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La Polilla y La Herrumbre - Mary Cholmondeley
La Polilla y La Herrumbre - Mary Cholmondeley
LA POLILLA Y LA HERRUMBRE
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CONCLUSIÓN
notes
Mary Cholmondeley
La polilla
y la herrumbre
PERIFÉRICA
© Mary Cholmondeley 1912
Título original: Moth and Rust
© Traducción, Ricardo García Pérez
© Editorial Periférica 2008
ISBN: 978-84-936232-1-0
Depósito legal: CC-39-2008
Maquetado: Instituto Pro-S.A.C.
LA POLILLA Y LA HERRUMBRE
CAPÍTULO I
¡Oh, fe nuestra,
que esta puerta con dolor me hizo pasar!
EL HEPTAMERÓN
La edad no la marchita,
ni la costumbre agota su infinita vulgaridad.
¿Ha visto alguna vez, siendo niño, cómo se hace la tinta? ¿Ha visto
alguna vez, con maravillada concentración, mezclar una botellita de
un líquido incoloro, que uno imaginaba que era agua pura, con otro
igualmente incoloro? Ningún cambio. Luego, al fin, en el vaso lleno
de agua clara, el todopoderoso padre vierte de otra diminuta
ampolla dos o tres gotitas de cristal.
La tinta dormida nace precipitadamente al contacto con esas
pocas gotas. Todo el vaso se ennegrece con ello, transfundido de
una oscuridad impenetrable a la que resulta aterrador mirar.
Quedamos sobrecogidos, en parte a causa de la desbordante
gloria del prestidigitador que con una mano digna de Van Dyke lo
sabe todo y puede obrar milagros a voluntad, y en parte porque no
vemos cómo se produce la transformación. La voz misma de la
sabiduría nos advirtió que ocurriría. Éramos todo ojos. Pero sucedió
antes de que pudiéramos fijarnos en ello. Algunos de nosotros,
siendo niños mayores, contemplamos con nuestros ojos ignorantes
la misteriosa alquimia de nuestro vasito de vida. Somos advertidos,
pero no lo vemos. De algún modo, nos despistamos con el presagio.
El agua está clara, bastante clara. Algo más se aproxima
directamente de la misma mano. En un instante, todo es oscuridad.
Una mujer más sabia que Janet quizá habría sabido, quizá al
menos habría temido, que una determinada nube diminuta sobre su
horizonte, no más grande que la mano de un hombre,
desencadenaría una terrible tormenta. Pero hasta que la tormenta
no estalló, ella no reparó en que aquel espectáculo cada vez más
amenazante tuviera alguna relación con el huracán que finalmente
se desató sobre ella: del mismo modo que algunos de nosotros
percibimos el rosario de la vida únicamente como cuentas aisladas,
sin reparar en el hilo divino que las une, y nos sorprendemos
cuando llegamos a la cruz.
La nube se dejó ver por primera vez, o mejor dicho, fue avistada por
Janet por primera vez un caluroso atardecer de finales de junio,
cuando Fred regresaba de Londres, a donde lo había convocado el
señor Brand, dos semanas después de la muerte de su esposa.
Los días transcurridos desde la muerte de Cuckoo no habían
conseguido adormecer el dolor del corazón de Janet. Hasta el
momento, aquella impresión sólo había tenido como consecuencia
desplazar a empellones el mobiliario de su mente hasta posiciones
desconocidas. No sabía cómo dar con nada, como una mujer que
entra en su cuarto habitual tras un terremoto y descubre que el
contenido está todavía allí, pero arrumbado o despedazado.
El profundo afecto que sentía por su hermano y por su amiga
Cuckoo había sido arrancado de su lugar dejando un vacío
espantoso. Siempre había sentido una vaga repulsión hacia el Mono
Brand, con su pelo teñido y su costumbre de mirarla con demasiada
severidad. La repulsión que despertaba en ella se había suavizado,
había chocado estrepitosamente contra su amor hacia Fred, y el
Mono Brand había adquirido cierta categoría, incluso cierto brillo.
Hasta su amor por George se había alterado a causa del
desplazamiento generalizado. Había desaparecido de él su aura.
¿Quién era sincero? ¿Quién era bueno? Lo miró con nostalgia y con
cierto retraimiento. Sentía una ternura nueva hacia él. George había
percibido en ella su cambio de actitud desde que regresara de
Londres y, al no ser un experto buceador en las cavidades de la
naturaleza humana, le había preguntado, al principio con
preocupación, si todavía le amaba igual. Janet se asomó
pausadamente a su propio corazón antes de darle una respuesta.
Después, dirigió una mirada seria sobre él.
—Más —dijo, como debe responder, si dice la verdad, toda
mujer cuyo amor está familiarizado con el dolor.
Ya casi había oscurecido cuando Janet escuchó el ruido del
carruaje de Fred avanzando raudo por los caminos, demasiado
rápido teniendo en cuenta la oscuridad. Condujo el carruaje
directamente a los establos y a continuación salió al jardín, donde
ella le esperaba caminando de un lado a otro. Era un jardín tan
pequeño, una mera franja de terreno delante de la casa, que era
imposible que no la viera.
Fred se acercó rápidamente hacia Janet, y ésta vio, aun a la luz
de la luna, lo pálido que estaba su rostro. Se le cayó el alma a los
pies. Sabía que Fred había ido a Londres en respuesta a una
petición del señor Brand. ¿Se había negado el señor Brand a
renovarle el préstamo o a esperar? Fred la tomó súbitamente entre
sus brazos y la estrechó con fuerza, temblaba de emoción. Sus
lágrimas cayeron sobre el rostro de Janet, quien percibió la agitación
con que latía el corazón de su hermano. No podía hablar. Estaba
aterrorizada. Nunca le había visto así.
—Me salvaste —balbució mientras le besaba el cabello y la
frente—. ¡Oh, Dios mío! Jamás lo olvidaré, Janet, nunca mientras
viva. Estaba arruinado y me has salvado.
Ella no comprendía. Lo condujo hasta el banco del jardín y
ambos se sentaron. Janet pensó que Fred había estado bebiendo.
Cuando estaba borracho solía gritar. Pero acto seguido comprobó
que estaba sobrio.
—¿Renovará el pagaré el señor Brand? —dijo, aun sabiendo
que no lo haría.
El Mono Brand nunca renovaba.
Fred se echó a reír. Era la risa nerviosa de un temperamento
frívolo, la que sigue al momento en que uno se ha salvado por los
pelos.
—Brand no renovará, y no esperará —dijo—. Lo sabes tan bien
como yo. Te he subestimado, Janet. Todos estos días atroces,
mientras esperaba recibir el golpe... Significaba la ruina, la ruina
más absoluta, tanto para ti como para mí... Todo este tiempo pensé
que no te importaba lo que fuera de mí. Últimamente parecías tan
distinta, tan fría.
—Sí me importaba.
—Lo sé. Ahora lo sé. Eres una mujer valiente. Era lo único que
se podía hacer. Si no lo hubieras quemado, él lo habría ejecutado. Y,
como es natural, le pagaré cuando pueda. Eso le dije. Sabe que soy
un caballero. Tiene mi palabra. La palabra de un caballero es tan
buena como su pagaré. Le devolveré el dinero poco a poco.
—No comprendo —dijo Janet, que sentía como si le hubieran
puesto una mano helada en el corazón.
—¡Oh! Conmigo puedes hablar con libertad. ¡Y pensar que has
guardado silencio todo este tiempo... incluso conmigo! Siempre te
has reservado las cosas para ti, pero al menos podrías haberme
dado alguna señal. Mi pagaré no aparecerá, y Brand sabe que, poco
más o menos, lo quemaste tú. Sabe que subiste a su apartamento y
quemaste algo mientras su esposa se moría. No estaba enfadado
exactamente; estaba demasiado sobrepasado para enfadarse, como
si por una u otra razón no pudiera ocuparse de nada. Parece diez
años más viejo. Pero, por supuesto, es un hombre de negocios,
tanto si su mujer está viva como si no, y vi que estaba obligándose a
atender los negocios para evitar pensar. Habló muy poco. Estaba
muy distante. Estaba terriblemente distante. No es ningún caballero,
y no comprende los sentimientos de un caballero. Si yo no lo fuera,
él se vería en problemas; y bueno... por el hecho de que me haya
prestado dinero... no lo habría tolerado ni un instante. No voy a
permitir que ningún canalla me intimide, sea quien sea. Hizo una
relación de los hechos. Dijo que siempre había mantenido una
opinión elevada de ti y que vendría a verte la próxima semana para
hablar del asunto. Debes pensar qué decirle, Janet.
—Nunca quemé tu pagaré —dijo Janet en un susurro mientras
se quedaba completamente estupefacta.
Fue toda una revelación para ella que Fred pudiera imaginarla
capaz de un acto tan deshonroso.
—¿Por qué, Fred? —dijo herida en lo más profundo—. Sabes
que no sería capaz de hacer una cosa así. Sería igual que robar.
—No, no sería robar —dijo Fred, repentinamente irritado—,
porque sabes que yo le devolvería el dinero. Y lo haré... Sólo que en
este momento no puedo. Y también sabías, claro, debiste haberlo
supuesto, que tus dos mil... Y, como vas a casarte, eso también es
importante. Si hubiera aparecido ese pagaré yo estaría arruinado,
liquidado, y tú misma te verías en apuros. Lo sabías cuando te
apoderaste de él y lo quemaste. Vamos, Janet, ante mí puedes
reconocer que lo quemaste... Quedará entre nosotros.
—No quemé nada.
Fred la miró boquiabierto.
—Janet, eso es demasiado frágil. Cuando venga Brand debes
buscar algo mejor. Sabe que cuando subiste a su apartamento
quemaste algo.
—No quemé nada —dijo Janet de nuevo.
Estaba demasiado oscuro para que se le viera la cara.
¿Reparó ella en que a su alrededor caían ya los primeros
goterones de la tormenta, que tanto iba a arrasar?
—Bien —dijo Fred tras hacer una pausa—, seguiré tu ejemplo.
Así que no quemaste nada. No sé cómo te las vas a arreglar, es
asunto tuyo... Pero, Janet, ¡si ese maldito papel hubiera sobrevivido!
Si supieras lo que he pasado desde que viniste a casa hace dos
semanas, cuando me abandonó el último hilo de esperanza en el
momento en que descubrí que no habías hablado con los Brand. No
se trataba sólo del dinero... Eso era ya bastante malo... No era sólo
eso... sino...
Y Fred, realmente, perdió el control y comenzó a sollozar con la
cabeza entre las manos. Enseguida, cuando se recuperó, le dijo con
palabras entrecortadas y con dificultad que algo le remordía en la
conciencia, que su vida no había sido como debería, pero que hacía
un año se había producido un acontecimiento decisivo: había
conocido a alguien. Su voz adoptó incluso un eco más grave al
contarlo, alguien que le había hecho descubrir cómo... En resumen,
que se había enamorado de una mujer como ella, como su querida
Janet: buena e inocente, un copo de nieve; y que durante mucho
tiempo temió que ella jamás pensaría en él, pero que al fin se
mostró menos indiferente; y como su padre era un hombre estricto,
a quien Fred no le había gustado desde el principio, si él hubiera
acabado arruinado, toda esperanza, la poca esperanza que había,
se habría esfumado.
—Pero, si Dios quiere —dijo Fred—, ahora empezaré de nuevo.
He sufrido una impresión muy fuerte últimamente, Janet. No he
hablado de ello, pero he sufrido una impresión muy fuerte. He
pensado en un buen montón de cosas. Me propongo cambiar por
completo y enmendarme en el futuro. Algunas de las cosas que he
hecho, que infinidad de hombres hacen sin reparar lo más mínimo
en ellas, no las volveré a hacer. De hoy en adelante me propongo
ser digno de ella, dejar atrás el pasado; y si alguna vez la consigo, si
ella me acepta finalmente, no olvidaré que te lo debo a ti, Janet.
La besó de nuevo entre sollozos.
Ella estaba demasiado abrumada para hablar. Cuckoo se había
arrepentido y ahora Fred también lo lamentaba. Era la primera gota
de bálsamo sanador que caía sobre la profunda herida que la voz
moribunda de Cuckoo le había infligido hacía muchos e
interminables días.
—Es Venetia Ford —dijo Fred tímidamente, pero no sin aire
triunfante—. ¿Te acuerdas de ella? Es la mayor de las hijas del
archidiácono Ford.
En la mente de Janet afloró el recuerdo de la mayor de las
señoritas Ford, con su bonito rostro inexpresivo, blanco y
sonrosado, y con la actitud recatada, aunque un tanto altanera,
propia de alguien consciente de ser la hija de un archidiácono. Janet
la conocía de manera superficial y la admiraba mucho. La
conversación de la mayor de las señoritas Ford era siempre
extremadamente oportuna. Su sentido de la conveniencia sólo podía
equipararse a su deseo de transmitir información. Sus modales
levemente clericales recordaban el auténtico porte de un
archidiácono, su padre, del mismo modo que la mermelada de
naranja recuerda a la naranja. El archidiácono Ford era un prelado
presuntuoso, muy respetado y con rentas. La señora Smith
mantenía una vaga relación con los Ford y estaba muy orgullosa de
ese vínculo. Pocas veces aludía a la mayor de las señoritas Ford sin
subrayar que Venetia representaba el ideal de lo que para ella debía
ser una dama perfecta.
—¡Oh, Fred, cuánto me alegro! —dijo Janet, olvidándose por un
instante de todo en su regocijo por el hecho de que, por sí solo, Fred
hubiera establecido al fin una relación seria, y con una mujer hacia
la que ella sentía una respetuosa admiración, puesto que Venetia
Ford siempre la había tratado con ese frío civismo que, a juicio de
Janet, era el sello distintivo de la superioridad social y mental.
—¿Y tú le agradas? —dijo enorgullecida.
Ya no podía ver a Fred, pero lo percibía en su mente: apuesto,
alegre, irresistible. Sin duda, le adoraba.
—Algunas veces creo que sí —dijo Fred—, y otras me temo
que no.
Y se explayó mucho sobre sus diferentes encuentros con ella,
adornándolos con abundantes detalles; cómo en una ocasión ella
apenas le había dirigido la mirada; cómo en otra le había hablado de
Browning (aquella fue la época en la que él se compró las obras de
Browning); cómo, en una tercera ocasión, estaba presente otro
hombre, un coadjutor, una fiera, pero que se consideraba muy
superior; en una cuarta ocasión le dijo que los bailes, el de Mudbury,
en el que había bailado con ella, eran una forma de recreo inocente;
etcétera, etcétera.
Janet estaba pendiente de cada una de sus palabras. Le
recordaban, según dijo, a «George y a ella». De hecho, muchos
aspectos relevantes de ambos cortejos eran similares. El hermano y
la hermana permanecieron sentados mucho tiempo, cogidos de la
mano, bajo la apacible noche estival. Sólo cuando ella se levantó,
volvió por fin a su pensamiento el pagaré desaparecido.
—¡Oh!, Fred —dijo mientras caminaban hacia la casa—,
supongamos que después de todo aparece tu pagaré. ¡Sería
espantoso! ¿Qué ocurriría?
—No aparecerá —dijo Fred con una carcajada.
Cuando Janet se quedó sola en su habitación volvió a recordar
con doloroso desconcierto que Fred creía de verdad que ella había
destruido aquel documento desaparecido y que no le angustiaba
que el Mono Brand creyera, aparentemente, lo mismo. Ella, como es
lógico, le diría que se equivocaba. Pero, ¡Fred! Él debería conocerla
mejor. Sus pensamientos regresaron rápidamente al futuro de su
hermano. Ahora sentaría la cabeza, sería un hombre bueno y se
casaría con la mayor de las señoritas Ford. Se sentía más feliz que
nunca desde la muerte de Cuckoo. Según parecía, su constante
súplica, la de que Fred se arrepintiera e iniciara una nueva vida,
había sido escuchada.
Cuando cerró los ojos se dijo a sí misma: «Me atrevería a decir
que Fred y Venetia se casarán el mismo día que George y yo».
Il n’est aucun mal qui ne naisse, en dernière analyse —d’une pensée étroite, oh
d’un sentiment mediocre.
MAETERLINCK
14/03/2013
notes