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LEE CON ATENCION EL SIGUIENTE RELATO

LA PUERTA CERRADA, un cuento de Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967)

Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de
hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador. El cura ofició una misa
conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua
bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de
ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y,
secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando
lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación
que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el
desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el bolero favorito de papá: Te vas
porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te
hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá
lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente.
Con su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la
sobriedad encarnada.

Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.

Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con
la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y
otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego,
María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía
con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación
que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me
acerqué a ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le
quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.

María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella
cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a
visitar a unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba
profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su
cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así
sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el
cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.

cuento de Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán

Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el
cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que
tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá,
mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes,
mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un
metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil
carne en el ataúd de caoba.

Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no
podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo
después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar,
pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a
casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este
verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su
cuarto.

Amores imperfectos (1998), Madrid, Suma de Letras, 2002, págs. 17-20.

Comentario del cuento, por Miguel Díez R.

Una voz, en primera persona, narra el entierro de su padre, benefactor y prohombre del
pueblo. Ceremonia majestuosa en una calurosa tarde de cielo azul; la misa fue conmovedora,
el ataúd, lujoso, los deudos trajeron guirnaldas de flores frescas. Mientras sonaba como
música de fondo “La media vuelta”, bolero favorito del ausente, se oyeron discursos
enaltecedores de las virtudes del difunto. Lloraban la esposa, los familiares, los amigos; sólo la
hija del difunto y hermana del narrador no lloraba y, “con aire ausente”, se limitaba a oler el
jazmín que tenía en la mano.

Con un rápido quiebro el narrador nos traslada a “Ayer por la mañana” y en inesperado
contraste, descarnada y crudamente, relata el cruel asesinato del padre, realizado por la hija,
al que, sin solución de continuidad, le sigue la cusa y motivo del mismo: la puerta abierta del
dormitorio de María que el padre jamás respetó. Y para que todo quede claro, el narrador
desenmascara a los participantes de la “tan sentida “ ceremonia del día siguiente: la esposa,
los hermanos del finado, los amigos y allegados, las autoridades, es decir, el pueblo entero e
incluso el cura, tlodos sabían lo que había estado sucediendo.

En las tres últimas líneas del último párrafo deviene, de una forma totalmente imprevista,
sorprendente y contundente, el final de esta tan breve historia que deja a lector con el
escalofrío nacido de la sorpresa. Es el final propio de todo buen cuento, como lo recuerda
aquel aforismo des escritor gallego: O remate é unha imaxen que fai estoupalo conto nas
verbas derradeiras, dempóis de inzalo poderosamente (“El final es una imagen que hace
estallar el cuento en las palabras últimas, después de henchirlo poderosamente”). Y
seguramente en los oídos del buen lector también queda resonando aquel verso del bolero
favorito del muerto, “La media vuelta”, briosamente tocado por la banda en el cementerio: “
porque, quieras o no, yo soy tu dueño”

M.D.R.

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