Raúl Barón Biza - Todo Estaba Sucio - 1963
Raúl Barón Biza - Todo Estaba Sucio - 1963
BARÓN BIZA
TODO ESTABA
SUCIO
NOVELA
1963
EL EDITOR.
B.B.
sido traicionado y vendido por el hermano y amigo? ¿Qué culpa para manchar los
con tus escupitajos de resentido y fracasado?
de Dios, adaptarlo a esa triste verdad para nosotros, de no haber sido los únicos o
privilegiados seres del universo creados por su voluntad.
En el Universo no existe la distancia, el tiempo, ni la cantidad. Ellas
son medidas humanas.
Habríamos de comenzar a escribir un novísimo testamento, para
explicarles a las almas simples que lo que el hombre va descubriendo, no es
consecuencia de su pecado original.
Frente a lo inconcebible de espacio y tiempo, ¿era imprescindible
que existiera un principio y un fin como para la hormiga? Podrá –se dijo- no haber
principio ni fin…
¿Pretendemos encontrar un fin que no existe? ¿O lo imaginamos
sólo por nuestra dimensión?
Sabemos que la materia puede evolucionar hacia la vida. ¿Pero a
costa de qué aumentamos como materia humana? ¿Qué destruimos a cambio de
ello en nuestro aislado mundo? ¿No llega energía vital desde lejanos lugares del
espacio? ¿Podemos negar la existencia de la vida extraterrestre por vanidad?
¿La idea de Dios, llega con la célula y el átomo al individuo? ¿Cómo
se transmite en la especie y en el Cosmos, ya que innegablemente millones de
planetas habitados se coordinan en el espacio? ¿Qué elemento nos sirve de
intercomunicación? Porque es indudable, debemos así imaginarlo, que también el
concepto de Dios existirá en los seres extraterrenos.
¿Podemos negar la posibilidad, que en épocas remotísimas hayan
aterrizado involuntariamente naves espaciales que tuvieron que subsistir en
medios naturales adversos y nosotros seamos sus descendientes?
¿No sería ello, la versión del cielo –arriba, en los mundos- y el
infierno –abajo, en nuestro planeta?
Cuando la humanidad supere mentalmente la época que tiene
origen en la cercana noche de la caverna; cuando se desprenda de los prejuicios y
el miedo al hechizo, cuando domine el mandato de las glándulas y los impulsos
del corazón, cuando penetre a mil trillones de años en el universo, recién entonces
estará en condiciones de intentar atrapar a Dios persiguiéndolo con sus naves
espaciales.
Porque tenemos que encontrarlo antes que nuestras
investigaciones nos lleven a negarlo. ¿Qué sería de nosotros sin él? ¿Si
descubrimos que ha muerto? ¿Que existió sólo en nuestra imaginación?
¿O nos dejará penetrar en el secreto de la fusión del átomo, crear la
bomba de hidrógeno o cobalto para cumplir la amenaza bíblica de nuestra
destrucción por “lluvia de fuego”?
¿Será Ley en el universo, destruir aquellas especies que sobrepasen
límites determinados de su creación, que se han “degenerado” al superarse?
Dios es la consecuencia del esfuerzo ciclópeo de distintos y lejanos
pueblos durante milenios para evadirse de la animalidad y legislar el derecho de
la fuerza. Las religiones –sus historias- están llenas de errores, manchadas de
negro y sangre y pese a ello perduran como una esperanza del perfeccionamiento
humano. Dios salvó al hombre. El hombre debe ahora salvar a Dios.
II
¿Cómo pasó aquello? Ella tendría no más de once años. Él, no había
despertado plenamente a la voz del sexo. Inquietudes de adolescentes sin
mayores consecuencias, deseos de inquirir y profundizar. Toqueteos de una
sirvienta que le producían agradables cosquillas. Conversaciones entre Víctor y
José Antonio, que él esquivaba, considerándolas pecado, grave falta, como cuando
después de la masturbación llegaba al confesionario implorando perdón y
prometiendo no reincidir.
-Ofendes a Dios, lo injurias. Él te ha dado la divina inteligencia y
tú te conduces como un mico. Además te volverías idiota… -anatemizaba el viejo
buen cura de la modesta iglesia parroquial.
Roberto tomó entre sus manos las de ella, ásperas ahora por el
trabajo hogareño, y las mantuvo contra sus mejillas un momento. Sintió a través
de la tibia piel latir la vida materna, su misma sangre; le pareció escuchar un
sollozo, como un cristal que se quiebra y apretó los dientes para ahogar un aullido.
III
hambre volvería siempre en busca del que pudiera saciarla en su hambre ovárica.
Hambre que se aplaca muchas veces con sólo un lavaje de agua fría.
Al primero se ofrecería siempre en trueque, al segundo se
ofrendaría como vestal de la vida, sin exigirle nada y brindándose toda. Y
siempre, desde épocas inmemoriales, desde el harén al castillo medieval, y hoy y
mañana y siempre.
Ese mismo macho que en su juventud traicionó al amigo, burló a
la doncella, será a su vez inexorablemente traicionado cuando su vitalidad
decaiga. Y la mujer no hará sino cumplir por sobre las leyes que imaginaron los
hombres, el destino de su vida.
¿Qué sabe el sexo de las leyes humanas o divinas?
Sólo obedece al mandato de sus glándulas, y éstas no conocen
idiomas ni muros ni estandartes.
IV
y de las frígidas. Tu moral es el único lujo que puedes permitirte. Si en esta feroz
y milenaria lucha del hombre contra el hombre pusiera en práctica tus principios,
terminaría prestamente en un papel como el tuyo… ¡Sírveme otro whisky!” –
mandaba haciendo un gesto despectivo con los labios.
-El hombre que está abajo, dependiendo del capricho del patrón –
refutaba Roberto- lucha por mejorar su condición. Se avanza lentamente, pero se
avanza. Son miles de años metidos a latigazos en el cerebro del hombre, los que
hay que hacerles olvidar. Los oprimidos…
-¡Qué oprimidos!... basura, que conformas con un poco de alcohol
y algún partido de fútbol, que sólo reclama menos trabajo y mejor pago,
chantajeando con el poder que les da el voto en las democracias. El obrero volcará
siempre su jornal en la taberna o el juego oficializado de las loterías y carreras.
¿Crees tú que si entregara mi fortuna a uno de ellos, sabría o merecería
disfrutarla? ¡El obrero nace, como el señor!
“Sólo muy escaso número escapa a esa ley de la naturaleza. Vive la
vida como es, como la encontraste; está hecha justamente a medida de cada uno,
acepta la gran mentira que ella significa; no te tortures por el hambre y el frío de
los otros, que sólo los detienen cuando intentan arrebatarte tus migajas, los
máuseres de los piquetes policiales. Pero aman también sus miserias, quizá más
que sus propias vidas. ¿Qué culpa tenemos nosotros, que de la propia carne, de la
más recóndita entraña del pueblo, salga el Judas que ha de disparar contra sus
propios hermanos, por el hecho de que les tiremos nuestras sobras, y vestirlos con
un uniforme –la ley-, lleno de entorchados y galones? No nos critiques a nosotros,
busca la solución primero en la traición de los tuyos, que se venden en la primera
poltrona en que les invita a sentarse un ministro, a discutir sus derechos.
Ustedes… -porque tú también eres uno de ellos-, ustedes, que tienen la fuerza,
que son energía, pese a ello no podrán destruir nuestra clase. Existió, existe y
existirá, mientras en el mundo queden dos hombres. Siempre uno de ellos
explotará al otro.
“La misma rebelión de Espartaco, y la anterior tebana, tan violenta
que obligaron a los faraones a repartir a los campesinos las tierras, convirtiéndolos
por pocos años en propietarios libres, la Revolución francesa siglos después y la
rusa, no fueron sino desahogos de hambrientos, que sólo duraron minutos en el
tiempo de la historia. El hombre no se liberará del hombre, hasta que el hombre
corrija al hombre en el laboratorio, disminuyendo o agregando secreciones a sus
glándulas. La perfección llegará el día en que el hombre pueda hacer al hombre.
“Nosotros sabemos la verdad del panis circensis y les seguiremos
dando tabernas, ruletas y fútbol, porque nos ayudan a mantener nuestros
privilegios. Y de cuando en vez, hasta una huelga revolucionaria que les haga
revivir sus esperanzas de justicia a cambio de unas cuantas vidas.
“Hasta si una mujer apetecible naciera en tu clase, la traeríamos a
la nuestra. Podemos comprarla como hace siglos y la seguiremos comprando
dentro de siglos por pieles y brillantes piedrecitas lapidadas, y a ustedes los
consolaremos diciéndoles: ‘La democracia te permite criticarnos’. ¡Eso es libertad!
La central contestó:
-¿Usted pidió Montevideo 49511? ¡Hable!
Roberto sintió un temblor en sus piernas; después de tanto tiempo
iba a escuchar a María del Carmen.
-Hable, hable –gritaba la telefonista.
-Aló… Aló… -dijo con voz apagada.
Del otro extremo de la línea se escuchó a María del Carmen; su voz
dulce e inconfundible…
-¡Hable… habla Colonia! –vociferaba la telefonista-. Desde Colonia
la llaman, no corte… ¡hable… hable!...
-Soy yo, te llamo de Colonia; pasé anoche. ¿Recibiste mi telegrama?
-¡Roberto!...
Hubo un largo silencio.
-¿Cómo te encuentras? Sí, lo recibí y te esperaba. ¿A qué hora
llegas? ¡Roberto!... ¡Roberto!...
-¿Y tú cómo estás? –no sabía qué decir.
-Bien… esperándote…
Hubo otro silencio.
-¡Roberto!...
-¡María del Carmen!... El ómnibus llega entre las ocho y media y
las nueve…
-¡Roberto!...
La voz del guarda traspasó los vidrios de la cabina.
-Pasajeros para Montevideo…
-Ya salimos… será hasta luego…
-¡Roberto!...
Colgó el receptor y quedó unos segundos indeciso. La voz repetía:
“Pasajeros para Montevideo”.
Se acercó al mostrador.
-¿Cuánto es una comunicación para Montevideo?
-Tenemos que preguntar a la central qué tiempo habló.
-¡Pasajeros para Montevideo!...
-¿Alcanza cinco pesos? –dijo, dejando un billete sobre el mostrador.
-¡Sobra, señor!... Espere…
Roberto se dirigió al ómnibus cuyo guarda lo llamaba.
-Apure señor, tenemos que llegar a horario…
Roberto se introdujo en el estrecho pasillo del ómnibus, buscó su
asiento y se dejó caer, mientras el vehículo arrancaba con el run-run del motor.
Los dos días que duró aquella orgía, fueron para ellas como una
película, como si se hubiera roto el freno de sus sentidos.
Con el pasar del tiempo se dirían que esas horas no existieron más
que en su imaginación…
Cuando Roberto penetrara en la “antichambre” preocupado y
presuroso al llamado de Mariano, éste le dijo, señalando el dormitorio.
-Me parece que están mal…
matrimonio, no hace más que buscar como finalidad, su libertad sexual. Desde su
menstruo sólo piensa en su libertad sexual, contenida durante siglos por
simbólicos cinturones de castidad. Quiere librarse de ellos, de los padres, de las
mentiras, de Dios. Y aprende que la única forma es mentir, guardar la apariencia,
pues sabe que la que deja pruebas de su falta, es expulsada de sus círculos por las
mismas mujeres que no le perdonan descubrirlas.
“La mujer vive obsesionada por obtener su libertad sexual, cumplir
su destino físico. En muchos países ya la han obtenido, pero a cambio de ella han
apagado la lámpara votiva que iluminaba sus espíritus.
“Al monstruo del deseo hay que tenerlo encerrado, apretado entre
las piernas, liberarlo sólo en excepcionales ocasiones.
“La mujer ha llevado hasta hoy dos vidas. Una como la impusieron
y la exigen los hombres para su vanidad, y otra, la íntima, que se desarrolla en la
alcoba, en las sombras, en el engaño, y que tiene por sólo problema su sexo. Toda
mujer está formada por un cincuenta por ciento de meretriz y un cincuenta por
ciento de santa. Magdalena es perfecta simbólicamente. Una sola línea en el fiel
de la balanza basta para que sea una u otra cosa, y esa línea puede ser un poco
más o menos de secreción de la glándula más ínfima. Unos miligramos más de
determinadas hormonas en la sangre. Una pequeña variación en el azúcar de su
sangre, como lo dijera Anatole France.
“La mujer, por su constitución fisiológica, está predispuesta ciertos
días de su ciclo, al coito; y si en su minuto llega el hombre, no habrá prohibición
que la detenga, aunque después, satisfecha, llore por aquel minuto que la obliga
a traicionarse. Porque la mujer odia en su fuero íntimo la materia que la obliga a
animalarse. Se desprecia a sí misma por esa causa, pero cuando llega de nuevo
aquel minuto, vuelve a darse y a arrepentirse. La mujer es la sucesión de alcobas,
arrepentimientos y confesionarios…
vasos. Los maridos flirteaban, indiferentes al flirteo de sus mujeres con otros
hombres, pues era un concepto ya formado de que en el baño de medianoche no
podía existir otro lema que la libertad individual. La orgía pagana, la bacanal, con
que los antiguos festejaban las saturnales famosas de Roma, se repetían “sotto
voce” siglos después, en el Grand Hotel de Bandol.
Se iniciaba la caravana hacia la playa, en la cual ya se había
preparado la bebida helada que animaría a aquellos últimos paganos. La más
audaz iniciaba el gesto desprendiéndose de su “pégnoit” y penetrando
rápidamente en el mar calmo y tibio, al que la luna daba reflejos plateados; la
seguían las otras mujeres y los hombres, y de pronto, el mar en la noche tomaba
vida a través de aquel grupo que ya alcoholizado y excitado rendía culto a Príapo
sobre las arenas cálidas y los cuerpos húmedos y sedientos.
Poco hacía que había partido el invasor. Los hombres tenían
mucho que olvidar y lo conseguían agotándose sobre los vientres internacionales.
urgentemente huir de él. Los principios morales inculcados por su madre, sus
sentimientos religiosos, habían sido sus escudos en aquella cruzada al infierno,
que duró los años que pasara junto a José Antonio.
Otro menos centrado, se hubiera enlodado, sucumbido. Rehusó
siempre participar en las fiestas de José Antonio. Fue en ellas un testigo silencioso,
inadvertido, un objeto más, diríase, en la habitación. Muchas mujeres lo acosaron
y poseyeron, con el semen caliente aún de José Antonio, deslizándose entre las
piernas. Muchas lo tomaron sin mirarle la cara en esas noches de sombras,
excitadas, enloquecidas, con las pupilas dilatadas y los pezones y clítoris erguidos,
la lengua ansiosa de mucosas, insatisfechas, insaciables...
Pero ese mundo no era el suyo, ni ésas eran sus mujeres soñadas.
Su mundo era el mismo que el de María del Carmen; organizado, sereno, con los
placeres espirituales de un buen libro o concierto, simple, mediocre, gris, sin
estruendo. Había aceptado aquella vida como medio y solución a su problema
económico en aquellos años de necesidad o incapacidad para subsistir. Pero ahora
era rico, quizá más de lo que deseara. Sentía ansias de devolverle a José Antonio
parte de lo que poseía, de lo que le había robado, de confesarse...
Pero presentía la respuesta:
-Eres un idiota. Te pasas robándome diez años, haciendo
equilibrios mentales, simulando, para después confesármelo con la intención de
que te perdone... y así poder partir con una nueva conciencia de hombre honrado.
Lo que tú quieres es dormir tranquilo y guardar mi dinero.
José Antonio le respondería así, y le aclararía que si lo había
permitido había sido sólo porque lo sabía moderado y prudente, aún en el robo.
Se iría sin decirle nada. Se iría pretextando la necesidad de estar
junto a su madre anciana.
Y José Antonio agregaría irónicamente:
-Y junto a tu renga... –
Dejó sus valijas listas. Sólo lo indispensable de su “necessaire”, en
el botiquín del baño.
Tenía la certidumbre de que esa noche José Antonio volvería ebrio
y dopado y recomenzarían las noches de París, las terribles noches blancas...
punto de decirle que lo dejaba, que se iba en ese instante, que dormiría en un hotel,
pero tuvo piedad, lástima.
Ella explicó cómo se conocieron; era belga, las amigas le decían
“Pon-pon”. Se habían encontrado en el camino, viajaba en su bicicleta en dirección
a la villa y el auto estuvo a punto de atropellarla. José Antonio había descendido
y despidiéndose de sus amigos, continuó con ella el camino a pie.
Iba en busca de un hotel donde pasar la noche. Al día siguiente
regresaría por tren a Bruselas, pues se había separado del grupo de cuatro
compañeras que disfrutaban en aquel mes de agosto sus vacaciones en la ribera
francesa, y viajando en tercera clase, recorriendo la costa en sus bicicletas y
durmiendo muchas noches, por economía, en las playas y bajo los pinos que
bordeaban el camino.
Se había disgustado por una tontería y estaba arrepentida, pero ya
era tarde para encontrarlas. Además, ya finalizaba su licencia: dentro de ocho días
debería volver a la oficina y narrarles a sus compañeros parte del viaje que había
realizado y además lo que su imaginación agregaría.
Era sola. La guerra la había dejado a los catorce años sin padres,
que murieran durante la ocupación alemana. La común historia. Violada por los
invasores. El padre fusilado como rehén. La madre muerta de hambre y pena en
un campo de concentración. Vivía sola en Bruselas. Cuando ellos fueran, no
debían dejar de avisarle. Les enseñaría la ciudad...
-Otra botella –ordenó José Antonio al “maitre”.
-Champaña francés –decía “Pon-pon” con deleite.
Bailaron. Las piernas musculosas y bien torneadas, cubierta su
cadera con el minúsculo “short”, se entrelazaban a las de José Antonio en aquel
tango somnoliento y sexual. Los senos pequeños y erguidos se restregaban sobre
el pecho de él, separados sólo por la tenue tela de seda de su camisa y el delgado
algodón de la blusa. Los pezones se endurecían involuntariamente carentes de
pudor, denunciándola.
Empezaban lentamente a llenarse las mesas. Turistas, burgueses,
“malandras”, de todas edades, colores y formas. El mundo heterogéneo de las
boites de la Costa Azul en pretemporada. José Antonio le ofreció dormir en su
cabaña.
-Lo haría –dijo ella- porque estoy muy escasa de fondos y aquí todo
es tan caro... pero tengo miedo.
-¿De qué?... ¿no se habrá vuelto virgen?
-No... no... –respondió despectivamente a continuación, decidida-
pero no quiero acostarme con usted, no me gustan los hombres ricos. Los odio,
me han vejado tanto...
José Antonio hizo inconscientemente un gesto amargo y murmuró:
-Nadie se lo va a exigir...
-En esas condiciones... –y terminó su vaso, que el mozo de
inmediato llenó de nuevo.
blancuzco como nieve. Del “short” roto, abierto en su centro, manaba un filo hilo
de sangre, que se continuaba en una línea, hasta el sillón de José Antonio.
Se resistió a creerlo. No quería imaginar. Este loco la había
golpeado y después... Se acercó a él. Le tomó el brazo y violentamente le arrancó
el martillo húmedo y ensangrentado.
-¡No! ¡No!... –se repetía mentalmente-. ¡No puede ser!...
Se acercó a ella. Le puso su mano en la frente, evitando la mancha
rojo oscura de la sangre, tomó su pierna caída y las juntó sobre el sofá. Trató de
tomarle el pulso, perdida ya la serenidad y el razonamiento.
-Se hace la muerta... –interrumpió la voz de José Antonio-. Me dijo
que preferiría acostarse con un perro...
-¿Se hace la...?
¡José Antonio estaba loco!
-Con un perro... –repetía.
Roberto se horrorizó por las consecuencias que ese hecho tendría
para él, más que por lo estúpido y brutal del crimen.
-Tú dirás la verdad, José Antonio... –imploró avanzando hacia él.
-¿Qué verdad?
-Que fuiste tú... que yo estaba afuera... –gritó fuera de sí.
-¿Qué tú estabas afuera?... ¿Y cuándo estuviste afuera? Siempre
estuviste conmigo. Hace años que estás conmigo, desde niños...
Roberto fue en busca del revólver, que había colocado esa misma
tarde en su maleta. Trató inútilmente en su nerviosidad de abrirla.
-Te voy a matar, te voy a matar como a la alimaña que eres –le gritó.
Por fin la llave giró en la cerradura. Levantó la tapa y su mano se
detuvo ante el retrato de la madre. Aquella imagen que ya no volvería a ver más.
Le pareció que de pronto tomara vida, que llorara por lo que iba a hacer. Que
llorara por él, cuando preso se iniciara el proceso. Los abogados de cárcel, los
chacales. Los venales y crueles carceleros. La indiferencia ante la eternidad de las
horas en el tinglado de la justicia. La condena. Los años sin fin en la Isla del Diablo,
entre los insectos, los escorpiones y reptiles venenosos, junto a ex hombres, a
muertos que hablan y caminan, que se disputan aún un trozo de alimento o un
jovenzuelo. Quizás intentara cruzar en una piragua el continente y de él hacia la
frontera. Quizá la aventura terminaría en una dentellada bendita de tiburón, o
disecado al sol, en un pantano de la selva, con las órbitas vacías por los cuervos y
el vientre hecho cofre por los coyotes.
Reconoció que fue siempre un cobarde, un tímido. Volvió
lentamente al salón, arrastrando los pies y el alma. Se dejó caer sobre su silla
próxima a la mesa, al lado de José Antonio. Su cerebro no marchaba. Parecíale que
su cráneo se hubiera vaciado de pronto. Comenzó a sentirse culpable a la par de
José Antonio.
-No pude contenerme –le llegó como lejana la voz de José Antonio.
Giró hacia él su cabeza y lo contempló abatido, pero despejado ya del efecto de la
droga.
VI
legalizados y pagados los impuestos a las donaciones, estaba constituida por diez
mil hectáreas y separada del pueblo de Cruz del Sur por el río del mismo nombre.
En invierno era un inmenso zanjón en que se arrastraban como
viboritas hilos de agua entre las piedras y el lecho de arena, pero al comienzo del
verano, cuando llegaban las lluvias de primavera y los cerros volcaban el agua
recogida en sus laderas, se transformaba en un torrente de espíritu maligno que
arrastraba ramas, troncos de arbustos y hacía rodar las piedras limando sus
ángulos hasta convertirlas en pesadas y deformadas pelotas de fútbol de diversos
tamaños. En esos meses su vado era peligroso y muchos habían sido arrastrados
con sus cabalgaduras y encontrados días después, flotando grotescamente
hinchados y pestilentes en algún remanso.
Se hablaba del puente que construiría el gobierno, generalmente en
los meses que precedían a las elecciones. Los viejos lo mencionaban diciendo:
“Promesas de candidatos”. Y la realidad era que el río seguía devorando hombres
y bestias que, confiados, no hacían el largo rodeo de veinte leguas que exigía su
seguro vadeo.
La estancia tenía un nombre indio cuyo origen nadie sabía explicar
y cuya traducción era Cerro Viejo. Una casa de gruesos muros, con mirador,
cerrada como una fortaleza, y que dataría de mediados del pasa do siglo. En su
origen había servido de fortín a los señores de la zona y abarcado decenas de miles
de hectáreas, que los sucesivos herederos habían ido trocando por alhajas y
vistosos trapos en París y Buenos Aires para sus esposas y amantes.
La mayor parte eran montes de algarrobo y de quebracho, y sólo
una pequeña parcela desmontada y cultivada proveía de forrajes a los animales
de trabajo. Dejando aparte la sierra podía limpiarse y cultivarse más de un diez
por ciento de la propiedad. Los árboles no sólo pagarían el costo de la limpieza,
sino que dejarían buena utilidad convertidos en postes de telégrafo y de
alambrados, varillas y adoquines. Con el sobrante se podría hacer leña.
Claro es que de existir el puente podría cargarse y venderse
oportunamente y mejorar la producción. Pero esperar el invierno obligaba a
almacenar durante meses la madera, emparvar la alfalfa y entregar el maíz fuera
de época y precio. Quizá fuese zona también de olivos. La tierra era negra,
caliente, había estado esperando millones de años el arado. Tierra que permitiría
dos cosechas. Vientre fecundo, rico en futuras pariciones…
El humus del bosque acumulado llegaba hasta 60 centímetros de
profundidad en los valles y el agua abundante, dulce y potable, se encontraba a
los diez o doce metros. Tenía que cercar su perímetro; reparar las habitaciones y
techos, hacer un piso de cemento en el gran galpón que cerraba “las casas” en su
parte posterior. Había olvido de ayer y trabajo para toda una vida.
Puso manos a la obra. Lo hizo con fervor místico, con la intención
de morir en esa tierra que, pese a la forma en que la adquiriera, amaba
intensamente por saberla suya, solamente suya y que nadie podría arrebatársela
ni hollarla sin su permiso.
VII
Las aberturas de rejas parecían imantar la luz del sol, como si sus
rayos se debatieran en los barrotes que las cruzaban. Las rejas se repetían en los
muros, en el piso de portland, atravesaban las sombras de los hombres, y llevaban
su frialdad de acero a las almas.
Hacía años que no se encontraban. La relación la había mantenido
el correo y las noticias dispares de los diarios. Para unos –los menos-, los que se
debatían de pie por un permiso de papel, Víctor Curza simbolizaba una
esperanza, el futuro líder de los oprimidos, el Mesías esperado por las masas
proletarias; para los oficialistas, los poderosos rotativos subvencionados por el
gobierno, de numerosas páginas y lujosos suplementos dominicales, era el vende-
patria, el traidor a su clase, pagado por el oro comunista, como si entre éste y el
de Wall Street hubiera diferencia específica.
En aquella lucha y el correr de los años Víctor había perdido su
madre, curado su asma y vaciado su bolso.
Todo lo canallesco, todo lo vil de la vida, todo lo innoble lo había
conocido en su trajinar por los comités. La traición, la ingratitud, la venta del
hombre, el abrazo de Judas, todo lo había enfrentado en esa lucha en que iba
quedando solo, abandonado.
aún a los que llegan”, había escrito en su periódico revolucionario, cuyo verbo
encendido, en aquellas noches de miedo le había costado meses de cárcel y años
de exilio. Con ello había hecho antorcha, mantenido la llama de la rebelión, de la
esperanza, para el partido.
Había enfrentado todas las dictaduras, desde la caída de Yrigoyen.
Desde su agrupación, donde se enrolara el futuro de la nacionalidad, desafió las
botas lustradas, las poderosas empresas periodísticas, los trusts internacionales y
los traidores y espías.
La difamación del adversario lo cercó, cortándole aquí y allá todo
paso. En el litoral, sobre los bosques y canales del Río Uruguay, se unió a lo viril
de la patria, les llevó ayuda, peleó, fue hecho prisionero e internado. Y volvió a
pelear…
Cuando las armas escasearon, cuando se creyó preparado el
momento, ordenó la fabricación de bombas. Una estalló en manos de un maestro
que la construía y ese accidente llevó nuevamente a los complotados a la cárcel…
-Tienes que afiliarte a nuestro partido. Él es la nacionalidad.
Representa el trabajo de una comunidad. Es un partido de centro, aglutina toda
religión, toda posición, toda cultura. Es un núcleo de esperanzas que la oligarquía
mercader de la patria, no ha podido aún dividir.
El hierro volvió a chirriar en sus goznes sin aceite. Se aproximó a
ellos un joven delgado, de nariz aguileña, modestamente vestido.
Víctor lo presentó.
-Mi abogado, el doctor…
-Si es cierto que no podemos decidir, no elegir lugar, ni clase social
donde nacer –continuó Víctor-, verdad es que no podemos dirigir nuestras vidas
y llegar a otras clases. Llegar no quiere decir subir en la escala material del dinero.
Muchos hay que no lo intentan y algunos que renuncian a su clase, para sumarse
a la lucha de esa humanidad con su hambre de pan y de justicia.
-No… -interrumpió Roberto-. No estoy preparado para
comprenderte. He luchado mucho. Sería incapaz de desprenderme
voluntariamente de algo mío…
Señalando a Roberto, Víctor afirmó:
-No podemos condenarlo. Está en su derecho, un derecho que
justifica todos nuestros odios, todos los incendios, todas las horcas –y excitándose-
. Hay que continuar la lucha. Hay que luchar con todos los medios, con todas las
ansias, para no prolongar esta agonía de sangre, miedo y lágrimas de la
humanidad. Hay que colgar las togas, los sables y las sotanas. Hay que guiar al
hombre, enseñarle a deletrear el verbo de la justicia, de la igualdad, de la
dignidad, a las buenas o a patadas, porque el hombre ama por comodidad la
esclavitud. Enseñarle a caminar erguido. Mezclar los complicados juguetes de los
niños oligarcas, con las sucias muñecas de trapos viejos. Dejar que los niños se
tomen de las manos y jueguen. No reprenderlos porque han cruzado una senda.
Hay que lapidar, romper a culatazos el cráneo de aquel que ordena disparar
contra el pueblo. ¿Sabes, Roberto, que la clase gobernante del viejo Egipto negó a
la plebe, durante siglos, el derecho a tener esperanza de otra vida? ¿Sabes que por
milenios lucharon para poder poseer una modesta tumba que les asegurara la
supervivencia, aun en las mismas condiciones miserables? ¿Sabes que los
oligarcas de hoy, los poderosos industriales y estancieros, son los descendientes
espirituales directos de aquellas castas?
-Está loco- pensó Roberto.
Pero su abogado, que se iniciaba en política, que empezaba a
arrastrarse, necesitaba aún el apoyo de Víctor Curza y sonrió, aprobando las
palabras con gestos de asentimiento.
1 Próximamente: Mis hermanos, los buitres (Política). Obra del mismo autor.
VIII
Nacida en Cruz del Sur, que se extendía sobre una de las orillas del
río, había pasado sus primeros años en la forma común de las chiquillas
privilegiadas y como correspondía a los hijos de los "notables" del pueblo.
Su padre, intendente dos veces, ocupaba en aquella época el cargo
de Jefe político del Departamento, con perspectivas de obtener una diputación
provincial en la próxima elección.
Su casa, de amplias galerías, una de las mejores del pueblo, y el
jardín, separado por una verja de la acera, quizás el mejor cuidado gracias al
jardinero que percibía sueldo como agente policial.
Cuando terminó sus estudios elementales al orillar los doce años,
fue enviada a un convento de la capital donde se educaba lo más selecto de la
provincia; las hijas de los tamberos ricos, almaceneros mayoristas, hasta las del
Señor Gobernador; todas las de aquellas familias pudientes que obligadas a vivir
en la provincia no deseaban separarse de sus hijas más tiempo que el transcurrido
en los días laborables de la semana.
El colegio abarcaba una manzana. De sólidos muros y ventanales
clausurados por persianas y gruesos barrotes cubiertos de tupidos alambres que
impedían asomar a la calle, con un inmenso patio en el centro, al que circundaba
una galería doble. La primera daba sobre las aulas, los comedores y la dirección,
y la superior correspondía a los amplios dormitorios que albergaban
aproximadamente a doscientas jovenzuelas. Un harén sin sultán.
Entre aquellos muros aprendió historia adaptada su época, la vida
de los santos, nociones de geografía y matemáticas; a bordar y también a mentir,
a simular, no dejar traslucir ninguno de sus sentimientos, escudo que presentía la
defendería en un mundo regido por los hombres. Y manejado por ellas desde el
lecho.
A simular, mentir y soñar con el día del derrumbe de aquellos
muros de Jericó que detenían sus ímpetus correr con los cabellos sueltos y
desnuda por los campos con los pezones erectos, con una guirnalda de flores y
espinas en torno de sus caderas, en aquellas noches de comienzo de verano.
De sus sueños despertó con el primer beso de amor que le dio una
condiscípula mayor que ella.
-Esta noche iré a ti: jugaremos a los casados ¿quieres?... Tú serás mi
mujer.
La esperó temerosa, como si realmente fuera una cita de amor. En
el patio conventual era tan extraña la figura de un hombre… Cuando al pasar de
las horas se escuchó el sordo respirar de la hermana dormida en un extremo del
salón y se movió la cortina que separaba las camas de las compañeras, ella,
temblorosa, le dijo en voz baja:
-Vete… no quiero…
Pero su cuerpo sentía ya junto a sí el otro ardiente a través del tosco
camisón. Sintió la mano sobre sus labios indicándole silencio y de inmediato, otros
labios carnosos, ardientes y húmedos que en un principio intentó esquivar. Se
quedaron así unidas unos instantes. Sintió el cuerpo que subía lenta, felinamente
sobre el de ella, y las piernas que en sus movimientos de serpiente recogían la tela
del camisón y entrelazábanse desnudas y tibias a las suyas.
Era primavera y tenía ya trece años…
Contuvo su respiración agitada. Aquellos labios buscaron su cuello
y los sintió sobre el lóbulo de la oreja, una mano trataba de desabrochar el camisón
que impedía llegar a su diminuto y ya formado seno, y después una deliciosa
sensación. La cama crujió en el silencio de la noche.
Era primavera y tenía ya trece años…
Fue de pronto un espasmo que recorrió su piel y sus entrañas. Una
sensación jamás sentida que ahogó un grito en su garganta. Una sensación que le
hizo crispar sus manos sobre los cabellos de su compañera.
Después fue laxitud, cansancio, bienestar nunca experimentado…
Aquellas noches se repitieron hasta la llegada de los exámenes. Las
ojeras, denunciaban aquella larga espera del ronco respirar de la hermana que
cuidaba el dormitorio de veinticuatro camas. El médico recetó inyecciones de
calcio, tónicos, menos estudio y sentenció: Es la pubertad…
con aquel desconocido, se detuvo ante esos ojos que la miraban en tan extraña
forma, y con tal intensidad que se imaginó de pronto desnuda frente a ellos; su
rostro se cubrió de rubor, se detuvo indecisa, torpe, indefensa.
El padre, indiferente, ajeno a todo, señalándola dijo:
-Es mi hija Aurelia…
Roberto se levantó para saludar, tendiéndole su mano.
Cuando las pieles se juntaron, en un leve roce de manos, el
desconocido y brutal choque de células se había producido. Aquel choque
inexplicable, misterioso, llegado de pronto y de un más allá que despertaba un
deseo irrefrenable, el sentir la epidermis o la voz en su primer encuentro. Ese
deseo que salvaría todo obstáculo para tomar y entregar. Que negaría a la ma dre,
al hijo y vendería a su Dios. Ese deseo que se llamaba amor y que no era más que
una reacción de hormonas a través de la tenue transpiración o temperatura de la
piel. Amor físico, deseo que se revolvía dentro del bajo vientre, que tiranizaba,
torturaba, que hacía mirar con envidia el acoplamiento de los perras en la calle,
de las aves, de los insectos, que no conocían otras leyes que su deseo y que vivían
libres, sin padres, ni leyes, ni dioses.
Pero él la había soñado así, con el rostro limpio, sin el antifaz de
los cosméticos, sin recovecos en su pasado.
-Es rico... –aclaró aprobando, una tía que vivía con ellos.
-Le lleva veinte años... -dijo sensatamente una vieja amiga,
pensando en su marido, recordando con horror sus noches, cuando se
desnivelaran sus vidas por la diferencia de años, cuando ellos envejecieron.
-No ha terminado los estudios -agregó la hermana mayor,
envidiosa de aquel partido que bien hubiera deseado para ella y refiriéndose a
Aurelia.
-Puede ayudarlo a papá políticamente… -señaló el hermano.
El padre, absorbido en la política lugareña dejaba opinar. Era la ley
de la vida casar a sus hijas.
El cura fue consultado.
-Padre… -le había dicho días antes ella- si no me dejan casar, me
mataré…
-¡Blasfemia!...
-Padre, si no me ayuda, no creeré más en Dios.
-¡Blasfemia!...
-Padre, me iré con él…
Roberto era el mejor partido del pueblo. Hacía ya dos años que
había llegado a "Santa María". Recordaba aquella lucha con la naturaleza; aquella
tierra no hollada por el hombre desde la lejana formación del mundo. Sobre las
peñas tomaban sol las iguanas como dragones de otras épocas vistos con gemelos
invertidos.
El clima era templado en invierno, caluroso durante el día de
verano y fresco por las noches. El desmonte había ido arrinconando el bosque,
pechándolo sobre las laderas de piedra y dejado pequeños montículos que se
cubrían con el verde oscuro de los alfalfares nuevos. Los árboles endebles de la
futura quinta, sostenidos por tutores pintados de blanco, prometían sus frutos
para el próximo verano. La casona blanqueada a cal, con sus aberturas v erdes,
recibía acogedora a los que hasta ella llegaban.
En un comienzo miraron con desconfianza a ese hombre venido de
París y que nada sabía, preguntándolo todo. ¿Y qué le habían enseñado en París?
Si no sabía –decían los paisanos-, ni cómo ponían huevos las gallinas.
Después empezaron las burlas que él soportó sonriendo en un
principio.
-Sí, usted manda, patrón… -y lo hacían a sabiendas al revés. Así se
malograron muchos trabajos y muchos días. La vida en el campo tenía secretos
que se negaban a revelarle.
-Va a llover –decía, mirando los nubarrones que cubrían los montes
en la madrugada.
en los días de estío. Serían semillas como aquellas de los robles y olivos que
fructificarían y multiplicarían por los siglos de los siglos. Amén.
Cuidaría de esa urna tibia y sedosa, que con sangre realizaría el
milagro de dar la vida. Que transformaría su simiente en otros hombres, en
amigos que llegarían a remplazarlo en la labor cuando los años lo encorvaran.
Amén.
Daría gracias a Dios por dejarlo multiplicarse, por poder laborar la
tierra, plantar árboles y cuidar su compañera. Amén.
Y penetraría en el reino de los cielos, al lado de los justos, olvidada
y purgada aquella noche de Bandol. Amén.
que la propiedad de la carne sólo podía estar unida a la voluntaria de sus almas.
Hacerles comprender que el amor o deseo, ese sentimiento glandular con que la
naturaleza aseguraba la especie, no podía ser comprometido a vida, y regido por
códigos de viejos sultanes.
La libertad amorosa de la mujer era la propia libertad del hombre,
de los celos, del ridículo y de sus torturas mentales. ¿O es que se liberaban o
impedían que el acto amoroso pudieran imaginarlo las mujeres con el que
acababan de bailar? ¿O es que los millones de vírgenes que se masturbaban noche
tras noche, con el recuerdo del actor de moda, hacía que dejaran de serlo? La mujer
sólo sería fiel en la libertad sexual, con la plena e igual libertad sexual que el
hombre. Y por ello lucharía. Existe más lealtad sexual en la manceba, por no ser
obligación, que en la esposa.
IX
de nuestros hijos, vale decir, dueña de los hombres. Dios había sido vencido por
Ogino. Dios había dispuesto las cosas en una forma, y Ogino las dispuso de otra.
Es evidente que el instinto amoroso inhibe todo razonamiento en
el ser humano. Lo convierte desde el ser más noble y desinteresado, en el más
repugnante y abyecto.
La mujer está indefensa frente al macho, en "su minuto". La más
pura se convertirá en la más pervertida cuando sus glándulas así lo manden, de
nada valdrán los principios morales, no habrá valla que no salte, no habrá acto
que no cometa.
Banco Español (8 Ave. de L'Opéra) donde debes reclamarlo. ¿No estás gastando
mucho?"
Sí… esa chiquilla de Aurelia lo había enloquecido, embrujado. Lo
que había acumulado en años de servidumbre se iba sólo en meses.
Las noticias de la estancia eran pocas y los gastos superaban lo
acordado. Debían regresar. Debía imponerse. Debía volver al lado del hijo y el
trabajo.
con hoteles de gran lujo y magníficas playas privadas, adonde sólo podían llegar
los privilegiados.
El "Excelsior", cuya arquitectura y moblaje denotaban la influencia
que dejara el comercio y las guerras de la época de la República con Turquía,
estaba emplazado en amplios jardines frente a una playa a la que sólo tenían
acceso los huéspedes.
La lancha atracó junto al muelle, en el canal privado del hotel. Un
fotógrafo los entretuvo unos minutos. Era enviado por la revista "Lido", enterada
de su llegada. La revista estaba subvencionada por la empresa del hotel, pero
siempre era un agradable recibimiento para los viajeros, que lo ignoraban.
Retiraron del casillero las llaves de sus reservadas habitaciones,
firmaron su ficha hotelera y el "concierge" le entregó a Renée la correspondencia.
-Son de mi marido –dijo ésta-, debe estar furioso, como que me
olvidé casi de él… -comentó risueña Renée, empezando a abrir los sobres. Llega
la semana próxima… Sólo tengo estos días para desquitarme.
A quel recuerdo del hijo que dejara a María del Carmen se fue
acrecentando a medida que el barco la aproximaba a América. Era un sentimiento
que la iba envolviendo hasta hacerse obsesión; quizás un comienzo de
remordimiento por haberlo abandonado, por esa mentida ilusión de Europa. Fue
al escuchar las risas de otros niños y contemplar sus juegos en cubierta,
celosamente vigilados por sus madres. La paciencia a sus travesuras, su inquietud
de leonas y la felicidad de sus caricias. Esas vidas dedicadas, aun en las horas de
sueño, a defender y cuidar con sacrificio de vestales, la llama sagrada de la vida.
Fue, quizá su curiosidad ya satisfecha del macho.
El "Conte Verde" había soltado amarras del puerto de Lisboa y
navegaba por el Tajo, cuyas aguas transparentes dejaban ver las medusas, esa
primitiva forma de vida, flotando indiferentes al paso del barco que olfateaba el
océano.
Quince días de travesía. Quince días de espera, que se le hacían
meses en el deseo nuevo de volver al hijo.
palmeras y rascacielos, los vio pasar indiferente sobre las aceras dibujadas de sus
amplias avenidas. El ensordecedor ruido del tránsito, típico de la gran ciudad los
sorprendió después de la calma y el silencio de los días a bordo. Estaban ya en
América. Volvieron a almorzar al barco. Río era una de las ciudades más caras en
cuanto a alimentos.
El correo que le entregaran traía malas noticias. En la estancia se
habían perdido los viveros y parte de las plantaciones a causa de una helada
tardía. Reponerlas no era sólo cuestión de tiempo, sino de dinero. Los alfalfares
estaban invadidos por la "tucura". Los olivos adquiridos al Ministerio de
Agricultura, apestados de "bacilus-oleo", el precio del quebracho había bajado y
su explotación no compensaba. Su suegro había sido derrotado en su candidatura
a diputado. Sólo el retrato del hijo, enviado por María del Carmen, le compensó
las nuevas. Aurelia dijo:
-No te preocupes tanto; ¡siempre hablando de la estancia! Lo
pasado no puedes remediarlo…
Si no hubiera hecho este viaje –pensó-, hubiera salvado el vivero
haciendo humo en aquella helada. Hubiera descubierto la peste a tiempo y no
habría plantado los olivos. Deberé trabajar como un burro…
La carta de María del Carmen recibida al paso por Montevideo, les
repetía las agradables noticias sobre el hijo, que releían: "Dio sus primeros pasos,
parece un borracho"... y al final: La Institución Garmier de EE.UU. le había
adjudicado una beca para el próximo año con objeto de perfeccionarse en su
especialidad. Era la gran oportunidad, buscada y esperada hacía años. Sin
embargo no deseaba separarse de mamá. Ella precisaba de su atención. Además
tenía miedo de ir sola y tan lejos. Si Roberto accedía, irían juntas. Sólo sería por un
año...
XI
Pasó una noche, hacía tiempo, a fines del verano, después que su
novio la besara y que quedara sola en la casa con su cuñado. Como disculpa tenía
la vida de su hermana enamorada y satisfecha. La escuchaba desde su dormitorio
gemir de placer una y otra noche, mientras ella debía esperar años aún, a que su
novio –que amaba profundamente-se recibiera de ingeniero. No se disculpaba,
pero acusaba a la forma en que estaba organizada la vida: su novio –al que
deseaba y amaba-, solicitándole diariamente "anticipos" del matrimonio,
"pruebas" de amor. Besuqueada, manoseada, excitada por el hombre amado y
como si aquello no fuera suficiente para enloquecerla, junto a ella, conviviendo en
la intimidad de su casa, sintiendo a su hermana revolcarse de placer y gemir al
unísono de los elásticos de la cama, todas las noches. Escuchar el uso del baño
después de aquella fiesta. Ver, rozar, oír a aquel hombre joven, agradable y
prohibido, a toda hora. Saber su ropa mezclada junto a la suya en la máquina de
lavar. Escuchar y oler al macho diariamente. No. No iba a decir que lo amaba. Ella
amaba a su novio y se había negado a él porque quería llegar virgen al altar. Todos
eran culpables junto con ella. Sus padres, su hermana, aquel caluroso verano.
Pasó, y le hubiera pasado a cualquier otra en su lugar, aquella noche en que
quedaron solos. En el jardín los bichitos de luz se llamaban amorosamente. Ella
trataba de calmarse de los besos ardientes de su novio, aspirando la brisa cálida,
de ese viento norte maldito.
Estaban solos, su cuñado, ella y el diablo. Se había entregado a la
primera insinuación de él. No quería disculparse, estaba dispuesta a enfrentar las
consecuencias serenamente, de negarle ayuda aquella doctora.
Decirlo a su hermana, confesarle aquello. ¿Y los padres? ¿Y sus
relaciones? ¿Y su hijo a venir, con aquel estigma? Era preferible la muerte... La
doctora tenía la palabra.
La examinó. El embarazo era de tres a cuatro meses.
-¿Volvió a tener relaciones con él? –preguntó.
-Yo estuve loca aquella noche, pero soy una mujer decente –
protestó-, he llegado a usted a confesarme, a que me absuelva o condene, no a que
me injurie. He llegado para que me comprenda, más aún, para que me explique
como médica por qué me entregué sin amarlo.
María del Carmen respondió desconcertada:
-No sé... -titubeó-. Su caso...
-Mi caso –interrumpió ella-, sería el suyo y el de todas las mujeres
en mis circunstancias.
No, no sería el de ella, María del Carmen estaba alejada de la
materia. Le había tomado asco y miedo. Su amor no sería material, su espíritu
vencería a su carne hambrienta. Se liberaría, la aplastaría... Pero ante ella desfilaba
toda la miseria humana; los ovarios no tenían ya secretos, y así era más fácil
liberarse.
-No es mi especialidad... si usted encontrara otro que lo hiciera.
XII
XIII
Roberto había evitado intimar con los habitantes del pueblo. Había
rehuido toda invitación, y ello le había creado cierta aureola de orgullo, y por
consecuencia, la antipatía general.
Ese aislamiento voluntario era su afán de dedicar todo su tiempo a
la obra iniciada en Santa María. Además, ¿qué interés podía despertar a su
espíritu de viajero del mundo la simplicidad de aquella gente? ¿Qué sabían ellos,
que habían nacido y morirían en el terruño, de los otros mundos en los cuales
había sido espectador y actor? ¿Qué sabían de la emoción de subir a la Acrópolis
una noche de luna, contemplar, con la orquestación del mar, las cariátides del
XIV
A sí se fueron los años. Los años que sólo existen como medida
del tiempo humano. El arado y la rastra arañando la costra terráquea, en su
las mulas y partía entre las gasas del polvo, el aguatero de mil litros, entre las
blasfemias del carrero y el resoplar de las bestias.
-Hay que salvar los olivos –era su obsesión. Y el riego miserable,
mínimo, pero suficiente para alargar la agonía, se continuaba día y noche.
Aquel año había sido el peor de los años malos. Quizás el último
de los siete bíblicos. La tierra se petrificaba, los yuyos, los malos yuyos, no
alcanzaron esa primavera a romper la costra y las hojas de los olivos se enroscaban
primero como con dolor, amarilleaban, caían y el tronco otrora verde y lustroso
tomaba reflejos rojizos. El pozo de agua disminuyó su caudal y se trabajó
desesperada e inútilmente ahondándolo.
Aquel hermoso campo verde, se convertía en un erial y el río potro,
en un zanjón en el que disputaban los insectos, las lagartijas de esmeraldinos
colores.
Aun así, contemplando partir sus vecinos en busca de otras tierras,
él no se hubiera entregado. Era la lucha milenaria del hombre contra la naturaleza,
era el mandato bíblico: ganarás el pan… Era más, el castigo de Dios, por su crimen
de Bandol.
-¿Y qué mal hay en ello? ¿No sirvo a mi país? ¿Vas tú, mi amigo y
hermano, a negarme que soy capaz de representarlo dignamente?
Bebieron el segundo whisky.
-Pero tú eras conservador, José Antonio. Tú vienes de una familia
de aristócratas, de viejos estancieros –y ya excitado por el alcohol, le espetó: de
esa clase de explotadores de la que tú hablas.
-¿Y no te parece más digno renunciar a una clase que yo no elegí?
Temperamentalmente, yo soy un humilde.
Roberto no pudo contenerse y le dijo, dispuesto a todo, a perder la
última oportunidad:
-Tú, lo que eres… un cínico.
El señor embajador se arregló la perla de su corbata frente al espejo,
y dirigiéndose a Roberto, le ordenó:
-Sírveme otro whisky –y Roberto, instintivamente, como lo había
hecho durante años, le alcanzó el vaso servido-. Tú sacarás tu carnet en el partido
mañana; si no, no hay crédito.
Roberto pensó en su estancia que sería vendida judicialmente,
como lo fuera la casa de sus padres. Recordaba aquellas letras escritas en un fondo
de sangre, que decían: "Remate judicial".
-¿Quieres decir que si me afilio, me darán crédito?
-Exacto.
-¿Y que valor tiene esa adhesión interesada?
-Ésa es cuestión nuestra. Para eso te damos crédito. Necesitamos
ocho millones de afiliados.
-Como Mussolini, ocho millones de bayonetas –pensó en voz alta-
pero en esa forma, el día que los precisen, no acudirán. Llegarán el día de la fiesta,
el día del tren pago, de la empanada o del vaso de vino. Pero el día que caiga la
metralla, el día que comience a regar con sangre el asfalto, ese día no habrá uno,
porque todos habremos sido comprados por la necesidad o el interés.
-Tú eliges –dijo el embajador.
-Déjamelo pensar, José Antonio. Tú estás acostumbrado a comprar,
pero yo no he venido a venderme. Mi vergüenza no está en subasta.
José Antonio se acercó a Roberto y le pasó el brazo por sobre el
hombro.
-Siempre serás un fracasado. ¿En qué lugar quieres colocarte?
Roberto respondió:
-Quiero ser un hombre normal, -producir en mi huerto. No quiero
tener colmillos de carnicero, ni garras rapaces, pero tampoco me considero capaz
de conformarme con las pezuñas. Quiero ser un hombre decente, un ciudadano.
Bajaron por el ascensor al "grill room", en el subsuelo del hotel,
donde sobre un costado y separados por gran cristal, se exhibían los cocineros de
blanco, manipuleando frente al imponente y humeante grill. El maitre llegó
solícito, obsecuente, curvándose a través de su pechera blanca de pingüino.
No te quedes junto a las ovejas. Sólo son buen alimento para los lobos. No hagas
la Caperucita…
XV
Los años de casados formaron una barrera entre sus pieles. El tema
fue el hijo, los problemas de ambos, la conversación tenida la víspera con José
Antonio.
en que o se hace rico de inmediato, o se queda pobre para siempre –le dijo un día
a Roberto.
Enrique personificaba la época. Una época en que en el país,
enloquecido por la sidra y el pan dulce, o el reparto de las tierras prometidas, no
se pensaba más que en sí mismo. Enrique tenía influyentes relaciones entre los
jerarcas del gobierno. En los días que pasara junto a Roberto, lo interiorizó de la
forma de poder hacerse rico si solamente contaba con el apoyo de ciertas personas
allegadas a la "pomada" oficial, a las secretarias de los ministros o a la del
presidente.
-Pero tiene que afiliarse...
XVI
daba tonalidades a las nubes, que se hubieran negado como reales en una tela.
El atardecer tenía notas en sordina, notas que iban aminorando en
la naturaleza. La vida se aprestaba al sueño de la noche. Sólo el mundo de las
sombras despertaba. Las carniceras, los búhos, otro mundo y otra vida. El pájaro
de vistosos colores había buscado refugio en los árboles. Las flores habían cerrado
sus pétalos, acurrucándose. La vida tenía miedo a la noche, a las sombras que
amparaban el crimen y el amor. Se perdía la luz y las formas se diluían lentamente,
como si se disolvieran. Árboles, montañas y coloridos, se borraban como si sobre
ellas se pasara un pincel, oscuro, negro. . .
hicieron letras y palabras escritas sobre otro papel, y que dejaron su huella. ¿Qué
carta anterior había escrito Aurelia a la de él? Porque indudablemente, la presión
de la pluma había dejado estampada sobre el papel y entre líneas, la carta anterior.
Trató de leer. Sobre la luz, nítidamente, se notaban algunas palabras: "Te amo
como a nadie amé". Después era borroso lo que seguía: "...arreglaré la situación...";
más abajo; "...imposible... departamento... ya nada me importa... sospecha" y al
final, nítidamente, como afirmado con el pulso en el papel, claro y legible: "Junto
a él sólo pienso en ti. Te ama. Chiche".
-Te vas a morir, ramera inmunda –le dijo al oído, mientras Aurelia,
contorsionando involuntariamente su rostro en una risa diabólica, alcanzó a
pronunciar:
-¿Por qué ramera?
-Dime quién fue él, y yo te daré la inyección que te salve.
Aurelia lo miró en aquel amanecer, alcanzando a murmurar:
-No hay en mi vida ningún él...
-Mientes, mientes... –y tomando el suero antitetánico, lo quebró en
sus manos, mezclándolo con la sangre que le causaran las heridas.
-Tú lo quisiste, perra. Llévate el nombre de tu amor.
-Yo no tuve más amor que tú -recordó que musitó ella, enseñando
los dientes en la sonrisa forzada de su enfermedad. Sólo quise ser algo...
No quiso recordar más, pasó sobre su frente su mano sarmentosa
de viejo. Le dolía memorizar aquellos días espantosos, aquellas noches que fueron
siglos.
-Lo voy a acompañar unos días –le dijo Enrique, aquel amigo
íntimo de la familia de su mujer- Yo soy su amigo. La amistad es un don del dolor.
Un don que desconocen los millonarios y las mujeres jóvenes y hermosas.
XVII
-Será una buena compañía, pero temo que esté poco tiempo –acotó.
Una cárcel de provincia, tiene algo de familiar. Es para los
recomendados algo menos que un hotel de tercera categoría, con tarifa de Grand
Palace.
Lo ayudó a instalarse. Eligió una cama de hierro blanco junto a la
suya y le presentó sus otros dos compañeros de cautiverio. Un distinguido
estafador y un crimen pasional estúpido, sin razón: un día de primavera y viento
norte había encontrado a su novia con un amigo. Lo había muerto a él y herido a
ella. Lo estúpido del hecho radicaba en que ella sólo le había permitido apretarle
los senos y masturbarla. Era muy poco para la sentencia que le esperaba.
Al pasar de las lentas horas el nuevo preso se explayó: Yo fui
concesionario municipal2 . Queriendo rehacer mi fortuna perdida en acciones que
se desvalorizaron en la última crisis, me presenté y obtuve, por mejor postor, en
licitación pública realizada en el Banco Municipal, la explotación dé un pasaje que
estaba abandonado desde su construcción, hace ya veinticinco años y que servía
de refugio de pordioseros y malandras.
-Haremos una alegre calle subterránea de este pasaje... -me dije.
-Es una cloaca. Fracasarás -me respondieron.
-Haremos la galería más hermosa y concurrida de la ciudad -insistí.
Cuando se licitó fui dispuesto a que me la adjudicaran aunque
tuviera que vender para ello el alma al diablo. Tal era mi fe en su éxito frente a la
incomprensión de los cinco millones de habitantes de la ciudad.
Obtenido, solicité entre mis relaciones multimillonarias la ayuda
económica.
-Fracasarás -me repitieron.
Vendí mi Chrysler, las alhajas de mi madre e hipotequé la casa
paterna heredada. Invertí hasta mi último centavo. Trabajé un año. Fue el éxito
comercial mayor de la ciudad, pero cometí un gravísimo error. Quise continuar
siendo honesto como lo fuera toda mi vida. No quise defraudar al Estado y en los
contratos de locación figuraron los alquileres reales a efectos de sus cargas
impositivas. Instalé lujosos escritorios, hice partícipes a mis obreros del éxito. Les
di jornales dignos. Ello era comunismo.
2 En prensa: Yo fui concesionario municipal (Historia increíble). Obra del mismo autor.
en vez de plomo, usan como armas la promesa para obtener, por medio del voto,
la rendición y la entrega de la nación. "Tendrás Casino", les dicen a los interesados
en ello. "Te aumentaremos los sueldos, te nombraremos comisario o maestro, te
haremos justicia, la huelga será un derecho”, porque el pueblo en sí pide muy
poco. Pero cuando triunfamos, cuando llegamos a tener en nuestra mano la
policía, cuando somos dueños de la picana eléctrica, entonces recurrimos a la ley,
a las Cámaras Legislativas, porque gobernamos dentro de la democracia, y la
democracia en Sudamérica es una marioneta que se maneja desde los cuarteles, o
Wall Street.
Roberto pensó: Una democracia, por mala que sea, es preferible a
cualquier tiranía.
"¿O cree que el que nos suplante no será igual o peor que nosotros?
Por ello, en la historia de esta Sudamérica, pobre de aquél que pudiendo abrir una
cuenta número en un banco extranjero, no lo hace. Lavada la sangre del pueblo
que corrió en el asfalto, el ayer se repetirá. Total –agregó-, en el peor de los casos
llegará la amnistía. Pero los millones que asegurarán su vejez tranquila, lo que
afirmará la educación de sus hijos, es lo que haya podido acumular en su bolso.
Después de la sangre, dirán: hay que olvidar, unir el país, todos somos hermanos.
Pero usted guardará sus millones. El que nos suceda seguirá manejando por
intermedio de los sindicatos, por las buenas o malas, al gobierno. Les aumentarán
los sueldos, pero éstos nunca alcanzarán en su carrera el valor de los alimentos,
porque el que los produce, ganadero o industrial, debe seguir una regla; que es
aumentar sus riquezas.
"¿Sabe cuánto debe su amigo el embajador a mi banco? Veintiocho
millones de pesos. ¿Y cuánto gana? Tres millones por mes. Es el coeficiente
diplomático. Pero ello lo ignora el pueblo.
Roberto le preguntó en alta voz:
-Pero. .. ¿es que entonces no hay hombres decentes?
-Sí los hay, pero difícil es de hacerlos colaborar en política. Porque
ésta es carrera de malandras distinguidos e inteligentes. Indudablemente –
continuó- hay políticos decentes. Pero ésos no llegan. Ésos son los eternos
candidatos a los homenajes póstumos. Ésos son los que nos ayudan a llegar a
nosotros, porque no saben mentir, no saben prometer. ¿Quién va a afirmar que no
los hay, los hubo o los habrá? Pero ésos cumplen la misión heroica con el ejemplo
de sus vidas, de mantener latente la esperanza de los pueblos.
Roberto recordó las palabras de José Antonio: "O te sumas a los
lobos, o éstos te devoran por ser oveja".
Se miró las manos, y por un fenómeno visual, vio que se convertían
en pezuñas. Él era oveja. Había nacido oveja. No podía transformarse en lobo.
Cuando se despidieron, Enrique quiso entregarle un abultado
sobre en el que, a través de su solapa, se adivinaban billetes.
-¡No... no! Gracias –le dijo, tomándolo al fin. Y le pareció que sus
pezuñas comenzaran a transformarse en garras.
3Esta obra fue sugerida por las notas periodísticas leídas en diversos diarios y cuyos ejemplares tengo a disposición
del señor Fiscal y los interesados.
Montevideo.
Habían pasado muchos años. Ruina, cárceles, vida que lo había
convertido en un pingajo. Vida en la cual había dado todo para hacerse noble,
vida que lo había arrastrado, vejado, humillado, como si estuviera purgando
monstruoso crimen. Vida en la que creyó y quiso ser el hombre bíblico, hermano
de sus hermanos, compañero de su hembra, protector de los hijos que no nacieron.
Vida que le había salivado el alma, le había trampeado, le había mentido. Dioses
que lo habían engañado negándole al suicidio, atemorizándolo con castigos
infernales, como si su vida no hubiera sido el más infernal de los castigos.
Pasaban junto al ómnibus, repleto de pasajeros, lujosos coches de
marca americana, mientras en los tranvías se apretujaban la clase media y obrera
que se conformaba en su miseria, con el sueño proporcionado por el gobierno, de
la lotería y el fútbol.
Democracia.
Democracia que te permite la esperanza de llegar… ¿Y qué más
quieres que la esperanza? ¿Qué más te pueden ofrecer los ahítos y repletos?
Es mucho ya permitirte soñar.
Cuando el hombre nació, no tenía tal esperanza. Ha luchado cien
siglos para conquistarla. Democracia, justicialismo, cristianismo, todos los ismos
del mundo con que le flagelaron el alma; todas las mentiras de una vida que
debiera haber sido justa y bella.
FIN
Lector:
Los Restauradores
Federico Minolfi
Ariel Curone
Gabriel Waisberg
Los restauradores.