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Tradición y vanguardia en la poesía de Miguel Hernández

La obra de Miguel evoluciona a lo largo del tiempo: de una sencillez inicial, de un verso simple que
respira bucolismo, o romanticismo sentimental, pasa a un barroquismo complejo, a una trabajada y
conceptuosa recreación de la realidad, con metáforas que poseen elementos personales innegables.
Góngora y los clásicos están detrás de esta poesía “encorsetada” en octavas reales y profundamente
imaginativa. (“Perito en lunas”). Miguel Hernández está dentro de la llamada “poética purista” de los
años veinte. Influencias de Valery y Jorge Guillén. Un vanguardismo algo caduco ya, que convierte
sus composiciones en acertijos poéticos.
• Más tarde, su poesía, tras nuevas lecturas y nuevas amistades, se va haciendo más fluida y
humana, agilizando las “armaduras”: versos jugosos, ricos en imágenes y en expresividad,
sacudidos por una intuición trágica… (“El rayo que no cesa”). Influencias de Aleixandre y
Neruda. Temática amorosa, a modo de cancionero, dentro de la tradición petrarquista.
Imágenes y simbolismo al servicio de sus experiencias amorosas. Melancólicos paisajes de la
lírica de Garcilaso.
• Entre 1935 y 1936 se relaciona con el surrealismo.
• En estos años sus poemas empiezan a tener conciencia social: es el poeta de la guerra civil. Con
su verso y con su “sangre” va plasmando la tremenda experiencia de la guerra. (“Pueblo de mi
misma leche”, dice el poeta). Superación de la etapa retórica. Poesía combativa y exaltada, de
condenación del burgués. Defensor del pueblo, del oprimido, de los campesinos… (“Viento
del pueblo”). Muchos de estos poemas se escribieron pensando en la recitación pública. Poesía
social. El contenido se esparce en cuatro direcciones: la elegía, la exaltación heroica, el
sarcasmo combativo y lo social.
• La derrota del ejército republicano supone para Miguel Hernández una tremenda decepción y
una tristeza que vuelve a quedar reflejada en sus poemas. El odio, la muerte sin sentido, las
cárceles… Desencanto y dolor. Empieza a buscar un intimismo (“El hombre acecha”) que
culminará en el “Romancero y cancionero de ausencias”, concebido como un auténtico diario
íntimo. Poesía de la experiencia. La verdadera preocupación humana: la vida, el amor, la
muerte.
• Al final, su poesía tiende hacia una síntesis conceptual, emocional y lingüística. Fácil de
comprender y profundamente humana. Como dice Carlos Bousoño, sus poemas últimos tienden
hacia dentro, son individualistas y sinceros. Y como hombre del pueblo, de clarísima
extracción popular, surgen en él las canciones tradicionales, las de siempre, como expresión de
lo más hondamente sentido.

En resumen: M.H. empieza escribiendo una poesía de imitación de la poesía culta barroca; y termina
su obra poética utilizando las formas más próximas a las que había tenido en su infancia de pueblo
sencillo: la poesía tradicional.

http://www.sabinamora.es/index.php?
option=com_content&view=article&id=196:cuestiones-
selectividad-miguel-hernandez&catid=45:lengua&Itemid=70
Trayectoria poética de Miguel Hernández: la evolución de su
poesía

Hablar de la vida de MH es hablar de su obra.1º etapa: el mundo externo (la naturaleza como
vivencia, el ello). Sus primeros textos hablan de la naturaleza como una perfecta obra divina. Aquí MH
copia, memoriza e imita a los clásicos españoles. De esta época data su amistad con Ramón Sijé que se
convertirá en su “mecenas” particular. Funda la revista literaria “Destellos”, participa en certámenes
literarios pero quiere liberarse del control paterno. A los 21 años en Madrid compone “Perito en lunas”
poesía pura española en octavas reales que combina la tradición culta y la popular. De vuelta a su
Orihuela, el poeta se centra en una mentalidad católica y colabora en “El Gallo Crisis”, revista literaria
religiosa fundada por Ramón Sijé. Segunda etapa: el mundo interno (amistad y amor, el yo
personal). Miguel Hernández conoce en 1933 a Josefina Manresa la capital condujo a que rompiese sus
relaciones, luego se enamora de Maruja Mallo que lo rechaza de forma inesperada. Más tarde escribe a
Josefina pidiéndole reanudar sus relaciones. Tiene éxito. Desde ahí ya no interferirá otra mujer, pero sí
la guerra civil y la cárcel. / “El rayo que no cesa” (1935) es una obra formada por poemas y sonetos
amorosos con los que marcará un hito en la lírica amorosa española. En éstos aparece el sentimiento
delamante frustrado (pena hernandiana).

El tema de la obra es la queja del enamorado por no poder gozar carnalmente de su amor, no por no
ser correspondido.En 1935 abandona su credo religioso y se abraza a la defensa de los más débiles, del
proletariado, de las desprotegidas mujeres. Además, Su poesía pura se convierte en poesía impura,
manchada por la realidad.Tercera etapa: el mundo externo (igualdad social,el nosotros). Su poesía se
hace bélica, recurre a romance y al octosílabo, a un idioma llano y popular. De esta época es “Viento
del pueblo”, cuyos temas son la explotación del asalariado, la pobreza, el hambre, la injusticia y el
amor./ En 1938, escribe “El hombre acecha” (aparece el dolor y la ira), dedicado a Pablo Neruda. En
él ya no hay optimismo, sino desilusión y siente que el hombre es un lobo para el hombre (homo
hominis lupus).Cuarta etapa: el mundo interior y poesía carcelaria (el yo universal). Acabada la
guerra, Miguel está cansado y desengañado y su huida hacia tierras portuguesa es un fracaso y acaba
en la cárcel donde recibe una carta de su esposa en la que le confiesa que casi no puede amamantar a
su segundo hijo porque sólo come pan y cebolla. De aquí sale las “Nanas de la cebolla”./ Un error
burocrático lo pone en libertad. Regresa a Orihuela y allí mismo es detenido y encarcelado de nuevo.
“Cancionero y romancero de ausencias” es un libro póstumo, nonato, con temas amorosos y
adversidades, lleno de ternura y melancolía. Lo escribe mientras está en la cárcel.

(RASGOS ESTILÍSTICOS )

→ TONO Y MÉTRICA:
1º Tono del poema: poesía pura y hermética, de inspiración gongorina / sonetos amorosos de inspiración quevedesca/
poesía neopopular y de combate (romance o cuartetas) / poesía de tono épico / poesía desnuda en moldes de la canción
popular…. Yo poético – tú lírico (APÓSTROFE).

2º Métrica:

 OCTAVA REAL: 8 vv. /arte mayor (endecasílabos) / rima consonante / esquema: ABABBACC (básico)
ABBAABCC o ABABBABB.

 SONETO: 2 cuartetos (ABBA) o serventesios (ABAB) + 2 tercetos encadenados / arte mayor (endecasílabos) /
rima consonante.
 TERCETOS ENCADENADOS: arte mayor (endecasílabos) / rima consonante / esquema: ABA – BCB – CDC
-….

 SILVA: serie variable de versos heptasílabos y endecasílabos sin esquema métrico fijo / rima consonante
(puede quedar algún verso suelto).

 CUARTETA: 4 vv. / arte menor (octosílabos) / rima consonante / esquema: abab.

 ROMANCE: serie variable de versos octosílabos con rima asonante en versos pares / esquema: -a-a-a….

 OTRAS COMBINACIONES:

- Décima o espinela en «Rosario, dinamitera»: 10 vv. /arte menor (octosílabos)/ rima consonante: abbaaccddc.

- «Canción del esposo soldado»: El poema se compone de 11 serventesios (rima consonante y


esquema métrico ABAB) muy particulares: en los 9 primeros serventesios los tres primeros
versos son alejandrinos (14 sílabas con cesura en la 7ª) y el último es heptasílabo (se quiebra el
alejandrino en la 7ª sílaba); sin embargo, en los dos últimos serventesios el último verso es
también alejandrino.

- «Nanas de la cebolla»: El poeta trabaja una métrica tradicional y popular. El poema se


compone de 12 estrofas de 7 versos en los que combina heptasílabos y pentasílabos con rima
asonante. Sigue la estela de la seguidilla compuesta (seguidilla + soleá), estrofa popular adecuada
para el canto. La seguidilla (estrofa de 4 versos cuyo esquema métrico es: 7-, 5a, 7-, 5a) se hace
compuesta al añadir una soleá particular, sin octosílabos (5b, 7-, 5b), para componer estas
estrofas de 7 versos cuyo esquema métrico resultante en el poema es: 7 -, 5a, 7-, 5a + 5b, 7-, 5b.
Ciertamente, la rima asonante a veces se extiende a los versos libres, otras veces rima con la
misma palabra (estrofa 1: “escarcha”; estrofa 2: “hambre”) y otras deviene rima consonante
(estrofa 3: luna-cuna).

- «La manos»: serventesios alejandrinos con cesura en la 7ª sílaba (a veces la cesura marca
rima aguda que añade una sílaba a las trece contadas, como ocurre en la 1ª estrofa) y el cuarto
verso heptasílabo: ABAb.
Otros serventesios “quebrados” (ABAb) que combinan alejandrinos y heptasílabos /
alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos / endecasílabos y tetrasílabos…

→ NIVEL FÓNICO:
Junto al ritmo y la rima, hay una serie de figuras que buscan un efecto fónico:
ALITERACIÓN.
PARANOMASIA (“cardos y nardos”, “tiene sed de ser agua”).
A veces, la aliteración se produce por efecto de la DERIVACIÓN redundante: “con ametralladoras cálidas y canciones
os ametrallaremos”.

→ NIVEL SINTÁCTICO:
ANÁFORA / EPÍFORA.

ANADIPLOSIS (“Ideas sin palabras / palabras sin sentido”) / EPANADIPLOSIS (“bravo como el viento bravo”).

ENUMERACIÓN (unida al ASÍNDETON o al POLISÍNDETON).

POLIPTOTON (“beso que rueda en la sombra / beso que vienes rodando”, “boca que arrastra mi boca: / boca que me has
arrastrado…..”: unido aquí al paralelismo) y DERIVACIÓN (“madrugó la madrugada”).

PARALELISMO (unido muchas veces a la anáfora y al poliptoton): vid. 2ª estrofa de «Guerra».

CORRELACIÓN (a veces unida a la anáfora y al paralelismo): vid. «Tristes guerra», «Llegó con tres heridas», «La boca».

HIPÉRBATON
ELIPSIS (“Es la casa un palomar y la cama un jazminero”).

INTERROGACIÓN RETÓRICA (“¿Quién llenará este vacío…?”: el poema es la interrogación, p. 304).

→ NIVEL SEMÁNTICO:
COMPARACIÓN

METONIMIA → “detrás del innumerable muerto que jamás se aleja”.

METÁFORA PURA (“Al octavo mes ríes / con cinco azahares” → cinco dientes de leche).
IMPURA A es B → “La cebolla es escarcha…”
A de B → “El almendro de nata…”
B de A → “Bebida de mi frente” (el sudor)
A, B (aposición) → “Esposa de mi piel, gran trago de mi vida”

SÍMBOLO → metáfora tópica de un autor, un movimiento, una época.

SINESTESIA (“opacos latidos”, “cuchillo de ala dulce”, “voz de luto”, “sudor silencioso”, “cálido latido”, “sorda hoguera, “voz de
bronce quieto”, “carta cálida”, “día azul”, “celeste maldad”…).

HIPÁLAGE (DESPLAZAMIENTO CALIFICATIVO) → “golpe amarillo” (del limón lanzado), “el tiempo amarillo
sobre mi fotografía” (foto antigua, color sepia), “avisad a los jazmines con su blancura pequeña” (jazmín=flor
pequeña>blancura), “el trino amarillo del canario”, “trago negro los ojos”… Metáfora + hipálage: “Ventana que da al mar,
a una diáfana muerte / cada vez más profunda, más azul y anchurosa”.

HIPÉRBOLE

EPÍTETO / PLEONASMOS (redundancias).

PROSOPOPEYA (personificación) → “taciturna nata”, “se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al
hombre”, “cuando te voy a escribir se emocionan los tinteros”, “Diciembre ha congelado su aliento de dos filos”…

ANTÍTESIS → “Alarga la llama el odio / y el amor cierra las puertas”/ vid. última estrofa de «Sentado sobre los
muertos».

PARADOJA →”Te doy vida en la muerte que me dan y no tomo”, “Me siento cada día más libre y más cautivo / en
toda esta sonrisa tan clara y tan sombría”, “Cansado de odiar, te amo/Cansado de amar, te odio”…

OXÍMORON →“claras oscuridades”, “sonreír con la alegre tristeza del olivo”.

El compromiso social y político en la poesía de Miguel


Hernández

Cuando, en marzo de 1934, Miguel Hernández viaja por segunda vez a Madrid, comienza para él una nueva etapa en la
que se introducirá en la intelectualidad de la capital y se “despegará” definitivamente del ambiente oriolano, lo que
provocará una crisis personal y poética de la que saldrá su voz definitiva. Comenzará a colaborar en la revista «Cruz y
Raya», dirigida por José Bergamín, y tomará contacto con la Escuela de Vallecas (de ahí su relación con Benjamín Palencia
y Maruja Mallo), Altolaguirre, Alberti, Cernuda, María Zambrano o Pablo Neruda. El año 1935, en el que escribe El rayo
que no cesa (publicado en enero de 1936 y editado por M. Altolaguirre y Concha Méndez), será muy fructífero (y crítico)
para Hernández: conoce a Vicente Aleixandre, cuyo poemario La destrucción o el amor será su libro de cabecera; colabora
con Pablo Neruda en la revista «Caballo verde para la Poesía», con lo que se decantará definitivamente por la “poesía
impura” y dejará atrás la influencia clasicista, conservadora y de acentos católicos de Ramón Sijé; y, junto a su trabajo en la
enciclopedia «Los Toros», con J. Mª Cossío, se incorpora con Enrique Azcoaga a la Misiones Pedagógicas. Las Misiones
Pedagógicas, que dieron comienzo en 1931 y finalizaron con el comienzo de la guerra civil en 1936, fueron un proyecto
educativo español creado en el seno del Museo Pedagógico Nacional y de la Segunda República Española e inspirado en la
filosofía de la Institución Libre de Enseñanza. Dicho proyecto se creó con el encargo de “difundir la cultura general, la
moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses
espirituales de la población rural”, donde los índices de analfabetismo eran altísimos. Comienza, pues, el compromiso
social de Miguel Hernández.
Muy pronto, el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936 obliga a Miguel Hernández a dar el paso al compromiso
político. El comienzo de la contienda fue amargo (en agosto es asesinado por unos milicianos el padre de Josefina
Manresa, guardia civil), pero no por ello fue menos decidida su respuesta para defender a la República: en septiembre se
incorpora como voluntario al Quinto Regimiento y, más tarde, a instancias del poeta Emilio Prados, se incorporará a las
órdenes de Pablo de la Torriente Brau, comisario político por entonces, que busca a Hernández un destino más idóneo
nombrándole jefe del Departamento de Cultura para que se encargue del periódico de la brigada y de organizar la
biblioteca. En diciembre de 1936, tras la muerte en plena batalla de Pablo de la Torriente, el batallón se reorganiza en la
llamada Primera Brigada Móvil de Choque, que cuenta con imprenta y publica el semanario «Al ataque», donde el poeta
publica poemas significativos de este período. En febrero de 1937, con la guerra recrudeciéndose, Miguel Hernández es
trasladado al Altavoz del Frente Sur, en Andalucía, entre cuyos cometidos está el uso de la poesía como arma de combate,
propagándola a través de altavoces. En marzo, aprovechando el “sosiego” de la retaguardia, viaja a Orihuela para casarse
civilmente con Josefina Manresa. Y, de vuelta a Andalucía, dirige el periódico «Frente Sur». Este es el tiempo en que el
poeta compone Viento del pueblo, que será publicado en Valencia (Ediciones del Socorro Rojo), en verano de 1937. El
sentido de este poemario, que recoge los poemas escritos desde el estallido de la guerra, publicados puntualmente en
diversas revistas, queda reflejado en su dedicatoria de Vicente Aleixandre:

“... Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo
[…]. Los poetas somos viento del pueblo; nacemos para pasar soplados a través de sus poros
y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas […]. El pueblo espera
a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.

Miguel Hernández comprende el poder transformador de la palabra, su posible función social y política. La solidaridad
es su lema poético. Fruto de esa necesidad de compromiso será Viento del pueblo, poesía comprometida, poesía de guerra
y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Esta concepción de la “poesía como arma” [“arma cargada de
futuro”, dirá años después Gabriel Celaya] que domina este poemario implica que lo lírico cede a lo épico: el poeta asume
una función “profética” (su voz se alza para proclamar el amor a la patria, para educar a los suyos en la lucha por la
libertad y la justicia y para increpar a los opresores de la patria y los hombres). Dicha función se articula en tres tonos:

- Exaltación (exaltación heroica de los hombres que luchan por la justicia y la libertad): «Vientos del pueblo»,
«Canción del esposo soldado», «El sudor», «Rosario, dinamitera»…
- Lamentación (lamentación por las víctimas de los opresores): «Elegía primera» [“A Federico García Lorca, poeta”],
«Elegía segunda» [“A Pablo de la Torriente, comisario político”], «El niño yuntero», «Aceituneros»…
- Imprecación (imprecación a los enemigos, opresores y explotadores): «Los cobardes», «Ceniciento Mussolini».

Al modular dichos tonos, el poeta se focaliza en un “yo” lírico («Canción del esposo soldado») o en un “yo” fundido
con un nosotros («Sentado sobre los muertos»), pero, sobre todo, se funde con seres anónimos o grupos sociales
(campesinos, niño yuntero, jornaleros, aceituneros) que devienen arquetipos de los oprimidos y explotados. Y en esa labor
de “exaltar”, “lamentar” e “imprecar”, donde domina la función apelativa (gesto de énfasis, de dramatización, fórmula
de llamada…a un “tú” lírico, ya sea el oprimido por el que lamentarse, el héroe al que exaltar o el explotador al que
imprecar) propia de toda poesía de propaganda, la actitud lírica dominante es la del apóstrofe. Así, a lo largo del poemario,
el apóstrofe lírico presenta diferentes matices: arenga, exhortación, insulto… A su vez, también hay distintos destinatarios
(distintos tipos de “tú” lírico): el “tú” de la lamentación elegíaca (García Lorca o Pablo de la Torriente), un “tú” al que
insultar o provocar (los cobardes, Mussolini), un “tú” de exhortación (jornaleros, campesinos de España), un “tú” al que
elogiar (los jóvenes proletarios)…
El tono de exaltación es el tono dominante en Viento del pueblo en tanto que la voz “hímnica” domina gran parte de
sus poemas, en los que hay un generoso entusiasmo combativo que lleva a mitificar a los protagonistas poemáticos
(jornaleros, poetas, combatientes…). Así, exalta y exhorta a los jornaleros (“Jornaleros: España, loma a loma, / es de
gañanes, pobres y braceros. / ¡No permitáis que el rico se la coma, / jornaleros!”, en «Jornaleros», pp. 222-224), a los
aceituneros de Jaén (“Jaén, levántate brava / sobre tus piedras lunares, / no vayas a ser esclava / de todos tus olivares”, en
«Aceituneros», pp. 224-226), a los campesinos (“Campesino, despierta, / español, que no es tarde. / A este lado de
España / esperamos que pases: / que tu tierra y tu cuerpo / la invasión no se trague”, en «Campesino de España», pp. 231-
233) o a figuras emblemáticas de la lucha («Rosario, dinamitera» o «Pasionaria»).
En todo caso, el primero que se mitifica es el propio poeta, que en poemas como «Vientos del pueblo» [pp. 215-217] se
identifica con una colectividad (el pueblo español) que queda glorificada en sus atributos de fuerza y orgullo a través de
una hipérbole simbólica que hace uso del bestiario (“yacimientos de leones, /desfiladeros de águilas / y cordilleras de
toros”) y de fenómenos atmosféricos que simbolizan el poder y la fuerza y son recurrentes en el poeta (huracán / rayo); en
esa fusión mitificada con la colectividad (“vientos del pueblo me llevan”), el poeta, además, se convierte en “intérprete” de
las desdichas del pueblo, con el que se siente identificado y comprometido. Así lo expresa en «Sentado sobre los muertos»
(pp. 213-215):
“Acércate a mi clamor
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles”.

En Viento del pueblo, Miguel Hernández sufre con los explotados (“Me duele este niño hambriento / como una
grandiosa espina, / y su vivir ceniciento / revuelve mi alma de encina”, en «Niño yuntero», p. 219) y se proclama su
“vate”, como leemos en «Sentado sobre los muertos» (p. 213):

“Si yo salí de la tierra,


[…] no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
[…] y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere”.

Este “poeta del pueblo” no sólo se siente el ruiseñor de las desdichas de los oprimidos, sino que lleva su compromiso a
las trincheras tal y como proclama en la estrofa final de «Viento del pueblo» (p. 217):

“Cantando espero la muerte,


que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas”.

Con todo, el tono de exaltación no siempre se asienta en lo colectivo de un modo exclusivo, también puede vehiculares
en la fusión entre el amor (a la esposa y al hijo que espera) y el heroísmo (esposo y soldado, Eros y Marte, son uno en
«Canción del esposo soldado», pp. 229-230). El amor, y el “vientre poblado de amor y sementera” de la esposa, son el
“sustento” del “poeta-esposo-soldado” cuando lucha por defender a su pueblo (“y defiendo tu vientre de pobre que me
espera, / y defiendo tu hijo”); hay en él un entusiasmo por su lucha que le hace sentir la victoria y anunciarla
proféticamente de la mano del hijo que espera, pero siempre con el ansia de que la guerra (“los colmillos y garras”) acabe
para volver a ser sólo “esposo”. Así, entiende la guerra como una defensa inevitable (“Es preciso matar para seguir
viviendo”) que acabará pronto y le permitirá despojarse de la “piel de soldado” que tanto habría querido evitar: él, como
tantos españoles de entonces, combatió en el frente porque no se sentía “buey” sino “toro”, pero no tenía “colmillos y
garras”:
“Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos y garras” (p. 230).

En los poemas dominados por el tono de la lamentación también mitifica (glorifica) a los sujetos líricos. Así lo vemos
en los poemas elegíacos, que devienen alabanzas («Elegía primera», pp. 209-212, dedicada a Lorca, o «Elegía segunda»,
dedicada a Pablo de la Torriente). Con todo, la lamentación también cobra otros matices: en los poemas más sociales
(«Niño yuntero» y «Aceituneros») el tono de lamento sirve para expresar la identificación íntima, solidaria, con los
protagonistas, víctimas de la explotación.
Frente a la exaltación del heroísmo de los que luchan por la libertad y la lamentación por las víctimas (muertos o
explotados a manos de los tiranos), el tono de imprecación implicará denigrar e insultar a los cobardes que tiranizan al
pueblo. Este radical contraste entre la exaltación del pueblo y la imprecación del tirano aparece dramáticamente articulado
en «Las manos» [pp. 226-228]: las “manos” son núcleo simbólico de lo positivo exaltado (las “manos puras” de los
trabajadores, “pobladas de sudor”, son “herramientas del alma” que significan progreso y esperanza, trabajo enaltecedor y
honrado) y lo negativo imprecado (la manos de los explotadores “empuñan puñales y crucifijos”, “acaparan tesoros” y
vagan “blandas de ocio”). Así, sobre las “manos feroces” de los explotadores, “caerán las laboriosas manos de los
trabajadores” armadas con “dientes y “cuchillas”, para que, como remate del poema, los explotadores las vean cortadas
“sobre sus mismas rodillas” [* imprecar: acción de desear el mal a alguien].

En ese mismo verano de 1937 en que Miguel Hernández publica Viento del pueblo, que recoge poemas escritos desde
el comienzo de la guerra (18 de julio de 1936) hasta entonces, el poeta participa en el II Congreso de Intelectuales en
Defensa de la Cultura, que se celebra en Valencia, y viaja poco después a la URSS para participar en el V Festival de
Teatro Soviético. A su regreso, el talante de Miguel Hernández comienza a cambiar tras contemplar el espectáculo de una
Europa ajena e insensible al drama que se vive en España; un hecho que, junto al espectáculo de la cruenta guerra que sigue
contemplando, le provoca una profunda depresión e intensifica su vena antiburguesa. El poeta está cansado y, pese a la
alegría del nacimiento de su primer hijo, Manuel Ramón, el 19 de diciembre de 1937, su voz se acoge a un progresivo
intimismo pesimista que le hace interiorizar el espantoso espectáculo bélico que hace tambalear su fe en el hombre:
comienza a escribir el que será su segundo libro de guerra, El hombre acecha, que consta de diecinueve poemas escritos
entre 1937 y octubre de 1938, momento en que muere su hijo sin haber cumplido un año. En 1939 se compuso para su
publicación en los talleres de la Tipografía Moderna de Valencia, pero la edición fue destruida, antes de salir, por las tropas
franquistas al ocupar la ciudad. Quedan sólo dos copias sin encuadernar.
Este poemario coincide en los moldes métricos-estéticos, en el concepto de la “poesía como arma” y en las
“circunstancias” que lo provocan con Viento del pueblo; sin embargo, el tono y el tratamiento temático son distintos.
Viento del pueblo es un poemario heterogéneo (recoge poemas que ha publicado o leído de una manera dispersa) y externo,
con apenas introspección; es, además, un libro combativo en el que se puede leer un aliento de entusiasmo, optimismo y
esperanza en la victoria. Por el contrario, El hombre acecha es un poemario orgánico, con una esmerada razón compositiva
(no es una selección “de urgencias”), en el que el poeta se repliega hacia la introspección: los acontecimientos de la guerra
son ahora vistos desde un intimismo marcado por el desaliento ante una realidad que se mide ya en miles de muertos,
cárceles, heridos y odio. El tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha
ante la realidad brutal del curso de la guerra: la voz del poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, el lenguaje se hace
más sobrio, el tono más íntimo (hay menos retórica y más silencio elocuente, menos mayúsculas y más palabras desnudas,
menos héroes y más víctimas). Cierto, se va apagando la exaltación de héroes y se va encendiendo el lamento por las
víctimas.
Así, en El hombre acecha, el hombre, con sus odios que todo lo salpican, no deja ver el paisaje: “Se ha retirado el
campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre” [en «Canción primera», p. 245, poema que termina con una
sentencia: “Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre”]. En Viento del pueblo, el poeta tenía metáforas feroces
para el enemigo (monstruos, fieras, hienas, liebres, podencos…]; ahora, con terrible amargura, esas metáforas pertenecen al
hombre en general. El propio título del poemario nos da la clave: del “pueblo”, mundo colectivo y solidario de su primera
obra de guerra, que se insuflaba de una fuerza vivificadora, el “viento”, pasa ahora al “hombre”, referencia genérica a la
condición humana, que rige una fuerza amenazante, el “acecho”.
En efecto, el punto de partida de El hombre acecha está ya en su primer poema, «Canción primera», que ya irradia el
tono del poemario con su terrible sentencia (“el hombre acecha al hombre”) y la figuración de lo humano animalizado
(“garras” / “tigre”). Ese tono llega a su límite intensivo en el poema «El tren de los heridos» [pp. 262-264]: el tren que
avanza en un espantoso silencio nocturno (“noche” y “silencio”: soledad, vacío, infortunio) y sin estación en la que
detenerse (“estación”: esperanza o posible alivio) es imagen simbólica de la vida humana cruelmente azotada y arrastrada a
la muerte.
Con ese tono, el poeta evidencia una situación (muerte, odio, crueldad) que su pueblo (y la condición humana en
general) está padeciendo. Pero el poeta no sólo constata esa terrible realidad sino que también busca la razón de su canto,
algo que hace en el poema «Llamo a los poetas» [pp. 264-266], donde contrasta dos actitudes y voces: por un lado, lo
libresco e inauténtico (museo, biblioteca, aula sin emoción), el retoricismo superficial (pavo real, palabras con toga) y la
hueca divinización (pedestal, pobre estatua); por otro, lo humano (trabajo, dolor, amor, tristeza) y el arraigo y la fecundidad
(el vino y la cosecha). Es en este lado en el que se sitúa el poeta, junto a Aleixandre y Neruda y otros muchos (Lorca,
Machado, León Felipe, Cernuda, Emilio Prados, Rafael Alberti…).
Junto a la evidencia trágica (el acecho y el dolor) y la reivindicación de la palabra poética (la autenticidad de su poesía y
la de los suyos, sus poetas), otro tema clave de El hombre acecha es España. Este tema arranca a Miguel Hernández en
plena guerra poemas impresionantes, proyección del “me duele España” del noventayochismo: «Llamo al toro de España»
y «Madre España». Así, en «Madre España» [pp.266-267], el símbolo de España es la tierra como madre primigenia,
originaria (“Decir madre es decir tierra que me ha parido”), lo que la asocia a la función maternal, la fecundación y la
regeneración; es por ello que el poeta se siente a salvo abrazado a esas entrañas maternales de la patria-tierra-madre
(“abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra”, “abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa”) y convoca a sus
hermanos, su pueblo/sus poetas, a defender “su vientre acometido” de las “malas alas” de los “grajos”.
En el tratamiento de sus temas esenciales, los poemas de El hombre acecha suelen vehicular una oposición entre las
fuerzas de lo positivo y lo negativo, radicalizando claves que ya aparecían en Viento del pueblo (así lo veíamos en «Las
manos»). Dicha oposición extrema ahora su dramatismo:
Heroísmo y solidaridad v.s. asepsia diplomático-burocrática.
Trabajo y progreso v.s. hambre.
Justicia v.s. explotación.
Libertad v.s. opresión.
Así, al heroísmo y la solidaridad se opone la asepsia de la diplomacia, la turbiedad de una vida de despachos y oficinas
[lo vemos en la imprecación a “esos hombres huecos” que “nacen inventariados” en «Los hombres viejos», pp. 250-254].
En poemas como «Rusia» [pp. 246-248], frente al polo negativo del hambre la positividad queda encarnada en la exaltación
del progreso y el trabajo enaltecedor en una sociedad igualitaria y justa.
Según avanza 1938 y escribe los poemas de El hombre acecha, el poeta asiste al desmoronamiento del bando
republicano y al espanto de la guerra; además, en octubre de ese año, se hunde en el dolor cuando muere su hijo. El
nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, a comienzos de 1939 será una alegría aislada ante la tragedia que se
avecina: perdida la guerra, el poeta es detenido en la frontera portuguesa en mayo de 1939. De ahí será conducido a Sevilla
para ingresar después en la cárcel de Torrijos. Curiosamente, tal vez por intercesión de valedores poderosos o por algún
error burocrático, fue puesto en libertad sin ser procesado ni juzgado en septiembre de 1939. Es entonces cuando comete el
error de volver a Orihuela, donde es delatado y detenido de nuevo unas semanas después. De vuelta a las cárceles de
Madrid, es juzgado y condenado a muerte en marzo de 1940 por su participación en la contienda a favor del bando
republicano: se le acusa de pertenecer al Partido Comunista, haber intervenido en conferencias y mítines, escribir versos
contra las fuerzas nacionales y contribuir, con ello, “a los crímenes perpetrados por los rojos”. Es en la prisión madrileña de
Conde de Toreno donde coincide con Buero Vallejo, autor del retrato más conocido del poeta, que lleva la fecha del 25 de
enero de 1940. Algunos intelectuales interceden por él, así como su amigo y protector Alfonso de Cossío, por lo que logra
que le conmuten la pena capital por la de treinta años. Pasa a la prisión de Palencia en septiembre de 1940 y en noviembre
al Penal de Ocaña, en Cuenca. Trasladado en el verano de 1941 al Reformatorio de Adultos de Alicante, enferma de
gravedad de una neumonía que no es tratada y que se complica con una tuberculosis. Fallece el 28 de marzo de 1942, no sin
antes acceder al matrimonio eclesiástico con su esposa para evitarle problemas legales (su matrimonio civil no tenía valor
en la España franquista). Sólo eso concedió a todos aquellos que lo presionaron para que renunciara a su pasado militante y
se adscribiera al Movimiento a cambio de su libertad.

Fue en septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, cuando Miguel
Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y Romancero de
ausencias. Los 79 poemas en él recogidos los comenzó a escribir en octubre de 1938, al recibir la noticia de la muerte de su
primer hijo. Pese a que se trata de un corpus unitario, era un libro inconcluso que se fue nutriendo con poemas desde la
cárcel que los editores recogieron posteriormente. Al poemario inicial, por tanto, se le han añadido en sucesivas ediciones
esas últimas composiciones hasta alcanzar un corpus de 137 poemas, construidos casi como un diario íntimo hasta 1941.
Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con una poesía desnuda (la sencillez de la
lírica popular le da el molde), íntima y desgarrada, de un tono trágico contenido con el que aborda los temas más
obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la
elegía [«Llegó con tres heridas», p. 276, “tres heridas” que quedarán grabadas, como “tres fuegos”, en los labios de la
amada, en «La boca», p. 295). El poeta es una víctima más, un vencido más, como su pueblo, y sus versos son ya los de un
hombre herido que expresa su dolor: dolor por todas las ausencias que lo definen, la de la muerte (su primer hijo) y la de la
cárcel (ausencia de la esposa y del hijo que mana “cebolla y sangre”). La palabra “libertad” ahora está unida al amor, la
esposa (“La libertad es algo / que sólo en tus entrañas / bate como un relámpago”, p. 286), porque al menos su sentir no
puede encarcelarse (“No, no hay cárcel para el hombre. / No podrán atarme, no. / […] ¿Quién encierra una sonrisa? /
¿Quién amuralla una voz? / […] A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la libertad de
los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”, en «Antes del odio», p. 293).
Ya no hay canto combativo, ni exaltación de los héroes o del pueblo, ni imprecación a los verdugos, sólo hay lamento
por el destino de cárcel y muerte que le aguarda. La guerra se retrata con una desnudez terrible, como un cuadro
expresionista (“La sangre recorre el mundo / enjaulada, insatisfecha…/ Ansias de matar invaden / el fondo de la azucena”) que
deconstruye el horror (“”Pasiones como clarines, / coplas, trompas que aconsejan / devorarse ser a ser, / destruirse, piedra a
piedra”) en el poema «Guerra» (pp. 299-301):
“Todas las madres del mundo
ocultan su vientre, tiemblan
[…]. Alarga la llama el odio
y el amor cierra las puertas”.
Con este poema, Miguel Hernández nos muestra la esencia de la guerra:
“Un fantasma de estandartes,
una bandera quimérica,
un mito de patrias: una
grave ficción de fronteras”.

Y el silencio posterior al horror, un “silencio de vendas”, “cárdeno de cirugía” y “mutilado de tristeza”, sobre el que
resuena un tambor detrás “del innumerable muerto que jamás se aleja”. Es la muerte innumerable de la guerra que queda
prendida en los hombres y en su tierra, en sus miembros mutilados y en sus cárceles.
Por eso, el poeta nos quiso dejar en sus últimos versos de hombre vencido con sabor a pueblo unos versos de pacifismo
en «Tristes guerras» (p. 286). Son los versos de un hombre cuya empresa fue el amor y cuyas armas fueron las palabras,
versos verdaderos “aventados por el pueblo” con la “lengua bañada en corazón”:

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.
El lenguaje poético de Miguel Hernández: símbolos y figuras
retóricas más destacadas
Perito en lunas (1933) se editó en Murcia, en los talleres gráficos de La Verdad, para la colección “Sudeste”. Consta
de 42 octavas reales a la manera del Polifemo de Góngora. El homenaje al poeta del culteranismo se ve en algunas citas y
en el verso final de «Gallo» (p. 89), extraído de las Soledades gongorinas: “a batallas de amor, campos de pluma”. Los
poemas son una suerte de adivinanzas, de “acertijos líricos” –como los definió Gerardo Diego-, cuya solución hay que
buscarla en los títulos (títulos que no aparecían en la primera edición, sino que se deben a la labor investigadora de Juan
Cano Ballesta). Entre los símbolos más representativos de este primer poemario podemos citar el toro, con el significado de
sacrificio y de muerte (sus cuernos son “mi luna menos cuarto” y los toreros, “émulos imprudentes del lagarto”: «Toro», p.
87); o la palmera, elemento paisajístico mediterráneo, que es comparada con un chorro: “Anda, columna; ten un desenlace /
de surtidor” («Palmera», p. 87), lo que sin duda nos recuerda el soneto de Gerardo Diego «El ciprés de Silos», al que se
dirige el poeta como “Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas al cielo con tu lanza”. Por otra parte, hay en este
primer libro de Miguel Hernández imágenes y símbolos muy de su tiempo, como cuando califica a las veletas de
“danzarinas en vértices cristianos / injertadas: bakeres más viudas”, en alusión a la bailarina de moda J. Baker, también
negra y viuda («Veletas», p. 90). Y un aire a Poeta en Nueva York (1929-1930), de Lorca, tiene «Negros ahorcados por
violación» (p. 93), donde abundan los símbolos referidos al sexo masculino (“su más confusa pierna”, “náufraga higuera
fue de higos en pelo”, “remo exigente”), al deseo sexual (“fuego de arenal”, “serpiente”) y al sexo femenino (“nácar
hostil”). Por último, en «Sexo en instante, 1» (p. 88), canto impuro al onanismo, la virilidad queda expresada a través de “la
perpendicular morena de antes / bisectora de cero sobre cero”.

El rayo que no cesa (1936) salió de la imprenta de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre en Madrid para la colección
“Héroe”. El tema fundamental del poemario, sobre el que giran todos los símbolos, es el amor insatisfecho (o imposible) y
trágico. Así, el rayo, que es fuego y quemazón, representa el deseo amoroso, enlazando con nuestra tradición literaria
(Llama de amor viva, de San Juan de la Cruz) y añadiendo, a su vez, el concepto de “herida”: el rayo es la representación
hiriente del deseo, como lo es “el cuchillo” o la “espada” (“¿No cesará este rayo que me habita / el corazón de exasperadas
fieras / y de fraguas coléricas y herreras / donde el metal más fresco se marchita? / […] Este rayo ni cesa ni se agota / de mí
mismo tomó su procedencia / y ejercita en mí mismo sus furores”, p. 160). A su vez, la sangre es el deseo sexual; la
camisa, el sexo masculino y el limón, el pecho femenino, según podemos observar en un soneto como «Me tiraste un
limón, y tan amargo» (“Pero al mirarte y verte la sonrisa / […] se me durmió la sangre en la camisa, / y se volvió el poroso
y áureo pecho / una picuda y deslumbrante pena”, p. 161). La frustración que produce en el poeta la esquivez de la amada
se simboliza en la pena, uno de los grandes asuntos de este libro («Umbrío por la pena, casi bruno», p. 161: “¡cuánto penar
para morirse uno!”). Todos estos temas quedan resumidos en «Como el toro he nacido para el luto» (p. 169), que es una
especie de epifonema; hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino
trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza, la burla y la pena: el poeta, que respira su
pena por el “vendaval sonoro” de su cuello y lleva en sus palabras su profundo sentir (“la lengua en corazón tengo bañada”:
“sangre”-“corazón”-“dolor por amor”), queda simbolizado, por el empuje de su deseo y por su destino trágico ante la
amada esquiva, en la figura del toro (“Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por un
hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto”). Ese “hierro infernal” que marca su costado (como al
toro) es un hiperónimo simbólico de la pena, que, al modo de Quevedo, deviene dolor físico y “herida”; en efecto, en este
poemario podemos encontrar una constelación de símbolos cortantes e hirientes, como la “espada” cuyo gusto baña la
lengua del “toro al final de la corrida” (p. 167):“espada”, “cornada”, “cuernos”, “puñales”, “turbio acero”, “pétalos de
lumbre, “este rayo que no cesa” (p. 160) del que proviene el título y el “carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida” que
comienza el libro (ese cuchillo es, precisamente, un “Rayo de metal crispado / fulgentemente caído” que, aludiendo a la
tortura de Prometeo, “picotea mi costado / y hace de él un triste nido”, p. 159). Son éstos instrumentos de las heridas de
amor y muerte del poeta (“sufrir el rigor de esta agonía / de andar de este cuchillo a aquella espada”, en «Yo sé que ver y
oír a un triste enfada», p. 168). Pero no sólo amor y muerte, también amistad y muerte; así, estos instrumentos del dolor que
proporcionan alguna suerte de herida, adquieren una expresividad dramática, agónica y desesperanzada en la «Elegía»
dedicada a Ramón Sijé (p.172). En ella aparecen unos términos que, acompañados por sus correspondientes adyacentes,
configuran un mosaico de rabia y de dolor inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y homicida’,
‘empujón brutal’, ‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’, ‘dentelladas secas y calientes’...
También hay poemas en El rayo que no cesa que se alejan de la bravura del deseo del toro para expresar el más puro
vasallaje ante la amada. Así lo vemos en «Me llamo barro aunque Miguel me llame» (p.165), poema que expresa una
entrega servil hacia la amada, “como un nocturno buey” (el “buey”, lo veremos en «Vientos del pueblo», es la
mansedumbre en contraposición al “toro”), que deviene “barro” a sus pies, como un perro fiel (“Soy una lengua
dulcemente infame / a los pies que idolatro desplegada / […] Bajo a tus pies un ramo derretido / de humilde miel pataleada
y sola, / un despreciado corazón caído / en forma de alga y en figura de ola”) También en el soneto «Por tu pie, tu blancura
más bailable» (p. 162) encontramos, con el símbolo del pie, la misma servidumbre: “pisa mi corazón que ya es maduro”.

Viento del pueblo (1937) ejemplifica, muy a las claras, lo que es poesía de guerra, poesía como arma de lucha. En este
libro hay un desplazamiento del yo del poeta hacia los otros. Así, pues, viento es voz del pueblo encarnada en el poeta, tal y
como queda expresado en el poema «Vientos del pueblo» (pp. 215-217):
“Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta”.

Justo en la siguiente estrofa del poema, al pueblo cobarde y resignado, que no lucha, se le identifica con el buey,
símbolo de sumisión; el león, en cambio, es la imagen de de la rebeldía y del inconformismo:

“Los bueyes doblan la frente,


impotentemente mansa
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa”.

Pero el bestiario alimenta otros símbolos en este composición donde el poeta adopta un aire combativo y orgulloso (“Si
me muero, que me muera / con la cabeza muy alta”):

“Los bueyes mueren vestidos


de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba”.

El poeta, como combatiente, se identifica con leones, águilas y toros (una nueva lectura del símbolo del “toro” frente al
poemario anterior), símbolos del orgullo y la lucha (“Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta”), pero también,
como poeta (cantor de los “vientos del pueblo”), con el ruiseñor:

“Cantando espero la muerte,


que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas”.

El poeta sigue teniendo la lengua “bañada en corazón”, como en El rayo…, pero ahora no para expresar su pena
amorosa, sino las penas de los oprimidos (la “pena” es ahora el fruto de la injusticia). Así lo expresa en «Sentado sobre los
muertos» (pp. 213-215):

“Si yo salí de la tierra,


[…] no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
[…] y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere”.

En efecto, la mirada del poeta se vuelve solidaria hacia los que sufren. De ahí poemas como «El niño yuntero» (pp.
217-219), que desde su nacimiento es “carne de yugo” (tal el buey), “como la herramienta / a los golpes destinado”
(cosificación), que está “empezando a vivir, y empieza a morir de punta a punta” (vivir/morir, antítesis muy del gusto del
Barroco). La tierra es aquí la madre, símbolo que en El hombre acecha se unirá al de España.
La contraposición entre ricos y pobres se da en «Las manos» (pp. 226-228), poema en el que están simbolizadas las que
para Miguel Hernández eran las dos Españas. Según el poeta, “unas son las manos puras de los trabajadores”, las cuales
“conducen herrerías, azadas y telares”. Las otras son “unas manos de hueso lívido y avariento, / paisaje de asesinos”, que
“empuñan crucifijos y acaparan tesoros”.
Asimismo, ya no se canta tanto a la amada como deseo, sino que ahora se pone el acento en su maternidad. El símbolo,
por tanto, va a ser el vientre; de ahí que en el comienzo de la «Canción del esposo soldado» (pp. 229-230) leamos: “He
poblado tu vientre de amor y sementera”. El hijo futuro será la prolongación de los nuevos esposos y la esperanza de una
España mejor (“Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado”, “para el hijo será la paz que estoy forjando”).

En el siguiente poemario, cuando el tono combativo se acalla ante tanto sufrimiento, el título El hombre acecha (1939)
recuerda la máxima latina homo homini lupus (atribuida a Plauto y retomada siglos después por Thomas Hobbes), en virtud
de la cual “el hombre es un lobo para el hombre”.En ese sentido, nos vamos a encontrar el tema del hombre como fiera y,
en consecuencia, con colmillos y garras. La “garra” es símbolo de fiera; a su vez, fiera (y sus equivalentes tigre, lobo,
chacal, bestia, animal) es símbolo de la animalización regresiva del hombre, a causa de la guerra y del odio. Todo ello lo
podemos observar en la «Canción primera» (p. 245), poema que abre el libro y nos desvela sus claves. Las “exasperadas
fieras” de El rayo… eran las de su interior atormentado por la pena amorosa (“¿No cesará este rayo que me habita / el
corazón de exasperadas fieras…?, p. 160), ahora las fieras son los hombres que se despedazan en una lucha fraticida llena
de odio (“Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera / hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente”, p. 257).
Del libro merecen destacarse los poemas que tratan de los desastres de la guerra. Las dos Españas, enfrentadas,
aparecen en «El hambre» (p. 255), puesto que el poeta dice luchar “contra tantas barrigas satisfechas” (símbolo de la
burguesía, del capitalismo). La sangre, que en El rayo… significaba el deseo, es ahora lisa y llanamente el dolor. A su vez,
en «El tren de los heridos» (pp. 262-264), la muerte viene simbolizada por un tren que no se detiene más que en los
hospitales, centros del dolor humano: “El tren lluvioso de la sangre suelta, / el frágil tren de los que se desangran, / el
silencioso, el doloroso, el pálido, / el tren callado de los sufrimientos”. Ese “tren” está presidido por la sangre y el silencio,
un silencio que se opone al canto combativo del ruiseñor del “viento del pueblo” en el poemario anterior.
Por otro lado, el amor a la patria queda de manifiesto en «Madre España» (pp. 266-267), a la que se siente unido el
poeta “como el tronco a su tierra” y de cuyo “vientre”, otro símbolo hernandiano, ha nacido: el símbolo es tópico (tierra-
madre(vientre)-España: “Decir madre es decir tierra que me ha parido”. A su vez, nos encontramos con el símbolo del
tronco y de los árboles, hijos de la tierra, que son los hombres del pueblo y el mismo poeta (“Acércate a mi clamor /
pueblo de mi misma leche, /árbol que con tus raíces / encarcelado me tienes, / que aquí estoy para amarte / y estoy para
defenderte / con la sangre y con la boca / como dos fusiles fieles”, leíamos en «Sentado sobre los muertos», p. 213, en
Vientos del pueblo).
Se cierra este poemario con la «Canción última», un claro homenaje a Francisco de Quevedo (“Miré los muros de la
patria mía”), porque tanto aquí como allí casa es el símbolo de España. Y no es el único homenaje al poeta del XVII,
porque en «Carta» (pp. 257-260) se da el tema del amor constante más allá de la muerte: “Aunque bajo la tierra / mi amante
cuerpo esté, / escríbeme a la tierra, / que yo te escribiré”.

Cancionero y romancero de ausencias, obra póstuma, se abre con elegías a la muerte del primer hijo del escritor,
Manuel Ramón, fallecido en 1938 a los diez meses; éste es evocado mediante imágenes intangibles: “Ropas con su olor, /
paños con su aroma”; “lecho sin calor, /sábana de sombra”. La esperanza, no obstante, renace con la venida de un nuevo
hijo («Hijo de la luz», pp. 288-289), que llevará por nombre Manuel Miguel: a él, que vino al mundo a principios de 1939,
van destinadas las tiernas y tristes «Nanas de la cebolla» (pp.301-304). En ese nuevo hijo queda simbolizada la pervivencia
del poeta: “Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca”. Esas alas, las aves (“alondra
de verdad” es el hijo que mama “cebolla y sangre”), son la esperanza, la libertad, que vienen de la mano del amor: “Sólo
quien ama vuela” («Vuelo», p. 315). La guerra es el horror y el odio (“Alarga la llama el odio / y el amor cierra las
puertas”, en «Guerra», p. 299), sólo el amor es el que basta (“Tristes guerras / si no es amor la empresa”, en «Tristes
guerras», p.286). Y el amor, ahora, es la luz, identificada con el hijo vivo y con la amada, que ahora es esposa y madre,
simbolizada en el vientre («Menos tu vientre» / «Orillas de tu vientre»). El amor a la esposa, como la risa del hijo (sus alas)
es la libertad (“en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”, p. 293, en
«Antes del odio»). Frente a la luz, las alas y el vientre (esposa/hijo/libertad/amor), la cárcel, la muerte y el sufrimiento son
la sombra y la ausencia («Hijo de la sombra» / «Ausencia en todo veo»). También la casa, a raíz de la muerte del primer
hijo, se hace ataúd (“Mi casa es un ataúd”, dice en «Era un hoyo muy hondo», p. 281).
Es en este «Cancionero» del dolor, la ausencia y la muerte donde el poeta enuncia las tres “heridas” que alumbran sus
versos desde siempre. Vuelve el símbolo de la “herida” (amor-vida-muerte: «Llegó con tres heridas», p. 276) en las puertas
de la muerte, que, simbolizada por el mar, como en Jorge Manrique, empieza a ser la única certeza para el poeta: “Esposa,
sobre tu esposo / suenan los pasos del mar”, en «Cantar», p. 312). Claro que ante esta certeza, la boca de la esposa se
encarga de dejar para la eternidad la escritura del poeta y sus heridas («La boca», p. 295):

“Boca que desenterraste


el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí quedan
escritos sobre tus labios”.
Temas poéticos de Miguel Hernández
La poesía de Miguel Hernández se modula en torno a tres grandes motivos, tres grandes asuntos que todo lo invaden y
determinan, y que, por otro lado, son los tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida, el amor y la muerte (el vivir, el
amar y el morir pugnan con idéntica insistencia por dominar su aliento poético). Así lo resume el poeta, en Cancionero y
romancero de ausencias, con este célebre poema:

Llegó con tres heridas:


la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

Con tres heridas viene:


la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

Con tres heridas yo:


la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
El mundo poético de Miguel Hernández se puede concentrar, pues, en este hondo tríptico de elementos en
perfecta correspondencia mutua:
Vida = Amor + Muerte
Muerte = Vida + Amor
Amor = Muerte + Vida

La metáfora de la herida, perteneciente al lenguaje del amor-pasión de los cancioneros medievales y


de la mística, se convierte en el vehículo simbólico de toda la existencia hernandiana.

Con la sorprendente aventura metafórica de Perito en lunas se inicia la etapa gongorina de Miguel
Hernández, donde el poeta desarrolla un decidido ejercicio de expresión plástica de la naturaleza en la
que se ponen de relieve sus grandes pasiones, vinculadas aquí a la naturaleza, pero no sólo la unida a su
paisaje personal levantino (palmeras, azahar, granadas, sandía, higueras…), sino también la referente a su
humana vitalidad, tan ricamente expresada con imágenes de potente y encendido sensualismo. En efecto,
no sólo fueron los elementos tradicionales de su naturaleza levantina los que formaron parte del mundo
poético de este primer libro, pues entre los poemas de este libro hay algunos de una sensualidad
encendida que revelan el vitalismo natural que Miguel quiso imprimir a su poesía, siempre como reflejo
de su sensibilidad y de sus pasiones. Así, el notorio hermetismo que caracteriza todo el poemario se
convierte también en clave expresiva de irrenunciables manifestaciones de sensualidad. En la Orihuela de
los años treinta, y en los ambientes en que Miguel Hernández se desenvolvía, no debía ser frecuente que
un poeta dedicase una poesía a entretenimientos sexuales como los que Miguel recoge, como en la octava
«Sexo en instante» (p. 88), presidida, significativamente, por una cita de Góngora y otra de Guillén.
También en la octava “Negros ahorcados por violación” (p. 93) encontramos, dentro de la más estricta
retórica gongorina de los años veinte y treinta, sobre una sólida estructura metafórica, una profundo
simbolismo sensual/sexual: “fuego de arenal” (el deseo irrefrenable), “náufraga higuera” (el falo), “nácar
hostil” (cuerpo femenino), “serpiente” (símbolo fálico / deseo).

Tras este encendido vitalismo sensual de sus inicios, Miguel Hernández encuentra su voz y su
“herida”, la del amor (su muerte y su vida), con El rayo que no cesa. Ciertamente, este poemario nos
revela por primera vez la inmensa “herida” de su interior, encarnada en el “rayo” y el “cuchillo” fatídico y
amenazante, que tiñen de sangre los temas del amor y de la vida: “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y
homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida” [de «Un carnívoro cuchillo», p.159]. El
amor es pasión atormentada por el anhelo insatisfecho y unas ansias de posesión frustradas; en sonetos de
gran intensidad lírica el poeta pena de amor. En este “penar” por amor, un amor humano y apasionado,
vívido y vivido, el poeta depura su artificioso lenguaje neogongorino a favor de metáforas fluidas e
intensas, desagarradas, enérgicas e hirientes. Así, la pena ya no es sólo “cardo”, “zarza” o “arado” sino
también “huracán de lava”, “rayo”, “carnívoro cuchillo”…; la melancolía de enamorado deviene herida,
“picuda y deslumbrante pena”, pasión desagarrada. La herida del amor (rayo/cuchillo) se encarna,
además, en el símbolo trágico del “toro” [«Como el toro he nacido para el luto», p.169].
En El rayo…, la “voz herida” del enamorado ha madurado tiñéndose de tragicismo: el motivo central
será el amor vivido como fatal tortura. Sus modelos clásicos (el “dolorido sentir” de Garcilaso, más
lejano, y el “desgarrón afectivo” de Quevedo, más cercano) y sus modelos actuales (Aleixandre, Guillén,
Neruda) quedan asumidos y autentificados por su propia vivencia amorosa: el descubrimiento de la
pasión amorosa, encendida (de “calentura”) y dolorosa por imposible [Maruja Mallo], el desaliento por la
esquivez, el recato y la distancia de la novia [Josefina Manresa] y el amor como lejanía platónica
inalcanzable [María Cegarra].
A su vez, la estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del
“cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia (pena) amorosa se
articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte.
Ciertamente, el poeta vive su pasión amorosa como una tortura, un permanente sufrimiento («Umbrío por
la pena, casi bruno…», p. 161). Desde este estado de tortura íntima, el poeta se representa como una
hipérbole de la pena de amor (en la segunda estrofa de «Un carnívoro cuchillo», p. 159, el “yo” lírico
identifica su tormento con el suplicio al que fue castigado Prometeo, al que un ave depredadora le devoró
las entrañas: el “rayo…picotea mi costado y hace en él un triste nido”). Por su parte, la amada aparece
siempre como inaccesible o esquiva; ante ese desdén, el poeta no duda en expresar su sumisión
incondicional, su “vasallaje”, en «Me llamo barro…» (he aquí otro eje temático del “cancionero”
tradicional). Además, en esta vivencia trágica, tensa y conflictiva del tormento de amor, el poeta, como el
“toro”, vive a menudo la pena de amor como muerte («Como el toro he nacido para el luto…», p. 169).
No faltan tampoco, como en todo “cancionero” amoroso, poemas de circunstancias que recrean anécdotas
o situaciones del juego amoroso (juego siempre de amor esquivo): «Me tiraste un limón, y tan
amargo…», p. 161 (el “limón”: pecho femenino).
La imaginería dominante en este poemario del penar amoroso se centra en una serie de símbolos
recurrentes:
- El “toro”, que representa la figura del amante: por un lado, remite a las fuerzas elementales de la
virilidad, el arrebato noble (“mi corazón desmesurado”) y los ímpetus de la sangre; por otro lado, es el
destino trágico (“mi corazón vestido de difunto”) de una lucha que lleva irremediablemente a la muerte
(con la “espada”, otro símbolo hernandiano de la pena: “silencio de metal triste y sonoro”).
- Instrumentos de dolor y tortura, hirientes, como es el “cuchillo” (también la “espada”, “guadaña”,
“espina”, “puñales, “martillo”, “hachas”, “piedras”). Se trata de símbolos de las heridas de amor
(tormento de amor) y muerte.
- Fenómenos atmosféricos que remiten a un estado de convulsión, de pasión desatada: “huracán”,
“vendaval”, “tormenta” y, sobre todo, el “rayo”, que visualiza la fuerza aniquiladora de la pasión
amorosa.
Con toda esta imaginería, el poeta, además, traslada de un modo muy gráfico la vivencia del dolor
amoroso a la esfera del dolor físico (con sensaciones igualmente extremas): “el rayo…picotea mi
costado”, “tengo estos huesos hechos a las penas”, “este rayo me habita el corazón de exasperadas fieras”,
“la lengua en corazón tengo bañada”…

El agitado ambiente de la República y el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936, arrastran a


Miguel Hernández a una poesía de testimonio y denuncia. Los acontecimientos despiertan en él una
conciencia de responsabilidad colectiva; comprende el poder transformador de la palabra, su posible
función social y política. La solidaridad será a hora el lema de Miguel Hernández. Fruto de esa necesidad
de compromiso será su poemario Viento del pueblo. Comienza, pues, el tiempo de la poesía
comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Miguel
Hernández busca ahora una poesía más directa que recrea, en muchos momentos, su carácter oral
(algunos eran poemas leídos para arengar en el frente), de ahí el empleo abundante del romance y del
octosílabo (metro popular e inmediato que hunde sus raíces en la poesía tradicional); pero, junto a estas
formas, el poeta también cultiva metros más solemnes, de tono épico y de desarrollo amplio que remiten a
la “poesía impura” (he ahí «Canción del esposo soldado» o «Las manos»). Se trata de una “poesía de
urgencias”, que nace de[en] unas circunstancias socio-históricas muy precisas, con el alma y los ojos
puestos en el combate; sin embargo, la madurez expresiva del poeta es innegable y los temas, cargados de
ideología (incluso propaganda), van desde la elegía a la exaltación heroica pasando por lo sarcástico, lo
beligerante, lo amoroso y, sobre todo, lo social.
En este contexto, el tema del amor se funde con la poesía de combate y se supedita al enfoque
político-social, como podemos ver en la «Canción del esposo soldado» (pp. 229-230): ahora el poeta
canta su amor, encendido por una pasión erótica de dimensiones casi bíblicas (remite al «Cantar de los
cantares»), a la esposa, la compañera, preñada de su simiente. El amor queda insuflado del tono épico que
preside el poemario y se funde con la lucha social. Sigue presente Quevedo, pero no para plasmar el
desagarro de la pena amorosa, sino para cantar la posibilidad de un “amor más allá de la muerte”. El amor
se hace “cántico”; la amada, “esposa”; el poeta, “soldado”; y el hijo que esperan, “símbolo de la victoria
de la República”.

Según avanza la guerra, la posibilidad de la victoria se aleja y el espectáculo cruento del


enfrentamiento fraticida se intensifica. En otoño de 1937, el poeta está cansado y, pese a la alegría del
nacimiento de su primer hijo, Manuel Ramón, el 19 de diciembre de ese año, su voz se acoge a un
progresivo intimismo pesimista que le hace interiorizar el espantoso espectáculo bélico que hace
tambalear su fe en el hombre. Es el tiempo de la preparación de su segundo libro de guerra, El hombre
acecha.
Así, el tono vigoroso, entusiasta y combativo de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha
ante la realidad brutal del curso de la guerra: la voz del poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, el
lenguaje se hace más sobrio, el tono más íntimo (hay menos retórica y más silencio elocuente, menos
mayúsculas y más palabras desnudas, menos héroes y más víctimas). Cierto, se va apagando la exaltación
de héroes y se va encendiendo el lamento por las víctimas. Así, el hombre, con sus odios que todo lo
salpican, no deja ver el paisaje: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre”
[en «Canción primera», p. 245, poema que termina con una sentencia: “Hoy el amor es muerte, y el
hombre acecha al hombre”]. Del mismo modo, del “cántico” erótico-amoroso del poeta -“esposo
soldado” se pasa ahora a una comunicación más íntima, alejada del tono épico, a la “carta”. Así, en
«Carta» (pp.257-260), el poeta soldado y todos los soldados, “malheridos por la ausencia” y “desgastados
por el tiempo”, esperan cartas de amor; el amor es ahora la única esperanza entre la crueldad de la guerra,
una emoción que conserva ternuras en “el palomar de las cartas”: “Mientras los colmillos crecen, /cada
vez más cerca siento / la leve voz de tu carta / igual que un clamor inmenso”.

Con los últimos y trágicos bandazos de la República, la vida de Miguel entrará en una zona de sombra
de la que no saldrá. Vivirá la muerte de su hijo, Manuel Ramón, el 19 de octubre de 1938, sin contar
todavía un año de vida. El nacimiento de su segundo hijo, Manuel Miguel, poco después, a comienzos de
1939, sólo compensará en parte tanta tragedia. Este hijo suyo, a quien dedica sus «Nanas de la cebolla»,
no conocerá a su padre en libertad. Acabada la guerra, Miguel Hernández es detenido en mayo de 1939.
Al poeta sólo le quedará la cárcel, el sufrimiento y la muerte.
En septiembre de 1939, al salir de la cárcel y antes de volver a ser detenido definitivamente, Miguel
Hernández entregó a su esposa un cuaderno manuscrito con poemas que había titulado Cancionero y
Romancero de ausencias. Con este último poemario, Miguel Hernández alcanza la madurez poética con
una poesía desnuda (la sencillez de la lírica popular le da el molde), íntima y desgarrada, de un tono
trágico contenido con el que aborda los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la
muerte, sus “tres heridas” marcadas siempre por la ausencia o la elegía. En este “diario” de privación
(ausencia) y de dolor por la vida, el amor y la muerte, “día” y “noche” son los dos grandes símbolos, las
fuerzas viril y femenina de la fecundación, y el “vientre” de la mujer es la madre, símbolo casi telúrico de
la vida.
Junto a la privación (ausencia) motivada por la muerte, que se asocia a la pérdida de su hijo, donde la
profunda desolación se funde con la ternura, la privación (ausencia) motivada por la cárcel se orienta
hacia la relación amorosa y la figura de la esposa. El amor frustrado por la ausencia, la soledad del amor
vivido desde la cárcel, conllevan desolación y dolor; a pesar de ello, el poeta ve en el amor una fuerza
redentora [«Vals de los enamorados y unidos para siempre», «Menos tu vientre», «Antes del odio», «La
boca», «Después del amor», «Muerte nupcial»…].
Entreverado entre estos polos negativos (muerte-hijo y cárcel-amor/esposa ausente), alienta en el
Cancionero… un ansia de arraigo, un ansia de salvarse del infortunio que busca sus raíces redentoras en
el amor a la esposa. La amada es ahora esposa y madre, de ahí el símbolo del vientre [«Menos tu
vientre», p. 291]. A su vez, el símbolo del agua es generador de vida frente a la sed en el desierto o el
arenal [la esposa es un “oasis” en «Casida del sediento», p. 312], como el vientre lo es del amor, la fuerza
genésica de la madre-esposa, la raíz, frente a la vida confusa [la amada-esposa es también “oasis” en
«Orillas de tu vientre», p.283]. La “sed”, además, es símbolo no sólo del deseo de la amada [«Casida del
sediento»], sino también del deseo de libertad, por eso en el poema «Antes del odio» (pp. 291-293) la
“sed” en la cárcel (“Sed con agua en la distancia, / pero sed alrededor”) funde al final el amor y la libertad
en la imagen de la amada (“A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late /
la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”). Por su parte, el símbolo de la casa
adquiere diversos valores en tensión tal y como se ve, por ejemplo, en «Era un hoyo no muy hondo» [p.
281]: la casa iluminada con “luz victoriosa” cuando vivía el hijo se convierte en un “hoyo”/ “ataúd” tras
su muerte. Sin embargo, la casa se identifica con el palomar en «Cantar» [p. 311] como un símbolo de
arraigo similar al vientre de la esposa (“Tú, tu vientre caudaloso, / el hijo y el palomar”).
En definitiva, la mujer, esposa y madre, es ahora, evocada en su ausencia, centro/vientre y
salvación/oasis; así, en «La boca» (pp.294-295), se cierra el círculo de las “heridas” hernandianas
dejándolas grabadas en los labios de la esposa:

“Boca que desenterraste


el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí quedan
escritos sobre tus labios”.

- Desde siempre ha estado muy ligado Miguel Hernández a la naturaleza, como poeta y como
persona. Desde sus cuatro años, el poeta oriolano entra en contacto directo con una naturaleza viva y ella
será quien le conceda el primer conocimiento sobre la vida. En ella aprenderá el suceder de las estaciones
anuales, el nombre de plantas y animales, sus olores, costumbres, ritos, ciclos…, asiste al parir de las
bestias, a su amamantamiento, en definitiva, al despertar de la vida. Su labor como cabrero, asignada por
el padre, de semblante adusto y talante severo, le llevará a aprender a silbar, a uquear al rebaño, a ordeñar,
a limpiar el establo, a recolectar fruta, repartir leche etc… No es de extrañar su arraigo al terruño y la
presencia constante de la naturaleza más que en sus temas en su imaginario poético.
Muy pronto, en la adolescencia, empieza a escribir sus primeros versos. Son los escarceos de un
adolescente que pretende trasladar al papel los acontecimientos más sencillos de la vida, aquellos que
observa cada día. Hay que hablar, por tanto, de una poesía sensorial en sus manifestaciones visual y
acústica. Del mismo modo, este tipo de poesía es susceptible de ser calificada de cotidiana, pues convierte
en materia escrita cuanto sus ojos detectan. Estos primeros escritos quinceañeros no son sino notas aún
sin terminar que albergan una temática local, ni siquiera regional, ya que es el paisaje de Orihuela lo que
describen estos versos iniciales. En los primeros escritos que marcan sus inicios como poeta se advierte
ya la estrecha vinculación entre su oficio poético y su cotidianidad en versos como “en cuclillas, ordeño /
una cabrilla y un sueño”. Asimismo, en estas primeras composiciones imita Hernández aquel modernismo
caduco del poeta archenero Vicente Medina y el costumbrismo bucólico del salmantino Gabriel y Galán.
Se trata de reminiscencias procedentes de sus lecturas primarias, aquellas que le prestara el canónigo
Almarcha, su amigo Carlos Fenoll y las elegidas por decisión propia e instinto lector, sin guía alguna, de
sus visitas a la biblioteca pública local. Así pues, a las lecturas citadas hay que añadir la poesía de
Zorrilla, Campoamor, Bécquer, Espronceda y Rubén Darío, quien indirectamente le incita a leer un
diccionario de mitología del que, más tarde, encontraremos inevitables ecos en la mezcla de palacios con
barracas, de campesinos y ninfas, finos perfumes y olor a huerta. El mismo Miguel Hernández reconocerá
que sus versos adolescentes se fueron creando “con muchas lecturas”.
De Salvador Rueda toma la afición por los paisajes coloristas. La paleta cromática de Hernández
pendula desde el azul de su cielo levantino y mediterráneo de Orihuela hasta el verde entendido como
vitalismo, color de huerta fértil, vergel, y, en menor medida, el blanco y el negro. El amarillo, unido al
fruto del limonero, se asociará consecuentemente a una sensación de amargura y en Perito en lunas
adquiere tonalidad áurea.
También su pluma se deja cautivar por la influencia guilleniana: Jorge Guillén es imitado por
Hernández siguiendo las décimas de Cántico. Asimismo, se siente atraído por el mítico mundo de García
Lorca y su imaginería y la naturaleza virgiliana se deja sentir a través de las “églogas” inspiradas por las
lecturas de Garcilaso.

Con este bagaje personal y poético, aparece su primer libro de poemas, Perito en lunas, donde sigue
embelleciendo lo natural a través del empleo de numerosos recursos literarios. Ya en el mismo título
aparece el astro lunar, símbolo de fecundidad. Evoca la belleza mediante la flora: azucenas, nardos,
lirios, alhelíes, claveles, rosas y el azahar, que inspira una octava y será símbolo del “blanco” a lo largo
de toda su poesía (“Al octavo mes ríes con cinco azahares”, leemos en «Las nanas de la cebolla», p. 303,
en su último poemario). Pero no sólo la flora, también la fauna forma parte del corpus de su naturaleza:
el toro y el gallo inspiran sendas octavas y el “toro” será un símbolo omnipresente en El rayo que no
cesa. El paisaje levantino, a su vez, se revelará en su admiración por la palmera (“alto soy de mirar a las
palmeras”, dice en «Silbo de admiración de aldea»). La higuera, elemento del huerto del poeta que estará
siempre presente en su poesía (“Volverás a mi huerto y a mi higuera”, le dirá a Ramón Sijé en su
«Elegía», p. 172), adopta una connotación erótica en Perito en lunas: es un símbolo de lo masculino y
viril; su connotación erótica se manifiesta aquí y la planta que estuvo consagrada a Dionisio se hace
símbolo fálico al hablar del acto de la violación en los siguientes términos: “su más confusa pierna, por
asalto, / náufraga higuera fue de higos en pelo / sobre nácar hostil, remo exigente…” («Negros ahorcados
por violación», p. 93). También el agua («Gota de agua», p. 91) alberga connotaciones eróticas.

A partir de El rayo que no cesa, la naturaleza no sólo será fuente u objeto de inspiración, sino que se
imbricará en el imaginario poético de Miguel Hernández, quien cuando derrama lágrimas es “hortelano”.
Así, el limón, que fue primero un elemento de inspiración de su entorno de la vega, luego, en El rayo
que no cesa, pasa a ser símbolo de la pena de amor: recordemos que ese limón que la amada le tira,
símbolo erótico de su pecho, provoca una herida de “una picuda y deslumbrante pena” («Mi tiraste un
limón y tan amargo», p. 161).
Vergeles y sus variadas flores son también elementos del mundo poético-simbólico de Hernández en
los poemas amorosos: “No salieron jamás / del vergel del abrazo. / Y ante el rojo rosal / de los besos
rodaron” («Vals de los enamorados y unidos para siempre», p. 273, Cancionero…). Junto a las rosas y
rosales, también el jazmín y el clavel son símbolos florales: “En ti tiene el oasis su más ansiado huerto: /
el clavel y el jazmín se entrelazan…” («Orillas de tu vientre», p. 284, en Cancionero…). El símbolo del
“oasis” para representar a la amada (también en «Casida del sediento», p. 312) y la referencia a la
fertilidad del “huerto” (recordemos: “Volverás a mi huerto y a mi higuera…”) son constantes en la
poesía de Miguel Hernández y en «Orillas de tu vientre» se unen al deseo amoroso desde la ausencia,
como la “granada” (“Granada que has rasgado la plenitud de su boca», p. 283), la “zarzamora”
(“Trémula zarzamora suavemente dentada / donde vivo arrojado”) y las “amapolas” (“Aún me
estremece el choque primero de los dos; / cuando hicimos pedazos la luna a dentelladas, / impulsamos las
sábanas a un abril de amapolas, / nos inspiraba el mar”, p. 284). En este vergel, los “cardos” son penas
(«Umbrío por la pena…», p. 162) y los “nardos” la belleza pura de la blancura, que también se simboliza
en los “jazmines” y el “azahar”.
También diversos fenómenos atmosféricos se dejan sentir en la naturaleza simbolizada y
simbolizadora de la poesía hernandiana, siempre ligados a la fuerza de los sentimientos, al “corazón
desmesurado” del poeta, o a la idea de libertad. Por un lado, encontramos el campo léxico del “viento”:
“huracanado”, adjetivo que abunda a lo largo de todos los poemarios; “huracán” y “vendaval” (en
“vendaval sonoro” lleva el toro, símbolo del poeta, en su cuello: «Sino sangriento»); “aventar” (“Vientos
del pueblo me llevan… y me aventan la garganta”) y “viento”, la voz del pueblo en Vientos del pueblo.
Por otro lado, el campo léxico de la “tormenta”, simbolizando el dolor (por el amor y la muerte):
“relampaguear ” (“corazón que en tus labios relampaguea”, p. 302, en «Nanas de la cebolla»), “rayos”
(“¿No cesará este rayo que me habita…?, p. 160) , “truenos”…
Todos estos elementos atmosféricos se conjugan con el huerto hernandiano en la «Elegía» a Ramón
Sijé (p. 172-173), poema cuya imaginería irradia de la naturaleza del entorno oriolano del poeta. De la
naturaleza son los símbolos del dolor desde el mismo momento en que el poeta, con sus lágrimas, es el
“hortelano de la tierra que estercola” su amigo muerto y grita su dolor andando sobre “rastrojos de
difuntos” y levantando en sus manos “una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes…”. Y de la
naturaleza más suya (“mi huerto y mi higuera”) son los símbolos de la esperanza que irradia la amistad,
su “huerto”: las abejas y sus ceras, el “alma colmenera” que “pajareará” por “los altos andamios de las
flores”, el “campo de almendras espumosas”, “las rosas del almendro de nata”…

Por otra parte, la poesía hernandiana se alimenta de símbolos del animalario. Desde El rayo que no
cesa hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino
trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza y la pena. Frente al “toro”,
el “buey” es el vasallaje del enamorado, tal y como lo vemos en «Me llamo barro aunque Miguel me
llame» (p.165), poema que expresa una entrega servil hacia la amada, “como un nocturno buey”.
Precisamente, en contraposición con el “toro”, el “león” y el “águila”, el “buey” representará después,
en «Vientos del pueblo» (pp. 215-217), la mansedumbre, la sumisión y la cobardía: “Los bueyes mueren
vestidos / de humildad y olor de cuadra: / las águilas, los leones / y los toros de arrogancia, / y detrás de
ellos, el cielo / ni se enturbia ni se acaba”. Por su parte, el ruiseñor, símbolo de la primavera en huerto
hernandiano, se hará en «Vientos del pueblo», símbolo del “poeta-cantor del pueblo: “Cantando espero la
muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles /y en medio de las batallas”. Las aves
cantoras son símbolo de poesía y libertad; así, siguiendo la estela del ruiseñor “del pueblo”, en «Nanas de
la cebolla» (pp. 301-304) encontraremos abundantes imágenes referidas al “vuelo” (“Tu risa me hace
libre, / me pone alas” / “La carne aleteante” / “Vuela niño”) y a pájaros como la alondra (“Alondra de mi
casa”) o el jilguero (“¡Cuánto jilguero / se remonta, aletea, / desde tu cuerpo”), que simbolizan al hijo, la
delicadeza y el poder liberador de la infancia.

En general, como venimos observando, las metáforas y los símbolos de la poesía de Miguel
Hernández, además de estar muy elaboradas, poseen la peculiar cualidad de resaltar situaciones y objetos
comunes de la vida diaria. Así en la citada «Elegía» o en su lamento a la muerte del poeta García Lorca,
donde leemos: “Primo de las manzanas, no podrá con tu savia la carcoma, / no podrá con tu muerte la
lengua del gusano, / y para dar salud fiera a su poma / elegirá tus huesos el manzano” («Elegía primera»,
p. 211, en Vientos del pueblo). Con esta bella metáfora Hernández nos dice que esa muerte no acallará su
voz y cita los huesos, como elemento más resistente a la descomposición del cuerpo para expresar la
perpetuidad de Lorca. Esa cotidianidad de la naturaleza que se encarna en poesía se encuentra también en
las «Nanas de la cebolla» (p. 301), donde la mención al bulbo es metafórica, y, a la vez, es la descripción
de una realidad, la que le cuenta su esposa por carta sobre el hambre que padece con su hijo: “La cebolla
es escarcha cerrada y pobre, escarcha de tus días y de mis noches, hambre y cebolla, hielo negro y
escarcha grande y redonda”.

Esa cercanía a la naturaleza circundante se hace “arraigo” cuando el poeta se refiere a la tierra. En El
rayo que no cesa, la tierra era “barro” a los pies de la amada («Me llamo barro, aunque Miguel me
llamo»), pero desde Vientos del pueblo en adelante la tierra será la “madre”. Así, en «Madre España» (pp.
266-267, en El hombre acecha), el poeta se siente unido a la patria “como el tronco a su tierra”: “Decir
madre es decir tierra que me ha parido”. A su vez, nos encontramos con el símbolo del tronco y de los
árboles, hijos de la tierra, que son los hombres del pueblo y el mismo poeta (“Acércate a mi clamor /
pueblo de mi misma leche, /árbol que con tus raíces / encarcelado me tienes, / que aquí estoy para
amarte / y estoy para defenderte / con la sangre y con la boca / como dos fusiles fieles”, leíamos en
«Sentado sobre los muertos», p. 213, en Vientos del pueblo). Ese mismo imaginario de la “madre tierra”
se encuentra en «El niño yuntero» (p. 217, de Vientos del pueblo): “empieza a vivir y empieza / a morir
de punta a punta / levantando la corteza / de su madre con la yunta / Cada nuevo día es / más raíz,
menos criatura.”

Finalmente, si la tierra es el arraigo, la madre, como el “vientre” de la esposa, el mar es tanto el amor
como la muerte: “Ventana que da al mar, a una diáfana muerte / cada vez más profunda, más azul y
anchurosa” (en «Orillas de tu vientre», p. 284).

La vida y la muerte en la poesía de Miguel Hernández


Podríamos decir que toda la producción de Miguel Hernández es una constatación de la terrible
definición de Heidegger: “el hombre es un ser para la muerte”. En efecto, en la poesía de Miguel
Hernández se da perfectamente un discurrir dramático que comienza con la vida más elemental y
balbuceante, una vida casi festiva, inconsciente y de ficción, que poco a poco, conforme se va
configurando el sufrimiento y se va desarrollando la funesta historia personal del poeta, acaba por
deslizarse por la pendiente de la tragedia. Con ello, podemos comprobar que la vida y la obra de Miguel
Hernández son inseparables, porque el hombre vive para la poesía, al tiempo que la poesía es el
termómetro constante de las embestidas de su humanidad desbordante, de su pasión, de su reciedumbre,
de su vida, de su obsesión poética y de su discurrir trágico hacia el sufrimiento y la muerte.

La mayor parte de los primeros poemas (fundamentalmente hasta los que integran El rayo que no
cesa), contienen un soporte de cierta despreocupación consciente, de vitalismo despreocupado y hasta, en
ciertas ocasiones, de optimismo natural: en esta época su vida va por un camino (sueña con poder vivir
para dedicarse a la poesía) y su obra por otro (contempla el mundo desde la perspectiva de sus poeta
leídos y admirados). Podríamos afirmar que el primer espacio poético hernandiano estaría contagiado por
la idea del primer Jorge Guillén, el de Cántico, el de la armonía esencial, el que proclamaba que el mundo
estaba bien hecho.
En su primera etapa, son muchos los poemas en los que se rinde homenaje a la naturaleza con un
júbilo casi exultante: las plantas, las piedras, los bichos... todo lo vivo es bello, todo lo vivo inspira una
gracia contagiosa y sin aristas. Más allá de la vida que confiere a las cosas, el vitalismo de Miguel
Hernández percibe las cosas como si estuvieran vivas: la piedra amenaza, la luna se diluye en las venas, la
breva es una madrastra, la palmera le pone tirabuzones a la luna, la espiga aplaude al día, a la vida. Aquí
no hay muerte; si acaso, una muerte anunciada por la llegada de los atardeceres, una muerte poetizadora
que representa una suerte de melancolía literaria.
En sus primeros poemas, descubrimos, en definitiva, una naturaleza sentida como lector de la poesía
del Siglo de Oro: un aire de égloga se escucha entre los versos de estas primeras creaciones, en un
entorno que evoca el locus amoenus virgiliano y garcilasiano. Por eso, si hay pena, también ésta tiene el
aire literario de la égloga renacentista.
En cierto modo, pese a la exaltación de la naturaleza y el sensualismo, llega la melancolía con Perito
en lunas: hay un toque de muerte, de melancolía lunar, que inunda de tristeza el paisaje y que unge de
tristeza al poeta. Pero el sentimiento trágico, la muerte como ingrediente de la vida, la “herida” de amor-
vida-muerte todavía no se ha hecho sentir. En efecto, sigue habiendo mucho del paisaje huertano
iluminado por la vida, del vitalismo deslumbrado por los elementos naturales y de la sensualidad
levantina en Perito en lunas, macerado todo ello por un gongorismo hermético y una complejidad formal
que seguramente responde a una voluntad de exhibición que, como algunos estudiosos sostienen,
supondría un intento de justificar su competencia, al margen de su condición de cabrero provinciano.

Las “heridas” hernandianas (“la de la vida, la del amor, la de muerte”) comienzan a respirar en El
rayo que no cesa, “cancionero” de la “pena” amorosa [“una picuda y deslumbrante pena”, en «Me
tiraste un limón…», p. 161] y del sentimiento trágico del amor [“hacia todo se derrama / mi corazón vestido
de difunto”, en «La muerte, toda llena de agujeros», p. 171] y de la vida, que es muerte por amor [“a la
acción corrosiva de la muerte / arrojado me veo…. / sólo por quererte”, en «Soneto final», p. 174]. El aliento
poético de M. Hernández se alimenta ahora de una voz “bañada en corazón” que lleva prendida en la
garganta el dolor y la rabia: “la lengua en corazón tengo bañada / y llevo al cuello un vendaval sonoro”,
afirma en el poema «Como el toro» (p. 169). Ese “vendaval sonoro” en el cuello del “toro” viene a ser
una de las figuras que mejor representan la coherencia de la voz del poeta: grito, mugido, rabia
indisimulada, fracaso amoroso anunciado, rebeldía disonante y ronca, presagio de destrucción. La vida
siempre se presenta amenazada por fuerzas incontrolables: los “lluviosos rayos destructores” [«¿No
cesará este rayo que me habita?», p. 160] o “un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida” [«Un
carnívoro cuchillo», p. 159,]. El amor (su vida) está, en definitiva, marcado por un sino sangriento, un
anuncio fatalista, una energía que encierra, en ocasiones, el germen de la destrucción.
Esa lengua “bañada en corazón”, que respira su pena (su muerte) por el “vendaval sonoro” del cuello
del toro herido, queda ya marcada por un presentimiento funesto, un fatalismo sobrecogedor que se
expresará magistralmente en el final de «Sino sangriento» (p. 201), uno de los “poemas sueltos” tras El
rayo que no cesa:

“Me dejaré arrastrar hecho pedazos,


ya que así se lo ordenan a mi vida
la sangre y su marea,
los cuerpos y mi estrella ensangrentada.
Seré una sola y dilatada herida,
hasta que dilatadamente sea
un cadáver de espuma: viento y nada”.

En la poesía de M. Hernández, amor y muerte, indisolubles en un dolor desagarrado casi físico, al


modo de Quevedo, encuentran su acomodo en el símbolo del “toro” y en el de la “sangre”: “El toro sabe
al fin de la corrida, / donde prueba su chorro repentino, / que el sabor de la muerte es el de un vino / que
el equilibrio impide de la vida. / […] Y como el toro tú, mi sangre astada, / que el cotidiano cáliz de la
muerte, / [….] vierte sobre mi lengua un gusto a espada / diluida en un vino espeso y fuerte / desde mi
corazón donde me muero” («El toro sabe…», p. 167). A esos dos símbolos asociados en la tragedia se le
une una constelación de símbolos cortantes e hirientes, como la “espada” cuyo gusto baña la lengua del
“toro al final de la corrida”: “cuchillo”, “rayo”, “espada”, “cornada”, “cuernos”, “puñales”, “turbio
acero”, “hierro infernal”, “pétalos de lumbre”…Son los instrumentos de las heridas de amor y muerte del
poeta (“sufrir el rigor de esta agonía / de andar de este cuchillo a aquella espada”, en «Yo sé que ver y oír
a un triste enfada», p. 168). Pero no sólo amor y muerte, también amistad y muerte; así, estos
instrumentos del dolor que proporcionan alguna suerte de herida, adquieren una expresividad dramática,
agónica y desesperanzada en la «Elegía» dedicada a Ramón Sijé (p.172). En ella aparecen unos términos
que, acompañados por sus correspondientes adyacentes, configuran un mosaico de rabia y de dolor
inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y homicida’, ‘empujón brutal’,
‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’, ‘dentelladas secas y calientes’... Estos versos rabiosos
contra la muerte, con el poeta andando sobre “rastrojos de difuntos”, nos hablan de la concepción de M.
Hernández en este poemario y este momento de su vida: vivir es amar, penar y morir: “No podrá con la
pena mi persona / rodeada de penas y de cardos: / ¡cuánto penar para morirse uno!” (p. 162, en
«Umbrío por la pena, casi bruno»).

Al comenzar la guerra, Vientos del pueblo laza su voz combativa con tonos épicos y entusiastas en
pos de una esperanzada victoria (“Para el hijo será la paz que estoy forjando”, p. 230, en «Canción del
esposo soldado»). Ahora la muerte es parte de la lucha y de la vida (y amor por el pueblo oprimido,
solidaridad). La muerte aparece ahora para ser “elegía” por los héroes del pueblo, ya por los héroes
anónimos (“Canto con la voz de luto, / pueblo de mí, por tus héroes”, en «Sentado sobre los muertos», p.
213), ya por los prohombres, como Federico Gª Lorca (“Rodea mi garganta tu agonía como un hierro de
horca”, en «Elegía primera», p. 209), a quien el poeta apela expresando su visión de la vida como muerte
constante: “Tú sabes, Federico García Lorca, / que soy de los que gozan una muerte diaria” (p. 209). Es
esta visión combativa de la muerte la que leemos también en «Sentado sobre los muertos» (pp. 213-215):

“Aquí estoy para vivir


mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte”.
Sin embargo, según avanza la contienda, se aleja la esperanza de la victoria y España se tiñe de
sangre. Ante este espectáculo, M. Hernández modula su voz hacia el dolor y el pesimismo ante el género
humano en El hombre acecha: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre.
/ […]. Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre” («Canción primera», p. 245). Ya no hay
muerte de héroes, sino víctimas. Con ellas y por ellas, lleno de espanto, el poeta comienza un camino
hacia la introspección y el intimismo del que ya no saldrá (Hernández se convierte, en palabras de María
Zambrano, en “un hombre vuelto hacia adentro, enmudecido”). Así, su intimismo se puebla de una visión
desalentadora ante tantas heridas, muertes, rencores y odios sin fin. Las dos españas se han declarado la
guerra hasta la muerte, ha desaparecido el entusiasmo hernandiano y los poemas se tiñen de dolor. La
muerte, ahora, es un espectáculo de horror simbolizado en ese “tren” de sangre, tren agonizante que cruza
la noche derramando miembros amputados de hombres (“vía láctea de estelares miembros”) y silencio
(“Habla el lenguaje ahogado de los muertos”): es «El tren de los heridos» (pp. 262-264).

Cuando pasa la guerra y llega la cárcel, la enfermedad y la desolación más cruel, los poemas de M.
Hernández se oscurecen con el desengaño y la tristeza, la “ausencia de todo”. En la cárcel compone lo
que podríamos describir como “diario de la desolación”, un poemario cercano a la desnudez de la verdad
más dura y terrible, que es lo que viene a ser el Cancionero y romancero de ausencias: ha muerto su
primer hijo («Ropas con su olor», «Negros ojos negros», «El cementerio está cerca», «Cada vez que
paso», «Muerto mío, muerto mío», «Dime desde allá abajo»), ha sido condenado a muerte, conoce la vida
de la cárcel, es azotado por una enfermedad médicamente mal tratada y vive en las más absoluta soledad
(“Ausencia en todo veo: / tus ojos la reflejan”, p. 277). La guerra («Tristes guerras», p. 286) ha bañado de
odio España (“Todas las madres del mundo / ocultan su vientre, tiemblan, / […]. Alarga la llama el odio /
y el amor cierra las puertas. / Voces como lanzas vibran, / voces como bayonetas”, en «Guerra», p. 299) y
él sufre en carne propia la muerte que se cierne tras esa “llama del odio”.
En la cárcel, la fuerza y la rebeldía de Miguel Hernández comienzan a resquebrajarse y vislumbra un
final inevitable en el que canta los pedazos de vida que va dejando en el camino, la agonía hacia la que
vuela (“voy alado a la agonía”), la tristeza de las guerras, de las armas y de los hombres. Pero en medio
de tanta negrura y de tanta sangre (“tiempo que se queda atrás / decididamente negro, / indeleblemente
rojo...”), la voz nada retórica del poeta se reviste de nostalgia y habla al hijo vivo (el que mama “cebolla y
sangre” en las «Nanas de la cebolla») y a la esposa (“Menos tu vientre, todos es confuso”) en el bellísimo
poema «Hijo de la luz» (pp. 288-289):

“Hijo del alba eres, hijo del mediodía.


Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,
mientras tu madre y yo vamos a la agonía,
dormidos y despiertos con el amor a cuestas”.

Ha llegado la hora de la resignación (“todo lo he perdido, tierra / todo lo has ganado”, p. 305) y el
poeta se lo comunica a la esposa: “Tú, tu vientre caudaloso, / el hijo y el palomar. / Esposa, sobre tu
esposo / suenen los pasos del mar” («Cantar», p. 312). No obstante, se cierra el ciclo de vida y muerte
volviendo al amor, porque no hay salvación ni redención posible si no se ama. Aparecen constantemente
la amada, el hijo (el que murió y el que alienta a cebolla), la infinita añoranza del que, mientras se muere
a chorros, respira por la esperanza de la inmortalidad. El amor pone alas al poeta: “Sólo quien ama
vuela”, leemos en el poema «Vuelo» (p. 315). Porque, por encima de todas las calamidades, quedan el
amor y la libertad (“A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión: / en tus brazos donde late / la
libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”, en «Antes del odio», p. 293).
Vida, amor y muerte, las “heridas” del poeta, cuyo aliento no ha dejado de respirar por el “vendaval
sonoro” de su cuello herido por el rayo, cierran el círculo en su Cancionero final para hacerlo inmortal:

“Boca que desenterraste


el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí quedan
escritos sobre tus labios”.
(«La boca», p. 295)

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