Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 98

PABLO ZAVALA

ii
MEMORIAS
DE MI
PUEBLO
PABLO ZAVALA
MEMORIAS DE MI PUEBLO

MEMORIAS
DE MI
PUEBLO
PABLO ZAVALA

5
PABLO ZAVALA

Título: Memorias de mi pueblo

D.R. © 2021, PABLO ZAVALA


Todos los derechos reservados

Primera edición: Marzo de 2021

D.R. De la presente edición y sus características:


© 2020, Ediciones LeArte

Coedición:
PACMyC
Gobierno del Estado de Jalisco
Caja popular Tamazula

Diseño de Portada: Joaquín Lira


Corrección: Luis Daniel Valenzuela Rubalcaba

La producción, diagramación, cubierta y diseño editorial ha sido


supervisada por Jorge Luis Peña Salazar

www.edicioneslearte.com
Ciudad Guzmán, Jalisco, México.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, salvo


fragmentos para promoción o reseñas, ni su incorporación a un sis-
tema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-
quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por gra-
bación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del escri-
tor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constituti-
va de delito contra la propiedad intelectual (arts. 229 y siguientes de
la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del
Código Penal de los Estados Unidos Mexicanos).

6
MEMORIAS DE MI PUEBLO

AGRADECIMIENTOS
Un sentimiento de gratitud es el que me invade al ver
concluido un proyecto que rescata las voces y las histo-
rias de Zapotiltic. Una iniciativa que fue presentada por
José Ángel Martínez, Beatriz Martínez e Iván Reyes. En
este texto se expone la memoria de hombres y mujeres
que con su esfuerzo y dedicación construyeron un legado
en favor de la comunidad a través de sus obras.
También es importante agradecer el apoyo a la Secre-
taria de Cultura del Estado de Jalisco por su infinita pa-
ciencia y a la convocatoria PACMYC 2017 (Programa
de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias), de
quienes se obtuvo el recurso para la impresión del libro
que usted tiene en sus manos.
Agradezco al Gobierno Municipal de Zapotiltic 2015 –
2018, en especial al Regidor de Cultura Enrique Sánchez
Rivera, quien de manera personal apostó por el proyecto
dando las facilidades para desarrollar el trabajo. Al Ing.
Ignacio Gómez, director de la Asociación APEAJAL,
quien se sumó haciendo un donativo importante cuando
los recursos escasearon. A la parroquia de Zapotiltic, por
facilitar el acceso de los archivos históricos del munici-
pio, al Archivo Histórico de Zapotlán el Grande por
permitir la digitalización de las 3000 epístolas de las ha-
ciendas.
Agradecimientos por sus aportaciones al Arq. Arman-
do Sánchez, C. Teresa Sánchez, Roberto Sánchez y/a
toda la familia Sánchez Sánchez, por compartir su me-
moria oral referente a la última etapa de la construcción
del majestuoso templo del Señor del Perdón.
7
PABLO ZAVALA

Es importante mencionar el apoyo de la familia de


Don Dionisio Hernández, a la familia Pérez de la Cruz,
al Señor Bernardino Morales (testigo de la histórica bata-
lla de la cuesta de Sayula), Tortillería ―Los peques‖,
Adrián Crisvel, Caja Popular Tamazula, Sra. Mayra, a
todos los que son y fueron parte importante de libro
―Memorias de mi pueblo‖.

8
MEMORIAS DE MI PUEBLO

Dedicatoria

She walks in starligth in another world…

Esta obra está dedicada a las personas que ya no habi-


tan el mundo, pero que aún existen en nuestros corazo-
nes. Porque del polvo somos y al polvo volvemos, pero
somos ese polvo perfecto que da vida al universo. Siem-
pre aprenderemos más del silencio

Cándida Soberano Hernández


Alejo Ricardo Nova Leandro
June Dakota Sánchez Carreto
Raúl Sánchez Sánchez

9
PABLO ZAVALA

10
MEMORIAS DE MI PUEBLO

ANOTACIONES EN UNA LIBRETA


/EL ALFARERO

El Fénix, es un ave dichosa de formas gallardas, talla arro-


gante. Su plumaje encendido deja al descubierto su origen; un
mítico legado de resurgir de las cenizas, donde el fuego acabó con
todo lo que existía con el fin de construir su futuro ardiente.
Francisco V. Ruiz

Dios tomó un poco de arcilla, la colocó en sus manos


y puso de su saliva. Amasó con sus dedos y comenzó a
dar forma a la materia yaciente en sus palmas, modeló la
cosa que en su mente concebía; pero como todo buen
creador, probó y experimentó en innumerables ocasiones
para dar forma y vida. Dibujó y trazó en pergaminos,
incluso utilizó la tierra y con el sudor de la frente dio lu-
gar a los océanos, lagos y ríos.
Siguió modelando muy sonriente, como un niño que
juega con la masa, hizo a los animales, plantas y coloreó
los cielos. Al limpiarse un poco sus manos, sacudía fuer-
temente y se frotaba en su túnica sagrada el residuo de la
materia y los pigmentos. Y por fin, dio origen a lo que
llamamos planeta y universo, la infinidad de estrellas,
diminutas partículas que siguen flotando antes de caer al
suelo eterno, una vez que caen, desaparecen.
Dios pasaba mucho tiempo en su taller de vida, en su
estancia hizo ángeles y muchas criaturas más. Cuando
observó cuan diminutos eran los pequeños seres vivien-
tes, tomó la masilla que había en sus manos y sopló con
delicadeza, donde apareció el ser humano recostado entre
las plantas en medio de los animales. Acto seguido, dur-
mió a su creación y aprovechó para experimentar un po-
11
PABLO ZAVALA

co más. Entonces colocó al lado del lecho, exactamente


en su izquierda, a un ser dual, bello y puro con la posibi-
lidad de crear y dar vida. Sí, así es, colocó al lado nuestro
a la flor más exótica e irreverente a la que se denominó
«mujer».
Cuando vio la perfección de su cosmos y, no tan con-
vencido de lo creado, nos hizo a imagen y semejanza
suya. Dios, se detuvo un momento, echó un vistazo a lo
que había hecho y se tomó un descanso sentado en su
trono de ixtle divino.

12
MEMORIAS DE MI PUEBLO

I
Imagen y semejanza

Todo lo que está hecho por el hombre, ha tenido su


origen en el crisol de fuego: ideas, sueños y anhelos. La
materia con la que se consolida nuestro paso por la tierra,
la purificamos en la fragua y en la forja, con el poder del
martillo le damos forma. Desde tiempos remotos el pro-
ceso ha sido el mismo, ha cambiado poco. Pero todo se
somete al filtro de este principio; desarraigamos las for-
mas toscas de la materia inicial, así como las impurezas
naturales que se le suman al mineral. Se embellece la ma-
teria por la idea del hombre o el creador, una vez hecho,
se utiliza y se aparta únicamente para observar.
Más tarde, lo creado desaparece con el tiempo y la na-
turaleza exige de nuevo sus propiedades, así de inteligen-
tes son los ciclos. ¡Brotan, nuevas flores! ¡Surge la vida!
Con repentinos y fugaces brillos que reproducen las for-
mas y los contornos como por arte de pinceles brujos.
Con el tiempo se les restará la perfección a las cosas crea-
das… da igual la forma, la vida humana y sus detalles
extraordinarios, algún día no seremos nada.

II
Sobre la muerte José María Sánchez

El polvo cae sobre la hoja olvidada y el óxido al metal,


las palabras dichas sobre la realidad van ocultando la
verdad, el tiempo de la acción, se va quedando distante al
recuerdo. La memoria nos engaña confundiendo los pa-
sajes de nuestra existencia con los momentos actuales, el
13
PABLO ZAVALA

verbo y todo lo dicho es difuso, los papeles cuentan un


detalle, las esculturas, las fotografías, los muebles de una
casa solo enmarcan escasamente un fragmento de la
realidad. Es como el agua en las manos, por su naturale-
za inestable, pronto busca un orificio dónde filtrarse, es
de este modo que el conocimiento absoluto se desglosa y
las artes, las ciencias se ocultan y nacen las profecías y las
leyendas, la verdad radicará siempre en lo sencillo.
Estamos en un sitio donde todo es oscuro, hay una
bruma espesa, tan espesa que las nubes son negras, los
edificios y las casas parecen no tener forma, algunas son
puntiagudas, otras planas, unas sobresalen de las otras.
Son un paisaje impresionista de cuya obra no recuerdo.
Los humanos, estamos en una escala de grises con rostros
retorcidos, unos cuadrados, redondos, ovalados y puntia-
gudos. He llegado a la conclusión de que cada vez que
nace un niño hay un destello de divinidad en el punto
donde acontece el alumbramiento, de ahí su nombre.
Los rostros apenas se aprecian en la penumbra, la muerte
se mueve en sigilo entre nosotros, nos acaricia el rostro y
nos besa la mejilla. ¡Para entonces estamos muertos!, o en
espera junto a todas las almas atoradas en este plano.
Cuando descubrimos nuestra misión en el mundo, nos
volvemos torres con una antorcha en la cúspide y nos
vemos entre nosotros, los seres que poseen luz. Somos
esos diminutos faros donde esperamos al viajero que toca
la puerta. Ahí el miedo y la incertidumbre de pensar, si
tocamos la puerta correcta.
Comenzamos a creer en la idea de la muerte, no como
un hecho lamentable, sino como la oportunidad para
cuestionar a los muertos. Si yo muero, me gustaría tener
reunidos a muchos personajes de la historia: Villa, Obre-
gón, Madero, Martín Toscano, San Agustín, San Pablo,
14
MEMORIAS DE MI PUEBLO

Moctezuma, Hernán Cortés y algunos otros.


¡Tengo tantas malditas dudas! De las que aún espero
respuestas, pero también, ¡quiero escupirles a otros cuan-
tos en la cara! ¡Quiero abrazar a mi madre María Jesús
Cortés, mi padre Ángel Sánchez Ceballos, mis abuelos:
Nabor Sánchez Pérez y María Jesús Cortes Sainz y decir-
les: ¡aquí estoy! ¡He vivido! Desde 1853 el legado ha cre-
cido bastante ¡Quiero abrazar a los grandes iluminados y
bofetear a los idiotas! Pero antes de la reunión, tendré
que dejar esta cama de la que estoy preso, levantarme con
rabia y caminar.
Quiero en un momento no depender de la benevolen-
cia familiar, desafiarme y caminar siquiera al baño sin
que se estremezcan las rodillas y los pies puedan soportar
el peso de los males. Quiero no depender más de este
maldito bastón que me persigue desde que ella partió de
mi lado izquierdo, mirarme en el espejo, frotar mis ma-
nos con el suave jabón lirio y masajear un poco el rostro
que se me derrite con el tiempo. Respiro un poco y la
muerte se aproxima. Quiero volver a la cama agitado y
derrumbarme sin más fuerza, ser uno en el palpitar del
corazón que todavía late en un acto de valentía, quiero
respirar el aire puro de mi infancia.
Para entonces
quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo;
donde parezca un sueño la agonía,
y el alma, un ave que remonta el vuelo.

No escuchar en los últimos instantes,


ya con el cielo y con el mar a solas,
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tumbo de las olas.
15
PABLO ZAVALA

(Gutiérrez Nájera)

Al cerrar los ojos, y cuando no esté consciente, mi alma


se desprenderá del cuerpo, seguido mi alma tomará for-
ma y caminará por un sendero. Sin más explicación, irá
hacia delante sola, sin que nadie la acompañe hasta llegar
a un punto perdido en el horizonte. A lo distante se dibu-
jará la construcción de un arco inmenso que señala la
entrada o la salida de los planos espirituales, pero sin dar-
le más paja a un tema que no me ocupa en este instante.
Mi alma se maravillará de una edificación antigua, lo
más parecido al templo de mi pueblo, sin conocer otras
partes del mundo sabré que es un vestigio de la cultura
romana puesta en un paraje inhóspito, totalmente yermo,
no existirá sensación alguna de ¡frio o calor! Algo extra-
ño, dos caminos se bifurcarán bajo ese cielo azul con es-
casas nubes blancas. No habrá nada que exprese algo,
solo un vacío abismal. Una especie de espejo que se ex-
tenderá sobre el plano, bajo los pies, o lo que sea que nos
mueva en el mundo de las almas, el que caminará soy yo.
Mi alma tendrá que tomar algún camino, pero todo
umbral posee una entrada que tiene a su portero, en el
caso que expreso él guarda lo sagrado y con fundamento
en mi creencia, ahí estará San Pedro a unos instantes de
ser cuestionada el alma mía:
—¿Así que tú eres?
—Sí, yo soy…
El silencio será absoluto y apenas escucharé el llanto
de mi sangre que caerá como la lluvia de mayo.
—Entonces, ¿ya sabes qué sigue?
—No, todavía no tengo la respuesta.
—Ve y sigue buscando…
16
MEMORIAS DE MI PUEBLO

Desaparecerá todo de golpe y me encontraré con la


oscuridad y la paz. En segundos un rayo de luz romperá
con todo y estaremos de nuevo en un extraño lugar.

III
La vida

Las palabras se adhieren al forjar una espada, un ar-


ma, una varilla, un tornillo, un clavo, las vías del ferroca-
rril. El fuego lo funde todo y puede ayudarnos a construir
o destruir. Así mismo, el fuego da templanza al carácter
y deja al ser manifestarse por su cuenta, cuando las letras
se derraman sobre la hoja, cuando la vida forma la histo-
ria y la historia crea leyendas. También el fuego puede
acabar con todo lo que existe: las teorías sobre la ideolo-
gía, el debate y la imposición de una profecía, la confu-
sión entre otras cosas. De esta forma, el fuego extermina
los bosques, la tierra, el agua y los papeles por ideologías.
La memoria es vehemencia apocalíptica sobre papeles
amarillentos y viejos, se extinguen o se extinguieron, los
papeles donde se hallaba la historia, pergaminos de nues-
tros antepasados, antecedentes de nuestro comienzo, la
escritura es valiosa y sagrada desde los inicios del tiempo.
En la palabra, también hay fuego, como en la memo-
ria de aquel que vivió y que ¡ahora somos una galería de
fantasmas sacudidos por el ímpetu del tiempo a la som-
bra de una época! Todos pasamos por el mismo punto,
donde nos forjamos y nos deterioramos con el tiempo.
Me fascina la idea de creer que soy como la hoja de un
árbol que al llegar el cambio de estación se desprende de
golpe y flota, se es joven hoja por un tiempo, se madura
17
PABLO ZAVALA

en el suelo y poco a poco el tiempo va exigiendo su fres-


cura, la hoja se arruga, se maltrata. El viento la acaricia y
la levanta.
Luego, comienza a marchitarse y al final no queda na-
da más que pedazos de su cuerpo; se integra a la tierra
para volver a ser parte de la vida.
La función de un microcosmos ante mis ojos, unos
ojos que no eran capaces de apreciar lo pequeño y lo
grande que pueden ser las cosas. Solo soy un fragmento,
un pedazo de hoja, un poco vida.
Mi vida, es una vida hecha de todas las vidas…

18
MEMORIAS DE MI PUEBLO

LAS VOCES DEL PUEBLO, SOSEGADAS POR


LA MUERTE

A la memoria de la Madre Aurora Cárdenas

A fin de hacer acopio de valor para perseguir el pasa-


do, me he esforzado en cerrar los ojos, no pensar nada y
abrirlos de repente para volver a ver esos detalles como la
primera vez. No me es suficiente para encarnar los he-
chos del pasado. Ahora para el tiempo, los recuerdos pa-
recían muertos para la inteligencia, apreciar desde el fon-
do como han cambiado las cosas. Un pasado glorioso
que evoco con cierta melancolía, en la euforia y ansiedad
de estar haciendo las cosas.
Bajo el mando de un padre que difícilmente se omite
al hablar de Zapotiltic, es ver de nuevo a Francisco V.
Ruiz, vivo entre los labios de aquel que pronuncia con
asombro su legado, mismo a quien debo el conocimiento
depositado en un servidor de humilde condición, pero
con el hambre habitual de buscar la sabiduría en las cosas
que nos sorprenden del mundo. He aquí en estas hojas,
mis frágiles palabras con las que abrazo el recuerdo y que
por obra divina pongo a disposición. Suele ser complica-
do interpretar con palabras una búsqueda que ni en toda
la vida fui capaz de entender, en muchas ocasiones em-
prendí caminos para encontrarme y responder con exacti-
tud, quién era, a dónde iba, y qué hacía aquí.
Momentos de meditación constante, de observación y
de introspección, buscaba en los astros una respuesta, en
la oración, arrodillado ante el Señor del Perdón, en lo
19
PABLO ZAVALA

más recóndito y silencioso del templo, con una fe fortale-


cida por el espíritu, buscaba poder definirme. Hasta que
entendí lo simple de la vida, sin cuestionar tanto.
Bajo los volcanes, a unas cuantas leguas, se halla un
pequeño pueblo que comparte la señorial pastora, rodea-
do de montes calcáreos, en el océano extinto que dio lu-
gar al valle.
El alma entre sueños se comunica con profundas raí-
ces; sobre el horizonte nevado, en su profunda cañada,
rompiendo la corteza helada del tiempo, una cascada
nubes bajan del cerro ocultando los poblados; desde los
inicios del mundo a la época de las grandes civilizacio-
nes, su historia se extiende a la llegada del hombre blanco
y la imposición de su cultura. ¡Innumerables vestigios se
hallan sepultados en la tierra! Desde la Hacienda de Ter-
la hasta Huescalapa. Del polvo levantaron sus muros las
grandes fortalezas, legado de españoles que trajeron pro-
greso, murallas y torres fueron testigos de innumerables
batallas y leyendas que aún reposan en nuestra lengua.
¡Qué buena historia heredamos de los bandidos torvos!
Y de los héroes que silenciaron su voz con el paso de es-
tación. Son antiquísimas y recientísimas, que viven en el
féretro escondido y en la flor apenas comenzada. ¿Qué
habrá sido de sus vastos tesoros? Ahora el tiempo los ha
sepultado en las entrañas de la montaña, ocultos en la
bruma del bosque y en la memoria, donde la naturaleza
clama sus creaciones.
De aquellos bandidos y revolucionarios solo ha per-
manecido el recuerdo ruin, la pólvora, el fuego y la san-
gre junto al perenne silbido del tren que estremece las
calles. ¿Y del horror de la persecución? Los Cristos sepul-
tados, decapitados e inmolados ahora extintos, dejan en
los muros del cielo los gritos y el miedo, el recuerdo tras-
20
MEMORIAS DE MI PUEBLO

lucido de las familias que se ocultaron para salvar sus


vidas. La añoranza de los seres perdidos, son las lágri-
mas en las cuentas de un rosario en las manos de una
anciana con ojos nublados, mascullando oraciones al
todo poderoso convertidas en la resignación obligada del
jamás.
Los seres queridos que perdieron, son más que una fo-
tografía en un altar, una vela que se consume y la flor que
se marchita en el interior del templo, son almas transmu-
tadas en aves que retornan cada primavera para dar con-
suelo con su trinar matutino; hay canciones y leyendas
que describen mi pueblo, donde aún queda un rastro di-
minuto de su existencia, donde tiembla la luz de la vela,
donde permanece la memoria y que muchos vivos sopla-
ron y apagaron su luz con el olvido.
—¡Corran por su vida! No miren atrás. Corran a los
montes para que no mueran.
No se detuvieron ni un momento y no miraron atrás,
pero fue el trotar veloz del caballo y la furia de una bala
que hizo hueco en la espalda de aquel que huía. Otros
fueron alcanzados por el látigo ruin y fueron crucificados,
otros fueron colgados como péndulos de los árboles,
mientras los pies tocaban el purgatorio que era la tierra…
Otros, no obstante, jamás fueron sepultados.
El tiempo los bajó del suplicio ¿Por qué los árboles es-
conden el esplendor de sus raíces? Con sus raíces palpa-
ron el galopar de los caballos y con sus hojas cubrieron
los cuerpos de los hombres que cayeron y nunca volvie-
ron a ser levantados.
—Pronto será primavera en la tierra y cada gota que
tocó el piso, es ya un cielo aquí y ahora.
Así es el pueblo pequeño donde vivo, de innumera-
bles batallas, donde se sembró el horror con nombre y
21
PABLO ZAVALA

apellido, Zapotiltic.
Este es el lugar al que dedico mis horas de ensueño, mi
destino, la vida y el amor que tal lugar depositó en mis
manos, tras ver la luz, al salir del vientre de mi madre y
aspirar el fresco aire de estas tierras verdes.

Zapotiltic… Mariposa cogida en su vuelo hacia la


eternidad.

22
MEMORIAS DE MI PUEBLO

El estupor del parto

Es entonces que pierdo de vista la narrativa, y mi men-


te es la bruma que deambula solitaria y en silencio, por
los senderos de Zapotiltic, entre los surcos de la caña. La
remembranza, es como la leyenda del cerro el calaque.
La que habla y se extiende como el soplo de un dragón
que resguarda el valle; habrá quienes digan que hace mu-
chos años se libró una batalla, entre un audaz caballero y
la bestia que describo; por salvar el amor de una dama.
Su aliento era la palabra, era con tal intensidad que al
morir por el filo de una espada cayó el cuerpo sobre una
roca que se aprecia en el horizonte y desde tiempos me-
moriales. El último suspiro de la bestia mitológica baja
abriéndose paso entre el verdor del bosque para inundar
el valle. Esta cercanía a una remembranza medieval nos
aproxima a que, en aquellos tiempos, bastaba desear una
cosa para que el deseo se cumpliera. Mi padre deseó por
primera vez, desde el fondo de un beso, un inefable mila-
gro de amor.
El sol se ocultaba entre las montañas nevadas que en-
dulzaban el paisaje de mi pueblo, recién se asentaba la
neblina para cubrir con su amoroso velo las fragantes
calles, una bruma que se pasea desde hace miles de años.
Andaba ella con su vientre abultado de aquí y para allá,
como si quisiera reconocer cada espacio de la casa, con
su vestido largo y sus piernas chonchitas. Parecía que le
23
PABLO ZAVALA

brotaban de su espalda unas alas de mariposa monarca;


en su aleteo dejaba una estela de dulzura e inocencia. El
cansancio tenia nido en sus ojos por cargar la vida en su
vientre, se notaba que el pequeño capullo lo había absor-
bido todo y estaba a un aleteo para surgir con fuerza del
fondo.
El dolor y el miedo que trae la concepción de una vida
que por diminuta que sea, nunca se está preparado para
el instante luminoso. De nuevo, a un paso de la vida y a
otro de la muerte. La vida como el misterio de la historia.
Vio nacer a Ángel Sánchez García, mi hermano ma-
yor, quien llegó al mundo en la ajetreada jornada en me-
dio del suspiro del dragón.
—¡Vamos señora, puje con fuerza, ya se ve la cabeza
de juera!
—¡Eso hago! Pero esta criatura no ayuda.
—Tiene que respirar fuerte y hacer fuerza en el vientre.
—¡No quiere salir!
—¡Con juerzas señora!, ¡puje!
Volvía a la agitada escena que envuelve el nacimiento;
según recuerdo lo que me había descrito mi padre. Él
estaba de pie junto a la picada puerta de madera, adentro
del cuarterón color gris, la partera sostenía en sus manos
unas toallas tibias y mi madre estaba recostada en la ca-
ma con las piernas flexionadas: ella sudorosa y con oje-
ras. Mi madre había entrado en labor de parto a tempra-
na hora. En la habitación, también estaba una gallinita
empollando y cuando se le escapaban los pollitos del ni-
do, salía a toda prisa devolverlos. Decía mi padre que no
había hecho nada por sacarlos, porque le parecía bonito
tenerlos allí, bajo la cama…
—¡Ya viene!, ¡con juerza! ¡Puje! Eso es, aquí está ya.
Mi madre pujaba con fuerza; de pronto la anciana to-
24
MEMORIAS DE MI PUEBLO

mó la cabeza de la criatura con sus manos, jaló un poco y


extrajo el cuerpo completo, envuelto en una capa grisá-
cea, ató con unos cordones la unión entre madre e hijo.
—Acérquese, Don José María. No se quede no más
allí viendo, conozca a su criatura —dijo la anciana—. Ire,
córtele aquí con mis tijeras.
Tomó mi padre a Ángel y lo colocó en las toallas ti-
bias para darle calor y limpiar una a una sus extremida-
des. Sus piecitos, manos y el rostro, masajeo el pecho y la
espalda con sus palmas para ayudarle al recién llegado a
que funcionen sus entrañas. Envuelto y calientito lo acer-
có a los brazos de su madre, y esta acarició el rostro del
pequeño angelito.
—Es muy bonito Jesusita ¿cómo lo vamos a nombrar?
—Lo nombraremos: Ángel Sánchez García —contestó
mi madre.
La historia que me contaban la imagine como la esce-
na de la navidad, la noche que nace el niñito Jesús, todos
reuniéndose para contemplar el milagro de la vida, los
abuelos, los tíos, los amigos más cercanos y los animali-
tos que hicieron casa bajo la cama. Mi padre volvió a la
botella que estaba en el comedor y dio un sorbo al pon-
che de granada que le alivio la ansiedad de tener en sus
manos a un ser inexplicable que ya exigía con fuerza
―atención‖ a través del llanto.
Los testigos del nacimiento brindaron con mi padre y
celebraron toda la noche comiendo y bebiendo lo que se
ofrecía en casa. O al menos eso fue lo que me dijo él.
Yo, Roberto Sánchez García, nací a las 3 de la tarde,
justo cuando el sol se encuentra a un cuarto de su máxi-
mo esplendor. Mis padrinos de bautismo fueron personas
de bien, quienes por sus cualidades y cercanía a la familia
fueron elegidos. Ellos fueron el señor Alfonso Marentes y
25
PABLO ZAVALA

su distinguida esposa Ma. de Jesús Farías. En mi confir-


mación el Padrino fue el Señor Cura Pomposo M. Carri-
llo, un benefactor de Zapotiltic, un hombre de Dios, su
gran corazón aún sigue latente en la memoria de algunos
viejos. Hijo de Don Fernando Carrillo y Josefa Gonzá-
lez, nacido en Jilotlán de Dolores, Jalisco, en 1855, quien
vino a Zapotiltic para cumplir más que el sacerdocio,
vino a instruir un pueblo de extraño proceder. Recuerdo
que entre los papeles amarillentos que guardaba papá,
ocultos en un cofre misterioso donde me hallé escritos
con gloriosas palabras, historias y una especie de árbol
genealógico de cada uno de mis hermanos, fotografías
muy dañadas. Pero fue más mi sorpresa un día de febrero
cuando por una joven llamada Didiana Sedano, reveló a
mis ojos estas palabras que hablan de un perdón:

A la Señora Doña Refugio Barragán


viuda de Toscano

México

Con fecha 3 de julio próximo pasado, su santidad


León XII, a quien Dios guarde muchos años, se sirvió
de conceder para mí y para todos mis parientes, así con-
sanguíneos como afines, hasta tercer grado inclusiva-
mente, una gracia espiritual especialísimo en los siguien-
tes términos:
“Bendición apostólica indulgencia plenaria en artícu-
lo de muerte, con tal que verdaderamente arrepentidos y
confesados recibieran la sagrada comunión y cuando es-
to no pudieran hacer invocaren con la boca, o por lo
menos con el corazón, el Sagrado Nombre de Jesús”.
Encontrando dentro del circulo de parientes descrito
por su santidad, me apresuro a ponerlo en su conoci-
26
MEMORIAS DE MI PUEBLO

miento para el logro de esta gracia a su debido tiempo; y


para hacerle presente que en gratitud de tan inestimable
beneficio, es muy concerniente que no deje de… de ro-
gar a Dios Nuestro Señor por la felicidad temporal y
eterna de Nuestro Santísimo Padre el Romano Pontífi-
ce, así como también por la del santísimo hermano el Sr.
Dr. D. J. Anaya, digno obispo de Sinaloa, que fue quien
bondadosamente gestionó en Roma ante la Sta. Sede
Apostólica para la obtención de esta gracia.
Dios Nuestro Señor sirva guardarte muchos años.
Zapotiltic, 9 de octubre de 1899, Firma Pomposo
Carrillo.

Tiempo más tarde, tuvieron un hijo al que nombraron:


Guillermo Sánchez. Seguido nació Aurora Sánchez, una
mujer preciosa, blanca como el algodón de ojos azules
preciosos como un cielo sin nubes. A los años concibie-
ron a ―Chema‖ José María que llevaba el nombre de pa-
dre, quien en su etapa adulta sería un hombre muy afor-
tunado por azares del destino. Por último concibieron a
Ramiro Sánchez García.
Explico esto, porque los títulos consanguíneos son im-
portantes de mencionar, ya que nos revelan una parte
fundamental en quienes guían nuestra existencia. En los
pueblos, así como en mi tierra, es común identificarnos
con él «es hijo de mengano, primo de perengano» y emitir
el juicio vil: «es gente de bien» o «es hijo del bandido que
le quito las tierras a zutano». La moral en turno, como
decía, define a los pueblos con base a una creencia reli-
giosa que nos marca y nos determina hasta el final de
nuestros días. Somos todos de un modo, de una ambiva-
lencia (bien o mal), somos todos a su modo, salvadores,
rescatadores, redentores, asesinos que matan para benefi-
ciar a las multitudes, asesinos para satisfacer el instinto.
27
PABLO ZAVALA

Como sucede con todos los hombres famosos, son


exaltados y calumniados antes de ser conocidos. Los ins-
tintos que no se desahogan hacia fuera, se vuelven hacia
adentro y es aquí que comienza esa fuerte lucha de con-
ciencia y alma. El hombre por sí mismo, resultado de una
separación violenta de su pasado de animal, resultando
una declaración de guerra en los que hasta el momento
reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad, los instin-
tos. La crianza de los hijos en una guía de progreso espi-
ritual, dogmático y religioso.

Roberto y Teresa Sánchez


A la memoria de Raúl Sánchez Sánchez

Soy hijo de Teresa Sánchez Vega y Roberto Sánchez


García, quienes contrajeron nupcias 1947 en la parroquia
del Santo Santiago. Esbelta e imponente con su enchapa-
do de cantera; sus torres juegan con el viento y conversan
con las nubes, con su cruz en lo alto. Mi padre siendo
presidente, con 31 años de edad, y con el destino incierto,
cruzó el umbral del templo para unir su alma con la de
mi madre. Por creer en el amor lejano y eterno, aquellos
jóvenes fueron marcados con la furia del tiempo, bajo el
testimonio de sus padrinos de casamiento.
En el pan y el vino destinados a su boca, sellaron la
promesa con el «sí, acepto» tradicional en toda unión,
mismo que sellaron tocándose el borde de los labios co-
mo el mar se apresura a la orilla, para luego dejar desnu-
da la arena con una estela de paz que acaricia las conchas
de la playa.
Hay un momento del crepúsculo en que las cosas bri-
llan más, un momento palpitante que sostiene el hilo del
28
MEMORIAS DE MI PUEBLO

amor con el que se tejen los castillos de cristal y se ater-


ciopelan sus ramajes, en el sermón del santo se pulen las
torres de marfil donde encontramos la cercanía con
Dios…
—¡Porque así lo dice San Pablo a los Corintios! Cuan-
do se habla del amor y la vida de los hombres que han
elegido unirse con otro ser igual en todos los aspectos
espirituales. «Las profecías acabarán, el don de lenguas
terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia
es imperfecta y nuestras profecías, limitadas». Nos debe
de quedar claro que del cielo a la tierra nada se ha de
ocultar y que hasta la vida posee una vigencia, por esa
razón los hombres somos seres frágiles ante los ojos del
Señor y tenemos que guiarnos en los principios que esta-
blece la sagrada escritura, «cuando llegue lo que es per-
fecto, cesará lo que es imperfecto». A esto entendemos
que aceptar la voluntad de Dios nos convertirá en hom-
bres de bien, pero si no lo hacemos de esta manera, esta-
remos condenados a sufrir lo que nos designe nuestras
acciones. Solo Dios conoce nuestras vidas y nuestros des-
tinos. San Pablo también nos deja en claro las etapas por
la que ya hemos pasado en nuestro desarrollo físico, en
este pasaje encontramos: «Mientras yo era niño, hablaba
como un niño, sentía como un niño, razonaba como un
niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las
cosas de niño». Cuando se nos agotan las excusas y los
pretextos no nos queda otra opción que hacernos respon-
sables de nuestra existencia, la verdad nos hará libres en
cuerpo y alma. Hoy estos dos hermanos que se unen para
compartir sus vidas por su propia voluntad, es que nos
damos cuenta de que pasaran a otro ciclo. Una etapa de
madurez en comunión con el espíritu: «Ahora vemos
como en un espejo, confusamente; después veremos cara
29
PABLO ZAVALA

a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después


conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra,
ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor,
pero la más grande de todas es el amor» …

El amor es lo que nos queda al final de lo que somos,


porque los hombres creemos que seremos eternos ac-
tuando con un total desapego a la palabra de Dios, ha-
ciendo alarde de que él no tomará en cuenta nuestro ac-
tuar cotidiano, sin embargo, ¡yo les digo que todo lo que
ates en la tierra, quedará atado en el reino de los cielos!
Con toda su fe, con toda su gracia con la sombra que
vendrá…
Entre la algarabía y los granos de arroz flotando en el
ambiente, abriéndose paso entre la fragancia del incienso
con las voces y la música litúrgica, salieron los novios del
templo, familiares y amistades en esa hora de misterioso
florecer, felicitaban a mis padres que llevaban el alma con
ensoñadora placidez.

Llaves cuatas

A Don Armando Cárdenas y José Luis Cárdenas

Estas calles partían al pueblo en varias secciones, eran


de tierra y de piedra; la lluvia las mojaba con sus gotas
que caía en hilos de cristal y se rompían al tocar el suelo y
la arcilla de los tejados. Sublime fragancia a tierra mojada
desprendía la lluvia, un aroma de la que quedó embebida
mi alma. Cuando los rayos iluminaban la noche, eran las
notas musicales más bellas a la hora de dormir, pareciera
que los grillos buscaban abrigo en la habitación y se or-
30
MEMORIAS DE MI PUEBLO

questaba un concierto en casa, percibía los tenores del


contrabajo y a las mezzosopranos ceder ante el canto del
macho, un espectáculo de opera clásica en el cuarto que
compartía con mis hermanos.
Cuando la lluvia caía a chorros pensaba en las obras
de Vivaldi, podía imaginar los surcos de la tierra llenitos
de agua, las semillas rebosantes de alegría porque fueron
sembradas en tierra fértil, el alboroto de las gotas y la
masa de agua que se acumulaba en los riachuelos del
pueblo, caudales que recolectaban la frescura del vital
líquido y la llevaban al río de San Rafael. Pensaba en las
vacas yacientes en el campo rumiando el alimento de la
tarde al lado de los causes de las barrancas. Donde juga-
ban los niños y la hierba silvestre imperaba de belleza tras
la humedad. Muy cerca de los campos sembrados hay un
recuerdo que guardo con recelo de la ajetreada infancia.
Era de madrugada cuando mi padre nos despertó para
ir por el agua a las «llaves cuatas», con la luna oculta en-
tre las nubes, nos regalaba la escasa luminosidad que
permitía el temporal, caminábamos mi hermano José
Luis y yo, contando los pasos para llegar a las pilas, dis-
frutábamos mucho ver el cielo e intentar encontrar figu-
ras en las nubes y darles una forma de animal o persona.
El viento soplaba con un poco de ímpetu que en ciertos
momentos dejaba al descubierto la luna y las escasas es-
trellas. De pronto vimos surcar con furia trazando una
línea de fuego en el horizonte una estrella que descendía
de lo alto.
—¡Mira José Luis! Una estrella fugaz —dijo Arman-
do.
—¿Dónde, que no la veo? —contestó José Luis.
—Allá, mira, junto al Nevado… dicen que si pides un
deseo se te cumplirá. ¿Qué vas a pedir, Armando? Pién-
31
PABLO ZAVALA

salo rápido antes de que desaparezca. Yo desearía no


vivir aquí, irme de casa y trabajar en algún lugar, una
ciudad o en otro país.
—Yo voy a pedir —pensó Armando—; no lo sé, qui-
siera hacer cosas grandes y extraordinarias aquí en Zapo-
tiltic, no lo sé, construir un puente para no bajar por las
barrancas tan empinadas y peligrosas y así la gente pueda
pasar de un lugar a otro.
—Armando, creo que nunca verás al pueblo con esas
cosas y más por cómo es la gente de difícil, si volteas a tu
derecha verás lo corrompido que esta Zapotiltic, aquella
es la zona prohibida, a la que nuestros padres no nos de-
jan ni caminar.
—¡Mira, mira, José Luis! ¿No es el Señor Victoriano?
El que viene bamboleándose como campana.
—¡Sí, si es él!
—Viene muy borracho, como que se cae y no se cae,
ahora va caminando hacia atrás, se va pegar con la bar-
da… o una de dos, va haciendo cruces con los pasos o
está jugando al que se cae y no se cae.
—Armando, que ocurrente eres, claro que se pasó de
copas y viene de la zona prohibida, pero no le des impor-
tancia. Espero que tú no lo hagas cuando seas grande.
—Tenemos que darnos prisa o papá nos va a regañar,
acuérdate que tenemos que llenar la pila y sabrá Dios
cuantos viajes tenemos que hacer para llenarla.
—Ya tengo hambre Armando, ya quiero que salga el
sol para que nuestras hermanas le ayuden a mamá.
—Quisiera unos huevitos con longaniza seca y unos
frijolitos recién hechos y tortillitas negras. Con una salsa
martajada picosita y ese queso casero que vende Don
Roberto, fresquito y delicioso.
—Sí que tienes hambre… acércame las vasijas para
32
MEMORIAS DE MI PUEBLO

vaciarles la jarra.

Estas calles lodosas, aquí donde usted lo ve, era impo-


sible caminar sobre de ellas, calles extensas y prolongadas
rectas, donde un rio turbio emergía con rabia. Corría con
fuerza arrastrando todo lo que había a su paso, un caudal
impresionante que observaba desde la ventana, llenaba
los recovecos de las barrancas y seguía su paso hasta en-
contrarse con el riachuelo que pasaba por la brecha a
Tuxpan y los cañaverales del pueblo, luego se unía con el
de San Rafael y San José, el mismo que venía de la mon-
taña.
Relámpagos estrepitosos delineaban con su luminosi-
dad el cielo, creando formas geométricas y perfectos
triángulos… pareciera que Dios deseaba echar raíces en
la tierra. Pero en su intento de bondad, calcinaba lo que
se atravesara a su paso y para resarcir el daño dejaba caer
más lluvia o desprendía de las nubes el arcoíris en señal
de tregua. Me gustaban las lluvias nocturnas y sentir la
frescura de la mañana, pero para mí eran terribles las
tormentas que caían por la tarde. La gente atemorizada,
sacaba sus machetes para cortar la tormenta y entre los
rezos y maldiciones, solo escuchaba:
—La poderosa sangre de Cristo que solo representada
libró en Egipto a los israelitas del brazo fuerte de Dios…
¡aaayjo de su… madre! Este cataclismo que Dios no qui-
ta… ¡funn, funn! —Era el filo del machete cortando el
viento.
Tales cosas desprendían de mí la sonrisa picara y apa-
ciguaba el miedo ante el acontecimiento extraño que pre-
senciaba. Mi madre fue muy prudente en ese aspecto, así
33
PABLO ZAVALA

que se encerraba en el cuarto grande con todos mis her-


manos, apagaba las lámparas y nos quedábamos a mer-
ced del cirio pascual bendito en la semana mayor, orá-
bamos y pedíamos perdón a Dios por pecados que aún
no cometíamos:
—Pater noster, qui es in caelis, santificetur nomen tuumm,
advenían regnum tuum, fiat voluntas tua, sicut in caelo et in
terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie, et dimitte
nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris,
et ne nos induca in tentationem, sed libera nos a malo… Amén.
Por si Dios no escuchaba las suplicas en español, el la-
tín nos aproximaba a su lenguaje, cuando todavía era
peligroso ir al templo. Una vez santiguados, mi madre
nos contaba bellas historias de las tormentas; nos hablaba
del diluvio y el arca de Noé, la leyenda del diablo en la
botella y por ultimo nos contaba de los subterráneos del
nevado y cómo la gente ocultaba sus tesoros o sus escasas
riquezas. También comentaba a mis hermanas de la vez
que se llevaron a varias muchachas de las que jamás se ha
vuelto a saber de ellas. Otra historia fascinante era «La
llorona» que deambulaba por las laderas y el cauce de los
ríos pregonando un gemido doloroso, semejante a un
llanto entre cortado.
—De todo el camino andado solo quedan aromas,
aromas sin flor, huellas sin zapatos —dijo José Luis—.
Desde la ventana las gotas de agua salpican mis anhelos,
mis ojos observan las calles, en aquellas calles, las de en-
tonces cabían dos ó tres carretas bien cargadas de mer-
cancía, los caminos llevaban bien a Tuxpan, Zapotlán o a
Colima. La calle Hidalgo era la arteria principal, conoci-
da hasta entonces como la calle Real, solo porque se dice
que allí viven los ricos, los Ceballos, los Marentes, los
Gutiérrez y los Sánchez. Cerca del centro existían casas
34
MEMORIAS DE MI PUEBLO

de exquisita arquitectura, estilo francés u español que


fácil superaban la estatura de cuatro hombres de pie, pa-
recían enormes murallas, todas respetaban la propuesta
romana: un pasillo, arcos, un patio central con una fuente
y alrededor los cuartos divididos para hombres y mujeres.
Cómo me hubiese gustado vivir por esa zona. Los ni-
ños tenían su espacio para jugar y no tenían que preocu-
parse por trabajar ni levantarse temprano para llenar las
pilas. Solo era hacer mandados a sus madres, cumplir con
las tareas que les deja su institutriz, ir a clases de religión
a la iglesia y seguir jugando en su casa grande. En cam-
bio, mi hermano y yo seguíamos caminando entre la nie-
bla, intentando ver el camino; piedras pisábamos y los
huaraches se llenaban de lodo, eran apenas cinco viajes
los acumulados y aún faltaban unos cuantos más para
terminar de llenar la pila de la casa. Acarreando el agua
en enormes y pesadas vasijas de barro en los hombros, el
dolor en el interior comenzaba aparecer, el agotamiento
junto con la pesadez del pensamiento que me obliga a
parar a la mitad de la jornada. Limpié mi frente con el
trapo frío y respiré profundo y fuerte, con un aire que
venía desde el fondo de mi ser.
—Ya casi amanece José Luis, está por salir el sol, ya
comienza a clarear el cielo y la niebla nos acaricia con su
frio —le dije a mi hermano mientras me encorvaba colo-
cando mis codos sobre las rodillas.
—Estoy cansado Armando. ¿Por qué no llevamos este
viaje y lo dejamos así?
—Papá confía en nosotros, por eso venimos cuando
aún no sale el sol y él espera a que terminemos esta tarea.
Después me incorporé y me trepé la vasija al hombro
y comenzamos la subida, subida para los que van y baja-
da para los que vienen. Al pasar las enormes casonas de
35
PABLO ZAVALA

la calle real, fue la barranca de las olas altas la que nos


hizo pujar al punto que nos obligaba a descansar solo
unos instantes… hasta que por fin llegamos al final del
pueblo; donde encontrabas los depósitos y las famosas
―llaves cuatas‖. Allí había un acueducto construido a
finales del siglo XIX que venía de los Mazos, depósitos
de agua ocultos entre extensos potreros y los pastizales
más exquisitos, donde tascaban las vacas. Si alzabas la
vista al norte, te ibas encontrando mojoneras de piedra
volcánica y linderos del mismo material, rocas bien aco-
modadas por el hombre y que la misma naturaleza puso a
disposición por la erupción de un volcán hace miles de
años.
Caminando, erguido un largo camino y con el sol des-
puntando por la espalda, se dibujó entre el cerro y el sen-
dero, un torreón que protege la Abadía de Huescalapa.
Una construcción de extraña arquitectura; mestiza en el
fondo, sacada de un pasaje fantástico de un cuento me-
dieval. Con influencia musulmana, la imaginación propia
trajo la imagen de una princesa enclaustrada, oculta tras
los muros y la alta torre de donde se asoma la punta del
fusil que la defiende. La finca tenía la magia y el encanto
por dentro y por fuera de esos enormes tabiques de ado-
be, depositados en el borde de un peñasco de ligera altu-
ra, una muralla extinta que dejaba en claro el esplendor
de su época.
Existe la historia de estar sepultado allí junto a sus
subterráneos la riqueza y el cuerpo de sus originales due-
ños, vestigios preciosos que llevan las cicatrices de una
época violenta. Desde su posición tiene control de la lla-
nura y sus ricas tierras agrícolas. El casco de la hacienda
de Huesca se asienta sobre un promontorio de roca caliza
que utiliza de cimientos. Sin duda, la mano maestra del
36
MEMORIAS DE MI PUEBLO

constructor hizo que permanecieran firmes sobre las ro-


cas calcáreas. Esto suponía una gran ventaja defensiva,
ya que así los muros no podían ser minados (una técnica
habitual en el asedio de fortalezas, que consistía en cons-
truir un túnel por debajo del muro para después hundirlo
y abrir una brecha por la cual asaltar). A una legua se
encuentra un vestigio de lo que digo, además de claras
muestras de los inicios de la vida en la tierra, diminutos
crustáceos y caracolas pintadas ahí por la mano divina
para ser descubiertas por nosotros los hombres, lapas les
decían unos, otros les decían caracolas. Un diseño espa-
ñol, interpretado el complejo arquitectónico por las ma-
nos nativas; si hubiese conocido en persona Alhambra,
Loarre, Toledo y Granada, podría jurar encontrar tal si-
militud. Una hacienda sencilla, con anchos portales y
muros decorados con roca porosa (tezontle) típica de la
zona, otros la denominan muros de limosna.
Seguí caminando con la vasija en el hombro y vi cómo
la pastora acariciaba el borde de su alta torre y se metía
entre la brecha y sus majestuosos portales, como si un
dragón paseara por las calles de Huescalapa dejando el
vapor que emite su aliento. Cuenta la gente que vivió su
esplendor, que existieron amplios jardines y que la casa
contenía un portón gigante de madera y una amplia red
de túneles tallados por la mano del hombre, cuya finali-
dad era para dos cosas: una, poder escapar en caso de
ataques, y dos, para transportar sus riquezas sin ser vis-
tos. Dichos túneles fueron hechos por el consejo del pre-
sidente Juárez, quien afirmaba que los subterráneos le
salvaron la vida en Guadalajara.
En aquella época, de 1762 a 1870, azoraban estas tie-
rras ricas, bandidos que se movían a través de las arterias
del volcán extinto. Las gavillas operaban en los sitios
37
PABLO ZAVALA

abruptos de la montaña y el bosque, surcados por ríos e


incomunicados que ofrecían refugio seguro, pero cerca-
nos a las rutas comerciales y límites territoriales, donde la
administración se complicaba y a pocas jornadas queda-
ban fuera del alcance de la autoridad respectiva.
Un hombre llamado Vicente Colombo, sembró en la
gente antigua la semilla de su historia. Un acontecimien-
to de tal bandolero lo padeció el mismo señor bachiller
Don José Antonio Quiñones, siendo víctima de las fecho-
rías, al secuestrar a su hija.
—Después de todo, sí existía una princesa enclaustra-
da en la hacienda.
Su sin igual belleza, característica clásica de la mujer
europea, incitaba al hombre a despertar sus más bajos
instintos. Sus ojos eran tan azules como el mar y tan be-
llos como la esmeralda, su piel era como el terciopelo. Su
cabello, su cabello era un manto ondulado en color cas-
taño. Razón de sobra para privar de su libertad a una
doncella con tales atributos físicos.
—¡Armando! ¿Estás ahí?
—Dime José Luis, ¿qué ocurre?
—Si sigues divagando, vas a tirar el agua y papá te va
a poner una buena chinga y no quiero estar ahí cuando
suceda.
—¡Es cierto! Ya he tirado mucha.
—Mira nada más el camino de agua que vas dejando,
concéntrate que ya quiero terminar.
…El Sr. Bachiller Antonio Quiñones hizo lo huma-
namente posible para rescatar del plagio a su adorada hija
y tras pagar un cuantioso rescate al bandido del sur, eligió
vender y abandonar la Hacienda de Huescalapa para re-
tornar de nueva cuenta a su natal España. Pero, sin des-
viarme tanto del tema, debo decir que gracias a ellos, la
38
MEMORIAS DE MI PUEBLO

familia Quiñones, es que tenemos agua en el pueblo y el


origen de Huescalapa.
—¡Armando! Despierta tenemos que ir por el agua…
Sumergido en estos recuerdos debo despertar de pron-
to. Es el ruido de la lluvia. Escribo en Zapotiltic, cerca de
la sierra del tigre. Recién se han calmado los vendavales
que azotaron el valle. Es el río que baja por la calle inde-
pendencia y desfoga por la barranca, que más que mirarlo
yo desde mi ventana, me mira él con mil ojos de espuma,
y conserva aún la terrible persistencia de la tormenta.
¡Qué años lejanos! Reconstruirlos es como si el sonido
de las gotas que golpean suavemente la ventana, kamika-
zes que se desploman en el suelo que ahora escucho, en-
traran intermitentemente dentro de mí, a veces arrullán-
dome para dormirme, otras veces con el brusco destello
de una espada. Recogeré esas imágenes sin cronología,
tal como estas lluvias que van y vienen.
Decía que de niño miraba las tormentas; desde la ven-
tana apreciaba las carretas empantanadas en medio de la
calle. En una lluvia de verano el señor Toribio se esforza-
ba y hostigaba a las mulas que no podían andar más entre
la lluvia y el fango, con los pies sumergidos en el lodo. Él
empujaba la carreta cargada de escombro para destrabar
la rueda. La lluvia seguía cayendo incesantemente; era
tanto su esmero que de pronto, vencido por la viscosidad
del suelo, cayó de panza manchando su calzón de manta,
con tal fuerza resbaló que su sombrero de sollate salió
volando.
Muy enojado y diciendo maldiciones se incorporó y se
dio por vencido. Acabado el diluvio, retornó a su labor
partiendo de ahí con su vestimenta manchada. Yo salía
de casa y miraba con asombro los restos de la tormenta,
pisando piedra por piedra, para que el huarache no se
39
PABLO ZAVALA

ensuciara.
Caminaba tanto que siempre me detuve para apreciar
aquel monumental torreón de forma cilíndrica, huequea-
do en el fondo y con delicadas hendiduras verticales, que
daban paso al hierro de un arma para dar muerte aquel
que osara en profanar su interior, movido por el encanto
de las torres. Fueron personas valientes quienes contesta-
ron mis preguntas pueriles «¿Por qué esa construcción
está en ese sitio?». Sus vestigios eran claros y la inteligen-
cia del constructor debía tener una razón al ubicarlo en
ese punto, pues no era la única fortaleza que se elevaba
en las alturas para acariciar las nubes. Más adelante, a
unas leguas por la vuelta del zapote, existía una edifica-
ción hecha de piedra calcinada y ambas construcciones
quedaban en una línea visual perfecta.
Pienso que ambas tenían una extraña conexión histó-
rica con la famosa «puerta de cadenas», una garita, que
tenía dos torres hechas de piedra, unidas por una fuerte
cadena, la cual era custodiada por guardias que impedían
el paso a determinada hora, el objetivo era impedir el
paso a Zapotlán cuando se ocultaba el sol. En ese mismo
lugar cuenta la leyenda se vio detenido el señor Colombo,
solo para responder:
—Pertenecemos a la policía secreta y vamos a Zapotil-
tic, donde sabemos que merodean unos pilletes, hijos de
Caco.
—La contraseña —insistió el guarda.
—Seguridad por la corona de Castilla. —Los jinetes
desaparecieron entre una nube de polvo, oprimiendo con
las espuelas los ijares de sus corceles, y guardando silen-
cio.
Aun esos corceles hacen eco en la memoria de aquel
que conoce la leyenda, el misterio en los ojos de aquel
40
MEMORIAS DE MI PUEBLO

que lo cuenta, son los estragos de los disparos a causa de


los hurtos, la sombra de un fantasma que habitó en el
corazón de la montaña, pues no ha existido quien conoz-
ca mejor los espacios del bosque que el bandido cruel. Si
los cedros hablaran, si las piedras y los riscos nos conta-
ran sus secretos ¿Cuánta sangre habría que ocultar? Sue-
ños desechos, anhelos rotos de quienes desprendieron su
luz del cuerpo por unas míseras monedas ¿Cuánta sangre
en el dinero? La vida poco apreciada, y de valor incalcu-
lable. El galopar de los caballos en medio de la noche
cuando recorrían estas calles.
Entonces, el rosario sostenido de las frágiles manos de
mi sangre y el miedo silenciado en la almohada y en la
plegaria elevada al cielo. No imagino volver a morder la
tela de la almohada con las mismas fuerzas. El tiempo
tiene una profundidad infinita, el tiempo gira en espiral
hasta que nos encontramos en el mismo punto.
Sin embargo, en mi infancia las cosas no poseían va-
lor alguno, fuera de todo asombro propio y ganas de co-
nocer más de la historia que envolvía a Zapotiltic, ¿para
qué hicieron el torreón del cerro? Sabía que debía existir
una historia de aventura y lucha, con amor y desamor.
Pues creo que muchos de los inicios de las batallas eran
por dos razones: amor a una dama que no podía ser po-
seída o por intereses particulares como el poder y el dine-
ro.

41
PABLO ZAVALA

El Centauro duerme en Zapotiltic

Al Sacerdote Modesto Chávez Pulido


y al Abuelo Bernardino Morales

Aquella mañana abordé con prisa al Sacerdote Modes-


to Chávez Pulido, antes de entrar al catecismo. Él era un
hombre de ciencia, conocedor de historia y sobre todo
sencillo. Le gustaba mucho ser cuestionado por los niños
y respondía con paciencia a nuestras dudas. El conoci-
miento era algo que no se obtenía con facilidad y que no
existía en los libros, la verdad de los hechos estaba en la
voz de quienes eran testigos de tales cosas. Y el padre era
muy amable y elocuente en sus respuestas, él gozaba al
conversar mientras iba construyendo el pasado y la gloria
de insignes personajes.
Transcurría el invierno de 1915, uno de los más géli-
dos en todos los aspectos de la palabra, la humanidad
atravesaba momentos muy decisivos entre los temas de la
guerra y la paz. La estabilidad de un país en su recién
derrocado gobierno de Porfirio Díaz y el más triste asesi-
nato del Presidente Francisco Ignacio Madero, aniquila-
ba todo sentimiento de esperanza y ponía al pueblo en el
filo de la espada cruel de un movimiento denominado
revolucionario.
Con los sueños hechos trizas y la mirada rabiosa de
aquel que tenía depositada su esperanza en los hombres
de lucha, todo intento parecía lúgubre para el que osara
levantar las armas. En el rostro sangrante de los héroes y
el sudor, era más bien las lágrimas del alma de un pueblo
42
MEMORIAS DE MI PUEBLO

que agonizaba.
Habría querido cerrar los ojos… cerrarlos y encontrar
paz en el pensamiento profundo de la causa, pero no
existía tal paz. Todo era caos y hambre, hambre en todos
los aspectos humanos; ganas de una nación íntegra con
posibilidades de crecimiento para todos. Pero el deseo
ruin del hombre y los desentendidos políticos e ideológi-
cos nos distanciaban de toda posibilidad. Si tan solo se
hubieran puesto de acuerdo… Pero entendí que ponerse
de acuerdo era más fantasioso, que buscar la paz.
En el pueblo se murmuraba de la participación de al-
gunos ciudadanos con el valor de salir a combatir, pero se
debía tener la cordura suficiente para no dejar a la familia
atrás y no se volcara la venganza en la sangre. Muchos de
los que habían levantado la mano desistieron y eligieron
construir fortines debajo de sus casas para resguardarse
de los conflictos. Otros, hicieron más anchos los muros
de sus hogares siquiera para ocultar a las mujeres y niños
de la casa. Era ineludible que no nos preparáramos para
este nuevo proceso que exigía sangre.
En mi mente estaba el viento que levantaba remolinos
en medio de las calles del pueblo y el eco que anunciaba
el terror del porvenir, caminos solitarios, vecinos que solo
salían de casa a traer lo necesario para los próximos días,
familias alertas asomándose por el entrecejo de la venta-
na, otros ya estaban en los fortines amotinados entre fa-
milias compartiendo el pan debajo de la tierra en medio
de oraciones que sosegaran la furia de los tiempos.
La valentía para aceptar las acciones inevitables, siem-
pre va acompañada de un espíritu sumiso a la voluntad
de un poder superior. La realidad traerá consigo el dolor
si no existe la fortaleza para encarar el presente y el por-
venir, puede que la muerte toque antes la puerta, puede
43
PABLO ZAVALA

que nos acobardemos al final y nos derrotemos a la vo-


luntad del miedo. Vivir con el dolor y la incertidumbre es
una agonía que se prolonga hasta el punto en que el cora-
zón dice «¡Basta, no lo soporto más!» Al himno de la
guerra al compás de los vientos, uno se coloca las botas y
se faja la pistola a la cadera, con las ansias de acabar con
el sentimiento que somete al ser. Con un rostro de acep-
tación y realidad se aprecian las cosas como los santos:
cara a cara y nomás. Termina la mofa ajena que trajo el
pensamiento soberbio y depositas con toda la fe pensan-
do en el hecho de que esto va a cambiar de ahora en ade-
lante.
¿Deseaban al enemigo o al propio demonio? Sin temor
se puede dialogar con el mismo rey de los infiernos. Allá
es donde gobierna el que no tiene miedo a la muerte, por
más burlón que sea el discurso rastrero. Que tengan mie-
do de aquél que actúa en el silencio propio, porque quien
sosiega el pensamiento domina el instinto, quien se do-
mina así mismo, es más sabio y está más cerca de la ver-
dad y la justicia; así bien tenga que desollar el espíritu que
procedió con bondad, porque no hay cabida a la bondad
cuando se ha declarado la guerra.
Después de Díaz pasaron muchos por la silla del po-
der, Madero y luego Victoriano Huerta. Después fue Ca-
rranza quien, al tomar las riendas del escueto país, quiso
consolidar su paso con la Constitución de 1917. Pero an-
tes, los conflictos bélicos no tuvieron fin ni la dulzura en
los actos. El General Francisco Villa, también conocido
como el «centauro del norte», llegó a Jalisco para instau-
rar su ideología de un gobierno en favor del pueblo, pero,
al no estar de acuerdo con la forma en la que Huerta y
después Carranza ascendieron al poder y el modo de
guiar a la república a un orden social, con una estructura
44
MEMORIAS DE MI PUEBLO

sólida, comenzó a luchar con más brío por la consolida-


ción de una revolución de confianza. Que realmente se
escuchara la voz del pueblo, la voz de los afligidos. Pero
¿qué voz era prudente escuchar? Si Carrancistas y Villis-
tas nos tenían a salto de mata y la confusión era clara:
apoyar a cualquiera era causal de muerte. Por lo que se
optó por mantener en ciertos casos una postura neutral
para no entrar en detalles, obviamente basada la decisión
en los intereses más favorables, mismo que eran dictados
por las fuerzas comerciales e ideologías (Hacendados,
Religión, Gobierno).
Una vez que llegó Villa a la Ciudad de Guadalajara y
derrotar las tropas del general Manuel M. Diéguez, ins-
tauró un nuevo régimen. Donde desde el balcón del pala-
cio de gobierno anunció con palabras de júbilo un elo-
cuente discurso donde externaba la esperanza tocante al
triunfo de sus ideales de justicia. Allí nombró a Julián C.
Medina como gobernador de Jalisco. Yo había estado
días antes de la entrada de Villa a Jalisco y vi cómo se
instaló la capital del estado en Zapotlán.
Al calor de los sentimientos, Villa vio en Jalisco a un
pueblo noble víctima del autoritarismo del entonces go-
bierno, o al menos así se decía. Algo de lo que se escribió
y dijo en aquel momento fue:
«Cuando mucho me denigren y criminen los hombres
favorecidos de Venustiano Carranza, este pueblo sabe
que Pancho Villa no es un bandolero sin conciencia, ni un
animal feroz. ¿Robo yo acaso para enriquecerme? ¿Mato
yo en venganza, o para satisfacción de mis rencores? Los
actos de mi crueldad son crueldades de guerra; los actos
de mi codicia son para el triunfo del ejército del pueblo. Y
bien se ve cómo por obra de mis hechos este pueblo
aclama, cómo a pesar de lo mucho que mis enemigos me
difaman y me calumnian, no me desconoce él, ni me des-
45
PABLO ZAVALA

dora, sino que me mira con los mejores ojos de su ánimo,


no con los de la desconfianza, ni menos con los del ho-
rror».
(Fragmento tomado del libro: Memorias de Pancho Villa,
por Martín Luis Guzmán ps.542).

Villa no surgió de la nada… existe una historia que


nos narra cómo su hermana iba a ser poseída por un cruel
hacendado, en aquel entonces era penado con la muerte
aquel que matara a una persona de rango mayor. Lo cual
no le importó a Villa y fue este hacendado el primero en
la lista de su conciencia. La causa era justa, ante sus ins-
tintos y deseos, pero ante los ojos de Dios matar era un
pecado mortal, pero defender la integridad de su sangre
estaba por encima de una orden divina ¿Quién en su sano
juicio le daría la mano a un violador? Y más si se trataba
de una hermana, ¿quién se quedaría de brazos cruzados
viendo cómo el rico que todo lo tiene y que nada le hace
falta, sumaba un ultraje más? ¿Qué le daba el derecho de
lastimar a una dama? El punto no era lo que hacía, sino a
quien estaba tocado y para desgracia era la hermana de
alguien que no le temía a la muerte.
Villa se encontraba en el establo de la hacienda, cuan-
do escuchó los gritos de una mujer. A lo que no hizo es-
perar más y dejó el caballo amarrado en una caballeriza y
salió corriendo al llamado de la dama. ¿Cuál fue su sor-
presa? Encontrar a su hermana en manos del asqueroso
hacendado que la sometía con violencia. La hermana de
Villa ya tenía unos golpes en el rostro y unas marcas en el
cuello. Esto lo llevó a ocultarse a la sierra con bandole-
ros, acontecimiento que le permitió conocer las tierras de
Chihuahua y ser un gran estratega militar. Siempre los
hechos del presente tienen una formación para el futuro,
46
MEMORIAS DE MI PUEBLO

hoy que está distante el pasado se pueden justificar los


acontecimientos y clasificarlos en una orden de acción
perfectamente divina.
Existen dos versiones sobre Villa (el luchador de las
causas justas y el animal sanguinario), en lo que a mí res-
pecta, uno no puede vivir sin el otro, se requiere de esas
dos voces de conciencia que están latentes en el pensa-
miento más profundo de los héroes y los villanos. Pero
también es propio del ser externo emitir juicios sobre es-
tas figuras, en lo que es correcto y conveniente, en lo que
es despiadado y perverso. Aunque no juzgo las condicio-
nes de la época que lo orillaron a tomar un papel deter-
minante en la historia de nuestro país.
Es cierto que obtuvo grandes beneficios del pillaje, pe-
ro ayudaba a los desprotegidos. No era de esperarse que
el pueblo estuviera sumido en la miseria y que solo unos
cuantos gozaran de buena riqueza; la ideología de pro-
greso porfiriana surgió a fuerza de los más desamparados
quienes eran explotados. Y quienes tenían el poder eco-
nómico de las comunidades, eran este tipo de personas.
Los únicos con acceso a los privilegios como la educa-
ción y las artes. De hecho, de los 14 millones de habitan-
tes que había en este tiempo en México, 11 millones vi-
vían dentro del sistema de las haciendas, de los cuales 9
millones eran peones acapillados, es decir, eran esclavos
de las haciendas con condiciones de vida infrahumanas.
En Zapotiltic estas condiciones no nos eran descono-
cidas, los hacendados eran propios a la educación y al
progreso. Las tiendas eran de raya, los trabajadores de las
haciendas vivían en diminutas casas, con una puerta y sin
ventana, escasos dos metros de frente con una profundi-
dad de 25 metros de fondo. ¿Cómo se puede hablar de un
desarrollo? Si la mayoría de la población no tenía calza-
47
PABLO ZAVALA

do: ¡Tenía hambre! No podían aspirar más allá que al


trabajo en las tierras de los ricos, condicionado a ser solo
parte de la servidumbre de la hacienda y los terratenien-
tes. Después de que se diera aquel emotivo evento, Villa
permaneció en Zacoalco para esperar su artillería, segui-
do se reunió con sus generales, según tengo por entendi-
do, porque así me lo dijo Don Nicho Hernández (oriun-
do de Zapotiltic).
¡La guerra!… La guerra… siempre estamos en contra
de la guerra, pero cuando la hemos hecho no podemos
vivir sin ella. En todo instante queremos volver a ella,
somos máquinas para matar con todo lo que sea posible.
La muerte intenta despertar un sentimiento de placer en
nosotros, pero no tenemos más remedio que hacer frente
a la injusticia social.
—Yo no busqué alimentar la bestia que vive dentro de
nosotros. Quise evitar a toda costa llegar a este punto de
caos. Pero quién, si no Madero, fue el que perdonó mis
actos de crueldad y bandidaje al invitarme a su noble
causa. Ahora si me retiro, no seré más que un traidor
señalado por las generaciones. De verdad busco encon-
trar un poco de paz, pero ya no puedo parar lo que he-
mos iniciado. Dicen que Villa no es humano, que soy un
animal feroz. ¿Ustedes creen que no me duele ver la san-
gre de tantos compatriotas derramada en el campo de
batalla? Ustedes no imaginan la culpa que cargo en mi
alma al saber de las familias que dejan en casa, donde no
volverán a ver a su padre, a su hermano, a sus hijos y que
no habrá felicidad ni descanso para ellos. Algunos corre-
rán con la suerte de la cristiana sepultura, donde le llora-
rán a un cuerpo sin vida. Otros, tendrán que conformase
con la cal sobre sus cuerpos inertes. Solo unos cuantos
volverán a casa para abrazar a su madre, a sus esposas y
48
MEMORIAS DE MI PUEBLO

a sus hijos. No imaginarán lo afortunados que son quie-


nes regresen con heridas y raspones, pero vivos. Felices
por volver a ver el umbral de su hogar y no habrá dicha
más grande que acariciar y oler un fragmento del cabello
de su descendencia. Yo también sueño con una patria
justa, sueño con la igualdad de mi raza…Señores, quiero
verlos vivos en el campo de batalla y celebrar la victoria
el día de mañana.
Era bien sabido que Pancho Villa era un excelente es-
tratega militar y que causaba temor al rival por los asesi-
natos y las hazañas de guerras más brillantes, para él era
igual matar uno que a mil, en sus múltiples formas crea-
tivas. Villa era un artista en el campo de batalla. Por lo
cual giró indicaciones precisas para el desplazamiento de
sus tropas: unos permanecieron en Atoyac y otros ya es-
taban en Sayula, la gente de Zapotiltic ya marchaba al
punto de encuentro con el general, pero dispuestos a en-
tregar sus vidas. Fue en un punto intermedio donde se
llevó a cabo una de las peores batallas de las que se tienen
registro en el sur de Jalisco, en lo que ahora nombramos «
la cuesta de Sayula». Carrancistas y Villistas se enfrenta-
ron a muerte antes de llegar al valle de Zapotlán, apenas
se alcanzaba a dibujar en el horizonte el alba y el espejo
de su gran laguna, la majestuosidad de sus cumbres ne-
vadas y el cielo azul que los envolvía, poseía un ambiente
de inexplicable quietud, hasta que los cantos de las aves
se vieron sosegadas al sonar de los tambores que anun-
ciaban la inminente guerra.
La muerte se aproximaba a paso lento, al girar de la
rueda de los cañones y en el trote de los corceles. La se-
ñora de negro estaba a punto de acoger en su seno aque-
llos que abatieran en el campo. Fue entonces que, al es-
tar cara a cara las legiones de soldados del general Villa,
49
PABLO ZAVALA

guiados en dos secciones: uno por la Izquierda a cargo de


Rodolfo Fierros y Pablo Seáñez y al frente el líder de las
tropas. El batallón de Zapotiltic no se hizo esperar, allí
estaban haciendo frente a su destino. Eran unos once mil
Villistas y unos doce mil soldados a cargo del general
Manuel M. Diéguez.
Diéguez, puso su artillería y su centro en las lomas que
se hallan a la izquierda de la cuesta, donde se afortinó, en
lo que era el cerro del Tecolote. Cruzaron miradas a lo
distante con el general Francisco Villa. Augurando la
muerte de cualquiera de ellos bajo calor de su carabina o
su mano, eran sus ojos rabiosos y su sed arrancó el alma
para hacerse pedazos. Hacía unos días que habían soste-
nido una batalla. Y ya venían persiguiendo la muerte,
pero se vio mermado ante la tragedia del usurpado go-
bernador del estado. Algunos decían que Villa iba morir
en esta zona, otros celebraban de que se acercaba su hora.
Pero, el destino era incierto hasta entonces…

El tiempo tiene cuerpo


tiene sombra.
Tiene a la muerte escribiendo la historia.
Dios, tiene el reloj colgado en la pared,
en la tierra y en el cielo,
el reloj del soldado
el reloj de quién teme a la muerte
de cuyo péndulo gotean los segundos.
Gotea, sigue goteando la sangre del tiempo.

50
MEMORIAS DE MI PUEBLO

Comenzaron los plomazos… Iba amaneciendo aquel


18 de febrero de 1915, y ya estaban trabados en una fuer-
te lucha… Don Bernardino Morales Sandoval, quien ve-
nía seguido desde la Hacienda de ―La Croix‖, un lugar
cerca de Apulco en su historia cuenta:
—Había gente escondida viendo cómo tantos hombres
iban perdiendo la vida. El Hacendado nos había dado la
orden de ir apoyar a juntar los cuerpos y que lleváramos
los bueyes más fuertes y los corceles más resistentes, por-
que se iba a necesitar el apoyo. Los cañonazos hacían
eco, el humo de la pólvora iba abrazando el viento, los
pastizales se iban tiñendo de sangre, los que seguían vivos
se abrían paso entre los que ya estaban muertos. Volaban
manos como golondrinas en el cielo, cabezas que mora-
ban sin cuerpo y rodaban como balones. Otros avanza-
ban mientras cargaban municiones, algunos usaban sa-
bles y se apoyaban de su arma solo para que el golpe fue-
ra contundente y ocasionará un gran daño. Ya había
cientos de cuerpos tirados, y todavía no avanzaba la ca-
ballería de Villa.
‖Los enemigos de Francisco Villa, sin poder hacer
frente a los hombres que los atacaban, se replegaron tras
sufrir una gran mortandad. Cuando se desató en el centro
la furia de los cañones, ya no pudieron contener el ataque
de Villa, así que intentaron reforzar su defensa por la de-
recha, así que mandaron numerosa gente de caballería,
formada por todo el ímpetu de Enrique Estrada, mismo
que propició la contundencia del ataque villista. Pero, en
ese esfuerzo de dominar la posición, arrostró enorme
pérdida para conseguirlo.
‖Recuerdo violento de la fatídica batalla, ríos de san-
gre y vísceras esparcidas, fragmentos de hombre y perfec-
ción de la creación divina yacientes inertes para honrar al
51
PABLO ZAVALA

señor de las tinieblas. Ahí estaban… Cara a cara los riva-


les en ideologías, Manuel M. Diéguez «el constituciona-
lista» y «el Centauro del Norte». Villa sacó su pistola de
inmediato, dio un tiro que llevaba nombre y apellido: M
a n u e l M. D i é g u e z. Pero no contaba que el señor
gobernador tenía perros fieles que arriesgarían su vida por
salvar la suya. Villa, bañando en sangre, vio cómo huía el
General, seguido alzó el brazo y dio la orden de que na-
die lo matara y lo dejaran correr. Así fue como resguardó
su vida el Gobernador de Jalisco, quién ya había instau-
rado su Gobierno en Ciudad Guzmán. Huyendo hacia
Colima conservó su existencia.
Don Bernardino Morales, me contó lo siguiente:
—Al pasar la batalla, caminé entre los muertos… el
aroma de la sangre era como el metal y se combinaba con
la pólvora, mismo que era tan penetrante que difícilmente
se borra de mi memoria. Al paso el ambiente era de de-
solación, sentía terror al ver los cuerpos desmembrados,
con las vísceras esparcidas por todos lados, cuerpos sin
cabeza, y cráneos abiertos como la flor en primavera. Iba
dibujando cruces en el aire, orando por el descanso
eterno de quienes ya se habían desprendido de su cuerpo,
ya no había preocupación y ansiedad en ellos, todo era
paz. Rezaba el ave María, el Dios te salve María, para
que las almas fueran acogidas en el cielo.
‖Algunos yacientes en el pastizal teñido, tiritaban y no
de frio; daba la impresión de que se incorporarían a se-
guir luchando, veía cuerpos que brincaban y las tropas…
ya no estaban. Solo sombras. Creía que podía ver sus
almas caminando por la cuesta, nadie recogió los cuerpos
ese día. Recuerdo que el cielo estaba cuajado de estrellas
una vez que el sol se ocultó. Caminaba entre los breñales
del bosque solo con una yunta, llevaba unos 12 cuerpos a
52
MEMORIAS DE MI PUEBLO

tirar al arroyo más cercano, en eso escuche, «chist, chist,


niño, niño...ayúdame, por favor, no me puedo mover-
me», traía mi calzón de manta, mis huaraches y mi som-
brero de sollate y en las manos las riendas. Paré para
prestar atención al sonido de la noche, cuando reafirmé
lo que había escuchado, «niño, ayúdame», bajé de inme-
diato de la carreta y me aproximé al borde del camino, y
vi a un oficial recostado en el pasto «ya no me puedo
mover, estoy herido y desangrado», apenas y podía ha-
blar. Tenía su abdomen empapado en sangre, cuando me
acerqué «soy un oficial villista… estoy muriendo. Asegú-
rate, niño, de que mi cuerpo reciba cristiana sepultura y
toma mi pistola y mis carrilleras, y cuéntale a tu gente
que le ganamos a los federales».
‖Pude apreciar en él la belleza del uniforme y el deste-
llo distintivo de su arma. Tenía en mis manos una cara-
bina 30-30 nuevecita, parecía un arma de una gente de
valor, pues sus grabados y su hechura denotaban lo sa-
grado, hecha en Norteamérica. La gente de gobierno me
dijo:
‖—¿Que llevas allí? ¿Es villista o federal?
‖—En mayoría son federales, señor— respondí.
‖—Hijos de pe…
‖En ese momento el oficial cerró sus ojos y pegó un
suspiro profundo. Sí, su vida dependía de un pedazo de
metal, cómo no aferrarse a eso. Villa anunció la victoria
cuando llegaron a Zapotlán y tomaron el Templo de la
Tercera Orden para que descansaran sus tropas, algunos
dicen que fue antes de la batalla que tomó el templo, lo
que es seguro es que después fue para Zapotiltic. Seguido
de pasar la puerta de cadenas, dio con una de las Hacien-
das más ricas de la zona, de donde no solo extrajo dinero
y objetos preciosos, sino que también se llevó a mucha-
53
PABLO ZAVALA

chas hermosas para deleite de su gente.


‖Casi puedo ver a parte del ejercito villista entrando a
Huescalapa, dejando únicamente el rastro del polvo co-
mo estela del galopar de los más feroces corceles. Veo a
un centenar de soldados con su 30-30 en mano y en el
rostro el confuso vestigio del sudor y la sangre. Esa mira-
da bravía que no oculta las ganas de matar. Los imagino
tocando el gran portón de la Hacienda, «¡Ábrannos! ¡So-
mos gente del general Francisco Villa!» Veo a Villa ba-
jando de su caballo y caminando en los pasillos de la ca-
sa, buscando con ansias al administrador y al señor ha-
cendado, mientras las doncellas de la casona corren por
sus vidas por la red los túneles ocultos dentro del recinto,
con rosario en mano pidiendo a Dios prolongar sus días.
‖Puedo mirar al administrador buscando en una de las
bodegas el dinero que habrá de servir al Centauro para
continuar sus costosas luchas… «¡Acerca ese costal mu-
chacho y deja de temblar! Toma lo que puedas y trae con-
tigo lo que juntaste». En ese entonces el general inter-
cambia unas cuantas palabras que se confunden en el eco
que generan los portales, escucho unas risas burlonas y
veo al hacendado vulnerable ante el temple de la voz de
tan temido revolucionario.
‖—Acércate y trae ese costal… —dijo el Hacendado,
‖—Sí, sí señor.
‖— ¡No temas hombre! Nosotros no peleamos por de-
rrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía mis-
ma. Eso es lo que se llama luchar por principios —dijo
Villa.
‖Los vi salir, a Villa y a los suyos, con mujeres en los
lomos de los caballos, con costales de dinero y algo de
comida, rumbo al corazón de Zapotiltic, donde pasarían
la noche después de visitar a los Vizcaíno en El Rincón.
Para entonces ya había llegado el rumor a la Señora Car-
54
MEMORIAS DE MI PUEBLO

lota Gómez de Vizcaíno, que lo esperaba a unas leguas


de la Hacienda.
‖—Por lo que veo ya me estaban esperando, pero no
creía ver a tan distinguida Señora.
A esto la señora Carlota respondió:
‖—Como verá, distinguido señor Villa, ya había escu-
chado que andaba por estos rumbos, por lo cual deduje
que vendría a visitarnos y es bueno conocerlo en persona
y no a través de los periódicos… siempre los medios traen
malas noticias.
‖—Me es grato escuchar que usted no me tiene miedo
—aseguró Villa.
‖—Señor Villa —intervino la mujer—, a esta edad y
en este país nada es sorpresa, todo está premeditado y
este encuentro le aseguro que no es casualidad.
‖—Es usted muy astuta y muy inteligente, dichoso su
marido quien la ha elegido por esposa.
‖Doña Carlota no pudo contener una sonrisa:
‖—Señor Villa, es usted muy amable. Mire, me ha ru-
borizado el rostro… pero dígame qué necesita para su
causa y su entrada no traiga desdicha a mi gente.
‖—Es bueno encontrar a gente que piense como usted,
señora Carlota. Por lo tanto, le daré las siguientes opcio-
nes, puedo pedirles estas cosas: personas, dinero, caballos
o ganado, ustedes eligen qué dar a la causa, el punto es
no violentar a nadie y sobre todo ser cordiales con la gen-
te buena.
—Me parece adecuado darle: $15,000 pesos en oro,
$10,000 en plata, unos cuantos caballos y unas vacas para
que pueda alimentar a su gente, al final de cuentas deben
tener hambre después de tan fatídica jornada.
—Muy bien, me parece apropiado el acuerdo al que
llegamos, respeto su decisión.
55
PABLO ZAVALA

‖Llegaron a Zapotiltic y las familias más acaudaladas


pusieron a disposición sus casas y mesones para la gente
del general. Entre los villistas había hombres del pueblo
que sirvieron para él, y esa noche, todos compartieron el
pan y el vino.
‖Al señor Villa le gustaba mucho estar tranquilo bajo
el cielo estrellado y al calor de una fogata:
‖—Háblenle al muchacho que toca la guitarra y hace
canciones —pidió Francisco Villa a Rodolfo.
‖—Sí, mi general— respondió Rodolfo.
‖Minutos más tarde llegó un joven de barba larga, del-
gado y de mirada profunda, con una guitarra color aza-
bache, esos tonos extraños.
‖Villa dirigió la mirada al recién llegado y le dijo.
‖—Mi amigo artista, dígales por favor a nuestros anfi-
triones de dónde es su guitarra y de favor cánteles una
canción o hágales una de lo que le inspire este bonito lu-
gar.
‖—Ahora que lo menciona, mi general —contestó el
artista—, quiero cantar un suceso curioso que me pasó
esta tarde cuando veníamos de la Hacienda, pero antes,
hablaré de esta guitarra.
‖En ese momento aquel joven volteó el instrumento
para que todos pudieran apreciarla, diciendo:
‖—Es una guitarra hecha en tierras mexicanas, con
madera de la más alta calidad, los mejores artistas mi-
choacanos desde tiempos memoriales han dejado el alma
en cada una de sus piezas, desde el corte de la madera, la
tapa de pinabete, fondos y aros de palo escrito (el palo
escrito es el corazón del árbol) de ahí la armonía del so-
nido, su maquinaria es de plata con oro y el diapasón es
de granadillo. Pero bueno. Volviendo al tema de la com-
posición quiero que escuchen ésta, que es nueva:
56
MEMORIAS DE MI PUEBLO

‖Y el artista se puso a cantar:

¡Vaaaamoonoos!
Chiiiist… chiiiist…
Chiiist.
Uuuuh, Uuuuuh…
Oigan señores el tren
Que lejos me va llevando
Oigan señores el tren
Que lejos me va llevando

Oigan los silbidos


Que sea cuando ya va caminando
Oigan los silbidos
Que sea cuando ya va caminando

Oigan y oigan señores


Oigan el tren caminar
Oigan y oigan señores
Oigan el tren caminar

El que se lleva a los hombres


A las orillas del mar
El que se lleva a los hombres
A las orillas del mar

Al pasar por Zapotiltic


Me dijo una muy bonita
Al pasar por Zapotiltic
Me dijo una muy bonita

57
PABLO ZAVALA

‖—Y así va más o menos esta canción, ojalá y les haya


gustado —mencionó el artista al terminar de cantar.
‖Los aplausos de los presentes se hicieron notar
‖—Tienes talento muchacho —dijo Villa—: estoy se-
guro que después de este movimiento se seguirán escu-
chando en cada pueblo de este país. Ya es tarde para un
hombre de muchas responsabilidades, nos vemos por la
mañana.
‖No sé exactamente en qué casa del pueblo llegó el
Centauro, puede ser en la casa de los Padres de Don ni-
cho, lo que sí es seguro es que durmió en estas tierras.
Los niños se acercaban a los viejos para escuchar no solo
la leyenda de Colombo, sino también las aventuras que
comenzaban «n las patas de los caballos y el polvaderón
que levantaban al dejar la estela de su partida, así como el
eco del tren y el final en el acorde de una canción que
Don Arturo y Javier habrán de cuestionar.
‖—Ándale ya vete a estudiar.
‖El Centauro del Norte anduvo por las tierras del Sur
y ganó no solo una batalla, respiró el fresco aire de Zapo-
tiltic, además vio el amanecer y el despuntar de la luna al
este, donde se forjan las nubes y caen como cascada al
valle donde estamos todos desde hace muchos de años.
En medio de los montes calcáreos hoy son los cerros des-
mordachados. Somos una estela, una estrella fugaz, y la
memoria es igual al recuerdo que traen los espacios… y
cada vez que paso por ese lugar, me detengo apreciar solo
un instante lo poco que nos queda. El olor fétido después
de una batalla, la desolación de las familias que pierden
al ser querido y el abandono que sufre el hermano peque-
ño al ver partir a su hermana que ahora va en los brazos
de un soldado, los tesoros de una tierra rica, los caballos
y las vacas que se llevaron ya no pastarán en esta zona,
58
MEMORIAS DE MI PUEBLO

solo quedan los 10,000 cadáveres que se descomponen en


la famosa Cuesta de Sayula, arroyos y barrancas, gente
que dio la vida y que jamás nadie volvió a ver. Lo incier-
to de la vida es, sin duda, el presente que ahora trae con-
sigo el recuerdo; mientras observo a lo lejos el Torreón
que flota sobre la nube pastora. Desde La bella Huescala-
pa, un pueblo de Zapotiltic… Cuando era niño, cuentan
los viejos de entonces que, en tiempos de la Revolución,
estuvo Don Francisco Villa encuartelado y venía a esta
zona a proveerse de ganado, mujeres y personal para la
guerrilla.

Ciego Dios

A San Rodrigo Aguilar Alemán


Alfredo R. Placencia
Dionisio Hernández

Llegaron del desierto y no eran como nosotros. Inundaron


nuestra tierra con su caballería, bañaron en sangre nuestras
montañas, colmaron de cadáveres nuestros valles, quitaron de
sus altares a Cristo Rey.
José Emilio Pacheco

Momentos de oscuridad jamás había vivido, me tocó


en los inicios de mi vida el caos y el estruendo de los ca-
ñones, noches largas e intensas; ocultos siempre al filo del
lecho de mis padres. El eco me recordaba que tan frágiles
éramos, así bien estuviéramos protegidos entre los muros
de la casa en Fray Diego Serrano. No se sabía cuándo
alguien entraría por la puerta para arrebatar la vida de
59
PABLO ZAVALA

quienes estuvieran allí. Siempre llenos de terror y angus-


tia, reunidos en familia orábamos por la paz del país.
Los sonidos de las carabinas arrullaban mi sueño de niño
y opacaba la sinfonía nocturna de los grillos que habita-
ban el corral, juro escuchar los gritos apresurados de la
muerte, a veces el rodar pesado de las carretas que bien
llevaban los cadáveres de los colgados o de los muertos
en batalla, en las afueras de mi morada.
Hasta entonces el pensamiento había sido un testigo y
un sostenedor del malestar, de la tristeza, del ingenuo
disgusto por la vida. Por la mañana, la calle era una con-
currencia precipitada al mercado Hidalgo. Los niños nos
sujetábamos bien de las enaguas para evitar ser arrebata-
dos por algún federal encubierto. Una vez que compra-
ban el bastimento, corríamos a toda prisa para evitar ser
intercedidos por algún desconocido. De verdad era tanto
el temor que por las calles se decía quiénes ya habían
desaparecido por la madrugada.
—Señora, ¿ya se enteró que llegaron los federales por
la madrugada y que se llevaron a Justino a la fuerza, a su
esposa Margarita Ceballos la golpearon y, no siendo sufi-
ciente, también se llevaron a su hijo José?, el pobre ape-
nas había cumplido los catorce años. Y mire lo que le
acaba de pasar a esa familia.
—Me habían dicho que eran cristeros y el muy inocen-
te por andar en la bebida dijo ¡Viva Cristo rey! Y esa fue
la cuartada suficiente para llevárselo, así de buenas a
primeras.
—Pues solo Dios sabe cómo pasaron las cosas. Y qué
bueno que solo fueron los golpes los que recibió Clotilde,
he sabido que violan y matan no solo a las esposas, sino
que también se llevan a las hijas.
—Cuanta calamidad tenemos que pasar, Dios no libre
60
MEMORIAS DE MI PUEBLO

y nos proteja de estos males y aflicciones.


—El templo sigue cerrado y no hay en donde inclinar
las rodillas para pedir por todas las almas benditas del
purgatorio. Seguro muchas deben de andar vagando por
estas calles. Ayer escuché muchos disparos que provenían
de la estación del ferrocarril y ya avanzada la noche fue el
galopar de los caballos que pasaron a todo lo que daban
por afuera de la casa.
—No escuché, pero debemos de estar preparados por
si algún día nos toca a nosotros. Y solo Dios sabe dónde
morarán los espíritus de todas las personas que no han
recibido cristiana sepultura.
—¿Qué va a llevar señora?... pero antes de que me di-
ga. Déjeme comentarle que ayer andaban buscando al
padre Rodrigo con mucha insistencia, tocaron puerta por
puerta en las casas de la Hidalgo y nadie daba razón él.
Pero que el sacristán le salvó la vida y lo llevó oculto co-
mo un bulto en la carreta. Yo no sé qué fregados quieren
estas personas de nuestros pastores.
—Necesito medio pollo, medio kilo de jitomate, me-
dio de zanahoria y papas… ¡No me diga eso! Tan buen
párroco que es el padre Rodrigo Aguilar y ya nos lo quie-
ren quitar.
—Aquí tiene, señora… es mejor andarse con cuidado
por las calles que las paredes nos escuchan.
—Tome, cóbrese de aquí y también lo que saqué fiado
la otra semana. Esperemos que pronto pase esto.
—Muy bien y no olvide irse en silencio, no platique
mucho del tema. Capaz y les quitan a sus criaturas. Vá-
yase con cuidado que dicen que hay moros en la costa, y
pues uno no sabe —así lo dijo en voz baja la señora Car-
men del Mercado.
Yo vivía entonces rebosante de alegría; con escasos
61
PABLO ZAVALA

tres años poseía un carácter crónico. Si algunas veces


lloraba, luego, irremisiblemente reía, privilegio que solo
tiene el sol, cuando aparece de nuevo después de la llu-
via. Mi barrio era céntrico, muy poblado y por lo mismo
lleno de chiquillería inquieta, pero en aquellos tiempos
habían determinadas horas para jugar y salir a la calle, el
peligro estaba a la vuelta de la esquina.
El fuego fundía a los templos y era el sin fin de cristos
bajados del altar para ser decapitados; los sacerdotes ofi-
ciaban misas fuera de los templos en lugares ocultos; co-
mo bandidos eran tratados, donde no hay reposo ni es-
condite ni hogar. Sino este lodo puro que mana de noso-
tros, esta arcilla, este aliento tenaz que nos empuja a pue-
blos amargos. En donde el fiero camaleón habita. En los
hogares de los hombres de buena voluntad se congregaba
la fe, en los patios centrales de las casonas se oficiaba en
silencio y se exponía al santísimo. Ocultos como los ase-
sinos los sacerdotes pasaban sus días.
Una de las casas era la de la familia Gutiérrez y Ce-
ballos, en su interior, justo en el patio central, se halla
una cruz de piedra y una pilastra que servía para los bau-
tizos y demás. Porque los niños no pueden nacer y vivir
como los animalitos.
El presidente municipal, José María Sánchez, además
de poseer un carácter inquebrantable, no se había atrevi-
do a tomar posesión del templo, era creyente fiel; la es-
cuela hasta entonces carecía de niños y hasta profesora-
do. El arzobispo Francisco Orozco y Jiménez, había
amenazado con excomunión a los que enviaran a sus
hijos con los federales. A lo que concluyo, ¿por cometer
injuria contra la imagen de una deidad? Por sí sola no
tiene fuerza y poder, la deidad tiene poder cuando el
hombre cree, al generar lo imposible ante su concepción,
62
MEMORIAS DE MI PUEBLO

dotándolo de una fuerza que lo impulsa, que le da espe-


ranza, algo extraordinario que llamamos ―fe‖. El hombre
por su naturaleza es ingenuo.
Por creer que éramos solo un corral de gallinas, ama-
necimos leones un día…
Desconozco si los líderes piensan que somos del todo
ignorantes o que nos falte convicción para dar batalla, y
más que sembrar el horror por una ideología… ¡nos dio
coraje! Que se nos privará de la libertad inaudita de la
creencia; por esperar a que actuemos como ellos y com-
partamos el conocimiento que nos intentaron imponer.
No es que se ignore el proceder misterioso que imputa el
universo, no somos tontos, son más sus ganas por asignar
el poder.

―Así te ves mejor, crucificado.


Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
No hizo cosa mejor. Que así te quedes‖

Cuando se apaciguaron las aguas caudalosas de la Re-


volución, el gobierno quiso hacer frente a lo perdido en el
conflicto: las tierras, las influencias o privilegios, dominar
al pueblo, la ideología y mediante la constitución de 1917
trataron de dar un rumbo distinto al movimiento, dicho
documento fue firmado y pactado por muchos de los per-
sonajes que figuraron en la revuelta. Vemos a un Carran-
za estoico en su concepción del país, percibimos a un
Villa melancólico y resignado derrotado; un Álvaro
Obregón sonriente y pensativo y a un Plutarco Elías Ca-
lles indiferente y caprichoso. Obregón, al llegar al poder y
tras quitar del camino al «Caballero Azul de la Esperan-
za» en 1920, guiado por sus trastornados instintos aplicó
63
PABLO ZAVALA

con rigor el articulo 130 (la prohibición y las limitantes al


ejercicio del culto religioso). Es en estas líneas que se bi-
furcan dos caminos: el hombre y sus instituciones, el
pueblo y la sed de justicia…
El presidente pretendía recuperar la credibilidad en
que se podía confiar en el Gobierno. Veo que no estaba
interesado en tomar las riendas de una forma pacífica.
Por un lado, el desorden que ocasionó la destitución de
Porfirio Díaz y a pesar de que algún ente de poder debía
tomar las riendas de los pueblos, fueron juzgados de for-
ma severa. El culto que se había instituido a raíz de la
conquista fue el mismísimo estandarte de la fe con la que
se logró la independencia. Ahora, esa misma bandera era
agraviada por los que intentaban dar patria y justicia.
Nuestra democracia, la democracia violada, que tanto
ruido ha levantado para glorificar al pueblo, hasta ahora
no ha sido más que un largo y sangriento viacrucis: el
pueblo llamado soberano se ha llevado la peor parte. Hoy
se trata de asfixiar al catolicismo cara a cara y ha cerrado
después sus dos enormes puños para apretar todas las
bocas, para comprimir todos los cuellos hasta llegar al
estrangulamiento.
El 14 de noviembre de 1921, inició la revuelta con el
atentado a la Virgen del Tepeyac. La nación entera estaba
llena de espanto ante aquel suceso casi demoniaco a
nuestra creencia. Juan M. Esponda, ante mis ojos el la-
me botas, enviado por el «manco» Obregón, siendo ya un
sobreviviente de la revolución y uno de los generales más
respetados de todo el país, dio inicio a una lucha que has-
ta la fecha es incomprensible y absurda. A decir verdad,
todas las guerras son innecesarias; porque al final se lu-
cha por intereses particulares, y solo unos cuantos salen
ganando. Históricamente el pueblo tiene que salir al
64
MEMORIAS DE MI PUEBLO

campo de batalla a resarcir los platos rotos: el necesitado,


el ignorante, el interesado, gente con intenciones propias,
pero, cuando se ataca a la espiritualidad del hombre, se
hiere una parte del alma.

―Dices que quien tal hizo estaba ciego.


No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego,
si los ciegos no dan con el camino?...‖

La fe es la voz de los mudos, la luz de los ciegos, por-


que ciegos y mudos son la mayor parte de los hombres.
Entender la idea divina es incomprensible para el que
tiene los ojos vendados. Con el criterio propio centrar la
razón y el pretender que el prójimo entienda nuestra con-
cepción de una deidad es de locos, pero imponer la ra-
zón; atenta con el albedrio de la creación.
Dios padre está sentado en su trono de tule, un trono
construido con la fe artesana del mexicano, observando
desde las alturas nuestra tierra y sus conflictos, los rostros
de dolor y al joven que muere en batalla, las pocas posibi-
lidades que le dejan a los niños, Dios siente el hambre de
los pobres con el gruñir del fusil. Las luchas de poder, la
ambición al pecunio, las riquezas naturales y la expan-
sión de los imperios. Sucesos milenarios que ha presen-
ciado el todo poderoso de los mexicanos. Aún somos una
especie inmadura espiritualmente. Cuando Dios estaba
agobiado de apreciar la ignorancia de los humanos la que
nos iba exterminando. Envió a su único hijo para ejem-
plo de que somos una parte de él y que desde su martirio
nos muestra el esplendor de padre. A través de la resu-
rrección, separado para siempre de la cruz y no es más el
65
PABLO ZAVALA

mártir herido, sino un joven Dios victorioso que ha crea-


do nuevos cielos y nueva tierra, y que en el nombre del
Padre preside la obra de la justicia final, en un acto amo-
roso de perdón, es esta parte de la historia la que quiero
tratar, un asunto que nos trajo al momento de guerra.
Reunidos en el templo de nuestra señora, Santa María
de Guadalupe en el año de 1925. El padre Rodrigo Agui-
lar recibió en secreto al Licenciado Anacleto González
Flores, el ideólogo del movimiento católico ACJM (Aso-
ciación Católica de la Juventud Mexicana). Con la puerta
cerrada a la luz del cirio, a los pies del Cristo de Zapotil-
tic. Se habló del porvenir del estado y de los municipios.
Era un grupo muy selecto de jóvenes sacerdotes y ciuda-
danos los que se congregaron al llamado de la iglesia. En
ellos se había depositado la confianza para salir con la fe
briosa y soportar lo que hubiera de venir, estaban prepa-
rados para el martirio. Esa noche el resplandor de la luna
se asomaba por el vitral de la pequeña iglesia, impregna-
da de incienso con un ligero toque a madera y parafina.
Las Plegarias se elevaban al cielo con la fe ardiente de un
pueblo.
En lo profundo del pecho de Anacleto, se forjaba la
palabra inspirada por el espíritu, y quien lo escuchaba
sentía el fuego de Nuestro Señor que calcinaba el alma.
Pues la mutilación de la libertad religiosa es más ruda,
más dolorosa, más llena de amargura que la mutilación
de un rostro. Porque es la mutilación de la libertad de
conciencia, es indudablemente la mutilación del ala más
poderosa y más osada del pensamiento y la vida.
Se repite la historia. La democracia para votar contra
los césares necesita vestir, no la toga blanca y severa del
ciudadano de Roma o Atenas, sino las vestiduras teñidas
de sangre que los mártires saben echar sobre sus espaldas.
66
MEMORIAS DE MI PUEBLO

El día en que Sócrates se atrevió a opinar contra el Esta-


do de Atenas necesitó, para dar su voto, levantar su fren-
te austera y serena de mártir, por encima de los bordes de
la copa de la cicuta y decir su palabra de filósofo. Poncio
Pilatos estrechó al Maestro a que dijera su voto sobre su
propia divinidad, y Cristo, el mozo divino de treinta y
tres años que no había frecuentado ninguna «escuela» ni
había asistido al Foro ni al Ágora y que había encallecido
sus manos con el serrucho, primero alzó su cara imper-
turbable de dueño de la eternidad y después fue a tender-
se estrujado, desollado, llagado, sobre el madero de la
ignominia, para escribir su voto ante los césares. Al día
siguiente, por encima de la melena hirsuta de los leones y
sobre el acero centellante de las espadas de los legiona-
rios, los discípulos del Maestro daban su voto contra todo
el «paganismo» y contra todas las deidades, con el único
objeto de cumplir la palabra del hijo de Dios. Porque to-
da causa del hombre tiene un objetivo, el propósito de
vida personal basado en una filosofía, en este caso habría
que entender la obra y la ideología de Cristo para poder
juzgar el movimiento que nos profana.
En un principio se desarraigó del pueblo la creencia de
los dioses por una idea teológica, que fue pagada con
sangre. ¿Acaso no fue el mismísimo Señor Cura Don Mi-
guel Hidalgo quien nos dio patria y libertad? ¿Acaso no
fue la virgen del Tepeyac la que nos guió a la victoria
ante las injusticias de los españoles? Ahora de golpe se les
ha olvidado el origen. El conflicto es inverosímil, por un
lado, tenemos los ideales arrogantes generados de un lí-
der con un criterio corto y con poco juicio, pero no me he
de centrar en los individuos como tal, simplemente ha-
blaré de como veo las cosas desde mi ser.
Por eso hicimos lo propio para evitar que se derramara
67
PABLO ZAVALA

más sangre, quisimos revocar el decreto en el Estado de


Jalisco y Colima, mediante una manifestación pacífica de
nuestras convicciones. ¿Y qué recibimos del estado?, su
indiferencia, fueron ellos quienes derramaron la sangre
de nuestros compatriotas. Que no esperan a una Iglesia
que se cruzara de brazos, pues desde nuestra labor se-
guimos fomentando la fe de nuestro pueblo…
—Padre Rodrigo, ya no es seguro que continúe en Za-
potiltic, pues nos han hecho llegar un comunicado de que
su vida peligra en este lugar, por orden de nuestro señor
obispo me ha pedido que le proteja asignándole otra co-
munidad, pues su supervivencia es importante para las
generaciones futuras.
—Yo he de asumir la voluntad de Dios, y si esto que
me dice, licenciado Anacleto, llega a mí como designio
divino, he de tomar un camino nuevo, tal y como lo pide
nuestro excelentísimo señor obispo.
Nunca creímos que el vértigo de las ideas y de las pa-
labras fuera superado en unos cuantos días por el vértigo
de los acontecimientos. Nos hallábamos todavía encor-
vados sobre el surco, fatigados por nuestra alforja de
sembradores, con las manos hundidas en la tierra de las
almas y mucho antes de que el trabajo empujara, en me-
dio de la incesante germinación, hacia la luz, brotes y
tallos; vimos levantarse bajo nuestros pies el recio desqui-
te de los muertos y de los esclavos.
Por la noche, hicieron traer unos caballos para trasla-
dar a dichas personalidades, pero no les dio tiempo, lle-
garon los federales sorprendiendo la reunión.
—¡Abran la puerta en nombre de la ley! ¡No se escon-
dan más! ¡Sabemos que están ahí! Salgan con las manos
en alto y renuncien a su fe.
Todos los presentes salieron del lugar por unos pasadi-
68
MEMORIAS DE MI PUEBLO

zos de la iglesia que daban al mercado Hidalgo. Cuando


los federales irrumpieron en el templo, no había nadie.
Solo el Cristo en la oscuridad; comenzaron a buscar por
todos los resquicios del santuario, saquearon, rompieron
imágenes y quemaron las bancas de templo, un humo
infernal se colaba por los orificios de la pequeña parro-
quia, una columna de humo oscuro llevaba la plegaria del
Cristo del perdón a Dios padre para su protección.
¿Para qué ocultar la verdad a estas alturas? Se debe de
decir lo que realmente pasó en Zapotiltic.
Llegaron los hombres del pueblo y se encontraron a
balazos con el pelotón federal, solo se escuchaba el ruido
de las armas y los golpes que se daban con los machetes,
trabados en la pelea. Las señoras envueltas con su reboso
y a oscuras, sacaban agua del pozo sin importarles su
propia vida, sino que vivían por salvar al Cristo de su
devoción. Las llamas estaban a punto profanar tan sagra-
da imagen, cuando entre dos mujeres desconocidas im-
pregnaron una sábana con agua y cubrieron al Cristo,
mientras apagaban el fuego. Los hombres con gritos de
júbilo anunciaban su victoria. Los eruditos de Dios ca-
balgaron con rumbo al Nevado de Colima, allá donde
nadie los encontraría jamás.

―Convén mejor en que ni ciego era,


ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.‖

Casi a las 11 de la noche alcanzaron el campamento


de Don Nicho Hernández en el rancho de los capulines.
Habían cabalgado más de quince horas sin cesar, con
sólo un cambio de caballos frescos y estaban cansados y
69
PABLO ZAVALA

hambrientos.
Encontraron a Don Nicho en el portal semidestruido
de lo que había sido una próspera hacienda de ganado.
—¿Qué los trae por acá? —preguntó Don Nicho, seña-
lando hacia una banca de madera donde el licenciado y el
padre Rodrigo se sentaron a descansar.
—Vamos a hacia cerro gordo a reunirnos con el padre
Reyes Vega y el padre Rodrigo va para Unión de Tula
—dijo Anacleto—. Una tropa iba por el camino de Sayu-
la, vimos desde lejos el polvaderón. Mientras bajábamos
por el terreno más encrespado del nevado para no ser
detectados.
—No se preocupen más, están en nuestras manos, pa-
sen para que sean atendidos como Dios manda.
Esa noche durmieron resguardados por la tropa de don
Nicho Hernández, quien ordenó a dos de sus mejores
hombres resguardar los dinteles de las habitaciones.
Mientras tanto don Nicho iba a calificar a los 33 prisione-
ros, que habían capturado durante la batalla en el cerro
del petacal. Se encaminaron al corral del rancho, donde
una docena de cristeros vigilaban a los prisioneros ilumi-
nados por antorchas de palo de ocote. Don Nicho llama-
ba calificar al proceso sumario de decidir quiénes de ellos
iban a morir y quienes iban hacer indultados.
—Don Nicho, estos son los prisioneros a calificar, los
otros alcanzaron huir, pero vamos a esperar a sus indica-
ciones.
—Me da gusto saber que estoy rodeado de gente ho-
nesta; de aquellos que no contaminan su palabra con la
mentira. Pero estos barbajanes se han esmerado en que
los enviemos con Dios Nuestro Señor, si es que alcanzan
el indulto.
—Es usted muy piadoso don Nicho, que hasta les da
70
MEMORIAS DE MI PUEBLO

la oportunidad de arrepentirse, a pesar de que ellos no


tienen compasión ante sus crímenes, hurtan nuestras tie-
rras, nos despojan de nuestras escasas riquezas, nuestro
ganado y no suficiente golpean, violan a nuestras esposas
e hijas. ¿Cómo se les puede perdonar tales hechos?
—No hay que mirar con rabia al prójimo, todos mere-
cemos el perdón de nuestros pecados y yo les doy la opor-
tunidad de ir en paz al reino de los cielos, si es que Nues-
tro Señor los deja pasar.
—Si nomás de verlos me da rabia.
—Cálmate y pídele a Dios serenidad para que califi-
quemos justamente.
Al llegar al cerco donde tenían a los prisioneros, don
Nicho los miró fijamente a todos y comenzó a elegirlos
del más pequeño al más grande.
—Pónganlos de pie y que hagan una fila. A ver tú, ni-
ño, ¿qué haces aquí?
—Me tomaron prisionero en Atoyac por aventarle una
pedrada al comandante de la tropa. Obligándome a lu-
char por ellos.
—¡Malditos! No tienen compasión ni por los niños
—dijo don Nicho—. ¡Suelten al niño! Y no te quiero vol-
verte a ver en estos problemas, pero antes ve y confiesa
tus pecados al párroco y no vuelvas a pecar, que si lo ha-
ces, yo mismo te voy a matar. ¿Todos los demás qué tie-
nen que decir a su favor, de dónde vienen?
—Nosotros venimos de Atotonilco y somos agraristas
—respondieron la mayoría de los prisioneros.
—Así que a ustedes les prometieron nuestras tierras y
por su avaricia están aquí peleando una causa injusta.
—Don Nicho, este muchacho no es de Jalisco, dice
que es de Guanajuato.
—¿Tú qué haces aquí? —Respondió don Nicho mi-
71
PABLO ZAVALA

rando a los ojos al muchacho señalado.


—Yo vine porque me pagan por batalla —respondió el
aludido—. Serví para el ejército en tiempos de la revolu-
ción y me prometieron que a mi familia no le iba a faltar
nada.
—Te han engañado vilmente, en tiempos de guerra no
puedes confiar en los tiranos, pero seguro has cometido
muchas atrocidades. Tú serás el primero en confesarte y
el primero que se irá al cielo, ¡llévenselo de mi vista! Al él
lo vamos a purificar —dijo don Nicho mientras que dos
cristeros lo llevaban con el párroco—. Bien, todos los
demás llévenlos a que el padre los confiese.
Cumplida la faena de calificar a los prisioneros, el pá-
rroco que asistía al pelotón cristero, caminó entre las rui-
nas abriéndose paso por encima de los escombros, evi-
tando el humo y el polvo que emanaba del ambiente.
Una vez ubicado en el punto más alto a la vista de todos,
alzó su mano derecha al cielo, como si intentara acariciar
con sus dedos las nubes de la eternidad. Aspiró el viento
que llenaba sus pulmones y mirando a los ojos de los pri-
sioneros abrió sus labios y pronunció…
—La bendición de Dios padre, Dios hijo y Dios espíri-
tu santo, los acompañe en el viaje hacía la eternidad.
— ¡Pelotón! ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!…
El sonido de los disparos hizo eco en el portal de la
hacienda en ruinas, el aroma a pólvora y a muerte se es-
parcía por todos los huecos, se sentía cómo penetraban
los huesos. Anacleto González Flores y el Padre Rodrigo
partieron en los nuevos y frescos caballos que les ofrecie-
ron en el campamento de don Nicho Hernández.
Las almas recorren un camino incierto, los cuerpos
quedaron inertes en el suelo seco bajo los primeros rayos
de la alborada. Quedamos atrapados en un vacío, en un
72
MEMORIAS DE MI PUEBLO

profundo silencio de la existencia. Siempre la muerte


duele, sea de quien sea, aunque intentemos ser fuertes e
inquebrantables; a pesar de que en el fondo de cada hom-
bre se esconde el alma de un niño al que su sueño le fue
frustrado. No hubo opciones, no hubo oportunidad para
ellos sus condiciones limitaron su vida.
—Don Nicho, su palabra se ha cumplido. Dios bendi-
ga las almas de estos hombres.
—Padre, no matamos por la sed de venganza, cum-
plimos con la encomienda de proteger lo sagrado, la fe.
―¡Cuánto tiempo hace ya, ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego!...
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
ciégueme a mí también, quiero estar ciego.‖
La madrugada del 1 de abril de 1927 fue aprehendido
el licenciado Anacleto González Flores en el que fuera
domicilio particular de la familia Vargas González; se le
trasladó al cuartel Colorado, donde se le aplicaron tor-
mentos muy crueles; le exigían, entre otras cosas, revelar
el paradero del arzobispo de Guadalajara:
—No lo sé, y si lo supiera, no se lo diría— respondió.
Los verdugos, bajo las órdenes del general de división
Jesús María Ferreira, jefe de operaciones militares de
Jalisco, ordenó:
—¡Amárrenlo de pies y manos! Y vayan jalando la
cuerda para que hable.
Anacleto se mostró estoico y sereno ante el martirio.
Hasta que descoyuntaron sus extremidades, le levantaron
las plantas de los pies y, a golpes, le desencajaron un bra-
zo. Antes de morir, miró a los ojos al general Ferreira:
—Perdono a usted de corazón, muy pronto nos vere-
mos ante el tribunal divino, el mismo juez que me va a
juzgar, será su juez, entonces tendrá usted, en mí, un in-
73
PABLO ZAVALA

tercesor con Dios. —Parecía imperturbable con el alma


apacible como si fuese ya, dueño de la eternidad.
El militar ordenó que lo traspasaran con el filo de una
bayoneta calada. Su muerte hundió en luto a todos los
pueblos de Jalisco.
El 27 de octubre de ese año 1927, un ejército compues-
to por 600 federales al mando del general Izaguirre y
otros agraristas capitaneados por Donato Aréchiga inva-
dió Ejutla y asaltaron el convento. Ni Rodrigo ni otros
sacerdotes y seminaristas pudieron escapar. Cuando uno
de los estudiantes, que después logró huir, intentó ayu-
darle, le dijo:
—Se me llegó mi hora, usted váyase. —Aún a costa de
su vida, poco antes de ser apresado logró destruir expe-
dientes de seminaristas. Fue por eso que quedó a merced
de los soldados que le detuvieron, aunque no hubiera
podido llegar lejos porque tenía lastimados los pies. Dis-
puesto a todo, cuando le pidieron que se identificase, res-
pondió:
—¡Soy sacerdote! —. Y tal como supuso, esta respues-
ta desencadenó una turba de injurias y chanzas soeces
que le acompañaron al lugar de su martirio.
Como Cristo en el calvario, la gente del pueblo se
mostró en el silencio, atónitos ante los acontecimientos,
uno de los soldados tomó a una persona le gritó a la cara
«¿Quién vive?», el pobre hombre no tuvo más remedio
que decir:
—Mexicanos al grito de guerra del acero aprestad el
bridón, perdona nuestras ofensas, así como también no-
sotros perdonamos a los que nos ofenden.
—Que tonterías dices, ya no sabes ni de qué lado es-
tás.
—¡Deja al pobre hombre! Es a mí al que buscan —dijo
74
MEMORIAS DE MI PUEBLO

el padre Rodrigo, cuando un sujeto comenzó a golpearlo


ferozmente. La venganza de un cabecilla al que vetó un
matrimonio ilegítimo estaba en marcha.
Poco después se despedía de otros seminaristas y reli-
giosas con un emocionante y esperanzador:
—Nos veremos en el cielo. —Lo decía porque todos
ellos habían sido apresados como él, aunque iban a ser
conducidos a lugares distintos para ser ajusticiados. El
padre Aguilar afrontaba su destino serenamente, rogando
«Señor, danos la gracia de padecer en tu nombre, de se-
llar nuestra fe con nuestra sangre y coronar nuestro sa-
cerdocio con el martirio ¡Fiat voluntas tua!».
El 28 de octubre, de madrugada, fue conducido a la
plaza de Ejutla. Lo dispusieron para morir ahorcado
mientras bendecía y perdonaba a sus verdugos, incluso a
uno de ellos le obsequió su rosario. Este es el talante de
los mártires, sin excepción. Bondadosos, generosísimos,
inundados de fe y de caridad, llenos de esperanza, sin
emitir juicio alguno contra nadie, dispuestos a unirse a la
pasión redentora de Cristo en rescate de quienes se han
dejado atrapar en las viscosas redes del odio. De otro
modo, hubieran renegado de su creencia.
Con la soga en el cuello, instrumento de su martirio
que antes había bendecido, Rodrigo respondió a la pre-
gunta «¿Quién vive?» que le formularon en tres ocasiones
mientras iban tensando la gruesa cuerda:
—¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!
Este fue su último testimonio de fe. Pronunció por ter-
cera vez estas palabras cuando apenas tenía aliento, en-
tregando su alma a Dios. Luego lo abandonaron dejando
que su cuerpo pendiese del corpulento árbol de mango
durante horas.

75
PABLO ZAVALA

Con pistola en el altar

En una noche oscura,


con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
San Juan de la Cruz

Con el ímpetu de mi espíritu quisiera hablar de la no-


che que se agolpa en mis parpados, en las ojeras donde
hace nido el cansancio de la vida y en las pupilas donde
se clava la rebosante luna de mi pueblo. Allí, a los lejos.
Bajo la luna, Zapotiltic brilla entre el frío que deambula
en medio de los pinos. El viento se pasea por las calles y
va musitando una canción melancólica, un poema impla-
cable sosegado entre las voces y suspiros de las guerras.
Entre las cuentas de un rosario, en las vestiduras negras
de la viuda. El dolor guarda silencio en el santuario. Un
suspiro frente al altar desata la tormenta de dolor, arde la
escasa fuerza de las lágrimas que brotan de los ojos can-
sados de llorar… la ausencia, el jamás, la impotencia de
ser obligados ¡A la maldita y pronta resignación de un
pésame vulgar! Las revoluciones y los grandes movimien-
tos sociales van encontrando paz y las familias el nunca
más.
La apacible naturaleza exige la fecundidad del pensa-
miento para renovarse y dar vida. Hasta entonces con
límites insospechados, el pensamiento era una condición
que el hombre común ha debido confrontar de manera
hiriente o herida, bien en la soledad, bien en la masa
montañosa de los diretes públicos. Mastico la soledad en
76
MEMORIAS DE MI PUEBLO

diminutas porciones de muerte al borde de la fogata en la


punta del cerro, donde no hay humanidad hiriente, solo
la apacible naturaleza. Converso con las estrellas mien-
tras se calienta el agua… todo el tiempo ha estado hir-
viendo el agua que brota de mi alma.
A esa hora, la luz de la luna caía a plomo y bajo el co-
bijo de la hoguera, desdoblé mi facultad de amor. Medi-
taba mientras servía el agua en la taza de peltre y con la
cuchara vertía un poco de café tostado, otras dos cucha-
radas de azúcar y agitaba para que el café se disolviera en
el agua. Tomé un pedazo de pan y me dispuse a comer,
mientras el sueño me encontraba.
Era la última noche de mis cuarenta días de masticar
la soledad, la frustración, la desesperación y todos mis
miedos se sentaron alrededor de la hoguera para hacerme
ver a los demonios que me perseguían desde tiempos
memoriales. Estaba dispuesto a romper con rabia, las
cadenas que me oprimían el alma, unas cadenas tan su-
tilmente ancladas a mi sangre, que me hicieron ver mi
suerte. Pretendía abrirme los brazos para vaciar mi sangre
en un pocillo y ponerla en la lumbre para que terminara
de fundirse el odio y la ira que guardaba. Como si de algo
sirviera. Allí estaba, bajo las estrellas.
Vine a la montaña, porque me dijeron que acá encon-
traría a Dios padre.
Había elegido retirarme para encontrarme con un
Francisco maduro y elocuente y no encontraba en mis
adentros más que un caudaloso río de preocupaciones,
una constelación de preguntas que habían naufragado
junto con la inspiración marchita. En los tiempos de
Nuestro Señor, los hombres iban al bosque a orar y a en-
contrarse con su poder superior.
Guardé silencio y agudicé el oído para percibir el can-
77
PABLO ZAVALA

to de la naturaleza en sus detalles más simples. El fuego


consumía la madera, y esta crujía hasta convertirse en
brasa y luego en polvo. El viento levantaba espirales de
fuego y sacudía el ramaje de los pinos. El frío penetraba
las texturas de mis abrigos, el fuego era piadoso conmigo
y me ofrecía un calor confortable. Respiraba el oxígeno
que me ofrecían unos instantes más de vida.
Llegué a un pueblo oculto entre la inmensidad del va-
lle y la penumbra, con el único fin de cumplir mi aposto-
lado sacerdotal, ahora soy tan de Dios como de Zapotil-
tic. En una conversación melancólica con el creador bus-
qué la paz de mi embrutecido corazón. ¿Cómo no habría
de sentir rabia? Si a muchos de nosotros les habían in-
fringido un dolor eterno que no trae paz al alma. Desde
Guadalajara me habían enviado para cuidar un rebaño
que el hombre había dejado en la miseria desde lo más
profundo de la tierra;
«¿Para qué sirve la tierra si no se cree en las manos de
la gente que trabaja por el sustento diario? ¿Para qué le
sirve la fe a un pueblo que tiene hambre? Y el gobierno
burgués no hace más que comer lo que producen estas
tierras flacas. Los choques estrepitosos de las pasiones de
los fuertes y de los poderosos contra los débiles y contra
los de abajo. Todo el que asciende a las alturas desde
donde se hace poner en marcha a la humanidad, tiene
que sentir el vértigo de la inmensidad del espacio y, como
el águila tendida sobre las llanuras y las montañas, puede
fácilmente experimentar la impresión excesivamente fuer-
te de su encumbramiento y de la pequeñez de los que se
hallan al ras de la tierra».
Fui campesino en San Isidro Mazapetepec y vi a mi
padre enseñar a cientos de hombres a cultivar la tierra,
heredé de él el amor al campo y al sol que arde en la jor-
78
MEMORIAS DE MI PUEBLO

nada. Aprendí arar las tierras y a sembrar la semilla y


luego vi brotar la milpa con fuerza desde el fondo de la
tierra, aprecié con asombro los brazos y los dedos con los
que se sostiene la vida. Vi a mi madre preparar el maíz
que llegaba a casa en los canastos que sostenía la gente en
su espalda, vi a mi familia amar al campo. Pero me vi a
mí amando a Dios por encima de todas las cosas. Me
habían dicho que llegaba a un pueblo violento, sin ley y
sin temor de Dios, a mi llegada opté por la discreción y el
bajo perfil antes de hacerme ver como párroco del lugar.
Pues deseaba conocer cómo vivía el rebaño sin su pastor.
Me puse el sarape y dije que era un nuevo zapatero que
por su condición no habrían de dudar.

Un pueblo oculto en la espesura de la niebla


Apuntes de V. Ruiz

La vida la aprecié entre los portales donde veía pasar


la cotidianidad del pueblo, allí desde afuera de la gran
casa de los Marentes podía descubrir el ir y venir de los
pobladores: los niños y los jóvenes que deambulaban con
la sinrazón de sus días; era privilegio de nuestra época
estar vivo para presenciar el milagro de la vida. En esos
tiempos de caos, sin orden alguno, los conflictos en el
país no calmaban su furia, como si se tratara de una bes-
tia con deseo de sangre y poder, un panorama poco alen-
tador, un paisaje terrorífico, donde la violencia era el pan
de todos los días. Mis manos palparon el terror de la gue-
rrilla cristera; un movimiento descabellado y falto de inte-
ligencia de quienes debían guiar a la paz al pueblo que
apenas se recuperaba de una revolución, que solo nos
trajo hambre, muerte y persecución. El combate era aten-
79
PABLO ZAVALA

tar con lo más sagrado que tenía la gente: la fe y la espe-


ranza puesta en un Dios que daba consuelo a los afligi-
dos. A mi corta edad no entendía algunas circunstancias,
era como traer una venda en los ojos y hablar de imáge-
nes surrealistas, familias asesinadas, cristianos colgados y
otros muertos en batallas, pero tenía claro que los conflic-
tos armados no eran la solución a los problemas. Tenía
que existir algo más allá del uso de las armas, pero esa
era la decisión del entonces presidente Plutarco Elías Ca-
lles. La voz de un niño no poseía ningún valor. Zapotiltic
no fue la excepción, muchos de nuestros sacerdotes, entre
ellos Rodrigo Aguilar Alemán, fue perseguido hasta que
se le privó de la vida.
Tal parece que nuestros gobernantes se oponían al
pópulos cogita (pensamiento del pueblo). En lo que se
apaciguaban las aguas, los escombros de la guerra queda-
ron cimbrados en el carácter de la gente, entre barbaros y
devotos, una penumbra gris yacía. Muchas veces fui tes-
tigo de disputas que iniciaban al caer la última carta de la
mano, o al malgastar el peso tras destapar el vaso que
contenía el azar de una apuesta maldita. Pero también
existía ese latido de insondable resonancia en el corazón
del fuego de quien invoca a Dios desde el seno de su al-
ma, la paz para todos los seres humanos. Con el fin de
que los problemas vayan a otro puerto. En la necesidad
del cambio del clima espiritual, la razón aumenta su pa-
sión. Más lejanos de las estrellas vamos a paso lento ha-
cia las sombras.
Entre el alcohol y la poca civilidad, el salvajismo se
hacía presente a través de la lengua soez que profanaba
toda esperanza de paz. Sólo en ciertos casos el pleito era
distinto, cuando se entretejía una red amorosa prohibida
o deshonesta. Entre los enredos de los vicios y las vagas
80
MEMORIAS DE MI PUEBLO

pasiones. El hombre era o es capaz de destruirse así mis-


mo en situaciones superfluas. Problemas generados del
sin sentido de los detalles que suponían ser realmente
importantes, ya que consideraban que su presente caótico
poseía el más alto de los valores. Defender su escasa
masculinidad, sin embargo, la decisión inspirada en sus
instintos de pretender la superioridad ante el prójimo,
desbordaba la catástrofe en acciones irracionales e injusti-
ficadas, en ese entonces, el pleito era inminente.
—¡Maldito! ¡Cabrón! Hijo de puta, otra vez estás ha-
ciendo trampa, desgraciado…
—¡Tu madre!¡Que seas pendejo y lo hayas perdido to-
do, no es asunto mío!
—¡Ahorita, me las vas a pagar!
Aquel hombre, quemado por el sol, de bigote grueso y
de complexión robusta, se acercó al caballo que tenía
amarrado a fuera de la tienda donde se daban estos acon-
tecimientos, sacó un machete y sin pensarlo dos veces
como buenos guerreros medievales, chocaron los aceros
sacando chispas. Pareciera una broma tal acontecimien-
to, pero era tan real que aún lo recuerdo. Se golpeaban el
rostro con las manos, se daban de patadas aquellos hom-
bres cegados por la furia; hasta entonces no existía poder
humano que los separara. En un intento de calmar el plei-
to, salió el tendero y les gritó: «¡Ora pues, cabrones! ¡No
se peleen aquí! Vayan a matarse a otro lado». El intento
fue bueno, pero eso no remedió nada, se daban con más
fuerza hasta que cayera el primero.
Pasó poco tiempo, cuando se derrumbó el primer indi-
viduo, cansado de los fatídicos chingadazos que le daba
el rival. Espacio que aprovechó el perdedor de la apuesta
para tomarlo en el piso y pasar por el cuello el oscuro
machete. Un gran corte hizo sobre la yugular, el pobre
81
PABLO ZAVALA

hombre víctima de sus impulsos, intentó incorporarse


mientras tapaba la herida con una de sus manos. Se le-
vantó del lodo donde estaba tirado y desconcertado co-
menzó a caminar.
El Perdedor de la apuesta sólo miraba lo que acababa
de suceder, pronto desamarró el caballo, lo montó y se
echó andar a toda velocidad, del otro hombre que cami-
naba ya sin rumbo, comenzó a gritar: «¡Digan que me
mató fulano de tal! ¡Me mató fulano de tal!».
Es una imagen que difícilmente se olvida, pues mien-
tras caminaba iba bañando las lodosas calles con su san-
gre, hasta que logró llegar al pórtico de la entonces presi-
dencia municipal, donde encontraría un poco de luz que
sosegó su aflicción, lugar donde desvaneció su hombría y
cayó sin vida.

82
MEMORIAS DE MI PUEBLO

I
La pelea de Gallos

Entre juegos de azar: partida de cartas, dominó, cubi-


lete, alcohol y prostitutas a las horas del demonio, entró
un hombre extraño al palenque de gallos, llevaba consigo
una capucha y su mirada era de un hombre de avanzada
edad, con las ojeras marcadas y las patas de gallo al cos-
tado de los ojos, llevaba en su cintura un látigo oscuro, se
acercó al lugar donde venden comida y dijo:
—Buenas noches, doña. Deme un tequila y un poco de
carne asada con esa salsa de jitomate tatemado que tiene
en el molcajete, me le pone de los frijolitos que tiene en
esa cazuela que se calienta en el fogón.
—Con mucho gusto —respondió la señora.
En poco tiempo le llevaron el pedido a la mesa, pero
apenas había ingerido el primer bocado y su primer sorbo
al tequila, cuando uno de los Farías tocó su hombro.
—Amigo, ¿quién es usted? Jamás lo había visto por es-
te rumbo.
—No se preocupe por mí, sólo vine a comer y fue el
único lugar que encontré abierto.
—Su presencia me incomoda, podría ser uno de esos
agraristas que quieren quedarse con nuestras tierras.
—Mire, mi presencia aquí no debe incomodarle, como
le digo, vine sólo a comer y tendrá que acostumbrarse de
ahora en adelante a verme por aquí en el pueblo.
—A mí nadie me dice qué hacer. Así que respóndame
quién es usted y no me haga perder la paciencia.
—Como usted verá, sólo vine a comer. Y no deseo pe-
lear con usted. Si le apetece puede acompañarme para
que se dé cuenta de que mi estancia aquí no tiene otro
propósito que satisfacer una necesidad del cuerpo.
83
PABLO ZAVALA

—Yo no deseo acompañarlo, ¿va apostar o desea una


muchachita que lo acompañe?
—Ni una ni la otra, sólo quiero estar en paz. Pues es lo
primero que he comido en mi viaje.
—Vamos a ponernos de acuerdo, ni usted ni yo. Pero
lo que le voy a pedir es que se largue.
—Si mi presencia le incomoda, le repito, el que se tie-
ne que ir es usted. Lo demás no es asunto mío.
—Pues como que ya me está cayendo mal señor.
—Le repito que ese no es mi problema —En ese ins-
tante Farías sacó la pistola y la puso en la mesa—.
¡Cieeeeerren las pueeertas, señores!
Los amarradores terminaron de atar las navajas de los
gallos, y en los brazos de los soltadores estaban los gue-
rreros esperando la batalla. Empapados y calientitos des-
pués de toparse con la mona, estaban los gallos dispues-
tos a jugarse la vida. Dos doscientos los pesos de los ani-
males, ya medidos y registrados, preparados para encon-
trar el destino, la muerte. Cruzadas las apuestas, la mujer
hermosa del rico bandido, besó los labios de su macho
para darle valor a su masculinidad. Otros yacían borra-
chos y dormidos en las sillas, todos los espectadores al
filo de la banca. «¡Suelten los gallos!». Salieron aprisa
para arrebatarse la vida, entre aleteos y pataleadas, plu-
mas y arena con olor a sangre se esparció en el ambiente.
El gallo giro clavó su navaja dejándole una herida, la
sangre del rival brotó justo a la izquierda. Entre el escán-
dalo del público, el gallo se acobardó y huyó del rival
evitando la confrontación mortal; el ave olía la muerte.
—Tomen sus gallos, señores —dijo el juez, nuevamen-
te en las manos de los soltadores. Soplaron con fuerza el
rostro del ave y los volvieron echar al combate. El colo-
rado retomó la ventaja haciéndole una herida en la pata.
84
MEMORIAS DE MI PUEBLO

Con ambos animales heridos, el juez comenzó a contar


del 1 al 10, diciendo «puestos 15», ahora con los gallos
cara a cara y mal heridos en un intento fallido, el giro se
ensartó la navaja del colorado en el cuello, apenas pu-
diendo herir a su oponente en el costado. El juez replicó
«tomen sus gallos y a puestos 15», los soltadores soplaban
y bañaban al animal en un intento de reanimar y cambiar
el rumbo de la batalla. Ya estaban en la etapa final de la
última pelea…
—Miré amigo, si se trata de amenazar personas, no se
preocupe, termino y me retiro. Pero a mí nadie va ame-
nazarme con el petate del muerto, que usted no sabe a
cuantos he mandado al panteón.
—No estaría mal, ver de qué cuero salen más correas.
—No es mi intensión hacerle daño, pero si lo que us-
ted lo que desea es pelear, tendrá que buscar a otro gallo.
—Pa´ eso me gustaba, para que se cagara a la primera.
—Señor Cura Francisco Vizcarra. ¿Qué hace usted
aquí? —dijo una viejecita que se aproximaba a la mesa.
En ese instante se le borró la sonrisa al señor Farías.
—No sabía que era usted, señor Francisco V. Ruiz,
tenga la bondad de dispensarme, pues yo jamás lastima-
ría a un hombre de Dios.
—Pues ahora se chingó, mira que cabrón bravito salis-
te —dijo el cura—. Te me largas a la chingada de aquí y
mañana te quiero ver en el templo…
—¡Ganó el color verde, ganó el color verde! —anunció
el juez dando por terminada la pelea, y en cuanto retira-
ron los gallos del ruedo se escucharon los balazos, el rico
bandido cayó al suelo y su amada gritó pidiendo ayuda.
Desde entonces el señor cura Vizcarra guardaba un
arma al pie del altar, pues uno nunca sabia cuando se
podía necesitar algo más que voluntad divina.
85
PABLO ZAVALA

II
Destruyan el templo

Existen momentos que enferman al ser humano en de-


sesperación y ansiedad, que lo invaden de miedo y terror.
Existía un vecino nuestro, que hablaba de una explosión
que sacudió con furia estas tierras del sur. Por la cercanía
a la montaña siempre se hablaba con espanto de que el
final estaría acechando nuestros días. Podría llegar la
muerte por debajo de la tierra o por el cielo a medio día.
Ya que, en una ocasión, el volcán de Colima nos bañó de
ceniza en 1913, y los viejos recuerdan con pavor esta leve
experiencia pompeyana, se hizo la noche en pleno día.
El miedo corría por las calles, qué esperanza nos que-
daba cuando el panorama era lúgubre y sombrío, se sen-
tía el dolor de las almas transitar entre nosotros. Una
sombra nos perseguía desde tiempos remotos, susurrán-
donos al oído «no hay tiempo de paz, el apocalipsis está
por iniciar».
Nunca di mucho valor a las cosas que procedían de mi
espíritu, y mucho tiempo después, llegaron los días y los
años en que descubrí las venas y las vidas. Descubrí pa-
decimientos, remordimientos, martirios y crueldades,
seres de sangre, criaturas del aire, voces que iluminan
para una fiesta mágica, banquetes a los que acuden los
fantasmas ensangrentados, ¡despiadados son en su callar
los muertos! Se burlaban de mí, de nosotros los vivos,
reían a carcajadas.
No existía conciencia alguna en los hombres de mi
pueblo, yacían perdidos en los abismos del alcohol y sus
pasiones. No me explicaba quien les había hecho tanto
daño, no qué los había extraviado en los instintos más
86
MEMORIAS DE MI PUEBLO

extraños. Todos hablaban de placer, mujeres, parrandas,


apuestas y la familia después. Lo importante quedó rele-
gado… sin miedo y sin temor de Dios.
Pero llega un punto en que la tierra nos sacude con
fuerza y nos hace sentir con violencia la insignificancia
que podemos llegar a ser. En todo instante el arquitecto
del universo nos da lecciones de humildad para aprender
o elegir no hacerlo. Somos ingobernables, y en el único
momento que doblamos el orgullo es cuando está de por
medio la muerte y lo que no podemos comprender de lo
divino y lo natural.
No recuerdo exactamente la hora, de las entrañas de la
tierra comenzó a generarse un movimiento sutil, parecido
al crujir de los intestinos del hombre, así como exhala el
individuo agitado después de una faena pesada. El viento
de la tierra sopló con fuerza, al punto que echó a volar a
las aves que en los árboles andaban jugueteando. Los
perros comenzaron a ladrar, las vacas se tiraron en el pi-
so. Una extraña nube cubrió el sol, el viento sopló con
más potencia levantando el polvo yaciente en los caminos
del pueblo… Hubo un silencio profundo en el compás de
las calles, cuando hay un espacio muerto, entre un ins-
trumento y otro, un cambio en el ritmo en el concierto.
No más voces y sollozos de niños, no jugaban los peque-
ños en «la placita» ni en los campos de futbol. No había
ruido, sólo el temeroso trinar de las aves, el ladrido de los
perros y las vacas que bramaban desde sus corrales, el
chirrido de la cigarra se apagaba lentamente.
Pronto el corazón de la tierra comenzó a agitar las
aguas de las pilas y a precipitar al piso la porcelana fina
de los anaqueles. Todo saltaba del suelo, la arena, las
piedras, la gente, todos los tiempos marcados al ritmo, al
estruendo de las placas que chocaban entre sí desde el
87
PABLO ZAVALA

fondo de la tierra. La gente en su desesperación salió de


casa buscando el perdón de Dios y gritando con pavor:
«¡Dios mío, Dios mío! De cuándo en cuándo y a lo le-
jos hay que darse un baño de tumba. Todo está bien y
todo está mal, porque el mundo se derrumba, se caen de
lo alto los tejados de las más elaboradas casas, por mon-
tones, la gente corre cayéndose en el camino. No importa
si es el pobre o es rico, la muerte de aproxima y todos
buscan refugio, nadie les abre y sigue temblando con in-
tempestiva furia. No hay hogar seguro si sus cimentos no
están firmes».
Según se avanza por la acera, pude observar algunos
de los daños de este terremoto. Las ruinas de unas cuan-
tas casas desprendían polvo, la calle era polvo y el pueblo
se convertía en vestigios del desastre, el polvo flotaba en
el aire.
Todo el caos y la sangre de los fantasmas sacudidos
hasta el último rescoldo de sus tumbas… a lo lejos escu-
ché el crujir de los maderos de los techos y las ventanas
con sus bellos vitrales romperse, ya no había esperanza.
Al doblar la esquina, el templo yacía partido a la mitad.
Pasado el temblor, que acabó partiendo en dos el tem-
plo del pueblo, Francisco V. Ruiz, el cura de Zapotiltic,
convocó a la comunidad para definir el porvenir de la
iglesia. Ya no se podía oficiar la santa misa en un espacio
que podía derrumbarse en cualquier momento.
En el interior del templo se encontraban los maderos
del techo rotos, los muros con los enjarres tronados y
expuestos los tabiques de adobe que se apreciaban con
grietas, y el muro de la sacristía estaba colapsado. Era
poco alentador lo que se podía apreciar, los daños eran
muy profundos y una restauración era imposible. Había
que derrumbar los fuertes tabiques que habían sostenido
88
MEMORIAS DE MI PUEBLO

la estructura desde 1770. El antiguo templo fue una cons-


trucción de técnica árabe por la hechura de sus tabiques
de ladrillo sin cocer, una pieza de masa de barro (arcilla y
arena), mezclado con paja, modelado en forma de ladri-
llo, y secado al sol. Estos bloques son de gran resistencia
a la intemperie, posteriormente los bloques se adhieren
entre sí con barro para levantar los muros. Así uno a uno
dieron lugar a este espacio. Pero ya no era posible cons-
truir con estas técnicas antiquísimas los métodos para la
construcción habían evolucionado bastante y ya sólo
quedaba darle gracias a Dios que nos haya permitido
conservar este templo por muchos años.
En marzo de 1946. Una vez reunida la población de
Zapotiltic, yo, el Señor cura V. Ruiz, me dirigí hacia ellos
diciendo:
«Hermanos míos, los he mandado llamar para deter-
minar el futuro de nuestro templo, el rumbo de nuestra
fe. Los fenómenos naturales nos han marcado de una
manera trágica, por lo que ha llegado el momento de
construir nuestro presente por medio de la unión de todos
nosotros. Hombres, mujeres y niños los invito a dejar el
alma en las faenas de trabajo que se avecinan, pero me
queda claro que juntos podremos construir un templo
digno y hermoso para Zapotiltic. Hoy se nos ha autoriza-
do la construcción desde la mitra de Guadalajara. Ahora
volamos hacia una tierra trabajadora y legendaria».

89
PABLO ZAVALA

III
Ensoñación

Una mañana salí a caminar para Huescalapa, y estan-


do en el mirador del torreón, imaginé en el paisaje, una
construcción que sobre saliera de todas las existentes, una
monumental. Me visualicé en Atenas embelesado apre-
ciando el Partenón Griego. Fue en ese instante en que se
me vinieron de golpe las tragedias de Eurípides (Ifigenia,
Andrómaca, Helena, Medea), Sófocles (Edipo Rey, Elec-
tra, Antígona), La Odisea y la devoción a los dioses en
cada uno de sus pasajes literarios, cada verso describía la
belleza de su arquitectura, y no sé por qué se me cruzó la
idea de sus edificaciones imponentes. Movido por los
viejos escritos pensé en que algún día, alguien, escribiría
nuestras andanzas.
Así como los griegos fueron descritos por la certeza de
sus estudios y el culto de sus dioses, ellos centraban sus
construcciones y nombres a la adoración de una deidad,
que fue el caso de Atenas que adoraban a Atenea y que,
en el caso nuestro, no sería la excepción, el culto al Cristo
de caña, el señor del perdón. Un Cristo único y rejuvene-
cido a pesar de las tragedias mexicanas, un joven Dios
que yacía embellecido por la devoción de un pueblo que
se fortalecía en la esperanza.
Podría pasar horas en la contemplación y hablando de
Nuestro Señor, pero el tiempo nos devora, nos baja a tra-
vés de su garganta y nos consume. Ya no puedo darme el
gusto de perder la vida.
Al bajar del monte calcáreo, me dispuse en el trayec-
to a dejar que Dios iluminará mi entendimiento, para que
esta obra que estaba a punto de comenzar tomara un
90
MEMORIAS DE MI PUEBLO

rumbo a la inmortalidad, estaba seguro que dejaba mi


espíritu y todo lo que yo era en los actos que habrían de
venir. Con temor humano y sin esperar la derrota, hablé
más iluminado que nunca, escribí y deseé con más con
más fuerza. Era difícil pensar en redistribuir y administrar
la riqueza, un hombre común no podría con tales enco-
miendas, por eso pedí a Dios sabiduría. Inmediatamente
vendí el legado de mis padres porque sabía que no habría
de volver a San Isidro Mazatepec, aquí sería el lugar en
donde pondría la primera piedra, donde sí sería yo en
comunión con Dios. Un desprendimiento total… no co-
menzaría una obra sino la pensaba terminar.
El 14 de septiembre de 1948 hicimos la bendición de la
primera piedra, con los planos en la mesa estaba toda una
comunidad reunida. Ese día fue de fiesta y alegría, las
herramientas fueron bendecidas y los trabajadores en la
albañilería fueron instruidos por el Curato, bajo la batuta
del Maestro Macario Rojas Castillo. En los primeros tra-
bajos se removió el escombro y se amplió el terreno con
especial cuidado, no nos permitiríamos el mínimo error,
esta sería una de las más grandes construcciones del siglo
XX para el Sur de Jalisco.
Fueron pasando los días y se fueron elevando las colo-
sales columnas, con precisión fueron amarradas y cola-
das, una labor de súper hombres que no se cansaron de
echar paladas, una a una, día tras día. Con el sudor en la
frente el poder de la fe los movía y los alentaba a no de-
jarse vencer. Hombres ricos pagaban sus faenas, las fami-
lias cooperaban con aportaciones voluntarias, mujeres
llevaban el bastimento en sus descansos. Los hombres
seguían amarrando el acero con cuidado, todo iba to-
mando forma, figura y los planos se hacían una realidad.

91
PABLO ZAVALA

―Al pasar los famosos hornos de cal de la Hacienda,


un ancho valle aparece a los ojos del viajero, un valle que
va descendiendo paulatinamente hacia Colima y que allá,
a lo lejos, se vislumbra el océano verde de los extensos
cañaverales. Emerge de entre las cosas más hermosas el
Partenón zapotiltense, majestuoso y excelso entre las ca-
sas que dan pinceladas pardas que se aprecian en la
obra‖.

Todo iba bien, hasta que faltó el dinero, se me acusó


de ladrón e infame, tras pedir prestado para completar la
estructura que venía de Europa, una estructura que se
salía del presupuesto de la construcción, pero mermada
riqueza tanto de su servidor el padre Ruiz y del Sacerdote
Chávez Pulido, las deudas eran tan inmensas que fuimos
tachados de bandidos.
Pena más grande no había pasado, hasta que volví a la
montaña, tal como Jesús se retiró al monte de los olivos
para hablar con Dios, después fue tomado preso, se le
golpeó, se le castigo y todo por predicar la verdad. Ser
hijo de nuestro Creador. Si eso le hicieron a él, ¿qué po-
día esperarse de mí, un humano común? No tenía la gra-
cia del Padre, aunque me autonombrara hijo suyo.
Esa tarde, al descender de la montaña, la tragedia co-
bijó mi existencia; un accidente me puso en una condi-
ción delicada de salud, la cual me llevaría por el calvario
cargando una cruz de responsabilidad, un pueblo que
dejó de creer en mi palabra, ya no podía cargar más y no
tuve más remedio solo ceder a la voluntad de Dios.
A la llegada del nuevo señor cura Méndez Franco, se
decía que me tenían escondido, pocos estaban enterados
92
MEMORIAS DE MI PUEBLO

de mi condición, otros aseguraban que había escapado al


país vecino. Aunque no tuvieran lógica alguna sus argu-
mentos, se esmeraban en hablar de una forma creativa y
lasciva. El Señor Cura en turno, volvió a reunir a la po-
blación para dar los acabados al interior y, aunque la res-
puesta fue favorable, la situación económica era compli-
cada. Se solicitó apoyo al arzobispado en Guadalajara y
la respuesta también fue favorable. El problema era que
los recursos no llegaban.
El señor cura, analizó el tema a profundidad y se esta-
blecieron los nuevos presupuestos justo cuando el templo
se encontraba a medio enjarrar, no se tenía clara la deco-
ración del interior. Hasta ese punto fue que permanecí
informado de la situación de Zapotiltic.

93
PABLO ZAVALA

IV
En tres días lo levantaré

Desde el Hospital Civil de Guadalajara


—Por favor, no me vayas a dejar por acá, me llevas a Zapo-
tiltic.

La sangre aclama que el legado no se olvide, los retra-


tos yacen en el recinto más solemne, un espacio para la
gloria de sus obras; se escribe una historia, al dibujarse en
el panorama el sol que despunta del horizonte, abriéndo-
se paso entre los lamentos de un pueblo destruido. Un
corazón roto y los sueños hechos trizas, la sangre arde
mientras el alma llora y agoniza. Un ambiente desolador
deja el terremoto que cimbró con terror todo el esqueleto
de una comunidad que flaqueaba en fe.
Mi fe, para entonces estaba muerta y toda esperanza
eran ruinas, eran despojos de una furia que desataba el
terror y el abandono de un padre bondadoso. Pensaba en
Dios sin encontrar consuelo y me preguntaba, ¿por qué
me había abandonado? No había alivio ante tal suceso.
De pronto, un ave blanca se posó en la punta del campa-
nario que le sobrevivía al templo, un templo partido por
mitad, ¿acaso era alguna señal divina de un ser alado?
Era la rabia de un amor despiadado que me daba la
espalda como si fuese nada, haciéndome sentir el frío
acero de su espada ruin penetrando el pecho, sentía que
moría. Tal desdicha jamás había sentido en toda mi exis-
tencia, mis rodillas se doblaron, mi espíritu quebrado
gimió. El dolor me asfixiaba mientras el océano se des-
bordaba por mis ojos, era un hombre acabado. Era parte
94
MEMORIAS DE MI PUEBLO

de una profecía «Destruid este templo y en tres días lo


levantaré», de la voz del hijo de Dios, hacen eco las lec-
ciones aprendidas. Es inevitable no sentir coraje y decep-
ción, pero ya estaba escrito que había que pasar este um-
bral de dolor; Dios sabe para qué hace las cosas, ante mis
ojos todo era extraño y confuso, falto de inteligencia y
sabiduría, era el final, había salida.
A punto de ser crucificado entregaba el alma al padre
eterno. Mi salud deteriorada añoraba el instante próximo
que me llevara a las puertas de San Pedro «no palpes con
tu mano mi pecho dolorido, lo que buscas no existe, no
tengo corazón: las fieras lo han comido, no tengo alma
porque así lo han dicho quienes me difaman». En Zapo-
tiltic decían que me he quedado con la lana, estaba que-
brado. «Buen San Pedro, Señor del Perdón, perdona mis
pecados, ¡calcíname estos restos que han dejado las fie-
ras!».
Por la noche esperaba que se abriera la tierra y nos
tragara a todos, de verdad deseaba que el mundo se aca-
bara de una vez por todas, el final de las guerras, la paz
sería la muerte. Todo el tiempo el hombre se había cues-
tionado sobre el origen de sus días y siempre era el mis-
mo resultado: la muerte. Juro que noches como estas no
había tenido en mi vida, la perturbación mental de un
lenguaje pulverizado, esas voces que aparecen en una
cabeza alborotada, la conciencia delirante y desdoblada.
Un Dios distante y sombrío, oprime el horror a la nada,
recoge los vestigios del pasado glorioso…
Mi corazón buscaba al poder superior y yo no era na-
da, una diminuta hormiga, una hoja que se desprende del
árbol, una estación del año, una súper nova, una galaxia
que se apaga. Después de las infamias levantadas en mi
contra, juro que no quería salir de la cama, no tenía fuer-
95
PABLO ZAVALA

zas para levantarme y seguí ocultando el sol en la habita-


ción para prolongar la oscuridad. Buscaba la noche infini-
ta sin estrellas, no quería escuchar las voces de la gente,
no más plegarias a los cielos.
No espero el milagro. El sol se hunde en la sangre,
guerrero silencioso, yo alzo de tu recuerdo la custodia
dorada. «Enterradme aquí, en la entrada, para que la gen-
te me pise cada vez que entre a tu morada».

Murió Francisco V. Ruiz

96
MEMORIAS DE MI PUEBLO

SOBRE EL AUTOR
Juan Pablo Sánchez Zavala nació en Zapotiltic, Jalis-
co, el 26 de marzo de 1990. Es Licenciado en Letras His-
pánicas de la tercera generación del Centro Universitario
del Sur y desde muy temprana edad mostró gusto por el
desarrollo de las artes. En 2004 ganó el concurso regional
de cuento intersecundarias «símbolos patrios» con la na-
rrativa al himno nacional. Más tarde trabajó como repor-
tero de radio sensación 96.7 con la periodista Ma. Emilia
Zavala Soberano, y en 2008 es seleccionado finalista
Creadores FIL en el concurso de cuento. Del 2012 – 2015
trabajó para el Gobierno Municipal de Zapotlán el Gran-
de, como gestor cultural, donde desarrolló los proyectos:
Arte Urbano Clemente Orozco, Cinebús, Ruta Cultural
Juan José Arreola, entre otras actividades. Del 2015 –
2018 se desempeñó como auxiliar del Regidor de Cultura
en el Municipio de Zapotiltic, donde realizó los siguien-
tes proyectos: Rehabilitación y remodelación de Casa de
la Cultura, Festival del día de muertos, Ruta cultural Ha-
ciendas de Zapotiltic, Museo Permanente e itinerante de
San José de la Tinaja, Festival de Jazz, Precopa Mundial
de Parapente en Zapotiltic, Escuela de música ECOS
Tasinaxtla.
Desde septiembre del 2019 se desempeña como Res-
ponsable Operativo de Casa del Arte ―Dr. Vicente Pre-
ciado Zacarías‖ del Centro Universitario del Sur.

97
PABLO ZAVALA

Comentarios sobre la presente edición


www.edicioneslearte.com

Este libro se terminó de imprimir en marzo de 2021

98

También podría gustarte