De Chirico - El Regreso Al Oficio

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Giorgio De Chirico.

EL REGRESO AL OFICIO (1919)

Savoir pour pouvoir.


GUSTAVE C OURBET
Ya es un hecho evidente: los pintores investigadores que desde hace medio siglo
se afanan y se desviven por inventar escuelas y sistemas, sudan a causa del continuo
esfuerzo que hacen para parecer originales, para ostentar una personalidad, se protegen
cobardemente detrás de un escudo de trucos multiformes, estimulan un caso de supuesta
espiritualidad (hecho incontrolable, pero sólo para la mayoría, incluidos también los
escritores de arte, mientras que los pocos inteligentes que vosotros y yo conocemos sa-
ben ver en qué consiste esta espiritualidad y la juzgan por lo que vale), estos pintores
investigadores, por lo tanto, vuelven hoy prudentemente y con las manos extendidas,
como quien avanza en la oscuridad, hacia un arte menos atestado de trucos, hacia for-
mas más concretas y claras, a superficies que puedan atestiguar sin demasiados equívo-
cos aquello que uno sabe y es capaz de hacer. Buena señal, digo yo, era necesario que
ocurriese un hecho semejante.
Es curioso observar de qué manera se realiza dicho regreso: se lleva a cabo con
prudencia o, para ser más claros, con miedo. Podría parecer que los pintores, al retroce-
der, temiesen tropezar y caer en esas mismas tramoyas, maquinaciones y trampas que
ellos mismos pusieron y excavaron durante el avance precedente. Tanto miedo está jus-
tificado ya que desgraciadamente están desarmados, terriblemente desarmados, indefen-
sos y débiles. Al volver atrás también es necesario que se agarren a alguno de esos tru-
cos, que hagan uso de alguno de esos escudos que utilizaron durante el avance. De esta
manera el gran problema, el que más les asusta cuando regresan, es la figura humana: el
hombre que con sus cánones se erige una vez más en espectro ante el hombre.
El haber descuidado la representación antropomorfa, el haberla deformado, ani-
mó a legiones enteras de pintores a la reproducción imbécil y facilona; de regreso, el
problema del animal-hombre se asoma más terrible que nunca, puesto que esta vez fal-
tan las armas adecuadas para enfrentarse a él, y si existen, una parte están embotadas y
se ha olvidado el manejo de muchas de ellas.
Los pintores que regresan no pueden valerse de nuevo de la excusa del artífice
primitivo: del heleno tallador de Xoana o del pintor del siglo XIV.
El caso de los arrepentidos actuales es bastante trágico, pero entre tanta confu-
sión pueril demuestran, no obstante, algo cómico que provoca bajo los bigotes del ob-
servador una sonrisa irónica.
Algunos de los arrepentidos se limitan a las naturaleza muertas; la naturaleza
muerta, como es bien sabido, fue un gran refugio y una inmensa escapatoria para todos
aquellos que participaron en la era revolucionaria; piénsese en las centenares de miles
de naturalezas muertas pintadas por todos los hijitos de Cézanne: la manzana con el cu-
chillo o el plato torcido en la mesa con una falsa perspectiva; y después, a medida que
avanzaba el llamado desarrollo hacia las naturalezas muertas de los cubistas: el famoso
truco de la guitarra perfilada y del violín esquelético sin puente ni cuerdas; aquel no
menos famoso gran número negro reproducido con molde; y luego las botellas y los
naipes escogidos entre los menos complicados, el recorte de periódico pegado en la tela,
la imitación de la madera o del mármol (cuando dicha imitación era demasiado difícil y
el tiempo apremiaba y hacía falta llevar el cuadro a la tienda para cobrar el sueldo, en-
tonces, en lugar de trabajar con el pincel como todo buen pintor que se precie, se pegaba
en la tela un trozo de esas muestras que usan los decoradores). Ahora, pues, una parte
de los pintores vuelve de nuevo a las naturalezas muertas intentando esta vez, por su-
puesto, ser honestos y representarlas con formas más claras. Otros, y son los más intré-
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pidos y temerarios, se atreven incluso con el hombre. ¡Ay, ay! Pero aquí hay algo que
falla, aquí empiezan los problemas, se encuentran piedras y agujeros en el camino; se
tropieza, se pone un pie en falso; hace falta apoyarse en los muros, en las farolas, en los
árboles de la avenida, de lo contrario ocurriría alguna desgracia y se acabaría patas arri-
ba como un patinador inexperto. Las manitas de los voluntariosos sienten algo en los
dedos parecido a nudos artríticos, algo así como una ligereza y una seguridad que les
falta; son semejantes al cirujano que se prepara para una operación complicada y difícil
después de estar años sin coger el bisturí, semejantes al violinista que quiere ejecutar
una sonata tempestuosa después de haber dejado dormir a su violín en el pequeño fére-
tro durante siglos enteros. Y a pesar de todo hace falta empezar. Entonces, poco a poco,
se vuelve a intentar a tientas el primitivismo; se hacen cabezas, manos, pies, troncos
que, sin pertenecer al reino del cubismo ni al del futurismo, del secesionismo o el fau-
vismo, se entumecen en equivocaciones y deficiencias púdicamente veladas por contor-
siones estilísticas.
El fenómeno ya es evidente tanto en Francia como en Italia. Todavía no sé qué
sucede en Alemania; de las pocas revistas alemanas que han llegado a mis manos hasta
ahora, Judend incluida, podría deducir que nuestros antiguos enemigos se encuentran
todavía en el statu quo ante bello; pero juraría que dentro de apenas seis meses la trans-
formación que se ha comprobado en las tierras de la Intesa lo será también en el país del
divino Wolfgang.
Y en Francia, ¡cómo no!, en el país que hasta hace poco se las daba de juez en
cuestiones de arte, en Francia los genios alabados por el bueno de Apollinaire en su li-
bro lírico sobre el cubismo se dedican a dibujar con prudencia y corde micente los pri-
meros esquemas de la figura humana. ¡Y pensar que lo que ellos hacen ahora lo hacían
otros años atrás que fueron considerados, en opinión de los primeros, unos perfectos
imbéciles! Recuerdo a ese propósito a cierto conocido mío de París, el pintor Zack, un
hebreo polaco establecido con todos sus lares y penates en la orilla izquierda del Sena;
el tal Zack pintaba cuadros parecidos a los que hoy vemos salir de las manitas de los
cubistas y de los vanguardistas arrepentidos. El señor Zack, dicho así inter nos, como
pintor no vale un pimiento; ésta también era la opinión de mi buen amigo Apollinaire y
recuerdo que cada vez que se me ocurría hablarle del polaco ni siquiera se dignaba a
hacer un comentario y estallaba en carcajadas comprimiéndose los pectorales con las
manos. Se hubiera quedado bastante sorprendido si alguien le hubiera predecido enton-
ces que en el 19 sus favoritos habrían hecho pinturas de calidad más o menos idéntica a
las del polaco ridiculizado. ¿Pero qué se le va a hacer? La historia del arte tiene sus de-
sarrollos paradójicos como los de los pueblos; no es motivo para desanimarse, el tiem-
po, óptimo juez, pondrá las cosas en su sitio.
¡Volver al oficio! No será fácil, hará falta tiempo y esfuerzo. Faltan escuelas y
profesores o, mejor dicho, existen pero están contaminadas y contaminados por el jolgo-
rio colorista que desde hace medio siglo causa estragos en Europa. En las academias
llenas de pompa subsisten métodos y sistemas; pero ¡ay, cuáles son los resultados! ¡Qué
obras, oh santos padres omnipotentes! Qué diría el peor alumno del siglo XVII si pudie-
se ver la obra maestra de algún profesor de las academias germánicas, de algún profesor
de las academias italianas o de algún cher maître de escuela de la pintura parisina. Co-
jamos por ejemplo la academia de Munich que es quizás la mejor organizada de todas y
ofrece a los alumnos los métodos más fastuosos para aprender el complicado y difícil
arte del dibujo y la pintura. Se es admitido en esa academia tras un examen práctico que
consiste en copiar a carboncillo o a lápiz una cabeza o un desnudo de pequeñas dimen-
siones. Dicha copia debe realizarse al natural.
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Si el examen es aceptado se entra a formar parte de la clase de tal o cual profesor


y enseguida se empieza a copiar modelos vivos en color. La mayor parte de los alumnos
que empiezan de esta manera la complicadísima ciencia de la pintura, llegan con una
total falta de preparación; no saben dibujar. Téngase en cuenta que el arte del dibujo
exige una larga preparación y un aprendizaje fatigoso.
Es necesario empezar copiando reproducciones, insistiendo particularmente en
detalles de la figura humana: manos, pies, ojos, narices, orejas; luego se pasa sucesiva-
mente a la copia de. estatuas, primero bustos y más tarde estatuas enteras, empezando
por las que llevan ropajes y pasando después a las que están desnudas; hacen falta no
menos de cuatro o cinco años para dicho aprendizaje antes de poder enfrentarse a la
copia directa del natural. Por eso ahora sucede que a estos pintores inmaduros, encon-
trándose en las academias paleta en mano, e ignorando, por no haberla practicado nun-
ca, la ciencia del dibujo, del modelado y del claroscuro, les atrae fatídicamente la fasci-
nación placentera del color, estimulados hacia tales gustos por los mismos profesores,
en general secesionistas. De hecho las academias oficiales están en manos de secesio-
nistas, es decir, esa banda idiota de pintamonas que reducen el severo, mágico y com-
plicado arte pictórico a una especie de truco decorativo, a un ornamento de esteticismo
efímero cuyo valor podría ser comparado al de un mueble modern style con cojines y
tapicerías decoradas según los torpes refinamientos del arte popular ruso, y que consti-
tuye el non plus ultra de la elegancia y el buen gusto en los boudoirs de las mundanas
internacionales.
En Munich tales profesores se llaman: Angelo Jank, Leo Putz, Samberger, Otto
Wirsching, etc.; en París: Henri Martin, Lucien Simon, Besnard, Laprade, etc.; en Italia
son nuestros queridos Sartorio, Tito y Cia. He aquí donde nos encontramos. He aquí,
entre semejante confusión, ignorancia y desbocada pillería, que los poquísimos pintores
con la cabeza en su sitio y los ojos limpios se disponen a volver a la ciencia pictórica
según los principios y las enseñanzas de nuestros antiguos maestros. Nuestros maestros,
antes que nada, nos enseñaron a dibujar; el dibujo, el arte divino, base de toda construc-
ción plástica, esqueleto de toda buena obra, ley eterna que todo artífice debe seguir. El
dibujo, ignorado, descuidado y deformado por todos los pintores modernos (digo todos,
incluidos los decoradores de las salas parlamentarias y los diferentes profesores del re-
ino), el dibujo, digo, no volverá a estar de moda, como suelen decir los que hablan de
acontecimientos artísticos, sino que volverá por una necesidad fatídica, como una con-
dición sine qua non de buena creación. Un tableau bien dessiné est toujours assez bien
peint, decía Jean Dominique Ingres, y me parece que entendía algo más que todos los
pintores modernos. Así como en las elecciones políticas se invita a los ciudadanos a las
urnas, nosotros, que en pintura fuimos los primeros en dar buen ejemplo, invitamos a
los pintores redimidos, o que van a serlo, a las estatuas. Sí señores, a las estatuas; a las
estatuas para aprender la nobleza y la religión del dibujo, a las estatuas para deshuma-
nizaros un poco, ya que, a pesar de vuestras diabluras pueriles, todavía erais humanos,
demasiado humanos. Si no tenéis tiempo ni medios para ir a copiar en los museos de
escultura, si en las academias aún no ha sido adoptado el sistema de encerrar el futuro
pintor al menos durante cinco años en una sala donde no haya más que mármoles y es-
cayolas, si aún no ha llegado el alba de las leyes y de los cánones, tened paciencia y,
mientras tanto, para no perder el tiempo, enfrentaros con algún molde de yeso, no es
necesario que sea la reproducción de una obra maestra antigua; enfrentaros, pues, con
vuestro molde, luego en el silencio de la habitación, copiadlo diez, veinte, cien veces;
copiadlo hasta que hayáis conseguido hacer un trabajo satisfactorio, hasta llegar a dibu-
jar una mano, un pie de manera que, si por milagro cobrasen vida, pudiesen encontrar
los huesos, los músculos, los nervios y los tendones en su sitio.
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Volviendo al oficio, nuestros pintores deberán estar muy atentos al perfecciona-


miento de los medios: telas, óleos y barnices deberán ser escogidos entre los de mejor
calidad. Los colores son hoy, por desgracia, pésimos ya que la picardía, la amoralidad
de los fabricantes y la manía de las prisas que inquieta a los pintores modernos han
animado a los comerciantes a vender pésimas mercancías, sabiendo perfectamente que
ningún artista iba a protestar. Estaría bien que los pintores recobrasen la óptima cos-
tumbre de fabricarse las telas y los colores por sí mismos; hará falta algo de paciencia y
fatiga, pero cuando el pintor haya entendido esto, sacrificará fácilmente un par de horas
de su jornada de trabajo para preparar su propia tela y moler sus propios colores; lo hará
con amor y dedicación, le supondrá menos gasto y volverá a proveerse de un material
más seguro y eficaz.
Cuando haya tenido lugar esta transformación, los que llegarán a ser los mejores
y serán considerados maestros podrán ejercer un control y hacer de jueces para los más
jóvenes. Estaría bien adoptar las disciplinas que se usaban en la época de los grandes
pintores flamencos que, reunidos en gremios o sociedades, elegían un presidente que
tenía facultad para imponer castigos y multas y también para expulsar de la corporación
al pintor que se hubiese confesado culpable de negligencia y hubiese empleado materia-
les deficientes.
Ingres, cuando pintaba, tenía a mano más de cien pinceles de primera calidad,
perfectamente limpios y secos, siempre listos para ser utilizados si el pintor los necesi-
taba: hoy nuestros maestros vanguardistas se jactan de utilizar un par de brochas rese-
cas, duras y que nunca nadie ha lavado.
En estos tiempos ha sido repetido con frecuencia, especialmente desde que algu-
nos pintores, debido a estímulos cismáticos, se han separado de las sectas para seguir un
camino más o menos propio, que en Italia el Futurismo, aunque no haya dado artistas
completos ni obras definitivas, aunque haya animado sobremanera a los ignorantes y a
los impotentes, ha servido, a pesar de todo, para desechar del arte italiano el espíritu
académico, las antiguallas podridas, el culto maníaco a los museos, etc.
Cuando oigo semejantes chácharas pienso en lo que se dijo a propósito de la gue-
rra, es decir: que la guerra era necesaria; que, a pesar de todos los riesgos, Italia no po-
día dejar de entrar en guerra, etc.; pero ¿y si la guerra no hubiese sido necesaria en
absoluto?... Volvamos al futurismo: por mi parte creo que ha sido necesario para Italia
como lo ha sido la guerra; llegó como la guerra porque estaba escrito que vendría, pero
podríamos haber prescindido de él perfectamente. ¡No era precisamente una guerra lo
que necesitaba la humanidad! ¡Y no precisamente futurismo lo que necesitaba el arte!
Ante todo el futurismo no ha desechado nada y no ha liberado a nadie; los pintores libe-
rados por el futurismo son semejantes a los hombres purificados en la guerra: no exis-
ten.
Las personas que antes del futurismo tenían ideas idiotas sobre arte siguen te-
niéndolas; y en cuanto a esos escasísimos inteligentes que viven en la península creo
que han aprendido poco del futurismo, y lo poco de bueno que han hecho y están
haciendo lo habrían hecho de todas formas sin el paréntesis futurista. Espiritualmente el
futurismo no ha beneficiado en absoluto a la pintura italiana. En Italia, por lo tanto, ha
sucedido lo contrario de lo que ocurrió en Francia donde el cubismo, e incluso antes la
obra de algunos solitarios como Cézanne y Gauguin -gente realmente poseída por el
espíritu del arte - han enriquecido indiscutiblemente la pintura abriendo nuevos horizon-
tes de posibilidades metafísicas.
El futurismo, por el contrario, es una especie de dannunzianismo confuso del
cual posee las mismas deficiencias y falsedades; es decir: falta de profundidad, ningún
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sentido de humanidad, falta de construcción, hermafroditismo de sentimientos, plastici-


dad pederasta, falsa interpretación de la historia, falso lirismo.
En cuestión de material y oficio el futurismo ha dado a la pintura italiana el gol-
pe de gracia. Ya antes de su nacimiento navegaba en aguas turbulentas, pero el jolgorio
futurista ha hecho desbordar el vaso.
Ahora todo concluye. Estamos en la segunda mitad de la parábola. La política
enseña. Los histerismos y las picardías están condenados en las urnas. Creo que ya es-
tamos todos hartos de picardías, sean políticas, literarias o pictóricas. Con el crepúsculo
de los histéricos más de un pintor volverá al oficio y aquellos que ya han llegado podrán
trabajar con manos más libres y sus obras podrán ser mejor apreciadas y recompensa-
das.
Por mi parte estoy tranquilo y me precio de tres palabras que quiero que sean el
sello de cada una de mis obras: Pictor classicus sum.

“Il ritorno al mestiere”, publicado en Valori Plastici, n os XI-XII, noviembre-diciembre,


1919. Reproducido en: De Chirico, Giorgio. Sobre el arte metafísico y otros escritos.
Murcia, Comisión de Cultura del Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técni-
cos, 1990.

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