El Mar de La Penumbra

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El Mar de la Penumbra

Raúl Piad Ríos

Páginas de un diario mojado


3 días para el Hálito, Octavo Año de la Penumbra Leve
Lejos, muy lejos, alguien grita.
Un marinero alza la cabeza y aspira el olor incierto que trae el aire. Las olas lo
salpican y se queja. En este extremo del mundo, el agua salada puede llegar a quemar.
El doctor pasea sobre la cubierta y dice algo sobre las fosas abisales. Habla
sobre entidades mitad crustáceo y mitad deidad que descansan bajo quince kilómetros
de agua. Muchos no le creen, pero yo sí. Yo las he visto, toscas criaturas que emiten
limo y fosforescencia y se mueven con una lógica que deriva de las pesadillas.
Ahora mismo, somos intrusos entre el mar y el aire. Navegamos sobre los restos
putrefactos de otras embarcaciones. Los cuerpos de sus tripulantes fertilizan el agua.
Los imagino cayendo muy despacio en la oscuridad, días después de que sus navíos
hayan naufragado, hasta pudrirse en su larga marcha hacia el fondo. Nada llegará a la
arena oscura de las profundidades, salvo huesos cubiertos de algas.
El primer oficial ladra una orden. Las entrañas del barco emiten un quejido
largo y seco. Las bocanadas de humo que escapan por la chimenea son como los
estertores de una bestia prehistórica. Nuestro viejo Ligeia se muere.
Yo pienso en todas las cosas que todavía me quedan por ver. Todas las demás
cosas que, según me han contado, están ahí, en el agua. Los barcos fantasmas, los
nenúfares gigantes, las islas de basalto. Me pregunto si existirán esas llanuras de
esqueletos de ballena, donde el agua es gris y huele a muerte. Lugares donde el mar
hierve. La fortaleza de los corsarios. Las tormentas de gas. El Maelstrom. Pienso en
todo lo que se oculta tras el horizonte sin sol.
Está todo allí.
No hay redención en el mar, solo pérdida y olvido.

1
Capítulo 1
Un estruendo devastador resonó en la cubierta del Leonora. La superficie del
mar estalló en un enorme cráter de espuma y agua.
Issaia se tambaleó como si acabara de recibir un puñetazo. No puede ser, no
puede ser, no puede ser, pensó en una confusa avalancha, y a continuación, Mierda,
mierda, mierda. Observó a su alrededor, medio enloquecida, y escuchó cómo los
marineros corrían de un lado a otro.
—¡No responden al disparo de advertencia! —gritó el primer oficial—. ¡Los
fusileros a estribor!
Las cuatro siluetas de los atacantes atravesaron la violenta espumarada y se
precipitaron como auténticos suicidas hacia el barco de hierro. Se escucharon más pasos
a la carrera, más órdenes vociferadas. Issaia estaba temblando. Se mordió el labio.
Aquella escena tenía algo irreal. La situación era grotesca, pero en los ojos aterrorizados
de los marineros vio perplejidad, la duda de que todo aquello estuviese ocurriendo en
verdad.
—¡Vuelvan a recargar el cañón de proa! —el capitán Kala avanzaba sobre la
cubierta, apartando jirones de bruma a su paso—. ¡Y quiero a todos los pasajeros abajo!
Milos caminaba junto a él. Parecía seguro, a pesar de todo, y aquello hizo que su
terror aumentase. Para ser quien más tenía que perder, la situación no parecía afectarle
mucho. Issaia regresó al pasillo y mientras descendía, sintió como el barco se escoraba
violentamente. Perdió pie y experimentó la sensación de que el suelo subía para
golpearla en la cara.
Una mano la frenó a pocos centímetros del metal.
—Tenga cuidado. La negligencia causa más víctimas que las balas —el tono de
voz, lento y comedido, solo podía pertenecer a Adrien. Cerca de él, alguien estaba
rezando.
—Gracias —murmuró mientras se incorporaba. Aunque llevaba los guantes, se
separó del hombre lo más rápido que pudo—. En el nombre de la Penumbra, ¿qué es
todo esto? Esas cosas, allá afuera…
—Barcos, señora Khadai, son barcos. Pude echarles un vistazo antes de bajar. Y
no hay nada extraño o sobrenatural en ellos. Son los hombres quienes confunden las
cosas. Venga, la acompaño a su camarote.
Ella asintió y echó a andar tras la figura alta y espigada del cirujano. En el
exterior, al otro lado de las paredes, se oían gritos y disparos. Intentó ignorarlos.

2
Por fin, no pudo más y habló.
—Pero entonces, ¿qué son? ¿Piratas?
—Es posible —Adrien se encogió de hombros—. Pero nunca podrían capturar
un barco de este tamaño. Suelen atacar mercantes más pequeños. Y si son corsarios…
—hizo una mueca—. Bueno, tal vez, pero estarían locos corriendo el riesgo de navegar
en estas aguas.
—O sea, que los locos somos nosotros —casi en contra de su voluntad, sus
labios se curvaron hacia arriba.
—Es un poco tarde para darse cuenta —el hombre se detuvo ante la puerta del
camarote—. En fin, trate de relajarse un poco, estoy seguro de que esto terminará
pronto.
Issaia no compartía su optimismo, pero tuvo que darle la razón. Lo contrario
hubiera significado abandonarse al desaliento y admitir que, como decía la pequeña voz
en lo más profundo de sí misma, todo estaba perdido. Inspiró hondo para tratar de
calmar los latidos que pulsaban en sus sienes.
Antes de entrar distinguió la figura de Adrien, observándola con atención al final
del pasillo. Una sensación fría y desagradable ascendió por su espalda. Por un momento
le pareció que algo destellaba en los ojos del doctor, una especie de deseo no sexual,
pero aun así perturbador. La sensación desapareció con rapidez y entró al camarote
arrastrando los pies, donde se sentó en la única silla que había.
Allí permaneció durante unos segundos, alisándose el vestido rojo oscuro y
maldiciendo para sus adentros. Aquel viaje, su presencia en ese barco abandonado por
los dioses, todo era un grandísimo error. Encendió un cigarrillo y se lo fumó entero, al
mismo tiempo que se rascaba con fuerza la piel del puente de la nariz, una antigua
manía que había regresado.
Tan ensimismada estaba que olvidó lo que estaba sucediendo en el exterior. Por
eso, cuando llegaron hasta ella unos gritos secos, seguidos de un estruendo metálico,
estuvo a punto de caer del asiento. Las cosas no estaban saliendo tan bien como Adrien
auguraba.
Permaneció acurrucada y en silencio, mientras escuchaba los chillidos
provenientes de los pasillos. Oía unos portazos que se iban dando en las habitaciones
aledañas. Trató desesperadamente de atrancar la suya, y casi lo había logrado, cuando
escuchó una carcajada a su espalda, y se dio la vuelta.
Había un hombre agachado en un rincón. Reía con la risa de los locos.

3
Nueve días antes
Estilia, Isla del Collado
Ari coronó la cima y se detuvo un minuto para recobrar el aliento. El terreno era
desigual, lo bastante para cansarlo después de una breve carrera. Se dejó caer en un
banco de piedra y cerró los ojos. Manoseó los bolsillos, como acostumbraba a hacer
cada vez que estaba sentado. La carta seguía allí, y también el dinero.
Todavía no lo podía creer.
Llevaba casi un mes viviendo en el Barrio de los Muelles, y el día anterior había
probado por primera vez qué tal se le daba robar. Fue una experiencia muy
desalentadora. Lo habían atrapado con la mano en el bolsillo de un estibador, y se había
llevado un porrazo tan fuerte en el cráneo que todavía se mareaba cuando intentaba girar
la cabeza demasiado rápido.
Desanimado por su primera incursión en el robo, había decidido que ese día se
dedicaría a pedir limosna. Eso tampoco había funcionado. El hambre le comprimía el
estómago, y un mendrugo de pan rancio no ayudaba mucho. Se estaba planteando
trasladarse a otra calle cuando vio a un niño que corría hacia un muchacho un poco
mayor. Le dijo algo al oído, con prisas, y ambos se marcharon a la carrera. Aquello lo
intrigó; cualquier cosa que alejara a los mendigos de una esquina bulliciosa en pleno
horario de trabajo merecía atención. Quizá los peregrinos estuvieran repartiendo sobras
otra vez. O quizá hubiera volcado un carro de pescado. Cualquiera de esas cosas bien
valía una hora de su tiempo. O más.
Siguió a los niños hasta que los vio doblar una esquina y hablar con un hombre
que estaba recostado a una farola. Se detuvo; su sentido común sofocó la débil chispa de
curiosidad que sentía. Desde su posición observó como el extraño parecía sopesar a los
jóvenes con la mirada y, después de un largo escrutinio, sacudía la cabeza. Ambos se
dieron la vuelta, desilusionados, y pasaron a su lado mascullando groserías.
Ari hizo una rápida corrección a su entusiasmo y se dispuso a seguirlos. Si no
había funcionado para ellos, entonces no tenía nada que hacer allí. Estaba regresando
cuando escuchó una áspera voz masculina.
—¡Eh, tu! ¡Muchacho! ¡Eh, espera!
Se apartó un poco de la calle sin mirar atrás. Mantuvo la cabeza baja, mirándose
los pies, pero luego volvió a escuchar la llamada, esta vez mucho más cerca.
—¡Si, tu, el de las alas! ¡Espera!

4
Alguien se detuvo a su lado. La voz sonó mucho más fuerte que antes:
—¡Muchacho! ¡Eh, muchacho!
Levantó la cabeza y vio al hombre de antes que lo miraba con los párpados
entornados. Podía tener entre treinta y cuarenta años. Era delgado y tenía unos ojos
hundidos con un brillo tenue, como brasas. Su rostro era oscuro y llevaba los brazos
desnudos perfilados por una línea de tatuajes metálicos, que los hacían parecer hojas de
cuchillos.
—¿Estás sordo, hijo? —le preguntó.
Ari negó con la cabeza.
—Entonces, ¿eres mudo?
Volvió a negar con la cabeza.
—No —su voz sonó rara y oxidada.
—No estás sordo, bien. Y además pareces lo bastante inteligente para saber
cuándo se te ofrece un buen negocio, ¿no?
Ari asintió.
—Perfecto —esbozó una sonrisa—. Porque necesito que me ayuden y creo que
tú puedes hacerlo —agarró su mano izquierda y se detuvo, sorprendido por el ligero
temblor de sus dedos—. Solo necesito que lleves esta carta a la Feria de la Medianoche,
¿sabes dónde queda?, bien, y que se la entregues a la dueña. Aquí está la mitad de tu
pago, por adelantado. El resto lo recibirás cuando regreses, en este mismo lugar.
Aquello había sido todo. El extraño había desaparecido entre la multitud que se
agolpaba en el puerto. Demasiado sorprendido para preguntar, dio media vuelta y se
dirigió hacia el lugar indicado. En ningún momento le pasó por la cabeza hacer otra
cosa; de alguna forma sabía que, si lo intentaba, ese hombre lo encontraría. Tampoco
miró el dinero hasta encontrarse bien lejos.
Su corazón estuvo a punto de detenerse al abrir la mano. Eran dos electros, una
pequeña fortuna, y habría más a su regreso. En ese momento se percató del peligro que
corría con esa cantidad de dinero. Mucha gente había sido asesinada por mucho menos.
Se cercioró de que nadie lo seguía y retomó el camino, decidido a ganarse el resto.
Ahora que lo miraba en retrospectiva, no entendía porque el extraño se había
decantado por él, en detrimento de los otros muchachos. Se dio un golpe en la cabeza y
decidió que ya era bastante que tuviese las monedas en sus manos. La lógica en aquellos
momentos no importaba mucho.

5
Continuó después de recuperar el aliento. Aquel lugar de la ciudad no era
frecuentado por mucha gente. A pocos metros fuera de la calzada, la oscuridad de la
Penumbra era absoluta. Las zarzas y matojos quedaban rodeados por un resplandor
fantasmal que los proyectaba como sombras irreales. Las sendas se entrelazaban por
todo el parque, conduciendo a lagos y áreas de maleza desatendida, así como a viejas
ruinas monásticas consumidas por el tiempo.
Mientras caminaba volvió a sentir el sabor del melocotón que, en una feria
semejante, alguien le había regalado. El sabor de aquella fruta era uno de los pocos
recuerdos agradables que tenía en la vida.
Con esa memoria en mente el ascenso se hizo más soportable hasta que, un poco
después, distinguió una sección del parque toscamente vallada. Dentro, una hilera de
pequeñas tiendas se curvaba hasta perderse de vista. Sobre el portal podía verse una
leyenda de ostentosa caligrafía: FERIA DE LA MEDIANOCHE.
Un empleado con cara de aburrido bostezaba junto a la caseta de entrada.
Aunque había gente, el espectáculo no estaba tan poblado como esperaba. Al parecer la
presencia de fenómenos era algo tan corriente que ya nadie quería gastar su tiempo y
dinero en ir a verlos.
—Si estás aquí por trabajo, piérdete —le soltó el tipo cuando lo vio acercarse—.
Ya tenemos uno como tú, y con alas más limpias, además.
Ari movió inconscientemente sus alas, dos tristes apéndices raídos y cubiertos de
mugre, que se abrieron tímidas y soltaron fragmentos de polvo cuajado. Hacía mucho
que no servían para nada.
—No…no vine para eso —señaló con un dedo hacia la feria—. Necesito ver a
la dueña. Tengo…tengo algo para ella —se detuvo y añadió con timidez, bajando la voz
—. Creo que es algo importante.
—Te dije que te perdieras, he tenido un día de mierda y, la verdad, todavía
puede empeorar.
Un gesto del hombre le hizo comprender que no lograría nada con insistir.
Conocía a los de su tipo, personas para las que la violencia, más que un desahogo de
frustraciones, representaba la moneda con la cual pagaban cualquier ofensa, real o
imaginaria. Y gente así siempre era peligrosa.
—Será rápido —añadió, deslizando uno de los electros por el mostrador. Era una
jugada arriesgada y dolorosa, pero se exponía a perder mucho más si regresaba con la
carta—. Solo quiero darle un mensaje y luego me pierdo.

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Los ojos del portero se abrieron como platos. Por un momento su rostro se
transfiguró en una máscara de rabia, pero luego retrocedió y bajó un poco los hombros.
—La última tienda al final del camino —indicó con un gesto de la mano—.
Hazlo rápido.
Ari asintió y atravesó la entrada. Le dolía haberse deshecho de la moneda,
aunque si todo salía bien, tendría otras. Mientras caminaba notó una vaga inquietud en
la boca del estómago. Era una sensación parecida a la que tenía cuando alguien le
miraba la nuca. Volteó la cabeza y se quedó de pie, esperando, hasta que la impresión
fue desapareciendo. Pasados unos minutos, empezó a sentirse estúpido. Confiaba en su
instinto, pero a veces daba falsas alarmas. Esperó un poco más para asegurarse, y luego
prosiguió.
Recorrió el camino que se abría entre las hileras de pequeñas tiendas,
deteniéndose apenas ante ellas para contemplar los horrores que se movían en su
interior. Los pocos visitantes comenzaban a disgregarse. En algunas carpas eran
detenidos por guías, que esperaban hasta que se hubiera congregado el número
suficiente como para desvelar sus piezas ocultas. En otras, entraban directamente, y de
los lienzos mohosos se desprendían gritos de asombro y disgusto.
Varios lo miraron a él, sus expresiones le indicaron que no les complacía tener a
un fenómeno suelto, por lo que apuró el paso. Un poco después encontró el lugar que
buscaba. La tienda de la dueña se alzaba como una cúpula de tela roja y parecía dominar
la feria como un antiguo castillo de la Edad del Sol.
Como no había nadie en la puerta se asomó y, tras echar un vistazo, decidió
entrar. La luz fluía lentamente sobre sus ojos, permitiéndole ver una cámara de algodón
llena de vitrinas de hierro y cristal. Velas y bombillas opacas ardían en nichos, filtradas
por lentes que concentraban la luz en puntos que hacían más llamativo el grotesco
muestrario.
Pasó lentamente junto a jarrones en los que flotaban pedazos corporales: fetos de
dos y tres cabezas, secciones de brazos de bestias desconocidas, ojos que se contraían
vivos. En otro lugar vio una jaula con un cráneo humano arrastrándose sobre patas de
crustáceo; a su lado se agitaban decenas de dientes y cuernos adornados con pinturas
fosforescentes.
—¿Te gusta mi colección?
Ari dio un respingo. El corazón empezó a latirle de forma agresiva. Miró hacia
todas partes y se vio abrumado por la cantidad de “piezas” que lo rodeaban. Fue solo

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después de un cuidadoso examen que distinguió una sombra que comenzaba a moverse
hacia él.
—Busco a la dueña —dijo con voz temblorosa—. Tengo una carta para ella.
—¿Una carta? —la sombra comenzó a delinearse bajo la luz de una lámpara—.
Hace mucho que nadie trae cartas.
Ari iba a responder cuando sintió una comezón en la espalda y tuvo que rascarse.
Algo explotó bajo su uña, y retiró la mano para examinarlo. En el extremo de su dedo se
agitaba un ácaro medio aplastado. ¿Hacía cuanto no se bañaba?
—Por suerte, los rumores son tan incontrolables como los parásitos —siguió
diciendo la figura. Se trataba de una mujer, vestida con un traje colorido y poco sutil.
Como aspecto curioso, notó que llevaba guantes hasta más arriba del codo—. Y algunos
de mis empleados tienen pensamientos bastante fuertes.
—¿Es usted la dueña?
—Estás en su tienda y sabes que es una mujer —perfiló su contorno con las
manos y arqueó una ceja—. ¿A ti que te parece?
—Alguien me dijo que le entregara esto —le extendió la carta, súbitamente
avergonzado. Ahora que podía verla de cerca se daba cuenta de que su porte era tal que,
si hubiera sido uno o dos años mayor, se habría visto obligado a considerarla una dama.
Mientras hablaba se balanceaba hacia delante y hacia atrás con distinción y, al mismo
tiempo, con exuberancia infantil. Tenía el cabello negro y largo, recogido en un moño
y...
Resumiendo: era hermosa. Hacía mucho tiempo que no veía nada hermoso.
—Asumo que ese alguien es lo bastante vago como para no traerla en persona —
extendió una mano y le arrancó la carta—. Y también lo bastante chistoso como para
mandar a un niño polilla de recadero.
Ari se encogió de hombros. Mientras la mujer hablaba iba descubriendo más
cosas de ella, como el aire cruel y exótico que adornaba su sonrisa. La miró durante
unos segundos más y entonces fue consciente de otras señales: el rictus de amargura en
la comisura de los labios, lo apartada que se mantenía de él, la forma en que lo miraba,
y estos signos confluyeron, a su vez, en una conclusión definitiva.
A pesar de regentar una feria de fenómenos, aquella mujer despreciaba todo lo
que oliera a ellos.
De repente sintió la urgencia de salir de allí. No le importaba que lo
despreciasen, porque estaba acostumbrado y siempre le quedaba el consuelo de que

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otros estaban peor, pero sentía un malestar que se agravaba con cada segundo que
permanecía en aquel museo del horror.
Se aferró a la certeza del bulto en su bolsillo. Su primera inversión sería una
bolsa de cuero para el dinero. La llevaría debajo de la ropa, pegada a la piel. La
siguiente, un buen desayuno. Un plato de algas calientes y una rebanada de pescado.
Pan blando recién hecho, y un vaso de jalea de coral bien caliente.
Con esa confianza salió al aire de la noche, que estaba cuajado de silencio. No se
escuchaban retos, gritos o invitaciones. ¿Qué hora era? Intentó guiarse por el fulgor de
las luces de Penumbra en el cielo, pero era imposible adivinarlo sin un instrumento. La
Penumbra tenía formas, estructuras y colores que cambiaban cada cierto tiempo, solo
unos pocos afortunados poseían el talento necesario para interpretarlas correctamente.
Tal vez el extraño se había cansado de esperarlo. Pensó que sus pies se movían
muy lentos, como si la grava se hubiese transformado en lodo, y se apresuró, corriendo
casi por el sendero, ansioso por escapar de aquel circo infernal. Entonces sintió que una
garra atenazaba su hombro y lanzó un grito.
—No hace falta berrear así —escuchó. El tono era brusco y entrecortado.
Escupía lo que tenía que decir—. Estoy muy viejo para estar haciendo de niñero.
Ari se dio la vuelta. Frente a él se encontraba una aberración. Su rostro seguía
siendo el de un hombre, de piel oscura y cabello ralo, pero el resto de su anatomía se
perdía en un mar de retazos de piel y mareas de carne que rompían las unas contra las
otras en violentas oleadas.
—La señora Khadai desea verte —chirrió la criatura, todavía sin soltarlo—.
¿Qué demonios decía esa carta tuya? ¿Eh? Hacía años que no la veía tan trastornada.
El niño negó con tanta fuerza que la cabeza volvió a dolerle. Se soltó de su
agarre e hizo un esfuerzo sobrehumano por aguantar los temblores que le provocaba el
contacto con aquella cosa. Por un momento pensó en negarse y trató de localizar la
entrada, ahora muy lejana, de la feria. Sin embargo, la presencia de un número
indeterminado de sombras que se agitaban entre las tiendas le hizo desistir. Los
fenómenos no le permitirían irse hasta que su dueña lo autorizara.
Un minuto después se encontraba de regreso en el interior de la tienda, que le
pareció, si tal cosa era posible, aún más siniestra. Tuvo la impresión de que los
especímenes lo miraban con sus ojos muertos (los que tenían ojos) o le apuntaban con
sus manos deformes. Todos gritaban su nombre y lo incitaban a unirse a ellos, a

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disfrutar de una eternidad de fama y angustia. La silueta de la dueña, que parecía recién
pintada con tinta china sobre el fondo, dominaba aquella grotesca escena.
El viejo lo empujó y se retiró hacia un rincón, murmurando sin cesar una letanía
indescifrable. Ari observó que el cuerpo de la mujer temblaba y que tenía los nudillos
del puño derecho, ahora desnudo, blancos como el hueso, a causa de la fuerza con que
apretaba la carta. Sintió que su presencia añadía un silencio, opaco e insignificante, al
otro silencio, nítido y extenso, que emanaba de ella.
—¿Quién te dio esta carta? —la mujer levantó bruscamente la cabeza, como si
de pronto hubiera recordado dónde estaba—. ¿En dónde te la dio?
Fue un ruido pequeño dentro de una quietud enorme, pero fue suficiente.
Suficiente para romper el silencio en esquirlas afiladas. Ari comenzó a temblar y se le
cortó la respiración al comprender, de pronto, lo peligroso que era el juego al que estaba
jugando. La expresión plácida de la dueña era como una máscara destrozada. El
semblante que había debajo de esa máscara reflejaba una profunda angustia; sus ojos
estaban en este mundo y en otro, recordando.
De repente no le importaba tanto el dinero. Solo quería seguir viviendo.
Intentó dominarse y comenzó a hablar, pero solo logró confundirse. Desvió la
mirada y masculló algo que quizá fuera una disculpa. A continuación, recomenzó la
historia, que fue bastante corta porque, en esencia, no había mucho que contar. Cuando
terminó, el silencio volvió a rodearlos como una mortaja invisible. La mujer se quedó de
cara a una de las vitrinas, con las manos apoyadas en el mostrador. Tenía la cabeza baja,
como si soportara una pesada carga. Ari esperó.
—Solo la verdad podría romperme. ¿Qué hay más duro que la verdad? —se viró
hacia él y sus labios dibujaron una sonrisa burlona y forzada—. Incluso una tan simple
como esta —cerró los ojos y se pasó una mano por la cara—. Ven, enséñame el lugar
donde lo viste.
El muchacho no la entendió, y en un primer momento creyó que le estaba
pidiendo que la llevara hasta el puerto. Entonces observó su postura —la mano
extendida hacia él— y comprendió que deseaba que se acercara. Sin saber muy bien que
hacer, dio un paso, y luego otro.
—¿Dices que te prometió más dinero? Eres joven, y los jóvenes no saben que las
promesas muy raras veces se cumplen —con un gesto fluido se quitó el guante de la
mano izquierda—. Yo no prometo nada, solo reclamo.

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Ari trató de sobreponerse al miedo que sentía, pues sabía lo que el terror podía
hacerle a una persona. Pero mientras se acercaba, se fijó en la sonrisa de ella, que iba
ensanchándose, mostrando demasiados dientes para ser una sonrisa afable. Tuvo la
certeza de que aquello acabaría mal y trató de escapar, corriendo como un loco. No
llegó muy lejos. Alguien lo apresó, lo levantó de la camisa con una fuerza inusitada y lo
arrojó contra el suelo.
Intentó revolverse, pero su captor, la masa inhumana que lo había conducido de
regreso, lo tenía inmovilizado por completo. Apretó la mandíbula, rabioso; soltó
vaharadas de polvo de las alas, se convulsionó y gritó. Parecía más un animal herido
que un niño. Entonces sintió el contacto de una mano, cálida y agradable, que se
deshacía en su rostro hasta alcanzar los pliegues del cerebro, y quedó inmóvil, como una
marioneta sin cuerdas.
—Llévatelo bien lejos —la mujer se enderezó mientras se colocaba el guante—.
En silencio, no quiero escenas en mi feria.
—Si señora, ahora mismo, señora —la criatura se echó el niño exánime al
hombro, como si este no tuviera peso—. ¿Le quito el dinero, señora?
—¡No! —respondió ella, arreglándose un mechón de pelo—. El dinero es suyo,
se lo ha ganado.
El sirviente bajó la voz hasta convertirla en un gruñido irreconocible y salió a
cumplir la orden. La mujer permaneció inmóvil por un segundo y luego echó a andar
hacia el fondo de la tienda, donde se adivinaban los contornos de una escalera. Con la
facilidad que confiere la experiencia, evitó los tablones sueltos que pudieran crujir o
suspirar bajo su peso. Cada paso lento que daba solo producía un levísimo tap en los
escalones.
La escalera terminaba junto a una puerta bastante grande. Traspasó el umbral y
encendió una lámpara de gas. El cuarto era más pequeño de lo que daban a entender las
proporciones de la puerta. El aire en el interior era pesado, y carecía de luz natural. En
lo alto se podía ver el marco de una claraboya, pero tenía el cristal pintado de negro.
Dio varios pasos y dejó que su mirada vagara en un ángulo de ciento ochenta
grados. A su alrededor, desparramados sobre el suelo como una marea de papel, había
libros y artículos, notas mecanografiadas y pliegos de diagramas. Los clásicos apuntes
que viven en los delirios de un loco, pensó mientras encendía un cigarro y se sentaba en
el borde de la cama. Allí permaneció durante un largo rato, rodeada por el humo que
parecía resguardarla como un sombrero apestoso.

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De pronto se agitó, como si acabara de despertar de un largo sueño, y sacudió
con asco las cenizas que habían caído sobre el vestido. Su rostro ardía con una luz
extraña. Extendió la mano y tocó un interruptor medio oculto en la pared. Unos minutos
después la puerta se estremeció con un golpe seco.
—Pasa —indicó, prendiendo otro cigarro.
El desfigurado entró mientras se frotaba los hombros como si tuviera frío.
—¿Si, señora?
—Esperaba que viniera Angélica. ¿Hiciste lo que te mandé?
—Sí, sí. Lo dejé en el pozo seco, junto a la estatua del Viejo Rey —extendió los
brazos para indicar algo muy grande—. Un poco duro de mollera, el chiquillo, pero
obediente. Solo lo tuve que empujar un poquito.
—Está bien —hizo un gesto de exasperación y tomó un papel de la mesa—.
Busca a alguien decente para que lleve este crédito al Banco Sumergido. Que lo haga
rápido, y que después consiga pasaje para un barco, no importa de qué tipo, pero que
zarpe hoy mismo.
—¿Un… un barco, señora? —arrugó el rostro y la miró, confundido—. ¿Y para
quién es el pasaje, señora?
—Eso no te importa, dile que es solo para uno. Que no regatee con el precio, que
pague lo que el capitán exija. Dile eso.
El hombre luchó consigo mismo unos instantes; abrió la boca, la cerró, puso cara
de frustración y repitió todo el proceso.
—Sí, señora —carraspeó al final—. Creo que le daré el encargo a Orasul.
Siempre ha sido bueno con la gente.
—Orasul servirá, pero que se mueva rápido —movió la mano, como si cortara el
aire—. Y que me vea cuando termine, directamente, sin hablar con nadie.
—Sí, señora, claro, no faltaba más. ¿Necesita alguna otra cosa?
—No —hizo un ademán anticipándose a las protestas del hombre—. Vete.
Esperó a que se marchara, sin perderlo de vista ni un momento. Después
comenzó a revolver la habitación, colocando paquetes y mudas de ropa en un montón
desorganizado sobre la cama. Mientras realizaba esa tarea, tenía la mirada extraviada,
como si estuviera perdida en sus recuerdos. En todo ese tiempo sintió algo parecido a
una lágrima acumulándose en el fondo de sus ojos.
No la dejó salir.

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Estilia, Jardines del Bien y el Mal
La sangre brotó, espesa y caliente. Parecía negra a la luz mortecina de la
lámpara. El cirujano apretó un poco más y su mano desnuda se empapó de inmediato,
aunque a él no pareció importarle mucho.
—¿Sería mucho pedir un poco de luz? —sacudió la cabeza—. ¿Isaac?
—La lámpara se volvió a romper —respondió el aludido, casi con pena—.
Además, igual ya no hace falta.
El hombre pareció despertar de un sueño y miró en torno a sí. Permaneció inerte
durante unos segundos, como detenido en el tiempo; luego volvió la mirada al
ensangrentado campo de operaciones que era el pecho abierto del soldado. Hubo un
largo silencio que parecía un homenaje al difunto. Al final, fue él quien habló:
—¿Doctor Corvin, puedo hacerle una pregunta?
El médico sonrió con amabilidad. A Isaac le pareció un gesto fuera de lugar, con
toda aquella sangre cubriéndole el cuerpo; de repente, y contra su voluntad, un
escalofrío le removió las entrañas.
—Por supuesto.
—¿Una pregunta molesta? —insistió él.
—A veces son las únicas que merecen la pena.
Se quedaron otra vez en silencio, contemplando el cuerpo inerte que reposaba
sobre la mesa, como si trataran de guardarlo en la memoria. Isaac intentó sobreponerse a
la inquietud que lo asaltaba. Aquella no era la primera vez; siempre que trabajaba con el
doctor Adrien Corvin le sucedía algo parecido.
—Suéltalo ya —dijo el hombre.
—¿Cuánto tiempo piensa que estaremos aquí? —preguntó el muchacho con una
extraña mezcla de confusión y ansiedad.
Corvin tardó mucho en contestar.
—Tengo tendencia a no pensar demasiado, Isaac. No tendría sentido volver a
caer en lo mismo —compuso una sonrisa agria—. Creí que preguntarías algo diferente.
Para variar.
Isaac se pasó una mano por un lado de la cara.
—Entonces, ¿seguiremos así? —hizo un gesto que parecía abarcar el cadáver, la
habitación, el mundo entero— ¿Para siempre?
Corvin vaciló un momento.

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—Podríamos decir que si —admitió— ¿Tienes algo mejor que hacer? ¿Algún
otro lugar a dónde ir?
—Así seguiremos entonces —bufó él—. Aunque, sin un equipo decente, estos
infelices seguirán vaciándose en un dos por tres.
Corvin dio un breve paseo por la sala y se sentó. Isaac sabía que el gesto era más
una extravagancia que verdadera necesidad, pues el doctor nunca se fatigaba. No que él
supiera.
—Siempre tendremos otras opciones. Pondremos torniquetes. Y todavía nos
quedan bolsas para transfundir, ¿no?
—Sí, todavía. Aunque no por mucho tiempo. Ahí traen otro —los gritos de dolor
confirmaron sus palabras—. Deberíamos empezar a…
Pero Corvin ya se había adelantado, indicando a los sanitarios que colocaran al
herido en una de las camillas desocupadas. Moviéndose con la seguridad que da la
práctica, bloqueó la arteria abierta con una pinza y limpió la zona con hemoesponjas.
Al ver las insignias, Isaac se percató de que aquel hombre pertenecía a la misma
unidad del paciente anterior. Aquellos soldados habían estado demasiado cerca de una
granada, sus pechos estaban sembrados de metralla. La reciente batalla había sido
cruenta. Seguramente, antes de que cayera la noche, los camilleros seguirían añadiendo
números, ya de por sí bastante elevados.
—¿Hace tanto calor? —jadeó el muchacho.
El sudor relucía como perlas sobre su piel de ébano. Corvin se lo secó de la
frente para que no le entrara en los ojos.
—Deberías aprender a trabajar bajo cualquier circunstancia —le reprochó.
Isaac no respondió. La temperatura exterior era alta. Y el día siguiente prometía
ser peor. Al parecer, la guerra también atraía el calor.
Corvin empleó unas pinzas planas para extraer del pulmón derecho un pedazo de
metal del tamaño de la falange de un dedo. Tiró la esquirla a un recipiente, donde
resonó.
—Pon un tapón ahí —indicó.
Isaac colocó el parche disolvente en el órgano malherido. El tapón, creado de
tejido orgánico y adhesivo coagulante, selló inmediatamente el corte. Al menos aún
tenían muchos de ésos, se dijo Isaac; si no, tendrían que empezar a utilizar grapas, y
entonces la cosa se pondría divertida. Y sucia.

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—Este tipo tenía suficiente metralla para llenar un cañón —murmuró él—. No
sé para que se molestan en vestirlos.
—Sabes que el uniforme es reglamentario —susurró el cirujano, como si fuese la
primera vez que daba esa explicación— ¿De qué otra forma podrían identificarse en el
campo de batalla?
Isaac resopló, el agotamiento hacía a su jefe inmune al sarcasmo puro y duro. O
eso le hacía creer él.
—Éste es el último —observó Corvin mientras le indicaba a los camilleros que
sacaran al herido—. Que lo transfundan con una de las dosis de Escarlata C-2.
—Mejor no acomodarse mucho —replicó Isaac, paradójicamente sentado—.
Con buena suerte, en cosa de una hora, o menos, tendremos aquí a unos cuantos más.
—Lo suficiente para actualizar las estadísticas. Y enviar otro pedido —dijo
Corvin mientras caminaba para lavarse las manos.
Aquella era una cualidad que Isaac admiraba. Hacía tiempo que su jefe había
aprendido a ocuparse de las cosas según pasaban, y a no inquietarse por problemas
futuros mientras no tuviera que hacerlo. Era el equivalente mental a emitir un
diagnóstico; una actitud saludable... hasta cierto punto.
De repente, las luces parpadearon con violencia. Ambos quedaron inmóviles por
un momento.
—Si la planta se funde, atrás nos fundimos nosotros —dijo él con lentitud, y su
mirada volvió a endurecerse.
Tenía razón. La pequeña planta era lo único que mantenía encendido al
Misericordia, convirtiendo el hospital en un faro en medio de la oscuridad en que la
Penumbra había sumido al islote de los Jardines del Bien y el Mal.
De pronto, Isaac se percató del silencio que pesaba sobre la habitación. El doctor
murmuraba algo para sí mientras consultaba unos datos en su historia clínica.
—El octavo paciente presentaba daños en el hígado —dijo de repente—.
¿Podríamos pedir uno de recambio?
—A estas alturas cualquier órgano de repuesto ya debe estar firmado, sellado y
enviado —el joven hizo un gesto con los dedos—. Esto es un asco.
Corvin movió la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero se inmovilizó de
pronto, escuchando. Otro sonido se oía por encima del repiqueteo de la súbita lluvia en
el tejado, uno que conocían muy bien: el creciente zumbido de las balas. Al parecer los

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enfrentamientos entre los rebeldes de Tanis y el Ejército Comunal habían desbordado
sus barrios periféricos de origen.
—No puedo creer que hayan llegado hasta aquí —gruñó el muchacho.
—Tenlo todo listo —indicó Corvin—. ¿Nos queda algún antiséptico para las
manos?
La fácil sonrisa de Isaac desapareció como si se le resquebrajara una máscara,
dejándole un semblante en el que, sin poner mucho empeño, podía leerse la pena.
—Nos quedan guantes —hizo ademán de levantarse, como si pensara salir
corriendo del recinto; entonces frunció el ceño, y se obligó a sentarse de nuevo en la
butaca.
—Bueno —Corvin esbozó el equivalente a una sonrisa floja—. Las soluciones
efectivas no pasan de moda.
Isaac lo miró y se desperezó, entrelazando los dedos y estirando los brazos por
encima de la cabeza.
—Doctor, ¿puedo hacerle otra pregunta? —no esperó a que él le diera su
consentimiento— ¿Por qué decidió convertirse en cirujano? —se cruzó de brazos y bajó
la mirada. No se atrevió a seguir preguntando porque era obvio lo que venía a
continuación.
¿Y cómo acabó aquí?
Corvin se rascó la barbilla.
—Hace mucho que no pienso en eso —respondió—. Si te interesa, supongo que
podríamos conversarlo. En otro momento.
—¿Crees que tendremos un momento más tranquilo que este?
El hombre hizo una larga pausa y se miró las manos, todavía manchadas de
sangre.
—Siempre podrías dejar de dormir. No lo tomes a mal, la respuesta es más
simple de lo que imaginas —negó con la cabeza—. Los humanos son animales de
costumbre, no me gusta mezclar los recuerdos con el trabajo. Aunque el uno dependa de
los otros.
—Sí, pero…
De repente el sonido de unas botas hizo temblar el rellano. La puerta del cuarto
se abrió con un violento crujido. Isaac miró por encima del hombro y se encontró ante
una visión totalmente inesperada: tres hombres con cascos negros, uniforme militar con

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gorguera y fusiles de retrocarga. La visera negra del yelmo les cubría los ojos, dejando
expuestas la boca y la barbilla.
—Las manos sobre la cabeza —dijo uno, encañonándolos—. De rodillas.
Isaac lo veía todo como si sus ojos fueran prestados. Se sintió perdido en un
mundo entre el sueño y la vigilia. Aunque atendía a las víctimas de la guerra, siempre la
había considerado algo ajeno, espantoso pero soportable, y ahora estaba ante su puerta.
De todas formas, obedeció, mientras las siluetas negras se cernían sobre ellos. Un
pensamiento particularmente esclarecedor lo asaltó de repente: estaban allí por el
doctor, tenía que ser eso, aunque igual los iban a castigar a ambos.
—Brindar atención médica no autorizada al enemigo es traición —añadió otro
de los soldados—. Y las órdenes fueron claras, ¿quién es el responsable de esta sala?
Isaac miró hacia Corvin, que permanecía inmóvil, con los brazos en alto. En sus
ojos no había miedo, pero si resignación. Se había alejado de la puerta, con la lógica fría
e irrefutable que exhibía en todas las situaciones. Deseó, una vez más, poder ser como
él.
—Soy yo —expuso con tranquilidad—. Doctor Adrien Corvin, cirujano de
segundo nivel y propietario de esta ala del hospital.
—¿Tiene alguna explicación? —el que parecía el comandante de la patrulla
caminó hasta él—. Las órdenes fueron claras, nada de atención para el enemigo.
—No sabíamos que esos hombres fueran… “el enemigo”. Orienté a los
sanitarios que trajeran a todos los heridos que encontraran. Tenemos camas de sobra.
—Ya nos ocuparemos de eso. Por ahora, este lugar se encuentra bajo el mando
de…
Por segunda vez en menos de media hora, la puerta se abrió con fuerza. Una
mujer vestida con un sobretodo irrumpió en el cuarto. Tenía una cicatriz larga y blanca
que le cruzaba la barbilla y unas marcas rojo oscuro pintadas en el rostro. A Isaac le
resultaron familiares, pero no pudo ubicar su origen o significado.
—¡Mátenlos a todos! —gritó la recién llegada y señaló hacia Corvin—
¡Abominación! ¡Mátenlos, mátenlos!
Isaac nunca estuvo seguro de lo que sucedió después. Mucho tiempo después,
recordaría aquel momento como un sueño, un producto de su trastornado estado mental,
porque, ¿de qué otra forma hubiera podido explicarlo?
De lo que sí estuvo seguro fue que esa mujer tenía una autoridad incuestionable,
pues los soldados se comportaron como autómatas y abrieron fuego sobre el doctor al

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escuchar su orden …un segundo después. Una lluvia de fluidos se desparramó sobre el
suelo cuando las balas destrozaron los frascos del armario que se encontraba tras él.
—Nunca pensé que volvería a encontrarme con tu gente —la voz pertenecía a
Corvin, pero Isaac no logró identificar su origen—. Supongo que la gentuza nunca se da
por vencida.
Fue entonces cuando, desde el rincón en que yacía encogido, el joven distinguió
a su jefe, de pie sobre la repisa del gran ventanal que se abría en el extremo opuesto de
la entrada.
—Isaac, te dejo a cargo —le dijo lanzándole una mirada rápida—. Es una
pena…podríamos haber llegado lejos.
—¡No importa a donde vayas, monstruo! —la mujer le apuntó con una pistola,
transida de ira—. ¡Te buscaremos donde sea!
El estampido del disparo resonó al mismo tiempo que el doctor se arrojaba al
vacío. Atónito, Isaac trató de sobreponerse al terror y se incorporó para llegar hasta la
ventana. Uno de los soldados le descargó un culatazo antes de que pudiera dar dos
pasos.
Cayó envuelto en una neblina de dolor, a punto de traspasar las puertas de la
inconsciencia. Hizo un esfuerzo por mantenerse despierto y fue capaz de escuchar las
disculpas que el oficial le ofrecía a la mujer. Al parecer no habían reconocido al doctor
en un primer momento.
—Ahora no importa —le respondió ella—. Avisen a las demás patrullas y
bloqueen todas las salidas del distrito. También vigilen los muelles, es posible que
intente salir de la ciudad.
—Así se hará. ¿Qué hacemos con este? ¿Lo ejecutamos?
Isaac sintió que un miedo gélido y viscoso se filtraba a través de la agonía que
sentía.
—Revísenlo primero, y si muestra algún signo de contagio, procedan.
Aquello fue lo último que escuchó antes de que todo se volviera negro.

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Estilia, Los Guijarros
Yannick se dio cuenta de que estaba soñando. Se había sentido aterrado al verse
de nuevo trabajando en la academia, desfilando frente a una enorme pizarra cubierta con
vagas representaciones de verbos y conjugaciones. Introducción a la Teoría del Ritmo
Asonante. Observaba ansioso a sus alumnos cuando el creído de Blobel abrió la puerta.
—Así no puedo dar clase —susurró Yannick en alto—. El puerto es demasiado
ruidoso.
Hizo un gesto a la ventana.
—No pasa nada. —Blobel era tan detestable como apaciguador—. Ven a
desayunar. Así te olvidarás del ruido.
Y, con ese absurdo comentario, despertó para su enorme alivio. El escándalo del
bazar y el aroma de la comida lo acompañaron en el proceso.
Se estiró en el camastro, sin abrir los ojos. El sabor de la turbia le inundaba la
boca. El desván estaba lleno de humo aromático que penetraba por la ventana. Salivó.
Se rascó la cabeza y se incorporó, sonriendo con expresión estúpida.
—Tengo hambre —farfulló—. Y sed.
Le picaba el culo y se rascó bajo la manta raída, desvergonzado como un perro.
Pensó en el día que se le venía encima y se encontró con que…tenía hambre. Y sed.
Además, quería atragantarse de turbia.
Esto es ridículo, pensó, Soy un poeta, un artista, debería estar haciendo arte, no
pensando en la comida.
Aquel era el pensamiento que lo asaltaba todas las mañanas de Penumbra Leve,
y le gustaba regodearse en él. Yannick era un escritor, y su círculo lo formaban los
libertinos, los bohemios, los anarquistas y los mecenas. Se deleitaba con el escándalo y
la rareza. En las casas de turbia y los bares de los Apartamentos Colgantes. Su propia
vida era una transgresión, un happening artístico, como lo había sido la música invisible
el último período, o el Arte Subterráneo hacía dos años.
Sin embargo, cuando salió del tugurio que ocupaba, las pocas personas que
rondaban por allí le lanzaron una mirada donde podía leerse un mensaje diferente.
Adicto de mierda.
Yannick les hizo una mueca. Al infierno con todos ellos. ¿Qué sabían de la
naturaleza del arte? A él no le importaban las convenciones ¡Tomaría lo que le diera la
gana, lo que le diera la gana!

19
En otros lugares, donde su adicción a la turbia no era un secreto a voces, podía
disfrutar y relajarse, escribir, ser él mismo. Eso era la vida, quitarse la venda que todos
usaban y seguir adelante, conociendo la verdad.
Había abandonado la universidad hacía diez años, pero solo porque, para su
desgracia, los demás no veían bien que un profesor demoliera las materias que impartía
para hacerlas más comprensibles.
No soportaba que lo obligaran a lanzarse de forma esquemática y controlada por
los pasillos de la teoría para aprender a empellones, en vez de impartir la comprensión
que tanto amaba. Para colmo, su director de departamento, el detestable Blobel, quien
no era más que un poeta mediocre y envidioso, lo había acusado de promover el
anarquismo estudiantil con su obra.
¡Anarquismo!, si claro. Como si ellos necesitaran que alguien los animara a
volcarse profesionalmente en el caos. Él no había hecho otra cosa que ayudarlos a
pensar por sí mismos, actitud de por sí peligrosa en los ámbitos académicos, tan
viciados por la tradición y el conservadurismo.
Abandonó esos recuerdos, que nada bueno habían traído a su vida. Nadie lo
esperaba fuera, por supuesto, y eso lo alegró, de una forma opaca. Cruzó la empinada
plataforma que descendía hacia una aguja de roca. Pocas personas sabían moverse por
los Guijarros —casi una centena de islotes unidos entre sí por puentes colgantes—
como Yannick. Aquel era el hábitat natural de los marineros retirados y los artistas,
perseguidos o no, para quienes la vida de Estilia se hacía insoportable.
El entorno perfecto para alguien como él.
Tomó por algunas de las pasarelas y callejuelas más intrincadas. Unos pocos
bloques se alzaban desde las calles como la maleza en un cenagal. Muchos no habían
sido terminados y tenían soportes de hierro que oscurecían la piel de los edificios. Pasó
bajo arcos de ladrillo que rezumaban la humedad salada típica de los Guijarros; junto a
grupos de niños que le recordaban los juegos de su propia infancia, como si existiese
una profunda memoria compartida por los infantes de todo el mundo.
Las gaviotas negras sobrevolaban las casuchas, y las defecaban. En algunos
lugares, la única forma de alcanzar el siguiente islote era a través de plataformas
flotantes, que se mecían y balanceaban siguiendo la superficie del mar. Yannick
disfrutaba de la soledad que las envolvía. De pronto, y sin saber por qué, recordó a
Belena. Sabía que, si hubiera estado con ella, la sensación de complicidad hubiera
resultado empalagosa.

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Hacía mucho tiempo que no dormían juntos. En realidad, sólo había ocurrido
tres veces. Después de aquellas, habían compartido su cama y se habían desnudado
juntos sin vergüenza ni vacilación. Pero ninguno de los dos había tenido ganas de
fornicar. Era como si, tras haber utilizado el sexo para conectarse y abrir un canal entre
ambos, el acto en sí mismo sobrara.
Con esa certeza en mente acabó por llegar al lugar en que se habían conocido,
uno de los tugurios de roca excavados en los acantilados de la parte norte de los
Guijarros: El Cagadero.
Le gustaba ese lugar. Sobre todo, porque sus puertas nunca cerraban. Estaban
fijadas por el óxido y las enredaderas de las plantas submarinas, que las habían anclado
a las paredes. En la entrada algunos buzos ofrecían toda suerte de mercancías (algunas
de sorprendente calidad) que la marea encallaba en los bajíos. Saludó a varios conocidos
y se adentró en el interior, rodeado al instante por voces que tenían más de turba que de
conversación.
Aspiró el aroma, tufo para los más escrupulosos, que brotaba de su interior. Las
putas se congregaban en los grupos más estridentes. Riendo con bocas llenas de dientes
artificiales, y aspirando diminutas esferas de turbia en polvo. Algunas eran casi niñas,
que jugaban con muñecas de algas y retazos de madera cuando nadie las miraba, pero
guiñaban lascivas y lamían el aire cuando alguien pasaba a su lado.
No obstante el aparente desorden, una serie de matones elegidos se alzaban
amenazadores sobre sus puestos. Sus rostros eran brutales, defensivos. Su papel era más
decorativo que utilitario, pero de todas formas todos sabían lo que representaban: la
sombra de la civilización, del orden, del que todavía formaban parte.
Terminó por encontrar un lugar en un rincón que se abría a lo largo de la pared
circular. Allí el hedor era más profundo, y por eso muchos lo evitaban, con excepción
de los dos o tres clientes que habían perdido el sentido del olfato. Como Yannick.
Sin embargo, ese día estaba completamente solo. Como no tenía dinero para
pedir nada, optó por ocupar un banco y dejó que su mente divagara sin ningún tipo de
riendas.
Es un buen día para escribir, se dijo Tal vez incluso sea El día.
Sacó lo único que llevaba en los bolsillos, un trozo de papel arrugado y un
pedazo de lápiz. Garabateó unos apuntes para calentar la mano y sus dedos comenzaron
a guiar el grafito a través del camino preexistente en el pliego. Las palabras siempre

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habían estado allí; él solo se encargaba de oscurecer los trazos, invisibles a los ojos del
mundo, pero resplandecientes ante los suyos.
La primera emergió del papel ante la caricia del lápiz, la segunda terminó en una
floritura desganada que no llegó a ningún lado y la tercera…
Nunca llegó a ser. Todo volvió a quedar vacío. Otra vez. Los trazos, que habían
brillado con tanta fuerza, ahora se desvanecían como ascuas moribundas. Una gota de
sudor, espesa y maloliente, cayó sobre la hoja y quedó allí, emborronando las líneas.
De nuevo, de nuevo, de nuevo, la consigna comenzó a resonar a través de las
paredes de su cráneo. No puedo, no puedo. ¿Por qué? ¡¿Por qué no puedo?!
Un malestar conocido se apoderó de él. Lanzó un ladrido de repulsión que se
convirtió en arcadas. Consiguió no vomitar. Todo empezó a darle vueltas y se vio en la
imperiosa necesidad de arrojar algún líquido, lo que fuera, a través de su tracto
digestivo.
—¡Yannick Kalem! —la voz se estrelló contra sus oídos. Tenía un profundo
acento nasal—. ¡Ya ni se te ve el pelo!
Al escuchar su nombre, pareció despertar de un sueño, o más bien, de una
pesadilla. Alguien opacó la escasa luz que llegaba hasta su agujero. Hizo un esfuerzo y
vislumbró una silueta coronada por dos apéndices que se alzaban y retraían en un bucle
interminable.
—¿Tzoti? —murmuró Yannick, demasiado confundido como para hacer otra
cosa que no fuera parpadear estúpidamente.
—Acabo de depositar unas pepitas de guano en el banco. Un contrato limpio y
sin problemas. Yo pago. —se produjo un ronco y alegre gruñido de sorpresa, seguido de
una llamada al camarero—. ¿Cómo va la producción, Yannick?
—No muy bien —respondió él frotándose los ojos, sus tripas rugiendo por el
olor de la comida cercana—. Pero ya aparecerá algo. Y tú, ¿qué haces por aquí?
—Primero lo primero, que un estómago estropeado no agradece.
Yannick iba a decir algo, pero desistió cuando el camarero colocó ante él un
cazo humeante. Aquella comida magnífica lo confundió y comenzó a babear, apretando
los dientes con frenesí. De pronto todos los paradigmas sobre la supremacía de lo
subjetivo ante lo material le parecieron lo más absurdo de la vida.
El recién llegado carraspeó y movió un dedo largo y terminado en una uña
filosa. Yannick se detuvo, sin dejar de masticar, y con un gesto de fastidio extendió la
mano que tenía libre. Un rápido pinchazo de la garra hizo brotar un poco de sangre.

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—Ojalá te sepa bien —farfulló Yannick entre bocado y bocado.
Tzoti hizo una mueca con los incisivos inferiores y plegó sus grandes orejas de
murciélago; era un camazot, y como todos los de su especie, odiaban que los humanos
señalaran su “extraña” necesidad. Además, a pesar de ser hematófago, prefería utilizar
la sangre solo para condimentar. Según él, realzaba a la perfección el sabor natural de
los alimentos.
Durante unos minutos ninguno de los dos dijo nada. Permanecieron algún rato
en silencio, masticando sin hacer mucho ruido. La comida era tan densa como el lugar,
pero tras casi dos días en ayunas, a Yannick le supo a gloria. Un poco después el
camazot pidió una dosis abundante de bebida agridulce para ambos.
—Llevo un tiempo buscándote —robó un pedazo de la guarnición de Yannick y
lo limpió cuidadosamente de salsa de pescado—. ¿Dónde te habías metido?
—Eso no importa, ahora estoy aquí —se limpió la comisura de los labios—. En
serio, ahórrate los cuentos. ¿Qué quieres?
Tzoti se mostró circunspecto y pareció estar pensando en qué mentiras escupirle.
No tardó en mover las orejas y rascarse tras una de ellas.
—Hay un tipo al que vendo de vez en cuando —comenzó, de repente inseguro
—. Bueno, pues tenía unas muestras de tu trabajo, de los viejos… vamos, tirados por
ahí, cuando llegó, y le encantaron, y quería comprarme un par, y… tu sabes, después me
dijo que se las enseñó al tipo que le compra a él las cosas que a veces yo le vendo, que
se las enseñó a su jefe, y este se las pasó al jefazo, al que gasta dinero en arte y poesía, y
que le gustaron, y quiere que le escribas un poema.
Yannick se recostó sobre la dura piedra de la pared, aparentemente interesado.
Hacía algún tiempo, cuando todavía era capaz de escribir, le había dado algunos de sus
poemas a Tzoti para que, a su vez, los mostrara por la ciudad. Era un proceso regular
con el que trataba de establecer una reputación con un posible mecenazgo. Ahora se
sorprendía, porque nunca había alimentado muchas esperanzas.
Eructó y tradujo aquel lenguaje evasivo.
—¿Tu jefe de los jefes quiere que escriba para él?
—No, que va, no es así… es decir, bueno… —Tzoti hizo una pausa—. Bueno, sí
—acabó—. Solo que… que quiere reunirse contigo. Si te interesa, tienes que verlo.
Yannick sopesó la oferta.
Sin duda, se trataba de una idea interesante. A pesar de todo no era idiota, y
sabía que aquello podía ser peligroso. No podía evitar sentirse entusiasmado, pues sería

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todo un acontecimiento en su carrera artística. Podría conseguir, al fin, un mecenas
importante Podría hacerse un lugar en la élite y brillar como una perla en medio del
estiércol. Era lo bastante inteligente como para comprender que su emoción era infantil,
pero no tan maduro, o sobrio, como para que le preocupara.
Mientras comentaba que le daba igual, Tzoti mencionó las cifras de las que
había hablado el misterioso bienhechor. Trató de que el asombro no se reflejara en su
rostro, pero falló miserablemente.
—¿Podemos ir ahora? —preguntó.
—No faltaba más. ¿Comiste bien? ¿Quieres más?
—Estoy bien así. ¿Por qué eres tan amable de repente, Tzoti? Me preocupa esa
faceta tuya, tan de buena persona.
—Bueno, bueno —el camazot arrugó la protuberancia carnosa que tenía en la
nariz—. ¿Crees que un cliente muerto de hambre es bueno para el negocio?
—Está bien —Yannick se levantó—. ¿No podría hablar con alguno de sus
contactos más cercanos antes?
Tzoti no sabía nada, pero insistió en que era necesario presentarse ante el jefazo.
Aquello era todo. Ni siquiera conocía el nombre de su comprador. Pero aseguraba que
era real, como también el dinero que ofrecía.
—Si logras enganchar ese contrato, te vas a podrir en dinero —gorjeó mientras
doblaban una esquina—. Y, de paso, podrás echarle una mano a tu amigo Tzoti, que
vino corriendo a decírtelo.
Yannick asintió, y se volvió hacia él. De repente sintió la cabeza pesada, nada
raro, teniendo en cuenta las tres jarras que había dejado vacías.
—Vamos… vamos por partes —dijo lentamente—. Es mejor no adelantarse a
los acontecimientos. Pero sí, claro que voy a acordarme de ti.
El camazot siguió hablando y entró en un callejón que se abría en una pared
lateral. Yannick lo siguió, observando que aquel camino los conducía hacia el
acantilado que delimitaba la parte norte del islote. La callejuela era estrecha y tenía una
atmósfera opresiva, que empeoró el malestar que sentía.
—¿A dónde vamos? —preguntó—. ¿Ese jefe misterioso vive en el puerto…
De pronto lo asaltó un presentimiento, y su torpe intento de humorada se
convirtió en la certeza de que algo iba mal. Sin mirar hacia Tzoti —ya agarraría al muy
hijo de puta; o no, daba igual— se dio la vuelta y echó a correr. Por el rabillo del ojo

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distinguió varias siluetas alzándose sobre los techos que remataban los muros del
callejón.
—¡No tengo nada contra ti! —la voz del camazot le llegó a retazos—. ¡Pero la
familia es lo primero!
Yannick no vaciló. Corrió hacia la grieta que se abría como un ano al fondo de
las dos o tres casuchas encaramadas en lo alto del acantilado. Corrió con la cabeza baja,
ciego y aterrado. Sus nervios aullaban mientras su cuerpo se doblaba y cada parte de sí
luchaba con todas sus fuerzas por alcanzar la hendidura.
Sintió cierta decepción, pero ninguna sorpresa por aquel desenlace. Paladeó el
regusto amargo de la realidad. Volvió a escuchar las últimas palabras de aquella mujer.
Las últimas palabras de su madre.
No vas a ser nadie. Golpe. Siempre has sido una decepción. Otro golpe. Un
fracaso. Golpe. Sin mí no eres nada. Último golpe.
Sólo pasaron unos minutos desde que abandonó el callejón hasta que sus pies
tocaron la roca desnuda, asomada como una balconada sobre el mar. El aire lo golpeó
en el rostro y el resplandor de la Penumbra lo colmó. Por un momento consideró la
posibilidad de un descenso más cuidadoso, pero los gritos a su espalda lo espolearon a
actuar.
Se vio a sí mismo como uno de los desperdicios que los habitantes de las chozas
arrojaban por el agujero.
Saltó.
No había nada salvo aire debajo de él, más de quince metros de aire y luego el
mar en movimiento. Su cuerpo se tensó y el oleaje se abrió para recibirlo con un
chapoteo; el aire salió a borbotones de sus pulmones y abrió la boca por el golpe y la
sorpresa. El agua se selló sobre su cabeza y lo tragó por entero.
Sintió que se hundía hacia el fondo. Pudo distinguir formas de oscuridades
diferentes: peñascos sumergidos, los detritos de las chabolas, el paso a mar abierto y la
tiniebla inmisericorde de las profundidades. Sobre él, las olas lamían la costa como un
anciano desdentado.
Era un pequeño gusano en medio de un estofado espeso, y estaba a punto de ser
comido.

25
Estilia, El Puerto
El cielo estaba denso, pintado del color de la Penumbra. La ribera y las colinas
rocosas que jalonaban la bahía parecían gastadas y muy frías, salpicadas de helechos de
sangre y pólipos albinos.
Erguido en la cubierta y envuelto en su abrigo, Milos observaba. Momentos
como aquel le hacían regresar a los campos de batalla. La cantidad de detalles que
poblaban su memoria era inquietante. Podía recordar la formación de una bandada de
murciélagos, semejante a la que ahora pasaba chillando sobre el barco; el olor de la sal y
la tierra; la sombra plomiza del firmamento.
Se fijó en un buque decrépito que había anclado al abrigo de una caleta. Su ancla
estaba cubierta por una costra de sedimentos de años de antigüedad. Era un navío poco
marinero, pintado con brea, con grandes estructuras de madera a proa y a popa. La
chimenea estaba fría e incrustada de guano viejo. Miró el barco donde ahora se
encontraba y se preguntó si algún día terminaría de esa forma.
El Leonora era una buena nave, o esa decía su actual propietario, el capitán Kala
Martel. Originalmente diseñado para el comercio por la Compañía Piróscafo, había sido
reconvertido en un navío multipropósito por sus dueños anteriores. Ahora era capaz de
realizar labores de exploración y hasta de presentar batalla, gracias al cañón de
retrocarga instalado en la cubierta.
Frunció el ceño al ver la pieza de artillería. Volvió a sentir el éxtasis homicida,
los hombres pisoteando y agarrando todo cuanto se ponía a su alcance. Y entonces,
después de aquella demostración de poder inútil, sus cuerpos siendo agrietados por los
disparos.
Se preguntó si algún día podría librarse de aquellos recuerdos.
En ese momento uno de los marineros le dijo que el capitán deseaba verlo. El
tinte rojizo de la Penumbra ya se había licuado cuando Milos acudió al camarote.
El recinto era también una oficina. Era pequeño y estaba agradablemente
decorado con madera de hierro. Tenía algunos dibujos y grabados en las paredes y
cuando Milos los miró supo que no pertenecían al capitán, sino que habían venido con
el barco.
El capitán Kala le indicó que tomara asiento.
—Señor Milos —dijo mientras lo hacía—. Confío en que su camarote sea
cómodo ¿Y la comida? ¿La tripulación? Bien, bien —bajó la mirada un instante hacia
los papeles que había sobre su mesa—. Quería aclarar algo con usted —agregó.

26
Él esperó, sin apartar la mirada. Era un hombre recio, de rostro duro, de unos
cuarenta y tantos años. Su uniforme estaba limpio y planchado, cosa que no podía
decirse de los otros tripulantes. Milos decidió que le convenía escuchar lo que tenía que
decir.
—Capitán, pensaba que todo había quedado claro —empezó a decir, pero un
gesto de aquel lo detuvo.
—No lo he llamado para hablar de sus intenciones, aunque sabe la Penumbra
que todavía me inquietan, cualesquiera que sean. Le aseguro que… —dejó que la frase
se disipara—. Quería hablarle de los otros pasajeros.
—¿Hay otros?
El capitán desvió la mirada.
—Sí. Y aunque no forme usted parte de la tripulación, quisiera preguntarle si
tendría algún problema con eso.
—¿Por qué habría de tenerlo? —la inflexión de la pregunta fue leve—. Aunque
me siento un poco confundido. Me dijo que yo sería el único pasajero que aceptaría a
bordo, capitán.
—Así es, pero he cambiado de idea. Verá, a pesar de haber sido usted tan…
convincente, ellos también han abonado su pasaje sin chistar. Además, no les interesa el
destino del Leonora.
Milos arqueó una ceja.
—Al parecer, no es el único que desea salir de Estilia lo más rápido posible —se
inclinó hacia adelante—. Son tiempos interesantes estos, ¿eh?
Milos ni siquiera parpadeó. No se sentía intimidado por aquel hombre. A pesar
de no hacerle ascos a la piratería, Kala Martel era, ante todo, un comerciante. Desde su
punto de vista, las personas del mundo se dividían en dos: las que daban ganancias, y las
que no. Milos pertenecía a las primeras, y a estas no se les hacían preguntas incómodas.
—Muy bien, supongo que en algún momento los veré —le respondió.
—Son dos, un médico de los Jardines y una mujer. Parecen gente decente, igual
que usted.
Ambos se estudiaron mutuamente
—Señor Milos —continuó Kala mientras relajaba el tono—. Aunque no
acostumbro a llevar pasajeros, no tengo el menor deseo de hacer que se sientan
incómodos. Sin embargo, como ambos sabemos, no es usted un pasajero normal. Espero
que esto no afecte su relación con ellos.

27
—Descuide, capitán. No tengo la intención de salir mucho de mi camarote. Solo
lléveme hasta ese lugar y daré nuestro acuerdo por terminado.
Kala asintió y observó cómo Milos salía. Siguió allí un rato, frunció los labios y
se levantó.
En el exterior, Milos caminó hasta la proa y se sujetó a la barandilla de hierro.
Apenas veía lo que había más allá; el mar estaba a oscuras. Tras él, los sonidos de la
tripulación fueron aumentando. A cierta distancia podía ver dos puntos de luz roja: las
lámparas gemelas del faro-prisión sobre el negro oleaje. De pronto la enorme chimenea
expulsó un poco de hollín y el barco zumbó a causa de la potencia del motor en sus
entrañas.
El Leonora solía estar muy ajetreado: siempre había alguien fregando o
levantando una pieza de maquinaria. Pero ahora aquella sensación de actividad comenzó
a multiplicarse por un número elevadísimo. Milos se volvió con la mirada entornada
hacia la cubierta.
Los hombres arrastraban contenedores y daban vueltas a enormes tornos, al
tiempo que se transmitían órdenes en una jerga incomprensible y ajustaban cadenas a
gruesas ruedas mecánicas. Ahora la chimenea vomitaba un torrente de humo y una
vibración rítmica sacudía las planchas metálicas bajo sus pies.
A su alrededor, el puerto se movía sin pausa; no había tregua para los obreros, o
para el clamor del metal que trabajaban. La cuasi oscuridad estaba puntuada de sonidos
imperiosos, sonidos como de guerra. La rutina diaria no se detenía por nada.
Milos siguió contemplando la costa, a sabiendas de que pronto desaparecerían
las últimas líneas de división entre el mar y el cielo. Deseaba que ocurriera ya, pues
albergaba la esperanza de que, al apartarse de la ciudad, aquel trozo infecto que
gangrenaba su organismo pudiera desaparecer.
Por desgracia, sabía que aquello no curaría la enfermedad que lo aquejaba.
Los marineros largaron amarras y, poco a poco, la mole del Leonora se fue
despegando de los pilotes. Vibraba y se estremecía como un animal helado mientras se
iban alejando de las luces y el bullicio.
Se disponía a retirarse cuando distinguió algo. Era un bulto informe que flotaba
sobre el agua, o más bien, trataba de no hundirse en ella, pues se sumergía y reaparecía
en un movimiento incesante. Las olas lo sacudían de un lado a otro, como podrían haber
hecho con una hoja caída. Sintió que el mar era como un enorme niño retrasado.
Poderoso e inconstante.

28
Aguzó la vista y creyó ver algo familiar en la forma de sus movimientos, muy
parecido a los gestos de una persona que lucha por no ahogarse. Tan absorto estaba que
no se percató cuando alguien se detuvo a su lado.
—Perdone —dijo el recién llegado a un marinero que pasaba—. Creo que eso es
un hombre.
Milos parpadeó, como si él también acabara de descubrir al náufrago. El
tripulante lanzó una imprecación. Llamó a uno de sus compañeros y ambos comenzaron
a discutir acaloradamente.
—No sé qué leyes están acostumbrados a seguir —siguió diciendo el hombre,
alto y de rasgos finos—. Pero creo que el rescate de ese desgraciado, más que una
elección, es un deber.
—No estamos en alta mar —protestó uno de ellos, un joven de tez oscura—.
Todavía puede regresar al puerto.
—Está medio muerto, yo diría que no le queda mucho. Tal vez el capitán piense
de otra forma, pero igual tendré que informarle de esto.
El muchacho luchó con su indecisión, y a continuación se ató una soga a la
cintura y se zambulló. Una vez en el agua, comenzó a bracear enérgicamente y ciñó el
cuerpo del náufrago. Después de ser izados, el infeliz se abandonó sobre la cubierta,
completamente exhausto. Milos se inclinó sobre él.
—¿¡Qué demonios es esto?! —reconoció la voz de Shan Vlei, el contramaestre.
Los dos marineros retrocedieron, estremecidos—. ¿Quién rayos ordenó subir a este
hombre?
—Se estaba ahogando —expuso el que había abogado por su rescate. Después lo
miró, como si aquella explicación fuera suficiente.
—Escúcheme, hombrecito —Shan le clavó un dedo en el pecho—. Quizás tus
billetes hayan convencido al capitán, pero aquí arriba soy yo quien da las órdenes.
¿Sabes lo que eso significa?
El hombre lo contempló con el rostro impasible, ajeno al revuelo que había
provocado.
—¿Que tenemos un pasajero más?
—Ya quisieras tú, ¿eh? Y luego hacemos una fiesta entre todos, y reímos y nos
cogemos de las manos para bailar —alzó la voz—. Pues no, señorito. Ahora tendremos
que regresar para dejar a este borracho de tugurio. ¿Comprende usted?
El rostro sombrío y lívido no transmitía aire alguno de comprensión.

29
—Yo digo que sigamos adelante —lo interrumpió Milos—. Ya me encargaré de
comunicárselo al capitán —se frotó la barbilla y ladeó la cabeza—. A lo mejor podemos
dejarlo en una de las islas.
El contramaestre apretó los labios y atravesó a grandes zancadas la cubierta,
hecho una fiera y gritándoles órdenes a los marineros, quienes lo observaban con
asombro. Milos contempló al náufrago, que murmuraba algo.
—Los huesos —gemía—. Los huesos de mi madre.
—Parece que tendré que revisarlo —observó el desconocido, arrodillándose ante
él—. Tal vez pueda usted ayudarme a sacarlo de aquí —se incorporó y le extendió una
mano—. Adrien, Adrien Corvin a su servicio.

Capítulo 2
Navegaron sin detenerse durante varios días.

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Issaia no se había adaptado a la rebeldía del mar. Durante el primer día de viaje,
su asalto desatado la despertaba a menudo. Solía subir a cubierta a fumar, y luego
caminaba, mirando el suelo, hasta llegar a la borda.
Se había gastado la vista en busca de una isla cualquiera, del contorno de una
costa. Pero nunca había tierra a la vista.
Por primera vez en toda su vida, miraba y no veía más que agua.
A solas bajo un cielo colosal y amenazante, sentía que la ansiedad se acumulaba
en su interior como la bilis. Eran en esos momentos cuando más deseaba estar de
regreso entre las callejuelas de su ciudad, donde el mar la rodeaba por todas partes sí,
pero constreñido por un cinturón de tierra inamovible.
El resentimiento por el comienzo al viaje la asaltó casi desde el principio.
Recorría los corredores y las cubiertas, se encerraba en su camarote. Observaba con la
mirada vacía mientras el Leonora dejaba atrás atolones e islas diminutas. La luz de la
Penumbra, que en esa época era enferma y grisácea, solo conseguía agravar su estado de
ánimo.
Para colmo, los marineros no dejaban de escudriñar el horizonte. Issaia suponía
que era casi imposible que un barco de aquel tamaño, con casco de acero y los colores
de Estilia ondeando sobre las antenas, fuera atacado. Por eso la vigilancia de la
tripulación le resultaba un poco inquietante.
Había abandonado la ciudad apresuradamente. Tenía muy poca ropa, toda del
mismo estilo que le gustaba: atrevido y rojo. Sin olvidar los guantes, que ya no se
quitaba ni para dormir. Llevaba unos pocos documentos, algunas joyas de azabache y
platino; una pequeña bolsa de cosméticos; tinta y plumas. Y cigarrillos, muchos
cigarrillos.
También se aburría. El Leonora no había sido construido para viajes de placer.
No tenía biblioteca, ni salón de juegos. El comedor estaba acondicionado sin demasiado
esmero y sus paredes, provistas de unas pocas estampas baratas, eran lo más deprimente
del mundo. Comía allí, casi siempre a solas, y respondía a las cortesías con monosílabos
mientras los marineros se sentaban bajo las sucias ventanas y jugaban a las cartas. La
observaban de forma discreta y al mismo tiempo intensa.
El tercer día, erguida en la popa junto a las bandadas de murciélagos que seguían
la estela del barco, se encontró con un hombre que observaba los quirópteros. Su rostro
se endureció. Se dispuso a marcharse en cuanto le dirigiera la palabra.

31
Él bajó la mirada y vio que ella lo observaba con semblante frío; le ofreció una
sonrisa ausente y sacó un cuaderno de notas. Issaia lo siguió observando mientras, sin
prestarle la menor atención, empezaba a tomar apuntes.
Debía de rondar los treinta, supuso ella. Se peinaba el cabello hacia atrás,
llevaba unas pequeñas gafas ovaladas y un traje de colores apagados. Pero, a pesar de
aquel “uniforme” académico, no parecía una polilla de biblioteca. Era alto y se conducía
con serenidad.
Al cabo de un rato le comentó algo sobre el clima.
Se llamaba Adrien Corvin, y aunque no era precisamente encantador, su
amabilidad e inteligencia lo convertían en alguien valioso en medio de la aspereza
habitual de los marineros.
Almorzaron juntos un par de veces y ella descubrió que era fácil apartarlo de los
demás pasajeros. Era médico, y le encantaba hablar de su trabajo. También estudiaba el
comportamiento de los murciélagos, una afición de la juventud que nunca había
abandonado. Le contó a Issaia sus planes de publicar una monografía en cuanto llegase
a su destino.
Issaia no le preguntó cuál era, y tampoco le habló sobre el suyo. Solo le
mencionó, de pasada, una isla oscura y montañosa que había visto al norte, en las pocas
horas de la Penumbra Leve.
—Ésa era La Capilla —le dijo él—. Un lugar bonito, si a uno le gusta la
arquitectura religiosa.
A ella no le gustaba.
—Al señor Milos tampoco. Debería conocerlo, aunque no es de mucho hablar.
Creo que se llevarían ustedes muy bien.
A ella tampoco le interesaba conocerlo.
Un día después, o eso creyó (a bordo el tiempo parecía discurrir de manera
diferente), se encontró con el último “pasajero”. Era el poeta (o eso decía él) que había
estado a punto de ahogarse. Se llamaba Yannick, y por alguna razón desconocida
todavía seguía allí.
—El capitán me deja ganarme el pasaje —le comentó el hombre mientras
fregaba la cubierta—. Aunque también tengo que agradecer al señor Corvin. Y a ese
otro, Milos, que nunca se deja ver mucho por aquí arriba.
Issaia no comprendía porque de repente todos parecían empeñados en dirigirle la
palabra.

32
—¿No le molesta tener que dedicarse a… estas cosas? —preguntó ella, más por
escucharse a sí misma que por verdadera curiosidad.
—Tengo que confesar que al principio me fastidió la idea de andar a cuatro
patas, como un perro. —dejó el trapo sobre la cubierta mojada y se incorporó—. Pero
después recordé. Mi vida en Estilia no era mejor. Como sea, aquí todo es más…
trasparente. El mar limpia, perdona.
Ella encendió otro cigarrillo.
—Y usted, ¿por qué está a bordo? —le preguntó el hombre.
—No siento ninguna necesidad de hablar de mi —dijo Issaia—. Este lugar me
deprime. —Yannick le sonrió ligeramente, como si su actitud resultara encantadora.
Se encogió de hombros y miró al cielo.
—Va a llover —dijo, como si le hubiesen devuelto una pregunta sobre el clima
—. Y tengo trabajo que hacer.
—Por supuesto —agregó ella y arrojó la colilla al mar, donde desapareció al
instante.

********
El hombre reía como un loco. Issaia se quedó boquiabierta, con aspecto de
idiota.
—¿Yannick? —atinó a decir. En algún lugar de su mente apareció la pregunta.
¿Cómo demonios recuerdo el nombre de este tipo?
Estaba agazapado en una esquina del camarote, riendo a mandíbula batiente.
Agitaba las manos en un gesto vago, como si tratara de atrapar un recuerdo. Una botella
medio vacía se agitaba al compás de sus movimientos.
—¡Ahh! ¡Señorita Issaia! —dijo, arrastrando la erre—. ¿Este era su camarote?
Lo supuse, con todas estas ropas, y el olor… —aspiró ruidosamente—. Un buen lugar
para olvidar.
Issaia trató de ignorar los gritos y disparos que provenían del exterior, al otro de
la delgada pared. Los sonidos parecían una interferencia en el fondo de su cráneo.
—¿Qué rayos hace aquí?
—¿A usted qué le parece? —soltó una carcajada, como si acabara de decir lo
más gracioso del mundo.

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—Me parece que está borracho, que apesta como un perro y que, sobre todo, NO
debería estar aquí —muy a su pesar, alzó demasiado la voz. Otra pregunta retórica
surgió a manera de colofón.
¿De verdad estoy teniendo esta clase de conversación? ¿AHORA?
—Pero no puedo salir —gimoteó Yannick con afectación—. Ellos están allá
afuera— le dio un trago a la botella y se inclinó hacia ella—. ¿Por qué cree que me
escondo aquí?
Issaia se dejó caer en la cama. Decidió que no tenía fuerzas, ni deseos, para
tratar con aquel hombre. Odiaba a los borrachos, pero el miedo que sentía por lo que
sucedía afuera era más fuerte. En ese instante se dio cuenta de que los ruidos habían
menguado. Alguien se movía en el pasillo. De repente la puerta se abrió con facilidad de
un empujón y una figura sombría penetró en la habitación. Ella lanzó un grito y
retrocedió hasta topar con la cabecera.
El recién llegado permaneció de pie, olisqueando el aire. Llevaba un machete
empapado de sangre en su mano izquierda. Issaia estaba paralizada por el terror.
Temblaba, con las manos en la boca. Había olvidado lo que era estar así, a merced de
alguien capaz de disponer de su vida.
—Coja lo que quiera —susurró. Estuvo a punto de sorprenderse por su impulso
—. Tengo dinero, lléveselo todo.
El pirata, o lo que fuera, no se movió. Permaneció en su lugar, moviendo la
cabeza en patrones erráticos, como si no la hubiese escuchado. De repente dio unos
pasos al frente y ella pudo observar un rostro cuajado de carnosidades donde sobresalía
una boca repleta de dientes amarillos.
Un camazot.
—Sabíamos que eres una mierda —dijo, al tiempo que sopesaba el machete—.
Pero esto ya es demasiado. ¿Escondiéndote con las mujeres? ¿En serio?
Issaia quedó confundida por un instante, sin comprender a que se refería. Llevó
las manos a la espalda y comenzó a moverlas con frenesí, buscando algo, cualquier
cosa, que le sirviera como arma. Solo palpó los contornos de un libro.
—El dinero —repitió con una voz apagada, casi rayana en la desesperanza—.
Llévense el dinero.
Entonces se percató de que el camazot miraba hacia otro lugar. Precisamente,
aquel en el que se acurrucaba Yannick, que hacía un esfuerzo inhumano por plegarse
sobre sí mismo.

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—Y pensar que nos hiciste venir hasta aquí —el pirata dio unos pasos y se
plantó ante él. La sombra que proyectaba sobre la pared era la de un gran espectro alado
—. ¿Sabes cuánto tiempo llevamos comiendo ratas en conserva? ¿¡Ratas en conserva?!
Issaia observó como el camazot levantaba a Yannick y lo sacudía con violencia,
como a un muñeco desarticulado. El hombre balbuceaba una letanía hermética. Aquella
imagen hizo que un pensamiento barriera la niebla que oscurecía su mente.
Estaban allí por aquel condenado hombrecito. Habían navegado medio mar para
encontrar a una sola persona.
Los gritos de Yannick la trajeron de regreso.
—Le dije a Dorzu que me diera un tiempo —imploraba—. Estaba a punto de
conseguirles el dinero de su guano.
—Hablas mucha mierda para ser tan inteligente como dicen —el camazot lo
soltó—. Si por mi fuera te arrojaba al mar y asunto terminado, pero el jefe quiere hablar
contigo antes. Así que andando.
—Por favor, no lo hagan —por el tono de su voz, era obvio que ni él mismo
esperaba la misericordia que pedía—. Tiene que haber algo que pueda hacer.
Issia se imaginó lo que estaba a punto de suceder; no quería verlo, pero al mismo
tiempo una morbosa curiosidad la impelía a no despegar los ojos de la escena.
—Supongo que al jefe no le importaría que te lleve un poco…maltratado —siseó
el camazot, abriendo y cerrando los puños—. De todas formas, quedarás mejor que
cuando termine…
El estampido le cortó la frase. Un redondel carmesí apareció en su pecho, y la
criatura balbuceó algo, incapaz de comprender lo que había pasado. Cuando se
desplomó de costado, Issaia pudo ver el cañón del revólver, todavía humeante, junto a la
mano que lo sostenía.
Ambos pertenecían a Milos.
—Tenemos que salir de aquí, hay otros que están al llegar.
Ella ni siquiera protestó o intentó averiguar que hacía allí, y mucho menos si el
arma era suya o porque sabía eso. Su mirada le había bastado para descubrir que ese
hombre había matado gente con anterioridad y que, al menos en ese momento, era él
quien controlaba la situación. Asintió y caminó hacia la puerta, sin fijarse siquiera en el
vapuleado Yannick, aunque fue consciente de que los seguía sin levantar la vista del
suelo.

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