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Annotation

Nunca antes traducida al castellano y publicada en 1912, La


polilla y la herrumbre trata sobre la verdad y sus consecuencias; o,
mejor dicho, sobre la responsabilidad de la verdad. Y también, como
escribiera Cyril Connolly, «sobre el dinero y la estupidez». Diálogos
a lo Janes Austen; citas no tan encubiertas a Henry James, amigo
de la autora; shakespearianos pasajes de enredo y falso desdén; y
mucha ironía, hasta llegar a la sátira en lo referente al amor y la
posición social. Todo ello contado con un interesante
distanciamiento, que logra, aquí y allá, sutiles momentos de humor...
Dos parejas de enamorados, un hermano vividor y caradura, un par
de madres sin escrúpulos, y, por qué no, algo de bondad y sentido
común.
Éstos son algunos de los atractivos «ingredientes» de este libro.

LA POLILLA Y LA HERRUMBRE
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CONCLUSIÓN
notes
Mary Cholmondeley

La polilla
y la herrumbre

PERIFÉRICA
© Mary Cholmondeley 1912
Título original: Moth and Rust
© Traducción, Ricardo García Pérez
© Editorial Periférica 2008
ISBN: 978-84-936232-1-0
Depósito legal: CC-39-2008
Maquetado: Instituto Pro-S.A.C.
LA POLILLA Y LA HERRUMBRE
CAPÍTULO I

No acumuléis tesoros en la tierra, donde hay polilla


y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban.

El vicario levantó la vista del texto y se dispuso a comentarlo. La


reducida congregación se acomodó plácidamente para escuchar. A
excepción de cuatro de ellos, la «aristocracia» de los bancos
tallados de Easthope, ninguno poseía grandes tesoros en la tierra.
Para la mayoría, sus tesoros consistían en un cerdo, que sin duda
estaba siendo «acumulado» para pasar la Navidad. Pero
difícilmente habría ocasión de que la polilla y la herrumbre anidaran
en él antes de que su solitaria vida migrara y se transformara en
filetes y pasteles de carne. No es que los parroquianos más pobres
del señor Long temieran que sucediera tal cosa, puesto que jamás
relacionaban sus sermones con nada que tuviera que ver con ellos;
salvo en una ocasión, cuando el buen hombre predicaba con la
mayor seriedad contra la embriaguez y como consecuencia de
aquello una viuda respetable dejó de asistir al servicio religioso
porque, según ella, no estaba dispuesta a consentir que nadie,
quienquiera que fuese, le hablara así después de todos los años
que se había mantenido «abstemia».
Quizá los dos campesinos que habían llevado en sus
respectivos carros a sus deslumbrantes esposas poseían tesoros en
la tierra. Tenían, sin duda, dinero en el banco de Mudbury, ya que se
les había visto entrar con paso decidido y con sus polainas un día
de mercado, para retirarlo. Además, en aquella época todo el mundo
sabía que los ladrones no forzaban los bancos para robar: éstos
mismos, en ocasiones, les abrían las puertas, aunque no era
frecuente.
En su conjunto, la congregación se encontraba cómoda. Le
parecía que el texto estaba bien escogido y concernía
exclusivamente a los cuatro ocupantes del banco del «hacendado».
El industrioso vicario no poseía, efectivamente, tesoro alguno
en la tierra, siempre que exceptuemos sus principales posesiones,
esto es, su pálida esposa y su pequeño tropel de niños sonrosados;
y éstos, claro está, suponían únicamente una carga. ¿Acaso no
habían demostrado serlo? Su primo le había prometido sustento
para su familia, y cuando quedó vacante aquella plaza habría
cumplido su promesa si la mujer con la que se desposó en el ínterin
no hubiera albergado unos principios tan firmes en relación con el
celibato sacerdotal.
El vicario era un hombre meticuloso, y las personas meticulosas
suelen ser concisas.

Ante la mente de Dios, con toda su tediosa fuerza,


sostenía el espejo.

No había duda alguna de que el vicario era aburrido, y había


que confiar en que la porción de la mente divina que no se reflejaba
en el espejo de aquel clérigo compensara de algún modo la forma
en que se exhibían allí los atributos divinos más sombríos.
La señora Trefusis, la madre del «hacendado», una anciana
con el rostro fino y nudoso como un elástico gastado, permaneció
sentada muy erguida durante todo el servicio. Presentaba el aspecto
hermético y penetrante de alguien que se ha arrogado con frialdad
el derecho a todas las cosas buenas de la vida, que se ha rebelado
con virulencia contra todos los acontecimientos desfavorables y que
ahora, siendo anciana, ofrece una resistencia impotente y pasiva a
todo aquello que augure un cambio. Había disfrutado de una
existencia cómoda y desahogada, pero la vida la había tratado mal,
y así lo reflejaba su rostro.
Cerca de ella se encontraban las dos invitadas que estaban
pasando una temporada en Easthope. Los vecinos observaban a las
dos jóvenes con profundo interés. Ellos habían determinado que «la
anciana señora las había acogido para ver si el hacendado se sentía
atraído por alguna de ellas».
Lady Anne Varney, sentada junto a la señora Trefusis, era una
mujer elegante y con la cabeza pequeña, de veintisiete años, rasgos
delicados, pálida, exquisitamente vestida, con el indefinible aspecto
de ser una mujer de mundo refinada, y con los modales recatados y
disciplinados de alguien acostumbrado a ocultar sus sentimientos
ante ese mundo en el que había vivido demasiado, del que había
recibido demasiados golpes y que no le había tratado demasiado
bien. En el caso de que Anne estuviera atendiendo al sermón, y esa
impresión daba, era la única persona de los bancos de Easthope
que lo hacía.
Pero no; la otra joven, Janet Black, también escuchaba de vez
en cuando y captaba frases deshilvanadas e inconexas, como
cuando escuchamos algunas palabras aisladas proferidas a gritos
en medio de un vendaval.
¡Y, vaya! Janet era hermosa. Hasta la señora Trefusis se veía
obligada a reconocerlo, aun cuando lo hiciera a regañadientes y
añadiera con amargura que la joven carecía por completo de
educación. Era verdad. Janet no tenía educación. Pero la belleza se
posaba sobre ella como descansa sobre el cuello de una paloma,
variando con cada movimiento, con cada giro de la cabeza. Ahora
estaba prácticamente inmóvil, y sus manos, bastante largas y
enguantadas, descansaban en su regazo. Janet era una mujer
tranquila. No hacía movimientos nerviosos. No se enroscaba la
cadena de sus manguitos entre los dedos como hacía Anne. Anne la
miraba de vez en cuando, y se preguntaba si ella misma, Anne,
habría tenido más éxito en la vida si hubiera saltado a la arena,
armada con una belleza como la de Janet.
Algunos años después hubo en la academia un retrato de Janet
que ha dado a conocer al mundo su belleza. Todos hemos
contemplado ese famoso cuadro del sereno rostro de una madona,
con el sufrimiento claramente grabado en su blanca frente y sus ojos
insondables. Pero la joven sentada en los bancos de Easthope
apenas se parecía, salvo en las facciones, al retrato que,
posteriormente, irrumpió al asalto en el mundo artístico. Quizá Janet
fuera aún más hermosa en esta su primera juventud, de lo que su
retrato revelaba que fue posteriormente; pero aquella belleza
carecía de expresión, era opaca. El alma todavía no había iluminado
un rostro limpio. Aparentaba lo que era: un poco deslucido, sin una
veta de imaginación. ¿Se trataba de la grisura de la falta de talento,
o tan solo de la grisura de un espíritu sin cultivar, de unas energías
no aprovechadas, aletargadas todavía?
Sin esa belleza trascendente habría resultado poco interesante
y banal.

No acumuléis tesoros en la tierra.

El vicario tenía por costumbre repetir el texto varias veces a lo


largo del sermón. Janet lo escuchó por tercera vez, y aquella idea
penetró a la fuerza en su mente.
Sus tesoros se hallaban, sin duda, en la tierra. Consistían en el
joven corpulento, de pelo lacio, tez bronceada y bigote pelirrojo que
se encontraba en el extremo del banco; en una palabra, «el
hacendado».
Tras un breve y apasionado noviazgo ella le había aceptado, y
a continuación fue la familia de él la que, no sin rezongar, la aceptó
a ella. Las quejas no se habían hecho oír, pero ella era vagamente
consciente de que la familia de su héroe, de aquel maravilloso
príncipe azul que había irrumpido en su vida a lomos de un caballo
castaño, no la acogía con entusiasmo. George Trefusis era de
complexión robusta, pero a ojos de Janet era esbelto. Su taciturna
grisura representaba a sus ojos la mayor solemnidad y la más
conveniente reserva. Su inveterado carácter poco sociable era para
ella una demostración de su superioridad intelectual, aunque no
fuera necesario demostrarla. A ella no podía sorprenderle la frialdad
con la que fue recibida como prometida, puesto que era muy
consciente de lo indigna que era de ser la consorte de aquel
deslumbrante personaje que podría haberse casado con quien
quisiera. ¿Por qué la había honrado a ella entre todas las mujeres?
La respuesta resultaba bastante obvia para todos excepto para
ella. El príncipe azul se había enamorado ciegamente de su belleza;
tan ciegamente que, tras una resistencia secreta pero pertinaz,
había sido vencido por ella. Debía casarse con Janet, y se casaría,
pese a lo que dijera su madre. Y había dicho mucho. No se había
quedado callada.
Y ahora Janet estaba pasando su primera temporada en
Easthope, la que algún día habría de ser su casa; la vieja mansión
de estilo Tudor que se alzaba en medio de unos jardines en terraza
y había pertenecido a los Trefusis desde que uno de ellos la
construyera en la época de Enrique vil.
CAPÍTULO II

On pent choisir ses amitiés, mais on subit l’amour,


PRINCESA KARADJA

Después de almorzar, George ofreció a Janet llevarla a pasear por


los jardines. Janet miró tímidamente a la señora Trefusis. No sabía
si debía aceptar o no. Quizá hubiera normas de etiqueta acerca de
los paseos vespertinos de las que no tenía conocimiento, ya que
desde el momento en que llegó a Easthope, ayer mismo, le habían
ido indicando que había muchas cosas que no conocía.
—Deja que mi hijo te enseñe los jardines —dijo la señora
Trefusis con una formalidad impaciente—. Precisamente ahora las
rosas están bellísimas.
Janet fue a ponerse el sombrero, y la señora Trefusis se recostó
en el sofá del salón con un lamento. Anne se sentó junto a ella. Los
ojos de ambas mujeres siguieron la figura esbelta y espléndida de
Janet mientras se unía a la de George en la terraza.
—Viste como una tendera —dijo la señora Trefusis—. ¡Y vaya
un sombrero! Es exactamente como los que se ven en lo alto de un
ómnibus.
Anne no defendió el sombrero. Era imposible defenderlo.
Supuso con un deje de compasión que, como en realidad había
sucedido, Janet había hecho una peregrinación expresa a Mudbury
para adquirirlo con el fin de mejorar su presencia ante su futura
suegra.
Lo único que dijo Anne fue:
—Hoy día va gente muy respetable en lo alto de un ómnibus.
—No me refiero a su decencia —dijo la pobre señora Trefusis
—. Dios sabe que si hubiera habido algo en su contra yo ya lo
habría dicho. Habría sido mi obligación.
Anne esbozó una leve sonrisa.
—Dolorosa obligación.
—No estoy tan segura —dijo la señora Trefusis en tono grave.
Nunca fingía ante Anne; en realidad, nadie lo hacía—. Pero por lo
que puedo imaginar esta joven es un ejemplo de decencia de clase
media. Sin embargo, no es de buena familia. Es imposible saber qué
tal resultará. La cabra siempre tira al monte.
—Hay cosas peores que la decencia de clase media. George
podría haberse presentado ante usted con una actriz con
antecedentes. La semana pasada, Lord Lossiemouth se casó con la
doncella de su hija.
—Ignoro qué habré hecho —dij o la señora Trefusis— para que
mi único hijo se case con una domadora con la cara bonita.
—Yo creía que era su hermano el domador.
—Lo es él y lo es ella. Fue en una cacería con jauría donde mi
pobre hijo la conoció.
—Ella monta a caballo de maravilla. El pasado otoño la vi salir a
cazar zorros y pregunté quién era.
—Su hermano tiene una reputación dudosa. Se vio envuelto en
aquel asunto en el que narcotizaron a algún que otro caballo. Ya no
lo recuerdo, pero sé que fue vergonzoso. Es casi indigno tratar con
él, pero supongo que ahora tendremos que conocerle. Aquel lugar
estará invadido de parientes suyos, a quienes he tratado de evitar
durante años. Siempre me suceden a mí cosas como éstas.
Esa era la expresión predilecta de la señora Trefusis. Hablaba
siempre como si desde que hubiera nacido pendiera sobre ella una
maldición.
—¿Qué importa a quién se conoce? —dijo Anne.
La señora Trefusis no respondió. Los nudos de su rostro se
desplazaron un poco. Ella sabía mejor que Anne cómo eran la vida y
la sociedad rurales. Había vivido siempre en el ambiente más noble
de esos dos en que pueden diferenciarse los habitantes de cualquier
región. Cumplía con las que consideraba que eran sus obligaciones
para con la clase inferior, pero por su sangre e inclinaciones
pertenecía a la clase alta. Observó, al principio con sorpresa, y
después con un enojo glacial, cómo su único hijo, carne de su
carne, el hijo de su difunto y amado esposo, mostraba cierta
tendencia natural para aproximarse a los más mediocres de entre
sus vecinos.
¿Por qué lo hacía? ¿Por qué llevaba a Easthope hombres
desconocidos, vociferantes y vulgares a los que el señor Trefusis no
habría soportado? Debía de haber supuesto que su esposo moriría
de neumonía precisamente cuando más le necesitaba su hijo. No lo
esperaba, pero debió haberlo esperado. ¿Acaso todo lo relacionado
con su suerte no se torcía mientras las vidas de los que la rodeaban
discurrían con orden? ¿Qué pasaba con su hijo? ¿Se encontraba
más cómodo con aquellas compañías indeseables que con los hijos
de los viejos amigos de su padre? ¿Por qué no la acompañaba
nunca en su peregrinación anual a Londres?
George era uno de esos hombres apáticos y vanidosos que
dicen odiar Londres. ¡Como para encontrárselos en Londres! Tal vez
si nos esforzáramos por tratar de atraparlos acudirían a ese lugar.
Pero en Londres no son nadie; y, por consiguiente, no van a
Londres. Por regla general, veremos que ese mismo hombre que
evita Londres se aproxima en el campo a los ambientes en los que
él pueda ser el personaje central. Así sucedía con George. Fred
Black, el infame domador, y sus compañías, se aplicaban en
agasajarlo. George, que sentía un arraigado amor por los caballos,
solía acudir a las caballerizas de Fred. Allí conoció a Janet, y se
enamoró de ella, como le sucedió a la mayor parte de los colegas de
Fred. Pero, a diferencia de ellos, George había abandonado. Sabía
que si se casaba con Janet tendría que «vérselas» en solitario con
«el condado». Y no podía enfrentarse a su madre. De manera que
se escondió un poco como un pez bajo el agua, sospechando que
pudieran ir por él. George conocía tan poco a su prójimo que en
realidad hubo un momento en el que sospechaba que Janet trataba
de «pescarlo», y no pudo pensar peor de ella.
Luego, al cabo de meses de hosca indecisión, se apresuró
hacia su destino. Aquello había sucedido hacía una semana.
Anne se levantó de su silla porque la señora Trefusis no
respondía, y se arrodilló junto a la anciana mujer.
—Querida señora Trefusis —dijo—, es una joven agradable,
inocente y buena, sin rastro de presunción.
—No veo que tenga nada de lo que pueda presumir.
—¡Oh, sí! Podría presumir de casarse con George. Para ella
supone un extraordinario partido. Y podría presumir de belleza. Yo lo
haría si tuviera ese rostro.
—Querida mía, tú eres veinte veces mejor parecida porque
aparentas lo que eres: una dama. Ella aparenta lo que es... Una...
Algo en la mirada fija de Anne desconcertó a la señora Trefusis,
que no terminó la frase. Agitaba las manos sin cesar, y a
continuación prosiguió:
—Y no sabe entrar en una habitación. Se queda clavada en la
puerta. Y siempre te llama «Lady Varney». Todavía no ha llamado
«moza» a una joven, pero estoy segura de que lo hará. Pensaba
que la esposa de mi hijo me compensaría un poco por todo lo que
he sufrido, que representaría un consuelo para mí... Y ahora me
piden que aguante a una mujer vulgar.
Anne mantenía su tono sensato.
—Janet no es ni mucho menos vulgar, porque no es
pretenciosa. Puede que sea del montón, y lo es: también lo era mi
abuela, pero no es vulgar. Y está absolutamente entregada a
George. El está enamorado de ella, pero ella, realmente, le adora.
—Eso es lo que debe hacer. George realiza un gran sacrificio
por ella y, como le digo siempre, es un sacrificio del que se
arrepentirá hasta el día de su muerte.
—Al contrario, él únicamente sacrifica su orgullo y el de usted...
en aras de sí mismo. Sólo piensa en sí mismo. Sólo se casa para
complacerse a sí mismo, no... —Anne vaciló—, no para complacer a
Janet.
—Eso que dices es absurdo.
—Sí, creo que sí. Parecía que tenía sentido, pero cuando lo he
expresado con palabras se ha vuelto absurdo. Los detalles que
usted advierte en el atuendo y los modales de Janet pueden
mitigarse, siempre que ella esté dispuesta a aprender.
—No lo estará —dijo la señora Trefusis con decisión—. Porque
es una estúpida. Se ofenderá en cuanto se le hable. Les pasa a
todos los estúpidos. Ahora, ven aquí, Anne. No intentes convertir lo
negro en blanco. No sirve de nada. Debes admitir que la joven es
estúpida.
Los ojos amables y límpidos de Anne miraban con reprobación
a los de aquella mujer mayor, duros y abatidos.
—Me temo que lo es —dijo por fin, y sintió cómo se ruborizaba.
—Y obstinada.
—¿Es que las personas estúpidas no son siempre obstinadas?
—No —dijo la señora Trefusis—. Yo soy obstinada, pero nadie
podría llamarme estúpida.
—Que las personas obstinadas no sean siempre estúpidas no
impide que las personas estúpidas sean siempre obstinadas.
—¿Crees que soy muy obstinada, Anne?
Había lágrimas en aquellos viejos ojos severos.
—Creo, querida, que no tiene usted más remedio que ceder; y
me gustaría que lo hiciera como debe ser, de buen grado, antes de
que aparte de usted a George y de que esa confiada joven descubra
que usted rechaza el enlace.
—Si no fuera tan obtusa como un rinoceronte lo percibiría al
instante.
—En ese caso, tiene suerte de ser tan obtusa. Eso le brinda a
usted una oportunidad de mejorar ante ella. Haga que se parezca a
usted. Usted puede hacerlo, y lo sabe. Ella es digna de aprecio.
—He odiado toda mi vida a la gente estúpida —dijo la señora
Trefusis—; se tratara de quien se tratase.
—¡Oh! No. Eso es una alucinación. Usted no odia a George.
La señora Trefusis dirigió una mirada fulminante a su
acompañante, y a continuación esbozó una sonrisa forzada.
—Eres la única persona que se atrevería a decirme una cosa
así.
—Además —prosiguió Anne en tono reflexivo—, ¿es tan seguro
que Janet es estúpida? Lo parece porque no está formada, porque
es ignorante y nunca se ha visto rodeada de personas cultivadas ni
reflejada en ellas. Nunca ha llegado hasta el fondo de sí misma.
Jamás aprenderá nada utilizando la imaginación o la percepción,
puesto que parece bastante desprovista de ellas. Pero creo que
podría aprender de los problemas o de la felicidad, o de ambas
cosas. Tiene sentimientos. Para ella será decisivo el momento en
que sienta algo profundamente, si tiene la suficiente capacidad para
aprovecharse de alguna de ambas cosas. Quizá no la tenga, y
entonces la felicidad o el problema la dejen tal como la encontraron.
Pero me da la impresión de que podría transformarse
considerablemente una vez que haya despertado por completo.
—Yo no puedo despertarla. No vine a este mundo para
espabilar a domadoras de cara bonita.
Si Anne no estaba segura de a qué había venido la señora
Trefusis a este imperfecto mundo, no lo dejó traslucir.
—No quiero que usted la espabile. Todo lo que sugiero es que
sea amable con ella —Anne tomó entre las suyas la mano de la
señora Trefusis, poblada de anillos y similar a una zarpa—. Y lo
deseo de todo corazón.
—Bien —dijo la señora Trefusis parpadeando—, no diré que no
lo intente. Siempre consigues acorralarme, Anne. ¡Ay!, querida mía,
querida niña, si se hubiera tratado de ti. Pero, claro, no lo conseguí
precisamente porque había puesto mi corazón en ello. Así ha sido
mi vida de principio a fin. Ojalá hubieras sido tú. Tú crees que soy
una anciana refunfuñona y amargada, y lo soy: Dios sabe todo lo
que me ha pasado para que lo sea. Pero yo no me habría portado
así contigo.
—Usted nunca es así conmigo. Pero ya sabe que mis afectos
están... ¿no se dice así?... comprometidos.
—Pero tú no.
—No. Yo soy libre como el viento. En ello reside la dificultad.
—¿Dónde está ahora esa criatura?
—En París. El World relata sus movimientos. Ese es el motivo
por el que leo el World. Si él hubiera estado en Londres esta
semana, yo... no estaría aquí en este momento.
—Supongo que lo persiguen continuamente...
—¡Oh!, sí. También otras, además de mí; infinidad de mujeres
más jóvenes y mejor parecidas que yo.
—Pero dime, Anne, estoy absolutamente segura de que no has
recorrido ni cien metros detrás de él.
—Nadie podría decir que lo he hecho —dijo Anne con su
enigmática y apenas perceptible sonrisa—. Se han respetado las
normas del decoro. Al menos por mi parte. Pero, en todo caso, he
recorrido un buen trecho.
—No sé de qué está hecho ese hombre.
—Bueno, en primer lugar está hecho de dinero, y yo no
dispongo de un chelín. El lo sabe.
—Debería sentirse sobradamente honrado de que estés
dispuesta a pensar en él. Cuando yo era joven, un hombre de su
categoría no habría tenido ninguna posibilidad.
—Hoy día los millonarios tienen su oportunidad.
—Entonces, ¿por qué no la aprovecha?
—Porque cree —dijo Anne con los labios temblorosos— que
me agrada por su dinero. Tiene esa idea firmemente metida en la
cabeza.
—Como si una mujer como tú fuera capaz de una cosa así.
—Hay mujeres muy parecidas a mí que hacen ese tipo de
cosas constantemente. ¿Cómo puede saber él que yo soy
diferente?
—Debe de ser un loco.
—No lo parece.
—No —dijo la señora Trefusis pensativa—. Debo reconocer que
no. Es una carnada. El verano pasado lo vi en una ocasión en casa
de la duquesa de Dundee. Me lo señalaron diciendo que era el no
va más de los millonarios desde los tiempos de Barnato[1]. Pero
debo confesar que él sería la última persona en el mundo en la que
pensaría que te habrías fijado... Quiero decir, por sí mismo.
—Eso es lo que él cree.
—Es tan poco atractivo.
—Es un cuarentón feo y de aspecto adusto —dijo Anne, que se
había puesto muy pálida.
—Yo no me atrevería a decir tanto —dijo la señora Trefusis un
tanto desconcertada.
—¡Oh! ¡Yo puedo decirlo por usted! —dijo Anne con los ojos
encendidos—. Es todas esas cosas. Es exactamente aquello con lo
que preferiría no casarme. Y creo que él lo sabe de forma intuitiva,
¡pobre! Pero pese a todo ello, pese a todo eso que me repele, sé
que estamos hechos el uno para el otro. Él no escogió agradarme,
ni yo agradarle a él. Nunca he tenido posibilidad de elección en este
asunto. La primera vez que lo vi, lo reconocí. Lo conocía de toda la
vida. Sin conocerlo, había estado esperándole siempre. No llegué a
comprender nada de verdad hasta que llegó. No me enamoré de él;
al menos, no del modo en que veo que les sucede a otros, ni como
en otro tiempo me enamoré yo misma, hace ya años. No me siento
atraída hacia él. Soy él. Y él es yo. Uno no puede enamorarse de sí
mismo. El es mi otro yo. Somos uno. Podemos vivir dolorosamente
separados, como vivimos ahora, él puede casarse con alguna otra...
pero la realidad sigue siendo la misma.
La señora Trefusis no respondió. El amor es tan extraño que
cuando lo encontramos descubrimos que pisamos tierra santa.
—Tú y él os casaréis algún día —dijo por fin.
Sus pensamientos la llevaron hasta su época de juventud,
hasta su romántico amor y su matrimonio. A su juicio, aquí no había
ningún romance, nada más que una cruda realidad. Pero parecía
casi como si el amor pudiera ser más profundo sin romance.
—No comprendo cómo es posible que persista el malentendido
entre vosotros.
—Se olvida de mi madre —dijo Anne.
La señora Trefusis había olvidado por un instante a su mejor
amiga, la duquesa de Quorn, aquella afamada casamentera, madre
de un cuarteto de bonitas hijas bien instruidas, que estaban ya
casadas ventajosamente, excepto Anne, la mayor. Y si Anne no
estaba casada en este momento con George Trefusis no se debía a
la falta de entusiasmo por parte de ambas madres. La señora
Trefusis vivía, irreversiblemente, entre los bastidores de la familia de
Anne.
—Por su naturaleza, mi madre debería haber sido un varón
jugador de criquet —dijo Anne— en lugar de una madre con muchas
hijas. Es «animosa» hasta el extremo, golpea muy fuerte y correrá
hasta abalanzarse ante la menor probabilidad de una captura. Pero
su punto fuerte es el lanzamiento. Los jóvenes no tienen ninguna
posibilidad con ella. Quizá su estilo no sea majestuoso, pero tiene
un ojo extraordinario. Harry Lestrange hizo todo lo que torpe y
temerosamente pudo, pero... hoy está casado con Cecily.
—¿Intentó zafarse de verdad?
—Sí. Cecily le gustaba un poco; no hay duda de que flirteó con
ella cuando se cruzó en su camino, pero jamás hizo el menor
esfuerzo por complacerla, y no quería casarse con ella.
—¿Y Cecily?
—A Cecily no le disgustaba él. Tenía sólo diecinueve años y
siempre había soñado, según me dijo, con alguien con el pelo
ensortijado; y, obviamente, el de Harry es bastante liso... El poco
que le queda. Derramó algunas lágrimas por eso, pero hizo lo que le
dijeron. Forman una bonita y joven pareja. Da la impresión de que
son bastante felices. Me atrevería a decir que funcionará muy bien.
Pero, ya ve, por desgracia, Harry era amigo del señor Vanbrunt, y sé
que Harry le consultó cómo podría zafarse. Y, bueno, enseguida la
atención de mi madre dejó de recaer sobre Harry: descubrió al señor
Vanbrunt; no sé cómo, pero lo hizo. ¡Pobre madre! En algún lugar
tiene su corazoncito. Es su instinto deportivo el que es demasiado
poderoso para ella. Cuando lo descubrió, entró en mi habitación, me
besó, gritó y dijo que el amor lo era todo, todo lo que importaba, y
que, por su parte, si un hombre era bueno, no tenía la menor
importancia que no hubiera tenido padre. ¿Se imagina a mi madre
diciendo eso después de haberse casado con mi pobre padre? Pero
era bastante sincera. A madre nunca le importa contradecirse. No
hay nada mezquino en ella. Ella gritó, y yo también lo hice.
Parecíamos estar más cerca de lo que lo habíamos estado en
muchos años. Yo era la última hija que quedaba en casa, y ella dijo
que en el fondo no quería separarse de mí. Creo que lo sintió sólo
en ese instante, puesto que había sufrido muchos quebraderos de
cabeza con alguno de los yernos, sobre todo con Harry. Pero al
cabo de un instante volvió a ser ella misma, y menudo consejo me
dio. ¡Menudo consejo! En parte era excelente, eso era lo peor, pero
estaba concebido desde el punto de vista de la mujer que acecha a
un hombre. Y me formuló unas cuantas preguntas muy incisivas
sobre el señor Vanbrunt. Decía que hasta el momento yo no había
cometido ningun error, pero que debía ser muy prudente. Era como
un tigre que hubiera saboreado la sangre. Dijo que casarse con
semejante fortuna era casi como casarse con la realeza. Creo que
tiene en África una finca bastante más grande que Inglaterra. Pero
ella decía que yo era su querida niña, y pensaba que se podía
conseguir. Le supliqué que no hiciera nada, que lo dejara en paz*
Pero lo cierto es que madre ha tenido tanto éxito que se ha
superado a sí misma, y se imaginaba que podía conseguir cualquier
cosa. Padre auguraba con frecuencia que algún día iría demasiado
lejos. Sin embargo, nada podía detenerla. De manera que se puso
manos a la obra. Ya sabe cómo dispara madre. Funcionó con
Harry... pero en aquella ocasión iba dirigido a mí.
—¿Lo percibió el señor Vanbrunt?
—Desde el primer momento. Se dio cuenta de que iban en su
caza. Al principio lo soportó, pero después se apartó. No puedo
demostrarlo, pero tengo la certeza de que un día madre lo acorraló y
tuvo una conversación con él, y le dijo que yo sentía afecto por él, y
que lo consideraba muy apuesto. Madre no se detiene ante nada.
Después de aquello, él se marchó.
—¡Pobre hombre!
—En mayo ella le pidió que pasara con nosotras el mes de
septiembre en Escocia, pero él rehusó. Descubrí que había enviado
en mi nombre un breve mensaje que yo jamás escribí. ¡Pobre
madre, pobre! ¡Y pobre de mí!
—¡Y pobre millonario! Si tiene algún juicio, entenderá sin duda
que es tu madre quien trata de cazarlo y no tú.
—El es consciente de que Cecily hizo lo que se le dijo.
Probablemente piense que podrían coaccionarme para que me
casara con él. Sabrá mucho de finanzas, valores y todos esos
fastidiosos asuntos, pero sabe muy poco de mujeres. Hasta el
momento no las ha tenido mucho en cuenta.
—Ya llegará su día —dijo la señora Trefusis—. Hombres...
¡Menudo incordio! Ojalá estuvieran todos en el fondo del mar.
—Si lo estuvieran —dijo Anne con su sonrisilla compungida—,
madre encargaría de inmediato un traje de buzo.
CAPÍTULO III

¡Oh, fe nuestra,
que esta puerta con dolor me hizo pasar!
EL HEPTAMERÓN

La madre de Janet había muerto cuando ésta empezaba a dar sus


primeros pasos. En la historia natural de las heroínas puede
apreciarse que sus madres mueren casi invariablemente cuando las
heroínas a las que dieron a luz están empezando a andar. ¿Acaso
Di Vernon, Evelina, Jane Eyre, Diana de Crossways o Aurora Leigh
tuvieron madre? Nuestra querida Elizabeth Bennett tuvo una madre
a la que, sin duda, no olvidaremos con facilidad; pero Elizabeth es
una excepción. Ella únicamente confirma la existencia de la regla
para la mayoría de heroínas. A veces tienen padre, por lo general de
un temperamento débil y cruel, que nunca sirve de nada para sacar
a su hija de los enredos que enseguida le acechan. Y de vez en
cuando tienen hermanos caballerosos o de dudosa reputación.
Así pues, con una moderada confianza en las aptitudes de mi
heroína la presento ahora al lector desprovista de sus progenitores y
domiciliada bajo el techo de un hermano cuya reputación no era
dudosa tan sólo en la imaginación de la señora Trefusis, sino que,
dado que odio las medias tintas, era mala de verdad.
Si Janet hubiera sido una persona introspectiva, si se hubiera
preguntado alguna vez de dónde procedía y hacia dónde se dirigía,
si la crueldad de la vida y la naturaleza se hubieran impuesto alguna
vez sin previo aviso, si la aparente parcialidad de este bonito mundo
le hubiera arredrado en alguna ocasión, creo que habría sido una
mujer muy infeliz. El ambiente en que se desenvolvía era vulgar,
ordinario, sin un redentor destello de cultura, siquiera en sus formas
más crudas, sin una chispa de cariño refinado. Sin embargo, su vida
se desarrolló blanca y limpia en ese ambiente, del mismo modo que
un jacinto erige su fragante espiga en la ventana de una taberna, en
una atmósfera viciada de humo, cerveza y alcohol.
Janet era independiente como un jacinto. Se desplegaba desde
su interior. No planteaba preguntas a la vida. Era evidente que había
gozado de una existencia feliz y satisfecha; una existencia
transcurrida en gran medida al aire libre, en la que todo lo que se
había exigido de ella eran obligaciones apacibles, prácticas que
estaban perfectamente a su alcance. Su hermano Fred, algunos
años mayor que ella, poseía un rasgo que compensaba todos los
demás: le tenía mucho cariño a Janet y estaba muy orgulloso de
ella. No la comprendía, pero era lo que él denominaba «una buena
persona».
Janet era una de esas mujeres dichosas cuyo número parece
menguar al tiempo que aumenta dolorosamente el de sus hermanas
irritadas; una de esas mujeres que no plantean grandes exigencias
a la vida ni a su prójimo. Aceptaba ambas cosas tal como se le
presentaran. Su dignidad y su integridad le pertenecían únicamente
a ella, como también la sencilla religión que profesaba con los ojos
cerrados. Esperaba poco de los demás, y no exigía nada. Había
tenido, como es lógico, multitud de admiradores. Quería casarse y
tener niños; muchos niños. En su pausada y reiterativa imaginación
tenía nombres preparados para una descendencia de hasta diez.
Pero hasta que apareció George siempre había dicho «no». Cuando
su hermano le preguntaba con insistencia por qué había rechazado
algún partido significativamente bueno, como el señor Gorst, el
próspero adiestrador, ella nunca podía aducir ninguna razón
adecuada, y acababa diciendo al fin que era muy feliz como estaba.
Después apareció George, un tipo de hombre distinto de todos
los que había conocido; al menos, diferente de cualquiera de los de
su misma clase que la hubiera pedido en matrimonio. Para ella, él
representaba todo aquello que no existía en su entorno:
refinamiento, cultura. Ignoro lo que Janet pudiera haber entendido
por cultura, pero años más tarde, cuando escogía palabras como
«cultura» o «perfeccionamiento» y las esparcía en su conversación,
me dijo que para ella George representaba todas esas maravillas. Y
era, además, un poco más honesto que los hombres de negocios
con los que ella lo asociaba, mucho más honesto que su hermano.
Después de todo, quizá eso fue lo primero que le atrajo de él. Janet
era también honesta. Se enamoró de George.
«L’amour est une source naïve.» Y en el corazón de Janet era
un manantial verdaderamente inocente, aunque manara desde una
considerable profundidad; un manantial que ni siquiera se
contaminaría con el exorbitante placer que experimentaba su
hermano ante el compromiso, ni con las felicitaciones que le
brindaba por el sabio acierto de su anterior negativa categórica al
idóneo señor Gorst.
—Esto lo supera todo —dijo él—; jamás pensé que lo
consiguieras, Janet. Creí que era un pez demasiado grande para
que lo sacaras del agua. Y pensar que gobernarás Easthope Park.
Janet no sufría la menor perturbación por los comentarios de su
hermano. Estaba acostumbrada a ellos. El siempre hablaba así. Ella
se imaginó vagamente que algún día «gobernaría» Easthope. La
expresión no le ofendía. El reflejo en su mente era: «George debe
de amarme mucho para haberme escogido, cualquiera de las más
espléndidas damas del contorno se alegraría de tenerlo».
Y ahora, mientras caminaba esta tarde de domingo por los
espaciosos y apacibles jardines de Easthope, sentía que su copa
rebosaba. Miraba con tímida adoración a su prometido George
desde debajo del ala de su sombrero nuevo, de colores intensos, y
le respondía en voz baja cuando él hablaba.
George no era un gran conversador. Se confiaba principalmente
a alguna exclamación ocasional, a cuya comprensión contribuía
señalando con una vara.
A poca distancia, una nidada de perdices corrió a la par a través
del ondulado césped.
—Alegres pillastres —dijo George con su vara explicativa.
A ella le gustaban más las flores, pero a él no, de modo que la
llevó hasta el estanque que había bajo la rosaleda, donde el arroyo
impaciente corría a través de un enrejado que conformaba una
pequeña prisión para el agua, en la que se podían apreciar los
movimientos de unos personajes solemnes y corpulentos.
—¿Los ves? —dijo George señalando, como siempre.
—Sí —dijo Janet.
—Ese es de kilo y medio.
—Sí.
Aquello fue todo lo que les dijo el arroyo.
Ella se entretuvo un poco más en la rosaleda cuando él quiso
hacerla avanzar hacia los hurones, y George, esforzándose para
que no protestara, sacó su navaja y escogió para ella una rosa.
¿Realmente ha existido alguna mujer que no haya permanecido en
silencio junto a su amado, contemplando cómo él, bajo el sol de
junio, escoge para ella una rosa roja que no es igual a las demás
rosas, sino la rosa de las declaraciones? Entre todas las rosas del
mundo, ¿habría rozado precisamente aquélla los ropajes de Dios
mientras El caminaba en su paraíso bajo el frescor del atardecer?
¿Y alcanzaría el amor divino encerrado en ella al humano amor de
los dos amantes para fundirlos consigo durante un segundo?
—Tú eres mi rosa —dijo George, y la rodeó con el brazo para
atraerla hacia sí con una ternura tosca.
—Sí —dijo Janet sin saber a qué decía «sí», pero asintiendo
distraída a todo lo que él decía. Y se apoyaron juntos en el reloj de
sol, la mejilla delicada contra la mejilla curtida, la mano suave
tomada por la mano áspera.
¿Hay algo más trillado en la vida que dos amantes y una rosa?
¿Acaso no hemos visto ese conjunto retratado en los pastilleros y en
los envoltorios de las ciruelas francesas? Y, sin embargo, ¿qué
continúa pareciendo vulgar una vez que el amor, simplemente, lo
acaricia a su paso?
Dejemos que la memoria abra su gastado libro de ilustraciones,
allá por donde se abra, y nos dé una respuesta.
Anne observaba a los amantes sin ser vista mientras bajaba los
escalones recortados en la turba que conducían al puentecillo sobre
el arroyo de las truchas. Había dejado a la señora Trefusis tranquila,
en un sueño resignado, y se sintió libre para llevar su dolorido
espíritu junto al arroyo, en busca de consuelo y de paciencia.
Anne, la comedida, disciplinada y elegante mujer de mundo se
arrojó al suelo y quedó tendida con el rostro pegado a la corta hierba
calentada por el sol.
¿Se reprime alguna vez, de verdad, el corazón? Conforme
pasan los años aprendemos a mantenerlo entre rejas y aherrojado.
Tiramos de él hacia adelante en determinadas ocasiones para que
actúe esposado bajo nuestra mirada, y a continuación lo
devolvemos a empujones de nuevo a su celda. Pero nunca es otra
cosa que un enjaulado caballo árabe del desierto, un preso salvaje
encadenado, un Sansón cautivo cuyos rizos trasquilados vuelven a
crecer, quien acaso algún día rompa sus grilletes y eche abajo el
techo que nos cobija.
Anne apretó los dientes. Su apasionado corazón latía con
fuerza contra el seno acogedor de la tierra. ¡Cómo regresamos a
ella, a nuestra Madre Tierra, cuando la vida nos resulta demasiado
difícil o demasiado hermosa! ¡Cómo nos arrojamos sobre su pecho,
sobre su soledad, en busca de coraje para encontrar la dicha, de luz
para soportar la pesadumbre! Primer atisbo que presagia el
momento en que, «efímeros como el fuego y evanescentes como el
rocío», regresaremos de nuevo a ella por entero.
Anne permanecía tendida, inmóvil. No lloraba. Era incapaz. Las
lágrimas son para los jóvenes. Escondía el rostro contrito entre las
manos, y cada poco se estremecía con violencia.
¿Cuánto tiempo sería capaz de soportarlo? ¿Hasta cuándo
tendría que arrastrarse a la fuerza por los días, interminables, hora
tras hora? ¿Hasta cuándo iba a odiar el amanecer? ¿Hasta cuándo
debería soportar esta agonía intermitente que la abandonaba y
regresaba una y otra vez? ¿Es que no iba a quedar nunca liberada
de la invasión de este único pensamiento? ¿No había escapatoria
ante este hombre? ¿Es que su viejo amigo, el petirrojo, no estaba
de su lado? La reina del prado engalanaba el seto con su plumaje.
En la hierba había trébol blanco junto a unas pequeñas orquídeas
moradas. ¿Acaso no eran todos ellos cómplices de aquel hombre?
¿Acaso había sobornado él al petirrojo para que le cantara? ¿Y al
aroma del trébol blanco junto a su mejilla para que espoleara y
agudizara su recuerdo? ¿Y a los pinos para que le hablaran
continuamente de él?
—Es muy rico —dijo para sí la pobre Anne con una mezcla de
carcajada y sollozo.
Pero aquel hombre no había sobornado al arroyo. Hasta ahora
los espíritus atormentados han transitado por lugares áridos en
busca de una paz que no encontraban. Pero, ¿ acaso algún
marginado de la felicidad ha buscado reposo junto al agua que corre
y no lo ha hallado?
CAPÍTULO IV

No he pecado contra el Dios del amor.


EDMUND GOSSE

Cuando Anne regresó a la casa una o dos horas más tarde, al


atravesar el vestíbulo oyó una voz desconocida y una carcajada
estridente al otro lado de la puerta abierta del salón, y subió las
escaleras sigilosa y sin hacer ruido camino de su habitación. Se
sentía completamente incapaz de soportar otra vez, tan pronto, la
presión de aquella pequeña reunión familiar. Pero en mitad de la
escalera le remordió la conciencia. ¿Estaría todo bien en el salón?
Suspiró y bajó las escaleras de nuevo lentamente.
No todo estaba bien allí.
La señora Trefusis estaba sentada, erguida y petrificada, en su
silla de respaldo alto mientras escuchaba con gélido civismo la
conversación, diríase que fluida, y acelerada por una risa nerviosa,
de un joven. De un vistazo, Anne intuyó que debía de tratarse del
hermano de Janet, e instintivamente adivinó que, animado por la
energía que le infundía el compromiso de su hermana, hacía ahora
su primera visita a la señora Trefusis sin haber sido invitado.
Fred Black era un hombre alto y bastante apuesto si se le
contemplaba lejos de Janet. Si paseara con unos pantalones bien
confeccionados entre un grupo de campesinos y comerciantes en
día de mercado podría parecer suficientemente distinguido. Pero
alejado del escenario oportuno, e introducido de súbito en el salón
de Easthope, en las inmediaciones de Janet, se transformaba como
un camaleón y parecía desmadejado y de aspecto malsano, pese a
llevar una ropa demasiado elegante, que era irremediablemente de
segunda categoría. Se parecía tanto a su hermana que la poderosa
similitud superficial entre los rasgos de ambos confería mayor
relieve a cierta ordinariez indefinible, no en sus modales, sino en su
carácter, y hacía más perceptible en él un punto de astucia e
insolencia.
Janet permanecía sentada, inmóvil y abochornada, ante la
mesita del té, esperando que llegara la infusión y adquiriera la
fuerza del brandy. La señora Trefusis, acaso consciente de la
súplica de Anne, había pedido ostensiblemente a su futura nuera
que le sirviera un poco de té. Y Janet, para enojo instantáneo de la
anciana mujer, había servido leche en todas las tazas vacías como
medida preliminar.
George permanecía en pie junto a la mesita del té guardando
un silencio taciturno, ligeramente consciente de que algo iba mal, y
lamentando que Fred hubiera ido de visita.
La tensión se rebajó cuando apareció Anne.
Anne entró rápidamente, exhibiendo una leve pincelada de
placer en su rostro grave. Daba la impresión de que se había
apresurado a reintegrarse a una compañía agradable.
Si aquello era hipocresía, entonces Anne era sin duda una
hipócrita. Hay personas sencillas y pacientes que perciben con
rapidez los pequeños acontecimientos de la vida y asisten con
mucho gusto a ellos. Anne había llegado al mundo dispuesta a
servir, y no le importaba a quién sirviera. Hacía con garbo, incluso
con alegría, cosas que otros considerarían indignas de hacerse.
Aquello, claro está, no le otorgaba a ella más valor. Era así.
Exactamente igual que la naturaleza de algunos de nosotros es tan
desdeñosa y dada a banalidades que llega a hacer envejecer antes
de tiempo a los pobrecillos que tienen que convivir con nosotros.
El rostro de la señora Trefusis se volvió menos nudoso. Janet
profirió un suspiro de alivio. George dijo:
—¡Hola, Ponto! ¿Cómo estás? —y despertó afablemente con el
pie a su sabueso, que dormía.
Anne se sentó junto a Janet, le informó de que a la señora
Trefusis no le gustaba la leche y, a continuación, mientras tragaba
una taza de té empalagosa hasta la náusea, se dedicó a Fred.
La risa nerviosa de Fred se tornó menos estridente, y su
conversación menos oscilante entre una torpe timidez y una
familiaridad excesiva. Anne adoraba los caballos, pero no le hablaba
de ellos a Fred, pese a que, por su apariencia, pareciera que ningún
otro asunto hubiera ocupado jamás su atención.
¿A qué se debe que en el rostro de los hombres y mujeres que
viven para los caballos aparezca impresa la pasión que sienten por
ellos con la misma nitidez que si se tratara de la necesidad de
alcohol?
Anne habló de los aspectos más obvios de la guerra de los
bóers y mencionó algunos de sus incidentes más conocidos, que ni
siquiera él podía desconocer. Janet miró con cariñoso orgullo a su
hermano al ver que clamaba contra el gobierno por haberse negado
éste a comprar millares de hipotéticos ponis de Kaffir, y mientras
anunciaba que Anne estaba presente en las cavilaciones secretas
de su primo, el Primer Ministro. Fred había tenido noticia incluso de
algunos escándalos en relación con los hospitales de campaña, y
manifestó con decisión que la guerra no podía desarrollarse como
un camino de rosas, con una botella de agua de colonia para la
almohada de cada uno de los hombres.
—¡Magnífica mujer! —le dijo Fred a Janet después mientras
ésta le acompañaba un trecho caminando, de regreso a su casa—.
Una mujer de mundo. Tiene bastante experiencia. ¡Y qué comedida!
Tal vez algo delgada, y sin mucho color, pero demuestra su
categoría. ¿Quién es?
—Lady Varney
—¿Está casada?
—N... no.
—¡Hum! Mira, Janet. Hazle la pelota. Fíjate cómo hace las
cosas y observa cómo habla. Lee los periódicos, se interesa por la
política. Eso es lo que les gusta a los hombres. Haz lo mismo. Y no
te dejes amilanar demasiado por ese viejo saco de huesos.
Aguanta. Nosotros somos tan buenos como ella.
—Oh, no, Fred; nosotros no.
—¡Bah! Esta familia está podrida. No vale un pimiento. Somos
exactamente iguales que ellos. Un caballero es un caballero, tanto si
vive en una mansión como si vive en una casa pequeña, y los
auténticos esnobs son la gente que piensa lo contrario. ¿Te vuelve
menos señora el hecho de vivir con menos pretensiones? Ni una
pizca. No me digas que no.
Janet permaneció callada. Pensaba que el razonamiento de su
hermano, que hasta hoy le había parecido irrefutable, cojeaba un
poco; pero no acertaba a ver dónde estaba el problema.
—Debes hacer frente a la anciana, te lo digo yo. No quiero que
seas brusca, pero déjale claro que ella es la viuda. No cedas. ¿No
has visto cómo le he plantado cara yo?
—Yo no soy tan inteligente como tú.
—Bueno, tú eres, de lejos, mucho más bonita —dijo orgulloso
su hermano—. Y he traído algunos dólares para el ajuar. Mañana
vas a casa de los Brand, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, no pagues nada que puedas evitar pagar. Diles que te
lo anoten. Que esa Lady Varney o la señora Brand te recomienden
tiendas y sastres, y así no nos apremiarán a pagar.
—¡Oh, Fred! ¿Tan mal andas de dinero?
—¡Mal! —dijo Fred mientras, de repente, su rostro se volvía
pálido y envejecía—. ¡Mal! —Tomó aliento—. ¡Oh! Estoy bien.
Bueno, sí, precisamente ahora estoy un poco apretado. Fíjate,
Janet. Tú y la señora Brand sois viejas amigas. Gánate a Brand —
su voz enronqueció—, consigue que espere un poco. Tiene un
pagaré mío y ya ha esperado en una ocasión, pero me advirtió que
no volvería a hacerlo. Dijo que iba contra sus principios; como si
entre caballeros importaran los principios. Tiene el corazón de
piedra. El pagaré vence la próxima semana y no puedo hacerlo
efectivo. No quiero ninguna preocupación hasta que tú estés bien
atada. Tú y la señora Brand os ponéis a pensar juntas y le
convencéis de que espere a que estés casada, al precio que sea. El
me odia, pero no querrá hacerte sombra.
—Le preguntaré —dijo Janet mirando a su hermano con
gravedad, pero comprendiendo sólo a medias por qué su rostro se
mostraba tan lívido y rígido—. Pero, ¿por qué no coges mis dos mil
y le devuelves el dinero? Te dije que podías tomarlo prestado. Creo
que sería mejor que volver a hablar con el señor Brand, que no te
escuchará jamás.
—No, no sería mejor —dijo Fred. Su mano temblaba tan
violentamente que dejó de tratar de encender un cigarrillo. Él sabía
que aquellos dos mil, la pequeña fortuna de Janet, existían
únicamente en la imaginación de ésta. Habían existido en otro
tiempo; Fred se había hecho cargo de ellos, pero ahora habían
desaparecido—. Pregúntale a Brand —volvió a repetir—. Un hombre
con la mínima caballerosidad no puede negarle nada a una mujer
bonita. Yo no puedo. Tú, pídeselo a Brand... como si fuera para
complacerte a ti. Eres lo bastante bonita para conseguir cualquier
cosa de los hombres. Lo hará.
—Se lo pediré —dijo Janet de nuevo, y suspiró mientras
regresaba sola al gran caserón que algún día sería suyo. Pero ella
no pensaba en esto mientras levantaba la vista hacia las largas
hileras de ventanas con parteluces de piedra. Sólo pensaba en su
George, y se preguntaba, ruborizada de vergüenza, si ya le habría
prestado dinero a Fred.
Luego, al ver a una figura blanca cruzar los ventanales de la
galería, recordó a Anne y el consejo que le había dado su hermano
de hacerse amiga de «Lady Varney». Janet se había visto
enormemente atraída hacia Anne, una vez que hubo vencido cierta
primera impresión indeleble de que Anne era «excelente». Y Janet
había confundido al instante el trato amable que ella le había
dispensado con el inicio de una amistad. Quizá sea ese un error que
cometen muchas almas vulgares del bello sexo, que pasan por la
vida decepcionadas en lo que se refiere a la sinceridad de
determinadas criaturas atractivas y brillantes con las que entran en
contacto en algún momento, a las que no les pueden ofrecer nada
pero de las que han recibido generosas dosis de refinada
amabilidad y simpatía, que confundieron con el preludio de una
amistad; una amistad que nunca cuajó. Es bueno aprender la
diferencia entre lo que son donativos y lo que son cuotas de quienes
son más ricos que nosotros, tomar conciencia de lo ancho que es el
sendero que conduce hacia la amabilidad de una persona, y de
cuántos individuos asombrosamente inferiores pueden encontrarse
en él; y de lo estrecha que es la puerta de la amistad de esa misma
persona, y lo difícil que resulta encontrarla; y también de lo difícil
que es, además, una vez encontrada, abrirla.
Janet supuso que ella le agradaba a Anne lo mismo que Anne
le agradaba a ella y, como era un! alma sencilla, se dijo a sí misma:
«Creo que iré y me sentaré con ella un rato».
Una persona con más experiencia que mi pobre heroína habría
reparado en que no había ninguna nota adicional en el espíritu de
aquel cortés «adelante» que respondió a su llamada en la puerta de
Anne.
Pero Janet entró sonriendo, segura de ser bienvenida. Con
Anne todo el mundo estaba seguro de ser bienvenido.
Se encontraba sentada en una silla baja, junto a la ventana
abierta. Se había quitado lo que Janet habría llamado su «traje de
domingo» y se había envuelto con una prenda larga, transparente y
blanca, que Janet no había visto jamás. Estaba abrochada en el
cuello con una cinta de color verde claro, ingeniosamente
entrelazada en unas trabillas, y mediante otra cinta verde más
ancha, que caía hasta los pies, en la cintura. El dobladillo ribeteado
de encaje mostraba la puntera de una babucha de tafilete verde.
Janet miro con respetuoso asombro el vestido de Anne, y al
instante se desvaneció una duda momentánea acerca de si se
requería urgentemente su presencia allí. Anne debía de estar
esperándola. No se habría puesto aquel exquisito atuendo para
sentarse a solas.
Los ojos de Janet viajaron hasta el rostro de Anne.
Ni siquiera la leve y tranquilizadora sonrisa, que no apareció al
instante de ser convocada, pudo disfrazar la fatiga de aquel pálido
rostro, si bien borró una momentánea impaciencia.
—Estás muy cansada —dijo Janet—. Ojalá fueras tan fuerte
como yo.
Los hermosos ojos de Janet contenían una admiración
entregada, y también cierta nostalgia, que llamó la atención de
Anne.
—Siéntate —dijo con cordialidad—. Esa silla es muy cómoda.
—Estabas leyendo. ¿No te interrumpo? —dijo Janet mientras
se sentaba de todos modos, con la sensación de que tanto tacto no
funcionaría durante mucho tiempo.
—No importa —dijo Anne cerrando el libro pero manteniendo un
fino dedo entre las páginas.
—¿Cómo se titula tu libro?
—Inasmuch.
—¿Quién lo escribió?
—Hester Gresley.
—Creo que he oído hablar de ella —dijo Janet con precaución
—. La señora Smith, la esposa de nuestro párroco, dice que el señor
Smith no aprueba sus libros, que son demasiado vulgares. Creo que
Fred leyó uno durante algún viaje. Yo no tengo mucho tiempo para
leer.
Silencio.
—Me gustaría —dijo Janet volviendo su mirada límpida y amplia
hacia Anne—... me gustaría leer los libros que tú lees, y saber las
cosas que tú sabes. Me gustaría... ser como tú.
Una leve coloración afloró en el rostro de Anne, que bajó la
vista avergonzada por el libro que tenía en la mano.
—¿Querrías leerme un poquito ? —dij o Janet—. No
comenzando desde el principio, sino a continuación de donde lo
dejaste.
—Me temo que no te importará más de lo que le importa al
señor Smith.
—¡Oh! Yo no soy tan leída como el señor Smith. ¿Es poesía?
—No.
—Me alegro de que no sea poesía. ¿Es de amor?
—Sí.
—No me solía interesar leer sobre el amor, pero ahora creo que
me gustará mucho.
Una emoción fugaz atravesó el rostro de Anne. Levantó el libro
y lo abrió despacio. Janet contempló con admiración sus estilizadas
manos.
«Ojalá las mías fueran blancas como las suyas», pensó
mientras se fijaba en sus propias manos, mucho más hermosas
pero ligeramente morenas, cerradas sobre el regazo en actitud
atenta.
Anne vaciló un instante y, acto seguido, comenzó a leer:
«He transitado un buen trecho de vida; cuando conocí el amor
sentía ya el cansancio y las magulladuras del viaje. Lo encontré en
los senderos solitarios y deslumbrantes, y los recorrimos juntos. No
pensé que él emprendiera sendas tan clareadas, pues tenía
entendido que era un morador de los jardines resguardados, que no
estaban hechos para mí. Sin embargo, me acompañó. Nunca me
detuve a esperarlo, ni me aparté de mi sendero para ir en su busca,
dado que conocí sus engaños cuando era joven, y desde entonces
desconfié de los extraños. Y rogué a Dios que orientara mi corazón
por entero hacia Él, y que apartara de mí al Amor, a menos que
fuera para acercarme más a El. Mas, ¿cuándo había atendido Dios
alguna de mis plegarias?
»Y el Amor era grave y severo. Y, mientras caminábamos, me
mostró el rocío sobre la hierba, y el fuego del rocío, las cosas que
había visto durante toda mi vida pero jamás había comprendido. Y
desplegó el arco iris con su mano. Me fundí con la campanilla de
invierno y con la tormenta. Y caminamos juntos sobre el mar,
ascendiendo veloces sobre sus montañas apresuradas y
descendiendo rápidamente por el torrente de sus valles. Y me fundí
con el mar. Y todo temor abandonó mi vida, y fue reemplazado por
un inmenso estremecimiento. Y el Amor adoptó un rostro humano.
Pero sabía que aquello duraría tan sólo un instante. ¿Acaso no le
sucedió eso mismo a Cristo?
»Y el Amor me mostró el corazón de mis hermanos en la
muchedumbre. Y, por último, me mostró quién era yo, con quién
había vivido sin saberlo. Y me sentí humilde.
»Y, a continuación, el Amor, que me lo había dado todo, me lo
pidió todo. Y le ofrecí la veneración, y la paciencia, y la fe, y la
esperanza, y la intuición y la entrega. Le entregué incluso la verdad.
Puse mis manos a sus pies. Pero me dijo que todo aquello no
bastaba. De manera que le ofrecí mi corazón. Era lo último que me
quedaba por darle.
»Y el Amor lo recibió con inmensa ternura, y lo golpeó. Y en
aquella agonía el rostro humano del Amor se desvaneció.
»Y, después, muchos años después, cuando por primera vez
conseguí avanzar y levantar la vista, vi que el Amor, que, según
creía, había desaparecido, continuaba observándome de cerca. Y vi
su rostro limpio, sin el velo humano que nos separaba. Y aquel era
el rostro de Dios.
Y comprendí que el Amor y Dios son una misma cosa, y que
debido a su gloria sobrenatural se había visto obligado a ceder ante
la carne como cedió el propio Cristo, con el fin de que mis turbios
ojos fueran capaces de aprehenderlo. Y comprendí que Él y sólo Él
era quien había caminado conmigo desde el primer momento».
Anne apartó el libro. Mantuvo la mirada fija en los bosques
inmóviles e iluminados por el sol, al otro lado de los apacibles
jardines con sus sombras alargadas. Su rostro se transformó como
se transforma el rostro de alguien que, con paciente entereza, ha
remado un largo trecho contra la corriente y por fin permite que esa
corriente benigna y dominante le arrastre allá donde se proponga.
Durante un instante se posó en el rostro de Anne una expresión de
rendición turbada que pocas veces se ve en un rostro vivo, que
suele estar presente en los rostros de los recién fallecidos.

—No creo —dijo Janet— que comprenda suficientemente qué


significa, porque no estaba segura de si quien hablaba era una
dama o un caballero.
Anne se sobresaltó y volvió su rostro descolorido hacia la voz.
Parecía llamarla desde una gran distancia. Se había olvidado de
Janet. Había estado en un lugar demasiado remoto como para
escuchar lo que había dicho.
—Me gusta el fragmento en el que habla de dar amor a
nuestros corazones —dijo Janet con vacilación—. Quiere decir un
poco lo mismo que el sermón de esta mañana, ¿no?, aquello de no
acumular tesoros en la tierra.
Hubo un silencio.
—Sí —dijo Anne educadamente, con la voz y el rostro un tanto
temblorosos—, quizá sí. No lo había interpretado de ese modo hasta
que lo has mencionado, pero sé lo que quieres decir.
—Que debemos colocar en primer lugar la religión.
—S... sí.
—Me alegra tanto que me hayas leído eso —prosiguió Janet
con desahogo—, porque tenía la idea de que tú y yo íbamos a sentir
lo mismo —vaciló— hacia el amor. Quiero decir —se corrigió—, que
tú lo sentirías igual si estuvieras comprometida.
—Nunca he estado comprometida —dijo Anne con el tono de
voz de quien cortésmente, pero con firmeza, cierra un tema de
conversación.
—Cuando lo estés —dijo Jane continuando plácidamente con el
tema y mirándola con ternura y confianza—, sentirás lo mismo que
yo, que es... sencillamente, todo.
—¿Sí?
—No conozco ninguna poesía, salvo dos versos que George
me copió: «Si no me amas por entero, / no me ames en absoluto».
Anne se estremeció, pero se restableció de inmediato.
—Así me pasa a mí —prosiguió Janet—. Es por entero. Pero
después me asusta la idea de que pueda estar acumulando tesoros
en la tierra, ¿verdad?
—No si amas más a Dios por amar a George.
Janet caviló sobre aquello. Casi se podía oír cómo su mente
trabajaba en aquella posibilidad, del mismo modo que se puede oír
cómo un molinillo responde a un puñado de granos de café.
—Creo que es así —dijo por fin, y a continuación añadió para sí
entre susurros—: Doy continuamente las gracias a Dios por
enviarme a George, y rezo para ser digna de él.
Los ojos de Anne se inundaron de súbito de lágrimas; no por sí
misma.
—Espero que seas muy feliz —dijo, dejando descansar su
mano sobre la de Janet. A Anne le parecía una esperanza un tanto
desesperada.
La mano de Janet se cerró lentamente sobre la de Anne.
—Creo que lo seremos —dijo—. Y, sin embargo, a veces dudo
cuando recuerdo que no soy de su misma condición. En cierto modo
lo sabía desde el principio, pero desde que llegué aquí lo noto cada
vez más. No me extraña que la señora Trefusis no me considere lo
bastante buena.
—La señora Trefusis no le toma cariño a alguien con facilidad.
—No es eso —dijo Janet—. Hay dos formas de no ser lo
bastante buena. Hasta ahora sólo había pensado en una de ellas,
en no ser lo bastante buena por mí misma; en cosas como el
carácter. No suelo enfadarme, pero cuando me enfado, me enfado
de verdad. No se me pasa. En una ocasión me enfadé con Fred
durante un año. He pensado muchísimo en ello desde que amo a
George. Y a veces pienso que soy demasiado lenta. Me atrevería a
decir que no te has fijado, pero la señora Smith suele comentarlo.
Ella siempre tiene algo que decir sobre cualquier tema, igual que tú;
pero, en cierto modo, yo no.
—No conozco a la señora Smith.
—Ojalá la conocieras. Es maravillosa. Dice que lo aprendió
cuando se fue a vivir tanto tiempo al West End, antes de casarse.
—¡Seguro!
—Pero desde que he venido aquí veo que hay otro sentido en
el que no soy lo suficientemente buena, y que pone en mi contra a la
señora Trefusis. No creo que le importara que mintiera y tuviera mal
carácter, o que no pudiera hablar como la señora Smith, siempre
que fuera lo bastante buena a su manera; quiero decir, si tuviera
alcurnia como tú.
La conversación parecía transcurrir entre los alfileres de un
alfiletero bien provisto. El término «alcurnia» contenía sin duda un
extremo afilado, pero Anne no hizo señal alguna en el momento en
que fue introducido en la conversación. Reflexionó un instante y,
acto seguido, dijo como si hubiera decidido arriesgar un poco:
—Tienes razón. A la señora Trefusis le habría encantado que
hubieras sido mi hermana. Quizá te parezca demasiado vulgar. Creo
que es muy natural.
—Ojalá fuera tu hermana —dijo Janet, de quien se podría decir
que seguía a Anne a media embarcación de distancia.
Esta suspiró y se recostó sobre su silla.
—Si yo fuera tu hermana —prosiguió Janet, absolutamente
concentrada en hacer avanzar su lenta y pesada barcaza—, me
habrías enseñado un sinfín de pequeñas cosas que... resulta que no
sé.
—Puedes aprender algunas con facilidad —dijo Anne—, y a la
señora Trefusis le complacerá mucho.
—¿Podrías decirme alguna en particular?
—Bueno. Por ejemplo... A mí no me importa lo más mínimo...
pero sería mejor que no me llamaras «Lady Varney ».
—No sabía que prefirieras «Anne».
—Estás del todo en lo cierto. No nos conocemos lo suficiente.
—Entonces, ¿cómo debo llamarte?
—Mis amigos me llaman «Lady Anne».
—¡Por Dios! —dijo Janet asombrada—. Hay una Lady Alice
Thornton. Se casó con el señor Thornton, un miembro de nuestra
congregación. Fred le vendió un caballo de caza. Y unas veces la
llaman «Lady Alice Thornton» y otras «Lady Thornton». La señora
Smith dice que...
—Luego —continuó Anne, que no parecía dispuesta a
extenderse sobre el asunto—, a la señora Trefusis le complacería
que entraras en una habitación con más decisión.
Janet miró a su consejera con los ojos abiertos como platos.
—Es fruto de la timidez, ¿verdad? —dijo Anne—. A tu edad, a
mí también me resultaba muy difícil entrar en una habitación. (¡Oh,
Anne!, ¡Anne!) Quiero decir, entrar hasta el centro. Pero entendí que
debería intentarlo y no vacilar junto a la puerta porque, ya ves,
obligas a las ancianas y a las personas como la señora Trefusis, que
está un poco impedida, a acercarse a ti a la puerta para recibirte. Y
nosotras las jóvenes debemos acercarnos a ellas, aunque ello nos
cause timidez.
—Nunca lo había pensado —dijo Janet—. Siempre recordaré
esas dos cosas. La señora Smith siempre entra muy despacio, pero
ella es una mujer casada y dice que le gusta dar tiempo a la gente
para que repare en ella. Me fijaré en cómo entras tú. Lo intentaré y
te copiaré en todo. Y cuando dude, ¿puedo preguntarte?
Anne se rió y se irguió ligeramente.
—Hazlo —dijo— si crees que puedo ser de alguna utilidad en
esas cuestiones triviales. Vivo entre trivialidades. Pero recuerda
siempre que son triviales. Lo único que tiene verdadera importancia
en este difícil mundo es amar y ser amado. Lo sabrás cuando
tengas mi edad.
Y Anne rodeó con el brazo durante un instante a la esbelta y
joven figura y la besó. A continuación, de repente, sin saber por qué,
Janet descubrió que, aun cuando Anne continuara sonriendo, la
entrevista había terminado.
Era una pena, porque cuando Janet llegó a su habitación,
recordó que se había propuesto consultarle a Anne la conveniencia
de cortarse su espléndido pelo a flequillo, como el de la señora
Smith.

Al día siguiente, Anne y Janet viajaron juntas a Londres, y durante el


viaje Janet planteó a Anne con toda su gravedad el trascendental
asunto de su pelo. Fred había señalado que nunca estaría a la
moda hasta que se cortara el pelo a flequillo. George había
manifestado que su pelo estaba muy bien como estaba, mientras
que la señora Smith le había asegurado que sin flequillo era
imposible alternar en la alta sociedad o encontrar un sombrero que
le sentara bien a su rostro.
Anne resolvió de forma concluyente que no había que tocar el
pelo de Janet, peinado con raya y con sus ondulaciones naturales,
como el de la Venus de Milo. Adoptó un tono grave y solemne al
respecto, puesto que percibió que Janet todavía titubeaba. E incluso
se ofreció a ayudar a Janet con el ajuar, a llevarla a Vernon, su
propio sastre, y a su propio sombrerero y modisto. Janet no tenía ni
idea del sacrificio de tiempo que ese ofrecimiento significaba para
una persona con los innumerables compromisos sociales de Anne, a
quien se consideraba una de las mujeres mejor vestidas de Londres.
Pero, para secreto alivio y agradecimiento de Anne, la oferta fue
rechazada con gratitud en un tono avergonzado.
La gran amiga de Janet, la señora Macalpine Brand, a cuyo
apartamento de Lowndes Mansions se dirigía hoy, se había ofrecido
a ayudarla con el ajuar. ¿Conocía Lady Var..., Anne, a la señora
Macalpine Brand? En Londres alternaba mucho, de manera que
quizá la conociera. Y ella iba siempre vestida a las mil maravillas.
Anne recordó vagamente a una señora Brand excesivamente
arreglada, supuestamente elegante e insufrible que había realizado
tentativas descaradas pero infructuosas de trabar relación con ella
cuando ambas habían formado parte de un comité.
—Conocí a una señora Brand muy hermosa —dijo— cuando
trabajé con la señora Forrester. Tenía una excelente aptitud para los
negocios... ¿No tenía un nombre de pila un tanto peculiar?
—Cuckoo.
—Sí, ése era. Contribuyó a pagar las deudas de la organización
benéfica de la señora Forrester con la máxima generosidad.
—Es mi mejor amiga —dijo Janet sonriente—. Me quedaré en
su casa toda esta quincena. ¿Puedo invitarla a venir cuando vaya a
tomar el té contigo?
Anne vaciló durante medio segundo antes de decir:
—Hazlo.
Mucho después de decirlo, se alegró de haberlo hecho, porque
agradó a Janet y la pobre señora Macalpine Brand jamás se
aprovechó de ello. Incluso en el momento en que hablaban de
aquella señora, ella permanecía absorta, sin pensar siquiera en
perspectivas de ascenso social u otras cuestiones más apremiantes.
Las dos jóvenes se separaron en la estación de Victoria, y la
última vez que Anne vio el rostro de Janet rebosante de felicidad fue
cuando ésta se despidió de ella a través de la ventana del coche de
alquiler, que la condujo hasta su amiga la señora Brand.
CAPÍTULO V

Tous les hommes sont menteurs, inconstants, faux, bavards, hypocrites,


orgueilleux, ou làches, méprisables et sensuels: toutes les femmes son perfides,
artificieuses, vaniteuses, curieuses et dépravées:... mais il y a au monde une
chose sainte et sublime, cést l'union de deux de ces êtres si imparfaits et si
affreux.
ALFRED DE MUSSETl

Cuando el coche de alquiler se aproximaba a Lowndes Square, el


tráfico se detuvo, no por los carruajes, sino a causa de la gran
cantidad de personas que marchaban a pie. Finalmente, el cochero
se hizo a un lado, se desató de la cabina y se acercó a la ventanilla.
—¿Es a Lowndes Mansions donde va usted? —preguntó.
—Sí —contestó Janet.
—¡Vaya! Es allí donde hubo un incendio ayer.
— ¡Un incendio!
—Sí. Los pisos más altos ardieron casi por completo. No se
puede acceder allí con ningún vehículo.
—¿Perdió la vida alguien? —dijo Janet.
Los Brand vivían en uno de los pisos superiores.
—No, señorita —dijo un policía que se aproximaba, cortés,
servicial, poco reacio a ofrecer información.
Janet le explicó que iba a quedarse en las Mansions, y el
policía, que replicó que ya se habían presentado otros «afectados»
con el mismo objetivo y no se les había podido permitir el acceso, le
aconsejó que diera la vuelta y acudiera con su equipaje a uno de los
hoteles de Sloane Street hasta que pudiera, como dijo él,
«desembarcar».
Janet hizo lo que le propusieron, y media hora después se abrió
camino a pie entre la multitud hasta la entrada de Lowndes
Mansions.
El portero del vestíbulo la reconoció porque se quedaba en
casa de los Brand con frecuencia y el rostro de Janet no se olvidaba
con facilidad. El le pidió al policía que impedía el acceso que la
permitiera entrar.
El vestíbulo principal, con sus tapices orientales y sus palmeras
artificiales, estaba abarrotado de gente. Criadas ociosas y
desconsoladas que vivían en los pisos superiores, y cuyo lugar de
trabajo había desaparecido, permanecían en pie formando grupos
que cuchicheaban contemplando el espectáculo. Hombres
circunspectos con chisteras y levitas demasiado largas y
abotonadas se saludaban calladamente, y a continuación sacaban
pases que les permitían acceder a la escalera de hierro
celosamente custodiada. La otra escalera estaba quemada en la
zona más alta, aunque desde el vestíbulo no ofrecía rastro alguno
de otra cosa que no fuera el agua en oleadas que había corrido el
día anterior por ellas, y que todavía rezumaba de la gruesa alfombra
de pelo de la escalera, que los equipos de salvamento estaban
empezando a retirar.
El portero del vestíbulo y el ascensorista desocupado
permanecían juntos, en silencio, estupefactos, muertos de
cansancio, agotados de tanto responder preguntas.
—¿Están bien el señor y la señora Brand? —dijo Janet
jadeando, sobrecogida por la magnitud del desastre oculto arriba,
que parecía hundir sus horrorosas raíces en el sótano.
—Todo el mundo está bien —dijo el ascensorista de forma
mecánica—. No se ha perdido ninguna vida. Hay dos vecinos
conmocionados. Una pierna rota entre los empleados; una fractura
múltiple.
—La señora Brand quedó conmocionada —dijo el portero del
vestíbulo con brusquedad—. Se cayó.
—¿Dónde está? —preguntó Janet.
El portero la miró con apatía y prosiguió:
—El señor Brand estaba paseando a caballo en el parque. La
señora Brand todavía estaba en su alcoba. El fuego se declaró, por
causas desconocidas, justamente a las diez en punto de la mañana
de ayer. Eran las diez por el reloj del barracón. Los empleados se
ocuparon de la manguera hasta que a «y cuarto» llegó el primer
camión de bomberos.
—A «y veinte» — corrigió el ascensorista.
—¿Y la señora Brand? —volvió a preguntar Janet.
—La señora Brand debía de estar vistiéndose, porque iba en
bata, y bajó corriendo la escalera principal antes de que ardiera; o,
al menos, fue encontrada inconsciente tres tramos más abajo. Unos
dicen que se desorientó con el humo y otros que se cayó por la
barandilla.
—Los balaustres han desaparecido —dijo el ascensorista.
—¿Dónde se encuentra ahora? ¿Dónde está el señor Brand?
Debo verle de inmediato —dijo Janet, al reparar por fin en que la
historia del incendio se prolongaría eternamente.
—La señora Brand fue llevada a la sala de billar —dijo el
ascensorista—. El señor Brand está con ella, y el médico. ¡Allí!
Ahora sale el médico.
Un hombre de pelo gris salió disparado entre la multitud, bajó
corriendo las escaleras y desapareció en el interior de un cupé al
que se había autorizado a permanecer en la entrada.
—Lléveme hasta el señor Brand en este instante —dijo Janet
sacudiendo del brazo al portero.
El hombre habría parecido sorprendido por su vehemencia si le
hubiera quedado alguna reserva de sorpresa, pero obviamente se
había agotado por abuso de ella. Lentamente, la condujo a través de
una puerta batiente y descendieron hasta un pasillo oscuro
iluminado por luz eléctrica. Se detuvo ante una puerta grande de
cristal esmerilado con un letrero que decía «Sala de billar» y golpeó
en ella.
No hubo respuesta.
Janet abrió la puerta, entró y la cerró tras de sí.
Casi tropezó con el señor Brand, que estaba de pie dándole la
espalda, con el rostro contra la pared, en la diminuta antecámara,
abarrotada de perchas vacías, que conducía a la sala de billar.
Estaba oscura, iluminada sólo por la luz eléctrica del pasillo,
que brillaba tenuemente a través del cristal esmerilado.
Cuando Janet le rozó, el señor Brand se volvió muy despacio.
Lo único que se veía era su rostro, lívido. No habló. Janet le miró
aterrorizada.
Poco a poco, a medida que sus ojos fueron acostumbrándose a
aquella tenue luz, vio la figurilla atildada y familiar, con su
inmaculada levita y la encorsetada cintura, de rostro enjuto, cetrino y
arrugado, frente replegada, pelo teñido y bigotes abrillantados y
respingones. Uno de los extremos abrillantados se había curvado y
colgaba triste y grotescamente. Quizá fuera inevitable que el
prestamista recibiera el apodo de Mono Brand, un nombre que
muchos pronunciaban con cierta sorna no carente de temor.
—¿Cómo está la señora Brand? —dijo por fin Janet.
—Está muriéndose —dijo el Mono Brand con el mentón
tembloroso—. Se ha roto la columna.
Una enfermera con cofia y delantal abrió silenciosamente la
puerta interior de la sala de billar.
—La señora Brand pregunta por usted, señor —dijo
amablemente.
—Voy —dijo, y regresó a la sala de billar.
La enfermera miró inquisitivamente a Janet.
—Soy una amiga de la señora Brand —dijo Janet—. Me está
esperando.
—La pobre lo está pasando muy mal —dijo la enfermera—; y
fue tan valiente al principio.
Ambas entraron en la sala de billar y se quedaron en un rincón
de la misma.
Era una sala grande y decorada de forma chabacana, adornada
con grabados de caza e iluminada mediante una claraboya sobre la
que se apiñaban objetos que la emborronaban, caídos
aparentemente desde gran altura, y que salpicaban el cristal.
En la mesa de billar se desparramaban utensilios médicos, y en
el extremo próximo a la puerta la enfermera había dispuesto con
meticulosidad una hilera de toallas y piletas, con un cubo de estaño
lleno de agua caliente y un balde envuelto en franela que contenía
hielo.
Aquella gran sala, con su cegadora iluminación superior, estaba
en calma; hacía calor y había un olor viciado a humo y cloroformo.
En el otro extremo, sobre un lecho improvisado de colchones y
almohadones de sofá rayados, yacía una figura pálida y rígida con la
mirada fija en la claraboya.
El Mono Brand se arrodilló junto a su esposa, e inclinándose
sobre ella, besó, sin alzarla, una de sus blancas manos apretadas.
—Cuckoo —dijo, y hasta que no le oyó hablar, a Janet le
pareció que no había conocido jamás el extremo hasta el que puede
llegar la ternura.
Su esposa volvió lentamente los ojos hacia él y lo miró. En su
mirada, sombría por la proximidad de la muerte, había un inmenso
anhelo de su marido, y tras ese anhelo una angustia indescriptible.
Un grito tosco y atroz, como el de alguien a quien hubieran
llevado más allá del límite de su resistencia, al borde de la agonía,
desgarró el silencio de la sala.
—No puedo soportarlo —gimió.
Y ella, que no podía levantar las manos, a las que ya había
llegado la muerte, las elevó por encima de la cabeza.
Cayeron pesadamente, sin vida, golpeando el rostro de su
marido.
—Moriría por ti si pudiera —dijo el Mono Brand, y ocultó su
rostro en las manos que le habían golpeado.
Cuckoo miró la cabeza, agachada y azul oscuro, y sus ojos
desorbitados, fijos en el vacío de la desesperación, la recorrieron.
Luego cayeron sobre Janet.
—¿Quién es? —dijo de repente.
La enfermera le acercó a Janet.
—¿Se acuerda de mí, Cuckoo? —dijo Janet amablemente, con
su serena sonrisa un tanto trémula, y el rostro blanco y hermoso
como el de un ángel.
—Janet. ¡Gracias a Dios! —dijo Cuckoo, y de repente rompió a
llorar.
Las lágrimas cesaron con rapidez.
—No tengo tiempo para lágrimas —dijo Cuckoo sonriendo
débilmente a su marido mientras él se las enjugaba con una
temblorosa mano bronceada—. Janet ha venido. Tengo que hablar a
solas con ella un momento.
—¿No me apartarás de ti? —dijo el Mono Brand con el rostro
tembloroso—. ¿No irás a ser tan cruel conmigo?
—Sí —dijo—. Lo seré.
El bonito, y vulgar, rostro moribundo se iluminó bajo su flequillo
caído. Un resto del leve autoritarismo y brusquedad de sus modales
había vuelto a Cuckoo.
—Debo quedarme a solas con Janet durante un momento, a
solas del todo. Tú y la enfermera salid y esperad hasta que Janet
vaya a buscaros. Y luego —miró a su marido con ternura— volverás
junto a mí y te quedarás conmigo hasta el final.
El, no obstante, vaciló.
—Ahora, vete, Arthur —dijo—, y llévate a la enfermera.
El hábito de la obediencia a sus antojos, sus caprichos, sus
más mínimos deseos, había arraigado en él durante años. Se puso
en pie, hizo una seña a la enfermera y abandonó la sala con ella.
—¿Está cerrada la puerta? —dijo Cuckoo.
—Sí
—Ve a asegurarte.
Janet fue hasta la puerta y regresó.
—Está cerrada.
—Arrodíllate junto a mí. No puedo levantar la voz.
Janet se arrodilló.
—Ahora escúchame. Me muero. No voy a morirme en este
preciso instante, no lo haré; pero de todos modos, sucederá. No
puedo esperar. No hay tiempo para sorprenderse, ni para
explicaciones. No hay tiempo para nada, salvo para que me
escuches y hagas algo por mí a toda prisa. ¿Quieres?
—Sí —dijo Janet.
Cuckoo miró un instante el rostro inocente y limpio que tenía
sobre ella, y una leve coloración tiñó sus mejillas. Pero se acordó de
su marido e hizo acopio de su antiguo valor. Habló con rapidez, con
la claridad y la precisión que habían hecho de ella una mujer de
negocios tan excelente, tan inestimable en los comités benéficos de
moda.
—Soy una mala mujer, Janet. Te lo he ocultado a ti y a todo el
mundo. Arthur... nunca se lo ha imaginado. No te estremezcas. No
apartes la mirada. No hay tiempo. Deja todo eso para después,
cuando yo me haya marchado. Y no me distraigas pensando que se
trata de la alucinación de una moribunda. Sé lo que digo, y yo, que
he mentido tantas veces, me veo empujada a decir por fin la verdad.
—No —dijo Janet—. Si es verdad, no lo digas; deja que muera
contigo. No rompas el corazón del señor Brand ahora, en el último
momento.
La mirada sagaz de Cuckoo se detuvo en el rostro de Janet.
¡Qué lenta era! ¡Qué instrumento más romo le había concedido el
destino!
—Hablo para salvarlo —dijo—. No me vuelvas a interrumpir,
escucha. Todo se remonta mucho tiempo atrás. Me vi obligada a
casarme con Arthur. No me gustaba, puesto que estaba enamorada
de otro; de otro que, como verás, no le llegaba a la altura del betún.
Fui muy clara cuando me casé con Arthur, pero... no continué
siéndolo después. Arthur es un hombre rudo, pero siempre fue
bueno y tierno conmigo, y confiaba en mí por completo. Yo le
engañé... durante años. El niño no es de Arthur. Arty no es de
Arthur. Nunca lo lamenté de verdad hasta hace un año, cuando él, el
otro, me abandonó por otra mujer. Dijo que se había enamorado de
una mujer buena, de un copo de nieve. —Incluso ahora el recuerdo
de aquella explicación le ponía a Cuckoo la piel de gallina. Pero se
apresuró—. Fue entonces cuando enfermé. Y Arthur me atendió. No
sabes cómo es Arthur. Parecía que nunca me había fijado en ello.
Otras personas fallan, pero Arthur nunca falla. Y entonces me di
cuenta. No podía soportar que estuviera lejos de mi vista. Y desde
entonces le he amado como creía que sólo se amaba en los libros
de poesía. Entendí que era el único. Y pensé que jamás se
enteraría. Si se enterara, se romperían su corazón y el mío,
dondequiera que yo esté.
Cuckoo se detuvo un instante, y luego continuó con meticulosa
rapidez:
—Pero jamás quemé... las cartas del otro. Siempre quise
hacerlo, pero nunca lo hice. Desde que enfermé siempre he tenido
en mente quemarlas. Jamás pensé que moriría de este modo. Lo fui
posponiendo. Lo cierto es que no soportaba verlas, ni recordar cómo
había yo... Pero pensaba hacerlo. Cuando recobré el conocimiento
al pie de las escaleras sabía que me moría, pero en realidad no me
importó... de no ser porque dejaba a Arthur, ya que me dijo que se
había quemado nuestro apartamento con todo lo que contenía, y
sólo sufrí porque lo dejaba a él. Pero esta mañana, cuando el lugar
ya se había enfriado suficiente para que la gente pudiera subir,
Arthur me dijo, pensando que me agradaría, que mi escritorio y
parte de las demás habitaciones todavía estaban en pie con todo lo
que contenían, y se enteró de que hasta mi retrató estaba intacto.
Está colgado sobre el bargueño italiano, y supe que algún día,
cuando me hubiera ido, quizá al cabo de no mucho tiempo, pero
algún día, Arthur abriría ese bargueño; en él se encuentran también
mis documentos de trabajo... Y encontraría las cartas.
La voz frágil y metálica de Cuckoo se debilitó aún más.
—Y vería que le engañé durante años, y que Arty no es hijo
suyo. Arthur estaba encantado cuando nació Arty.
Hubo un silencio espantoso; el hielo goteaba en el cubo.
—No me importa lo que me suceda a mí —dijo Cuckoo—, ni al
infierno al que vaya, siempre que Arthur continúe amándome
cuando me haya marchado, como lo ha hecho siempre, desde el
principio.
—¿Qué quieres que haga? —dijo Janet.
—Quiero que subas al apartamento sin que te vean y quemes
esas cartas. Intenta subir por la escalera principal. Si los engañas,
quizá te dejen; yo podría engañarlos; y quizá no se haya quemado
la parte alta, como dicen. Si realmente se ha quemado, debes subir
por la escalera de hierro. Si no te dejan pasar, soborna al policía:
debes subir a toda costa. Las cartas están en el cajón inferior
izquierdo del bargueño italiano. La llave... ¡Dios mío! ¡La llave!
¿Dónde está la llave?
Acorralada, la mente de Cuckoo se sobrepuso, inquebrantable.
—La llave está en el collar de perlas que llevo puesto a diario.
Pero, ¿dónde está el collar? Déjame pensar. Lo llevaba puesto. Sé
que lo llevaba puesto. Llevo las perlas en el cuello, debajo del
vestido. Estaba en bata. Entonces, lo llevaba puesto. Mira en la
mesa de billar.
Janet miró.
—Mira en la repisa de la chimenea. Vi a la enfermera dejar allí
algo que me quitó.
Janet miró.
—Hay un retrato de Arty en miniatura prendido en una cinta.
—Lo tenía en la mano cuando oí la alarma. Busca en mi ropa.
Quizá todavía lo lleve puesto.
Janet le desabrochó el cuello de la bata, que, aunque dañada
por las tijeras de la enfermera, todavía conservaba el aspecto de
una prenda de vestir. Tras un instante interminable, extrajo un collar
de perlas.
—¡Gracias a Dios! —dijo Cuckoo—. No me levantes la cabeza;
si lo hicieras podría morir, y no debo morir todavía. Rompe el collar.
¡Ahí! Ahora sale la llave. Cógela, sube y quema las cartas. Hay un
buen montón, pero las reconocerás porque están atadas con mi
cabello. El cajón inferior izquierdo, recuerda. Las quemarás, hay
algunas cerillas sobre la repisa de la chimenea, detrás de la
fotografía de Arthur, y esperarás hasta que hayan ardido del todo.
¿Lo harás, Janet?
—Lo haré.
—¿Y me prometes que, pase lo que pase, nunca le dirás a
nadie que has quemado nada?
—Lo prometo.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
—Déjame pensar; debes preparar alguna excusa por si te
descubren. Si te preguntan, di que te envié para ver si mi retrato
estaba ileso. Soy una mujer vanidosa. Todo el mundo se lo creerá.
Aférrate a eso si dudan de ti. Y ahora, vete. Vete inmediatamente. Y
deshazte de la llave cuando hayas cerrado el bargueño. No podré
volver a estar a solas contigo, Janet. Arthur no me dejará una
segunda vez. Cuando regreses, ponte donde pueda verte; y si has
destruido todo, llévate la mano a la frente. Yo lo entenderé. No
podré darte las gracias, pero te lo agradeceré de todo corazón y
moriré en paz. Ahora, vete, y dile a Arthur que regrese junto a mí.
Janet encontró al Mono Brand en la antecámara, con el rostro
lívido y desolado vuelto con la expectación propia de un perro hacia
la sala de billar, esperando a que se abriera. Sin decir una palabra,
regresó junto a su esposa.
CAPÍTULO VI

...un recio hombre del norte,


casquivano, con los ojos de un gris peligroso.

Eran poco más de las doce cuando Janet entró en el vestíbulo


principal y los hombres de salvamento bajaban para comer. Habían
levantado un cordón a los pies de la escalera principal y un policía lo
custodiaba. Mientras Janet vacilaba, un hombre y una mujer jóvenes
se acercaron a él con descaro y pidieron que les dejara pasar.
—No puedo dejarle subir, señor —dijo el policía—. No es
seguro.
—Tengo derecho a subir a mi propio apartamento del cuarto
piso —dijo el hombre—. Fíjese en mi tarjeta. En ella aparece
impreso mi domicilio en las Mansions.
—Sí, señor mío; sin duda, señor —dijo el policía, observando la
tarjeta con educación—. El fuego no ha alcanzado nada por debajo
del quinto piso; pero tenemos que mantenernos muy alerta, puesto
que merodean muchos personajes extraños que tratan de subir para
ver. a qué pueden echarle el guante.
Janet se había detenido detrás de la joven pareja, muy cerca, y
cuando el cordón fue retirado subió como si fuera con ellos. Ellos ni
siquiera la vieron. Hablaban entre sí con impaciencia. Cuando
llegaron al primer rellano, ella aminoró la marcha y les dejó
adelantarse.
El fuego se había declarado en la séptima planta del gran
bloque de edificios, y se había propagado poco a poco hacia abajo,
por las plantas sexta y quinta. Al principio, mientras Janet ascendía
por la escalera empapada, apenas se veía rastro alguno de la
devastación, excepto en los muros húmedos y manchados y en el
goteo constante de agua.
Pero la cuarta planta sí ofrecía evidencias del desastre. Los
techos estaban resquebrajados con grandes grietas. En algunos
lugares el yeso se había desprendido, y todo, muros, techos,
puertas y pasillos, se había ennegrecido como si hubiera sido
lamido por grandes lenguas de humo.
La joven pareja se había detenido en el extremo opuesto de un
largo pasillo vacío para tratar de abrir una puerta. Cuando Janet
miró, vio al hombre apoyar el hombro sobre ella. Luego, volvió a
girar para afrontar el siguiente tramo de escaleras. En él se habían
esparcido los escombros. Los balaustres de hierro combados, de los
que pendía el plomo en cuajarones, sustentaban torpemente los
restos retorcidos de otros balaustres caídos desde arriba, que se
habían estrellado sobre ellos. La escalera había dejado de ser una
escalera. Era una abrupta masa descendente de escombros
amontonados, por la cual el demonio del fuego había lanzado, como
si de un pozo se tratara, las horrendas entrañas de los estragos
perpetrados en sus cámaras de tortura superiores.
Janet miró con atención los restos de la escalera, que había
alcanzado el calor, pero no el fuego. Ascendió por ella hasta la mitad
del camino, asegurándose donde podía un apoyo entre los
escombros. Pero a mitad de camino, los balaustres caídos desde
arriba le bloqueaban el paso, inclinados peligrosamente hacia ella,
infranqueables. No se atrevió a tocarlos por miedo a echárselos
encima; y con ellos una avalancha de escombros. Retrocedió unos
cuantos peldaños, que había subido con parsimonia con su falda
corta campestre, pasando por encima de los balaustres todavía en
pie, y agarrándose a ellos con fuerza, ascendió el resto del tramo de
escalera, peldaño a peldaño y con cuidado, como habían hecho
Fred y ella cuando eran niños, apoyándose en cualquier sitio, y no
permitiendo que sus ojos se asomaran al pozo que quedaba a sus
pies. En el siguiente rellano volvió a pasar por encima de los
balaustres otra vez, sintió durante un escalofriante instante que
cedían bajo su peso, y se detuvo para tomar aliento y mirar a su
alrededor.
Estaba en el quinto piso.
Ni siquiera allí había habido fuego realmente, pero los
montones de cenizas empapadas, los revestimientos quemados y
desprendidos, las puertas chamuscadas, la negrura de los pasillos
desfigurados y los largos cables del alumbrado deshechos
revelaban que sí había habido mucho calor; un calor cegador,
abrasador, infernal.
El apartamento de los Brand estaba en el sexto piso.
Janet miró hacia arriba una vez más, y hasta sus firmes ojos se
arredraron por un instante.
La escalera había desaparecido. Un fuego embravecido había
barrido sus dos últimos tramos dejándola como el remate de una
chimenea y se había llevado todo lo que encontró a su paso. Lo que
el fuego había rechazado, había caído hacia abajo, taponando el
rellano inferior. No quedaba nada de la escalera, a excepción de los
soportes de hierro, que sobresalían del muro como dientes
irregulares y recortados e indicaban dónde estaban anteriormente
cada uno de los peldaños.
Aún más arriba quedaba una bañera de zinc pegada a un muro
achicharrado y desnudo. El cuarto de baño se había separado de
ella. Quedaban la bañera y sus tuberías retorcidas. Y sobre todo ello
se asomaba el cielo azul como si se tratara de la boca de un
infierno.
Janet se fijó con detenimiento en los soportes de hierro de los
peldaños y valoró su estado con la mirada. El color de su rostro no
cambió, ni tampoco se aceleró su respiración. Se sentía con
fuerzas. Luego, abrazando el muro negro hasta que éste se
desmigajó contra ella, y entrecerrando los ojos para ver únicamente
dónde pisar, ascendió rápidamente por aquellas imponentes
escaleras y llegó al sexto piso.
Luego su fortaleza desapareció, se hundió al pisar sobre algo
blando y se estremeció. Un leve ruido le hizo volver la vista atrás.
Uno de los soportes, que se había aflojado al pisarlo, se movió
y a continuación cayó al vacío. Cayó un gran trecho.
Hasta su falta de aprensión se tambaleó. Pero regresó a ella su
valor sereno, aquella confianza imperturbable que le permitía domar
caballos nerviosos con los que su temerario e insensato hermano no
conseguía nada.
Janet reafirmó lentamente sus pisadas, afianzándolas sobre
algo blando. Aplastados en la mugre achicharrada del suelo de
cemento, producida por los pies de los bomberos, yacían los restos
de un abrigo de cebellina que, al contacto con su pisadas, exhibió
una veta de su forro sonrosado. Un paso más allá, sus pies se
hundieron en un montón de trapos negros, en apariencia arrojados a
toda prisa por alguien que huyera precipitadamente, a través de
cuyos pliegues relucían ligeramente unas fiorituras doradas y un par
de cierres engastados.
Janet permaneció inmóvil durante un instante en lo que había
sido el corazón del incendio. La explosión del horno había tronado
en aquel pasillo otrora conocido, dejando un desconchón calcinado
medio relleno y anegado de cenizas en todo su contorno. No
obstante, su camino pasaba por él.
Avanzó a trompicones con la cabeza inclinada. Sin duda, el
apartamento de los Brand estaba justamente aquí, a la izquierda,
cerca del arranque de la escalera. Pero no era capaz de reconocer
nada.
Hizo una breve parada ante una cavidad enorme que en otro
tiempo había sido una entrada, y se asomó a través de ella a lo que
anteriormente era un dormitorio. El fuego había barrido todo a su
paso. Si allí hubo antes suelo, paredes, techo y mobiliario, había
desaparecido todo dejando un agujero chamuscado con forma de
huevo. De sus estanterías laterales habían caído en el charco
central tres fragmentos de hierro retorcido: era todo lo que quedaba
de la cama.
¿Era esto el apartamento de los Brand?
Janet pasó y se asomó a través de la siguiente entrada. Aquí
las llamas no habían atacado con tanta furia. Todavía quedaba allí
algo parecido a una habitación, pero contraída como una momia y
dispuesta a desmoronarse al primer roce. Debía de haber sido la
alcoba de un criado. Quedaba todavía el esbozo del arcón con
cajones y la cama, pero reducidos a cenizas. De unas perchas que
había en la pared colgaban espectros de vestidos y sombreros,
como si hubieran atraído el hollín. Sobre el arcón con cajones
descansaba la efigie de una palmatoria coronada por un
matacandelas.
Sí, era el apartamento de los Brand. La puerta exterior y el
pequeño vestíbulo habían quedado eliminados, y ella se encontraba
en su interior. Evidentemente, aquello había sido el salón. Aquí
había indicios de una contienda atroz, como si la habitación se
hubiera defendido de su cita con la muerte y únicamente hubiera
quedado sometida a ella tras un espantoso combate.
El papel colgaba de la pared hecho jirones. Había restos de
mobiliario desperdigados en todas direcciones. La puerta había
desaparecido. Las ventanas habían desaparecido. La biblioteca
había desaparecido sin dejar rastro, pero los libros que contuviera
habían quedado dispersos por toda la habitación al derrumbarse, y
yacían en su mayoría sin chamuscar, desordenados, unos sobre
otros. Entre los libros se agazapaba una desesperada maraña de
alambres: era lo único que quedaba del piano de cola de Cuckoo.
Los cuadros habían saltado con furia desde las paredes para
sumarse a la contienda. Unas cuantas piezas doradas
desparramadas, como si hubieran sido desgarradas por la mitad con
unas tenazas, exhibían su destino. El horror se cernía sobre aquel
lugar como si se tratara del cuerpo de alguien que hubiera luchado
por defender su vida y hubiera muerto torturado, a quien la
devastación no hubiera tenido tiempo de mutilar hasta dejarlo
irreconocible.
¿Es que había cambiado el viento y el demonio del fuego se
había visto obligado a obedecerlo y a dejar a medias sus estragos?
Sí, el viento debió de cambiar, ya que un poco más allá del pasillo
Janet llegó al tocador de Cuckoo.
La puerta se había desplomado hacia dentro y, por obra de
algún milagro, la fuerza de las llamas se había precipitado por el
pasillo dejándola incluso sin quemar. Janet entró en aquella salita
pasando por encima de la puerta y quedó atónita.
El fuego no había afectado al otro lado. Todo aquí estaba
intacto, inalterado. El gato de porcelana amarilla con su cuello
inmensamente largo continuaba sentado en su escabel de felpa
sobre la alfombra de la chimenea. Había una revista de moda
abierta en el sofá, donde Cuckoo la había dejado. En todas las
mesas había fotografías de Cuckoo en las que sonreía en distintas
actitudes. Aquella habitación chillona, con sus revestimientos
damasquinados, no presentaba ningún rastro de humo, ni siquiera
de calor, a excepción de que las dos palmas de los jarrones y las
hortensias de la chimenea se habían marchitado, y en la jaula
dorada de la ventana había una forma diminuta e inmóvil con las
alas extendidas que de buena gana habría escapado volando.
Durante un instante Janet se olvidó de todo menos del
camachuelo; el camachuelo cantarín que el Mono Brand le había
regalado a su esposa. Corrió hasta la jaula chocando contra las
palmas, que hicieron un frufrú seco a su paso, y se inclinó sobre el
pajarillo.
—Bully —dijo—. ¡Bully!
Aquel era el nombre que, tras pensarlo mucho, el Mono Brand
le había dado.
Pero Bully no se movía. Estaba apretujado contra los barrotes
de su pagoda china, con la cabeza hacia atrás y el pico abierto.
Había conocido el miedo antes de morir.
Janet recordó de repente el pánico que alguien más estaba
sufriendo, a quien se aproximaba la muerte, y se apartó de la
ventana con rapidez.
El extraordinario retrato de Cuckoo pintado por De Rivaz sonrió
a Janet desde la pared con todo su vulgar y audaz encanto. Los ojos
azules, severos y calculadores, que tan despiadadamente se
permitían mirar desde las alturas amparados en su posición social,
habían sido retratados también despiadamente. El delicado toque de
colorete en las mejillas y de carmín en los labios había sido
representado con toda fidelidad. Las manos plebeyas y con las uñas
bien arregladas eran de Cuckoo y de nadie más que Cuckoo. El
cuadro era un insulto intencionado, salvo a los ojos del Mono Brand,
que veía en él el reflejo imperfecto e inadecuado, pero en todo caso
reflejo, de la única criatura para la que, en su vida dedicada a
amasar dinero, había encontrado tiempo de amar.
Janet nunca había podido mantener fija la mirada en él, y
apartó la vista.
Exactamente debajo del cuadro se encontraba el bargueño
italiano, con sus figurillas de marfil insertas en el ébano. Estaba
intacto, como se temía Cuckoo. La sirena todavía cabalgaba
plácidamente sobre una ballena embridada, en medio de un mar con
una bandada de colas de delfín que sobresalían de él.
Janet introdujo la llave en la cerradura y después,
instintivamente, se volvió para cerrar la puerta. Pero la puerta
estaba tirada en el suelo. Se asomó a hurtadillas al pasillo y
escuchó.
En algún lugar fuera del alcance de la vista se oían voces. Las
voces humanas parecían curiosamente fuera de lugar en esta tumba
cenicienta. Las voces se aproximaron. Encorvado, tras doblar la
esquina, apareció un hombre alto y de complexión fuerte al que
seguía otro hombre más bajo y más menudo.
—Los suelos tienen cemento; todo está bien —dijo el primer
hombre.
Janet retrocedió de nuevo hacia la habitación para esperar a
que hubieran pasado. Pero no tenían ninguna prisa. Ambos se
asomaron a la habitación y, al verla, continuaron.
—Aquí tiene una de las consecuencias más extraordinarias del
fuego —dijo el hombre más grande, deteniéndose junto a la
siguiente entrada—. Antes esto era un salón. Si quiere pintar un
cuadro realista, aquí tiene el tema.
—Preferiría pintar un ángel en la boca del infierno —dijo con
elocuencia el más joven, apoyando su delicada mano de artista
contra la jamba de la puerta calcinada—. ¿Cree usted, Vanbrunt,
que éste es un lugar seguro para que los ángeles sin alas merodeen
solos? Usted dice que los suelos son firmes, ¿pero lo son?
Stephen Vanbrunt reflexionó un instante.
A continuación, regresó a la habitación donde estaba Janet. No
entró, sino que se detuvo en la entrada, ocupándola casi toda: era
un hombre alto, de complexión fuerte y aspecto en modo alguno
juvenil, con las cejas greñudas, un rostro adusto y afeitado y una
mandíbula prominente. En las minas de Yorkshire o en el patio de
un picapedrero pueden verse a diario rostros y figuras así.
El millonario se despojó de su sombrero con una mano grande
y ennegrecida y le dijo a Janet:
—¿Puedo confiar en que los hombres de salvamento le hayan
advertido de que los pasillos de su derecha no son seguros?
El hombre señaló hacia el camino por el que había accedido
ella. Resultaba evidente que para él suponía todo un esfuerzo
dirigirse a ella. Era un hombre tímido.
Tenía una voz profunda y delicada. Parecía traslucir la misma
impresión de fortaleza que una ola apacible nos da del mar.
Permanecía con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, una
figura austera e inmensa, no carente de cierta dignidad. Y cuando
Janet miró, en las estrechas y miopes hendiduras de sus ojos sólo
hubo sitio para que resplandeciera una bondad severa. Los niños y
los perros siempre se iban derechos hacia Stephen.
Como Janet no respondía, volvió a decir:
—Estoy convencido de que no tratará de recorrer el pasillo de
su derecha. No es seguro.
—No —dijo Janet, y recordó las instrucciones que le había dado
Cuckoo—. Sólo he venido a ver si el cuadro de la señora Brand
pintado por De Rivaz está a salvo.
—Aquí está el propio De Rivaz —dijo Stephen—. ¿Podemos
pasar a verlo un momento? Me temo que anoche entré sin permiso,
con el inspector de policía.
—Pasen —dijo Janet.
El pintor entró y miró el cuadro.
—Está bien —dijo con indiferencia—. Ni un solo resto de humo.
Pero —añadió, mirando detenidamente a Janet—, si el señor Brand
lo desea, enviaré a un hombre de confianza para que lo barnice de
nuevo.
—Gracias —dijo Janet.
—Aquí tiene mi tarjeta —prosiguió, mientras continuaba
mirándola.
—Gracias —repitió Janet preguntándose adonde irían.
—Usted, claro, será pariente de los Brand —continuó a la
desesperada.
—Soy una amiga.
—Vendré y veré al señor Brand para hablar del cuadro —
continuó el joven, tartamudeando—. ¿Puedo pedirle que tenga la
amabilidad de hacérselo saber?
—Se lo diré —dijo Janet; y empalideció.
Mientras aquel hombre fabricaba la conversación, Cuckoo se
moría; se moría esperando con la mirada puesta en la puerta. Janet
se dirigió instintivamente a Stephen en busca de ayuda.
Pero él se había olvidado de ella. Miraba atentamente el pájaro
muerto en la jaula y tocaba su pulcra cabeza con un dedo largo y
delicado.
—De buena te has librado, amigo —dijo, hablando para sí—.
No es bueno asustarse, pero fue una agonía breve. Y ya ha pasado.
No volverás a tener miedo. De buena te has librado. Se acabaron
los barrotes de la prisión. Se acabó el extender para volar unas alas
que no volarían nunca. Se acabaron los años de servidumbre ante
los antojos de una mujer cruel. De buena te has librado.
Levantó la vista y se encontró con los ojos de Janet.
—Somos unos intrusos —dijo en el acto—. Nos hemos
aprovechado miserablemente de su amabilidad al dejarnos entrar.
De Rivaz, le mostraré un telón de fondo para su próximo cuadro que
hay unos cuantos metros más allá. El señor Brand me conoce —
continuó, mientras sacaba él también una tarjeta—. Hacemos
negocios juntos. Es mi inquilino aquí. ¿Tendría la amabilidad de
decirle que me atreví a traer al señor De Rivaz a las ruinas de este
apartamento para que hiciera un boceto de los efectos del fuego?
—Se lo diré —dijo Janet atendiendo sólo a medias y colocando
la tarjeta detrás de la de De Rivaz. ¿Es que no se iban a marchar
nunca?
Lo hicieron de inmediato, mientras Stephen urgía la marcha del
pintor.
Una vez en la habitación contigua, De Rivaz se apoyó contra la
pared ennegrecida y dijo con la voz quebrada:
—¿La ha visto, Vanbrunt?
—Claro que la he visto.
—Pues tengo que pintarla. Debo conocerla. Volveré y le
preguntaré si quiere posar para mí.
—No va a hacer nada semejante. Se aplicará usted
inmediatamente a esta escena de desolación, o de lo contrario le
sacaré de aquí. Fíjese en este osario. ¡Menudos demonios
enfurecidos se han desatado aquí! Es la envidia hecha patente. ¿De
qué sirve un pintor realista como usted, que puede extraer todo el
romanticismo de la vida, cuando la existencia misma se vuelve tan
prosaica como una ristra de cebollas? ¿De qué sirve que una
desdichada lombriz como usted haga uno de esos horribles retratos
suyos de ese rostro hermoso e inocente?
—Si sobrevivo, la pintaré —dijo De Rivaz lanzando una mirada
desafiante a su amigo—. Reconozco la belleza cuando la veo.
—No, no la reconoce. Lo ve usted todo feo, incluso la belleza
de un orden superior. Piense en el retrato que ha hecho de mí.
Ambos se rieron.
—La pintaré —dijo De Rivaz—. La mitad de la belleza de las
denominadas mujeres hermosas me repugna a causa del alma
sórdida o frívola que esconden. Pero pintaré un cuadro de esa mujer
que mostrará al mundo, incluidos los escépticos rinocerontes
camuflados como usted, Vanbrunt, que puedo hacer resplandecer la
belleza del alma incluso a través de un rostro hermoso, del mismo
modo que he hecho resplandecer almas mezquinas a través de
rostros adorables. Me enamoraré terriblemente de ella mientras lo
hago, pero es inevitable. Y el cuadro nos hará famosos a ella y a mí.
CAPÍTULO VII

Dock wenn du sagst, «Ich liebe dich»,


Dann muss Ich weinen bitterlich.

Janet prestó atención a cómo se alejaban los pasos, y a


continuación voló hacia el bargueño.
La llave no giraba, y durante un horrible instante, mientras
tiraba de él con torpeza, temió no ser capaz de abrirlo. Toda su vida,
Janet había tenido grandes dificultades con todo lo relacionado con
una manipulación cuidadosa, exceptuando el bocado de un caballo.
Si una cerradura se resistía, empleaba la fuerza, por lo general,
violentándola; si la bisagra de una puerta se rompía, la machacaba.
Pero en esta ocasión, contrariamente a su experiencia habitual, la
cerradura giró al fin y el frontal del bargueño, con sus delfines,
sirena y todo, se abalanzó hacia ella de repente, descubriendo en su
seno una doble hilera de cajones de ébano, todos ellos con
exquisitas incrustaciones de marfil, y todos con su diminuta
cerradura de plata apergaminada.
Desde una zona húmeda del techo había goteado algo de agua
sobre el bargueño, y algunas gotas habían penetrado en los cajones
del interior, oxidando la plata del cajón más bajo: el de la izquierda.
Janet introdujo en él la llave. Giró con facilidad, pero el cajón se
resistía. Se abrió un poco y después se atascó. Estaba bastante
lleno. Janet dio otro tirón y el cajón estrecho y poco profundo salió;
con dificultad pero, al fin, salió.
Encima, dobladas cuidadosamente, había algunas indicaciones
escritas para hacer labores. Cuckoo jamás bordaba. Janet las
levantó y miró debajo. ¿Dónde estaba el paquete atado con cabello?
No se veía por ninguna parte. Había una serie de cartas atadas con
holgura. ¿Serían esas? Evidentemente, nadie las había tocado
desde hacía mucho tiempo, ya que se habían depositado en ellas la
mugre y la niebla del aire de Londres. Janet secó con su pañuelo la
que cubría el montón y aparecieron con claridad unas cuantas
palabras: «Cariño mío. Mi tesoro». Su pañuelo había tocado algo
suelto en la esquina del cajón. ¿Pudo este rizo oscuro y apolillado
haber sido en otro tiempo el cabello rubio de Cuckoo? Incluso
mientras lo miraba, salió de él una polilla arrastrándose lentamente
sobre la superficie de la carta y abriendo sus alas en desuso. Se
arrastró sobre la plata apergaminada y herrumbrosa y echó a volar
por la habitación.
Sí. Aquellas debían de ser las cartas. En otro tiempo estuvieron
atadas, pero la polilla había devorado el lazo. Las cogió con mucho
cuidado. Había una buena pila. Las amontonó todas mientras
pensaba; volvió a mirar detrás del cajón para asegurarse y encontró
algunas más con un corazoncillo dorado y herrumbroso en su
interior. Luego volvió a colocar en su sitio las indicaciones para el
bordado, empujó el cajón, que en un principio volvió a resistirse pero
después regresó a su lugar, lo cerró, extrajo la llave, cerró con ella el
bargueño y tiró la llave a través del cristal roto de una ventana. Vio
cómo daba contra el tejado de más abajo y se deslizaba hasta llegar
al escondite seguro de un canalón.
A continuación apartó las hortensias marchitas que había en la
chimenea y puso las cartas sobre la rejilla vacía. Una vez más, fue
hasta la puerta y prestó atención. Todo estaba bastante tranquilo.
Regresó. Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía del
Mono Brand sonriendo con suficiencia a través del cristal
resquebrajado. Tras ella había una caja de cerillas de plata que
tenía un cerdo grabado y llevaba escrita la palabra «Ráscame». A
Cuckoo le gustaba todo lo que ella calificaba de pintoresco.
Janet encendió una cerilla, se arrodilló y la aproximó a la pila de
cartas.
Pero las cartas de amor nunca arden con facilidad. Quizá es así
porque han atravesado las llamas de la vida y, después de ello,
ningún fuego más débil puede prender en ellas con rapidez. El fuego
se acobardó, una tras otra las cerillas se acababan, y una tras otra
las llamas vacilaban y se negaban a penetrar en las cartas.
Tras perder algún tiempo en diversas tentativas exactamente
similares, pese a que un solo fracaso habría sido suficiente, Janet
abrió y arrugó algunas de las cartas para favorecer que el aire
penetrara en ellas. La caligrafía le resultaba curiosamente familiar.
Reparó en aquel hecho sin reflexionar sobre él. Luego, esparció el
resto de las cartas sobre la cima de las arrugadas y volvió a prender
fuego a la pila.
Ahora sí comenzó el fuego. Ardió con ferocidad, derribando
sobre sí mismo las cartas de la parte de arriba, que cayeron al
corazón de aquel incendio en miniatura del mismo modo que la
escalera debía de haber caído sobre los escalones de más abajo en
la gran conflagración del día anterior. ¡Qué familiar le resultaba
aquella caligrafía! ¡Cómo resplandecían algunas de las frases, como
si estuvieran escritas con fuego sobre papel negro!: «Un amor como
el nuestro jamás puede apagarse». Las palabras se iban
desvaneciendo al instante a medida que las cartas moribundas
abandonaban el fantasma... el fantasma del amor muerto. Janet
observaba fascinada. Cayó otra carta, abriéndose mientras lo hacía
y dejando escapar una fotografía. El rostro de Fred al completo miró
a Janet durante un instante desde las pequeñas llamas rapaces que
lo lamían. Janet retrocedió temblorosa, sobrecogida de súbito.
¡El rostro de Fred! ¡La caligrafía de Fred!
Temblaba tanto que no se dio cuenta que el humo había dejado
de ascender por la chimenea y estaba inundando la habitación.
Aparentemente, la chimenea estaba obstruida más arriba.
Janet estaba tan paralizada que tampoco reparó en las leves
pisadas que se oyeron en el pasillo ni en la figura de la entrada. No
era de esas personas que vigilan su espalda. El pintor, alarmado por
el humo, se detuvo un instante, pincel en mano, mirándola fijamente.
A continuación, aquella mirada descansó sobre los papeles
humeantes de la rejilla y se retiró sin hacer ruido.
Ya se había extinguido. El segundo incendio se había
extinguido. ¡Qué pasiones tan violentas se habían consumido en él!
Aquel incendio minúsculo de la rejilla le pareció a Janet de un horror
más malvado que la atroz escena de los destrozos de la habitación
contigua. Se arrodilló y separó las zonas más calientes de la
pequeña fogata. No quedaba ningún pedazo de papel. Ya estaba
hecho.
Luego reparó en el humo y su corazón se paralizó.
Empujó la ceniza con la mano hacia la parte trasera de la rejilla,
volvió a colocar las hortensias en la chimenea y corrió hacia la
ventana. Pero la carpintería se había deformado por el calor. No se
abría. Perdió el tiempo tratando de forzarla, después rompió el
cristal y dejó que corriera el aire. Pero el aire únicamente llevó el
humo hasta el pasillo. Parecía un mal sueño. Asió la puerta abatida
y trató de levantarla. Pero era demasiado pesada para ella.
Se detuvo jadeante y observó el humo delator encresparse
levemente al atravesar la entrada.
Más ruido de pasos en el pasillo.
Fue a toda prisa hacia la habitación contigua y se detuvo en la
entrada. El ascensorista avanzaba con cautela, acompañado por un
joven despierto y con gafas, cuaderno en mano.
El ascensorista exhibía el gesto avergonzado de alguien cuyo
sentido del deber hubiera sucumbido ante una propina demasiado
generosa. El joven ostentaba los modales resueltos de alguien que
se proponía hacer valer su dinero.
—¿Dónde estamos ahora? —dijo, garabateando
desesperadamente mientras sus gafas se orientaban en todas
direcciones a la vez—. No me gusta este humo. ¿Puede estar
encendido todavía este espantoso lugar?
Pero el ascensorista había visto a Janet, y el hecho de haberla
visto no fue, evidentemente, bien recibido.
—El suelo no es seguro ahí —dijo turbado—. Hay muchos más
daños que ver en el ala izquierda.
—¿Sí? —dijo el joven con sequedad—. Iremos allí después —y
continuó ojeando y garabateando.
Una voz lejana gritó imperiosamente:
—Número Dos, ¿de dónde viene ese humo?
Se oyó el ruido de unas pisadas fuertes y apresuradas en el
piso superior.
En un instante, el joven y el ascensorista habían desaparecido
doblando la esquina.
Janet corrió por el pasillo negro por el que habían venido,
chocando casi, con las prisas, con el pintor, al que no había visto.
Salió volando hacia el vestíbulo del rellano, orientándose mediante
el instinto por el en otro tiempo familiar camino. Aquí estaba, por fin.
Se detuvo un instante junto al hueco del ascensor y después anduvo
lentamente hacia el arranque de la escalera de hierro exterior.
Un policía hablaba con severidad a una mujer baja y corpulenta,
mal vestida y de aspecto decidido, que llevaba el sello,
inconfundible, de aquellos cuyo deseo insaciable consiste en estar
allí donde su presencia no es deseada, incluso donde es reprobada.
—Unicamente se permite el paso a las damas y caballeros con
autorización —decía el policía.
—Pero, ¿cómo puedo conseguir una autorización?
—No lo sé con exactitud —dijo el policía prudentemente—, pero
sé que debe estar firmado por el señor Vanbrunt o el señor Brown.
—Soy la duquesa de Quorn, y soy amiga íntima del señor
Vanbrunt.
Janet sobrepasó a la pareja con el corazón acelerado. Pero,
según parecía, no había restricciones para la salida de personas,
sino únicamente para aquellos que trataran de entrar. El policía le
dejó paso de inmediato y ella se marchó sin que le dijeran nada.

En la sala de billar, el tiempo se agotaba; de manera obvia.


Había llegado el niño con su niñera, procedentes de la campiña.
El Mono Brand lo tomó entre sus brazos en la puerta y se arrodilló
con él junto a Cuckoo.
—Arty ha venido a decir buenos días a mami —dijo con la voz
ahogada y en un tono supuestamente jovial.
Cuckoo miró al niño desaforadamente durante un instante,
mientras aquella carita sonriente se mantuvo en el radio de alcance
de su mirada, que se iba apagando. Permitió que aquella mejilla
lozana y florida tocara la suya, pero a continuación le susurró a su
marido:
—Llévatelo. Quiero que estés sólo tú.
Llevó de nuevo a Arty con su niñera, lo estrechó con fuerza y se
lo devolvió.
Ambos esperaron en silencio a que todo sucediera.
—No te arrodilles, Arthur —dijo Cuckoo por fin—. Te cansarás
mucho.
Obediente, acercó una banqueta y se agachó, encorvado,
sosteniendo la mano fría de Cuckoo entre las suyas.
—¿Hay alguien en la puerta? —preguntó tras una eternidad de
silencio.
—Nadie, querida; estamos solos.
—Me gustaría ver a Janet para decirle adiós.
—¿Quieres que vaya a buscarla?
—No. Quise que fuera a ver si mi cuadro estaba realmente
intacto. Es todo lo que tendrás para recordarme. Ella vendrá y me lo
dirá en persona.
—No quiero ningún cuadro tuyo, Cuckoo.
Otro silencio.
—No puedo esperar mucho más —dijo Cuckoo sin aliento; pero
él la oyó—. ¿Estás seguro de que no hay nadie en la puerta, Arthur?
—Nadie.
De nuevo, silencio.
—Pídele a Dios que se apiade de mí —dijo Cuckoo débilmente
—. ¿No viene alguien ahora?
—Nadie.
—Pídele a Dios que se apiade de nosotros dos —volvió a decir
Cuckoo—. Reza en voz alta, que yo te oiga.
Pero, según parecía, el Mono Brand no podía rezar en voz alta.
—Di algo para que pase el tiempo —susurró ella.
—El Señor es mi pastor —dijo el Mono Brand con la voz
entrecortada mientras su mente pasaba revista a treinta años—,
nada me falta. Hacia las aguas del reposo me conduce y...
—Me parece que oigo pasos —interrumpió Cuckoo.
—Hacia las aguas del reposo me conduce. Aunque pase —la
voz se quebró—, aunque pase por valle tenebroso...
—Ahora viene alguien —dijo Cuckoo con una voz frágil y
aguda.
—Es Janet.
—No puedo verla bien. Dile que se acerque más.
El le hizo una seña a Janet.
—Ahora la veo —dijo Cuckoo con la ceguera de la muerte en
sus ojos muy abiertos, que miraban ausentes a un lugar en que no
estaba Janet—. Al menos, veo a alguien. ¿No se está llevando la
mano a la frente?
—Sí.
Las últimas lágrimas que Cuckoo estaba destinada a verter
permanecieron en sus ojos ciegos.
—Adiós, querida Janet —dijo con un grito ahogado.
—Adiós, Cuckoo.
—Dile que se vaya. ¿Se ha ido ya, Arthur?
—Sí, querida.
—Yo también tengo que irme. No sé cómo dejarte, pero tengo
que hacerlo. No te veo, pero estás conmigo en la oscuridad.
Cógeme en tus brazos y déjame morir en ellos. ¿Eso es tu mejilla
contra la mía? ¡Qué fría está! Acerca tus queridas manos a mi cara
para que yo también pueda besarlas. Han sido unas manos
amables, unas manos muy amables conmigo. ¡Cómo tiembla mi
pobre Arthur! Has sido demasiado bueno conmigo, Arthur. Has sido
el único amigo verdadero que he tenido en el mundo. Más que un
padre y una madre para mí. Más que nadie.
—¿Me amaste, pequeña?
—Sí.
—¿Sólo a mí?
El Mono Brand estalló en un desenfreno de lágrimas.
—Perdóname por haber dudado de ti —dijo con voz ronca.
—¿Dudaste alguna vez de mí?
—Sí, en una ocasión. No debería haber dudado. No puedo
perdonármelo. Perdóname, esposa mía.
Cuckoo estaba callada. La muerte se abalanzaba sobre ella y
pesaba sobre su voz y su aliento.
—Di «Arthur, te perdono» —susurró su esposo en la oscuridad.
—Arthur, te perdono —dijo Cuckoo en un sollozo.
Y su cabeza cayó sobre el pecho de él.
CAPÍTULO VIII

¡Pero incluso tú, un hombre de mi rango,


mi compañero, mi amigo íntimo!

Hasta que Janet no estuvo sola, sentada en la habitación de hotel


que había reservado, su aturdida mente no empezó a recuperarse.
No se sentía horrorizada ante el recuerdo de aquella macabra
ascensión al apartamento. No se detenía en la muerte de Cuckoo.
En una angustia sin llanto, Janet se decía una y otra vez:
«¡Cuckoo y Fred! ¡Cuckoo y Fred!».
La impresión había supuesto mucha tensión, y sucumbió a ella.
Permaneció sentada sobre su maleta en medio de la habitación
una hora tras otra, bajo un calor sofocante. La azotaba el sol
vespertino, pero no bajó la persiana. Había un sillón en el rincón,
pero Janet se aferraba inconscientemente a la maleta, puesto que
era el único objeto familiar en un mundo desconocido. Avanzada ya
la tarde, cuando Anne la encontró, Janet todavía seguía sentada
sobre ella, con la mirada fija delante de sí y una taza de té intacta
que le había traído la camarera.
Anne se sentó en la maleta y la rodeó con los brazos.
—Querida mía —dijo—, querida mía.
Y Janet no dijo una palabra, pero escondió su rostro convulso
en el hombro de Anne.
Janet guardaba un recuerdo un tanto confuso de lo que sucedió
a continuación de aquello. Anne disponía y ella obedecía, y hubo
otra travesía en coche de caballos, y ahora estaba sentada en una
alcoba fresca y blanca que conducía a la habitación de Anne; al
menos eso decía Anne. Anne entraba y salía de vez en cuando, la
obligó a beber un vaso de leche y le alisó el cabello con una mano
muy cariñosa. Pero Janet no reaccionaba.
Anne era de aquellas personas que no descuidan las pequeñas
cosas de la vida. Pensaba que Janet sufría una impresión fuerte, y
mandó buscar a la única criatura pequeña que había en la grande y
lóbrega casa de Londres: el vulgar gatito doméstico que pertenecía
a la cocinera.
Anne acercó en silencio el gatito cálido y soñoliento a la mejilla
de Janet. El gato ronroneó al entrar en contacto con ella, y luego se
durmió como un ovillo de consuelo junto a su cuello. El rostro blanco
y tenso se relajó. La caricia amable y la presencia de Anne no
habían obrado aquel efecto, pero el gato sí. Dos grandes lágrimas
rodaron por su piel.
Quizá no sean nuevas la paz, la tranquilidad y el bienestar físico
de sentir una vida pequeña y cálida, dormida, acurrucada contra
uno. Quizá se remonte a la época de la selva, que dejó de ser una
jungla cuando Eva dio a luz en ella a su primogénito. Creo que
cuando Eva escuchó por primera vez el aliento de su niño
durmiendo sobre su pecho debió de olvidarse de todo lo relacionado
con el Jardín del Edén perdido. Después de aquello, las zarzas y las
espinas arañarían ya muy poco.
Más adelante, cuando Anne entró sigilosamente, Janet estaba
dormida con el gatito sobre el hombro.
Una hora después, Anne volvió a entrar con un maravilloso
vestido blanco y se detuvo un instante para mirar a Janet.
Anne no estaba nerviosa, pero un pequeño tumulto la agitaba,
igual que un viento veraniego remueve y ondula toda la superficie de
un estanque profundo. Sabía que vería a Stephen esa noche en la
cena, a la que ya iba con retraso, aunque una larga experiencia le
había enseñado que no servía de nada encontrarse con él, que sin
duda él no le dirigiría la palabra si podía evitarlo; no obstante, esa
certeza de verle provocaba una tenue coloración, que le quemaba
las pálidas mejillas, una luz vacilante en sus ojos graves, un leve
temblor en todo su frágil ser. De pie, en la penumbra, parecía una
mujer en cuyas exquisitas manos habría podido confiar su amor
esquivo y ambiguo hasta un poeta, y mucho más un recio hombre
de negocios como Stephen.
El rostro de Janet, que tan pálido había permanecido, se inundó
de un rojo fuerte. Se agitó inquieta y empezó a decir incoherencias
con la voz quebrada.
—Todo quemado —repetía una y otra vez—. Todo quemado.
No queda nada.
Anne dejó el abanico que tenía en la mano y dio un paso para
aproximarse.
Janet se incorporó de repente, abrió mucho los ojos espantada
y la miró.
—Las he quemado todas, Fred —dijo mirando absorta a Anne
—. Todas. No queda nada. Prometí que lo haría y lo he hecho. Pero,
¡oh!, Fred, ¿cómo fuiste capaz? ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste
hacerlo?
Y estalló en un llanto nervioso.
Anne la cogió del brazo.
—Estás soñando, Janet —dijo—. Despierta. ¡Mira! Estás aquí
conmigo, soy Anne, tu amiga.
Janet se estremeció, y sus párpados se agitaron. Luego miró a
su alrededor, desconcertada, y dijo con un tono de voz más natural:
—No sé dónde estoy. Pensaba que estaba en casa, con Fred.
—He mandado a buscar a tu hermano, y vendrá para llevarte a
casa mañana.
—Ha sucedido algo espantoso —dijo Janet—. Es como una
piedra en mi cabeza. Me aplasta, pero no sé qué es.
Anne miró a Janet con gesto grave, y casi sin darse cuenta se
desabrochó del cuello una cadena fina de la que pendía un pesado
diamante. Le tembló la mano mientras lo hacía. En ese momento no
pensaba en Janet. «No le veré esta noche», se decía a sí misma. Y
la leve coloración de su rostro desapareció, y el torbellino escondido
se extinguió. Una vez más, volvió a tranquilizarse y a ser práctica.
Escribió una nota, ordenó que la entregaran abajo, en el carruaje
que la esperaba, salió rápidamente del vestido blanco largo y suelto
para ponerse una bata y regresó junto a Janet.
Fred llegó a Londres al día siguiente. Hasta su carácter voluble se
vio afectado por la súbita muerte de Cuckoo y por el rostro lánguido
y petrificado de Janet. Pero le parecía que si su hermana debía
enfermar, no podía estar en otro lugar mejor que en aquella mansión
ducal. Un buen montón de amigos de Fred se enteraron de la
enfermedad de Janet y de la amabilidad del duque y la duquesa de
Quorn a lo largo de los días siguientes.
El duque y la duquesa eran verdaderamente amables. La
benevolencia de una criatura tan oprimida e indefensa como el
duque, que no tenía relevancia alguna salvo para los asuntos de la
realeza, en los que sí tenía verdadera influencia, y su amabilidad,
claro está, no tenían ninguna importancia. Pero la duquesa estuvo a
la altura de las circunstancias. Era una de esas mujeres menudas,
rectas, bondadosas, decididas y pretenciosas, de temperamento
imperturbable, cuyos rostros siempre están dispuestos a mirar hacia
arriba, y que pueden hacer feliz vulgarmente a los hombres de clase
media en dificultades, siempre que sean lo bastante pobres como
para conceder a sus esposas libertad de acción con el fin de
desplegar una incesante energía en su favor. Era una femme
incomprise, desorientada. Era de tan buena cuna como su
caballeroso marido, pero era también una de esas zafiedades de la
naturaleza, y en cuanto se desprendió la fina capa dorada de cierta
belleza juvenil, pues a los veinte años había sido un pichón
bullicioso y regordete, su ordinariez innata afloró con obviedad a la
superficie; en realidad, se convirtió en la superficie.

La edad no la marchita,
ni la costumbre agota su infinita vulgaridad.

No había ninguna necesidad de que se esforzara en ello, pero


se esforzaba. Hacía bromas vergonzantes a costa de sus hijos. En
sociedad, se tomaba confianzas cuando debería haber sido
educada, se mostraba abiertamente curiosa cuando debería haber
sido ignorante, o adoptaba gratuitamente un tono confidencial
cuando debería haber sido reservada. Jamás se daba cuenta de la
impresión que producía en los demás. Asediaba a sus disgustados
objetos de atención, es decir, a los jóvenes que fueran un buen
partido o a infinidad de organizaciones benéficas, con la misma falta
de atención a las apariencias y la misma agilidad desgarbada con la
que una gallina vieja se pone en evidencia en ocasiones al perseguir
una mariposa.
Alguien la había apodado «el rulo de vapor», y el apodo le
hacía justicia.
Se enfadó, quizá no sin razón, cuando Anne, en el momento
culminante de la temporada, volvió a casa acompañada de una
extraña y la instaló en una de las habitaciones sobrantes mientras
ella misma se encontraba ausente, hablando a voces en mitad de
una velada musical. Pero cuando al día siguiente vio a Janet
sentada en el salón de Anne con una de las batas de su hija quedó
prendada de ella al instante; fue uno de esos caprichos intensos que
enseguida la llevaban a indagar, a base de preguntas (la duquesa
nunca vacilaba en formular preguntas), en todos los aspectos del
pasado de la víctima, en lo concerniente a enfermedades,
enfermedades de los parientes, sobre todo si eran extrañas y
recónditas, causa de la muerte de los padres, circunstancias
económicas actuales, etcétera.
Janet, cuya constitución fuerte se repuso con rapidez de la
impresión que la había postrado momentáneamente, consideró
naturales e incluso estimulantes aquellos temas de conversación.
Estaba acostumbrada a que afloraran en su propio ambiente.
¿Acaso no le habían preguntado los Smith por la superficie exacta
de su pequeño salón la primera vez que fueron a visitarla a Ivy
Cottage?
La compañía de la duquesa le pareció vagamente agradable y
simpática, un alivio bienvenido para sus lúgubres pensamientos. Y, a
cambio, la duquesa le habló a Janet de un achaque muy doloroso
que sufría el duque, que le afligía simplemente con «oír aludir a él»,
y de todo lo concerniente al millonario de Anne. Cuando, algunos
días después, Janet pudo viajar, la duquesa se separó de ella con
verdadero pesar y le rogó que tras su boda volviera para pasar unos
días con ellos.
Anne parecía haberse alejado de Janet en los últimos días.
Quizá la duquesa la había desplazado. Quizá Anne adivinó que le
habían hablado a Janet de su desdichada relación amorosa. La
sufrida dignidad de Anne mostraba cierto distanciamiento. Su
madre, cuyos designios apenas ocultos sobre Stephen estaban
ahora revestidos únicamente de la imprudencia de la desesperación,
le hizo la vida casi insoportable en aquel momento, y la convirtió en
una mortificación constante para su refinamiento y orgullo. Se
encerró en sí misma. Y quizá Anne también se avergonzaba de
saber algo, que había conocido accidentalmente cuando Janet
deliraba, relacionado con la quema de unos papeles que ésta
ocultaba y que, según podía comprobar Anne, la estaban
trastornando aún más que la súbita muerte de la señora Brand.
Fred se hizo cargo de su hermana de manera efusiva, una vez
que Janet se encontró lo bastante bien como para viajar. Estuvo
muy callada durante todo el camino a casa. Se había vuelto tímida
con su hermano, se sentía deprimida en su compañía. Ella siempre
había sabido que existía el mal en el mundo, pero había conseguido
hacer compatible de algún modo esa certeza con la reconfortante
convicción de que las pocas personas que le importaban eran
«diferentes». No veía nada más que lo que sucedía ante sus propios
ojos, y sólo si sus ojos eran dirigidos a la fuerza en esa dirección.
Sabía que Fred bebía sólo porque le había visto borracho. Las
manos temblorosas, los nervios desquiciados y el carácter débil y
violento, signos de alcoholismo cuando estaba sobrio, no existían
para ella. Los evitaba con el razonamiento de que Fred era así. La
causa y el efecto no existían para Janet. Y aquellos para quienes
éstos no existen, sufren impresiones muy fuertes.
¡Su amiga Cuckoo y su hermano Fred!
El espanto de aquel recuerdo no la abandonó un instante
durante aquellos días. No podía reflexionar sobre ello. Sólo podía
sobrellevarlo en silencio.
La pobre Janet no se daba cuenta ni siquiera ahora de que la
única razón por la que Cuckoo había entablado amistad con ella fue
con el fin de ocultar su relación íntima con Fred. Aquella mujer dura
y supuestamente elegante no se habría interesado mucho por ella
en primera instancia, por una persona tan poco elegante como
Janet, de no haber contado con alguna razón poderosa; si bien no
cabía duda de que al final se había encariñado con Janet por ser
como era. Y aquel afecto auténtico por la hermana había
sobrevivido a la ruptura con el hermano.
El carruaje esperaba a Fred y Janet en Mudbury, y cuando
avanzaban entre la polvareda por aquellos apacibles senderos
campestres Janet exhaló un largo suspiro.
—No debes tomarte tan a pecho la muerte de la señora Brand
—dijo por fin Fred, que tampoco había dejado de guardar silencio
durante la mayor parte del trayecto.
Janet no respondió.
—Todos tenemos que morirnos algún día —prosiguió Fred—.
Es ley de vida. Yo no apreciaba tanto como tú a la señora Brand,
Janet. No me gustaba; pero, aún así, cuando me enteré de la
noticia...
—Yo la adoraba —dijo Janet con la voz quebrada—. Habría
hecho cualquier cosa por ella.
—Tienes que sobreponerte —dijo Fred— y tratar de ver la parte
positiva. Eso era precisamente lo que decía el duque ayer cuando
llamé para darle las gracias. El tenía tanta prisa que apenas tenía un
momento que perder, pero me quedé encantado. Nada de darse
aires ni gastar labia, y sin embargo es un perfecto caballero. Le
volveré a llamar la próxima vez que venga a Londres. No olvidaré lo
amable que ha sido contigo.
Una vez más, no hubo respuesta.
—Tienes la obligación de animarte —continuó Fred—. George
va a venir a verte mañana por la mañana.
—Yo creo, Fred, ¿no te parece —dijo Janet de repente— que
George es bueno? Quiero decir... realmente bueno.
—Está muy bien —dijo Fred—. No es precisamente generoso.
No debes olvidarte de eso, Janet. O mucho me equivoco, o te
parecerá un poco roñoso.
Janet estaba demasiado aturdida para reparar en lo que
presagiaba el descubrimiento realizado por Fred sobre la tacañería
de George.
Silencio de nuevo.
Estaban llegando a casa. Las luces de Ivy Cottage titilaban a
través del anochecer violáceo. Janet las miró sin fijarse en ellas.
¡Su amiga Cuckoo y su hermano Fred!
—Supongo, Janet —dijo Fred de repente—, que no fuiste capaz
de preguntarle a la señora Brand... No, claro que no... Pero quizá
pudiste decir una palabra en mi favor a Brand acerca de... de que
esperara para recuperar su dinero.
—Jamás les dije nada a ninguno de los dos —dijo Janet—.
Nunca volví a pensar en ello. Lo olvidé por completo.
CAPÍTULO IX

Sí, ambos ganarán y perderán con el otro


hasta que se derrumben las paredes mismas de su tumba.
W. E. HENLEY

Era una noche veraniega, calurosa y serena, seis semanas


después, hacia finales de julio. A través de las ventanas abiertas de
una casa en Hamilton Gardens se escuchaba una voz angelical en
la sonora velada: «Ella no acude a mí a mediodía, con las rosas... /
La luz del día es radiante en exceso. / No me entrega su alma hasta
que descansa / del trabajo y el juego. / Mas cuando la noche se alza
sobre las colinas y llegan / con el oleaje sonoras voces, / a la luz de
las estrellas, las velas y los sueños / ella acude a mí».
Stephen estaba sentado a solas en Hamilton Gardens; dibujaba
una figura inmensa bajo un farolillo, que dirigía una luz
inconveniente sobre su rostro adusto y sus pobladas cejas, y
proyectaba sobre la hierba la enorme y grotesca sombra del gran
capitalista.
No sé qué estaría pensando mientras escuchaba sentado
aquella canción, golpeteando con lo que sólo por cortesía podría
calificarse como un dedito. ¿Experimentaba una punzada pasajera
de lirismo? ¿Ocupaba el dinero sus pensamientos? Su rostro
imperturbable no delataba nada. ¿Cuándo delataba algo?
No le dejaron solo mucho tiempo. Unas figuras, dos y dos, se
aproximaban paseando por los jardines medio iluminados. La prosa
se precipitó sobre él con la forma de un cuerpo fornido embutido en
satén gris que avanzaba hacia él pesadamente pero con decisión.
La duquesa no temía a Dios ni a los hombres, pero si
hubiéramos podido concebir el miedo en ella, sería hacia aquel
personaje circunspecto y, no obstante, elusivo, al que anhelaba
poder llamar su yerno. Se sentó junto a él con nerviosismo y
resolución en la mirada.
—A la luz de las estrellas, las velas y los sueños ella acude a
mí —dijo Stephen para sí con una sonrisa de sorna—. También a la
luz del día, con el mediodía y con las rosas, y cuando trabajo y
juego. En definitiva, acude a mí en todo momento.
—¡Una noche perfecta! —dijo la duquesa.
—Perfecta.
—¡Y qué bonita es esa canción!
—Muy bonita.
—No sabía que le interesara la poesía.
—No me interesa.
Stephen incorporaba a otras notables cualidades la de ser un
mentiroso muy bueno y dueño de sí mismo. Los caballeros lo
consideraban incluso franco en los negocios, y los hombres de
negocios alguien absurdamente puritano. Pero para algunos, y la
duquesa era una de esas excepciones, jamás decía la verdad. Él
solía decir que no pensaba rendir cuentas por las mentiras que
contara, ni en este mundo ni en el venidero; y que nunca le
enviarían la factura, si es que la había. Contaba, sin duda, con el
valor de sus convicciones.
—Quiero que reflexiones dos veces sobre la decepción que nos
has ocasionado al no venir con nosotros a Escocia este otoño. El
duque estaba verdaderamente ofendido. Él contaba con que
vinieras.
Stephen no respondió. Tenía una colosal capacidad para
guardar silencio cuando le venía bien. Apreciaba al duque desde
hacía varios años, antes de haber conocido a su familia. Los dos
hombres se habían reunido con frecuencia por cuestiones de
negocios, se entendían muy bien, y casi habían trabado amistad,
cuando intervino la duquesa para ejercer su «feroz oficio». Desde
entonces, una sombra de cortesía distante había teñido los modales
del duque con Stephen, y este hombre que se había hecho a sí
mismo, susceptible a todo aquello que señalara la diferencia de
clase, se apartó instintivamente de él. Sin embargo, si Stephen lo
hubiera sabido..., el cambio en los modales del duque se debía sólo
a la sospecha implícita que un padre siente en ocasiones hacia el
hombre que, cree, quiere birlarle a su hija predilecta, por idóneo que
sea.
—Todos estamos decepcionados —prosiguió la duquesa, y no
le falló su capacidad para golpear en lo más vivo, puesto que su
víctima se estremeció de forma imperceptible. Ella continuaba—: No
lo piense dos veces, señor Vanbrunt. Si viera Larinnen en otoño... El
otoño da unos matices, ya sabe... Y sin ninguna fiesta. Sólo
nosotros. Veo en su cara que es usted un amante de la naturaleza.
—Detesto la naturaleza —dijo Stephen—. Me aburre. Me aburro
con facilidad.
Estaba deseando huir de Londres, sumir su alma en la
amabilidad de algunos bosques solitarios que conocía, recogidos,
como él; en donde quizá la tensión de su espíritu dolorido se relajara
un poco, donde pudiera tumbarse a la sombra durante horas,
escuchar correr el agua y olvidarse de que era un millonario soltero,
de mediana edad, a quien una criatura brillante y exquisita no podía
amar por él mismo.
—Cuando dije que nada de fiestas, no me refería a solos —dijo
la duquesa respirando con fuerza, puesto que un ataque frontal
suele realizarse también cuesta arriba—. Unos cuantos amigos
divertidos. ¡Qué razón tiene! Nunca vemos lo suficiente a nuestros
verdaderos amigos. Anne suele decirlo. Ayer, sin ir más lejos,
mientras hablábamos de usted me dijo...
Los dos mentirosos se vieron interrumpidos por el avance de
Anne y De Rivaz hacia ellos. Aparecieron en silencio atravesando la
hierba en sombra hasta adentrarse en el pequeño anillo de luz
proyectado por el farolillo.
De Rivaz estaba ostensiblemente nervioso. Su rostro extenuado
y cínico presentaba un aspecto juvenil bajo aquella luz estridente.
—Duquesa —dijo—, acabo de enterarme por casualidad, a
través de Lady Anne, de que la deidad desconocida por la que estoy
revolviendo cielo y tierra, con el fin de pintarla, estaba en realidad
bajo su techo, y que usted se propone pedirle que lo haga de nuevo.
—El señor De Rivaz se refiere a Janet Black —dijo Anne a su
madre.
—Le ruego que me invite a conocerla —dijo el pintor.
—Pero está a punto de casarse —dijo la duquesa,
lamentándolo de verdad. Aquello era una oportunidad perdida.
—Lo sé; me destroza el corazón saberlo —dijo De Rivaz—.
Pero, casada o no, doncella, esposa o viuda, tengo que pintarla.
Deme la oportunidad de hacerle un retrato.
—Haré lo que pueda —dijo la duquesa inclinando,
amablemente, hacia adelante su robusta persona sobre sus pies
planos, blancos y suaves, y mirando a su hija con calculada
aprobación. No había duda de que Anne no había estado nunca tan
encantadora como en aquel momento, evidentemente propicio.
—Venga a verme cuando pueda, joven —prosiguió la duquesa
—, y veré lo que puedo hacer. Y, Anne —dijo mirando atrás, hacia
su hija—, trata de persuadir al señor Vanbrunt de que venga con
nosotros en septiembre.
—Haré todo lo posible —dijo Anne, sentándose en el banco.
Stephen, que se había puesto en pie cuando ella se sumó al
grupo, la miró con una admiración entre tímida y enojada.
El hecho de que Anne secundara de forma tan explícita a su
madre representaba una novedad, y le molestó.
—¿No va a volver a sentarse? —dijo Anne mirándole. Stephen,
torpemente, se sentó de nuevo. Siempre era torpe en su presencia.
Quizá fuera sólo un instante, pero el rato que ella guardó silencio a
él le pareció una hora.
A través de la oscuridad iluminada de estrellas, la misma voz
cantaba: «Hay almas que se apresuran, al unísono, / corazón con
corazón y de la mano: / el fuego se propaga con rapidez y, al
instante, / lo comprenden todo».
Tampoco lo oyó. Más cerca que aquella canción, entre ambos,
alguna presencia imponente parecía haberlos engullido. Hay un
momento en que el amor abandona los dos corazones en los que
habita y se hace presente entre ellos.
Así ha sucedido siempre entre un hombre, una mujer y el amor:
tres personas que se hallan dolorosamente juntas no pueden
caminar juntas ni ponerse de acuerdo. Pero llega un momento en
que el hombre y la mujer perciben sobrecogidos lo que siempre fue
así desde el comienzo: que ambos son un solo ser, una criatura loca
que, tremendamente ciega, pensaba que eran dos, que se había
tomado por dos.
Quizá, ese instante en que descubrimos nuestra verdadera
identidad en otro es el peldaño más bajo de la empinada escalera
del amor. ¿Acaso Dios, que nos arrojó a ese querido sendero vacío
que nos conduciría hasta El, se pregunta por qué ascienden por él
tan pocos viajeros? ¿O por qué recorremos cansinamente caminos
tan amargos, encenagados de pecado y manchados de pesar para
alcanzarle finalmente?
Puede existir mucho amor sin esa sensación de unidad pero,
cuando llega, sólo puede llegarle a los dos, sólo puede ser fruto de
un amor mutuo. Y tampoco se puede sentir sin el otro. Anne lo
sabía. Sabía que Stephen la amaba gracias a su amor por él.
Stephen era más lento, más obtuso; sin embargo, incluso él, con su
limitada percepción y su mentalidad calculadora, incluso él, casi
creía, casi tenía fe, casi le preguntó a ella si le amaría.
Pero, para su perdición, apareció su viejo yo, aquel otro yo
firme, sagaz y de férrea voluntad que le había convertido en lo que
era, que le había enseñado a confiar poco en los demás, a seguir su
propio criterio, y que en su intensa vida le había dotado de ciertas
convicciones tradicionales, obstinadas y preconcebidas en relación
con las mujeres. Stephen sabía juzgar a los hombres, y lo hacía.
Sabía quién le estafaría, quién le fallaría si le conviniera hacerlo, en
quién podía confiar. Pero sabía poco de las mujeres. Las
consideraba diferentes de sí mismo y no las juzgaba de forma
individual, sino colectiva. Sabía cómo una de las hermanas de Anne,
o quizá más de una, había sido objeto de presiones para casarse.
No veía que Anne perteneciera a otra clase de seres. Su sagacidad,
su amargo conocimiento del rostro sórdido de una sociedad a la que
no pertenecía por naturaleza, su zafia pasión por el dinero, le
cegaban.
Había empalidecido al sentarse junto a ella, mientras que la
pobre Anne rebuscó en vano en su mente para recordar qué era lo
que quería decirle. El arrollador impulso de hablar, de hablar claro
con ella, la sed de su amor, le atenazaban. ¿Cuándo no le
atenazaban? La miró fijamente y su corazón se desplomó. ¿Cómo
iba a amarle ella? Anne, con su delicadeza mágica y su belleza
etérea. Ella no era de este mundo, no estaba hecha de la misma
pasta. Ninguna estrella parecía tan distante como aquella mujer
inmóvil de ojos oscuros que estaba junto a él. ¿Cómo iba a amarle?
No, era imposible. Una emoción muy desagradable hizo presa
momentánea en Stephen: Anne lo aceptaría, tanto si sentía afecto
por él como si no. Si el dinero podía comprarla, la compraría.
La miró de soslayo y acto seguido se aproximó a ella. Anne
volvió la cabeza y lo miró de frente. No le tenía miedo. El rostro fiero
y severo de él no la intimidaba. Ella le comprendió; su terca
humildad, su amor ciego, aquel horrendo lapso momentáneo...
Sabía que era momentáneo.Lady Anne —dijo con la voz quebrada
—, ¿quiere casarse conmigo?
Al fin había sucedido; las palabras que su corazón había
ansiado durante tanto tiempo. Ella no pensó. No vaciló. Ella, que tan
a menudo se había visto perturbada por la mera contemplación de
aquel hombre desde el otro extremo de una sala, estaba ahora
serena. Le miró con cierta sorna amable.
—No, gracias —dijo.
—La amo —dijo tomando su mano—. La amo desde hace
mucho.
Era la mano de él la que temblaba. La de ella, al retirarse, se
mantenía firme.
—Lo sé —dijo.
—Entonces, ¿no podría pensar en mí? Le ruego que se case
conmigo.
—Usted habla sin pensar. Apenas hemos intercambiado una
palabra en los últimos tres meses. Usted no tenía intención alguna
de pedirme que me casara con usted cuando vino aquí esta noche.
—No me importan las intenciones que pudiera haber tenido o
no —dijo Stephen con el ánimo siempre acelerado, alzándose ante
el dominio que ella ejercía de sí misma—. Mi intención es la que
ahora manifiesto, y ha sido ésa desde el primer momento que la vi.
—¿Cree usted que le amo?
—Yo la amo por los dos —dijo apasionado—. Ocupa usted mi
corazón y mi mente, y no puedo arrancarla de allí. No puedo vivir sin
usted.
—En otra época, cuando no era usted tan rico, ni había
recorrido tanto mundo, ¿no tuvo alguna vez la esperanza de casarse
por amor?
—Espero casarme por amor ahora. ¿Duda usted de que la
amo?
—No, no lo dudo. ¿Pero no ha confiado nunca en casarse con
una mujer que le amara tanto como usted la amara a ella?
—No puedo confiar en eso —dijo el millonario—. No confío. No
soy... no soy el tipo de hombre a quien las mujeres amen con
facilidad.
—No —dijo Anne—, no lo es.
—Pero, cuando amo, amo con todo mi corazón. ¿Quiere usted
pensarlo más despacio y darme una respuesta mañana?
—Ya le he respondido.
—Le ruego que lo reconsidere.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Yo trataría de hacerla feliz. Permítame demostrarle la
devoción que siento por usted.
Ella lo miró durante un largo rato, y vio, sin posibilidad alguna
de engañarse, que si ella le decía que le amaba no la creería. Esa
era la reacción convencional cuando un millonario pide matrimonio,
y él creía firmemente en las convenciones. Una vez casados, sería
igual. El pensaría que lo provocó la obligación, los besos de ella, sus
caricias. ¡Oh, qué idea más agobiante! Siendo su esposa estaría
más lejos de él que nunca.
—Creo que nos llevaríamos bien —balbució mientras la
negativa de ella se apoderaba de él poco a poco, como una marea
fría que le fuera cercando—. Me había aventurado a confiar en que
yo no le disgustaría.
—Usted no me disgusta —dijo Anne con parsimonia—. Tiene
usted razón. Lo que me disgusta es un matrimonio venal.
Stephen se quedó lívido. Se puso en pie lentamente y,
aproximándose a ella, la miró fijamente con los ojos encendidos.
—¿Merezco yo ese insulto? —dijo con una voz que apenas
parecía humana, por su cólera contenida.
Ofrecía un aspecto imponente bajo aquella luz incierta.
Ella le plantó cara, inquebrantable.
—Sí —dijo—, lo merece. Me propone matrimonio con toda
tranquilidad aun estando profundamente convencido de que no
siento afecto por usted, y todavía le sorprende; en realidad, se
atreve a sorprenderse porque le rechazo. Quienes ofrecen insultos
deben aceptarlos.
—No pretendía insultarla, como bien sabe —dijo dando un paso
atrás.
Stephen se sentía fuerte, pero esta mujer delgada, a la que
podría destrozar con una mano, era más fuerte que él.
—¿Por qué iba a casarme si no le amo? —prosiguió Anne—.
¿Por qué? Claro, porque usted es el señor Vanbrunt, el mayor
millonario de Inglaterra. Su elección ha recaído sobre mí. Permítame
aceptar con gratitud mi brillante destino, y si usted no me desagrada
de verdad, tanto mejor para ambos.
Stephen mantuvo su mirada severa sobre ella, pero no dijo
nada. Su belleza le anonadaba.
—Y, ¿qué perdemos ambos —dijo Anne— con semejante
matrimonio? Tanto usted como yo. ¿Acaso no perdemos la única
oportunidad, la única esperanza que nos ofrece el amor recíproco?
¿Es eso algo tan nimio para usted que es capaz de desahuciar la
posibilidad de un amor que le corresponda y no sólo soporte el
suyo? ¿La posibilidad de que en algún lugar exista una mujer a la
que pueda encontrar mediante una búsqueda concienzuda, o que
pueda cruzarse en su vida sin buscarla, que le ame tanto como
usted —la voz de Anne se agitaba—, o quizá incluso más de lo que
usted la ame? ¿Para la que usted mismo, usted, pese a lo severo y
sombrío que le resulta a muchas, represente el mundo entero? ¿Ha
estado siempre tan ocupado ganando ese espantoso dinero con el
que compra tantas cosas que ha olvidado las cosas que el dinero no
puede comprar? No, no. No nos apartemos de lo único que vale la
pena tener en este mundo atroz. Deberíamos ser compañeros en la
desgracia.
Ella le tendió las manos con un hermoso gesto repentino y le
sonrió a través de las lágrimas.
El le tomó las manos con un gran apretón, y en sus pequeños y
vivaces ojos había lágrimas también.
—Ambos tenemos que perdonarnos algo —dijo Anne
temblorosa como un junco—. Yo he sido muy dura y usted un
imprudente. Pero llegará un día en que me agradecerá que no le
haya impedido acceder al único amor que podría hacerle
verdaderamente feliz a usted y a todos los hombres; el amor
recíproco.
El le besó ambas manos con dulzura y las soltó. No podía
hablar.
Ella se alejó rápidamente a través de los árboles.
—Dios la bendiga —dijo Stephen—. Que el Dios del cielo la
bendiga.
CAPÍTULO X

Tuyas eran las manos frágiles y menudas


que podrían haber tomado esta alma fuerte y orientar
su obstinada constitución hacia tu amable propósito.
WILLIAM WATSON

Al día siguiente, a Stephen le resultaba difícil entrar en una


habitación y encontrarse a Anne en ella. Doblemente difícil le
resultaba tener que acompañarla a su interior para cenar. Sin
embargo, era así. Debería haber transcurrido un intervalo honorable
antes de su siguiente encuentro. Alguien lo había dispuesto de ese
modo con muy poco tacto, sin ningún sentido de la medida. Como
no había dormido desde que ella le dejara en el jardín, le parecía
que había sido sólo hacía un momento y que ella había vuelto a su
lado en un instante, sin darle tiempo para recuperar el aliento.
Ella le recibió como siempre le recibía, con su leve y enigmática
sonrisa, con el toque de respeto amable que nunca se ausentaba de
sus modales hacia él, excepto durante un momento la noche
anterior. Stephen lo necesitaba. Había perdido la autoestima durante
aquella noche insomne. Comprendía el súbito impulso que le había
espoleado a realizar una proposición matrimonial (la clase de
proposición que muchos hombres hacen de buena fe, con su innata
brutalidad), como sabía que ella también lo había comprendido.
La primera vez que percibió la presencia de Anne en la
habitación levemente iluminada, y fue consciente antes de verla,
sintió que no podía aproximarse a ella, del mismo modo que muchos
hombres sienten que no pueden volver a casa. Para Stephen, la
casa estaba dondequiera que estuviera Anne, aun cuando la puerta
estuviera cerrada con llave para él.
Pero al cabo de unos minutos, tensó «al máximo el arco de su
valor» y se acercó a ella.
—He venido para acompañarla a cenar —dijo—. Es una
desgracia para usted, pero no es culpa mía.
—Me alegra —dijo—. Anoche vine porque tenía algo urgente
que decirle. Tendré ocasión de decírselo ahora.
La reserva y la incomodidad que todavía sentía en su presencia
le abandonaron. Parecía como si hubieran regresado por algún
afortunado atajo al trato sencillo de los idílicos días en que se
conocieron.
Se maldijo por su ceguera, digna de un topo, al haber pensado
la noche anterior que ella era una marioneta de su madre. ¿Cuándo
lo había sido? ¿Por qué había sospechado de ella?
Entretanto, el mundo estaba «en paz, con voluntad y tiempo
para ser imparcial».
La duquesa no estaba, ya que de repente, y por fortuna, se
encontraba fuera de combate a causa de aquel amigo ocasional de
la sociedad: la gripe. El duque, jovial y débonnaire en ausencia de la
duquesa, resplandecía más que su anfitriona, a la que iba a
acompañar a cenar y a la que estaba unido sentimentalmente por un
amistoso coqueteo vivido hacía una década, tan leve que no tenía
existencia real salvo en la imaginación de ambos.
Ahora, Anne y Stephen caminaban juntos hacia el comedor. Era
una fiesta muy concurrida y se sentaron también juntos en un
extremo de la mesa.
En esta ocasión, Anne no esperó. Comenzó a hablar de
inmediato.
—Estoy preocupada —dijo— por una amiga mía que, me temo,
se está viendo envuelta en un apuro mucho más importante de lo
que ella cree. Pero es una larga historia. ¿Le incomodan las
historias largas?
—No.
Stephen se volvió hacia ella, de una sola pieza, todo atención.
—Mi amiga es una tal señorita Black, una mujer muy hermosa a
la que el señor De Rivaz está deseando pintar. Quizá recuerde
haberla visto usted donde él la vio por primera vez, al día siguiente
del incendio de Lowndes Mansions, en el apartamento quemado de
aquella infortunada señora Brand.
—La vi. La recuerdo perfectamente. Hablé con ella sobre el
peligroso estado de los pasillos. Pensé que era, sin excepción, la
criatura más hermosa que había visto jamás.
Stephen se detuvo. Sabía que era en extremo poco diplomático
elogiar a una mujer delante de otra. A ellas no les gustaba. Iba
contra las normas. Debería tener más cuidado, o de lo contrario
volvería a ofenderla.
Anne lo miró con agrado. Era un placer mirarla a los ojos.
Evidentemente, no estaba ofendida. ¡Dios mío! Mujeres, ¡qué
criaturas tan misteriosas! Le sorprendió, no por primera vez, que
Anne fuera una excepción en el conjunto de las personas de su
sexo.
—Es muy hermosa, ¿verdad? —dijo cálidamente la excepción
—. Pero me temo que no es tan prudente como hermosa. Se
encuentra en un apuro tremendo.
—¿De qué se trata?
—Parece ser que quemó algo mientras estaba sola en el
apartamento. Al menos, el señor Brand la acusa de haber quemado
algo. Ha desaparecido un documento muy valioso: un pagaré por
una suma muy importante que su hermano le debía al señor Brand y
que vencía dentro de un mes.
—Sí, quemó algo —dijo Stephen—. En aquel momento yo
estaba en el piso de arriba y olí el humo, bajé, y De Rivaz me dijo
que no era nada; sólo aquella deidad quemando algunos papeles. Él
se había asustado y había abandonado su boceto para ver de
dónde procedía el humo. La vio hacerlo.
—Eso le dijo a usted —dijo Anne—, pero a nadie más. Anoche
hablé de ello con él, y tan pronto se enteró de que la señorita Black
estaba metida en líos me aseguró que había sido él quien, sin
pensarlo dos veces, había quemado una hoja de papel para dibujar.
Eso fue lo que originó el humo. Y dijo que así se lo diría al señor
Brand.
—Humm... Brand no está hecho precisamente de credulidad.
—No. El parece convencido de que la señorita Black destruyó
ese documento.
—¿Y ella lo niega?
—Claro.
—No puede negar que quemó algo.
—Sí, lo niega. Se aferra a que no quemó nada.
—Entonces debe de estar loca, porque hay tres personas que
sabemos que lo hizo. De Rivaz lo sabe, yo lo sé y veo que usted lo
sabe.
—Y resulta que el ascensorista también lo sabe; al menos, fue
reprendido por encontrarse en los pisos superiores sin permiso;
aseguró que había subido únicamente porque había humo y estaba
preocupado; y el humo procedía del gabinete de los Brand, que la
señorita Black abandonó cuando él llegó. El le dijo esto al señor
Brand, que no hizo más que sumar lo que, pensaba, eran dos y dos.
Según parece, Fred Black estaría
arruinado si él hubiera hecho cumplir el pagaré, así que cree
que la señorita Black se apoderó del documento y lo destruyó,
instigada por su hermano.
—Bueno. Supongamos que lo hizo —dijo Stephen.
—Si la conociera, sabría que es imposible.
Stephen la miró con incredulidad.
—He visto cómo sucedían un buen montón de cosas
improbables con el dinero —dijo pausadamente—. Yo diría que lo
hizo para salvar a su hermano.
—No lo hizo —dijo Anne.
—Si no lo hizo, ¿por qué no dice qué es lo que quemó y por
qué razón? ¿Qué sentido tiene aferrarse a que no quemó nada
cuando Brand sabe que es mentira? Una mentira es algo
terriblemente estúpido, a menos que esté inusualmente bien
tramada.
—Ella se ha ejercitado muy poco en la mentira. Diría que es su
primera mentira.
—El único modo de proceder que le queda es reconocer que
quemó algo y revelar qué era. ¿Por qué no es capaz de entenderlo?
—Porque es una estúpida y no comprende las consecuencias
de su insensata negación, ni las conclusiones que inevitablemente
se desprenderán de ello. Cuando examinaron la habitación, se
encontraron cenizas en la rejilla donde estuvo el papel.
—¿Cómo explica ella eso?
—No lo explica. No explica nada. Sencillamente aprieta los
dientes y repite esa condenada fórmula de que no quemó nada.
—¿Qué fue entonces lo que la llevó al apartamento justo
cuando su amiga se moría?
—Dice que la señora Brand le pidió que fuera para ver si su
retrato estaba a salvo. Pero el señor Brand tampoco se lo cree,
porque afirma que él ya le había dicho a su esposa que estaba
intacto.
—Esa señorita Black es una mentirosa contumaz —dijo
Stephen—. No hubiera dicho eso a tenor de su cara. Parecía tan
franca y tan inocente como una niña; pero nunca se sabe.
—Me imagino que yo no parezco una mentirosa. Pero, si yo
también fuera acusada de mentir, diría usted que nunca se sabe.
Stephen quedó desconcertado. Se mordió el dedo y frunció el
ceño ante las espléndidas rosas que había frente a él.
—Yo sé que usted dice la verdad —dijo— porque me la ha
dicho. Yo creería lo que usted dijera... siempre... bajo cualquier
circunstancia.
—Usted cree en mi sinceridad por experiencia. ¿Nunca cree en
algo por intuición?
—No suelo.
—La primera vez que vi a la señorita Black advertí que era una
mujer absolutamente honesta y recta. No esperé a que me diera
prueba de ello. Lo supe.
—Sin duda, yo pensé lo mismo. A decir verdad, me sorprende
su ambigüedad.
—En mi caso, usted juzgó a tenor de la experiencia. En el caso
de ella, quiero que lo haga por intuición, por su primera impresión,
que sé que es la verdadera. Yo apostaría mi vida en ello.
—No entiendo de qué va a servirle mi intuición.
—¡Oh, sí! Le servirá. El ascensorista, que le vio a usted,
informó al señor Brand de ello, de que se encontraba precisamente
allí antes de que él oliera a humo. Con toda seguridad, el señor
Brand le escribirá a usted.
—Ya me ha escrito. Me ha pedido que vaya a verle mañana por
la mañana por un asunto de negocios. No dice qué negocios.
—Está decidido a tratar de averiguar a través de usted qué
estaba haciendo la señorita Black cuando la vio en su apartamento.
Según parece, usted y el señor De Rivaz dejaron sus respectivas
tarjetas sobre la mesa; ignoro por qué, pero ello demuestra que
ambos estuvieron allí. El acudió al día siguiente y las encontró.
—Ambos le enviamos un mensaje a Brand a través de la
señorita Black.
—Según parece, nunca se lo hizo llegar. Ahora dice que se
olvidó por completo de ello.
Stephen sacudió la cabeza.
—Si viene Brand, me veré obligado a decirle la verdad —dijo.
Ésa es la razón por la que yo tenía tanto interés en verlo a
usted. Estoy impaciente por que usted le diga la verdad.
Stephen la miró fijamente.
—¿Qué verdad?
—La que usted considere que liberará su mente del error de
sospechar que ella quemó el pagaré de su hermano. La idea que el
señor De Rivaz tiene de la verdad es que el humo procedía de una
hoja de dibujo suya quemada.
—No soy responsable de De Rivaz. Él puede inventar lo que
quiera. Ése no es mi estilo.
Stephen se ruborizó. Le resultaba increíble que Anne estuviera
incitándole a respaldar la telaraña de mentiras de su amiga con otra
mentira. No lo haría, de ninguna manera. Pero sentía que el destino
le presionaba con fuerza. En aquel momento habría hecho casi
cualquier cosa por complacerla. Pero una mentira... no.
—Temo que su estilo será referir con naturalidad la mentira más
negra que se haya contado jamás repitiendo los nocivos hechos tal
como son. Si usted le hace eso a un hombre como él no sólo
contribuirá a arruinar a la señorita Black, sino que dará cuerpo a esa
espantosa falsedad que está urdiéndose contra ella. Y si da cuerpo
a una mentira en virtud de su miope honestidad, es exactamente
igual que contar una. No, creo que es peor.
Stephen esbozó una sonrisa grave. Aquello era hablar claro.
Hablar claro era algo que siempre le agradaba, aun cuando, como
ahora, le perjudicara.
—¿Está usted segura de que su amiga no quemó el pagaré de
su hermano? —dijo tras una pausa.
—Estoy absolutamente segura. Recuerde su cara. Ahora, señor
Vanbrunt, piense. No deje que su mente se confunda con las ideas
acerca de lo que las mujeres suelen ser. Piense en ella. ¿Acaso no
está seguro usted también?
—Sí —dijo lentamente—, lo estoy. Ella oculta algo. Ha cometido
alguna insensatez y la refuerza con una mentira absurda. Pero lo
otro, es una estafa... No, ella no lo hizo.
—Entonces, póngase del lado de la verdad —dijo Anne—. Lo
que yo creo es que quemó algo comprometedor para la señora
Brand, a petición de la agonizante señora Brand, haciéndole jurar
que mantendría el secreto. Y ésa es la razón por la que mantiene la
boca cerrada. Pero se trata sólo de una suposición. Le rogaría que
no la repitiera. La menciono únicamente porque usted es muy...
testarudo —dijo, dirigiéndole una mirada de burla cariñosa, diferente
de cualquier otra que le hubieran dirigido en todo aquel largo día.
El quedó complacido sin motivo.
—Si no hubiera sido lo que usted califica de testarudo, todavía
estaría en un almacén de comestibles en Hull —dijo mientras le
sonreía.
—¿Puedo pedirle un pequeño favor para mí? —preguntó—.
Hasta ahora sólo he pedido por mi amiga.
—No parece necesario pedirlo. Basta con mencionarlo.
—Si mi madre se dirige a usted, como suele hacer, no le
mencione nuestra... conversación de anoche. Será más fácil para
mí.
Stephen hizo una reverencia solemne. Estaba sorprendido. No
se le habría ocurrido que Anne no le hubiera contado nada a su
madre. Se le ocurrió una flamante idea, a saber: que Anne y su
madre no se intercambiaran confidencias. ¡Humm! Era necesario
volver a reflexionar más adelante sobre aquella lúcida idea.
—Y ahora —dijo Anne—, una vez obtenido de usted todo lo que
quiero, le abandonaré de inmediato en beneficio de mi vecino del
otro lado.
Y aquella noche no volvió a hablar más con Stephen.
—Querida mía —dijo a Anne el duque de Quorn cuando iban
camino de casa—, me pareció que Vanbrunt y tú manteníais una
relación inusualmente buena esta noche. ¿Habéis llegado a alguna
clase de entendimiento?
—Creo que él está empezando a albergar algo parecido.
—¿De verdad? Entenderse no conduce por norma al
matrimonio. Los malentendidos suelen ocasionar ese tipo de
dolorosos trastornos de la vida. Pero esta noche se me ocurrió la
idea, espero que innecesariamente, de que quizá después de todo
acoja como yerno a ese personaje cargado de oro.
—El señor Vanbrunt me pidió ayer que me casara con él, pero
le rechacé.
El duque experimentó un leve sobresalto teñido de alivio.
—¿Lo sabe tu madre? —dijo finalmente con la voz turbada.
—¿Hace falta preguntarlo?
—Bueno, si alguna vez lo averigua, permíteme, por el amor de
Dios, que me informe ella de ese hecho. No me delates revelando
que yo lo supe a su debido tiempo, Anne. Si ella me considerara
cómplice del delito de tu negativa... Si de verdad tuviera en algún
momento esa idea en la cabeza... Pero la próxima vez que aborde a
Vanbrunt quizá se lo diga él mismo. ¡Santo cielo!
—Le pedí que no se lo contara.
El duque suspiró.
—De modo que finalmente te lo propuso. Pensaba que tu
madre lo habría asfixiado. La mayor parte de los hombres se habría
sentido así. Bueno, Anne, me alegro de que no aceptaras. No
apruebo los matrimonios desiguales. Hoy día la gente habla como si
las clases sociales no existieran, como si no tuviera importancia el
hecho de ser de clase alta. Y, como es lógico, es un asunto que no
se puede discutir, porque si algunas cosas se materializan en
palabras, al instante suena esnob. Pero son en todo caso ciertas.
Las clases medias se han metido en la cabeza que la educación
suaviza las diferencias de clase. No es así, pero no se puede decir
lo contrario. No es que Vanbrunt tenga precisamente educación,
como le dije en una ocasión.
—¡Oh! Vamos, padre. Estoy segura de que no se lo dijiste.
—Tienes razón, querida. No lo hice. Fue él mismo quien un día
confesó, en un momento de expansión, que se arrepentía de no
haber tenido nunca la oportunidad de asistir a una escuela pública o
a la universidad, y yo dije que el tipo de vida que había llevado él
constituía toda una educación de rango superior. Así es. Ese
hombre ha vivido mucho. En realidad, cuando lo pienso, casi... No,
no... ¡Ejem! Relaciónate libremente con todas las clases sociales,
pero cásate con alguien de la tuya. Eso es lo que digo cuando nadie
me oye. Y por «nadie» me refiero, claro está, a ti, querida mía.
Anne guardaba silencio. Había días en que había sentido
profundamente esa discrepancia, aunque en silencio. Aquellos días
habían pasado.
—Vanbrunt es un hombre nacido en el valle de Yorkshire por
cuyas venas corre sangre de comerciantes holandeses. Es
asombroso lo holandesa que parece la gente que vive cerca de
Goole y de Hull. Ahora me gustara más. Siempre me ha gustado...
Hasta estos últimos meses. Nunca dirías que Vanbrunt es un
caballero, pero jamás dirías que no lo es. Parece vivir al margen de
todas las clases. No tiene ningún sello distintivo. Es él mismo. ¿Así
que no te quedarás con él, mi pequeña Anne? Se acabó. Ser
rechazado duele como ninguna otra cosa, te lo aseguro. Yo fui
rechazado en una ocasión. Como puedes imaginarte, fue hace ya
algún tiempo, pero... no lo he olvidado. Descubrí el aspecto que
tiene Londres al amanecer, tras caminar por las calles durante toda
la noche. De modo que ahora le toca a él gastar las aceras. ¡Pobre
hombre! Lo pasará mal, pero de forma contenida. La próxima vez
que le vea le diré: «¡Ajá! El dinero no lo compra todo, Vanbrunt».
—¡Oh! No, padre. No serás tan cruel.
—No, querida, yo diría que no. Fingiré no saberlo. En realidad,
siento aprecio por él. ¡Pobre Vanbrunt!
CAPÍTULO XI

C’est son ignorance qui fixe son malheur.


MAETERLINK

¿Ha visto alguna vez, siendo niño, cómo se hace la tinta? ¿Ha visto
alguna vez, con maravillada concentración, mezclar una botellita de
un líquido incoloro, que uno imaginaba que era agua pura, con otro
igualmente incoloro? Ningún cambio. Luego, al fin, en el vaso lleno
de agua clara, el todopoderoso padre vierte de otra diminuta
ampolla dos o tres gotitas de cristal.
La tinta dormida nace precipitadamente al contacto con esas
pocas gotas. Todo el vaso se ennegrece con ello, transfundido de
una oscuridad impenetrable a la que resulta aterrador mirar.
Quedamos sobrecogidos, en parte a causa de la desbordante
gloria del prestidigitador que con una mano digna de Van Dyke lo
sabe todo y puede obrar milagros a voluntad, y en parte porque no
vemos cómo se produce la transformación. La voz misma de la
sabiduría nos advirtió que ocurriría. Éramos todo ojos. Pero sucedió
antes de que pudiéramos fijarnos en ello. Algunos de nosotros,
siendo niños mayores, contemplamos con nuestros ojos ignorantes
la misteriosa alquimia de nuestro vasito de vida. Somos advertidos,
pero no lo vemos. De algún modo, nos despistamos con el presagio.
El agua está clara, bastante clara. Algo más se aproxima
directamente de la misma mano. En un instante, todo es oscuridad.
Una mujer más sabia que Janet quizá habría sabido, quizá al
menos habría temido, que una determinada nube diminuta sobre su
horizonte, no más grande que la mano de un hombre,
desencadenaría una terrible tormenta. Pero hasta que la tormenta
no estalló, ella no reparó en que aquel espectáculo cada vez más
amenazante tuviera alguna relación con el huracán que finalmente
se desató sobre ella: del mismo modo que algunos de nosotros
percibimos el rosario de la vida únicamente como cuentas aisladas,
sin reparar en el hilo divino que las une, y nos sorprendemos
cuando llegamos a la cruz.

La nube se dejó ver por primera vez, o mejor dicho, fue avistada por
Janet por primera vez un caluroso atardecer de finales de junio,
cuando Fred regresaba de Londres, a donde lo había convocado el
señor Brand, dos semanas después de la muerte de su esposa.
Los días transcurridos desde la muerte de Cuckoo no habían
conseguido adormecer el dolor del corazón de Janet. Hasta el
momento, aquella impresión sólo había tenido como consecuencia
desplazar a empellones el mobiliario de su mente hasta posiciones
desconocidas. No sabía cómo dar con nada, como una mujer que
entra en su cuarto habitual tras un terremoto y descubre que el
contenido está todavía allí, pero arrumbado o despedazado.
El profundo afecto que sentía por su hermano y por su amiga
Cuckoo había sido arrancado de su lugar dejando un vacío
espantoso. Siempre había sentido una vaga repulsión hacia el Mono
Brand, con su pelo teñido y su costumbre de mirarla con demasiada
severidad. La repulsión que despertaba en ella se había suavizado,
había chocado estrepitosamente contra su amor hacia Fred, y el
Mono Brand había adquirido cierta categoría, incluso cierto brillo.
Hasta su amor por George se había alterado a causa del
desplazamiento generalizado. Había desaparecido de él su aura.
¿Quién era sincero? ¿Quién era bueno? Lo miró con nostalgia y con
cierto retraimiento. Sentía una ternura nueva hacia él. George había
percibido en ella su cambio de actitud desde que regresara de
Londres y, al no ser un experto buceador en las cavidades de la
naturaleza humana, le había preguntado, al principio con
preocupación, si todavía le amaba igual. Janet se asomó
pausadamente a su propio corazón antes de darle una respuesta.
Después, dirigió una mirada seria sobre él.
—Más —dijo, como debe responder, si dice la verdad, toda
mujer cuyo amor está familiarizado con el dolor.
Ya casi había oscurecido cuando Janet escuchó el ruido del
carruaje de Fred avanzando raudo por los caminos, demasiado
rápido teniendo en cuenta la oscuridad. Condujo el carruaje
directamente a los establos y a continuación salió al jardín, donde
ella le esperaba caminando de un lado a otro. Era un jardín tan
pequeño, una mera franja de terreno delante de la casa, que era
imposible que no la viera.
Fred se acercó rápidamente hacia Janet, y ésta vio, aun a la luz
de la luna, lo pálido que estaba su rostro. Se le cayó el alma a los
pies. Sabía que Fred había ido a Londres en respuesta a una
petición del señor Brand. ¿Se había negado el señor Brand a
renovarle el préstamo o a esperar? Fred la tomó súbitamente entre
sus brazos y la estrechó con fuerza, temblaba de emoción. Sus
lágrimas cayeron sobre el rostro de Janet, quien percibió la agitación
con que latía el corazón de su hermano. No podía hablar. Estaba
aterrorizada. Nunca le había visto así.
—Me salvaste —balbució mientras le besaba el cabello y la
frente—. ¡Oh, Dios mío! Jamás lo olvidaré, Janet, nunca mientras
viva. Estaba arruinado y me has salvado.
Ella no comprendía. Lo condujo hasta el banco del jardín y
ambos se sentaron. Janet pensó que Fred había estado bebiendo.
Cuando estaba borracho solía gritar. Pero acto seguido comprobó
que estaba sobrio.
—¿Renovará el pagaré el señor Brand? —dijo, aun sabiendo
que no lo haría.
El Mono Brand nunca renovaba.
Fred se echó a reír. Era la risa nerviosa de un temperamento
frívolo, la que sigue al momento en que uno se ha salvado por los
pelos.
—Brand no renovará, y no esperará —dijo—. Lo sabes tan bien
como yo. Te he subestimado, Janet. Todos estos días atroces,
mientras esperaba recibir el golpe... Significaba la ruina, la ruina
más absoluta, tanto para ti como para mí... Todo este tiempo pensé
que no te importaba lo que fuera de mí. Últimamente parecías tan
distinta, tan fría.
—Sí me importaba.
—Lo sé. Ahora lo sé. Eres una mujer valiente. Era lo único que
se podía hacer. Si no lo hubieras quemado, él lo habría ejecutado. Y,
como es natural, le pagaré cuando pueda. Eso le dije. Sabe que soy
un caballero. Tiene mi palabra. La palabra de un caballero es tan
buena como su pagaré. Le devolveré el dinero poco a poco.
—No comprendo —dijo Janet, que sentía como si le hubieran
puesto una mano helada en el corazón.
—¡Oh! Conmigo puedes hablar con libertad. ¡Y pensar que has
guardado silencio todo este tiempo... incluso conmigo! Siempre te
has reservado las cosas para ti, pero al menos podrías haberme
dado alguna señal. Mi pagaré no aparecerá, y Brand sabe que, poco
más o menos, lo quemaste tú. Sabe que subiste a su apartamento y
quemaste algo mientras su esposa se moría. No estaba enfadado
exactamente; estaba demasiado sobrepasado para enfadarse, como
si por una u otra razón no pudiera ocuparse de nada. Parece diez
años más viejo. Pero, por supuesto, es un hombre de negocios,
tanto si su mujer está viva como si no, y vi que estaba obligándose a
atender los negocios para evitar pensar. Habló muy poco. Estaba
muy distante. Estaba terriblemente distante. No es ningún caballero,
y no comprende los sentimientos de un caballero. Si yo no lo fuera,
él se vería en problemas; y bueno... por el hecho de que me haya
prestado dinero... no lo habría tolerado ni un instante. No voy a
permitir que ningún canalla me intimide, sea quien sea. Hizo una
relación de los hechos. Dijo que siempre había mantenido una
opinión elevada de ti y que vendría a verte la próxima semana para
hablar del asunto. Debes pensar qué decirle, Janet.
—Nunca quemé tu pagaré —dijo Janet en un susurro mientras
se quedaba completamente estupefacta.
Fue toda una revelación para ella que Fred pudiera imaginarla
capaz de un acto tan deshonroso.
—¿Por qué, Fred? —dijo herida en lo más profundo—. Sabes
que no sería capaz de hacer una cosa así. Sería igual que robar.
—No, no sería robar —dijo Fred, repentinamente irritado—,
porque sabes que yo le devolvería el dinero. Y lo haré... Sólo que en
este momento no puedo. Y también sabías, claro, debiste haberlo
supuesto, que tus dos mil... Y, como vas a casarte, eso también es
importante. Si hubiera aparecido ese pagaré yo estaría arruinado,
liquidado, y tú misma te verías en apuros. Lo sabías cuando te
apoderaste de él y lo quemaste. Vamos, Janet, ante mí puedes
reconocer que lo quemaste... Quedará entre nosotros.
—No quemé nada.
Fred la miró boquiabierto.
—Janet, eso es demasiado frágil. Cuando venga Brand debes
buscar algo mejor. Sabe que cuando subiste a su apartamento
quemaste algo.
—No quemé nada —dijo Janet de nuevo.
Estaba demasiado oscuro para que se le viera la cara.
¿Reparó ella en que a su alrededor caían ya los primeros
goterones de la tormenta, que tanto iba a arrasar?
—Bien —dijo Fred tras hacer una pausa—, seguiré tu ejemplo.
Así que no quemaste nada. No sé cómo te las vas a arreglar, es
asunto tuyo... Pero, Janet, ¡si ese maldito papel hubiera sobrevivido!
Si supieras lo que he pasado desde que viniste a casa hace dos
semanas, cuando me abandonó el último hilo de esperanza en el
momento en que descubrí que no habías hablado con los Brand. No
se trataba sólo del dinero... Eso era ya bastante malo... No era sólo
eso... sino...
Y Fred, realmente, perdió el control y comenzó a sollozar con la
cabeza entre las manos. Enseguida, cuando se recuperó, le dijo con
palabras entrecortadas y con dificultad que algo le remordía en la
conciencia, que su vida no había sido como debería, pero que hacía
un año se había producido un acontecimiento decisivo: había
conocido a alguien. Su voz adoptó incluso un eco más grave al
contarlo, alguien que le había hecho descubrir cómo... En resumen,
que se había enamorado de una mujer como ella, como su querida
Janet: buena e inocente, un copo de nieve; y que durante mucho
tiempo temió que ella jamás pensaría en él, pero que al fin se
mostró menos indiferente; y como su padre era un hombre estricto,
a quien Fred no le había gustado desde el principio, si él hubiera
acabado arruinado, toda esperanza, la poca esperanza que había,
se habría esfumado.
—Pero, si Dios quiere —dijo Fred—, ahora empezaré de nuevo.
He sufrido una impresión muy fuerte últimamente, Janet. No he
hablado de ello, pero he sufrido una impresión muy fuerte. He
pensado en un buen montón de cosas. Me propongo cambiar por
completo y enmendarme en el futuro. Algunas de las cosas que he
hecho, que infinidad de hombres hacen sin reparar lo más mínimo
en ellas, no las volveré a hacer. De hoy en adelante me propongo
ser digno de ella, dejar atrás el pasado; y si alguna vez la consigo, si
ella me acepta finalmente, no olvidaré que te lo debo a ti, Janet.
La besó de nuevo entre sollozos.
Ella estaba demasiado abrumada para hablar. Cuckoo se había
arrepentido y ahora Fred también lo lamentaba. Era la primera gota
de bálsamo sanador que caía sobre la profunda herida que la voz
moribunda de Cuckoo le había infligido hacía muchos e
interminables días.
—Es Venetia Ford —dijo Fred tímidamente, pero no sin aire
triunfante—. ¿Te acuerdas de ella? Es la mayor de las hijas del
archidiácono Ford.
En la mente de Janet afloró el recuerdo de la mayor de las
señoritas Ford, con su bonito rostro inexpresivo, blanco y
sonrosado, y con la actitud recatada, aunque un tanto altanera,
propia de alguien consciente de ser la hija de un archidiácono. Janet
la conocía de manera superficial y la admiraba mucho. La
conversación de la mayor de las señoritas Ford era siempre
extremadamente oportuna. Su sentido de la conveniencia sólo podía
equipararse a su deseo de transmitir información. Sus modales
levemente clericales recordaban el auténtico porte de un
archidiácono, su padre, del mismo modo que la mermelada de
naranja recuerda a la naranja. El archidiácono Ford era un prelado
presuntuoso, muy respetado y con rentas. La señora Smith
mantenía una vaga relación con los Ford y estaba muy orgullosa de
ese vínculo. Pocas veces aludía a la mayor de las señoritas Ford sin
subrayar que Venetia representaba el ideal de lo que para ella debía
ser una dama perfecta.
—¡Oh, Fred, cuánto me alegro! —dijo Janet, olvidándose por un
instante de todo en su regocijo por el hecho de que, por sí solo, Fred
hubiera establecido al fin una relación seria, y con una mujer hacia
la que ella sentía una respetuosa admiración, puesto que Venetia
Ford siempre la había tratado con ese frío civismo que, a juicio de
Janet, era el sello distintivo de la superioridad social y mental.
—¿Y tú le agradas? —dijo enorgullecida.
Ya no podía ver a Fred, pero lo percibía en su mente: apuesto,
alegre, irresistible. Sin duda, le adoraba.
—Algunas veces creo que sí —dijo Fred—, y otras me temo
que no.
Y se explayó mucho sobre sus diferentes encuentros con ella,
adornándolos con abundantes detalles; cómo en una ocasión ella
apenas le había dirigido la mirada; cómo en otra le había hablado de
Browning (aquella fue la época en la que él se compró las obras de
Browning); cómo, en una tercera ocasión, estaba presente otro
hombre, un coadjutor, una fiera, pero que se consideraba muy
superior; en una cuarta ocasión le dijo que los bailes, el de Mudbury,
en el que había bailado con ella, eran una forma de recreo inocente;
etcétera, etcétera.
Janet estaba pendiente de cada una de sus palabras. Le
recordaban, según dijo, a «George y a ella». De hecho, muchos
aspectos relevantes de ambos cortejos eran similares. El hermano y
la hermana permanecieron sentados mucho tiempo, cogidos de la
mano, bajo la apacible noche estival. Sólo cuando ella se levantó,
volvió por fin a su pensamiento el pagaré desaparecido.
—¡Oh!, Fred —dijo mientras caminaban hacia la casa—,
supongamos que después de todo aparece tu pagaré. ¡Sería
espantoso! ¿Qué ocurriría?
—No aparecerá —dijo Fred con una carcajada.
Cuando Janet se quedó sola en su habitación volvió a recordar
con doloroso desconcierto que Fred creía de verdad que ella había
destruido aquel documento desaparecido y que no le angustiaba
que el Mono Brand creyera, aparentemente, lo mismo. Ella, como es
lógico, le diría que se equivocaba. Pero, ¡Fred! Él debería conocerla
mejor. Sus pensamientos regresaron rápidamente al futuro de su
hermano. Ahora sentaría la cabeza, sería un hombre bueno y se
casaría con la mayor de las señoritas Ford. Se sentía más feliz que
nunca desde la muerte de Cuckoo. Según parecía, su constante
súplica, la de que Fred se arrepintiera e iniciara una nueva vida,
había sido escuchada.
Cuando cerró los ojos se dijo a sí misma: «Me atrevería a decir
que Fred y Venetia se casarán el mismo día que George y yo».

Unos cuantos días después se presentó en Ivy Cottage el Mono


Brand. Cuando el carruaje que llevaba a la «sección Trefusis» llegó
procedente de Mudbury, y aquella Némesis con la forma del Mono
Brand descendió lentamente de él con la pierna izquierda, Janet
estaba en el campo con Fred, paseando a los cachorros de setter. A
pesar del calor extremo, el Mono Brand llevaba una chistera, una
levita abotonada y unas botas lustrosas. Cuando se aproximó hacia
ellos bajo el resplandor del sol, en su rostro amarillento y lleno de
arrugas había cierta desolación rigurosa y contenida que hizo a
Janet sentirse súbitamente avergonzada por su felicidad en el amor.
—Será mejor que me marche —dijo Fred apresuradamente—.
No quiero ser descortés con ese animal en mi propia casa.
—¡Vete! —dijo Janet—. Aunque, claro, debes quedarte un
momento. El señor Brand ha venido expresamente a vernos.
Ella se adelantó para recibirle, y mientras el Mono Brand
tomaba su mano con cierta frialdad, saludó con ternura y amabilidad
sus ojos claros y se estremeció ante ellos. Su rostro adoptó un aire
menos rígido. Parecía disminuido y agotado, como si hubiera sufrido
el rigor extremo de una penetrante helada. Quizá hubiera sido así.
—He venido a verla para hablar de negocios —dijo a Janet sin
apenas devolverle a Fred el saludo, mitad nervioso, mitad
desafiante, que le había brindado.
Janet le condujo hasta el saloncito y se sentaron en silencio.
Fred se sentó junto a la ventana y empezó a deshojar la rosa que
llevaba en el ojal.
El Mono Brand sostenía el sombrero con la mano. Se despojó
de un guante negro, lo arrojó al interior de su sombrero y lo miró
fijamente.
Sobre el horizonte de Janet se apostó una nube muy cargada,
que se extendía por todo el cielo. De la rosa de Fred cayó al suelo
un pétalo aislado liberado por una mano temblorosa.
—Estoy seguro, señorita Black —dijo el Mono Brand—, de que
me ofrecerá alguna explicación acerca de su visita a mi apartamento
cuando mi esposa estaba muriéndose.
—Subí porque ella me lo pidió —dijo Janet respirando hondo.
Parecía como si volviera a ver los ojos angustiados y
mortecinos de Cuckoo fijos en ella.
—¿Por qué?
—Me pidió que fuera a ver si su cuadro estaba a salvo.
—Ya le había dicho yo que estaba a salvo.
Janet no respondió.
La rosa del ojal de Fred caía pétalo a pétalo.
La voz del Mono Brand se tornó inflexible cuando volvió a
hablar.
—Estoy seguro —dijo fijando en ella sus siniestros ojos
apagados— de que entenderá la conveniencia, la necesidad, de que
me diga por qué quemó algunos documentos cuando visitó
clandestinamente mi apartamento.
—No quemé nada.
Miró en el interior de su sombrero. Los ojos apabullados de
Janet acompañaron la dirección de los suyos, y ella también miró en
el interior del sombrero. No había nada en él, salvo un guante.
—En la rejilla de la chimenea había cenizas de papeles
quemados —prosiguió—. El ascensorista la vio salir de la sala, en la
que había humo. Un valioso documento, el pagaré de su hermano,
ha desaparecido. Me limito a exponer hechos fehacientes que es
absurdo y perjudicial que usted contradiga.
—Yo no quemé nada —volvió a repetir Janet, pero había un
quiebro en su voz.
Su corazón empezó a luchar como alguna tímida alimaña de los
bosques que, de repente, se hubiera visto acorralada.
El Mono Brand volvió a mirarla. Su esposa la adoraba. Un
destello teñido de algún otro sentimiento, además del propio del
asunto del momento, recorrió el rostro despiadado y material del
prestamista; era como si... Casi como si no se mostrara contrario a
ayudarla en el caso de que le hablara con franqueza.
—Usted era amiga de mi esposa —dijo tras un instante de
pausa—. Ella hablaba de usted con afecto. Yo también la tenía en
muy alta estima. Algunos días antes de que usted viniera a
quedarse con nosotros, mientras revisaba mis documentos una
tarde, mencioné que el pagaré de su hermano estaba a punto de
vencer. Mi esposa dijo que pensaba que él se arruinaría si yo
reclamaba el dinero en aquel momento. Le dije que lo haría, puesto
que ya había esperado en otra ocasión, contrariamente a los
criterios, de todos conocidos, con que gobierno mis negocios. Nunca
espero. Si hubiera esperado alguna vez, no ocuparía la posición que
hoy día ocupo. Ella dijo: «Aguarda al menos hasta la boda de Janet.
Diría muy poco en su favor que su hermano quedara pulverizado
justo antes». Insistí en que ejecutaría el pagaré, con boda o sin ella.
Mi esposa se acercó a mí y con un movimiento repentino me lo
arrebató de las manos, sin que pudiera impedírselo. «No consentiré
que Janet sufra —dijo—. Lo guardaré yo misma hasta después de la
boda.» Y ante mis propios ojos encerró el pagaré en un armario que
yo le había regalado, y en el que ella guardaba sus documentos. No
suelo sucumbir ante los sentimientos, pero mi esposa... me recordó
mi propia boda... Y en aquella ocasión sí sucumbí. Fue la última
noche que pasamos juntos en casa, solos. Ella iba mucho al teatro y
asistía a fiestas, y pocas veces tenía tiempo yo para acompañarla.
El Mono Brand se detuvo un instante. A continuación, prosiguió:
—Mi esposa la vio a usted a solas cuando estaba muriéndose.
Obviamente, estaba ansiosa por verla a solas. Era muy propio de
ella pensar en los demás, aun en ese momento. Si usted me da su
palabra de honor de que ella le pidió que subiera al apartamento y
quemara ese pagaré, y que le indicó dónde podría encontrarlo... No;
si ella siquiera le autorizó, puesto que usted sin duda estaba
preocupada por este asunto... Si usted me asegura que ella cedió a
sus ruegos, y que, cuando menos, le autorizó a destruirlo... yo lo
creeré. Aceptaré su testimonio. Basta que fuera la última voluntad
de mi esposa. Si usted dice que era su voluntad —el Mono Brand se
asomó a la ventana bajo el resplandor sereno del sol de mediodía—,
yo la acataré —dijo mientras su rostro se recomponía.
—Ella no me habló jamás sobre el asunto del pagaré —dijo
Janet mientras rodaban dos lagrimones por sus mejillas trémulas—.
Ella no me autorizó jamás a quemarlo. Yo no lo quemé. No quemé
nada.
—Janet —gritó, casi, Fred, muy cerca del propio Brand—.Janet,
no ves que... que... ¡Confiesa! Dile que lo hiciste. Los dos sabemos
que lo hiciste. Reconoce la verdad.
La mirada de Janet viajó de uno a otro.
—Yo no quemé nada —dijo, pero bajó la mirada.
Nunca antes se había dudado de su palabra.
Ambos hombres comprendieron que mentía.
El rostro del Mono Brand se transformó. Volvió a ser una vez
más como el que habían visto muchos pobres infelices, cuyo dinero
bien exprimido había sido destinado a comprar los vestidos y los
diamantes de su esposa.
Se levantó. Sacó el guante de la copa del sombrero, se puso el
sombrero dentro de la habitación y salió de la casa caminando
lentamente. En la entrada volvió la vista atrás hacia Janet, y ésta vio
la expresión, dirigida por primera vez hacia ella, con la que habría
de familiarizarse, la que reciben los estafadores y los mentirosos.
El hermano y la hermana contemplaron en silencio cómo se
marchaba aquella figurilla rígida volviendo a ascender con la pierna
equivocada al interior del carruaje, que se alejó.
A continuación, Fred estalló.
—¡Estúpida! ¡Idiota! —balbució agitándose de la cabeza a los
pies—. ¿Por qué no le dijiste que la señora Brand te pidió que lo
quemaras? Su esposa era su punto débil. ¡Oh, Dios mío! ¡Menuda
oportunidad!... Y no la has aprovechado. Ese hombre todavía es
capaz de arruinarnos. Lo he visto en su cara.
—Pero ella no me pidió que lo quemara.
Janet parecía una niña amedrentada y afligida que se
encontrara de repente en una sala atestada de máquinas de las que
no comprende nada, y en la que, con un roce involuntario, mientras
trata de salir con sigilo, hubiera puesto a girar, estruendosamente,
imponentes engranajes maléficos.
—Me atrevería a decir que no te lo pidió —dijo Fred con fiereza,
abandonando a toda prisa la habitación.
Se marchó y permaneció mucho tiempo apoyado sobre la valla,
asomándose al cercado donde estaban los potrillos.
«Es terrible ser idiota», se dijo a sí mismo.
CAPÍTULO XII

Il n’est aucun mal qui ne naisse, en dernière analyse —d’une pensée étroite, oh
d’un sentiment mediocre.
MAETERLINCK

Finalmente, se desató la tormenta sobre Janet. Comprendió que era


una tormenta, y se enfrentó a ella con valentía y paciencia, sin temor
a lo que un vendaval tan brutal pudiera en última instancia destruir,
ni los cimientos que sus inundaciones pudieran arrasar. Sufrió en
silencio sabiendo que tanto el Mono Brand como su hermano creían
firmemente que era culpable; sufrió en silencio el paulatino
alejamiento de su hermano, que jamás perdonó su cerrazón cuando
se le había presentado una vía de escape y sentía escalofríos de
angustia ante lo que el Mono Brand pudiera hacer a continuación,
además de una lacerante incertidumbre acerca de la mayor de las
señoritas Ford, que había sido objeto de notable atención por parte
de un obispo colonial.
Aquellos días, Janet se repetía sin cesar: «La verdad
prevalecerá». No creía en aquel principio, sino en su propia versión
del mismo. Su fe en la fuerza de la verdad quedó vapuleada con
crudeza a medida que los interminables días de julio pasaron,
arrastrándose, cada uno de ellos, con mayor lentitud que el anterior.
La verdad no prevalecía. Por el contrario, era la tormenta lo que
prevalecía. Los cimientos empezaron a desmoronarse.
Sería difícil explicar cómo sucedió exactamente, pero la
evidencia condenatoria en contra de Janet, la sospecha, la práctica
certeza acerca de su contradicción, llegó hasta Easthope.
La señora Trefusis se aprovechó de ello para instar a su hijo a
que rompiera con Janet. El resistía con obstinación las frenéticas
súplicas de su madre. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, la
firmeza de su propósito se vio socavada por la hosca y creciente
sospecha de que Janet era culpable. Fred ya lo había insinuado. La
manifiesta convicción de Fred acerca de la acción llevada a cabo
por Janet y su incapacidad para comprender que se trataba de un
acto delictivo, su confiada aseveración de que el dinero sería
reintegrado, llevaron lentamente a George a concluir que Janet
había sido el instrumento de su hermano... y quizá no por primera
vez. George sentía con profunda, aunque callada, indignación que
Janet debía ser clara y franca con él, su futuro esposo. Pero no lo
era. Ella le repitió su ostensible mentira cuando por fin se obligó a
hablar con Janet del asunto. Su carácter intolerante y estricto
detestaba las dobleces y, según sus débiles entendederas,
consideraba que ella se comportaba como una pilla.
Las advertencias de su madre empezaron a actuar sobre él
como la levadura. ¿Cuántas veces le había dicho: «Ha mentido a
otros. Llegará el día en que te mienta a ti»? Aquel día había llegado.
Después de todo, quizá tuviera razón su madre. Había oído decir
eso mismo a otros hombres. «La cabra siempre tira al monte», «Hay
que escoger un buen partido», etcétera y etcétera.
Y George, que en otras circunstancias habría defendido a Janet
con la última gota de su sangre, que habría cargado con ella
atravesando desiertos abrasadores hasta caer muerto de sed...
George, que era capaz de cualquier heroicidad en su defensa...
flaqueó.
En parte, al principio, Janet se había enamorado de él porque
era «más honesto» que los hombres con los que ella le asociaba.
Sin embargo, esa misma rectitud que la había atraído, alejaba ahora
de ella a su amado, como quizá ninguna otra cosa habría
conseguido hacer. Curioso revés del destino: que el lazo que la
había atraído hacia él se tensara hasta convertirse en una soga en
torno a su cuello.
George flaqueó.
Ese parece ser el triste destino de algunos temperamentos
rectos y rigurosos, que adoptan una conducta al margen de todo
para luego fracasar a la primera oportunidad en que se les exige
algo; para desconfiar de quienes aman enconadamente cuando
recae sobre ellos la sospecha; para sentirse agraviados cuando
tienen éxito; para desanimarse por sus faltas, incapaces de creer
que tengan motivos de índole superior, asqueados de su fervor.
George no hubiera fallado si no hubiera aparecido una
dificultad. Al igual que muchos otros hombres, tomados por fieles
porque no se ha puesto a prueba su fe, él habría sido un excelente y
encantador marido para Janet, y probablemente ambos habrían
vivido juntos muchos años felices... Simplemente, si no hubiera
aparecido una dificultad.
Anne adivinó enseguida, por las cartas no muy radiantes de
Janet, que George se estaba distanciando de ella. A principios de
julio, acudió a pasar un domingo a Easthope y enseguida descubrió
la causa de aquel alejamiento (que Janet no había mencionado) en
las locuaces acusaciones de la señora Trefusis y en la huraña
infelicidad de su hijo.
La señora Trefusis había sonsacado las evidencias más
condenatorias contra Janet, en parte gracias a la intimidad de Fred
con George, y en parte a través del Mono Brand, con el que tenía
tratos pecuniarios, y al que recurrió directamente por escrito. Ella le
enseñó a Anne la respuesta del prestamista, con su admirable y
ponderada concisión, con su ordenada secuencia de hechos
inexorables. El corazón de Anne se vino abajo cuando lo leyó, y de
repente se acordó de las palabras de Janet durante su delirio. «Las
he quemado todas. Todas. No queda nada.»
La carta resbaló de su mano frágil. Se quedó mirándola,
aturdida durante un instante.
—Y ésta es la mujer —dijo la señora Trefusis mientras con el
bastón arrastraba la carta hacia sí y recuperaba su posesión—, la
mujer que, insistías hace tan sólo un mes, yo debía acoger como
nuera. ¿No te dije que era de mala cepa? ¿No te dije que la cabra
siempre tira al monte? George no me iba a escuchar nunca, pero mi
pobre chico engañado está empezando a comprender ahora que yo
tenía razón.
La señora Trefusis enjugó dos lagrimillas con su mano
temblorosa, más parecida a una garra. Anne no podía sino entender
que estaba inquebrantablemente convencida de la culpabilidad de
Janet.
—Crees que soy una mujer vengativa, Anne —dijo la señora
Trefusis—. Puede que tengas razón; sé que al principio lo fui, y
quizá todavía lo soy. Siempre he odiado esa relación y siempre la
odié a ella. Pero... Pero ahora no se trata sólo de eso. Es mi único
hijo, y no puedo permanecer sentada e inmóvil viendo cómo su vida
se va a pique.
—Estoy segura de que Janet no lo hizo —dijo Anne de repente,
con su pálido rostro encendido—. Si quiere, George y usted pueden
creer que lo hizo. Yo no.
Aquella misma tarde, Anne acudió a toda prisa a Ivy Cottage;
Janet la vio a lo lejos, corrió hacia ella atravesando los campos y se
abalanzó sobre su cuello. Pero ni siquiera las exhortaciones y las
cariñosas súplicas de Anne sirvieron de nada. Janet comprendió por
fin que aquella fórmula que repetía de forma mecánica estaba
destruyendo lo suyo con su amado. Pero le había prometido a
Cuckoo hacerlo, y se aferraba a su promesa.
—¿Por qué George no me cree aunque las apariencias estén
en mi contra? —dijo finalmente Janet—. Yo le creería.
—Eso es distinto.
—¿Por qué es distinto?
—Porque tú eres así y él no. Es cuestión de temperamento. Tú
eres confiada por naturaleza. El no. Tú debes tener en cuenta el
carácter de George. Es absurdo amar a una persona que desconfía
con facilidad y a continuación permitir que albergue sospechas. No
tienes ningún derecho a desconcertarlo. Del mismo modo que
debemos facilitar a algunas personas que nos quieran, que
continúen queriéndonos. Si surge alguna tirantez o alguna dificultad,
o si les causamos inconvenientes, nos abandonarán.
Janet guardaba silencio.
—Dado que George y tú os amáis mutuamente —prosiguió
Anne—, ¿no puedes revelarle algo a él? ¿No comprendes que lo
único que serviría es que le dijeras algunas palabras que le
mostraran, como estoy segura de que en verdad sucede, que estás
ocultando algo, lo cual ha vertido sobre ti esas falsas sospechas?
Janet agitó la cabeza.
—Él debería saber que es falso —replicó.
—¿No podrías decirle a él,aun cuando no se lo puedas decir a
tu hermano ni al señor Brand, que quemaste algún documento
comprometedor a petición de la agonizante señora Brand? Él lo
creería, porque es sabido que sí quemaste papeles, querida mía, y
es obvio que debiste de quemar un buen montón. Ese único pagaré
no explica el volumen de las cenizas.
—No podría decirlo —dijo Janet empalideciendo—. Y, además
—añadió a toda prisa—, he dicho muchas veces —y ciertamente lo
había hecho— que no quemé nada, y George no sabría a qué
atenerse si yo dijera primero una cosa y luego otra.
—Ahora no sabe qué creer. A menos que puedas decirle algo
para tranquilizarlo, perderás a tu George.
—¿Tú crees en mí?
—Sin reservas.
—Entonces, ¿por qué no cree George? —prosiguió Janet con
ese talento femenino para el razonamiento circular—. Es lo único
que hace falta. No que yo diga cosas que no puedo decir, sino que
él confíe en mí. No me importa lo que piensen los demás siempre
que él crea en mí.
Ella, que jamás había exigido nada hasta aquel momento, cuya
única finalidad había sido complacer a su George, le formulaba
ahora una exigencia. Era lo primera y lo último que le pidió a su
amado. Y éste no pudo satisfacerla.
—Su fe está debilitada.
—Prevalecerá la verdad —dijo Janet obstinadamente.
—Prevalecerá sin duda al final, pero, ¿y mientras tanto? ¿Y qué
sucede si la verdad queda oculta tras una mentira?
Janet no respondió. Quizá no lo comprendió del todo. En
aquellos días era capaz de comprender exclusivamente dos cosas:
una, que George debería creer en ella; y la otra, que mantendría la
promesa que le hizo a Cuckoo en su lecho de muerte sucediera lo
que sucediese. Ella recordaba constantemente el rostro rígido y
agonizante, el susurro dificultoso:
—Prométeme que, pase lo que pase, jamás le dirás a nadie que
has quemado nada.
—Lo prometo.
—Júralo.
—Lo juro.
Mantendría su juramento.

Anne regresó a Londres con el corazón afligido. No dejó piedra sin


remover. Como hemos visto, interrogó a De Rivaz y a Stephen sobre
el asunto. Pero sus esfuerzos fueron infructuosos en lo que se
refería a George. El asunto de la quema de los papeles se acalló,
pero alcanzó a la única persona que tenía capacidad para hacer
naufragar la felicidad de Janet.
Un día, algunas semanas después de la visita de Anne, Janet
divisó la figura imponente de Stephen acechando morosamente en
los campos. Janet se dejaba la vista a diario inspeccionándolos, en
dirección a Easthope, pero por aquel camino tan transitado dejó de
venir cierta persona.
El millonario mantuvo una larga entrevista con Janet, pero
desperdició su valioso tiempo. No pudo hacerla cambiar.
Le dijo que creía firmemente que aparecería el pagaré
desaparecido, que entretanto él había pagado al señor Brand y que
ya le pagaría ella cuando le viniera bien. Él podía esperar. Por un
instante, Janet se asustó, pero la tranquilizó una mirada a los ojos
austeros y vivos de Stephen, inclinados inquisitivamente sobre ella.
Janet confió en él de inmediato. Nunca se supo lo que él le había
dicho al Mono Brand respecto al hecho de que viera a Janet en el
apartamento calcinado, pero el Mono Brand no sacó nada del
análisis de aquel comprometedor suceso... excepto su dinero.
Fred quedó sobrecogido por la visita de Stephen y por el
asombroso hecho de que éste hubiera pagado al Mono Brand. Fred
dijo reiteradamente que aquella era la conducta de un perfecto
caballero, exactamente lo que él habría hecho si se hubiera
encontrado en la situación de Stephen. En cuanto tuvo oportunidad,
hizo que George se enterara de ello. Pero aquella información no
surtió ningún efecto en la mente de George, exceptuando que fue
vagamente perjudicial para Janet. ¿Por qué había aceptado ella una
suma de dinero tan importante de un hombre del que no sabía casi
nada, a quien sólo había visto en una ocasión y durante un
momento, por demás, tan sospechoso? Las mujeres no deberían
aceptar dinero de los hombres. ¿Y por qué se lo ofreció él?
Se planteaba estas preguntas para sí. A Fred sólo le prodigó un
gesto, para dejarle patente que había comprendido lo que éste tanto
se había apresurado en decirle.
Algunas semanas después, en agosto, De Rivaz fue a Ivy
Cottage, sombrero en mano, titubeando y deferente, para pedirle a
Janet que le permitiera pintarla. Haría cualquier cosa, tomar unas
habitaciones en los alrededores, supeditar su comodidad
enteramente a la de ella, simplemente si posaba para él. Percibió
con una punzada que Janet no era consciente de que se hubieran
visto antes. Ella le había olvidado, y él no le recordó su primer
encuentro. De Rivaz sabía que aquel momento había traído
complicaciones para ella. Su rostro lo demostraba. Aquel espíritu
paciente y pertinaz empezó a admirar el delicado rostro. Su belleza
lo abrumaba. Tembló ante él. Imploró con todas sus fuerzas, pero
Janet no le escuchó. Dijo con apatía que no deseaba ser retratada.
Evidentemente, era bastante poco consciente de la distinción que el
pintor le estaba brindando. A ella, su nombre no le decía nada.
Finalmente, De Rivaz tuvo que despedirse, pero mientras se alejaba
caminando bajo la lluvia, volvió la vista para mirar de nuevo la casa.
—Volveré —dijo mientras su enjuto rostro temblaba.
Fue un mes de agosto muy húmedo y la cosecha se pudrió en
los campos. Nadie fue a Ivy Cottage desde Easthope recorriendo el
sendero empapado. En el corazón de Janet se alzaba lentamente
un resentimiento contra su amado, el resentimiento que invade al fin
los corazones de las naturalezas humildes y sinceras cuando
descubren que amor y confianza no van de la mano.
George nunca rompió explícitamente con Janet, jamás se le
pudo inducir a que escribiera la nota para ella, que, según le decía
su madre, tenía obligación de escribir. No. Simplemente se mantuvo
alejado de Janet, semana tras semana, mes tras mes. Cuando su
madre le instó a romper formalmente su compromiso, dijo con
obstinación que Janet podía entender por sí sola que todo se había
acabado entre ellos.
Llegó por fin el día en que Janet se encontró con él de
improviso en las calles de Mudbury, un día de mercado. George se
quitó el sombrero en respuesta al tímido saludo de ella, y enseguida
volvió a mirar de frente, hacia delante.
Quizá él pasó su momento fatídico aquella noche, ya que Janet
estaba muy hermosa. Vista de repente, de forma inesperada,
parecía más hermosa que nunca. Y ella iba a haber sido su esposa.
Fue a partir de aquel instante malogrado cuando incluso Janet
percibió que George estaba decidido a no dirigirle la palabra;
después de aquello, ella empezó a comprender que cuando los
cimientos se debilitan, llega un día en que lo que se ha construido
sobre ellos se tambalea... y cae.
CAPÍTULO XIII

El corazón pide placer primero —


luego — excusa el dolor —
luego — esas pequeñeces
que matan el dolor —

luego — irse a dormir —


y luego — si tiene que ser
el deseo de su inquisidor —
el privilegio de morir —
EMILY DICKNSON

Hay largos periodos en la travesía de la vida en los que «el camino


asciende serpenteando sin cesar». También hay largos periodos en
los que una llanura sombría nos retiene, día tras día, hasta que los
últimos fuegos de campamento de nuestra juventud quedan
sofocados por sus aguaceros. Pero cuando volvemos la vista atrás
sobre el camino recorrido, ¿no olvidamos por igual la montaña y la
llanura? ¿Acaso no recordamos mejor aquel viraje extremadamente
acusado, en el camino angosto e ineludible, cuando, al oscurecer y
con el plomizo suelo bajo nuestros pies, conocimos el miedo?
Hay un descenso paulatino, atroz, gradual, hacia una oscuridad
creciente, que conocen aquellos que tienen la fortaleza suficiente
para emprenderlo. Sólo los fuertes despuntan en situaciones
extremadamente desagradables. Sólo los fuertes conocen el
sombrío paisaje del Hades, ese mundo que subyace en las vidas de
todos nosotros.
No puedo adentrarme con Janet por él. Sólo puedo verla como
una sombra que se mueve entre sombras; descendiendo
inconscientemente con lágrimas en los ojos, cargando, ¡pobrecilla!,
con su corazón valiente, amable y generoso, hasta encontrar la
angustia, la desolación, el abandono y, finalmente, la desesperación.
Cuando hemos de descender necesariamente por ese abismo, lo
hacemos solos; ¿y quién puede decir cómo nos fue en él? La
naturaleza dispone algunos procesos benéficos atroces de los que
es mejor no hablar. Todos hemos aprendido a vivir en el mismo
regazo, leyendo de un mismo libro, pero cuando la inexorable y
fulminante zarpa de la vida se cierra sobre nosotros, la abominable
oscuridad ante la que hemos retrocedido con odio se convierte en
nuestra única amiga.

A lo largo del otoño y el invierno siguientes, Janet descendió


lentamente, pulgada a pulgada, peldaño a peldaño, por aquella
empinada escalera. Llegó por fin a la muerte del amor. Muchas
veces antes de haberlo tocado de verdad pensó que ya lo había
alcanzado. Creía que lo había alcanzado cuando la invadieron las
noticias del compromiso de George. Pero no lo alcanzó en realidad.
No, ella mantuvo la esperanza contra toda esperanza hasta el último
día, hasta la mañana de la boda de George. No sabía que mantenía
la esperanza. Supuso que hacía mucho tiempo que había
abandonado toda idea de reconciliación entre ella y su amado. Pero
cuando la boda se hubo consumado, cuando él se había marchado
definitivamente, entonces se quebró algo en su interior: la última
cuerda de la lira sobre la que se apoya la esperanza ciega.
Hay quien dice que no hemos sufrido hasta que no hemos
conocido los celos. El pie de Janet alcanzó ese último peldaño y se
abrasó en él.
Sólo entonces descubrió que nunca, jamás, había creído que él
pudiera abandonarla de verdad. Incluso la mañana de la boda de
George ella buscó por los campos, por los que tan a menudo le
había visto aproximarse, y que tanto tiempo llevaban despojados de
aquella figura familiar. Sabía que él estaba muy lejos, en casa de la
novia, pero no obstante esperaba que volviera a ella, la estrechara
contra su corazón y le dijera: «Pero, si no podría casarme jamás con
otra que no fueras tú, Janet. Sabes que jamás podría suceder una
cosa así. ¿Qué otra mujer podría separarnos a ti y a mí, que somos
inseparables?». Y, acto seguido, aquel mal sueño se alejaría de ella,
y ella y George se mirarían con gravedad, y el dolor infinito, infinito,
desaparecería.

Envueltas y bien ceñidas a la angustia del amor hay siempre unas


palabras como éstas, con las que la naturaleza humana sustenta su
dolorido corazón; pobre naturaleza humana, que cree que, pase lo
que pase, el amor nunca muere.
«Algún día —dice para sí la mujer, medio consciente de que
ese día no amanecerá jamás—, algún día le hablaré de aquellos
espantosos meses, repletos de días que más parecían años, y de
noches sin igual que, si Dios quiere, jamás habré de volver a
soportar. Algún día, quizá dentro de mucho tiempo, pero algún día,
le preguntaré: ¿Por qué me abandonaste? Y él me contará sus
absurdas razones, y ambos nos abrazaremos, deshechos en
lágrimas. Y algún día, sin duda, le diré: Siempre quemaba tus cartas
por miedo a morir de repente y que otros pudieran leerlas. Pero,
fíjate, aquí están los sobres, todos. Este sobre está muy gastado.
¿Recuerdas lo que decías en la carta que me trajo? Este todavía
está nuevo. Sólo leí una vez la carta que contenía. ¿ Cómo
pudiste... Cómo fuiste capaz de escribirla?»
«Algún día —dice para sí el hombre cuando ha acabado la
jornada—, algún día me llegará la hora. Ella me cree áspero y frío,
pero algún día, cuando haya pasado este fatídico momento y ella
comprenda, la cubriré de una ternura con la que jamás ha soñado.
Le enseñaré cómo puede llegar a ser un amante. Para ella, el
mundo es duro, y sus sendas hastío... Que lo piense; pero algún día
reconocerá ante mí, aquí, en esta misma habitación, que no supo lo
que era la vida, lo que eran el gozo y la paz, hasta que permitió que
mi amor la poseyera.»
Sin embargo, él sabe a medias que ella, aquella mujer cuya
llegada parece tan inevitable como la de la primavera, nunca
regresará. Así se consuela el corazón, relatándose cuentos de
hadas, hasta que amanece el día en que la severa y caritativa
realidad entra en nuestra casa y descubrimos por último que jamás
se pronunciará una sola palabra de las que hemos dicho con la
imaginación. Hemos sufrido lo que hemos sufrido. La persona por la
que se sufrió no volverá a escuchar una palabra nuestra.
La polilla y la herrumbre han corroído.
Han entrado los ladrones y han robado.
Después, a levantarse, a agarrar con fuerza el bastón de
peregrino y a reemprender la vida con empeño.
CAPÍTULO XIV

Mi río corre hacia ti —


¡mar azul! ¿darás la bienvenida?
EMILY DICKNSON

El invierno, que con tanta crudeza trató a Janet, sonreía a Anne.


Pasó la Navidad en Londres, ya que la salud del duque era
demasiado delicada, o al menos eso decía él, para acudir a los
aposentos de sus antepasados en el campo, donde la duquesa se
había retirado en solitario convencida de no ser otra cosa que el
heraldo del resto de su familia; y donde dedicaba sus aterradoras
energías a árboles de Navidad, farolillos, ventrílocuos, todo tipo de
entretenimientos para niños, adultos, arrendatarios, internos de
asilos, vecinos del condado, catequistas, asociaciones de madres,
gremios de mujeres trabajadoras, asociaciones benéficas, etcétera,
etcétera. Estaba en su salsa.
Anne y su padre estaban en la suya. El duque no eludía las
continuas e inevitables obligaciones de su cargo, pero por
naturaleza era un ermitaño, y en Navidad cedía a su inclinación
natural.
Anne también vivía en el bullicio. Conocía a demasiada gente, y
su simpatía atraía hacia sí demasiadas naturalezas insolventes. Se
alegraba de mantenerse alejada una temporada del ajetreo de la
multitud. Ella y su padre pasaron juntos una Navidad y un Año
Nuevo tranquilos, perturbados sólo momentáneamente por los
frenéticos telegramas de la duquesa, en los que urgía a Anne a que
le enviara quinientos regalos de un chelín adecuados para las niñas
de la catequesis, o cuarenta de media corona para jóvenes
catequistas.
El nuevo año vino acompañado de nieve y niebla. Pero nada de
esto fue lo peor de él. Aquella mañana en particular, Anne
permaneció sentada mucho tiempo junto a la ventana de su
saloncito, escudriñando el impenetrable manto de niebla. Los
vendedores de periódicos gritaban algo en las calles, pero no era
capaz de escuchar nada significativo, salvo la palabra «ciudad».
En aquel momento sacó del bolsillo dos cartas y las leyó
pausadamente. No necesitaba leerlas. No sólo se las sabía de
memoria, sino que sabía exactamente en qué lugar del papel se
encontraba cada palabra. «Ley marcial» se encontraba en la
esquina izquierda de la primera línea de la segunda hoja. «En
función del trabajo de Kaffir» estaba en la mitad de la tercera
página. Eran cartas de aspecto destartalado, debido quizá al hecho
de que eran lo último que leía al acostarse y lo primero que leía
todas las mañanas, y que por la noche quedaban bajo la almohada
de Anne de tal modo que pudiera tocarlas si se despertaba. Apenas
es preciso añadir que estaban escritas con la caligrafía menuda,
apretada y comercial de Stephen.
Stephen había tenido que viajar a Sudáfrica a principios del
otoño por asuntos de negocio urgentes. Había pasado allí casi tres
meses. Durante aquel periodo, tras cavilar detenidamente, había
escrito a Anne en dos ocasiones. Tengo la impresión de que él tenía
la impresión de que aquellos dos documentos eran cartas de amor.
En cualquier caso, fueron las dos únicas cartas, de entre las que
Stephen redactó en su vida, que acaso pudieran clasificarse bajo
esa rubrica. Y tuvo que pensar mucho para redactarlas. En ellas
tenía la bondad de informar a Anne acerca de la población de la
ciudad desde la que le escribía, de sus principales industrias, de las
dificultades que atravesaba bajo la ley marcial. También le describía
el clima. Lo máximo que se acercaba a un estallido de emoción era
una educada manifestación de confianza en que ella y sus padres
se encontraran bien y que esperaba regresar de nuevo a Inglaterra
antes de Navidad. Anne besó la firma y a continuación rió hasta
echarse a llorar sobre la carta. Stephen redactó de hecho una
tercera carta, pero tenía un tono tan atrevido —manifestaba el
deseo de volver a verla— que tras leerla y releerla unas veinte
veces decidió no correr el riesgo de enviarla.
Cuando Anne ya era una anciana, todavía recordaba la
población de dos pequeñas ciudades remotas de Sudáfrica y sus
respectivas industrias.
Stephen hizo como prometió. Su enorme pie se plantó de nuevo
en suelo inglés uno o dos días antes de Navidad. Pese a la
avasalladora presión de los negocios, desde su regreso había
encontrado tiempo para cenar con Anne y con su padre en varias
ocasiones. El duque lo había visto en una reunión de directivos y,
fingiendo desconocer la negativa que Anne le había dado, había
insistido en que le acompañara a cenar. Después de aquella primera
vez, el duque le pedía continuamente que fuera a cenar. La antigua
atracción entre los dos hombres renovó su brío.
Para Stephen, aquellas noches serenas alrededor del fuego
parecían contener la esencia de la vida. El duque hablaba bastante,
pero de vez en cuando Stephen hablaba más. Anne escuchaba. Y,
¡mira por dónde!, al gato de la cocina, vulgar y ya crecido, se le
permitió, con su ronroneo monótono, ser el cuarto invitado en
aquellas apacibles reuniones, y todas las noches tomaba café del
platillo de Anne, al que Stephen añadía azúcar.
Después, sin razón aparente, Stephen dejó de acudir.
Anne, que había soportado tanta incertidumbre respecto a él,
podría, sin duda, soportar un poco más. Pero parecía que no. No
acudió en toda una semana. Durante aquella semana, Anne
envejeció visiblemente. Se volvió a apoderar de ella aquel antiguo
dolor, el resentimiento y la vieja ira productos del sufrimiento,
aquella antigua fiereza «que nunca queda muy lejos de la ternura».
Había pensado tantas veces que ya había vencido a aquellos
enemigos, que los había derrotado de un modo tan rotundo, que
creía que jamás podrían volver a asediarla. Pero lo hicieron.
Entre las filas de sus viejos enemigos se había alistado uno
nuevo: la esperanza; y la esperanza, si consigue invadir un corazón
en el que ha sido mucho tiempo una extraña sabe cómo reabrir una
herida profunda y mal cicatrizada, que continuará sangrando mucho
después de que se haya marchado.
¿Dónde estaba la paciencia de Anne, aquellas perseverancia y
fortaleza suyas? ¿Podían haberse agotado?
Mientras miraba por la ventana, tratando de convocar en su
ayuda a sus desleales aliados, entró su padre llevando un periódico
en la mano.
—Esto es grave —dijo—; se trata de Vanbrunt.
Ella se volvió hacia él como un rayo.
El duque daba golpecitos en el periódico.
—Me he enterado de que Vanbrunt estaba en apuros —dijo—.
Hace una semana, la última vez que estuvo aquí, me aconsejó que
vendiera determinadas acciones. Parece ser que él no llegó a
venderlas. Me dijo que iba a conservarlas, pero ahora ha llegado el
golpe. Me temo que se haya arruinado.
Un hermoso colorido afloró en el rostro de Anne. Sus ojos
resplandecían. Sintió una súbita ráfaga de vida. Rejuveneció, volvió
la fuerza, despertó.
Su padre estaba demasiado preocupado como para reparar en
ella.
—Vanbrunt es un hombre excelente —dijo—. Tuvo tiempo de
sobra para salvarse. Pero se aferró al barco y se ha hundido con él.
Cuánto lo siento. Le apreciaba.
—¿Estás seguro de que está arruinado de verdad?
—Eso dicen los periódicos. También dicen que puede hacer
frente a sus obligaciones.
El duque leyó en voz alta un párrafo que Anne no comprendió.
—Esto significa la ruina incluso para él —dijo.
Dio algunas vueltas por la habitación.
—En la última semana ha estado trabajando día y noche para
evitar esta quiebra —dijo—. Podría haberse evitado. Me contó algo
la última vez que estuvo aquí, pero en tono confidencial. El es
franco, pero los demás no lo han sido. No lo han respaldado. Sus
socios le han abandonado.
El duque suspiró y volvió a su despacho de la planta baja.
Anne abrió la ventana con la mano temblorosa y se asomó a la
niebla.
Stephen estaba sentado en la sala privada de su despacho en la
City, mordisqueándose un dedo ya bastante mordisqueado. Su
rostro ostentaba los signos del esfuerzo incesante de la semana
anterior. Sus ojos miraban fijos y ausentes la luz eléctrica. Su mente
se concentraba con fuerza intacta en sus asuntos, igual que una
lupa concentra la luz en un determinado punto hasta hacerlo arder.
Había luchado con energía y había sido vencido; no con limpieza.
Podía hacer frente a las reclamaciones que se le hacían. Según sus
propias palabras, podía «sostener la raqueta»; pero a ojos del
mundo de las finanzas estaba arruinado. A su juicio, estaba al borde
de la ruina. Pero un hombre con un temperamento de hierro es
capaz de encontrar apoyo en precipicios en los que otros sufren
vértigo y pierden la cabeza. El valor de Stephen apareció para la
ocasión. Se sentía a la altura de las circunstancias. Su vigorosa
mente, penetrante y despierta, trabajaba infatigable hora tras hora,
aun cuando pareciera estar ocioso, sentado. No estaba alterado. Se
mantenía a flote.
Escuchó a los vendedores de periódicos de la calle anunciar a
gritos la quiebra, y sonrió. Finalmente, cogió una hoja de papel y se
sumió en las cifras.
Cuando permanecía en esta sala interior nunca estaba visible
para nadie. Su principal empleado sabía que no debía molestársele
bajo ningún pretexto. Y quienes conocían a Stephen sabían que no
se le podía molestar impunemente.
Levantó la vista, al fin, y se puso en pie sacudiéndose como un
perro.
—Puedo superarlo —dijo—. Ellos creen que no, pero sí puedo.
Pero si lo malo se hace aún peor —cosa imposible—, no estoy
seguro de que me quede algún chelín.
Dio una vuelta por la habitación.
—Esperad un instante, estúpidos —dijo casi en voz alta—; si
me arruina vuestra cobardía, esperad un poco. No he hecho dinero
una vez, ni dos... Y volveré a ganarlo.
Se oyó un golpe en la puerta.
De repente, enrojeció de cólera. ¿Acaso no sabía Jones que no
se le debía interrumpir hasta las dos, cuando tenía que reunirse
para, a ser posible, apaciguar a determinados accionistas
desesperados y en desbandada? La puerta se abrió con
brusquedad y entró Anne. Durante un instante Stephen vio detrás de
ella el rostro aterrorizado de su empleado. Luego, Anne cerró la
puerta y se puso frente a él. La imagen de Anne acompañaba a
Stephen tan habitualmente, incluso en los detalles más nimios,
desde el modo en que volvía la cabeza hasta su forma de cruzar las
manos, estaba grabada de manera tan minuciosa en su memoria, y
había pasado a formar parte de su propio ser de un modo tan
absoluto, que no le sorprendió verla. ¡Como si no la estuviera viendo
siempre! Sin embargo, cuando la miró, le abandonó toda la energía
para adelantarse a recibirla, para hablarle. La sangre parecía
retirarse lentamente de su corazón y su rostro adusto empalideció.
—¿Cómo has venido hasta aquí? —balbució, por fin, con una
voz que sonaba áspera y desconocida.
—A pie.
— ¿Con esta niebla?
—Sí.
—¿Quién te ha acompañado?
—He venido sola. Quería hablar contigo. He oído que te has
arruinado.
—Puedo hacer frente a mis obligaciones —dijo con orgullo.
—¿Es cierto que has perdido dos millones?
—Sí... Quizá más.
Un instante de terror pareció recorrer a Anne. El encantador
colorido de sus mejillas desapareció de repente. Se apoyó en la
mesa con una mano enguantada y flaqueante. Luego, se irguió y
dijo con voz firme:
—¿Recuerdas aquella noche en Hamilton Gardens, cuando me
pediste que me casara contigo?
Stephen bajó la cabeza. Era incapaz de hablar. Hasta su
fortaleza quedó reducida a lo justo.
—Te rechacé porque vi que estabas convencido de que no
sentía afecto por ti. Si yo te hubiera dicho que te amaba, no lo
habrías creído.
La mano de Stephen se agarró con fuerza a la repisa de la
chimenea. Temblaba de la cabeza a los pies. Sus ojos no se
apartaban nunca de ella.
—Pero ahora ya no hay dinero —dijo empalideciendo más que
nunca—, y quizá ahora que ha desaparecido el horrible dinero, me
creas si te digo que te amo.
Y así fue como Stephen y Anne se encontraron por fin... por
fin... el uno al otro.

—Querida mía —le dijo el duque a Anne al día siguiente—, esta


forma de proceder tuya es verdaderamente extraordinaria.
Rechazas a Vanbrunt cuando es rico y le aceptas cuando se
tambalea al borde de la ruina. Parece lo inverso del habitual orden
de cosas. ¿Qué va a decir tu madre?
—Ya he recibido una carta suya en la que agradece a Dios que
no me hubiera comprometido con él. Se explaya acerca de cómo
una fuerza superior gobierna las cosas para bien.
—Ojalá esa fuerza le permita algún día ampliar sus miras —dijo
el duque—. En todo caso, agradecería mucho que ella estuviera
aquí. Mi horrenda y vulgar obligación va a ser preguntar a Vanbrunt
de cuánto dispone; qué pequeños restos quedan de su inmensa
fortuna. Me he enterado a través de fuentes fiables que está casi sin
un penique. Uno es padre para algo. Ojalá tu madre estuviera en la
ciudad. Ella siempre hacía este tipo de cosas con un espantoso
entusiasmo, cimentado en las ocasiones anteriores. Después de
que se entreviste contigo debes hacerle pasar a mi despacho,
querida. Intentaré por todos los medios actuar como el padre
severo. Ese timbre que suena es él. Me iré. Tengo que escribir
cartas.
El duque abandonó la habitación, pero, a continuación, volvió a
asomar la cabeza.
—Anne —dijo—, quizá te interese saber que he visto hombres
más apuestos, que he visto hombres mejor vestidos y que he visto
incluso hombres de complexión bastante más liviana, pero que no
he visto ningún hombre que me guste más que tu ex millonario.
Dos horas más tarde, tras la marcha de Stephen, el duque
regresó al saloncito de su hija y se hundió agotado en una silla.
—De verdad, no puedo hacer este tipo de cosas dos veces en
la vida —dijo con ligereza—. ¿Tienes sales a mano? No, claro... Tú
no las necesitas. No es una indisposición grave. Mientras tu padre
está aquí sufriendo, tú tienes un aspecto despiadadamente
floreciente, Anne. Ahora, recuerda: si alguna vez quieres volver a
casarte, no envíes a tu segundo marido a entrevistarse conmigo,
porque no me entrevistaré con él.
—Vamos, vamos, padre. ¿No me dijiste que le hiciera entrar en
tu despacho? Y yo que pensaba que tenías un aspecto
impresionante y majestuoso cuando le hice pasar. Todo un padre
modélico.
—Adopté una actitud firme con él —prosiguió el duque—. Vi
que estaba nervioso. Eso me facilitaba las cosas. Vanbrunt es un
hombre tímido. Yo ocupaba una posición de superioridad. Es odioso
pedirle a un hombre su hija. Le dije: «Veamos, Vanbrunt, comprendo
que desee casarse con mi hija. No me parece lo más deseable,
pero...».
—¡Oh!, padre, no dijiste eso.
—Bueno, no exactamente. Yo admití que a él podía soportarlo
mejor que a la mayoría, pero que no podía permitir que te casaras
con la pobreza. Vanbrunt me preguntó qué es lo que yo consideraba
pobreza. Aquello me dejó bastante perplejo. De hecho, no supe qué
decir. No le correspondía a él hacer las preguntas.
—Padre, me prometiste que con ochocientas anuales me
permitirías casarme con él.
—Bueno, sí, lo prometí. No me gusta, pero dije eso. En
resumen, le dije que tú me habías predispuesto para llegar hasta
ese extremo.
—¿Y qué dijo él?
—Dijo que, en ese caso, no creía que surgiera ningún
verdadero escollo a causa del dinero; que en un momento dado
llegó a perder todo lo que tenía, dos millones, pero que en las
últimas veinticuatro horas sus negocios habían adoptado un giro
inesperado y creía que podía contar con un millón más o menos; y,
sin ninguna duda, con medio millón. Me vine abajo, Anne. Mi actitud
se hizo añicos. Era Vanbrunt el que se anotaba los tantos. Hasta
ese momento, él había mostrado un rostro completamente serio.
Luego, sonrió con gravedad y nos estrechamos la mano. No dijo
gran cosa, pero lo que dijo fue suficiente. Creo, querida, que
mientras Vanbrunt dure, su amor por ti perdurará. Lo tiene clavado
con fuerza en su interior. Pero estas entrevistas acaban conmigo.
El duque colocó al gato de la cocina sobre sus rodillas y le
acarició detrás de las orejas.
—He jugado el partido, Anne —dijo—; me lo debes todo a mí.
Cuando lo vi en aquella primera reunión de directivos de hace dos
semanas le pedí que cenáramos juntos. Ya entonces lo tenía en
mente.
—¡Padre! Sabes que no es así.
—Bueno, no. No es así. No pensé en ello. No puedo decir que
lo pensara. Pero, aun así, he sido una especie de baluarte en todo
esté asunto. Tú has contado con mi apoyo moral. Así se lo contaré a
tu madre.
CONCLUSIÓN

Así transcurre, en medio de la confusión,


mientras las luces se apresuran
y las sombras huyen
sobre una escena que apenas vemos,
la banal, sórdida y majestuosa
tragedia del destino humano.
WILLIAM WATSON

Ojalá la vida se asemejara más a las historias que leemos, a esas


historias hermosas que, ya sean tristes o alegres, tienen siempre un
desenlace pintoresco. El héroe se casa con la heroína tras vencer
obstáculos insalvables que en la vida real jamás habría superado; o
la heroína se arrastra hasta una sepultura de algún paraje romántico
regado con nuestras lágrimas enardecidas. En cualquier caso, la
historia se cierra con elegancia. Hay una conclusión que la adorna.
Pero, por alguna razón inexplicable, la vida no se pliega con
docilidad a las exigencias de las bibliotecas públicas, y con mucha
frecuencia ni siquiera llega a captar el instante dramático para
producir un cierre sobrecogedor. Ninguno de nosotros alcanza la
madurez sin haber presenciado algunos melodramas violentos, cuyo
principal interés se encuentra mucho más allá de su moraleja de lo
que en nuestra tierna juventud nos hubiéramos atrevido a
sospechar. Fuera del escenario hemos visto obras mejores incluso
que las que el propio Shakespeare puso en escena. Pero
Shakespeare puso fin a las suyas y bajó el telón, mientras que con
las que contemplamos en la vida nos da tiempo a encanecer entre
un acto y otro; y sólo sabemos que ha llegado el final, cuando por fin
llega, porque las luces han ido apagándose paulatinamente, una a
una, y nos descubrimos al fin solos en la oscuridad.
Mientras reflexiono sobre estos asuntos se alza ante mí el
semblante dulce y melancólico de Janet, y podría, casi,
impacientarme por su culpa al recordar cómo el único incidente
dramático de su poco interesante vida jamás pareció desvanecerse.
Las consecuencias se prolongaron, y se prolongaron, y se
prolongaron, hasta que toda originalidad e interés acabaron
inevitablemente por desaparecer de todas partes, incluida ella
misma.
Algunos de nosotros atravesamos momentos decisivos en la
vida y no rectificamos. Por el contrario, acabamos deformándonos.
Así sucedió con Janet.
¿Hay algún momento decisivo en la vida similar a nuestro
primer encuentro real con la angustia, la soledad o la
desesperación?
No me compadezco de quienes reciben con los ojos abiertos a
estos severos ángeles de Dios y luchan con ellos durante la noche,
hasta que rompe el día, para arrancarles las bendiciones que se
detienen a ofrecernos. Pero, ¿se puede negar una compasión
estremecedora a quienes, como Janet, descienden ciegos hasta el
Hades y luchan impotentes con los ángeles de Dios igual que con
los enemigos? Janet soportó no sabía qué ni por qué con una
dignidad muda y resignada; y emergió de su agonía, igual que se
había sumido en ella, con los puños cerrados y las manos vacías.
La mayor de las esperanzas, el amor más profundo, la fe más
amplia, la simpatía más tierna que tuviera consigo no volvieron con
ella. Regresó, poco a poco, a su vida normal, con sus ideas de
siempre cristalizadas, y con sus pequeñas y rudimentarias creencias
en el amor y en su prójimo marchitas.
Aquello fue todo lo que George obró en ella.
Las virtudes de un temperamento limitado como el de George
no parecen servir de nada a nadie, exceptuando quizá a su
poseedor. Representan un escollo tan fantástico para sus
congéneres más débiles, ocasionan tanto dolor, ahogan la vida
espiritual de un modo tan despiadado y engendran tanto
escepticismo en las mentes irracionales como determinados vicios
soeces. Cuando hemos apartado la vista durante muchos años de
las verdades más difíciles de digerir, poco le importa a nuestra
víctima lo que nos hace ser injustos, o si hemos rezado para
comprender adecuadamente.
La incredulidad de George acerca de la rectitud de Janet,
nacida de un profundo sentido de la rectitud, obró sobre la mente de
Janet el mismo efecto que si él la hubiera seducido deliberadamente
para abandonarla. El verdugo accedió a la horca en la que esperaba
su víctima a través de una senda despejada. Esa era la única
diferencia. Mejor para él. La soga en tensión fue para ella la misma.
La creencia irracional en el amor y en su prójimo vino seguida por
una igualmente irracional desconfianza en ambos.
Janet fue fiel a su promesa. Se mantuvo firme. De todas las
promesas del mundo, hechas únicamente para romperse,
sostenidas tan sólo hasta que puntualmente se presenta la tentación
de quebrantarlas, de entre todos esos escombros, sólo una promesa
absurda permaneció intacta: la promesa que Janet hizo a Cuckoo.
George se casó.
Luego, poco después, Fred se casó con la mayor de las
señoritas Ford y fue muy feliz. Su dicha se vio marcada en un
principio por la abstinencia absoluta, pero poco a poco erradicó él
este elemento depresivo de su nueva vida doméstica. Y, a su debido
tiempo, su carácter ligeramente insolvente adquirió una especie de
estabilidad mediante el amor de la mojigata virtuosa, de la «perfecta
clama» para la que él lo era todo. Fred mejoró enormemente tras su
boda, y al final, de hecho, devolvió a Stephen parte del dinero que
este último le había adelantado al Mono Brand en nombre de Janet.
Al principio, Janet vivió con la joven pareja, pero ella no le
gustaba a la «señora Fred». Ésta tenía la noción, como la mitad del
condado, de que Janet se había visto envuelta en algo deshonroso,
como consecuencia de lo cual se había roto su compromiso. La
señora Fred era, como ya sabemos, una persona con los más
nobles principios, y los nobles principios menguan, como es lógico,
al contacto con alguien menos elevado. Algunos meses después de
que la situación entre las dos mujeres se tornara insostenible, Janet
decidió abandonar la casa. No tenía ningún sitio adonde ir, ni dinero;
de modo que, al igual que tantos otros miles de mujeres en un apuro
similar, decidió vivir de la educación. Por su parte, ella no había
recibido educación alguna, pero en su imaginación aquello no
representaba ningún obstáculo para impartirla. Anne, que había
mantenido el contacto con ella, se inmiscuyó perentoriamente en
ese momento, y cuando Janet abandonó finalmente aquella casa, lo
hizo para trasladarse a la suya en Londres, hasta que «surgiera
algo».
Cuando Janet llegó a la ciudad por vez primera desde su
fatídica visita, un año atrás, era un soleado día de junio. Levantó la
vista hacia Lowndes Mansions mientras su coche de alquiler pasaba
despacio por delante, camino de la casa de Anne en Park Lane.
Incluso ahora, un año después del gran incendio, había todavía
andamios levantados ante la torre central del bloque principal de
edificios. Los daños ocasionados por el incendio ni siquiera estaban
reparados del todo. Quizá parte de ellos no se reparara jamás.
Aquella precisa tarde, la señora Trefusis estaba sentada con
Anne confiándole algunos rasgos desagradables de su nueva nuera,
la esposa que ella misma había escogido para su hijo.
—Soy una anciana —dijo la señora Trefusis—, y no cabe duda
de que no avanzo al ritmo de los tiempos; el mundo es para los
jóvenes, lo sé muy bien; pero debo reconocer, Anne, que pensaba
que el afecto todavía importaba algo en el matrimonio.
—Me pregunto qué le hace pensar eso.
—Bueno, no los matrimonios que veo a mi alrededor, querida,
eso es únicamente lo que digo, aunque no sé qué es lo que te ha
vuelto tan cínica de repente. Pero deja que te pregunte... Fíjate en
Gertrude. Ella no sabe lo que significa la palabra «amor».
—Yo no estoy tan segura de ello.
—Yo sí. Lleva casada con George tres meses y, por la forma en
que ambos se comportan, parecería que hace treinta años. Y ella
parecía una joven singularmente agradable y extremadamente
sensata y bien educada. Habría jurado que ella se esforzaría a toda
costa por hacer feliz a mi chico después del disgusto por el que ha
pasado. Pero no parecen mantener entre sí ningún vínculo real. No
es que no congenien. En cierto modo, sí. Ella es lo bastante aguda
para ello. Cumple con sus obligaciones hacia él. Es amable con él,
pero todos sus intereses, y mira que tiene intereses, parecen
depositarse lejos de todo lo que tenga que ver con George.
—¿Le importa eso a él?
—Nunca sé de veras lo que le importa o no le importa a George
—dijo la señora Trefusis—. Esa ha sido la cruz más pesada de las
muchas con las que he tenido que cargar en la vida: que nunca me
haga confidencias. George siempre ha sido extremadamente
comedido. Los temperamentos reflexivos suelen serlo. Puede
permanecer sentado durante horas sin decir una palabra, con aire...
«La palabra que busca es cabizbajo», dijo Anne para sí
mientras la señora Trefusis vacilaba.
—...reservado —dijo la señora Trefusis—. No parece afectarle
la compañía de Gertrude. Y, no obstante, tú sabes que Gertrude es
muy atractiva, no hay duda de que es una mujer bonita. Y canta
deliciosamente. Por desgracia, a George no le interesa la música.
—Ella es muy melodiosa.
—Hacen una pareja muy bien parecida —dijo la señora Trefusis
lastimera—. Cuando lo vi conduciéndola al altar, sentí una alegría
que no había sentido desde hacía muchos años. Parecía como si
por fin hubiera sido recompensada. Y jamás vi una novia tan
sonriente y resplandeciente como ella. Pero, de algún modo, todo
parece haber fracasado. A ella ni siquiera le interesó ver las
fotografías de George de niño cuando las saqué el otro día. Dijo que
le gustaría verlas, pero después se olvidó de hacerlo.
Anne guardaba silencio.
—Bueno —dijo la señora Trefusis levantándose despacio—,
supongo que lo que en verdad pasa es que hoy día los jóvenes no
se enamoran como se enamoraban en mi época. Debo reconocer
que Gertrude me ha decepcionado.
—Me atrevería a decir que será una buena esposa para él.
—¡Oh!, querida, lo es. Es una mujer extremadamente práctica,
pero una querría para su hijo algo más que una persona que fuera
una buena esposa para él. Si no fuera tan buena esposa y se
preocupara un poco más por él, yo me sentiría un poco menos
desgraciada con todo este asunto.
La señora Trefusis suspiró profundamente.
—Tengo que marcharme —dijo con el tono de voz de alguien a
quien estuvieran persuadiendo para que se quedara.
Pero Anne no trató de detenerla, ya que esperaba a Janet de
un momento a otro, si bien no advirtió de aquel hecho a la señora
Trefusis, porque entre Anne y la señora Trefusis jamás se
pronunciaba el nombre de Janet. En una ocasión, la señora Trefusis
había intentado tímida mente reabrir el tema con Anne, pero al
instante consideró que estaba definitivamente cerrado. Si Janet
hubiera sido un personaje de novela, habría subido la amplia
escalera blanca de Anne en el preciso instante en que la señora
Trefusis descendiera por ella, pero en realidad la señora Trefusis
estaba ya acomodada en su carruaje y se alejaba en él casi medio
minuto antes de que el coche de alquiler de Janet doblara la
esquina.
El corazón de Anne suspiraba por Janet cuando apareció en la
entrada. Anne casi deseaba que la señora Trefusis se hubiera
topado con la cara blanca y extenuada de la única mujer que había
amado a su hijo.
Janet y Anne se besaron.
Entonces, Janet vio el anillo de compromiso en el dedo de Anne
y le sonrió en silencio.
Anne bajó la vista con timidez por miedo a que la alegría de sus
ojos hiciera sufrir al corazón de Janet como había sufrido el suyo
propio hacía un año escaso, cuando veía a Janet y George juntos
en la rosaleda.
—Cuánto me alegro —dijo Janet—. Formulé el deseo de que tú
también encontraras la felicidad aquella vez en Easthope, ¿te
acuerdas? Hace sólo un año.
—Sólo un año —dijo Anne.
—Supongo que entonces ya sentías afecto por él —dijo Janet
—. Pero espero que fuera de un modo más sensato que yo. Tú
siempre has sido mucho más prudente que yo. De la vida se
aprende.
—Ya entonces sentía afecto por él —dijo Anne mientras se
ocupaba de preparar té para su amiga.
Una vez listo, se acercó a una mesa cercana y tomó de ella una
espléndida cubretetera de raso que colocó sobre la tetera. Era el
regalo de boda que Janet le había hecho.
Los ojos de Janet se encendieron de placer.
—Me alegra que la utilices a diario —dijo—. Tenía tanto miedo
de que la usaras sólo cuando tuvieras compañía.
Anne la acarició con su mano blanca y esbelta. Irradiaba una
especie de resplandor tierno que Janet no había percibido antes en
ella.
—Me hace muy feliz que seas feliz —dijo Janet—. Sólo deseo
que dure mucho. El año pasado me pareció que tenías algún
problema. Desde entonces, me ha tocado a mí.
—Ojalá nos hubiera llegado la felicidad a las dos —dijo Anne.
—¿Recuerdas nuestra conversación? —dijo Janet extendiendo
un pañuelo de bolsillo limpio sobre su rodilla y removiendo el té—.
¿Recuerdas lo romántica que era yo? Diría que en aquel momento
pensabas que era una tonta en mi relación con George. Ahora me
doy cuenta de lo estúpida que fui.
Anne no respondió. Miraba a Janet con gesto serio, y no tuvo
necesidad de ocultar el gozo sereno de su mirada. Sólo albergaba
cariño apenado y sorpresa.
—¿Y te acuerdas de cómo el clérigo predicó acerca de no
acumular tesoros en la tierra?
—Lo recuerdo todo.
—Desde entonces he pensado mucho en ello —dijo Janet con
una voz temblorosa que a Anne le recordó una vez más la criatura
inocente e infantil de hacía un año, a la que ahora casi era incapaz
de reconocer bajo su nuevo e inapropiado despliegue de cinismo
barato—. Yo acumulé tesoros en la tierra —prosiguió Janet, a quien
la presencia de Anne había devuelto momentáneamente su antigua
sencillez—. Parece que no fui capaz de evitarlo. George era mi
tesoro. Ya no debería pensar más en él porque está casado. Pero le
quería mucho. En eso fue en lo que me equivoqué.
—Nunca se ama demasiado —dijo Anne cerrando los dedos
sobre su anillo de compromiso.
—Quizá no —dijo Janet—, pero en ese caso la otra persona
debe amar también mucho. George no me amó lo bastante para
sobrellevarlo. Cuando la otra persona ama, pero no ama con la
suficiente fuerza, creo que es lo peor. Es como lo que dice la Biblia.
La polilla y la herrumbre corroen. George sí amaba, pero no lo
bastante. Los hombres son así.
—Hay otro que sí siente afecto —dijo Anne tímidamente—: el
pobre señor De Rivaz. El ama lo bastante.
—Sí —dijo Janet con apatía—. Quizá sí. Más tarde o más
temprano todos acabamos enamorándonos. Pero yo no siento
afecto por él. Se lo dije hace meses. No quiero volver a sentir afecto
por nadie. He pensado mucho en estas cosas durante el invierno,
Anne. Está muy bien que tú creas en el amor. Yo creí en una
ocasión, pero ya no creo.
Janet se puso en pie y, cuando se dio la vuelta, sus ojos se
detuvieron fijamente en algo.
—¿Por qué...? Ése es el bargueño —dijo para sí—. ¡El
bargueño de Cuckoo!
Su rostro se agitó. Volvió a ver la habitación calcinada, la pila de
papeles humeantes sobre la chimenea, la llama que había abrasado
su felicidad junto con ellos.
Anne no comprendía.
—Stephen me regaló ese bargueño hace unos días —dijo.
—Era el de Cuckoo. Estaba debajo de su cuadro.
—¿No te parece que puede ser una réplica?
—No, es el suyo —dijo Janet pasando la mano sobre la sirena y
la ballena—. Tiene una astilla pequeña en la cola del delfín.
Luego retrocedió rápidamente para alejarse de él, como si al
tocarlo se hubiera abrasado.

—¿Donde compraste el bargueño italiano? —preguntó Anne a


Stephen aquella noche, cuando él y De Rivaz se unieron a ellas
después de cenar en el salón.
—En la subasta de Brand. Vendió algunas de sus pertenencias
cuando abandonó su apartamento de Lowndes Mansions. Se ha
marchado a Sudáfrica por el bien de la salud de su hijo.
Stephen lo abrió. Janet se aproximó.
—Tuve que encargar que le hicieran una llave nueva —dijo
mientras dejaba que el frente cayera hacia adelante sobre su
cuidadosa mano—. Fíjate, Anne, que maravillosamente taraceados
están los cajones.
Abrió uno o dos de ellos.
Janet alargó despacio la mano y tiró del cajón del extremo
inferior izquierdo. Al principio se atascó, pero después salió. Estaba
vacío, como todos los demás.
Stephen lo cerró y luego lo volvió a abrir.
—¿Por qué se atasca? —dijo.
Sacó el cajón del todo y miró en el hueco. Entonces, metió la
mano y sacó algo que hacía cuña sobre el resbalón de madera que
sujetaba el cajón superior, y que no lo dejaba llegar hasta el fondo
del bargueño. Era una hoja de papel arrugada y sucia. Al forzarla
para extraerla, la rompió.
—Debió de haber estado en el cajón de abajo, pero suelta —
dijo—, y se habrá enganchado entre el cajón y las guías.
Janet fue la primera en ver la firma de su hermano y señaló
hacia ella con un grito.
Era el pagaré desaparecido.
—Siempre aseguré que aparecería —dijo Stephen con tacto.
— Pero es demasiado tarde —replicó Janet con la voz
entrecortada—, ¡demasiado tarde! ¡demasiado tarde! ¡Oh! ¿Por qué
George no me creía?
—Ahora creerá.
—No importa lo que crea ahora. ¿Por qué no sabía que yo no lo
había quemado?
—Yo creía en ti —dijo De Rivaz con la voz agitada—. Yo sabía
que no lo habías quemado, pese a que te vi quemar papeles.
Aunque te vi con mis propios ojos, no lo creía.
Se hizo una pausa de un instante. Sus tres fieles amigos
miraron a Janet.
—Yo no quemé nada —dijo ella.
Janet se casó finalmente con De Rivaz, pero no hasta haberlo
dejado rendido. Fue después de su boda cuando él pinto su
maravilloso retrato, un cuadro que era fruto de un amor profundo
maridado con el genio.
Janet fue una buena esposa para él, como lo son las esposas, y
le dio hermosos niños; pero nunca le amó como había amado a
George. Más adelante, sus hijas refirieron sus propias cuitas
amorosas no a su madre, sino... a Anne.
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14/03/2013

notes

[1] Barney Barnato (1852-1897), cuyo verdadero nombre era


Barnett Isaacs, fue un hombre de finanzas y magnate de los
diamantes que compitió por el control de la industria minera
sudafricana. (N. del T.)

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