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Un inconveniente comienza con la imagen de una mujer sentada

cerca de una ventana abierta, en su tocador azul y blanco… a


principios del siglo XX. Cholmondeley contrapone dos estereotipos
femeninos: el de Lady Mary Carden, rubia, elegante, delicada,
correcta, cariñosa, dulce, intachable, religiosa, treintañera, y el de
Elsa Grey, muy joven, morena, esbelta, hosca, impenetrable,
proveniente de una familia problemática, turbia y seductora, con un
punto salvaje. Mary y Elsa se ven complicadas en una trama
sentimental, cuyos hilos forman triangulaciones posibles. En apenas
cinco o seis momentos impecables por su economía, por su medida
de las palabras y por su intensidad sensorial, por su oscilación entre
el dentro y el fuera, la mirada autocrítica de la autora, su bisturí,
saca a la luz sin sangre, entre los corsés y faldones, las escondidas
entrañas dignas de piedad pero también de recriminación, de
mujeres diferentes. Incluso en la constatación de esa diferencia la
modernidad de la autora es apabullante. Cholmondeley no aborda
una feminidad única. Su mirada no simplifica. Sin embargo, la
violencia que se ejerce sobre esas mujeres distintas es homogénea,
apisonadora. El repertorio de reacciones no es muy extenso, y el
lector contemporáneo deberá decidir quién es la víctima y quién el
verdugo.
Mary Cholmondeley

Un inconveniente
Título original: The pitfall
Mary Cholmondeley, 1902
Traducción: Israel Centeno, 2011

Revisión: 1.0
30/06/2019
PARTE I
Sentada cerca de la ventana abierta, en su tocador azul y
blanco, Lady Mary Carden miraba con atención hacia fuera, hacia
Park Lane. Miraba las agitadas copas de los árboles en Hyde Park.
Era junio y el día era soleado. La falsa alegría del verano la
rodeaba; el vacilante ruido de los carruajes pasaba bajo su ventana
por los festivos caminillos del parque.
Miraba todo sin verlo. Tal vez había tenido ya suficiente de
aquella extraña multitud de extraños, de aquella bouille-à-baisse que
llamaban «la temporada».
Había contemplado que ésta variaba tan poco como las cortinas
de flores detrás de las rejas de cada casa, año tras año, durante
veinte. Quizá, estaba cansada de aquello. Con frecuencia decía que
la sociedad estaba podrida desde su núcleo.
No se movía apenas. Sentada con una carta abierta en sus
manos, pensaba y pensaba.
La quietud inundaba la casa. Su tía, con quien vivía, se había
marchado temprano para pasar el día en el campo. Sólo venía de
afuera un único y monótono sonido, el zumbar de la gran maquinaria
londinense.
Mary tenía treinta años, una edad en la que muchas mujeres
siguen siendo jóvenes, una edad en la que quienes tienen cabeza
debajo del cabello continúan floreciendo hasta el apogeo de su
encanto. Pero Mary no era de éstas. Su juventud, claramente,
decaía. Toda ella declaraba que las vidas demasiado protegidas y
centradas en ideas convencionales se empequeñecían a la sombra
del código de las religiones; una vida débilmente nutrida de
pequeñas y vacías caridades se unía a intereses mezquinos y
placeres aún más mezquinos. Aparecía la imagen del verano de sus
veinte años —¿qué había hecho con su vida?— en su delicada
complexión, delgada y desvanecida, en la fatiga insatisfecha de sus
ojos azules, en el vago y solemne abatimiento de sus rasgos, y
éstos eran el reflejo de una inconsciente sorpresa escondida, de que
ella, entre todas las mujeres —la gentil, la buena, la religiosa, la
bonita Mary Carden—, al final seguía siendo Mary Carden.
Tal vez el lector haya compartido la sorpresa. Indudablemente
ella era hermosa, e indudablemente era de buena clase. Era
esbelta, tenía gracia. Sus manos, con buena manicura, eran
delicadas, y sus cabellos ondulados y rubios. Sus atributos físicos,
que parecían aumentar con los años, eran casi todo lo que tenía.
Poseía el arte de vestir con perfección.
Podías notar todo aquello, sin embargo de alguna manera
seguía sin resultar suficientemente atractiva. Le faltaba vitalidad, y
aquéllos a los que les falta vitalidad a veces obtienen o conservan lo
que quieren a cualquier precio.
Mary era el tipo de mujer a la cual un hombre desposaría para
complacer a su madre, o porque había sido abandonado y quería
demostrar cuán poca cosa se sentía, o por ser heredera. Nunca
sería la primera opción.
Ella pertenecía al grupo de mujeres que a los diecisiete años se
dedican a deplorar la voracidad de las mujeres mayores que
orientan toda su atención, implacablemente, hacia el sexo, y a los
treinta comentan con acidez que a los hombres sólo les interesan
las jóvenes de mejillas rosadas y cara de niña.
Pobre Mary, ahora pensaba en un hombre, en cierto alegre e
inocentón soldado con una cicatriz en la mano, consecuencia de
una herida causada por un musulmán en Omdurman; un hombre tan
común como ella misma, y en quien, por ninguna razón en
particular, había fijado su recatado y obstinado afecto veinte años
atrás. Nuestra fidelidad a un primer amor muchas veces sólo se
debe al hecho de que nunca hemos tenido la tentación de ser
infieles.
Con Mary era así.
Las tentaciones habían sido tacañamente inadecuadas. Nunca
pasó de ese lejano y afable coqueteo de la adolescencia; un chico y
una chica convenientemente presentados por sus padres.
Mary había desarrollado un porfiado interés por el soldado. Le
había pedido al cielo que su paso por el ejército fuese resuelto con
prontitud.
Con la ayuda de sus fervientes oraciones había imaginado cómo
acababa la campaña egipcia indemne, mientras otras mujeres y
amantes perdían a sus esposos a diestro y siniestro. Él no había
hecho promesas definitivas antes de irse, pero Mary encontró
suficientes razones para su silencio. No podría soportar que ella le
sometiera su vida en caso de etcétera y etcétera. «Aunque ahora ha
estado a salvo durante un año, dos, y aún no ha dicho nada». Esto
era más difícil de explicar. Pero ella le tenía demasiado cariño. No
había duda de eso. Siempre se habían tenido cariño, mutuamente.
Todos esperaban el matrimonio. Los padres de él lo habían
deseado. La tía de ella había mostrado su acuerdo con un
entusiasmo férreo. Su hermano. Lord Rollington, mientras
descansaba de un entrenamiento, había opinado con cierta
agitación que sería conveniente que «la pequeña» se casara con
Jos Carstairs cuanto antes, pues si no se apresuraba corría el riesgo
de perderlo.
Mary, que durante muchos años había soñado con consentir de
manera generosa las repetidas y urgentes súplicas de Jos,
comenzaba a preguntarse si sería recomendable «contarle a Jos»
sus anteriores relaciones con otros hombres. Habían existido, no
podía negarlo.
Entre tanto, ella le repetía con dignidad a su tía:
—Esta situación no puede seguir así durante mucho tiempo.
Su tía —ansiosa por dar el asunto por concluido conforme a su
manera de ver las cosas— eludía la tenacidad de Mary, y justificó la
actitud de Jos enmascarándola con el curso de los acontecimientos
pasados.
El curso de los acontecimientos futuros no siguió aquel otro,
pues de repente Jos se comprometió con una chica de diecisiete
años. Una chica desconocida, de Londres, hija única de una de esas
ruinosas uniones devoradas —diecisiete años atrás en este caso—
por las llamas del escándalo, que había sido olvidado durante
diecisiete años completos menos nueve días.
Nuevamente volvieron los rumores. La gente murmuraba que
Elsa Grey venía de una mala estirpe, y que Jos Carstairs era un
hombre demasiado atractivo como para casarse con una mujer con
semejante historial; una mujer cuya madre había escapado, en otro
tiempo, de su miserable hogar hacia otro donde la vida no iba a
resultar tampoco más tolerable.
Jos llevó a «su» Elsa a ver a Mary.
Para él era fácil, como levantar y blandir su espada y decir:
«¡Adelante, muchachos!».
No entendía nada de nada. Sólo recordaba el alma tierna y
amorosa de Mary. ¿Acaso ella no se había mostrado así durante
años? Por tanto, le suplicó a Mary que fuera una buena amiga para
la joven, hermosa y sombría criatura a quien había elegido para
casarse.
Mary actuó de manera admirable, como era habitual en ella,
estrechó un poco la mano de Elsa y civilizadamente le señaló la
dirección de un buen modista (no el mejor), manifestándole el deseo
de verla con frecuencia. La muchacha la miró sólo una vez, con
melancolía y atención, con sus inconmensurables ojos brillantes,
como una virgen prisionera, como una criatura del bosque, y luego
se olvidó de Mary.
Esto había sucedido quince días antes, y la pareja contraería
matrimonio tres semanas después.
Mary suspiró y miró, por vigésima vez, aquella carta.
Era una larga misiva de su amiga del alma. Lady Francis
Bethune, la heredera del tranvía eléctrico, tristemente casada con el
hombre más apuesto de Londres, el notorio Lord Francis Bethune.
«Querida mía —decía la carta—, los hombres son siempre así.
Brutos. Y no es bueno creer que son de otra manera. Pueden
abandonar a la mujer que han amado durante años por una florista.
Tú eres demasiado para él. Siempre lo he creído así —en realidad,
Mary también lo creía—. Pero el juego aún no ha terminado. Y a él
puedo decirle cosas de su Elsa que podrían sorprenderle
demasiado. Vendrá a la hora del té. Me dijo que estaba ocupado,
pero he insistido en que viniera, como si se tratara de un negocio
urgente. Y lo es, en realidad. Él es mi testamentario, como bien
sabes, y hay algún error en mis papeles; Francis ha estado dándole
vueltas de nuevo. Después de que concluyamos con ese tema, le
diré de la mejor manera algunas cosas acerca de esa joven. Ahora,
mi consejo para ti es que no vayas esta tarde a la travesía
organizada por los Lestrange: preséntate en mi casa como si fuera
una casualidad. Os dejaré solos, y tú deberás hacer el resto.
Deberás rematar el asunto después de lo que yo le haya contado
sobre Elsa, para que Jos tenga una idea grandiosa de ti. Mándame
un telegrama con tu respuesta antes del mediodía.
Mary se levantó lentamente y caminó hacia su escritorio. ¿Debía
o no debía ir? Iría. Escribió el telegrama y llamó a un criado para
que lo enviara. Luego se sentó y cogió un libro. Era casi mediodía,
hacía demasiado calor como para salir.
De repente, después de unos minutos, arrojó el libro a un lado y
comenzó a caminar inquieta por la habitación. ¿Para qué iba a
presentarse allí después de todo? ¿Qué le podía decir a Jos?
¿Cómo podía llegar hasta su corazón?
Como muchas otras mujeres cuando piensan en los hombres, se
detuvo frente a un pequeño espejo y se miró fijamente. ¿No era
bella? ¿Acaso no tenía ojos gentiles y atrayentes? Observó cómo
levantaba una de sus pequeñas manos para echar hacia atrás una
hebra de su rubio cabello. ¿Acaso todo en ella no era hermoso,
refinado y bueno? La imagen de Elsa, con su oscura y misteriosa
belleza y su formidable juventud apareció de repente frente a Mary.
El corazón de ésta se contrajo dolorosamente. Yo lo amo, y ella no,
dijo para sí misma con amargura.
Pero Jos nunca abandonaría a Elsa. Con toda seguridad, lo
haría infeliz, sin embargo él se casaría con ella. ¿Cuál era la razón
para el encuentro? ¿Por qué se había prestado a un plan tan idiota
como el de Lady Francis? ¿Por qué había aceptado su inútil ayuda?
Escribiría otro telegrama para decirle que finalmente no iría. No.
Escribiría un telegrama donde diría que lo había pensado bien y
había decidido que no deseaba ver a Jos.
Corrió escaleras arriba, se puso su sombrero, y en pocos
minutos estaba en un cabriolé, camino de la calle Bruton. El
mayordomo de los Bethune la conocía y la dejó pasar sin importar
que Lady Francis, supuestamente, «no estuviera en casa».
Sí, su amiga estaba allí, pero estaba ocupada con el doctor en la
sala de juegos… El mayordomo titubeó.
—Están afinando el piano en la salita de la señora —indicó él, y
con cierta indecisión abrió la puerta de una de las habitaciones de la
planta baja. Era el gabinete de Lord Francis.
—¿Está su señoría en el gabinete?
—No, su señoría ha salido temprano.
—Entonces esperaré aquí —dijo Mary—. Haga saber a Lady
Francis que aguardo.
El mayordomo se retiró.
La cara de Mary se sonrojó, molesta. No le gustaba la idea de
decirle a Lady Francis que había cambiado de parecer ni de discutir
el porqué. ¿Por qué le había hablado de aquel asunto? ¿Por qué
había telegrafiado que vendría?
El doloroso, reiterado tartamudeo del piano llegaba hasta ella
desde la segunda planta. La pieza parecía describir su propia
indecisión, sus monótonos celos.
De repente sonó el timbre de la puerta principal y, un instante
después, un lacayo apareció con un telegrama, lo puso en el
escritorio y se retiró.
¡Su telegrama! Aún estaba a tiempo de detenerlo. No necesitaba
explicación después de todo.
Se abrió la puerta de la sala de juegos, y se oyó la metálica y
aguda voz de Lady Francis.
Mary cogió el envoltorio rosa y lo arrugó con una mano,
guardándolo en su puño. ¿Qué? La puerta del cuarto de dibujo se
cerró otra vez. Después de todo, la reunión con el doctor no había
terminado. Desplegó el telegrama y leyó nuevamente sus tontas
palabras antes de destruirlas.
Entonces su rostro se apagó y el cuarto dio vueltas con ella.
¿Quién había cambiado lo que había dicho? ¿Por qué estaba
firmado como «Elsa»? Miró el envoltorio. Estaba dirigido a «Lord
Francis Bethune». No había reparado en ello hasta leer la firma,
Elsa.
¿Qué significaba? ¿Qué podía significar? ¿Por qué Elsa
prometía esperar a Lord Francis hoy mismo, después de lo de
Speaker’s Stairs, en el puente de Waterloo?
Mary no era muy sagaz, pero después de unos momentos de
aturdimiento lo comprendió. Elsa iba a fugarse con Lord Francis…
¿Pero qué Elsa? —Su corazón latía tan rápido que apenas podía
respirar— ¿Elsa Grey?
Como cuando armamos un rompecabezas, y lo hacemos de un
solo intento, también Mary recordó muy pronto el enigmático rostro
de Elsa en un baile, sentada junto a Lord Francis. Elsa, a quien
Mary había olvidado hasta ese momento, a quien no había
reconocido ni siquiera cuando se la presentara Jos, parecía muy
diferente entonces. Pero era Elsa Grey, no cabía duda.
Mary sintió cómo una devastadora y creciente emoción le
recorría todo el cuerpo, que, así lo creía ella, estaba a punto de
desgarrarse, de romperse. Su rival se alejaba de su camino, y Jos
volvería a ella.
Mientras Mary continuaba sin salir de su asombro, aturdida,
temblorosa, un cabriolé se detuvo en la puerta, y de inmediato se
escuchó la voz de Lord Francis.
—¿Alguna carta o telegrama?
—He dejado un telegrama en su escritorio, señor.
El sirviente caminaba tras él explicándole que Lady Mary
Carden… pero su señor no lo escuchaba. Entró en aquella
habitación y cerró la puerta tras él. El hermoso Lord Francis, tan
esbelto, con aquella cara de aventurero extrañamente demacrada,
parecía ofuscado, poseído por algo que Mary identificó como
pasión.
Mary estaba asustada, paralizada. No sabía que aquel hombre
pudiera ser tan decidido.
Pero aún no había reparado en ella, así que Mary caminó hacia
el escritorio mientras él emitía algo que a ella le pareció un sollozo,
pero lleno de rabia y angustia, algo infantil quizá, o más animal que
humano. Y mientras Mary se detenía frente a él, siguió haciendo
sonar la campanilla.
—Le ruego que me disculpe, Mary, pero no entiendo cómo el
tonto de mi sirviente la ha hecho pasar a este cuarto.
Antes de acabar la frase, vio el telegrama, arrugado pero abierto,
en su mano. Su rostro cambió, y una frialdad también desconocida
para Mary lo cubrió en medio de un silencio que a ella le pareció
eterno, roto sólo por el agudo y persistente titubeo del piano.
Lord Francis le arrebató el telegrama de sus nerviosas manos, lo
leyó con rapidez y se lo guardó en un bolsillo. Al momento, recogió
el envoltorio del suelo y lo tiró a la papelera.
—¿Lo ha leído? Dígame la verdad, ¿lo ha leído?
—No lo hice —consiguió decir Mary.
—Está mintiendo… Ahora, escúcheme bien: si se atreve a decir
esto a cualquier ser vivo, me ocuparé de…
La puerta se abrió repentinamente, y apareció Lady Francis.
—Siento haberte hecho esperar, querida —dijo su amiga con una
voz demasiado elevada y sin modular, y al advertir que también
estaba su esposo presente—: ¿Qué? ¿Ya en casa, Francis? Pensé
que estabas fuera.
—Trataba de entretener a Lady Mary —dijo él.
—Vine a decirte que tengo un compromiso esta tarde —disimuló
Mary—, y que no podré ir contigo al concierto.
El mayordomo apareció con otro telegrama.
Lord Francis lo abrió antes de que pudiese llegar hasta su
esposa, y después se lo alcanzó.
—Es para ti —dijo, y dejó la habitación.
—Pero bueno, querida —dijo Lady Francis—, si aquí me dices
que vendrás… ¿O estoy leyendo mal?
—Cambié de parecer —dijo Mary débilmente—. Es decir, que no
puedo dejar plantados a los Lestranges. Sólo vine para explicártelo.
Debo irme ahora.
Lord Francis, que aún estaba en el vestíbulo, la ayudó a subirse
a su cabriolé y a acomodarse, mientras le decía en voz baja:
—Si se atreve a mezclarse en esto, lo pagará muy caro.
PARTE II
La pequeña embarcación, con su alegre toldo, estaba anclada
junto a Speaker’s Stairs. Los Lestrange se encontraban en la
pasarela recibiendo a sus invitados. Una multitud observaba desde
el puente de Westminster.
—¿Estamos todos? Ya son más de las cuatro —dijo el capitán
Lestrange a su esposa.
La señora Lestrange miró a su alrededor.
—Dieciocho, veinte, veinticuatro. ¡Ah! Aquí está Lady Mary
Carden, tarde como siempre. Ella es la última. No, viene alguien
más: la señorita Grey.
—¿Qué señorita Grey? —preguntó el capitán.
—Quién va a ser, la prometida de Jos Carstairs. La invité yo.
Pero aún no ha llegado. ¿Qué se supone que debo hacer? ¡No
podemos esperarla toda la tarde!
Pero en ese mismo instante, una figura blanca y alta se acercaba
con lentitud, como si se arrastrara a cada paso, bajo la sombra del
gran edificio gris.
—Vaya, parece que no tiene prisa —dijo la señora Lestrange con
cierta indignación, y no saludó a Elsa tan cordialmente como había
hecho con el resto de invitados. La más joven de todos había hecho
esperar a todos los distinguidos asistentes.
Mary, ataviada con un vestido de blanca lana inmaculada,
bordada en negro, se estaba sentando bajo el toldo cuando Elsa
pasó a su lado en busca de un asiento.
Las dos mujeres se miraron fijamente durante un instante, sólo
un instante, pero Mary supo que Elsa estaba al tanto del asunto del
telegrama. A pesar del poco tiempo transcurrido. Lord Francis había
advertido a Elsa.
Hiciese lo que hiciese, Mary no podía dejar de mirarla. Y era así
porque ninguno de los invitados que se detuvo a saludar a Mary se
quedó a su lado. Como nunca se quejaba, como nunca contaba
chismes, como evitaba las conversaciones insípidas, no despertaba
ningún interés en los demás.
Sus rasgados ojos azules se volvían con más y más frecuencia
hacia la alta, ágil y agraciada figura de Elsa, que descansaba a
pleno sol como un animal, indiferente al resplandor. Mary, que
siempre había subordinado el cuidado de su alma a su salud, no
pudo evitar pensar en lo poco saludable que era aquel baño de sol.
La señora Lestrange le presentó uno o dos hombres a Elsa, pero
parecieron encontrar muy poco que decirle. Y ella estaba demasiado
distraída, indiferente a lo que sucedía a su alrededor. Así que
después de un rato fue quedándose sola. Sin embargo, seguía
siendo una figura importante en la fiesta. Tenía ese misterioso e
involuntario poder que poseen algunas mujeres, incluso las que no
son jóvenes y hermosas como Elsa. El poder de convertirse en el
centro de atención de todo encuentro, de toda fiesta, sin ni siquiera
desearlo.
Los hombres casados la miraban con disimulo y susurraban a
sus comprensivas esposas que Castairs era un hombre audaz, pues
no entendían qué lo había movido a casarse con una mujer con
aquella historia familiar detrás. Los solteros la miraban también,
pero no se atrevían a decir nada.
La belleza de Elsa era madura, parecía tener más que sus
diecisiete años. No era la salvaje, delgada y floreciente hermosura
de una de esas jóvenes inglesas que emergen muy lentamente
desde sus crisálidas. Más bien, encarnaba la espléndida y perfecta
palidez de una magnolia que se abre sólo de noche. Podía decirse
que el gusano se había desarrollado de un modo diferente,
creciendo antes de tiempo. Más allá de sus exquisitos y misteriosos
rasgos, bajo los que se adivinaba una latente emoción ya madura,
miraba todo a su alrededor con eternos ojos de niña.
Elsa parecía ajena al interés que provocaba en aquel encuentro.
Miraba fijamente los edificios que se alejaban cada vez más, la
pequeña flotilla de botes de paseo, las solemnes barcazas de heno
—amarillas como el fuego en el sol de la tarde, que goteaba oro
dentro del agua gris mientras ellos navegaban—. A veces miraba
hacia los grandiosos puentes y luego hacia el cielo. En un abrir y
cerrar de ojos pasó una mariposa blanca con sus inquietas alas
sobre el agua y después se posó sobre el toldo. Los ojos de Elsa la
siguieron.
—Viene con nosotros —le dijo al capitán Lestrange, que acaba
de sentarse a su lado.
La mariposa voló desde el toldo y se detuvo un momento en la
pequeña rosa blanca que Elsa se había prendido en el pecho.
Enseguida echó a volar, danzando bajo el cielo soleado, sobre el río
también soleado. Hasta que una ráfaga de viento levantó algunas
olas y la mariposa desapareció en el agua.
Nadie podría decir que la mariposa hubiera muerto ahogada,
pues el sol lo llenaba todo con sus brillos y la realidad se confundía
con tanta luz, pero Elsa, quizá llevada por otra tristeza, arrancó la
rosa de su pecho y la lanzó donde había visto por última vez a la
mariposa, inclinándose sobre la borda.
El capitán Lestrange la sujetó por un brazo hasta que ella
recuperó el equilibrio.
—Eso ha sido muy peligroso —dijo el capitán, soltándola con
cuidado.
Elsa estaba tiritando. Seguía mirando el río. A aquella distancia,
los blancos edificios de Greenwich parecían flotar en algunos
bancos de niebla que el sol aún no había despejado. ¿Quién podría
decir cuáles eran los pensamientos de Elsa mientras el río se
ensanchaba hacia el mar?
Pero antes de llegar al mar, y contra la marea, dieron la vuelta
para regresar a Londres.
Mary no se había atrevido a hablar con Elsa en toda la tarde, y
apenas quedaba tiempo ya: recordaba el telegrama y aquella frase,
«Después de lo de Speaker’s Stairs». ¿Debía hablarle con claridad
a Elsa? ¿No debía avisarla de cómo era realmente Lord Francis,
según Mary había sabido por su propia amiga y por otros
confidentes? ¿No debía decirle que aquel hombre sólo podría traerle
miseria y dolor? Mary luchaba con sus buenos sentimientos. Pero
algo que ella confundió con el sentido común le dijo que Elsa nunca
le haría caso, que Elsa no era tan ingenua como para no saber que
Lord Francis ya le había hecho la corte a otras jovencitas, aun
estando casado. Aquel sentido, o aquella corazonada, le decía a
Mary que la sangre de Elsa no era pura, que su temperamento,
heredado de innobles acciones, la llevaría a ser una mala esposa
para cualquier hombre, que en realidad iba a convertirse en la
amante de Lord Francis porque así debía ser, porque era su destino.
Incluso si Mary la persuadía de no rendirse ante su amante, Elsa
seguiría siendo culpable, durante toda la eternidad, de pensamiento,
y eso, se decía Mary, era lo mismo que cometer el pecado; era igual
a la acción. Elsa ya estaba perdida.
Aunque sobre aquella voz, que alguien llamaría cordura, se
impuso durante algunos minutos otra que la avisaba: «Elsa está
confusa, no sabe lo que hace, ayúdala».
Pero Mary también sentía ira contra Elsa. No entendía la
atención que le prestaban todos —el propio capitán Lestrange hacía
un momento—. Mary era demasiado conservadora para entender
las acciones impulsivas, se tratara del amor o de las mariposas.
Por eso, y aunque percibió una mirada de súplica en Elsa al
contemplar por última vez el lugar donde había desaparecido la
mariposa, decidió finalmente que no la advertiría. Además, se dijo,
bastante había sufrido ella ya: no tenía ganas de mezclarse en
asuntos desgraciados. Los había evitado siempre por su educación,
incluso por su noción del «refinamiento», así que por qué saltarse
aquella norma ahora. Y tampoco podía obviar, aunque esto no se lo
quería confesar a sí misma, aquella amenaza de Lord Francis dicha
con un tono tan suave.
El río se estrechaba, los edificios y muelles estaban cada vez
más cerca. Las inquietantes siluetas de la ciudad y las torres de
Westminster parecían bañadas con un pálido color violáceo.
Un ferry pasó con una pequeña orquesta a bordo. Llegó hasta
Mary una música llena de alegría, y por un instante se sintió alegre,
como si hubiera recibido la promesa definitiva de un amor
perdurable, pero fueron sólo unos segundos: el cielo comenzaba a
oscurecerse, la ciudad ya no tenía el brillo de las primeras horas de
la tarde, habían desaparecido los colores de la amatista y de la
perla, hacia el mar se iban las promesas, dejándola sola ante un
crepúsculo vacío.
Y como cuando cae la noche el jazmín crece más blanco en la
luz decadente, también la cara de Elsa se iba tornando más pálida,
más aún en medio de la oscuridad. Al mirar de nuevo a Mary, una
débil sonrisa, temblorosa y quizá nostálgica, apareció en sus labios.
Y Mary creyó ver también algunas lágrimas, pero eso sólo lo recordó
tiempo después, cuando ya nada podía hacer.
El buque atracó de nuevo en Speaker’s Stairs.
Antes de tomar el suyo, los Lestrange condujeron a Elsa hacia
su cabriolé. Todos los invitados estaban impacientes por irse,
quedaba poco tiempo para vestirse para la cena; desaparecieron
como por arte de magia. Mary, cuyo carruaje se hallaba al final de la
larga cola, apenas podía seguir al resto de los invitados, pues el
tráfico de aquella hora del día la retrasaba cada vez más. Aun así,
seguía con los ojos el cabriolé que llevaba a Elsa, y que a toda
velocidad hacía tintinear con alegría su campana en el puente de
Westminster, hasta perderse en la multitud.
PARTE III
Al principio no hubo escándalo alguno, pero unos y otros, los
mismos que siempre voceaban ese tipo de asuntos, avivaron las
pequeñas brasas e incendiaron Londres. Mary decidió no salir de
casa, no podía soportar aquellas llamas, aquel resplandor innoble. A
todos les dijo que estaba enferma, hasta que enfermó de verdad y
su cuerpo y su mente se olvidaron algún tiempo de que aún era
joven. «No pude hacer nada», se decía una y otra vez en medio de
la fiebre, cada una de aquellas largas y terribles noches. Luego,
para buscar sosiego, comenzó a rezar por Elsa.
No había pasado una semana cuando Jos recurrió a ella.
Mary descendió con lentitud las escaleras que llevaban hasta la
sala de estar y lo encontró de espaldas, frente a la ventana abierta.
Se dijo que sería comprensiva con él, que no le haría reproches.
Pero aquel hombre ya no era el mismo: no era el mismo, su rostro
hundido, su color apagado, el gris mate de sus ojos —enrojecido por
las lágrimas reprimidas durante el día, vertidas por la noche—. Era
tan distinto que le costó reconocerlo, aunque sabía que era él.
—Todo pasará. Jos —es lo único que se atrevió a decirle.
Pero él parecía no oírla, miraba más allá de Mary, y sólo
murmuró:
—Me han dicho que tú fuiste la última que la vio.
Aquellas palabras la entristecieron. Se había engañado. Había
creído que Jos se consolaría tras algún tormento y acudiría a ella de
nuevo. Con una tristeza que nunca había conocido, pero llena de
aquella dignidad que tanto la apartaba de los demás, replicó:
—En realidad, los Lestrange fueron los últimos en verla.
—Pero tú estuviste toda la tarde con ella en el bote… —Siguió
Jos, elevando la voz.
—Como el resto de invitados. Además, pasé todo el tiempo
charlando con algunos amigos.
—Pero en algún momento hablarías con ella. Seguro que la
notaste diferente.
—Apenas la conozco, ¿cómo iba a notarlo? Es más, estuvo muy
callada toda la excursión.
—Quizá estaba preocupada —siguió Jos, como si buscara algo
bajo las olas de aquella tarde.
—Ya lo he dicho —insistió Mary con un tono frío—, apenas la
traté.
Jos se tapó la boca primero, luego los ojos, y murmuró algo que
Mary no comprendió:
—Ella no te merecía.
Jos no podía escucharla: ahora se tapaba los oídos.
—Sabía que yo no le importaba lo suficiente —dijo al fin con una
repentina serenidad—, pero eso me daba igual, no podía dejar de
amarla. Sé que soy un hombre rudo, pero hubiera sido un buen
esposo para ella. Al menos la habría alejado de su familia. Su padre
me dijo que ella estaba dispuesta a casarse conmigo, y yo anhelaba
creerle. Necesitaba creerle, así que acordamos el matrimonio sin ni
siquiera pedírselo a ella. Él me dijo que estaba dispuesta y que me
amaba también —Jos volvió a guardar silencio, pero al momento, en
medio de un sollozo, dijo—: Su padre quería quitársela de en medio
y yo era un buen partido. Sólo un buen partido.
Luego siguió hablando de la madre que Elsa habría necesitado,
del hogar que no había tenido.
Habló y habló. De las estrictas escuelas francesas, de las
amigas que no había tenido.
—Tú podrías haber sido su amiga. Te la traje a ti, Mary —más
que una queja parecía una súplica—. Le dije que tú eras buena,
gentil, cariñosa, que serías la mejor amiga. Le dije que yo confiaba
en ti.
Mary se dijo; «He de defenderme». Pero ¿contra qué, contra
quién? La rabia había dejado su lugar a la pena.
—Nunca quiso ser mi amiga, yo no le agradaba.
—Era demasiado joven. Sólo era eso. Pero hubiera acabado
confiando en ti. Necesitaba una amiga, una confidente, una guía.
Alguien que le explicara cómo es el mundo de las mujeres jóvenes.
Nunca pensé. Nunca supuse… —La voz de Jos se rompió otra vez
—. Ahora veo que, con mi ignorancia, también yo la empujé… Pero
no, yo no sabía que no era feliz, que nuestro compromiso la hacía
infeliz… Podría haber sido de otro modo. Y si esa tarde, si esa tarde
tú te hubieras dirigido a ella… se habría confiado a ti, estoy seguro.
Necesitaba una amiga.
Ninguno de los dos pudo decir nada más. Ll silencio contrastaba
con los ruidos del exterior, que llegaban a través de la ventana
abierta.
Después, Jos se levantó y se fue.
PARTE IV
Mary no volvió a ver a Jos hasta finales del mes siguiente.
Durante aquellas semanas nadie le habló de él salvo para decirle
que había dejado Londres.
Se presentó una tarde, ya casi de noche, mientras Mary charlaba
con su tía. Parecía agotado, más viejo, pero hablaba con calma y
cierta cordialidad.
—Pareces cansada, Mary. ¿La temporada ha sido dura para ti?
—No es eso —dijo ella, agradablemente sorprendida por aquel
tono, y más aún cuando él tomó su mano con delicadeza y la besó
—. He estado afligida porque un viejo amigo ha estado en apuros.
—Eres la mejor mujer del mundo —dijo él con un tono más bajo
—. No preocupes tu amable corazón por mí, no lo merezco —se
alejó un poco de Mary, para acariciar algunos bibelots que había en
la mesa de metal—. Bethune ha dicho que deseaba casarse… —
dijo bruscamente—. Hasta lo ha prometido por escrito.
Mary no supo qué responder, sólo se atrevió a insinuar:
—No creo que Lady Bethune le conceda el divorcio. Seguro que
desea vengarse de él, y no querrá que se rían de ella.
—Bethune prometió que se casaría con Elsa, si su esposa
consentía en el divorcio —siguió Jos, como si no hubiera reparado
de momento en lo que acababa de decir Mary. Repentinamente
pareció darse cuenta—. Yo tampoco creo que le conceda el divorcio,
y he tratado de explicárselo a Elsa hoy —se giró al decir aquello y
miró a Mary fijamente—: La he visto durante una hora.
—¿Así que has venido por eso. Jos? —Mary había comprendido.
—Sí. No podía hacer otra cosa. Sólo tú puedes conseguirlo, sólo
tú puedes convencerla, advertirla de que Bethune nunca será su
esposo… Él ha sabido siempre que nunca obtendría el divorcio.
Ahora puedes ayudarla.
—Lo intentaré —acertó a decir Mary, tratando de mantenerse
serena, aunque algo se había desvanecido dentro de ella.
Presa de aquellas palabras, fue a visitar a su amiga Lady
Bethune al día siguiente. Una parte de ella se sentía obligada por lo
dicho, pero otra no paraba de señalarle que Elsa necesitaba un
escarmiento.
Todo lo que le dijo a su amiga fue:
—¿Vas a divorciarte de Lord Francis?
—No, querida —sonrió ásperamente su interlocutora—. No lo
haré. Aunque merece estar alejado de mí, lo he pensado muy bien:
no quiero perder su nombre. Tengo derecho a él, no quiero ser la
divorciada señora Huggins, rica pero de clase poco elevada.
Además —siguió—, sé que antes o después volverá a mí: no tiene
ni un chelín y está metido en mil deudas. No podría seguir sin mí.
Cambié mi dinero por su apellido, y es un pacto que no se puede
romper. Él sabe que soy la gallina que pone los huevos de oro.
No tardaron mucho los padres de Jos en invitar a Mary a su
casa. Le propusieron que los acompañara durante el final del
verano, antes del frío otoñal.
A Mary le gustaba aquella silenciosa y vieja casa de campo, y
antaño había soñado con vivir en ella su vejez.
Los padres de Jos no eran calculadores: querían a Mary con
verdadero afecto. Quizá al principio aquel fervor había sido algo
artificial, diría alguien, pues iba a ser la esposa de su único hijo,
pero con el paso del tiempo se había vuelto genuino. Y ahora
estaban más convencidos que nunca de que Mary era «la única
mujer» para su hijo.
Aquellas noches Mary tocó viejas melodías irlandesas, y prestó
oído atento a las aburridas historias del general Carstairs sobre la
fauna de Dampshire y a qué se contaba en los encuentros
dominicales de la señora Carstairs, quien tenía una gran colección
de vestidos de muselina blanca y grandes sombreros de jardín que
se empeñaba en prestar a Mary. Ésta trataba de mostrarse como
una verdadera señorita rural, como si la ciudad y sus brillos no le
hubieran interesado jamás.
Jos no estuvo todo el tiempo con ellos, pero acudía a la
propiedad a menudo. Amaba el campo como sus padres, así que no
le costaba mucho esfuerzo.
Todo parecía indicar que Jos se estaba reponiendo de su
desgraciado compromiso con Elsa —frustrado contra sus deseos—
antes de lo previsto. Y sus padres se sentían felices por ello, tanto o
más que Mary.
Ante los pies de ésta, literalmente, y como en el pasado, se
sentó un día Jos. Parecía otra vez el principio del verano: el sol era
esplendoroso, los pájaros gorjeaban con un brío renacido, incluso
algunas flores habían vuelto a brotar tras las primeras lluvias que
anunciaban el cambio de estación.
Pero la voz de Jos no era la del pasado: ahora parecía la de un
hombre maduro y no la de un antiguo soldado. Mientras él la miraba
con una dulzura que a ella le pareció nueva, Mary sintió que debía
decirle todo lo que había esperado de él: qué esposa quería ser,
cómo lo habría esperado campaña tras campaña como lo había
hecho de soltera, cómo le habría dado hijos responsables y
refinados, cómo habría soportado sus alardes de virilidad
semisalvaje al volver de caza, al exhibir sus trofeos… Ella lo
alentaría, y no lo alejaría nunca de sus pasiones de hombre de
acción, pero sabría estar preparada para él en todo momento,
sabría consolarlo cuando él lo necesitara, sabría ser su amiga a la
vez que su esposa.
Quiso decirle todo esto y esperó a que hablara Jos, pero éste
permaneció mudo y sólo se dedicó a mirarla con melancolía.
EPÍLOGO
Cuando parecía que Jos se quedaría definitivamente junto a sus
padres —Mary, movida por sus propios deseos, y por las cariñosas
palabras de quienes deseaba como suegros, había prolongado su
estancia en la finca—, algo lo hizo ausentarse unos días.
El general Carstairs lo esperó la mañana que habían fijado para
cazar perdices, pero Jos no se presentó. Paso un día y otro. Sin
cartas ni telegramas. Sus padres no querían mostrar preocupación
ante Mary, pero no podían disimular mucho más. ¿Dónde estaba
Jos? Los Carstairs le escribieron a su casa de Londres, pero allí no
había nadie: devolvieron el correo.
Cuando ya se decían que el viejo general debía viajar a la ciudad
para averiguar qué le sucedía a su hijo, llegó un telegrama de Jos
anunciando que llegaría aquella misma tarde, y pidiendo que fueran
a buscarlo a la estación.
Al acercarse la hora, Mary se sentó con un libro en el jardín de
las rosas. Éstas ya estaban casi marchitas, y en su lugar se alzaban
las dulces caras blancas de las anémonas japonesas que rodeaban
el viejo reloj de sol. Los grajos chillaban en lo alto. Mary se dijo que
por enésima vez el verano se resistía a morir. Y le parecía una
señal. Una señal de que un amor cordial y común podía renacer,
lejos de la desesperación que había embargado a Jos.
Mary ya no tenía miedo. Sintió que algo había muerto para
siempre mientras algo nacía o se renovaba como el jardín. Jos
volvía a ella, estaba en camino, en cualquier momento aparecería
en el jardín. Saludaría a sus padres y luego iría a sentarse de nuevo
a su lado.
Cómo lo amaba.
Debía aparentar calma, sosiego, se dijo. No debía mostrarle sus
anhelos de inmediato.
Oyó sus pasos otra vez firmes, de nuevo firmes, de soldado. Ya
no arrastraba los pies como cuando Elsa lo abandonó por Lord
Francis.
Caminaba rápido entre el tejo y los setos, hasta detenerse frente
a ella, que simulaba seguir leyendo.
—Ah, ¿ya estás aquí? —dijo ella sonriendo.
Pero al ver la expresión de Jos, aquel desprecio que no
esperaba, la sonrisa se le congeló en los labios.
—He venido sólo para hablarte, Mary. Serán unos minutos
apenas, los justos para decirte que he visto a Elsa y que Bethune ha
vuelto con su esposa… Pero esto ya debes de saberlo, claro. Elsa
me ha contado cómo Bethune la enamoró cuando aún estaba en el
colegio y cómo le prometió que se divorciaría de su esposa… Su
padre me mintió, su padre también sabía de aquel interés de
Bethune, pero era consciente de que nunca se divorciaría, y de que
no podría beneficiarle nunca a él, pues nada tenía, más que su
matrimonio y los beneficios que éste le producía.
Mary bajó los ojos y contó en voz baja —uno, dos, tres— como si
así pudiera alejar aquella pesadilla. Mientras, Jos seguía hablando y
hablando.
—Elsa amaba a Bethune, pero sabía que debía alejarse de él.
Sabía que debía aceptarme. Sólo necesitaba una palabra amiga,
una confidencia, la verdad sobre Bethune. Y creyó que tú le
hablarías en aquella excursión. Por eso había aceptado la invitación
antes de huir con Bethune. Quería que tú la convencieras de lo
contrario. Sólo necesitaba aceptarme —insistió, con un tono más
duro aún—. Me ha dicho que te sobraron oportunidades en el bote
para hablar con ella.
—No tenía sentido que le dijera nada —dijo Mary con voz ronca.
—Debiste salvar a mi esposa por mi bien —dijo Jos—. Debiste
salvarla de ella misma. Pero no lo hiciste. No me interesan tus
razones, sólo sé qué… no lo hiciste… He venido a decírtelo, a
decirte que vuelvo con Elsa, y —Mary miró cómo una de las últimas
rosas caía al suelo— que si puede olvidar lo ocurrido y sentir
compasión por mí, me casaré con ella.
Y así sucedió.
POSTFACIO

LA TEXTURA VERDE DE LA ORTIGA

(LITERATURA FERTILIZANTE)

por Marta Sanz


Cuando en el año 2008 Periférica publicó La polilla y la
herrumbre de Mary Cholmondeley, redacté una reseña para el blog
La tormenta en un vaso donde confesaba que no estaba segura de
si alguna vez sería capaz de recordar y escribir correctamente el
apellido de esta escritora, amiga de Henry James y admirada por
George Orwell, Mark Twain o Virginia Woolf. Hoy sé deletrearlo muy
bien. No he tenido que empeñarme demasiado para memorizar la
secuencia de letras, la ce, la hache, la o, la ele, el silabeo, chol-mon-
de-ley… No me he esforzado ni la mitad que cuando decidí que ya
era hora de escribir Nietzsche en perfecto alemán e hice pruebas
sobre un papel en blanco sin mirar la portada de El nacimiento de la
tragedia o de El anticristo… Quería sacar buena nota en un examen
y ese tipo de incorrecciones ortográficas podría desacreditarme.
Pese a mi interés, aún hoy cometo errores al escribir los nombres de
filósofos, músicos, bailarinas, escritoras, matemáticos, gatas y gatos
que están al mismo tiempo muertos y vivos: Beethoven, Plisétskaya,
Zizek, Schrödinger… No quiero ni pensar lo que hago con ellos al
pronunciarlos.
La polilla y la herrumbre fue para mí un descubrimiento que
convirtió en inolvidable el nombre de Mary Cholmondeley. Me
interesó cómo la autora era capaz de retratar dos psicologías
femeninas, casi antagónicas por razones de clase, formación e
incluso de carácter, con una exquisita sensibilidad hacia la
problemática específica de las mujeres. Me sorprendió su destreza
para combinar lo cotidiano con lo extraordinario, la sutileza con la
intensidad y lo trágico con lo cómico en pasajes de inusitada
inteligencia novelesca. Y digo novelesca en el mejor sentido de la
palabra. No hablo de tramoya, de golpes de efecto e hipidos
melodramáticos. No hablo de imaginación desbordante ni de happy
ends ni de personajes conmovedores que nos llevan a confiar
ciegamente en la bondad del género humano. Hablo de una casa
que se quema y de los restos del incendio, de sus marcas o
mensajes en los tabiques. Del esqueleto al aire de la intimidad. De
cómo se expone lo doméstico tras devastaciones que pueden ser
grandes o pequeñas, transitorias o definitivas. Cholmondeley parece
una escritora consciente de la naturaleza social y construida del
sentimiento y de los relatos del sentimiento, así como de la
asociación de la mujer a la esfera —pecera redonda— de una
sentimentalidad que falsamente se desvincula del uso de la
inteligencia y se aparta del ámbito de lo público.
Mary Cholmondeley trabaja a partir de la tesis —legítima— de
que el amor es un valor de cambio. Retrata la necesidad de las
mujeres de ajustarse a un ideal tan enmohecido y hueco como el del
amor romántico. Retrata la conciencia de esa podredumbre y el
querer mirar hacia otra parte: las mentiras y auto justificaciones que
brotan, como un chorro, de la asunción de una frase hecha que ya
nada significa, pero a la que hay que someterse si se quiere ser
alguien, si se quiere ser visible, en el contexto de la sociedad
victoriana. Incluso hoy, aún no nos hemos desprendido de esa carga
estática de la Historia que estigmatiza a aquellas mujeres para las
que la soledad no parece ser nunca una elección, sino un destino,
una condena, una cruz.
Como a un anillo de compromiso resobado, Cholmondeley le da
vueltas a la fetichización tramposa del vínculo amoroso. El dedito se
ensucia de verdín. El oro no tiene muchos quilates. Lo cagó el moro.
El amor es un jarroncito o un cenicero de cerámica que es necesario
abrillantar y que se rompe al resbalarse de las manos. El
compromiso y el matrimonio son las instituciones que catalizan esa
objetualización del amor sin la cual la vida de las mujeres carecería
de sentido. Lo que más me interesó de La polilla y la herrumbre es
la música de fondo: el queso se enrancia en un armario de la cocina
y la pasión o el cariño —sobre todo, la conveniencia y la dificultad
para distinguir lo que conviene de lo que se quiere—,
metamorfoseados en cortinones o en abalorios de latón, son pasto
de la voracidad de la polilla y de la corrosión de la herrumbre.
Metáforas de la degradación.
Tenía ganas de leer otro texto de Mary Cholmondeley para
comprobar si la lucidez, la valentía feminista, la sutileza y la calidad
del lenguaje literario de La polilla y la herrumbre podían repetirse. Y
sí, en Un inconveniente, Cholmondeley lo vuelve a hacer. Su flauta
no suena por casualidad. Su flauta, muy bien temperada, es un
aparato de precisión donde no se puede decir lo mismo de ninguna
otra manera. Donde cada palabra y cada imagen tienen un sentido
que jamás se impone al lector y que, sin embargo, le llega con una
nitidez cortante y puede producirle ardor de estómago. Urticaria.
Quizá el estilo de Cholmondeley tiene la textura verde de la ortiga.
Pese a la exactitud de sus elecciones, Mary Cholmondeley deja a
los lectores un espacio para emitir un juicio donde se pondrán de
manifiesto sus propias contradicciones, su propia ideología, su
propia experiencia vital. Donde el lector se quedará peligrosamente
desnudo y expuesto a sí mismo en el momento de juzgar a los
personajes. Quizá, por esa previsión de un espacio donde los
lectores cogen aire a la vez que se retratan; de un espacio donde se
desarrolla un no siempre cómodo ejercicio de introspección que
surge de la posibilidad de cierta libertad interpretativa; por ese
margen para la movilidad y la inquietud intelectuales, por eso, Mary
Cholmondeley es tan eficaz en su campaña de sensibilización
respecto a la posición de las mujeres en el mundo. El tono no
impositivo, la huida de la grandilocuencia y de lo rotundo, la
delicadeza y la nebulosa confieren a los textos de Cholmondeley
una innegable eficacia militante. Sin tomar partido por un personaje
en particular, la autora lo está tomando en general; sin decir
demasiado está diciendo muchísimo más de lo que algunas lenguas
gárrulas se atreven a gritar a los cuatro vientos. Voces que claman
en el desierto del Gobi. Discursos inútiles que se colocan en las
antípodas de la literatura permeabilizadora, fertilizante, de Mary
Cholmondeley.
La autora estuvo comprometida con la causa del feminismo en la
vida pública, mostrando que el compromiso de los intelectuales no
se limita sólo a su compromiso con las palabras o específicamente
con las palabras de la literatura, sino que existen más foros en la
sociedad civil a los que no es necesario renunciar en aras del
templo de las bellas artes y las bellas letras. Más allá de esa burbuja
de lo íntimo, que es política, Cholmondeley, como muchos otros
autores y autoras, sabe sacar partido literariamente del
microcosmos familiar, las conversaciones de salón, la cestita con un
jarrito de miel, las miserias e insatisfacciones sexuales, el impulso
adúltero, las fiestas y celebraciones, las relaciones con los criados,
los telegramas o el orden del mobiliario en las alcobas como
miniaturización de sociedades cuyos valores y relaciones de poder
condenan a los seres humanos, y muy especialmente a las mujeres,
a esa infelicidad, más o menos moderada, de la que la literatura
puede dar cuenta de un modo privilegiado. El lado tenebroso de las
casitas de muñecas.
Un inconveniente comienza con la imagen de una mujer. Lady
Mary Carden, sentada cerca de una ventana abierta, en su tocador
azul y blanco… La ubicación del personaje sugiere la posibilidad de
salir, pero el hecho es que Mary está encerrada en un marco, no ha
traspasado el umbral. La presencia del tocador tampoco es una
elección inocente. Apariencia. Color del ala de la mariposa.
Capacidad de sugestión y de seducción. Polvo del color del ala que
se termina evaporando. Insinuación de la vejez. De nuevo, la
degradación. El arroz se pasa. Se aja la piel. En el texto, nada
sobra. Nada es casual.
En apenas cinco o seis momentos impecables por su economía,
por su medida de las palabras y por su intensidad sensorial, por su
oscilación entre el dentro y el fuera, la cáscara de las personas y su
meollo, la impasibilidad gestual y la procesión que va por dentro,
Cholmondeley vuelve a contraponer dos estereotipos femeninos: el
de Mary, rubia, elegante, delicada, correcta, cariñosa, dulce,
intachable, religiosa, treintañera y sexualmente no muy atractiva, y
el de Elsa Grey, joven, morena, esbelta, hosca, impenetrable,
proveniente de una familia problemática —no hay que decir más—,
turbia, con un punto salvaje, seductora, nada sabemos de su credo
pero sí de su fervor, depositaria segura de golosos secretos
sexuales, de una promesa… En la tensión entre el sexo y el no
sexo, la virginidad —sobre todo, la añosa— es un instrumento
distorsionante, un obstáculo para interpretar ciertas facetas del
mundo: Lord Francis, tan esbelto, con aquella cara de aventurero
extrañamente demacrada, parecía ofuscado, poseído por algo que
Mary identificó como pasión.
Mary y Elsa se ven complicadas en una trama sentimental, cuyos
hilos forman triangulaciones posibles. Ea mujer se hace persona en
el matrimonio que, como decíamos antes, representa la
institucionalización del amor y es valor de cambio. Tarjeta de crédito
para las mujeres. Incluso para las que tienen dinero. Por eso, se
maneja una noción como la de «buen partido» y Lady Bethune
puede hablar de Lord Bethune en los siguientes términos: Él sabe
que soy la gallina que pone los huevos de oro. Y ella, sin él, sólo
será la gallina. Una divorciada. Es una cuestión de título nobiliario,
del desclasamiento de la advenediza, pero también es una cuestión
de estado civil. De la necesidad de un particular estado civil.
La mujer es una sucesión elegiaca de imágenes encerradas en
imágenes, de profundidades cada vez más recónditas y de
apariencias cada vez más forzadas, en las que una siempre es
idéntica a sí misma. La muerte planea con gran discreción sobre las
páginas de Un inconveniente, son los pensamientos de una
muchacha en la flor de la vida que se asoma por la barandilla de un
barco; es una mujer que observa a través de la ventana, renuncia a
sus sueños, se hace mayor —es decir, vieja— y está sola; es la
unión con un hombre brutal o el matrimonio con un «buen partido»
que nos resulta completamente indiferente. U odioso.
Una de las triangulaciones de la sencillísima trama termina
enfrentando a Mary y Elsa. Cada una toma sus decisiones. Por
acción, por omisión. Por decir o por callar. El discurso interrumpido,
aunque quizá suficiente, el entredicho, el silencio puede oírse en
casi todas las páginas de esta nouvelle: Ninguno de los dos pudo
decir nada más. El silencio contrastaba con los ruidos del exterior…
Se puede interpretar lo no dicho. Darle la vuelta como a los
calcetines. Al final, el lector debe decidir si la mala intención de las
interpretaciones del silencio es mayor que la del silencio en sí; qué
opción es la más violenta. En el intento de responder a esa pregunta
se cifra uno de esos pensamientos metaliterarios que, sin necesidad
de ser explícitos, encierran las grandes obras: ¿se nos puede culpar
por el silencio?, ¿es peor el silencio o ese margen de mentira que
subyace a casi todas las suposiciones? En Un inconveniente
también hay una amenaza que invita a callar: Si se atreve a
mezclarse en esto, lo pagará muy caro. La presión para guardar
silencio quizá puede coincidir con el silencio que se guarda
voluntariamente. Quizá es una excusa. Quizá es una manipulación
del miedo. Quizá es que las mujeres están condenadas a ser
criaturas silenciosas. Quién sabe.
La mirada autocrítica de Mary Cholmondeley, su bisturí, saca a la
luz sin sangre, entre los corsés y faldones, las escondidas entrañas
—obscenas, dignas de piedad pero también de recriminación— de
mujeres diferentes. Incluso en la constatación de esa diferencia, la
modernidad de la autora es apabullante. Cholmondeley no aborda
una feminidad única. Su mirada no simplifica. Sin embargo, la
violencia que se ejerce sobre esas mujeres distintas es homogénea.
Apisonadora. Frente a ella, cada una responde con la cota y
modalidad de violencia que tiene a su alcance. Con la obligación de
ser más o menos sibilina, más o menos ñoña. El repertorio de
reacciones no es muy extenso. El lector contemporáneo deberá
decidir quién es la víctima y quién el verdugo, quién es el ratón,
quién ha ganado una batalla en la que mujeres enfrentadas e
insolidarias entre ellas, hagan lo que hagan, o lo que no hagan,
siempre tienen la guerra perdida: Mary se dijo: «He de
defenderme». Pero ¿contra qué, contra quién? La rabia había
dejado su lugar a la pena.
Las mujeres crecen dentro de crisálidas. Pero, en Un
inconveniente, ninguna llega a ser mariposa. Tan sólo gusano de
seda o polilla de la luz. Mary Cholmondeley nunca se casó.
MARY CHOLMONDELEY (1859-1925) nació y murió en Hodnet,
Inglaterra, en el seno de una familia ligada al mundillo literario de su
época. Es una de las autoras más representativas del movimiento
feminista New Woman, muy importante también para la literatura de
finales del XIX y comienzos del XX. Fue amiga de Henry James,
quien admiró sus narraciones, resueltas casi siempre, en palabras
de éste, con «un magnífico efecto final, nítido como un disparo».
Una parte destacable de la obra de Cholmondeley, y con muchos
seguidores, fueron sus relatos de corte fantástico, a veces incluso
gótico. Sus primeros libros, Her Evil Genius (1886), The Danvers
Jawels (1896), Let Loose (1890) o Diana Tempest (1893),
alcanzaron buenas críticas y cierta resonancia entre los lectores,
pero sería Red Pottage (1899) la novela que la haría famosa.
Posteriormente daría a la imprenta obras como La polilla y la
herrumbre (1902), Prisioners (1906), The Lowest Rung (1908) o
After All (1913). En 1917 apareció su interesantísima autobiografía.
Under One Roof.
Mary Cholmondeley escribió cinco versiones de Un
inconveniente, pues, por distintas razones, siempre lo consideró uno
de sus textos esenciales, y aunque pronto se hizo muy popular la
edición de John Murray (Londres, 1902), siguió reescribiendo esta
nouvelle, con diferentes enmiendas, hasta el día de su muerte. «Hay
muchas vidas conocidas encerradas en estas pocas palabras, y
deben ser muy exactas», declaró ella misma en 1920.

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