantener la credibilidad sus obras y sus conferencias si hacía lo contrario de
lo que predicaba? Aurora se sintió avergonzada.
Después de la ruptura de Hildegart con los socialistas, había tenido la
esperanza de volver a ocupar el centro de su vida. Pero ocurrió justo lo
contrario. Cada vez se sentía más marginada. La inquietaban los frecuentes
encuentros de Hildegart con Velilla, aunque estuviese ella presente; su
naciente coquetería, la correspondencia con Ellis y Hirschfeld en inglés o
alemán, idiomas que no comprendía. Unos extraños estaban apoderándose de
su hija. ¿Cuál era la razón de la transformación de Hildegart que le parecía tan
amenazadora? Ella no tenía la culpa, no era consciente de ningún error, salvo
aquel imperdonable que nunca había olvidado: la ligereza con la que había
elegido a aquel joven, cómo se había dejado engatusar por él, el padre de
Hildegart, no, el colaborador fisiológico, como lo llamó durante el proceso.
Necesitaba saber con certeza qué había sido de él; lo que ya conocía la
angustiaba como una pesadilla.
Comenzó a indagar discretamente, averiguó nombre y dirección de sus
parientes, aprovechó una conferencia de su hija a los masones de La Cor uña
para ir a Ferrol unas horas. Apenas podía reconocer la ciudad de su infancia,
necesitó más tiempo del previsto para encontrar la casa en la que vivía el
hermano del falso sacerdote. Tocó al timbre. Aurora respiró aliviada cuando
el hombre abrió la puerta: el parecido con el padre de Aurora era innegable.
Sin presentarse primero, preguntó qué había sido de su hermano, del que
había sabido años atrás que había traído tantas desgracias a su familia.
Él se la quedó mirando sin pestañear. Muerto.
¿De verdad? ¿De verdad ha muerto?
Se ahogó. Hace diez años.
Aurora Rodríguez le dio las gracias por la información.

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Espere, gritó el hombre cuando Aurora ya se alejaba. ¿Se puede saber
quién es usted? Pero ella no se detuvo.
La noticia la tranquilizó, pero no le quitó la preocupación por Hildegart.
Aquel delincuente estaba muerto, le diría después a De Guzmán, pero había
dejado su huella. Mi hija se encontraba en peligro, cedería a las tentaciones de
la carne.

Hildegart está cada día más guapa, exclamó un redactor del periódico de
De Guzmán. Pronto vamos a tener que buscarle marido.
Haga el favor de ahorrarnos sus bromas groseras, dijo Aurora. Por lo
demás, mi hija ya está comprometida.
Oh, no estaba enterado. Discúlpeme, por favor. ¿Quién es el afortunado?
Hildegart se sonrojó y miró sorprendida a su madre.
Un biólogo noruego, dijo Aurora Rodríguez.
¿Y para cuándo es la boda?
Ya lo comunicaremos a su debido tiempo.
Hildegart bajó los ojos. De eso no sé nada, dijo con un hilo de voz.
Y una última pregunta: ¿qué piensa del amor?
Que tal como está hoy organizado no vale la pena amar. Hasta en eso, la
sociedad capitalista y la religión han pretendido poner trabas por todos los
conceptos enojosos… Por mi parte creo que el amor depende de la voluntad
individual, que yo no pienso sentirlo hasta que tenga más edad y me juzgue
capacitada para ello. Muchas veces se confunden el capricho o el hambre
sexual con el amor. De ahí que este nombre tan bello y espiritual haya
rodado entre el fango y el desdén, y tengamos hoy los jóvenes de nuestra
generación que extraerlo con pinzas y exponerlo a los rayos del sol de
nuestra moral.

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ntonces Hildegart empezó a descuidar sus obligaciones. Salió de casa

E una mañana, según le dijo a la criada, para ir a la redacción del


periódico donde cada vez era más difícil de encontrar, y donde
justificaba la demora en entregar artículos a los que se había comprometido
hacía mucho con obligaciones urgentes en la Liga de Reforma Sexual.
Regresó tarde en la noche, cuando ya solo Aurora Rodríguez estaba despierta,
y se negó a dar explicaciones a su madre sobre sus actividades. Cuando
Aurora intentó que se sentaran a aclarar las cosas, Hildegart se marchó
inmediatamente a su dormitorio y se encerró en él antes de que su madre, que
la reprendía en voz baja, pudiese sujetar la puerta con el pie. Incapaz de
entender lo que significaba ese comportamiento, recorría una y otra vez su
despacho preguntándose si su obra habría fracasado.
Mientras Aurora desayunaba con el ánimo muy abatido, Julia Sanz le
contó que esa mañana temprano, cuando se dirigía al mercado, una limusina
negra se había detenido junto a ella, y un señor de cierta edad muy bien
vestido le preguntó desde el interior del vehículo si una tal señorita Hildegart
vivía allí, cosa que la criada había confirmado sin malicia.
Aurora Rodríguez se asustó. No podía evitar interpretar el suceso como
una nueva prueba de que estaban en marcha astutas maquinaciones para
apartar a Hildegart de su influencia. La mujer se acordó de varias llamadas
recibidas las últimas semanas en las que diferentes voces masculinas
aseguraban haber marcado el número del taller de los Hermanos Fuster. La
tercera vez que la molestaron de esa manera, Aurora, convencida de que
quienes llamaban solo pretendían romper su determinación, se puso a gritar
por el teléfono que no iban a asustarla con tales trucos.
Esto no es un taller y yo no voy a entregarles sumisamente a mi hija,
nunca, por encima de mi cadáver.
Al día siguiente llegó un hombre, un técnico, diciendo que la conexión
telefónica de Aurora estaba averiada, una treta, pensó la mujer, para acceder a
la vivienda e instalar a escondidas un micrófono oculto, por mucho que el

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hombre se hiciese el inocente y que al llamar a la compañía de teléfonos esta
confirmase los datos del empleado.
Igual que los días anteriores, Hildegart salió de casa por la mañana sin
haber dado explicaciones sobre su cambio de comportamiento. Aurora
Rodríguez se dirigió entonces al dormitorio de su hija y quitó la llave.
Cuando Hildegart regresó tarde en la noche, Aurora volvió a rogarle que
se sentasen a hablar. La joven rechazó la petición diciendo que ya no había
nada de lo que hablar y se retiró a su habitación. Aurora la siguió.
Hildegart estaba rabiosa porque no pudo cerrar la puerta con llave y dijo
que Aurora no tenía derecho a hacer eso. Gritó —por primera vez, pensó la
madre—: ¡Vete! ¡Y déjame en paz!
En voz baja, Aurora le recordó que la criada dormía al lado y le rogó que
no diese un escándalo. No podía explicarse el súbito cambio de actitud y le
proponía una conversación para salvar lo que aún se pudiese salvar. Hildegart
respondió con malos modos que Aurora había decidido sobre ella toda su
vida, la perseguía sin motivo, la espiaba, así que no podía imaginar que
supiese tan poco sobre ella. Y después de que Aurora hubiese escogido un
marido para ella sin siquiera consultarla, había resuelto imponer su propia
voluntad, vivir libremente, de manera independiente, tal como exigía en sus
artículos, que además habían recibido el beneplácito de la madre.
¿A costa de quién?, preguntó Aurora.
No te preocupes, no voy a seguir siendo una carga para ti, respondió
Hildegart. Tampoco desde un punto de vista económico, si es eso a lo que te
refieres.
Le dijo que había aceptado una invitación del escritor Wells y del
sexólogo Ellis, de la que hasta ese momento no le había contado nada porque
durante mucho tiempo estuvo indecisa, y uno de los próximos días, el once de
junio o a más tardar el doce, partiría para continuar su trabajo en Londres en
mejores condiciones.
Al oírla, Aurora Rodríguez tuvo un desvanecimiento, del que se recuperó
muy pronto. Pero en cuanto su madre volvió en sí, Hildegart se limitó a
decirle que no creyese que ese susto la iba a conmover. Luchando con su
debilidad, Aurora respondió que Hildegart no tenía derecho a dar un paso
como ese, porque era a ella, su madre, a quien le debía la vida, y las
condiciones no ya favorables, ideales que había disfrutado, sus
conocimientos, su talento. Hildegart tenía una tarea que cumplir, incluso a
costa de sacrificarse a sí misma. Aurora dijo que tras la revelación que
acababa de hacerle entendía muchas de las cosas de los últimos tiempos que

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antes no encajaban. Oscuros poderes habían conseguido introducirse entre
madre e hija, pretendían doblegarla con inquietantes llamadas anónimas y
adular la vanidad de Hildegart con alabanzas excesivas.
Estás soñando. ¿Quién iba a tener interés en separarnos?
Todos nuestros enemigos. Los dirigentes socialistas quieren vengarse, el
clero, los monárquicos. Y ese Wells es una tapadera de los servicios secretos
británicos.
Hildegart se echó a reír. Estás buscando una razón absurda para algo que
no necesita explicación. Eres tú con tus exigencias desmesuradas la única
culpable de esta separación necesaria: yo tenía que existir solo para los
demás, para las mujeres, para el proletariado, para la humanidad, y olvidarme
por completo de mí misma.
¿Entonces pretendes viajar tú sola? Preguntó Aurora, ¿y dejarme aquí?
Por supuesto.
Entonces estás perdida; eres demasiado débil para mantenerte fiel a tus
objetivos.
Soy fuerte, dijo Hildegart. Ya no te necesito. ¿Pero es verdad también lo
contrario?
Esa misma noche Aurora Rodríguez escribió un artículo en el que, como
explicaría ante el tribunal, explicó el fracaso de su hija recurriendo a una
comparación:

Caín y Abel
A nosotros nos han enseñado a odiar a Caín. Se le ha rodeado de ese halo
antipático e ingrato del primer criminal, del primer fratricida. Hasta en esos
cuentos con imágenes pintorescas, que no otra cosa es la Historia Sagrada,
nos lo han pintado como más tarde Wells había de pintar en una lámina,
modelo de técnica colorista y hasta de bien dotada imaginación, al hombre
de las cavernas: con un rostro de gorila, unas manos de orangután, unas
piernas cortas y una abundancia capilar que le hacía ingrato al gusto
moderno, que prefiere las superficies limpias, claras y hasta luminosas.
Y sin embargo, Caín es de todos los personajes míticos de nuestra leyenda
hebraica el más grato, el más simpático, el que más rima con nuestra
sensibilidad. Caín no es, pues, un personaje ingrato y antipático. Es el
símbolo del progreso. Caín es el primer anarquista que se presenta en la
leyenda hebraica. Y como tal ha de ser simpático, rebelde, personal e
iconoclasta. Caín no es de los que —espíritus gregarios y mediocres— vienen

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para perpetuar lo que ya encontraron hecho, sin añadirle siquiera algo de su
propia inventiva. Caín no es individuo de masa. Caín es persona propia y
peculiar genialidad. Abel no hubiera salido del anónimo si no hubiera sido
por el panegírico bíblico que nos lo presenta como víctima. Como si el hecho
ya de serlo y no ser victimario no fuera ya indicio de inferioridad. Además,
Abel tiene toda la aureola de una ingenua colegiala del Sagrado Corazón. Es
el espíritu retardatario, enemigo del progreso, cerrado a la marcha audaz de
la civilización, incapaz de luchar y de amar, que en ambas cosas hay lucha,
incapaz de cazar un oso y vestirse con su piel, como era incapaz de cazar a
las mujeres en la selva y gozar con su belleza. Abel es un espíritu hermético.
Caín es un espíritu progresivo.
Es menester pues, reivindicar a Caín, que es la primera gran
individualidad que registra la leyenda. Hombre que sabe serlo plenamente
hasta para apartar el obstáculo que se interpone en su camino, la rémora a
todos sus movimientos, que es Abel.
Caín es ya hombre, Abel es todavía un muñeco. Si realmente existe el
Dios creador, ¿qué gestos más bellos en la Biblia que el de Satán
rebelándose contra su poder y convirtiéndose, por ello mismo, en ser tan
poderoso como aquel a quien desafió, y el de Caín, violando el mandato
divino y tomando el papel de Dios al arrebatar la vida que parecía
únicamente designio de esa fuerza creadora? Si lo grande del hombre es su
rebeldía, ¿qué mayores ejemplos de rebeldías que estos en que el hombre se
rebela contra su propio Dios? En esta era nuestra de exaltación de la
personalidad hay que acabar con el mito de Caín y rectificar cuanto en él
había de parcialidad, Caín es el progreso; Abel el retardismo. Caín, el
anarquismo; Abel, el socialismo.
Caín, la exaltación de la rebeldía. Abel, la de la mansedumbre. Caín es el
pastor, Abel, el número en el rebaño.
Entre cualquiera de los términos de estos diversos dilemas, ¿hay duda en
la elección?
¡Qué feliz sería una humanidad de Caínes! Aunque, posiblemente, para
que ellos existieran sería menester el contraste con los Abeles a quienes se
opusieran. Mejor. En esta exaltación de Caín rebelde, igualitario y justo, el
tomarlo no como execración ni como baldón de infamia, sino como guía y
norma de futuro, cuando tropecemos con un Abel en nuestro camino que en
nombre de esos prejuicios borreguiles se ría de nuestros esfuerzos, la única
conducta acertada, legítima, justa es la que hubo de seguir el auténtico Caín
si es que existió.

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Hildegart estaba de acuerdo. Aunque sé lo que quieres decir. Que yo soy
como Abel, perezosa y autoindulgente. Pero no es verdad. Quiero ser libre, no
estar sometida a la voluntad ajena. Vivir como Caín.
Si me abandonas, dijo Aurora, todo habrá terminado.
Hildegart se encogió de hombros. Entonces es que eres tú la más débil de
las dos.
Aurora Rodríguez no tuvo fuerzas para responder. Más tarde, cuando
Hildegart y también la criada habían salido, tomó la pistola y subió al desván,
donde repasó las instrucciones que le había dado el perista. Entonces cargó la
pistola, levantó el brazo y se llevó el extremo del cañón a la sien. Al parecer,
se quedó en esa postura mucho tiempo. Cuando salió de su estupor estaba ya
anocheciendo.
En la cocina Julia Sanz le dijo que la señorita Hildegart le había dado a
entender que en los próximos días iba a salir de viaje por un tiempo
indefinido. Le había pedido que hiciese llevar dos maletas a la estación de
ferrocarril.
Así es, dijo Aurora Rodríguez. Nos vamos en una semana, a Mallorca. El
aire del mar le sentará bien a Hildegart. Regresaremos en un mes. Entretanto
ocúpate de la casa. Puedes ir a visitar a tus familiares un par de días. Pero no
dejes a nadie entrar en la casa, ni siquiera a los mejores amigos.
Si es por eso puede estar tranquila la señora. Pero ¿y los perros? No me
los puedo llevar conmigo.
Llévaselos a la vecina. Tiene buena mano con los animales.
Hildegart regresó por la noche.
¿Dónde has estado?, preguntó Aurora.
En la redacción. Una visita de despedida. Y les he llevado tu artículo.
¿Sin consultarme?
¿Para qué? ¿No somos uña y carne?, la provocó Hildegart. Ah, va a
aparecer publicado con mi nombre. Porque es como si lo hubiese escrito yo.
Nos vamos a Mallorca, dijo Hildegart.
Tú te vas a Mallorca. Mi decisión está tomada.
Entonces comenzaron de nuevo las recriminaciones de Aurora. Sin
ocuparse ya de la presencia de la criada, acusó a Hildegart de traicionarla, de
prostitución intelectual, comparable a la del cuerpo pero aún más censurable.
Durante dos días y dos noches en las que obligó a su hija a renunciar al
sueño, Aurora Rodríguez intentó vanamente conseguir que cambiara de
opinión. El ocho de junio, en la mañana de un día particularmente caluroso de

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comienzo del verano, Hildegart salió una vez más de casa con la mirada
ausente y expresión vacía. Regresó hacia el mediodía y madre e hija se
encerraron en el despacho. Antes Aurora había dado órdenes a la criada para
que no las molestase por ningún motivo. No comerían ese día. Tenían que
discutir los detalles de su estancia en la isla.
Ante el tribunal, Aurora Rodríguez declaró que la obstinación de su hija la
hizo considerar la posibilidad de recurrir a una medida extrema: revelarle
cuáles habían sido las cualidades de su padre. Pero la revelación no fue
necesaria. Durante la breve ausencia de Hildegart debía de haber sucedido
algo, un encuentro, una carta o una conversación telefónica, que había hecho
entender a su hija que los temores de Aurora eran fundados. A su regreso,
Hildegart estaba conmocionada e insegura. Aurora aprovechó su estado para
repetir una y otra vez, amarga y rápidamente, que estaba convencida de que la
decisión de Hildegart de separarse de su madre no significaba otra cosa que
una traición a sus ideales y una capitulación ante el enemigo.
A la caída de la noche sus argumentos habían comenzado a surtir efecto.
Según la madre, Hildegart lloró por primera vez en muchos años y le dio la
razón, pero confesó que era demasiado débil, estaba agotada, sin energía para
cumplir la tarea que le había encomendado Aurora. Le faltaban las fuerzas
para la lucha y, sobre todo, para la victoria. Percibía un abismo entre ella y
sus objetivos, solo deseaba dormir durante semanas o años, jugar, descansar,
nada más que eso. Se había dado cuenta demasiado tarde de que el mundo
entero solo pretendía arrancarla de la protección materna. Pero ahora sí lo
sabía, se había dejado convencer por ella, Aurora, pero temía, no, estaba
convencida de que a la mañana siguiente pensaría de otra forma, se rendiría a
la tentación de alejarse del camino recto. Entonces calló, salvo para gemir, y
finalmente en un tono que Aurora no olvidaría jamás, suplicó: ¡Ayúdame,
madre, por favor, ayúdame!
Cuando Aurora le preguntó cómo podía ayudarla, Hildegart respondió
que, como no veía otra salida, estaba considerando el suicidio, pero le faltaba
el coraje. Tú me has creado, dijo: ahora te toca recuperar tu obra fallida. Y, al
notar el espanto de Aurora, añadió rápidamente que la madre lo lamentaría ya
a la mañana siguiente si no actuaba. Aurora Rodríguez cedió al ruego tras
resistirse largamente, pero sin convicción, porque sabía que lo que Hildegart
pedía era justo.

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Antes de irse a acostar, la criada oyó susurros en el despacho. Como
Aurora Rodríguez le había prohibido entrar en el cuarto, se agachó a mirar
por la cerradura y vio a Hildegart en el regazo de la mujer, cosa que no le
había permitido nunca. La joven rodeaba el cuello materno con un brazo,
apoyaba la mejilla en su hombro, y repetía una y otra vez con los ojos
cerrados: Lo harás, ¿verdad? Prométemelo.
Sí, dijo Aurora, lo voy a hacer esta misma noche. Pero ahora duérmete.
Hildegart se levantó, se apoyó unos segundos en un brazo del sillón;
después se dirigió despacio a su dormitorio con pasos indecisos.
Cuando dos horas más tarde Aurora la siguió, supo por su respiración
pausada que Hildegart se había quedado profundamente dormida. Cubrió su
cuerpo con una manta, acercó una silla a la cama, se sentó y me abandoné a
todo mi dolor.
Hildegart dormía tranquila.
Hacia las ocho de la mañana siguiente Aurora oyó que la criada salía de
casa. Poco después se levantó y fue a buscar la pistola a su dormitorio.

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acia el mediodía del nueve de junio de 1933 el anarcosindicalista

H Eduardo de Guzmán, redactor jefe del periódico La Tierra, se dirigió


al Depósito Judicial de Madrid después de haber recibido la
inesperada y terrible noticia. En la calle, que se abría hasta formar una plaza
delante del edificio, varios grupos de mujeres bien vestidas y maquilladas —
como observó con desagrado—, comentaban el suceso con vehemencia. No le
parecieron particularmente conmocionadas, tan solo observó el escalofrío de
esa excitación agradable que recorre a los miembros de las clases
privilegiadas ante la desgracia ajena. Y sin embargo le sorprendió no
descubrir en aquellos rostros la gravedad que era de esperar, el dolor, la
tristeza.
De Guzmán atravesó el patio interior, se identificó como periodista y
amigo de la difunta y llegó al depósito de cadáveres. Le recibió el doctor José
Alberich, uno de los médicos que habían practicado la autopsia. Pasando
junto a miembros de cadáveres y trapos empapados de sangre, lo llevó a una
mesa de piedra sobre la que yacía Hildegart, completamente desnuda salvo
por el detalle de una etiqueta de cartón en un pie. Ya el primer proyectil, que
atravesó un ventrículo, le dijo, había sido mortal. Según todos los indicios, el
crimen se produjo mientras la víctima dormía. Hemos inyectado al cadáver
varias ampollas de formol y glicerina porque había comenzado a
descomponerse.
El cuerpo de Hildegart parecía ileso a pesar de las heridas. Los cabellos
oscuros y ondulados cubrían los orificios y las quemaduras producidos por los
disparos realizados a bocajarro. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta
como si fuese a sonreír. Las mejillas, llenas, cerúleas, el cuello corto y algo
rollizo. El joven se sentía confuso al ver desnuda a aquella joven que durante
tres años había sido la más diligente y a la vez la más distante colaboradora en
su periódico: sus pechos vencidos hacia los lados, el denso vello púbico. En
vida, Hildegart había conseguido ahuyentar cualquier deseo sexual por parte
de un hombre. De Guzmán se dio la vuelta.

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Se encontró delante del edificio con un grupo de obreras de una fábrica
textil de Carabanchel. Querían usar la pausa del mediodía para presentar sus
respetos a Hildegart: llevaban claveles rojos, con los que no sabían qué hacer
ahora, porque el portero les había impedido el paso. No hacía más de un mes
que la difunta había hablado con ellas, había sido la única entre los políticos
dispuesta a apoyar sus reivindicaciones.
Pero ¿son ciertos los rumores que se oyen por todas partes?, preguntaron
al periodista. Que la había matado Aurora, su propia madre, que era con ella
uña y carne. Díganos que no es verdad. Que lo hicieron otros. Pistoleros. ¡Por
favor, dígalo!
Cuatro tiros de revólver segaron durante las primeras horas de la
mañana de hoy una vida en flor, esperanza ya cierta de un valor intelectual
vigoroso y destacado entre la juventud femenina militante actual. ¿Cómo se
produjo este dramático suceso, cuyo conocimiento ha de causar en toda
España enorme sensación? La pregunta nos la hacíamos repetidas veces a
raíz de recibir la primera comprobación de la triste realidad. Hildegart había
dejado de existir, muerta en su propio domicilio, y a tiros de revólver, por su
propia madre, la madre amantísima, con quien se hallaba plenamente
identificada; la madre, asesora espiritual de aquella hija, en la que puso
siempre sus más fervientes anhelos; la madre que fue para Hildegart
consejero desinteresado, guía generosa, apoyo insustituible, sin que jamás,
jamás, existiera entre ambas la menor reserva, la más pequeña desavenencia,
el menor disgusto, ni aun esas disconformidades pasajeras y tan corrientes en
el transcurso de la vida familiar. Según parece, ante el Juzgado de guardia
doña Aurora Rodríguez prestó declaración, y no sería aventurado afirmar
que debido al gran cariño que profesaba a su hija veía con disgusto que
Hildegart pudiera separarse de ella. Parece ser que en un ataque de
enajenación mental pudo cometer el doloroso atentado. Los colegas de
De Guzmán en los periódicos conservadores no se sentían menos
desconcertados. Pero no habiendo escatimado las burlas a Hildegart cuando
estaba con vida, encontraron entonces una buena oportunidad para subrayar
las perniciosas consecuencias de la militancia feminista. Algo así es de
esperar cuando las mujeres, que por su naturaleza no están destinadas al
trabajo intelectual, adoptan puntos de vista radicales. El odio a todos los
hombres ha convertido a Aurora en asesina de su propia hija. O bien: parece
ser que Hildegart, quien ha defendido sin descanso el libertinaje sexual,
también lo practicó con su propio cuerpo. Medios habitualmente bien
informados no descartan que la joven se haya desangrado como consecuencia

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de un aborto chapucero. O que la mató su madre cuando le comunicó que
estaba embarazada. También circulaba el rumor de que Aurora Rodríguez en
realidad no era la madre carnal de Hildegart, suposición que De Guzmán
afirmaba haber oído ya delante del Depósito Judicial. Y, según otros, podría
haberse tratado de amores lésbicos, que concluyeron de forma sangrienta
cuando la joven se resistió.
Todas esas noticias se hicieron insostenibles al segundo día. Entonces los
periódicos sacaron a relucir a supuestos amigos de las dos mujeres, que
afirmaban haber estado presentes en las disputas de Hildegart con la madre.
La decisión de Hildegart de separarse de su madre respondía a su intención de
ceder al cortejo de su amigo Abel Velilla, compañero de partido y vicealcalde
de Barcelona. Velilla había pedido a Aurora Rodríguez la mano de su hija y
recibido una negativa. Al parecer Aurora le respondió que Hildegart no había
venido al mundo para casarse. Debe cumplir su misión. Vuestros sentimientos
mutuos no durarán mucho. Entonces Hildegart rompió a llorar y lo aceptó.
Pero quizá Aurora intuyó que su obediencia no sería para siempre.
Don Abel Velilla, abogado en Barcelona, intervino rápidamente. Primero
con un telegrama enviado a La Tierra, con cuya orientación política coincidía.
En el cable pedía que se desmintiese aquella versión sensacionalista de los
motivos del crimen, que faltaba el respeto y denigraba tanto a la prestigiosa
difunta como a él mismo. Jamás he hablado con Hildegart sobre una supuesta
relación amorosa entre nosotros. No he pedido su mano y ni siquiera la he
visitado en su casa. Los únicos sentimientos que le profesaba eran la
admiración por su enorme talento y la gratitud por su colaboración
desinteresada, de cuya pérdida tardará en reponerse el Partido Federal.
Además, declaró en conversación telefónica con otro periódico, mis
sentimientos están dirigidos desde hace tiempo hacia otra persona.
El once de junio tuvo lugar el entierro. Aunque era día laborable, se
concentraron allí decenas de miles de personas. Al cortejo fúnebre se sumaron
numerosos diputados, dirigentes sindicales y destacados intelectuales, pero,
como subrayó De Guzmán, la mayoría eran sencillas trabajadoras. Todos lo
acompañaron al arrabal de Las Ventas. Hildegart fue enterrada en el
cementerio civil, en tierra sin bendecir, reservada a los ateos.
En la cárcel de la calle Quiñones se asignó a Aurora una celda individual
para las primeras setenta y dos horas. Exigió libros y flores y se quejó de los
cánticos litúrgicos que llegaban de un convento de monjas cercano y que,
según dijo, le recordaban la influencia indecente que aquella chusma ejercía
sobre la sociedad. Cuando la juntaron con las demás presas, criticó con dureza

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el penal, los horarios, las comidas demasiado picantes, la corrupción en la
clínica penitenciaria y la escasa higiene. Durante uno de los paseos diarios en
el patio congregó a las demás mujeres a su alrededor. Exigió una
modificación del reglamento de prisiones. Que se ampliara el derecho de
visita. Recibir sin restricciones envíos postales. Un salario justo del trabajo
realizado por las reclusas. Fruta y verduras frescas en todas las comidas. La
creación de una biblioteca. Pero si no sabemos leer, dijeron las mujeres. ¡Hay
que alfabetizar!, exclamó Aurora. Ropa interior que abrigue bien,
respondieron las reclusas. Libros, gritó Aurora. Carne y maquillaje, corearon
las otras. Entonces las celadoras la obligaron a regresar a su celda. Aurora dio
una sonora bofetada a una de ellas, no sin señalarle que el castigo no iba
dirigido a ella personalmente, sino a su función de vigilante de prisiones.
Mientras la mantuvieron en observación en la planta psiquiátrica del
Hospital General, Aurora se negó a ingerir alimentos y a hablar con los
médicos. A su regreso insultó al alcaide, dio una bofetada a otra celadora y
una patada al guardián que la acompañó a su celda. Mastuerzo, le llamó;
gusano, hijo de una perra sarnosa. También conservó sus planes reformistas
después de su traslado a la recién inaugurada cárcel de mujeres de Ventas.
Exigió papel, una máquina de escribir, esbozó las líneas principales de una
reforma del sistema penal. Era necesario abolir las cárceles y alojar a los
presos en viviendas compartidas. Aseguró que Hildegart había planeado
dejarse encerrar voluntariamente para examinar de primera mano las
condiciones de vida en prisión. Exigía de sus compañeras de encierro que
renunciasen a reproducirse sin freno y a cambio les prometió que las
liberarían muy pronto; las mujeres la insultaron y se rieron de ella. Más
respeto, exclamaba; ¡más consideración! Deberíais alegraros de que esté con
vosotras; mis propuestas os van a beneficiar, llevaréis una vida más digna.
El abogado Mariano López Lucas, quien se hizo cargo del caso tras ser
nombrado ministro su predecesor, se alegró cuando le llegaron quejas del
comportamiento peculiar de Aurora. Ha entendido lo que hay que hacer.
Basaré la defensa en la irresponsabilidad de mi cliente.
Aurora Rodríguez no lo entendía así. Soy totalmente responsable de mis
actos. Los he realizado tras meditarlos a fondo. No me resultó nada fácil. ¿Así
que sufro delirios? ¿Porque defiendo la reeducación de las prostitutas?
¿Porque considero que los gitanos deben formar sindicatos? ¿Que las mujeres
deben tener los mismos derechos que los hombres?
Estas explicaciones no tienen absolutamente nada que ver con el proceso,
la interrumpió el presidente del tribunal. La acusada se abstendrá de

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manifestar tales opiniones y se limitará a responder a los cargos.
El juicio tuvo lugar apenas transcurrido un año de la muerte de Hildegart.
Horas antes del inicio de la vista los alrededores del Palacio de Justicia
ofrecían un aspecto inusual. Ya la noche anterior habían ido llegando los
primeros curiosos. Los mendigos aprovechaban la ocasión, también los
carteristas y los vendedores de refrescos y golosinas. Dos mujeres que estaban
una detrás de la otra empezaron a discutir, se cogieron de los pelos para
diversión de los hombres circundantes, rodaron aún enzarzadas por el suelo.
Un policía las separó a porrazos.
El público fue sometido a un registro en busca de armas: había llegado al
tribunal un anónimo con una amenaza de muerte, se temía un atentado. La
cifra de infanticidios aumentó durante los meses que siguieron a la muerte de
Hildegart. Mujeres corrientes y sin tacha hasta entonces asesinaban a sus
hijas, mientras otras daban a sus recién nacidas el nombre de Hildegart, que
también era el mote con el que algunos jóvenes ridiculizaban a sus prometidas
si se interesaban por la política o por los problemas de las mujeres, a menudo
incluso si tan solo leían el periódico o abrían un libro. Eso no es para mujeres.
Si continúas así, vas a terminar como Hildegart.
Al principio de la vista Aurora Rodríguez parecía tranquila y serena.
Tenía en la mano un pequeño ramo de claveles rojos que le había entregado
una mujer mientras dos funcionarías de prisiones la conducían al juicio.
Respondió en voz alta y firme a las preguntas del fiscal. Cuando comenzó a
hablar de temas políticos el presidente la interrumpió diciendo que no
admitiría arengas subversivas. De repetirse el incidente el juicio continuaría a
puerta cerrada. En ese caso, dijo Aurora, renuncio a hacer más declaraciones.
Ya el primer día del proceso dos expertos nombrados por el tribunal, los
médicos conservadores Antonio Vallejo-Nágera y Antonio Piga, leyeron su
dictamen: Aurora Rodríguez Carballeira es una psicópata aquejada de
exhibicionismo y manía persecutoria. Sus sentimientos de odio son muy
marcados; el instinto materno natural está atrofiado en ella. Pero entiende el
alcance de lo que hacía en el momento del crimen. Tiene tendencias
paranoides pero no es una paranoica, y por ello sí es plenamente responsable
de sus actos.
Los psiquiatras de la defensa contradijeron aquellas conclusiones en la
mañana del segundo día. Ellos, los doctores José María Sacristán Gutiérrez,
Miguel Prados y Such y Fulgencio Fuertes, habían examinado con frecuencia
y a fondo a Aurora Rodríguez tanto inmediatamente después de los hechos
como durante las semanas siguientes. Todos los test y exámenes realizados

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confirmaron la sospecha inicial de que la acusada sufría de una paranoia
incurable. Por ello no se le podía exigir responsabilidad alguna por el delito
del que se la acusaba.
Después del dictamen los expertos se lanzaron a una disputa acalorada.
Ambas partes se acusaron mutuamente de incompetencia, afán de
protagonismo y frivolidad. El fiscal preguntó a Aurora Rodríguez si se
consideraba una enferma mental. La mujer perdió por primera vez los
estribos, se levantó con rapidez y aferró con tanta fuerza la balaustrada que se
le blanquearon los nudillos.
—¡No y mil veces no!
Ya lo ven, dijo el hombre. No parece que se necesiten más pruebas.
¡Protesto!, gritó el abogado defensor.
Me golpean a mí pero apuntan a las reformas, gritó Aurora. No me atacan
a mí sino al progreso.
El presidente le quitó el uso de la palabra. No voy a permitir que esta
mujer se haga pasar por una mártir política. La sesión se aplazó para calmar
los ánimos.
Nerviosismo. Este es el estado que flota en el ambiente del Palacio de
Justicia después de la sesión de ayer. El público femenino está nervioso y se
agita, condenando en su mayoría lo realizado por la procesada y su actitud
en el día de ayer. En cambio otras señoras aseguran que la madre era una
víctima de su hija. Nerviosos los peritos al sostener sus tesis respectivas.
Nervioso, pero contundente, el fiscal; nervioso el defensor; nerviosa la
procesada, más que ayer, y nerviosos en extremo, a excepción de una señora,
los testigos. Quienes habían conocido a Aurora Rodríguez a través del trabajo
político de Hildegart, entre ellos ministros, concejales y catedráticos
universitarios, fueron eximidos de la obligación de testificar. Quedaban la
criada Julia Sanz, la portera del edificio, varias vecinas y algunos hombres
que declararon haber mantenido una relación puramente paternal con la
fallecida, declaraciones que Aurora Rodríguez rechazó de manera tajante.
Cuando la atemorizada criada, que se había puesto a tartamudear a la vista de
tanta gente en la sala, afirmó haber visto varias veces a Aurora pegar a su hija,
la acusada la interrumpió. Estás mintiendo, Julia. Y lo sabes de sobra. El
público se agitó cuando el abogado defensor indicó que el padre de Hildegart
se encontraba en la sala. Aurora lo negó y aseguró que aquel hombre había
muerto hacía años.
Entonces el fiscal inició su alegato. Insistió en que él rechazaba la
institución del jurado popular, una de las muchas aportaciones negativas de

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la democracia, pero le alegraba ver solo hombres en el jurado, que, al
contrario que las mujeres, no se dejarían llevar por los sentimientos y estarían
abiertos a argumentos racionales.
La acusada, profundamente perversa, había cometido el crimen por tres
motivos: porque su hija quería llevar una vida independiente; porque
Hildegart se había enamorado; porque Hildegart estaba dando la espalda a la
política. Aurora Rodríguez había preparado su delito con anticipación y de
ninguna manera podía decirse que actuó impulsivamente. Por lo demás, su
inteligencia era media. La procesada es astuta, solo eso. Mediocre. Criticó a la
defensa por no estar interesada en descubrir la verdad, solo pretendía
convencer al tribunal de la irresponsabilidad penal de la acusada.
Al defensor de Aurora le tocó el turno al tercer día. Señaló que en la
familia de la mujer había habido varios casos de enfermedades mentales, que
su vida sexual, como había demostrado con su pasado, estaba atrofiada, que
los psiquiatras a los que encargó el dictamen habían realizado su trabajo a
título honorífico, mientras los señores Vallejo-Nágera y Piga, aparte de haber
recibido siempre con burla y desprecio el trabajo de Hildegart para la Liga de
Reforma Sexual, habían exigido unos honorarios exorbitantes por su
dictamen, y que incluso uno de ellos ni siquiera había visto a Aurora
Rodríguez antes del inicio del proceso.
La procesada sufre una enfermedad incurable, dijo. No se le puede exigir
responsabilidad por sus actos, por ello abogo por recluirla en un hospital
psiquiátrico.
El presidente preguntó a Aurora Rodríguez si tenía algo que añadir.
Sí, señoría. No estoy de acuerdo en ningún punto con el alegato de la
defensa. No estoy loca.
A la una se anunció el veredicto. Aurora Rodríguez ha sido encontrada
culpable de matar a su hija Hildegart mediante disparos realizados con una
pistola. En ese momento la acusada era responsable de sus actos. No se han
encontrado circunstancias atenuantes.
Aurora Rodríguez fue condenada a una pena de cárcel de veintiséis años,
ocho meses y un día, más un día de ayuno por trimestre. La acusación de
posesión ilícita de armas se había sobreseído al segundo día porque ese delito
estaba incluido en una amnistía decretada por el gobierno.
Un año y medio más tarde, después de un nuevo dictamen psiquiátrico,
Aurora fue recluida en un manicomio. El proceso nunca se llegó a reabrir:
cuatro generales se alzaron contra el gobierno meses después. Las huellas de

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Aurora se perdieron, escribió De Guzmán, en los días confusos y caóticos de
la guerra civil.

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iempozuelos, un pueblo en el valle del Jarama a casi seiscientos

C metros sobre el nivel del mar, estuvo durante semanas en tierra de


nadie entre los frentes. Ante el avance de las tropas comandadas por
Franco, sus habitantes habían ido a refugiarse a la capital, a treinta y cinco
kilómetros de allí, en carretas en las que cargaban sus pertenencias. Dejaban
atrás a los asustados internos de dos manicomios (uno para hombres, el otro
para mujeres), sobre cuyas cabezas silbaban la metralla y las granadas de los
morteros. La mayoría de las cuidadoras del manicomio de mujeres había
huido a casas de sus parientes en la retaguardia nada más estallar la guerra.
Unas cuantas monjas se negaron a abandonar a sus pacientes, aunque es
verdad que no les eran de mucha utilidad: en el fragor de la batalla solían
encerrarse en la capilla a rezar por la victoria de los golpistas inspirados por
Dios.
Al principio de su estancia en Ciempozuelos Aurora Rodríguez presentó
propuestas para reformar la vida en la institución. Por ejemplo, exigió dos
meses de vacaciones anuales para las enfermeras. Los pacientes con
posibilidades de curación deberían obtener el alta de inmediato y recibir
tratamiento ambulatorio en caso de necesidad. Para los incurables exigía la
creación de viviendas compartidas administradas por ellos mismos. A los
médicos solo les estaría permitido contraer matrimonio en casos
excepcionales. Los pacientes serían responsables de elegir a sus parejas.
Cuando la huida y la confusión del personal sanitario dejó desamparados a
los pacientes, Aurora se sintió en la obligación de ocuparse de su bienestar.
Siguiendo sus instrucciones, las mujeres reventaron el portón principal y se
instalaron en las casas del pueblo. Una semana después las provisiones que
habían quedado atrás empezaron a agotarse y las pacientes se hicieron cargo
de su propia alimentación. Se acostumbraron muy pronto a la proximidad de
la guerra. Apenas echaron de menos la asistencia médica.
En febrero de 1937 un batallón de los nacionales ocupó el pueblo. Las
mujeres fueron obligadas a regresar al hospital. Veinte días más tarde el

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general Franco visitó Ciempozuelos en su camino a Palencia; con él llegaron
otros médicos. Los centros psiquiátricos quedaron sometidos al mando
militar.
Aurora Rodríguez tuvo que pasar varios meses en una celda de castigo por
haber sido una de las cabecillas. Al principio de la dominación franquista se
mostraba deprimida y desesperanzada. Dejó de leer el periódico y se negó a
realizar trabajo alguno. Tragaba la comida mecánicamente. Solo uno de los
médicos, Juan Martínez, consiguió que rompiera su silencio. Solía asentir
cuando ella hablaba de la necesidad de reducir drásticamente la natalidad.
Pero entonces Aurora se enteró de que el hombre había sido padre por cuarta
vez y comenzó a esquivarlo. ¿Cómo iba a sobrevivir la humanidad si todos se
reproducían como conejos? A veces aún conversaba con el doctor Alberdi.
Hasta que se enteró de que comulgaba cada domingo. Menudo meapilas.
Todo su afecto se lo prodigaba a un gato cuya muerte lloró mucho tiempo.
Así continuó su vida, apática, en completo silencio. Al parecer, murió el
veintiocho de diciembre de 1995.

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einte años más tarde, después de haber recordado a Hildegart en un

V artículo, Eduardo de Guzmán recibió una carta de Barcelona.

Estimado amigo:
He leído con interés y aprobación su artículo en el que
honra la vida y la obra de mi hija Hildegart. Estoy
completamente de acuerdo con todo lo que ha escrito. Solo me
gustaría añadir un pequeño detalle sin importancia: indica
usted que la madre de Hildegart, a la que usted no volvió a ver
después del proceso, sin duda ha muerto hace muchos años. Se
equivoca. Estoy viva y bien de salud.
Con todo mi aprecio,
Aurora Rodríguez Carballeira

De Guzmán, que no estaba informado del traslado de Aurora a Ciempozuelos,


fue a la dirección que figuraba en el sobre. Pero allí no encontró a nadie.
Tampoco los vecinos supieron darle pista alguna sobre el origen de la carta.
Emprendió el viaje de regreso sin haber averiguado nada.

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NOTA DEL AUTOR

aya por delante la advertencia, que es al mismo tiempo una

V autoincriminación, de que esta novela no cuenta la vida de Aurora


Rodríguez y su hija Hildegart tal como fue, por lo menos en cuanto a
la infancia y juventud de la madre se refiere, sino como podría haber sido. Me
enteré del caso en 1977, debido a la reedición del testimonio de Eduardo de
Guzmán al estrenarse la película de Fernando Fernán Gómez, Mi hija
Hildegart. Ese mismo año, lleno de recuperaciones de la historia silenciada o
tergiversada por la dictadura franquista, se reeditaron por primera vez dos
libros de Hildegart, La rebeldía sexual de la juventud y El problema sexual
tratado por una mujer española, seguidos, en 1978 y 1979, por la guía
Medios para evitar el embarazo y la novela corta ¿Quo vadis, burguesía?
Para obtener más información sobre madre e hija, acudí en 1983 a las
hemerotecas y bibliotecas en Madrid, me entrevisté varias veces con Eduardo
de Guzmán y también, en Ciempozuelos, con José López de Lerma, por
entonces director del Hospital Psiquiátrico, y con el doctor Tomás Alberdi,
quien había trabajado de psiquiatra en el mismo centro en época de Aurora
Rodríguez. Pero no encontré ni el sumario de Aurora en la Audiencia
Provincial de Madrid, ni el expediente penitenciario de las cárceles de
mujeres en las que ella estuvo presa antes de su traslado a Ciempozuelos. El
primer documento no lo conseguí hasta cuatro años más tarde, cuando esta
novela ya se había publicado en alemán, y el acceso al segundo, recién ahora,
se lo debo al historiador Fernando Hernández Holgado. El grueso del material
disponible lo formaron por tanto los escritos de Hildegart, los recuerdos de
Eduardo de Guzmán y las declaraciones de Aurora hechas tanto a este y a su
compañero de redacción en el diario La Tierra, Ezequiel Endériz, como al
presidente del juzgado, que fueron reproducidas por los periódicos de la
época. Sus omisiones y afirmaciones, que resultaron ser falsas, me indujeron
a inventarme parte de su biografía. Los mayores desvíos se deben,
curiosamente, a un detalle mínimo, el hecho de que Aurora se hizo, frente a
De Guzmán, trece años más joven, lo que desencadenó, en mi imaginación,

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una serie de episodios que con la edad que tenía de verdad difícilmente se
pudieron haber dado. Hay sin embargo un detalle que me he inventado
deliberadamente: el anuncio puesto por Aurora en el periódico, en búsqueda
de un «colaborador fisiológico». Alude a un episodio en el relato La
marquesa de O., como homenaje a Heinrich von Kleist, quien contó historias
tan tremendas como la de Aurora e Hildegart con mucha distancia,
aumentando así, paradójicamente, la conmoción de los lectores.
Los motivos de Aurora fue publicada en su versión original, en alemán, a
principios de 1987. Cuatro años más tarde salió la monografía de la profesora
Rosa Cal, A mí no me doblega nadie, un verdadero hito en el tema, ya que
ofrecía una abundante y detallada documentación de la vida de Aurora en El
Ferrol, incluyendo el entorno familiar y social. De hecho, como fuente de
información ese libro no ha sido superado hasta hoy, a no ser que nos
centremos en varios ensayos dedicados a la obra de Hildegart, escritos en su
mayor parte por psicólogas e hispanistas anglosajonas y complementados en
2017 por la alemana Jana Wittenzellner en su estudio Zwischen Aufklarung
und Propaganda. Strategische Wissenspopularisierung im Werk der
spanischen Sexual reformerin Hildegart Rodríguez (1914-1933). (Entre
ilustración y propaganda. Popularización estratégica del conocimiento en la
obra de la reformadora sexual Hildegart Rodríguez) cuyo único defecto
consista, tal vez, en la falta de empatía hacia su protagonista.
Si acepto que se publique esta novela ahora, treinta y tres años después de
la primera edición, precisamente en España, a pesar de sus elementos ficticios
que consideraría como infracciones intolerables si aspirara a relatar la historia
verídica de Aurora, es por creer que la mayor parte de las obras literarias y
dramáticas publicadas o puestas en escena en España trataban el caso desde
una óptica intimista y personalizada, haciendo hincapié en la terrible opresión
que una madre —la Madre Muerte o Madre Araña, como escribía Rosa
Montero— ejercía sobre su hija reduciéndola a un simple instrumento.
Pigmalión, el Golem, Frankenstein han sido los modelos literarios a los que se
ha recurrido una y otra vez para explicar el talante y comportamiento de
ambas mujeres. Para mí, sin embargo, han sido más determinantes los
motivos sociales que llevaron a la madre a querer realizar sus ideas de un
mundo más justo. Tampoco me interesaba insistir en su supuesta locura o
paranoia, sino mostrar lo que llevaban de razón ella e Hildegart en su rechazo
de la sociedad de clases dominada, además, por el machismo que relegaba a
las mujeres a un segundo plano, y aún menos me atraía la psicologización de
un conflicto que en el fondo no se dio entre madre e hija sino entre ellas, por

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un lado, y los poderes hegemoniales, por el otro. Hay que tener en cuenta, en
este contexto, la frase del escritor Guntram Vesper antepuesta a esta novela,
de que es una medida horrenda contra las personas extraordinarias el
hundirlas tanto dentro de sí que al volver a emerger lo harán siempre como
una erupción volcánica, autodestructiva en la mayoría de los casos. Quiero
decir que fue la violencia, la opresión social la que llevó, en última instancia,
al desenlace mortal. Comprender ese mecanismo no equivale a justificar el
delito.
Cabe aún otra interpretación de esta historia. Me di cuenta de ella por las
reacciones de muchas lectoras, y lectores, cuando se publicó mi novela por
primera vez, en tiempos de la llamada perestroika en la Unión Soviética y los
países europeos de su órbita de influencia, y algunos años más tarde, al salir
el libro en Cuba: el hecho de que las aspiraciones revolucionarias de una
generación (Aurora) se convirtieran en atormentadoras, restrictivas y
autoritarias para la siguiente (Hildegart). La negativa a adoptar los objetivos y
sobre todo los modales de los mayores no es aceptada por estos, que todavía
manejan el poder. Este conflicto es inherente a los movimientos libertadores
petrificados y parte de sus desgracias. Llama la atención que la propia
Hildegart tematizó ese mecanismo, en el prólogo a La rebeldía sexual de la
juventud, al afirmar que «los redentores siempre han tenido muy mala suerte.
Por eso no quiero meterme a redentora de los demás. Me creo redimida a mí
misma y quiero señalar a otros los caminos de su liberación. Nada más». Su
clarividencia no la salvó. Pero el hecho de que hayan fracasado ambas, ella y
su madre, no es ninguna indicación de que debamos abstenernos de luchar por
lo que lucharon ellas. Así se expresó una crítica austríaca, Stefanie
Wukovitsch, en una reseña de este libro. Fue la que más me ha gustado.

Viena, diciembre del 2019

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ERICH HACKL (Steyr, 1954) es un escritor y traductor austríaco, hispanista
y miembro de la Academia Alemana de la Lengua y la Poesía. Su obra gira
alrededor de los grandes logros y derrotas de nuestra época: la guerra civil
española, la resistencia antinazi, la lucha contra las dictaduras en Argentina y
Uruguay. Por conciliar la investigación histórica con un lenguaje preciso y
poético, Hackl es considerado el gran cronista de la literatura contemporánea
de habla alemana. Todas sus novelas se basan en hechos reales. De entre su
obra podemos destacar Adiós a Sidonie (2002), La boda en Auschwitz (2005),
El lado vacío del corazón (2016) o Como si un ángel (2019). Con Los motivos
de Aurora Hackl se alzó con el Premio Aspekte a la Mejor Primera novela de
1987. Traducida a catorce idiomas, también ha tenido adaptaciones teatrales
en Francia, Estados Unidos, Alemania y Suiza.

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