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SOBRE LA DIVERSIDAD

DE LA ESTRUCTURA
DEL LENGUAJE HUMANO
Y SU INFLUENCIA SOBRE
EL DESARROLLO ESPIRITUAL
DE LA HUMANIDAD
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
LINGÜÍSTICA
Colección dirigida por Carlos Subirats

1
Wilhelm von Humboldt

SOBRE LA DIVERSIDAD
DE LA ESTRUCTURA
DEL LENGUAJE HUMANO
Y SU INFLUENCIA SOBRE
EL DESARROLLO ESPIRITUAL
DE LA HUMANIDAD

Traducción y prólogo de Ana Agud


Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano
y su influencia sobre el desarrollo espiritual de la
humanidad / Wilhelm von Humboldt ; traducción y
prólogo de Ana Agud. — Barcelona : Anthropos ; Madrid :
Ministerio de Educación y Ciencia, 1990. — 435 p. ;
20 cm. — (Autores, Textos y Temas / Lingüística ; 1)
Tít. orig.: Über die Verschiedenheit des menschlichen
Sprachbaues und ihren Einfluss auf die geistige Entwickelung
des Menschengeschlechts. - Bibliografía p. 429-432
ISBN 84-7658-203-X
I. Agud, Ana, ed. II. Título III. Colección 1. Lenguaje y
lenguas
800.1

Título original alemán: Über die Verschiedenheit des menschli-


chen Sprachbaues und ihren Einfluss auf die geistige Entwicke-
lung des Menschengeschlechts.

Primera edición: abril 1990


© de la presente edición:
Centro de Publicaciones del MEC,
Ciudad Universitaria, s/n., Madrid, y
Editorial Anthropos,
Vía Augusta, 64-66, Barcelona
Coeditan: Centro de Publicaciones del MEC
y Editorial Anthropos
Tirada: 2.500 ejemplares
ISBN: 84-7658-203-X
ÑIPO: 176-89-032-4
Depósito legal: B. 7.969-1990
Fotocomposición: Fotocomp/4. Barcelona
Impresión: Novagráfik. Puigcerdá, 127. Barcelona
Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproduci-


da, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema
de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio,
sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fo-
tocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
PRESENTACIÓN

La Introducción a la obra sobre la lengua kam es el escrito


más importante de teoría del lenguaje de Humboldt, y uno de
los más trascendentales de toda la historia del pensamiento oc-
cidental sobre este tema.
En él se recogen y sistematizan una serie de ideas nucleares
sobre la esencia del lenguaje, y de la capacidad de lenguaje
humana en general, que ponen en primer plano de la atención
el concepto de su «diversidad», como correlato del principio de
individuación que gobierna toda actividad específicamente hu-
mana.
Enfocado el lenguaje como elemento y factor de la indivi-
dualidad, Humboldt desarrolla con toda consecuencia los rasgos
esenciales del mismo: su carácter, no de producto acabado del
que se hace uso, de ergon, sino de energeia, de fuerza e impul-
so. El objetivo de este impulso es la incesante creación de for-
ma, esto es, el trabajo de hacer inteligibles y comunicables el
pensamiento y la sensación. El sujeto de esta actividad siempre
creativa es el espíritu, en su doble aspecto de personalidad indi-
vidual y de esencia común y suprema de la especie en su conjun-
to; pero tampoco en este segundo aspecto deja de ser el espíritu
pura individualidad, histórica y cambiante.
El lenguaje aparece aquí también en su otra duplicidad
esencial: como rendimiento ocasional, creador de sentido y de
forma comunicable aquí y ahora, y como cristalización de ese

7
rendimiento en calidad de esquema formal para rendimientos
ulteriores; como producción irrepetible y genuina de cada indi-
viduo en cada instante, y como fuerza externa que ahorma al
individuo y lo obliga a determinar su pensamiento en unos
determinados cauces. Todo el esfuerzo intelectual de Humboldt
está encaminado a mediar entre estos dos aspectos, cuyo carác-
ter opuesto y aun contradictorio él no quiere ver relativizado,
sino comprendido en su plena legitimidad.
La vía humboldtiana de acceso a este mundo de conceptos
es el estudio empírico de lenguas de la más variada estructura,
estudio basado en la competencia personal. Pero el enfoque
humboldtiano no se entendería adecuadamente si no se percibie-
se el momento de experiencia estética, en el sentido más amplio,
que él introduce en su actividad como lingüista teórico. Es la
confluencia de estas perspectivas: lingüística empírica, filosofía
del lenguaje y estética, lo que hace posible la extraordinaria
originalidad y productividad de su obra.

Sobre esta edición

La presente obra es la traducción al castellano de la prime-


ra parte del Kawi-Werk (Obra sobre el kawi), según la edición
original de la Academia de Berlín, de 1836.
En nuestra edición incluimos, en los márgenes del texto, la
numeración de las páginas correspondiente a la mencionada
edición alemana.
Por otra parte, el lector hallará, a pie de página, tres tipos
distintos de notas: las que llevan numeración son del propio
von Humboldt; las que llevan letra son aclaraciones del editor
en la edición original; finalmente, las que llevan asterisco son
notas del traductor.

ANA AGUD

8
PRÓLOGO

l
«Por el mismo acto por el que el
hombre hila desde su interior la len-
gua se hace él mismo hebra de aqué-
lla, y cada lengua traza en torno al
pueblo al que pertenece un círcu-
lo del que no se puede salir si no
es entrando al mismo tiempo en el
círculo de otra» (p. 434 AA).

Con esta frase humboldtiana puede decirse que la historia


de la reflexión sobre el lenguaje entra en una fase nueva y
distinta; una fase en la que ya no será posible contraponer el
lenguaje a lo distinto de él —el sujeto, los contenidos— sin que
esta oposición —la vieja oposición de conciencia y objeto—
vaya acompañada de la conciencia simultánea de la imposibili-
dad de trascender el lenguaje. El giro copernicano que Kant
imprimiera a la filosofía cuando reconoció la imposibilidad de
que la subjetividad se trascienda a sí misma entra así en el
dominio de la conciencia lingüística, si bien es preciso recono-
cer que con éxito muy inferior al de la proeza intelectual del
filósofo de Königsberg. Pues así como éste pudo asistir perso-
nalmente a una masiva recepción de sus ideas en el mundo
académico, e intelectual en general, la obra humboldtiana sobre
teoría del lenguaje, publicada en su mayor parte postumamen-
te, tardó muchos decenios en abrirse paso entre los lingüistas,
parte de los cuales asistía con fascinación comprensible a los
meteorices progresos de la lingüística histórico-comparativa, que
parecían arrumbar definitivamente todo acceso especulativo a
la esencia del lenguaje, en tanto que otra parte, los lingüistas
teóricos, se mantenía en un estéril postkantismo despojado de
toda perspectiva crítica y reducido a combinaciones de tablas
categoriales y «capacidades» de esto y lo otro.
La «revolución humboldtiana» quedó como un potencial

9
latente, mientras en la historia de la lingüística se desarrollaban
revoluciones más patentes: la del historicisme de los neogramá-
ticos primero, y la posterior, arrolladura, del estructuralismo en
nuestro siglo. Y no fue ajena a este largo silenciamiento histó-
rico del quizá más poderoso pensamiento lingüístico de la histo-
ria occidental la propia oscuridad del estilo de Humboldt, sus
razonamientos alambicados, sus —por qué no decirlo— difusas
divagaciones en torno a sensaciones despertadas por los fenóme-
nos lingüísticos pero apenas aprehensibles en categorías lógicas.
Incluso un autor que puso un empeño tan notable en acceder a
las ideas de Humboldt y hacerlas productivas en su momento
como es Heymann Steinthal, no oculta con frecuencia su hastío
ante lo que le parecen imprecisiones, inconsecuencias, razona-
mientos no proseguidos hasta su final lógico.
Steinthal al menos hizo un serio intento de salir al encuen-
tro del pensamiento humboldtiano en el terreno en el que éste
tiene realmente su lugar: la filosofía del lenguaje. Pues si bien
Humboldt dedicó la mayor parte de su tiempo al estudio e
investigación empíricos de las más diversas lenguas, su interés
por los hechos era inequívocamente teórico; ni siquiera le inte-
resaba diseñar un método de investigación o descripción, una
lingüística general aplicable a las lingüísticas empíricas, sino
que lo que buscaba era la relación profunda entre la esencia del
lenguaje y la de la humanidad. Una y otra vez hace referencia
a un «dominio de lo ideal» que no deja de recordar el uso
vulgar del término «idealismo», pero cuyo sentido es trazar una
frontera intuitiva neta entre lo singular y una generalidad que
no se quiere igual a la suma de sus elementos sino modelo para
éstos, dotado de consistencia y leyes propias.
Claro está que un empeño de esta índole carece de todo
sentido para quienes no compartan el interés de conocimiento
que le subyace. Y ni los tiempos del historicismo ni los poste-
riores, tan prolongados, del estructuralismo y sus múltiples de-
rivados y epígonos podían hallar en su propio contexto el me-
nor estímulo para orientar la sensibilidad lingüística en esa di-
rección.
El resultado fue la más completa emancipación de la lingüís-
tica respecto de la filosofía. A partir de comienzos de siglo sólo
algunos pocos autores intentan todavía conectar la lingüística
general con la filosofía del lenguaje, pero estos intentos —Büh-
ler, Vo/31er, Weisgerber, Marty, etc.— se quedan en accesos
relativamente superficiales a la tradición filosófica, y su trascen-
dencia en la lingüística empírica es mínima. Tal vez aportaban

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una cantidad suficiente de conciencia filosófica como para inco-
modar a la inocencia de la conciencia estructuralista, pero no la
suficiente como para aportar una crítica epistemológica realmen-
te fecunda a la nueva lingüística.
El pensamiento de Humboldt quedó pues en hibernación.
Sólo un lingüista del siglo xx, Eugenio Coseriu, tal vez el mejor
conocedor de la filosofía occidental entre los lingüistas actuales,
logró releer a Humboldt haciendo plenamente productivos sus
postulados, en el marco de un estructuralismo que se aparta de
los demás por la claridad de la conciencia de sus propios lími-
tes. Pero la semilla de Coseriu cayó en buena parte en un
terreno no contemplado por la parábola del sembrador: surcos
en los que al mismo tiempo se estaba sembrando una simiente
tan invasiva que, para cuando se logró discernir en su cosecha
el grano de la paja, su hipertrófica floración había ahogado en
germen cualquier cultivo alternativo. La gramática generativa
prendió y se reprodujo con empuje tan violento que todas las
demás lingüísticas quedaron por un tiempo desterradas a una
penosa marginalidad, de la cual van resurgiendo y rehaciéndose
poco a poco, mientras ella a su vez acusa en su interior la
acción niveladora del ecosistema y va también poco a poco
transformándose en un haz de direcciones cada vez menos di-
versas de las de su entorno.
La gramática generativa reclamó pronto la memoria de
Humboldt como precursor suyo, en una de las más curiosas
mistificaciones de la historia del pensamiento contemporáneo.
Ciertamente Chomsky asombró al mundo con la publicación de
su improbable Lingüística cartesiana, y dejó estupefactos a quie-
nes, como Coseriu, estaban en condiciones de enjuiciar correc-
tamente la magnitud del desenfoque de la cuestión. Los lingüis-
tas españoles, al faltar una traducción a nuestro idioma de la
difícil y oscura prosa humboldtiana, han tenido dificultades
para acceder por sí mismos a un juicio propio en esta materia.
La traducción que ahora ofrecemos tal vez contribuya a disipar
algo la confusión despertada por la versión chomskiana de la
historia de la lingüística.

II

Wilhelm von Humboldt nació el 22 de junio de 1767 en


Potsdam. Era hijo del Kammerherr de la princesa Elisabeth de
Braunschweig, Alexander Georg von Humboldt, y de Maria

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Elisabeth von Humboldt, de soltera Colomb, que procedía de
una familia de hugonotes provenzales refugiados en Alemania;
su padre regentaba una fábrica de cristal en Neustadt.
Los padres de Humboldt formaban pues una familia vincu-
lada a la corte aunque sin título nobiliario, de sólida posición
económica basada sobre todo en la posesión de extensas tierras.
El padre murió muy pronto, en 1779, pero no dejó de marcar el
camino de la educación de sus dos hijos en el sentido de un
humanismo abierto y progresista, que revela su propia condición
de personalidad independiente. La familia residía en un peque-
ño palacio de caza junto al lago Tegel, en las cercanías de
Berlín. La residencia, más tarde ampliada y remodelada por el
famoso arquitecto de la corte prusiana Schinkel, es de diseño
estrictamente neoclásico; al repartirse la herencia de los Hum-
boldt pasó a manos de Wilhelm, que mejoró el parque, plantan-
do algunos hermosos árboles que aún siguen en pie, y acotando
en el extremo de la pradera un pequeño cementerio familiar en
el que reposan sus restos y los de la mayor parte de la familia.
En este hogar vieron la luz la mayor parte de los escritos del
polifacético hermano mayor Wilhelm. El segundo, Alexander,
inclinado desde muy pronto a los estudios naturales y experimen-
tales, recorrió el mundo en sus estudios geográficos y etnológi-
cos, y tuvo su hogar en la ciudad de Berlín.
Los hermanos Humboldt recibieron una esmerada instruc-
ción en su propio hogar, a cargo de diversos profesores, entre
los cuales uno, Kunth, administrador también del patrimonio
familiar, tuvo una decisiva influencia sobre los hermanos, pues
supo suplir inteligentemente sus propias limitaciones trayendo a
la casa a colegas renombrados que los formaron en las más
diversas disciplinas y al más alto nivel. Una profunda familiari-
dad con los clásicos griegos y latinos fue parte esencial de su
educación humanista, en la que tampoco faltaron amplios estu-
dios de ciencias naturales. En la adolescencia fueron incluso
profesores universitarios los que visitaron el palacio de Tegel
para ofrecer a los Humboldt una docencia preuniversitaria de
altura excepcional.
En cambio, la experiencia propiamente universitaria de Wil-
helm, el que sería fundador de la Universidad de Berlín por
encargo real e inventor del sistema académico centroeuropeo
que aún recibe el nombre de «universidad humboldtiana», fue
de lo más exigua: un semestre en la pequeña universidad de
Francfort del Oder, más bien decepcionante, y tres en Gotinga.
Parece haber sentado allá fama de estudioso de libros, muy

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aplicado, poco dado al trato con compañeros y sí en cambio, y
mucho, al de las mujeres, inclinación ésta que mantuvo toda su
vida.
Desde muy pronto empezó a viajar por el Reich con el
doble propósito de hacerse con una amplia experiencia personal
del país y sus gentes y de conocer y darse a conocer en persona
a los grandes hombres de la Alemania de entonces. Son tempra-
nas sus relaciones con científicos, humanistas y literatos tan
destacados como Jacobi, Schiller, Wolf, Koerner, Goethe,
Schütz, Mme. de Staël.
En 1789 realiza con un antiguo profesor suyo un viaje a la
Francia revolucionaria, y visita allí desde las recientes ruinas de
la Bastilla hasta los orfanatos, hospitales, asilos e instituciones
sociales de todo tipo. Humboldt parece haber entendido a lo
largo de toda su vida que el verdadero conocimiento es el que
se funda en la experiencia viva de las personas y de su entorno.
Sus obras son el más elocuente testimonio de esta actitud. En
esta primera fase su interés preferente se orienta hacia la estéti-
ca, a lo que no es ajena su relación personal con Schiller y su
abundante correspondencia con él. Una de las pocas obras su-
yas de cierta extensión que se imprimieron en vida es un volu-
minoso estudio del Hermann und Dorothea de Goethe, que
constituye un verdadero tratado de estética. Humboldt intentó
también la creación literaria, aunque con escasa fortuna (lo que
apenas afectó a su entusiasmo y tesón: en los últimos años de
su vida compuso todas las noches un soneto, obligando a su
escribano a permanecer en pie hasta que, terminados los demás
quehaceres, daba cumplimiento a este último propósito).
Ya en 1790 entró al servicio del Estado en el Ministerio de
Justicia, aunque abandonó pronto ese puesto. En 1791 casó con
Caroline von Dacheröden, con la cual tuvo ocho hijos. A partir
de entonces Humboldt y su familia cambian frecuentemente de
residencia, al hilo tanto de los intereses científicos de Humboldt
como de su actividad pública. En París realiza experimentos
científicos con Gay-Lussac; se hace nombrar primero residente
y luego embajador en Roma, ciudad en la que pasa largos
períodos, fascinado tanto por el legado grecorromano vivo aún
en la península Itálica como por la formidable riqueza de mate-
riales sobre lenguas exóticas almacenada en sus bibliotecas pú-
blicas y privadas. (En la Alemania del clasicismo Italia consti-
tuía una especie de santuario de obligada peregrinación, como
muestran desde Goethe hasta el nostálgico filólogo Aschenbach
de Thomas Mann.) Un viaje a España lo pone en contacto con

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el país y la lengua vascos, lo que constituye para Humboldt una
experiencia inolvidable y decisiva. Repetirá más tarde su visita a
ese rincón para profundizar en su conocimiento de la lengua y
de las gentes, volcando en su diario de viaje numerosas reflexio-
nes de todo tipo sobre sus impresiones. Durante esta etapa de
viajero y estudioso por Europa Humboldt produce numerosos
escritos centrados en el tema de la antigüedad clásica, y en los
cuales se ocupa tanto de literatura y lengua como de política y
sociedad.
En 1809 Humboldt es nombrado miembro de honor de la
Academia de las Ciencias de Prusia, y pocos días después entra
a formar parte del Consejo Privado del Estado, en calidad de
director de la sección de cultura y enseñanza del Ministerio del
Interior. El rey le encarga la fundación de unos estudios supe-
riores en Berlín, y el 16 de agosto se firma el acta de creación
de la Universidad Friedrich Wilhelm. Humboldt, que en nume-
rosos y profundos escritos sobre el cometido de la ciencia y de
los científicos había desarrollado una concepción de la Escuela
Superior basada en la unidad de investigación y docencia, logra
contratar para la nueva Universidad a algunas de las personali-
dades más relevantes del momento: Fichte, Schleiermacher, Von
Savigny, Böckh; más tarde serían Hegel, Bopp... En 1810 es
nombrado embajador plenipotenciario en Viena, donde partici-
pa en las sesiones del Congreso de Viena en 1813 en representa-
ción de Prusia; lo hace también en el Congreso de Chatillon y
en el segundo de París. Realiza igualmente algunas estancias en
Francfort del Meno como delegado de la corte prusiana, y en
1817 preside la comisión de Finanzas de Prusia y forma parte
de la comisión Constitucional. De esta época son escritos suyos
sobre la política alemana, la constitución y el sistema educativo
y académico. Sus diferencias cada vez más acusadas con el
primer ministro Hardenberg, en virtud de las cuales se constitu-
ye en el líder de la oposición a éste en el Gabinete, le hacen
primero retirarse a Londres como embajador, y luego, en 1819,
apartarse del todo de la actividad política, desencantado y amar-
gado.
Se refugia entonces definitivamente en Tegel, ya reformado
y ampliado, e inicia la época más fecunda de su producción
científica. Se sumerge en intensos estudios de las lenguas del
lejano Oriente. En 1829 la Corona pone en sus manos la crea-
ción del Museo del Estado, obra a la que Humboldt dedicará
una intensa y entusiasta actividad que se refleja en toda una
serie de escritos sobre las artes plásticas. Se pronuncia inequívo-

14
comente en favor de un arte al servicio de la educación y el goce
estético de todos los miembros de la nación, para lo cual pro-
mueve las copias de originales de otro modo inaccesibles y su
ubicación en lugares donde puedan ser contempladas por los
ciudadanos. Algunas enormes reproducciones en yeso de impor-
tantes esculturas griegas y romanas se encuentran todavía ahora
en el que fue su despacho, en la planta baja de Tegel.
En 1829 se deja persuadir para regresar al Consejo de Esta-
do, y mantiene nuevamente una cierta actividad en la cosa pú-
blica, pero por poco tiempo ya. En 1835 enferma de gravedad
y fallece el 8 de abril, seis años después que su esposa.
A lo largo de sus viajes Humboldt logró conocer práctica-
mente todo el material lingüístico disponible en las bibliotecas
europeas, e hizo copiar para su propia biblioteca personal mu-
chas obras inéditas. Para cuando decidió concentrar definitiva-
mente su interés en el tema del lenguaje se hallaba en posesión
de un fantástico poliglotismo, y contaba como asesores suyos
con las personalidades más relevantes de las diversas filologías.
Pero su intensa actividad en otros dominios del conocimiento y
de la política, acompañada siempre de reflexión teórica y vivo
intercambio de ideas con otros pensadores y científicos, y que
halló su reflejo en multitud de artículos de prensa tanto normal
como especializada, en conferencias y manuscritos de todo tipo,
determinó que también su acceso al lenguaje fuese el menos
limitado de los posibles, el menos sujeto a restricciones incons-
cientes o conscientes. Gracias a esto Humboldt introdujo en la
temática lingüística puntos de vista y factores nunca antes toma-
dos en consideración en relación con ella.
Tal vez el aspecto más característico del planteamiento hum-
boldtiano del lenguaje sea precisamente la amplitud y multidi-
mensionalidad de su punto de partida. En línea exactamente
inversa a la de la lingüística formal, que opera desde una máxi-
ma restricción y control de los supuestos iniciales y desarrolla a
partir de ella una complejidad que ha de permanecer siempre
controlable, Humboldt intenta eliminar de su planteamiento ini-
cial cualquier restricción que pudiera representar un recorte in-
justificado de las dimensiones del lenguaje: instaura así una
gran complejidad de partida que le permite luego una exposición
relativamente sencilla y no por ello menos operativa.

15
Ill
La Introducción a la obra sobre la lengua kawi es el último
trabajo extenso de Humboldt. La mayor parte de las ideas
contenidas en él están ya en un escrito anterior, fechado en
1829, en el que estaban resumidos los resultados de sus reflexio-
nes sobre el lenguaje hasta entonces. Gran parte de su trabajo
sobre diversas lenguas y literaturas había sido puesto por escri-
to en fragmentos que sólo en parte se han editado hasta la
fecha. Se cuentan entre las obras que no llegó a publicar en
vida una treintena de gramáticas y glosarios inacabados de len-
guas americanas. Desde 1827 había empezado a estudiar con la
máxima intensidad las lenguas malayo-polinesias. Su vasta mo-
nografía sobre la lengua kawi no pudo ser terminada por él
mismo, pero su colaborador J.K.E. Buschmann se encargó de
la redacción final para imprenta de la obra sobre las notas de
Humboldt, bajo la tutela del hermano de éste. La primera par-
te, que traducimos ahora por primera vez al castellano, se pu-
blicó en 1836, al año siguiente de fallecer el autor.
Alexander von Humboldt se responsabilizó de esta publica-
ción, y le puso un breve epílogo en el cual agradece en nombre
de su hermano a las numerosas personalidades que contribuye-
ron con su ayuda y asesoramiento al buen fin de la empresa
lingüística de Wilhelm von Humboldt. Junto a John Crawfurd,
que puso a su disposición numerosos materiales malayos, y a
Franz Bopp, que revisó prácticamente todos sus escritos referen-
tes al sánscrito, Alexander menciona a A.W. von Schlegel,
G. Hermann, Silvestre de Sacy, Gesenius, Burnouf, Thiersch,
Lassen, Du Ponceau, J. Pickering, Rosen, P. von Bohlen, Stenz-
ler, Pott, Lepsius, Neumann, Kosegarten, G. Parthey, Champo-
llion, Abel-Rémusat, Klaproth, Schulz, Böckh, el barón van
der Capellen, Graf von Minto, Roorda van Eysinga, Gericke,
A. Johnston, W. Marsden, Jacquet, Freeman (misionero en
Madagascar), Meyen, Meinicke, Lesson, A. von Chamisso.
Esta impresionante lista muestra hasta qué punto estaba
nuestro autor inmerso en el mundo de las lingüísticas y filolo-
gías más dispares. Y en verdad sólo un intercambio de ideas tan
vivo y con personalidades tan relevantes podía poner en manos
de Humboldt el tipo de material que precisaba para fundar con
suficiente solidez sus concepciones lingüísticas teóricas.
No obstante el estado de la ciencia lingüística que conoció
Humboldt, con ser el más elevado de su momento, queda muy
por detrás de las conquistas científicas que empezaron a tener

16
lugar a ritmo vertiginoso poco después. Por lo que se refiere al
dominio de la lingüística indoeuropea, el lector hallará en algu-
nas notas a pie de página los datos indispensables para juzgar
apropiadamente algunas de las afirmaciones del autor. Se trata
de rectificaciones de sus hipótesis —generalmente tomadas de
Bopp— que se han hecho posibles al descubrirse nuevos textos
y establecerse con seguridad las principales leyes fonéticas de
las diversas lenguas.
En términos generales las imprecisiones o errores sobre cues-
tiones empíricas que contiene este trabajo carecen de importan-
cia para la sustancia de la obra. El interés de Humboldt respec-
to del tema de la diversidad lingüística es el descubrimiento de la
individualidad de las lenguas, de su fisonomía y carácter, de sus
rasgos nucleares, aquellos que permiten comprender el principio
básico por el que cada lengua se ha regido para dar cumplimien-
to a su cometido de ser el «órgano formador del pensamiento».
Una empresa insólita ésta en el marco de la teoría occidental
del lenguaje, y que habría condenado seguramente a cualquier
otro a un inevitable fracaso. Sólo la excepcional cultura lingüís-
tica y filológica de Humboldt, unida a una certera intuición de
lo que es la esencia de todo lenguaje, le permitieron sortear
obstáculos aparentemente invencibles y crear un sistema de pen-
samiento lingüístico cuyas posibilidades están aún lejos de haber
sido agotadas.

IV

Toda la reflexión humboldtiana sobre el lenguaje está atra-


vesada por la tensión entre dos orientaciones de signo opuesto:
la comprensión de que la diversidad es la consecuencia inmedia-
ta de la individualidad, y por lo tanto atributo esencial y núcleo
de todo lenguaje, y el intento, más allá de esa diversidad, de
aprehender en conceptos una unidad más profunda, a través de
una idea de la generalidad que no puede ser ya ni la mera
abstracción a partir de lo concreto y singular ni una categoriza-
ción simplemente subsuntiva.
Esta segunda dimensión es sin duda la más conflictiva; per-
seguida sin la radicalidad teórica de un Hegel, por una vía que
B. Liebrucks ha calificado de «predialéctica», representa un pe-
noso esfuerzo del autor por dotar de carne y huesos lingüísticos
el poderoso sistema categorial kantiano. Es la «capacidad de
lenguaje» lo que Humboldt intenta elucidar, sobre el supuesto

17
de que ha de tratarse de una facultad inherente a la especie
humana como tal; siendo además la capacidad que en realidad
hace hombre al hombre, esto es, la propiamente definitoria de
la especie, y considerando que lo humano se identifica como tal
no sólo negativamente, sino en virtud de una serie de cualidades
positivas que han de hallarse en todo individuo humano, parece
obligado suponer que esa capacidad de lenguaje debe ser funda-
mentalmente la misma en todo ser humano. No se oculta la
analogía entre esta exploración de la capacidad de lenguaje y
la kantiana de la «capacidad de juicio»; también en Humboldt
aparecen en relación con esto los dos términos kantianos de
«Vermogen» («capacidad») y «Kraft» («fuerza»).
Humboldt se propone indagar ese componente constante de
la capacidad humana de lenguaje por la vía de la observación
empírica de las lenguas y de la reflexión crítica sobre lo hallado
en ellas. No procede por generalización de datos singulares,
sino intentando primero establecer el conjunto de las funciones
lingüísticas fundamentales que hacen del lenguaje instrumento
hábil para sus diversos cometidos, y comprobando luego en qué
forma y grado se realizan tales funciones nucleares en las len-
guas estudiadas. El elemento esencial de la capacidad de lengua-
je viene a ser pues una especie de modelo ideal al que las
lenguas intentan acercarse con mejor o peor fortuna.
Ese modelo se obtiene por reflexión especulativa, atenta
a las lenguas mas no dependiente de su estudio concreto. La
función de este último es medir la adecuación de cada proce-
der lingüístico al objetivo para el que está diseñado en ori-
gen, y comprobar la multiplicidad e idoneidad de las soluciones
idiomáticas a los problemas fundamentales de todo lenguaje.
He aquí una primera delimitación respecto del universalismo
y el innatismo chomskianos: lo universal e innato no son
para Humboldt unas ciertas categorías lingüísticas sino las
funciones nucleares del lenguaje, y cada idioma puede satisfacer
éstas de un modo u otro, o incluso no satisfacer algunas en
absoluto y quedar así a medio camino respecto de sus propios
objetivos.
El problema es, sin embargo, que Humboldt se acercó a la
dimensión especulativa de la unidad última de lo humano en
buena parte por la vía de la observación de las lenguas y del
sentimiento de las mismas, buscando hallar en el dominio de la
experiencia concreta la solución a problemas que Hegel demos-
tró que eran esencialmente especulativos. En rigor esto estaba
ya comprendido en Kant, que sólo atribuía generalidad estricta

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a conceptos estrictamente formales. La unidad profunda que
busca Humboldt lo es en cambio de cualidades positivas, de
contenidos específicos, los cuales, como contenidos lingüísticos
(como contenidos de una terminología gramatical que es tam-
bién en sí misma una lengua individual), están sujetos a esa ley
de la diversificación propia de cuanto es concebido por indivi-
dualidades que, como tales, son impenetrables. Y esta deficien-
te adecuación del método es al fin responsable de buena parte
de las oscuridades, vacilaciones y circunloquios que tanto difi-
cultan la comprensión de nuestro autor.
Por el contrario, es en la apreciación del origen, sentido,
función y configuración empírica de la diversidad de las lenguas
donde Humboldt logró los más decisivos rendimientos en la
historia del pensamiento lingüístico. Nadie ha advertido y expre-
sado con claridad y energía comparables el momento de indivi-
duación que subyace a todo acto de creación de lenguaje. Que
todo entender sea al mismo tiempo un no entender, que toda
coincidencia en contenidos haya de ser por fuerza también una
divergencia, y que la comprensión no es transmisión de conteni-
dos sino vibración correlativa del espíritu de los interlocutores,
por haber pulsado éstos cada uno en el otro la misma cuerda de
su instrumento interno: todo esto diseña un concepto de lengua-
je y comunicación incomparablemente más rico y dinámico que
el de cualquier enfoque basado en una ingenua «filosofía de la
identidad».
Nadie ha percibido con agudeza semejante a la de Humboldt
el sentido de la forma y lo formal en lo lingüístico. La refle-
xión humboldtiana constituye el punto de partida de un nue-
vo concepto de forma, en el cual está pensada su relatividad
respecto de lo que en cada caso se entienda como correlato
suyo, así como su condición de momento dinámico del pensa-
miento y núcleo mismo de la formación de todo concepto. La
frase «todo el afán de la lengua es formal» define simultánea-
mente lengua y forma como momentos de la dialéctica lin-
güística.
Hay finalmente un motivo en la filosofía del lenguaje hum-
boldtiana que abre la puerta a perspectivas verdaderamente aún
no exploradas: su afirmación de que el lenguaje sólo tiene exis-
tencia real en el hablar cada vez. Frente a un pensamiento
lingüístico influido por el desarrollo de la ciencia natural, que
tiende siempre a ver lo real en el sistema de los hechos, esta
perspectiva sugiere para la teoría del lenguaje una relación dife-

19
rente entre fadicidad y virtualidad, entre realidad y posibilidad.
Pero sólo una recepción de Humboldt muy libre de prejuicios
cientificistas podría llegar a extraer de este punto de vista las
trascendentales consecuencias que sin duda alguna aloja en su
interior.

ANA AGUD

20
Wilhelm von Humboldt

SOBRE LA DIVERSIDAD DE LA ESTRUCTURA


DEL LENGUAJE HUMANO Y SU INFLUENCIA
SOBRE EL DESARROLLO ESPIRITUAL
DE LA HUMANIDAD0

a. El original es un manuscrito de escribiente (759 páginas en folio, por una


cara), con correcciones de puño y letra de Humboldt, depositado en la Königliche
Bibliothek de Berlín. En el mismo lugar existe una copia de los 33 primeros
parágrafos, realizada por Buschmann (534 folios por una cara). Primera edición:
Wilhelm von Humboldt, ÜberdieKawispracheaufderlnselJava, I, I, CCCCXXX
(1836). El tratado lleva allí el título «Einleitung» (Introducción).
This page intentionally left blank
Objeto de la presente introducción * 13

Entiendo que debo dedicar esta introducción a consi-


deraciones de índole general, cuyo desarrollo preparará
más fácilmente el paso a los hechos y a las investigaciones
históricas. Cierto es que la división del linaje humano en
pueblos y estirpes se encuentra en la más estrecha relación
con la diversidad de sus lenguas y dialectos, pero no lo es
menos que una y otra están a su vez en conexión con un
tercer fenómeno de más elevado rango, del cual depende
la producción de fuerza espiritual humana bajo formas
siempre nuevas y a menudo incrementadas. Es esta otra 14
dimensión la que permite apreciar el valor de aquéllas, y
también la que, en la medida en que la investigación
consigue penetrar en ellas y elucidar su correlación, nos
proporciona su explicación. Este volverse manifiesto de la

* Se ha omitido el parágrafo 1 porque su contenido, consistente en una enu-


meración de los pueblos y lenguas malayos, sólo es pertinente para la segunda
parte del Kawi-Werk, parte que no se incluye en la presente traducción. (N. del T.)

23
fuerza espiritual humana, que va teniendo lugar en el
curso de los milenios a lo ancho y largo de este mundo,
diverso tanto por su grado como por su cualidad, es el
objetivo supremo de todo movimiento del espíritu, la idea
última que la historia universal ha de sacar a la luz po-
niendo en ello todo su empeño. Pues esta elevación o
ensanchamiento de la existencia interior es lo único que el
individuo puede tener por patrimonio indestructible, en la
medida en que participe de ello, y es para la nación lo
que infaliblemente hará que nazcan y se desarrollen en
ella las grandes individualidades. El estudio comparado
de las lenguas explora con rigor las múltiples maneras
como los innumerables pueblos dan cumplimiento a la
tarea que, como hombres, les ha sido encomendada, la de
formar el lenguaje,* mas ese estudio perdería todo interés
superior si no prendiese en el punto en el que el lenguaje
muestra su imbricación con la conformación de la fuerza
espiritual de la nación. Ahora bien, la correcta inteligen-
cia de la esencia auténtica de una nación y de la trama
interna de un idioma, así como del grado y modo en que
el mismo satisface las exigencias del lenguaje en general,
depende a su vez por entero de la consideración del con-
junto de la idiosincrasia espiritual. Pues el carácter de
una nación sólo viene a formarse en virtud de ésta, tal
como la ha dado la naturaleza y como han influido en
ella las circunstancias, y sólo en dicho carácter reposa
cuanto la nación llega a producir en punto a hechos,
instituciones e ideas, y sólo en él se aloja la fuerza y
dignidad que sus individuos heredan unos de otros.
De otro lado, el lenguaje es el órgano del ser interior,
o es este ser mismo tal como poco a poco va abriéndose
paso al conocimiento interno y a su manifestación. Las
más finas fibras de sus raíces se hunden, pues, en la

* El lector deberá tener presente a lo largo de su lectura que el alemán carece


de una distinción equivalente a la nuestra entre «lenguaje» y «lengua», y se sirve
para ambos conceptos del término único «Sprache»; la diferencia que se hallará a
lo largo de este texto entre «lenguaje» y «lengua» está siempre basada en la
interpretación que la traductora hace del sentido de «.Sprache» según el contexto.
(N. del T.)

24
fuerza espiritual de la nación, y cuanto más apropiada-
mente revierte ésta en el lenguaje, más regular y rico será
su desenvolvimiento. Y como la trabada urdimbre del
idioma no es sino efecto del sentido lingüístico de la na-
ción, las cuestiones que conciernen a la conformación de
la vida íntima de las lenguas, y de las cuales toma su
origen lo más abultado de sus diferencias, no hallan res-
puesta rigurosa si no se asciende hasta esta consideración.
Claro está que no es ahí donde se hallará la materia para
un estudio comparado de las lenguas, el cual es de suyo
sólo objeto de investigación histórica. Sin embargo sólo 15
allí se obtendrá la comprensión de la interdependencia
originaria de los hechos y la visión del lenguaje como un
organismo internamente trabado, lo cual redundará por
su parte en una mejor apreciación de lo singular.
El propósito que me anima al iniciar este escrito es
poner de manifiesto la relación existente entre la diversi-
dad de las lenguas y la división de los pueblos de un lado,
y la generación de la fuerza espiritual humana del otro
—fuerza que se va desarrollando poco a poco en grado
cambiante y formas siempre nuevas—, en la medida en
que ambos fenómenos pueden aportar luz el uno sobre el
otro.

Consideraciones generales sobre la evolución


de la humanidad

3
La detenida observación del estado en que actualmen-
te se encuentra la cultura política, artística y científica
conduce a una cadena de causas y efectos que se vienen
condicionando los unos a los otros desde hace muchos
siglos. Pero una precisa observación de los mismos nos
muestra al punto que en ese encadenamiento han domina-
do siempre dos elementos de muy diversa condición y con
los cuales la investigación no obtiene satisfacción pareja.
Pues mientras una parte de esta sucesión de causas y

25
efectos parece hallar su explicación en su secuencia mis-
ma, topamos a veces, como ocurre en todo intento de
escribir la historia de la cultura humana, con nudos que
parecen resistir a todo intento de resolución. Y es ello
debido a aquella fuerza del espíritu cuya esencia nunca
nos es dado penetrar por entero y cuyos efectos no pue-
den calcularse de antemano. De un lado se muestra siem-
pre unida a cuanto se forma con anterioridad a ella y
entorno a ella, mas del otro está siempre volviéndose
sobre ello y dándole forma según la idiosincrasia deposi-
tada en ella. Partiendo de cualquiera de los grandes indi-
viduos de una época se podría iniciar el proceso universal,
mostrando el fundamento del que aquél surgió y cómo el
trabajo de los siglos precedentes ha ido poco a poco cons-
truyendo ese sustento. Ahora bien, es sin duda posible
mostrar la manera como ese individuo ha hecho de su
propia actividad, así condicionada y sostenida, lo que
ahora es, la manera como ha venido a conferirle la im-
pronta que lo caracteriza, y aun esto se puede menos
exponer que sentir, pero lo que de ningún modo se puede
es derivarlo de alguna otra cosa. Pues tal es la manera
natural como se manifiesta siempre y en todo momento
la acción del hombre. En origen todo en él es interior: la
sensibilidad, el deseo, la idea, la resolución, el lenguaje y
16 la acción. Mas en cuanto lo interior entra en contacto con
el mundo, comienza a tener efecto sobre él, y en virtud
de la forma que le es propia ejerce una determinación
sobre acciones ajenas a él, tanto internas como externas.
A medida que transcurre el tiempo toman forma medios
de asegurar la permanencia de efectos al principio pasaje-
ros, y es cada vez menor el trabajo de los siglos anterio-
res que se pierde para los siguientes.
Este es el dominio en el que la investigación puede
observar etapa tras etapa. Es sin embargo un dominio
atravesado de continuo por el efecto de fuerzas interiores
siempre nuevas e imprevisibles, y si el investigador no
cuida de distinguir y sopesar correctamente este doble
elemento, que es tal que fácilmente la materia del uno
puede ganar tanto en poder que corra peligro de ahogar

26
la fuerza del otro, si no lo hace así, difícilmente podrá
apreciar con justeza lo más noble que la historia de todos
los tiempos es capaz de poner de manifiesto.
Cuanto más hondo se desciende en el escrutinio de la
prehistoria, es natural que la masa de la materia acumu-
lada por las generaciones sucesivas se vaya diluyendo ante
nuestra mirada. Pero también aquí se hallará un fenóme-
no distinto que de algún modo traslada la investigación a
un nuevo campo. Los individuos de los que tenemos co-
nocimiento cierto, por ser conocidas las circunstancias
externas de su vida, son, a medida que se profundiza en
el tiempo, cada vez más raros e inseguros; sus destinos,
incluso sus nombres, son dudosos, y ni siquiera hay cer-
teza de que lo que se les atribuye sea realmente obra
suya, y no más bien la obra de muchos, no siendo su
nombre sino el punto de reunión de todo ello. Es como si
los individuos perdieran sus perfiles y se convirtieran en
una tropa de sombras. Así acontece en Grecia con Horne-
ro y con Orfeo, así en la India con Manu, Vyasa, Valmi-
ki, y lo mismo con otras celebradas figuras de la antigüe-
dad. Y aún más se pierde la individualidad determinada
cuanto más se retrocede. Un lenguaje tan perfecto como
el homérico ha debido rodar muy largo trecho por entre
las olas del canto, siglos enteros de los que ninguna cró-
nica nos ha sido legada. Y esto es aún más claro si se
atiende a la forma originaria de las lenguas mismas. El
lenguaje está profundamente imbricado en la evolución
espiritual de la humanidad, a la cual acompaña en cada
etapa de su progresar o decaer aquí y allá, y en él se
reconoce el grado de cultura alcanzado en cada instante.
Hay sin embargo una época de la cual tan sólo nos es
dado contemplar el lenguaje, de modo que éste se nos
presenta no como acompañante de la evolución espiritual
sino ocupando su lugar. Pues el lenguaje nace de lo más
profundo de la humanidad, y esto mismo prohibe en todo
tiempo y lugar tenerlo realmente por obra y creación de
los pueblos. Le es propia una actividad que nace de él
mismo, que se ofrece a nuestros ojos con toda evidencia, 77
pero cuya esencia no admite explicación, de modo que,

27
visto desde este lado, el lenguaje no es producto de la
actividad del hombre sino una emanación espontánea del
espíritu; no es obra de las naciones sino un don que les
ha sido otorgado por su propio destino interior. Ellas se
sirven de él sin saber cómo han llegado a darle forma.
Y no obstante las lenguas, unidas en todo al desarrollo y
florecimiento de los pueblos, no pueden haber hilado su
destino sino desde las peculiaridades espirituales de los
mismos, las cuales han impreso sobre ellas algunas restric-
ciones. Así que no será jugar con las palabras si afirma-
mos que el lenguaje nace de sí mismo, gobierna por sí
mismo su actividad y goza de una libertad divina, pero
que las lenguas están atadas a las naciones a las que
pertenecen, y dependen de ellas. Pues esto les impone
límites determinados.1 Cuando en un primer tiempo el
habla y el canto brotaban libremente, el lenguaje se iba
formando según el grado de entusiasmo, libertad y vigor
de las fuerzas del espíritu que cooperaban en él. Pero esto
tenía que partir por igual de los individuos todos, y cada
uno tenía en esto que ser apoyado por los otros, pues el
entusiasmo sólo remonta el vuelo en virtud de la seguri-
dad de saberse comprendido y consentido por los demás.
En este punto se abre ante nosotros la imagen, aún débil
y difusa, de un tiempo en el que los individuos se nos
pierden en la masa de los pueblos y en el que el lenguaje
es en sí mismo obra de la fuerza creadora del intelecto.

Siempre que se arroja sobre la historia universal una


mirada de conjunto se advierte una progresión que tam-
bién aquí ha quedado indicada. Mas no es en modo algu-
no mi intención erigir en este punto un sistema de objeti-
vos, ni proponer un proceso de perfeccionamiento crecien-
te hasta el infinito; todo lo contrario, me encuentro en
realidad en un camino enteramente opuesto. Los pueblos

1. Cfr. infra §9, 10 y 35.

28
y los individuos proliferan y se esparcen vegetativamente,
como las plantas, por la superficie de la tierra, y gozan su
existencia en feliz actividad. Esta vida, que muere con la
muerte de cada individuo, prosigue inalterada y sin aten-
ción alguna a la perpetuación de sus efectos en los siglos
venideros. La determinación de la naturaleza por la que
todo ser que respira ha de apurar su senda hasta el último
aliento; el objetivo de una bondad beneficiosa y ordena-
dora, por el que cada criatura ha de acceder al disfrute de
su existencia, una y otro se cumplen, y cada nueva gene-
ración recorre el mismo ciclo de existencia feliz o desdi-
chada, de actividad cumplida o estorbada. Sin embargo, 18
allí donde aparece el hombre, actúa humanamente, se
une en sociedad, crea instituciones, se da leyes; y si en un
punto esto sólo ha tenido lugar de forma imperfecta,
nuevos individuos o poblaciones advenedizas implantan
allá lo que en otros lugares se logró con más fortuna. Es
así como con la génesis del hombre se siembra también la
semilla de la civilización moral, que no dejará de germi-
nar y desarrollarse en el curso de la evolución de la exis-
tencia humana. Nosotros observamos cómo esta humani-
zación avanza sin cesar, y hasta podemos afirmar que en
parte es cosa de su naturaleza, y en parte del grado de
evolución al que ha llegado, el que su constante perfeccio-
namiento apenas pueda ser estorbado en lo esencial.
En los dos puntos examinados hasta aquí se pone de
manifiesto un momento de planificación que no es posi-
ble ignorar, y que se da también en otros puntos, aunque
no se manifieste de la misma suerte. Mas lo que no es
lícito es presuponerlo, pues si se hace, su búsqueda estor-
bará y equivocará la indagación de los hechos. Y el obje-
to que nos ocupa aquí es tal vez el que más se resistiría a
someterse a él. La manifestación de la fuerza espiritual de
los hombres en sus varias y diversas configuraciones no
está atada ni al progreso en el tiempo ni a la conjunción
de lo dado. Ni se deja explicar su origen ni pueden prede-
cirse sus efectos, y lo más elevado que esta especie llega a
producir no es precisamente lo último que aparece. Si en

29
consecuencia queremos espiar la manera como la natura-
leza creadora va produciendo sus formas, deberemos
abstenernos de imponerle nuestras ideas y tomarla tal
como se muestra. En todas sus criaturas la naturaleza
produce un cierto número de formas en las que se expresa
cuanto ha madurado hasta la realidad en cada especie, y
cuanto basta en ella al cumplimiento de su idea. No cabe
preguntar por qué no hay más formas, u otras; simple-
mente son éstas las que hay: tal es la única respuesta
sensata.
Pues bien, según este punto de vista bien podría con-
siderarse que todo lo que está vivo en la Naturaleza tanto
espiritual como corporal es efecto de una fuerza que se
despliega bajo condiciones que le subyacen y que no nos
son conocidas. Y si no queremos renunciar por entero a
conocer las relaciones que median entre los fenómenos de
la especie humana, será necesario remontarnos hasta al-
guna causa autónoma y originaria, que no esté a su vez
sujeta a condiciones ni muestre ser efímera. Prosiguiendo
por esta vía se llega con toda naturalidad a un principio
vital interno, que alcanza su plenitud desarrollándose en
19 libertad, y cuyos despliegues singulares no carecen de co-
nexión entre sí porque sus manifestaciones externas apa-
rezcan aisladas.
Esta idea es por completo diferente de la de los obje-
tivos, ya que no persigue ningún fin oculto sino que parte
de una causa reconocida como inabordable. Y creo que
es la única aplicable a la variada configuración de la
fuerza del espíritu humano; pues, si se me permite hacer
esta distinción, no hay duda de que las fuerzas de la
naturaleza y la reproducción mecánica de la actividad
humana bastan para satisfacer las necesidades usuales de
la humanidad, en tanto que la aparición de una mayor
individualidad, tanto en personas singulares como en la
masa de los pueblos, aparición que ninguna forma de
deducción puede explicar en realidad, irrumpe cada vez
de modo repentino, imprevisible, en mitad de aquella sen-
da más visiblemente condicionada por causas y efectos.
Y claro está que esta misma perspectiva es de inmedia-
ta aplicación a las formas en que más principalmente se

30
expresa la capacidad de la fuerza del espíritu humano, al
lenguaje, tema en el que ahora me propongo detenerme.
Pues su diversidad puede entenderse como el esfuerzo
que realiza la fuerza del hablar, sita de un modo general
en los hombres, y por el cual ésta, favorecida o reprimida
por la fuerza espiritual inherente a cada pueblo, logra
abrirse camino con mejor o peor fortuna.
Pues si se contemplan las lenguas desde el punto de
mira genético como un trabajo del espíritu orientado ha-
cia un cierto objetivo, no podrá por menos de imponérse-
nos la evidencia de que tal objetivo puede ser alcanzado
en grado mayor o menor, e incluso se pondrán de mani-
fiesto los puntos esenciales en los que consiste esta des-
igualdad en el grado de cumplimiento del objetivo. Un
éxito mayor puede deberse, por ejemplo, al vigor y pleni-
tud de la fuerza espiritual que actúa sobre el lenguaje,
pero puede también depender de que dicha fuerza sea
especialmente apropiada a la formación de lenguaje: por
la especial claridad y conspicuidad de sus representacio-
nes, por la profundidad con que penetra en la esencia de
un concepto hasta desgajar de él su rasgo más caracterís-
tico, por la laboriosidad y fuerza creadora de la fantasía,
por la complacencia correctamente sentida en la armonía
y en el ritmo de los sonidos, a lo que tampoco son ajenas
la facilidad y destreza en el uso de los órganos fonadores
y la agudeza y finura del sentido auditivo. Y no debe
tampoco ignorarse la naturaleza del material transmitido,
así como la del medio histórico en el que se encuentra
una nación cuando se inicia en ella una época de transfor-
mación significativa de su lenguaje, entre una prehistoria
que no deja de ejercer su influencia y el germen del de-
sarrollo ulterior que late ya en su seno. Hay también 20
cosas en las lenguas que deberían juzgarse tan sólo por el
esfuerzo puesto en su consecución, más que por el éxito
alcanzado en ese esfuerzo. Pues las lenguas no siempre
logran llevar a su completa realización ciertas tendencias
que, sin embargo, se aprecian en ellas con toda claridad.
Tal es el caso, por ejemplo, de todo el problema de la

31
flexión y de la aglutinación, sobre el cual han dominado
y siguen dominado tantos malentendidos.
El que ciertas naciones, favorecidas con dones más
felices y viviendo bajo circunstancias más favorables, po-
sean lenguajes de excelencia superior a los de otras, está
en la naturaleza misma de la cosa. Pero también aquí nos
vemos conducidos a esa causa más profunda que antes
indicábamos. La producción del lenguaje constituye una
necesidad interna de la humanidad; no es algo necesitado
sólo externamente para el sostenimiento del trato en las
comunidades, sino que forma parte de la naturaleza mis-
ma de los hombres, y es indispensable para el desarrollo
de sus capacidades espirituales y para acceder a una con-
cepción del mundo a la que el hombre sólo puede llegar
en la medida en que va llevando su pensamiento hacia
una mayor claridad y determinación, lo que es fruto del
pensar en comunidad con los demás. Pues bien, si, como
no se puede por menos, se considera cada lengua como un
intento, y, si se las toma todas en su conjunto, como una
aportación a la satisfacción de tal necesidad, habrá que
admitir que la fuerza creadora de lenguaje que posee la
humanidad no reposa hasta haber producido, bien en un
caso particular, bien en conjunto, aquello que mejor y
más completamente responde a las exigencias que se de-
ben plantear. Por eso cabe, en el sentido de esta hipóte-
sis, hallar incluso entre lenguas y troncos lingüísticos sin
relación histórica entre sí una imposición progresiva del
principio de su formación, que difiere sobre todo por el
grado al que ha llegado en cada caso. Y si esto es así, esta
correlación entre fenómenos sin vínculos externos de unión
entre sí tendrá que deberse a una causa general e interna,
la cual no puede ser otra que el despliegue de la fuerza
creadora. El lenguaje es una de las facetas a partir de las
cuales la fuerza universal del espíritu humano entra en
una actividad de creación incesante. O dicho de otra ma-
nera, en él se aprecian la tendencia y el esfuerzo por dar
existencia en la realidad a la idea de la perfección del
lenguaje. Perseguir este esfuerzo y ponerlo de manifiesto

32
es el cometido del investigador lingüístico, en su expresión
última pero también más simple.1
Es verdad que el estudio del lenguaje no tiene necesi- 21
dad de poner su fundamento en este modo de ver las
cosas, que tal vez parezca hipotético en exceso. Pero sí
puede y debe servirse de él como estímulo y acicate en su
empeño por descubrir si en las lenguas se da este paula-
tino y gradual acercamiento a la perfección de su forma-
ción. Pues bien, podría ser que existan lenguas, unas de
estructura más sencilla y otras más compleja, las cuales,
cotejadas entre sí, traicionen en los principios que gobier-
nan su formación un acercamiento progresivo al objetivo
de la estructura lingüística más lograda. El organismo de
tales lenguas debería, según esto, mostrar en forma más
patente que el de cualesquiera otras la índole de su ten-
dencia a la perfección, la cual se reconocería en toda su
congruencia y sencillez incluso en las formas más comple-
jas. El grado de perfección alcanzado por esa vía se ad-
vertiría en tales lenguas sobre todo y en primer lugar en
la nitidez y en la perfecta articulación de sus sonidos, así
como en la formación de las sílabas que éstos condicionan
y en la transparente descomposición de éstas en sus ele-
mentos, así como en la estructura de las palabras más
simples; se mostraría luego en el tratamiento de las pala-
bras como conjuntos sonoros, en el modo de darles una
verdadera unidad interna que se corresponda con la uni-
dad del concepto; y finalmente en la apropiada diferencia-
ción de lo que en una lengua tiene existencia por sí mis-
mo y aquello otro que tan sólo se muestra en lo anterior
como su forma, lo que hace preciso algún procedimiento
para distinguir entre aquellos elementos que meramente

1. Cfr. mi tratado «Aufgabe des Geschichtsschreibers» («La tarea del historia-


dor») en las Abhandlungen der historisch-philosophischen Classe der Berliner Aka-
demie, 1820-1821, p. 322."
a, Cfr. vol. 4, 56 de la edición completa de las obras de Humboldt, realizada
por la Konigliche Preussische Akademie der Wissenschaften bajo la dirección de
Albert Leitzmann. (Las restantes remisiones a otros volúmenes de esta edición se
harán en forma abreviada, indicando sólo tomo y página.)

33
aparecen concatenados en la lengua y aquellos otros que
se han fundido simbólicamente en ella.
Tampoco en este punto me detendré más tiempo, por
las razones antedichas. Tan sólo espero que al considerar
los puntos de vista expuestos hasta aquí se reconozca
también la perspectiva por la que habré de guiarme en lo
que sigue al intentar determinar la posición que ocupa la
lengua kawi en el conjunto del tronco malayo. Es mi
deseo poner aquí por separado, de un lado, las transfor-
maciones que han tenido lugar en cada lengua y que se
han ido sucediendo unas a otras según sus destinos respec-
tivos y, del otro, la forma que es para nosotros la prime-
ra originaria. El círculo de estas formas originarias pare-
ce estar cerrado, y se diría que, por la situación y grado
de desarrollo en que ahora encontramos las fuerzas huma-
nas, no podría tampoco retornar. Pues por muy interior
que sea el lenguaje, y lo es sin duda alguna, posee sin
embargo también al mismo tiempo una existencia indepen-
22 diente, externa y que hace violencia al hombre mismo. El
nacimiento de tales formas originarias presupondría en
consecuencia un grado de escisión entre los pueblos que
ahora, en ventajosa conexión con el superior estímulo
alcanzado por la fuerza del espíritu, ya no es pensable;
más aun, parece más probable que la irrupción de lenguas
nuevas en general haya estado vinculada a una determina-
da fase tanto de la especie humana como del hombre
individual.*

b. Aquí está suprimido un párrafo titulado «Planteamiento de tres cuestiones


preliminares», numerado como par. 5: «Me he visto obligado a ocuparme aquí del
desarrollo espiritual de la humanidad en sus comienzos y en su actual configura-
ción, con el fin de poder mostrar en sus aspectos generales el círculo de ideas por
referencia al cual creo deber juzgar tanto las lenguas como la repartición de la
humanidad en pueblos. Mas lo que aquí pretendo desarrollar más pormenorizada-
mente no requiere en modo alguno un rodeo tan vasto. Más bien, y únicamente en
virtud de la propia exploración de la estructura de las lenguas, única vía histórica
abierta para nosotros hasta ahora, mi propósito habrá de llevarnos al estrecho
círculo dentro del cual las lenguas se muestran como la parte más esencial de la
capacidad de obrar los pueblos con el espíritu, esto es, al período inicial, o más
exactamente al período previo a toda literatura. Pues sólo en la forma más origi-
naria que nos sea dado descubrir en una lengua se hallará su conexión con la
fuerza espiritual de la nación de un modo realmente visible. Mas antes de entrar

34
'La influencia de fuerzas extraordinarias del espíritu.
Civilización, cultura y formación

6
La fuerza del espíritu, que desde la profundidad y
plenitud de su interior impone su acción sobre el curso de
las cosas de este mundo, es el verdadero" principio crea- 23
dor que rige la evolución a un tiempo escondida y miste-
riosa de la humanidad, y es lo que más arriba oponía yo
a la evolución manifiesta, visiblemente compuesta de con-
catenaciones de causas y efectos. Es la peculiaridad singu-
lar del espíritu, que da nuevo alcance al concepto de la
intelectualidad humana, la que, cuando se pone de mani-
fiesto, lo hace de forma inesperada, sin que la profundi-
dad última de su manifestación sea susceptible de explica-
ción alguna. Se la reconoce porque sus obras no se limi-
tan a ser fundamentos sobre los que cabe seguir constru-
yendo, sino que portan en sí un aliento capaz de encen-
derse nuevamente por sí mismo, aquél que las ha origina-
do. Ellas perpetúan la vida porque nacen de la vida más

en el estudio pormenorizado de la estructura del lenguaje, con el fin de perseguir


mi objetivo con toda la amplitud que me lo permitan mis fuerzas, así como los
estudios que he realizado sobre lenguas procedentes de culturas muy diversas y
aun opuestas, en pos siempre de tales ideas, hay tres cuestiones a las que esta
exploración debería responder:
1. ¿Cuál es el concepto y extensión en que se toma aquí la expresión "fuerza
espiritual del hombre"?
2. ¿En qué sentido puede darse esa fuerza espiritual al mismo tiempo en
individuos y en masas populares, y con qué grado de independencia puede
operar en unos y otras?
3. ¿En qué sentido debe tomársela por principio supremo de explicación de las
lenguas y por fundamento para la determinación de la forma específica de
éstas?»
La cuarta frase de este párrafo era en origen como sigue: «Pues en este círculo
se hallan todos los hechos e ideas en virtud de los cuales la lengua puede ser
considerada como una emanación de la fuerza espiritual del hombre, y sus formas
diversas como relacionadas con la individualidad de aquélla, y, en fin, la fuerza
espiritual misma como fundamento de la diversidad lingüística, la unión de ambas,
empero, como base de toda evolución ulterior de la humanidad».
c. Antes de «La influencia» está tachado «Ilustración de la primera cuestión».
a. Corregido sobre «la fuerza de la que hablo aquí es la que impera y».

35
plena. Pues la fuerza que las produce actúa con la tensión
del conjunto de su empeño y en toda su unidad, y es
genuinamente creadora: contempla su propia producción
como una naturaleza para ella misma inexplicable. No es
por azar como ha engendrado algo nuevo, ni se ha limi-
tado a enlazar con algo que ya era conocido. Así nació el
arte de la escultura egipcia, que logró rehacer la figura
humana partiendo del centro orgánico de sus proporcio-
nes, y que confirió de esta suerte a sus obras la impronta
del arte auténtico por vez primera. En este sentido la
poesía y la filosofía de la India y de nuestra antigüedad
clásica exhiben caracteres diferentes a pesar del estrecho
parentesco que por lo demás las vincula, y a su vez se
aprecia también divergencia entre el modo de pensar y
expresarse de griegos y romanos. De un modo compara-
ble la parte principal de la cultura moderna tiene su ori-
gen en la poesía románica y en el conjunto de la vida
espiritual que se desarrolla de pronto con la emancipación
del occidente europeo a raíz del ocaso de la lengua de
Roma. Y allí donde estos fenómenos no llegaron a produ-
cirse, donde unas circunstancias hostiles ahogaron e impi-
dieron su germinación, ni siquiera lo más noble logró dar
forma nuevamente a grandes cosas nuevas, una vez que
algo estorbó su curso natural, como vemos que ha ocurri-
do con la lengua griega, y con tantos restos del arte grie-
go en ese país que, sin culpa por su parte, fue sostenido
en la barbarie tantos siglos. Cuando así sucede, la forma
antigua del lenguaje es fragmentada y mezclada con ele-
mentos extraños, su verdadero organismo se descompone,
y las fuerzas que pugnan por imponérsele no consiguen
hacer de ella el fundamento de una nueva vía ni insuflarle
un principio vital que ofrezca nuevo impulso al espíritu.
Para dar cuenta de todos estos fenómenos pueden aducir-
se circunstancias que favorecen y otras que inhiben, fac-
tores que aceleran y factores que retardan. El hombre se
24 apoya siempre en lo que encuentra dado. Para cada idea
cuyo descubrimiento o puesta en práctica proporciona un
nuevo impulso a la capacidad y a las aspiraciones de los
hombres, la investigación meticulosa y penetrante descu-

36
bre cómo estaba dada y había ido creciendo poco a poco
con anterioridad en las cabezas de las gentes. Pero tanto
en los individuos como en los pueblos en los que falta el
hálito arrollador del genio, el claroscuro de este rescoldo
palpitante nunca llega a prender en llama abierta. La
naturaleza misma de estas fuerzas creadoras prohibe escu-
driñar su verdadera esencia, mas una cosa sí es clara: que
en ellas alienta siempre una cierta capacidad de dominar
la materia desde su mismo interior, de transformarla en
ideas o de someterla a éstas.
Desde sus estadios más primitivos el hombre alcanza
siempre más allá del momento presente, y no se contenta
con el disfrute puro y simple de los sentidos. Hasta en las
hordas más rudas se hallan el amor al ornato, la danza,
la música y el canto, y también anticipaciones de un futu-
ro supraterrenal, así como esperanzas y cuidados funda-
dos en él, tradiciones y cuentos que acostumbran a remon-
tarse hasta el origen del hombre y de su vivienda. Aquella
fuerza del espíritu que actúa por sí misma, siempre en
seguimiento de sus propias leyes y formas de aprehensión,
cuanto más enérgica y claramente vierta su luz sobre este
mundo de prehistoria y futuro, con el cual el hombre
rodea su existencia del momento, mayor será la pureza y
diversidad con que irá tomando forma también la masa.
Así nacen la ciencia y el arte, y el objetivo del desarrollo
progresivo de la estirpe humana es siempre la fusión de
lo producido autónomamente desde dentro y lo dado des-
de fuera, aprehendiendo ambas cosas en toda su pureza y
riqueza y uniéndolas en el sometimiento buscado en cada
caso, según la naturaleza del empeño.
Mas si hasta aquí hemos mostrado cómo la individua-
lidad del espíritu es cosa ventajosa y excelente, es el mo-
mento, sin embargo, de mostrar también que, incluso allí
donde ha alcanzado su más excelso desarrollo, es y sigue
siendo una constricción de la naturaleza en general, una
vía en la que el individuo es forzado a permanecer, ya
que toda peculiaridad lo es sólo en virtud de un principio
predominante y por eso mismo excluyente. La constricción
es sin embargo a su vez lo que acrecienta y confiere su

37
tensión a dicha fuerza, y la exclusión puede estar pese a
todo gobernada por un principio de totalidad en forma
tal que varias de estas peculiaridades vuelvan a reunirse
25 formando un todo. Tal es el fundamento y la causa más
profunda de toda unión superior de los hombres en la
amistad, en el amor o en esfuerzos grandiosos puestos al
servicio del bien de la patria y de la humanidad.
No es este el lugar de demorarse en la consideración
de cómo la individualidad es lo que justamente abre a los
hombres la única senda que les permite acercarse a la
siempre inalcanzable totalidad. Me basta aquí con dirigir
la atención al hecho de que la fuerza que en verdad hace
hombre al hombre, y que constituye por lo tanto la defi-
nición lisa y llana de su esencia, en su contacto con el
mundo, o si se me permite esta expresión, en la vida
vegetativa de la especie humana y en su desarrollo hasta
cierto punto mecánico por el cauce de vías prefijadas, se
pone de manifiesto a sí misma y a sus variadas tendencias
y aspiraciones en formas siempre nuevas, siempre dispues-
tas a ensanchar su concepto, y en fenómenos singulares.
La invención del álgebra, por ejemplo, es una de estas
configuraciones nuevas dentro de la orientación matemá-
tica del espíritu humano, y podrían enumerarse cuantas
muestras se quisiese de esto mismo en todas las ciencias y
artes. Más tarde tendremos ocasión de mostrarlo con de-
tenimiento en el lenguaje.
Estas figuras o configuraciones no se limitan sin em-
bargo a la forma de pensar y expresarse, sino que se
hallan con especial claridad en la formación del carácter.
Pues lo que se origina en el conjunto de la fuerza huma-
na no reposa hasta no haber retornado a ella, y la totali-
dad formada por manifestación, sensación y ánimo inter-
nos, en unión con una exterioridad que ellos mismos con-
tribuyen a conformar, no puede por menos de poner de
manifiesto que, bajo la influencia de tendencias y aspira-
ciones individuales así incrementadas, es a su vez reflejo
y exteriorización de la naturaleza humana en su conjun-
to, en una configuración ampliada. Es aquí donde se

38
origina la obra más universal y de más noble y estimulan-
te efecto sobre la estirpe humana.
Pues bien, el lenguaje, ese punto medio en el que
vienen a reunirse las más diversas individualidades en vir-
tud de la comunicación de sus aspiraciones externas y de
sus percepciones internas, es lo que se encuentra en la
relación más estrecha y viva con el carácter. Los ánimos
más vigorosos y los de más calladas emociones, los más
imponentes y los que guardan en sí una vida más fructí-
fera, vierten en él su vigor y su ternura, su profundidad y
su interioridad, y para la propagación de los mismos sen-
timientos él hace nacer de su seno los tonos más afines.
Cuanto más se ennoblece y afina el carácter, mejor allana
y reúne las diversas caras del ánimo, y, a semejanza de
las artes plásticas, confiere a éste una forma que, aunque
pide ser aprehendida en su unidad, hace surgir del interior
con pureza creciente los perfiles de cada momento. Pero 26
es el lenguaje el que, por su armonía delicada, cuyos
detalles no siempre se perciben pero que está maravillosa-
mente entretejida en su urdimbre simbólica, es apropiado
para expresar y alentar esa configuración. Sólo que los
efectos de la formación del carácter son incomparablemen-
te más difíciles de advertir que los del mero progreso
intelectual, pues reposan en su mayor parte en el misterio-
so juego de influencias por el cual cada generación de-
pende de, y se relaciona con, la otra.

En el curso de la evolución de la especie humana se


dan por lo tanto progresos que sólo tienen lugar porque,
de pronto e inesperadamente, aparece una fuerza desacos-
tumbrada que remonta el vuelo hasta ellos, casos en los
que hay que reemplazar la forma habitual de explicar un
efecto por la hipótesis de la manifestación de una fuerza
específica. Todo avance del espíritu nace de la exteriori-
zación de una fuerza interna, y por tal motivo posee
siempre un fundamento oculto, inexplicable por autóno-

39
mo. Y si esta fuerza comienza de súbito a crear por su
propia virtud con tal potencia que excede y rebasa cuanto
podría ser mero efecto de la evolución anterior, en ese
punto cesa toda posibilidad de explicación.
Quisiera haber dado a estas palabras toda la claridad
necesaria para hacerlas convincentes, pues revisten la ma-
yor importancia en la aplicación. En efecto, de lo anterior
se sigue inevitablemente que, allí donde nos es dado ad-
vertir manifestaciones sobresalientes de una misma tenden-
cia o impulso, no se puede, a menos que los hechos obli-
guen absolutamente a ello, presuponer una progresión
paulatina, ya que sabemos que todo paso decisivo es pro-
pio de una fuerza creadora singular. Tomemos como ejem-
plo la estructura de las lenguas china y sánscrita. Aquí
cabría sin duda presumir un avance paulatino de la una a
la otra. Ahora bien, si uno es capaz de experimentar y
sentir realmente la esencia tanto del lenguaje en general
como de estas dos lenguas en particular, si se llega en
ambas hasta el punto de fusión de la idea con el sonido,
se descubrirá en ellas el principio interno que por sí mis-
mo ha producido sus diversos organismos. Y entonces ya
no será posible seguir sosteniendo la posibilidad de que la
una sea el producto de una progresión paulatina a partir
de la otra; habrá que reconocer que cada una tiene su
fundamento en el espíritu de los pueblos y familias de
pueblos respectivos; sólo en el sentido de la tendencia
universal al desarrollo del lenguaje, esto es, sólo idealmen-
te, se las podrá seguir considerando como grados de éxito
en la formación del lenguaje. Y, si no se atiende suficien-
temente a la estricta distinción que estamos propugnando
aquí, dentro de la fuerza del espíritu humano, entre el
27 progreso gradual y calculable por un lado y el inmediata-
mente creador y por eso mismo imprevisible por el otro,
se estará desterrando de la historia universal la acción del
genio, el cual, llegado el momento, puede manifestarse
por igual en individuos singulares y en pueblos enteros.
Mas se corre también el riesgo de enjuiciar equivoca-
damente las diversas circunstancias y estados de la socie-
dad humana. Con frecuencia se atribuye a la civilización

40
y a la cultura lo que ni la una ni la otra pueden por sí
mismas producir, sino que es obra de una fuerza a la que
ellas mismas deben su existencia.0
Por lo que hace a las lenguas, es una idea del todo
habitual atribuir a aquéllas todas las excelencias y todos
los ensanchamientos del dominio de éstas, como si sólo
importase la diferencia entre lenguas cultas e incultas.
Mas si se llama a consejo a la historia, se hallará que por
ninguna parte se confirma un tal poder de la civilización
y la cultura sobre el lenguaje. La isla de Java recibió su
superior civilización y cultura de la India, y por cierto
que en medida notable, mas no por eso se remedió la
imperfección y falta de adecuación de su lengua a las
necesidades del pensar, sino que, a la inversa, ésta privó
a la mucho más noble lengua sánscrita de su excelencia
forzándola a su propio cauce. Ni siquiera la India, tan
tempranamente civilizada, y ello por sí misma, no por
obra de otros, obtuvo su lengua de su civilización, sino
que el principio que la anima, manando de las profundi-
dades del más puro sentido lingüístico, fluyó, como su
civilización misma, por impulso de la genial dirección del
espíritu de su pueblo.
Este es también el motivo de que lengua y civilización
no estén siempre entre sí en relación constante. El Perú
fue sin duda el país más civilizado de América, sea cual
sea la rama de las instituciones incaicas que contemple-
mos. Pues bien, nadie que conozca la lengua de los perua-
nos, impuesta a otros pueblos con guerras y conquistas,
podrá atribuirle frente a las restantes lenguas del Nuevo
Mundo una excelencia comparable. En mi opinión esta
lengua está a una señalada distancia de la mexicana. In-
cluso lenguas supuestamente rudas e incultas pueden exhi- 28
bir en su organismo excelencias llamativas, y las poseen
realmente, y bien podría ser que en eso superasen a otras

a. Tras «deben» tachado: «Al lenguaje pueden aportarle numerosas expresio-


nes nuevas, giros más precisos y elaborados. Mas lo que penetra hasta la profun-
didad de su estructura y que contribuye más esencialmente a su efecto total, eso
sólo puede recibirlo de la peculiaridad espiritual de la nación o de escritores
singulares».

41
de cultura superior. Ya la comparación de la lengua bir-
mana, en la que el pali ha entretejido sin duda una parte
de la cultura india, con la lengua de Delaware, y nada
digamos de la mexicana, apenas dejaría duda sobre la
superioridad de estas dos últimas.
El asunto es, sin embargo, tan importante que merece
la pena llegar hasta su misma raíz. En la medida en que la
civilización y la cultura aportan a las naciones conceptos
que antes les eran desconocidos, bien trayéndolos de otra
parte, bien desarrollándolos en su seno, la opinión men-
cionada más arriba tiene sin duda su parte de razón. La
necesidad de un concepto y la clara determinación del
mismo que nace de ello tienen siempre que preceder a la
palabra, pues ésta es sólo expresión de su completa clari-
dad. Mas si se permanece en la parcialidad de este punto
de vista, y se cree poder descubrir las diferencias de exce-
lencia entre las lenguas únicamente por este camino, se
caerá en un error que estorbará el correcto enjuiciamien-
to del lenguaje. Para empezar es ya muy impropio querer
juzgar sobre los conceptos de un pueblo en una determi-
nada época tomándolos de su diccionario. Y no estoy
hablando ahora sólo de la evidente torpeza de quienes
pretenden hacer tal cosa basándose en las colecciones de
palabras, tan incompletas como arbitrarias, que poseemos
de tantas naciones no europeas. Me refiero a otro hecho
no menos evidente: que muchos conceptos, sobre todo de
naturaleza no sensible, que son los que sustentan en ma-
yor número ese tipo de afirmaciones, pueden estar expre-
sados por medio de metáforas desacostumbradas para no-
sotros y que por eso no reconocemos, o bien a través de
giros o locuciones más amplios. Pero, y esto es con mu-
cho lo más decisivo, tanto en los conceptos como en el
lenguaje hasta del pueblo más inculto se encuentra una
totalidad que es el correlato de la ilimitada capacidad de
configuración de la humanidad en su conjunto; todas las
cosas singulares que la humanidad es capaz de aprehender
pueden extraerse de esa totalidad sin necesidad de inter-
vención ajena; y no debe llamarse ajeno al lenguaje cuan-
to la atención, concentrada en este punto, halla indefecti-

42
blemente en su seno. De ello son prueba fáctica las len-
guas de naciones incivilizadas como las filipinas y ameri-
canas, que han sido objeto de largos estudios por parte
de los misioneros. En ellas encontramos designados inclu-
so los conceptos más abstractos sin la ayuda de expresio-
nes extranjeras. Claro está que sería del mayor interés 29
saber cómo entienden los nativos estas palabras. Pero en
cuanto que están formadas con elementos de su lengua,
tienen en cualquier caso que relacionar con ellas necesa-
riamente algún sentido análogo.
La confusión más grave, sin embargo, de cuantas con-
tiene la opinión que estamos criticando es su excesiva
inclinación a ver el lenguaje como un espacio susceptible
de ensanchamiento tan sólo en virtud de conquistas de
terrenos adyacentes, ignorando así lo más esencial y pecu-
liar de su verdadera naturaleza. Pues lo que importa no
es precisamente cuántos conceptos designa una lengua con
palabras propias. Esto se halla por sí mismo, siempre y
cuando la lengua se atenga al camino que la naturaleza le
ha marcado, y no es este el lado desde el que hay que
iniciar un juicio sobre ella. La eficacia más esencial y
verdadera de una lengua para el hombre se remonta a la
fuerza de su pensamiento y a su capacidad de crear pen-
sando, y le es inmanente y constitutiva en un sentido
mucho más profundo. Lo que hace la verdadera excelen-
cia de una lengua, lo que determina su influencia sobre el
desenvolvimiento del espíritu, son cuestiones como éstas:
el grado y medida en que favorece la claridad y correcta
concatenación de los conceptos, o en que las estorba y
dificulta; el grado y medida en que proporciona viveza
y conspicuidad a las representaciones sobre el mundo que
han hallado expresión en ella; si la eufonía de sus sonidos
logra actuar ora armoniosa y complacientemente sobre
los sentidos y el ánimo, ora en cambio con energía y
poder estimulante. Estas y otras cualidades generales, que
afectan al conjunto de los modos de pensar y de sentir,
son las que realmente importan. Y todas ellas reposan
sobre la disposición originaria de la lengua en su conjun-

43
to, sobre su composición orgánica, sobre su forma indivi-
dual. Tampoco la cultura y la civilización que intervienen
más tardíamente pasan sin efecto por encima de ellas.
A fuerza de ser usada para expresar ideas más grandes
y más nobles, la lengua gana en nitidez y precisión, su
viveza y plasticidad se depuran hacia una fantasía de ran-
go superior, y los sonidos mismos despliegan una eufonía
capaz de satisfacer el juicio y superiores exigencias del
oído experimentado. Sólo que todo este progreso e incre-
mento de la formación del lenguaje está siempre obligado
a permanecer dentro de los límites que la disposición ori-
ginaria le marca a cada lengua. Una nación puede conver-
tir una lengua imperfecta en instrumento de un desarrollo
de las ideas para el cual no habría recibido de suyo estí-
mulo de esa lengua, pero lo que no puede es suprimir las
30 limitaciones más profundamente incrustadas en ella. En
este sentido ni el desarrollo cultural más excelso es verda-
deramente operante. La lengua original asimila también
lo que accede a ella más tarde desde fuera, modificándolo
según sus propias leyes.
También desde el punto de vista de una apreciación
interna de lo espiritualmente valioso es inoportuno consi-
derar la civilización y la cultura como las cumbres más
altas a las que puede aspirar a elevarse el espíritu. Una y
otra han alcanzado en los últimos tiempos el máximo
grado y universalidad. ¿Cabe, sin embargo, afirmar que
ya por eso ha retornado la manifestación interna de la
naturaleza humana con la misma asiduidad y vigor que
advertimos por ejemplo en algunos momentos de la Anti-
güedad, o aun que haya logrado superarlos? Difícilmente
se podría dar a esta pregunta una respuesta afirmativa sin
vacilación, y menos aún por referencia a las naciones que
precisamente más han favorecido la expansión de la civi-
lización y de una cierta cultura.
La civilización es la humanización de los pueblos en
sus instituciones y usos exteriores, así como en la menta-
lidad interior relacionada con ellos. La cultura añade a
este ennoblecimiento de la vida social la ciencia y el arte.

44
Ahora bien, cuando decimos en alemán Bildung* nos
estamos refiriendo a algo que es al mismo tiempo más
elevado y más íntimo: a esa disposición del sentido que
brota del conocimiento y del sentimiento del conjunto de
las tendencias espirituales y morales y que se derrama
armoniosamente sobre la sensibilidad y el carácter.
La civilización puede originarse en el interior de un
pueblo, y dará entonces testimonio de una elevación del
espíritu que como tal no siempre es explicable. Cuando,
por el contrario, es trasplantada a una nación desde fue-
ra, puede que se extienda más deprisa, incluso que pe-
netre más por completo en todas las ramificaciones de la
vida social, pero no revertirá sobre el espíritu y el carác-
ter con la misma energía. Es un hermoso privilegio de
nuestra era más reciente estar llevando la civilización has-
ta los rincones más alejados de la tierra, estar añadiendo
este esfuerzo a toda empresa y estar aplicando su fuerza y
sus medios a este fin, incluso con olvido de otros. El
principio de la humanidad universal que anima este hecho
constituye un progreso al que sólo nuestro tiempo ha
accedido de verdad, y todas las grandes invenciones de
los últimos siglos tienen en común el intento de llevarlo a
la realidad. En esto las colonias de griegos y romanos
fueron mucho menos efectivas. Sin duda ello se debió a
la falta de tantos medios externos de comunicación entre
los países y de la civilización misma. Pero les faltó tam- 31
bien ese principio interior desde el que únicamente recibe
su verdadera vida este empeño. Poseían ciertamente un
claro concepto, hondamente afianzado en su sensibilidad
y en su mentalidad, de lo más elevado y noble de la
individualidad humana. Sin embargo la idea de valorar al
hombre tan sólo porque es tal no llegó nunca a abrirse
paso entre ellos, y menos aún el sentido de los derechos y
deberes que nacen de ello. Esta importante parcela de la

* Este término designa tanto el proceso y grado de formación de pueblos e


individuos como su fruto y reflejo objetivos, la cultura —entendida como el
patrimonio de pueblos e individuos cultos o formados—. (N. del T.)

45
moralidad general había permanecido ajena al curso de
su evolución excesivamente nacional. Cuando fundaban
una colonia no se mezclaban apenas con los nativos, sino
que más bien los desplazaban fuera de sus fronteras. Sin
embargo sus propios colonos vivieron bajo sus nuevas
circunstancias desarrollos divergentes, y así encontramos
que en Magna Grecia, Sicilia e Iberia, en países muy
lejanos, se formaron pueblos nuevos, cada uno con su
propia configuración de carácter, mentalidad política y
desarrollo científico. Los indios se cuentan entre los que
con mayor habilidad supieron estimular la fuerza de los
pueblos con los que se fundieron y hacerla fecunda. El
archipiélago índico, y en especial Java, son un notable
testimonio de ello. Pues cuando hallamos aquí elementos
indios, vemos también en general que el elemento abori-
gen se los ha apropiado y ha construido sobre ellos. Los
colonos indios, con la mayor perfección de sus institucio-
nes externas, su mayor riqueza en medios para acrecentar
el disfrute de la vida, con su arte y su ciencia, llevaban
también el hálito vivo cuya fuerza había hecho que todo
esto tomase forma entre ellos mismos.
Entre los antiguos0 las diversas tendencias de la vida
social estaban menos separadas unas de otras que entre
nosotros, de manera que no podían comunicar lo que
poseían tan al margen de su espíritu creador como hace-
mos nosotros. Como por el contrario las cosas son entre
nosotros tan distintas, y parece que nuestra civilización
contiene un poder propio que nos fuerza cada vez más en
esta dirección, la influencia que ejercemos sobre otros
pueblos impone a éstos una impronta mucho más homo-
génea, que ahoga en germen la posibilidad de que cada
uno de ellos desarrolle su propia peculiaridad allí donde
tal cosa quizá hubiese tenido lugar.

b. Corregido sobre «de ellos mismos».

46
Cooperación de individuos y naciones

8
Hasta aquí hemos venido considerando la evolución
espiritual de la especie humana en su paso por las diver-
sas generaciones, y hemos contemplado cuatro momentos
que determinan preferentemente esa evolución: la sosega-
da vida de los pueblos de conformidad con las circunstan-
cias naturales de su existencia sobre la tierra; la actividad
de los mismos, inducida ora por su intención deliberada o
por su pasión e impulso interior, ora forzada desde fuera:
migraciones, guerras, etc.; la secuencia de avances espiri-
tuales que se encadenan unos con otros como causas y
efectos; y, finalmente, esos fenómenos espirituales que
sólo hallan su explicación en la fuerza que en ellos se
manifiesta. Nos resta ahora una segunda consideración,
la de cómo se produce en cada una de las generaciones
esa clase de desarrollo que contiene en sí el fundamento
de sus avances.
La operatividad del individuo es siempre puntual, mas
en apariencia, y hasta cierto punto también en realidad,
se mueve en la misma dirección que el conjunto de la
especie, ya que, en su doble aspecto de condicionada y a
su vez condicionante, se encuentra en dependencia indiso-
luble con el tiempo tanto pasado como futuro. Ahora
bien, desde otra perspectiva, y desde una consideración
más profunda de su esencia, la dirección del individuo no
deja nunca de ser divergente respecto de la de la especie,
de manera que el tejido de la historia universal, en lo que
hace a la interioridad del hombre, se compone de estas
dos orientaciones, cruzadas y no obstante estrechamente
entretejidas.
La divergencia se advierte también en esto: con inde-
pendencia del ir y venir de las generaciones, la especie
sigue su curso conforme a sus designios, con vaivenes sin
duda, pero entre una cosa y otra, y en lo que nos es dado
observar, progresando en conjunto hacia una mayor per-
fección. El individuo por el contrario se encuentra no

47
sólo, y a veces inesperadamente y en mitad de su acción
más importante, alejándose de toda participación en tales
designios; por su conciencia interna, por sus intuiciones y
convicciones, se niega a creerse al final de su carrera.
Contempla ésta como apartada del curso del destino ge-
neral de la especie, y nace en él, incluso en vida, una
oposición entre el modo como él se ha formado a sí
mismo y esa otra configuración del mundo desde la cual
interviene cada uno en la realidad dentro de su propio
33 ámbito. Y es la disposición general de la naturaleza hu-
mana la que garantiza que tal oposición no redundará ni
en perjuicio de la evolución de la especie ni en detrimento
de la formación del individuo. La formación de sí mismo
sólo puede tener lugar al hilo de la configuración del
mundo, y los anhelos del corazón, las imágenes de la
fantasía, los lazos familiares, el ansia de fama y la alegre
confianza en el desarrollo de la semilla sembrada para los
tiempos venideros, todo esto vincula al hombre, más allá
de su vida individual, con el destino del que se aparta.
Ahora bien, en virtud de tal oposición, y en realidad
subyaciendo a ésta desde su origen mismo, se forma una
interioridad del ánimo sobre la que reposan los sentimien-
tos más grandes y sagrados. Su acción es tanto más pe-
netrante cuanto que el hombre se considera no sólo a sí
mismo sino a todos sus compañeros de especie como des-
tinados por igual a un desarrollo de sí mismos solitario
y que se extiende más allá de la propia vida; de aquí
que los lazos que unen un ánimo con otro ánimo adquie-
ran por eso mismo una significación distinta y más
elevada.
Hay matices que son de la mayor importancia para la
evolución de la humanidad toda, y que nacen del grado
diverso de elevación logrado por esa interioridad que apar-
ta al yo de la realidad en el momento mismo en que lo
ata a ella, así como del mayor o menor grado en que esa
interioridad logra imponer su dominio exclusivo. La India
proporciona un notable ejemplo tanto de la pureza a la
que dicha interioridad es capaz de llegar como de los
rudos contrastes en los que puede degenerar; la Antigüe-

48
dad de la India puede explicarse principalmente desde
este punto de vista.
Esta disposición del alma proyecta sobre el lenguaje
una influencia particular. Pues una lengua tomará un rum-
bo distinto según que la nación que la habla guste del
retirado y solitario camino de la reflexión, o que por el
contrario prefiera servirse de la comprensión mediadora
para el trasiego externo. En el primer caso lo simbólico se
entenderá de forma muy distinta; en tanto que en el se-
gundo, partes enteras del dominio del lenguaje quedarán
sin desarrollo. Pues el lenguaje ha de ser introducido, por
un sentimiento todavía oscuro y rudimentario, en los
círculos sobre los que ha de derramar su luz.
La manera como la existencia del individuo, apartada
aquí del curso continuado de la evolución de la especie
humana, acabará tal vez tornando a unirse a ella en una
región que aún no conocemos, es y seguirá siendo un
misterio impenetrable. Sin embargo el efecto causado por
el sentimiento de esta impenetrabilidad es un momento de
la mayor importancia para la formación de la interioridad
individual, pues despierta un respetuoso pudor ante lo
desconocido que resta y se muestra, una vez apartado
todo lo cognoscible. Es algo comparable al sentimiento
de la noche, cuando leves destellos dispersos de cuerpos 34
que desconocemos ocupan el lugar de lo habitualmente
visible.
También es importante esta simultánea continuidad
de los destinos de la especie y discontinuidad de las gene-
raciones por el hecho de que esta misma dualidad condi-
ciona el que para cada generación el tiempo pasado posea
una valoración diversa. Gracias al perfeccionamiento de
los medios con los que se salvaguarda el recuerdo del
pasado, las generaciones más tardías se encuentran como
frente a un escenario en el que se desarrolla un drama
más rico en matices y más profusamente iluminado. Por
otra parte, y se diría que al azar, la corriente impetuosa
de los hechos sitúa a las generaciones ora en períodos
oscuros y ominosos, ora en períodos claros, más fáciles
de atravesar. Para la consideración del individuo que vive

49
en la realidad de cada momento esta diferencia será siem-
pre menos intensa que para la consideración histórica. Le
faltan al primero elementos de comparación, no vive en
cada momento más que una parte de la evolución total,
interviene en ella con su actividad y su capacidad de dis-
frute, y los derechos del presente tienden a limar sus
asperezas. De modo semejante a como las nubes toman
forma a partir de la niebla, también las edades adquieren
sus perfiles definidos tan sólo cuando se las contempla
desde lejos. Sólo el efecto que cada edad ejerce sobre la
siguiente permite apreciar el que la anterior ha ejercido
sobre ella.
Pongamos un ejemplo. Nuestro moderno sistema edu-
cativo reposa en buena parte sobre la oposición en que
nos encontramos respecto de la Antigüedad clásica. Resul-
taría muy difícil, y algo desolador, determinar lo que
quedaría de él si hubiésemos de apartarnos de cuanto
pertenece a dicha Antigüedad. Por otra parte, si investi-
gásemos con cuidado hasta en sus menores detalles histó-
ricos el estado y circunstancias de los pueblos antiguos,
hallaríamos que no hay exacta correspondencia con la
imagen que de ellos llevamos en el alma. Lo que nos
causa una impresión más poderosa es en realidad nuestra
propia manera de ver la Antigüedad, que prende en sus
aspiraciones más grandes y más puras, que antepone el
espíritu a la realidad de sus instituciones, que pasa por
encima de los puntos discordantes y no se acerca a aque-
lla era con exigencias desacordes con la idea que ella
misma preconizaba. Y ello no obstante, nuestra manera
de entender lo peculiar de la Antigüedad clásica no es
arbitraria. Son los antiguos mismos los que fundan nues-
tro derecho a ella: ninguna otra era hubiese permitido
una acepción así. Es un profundo sentimiento de su esen-
cia lo que nos otorga la capacidad de elevarnos hasta ella.
El hecho de que entre los antiguos la realidad pasase
35 siempre con feliz facilidad a la idea y a la fantasía, y de
que ambas revirtiesen sobre ella nuevamente, es lo que
nos da derecho a situar esa era exclusivamente en este
dominio. Pues, en conformidad con el espíritu que anima

50
sus escritos, sus obras de arte y los muchos hechos en los
que proyectaron sus aspiraciones, los antiguos han descri-
to el círculo asignado a la humanidad en su más libre
desarrollo, aunque la realidad no siempre respondiese a
esto, y lo han hecho con una pureza, un sentido de la
totalidad y una harmonía tales que han logrado legarnos
una imagen capaz de influir idealmente sobre nosotros,
como naturaleza humana sublimada. Al igual que la dife-
rencia que separa a un cielo despejado de un cielo cubier-
to de nubes, su ventaja frente a nosotros radica menos en
las formas concretas que adoptaron sus vidas que en la
maravillosa luz que entre ellos se derramaba sobre aqué-
llas.
A los mismos griegos, y sin menoscabo de la influen-
cia que seguramente ejercieron sobre ellos las poblaciones
anteriores, les faltó un fenómeno parangonable con éste,
una influencia que iluminase su mundo desde lejos. En su
propia tradición poseían algo semejante en los poemas
homéricos y en la tradición de poemas posthoméricos.
Igual que para nosotros ellos son algo inexplicable, tanto
en su naturaleza como en la razón y fundamento de su
configuración, y nos proporcionan, no obstante, ejemplos
de emulación, y son para nosotros fuente de una gran
cantidad de enriquecimientos del espíritu, también para
ellos esa época es al mismo tiempo oscura y, sin embar-
go, por sus modelos excepcionales, fuente de radiante
luminosidad. Los griegos no fueron para los romanos
nada comparable a lo que han sido para nosotros. Su
efecto sobre ellos se reduce al de una nación coetánea y
de superior cultura, dotada de una literatura proceden-
te de tiempos más remotos.
En cuanto a la India, sus orígenes son demasiado re-
motos y oscuros como para permitir un juicio sobre la
influencia que su propia prehistoria ejerció sobre ella. Al
menos en los tiempos más antiguos su influencia sobre
Occidente no proviene de la forma peculiar de sus obras
espirituales, pues una influencia de esta índole no habría
desaparecido tan sin dejar huellas, sino que se limita a
una serie de opiniones, inventos y leyendas individuales

51
que lograron llegar acá. En mi libro sobre la lengua kawi
(l. er libro, pp. 1-2) he tenido ocasión de mencionar la
importancia de esta diferencia en la influencia espiritual
que unos pueblos ejercen sobre otros. A los indios su
propia Antigüedad debe habérseles aparecido en forma
semejante a como los griegos entendían la suya. Esto es
aún mucho más claro en el caso de China, por la influen-
cia y contraposición de las obras del estilo antiguo y de la
doctrina filosófica contenida en ellas.*
Dado que las lenguas, o al menos sus elementos (una
36 distinción que es preciso no desatender), se transmiten de
una edad a otra, y que sólo apartándonos por completo
del dominio de nuestra experiencia podemos hablar del
comienzo de una lengua, la relación del pasado con el
presente penetra hasta lo más profundo de su formación.
Ahora bien, las diferencias debidas al estado en que es
ubicada una edad en virtud del lugar que le conviene
entre las edades que conocemos adquieren también en las
lenguas completamente formadas una inmensa importan-
cia, por cuanto la lengua es al mismo tiempo una manera
de concebir el conjunto del modo de pensar y de sentir; el
pueblo recibe esta concepción global de manos de un
pasado lejano, y la influencia que procede de él no puede
ejercerse sin un efecto simultáneo sobre su lenguaje. Así,
nuestras lenguas actuales habrían adquirido con seguridad
en muchas de sus partes un aspecto muy distinto si, en
lugar de reposar sobre la Antigüedad clásica, fuese la
cultura india la que hubiese ejercido sobre ellas la influen-
cia principal.

El hombre individual está siempre en relación con una


totalidad: la de su nación, la del tronco al que ésta perte-

* Humboldt no llegó a conocer las sensibles diferencias existentes entre la


lengua antigua de la India (de los Vedas y la prosa védica) y el sánscrito clásico,
único que conocía directamente. (N. del T.)

52
nece, la del conjunto de la especie. Su vida, se mire como
se mire, está siempre vinculada a la socialidad, y tanto el
inferior punto de vista externo como el superior interno
vienen a confluir aquí, como hemos visto más arriba en
un caso análogo, en el mismo punto. En la existencia
meramente vegetativa del hombre sobre la tierra, la nece-
sidad de auxilio de cada uno le mueve a unirse con otros
y favorece el entendimiento por medio del lenguaje, con
el fin de hacer posibles las empresas comunes. Sin embar-
go también el desarrollo espiritual, el que tiene lugar en
lo más recóndito y solitario del ánimo, es posible tan sólo
por el lenguaje, y el lenguaje quiere ser dirigido a un ser
exterior que lo entienda." El sonido articulado escapa*
del pecho y busca despertar en otro individuo una reso-
nancia que retorne al oído. Con ello el hombre hace al
mismo tiempo el descubrimiento de que existen junto a él
otros seres con necesidades internas iguales a las suyas, y
por ello capaces de salir al encuentro de las múltiples
aspiraciones y añoranzas contenidas en sus propias sensa-
ciones. Pues la intuición de una totalidad y la búsqueda 37
urgente de la misma acompañan inmediatamente al senti-
miento de la individualidad, y se hacen más agudas a
medida que éste se incrementa, ya que en verdad el indi-
viduo porta en sí el ser conjunto de la humanidad entera,
sólo que en una única vía de posible desarrollo. No tene-
mos ni la más remota noción de una conciencia que no
sea la individual; pero esa búsqueda, y el germen de una
nostalgia inextinguible puesto en nosotros por el concepto
mismo de la humanidad, no permiten ahogar la convic-
ción de que la individualidad discreta no es sino una
manifestación de existencia condicionada de los seres do-
tados de espíritu.
La conexión del individuo con una totalidad que da

a. Tachado a continuación: «Su objetivo interno más esencial es la objetiva-


ción de las representaciones oscuras, difusamente suscitadas, en una palabra que
represente un concepto determinado. Mas esta objetividad sólo está completa
cuando la respuesta promueve la certeza de que concepto y palabra han sido
recibidos igualmente por otro ser igualmente espontáneo».
b. Tachado «por eso sólo».

53
vigor a su fuerza y a su impulso constituye, dentro de la
economía espiritual de la especie humana, si se me permi-
te esta expresión, un punto demasiado importante como
para no haber merecido aquí una mención clara y preci-
sa. La cohesión de naciones y pueblos, que es siempre y
simultáneamente la que suscita su individuación, depende
no obstante en primer término de eventos históricos, y en
buena parte también de la naturaleza de sus asentamien-
tos o de las zonas por las que se desplazan. Ahora bien,
y no es que yo desee justificar aquí este punto de vista:
por mucho que se quiera apartar toda influencia de la
coincidencia o rechazo interiores, aunque sólo sean instin-
tivos, no se puede por menos de considerar cada nación,
al margen todavía de sus condiciones exteriores, como
una individualidad humana que sigue un curso propio,
por un cauce interno del espíritu que le es peculiar. Cuan-
to más claramente comprendemos que la obra de un indi-
viduo, sea cual sea la etapa en la que se manifieste su
genialidad, sólo alcanza verdadera trascendencia y perma-
nencia en la medida en que por un lado es soportada y
empujada por el espíritu sito en la nación, y en que por el
otro logra desde su posición conferir nuevo impulso a ese
espíritu, cuanta mayor es la evidencia de este hecho, más
lo es también la de la necesidad de buscar el fundamento
que explique nuestra actual etapa cultural en estas indivi-
dualidades espirituales nacionales. La historia misma nos
muestra sus perfiles en forma muy concreta allí donde
nos proporciona datos que nos permitan enjuiciar la for-
mación cultural interna de los pueblos. La civilización y
la cultura tienden a ir eliminando progresivamente los
contrastes más agudos entre los pueblos, y aún es mayor
el éxito del empeño por dar una forma moral más univer-
sal a la formación de la interioridad de más noble y pro-
38 funda raigambre. Con esto vienen a unirse también los
progresos de la ciencia y el arte, en su búsqueda continua
de ideales universales que rompan los grilletes de las ideo-
logías nacionales. Sin embargo, por más que se busque lo
igual, tan sólo se lo hallará en espíritus diversos, y la
variedad con la que puede expresarse la peculiaridad hu-

54
mana, sin caer en una parcialidad defectuosa, es infinita.
Sin embargo es cierto que el éxito en la conquista de lo
buscado de ese modo universal depende incondicionalmen-
te de esta diversidad. Pues requiere aquella empresa el
concurso de la unidad entera e indivisa de esa fuerza cuyo
carácter de totalidad nunca hallará una explicación cabal,
pero que actuará siempre necesariamente en su más agu-
da individualidad. Y así, a la hora de intervenir en el
curso general de la formación cultural de un modo fruc-
tífero y al mismo tiempo poderoso, lo que más importa
en la nación no es tanto el éxito de las empresas científi-
cas aisladas cuanto un esfuerzo conjunto centrado en lo
que constituye el núcleo mismo de la esencia humana,
núcleo que se expresa con la más completa diafanidad en
la filosofía, la literatura y el arte, y que se derrama desde
ellas sobre el modo conjunto de imaginar y sentir del
pueblo.
En virtud de la pertenencia del individuo a la masa
que le rodea, tal como la hemos mostrado aquí, toda
actividad espiritual significativa del primero pertenece
también, aunque de modo mediato y sólo en un cierto
sentido, a aquélla. Sin embargo la existencia de las len-
guas prueba que hay también creaciones del espíritu que
en modo alguno parten de un individuo y se extienden a
los demás, sino que se deben tan sólo a la simultánea
actividad espontánea de todos y cada uno. De este modo,
y puesto que las lenguas poseen siempre una forma nacio-
nal, en ellas las naciones vienen a ser creadoras como
tales, de una manera auténtica e inmediata.
Hay que guardarse, sin embargo, de tomar esta idea
sin las restricciones que le convienen. Dado que las len-
guas están imbricadas de la forma más estrecha con la
naturaleza interna del hombre, hasta el punto de que
antes nacen de ella por su propia actividad que son gene-
radas por ella, igual motivo habría para considerar la
peculiaridad intelectual de los pueblos como obra de sus
lenguas. La verdad es que lengua y naturaleza humana
proceden ambas simultáneamente, y en recíproca confor-
midad, de la profundidad inalcanzable del ánimo. La ex-

55
periencia no nos proporciona información sobre este modo
de creación del lenguaje, ni por parte alguna se ofrece a
nuestro enjuiciamiento de ella analogía alguna. Cuando
hablamos de lenguas originarias lo hacemos porque tales
39 se lo parecen a nuestro desconocimiento de sus anteriores
componentes. Toda una cadena de lenguas enlazadas en-
tre sí se ha ido extendiendo a lo largo de milenios hasta
llegar al punto que nuestra pobre información tiene por
el más antiguo. Ahora bien, no es sólo la formación pri-
mera de una lengua realmente originaría lo que no pode-
mos explicarnos: también las formaciones secundarias de
lenguas tardías, que tan bien sabemos descomponer en
sus elementos integrantes, nos resultan, en el punto preci-
so de su generación real, inexplicables. En la naturaleza
todo lo que es acceso al ser, pero en especial el acceso al
ser de lo orgánico y vivo, se sustrae a nuestra observación.
Por muy pormenorizadamente que investiguemos los esta-
dios preparatorios, entre el último de los detectados y el
fenómeno se abre siempre el abismo que separa la nada
del algo; y lo mismo sucede con el momento en que algo
deja de ser. Todo concebir humano se encuentra siempre
a medio camino entre lo uno y lo otro.
En el dominio del lenguaje hay un período de naci-
miento de nuevas lenguas, situado en tiempos de la histo-
ria enteramente asequibles, que nos proporciona un ejem-
plo llamativo de lo anterior. Es posible reconstruir una
amplia serie de transformaciones sufridas por la lengua
romana durante la época de su decadencia y ocaso, y
añadir a ello las mezclas que aportaron los nuevos pueblos
que entraron en contacto con ella. Y sin embargo tampo-
co esto aclara realmente el nacimiento de ese germen vivo
que, bajo formas diversas, se desarrolló como organismo
de nuevas lenguas florecientes. Un nuevo principio in-
terno volvió a integrar, en cada lengua a su manera, los
miembros dispersos de la vieja estructura, y nosotros,
que nos encontramos siempre sólo en el terreno de sus
efectos, percibimos las transformaciones de aquel princi-
pio tan sólo a través de la masa de aquéllos. Esto podría
hacer pensar que es mejor abandonar este punto por en-

56
tero. Mas no es posible hacerlo, a muy poco que desee-
mos dibujar siquiera los perfiles más groseros de la evolu-
ción del espíritu humano, ya que la formación de las
lenguas, la de cada una de ellas en todas sus modalidades
de derivación o composición, es un hecho que determina
aquella evolución del modo más esencial; añádese a esto
que la formación de las lenguas nos muestra la coopera-
ción de los individuos bajo una forma que no se da en
ninguna otra parte. Nos encontramos, pues, ante una fron-
tera que ni la investigación histórica ni el libre pensamien-
to nos permiten traspasar, pero reconocer esto no nos
exime del cometido de anotar el hecho en sí, así como sus
más inmediatas consecuencias, con la mayor fidelidad po-
sible.
La primera y más natural de éstas es que el nexo que
une al individuo con el conjunto de su nación reposa en
ese punto central desde el cual la fuerza del espíritu deter- 40
mina todo pensamiento, sentido y voluntad. Pues el len-
guaje está emparentado con todo cuanto esa fuerza con-
tiene; tanto con la totalidad como con lo individual, y
nada en ella le es ni puede serle ajeno. No se limita a una
existencia pasiva, de simple recepción de impresiones/
sino que, de entre la infinita diversidad de las posibles
direcciones del intelecto, el lenguaje se guía por una deter-
minada, y en virtud de su propia actividad interna modi-
fica a su vez toda influencia que le llega desde fuera. Mas
por lo que hace a la peculiaridad del espíritu, no se la
puede considerar como algo externo y separado de ella;
por eso, y aunque no parezca así a primera vista, el len-
guaje no puede realmente enseñarse. Sólo se lo puede
despertar en el ánimo. Sólo se le puede ofrecer el hilo de
la mano del cual él puede desenvolverse por sí mismo.
Una vez que el término «creación de las naciones» ha

c. Corregido sobre «no en cambio obra de la capacidad humana completa; es


una necesidad de nuestra intelectualidad, al mismo tiempo independiente de la
voluntad, puesto que no puede ser reprimida, y no obstante un acto evidente de
la libertad».

57
quedado libre de cualquier posible malentendido,1 hay que
afirmar que eso es lo que son las lenguas, pero que al
mismo tiempo siguen siendo creaciones de los individuos,
ya que únicamente en ellos pueden engendrarse, y que lo
hacen sólo en forma tal que cada uno presupone la com-
prensión de todos los demás y que todos satisfacen esta
presunción. Podrá considerarse el lenguaje ora como una
concepción del mundo, ora como conexión entre ideas,
pues reúne en efecto ambas direcciones en su seno, pero
habrá que admitir en todo caso que reposa necesariamen-
te sobre el conjunto de la fuerza humana; nada puede ser
excluido de él, pues él lo abarca todo.
Esta fuerza que se halla en las naciones varía no sólo
de unas a otras, sino también de una época a otra den-
tro de la misma nación, y lo hace tanto por el grado
como por el camino que cada nación toma en cada época
dentro de lo que le es posible en el marco de una misma
dirección general. Ahora bien, la diversidad deberá hacer-
se visible en el resultado, el idioma, cosa que ocurre natu-
ralmente sobre todo, bien en virtud del predominio de las
influencias externas, bien de su actividad espontánea in-
terna. Y de hecho también aquí se da el caso de que, si se
efectúa una observación comparativa de la serie de las
lenguas, se logra en mayor o menor medida explicar la
estructura de unas a partir de la de otras, mas se hallan
igualmente lenguas que parecen estar separadas de las
41 demás por un verdadero abismo. Del mismo modo que
ciertos individuos pueden, por la fuerza de su peculiari-
dad, conferir al espíritu humano un nuevo impulso en
una dirección nunca antes descubierta, las naciones pue-
den tener idéntico efecto sobre la formación de las lenguas.
Existe una conexión indudable entre la estructura de
la lengua y todas las demás modalidades de actividad
intelectual. Esta conexión, en el sentido en que la contem-
plaremos ahora, consiste sobre todo en un aliento espiri-
tual vivificante que parte de la fuerza formadora de len-

1. Cfr. supra pp. 16-17 [de la edición original, cuya numeración incluimos en
los márgenes del texto]; infra § 36.

58
guaje y se participa al idioma en el acto mismo de conver-
tir el mundo en ideas, en forma tal que inspira armonio-
samente todas las partes de su dominio. Si se puede pen-
sar la posibilidad de que una lengua surja en una nación
precisamente del mismo modo como nace la palabra, con
el máximo sentido y conspicuidad, a partir de una cierta
manera de ver el mundo, representando ésta del modo
más puro y dándose a sí misma una conformación tal que
pueda entrar de la forma más liviana e incorpórea en
cada articulación posible de la idea; si se puede pensar la
génesis de un cierto idioma de este modo, fuerza será
considerar que tal idioma, mientras conserve en sí el prin-
cipio que le dio vida, suscitará en cada individuo esa
misma fuerza en esa misma dirección y con éxito siempre
parejo. La aparición de una lengua de tales características,
o que se aproxime a este ideal, en el seno de la historia
universal habrá de fundar, sin duda, una época importan-
te en el curso de la evolución humana, y justamente en
sus producciones más excelsas y maravillosas. Hay vías del
espíritu, y hay un impulso capaz de llevar a éste por aqué-
llas, que ni siquiera podrían ser imaginados antes de que
nazcan tales lenguas. Por eso ellas constituyen un verdade-
ro giro en la historia interior de la humanidad. Y si es
obligado tenerlas por la cumbre de la formación de lengua-
je, son también sin duda el punto de partida de una forma-
ción humana dotada de más alma y fantasía. En este pre-
ciso sentido es completamente correcto afirmar que la obra
de las naciones ha de preceder a las de los individuos, por
más que lo dicho hasta aquí demuestra más allá de toda
duda hasta qué punto, en las creaciones de unas y otros,
está imbricada simultáneamente la actividad de ambos.

Transición a la consideración más cercana del lenguaje

10
Hemos llegado ahora al punto en el que reconocemos
que en la formación primitiva de la especie humana las

59
lenguas constituyen la primera etapa necesaria, única que
capacita a las naciones para, a partir de ella, proseguir
cualquier dirección humana de rango superior. Las len-
guas crecen y se forman a la par que la fuerza del espíri-
42 tu, sometidas unas y otra a idénticas condiciones, y son al
mismo tiempo el principio que da vida y estímulo a esa
fuerza. Pero no es que idioma y fuerza del espíritu sigan
cada uno su curso por separado, sino que ambos son por
entero e indivisiblemente la misma acción de la capacidad
intelectual. En la medida en que, desde su interior, un
pueblo confiere libertad al desarrollo de su idioma, en su
condición de instrumento de toda actividad humana en
su seno, busca y da alcance simultáneamente a la cosa
misma, esto es, a algo distinto y superior; y cuando alcan-
za este objetivo por medio de la creación poética y de la
intuición lucubrativa, ejerce a su vez nueva influencia
sobre el idioma. Si hasta a los más primitivos, rudos e
incultos intentos del empeño intelectual les concedemos el
nombre de literatura, diremos que el lenguaje sigue siem-
pre el mismo paso que ella, y que ambos viven en la más
estrecha unión.
La peculiaridad espiritual y la conformación lingüísti-
ca de un pueblo están tan estrechamente fundidas la una
con la otra que, si estuviese dada la una, la otra debería
poder derivarse íntegramente de ella. Pues la intelectuali-
dad y el lenguaje sólo permiten y alientan formas que
respondan a una y otro. El lenguaje es, puede decirse, la
manifestación externa del espíritu de los pueblos. La len-
gua de éstos es su espíritu, y su espíritu es su lengua:
nunca los pensaremos suficientemente idénticos. La ver-
dadera manera como ambos coinciden en una fuente co-
mún, inasequible a nuestros conceptos, permanece para
nosotros oculta e inexplicable. Mas sin querer tomar deci-
siones sobre la prioridad del uno o de la otra, estamos
obligados a considerar que el auténtico principio explica-
tivo, lo que realmente funda y determina la diversidad de
las lenguas, es la fuerza espiritual de las naciones, pues
ella es lo único que se nos muestra como vivo y activo

60
por sí mismo, en tanto que la lengua tan sólo se adhiere
a ella. Pues en la medida en que también ésta se nos
manifiesta como activa y creadora por sí misma, trascien-
de el dominio de los fenómenos y se nos pierde en una
entidad ideal. Es verdad que históricamente nunca tene-
mos ante nosotros otra cosa que el hombre real que ha-
bla, pero eso no nos exime de mantener presente la verda-
dera realidad de las cosas. Nosotros distinguimos entre
intelectualidad y lenguaje, pero en la realidad tal escisión
no existe. Si bien imaginamos con razón el lenguaje como
algo superior, lo cual nos impide equipararlo con las de-
más obras de los hombres y con los otros productos de su
espíritu, esto no sería así si la fuerza espiritual del hom-
bre se nos mostrase no sólo en fenómenos aislados y 43
singulares, sino en su esencia misma, saliéndonos al en-
cuentro a plena luz desde su profundidad insondable, y si
de este modo pudiésemos percibir la trabazón de la indi-
vidualidad humana, ya que también el lenguaje va más
allá de la escisión de los individuos. Pero, a efectos prác-
ticos, lo que importa es sólo esto: no contentarse con
ningún principio explicativo de las lenguas que permanez-
ca en un nivel inferior, ascender hasta este principio su-
premo y último, y tener por punto fijo de toda conforma-
ción espiritual el axioma de que la estructura de las len-
guas en la especie humana es distinta porque y en la
medida en que ella es en sí misma la peculiaridad espiri-
tual de las naciones.
Si procedemos ahora, como no podemos por menos,
a contemplar más de cerca el modo como se muestra esta
diversidad en la configuración de cada estructura lingüís-
tica, ya no podremos querer aplicar a las características
de cada lengua una investigación de la peculiaridad espi-
ritual correspondiente planteada en aislado y por sí mis-
ma. Pues lo que llevarnos dicho nos obliga a remontarnos
a épocas tan remotas que de ellas, y de las naciones de
ese momento, no tenemos otra noticia que su lenguaje; ni
siquiera sabemos seguro qué pueblo debemos imaginar
tras cada lengua, ni cuál sería su procedencia o contactos.

61
El zend,* por ejemplo, es para nosotros realmente la len-
gua de una nación que sólo por vía de conjeturas pode-
mos determinar con alguna precisión.
Sin embargo, de entre el conjunto de las manifestacio-
nes por las que se hacen reconocibles el espíritu y el ca-
rácter, el lenguaje es sin duda la única que nos permite
llegar hasta sus más secretos pasos y recovecos. Si, por lo
tanto, tomamos las lenguas como fundamento para expli-
car el progresivo desarrollo del espíritu, habremos de con-
siderarlas nacidas de la peculiaridad intelectual, pero ha-
bremos de buscar la naturaleza de ésta tan sólo en la
estructura de cada una de aquéllas. Si queremos llevar
nuestras presentes consideraciones hasta un final conse-
cuente, deberemos ahora ocuparnos más de cerca de la
naturaleza de las lenguas, así como de la posibilidad de
sus diversidades y de cómo éstas revierten sobre dicha
naturaleza, pues sólo así enlazará el estudio comparativo
de las lenguas con su punto de referencia último y superior.

Forma de las lenguas


11
"En cualquier caso, si se desea proseguir con éxito el
camino señalado más arriba, es preciso iniciar una nueva

a. Tachado antes: «Si quisiéramos indagar aquí el conocimiento de la fuerza


del espíritu nacional al margen del lenguaje, no sólo iniciaríamos una empresa
imposible, sino que sería ya también vano tener esa fuerza por principio supremo
de explicación de las lenguas, por irrefutable que por lo demás sea esta idea. En
épocas tan remotas como aquéllas a las que nos vemos devueltos en las considera-
ciones presentes no tenemos otro conocimiento de las naciones que el que nos
proporcionan sus lenguas. Mas fueran cuales fuesen los datos de otra naturaleza
que lográramos reunir sobre su carácter intelectual, los aspectos que aquí entran
en consideración sólo pueden obtenerse de sus efectos, esto es, de la estructura de
las lenguas. Tampoco hay círculo vicioso en el propósito de entender ésta como
obra de la fuerza espiritual de un pueblo y querer conocer ésta a partir de aquélla.
Pues dado que aquella fuerza peculiar sólo se despliega con la ayuda y guía del
lenguaje, la lengua no podrá exhibir otra impronta que la suya».
* Nombre que se dio al comienzo a la lengua del Avesta (libro sagrado de los
parsis), algunas de cuyas ediciones dotadas de comentarios explicativos se han
transmitido bajo el término «Zend-Avesía». Se trata de una lengua iraní antigua,
probablemente de origen nororiental. (N. del T.)

62
orientación en la investigación científica. Se debe conside-
rar la lengua no tanto como un producto inerte sino so- 44
bre todo como producción; abstraer en mayor medida de
su acción designadora de objetos, y mediadora de la com-
prensión, y remontarse con mayor celo hasta su origen,
tan estrechamente unido a la actividad interior del espíri-
tu, y a la influencia que ejercen el lenguaje sobre ésta y
ésta sobre aquél. Los progresos que el estudio del lengua-
je debe al éxito de la investigación en los últimos decenios *
hacen más fácil una visión de conjunto de dicho estudio/
Ahora podemos acercarnos mejor al objetivo de indicar
en concreto los diversos caminos por los cuales avanza
hacia la perfección la empresa de la generación de lengua-
je por la humanidad, en los muchos grupos de pueblos de
tan variadas maneras divididos, aislados o conectados en-
tre sí. En esto justamente se hallan tanto la causa de la
diversidad de estructura de las lenguas humanas como su
influencia sobre la evolución del espíritu, es decir, el ob-
jeto cabal del que queremos ocuparnos.
En el comienzo mismo de esta vía de investigación nos
sale, sin embargo, al paso una gravosa dificultad. La
lengua nos muestra una inmensidad de hechos singulares,
de palabras, reglas, analogías y excepciones de todo tipo;
cuando intentamos enjuiciar esta masa de datos y compa-
rarla con la unidad de nuestra imagen de la fuerza espiri-
tual humana, no es menguada la perplejidad en la que
nos encontramos, pues dicha masa, con independencia de 45
la ordenación que le ha sido ya impuesta, se muestra ante
nosotros como un caos que nos sume en la mayor confu-
sión. Aun estando en posesión de todos los datos necesa-
rios concernientes a léxico y gramática de dos troncos
lingüísticos importantes, como son el sánscrito y el semí-
tico, esto no nos ayudará en exceso en nuestro intento de

b. Corregido sobre «de algunas cabezas excelentes, de inmejorable disposición


para ello, entre las cuales corresponde el primer puesto a Grimm y a Bopp».
c. Tachado: «No sólo se han expuesto las analogías de los troncos lingüísticos
más importantes en su conjunto, sino que se han explorado también los orígenes
de los fenómenos hasta la peculiaridad y afinidades de cada uno de los sonidos. Es
pues finalmente posible reunir todo esto en las formas simples de las lenguas y».

63
delinear el carácter de cada una de estas familias de len-
guas con rasgos tan simples que no sea ya difícil compa-
rar ambas con provecho, y determinar el lugar que a una
y otra corresponde dentro de la empresa universal de la
generación de lenguaje, según su relación con la fuerza
espiritual de las naciones. Este objetivo requiere todavía
una nueva indagación de las fuentes comunes de las diver-
sas peculiaridades, y que se reúnan los rasgos dispersos
para formar la imagen de un todo orgánico. Sólo así se
obtendrá un apoyo en el cual fijar y retener los hechos
singulares/ Si, por lo tanto, se aspira a comparar de
manera provechosa lenguas distintas por referencia a su
estructura característica, habrá que explorar con gran cui-
dado la forma de cada una y cerciorarse así del modo
como resuelve cada una los principales problemas que
constituyen el cometido de toda producción de lenguaje.
Como, sin embargo, la investigación sobre el lenguaje
acostumbra a servirse de esta expresión de la «forma»
con sentidos diferentes, me parece conveniente explicar con
alguna extensión el sentido en que deseo verla aquí enten-
dida. Esto es tanto más importante cuanto que ahora no
estamos hablando del lenguaje en general, sino de las
lenguas de diversas poblaciones concretas, así que impor-
tará también determinar qué queremos decir cuando ha-
blamos de una lengua, en oposición por una parte al
tronco lingüístico y por la otra al dialecto; e igualmente
hay que saber qué quiere decir «una» lengua, puesto que
una misma lengua experimenta en el curso del tiempo
cambios esenciales.

12
El lenguaje, considerado en su verdadera esencia, es
algo efímero siempre y en cada momento. Incluso su re-

d. Tachado: «y de hecho las lenguas, en cuanto que surgen del organismo de


las fuerzas del alma, pueden ser tratadas conforme a las leyes de los seres or-
gánicos».

64
tención en la escritura no pasa de ser una conservación
incompleta, momificada, necesitada de que en la lectura
vuelva a hacerse sensible su dicción viva. La lengua mis- 46
ma no es una obra (ergon) sino una actividad (energeia).
Por eso su verdadera definición no puede ser sino genéti-
ca. Pues ella es el siempre reiniciado trabajo del espíritu
de volver el sonido articulado capaz de expresar la idea.
Tomado en un sentido inmediato y estricto, esto es la
definición de cada acto de hablar; lo que ocurre es que en
un sentido verdadero y esencial la lengua no puede ser
otra cosa que la totalidad de este hablar. Pues en el caos
disperso de palabras y de reglas que acostumbramos a
denominar una lengua, tan sólo está dado el producto
singular que arroja cada acto de hablar, y ni siquiera éste
lo está en forma completa, pues también él requiere un
nuevo trabajo que reconozca en él el modo del hablar
vivo y arroje una imagen verdadera de la lengua viva.
Justamente lo más elevado y sutil es lo que no se percibe
en esos elementos por separado; sólo en el hablar trabado
se lo puede percibir o intuir (lo que prueba nuevamente
que el lenguaje propiamente dicho está en el acto real de
producirlo). Toda investigación que aspire a penetrar la
esencia viva del lenguaje deberá tomar ese hablar trabado
por lo primero y verdadero. Su dislocación en palabras y
reglas no es más que el torpe producto inerte de la des-
composición científica.
Calificar las lenguas de trabajo del espíritu es una
manera de expresarse totalmente correcta y adecuada, en-
tre otras cosas por el hecho de que la existencia del espí-
ritu en general sólo puede ser pensada en actividad y
como actividad." El análisis y descomposición de su estruc-

a. Tachado: «Se debe, no obstante, evitar la equivocación de representarse a


este respecto un trabajo realizado conscientemente, y que procedería paso a paso
hasta en el pormenor del proceso. Esto no se aviene en absoluto con el lenguaje, y
si se desea poner de relieve este aspecto de su espontaneidad, no reductible a
explicación, no se lo debe considerar como un trabajo o actividad, sino que,
atendiendo a su condición de formación instantánea, puede denominárselo emana-
ción involuntaria del espíritu. No es tanto una obra de las naciones cuanto un don
de su propio destino interior; lo poseen sin saber cómo lo han formado. La lengua
puede e incluso debe ser considerada como la manifestación externa del espíritu de

65
tura, a los que ineludiblemente nos obliga su estudio, nos
47 fuerzan incluso a entender las lenguas como procedimien-
tos de avanzar hacia determinados fines con determinados
medios, y en consecuencia como verdaderas formaciones
producidas por las naciones. Y, como ya más arriba' nos
hemos cuidado de prevenir suficientemente cualquier mal-
entendido que pudiera suscitarse en este punto, entende-
mos que las expresiones utilizadas no pueden ya hacer
daño a la verdad.
Más arriba (vid. p. 39) he advertido que al estudiar
el lenguaje nos encontramos siempre, por así decirlo,
situados en mitad de la historia, y que ninguna de las
naciones o de las lenguas que conocemos podría reclamar
para sí el título de originaria. Puesto que toda lengua
recibe de las generaciones anteriores una materia proce-
dente de tiempos que no podemos vislumbrar, la actividad
del espíritu que, según veíamos, genera desde sí la expre-
sión de las ideas, está referida en todo momento al mis-
mo tiempo a algo ya dado, de suerte que no es actividad
puramente creativa sino también transformadora de lo ya
existente.
Pues bien, el efecto de ese trabajo es constante y ho-
mogéneo. Pues es siempre una misma fuerza espiritual la
que lo realiza, con un margen de diversidad sólo limitado,
de extensión más bien estrecha. Su objetivo es el recípro-
co entendimiento. Por eso nadie debe hablar a otro dife-
rentemente de como, bajo las mismas circunstancias, ese
otro le hablaría a uno. Añádese a esto que la materia
heredada no sólo es la misma, sino que, siendo su origen
también común, se encuentra en estrecha afinidad con la
orientación y dirección del espíritu. Pues bien, ese elemen-
to constante y homogéneo que subyace a este trabajo del
espíritu, por el cual el sonido articulado es elevado a
expresión de las ideas, aprehendido de la forma más ca-

los pueblos; su lengua es su espíritu, y su espíritu es su lengua; nunca se pensará


estos dos extremos como suficientemente idénticos. Ya más arriba hemos tenido
ocasión de caracterizar el lenguaje de este modo y más pormenorizadamente (p. 40),
cuando intentábamos determinar la parte que corresponde a individuos y naciones
en su nacimiento».
1. Pp. 16, 17, 40, 41-43, y más adelante § 35.

66
bal posible en su interna trabazón, y expuesto con siste-
ma, eso es lo que constituye la forma de la lengua.
En esta definición la forma de la lengua muestra ser
una abstracción construida por la ciencia. Sería, no obs-
tante, equivocado tenerla también en sí misma por un
ente de razón desprovisto de existencia. Pues de hecho
ella es más bien el impulso, por entero individual, en
virtud del cual una nación da vigencia en el lenguaje a
ideas y sensaciones. Sólo porque nunca nos es dado per-
cibir este impulso en la totalidad indivisible de su empuje,
sino que tan sólo lo vislumbramos en cada una de sus
obras singulares, no tenemos más remedio que reunir la
homogeneidad de sus efectos en un concepto general iner- 48
te. En sí mismo ese impulso es uno y vivo.
La dificultad de algunas de las investigaciones lingüís-
ticas más importantes y sutiles radica justamente en que
de la impresión de conjunto de una lengua emana un algo
que se percibe y se siente del modo más claro y convincen-
te, pero que, ello no obstante, fracasan todos los intentos
de expresar y exponer ese algo en concreto y de una
manera suficientemente completa, así como de delimitar-
lo por medio de conceptos precisos. También aquí habre-
mos de vérnoslas con esa dificultad. La forma caracterís-
tica de cada lengua está presente hasta en sus más nimios
elementos; todos ellos son determinados de algún modo
por aquélla, por imperceptible que esto pueda parecer en
cada caso. Y sin embargo casi nunca logramos elucidar
puntos de los que quepa afirmar que dicha forma les es
individual y decisivamente inherente. Cuando se recorre
una lengua se hallan en ella muchas cosas que podríamos
imaginar también distintas, sin que ello afectase a la esen-
cia de su forma, y así, para recuperar ésta, nos vemos
nuevamente devueltos a la impresión de conjunto. Mas
en ésta ocurre exactamente lo contrario: la más resuelta
individualidad salta a la vista con toda nitidez, y se impo-
ne al sentimiento sin ambages. En esto la comparación de
las lenguas con los rostros humanos tal vez sea la menos
desacertada. En efecto, en ambos casos nos hallamos in-
negablemente ante una individualidad; descubrimos seme-

67
janzas, pero ninguna medición ni descripción de las par-
tes, ni por separado ni en conjunto, sería capaz de encerrar
en un concepto la peculiaridad de cada uno. Ésta repo-
sa en el conjunto, y también sin duda en la manera indi-
vidual como lo percibe cada uno, de modo que cada
fisonomía parece diferente a observadores diversos.
Como el lenguaje, se lo mire desde el lado que se lo
mire, es siempre la emanación espiritual de una vida na-
cionalmente individual, ambos caracteres habrán también
de hallarse en él. Por mucho que nos obstinemos en apli-
carle esto o aquello, en tomarlo por encarnación de tal o
cual cosa, en individualizar y descomponer dentro de él,
siempre quedará un resto desconocido, y este residuo que
escapa y se sustrae a toda manipulación es justamente lo
que hace que la lengua sea una unidad y el hálito de un
ser vivo. Así las cosas, la exposición de la forma de una
lengua cualquiera en el sentido aquí indicado nunca se
logrará por entero, sino sólo cada vez en una cierta medi-
da, aunque de seguro bastará para facilitar la visión del
conjunto. Esto no significa, sin embargo, que el concepto
expuesto aquí no obligue al investigador a seguir una
49 determinada vía a la hora de rastrear los secretos de una
lengua y de poner de manifiesto su esencia. Si no se
atiene a ella, deberá inevitablemente descuidar muchos
aspectos de la investigación, dejar inexplicadas muchas
cosas que son explicables, y tener por aislado lo que for-
ma parte de un nexo vivo.
De todo lo expuesto se infiere sin dificultad que bajo
forma del lenguaje no debe entenderse tan sólo la llama-
da forma gramatical. La diferencia que acostumbramos a
hacer entre gramática y vocabulario puede ser de utilidad
práctica a la hora de aprender una lengua, pero no debe
prescribir a la verdadera investigación del lenguaje ni sus
límites ni sus reglas. El concepto de la forma de las len-
guas va mucho más allá de las reglas por las que se traba
el discurso, y aun de las que presiden la formación de las
palabras, al menos en la medida en que bajo estas últimas
suele comprenderse la aplicación de categorías lógicas uni-
versales como acción y resultado, sustancia, accidente,

68
etc. a las raíces y palabras básicas. El concepto de la
forma tiene su más auténtica aplicación en el dominio de
la formación de las propias palabras básicas y conviene
de hecho aplicarlo preferentemente a él, si es que se aspi-
ra a conocer de verdad la esencia de la lengua.
Naturalmente a la forma se le opone una materia.
Pero para hallar la materia correspondiente a la forma de
la lengua hay que traspasar las fronteras del lenguaje.
Dentro de éstas algo sólo puede llamarse materia relativa-
mente, como materia que se opone a lo que en cada caso
se considera forma, por ejemplo, las palabras básicas por
referencia a la declinación. En cambio, en otras correla-
ciones, lo que aquí es materia se reconocerá allá como
forma. Una lengua puede, por ejemplo, tomar prestadas
palabras de otra distinta, y servirse de ellas realmente
como de una materia. También en este caso esas palabras
sólo serán materia por referencia a la lengua que las toma
prestadas, pero no en sí mismas. En un sentido absoluto,
dentro del lenguaje no puede haber materia sin forma, ya
que todo en él está orientado hacia un fin determinado,
la expresión de las ideas, y que éste su trabajo comienza
ya en su primer elemento, el sonido articulado, que viene
a ser tal justamente por la forma que recibe.* La verdade-
ra materia del lenguaje es por una parte el sonido en
general, por la otra el conjunto de las impresiones sensi-
bles y de los movimientos espontáneos del espíritu que
preceden a la formación del concepto con ayuda del len-
guaje.
Se entiende pues por sí mismo que, si se quiere perfi-
lar la idea de la forma de una lengua, hay que dedicar
una atención particular a la naturaleza real de sus sonidos.
El estudio de la forma de una lengua empieza con su 50
alfabeto, y éste seguirá considerándose base fundamental
en la exploración de todas las demás partes. Y, en gene-
ral, el concepto de la forma no rechaza de sí nada fáctico
e individual; antes al contrario, todo cuanto precisa una
fundamentación sólo y realmente histórica, así como lo

b. Tachado: «(orientación voluntaria del espíritu)».

69
más individual de todo, queda aprehendido y encerrado
en este concepto. Más aún, sólo siguiendo esta dirección
se podrán recoger en la investigación con verdadera segu-
ridad los detalles singulares, ya que de otro modo corren
fácilmente peligro de pasar inadvertidos. Claro está que
esto obliga a una investigación penosa a fuer de meticulo-
sa, cuidadosa de lo elemental hasta extremos pedantes.
Pero es que la impresión total de una lengua reposa pre-
cisamente con frecuencia sobre detalles nimios, y nada se
compadece peor con su estudio que el intento de conten-
tarse con sólo lo grandioso, espiritual y predominante.
Detenerse en cada sutileza gramatical, desmembrar cada
palabra en sus componentes, son cosas necesarias si no se
quiere estar expuesto a todo género de errores a la hora
de hacer juicios.
Entretanto habrá quedado claro que en el concepto de
la forma de una lengua no se debe introducir ningún
hecho singular como hecho aislado, sino sólo en la medi-
da en que permita descubrir en él un método de hacer
lenguaje. La exposición de la forma debe volver reconoci-
ble la vía específica que tomó la lengua, y con ella la
nación, para expresar las ideas. Y hay que ser capaz de
comprender también el modo como la lengua se compor-
ta respecto de otras lenguas, tanto en el marco de los
fines específicos que le vienen señalados como en su efec-
to retroactivo sobre la actividad espiritual de la nación.
Pues una lengua es por su naturaleza una determinada
manera de concebir como unidad espiritual esos elemen-
tos lingüísticos que por referencia a ella han de conside-
rarse como su materia. Cada lengua contiene una unidad
espiritual, y es en virtud del efecto integrador de ésta
como cada nación hace suya la lengua que ha heredado
de sus mayores. Esta misma unidad debe pues reflejarse
en la exposición. Y sólo si el estudio logra elevarse desde
los elementos dispersos hasta esa unidad, obtendrá tam-
bién un concepto verdadero de la lengua misma; pues es
claro que, sin este procedimiento, se correría el riesgo de
no poder siquiera reconocer en los elementos lo que hace

70
su verdadera peculiaridad, ni en consecuencia comprender
lo que realmente los une unos a otros.
Anticipemos en este punto que la identidad, y por lo 51
mismo el parentesco entre las lenguas, ha de reposar so-
bre la identidad y parentesco de sus formas, ya que el
efecto sólo puede ser igual a la causa. La forma es, pues,
la única que decide con qué otras lenguas está en relación
de parentesco genealógico una lengua determinada. Esto
es de inmediata aplicación al kawi. En efecto, por nume-
rosas que sean las palabras sánscritas que haya incorpo-
rado, no por eso deja de pertenecer al tronco malayo.
Las formas de varias lenguas pueden confluir en una for-
ma de carácter más general, y esto es lo que efectivamen-
te ocurre con las de todas las lenguas. Pues todas parten
siempre de lo más general: de la naturaleza y relaciones
de las representaciones que necesariamente subyacen a la
designación de los conceptos y a la conjunción del discur-
so; de la identidad de los órganos de la fonación, cuya
disposición y naturaleza sólo admite una cantidad limita-
da de sonidos articulados; y finalmente de las relaciones
que presiden la correlación entre determinados sonidos
consonanticos y vocálicos y ciertas impresiones sensibles,
y que son motivo de que entre lenguas sin afinidad genea-
lógica se produzcan, sin embargo, designaciones coinci-
dentes. Tan maravillosa es en el lenguaje la individualiza-
ción dentro de la universal coincidencia, que con idéntico
motivo podría afirmarse que el género humano en su
conjunto no habla sino una sola lengua, y que cada hom-
bre individual posee la suya propia.
De entre las afinidades entre lenguas basadas en ana-
logías más estrechas destaca sobre las demás la que tiene
su origen en el parentesco genealógico de las naciones.
No es éste el lugar de determinar la intensidad y natura-
leza de esta analogía que bastarían para fundar la hipóte-
sis del parentesco genealógico allí donde los hechos histó-
ricos no hablan por sí mismos. Aquí nos contentaremos
con aplicar a las lenguas genéticamente emparentadas el
concepto de forma del lenguaje desarrollado más arriba.
Y de lo anterior se infiere naturalmente que, en este caso

71
particular, la forma de las diversas lenguas emparentadas
entre sí deberá ser también reconocible en la del tronco
completo. En ninguna de ellas puede estar contenido nada
que no esté en consonancia con la forma más general;
más bien es de esperar que por regla general se encuentre
en ésta, al menos insinuado de una u otra forma, lo que
constituye las peculiaridades de las lenguas singulares. En
toda familia de lenguas se hallará sin duda siempre algu-
na que conserve con mayor pureza, y en mayor grado que
las demás, la forma originaria. Pues estamos hablando
aquí únicamente de lenguas nacidas las unas de las otras,
lo cual significa que estamos ante una materia (y recorde-
mos que, de acuerdo con lo expuesto más arriba, este
52 concepto debe tomarse siempre y sólo en sentido relativo)
realmente dada, que pasa de un pueblo a otro en una
determinada secuencia, aunque pocas veces nos es dado
conocer ésta con exactitud, y que en este proceso experi-
menta diversas transformaciones. Ahora bien, dada la
similitud en la manera de formar representaciones e ideas,
motivada por la identidad de la fuerza del espíritu que las
produce, y dada asimismo la identidad de los órganos
fonadores y de los usos prosódicos trasmitidos, y conside-
rando finalmente que las influencias procedentes del exte-
rior son en buena parte históricamente coincidentes, es de
esperar que las mencionadas transformaciones no dejen
de presentar a su vez estrechas afinidades.

Naturaleza y constitución del lenguaje en general

13
Hemos visto que las diferencias entre las lenguas se
deben a la forma de las mismas, y que ésta está en la más
estrecha relación con la disposición espiritual de cada na-
ción, así como con esa fuerza que penetra en ellas en el
momento de producir lenguaje o nuevas concepciones.
Es momento, pues, de desarrollar estos conceptos porme-
norizadamente, y de dedicar nuestra atención al menos a

72
algunas de las líneas maestras del lenguaje. Me concentra-
ré para ello en las que poseen consecuencias más trascen-
dentales, porque ellas son las que con más claridad nos
muestran cómo influye la fuerza interior en el lenguaje, y
cómo éste revierte a su vez en ella.
A la hora de reflexionar sobre el lenguaje en general,
así como a la de analizar una lengua en particular, salen
a la luz dos principios claramente distintos entre sí: la
forma fónica, y el uso que de ella se hace para designar
los objetos y enlazar las ideas entre sí. Este último nace
de las exigencias que el pensamiento vincula con el lengua-
je, de las cuales nacen también las leyes generales de éste;
por eso esta parte, en su orientación originaria y con la
sola limitación que impone la peculiaridad de las disposi-
ciones naturales del espíritu de los hombres y de su evo-
lución ulterior, es la misma en todos los hombres en cuan-
to que tales. Por el contrario la forma fónica es el princi-
pio realmente constitutivo y director de la" diversidad de
las lenguas, tanto en sí misma como en virtud de la fuer-
za impulsora, o de la resistencia inhibidora, con que sale
al encuentro de las* tendencias interiores del lenguaje.
Dicha forma, como parte del conjunto del organismo hu-
mano que se encuentra en estrecha relación con la fuerza
interior del espíritu, lo estará también naturalmente con
el conjunto de las disposiciones de la nación; sólo que el
modo y el fundamento de esta unión permanecen envuel-
tos en unas tinieblas que apenas disiparía iluminación 53
alguna. De estos dos principios, junto con la intimidad de
su recíproca interpenetración, nace pues la forma indivi-
dual de cada lengua. Ellos son también los puntos que el
análisis lingüístico ha de proponerse elucidar, mostrando
su conexión. Para eso lo más importante es que la empre-
sa esté presidida por una acepción del lenguaje correcta y
que le haga justicia en todo, que comprenda sobre todo
la profundidad de su origen y la extensión de su dominio.

a. Tachado: «individualidad, y por lo tanto de».


b. Tachado: «generales».

73
En la conquista de una acepción tal habremos de demo-
rarnos, pues, ahora/

14
En lo que sigue tomaré el procedimiento en el que
consiste cada lengua en su sentido más amplio, no sólo en
su relación con el discurso y con su acervo de elementos
para construir las palabras, que son su producto inmedia-
to, sino también en su relación con la capacidad de pen-
sar y sentir. El objeto de nuestra consideración es la tota-
lidad del camino por el que el lenguaje, partiendo del
espíritu, revierte en él.
El lenguaje es el órgano que forma la idea. La activi-
dad intelectual, por entero interior y que en cierta manera
pasa sin dejar huella, se vuelve exterior en el discurso
gracias al sonido, y con ello perceptible a los sentidos.
Por eso actividad intelectual y lenguaje son uno e indivi-
sibles. Mas aquélla contiene también en sí misma la nece-
sidad de entrar en unión con el sonido lingüístico; de otro
modo el pensamiento no alcanzaría nitidez, ni la represen-
tación se volvería concepto. La unión indivisible de idea,
órganos de la fonación y oído con el lenguaje tiene su
raíz en la disposición originaria de la naturaleza humana,
no susceptible ya de ulterior explicación. En cambio la
coincidencia de sonido e idea salta a la vista con toda
claridad. Del mismo modo que la idea, semejante a un
rayo o a un impulso, reúne en un solo punto la capacidad
toda de formar representaciones y excluye todo lo demás,
también el sonido proyecta su resonancia con el más níti-
do perfil de la unidad. Igual que la idea se apodera del
ánimo entero, también el sonido posee una fuerza espe-
cial, penetrante, capaz de hacer vibrar todos los nervios.
Lo que distingue al sonido de todas las demás impresio-

c. Tachado: «Pero antes de adentrarme por esta senda deberé añadir algunas
palabras sobre el lenguaje en general, sobre su acto más simple y sobre la exten-
sión de su totalidad».

74
nes sensoriales reposa sin duda sobre el hecho de que el
oído (y esto no siempre es igual en los demás sentidos, o 54
al menos no en la misma medida) percibe una sensa-
ción de movimiento, incluso, en el caso del sonido proce-
dente de la voz, una verdadera acción, y que esta acción
procede a su vez del interior de un ser vivo: si el sonido es
articulado, procede de un ser inteligente, y, si no lo es, de
un ser con sensibilidad. Y del mismo modo que el pensa-
miento, en sus relaciones más humanas, es anhelo de salir
de la oscuridad a la luz, de la limitación a la infinitud,
también el sonido fluye desde las profundidades del pecho
hacia fuera, y halla en el aire, el más delicado y liviano
de todos los elementos, un material que se le adecúa ma-
ravillosamente y que le sirve de vehículo; su aparente
incorporeidad hace que incluso los sentidos vean en él un
correlato del espíritu. La cortante nitidez del sonido lin-
güístico le es indispensable al entendimiento para la apre-
hensión de los objetos. Pues tanto las cosas de la natura-
leza exterior como las actividades que nacen de su interior
acceden al hombre dotadas de rasgos diversos que se le
ofrecen en simultaneidad. El hombre en cambio quiere
poder comparar, dividir y reunir, y cuando persigue obje-
tivos más elevados, busca dar forma a una unidad cada
vez más abarcante. Por eso quiere también aprehender
los objetos como unidades determinadas," y favorece la
unidad del sonido como forma de ocupar el lugar de
aquéllas. Ahora bien, esta unidad del sonido en manera
alguna reprime las otras sensaciones que producen los
objetos tanto al sentido externo como al interno; antes al
contrario, se vuelve soporte de todas ellas, y añade a su
propia disposición, que es individual y que en su natura-
leza se corresponde con la del objeto, pero tal como lo
aprehende la sensibilidad individual del hablante, le aña-
de, digo, una nueva impresión, la designativa.
Al mismo tiempo la aguda nitidez del sonido hace

a. Tachado: «Esta acepción no se aplica a ningún otro sentido en el grado y


con la perfección con que el oído responde a la cortante nitidez del sonido».

75
posible una cantidad no determinable de modificaciones*
que se muestran a la imaginación claramente diferencia-
das, y cuya reunión en modo alguno las confunde, y esto,
aunque pueda darse también en otras formas de impresio-
nar la sensibilidad, no se da en ninguna en un grado
comparable. Dado que el empeño intelectual no sólo ocu-
pa el entendimiento, sino que mueve al hombre entero,
también esto se ve especialmente favorecido por el sonido
de la voz. Pues ese sonido vivo surge del pecho como el
aliento mismo de la existencia, y acompaña, incluso sin
55 lenguaje, el dolor y la alegría, el horror y el deseo, e insu-
fla la vida a la que debe su origen en el sentido que la
recoge; también el lenguaje reproduce junto con el objeto
representado la sensación provocada por éste, reuniendo
en actos siempre reiterados el mundo con los hombres, o
dicho en otras palabras, la actividad espontánea de éstos
con su receptividad. Y finalmente es también correlato
del sonido lingüístico la posición erecta del hombre, nega-
da a los animales y suscitada en cierto modo por aquél.
Pues el habla no quiere perderse sordamente absorbida
por el suelo; al contrario, quiere salir libremente de los
labios y derramarse en aquél a quien va dirigida, gusta de
la compañía de la expresión de la mirada y del rostro, así
como de la gesticulación de las manos, y quiere en fin
rodearse de todo cuanto hace que el hombre merezca la
calificación de humano.
Tras este examen provisional de la adecuación del so-
nido a las operaciones del espíritu podemos volvernos ya
más detenidamente al nexo que existe entre pensamiento
y lenguaje. La actividad subjetiva forma en el pensamien-
to un objeto. Pues ninguna clase de representación puede
concebirse como mera contemplación receptiva de un ob-
jeto que existe previamente. La actividad de los sentidos
ha de unirse con la acción interna del espíritu en una

* En Humboltd los términos «.modifizieren, Modifizierung» no significan «al-


terar, transformar», sino el que algo se dé o se concite bajo una determinada
«modalidad» diferenciadora; deben, pues, tomarse en el sentido etimológico de
«modum faceré», «hacer o determinar el modo». (N. del T.)

76
síntesis, y de esta unión se desprende la representación, la
cual se opone entonces a la fuerza subjetiva como objeto,
y retorna a ella bajo esta nueva percepción. Mas para
esto es indispensable el lenguaje. Pues al abrirse paso en
él el empeño espiritual a través de los labios, su producto
retorna luego al propio oído. De este modo la representa-
ción se traduce en objetividad genuina, sin por eso des-
prenderse de la subjetividad. Sólo el lenguaje puede hacer
esto. Y sin esta permanente conversión en objetividad
que retorna al sujeto, callada pero siempre presupuesta
allí donde el lenguaje entra en acción, no sería posible
formar conceptos ni por lo tanto pensar realmente. De
manera que, aun al margen de la comunicación de hom-
bre a hombre, el hablar es condición necesaria del pensar
del individuo en apartada soledad.
Sin embargo, en su manifestación como fenómeno, el
lenguaje sólo se desarrolla socialmente, y el hombre sólo
se entiende a sí mismo en cuanto que comprueba en los
demás, en intentos sucesivos, la inteligibilidad de sus pa-
labras.6 Pues la objetividad se incrementa cuando la pala-
bra formada por uno le es devuelta al resonar en boca 56
ajena. La subjetividad no sufre con ello detrimento, ya
que el hombre siempre se siente uno con el hombre; inclu-
so sale de ello reforzada, desde el momento en que la
representación convertida en lenguaje no pertenece ya a
un sujeto solo. Al pasar a otros se asocia con lo que es
común al conjunto del linaje humano; cada uno lleva en
sí una modificación suya, que es portadora de un ansia
de perfección a través de los demás. Cuanto más intensa
y vivaz sea la colaboración de unos con otros en relación
con el lenguaje, más provecho sacará éste bajo circunstan-
cias por lo demás semejantes.
Lo que hace que en el acto simple de generar una idea
el lenguaje sea necesario, eso mismo se repite incesante-
mente en la vida espiritual del hombre. La comunicación

b. Tachado: «Esto se debe ya a la razón general de que ninguna capacidad


humana se desarrolla en aislamiento asocial, mas volveremos sobre esto en lo que
sigue. Puede, no obstante, explicarse también por lo dicho hasta aquí».

77
o comercio sociable por medio del lenguaje confiere a ese
algo capacidad de convicción y estímulo. La fuerza del
pensar tiene necesidad de algo que le sea afín y sin embar-
go diverso. Lo igual la hace prender, lo distinto le propor-
ciona la piedra de toque de la esencialidad de sus produc-
ciones interiores. Por más que el fundamento del conoci-
miento de la verdad, de lo incondicionadamente firme,
sólo puede hallarse para el hombre en su interior, todo el
empeño de su energía espiritual por acceder a la verdad
está rodeado de riesgos de engaño. El hombre sólo tiene
una percepción clara e inmediata de su propia voluble
limitación, de modo que se siente obligado a tener la
verdad por algo externo a él; y uno de los medios más
poderosos de acercarse a ella y de medir la distancia que
le separa de ella es la comunicación social con otros.
Todo acto de hablar, aun el más simple, pone lo sentido
y percibido individualmente en conexión con la naturale-
za común de la humanidad.
Y no es distinto lo que ocurre con la comprensión. En
el alma no puede encontrarse nada que no proceda de la
propia actividad, y entender y hablar no son sino efectos
diversos de una misma fuerza, la del lenguaje. Hablar
con otro no es en modo alguno cosa comparable a la
transmisión de un objeto material. Tanto en el que com-
prende como en el que habla la materia ha de desarrollar-
se a partir de la propia fuerza interna; lo que recibe el
primero no es sino un estímulo resonante, una vibración
armoniosa y correlativa. Por eso le es tan natural al hom-
57 bre volver a decir lo que acaba de entender. De este modo
el lenguaje se encuentra en toda su plenitud en cada indi-
viduo, lo que a su vez no significa sino que cada uno
lleva en sí el anhelo de seguir produciendo desde sí la
lengua entera, tal como le mueven a ello circunstancias
interiores o exteriores, y a entenderla como producida de
esta suerte, estando ese deseo sujeto a las reglas que le
impone una fuerza a su vez modificada de una determina-
da manera, y que, por lo mismo que lo impulsa, le impo-
ne sus restricciones.
Sin embargo, la comprensión no podría reposar en la

78
actividad espontánea del interior de cada hombre, como
hemos visto que ocurre, y el hablar unos con otros en
comunidad tendría que ser cosa diferente de un puro des-
pertar en el oyente su propia capacidad lingüística, si en
la diversidad de los individuos no estuviese contenida la
unidad de la naturaleza humana, meramente escindida en
las individualidades discretas. Entender palabras es algo
muy distinto de la comprensión de los sonidos no articu-
lados, y encierra en sí mucho más que el mero suscitar
unos en otros la producción del sonido, y del objeto al
que hace referencia. Desde luego que la palabra puede
tomarse también como un todo indivisible; en la escritura
se reconoce el sentido del grupo de letras que forma una
palabra sin que se tenga aún conciencia precisa de su
composición alfabética, y cabe la posibilidad de que en
los primeros comienzos de la comprensión el alma infan-
til proceda precisamente de esta suerte. Ahora bien, del
mismo modo que lo que aquí se estimula no es sólo la
capacidad de sensación animal, sino la capacidad lingüís-
tica humana (y es mucho más probable que ni siquiera en
los niños exista momento alguno en el que esto no ocurra
también, por débilmente que sea), por lo mismo la pala-
bra se percibe siempre como articulada. Mas lo que la
articulación añade a la mera evocación del significado de
una palabra (y es claro que también esto alcanza gracias
a ella una mayor perfección) es que, en virtud directamen-
te de su forma, la palabra se muestra como parte de un
todo infinito: de una lengua. Pues gracias a la articulación
es posible, incluso a propósito de cada palabra, formar
con sus elementos un número realmente infinito de otras
palabras según sentimientos y reglas determinados, y fun-
dar así un parentesco entre todas las palabras que sea el
correlato del parentesco entre los conceptos.
Es, sin embargo, lo cierto que el alma no tendría la
menor noción de este mecanismo artificial, ni percibiría
la articulación en medida mayor que un ciego los colores,
si no estuviese dotada de una fuerza que la capacite para
convertir en realidad esa posibilidad. Pues la lengua no
puede ser considerada como una materia puesta ahí, sus-

79
ceptible de ser percibida en su conjunto o comunicada
58 poco a poco; al contrario, hay que entenderla como algo
que está eternamente engendrándose a sí mismo: están
determinadas las leyes de tal generación, mas el alcance y
hasta cierto punto también la naturaleza de lo engendra-
do quedan por entero indeterminados. El aprendizaje lin-
güístico de los niños no consiste en recibir palabras, depo-
sitarlas en la memoria y repetirlas con los labios, sino que
es un crecimiento de la capacidad de lenguaje con la edad
y el ejercicio. Lo escuchado hace algo más que comuni-
carse: actúa de acicate para que el alma comprenda con
más facilidad lo que nunca antes había oído; vuelve claro
lo que tal vez se oyó hace tiempo, pero que no se com-
prendió entonces del todo o en absoluto; la similitud de
lo recién escuchado con lo antiguo hace que de pronto se
le haga patente el sentido de aquello a una fuerza que
entretanto ha incrementado su capacidad de discernimien-
to. De este modo se agudizan la capacidad y el deseo de
trasladar a la memoria cada vez mayor porción, y con
más celeridad, de lo escuchado; de evitar en suma que las
palabras pasen y se extingan en cuanto se pierda su eco.
Debido a todo esto el progreso en el aprendizaje de la
lengua no es regular, como ocurre cuando se aprenden
vocablos extranjeros, donde la rapidez de asimilación de-
pende simplemente de la agilización de la memoria por la
práctica; aquí la progresión es geométrica, ya que el incre-
mento de la fuerza y la apropiación de la materia son
procesos que se apoyan y multiplican recíprocamente. En
los niños no se da, pues, un aprendizaje mecánico del
lenguaje, sino un desarrollo de su capacidad lingüística;
lo prueba el hecho de que —dado que en general cada
disposición humana se desarrolla a una determinada edad,
la más apropiada para ello—, a despecho de la inmensa
diversidad de circunstancias, todos los niños aprenden a
hablar y entender sobre poco más o menos a la misma
edad, con un margen de variación muy estrecho. La pre-
gunta es ahora: ¿cómo es posible que el oyente se apropie
lo hablado por otro tan sólo en virtud del desarrollo de
su propia fuerza y disposición que, como vimos, se pro-

80
duce en su interior únicamente, si no es que en el hablan-
te y en el oyente se encuentra una misma esencia, sólo
que escindida entre los individuos y orientada a una ade-
cuada reciprocidad entre ellos? ¿Cómo, si no, podría bas-
tar una señal tan delicada como es el sonido articulado
para estimular a uno y otro en forma coincidente, si no
es que esa señal procede de la naturaleza más honda y
genuina de una esencia común?
Alguien podría querer argüir en contra de esto que un
niño de cualquier pueblo, trasplantado antes de aprender
a hablar a otro distinto, desarrolla su capacidad lingüísti-
ca al hilo de la nueva lengua. Este hecho innegable demos-
traría, dirán algunos, que el lenguaje no es sino repetición
de lo escuchado, indiferente a la unidad o diversidad de
la esencia, dependiente tan sólo del comercio social. Sin 59
embargo es poco probable que en casos de esta índole se
haya estudiado con el debido rigor la dificultad del niño
en superar la disposición inicial suya, o que se haya inda-
gado si en los matices más delicados no se advierte un
rastro imborrable de la misma. Pero aun dejando esto
ahora a un lado, el fenómeno aducido se explica suficien-
temente por el hecho de que en todo lugar y momento el
hombre es uno con el hombre, de modo que el desarrollo
de la capacidad lingüística puede producirse con la ayuda
de cualquier individuo. No por eso tiene lugar tal desarro-
llo en menor medida en y desde su interior; pero porque
tiene siempre necesidad de la estimulación externa es por
lo que habrá de manifestarse siempre en forma análoga al
modo que percibe en su experiencia, cosa que además se
apoya en la coincidencia de todas las lenguas humanas.
De todos modos la división del lenguaje por naciones
muestra con suficiente contundencia hasta qué punto la
procedencia de una lengua prevalece sobre lo que en ella
es común con todas las demás. Esta prelación se explica
también sobradamente en sí misma; no hay más que ver
con cuánta fuerza influye el origen sobre el conjunto de
la individualidad, y cuan estrechamente está unido a ésta
el lenguaje suyo propio en cada caso. Si por su origen la
lengua no naciese de las profundidades del ser humano,

81
en auténtica y genuina unión también con su legado físi-
co, ¿cómo se explicaría entonces que, para el hombre
culto tanto como para el inculto, la lengua materna posea
intimidad y fuerza tan superiores a las de cualquier lengua
extranjera, que el oído, al escucharla tras larga privación,
la salude con una especie de repentino sentimiento mági-
co, y sienta nostalgia de ella cuando se encuentra lejos?
Visiblemente esto no se debe al elemento espiritual de la
lengua, a las ideas o a los sentimientos que ella expresa,
sino justamente a lo más inexplicable e individual, a su
sonido; cuando oímos el sonido de nuestra lengua natal
es como si percibiésemos una parte de nosotros mismos.
Tampoco la consideración de lo que la lengua produ-
ce confirma la idea de que ésta se limita a designar obje-
tos ya percibidos como tales. De hecho, con estos objetos
no se agotaría jamás el contenido más profundo y pleno
de la lengua. Del mismo modo que sin ésta no es posible
concepto alguno, tampoco puede haber para el alma ob-
jeto alguno sin la lengua, pues incluso lo externo no po-
see para ella una entidad plena si no es por medio del
concepto.
En la formación y en el uso de la lengua entra por
necesidad todo cuanto constituye la percepción subjetiva
de los objetos. Pues la palabra procede precisamente de
esta percepción: no es una copia o reproducción del obje-
to en sí, sino de la imagen suya que se ha producido en el
60 alma. Y como en toda percepción objetiva está inevitable-
mente mezclada la subjetividad, cabe incluso, con inde-
pendencia del lenguaje, afirmar que cada individualidad
humana constituye una determinada manera de entender
el mundo. Sólo que por el lenguaje llega a ser tal en
medida aún mayor. En efecto, como veremos más adelan-
te, frente al alma la palabra se vuelve a su vez nuevamen-
te objeto, y adquiere una cantidad adicional de significa-
ción propia, con lo cual aporta una nueva peculiaridad.
Ésta, como propia de sonidos lingüísticos, muestra a lo
largo y ancho de la lengua entera una constante analogía.
Y como en el seno de una misma nación la lengua recibe
el efecto de una subjetividad homogénea, puede decirse

82
que en cada lengua está inscrita una manera peculiar de
entender el mundo. Del mismo modo que el sonido indi-
vidual se sitúa entre el objeto y el hombre, así también la
lengua entera se pone entre él y la naturaleza que ejerce
sus efectos sobre él, desde fuera o desde dentro. Para
poder recibir en sí el mundo de los objetos y elaborarlo,
el hombre se rodea de un mundo de sonidos.
Todas estas expresiones no exceden en un ápice la
verdad pura y simple. En lo esencial, incluso se podría
decir que de una manera exclusiva, por cuanto sensación
y acción dependen de las imágenes que el hombre se for-
ma de las cosas, el hombre vive con los objetos de la
manera como el lenguaje se los presenta. Por el mismo
acto por el que el hombre hila desde su interior la lengua,
se hace él mismo hebra de aquélla, y cada lengua traza en
torno al pueblo al que pertenece un círculo del que no se
puede salir si no es entrando al mismo tiempo en el círcu-
lo de otra. Por eso aprender una lengua extraña debería
comportar la obtención de un nuevo punto de vista en la
propia manera de entender el mundo, y lo hace de hecho
en una cierta medida, desde el momento en que cada
lengua contiene en sí la trama toda de los conceptos y
representaciones de una porción de la humanidad. Y el
que esto no siempre se logre y advierta con toda nitidez
se debe a que a toda lengua nueva se le suele superponer,
en mayor o menor medida, la propia manera de ver el
mundo e incluso la propia manera de concebir el lenguaje.
Ni siquiera los comienzos de una lengua se deberían
imaginar limitados a un número tan precario de palabras
como acostumbra a hacerse, debido a que no se busca su
origen en la vocación originaria de una sociabilidad libre
y humana, sino que se lo suele atribuir más bien a la
necesidad de mutuo socorro, situando así a la humanidad
en un ficticio estado natural. Estas son dos de las ideas
más equivocadas que puedan formarse sobre el lenguaje. 61
El hombre no está tan necesitado, y para el mutuo socorro
habrían bastado los sonidos inarticulados. Ya en sus pu-
ros comienzos el lenguaje es humano de arriba abajo, y
se extiende sin finalidad deliberada sobre el conjunto de

83
los objetos que el azar acerca a la percepción por los
sentidos y a la elaboración interior. También las lenguas
de los llamados salvajes, que en rigor deberían hallarse
más cerca de tal estado natural, muestran justamente por
doquier una plenitud y variedad de expresiones que exce-
den en mucho cualquier necesidad. Las palabras manan
libremente, sin apremio ni intención, desde el pecho, y no
creo que se halle en desierto ni yermo alguno una horda
trashumante que no posea ya sus propias canciones. Pues,
como especie zoológica, el hombre es un ser que canta,
pero que vincula ideas con sus tonos.
Ahora bien, el lenguaje no se limita a trasplantar una
cantidad indeterminable de elementos materiales de la na-
turaleza al alma, sino que le aporta a ésta lo que sale a
nuestro encuentro desde el todo como su forma. La natu-
raleza despliega ante nosotros una variedad multicolor,
llena de formas capaces de afectar a todos los sentidos, y
rodeada de luminosa claridad; es nuestra reflexión la que
descubre en ella una regularidad que responde a nuestra
propia forma espiritual. Con independencia de la existen-
cia corpórea de las cosas, en los perfiles de la naturaleza
se manifiesta una belleza externa que es como un hechizo
destinado solamente al hombre; en ella la regularidad se
alia con la materia sensible en un pacto que nos sobreco-
ge y arrastra, pero que no podemos explicar. Pues bien,
todo esto se halla, con resonancia análoga, en el lengua-
je, y él es capaz de expresarlo. Cuando de su mano entra-
mos en un mundo de sonidos, no por ello abandonamos
el que verdaderamente nos rodea; la regularidad de su
propia estructura está emparentada con la de la naturale-
za. Por ésta su estructura el lenguaje estimula en el hom-
bre la actividad de sus fuerzas más elevadas y humanas, y
es así como lo acerca también a la comprensión de la
impresión formal de la naturaleza, ya que tampoco ésta
puede entenderse más que como un desarrollo, bien que
inexplicable, de fuerzas del espíritu. En virtud de esa for-
ma rítmica y musical que es propia del sonido en sus
combinaciones, el lenguaje, llevando al hombre a un nue-
vo dominio, fortalece la impresión de belleza de la natu-

84
raleza, mas influye también sobre el ánimo con indepen-
dencia de esa impresión, por el puro discurrir del habla.
Hay que distinguir entre lo que se dice en cada caso y
la lengua, entendida ésta como la masa de lo producido 62
por el hablar. Antes de abandonar este apartado debere-
mos dedicar aún alguna atención a esta diferencia. Una
lengua, tomada en su conjunto, contiene todo cuanto ella
misma ha puesto en sonidos. Pero del mismo modo que
la materia del pensar y la inmensidad de sus posibles
combinaciones son inagotables, tampoco es posible abar-
car el conjunto de lo que puede ser designado y conecta-
do en la lengua. De aquí que la lengua conste no sólo de
los elementos ya formados, sino también, y muy princi-
palmente, de métodos de proseguir el trabajo del espíritu,
al cual la lengua le señala cauce y forma. Es cierto que
los elementos ya formados constituyen una especie de
masa inerte, pero ésta porta en sí el germen de una deter-
minabilidad sin fin. En cada momento individual, en cada
época, la lengua, a semejanza de la naturaleza misma, se
le aparece al hombre, en oposición a todo lo ya conocido
y pensado por él, como un yacimiento inagotable en el
que el espíritu sigue pudiendo hallar siempre cosas desco-
nocidas, y el sentimiento cosas nunca antes sentidas de
idéntica manera. Cada vez que una mente verdaderamen-
te grande y genial se ocupa del lenguaje, este fenómeno se
hace manifiesto en la realidad. Y para que el esfuerzo
intelectual del hombre prosiga con genuino entusiasmo,*
y para que no deje de desenvolverse la materia de su vida
espiritual, el hombre necesita que su mirada pueda ir
siempre más lejos que lo ya conquistado, y pueda abrirse
hacia una masa infinita que ir desenredando sin cesar.
Al mismo tiempo la lengua posee una oscura y nunca
desvelada hondura, y esto en dos direcciones diferentes.

* «Entusiasmo» es, aquí y en lo que sigue, traducción más etimológica que


intuitiva de «Begeisterung»; si bien en el lenguaje coloquial estos términos poseen
significado y usos muy semejantes en ambas lenguas, tanto Humboldt en la suya
como yo en esta traducción utilizamos el término en su sentido original de «pose-
sión por el espíritu»; nuestro «entusiasmo» es voz griega que se analiza como
«¿v-Oov-aiaopós», esto es, «introducción de un dios» en el ánimo. (N. del T.)

85
Pues, remontándose hacia atrás, resulta proceder de una
riqueza desconocida, que sólo es posible escudriñar un
corto trecho, pues luego se cierra a la mirada y no deja
tras de sí más que el sentimiento de su propia inescrutabi-
lidad. Para nosotros, a quienes sólo un breve pasado nos
envía alguna luz, el lenguaje comparte esta inmensidad
sin principio ni fin con la existencia toda de la estirpe
humana. Lo que ocurre es que en la lengua se advierte de
manera más nítida y viva cómo incluso el pasado remoto
se vincula al sentimiento actual, ya que la lengua ha pa-
sado por las sensaciones de las generaciones anteriores
y ha conservado algo de su aliento, siendo así que esas
generaciones pasadas, al hablarnos en los mismos sonidos
de nuestra lengua materna, que son también expresión de
nuestros propios sentimientos, se unen a nosotros en un
parentesco tanto nacional como familiar.
63 Este elemento en parte firme y en parte móvil de la
lengua confiere a la relación entre ella y cada generación
que la habla una impronta peculiar. En la lengua se gene-
ra un acervo de palabras y un sistema de reglas que, con
el paso de los milenios, hacen de ella un poder autónomo.
En los capítulos anteriores se ha llamado la atención so-
bre el hecho de que la idea recogida en el lenguaje se
vuelve un objeto para el alma y ejerce por ello una influen-
cia externa sobre ella. Sin embargo hemos estado conside-
rando el objeto sobre todo como nacido del sujeto, y su
efecto como procedente de aquello sobre lo que revierte.
Ahora se impone la consideración opuesta, esto es, la de
que el lenguaje es realmente un objeto extraño, y que su
efecto procede de hecho de algo distinto de aquello sobre
lo que se ejerce. Pues el lenguaje (VII, 56-57) tiene que
pertenecer por fuerza a dos, y es en verdad propiedad del
conjunto de la especie humana. Y como en la escritura
mantiene para el espíritu la idea dormida, siempre dispues-
ta a ser despertada por él, el lenguaje llega a darse a sí
mismo una existencia peculiar, que por cierto alcanza vi-
gencia sólo en cada acto de pensar, pero que en su totali-
dad es independiente de éste. Las dos perspectivas mostra-
das aquí como opuestas, la de que el lenguaje es extraño

86
al alma y no obstante perteneciente a ella, a un tiempo
independiente y dependiente de ella, vienen a unirse real-
mente en él, y son lo que constituye la peculiaridad de su
esencia.
No se debe intentar tampoco resolver esta contradic-
ción pretendiendo que el lenguaje es en parte ajeno e
independiente y en parte lo contrario. El lenguaje ejerce
un efecto objetivo y es autónomo justamente en tanto en
cuento es dependiente y producto de la subjetividad. Pues
en parte alguna, ni siquiera en la escritura, tiene una
morada permanente; su parte por así decirlo inerte tiene
que ser siempre generada de nuevo en el pensamiento,
entrar con vida propia en el habla o en la comprensión, y
pasar así por entero al sujeto. Pero en el acto mismo de
esta producción está el que la lengua se convierta asimis-
mo en objeto. De este modo recibe en cada caso toda la
acción y efecto del individuo, pero esta influencia está
atada en sí misma a lo que ella misma crea y ha creado.
La verdadera solución a esa oposición está en la uni-
dad de la naturaleza humana. Lo que procede de lo que
en realidad es uno conmigo, en ello vienen a fundirse los
conceptos de sujeto y objeto, de dependencia e indepen-
dencia. El lenguaje me pertenece a mí porque yo lo pro-
duzco de la manera como lo hago; y como el fundamento 64
de que lo haga así está al mismo tiempo en el hablar y
haber hablado de todos los linajes humanos, en la medi-
da en que entre ellos haya podido haber comunicación
lingüística no interrumpida, es el lenguaje mismo el que
me impone sus constricciones. Sólo que lo que en él me
constriñe y determina ha entrado en él desde una natura-
leza humana íntimamente ligada a mí, de modo que lo
extraño en él sólo es tal para mi naturaleza individual
momentánea, no en cambio para mi verdadera naturaleza
originaria.
Si se piensa cómo en cada pueblo cada generación
experimenta la influencia conformadora de todo lo que
su lengua ha ido tomando de la experiencia a lo largo de
todos los siglos anteriores; si se advierte que sólo la fuer-
za propia de cada generación entra en contacto con todo

87
eso, y ni siquiera de una manera pura, puesto que la
generación naciente sigue viviendo mezclada con la que le
precede; si se tiene todo esto en cuenta, se vuelve claro
hasta qué punto es en realidad exigua la fuerza del indivi-
duo frente al poder de la lengua. Sólo la incomparable
plasticidad de ésta, la posibilidad de que, sin daño para el
mutuo entendimiento, puedan sus formas tomarse de ma-
neras tan diversas, así como el poder que todo lo que es
vivo y espiritual ejerce sobre la tradición inerte, logran
restablecer de algún modo el equilibrio. Sin embargo el
lenguaje es siempre lo que da al individuo la más viva
impresión de no ser sino una emanación del conjunto de
la especie humana.
Ello no obstante, cada uno sigue ejerciendo sobre la
lengua una influencia incesante, y cada generación produ-
ce en ella alguna transformación, aunque muchas veces
ésta se sustraiga a toda observación. Pues con frecuencia
el cambio no lo es de las palabras o de las formas, sino
que consiste sólo en una manera distinta de utilizarlas;
allí donde faltan la escritura y la literatura, esto resulta
muy difícil de observar. De todos modos, la influencia
que ejerce a su vez el individuo sobre la lengua se hace
más comprensible si se considera —cosa que no debe
descuidarse si se quiere mantener la determinación precisa
de los conceptos— que la individualidad de una lengua
(en el uso habitual del término) sólo recibe ese nombre
por analogía, y que la verdadera individualidad sólo está
en el sujeto que habla en cada caso. Sólo en el individuo
obtiene el lenguaje su determinación última. Al escuchar
una palabra no hay dos personas que piensen exactamen-
te lo mismo, y esta diferencia, por pequeña que sea, se
extiende, como las ondas en el agua, por todo el conjunto
de la lengua.
Por eso toda comprensión es siempre al mismo tiem-
65 po una incomprensión; toda coincidencia en ideas y sen-
timientos una simultánea divergencia. En la manera como
la lengua se modifica en cada individuo se pone de mani-
fiesto, en dirección opuesta al poder de la lengua sobre él
antes expuesto, el poder del hombre sobre la lengua. El

88
poder de la lengua podría calificarse de influencia fisioló-
gica (aplicando este término al dominio de la fuerza del
espíritu); el poder que parte del hombre es en cambio
puramente dinámico. En la influencia que la lengua ejer-
ce sobre el individuo estriba la regularidad de su estructu-
ra y de sus formas; el efecto del individuo sobre la lengua
contiene un principio de libertad. Pues en el hombre pue-
de abrirse camino algo cuyo fundamento ninguna inteli-
gencia hallaría en las circunstancias precedentes, y sería
ignorar por completo la naturaleza del lenguaje, y vulne-
rar la verdad histórica de su origen y transformaciones, si
se quisiese desterrar de él la posibilidad de estos fenóme-
nos inexplicables. Lo que ocurre es que, por más que la
libertad sea en sí misma indeterminable e inexplicable, es
probable que sus límites puedan sin embargo elucidarse
dentro de un cierto margen propio sólo de ella: el estudio
del lenguaje debe reconocer y honrar la manifestación de
la libertad, pero rastrear también con el mayor cuidado
sus fronteras.

El sistema de los sonidos del lenguaje.


Naturaleza del sonido articulado

15

El hombre fuerza a sus instrumentos corporales a pro-


ducir el sonido articulado, fundamento y esencia de todo
hablar, porque así lo impone un impulso que le nace en el
alma, y los animales serían capaces de hacer otro tanto si
su alma estuviese animada por el mismo impulso. Incluso
en ese su elemento primero e indispensable el lenguaje se
funda tan por entero', y de manera tan exclusiva, en la
naturaleza espiritual del hombre, que la mera existencia
de ésta basta para convertir el sonido animal en articula-
do, lo que sin ella jamás ocurriría. Pues lo único que
constituye el sonido articulado como tal es la intención y
capacidad de significar, pero no de una manera genérica,
sino de la forma concreta producida por la expresión de

89
algo pensado; no hacen falta más señas para distinguir el
sonido articulado respecto del grito animal por un lado y
respecto del tono musical por el otro. Por eso el sonido
articulado no puede ser descrito según sus características
sino según su manera de producirse, y esto no se debe a
66 defecto alguno por nuestra parte, sino que es lo que ca-
racteriza su naturaleza propia y peculiar, pues él no es
nada más que el procedimiento por el que el alma lo
forma deliberadamente, y no posee más cuerpo que el
indispensable para su percepción externa.
Incluso el cuerpo audible del sonido articulado podría
hasta cierto punto separarse de él, poniendo así de mani-
fiesto con pureza aún mayor la articulación misma. Es
algo que podemos comprobar en los sordomudos. A ellos
todo acceso auditivo les está vedado, mas aprenden a
entender lo que se dice por el movimiento de los órganos
articulatorios del hablante y por la escritura, cuya esencia
es íntegramente la articulación; ellos mismos llegan a ha-
blar si se guían la posición y el movimiento de sus propios
órganos. Pues bien, esto sólo es posible gracias a esa
capacidad de articulación que les es inherente también a
ellos: captando en sí mismos el nexo entre pensamiento y
órganos de la articulación, aprenden a adivinar en los
demás un polo de esta relación, el pensamiento, a partir
del otro, el movimiento articulatorio. El tono que noso-
tros escuchamos se les revela a ellos en la posición y
movimiento de los órganos y en la escritura adicional;
por la vista y por su propio esfuerzo al articular por sí
mismos, acaban percibiendo la articulación sin oír el rui-
do. En ellos asistimos pues a un sorprendente análisis del
sonido articulado. Desde el momento en que aprenden a
leer y escribir alfabéticamente y a hablar por sí mismos,
entienden realmente el lenguaje, y no se limitan a recono-
cer representaciones suscitadas a propósito de signos o
imágenes. Así que, si aprenden a hablar, no es sólo por-
que posean razón igual que los demás hombres, sino jus-
tamente porque también ellos poseen la capacidad de
lenguaje, la congruencia entre su pensamiento y sus ins-
trumentos lingüísticos, así como el impulso a conjuntar

90
ambos, estando uno y otros fundados esencialmente en la
naturaleza humana, aunque en ellos ésta se encuentre par-
cialmente mutilada. La diferencia entre ellos y nosotros
es que su instrumental lingüístico no es despertado por el
ejemplo de un sonido articulado que les mueva a imita-
ción, sino que tienen que aprender a exteriorizar su acti-
vidad por un camino contrario a la naturaleza, artificial.
Empero también en ellos se hace patente hasta qué punto
es profunda y estrecha la relación del lenguaje con la
escritura allí donde falta la mediación del oído.
La articulación reposa sobre el poder del espíritu so-
bre los órganos de fonación, que obliga a éstos a tratar el 67
sonido de un modo que se corresponda con la forma de
sus propias operaciones. Esta forma sale al encuentro
de la articulación en una especie de medio de unión entre
ambos, que es el hecho de que una y otra descomponen
su ámbito en partículas elementales, las cuales vuelven a
reunirse formando en cada caso un todo que lleva en sí el
impulso a convertirse en parte de una nueva totalidad.
Pero además el pensamiento urge a la integración de lo
diverso en la unidad. De aquí que los rasgos necesarios
del sonido articulado sean por una parte una unidad per-
ceptible con toda nitidez, y por la otra una complexión
interna capaz de entrar con la de otros sonidos, y en
realidad con la de cualquier otro sonido imaginable,
en una relación determinada y precisa. El que el sonido
articulado se distinga de cualquier resonancia que pueda
volverlo confuso es indispensable tanto para su nitidez
como para la posibilidad de una eufonía armoniosa, pero
es además consecuencia directa de la voluntad de conver-
tirlo en elemento del discurso. En efecto, cuando esta
intención es lo bastante enérgica, el sonido aparece con
limpieza, libre de la oscura confusión de la algarabía ani-
mal, producto de un impulso puramente humano y de
una intencionalidad humana.
La integración en un sistema, en virtud del cual cada
sonido articulado lleva en sí algo por referencia a lo cual
otros sonidos bien se asocian a él, bien se le oponen, es
también consecuencia del modo como éste se engendra.

91
Pues cada sonido se forma en relación con aquellos otros
cuyo conjunto y cooperación son necesarios para que el
discurso alcance su libre perfección. Sin que podamos
saber cómo, cada pueblo produce justamente aquellos so-
nidos articulados y aquellas relaciones entre ellos que su
sistema lingüístico requiere. Las primeras diferencias fun-
damentales en los sonidos se deben a la diversidad de los
órganos que intervienen en su articulación y al lugar en el
que ésta se produce. A esto se añaden cualidades comple-
mentarias propias de cada uno e indiferentes a los órga-
nos articulatorios mismos: aspiración, siseo, nasalidad,
etc. De todos modos, éstas representan un cierto peligro
para la estricta distintividad que conviene a los sonidos
del lenguaje, y es prueba de adecuado predominio de un
correcto sentimiento lingüístico el que en un alfabeto la
pronunciación mantenga este tipo de sonidos bajo un con-
trol tal que suenen al mismo tiempo en toda su riqueza
sonora y en toda su pureza, sin que el oído entrenado
perciba la menor confusión. Estas cualidades secundarias
deben fundirse con la articulación principal en una sola
modificación propia del sonido, y quedar proscritas de
todo sonido que no las exhiba en esta forma regular.
Los sonidos articulados de formación consonantica
68 no pueden pronunciarse si no es asociados a una corrien-
te de aire que les confiera sonoridad. Esta corriente, de-
pendiendo del lugar en el que se produzca y de la abertu-
ra por la que pase, producirá a su vez sonidos tan deter-
minados y distintos, tan integrados en relaciones fijas,
como los de la serie consonantica. Este doble procedimien-
to fónico simultáneo es el que forma la sílaba. Ahora
bien, en contra de lo que sugiere nuestra manera de escri-
bir, en la sílaba no hay dos o más sonidos, sino en reali-
dad uno solo, emitido de una determinada manera. La
división de la sílaba simple en una consonante y una
vocal, en la medida en que ambas se entienden como
independientes, es artificial. En la naturaleza, consonante
y vocal se determinan la una a la otra tan estrechamente
que para el oído forman una unidad indivisible. Si la
escritura ha de reflejar también esta naturaleza de las

92
sílabas, es preferible, como ocurre con muchos alfabetos
asiáticos, no escribir las vocales como letras independien-
tes sino tratarlas como meras modificaciones de las con-
sonantes. En rigor, ni siquiera las vocales se pueden pro-
nunciar solas. La corriente de aire que las constituye ne-
cesita también de un impulso inicial que la haga audible;
si éste no consiste en una consonante claramente implosi-
va, hará falta un ataque vocálico, por tenue que sea, y
hay lenguas que efectivamente reflejan en la escritura este
ataque que introduce cualquier vocal inicial. Ocasional-
mente esta introducción podrá endurecerse hasta formar
una verdadera consonante, y una lengua puede disponer
de diversas letras para reflejar estos diversos grados de
endurecimiento.
La vocal pide el mismo grado de nítida distintividad
que la consonante, y la sílaba debe mostrar esta doble
claridad articulatoria. Sin embargo, y a pesar de que esto
es necesario para la perfección de la lengua, la distintivi-
dad del sistema vocálico es más difícil de guardar. Pues la
vocal no sólo se asocia con la consonante que le precede,
sino también con el sonido que le sigue, que puede ser
una consonante pura pero también una simple aspiración,
como es el caso del visarga del sánscrito, y en algunos
casos del alif final del árabe. Y cuando el sonido final no
es una consonante propiamente dicha, sino sólo una cua-
lidad secundaria del sonido articulado que viene a asociar-
se a la vocal, en esa posición el oído percibe con más
dificultad que al comienzo la pureza del sonido; y, en
efecto, la escritura de algunos pueblos muestra en este
punto notables deficiencias.
Vocales y consonantes forman, pues, dos series en
constante relación de determinación recíproca, pero a las 69
que tanto el oído como la abstracción confieren determi-
naciones distintivas. La existencia de ambas series da lu-
gar a toda una variedad de relaciones dentro del alfabeto,
así como a una neta oposición de las series entre sí, de lo
cual hace el lenguaje un uso múltiple y diferenciado.
En el conjunto de sonidos articulados que forman cada
alfabeto se pueden distinguir dos factores que son decisi-

93
vos respecto de la influencia más o menos beneficiosa que
el alfabeto ejerce sobre la lengua: su riqueza absoluta en
sonidos, y la relación en que se encuentran éstos entre sí
y con el conjunto y la regularidad de un sistema fónico
perfecto. Pues un sistema fónico contiene por su esquema,
en calidad de clases de letras, los modos por los que los
sonidos articulados se asocian entre sí formando series
emparentadas, o bien se contraponen unos a otros en
virtud de sus diferencias; contraposición y parentesco se
infieren a partir de la totalidad de las relaciones en las
que pueden encontrarse los sonidos. Así que lo primero
que hay que preguntarse al analizar una lengua determi-
nada es si la diversidad de sus sonidos ocupa por comple-
to los lugares previstos en su esquema, o si por el contra-
rio aparecen lagunas, bien entendido que el esquema y
sus posiciones se obtienen de las mencionadas relaciones
de parentesco y contraposición; pues una lengua con in-
negable riqueza de sonidos puede haber repartido éstos
equilibradamente, dentro de una configuración global del
sistema fónico que se corresponda de verdad con el senti-
miento lingüístico del pueblo, o bien por el contrario
puede haber defecto en unas clases y exceso en otras. Una
regularidad a ultranza como la que casi alcanza de hecho
el sánscrito requeriría en principio que cada sonido cuya
articulación se distinga por un determinado lugar de for-
mación pase por todas las clases, así como por todas las
formas de modificación, que el oído acostumbra a distin-
guir en cada lengua.
Es claro que en esta parcela de las lenguas lo impor-
tante es una organización afortunada del oído y de los
instrumentos de la articulación. Sin embargo hay otros
aspectos que están lejos de ser indiferentes: la riqueza o
pobreza de sonidos que le es connatural a un pueblo, de
acuerdo con su manera de sentir, y hasta qué punto es ese
pueblo más bien hablador o más bien parco en palabras.
Pues el que se experimente de hecho placer en la emisión
del sonido articulado contribuye a su riqueza y a la varie-
dad de sus conexiones. Ni siquiera al sonido inarticulado
se le puede negar de un modo definitivo una cierta com-

94
placencia libre, y por lo mismo más noble, en su produc-
ción. Es cierto que a veces es fruto de la angustia, en
particular cuando expresa sensaciones de repulsa; otras
veces se debe a una intención deliberada: así cuando es
incitante, amenazador o de petición de socorro. Pero en
ocasiones mana, sin apremio ni intención, del risueño
sentimiento de la vida, y es obra no sólo del placer bruto 70
sino también de una refinada complacencia en el fluir
artístico de los sonidos. Esto último es lo poético, la
chispa que escapa de pronto a la opacidad animal. Estos
modos diversos de producir sonidos están muy desigual-
mente repartidos entre las especies más o menos mudas,
más o menos sonoras, de animales, y sólo a unas pocas
especies les es dado disfrutar de la modalidad más eleva-
da y alegre. Tal vez no averigüemos nunca a qué se deben
estas diferencias, pero sin duda nos enseñaría algo sobre
el lenguaje el saberlo. El que sólo los pájaros canten
podría quizá explicarse porque son los que más libremen-
te se desenvuelven en el elemento mismo del sonido y en
sus etéreas regiones, si no fuese porque tantas especies de
entre ellos se encuentran tan atadas a unos pocos sonidos
monótonos como los animales que se mueven sobre la
tierra.
De todos modos lo importante para el lenguaje no es
precisamente la abundancia de sonidos; al contrario, lo
decisivo es una austera limitación a los sonidos necesarios
para el habla, así como a un correcto equilibrio entre
ellos. Por eso el lenguaje tiene necesidad de otro factor
que tampoco nos resulta explicable en concreto, una espe-
cie de sentimiento instintivo del sistema en su conjunto,
indispensable para él bajo la forma individual de la len-
gua. También aquí volvemos a encontrar lo que hemos
visto repetirse en todo el proceso de generación del len-
guaje. Se podría imaginar la lengua como una inmensa
trama, cada una de cuyas partes estaría con las demás, y
todas ellas con el conjunto, en una relación reconocible
con más o menos nitidez. Sean cuales sean las relaciones
que formen el punto de partida, al hablar el hombre roza
tan sólo una porción particular de esta trama, pero lo

95
hace como guiado por un instinto que le hiciera tener
presentes en cada momento todas las otras partes con las
que esa suya inicial se encuentra en relación de concordan-
cia necesaria.

El sistema fónico de las lenguas. Los cambios fonéticos

16
La base de todas las conexiones de sonidos de la len-
gua la constituyen las articulaciones de los sonidos indivi-
duales. Éstas imponen así a aquéllas una serie de restric-
ciones que luego experimentan una determinación más
estrecha en virtud del tipo de transformaciones fónicas
propias de cada lengua, el cual reposa a su vez sobre
71 ciertas leyes y hábitos. Estas alteraciones afectan tanto a
la serie de las consonantes como a la de las vocales, y
algunas lenguas se caracterizan por hacer un uso preferen-
te de las unas o de las otras, bien en general, bien para
determinados objetivos. La ventaja esencial de estos cam-
bios consiste en que, al paso que incrementan la riqueza
fónica absoluta de la lengua y la diversidad de sus soni-
dos, permiten sin embargo reconocer en el elemento trans-
formado la raíz originaria. Con esto la lengua adquiere la
capacidad de moverse con más libertad, sin que por ello
se pierda el hilo que permite identificar el parentesco en-
tre los conceptos y por ende su comprensión. Pues los
conceptos siguen a la alteración de los sonidos, o bien la
preceden dictándole sus leyes, y la lengua gana con ello
vivacidad y conspicuidad.
Una deficiente capacidad de alterar los sonidos acarrea
obstáculos y dificultades a la hora de reconocer a través
de ellos los conceptos designados, problema éste que en
chino podría ser aún más grave si no fuese porque con
frecuencia la analogía de la escritura, en lugar de la de
los sonidos, acude allí en ayuda de la derivación y com-
posición.
Las transformaciones fonéticas están sometidas a dos

96
leyes distintas, que con frecuencia se apoyan la una a la
otra, pero que no pocas veces se oponen entre sí. Una es
de naturaleza orgánica, nace de los instrumentos articula-
torios y de su acción conjunta, depende de la mayor o
menor dificultad de la pronunciación y se guía en conse-
cuencia por la afinidad natural de los sonidos. La otra,
en cambio, está dada en virtud del principio espiritual de
la lengua, impide a los órganos abandonarse a su mera
inclinación o inercia y los fuerza a realizar conexiones de
sonidos que de suyo no les resultarían naturales. Estas
dos leyes se encuentran hasta cierto punto en armonía
entre sí. Para que la pronunciación sea fácil y fluida, el
principio espiritual tiene que inclinarse en parte ante el
orgánico, y, en ocasiones, si la designación hace obligada
una cierta unión de sonidos, admitirá y alentará nuevas
transiciones meramente orgánicas entre éstos. Pero en un
cierto sentido estos dos principios están tan enfrentados
entre sí que, si el espiritual pierde energía en su influen-
cia, acaba imponiéndose el orgánico, del mismo modo
que en el cuerpo animal la extinción del principio vital
deja todo el poder en manos de las afinidades químicas.
La simultánea cooperación y pugna de estas dos leyes
produce tanto en la forma aparentemente originaria de 72
una lengua como en su decurso ulterior fenómenos que el
análisis gramatical debe elucidar y registrar meticulosa-
mente.
Las alteraciones fonéticas de las que estamos hablan-
do aquí aparecen sobre todo en dos, o si quiere en tres,
estadios de la formación de la lengua: en las raíces, en las
palabras que derivan de ellas y en el desarrollo ulterior de
estas palabras bajo las diversas formas generales acordes
con la naturaleza de la lengua. La descripción de ésta
debe comenzar por el sistema peculiar que cada una adop-
ta en este punto, pues se trata del cauce por el que fluye
su torrente de una época a otra; desde aquí se determinan
las líneas generales de su evolución, y, si el análisis es
suficientemente tenaz, logrará reconducir los fenómenos
más individuales de cada lengua a este su fundamento.

97
El sistema fónico de las lenguas. Distribución
de los sonidos entre los conceptos

17

Llamamos palabra al signo que corresponde a un con-


cepto. La sílaba forma una unidad sonora; sólo se
convierte en palabra cuando obtiene una significatividad
propia, lo que con frecuencia requiere la unión de varias
sílabas. Por eso la palabra muestra una doble unidad, la
del sonido y la del concepto. Es así como las palabras se
convierten en los verdaderos elementos del habla, ya que
las sílabas carentes de significación propia no pueden con-
siderarse realmente como tales.
Si imaginamos la lengua como un segundo mundo,
objetivado por el individuo desde sí mismo a partir de las
impresiones que recibe del mundo verdadero, las palabras
serán los objetos individuales de ese mundo, y por ello les
conviene la condición de individuos, que debe preservarse
también en su forma. Es cierto que el habla discurre en
una continuidad sin cesuras, y que, mientras no intervie-
ne una reflexión dirigida expresamente al lenguaje, el ha-
blante sólo tiene presente el conjunto de la idea que inten-
ta expresar. No es posible imaginar el origen del lenguaje
empezando con la designación de objetos por palabras y
pasando de esto a la integración de la expresión. En la
" realidad no es el habla la que se compone de palabras que
le preceden, sino que son, a la inversa, las palabras las
que nacen del conjunto del discurso. Sin embargo se las
percibe incluso sin que medie una verdadera reflexión;
73 esto ocurre hasta en las lenguas más rudas e incultas,
pues la formación de palabras es una necesidad esencial
del hablar.
La palabra es el límite hasta el cual la lengua ejerce
espontáneamente su labor conformadora. La palabra sim-
ple es la flor perfecta brotada de ella. En la palabra el
producto terminado pertenece a la lengua misma. En cam-
bio a la frase y al discurso la lengua se limita a prescribir-
les una forma reguladora; la configuración individual que-

98
da al arbitrio del hablante. Es cierto que con frecuencia
las palabras se muestran también aisladas dentro del dis-
curso, pero su verdadera elucidación a partir del conti-
nuum es obra de la agudeza de un sentido lingüístico
considerablemente desarrollado. Y éste es justamente uno
de esos puntos en los que se manifiestan con particular
claridad las ventajas e inconvenientes de las diversas len-
guas.
Puesto que las palabras se corresponden con concep-
tos, resulta natural designar conceptos afines con sonidos
afines. Si el espíritu percibe con mayor o menor nitidez la
procedencia de los conceptos, a ésta le deberá correspon-
der la procedencia de los sonidos, de manera que conflu-
yan la afinidad de los conceptos y la de los sonidos. La
afinidad sonora, que no debe confundirse con identidad
de los sonidos, sólo puede hacerse perceptible si una par-
te de la palabra experimenta un cambio sometido a cier-
tas reglas, mientras el resto permanece invariable, o al
menos cambia sólo en una medida que no estorbe el fácil
reconocimiento. Estas partes fijas de las palabras y de las
formas de las palabras suelen llamarse radicales, y cuan-
do se las enumera en aislado constituyen las raíces de la
lengua misma. En su forma desnuda estas raíces" sólo
aparecen raras veces dentro del habla trabada en algunas
lenguas; en otras no aparecen así jamás. Incluso si se
examinan y analizan los conceptos con cuidado, esto últi-
mo será la regla. Pues, en consonancia con su manera de
aparecer en el discurso, también en la idea adoptan una
categoría que se corresponde con las conexiones en las
que aparecen, de manera que ya no contienen el concepto
radical desnudo y sin forma.
Sin embargo tampoco conviene por otra parte consi-
derar la raíz en toda lengua como mero fruto de la re-
flexión, y como el resultado último del análisis de las
palabras, como un trabajo del gramático en suma." En

a. Tachado: «no pueden ser consideradas como constituyendo una parte de la


lengua. Pues ellas».
b. Tachado: «la cuestión es corno sigue».

99
lenguas que poseen determinadas leyes de derivación aso-
ciadas a una gran profusión de sonidos y expresiones, en
74 la fantasía del hablante los sonidos radicales deben desta-
carse con facilidad como los responsables originales y
auténticos de la designación y, debido a su continuo re-
torno en tantas gradaciones y matices de los conceptos,
como los responsables de la designación general. Si en
esta su condición llegan a imprimirse profundamente
en el espíritu, el discurso trabado los introducirá también
con facilidad y sin demasiadas alteraciones, con lo cual
pertenecerán a la lengua verdaderamente también en for-
ma de palabras. Pero es igualmente posible que en la era
de paulatino ascenso de la lengua hasta su forma estuvie-
sen ya en uso de esta manera, y que hubiesen efectivamen-
te precedido a las derivaciones y fuesen fragmentos de
una lengua más tarde ampliada y transformada. Es así
como podemos explicar, por ejemplo, el hecho de que, en
sánscrito, cuando recurrimos a los sistemas de escritura
que conocemos, hallemos que en el discurso sólo se inte-
gran habitualmente determinadas raíces. Pues en estas
cosas también tiene su papel en las lenguas el azar; y
cuando los gramáticos indios afirman que cada una de
sus supuestas raíces puede utilizarse así, éste no es un
hecho tomado de la lengua sino una ley arbitrariamente
impuesta a ella. De hecho parece que, en lo que hace a
las formas, han reunido no sólo las que están en uso,
sino que han aplicado todas las formas a todas las raíces.
Este sistema de generalizaciones debe tenerse también
atentamente en cuenta en otras partes de la gramática
sánscrita. Los gramáticos se ocuparon preferentemente de
registrar raíces, y la colección completa de las mismas es
su mérito indiscutible.ld Pero existen también lenguas que

1. Esto explica también por qué se ignoran las leyes eufónicas en la forma de
la raíz sánscrita. Todos los índices de raíces que han llegado a nosotros llevan
la impronta de la labor de los gramáticos, de manera que gran número de ellas
deben su existencia únicamente a abstracciones de aquéllos.c Las excelentes inves-
tigaciones de Pott (Etymologische Forschungen, 1833) han hecho ya grandes pro-
gresos en este terreno, y es de esperar que investigaciones futuras logren todavía
mucho más.

100
realmente carecen de raíces en el sentido en que las toma- 75
mos aquí, porque les faltan leyes de derivación y de trans-
formación de los sonidos a partir de conjuntos sonoros
más simples. En casos como éstos, raíces y palabras vie-
nen a ser lo mismo, como ocurre en chino, ya que las
palabras no se dejan analizar en formas ni expandir con
ellas: la lengua sólo posee raíces. Se podría pensar que a
partir de tales lenguas hayan nacido otras nuevas, por
adición a las palabras de esas transformaciones fonéticas,
de manera que las nudas raíces que se hallan en estas
últimas constituirían el vocabulario de una lengua ante-
rior, del todo o parcialmente desaparecida en el discurso.
Presento esto, sin embargo, sólo como una posibilidad: si
realmente ha ocurrido o no en alguna lengua, es cosa que
deberá demostrarse históricamente.
Remontándonos hacia lo más simple hemos distingui-
do aquí las palabras de las raíces. Pero descendiendo de
nuevo un poco hacia lo todavía más complicado, podemos
distinguirlas también de las formas gramaticales propia-
mente dichas. Pues para poder incorporarse al discurso
las palabras han de indicar diversas circunstancias, y la
designación de éstas puede tener lugar en ellas mismas, lo
cual da origen a una tercera forma fonética, en general
más amplia. Si la distinción aquí indicada posee en una
lengua suficiente nitidez y precisión, las palabras no po-
drán prescindir de la designación de tales circunstancias;
si éstas están unidas a diferencias de sonido, las palabras
no podrán entrar en el discurso sin alteraciones, sino que

c. Tachado: «Pero cuando Bopp (Abh. d. Akad. d. Wissensch. zu Berlín,


Hist-philolog. Classe, 1824, p. 129, nota 2) interpreta por este motivo toda raíz
como resultado de una abstracción gramatical, yo sólo puedo asentir a esto con
las modificaciones indicadas más arriba».
d. Tachado: «No por esto son, sin embargo, las raíces parte menos real de la
lengua misma, y la diferencia consiste tan sólo en que la lengua las posea, bien
meramente como sonidos radicales, bien al menos como susceptibles de aparecer
en casos individuales también como palabras. En los grandes troncos lingüísticos,
dentro de los cuales la formación de las diversas lenguas puede asignarse a perío-
dos muy diversos, parece comprensible que, por más que el análisis logre remon-
tarse en todas ellas hasta los sonidos radicales, no todos de entre éstos aparezcan
en fases más tardías en el habla en su figura desnuda, sino que en algunas serán en
efecto ya tan sólo abstracciones de la investigación lingüística».

101
aparecerán a lo sumo como partes de otras palabras que
incluyan en sí estos signos. Cuando esto ocurre en una
lengua, llamamos a estas palabras «palabras básicas»;
la lengua poseerá ahora realmente una forma fonética
que se expandirá en tres etapas, y éste es el estadio en el
que el sistema fónico de una lengua alcanza su máxima
expansión.

18
Al margen de la finura de los órganos articulatorios y
del oído, así como de la inclinación a conferir a los soni-
dos la mayor variedad y la más perfecta determinación,
la excelencia del sistema fonético de una lengua se mide
también de una forma muy especial por su relación con la
capacidad de significar. La operación de representar por
medio de impresiones auditivas tanto los objetos externos
76 que afectan a la totalidad de los sentidos como los movi-
mientos interiores del ánimo resulta en su pormenor casi
totalmente inexplicable. Que hay relación entre el sonido
y su significado parece cierto; pero la naturaleza de esta
relación rara vez se deja aprehender por completo; mu-
chas veces sólo se la intuye, y con mayor frecuencia aún
es imposible de adivinar. Si nos limitamos a las palabras
simples, puesto que en esto no pueden entrar en conside-
ración las compuestas, se advierte un triple fundamento
de la conexión de ciertos sonidos con ciertos conceptos,
pero al mismo tiempo se tiene la sensación de que, sobre
todo en la aplicación, esto no agota las cosas. Cabe,
pues, distinguir tres tipos de designaciones de conceptos:
1) Designación directamente imitativa: un objeto que
es en sí mismo sonoro produce sonidos que la palabra
imita, en la limitada medida en que los sonidos articula-
dos pueden imitar los inarticulados. Esta forma de desig-
nación es pictórica: del mismo modo que un cuadro mues-
tra la manera como un objeto se ofrece a la vista, aquí la
lengua muestra la manera como el mismo se ofrece al
oído. Dado que esta imitación lo es siempre de sonidos

102
inarticulados, la articulación será siempre un factor en
pugna con la designación; y, dependiendo de que la natu-
raleza de dicha articulación se imponga con mayor o me-
nor fuerza en este conflicto, el resultado será, bien que en
la palabra quede demasiado de lo no articulado, bien que
lo inarticulado se desdibuje hasta lo irreconocible. Por
todo esto, en esta forma de designación, allí donde se da
con vigor, no es posible dejar de reconocer alguna rude-
za; es rara en los casos de sentido lingüístico realmente
limpio y vigoroso, y tiende a desaparecer con la evolución
y perfeccionamiento de la lengua.
2) La designación que imita, pero no directamente,
sino a través de una tercera cualidad, común al sonido y
al objeto. Cabría dar a esta designación el nombre de
simbólica, a pesar de que el concepto del símbolo en el
lenguaje posee un alcance mucho mayor. Esta forma de
designación se caracteriza porque selecciona para el obje-
to sonidos que, bien en sí mismos, bien en comparación
con otros, despiertan en el oído una impresión análoga a
la que el objeto despierta en el alma: así, en alemán,
stehen [«estar de pie»], statig [«constante»], starr [«rígi-
do»] dan una cierta impresión de firmeza o fijeza; en
sánscrito, ÏÏ, «fundirse, deshacerse», da impresión de algo
que se licúa; en alemán, nicht, nagen, Neid dan idea de
algo cortante y preciso. De esta manera, objetos que sus-
citan impresiones parecidas reciben palabras con sonidos
que tienden a parecerse, como wehen, «soplar el viento», 77
Wind, «viento», Wolke, «nube», wirren, «confundir»,
Wunsch, «deseo»; son conceptos que contienen la impre-
sión de un cierto movimiento cambiante, inquieto, que
discurre algo confuso ante los sentidos, el cual obtiene
una designación presidida por la w, que es endurecimien-
to de la vocal más sorda y hueca, la u.
Es indiscutible que esta modalidad de designación, que
reposa en una cierta capacidad de significación propia de
cada letra, y de especies enteras de ellas, ha tenido que
ejercer una fuerte influencia, tal vez incluso exclusiva,
sobre la designación primera de las palabras. Su conse-
cuencia necesaria sería una cierta afinidad de designación

103
en todas las lenguas humanas, ya que las impresiones de
los objetos deberían hallarse en todas partes más o menos
en la misma relación con los mismos sonidos. De hecho
todavía ahora se aprecia algo de esto en las lenguas, lo
que desaconseja atribuir cualquier semejanza de sonido y
significado a una procedencia común. Ahora bien, si en
lugar de servirnos de esto como de una mera restricción a
la derivación histórica, como criterio de retención de la
decisión en virtud de una duda que no sería sensato igno-
rar, pretendiéramos hacer de ello un principio constituti-
vo y demostrar que esta modalidad de designación es
constante en las lenguas, nos expondríamos a un grave
riesgo y nos aventuraríamos por una senda sobremanera
resbaladiza. Incluso dejando momentáneamente de lado
otras cuestiones, resulta siempre demasiado incierto cuál
fue el sonido originario y el significado primitivo de una
palabra, siendo así que de esto depende todo lo demás.
Con la mayor frecuencia hallamos que una letra ha veni-
do a sustituir a otra tan sólo por razones orgánicas, o por
simple casualidad, por ejemplo, una n en vez de una /,
una d en lugar de una r, y no siempre se puede tener
certidumbre sobre si tal cosa ha tenido lugar o no.
Y como, por otra parte, un mismo resultado puede ser
atribuido a varias causas, no es fácil apartar de esta for-
ma de indagación cotas incluso muy altas de arbitrariedad.
3) Designación por similitud fonética según la afini-
dad de los conceptos que se designan." Palabras cuyos
significados son cercanos obtienen también sonidos aná-
logos; pero a diferencia del caso que contemplábamos
más arriba, aquí no hay atención al carácter que reside en
los sonidos mismos. Para que esta modalidad de designa-
ción tome cuerpo con alguna amplitud se requiere que el
78 sistema fonético de la lengua admita y prevea palabras de
una extensión sonora considerable; al menos estp es pre-
ciso si esta forma de designación ha de lograr una expan-
sión significativa. Es, sin embargo, la forma más fecunda
de todas, la que con más claridad y nitidez representa el

a. Tachado: «como Gischt ("espuma") y Geist ("espíritu")».

104
nexo de los productos intelectuales con un nexo análogo
en la lengua. A este modo de designación, en el que
corren parejas la analogía de los conceptos y la de los
sonidos, cada una en el dominio que le es propio y en
forma tal que ambas se ven forzadas a sostener el mismo
paso, podría dársele el nombre de analógico.

Sistema de los sonidos de las lenguas. Designación


de relaciones generales

19
En el conjunto de lo que constituye el ámbito de desig-
nación del lenguaje hay que distinguir esencialmente entre
dos especies de designanda: la de los objetos o conceptos
singulares, y la de las relaciones generales que pueden
ponerse en conexión con los anteriores, bien para dar
lugar a la designación de nuevos objetos o conceptos,
bien para enlazar el discurso. Las relaciones generales
pertenecen en su mayoría a las formas mismas del pensar
y, en cuanto que es posible derivarlas a partir de un
principio originario, forman sistemas cerrados. En ellos
lo singular es objeto de determinación, con carácter de
necesidad intelectual, tanto en su relación con los demás
objetos singulares como en la que lo une a la forma de
pensamiento que aprehende y sintetiza el todo. Pues bien,
si a una lengua se le añade un sistema de sonidos amplio
y que admita variedad, los conceptos pertenecientes a esta
segunda especie podrán desarrollarse al paso de los soni-
dos en una analogía que vinculará sin cesar ambos ex-
tremos.
En el caso de estas relaciones, de entre las modalida-
des de designación enumeradas más arriba (p. 75), serán
de aplicación preferente la simbólica y la analógica, y es
un hecho que ambas se detectan con claridad en diversas
lenguas. Así, por ejemplo, en árabe es muy habitual for-
mar colectivos insertando en la raíz una vocal larga: el
conjunto de los objetos recogidos en la designación obtie-

105
ne así una representación simbólica a través de la longitud
del sonido. Esto puede considerarse ya, sin embargo, como
un refinamiento debido a un sentido de la articulación
altamente desarrollado. Pues existen lenguas más groseras
en las que casos análogos a éstos se designan por medio
de verdaderas pausas entre las sílabas de la palabra, o
bien de una manera cercana más bien al ademán, de for-
ma que la indicación se produce en gran medida por
medio de la imitación corporal.' De índole parecida es la
79 repetición directa de una misma sílaba para indicar mul-
tiplicidad, incluyendo en particular la pluralidad, o inclu-
so el tiempo pretérito. Resulta notable observar, tanto en
sánscrito como en parte de las lenguas del tronco malayo,
cómo lenguas de noble disposición, al incorporar a su
sistema de sonidos la duplicación de las sílabas, modifi-
can ésta con arreglo a leyes de la eufonía que atenúan el
soniquete de las sílabas repetidas y su forma algo grosera
de imitación simbólica. Resulta también de gran finura y
sentido el modo como se forman en árabe los verbos
intransitivos, con la vocal / más débil pero también más
cortante y penetrante, en oposición a la a de los verbos
activos. En algunas lenguas malayas esto mismo se hace
insertando un sonido nasal sordo, como retenido en el
interior. En este caso, el sonido nasal debe ir precedido
de una vocal. Ahora bien, la elección de esta vocal se rige
por la analogía de la designación: con las contadas excep-
ciones de los casos en que el sonido impone su poder a la
significación, asimilándose esta vocal a la consonante si-
guiente, la m es precedida de una w, una vocal hueca,
como nacida de las profundidades de los órganos fonado-
res, y es esta sílaba insertada, urn, la que marca el carác-
ter intransitivo.
Nos hallamos, sin embargo, en tales casos ante un
estadio de formación del lenguaje que se desenvuelve en

1. Se hallarán algunos ejemplos particularmente significativos de esta naturale-


za en mi tratado «Über das Entstehen der grammatischen Formen» («Sobre el
origen de las formas gramaticales»), Abhandlungen der Akademie der Wissenschaf-
ten zu Berlin, 1822-1823, Historisch-philologische Classe, p. 413."
a. Cfr. vol. 4, 296.

106
el dominio de la más pura intelectualidad, y que permite
que nazca y se desarrolle un nuevo principio aún más
elevado: el sentido puro de la articulación, o, si se me
permite la expresión, desnudo. Del mismo modo que es el
empeño por dar significado a los sonidos lo que en reali-
dad crea la naturaleza del sonido articulado, cuya esencia
consiste exclusivamente en esta intención, ese mismo em-
peño se aplica aquí a una significación determinada. Esta
determinación es tanto mayor cuanto que el ámbito de lo
por designar es creación directa del alma, y aunque la
conciencia no lo tenga siempre ante sí en toda su clara
integridad, está sin duda presente al espíritu, de un modo
no por difuso menos operante. Por eso aquí la formación
de lenguaje puede guiarse más resueltamente por el obje-
tivo de distinguir similitud y disparidad de los conceptos
hasta en sus más finos matices, haciendo uso para ello de
la selección y gradación de los sonidos. Cuanto más clara
y pura sea la aprehensión intelectual del dominio por
designar, más intensa será su inclinación a dejarse guiar 80
por este principio, y su completa victoria en esta parte de
su cometido consiste en implantar ese principio como do-
minante de una manera tan visible como cabal.
Si consideramos que la primera excelencia de las na-
ciones que dan forma a una lengua está en la delicadeza
de los órganos articulatorios y del oído, así como en su
sentido de la eufonía, podemos admitir que el vigor y la
pureza de este sentido de la articulación constituyen
la excelencia de rango inmediatamente inferior. Lo que
cuenta aquí es que la significatividad impregne por entero
los sonidos, que el oído que recibe el lenguaje no advierta
en los sonidos nada que no sea su significación, y que
reciba ésta de un modo simultáneo e indiviso; y que a la
inversa, partiendo del significado, el sonido parezca deter-
minado tan sólo para él. Es claro que esto presupone una
delimitación muy precisa de las relaciones, ya que ahora
nos estamos ocupando sobre todo de ellas, pero requiere
también una precisión análoga en la de los sonidos. Cuan-
to más determinados e incorpóreos sean éstos, más nítida-
mente se destacarán unos de otros. El predominio del

107
sentido de la articulación no sólo refuerza, sino que man-
tiene en el único cauce correcto tanto la receptividad como
la espontaneidad de la fuerza que da forma al lenguaje;
más arriba (p. 70) he advertido que esta fuerza se ocupa
de cada elemento singular de la lengua como si por instin-
to tuviese presente el conjunto de la trama de la que cada
elemento forma parte: también aquí ese instinto se vuelve
efectivo y sensible en proporción directa al vigor y pureza
del sentido de la articulación.

Sistema de los sonidos de la lengua. Forma fónica


de las lenguas

20
La forma fónica es la expresión que la lengua otorga
a la idea. Pero se la puede considerar también como una
especie de edificio de cuya estructura la lengua misma
forma parte. Si tomamos la idea de la creación de lengua-
je en un sentido auténtico y completo, sólo se la aplicaría
a la invención primera del lenguaje, esto es, a un estado
que no conocemos y que tan sólo presuponemos como
hipótesis necesaria. No obstante, cabe pensar en la posi-
bilidad de aplicar una forma fónica ya existente a los
cometidos internos de la lengua también en períodos me-
dios de la formación lingüística. Tanto por su inspiración
interior como por la influencia favorable de las circuns-
tancias externas, un pueblo puede conferir a la lengua
que ha recibido una forma tan distinta de la que tenía que
de hecho la convierta en una nueva lengua, diferente de
la anterior. Hay motivos para dudar de que esto sea po-
81 sible entre lenguas de forma totalmente distinta." Por el
contrario es innegable que una percepción clara y deter-

a. En lugar de esta frase había en origen: «En lo que sigue retornaré al


problema de si tal hipótesis es aceptable en sí misma y se apoya en los hechos, si
por ejemplo un pueblo podría por sí mismo, partiendo de una lengua que, al
modo del chino, forme sus palabras sólo a partir de palabras monosilábicas, sin
alteraciones internas ni aditamentos externos, llegar a unas y otras por sí mismo».

108
minada de la propia forma interna lleva a las lenguas a
crear matices cada vez más variados y más nítidamente
delimitados, sirviéndose para ello de la forma fónica de
que disponían y sometiéndola a ampliaciones y refinamien-
tos. La comparación entre lenguas emparentadas pertene-
cientes a un mismo tronco permite descubrir cuál de ellas
ha precedido a las demás en esta vía. El árabe muestra
varios casos de esto último, si se lo compara con el he-
breo. Yo mismo, en mi investigación sobre el kawi, pro-
yecto examinar si, y hasta qué punto, las lenguas de las
islas de los mares del Sur deben considerarse como la
forma originaria a partir de la cual se han desarrollado
las malayas en sentido estricto, las del archipiélago índico
y de Madagascar.
Este fenómeno se explica por entero si se considera el
proceso natural por el que se engendra el lenguaje. Por su
naturaleza, la lengua está presente en el alma en su tota-
lidad, lo que significa que cada elemento singular dentro
de ella se comporta en correspondencia con otros que aún
no le son claros, así como con un todo que está dado
como la suma de los fenómenos y de las leyes del espíri-
tu, o mejor dicho, con un todo que es posible crear. Sólo
que en la realidad este desarrollo es paulatino; lo que se
añade de nuevo se va formando por analogía con lo que
ya existía. No es sólo que estos principios deban tomarse
como punto de partida de toda explicación lingüística; es
que el desmembramiento histórico de las lenguas los pone
de manifiesto con tal claridad que no hay problema alguno
en servirse de ellos con ese fin. Lo que ya ha tomado
forma dentro del sistema fónico existente arrastra violen-
tamente hacia sí, por así decirlo, las formaciones nuevas,
y no les permite seguir un camino esencialmente diferen-
te. Las diversas clases de verbos en las lenguas malayas se
indican mediante sílabas que se anteponen a la palabra
básica. Es seguro que nunca existieron tantas de estas
sílabas, ni tan finamente matizadas, como suponen los
gramáticos tagalos. Sin embargo, las que han ido apare-
ciendo poco a poco han mantenido siempre esta misma 82
posición inalterada. Otro tanto ocurre en los casos en que

109
el árabe intenta dar expresión a diferencias que las lenguas
semíticas más antiguas no habían designado. La lengua
prefiere formar nuevos tiempos con ayuda de verbos auxi-
liares antes que imponer a las palabras una forma poco
acorde con el espíritu de este tronco lingüístico, por adi-
ción de nuevas sílabas.
Es, pues, más que comprensible que la forma fónica
constituya el fundamento principal de la diversidad de las
lenguas. Y la razón de esto es su misma naturaleza, ya
que el sonido corpóreo, dotado de una forma real, es lo
único que en verdad hace la lengua; el sonido admite
también una variedad de diferencias muy superior a la
que es posible en la forma interna de la lengua, que por
necesidad comporta una mayor dosis de igualdad. Ahora
bien, la magnitud del poder de la primera se debe en
parte también a la influencia que ejerce sobre esta última.
Imaginemos, como no podemos por menos —más abajo
volveremos sobre ello con mayor extensión—, que la for-
mación de una lengua es el resultado de la confluencia de
dos factores: el impulso del espíritu a designar la materia
requerida por los objetivos internos de la lengua, y la
producción del correspondiente sonido articulado. Pues
bien, es claro que lo que ya ha tomado forma y cuerpo
reales, y en medida aún mayor la ley sobre la que reposa
la variedad de lo anterior, tenderá por necesidad a impo-
nerse sobre una idea que sólo llegará a ser clara en virtud
de su nueva configuración.
En general hay que entender la formación de lenguaje
como el resultado de un proceso de generación en el que
la idea interior tiene que vencer una cierta dificultad para
poder manifestarse. Esta dificultad es el sonido, y su
superación no siempre alcanza el mismo grado. En casos
como éstos resulta a veces más fácil ceder en el terreno de
las ideas y acomodarse a un mismo sonido, o a una mis-
ma forma fónica, cuando en realidad se trata de ideas
distintas. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando determi-
nadas lenguas dan la misma configuración al futuro y al
subjuntivo, por causa del matiz de incertidumbre que es
propio de uno y otro (cfr. infra § 21). Desde luego no se

110
oculta que, cuando esto ocurre, está en juego una cierta
debilidad de las ideas para las que se producen los soni-
dos, ya que un sentido lingüístico verdaderamente vigoro-
so vence siempre la dificultad y triunfa en la empresa.
Pero la forma fónica se sirve de esa debilidad y en cierto
modo se apodera de la nueva formación. En todas las
lenguas se encuentran casos en los que el impulso interior,
que una concepción distinta y más correcta nos fuerza a
tener por fundamento real de la lengua, se ha visto más o
menos apartado de su camino inicial a la hora de adoptar
un cierto sonido. Más arriba hemos hablado ya (pp. 70-71) 83
de las lenguas en las que los órganos articulatorios impo-
nen unilateralmente su naturaleza y reprimen a los verda-
deros sonidos radicales, los que son portadores del signi-
ficado de la palabra. Resulta notable observar aquí y allá
cómo el sentido lingüístico que opera desde el interior
cede largo tiempo a estas tendencias, pero de pronto irrum-
pe en un determinado caso, resiste a la inclinación de los
sonidos y llega incluso a aferrarse a una sola vocal sin
ceder un ápice de su terreno. En otros casos, una forma-
ción requerida por el sentido lingüístico llega en efecto a
crearse, pero en el momento mismo de su creación la
inclinación de los sonidos la modifica como en una espe-
cie de pacto mediador entre uno y otra.
De todos modos puede decirse en líneas generales que
formas fónicas esencialmente diversas ejercen una influen-
cia decisiva sobre el grado de consecución de los objetivos
internos de la lengua. Si, por ejemplo, en chino no pudo
llegar a formarse una flexión de las palabras capaz de
guiar la trabazón del discurso, fue porque la estructura
fónica de esa lengua había impuesto una tendencia a la
estricta y rígida separación de las sílabas entre sí, muy
contraria a la modificación y aglutinación de las mismas.
Ahora bien, las causas primeras de este tipo de obstácu-
los pueden ser de naturaleza muy variada. En el caso del
chino parecen ser consecuencia de la falta de inclinación
de este pueblo a dar a los sonidos una variedad rica en
fantasía y capaz de promover la armonía; y cuando esto
falta, cuando el espíritu no ve la posibilidad de revestir

111
las diversas relaciones del pensar con correspondientes
gradaciones y matizaciones de los sonidos, en general no
se presta, tampoco a detenerse en diferenciaciones más
delicadas de esas relaciones. Pues la tendencia a formar
un rico acervo de articulaciones sutil y nítidamente deli-
mitadas entre sí, así como el impulso del entendimiento a
crear tantas y tan claramente determinadas formas como
necesite para hilar un pensamiento cuya infinita multipli-
cidad lo hace siempre fluyente y pasajero, son dos elemen-
tos que se estimulan y favorecen recíprocamente.
En el origen, en los movimientos del espíritu que se
sustraen a la observación, no se debe de ninguna manera
imaginar, por lo que se refiere al sonido y a lo que requie-
ren los objetivos internos de la lengua, que las fuerzas
que crean la designación y aquéllas que engendran lo por
designar son diferentes. Pues la capacidad general de len-
guaje abarca y reúne a ambas por igual. Pero en cuanto
la idea accede al mundo exterior en forma de palabra, en
84 cuanto el poder de la materia ya conformada, como tra-
dición de una lengua que ya existe, sale al encuentro del
hombre que no obstante tiene que engendrarla por sí mis-
mo y de nuevo cada vez, en ese momento puede producir-
se la escisión, una división que justifica e incluso obliga a
considerar la producción de lenguaje desde estas dos pers-
pectivas diversas.
A diferencia de lo que ocurre en lenguas como el
chino, en las semíticas parece advertirse la confluencia de
una tendencia a diferenciar orgánicamente una profusa
variedad de sonidos por un lado, y de un fino sentido de
la articulación por el otro, motivado en parte por la índo-
le misma de estos sonidos. El resultado es que estas len-
guas poseen una forma fónica cuyo artificio y sentido
van más allá de la claridad y determinación con que real-
mente distinguen estas lenguas los conceptos gramaticales
necesarios y más principales. Aquí el sentido lingüístico
se orientó tan exclusivamente en una sola dirección que
descuidó la otra; al no perseguir el objetivo verdadero y
más acorde con la naturaleza del lenguaje con resolución
suficiente, se entretuvo en la conquista de una ventaja

112
intermedia, la de una forma fónica llena de sentido y
variadamente-trabajada. Pero fue su disposición natural
la que lo llevó por ese camino. Las palabras radicales,
bisilábicas por lo general, adquirieron espacio para modi-
ficar internamente sus sonidos, y esta clase de formación
requería sobre todo vocales. Y, dado que éstas son sin
duda más delicadas e incorpóreas que las consonantes,
ellas despertaron y estimularon un sentido articulatorio
cada vez más refinado.'

Sistema de sonidos de las lenguas. Técnica


de las mismas

Existe aún otra manera más de representarse el predo-


minio de la forma fónica, entendido en sentido genuino,
como determinante del carácter de las lenguas. A la suma
de los medios de los que se sirve una lengua para lograr
sus objetivos puede llamársele su técnica, y esta técnica
puede dividirse a su vez en fonética e intelectual. Bajo
técnica fonética entiendo la construcción de las palabras
y de las formas, en la medida en que sólo se refiere al
sonido o está motivada por él. Ésta será más rica en la 85
medida en que las diversas formas posean una extensión
más amplia y de mayor plenitud sonora, y también cuan-
do para un mismo concepto o una misma relación utilicen
formas que sólo difieran entre sí por la expresión. Por el
contrario la técnica intelectual abarca lo que se trata de
designar o de distinguir en la lengua. Es, pues, propio de
su dominio el que una lengua designe el género, el dual,
los tiempos verbales, en todas las posibles combinaciones

1. Ewald, en su Hebráische Grammatik (p. 144, § 93; p. 165, § 95) no sólo ha


puesto expresamente de manifiesto la influencia de las palabras raíces bisilábicas
en las lenguas semíticas, sino que ha revelado magistralmente su presencia en el
genio que anima la totalidad de su gramática. Bopp desarrolla expresamente la
idea de que las lenguas semíticas, debido a que construyen sus formas y en parte
también sus flexiones casi exclusivamente mediante cambios en el seno de las
propias palabras, son poseedoras de un carácter propio y especial; de este conoci-
miento ha hecho un uso nuevo y certero en su clasificación de las lenguas (Verglei-
chende Grammatik, pp. 107-113).

113
del concepto del tiempo con el del decurso de la acción,
etc.
Desde este punto de vista el lenguaje se nos muestra
como un medio para un fin. Ahora bien, como esta herra-
mienta, en virtud del orden de las ideas que toma forma
en ella, de su claridad y nitidez, así como por su eufonía
y ritmo, es capaz de estimular tanto las fuerzas puramen-
te espirituales del hombre como las más nobles de entre
las sensoriales, la estructura orgánica de la lengua, la
lengua en sí misma, con independencia de su objetivo,
puede llegar a atraer hacia sí el entusiasmo de las nacio-
nes, y llega a hacerlo de hecho. La técnica desborda en-
tonces las exigencias que plantea la mera consecución del
objetivo; y tanto podría afirmarse que en esto las lenguas
van más allá de la necesidad como que se quedan por
detrás de ella. Si se comparan el inglés, el persa y el malayo
propiamente dicho con el sánscrito y el tagalo, se advierte
una clara diferencia de volumen y riqueza de la técnica
lingüística en el sentido que acabo de indicar. Y esto no
causa detrimento al objetivo inmediato del lenguaje, que
es reflejar las ideas, pues las tres primeras no sólo lo
cumplen en términos generales, sino que despliegan en
ocasiones una variedad elocuente y poética. Más tarde
volveré sobre este tema del predominio de la técnica, en
general y en conjunto. Aquí sólo quería referirme al pre-
dominio que la técnica fonética puede llegar a arrogarse
sobre la intelectual. Por muy grandes que sean las exce-
lencias del sistema fónico en este caso, una relación des-
equilibrada es siempre testimonio de debilidad de la fuer-
za creadora de lenguaje, pues lo que en sí mismo es uno
y lleno de energía sabe siempre conservar sin daño tam-
bién en sus efectos la armonía que es propia de su natu-
raleza. Allí donde la mesura no se ve arrollada, la riqueza
de sonidos de una lengua puede compararse con el colo-
rido en la pintura. La impresión que causan ambos susci-
ta sensaciones semejantes; también la idea tiene un efecto
diferente cuando se muestra como un boceto más o me-
nos desnudo y cuando, si se me permite la expresión,
aparece revestida de un mayor colorido lingüístico.

114
La forma interna de la lengua 86

21
Por grande que sea la ventaja de una forma fónica
artística y muy rica en sonidos, incluso ligada al más vivo
sentido articulatorio, faltará toda capacidad de producir
lenguas que estén a la altura del espíritu si la luminosa
claridad de las ideas que se refieren al lenguaje no derra-
ma su luz y su calor sobre éste. Pues esta su parte entera-
mente interior y puramente intelectual es la que realmente
hace la lengua. Ella es el uso para el cual la producción
de lenguaje se sirve de la forma de los sonidos; de ella
depende el que la lengua sea capaz de dar expresión a
todo cuanto las más eximias cabezas de las generaciones
posteriores, en el curso del progreso incesante de la for-
mación de ideas, busquen confiarle. Esta su naturaleza
depende de la confluencia y cooperación de las leyes que
en ella se manifiestan, tanto entre sí como con las leyes
de la aspección,* el pensar y el sentir.
Ahora bien, la capacidad del espíritu tan sólo tiene
existencia en su actividad; no es otra cosa que la llamara-
da con que prende la fuerza en su totalidad una y otra
vez, pero determinada en una única dirección. Las leyes
mencionadas no son, pues, sino las vías por las que dis-
curre la actividad del espíritu al crear lenguaje; o recurrien-
do a un símil distinto, son los moldes con los que esta
actividad imprime su forma a los sonidos. No hay fuerza
alguna del alma que no intervenga en esto; nada hay en el
interior del hombre que sea tan profundo, tan sutil, tan
abarcante que no pase al lenguaje y no se haga reconoci-
ble en él. Por eso la excelencia intelectual de una lengua
depende del grado de orden, firmeza y claridad de la
organización espiritual de cada pueblo en el tiempo de su

* «Aspección» reproduce el alemán «Anschauen, Anschauung», término kan-


tiano habitualmente traducido por «intuición» (cfr. mi traducción de J. Simón, La
verdad como libertad, Salamanca, 1983). Significa «apreciar la manifestación ex-
terna de las cosas, lo fenoménico». (N. del T.)

115
formación o transformación; la lengua misma es imagen
y expresión inmediata de ello.
Se podría pensar que en su procedimiento intelectual
todas las lenguas deberían ser iguales. En el caso de la
forma de los sonidos se comprende que exista una varie-
dad incalculable e infinita, ya que lo individual, cuando
es de naturaleza sensible o corpórea, puede deber su ori-
gen a causas tan diversas que no es posible prever sus
posibles formas y gradaciones. Por el contrario, lo que,
como ocurre con la parte intelectual del lenguaje, reposa
únicamente sobre la actividad espontánea del espíritu, y
teniendo en cuenta además que los fines y los medios son
los mismos, parece que debería ser igual en todos los
87 hombres; y, en efecto, no cabe duda de que esta parte del
lenguaje guarda una mayor homogeneidad. Sin embargo
también aquí se produce una diversidad importante, debi-
da a varias causas. Por una parte está en su origen el
diverso grado en que se muestra activa la fuerza genera-
dora de lenguaje, tanto en sí misma como por referencia
a las relaciones recíprocas entre las actividades que se
manifiestan en ella. Pero además, y en segundo lugar,
actúan aquí fuerzas cuyas creaciones no se pueden juzgar
por el entendimiento* ni desde conceptos puros. La fan-
tasía y el sentimiento crean configuraciones individuales
en las que vuelve a hacerse visible el carácter individual
de la nación; también aquí, como en todo lo que es indi-
vidual, es infinita la variedad de los modos bajo los cua-
les puede representarse una misma cosa, siguiendo en cada
caso determinaciones diferentes.
Es cierto que también en la parte puramente ideal de
la lengua, en la que ésta depende exclusivamente de las
conexiones del entendimiento, se hallan divergencias, mas
se deben casi siempre a combinaciones incorrectas o defi-
cientes. Con el fin de reconocer esto es aconsejable man-
tenerse en el terreno de las leyes sólo y auténticamente

* En alemán «Verstand», en sentido kantiano. «Entendimiento» será aquí


siempre traducción de « Verstand», salvo en giros como «entendimiento recíproco»,
en cuyo caso reflejará el alemán «Verstándnis». (N. del T.)

116
gramaticales. Por ejemplo, las diversas formas que, de
acuerdo con la necesidad del habla, deben obtener en el
sistema del verbo una designación propia, dado que se las
puede elucidar deductivamente a partir de conceptos, de-
berían estar en todas las lenguas de la misma manera, en
el mismo número y adecuadamente diferenciadas. Mas si
se comparan el griego y el sánscrito, se advertirá que en
este último el concepto del modo no sólo ha quedado
evidentemente sin desarrollarse, sino que tampoco ha sido
realmente sentido al crearse la lengua y no ha llegado por
lo tanto a distinguirse netamente del de tiempo. Por eso
no está apropiadamente conectado con éste ni representa-
do por completo a través de sus categorías.' *
Lo mismo ocurre con el infinitivo, que además, con
entero desconocimiento de su naturaleza verbal, se ha 88
visto íntegramente transferido al nombre. Por grande y
justificada que sea nuestra admiración por el sánscrito,

1. Bopp (en Jahrbücher für wissenschaftliche Kritik, 1834, vol. II, p. 465) ha
sido el primero en advertir que el uso habitual del potencial consiste en expresar
afirmaciones generalmente categóricas, al margen y con independencia de cualquier
determinación particular de tiempo. Lo acertado de su observación queda demos-
trado por gran cantidad de ejemplos, sobre todo de sentencias morales en el
Hitopadesa. Pero si se examina con más detenimiento la razón de esta aplicación
de este tiempo, tan llamativa a primera vista, se hallará que en este tipo de casos
se lo está aplicando como subjuntivo y en el sentido más genuino de éste. Lo que
ocurre es que el giro en su conjunto debe entenderse como elíptico. En lugar de
decir «el hombre sabio jamás actúa de otro modo» se dice «el hombre sabio
actuaría así», sobreentendiéndose: bajo cualquier circunstancia y en todo momen-
to. A causa de este uso preferiría abandonar la designación de «modo de la
necesidad» para el potencial. Creo que se trata aquí del puro y simple subjuntivo,
libre de todos los conceptos adicionales del poder, desear, deber, etc. Lo peculiar
de este uso está en la elipse sobreentendida; está también en el llamado «potencial»
sólo en cuanto que éste está motivado justamente por la elipse, en especial frente
al indicativo. Pues no se puede negar que el uso del subjuntivo, al perfilarse frente a
todas las demás posibilidades, es aquí de un efecto más intenso que el indicativo
de la simple enunciación. Hago mención expresa de esto porque creo que no
carece de importancia sostener y preservar el sentido genuino y habitual de las
formas gramaticales en la medida de lo posible, y siempre que no sea inevitable-
mente necesario hacer lo contrario.
* El desconocimiento de la lengua védica hace suponer a Humboldt que en
sánscrito no ha llegado a desarrollarse un verdadero sistema modal; lo cierto es,
por el contrario, que en sus textos más antiguos esta lengua muestra, además de
indicativo, imperativo y optativo, un desarrollo plenamente productivo del subjun-
tivo y del injuntivo. Más bien habría, pues, que hablar de exceso modal que de
defecto. (N. del T.)

117
fuerza es reconocer que en esto ha quedado por detrás de
las lenguas más jóvenes. No obstante, la naturaleza del
habla favorece pese a todo esta clase de inexactitudes y se
las arregla para acabar haciéndolas inocuas respecto de
sus objetivos primordiales. Deja que una forma sustituya
a otra,2 o se contenta con un rodeo allí donde le falta la
expresión auténtica y concisa. Mas no por eso dejan de
ser estas imperfecciones deficiencias que afectan precisa-
mente a la parte intelectual de la lengua. Más arriba (p. 82)
he advertido que en ocasiones la culpa puede ser de la
forma sonora, que, acostumbrada como está a ciertas
formaciones, arrastra al espíritu a conformarse con su
cauce usual de formación también en las nuevas especies
de conceptos que requieren forma. Pero esto tampoco
ocurre siempre.
Lo que acabo de exponer sobre el tratamiento de los
modos y del infinitivo en sánscrito no puede de ninguna
manera explicarse por la forma sonora. Yo al menos no
soy capaz de encontrar nada de este género en ella. Por
otra parte, la riqueza de medios del sánscrito basta y
sobra para dar expresión suficiente a la designación. La
causa debe buscarse con seguridad más adentro. Es el
sistema ideal del verbo, su organismo interior, su apropia-
da y completa división en partes diversas, lo que no llegó
a desarrollarse con la suficiente claridad ante el espíritu
creador de la nación. Pero esta misma deficiencia resulta
tanto más asombrosa cuanto que el sánscrito reconoce y
representa como ninguna otra lengua la verdadera natura-
leza del verbo, la síntesis pura del ser y el concepto, y lo
89 hace con inigualable autenticidad y ligereza, ya que no
conoce para él sino una expresión inquieta, nunca en
reposo, que indica en todo momento circunstancias singu-
lares y determinadas. Pues las palabras raíces no pueden
en modo alguno entenderse como verbos, ni siquiera sólo

2. En mi tratado sobre el origen de las formas gramaticales me he ocupado


más por extenso de esta confusión de una forma gramatical con otra. Abhandl. d.
Akad. d. Wissensch. zu Berl., 1822-1823, Hist.-Philol. Classe, pp. 404-407."
a. Cfr. vol. 4, 288.

118
como conceptos verbales. En fin, este deficiente desarro-
llo o acepción inapropiada de un concepto lingüístico po-
drá deberse en cada caso, bien externamente a la forma
sonora, bien más internamente a la concepción ideal, pero
tanto en un caso como en otro el problema será siempre
una cierta debilidad de la capacidad de generar lenguaje.
Una esfera lanzada con la fuerza suficiente no dejará que
los obstáculos que se le pongan delante la aparten de su
camino, y una materia de ideas convenientemente elabo-
rada, y aprehendida con el vigor correspondiente prose-
guirá un desenvolvimiento homogéneo que alcance la per-
fección hasta en sus miembros más delicados, los que
sólo un agudo discernimiento es capaz de diferenciar.
A propósito de la forma sonora hemos mostrado cómo
los puntos principales son la designación de los conceptos
y las leyes de la composición del discurso. Pues bien, otro
tanto sucede en el caso de la parte interior, intelectual,
del lenguaje. También aquí es importante para la designa-
ción la diferencia entre que se pretenda expresar objetos
enteramente individuales o bien relaciones aplicables a un
cierto número de conceptos individuales, que reúnan a
éstos homogéneamente bajo un concepto general. Hay
que distinguir, pues, tres casos. En el plano de la forma
sonora la designación de los conceptos, bajo la cual caen
los dos primeros casos, constituía la formación de la pa-
labra; a ella corresponde en este nuevo plano la formación
del concepto. Pues cada concepto ha de ser fijado inter-
namente a rasgos que le son propios o a relaciones con
otros, y es el sentido de la articulación el que debe hallar
los sonidos apropiados para la designación. Esto ocurre
incluso en los casos de objetos externos, corpóreos, per-
ceptibles por los sentidos. Pues tampoco en ellos la pala-
bra es el equivalente del objeto que se ofrece a los senti-
dos, sino que es el correlato de la acepción del mismo por
la creación lingüística en el momento preciso de inventar
la palabra. Ésta es una fuente primordial de la multiplici-
dad de expresiones para los mismos objetos; y cuando el
sánscrito designa el elefante ora como el que bebe dos
veces, ora como el que tiene dos colmillos, ora como el

119
dotado de una mano, por más que el objeto designado
sea siempre el mismo, la designación lo es de otros tantos
90 conceptos. Pues la lengua no representa nunca los obje-
tos, sino los conceptos que de ellos se forma el espíritu
espontáneamente al crear lenguaje; y de lo que aquí se
trata es de esta formación de los conceptos, que debe
entenderse como totalmente interior e incluso previa al
sentido articulatorio. Claro está que esta división sólo es
válida para el análisis del lenguaje, y que no se la puede
considerar como dada en la naturaleza.
Desde un punto de vista diferente son, en cambio, los
dos últimos casos mencionados más arriba los que mues-
tran mayor afinidad entre sí. Las relaciones generales a
las que hay que dar designación a propósito de los obje-
tos singulares, por un lado, y la flexión gramatical de las
palabras, por el otro, reposan ambas en su mayor parte
sobre las formas universales de la aspección y el ordena-
miento lógico de los conceptos. Hay, pues, en ellas un
sistema que es posible conocer en su integridad y con el
cual cabe comparar el sistema que cada lengua pone de
manifiesto. También aquí se imponen por sí mismos los
dos puntos fundamentales: el que lo por designar esté
completo y apropiadamente discernido, y la naturaleza de
la designación idealmente elegida para cada uno de estos
conceptos. Pues en esto es de plena aplicación lo expues-
to con anterioridad. El problema es que, como aquí la
designación lo es siempre de conceptos no sensoriales,
con frecuencia incluso de puras relaciones, la lengua ha
de tomar el concepto muchas veces, si no siempre, en
forma figurada; en esto se muestran mejor que en ningún
otro dominio las verdaderas profundidades del sentido
del lenguaje, en la conexión de los conceptos más simples
pero que gobiernan la lengua entera de arriba abajo. El
papel más importante lo desempeñan aquí la persona,
por lo tanto el pronombre, y las relaciones en el espacio,
y se puede también mostrar con cuánta frecuencia una y
otras están a su vez relacionadas entre sí y conectadas en
una percepción aún más simple. Se nos revela aquí el
fundamento más genuino de la lengua como tal, el que

120
nace del espíritu como por instinto. Este es también el
dominio en el que debería quedar para la diversidad indi-
vidual el mínimo espacio; la diversidad entre las lenguas
debería ceñirse aquí al mayor o menor grado de fecundi-
dad del uso que cada lengua hace de este elemento, o a la
mayor o menor claridad de las designaciones procedentes
de este sustrato, y a su mayor o menor asequibilidad para
la conciencia.
Por el contrario la designación de los diversos objetos
internos y externos penetra con más profundidad en la
aspección sensible, en la fantasía, en el sentimiento, y por 91
la cooperación de todos ellos, en el carácter en general,
pues es éste un terreno en el cual la naturaleza sale en
verdad al encuentro del hombre, y una materia en par-
te verdaderamente material viene a unirse con el espíritu
que le da forma. Por eso es éste el dominio en el que con
más intensidad brilla la luz de las peculiaridades naciona-
les. Pues el hombre se acerca a la naturaleza exterior en
actitud aprehensiva, y desarrolla sus sensaciones internas
según su propia actividad espontánea, dependiendo del
modo como sus fuerzas espirituales se ordenan y relacio-
nan entre sí conforme a su jerarquía interior, y esto se
plasma también en la generación de lenguaje, en cuanto
que crea interiormente los conceptos al hilo de las pala-
bras. También aquí la gran frontera que divide a los
pueblos está en que cada uno ponga en su lengua un
mayor grado de realidad objetiva o de interioridad subje-
tiva. Por más que estos rasgos sólo se desarrollan con
nitidez en el curso de una evolución paulatina, su funda-
mento se reconoce en germen sin dificultad ya en la dis-
posición primera de la lengua; la misma forma sonora
muestra su impronta. Cuanto mayor sea la claridad con
que el sentido lingüístico exponga los objetos sensibles, y
cuanto más intensamente favorezca en los conceptos espi-
rituales una determinación pura e incorpórea, mayor será
la nitidez con que se mostrarán los sonidos articulados así
como la plenitud sonora con que las sílabas se juntarán
para formar palabras, pues no hay que olvidar que lo que
con nuestra reflexión procuramos discernir y separar es

121
en el interior del alma cosa una e indivisible. Esta diferen-
cia entre una objetividad clara y firme y una subjetividad
más enraizada en lo profundo salta a la vista cuando se
compara el griego con el alemán.
Esta influencia de la peculiaridad nacional sobre la
lengua se advierte sobre todo en dos dominios: el de la
formación de los diversos conceptos y el de la riqueza
relativa de la lengua en conceptos de una determinada
especie. Es claro que en la designación de lo singular
intervienen unas veces la fantasía y el sentimiento, guia-
dos por la aspección sensible, y otras en cambio más bien
el entendimiento que discierne o el espíritu que establece
conexiones audaces. De este modo las expresiones corres-
pondientes a los objetos más variados obtienen una colo-
ración homogénea que es testimonio de la manera como
esa nación concibe la naturaleza. No menos evidente es la
manera como en una lengua tienden a prevalecer las ex-
presiones correspondientes a una determinada orientación
del espíritu. En sánscrito, por ejemplo, se advierte una
gran profusión de palabras de contenido religioso y filo-
sófico; en esto tal vez no haya otra lengua que pueda
medirse con él. A esto hay que añadir que, en la mayoría
de los casos, estos conceptos están formados de la mane-
ra más desnuda a partir de sus elementos simples origina-
rios, lo que hace que irradie con fuerza aún mayor el
profundo sentido abstractivo de esta nación. La lengua
92 exhibe así la misma impronta que caracteriza el conjunto
de la literatura y de la actividad espiritual de la antigua
India, y que se encuentra también en la manera externa
de vivir y en las costumbres. La lengua, la literatura y la
disposición entera de la nación testimonian así al unísono
que los rasgos predominantes, los que caracterizan esta
nacionalidad en su conjunto, son, en lo interior, la aten-
ción a las causas primeras y a los fines últimos de la
existencia humana y, en lo exterior, el estamento que se
dedicó a estas cuestiones con exclusión de todo lo demás;
en suma, reflexión, búsqueda de la divinidad y sacerdo-
cio. Consecuencia secundaria de estos tres puntos fue una
forma de elucubración tan abstrusa que corría el riesgo

122
de deshacerse en la nada, así como un extraviado anhelo de
rebasar las fronteras de la humanidad por medio de prác-
ticas aventureras.
Sería, sin embargo, equivocado imaginar que la pecu-
liaridad nacional del espíritu y del carácter se revela tan
sólo en la formación de los conceptos; su influencia sobre
la construcción del discurso es al menos tan importante, y
se reconoce en ella por igual. Es por otra parte com-
prensible que el fuego interior, más violento o más débil,
llama fuerte unas veces, oscuro recoldo otras, crepitando
con viveza o temblando levemente, se derrame sobre la
expresión del pensamiento entero y de la corriente ince-
sante de las sensaciones, y haga así que su más propia
naturaleza se ponga de manifiesto del modo más inmedia-
to. También en esto es provechosa e instructiva la compa-
ración de griego y sánscrito. Lo que ocurre es que en esta
parte del lenguaje la idiosincrasia apenas si se manifiesta
en formas singulares o en leyes concretas, de manera que
el análisis resulta aquí una empresa difícil y penosa. Por
otra parte, la manera de construir la sintaxis de series
completas de ideas está en una relación muy precisa con
lo que mencionábamos más arriba: con la constitución
de las formas gramaticales. Pues la pobreza y vaguedad de
las formas prohibe al pensamiento expandirse en un dis-
curso extenso y lo fuerza a ceñirse a períodos que deben
contentarse con unos pocos puntos de apoyo. Pero aun
allí donde existe en efecto un rico sistema de formas gra-
maticales, delicadamente diversificadas y designadas con
suficiente claridad, para que la trabazón del discurso se
desarrolle a la perfección tiene que añadirse un vivo im-
pulso interior a producir frases dilatadas, de sentido com-
plejo y fuerte aliento espiritual.0 En la época en que el

b. En lugar de esto el original decía: «Pues si la formación sintáctica ha


podido en efecto desarrollarse meramente a partir de los conceptos fundamenta-
les, por ejemplo verbo y nombre, con claridad y perfección, parece que para que
esto tenga efectivamente lugar ha debido ser precisa una tendencia a formar frases
más dilatadas, de sentido más complejamente entretejido, más imbuido del espíri-
tu. Pues una lengua que se contente con una ordenación sintáctica sencilla, que
repose sobre puntos breves, no tiene necesidad ni de tantas formas ni de medios de

123
93 sánscrito obtuvo la forma que ahora nos es conocida a
través de sus productos, este impulso tuvo que estar mer-
mado, pues de no ser así habría conseguido, como lo hizo
el genio de la lengua griega, crear o al menos anticipar las
condiciones de tal posibilidad; los textos que poseemos
muestran muy raramente en su estructura una periodiza-
ción como la descrita.
Una parte sustancial de la estructura de los períodos y
de la construcción del discurso no se explica, sin embar-
go, por recurso a las leyes, sino que depende del que
habla o escribe en cada caso. A la lengua le cabe entonces
el mérito de ofrecer libertad y riqueza de medios a la
diversidad de los modos de expresión, por más que con
frecuencia su labor se limite a proporcionar la posibilidad
de crear tales modos por uno mismo. Sin necesidad de
alterar los sonidos, y mucho merlos las formas y sus leyes,
el tiempo introduce muchas veces en la lengua lo que ésta
no poseía, en virtud del desarrollo progresivo de las ideas,
del incremento de la capacidad de pensar y de una sensi-
bilidad cada vez más profunda. Es así como al cabo un
mismo edificio acaba albergando un sentido distin-
to, como una misma impronta se acuña sobre lo diverso, y
como por medio de las mismas leyes de conjunción acaba
expresándose un nuevo curso de ideas. Este es el fruto
continuado de la literatura de un pueblo, y muy especial-
mente de la poesía y de la filosofía. La expansión de las
demás ciencias proporciona a la lengua más bien materia-
les concretos, o nuevas y más firmes demarcaciones de lo
existente; la poesía y la filosofía en cambio rozan en un
sentido muy distinto lo más íntimo del hombre, y por eso
actúan con más fuerza y ejercen una mayor influencia
sobre la forma de la lengua, que tan estrechamente está
imbricada con ello. Por eso también las lenguas más ca-
paces de llegar a su propia perfección son aquéllas en las

conexión tan matizados. Puede ciertamente afirmarse que una periodización tan
restrictiva puede ser en una lengua consecuencia inevitable de la falta de ciertas
formas y medios de conexión, y tomarse en consecuencia por causa lo que aquí
presentamos como efecto. Sin embargo, el impulso a expandir el ámbito del
período tropezaría siempre con ese tipo de dificultades».

124
que el espíritu poético y filosófico han sido predominan-
tes, al menos en una determinada época; y esto se multi- 94
plica cuando tal predominio ha nacido de un impulso
propio, no de la imitación de lo foráneo. En ocasiones
familias lingüísticas como la semítica o la sánscrita poseen
un espíritu poético tan vivo que el de una fase antigua de
la lengua resucita literalmente en otra más tardía.
Si las lenguas son o no capaces de incrementar su
propia riqueza de aspección sensible del modo expuesto
es algo difícil de establecer. Por el contrario la experien-
cia del conjunto de las lenguas que han proseguido su
evolución a lo largo de siglos muestra que los conceptos
intelectuales y los que proceden de la percepción interior
acaban, con el uso, confiriendo a los sonidos que los
designan un contenido más profundo, más intensamente
animado por el espíritu. Escritores llenos de ingenio dan
más contenido a las palabras, y una nación dotada de
una viva receptividad es capaz de recogerlo y reproducir-
lo. Por el contrario las metáforas, que parecen haber
guardado maravillosamente en sí el sentido juvenil de los
primeros tiempos, de los que, como las lenguas mismas,
conservan en sí la huella, con el uso diario se desgastan
hasta el punto de no ser ya comprendidas. Y en este
simultáneo progreso y regreso las lenguas ejercen la in-
fluencia correspondiente al curso de su evolución, la que
se les ha asignado en la gran economía espiritual del lina-
je humano.

Conexión del sonido con la forma interior

22

La conexión de la forma sonora con las leyes internas


de la lengua constituye la perfección de ésta, y el punto
culminante de tal perfección se produce cuando esta co-
nexión, al hilo de continuos actos simultáneos del espíritu
que crea el lenguaje, acaba convirtiéndose en la más ge-
nuina y pura penetración recíproca. La producción de

125
lenguaje es, desde sus elementos primeros, un procedi-
miento sintético en el sentido más auténtico de la palabra,
esto es, una síntesis que crea algo que no estaba en nin-
guno de sus elementos tomados en sí mismos. El objetivo
sólo se alcanza cuando llegan a confluir la estructura
entera de la forma sonora y la de la configuración interna
con idéntica firmeza y al mismo tiempo. La consecuencia
beneficiosa que de ello resulta es entonces la plena adecua-
ción de cada elemento al otro, de manera que ninguno de
ellos exceda al otro ni se imponga a él. Si se ha alcanzado
este objetivo, ya el desarrollo interno de la lengua no se
perderá en veredas unilaterales, abandonado a ellas por
95 la generación fonética de las formas, ni el sonido se derra-
mará en una profusión desmedida, más allá de la bella
necesidad del pensamiento. Al contrario, serán justamen-
te los impulsos internos los que preparen en el alma la
producción de lenguaje, los que guiarán a los sonidos
hacia la eufonía y el ritmo; en una y otro hallarán éstos
la fuerza que equilibra el mero soniquete de las sílabas,
descubriendo así una nueva senda por la cual, recibiendo
su espíritu de las ideas, los sonidos devolverán a éstas un
principio de vida espiritual procedente de su propia natu-
raleza. La firme unión de estas dos partes constitutivas
principales de la lengua se pone de manifiesto con toda
claridad en la vivacidad de sensibilidad y fantasía que la
lengua adquiere con ello. Por el contrario, si una lengua
ha experimentado su mayor expansión y refinamiento in-
telectuales en una época en la que el instinto conformador
de los sonidos no poseía ya el vigor preciso, o en la que
desde el principio las diversas fuerzas experimentaron un
crecimiento unilateral, la consecuencia inevitable será un
predominio excesivo del entendimiento, el cual se refleja-
rá en la demasiada sobriedad y sequedad. En concreto
puede observarse esto en lenguas en las que, como en
árabe, ciertos tiempos verbales sólo pueden expresarse
por medio de verbos auxiliares: señal de que la idea de
los mismos no estuvo acompañada con suficiente eficacia
por el impulso a darles forma sonora. El sánscrito, en
cambio, llega a fundir realmente el verbo ser en algunos

126
tiempos verbales con el concepto del verbo, formando
una sola palabra.*
Pero, en realidad, ni estos ejemplos ni muchos otros
semejantes que podrían aducirse, sobre todo en el domi-
nio de la formación de las palabras, bastarían para mos-
trar el pleno significado del requisito que acabo de enun-
ciar. La síntesis cabal de la que estamos hablando aquí
no nace de detalles singulares sino del conjunto de la
naturaleza y forma de la lengua. Es producto de la fuerza
en el momento de engendrarse la lengua, y designa con
precisión su grado de vigor. De igual manera que una
moneda acuñada torpemente muestra todos los detalles y
perfiles del troquel, mas carece del brillo que procede de
la determinación y nitidez, también aquí pasa algo de
esto. Y en general el lenguaje recuerda con frecuencia al
arte, pero lo hace sobre todo aquí, en ésta la porción más
profunda e inexplicable de su proceder. Pues también el
escultor y el pintor aunan la idea con la materia, y su
obra revela si esta unión irradia desde el verdadero genio
con toda libertad, como penetración íntima de lo uno y lo
otro, o si cada idea aislada ha tenido que ser copiada
laboriosa y angustiadamente con el escoplo o con el pin- 96
cel. Pero también en este caso esto último se aprecia más
en la debilidad del conjunto que en defectos individuales.
Más adelante intentaré mostrar, al hilo de algunos
aspectos gramaticales concretos, de qué modo se pone de
manifiesto en una lengua este fracaso parcial en la con-
quista de la síntesis necesaria entre forma interna y exter-
na; pero perseguir las huellas de esta deficiencia hasta en
los últimos y más delicados matices de la lengua no es
sólo muy difícil, sino hasta cierto punto imposible. Y más
difícil aún sería exponerlo íntegramente en palabras. Mas
en esto el sentimiento no engaña, y aún se hace más claro
y patente el defecto en sus efectos. Pues la verdadera

* Humboldt hace aquí suyas algunas hipótesis de Franz Bopp, iniciador de la


lingüística indoeuropea, sobre el origen de la flexión verbal sánscrita, hoy en día
en su mayor parte abandonadas. En cambio, lo que afirma del sánscrito se aplica
en parte con mayor probabilidad a otras lenguas como el latín. (N. del T.)

127
síntesis procede de un entusiasmo que sólo se da cuando
la fuerza es elevada y enérgica. Si la síntesis es imperfec-
ta, es que ha faltado el entusiasmo, y una lengua nacida
bajo tales circunstancias ejercerá en el uso una fuerza
menos entusiasta, menos llena de espíritu. Esto se mostra-
rá en su literatura, que será reacia a desarrollar aquellos
géneros que más necesidad de entusiasmo poseen, y que
llevará en la frente el sello de su debilidad. La falta de
vigor espiritual de la nación, sobre la que recae la culpa
de este defecto, volverá a producirlo de nuevo por la
influencia de una lengua imperfecta sobre las generacio-
nes posteriores, o más bien habría que decir que su debi-
lidad acompañará a la vida entera de la nación, a no ser
que algún impulso provoque en ella una verdadera trans-
formación espiritual."

97 Exposición pormenorizada del procedimiento


de la lengua

24
El objetivo de esta introducción, que era mostrar cómo
las lenguas, en la diversidad de su estructura, constituyen
el fundamento necesario de la evolución del espíritu hu-

a. Se ha omitido en este punto el siguiente parágrafo, acompañado del núme-


ro 23: «He intentado en las páginas precedentes reunir el procedimiento que ha de
subyacer a toda lengua, mostrando sus lineas más simples y generales. Debería a
continuación proceder a un análisis ulterior de cada uno de los aspectos menciona-
dos y descender, por lo tanto, a la formación de todos y cada uno de los compo-
nentes de la lengua. Empero no es esto lo que pide el objetivo de la presente
introducción. Sí requiere en cambio, si no se ha de permanecer demasiado en el
dominio de las generalidades, una consideración más cercana de las tendencias
principales de las lenguas, que penetran en ellas y gobiernan toda su estructura
interna a semejanza de las grandes leyes fisiológicas. Quisiera poner aquí de
relieve cuatro de ellas, pues se me antojan especialmente importantes y caracterís-
ticas de la diversidad del organismo lingüístico. Helas aquí:

1) la formación de la unidad de la palabra,


2) el impulso hacia la flexión,
3) los límites dentro de los cuales las lenguas cuyo organismo está (orientado)
por entero hacia el discernimiento y la fusión de...
4) la designación del verbo, como centro de la frase.»

128
mano, y examinar en detalle la influencia recíproca de
una y otra, me ha obligado a ocuparme de la naturaleza
del lenguaje en general. Deseando sostener ese punto de
vista, será preciso que prosiga ahora por ese camino.
Hasta aquí apenas he hecho otra cosa que presentar la
esencia del lenguaje en sus rasgos más generales, limitán-
dome en realidad a desarrollar por extenso su definición.
Mas si se busca la esencia de la lengua en la forma de los
sonidos y de las ideas y en la correcta y enérgica penetra-
ción recíproca de ambas, eso deja por determinar infini-
tud de detalles que embrollan la aplicación. Así que, para
poder encaminarme hacia el objetivo que persigo, que es
allanar el camino de la comparación histórica de lenguas
individuales mediante reflexiones preliminares, será preci-
so, por una parte, desmembrar un poco más lo general y,
por la otra, recoger de un modo más unitario lo particu-
lar, a medida que vaya apareciendo. La propia naturaleza
del lenguaje se adelanta a tendernos la mano para alcan-
zar ese punto medio.
En efecto, el lenguaje, en la más estrecha unión con la
fuerza del espíritu, es un organismo totalmente integrado,
que no sólo permite apreciar y distinguir sus partes sino
también las leyes de su proceder; aunque, a decir verdad,
estoy procurando utilizar en todo momento expresiones
que ni siquiera en apariencia le roben terreno a la investi-
gación histórica, de manera que hablaré mejor de orien-
taciones y tendencias. Si sostenemos el símil de los cuer-
pos orgánicos, se trataría aquí de las leyes fisiológicas,
cuya investigación científica se diferencia también esencial-
mente de la descripción anatómica de las partes. Por eso
en lo que sigue no hablaremos, como es costumbre en las
gramáticas, de sistema fonético, nombre, pronombre, etc.,
uno detrás de otro, sino que nos ocuparemos de peculia-
ridades de las lenguas que atraviesan la totalidad de sus
partes y contribuyen a determinarlas. Este procedimiento
se revelará apropiado también desde otro punto de vista.
Si se trata de alcanzar el objetivo indicado más arriba,
nuestro examen deberá dirigirse sobre todo a diversidades
de la estructura lingüística que justamente no puedan re- 98

129
conducirse a una unidad de tronco lingüístico. Tal diver-
sidad habrá de buscarse de preferencia allí donde el pro-
cedimiento de cada lengua se condensa al máximo en la
prosecución de sus impulsos finitos."
Pues bien, esto nos devuelve nuevamente, aunque por
otra senda, a la designación de los conceptos y a la co-
nexión de las ideas en la frase. Una y otra emanan del
objetivo de alcanzar la perfección interna de la idea y la
comprensión y entendimiento externos. Además, y con
una cierta independencia respecto de lo anterior, en la
lengua va tomando forma un principio de creación artís-
tica que le es enteramente propio. Pues en ella los concep-
tos tienen por soporte los sonidos, y la armonía y conjun-
ción de todas las fuerzas del espíritu entran así en unión
con un elemento musical que no renuncia a su naturaleza
sino que tan sólo la modifica. La belleza artística de la
lengua no viene a ella como mero ornato debido al azar;
al contrario, es una consecuencia en sí misma necesaria
del resto de su esencia, y una inequívoca piedra de toque
de su perfección tanto interna como general. Pues el tra-
bajo interno del espíritu no se eleva hasta las cimas más
audaces si el sentimiento de la belleza no derrama su
claridad sobre él.*
Ahora bien, el procedimiento de la lengua no es tal
que se limite a dar nacimiento a un fenómeno aislado;

a. Tachado: «Hallar con fortuna este punto es, pues, requisito principal del
éxito de la presente investigación. Mas tal éxito tendrá su mejor garantía si se
procede sencillamente a ilustrar los términos finales que las lenguas ansian alcan-
zar, tanto en la producción de su peculiaridad general como en la actividad que se
repite incesantemente en el uso cotidiano. Tres son estos objetivos, los cuales
prescriben al lenguaje un proceder de designación de los objetos, de conexión
de las ideas en frases y de creación artística. Los dos primeros fluyen del objetivo de
la perfección interior de la idea y del entendimiento externo. Lo que tiene lugar en
el alma ha de ser comunicable a otros y ha de poder retornar a ella en perfecta
determinación. Por el contrario el tercer procedimiento puede ser considerado con
independencia de estos objetivos externos, y pertenece a la lengua misma del modo
más genuino. Ella urde una trama de sonidos que soportan a los conceptos y,
como cualquier otra obra de arte, es capaz de engendrar un efecto artístico de
grado mayor o menor».
b. Tachado: «y obstáculos de cualquier índole, procedentes tanto de las condi-
ciones orgánicas como de otras casuales que pudieran aquí influir también, son
siempre superados si la fuerza interior predomina realmente».

130
tiene que ofrecer también la posibilidad de producir una
cantidad indeterminable de fenómenos de la misma espe- 99
cié bajo cualquiera de las condiciones que el pensamiento
pueda ponerle. Pues la lengua se enfrenta en el sentido
más genuino con un dominio infinito y sin fronteras, el
conjunto de todo lo pensable. Eso le obliga a hacer un
uso infinito de medios finitos, cosa que le es posible en
virtud de la identidad de la fuerza que engendra las ideas
y el lenguaje. Pero esto supone al mismo tiempo que la
lengua ejerce su efecto en dos direcciones distintas: prime-
ro sale de sí y se introduce en lo que dice en cada caso, y
luego retorna desde ahí a las fuerzas que la han engendra-
do. Ambos efectos están siempre modificándose el uno al
otro dentro de cada lengua en virtud del método observa-
do en ella, y por eso deben tomarse juntos a la hora de
exponer y enjuiciar tal método.

La afinidad entre las palabras y la forma de la palabra

25
Ya hemos visto anteriormente que en general la inven-
ción de las palabras suele consistir en elegir para concep-
tos análogos sonidos análogos, según la afinidad concebi-
da en ambos dominios, y en verter estos sonidos en una
forma más o menos determinada. Dos son, pues, las co-
sas que entran en consideración aquí: la forma de las
palabras y la afinidad entre las palabras. Prosiguiendo
nuestro análisis, la afinidad lo es en un triple sentido:
afinidad de los sonidos, afinidad lógica de los conceptos
y la afinidad que nace del efecto retroactivo que ejercen
las palabras sobre el ánimo. En la medida en que la afi-
nidad lógica reposa sobre ideas, uno piensa en primer
lugar en esa parte del vocabulario en la que ciertas pala-
bras son convertidas en otras de acuerdo con conceptos
referentes a relaciones universales. Palabras concretas se
transforman en abstractas; palabras que designan cosas
individuales en palabras colectivas, etc. De todos modos,

131
quisiera dejar ahora esta parte de lado, ya que las carac-
terísticas de este tipo de modificaciones de las palabras
están en estrecha relación con las que experimenta la pa-
labra en razón de sus diversas relaciones con el discurso.
En estos casos hay una parte de la significación de la
palabra que permanece siempre igual, y que se une a otra
parte que es cambiante. Pero esto mismo tiene lugar tam-
bién en otras áreas del lenguaje. Con la mayor frecuencia
hallamos en un concepto que es común a la designación
de objetos diversos un elemento fundamental, troncal, de
la palabra; el procedimiento de la lengua puede favorecer
o dificultar el reconocimiento de esta porción, poner de
relieve u ocultar el concepto radical y las relaciones entre
sus modificaciones y él mismo.
700 La designación del concepto por medio del sonido es
una conexión de dos cosas cuya naturaleza jamás permi-
tirá una unión verdadera. Y, sin embargo, el concepto es
tan incapaz de librarse de la palabra como lo es el hom-
bre de prescindir de sus rasgos faciales. La palabra es la
configuración individual del concepto, y si éste quiere
abandonarla, lo único que logrará es volver a hallarse en
otra palabra. Y, no obstante, el alma se ve obligada a
intentar una y otra vez hacerse independiente del dominio
de la lengua, ya que la palabra es, sin duda, una barrera
que pone coto a su sensibilidad, la cual contiene siempre
más de lo que aquélla abarca; con frecuencia matices
muy sutiles y característicos corren peligro de ahogarse en
la naturaleza más material del sonido y en la excesivamen-
te general del significado. El alma tiene que procurar
tratar la palabra como un punto de apoyo para su activi-
dad interna, antes que dejarse aprisionar entre sus fronte-
ras. Pero lo que de este modo protege y rescata vuelve a
añadírselo a la palabra, y de este incesante esfuerzo por
salir y entrar en ella, si las fuerzas del espíritu gozan de
vitalidad suficiente, nace un refinamiento de la lengua
cada vez mayor, un enriquecimiento en contenidos que
llevan la impronta del alma; ésta incrementará sus exigen-
cias a la lengua a medida que ésta misma vaya satisfacién-
dolas en grado cada vez mayor. En todas las lenguas que

132
muestran un elevado nivel cultural puede observarse cómo
las palabras reflejan el mayor impulso de las ideas y de la
sensibilidad a través de significados más abarcantes y de
más profunda penetración.
La unión de esas dos naturalezas diversas que son el
concepto y el sonido, incluso olvidando por entero la
vibración material de este último y reteniendo sólo la re-
presentación, requiere un tercero que haga de mediador
entre ambos y en el cual ambos puedan encontrarse. Este
elemento mediador es, desde luego, de naturaleza sensi-
ble; así en la palabra Vernunft [«razón»] está la imagen
del «tomar» [nehmen], o en Verstand [«entendimiento»]
la de «estar» [stehen], o en Blüthe [«flor»] la del derra-
marse [«Hervorquellen»].* Dicho elemento pertenece,
bien a la sensibilidad o actividad externa, bien a la inter-
na. Si la derivación permite descubrirlo correctamente,
siempre es posible, apartando lo concreto, remontarlo,
bien en su integridad, bien dejando de lado su configura-
ción individual, a la extensión, a la intensión o a una
modificación en ambas; llegamos así a las esferas univer-
sales del espacio, el tiempo y el grado de sensibilidad.
Pues bien, si se investigan de esta manera las palabras de
una lengua hasta el final, aunque se produzcan excepcio-
nes en puntos determinados, será posible reconocer los 101
hilos que sostienen la estructura de esa lengua, y podrá
dibujarse también individualizadamente, al menos en sus
rasgos principales, su procedimiento general. Partiendo
así de las palabras concretas será posible remontarse en-
tonces hasta las aspecciones y sensaciones contenidas en
sus raíces, aquéllas con ayuda de las cuales cada lengua
realiza en sus palabras la mediación entre concepto y
sonido, de acuerdo con el genio que la anima.
Ahora bien, esta comparación de la lengua con el
dominio ideal del que es designación parece requerir, a la

* La explicación terminológica de Humboldt no es inmediatamente evidente:


en Ver-nunft el segundo elemento es una nominalización de la raíz germánica nim-
«tomar»; en Verstand el segundo elemento contiene la raíz indoeuropea *sta-\
«WM-» está relacionado con *bhlew- «fluir». (N. del T.)

133
inversa, que se descienda de los conceptos a las palabras,
ya que sólo aquéllos, en su condición de arquetipos, pue-
den contener lo necesario para enjuiciar la designación
por la palabra según su especie y su grado de exhaustivi-
dad. Pues bien, la prosecución de este camino halla un
obstáculo interno en el hecho de que los conceptos, tal
como quedan acuñados por medio de las palabras indivi-
duales, ya no son algo universal, pendiente tan sólo de
individualización ulterior. Y si por el contrario se intenta
alcanzar este objetivo mediante la formulación de catego-
rías, encontramos que entre la categoría más estrecha y
específica y el concepto individualizado por la palabra se
abrirá siempre un abismo sobre el que no es posible ten-
der puente alguno. Esta es la razón por la que nunca se
logrará representar de manera más o menos completa el
grado en que una lengua agota el número de los concep-
tos por designar, así como la firmeza del método con el
que va descendiendo desde los conceptos originarios hacia
los derivados: el camino de la ramificación de los concep-
tos no es practicable, y el de las palabras nos muestra lo
logrado, mas no lo exigible.
En ningún caso se puede contemplar el acervo de pa-
labras de una lengua como una masa dada y completa.
Aun sin tomar en consideración el hecho de que continua-
mente se están formando nuevas palabras y formas de
palabras, es un hecho que, mientras la lengua vive en
boca del pueblo, su vocabulario es una continua produc-
ción y reproducción de la capacidad de formar palabras,
para empezar en el tronco lingüístico al que la lengua
debe su forma, luego en el aprendizaje de ésta por los
niños y, finalmente, en el uso cotidiano del habla. El que
cada palabra esté indefectiblemente presente en el habla
en el justo momento en que es precisada no se debe con
seguridad tan sólo a la memoria. Ninguna memoria huma-
na alcanzaría para esto si el alma no poseyese en su inte-
rior como por instinto la clave de la formación de las
palabras. Aprender una lengua extranjera es también ir
apropiándose poco a poco esta clave, aunque no sea más
que por la práctica; y esto sólo se logra gracias a la ho-

134
mogeneidad de la disposición lingüística en todos los hom- 702
bres, así como por la afinidad particular entre lenguas
pertenecientes a determinados pueblos.
En el caso de las lenguas muertas esto no es muy
distinto. Es verdad que para nosotros su léxico constituye
un todo cerrado, en el que sólo una investigación llevada
a cabo con fortuna está en condiciones de realizar descu-
brimientos sobre estratos tan lejanos ya como profundos.
Y, sin embargo, sólo es posible estudiarlas apropiándose
el principio que les dio vida en su momento; en esto estas
lenguas experimentan una verdadera resurrección momen-
tánea. Bajo ningún concepto se puede investigar una len-
gua como si se tratase de una planta desecada. Lengua y
vida son conceptos inseparables, y en este dominio el
aprendizaje no es sino recreación.
El punto de vista adoptado aquí es el que mejor nos
permite comprender la unidad del vocabulario de cada
lengua. Éste constituye un todo porque una es la fuerza
que lo ha engendrado, y porque esta generación ha tenido
lugar en un proceso sin solución de continuidad. Su uni-
dad reposa en la correlación de aspecciones mediadoras y
sonidos, tal como la promueve la afinidad de los concep-
tos. Esta correlación es, pues, lo primero que hemos de
examinar.
Los gramáticos indios construyeron su sistema, indu-
dablemente demasiado artificioso pero de muy admirable
ingenio y agudeza, sobre el supuesto de que el vocabula-
rio de su lengua, tal como lo tenían ante sí, se explicaba
íntegramente desde sí mismo. Por este motivo considera-
ban su lengua como originaria, y no admitían ni siquiera
la posibilidad de que en el curso del tiempo ésta hubiese
incorporado palabras foráneas. Son dos hipótesis indiscu-
tiblemente falsas. Incluso al margen de las razones histó-
ricas y de las que se infieren de la lengua misma, no
existe la menor probabilidad de que una lengua realmente
originaria haya conservado su forma primitiva hasta nues-
tros días. Es posible que los gramáticos indios desarrolla-
sen su procedimiento con el fin primordial de facilitar el
aprendizaje, mostrando la lengua en su conjunto bajo

135
una forma sistemática y desinteresándose de la veracidad
histórica de esa sistemática.* Sin embargo, lo más proba-
ble es que en este punto a los indios les ocurriese lo
mismo que a la mayoría de los pueblos que experimentan
un florecimiento de su cultura espiritual. El hombre siem-
pre empieza buscando la trabazón incluso de los fenóme-
nos externos en el dominio de las ideas. El arte de la
historiografía es siempre el más tardío, y la observación
703 pura y simple, y más aún el experimento, siguen siempre
a gran distancia a los sistemas ideales o fantásticos. Lo
primero que intenta el hombre es dominar la naturaleza
desde la idea. Pues bien, si aceptamos esto podremos
apreciar que, cuando los gramáticos indios suponen que
el sánscrito se explica por sí mismo, están mostrando en
realidad una profunda y muy correcta comprensión de la
naturaleza del lenguaje en general. Pues una lengua, en
verdad originaria y libre de toda influencia exterior, debe-
ría guardar realmente una sistemática coherente en el con-
junto de su vocabulario. Y en cualquier caso merece el
mayor respeto la audacia con que dichos gramáticos aco-
metieron la empresa de explorar tan tenazmente la forma-
ción de las palabras, que es, sin duda, el dominio más
profundo y enigmático de todas las lenguas.
La razón profunda de la conexión que existe entre los
sonidos de las palabras es que la cantidad de sonidos
radicales que subyace al vocabulario en su conjunto es
limitada, y se aplica a conceptos cada vez más determina-
dos y complejos por medio de adiciones y modificaciones.
La recurrencia de unos mismos sonidos básicos, o al me-
nos la posibilidad de reconocerlos si se aplican determina-
das reglas, así como la constancia de significado de los
añadidos que modifican la raíz o de sus transformaciones
internas, son la causa de que la lengua se explique por sí
misma de una manera que podría denominarse mecánica
o técnica.

* La conjetura aquí expresada por Humboldt es sustancialmente acertada,


aunque el aprendizaje desempeña en la construcción de esa sistemática un papel
secundario. La tradición gramatical india busca la expresión sistemática de la
coherencia sincrónica del sánscrito. (N. del T.)

136
Existe, sin embargo, también una diferencia entre las
palabras que concierne a su generación, que usualmente
no se toma en consideración, pese a su importancia, y
que afecta a las palabras raíces mismas. En efecto, una
gran cantidad de ellas es de naturaleza narrativa o descrip-
tiva, y designa movimientos, propiedades y objetos en sí
mismos, sin mayor relación con la personalidad que los
percibe o experimenta; en otras, por el contrario, la ex-
presión de ésta, o al menos la simple referencia a ella,
constituyen toda la significación. Creo haber demostrado
correctamente en una publicación anterior1 que en las len-
guas los pronombres tienen que ser las palabras origina-
les, y que es completamente equivocado suponer que son
la parte de la oración más reciente de las lenguas. Es el 104
punto de vista estrictamente gramatical, que entiende el
pronombre como sustituto del nombre, el que en este
caso ha reprimido una comprensión más conforme con la
esencia del lenguaje. Lo primero es naturalmente la per-
sonalidad del que habla, que se encuentra en constante e
inmediato contacto con la naturaleza y que de ningún
modo podría dejar de oponer a ésta la expresión de su
propio yo. Ahora bien, en el yo está dado por sí mismo
también el tú, y es en virtud de una nueva contraposición
como surge la tercera persona. Lo que ocurre es que, al
abandonar en este punto el círculo de los que hablan y
sienten, la tercera persona se expande también al ámbito
de las cosas inertes.
Haciendo abstracción de toda propiedad concreta, la
persona, el yo, se encuentra inserta en las relaciones exter-
nas del espacio y en las internas de la sensación. De ahí
que a las palabras de persona, a los pronombres, se les
asocien preposiciones e interjecciones. Pues las primeras
son relaciones espaciales, o bien temporales, pero enten-
diendo el tiempo como extensión, y tienen por referencia

1. «Über die Verwandtschaft der Ortsadverbien mit dem Pronomen in einigen


Sprachen», en Abhandlungen der historisch-philologischen Classe der Berliner Aka-
demie der Wissenschaften aus dem Jahre, 1829, pp. 1-6. Cfr. también mi tratado
«Über den Dualis» («Sobre el dual»), ibid., aflo 1827, pp. 182-185."
a. Vol. 6, 304. 26.

137
un punto que no puede separarse del concepto de dichas
relaciones, en tanto que las segundas son meras expresio-
nes del sentimiento de la vida. Incluso es posible que los
pronombres simples tengan su origen en una relación de
espacio o sensitiva.
La distinción que estoy proponiendo es sutil, y debe
tomarse con toda precisión en la determinación que la
constituye. Pues por una parte todas las palabras que
designan sensaciones internas se forman, igual que las
que se aplican a objetos externos, como descriptivas y
como dotadas de una objetividad general. La distinción
indicada más arriba se basa tan sólo en que la esencia de
la designación está constituida por la irrupción de una
sensación real en una individualidad determinada. Por
otra parte, en las lenguas pueden existir, y existen de
hecho, pronombres y preposiciones que proceden de pala-
bras que designan atributos muy concretos. La persona
puede designarse por medio de algo que esté unido a su
concepto, y la preposición puede serlo análogamente por
algún nombre de significado afín al de su concepto,
por ejemplo «detrás de» por medio de «espalda», «delante
de» por medio de «pecho», etc. Las palabras que poseen
un origen de este género pueden volverse con el paso del
tiempo tan irreconocibles que resulte muy difícil saber si
son originarias o derivadas según el modo expuesto.
Y, por más que en los casos concretos quepan infinitas con-
troversias, no se puede negar que en origen todas las
lenguas deben haber poseído palabras nacidas de este
705 modo del sentimiento inmediato de la personalidad.
A Bopp corresponde el mérito de haber distinguido por vez
primera estas dos especies de palabras raíces, así como de
haber introducido en la construcción de palabras y formas
esta distinción nunca antes tenida en cuenta. Muy pronto
tendremos también nosotros ocasión de comprobar con
cuánto sentido reúnen las lenguas ambas clases, al servi-
cio de su objetivo pero respetando también su diverso
valor. Bopp descubrió esto por primera vez en las formas
del sánscrito.
No hay que olvidar, sin embargo, que las raíces obje-

138
tivas y subjetivas de la lengua (si se me permite utilizar
estas expresiones abreviadas, y que están muy lejos de
agotar la designación de aquéllas) no comparten por ente-
ro una misma naturaleza, de manera que en un sentido
estricto no se las puede considerar como formas básicas
exactamente del mismo modo. En efecto, las objetivas
llevan la impronta de su origen analítico; se han apartado
los sonidos accesorios, y con el fin de abarcar todas las
palabras comprendidas bajo un significado éste se ha ex-
pandido, perdiendo en nitidez lo que gana en extensión, y
de este modo han nacido formas que por su configuración
sólo pueden llamarse palabras en un sentido inauténtico.
Por el contrario, es claro que la lengua misma ha acuña-
do las raíces subjetivas. Su concepto no tolera amplitud,
sino que es en todo momento expresión de una individua-
lidad claramente perfilada; era un concepto indispensable
para el hablante, de modo que en cierto sentido podía ser
suficiente para la evolución paulatina hasta la perfección
de la lengua. Por eso, como veremos muy pronto en el
examen que sigue, estas raíces apuntan a un estadio pri-
mitivo de la lengua, cosa que en cambio sólo puede afir-
marse de una raíz objetiva cuando media una demostra-
ción histórica precisa, y aun así es menester una extrema
cautela.
El término «raíz» sólo conviene a aquellas formas fo-
néticas que se asocian al concepto por designar de una
manera inmediata, sin el concurso de otros sonidos a su
vez significativos. En este sentido estricto, las raíces no
necesitan formar parte de la lengua propiamente dicha, y
en lenguas cuya forma exige el revestimiento de las raíces
con sonidos adicionales esto puede no ocurrir apenas nun-
ca, o bien sólo bajo condiciones muy restringidas. Pues la
lengua propiamente dicha es sólo la que se manifiesta en
el habla, y la invención de la lengua no puede imaginarse
por el procedimiento de reconstruir hacia abajo el camino
que se ha construido hacia arriba en el análisis. El que en
una lengua de este género aparezca ocasionalmente una
raíz como palabra, por ejemplo en sánscrito yudh «lucha»,
o como parte de un compuesto, nuevamente en sánscrito

139
dharmavid «conocedor de lo justo», al tratarse de excep-
705 clones no se justifica la reconstrucción de un estado ante-
rior en el que, a semejanza del chino, las palabras se
conectarían en el habla sin ulterior revestimiento. Incluso
es más probable que sea el hecho mismo de que los soni-
dos radicales se vuelvan cada vez más perceptibles al oído
y a la conciencia de los hablantes lo que motive la intro-
ducción de este tipo de usos desprovistos de adiciones.*
Otra cuestión es, en cambio, la de si, al llegar por
análisis hasta los sonidos radicales, se ha alcanzado siem-
pre lo realmente simple. En sánscrito Bopp, haciendo gala
de una feliz agudeza, y también Pott, en un trabajo im-
portante ya mencionado más arriba, y que sin duda será
fundamento de nuevas investigaciones, han demostrado
que una serie de presuntas raíces son en realidad compues-
tas, o se han formado mediante reduplicación. Pero pue-
den plantearse dudas incluso a propósito de raíces que
realmente parecen simples. Me refiero a las que difieren
de las sílabas simples, así como de aquéllas en las que la
vocal está asociada sólo con consonantes que difícilmente
podrían separarse de ellas. También aquí pueden ocultar-
se composiciones que se han vuelto irreconocibles o que
han sufrido alteraciones fonéticas tales como contraccio-
nes, eliminación de vocales u otras. Y no digo esto por
afán de reemplazar los hechos por conjeturas sin funda-
mento, sino para que la investigación histórica no se cierre
a sí misma arbitrariamente el camino a una más profunda
penetración hasta estadios todavía insuficientemente escu-
driñados, así como porque la cuestión que nos ocupa en
este momento, la de la relación de las lenguas con la
capacidad de formación, obliga a rastrear la totalidad de
los caminos que haya podido seguir una lengua al origi-
narse su estructura.
En la medida en que los sonidos radicales se hacen

b. Tachado: «La afirmación de los gramáticos indios de que toda raíz puede
aparecer como miembro final de un compuesto es, pues, más probablemente una
expansión ulterior de la lengua que una ley procedente de sus fases más antiguas,
menos conocidas por nosotros».

140
reconocibles por su continuo retorno en las formas más
variadas, su progresiva claridad dependerá del grado en
que una lengua haya desarrollado el verbo en conformi-
dad con su naturaleza. Pues esta parte de la oración, que
no está nunca en reposo, posee una movilidad y una
fugacidad que hacen que en ella la raíz aparezca siempre
con sonidos adicionales diferentes. Por eso los gramáticos
indios se guiaron por un sentimiento muy apropiado de 707
su propia lengua al tratar todas las raíces como verbales,
y al asignar cada una a unas conjugaciones determinadas.
Está, sin embargo, en la naturaleza misma de la evolución
lingüística el que incluso históricamente los conceptos de
movimiento y los que designan la naturaleza y propieda-
des de las cosas, sean los primeros que se constituyen, ya
que son ellos los que una y otra vez aparecen de la misma
manera en el mismo acto como designadores de los obje-
tos, siempre que éstos estén representados por palabras
simples. Ahora bien, el movimiento y las propiedades de
las cosas son conceptos de naturaleza cercana, y un senti-
do lingüístico dotado de viveza arrastrará con frecuencia
las últimas al dominio del primero. Que los gramáticos
indios supieron apreciar también esta diferencia esencial
entre movimiento y propiedades por un lado, y palabras
que designan cosas con existencia propia por el otro, lo
demuestra su distinción entre sufijos krt- y sufijos unadi.
Unos y otros sirven para formar palabras inmediatamente
a partir de raíces. Sin embargo los primeros sólo intervie-
nen en aquellas palabras en las que el concepto expresado
por la raíz aparece únicamente con modificaciones gene-
rales, atribuibles también a otros. Sustancias propiamente
dichas aparecen en palabras con estos sufijos muy rara-
mente, y sólo cuando su designación es de esta especie
determinada. Por el contrario, los sufijos unadi sólo se
aplican a designaciones de objetos concretos, y en las
palabras formadas con su ayuda la parte más oculta es
justamente el propio sufijo, que es el que debería conte-
ner el concepto más general, el que modifica al de la raíz.
Desde luego no hay duda de que buena parte de las for-
maciones que aducen estos gramáticos son artificiales y

141
no están atestiguadas en la historia. Se reconoce en ellas
con demasiada claridad que están construidas deliberada-
mente a partir del principio de reducir todas las palabras
de la lengua, sin excepción alguna, a las raíces que se han
admitido al principio. Y en la designación de los objetos
concretos puede haber términos extranjeros tomados en
préstamo, así como composiciones que ya no son recono-
cibles como tales; entre las palabras unadi hay algunas de
este último género, de hecho aún reconocibles. Esta es
naturalmente la parte más oscura de una lengua, y con
toda razón se ha optado en los últimos tiempos por reco-
ger gran parte de palabras unadi en una clase propia, de
derivación oscura e incierta.
La esencia del nexo sonoro reposa sobre el grado de
reconocibilidad de la sílaba radical, que las lenguas tratan
con mayor o menor cuidado y protección dependiendo
del grado de justeza de su organismo. En las lenguas de
108 estructura muy perfecta se asocian a los sonidos radicales,
que son los que individualizan el concepto, otros sonidos
adicionales que lo modifican en un sentido general. Y del
mismo modo que en la pronunciación de las palabras
cada una no posee en general más que un acento princi-
pal, siendo las sílabas átonas de menor relieve que la
tónica (cfr. infra § 28), también en las palabras derivadas
simples los sonidos adicionales ocupan, en las lenguas
correctamente organizadas, un espacio menor, aunque no
por ello menos significativo. Son unas a modo de señales
para el entendimiento, a un tiempo agudas y breves, que
le indican dónde situar el concepto de la sílaba radical,
siempre más claramente sensible. Esta ley de la subordi-
nación de lo sensible, que está también en relación con la
construcción rítmica de las palabras, parece dominar de
una manera formal y general en lenguas de organización
muy pura, y sin que sean las palabras mismas las que den
pie a ello; el intento de los gramáticos indios de tratar
todas las palabras de su lengua de acuerdo con este prin-
cipio es índice, al menos, de una correcta apreciación del
espíritu de su propia lengua. Ahora bien, puesto que al
parecer los sufijos unadi no se encuentran en los gramáti-

142
cos más antiguos, da la impresión de que sólo en época
tardía se paró mientes en ellos. De hecho, la mayor parte
de las palabras sánscritas que designan objetos concretos
se componen de una terminación breve y de escaso relieve
junto a una sílaba radical predominante, y esto se compa-
dece muy bien con lo que mostrábamos antes sobre com-
puestos que se han tornado irreconocibles. Un mismo
impulso ha guiado tanto la derivación como la composi-
ción, y ha determinado que, frente a la parte que designa
un concepto individual o preciso, la otra que le acompa-
ña quede tanto en el concepto como en el sonido cada vez
más marginada. Y si observamos que en una misma len-
gua, y en la más estrecha vecindad, se dan, por un lado,
los desdibujamientes y enmascaramientos más increíbles
de los sonidos a lo largo del tiempo y, por el otro, el
mantenimiento más tenaz, durante siglos, de otros aisla-
dos y simples, esto ha de reposar sin duda casi siempre en
un impulso, o en una renuncia, del sentimiento interno de
la lengua por quién sabe qué motivos. El tiempo no borra
por sí mismo, sino sólo en la medida en que ya antes
aquel sentimiento ha dejado caer un sonido, deliberada o
indiferentemente.

Aislamiento de las palabras. Flexión y aglutinación

26
Antes de pasar a exponer las relaciones recíprocas que
se dan entre las palabras que componen el discurso traba-
do, me veo obligado a mencionar aún otra propiedad de
las lenguas que se extiende al mismo tiempo sobre estas 109
relaciones y sobre parte de la formación misma de las
palabras. En páginas anteriores he mostrado ya la analo-
gía entre los dos casos siguientes (pp. 99-108): que una
palabra haya sido derivada de una raíz por medio de la
adición de un concepto general, aplicable de suyo a toda
una clase de palabras, y que la palabra sea designada de
este modo según su posición en el discurso. La propiedad

143
de las lenguas de la que estamos hablando, y cuyo efecto
puede ser estimulante o inhibidor, es la que suele desig-
narse por medio de las expresiones «aislamiento de las
palabras», «flexión» y «aglutinación». Ella es el eje en
torno al cual gira la perfección del organismo lingüístico;
deberemos tratarla aquí de suerte que consideremos suce-
sivamente cuál es la exigencia interior del alma de la cual
toma su origen, cómo se manifiesta en el tratamiento de
los sonidos, y hasta qué punto esa exigencia interior es
satisfecha por su manifestación o bien queda sin cumpli-
miento. En todo ello habremos de atenernos a la clasifi-
cación, propuesta más arriba, de las actividades que co-
operan en el lenguaje.
En todos los casos considerados aquí la designación
interna de las palabras muestra dos elementos de natura-
leza muy diversa, la cual debe ser objeto del más cuida-
doso discernimiento. Pues al acto de designar el concepto
mismo viene a asociarse un nuevo trabajo especial del
espíritu, consistente en trasladar ese concepto a una deter-
minada categoría del pensar o del hablar, y el sentido
cabal de la palabra es resultado simultáneo de aquella
expresión del concepto y esta indicación que la modifica.
Ahora bien, estos dos elementos forman parte de esferas
muy distintas. La designación del concepto pertenece al
proceder del sentido de la lengua, que tiende a ser más
bien objetivo. A su vez, el acto por el que el concepto
queda asignado a una determinada categoría del pensar
es un nuevo acto de la autoconciencia lingüística, en vir-
tud del cual el caso individual, la palabra individual, es
puesto en relación con la totalidad de los casos posibles
en la lengua o en el habla. Pues bien, sólo por obra de
esta operación, firmemente incorporada a la lengua mis-
ma y que busca su perfección en la máxima pureza y
profundidad a su alcance, llega la lengua a reunir, en
apropiada fusión y sometimiento, su actividad espontánea,
nacida del pensamiento, y aquella otra que más bien se
guía por las impresiones externas en actitud de pura re-
ceptividad.
Existen, desde luego, grados diversos de cumplimiento

144
de esta exigencia por las lenguas, ya que en su configura-
ción interna ninguna es capaz de ignorarla por entero.
Sin embargo, incluso en aquéllas en las que esta exigencia 110
ha aflorado hasta la superficie misma de la designación,
todo depende de la profundidad y viveza con que las
lenguas mismas logran remontarse verdaderamente hasta
las categorías originarias del pensar, otorgándoles vigen-
cia en su estructura. Pues a su vez estas categorías consti-
tuyen un todo conexo que, en mayor o menor grado,
irradia hacia las lenguas su sistematicidad completa. La
inclinación a clasificar los conceptos, a determinar los
conceptos individuales por la especie a la que pertenecen,
puede proceder, empero, también de una simple necesidad
de discriminación y de designación, enlazando el concep-
to de la especie al del individuo. En sí misma, y depen-
diendo de que su origen sea este último o más bien ese
otro más puro que es la necesidad del espíritu de poner
en las cosas un orden luminoso y lógico, dicha inclinación
admitirá pues grados diversos. Hay lenguas que a toda
designación de seres vivos le añaden regularmente el con-
cepto de la especie, y de entre éstas algunas han converti-
do esta designación de la especie en un verdadero sufijo,
reconocible tan sólo por el análisis. Cierto es que estos
casos siguen teniendo que ver con lo dicho más arriba,
por cuanto también en ellos se hace visible un doble prin-
cipio, el objetivo de la designación y el subjetivo de la
clasificación lógica. Pero difieren de otro lado por ente-
ro, ya que lo que aquí entra en la designación no son ya
las formas del pensar y del discurso, sino sólo diferentes
clases de objetos reales.
Las palabras construidas de esta suerte se asemejan
mucho a aquéllas en las que dos elementos forman juntos
un concepto compuesto. Por el contrario, el correlato del
concepto de la flexión en la configuración interna de las
palabras difiere de lo anterior en que aquí ya no hay dos
elementos que se junten para formar una unidad doble,
sino que uno solo, por haber sido integrado en una deter-
minada categoría, instaura por sí mismo esa dualidad de
la que partíamos al determinar este concepto. Lo caracte-

145
rístico es aquí justamente que, si se resuelve esta doble
unidad en sus componentes, éstos vienen a ser de natura-
leza no igual sino diversa, pertenecientes a dos esferas
diferentes. Sólo así pueden las lenguas de más pura orga-
nización alcanzar esa profunda y firme asociación de es-
pontaneidad y receptividad de la que nace luego una ver-
dadera infinitud de conexiones de ideas, todas las cuales
llevan en sí la impronta de la forma auténtica, la que
satisface por entero y de la manera más pura los requisi-
tos del lenguaje en general.
777 Todo esto no excluye que en la realidad encuentren
lugar en las palabras formadas de esta suerte también
aquellas diferencias cuyo origen está únicamente en la
experiencia. Mas si una lengua está gobernada en esta
parte de su estructura por el principio espiritual apropia-
do, esas diferencias entrarán en ella en una acepción más
general, puesto que el proceder todo de la lengua contri-
buirá a que queden integradas en un plano superior. Así,
por ejemplo, el concepto de la diferencia de género nunca
habría llegado a formarse sin el concurso de la observa-
ción real, por más que tal concepto se agrupa por sí
mismo con las diferencias originarias de las fuerzas pen-
sables, en virtud de los conceptos universales de esponta-
neidad y receptividad. De hecho ese concepto sólo es lle-
vado a esa altura por lenguas que lo han incorporado por
entero a su esencia, designándolo de la misma manera
que las palabras nacidas tan sólo de distinciones lógicas
entre los conceptos. Pues no se trata de enlazar dos de
éstos entre sí, sino de incluir uno solo en una determina-
da clase en virtud de una referencia interna del espíritu;
esa clase se extiende a muchos seres naturales, mas, en su
condición de distinción entre fuerzas que actúan las unas
sobre las otras, podría entenderse también con indepen-
dencia de la observación individual.
Lo que el espíritu percibe con viveza se hace valer
también indefectiblemente en los sonidos durante las épo-
cas en que se forman las lenguas. Así, al nacer interna-
mente el sentimiento de la necesidad de otorgar a la pala-
bra una doble expresión, de acuerdo con las necesidades

146
del discurso cambiante o de la significación permanente,
y sin menoscabo de su simplicidad, la flexión aflora des-
de el núcleo mismo de la lengua. A nosotros, en cambio,
sólo nos es dado seguir el camino inverso, partiendo de
los sonidos y su análisis hasta llegar a las honduras del
sentido. Y es aquí donde en efecto, cuando la menciona-
da cualidad ha alcanzado un desarrollo idóneo, hallamos
un doble objeto: una designación del concepto y una in-
dicación de la categoría a la que ha sido asignado. Pues
seguramente este es el modo más apropiado de distinguir
con la debida precisión entre esas dos tendencias que son
la acuñación del concepto y la simultánea adición de la
característica del modo bajo el que se lo ha de pensar en
ese instante. Pero es el tratamiento mismo de los sonidos
el que debe transparentar la diversidad de una y otra
intención.
Sólo de dos maneras se puede modificar la palabra:
por transformación interna y por adición externa. Ambas
son imposibles si la lengua sostiene rígidamente las pala-
bras en la forma de su raíz, sin permitir aditamentos
exteriores ni dejar espacio a modificaciones en su interior. 772
Por el contrario, allí donde la modificación interna es
posible, e incluso resulta alentada por la disposición mis-
ma de la palabra, la distinción entre designación e indica-
ción de clase, por sostener estos términos, resulta por esta
vía fácil e infalible. Pues la intención que subyace a este
proceder, que consiste en salvaguardar la identidad de la
palabra al tiempo que se presenta ésta en configuraciones
diversas, obtiene su óptimo cumplimiento por modifica-
ción interna.
Muy otro es el caso de la adición exterior. Es, desde
luego, composición en el sentido más amplio, mas la sim-
plicidad de la palabra no debe sufrir daño alguno: no se
trata de reunir dos conceptos en un tercero, sino de pen-
sar uno solo en una determinada relación. Esto parecería
requerir un procedimiento más artificioso, si no fuese
porque la vivacidad de la intención sentida por el espíritu
se abre paso por sí misma en los sonidos. Aquí la parte
indicativa de la palabra, con la punzante nitidez sonora

147
puesta en ella, ha de mostrarse en un plano distinto del
de la parte designativa, y de su predominio. El sentido
designativo originario de la adición, si es que tuvo algu-
no, debe sucumbir a la intención de utilizarlo sólo indica-
tivamente; el añadido mismo habrá de tratarse en unión
con la palabra tan sólo como una parte necesaria y subor-
dinada de ésta, no como capaz de autonomía por sí mis-
ma. Cuando esto ocurre se produce, junto a la modifica-
ción interior y la composición, una tercera modalidad, la
de la transformación de las palabras por afijación. Tene-
mos entonces por fin el genuino concepto del sufijo. La
influencia continuada del espíritu sobre los sonidos con-
vierte ahora por sí misma la composición en afij ación.
En realidad los principios que presiden una y otra son
de naturaleza contraria. En efecto, la composición cuida
de preservar las diversas sílabas radicales en sus sonidos
significativos, en tanto que la afijación busca destruir su sig-
nificación tal como era en sí misma. En la pugna entre
estos dos modos de proceder la lengua alcanza su doble
finalidad, alternando la conservación y la aniquilación de
la reconocibilidad de los sonidos. La composición sólo se
torna oscura cuando, como veíamos, la lengua se deja
guiar por un nuevo espíritu y empieza a tratarla como
afijación." Ahora bien, si he hecho aquí tan prolija men-
775 ción de la composición, ello se debe a que de otro modo
la afijación pudiera equivocadamente confundirse con
ella; no lo he hecho en cambio porque crea que debe
tomársela como perteneciente a la misma clase. Esto sólo
en apariencia es así, y en modo alguno debe imaginarse la
afijación como un proceso mecánico, como conjunción
deliberada de lo que de suyo es diverso y como posterior
allanamiento de toda huella de su unión en virtud de la
unidad de la palabra. La palabra que se flexiona por
afijación es tan una como son una las diversas partes del
capullo que se abre, y lo que aquí tiene lugar en la lengua
es de naturaleza enteramente orgánica. Por muy claramen-

a. Tachado: «La significación de los aditamentos afijados, cuanto más perfec-


ta es la afijación, más se oculta en una oscuridad difícil de escudriñar».

148
te que el pronombre se apoye en la persona del verbo, las
lenguas auténticamente flexivas nunca lo unieron a él. El
verbo no se entendió como cosa aparte, sino que estaba
presente en el alma como forma individual, y de igual
modo el sonido traspasó los labios en indivisible unidad.
Es la insondable espontaneidad de la lengua la que hace
que los sufijos irrumpan desde la raíz, y esto se repite
tanto tiempo como perdura la capacidad creativa de la
lengua. Sólo cuando ésta cesa puede iniciarse la afijación
mecánica. Esta manera de representarse el proceso debe
tenerse siempre presente si no se quiere causar detrimento
a la verdad y reducir la lengua a un mero proceder del
entendimiento. Ahora bien, no hay que ocultarse que,
dado que esta explicación desemboca en lo inexplicable,
no explica de hecho nada: la verdad sólo está en la uni-
dad absoluta de lo pensado conjuntamente, en la génesis
simultánea y en la confluencia simbólica de la representa-
ción interior con el sonido exterior; lo que estarnos hacien-
do aquí es ocultar bajo una expresión plástica unas tinie-
blas que no pueden ser escrutadas. Pues si bien es cierto
que con frecuencia los sonidos de la raíz modifican a los
del sufijo, en primer lugar esto no siempre es así y, en
segundo lugar, no es posible afirmar que el sufijo nace
del seno de la raíz si no es en sentido figurado. Esto no
puede querer decir sino que el espíritu piensa ambos con-
junta e indivisiblemente, así como que el sonido, obede-
ciendo a este pensar conjunto, los vierte también en una
sola impresión para el oído. Por esto he preferido la
forma de exposición mostrada más arriba, y por lo mis-
mo seguiré ateniéndome a ella en las páginas que siguen.
Habiendo advertido contra cualquier tentación de mezclar
en esto procedimientos mecánicos, no queda ya lugar para
ulteriores malentendidos. Para la aplicación a las lenguas 114
reales resulta, sin embargo, más idóneo el análisis en afi-
jación y unidad de la palabra, ya que la lengua dispone
de medios técnicos para una y otra, pero sobre todo por-
que en algunos tipos de lenguas la afijación no se distin-
gue de la verdadera composición de una manera nítida y
absoluta, sino sólo como cosa de grado. La expresión

149
«afijación», que conviene únicamente a las lenguas dota-
das de auténtica flexión por vía de adiciones, garantiza
por sí misma, en comparación con la de «atracción», la
correcta acepción del proceso orgánico que aquí nos
ocupa.
Dado que la autenticidad de la afijación se pone de
manifiesto sobre todo en la fusión del sufijo con la pala-
bra, las lenguas flexivas poseen también medios eficaces
para la constitución de la unidad de la palabra. Estas dos
intenciones, la de conferir a las palabras una forma exter-
na que las determine y separe entre sí en virtud de una
firme cohesión de las sílabas en su interior, y la de dife-
renciar la afijación de la composición, en realidad se esti-
mulan la una a la otra. Es en razón de esta conexión por
lo que estoy hablando aquí sólo de sufijos, de añadidos al
final de la palabra, y no de afijos en general. Lo que aquí
determina la unidad de la palabra, tanto en el sonido
como en la significación, sólo puede partir de la sílaba
radical, de la parte designativa de la palabra; su eficacia
en los sonidos sólo puede extenderse hacia la parte que
sigue a ésta. Las sílabas que se añaden por delante se
funden siempre en menor medida con la palabra; también
en la entonación y en el tratamiento métrico las sílabas
indiferentes tienden a ser las anteriores, y la coerción
métrica empieza en la práctica con la sílaba tónica, que es
la que en realidad determina el metro. Esta observación
me parece de particular importancia para el enjuiciamien-
to de aquellas lenguas que tienen preferencia por añadir
las sílabas afíjales al comienzo de la palabra. Su proceder
se asemeja más a la composición que a la afijación pro-
piamente dicha, y el sentimiento de una flexión realmente
lograda les es extraño. El sánscrito, que con tanta fideli-
dad reproduce hasta los matices más delicados de la co-
nexión de un sentido lingüístico sutilmente indicativo con
el sonido, aplica reglas eufónicas distintas para la anexión
de las desinencias sufijales y de las preposiciones prefija-
das. Estas últimas obtienen el mismo tratamiento que los
elementos de las palabras compuestas.
El sufijo indica la relación en la que ha de tomarse la

150
palabra, así que en modo alguno carece de significación.
Lo mismo se aplica a la modificación interna de las pala- 115
bras, es decir, a la flexión en general. Ahora bien, la
diferencia más importante entre la modificación interna y
el sufijo es que en la primera no ha habido nunca una
significación distinta de esta resultante, en tanto que en
general la sílaba añadida ha poseído algo de este género.
Por eso la modificación interna es siempre simbólica, por
más que no siempre estemos en condiciones de reproducir
el sentimiento correspondiente. En la índole de la modifi-
cación, en el paso de un sonido más claro a otro más
oscuro, de uno más puntual a otro rnás dilatado, se da
una analogía con lo que en ambos casos se trata de expre-
sar. Y esta misma posibilidad gobierna también entre los
sufijos. Pues éstos pueden ser tan originarios y tan exclu-
sivamente simbólicos como aquélla, y su cualidad puede
ser inherente a los solos sonidos. Pero esto no es siempre
y necesariamente así, y sería equivocado desconocer hasta
tal punto la libertad y variedad de caminos que puede
tomar la lengua en su formación, que tan sólo se aceptase
aplicar la calificación de sílaba flexiva a aquellas sílabas
adicionales que jamás poseyeron una significación propia,
y que deben su existencia en las lenguas únicamente a la
intención flexiva.
En puridad debe considerarse siempre como un error,
o así lo creo yo al menos con toda firmeza, imaginar que
el entendimiento aplica directa y creativamente a la lengua
sus intenciones. Claro está que el motor primero de la
lengua ha de buscarse en cualquier caso en el espíritu, de
manera que todo en ella es intención, y lo es por lo tanto
también la emisión del sonido articulado. Pero el camino
que toma en su proceder es cada vez distinto; sus forma-
ciones proceden de la acción recíproca de las impresiones
externas y el sentimiento interno, acción que tiene siempre
como referencia un objetivo lingüístico general en el que
objetividad y subjetividad vienen a unirse en la creación
de un mundo ideal, pero que no es ni del todo interior ni
completamente exterior.
Pues bien, el elemento que de suyo no es ni sólo sim-

151
bólico ni sólo indicativo, sino realmente designativo, pier-
de esta su naturaleza allí donde así lo exige la necesidad
de la lengua, en virtud del proceder conjunto de la mis-
ma. Basta, sin ir más lejos, con comparar el pronombre
libre con el incorporado al verbo como persona suya. El
sentido lingüístico percibe correctamente la diferencia en-
tre pronombre y persona, y no se imagina bajo esta últi-
ma una sustancia independiente sino sólo una de las rela-
ciones en las que necesariamente ha de manifestarse el
concepto fundamental del verbo conjugado. La toma,
116 pues, como parte de éste, y permite al tiempo que ejer-
za sobre ella su obra de desplazamiento y erosión, pues
no pierde la seguridad de que los cambios de los sonidos no
impedirán la correcta inteligencia de la indicación que
éstos contienen; se apoya esta confianza suya en el fuerte
sentido de tales indicaciones, que impregna la totalidad
de su proceder. Y que los cambios hayan tenido realmen-
te lugar, o que el pronombre afijado haya permanecido
en su mayor parte al abrigo de alteraciones, poco importa
para el resultado. Aquí lo simbólico no se apoya en
la analogía inmediata de los sonidos, sino que nace de la
comprensión de las cosas que la lengua ha depositado en
ellos con artificio extremo. Si no es dudoso que, no sólo
en sánscrito sino también en otras lenguas, las sílabas
afíjales están tomadas más o menos del dominio antes
mencionado de las raíces que se refieren inmediatamente
al hablante, lo simbólico estriba justamente en eso. Pues
la referencia a las categorías del pensar y el hablar, cuya
indicación contienen las sílabas afíjales, no podría hallar
expresión más significativa que aquellos sonidos que tie-
nen al sujeto como punto de partida o de llegada de su
significación de una manera inmediata. A esto puede aso-
ciarse, por lo tanto, también la analogía de los tonos,
como tan atinadamente ha mostrado Bopp que sucede en
las desinencias sánscritas de nominativo y acusativo.
Parece evidente que en el pronombre de tercera perso-
na el más claro sonido de la 5 ha sido asignado a los seres
vivos, en tanto que el más oscuro de la m ha quedado
para el neutro carente de género, en lo que no se puede

152
por menos de ver una atribución simbólica; y la misma
alternancia de las letras de las desinencias distingue tam-
bién el sujeto puesto en acción, el nominativo, del acusa-
tivo, que es el objeto en el que se ejercen sus efectos.
De este modo, el que los sufijos hayan poseído en
origen una significación propia no es necesariamente un
obstáculo a la pureza de la flexión auténtica. Las palabras
formadas con ayuda de estas sílabas flexivas se muestran
tan determinadas como aquellas otras en las que ha teni-
do lugar una modificación interior; aparecen como con-
ceptos simples, vertidos en moldes diversos, y satisfacen
así por entero la misión de la flexión. Sólo que esta mo-
dalidad significativa hace necesario un mayor vigor del
sentido flexivo interno y un más resuelto predominio
del espíritu sobre el sonido, ya que el espíritu tiene aquí
que ofrecer resistencia a la degeneración de la formación
gramatical en composición. Una lengua que, como el sáns-
crito, se sirva principalmente de esta clase de sílabas flexi-
vas, dotadas en origen de significación propia, muestra
con ello la confianza que tiene puesta en el poder del
espíritu que la anima.*
Pero en esta parte de la lengua prestan también una
cooperación fundamental la capacidad fonética y los há-
bitos fonéticos de las naciones asociados a ella. Cuando 777
una lengua posee la inclinación a enlazar entre sí los ele-
mentos del discurso, a trabar sonido con sonido, a fundir-
los incluso el uno en el otro allí donde su naturaleza lo
permite, y en general a alterar los sonidos en contacto, de
conformidad con su naturaleza propia, el sentido de la
flexión verá favorecido su cometido de alcanzar la unidad;
por el contrario, la tendencia que poseen algunas lenguas
a separar rigurosamente sus sonidos representa una resis-
tencia contra ese cometido. Pues bien, si la capacidad
fonética favorece los impulsos procedentes de la necesidad
interna, el sentido originario de la articulación despertará

* La investigación histórico-comparativa ha anulado ampliamente esta impre-


sión inicial de que la flexión sánscrita sea el resultado de una aglutinación de
elementos pronominales anteriores. (N. del T.)

153
y dará lugar a una división significativa de los sonidos en
virtud de la cual incluso un único sonido puede llegar a
ser portador de una relación formal; en esta parte de la
lengua esto es aun mucho más importante que en cualquier
otra, ya que no se trata ahora de designar un concepto
sino de indicar una orientación del espíritu. Y así vemos
que la precisión de la capacidad articulatoria y la pureza
del sentido flexivo se encuentran en una relación de in-
fluencia y reforzamiento recíprocos.
Entre la ausencia de toda indicación categorial de las
palabras, tal como aparece por ejemplo en chino, y la
flexión genuina no puede haber un tercero compatible
con una organización pura de las lenguas. El único esla-
bón intermedio que cabe imaginar es la composición uti-
lizada como flexión, que es tanto como decir flexión de in-
tención, pero que no ha llegado hasta la perfección de la
madurez, o también atracción más o menos mecánica,
que no afijación puramente orgánica. Este híbrido, no
siempre fácil de reconocer, es lo que últimamente ha dado
en llamarse aglutinación. Este modo de añadir a la pala-
bra conceptos auxiliares que la determinen nace, por un
lado, siempre de una debilidad del sentido de la organiza-
ción interna de la lengua, o del olvido de su verdadera
dirección, pero, por otro lado, no deja de ser índice de la
existencia de un empeño por proporcionar vigencia fónica
también a las categorías de los conceptos, así como por
no confundir en el procedimiento esta vigencia con la
designación de conceptos propiamente dicha. Una lengua
de este tipo no quiere, pues, renunciar a las indicaciones
gramaticales, pero tampoco llega a producirlas en puridad,
sino que las falsea en su misma esencia. Sí puede poseer
en apariencia, incluso hasta cierto punto también en rea-
lidad, muchas formas gramaticales, y, sin embargo, en
ningún momento alcanzará la expresión del verdadero cor>
118 cepto de tales formas. En casos individuales podrá tam-
bién procurarse una flexión verdadera por alteración in-
terna de las palabras, y el tiempo puede acabar convirtien-
do lo que en origen eran composiciones auténticas en
flexión aparente, de manera que resulte difícil, en parte

154
incluso imposible, enjuiciar correctamente cada caso. Sin
embargo lo que en verdad decide sobre el conjunto es la
reunión de todos los casos afines. Es el tratamiento gene-
ral de éstos lo que nos indica el grado de vigor o de
debilidad con que el empeño flexivo del sentido interior
ha ejercido su dominio sobre la construcción de los soni-
dos. Sólo en esto puede estar la diferencia. Pues las len-
guas llamadas aglutinantes no difieren de las flexivas por
su especie, corno ocurre con las que rechazan de sí toda
indicación mediante flexión, sino sólo por el grado en
que su oscuro impulso en la misma dirección se logra o se
malogra.
Allí donde un sentido lingüístico dotado de claridad y
precisión ha tomado en la época de formación el camino
apropiado —y con tales cualidades nunca tomaría el erró-
neo—, la claridad y determinación internas se derramarán
por todo el edificio de la lengua, y las principales mani-
festaciones de su eficacia se encontrarán en relación entre
sí, sin lagunas ni vacíos. Antes hemos observado la unión
indisoluble del sentido flexivo con la tendencia a la uni-
dad de la palabra por un lado y con la capacidad articu-
latoria por el otro, que es la que divide los sonidos de
conformidad con el significado. El efecto no puede ser
el mismo si el espíritu sólo ha logrado que nazcan de él
chispas aisladas de sus más puros impulsos, aunque el sen-
tido lingüístico haya tomado un camino que, como vere-
mos en lo que sigue, aunque tal vez desviado respecto del
bueno, no le vaya a la zaga ni en agudeza ni en finura de
sentimiento. Esto no dejará de notarse en casos individua-
les. En estas lenguas, a las que no conviene la calificación
de flexivas, hay a veces modificación interna de las pala-
bras, pero acostumbra a ser de una índole tal que se
atiene al procedimiento interior indicado por medio de
una grosera imitación sonora, designando por ejemplo el
plural, o el pretérito, con ayuda de una retención mate-
rial de la voz, o de un fuerte ataque espiratorio. En len-
guas de construcción tan pura como las semíticas, que
ponen de manifiesto el más delicado sentido articulatorio
en la modificación simbólica de las vocales —no precisa-

155
mente en los ejemplos propuestos más arriba, pero sí en
otras transformaciones gramaticales—, se llega al límite
119 mismo de la articulación, a un punto que es casi un re-
torno al sonido natural.
Según mi experiencia, no hay ninguna lengua que sea
totalmente aglutinante, y en cada caso individual no es
con frecuencia posible determinar el grado de participa-
ción del sentido flexivo en lo que parece ser un sufijo. En
todas las lenguas con una efectiva tendencia a la fusión
de los sonidos, o que al menos no rechazan ésta por
completo, se advierte aquí y allá la obra del empeño flexi-
vo. Mas sólo el organismo conjunto del edificio de la
lengua permite formar un juicio cierto sobre el conjunto
del fenómeno.

Consideración pormenorizada de la unidad de la palabra.b


Sistema incorporativo de las lenguas

27

Si toda peculiaridad nacida de la acepción interna de


la lengua se extiende por el conjunto del organismo, esto
es doblemente cierto en el caso de la flexión. Ésta está en
la más estrecha conexión con dos elementos distintos y
hasta opuestos en apariencia, pero que de hecho cooperan
entre sí de un modo orgánico: la unidad de la palabra y
la apropiada separación de las partes de la frase, que
es la que hace posible su articulación. La relación de la
flexión con la unidad de la palabra se explica por sí mis-
ma, ya que se trata de una genuina tendencia a la forma-
ción de una unidad que no se contenta con la mera con-
junción del todo. Pero la flexión contribuye también a la
apropiada articulación de la frase y a la libertad de su
formación, ya que, gracias a su procedimiento propiamen-
te gramatical, dota a las palabras de caracteres a los que
es posible confiar con certeza el reconocimiento de su

b. Título anterior: «Articulación de la frase».

156
relación con el conjunto de la frase. Con ello, la flexión
exonera al hablante de la angustiosa necesidad de compri-
mir la frase como si de una palabra se tratase, y da alas
a la audacia de descomponerla en sus partes. Pero ade-
más, y esto es aún más importante, el retorno a las for-
mas del pensar que le es inherente permite, al poner esas
formas en relación con la lengua, una comprensión más
correcta y vivida de sus entresijos. Pues, en rigor, las tres
propiedades del lenguaje enumeradas hasta aquí nacen de
una misma fuente, que es la aprehensión viva de la rela-
ción entre el habla y la lengua. Por eso, a la hora de 120
ocuparse del lenguaje, nunca deberían separarse flexión,
unidad de la palabra y apropiada articulación de la frase.
Pues la flexión sólo se muestra en su verdadera fuerza, en
su influencia bienhechora, a la luz de la consideración
simultánea de esos otros elementos.
De conformidad con las posibilidades de su uso ilimi-
tado y nunca susceptible de ser medido, el habla exige la
creación de los elementos idóneos, y esta exigencia crece-
rá en intensión y extensión cuanto más elevado sea el
nivel en el que se plantee. Pues en su nivel más alto viene
a ser la mismísima generación de las ideas y el desarrollo
entero del pensar. Ahora bien, por numerosos que sean
los obstáculos que se opongan a un desarrollo verdadero,
esta exigencia tendrá siempre ese nivel como objetivo úl-
timo del hombre. Por eso buscará siempre aquella dispo-
sición de los elementos de la lengua que contenga la ex-
presión más viva de las formas del pensar, y por eso
también es la flexión la que más y mejor le sirve, pues el
meollo de su carácter es justamente la simultánea conside-
ración del concepto según su relación interna y externa,
en lo que facilita el progreso del pensar por la regularidad
del camino que le señala. Con estos elementos el habla
busca, empero, alcanzar las innumerables combinaciones
del pensamiento más alado sin constreñir su infinitud.
A la expresión de todas estas conexiones le subyace la for-
mación de la frase, y el pensamiento sólo remonta el
vuelo con toda libertad cuando las partes de la oración
simple se acoplan o separan entre sí según la necesidad

157
nacida de su propia esencia, no al albur de la arbitrariedad.
El desarrollo de las ideas requiere un doble procedi-
miento: la representación de los conceptos individuales y
su conexión para formar la idea. Ambas cosas se mues-
tran también en el habla. El concepto es encerrado en
una serie de sonidos conexos que no podrían separarse
sin que con ello se destruyese el significado, y recibe ade-
más una serie de señales que indican su relación con la
construcción de la frase. Formada de esta suerte, la pala-
bra es pronunciada por los órganos articulatorios como
un todo, discerniéndola de las otras palabras unidas a ella
en la idea, pero sin que por eso se oculte la simultánea
imbricación de todas ellas en el seno del período. Aquí se
pone de manifiesto la unidad de la palabra en su sentido
más estricto, el tratamiento de cada palabra como un
individuo que, sin ceder un ápice de su autonomía, puede
aparecer en diverso grado de contacto con los otros. Más
121 arriba hemos visto, sin embargo, que también dentro de
la esfera de un solo concepto, y aun de una sola palabra,
puede hallarse la unión de lo diverso, de lo cual toma su
origen una nueva especie de unidad de la palabra que,
por contraste con la anterior externa, llamaremos aquí
unidad interna. Pues bien, la unidad de la palabra posee-
rá una significación más lata o estricta según que lo diver-
so sea en ella homogéneo, unido tan sólo como idea com-
puesta, o bien que sea heterogéneo (designación e indica-
ción), y que represente el concepto como dotado de una
determinada impronta."
La unidad de la palabra posee, pues, en el lenguaje
una doble fuente: el sentido lingüístico interior, con su
referencia a las necesidades del desarrollo de las ideas, y
el sonido. Y puesto que todo pensamiento consiste en
separar y reunir, la necesidad del sentido lingüístico de
representar simbólicamente en el habla todas las especies
de unidades de conceptos habrá de despertar por sí mis-
ma, y mostrarse a la luz en la lengua en la medida de su

a. Tachado: «Mas esta unidad adquiere su sentido más pregnante allí donde el
concepto por designar se funde con su acepción interna en una sola impronta».

158
vivacidad y de su ordenada regularidad. Por su parte, el
sonido procura poner en relación grata a la pronunciación
y al oído las diversas modificaciones que se producen en
él por el contacto. A las veces no hará sino allanar difi-
cultades, o acomodarse a costumbres adoptadas orgánica-
mente. Pero va también más lejos, forma unidades de
ritmo y las hace aparecer ante el oído como un todo. Y es
lo cierto que uno y otro, el sentido lingüístico interior y el
sonido, cooperan: el segundo se asocia a las necesidades
del primero, y juntos convierten la unidad sonora en el
símbolo de la unidad determinada del concepto que bus-
caban. Esta unidad, sita ya en los sonidos, se derrama
como principio espiritual sobre el discurso entero, y la
conformación sonora, rítmica y artísticamente elaborada,
retorna al alma despertando en ella una estrecha conexión
entre las fuerzas ordenadoras del entendimiento y la crea-
tividad plástica de la fantasía. La mutua imbricación de
las fuerzas dirigidas hacia fuera y hacia dentro, hacia la
naturaleza y hacia el espíritu, adquiere así una vida supe-
rior y una armoniosa vivacidad.

Medios de designar la unidad de la palabra. 122


La pausa

Los medios de que se sirve el habla para designar la


unidad de la palabra son la pausa, la alteración de las
letras y el acento.
La pausa sólo es apta para señalar la unidad externa;
en el interior de la palabra, por el contrario, no haría
sino destruir esa unidad. Sin embargo no deja de ser
natural que en el habla se retenga a veces un instante la
voz al final de la palabra, en una pausa fugacísima, sólo
perceptible para el oído experto, y que contribuye a dar
relieve a los elementos del pensamiento. Ahora bien, la
tendencia a designar la unidad del concepto se encuentra
en oposición a la igualmente necesaria de trabar la urdim-
bre de la frase; la unidad hecha audible del concepto se
opone a la de la idea. Las lenguas dotadas de un senti-

159
miento delicado y correcto dan a conocer ambas intencio-
nes, y suavizan la oposición con ayuda de nuevos medios,
a veces incluso reforzándola. En lo que sigue me apoyaré
en ejemplos ilustradores tomados del sánscrito,1 pues es
ésta la lengua que trata la unidad de la palabra de una
manera más feliz y exhaustiva, y posee por añadidura un
alfabeto mucho más empeñado que cualquiera de los nues-
tros en mostrar gráficamente a la vista cuanto es percep-
tible para el oído en la pronunciación.
Pues bien, el sánscrito no permite a todas las letras
terminar palabra, y reconoce con ello ya la autonomía
individual de ésta. También sanciona su relieve dentro del
habla por el hecho de que aplica a las alteraciones de las
123 letras finales e iniciales de palabras en contacto reglas
distintas de las que rigen para el contacto de esas mismas
letras en el interior de la palabra. Pero, al mismo tiempo,
en ninguna otra lengua de su familia sigue la fusión de
los sonidos tan de cerca a la de las ideas como en ésta, lo
que a primera vista suscita la impresión de que la unidad
de la idea habrá de destruir la de la palabra. Y en efecto,
cuando vocal final y vocal inicial se funden en una terce-
ra de distinto timbre, es indudable que se da origen a una
unidad sonora de ambas palabras. Y si esto mismo no
ocurre cuando la consonante final se altera por influencia
de una vocal inicial, ello se debe a que la vocal inicial va
siempre precedida de una leve aspiración que impide que
el entendimiento la asocie con la consonante anterior,

1. Los datos sobre la estructura de la lengua sánscrita que aparecen en este


trabajo están tomados íntegramente de la gramática de Bopp, aunque no la cite
siempre de forma expresa, y me es grato reconocer que debo a esta obra clásica
cuanto de claridad y comprensión he alcanzado respecto de esa lengua, ya que
ninguna de las giamáticas anteriores, por meritorias que sean en otros sentidos, le
alcanza en esto. Tanto la gramática sánscrita de Bopp en sus sucesivas ediciones,
como la comparativa que publicó más tarde y sus diversos trabajos sobre el tema,
que contienen una comparación del sánscrito con las lenguas emparentadas tan
fecunda como aguda y certera, permanecerán siempre como modelos de profunda
y feliz comprensión, a las veces de audaz intuición de la analogía de las formas
gramaticales, y el estudio de las lenguas le debe ya ahora sus progresos más
importantes en una rama en parte apenas ahora descubierta. Ya en 1816 Bopp
puso en su Conjugationssystem der Indiër los cimientos de la investigación que él
mismo estaba llamado a proseguir en la misma dirección y con idéntica fortuna.

160
siendo así que en esta lengua la consonante forma con la
vocal que le sigue dentro de una misma sílaba una unidad
indisoluble. Pero ciertamente esta alteración de las conso-
nantes no deja de estorbar la señalización de la división
de las palabras. Lo que ocurre es que este ligero obstácu-
lo jamás produce en el espíritu del oyente una negación
de esa división, y ni siquiera representa un debilitamiento
notable de su reconocimiento. Pues, de una parte, las dos
leyes principales de la unión de las palabras, la fusión de
las vocales y la sonorización de las consonantes sordas
ante vocal, no son de aplicación en el interior de la pala-
bra; y, de la otra, el sánscrito dispone la unidad interna
de la palabra con tal claridad y precisión que ni la más
inextricable imbricación de los sonidos en el discurso po-
dría lograr que no se reconociesen las palabras como uni-
dades sonoras autónomas, tan sólo puestas en contacto
directo entre sí.
Por cierto que, siendo así que la imbricación sonora
del discurso es testimonio de una fina sensibilidad auditi-
va y de una viva tendencia a mostrar simbólicamente la
unidad de las ideas, no deja de ser curioso que otras
lenguas de la India, como el telíngico, pese a estar priva-
das de una cultura autóctona apreciable, posean, sin em-
bargo, esta cualidad tan estrechamente vinculada a los
hábitos de pronunciación de los pueblos, lo que no hace
probable su adopción a partir de otras lenguas. De suyo
la fusión de todos los sonidos del discurso es lo natural
en un estado más o menos primitivo de la lengua, desde
el momento en que la palabra precisa ser desgajada del
hablar seguido. Pero en sánscrito esta peculiaridad ha
acabado convirtiéndose en un elemento de belleza interna
y externa del discurso, que no debe menospreciarse por-
que sea, por así decirlo, un lujo superfluo e innecesario
para la idea. Es claro que existe un efecto de retorno,
distinto de la expresión individual, de la lengua sobre el
espíritu que concibe las ideas, y en este efecto nada se 124
pierde, ni siquiera lo que podría parecer una ventaja pres-
cindible.

161
Medios de designar la unidad de la palabra.
Alteración de las letras

En realidad la unidad interna de la palabra sólo puede


ponerse de manifiesto en las lenguas que revisten el con-
cepto con determinaciones adicionales y amplían así su
volumen sonoro con nuevas sílabas, permitiendo dentro
de ellas diversas alteraciones de las letras. El sentido lin-
güístico, atento a la belleza del sonido, someterá esta
esfera interior de la palabra a leyes generales o especiales
de eufonía y consonancia. Empero también el sentido
articulatorio desempeña aquí su oficio, y más precisamen-
te en este tipo de formaciones, ora cambiando el signifi-
cado de tal o cual sonido, ora trayendo a su campo tam-
bién aquellos sonidos que, aun poseyendo de suyo una
vigencia propia, vienen a usarse como signos de determi-
naciones auxiliares. Su significación objetiva originaria se
torna ahora simbólica; el sonido mismo, subordinado al
concepto principal, se pule y desgasta hasta quedar a
veces en elemento simple, de modo que, aunque su origen
sea otro, su figura acaba asemejándose a la del creado
propiamente por el sentido articulatorio con significación
puramente simbólica. Cuanto más vivo y activo se mues-
tra el sentido articulatorio en la incesante fusión del con-
cepto con el sonido, mayor es la celeridad con la que
tiene lugar esta operación.
Con la ayuda y coordinación de estas diversas causas
que aquí ejercen su efecto, viene a tomar forma una es-
tructura de la palabra capaz de contentar por igual al
entendimiento y al sentimiento estético; el análisis preciso
de esta estructura, tomando la palabra raíz como pun-
to de partida, habrá de esforzarse por dar cumplida cuen-
ta de toda letra que se haya añadido, eliminado o cambia-
do, por razón de la significación o del sonido. Y podrá
hacerlo porque siempre le será posible aportar analogías
que expliquen la transformación en cuestión. El alcance y
variedad de esta estructura de la palabra alcanza su ópti-
725 mo, y satisface al máximo tanto al entendimiento como
al oído, allí donde la lengua no se empeña en imponer a

162
todas las palabras una sola disposición homogénea, sino
que, para indicar las determinaciones auxiliares, se sirve
preferentemente de la afijación antes que de la modifica-
ción interna y puramente simbólica de las letras. Ese pro-
ceder puede parecer en origen algo rudo e inculto si se lo
confunde con la adición mecánica, pero, desde el momen-
to en que un vigoroso sentido de la flexión lo eleva a un
plano más alto, no hay duda de que aporta una ventaja
frente al que de suyo parecería más delicado y artístico.
Es seguro que las lenguas semíticas deben en su mayor
parte a su estructura de raíces bisilábicas y a su poco
aprecio de la composición el que, a despecho de lo admi-
rable, variado e inteligente del sentido de la flexión y
articulación que en ellas se manifiesta, queden tan lejos
del sánscrito en la multiplicidad, amplitud y adecuación
al objetivo conjunto de la lengua.
A través del sonido el sánscrito indica los diversos
grados de unidad que el sentido lingüístico interno siente
necesidad de distinguir. Su principal instrumento para tal
efecto es tratar de diverso modo las letras en las que se
produce el contacto entre las sílabas o sonidos individua-
les que se reúnen dentro de una palabra, cuando la unión
lo es de elementos conceptuales distintos. Más arriba he
indicado que el tratamiento de estas letras difiere según
que se produzca entre palabras distintas o en mitad de
una palabra. Pues bien, la lengua prosigue este mismo
camino, y si se toman las reglas correspondientes a uno y
otro caso como dos grandes clases opuestas entre sí, se
verá que la lengua hace las siguientes distinciones de gra-
do, de menor a mayor firmeza de la unión:

— en palabras compuestas,
— en palabras, en general verbos, unidas a prefijos,
— en palabras formadas a partir de palabras básicas
existentes en la lengua, con ayuda de sufijos (sufi-
jos taddhita),
— en palabras derivadas mediante sufijos (palabras
kridanta) a partir de raíces, esto es, de palabras
que propiamente quedan fuera de la lengua,

163
— en las formas gramaticales de la declinación y con-
jugación.

En términos generales, las palabras pertenecientes a


los dos primeros grupos siguen las reglas de acoplamiento
de palabras distintas, y las de los tres últimos se rigen por
las de interior de palabra. Pero se entiende por sí mismo
126 que en esto hay aquí y allá excepciones, y que en esta
escala no hay una diversidad absoluta de reglas de etapa
a etapa, sino sólo un leve, pero decisivo, menor o mayor
acercamiento de cada una a una de las dos clases princi-
pales. En las mismas excepciones se traiciona, sin embar-
go, en ocasiones una intención llena de sentido, orientada
hacia una conjunción más firme. Por ejemplo, entre pa-
labras separadas nunca una consonante final ejerce una
influencia modificadora sobre la letra inicial que le sigue,
con una única excepción, que sin embargo sólo lo es en
apariencia; por el contrario, esto es lo que ocurre a veces
entre miembros de un compuesto y entre prefijo y palabra
básica, llegando incluso a modificar la letra final a la
segunda consonante inicial, como ocurre con agni, «fue-
go», y stoma, «sacrificio», que juntos dan agnistoma,
«sacrificio con fuego». Con esta divergencia respecto de
las reglas que presiden el acoplamiento de palabras sepa-
radas la lengua pone indudablemente de manifiesto un
sentimiento de exigencia de una mayor unidad de la pala-
bra. Ello, no obstante, no se puede dudar de que en
sánscrito las palabras compuestas, por el tratamiento usual
y general de las letras iniciales y finales que en ellas vie-
nen a encontrarse, así como por la falta de sonidos de
transición, de los que el griego se sirve siempre en estos
casos, se asemejan en exceso a las palabras separadas.
Y es difícil que la entonación, que naturalmente no cono-
cemos, haya puesto remedio a esto.*
Allí donde el primer miembro de los compuestos con-

* También en este punto los textos de la lengua antigua, con su meticulosa


notación de los acentos, proporcionan una información a la que Humboldt no
llegó a tener acceso. (N. del T.)

164
serva su flexión gramatical, la unión es ya sólo cosa del
uso de la lengua, que o bien reúne siempre estas dos
palabras, o bien rechaza el uso separado del segundo
miembro. Pero aun la falta de flexión del primer miem-
bro tan sólo cualifica la unidad de estas palabras ante el
entendimiento; la falta de fusión de los sonidos impide
que esa unidad se haga valer también ante el oído. Y cuan-
do forma básica y desinencia de caso coinciden fonética-
mente, la lengua dejará sin expresión propia el que la
palabra esté ahí por sí misma o como elemento de un
compuesto. En consecuencia un largo compuesto del sáns-
crito viene a ser, por sus indicaciones gramaticales expre-
sas, menos una palabra sola que una serie de palabras
acopladas unas a otras sin flexión, y en esto la lengua
griega se guió por un certero instinto al no permitir nunca
que sus compuestos degenerasen de esta suerte por exceso
de longitud. Por otra parte el propio sánscrito demuestra
con algunas otras de sus peculiaridades con cuánto senti-
do sabe en ocasiones indicar la unidad de tales palabras,
por ejemplo reuniendo dos palabras de género cualquiera 727
en una sola privada de género.
Entre las clases de palabras que se rigen por las leyes
de acoplamiento de interior de palabra, las más afines
son las palabras kridanta y las dotadas de flexión grama-
tical; y cuando entre éstas se aprecian huellas de una
unión aún más estrecha, esto ocurre sobre todo en la
distinción entre desinencias nominales y verbales. Los su-
fijos krt siguen en esto a las segundas. Elaboran inmedia-
tamente la raíz, cuando en realidad son ellos quienes la
introducen en la lengua, en tanto que las desinencias de
caso, semejantes en esto a los sufijos taddhita, se añaden
a palabras básicas conformadas ya por la lengua. Con
razón es la flexión de los verbos la que muestra una
unión más íntima y estrecha de los sonidos, ya que es el
concepto verbal el que, también ante el entendimiento,
resulta más difícil de separar de sus determinaciones adi-
cionales.
Tan sólo he querido mostrar aquí de qué modo difie-
ren las leyes de la eufonía de las letras en contacto según

165
el grado de intimidad de la unidad de la palabra. Pero
hay que guardarse mucho de ver en todo esto intención
expresa alguna, como en general se debe hacer uso de una
cautela extremada cuando se habla de intención a propó-
sito de las lenguas. Pues si por esto se entiende alguna
forma de acuerdo, o una tendencia nacida de la voluntad
y encaminada a un objetivo claramente imaginado, la
intención es cosa ajena a las lenguas y nunca se insistirá
en esto lo bastante. No hay otra intención aquí que la
que se manifiesta en un sentimiento que en su origen es
puramente instintivo. Pues bien, es mi plena convicción
que un sentimiento de la unidad del concepto, instintivo
como digo, ha entrado por cierto en los sonidos y, justa-
mente por tratarse de un sentimiento, ni se da en igual
medida por doquier ni muestra la misma consecuencia.
Bien es verdad que algunas de las desviaciones de las
leyes de acoplamiento de las letras tienen su origen en la
naturaleza fonética de éstas. Pero como todas las palabras
formadas gramaticalmente aparecen con una unión cons-
tante de las letras finales e iniciales de sus elementos, en
tanto que entre palabras distintas, o incluso en el interior
de las compuestas, la misma unión sólo se produce de vez
en cuando y con alteraciones, no es de extrañar que en el
primer caso cristalice una pronunciación que procure fun-
dir lo más estrechamente posible los diversos elementos;
en estos casos bien puede considerarse que el sentimiento
de la unidad de la palabra tiene aquí su origen, aunque el
camino recorrido sea el inverso del mostrado por mí. Mas
la influencia de aquel sentimiento interno de la unidad
128 sigue siendo lo primitivo, pues a él se debe el que en
general se incorporen afij aciones gramaticales a las pala-
bras raíces, y que éstas no permanezcan aisladas, como
ocurre en otras lenguas. Para el efecto fonético reviste
especial importancia el que tanto las desinencias de caso
como los sufijos sólo puedan empezar por unas consonan-
tes determinadas, y no puedan entrar en consecuencia
más que en un número limitado de combinaciones, más
limitadas en las desinencias de caso, menos en los sufijos

166
krt y en las desinencias verbales, y menos aún en los
sufijos taddhita.
Aparte de la diversidad de leyes de acoplamiento de
las consonantes que se encuentran en mitad de la pala-
bra, las lenguas poseen aún otra modalidad de tratamien-
to fonético de la palabra que determina con claridad aún
mayor su unidad: la posibilidad de que la formación con-
junta de la palabra influya sobre alteraciones de letras
individuales, en especial de las vocales. Así ocurre cuan-
do la adición de sílabas con mayor o menor peso propio
ejerce alguna influencia sobre las vocales propias de la
palabra, o cuando la expansión progresiva de la palabra
acarrea abreviaciones o eliminaciones de su última por-
ción, o cuando las sílabas añadidas mudan su vocal para
asimilarla a la de la palabra o viceversa, o finalmente
cuando, por modificación o alteración, una determinada
sílaba adquiere un relieve que la hace destacarse al oído
ante todas las demás de la palabra. Cada uno de estos
casos, cuando su origen no es puramente fonético, puede
ser considerado como símbolo directo de la unidad de la
palabra.
En sánscrito este tratamiento de los sonidos se mues-
tra bajo modos diversos, y siempre con particular aten-
ción a la claridad de la forma lógica y a la belleza de la
forma estética. Por eso el sánscrito no asimila la sílaba
radical, cuya consistencia conviene salvaguardar, a la de-
sinencia; sí admite por el contrario ampliaciones de la
vocal radical, cuyo retorno regular en la lengua acostum-
bra al oído a reconocer la vocal original con facilidad. En
esto Bopp hace gala de un sentido lingüístico muy fino al
expresar este fenómeno diciendo que la transformación
de la vocal radical en sánscrito no es cualitativa sino
cuantitativa.2 La asimilación cualitativa es resultado del 129
descuido en la pronunciación, o bien de una cierta com-

2. Jahrbücher für wissenschaftliche Kritik, 1827, p. 281. Bopp hace esta obser-
vación sólo con ocasión de las alteraciones en la afijación directa. Creo, sin
embargo, que la ley que enuncia es de aplicación general. Incluso el hecho aparen-
temente más concluyente en su contra, que es la conversión de la r vocálica en ur
en las formas sin guna del verbo kr (kurutas), admite una explicación alternativa.

167
placencia en la homogeneidad del sonido de las sílabas;
en la alteración cuantitativa de la medida del tiempo se
expresa, por el contrario, un sentimiento superior y más
sutil de la eufonía. En el primer caso la sílaba radical es
literalmente sacrificada en aras del sonido; en el segundo
aquélla sigue estando, en su ampliación, igualmente pre-
sente al oído y al entendimiento.
En cuanto al procedimiento de conferir a una sílaba
de la palabra un relieve en la pronunciación que la haga
dominar a todas las demás, el sánscrito dispone a este
efecto de dos medios, el guna y la vrddhi, tan artística-
mente dispuestos y tan estrechamente unidos al resto de
las afinidades sonoras que han venido a ser característica
peculiar y exclusiva de esta lengua, al menos bajo esta
forma y en este contexto. Ninguna de sus lenguas herma-
nas ha hecho suyas estas alteraciones de los sonidos según
su sistema y según su espíritu; sólo algunos fragmentos
suyos han pasado a ellas, aunque como piezas completas.*
Guna y vrddhi consisten, en el caso de a, en un alarga-
miento; hacen de las vocales /, u los diptongos e y o
respectivamente, modifican la r vocálica en ar o ar,3 y
refuerzan los diptongos e, o, por nueva diptongación, en
ai, au. Cuando a los diptongos e, ai u o, au debidos al
guna o a la vrddhi les sigue una vocal, se resuelven en ay,
ay y av, av. De ello resulta una doble serie de cinco
alteraciones fonéticas que, en virtud de determinadas le-
yes de la lengua, y debido a su incesante retorno en el
uso, nos llevan, no obstante, siempre de nuevo a los mis-
mos sonidos originarios. La lengua obtiene así múltiples

3. El Dr. Lepsius explica ar y ar como diptongos de r vocálica, lo que amplía


de la manera más luminosa la analogía de estas modificaciones sonoras.* Reco-
miendo la lectura de una obra suya que anuncia un nuevo camino para la investi-
gación lingüística y que está saturada de explicaciones ingeniosas y acertadas:
Palaographie ais Mittel für die Sprachforschung, pp. 46-49, § 36-39.
b. Tachado: «Claro está que nuestro oído apenas sería capaz de representarse
un diptongo de tal naturaleza, y la diferencia gráfica entre karmana y karana
podría explicarse suponiendo que en la primera palabra la r se ha fundido con la
vocal que le precede, en tanto que en la segunda se adhiere a la que le sigue».
* Humboldt enjuicia erróneamente los fenómenos de la alternancia vocálica de
las lenguas indoeuropeas, que atestiguan en realidad fases más antiguas en las
cuales debieron ser tan productivos como en sánscrito. (N. del T.)

168
combinaciones eufónicas de sonidos sin causar daño al-
guno a la comprensión.
Cierto es que el guna y la vrddhi consisten en reempla- 130
zar un sonido por otro. Ello no nos autoriza, sin embar-
go, a tenerlos por simples cambios vocálicos como los
que son comunes en tantas lenguas. La diferencia entre
los primeros y estos últimos estriba en que, en el caso del
mero cambio de una vocal por otra, la razón de ser de
la nueva vocal es siempre, al menos en parte, ajena a la
vocal originaria de la sílaba modificada, y ha de buscar-
se, bien en el interés por introducir diferenciaciones gra-
maticales, bien en leyes de asimilación o en causas de
cualquier otra índole; en el caso de guna y vrddhi, por el
contrario, la modificación nace siempre y homogéneamen-
te del sonido originario de la sílaba modificada, y perte-
nece únicamente a él. Si, en consecuencia, comparamos
la forma gunada vedmi con la forma tenima, que Bopp
explica como producto de una asimilación, la e de la
primera ha nacido de una modificación de la / originaria
de esa misma sílaba, en tanto que la de la segunda pala-
bra se debe a la vocal de la sílaba siguiente.
Guna y vrddhi son reforzamientos del sonido funda-
mental, y no sólo por referencia a éste sino también entre
sí, del mismo modo que el comparativo y el superlativo
son refuerzos de la vocal simple, que resulta así incremen-
tada en la misma medida cuantitativa. Por la extensión
de la pronunciación y por la cualidad que el sonido mues-
tra al oído, este incremento no puede dejar de percibirse;
pero también por el significado, como muestra con la
mayor elocuencia la formación del participio pasivo-futu-
ro con adición del sufijo ya. Pues en este caso el concep-
to simple tan sólo requiere el guna, en tanto que el con-
cepto reforzado, conectado con carácter de necesidad,
exige la vrddhi: stavya es «alguien digno de alabanza»;
stavya es «alguien que por fuerza y en cualquier caso ha
de recibir alabanza». Con todo, tampoco el concepto del
reforzamiento agota por sí mismo la peculiar naturaleza
de estas modificaciones de los sonidos. Cierto es que de
esto hay que exceptuar la vrddhi de a, pero no lo es

169
menos que este caso, por su uso gramatical, sólo en parte
pertenece a esta clase, y por su sonido en absoluto. Pero
en todas las demás vocales y diptongos lo característico
de estos reforzamientos es que, en virtud de la combina-
ción de vocales de distinta naturaleza o de diptongos, dan
lugar a una especie de flexión de los sonidos. Pues el
fundamento de todo guna y de toda vrddhi es una combi-
nación de a con las restantes vocales y diptongos, ya se
suponga que en el guna se añade una a breve a la vocal
simple, y en la vrddhi una a larga, ya que en ambos casos
se añade una a breve, en el guna a la vocal simple y en la
131 vrddhi a la ya reforzada por el guna.4 En cambio, nunca
los gramáticos indios contaron como vrddhi, al menos
que yo sepa, la simple génesis de una vocal larga por
contracción de dos vocales del mismo timbre, con la úni-
ca excepción de la a.*
Pues bien, como tanto guna como vrddhi producen
sonidos que el oído percibe como muy distintos y cuyo
único fundamento se encuentra en el sonido originario de
la misma sílaba, los sonidos guna y vrddhi proceden,
de un modo que no puede describirse con palabras pero

4. En su Lateinische Sanskritgrammatik, r. 33, Bopp defiende la primera de


estas opiniones. Empero, si se me permite apartarme en este punto de un investi-
gador tan escrupuloso como él, desearía optar aquí por la segunda. Partiendo de
la conjetura de Bopp apenas es posible poner en consonancia con las leyes fonéti-
cas generales de la lengua la estrecha correlación entre guna y vrddhi, ya que las
vocales de distinto timbre forman al unirse siempre los diptongos —ciertamente
más débiles— del guna, con independencia de que sean largas o breves. Dado que
la naturaleza del diptongo radica esencialmente en la diversidad de los timbres, es
comprensible que el sonido resultante neutralice en su interior la diferencia de
larga y breve. Sólo cuando entra en juego una nueva heterogeneidad se produce
un reforzamiento del diptongo. Por eso me resisto a creer que los diptongos guna
sean en origen resultado de la fusión precisamente de vocales breves. El que, a
diferencia de los diptongos vrddhi, al resolverse muestren una a breve (ay, aw
frente a ay, aw) puede explicarse de otra manera. Dado que la diferencia entre
ambas modalidades de expansión vocálica no podía quedar expresada en la semi-
vocal, tenía que recaer en la cantidad de la vocal de la nueva sílaba. Y lo mismo
se aplica a la r vocálica.
* En toda su explicación de guna y vrddhi Humboldt hace suya la concepción
de la gramática india, que considera como fundamental el estado vocálico de
máxima debilidad. La investigación posterior ha corregido esta perspectiva al
descubrir que dicho estado se debe a una reducción secundaria del guna, que es el
estado vocálico básico de las raíces verbales y nominales indoeuropeas. (N. del T.J

170
que el oído percibe con toda claridad, del fondo mismo
de la sílaba. Y si el gima, que tan frecuentemente modifi-
ca la sílaba radical en el verbo, fuese una característica
determinada de ciertas formas gramaticales, incluso por
su apariencia sensible convendría dar a estas formas el
nombre literal de desarrollos a partir del interior de la
raíz, y esto en un sentido más pregnante que el que con-
viene a las lenguas semíticas, donde sólo tiene lugar un
cambio vocálico.5 Sin embargo no es este el caso. El guna
no es sino una de las configuraciones secundarias con que
el sánscrito acompaña a las formas verbales de acuerdo 132
con determinadas leyes, al margen de sus características
propiamente dichas. Se trata de un fenómeno de natura-
leza puramente fonética y, en la medida en que somos
capaces de comprender su origen, es algo que se explica
íntegramente a partir de los sonidos mismos; carece, pues,
de significación propia, y no es simbólico. El único caso
que hace excepción a lo dicho hasta aquí es la gunación
de la vocal reduplicativa en los verbos intensivos. La im-
presión de refuerzo que la lengua ha querido otorgar a
estas formas, de un modo por lo demás inhabitual, se
hace tanto más patente cuanto que la reduplicación suele
en los demás casos abreviar la vocal larga; añádese a esto
que, a diferencia de otras formas, aquí aparece guna tam-
bién cuando la vocal medial de la raíz es larga.
Por el contrario, nada se opone a que en muchos
casos guna y vrddhi puedan considerarse como símbolos
de la unidad interna de la palabra, pues estas modificacio-
nes de los sonidos, que recorren de manera gradual la
esfera de las vocales, producen una fusión de las palabras
que es menos material, más enérgica y más estrecha que

5. Tal vez esto haya contribuido decisivamente a la teoría, no aceptable por


otra parte, de Friedrich Schlegel de una clasificación de todas las lenguas (Sprache
und Weisheit der Inder, p. 50). Es, sin embargo, cosa digna de mención, y en lo
que se me alcanza muy poco reconocida, que este profundo pensador e inspirado
autor fue el primer alemán que llamó nuestra atención sobre el notable fenómeno
del sánscrito, e hizo significados progresos en su estudio en un momento en el que
se carecía de los numerosos medios con que hoy contamos para el aprendizaje de
esta lengua. Hasta la gramática de Wilkins se publicó en el mismo año que la obra
de Schlegel.

171
las modificaciones de las consonantes en contacto. Se ase-
mejan en esto hasta cierto punto al acento, pues un mis-
mo efecto, el predominio de una sílaba sobresaliente, se
alcanza aquí con la altura del sonido y allá con la abulta-
da inflexión de los sonidos. Y por más que sólo acompa-
ñan a la unidad de la palabra en algunos casos determina-
dos, no por ello dejan de ser una de las diversas expresio-
nes de que se sirve, para indicar esa unidad, una lengua
que por lo demás está lejos de seguir siempre los mismos
caminos. Tal vez sea ésta también la razón de que guna y
vrddhi sean especialmente característicos de las largas for-
mas polisilábicas de los verbos de la décima clase y de los
causativos, tan afines a ella. Claro está que también apa-
recen en formas muy breves, pero esto no es motivo para
negar que en las formas largas contribuyen a impedir el
desmayado desmembramiento de las sílabas, obligando a
la voz a sujetarlas con firmeza. En este sentido parece
muy significativo que el guna domine en las especies de
palabras caracterizadas por la más firme unidad, las pala-
bras kridanta y las desinencias verbales, así como que en
ellas afecte por lo común a la sílaba radical; que en cam-
bio nunca recaiga en las sílabas radicales de los temas
flexivos nominales ni de las palabras formadas con sufi-
jos taddhita.
La vrddhi posee una doble aplicación. Por una parte
es, a semejanza del guna, puramente fonética, e incremen-
133 ta este último, bien de modo obligatorio, bien al arbitrio
del hablante; por la otra, es significativa y puramente
simbólica. Bajo su primer aspecto afecta primordialmente
a las vocales finales; también éstas se caracterizan por
tomar guna cuando son largas, lo que no sucede en otras
posiciones. El fundamento de esto es que la expansión de
la vocal final no halla ante sí obstáculo alguno. Se trata
del mismo principio por el que también el javanés confie-
re a la a incorporada a la consonante el timbre más oscu-
ro de o. La significatividad de la vrddhi se muestra sobre
todo en los sufijos taddhita, y su sede originaria parecen
constituirla las designaciones de género y los sustantivos
colectivos y abstractos. Todos ellos son casos de expan-

172
sión de un concepto de suyo concreto y simple. Ahora
bien, esta misma expansión se traslada luego metafórica-
mente a otros casos, aunque no con la misma regularidad.
De ahí que pueda ocurrir que adjetivos formados con
ayuda de sufijos taddhita ora tomen vrddhi, ora dejen
inalterada su vocal. Pues el adjetivo puede ser considera-
do como un atributo concreto, pero también como lo que
reúne en sí el conjunto de las cosas a las que se aplica.
La existencia o no de guna en el verbo, en casos gra-
maticales claramente determinados, da lugar a una oposi-
ción entre formas flexivas gunadas y sin gunar. También
ocurre, aunque mucho más raramente, que se produzca
una oposición semejante entre el uso a veces obligado y a
veces opcional de vrddhi frente a guna. Bopp es el prime-
ro que ha ofrecido una explicación de esta oposición, y lo
ha hecho de un modo que, pese a forzar la consideración
de algunos casos como excepciones, resulta en su conjun-
to plenamente convincente: la explica como efecto de la
gravedad o ligereza fónicas de las desinencias sobre la
vocal de la raíz. En efecto, una mayor amplitud de la de-
sinencia estorba la expansión de la vocal radical, la cual
parece, por el contrario, incluso estimulada por una desi-
nencia liviana, y una y otra cosa tienen lugar siempre que
la desinencia se añade directamente a la raíz, o que en su
camino a ella tropieza con una vocal susceptible de reci-
bir guna. En cambio, allí donde la influencia de la vocal
flexiva se ve entorpecida por alguna vocal o consonante
interpuesta, cesando así la dependencia de la vocal radi-
cal respecto de aquélla, el uso u omisión del guna, por
más que en ciertos casos es de aplicación regular, no se
explica ya por los sonidos; las diferencias en el vocalismo
de la sílaba radical no admiten ya ninguna explicación
que las ponga en relación con alguna ley general de la
lengua.
En general entiendo que la verdadera explicación de la 134
existencia o no del guna debe derivarse de la historia de
las diversas formas del verbo. Es éste, sin embargo, toda-
vía un terreno sumido en las tinieblas, de las que sólo
emergen algunos detalles fragmentarios. Cabe imaginar

173
que en algún momento existiesen dos variedades de
flexión, con y sin gima, motivadas tal vez por diferencias
de dialectos o épocas, y que la configuración que muestra
la lengua tal como la hallamos ahora sea resultado y
sedimentación de la mezcla de ambas. De hecho, existen
algunas clases de raíces que parecen apoyar esta conjetu-
ra; en su mayoría admiten simultáneamente, y sin diferen-
cia de significado, flexión con y sin guna, o bien muestran
un guna constante allí donde la analogía restante de la
lengua exigiría la oposición antes mencionada. Esto últi-
mo aparece sólo en excepciones aisladas. Lo primero, en
cambio, es regular en todos los verbos que pueden conju-
garse al mismo tiempo según la primera y la sexta clase,
así como en aquéllos de la primera clase que forman su
pretérito alternante por la sexta clase, el cual, excepto por
la falta de guna, se asemeja en todo al pretérito con
aumento. Esta sexta clase, que se corresponde con el se-
gundo aoristo del griego, podría no ser otra cosa que un
genuino pretérito aumentado de una flexión sin guna, al
lado de la cual subsistiría otra con guna (nuestro actual
pretérito aumentado de las raíces de la primera clase).
Pues considero más que probable que en sánscrito no
haya habido tres pretéritos, como acostumbramos contar
hoy día, sino sólo dos, y que las formaciones del supues-
to tercero, el multiforme*, no sean sino formas secunda-
rias procedentes de otras épocas de la lengua.
Si admitimos, pues, en origen una doble conjugación,
con y sin guna, en la lengua, en cierto modo no podremos
sustraernos a la pregunta de si, allí donde el peso de las
desinencias es responsable de una oposición, el guna ha
sido inhibido o más bien adoptado. Pues bien, no hay
duda de que la primera opción es la correcta. Modifica-
ciones de los sonidos como guna y vrddhi no pueden
inyectársele a una lengua desde fuera; utilizando una afor-

* Término empleado por Bopp para el aoristo indio. En éste, como en muchos
otros temas de la morfología del sánscrito, Humboldt hace suyas las etimologías
de Bopp, basadas casi siempre en composiciones. La mayoría de las mismas han
sido desechadas como consecuencia de un mejor conocimiento de las leyes fonéti-
cas. (N. del T.)

174
tunada expresión de Grimm referente a la metafonía ale-
mana/ remontan al suelo y tierra mismos de la lengua, y
su origen puede explicarse partiendo de los diptongos os-
curos y claros que también hallamos en otras lenguas. El 135
sentido de la eufonía puede haberlos atenuado y regulado
bajo la forma de una cierta proporción cuantitativa. Sin
embargo en un pueblo de organización feliz esta misma
inclinación de los órganos articulatorios hacia la expan-
sión de las vocales puede haber nacido de una manera
inmediata en virtud de una cierta actitud rítmica. Pues no
hace falta, ni en rigor es aconsejable, imaginar todas y
cada una de las excelencias de una lengua culta como
resultado de una evolución paulatina y gradual.
La diferencia que separa el sonido natural en bruto
del tono regulado se hace aún más manifiesta en otra
forma sonora de importancia esencial para el desarrollo
interno de la palabra: la reduplicación. La repetición de
la primera sílaba de una palabra, o también de la palabra
entera, es común a las lenguas de muchos pueblos incul-
tos, y aparece bien como refuerzo del significado al servi-
cio de la diversificación de la expresión, bien como mera
costumbre fonética. En otras lenguas, por ejemplo en
algunas pertenecientes al tronco malayo, se traiciona ya
una cierta influencia del sentido fonético en el hecho de
que no siempre se repite la vocal de la raíz, sino que en
ocasiones aparece en su lugar una vocal emparentada con
ella. Pues bien, en sánscrito la reduplicación se modifica
en tan precisa correlación con la estructura interna de
cada palabra que se cuentan hasta cinco o seis configura-
ciones diversas de la misma repartidas por la lengua. To-
das ellas emanan sin embargo de la doble ley de la adap-
tación de esta sílaba previa a la forma especial de la
palabra y del cuidado por preservar la unidad interna de
ésta. Algunas de estas formas son características de deter-
minadas categorías gramaticales. La adaptación es en oca-
siones tan artificiosa que la sílaba, de suyo determinada
para preceder a la palabra, acaba dividiendo ésta y situán-

c. Cfr. vol. 6, 432.

175
dose entre su vocal inicial y su consonante final, lo que
tal vez tenga su fundamento en que estas mismas formas
requieren también la aparición de un aumento previo; las
dos sílabas previas así exigidas, acopladas a raíces que
empiezan por vocal, no habrían podido realizarse sin con-
fusión entre ambas. El griego, que en estas formas hace
confluir realmente aumento y reduplicación en un augmen-
tum temporale único, desarrolla formas análogas para la
consecución de esta misma finalidad.6 Es éste un notable
ejemplo de cómo, cuando existe un sentido articulatorio
136 vivo y fecundo, la fuerza que da forma a los sonidos sabe
encontrar vías propias admirables para acompañar al sen-
tido lingüístico, en su trabajo de organización interior, en
las más diversas direcciones, manteniendo siempre cada
una de ellas bajo perfiles reconocibles/
El propósito de fundir estrechamente la palabra con
la sílaba precedente se pone de manifiesto en sánscrito en
el carácter breve de la vocal reduplicativa de las raíces
con inicial consonantica, incluso allí donde la vocal de la
raíz es larga, de manera que la sílaba antepuesta quede en
todo caso por detrás de la palabra en volumen sonoro.
Las dos únicas excepciones a esta abreviación en la lengua
poseen también su razón de ser propia, que se impone a
la de carácter más general: en los verbos intensivos se
trata de poner de relieve su carácter reforzado, en el pre-
térito multiforme de los causativos el equilibrio eufónico
entre la vocal reduplicativa y la de la raíz. En las raíces
con inicial vocálica, si la reduplicación consiste en un
alargamiento de la vocal inicial, el mayor peso sonoro de
la palabra recae en la sílaba inicial, y del mismo modo

6. En una conferencia pronunciada por mí en el Französisches Instituí sobre el


tema del parentesco entre el pluscuamperfecto griego, el aoristo reduplicado, los
perfectos áticos y una cierta modalidad de tema temporal del sánscrito, expuse por
extenso las coincidencias y divergencias de ambas lenguas a propósito de estas
formas, e intenté también remontarme a su fundamento para derivarlas de él.
d. Tachado: «El maravilloso artificio de tales formas accede a una perfección
aún mayor por el hecho de que el sentimiento de la eufonía, guiándose por un
sentido del equilibrio rítmico, fija las cantidades larga y breve de las vocales
reduplicativa y radical, de modo no siempre arbitrario por cierto, ora en progre-
sión yámbica, ora en descenso (trocaico)».

176
que observábamos a propósito del gima, contribuye a una
más estrecha fusión con las sílabas que le siguen inmedia-
tamente. En la mayoría de los casos la reduplicación es la
característica real de determinadas formas gramaticales, o
al menos se trata de una modificación de los sonidos que
acompaña, caracterizándola, a la forma en cuestión. Sólo
en una pequeña parte de los verbos (en los de la tercera
clase) es atributo de la clase en sí misma. Sin embargo
también en este caso ocurre como con el guna, que se
tiene la impresión de que existió otra época en la cual los
verbos podían aparecer con reduplicación o sin ella, sin
que esto determinase ningún cambio ni en el verbo ni en
su significación. Pues el pretérito aumentado y el multi-
forme de algunos verbos de la tercera clase difieren entre
sí tan sólo por la presencia o ausencia de reduplicación.
En esta forma fónica el hecho parece aún más natural
que en el caso del guna. En efecto, el reforzamiento de la
expresión por medio de la repetición fonética no puede
ser en origen sino resultado de la viveza del sentimiento 737
individual, de suerte que, por más que se lo someta a
generalización y regulación, siempre dará pie con facili-
dad a un uso cambiante.
El aumento, que por su función de indicar el tiempo
pretérito es vecino a la reduplicación, en las raíces con
inicial vocálica recibe un tratamiento análogo al de ésta y
siempre favorable a la preservación de la unidad de la
palabra; en esto muestra una notable diferencia respecto
de la vocal del mismo timbre que indica negación. Pues
así como el alfa privativum se limita a situarse ante estas
raíces intercalando entre sí y ellas una n, el aumento se
funde con la vocal inicial, en lo cual da testimonio de la
mayor intimidad de su asociación, determinada por su
condición de forma verbal. Sin embargo, en esta fusión
rebasa el guna que por ella se engendraría y se expande
como vrddhi, sin duda debido a que el sentimiento de la
unidad interna de la palabra está empeñado en conferir el
mayor peso posible a esta vocal inicial destinada a mante-
ner unida la palabra. Es cierto que en otra forma verbal,
el pretérito reduplicado de algunas raíces, se halla también

177
una n intercalada; el hecho está, sin embargo, enteramen-
te aislado en el conjunto de la lengua, y además este
añadido está asociado con una prolongación de la vocal
previa.
Aparte de los medios que tan someramente hemos
expuesto aquí, existen, sobre todo entre las lenguas con
tonos diferenciados, muchos otros procedimientos que ex-
presan también el sentimiento de la necesidad de dar a la
palabra una estructura orgánica que reúna plenitud inter-
na y eufonía. En sánscrito cabría añadir a lo anterior la
prolongación de las vocales, la alternancia vocálica, la
conversión de una vocal en semivocal, o su expansión
hasta formar una sílaba propia mediante la inserción de
una semivocal a continuación, incluso hasta cierto punto
la inserción de un sonido nasal; y aún podrían recordarse
también las variaciones que las leyes generales de la len-
gua imponen a las letras que entran en contacto en el
interior de la palabra. En todos estos casos la configura-
ción última del sonido nace al mismo tiempo de la estruc-
tura de la raíz y de la naturaleza de los elementos grama-
ticales que se le añaden. Pero también la autonomía y
firmeza, el parentesco y la oposición, el peso sonoro de
cada una de las letras tienden a hacerse valer ora en
armonía originaria, ora en una pugna que el sentido lin-
güístico no deja, en su labor organizadora, de someter a
un arbitraje embellecedor.
El cuidado por la conformación de la palabra como
un todo se advierte con claridad aún mayor en esa ley de
138 la composición por la cual cualquier debilitamiento o re-
fuerzo experimentado por una parte de la palabra acarrea
como compensación una alteración complementaria en
otra parte de la misma. En este último desarrollo no
desempeña ya papel alguno la naturaleza cualitativa de la
letra. Aquí el sentimiento lingüístico se fija sólo en esa
dimensión menos corpórea que es la puramente cuantita-
tiva, y para él la palabra es, métricamente hablando, una
secuencia rítmica. En esto el sánscrito contiene formas
tan sorprendentes que no es fácil que se hallen semejantes
en otras lenguas. El pretérito multiforme de los verbos

178
causativos (séptima formación, en el cómputo de Bopp),
dotado simultáneamente de aumento y reduplicación, nos
proporciona un ejemplo notable, se lo mire como se lo
mire. Dado que en las formas correspondientes a esta
configuración del tiempo verbal el aumento —siempre
breve— aparece en las raíces de inicial vocálica seguido
inmediatamente por las sílabas reduplicad va y radical, la
lengua cuida de establecer entre las vocales de ambas una
relación métrica. Salvo algunas pocas excepciones, en las
que estas sílabas forman un pirriquio (ajagadam, w w w w ,
de gad, «hablar») o un espondeo (adadhradam, ~ — « ,
de dhrad, «caer, marchitarse»), lo normal es que presen-
ten una progresión yámbica (adudüsam, w w - w , de dús,
«pecar, mancillarse») o —y éste es el caso más frecuen-
te— una cadencia trocaica (achtJkalam, w - w « , de
kal, «blandir»), y es raro que una misma raíz deje a la
pronunciación la libertad de elegir entre estos dos ritmos
vocálicos.
Pues bien, si se observa detenidamente la relación
cuantitativa de estas formas, tan complicada a primera
vista, se advertirá que la lengua aplica en ellas un proce-
dimiento extremadamente sencillo. Pues al llevar a cabo
una alteración de la sílaba radical, se limita a aplicar aquí
la ley de la compensación sonora. Habiendo abreviado la
sílaba de la raíz, procede luego a restablecer el equilibrio
alargando la sílaba reduplicativa, de lo que resulta la
cadencia trocaica, en la que al parecer la lengua tiene en
este caso una complacencia particular.
La alteración de la cantidad de la sílaba radical parece
conculcar una ley de rango superior, aquélla por la que la
lengua tiende a preservar la sílaba del tema. Un examen
más atento muestra, sin embargo, que esto no es así en
absoluto. Pues estos pretéritos no se forman a partir del
verbo primitivo sino de la raíz sometida ya a la modifica-
ción gramatical de la causatividad. La abreviación de la
larga es, pues, en general característica sólo de la raíz 139
causativa. Allí donde la lengua tropieza en estas formacio-
nes con un tema primitivo con vocal larga o incluso dip-
tongo, renuncia a su proceder usual, deja inalterada la

179
sílaba radical, y tampoco llega a alargar la sílaba redupli-
cativa, por regla general breve. De esta dificultad, que se
opone al procedimiento que en realidad se quería aplicar
para estas formas, es de donde nace la progresión yámbi-
ca, que representa la proporción cuantitativa natural y no
alterada. Al mismo tiempo la lengua no deja de tomar en
consideración aquellos casos en los que la cantidad larga
de la sílaba es consecuencia, no de la naturaleza de la
vocal, sino de su posición ante dos consonantes consecu-
tivas. Tampoco aquí acumula dos prolongaciones, sino
que permite que en la cadencia trocaica la sílaba redupli-
cativa, ante la doble consonante inicial de la raíz, manten-
ga la vocal breve.
Resulta notable que también la lengua malaya propia-
mente dicha muestre un análogo cuidado en el manteni-
miento de la unidad de la palabra cuando ésta recibe
adiciones gramaticales; pues también ella trata la palabra
como un conjunto sonoro eufónico, y procede en ocasio-
nes a alterar la cantidad de las sílabas radicales. Las for-
mas sánscritas aducidas representan, por su elevado nú-
mero de sílabas y su eufonía, los ejemplos más patentes
de lo que una lengua puede llegar a crear a partir de
raíces monosilábicas, si posee, junto a un alfabeto de con-
siderable riqueza, un sistema de sonidos firme y capaz de
seguir, por su delicadeza auditiva, los más refinados ma-
tices de las letras, así como cuando se añaden a ello tanto
la afijación como la modificación interna, regidas una y
otra a su vez por reglas determinadas, emanadas de razo-
nes gramaticales tan variadas como delicadamente dife-
renciadas.7

7. Estas afirmaciones que inserto aquí sobre esta forma del pretérito de los
causativos están tomadas de un trabajo más extenso realizado por mí hace ya
algunos años sobre este tema temporal. En el mismo revisé la totalidad de las
raíces de la lengua, de acuerdo con las indicaciones de la gramática de Forster,
que me parece excelente para esta clase de trabajos, e intenté remontar cada una
de las formaciones a su origen, consignando también todas y cada una de las
excepciones. El trabajo no se imprimió, sin embargo, debido a que consideré que
un tratamiento tan especializado de formas tan infrecuentes sólo podría interesar
a un número exiguo de lectores.

180
Medios de designar la unidad de la palabra.
El acento

28

Otra forma de manifestarse la unidad de la palabra,


que por su naturaleza es común a todas las lenguas,
pero que en el caso de las lenguas muertas sólo nos es 140
asequible cuando la fugacidad de la pronunciación ha
sido aprehendida en signos comprensibles, es el acento.
Pues tres son los atributos fonéticos que cabe distinguir
en la sílaba: la coloración propia de sus sonidos, su medi-
da en el tiempo y su entonación. Los dos primeros están
determinados por la naturaleza misma de la sílaba y cons-
tituyen en un cierto sentido su figura corpórea; el tono,
en cambio (y me refiero con este término siempre al tono
lingüístico, no a la arsis métrica), depende de la libertad
del que habla; es una fuerza que procede de él y se le
participa a la sílaba, algo así como un espíritu ajeno
insuflado en ella. El tono se desliza sobre el habla como
un principio aún más cercano al alma que la lengua ma-
terial misma, y es la expresión inmediata de la vigencia
que el que habla desea imprimir a su discurso y a cada
una de sus partes.
En rigor toda sílaba es susceptible de recibir entona-
ción. No obstante, cuando de entre el conjunto sólo una
recibe realmente un tono, la entonación de las que le
acompañan, si el hablante no otorga expresamente un
mayor relieve a alguna de ellas, queda abolida, y esta
abolición da lugar a una conexión entre sílabas que han
recibido entonación y sílabas que carecen de ella, alcan-
zando las primeras una preeminencia que las hace gober-
nar a las segundas. Ambos fenómenos, la eliminación de
la entonación y la unión de las sílabas, se condicionan
recíprocamente, y cada uno de ellos arrastra consigo in-
mediatamente al otro. Es así como nace el acento de la
palabra y la unidad de la misma originada por él. Ningu-
na palabra autónoma puede pensarse sin acento, y cada
palabra sólo puede contener un acento principal. Si pose-

181
yese dos, se desgajaría en dos magnitudes y se convertiría
en dos palabras. En cambio puede haber en una palabra
acentos secundarios, debidos bien a la naturaleza rítmica
de la palabra, bien a matizaciones de su significado.1
141 La entonación es tal vez el componente del lenguaje
que con más intensidad está sometido a la doble influen-
cia de la significatividad del discurso y de la naturaleza
rítmica de los sonidos. En origen y por su configuración
genuina procede sin duda alguna de la primera. Sin em-
bargo, cuanto más marcadamente se orienta el sentido de
una nación hacia la belleza rítmica y musical, mayor es la
influencia que este imperativo ejerce sobre la entonación.
Ahora bien, si se me permite esta expresión, el instinto
que preside la entonación contiene mucho más que lo que
requiere la significatividad orientada hacia la mera com-
prensión. Pues en él se expresa también de la manera más
conspicua el empeño por otorgar a la fuerza intelectual
de la idea y sus partes una designación que vaya mucho
más allá de lo simplemente necesario. En ninguna otra
lengua es esto tan patente como en la inglesa; aquí es
frecuente que el acento modifique e incluso arrastre con-
sigo la medida entera de las sílabas y hasta sus peculiari-
dades más características. Sería el colmo de la injusticia
atribuir esto a un deficiente sentimiento de la eufonía.

1. En mi opinión las llamadas palabras átonas del griego no contradicen esta


afirmación. Empero me apartaría demasiado de mi asunto principal intentar mos-
trar aquí que en la mayor parte de los casos se asocian a la palabra que les sigue
en calidad de sílaba que precede al acento de éstas, pero que allí donde esta
explicación no es practicable (como ocurre con oíx en Sófocles, Oedipus Rex,
334-336, ed. Brunckii), la pronunciación les otorga una acentuación débil que no
se refleja en la escritura. Que cada palabra no puede poseer más de un acento
principal es cosa afirmada expresamente por los gramáticos latinos: Cicerón, Orat.,
18: «natura, quasi modularetur hominum orationem, in omni verbo posuit acutam
vocem nec una plus». Los gramáticos griegos tratan la acentuación más como una
cualidad de la sílaba que como atributo de la palabra. No me es conocido pasaje
alguno en el que se enuncie la unidad acentual de la palabra como canon univer-
sal. Es posible que se dejasen inducir a error por aquellos casos en los que una
palabra adquiere dos acentos en virtud de sílabas enclíticas, por más que la sílaba
asociada portaba siempre sólo un acento secundario. No obstante, tampoco entre
ellos faltan ciertas indicaciones sobre esa necesaria unidad. Así se lee en Arcadio
(ireQi TOVUV, ed. Barkeri, p. 190) a propósito de Aristófanes: «roí' nev o!-vv róvov
iv airavTi /tègei xat?agco tóvov áxa£ ¿iitpaivíadui Soxt/iácras».

182
Muy al contrario, es justamente la energía intelectual liga-
da al carácter de la nación, ora en la resuelta rapidez de
las ideas, ora en su solemne gravedad, la que pugna por
dar también en la pronunciación el máximo relieve al
elemento ya destacado por el sentido de entre los demás.
Y de la unión de esta característica con unas leyes eufóni-
cas dotadas con frecuencia de la mayor pureza y claridad
nace la estructura de la palabra inglesa, verdaderamente
admirable en su manera de dar forma a la entonación y a
la pronunciación. Si la necesidad de una entonación po-
tente y finamente matizada no estuviese firmemente enrai-
zada en el carácter inglés, ni la necesidad de elocuencia
pública bastaría a explicar la intensidad de la atención
que tan visiblemente se dedica en Inglaterra a esta parte
de la lengua. Puede que otras partes del lenguaje estén en
una relación más directa con las peculiaridades intelectua-
les de la nación, pero lo cierto es que la entonación es lo
que más estrechamente está unido a su carácter.
El encadenamiento del discurso da lugar también a 142
que palabras de inferior peso propio se asocien por la
entonación a otras de más peso, sin por eso llegar a fun-
dirse con ellas. Es lo que ocurre con la eyxXiais griega.
La palabra de menos peso renuncia a su independencia
como elemento separado del discurso, no empero a su
autonomía. Pierde su acento y se incorpora al área del
acento de la palabra más grave. Ahora bien, si merced a
esta incorporación dicha área experimenta una expansión
tal que acabe contrariando las leyes de la lengua, la pala-
bra de más peso adopta dos acentos, por el procedimien-
to de dar a su sílaba final átona un acento agudo, y es así
como se anexiona la otra palabra.2 Esta anexión no debe,
sin embargo, estorbar la normal división de las palabras,
lo que se demuestra con el proceder que sigue la entona-
ción enclítica en algunos casos especiales.

2. Para este fenómeno los gramáticos griegos se sirven de la expresión «desper-


tar el acento dormido de la sílaba». Hablan también de un «rechazo del tono»
(ái>a/3t/3al>eiv TOV róvov). Esta última metáfora es, sin embargo, poco afortunada.
El conjunto de la doctrina griega sobre el acento muestra que lo que realmente
sucede es lo que hemos descrito más arriba.

183
En efecto, cuando aparecen dos palabras enclíticas
consecutivas, la última no se incorpora por su entonación
a la palabra de más peso, como ocurre con la primera,
sino que es ésta la que recibe la entonación aguda en
beneficio de la siguiente. En este caso no se ignora, pues,
la palabra enclítica, sino que se le da honor de palabra
autónoma con capacidad de anexionarse otra. Las carac-
terísticas especiales de estas palabras enclíticas son tam-
bién responsables, y esto abunda en lo que mostraba an-
teriormente, del modo como ejercen su influencia sobre
la entonación. Dado que un circunflejo no se puede con-
vertir en agudo, cuando hay dos enclíticas consecutivas,
de las cuales la primera es circunfleja, se detiene todo el
proceso de anexión, y la segunda enclítica retiene la ento-
nación que le era propia.3 He querido mostrar estos por-
menores para poner de manifiesto hasta qué punto las
naciones cuyo espíritu las ha llevado al más alto y delica-
do desarrollo de su lengua gustan de marcar los diversos
grados de unidad de la palabra hasta en aquellos casos en
los que no hay clara y resuelta separación entre la división
y la fusión.

143 Sistema incorporativo de las lenguas.


La articulación de la frase

29-a
Una vez formada gramaticalmente, la palabra, tal
como la hemos considerado aquí en la coordinación de
sus elementos y en su unidad cabal, está destinada a en-
trar en la frase como elemento suyo. La lengua ha de
formar, pues, una segunda unidad de rango superior, y
esto no sólo por su superior extensión sino también por-
que, al no recibir de los sonidos sino una influencia
de segundo orden, depende de una manera más exclusiva
de la forma interior del sentido lingüístico y su facultad

3. P.e. //. I, 178: «t?ebs irov oo\ 7Ó-y"é6üjxec».

184
ordenadora. Las lenguas que, como el sánscrito, entrete-
jen en la unidad misma de la palabra su relación con la
frase, analizan esta última en aquellas partes en las que
por su naturaleza la frase se presenta al entendimiento;
partiendo de ellas construyen, pues, su unidad. Las len-
guas que, como el chino, encierran cada raíz rígidamente
y sin alteraciones en el círculo de la palabra, hacen en
cierto modo lo mismo, y tal vez en un sentido aún más
estricto, ya que sus palabras están ahí totalmente aisladas;
sin embargo en la construcción de la unidad de la frase
estas lenguas sólo vienen en auxilio del entendimiento por
medios mudos como la colocación de las palabras, o bien
por medio de otras palabras igualmente aisladas. Existe
también, si se reúnen las dos formas anteriores, una se-
gunda alternativa opuesta a ambas, aunque, bien mirado,
sería preferible considerarla como una tercera posibilidad
de retener la unidad de la frase para la comprensión:
la de considerar la frase en todas sus partes necesarias, no
como un todo compuesto de palabras, sino como una
verdadera palabra única.
Considerando que hasta la expresión más incompleta
lleva en sí la intención de formar un pensamiento cerrado
por parte de quien la dice, y que en consecuencia el punto
de partida más correcto por la naturaleza de las cosas lo
constituye la frase, puede afirmarse que las lenguas que
se sirven de este tercer procedimiento no llegan a descom-
poner la unidad de la frase, sino que en su construcción
tienden a trabarla con la mayor firmeza posible. Con esto
desplazan visiblemente la frontera de la unidad de la
palabra, ya que la llevan hacia el dominio de la unidad
de la frase. El método del chino, por ejemplo, intro-
duce en la lengua un sentimiento demasiado débil de la
unidad de la frase. La verdadera distinción entre unidad
de la palabra y de la frase deberá partir, por lo tanto, de
las lenguas genuinamente flexivas, y una lengua sólo po-
drá demostrar que el espíritu de la flexión ha penetrado 144
realmente su esencia entera si puede exhibir por una parte
un completo desarrollo de la unidad de la palabra, y si
por la otra puede mostrar que ha sostenido ésta en sus

185
justos límites, que divide la frase en todas las partes que
necesariamente le convienen y que sólo a partir de ellas
ha construido su unidad. De acuerdo con esto hay una
relación tan estrecha entre flexión, unidad de la palabra y
articulación de la frase, que un desarrollo deficiente de
cualquiera de estas piezas es indicio seguro de que en la
formación de la lengua ninguna de ellas ha predominado
en un sentido pleno y libre de distorsiones. Y así se puede
hablar de un triple procedimiento en el cual se resumen
exhaustivamente los modos como las lenguas componen
la frase a partir de las palabras: la esmerada conforma-
ción gramatical de la palabra para su conexión en la fra-
se, la insinuación enteramente indirecta, y en su mayor
parte muda, de esta misma conexión, y finalmente la
estrecha sujeción de la frase entera, contraída, en la me-
dida de lo posible, en una sola forma pronunciada de un
tirón. La mayoría de las lenguas contienen rastros más o
menos claros de los tres métodos. Sin embargo, allí don-
de uno de ellos alcanza un predominio claro y se erige en
centro de todo el organismo, arrastra hacia sí el conjunto
de la estructura de la lengua con un grado mayor o me-
nor de cohesión. Ejemplos de predominio extremo de cada
uno de ellos serían el sánscrito, el chino y, como mostraré
en lo que sigue, el mexicano.
Con el fin de encerrar la construcción de la frase sim-
145 pie en una sola forma sonora, esta lengua' pone de relie-

1. En este punto me permitiré hacer una observación sobre la pronunciación


del nombre de México. Sería desde luego incorrecto atribuir a la x contenida en él
el valor que usualmente tiene entre nosotros. Pero aún nos apartaríamos más de la
verdadera pronunciación nativa si nos guiásemos por la grafía española, que en su
versión más reciente y censurable, Méjico, denota un sonido gutural como el
alemán ch. De acuerdo con la pronunciación nativa, la tercera letra del nombre
del dios guerrero Mexitli, así como el de la ciudad de México, que deriva de él,
representa un sonido silbante fuerte, del que sin embargo no es posible decir hasta
qué punto se asemeja a nuestro sch. Me vi conducido a esto por el hecho de que
Castilla se escribe en usanza mejicana caxiil, así como por el hecho de que en la
lengua cora, emparentada con la anterior, la palabra española pesar se escribe
pexuvi. Mi conjetura se vio corroborada por la costumbre de Gilij de reproducir la
x del mejicano por medio de la se del italiano (Saggio di storia Americana, III,
343). Como pude advertir que los maestros españoles de lengua reproducían con x
ese mismo sonido silbante y otros análogos de otras lenguas americanas, compren-
di que esta peculiaridad se debía a la falta del sonido sch en la lengua española.

186
ve el verbo como auténtico centro de la misma, y en la
medida de lo posible asocia con él las partes tanto recto-
ras como regidas de la frase, dando luego a esta secuen-
cia, mediante la formación de los sonidos, la imagen de
un todo conexo:

1 2 3 1 3 2
ni-naca-qua yo como carne

Se podría entender esta asociación del sustantivo con


el verbo como un verbo compuesto, al modo de griego
xQeoxpayéa, pero es claro que la lengua lo concibe de
otra manera. Pues cuando por alguna razón no se incor-
pora el sustantivo mismo, éste es sustituido por el pronom-
bre de tercera persona, lo que demuestra a las claras que
con el verbo y en él ha de estar contenido el esquema
todo de la construcción:

1 2 3 4 5 1 3 2 4 5
ni-c-qua in nacatl yo como ello, la carne

Como en su propio alfabeto los gramáticos españoles no hallaban ningún sonido


equivalente, utilizaron para su designación esa x, de suyo ajena a su alfabeto
y que entre ellos era de sentido ambiguo. Más tarde encontré esta misma expli-
cación para esta confusión de letras en el ex jesuita Camaflo, que compara
el sonido escrito como x de la lengua chiquita (del interior de Sudamérica) con la
sch del alemán y la ch del francés, y que aduce la misma razón para la utilización
de AT.* Su explicación se encuentra en su gramática manuscrita del chiquito,
muy sistemática y completa, cuya posesión debo a la amabilidad del consejero de
Estado von Schlözer, que me la regaló al recibir en herencia la biblioteca
de su padre. De modo que para aproximarse lo más posible a la pronunciación
nativa conviene pronunciar el nombre de la capital de Nueva España más o menos
como los italianos, o más exactamente como algo intermedio entre Messico y
Meschico.
* Tanto Humboldt como Camaño revelan aquí que desconocen la historia de
la fonética y de las grafías españolas. En tiempos de la conquista x existía en el
alfabeto español y era un sonido palatal fricativo sonoro; j notaba su correlato
sonoro. Con el tiempo, ambos sonidos pasaron a fricativos guturales, y para
comienzos del XVH se habían fundido ya en un solo sonido sordo; de ahí la
nueva grafía j, generalizada en la nueva ortografía para este sonido resultante
y, en efecto, ya errónea para la trascripción de la palatal sorda del mexicano.
(N. del T.)

187
Se trata de que, por la forma, la frase quede concluida en
el verbo, y que sólo se determine más tarde por medio de
una especie de aposición. En la forma de comprensión
propia del mexicano no es posible pensar el verbo sin el
conjunto de estas otras determinaciones complementarias.
Así que, cuando no existe ningún complemento directo
determinado, la lengua asocia al verbo un pronombre
indeterminado especial, que posee una forma para las
personas y otra para las cosas:

1 2 3 1 3 2
ni-tla-qua yo como algo
1 2 3 4 1 4 3 2
ni-te-tla-maca yo doy algo a alguien

La lengua ofrece los más evidentes indicios de su propó-


sito de configurar estas construcciones como un todo.
Pues cuando uno de estos verbos que encierran en sí la
frase entera, o al menos su esquema, se pone en pretérito
por medio del aumento o-, éste se coloca al comienzo de
la construcción entera, lo que demuestra sin duda que
todas esas determinaciones secundarias forman parte ne-
cesaria del verbo, y que en cambio el aumento sólo acce-
146 de a él como cosa ocasional, como indicación del pasado.
Así en ni-nemi, «yo vivo», que como verbo intransitivo
no puede tener a su lado otros pronombres, el perfecto es
o-ni-nen, «yo he vivido»; el de maca, «dar», en cambio
es o-ni-c-te-maca-c, «se lo he dado a alguien».
Aun más importante es, sin embargo, que la lengua
hace una cuidadosa distinción entre las palabras utilizadas
para la incorporación cuando actúan en ésta y cuando
aparecen libres, providencia sin la cual todo este método
redundaría en perjuicio de la comprensión; por ello debe
tenérsela por su fundamento mismo. En la construcción
incorporad va, e igualmente en las palabras compuestas,
los nombres pierden la desinencia que siempre los acom-
paña en construcción absoluta y que los caracteriza como
tales. «Carne», que en construcción incorporativa hemos

188
visto aparecer como naca, es en posición absoluta nacatl.2
Los pronombres incorporados no aparecen nunca bajo la
misma forma que en construcción absoluta. Los dos pro-
nombres indeterminados no aparecen nunca libres; los
que se refieren a un objeto determinado difieren en ma- 147
yor o menor medida según que aparezcan libres o incor-
porados. Ahora bien, el método descrito muestra por sí
mismo que la forma incorporativa ha de ser diferente
para el pronombre rector y el pronombre regido. Bien es
verdad que aquí los pronombres personales independien-
tes pueden anteponerse a las formas descritas más arriba
con el fin de darles un mayor realce, pero esto no impide
la presencia simultánea de las formas incorporativas. El
sujeto de una frase, cuando es designado por una palabra
propia, no se incorpora; pero su presencia queda indica-
da por el hecho de que en la forma falta, en caso de

2. El sonido final de esta palabra, cuya frecuencia lo convierte hasta cierto


punto en lo más característico de la lengua mexicana, se encuentra en los maestros
de lengua españoles escrito regularmente con ti. Pues bien, Tapia Zenteno (Arte
novissima de lengua mexicana, 1793, pp. 2-3) advierte que, al comienzo y en
interior de palabra, estas consonantes se pronuncian como en español, pero que
en posición final forman un único sonido muy difícil de aprender. Tras describirlo
de manera muy confusa, critica expresamente a quienes pronuncian tlatlacolli,
«pecado», y tlamantli, «capa», como claclacolli y clamancli. Pude, sin embargo,
interrogar a este respecto, por la amable mediación de mi hermano, a los señores
Alaman y Castoreña, este último nativo mexicano, los cuales me respondieron que
la pronunciación actual de // es siempre y en toda circunstancia la misma que el.
En la lengua cora falta la /, y por esta razón sólo toma de las palabras mexicanas
la primera de las letras del grupo ti. Pero también los gramáticos españoles de esta
lengua ponen aquí siempre una t (nunca una c), de modo que tlatoani, «goberna-
dor», se pronuncia tatoani. Volví a escribir por segunda vez a los señores Alaman
y Castoreña planteándoles la objeción que supone el dato del cora. Su respuesta
fue, sin embargo, la misma que la vez anterior. No cabe pues duda alguna sobre
la pronunciación actual. Queda en pie la duda de si la pronunciación se fue
modificando con el tiempo, pasando la / a una k, o si por el contrario la causa es
que el sonido que precedía a la / era un sonido oscuro, que fluctuaba entre la t y
la k. También en la pronunciación de los nativos de Tahiti y de las islas Sandwich
he podido comprobar por mí mismo que estos sonidos apenas difieren entre sí. Me
inclino a considerar la segunda de las razones indicadas como la correcta. Los
primeros españoles que se ocuparon seriamente de la lengua debieron percibir ese
sonido oscuro como una /, y una vez que adoptaron para él esa escritura no hubo
ya modificaciones. La observación que hace Tapia Zenteno sugiere también una
cierta indefinición de ese sonido, y él se niega a aceptar que se lo deforme identi-
ficándolo con un el claro como el del español.

189
tercera persona, el pronombre rector que debería desig-
narlo.
Si dejamos ahora de lado la diversidad de las formas
en las que también la frase simple puede ofrecerse al
entendimiento, no es difícil adivinar que un sistema incor-
porativo estricto no es susceptible de realización completa
en todos y cada uno de los casos. Con frecuencia se hace
necesario extraer conceptos correspondientes a diversas
palabras sacándolos fuera de una forma que no está en
condiciones de comprenderlos todos. Sin embargo en esto
la lengua se atiene siempre a la vía elegida por ella desde
el principio, y allí donde tropieza con dificultades acaba
hallando nuevos medios y artificios con que ayudarse.
Cuando, por ejemplo, se trata de expresar que algo ocurre
en relación con alguien, bien en su favor, bien en su
contra, el pronombre determinado regido, al tener que
referirse a dos objetos, debería provocar ambigüedad.
Pues bien, la lengua forma en estos casos, con ayuda de
una desinencia adicional, una nueva clase de verbos, y
procede entonces según su costumbre habitual. El esque-
ma de la frase vuelve a estar encerrado en su totalidad en
la forma conjunta; la indicación de la cosa realizada corre
a cargo del pronombre regido, la de la relación secunda-
ria a cargo de la desinencia; la lengua puede ahora poner
a continuación los dos objetos, sin indicar su relación y
sin que por eso peligre la correcta inteligencia de la misma:

chihua, «hacer», chihui-lia, «hacer para o contra alguien»


(con cambio de la a en / por ley fonética):
1 2 3 4 5 6 7 8 9
ni-c-chihui-lia in no-piltzin ce calli
1 3 2 4 5 6 7 8 9
yo lo hago para él mi hijo una casa

El método incorporativo de la lengua mexicana revela


un sentimiento correcto de la formación de la frase al
conectar la designación de las relaciones justamente con
el verbo, esto es, con el punto en el que verdaderamente

190
la frase se recoge en una unidad. En esto la separa de la 148
falta de indicaciones del chino una ventaja sustancial,
pues en chino el verbo no se reconoce a veces ni siquiera
por su posición, sino con frecuencia únicamente por la
materialidad de su significado. No obstante, en las partes
que quedan fuera de la conexión con el verbo, en las
frases de estructura más complicada, el mexicano se ase-
meja en todo al chino. Pues al concentrar su actividad
indicativa en el verbo, deja al nombre totalmente exento
de flexión. Con el sánscrito le une el hecho de que no
deja de poner de manifiesto el hilo que une entre sí las
partes de la frase; pero, por lo demás, se encuentra en
una notable oposición respecto de él. En efecto, el sáns-
crito caracteriza de la forma más sencilla y natural cada
palabra como parte constitutiva de la frase. El método
incorporativo no hace esto. Allí donde no le es posible
reunirlo todo en uno, hace que del centro de la frase
emerjan signos que, a modo de puntas de flecha, marquen
la dirección en la que hay que buscar la relación de las
diversas partes con la frase. El método no exime al oyen-
te de búsquedas y adivinaciones; más bien ocurre que esta
forma de ofrecer indicaciones le devuelve al sistema opues-
to de la falta de ellas.
Bien es verdad que este procedimiento tiene algo en
común con los otros dos que mencionábamos. Sería, sin
embargo, ignorar su verdadera naturaleza pretender en-
tenderlo como una mezcla de ambos, y lo sería también
creer que aquí el sentido interior de la lengua no ha teni-
do la energía suficiente como para extender el sistema de
las indicaciones al conjunto de la lengua. En la formación
de la frase mexicana yace, por el contrario, una peculiar
manera de representarse las cosas. No se trata de construir
la frase, ni de edificarla poco a poco a partir de sus
elementos, sino de ofrecerla de una vez, como forma
acuñada unitariamente.
Si nos aventuramos a descender a los orígenes prime-
ros del lenguaje, habremos de conceder que el hombre
siempre vincula a cualquier sonido que emite como len-

191
guaje un sentido interior completo, una frase concluida;
no tiene la intención de poner ahí una palabra aislada,
por más que a nuestro modo de ver su expresión sólo
contenga eso en ocasiones. Esto no nos autoriza, sin em-
bargo, a imaginar la relación originaria de la frase con la
149 palabra como si una frase de suyo completa y expresa
fuese sólo más tarde analizada en palabras por vía de
abstracción. Si, como es lo más natural, imaginamos la
formación de la lengua como algo progresivo, tendremos
que suponer que, al igual que cualquier otra cosa nacida
en la naturaleza, le subyace un sistema evolutivo. El sen-
timiento que se manifiesta en el sonido contiene todo en
germen, pero en el sonido mismo no todo resulta visible
al mismo tiempo. Sólo a medida que el sentimiento va
desarrollándose con mayor claridad, que la articulación
gana en libertad y determinación y que el éxito en el
intento de entenderse unos a otros presta aliento al áni-
mo, las partes encerradas al principio oscuramente en el
todo se van haciendo más y más claras y van apareciendo
en sonidos individuales. El procedimiento de la lengua
mexicana guarda alguna semejanza con este proceso. Em-
pieza proponiendo un todo conexo, formalmente comple-
to y autosuficiente; cuanto aún no ha sido determinado
de una manera individual se indica expresamente por me-
dio de un pronombre que lo presenta como algo indeter-
minado; a continuación dibuja uno por uno los elementos
que había dejado previamente pendientes de determina-
ción."
Del procedimiento mismo se infiere que el hecho de
que las palabras incorporadas carezcan de las desinen-
cias que les acompañan en estado libre no se debe a que,
en el proceso real de invención de la lengua, estas desinen-
cias fuesen eliminadas a efectos de la incorporación: an-
tes bien, hay que pensar en una adición a las palabras en
estado autónomo. Y que no se malinterprete esto como si

a. Tachado: «Y si en otros casos las partes añadidas a la frase quedan sin


designación propia, ello se debe a que su indicación indeterminada parece ya
suficientemente designativa».

192
yo estuviese atribuyendo a la lengua mexicana una mayor
cercanía a los comienzos originarios. La aplicación de
conceptos temporales a la evolución de atributos humanos
tan inmersos en el dominio de las capacidades originarias
y no calculables del alma como es el lenguaje resulta
siempre inoportuna y poco afortunada. La construcción
de la frase mexicana es, sin duda, un entramado de gran
artificio y meticulosa elaboración; de las formaciones ori-
ginarias a que hacíamos alusión más arriba no conserva
sino el tipo general, y la regularidad con que distingue las
diversas clases de pronombres recuerda ya un período en
el que se advierte una forma de representación gramatical
de las cosas dotada de notable claridad. Pues todos esos
añadidos al verbo son resultado de una evolución armo-
niosa y tan avanzada como la fusión misma de la unidad
de la palabra e incluso la propia flexión verbal. Lo que
distingue a la lengua mexicana es que lo que en los oríge- 150
nes primeros era el brote aún cerrado y sin desarrollar, en
esta lengua aparece como un todo conexo, completo e
indivisible. El chino, por el contrario, confía al oyente el
descubrimiento de una trabazón apenas indicada por so-
nido alguno, en tanto que el sánscrito, con la superior
viveza y audacia que le es propia, pone ante sus ojos cada
parte en su relación con el todo, indicando ésta mediante
una designación fija.
Las lenguas malayas no se rigen por el sistema incor-
porativo, pero sí poseen alguna semejanza con él, pues
indican las direcciones que ha de tomar la frase por me-
dio de una meticulosa caracterización de la naturaleza
intransitiva, transitiva o causal del verbo, con lo que a su
vez intentan paliar el detrimento que la falta de flexión
podría causar a la inteligencia de la frase. Algunas de
ellas acumulan así en el verbo toda suerte de determina-
ciones, hasta el punto de llegar en ocasiones a expresar de
esta manera si el verbo está en singular o en plural. De
ahí que las designaciones que acompañan al verbo indi-
quen también de qué modo se han de relacionar con él las
restantes partes de*la frase. Por otra parte, tampoco su

193
verbo carece por entero de flexión.* A la misma lengua
mexicana, con su procedimiento de indicar los tiempos
mediante letras individuales y en parte de manera abierta-
mente simbólica, no se le puede negar una cierta flexión
verbal, ni un perceptible empeño por emular el grado de
unidad de la palabra alcanzado por lenguas como el sáns-
crito.
Una especie de grado inferior del procedimiento incor-
porativo es el que se da en lenguas que, sin llegar a
obligar al verbo a admitir en su seno nombres enteros,
expresan sin embargo con él no sólo el pronombre rector
sino también el regido. También aquí caben matices diver-
sos, según que el método haya echado raíces más o menos
profundas en la lengua, y según que esta indicación sea
obligada también en aquellos casos en los que el objeto
expreso de la acción se presenta a continuación en forma
autónoma. Allí donde esta manera de conjugar el verbo
con un pronombre, entrelazado con él y cuya significación
apunta en varias direcciones distintas, ha alcanzado un
desarrollo pleno, como es el caso en algunas lenguas nor-
teamericanas y en el vasco, se produce una profusión
757 apenas dominable de formas de flexión verbal. La analo-
gía de su formación está, sin embargo, proseguida con
tan admirable cuidado que la comprensión se guía por un
hilo que se reconoce con toda facilidad a través de ellas.
Como en estas formas no es raro que una misma
persona del pronombre aparezca en relaciones diversas,
como actor, como objeto directo y como objeto indirecto
de la acción, y como además la mayoría de estas lenguas
carece de toda desinencia flexiva nominal, se vuelve nece-
saria bien la existencia de diversos afijos pronominales en
ellas, bien algún otro método de prevenir la ambigüedad.
Esto es con frecuencia origen de una estructura verbal tan
compleja como armoniosa. Un ejemplo prominente lo
constituye la lengua de Massachusetts en Nueva Inglaterra,

b. Esta frase era en origen: «Pero dado que el verbo mismo carece casi por
entero de flexión, estas lenguas resultan mucho más próximas al proceder del
chino».

194
que forma una rama del gran tronco de las lenguas de
Delaware. Aunque no hace distinciones fonéticas entre
los afijos pronominales, como es el caso del mexicano,
consigue determinar en su complicada conjugación todas
las flexiones que aparecen merced a esos mismos pronom-
bres. Su principal medio consiste en prefijar en determi-
nados casos el sujeto pasivo, de modo que, una vez com-
prendida la regla, es posible averiguar ya desde la prime-
ra letra cuál es la especie a la que pertenece la forma.
Como, sin embargo, tampoco esto bastaría por completo,
la lengua echa mano de algunos otros medios, por ejem-
plo de una desinencia que, cuando las dos primeras per-
sonas son pasivas, caracteriza la tercera como activa.
Este procedimiento de indicar los diversos significa-
dos del pronombre por su lugar en relación con la posi-
ción del verbo me ha parecido siempre muy notable. En-
tiendo que presupone, bien una forma muy determinada
de representarse las cosas en el espíritu del pueblo, bien
que el conjunto de la conjugación sólo se hacía presente
al sentido lingüístico de una manera confusa, lo que obli-
gó a éste a servirse arbitrariamente de la posición de las
palabras como medio de hacer sus distinciones. Con todo,
me inclino por dar preferencia a la primera de estas expli-
caciones. Bien es verdad que a primera vista puede pare-
cer arbitrario que la primera persona, cuando es objeto
de rección, reciba tratamiento de sufijo allí donde la se-
gunda desempeña un papel activo, y que por el contrario
preceda al verbo allí donde la tercera resulta ser la activa,
de manera que hay que decir siempre tú agarras a mí y a
mí agarra él. Tal vez la razón de todo esto sea que ante la
fantasía del pueblo las dos primeras personas están dota-
das de un mayor grado de vivacidad, y que la esencia de
estas formas, lo que me parece bastante natural, tiene su
origen en la persona afectada o pasiva. Entre las dos 152
primeras parece que es la segunda la que a su vez ejerce
un peso mayor; pues en su calidad de pasiva la tercera
jamás se trata como prefijo, y en el mismo estado la
segunda nunca ocupa una posición distinta. Ahora bien,
cuando aparecen la segunda como activa y la primera

195
como pasiva, la segunda vuelve a afirmar su privilegiada
posición, y la lengua toma otras medidas para evitar la
confusión. También habla en favor de este parecer el
hecho de que en la lengua lenni-lenape, que forma parte
de la rama central del tronco de Delaware, la posición del
pronombre en estas formas es la misma. Y tampoco pare-
ce desviarse de este patrón esa otra lengua que ha llegado
a nuestro conocimiento a través de la sugestiva novela de
Cooper, el mohicano (en realidad muhhekaneew).
En todos estos casos la trama de la conjugación mues-
tra, sin embargo, tal grado de artificio que uno no puede
desembarazarse de la impresión de que también aquí,
como afirmábamos más arriba sobre el lenguaje en gene-
ral, cada parte se ha formado en relación con un oscuro
sentimiento del todo. Las gramáticas se limitan a mostrar
los paradigmas, y no ofrecen ningún análisis de la estruc-
tura. Yo mismo he realizado uno muy exacto, con tablas
extensas obtenidas a partir de los paradigmas de Eliot,3 y
ello me ha permitido convencerme por completo de que
lo que parece un caos está, sin embargo, gobernado por
la regularidad. La precariedad de los medios de que dis-
ponemos no siempre permite proseguir el análisis hasta el
interior de cada una de las partes que integran las formas,
y en particular se hace difícil distinguir entre lo que los
gramáticos denominan letras eufónicas y las que represen-
tan características gramaticales. Sin embargo, las reglas
que se reconocen permiten analizar la mayor parte de las
flexiones, y cuando pese a todo aparecen casos dudosos,
la significación de la forma puede, no obstante, estable-
cerse siempre porque pueden aducirse razones que exclu-
yen cualquier otra.
Con todo, no es una circunstancia feliz el que la orga-
nización interior de un pueblo, sumada a las condiciones
externas en que se desenvuelve, guíe la estructura lingüís-

3. John Eliot, Massachusetts Grammar, ed. John Pickering, Boston, 1822. Cf.
también David Zeisberger, Delaware Grammar., trad. Du Ponceau, Filadelfia,
1827, así como Jonath. Edward, Observations on the Language of the Muhheka-
neew Indians, ed. John Pickering, 1823.

196
tica por este derrotero. Las formas gramaticales se acumu-
lan en masas excesivamente voluminosas y faltas de apo-
yaturas para el entendimiento y para el sonido. La liber-
tad del discurso encuentra trabas al no poder ir compo- 153
niendo la idea y sus conexiones cambiantes a partir de
elementos individuales, ya que la mayoría de las veces el
que habla se ve obligado a servirse de expresiones acuña-
das de una vez por todas, siendo así que en ocasiones ni
siquiera le harían falta la totalidad de las partes de las
que constan aquéllas. Añádase a esto que en el interior de
estas formas compuestas la conexión entre sus elementos
suele ser demasiado débil y relajada como para que pue-
dan fundirse en una verdadera unidad de la palabra.
Este es el problema de cohesión que aparece allí don-
de no se ha procedido a una separación orgánicamente
correcta de las partes. El defecto aquí señalado lo es en
realidad de todo el procedimiento incorporativo. Por su
parte, la lengua mexicana refuerza la unidad de la palabra
reduciendo el número de determinaciones dependientes de
pronombres imbricados en las flexiones verbales; y jamás
indica de esta manera dos objetos determinados regidos,
sino que designa la relación indirecta, cuando existe tam-
bién una directa, por medio de una desinencia verbal.
Y tiene, en fin, la costumbre de unir siempre lo que me-
jor estaría separado. En otras lenguas, en las que se adi-
vina un elevado sentido de la unidad de la palabra, ocurre
a veces que la indicación del pronombre regido se asocie
al verbo; en hebreo, por ejemplo, el pronombre regido
aparece como sufijo del verbo. Pero la lengua misma da
en esto a conocer la distinción que ella misma hace entre
este pronombre y el que designa a la persona que actúa,
y que forma esencialmente parte del verbo. En efecto, a
este último lo asocia al verbo en la más estrecha unión
con la raíz, en tanto que el primero queda añadido de
manera menos íntima, e incluso aparece en ocasiones libre.
Las lenguas que, como hemos mostrado hasta aquí,
no hacen una distinción clara entre los límites de la estruc-
tura de la palabra y de la frase suelen también carecer de
declinación; o no poseen casos en absoluto, o bien, como

197
ocurre en vasco, no siempre distinguen por el sonido el
nominativo del acusativo.* Esto no debe entenderse, sin
embargo, como la causa de esa incorporación del objeto
regido, como si se tratase de paliar así la falta de preci-
sión originada por la falta de declinación. Al contrario,
este defecto es consecuencia de aquel procedimiento. Pues
el motivo de toda esta confusión entre lo que compete a
una parte y lo que compete a la frase en su conjunto está
en que, al organizar la lengua, el espíritu no ha tenido
ante sí un concepto correcto de las diversas partes de la
oración. Si lo hubiese habido, de ahí mismo habrían na-
154 cido directamente tanto la declinación del nombre como
la limitación del verbo a sus determinaciones esenciales.
Si, por el contrario, se tomó desde el principio el camino
de sujetar estrechamente en la palabra lo que simplemen-
te va junto en la construcción, el desarrollo del nombre
parecería por sí mismo menos necesario. Para la fantasía
del pueblo la imagen del nombre no sería ante todo la de
una parte de la frase, sino que se añadiría a continuación
como concepto explicativo. El sánscrito se mantuvo siem-
pre enteramente libre de esta inclusión de los pronombres
regidos en el verbo.
Me he abstenido hasta aquí de mencionar otra vincu-
lación del pronombre en casos donde lo natural sería la
no vinculación, a saber, en el caso del pronombre posesi-
vo que acompaña a un nombre, porque lo que subyace en
este caso es esencialmente diferente de lo que venimos
tratando hasta ahora. La lengua mexicana dispone de
una abreviatura especial para el pronombre posesivo, y
de esta suerte el pronombre viene a encerrar entre sus dos
formas separadas las dos partes principales de la frase.
En mexicano, y no sólo en esta lengua, esta vinculación
posee una aplicación sintáctica y entra por eso de lleno en
nuestro tema. Para indicar la relación de genitivo se aña-
de el pronombre de tercera persona al nombre, y se hace

* El problema al que alude aquí Humboldt está en relación con una peculiari-
dad tipológica de éste, la estructura ergativa de la predicación, que en la época de
Humboldt no había sido identificada aún ni, por lo tanto, interpretada. (N. del T.)

198
que el nombre en genitivo suceda al otro: se dice su casa
del jardinero en vez de la casa del jardinero. Es claro que
se trata del mismo procedimiento por el que se añade a
continuación del verbo el sustantivo regido por él.
En mexicano la conexión con el pronombre posesivo
no sólo es mucho más frecuente de lo que nuestra manera
de pensar juzgaría necesario, sino que incluso este pro-
nombre va indisolublemente unido a ciertos conceptos
como los grados de parentesco o las partes del cuerpo.
Allí donde no se quiere determinar una persona en con-
creto, se añade al término de parentesco el pronombre
personal indeterminado, y en el caso de las partes del
cuerpo el de primera persona de plural. No es, pues,
costumbre decir nantli, «la madre», sino en todo caso
te-nan, «la madre de alguien»; tampoco maitl, «la mano»,
sino to-ma, «nuestra mano». En otras muchas lenguas
americanas esta forma de asociar los conceptos con el
pronombre posesivo llega hasta la aparente indisolubili-
dad. La razón de esto no es seguramente sintáctica, sino
que está enraizada en lo más profundo de la imaginación
del pueblo. Cuando el espíritu no está aún suficientemen- 755
te habituado a la abstracción, tiende a aprehender en uno
lo que ve conectado con frecuencia, y lo que la idea no
puede, o apenas puede, separar, la lengua lo reúne en una
sola palabra siempre que esté en su naturaleza la inclina-
ción a tales asociaciones. Estas palabras, acuñadas de
una vez por todas, se vuelven usuales y los hablantes no
piensan ya en separar sus elementos.
La referencia constante de las cosas a las personas es,
por otra parte, propia de concepciones más primitivas de
los hombres, y sólo a medida que progresa la cultura se
la va restringiendo a los casos en los que realmente es
necesaria. Por eso, en todas las lenguas que muestran
huellas apreciables de este estadio anterior, el pronombre
personal desempeña un papel prominente. Hay otros fe-
nómenos también que contribuyen a reafirmarme en esta
convicción. En mexicano el pronombre personal se apo-
dera de la palabra en medida tan grande que las desinen-
cias de ésta experimentan modificaciones, de modo que

199
estas asociaciones disponen de una desinencia de plural
propia. Semejante transformación de la palabra en su
conjunto es la prueba más segura de que también en su in-
terior se la percibe como un nuevo concepto individual,
no sólo como una asociación que se ha producido ocasio-
nalmente, al hilo del discurso, entre dos elementos distin-
tos. En la lengua hebrea la influencia del diverso grado
de firmeza en la conexión de los conceptos sobre la co-
nexión de las palabras se pone de manifiesto en matices
muy significativos. La asociación más firme y estrecha es,
como decía más arriba, la del verbo con el pronombre
personal que designa a la persona que actúa, ya que el
verbo no puede ser pensado sin ella. La asociación que
sigue a ésta en firmeza es la del pronombre posesivo; la
determinación que menos estrechamente se une al tema
verbal es la del pronombre correspondiente al objeto. Des-
de un punto de vista puramente lógico, en los dos últimos
casos, si es que se ha de hacer alguna diferencia, la ma-
yor firmeza debería ser atributo de la asociación del ver-
bo con el objeto regido por él. Pues es claro que el objeto
regido es exigido por el verbo con un grado de necesidad
superior al que preside en general la unión del pronombre
posesivo con el nombre. El que en esto la lengua tome un
derrotero distinto no puede deberse a otra razón que a
que el pueblo se ha representado esta relación, en los
casos en que se da con mayor frecuencia, como una uni-
dad individual.
Si, como en rigor se debería hacer, se cuentan como
156 incorporativos todos los casos en los que es recogido en
una sola forma, como palabra, todo cuanto podría for-
mar una frase, se hallarán ejemplos de ello también en
lenguas de suyo ajenas a ese sistema. Lo usual, sin embar-
go, es que estas formas aparezcan en el interior de frases
compuestas, como medio para evitar frases intercaladas.
Del mismo modo que en la frase simple la incorporación
suele estar acompañada de falta de flexión nominal, en
estos últimos casos lo que aparece es, bien la falta de un
pronombre personal y de las correspondientes conjuncio-
nes, bien una menor costumbre de servirse de tales proce-

200
dimientos. En las lenguas semíticas el uso del «estado
constructo» en estos casos resulta menos llamativo porque
se trata de lenguas en general poco inclinadas a la incor-
poración. En el caso del sánscrito baste recordar los par-
ticipios sin flexión en -tva y -ya, e incluso compuestos
como los bahuvríhi, que encierran en sí oraciones de rela-
tivo enteras. Estos últimos han entrado también en la
lengua griega, que sin embargo hace de este género de
incorporación un uso más limitado. Más bien tiende a
servirse de conjunciones. Incluso obliga en ocasiones al
espíritu a un mayor esfuerzo por causa de construcciones
que quedan sin conexión expresa, antes que gravar la
construcción del período con contracciones excesivas que
lo harían rígido en exceso; en comparación con el griego,
es difícil absolver al sánscrito por completo de este último
defecto. El caso es el mismo que cuando las lenguas en
general resuelven en frases completas formas que han sido
acuñadas como unitarias. Ahora bien, la razón de esto no
ha de ser necesariamente el embotamiento de las formas
debido al debilitamiento de la capacidad conformadora
de la lengua. Incluso allí donde no hay rastro de esto
ocurre a veces que, habiéndose acostumbrado los hablan-
tes a separaciones más correctas y audaces de los concep-
tos, llegan a descomponer lo que existía fundido en uno,
que tal vez no carecía de viveza y claridad de sentido,
pero que en cambio resultaba menos apropiado para ex-
presar la condición cambiante y flexible de las conexiones
entre las ideas. La determinación del límite de qué y cuán-
to puede reunirse bajo una sola forma requiere un refina-
do y exquisito sentido gramatical; entre todas las naciones
son los griegos los que han poseído este sentido tal vez en
grado máximo; en la vida de este pueblo, entrelazada
como estuvo con tan notable riqueza y meticulosidad en
el uso de la lengua, ese sentido se desarrolló hasta las más
altas cotas de refinamiento.

201
757 Congruencia entre las formas fonéticas de la lengua
y las exigencias gramaticales

29-b
La conformación gramatical nace de las leyes del pen-
sar por medio del lenguaje y reposa sobre la congruencia
de las formas fonéticas con esas leyes. Tal congruen-
cia tiene que estar dada de una u otra forma en todas las
lenguas; las diferencias sólo pueden serlo de grado, y,
cuando el resultado no es perfecto, ello debe achacarse,
bien a que esas leyes no se han abierto paso con la debida
nitidez en el alma, bien a la ausencia de una flexibilidad
suficiente en el sistema de los sonidos. Ahora bien, las
deficiencias en uno de estos puntos acaban siempre afec-
tando también al otro. Quiere la perfección del lenguaje
que toda palabra esté acuñada como una parte determina-
da de la oración, y que lleve en sí aquellos atributos que
el análisis filosófico del lenguaje reconoce en él. Por eso
la perfección presupone flexión. La pregunta es, por ende,
cómo se ha de imaginar que tiene lugar en el espíritu de
un pueblo la parte más simple de la perfecta conforma-
ción de la lengua, a saber, la acuñación de una palabra
como parte de la oración en virtud de la flexión.
No es posible presuponer en el origen del lenguaje una
conciencia reflexiva del mismo, y aunque la hubiese no
aportaría ninguna fuerza creadora para la conformación
de los sonidos. Todas las excelencias que una lengua po-
see en esta parte verdaderamente vital de su organismo
proceden en su origen de la aspección viva y sensible del
mundo. Ahora bien, dado que la fuerza suprema, la que
menos se aparta de la verdad, nace de la más pura con-
vergencia de todas las capacidades del espíritu, siendo su
fruto más ideal el lenguaje mismo, lo creado desde una
cierta aspección del mundo revierte luego a su vez en el
lenguaje. Y también aquí es así. Los objetos de la aspec-
ción externa, igual que los de la sensibilidad interna, se
muestran en una doble relación: en su naturaleza cualita-
tiva particular, que los distingue individualmente entre sí,

202
y en el concepto general de su especie, que a una aspec-
ción suficientemente viva se le mostrará siempre también
a través de algún elemento de su manifestación o del sen-
timiento; así el vuelo de un pájaro, que se muestra por una
parte como el tipo de movimiento determinado por la
capacidad de volar de las alas, pero por la otra también
como una acción inmediatamente efímera y que sólo debe
retenerse en ésta su fugacidad; y lo mismo en todos los
demás casos. Una aspección que proceda del esfuerzo 158
más vivaz y armonioso de las fuerzas agota todo cuanto
se representa en lo percibido, y no mezcla los elementos
individuales sino que los expone claramente separados.
Pues bien, del reconocimiento de esta doble relación de
los objetos, del sentimiento de su apropiada relación y de
la viveza de la impresión suscitada por cada uno de ellos,
nace como por sí misma la flexión, como expresión lin-
güística del objeto de la aspección y del sentimiento.
Resulta, sin embargo, en todo caso sorprendente ob-
servar hasta qué punto es distinto el camino que sigue
aquí el espíritu a la hora de construir la frase. El espíritu
no parte aquí de la idea de ese su camino, ni lo compone
poco a poco y con esfuerzo, sino que llega a él sin saber
cómo, simplemente dando forma con los sonidos a una
impresión del objeto recibida de una manera nítida y
completa. Cuando esto ha ocurrido en todas las ocasiones
de un modo adecuado y de acuerdo con un mismo senti-
miento, la idea acaba ordenándose a partir de las palabras
así formadas. En su verdadera esencia interior esta orga-
nización de la actividad del espíritu emana directamente
del vigor y la pureza de la capacidad de lenguaje sita
originariamente en el hombre. Aspección y sentimiento
no son sino los asideros con los que esa organización
accede a la manifestación exterior, y esto explica que en
su resultado último haya infinitamente más que lo que de
suyo parecen poder aportar esas dos instancias.
El método incorporativo se encuentra en rigor, por
razón de su esencia misma, en verdadera oposición a la
flexión, pues ésta parte de lo singular y aquél del conjun-
to. Sólo en parte puede aquél retornar a ésta, cuando el

203
sentido interior de la lengua logra afianzar con éxito su
influencia sobre ella. Aun así se advierte siempre en ese
método que, debido a la falta de fuerza de dicho sentido,
los objetos nunca se muestran a la aspección con el mis-
mo grado de claridad y delimitación de los puntos que
estimulan individualmente el sentimiento. Ahora bien,
dado que el sistema incorporativo viene a dar en tales
casos con un procedimiento diferente, el mero hecho de
adentrarse con viveza por este nuevo cauce le confiere
de nuevo una fuerza peculiar y un renovado vigor en la
conexión de las ideas. La referencia de los objetos a su
concepto específico más general, al que corresponden las
partes de la oración, es de naturaleza ideal; su expresión
simbólica más general y más pura es recogida por la per-
sonalidad, y al mismo tiempo ésta se muestra como su
designación más natural, también en el plano sensible. Es
así como lo dicho más arriba sobre el sentido del entrela-
159 zamiento de los temas pronominales con las formas gra-
maticales enlaza también con esto último.
Una vez que en una lengua la flexión llega a dominar
realmente, el desenvolvimiento ulterior del sistema flexivo
viene solo, y sigue la pauta que le marca un punto de
vista gramatical tendente a la perfección. Más arriba he-
mos indicado ya cómo este desarrollo posterior crea unas
veces formas nuevas, en tanto que otras se introduce en
formas que ya existían pero que hasta entonces no se
habían utilizado con significaciones diferenciadas, ni si-
quiera en lenguas de la misma familia. Me gustaría recor-
dar en este punto tan sólo el nacimiento del pluscuamper-
fecto griego a partir de una mera variante de un aoristo
sánscrito.* Pues, a propósito de la influencia que ejerce
la configuración sonora sobre este punto, que jamás debe
pasarse por alto, conviene no confundir los casos en que

* El pluscuamperfecto griego presenta en realidad una confluencia de varios


procedimientos diferentes; Humboldt parece mantener aquí la vieja convicción de
que las formas del sánscrito son las que subyacen históricamente a las del griego.
Esta idea quedó definitivamente invalidada al descubrirse que las vocales del
sánscrito son una reducción a partir de un sistema más diferenciado, muy bien
conservado por el griego. (N. del T.)

204
dicha configuración ha actuado restrictivamente sobre la
diferenciación de los más variados conceptos gramatica-
les, y aquellos otros en que simplemente no ha recogido
en sí esos conceptos de una manera completa. Aun en
lenguas dotadas de la más apropiada concepción de su
cometido puede ocurrir que, en una fase muy temprana,
existiese un claro predominio de la creación de formas
sensibles, de modo que a un solo concepto gramatical le
correspondiese una profusión de formas. En períodos tan
remotos, en los que el espíritu creador interior del hom-
bre se hallaba inmerso por entero en la lengua, las pala-
bras mismas se le representaban a éste como objetos,
apoderándose de la imaginación por su solo sonido, y
hacían valer así su especial naturaleza sobre todo como
multiplicidad. Sólo más tarde, y poco a poco, fueron
ganando fuerza y peso la determinación y generalidad del
concepto gramatical, que sometieron las palabras a su
dominio y uniformidad. También en griego, y en particu-
lar en la lengua homérica, se hallan rastros importantes
de ese estado más antiguo. Mas, en conjunto, este punto
es uno de los que con más claridad muestran la diferencia
entre el griego y el sánscrito: el primero delimita con más
precisión las formas de acuerdo con los conceptos grama-
ticales, y hace un uso más cuidadoso de su multiplicidad,
designando con ella matices cada vez más delicados de
los mismos; el sánscrito, en cambio, pone más en pri-
mer plano los medios técnicos de la designación, y los
utiliza por una parte con mayor riqueza y profusión, mas
logra por la otra retenerlos mejor, con mayor sencillez y
con excepciones menos numerosas.

La pureza del principio de formación de las lenguas 160


como origen de una diferencia fundamental entre ellas

30

El lenguaje, como reiteradamente he venido defendien-


do hasta aquí, posee siempre sólo una existencia ideal en

205
la cabeza y en el ánimo de los hombres, y jamás, ni aun
grabado en piedra o bronce, dispone de existencia mate-
rial; el vigor de las lenguas ya no habladas, en la medida
en que podemos todavía percibirlo, depende en su mayor
parte de la energía con que nuestro propio espíritu es
capaz de devolverlas a la vida. No es, pues, de extrañar
que en el lenguaje no haya jamás un instante de auténtica
quietud, como no puede haberlo tampoco en ese fuego
inextinguible del espíritu que son las ideas de los hombres.
Es consustancial a la naturaleza del lenguaje el que cons-
tituya un desarrollo continuado bajo la influencia de la
fuerza que en cada caso manifiesta el espíritu de los que
hablan. En el curso de este desarrollo se producen, desde
luego, dos períodos que conviene distinguir con claridad:
uno en el que el instinto creador de sonidos de la lengua
se encuentra en pleno crecimiento y en la más viva activi-
dad, y otro en el que, concluida la configuración comple-
ta al menos de la forma externa de la lengua, se produce
un momento de calma aparente, al cual sigue un visible
decaimiento de ese instinto creador de realidades sensibles.
Bien es verdad que de este mismo período de decadencia
pueden nacer nuevos principios vitales, y la lengua puede
incorporar con éxito transformaciones positivas, como
tendremos ocasión de ver en lo que sigue.
En el curso de la evolución de las lenguas en general
cooperan dos causas que se restringen la una a la otra: el
principio original que determina la dirección del proceso
y la influencia de la materia ya producida; la fuerza de
esta última está siempre en proporción inversa al vigor
con que se impone el principio originario.
No es posible poner en duda la existencia de este prin-
cipio original en cada lengua. En el momento en que un
pueblo, o una capacidad pensante humana en general,
recibe en sí elementos lingüísticos, aunque falte en ello
cualquier intención o cualquier conciencia clara de lo que
ocurre, no puede por menos de reunir esos elementos en
una unidad, pues sin esta operación no sería posible ni el
pensar en el individuo a través del lenguaje ni el recíproco
entendimiento. Pues bien, si pudiésemos remontarnos has-

206
ta la producción primera de lenguaje, habríamos de pre-
suponer en ella este mismo proceso. Tal unidad no puede
ser, sin embargo, más que la de un principio que se impo-
ne con exclusión de otro cualquiera. Si éste es tan cercano
al principio general de formación del lenguaje humano
como lo permite la necesaria individualización del hom- 161
bre, y, si atraviesa la lengua con vigor intacto y no debi-
litado, ésta recorrerá la totalidad de sus estadios evoluti-
vos en forma tal que, en lugar de decrecer su energía,
aparecerá siempre renovada, apropiada al derrotero segui-
do en cada momento. Pues lo propio de todo desarrollo
intelectual es que la fuerza que lo guía nunca llega a
morir realmente, sino que tan sólo cambian sus funciones,
o se reemplaza uno de sus órganos por otro.
Si, por el contrario, se mezcla ya con el primer princi-
pio algo que no estaba fundado con carácter de necesidad
en la forma lingüística creada, o si el principio original
no llegó a penetrar verdaderamente en los sonidos, o se
asoció a una materia no del todo apropiada a su organis-
mo, de suerte que se produjo una desviación aún mayor
de otros elementos igualmente mal formados, el curso
natural de la evolución se verá estorbado por una fuerza
extraña, y ya la lengua no podrá, como debería ser el
desarrollo correcto de toda fuerza intelectual, extraer nue-
va energía de la prosecución misma de su rumbo. Tam-
bién aquí, igual que en la designación de las más variadas
conexiones de ideas, el lenguaje necesita libertad, y puede
tenerse por el más seguro indicio de una estructura de
lengua verdaderamente pura y lograda el que en ella la
formación de palabras y construcciones no encuentre otras
restricciones que las necesarias para reunir libertad con
regularidad, esto es, para asegurarle a la libertad median-
te barreras su propia existencia.
El desarrollo de la capacidad intelectual en general
está en relación de armonía natural con el carácter ade-
cuado o no de la evolución de la lengua. Pues, dado que
es la necesidad de pensar la que despierta el lenguaje en el
hombre, es claro que aquello que emana directamente del
concepto del lenguaje ha de promover también forzosa-

207
mente el adecuado progreso del pensamiento. Y si una
nación dotada de una lengua de esta naturaleza viniese a
caer, por causa de otras circunstancias cualesquiera, en
un estado de pasividad y de lasitud espirituales, su misma
lengua haría para ella más fácil hallar el camino para
salir de tal estado. Por el contrario la capacidad intelec-
tual se ve forzada a buscar en sí misma el resorte que le
permita remontarse, si la lengua que la acompaña es una
de las que se han apartado de ese curso natural y apropia-
do de la evolución. En tal caso esa capacidad ejercerá, a
través de los medios extraídos de sí misma, una influencia
sobre el lenguaje que no será propiamente creadora, ya
que sus creaciones no pueden ser sino obra de su propio
instinto de vida, pero sí de incorporación de nuevos ele-
mentos a su estructura, en el sentido de conferir a sus
formas un nuevo sentido y darles una aplicación que la
lengua misma no ha puesto en ellas, y a la que no las
habría conducido por sí misma.
162 De la inagotable diversidad de las lenguas actuales y
pretéritas se infiere una diferencia que reviste una impor-
tancia decisiva para el progreso en la formación de la
estirpe humana, la que separa a aquellas lenguas que,
partiendo de un principio muy puro, se han desarrollado
en regulada libertad con energía y consecuencia, de aque-
llas otras que no pueden gloriarse de semejante excelen-
cia. Las primeras son los frutos más en sazón de un
instinto lingüístico cuyo empeño se abre paso con brío y
en los modos más variados por entre la especie humana.
Las segundas poseen una forma torcida que es producto
de la confluencia de dos factores: la falta de vigor de un
sentido del lenguaje originariamente depositado en el hom-
bre en su forma más pura, y una malformación debida a
las circunstancias, en virtud de la cual formas sonoras
que no proceden de la lengua misma con carácter de
necesidad tienden a arrastrar junto a sí a otras que les
son afines.
Las investigaciones desarrolladas más arriba ponen en
nuestras manos un hilo conductor para buscar y mostrar
esto de una forma sencilla también en las lenguas reales,

208
por mucho que al principio uno no vea en ellas más que
una masa inextricable de hechos singulares. Pues hemos
intentado exponer cuáles son los centros de gravedad que
caracterizan a cada uno de los principios más generales
de las lenguas, con el fin de fijar determinados puntos
que constituyan el objetivo del análisis de las lenguas.
A medida que este proceder se aclare y allane mejor, se
advertirá también con más claridad que siempre es posi-
ble hallar en una lengua la forma de la que emana la
naturaleza de su estructura, y se tomará lo alcanzado
hasta aquí como patrón de sus excelencias y desventajas.
Si he alcanzado mi objetivo de exponer el método
flexivo en su forma más completa, y de mostrar cómo
sólo él es capaz de conferir a la palabra, tanto ante el
espíritu como ante el oído, su verdadera consistencia inte-
rior, así como de mantener certeramente separadas las
partes de la frase tal como lo quiere el necesario entrela-
zamiento de las ideas, ya no cabrá duda alguna de que
sólo este método guarda en sí el principio más puro de
organización del lenguaje. Él es el que lleva hasta su más
alto grado la esencia originaria del lenguaje, que es la
articulación y la simbolización, ya que toma cada elemen-
to del discurso en su doble valor, según su significación
objetiva y según su relación subjetiva con la idea y con la
lengua, designando esta duplicidad con formas sonoras
apropiadas para la expresión de su gravedad relativa. Que-
da, pues, como única pregunta la de cuáles son las lenguas
que han guardado este método de la manera más conse-
cuente, cabal y libre.
Es posible que ninguna lengua haya alcanzado en esto 163
la cumbre absoluta. Pero más arriba hemos apreciado ya
una diferencia de grado entre el sánscrito y las lenguas
semíticas. En estas últimas la flexión se muestra en su
aspecto más genuino e inconfundible, y asociada a la más
delicada simbolización; no está, sin embargo, desarrolla-
da a lo largo del conjunto de la lengua y sus partes, y
halla limitaciones debidas a leyes de naturaleza más o
menos fortuita: la forma bisilábica de la palabra, el uso
de vocales exclusivamente para la designación de la

209
flexión, la resistencia a la composición. En sánscrito, por
el contrario, la flexión queda libre de cualquier sospecha
de aglutinación en virtud de la firmeza de la unidad de la
palabra; afecta a todas las partes de la lengua, y gobierna
sobre ella en la más excelsa libertad.
En comparación con el procedimiento incorporativo,
que añade elementos sin un verdadero sentido de la uni-
dad de la palabra, el método flexivo se muestra como un
principio genial, nacido de una intuición verdadera del
lenguaje. Pues así como las otras lenguas se esfuerzan
penosamente por reunir los hechos singulares en una fra-
se, o bien por representar ésta como un todo único desde
el principio, el sistema flexivo dota directamente a cada
parte de la impronta correspondiente a la conexión de
ideas que se realiza en cada caso, y por su naturaleza no
es posible distinguir en el discurso cada parte de su rela-
ción con esa conexión de las ideas. Cuando el instinto de
formación de la lengua es excesivamente débil, bien impi-
de, como en el caso del chino, que el método flexivo
acceda hasta los sonidos, bien estorba su libre y exclusivo
predominio, como ocurre en las lenguas que aquí y allá
aplican procedimientos incorporativos. La eficacia del
principio puro puede verse también mermada por efecto
de un desarrollo en exceso unilateral, como sucede en el
malayo con una forma de construcción consistente en
determinar el verbo por medio de prefijos que lo modifi-
can, forma que se ha desarrollado hasta el extremo de
dejar abandonadas todas las demás.
Por diversas que sean, sin embargo, las desviaciones
respecto del principio puro, siempre será posible caracte-
rizar cada lengua según el criterio de la manifestación en
la misma, bien de una carencia de designaciones de rela-
ciones, bien de un empeño por introducirlas y elevarlas a
la categoría de flexiones, bien del recurso a acuñar como
palabras lo que el discurso debería presentar como frases.
De la mezcla de estos principios saldrá la esencia de cada
lengua, pero, por lo general, su aplicación permitirá des-
cubrir en ella una forma aún más individual. Pues allí
donde la plena energía de la fuerza motriz no logra guar-

210
dar un apropiado equilibrio, es fácil que una parte de la
lengua experimente un desarrollo desproporcionado en
relación con el de otras. Por esto y por otras circunstan- 164
cias es siempre posible que nazcan aquí y allá ventajas
excelentes también en lenguas en las que por lo demás no
se advertiría la condición de órganos especialmente apro-
piados para el pensar. Nadie podría negar que, por su
manera de yuxtaponer un concepto importante a otro, el
chino del estilo antiguo posee una dignidad que conmue-
ve el ánimo, una sencilla grandeza que, al apartar de sí
cualquier relación secundaria e inútil, parece remontarse
hasta el pensamiento más puro por medio del lenguaje.
Y con razón suele elogiarse al malayo propiamente dicho
por la ligereza y gran sencillez de sus construcciones. Las
lenguas semíticas han conservado una maravillosa aptitud
para introducir las más delicadas matizaciones de la signi-
ficación por medio de la gradación vocálica. El vasco
muestra en la formación de las palabras y en la sintaxis
del discurso una fuerza especial que nace tanto de la
brevedad como de la audacia de la expresión. La lengua
de Delaware y algunas otras americanas son capaces de
reunir en una sola palabra un número de conceptos para
cuya expresión nosotros tendríamos necesidad de muchas
más. Sin embargo todos estos ejemplos no demuestran
sino que el espíritu humano, tome la senda que tome, y
por parcial que ésta sea, es siempre capaz de producir
cosas grandes que a su vez reviertan sobre él fecundándo-
lo y acrecentándolo.
Mas no son estos puntos los que deciden sobre la
excelencia de una lengua en relación con las demás. La
verdadera excelencia de una lengua reposa únicamente
sobre el hecho de que se haya desarrollado a partir de un
principio, y con una libertad, que le permitan mantener
en la más viva actividad la totalidad de las capacidades
intelectuales del hombre, sirviéndoles de órgano suficien-
te e influyendo sobre ellas como incesante acicate gracias
a su conservación tanto de la variedad sensible como de
la regularidad espiritual. En esta su constitución formal
se encierra todo cuanto de bienhechor puede salir del

211
lenguaje para el espíritu. Ella es el cauce por el que sus
ondas pueden discurrir con la segura confianza de que
jamás se secarán las fuentes que le aportan su caudal.
Pues, en verdad, el espíritu nada siempre sobre la
lengua como sobre una sima insondable, de la cual puede
extraer más cuanto más cuantioso sea lo que ella misma
le ha aportado ya. Y es claro que para poder medir las
lenguas según este patrón formal es necesario intentar
someterlas previamente a una comparación general.

165 Carácter de las lenguas

31
No obstante todo lo anterior, ni la estructura grama-
tical, tal como hemos venido considerándola hasta aquí a
grandes rasgos, ni la estructura externa de la lengua en
general agotan la esencia de la misma. Antes al contrario,
su carácter más genuino y auténtico se apoya en algo aún
mucho más sutil, más profundo y oculto, y mucho menos
asequible al análisis. La parte a la que hemos concedido
hasta ahora nuestra atención preferente constituye, desde
luego, la base necesaria, el suelo firme en el que hunde
sus raíces lo más delicado y noble.
Mas, si queremos exponer también esto con la debida
claridad, deberemos volver a detenernos un momento en
el curso general de la evolución de las lenguas. En el
período de configuración de las formas las naciones están
más ocupadas con la lengua misma que con el fin al que
ésta sirve, lo que ha de designar. Pugnan por expresar las
ideas, y esta urgencia, unida a la acción estimulante que
para el espíritu posee lo ya logrado por él, es lo que da
aliento y permanencia a la fuerza creadora. Si se me per-
mite la comparación, una lengua nace al modo como en
la naturaleza física una porción de materia cristaliza jun-
to a otra ya cristalizada. La formación es paulatina, pero
está guiada por una ley. Esta orientación, inicialmente
más concentrada en la lengua que en la producción viva

212
del espíritu, está en la naturaleza de la cosa; pero se
muestra también en las lenguas mismas, que cuanto más
cerca están de los orígenes, mayor riqueza de formas pre-
sentan. Incluso hay algunas en las que esta riqueza excede
visiblemente a las necesidades de las ideas, y sólo se mo-
dera gracias a las transformaciones que lenguas de un
mismo tronco experimentan bajo la influencia de una for-
mación más madura del espíritu. Una vez que ha tenido
lugar esta cristalización, la lengua está, como quien dice,
completa. El instrumento está disponible, y ya sólo falta
que el espíritu haga uso de él y se introduzca en sus
entresijos. Así es como de hecho ocurre, y las diversas
maneras de expresarse el espíritu a través de su instrumen-
to son las que confieren a la lengua su colorido y su
carácter.
Sería, sin embargo, equivocado creer que también en
la naturaleza está netamente discernido lo que yo he pues-
to aquí de relieve con contrastes algo violentos, con el fin
de hacer más claras las distinciones. Pues el trabajo con-
tinuado que el espíritu realiza al hacer uso de la lengua
no deja de ejercer una influencia determinada y perma-
nente también sobre la estructura de la lengua en sentido
estricto, así como sobre la parte más genuina de la confi-
guración de sus formas; sólo que esta influencia es de
naturaleza más sutil, y no se deja advertir a primera vis- 166
ta. Por otra parte, tampoco es acertado considerar ningún
período de la humanidad o de un pueblo como exclusiva
y deliberadamente dedicado a desarrollar la lengua. La
lengua se forma en el hablar, y hablar es expresar ideas o
sensaciones. La manera de pensar y sentir de un pueblo,
la que, como decía más arriba, confiere a su lengua su
colorido y carácter propios, actúa sobre ella desde los
primeros comienzos. Es seguro, por el contrario, que cuan-
to más haya avanzado una lengua en la conformación de
su estructura gramatical, menos numerosos serán los ca-
sos en que se haga necesario tomar una decisión. La pug-
na por expresar las ideas se atenúa y, a medida que el
espíritu se limita a servirse de lo ya creado, va perdiendo
vigor su instinto creador, y con él su fuerza creadora.

213
A su vez, el conjunto del material ya puesto en sonidos
va creciendo, y esta masa externa que ahora revierte so-
bre el espíritu hace valer las leyes que le son propias e
inhibe el desarrollo libre y autónomo de la inteligencia.
Pues bien, es en estos dos puntos donde reside lo que,
dentro de la distinción efectuada más arriba, pertenece
no al punto de vista subjetivo sino a la verdadera esencia
de las cosas. Si, en consecuencia, deseamos explorar con
detenimiento la imbricación del espíritu en la lengua, nos
veremos pese a todo obligados a considerar su estructura
gramatical y léxica como un carácter firme y externo, y a
oponerlo al carácter interno, que habita en él como su
alma y es responsable de ese efecto tan especial que pro-
duce en nosotros cualquier lengua una vez que empezamos
a apropiárnosla. En modo alguno queda dicho con esto
que ese efecto sea ajeno a la estructura externa. La vida
individual de la lengua se extiende hasta sus últimas fibras
y penetra todos los elementos de sus sonidos. Se trata tan
sólo de llamar la atención sobre el hecho de que ese reino
de las formas no constituye el único dominio que tiene
que explorar el investigador de una lengua, y que al me-
nos no se debería ignorar que en la lengua existe otro
momento más elevado y originario, que el investigador
deberá siquiera intuir allí donde su conocimiento no al-
cance para más.
Existe una familia de lenguas, muy extendida y rami-
ficada, que puede ayudarnos a ilustrar esto con ejemplos
sencillos. El sánscrito, el griego y el latín poseen una
organización de la formación de las palabras y de la com-
posición del discurso muy estrechamente emparentada e
incluso coincidente en muchos puntos. Pues bien, cual-
167 quiera es capaz de sentir la diversidad de sus caracteres
individuales, que no es sólo el reflejo en la lengua de la
diversidad de caracteres de las naciones correspondientes,
sino algo profundamente incrustado en las lenguas mismas
y que determina la peculiaridad de su estructura. Voy a
detenerme ahora un poco más en esta diferencia entre el
principio a partir del cual se desarrolla la estructura de la
lengua, de la forma expuesta más arriba, y lo que he

214
llamado el verdadero carácter de ésta, y con razón o sin
ella confío en que ni se tomará esta diferencia como de-
masiado acerba ni se la malinterpretará como puramente
subjetiva.
Para poder observar en detalle el carácter de una len-
gua, entendido en oposición a su organismo, deberemos
volvernos al estado que sigue inmediatamente a la conse-
cución del pleno desarrollo de su estructura. Es un mo-
mento en el que empieza a decrecer la feliz admiración
despertada por la lengua misma como producto siempre
nuevo del instante. La actividad de la nación pasa más y
más de la lengua a su utilización, y aquélla, asociada al
espíritu del pueblo, inicia una carrera en la que ninguna
de las partes puede llamarse independiente de la otra, y
cada una goza, sin embargo, de la ayuda y estímulo de
las demás. Admiración y complacencia vuelven ahora su
atención a la expresión afortunada de lo individual. Can-
ciones, fórmulas de plegarias, refranes, sentencias y narra-
ciones excitan el deseo de sustraerlas a la fugacidad de la
conversación efímera; se los preserva, transforma e imita.
Se convierten en el fundamento de la literatura, y esta
formación del espíritu y de la lengua va pasando poco a
poco del conjunto de la nación a los individuos. Llega así
a manos de los poetas y maestros del pueblo, el cual se
siente en contraste cada vez más acusado respecto de ellos.
Merced a todo esto la lengua va adquiriendo una doble
faz, y mientras el contraste se mantenga en una medida
adecuada, esto será para ella origen de dos fuentes com-
plementarias de fuerza y depuración.
Junto a estos escultores vivos del lenguaje a través de
sus obras aparecen entonces los gramáticos, que dan el
último toque conducente a la perfección del organismo.
Su cometido no es crear. En sus manos no está el volver
popular la flexión, o la fusión de los sonidos finales e
iniciales, si ya no lo eran de por sí. Empero ellos recha-
zan esto, generalizan lo otro, allanan asperezas y rellenan
lagunas. Con razón podemos extraer de ellos en las len-
guas flexivas el esquema de las declinaciones y conjuga-
ciones, ya que ellos son los primeros en haber reunido

215
168 para los demás la totalidad de los casos comprendidos en
ellas. En este dominio, en el que ellos mismos están de
continuo apurando el caudal inagotable de la lengua que
tienen ante sí, son, sin duda, legisladores. Siendo los pri-
meros en hacer consciente el concepto de tales esquemas,
formas que de suyo habían perdido toda capacidad de
significar pueden recuperarla simplemente por la posición
que vienen a ocupar en el esquema. Estas reelaboraciones
de una lengua pueden producirse a lo largo de varias
épocas consecutivas. Ahora bien, si la lengua ha de seguir
siendo al mismo tiempo popular y culta, no debe jamás
interrumpirse el flujo regular del pueblo a los escritores y
gramáticos y de éstos nuevamente al pueblo.*
Mientras el espíritu de un pueblo percibe su propia
peculiaridad con suficiente viveza como para actuar sobre
sí mismo y sobre su lengua, ésta obtendrá de él refinamien-
tos y enriquecimientos que ejercerán a su vez la más esti-
mulante influencia sobre aquél. Sin embargo, también en
esto puede llegar un momento en que la lengua rebase al
espíritu, que éste caiga en un embotamiento que acabe
con su propia capacidad creadora y que finalmente no
realice con los giros y formas de la lengua, nacidos de un
uso verdaderamente lleno de sentido, más que un juego
cada vez más vacío. Es ésta una segunda forma de exte-
nuación de la lengua, si entendemos como primera la
muerte de su instinto de formación externa. La segunda
arrastra consigo el marchitamiento del carácter, en tanto
que siempre es posible que de la primera resuciten lenguas
y naciones, despertados y empujados a ello por la genia-
lidad de grandes individuos.
Las lenguas desarrollan su carácter preferentemente
en sus períodos literarios, así como en los que preceden
inmediatamente a éstos preparándoles el camino. La len-

* La descripción y valoración que hace aquí Humboldt de la tarea de los


primeros gramáticos autóctonos revela que tiene in mente sobre todo la tradición
india, muy poderosa y floreciente, que contribuyó decisivamente a configurar la
singularísima impronta de esa lengua literaria que es el sánscrito, nunca realmente
hablado por el pueblo pero en la más viva y activa relación de intercambio con la
lengua hablada. (N. del T.)

216
gua se retira entonces un tanto de la materialidad de la
vida cotidiana y se eleva hacia un desarrollo puro de las
ideas y hacia una más libre representación de éstas. Pare-
ce, sin embargo, sorprendente que las lenguas posean,
aparte del carácter que les confiere su organismo externo,
otro propio y peculiar suyo, siendo así que todas ellas
están determinadas a servir de instrumento a las más va-
riadas individualidades. Pues, aun dejando de lado las
diferencias de generaciones y edades, una nación reúne en
sí todos los matices de la idiosincrasia humana. Incluso
los individuos que se dedican a un mismo quehacer, guián-
dose en él por una misma orientación, no dejan de diferir
entre sí por el modo como entienden su cometido y la 169
manera como permiten que éste revierta en ellos. Pues
bien, estas diferencias aún se abultan más cuando del
lenguaje se trata, ya que la lengua penetra hasta los más
recónditos entresijos del espíritu y del ánimo. Cierto es
que muchos sujetos se sirven de una misma lengua para
expresar su más propia idiosincrasia, puesto que el lengua-
je parte siempre del individuo y cada cual se sirve de él
inicialmente sólo para sí mismo. No obstante lo cual, la
lengua basta a cada uno, ya que aunque las palabras
siempre queden por detrás de la intención, no por eso
dejan de responder al empeño por expresar los más ínti-
mos sentimientos.
Por otra parte, tampoco se puede afirmar que el len-
guaje, como órgano general, someta estas diferencias a
un único rasero. El lenguaje tiende, desde luego, puentes
de una individualidad a otra y hace de mediador en el
entendimiento recíproco; pero la diferencia más bien la
acrecienta, ya que merced a su propia obra de aclaración
y refinamiento de los conceptos contribuye a una mejor
conciencia de cómo esa diferencia hunde sus raíces en la
disposición originaria del espíritu. La posibilidad de ser-
vir a la expresión de individualidades tan diversas parece-
ría, pues, presuponer en el lenguaje la más completa falta
de un carácter propio, algo que sin embargo en modo
alguno podría reprochársele. De hecho, lo que hace es
encerrar en sí estas dos propiedades contrarias: en calidad

217
de lengua una, se divide dentro de la nación en una varie-
dad infinita, mas esta misma multiplicidad vuelve a unir-
se, frente a las lenguas de otras naciones, formando una
unidad con un carácter determinado. Y si la vida cotidia-
na no bastase a ilustrar esto, podría demostrarse la diver-
sidad con la que cada cual toma su lengua materna com-
parando entre sí autores destacados, cada uno de los cua-
les se construye su propio lenguaje. Y en cuanto a la
diversidad de caracteres de las diversas lenguas, se advier-
te a primera vista en cuanto se las compara, como ocurre
con el sánscrito, el griego y el latín.
Si se investiga pormenorizadamente cómo logra cada
lengua conciliar en sí esta oposición, se verá que la posi-
bilidad de servir de órgano a las más variadas individua-
lidades reside en la más profunda esencia de su naturale-
za. Su elemento, la palabra —y por mor de la simplicidad
nos detendremos ahora en ella— no es como una sustan-
cia que transmita algo que ya ha sido producido previa-
mente, ni contiene tampoco un concepto ya cerrado, sino
que se limita a servir de estímulo para producir un con-
cepto, desde la fuerza autónoma de cada uno y de una
determinada manera. Los hombres no se entienden unos
a otros porque realmente se entreguen e intercambien sig-
770 nos de las cosas; tampoco porque se determinen unos a
otros a producir los mismos conceptos cabales y precisos.
Se entienden porque cada uno roza en el otro el mismo
eslabón en la cadena de sus representaciones sensibles y
de sus producciones interiores de conceptos; porque cada
uno pulsa en el otro la misma cuerda de su instrumento
espiritual, con lo que en cada uno surge un concepto
correspondiente, pero no el mismo. Sólo con estas limita-
ciones y con estas divergencias vienen a confluir los diver-
sos individuos en una misma palabra. Al designar un
objeto común, por ejemplo un caballo, todos se referirán
al mismo animal, pero cada uno hará subyacer a la pala-
bra una representación distinta, quién más sensible, quién
más racional, o más vivaz, más como un objeto o más
como un signo inerte, etc. Éste es el motivo de que en
algunas lenguas, durante su período de formación, se pro-

218
duzcan muchas expresiones para un mismo objeto. Son
otras tantas propiedades de éste las que han presidido en
cada caso su idea, hasta el punto de que su expresión ha
reemplazado a la del objeto propiamente dicho.
Pues bien, cuando, como decíamos, es rozado un es-
labón de la cadena, o es pulsada una cuerda del instru-
mento, vibra* el todo, y lo que surge del alma como
concepto está en consonancia con todo cuanto rodea ese
eslabón singular hasta el extremo más alejado. La repre-
sentación suscitada por la palabra en cada uno lleva en sí
la impronta de su respectiva idiosincrasia, pero todos la
designan con la misma palabra.
Sin embargo las individualidades inmersas en una mis-
ma nación quedan encerradas en una uniformidad nacio-
nal que es responsable de que cada manera de sentir den-
tro de ella difiera de su homologa en un pueblo distinto.
De esta uniformidad, así como de la manera como cada
lengua estimula a sus hablantes, es de donde nace el ca-
rácter de una lengua. Cada lengua recibe de la peculiari-
dad de su nación su propia impronta, y actúa a su vez
uniformemente sobre la nación determinándola. Es verdad
que el carácter nacional es sostenido y aun reforzado por
la comunidad de asentamiento y actuación; en un cierto
sentido incluso podría afirmarse que es de ahí de donde
nace. Pero en su sentido más genuino reposa sobre la
identidad de una disposición natural que acostumbra a
explicarse como debida a la comunidad de procedencia.
Y en ésta radica también, sin duda, el impenetrable mis-
terio de las mil diversas maneras como el cuerpo está
conectado con la fuerza espiritual que constituye la esen-
cia de toda individualidad humana. La cuestión es si no
existirá alguna otra explicación para la identidad de las
disposiciones naturales, y entiendo que en esto no se debe
en modo alguno olvidar el lenguaje. Pues en él la unión

* Es significativo el uso de la palabra «erzittern», «vibrar o estremecerse», en


un contexto que no deja de tener relación con el hegeliano en la Fenomenología
del espíritu, donde esa palabra posee auténtico valor terminológico (cfr. «Señorío
y servidumbre» en op. cit.). Cfr. también J. Simón, El problema del lenguaje en
Heget, Madrid, 1982. (N. del T.)

219
777 del sonido con su significado comparte con dicha disposi-
ción su naturaleza inexplorable. Se pueden subdividir los
conceptos, analizar las palabras todo lo que se quiera; no
por eso se habrá avanzado lo más mínimo en la compren-
sión del misterio por el que la idea se conecta con la
palabra. Por eso, en su referencia originaria a la esencia
de la individualidad, el fundamento de toda nacionalidad
y el lenguaje son directa e inmediatamente idénticos entre
sí. La diferencia es que el lenguaje actúa más a ojos vista,
y con efectos más apreciables, razón por la cual el con-
cepto de la nación debe apoyarse preferentemente en él.
Y puesto que en el hombre el desarrollo de la naturaleza
humana depende del del lenguaje, éste pone en nuestras
manos el concepto de la nación como el de un grupo
humano caracterizado por una determinada manera de
hacer lenguaje.
El lenguaje posee, sin embargo, también la capacidad
tanto de rechazar de sí lo extraño como de incorporarlo,
y confiere la impronta del carácter nacional a cuanto
accede a él desde diversas procedencias. Esto es lo que
funda la diferencia entre familia y nación. En la primera
existe entre los miembros un parentesco comprobable de
hecho; una misma familia puede también florecer en dos
naciones distintas. En el caso de las naciones puede susci-
tar dudas —y en el caso de troncos étnicos con gran
expansión ésta es una consideración de la mayor impor-
tancia— el que el conjunto de los que hablan una misma
lengua sea o no de la misma procedencia, o si su unifor-
midad no se deberá más bien a una misma disposición
original de la naturaleza, unida a la expansión sobre una
misma zona y bajo la influencia de causas que actúan
homogéneamente. Ahora bien, sea ello lo que fuere —y
las causas primeras siguen siendo para nosotros inexplo-
rables—, lo que es seguro es que con el desarrollo de la
lengua la diversidad nacional entra para nosotros en el
reino mucho más claro del espíritu. El lenguaje vuelve
conscientes las diversidades y les proporciona objetos en
los cuales han de estampar necesariamente su impronta;
tórnanse éstos de este modo susceptibles de comprensión

220
más clara y distinta, y aquellas diversidades muéstranse
en ellos elaboradas con mayor delicadeza y determinación.
En la medida en que el lenguaje intelectualiza al hombre
hasta donde éste puede alcanzar, cada vez es mayor el
monto de lo que logra sustraerse a la oscura región de la
sensación rudimentaria. Las propias lenguas, en su condi-
ción de instrumentos de este desarrollo, adquieren con
ello un carácter tan determinado que acaban siendo el
indicio más claro y reconocible del carácter de la nación
misma, más aún que las costumbres, los usos y las gestas.
Esto es parte de la razón de que los pueblos que carecen 772
de literatura, y cuyo lenguaje nos es aún poco conocido,
tiendan a parecemos más uniformes de lo que en realidad
son. No reconocemos los rasgos que los diferencian por-
que no nos los proporciona el medio que mejor los haría
visibles para nosotros.
Si mantenemos ahora el carácter de las lenguas sepa-
rado de su forma exterior —y recordemos que una deter-
minada lengua sólo puede ser pensada bajo esta forma—,
y contraponemos el uno a la otra, concluiremos que el
carácter es el modo de unirse la idea con el sonido. To-
mado en este sentido el carácter es como el espíritu que se
aposenta en la lengua y la anima como a un cuerpo naci-
do de él. Él es la consecuencia natural de la evolución
continuada de la idiosincrasia espiritual de la nación. Ésta
recibe las significaciones generales de las palabras siempre
en la misma acepción individual, asociadas a las mismas
ideas y sensaciones concomitantes; establece sus conexio-
nes de ideas en una dirección constante y hace uso de la
libertad de las construcciones según la proporción que
preside también la relación de su audacia intelectual con
el alcance de su comprensión.
Con ello confiere a la lengua su propio colorido y
matizaciones, y ésta a su vez fija ambas cosas y ejerce su
influencia sobre la nación desde el cauce así configurado.
Por eso todas las lenguas permiten inferir desde ellas el
carácter de sus naciones." También las lenguas de los pue-

a. Tachado: «y para ello no hacen falta precisamente obras literarias como las
que hallamos tan sólo en las naciones cultas».

221
blos más rudos e incultos llevan en sí estas huellas, que
son indicio de peculiaridades intelectuales que apenas es-
peraríamos hallar en estadios de tan deficiente cultura.
Las lenguas de los nativos americanos están llenas de
ejemplos de esto, de metáforas audaces, de conexiones
correctas pero inesperadas de conceptos, de casos en que
objetos sin vida han sido tomados desde el punto de vista
del efecto sensible que causan sobre la fantasía e integra-
dos así en el reino de los seres vivos, etc. Como estas
lenguas no conocen la diferencia gramatical de los géne-
ros, pero sí toman ampliamente en consideración la de
objetos animados e inanimados, su manera de ver las
cosas depende en esto del tratamiento gramatical. Cuan-
do reúnen a las estrellas con los hombres y los animales
en una misma clase gramatical, es claro que consideran a
773 aquéllas como seres dotados de personalidad, que se mue-
ven merced a su propia fuerza y que probablemente guían
también desde arriba los destinos de los hombres. Estu-
diar desde este punto de vista los diccionarios de las ha-
blas de estos pueblos es una fuente de placer en sí mismo,
y suscita las más variadas consideraciones. Si se recuerda
además que, como veíamos más arriba, la constancia en
el análisis de las formas de estas lenguas permite descubrir
la organización espiritual de la que nace su estructura, su
estudio perderá toda sequedad y fastidio. Pues a cada
paso nos devolverá a esa configuración interna del espíri-
tu que, a lo largo de todas las edades humanas, es porta-
dora de las más profundas concepciones, de la más varia-
da plenitud de ideas y de los más nobles sentimientos.
Sin embargo, en los pueblos en los que sólo los ele-
mentos individuales de la lengua permiten hallar los ras-
gos distintivos de su idiosincrasia, nunca o casi nunca
será posible formarse una imagen de conjunto de esta
última. Ello es siempre un cometido muy difícil, pero en
realidad sólo es verdaderamente posible allí donde la na-
ción ha depositado su acepción del mundo en una litera-
tura más o menos desarrollada y la ha acuñado en su
lengua a través del discurso conexo. Pues por la misma
intención de hacer valer los elementos individuales y los

222
matices de sus construcciones, que por cierto no se ago-
tan en las reglas de la gramática, el discurso contiene una
infinitud de aspectos que, una vez descompuesto aquél en
sus elementos, ya no podrían reconocerse en ellos. Una
palabra sólo adquiere su vigencia plena por las conexiones
en las que aparece. Por eso esta modalidad de estudio del
lenguaje requiere una muy rigurosa elaboración crítica de
los monumentos escritos existentes; el estudioso hallará
para ello un ejemplo magistral en el tratamiento filológi-
co de los autores griegos y latinos. Pues a pesar de que la
filología clásica ha tenido siempre por objetivo supremo
de su labor el estudio de la lengua misma en su conjunto,
ha partido siempre de los monumentos que de estas len-
guas nos han sido legados, y ha buscado establecer los
textos con la máxima pureza y fidelidad, conservándolos
y utilizándolos para un conocimiento cada vez más segu-
ro de la antigüedad.
Por muy estrecha que deba ser la relación entre el
análisis de la lengua, la búsqueda de sus lazos de unión
con otras lenguas emparentadas y la explicación de su
estructura —sólo asequible por esta vía— por un lado, y 174
el tratamiento filológico de los monumentos literarios,
por el otro, se trata, sin duda, de dos orientaciones diver-
sas del estudio del lenguaje, que se apoyan en talentos di-
ferentes y producen también inevitablemente resultados
diferentes. Tal vez no fuese desacertado hacer una distin-
ción entre Lingüística* y Filología, reservando sólo para
esta última el significado estricto que hasta ahora se le ha
solido atribuir, pero que en los últimos años ha venido a
extenderse, sobre todo en Francia e Inglaterra, a cualquier
estudio de cualquier lengua. En todo caso, una cosa es
cierta: que el tipo de estudio del lenguaje del que estamos
hablando aquí ha de apoyarse necesariamente en un tra-
tamiento filológico, en el pleno sentido que acabamos de
dar a este término, de los monumentos literarios. Los
grandes hombres que han cultivado esta rama de la erudi-

* Humboldt se sirve aquí del término «Linguistik», totalmente inusual en esa


época. (N. del T.)

223
ción en los últimos siglos, y la han llevado a su máximo
esplendor, han fijado el uso lingüístico de cada autor con
la más escrupulosa fidelidad y atendiendo hasta a las más
nimias modificaciones de los sonidos. Su labor nos ha
mostrado cómo las lenguas viven bajo la influencia cons-
tante y dominante de los espíritus individuales, y nos
proporciona una cierta imagen de esta relación al tiempo
que nos ofrece la posibilidad de detectarla en los puntos
singulares en los que se expresa. Aprendemos así a un
mismo tiempo, lo que pertenece a la época, a la localidad
y al individuo, y el modo como la lengua de todos encierra
en sí estas diferencias. El conocimiento de los detalles
está siempre acompañado, sin embargo, por una impre-
sión del conjunto, sin que el fenómeno pierda nada de su
peculiaridad por causa del análisis.
Ejercen un efecto visible sobre la lengua no sólo las
disposiciones originarias de la idiosincrasia de la nación,
sino también todas y cada una de las modificaciones de la
dirección interna de aquélla motivadas por el tiempo mis-
mo, todos y cada uno de los sucesos exteriores que con-
tribuyen a levantar o a hundir el impulso espiritual de la
nación, y en fin, y sobre todo, el empuje de las cabezas
más sobresalientes." Siendo el lenguaje, como es, media-
dor eterno entre el espíritu y la naturaleza, cada etapa
superada por el primero se refleja en una transformación
suya, pero las huellas de estos cambios se tornan cada vez
más tenues, más difíciles de rastrear en los elementos
175 singulares, y finalmente el hecho sólo se hace manifiesto
en la impresión de la totalidad. Ninguna nación podría
con su propio espíritu dar vida y hacer fructificar a la
lengua de otra distinta sin transformarla con ello en una
diferente/ Pero lo que decíamos más arriba a propósito

b. Tachado: «Sería, no obstante, equivocado tener estas transformaciones por


cosa sólo del carácter nacional, concernientes poco o nada a las lenguas que,
como quien dice, les prestan únicamente el cuerpo. La lengua, aunque no se
desease reconocer como propio de ella nada que exceda el significado de las
palabras y las reglas y formas gramaticales, en modo alguno permanece indiferen-
te a estos cambios».
c. Tachado: «Un Hornero sánscrito o un Tácito griego son tan impensables
como lo seria el que los centauros y tritones descendiesen a esta realidad nuestra».

224
de cualquier individualidad es también de aplicación en
este caso. El que cada individualidad excluya a todas las
demás, porque se ajusta a una determinada vía, no impi-
de que, pese a todo, varias individualidades diferentes
puedan confluir en un objetivo general. De ahí que las
diferencias entre los caracteres de diversas lenguas no ten-
gan que consistir por fuerza en ventajas absolutas de las
unas respecto de las otras. Sin embargo, para poder com-
prender apropiadamente la posibilidad de la formación
de un carácter tal, será necesario entrar en una considera-
ción más pormenorizada del punto de vista desde el cual
una nación tiene que tratar internamente su lengua para
conferirle una impronta de esa naturaleza.
Si una lengua se emplease única y exclusivamente para
las necesidades de la vida cotidiana, las palabras no serían
sino representantes de la resolución o del deseo que se
trata de expresar, y no tendría sentido hablar de la posi-
bilidad de acepciones internas posiblemente divergentes.
La cosa o la acción material se mostrarían a la imagina-
ción de los interlocutores directa e inmediatamente en
lugar de la palabra. Pues bien, una lengua real de estas
características no puede, por suerte, darse entre hombres
que siguen pensando y sintiendo. A lo sumo, podrían
compararse con esa idea las mezclas de lenguas que tienen
lugar como consecuencia del tráfico entre personas de las
más diversas naciones y hablas, sobre todo en los puertos
de mar, como es el caso de la lingua franca de las costas
mediterráneas. Fuera de estos casos el punto de mira in-
dividual y el sentimiento hacen siempre valer sus derechos.
Incluso es muy probable que el primer uso del lengua-
je, si fuésemos capaces de remontarnos hasta él, no haya
sido otra cosa que la expresión de sensaciones. Más arri-
ba me he declarado ya en contra de la explicación del
origen de las lenguas como consecuencia del estado de
indefensión del individuo (p. 60)." Ni siquiera el instinto

d. Esta frase era en origen: «Siempre me ha parecido una ¡dea muy parcial
atribuir el origen de las lenguas únicamente, o incluso de preferencia, al desampa-
ro del individuo y a las necesidades que de ello se derivan».

225
776 social es entre los seres vivos consecuencia de la indefen-
sión. El animal más poderoso que existe, el elefante, es
también el más sociable. Por doquier en la naturaleza la
vida y la actividad nacen de la libertad interior, y en vano
se buscará su fuente en el reino de los fenómenos. Pues
bien, en todas las lenguas, aun en las más altamente de-
sarrolladas, se encuentra aquí y allá este uso primero de
las mismas. El que da orden de talar un árbol no se
representa bajo esta palabra otra cosa que el tronco desig-
nado por ella; todo cambiaría, sin embargo, si la palabra
apareciese, aunque sea sin otro acompañamiento u orna-
to, en el marco de una descripción naturalista, o en un
poema. La diversidad con que el ánimo acoge la palabra
confiere a sus sonidos una forma de vigencia cambiante y
de grado diverso, y es como si sobre cada expresión flo-
tase algo no absolutamente determinado por ella.
Es claro que esta diferencia se funda en dos opciones
alternativas: que la lengua sea puesta en relación con esa
totalidad interna que forma el nexo de las ideas y de las
sensaciones, o bien que se haga de ella un uso parcial,
dirigido a un objetivo cerrado y orientado desde una ac-
tividad única y aislada del alma. Este tipo de limitaciones
le son impuestas a la lengua tanto por el uso meramente
científico de la misma (siempre que éste no esté guiado
por la influencia de ideas más elevadas) como por las
necesidades de la vida cotidiana, y por éstas aún más si
cabe, ya que aquí toman parte también la sensibilidad y
la pasión.* Ni en los conceptos ni en la lengua misma hay
nada que esté aislado. Sin embargo, las conexiones sólo
llegan a asociarse realmente a los conceptos cuando el
ánimo opera desde su unidad interior, cuando una plena
subjetividad dirige sus rayos hacia una objetividad ca-
bal.** Ninguna faceta del objeto, desde la que éste pudie-

* Pide el conjunto de la argumentación que aquí pasión y sensibilidad se


entiendan como factores de parcialidad, de individuación en sentido restrictivo y
limitador, no en el sentido de enriquecimiento diferenciador desarrollado en otras
partes de la obra. No se oculta el momento de contradicción que hay en esto.
(N. del T.)
** Adviértase que el autor elude, con esta expresión metafórica, cualquier

226
ra ejercer algún efecto, queda entonces descuidada, y cada
uno de estos efectos deja tras sí en la lengua una callada
huella. Sólo cuando verdaderamente despierta en el alma
el sentimiento de que la lengua no es sólo un medio de
intercambio para el entendimiento recíproco, sino un
auténtico mundo que el espíritu ha de poner entre sí y los
objetos por el trabajo interior de su fuerza, sólo entonces
estará en el camino correcto, el que le permitirá hallar y
depositar en ella cada vez más."

propuesta de una relación lógica o epistemológica determinada (y determinable)


entre objetividad y subjetividad, tomando así distancia expresa respecto de meras
teorías de la correspondencia. ^V. del T.)
e. En lugar de este párrafo se leía en origen este otro: «La diferencia entre los
estados de ánimo de los que parte la acepción confiere a sonidos iguales valor
distinto. Si se estudian estos casos más de cerca, se hallará que la verdadera
diferencia estriba en que se entienda la palabra bien como el signo perfecto del
concepto, bien tan sólo como el estímulo para producirlo. Más arriba he llamado
ya la atención sobre el hecho de que sobre cada expresión flota en cierto modo
algo no por entero determinado. Todo depende, pues, de que en la individualidad
del que habla exista o no ese sutil sentimiento de lo que no está contenido de un
modo absoluto en la designación general de la expresión, de modo que, en casos
en los que no es del todo claro si se exige lo uno o lo otro, tal sentimiento
favorezca o más bien inhiba ese otro factor. Mas no es sólo la necesidad cotidiana
la que mueve a considerar la expresión como algo cerrado. También para el mero
uso científico puede bastar, e incluso tal vez le sea indispensable, tomar lo desig-
nado de un modo tan preciso en la expresión que no quepa en modo alguno
pensar de él ni más ni menos que lo que allí se encierra. Por el contrario, allí
donde gobierna una superior libertad, donde las cosas no dependen de lo puramen-
te externo, o al menos no sólo de ello, es la individualidad subjetiva la que resulta
estimulada, mezclándose así en el uso y comprensión del lenguaje. Pues lo que se
deja sin determinar, aquello que requiere ser completado internamente, reposa,
por una parte, en el hecho de que la palabra no delimita por entero y definitiva-
mente el concepto y, por la otra, en la sensación despertada por una y otro. Desde
luego, la palabra debe ser correctamente entendida. Toda palabra correctamente
formada debe suscitar el concepto en su totalidad y determinación. Mas por
sus sonidos individuales, y de acuerdo con la naturaleza, procedencia y relación
de los mismos con todo el resto de la lengua, esto no puede extenderse a la
totalidad de las impresiones que el objeto suscita en el hombre. En la medida en
que la palabra posee una existencia propia, esto es, que no es pura convención, y
en virtud de la representación y sentimiento que se han anudado a ella a lo largo
de un uso de siglos, la palabra se restringe forzosamente a una determinada
representación del objeto. Esto parte del sonido. Empero, por el lado de la acep-
ción interna, en el uso de la lengua puede darse una mayor o menor vivacidad y
polifacetismo, y del hilo de la expresión puede extraer la representación del objeto
impresiones y atributos procedentes del dominio de la aspección, lo que la pura
inercia de la acepción del alma jamás aportaría a la palabra».

227
177 Cuando existe una cooperación realmente viva entre
la lengua, encerrada en sonidos determinados, y la acep-
ción interior, que tiende por su naturaleza a extender de
continuo su alcance, el espíritu ya no contempla la lengua
como algo cerrado, empeñada como está, en efecto, en
una creación incesante, sino que se esfuerza a su vez por
traer a ella siempre cosas nuevas, con el fin de que éstas,
adheridas ahora a ella, reviertan de nuevo en él. Pero
esto exige dos supuestos: el sentimiento de que hay algo
que la lengua no contiene de una manera inmediata, sino
que ha de ser suplido por el espíritu, aunque lo haga
impulsado por ella, y el instinto de volver a asociar con
sonidos todo cuanto el alma experimenta. Uno y otro
manan de una misma fuente: la convicción viva de que,
por su esencia, el hombre barrunta un dominio que va
más allá de la lengua; que, en realidad, la lengua no hace
178 sino restringir ese dominio, pero que constituye a su vez
el único medio de explorarlo y de fecundarlo, y que,
justamente en virtud de su propia perfección técnica y
sensible, la lengua está en condiciones de apropiarse
y transformar en cosa suya porciones cada vez más vastas
de aquél. Este estado de ánimo es el fundamento de la
expresión del carácter en las lenguas, y cuanto más viva-
mente actúe aquél en estas dos direcciones, la de la forma
sensible de la lengua y la de la profundidad del ánimo,
más clara y distinta será la representación de su idiosin-
crasia en la lengua. Ésta ganará así en transparencia y
permitirá asomarse al interior del que habla.
Este elemento que se transparenta a través de la len-
gua no puede ser de naturaleza tal que proporcione infor-
mación por sí mismo, en forma individualizada, objetiva
y cualitativa. Pues con tal que cada pueblo recorra la
totalidad de las etapas de su formación, todas y cada una
de las lenguas pueden expresar cualquier información.
Mas lo cierto es que cada lengua contiene una parte que,
bien está aún oculta, bien, si la lengua se extingue tempra-
namente, queda oculta para siempre. Cada lengua es,
como el hombre mismo, un infinito que se despliega pau-

228
latinamente en el tiempo.* Por eso ese algo que se adivi-
na a través de ella es un momento que modifica las infor-
maciones de una forma subjetiva y más bien cuantitativa.
No se muestra como efecto, sino que es la fuerza efectiva
misma la que se manifiesta inmediatamente como tal, de
un modo especial que, por esto mismo, resulta más difícil
de reconocer, y que rodea con su hálito los efectos mis-
mos. El hombre se enfrenta siempre al mundo como uni-
dad. Aprehende y elabora los objetos siempre en una
misma dirección, con un mismo objetivo, en una misma
medida de movilidad. Sobre esta unidad reposa su indivi-
dualidad. Ahora bien, en esta unidad existen dos momen-
tos que son distintos, aunque ciertamente se determinan
el uno al otro: la naturaleza de la fuerza efectiva y la de
su actividad, del mismo modo que en el mundo físico el
cuerpo que se mueve es distinto del impulso que determi-
na la fuerza, velocidad y duración de su movimiento. Nos
fijamos en lo primero cuando nos inclinamos a atribuir a
una nación vivacidad sensible o imaginación creadora,
o bien una tendencia a formar ideas sobre la interiori-
dad, o bien una determinada orientación práctica. Por el
contrario, tenemos en la mente lo segundo cuando, com-
parando dos lenguas entre sí, encontramos a una de ellas
más enérgica, cambiante, más rápida en el razonamiento,
o más duradera en las sensaciones. En ambos casos distin-
guimos, pues, el ser del hacer, y oponemos al primero, 179
como causa invisible, el pensar, sentir y actuar manifies-
tos. Sólo que en tal caso no hacemos referencia a tal o
cual ser propio de tal o cual individuo, sino a lo general
que se muestra en cada individuo determinándolo. Toda
caracterización que se pretenda exhaustiva ha de tener
por objetivo último de su investigación este ser tal como
lo hemos descrito.
Si se persigue el conjunto de la actividad tanto externa
como interna del hombre hasta sus extremos más simples,
se hallará la unidad mencionada en el modo como el

* Esta determinación de la individualidad como infinitud se encuentra también


en la raíz de la concepción hegeliana del concepto. (N. del T.)

229
hombre relaciona consigo la realidad, en calidad de obje-
to que recibe en sí o de materia a la que da forma, o
también en el modo como, con independencia de ella, se
abre caminos propios a través de ella. El rasgo que carac-
teriza más originariamente Ja individualidad de) hombre
es la profundidad y la índole de las raíces que echa en la
realidad. Las modalidades de esa relación pueden ser in-
finitas, pues dependen de cómo la realidad y la interiori-
dad —pues ninguna de las dos puede prescindir de la
otra— buscan separarse o unirse entre sí en grados y
direcciones diversos.
Sería, sin embargo, equivocado creer que esta medida
sólo puede aplicarse a naciones dotadas ya de una cultura
intelectual considerable. En las manifestaciones de alegría
de un puñado de salvajes es perfectamente posible distin-
guir hasta qué punto se trata de algo más que de la mera
satisfacción del deseo inmediato; si, como verdadero chis-
pazo de los dioses,* nacen del fondo del ánimo como
sentimiento verdaderamente humano, determinado a flo-
recer algún día en el canto y en la poesía. Ahora bien, si,
como no podemos poner en duda, el carácter de una
nación se manifiesta en todo cuanto le es genuinamente
propio, la lengua deberá ser el lugar de su revelación por
excelencia. Porque ella se funde y se hace uno con todas
las expresiones del ánimo, ya por esto mismo aporta con
más frecuencia que ningún otro momento esa impronta
individual que permanece siempre igual a sí misma. Pero
a su vez está unida a la individualidad con vínculos tan
sutiles e íntimos que, para poder ser entendida por ente-
ro, tiene que rodear con esos mismos lazos el ánimo del
oyente. Así, es la individualidad entera del que habla la
que es transportada por la lengua al interlocutor, no para
reprimir la de éste, sino para que entre la propia y la
ajena nazca un contraste nuevo y fecundo/

ƒ. Tachado: «del mismo modo que lodo en el lenguaje es al mismo tiempo


espontaneidad y reciprocidad, y reposa siempre sobre la oposición del yo y del tú
en alocución y respuesta».
* «Götterfunke», la expresión de Schiller en su Oda a la alegría. (N. del TJ

230
De la idiosincrasia de cada nación depende la intensi- 180
dad del sentimiento de la diferencia entre la materia que
el alma recibe y genera y la fuerza que impulsa y determi-
na esta doble actividad, entre el efecto y el ser que lo
produce; y varía también de una nación a otra la correcta
y proporcionada valoración de ambos, así como la clari-
dad con la que está presente en la conciencia cada uno de
ellos de acuerdo con su grado de prelación recíproca.
Si se investiga en profundidad el origen de esta diferencia,
se lo hallará en la mayor o menor intensidad con que se
experimenta la necesidad de un nexo general que una to-
das las ideas y sensaciones del individuo a lo largo de
todo el tiempo de su existencia, así como de la mayor o
menor intuición y exigencia de idéntico nexo en la natura-
leza. Lo que el alma es capaz de producir es siempre sólo
fragmentario; cuanto más viva y versátil sea su actividad,
mayor será la resonancia con que vibrará todo cuanto
tiene alguna afinidad con lo producido, en uno u otro
grado. Hay, pues, siempre algo que remite más allá de
cada cosa singular y que se expresa con un grado menor
de determinación; o tal vez sea más exacto decir que cada
cosa singular lleva en sí una aspiración a una expresión y
desarrollo mayores de los que muestra inmediatamente en
cada caso, y es esto lo que por la expresión lingüística se
transfiere al otro, el cual se ve a su vez invitado a suplir
en su propia acepción lo que falta, en armonía con lo que
ya está dado. Allí donde el sentido de esto es suficiente-
mente vivo, el lenguaje parece deficiente, insuficiente para
una expresión plena (donde no existe este sentido ni siquie-
ra se llega a intuir que pudiera faltar algo que vaya más
allá de lo dado). Entre estos dos extremos hay infinitos
grados intermedios, cada uno de los cuales tiene su fun-
damento en el predominio de la orientación hacia el inte-
rior del ánimo o hacia la realidad exterior.
Los griegos, que en este dominio nos proporcionan
sin duda el ejemplo más instructivo, vinculaban con su
poesía en general, y con la lírica en particular, palabras,
canto, música instrumental, danza y mímica. Que no ha-
cían esto tan sólo por mor del incremento y multiplicación

231
de la impresión sensible se infiere del hecho de que otor-
gaban a todas estas manifestaciones diversas un carácter
homogéneo. En efecto, música, danza y expresión verbal
en un determinado dialecto tenían que ajustarse a una
misma peculiaridad nacional de origen, doria, eolia, o ser
de otra escala musical y otro dialecto. Buscaban, pues, en
181 el alma el elemento que impulsa y da forma, encauzando
así las ideas de la canción por una determinada vía y
sosteniendo y fortaleciendo ésta también a través de los
estímulos del ánimo que no son ideas.
El motivo es que, así como en la poesía y la canción
son las palabras y las ideas que éstas contienen lo que
importa, mientras que los estados de ánimo y los impul-
sos que les acompañan son sólo secundarios, en la música
sucede a la inversa. Aquí el ánimo sólo es encendido,
inflamado para que por sí mismo llegue a ideas, sensacio-
nes y acciones. Éstas han de nacer libremente del seno del
entusiasmo, y los tonos sólo las determinan en el sentido
de que los caminos hacia los que incitan a dirigirse al
ánimo tan sólo permiten el desarrollo de algunas de ellas.
Y, como muestra el ejemplo de los griegos, el sentimiento
de lo que empuja y alienta al ánimo es siempre de indivi-
dualidad, existente o exigida, ya que la fuerza que rodea
a toda actividad del alma sólo puede ser de naturaleza
determinada, y sólo puede actuar en una dirección de esa
índole.
De acuerdo con esto, cuando más arriba he hablado
de algo que va más allá de la expresión, de una deficien-
cia en esta última, sería equivocado imaginar algo indeter-
minado. Todo lo contrario, se trata de lo más determina-
do que existe, puesto que es lo que completa los rasgos
extremos de la individualidad, algo que la palabra, siem-
pre menos individualizadora, no puede hacer por sí mis-
ma, ya que depende del objeto y de la necesidad de vigen-
cia universal que éste le impone. Así que, si ese mismo
sentimiento presupone una orientación más bien interior
del ánimo, no limitada a la realidad, y si en rigor sólo
puede nacer de ella, no por eso ha de llevar necesariamen-
te de la aspección viva y directa a un pensamiento aparta-

232
do de ella. Al contrario, porque parte de la propia indivi-
dualidad, despierta también la exigencia de una maxima
individualización del objeto, lo que sólo es posible cuan-
do se penetra hasta los últimos entresijos de la acepción
sensible y cuando se alcanza la más viva conspicuidad de
la expresión.
También de esto son ejemplo los griegos. Su sentido
se guiaba sobre todo por lo que las cosas son y por cómo
se muestran, sin limitarse unilateralmente a su valor de
utilización en la realidad. Su orientación era, pues, en
origen interior e intelectual. Toda su vida, tanto privada
como pública, lo demuestra, ya que entre ellos todo se
trataba en parte éticamente, y en parte se acompañaba
con el arte, hasta el punto de que la mayoría de las veces
lo ético se entrelazaba con lo artístico. Y así casi cada
una de sus configuraciones externas nos recuerda lo inte- 182
rior, con frecuencia incluso poniendo en peligro su utili-
dad práctica y hasta con claro detrimento de la misma.
Esta es la razón de que en todas las actividades del espíri-
tu buscasen la aprehensión y representación del carácter,
aunque siempre con un claro sentimiento de que sólo es
posible reconocer y dibujar éste cuando se ha penetrado
hasta el fondo de la aspección; de que sólo cuando se
reúnen los detalles con un tacto apropiado, orientado jus-
tamente hacia esa unidad, puede hacerse nacer esa totali-
dad que nunca de todos modos llega a expresarse por
completo. Su poesía temprana, en especial la homérica,
muestra esto de la forma más plástica. La naturaleza se
muestra allí como es, la acción, hasta la más insignifican-
te, por ejemplo colocarse la armadura, discurre ante nues-
tros ojos en su desarrollo paulatino, y de la descripción se
desprende siempre el carácter, sin degenerar jamás en sim-
ple enumeración de lo ocurrido. Pero esto no es propia-
mente resultado de una selección de lo que se describe,
sino que el cantor está animado por un sentimiento poten-
te y vigoroso de la individualidad, empeñado en lograr la
individualización, impulso que recorre toda su poesía y se
comunica también a su auditorio.
Merced a esta idiosincrasia espiritual que les caracteri-

233
za, los griegos se vieron dirigidos por su misma intelectua-
lidad hacia el conjunto de la diversidad viva del mundo
de los sentidos, mas como buscaban en éste algo que es
sólo patrimonio de la idea, veíanse devueltos nuevamente
a la intelectualidad. Pues su objetivo era siempre el carác-
ter, no sólo lo característico, que la intuición del primero
nada tiene que ver con el afán por lo segundo. Esta orien-
tación hacia el verdadero carácter individual servía de
atracción hacia la esfera de lo ideal, ya que la coopera-
ción de las individualidades conduce al más alto nivel
de la aprehensión, al empeño por destruir el momento de
limitación inherente a lo individual y a retener tan sólo su
condición de callada frontera de la configuración determi-
nada. Este es el origen de la perfección del arte griego,
que imita la naturaleza desde el centro mismo del organis-
mo vivo de cada objeto, y que alcanza su propósito por-
que, junto a la más completa penetración de la realidad,
el artista está animado por la búsqueda de la unidad
suprema del ideal.
A lo anterior se añade un aspecto del desarrollo histó-
rico del pueblo griego que contribuyó sobremanera a
guiarlo hacia la conformación de lo característico: su di-
visión en troncos distintos, tanto por su dialecto como
por su manera de sentir, así como la constante mezcla
geográfica entre ellos, motivada por toda clase de migra-
183 ciones y por una movilidad que les era consustancial.
A todos los abarcaba su común helenidad, que acuñó en
todas sus manifestaciones, desde la constitución del Esta-
do hasta la escala de su música de flauta, su impronta
peculiar. Históricamente se asocia a esto también otra
circunstancia favorable: que ninguno de estos troncos so-
metió a los otros, sino que todos florecieron en una espe-
cie de igualdad de empeño; que ninguno de los dialectos
de la lengua griega se degradó a mera habla popular, ni
se encumbró como norma suprema y general; y que esta
germinación de las peculiaridades en igualdad conoció su
máximo vigor e influencia justamente durante el período
de más viva y poderosa conformación tanto de la lengua
como de la nación. De todo esto es fruto el sentido grie-

234
go, guiado en todo por el propósito de hacer nacer lo
más elevado de lo más determinadamente individual, y
esta es una característica que ningún otro pueblo muestra
en grado comparable. Pues los griegos elaboraron estas
diferencias entre sus diversos pueblos como géneros artís-
ticos, introduciéndolos así en la arquitectura, en la músi-
ca, en la poesía y en el más noble uso de la lengua.' Lo
puramente popular fue suprimido, y los sonidos y las
formas de los dialectos fueron sometidos a una depura-
ción guiada por el sentimiento de la belleza y de la armo-
nía. Ennoblecidos de esta suerte, se elevaron a la condi-
ción de caracteres propios del estilo y la poesía, y adqui-
rieron la capacidad de cooperar con sus rasgos, contrarios 184
pero complementarios, en un ideal común. No hace falta
señalar que me refiero aquí únicamente, en lo que hace
a dialectos y poesía, al uso de las diversas escalas y dia-
lectos en la lírica y a las diferencias entre coros y diálo-
gos en la tragedia, no en cambio a los casos en los que,
como en la comedia, diversos personajes hablan en dialec-
tos también diferentes. Esto no tiene nada que ver con lo
anterior, y es un fenómeno que se halla en mayor o me-
nor grado en la literatura de todos los pueblos. Los roma-
nos, por lo que de su idiosincrasia se infiere a partir de su
lengua y literatura, manifiestan un sentimiento mucho
menos acusado de la necesidad de someter las expresiones

1. Bökh, en los trabajos que acompañan a su edición de Píndaro, ha arrojado


plena y clara luz sobre la estrecha relación que existe entre los aspectos populares
que caracterizan los diversos troncos griegos y su poesía, música, danza y mimica.
Esta obra ofrece al estudio del lector un rico acervo de erudición, tan variada
como en su mayor parte hasta ahora oculta, y lo hace con un orden metódico de
fácil aprehensión. No se contenta con describir en términos generales el carácter
de las diversas escalas, sino que entra en el pormenor de los aspectos métricos y
musicales con los que enlaza su diversidad, cosa que nadie hasta entonces había
acometido con rigor histórico y meticulosidad científica comparables. Sería muy
de desear que este filólogo, que reúne en su persona el más vasto conocimiento de
la lengua con una rara penetración de la antigüedad griega en todas sus partes y en
todas las direcciones, lleve a cabo sin tardanza su proyecto de dedicar una obra a
la influencia que sobre la música, la poesía y el arte de cada estirpe griega ejercie-
ron su carácter y sus costumbres, de modo que este tema tan importante sea
objeto de un estudio que lo abarque en su totalidad. Vid. sus indicaciones acer-
ca de esta empresa en su edición de Píndaro, Tom. I De meírís Pindari, p. 253,
nota 14, y sobre todo p. 279.

235
del sentimiento a la influencia inmediata de la fuerza que
lo impulsa y pone a tono. Su perfección y grandeza se
desarrollaron con una impronta diferente, más acorde con
la que presidió también su sino externo. Por el contrario,
aquel sentimiento se expresa entre los alemanes con vigor
tal vez no inferior al de los griegos; quizá consista la
diferencia en que, allí donde ellos se orientaban más bien
hacia la aspección exterior, nosotros tendemos a indivi-
dualizar la sensibilidad interna.
Yo tengo la sensación de que todo cuanto se produce
en el ánimo, siendo como es emanación de una sola fuer-
za, forma un todo consigo mismo, y que cada momento
individual dentro de él es portador de señales que marcan
su coherencia con el conjunto, señales que en cierto modo
proceden del hálito mismo de la fuerza subyacente. Hasta
aquí hemos considerado preferentemente su influencia so-
bre sus diversas formas de exteriorizarse. Hay que adver-
tir, sin embargo, que esta influencia se ejerce en grado no
menor en el modo como esa fuerza, en su condición de
causa primera de toda producción espiritual, accede luego
a la conciencia de sí misma.* Sin embargo el hombre
mismo no puede imaginar su fuerza originaria más que
como un empeño guiado siempre en una dirección, lo
que implica un objetivo que no puede ser otro que el
ideal humano. Es en este espejo donde contemplamos la
imagen que las naciones se forman de sí mismas.
Pues bien, la demostración primera de una intelectua-
lidad superior y de una interioridad realmente penetrante
y profunda se da cuando la nación no encierra este ideal
185 en los estrechos márgenes de su idoneidad para fines con-
cretos, sino que, por el contrario, recibe su libertad inte-
rior y su amplitud de miras del hecho de que considera
ese ideal como algo que sólo alcanza su objetivo en su
propia perfección, como un ñorecimiento paulatino y

g. Tachado: «La fuerza se concentra en la pura unidad de su peculiaridad, y


su imagen aparece más nítida en el círculo de los fenómenos cuando el hombre,
por el vigor del sentimiento de su propia individualidad, se empeña en crear
individuación exterior y satisfacer así el sentimiento de su propio carácter».

236
como un desarrollo que nunca tiene fin. Ahora bien, aun
dando por supuesta esta primera condición con idéntica
pureza en todos, la diversidad de las orientaciones indivi-
duales según la aspección sensible, la sensibilidad interior
y el pensamiento abstracto dan origen a fenómenos de
diversa naturaleza.* En cada uno de ellos el mundo que
rodea al hombre, acogido en cada caso de forma distinta,
revierte en él también de forma diferente. En la naturale-
za externa, por no tomar sino este rasgo, todo forma una
secuencia continua, que se muestra a la vista de manera
simultánea, y en la que un estado nace del anterior en
estricta sucesión.' Lo mismo ocurre en las artes plásticas.'
Entre los griegos, a los que fue dado extraer siempre la
significación más sutil y completa de la aspección exterior
por los sentidos, el rasgo que mejor caracteriza su activi-
dad espiritual es seguramente su pudor ante toda exagera-
ción y desmesura, así como una tendencia innata a soste-
ner todo cuanto tomaba forma en ellos dentro de los
límites de la ecuanimidad y la armonía, no obstante la
vivacidad y libertad de su imaginación, la aparente falta
de límites de su sensibilidad, la movilidad de su ánimo,
inclinado siempre a saltar de una resolución a otra. Ellos
poseyeron en medida mayor que ningún otro pueblo un
tacto y un gusto que se manifiestan en todas sus obras, y
cuya característica quizá más señalada sea que jamás se
evita una lesión a la delicadeza de sentimientos si ello ha
de ser a costa de su fuerza o de la verdad de la naturale- 186
za.* Por el contrario, la sensibilidad interna permite, aun
sin abandonar el buen camino, contrastes más violentos,

h. Tachado: «tanto de la fuerza como de sus manifestaciones; éstas perpetúan


luego su eficacia en cada caso, sobre todo en el modo de conectar entre sí los
elementos de la finitud percibida y de la infinitud intuida y reclamada, ya que esta
conexión no puede faltar de la representación de la individualidad como acerca-
miento al ideal».
/. Tachado: «El sentimiento de su infinitud pasa a nosotros desde este nexo
ininterrumpido de lo singular».
j. Tachado: «donde la completa recepción de los rasgos así configurados con-
duce al sentimiento de la belleza y elevación sitas en el todo».
k. Tachado: «Sería difícil decidir si es la tendencia predominante hacia la
aspección y el arte lo que subyace a este cuidado por guardar la medida o si es
más bien este último el que subyace a la primera».

237
transiciones más abruptas, escisiones del ánimo en abis-
mos infranqueables. Por eso todos estos fenómenos, que
empiezan ya con los romanos, se dan preferentemente
entre los pueblos modernos.
El campo de la diversidad de las idiosincrasias espiri-
tuales es de una amplitud que rebasa toda medida, y de
una profundidad insondable. Mas el curso de las conside-
raciones desarrolladas hasta aquí no me permitía pasar de
largo ante él. En cambio, bien podría parecer que busco
el carácter de las naciones demasiado parcialmente en los
estados interiores del ánimo, siendo así que es en la reali-
dad donde se pone de manifiesto con mayor viveza y
conspicuidad. Si dejamos ahora de lado la lengua y sus
obras, el carácter se hace patente en cosas como la fiso-
nomía, la estructura corporal, las vestimentas, costum-
bres, formas de vida, las instituciones familiares y ciuda-
danas y, más aún que en todo ello, en la impronta que a
lo largo de los siglos cada pueblo confiere a sus obras y
acciones. Toda la viveza de esta imagen parece quedar en
pura sombra cuando se busca la configuración del carác-
ter en los estados y formas del ánimo que subyacen a
estas manifestaciones vivas. Sin embargo me pareció que,
si quería mostrar su influencia sobre la lengua, no podía
soslayar este procedimiento. Pues no siempre es posible
establecer el lazo que une a la lengua con esas manifesta-
ciones de hecho. Es preciso hallar el medio en el que
ambos momentos vienen a encontrarse, y en el que, pro-
cediendo como proceden de una misma fuente, toman sin
embargo caminos separados. Y es claro que este punto no
es otro que lo más íntimo del ánimo.

32
Tan difícil como delimitar la individualidad espiritual
es responder a la pregunta de cómo echa ésta sus raíces
en las lenguas. ¿En qué se refleja el carácter de las len-
guas? ¿En cuáles de entre los rasgos de éstas puede reco-
nocérselo? En la medida en que las naciones se sirven de

238
las lenguas, su peculiaridad espiritual se torna visible en
todas y cada una de las etapas de sus vidas. Su influencia
modifica las lenguas de troncos diversos, las lenguas que
coexisten en un mismo tronco, los dialectos en que se
fragmenta una lengua y hasta el propio dialecto, que ex-
ternamente parece seguir siendo el mismo, pero que varía
según las épocas y los autores. El carácter de la lengua
viene entonces a mezclarse con el del estilo, pero sigue 187
siendo cosa de la lengua, ya que a cada lengua sólo le
resultan naturales y fáciles ciertas modalidades del estilo.
Entre los casos enumerados aquí cabe hacer una diferen-
cia: que la diversidad afecte a los sonidos de las flexiones
y de las palabras —cosa que ocurre en grado decreciente,
desde la diversidad máxima que separa a lenguas de tron-
cos distintos hasta la mínima que se advierte entre dialec-
tos de una misma lengua—, o bien que la influencia del
carácter se ejerza sólo en el uso de palabras y expresiones,
quedando la forma externa más o menos inalterada. Pues
bien, en el segundo caso, considerando que aquí la lengua
ha de haber accedido ya a un desarrollo intelectual eleva-
do, la acción del espíritu debe ser más visible, pero de
naturaleza más sutil; en el primero, en cambio, será más
potente pero también más oscura, ya que la relación de
los sonidos con el ánimo sólo muy raramente se deja
determinar, reconocer y describir con nitidez. Sin embar-
go, incluso en dialectos es posible relacionar transforma-
ciones pequeñas de vocales aisladas, que alteran poco la
lengua en su conjunto, con la índole interna del ánimo
del pueblo; ya los gramáticos griegos mencionan el carác-
ter viril de la a doria frente a la más blanda ae (T/) de los
jonios.
En el período de creación originaria de la lengua, al
que tenemos que remontarnos para nuestro punto de vis-
ta en el caso de las lenguas que no proceden unas de otras
ni pertenecen a un mismo tronco, predomina el afán de
desarrollar la lengua a partir del espíritu con verdadera
conspicuidad para la conciencia e inteligibilidad para el
oyente; este momento de pura creación técnica es tan
poderoso que oscurece hasta cierto punto la influencia

239
del estado de ánimo individual, que en cambio se mani-
fiesta más serena y claramente en el uso posterior. No
obstante, la disposición originaria del carácter de los pue-
blos tiene que haber tenido en esto una parte especialmen-
te fuerte e influyente. Podemos advertirlo en dos puntos
que, por caracterizar la disposición intelectual en su con-
junto, contribuyen a determinar también toda otra serie
de ellos. Los diversos caminos que hemos mostrado más
arriba, por los que las lenguas buscan la conexión de las
frases, componen la parte más importante de su técnica.
Pues bien, justamente aquí se pone de manifiesto por vez
primera el grado de claridad y determinación del encade-
namiento lógico, único que proporciona en cada caso un
fundamento seguro a la libertad de vuelo de las ideas y
que al mismo tiempo pone al descubierto la regularidad
y amplitud de la intelectualidad; pero, en segundo lugar,
se muestra aquí la mayor o menor necesidad de riqueza y
armonía sensibles, el afán del ánimo por revestir con so-
nidos externos todo cuanto de un modo u otro ha sido
percibido o sentido internamente.
188 Claro está que en esta forma técnica de las lenguas
hallan su reflejo también otras facetas, quizá más especia-
les, de la individualidad espiritual de las naciones, por
más que será siempre más difícil derivar ésta de aquéllas
con alguna certeza. Por ejemplo, la delicada distinción
entre las más diversas modificaciones de las vocales y de
su localización, y el inteligente uso de las mismas, unidos
a una restricción a este procedimiento que rechaza la com-
posición, ¿no traicionan y favorecen también en los pue-
blos del tronco semítico el predominio de una inteligencia
aguda, volcada hacia las más ingeniosas distinciones, so-
bre todo entre los árabes? Cierto es que la riqueza imagi-
nativa y plástica de la lengua árabe" semeja estar en con-
tradicción con esto. Mas, si lo que sigue no es a su vez
una determinación puntillosa en exceso de los conceptos,
me gustaría afirmar que esa riqueza plástica se halla en
las palabras ya formadas, y que, por el contrario, la len-

a. Tachado: «y la fantasía viva del pueblo».

240
gua misma, comparada con el sánscrito y el griego, posee
mucho menos medios para hacer nacer de sí literatura de
los más variados géneros.
Lo que en cualquier caso me parece seguro es que hay
que hacer una distinción entre el estado de una lengua en
el que, como fiel reflejo de la época, aquélla contiene
multitud de elementos poéticamente formados, y aquel
otro en el cual sonidos y formas, conexiones y construc-
ciones, dejadas al arbitrio del hablante, siembran en el
organismo de la lengua la simiente indestructible de una
eterna creación poética. En el primer caso, la forma ya
acuñada se va enfriando y endureciendo, y su contenido
poético no es ya fuente de impulsos del espíritu. En el
segundo caso, por el contrario, la forma poética de la
lengua es capaz de hacer suya cada vez más materia pro-
ducida por ella misma, renovándose siempre según la cul-
tura espiritual de cada época y según el genio de los
poetas. Tenemos aquí la confirmación de lo que observá-
bamos más arriba a propósito del sistema flexivo. La
verdadera excelencia de una lengua está en que a lo largo
de todos sus desarrollos encamine el espíritu hacia una
actividad y hacia una configuración de sus propias capa-
cidades, sujetas a reglas, o por tomarlo desde el lado de
la influencia del espíritu, que lleve en sí la impronta
de una tal energía pura, regular y viva.
Sin embargo también entre lenguas cuyo sistema mor-
fológico viene a ser en conjunto el mismo, como es el
caso del sánscrito, el griego, el romano y el alemán, len- 189
guas todas en las que la flexión muestra tanto cambios
vocálicos como afijaciones, pero en las que lo operativo
es raramente lo primero y generalmente lo segundo, en la
aplicación de este sistema pueden producirse importantes
diferencias debidas a la idiosincrasia espiritual de cada
una. Una de las más importantes es el predominio más o
menos visible de unos conceptos gramaticales correctos y
completos, así como la distribución de las diversas formas
sonoras entre ellos. Si en el momento de la elaboración
de la lengua en un nivel superior llega a hacerse dominan-
te este momento, la atención tenderá a apartarse de la

241
riqueza y variedad sensibles de las formas y a concentrar-
se en la determinación y nítida delimitación de las más
delicadas diferencias de uso. En una misma lengua esto
puede hallarse en épocas diversas. El griego muestra, sin
ningún género de dudas, este cuidado en la relación de las
formas con los conceptos gramaticales, y si se atiende a
las diferencias entre algunos de sus dialectos, se advertirá
una cierta tendencia a desprenderse del exceso de sonidos
en formas de sonoridad demasiado abultada, a contraer-
las o a reemplazarlas por otras más breves. Lo que era
embriaguez juvenil de la lengua en su manifestación sen-
sible va concentrándose cada vez más en la adecuación a
la expresión del pensamiento interior.
A ello contribuye el tiempo de una doble manera: por
la inclinación que en el curso de su desarrollo va mostran-
do el espíritu hacia la actividad interior, y por el hecho de
que, allí donde la idiosincrasia espiritual no ha conserva-
do sin alteraciones la totalidad de los sonidos originaria-
mente significativos, la lengua misma va puliéndolos y
simplificándolos en el curso de su utilización. Si se lo
compara con el sánscrito, el griego muestra ya en forma
visible esto último, si bien no en un grado tal que nos
autorice a ver en ello la única explicación. Si, como es mi
opinión, el griego muestra de hecho una tendencia intelec-
tual más madura en el uso de sus formas, esto nace sin
duda de un sentido inherente a esta nación, que la capa-
cita para una evolución de las ideas particularmente rápi-
da, delicada y nítidamente contrastada. En cambio el es-
tadio de cultura superior ha alcanzado a nuestra lengua
alemana ya en un momento de notable erosión y embota-
miento de sonidos significativos, lo que puede ser uno de
los motivos de nuestra inferior tendencia a la plasticidad
sensible y de nuestra inclinación a retirarnos al mundo
del sentimiento. En la lengua romana no hubo nunca ni
profusión de riqueza sonora ni excesivo dominio de la
libre fantasía sobre la forma de los sonidos; el sentido del
190 pueblo, más viril, más grave y más orientado hacia la
realidad y hacia aquella parte de lo intelectual que se le
aplica inmediatamente, no permitió una floración tan

242
abundante y libre de los sonidos. Por el contrario, y como
consecuencia de la superior movilidad de la fantasía de
los griegos y de la delicadeza de su sentido de la belleza,
sus formas gramaticales son, sin duda, frente a las restan-
tes lenguas del mismo tronco, mucho más livianas, dúcti-
les y agradables al oído.
La diversa idiosincrasia espiritual de las naciones es
responsable también de diferencias en el grado en el que
cada una hace uso de los medios técnicos de su lengua.
Baste recordar en este punto la formación de palabras
compuestas. El sánscrito hace de ellas el uso más amplio
que una lengua podría hacer dentro de los límites de la
facilidad, en tanto que los griegos son en esto más parcos,
y varían según el dialecto y el estilo. En la literatura
romana son más frecuentes entre los autores tempranos,
y a medida que progresa la cultura de la lengua van ha-
ciéndose más raras.
Un dominio en el que es posible hallar el carácter de
la concepción del mundo propia de cada pueblo, y que
aunque requiere una investigación cuidadosa arroja luego
gran claridad y precisión, es el del valor* de las palabras.
Más arriba (pp. 170-176) he mostrado ya que nunca una
palabra entra en las representaciones de individuos diver-
sos exactamente de la misma manera, a no ser que se la
utilice sólo en forma momentánea como signo material
de su concepto. Pues bien, esto podría llevarse hasta la
afirmación de que en cada palabra hay algo que ya no es
posible distinguir nuevamente por medio de palabras, y
que las palabras de lenguas distintas, aunque designen en
conjunto los mismos conceptos, no son jamás verdadera-
mente sinónimas. En rigor ninguna definición puede abar-
carlas, y con frecuencia no se puede hacer mucho más
que indicar en forma aproximada el lugar que les corres-
ponde en el interior del dominio al que pertenecen. He
advertido también cómo ocurre esto incluso en las desig-

* «Geltung»: «valor por referencia a lo demás»; se podría traducir también


por «vigencia». No debe confundirse esto con el concepto de «valeur» en el
estructuralismo francés. (N. del T.)

243
naciones de partes del cuerpo." Sin embargo es la designa-
191 ción de los conceptos espirituales la que constituye el
verdadero dominio de la diversidad de valor de las pa-
labras.
En efecto, es raro que en este terreno una palabra
designe el mismo concepto que otra de otra lengua, sin
diferencias verdaderamente visibles. Cierto es que muchas
veces pensamos lo contrario, en especial a propósito de
las lenguas de los pueblos más primitivos e incultos, por-
que no tenemos un concepto claro de los matices más
delicados de sus palabras. Sin embargo poner nuestra aten-
ción en otras lenguas de cultura superior puede preservar-
nos de esta opinión precipitada, y sería fructífero estable-
cer una comparación entre expresiones del mismo género,
una especie de sinonímica entre varias lenguas, al modo
de las que se componen en el marco de una sola. Ahora
bien, en las naciones dotadas de una gran movilidad y
agilidad de espíritu el valor de las palabras, si lo estudia-
mos hasta en sus detalles más sutiles, revela hallarse en
perpetuo movimiento. Cada época, cada autor indepen-
diente, añade o cambia algo sin querer, pues no podría
evitar que su individualidad se adhiera a su lenguaje y
plantee a éste necesidades expresivas siempre diferentes.
Sería muy instructivo proceder en esto a una doble com-
paración: entre las palabras que en conjunto vienen a
designar el mismo concepto en lenguas diferentes, y entre
las que pertenecen a una misma especie dentro de una
lengua. En esta segunda comparación se muestra la idio-
sincrasia espiritual en su uniformidad y unidad; es siem-
pre una y la misma, y se funde con los conceptos objeti-
vos. En la primera, en cambio, se advierte cómo un mis-
mo concepto, por ejemplo el del alma, es aprehendido
desde diversos puntos de vista, lo que a su vez nos permi-
te conocer por vía histórica el alcance de la capacidad

b. Tachado: «Existen, no obstante, también casos en los que, en un sentido


menos afinado, las lenguas no forman verdaderos sinónimos ni siquiera en gene-
ral. Por ejemplo, algunas partes del cuerpo humano, en las que la acepción
nacional no realiza una delimitación comparable, razón por la cual las expresiones
no siempre coinciden por completo».

244
humana de representación de las cosas. Pues se trata de
algo susceptible de expansión tanto por la lengua como
incluso por los autores individuales. En uno y otro caso
el resultado lo es, en parte, de la diversidad en la tensión
y cooperación de la actividad del espíritu y, en parte, de
las distintas maneras como el espíritu, en el que nunca se
da nada aislado, pone en relación entre sí los conceptos.
Pues de lo que estamos hablando ahora es de la expresión
del discurso que fluye de la riqueza de la vida del espíri-
tu, no en cambio de la configuración de los conceptos
por la escuela, que los restringe a sus caracteres necesarios.
De las restricciones que impone la actividad de las
escuelas, y de su fijación de conceptos y signos, nace la
terminología científica, que —por ejemplo, en sánscrito—
encontramos desarrollada en todas las épocas de su filo-
sofía y en todos los dominios del conocimiento, ya que el
espíritu indio estuvo siempre orientado de preferencia ha-
cia el acotamiento y enumeración de los conceptos. La
doble comparación que proponía más arriba permitiría 192
llevar a la claridad de la conciencia los límites y matices
del acotamiento tanto de lo subjetivo como de lo objeti-
vo, y mostraría cómo ambos momentos están siempre en
relación de recíproca influencia, y cómo la elevación y el
ennoblecimiento de la fuerza creadora marchan a la par
con la armoniosa coronación de la fábrica del conoci-
miento.
Hasta aquí hemos dejado fuera de consideración las
acepciones defectuosas o equivocadas de los conceptos.
Nuestro tema era el empeño por dar expresión a los con-
ceptos, un empeño cuya energía está sujeta a regulación
común, aunque por vías diversas; y buscábamos también
el modo como la acepción de los conceptos refleja la
individualidad espiritual desde un número infinito de pers-
pectivas. Pero es claro que, a la hora de indagar la pecu-
liaridad del espíritu inscrita en el lenguaje, lo que más
importa es la demarcación apropiada de los conceptos.
Pues puede ocurrir que en una lengua dos conceptos, que
se asocian con frecuencia pero no con carácter de necesi-
dad, aparezcan reunidos en una sola palabra, lo que pue-

245
de ser falta de una expresión suficientemente neta para
cada uno de ellos. Sirva como ejemplo el caso de las
expresiones wollen, wünschen y werden [«querer», «de-
sear» y «llegar a ser»] en algunas lenguas. Y ni siquiera
será ya preciso hacer mención especial de la influencia del
espíritu sobre la índole de la designación de los conceptos
de acuerdo con el grado de afinidad de los mismos, lo
que arrastra consigo identidad de los sonidos. Pasaremos
también por alto las metáforas que suelen emplearse en
relación con esto.
La diversidad intelectual de las naciones se muestra,
sin embargo, en medida mucho mayor que en las palabras
aisladas, en la composición del discurso, en la extensión
que pueden alcanzar las frases y en la variedad que cabe
desplegar dentro de esos límites. Este es el verdadero do-
minio de la progresión y encadenamiento de las ideas, y
el habla difícilmente podrá acomodarse a ambos si la
lengua no posee suficiente riqueza y libertad de conexio-
nes como para encender la actividad del espíritu. Todo
cuanto constituye en sí mismo el trabajo del espíritu se-
gún su forma se pone aquí de manifiesto en el lenguaje, y
desde él revierte nuevamente sobre la interioridad. Aquí
los matices son incontables, y no siempre es posible deter-
minar con palabras qué es en cada caso lo que produce
cada efecto. Y, sin embargo, el espíritu diverso nacido de
ello no deja de flotar sobre el conjunto como un callado
aliento.

193 Carácter de las lenguas. Poesía y prosa

33
Hasta aquí he tocado diversos puntos de la influencia
recíproca entre el carácter de las naciones y sus lenguas.
Existen, sin embargo, en estas últimas dos fenómenos en
los que no sólo vienen a confluir todos los momentos
en la forma más decisiva, sino que en ellos se revela la
influencia del todo en medida tan grande que incluso

246
desaparece de ellos el concepto de lo individual. Me refie-
ro a la poesía y a la prosa. Es obligado darles el nombre
de fenómenos del lenguaje, ya que es la disposición origi-
naria de éste la que determina en cada caso la preferencia
por la una o por la otra, o cuando la forma es realmente
grandiosa, la que da lugar a un desarrollo parejo de am-
bas en apropiada proporción, sin dejar nunca de influir
en su decurso. Por su naturaleza, prosa y poesía son
cauces para el desarrollo de la intelectualidad misma y, si
su disposición no es deficiente y no experimentan detri-
mento en el curso de su evolución, surgen de ella con
carácter de necesidad. De ahí que pidan un estudio cuida-
doso tanto de su relación entre sí como de su referencia
al momento de su génesis.
Si se las considera desde el lado que en ellas es al
mismo tiempo ideal y más concreto, se advertirá que per-
siguen un fin semejante por caminos diversos. Pues, en
efecto, ambas se mueven desde la realidad hacia algo que
no forma parte de ella. La poesía toma la realidad en su
manifestación sensible, tal como es experimentada exter-
na e internamente, mas no se cuida, en cambio, de lo que
la hace real, y hasta rechaza adrede éste su carácter. Es-
tablece ante la imaginación conexiones entre manifestacio-
nes sensibles, y en virtud de ellas conduce a la aspección
de un todo artístico e ideal. La por el contrario prosa
busca en la realidad justamente las raíces que la sujetan a
la existencia y los hilos que la unen a ella. Reúne enton-
ces intelectualmente hechos con hechos y conceptos con
conceptos, y pugna por establecer el nexo objetivo en el
marco de una idea.
La diferencia entre ambas está perfilada aquí en la
forma como ella misma se expresa ante el espíritu según
su verdadera esencia. Si se mira sólo su posible manifes-
tación en el lenguaje, y dentro de esta perspectiva se atien-
de únicamente a un aspecto, muy poderoso en conjunción
con los demás pero casi trivial en aislado, cierto es que
una orientación interna prosaica puede ejecutarse en len- 194
gua métrica, y una poética en discurso libre, mas en gene-
ral esto se hará siempre a expensas de la propia orienta-

247
ción: un contenido prosaico expresado poéticamente no
adquiere ni el carácter de la prosa ni el de la poesía, y lo
mismo le ocurre a la poesía disfrazada de prosa. El con-
tenido poético arrastra consigo por fuerza también la
vestidura poética, y no faltan ejemplos de poetas que,
sintiendo la fuerza de esa imposición, concluyen en verso
lo que iniciaron en prosa.
Mas, volviendo ahora a la esencia de una y otra, lo
que es común a prosa y poesía es la tensión y el alcance
de las fuerzas del alma que se hacen precisos si se quiere
al mismo tiempo penetrar hasta el fondo de la realidad y
reunir idealmente una variedad extrema en una unidad;
por lo mismo, también el recogimiento del ánimo y su
concentración en el seguimiento de una senda determina-
da. Sin embargo esto último hay que entenderlo de mane-
ra que no excluya la persecución de los extremos contra-
rios que se dan en el espíritu de una nación, sino que más
bien la favorezca. Ambas actitudes, la poética y la prosai-
ca, han de complementarse en pos de su finalidad común,
que es ayudar al hombre a hundir sus raíces lo más pro-
fundamente posible en la realidad, mas sólo para que
crezca y se eleve con tanto más regocijo hacia un elemen-
to más libre. La poesía de un pueblo no alcanza sus cotas
más altas mientras no anuncia en su riqueza de facetas y
en la libre ductilidad de su empuje también la posibilidad
de un desarrollo correlativo en prosa. Puesto que el espí-
ritu humano, pensado en fuerza y libertad, ha de acceder
a la configuración de ambas, la una deberá reconocerse
en la otra, del mismo modo que, cuando se mira un
fragmento de una pintura, se sabe si ha formado o no
parte de un grupo.
Sin embargo la prosa puede quedarse en simple repre-
sentación de lo real y ceñirse a objetivos puramente exter-
nos, ser en cierto modo sólo comunicación de cosas, no
estímulo de ideas o sensaciones. En tal caso no diferirá en
nada del habla usual, y no alcanzará tampoco la altura de
su verdadera esencia. Aquí ya no se justifica su califica-
ción de cauce para el desarrollo de la intelectualidad; sus
relaciones no son formales, sino sólo materiales. Donde

248
por el contrario sigue la senda más alta, precisa, si quiere
alcanzar su objetivo, de medios capaces de calar en la
profundidad del ánimo, y entonces sí llegará a ser esa
forma ennoblecida del hablar a la que únicamente convie-
ne la condición de compañera de la poesía en la carrera
intelectual de las naciones. Buscará entonces aprehender
su objeto reuniendo todas las fuerzas del ánimo, y de 195
resultas de esto el objeto será tratado de manera que
parecerá proyectar rayos en todas las direcciones sobre
las que sea capaz de ejercer algún efecto. Pues no es sólo
el entendimiento discernidor el que aquí actúa, sino que
todas las demás fuerzas cooperan también y componen
esa aprehensión a la que conviene la superior cualificación
de espiritual.
En esta unidad el espíritu no se limita a elaborar el
objeto, sino que imprime al discurso la impronta de su
propia actitud. El lenguaje mismo, bajo el efecto del im-
pulso de la idea, hace valer sus propias excelencias, pero
subordinándolas al objetivo que impone aquí sus leyes.
También la disposición moral de los sentimientos se par-
ticipa entonces al lenguaje, y el alma resplandece a través
del estilo. Y de modo sobremanera peculiar se revela en
la prosa también, por medio de la subordinación y con-
traposición de las frases, la eurritmia lógica que es corre-
lato del despliegue de las ideas, y que es el requisito que
su objetivo propio le impone al discurso en prosa dentro
de su general elevación. Cuando el poeta se entrega en
exceso a esta eurritmia, su poesía acaba asemejándose a
la prosa retórica. Pues bien, cuando todos los elementos
que hemos mostrado aquí por separado confluyen en una
prosa con verdadera riqueza espiritual, ésta mostrará con
toda viveza la génesis de las ideas, la pugna del espíritu
con su objeto. Cuando éste lo consiente, la idea toma la
forma de una inspiración libre y directa, e imita en el
dominio de la verdad la belleza autónoma de la poesía.*

* Los términos «imitar», «libre», «autónoma» son calco directo de los emplea-
dos por Schiller en sus diversas definiciones de la belleza, tal como éste las desarro-
lla en sus cartas a Koerner. En la estética de Schiller el concepto de la «imitación»

249
De todo lo anterior se desprende que poesía y prosa
dependen de los mismos requisitos de carácter general.
En ambas es el impulso nacido del interior el que ha de
soportar y elevar el espíritu. El hombre, en el conjunto de
su idiosincrasia, tiene que volverse con la mente hacia el
mundo tanto exterior como interior, y al aprehender lo
singular debe respetar la forma que lo une al todo. En
cambio poesía y prosa difieren entre sí por su orientación
y por los medios de los que se sirven, y en rigor no
pueden nunca mezclarse. Por lo que hace referencia al
lenguaje, no debe olvidarse además que en su esencia
verdadera la poesía no puede separarse de la música, en
tanto que la prosa vive exclusivamente del lenguaje. Es
bien conocido hasta qué punto entre los griegos la poesía
estaba unida a la música instrumental, y otro tanto cabe
decir de la poesía lírica de los hebreos. También hemos
mencionado más arriba la influencia de las diversas esca-
las musicales sobre la poesía. Por muy poéticos que sean
la idea y el lenguaje, si falta el elemento musical uno no
196 se siente en el verdadero dominio de la poesía/ De ahí la
natural alianza entre los grandes poetas y compositores,
por más que la tendencia propia de la música a desarro-
llarse con una autonomía sin límites deja deliberadamente
en sombra a la poesía.
En rigor no se puede afirmar que la prosa nazca de la
poesía. Aun donde, como en Grecia, históricamente ' pa-
rece ser así, la única explicación correcta es que la prosa
nació allí de un espíritu que durante siglos había experi-
mentado la influencia de la más auténtica y variada poe-

es central para entender el fundamento del juicio estético, cuya legitimidad está
también aquí en cuestión, ya que se habla de belleza en el dominio de la verdad.
(N. del T.)
1. La introducción a la sintaxis científica de la lengua griega de Bernhardi
ofrece una panorámica singularmente intuitiva de la evolución de la literatura
griega en relación con la construcción del discurso y el estilo; la obra da testimo-
nio de una lectura extraordinariamente profunda y concienzuda de los antiguos.*
a. Tachado: «La ausencia de este momento funda la diferencia entre el metro
de la poesía y el número de la prosa, a la cual la música sólo le es inherente si se
la toma en el sentido más vasto posible del término».
b. Se publicó en Berlín en 1829.

250
sía, así como de una lengua que se había formado de esta
suerte. Pero esto es muy distinto de lo anterior. El germen
de la prosa griega, igual que el de la poesía, formaba
parte de la disposición originaria del espíritu griego, y es
la individualidad de éste la que, sin detrimento de sus
esencias respectivas, funda la correlación de sus impron-
tas peculiares. Pues ya la poesía griega atestigua la ampli-
tud y libertad de vuelo del espíritu a las que se debe la
necesidad de crear la prosa. Ambas se desarrollaron de la
forma más natural a partir de su común origen y de un
impulso intelectual que las abarcaba por igual, y al que
sólo circunstancias exteriores habrían podido estorbar en
su desarrollo hacia las formas más perfectas. Y aún me-
nos puede explicarse el nacimiento de la prosa más eleva-
da como resultado de una aminoración de la mezcla de
elementos poéticos, causada por el objetivo concreto del
discurso y por el refinamiento del gusto.
La esencial diversidad de prosa y poesía tiene también
su efecto sobre la lengua, y cada una de ellas testimo-
nia su peculiaridad en la elección de las expresiones, de
las formas y de las construcciones gramaticales. Sin em-
bargo, lo que más contribuye a contraponer prosa y poe-
sía no son estos detalles, sino la tonalidad del conjunto,
fundada como está en lo más profundo de su esencia.
Por infinito e inagotable que sea el círculo de lo poético 197
hacia dentro, no deja de ser siempre un círculo cerrado,
que no lo acoge todo o que no conserva lo que acoge en
la forma que le era naturalmente propia; en cambio el
pensamiento que no se ve trabado por forma exterior
alguna puede moverse y desarrollarse libremente en todas
las direcciones, tanto en la acepción de lo singular como
en la composición de la idea general. Según esto, la nece-
sidad que conduce a la formación de la prosa radica en la
riqueza y en la libertad de la intelectualidad, y éste es el
motivo de que la prosa sea un elemento característico de
determinados períodos de la formación espiritual. Pero
posee también otra faceta especialmente estimulante y ha-
lagadora para el ánimo: su estrecha afinidad con las cir-
cunstancias de la vida cotidiana, que merced al ennobleci-

251
miento de aquélla ve incrementada su propia espirituali-
dad sin por eso perder nada de su verdad y natural senci-
llez. Desde este punto de vista la poesía puede incluso
llegar a optar por el ropaje prosaico con el fin de mostrar
la sensación en toda su pureza y verdad. Y del mismo
modo que el hombre puede en ocasiones llegar a aborre-
cer el mismo lenguaje, teniéndolo por prisión del alma y
desfigurador de sus más puras manifestaciones, y añorar
un modo de sentir y de pensar que fuese libre de ese
medio, puede también apartar de sí todo su ornato y
refugiarse en la sencillez de la prosa, aun estando inmerso
su ánimo en la más alta poesía.
Por su esencia la poesía lleva siempre consigo una for-
ma externa sujeta a arte. Mas en el alma puede nacer una
inclinación hacia la naturaleza que ponga a ésta en oposi-
ción al arte sin por eso restarle al sentimiento de aquélla
nada de su contenido ideal, y es ésta una actitud que pare-
ce ser propia de los pueblos que han nacido recientemente
a la cultura. Al menos no hay duda de que esto se da en
nuestra forma de sentir alemana, a lo que no debe ser
ajena la forma comparativamente menos sensible de nues-
tra lengua, en condiciones de profundidad por lo demás
equivalentes a las de otras.
El poeta puede aquí mantenerse deliberadamente cer-
cano a las circunstancias de la vida real, y si el poder de
su genio alcanza para ello, poner en vestimenta prosaica
una obra genuinamente poética. Baste recordar aquí el
Werther de Goethe, en el que cualquier lector puede ex-
perimentar hasta qué punto la forma externa está en rela-
ción de necesidad con el contenido interior. Sólo he hecho
mención de esto para mostrar cómo estados del alma
muy diversos pueden dar origen a actitudes propias de la
prosa y de la poesía, bien contraponiéndolas entre sí,
bien estableciendo vínculos de unión entre sus respectivas
esencias tanto internas como externas, todo lo cual no
198 deja de tener influencia sobre la conformación del carác-
ter de la lengua, ni, lo que para nosotros es quizá aún
más visible, deja de acusar a su vez la influencia de éste.
No obstante todo lo anterior, la poesía y la prosa

252
poseen características rigurosamente propias de cada una.
En la poesía griega la forma artística externa predomina-
ba sobre todo lo demás, en consonancia con el conjunto
de su idiosincrasia intelectual. Esto se debe, en parte, a la
estrecha asociación de poesía y música, pero también, sin
duda, en gran medida a la delicadeza del tacto con el que
ellos eran capaces de sopesar y medir el efecto que se
ejerce internamente sobre el ánimo. Por ejemplo, la come-
dia antigua adopta el ropaje rítmico más rico y variado.
Cuanto más profundamente descendía a describir y expre-
sar lo cotidiano y aun lo vulgar, más claramente percibía
la necesidad de sostener la dignidad y el interés por medio
de la sujeción a reglas de la forma exterior. Sus densas
parábasis, que reunían el más elevado tono poético con
una solidez enteramente práctica y patriarcal, atenta más
que nada a la sobriedad de las costumbres y a las virtudes
ciudadanas, se apoderan del ánimo del lector, como pue-
de apreciarse con la mayor viveza al leer a Aristófanes, y
lo sumen en una contradicción que, sin embargo, resulta
nuevamente conciliada en lo más hondo. Por otra parte
la inserción de fragmentos en prosa en medio de la poe-
sía, tal como se encuentra entre los indios o en Shakes-
peare, es enteramente ajena a los griegos. En estas partes
del drama ellos experimentaban la necesidad de acercar el
lenguaje de la escena al de la conversación, y poseían una
correcta intuición del hecho de que aun la más meticulosa
de las narraciones, puesta en boca de un personaje dra-
mático, tiene que distinguirse del relato épico de un rap-
sodo, por más que las más de las veces lo recuerde viva-
mente. El resultado fue la creación de metros propios
para estos pasajes, suerte de mediadores entre la forma
artística de la poesía y la natural sencillez de la prosa.
También sobre la prosa tuvo influencia esta misma
actitud general, que acabó imprimiéndole una forma ex-
terna particularmente artística. Aquí la idiosincrasia na-
cional se pone de manifiesto sobre todo en la visión y
enjuiciamiento críticos de los grandes prosistas. Allí don-
de nosotros mismos tomaríamos una dirección totalmente
distinta en nuestro juicio, ellos buscan la causa de su

253
excelencia sobre todo en el uso primoroso del número, en
las figuras retóricas más artísticas y en aspectos externos
de la periodización. El efecto del conjunto, la visión del
curso interior de las ideas, de la que el estilo no es sino
un reflejo, todo esto queda en sombra y aun parece des-
vanecerse cuando se leen escritos como los muy relevan-
199 tes de Dionisio de Halicarnaso sobre esta materia. Y, con
todo, tampoco cabe negar que, dejando de lado la parcia-
lidad y artificio de esta forma de crítica, la belleza de los
grandes modelos reposa también sobre esos detalles, y un
estudio pormenorizado de esta manera de ver las cosas
puede ayudarnos a penetrar mejor en lo más peculiar del
espíritu griego. Pues las obras del genio sólo actúan por
el conducto del modo como las reciben las naciones, y su
influencia sobre las lenguas, que es de lo que aquí nos
ocupamos, depende muy primordialmente de esta con-
cepción/
A medida que progresa la formación del espíritu, lle-
ga un momento en que ya no se contenta con intuiciones
y conjeturas más o menos difusas, sino que busca el fun-
damento de su conocer y pretende integrar en una unidad
sus contenidos. Es el período de constitución de la ciencia
y de la erudición que nace de ella, un período que no
puede por menos de ejercer la mayor influencia sobre la
lengua. Más arriba he mencionado ya la terminología que
se engendra en las diversas escuelas científicas (p. 191).
Mas éste es el momento de ocuparse de la influencia más
general que ejercen tales períodos, ya que la ciencia en
sentido estricto requiere el ropaje prosaico, y sólo por
azar puede servirse del de la poesía. Es éste un dominio
en el que el espíritu se ocupa sólo de lo objetivo, y de lo
subjetivo sólo en tanto en cuanto contiene necesidad; bus-
ca la verdad y el apartamiento de cualquier apariencia
tanto externa como interna. Sólo en virtud de esta labor

c. Tachado: «Del mismo modo que la prosa es el medio de la conversación y


sociable intercambio en su natural simplicidad, existe también para ella otro domi-
nio semejante, donde en lugar de hacer valer su propio modo de ser independiente
se limita a acompañar a la idea, mostrándola tan nítida y clara como le sea
posible, y es la ciencia y la erudición».

254
llega la lengua a alcanzar el grado último de precisión
en la demarcación y comprobación de los conceptos, así
como la más nítida apreciación de las frases y de las
partes de las frases que cooperan para un mismo objetivo.
En efecto, la forma científica del edificio del conoci-
miento, así como la comprobación de su relación con la
capacidad de conocer, aportan al espíritu algo completa-
mente nuevo, que supera en dignidad a todo lo singular,
y esto revierte directamente en la lengua confiriéndole un
carácter de suprema seriedad y un vigor capaz de elevar
los conceptos a la máxima claridad. Por otra parte, el uso 200
de esa forma científica fomenta en este dominio una fría
sobriedad que evita en la construcción todo rebuscamien-
to, que, por artístico que sea, causa siempre daño a la
facilidad de comprensión y es inapropiado para el objeti-
vo de la escueta exposición del objeto. En esto el uso
científico de la prosa da a ésta un tono muy distinto del
que hemos considerado hasta aquí. La lengua no puede
hacer valer en esto ninguna autonomía, sino que tiene
que ceñirse lo más estrechamente posible al pensamiento
y limitarse a acompañarlo y exponerlo.
De acuerdo con nuestro conocimiento de la evolución
del espíritu humano, Aristóteles puede ser llamado con
toda razón el fundador de la ciencia y del sentido cientí-
fico. Claro está que el impulso que condujo a ella había
nacido mucho antes, y que los progresos fueron gradua-
les, pero no lo es menos que sólo con él accedió la ciencia
a la plenitud de su concepto. Diríase que en él el concep-
to científico se elevó a una claridad hasta entonces igno-
rada, pues entre su exposición y su método investigador y
los de sus predecesores inmediatos existe un abismo en el
que no cabe postular progreso gradual. Aristóteles busca-
ba hechos, los reunía y ponía su empeño en llevarlos a
una idea universal. Examinó los sistemas edificados con
anterioridad a él, puso de manifiesto que eran insosteni-
bles, y se esforzó por dotar al suyo propio de una base
que reposase sobre una más profunda exploración de la
capacidad humana de conocer. Su genio titánico abarcó
una enorme extensión de conocimientos que reunió bajo

255
un nexo ordenado según conceptos. De un proceder como
el suyo, volcado tanto hacia la profundidad como hacia
la extensión, cuidadoso por igual de la materia y de la
forma del conocimiento, indagador de la verdad median-
te el más agudo discernimiento de cuanto no es sino apa-
riencia seductora, tenía que nacer un lenguaje que contras-
tase de manera llamativa con el de su inmediato predece-
sor y contemporáneo, Platón.
De hecho no es posible situar a Platón y a Aristóteles
en el mismo período evolutivo. La dicción platónica debe
considerarse como la cima de una época que no volvería
a renacer, en tanto que la aristotélica marca el comienzo
de una era nueva. Y en esto se advierte claramente el
efecto que ejercen las diversas modalidades de elaboración
del conocimiento filosófico. Pues sería sin duda equivoca-
do atribuir la lengua de Aristóteles, tan poco amena, tan
falta de ornato y tan innegablemente dura de oír, a una
sobriedad connatural o incluso a una premiosidad de es-
201 píritu. Muy al contrarío, la música y la poesía ocuparon
una parte muy sustancial de sus estudios. Sabemos, por
los pocos juicios suyos que han llegado hasta nosotros
sobre este campo, que una y otra tuvieron en él el más
profundo de los efectos, y sólo una natural inclinación
pudo llevarle a esta rama de la literatura. Poseemos tam-
bién un himno suyo, lleno de energía poética, y si hubie-
sen llegado hasta nosotros sus escritos exotéricos, en par-
ticular los diálogos, probablemente habríamos de formar
un juicio muy distinto sobre su estilo. Algunos pasajes de
sus escritos conservados, en especial la ética, son testimo-
nio de la altura a la que era capaz de elevarse también él.
Una filosofía verdaderamente profunda y concentrada po-
see también su propio camino para llegar a la cima de la
gran dicción. La solidez y cabal determinación de los
conceptos, allí donde la doctrina nace de un espíritu ge-
nuinamente creador, confieren también al lenguaje una
dignidad en perfecta consonancia con su interior hondura.
Auténtica y peculiar belleza alcanza también la confor-
mación del estilo filosófico entre nosotros en el intento de
dar forma a conceptos difíciles en los escritos de Fichte y

256
Schelling, y de vez en cuando, raramente pero en verdad
con un vigor que cautiva, en Kant. De suyo los resultados
de la investigación científica de hechos no son propensos
a engendrar por sí mismos una prosa elaborada, revestida
de aquella grandeza que nace por sí misma de la conside-
ración profunda y universal del conjunto de la naturale-
za; es la investigación misma la que, por el contrario,
favorece su creación, ya que ella es el origen de ese espí-
ritu que es el único capaz de realizar los más grandes
descubrimientos. Y si en este punto hago mención de las
decisivas obras que ha aportado a este dominio mi propio
hermano, no creo hacer otra cosa que repetir un juicio
general y frecuentemente expresado ya por otros.
Desde todos los puntos que abarca el campo del cono-
cimiento puede éste ir acercándose en su construcción a la
cima de lo universal, y esta elevación está en la más ínti-
ma relación con la meticulosa y cabal elaboración de los
fundamentos de hecho. Sólo cuando la erudición y el
afán por expandirla carecen de auténtico espíritu sufre
daño la lengua; éste es uno de los frentes desde los que la
prosa resulta amenazada. El otro es la degeneración de
la conversación culta y saturada de ideas a la simple con-
vencionalidad de lo cotidiano. Las obras del lenguaje sólo
pueden medrar cuando son impulsadas por la fuerza de
un espíritu empeñado en la prosecución de su propia for- 202
mación y en la conexión entre su propia esencia y el
conjunto del universo. Este empeño conoce infinitos ma-
tices y gradaciones, pero en último extremo, y aunque
cada hombre en particular no tenga cabal conciencia de
ello, su objetivo final, inscrito en su tendencia innata, es
esa gran conexión. Y cuando la idiosincrasia de una na-
ción carece de la energía necesaria para elevarse a tales
cimas, o cuando con la decadencia intelectual de una
nación culta su lengua se ve abandonada por el espíritu al
que debe toda su fuerza y por el cual había florecido, no
se engendra ya una prosa grande, o decae la que había,
puesto que la creación del espíritu se rebaja a una mera
recolección erudita.
La poesía es sólo patrimonio de momentos singulares

257
de la existencia y de muy especiales estados de ánimo del
espíritu. La prosa, por el contrario, acompaña al hombre
de continuo y en todas las manifestaciones de su actividad
espiritual. Se adapta a cualquier idea o sensación, y cuan-
do en una lengua ha alcanzado la determinación, la clari-
dad, la viveza y flexibilidad, la eufonía y armonía necesa-
rias para que desde cualquier punto pueda acometer las
más libres empresas, y cuando al mismo tiempo posee el
delicado tacto que le permite advertir hasta qué punto
debe en cada caso singular buscar esa elevación, entonces
y sólo entonces será simultáneamente testimonio y estímu-
lo para que el espíritu progrese con libertad, facilidad y
con la aconsejable cautela. Es ésta la más alta cumbre a
la que puede acceder la lengua en la conformación de su
carácter, de modo que necesita, desde el germen mismo
de su forma exterior, un fundamento auténticamente vas-
to y firme.
Si la prosa alcanza esta forma, la poesía no puede
haber quedado atrás, ya que ambas proceden de una fuen-
te común. Sin embargo la poesía sí puede ascender a un
notable grado de excelencia sin que la prosa alcance
un desarrollo análogo dentro de la misma lengua. Y, en
suma, el ciclo de ésta sólo se cierra con la simultaneidad
de ambas. La literatura griega, pese a sus extensas y muy
lamentables lagunas, nos muestra el curso de la evolución
de la lengua en este aspecto de una manera más completa
y más nítida que ninguna otra lengua. Sin que en ella se
aprecie influencia alguna de obras ya configuradas por
otros, lo que no obstante no excluye la influencia de ideas
ajenas, la literatura griega se desarrolla desde Hornero
hasta los escritores bizantinos, en todas sus fases, úni-
camente desde sí misma, a partir de las transformaciones
del espíritu de la nación motivadas por cambios tanto
externos como internos. El rasgo más característico de los
203 troncos helénicos es una movilidad propia del pueblo en
su conjunto, que busca tanto la libertad como la hegemo-
nía, pero que, cuando accede a ésta, gusta de presentar a
los sometidos la apariencia de aquélla. A semejanza de
las olas del mar cerrado que les rodeaba, esta movilidad

258
produjo, dentro de unas mismas fronteras relativas, trans-
formaciones incesantes, cambios de asentamiento, de gran-
deza y de dominio, y proporcionó al espíritu alimento
siempre nuevo y un constante acicate para derramarse en
todas las formas de actividad. Allí donde los griegos ex-
tendieron su acción a los lugares más remotos, por ejem-
plo al establecer en ellos colonias, reinó entre ellos este
mismo espíritu popular.
Mientras se mantuvo este estado de cosas, este princi-
pio interno de la nación no dejó de impregnar tanto la
lengua como sus obras. Es un período en el que se expe-
rimenta de la forma más viva la estrecha relación que
vincula entre sí el progreso de todos los productos del
espíritu, en el que poesía y prosa marchan de la mano
con todos sus géneros. Por el contrario, cuando a partir
de Alejandro Magno la lengua y la literatura griega fue-
ron difundidas por medio de conquistas, y cuando más
tarde se asociaron con el vencedor del mundo como obras
de un pueblo sometido, aunque nacieron todavía algunas
cabezas sobresalientes y algunos talentos poéticos aprecia-
bles, el principio que las animaba estaba ya muerto, y
con él aquella creación viva que era producto de la pleni-
tud de su propia fuerza. Es también el momento en el
que realmente se inaugura el conocimiento y noticia de
una gran parte del mundo; la observación científica y la
elaboración sistemática del conjunto de todos los saberes
se convirtieron en algo evidente para el espíritu gracias a
la doctrina y al ejemplo de Aristóteles, un hombre extraor-
dinario y fértil tanto en hechos como en ideas; la reunión
de ambas cosas en él constituye un hito en la historia de
la humanidad. El mundo de los objetos se impone ahora
con fuerza arrolladura a la creación subjetiva, y ésta se ve
aún más reprimida por causa de la literatura anterior. En
efecto, desaparecido el principio que la animaba, junto
con la libertad que había sido su fuente, esa literatura
tenía que aparecer revestida de un poder con el que nadie
podía atreverse a competir, por más que no dejasen de
intentarse toda suerte de imitaciones.
A partir de esta época se inicia, pues, ú*n paulatino

259
hundimiento de lengua y literatura. Sin embargo la activi-
dad científica se vuelve ahora a la elaboración y tratamien-
to de una y otra tal como se habían conservado en testi-
monios procedentes de las épocas de más puro florecimien-
to. A ello debemos el que hayan llegado hasta nosotros
tanto una gran parte de las obras más grandiosas de los
mejores tiempos como el reflejo que estas obras tuvieron
en las generaciones posteriores que se ocuparon expresa-
204 mente de ellas, generaciones que pertenecían a un mismo
pueblo al que, no obstante, los avalares de su destino
externo habían reducido a la condición de sometido.
Nuestro actual conocimiento de la literatura sánscrita
no nos permite formar un juicio seguro sobre el grado y
el alcance del desarrollo de su prosa. No obstante, las
circunstancias de la vida ciudadana y social en la India no
ofrecían condiciones tan favorables para ella. El espíritu
y el carácter de los griegos inclinaban a éstos, en medida
tal vez mayor que ninguna otra nación, a un tipo de
asociación en el que la conversación era, si no el objetivo
único, sí al menos el ingrediente principal. Tanto los pro-
cesos judiciales como los que tenían lugar en las asambleas
ciudadanas requerían una elocuencia capaz de convencer
y de mover los ánimos. Estas y otras circunstancias aná-
logas pueden ser la causa de que tampoco en el futuro
lleguen a descubrirse entre los indios restos de una litera-
tura que pueda parangonarse con el estilo de los historia-
dores, oradores y filósofos griegos.* En sí misma esta
lengua posee una riqueza, una flexibilidad, un conjunto
de cualidades capaces de conferir al discurso la más alta
perfección, dignidad y encanto, así que guarda en sí, sin
duda alguna, el germen de una evolución comparable a la

* Parece claro que Humboldt no llegó a conocer la literatura exegética de los


Vedas ni estos últimos, ya que su descubrimiento por la ciencia europea es algo
posterior. Aquí se halla una prosa en la que se confirma el punto de vista de
Humboldt en algún sentido, ya que la prosa india no parece haberse elevado, en
la época clásica, a la altura de un verdadero estilo prosístico, como elaboración
artística de los caracteres de la lengua hablada; la mayor parte de la literatura
india clásica en prosa es tributaria de las obras métricas y tiene un papel en cierto
modo complementario y auxiliar respecto de ellas; las obras gramaticales en prosa,
p. e., son comentarios a los sütras de Panini. (N. del T.)

260
del griego, y si hubiese llegado a desarrollar una prosa
verdaderamente elaborada, habría adquirido por eso mis-
mo facetas de carácter muy distintas de las que conoce-
mos en ella. De ello es prueba el tono de las narraciones
del Hitopadesa, sencillo, ameno, maravillosamente atrac-
tivo tanto por su precisa y delicada manera de describir
como por una muy peculiar agudeza de entendimiento.
La prosa romana se encuentra en una relación con la
poesía que difiere notablemente de la griega.d En ella se
aprecia un vigor semejante en la imitación de los modelos
griegos y en una originalidad que no deja de manifestarse
por doquier. Pues es patente que los romanos imprimie-
ron a su lengua y a su estilo la impronta de su desarrollo
político tanto interno como externo. Dado que su litera-
tura nace y florece en una época muy distinta, no podía
darse en ella una evolución tan originaria y natural como
la que advertimos entre los griegos desde la era homérica, 205
como resultado de la influencia permanente de aquellos
cantos tan tempranos. La gran prosa original romana
nace directamente del ánimo y del carácter, de la viril
gravedad, del rigor moral y de un patriotismo excluyente,
ora por su propio impulso, ora por contraste con la deca-
dencia posterior. No posee en grado comparable al de los
griegos un tono puramente intelectual, y todas estas razo-
nes juntas hacen que esta prosa carezca del ingenuo en-
canto de algunos escritores griegos, encanto que entre los
romanos sólo se manifiesta en la expresión poética, ya
que la poesía es capaz de llevar el ánimo a cualquier
estado. En casi todas las comparaciones que acostumbran
a hacerse entre autores griegos y romanos los primeros se
muestran menos solemnes, más sencillos y naturales. Hay,
pues, un poderoso contraste entre la prosa de ambas na-
ciones, y resulta difícil de creer que un autor como Tácito

d. Tachado: «cosa que tiene dos causas: el hecho de que los romanos tuvieron
en la literatura griega un modelo que no podía permanecer sin influencia, pero sin
duda también su propia originalidad, que en todo momento nos sale luminosamen-
te al encuentro. Ellos nunca olvidaron que eran romanos, y el conjunto del carác-
ter de su lengua y estilo demuestra que, incluso cuando se guiaban por un modelo,
no dejaban de imitarlo en calidad de dominadores».

261
pudiera ser comprendido realmente por los griegos de su
tiempo. Una prosa de tales características tenía que tener
sobre la lengua un efecto tanto más diverso cuanto que
ambas naciones habían recibido el mismo impulso de una
misma idiosincrasia nacional. De esta prosa no podía na-
cer ni engendrarse una flexibilidad ilimitada, capaz de
entregarse a toda idea, de seguir cualquier camino del
espíritu con idéntica facilidad y de hallar su verdadero
carácter en esta misma superación de toda parcialidad, en
esta movilidad que no rechaza nada de sí.
Si pasásemos ahora a considerar la prosa de las nacio-
nes modernas podríamos vernos abocados a observaciones
aún más complejas, ya que los modernos, cuando no han
desarrollado una originalidad propia, no han podido sus-
traerse a la atracción de griegos y romanos, cada uno a
su manera, a lo cual viene a sumarse el que circunstancias
históricas inéditas han engendrado en ellos formas antes
ignoradas de originalidad. Me contentaré aquí con obser-
var que las variadas relaciones entre prosa y poesía, y la
diversa manera como en consecuencia ejercen una y otra
su influencia sobre el espíritu, no pueden tener lugar sino
en el seno de una nación y de una lengua. Lo que ocurre
es que una familia lingüística permite hasta cierto punto
ignorar este tipo de diversidades entre las lenguas que la
componen, y concebir en una secuencia coherente la evo-
lución orgánica de aquéllas según los progresos de su
formación a lo largo de los siglos. El fundamento es y
sigue siendo siempre la forma exterior propia de la fami-
lia en su conjunto, una comunidad de tendencias debida
206 a la coincidencia de idiosincrasias intelectuales. Dentro de
este núcleo común la diversidad es resultado de los carac-
teres de las naciones y de la época en la que cada una ha
alcanzado el grado de desarrollo espiritual en el que pue-
den nacer prosa y poesía. Este será, pues, el tema del que
me ocuparé a continuación.
Antes de acometerlo deberé, sin embargo, hacer men-
ción de un tipo de relación de la poesía con la prosa que
hasta este momento no he tomado en consideración, y es
la que depende de la relación de ambas con la escritura.

262
AI cabo de las magistrales investigaciones de Wolf sobre
el origen de los poemas homéricos puede considerarse
como generalmente admitido que la poesía de un pueblo
puede permanecer sin ser fijada por escrito mucho tiem-
po después de la invención de la escritura; por lo tanto,
poesía y escritura no necesitan coincidir en el tiempo.
La poesía nace para glorificar el momento presente y
contribuir a la solemnidad de las grandes ocasiones, así
que en los primeros tiempos está tan estrechamente unida
a la vida, es un producto tan espontáneo de la imagina-
ción del poeta y de la comprensión de los oyentes, que la
fría intención de conservarla por escrito ha podido serle
enteramente ajena. La poesía manaba de los labios del
poeta, o de la escuela de recitadores que había hecho
suyos los poemas de aquél; era aquélla una declamación
viva, acompañada de canto y música instrumental. Las
palabras no formaban sino una de las partes, y estaban
inextricablemente unidas al resto. Y es la recitación en su
conjunto la que se transmitió a la posteridad, sin que
quepa suponer que nadie quisiese separar lo que tan estre-
chamente fundido se encontraba. Si atendemos a las ca-
racterísticas generales del modo como en tal período de la
vida espiritual del pueblo la poesía hunde sus raíces en
esa misma vida, comprenderemos que la mera idea de
fijarla por escrito resulte inconcebible. Esto sólo es posi-
ble cuando ha tenido lugar ya una reflexión que es a su
vez resultado del ejercicio meramente natural del arte a lo
largo del tiempo; también cuando la vida ciudadana se ha
desarrollado hasta hacer nacer en los hombres el deseo de
discernir las actividades y de conjuntar sus resultados en
una permanente cooperación. Sólo en estas condiciones
podía hacerse más laxa la unión de la poesía con la reci-
tación y con el disfrute momentáneo de la vida. Por otra
parte, el afán de dar a las palabras un orden poético,
junto con el metro, volvían en parte superflua la ayuda
de la escritura para la conservación y transmisión de la
poesía por la memoria.
Muy distinto es el caso de la prosa. No creo que la 207
dificultad más importante sea la imposibilidad de confiar

263
a la memoria un discurso extenso no sujeto a metro. Entre
los pueblos existe también, sin duda, una prosa puramente
nacional,* conservada por tradición oral, en la que con
seguridad ni el ropaje ni la expresión son casuales. Entre
los relatos de naciones que carecen de escritura hallamos
un uso de la lengua, un tipo de estilo, que son testimonio
de que han pasado de narrador a narrador con variaciones
seguramente nimias. También entre los niños se observa
que, para contar a otros lo que han oído, se sirven en
general de exactamente las mismas expresiones. Baste recor-
dar aquí la narración de Tangalea, de las islas Tonga.2
Y entre los vascos se encuentran todavía ahora cuentos no
fijados por escrito y que, de acuerdo con la expresión de
los nativos, pierden todo interés y toda su gracia natural si
se los traduce al español, lo que es prueba segura de que en
ellos se contempla de forma preferente la forma exterior.
El pueblo gusta tanto de ellos que incluso los tiene dividi-
dos en clases según su contenido. Yo mismo escuché uno
muy parecido a nuestra leyenda del cazador de ratas de
Hamelin. Otros contienen, con diversas alteraciones, mitos
de Hércules, y hay un cuento puramente local de una pe-
queña isla cercana a tierra3 que traslada la leyenda de Hero
y Leandro a un monje y su amante.
Pues bien, así como en el caso de la poesía temprana
la idea misma de su fijación por escrito resulta inconcebi-
ble, en la prosa, incluso antes de elevarse ésta a un rango
realmente artístico, tal idea forma parte de su objetivo
originario de una manera necesaria y directa. Se trata en
ella, en efecto, de indagar o representar hechos, de desa-
rrollar y enlazar conceptos, de proporcionar, en suma, la
relación de algo objetivo. Esta forma de actividad nace
de un estado de ánimo austero, interesado por la investi-

2. Mariner, Th., II, p. 377.


3. Izaro, en la bahía de Bermeo.''
e. Tachado: «Mi viaje inédito por Vizcaya, p. 186».
* Se habrá advertido que el concepto de «nación, nacional» no se relaciona en
Humboldt con el de «sociedad articulada estatalmente», sino que es la designación
de una comunidad geográfica, cultural y lingüística; se acerca, pues, en parte, a
la de «pueblo, popular» (N. del T.)

264
gación, por discernir verdad y apariencia confiando al
entendimiento la dirección de la empresa. Empieza, por
tanto, rechazando la forma métrica, mas no por lo gravo-
so de su atadura, sino porque la necesidad de la misma
no tiene en ella fundamento; al contrario, una forma que 208
imponga al lenguaje constricciones nacidas de un determi-
nado sentimiento no puede ser apropiada para la actitud
abierta de un entendimiento que indaga y establece co-
nexiones en toda dirección. Por esto mismo, y por la
naturaleza de la empresa en su conjunto, la fijación por
escrito ha de parecer no sólo deseable, sino incluso impres-
cindible. Pues tanto lo investigado como el curso mismo
de la investigación tienen que estar presentes con toda
seguridad y firmeza y en todos sus detalles. El propio
objetivo es la máxima perennización posible: la historia
debe conservar lo que de otro modo el curso del tiempo
se llevaría para siempre, y la enseñanza debe enlazar una
generación con la siguiente para hacer así posible el pro-
greso. La prosa funda y fortalece también la aparición de
individuos que se destacan de la masa con nombre propio
por la producción de su espíritu, pues la investigación
trae consigo indagaciones personales, exploración de paí-
ses extranjeros y métodos propios de relacionar las cosas
entre sí; y, en tiempos en los que faltan otras pruebas, la
verdad necesita al menos del aval de la persona, ya que el
historiador no puede, como hace el poeta, tomar su cré-
dito del Olimpo. Cuando en una nación se desarrolla la
disposición a la prosa, ella misma busca la facilidad de
la escritura, y tiene su estímulo en la escritura ya existente.
En la poesía el curso natural de la formación de los
pueblos da origen a dos géneros distintos,4 cuya diferen-

4. La comparación de la más antigua poesía de griegos e indios contenida en el


prólogo de A.W. Schlegel a su traducción del RSmayana es insuperable en cuanto a
expresión y está llena de un sentimiento propio de la poesía. Cuan incomparable
ganancia habría sido para la apreciación tanto filosófica como estética de ambas
literaturas, así como para la historia de la poesía en general, si este autor, dotado
como ningún otro para un menester de esta clase, quisiese escribir la historia de la
literatura india, o al menos parte de la misma, en particular de la poesía dramática,
sometiendo ésta a una crítica tan afortunada como la que ha disfrutado el texto de
otras naciones, del que se ha ocupado con tratamientos verdaderamente geniales.

265
cia se basa justamente en la carencia y en el uso de la
escritura. El primero nace con naturalidad del entusiasmo,
sin intención ni conciencia del arte; el segundo, por el
contrario, es posterior y más artificioso, aunque no por
eso menos profunda y auténticamente enraizado en el
espíritu poético. En la prosa, en cambio, esto no puede
ocurrir de la misma manera, y menos aún en los mismos
períodos. Y, no obstante, el hecho se da también en ella,
aunque de modo diferente. En efecto, cuando en un pue-
blo dotado de una feliz disposición para prosa y poesía se
producen circunstancias en las que la vida ha menester
una elocuencia capaz de fluir espontáneamente, también
aquí llega a darse, aunque de manera diferente, una unión
de la prosa con la vida del pueblo análoga a la que hemos
209 hallado más arriba en la poesía. También aquélla, al me-
nos mientras se mantenga libre de la conciencia de un
arte deliberado, empezará rechazando de sí una fijación
inevitablemente inerte y fría. No hay duda de que esto
era así en los grandes tiempos de Atenas, los que median
entre las guerras médicas y la del Peloponeso, e incluso
con posterioridad a ellas. Es seguro que rétores como
Temístocles, Pericles y Alcibíades desarrollaron un pode-
roso talento oratorio; de los dos últimos esto se dice ex-
presamente. Y, sin embargo, ninguno de sus discursos ha
llegado hasta nosotros, puesto que evidentemente los con-
tenidos en las obras historiográficas son de la exclusiva
cosecha de los propios historiadores, y tampoco parece
que en la Antigüedad se les hayan atribuido con certeza
escritos propios. Es verdad que en tiempos de Alcibíades
existían ya discursos escritos, incluso destinados a ser pro-
nunciados por personas distintas de las que los habían
redactado; no lo es menos, empero, que las circunstancias
de la vida del Estado en aquel período eran tales que esos
hombres, verdaderos guías estatales, no tenían ocasión ni
motivo para fijar por escrito sus discursos, ni antes ni des-
pués de pronunciarlos. Y esta elocuencia natural, igual
que la poesía, guardaba en sí la simiente, e incluso llegó
a ser en muchas de sus piezas el modelo nunca superado,
de la oratoria posterior, mucho más sujeta a arte.

266
Pues bien, no podíamos pasar aquí por alto estas co-
sas, siendo como es nuestro tema la influencia de ambos
géneros sobre la lengua. Los oradores tardíos recibieron
su lenguaje de una era en la que el genio de los rétores se
había visto impulsado, y el gusto del pueblo formado,
por creaciones tan magníficas del arte tanto plástico como
poético, que ese lenguaje tenía por fuerza que conte-
ner una plenitud y una finura muy superiores a las que
habría podido reclamar para sí en tiempos más tempranos.
Y algo muy semejante a esto tiene que haber ofrecido la
conversación viva en el seno de las escuelas de los fi-
lósofos.

La fuerza de las lenguas para desarrollarse felizmente


unas a partir de otras

34

Es de todo punto admirable comprobar la larga serie


de lenguas de estructura igualmente afortunada, de pare-
jo efecto estimulante sobre el espíritu, que ha nacido de
aquella otra que hemos de situar en la cúspide del tronco
sánscrito,* si admitimos en general la necesidad de supo-
ner para cada tronco una protolengua o lengua madre.
Por enumerar aquí ahora tan sólo los momentos que más
nos interesan, hallamos en primer lugar un estrecho pa- 27Ö
rentesco entre las lenguas zend y sánscrita, pero al mismo
tiempo una notable diversidad entre las mismas, por más
que ambas están penetradas por el más vivo principio de
fecundidad y regularidad en la formación de palabras y
formas. Del mismo tronco salieron luego las dos lenguas
de nuestra Antigüedad clásica, así como el conjunto de la
rama germánica, aunque ésta muestre un desarrollo cien-

* Si bien Humboldt no afirma nunca que el sánscrito fue la lengua madre de


las ahora llamadas «indoeuropeas», lo cierto es que sigue otorgándole en la desig-
nación un predominio neto, y que considera apropiado caracterizar esta familia
lingüística en su conjunto como «sánscrita», aunque ésta sea en él una denomina-
ción tipológica. (N. del T.)

267
tífico más tardío. Finalmente, una vez que la lengua lati-
na había degenerado tanto por corrupción como por frag-
mentación, nacieron de ella y florecieron como con nueva
fuerza vital las lenguas románicas, a las que tanto debe
nuestra cultura actual. Aquella protolengua guardaba,
pues, en su interior un principio de vida que hizo que, a
lo largo de más de tres milenios, se perpetuasen desde él
los hilos del desarrollo espiritual de la humanidad, ya que
incluso en la decadencia y desmembramiento halló la fuer-
za necesaria para regenerarse y dar lugar a nuevas formas
lingüísticas.
En la historia universal se ha especulado sobre la cues-
tión de cómo habrían sido las cosas si Cartago hubiese
vencido a Roma y hubiese dominado sobre la Europa
Occidental. Con idéntica razón cabría preguntarse qué
habría sucedido con nuestra cultura actual si los árabes
hubiesen seguido siendo, como lo fueron en tiempos, los
únicos depositarios de la ciencia, y fuesen ellos los que se
hubiesen expandido por Europa. Pues bien, para mí no
hay duda de que el resultado habría sido en ambos casos
menos favorable. La misma causa que produjo la hegemo-
nía mundial de los romanos, el espíritu y el carácter ro-
manos, y no razones externas ni azares del destino, son el
origen al que debemos la poderosa influencia de su domi-
nio sobre nuestras instituciones, leyes, lengua y cultura.
Tanto nuestra atención a esta cultura como una afinidad
interna de estirpe nos hicieron también sensibles y recep-
tivos respecto del espíritu y la lengua de los griegos. Los
árabes, por el contrario, sólo estuvieron interesados en
los resultados científicos de la investigación helénica. Aun
partiendo de un mismo fundamento, el de la Antigüedad
clásica, ellos nunca habrían sido capaces de poner en pie
el edificio de ciencia y arte del que con razón nos enorgu-
llecemos hoy.
Suponiendo que todo esto sea correcto, uno se pregun-
ta si esta superioridad de los pueblos del tronco sánscrito
es cosa de su disposición intelectual, de su lengua o de
circunstancias históricas especialmente felices. Pues bien,

268
salta a la vista que no tiene sentido imaginar ninguna de 211
estas causas por separado. La lengua y la disposición
intelectual, estando como están en permanente influencia
recíproca, no pueden separarse la una de la otra, y los
destinos históricos no deberían ser del todo ajenos a la
esencia interna de los pueblos y de los individuos, aunque
la relación no siempre nos resulte transparente. No obs-
tante, esa superioridad debería hacerse reconocible en al-
gún aspecto de la lengua, así que, partiendo del caso del
tronco lingüístico sánscrito, deberíamos preguntarnos a
qué se debe el que una lengua posea, en comparación con
otra, un principio vital capaz de engendrar por sí mismo
con mayor vigor y variedad. Y es claro que la causa ha de
ser doble: de un lado, que estamos hablando aquí no de
una lengua sola, sino de toda una familia de ellas, y, del
otro, la naturaleza individual de la estructura propia de
la lengua. Me demoraré ahora en la segunda, pues sólo
más tarde me propongo examinar las relaciones especiales
que vinculan entre sí las diversas lenguas de una misma
familia.
Se comprende que la lengua cuya estructura sea más
afín al espíritu, la que con más viveza estimule su activi-
dad, será también la que más fuerza posea para hacer
nacer de su seno todas las formaciones a las que dan
lugar el curso del tiempo y los avatares de los pueblos.
Sin embargo una respuesta de esta índole, que remite al
conjunto de la estructura de la lengua, resulta excesiva-
mente general, en rigor no hace sino repetir la pregunta
con otras palabras, siendo así que lo que aquí necesitamos
es una respuesta específica, que concierna a puntos con-
cretos, y entiendo que una respuesta así es, en efecto,
posible.
El lenguaje, tanto en la palabra aislada como en el
discurso trabado, es un acto, una acción realmente crea-
dora del espíritu, y este acto es individual en cada lengua,
estando su proceder determinado desde todas partes. Con-
cepto y sonido, unidos entre sí de una manera apropiada
a su verdadera esencia y sólo reconocible en el hecho

269
mismo de la unión, son proyectados hacia fuera como
palabra y discurso, y con ello se crea entre el mundo
exterior y el espíritu algo que es distinto de uno y otro.
Del vigor y regularidad de este acto depende la perfección
de la lengua en todas y cada una de sus excelencias, lle-
ven éstas el nombre que lleven, y en ellas reposa, por
tanto, también el principio que vive en la lengua y sigue
engendrando desde ella. Sin embargo ni siquiera es preci-
212 so hacer mención expresa de la regularidad a propósito
de este acto, pues está implicada en el concepto del vigor.
En efecto, una fuerza plena sólo puede desarrollarse por
el camino correcto. Todo rumbo incorrecto acaba siempre
tropezando con algún obstáculo que inhibe un perfecto
desarrollo. Si, en consecuencia, las lenguas sánscritas han
proporcionado al menos durante tres milenios la prueba
de su poder generador, esto no es sino el efecto de la
fuerza del acto creador de lenguaje en los pueblos a los
que pertenecen tales lenguas.
En un capítulo anterior (§ 22) hemos hablado por
extenso de la conjunción de la forma interna de la idea
con el sonido, y hemos reconocido en ella una síntesis
que sólo es posible en virtud de un acto genuinamente
creador del espíritu, ya que de los dos elementos que se
conjuntan se engendra un tercero en el que desaparece la
esencia individual de aquéllos. Pues bien, ésta es la sínte-
sis cuyo vigor nos interesa aquí y ahora. En el engendrar-
se del lenguaje por las naciones se alzará con la victoria
aquel tronco que sea capaz de producir esta síntesis con
la máxima vivacidad y con fuerza más intacta. En todas
las naciones que poseen lenguas imperfectas esta síntesis
o es débil por naturaleza, o se ha visto inhibida o parali-
zada por alguna circunstancia accidental. Sin embargo
todo esto sigue siendo aún demasiado general, cuando lo
que buscamos debe hallarse en las lenguas mismas de una
manera suficientemente determinada como para ser com-
probada como un hecho.

270
El acto espontáneo de la imposición * en las lenguas

Existen, en efecto, en la estructura gramatical de las


lenguas, puntos en los cuales esta síntesis, así como la
fuerza que la engendra, salen a la luz de una manera más
desnuda e inmediata; todo el resto del edificio de la len-
gua estará necesariamente en la más estrecha relación con
ellos. Dado que la síntesis de la que nos ocupamos en este
momento no es ninguna cualidad, y en realidad ni siquie-
ra una acción, sino que es el hacer mismo, en la realidad
de su condición tan momentánea como efímera, las pala-
bras no pueden contener signos especiales de ella; el mero
intento de hallar tales signos sería en sí mismo indicio de
la debilidad de ese mismo acto, por cuanto mostraría que
se desconoce su naturaleza. La presencia real de la sínte-
sis ha de revelarse en la lengua de un modo inmaterial;
hay que aceptar que es como un rayo que la ilumina
súbitamente, y que ha fundido una con otra las materias 213
por unir como una brasa llegada de ignotas regiones.
-Este punto es demasiado importante como para no
precisar de algún ejemplo. Cuando en una lengua una
raíz queda acuñada como sustantivo en virtud de un sufi-
jo, éste es el signo material de que ese concepto ha sido
puesto en relación con la categoría de la sustancia. Ahora
bien, el acto sintético por el cual, al decir la palabra en
cuestión, se produce realmente en el espíritu esa transfe-
rencia, no dispone de un signo propio en la palabra. Su
existencia se revela en la unidad y en la recíproca depen-
dencia de raíz y sufijo una vez fundidos una y otro, es
decir, en una designación de naturaleza diversa, indirecta,
pero emanada del mismo afán.

* Imposición = «.Setzen», concepto que en la filosofía del idealismo alemán


desempeña un papel fundamental; se trata del acto por el que el sujeto «pone» lo
distinto de él (en Fichte el «no-yo»). El contexto filosófico de este término hum-
boldtiano es, pues, la concepción de la actividad tanto práctica como teórica
(tanto exocéntrica como endocéntrica) como resultado de un movimiento espontá-
neo del sujeto, inducido tal vez desde fuera pero no causado ni determinado por
lo externo. Traducirlo como «imposición» supone conectarlo con una vieja tradi-
ción, de raíz medieval, que se ocupaba también de la síntesis lingüística como
«impositio nominum», como acto de imponer nombre a la idea. (N. del T.)

271
Tal como yo mismo he hecho en este caso concreto, se
podría llamar a este acto en general acto de la imposición
espontánea por conjunción (síntesis). En la lengua este
acto retorna una y otra vez en todo instante. Donde con
más claridad y evidencia se lo reconoce es en la construc-
ción de las frases, luego en las palabras derivadas por
flexión o afijación, y finalmente en todos los casos de
conexión del concepto con el sonido. En todos y cada
uno de estos casos se crea por conjunción algo nuevo, lo
cual es puesto en verdad como algo que (idealmente) tie-
ne consistencia propia. El espíritu crea, mas por el mismo
acto de su creación pone frente a sí lo creado y deja que,
en calidad de objeto, revierta sobre él. Y así, del mundo
tal como se refleja en el hombre, nace entre uno y otro la
lengua que vincula al hombre con el mundo y que fecun-
da a éste por medio de aquél. Queda así claro por qué la
vida entera de una lengua, la que la anima a lo largo de
todos sus períodos, depende del vigor de dicho acto.
Si a efectos de examinar y juzgar histórica y práctica-
mente las lenguas, objetivo del que intento no alejarme
nunca durante esta investigación, se quiere comprender
cómo puede reconocerse en su estructura el vigor de ese
acto, hallaremos en particular tres puntos a los cuales
parece ser inherente el acto mismo, de modo que, cuando
éste carece del vigor necesario, se advierten en ellos inten-
tos de suplir la falta de fuerza original por otras sendas.
Pues también aquí queda de manifiesto algo sobre lo cual
hemos insistido reiteradamente más arriba: que la orien-
tación correcta de la lengua (en el caso del chino, p. e. la
demarcación de las partes de la oración) está siempre
dada en el espíritu, pero que no siempre posee una vita-
214 lidad tan penetrante como para llegar a representarse tam-
bién en el sonido. Cuando eso ocurre, en la estructura
gramatical se produce una laguna que el espíritu tiene que
suplir, o bien aparece en su lugar un elemento análogo
pero inapropiado. También aquí se trata, pues, de hallar
en la estructura de la lengua el acto sintético, mostrando
no sólo su eficacia sobre el espíritu sino su verdadera
transición a la formación de sonidos. Los tres puntos

272
mencionados son el verbo, la conjunción y el pronombre
relativo. Valdrá la pena detenerse aún un momento en
cada uno de ellos.

Acto de la imposición espontánea en las lenguas.


El verbo

Empezaremos tratando separadamente el verbo. Éste


se distingue con aguda nitidez tanto del nombre como de
las otras partes de la oración que pueden aparecer en la
frase simple; pues sólo a él le es inherente, en calidad de
función gramatical propia, el acto de la imposición sinté-
tica. En sí mismo, y al igual que el nombre declinado,
debe su origen al acto de fusión de sus elementos con la
palabra radical, pero posee además la forma misma de
ese acto, y gracias a ella adquiere tanto la competencia
como la capacidad para ejercer a su vez dicho acto por
referencia a la intención de la frase. Existe, en consecuen-
cia, entre él y las demás palabras de la frase simple una
diferencia que prohibe considerarlo como miembro de
la misma especie que ellas. Todas las demás partes de la
frase son como materia inerte, pendiente aún de conexión;
sólo el verbo es el centro que contiene vida y se la parti-
cipa a lo demás. Merced a un único acto sintético conecta
a través del ser el predicado con el sujeto; el ser, que con
un predicado enérgico* se convierte en un hacer, queda
entonces asignado al sujeto mismo, de manera que lo que
sólo era pensado como susceptible de conexión se convier-
te en un estado o proceso de la realidad. Ya no sólo se
piensa en el rayo que cae, sino que es el rayo mismo el
que se precipita; no es sólo que «espíritu» e «imperecede-
ro» vengan a conjuntarse como cosas conectables, sino
que el espíritu es imperecedero. Si se me permite una
expresión más afín a los sentidos, la idea abandona me-
diante el verbo su sede interior y pasa a la realidad.

* Humboldt se sirve del término «energisch» en su sentido etimológico: «pro-


visto de una capacidad propia de obrar». (N. del T.)

273
275 Pues bien, si la naturaleza distintiva y la función pro-
pia del verbo son las indicadas, su conformación grama-
tical en cada lengua deberá anunciar si esta función carac-
terística halla o no expresión en la lengua, y de qué modo.
Cuando se quiere dar una idea de la disposición diversa
de las lenguas, es costumbre indicar cuántos tiempos, mo-
dos y conjugaciones poseen sus verbos respectivos, cuán-
tas clases de ellos posee cada una, etc. Y ciertamente
todos estos puntos poseen una importancia indiscutible.
Sin embargo nos dejan en la más completa ignorancia
sobre la verdadera esencia del verbo, que es el nervio de
toda la lengua. Lo que importa es si en el verbo de una
lengua se expresa su fuerza sintética, la función por la
que es verbo,' y de qué manera, y éste es un punto que
con demasiada frecuencia se pasa por alto. La exploración
no es entonces suficientemente profunda, pues no alcanza
hasta los verdaderos impulsos internos de la configuración
de la lengua, sino que se detiene en la superficie de la
estructura lingüística, sin advertir que ésta sólo adquie-
re su significación en la medida en que se muestra tam-
bién su relación con aquellas orientaciones más profundas.
En sánscrito la indicación de la fuerza sintética del
verbo reposa únicamente en el tratamiento gramatical de
esta parte de la oración, tratamiento que se atiene tan
por entero a su naturaleza que no deja nada por desear.
Y como, en el punto que aquí nos ocupa, el verbo se distin-
gue esencialmente de todas las demás partes de la oración
que aparecen en la frase simple, en sánscrito el verbo no
posee nada en común con el nombre, sino que ambos
están ahí perfectamente diferenciados, cada uno en su
forma pura. Bien es verdad que en determinados casos se
puede derivar un verbo a partir de un nombre ya caracte-
rizado como tal. Pero esto no quiere decir sino que aquí
el nombre se trate como una palabra-raíz, haciendo caso
omiso de su naturaleza propia. De hecho su desinencia,

1. En una de las sesiones de trabajo de la Berliner Akademie di lectura a un


trabajo mío en el que intentaba dar respuesta a esta pregunta tomando en consi-
deración las lenguas americanas cuya gramática nos es conocida.

274
esto es, la parte que designa su condición gramatical,
experimenta en ello algunas alteraciones. Y también es
habitual que, además del tratamiento verbal implicado en
esta transformación, se añada otra sílaba o letra que agre-
gue al concepto del nombre un segundo concepto de una 216
acción. Esto se percibe claramente en la segunda sílaba
del verbo kâmy-, de káma, «deseo». Y si los restantes
apéndices de otro tipo, como -y-, -sy-, etc., carecen de un
verdadero significado, no por eso dejan de expresar for-
malmente sus relaciones verbales en el hecho mismo de
que también hallan acomodo, y de manera muy semejan-
te, en verbos primitivos, obtenidos a partir de verdaderas
raíces, cosa que se comprueba en cuanto se prosigue la
investigación hasta el detalle de los casos concretos. Que
un nombre se convierta en verbo sin ningún apéndice de
este género es, con mucho, lo menos frecuente. Sin em-
bargo, la lengua antigua hace en general un uso extrema-
damente parco de todo este procedimiento de cambiar los
nombres en verbos.
En segundo lugar, la función del verbo que estamos
contemplando aquí supone que éste jamás reposa al modo
de una sustancia, sino que se muestra siempre como un
hacer singular y determinado desde todos los ángulos.
Tampoco la lengua le concede reposo, pues no construye,
como en el caso del nombre, una forma fundamental a la
que luego añada las relaciones, y ni siquiera su infinitivo
es de naturaleza verbal, sino que es claramente un nom-
bre, no derivado tampoco de parte alguna del verbo sino
de la raíz misma. Sin duda que este hecho merece la
calificación de defecto de la lengua, que en esto parece
desconocer la peculiarísima naturaleza inherente al infini-
tivo. Mas demuestra también hasta qué punto está la
lengua empeñada en apartar del verbo hasta la última
apariencia de naturaleza nominal. El nombre es una cosa,
y como tal puede entrar a formar parte de relaciones y
adoptar signos para las mismas. Por el contrario el verbo,
como acción momentánea y efímera, no es sino el concep-
to mismo de la relación, y así es como, en efecto, lo
representa la lengua sánscrita. No me parece necesario

275
advertir cuan disparatado sería imaginar las sílabas de
caracterización de los tiempos especiales del verbo sánscri-
to como correlativas de las formas fundamentales del nom-
bre. Si se exceptúan los verbos de la cuarta y de la décima
clase, de los que volveremos a ocuparnos en seguida, lo
único que queda son vocales con o sin inserción de soni-
dos nasales, lo que, según toda evidencia, no son sino
adiciones fonéticas a la raíz para marcar su transición a
la forma verbal.*
En tercer lugar, en las lenguas la configuración inter-
na de una parte de la oración no suele disponer de un
signo fonético propio, sino que en general se da a cono-
cer por medio de la unidad sonora simbólica de la forma
gramatical. Y en relación con esto puede afirmarse, sin
temor a error, que en sánscrito la unidad de las formas
verbales es aún más estrecha y cerrada que la de las for-
277 mas nominales. En páginas anteriores he advertido ya
que en esta lengua el nombre nunca acrecienta la vocal
del tema con guna en ninguna de sus transformaciones,
cosa que, en cambio, el verbo hace con la mayor frecuen-
cia. Se diría que en el nombre la lengua desea tolerar aún
un cierto grado de aislamiento entre tema y sufijo, cosa
que en el verbo desaparece por completo. Y, con la única
excepción de los sufijos pronominales contenidos en las
desinencias de persona, la significación de los elementos
no puramente fonéticos de la formación verbal es mucho
más difícil de detectar de lo que ocurre, al menos en
algunos puntos, en la formación de los nombres. Entre
las lenguas que parten de un concepto verdadero de las
formas gramaticales (flexivas), y aquellas otras que se
acercan sólo imperfectamente a ese concepto (aglutinan-
tes), podemos suponer que la diferencia estriba en que las
primeras forman signos cuyos componentes, tomados se-
paradamente, son por entero incomprensibles, en tanto

* Puede haber en este punto alguna confusión en la descripción gramatical que


hace Humboldt del verbo sánscrito, motivada por la transformación histórica de
ciertos sonidos nasales consonanticos en vocales; la ignorancia de la «nasalis
sonans» le hace interpretar como «adición de vocal» lo que en origen era sufijo
consonantico. (N. del T.)

216
que las segundas se limitan a acoplar estrechamente dos
conceptos, cada uno de los cuales posee significación pro-
pia. Pues bien, a lo largo y a lo ancho de la lengua
sánscrita las formas verbales llevan en sí la más evidente
impronta de lo primero. En consecuencia la designación
de cada una de las posibles relaciones no es siempre la
misma, sino que es analógicamente homomorfa, y cada
caso particular se trata como tal, de acuerdo con los
sonidos de los medios designativos y del tema, conservan-
do tan sólo la analogía general. Por eso estos medios
designativos poseen diversas propiedades, aplicables cada
una sólo a determinados casos concretos, como he expues-
to ya más arriba (pp. 135-137) a propósito del aumento y
de la reduplicación.
Verdaderamente admirable resulta la sencillez de los
medios con los que la lengua produce una variedad de
formas verbales tan poco común. Sólo es posible distin-
guirlas entre sí justamente porque todas las transforma-
ciones de los sonidos, ya sean significativas, ya puramen-
te fonéticas, se conectan entre sí de maneras diversas, de
modo que sólo una determinada combinación de ellas
puede caracterizar cada forma singular; la forma misma
obtiene su capacidad de significar únicamente en virtud
del hecho de que ocupa una cierta posición en el esquema
de la conjugación, por más que el tiempo haya podido
erosionar justamente sus sonidos significativos. Los prin-
cipales elementos de los que se componen las formas ver-
bales son las desinencias personales, las designaciones sim-
bólicas por medio del aumento y la reduplicación, y los
sonidos, seguramente sólo eufónicos, que marcan las di-
versas clases de verbos. Además de éstos, sólo existen dos 218
sonidos, i y s, que, cuando no son también de origen
puramente fonético, funcionan como verdaderas designa-
ciones de diátesis, tiempo y modo. Como me parece que
en estos últimos se designa gramaticalmente un uso par-
ticularmente delicado y útil de palabras que en origen
poseían significación propia, me gustaría demorarme aún
un momento en ellos.
Bopp es el primero que, con notable agudeza e incon-

277
fundible seguridad, ha identificado el primer futuro, así
como una de las formaciones del pretérito multiforme
con aumento, como composición a partir de una palabra
raíz y el verbo as, «ser». Con perspicacia comparable
Haughton cree descubrir en el sufijo ya de la pasiva el
verbo «ir», en su forma / o ya. También en los casos en
los que aparecen s o sy, sin que resulte tan transparente
como en los señalados más arriba la presencia del verbo
as, pueden considerarse estos sonidos como procedentes
de él, cosa que en parte advierte ya el propio Bopp.* Si
consideramos todos estos casos en los que i u otros soni-
dos de idéntica procedencia parecen poseer alguna signifi-
cación en las formas verbales, comprobaremos en el ver-
bo algo semejante a lo que ya hemos observado en el
nombre. Del mismo modo que en éste diversas formas del
pronombre forman casos de la declinación, en el verbo
cumplen el mismo papel dos verbos de la significación
más universal. Tanto en esta significación como en el
sonido mismo se traiciona la intención de la lengua de no
utilizar la composición para una verdadera unión de dos
conceptos verbales determinados, como hacen otras len-
guas que indican la naturaleza verbal mediante la adición
del verbo «hacer»; aquí, en cambio, tan sólo se toma
calladamente pie en la significación propia del verbo aso-
ciado, y se utiliza su sonido como un simple medio de
indicar en qué categoría del verbo ha de localizarse la
forma en cuestión. El verbo «ir» podría aplicarse a una
cantidad indeterminable de relaciones del concepto. El
movimiento hacia algo puede considerarse, desde el pun-
to de vista de su causa, como voluntario o involuntario,
como un querer activo o como un llegar a ser pasivo; o,
desde el punto de vista del efecto, como un producir, un
alcanzar, etc. Pero desde el punto de vista fonético no
hay duda de que la vocal / es el sonido más apropia-
do para funcionar esencialmente como un sufijo, así como
para desempeñar este papel híbrido de significación y sim-

* Estas opiniones han sido entre tanto desechadas por la gramática histórica.
(N. del T.)

278
bolización, de manera tal que, aunque el sonido tenga su
origen en la primera, ésta pase sin embargo a segundo 219
plano y quede en sombra. Pues ya de suyo esta vocal
aparece en el verbo con frecuencia como sonido de tran-
sición, y sus variantes eufónicas y, ay contribuyen a mul-
tiplicar la variedad de los sonidos en la configuración de
las formas; es ésta una ventaja que no poseía la a; y, en
cuanto a la u, posee como sonido una gravedad demasia-
do marcada como para servir tan frecuentemente a una
simbolización inmaterial. De la s del verbo ser no puede
afirmarse lo mismo, pero sí algo semejante, ya que en
parte se utiliza también con fines puramente fonéticos, y
modifica su sonido según la vocal que le preceda.2

2. Si intento en este punto llevar la afirmación de Haughton (Ed. de Manu,


parte I, p. 329) más lejos, es porque quisiera pensar que este excelente erudito lo
habría hecho por sí mismo si en el pasaje aducido su interés hubiese estado
concentrado en esta conjetura etimológica y no, como parece, en la constatación
lógica del verbum neutrum y de la pasiva. Pues forzoso es reconocer sinceramente
que el concepto del andar no coincide con el de la pasiva en sí, sino tan sólo en la
medida en que se considere éste, en relación con el concepto del verbo neutro,
como un proceso, y aun así sólo hasta cierto punto. De acuerdo con la exposición
de Haughton, éste es también el caso en indostánico, lengua en la cual se opone al
ser. También las lenguas actuales que carecen de una palabra que designe el acceso
al ser de un modo directo, no metafórico, como lo hacen el griego yíoeaocei, el
latín fieri y el alemán werden, recurren a la expresión plástica del andar, pero con
más sentido, colocándose en cierto modo en el punto de llegada del trayecto y
concibiendo el andar como un venir: diventare, devenir, to become. Por eso en
sánscrito, y aun suponiendo que la mencionada etimología sea la correcta, la
fuerza principal de la pasiva ha de estar en la conjugación neutra (el âtmanepa-
dam), y la vinculación de ésta con el andar designará este último como referido a
sí mismo, como una transformación interna, no proyectada hacia el exterior. En
este sentido no deja de ser notable —y Haughton podría haberlo argüido en favor
de su parecer— el hecho de que los intensivos sólo tomen la sílaba ya en
el atmanepadam, cosa que traiciona una cierta afinidad especial de ya con esta
modalidad de la flexión verbal. A primera vista llama la atención que este ya esté
ausente, tanto en la pasiva como en la conjugación intensiva, en aquellos tiempos
de carácter general en los que no tienen efecto las diferencias de clase verbal. Sin
embargo ésta me parece una nueva prueba de que la pasiva se desarrolló a partir
del verbo neutro de la cuarta clase verbal; la lengua, atenta siempre al curso de las
formas, no quiso llevar una sílaba característica tomada de esa clase más allá de
los límites de ésta. El sy de los desiderativos, sea cual sea su significación, se
mantiene también en los tiempos antedichos, y no sufre restricción alguna en
cuanto a los tiempos de las clases porque no está en relación con ellos. El concep-
to del andar se compagina, mucho mejor y más naturalmente que con el de la
pasiva, con los denominativos formados mediante la inserción de y, cuyo sentido
es indicar un deseo o reclamación, un apropiarse o reconstruir imitando una cosa.
También en los verbos causales puede haber prevalecido ese mismo concepto, de

279
220 En las lenguas un desarrollo nace siempre a partir de
otro anterior, de manera que éste ejerce sobre el nuevo
un efecto determinante. En sánscrito son las formas fóni-
cas las que mejor permiten seguir el hilo de estas transfor-
maciones, de lo que es un ejemplo singularmente notable
la voz pasiva. De acuerdo con una concepción gramatical
correcta, este género verbal es siempre sólo un correlato
del activo; se trata de una genuina inversión de éste. Aho-
ra bien, por más que, por el sentido, el que actúa ha de
aparecer como paciente y a la inversa, la forma gramati-
cal obliga a que, pese a todo, el paciente siga siendo
sujeto del verbo, en tanto que el agente queda regido por
él. El sánscrito, sin embargo, no hace suyo este criterio
gramatical, que es el único correcto, a la hora de construir
la forma pasiva, cosa que se hace patente en general,
pero sobre todo allí donde se trata de expresar el infiniti-
vo de la pasiva. Por otra parte, la pasiva expresa algo
que tiene que ver con la persona, que se refiere interna-
mente a ella, con exclusión de su propia actividad. Pues
bien, del mismo modo que, en general, la lengua sánscri-
ta procede en toda la flexión del verbo de acuerdo con
una estricta separación de la acción hacia fuera y de la
experiencia hacia dentro, formalmente toma la voz pasiva
también desde este punto de vista. De ahí que la clase
verbal que con más frecuencia sigue la modalidad interna
fuese también la que proporcionó el punto de partida

modo que tal vez no sea por entero desacertado, sino más bien recuerdo de su
procedencia, el que los gramáticos indios vean en / la sílaba que caracteriza a esos
verbos, y en ay sólo su expansión fonética necesaria (cfr. Bopp, Lat, Sanskrit.-
Gramm., p. 142, nota 233). La comparación con los denominativos, de formación
enteramente igual, lo hace muy probable. En los verbos formados mediante kamy
a partir de nombres esta sílaba adicional parece un compuesto de kama, «deseo»,
e /, «ir», en consecuencia, un verbo denominativo completo por derecho propio.
Y, si se me permite llevar aún más lejos estas conjeturas, el sy de los desiderativos
podría entenderse como un «ir a un estado», cosa que podría aplicarse también a
la etimología del segundo futuro. Lo que Bopp (Über das Conjugationssystem der
Sanskritsprache, pp. 29-33; Annals of Oriental Literature, pp. 45-50) ha advertido
con tanta agudeza como acierto a propósito del parentesco entre el potencial y el
segundo futuro puede compaginarse muy bien con todo esto. Los denominativos
caracterizados por sya y asya parecen estar formados sobre el modelo de los
desiderativos.

280
para la sílaba que caracteriza a la pasiva. Ahora bien, el
verdadero concepto de la pasiva, que implica una contra-
dicción entre significado y forma que no se resuelve, y
que es sin duda de difícil mantenimiento, resulta imposi-
ble de aprehender adecuadamente si se lo asocia con una
acción que permanece encerrada en el sujeto mismo; en
esta asociación apenas es posible mantenerla libre de con-
ceptos concomitantes. Por referencia a lo primero, puede 227
observarse cómo algunas lenguas, por ejemplo las mala-
yas, y entre ellas en particular el tagalo, se esfuerzan
penosamente por llegar a producir una especie de pasi-
va. Por referencia a lo segundo, es claro que el concep-
to puro de la pasiva, que la lengua sánscrita posterior
realiza correctamente, según puede advertirse en sus
obras, no llegó a penetrar en la formación primera de la
lengua. Pues en lugar de dotar a la pasiva de una expre-
sión susceptible de aplicación a todos los tiempos de
una manera homogénea o al menos análoga, la vincula
con la cuarta clase de verbos y confina su característica
a los límites de esa clase, ya que en las formas que no
caen dentro de ella se contenta con una designación más
imperfecta.*
Mas, volviendo ahora a nuestro tema primero, en sáns-
crito el sentimiento de la fuerza sintética del verbo ha
impregnado la lengua en su conjunto. La lengua ha crea-
do para él no sólo una expresión resuelta y clara, sino en
verdad la única que le conviene auténticamente, y cuya
naturaleza puramente simbólica es índice de su fuerza y
vivacidad. Pues, como ya he advertido tantas veces a lo
largo de estas páginas, allí donde la forma lingüística se
mantiene clara y viva en el espíritu, no deja de intervenir
en el desarrollo externo que guía en general la formación
externa de la lengua, imponiéndose y no consintiendo
una ciega prosecución de caminos ya iniciados, si en lugar
de formas puras se contentan con meros subrogados su-

* Esta descripción de la pasiva india no es correcta, y reposa sobre el descono-


cimiento de la diferencia antigua entre la acentuación de la 4.a clase de presentes
(sobre la raíz) y la de la pasiva (en el sufijo, por lo demás idéntico al de la
4.a clase). Pero es cierto que fuera del presente la pasiva apenas dispone de
formas propias. (N. del T.)

281
yos. En esto el sánscrito nos ofrece ejemplos apropiados
tanto del éxito como del fracaso en este punto. Por una
parte, expresa de una forma pura y decidida la función
del verbo, pero en la designación de la pasiva, por la
otra, deja que un camino exterior tomado previamente le
conduzca en la dirección equivocada.
Una de las consecuencias más naturales y generales de
la ignorancia interna, o mejor, de la falta de un pleno
reconocimiento de la función verbal, es el desdibujamien-
to de las fronteras entre nombre y verbo. Una misma
palabra puede, entonces, funcionar en calidad de cualquie-
ra de estas partes de la oración; cualquier nombre puede
acuñarse como verbo; los rasgos que caracterizan al ver-
bo sirven más para modificar su concepto que para mar-
car su función; los de tiempos y modos acompañan al
verbo con autonomía propia, y la conexión con el pro-
nombre es tan débil que no hay más remedio que comple-
tar mentalmente con el verbo «ser» ese presunto verbo,
que más que tal viene a ser en realidad una forma nomi-
222 nal con significación verbal. El resultado es, naturalmen-
te, que auténticas relaciones verbales se ven atraídas al
dominio de las relaciones nominales, y que unas y otras
acaban fundiéndose de mil maneras diversas.
Lo dicho en este punto se aplica al tronco de las len-
guas malayas en medida tal vez superior a cualquier otro.
Estas lenguas padecen en efecto, con pocas excepciones,
la falta de flexión propia del chino, mas, a diferencia de
éste, no rechazan cualquier conformación gramatical con
despectiva resignación, sino que la buscan, la encuentran
también, aunque de un modo parcial, y en ésta su parcia-
lidad le dan una admirable difusión. Formaciones que los
gramáticos consideran completas hasta el punto de pasar-
las por conjugaciones enteras resultan ser claramente for-
mas nominales genuinas y, aunque ninguna lengua puede
carecer de verbo, quien busque la verdadera expresión de
esta parte de la oración en las lenguas malayas experi-
mentará un intenso sentimiento de ausencia de la misma.
Y esto no sólo sucede en la lengua de Malaca, de estructura
relativamente sencilla en comparación con las demás, sino

282
también en tagalo, que dentro del malayo es, sin duda,
una lengua muy rica en formas. Es notable el caso del
javanés, en el cual el cambio de la letra inicial por otra de
la misma clase permite que formas nominales se transfor-
men en verbales, y a la inversa. A primera vista se trata
de una designación auténticamente simbólica; más adelan-
te (en el segundo libro) mostraré cómo este cambio de
letra no es sino consecuencia de la erosión de un prefijo
en el curso del tiempo. En este punto no deseo extender-
me sobre esta materia porque será objeto de tratamiento
propio y pormenorizado en los libros segundo y tercero
de este mismo trabajo.
En las lenguas en las que el verbo posee signos muy
imperfectos de su verdadera función, o que incluso carece
de ellos por completo, el verbo acaba por sí mismo coin-
cidiendo más o menos con el atributo, esto es, con un
nombre, de modo que el verbo propiamente dicho, el que
indica que lo pensado se pone realmente, tiene que aña-
dirse al sujeto y a este atributo como verbo «ser». Tam-
poco las lenguas de más elevada cultura son del todo
ajenas a esta omisión del verbo allí donde se trata tan
sólo de atribuir una propiedad a una cosa. Esta construc-
ción se encuentra con frecuencia en sánscrito y en latín, y
más raramente en griego. Mas, cuando el verbo posee un
pleno desarrollo, esto no tiene nada que ver con la carac-
terización del mismo, sino que se trata simplemente de un
tipo de frase. Por el contrario las lenguas cuya estructura
sólo laboriosamente alcanza a expresar lo verbal otorgan 223
a esta construcción una forma especial, y de este modo
acaban integrándola de algún modo en la estructura mis-
ma del verbo. Así, en mexicano se puede decir «yo amo»
de dos maneras: ni-tlazotla y ni-tlazotla-ni. Lo primero es
una conexión del pronombre verbal con la raíz del verbo;
lo segundo, en cambio, es conexión del mismo pronombre
con un participio, en el sentido de que en mexicano exis-
ten ciertos adjetivos verbales que, aunque no contienen
propiamente el concepto del curso de la acción (de ese
elemento que, unido a los tres estadios del tiempo, da

283
lugar al tiempo verbal propiamente dicho),3 pueden reci-
bir el nombre de participios al menos desde el punto de
vista de que poseen significación activa, pasiva o reflexi-
va. Vetancourt, en su Gramática mexicana,4 hace de la
segunda de las formas indicadas un tiempo que significa
acción habitual. Claro está que ésta es una opinión erró-
nea: una forma como la que él supone nunca podría ser
un tiempo, sino que tendría que poder conjugarse en dis-
tintos tiempos, lo que no ocurre. Sin embargo, de la
determinación precisa que Vetancourt hace del significado
de la expresión se infiere que ésta no es otra cosa que la
unión de un pronombre con un nombre, con elisión del
verbo «ser». «Yo amo» es una construcción con expresión
verbal pura; «yo soy amante» (esto es, «suelo amar») no
es, en rigor, una forma verbal, sino una frase. Sin embar-
go en cierto modo la lengua etiqueta esta construcción
como forma verbal desde el momento en que dentro de la
misma sólo consiente el uso del pronombre verbal. Tam-
bién trata el atributo como un verbo, ya que asocia con él
las palabras regidas por éste:

ni-te-tla-namaca - ni «yo (soy) un vendedor de algo a


alguien»

224 esto es, suelo vender, soy un comerciante.


La lengua mixteca, también en Nueva España, distingue
por la posición de sustantivo y atributivo el caso en el

3. Me atengo en esto a una teoría de los gramáticos griegos que en mi opinión


ha sido olvidada con excesiva frecuencia y sin razón alguna, a saber, que cada
tiempo verbal se forma por la combinación de los tres tiempos reales con los tres
estadios del curso de la acción; Harris la ha expuesto en su Hermès," y Leitz en
tratados de la serie Akademische Abhandlungen,b lamentablemente demasiado
poco conocidos, y ambos lo han hecho con gran claridad; Wolf la ha ampliado
determinando con más precisión la naturaleza de los tres aoristos. El verbo es la
enérgica síntesis de un atributivo enérgico (no meramente cualitativo) por medio
del ser. En el atributivo enérgico están los tres estadios de la acción, y en el ser
está el tiempo. Entiendo que Bernhardi ha mostrado y fundamentado esto correc-
tamente.
4. Arte de lengua mexicana, México, 1673, p. 6.
a. Hermes or a philosophical inquiry concerning language and universal gram-
mar, Londres, 1751.
b. De temporibus et modis verbi graeci et latini, Leipzig, 1766.

284
que el segundo es designado como perteneciente de suyo
al sustantivo, y aquél en que le es asignado al sustantivo
por la expresión verbal. En el primer caso, el atributivo
sigue al sustantivo, en el segundo le precede:

naha quadza «la mujer mala»


quadza naha «la mujer es mala»5

La incapacidad de poner directamente en la forma del


verbo la expresión del ser como agente de la síntesis,
incapacidad que en todos los casos expuestos es responsa-
ble de la completa falta de tal expresión, puede, sin em-
bargo, producir un efecto contrario: el de hacer aparecer
ese verbo de manera totalmente material allí donde en
modo alguno debería estar de esa manera. Así ocurre
cuando un verbo realmente atributivo (/'/, volaf) tiene el
ser como auténtico verbo auxiliar (est iens, est volons). Es
éste, sin embargo, un medio de proporcionar información
que no ayuda a salir del atolladero en que quedó preso el
espíritu formador de la lengua. Pues, dado que este auxi-
liar tiene que poseer forma de verbo y no puede ser a su
vez sino la unión del ser con un atributivo enérgico, esta
unión se produce una y otra vez, y la diferencia radica
sólo en que, así como en los demás casos esa unión vuel-
ve a producirse en todo verbo, aquí se la mantiene tan
sólo en uno de ellos.
El sentimiento de la necesidad de tal verbo auxiliar
revela también que la formación de la lengua, aunque no
ha poseído la fuerza necesaria para proporcionar una ex-
presión propia a la verdadera función del verbo, ha teni-
do presente, sin embargo, su concepto. No es menester
aportar ejemplos de algo que aparece con tanta frecuen-
cia en las lenguas, ya sea en el conjunto de la formación
del verbo, ya en algunas de sus configuraciones. Me pro-
pongo, sin embargo, demorarme un poco en un caso más
interesante y raro: aquél en el que la función del verbo
auxiliar (la adición del «ser») se confía no al verbo mis-

5. Arte mixteca, compuesta por Fr. Antonio de los Reyes.

285
mo sino a otra parte de la oración, el pronombre, en
forma, por lo demás, del todo semejante.
En la lengua de los yarura, pueblo que habita entre el
río Casanare y el curso bajo del Orinoco, toda la conju-
gación se construye de la manera más simple mediante la
225 conjunción del pronombre con las partículas que indican
el tiempo. Tal conjunción representa por sí misma al verbo
ser, y, afijada a una palabra, da lugar a las diversas sílabas
flexivas de la misma. El verbo «ser» en sí mismo carece
por completo de cualquier sonido radical propio distinto de
los pronombres o de las partículas temporales. Y, dado que
el presente no posee una partícula temporal propia, las
personas en presente son únicamente las del pronombre, el
cual sólo difiere de su figura independiente porque aquí se
presenta en forma abreviada.6 Así las tres personas del
singular del verbo «ser» son que, me, di,1 literalmente «yo»,
«tú», «él». En imperfecto se hace preceder a estas sílabas
la partícula rí: ri-que, «yo era», y en conjunción con un
nombre, ui ri-di, «era (había) agua»; como verbo propia-
mente dicho jura-ri-di, «él comía». En consecuencia, que
significa «yo soy», y esta forma del pronombre expresa en
realidad la función del verbo.
Hay que notar que esta unión del pronombre con las
partículas temporales no puede usarse nunca por sí mis-
ma, sino sólo de manera que, por medio de alguna otra
palabra, que puede ser cualquier parte de la oración, se

6. Entre el pronombre independiente coddé, «yo», y la correspondiente carac-


terística verbal que, la diferencia parece ciertamente mayor. Sin embargo, en
acusativo la forma independiente es qua y, si se compara coddé con el pronombre
demostrativo oddé, se advierte en seguida que el único sonido radical de la prime-
ra persona es k-, y que coddé es una forma compuesta.
7. Debemos las noticias sobre esta lengua al cuidado y aplicación del honora-
ble Hervás. Suya fue la loable idea de mover a los jesuítas expulsados de América
y España, y refugiados en Italia, a que pusieran por escrito sus recuerdos de las
lenguas de los nativos americanos entre los cuales habían ejercido de misioneros.
Reunió sus testimonios, donde le pareció oportuno introdujo algunas modificacio-
nes, y dio así origen a una serie de gramáticas manuscritas de lenguas sobre las
cuales carecemos de cualquier otra noticia. Cuando fui embajador en Roma me
hice transcribir esta colección, e hice también cotejar la copia, gracias a la bonda-
dosa cooperación del actual embajador prusiano en Roma, señor Bunsen, con el
original de puño y letra de Hervás, depositado a la muerte de éste en el Collegio
Romano. Los testimonios de la lengua yarura proceden del ex jesuíta Forneri.

286
forme una frase. Que, di no significan nunca por sí solos
«yo soy», «él es», pero ui di significa «es agua», y jura-
n-di (con -n- eufónica), «él come». En rigor la forma
gramatical de estas locuciones no es, pues, la que estába-
mos comentando en este punto, esto es, la incorporación
del concepto del ser al pronombre, sino más bien el caso
mencionado más arriba, el de la omisión y adición del
verbo «ser» en la composición del pronombre con alguna 226
otra palabra. Por otra parte la partícula ri no es sino una
palabra que indica alejamiento. A ella se opone la par-
tícula re, que suele tomarse como característica del sub-
juntivo. Pues bien, este re no es sino la preposición «en»,
que tiene una aplicación análoga a ésta en varias lenguas
americanas. Lo que forma es algo parecido a un gerun-
dio: jura-re, «en el comer, comiendo». Si a este gerundio
le precede el pronombre independiente, la forma se con-
vierte en un subjuntivo u optativo: «si yo comiese» o
«que yo coma». Aquí se une el concepto del ser con la
característica del subjuntivo, y esto lleva consigo la elimi-
nación de los sufijos verbales de persona, que de otro
modo van indisolublemente asociados a la forma, supli-
dos por el pronombre independiente que precede. Forneri
incluye en efecto re, ri-re, como gerundios de presente y
de pasado, en su paradigma del verbo «ser», y los tradu-
ce por «si yo fuese», «si yo hubiese sido».
En este caso, la lengua determina que el concepto del
ser se una siempre y exclusivamente con una forma pro-
pia del pronombre, mas, como advertíamos más arriba,
no se trata de un caso puro de incorporación de este
concepto al pronombre. Pues bien, algo semejante ocurre,
aunque de forma diversa, en la lengua huasteca, que se
habla en una parte de Nueva España. También aquí los
pronombres se unen con una partícula temporal para for-
mar el verbo «ser», pero lo hacen sólo en su forma inde-
pendiente. Esta lengua se aproxima más que la de los
yarura al verdadero concepto de este verbo, pues estas
uniones pueden aparecer también por sí mismas: nânâ-itz,
«yo era»; tâtâ-itz, «tú eras»; etc. En los verbos atributi-
vos, las personas se indican por medio de otras formas

287
pronominales, muy cercanas al pronombre posesivo. Sin
embargo sabemos demasiado poco sobre el origen de la
partícula que se une al pronombre como para poder deci-
dir si en la misma no estará contenida alguna raíz verbal
propia. En la actualidad sirve en la lengua para caracteri-
zar los tiempos del pretérito, en el imperfecto como mar-
ca constante y exclusiva, en los demás tiempos de acuer-
do con reglas especiales. Sin embargo parece que los ha-
bitantes de las montañas, que en general han conservado
la forma más antigua de la lengua, hacen de esta sílaba
un uso más amplio, y se la añaden también al presente y
al futuro. En ocasiones se la añade incluso a un verbo,
227 con el fin de mostrar una mayor vehemencia de la acción,
y bien pudiera ser que, con este sentido de reforzamiento
(del mismo modo que en muchas lenguas la reduplicación
acompaña al perfecto, reforzándolo), dicha partícula se
haya ido convirtiendo poco a poco en característica exclu-
siva de los tiempos del pretérito.8
A diferencia de las anteriores, la lengua maya, que se
habla en la península de Yucatán, es un ejemplo puro y
completo del caso del que veníamos ocupándonos.9 Esta
lengua posee un pronombre que, utilizado en solitario,
constituye por sí mismo el verbo «ser», y da muestras del
más notable cuidado en indicar siempre la verdadera fun-
ción del verbo por medio de un elemento especial destina-
do exclusivamente a este menester. Posee, en efecto, dos
formas distintas de pronombres; una contiene en sí el
concepto del ser, en tanto que la otra carece de esta pro-
piedad, aunque también se conecta con el verbo. A su vez
la primera forma se divide en dos subclases, una de las
cuales sólo lleva consigo la significación del ser cuando se

8. Noticia de la lengua huasteca que da Carlos de Tapia Zenteno, México,


1767, p. 18.
9. Lo que sé de esta lengua está tomado de la gramática manuscrita de Her-
vás. Éste la había compuesto, en parte, con testimonios escritos del ex jesuíta
Domingo Rodríguez y, en parte, con la gramática impresa del fraile franciscano
Gabriel de San Buenaventura (México, 1684), que halló en la biblioteca del Colle-
gio Romano. Todos mis intentos por localizar esta gramática en dicha biblioteca
han sido vanos. Parece haberse extraviado.

288
asocia a otra palabra, en tanto que la otra lo contiene por
sí misma. Esta última subclase puede combinarse también
con las partículas temporales (de las que por cierto la
lengua carece en el presente y el perfecto), con lo que
compone un verbo «ser» completo. En las dos primeras
personas de singular y plural estos pronombres son: Pe-
dro en, «soy Pedro», y, análogamente, ech, on, ex\ por el
contrario, ten es «yo soy»; tech, «tú eres»; toon, «noso-
tros somos»; teex, «vosotros sois». Fuera de estas tres
clases de pronombres no existe un pronombre indepen-
diente, sino que para eso se emplea el que sirve al mismo
tiempo de verbo «ser» (ten). El que no lleva en sí el
concepto del ser aparece siempre como afijo, y en no
posee otro uso que el indicado. Allí donde el verbo carece
de la primera especie de pronombres, se combina regular-
mente con la segunda. Pero, en tal caso, se halla siempre
en sus formas un elemento (cah o ah, alternando según 228
reglas fijas) que el análisis de las mismas arroja como
residuo una vez que se han apartado los elementos que
usualmente acompañan al verbo (persona, tiempo, modo,
etc.). De este modo en, ten, cah y ah aparecen en todas
las formas verbales, pero en forma tal que cada una de
estas sílabas excluye a las demás, lo que es por sí mismo
indicio seguro de que todas ellas son expresión de la fun-
ción verbal, ya que nunca puede faltar alguna, pero la
presencia de una hace superflua la de las demás.
El uso de estos elementos está sujeto a unas reglas
determinadas. En aparece sólo con verbos intransitivos, y
en éstos sólo en los tiempos distintos del presente y el
imperfecto; ah muestra idéntica aplicación y restricción
en los verbos transitivos, y cah es propio de todas las
clases de verbos sin distinción alguna, pero se aplica sólo
a presente e imperfecto. Ten sólo se encuentra en una
conjugación presuntamente anómala. Pero si se examina
ésta con detenimiento, se hallará que contiene siempre el
significado de una costumbre o de un estado permanente.
La forma no presenta cah ni ah, y posee desinencias que,
en parte, sirven para formar los llamados gerundios. Lo
que tenemos aquí es, pues, una conversión de formas

289
verbales en nominales, y las formas nominales resultantes
tienen necesidad del auténtico verbo «ser» para poder
funcionar de nuevo como verbales. Estas formas coinci-
den, en consecuencia, por entero con el «tiempo habitual»
del que hablábamos a propósito del mexicano. Debo ha-
cer notar también al paso que, dentro de esta manera de
entender las cosas, el concepto de los verbos transitivos se
aplica tan sólo a aquéllos que rigen verdaderamente un
objeto que está fuera de ellos. En cambio los verbos acti-
vos en uso indeterminado, como son «amar», «matar»,
así como los que, como griego olxoóo^éoo, contienen en
su interior el objeto regido, se tratan como intransitivos.
Habrá advertido el lector que las dos subclases del
primer tipo de pronombres tan sólo difieren entre sí por
la presencia o ausencia de una t inicial. Dado que esta t
se encuentra justamente en el pronombre que por sí mis-
mo contiene significación verbal, es lógico suponer que se
trata de un sonido procedente de una raíz verbal. Si ello
fuese así, no sería el pronombre el que en la lengua expre-
saría el verbo «ser», sino que sería éste el que, a la inver-
sa, estaría actuando como pronombre. La noción de la
existencia seguiría indisolublemente unida a la persona,
mas la manera de entender esta conexión sería diferente.
Que ten y las restantes formas que dependen de él se
utilizan realmente también como meros pronombres inde-
229 pendientes puede inferirse del Padrenuestro maya.10 De
hecho también yo estoy convencido de que esta t represen-
ta una raíz, sólo que no verbal sino pronominal. Habla
en favor de esta conjetura la expresión que se aplica a la
tercera persona. Esta es, en efecto, completamente distin-
ta de las dos primeras: en el singular de las dos clases que
contienen la expresión del verbo «ser» es lai-lo; en el
plural de la clase que no sirve como verbo es ob\ en la
otra es loob. Si t fuese el sonido radical de un verbo, este
hecho resultaría del todo inexplicable. Mas como son mu-

10. Adelung, Mithridates, Th. III, Abth. 3, p. 20, donde sin embargo Vater
no ha reconocido correctamente el pronombre y ha establecido correspondencias
equivocadas entre las palabras alemanas y las del maya.

290
chas las lenguas que encuentran dificultades a la hora
de aprehender el concepto puro de la tercera persona
y de separarlo del demostrativo, nada tiene de extraño
que las dos primeras personas posean un sonido radical
propio únicamente de ellas.
De hecho, en la lengua maya existe un pronombre que
se presume relativo, lai, y otras lenguas americanas poseen
igualmente sonidos radicales que aparecen en varias o
incluso en todas las personas del pronombre. En la lengua
de los maipures la tercera persona aparece también en las
dos primeras, pero con un apéndice distinto. Si, como
parece, la tercera persona significaba en origen «hombre»,
la primera y la segunda serían, respectivamente, el «hom-
bre-yo» y el «hombre-tú». Entre los achaguas las tres
personas del pronombre poseen idéntica sílaba final. Es-
tos dos pueblos habitan ambos entre el Río Negro y el
curso alto del .Orinoco. A su vez, entre las dos clases
principales de pronombres en maya sólo se advierte afini-
dad de sonidos en algunas personas en tanto que en las
demás existe la mayor variedad. La t, por ejemplo, no
aparece nunca en el pronombre afijado. Ex y ob, que
caracterizan la segunda y tercera personas del plural del
pronombre que contiene la significación del verbo «ser»,
han pasado por entero a las mismas personas del otro
pronombre, el que no contiene esa significación. Pero
como estas sílabas sólo aparecen en la segunda y tercera
persona de singular en Calidad de desinencia añadida, se
reconoce enseguida que proceden del otro pronombre, tal
vez más antiguo, al que servían tan sólo como marca de
plural.
Cah y ah difieren entre sí tan sólo por la consonante
inicial, y ésta sí que me parece un verdadero sonido radi-
cal verbal que, unido a ahy forma un verbo «ser» auxiliar. 230
Cuando cah se incorpora permanentemente a un verbo,
lleva consigo el concepto de la vehemencia, y es posible
que finalmente la lengua haya acabado sirviéndose de
esta partícula para designar toda acción, ya que a la ac-
ción en general le es inherente una cierta fuerza y movili-
dad. Revela, sin embargo, un tacto sutil el hecho de que

291
cah sólo convenga a la viveza de la acción en curso, esto
es, al presente y al imperfecto. Que cah es tratado como
una auténtica raíz verbal lo demuestra la diversidad en la
posición del pronombre afijado en las formas con cah y
con oh. En las primeras el pronombre se encuentra siem-
pre directamente ante cah; en las segundas, en cambio,
no aparece ante ah sino ante el verbo atributivo. Como
este pronombre sólo aparece como prefijo cuando se aña-
de a una palabra raíz, nombre o verbo, esto demuestra
claramente que ah no es en estas formas ni lo uno ni lo
otro, mientras que el caso de cah es diferente. Así el
verbo cañan, «vigilar», es en la primera persona singular
del presente canan-in-cah, mientras que en perfecto la
misma persona es in-canan-t-ah. In es el pronombre de
primera persona de singular, t es un sonido eufónico in-
tercalado. Ah, como prefijo, muestra en la lengua usos
diversos: ora es característica del género masculino, ora
lo es de los habitantes de un pueblo, ora finalmente de
los nombres formados a partir de verbos activos. Segura-
mente empezó siendo un sustantivo, se convirtió luego en
un pronombre demostrativo y pasó finalmente a la condi-
ción de afijo. Dado que por su origen parece menos apro-
piado para indicar la movilidad vehemente del verbo, que-
dó confinado a la designación de los tiempos que quedan
más alejados de la manifestación inmediata. Estos mismos
tiempos, en los verbos intransitivos, requieren en grado
aún más intenso el concepto estático del «ser» para poder
entrar en el verbo, y así se contentan con el pronombre
en el que esta noción es siempre suplida por el pensamien-
to. De este modo la lengua designa diversos grados de
vivacidad de los fenómenos, y construye así sus conjuga-
ciones con un grado de artificio superior al de lenguas
con una elevada cultura; lo hace, en cambio por un ca-
mino que no es tan sencillo, tan natural, tan apropiado
para la correcta distinción de las funciones de las diversas
partes de la oración. La estructura del verbo resulta ser, en
consecuencia, siempre deficiente, por más que no deja de
transparentar un visible sentimiento de la verdadera fun-

292
ción del verbo, así como un penoso cuidado por no dejar-
la sin expresión.
El pronombre afijado de la segunda clase principal de
pronombres sirve también de pronombre posesivo con el
sustantivo. Asignar al verbo un pronombre posesivo, y
confundir «nuestro comer» con «nosotros comemos», re- 231
vela un completo desconocimiento de la diferencia entre
nombre y verbo. Sin embargo en las lenguas culpables de
este defecto creo que el verdadero problema es que no
distinguen con suficiente cuidado las diversas clases de
pronombres. Pues es claro que el error es menor si el
concepto del pronombre posesivo no está tomado en su
sentido más riguroso, y éste me parece ser aquí el caso.
En casi todas las lenguas americanas la comprensión de
su estructura parte del pronombre, el cual se divide en
dos grandes ramas, una de las cuales, el posesivo, se
asigna al nombre, en tanto que la otra se asocia al verbo
como elemento rector o regido, y tanto el nombre como
el verbo permanecen casi siempre unidos al pronombre.
Por lo general la lengua dispone para esto también de
formas pronominales diferentes. Cuando, empero, no es
éste el caso, el concepto de la persona se une de modo
vacilante e indeterminado ora a la una, ora a la otra
parte de la oración. Sin duda se aprecia la diferencia
entre ambos casos, mas no con el grado de nitidez y
determinación formales que requiere el paso a la designa-
ción por los sonidos.
En algunas ocasiones, sin embargo, el sentimiento de
esta diferencia logra expresarse por un medio diferente
de la clara distinción entre dos clases de pronombres. En
la lengua de los betoi, que habitan también en el territo-
rio del Casanare y del bajo Orinoco, cuando el pronom-
bre se conecta con el verbo rigiéndolo, lo hace ocupando
una posición distinta de la que muestra cuando es pronom-
bre posesivo junto a un nombre. El pronombre posesivo
se coloca delante, en tanto que el que acompaña a la
persona del verbo va detrás. Los sonidos sólo difieren
en el tipo de abreviación debida a la incorporación. Así,
rau tucu significa «mi casa», pero humasoi-rrú, «hombre

293
soy», y ajoi-rrù, «yo soy». En esta última palabra el
significado de la sílaba radical me es desconocido. Pues
bien, esta sufijación del pronombre sólo tiene lugar cuan-
do el mismo se asocia a otra palabra en un sentido aorís-
tico, sin determinación temporal propia. En este caso el
pronombre forma con esta otra palabra una sola unidad,
y el resultado es una forma verbal genuina. El propio
acento pasa, entonces, de la palabra trabada básica al
pronombre. Éste viene a ser, en consecuencia, una espe-
cie de signo simbólico de la movilidad de la acción, del
mismo modo que, cuando en inglés una misma palabra
bisilábica puede utilizarse indistintamente como nombre y
como verbo, la acentuación oxítona indica que se trata de
232 una forma verbal. También en chino es el acento el que
distingue el paso de nombre a verbo y viceversa, pero esta
no es una referencia simbólica a la naturaleza del verbo,
pues el mismo acento expresa indistintamente ambas tran-
siciones, y tan sólo indica que la palabra ha pasado a ser
la parte de la oración opuesta a su significación natural y
a su utilización habitual."
No he querido interrumpir más arriba la exposición
de la conjugación maya con la mención de una excepción
que sí me gustaría aducir ahora brevemente. Se trata de
la formación del futuro, que es completamente distinta
de la de los demás tiempos. Las sílabas que lo caracteri-
zan se combinan con ten, pero jamás presenta cah ni ah,
posee sufijos propios, y en algunas de sus variantes care-
ce de todo sufijo; en particular, se contrapone a la sílaba
ah, pues elimina ésta incluso allí donde es auténtica desi-
nencia del verbo básico. En este punto nos llevaría dema-
siado lejos indagar si estas anomalías son cosa de los
sufijos propios del futuro o se deben a cualesquiera otras
razones. Sin embargo esta excepción no prueba nada en
contra de lo que decíamos más arriba. Al contrario, la
aversión del futuro a la partícula ah más bien tiende a
confirmar la significación que le atribuíamos, ya que la

11. Cfr. mi escrito Lettre à Monsieur Abel-Rémusat, p. 23.c


c. Cfr. vol. 5, 268.

294
incertidumbre inherente al futuro no suscita la vivacidad
de un pronombre, y se encuentra en contraste con la de
un fenómeno que realmente ha tenido lugar.
Cuando las lenguas toman el camino de indicar la
función del verbo simbólicamente, por medio de una más
estrecha fusión de sus modificaciones siempre cambiantes
con la raíz, aunque no alcancen su objetivo por comple-
to, es indicio de que lo han intuido correctamente el que
señalen la intimidad de esta unión de preferencia con
ayuda del pronombre. Pues se acercan así cada vez más a
la transformación del pronombre en persona, y con ello
a la verdadera forma verbal, en la que la indicación formal
de la persona (a la que no basta el mero hecho de enviar
por delante un pronombre independiente) es el punto más
esencial. Con la posible única excepción de los modos,
que pertenecen más bien a la estructura de la frase, todas
las demás modificaciones del verbo son hábiles para ca-
racterizar esa parte del verbo que se asemeja más al nom- 233
bre y que sólo la función verbal pone en movimiento,
Este es el principal motivo de que en las lenguas malayas,
a semejanza en esto del chino, la naturaleza verbal posea
tan escaso relieve. En esto la inclinación que muestran las
lenguas americanas a afijar de uno u otro modo el pro-
nombre las lleva por un derrotero más apropiado. Y si el
conjunto de las modificaciones del verbo queda en efecto
unido a la raíz de éste, la perfección de la forma verbal
reposará ya tan sólo en la intimidad de esta unión, esto
es, en la circunstancia de que la fuerza impositiva inheren-
te al verbo se expresa con mayor energía en la forma
flexiva, y con mayor lasitud en la forma aglutinante.

Acto de la imposición espontánea en la lengua.


La conjunción

La formación correcta y suficiente de conjunciones


reposa en las lenguas, en medida no inferior a la del
verbo, sobre la actividad de esa fuerza del espíritu que
forma la lengua y que constituye nuestro tema en este

295
instante. Tomada en el sentido genuino de la expresión,
la conjunción indica la relación recíproca entre dos frases,
de modo que hay en ella un doble conjuntamiento, una
síntesis más compleja. Cada frase ha de tomarse como
una unidad, pero a su vez estas unidades han de conjun-
tarse en otra superior, y la frase primera debe permanecer
ante el espíritu en suspenso hasta que la otra aporte al
conjunto su determinación completa. La frase se expande
aquí hacia la formación de períodos, y las conjunciones
se dividen en dos: conjunciones ligeras, que sólo unen y
separan frases, y conjunciones pesadas, que hacen depen-
der a unas de otras. Ya los gramáticos griegos caracteri-
zaron el estilo sencillo y el elevado y artificioso por refe-
rencia a estas dos maneras de discurrir el período, bien
como progresión directa, bien en giros complicados.* Las
frases meramente conectadas se siguen las unas a las otras
en sucesión indeterminada, y no llegan a conjuntarse en
un todo cuyo comienzo y fin dependan el uno del otro.
Por el contrario, cuando las frases forman un período
verdadero, se apoyan las unas en las otras como los silla-
res de una bóveda.12
234 Las lenguas menos cultas acostumbran a poseer pocas
conjunciones, o se sirven para este menester de otras pa-
labras que, aunque indirectamente apropiadas para este
uso, no son exclusivas de él; con frecuencia acumulan
frases sin elemento de unión entre ellas. Incluso las que
dependen unas de otras se transforman en la medida de
lo posible en simples frases seguidas, de lo que hasta las
lenguas más cultas muestran a veces algún rastro. Si no-
sotros decimos ich sehe, dass du fertig bist («veo que
estás a punto»), con seguridad esto no es sino ich sehe
das: du bist fertig («veo esto: estás a punto»). Es un
sentimiento gramatical correcto el que con el paso del
tiempo indicó la dependencia de la segunda frase respecto
de la primera simbólicamente, por medio de la modifica-
ción de la posición del verbo/**

12. Demetrius, De elocutione, § 11-13.


d. Tachado: «También nuestra partícula so, con la que iniciamos la apódosis,

296
Acto de la imposición espontánea en la lengua.
El pronombre relativo

Lo más difícil de aprehender para la comprensión gra-


matical es el acto por el que se pone la síntesis a través
del pronombre relativo. Se trata aquí de conjuntar dos
frases de manera que una de ellas no sea sino expresión
de la naturaleza de un nombre contenido en la otra. La
palabra que hace esto posible tiene, pues, que ser a un
tiempo pronombre y conjunción, esto es, representar por
una parte el nombre y regir por la otra una frase. Su
esencia se echaría a perder en cuanto las dos partes de la
oración que vienen a juntarse en ella dejasen de pensarse
como indisolublemente unidas. Y, en fin, la relación que
se establece entre ambas frases pide que el pronombre-con-
junción (el relativo) esté en el caso requerido por el verbo
de la frase relativa, pero que, no obstante, sea cual sea 235
este caso, no deje de ser el elemento rector de la frase que
encabeza.***
Las dificultades se acumulan, evidentemente, y la fra-
se que contiene un pronombre relativo sólo puede enten-
derse por completo por medio de la otra que le acompa-
ña. De hecho, sólo en las lenguas en las que el nombre

cosa que no hacen las lenguas de la antigüedad, no es sino un also que resume el
contenido de la protasis. En francés antiguo ocurre en ocasiones que, en períodos
de extremada longitud, se hace uso del si afirmativo de un modo comparable.
Diefenbach (Über die jetzigen romanischen Schriftsprachen, p. 41) advierte que la
lengua retorrománica ha adoptado nuestra partícula de la apódosis en Graubünd-
ten: scha, "so" ("así"). Bien es verdad que la frecuencia de su utilización también
en frases muy breves puede deberse al contacto con alemanes; sin embargo, la
palabra misma no deja de ser la latina si, sic. Es por lo demás notable que este
scha se utilice también en el sentido de "si", "cuando" y similares, lo que hace
que en un mismo período pueda aparecer en la doble función de regir tanto la
protasis como la apódosis ("si... entonces"). Un ejemplo de ello puede hallarse en
la gramática de Conradi, p. 59. Nuestro also es allí en realidad aschia».
* Resp. «Xé£is elçofievri» y «Xèijis xotTeaTQafitievri». (N. del T.)
** Este ejemplo requiere alguna explicación: la conjunción completiva dass se
distingue hoy día gráficamente del demostrativo (y artículo) neutro das, pero en
origen es la misma palabra: indoeuropeo *tod, protogermánico *Pat-a; en inglés
no hay diferencia gráfica tampoco: es that en ambos casos. El alemán completa la
integración sintáctica con la inversión de la posición del verbo. (N. del T.)
*** El concepto de rección ha de entenderse aquí con entera independencia de
la función que el relativo desempeña en la oración relativa, que puede ser entera-
mente subordinada. (N. del T.)

297
posee flexión es posible hacer plena justicia a la naturale-
za de este pronombre. Pero, aun prescindiendo de este
requisito, para la mayoría de las lenguas menos cultas
resulta imposible hallar una expresión genuina para esta
designación sintáctica; de hecho, carecen de pronombre
relativo; en la medida de lo posible eluden su utilización,
y allí donde esto ya no es posible, se sirven de construc-
ciones capaces de suplirlo con mayor o menor habilidad.
Una solución de este tipo, y llena de sentido por cier-
to, es la que se encuentra en quechua, la lengua común
de los peruanos. Aquí se invierte la secuencia de las fra-
ses: la de relativo va delante, como expresión independien-
te y simple, y la oración principal le sigue. En la de
relativo se omite la palabra a la que se refiere la designa-
ción, y esta palabra se coloca, precediéndole un pronom-
bre demostrativo, en cabeza de la oración principal, en el
caso regido por el verbo de ésta. No dicen pues «el hom-
bre que confía en la misericordia de Dios la alcanza», «lo
que ahora crees, lo verás revelado más adelante en el
cielo», «yo andaré el camino que tú me señales». En vez
de esto dicen: «confía (él) en la misericordia de Dios, este
hombre alcanza esa», «crees ahora, esto verás más adelan-
te revelado en el cielo», «me señalas, este camino anda-
ré». En estas construcciones no sólo se conserva, sino que
hasta cierto punto se expresa simbólicamente, la significa-
ción esencial de las frases de relativo, esto es, que una
palabra sea pensada tan sólo bajo la determinación con-
tenida en la oración de relativo. Ésta va delante y atrae
sobre sí la atención primera, y también el nombre deter-
minado por ella aparece en cabeza de la oración principal,
cuya construcción tal vez le asignaría una posición dife-
rente. Las dificultades gramaticales de la integración de
ambas oraciones quedan todas eludidas. No se expresa la
dependencia entre ellas. No se hace uso alguno de ese
método artificial por el que la oración de relativo es regi-
da por el pronombre, por más que éste esté en realidad
regido por su verbo. En estas construcciones, ni siquiera
existe un pronombre relativo. Acompaña al nombre, sin
236 embargo, el pronombre demostrativo habitual, tan fácil

298
de aprehender, y esto nos revela que de alguna oscura
manera la lengua ha comprendido que entre ambos pro-
nombres existe una relacion de reciprocidad, solo que ha
expresado esto por su lado mas facil. En este punto la
lengua mexicana precede de una manera mas breve, pero
que tampoco llega a acercarse en medida comparable a la
verdadera signification de la oration de relative. Coloca
ante la oration de relative la palabra in, que representa a
un tiempo el pronombre demostrativo y el arti'culo, y es
asi como conecta esta oration con la principal.

Consideration de las lenguas flexivas


en su evolucidn ulterior

Cuando un pueblo conserva la fuerza de la imposition


sintetica en un grado tal que es capaz de dar expresion
suficiente y apropiada a esa imposition en la estructura
misma de la lengua, el resultado sera una afortunada
disposition de su organismo, que se mantendra identico a
lo largo de todas sus partes. Si el verbo esta correctamen-
te construido, tambien lo estaran las demas partes de la
oration, segun el modo como el verbo gobierna la frase
en su conjunto. Una misma fuerza, la que pone en la
relacion apropiada y mas fecunda las ideas y la expresi6n,
impregnara todos sus elementos, y no fracasara en lo
sencillo cuando ha superado con exito la mayor dificultad,
la de la sintesis que forma la frase. Pues bien, la verdade-
ra expresion de esta sintesis solo puede ser propia de
las lenguas autenticamente flexivas, y entre estas solo
de las que poseen esta propiedad en su grado mas alto.
La designation de las cosas y las relaciones tiene que
hallar una expresion que se encuentre a su vez en una
proportion correcta; la unidad de la palabra ha de poseer,
bajo la influencia del ritmo, la maxima firmeza, en tanto
que, a su vez, la frase debe mostrar una separation de las
palabras que garantice la libertad de aquella. Y es la
fuerza de la sintesis la que produce, como consecuencia
necesaria, el coniunto de este afortunado organismo.

299
En el interior del alma, en cambio, su resultado es
la perfecta armonfa entre la progresion de las ideas y la
lengua que la acompana. Siendo asi que el pensar y el
hablar perfeccionanse siempre el uno al otro, su correcto
discurrir tiene sobre ambos el efecto de garantizar un
237 progreso sin interruption. En cuanto que la lengua es
material, y depende al mismo tiempo de influencias exte-
riores, abandonada a sus solas fuerzas facilmente pondrfa
obstaculos a la action que sobre ella ejerce la forma inte-
rior, o bien se deslizaria en sus formaciones hacia analo-
gias propias s61o de ella, sin permitir una intervention
realmente predominante de aquella. Alii donde, por el
contrario, esta verdaderamente penetrada por una energi-
ca fuerza interior, y se siente soportada por ella, se alza
con alegria y su misma independencia material le permite
ejercer a su vez un efecto sobre esa fuerza. En este punto
su naturaleza permanente, dotada de consistencia propia
e independiente, se torna bienhechora, y como se advierte
visiblemente en las lenguas dotadas de un organismo fe-
liz, sirve de instrumento estimulante a las generaciones
que brotan una y otra vez.
El exito de la actividad espiritual, tanto en la ciencia
como en la literatura, reposa no solo sobre la disposition
interna de la nation y la naturaleza de su lengua, sino
tambien sobre multitud de influencias externas que unas
veces se dan y otras no. Dado que, sin embargo, la estruc-
tura de la lengua se conserva con independencia de ellas,
basta con un impulse afortunado para que el pueblo al
que pertenece se percate de que posee en su lengua un
instrumento habil para otorgar a su pensamiento un alien-
to y empuje totalmente distintos. Es el memento en el
que la disposici6n national experimenta un despertar, y
su cooperation con la lengua se abre a un nuevo periodo
de esplendor. Cierto es que, si se compara la historia de
los pueblos, solo rara vez se hallara que una nation posee
dos epocas culminantes en su literatura, no solo distintas
sino tambien carentes de relation entre si. Pero, en otro
sentido, me parece que no se puede por menos de explicar
este nacimiento de los pueblos a una actividad espiritual

300
superior a partir de una fase en la que de algiin modo
estarfa preformada y como en letargo la simiente de un
poderoso desarrollo, tanto de las disposiciones del espiri-
tu como de la lengua misma. For muchas generaciones de
aedos que imaginemos en la epoca anterior a Homero, es
seguro que la lengua griega recibio de ellos, a lo sumo,
un cierto desarrollo, mas no su formation primera. No
hay duda de que su feliz organismo, su naturaleza genui-
namente flexiva, su fuerza sintetica, en una palabra, el
conjunto de lo que constituye el fundamento y el nervio
de su estructura, le fueron propios a lo largo de una serie
no determinable de siglos. Y, a la inversa, vemos a veces
que pueblos que poseen lenguas nobih'simas no ban de-
sarrollado, al menos que sepamos, jamas una literatura
que este a la altura de su lengua. La causa ha de haber 238
sido, bien la falta de un impulse inicial, bien alguna cir-
cunstancia inhibidora. Quisiera recordar en este punto
una lengua que ha permanecido mas felizmente fiel que
cualquiera de sus hermanas al tronco sanscrito del que for-
ma parte: el lituano. Y si califico las influencias inhi-
bidoras o estimulantes de externas, casuales o mejor his-
toricas, esta expresion es completamente apropiada por-
que refleja el poder y la fuerza reales que poseen sobre la
lengua tanto su presencia como su ausencia. Ahora bien,
en la realidad de las cosas el efecto s61o puede partir de
dentro. Tiene que saltar la chispa, tiene que soltarse el
freno que impedia expandirse con fuerza a los vectores
del alma, y esto puede ocurrir de pronto, sin lentos perio-
dos de preparation. El verdadero origen, que como tal
permanece siempre inexplicable, no se vuelve mas explica-
ble porque se desplace mas arriba su primer instante.
La armonfa entre la formation de la lengua y el con-
junto del desarrollo de las ideas, de la cual hemos consi-
derado signo feliz el que en la estructura concreta de la
lengua se de expresion apropiada a la imposition sinteti-
ca, nos conduce como tema siguiente a esa actividad del
espiritu cuya creatividad nace integramente del interior.
Dejemos de lado, por un momento, el hecho de que lo
que una estructura lingufstica afortunada proporciona al

301
espiritu lo ha recibido previamente de el; considerando
ahora esta estructura tan solo en su efecto retroactive
sobre aquel, vemos que lo que ella confiere es fuerza
intelectual, claridad en la disposition logica, un sentimien-
to de algo mas profundo que lo que se obtiene por mero
analisis de las ideas, asi como el impulse a explorarlo,
intuition de una relation de reciprocidad entre lo espiri-
tual y lo sensible y, en fin, un tratamiento ritmico y
melodico de los sonidos, guiado por una acepcion artisti-
ca general de los mismos; y cuando no es origen de todo
esto por hallarlo ya dado, contribuye desde luego a fomen-
tarlo. El esfuerzo conjuntado de todas las fuerzas del
espiritu en una misma direction, a poco que sake una
chispa que lo despierte, pone en marcha un desarrollo
active y puramente espiritual de las ideas, y asi una estruc-
tura lingiiistica afortunada, dotada del sentimiento de su
propia vivacidad, da origen por su propia naturaleza tan-
to a la filosoffa como a la literatura. A su vez, el floreci-
miento de una y otra permite inferir la viveza de la influen-
cia de la lengua.
Donde mejor desarrolla la lengua el sentimiento de si
misma es alii donde se siente senora, y tambien la activi-
dad del espiritu pone de manifiesto su maximo esfuerzo,
y alcanza su mayor contentamiento, alii donde, ora en
contemplation intelectual, ora en espontanea formation
de si misma, bebe de su propia plenitud o reiine y ata los
239 liltimos cabos de la investigation cientffica. Mas en este
dominio es tambien donde con mas viveza se pone de ma-
nifiesto la individualidad intelectual. De este modo una es-
tructura linguistica de gran perfection, nacida de una dis-
position afortunada y capaz de nutrir y estimular de con-
tinue esa misma disposition, asegura la permanencia del
principle vital de la lengua, y da pie y favorece al mismo
tiempo la multiplicidad y diversidad de orientaciones que
se advierte en la diversidad de caracteres de lenguas per-
tenecientes a un mismo tronco, tal como hemos visto mas
arriba.
El problema es: ^como se compagina la affirmation de
que el principio vital mas fecundo de las lenguas reposa

302
principalmente en su naturaleza flexiva, con el hecho de
que la riqueza flexiva suele alcanzar su culmination en las
edades juveniles de las lenguas, y tiende, por el contrario,
a reducirse con el tiempo? Parece al menos asombroso
que el principio que tiende a perecer haya de ser el factor
de conservation. Pues que las flexiones tienden a erosio-
narse es un hecho incontrovertible. Por la razon que sea,
y en fases diversas, el sentido que forma la lengua unas
veces las deja caer con indiferencia y otras se desprende
deliberadamente de ellas, y entiendo que es mas correcto
expresarlo asi que echarle toda la culpa al tiempo. En la
formation misma de las declinaciones y de las conjugacio-
nes, que sin duda ha tenido lugar en estratos diferentes,
se advierte como sonidos de innegable valor caracteri-
zador se van desechando sin cuidado alguno a medida
que cristaliza el concepto del conjunto del esquema,
el que asigna por si mismo su lugar a cada caso. Cada
vez se hacen sacrificios mas audaces en aras de la eufonia,
y se evita la acumulacion de rasgos alii donde uno de
ellos basta a distinguir una forma de las demas. Si mi
propia perception no me engana, estas alteraciones de los
sonidos, que gustan de atribuirse al paso del tiempo, ti£-
nen lugar menos en las lenguas supuestamente barbaras
que en las mas cultas, y creo que para este fenomeno
existe una explication harto natural. De entre todas las
cosas que influyen sobre la lengua, la mas versatil es el
propio espfritu humano, y es de su viveza y actividad de
donde la lengua recibe tambien la mayoria de sus trans-
formaciones. Pues bien, a medida que este progresa, cre-
ce tambien su confianza en la firmeza de su vision inter-
na, y llega asi a considerar superflua una modification
demasiado meticulosa de los sonidos. Justamente este
principio constituye la mas grave amenaza, ya que puede
acarrear en los periodos mas tardios de las lenguas flexi-
vas alteraciones que afecten a lo mas profundo de su
esencia.
Cuanto mas maduro se siente el espiritu, mas audaz se 240
vuelve en sus propias asociaciones, y tiende a rechazar
con mayor seguridad y confianza los puentes que constru-

303
ye la lengua para facilitar el entendimiento. A esta dispo-
sition suele anadirse, luego, un sentimiento deficiente de
las posibilidades poeticas que contiene el puro y simple
sonido. La poesia busca, entonces, vias mas intimas, las
cuales le permitan prescindir con menor riesgo de las otras
excelencias. En esto la lengua experimenta una transfor-
mation debida sobre todo al cambio de una disposition
del animo concentrada en lo sensible a otra de naturaleza
mas puramente intelectual. Sin embargo las causas prime-
ras no son siempre tan nobles. La rudeza de organos
poco apropiados para la diferenciacion pura y delicada
de los sonidos, y un oido naturalmente poco dotado y
carente de sensibilidad musical, labran la base de la indi-
ferencia al principio tonal de la lengua. Cuando al mismo
tiempo tiende a prevalecer en la lengua la orientation
practica, se producen abreviaturas, omisiones de palabras
que indican relation y elipsis de todo genero, pues, aten-
tos ante todo a entenderse entre si, los sujetos desprecian
cuanto no reviste utilidad inmediata.
En general ha de ser muy distinta la relation del espi-
ritu del pueblo con su lengua cuando esta esta fermentan-
do en su formation primera y cuando esta ya formada y
plenamente al servicio de la vida. Mientras a lo largo del
primer periodo el alma percibe aiin con claridad cada
elemento, conociendo tambien su origen, y esta ocupada
en su conjuntamiento, se complace en ir dando forma al
instrumento de su actividad, y no prescinde de nada que
pueda aportar algiin matiz a la expresion del sentimiento.
En las fases siguientes tiende, por el contrario, a prevale-
cer el objetivo de la comprension reciproca; la significa-
tion de cada elemento se oscurece, y con la practica y
la costumbre desaparece el cuidado por los detalles de la
estructura y por la precisa conservation de los sonidos. El
placer de la fantasia en reunir con sentido los rasgos y la
cadencia sonora de las si'labas cede su lugar a la comodi-
dad del entendimiento y resuelve las formas en verbos
auxiliares y preposiciones. Con ello el objetivo de la cla-
ridad y transparencia se eleva sobre las demas excelencias
del lenguaje, pues no hay que olvidar que este metodo

304
analitico requiere un esfuerzo menor de comprension, y
que en ocasiones incluso incrementa la determinacion que
un metodo sintetico alcanza con mas dificultad. Ahora
bien, el uso de las palabras auxiliares gramaticales torna
mas prescindibles las flexiones, y estas dejan de atraer 241
sobre si la atencion preferente del sentido lingiiistico.
Sea en fin cual fuere la causa, es seguro que de este
modo lenguas de naturaleza genuinamente flexiva se vuel-
ven mas pobres en formas, que tienden a sustituir estas
por palabras gramaticales y que llegan asi a asemejarse,
en puntos de su estructura, a aquellas otras lenguas que
difieren de su tronco por partir de un principio muy dis-
tinto y mucho mas imperfecto. Nuestra lengua actual, asi
como la inglesa, me parecen contener ejemplos abundan-
tes de esto, la inglesa en mucho mayor cantidad; y por
cierto que no creo que la culpa sea de su mezcla con
material romanico, ya que este apenas ha tenido influen-
cia alguna sobre su estructura gramatical. Lo que, en
cambio, no me parece es que hay a que temer de aqui un
giro de estas lenguas que las aparte del todo, en periodos
muy posteriores, de la fecunda influencia de su naturale-
za flexiva. Si llegase a formarse una lengua sanscrita que,
por la via descrita, se acercase a la ausencia de toda
caracterizacion de las partes de la oracion propia del chi-
no, el caso seria, no obstante, muy distinto. Sea cual sea
la explicacion de ello, a la estructura del chino le subyace
evidentemente una imperfeccion en la formaci6n de la
lengua que tal vez se deba a la costumbre propia de este
pueblo de aislar los sonidos unos de otros, a lo cual se
anade una cierta falta de vigor del sentido lingiiistico
interne, que es a quien compete la combination y media-
tion entre ellos. Por el contrario, en nuestra hipotetica
lengua sanscrita la mas genuina naturaleza flexiva se ha-
bria impuesto con toda su influencia bienhechora a lo
largo de una serie incalculable de generaciones, confirien-
do su impronta al sentido lingiiistico. En su verdadera
esencia, una lengua tal permaneceria siempre sanscrita.
La diferencia afectaria solo a fenomenos singulares, que
carecerian de la capacidad de borrar lo que su naturaleza

305
flexiva ha acunado en todo el resto de la lengua. For otra
parte, perteneciendo al tronco al que perteneceria, esa
nation portan'a en si la misma disposition nacional a la
que debe su origen la mas noble estructura linguistica, de
manera que entenderia su lengua con el mismo espiritu y
en el mismo sentido, por mucho que en aspectos singula-
res su forma exterior se hubiese apartado un tanto de ese
espiritu. Y como sucede en el caso de la conjugation
inglesa, no dejarian de conservarse aqui y alia flexiones
autenticas que impedirian al espiritu equivocarse en cuan-
to al verdadero origen y esencia de la lengua. El ingles y
242 nuestra propia lengua nos ensenan que un empobrecimien-
to de formas y una simplification de la estructura que
hayan tenido lugar del modo expuesto no hacen necesa-
riamente a la lengua incapaz de excelencias superiores;
tan solo le confieren un caracter diferente. Ciertamente
su poesia pierde con ello parte del vigor y de la fuerza de
uno de sus elementos principales. Empero, si en una na-
cion como la que estamos describiendo la poesia desapa-
reciese realmente, o menguase su fecundidad, con seguri-
dad no seria por culpa de la lengua sino por causas inte-
riores mas profundas.

Las lenguas nacidas del latin

A la firme, y bien pudiera decirse que imborrable,


permanencia del verdadero organismo en aquellas lenguas
en las que este ha sido antano su caracter mas propio,
deben las lenguas nacidas del latin la pureza de su estruc-
tura gramatical. Si queremos hacernos una idea apropia-
da de ese notable fendmeno que es su nacimiento, me
parece requisite importantisimo poner todo el enfasis en
el hecho de que, en la reconstruction de las ruinas de la
lengua romana, al menos si se atiende al elemento grama-
tical formal del proceso, no ha intervenido con caracter
decisive ningiin material extrano a ella. Las lenguas origi-
narias de los paises en los que florecieron las nuevas ha-
blas no parecen haber tenido parte alguna en ello. Del

306
vasco, podemos afirmarlo con certeza; mas seguramente
cabe decir otro tanto de las lenguas que antaño domina-
ron en la Galia. Los pueblos extraños que llegaron al
Imperio, en su mayoría de procedencia germánica o afín
a los germanos, aportaron a la transformación del la-
tín gran número de palabras, pero en la parte gramatical
apenas se logran descubrir rastros significativos de sus
dialectos. Los pueblos no se dejan alterar con facilidad el
molde en el que tienen costumbre de verter sus ideas. El
fundamento del que surgió la gramática de las nuevas
lenguas hubo de ser, pues, en lo esencial y principal el de
la lengua misma a la sazón en ruinas.
Sin embargo las causas de la decadencia y derrumba-
miento deben buscarse en períodos mucho más remotos
que aquél en el que se pusieron de manifiesto. Ya durante
el período de esplendor del Imperio la lengua latina se
hablaba en las provincias de forma distinta a la del Lacio 243
y la ciudad rectora, de acuerdo con la diversidad de los
lugares. E incluso en el núcleo mismo del asentamiento
primitivo de la nación la lengua popular debió desarrollar
características que sólo salieron a la luz mucho más tar-
de, cuando se inició el declive de la lengua culta. De una
manera natural empezaron a producirse divergencias en
la pronunciación, solecismos en las construcciones, alige-
ramientos de las formas por medio de palabras auxiliares
allí donde la lengua culta no las admitía, o lo hacía ape-
nas en algunas excepciones. Las características de la len-
gua popular hubieron de imponerse a medida que, con la
decadencia de la cosa pública, la lengua culta fue dejando
de ser mantenida a su anterior altura con ayuda de la
literatura y de la oratoria pública.13 La degeneración pro-
vinciana se hizo más acusada cuanto más débiles fueron
siendo los lazos que unían a cada provincia con el con-
junto.

13. A este respecto, así como para el párrafo en su conjunto, cfr. el escrito,
muy digno de ser leído, de Diefenbach sobre las lenguas románicas literarias de la
actualidad/
e. Se publicó en Leipzig en 1831.

307
Finalmente las migraciones de pueblos extranjeros con-
tribuyeron a incrementar esta doble corrupción en el más
alto grado. Ya no fue sólo una mera degeneración de la
lengua que había sido dominante, sino un desechar y
despedazar sus formas más esenciales, en ocasiones con
auténtica incomprensión de las mismas, mas siempre in-
jertando nuevos medios de mantener la unidad del discur-
so, extraídos, desde luego, del acervo de la lengua misma,
pero combinados muchas veces contra todo sentido. En
medio de todas estas transformaciones no se perdió, sin
embargo, el principio esencial de la estructura de la len-
gua moribunda: la neta distinción de los conceptos de
cosas y de relaciones, así como la necesidad de dotar a
ambos de la expresión que les es propia. No se echó
a perder el sentimiento de esto, que había marcado al
pueblo profundamente a lo largo de una costumbre de
siglos. En todos y cada uno de los fragmentos de la len-
gua estaba estampada esta impronta, que no habría podi-
do borrarse por mucho que los pueblos la ignorasen. Pero
estaba además en la disposición misma de éstos buscar
tales rastros, descifrarlos y servirse de ellos en la recons-
trucción. Y es aquí, en esta homogeneidad de la nueva
configuración, nacida de la naturaleza general del propio
sentido lingüístico y vinculada a la unidad de una lengua
madre cuya gramática no había sufrido contaminaciones
foráneas, donde hay que buscar la explicación del hecho
de que, incluso en lugares situados a inmensas distancias,
las lenguas románicas desarrollasen un procedimiento tan
semejante, y que con frecuencia nos sorprende con coin-
244 cidencias realmente de detalle. Desaparecieron muchas
formas, mas no la forma; más bien es ésta la que derra-
mó su viejo espíritu sobre las nuevas transformaciones.
Pues cuando en una de estas nuevas lenguas una pre-
posición reemplaza a un caso, se trata de algo distinto de
lo que sucede cuando en una lengua que se limita a aña-
dir partículas una palabra indica un caso. Aunque en esta
última se haya perdido por completo el significado origi-
nario de la palabra en cuestión, aun así ésta no expresará
una relación como tal en toda su pureza, ya que a la

308
lengua entera le es extraña esta forma de expresión; su
estructura no ha emanado de una concepción interna de
la lengua dirigida con incorrupta energía a la nítida dife-
renciación de las partes de la oración, de modo que el
espíritu de la nación no entiende sus propias formaciones
desde este punto de vista. En la lengua de Roma, en
cambio, esto último se daba en forma tan precisa como
perfecta. Las preposiciones formaban un conjunto de ta-
les relaciones, y por su significación cada una exigía el
caso que le era más afín; sólo asociada a él llegaba a
expresar la relación.
Las lenguas románicas, que deben su origen a una
degradación, no conservaron esta hermosa concordancia.
Sin embargo el sentimiento unido a ella, el reconocimien-
to de que la preposición es una parte de la oración por
derecho propio, con su propia manera de significar, esto
no se perdió; es esta una conjetura que no tiene nada de
arbitraria. Ese sentimiento se hace visible en la configura-
ción de la lengua entera, de un modo que no da lugar a
confusión. Por más que la lengua muestre innumerables
lagunas en unas y otras formas, en su conjunto le es
inherente un carácter formal, y por su principio constitu-
tivo no es menos flexiva que la lengua madre de la que
procede. Y lo mismo puede afirmarse del uso del verbo.
Por muy deficientes que sean a veces sus formas, su fuer-
za de imposición sintética sigue siendo la misma, pues la
lengua lleva en sí la impronta imborrable de la estricta
división de nombre y verbo. También el pronombre, uti-
lizado ahora en multitud de casos en los que la lengua
madre no lo habría expresado abiertamente, responde a
un sentimiento acorde con el verdadero concepto de esta
parte de la oración. Así como en las lenguas que no
designan la persona en el verbo mismo ésta acostumbra a
precederle en calidad de concepto sustantivo, en las len-
guas hijas del latín el pronombre es, por su concepto, real
y únicamente la persona del verbo, sólo que separada de
él y situada en otra posición. La indisolubilidad de verbo
y persona está firmemente anclada en la lengua desde su
origen latino, e incluso muestra en la hija restos expresos,

309
en forma de sonidos finales que se han conservado aquí y
allá. En general estas lenguas, como todas las de carác-
ter ñexivo, ponen más de relieve la función sustitutoria
del pronombre, y dado que ésta conduce por sí sola a la
245 acepción correcta y nítida del pronombre relativo, las len-
guas son inducidas por esto mismo al uso apropiado de
este último. De este modo un mismo fenómeno es el que
viene a mostrarse por doquier. De las ruinas de la forma
antigua se reconstruye el nuevo edificio de manera muy
diversa, mas sigue flotando sobre él el viejo espíritu, de-
mostrando con ello cuan difícil es que se destruya el prin-
cipio vital de los troncos lingüísticos de constitución ge-
nuinamente gramatical.
A despecho de la homogeneidad con que las lenguas
nacidas del latín elaboran el material heredado, a cada
una de ellas le subyace un principio propio que se refleja
en una acepción individual. Como ya he mostrado reite-
radamente hasta este punto, los innumerables aspectos de
detalle que concita el uso de la lengua, se la hable donde
y como se la hable, han de conjuntarse en una unidad, y
como la lengua hunde sus raíces en todas las fibras del
espíritu humano, esta unidad no puede ser sino individual.
De hecho, sólo cuando el espíritu de un pueblo hace suyo
un nuevo concepto de esa unidad, una nueva acepción,
entra en la existencia una nueva lengua; y si una nación
experimenta convulsiones que ejercen una poderosa in-
fluencia sobre su lengua, por fuerza habrá de reunir en
una nueva conformación los elementos transformados o
recién adquiridos. Más arriba hemos hablado de ese mo-
mento de la vida de una nación en el cual a ésta se le hace
patente la posibilidad de orientar su lengua, con indepen-
dencia del uso externo, hacia la edificación de un conjun-
to que encierre en sí tanto las ideas como los sentimien-
tos. Y si bien es verdad que el nacimiento de una literatu-
ra, que aquí hemos considerado en su esencia auténtica y
desde el punto de vista de su perfección última, es en
realidad sólo paulatino, y se debe a un instinto oscuramen-
te percibido, no obstante el comienzo mismo es resulta-
do de un impulso peculiar, de una urgencia, nacida de

310
dentro, de poner a trabajar conjuntamente la forma de la
lengua y la forma individual del espíritu, de manera que
la más pura y auténtica naturaleza de ambos irradie desde
ahí: el objetivo no es otro que esta misma irradiación. El
modo de desarrollarse este impulso es el que constituye el
camino de las ideas que recorre la nación hasta la deca-
dencia de su lengua. Es ésta una especie de segunda y
más elevada reunión de la lengua en una unidad; al hablar
más arriba del carácter de las lenguas tuve ya ocasión de
extenderme sobre la relación de esto con la configuración
de la forma técnica exterior.
A la hora de considerar el paso de la lengua latina a 246
las nuevas lenguas nacidas de ella es importante hacer
una cuidadosa distinción entre estas dos formas de trata-
miento de la lengua. Las lenguas retorrománica y dacorro-
mánica no llegaron a tener parte en el desarrollo científi-
co, por más que en su forma técnica no quepa afirmar
que han quedado por detrás de las demás. Al contrario,
el dacorrománico es el que mayor número de flexiones de
la lengua madre ha conservado, y en el tratamiento de las
mismas se acerca notablemente al italiano. El fallo estu-
vo, pues, tan sólo en las circunstancias externas: faltaron
acontecimientos y situaciones que proporcionasen la oca-
sión de impulsar la lengua hacia objetivos más elevados.
Si nos trasladamos ahora a un caso de parecida na-
turaleza, no es posible dudar de que fue esta misma
la causa de que de la decadencia y descomposición de la
lengua griega no naciese una nueva lengua que destacase
por alguna peculiaridad prominente. Pues, por lo demás,
la formación del griego moderno se asemeja sobremanera
a la de las lenguas románicas. Como las transformaciones
padecidas por uno y otras son, en su mayor parte, las
debidas al curso natural de la lengua, y como además
las lenguas de origen de ambas poseían el mismo carácter
gramatical, la similitud resulta fácilmente explicable, lo
que no hace sino más notable la diversidad de los resulta-
dos últimos. Grecia, convertida en provincia de un impe-
rio en decadencia, expuesta con frecuencia a devastadoras
incursiones de pueblos extraños, no pudo desarrollar la

311
fuerza y el impulso que en Occidente generaron circuns-
tancias de nuevo cuño, tanto interiores como exteriores,
saturadas de juvenil estímulo. Con las nuevas institucio-
nes sociales, con la definitiva interrupción de la congruen-
cia con un cuerpo estatal en completa descomposición y
con el refuerzo de nuevos pueblos vigorosos y audaces,
las naciones occidentales tenían que abrirse nuevos cami-
nos en todas las actividades del espíritu y del carácter. La
nueva configuración que iba tomando cuerpo reunía en sí
el sentido religioso, guerrero y literario, lo que no dejó de
ejercer sobre el lenguaje la influencia más feliz y decisiva.
Una nueva juventud creadora y poética floreció para es-
tas naciones, y en esto sus circunstancias guardan una
cierta semejanza con las de épocas que acostumbran a
estar envueltas para nosotros en las tinieblas de la pre-
historia.
Es, desde luego, indudable que el florecimiento de las
nuevas lenguas y literaturas occidentales, con peculiarida-
des dignas de competir con las de la lengua madre, ha de
247 atribuirse a esta convulsión histórica de las circunstancias
externas. No obstante, creo que en esto cooperó también
muy esencialmente otra causa que he mencionado breve-
mente más arriba (p. 243), y que, por concernir en espe-
cial a la lengua misma, tiene su lugar por derecho propio
en las consideraciones que en este momento nos ocupan.
La transformación que hubo de sufrir la lengua latina es
incomparablemente más profunda, más violenta y más
súbita que la que padeció el griego. Cabe incluso compa-
rarla a una demolición, en tanto que la del griego no dejó
de mantenerse dentro de los límites de los desmembramien-
tos y eliminaciones de formas individuales. En este ejem-
plo se reconoce una doble posibilidad de transición de
una lengua rica en formas a otra más pobre en ellas, y
otros casos de la historia de las lenguas vienen a confir-
marlo. En efecto, según una de las modalidades, una
estructura de artística disposición se descompone y es lue-
go reconstruida, mas con un grado inferior de perfección.
Según la otra modalidad, la lengua en decadencia sufre
aquí y allá heridas diversas que van cicatrizando una por

312
una; no se produce una nueva creación en sentido genui-
no, sino que la vieja lengua se mantiene, aunque lo haga
en un estado de lamentable desfiguración. Como el im-
perio griego se sostuvo largo tiempo a pesar de su debili-
dad y de su falta de solidez y consistencia, también la
vieja lengua se mantuvo más tiempo, y permaneció como
un tesoro del que siempre se puede extraer algo, como un
canon al que siempre es posible recurrir de nuevo.
Ninguna prueba de la diferencia entre el griego moder-
no y las lenguas románicas en este punto resulta tan con-
vincente como el hecho de que todos los intentos que se
han realizado posteriormente de purificar y rehabilitar el
griego han consistido en un mayor acercamiento al griego
antiguo. Por el contrario esa posibilidad jamás se le ven-
dría a las mientes a un español o a un italiano. Las
naciones románicas se vieron realmente arrojadas a una
nueva vía, y el sentimiento de una necesidad ineludible les
dio alas y ánimo para allanarla y llegar a su objetivo por
la dirección más afín a su espíritu individual; no era ya
posible volverse atrás. Y sin embargo, desde un punto de
vista alternativo, esta diversidad sitúa al griego moderno
en una circunstancia especialmente favorable. Pues hay
una diferencia fundamental entre las lenguas que nacen
unas de otras por la vía del desarrollo interior, germinan-
do de una semilla afín puesto que proceden del mismo
tronco, y aquéllas que nacen de la decadencia y las ruinas
de otras, y que lo hacen por la intervención de circunstan-
cias exteriores. En las primeras, a las que no llegaron a 248
enturbiar revoluciones violentas ni mezclas profundas con
otras lenguas, cada expresión, cada palabra, cada forma
nos permite remontarnos a profundidades impensadas.
Pues guardan en su mayoría sus propios fundamentos en
sí mismas, y sólo ellas pueden reclamar el honor de bas-
tarse a sí mismas y de exhibir una consecuencia interna
demostrable dentro de sus propias fronteras. Es claro que
lenguas hijas como las románicas no se encuentran en
una situación de estas características. Reposan, por una
parte, en una lengua que ya no está viva y, por la otra, en
lenguas extranjeras. Las expresiones que contienen condu-

313
een en su mayoría, si se investiga su origen, a un dominio
extraño, desconocido para el pueblo, a través de una serie
en general muy breve de configuraciones intermedias. In-
cluso en la parte gramatical, no o apenas contaminada de
elementos foráneos, la congruencia de su estructura, cuan-
do existe realmente, sólo puede elucidarse por referencia
a la lengua madre, ahora ya extraña. Por eso en estas
lenguas la comprensión profunda desde ellas mismas sólo
es posible a medias, y esto afecta incluso a esa impresión
que en cada lengua es resultado de la armoniosa cohesión
de todos sus elementos; el resto hay que tomarlo de un
material que ya no es asequible para el pueblo que las
habla.
En ambos tipos de lenguas puede llegar a ser preciso
remontarse a la lengua anterior. Mas en el modo mismo
de hacerlo se vuelve más patente la diferencia, por ejem-
plo si se compara cómo la insuficiencia de la explicación
interna nos conduce en el latín al fundamento y raíz del
sánscrito, y la del francés a los del latín. Es claro que en
este último caso ha intervenido en la transformación un
cierto grado de arbitrariedad nacido de influencias exter-
nas, de modo que incluso el proceso natural y analógico
que, sin duda, tiene lugar aquí también no puede librarse
del supuesto de tales influencias. Pues bien, el griego
moderno, porque no llegó a convertirse en una lengua
realmente distinta, no se encontró nunca, o al menos no
en forma apreciable, en una circunstancia comparable a
la que hemos descrito aquí para las lenguas románicas.
Con el paso del tiempo puede llegar a desembarazarse de
la mezcla con palabras extranjeras, ya que, con excepcio-
nes sin duda poco numerosas, éstas no han penetrado en
su auténtica vida con profundidad comparable a la de
formas análogas en las lenguas románicas. Por otra parte
su verdadero tronco, el griego antiguo, no puede resultar-
249 le ajeno a este pueblo. Pues aunque no esté ya capacitado
para recrear en su pensamiento el conjunto de su refinada
estructura, no puede dejar de reconocer la mayoría de los
elementos de ésta como parte de su propia lengua.

314
Si se toma en consideración la naturaleza misma del
lenguaje, esta diferencia resulta, sin duda, notable. Mas
es dudoso que ejerza alguna influencia significativa sobre
el espíritu y el carácter de la nación. Se puede objetar,
con toda razón, que cualquier consideración que vaya
más allá del estado actual de cada lengua es extraña para
el pueblo; que, en consecuencia, el que lenguas encerradas
en la pureza de su propio organismo se expliquen desde sí
mismas es un dato estéril para aquél; que, en fin, toda
lengua que por uno u otro camino proceda de otra, pero
que haya proseguido su desarrollo a lo largo de siglos,
accede por sí misma a un grado de congruencia perfecta-
mente suficiente y capaz de influir sobre la nación. De
hecho nada impide pensar que entre las lenguas más tem-
pranas, las que a nosotros se nos muestran como lenguas
madres, puede haberlas con un origen semejante al de las
lenguas románicas, por más que imagino que un análisis
preciso de las mismas no tardaría en revelarnos la impo-
sibilidad de explicarlas desde sí mismas. Pero en todo
caso, lo que no se puede poner en duda es que, en las
secretas profundidades de la formación del alma y de la
reproducción incesante de la individualidad espiritual,
existe un vínculo infinitamente poderoso entre la trama
sonora de la lengua y el conjunto de las ideas y de los
sentimientos. De ninguna manera puede, por lo tanto, ser
indiferente el que la sensibilidad y la disposición del áni-
mo se hayan entrelazado con los mismos sonidos en una
cadena ininterrumpida, penetrándolos con su riqueza y su
calor, o que esta secuencia de causas y efectos, que de
suyo tiene en sí su propio fundamento, haya sufrido per-
turbaciones violentas.
Cierto es que también aquí acaba por formarse una
nueva coherencia, y que para las lenguas el tiempo posee
una capacidad de restañar heridas mayor tal vez que para
cualquier otro lugar del corazón humano. Mas no se debe
olvidar que también esta coherencia renace poco a poco,
y que las generaciones que viven antes de que llegue a
adquirir firmeza suficiente se suman también a la cadena

315
y actúan en ella como una causa más. De modo que el
que un pueblo hable una lengua que reposa íntegramente
sobre sus propios supuestos, o que ha nacido por entero
de un desarrollo puramente orgánico, no puede dejar de
influir ni sobre la profundidad de la actividad del espíri-
tu, ni sobre la intimidad de la sensibilidad, ni finalmente
sobre el vigor de la disposición moral de ese pueblo. Por
250 eso me parece que, cuando se trata de describir naciones
que se encuentran en esta última circunstancia, no se de-
bería descuidar el estudio de cómo y hasta qué punto se
ha restaurado en ellas, por otra senda, el equilibrio alte-
rado, y de qué manera se ha obtenido tal vez una nueva
ventaja de lo que, a no dudarlo, empezó siendo un factor
de imperfección.

Recapitulación de la investigación hasta este punto

35

Llegados hasta aquí, hemos alcanzado por fin uno de


los puntos finales a los que nuestra investigación había
de llevarnos.
Permítaseme traer brevemente a la memoria aquellos
puntos de nuestro estudio que nos permitirán engarzar
con lo que sigue. La concepción del lenguaje desarrollada
hasta aquí reposa en lo esencial sobre el hecho de que
este es, a un tiempo, la perfección que, con carácter de
necesidad, alcanza el pensamiento y el desarrollo natural
de una disposición que caracteriza al hombre como tal.
Este desarrollo no se asemeja, sin embargo, al de un
instinto, que puede explicarse sin otro recurso que el de la
fisiología. No siendo el lenguaje en sí mismo un acto de
la conciencia inmediata, ni en rigor de la espontaneidad
del momento ni de la libertad, no puede, sin embargo,
pertenecer más que a un ser dotado de conciencia y liber-
tad, y surge en éste de la profundidad, para él mismo
inasequible, de su individualidad, así como de la actividad

316
de las fuerzas que yacen en él.* Pues depende, sin duda
alguna, de la energía y de la forma con la cual y en la
cual el hombre confiere, sin ser propiamente consciente
de ello, el impulso constitutivo al conjunto de su indivi-
dualidad espiritual.' Pero, en virtud de esta su conexión
con una realidad individual, así como con otras causas
que se añaden, el lenguaje está sujeto a las condiciones
que rodean al hombre en el mundo, y que influyen inclu-
so sobre los actos de su libertad.
Pues bien, en el lenguaje, en tanto en cuanto se mani-
fiesta realmente en el hombre, se distinguen dos principios
constitutivos: el sentido lingüístico interno (bajo el cual
entiendo no una fuerza específica sino el conjunto de la
capacidad espiritual, mas referido a la formación y uso
del lenguaje; lo concibo, en consecuencia, sólo como una
orientación) y el sonido, en la medida en que depende de
la naturaleza de los órganos y reposa sobre lo transmití- 251
do. El sentido lingüístico interno es el principio que go-
bierna el lenguaje desde dentro, y que le confiere en todo
momento el impulso que lo guía. El sonido se asemejaría
de suyo a una materia pasiva, meramente receptora de la
forma. Mas, penetrado como está por el sentido lingüísti-
co, y vuelto así articulado; abarcando por igual una fuer-
za intelectual y otra sensible, en unidad indivisible y en
permanente reciprocidad, el sonido, en su constante activi-
dad simbolizadora, se convierte en el verdadero principio
creador del lenguaje, y aun se diría que es un princi-
pio de creación autónomo. Y como es ley universal de la
existencia del hombre en el mundo el que nada de lo que
surge de él deje de convertirse al instante en una masa
que tiene un efecto retroactivo sobre él y condiciona sus

1. Cfr. supra pp. 16, 17, 40, 42, 43.


* Debe en este punto recordar el lector que los términos «conciencia» y «es-
pontaneidad» están usados aquí en su más sentido estricto terminológico, respec-
tivamente como «conciencia de» contenidos (propia de la relación de la objetivi-
dad} y como «acto de la libertad» que no se remonta a la conciencia ni es parte de
esa relación de la objetividad; y que toda esta recapitulación está fundada en los
conceptos más rigurosos de la «filosofía de la conciencia». (N. del T.)

317
ulteriores creaciones, así también el sonido cambia a su
vez la perspectiva y el proceder del sentido lingüístico
interior. De este modo cada nueva creación no se limita a
guardar la orientación simple de la fuerza originaria, sino
que hace suya una dirección nacida de la conjunción de
aquélla con lo creado con anterioridad.
Puesto que la disposición natural para el lenguaje es
común a todos los hombres, y todos y cada uno de ellos
han de portar en sí la clave de la comprensión de toda
lengua, de esto se sigue que la forma de éstas ha de ser
esencialmente igual, y ha de alcanzar siempre su objetivo
universal. La diversidad sólo puede radicar en los medios,
y no puede rebasar los límites que impone la consecución
del fin. Con todo, la diversidad está presente en las len-
guas de muchas maneras, y no sólo en los sonidos, lo que
implicaría que las mismas cosas son sólo designadas de
maneras diferentes, sino también en el uso que de los
sonidos hace el sentido lingüístico ateniéndose a la forma
de la lengua, mejor dicho, a su propia acepción de esa
forma. Por sí solo el sentido lingüístico debería producir
homogeneidad entre las lenguas, en la medida en que éstas
son sólo formales, ya que en todas ellas tiene que bus-
car la estructura correcta y regular, que no puede ser
sino una y la misma. Pero en la realidad las cosas son
distintas, en parte por el efecto retroactivo del sonido y
en parte por la individualidad que alcanza el sentido inte-
rior en la manifestación." Pues lo que importa es la ener-
gía de la fuerza con que este sentido interior influye sobre
252 el sonido y lo convierte en expresión viva de la idea hasta
en sus más delicados matices. Y esta energía no puede ser
en todos la misma, no puede manifestar siempre la mis-
ma intensidad, viveza y regularidad. Tampoco tendrá
siempre el apoyo de una idéntica inclinación al tratamien-
to simbólico de las ideas, ni de la misma complacencia

a. Esta frase era en origen: «de su relación (la del uso) con el sonido nace, sin
embargo, por fuerza diversidad, en parte y preferentemente por el sonido, pero en
parte también en virtud del propio sentido lingüístico interior».

318
estética en la riqueza y armonía de los sonidos.* No obs-
tante todo lo cual, el sentido lingüístico interno se orien-
tará siempre hacia la igualdad de las lenguas, y su señorío
sobre ellas buscará siempre devolver al buen camino las
formas que se desvíen de él.
Por el contrario el sonido es el verdadero principio del
incremento de la diversidad. Pues depende de la naturale-
za y disposición de los órganos, a la cual debe el alfabeto
sobre todo su formación, y como demuestra cualquier
análisis correctamente llevado a cabo, el alfabeto consti-
tuye el fundamento de toda lengua. En segundo lugar, la
condición articulada de los sonidos lingüísticos da lugar a
leyes y hábitos que les son propios, basados, en parte en
la facilidad y en parte en la eufonía de la pronunciación;
aunque tales leyes sean a su vez factores de homogenei-
dad, su aplicación a los casos concretos produce por fuer-
za diversidad. Y finalmente, en la medida en que nos
ocupamos siempre de lenguas que ni están aisladas ni
comienzan ex novo, los sonidos prenden siempre en ma-
terial bien precedente, bien extraño. Pues bien, en el con-
junto de todos estos factores está el fundamento de la
necesaria diversidad de estructura de las lenguas humanas.
Las lenguas no pueden llevar en sí una misma estructura
porque las naciones que las hablan son distintas y poseen
una existencia sujeta a situaciones y condiciones diferen-
tes.
Una consideración del lenguaje en sí mismo tiene que
arrojar una forma que, entre todas las pensables, posea
la máxima afinidad con los objetivos de aquél, y ha de
ser posible evaluar las ventajas e inconvenientes de las
lenguas existentes por su grado de acercamiento a esta

b. Estas dos frases eran en origen: «Mas esta energía no puede ser siempre y
en todo lugar la misma. También ella depende nuevamente de (a individualidad
espiritual de los hablantes en un doble sentido. Depende, por una parte, de su
vigor, vivacidad y regularidad, como sentido lingüístico que no es sino el conjunto
de la capacidad espiritual en cuanto orientada hacia el lenguaje, pero, por otra
parte, depende de atributos más estrictamente referidos al lenguaje mismo, por la
inclinación al tratamiento simbólico de la idea en la palabra y por la complacencia
estética en la riqueza y armonía sonoras».

319
255 forma. Adentrándonos por esta senda hemos hallado que
esta forma es forzosamente la más acorde con el curso
universal del espíritu humano, la que fomenta su creci-
miento por medio de una actividad más regulada, la que,
en fin, no se limita a facilitar la proporcionada convergen-
cia de todas sus orientaciones, sino que, ejerciendo sobre
éstas un efecto estimulante, confiere a aquélla la máxima
vivacidad. Pero el objetivo de la actividad espiritual no es
tan sólo su propio incremento interno. Al atenerse a esta
vía se ve también impulsada necesariamente hacia el exte-
rior, hacia la construcción de un edificio científico de
comprensión del mundo para, desde este punto de vista,
seguir operando creativamente. También esto lo hemos
incluido en nuestra consideración, con el resultado incon-
fundible de que la mejor, o quizá la única forma de que
germine y madure esta expansión de la perspectiva huma-
na, es que se desarrolle al hilo de la forma lingüística más
perfecta.
Esto nos ha hecho profundizar en esta forma, cuya
naturaleza y disposición he intentado poner de manifiesto
en aquellos puntos en los que el procedimiento de la len-
gua se concentra en la consecución inmediata de sus fines
últimos. La solución más sencilla al problema de cómo
evaluar una lengua, por referencia tanto a sus objetivos
internos como externos, se nos reveló en la pregunta de
cómo hace una lengua para representar las ideas, tanto en
la frase simple como en el período que entrelaza en su
interior muchas frases. Pero, a su vez, este procedimiento
nos permitió inferir también la naturaleza necesaria de
los diversos elementos. No es de esperar que uno de los
troncos lingüísticos existentes, ni siquiera en realidad una
sola lengua, coincida por completo y en todos sus puntos
con la forma lingüística perfecta; desde luego tal cosa no
se halla en el círculo de nuestra experiencia. Sin embargo,
las lenguas sánscritas son las que más se acercan a esa
forma, y es de la mano de ellas como la formación espi-
ritual de la estirpe humana ha alcanzado una más larga y
feliz secuencia de progresos. Podemos, pues, tomarlas
como firme punto de comparación para todas las demás.

320
Lenguas que se apartan de la forma regular pura

Estas lenguas no se prestan a una descripción tan sen-


cilla. Dado que tienen por objeto los mismos fines que las
realmente regulares, pero no los alcanzan en la misma 254
medida, o no lo hacen por el camino adecuado, su estruc-
tura no puede mostrar la misma luminosa coherencia
interna. Más arriba hemos visto cómo, aparte del chino,
que prescinde de toda forma gramatical, son tres las for-
mas por las que las lenguas pueden alcanzar el objetivo
de formar frases: flexión, aglutinación e incorporación.
Todas las lenguas son portadoras de una o varias de estas
formas, y a la hora de valorar sus ventajas relativas lo
que importa es el modo como cada una ha realizado estas
formas abstractas en la suya concreta o, mejor dicho,
cuál ha sido el principio de su adopción o mezcla. Quisie-
ra creer que esta distinción entre formas lingüísticas abs-
tractas posibles y formas concretas, realmente existen-
tes, puede contribuir por sí misma a atenuar la impresión
de extrañeza que pudiera haber producido mi selección de
ciertas lenguas como únicas dotadas de forma legítima, lo
que supone rebajar las demás a la condición de lenguas
menos perfectas. Pues no me parece fácil poner seriamen-
te en duda que, entre las formas abstractas, la flexiva es
la única que merece la calificación de correcta. No obs-
tante, la sentencia que esto conlleva para las demás for-
mas abstractas no se aplica con el mismo rigor a las
lenguas concretas que hallamos en la realidad, pues en
ellas no gobierna en solitario una única forma, y en cam-
bio está siempre viva en ellas una visible aspiración a la
adecuada. Aun así, creo que este punto requiere todavía
alguna justificación adicional más precisa.
Entre los que poseen conocimientos de varias lenguas,
suponiendo que todas ellas se encuentren en un nivel cul-
tural comparable, debería ser general la impresión de que
cada una posee sus excelencias peculiares, y que no es
posible considerar que una es mejor que todas las demás
en términos absolutos. El punto de vista que estamos
proponiendo aquí se opone frontalmente a esto, y es pro-

321
bable que concite un rechazo tanto más decidido cuanto
que nuestra consideración se está esforzando sobre todo
en poner de manifiesto la estrecha e indisoluble correla-
ción entre las lenguas y la capacidad espiritual de las
naciones. Un juicio descalificador sobre una lengua impli-
caría con ello idéntica descalificación del pueblo corres-
pondiente.
Pues bien, en este punto es obligado introducir una
nueva y más precisa distinción. Hemos observado más
arriba que, de una manera general, las ventajas de una
lengua dependen de la energía de la actividad espiritual, y
en particular de la inclinación de ésta a desarrollar las
255 ideas por medio del sonido, y de su modo peculiar de
hacerlo. Según esto, una lengua más imperfecta tan sólo
sería índice de que la nación ha volcado sobre ella un
impulso de menor intensidad, y no decidiría nada sobre
otras posibles excelencias intelectuales de esa misma na-
ción. Aquí nos hemos limitado en todo momento a partir
de la estructura de las lenguas, y nunca hemos rebasado
sus límites a la hora de formar un juicio sobre ella. El
que esta estructura puede presentar grados diversos de
excelencia según las lenguas, siendo ésta mayor en sáns-
crito que en chino, en griego que en árabe, es cosa que
ningún investigador imparcial podría poner seriamente en
duda. Sea cual sea el punto de vista desde el cual intente-
mos sopesar sus ventajas relativas, una cosa es segura:
que el principio de desarrollo espiritual que anima a las
diversas lenguas es unas veces más fructífero y otras me-
nos. Sería desconocer las relaciones que unen entre sí el
espíritu y el lenguaje negarse a extender las consecuencias
que derivan de ello al efecto retroactivo que las lenguas
ejercen, así como a la intelectualidad de los pueblos que
las han formado (en la medida en que tal cosa cae dentro
de los límites de la capacidad humana). Así que, desde
esta perspectiva, el punto de vista defendido aquí queda
plenamente justificado.
Aún cabría, sin embargo, una nueva objeción: que
cada ventaja singular de una lengua pone a ésta en situa-
ción de desarrollar también de modo preferente una de-

322
terminada faceta del espíritu, y que, por su naturaleza y
por las mezclas y contaminaciones a que están expuestas
las naciones, sus disposiciones difieren entre sí de una ma-
nera mucho más diversa de lo que parece implicar una
simple evaluación de grados. Ambas cosas son indiscuti-
blemente ciertas. Sin embargo la verdadera excelencia de
una lengua debe buscarse en el polifacetismo y armonía
con que su fuerza actúa en ella. Las lenguas son herra-
mientas que ha menester la actividad espiritual, cauces
por los que ésta discurre. Por eso sólo son realmente
bienhechoras cuando acompañan al espíritu en toda direc-
ción, facilitando su curso y prestándole aliento, y lo sitúan
en ese centro a partir del cual pueden desarrollarse armo-
niosamente todos y cada uno de sus géneros de actividad.
Aun concediendo sin reservas que la forma de la lengua
china tal vez sea la que más favorece la fuerza del pensa-
miento puro, la que de un modo más tenso y exclusivo
guía el alma hacia él, justamente porque rechaza todos
los pequeños sonidos de unión que podrían distraerla;
aunque baste la lectura de unos pocos textos chinos para
llevar esta convicción a la linde misma del entusiasmo,
aun así difícilmente podrían afirmar ni siquiera los más
resueltos partidarios de esta lengua que dirige la actividad
del espíritu al núcleo verdadero desde el que nacen y 256
florecen por sí solas la poesía y la filosofía, la investiga-
ción científica y el discurso elocuente.
Sea cual sea el punto de partida que adopte, no puedo
por menos de volver a poner de relieve con toda claridad
y sin ambages la resuelta oposición que existe entre las
lenguas de forma puramente regular y las que se apartan
de esa regularidad. Es mi más arraigada convicción que
con esto no se enuncia sino un hecho incontrovertible.
No estamos ignorando ni menospreciando el indudable
acierto con que también esas lenguas desviadas aportan
con frecuencia excelencias individuales, ni las sutilezas de
su estructura técnica; tan sólo negamos que posean la
capacidad de influir por sí solas sobre el espíritu con el
mismo orden, variedad y armonía. Nada más lejos de mi
intención que pronunciar una sentencia condenatoria con-

323
tra lengua alguna, aun la del pueblo más rudo y salvaje.
Esto no sólo me parecería deshonroso para la condición
más fundamental de la humanidad, sino también incom-
patible con lo que la reflexión y la experiencia nos mues-
tran que es la comprensión correcta del lenguaje. Pues
toda lengua es reflejo de la disposición originaria para el
lenguaje en general, y para poder cumplir los objetivos
más simples de los que, con carácter de necesidad, ha de
ser capaz cualquier lengua, es precisa una estructura tan
compleja que su estudio requiere inevitablemente una in-
vestigación propia; y esto sin contar con que, además de
las partes ya desarrolladas, toda lengua posee una capaci-
dad sin límites no sólo de adaptación a través de su pro-
pia flexibilidad, sino también de incorporación de ideas
cada vez más ricas y elevadas.
Por otra parte, hasta este punto no he considerado las
naciones más que como limitadas a sus propios recursos.
Las naciones pueden, sin embargo, atraer hacia sí cultu-
ras ajenas, con lo que su actividad espiritual puede expe-
rimentar un crecimiento que no se debería a su propia
lengua, sino "que por el contrario serviría a su vez para
que ésta experimente una expansión del alcance que po-
seía por sí misma. Pues todas las lenguas poseen de suyo
una flexibilidad que les permite incorporar cualquier cosa
y darle expresión por sí mismas. Nunca, bajo ninguna
circunstancia, pueden convertirse las lenguas en barreras
absolutas para el hombre. Lo que las distingue entre sí es
que el punto de partida para el incremento de su fuerza y
la expansión de las ideas esté en ellas mismas o les sea
ajeno, en otras palabras, que la lengua preste aliento para
ello o se limite a cooperar pasivamente.
257 Pues bien, si existe entre las lenguas una diferencia
como la indicada, la cuestión es: ¿cuáles son los signos
por los que se la reconoce? Quizá parezca testimonio de
parcialidad, de inadecuación a la riqueza de este concep-
to, el que yo haya buscado estos signos precisamente en
el método gramatical de formar las frases. Sin embargo
en modo alguno he tenido la intención de restringirlos a
este ámbito, pues, sin duda, dicha diferencia está conteni-

324
da con idéntica viveza en cada elemento y en cada conjun-
ción de elementos. Pero he dirigido mi atención primera-
mente a lo que constituye algo así como los cimientos del
lenguaje, y que ejerce el más decisivo efecto sobre el
desarrollo de los conceptos. La disposición lógica de és-
tos, su estricto discernimiento, la expresión determinada
de sus relaciones entre sí forman el fundamento impres-
cindible de toda manifestación de la actividad del espíri-
tu, aun de la más elevada, y debe resultar evidente para
cualquiera que todo esto depende esencialmente de la na-
turaleza del método lingüístico en cada caso. Cuando éste
es el apropiado, el pensamiento correcto discurre también
con natural facilidad; cuando no lo es, su camino encuen-
tra obstáculos que vencer, o al menos no disfruta de
ayuda comparable por parte de la lengua. La misma dis-
posición espiritual que da origen a las tres formas de
proceder elucidadas más arriba se extiende también por sí
misma a todos los demás elementos de la lengua; la for-
mación de la frase tan sólo es un ejemplo en el que se la
puede reconocer con más claridad. Por otra parte, estos
rasgos peculiares son especialmente susceptibles de ser
puestos de manifiesto fácticamente en la estructura de la
lengua, circunstancia esta que merece toda la atención en
la investigación si lo que ésta se propone es realmente elu-
cidar, a través de cuanto es efectiva e históricamente re-
conocible en las lenguas, la forma que éstas participan al
espíritu, o en la cual se le muestran internamente.

Naturaleza y origen de la estructura lingüística


imperfecta

36
Los caminos que se apartan de la vía que con carácter
de necesidad prefiguran las puras leyes inmanentes pueden
ser a su vez de una variedad infinita. Las lenguas que
pueblan este dominio no admiten, por lo tanto, clasifica-
ción ni caracterización exhaustiva a partir de principios; a

325
lo sumo cabe reunirías por referencia a determinadas si-
militudes que afectan a partes fundamentales de su estruc-
258 tura. Pero si es cierto que la estructura conforme a la
naturaleza depende, por una parte, de la firmeza de la
unidad de la palabra y, por la otra, de la apropiada sepa-
ración de los miembros que forman una frase, todas las
lenguas de las que vamos a ocuparnos ahora deberán
caracterizarse por un debilitamiento de la unidad de la
palabra o de la libertad en la vinculación de las ideas, o
finalmente por ambas deficiencias a la vez. Esto nos pro-
porciona un criterio general que nos permitirá evaluar su
relación con el desarrollo del espíritu, incluso cuando se
trate de comparar las lenguas de más alejada y diversa
condición.
Una dificultad particular reviste la búsqueda de los
motivos que han inducido a las lenguas a apartarse de la
vía más natural. Pues así como ésta puede hallarse guián-
dose por los conceptos, la aberración reposa sobre indivi-
dualidades que, dada la oscuridad que rodea la historia
más temprana de toda lengua, tan sólo pueden ser conje-
turadas o intuidas. Allí donde la imperfección del organis-
mo radica simplemente en que el sentido lingüístico in-
terno no ha sido capaz de darse a sí mismo expresión
sensible por medio del sonido en todo momento, de ma-
nera que su fuerza para construir formas se ha extinguido
antes de producir una formalidad completa, la dificultad
es menor, pues la razón de la imperfección está en esta
misma debilidad. El problema es que tampoco estos casos
suelen presentarse de una manera tan sencilla, y existen
muchos otros, tal vez los más notables, que en modo
alguno pueden explicarse de esta suerte. No obstante, debe
proseguirse la investigación incansablemente hasta ese
punto, pues de lo contrario se renunciará a iluminar la
estructura lingüística hasta sus últimos fundamentos, allí
donde hunde sus raíces en los órganos y en el espíritu.
Sería imposible alcanzar en esta materia la exhaustividad.
Por eso me limitaré a demorarme unos momentos en dos
ejemplos; para el primero de ellos me referiré a las len-
guas semíticas y, dentro de ellas, con preferencia al hebreo.

326
Este tronco lingüístico pertenece evidentemente al tipo
flexivo, y más arriba he tenido ocasión de mostrar repeti-
damente que, a diferencia de la afijación con significación
propia, las lenguas semíticas poseen flexión en el sentido
más genuino de la palabra. Las lenguas hebrea y árabe
dan también testimonio de la excelencia interna de su
estructura; la primera, a través de obras del más elevado
aliento poético; la segunda, por una rica y polifacética
literatura científica junto a la poética. También desde el
punto de vista puramente técnico el organismo de estas
lenguas no le va a la zaga a ningún otro, ni en el rigor de
su coherencia, ni en su artística sencillez, ni por la ade- 259
cuación, llena de sentido, del sonido a la idea; en todo
esto va quizá por delante de todas las demás. Y sin em-
bargo, estas lenguas poseen dos rasgos que no se corres-
ponden con las exigencias naturales, y hasta se podría
añadir con certeza que apenas responden a lo que legíti-
mamente puede una lengua imponer. Al menos en su
configuración actual exigen la presencia de tres consonan-
tes en toda raíz, y consonantes y vocales no soportan
juntas la significación de las palabras, sino que el signifi-
cado es cosa exclusiva de las primeras y las relaciones lo
son de las segundas. El primero de estos rasgos impone a
la forma de las palabras una restricción frente a la cual
parece preferible la libertad de que disfrutan otras lenguas,
muy en especial el tronco sánscrito. Mas también el segun-
do lleva consigo desventajas para una flexión basada en
la adición de sonidos adecuadamente subordinados.
Esta es la razón por la que, a mi entender, las lenguas
semíticas tienen que contarse, desde este punto de vista,
entre las lenguas que se han apartado de la vía más apro-
piada para el desarrollo del espíritu. Mas si intentamos
ahora indagar los motivos que pueden haber dado lugar a
este fenómeno, así como su relación con la disposición
lingüística de las naciones correspondientes, será muy di-
fícil que lleguemos a resultados plenamente satisfactorios.
Para empezar, es muy dudoso cuál de estos dos rasgos es
el fundamento del otro. Pues es claro que ambos están en
la más estrecha relación entre sí. La configuración silábi-

327
ca que hacía posible el esquema de las tres consonantes
invitaba sin duda por sí misma a indicar las diversas rela-
ciones de las palabras por medio del cambio de vocales, y
si se deseaba guardar las vocales exclusivamente para este
menester, por fuerza había de buscarse la necesaria rique-
za de las significaciones en nuevas consonantes para la
misma palabra."
Esta relación de reciprocidad, tal como la hemos des-
260 crito, es sin embargo más apropiada para explicar la com-
plexión interna de la lengua que para desvelar el funda-
mento que dio origen a estructura semejante. El que sólo
las vocales indiquen las relaciones gramaticales no puede
tomarse fácilmente como primer factor de determinación,
pues lo natural en las lenguas es que el significado vaya
por delante, de manera que habría que empezar en todo
caso por explicar a qué se debe el que las vocales queda-
sen excluidas de él. Es cierto que la consideración de las

a. Tachado: «Mas, si se hace subyacer tal conjunción de consonantes, será


difícil explicar, de un lado, cómo llegó un pueblo justamente a una forma tal y,
del otro, por qué excluyó a las vocales de la significatividad de la palabra. Tal
proceder se opone fromalmente al principio de economía que gobierna en la
mayoría de las restantes naciones, que no se limitan a partir de raices monosilábi-
cas sino que aun en éstas no toman en general sino una consonante. Pues incluso
en sánscrito sigue siendo dudoso si las que poseen consonantes genuinas, no
debidas tan sólo a la conexión fonética con la vocal precedente, no son a su vez
adiciones de sílabas abreviadas que convierten por sí mismas la raíz en palabra
compuesta. Pero en las lenguas semíticas una parte de los temas triconsonánücos
procede de otros con sólo dos consonantes, y la investigación no ha logrado aún
determinar de una vez por todas hasta dónde alcanza tal transformación. Y en los
temas con dos consonantes el destino exclusivo de las vocales a servir de designa-
ción de relaciones no podría hallar un fundamento suficiente para su explicación.
Mas, si ese destino ha sido consecuencia de la misma conjunción de las consonan-
tes, tropezamos con un nuevo doble obstáculo: no se comprende en primer lugar
cómo una ley tal habría podido excluir a las vocales de toda significación material
—considerando que en sus comienzos una lengua carece por entero de tales expre-
siones—, siendo ésta como es obviamente la primera en toda lengua, ni se entien-
de en segundo lugar cómo podría haber perdido la vocal esta propiedad de signi-
ficar materialmente si antes la había poseído. Dado que ninguno de estos dos
fenómenos obtiene del otro explicación suficiente, parece obligado buscar ésta en
un fundamento más profundo, común a ambos, que no podría hallarse sino en los
órganos o en el sentido lingüístico interior. Y aquí merece la pena atender en
primer lugar a que la escritura hebrea en su forma más antigua, anterior a la
designación de las vocales, contiene consonantes [...] al schwa [...], parece extraño
derivar ésta del extremo opuesto de un oscurecimiento casi total de la vocal, así
que estoy muy lejos de otorgar mayor peso a este modo de explicación».

328
vocales debe atender a dos aspectos. En primer lugar son
los sonidos sin los cuales no pueden pronunciarse las con-
sonantes, y en segundo lugar está la diversidad de timbre
que las distingue entre sí en la serie de cada lengua. Por
referencia a lo primero no existen vocales, sino sólo un
sonido vocálico general, que se limita a estar ahí, o, si se
quiere, no hay todavía ninguna verdadera vocal, sino sólo
un sonido tipo schwa, de timbre difuso y que aún no se ha
desarrollado individualmente. Mas lo mismo se aplica a
las consonantes si se las considera en su conexión con las
vocales. También la vocal, para ser audible, necesita de
un ataque consonantico, y en la medida en que éste sólo
posee la naturaleza necesaria para esta su función, difiere
de los sonidos que se oponen entre sí por la diversidad de
su timbre en la serie de las consonantes.' Ya de aquí se
infiere por sí mismo que, a la hora de expresar los con-
ceptos, las vocales sólo se asocian a las consonantes, y 261
como ya han reconocido los más profundos investigado-
res del lenguaje,2 sirven principalmente para determinar
más de cerca la palabra conformada por las consonantes.
Está, por otra parte, en la propia naturaleza fonética de
las vocales el que indiquen algo más delicado, más sutil e
interior que las consonantes, y que al mismo tiempo po-
sean más cuerpo y más alma. Esto las hace más apropia-
das a la indicación gramatical, a lo que se añade la facili-
dad de su resonancia y su capacidad de conexión con
otros sonidos.
Creo, sin embargo, que el uso exclusivo de las vocales
para fines gramaticales en las lenguas semíticas es cosa

1. Lepsius, en su Palaeographíe, ha expuesto estos principios con la mayor


claridad y del modo más satisfactorio, mostrando la diferencia entre la a inicial y
la A en el alfabeto sánscrito. En el Bugis y en otros alfabetos emparentados con él
he podido comprobar que el signo denominado a inicial en todos los tratados
sobre lenguas que se sirven de estos alfabetos no es en realidad una vocal, sino que
indica un débil ataque consonantico, comparable al espíritu suave de los griegos.
Todos los fenómenos reunidos por mí allá (Nouv. Journ. Asiat. IX, 489-494) * se
explican, sin embargo, mejor y más correctamente a partir de lo expuesto por
Lepsius sobre este mismo punto en el alfabeto sánscrito.
2. En su lenguaje, tan afortunado como lleno de sentido, Grimm expresa esto
mismo diciendo que la consonante configura, la vocal determina e ilumina la
palabra (Deutsche Crammatik, II, p. 1).
b. Cfr. vol. 6, 563.

329
distinta de todo esto; por lo que sé, se trata de un fenó-
meno único en la historia de las lenguas, y pide por ello
una explicación propia. Mas si para dar con ella partimos
del extremo opuesto, de la estructura bisilábica de la raíz,
hallaremos que esta estructura es ciertamente constitutiva
del estado de estas lenguas que nosotros conocemos, pero
no parece ser realmente originaria. Como tendré ocasión
de exponer más adelante, es probable que por detrás de
ella haya que suponer, en medida muy superior a lo que
ahora se acostumbra a creer, una estructura monosilábi-
ca. Existe sin embargo la posibilidad de que el rasgo del
que nos estamos ocupando ahora pueda explicarse preci-
samente a partir de esto, y de la transición a la forma
bisilábica. Estas formas monosilábicas, a las que nos ve-
mos conducidos por la comparación de las bisilábicas en-
tre sí, poseían dos consonantes que encerraban en medio
una vocal. Acaso esta vocal, así encerrada y hasta cierto
punto acallada por el mayor volumen sonoro de las con-
sonantes, perdió la capacidad de una adecuada evolución
propia, y dejó así de tomar parte en la expresión del
262 significado. Cuando más tarde se hizo patente la necesi-
dad de designar las relaciones gramaticales, quizá fue esto
mismo lo que despertó esa evolución, y con el fin de
proporcionar a las flexiones gramaticales un mayor cam-
po de juego, promovió la adición de una segunda sílaba.
Mas, sea ello como fuere, tiene que haber existido algún
otro motivo para que las vocales dejasen de poseer su
propia resonancia libre, y creo que habrá que buscarlo
antes en la disposición de los órganos y en las peculiari-
dades de la pronunciación que en la acepción interna de
la lengua.
Pero más segura que todo lo expuesto hasta aquí, y en
cualquier caso, más central a la hora de determinar la
relación de las lenguas semíticas con la evolución del espí-
ritu, me parece una cierta deficiencia que, pese a todo, se
advierte en el sentido lingüístico interno de estos pueblos,
y que afecta a la nitidez y claridad de la distinción entre
el significado material y las relaciones de las palabras,
en parte con las formas generales de hablar y pensar, y

330
en parte con la formación de las frases; esto llega al
punto de que hasta la pureza de la distinción en que se
funda la determinación de vocales y consonantes amena-
za sufrir detrimento. En primer lugar he de llamar aquí la
atención sobre un tipo especial de sonidos que en las
lenguas semíticas se denominan raíces, pero que difieren
sustancialmente de los sonidos radicales de otras lenguas.
Como las vocales están excluidas de la significación mate-
rial, en rigor las tres consonantes de la raíz tienen que
pasarse sin vocales, es decir, ir acompañadas únicamente
de los sonidos imprescindibles para su pronunciación.
Siendo esto así, estas raíces carecen de la forma sonora
necesaria para su aparición en el habla, ya que tampoco
las lenguas semíticas toleran series de consonantes segui-
das, unidas unas a otras por simples schwas. Y cuando se
les añaden vocales, expresan ya también tal o cual relación
determinada, y dejan por lo tanto de ser raíces aisladas.
Por eso, cuando las raíces aparecen realmente en la len-
gua, son ya palabras propiamente dichas; en su forma
radical pura, en cambio, les falta aún una parte importan-
te de lo que constituye la forma fónica completa del ha-
bla. Este es el motivo de que en las lenguas semíticas
hasta la flexión adquiera un sentido diferente del que le
es propio en las demás lenguas, en las cuales la raíz, libre
de toda indicación de relación, es realmente perceptible
para el oído, pues aparece en el habla al menos como
parte de una palabra. Lo que adquieren las palabras con
la flexión en las lenguas semíticas no son transformacio-
nes parciales de sus sonidos originarios, sino adiciones
que las completan hasta convertirlas en formas fónicas
reales.
Pues bien, como el oído no percibe nunca en el curso
del hablar seguido los sonidos radicales puros junto a los
ya flexionados, esto perjudica la distinción viva de la
expresión de los significados y de las relaciones. Bien es
verdad que con ello no hace sino volverse más estrecha
aún la unión de ambos, y de acuerdo con una observación
tan ingeniosa como atinada de Ewald, la utilización de
los sonidos es en estas lenguas más apropiada que en

331
ninguna otra, puesto que a la superior movilidad de las
vocales se le encomienda la parte espiritual, mientras que
las consonantes se encargan de la parte más material. Sin
embargo el sentimiento de la necesaria unidad de la pala-
bra, que encierra en sí tanto el significado como las rela-
ciones, es más intenso y enérgico cuando los elementos
fundidos en ella pueden discernirse en su sustancia propia
y autónoma, y esto es lo adecuado al objetivo del lengua-
je, eternamente empeñado en unir y separar, y a la propia
naturaleza del pensar.
Ahora bien, si se examinan en detalle las diversas ma-
neras que tienen estas lenguas de expresar significados y
relaciones, se hallará que no están exentas de un cierto
grado de confusión entre unos y otras. La ausencia de
preposiciones inseparables les priva de toda una clase
de designaciones de relaciones, que forman un conjunto
sistemático y pueden representarse en forma de un esquema
completo.* Las lenguas semíticas suplen en parte esta ca-
rencia dedicando palabras propias a estos conceptos ver-
bales modificados por preposiciones. Pero esto no puede
garantizar exhaustividad; mucho menos puede esta apa-
rente riqueza compensar la desventaja de que, siendo las
oposiciones menos claramente perceptibles, la totalidad
de las mismas no se ofrezca a los ojos en forma abarca-
ble, con lo que también los que hablan se ven privados de
la posibilidad de ampliar su lengua de una manera senci-
lla y segura, con aplicaciones no intentadas previamente.
Existe otra diferencia en la designación de las diversas
especies de relaciones que me parece de la mayor impor-
tancia y que no quisiera pasar aquí por alto. La indica-
ción de los casos del nombre, cuando admite expresión
propia y no se infiere meramente de la posición, tiene

* Con el concepto de «preposiciones inseparables» Humboldt hace referencia


a los preverbios, que constituyen la única forma de composición verbal admitida
originariamente en la familia indoeuropea, y que siguen vivos en la mayoría de las
lenguas de esta familia (no en cambio en español ni en general en las lenguas
románicas, donde su uso ya no es productivo; es o heredado del latín o tomado
directamente de éste por la lengua culta). (N. del T.)

332
lugar por medio de la afijación de preposiciones; la indi-
cación de las personas del verbo se realiza mediante afija-
ción de los pronombres.* Unas y otras relaciones no afec-
tan en absoluto a la significación de las palabras. Son
expresión de relaciones puras, de aplicación universal.
Pero el medio de indicarlas es la afijación, y precisamente
de aquellas letras o sílabas que la lengua reconoce como
dotadas de existencia propia, y a cuya vinculación con las 264
palabras sólo permite un grado limitado de firmeza. En
la medida en que aquí interviene el cambio vocálico, lo
hace como consecuencia de aquellos añadidos, cuya incor-
poración no puede quedar sin efecto sobre la forma de
la palabra en una lengua que somete la estructura de las
palabras a reglas tan precisas. Las demás expresiones de
relaciones pueden consistir, bien en cambios vocálicos pu-
ros, bien en la adición de sonidos consonanticos, como
en Hifil, Nifai, etc., bien finalmente en la duplicación de
alguna de las consonantes de la palabra misma, como
ocurre en la mayoría de las formas de la comparación,
pero de una u otra forma son relaciones que poseen algu-
na afinidad con la significación material de la palabra,
que la afectan en mayor o menor medida, y que ocasio-
nalmente pueden transformarla por completo, como cuan-
do a partir de la raíz que significa «grande» se forma,
por medio de una de esas formas, el verbo «educar». Su
sentido originario y principal es, sin duda, la designación
de verdaderas relaciones gramaticales: la diferencia entre
nombre y verbo, los verbos transitivos e intransitivos,
reflexivos, causativos, etc. La alteración de la significación
originaria, que da lugar a la derivación de conceptos a
partir de los temas, es consecuencia natural de estas mis-
mas formas, y no tiene por qué suponer mezcla o confu-
sión de la expresión de las relaciones y de los significados.
Lo demuestra la existencia del mismo fenómeno en las

* Es extraño que Humboldt no mencione aquí la flexión del nombre en árabe


clásico, que posee casos reales —pronto eliminados, sin embargo— cuyas marcas
tienen una sorprendente relación con las de los modos verbales. (N, del T.)

333
lenguas sánscritas. Pero0 lo que resulta sorprendente en sí
mismo es la diferencia de estas dos clases en su conjunto
(por un lado, afijos casuales y pronominales; por otro, la
flexión verbal interna), así como la diversidad del modo
de designarlas.
Bien es verdad que la diferencia en cuestión no deja
de responder a una diversidad del contenido en ambos
casos. Allí donde el concepto no sufre cambio alguno, la
relación obtiene una designación sólo externa, y la recibe
en cambio interna, dentro mismo del tema, cuando la
forma gramatical, extendiéndose tan sólo al ámbito de la
palabra, llega a afectar a su significado. La vocal toma
en él una parte delicada, de matización y más precisa
modificación, como veíamos más arriba. De hecho, todos
los casos que caen bajo la segunda clase son de esta mis-
ma especie; sin salir del ámbito del verbo, pueden aplicar-
265 se ya a los simples participios, sin afectar directamente a
la fuerza actual del verbo. Esto es lo que ocurre, de he-
cho, en la lengua birmana, y también los prefijos verbales
de las lenguas malayas describen más o menos el mismo
círculo que las semíticas en esta modalidad de designación.
Pues, en efecto, todos los casos de la misma pueden re-
montarse a algo que transforma al concepto mismo. Esto
vale incluso para la indicación de los tiempos, cuando se
produce por flexión y no por procedimientos sintácticos.
Pues en el primer caso dicha indicación tan sólo distingue
entre la realidad y una incertidumbre que aún no se pue-
de precisar con certeza. Por el contrario llama la atención
el que sean justamente las relaciones que más claramente
se limitan a situar el concepto inalterado en alguna nueva
relación —como los casos—, así como las que constituyen
lo más esencial de la naturaleza verbal —como las perso-
nas—, las que se designen del modo menos formal, que
incluso parezcan apartarse del concepto de la flexión e in-
clinarse hacia el de la aglutinación, y que, en cambio,

c. Tachado: «En las semíticas esta modalidad de designación formal no se


extiende a todas las formas gramaticales, ya que por ejemplo los adjetivos no
poseen ninguna que les sea propia, sino que su concepto está ya contenido en los
propios temas, y también».

334
las relaciones que modifican el concepto mismo sean las
que adoptan la expresión más formal. Se diría que aquí el
sentido lingüístico de la nación se ha empeñado menos en
distinguir con claridad entre relación y significado que
en derivar, regular y ordenadamente, los conceptos que
emanan del significado primero, siguiendo una clasifica-
ción sistemática de su forma gramatical, de acuerdo con
los diversos matices de ésta. De otro modo no habría
llegado a desdibujarse hasta cierto punto la naturaleza
común de todas las relaciones gramaticales por causa de
su tratamiento según dos formas distintas de expresión.
Si mi razonamiento es correcto y coincide con los
hechos, este caso sería la viva demostración de que un
pueblo puede tratar su lengua con la más admirable agu-
deza y con un excepcional sentimiento de las exigencias
que recíprocamente se plantean el concepto y el sonido, y
equivocar sin embargo el camino que por naturaleza es el
más apropiado para el lenguaje en general. La aversión
de las lenguas semíticas a la composición se explica fácil-
mente por su forma general, presentada aquí según sus
rasgos fundamentales. Aunque los nombres propios de-
muestren que era posible vencer la dificultad de dar a
palabras polisilábicas la forma que la lengua había fijado
para las palabras en general, es comprensible que un pue-
blo acostumbrado a palabras de extensión reducida, estric-
tamente organizadas y fácilmente abarcables en su estruc-
tura interna, procurase evitar esas palabras de más síla-
bas. Por otra parte tampoco había demasiadas ocasiones
que estimulasen a formarlas, ya que la riqueza en temas 266
de la lengua lo hacía menos necesario.
La lengua de Delaware, en América del Norte, tal vez
sea una de las más inclinadas a formar palabras nuevas
mediante la composición. Sin embargo los elementos de
estos compuestos rara vez contienen las palabras origina-
rias completas; lo normal es que sólo entren en el com-
puesto partes de las mismas, a veces tan sólo algún que
otro sonido. Por un ejemplo que ofrece Du Ponceau3 hay

3. Prólogo a la gramática del Delaware de Zeisberger (Filadelfia, 1827, 4, p. 20).

335
que concluir incluso que queda al arbitrio del que habla
juntar estas palabras, o mejor frases enteras acuñadas
como palabras, a partir de unos como fragmentos de
palabras simples. A partir de las palabras ki, «tú», wulit,
«bueno, bello, encantador», wichgat, «pezuña», y schis,
que es una desinencia de valor diminutivo, se forma la
expresión k-uli-gat-schis, «tu pequeña encantadora pezu-
ñita», como forma de alocución a un gatito. De forma
análoga giros enteros se convierten en verbos y admiten
entonces conjugación completa. Nad-hol-ineen, a partir
de naten, «traer», amochol, «barca», unido al pronombre
regido de primera persona del plural, significa «recógenos
con la barca», a saber: cruzando el río. Estos ejemplos
muestran que las palabras que entran en el compuesto
experimentan alteraciones muy sustanciales. En el primer
ejemplo wulit se convierte en -«//-; en casos en los que no
precede una consonante aparece como wul-, y en algu-
nas ocasiones con consonante precedente como -ola-.4
También las abreviaciones resultan con frecuencia harto
violentas. Así, para formar la palabra «caballo», se toma
de awesis, «animal», para el compuesto sólo la sílaba
-es-.
Como por otra parte estos fragmentos de palabras
aparecen siempre sólo unidos a otros sonidos, intervienen
también cambios eufónicos que contribuyen a hacerlos
aún menos reconocibles. La mencionada palabra para «ca-
ballo», nanayung-es, posee junto a es sólo la palabra
nayundam, que significa «acarrear una carga a espaldas».
La -g- aparece intercalada, y el reforzamiento de la redu-
plicación de la primera sílaba aparece sólo en el compues-
to. La mera adición de una m- inicial, tomada de machit,
«malo», o de medhik, «id.», basta para conferir a una
267 palabra un sentido peyorativo y despectivo.5 Estos descuar-

4. Transactions of the Historical and Literary Committee of the American


Philosophical Society, Filadelfia, 1819, vol. I, pp. 405 ss.
5. Zeisberger (op. cit.) advierte que mannito constituye una excepción a esto,
ya que bajo esta palabra se entiende a Dios mismo, al espíritu grande y bueno. Sin
embargo, es usual suponer que las ideas religiosas de los pueblos incultos toman
su origen del temor a los malos espíritus. La significación originaria de la palabra

336
tizamientos de las palabras han sido objeto de todo tipo
de juicios, algunos tan duros como el de bárbara rudeza.
Sería preciso, sin embargo, un conocimiento más profun-
do de la lengua de Delaware y del parentesco entre sus
palabras para poder decidir si en estas palabras abrevia-
das las sílabas radicales están aniquiladas y no más bien
justamente conservadas. Hay un ejemplo notable que de-
muestra que, al menos en algún caso, esto es realmente lo
que sucede. Lenape significa «hombre»; lenni, que unido
a la palabra anterior (Lenni Lenape) constituye el nombre
de la tribu más importante de Delaware, tiene el sentido
de algo originario, incontaminado, perteneciente desde
siempre al propio país, y por eso significa también «co-
mún, habitual». En este último sentido se lo aplica para
designar todo lo que es autóctono, todo lo que se debe al
espíritu grande y bueno del país, en oposición a cuanto
viene de lejos y procede del hombre blanco. Ape significa
«caminar erecto».6 Así que en lenape se recogen perfecta-
mente las dos características esenciales del nativo que ca-
mina erecto. Que más tarde la palabra se use en general
para «hombre», y que para convertirse en nombre propio
vuelva a asociarse con el concepto de lo originario, son
dos fenómenos que se explican sin dificultad. En pilape,
«hombre joven», se reúne la palabra pilsii, «casto, ino-
cente», con la parte de lenape que designa la cualidad
característica del hombre. Como las palabras que se reú-
nen para formar un compuesto son en su mayoría polisi-
lábicas, y muchas veces también compuestas a su vez,
todo depende de cuál sea la parte que se va a utilizar
como elemento del nuevo compuesto; sólo un conocimien-
to preciso de la lengua, sobre la base de un diccionario
exhaustivo, podría ilustrarnos sobre este punto. 268

podría, pues, fácilmente ser de ese tipo. Sobre el resto de la palabra no he hallado
más información, dada la falta de un diccionario del Delaware. Llamativa, aun-
que tal vez debida simplemente al azar, es la coincidencia de este residuo con el
tagalo añilo, «ídolo» (cfr. mi escrito sobre el kawi, libro I, p. 75).
6. Así es como yo entiendo a Heckewelder (Transactions I, 411). En cualquier
caso ape es simplemente la desinencia para seres erectos, como chum lo es para los
animales de cuatro patas.

337
Se comprende también que el uso de la lengua haya
acabado sujetando estas abreviaciones a reglas precisas.
Esto se infiere del hecho de que, en los ejemplos que
aducíamos, la palabra modificada aparece siempre al fi-
nal del compuesto, después de la que la modifica. Este
procedimiento de aparente descuartizamiento de las pala-
bras no debería, en consecuencia, atraer sobre sí un juicio
tan severo, ni ha de ser por fuerza tan destructivo para la
etimología como una consideración superficial podría ha-
cer temer. De hecho está en una relación exacta con una
tendencia que hemos descrito ya más arriba como carac-
terística de las lenguas americanas, la de unir el pronom-
bre al nombre o al verbo en forma abreviada o más o
menos alterada/
Lo que venimos exponiendo a propósito de la lengua
de Delaware es prueba de la existencia de una inclinación
aún más extendida hacia la unión de varios conceptos en
una sola palabra. Si se comparan entre sí diversas lenguas
que expresan las relaciones gramaticales sin flexión, por
medio de partículas, se verá que algunas, entre ellas el
birmano, la mayoría de las lenguas de las islas de los
Mares del Sur, e incluso la manchú y la mongólica, tien-
den a mantener separadas las partículas y las palabras a
las que éstas determinan, en tanto que otras, como las
americanas, tienden más bien a juntarlas. Este último
procedimiento emana naturalmente del sistema incorpora-
tivo que hemos descrito más arriba (§ 29-a). En lo ante-
rior he considerado esto como una limitación en la forma-
ción de la frase, y lo he explicado como consecuencia de
una cierta compulsión del sentido lingüístico a sujetar
estrechamente las partes que componen la frase para faci-
litar el entendimiento.
El procedimiento de formación de las palabras propio
de la lengua de Delaware, tal como acabamos de conside-
rarlo, pone en nuestras manos también otro aspecto. Es
visible en él una cierta inclinación a no enumerar uno a

d. Tachado: «De hecho estas uniones están más extendidas entre las lenguas
norteamericanas, mucho más que en cualesquiera otras que yo conozca».

338
uno ante el alma los diversos conceptos reunidos en cada
idea, sino a presentárselos de una sola vez, unidos tam-
bién en el sonido. Es éste un tratamiento como pictórico
de la lengua, muy acorde con el resto de su manera siem-
pre muy plástica de tratar los conceptos, y que se advierte
en el conjunto de sus designaciones. La bellota se llama
allí wu-nach-quim, literalmente «la nuez de la mano que
es una hoja» (de wumpach, «hoja», nach, «mano», y
quim, «nuez»): la viva imaginación de este pueblo compa- 269
ra las hojas lobadas del roble con una mano. En este
ejemplo se puede comprobar también la doble aplicación
de la ley sobre el orden de los elementos mencionada más
arriba, tanto en el último elemento como en los dos pri-
meros: la mano, en cierto sentido formada por la hoja,
sigue a ésta en vez de precederle.
Es evidente la gran importancia que reviste para una
lengua la cuestión de cuánto quiere encerrar en una pala-
bra en lugar de servirse de un circunloquio. Todo buen
escritor pone en esto el más cuidadoso discernimiento
cuando la lengua deja a su arbitrio la elección. El atinado
equilibrio que muestra en esto la lengua griega es, sin
duda, una de sus mayores bellezas. Pues lo que aparece
unido en una sola palabra se le presenta también al alma
como más unitario, siendo como son las palabras en el
lenguaje lo que los individuos en la realidad. Resulta tam-
bién más estimulante para la imaginación que presentarle
las cosas una por una. Por eso todo lo que sea encerrar
cosas en una palabra es más bien cometido de la imagina-
ción, en tanto que separarlas antes es propio del entendi-
miento. Una y otro pueden incluso, llegado el caso, entrar
en oposición y actuar, al menos en esto, cada uno según
sus propias leyes, la diferencia entre las cuales asoma en
el lenguaje en un ejemplo singularmente claro. El enten-
dimiento pide a la palabra que suscite el concepto de una
manera completa y en su más pura determinación, y que
indique al mismo tiempo la relación lógica que guarda
con los demás elementos de la lengua y del habla. Pues
bien, a este requisito del entendimiento la lengua de Dela-
ware sólo responde a su manera, incapaz de satisfacer un

339
sentido lingüístico superior. Se vuelve, sin embargo, sím-
bolo vivo de una imaginación que engarza una imagen
con otra y guarda en ello una forma de belleza muy
peculiar.
También en sánscrito los llamados participios indecli-
nables,* utilizados tan a menudo para la expresión de
incisos, contribuyen sustancialmente a una exposición más
viva de la idea, al presentar ante el alma sus partes de una
manera más simultánea. Mas como no carecen de desig-
nación gramatical, logran conciliar el rigor de las exigen-
cias del entendimiento con el libre derramarse de la ima-
ginación. Es éste un aspecto que merece toda aprobación.
Pues poseen también otro de naturaleza opuesta, y es que
su pesadez pone trabas a la libertad de formación de la
frase, y el método incorporativo que les es propio hace
pensar en falta de medios suficientemente variados para
la apropiada expansión de la frase.
No deja de llamarme la atención que esa audacia en la
270 formación de compuestos de tanto vigor plástico aparez-
ca justamente en una lengua norteamericana. No me atre-
vo, sin embargo, a extraer de ello conclusiones sobre el
carácter de estos pueblos en oposición a los del Sur; ha-
rían falta más datos sobre unos y otros y sobre su prehis-
toria. Pero lo que es seguro es que en los discursos y
negociaciones de estos pueblos de Norteamérica reconoce-
mos una mayor elevación del ánimo y un vuelo más au-
daz de la imaginación que lo que revela la información
que poseemos sobre América del Sur. Tal vez contribuyan
a ello la naturaleza, el clima, el modo de vida basado en
la caza que es propio de los pueblos de esta parte de
América, y que lleva consigo largas expediciones a través
de los bosques más solitarios. Mas si el hecho en sí es
correcto, no cabe duda de que los grandes gobiernos des-
póticos, en particular el peruano, cuya índole sacerdotal
reprimía en gran medida el libre desarrollo de la indivi-
dualidad, ejercieron una influencia muy perniciosa; aque-

* Los también llamados «absolutivos», que equivalen al gerundio español.


(N. del T.)

340
líos otros pueblos cazadores, en cambio, vivieron siem-
pre, por lo que sabemos, en libre asociación. También
después de la conquista europea ambas partes del conti-
nente americano tuvieron destinos diversos, y muy deci-
sivos por lo que concierne al aspecto que aquí nos ocu-
pa. Los nuevos colonos de la costa norteamericana
rechazaron y desplazaron a los nativos, privándolos de
su propiedad contra toda justicia, pero no los sometie-
ron; tampoco sus misioneros, animados como estaban
por el espíritu más libre y menos severo del protestantis-
mo, introdujeron entre ellos, como hicieron sistemática-
mente los españoles y los portugueses, un opresivo régi-
men monacal.
Lo que resulta difícil de decidir es si una rica imagina-
ción, como la que testimonian visiblemente lenguas como
la de Delaware, ha de entenderse como un indicio de que
nos encontramos ante una forma de lengua más joven; es
demasiado difícil discernir entre lo que es cosa del tiempo
y lo que pertenece a la orientación espiritual de la nación.
Sobre esto sólo puedo decir que la composición de pala-
bras, de las que también en nuestras lenguas actuales no
quedan en ocasiones más que sonidos aislados, puede ha-
llarse por igual en las lenguas más hermosas y cultas,
pues está en la naturaleza de las cosas el ir ascendiendo
desde lo más simple, y es lógico que en el curso de tantos
milenios como hace que el lenguaje se está transmitiendo
por boca de los pueblos se hayan ido perdiendo los signi-
ficados de los sonidos originarios.

37

Entre todas las lenguas que conocemos, la oposición 271


más completa y decisiva es la que separa al sánscrito del
chino. Éste confia al trabajo del espíritu la totalidad de la
forma gramatical de la lengua, en tanto que aquél procu-
ra incorporarla al sonido hasta en sus matices más delica-
dos. Pues es claro que la principal diferencia entre ambas
está en la falta y predominio respectivos de la designación

341
de aquélla. Con la sola excepción de algunas partículas,
de las que, como veremos más adelante, se procura inclu-
so prescindir en gran medida, el chino confía la totalidad
de la forma gramatical a la posición, al uso de las pala-
bras, fijado de una vez por todas a una determinada
forma, y al nexo del sentido, esto es, a medios cuya aplica-
ción obliga a realizar un esfuerzo interior. Por el contrario
el sánscrito pone en los sonidos no sólo el sentido de la
forma gramatical, sino también su forma espiritual, su re-
lación con la significación material.
Según esto parecería a primera vista que el chino ha
de ser considerado como la lengua que más se aparta de
las naturales exigencias, la más imperfecta por ende. Esta
impresión se disipa, sin embargo, en cuanto se examinan
las cosas más de cerca. Pues el chino posee por el contra-
rio, muy notables aciertos, y ejerce sobre el espíritu un
efecto no por unilateral menos poderoso. Podría, por
cierto, buscarse el motivo de esto en su temprano desarro-
llo científico y su rica literatura. Pero es claramente, a la
inversa, la lengua misma la que, como estímulo y medio
auxiliar, ha prestado la más esencial contribución a estos
progresos de la cultura. Para empezar, difícilmente podría
ponerse en duda la gran coherencia de su estructura. To-
das las demás lenguas carentes de flexión, por grande que
sea el esfuerzo que traicionan de llegar a poseerla, se
quedan a medio camino y no alcanzan su objetivo. El
chino abandona sin embargo por entero esta vía, y lleva
hasta el final su propio principio. De una manera natural
los medios que en él se aplican para la comprensión de
todo cuanto es formal, sin recurso alguno al apoyo
de sonidos significativos, le indujeron a someter a una
consideración más estricta las diversas relaciones formales
y a ordenarlas sistemáticamente. Y en fin, la diferencia
entre significación material y relación formal se hace tan-
to más patente para el espíritu cuanto que la lengua, tal
como la percibe el oído, contiene únicamente sonidos do-
tados de significado material, en tanto que la expresión
272 de las relaciones formales sólo se asocia a los sonidos
como relación entre posiciones y de subordinación. Por

342
esta designación, casi por entero ajena a los sonidos, de
toda relación formal, la lengua china se distingue de to-
das las otras que conocemos, llevando la diversidad res-
pecto de ellas al extremo mismo de lo que la confluencia
de todas las lenguas en una sola forma interior permite.
Quizá el mejor modo de comprobar esto sea observar
los intentos que se han hecho de forzar alguno de sus
componentes a la forma de las demás lenguas; uno de
sus mejores conocedores, Abel-Rémusat, ha establecido
una declinación china completa.' Claro está que, de una u
otra forma, todas las lenguas tienen que tener algún me-
dio de distinguir entre sí las diversas relaciones del nom-
bre. Pero esto no es motivo suficiente para considerar
tales medios como casos en el verdadero sentido del tér-
mino. Y la lengua china no sale ganando lo más mínimo
porque se la tome desde este punto de vista. Su rasgo más
característico está justamente en lo contrario, como muy
acertadamente observa el propio Rémusat a propósito de
esto mismo; está en su sistema, que difiere de todos los
demás, por más que ello le prive también de múltiples
ventajas y la haga quedar, como lengua e instrumento del
espíritu, por detrás de las lenguas sánscritas y semíticas.
Por otra parte tampoco se debe tomar en aislado su au-
sencia de designación fonética de las relaciones. Hay que
tomar en consideración al mismo tiempo, y esto es quizá
lo más importante, el efecto retroactivo que esta ausencia
ejerce sobre el espíritu, obligándole a vincular estas rela-
ciones con las palabras de una manera más sutil, sin lle-
gar a ponerlas propiamente en ellas, sino más bien descu-
briéndolas en ellas. De modo que, por paradójico que
suene, me parece cosa probada que en chino la ausencia
aparente de toda gramática contribuye a aguzar en el
espíritu de la nación el sentido del reconocimiento de la
cohesión formal del discurso; a diferencia de él, las len-
guas que han buscado, mas no hallado, la apropiada de-
signación de las relaciones gramaticales tienden más bien
a embotar el espíritu, contribuyendo a oscurecer el senti-

1. Fundgruben des Orients, III, 283.

343
do gramatical por la confusión de significación material y
formal."
273 Esta peculiarísima estructura del chino es fruto, sin
duda, de los hábitos fonéticos propios de este pueblo en
los tiempos más remotos, de su costumbre de mantener
las sílabas netamente separadas unas de otras en la pro-
nunciación, así como de una cierta falta de la movilidad
necesaria para que cada tono influya sobre el otro trans-
formándolo. Para explicar la peculiaridad de la forma
espiritual interna de esta lengua fuerza es suponer que su
fundamento está en esta característica sensorial, ya que
las lenguas no pueden tener su origen sino en el habla
inculta del pueblo. Si con el tiempo el sentido especulati-
vo y lleno de inventiva de esta nación, su entendimiento
agudo y vivaz, capaz de sojuzgar la fantasía, acabó dan-
do lugar a un tratamiento filosófico y científico de la
lengua, no podía ésta, en verdad, tomar otro camino que
el que realmente se adivinaba en el estilo antiguo, conser-
vando el aislamiento de los tonos tal como salían de la
boca del pueblo, mas fijando y discerniendo con precisión
cuanto el uso superior de la lengua requería para la lumi-
nosa exposición del pensamiento, desnudándolo de la en-
tonación y el gesto que antes apoyaban y hacían posible
el entendimiento recíproco. Históricamente está demostra-
do que este tratamiento se inició muy pronto; también
son señal de ello los inequívocos aunque escasos rastros
de representación pictórica en la escritura china.
Se puede afirmar de una manera general que, cuando
el espíritu comienza a elevarse a las alturas del pensamien-
to científico, y cuando esta su orientación empieza a abrir-
se paso también en el tratamiento de la lengua, la escritu-
ra ideográfica no puede ya mantenerse mucho tiempo.
Entre los chinos esto tiene que haber sido así por una
doble razón. Como cualquier otro pueblo, también ellos
se habrían visto conducidos a una escritura alfabética en
cuanto hubiesen aprendido a discernir la articulación de

a. Tachado: «El manchú, cuya comparación con el chino parece tan cercana,
ofrece un luminoso ejemplo de ello».

344
los sonidos. Pero es comprensible que, entre ellos, la in-
vención de la escritura no tomase este camino. Dado que
al hablar no fundían jamás unos tonos con otros, la de-
signación individual de cada uno de ellos parecía menos
imprescindible. Del mismo modo que el oído percibía mo-
nogramas sonoros, la escritura creó a semejanza de ellos
sus propios monogramas gráficos. Partiendo, pues, de la
escritura ideográfica, y sin acercarse por ello a la alfabé-
tica, se fue construyendo un artístico sistema de signos
arbitrarios, no carentes de relaciones entre sí, pero siem-
pre en un sentido ideal, nunca en sentido fonético. Pues
como tanto en la nación como en la lengua el entendimien-
to prevalecía sobre la complacencia en los sonidos y sus
cambios, estos signos eran más indicaciones de conceptos 274
que de sonidos; claro está que a cada concepto le corres-
pondía siempre una palabra determinada, pues el concep-
to sólo alcanza su perfección en la palabra.
De este modo las lenguas china y sánscrita constituyen,
en el dominio del conjunto de las lenguas que conocemos,
dos extremos firmes, no iguales entre sí por lo que se
refiere a su adecuación al desarrollo del espíritu, pero
parejas desde luego en coherencia interna y consecuente
aplicación total de su sistema. Las lenguas semíticas no
pueden considerarse como intermedias entre ambas. Por
su resuelta inclinación hacia la flexión forman una sola
clase con el sánscrito. Por el contrario todas las demás
pueden entenderse como eslabones intermedios entre los
extremos mencionados, ya que o bien han de acercarse al
sistema chino de despojar a las palabras de toda relación
gramatical, o bien han de hacerlo al sistema de asociar
firmemente a las palabras los sonidos que designan sus
relaciones. Hasta las lenguas incorporativas como el mexi-
cano se encuentran en este caso, ya que la incorporación
no puede dar cuenta de la totalidad de las relaciones, y
allí donde no alcanza a expresarlas ha de recurrir a par-
tículas que, o bien se afijan, o bien se mantienen aisladas.
Mas entiéndase bien que, aparte de estos atributos nega-
tivos de no prescindir por entero de la designación grama-
tical y de carecer de flexión, estas lenguas tan diversas

345
entre sí no tienen nada más en común, así que sólo de la
manera más imprecisa pueden ser incluidas en una sola
clase.
La pregunta es ahora si en la formación de las lenguas
(y no forzosamente dentro de un mismo tronco lingüísti-
co, sino en general) no se dará una ascensión progresiva
hacia etapas cada vez más perfectas. Este problema de la
génesis efectiva de las lenguas podría tomarse de hecho
como si, en las diversas eras de la estirpe humana, sólo
hubiese habido formaciones sucesivas de lenguas que re-
presentan otros tantos grados diversos, cada uno de los
cuales supondría la existencia del anterior y condicionaría
el nacimiento del siguiente. Según esto, el chino sería la
lengua más antigua y el sánscrito la más reciente. El tiem-
po habría podido preservar formas procedentes de las
distintas épocas. Más arriba he insistido suficientemente
—y éste es uno de los puntos más importantes de mi
manera de entender el lenguaje— en que, desde el punto
de vista de los conceptos, la lengua más perfecta no tiene
por qué ser la última. Históricamente tampoco hay datos
concluyentes. Sin embargo en un capítulo posterior de
estas consideraciones me propongo intentar una determi-
275 nación más precisa de este punto, con ocasión del trata-
miento de la génesis efectiva y de la mezcla de las lenguas.
Pero también con independencia de lo que realmente ha
existido es posible preguntarse si, por su sola estructura,
las lenguas que ocupan la zona intermedia entre el sáns-
crito y el chino se comportan entre sí como tales etapas
ascendentes, o si su diversidad no desaconsejará el inten-
to de medirlas por un patrón tan simple.
Pues bien, por una parte da la impresión de que lo
que realmente ocurre es lo primero. Si, por ejemplo, la
lengua birmana posee una designación fonética genuina,
por medio de partículas, para la mayor parte de las rela-
ciones gramaticales, pero no llega nunca a integrarlas ni
entre sí ni con las palabras principales mediante alteracio-
nes fonéticas, y si por el contrario, como he mostrado
más arriba, las lenguas americanas reúnen elementos abre-
viados y proporcionan así a la palabra resultante una

346
cierta unidad fonética, todo induce a pensar que este últi-
mo procedimiento queda más cerca de la verdadera
flexión. Mas, si comparamos ahora el birmano con el
malayo en sentido estricto, advertiremos que el primero
designa muchas más relaciones, pues lo hace también allí
donde el segundo conserva la falta de designaciones del
chino; en cambio el malayo somete las sílabas afíjales de
que dispone a un tratamiento que revela el mayor cuida-
do tanto de los sonidos de aquéllas como de los de las
palabras principales. A la hora de decidir cuál de las dos
es más ventajosa, resulta difícil salir de la perplejidad,
por más que desde otros puntos de vista la decisión recae-
ría, sin lugar a dudas, en las lenguas malayas.
Vemos, pues, que el intento de determinar etapas de
las lenguas de acuerdo con esta clase de criterios pecaría
de unilateralidad. Y es comprensible que sea así. Si en las
consideraciones que preceden hemos reconocido con toda
razón una forma lingüística como la única que se ajusta a
la ley del lenguaje, esta primacía reposa tan sólo sobre el
hecho de que un órgano rico y diferenciado ha venido a
unirse felizmente con el vigor y la vivacidad del sentido
lingüístico, y esto ha permitido que el conjunto de las
disposiciones físicas y espirituales para el lenguaje que
posee el hombre se haya desarrollado de una manera ca-
bal y sin falseamientos en el seno de los sonidos.* Cuando

b. Tachado: «Esto presupone, sin embargo, una intuición interior correcta y


enérgica de la relación de las lenguas con el pensamiento, y de las diversas partes
de aquéllas entre sí. Tal intuición debe penetrar el conjunto de la formación de la
lengua, semejante a una llama vivificante, si ha de nacer un organismo perfecta-
mente regular. Si no llega a despertarse este principio que opera desde dentro, tal
organismo no podrá alcanzarse por caminos externos, de influencia puramente
mecánica. Dado que a todos los hombres les es inherente la misma disposición
para el lenguaje, en virtud de la individualidad que caracteriza su esencia, la
intuición, allí donde es enteramente real, ha de ser sin embargo la misma, y en
origen no admite diferencias cualitativas. Ningún pueblo podría satisfacer las
exigencias que lo llevan al lenguaje sólo a medias o en parte; ninguno podría, por
ejemplo, designar sólo la significación material y dejar la formal únicamente a la
labor supletoria del espíritu. Sólo cuando aquella intuición no ha sido despertada
en la forma debida, o su labor ha sido obstaculizada o impedida, nacen formacio-
nes lingüísticas imperfectas o equivocadas, alejadas de la estructura perfecta. Se
libra aquí siempre un combate entre la fuerza interior y la resistencia externa, y no
se alcanza la victoria si la capacidad general del espíritu no posee la necesaria

347
275 una estructura lingüística toma forma bajo circunstancias
tan favorables, el resultado parecerá nacido de una intui-
ción tan correcta como enérgica de la relación del hablar
con el pensar, y de todas las partes del lenguaje entre sí.
De hecho, una estructura lingüística verdaderamente con-
forme con su propia ley sólo es posible cuando una intui-
ción de ese género impregna e ilumina su formación como
una llama vivificante. Si no existe un principio que traba-
je en ella desde dentro, por caminos que actúen de forma
puramente mecánica y paulatina, esa forma no es alcan-
zable. Pero aunque no siempre se dé una constelación tan
favorable, a la hora de formar sus lenguas todos los pue-
blos poseen una y la misma tendencia. Todos buscan lo
277 correcto, lo conforme con la naturaleza, en consecuencia
lo supremo. Esto lo hace la lengua que se despliega en
ellos y desde ellos, sin que éstos tengan que poner nada
de su parte, y no cabe pensar que una nación designe por
ejemplo deliberadamente sólo el significado material, sus-
trayendo, sin embargo a toda designación fonética las
relaciones gramaticales.
Ahora bien, volviendo ahora sobre una expresión uti-

vivacidad y vigor. Las lenguas de las que aquí hablamos no poseen en realidad un
principio diverso del de las perfectas. Por su más íntima naturaleza la lengua no
puede ser otra cosa que un tejido conexo de analogías, en el cual un elemento
extraño no puede mantenerse si no es por su propia capacidad de conexión.
Y siendo así las cosas, y siendo tal la relación de esas lenguas con la estructura
regular, habría que dudar en rigor de que las lenguas que se apartan de ésta
puedan ser nunca aprehendidas en un sistema de clasificación exhaustivo, si es que
tal sistema ha de caracterizar realmente su naturaleza interna, su origen espiritual
y su influencia sobre el espíritu. Cosa distinta es que se proceda a una división
para un determinado propósito, tomando para ella, en consecuencia, sólo determi-
nados fenómenos externos o singulares. Pero un sistema completo que diese cuen-
ta tanto de su relación entre sí como de su diversidad sería imposible, aun cuando
no se opusieran a ello las razones de orden interior que acabo de exponer, por el
solo hecho de que, en el estado actual de la ciencia del lenguaje, serian precisas
muchas investigaciones previas que aún no han sido acometidas. Pues una com-
prensión correcta de la naturaleza de una lengua requiere investigaciones mucho
más dilatadas y profundas de lo que se ha hecho hasta ahora con la mayoría de las
lenguas. No obstante lo cual, para alcanzar una panorámica de las cuestiones que
aquí hemos mencionado, puede ser instructivo arrojar una mirada sobre lenguas
que traicionan en algunos puntos esenciales de su estructura determinadas afinida-
des o diversidades de naturaleza general, y por este motivo me demoraré aún en la
consideración de estos casos, atendiendo sobre todo a lo que tenga una más
estrecha relación con las ideas desarrolladas en esta introducción».

348
lizada ya en lo que precede, no se puede decir que el
hombre forme propiamente la lengua, sino que más bien
descubre en sí mismo, con una especie de estupor regoci-
jado, formas de despliegue de la misma que parecen na-
cerle por sí solas. Sin embargo las circunstancias que ro-
dean la irrupción de la lengua en la existencia, su mani-
festación, no dejan de influir sobre sus creaciones, y por
eso no alcanza en todas partes los mismos objetivos, y
cuando no basta a cumplir su cometido se siente como
ante una barrera que no está en ella misma. No obstante,
la necesidad de dar cumplimiento, pese a todo, a su obje-
tivo universal la lleva de un modo u otro más allá de esa
barrera, hacia una configuración que la capacite para su
menester. Es así como surge la forma concreta de las
diversas lenguas humanas, la cual, cuando se aparta de la
única estructura acorde con su propia ley, muestra siem-
pre en su interior dos partes: una negativa, que señala la
barrera que ha estorbado su crear, y otra positiva, que
acerca sus logros imperfectos al objetivo general. Podría
pensarse que en la parte negativa se da una ascensión
escalonada, según el grado de éxito alcanzado por la fuer-
za creadora de la lengua. La parte positiva, empero, en la
que se hallan estructuras individuales con frecuencia muy
artísticas, incluso en lenguas relativamente imperfectas,
no admite en modo alguno determinaciones tan simples
en todos los casos. Hay aquí grados mayores y menores de
coincidencia con la estructura idónea al mismo tiempo,
de manera que hay que contentarse muchas veces con ir
sopesando ventajas y desventajas. En esta modalidad anó-
mala, si se me permite la expresión, de producir lenguaje,
no es raro que una determinada parte de la lengua obten-
ga un desarrollo preferente, superior al de las demás, lo
que suele constituir en tal caso el rasgo más característico
de cada lengua en particular. Pero la consecuencia natu-
ral es que entonces el principio correcto no tiene ocasión
de manifestarse en toda su pureza en parte alguna. Quie-
re en efecto este principio que todas las partes sean obje-
to de un tratamiento homogéneo, y si logra penetrar ver-
daderamente una de ellas, por fuerza se participará luego

349
por sí mismo a las demás. Esta es la razón de que todas
estas lenguas tengan en común también la ausencia de
una verdadera coherencia interna. Ni siquiera el chino
278 alcanza esta última por completo, pues no puede por
menos de recurrir en algunos casos, por pocos que sean,
a la ayuda de las partículas como complemento del prin-
cipio del orden de palabras.
Si bien las lenguas más imperfectas carecen de la ver-
dadera unidad de un principio que irradie desde su inte-
rior y las ilumine homogéneamente, el procedimiento aquí
descrito tiene, sin embargo, como consecuencia que cada
lengua posee pese a todo una firme cohesión y una unidad
que, aunque no siempre haya nacido de la naturaleza del
lenguaje en general, procede, en cambio, de su propia
individualidad. Sin unidad de la forma no sería pensable
lengua alguna, y en cuanto los hombres echan a hablar
por fuerza han de recoger su habla en una unidad de ese
género. Y esto ocurre con cualquier adición tanto interna
como externa que pueda experimentar la lengua. Pues,
por razón de su más íntima naturaleza, ésta constituye un
entramado conexo de analogías, en el cual un elemento
ajeno sólo puede retenerse volviéndose parte de una co-
nexión propia.
Las consideraciones aportadas hasta aquí muestran
hasta qué punto es extensa la variedad de estructuras
diversas que la producción humana de lenguaje es capaz
de reunir en sí. Es más que dudoso que en estas circuns-
tancias quepa la posibilidad de una clasificación exhausti-
va de ellas. Se puede desde luego proceder a clasificacio-
nes destinadas a cumplir cometidos concretos, tomando
como criterio de atribución rasgos individuales. Pero se
tropezará con dificultades insalvables si, con una investi-
gación más profunda, se aspira a hacer una clasificación
que contemple también la naturaleza más esencial de cada
lengua y su conexión interna con la individualidad espiri-
tual de las naciones. Por otra parte, y aunque no existiese
esta dificultad de orden general, el estado actual de nues-
tros conocimientos sobre las lenguas no permite edificar
un sistema que pueda pretender ningún tipo de exhausti-

350
vidad, sobre todo si se quiere abarcar con él tanto las
afinidades como las diversidades. Para iniciar un trabajo
de este género se requeriría una considerable cantidad de
investigaciones previas que aún están pendientes. Pues
para entender adecuadamente la naturaleza de una lengua
son precisos estudios mucho más extensos y profundos
que los que hasta ahora han sido consagrados a la mayor
parte de ellas.
No obstante todo lo cual, se hallan también entre
lenguas sin parentesco genético entre sí diferencias que
conciernen de la manera más decisiva a la orientación
general del espíritu, y en virtud de las cuales parece real-
mente posible distribuirlas en clases diferentes. Más arri-
ba he hablado de la importancia que posee el que el
verbo (§ 34) reciba una designación que caracterice for-
malmente su verdadera función. Pues bien, por referencia 279
a este rasgo se ponen de manifiesto diferencias entre len-
guas que por lo demás parecen hallarse en un estadio
semejante. Es comprensible que en origen no exista dife-
rencia entre nombre y verbo en las lenguas de partículas,
como podría denominarse a aquéllas que designan las
relaciones gramaticales por medio de sílabas o de palabras,
pero que no llegan a integrar éstas, o que sólo lo hacen
de una manera superficial y susceptible de desplazamien-
tos. Cuando tales lenguas designan determinadas especies
en el dominio del nombre, lo hacen sólo por referencia
a algunos conceptos y en ciertos casos, pero no de una
manera general, en el sentido de una identificación grama-
tical. De ahí que en ellas no sea raro que cualquier pala-
bra, sin distinción, pueda convertirse en un verbo, y que
cualquier flexión verbal pueda entenderse igualmente
como un participio. Lenguas que en esto son iguales pue-
den luego, sin embargo, diferenciarse por el hecho de que
unas no proporcionan al verbo expresión alguna que ca-
racterice su función de realizar la conexión de la frase, en
tanto que otras sí lo hacen, al menos mediante abreviacio-
nes o modificaciones de los pronombres afijados, marcan-
do así la diferencia, tantas veces mencionada más arriba,
entre pronombre y persona verbal. Al primer procedimien-

351
to se atiene, en lo que yo puedo apreciar, la lengua bir-
mana, así como el siamés, el manchú y el mongólico,
ninguna de las cuales abrevia los pronombres al afijarlos;
y lo mismo hacen las lenguas de las islas de los Mares del
Sur y la mayoría de las malayas del archipiélago occiden-
tal; el segundo procedimiento es propio del mexicano, de
la lengua de Delaware y de otras americanas. El mexi-
cano asigna al verbo el pronombre rector y el pronombre
regido, unas veces en significación concreta y otras en
significación general, con lo cual llega a expresar de ma-
nera realmente más acorde con el espíritu la función que
le es propia y exclusiva, y lo hace por medio de su orien-
tación hacia las demás partes principales de la frase.
Cuando rige el primero de estos dos procedimientos,
sujeto y predicado sólo pueden conectarse entre sí indican-
do la fuerza verbal mediante la adición del verbo «ser».
Pero la mayoría de las veces éste se suple tácitamente. Lo
que en esta clase de lenguas recibe el nombre de verbo no
es sino un participio o nombre verbal, y se lo puede
utilizar por entero en este sentido, por más que lleve
consigo la expresión de voz, tiempo y modo verbales.
Claro que para estas lenguas sólo es modo el caso en el
280 que encuentran aplicación los conceptos de deseo, temor,
capacidad, necesidad, etc. El subjuntivo puro les es, en
general, ajeno. El sentido que aporta éste, el de una im-
posición incierta y dependiente pero sin adición expresa
de un concepto material subordinante, no puede hallar
expresión idónea en lenguas que no caracterizan formal-
mente la imposición actual simple. Esta parte del así lla-
mado verbo se trata luego con mayor o menor cuidado, y
se funde realmente en una palabra unitaria. Pero la dife-
rencia a la que me estoy refiriendo es más o menos la
misma que existe entre que un verbo sea resuelto en su
correspondiente paráfrasis o que se lo utilice en su unidad
viva. Lo primero es un procedimiento que se guía por un
orden más bien lógico; lo segundo es más plástico y sen-
sible. Cuando uno se introduce en la idiosincrasia de es-
tas lenguas, le parece estar contemplando directamente lo
que está teniendo lugar en el espíritu de los pueblos que

352
sólo conocen procedimientos resolutorios. Las otras len-
guas en cambio, a semejanza de las de formación regular,
se sirven de uno u otro proceder según las circunstancias.
Por su naturaleza el lenguaje no puede prescindir de la
expresión sensible de la función verbal sin atraer con ello
sobre sí notables desventajas. De hecho, incluso en aque-
llas lenguas en las que, forzoso es admitirlo, se da una
auténtica carencia de verbos propiamente dichos, el incon-
veniente se mitiga porque en gran parte de los verbos la
naturaleza verbal radica en el significado mismo, suplién-
dose así el defecto formal. Y si, como es el caso del
chino, a esto se añade que palabras que pueden de suyo
desempeñar cualquiera de las dos funciones, la del nom-
bre y la del verbo, han quedado acuñadas por el uso
como sólo lo uno o lo otro, o pueden mediante el tono
hacer valer su función, se verá que el lenguaje logra de
un modo u otro imponer sus derechos, aunque sea por
otro camino.
De entre las lenguas que conozco con algún detalle
ninguna carece tan por entero de designación formal de
la función verbal como la birmana.2 Carey advierte expre-
samente en su gramática que en la lengua birmana los 281
verbos apenas se usan si no es en forma participial, pues,
como él mismo explica, esto basta para indicar cualquier
concepto que deba ser expresado mediante un verbo. En
otro lugar llega a negar al birmano la posesión de verbo
alguno.5 Este rasgo se torna sin embargo perfectamente

2. El nombre por el que los birmanos se conocen a sí mismos es mranma. Pero


habitualmente la palabra se escribe mramma y se pronuncia byammá (Judson
h.v.). Si es lícito derivar este nombre de sus componentes, en tal caso designa una
raza humana vigorosa y fuerte. Pues mran significa «rápido» y má, «ser duro,
estar bien, estar sano». No hay duda de que las diversas grafías existentes para la
designación de este pueblo y país derivan de aquí; barma y barmano es la forma
correcta. Cuando Carey y Judson escriben burma, burmano, se refieren en reali-
dad al mismo sonido inherente a la consonante, sólo que lo designan de un modo
equivocado, entretanto ya desechado. Cfr. también Berghaus. Asia. Gotha. 1832.
L. Lieferung Nr. 8, Hinterindien, p. 77, y Leyden (Asiat. res. X, 232).
3. A Grammar of the Burman Language, Serampore, 1814, p. 79, § l, p. 181.
Muy recomendable sobre todo el prólogo pp. 8-9. Esta gramática tiene por autor
a Félix Carey, hijo mayor de William Carey, profesor de varias lenguas indias en
el Collegium Fort William, a quien debemos toda una serie de gramáticas de
lenguas asiáticas. Lamentablemente la muerte sobrevino a Félix Carey ya en 1822
(Journ. Asiat., III, 59). Su padre le siguió el año 1834.

353
explicable si se lo contempla en relación con el resto de la
estructura de la lengua.
Las palabras radicales birmanas nunca experimentan
modificaciones debidas a la incorporación de sílabas gra-
maticales. No conocen otro cambio de letras que la con-
versión de una aspirada inicial en sonido no aspirado
cuando otra aspirada ha sido reduplicada, así como el
paso de una consonante inicial sorda a una sonora no
aspirada en el segundo elemento de las asociaciones de
dos palabras radicales monosilábicas en una sola, o en la
repetición de una misma. También en tamul" k, t (tanto
lingual como dental) y p mediales se convierten en g, d y
b. La diferencia es que en tamul la consonante sigue
siendo sorda cuando aparece reduplicada en posición cen-
tral, en tanto que en birmano la modificación tiene lugar
también en caso de que la primera palabra radical termi-
ne en consonante. El birmano alcanza así, en todos los
casos, un grado superior de unidad de la palabra, ya que
la consonante que se añade es siempre más fluida.5

4. Gramática de Anderson, tabla del alfabeto.


5. En ambas lenguas esta variación en la pronunciación no afecta a la escritu-
ra, a pesar de que la birmana posee signos para todas las letras sonoras, lo que no
es el caso en tamul. Pero en birmano ocurre con frecuencia que la pronunciación
se aleje de la escritura. A propósito de la más importante de estas divergencias en
las palabras raices monosilábicas, donde por ejemplo lo que se escribe kak se
pronuncia ket, he manifestado en una carta al señor Jacquet (Nouv. Journ. Asiat.,
IX, 500) sobre los alfabetos polinesios, la hipótesis de que la conservación de una
grafía divergente respecto de la pronunciación pudiera poseer un fundamento
etimológico, y aun ahora sigo siendo de ese parecer. Creo que el asunto es como
sigue: la pronunciación ha ido apartándose más y más de la escritura, pero con
el fin de mantener la figura original de la palabra en una forma reconocible,
ese apartamiento no se ha querido reflejar en la escritura. Leyden parece haber
sustentado idéntica opinión sobre este punto, ya que atribuye a los birmanos
(Asiat. res., X, 237) una pronunciación más blanda, menos articulada y menos
semejante a la ortografía contemporánea de la lengua que la de los rukheng, los
habitantes de Aracan (Judson: rarifl). Pero, es además cosa de la naturaleza
misma de los hechos el que difícilmente pueda ser de otra manera. Si en el ejemplo
mostrado más arriba la pronunciación no hubiese sido antes realmente kak, esta
terminación no se hallaría tampoco en la escritura. Pues es un principio probado,
expuesto también pormenorizadamente en tiempos recientes por el señor Lepsius
en su escrito sobre la paleografía como medio para la investigación sobre el
lenguaje, tan rica en observaciones agudas y atinadas advertencias (pp. 6, 7, 89),
que nada se halla en la escritura que no haya estado antes en la pronunciación.
Tan sólo la inversión de este principio se me antoja dudosa, pues se encuentran no

354
La estructura de las palabras en birmano reposa (con 282
la única excepción de los pronombres y de las partículas
gramaticales) en palabras radicales monosilábicas y en
compuestos de las mismas. Las palabras radicales se divi-
den en dos clases. Unas indican acciones y cualidades, y
pueden referirse a diversos objetos. Las otras son denomi-
naciones de objetos individuales, tanto de seres animados
como de cosas inertes. Tenemos, pues, que la condición
de verbo, adjetivo o sustantivo reposa en los significados
de las palabras radicales. Esta diferencia concierne única-
mente al significado, no a la forma: ê, «estar frío», «en-
friarse»; kü, «rodear, juntar, ayudar»; má, «ser duro,
fuerte, sano», no tienen una forma diferente de le, «el 283
viento», re (pronunciado ye),6 «el agua»; lü, «el hombre».

pocos ejemplos difícilmente refutables de que la escritura, cosa harto comprensi-


ble, no contiene siempre la pronunciación cabal. Que en birmano estos cambios
fonéticos deben su origen tan sólo a una pronunciación cada vez más difusa queda
demostrado por la expresa observación de Carey de que las terminaciones que se
apartan de la escritura no se pronuncian con nitidez, sino en forma oscura y
apenas discernible para el oído. Incluso no es infrecuente que el sonido nasal
palatal se omita por entero en la pronunciación cuando va al final de la palabra.
A esto se debe el que la sílaba íhang, utilizada para designar diversas relaciones
gramaticales, aparezca en Carey unas veces como theen (donde ee está por i larga)
(cfr. tabla en p. 20), otras como thee (p. 36, § 105), y que en Hough, en su
diccionario inglés-birmano, aparezca usualmente como the (p. 14), de modo que la
abreviación parece unas veces mayor y otras menor. En otro punto cabe demos-
trar históricamente que la escritura guarda la pronunciación de otro dialecto dife-
rente, presumiblemente más antiguo. El verbo ser se escribe hrí, y los birtnanos lo
pronuncian shi. Por el contrario, en Aracan es hi, y se cree en general que el
pueblo que habita esta provincia fue civilizado antes, y es más antiguo, que
el birmano (Leyden, Asiat. res., X, 222, 237).
6. Según Hough; la r se pronuncia unas veces como tal r y otras como y, y no
parece existir regla firme al respecto. Klaproth (Asia polyglotta, p. 369) escribe
esta palabra jí, ateniéndose a la pronunciación francesa, pero no indica de dónde
ha tomado sus palabras birmanas. Dado que la pronunciación difiere con frecuen-
cia de la escritura, yo me atendré para las palabras birmanas estrictamente a la
segunda, de modo que sea posible en todo momento traducir las palabras aducidas
por mí a los signos gráficos birmanos, con sólo que se apliquen las indicaciones
que se ofrecen al comienzo de este escrito sobre la transcripción del alfabeto
birmano. Entre paréntesis indico a continuación la pronunciación cuando se apar-
ta de la escritura y me es conocida con bastante seguridad. La incial H. indica que
se trata de la pronunciación señalada por Hough. No es claro si Klaproth, en Asia
Polyglotta, se guía por la escritura o por la pronunciación. Por ejemplo, en p. 375
escribe la para «lengua» y lek para «mano». Sin embargo, la primera de estas
palabras se escribe Myá y se pronuncia shya; la segunda es en escritura lak y en la
pronunciación leí. En cuanto a ma, «lengua», tal como él lo cita, yo no lo he
hallado en mis diccionarios.

355
Carey ha reunido las palabras radicales que indican cuali-
dades y acciones en un glosario alfabético como apéndice
a su gramática, y las ha tratado exactamente igual que a
las raíces del sánscrito. Y, en efecto, admiten en parte
una comparación con ellas. Pues por su forma originaria
no pertenecen a una determinada parte de la oración, y
en el habla tampoco aparecen si no es acompañadas de
las partículas gramaticales, que son las que les confieren
su determinación dentro del discurso. De ellas se derivan
también numerosas palabras, lo que es consecuencia natu-
ral del tipo de conceptos que se designan por medio de
ellas.
Una más atenta consideración revela, sin embargo,
que su naturaleza es muy distinta de la de las raíces sáns-
critas, pues el tratamiento gramatical de la lengua entera
se limita a encadenar palabras radicales y partículas una
con otra, sin fundirlas nunca en expresiones conjuntas,
de modo que tampoco se puede decir que asocie sílabas
derivativas con sonidos radicales. Por lo mismo las pala-
bras radicales no aparecen en el habla como partes indi-
sociables de formas fundidas, sino que se muestran real-
mente en su propia configuración intacta, y no hace falta
extraerlas artificialmente de formas más extensas y firme-
mente trabadas. Tampoco la derivación a partir de las
palabras radicales es propiamente tal, sino mera composi-
ción. Y en fin, la mayor parte de los sustantivos no posee
rasgo alguno que los distinga de las propias palabras ra-
dicales, y en general, no derivan de ellas. Al menos en
sánscrito, y con pocas excepciones, la forma de los nom-
284 bres es distinta de la de la raíz, por más que con razón se
considere abusivo querer derivar todos los nombres a par-
tir de raíces por medio de sufijos unadi. Las presuntas
raíces birmánicas se comportan, pues, más bien como las
palabras chinas, aunque tomadas en relación con el resto
de la estructura de la lengua no dejen de traicionar una
cierta afinidad con las raíces sánscritas.
Es muy frecuente que la presunta raíz, exenta de cual-
quier modificación, posea también el significado de un
sustantivo en el cual aparece su propia significación ver-

356
bal de una manera más o menos tangible. Así mai signi-
fica «ser negro, amenazar, asustar», pero también la
«planta del índigo»; nê es «permanecer, durar», pero tam-
bién «el sol»; pauñ, «añadir para reforzar», «empeñar»,
así como «lomo, cuarto trasero de los animales». Tan
sólo he encontrado un caso en el que una sílaba de deri-
vación a partir de una raíz modifique sólo la categoría
gramatical de ésta; o al menos es el único que tiene un
aspecto distinto del de la composición usual. Añadiendo
el prefijo a a la raíz se forman sustantivos, y según Hough
(Koe., p. 20) también adjetivos: a-cha, «comida, alimen-
to», de cha, «comer»; a-myak (amyet, H), «cólera», de
myak «estar encolerizado, enfadarse»; a-pan, «trabajo
agotador», de pan, «respirar con dificultad»; y de chang
(chí), «poner en fila ininterrumpida», a-chang, «orden,
método». Sin embargo esta a antepuesta desaparece cuan-
do el sustantivo es miembro no inicial de un compuesto.
La misma eliminación se produce también, y veremos
más tarde algo parecido a propósito de ama, cuando con
seguridad a no funciona como sílaba de derivación a par-
tir de una raíz. Finalmente existen también sustantivos
que, sin alteración de su significado, unas veces muestran
este aumento y otras no. La palabra aducida más arriba,
pauñ, «lomo», aparece a veces como apauñ. La conse-
cuencia de todo esto es que no se puede equiparar esta a
con una verdadera sílaba derivativa.
Las composiciones lo son, en parte, de dos palabras
de cualidad o acción (raíces en el sentido de Carey), en
parte de dos nombres, y, en parte finalmente de un nom-
bre con una de esas raíces. El primer tipo se usa con
frecuencia en lugar de un modo del verbo, por ejemplo
del optativo: se asocia entonces un concepto verbal cual-
quiera con «desear». Pero otras veces se reúnen dos raí-
ces con el único propósito de modificar el sentido, en 285
cuyo caso la segunda apenas si suele aportar algo más
que un leve matiz; en ocasiones la causa de la composi-
ción resulta incomprensible si se parte del sentido de cada
una de las raíces. Así, pan, pan-krá: y pan-kwá significan
los tres «pedir o exigir permiso»; krá: (kyá:) significa «dar

357
o recibir noticias», asi como «estar separado»; kwá es
«separarse, apartarse después de haber estado unido».
En otros compuestos la estructura es más comprensi-
ble: prach-hmñ es «pecar contra algo, enfrentarse a algo»;
prach (prích) sólo «tirar contra algo», y hmá, «errar,
estar en el mal camino» y también «pecar». Aquí es claro
que la composición refuerza el concepto. Casos como
éstos se hallan con frecuencia, y muestran claramente que
la lengua posee una peculiar capacidad de formar, junto
a una raíz simple monosilábica, un verbo compuesto por
dos de ellas, en consecuencia disilábico, sin que ello im-
plique ningún cambio sustancial del significado, con el
solo propósito de que la raíz añadida reproduzca el con-
cepto de la primera de una manera un poco diferente, o
que simplemente lo repita, o bien finalmente que le agre-
gue un concepto muy general.7 Más adelante volveré sobre

7. La gramática de Carey no pone de relieve estos compuestos, ni hace men-


ción especial de ellos. Sin embargo, es un tipo que se muestra por sí mismo; basta
para ello con examinar el diccionario birmano. También Judson parece hacer una
alusión a este género de composición, cuando en v.pañ advierte que esta palabra
sólo se usa en composición con otras palabras de significación análoga. Con el fin
de ofrecer una imagen exacta del hecho enumero a continuación algunos ejemplos
más:

cM: y chí-nañ: «cabalgar o viajar sobre algo», nañ: (neñ: H.) solo: «pisar algo»;
tup (lok. Según Carey la o se pronuncia como en inglés yoke, según Hough como
inglés go) y tup-kwa, «arrodillarse»; kwa solo: «ser bajo»;
ná y na-hkañ (na-gan), «escuchar, notar»; hkari solo: «tomar, recibir»;
pan (peñ H.) y pañ-pan: «estar cansado, agotado»; pan: solo: lo mismo. Idéntico
sentido posee pañ-hra: hrá: (sha: solo es «retroceder», pero también «existir
en pequeña cantidad»;
rang (yí), «recordar, reunir, observar, reflexionar sobre algo», rang-hchauñ, lo
mismo con indicación más precisa del objetivo, o de poner algo más de relie-
ve; hchauñ solo: «llevar, sostener, terminar», rang-pe: lo mismo; pe: solo
«dar»;
hra (sha), «buscar, mirar buscando algo», hrá-krañ (sha-gyañ) lo mismo, kran
solo «pensar, reflexionar, mirar, tener intención»;
kan y kan-kwak, «impedir, taponar, echar a perder», kwak (kwel) solo «encerrar
en un círculo, establecer fronteras»;
cfiang (chí) y chang-ká: «existir abundantemente», ka: solo «extender, ampliar,
dispersar»;
ram: (ran, vocal como inglés pon) y ram:-hcha «tratar de adivinar, intentar,
indagar», hcha solo «reflexionar, dudar». Taü significa también, tanto solo
como en unión con hcha, «adivinar», pero no suele usarse solo;
pa y pa-tha, «ofrecer o sacrificar a un mal espíritu»; tha solo «hacer de nuevo,
fabricar», pero también «traer, ofrecer».

358
este fenómeno, que me parece de la mayor importancia 286
para la estructura de la lengua en general. Algunas de
estas raíces no se utilizan nunca en solitario, por más que
aparezcan como primer miembro de compuestos. Entre
ellas está tuñ, que aparece siempre sólo en conexión con
wap (wet), no obstante poseer ambas raíces, cada una por
su parte, la significación completa del compuesto, que es
«inclinarse en actitud de veneración». También se dice,
en el orden contrario, wap-tuñ, que entonces adquiere un
sentido reforzado: «arrastrarse por el suelo, postrarse ante
alguien importante». Ocasionalmente, las raíces entran en
composición de manera tal que sólo una parte de su sig-
nificado pasa al compuesto, sin atender al hecho de que
otros elementos del significado podrían incluso hallarse
en contradicción con el otro miembro. Así Judson advier-
te expresamente que hchwat, «ser muy blanco» se utiliza
también para reforzar raíces que significan otros colores.
De la intensidad de la influencia del compuesto sobre
cada palabra individual puede dar idea también una ob-
servación del mismo Judson a propósito de la palabra
hchauñ aducida más arriba: dice que, según el compuesto
del que forme parte, llega a adquirir una significación
especial (a specific meaning).
Cuando un nombre se combina con una raíz, ésta
aparece en general por delante de aquél: lak-tat (let-tat,
H.), «artista, artesano», de lak (let, H.), «mano», y tat,
«ser hábil para algo, entender de algo». Estas composicio-
nes coinciden con las del sánscrito: en dharmavid* una
raíz se une como segundo miembro de compuesto a un
sustantivo. Mas con frecuencia en esta clase de composi- 287
ciones la raíz se toma como un simple adjetivo, y el resul-
tado sólo puede considerarse un compuesto en el sentido

En los ejemplos mencionados hasta aquí he cuidado de comparar entre sí


únicamente palabras provistas del mismo acento. Pero si pueden estar en relación
etimológica entre sí también palabras de acento diverso, hecho sobre el cual nada
dicen los medios con los que cuento, saldrían a la luz más casos de esta clase de
composición, y aun cabría derivar un mayor número de raíces cuya significación
se compadecería mejor con la del compuesto.
* «Que conoce la norma o la ley.» (N. del T.)

359
de que en la lengua birmana todo sustantivo unido a un
adjetivo se entiende como un compuesto: nwá:-kauñ,
«vaca buena» (más exactamente «ser buena»). Un com-
puesto de esta clase, que merece la calificación de tal en
un sentido más estricto, es lü-chu, «multitud de personas»,
de /M, «persona», y chu, «reunirse». En la composición
de nombres entre sí se encuentran casos en los que el que
actúa como segundo miembro lo hace con un sentido tan
alejado del suyo originario que se convierte en un sufijo
de significación general. Así ama, «mujer, madre»,8 pierde
la a- y se abrevia en ma, que, añadido a un primer miem-
bro de compuesto, le confiere un sentido de cosa grande,
nobilísima o principal: tak (te), «remo», tak-ma, «remo
principal, timón».
En la lengua no existe distinción originaria entre nom-
bre y verbo. Sólo en el habla se determina esa diferencia
por medio de partículas añadidas a las palabras. Mas no
ocurre como en sánscrito, donde el nombre se reconoce
por determinadas sílabas derivativas; y el concepto de
una forma básica, a medio camino entre la raíz y la for-
ma flexiva, es totalmente ajeno al birmano. A lo sumo
pueden considerarse excepción a esto los sustantivos con
a prefijada, de los que he hecho mención más arriba.
Todas las formaciones gramaticales de sustantivos y adje-
tivos son claramente compuestas; el segundo miembro
añade al concepto del primero otro más general, a no ser
que el primero sea una raíz o un nombre. En el primer
caso, el resultado es un nombre; en el segundo, varios
nombres quedan bajo un concepto, y forman en cierto
modo una clase. Parece evidente que el último miembro
de tales composiciones no puede llamarse propiamente
afijo, aunque en la gramática birmana reciba siempre este
nombre. El verdadero afijo, por el tratamiento de los
sonidos en la unidad de la palabra, indica su función de
integrar la parte significativa de la palabra en una deter-

8. Así explica Judson (v. ma) la palabra ama. Pero para esta palabra en sí
misma sólo da el significado de «hembra, hermana mayor o hermana en general»;
«madre» es en él, en realidad, ami.

360
minada categoría, sin por eso añadirle nada material. 288
Cuando, como en el caso que nos ocupa, falta el trata-
miento fonético, esta categorización no pasa simbólica-
mente a los sonidos, sino que el que habla tiene que
inferirla, bien del significado del presunto afijo, bien del
uso lingüístico.
Conviene no perder de vista esta diferencia a la hora
de emitir un juicio sobre el conjunto de la lengua birma-
na. En verdad esta lengua logra expresar todo o casi todo
lo que puede ser indicado por medio de flexión, mas le
falta siempre la verdadera expresión simbólica por la que
la forma se transfiere a la lengua y vuelve a retornar al
alma desde ella. Por eso en la gramática de Carey se
encuentran acumulados bajo el capítulo de formación de
los nombres los casos más dispares: nombres derivados,
compuestos puros, gerundios, participios, etc., y ni siquie-
ra podría censurarse esta organización, ya que en todos
estos casos ocurre en efecto que, en virtud de un presunto
sufijo, varias palabras quedan reunidas bajo un concepto,
y en la medida en que esta lengua posee unidad de la
palabra, también bajo una palabra. Tampoco se puede
negar que el uso constante y reiterado de estas composi-
ciones acaba convirtiendo a los miembros finales en ver-
daderos afijos a los ojos de los hablantes, sobre todo
porque, como a veces es el caso en birmano, los llamados
afijos no poseen una significación propia identificable, o
bien la poseen cuando aparecen solos, pero ésta no apare-
ce, o apenas se entrevé, cuando funcionan como afijos.
Ambos casos se dan en la lengua con alguna frecuencia,
según se desprende de un recorrido por el diccionario,
aunque tampoco constituyan el fenómeno más usual; y el
segundo no siempre se identifica con toda certeza, pues
las asociaciones de ideas pueden ser de extraordinaria va-
riedad.
Esta inclinación a la composición o afij ación queda
también confirmada por la circunstancia, mencionada ya
más arriba, de que una considerable cantidad de raíces y
de nombres no se utiliza jamás fuera de la composición,
caso éste que se halla también en otras lenguas, sin ir más

361
lejos en sánscrito. El afijo hkyañ: es uno de éstos, muy
frecuentemente utilizado, y conlleva siempre la transfor-
mación de una raíz o de un verbo en un nombre.9 Su
aportación consiste en poner de relieve el concepto abs-
289 tracto del estado contenido en el verbo, la acción vista
como una cosa: che, «enviar», che-hkyañ: (che-gyeñ:),
«el envío». Como verbo independiente kyañ: significa
«perforar, picar, penetrar», y no hay medio de establecer
la relación que pueda existir entre este significado y su
sentido como afijo. De lo que no cabe dudar es de que,
por debajo de estas significaciones concretas actuales, de-
ben estar otras pretéritas de sentido general. Todos los
demás afijos que forman nombres son, al menos en la
medida en que yo puedo juzgarlo, de naturaleza más par-
ticular.
El tratamiento del adjetivo sólo se explica por la com-
posición, y es la viva demostración de que en la forma-
ción gramatical la lengua tiene siempre presente este me-
dio. De suyo el adjetivo no puede ser otra cosa que la
propia raíz. Adquiere su cualidad gramatical bien por la
composición con un sustantivo, bien en posición aislada,
pero recibiendo entonces, como los nombres, una a prefi-
jada. Cuando se une a un sustantivo, puede hacerlo pre-
cediéndole o siguiéndole, mas si le precede, ha de asociar-
se a él por medio de una partícula copulativa (thang o
thaü). A mi entender la razón de esta diferencia debe
buscarse en la naturaleza misma de la composición. En
ésta, en efecto, el segundo miembro debe ser de naturale-
za más general que el primero, y tiene que poder abarcar
a éste en su más extenso ámbito. Ahora bien, si se asocian
un adjetivo y un sustantivo, el primero poseerá la exten-
sión mayor, de manera que precisará de una adición acor-
de con su naturaleza para poder acoplarse al sustantivo.
Las partículas copulativas, de las que más adelante tendré
ocasión de ocuparme por extenso, cumplen este menester.
La unión no tiene ya el sentido de, por ejemplo, «un

9. Carey, p. 144, § 8, escribe hkrañ, y no da a la palabara acento alguno. Me


he atenido a la grafía de Judson.

362
hombre bueno», sino más bien el de «un hombre que es
bueno», sólo que en birmano el orden de los conceptos
es distinto (bueno, el que, hombre). De este modo, el presun-
to adjetivo se trata por entero como un verbo, pues si por
una parte kauñ:-thang-lü significa «el buen hombre», los
dos miembros que encabezan el compuesto significarían
por sí solos «él es bueno». Esto se vuelve aún más claro
si se considera el caso en que un sustantivo es precedido,
no por un adjetivo, sino por un verbo completo, incluso
acompañado de la palabra regida por él: «el pájaro que
vuela por el aire» aparece en birmano en el siguiente
orden de palabras: «aire en volar-partícula copulativa-pá-
jaro». Cuando el adjetivo aparece después del sustantivo, 290
el orden de los conceptos coincide con el de aquellas
composiciones en las cuales una raíz como «poseer, con-
siderar, ser digno de», situada al final del compuesto,
forma nombres cuyo significado queda modificado por el
de las otras palabras.
En el discurso trabado la relación de las palabras en-
tre sí se indica por medio de partículas. Es pues compren-
sible que éstas varíen según que acompañen al nombre o
al verbo. No obstante, éste no es siempre el caso, motivo
por el cual nombre y verbo tienden a coincidir aun más
bajo una sola categoría. La partícula copulativa thang es,
por una parte, un auténtico signo de nominativo, pero
forma también el indicativo del verbo. En una locución
tan breve como «yo hago», ñá-thang pru-thang, aparece
en esas dos funciones y en la más estrecha cercanía. Es
evidente que a este uso de la palabra le subyace una
concepción de la significación gramatical que se aparta de
la usual. Más abajo volveremos sobre ella. Ahora bien,
esa misma partícula se utiliza también como signo del
instrumental, y es así como aparece en la frase siguiente:
lü-tat-thang hchauk-thang-im, «la casa construida por un
hombre hábil». La primera de las dos palabras de que
consta la frase contiene un compuesto de «hombre» y
«hábil», al cual sigue ese supuesto signo del instrumental.
En la segunda se encuentra la raíz «construir», aquí en el
sentido de «estar construido», precediendo al sustantivo

363
lm (ieng, H.), «la casa», en la forma que mencionábamos
más arriba, esto es, como adjetivo provisto de la partícu-
la copulativa thang. Considero muy dudoso que el senti-
do instrumental sea en origen propio de la partícula thang;
antes me inclino a creer que lo haya introducido en ella
una acepción gramatical más tardía, ya que originalmente
en la primera de las palabras aducidas estaba sólo el con-
cepto del hombre hábil, y quedaba al arbitrio del oyente
suplir con el pensamiento la relación en la que esa pala-
bra podía estar respecto de la siguiente. De una manera
análoga thang se interpreta también como signo de geni-
tivo. Mas, si se considera el gran número de partículas a
las que se atribuye la expresión de las relaciones del nom-
bre en calidad de casos, se advertirá claramente que los
gramáticos pali, a los que la lengua birmana debe la tota-
lidad de su organización y terminología científicas, se es-
forzaron en todo momento por llevarla a los ocho casos
del sánscrito y de su propia lengua y por construir así una
declinación. En realidad tal cosa le es completamente aje-
291 na al birmano, el cual utiliza esas supuestas desinencias
de caso tan sólo merced a la significación de las partícu-
las, en modo alguno por el sonido del nombre. A cada
caso se le atribuyen varias partículas, pero cada una de
ellas expresa, en realidad, algún matiz propio dentro del
concepto de la relación. El propio Carey aduce algunas
de éstas con independencia de la declinación que él mis-
mo compone. Además a algunos de estos signos de caso
se les añaden en ocasiones otros, unas veces por delante y
otras por detrás, que contribuyen a determinar más preci-
samente el sentido de la relación.
Por lo demás todas estas partículas siguen siempre al
nombre, y cuando hay designación de género o de plural,
se insertan entre el nombre y ellas. La designación del
plural, igual que todas las de caso, se aplica también al
pronombre, que carece de formas propias para «nosotros,
vosotros, ellos». La lengua separa, pues, todas las cosas
según sus significados, no une ninguna por medio del
sonido, y rechaza de sí esa tendencia, sita natural y origi-
nariamente en el sentido lingüístico interior, que busca la

364
reunion de género, número y caso en una sola modifica-
ción fónica de la palabra dotada de significación material.
El significado original de los signos de caso sólo se iden-
tifica en algunas pocas partículas, y en el caso del signo
de plural to (do, H.) sólo si se intenta derivarlo de to:
«incrementar, añadir», prescindiendo de considerar los
acentos. Los pronombres personales aparecen siempre sólo
en forma independiente, y no sirven nunca como afijos,
ni abreviados ni alterados.
En cuanto al verbo, si se toma en consideración el
tema radical, sólo es identificable como tal por su signifi-
cado. El pronombre que lo rige le precede siempre, mos-
trando ya por esto que no forma parte de él, pues se
aparta por completo de las partículas verbales, que van
siempre a continuación del tema radical. La lengua no
posee otras formas verbales que las que configuran esas
partículas, que indican el plural —si lo hay—, el modo y
el tiempo. La forma verbal como tal es la misma para las
tres personas, así que la simple acepción del verbo entero,
o mejor dicho de la frase, es que el tema radical con su
forma verbal compone un participio que se vincula al
sujeto, independiente de él, por medio de un verbo «ser»
que hay que suplir mentalmente. Este verbo existe tam-
bién en la lengua con forma propia, mas al parecer se
recurre a él muy raramente en la expresión verbal habitual.
Si retornamos ahora a la forma verbal, la expresión 292
del plural se asocia inmediatamente al tema radical, o a
aquella parte que forma junto con él un todo entendido
como unitario. Resulta, sin embargo, notable —y éste es
uno de los medios de reconocer el verbo— que el signo fle
plural de la conjugación sea totalmente distinto del de la
declinación. Hay un signo monosilábico de plural, kra
(kyá), que no falta nunca, pero que en general, aunque
no siempre, va seguido de un segundo, kun, emparentado
con atcun, «completo, entero».10 En esto la lengua mues-
tra de nuevo su doble peculiaridad de designar las relacio-

10. Hough escribe a-kun:. La significación de esta palabra procede de la del


verbo kun:, «llegar al final», pero se la usa para indicar agotamiento.

365
nes gramaticales por medio de la composición, y de refor-
zar la expresión de ésta con una segunda palabra allí
donde una bastaría para indicarla. Y se da en esto el
caso, ciertamente digno de mención, de que a una palabra
que se ha convertido en afijo, y cuya significación origi-
naria se ha perdido, se le añade otra de sentido conocido.
Como ya hemos advertido más arriba, los modos re-
posan en su mayoría sobre la unión de raíces de significa-
ción más general con otras más concretas. Como este
procedimiento se guía únicamente por la significación ma-
terial, los modos van mucho más allá de la extensión
lógica de esta forma verbal, y su número se hace en cierto
modo imprecisable. Los signos para el tiempo acostum-
bran, con pocas excepciones, a seguir a los de modo en el
orden de asociación al verbo propiamente dicho. En cuan-
to al signo de plural, se rige por el grado de firmeza que
se atribuye a la unión de la raíz que indica el modo con la
más concreta, y en esto el sentido lingüístico del pueblo
parece haber producido una doble concepción. En algu-
nos casos, poco numerosos, el signo del plural se sitúa
entre ambas raíces; en los demás sigue a la segunda. Es
como si en el primer caso la raíz que indica el modo
estuviese acompañada de un oscuro sentimiento de la for-
ma gramatical, mientras que en el segundo ambas raíces
han unido sus significaciones y forman ya un solo tema
radical. Dentro de lo que hemos dado en llamar «modo
por asociación de raíces» se hallan formas de sentido
gramatical muy dispar, por ejemplo los verbos causativos,
que se forman mediante la adición de la raíz «enviar,
293 encargar, ordenar», así como verbos que en otras lenguas
obtienen su significado a través de la acción modificado-
ra de las partículas inseparables.
Carey enuncia cinco partículas temporales para el pre-
sente, tres que indican tanto el presente como el pretérito,
dos que son exclusivas de este último, y finalmente algu-
nas para el futuro. A las diversas formas a que dan lugar
estas partículas él las llama formas verbales, pero no llega
a mostrar cuáles son las diferencias en el uso de las que
indican un mismo tiempo. Que la diferencia existe se in-

366
fiere, sin embargo, de una observación incidental suya,
que a propósito de dos de ellas advierte que su significa-
do difiere muy poco. Sobre the: Judson observa que indi-
ca que en el momento presente la acción no ha dejado de
durar. Pero aparte de las que recoge Carey aparecen tam-
bién otras, entre ellas una para el pasado entendido como
completo y concluido.' En rigor estos signos temporales
forman parte del indicativo, en el sentido de que de suyo
no indican ningún otro modo; pero el hecho es que algu-
nas sirven también para designar el imperativo, que a su
vez dispone de partículas suyas exclusivas, con indepen-
dencia de que puede ser expresado también por la raíz
desnuda. A algunas de éstas Judson las califica de mera-
mente eufónicas o de relleno. Si se las busca en el diccio-
nario, se verá que en su mayoría son también verdaderas
raíces, aunque con significados no o apenas afines, y que
en consecuencia también aquí la lengua sigue su habitual
procedimiento de la composición. Es claro que la inten-
ción de la lengua es formar con ellas y con las otras raíces
una sola palabra, y que las formas en su conjunto deben
entenderse como compuestos. Pero esta unidad no se ex-
presa por medio de cambios en las letras, con la única
excepción de que, en los casos presentados más arriba, la
pronunciación de las consonantes sordas cambia éstas en
sonoras no aspiradas. Carey tampoco afirma esto abierta-
mente, pero parece inferirse tanto de la generalidad de su
regla como de las grafías de Hough, que aplica esta mo-
dificación a todas las palabras utilizadas de este modo
como partículas, y que cuando da indicaciones sobre la
pronunciación, reproduce por ejemplo el signo del pasa-
do concluido prí: como byí:. Un caso de contracción de
vocales entre dos de estas palabras monosilábicas, caso 294
que aparece realmente en la lengua escrita, lo he encon-
trado en el futuro de los verbos causativos. El signo cau-
sal che (que es la raíz «ordenar») y la partícula de futuro

c. Tachado: «unidas con aquélla en virtud de ésta, y colocada en consecuencia


bien inmediatamente a continuación de la raíz, bien tras alguno de los otros signos
de caracterización del tiempo».

367
ah' se unen formando chim'." Y lo mismo parece suceder
con la partícula compuesta de futuro lim'-mang, donde
las partículas le y añ han contraído en lim', a lo cual se
ha añadido la otra partícula de futuro mang. Puede que
la lengua contenga más ejemplos de esto, mas no han de
ser numerosos, pues de otro modo se los hallaría con más
frecuencia.
Las formas verbales aquí descritas pueden recibir, a
su vez, signos de caso y declinarse por lo tanto, bien
añadiendo el signo de caso directamente a la raíz, bien co-
locándolo a continuación de las partículas que acompañan
a ésta. En esto la naturaleza de las formas se asemeja a la
de los gerundios y participios de otras lenguas, pero más
adelante tendremos ocasión de comprobar que el birmano
posee una manera muy peculiar de tratar los verbos y las
frases verbales como nombres.
De las partículas de tiempo y modo mencionadas has-
ta aquí hay que distinguir una que ejerce la más decisiva
influencia sobre la constitución de las formas verbales,
pero que pertenece también al dominio del nombre, y que
desempeña un papel importante en el conjunto de la gra-
mática de esta lengua. El lector adivinará por lo anterior
que me estoy refiriendo al signo de nominativo que men-
cioné más arriba, thang. También Carey ha presentido
esta diferencia. Pues, pese a que la aduce como una de
las partículas que forman el presente del verbo, no deja
de distinguirla con un tratamiento especial bajo el nombre
de «partícula copulativa» (connective increment). A dife-
rencia de las demás partículas, thang no añade al verbo
modificación alguna,' 2 y carece de trascendencia para su
significado. En cambio, indica el sentido gramatical en el
que hay que tomar la palabra a la que se asocia, y demar-
ca, si se me permite la expresión, sus formas gramatica-
les. Por eso en el ámbito del verbo no forma parte de los

11. Carey, p. 116, § 112. Judson v. chim.


12. Carey diee esto expresamente en varios lugares de su gramática: p. 96,
§ 34; p. 110, § 92-03. Mas adelante veremos, üiu embargo, hasta qué punto se
justifica su afirmación ulterior de que la palabra no posee en sí misma significado
alguno.

368
elementos dotados de significado propio, sino de las pala-
bras que guían la comprensión en la urdimbre de los 295
elementos del discurso, y viene en esto a coincidir con
lo que en chino se denomina palabras hueras o vacías,
Cuando thang acompaña al verbo, se sitúa, bien inmedia-
tamente a continuación de la raíz, cuando ésta no lleva
partículas consigo, bien a continuación de éstas. En am-
bas posiciones es susceptible de flexión mediante adición
de signos de caso. La diferencia, que no deja de llamar la
atención, es que en la declinación de los nombres (hang
no es sino el signo de nominativo, que en consecuencia no
aparece cuando se añaden otros casos, en tanto que en el
participio (pues así es como hay que entender aquí el ver-
bo) conserva su lugar. Esto parece probar que en el último
caso su cometido consiste en indicar la pertenencia de las
partículas a la raíz, por lo tanto la demarcación de la
forma participial. Por otra parte sólo se la utiliza regular-
mente en indicativo. Está totalmente excluida del subjunti-
vo y también del imperativo, y falta además en algunos
otros usos. Según Carey, su cometido es vincular la forma
participial con la palabra que le sigue, en lo cual viene a
coincidir conmigo, por cuanto le asigna la demarcación de
esa forma respecto de la siguiente.
Si reunimos ahora todo lo expuesto hasta aquí, inclui-
do el uso de thang con el nombre, pronto sentiremos que
esta palabra no se explica con ayuda de la teoría de las
partes de la oración, y que para ella, de igual manera que
para las partículas del chino, hay que volver a su signifi-
cación primera. En ésta se limita a expresar el concepto
de esto, asi', y en efecto, tanto Carey como Judson (que
no establecen ninguna relación entre este significado y el
uso de la palabra como partícula) le llaman pronombre
demostrativo y adverbio. En ambas funciones actúa tam-
bién como primer elemento de diversos compuestos. In-
cluso cuando se unen varias raíces verbales, de forma que
una de sentido más general modifica el significado de
otra, Carey consigna para thang un valor cercano al de su
sentido adverbial: «corresponder, coincidir» (esto es, «ser
así»); lástima que no incluya esto en su glosario de raíces,

369
ni ofrezca ejemplo alguno de este significado." Pues bien,
296 creo que cuando se utiliza thang como medio de apoyo
para la comprensión es en este mismo sentido. Cuando el
que habla quiere poner un énfasis particular en determi-
nadas palabras que desea que se perciban como estrecha-
mente asociadas, o cuando quiere guiar la atención hacia
sustantivos o verbos en especial, añade a continuación un
«¡esto!», «¡así!», y logra de este modo concentrar la aten-
ción de su interlocutor sobre lo que acaba de decir, bien
para unirlo a lo que sigue, bien, si thang es la última
palabra, para concluir un discurso completo. A este caso
no se le aplica la explicación de Carey de que thang sea
una partícula que une lo anterior con lo siguiente, y pue-
de que esta sea la causa de su afirmación de que la raíz o
forma verbal unida a thang adquiere la fuerza de un
verbo si se encuentra al final de una frase." En posición
medial la forma verbal unida a thang es para él un parti-
cipio, o al menos una composición en la que sólo con el
mayor esfuerzo se adivina el verdadero verbo, en tanto
que en posición final se trata de un verbo realmente con-
jugado. Creo que estas distinciones carecen de fundamen-
to. También en final de frase la forma que nos ocupa es
un simple participio, o dicho más exactamente, es una
forma modificada en analogía con el participio. La verda-
dera fuerza verbal tiene que suplirse mentalmente tanto
en un sitio como en el otro.
En realidad la lengua dispone aun de otro medio para
expresar ésta, aunque ni Carey ni Judson proporcionan
luz suficiente sobre su verdadera naturaleza; se trata de
un procedimiento que se asemeja sobremanera a la fuerza
de un verbo auxiliar adicional. Cuando se desea concluir
de hecho una frase con un verbo verdaderamente flexio-
nado, excluyendo toda conexión con lo que sigue, la raíz
o forma verbal obtiene a continuación eng (í, H.) en
lugar de thang. Con ello se elude cualquier ambigüedad a

13. P. 115, § 110. Los otros pasajes que se deben cotejar son: pp. 67, 74, § 75;
p. 162, § 4; p. 169, § 24; p. 170, § 25; p. 173.
14. P. 96, § 34.

370
que pudiera dar lugar la naturaleza conectiva de thang, y
la serie de los participios encadenados llega así realmente
a su fin: pru-êng significa entonces realmente «yo (etc.)
hago», y ya no «yo soy uno que hace»; pru-prï:-êng es
«yo he hecho», no «yo he sido uno que estaban hacien-
do». Ni Carey ni Judson indican el verdadero significado
de esta pequeña palabra. El segundo se limita a decir que
es equivalente (equivalent) a hri (shi), «ser». Pero si así
fuese, resulta cuando menos extraño que se la utilice tam-
bién para la conjugación del propio verbo «ser».15 Según 297
Carey y Hough, es también el signo del caso genitivo:
lü-éng, «del hombre». Judson en cambio, no recoge este
significado.16 Sin embargo Carey asegura que este signo
final se utiliza poco en el lenguaje hablado y que en la
literatura se lo encuentra fundamentalmente en traducciones
del pali. Esta diferencia se explica si se tiene en cuenta que
el birmano posee una fuerte tendencia a concatenar las
frases en el discurso, en tanto que el pali, como lengua hija
del sánscrito, se caracteriza por la regularidad de su cons-
trucción de períodos. Una segunda razón que explica la
preferencia de las traducciones del pali por esta palabra
auxiliar se encuentra, a mi parecer, en el hecho de que el
pali gusta de asociar diversos participios con el verbo «ser»
para la indicación de los tiempos, para lo cual sitúa siem-
pre el verbo auxiliar detrás del participio y lo somete a
algunas modificaciones fonéticas." En esto los traductores
birmanos podían, si querían reproducir literalmente el ori-
ginal, buscar a su vez un equivalente de ese auxiliar y
utilizar a este efecto su propio eng. No por eso es menos
sin embargo la palabra genuinamente birmana; no es un
préstamo del pali. Una cabal fidelidad a la forma del pali
era de todos modos imposible debido a que el verbo birma-
no no contiene en sí mismo la designación de las personas.
Un rasgo singular de la lengua es que esta palabra

15. Así en el Evangelio de San Juan 21, 2. hri-kra-êng (shi-gya-í), «ellos son o
fueron».
16. Carey, p. 79, § 1; p. 96, § 37; p. 44, 46. Hough p. 14. Judson v. eng.
17. Burnouf y Lassen, Essai sur le Pali, pp. 136, 137.

371
conclusiva acompaña a todas las formas verbales salvo a
las de futuro. A su vez la construcción equivalente del
pali aparece de modo preferente en los tiempos del pasa-
do. Pero el motivo de esta excepción difícilmente puede
buscarse en la naturaleza de las partículas de futuro, ya
que éstas admiten thang sin dificultad. Carey, que dedica
una encomiable atención a la distinción entre formas par-
ticipiales y formas verbales conjugadas, observa que las
formas imperativa e interrogativa del verbo son, en todo
el conjunto de la lengua, las únicas que poseen un aspec-
to que por sí mismo recuerda más o menos a esta parte
de la oración.18 Esta aparente excepción se debe sencilla-
mente a que las formas mencionadas no pueden unirse a
signos de caso, ya que las partículas que les son propias
no podrían asociarse a ellos. Estas partículas cierran las
298 formas, de modo que el conectivo thang precede a estas
formas verbales con el fin de unirlas a las partículas de
tiempo.
De naturaleza semejante a la de thang es también la
partícula conectiva than. No voy a entrar aquí en los
detalles de sus respectivas coincidencias y diferencias, pues
ahora no estoy interesado sino en presentar el carácter de
la lengua en su conjunto. Hay también otras partículas
conectivas que se añaden a la forma verbal sin ulterior
alteración de su sentido, y que desplazan a thang y thau
de sus lugares. Algunas de ellas se utilizan también en
otras ocasiones como signos del subjuntivo, y sólo el sen-
tido conjunto del discurso permite adivinar su valor en
cada caso.
En la frase los elementos se suceden en el siguiente
orden: encabeza la frase el sujeto, le sigue el objeto y
aparece al final el verbo: «Dios el mundo creó», «el rey a
su general habló», «él a mí dio». Es claro que la posición
del verbo en esta construcción no es la natural, pues en el
orden de las ideas esta parte de la oración se sitúa entre
el sujeto y el objeto. Sin embargo en birmano este orden
se explica por el hecho de que el verbo no es en realidad

18. p. 109, § 88.

372
sino un participio, que espera recibir la frase que lo con-
cluya más tarde, y que porta consigo una partícula cuya
determinación es la conexión con lo que sigue.* Esta for-
ma verbal, que no siendo un verbo propiamente dicho
tampoco llega realmente a formar frase, recoge en sí todo
lo anterior y lo transmite a lo que sigue. Carey advierte
que, gracias a estas formas, la lengua puede entretejer
unas frases con otras tan extensamente como guste, sin
necesidad de llegar a un fin, y añade que en todas las
obras puramente birmanas ello ocurre en un alto grado.
Pues bien, cuanto más se demora el punto final de un
razonamiento proseguido a lo largo de muchas frases con-
catenadas, mayor cuidado ha de poner la lengua en con-
cluir cada frase con cada palabra de cierre parcial. El
birmano se atiene con toda fidelidad a esta forma, y hace
que la determinación preceda siempre a lo determinado.
No dice por lo tanto «el pez está en el agua», «el pastor
va con las vacas», «yo como arroz cocido con mantequi-
lla», sino «en el agua el pez está», «con las vacas el
pastor va», «yo con arroz cocida mantequilla como».**
De este modo, a continuación de cada frase intermedia
aparece una palabra que no hace esperar tras ella ninguna 299
nueva determinación. En general la determinación más
amplia precede a la más estrecha. Esto resulta particular-
mente claro en las traducciones de otros idiomas. Así,
cuando en la Biblia inglesa se dice en Juan 21, 2: «and
Nathanael of Cana in Galilee», la traducción birmana
invierte la frase y dice «Galilea del distrito, Cana de ciu-
dad, procedente Natanael».
Otro medio de unir muchas frases entre sí es conver-
tirlas en partes de un compuesto, de manera que cada
frase venga a ser un adjetivo que precede al sustantivo.

* La investigación actual ha aportado numerosos ejemplos de lenguas con este


orden de elementos, que tampoco es inusual en el dominio indoeuropeo: piénsese
en el orden normal del latín. La explicación humboldtiana no lo es, pues, del
fenómeno en sí mismo, pero esto no quiere decir que no detecte un aspecto real de
la lengua en cuestión. (N. del T.)
** Este es evidentemente un lapsus de Humboldt, y debe ser «yo con mantequi-
lla cocido arroz como», por razones tanto lingüisticas como culinarias. (N. del T.)

373
En la expresión «yo alabo a Dios, que ha creado todas
las cosas, que está libre de pecado, etc.», cada una de
estas frases, por numerosas que sean, queda vinculada al
sustantivo —que aparece a continuación de la última de
ellas— por medio de la partícula thau, que ya más arriba
hemos contemplado en esta función. Todas estas oracio-
nes de relativo van pues delante, y se las considera como
elementos de un compuesto formado con el sustantivo al
que preceden; el verbo («yo alabo») es el que cierra la
frase. Sin embargo, y con el fin de facilitar la inteligencia
del conjunto, el birmano separa cada elemento de ese
largo compuesto por medio de signos de puntuación. La
regularidad del procedimiento facilita notablemente la
comprensión de la estructura del período; en frases como
la descrita basta con proceder desde el final hasta el prin-
cipio. Sólo cuando se trata de percibir con el oído un
texto de esta clase se requiere un penoso esfuerzo de aten-
ción hasta saber a quién ha de aplicarse esa interminable
serie de predicados. Es de suponer que en la lengua colo-
quial se evitarán las acumulaciones de expresiones tan
prolongadas.
Nada tan ajeno a la construcción del birmano como la
apropiada separación de las diversas partes del período,
ordenándolas de manera que la frase regida siga a la frase
rectora. Su esfuerzo se dirige siempre a recoger la prime-
ra en el interior de la segunda, para lo cual ésta tiene
naturalmente que preceder a aquélla. De este modo frases
enteras se tratan como nombres dentro de otras. Por ejem-
plo, para decir «he oído que has vendido tus libros», se
invierte el conjunto, se pone en primer término «tus li-
bros», a continuación el perfecto del verbo «vender»,
luego un signo de acusativo, y finalmente «he oído».
Si en el examen precedente he logrado elucidar correc-
300 tamente la vía por la que el birmano se esfuerza por
conjuntar las ideas en el discurso, se advertirá que,
por una parte, esta lengua está lejos de carecer por com-
pleto de formas gramaticales, pero que, por la otra, no
alcanza tampoco a formarlas realmente. Se encuentra pues
de hecho a medio camino entre las dos especies de estructu-

374
ras lingüísticas. El camino a la formación de formas ge-
nuinamente gramaticales le está vedado ya por la estruc-
tura originaria de sus palabras, ya que forma parte de las
lenguas monosilábicas propias de los pueblos que habitan
entre la China y la India. Cierto es que esta peculiaridad
de la forma de la palabra no debe su influencia sobre los
estratos más profundos de la estructura de la lengua al
hecho de que cada concepto quede encerrado en sonidos
singulares, estrechamente fundidos. Pero como en estas
lenguas la monosilabicidad no es debida al azar, sino que
los órganos la producen deliberadamente y la mantienen
en virtud de su orientación individual, esto mismo es cau-
sa de que las sílabas sean emitidas cada una para sí; la
imposibilidad que esto comporta de fundir con las pala-
bras de significación material sufijos que indiquen con-
ceptos de relaciones acaba teniendo efecto sobre los
más profundos entresijos de la estructura conjunta de la
lengua.
Leyden advierte '9 que las lenguas indochinas han adop-
tado multitud de palabras procedentes del pali, pero adap-
tándolas siempre a sus hábitos de pronunciación, esto es,
emitiendo siempre cada sílaba por sí misma, como si fue-
se una palabra. Hay que admitir, por lo tanto, que este
rasgo constituye la peculiaridad de estas lenguas, semejan-
tes en esto al chino, y no olvidarlo nunca cuando se
realicen estudios sobre ellas; y si consideramos que toda
lengua parte del sonido, tal vez haya que poner ese rasgo
en el fundamento mismo del de tales lenguas. A él se
asocia una segunda característica, mucho menos extendi-
da entre otras lenguas: la multiplicidad y diversificación
del acervo de palabras por medio de los diversos acentos*
que reciben éstas. Es conocido el caso del chino, pero
existen lenguas indochinas, en particular la siamesa y la

19. Asial. res., X, 222.


* En la terminología actual se habla de «tonos», ya que su único rasgo distin-
tivo es la altura musical, a diferencia del acento propiamente dicho, en el cual se
da en general también una diferencia de fuerza espiratoria. Humboldt no hace
tampoco distinción entre «acento» y «entonación», ignorando en consecuencia la
curva melódica propia de sílabas largas con más de un tono. (N. del T.)

375
de Anam, que poseen tal riqueza de acentos que para
nuestro oído es casi imposible distinguirlos correctamen-
te. El habla se convierte así en una especie de canto o
recitativo, y Low compara directamente el siamés con
una escala musical.20 Estos acentos dan lugar a diferencias
301 dialectales aún más profundas y numerosas que las que
ocasionan las letras propiamente dichas. Se asegura
que en Anam cualquier población de cierta entidad posee
su propio dialecto, y que incluso entre habitantes de pue-
blos vecinos no es raro que para el recíproco entendimiento
haya que recurrir a la lengua escrita.21 La lengua birmana
posee dos de estos acentos: el representado en la escritura
por dos puntos verticales al final de la palabra, que es
largo y blando, y el representado por un punto situado
bajo la palabra, que es breve y abrupto. Si a esto se
añade la pronunciación sin acento, resulta que cada pala-
bra puede, con significaciones más o menos diversas, apa-
recer bajo tres formas: po, «detener, sacudir, llenar en
exceso, canasta larga y oval»; po:, «unir o atar una cosa
con otra, colgar, insecto, gusano»; po, «llevar, traer, en-
señar, instruir, ofrecer (un deseo, la gracia); ser arrojado
en algo o sobre algo»; ña, «yo»; ña:, «cinco, pez».
Pero no todas las palabras son susceptibles de acentua-
ción diversa. Algunas vocales finales no pueden tomar
ninguno de los dos acentos, otras sólo reciben uno de
ellos, y ninguno de los dos puede asociarse a otras pala-
bras que a las que terminan en vocal o en consonante
nasal. Esto último demuestra fehacientemente que se tra-
ta de modificaciones de las vocales, y que están indisocia-
blemente unidas a éstas. Cuando dos palabras monosilá-
bicas forman en birmano un compuesto, no por eso pier-
de la primera su acento, lo que permite concluir que in-
cluso en la composición la pronunciación de las sílabas
sigue tratando éstas como palabras distintas. Es costum-
bre atribuir estos acentos a la necesidad de las lenguas
monosilábicas de incrementar el número de las posibles

20. A Grammar of the Thai or Siamese Language, pp. 12-19.


21. Asiat. res., X, 270.

376
combinaciones de sonidos. Sin embargo un proceso tan
deliberado apenas es pensable. Resulta a la inversa mucho
más natural suponer que todas estas modificaciones tan
diversas de la pronunciación han estado primero en los
órganos y en los hábitos fonéticos de los pueblos; que,
para poder emitir las sílabas con claridad, éstas se ofre-
cían al oído una a una y con pequeñas pausas, y que fue
justamente esta costumbre la que disuadió de formar pa-
labras polisilábicas.
Las lenguas indochinas monosilábicas poseen, debido
a esta razón, una serie de características en común tanto 302
entre sí como con el chino, cosa que no presupone el
menor parentesco genético entre ellas, sino que se debe a
su naturaleza. Seguiré limitándome en esto al birmano,
ya que sobre las demás carezco de los medios necesarios
para obtener la cantidad de datos que sería necesaria en
una investigación como ésta.22 Del birmano hay que em-
pezar por reconocer que jamás modifica los sonidos de
sus palabras radicales para expresar sus relaciones, así
como que no se sirve de las categorías gramaticales como
fundamento de la composición del habla. Pues ya hemos
visto más arriba que en origen no hace distinción de las
mismas en las palabras, sino que una misma palabra pue-
de pertenecer a varias categorías; que desconoce la natu-
raleza del verbo; que llega incluso a utilizar una determi-
nada partícula con el nombre y con el verbo, de manera
que sólo por el significado puede saberse a cuál de las
categorías pertenecen las palabras, y donde ni el significa-
do basta a determinarlo hay que recurrir al sentido del
conjunto del discurso. El principio de la conjunción del
habla es en birmano la indicación de qué palabra determi-

22. Bien es verdad que sobre la lengua siamesa Low ofrece claves importantes,
que se tornan aún más instructivas si se las compara con el excelente juicio de
Burnouf sobre su escrito en Nouv. Journ. Asiat., IV, 210. Lamentablemente pasa
con excesiva brevedad por sobre la mayoría de las partes de la gramática, y se
contenta demasiado con dar ejemplos en lugar de reglas, sin siquiera articular
correctamente aquéllos. Sobre la lengua anamita poseo únicamente el tratado de
Leyden, tan valioso como ya insuficiente, dado el nivel alcanzado por la ciencia
del lenguaje (Asiat. res., X, 158).

377
na a cuál otra. En esto viene a coincidir por entero con el
chino.23 Al igual que éste, y atendiendo ahora sólo a este
aspecto, dispone también entre sus partículas de una cuyo
cometido consiste en señalar el orden de la construcción,*
y que a este efecto tanto conecta como separa. La simili-
tud entre thang y la partícula china tchí, en este uso de la
construcción, es demasiado llamativa como para pasarla
por alto.24
En cambio el birmano difiere muy significativamente
del chino tanto por la manera de tomar esta misma deter-
minación como por los medios de indicarla. Pues hay que
poner el mayor cuidado en no confundir dos casos distin-
tos de determinación dentro del discurso: el hecho de que
303 una palabra esté regida por otra, y la complementación
de un concepto que había quedado indeterminado desde
algún punto de vista. En efecto, cualitativamente por su
extensión e intensión, y relativamente por su causalidad,
la palabra tiene que demarcarse como dependiente de otras
o como a su vez guiando a otras.25 Pues bien, el chino
distingue claramente entre uno y otro caso en su construc-
ción, y aplica cada uno según su verdadera naturaleza.
Sitúa siempre la palabra rectora por delante de la regida,
el sujeto ante el verbo, éste delante de su objeto directo,
éste, a su vez, delante del indirecto cuando lo hay. En
esto no se puede decir realmente que cada palabra prece-
dente contenga la complementación del concepto de la

23. Mi carta a Abel-Rémusat, p. 31.''


24. Op. cit., pp. 31-34.
25. En mi carta a Abel-Rémusat (pp. 41, 42)e he designado el caso de comple-
mentación como restricción de un concepto de extensión más amplia a uno más
limitado. Pero ambas expresiones llevan a lo mismo. Pues el adjetivo completa el
concepto del sustantivo, y en su uso cada vez es restringida su significación más
amplia al caso individual. Otro tanto ocurre con adverbio y verbo. Menos claro es
el caso del genitivo. Mas también aquí las palabras que se oponen entre sí en
virtud de tal relación son consideradas como limitadas a una determinada de entre
el total de posibles relaciones.
d. Cfr. vol. 5, 270.
e. Cfr. vol. 5, 277.
* Humboldt se sirve aquí y en lo que sigue del galicismo «construction», cuyo
significado, tal como lo define, p. e., Du Marsais en la Enciclopedia, prácticamen-
te equivale al nuestro de «sintaxis». (N. del T.)

378
siguiente. Al contrario, el verbo ve complementado su
concepto tanto por el sujeto como por el objeto, encon-
trándose como se encuentra en medio de los dos, y lo
mismo ocurre con los objetos directo e indirecto. Por
otra parte el chino coloca siempre la palabra complemen-
tadora por delante de aquélla cuyo concepto está aún
indeterminado desde el punto de vista de la primera: el
adjetivo precede al sustantivo, el adverbio al verbo, el
genitivo al nominativo y sigue en esto un procedimiento
que en cierto modo se opone al anterior. Pues la palabra
aún indeterminada, en consecuencia pospuesta, es en rea-
lidad la rectora, de manera que, en analogía con el caso
anterior, debería preceder. La construcción china reposa,
pues, sobre dos grandes leyes generales, distintas entre sí,
y procede con visible acierto al poner resueltamente de
relieve la relación especial que une al verbo con su obje-
to, ya que el verbo es rector en la frase en un sentido
mucho más relevante que cualquier otra palabra. Aplica
la primera de estas leyes a la articulación fundamental de
la frase; la segunda, en cambio, a la ordenación de sus
elementos secundarios. Si hubiese organizado este otro
dominio de acuerdo con el mismo principio que el prime-
ro situando adjetivo, adverbio y genitivo respectivamente
a continuación de sustantivo, verbo y nominativo, se ha- 304
bría resentido ciertamente la congruencia de la estructura
de la frase que resulta de la oposición aquí desarrollada,
y posiblemente la colocación del adverbio a continuación
del verbo habría vuelto menos clara su diferenciación res-
pecto del objeto, pero, por lo demás, la mera ordenación
de la frase, la coincidencia de su curso con el interior del
sentido lingüístico, no habrían sufrido merma alguna. Lo
esencial era establecer correctamente el principio de la
rección, y a él se atiene el chino en su construcción, con
las pocas excepciones que en todas las lenguas justifican
más o menos las desviaciones respecto de la regla usual
del orden de palabras.
Por su parte el birmano no hace la menor distinción
entre estos dos casos, conserva en realidad sólo una ley
de la construcción y descuida precisamente la más impor-

379
tante. Tan sólo antepone el sujeto al objeto y al verbo,
pero incluso sitúa éste último por detrás del objeto. Con
esta inversión resulta dudoso que la anteposición del suje-
to tenga realmente el sentido de presentarlo como rector,
y suscita la sospecha de que en realidad se lo considera
como una complementación más de las partes que siguen.
Pues es claro que el objeto regido se entiende como una
determinación complementaria del verbo, el cual, en cali-
dad de indeterminado en sí mismo, sigue a la enumeración
completa de las determinaciones que obtiene del sujeto y
el objeto, y cierra la frase. Que a su vez el sujeto y el
objeto lleven delante, cada uno para sí, sus propias deter-
minaciones complementarias secundarias, se comprende
por sí mismo, y resulta claro a partir de los ejemplos
aducidos más arriba.
Esta diferencia entre la construcción del chino y la del
birmano tiene su origen, sin duda, en la correcta acepción
del verbo sita en el primero y en la defectuosa que es
propia del segundo. La construcción china revela un sen-
timiento apropiado de la verdadera y genuina función del
verbo. Colocándolo en mitad de la frase, entre el sujeto y
el objeto, expresa el dominio del verbo sobre la frase y su
condición de alma de la composición entera del habla.
Esta construcción, aunque privada de la posibilidad de
modificar los sonidos del verbo, por la sola colocación
de éste derrama sobre la frase toda la vida y el movimien-
to que parten del mismo, y representa así la imposición
actual del sentido lingüístico, o al menos revela poseer el
305 sentimiento interno de la misma. En el birmano, por
el contrario, las cosas son muy distintas. Las formas ver-
bales fluctúan aquí entre verbo conjugado y participio,
son por su sentido material siempre más bien lo último, y
carecen de la posibilidad de elevarse al sentido formal,
puesto que la lengua no posee una forma propia para el
verbo. Pues no sólo no hay en ella expresión alguna que
indique su función esencial, sino que la peculiar manera
de estar construidas las supuestas formas verbales, junto
con su visible afinidad con el nombre, son prueba de que
en los hablantes mismos falta por completo la penetración

380
viva del sentimiento de la verdadera fuerza del verbo. Si
por otra parte se toma en consideración que el birmano
caracteriza el verbo con partículas en un grado incompa-
rablemente mayor que el chino, y que lo mismo ocurre
con su distinción respecto del nombre, parecerá tanto más
admirable que lo desplace tan ostensiblemente de su ver-
dadera categoría.
Pues bien, no cabe duda de que esto no es sólo así. El
fenómeno se vuelve algo más explicable si se tiene en
cuenta que la lengua designa el verbo únicamente por
medio de modificaciones que puede tomar también en su
propio sentido material, sin mostrar ni el más leve rastro
de comprensión de lo puramente formal que hay en él. El
chino se sirve sólo raramente de esta indicación material;
en la mayoría de los casos se abstiene de ella por entero,
pero por su idónea colocación de las palabras reconoce
una forma invisible pero inherente al habla. Hasta podría
decirse que cuanta menos gramática externa posee, más
fuerte es la interna que vive en él. Allí donde se abre paso
en él la acepción gramatical, siempre se trata de la lógi-
camente correcta. Un sentido gramatical idóneo introdu-
jo por lo tanto en esta lengua su organización primera, y
no pudo menos de sobrevivir y desarrollarse en el espíritu
del pueblo con el uso de un instrumento tan correctamen-
te afinado. A esto se podría objetar que tampoco entre
las lenguas flexivas es raro que el verbo aparezca después
de su objeto, y que, a semejanza de ellas, también el
birmano mantiene reconocibles los casos del nombre, aun-
que sea por medio de partículas. Sin embargo en otros
muchos puntos esta lengua da claro testimonio de no
poseer en el fondo ninguna comprensión nítida de las
partes de la oración; de que en sus construcciones tan
sólo busca la modificación de cada palabra por cada otra,
de manera que no cabe absolverla del pecado de ignoran-
cia de la verdadera esencia de la formación de las frases.
De ello es prueba también su inconmovible constancia en
desplazar el verbo aparente siempre al final de la frase.
Esto salta tanto más a la vista cuanto que también la
segunda de las razones que proponíamos antes para justi-

381
306 ficar este orden, a saber, el interés por poder seguir enla-
zando con la forma verbal una nueva frase, muestra a las
claras que la lengua no percibe ni la verdadera naturaleza
de la construcción de períodos ni la fuerza del verbo que
en ella se emplea. El birmano revela, en efecto, una sen-
sible carencia de partículas que, al modo de nuestras con-
junciones, proporcionen al período vida y diversidad me-
diante la imbricación de las frases. En esto le supera con
creces el chino, que también aquí observa su ley general
del orden de palabras y, del mismo modo que antepone el
genitivo al nominativo, hace que la frase que determina y
complementa a otra preceda a la que es objeto de tal
modificación. En birmano, por el contrario, las frases
se suceden en simple progresión lineal. E incluso así es
raro que se las enlace por medio de conjunciones copula-
tivas que, como nuestra y, preserven la autonomía de
cada una. Su conexión tiene lugar de un modo que seña-
la, sobre todo, la recíproca imbricación de los contenidos
materiales. Esto se refleja, sin ir más lejos, en la partícula
thang, utilizada por lo común al final de cada una de
estas frases concatenadas, y que al recoger lo anterior lo
aplica siempre directamente a la comprensión de lo que
sigue. No hace falta insistir en que de ello resulta una
pesadez por otra parte inevitable, dada la fatigosa mono-
tonía del procedimiento.
Ambas lenguas coinciden, sin embargo, en que para
indicar el orden de palabras se sirven simultáneamente de
la colocación de éstas y de partículas. De suyo el birmano
no tendría necesidad de leyes muy estrictas para la prime-
ra, ya que sus numerosas partículas para indicar relacio-
nes garantizan suficientemente la comprensión. No obs-
tante, muestra tanto mayor meticulosidad en sostener a
ultranza el orden usual, y sólo rompe la consecuencia de
su colocación en un punto, a saber, en el adjetivo, para el
cual admite tanto la anteposición como la posposición.
Hay sin embargo una diferencia entre ambas disposicio-
nes: la primera requiere siempre la adición de una par-
tícula de determinación del orden de palabras. Esto supo-
ne que la otra colocación es considerada como la más natu-

382
ral, lo que debe ser consecuencia del hecho de que adjeti-
vo y sustantivo forman juntos un compuesto. Cuando el
adjetivo precede, no recibe jamás flexión de caso, sino
que ésta se considera privativa del sustantivo, modificado
en su significación por el adjetivo. En los compuestos, 307
tanto de nombres como de verbos, la lengua suele situar
como primer elemento siempre el que en cada caso fun-
ciona como concepto genérico, en tanto que el especifíca-
dor, que por poder aplicarse a diversos conceptos genéri-
cos es de más amplia extensión, va a continuación. Es así
como forma los modos de los verbos, así como, por ejem-
plo, gran número de nombres de peces, mediante compues-
tos cuyo primer elemento es la palabra «pez». Cuando en
determinados casos parece tomar el camino opuesto, al
formar por ejemplo nombres de oficios poniendo el ver-
bo «fabricar», de significado más general, a continuación
del nombre de cada herramienta, suscita la duda de si
esto es realmente un método distinto y no más bien una
diferente concepción de lo que vale en cada caso como
concepto genérico. Y análogamente, en los compuestos
con adjetivo pospuesto éste recibe tratamiento de especi-
ficador de un concepto genérico. Por el contrario el chino
permanece también en esto fiel a su ley general; la pala-
bra a la que se trata de aplicar una determinación más
especial constituye también el segundo miembro del com-
puesto. Cuando por ejemplo —y pese a la escasa natura-
lidad del método— utiliza el verbo «ver» para, o en lugar
de, la pasiva, precede al concepto principal: «ver matar»,
es decir, «ser muerto». Teniendo en cuenta los innumera-
bles objetos que pueden ser vistos, «matar» debería ir
delante. El orden inverso muestra, por el contrario, que
aquí «ver» se entiende como modificación de la palabra
siguiente, como una circunstancia del matar; un giro a
primera vista desconcertante se convierte así en una sutil
e inteligente manera de indicar una relación gramatical.
Y de un modo análogo se forman compuestos como «hom-
bre del campo», «casa de libros», etc.*

* En alemán en el original; con la traducción española se invierte inevitable-


mente el orden, que en chino es «de campo hombre», «de libros casa». (N. del T.)

383
En lo que coinciden el chino y el birmano es en acudir
en ayuda del orden de elementos en la composición del
discurso por medio de partículas. Se asemejan también en
que confieren a algunas de estas partículas una determina-
ción tan exclusiva de indicar la construcción que no aña-
den ningún significado material a la misma. Sin embargo
es justamente en estas partículas donde se encuentra el
punto crítico a partir del cual el birmano abandona el
carácter del chino y adopta uno propio. El cuidado que
pone en designar con conceptos mediadores la relación
bajo la que hay que pensar una palabra por referencia a
otra produce una proliferación de partículas que acaba
configurando una sistemática, si no total, sí al menos
308 notablemente completa. La lengua muestra también su
empeño en vincular estas partículas con la palabra radical
más estrechamente que con las demás palabras de la fra-
se. Claro está que la pronunciación en sílabas aisladas y
el conjunto del espíritu de la lengua no permiten la for-
mación de una verdadera unidad de la palabra. Pero he-
mos visto que, en algunos casos, puede producirse una
alteración en las consonantes por efecto de la influen-
cia de la palabra anterior, y en las formas verbales las
partículas conclusivas thang y eng reúnen tema verbal
y partículas formando un todo. En un único caso llega a
producirse incluso la contracción de dos sílabas en una,
lo que en la escritura china sólo podría representarse
fonéticamente, esto es, por procedimientos ajenos a ella.
Y también es testimonio de un sentimiento de la verdade-
ra naturaleza de los sufijos el que incluso las partículas
que pueden considerarse como adjetivos determinantes,
como son los signos de plural, jamás preceden a la pala-
bra radical, sino que van siempre a continuación. En
chino, y dependiendo de la diversidad de las partículas
del plural, son usuales ora la anteposición, ora la pos-
posición.
En la misma medida en que el birmano se aleja de la
estructura del chino se acerca a la del sánscrito. Es sin
embargo innecesario mostrar en detalle el auténtico abis-
mo que le separa de ésta. La diferencia no estriba sólo en
el mayor o menor grado de cohesión entre partículas y

384
palabras principales. Donde mejor se la advierte es en la
comparación entre esas partículas y los sufijos del indio.
Las primeras son palabras tan dotadas de significación
propia como cualesquiera otras de la lengua, por más que
en la mayoría de los casos su significado haya caído en el
olvido. Los segundos, por el contrario, son en su mayor
parte sonidos subjetivos, apropiados tan sólo para expre-
sar relaciones interiores. Y, en general, no es posible con-
siderar el birmano como una lengua de transición entre
las otras dos, por mucho que se halle a medio camino
entre ambas. La vida de toda lengua reposa sobre el modo
como el pueblo percibe internamente su propia manera
de revestir las ideas con sonidos. Y esta percepción es en
las tres familias de lenguas que estamos comparando to-
talmente distinta. Aunque no quepa negar que el número
de partículas y la frecuencia de su utilización revelan una
aproximación gradual a la indicación gramatical, mínima
en el estilo antiguo del chino, mayor en el estilo reciente
y mayor aún en el birmano, este último difiere de los
primeros por la aspección fundamental que le subyace y 309
que, en el caso del chino, no ha variado sustancialmente
entre la lengua antigua y la reciente. El chino se apoya
tan sólo en la colocación de las palabras y en la impronta
de la forma gramatical en el interior del espíritu. El bir-
mano en cambio no sustenta la composición del habla
sobre la colocación de las palabras, por más que se atiene
con el mayor rigor a la que responde a su propia manera
de representarse esa composición; su procedimiento con-
siste en exponer unos conceptos por mediación de otros,
añadiendo a los anteriores otros nuevos, y le lleva a ello
con carácter de necesidad su propio orden de palabras,
que sin este medio auxiliar quedaría expuesto a la ambi-
güedad. Dado que los conceptos mediadores tienen que
ser expresión de las formas gramaticales, indudablemente
éstas quedan expresadas también en la lengua. Es la as-
pección de las mismas la que no alcanza el grado de
claridad y precisión que poseen el chino y el sánscrito; se
aparta del primero justamente porque dispone de ese apo-
yo de los conceptos mediadores, cuyo efecto es restar

385
urgencia a la necesidad de una verdadera concentración
del sentido lingüístico, y se aparta del sánscrito porque
carece de un auténtico dominio de los sonidos de la len-
gua, lo cual le impide acceder a la formación de una
verdadera unidad de la palabra y de formas genuinas.
Pero por otra parte tampoco cabe encuadrar el birmano
entre las lenguas aglutinantes, ya que, por el contrario,
tiende a mantener las sílabas estrictamente separadas en
la pronunciación. En esto resulta más pura y consecuente
con su propio sistema que esas lenguas, por más que con
ello no hace sino alejarse aún más de toda flexión; en las
lenguas aglutinantes la flexión no nace de sus verdaderas
fuentes sino que constituye tan sólo un fenómeno casual.
El sánscrito, así como los dialectos que proceden de
él, ha acabado mezclándose en mayor o menor grado con
las lenguas de todos los pueblos que rodean a la India, y
resulta fascinante comprobar cómo se van relacionando
entre sí todas estas lenguas en virtud de unos lazos que se
deben más al espíritu de la religión y de la ciencia que a
circunstancias políticas o a condiciones de vida. En la
India Oriental el pali, lengua flexiva que ha perdido mul-
titud de distinciones fonéticas entre sus formas, ha entra-
do en contacto con lenguas que en puntos esenciales de su
estructura coinciden con el chino, en una zona en la que
se da, por lo tanto, el máximo contraste entre una rica y
diferenciada expresión gramatical y la casi total carencia
de la misma. No puedo estar de acuerdo con quienes
sostienen que en su forma más auténtica, en la que forma
parte inmanente de la nación, la lengua birmana haya
sido objeto de ninguna remodelación sustancial por in-
310 fluencia del pali. Las palabras polisilábicas han nacido en
ella de su propia inclinación a la composición, sin necesi-
dad de tomar ejemplo del pali, y está también en su
naturaleza usar las partículas de una manera que se aproxi-
ma a las formas gramaticales. Son los eruditos del pali
los que la han revestido por fuera con sus propios ropajes
gramaticales. Es algo que se advierte en la multiplicidad
de los signos de caso y en las clases de palabras compues-
tas. La clase que ellos identifican con los karmadhá-

386
raya* del sánscrito no tiene la menor semejanza con ellos,
pues el adjetivo antepuesto necesita en birmano siempre
de una partícula conectiva. Y a juzgar por la gramática
de Carey, ni siquiera intentaron aplicar al verbo su termi-
nología. Claro está que tampoco se puede excluir la posi-
bilidad de que, como consecuencia del estudio continua-
do del pali, el estilo, y con él lógicamente el carácter de la
lengua, hayan podido experimentar algunas transforma-
ciones que los acerquen a esa lengua, y que esto se perpe-
túe también en tiempos ulteriores. Pero la forma de las
lenguas, a la que es inherente una especie de corporeidad
basada en los sonidos, sólo toleraría una influencia de ese
género dentro de límites relativamente estrechos. Por el
contrario la aspección interna de la forma sí les es asequi-
ble en un alto grado, y las acepciones gramaticales, más
aún, el vigor y la vitalidad misma del sentido lingüístico,
llegan a enderezarse e incrementarse por la familiaridad
con lenguas más perfectas. Esto revierte de nuevo sobre
la lengua en la medida en que ésta consiente que el uso se
enseñoree de ella.
Pues bien, este efecto pudo ser particularmente fuerte
en el caso del birmano, debido a que algunas partes prin-
cipales de su propia estructura se inclinaban ya de suyo al
modelo del sánscrito, y tan sólo les faltaba ser tomadas
en el sentido oportuno, a lo que, sin embargo, la lengua
misma difícilmente podía llegar, no procediendo ella mis-
ma de tal sentido. En esto bien pudiera haber acudido en
su ayuda una acepción foránea. Habría bastado a tal
efecto ir incorporando las partículas acumuladas cada vez
más estrechamente a determinadas formas gramaticales,
prescindiendo de muchas de ellas; ir utilizando cada vez
con más frecuencia el verbo auxiliar existente en la cons-
trucción, etc. Pero por más esfuerzos de esta índole que
se realizasen, nunca se habría borrado de la lengua su
propia forma, muy diferente de la del pali, y los produc-

* Compuestos descriptivos, esto es, aquéllos cuyos miembros completan atri-


butiva o aperitivamente sus significados, tipo español «hombre-rana», «bueña-ven-
tura». (N. del T.)

387
tos de ese esfuerzo sonarían siempre poco birmanos, ya
que, por no poner de relieve más que un extremo, las
diversas partículas que existen para una sola forma no
son indiferentes, sino que aportan sutiles matices de uso.
311 Así que siempre se echaría de ver que a la lengua se le
estaban injertando cosas que le son extrañas.
De acuerdo con la totalidad de los testimonios existen-
tes, no parece existir el menor parentesco histórico entre
el birmano y el chino. Al parecer ambas lenguas poseen
muy pocas palabras en común. Con todo, no sé si este
punto no merecería una investigación más detallada. Pues
resulta llamativa la extremada semejanza fonética de al-
gunas palabras pertenecientes justamente a la clase de las
gramaticales. Pongo aquí algunas a disposición de quie-
nes estudien estas lenguas más en profundidad. Los sig-
nos de plural en birmano para nombres y verbos son to' y
kra (pronunciado kya); ton y kiái son, en chino, signos
de plural tanto en el estilo antiguo como en el reciente;
thang (pron. thi, H.) se corresponde, como vimos más
arriba, con ti del estilo reciente y tchï del antiguo; hri
(pron. shï) es el verbo ser, que para el chino Rémusat
transcribe como chi. Tanto Morrison como Hough escri-
ben ambas palabras según la convención inglesa como
she. La palabra china es de todos modos también al mis-
mo tiempo un pronombre y una partícula afirmativa, de
modo que su significación verbal sólo puede proceder de
ahí. Pero tal origen no representa necesariamente un obs-
táculo para el parentesco entre ambas palabras. Y, por
fin, la expresión genérica que se utiliza en ambas lenguas
para indicar los objetos enumerables —algo equivalente a
nuestro Stuck—* es en birmano khu y en chino Aro.26 Si
bien es cierto que el número de estas palabras es exiguo,
no lo es menos que forman parte del núcleo de sus respec-
tivas estructuras que con más probabilidad podría indicar

26. Cfr. mi escrito sobre la lengua kawi, primer libro, p. 253, nota 3.
* Literalmente «pieza», qué en alemán se utiliza con frecuencia para hablar
genéricamente de cosas enumerables, tipo «vendieron pan veinte piezas», esto es,
«vendieron veinte panes». Se trata de un uso muy coloquial, y más bien raro en la
lengua escrita. (N. del T.)

388
un parentesco entre las mismas. Por otra parte, aunque la
diversidad entre las gramáticas birmana y china es grande
y se refiere a estratos muy profundos de la estructura de
la lengua, tampoco es tal que haga el parentesco entre
ellas inimaginable, como sucede por ejemplo con el birma-
no y el tagalo.

38
Una pregunta que surge en inmediata conexión con
las investigaciones que estamos planteando aquí es la de
si la diferencia entre lenguas monosilábicas y polisilábicas
es de naturaleza absoluta o sólo gradual, y si este rasgo
de la forma de las palabras constituye parte esencial del
carácter de las lenguas, o bien la monosilabicidad es sólo
una fase de transición a partir de la cual se van desarro- 312
liando paulatinamente las lenguas polisilábicas.
En los primeros tiempos de la ciencia del lenguaje se
clasificaron tanto el chino como otras varias lenguas del
Sudeste asiático como monosilábicas. Más tarde nacieron
dudas a este respecto, y Abel Rémusat puso expresamente
en entredicho esta opinión para el chino.1 Su punto de
vista parecía, sin embargo, contrariar demasiado ostensi-
blemente los hechos, y creo que se puede afirmar que en
la actualidad hemos vuelto al estado de opinión anterior,
y con razón. Sin embargo en el fondo de esta controver-
sia hay algunos malentendidos, y seria conveniente empe-
zar por determinar qué es lo que se denomina forma
monosilábica de la palabra, y cuál es el sentido de la
distinción entre lenguas monosilábicas y polisilábicas. En
efecto, todos los ejemplos de polisilabicidad que aporta
Rémusat para el chino son, en último término, composi-
ciones, y no se puede poner en duda que una cosa es
composición y otra muy distinta polisilabicidad originaria.
En la primera, hasta el concepto más simple está forma-
do mediante la unión de dos o más. La palabra resultante

1. Fundgruben des Orients, III, p. 279.

389
no es pues nunca una palabra simple, y una lengua no
deja de ser monosilábica porque posea palabras compues-
tas. Lo que habría que aducir son, evidentemente, pala-
bras simples dentro de las cuales no fuese posible discer-
nir conceptos elementales diversos que compongan el sig-
nificado, sino que el signo de éste se compusiese de soni-
dos pertenecientes a dos o más sílabas en sí mismas caren-
tes de significación propia. Y aun cuando se hallen pala-
bras en las que en apariencia concurra esta circunstancia,
es siempre preciso examinar con cuidado si cada una de
sus sílabas no habrá poseído en algún momento una sig-
nificación propia que más tarde se haya perdido. Un ejem-
plo realmente probatorio contra la monosilabicidad de
una lengua tendría que ir acompañado de la demostración
de que el conjunto de los sonidos de la palabra sólo
resulta significativo como tal, y que ninguno de ellos sig-
nifica algo por sí mismo. Abel Rémusat no tuvo concien-
cia clara de esto, y éste es el motivo de que en su tratado 2

2. El señor Ampère («De la Chine et des travaux de M. Abet-Rémusat», Revue


des deux mondes, l. 8, 1832, pp. 373-405) ha entendido esto correctamente. Re-
cuerda, sin embargo, al mismo tiempo que ese tratado forma parte de los de la
primera época de estudios chinos de Abel-Rémusat, aunque advierte también que
ni siquiera en sus años maduros abandonó por entero esta concepción. De hecho
Rémusat sentía una excesiva inclinación a tener la estructura lingüistica del chino
por menos diferente de la de otras lenguas de lo que realmente es. Pueden haber
tenido parte en ello las aventureras ideas que existían todavía sobre el chino y la
dificultad de aprenderlo en la época en que él inició sus estudios. Sin embargo
nunca llegó a tener conciencia suficiente de que la ausencia de designaciones
gramaticales más sutiles puede que no dañe en principio al sentido general en cada
caso, mas no es inocua para una matización más precisa de las ideas. Por lo
demás, le cabe sin duda el mérito de haber sido el primero en poner de manifiesto
la verdadera esencia del chino, y es ahora cuando podemos apreciar el verdadero
valor de su gramática, cuando se encuentra ya impresa la en otros sentidos tam-
bién muy digna de admiración del padre Premare (Notitia linguae Sinicae anclare
paire Premare, Malaca, 1831). La comparación de ambos trabajos muestra, sin
lugar a dudas, el extraordinario mérito de los estudios de Rémusat. Desde cada
una de sus páginas sale al encuentro del lector lo más peculiar de la lengua
estudiada, en clara ordenación y luminosa nitidez. La obra de su predecesor ofrece
un material infinitamente valioso y abarca, sin duda, cada aspecto peculiar de
la lengua en concreto; mas no tenía el autor una representación del conjunto de la
lengua comparable en claridad a la del otro, o al menos no logra transmitir tal
cosa al lector. Conocedores más profundos de la lengua podrán hallar algunas
lagunas en la gramática de Rémusat; pero este varón merecerá siempre ser recono-
cido como el primero en haberse situado en el centro mismo de una acepción
correcta de la lengua, y de haber vuelto además asequible para todos su estudio,
lo que es tanto como decir que fue él quien lo inauguró.

390
no llegue a percibir la configuración original del chino.
No obstante, y desde otro punto de vista, la opinión 313
de Rémusat posee también un fundamento real y correc-
tamente percibido. Es cierto que él no fue más allá de la
clasificación de las lenguas en monosilábicas y polisilábi-
cas, pero no lo es menos que a su agudo sentido no le
pasó inadvertido que, tal como acostumbra a entenderse
esta clasificación, tampoco hay que tomarla excesivamen-
te al pie de la letra. Yo mismo he advertido más arriba
que semejante división no puede fundarse únicamente en
el hecho de que predominen las palabras de una o de
varias sílabas, sino que hay que suponerle un fundamento
mucho más esencial, a saber, la falta de afijos por una
parte, y un rasgo propio de la pronunciación por la otra,
consistente en que ésta separa los sonidos silábicos inclu-
so allí donde el espíritu entiende unidos los correspondien-
tes conceptos. La causa de la falta de afijos debe buscarse
en zonas profundas, en el espíritu mismo. Pues si éste
percibe con viveza suficiente la relación de dependencia
que une al afijo con el concepto principal, los órganos
articulatorios no podrán a su vez dar al primero la misma
relevancia fonética que al segundo en el seno de una pa-
labra. La consecuencia necesaria e inmediata de esa per-
cepción es la fusión de dos elementos diversos en la uni-
dad de la palabra. Creo, por lo tanto, que el pecado de
Rémusat consiste tan sólo en haberse limitado a poner en 314
duda la monosilabicidad del chino, sin intentar mostrar
más allá de esto que también las demás lenguas parten de
una estructura monosilábica de la palabra, y que sólo
alcanzan la polisilabicidad en parte por su propio camino
de la afijación, y en parte por el otro, tampoco ajeno al
chino, de la composición; que en fin, alcanzan realmente
ese objetivo porque, a diferencia del chino, no hallan en
el camino los obstáculos enumerados más arriba. Esta es
la senda que me propongo seguir yo mismo, guiándome
por el hilo de una investigación de los hechos de algunas
lenguas cuya consideración me parece de todo punto opor-
tuna.
A despecho de la dificultad, y en ocasiones franca

391
imposibilidad, de acceder hasta el verdadero origen de las
palabras, un análisis meticuloso de las mismas nos condu-
ce en la mayoría de las lenguas a temas monosilábicos;
casos aislados de lo contrario no bastan para demostrar
polisilabicidad originaria, ya que lo más probable es que
la causa de su condición de excepciones esté en la insufi-
ciencia del análisis. Ahora bien, contemplado el asunto
desde el puro dominio de la idea, creo que no es aventu-
rado suponer, de una manera general, que en origen todo
concepto ha sido expresado por medio de una sola sílaba.
En la invención del lenguaje el concepto es la impresión
que un objeto, interior o exterior, produce sobre el hom-
bre, y el sonido que la viveza de esa impresión arranca al
pecho es la palabra. No es fácil que, así las cosas, dos
sonidos distintos se correspondan con una única impre-
sión. Si verdaderamente se produjesen dos sonidos conse-
cutivos, serían prueba de que del mismo objeto han par-
tido simultáneamente dos impresiones, y demostrarían que
ha habido composición desde el nacimiento mismo de la
palabra, lo cual no estaría en contradicción con el princi-
pio de la monosilabicidad. Esto es, por otra parte, lo que
ocurre de hecho en la reduplicación en todas las lenguas,
en especial en las menos cultas. Cada uno de los sonidos
repetidos dice el objeto entero; pero en virtud de la repe-
tición se añade un nuevo matiz a la expresión, bien de
mero esfuerzo, como signo de una mayor vivacidad de la
impresión recibida, bien como indicación de que es el
objeto mismo el que se repite; ésta es la razón de que la
reduplicación sea tan frecuente en el adjetivo: en una
cualidad lo que llama la atención es que no se muestra
como cuerpo singular sino como superficie homogénea-
mente repartida por el espacio. En muchas lenguas, y
aquí me limitaré a mencionar las de las islas de los Mares
315 del Sur, la reduplicación es fenómeno preferente y casi
exclusivo de los adjetivos y de los sustantivos formados a
partir de ellos, entendidos pues en origen como adjetivales.
Claro está que, si imaginamos la imposición primera
de las designaciones lingüísticas como un proceso delibe-
rado de distribución de sonidos por entre los objetos,

392
todo el asunto se iluminará con una luz distinta. La preo-
cupación de no dar a conceptos distintos signos totalmen-
te idénticos podría ser la causa más probable de que, con
entera independencia de posibles nuevas significaciones,
se agregasen a una sílaba una segunda y hasta una terce-
ra. Es ésta, sin embargo, una idea equivocada, que olvida
por entero que la lengua no es un mecanismo de relojería
inerte sino una creación viva desde sí misma, y que los
primeros hombres que hablaron eran bastante más sensi-
bles a los estímulos sensoriales que nosotros, embotados
tantas veces por la cultura y por conocimientos basados
en experiencias ajenas. En todas las lenguas existen pala-
bras que ocultan bajo un solo sonido significaciones total-
mente distintas y pueden dar así lugar a ambigüedad.
Pero el que se trate de un fenómeno raro, y que en gene-
ral a cada concepto le corresponda un sonido al menos de
matiz diferente, no se debe, sin duda, a una comparación
deliberada entre palabras ya existentes, que por otra par-
te el hablante ni siquiera habría podido tener presentes,
sino que es consecuencia de que tanto la impresión del
objeto como el sonido suscitado por él fueron siempre
individuales, y ninguna individualidad coincide por com-
pleto con otra."
Desde otro punto de vista es también incuestionable
que el acervo de palabras se incrementó por expansión de
las designaciones individuales existentes. A medida que el
hombre fue conociendo más objetos, y obteniendo de
cada uno un conocimiento más pormenorizado, fue perci-

a. Tachado: «Ahora bien, si se exceptúan casos singulares de diferenciación


ulterior más precisa de los sonidos, la individualidad del sonido era más acusada
en las épocas antiguas de la lengua que en las más tardías. En las lenguas de los
Mares del Sur una misma unión de vocales, por ejemplo oe, posee al parecer más
de diez modos de pronunciación distintos, vinculados en cada caso con una signi-
ficación distinta, y algo semejante hemos visto más arriba a propósito de los
acentos de la lengua indochina. Naturalmente, la escritura contribuía a disminuir
esta superior individualidad del sonido, bien por haber descuidado al principio la
exacta reproducción de éste, bien por haber carecido de los medios de designar
sonidos tan difusos y variados. A su vez, la expansión progresiva de la escritura
ejerció una cierta influencia sobre la pronunciación y, al resultar ésta nuevamente
regulada o modelada conforme a aquélla, acabó perdiendo parte de su riqueza de
sonidos».

393
hiendo diferencias específicas dentro de la afinidad gené-
316 rica, y la nueva impresión que esto le producía engendró
naturalmente un nuevo sonido que, acoplado a los ante-
riores, produjo la palabra polisilábica. Mas también aquí
se dan conceptos unidos y sonidos unidos designando en-
tre todos un mismo objeto. A lo sumo podría admitirse
para la designación originaria que la voz, por la pura y
simple complacencia sensible en los sonidos, añadiría a
los existentes otros sin significado alguno, o bien que,
con el tiempo y la normalización de la pronunciación, lo
que empezó siendo un roce o aspiración final acabó con-
virtiéndose en una verdadera sílaba. No creo que se pue-
da poner en duda la posibilidad de que en las lenguas
ciertos sonidos se mantengan por razones puramente sen-
soriales, al margen de toda significatividad; pero esto sólo
ocurre porque su significación se ha perdido. En principio
no nace del pecho sonido articulado alguno que no haya
sido suscitado por alguna sensación.
En general, con el curso del tiempo va cambiando
todo lo relacionado con la polisilabicidad. No se puede
discutir su condición de hecho en las lenguas desarrolla-
das; tan sólo se la discute en las raíces. Fuera de este
ámbito, el origen que por regla general nos vemos obliga-
dos a conjeturar, y que en tantos casos se confirma real-
mente, remite a la composición, con lo que su condición
originaria queda sin efecto. Pues la razón de que muchos
elementos de palabras se nos aparezcan como carentes de
significado no es sólo que ya no podamos percibir éste:
que en el fondo de este fenómeno se encuentra con fre-
cuencia también algo positivo. En origen la lengua reúne
conceptos que verdaderamente se modifican unos a otros.
Más tarde añade a un concepto principal otro que sólo
tiene en esa unión un valor metafórico, o que sólo entra
en ella con una parte de su significado, como ocurre con
las designaciones de parentesco del chino, que para intro-
ducir las diferencias de edad incluye la palabra «hijo» en
todas las designaciones compuestas en las que se trata de
señalar, no la descendencia directa ni el sexo, sino única-
mente una edad más corta. Pues bien, una vez que algu-

394
nos de estos conceptos, que en virtud de su generalidad
son especialmente hábiles para ello, se convirtieron con
alguna frecuencia en elementos de palabras destinados a
especificar conceptos, la lengua se habituó a aplicarlos
también en casos en los que la relación era ya muy remo-
ta y apenas identificable, o incluso en los que hay que
reconocer lisa y llanamente que no existe relación alguna,
y que la significatividad ha quedado reducida a la nada.
Este fenómeno por el que la lengua, guiándose por
una analogía general, traslada ciertos sonidos fuera del 317
ámbito al que realmente corresponden, aplicándolos a ca-
sos que les son extraños, se halla también en otros domi-
nios del proceder lingüístico. No se puede negar, por ejem-
plo, que en algunas flexiones de la declinación sánscrita
se ocultan temas pronominales, y que en algunos de estos
casos no se halla razón que explique por qué se ha asig-
nado a tal o cual caso tal o cual tema, ni siquiera por qué
un tema pronominal es hábil para expresar una determi-
nada relación de caso. No se puede excluir sin embargo
que, incluso en algunos casos que nos parecen del todo
evidentes, se oculte pese a todo alguna conexión muy
sutil y enteramente individual entre concepto y sonido.
Pero se trata en tales casos de conexiones tan exentas de
necesidad general, explicables sólo, ya que no por el azar,
por el conocimiento histórico, que para nosotros su mis-
ma existencia puede darse por perdida. Y a propósito
evito mencionar aquí la incorporación de palabras extran-
jeras polisilábicas porque, si lo dicho hasta aquí es correc-
to, su polisilabicidad no es nunca originaria, de manera
que la falta de significación de sus diversos elementos es,
para la lengua que las ha incorporado, sólo relativa.
En las lenguas no monosilábicas se da en cualquier
caso una tendencia, de grado muy variable por cierto, a
la polisilabicidad pura, tendencia que nace de causas tan-
to internas como externas y que es independiente de toda
composición original, ya perceptible todavía, ya olvidada.
En estos casos la lengua pide un cierto volumen sonoro
también como expresión de conceptos simples, y hace que
los conceptos elementales contenidos en ellos se disuelvan

395
en su interior. Es por esta doble vía como se produce al
fin la designación de un concepto por medio de varias
sílabas. Pues así como la lengua china ofrece resistencia a
la polisilabicidad, y obtiene de una escritura nacida de
esa resistencia constante confirmación de la misma, otras
lenguas poseen la tendencia opuesta. Tienen su compla-
cencia en la eufonía, buscan el ritmo, y de ello nace la
inclinación a formar palabras de mayor extensión; de-
sarrollan un sentido interno que les permite distinguir
entre la composición que surge al hilo del habla y aquella
otra que fácilmente se confunde con la expresión de con-
ceptos simples por medio de varias sílabas, cuyas signifi-
caciones, o no son ya conocidas, o no se toman en consi-
deración. Pero del mismo modo que en la lengua todo
318 está en la más estrecha relación, también esta tendencia,
que a primera vista parece de naturaleza sólo sensorial,
reposa en realidad sobre un fundamento más amplio y
firme. Pues no cabe duda de que coopera en ello el pro-
pio afán del espíritu por reunir el concepto y sus relacio-
nes en la unidad de una sola palabra, tanto si la lengua es
flexiva, y alcanza en efecto este objetivo, como si es aglu-
tinante y se queda a medio camino. La fuerza que actúa
aquí desde el principio es la misma fuerza creadora que
hace que la propia lengua, dicho sea en expresión metafó-
rica, extraiga de la raíz todo cuanto forma parte de la
formación tanto interna como externa de la palabra.
Cuanto más lejos se extienda la acción de esa fuerza,
mayor será la intensidad de esa tendencia, y cuanto más
tempranamente se adormezca, menor será ésta. Dentro
del volumen sonoro que de aquí nace para la palabra, el
cabal cumplimiento de esa tendencia hacia la eufonía y
sus leyes es el que determina los límites precisos. Justa-
mente las lenguas con menor fortuna a la hora de fundir
las sílabas en una unidad son las que tienden a hilvanar
mayor número de ellas sin ritmo alguno; el éxito en la
búsqueda de la unidad suele consistir, por el contrario, en
la armoniosa conjunción de unas pocas. También aquí se
da una correlación estrecha y precisa entre el cumplimien-
to de los objetivos internos y externos. A su vez los con-

396
ceptos mismos dan pie en ocasiones a intentos de conec-
tar algunos de ellos con la única intención de proporcio-
nar un signo adecuado para un concepto simple, sin de-
seo de guardar recuerdo alguno de cada uno de los con-
ceptos así reunidos. Esto da lugar a una polisilabicidad
tanto más genuina cuanto que el concepto compuesto de
esta suerte tan sólo hace valer su simplicidad.
Los casos de los que estamos ocupándonos se dividen
en dos clases principales. En la primera un concepto ex-
presado por un sonido es acoplado a otro cuyo cometido
consiste en determinar más estrechamente al primero, o
ilustrarlo mejor, y reducir así en conjunto la incertidum-
bre y confusión. De este modo las lenguas conectan entre
sí conceptos de exactamente la misma significación, o
separados sólo por diferencias de matiz; o añaden también
conceptos generales a otros más especiales, siendo la ge-
neralidad de los primeros con frecuencia fruto de este
mismo uso, como cuando en chino el concepto de «gol-
pear» se convierte prácticamente en el de «hacer» en ge-
neral, en virtud de composiciones de esta índole. La se-
gunda clase es aquélla en la que, a partir de dos concep-
tos distintos, se forma realmente un tercero, como cuan-
do se llama al sol «el ojo del día», a la leche «el agua del 319
pecho», etc. A la primera clase le subyace una cierta
desconfianza respecto de la claridad de la expresión utili-
zada, o bien un vivo afán de incrementarla. En lenguas
con un elevado grado de cultura este tipo debería ser muy
infrecuente, pero es muy común en algunas que por su
estructura tienen conciencia de una cierta indeterminación.
En los casos de la segunda clase los conceptos que se
conectan son cada uno descripción directa de la impresión
recibida; en su significación específica forman pues la
palabra propiamente dicha; de suyo formarían en realidad
dos distintas. Mas como de hecho designan una sola cosa,
el entendimiento urge a hacer más estrecha su unión en la
forma lingüística, y a medida que crece su poder sobre la
lengua, y que la acepción inicial va quedando atrás, hasta
las más plásticas y encantadoras de estas metáforas aca-
ban perdiendo su influencia sobre él, y por muy nítida y

397
transparente que sea su formación, se sustraen a la aten-
ción del que habla. Ambas clases se hallan también en las
lenguas monosilábicas, sólo que en ellas la necesidad inte-
rior de unir los conceptos no llega a sojuzgar la tendencia
a separar las sílabas unas de otras.
Creo que es éste el punto de vista desde el que hay
que entender y valorar los fenómenos de la monosilabici-
dad y la polisilabicidad de las lenguas. Quisiera ahora
ilustrar con algunos ejemplos este razonamiento, que he
preferido exponer de seguido, sin interrumpirlo con enu-
meraciones de hechos.
Ya en el estilo reciente de la lengua china se halla
un número no despreciable de palabras compuestas de un
modo tal que su composición no tiene otro objetivo que
la formación de un tercer concepto simple. En algunas de
ellas incluso es patente que la adición de un elemento no
añade nada al sentido, y es sólo extensión a partir de
algunos pocos casos realmente significativos, que han con-
vertido tal adición en un hábito. La expansión de los
conceptos y de la lengua lleva por fuerza a designar obje-
tos nuevos por la vía de la comparación con otros ya
conocidos, trasladando a la lengua el procedimiento del
espíritu en la formación de sus conceptos. Este método
debe ir supliendo poco a poco al primero, consistente en
reproducir la impresión simbólicamente, mediante la ana-
logía sita en los propios tonos articulados. Sin embargo
320 también el método más reciente remonta a edades extre-
madamente remotas en los pueblos dotados de una imagi-
nación muy viva y de una gran agudeza en la percepción
sensible. Por eso las lenguas que guardan mayor número
de testimonios de su propia época juvenil y de formación
suelen presentar también un número mayor de estas pala-
bras, que muestran de una manera muy plástica la natu-
raleza de los objetos. Pero en chino reciente se encuentra
en este punto incluso una malformación propia en reali-
dad de culturas tardías. En efecto, con alguna frecuencia
estas palabras que constan de dos elementos contienen
paráfrasis más humorísticas y como de chanza que propia-

398
mente poéticas, en ocasiones envueltas en adivinanzas.3
Una clase especial dentro de este último grupo resulta
sobremanera chocante a primera vista: dos conceptos
opuestos forman con su unión el concepto general que los
abarca a ambos, como cuando se significan los hermanos
en general mencionando a hermanos mayores y menores,
o las montañas en general mencionando montañas altas y
bajas. La universalidad, que en estos casos radica en el
artículo determinado, resulta más plástica aún al presen-
tarse de la mano de los extremos opuestos, lo que excluye
cualquier posible excepción.
En rigor esta especie de palabras constituye antes una
figura retórica que propiamente un método lingüístico de
formación de ellas. No obstante, cuando en una lengua la
expresión de suyo gramatical pura tiene que ponerse tan-
tas veces de un modo material en el contenido del habla,
hay razón para considerarla como tal método. Por lo
demás este tipo de composiciones se encuentra también
ocasionalmente en todas las lenguas. En sánscrito recuer-
da al sthávarajangamam, tan frecuente en los poemas de
contenido filosófico. En chino se suma la circunstancia
de que en algunos de estos casos la lengua carece de una
palabra que designe el concepto simple universal, de modo
que no tiene otro remedio que servirse de estas expresio-
nes. No es posible, por ejemplo, aislar de la palabra para
«hermano» el componente de la edad, de manera que
sólo se puede hablar de hermanos mayores y menores, no
en cambio de hermanos en general. Esto puede ser una
reliquia de remotas épocas incultas. El deseo inmediato
de presentar el objeto plásticamente, con todos sus atribu-
tos, sumado a la falta de capacidad de abstracción, hacen
que se descuide la expresión general, bajo la cual tienen 321
cabida cosas parcialmente dispares; la acepción individual
sensible se anticipa a la comprensión universal del enten-

3. St. Julien en París es el primero que ha llamado la atención sobre esta


terminología del estilo poético, como cabría denominarla, que requeriría un estu-
dio propio pormenorizado sin el cual se corre el riesgo de caer en los más graves
malentendidos.

399
dimiento. También en las lenguas americanas se encuen-
tra este fenómeno con frecuencia.
En chino esta modalidad de composición de palabras
obtiene un relieve especial también desde una perspectiva
completamente distinta, y en virtud de un proceder del
entendimiento no carente de artificio, y es que la ordena-
ción simétrica de los conceptos que se oponen entre sí por
referencia a determinadas relaciones es tenida por excelen-
cia y ornato del estilo, sobre lo cual no carece tampoco
de influencia su modalidad de escritura, que encierra cada
concepto en un solo signo. Deliberadamente se busca,
pues, entretejer en el discurso estos conceptos; la retórica
china ha hecho de esto un menester en sí mismo, ya que
ninguna relación es tan precisa como la de la contraposi-
ción pura, consistiendo uno de sus cometidos justamente
en enumerar los conceptos en contraste dentro de la len-
gua.4 El estilo antiguo chino no hace, en cambio, uso
alguno de palabras compuestas, bien porque, como es
muy comprensible en algunas clases, en tiempos remotos
no se había llegado todavía a este procedimiento, bien
porque la misma severidad de este estilo, que desdeñaba
acudir en ayuda del entendimiento apoyando su esfuerzo
con el lenguaje, lo excluyó por entero de su círculo."

4. Klaproth ha confeccionado un índice de ese tipo en los Supplemenía al gran


diccionario de Basile, con muy notables mejoras respecto de todo lo hecho ante-
riormente en Europa. Supera también con creces las observaciones contenidas en
la gramática de Premare, muy valiosas y que arrojan una importante luz sobre los
sistemas filosóficos chinos.
b. Tachado: «Pero es indudable que, por lo que se refiere a la conexión
espiritual, es este mismo procedimiento el que subyace a una peculiaridad que se
halla en el estilo antiguo. Me refiero a la costumbre de añadir, en la composición
de cosas y números, siempre el concepto genérico al que pertenecen las primeras;
más tarde volveré sobre ello más detalladamente. También aquí un concepto
concreto es especificado y al mismo tiempo en algún sentido ilustrado por otro
más general que se le asocia. Estos conceptos adicionales, que voy a llamar signos
numerales, están en ocasiones maravillosamente distribuidos, pero casi siempre es
posible devolverlos a fenómenos sensoriales simples, lo que es índice de una posi-
ble alta antigüedad. Theou, "cabeza", forma parte de los signos numerales utili-
zados ya habitualmente en el estilo antiguo. En el estilo reciente se lo añade
también a palabras que designan figuras redondeadas, aunque sea sin acompaña-
miento de número, y forma con ellas compuestos bisilábicos en los que su sentido
original ha desaparecido por completo, por ejemplo "sol", que se dice "forma

400
En este punto puedo omitir toda referencia al birma- 322
no, ya que en la exposición que he ofrecido más arriba
del conjunto de su estructura he mostrado ya cómo for-
ma palabras polisilábicas a partir de monosílabos por el
procedimiento de yuxtaponer temas con la misma signifi-
cación o con significaciones complementarias/
En las lenguas malayas, si se apartan los afijos, queda
con frecuencia, incluso podría decirse que casi siempre,
un tema bisilábico no susceptible de partición ulterior por
referencia a su inserción gramatical en el habla. Cuando
es monosilábico aparece con frecuencia reduplicado, en
tagalo regularmente. De aquí la usual cualificación de la
estructura de estas lenguas como bisilábica. Ahora bien,
por lo que yo sé no se ha hecho hasta la fecha ningún
intento de analizar estos temas de las palabras. Yo me he
propuesto hacerlo, y aunque no he logrado dar cuenta
cabal de la naturaleza de los elementos de todas estas
palabras, sí he llegado a la convicción de que en muchos
casos cada una de las dos sílabas puede hallarse también
en la lengua como tema monosilábico, y que la razón de
ser de su acoplamiento resulta comprensible. Y si pese a
la precariedad de nuestros medios, y del escaso conoci-
miento que poseemos aún, es posible llegar hasta ese pun-
to, no es aventurado concluir que este principio podría
ser llevado aún más lejos, y postular un origen monosilá-
bico también para estas lenguas. Más difícil parece la
explicación de palabras como, en tagalo, lisa, lisay, de la
raíz lis (cfr. infra), que terminan en vocal simple; sin
embargo es de esperar que también para éstas acabe ha-
llando la investigación una explicación convincente. Lo
que sí parece claro ya ahora es que, a juzgar por la

redondeada". Sería interesante saber si también en el estilo antiguo se dan casos


de utilización de signos numerales sin número. A juzgar por la analogía general,
habría que responder negativamente. Por cierto que una conexión de palabras,
aunque sólo fuese del tipo de las que admite el chino, no se da en el caso de los
signos numerales, pues pueden estar separados de la palabra concreta por el
número». A propósito de «redondeado» añade la siguiente observación: «El hecho
de que el signo numeral theou se aplique en realidad al ganado vacuno no vuelve
dudosa la identidad de sonido y signo gráfico en ambos estilos».
c. Tachado: «En relación con los signos numerales habré de volver sobre esto».

401
mayoría de los casos, la última sílaba de los temas mala-
yos bisilábicos no puede considerarse como un sufijo aña-
dido a una palabra con significado propio, sino que se
reconocen en ella raíces reales, por entero equivalentes a
las que constituyen la primera sílaba. Pues se las encuen-
323 tra también en parte como primeras sílabas de los mismos
compuestos, y en parte en uso libre dentro de la lengua.
Lo que ocurre es que los temas monosilábicos suele haber
que buscarlos en formas reduplicadas.
Esta naturaleza de las palabras bisilábicas, simples en
apariencia pero que en realidad tienen su origen en mono-
sílabos, produce en la lengua una tendencia a la polisila-
bicidad que, a juzgar por la frecuencia de la reduplicación,
debe ser en parte de carácter fonético, no sólo intelectual.
Las sílabas así reunidas constituyen realmente una sola
palabra, en medida mayor de lo que ocurre en birmano,
ya que las sujeta el acento. En birmano cada palabra
monosilábica lleva el suyo propio, y entra con él en el
compuesto. Y no sólo no se dice en parte alguna que la
palabra resultante posea a su vez un acento propio que dé
cohesión a las sílabas: es que en virtud de la pronuncia-
ción, con su separación audible de las sílabas, tal cosa no
sería posible. En tagalo por el contrario toda palabra
polisilábica posee un acento que eleva o deprime la penúl-
tima sílaba. Sin embargo la composición no acarrea nin-
guna alteración de las letras.
Yo he dedicado mi propia investigación sobre este tema
con preferencia al tagalo y al neozelandés. A mi juicio el
primero es, de todos, el que muestra la estructura lingüís-
tica malaya con la máxima coherencia y amplitud. Pero
valía la pena incluir en el estudio las lenguas de los Mares
del Sur, pues su estructura parece aún más originaria, o
al menos se diría que contiene más elementos de este
carácter. En los ejemplos que siguen, tomados todos ellos
del tagalo, me he atenido rigurosamente a aquellos casos
en los que el tema monosilábico, al menos como parte de
la reduplicación, pertenece también como tal a la lengua.
Naturalmente son mucho más numerosas las palabras bi-
silábicas cuyos componentes monosilábicos no aparecen

402
más que en composición, aunque eso sí, con un significa-
do constante y reconocible. Estos casos son sin embargo,
menos probatorios, entre otras cosas porque existen tam-
bién palabras en las que esa identidad, o no se da, o es
inapreciable, por más que también haya una explicación
sencilla para estas excepciones aparentes, y es que se trata
de asociaciones de ideas más remotas y que ya no alcan-
zamos a adivinar. Que me haya propuesto siempre eluci-
dar ambas sílabas se comprende por sí solo, pues es muy
dudoso que el procedimiento contrario pueda arrojar una
explicación convincente sobre la naturaleza de estas for-
maciones. Y claro está que no se pueden olvidar aquellas
palabras cuyo tema originario se encuentra no en la mis- 324
ma lengua sino en otra, como ocurre en tagalo con pala-
bras tomadas del sánscrito o de lenguas de Oceania.

Ejemplos del tagalo:

bac-sac, «arrojar algo al suelo con fuerza» o «empu-


jar algo contra algo»; bag-bag, «llegar a la playa», «pisar
un campo recién sembrado» (se usa, pues, para indicar la
acción de empujar o arrojar violentamente); sac-sac, «in-
troducir algo y fijarlo, introducir con fuerza, taponar,
echar algo dentro de algo» (en el diccionario español:
apretar embutiendo algo, atestar, hincar).* lab-sac, «echar
algo a la basura, al vertedero», de la palabra mencionada
inmediatamente antes, y lab-láb, «barro, estiércol, basu-
ra». De esta palabra y de as-as, que explicamos más aba-
jo, se compone lab-ás, «.semen suis ipsius manlbus elice-
re». Probablemente relacionado con esto está sac-ál, «pal-
mear la espalda, apretar la mano o pisar el pie», por más
que el significado del segundo elemento, al-al, «afilar los
dientes con una piedrecita», no va demasiado bien aquí;
lo mismo para sac-yor, «cazar saltamontes», cuyo segun-
do elemento no soy capaz de explicar. En cambio no
puede tomarse aquí en consideración sacsi, «testigo, testi-
ficar», ya que se trata, sin duda, de la palabra sánscrita

* En español en el original. (N. del T.)

403
sakshin, introducida probablemente como término judicial
junto con otros elementos de la cultura india. La misma
palabra con idéntico significado se halla también en el
malayo propiamente dicho.
bac-ás, «pisada, huella de hombre o animal, señal de
la impresión sobre el cuerpo de lágrimas, golpes, etc.»;
bac-bác, «quitar o perder la corteza»; ás-as, «desgastar-
se», aplicado a vestidos y otros objetos.
bac-lás, «herida producida por arañazo»; lo anterior y
las-las, «retirar hojas o tejas», aplicado también a la des-
trucción de ramas o tejados por el viento. La palabra
puede ser también bac-lls, de lis-Hs, «escardar, arrancar
la hierba» (cfr. infra).
ás-al, «uso aceptado, costumbre admitida», de ás-as
(vid. supra) y al-ál, esto es, de la unión de los conceptos
de afilar y desgastar.
it-ít, «absorber», y im-lm, «cerrar», aplicado a la boca.
325 Probablemente de éstos sale it-im, «negro» (malayo,
ëtam), ya que este color es perfectamente comparable con
algo absorbido y cerrado.
tac-lls, «afilar», aplicado al acto de afilar un cuchillo
con otro; tac significa «vaciar el cuerpo, vaciar el vien-
tre»; la forma reduplicada tac-tác significa «azadón», y
en forma verbal «trabajar con esta herramienta», «vaciar,
excavar». Se advierte claramente que este último concep-
to constituye la verdadera significación originaria también
de la raíz simple, lis-lïs volverá a aparecer más abajo,
pero reúne los conceptos de destruir y de lo pequeño, de
empequeñecer. Ambas cosas se compadecen bien con la
idea de afilar y desgastar.
lis-pis, con el prefijo pa, es «limpiar el grano para la
siembra», y procede del ya mencionado lis-lls y de pis-pis,
«barrer, arrastrar barriendo», aplicado sobre todo a la
actividad de quitar las migas de pan con un cepillo.
lá-bay «madeja* de seda, torzal o algodón», y en for-
ma verbal «devanar»; lá-la, «tejer alfombras»; bay-bay,
«ir», pero sólo en dirección a la costa, esto es, en una

* En español en el original. (N. de! T.)

404
dirección determinada, lo que se compagina bien con el
movimiento de devanar.
tú-lis, «punta, sacar punta», aplicado a estacas* de
madera; en javanés y malayo se aplica al concepto de es-
cribir.5 lis-lis, «destruir o arrancar malas hierbas o plan-
tas nocivas», que ya ha aparecido más arriba. El concep-
to significa, en realidad, «empequeñecer», y se compren-
de su utilización para la acción de desbastar algo para
conseguir una punta; lisa son las «liendres», y del concep-
to de lo pequeño, del polvo, deriva también la aplicación
de la palabra a la acción de barrer, como en ua-lls, que es 326
la palabra genérica para esta actividad. No he logrado
encontrar el primer elemento de tú-lis en tagalo, ni en
forma simple ni reduplicado, pero sí en las lenguas de
Oceania, en tonga tu (que Mariner translitera too) «cor-
tar, elevarse, estar de pie»; en neozelandés tiene este sig-
nificado junto al de «golpear».
tó-bo, «nacer», aplicado a las plantas; bobo, «vaciar
algo»; tó-to, que en tagalo tiene sólo significados metafó-
ricos: «anudar una amistad», «estar en concordia con
otro», «alcanzar los propios objetivos con la palabra o
con la acción». Pero en neozelandés to es «vida, anima-
ción», y de él deriva toto, «pleamar». En tonga tubu
(Mariner: toobod) posee la misma significación de brotar
que tobo en tagalo, pero significa también «echar a
correr», bu aparece en tonga como bubula «hincharse»;
tu significa «cortar, separar» y «estar de pie». A tonga
tubu corresponde en neozelandés tupu, tanto por su sig-
nificación como por la forma de derivación. Pues tu es
«estar o ponerse de pie», y pu contiene el concepto de un
cuerpo que se hincha y redondea, ya que significa «mujer

5. Cfr. mi carta al señor Jacquet, Nouv. Joum. Asiat., IX, p. 496.1' La pala-
bra tahitiana para «escribir» es papai (Acta Apostolorum, 15, 20), y en las Islas
Sandwich palapala (Marcos, 10, 4). En neozelandés tui: significa «escribir, coser,
designar». Según he sabido por comunicaciones epistolares, Jacquet ha concebido
la interesante idea de que entre estas poblaciones las ideas de escribir y tatuar
están en la más estrecha relación. Lo confirma la lengua neozelandesa. Pues, en
vez de minga, «acción de escribir, se dice también tiwinga, y tiwana es la parte de
los signos tatuados que se extiende desde el ojo hacia la parte lateral de la cabeza.
d. Cfr. vol. 6, 566.
* En español en el original. (TV. dei T.)

405
embarazada». Los significados «cilindro, escopeta, caña»,
que Lee sitúa en primer lugar, son sólo secundarios. Que
pu contiene también el concepto de lo que surge por
hinchazón se demuestra con el compuesto pu-ao, «ama-
necer».

Ejemplos del neozelandés:

El diccionario del tagalo de De los Santos, como la


mayoría de los trabajos de esta índole escritos por anti-
guos misioneros, tiene por objeto único ayudar a escribir
y predicar en la lengua en cuestión. De ahí que para cada
palabra ofrezca siempre las significaciones más concretas
a las que ha llegado el uso de la lengua, elevándose rara-
mente a las más generales y originarias. Incluso los soni-
dos más simples, pertenecientes realmente a las raíces de
la lengua, poseen por lo tanto con frecuencia significados
que se refieren a objetos concretos; pay-páy es, por ejem-
plo, «paletilla, abanico, sombrilla», conceptos todos ellos
que contienen la idea de lo extenso. Esto se advierte por
ejemplo en sam-páy, «tender ropa o cosa cualquiera al
aire en una cuerda, palo, etc.»; cá-pay, «remar con los
brazos a falta de remos, agitar la mano para llamar a
alguien», y en otros compuestos. Muy distinto es el caso
327 del diccionario neozelandés compuesto muy competente-
mente por el profesor Lee en Cambridge, sobre la base de
materiales obtenidos in situ por Thomas Kendall con el
concurso de dos nativos. Los sonidos más simples poseen
aquí significaciones muy generales referentes a «movi-
miento», «espacio», etc., como puede observarse con sólo
comparar los artículos dedicados a sonidos vocálicos.6 El
problema es que en ocasiones no es claro cómo deben
aplicarse estos conceptos en los casos concretos, y se sien-
te uno tentado de sospechar que tal amplitud conceptual
es menos cosa de la lengua hablada misma que de su
interpretación posterior. No cabe duda, sin embargo, de

6. K] artículo sobre a empieza por ejemplo asi: A, signifies universal existence,


animation, action, power, light, possession cet. also the present existence, anima-
tion, power, light cet. of a being or thing.

406
que Lee obtuvo esos significados a partir de las explica-
ciones de sus informadores nativos, y desde luego no se
puede negar que con ellos son posibles avances muy nota-
bles en la explicación de las palabras neozelandesas.
ora, «salud, engorde, curación o restablecimiento»; o,
«movimiento» y, muy especialmente, «acción de refres-
car»; ra, «vigor, salud», y secundariamente también «sol»;
ka-ha, «vigor, llama, arder, animación o vivificación»,
como acto y como efecto vigoroso; ha, «espirar».
ma-ra, «lugar expuesto al calor del sol, solana», y
también «persona que se encuentra frente al que habla»,
referido al resplandor del rostro y utilizado por ende como
alocución; ma, «claro como el color blanco»; ra, «sol»,
como decíamos; marama es «la luz» y «la luna».
po-no, «verdad, verdadero»; po, «noche, región de
las tinieblas»; noa, «libre, no atado». Si esta derivación
fuese efectivamente correcta, sería un caso de composición
de conceptos especialmente llena de sentido.
mutu, «final, terminar»; mu, utilizado como partícu-
la, «lo último, por fin»; tu, «estar».

Ejemplos del tonga:

fachi, «romper, dislocar»; fa, «ser capaz de ser o ha-


cer algo»; chi, «pequeño», equivalente a neozelandés iti.
loto significa «el centro, el medio, lo que está cerrado
en sí mismo», de lo que sin duda derivan los sentidos
figurados de «ánimo, disposición interior, temperamento, 328
idea, opinión». Se trata de la misma palabra que neoze-
landés roto, que posee la significación material pero no la
figurada, esto es, que significa sólo «lo de dentro»; como
preposición es «en».
Creo poder ofrecer la explicación correcta de la forma-
ción de ambas palabras en sus lenguas respectivas. En mi
opinión el primer elemento es el de neozelandés roro,
«cerebro». En el diccionario de Lee la forma simple ro
no obtiene otra traducción que la muy general e inespecí-
fica de matter, «materia»; aquí es obligado, sin embargo,
tomarla en el sentido de «pus», de «materia de una úlce-

407
ra»; tal vez en su uso más general venga a significar
cualquier tipo de materia encerrada y pegajosa. Del segun-
do elemento to hemos hablado ya a propósito de la pala-
bra neozelandesa tobo; me limitaré, pues, a recordar aquí
que se aplica también al embarazo, esto es, a la existencia
de un ser vivo encerrado en el interior. En tonga no he
logrado encontrarlo hasta ahora más que como nombre
de un árbol cuyas bayas son de una carne pegajosa que se
utiliza como cola para unir diversos tipos de objetos.
También en este significado se contiene, por lo tanto, la
idea de que algo se adhiere a otra cosa. Ahora bien, en
tonga la expresión para «cerebro» sólo forma parte de
este campo de palabras en una medida limitada. Allí el
cerebro se llama uto (Mariner: ooto). Supongo que el se-
gundo miembro de la palabra es el mismo to del que
veníamos hablando, ya que la idea de lo pegajoso es
apropiada para designar la masa encefálica. La primera
sílaba resulta no menos expresiva como designación del
cerebro, ya que u significa «atadijo, haz, paquete» (a
bundle). Considero que esta misma palabra es la que se
encuentra en tagalo ótac y malayo ütak, y que en conse-
cuencia la raíz de estas palabras no ha de buscarse en esas
lenguas. Como en tantas otras palabras malayas, la k
final puede no ser parte de la raíz. Ambas palabras signi-
fican tanto «médula» como «cerebro», lo que está moti-
vado por la semejanza material de los objetos; es frecuen-
te que se les añadan los términos para «cabeza» o «hue-
so» para diferenciar ambos significados. Según Flacourt
en madecásico oteche significa «médula» y otechendoha,
«cerebro, médula de la cabeza», añadiéndose loha, «cabe-
za», con una modificación de letras enteramente usual y
con sonido nasal de transición para el acoplamiento a la
otra palabra. Challan ofrece para «cerebro» un término
distinto, tso ondola, y para «médula», tsoc, tsoco. Resul-
ta difícil saber si ondola debe acompañar obligatoriamen-
te a tso. Sin embargo lo probable es que tan sólo se haya
329 omitido el signo de diferenciación; pues en la zona made-
cásico-francesa se halla como término único para «cere-
bro» ese ondola que, por lo demás, me resulta hasta

408
ahora inexplicable. En el glosario manuscrito editado
por Jacquet «cerebro» aparece como tsokou loha, a lo que
Jacquet observa que no ha hallado ninguna expresión
equivalente en los demás dialectos.1 A mi juicio tanto
tsokou como las variantes que ofrece Challan no son sino
deformaciones de malayo ütak, con eliminación de la vo-
cal inicial y pronunciación asibilada de la t; son, en con-
secuencia, lo mismo que el oteche de Flacourt, que recuer-
da aún más al tagalo ótac. El diccionario manuscrito de
Chapelier, cuya utilización debo a la amabilidad del señor
Lesson, ofrece para «cerebro» tsoudoa, nuevamente con
doa, «cabeza» por loa como miembro final. Lamento
mucho no haber logrado conocer la forma como los ac-
tuales misioneros ingleses reproducen esta palabra. Por
otra parte el cerebro sólo aparece en la Biblia en dos
pasajes del Libro de los Jueces de la Vulgata latina, y la
Biblia inglesa de la que traducen los misioneros tiene en
su lugar «cráneo».
La bisilabicidad de las lenguas semíticas (pues en este
punto no vale la pena entrar en las por lo demás poco
numerosas palabras que contienen más o menos sílabas)
es de una naturaleza completamente distinta de la que
hemos venido considerando hasta aquí, pues está mucho
más íntimamente imbricada en la estructura léxica y gra-
matical. La bisilabicidad es en las lenguas semíticas parte
esencial del carácter de la lengua, y no es posible pasarla
por alto al tratar sobre su origen, proceso de formación e
influencia de una y otra. Y ello no obstante, puede darse
por admitido que también este sistema se funda en otro
originariamente monosilábico, del que las lenguas actua-
les muestran aún huellas reconocibles. Son varios los es-
tudiosos de las lenguas semíticas que han reconocido esto,
en especial Michaelis, pero ya antes de él Gesenius y Ewald
se habían ocupado del tema, desarrollándolo y fijando
sus límites.8 Según Gesenius existen muchos verbos primi-

7. Nouv. Journ. Asiaí., IX, p. 108, n.° 13, y p. 126, n.° 13.
8. Gesenius, Hebráisches Handwörterbuch I, p. 132. II, Prólogo, p. XIV; del
mismo, Geschichte der hebraischen Sprache und Schrift, p. 125, pero especialmen-
te su extensa obra Lehrgebaude der hebraischen Sprache, pp. 183 ss. Ewald,
Kritische Orammatik der hebraischen Sprache, pp, 166, 167.

409
tivos que tienen en común las dos primeras consonantes y
varían en cuanto a la tercera, y que, al menos en lo que
hace al concepto principal, muestran un cierto grado de
330 coincidencia. Sólo que, a su juicio, la tentativa de Caspar
Neumann, muerto en Bratislava a comienzos del siglo
pasado, de reconducir todas las raíces bisilábicas a mono-
silábicas, resulta exagerada. Así pues, en los casos a los
que venimos refiriéndonos las actuales palabras simples
de dos sílabas proceden de raíces monosilábicas que cons-
taban de dos consonantes, las cuales encerraban en medio
una vocal; en una fase posterior de la lengua se les aña-
dió una tercera consonante por medio de la adición de
una nueva vocal. También Klaproth ha advertido esto, y
en una monografía sobre el tema ha reunido un cierto
número de esas series postuladas por Gesenius.' Con no-
table agudeza, y método algo sorprendente, muestra cómo
con gran frecuencia las raíces privadas de su tercera con-
sonante, y por ende monosilábicas, coinciden por entero
o parcialmente con las del sánscrito, tanto en la forma
como en el significado. Ewald supone que una compara-
ción entre estos dos troncos, llevada a cabo con la debida
cautela, podría arrojar algunos nuevos resultados, pero
añade que con esta etimología se rebasa la época de la
lengua y forma propiamente semíticas.* En esto último
no puedo menos que estar de completo acuerdo con él,
pues es mi convicción que, con cada forma esencialmente
nueva que desarrolla con el tiempo el habla de una cierta
comunidad o pueblo, se inaugura de hecho una lengua
nueva.

9. Observations sur les rocines des langues sémitiques. Este tratado completa
los Principes de ¡'étude comparative des langues de Merian, publicado poco des-
pués de su muerte (falleció el 25 de abril de 1828). Por una desgraciada casualidad
el escrito de Merian desapareció de las librerías poco después de su publicación.
Por eso también el tratado de Klaproth ha llegado a las manos de pocos lectores,
y debería ser reeditado.
* Investigaciones ulteriores en este sentido, una vez desechadas las semejanzas
sólo aparentes, han arrojado resultados muy magros. La hipótesis de una comuni-
dad proto-semítico-indoeuropea se desenvuelve en edades tan remotas y con base
empírica tan delgada que no es probable que rebasen nunca el nivel de la pura
conjetura hipotética. (N. del T.)

410
A la hora de determinar con exactitud el verdadero
alcance de esta derivación de las raíces bisilábicas a partir
de monosilábicas, habría que empezar por comprobar has-
ta dónde puede alcanzar de hecho este análisis etimológi-
co. Si, como apenas puede ponerse en duda, quedan ca-
sos que no admiten esta derivación, la razón puede ha-
llarse en la falta de miembros con los que completar las
series. Sin embargo también por razones de orden general
me parece incluso obligado suponer que al sistema de
expansión de todas las raíces a una estructura bisilábica
debe haberle precedido inmediatamente no una fase por
entero monosilábica, sino más bien una mezcla de temas
de una y de dos sílabas. No es sensato imaginar las trans-
formaciones de las lenguas de un modo tan violento, y 331
menos aún tan puramente teórico, que se tenga por facti-
ble la imposición de un principio de formación nuevo y
sin ningún precedente en un pueblo (que es como decir:
en una lengua). Tiene que haber ya casos de esa índole,
no demasiado escasos en número, para que una determi-
nada característica fónica pueda ser generalizada por la
vía de la legislación gramatical, que en conjunto es sin
duda más propensa a la expansión de las formas ya exis-
tentes que a la introducción de otras nuevas. En modo
alguno quisiera negar la existencia de raíces originariamen-
te bisilábicas en aras del principio general de que una raíz
ha de ser siempre monosilábica. A este respecto me he
explicado ya con suficiente claridad en las páginas que
preceden. Mas si, con todo y con esto, me empeño en
interpretar también la bisilabicidad como resultado de una
composición, de modo que dos sílabas sean siempre la
expresión unida de dos impresiones, la composición pue-
de, no obstante, haber estado ya en la mente del primero
que pronunció una palabra. Esto es aquí tanto más vero-
símil cuanto que estamos hablando de un pueblo dotado
del sentido de la flexión.
A ello se suma en las lenguas semíticas otra circuns-
tancia de peso. En efecto, por más que la anulación de
la ley de la bisilabicidad nos remita a una época que
excede a la de la estructura actual, en ella se conservan,

411
no obstante, otros dos rasgos característicos: la sílaba
radical a la que nos conduce el análisis de los temas ac-
tuales terminaba siempre en consonante; y la vocal era
indiferente para el significado del concepto. Pues si las
vocales mediales hubiesen poseído una verdadera signifi-
cación conceptual, difícilmente les habrían podido ser
arrebatadas más tarde. Antes he expuesto ya mi opinión
sobre la relación de las vocales con las consonantes en
esas raíces monosilábicas.10' Pero, por otra parte, es per-
fectamente posible que la formación originaria de la len-
gua se viese guiada hacia la expresión de una sensación
doble por medio de la conexión de dos sílabas. El sentido
flexivo hace que la palabra se perciba como un todo que
comprende en sí cosas diversas, y la tendencia a depositar
en el seno mismo de la palabra la significación gramatical
tuvo que producir el impulso a dar a ésta una extensión
mayor.
Creo, por otra parte, que estos argumentos, que no
332 me parecen en absoluto forzados, pueden servir también
para defender la tesis de que en origen incluso la mayor
parte de las raíces puede haber sido bisilábica. La signifi-
cación homogénea de la primera sílaba tan sólo demostra-
ría la identidad en la impresión principal producida por
diversos objetos. Personalmente me resulta más natural
optar por la existencia de raíces monosilábicas, pero creo
que esto no obliga a excluir la existencia de otras bisilábi-
cas junto a ellas. Es de lamentar que, al menos según mis
noticias, no se haya proseguido la investigación del signi-
ficado de las terceras consonantes añadidas a las dos ini-
ciales. Pues sólo ese trabajo, cuya extremada dificultad
no se me oculta, arrojaría una luz completa sobre esta
materia.

10. Cfr. con esto las pp. 258-262 de esta misma Introducción.
e. Esta frase era en origen: «Es cierto que nada sabemos sobre la gramática
del estado de monosilabicidad. Mas es muy probable que en ella se diese ya la
indicación gramatical de las vocales, que sería incompleta por el mero hecho de
que el marco de la sílaba única habría de resultarle excesivamente estrecho. Ello
haría tanto más fácil a los gramáticos expandir la estructura bisilábica ya existente
aquí y allá a otros casos en la lengua».

412
Ahora bien, si consideramos todos los temas bisilábi-
cos de las palabras semíticas como compuestos, advertire-
mos en seguida que esta composición difiere notablemen-
te de la de las lenguas consideradas hasta aquí. En efecto,
en estas últimas cada miembro del compuesto constituye
por sí mismo una palabra. Y aunque, al menos en birma-
no y malayo, ocurra con cierta frecuencia que determina-
das palabras no aparezcan ya por sí solas sino únicamen-
te como parte de compuestos, esto no es sino consecuen-
cia del uso mismo de la lengua. De suyo nada se opone a
su independencia; más aún, han sido con seguridad en
otro tiempo palabras independientes, que si han caído en
desuso como tales, es sólo porque su significación se pres-
taba especialmente a la designación de modificaciones en
compuestos. Por el contrario la segunda sílaba añadida a
los temas de las palabras semíticas no habría podido tener
existencia propia, ya que su forma, compuesta de vocal
inicial y consonante, carece de la estructura legítima de
nombres y verbos/ Se advierte así con toda claridad que
este modo de formar temas bisilábicos es fruto de un
procedimiento espiritual muy distinto del que inspiró al
pueblo chino, así como a las lenguas cuya estructura se 333
asemeja en esto a la del chino. No se trata allí de reunir
dos palabras formando un compuesto, sino de formar
una palabra por expansión de otra, con evidente intención
de crear una unidad. También en este punto se confirma
que la forma de las lenguas semíticas es más noble, se
corresponde mejor con las exigencias del sentido lingüísti-
co y favorece el progreso del pensar con mayor seguridad
y libertad.
En sánscrito las pocas raíces que muestran dos sílabas
remontan todas a raíces monosilábicas, y todas las demás

ƒ. Esta frase era en origen: «En la adición de la segunda sílaba a los temas
semíticos de ¡as palabras esta última no pudo en modo alguno haber tenido
existencia propia independiente, pues su forma fónica es tal que, con la única
excepción de interjecciones y pronombres, jamás la adoptan las palabras en esa
lengua. Tienen en efecto que haber consistido en una consonante precedida de una
vocal, en tanto que la estructura semítica requiere también en los temas monosilá-
bicos dos consonantes que encierren en medio la vocal».

413
palabras de la lengua tienen su origen en éstas, de acuer-
do con la teoría de los propios gramáticos indios. Según
esto, la lengua sánscrita no conoce otra polisilabicidad
que la producida por la adición de elementos gramatica-
les, o por composición abierta. Más arriba (p. 107) hemos
visto sin embargo que tal vez en esto los gramáticos indios
vayan demasiado lejos, y que entre las palabras que no se
dejan derivar de una manera natural a partir de las raíces
aceptadas, y que son de incierto origen, hay algunas bisi-
lábicas cuya génesis suscita dudas porque no se advierte
en ellas ni derivación ni composición. Es probable, con
todo, que contengan en sí esta última, y que el significa-
do originario de sus diversos elementos no se haya conser-
vado en la memoria del pueblo, en parte porque con el
tiempo sus sonidos han sufrido una erosión que ha acaba-
do haciéndolos formalmente semejantes a meros sufijos.
También el principio de la derivación a ultranza defendi-
do por los gramáticos acabaría produciendo con el tiem-
po ambas cosas.
No obstante, en algunas de estas palabras es todavía
posible reconocer la composición. Bopp, por ejemplo, ha
mostrado que sárad, «otoño», «estación de las lluvias»,
es un compuesto de s'ara, «agua», y da, «dar»,* y ha
revelado también el carácter compuesto de otras palabras
unadi." Por otra parte el significado de una palabra que
ha entrado a formar parte de un compuesto unadi puede
con el uso llegar a modificarse tan profundamente, una
vez adquirida la forma correspondiente, que su forma
original resulte ya irreconocible. El espíritu de la forma-
ción de palabras por medio de afijos, que gobierna el
conjunto de la lengua, habrá tendido siempre a sometei
estas formas a un mismo tratamiento. En algunos casos
los sufijos unadi poseen sin lugar a dudas el mismo aspec-
to que los sustantivos independientes. De esta índole son,

11. Lehrgebaude der Sanskrita-Sprache, r. 646, p. 296.


* La -d es efectivamente un añadido; otros semejantes aparecen también en
palabras de la misma raíz *k'el-, «frió», en otras lenguas: ár. sar»ta, «frío», lit.
Saltar, «id.»; lit. íalná, «escarcha»; la composición con *dS < *de H3 está exclui-
da. (N. del T.)

414
por ejemplo, anda y añga. Bien es verdad que, de acuer-
do con las leyes de la lengua, un sustantivo no debería
poder acoplarse a una raíz en calidad de miembro final
de un compuesto, y en este sentido la naturaleza de esta 334
formación no deja de ser un enigma. Sin embargo, un
examen atento, caso por caso, debería permitir zanjar el
problema definitivamente. Allí donde la palabra no admi-
te una derivación natural, ni a partir de la raíz a la que se
la ha venido asignando ni a partir de alguna otra, la
dificultad se resuelve por sí sola: la palabra no contiene
raíz alguna. En otros casos se podrá conjeturar que es
el sufijo krt «a» el que ha convertido la raíz en nombre.
Y parece finalmente que entre los sufijos unadi existe un
cierto número que con la mayor razón podría clasificarse
entre los sufijos krt. De hecho la diferencia entre ambos
tipos no es fácil de establecer, y yo no conozco a este
efecto otro criterio que el siguiente —cuya aplicación en
la práctica no elimina por cierto las vacilaciones—: que
los sufijos krt expresan por sí mismos y de modo recono-
cible un concepto universal que los hace aplicables a gé-
neros completos de palabras, en tanto que los sufijos
unadi sólo producen palabras individuales, cuya forma-
ción no se explica a partir de conceptos.
En el fondo las palabras unadi no son otra cosa que
formaciones que no admiten la aplicación de los sufijos
usuales en la lengua, motivo por el cual se ha intentado
relacionarlos con raíces de un modo anómalo. Allí donde
tal relación puede establecerse con naturalidad, y donde la
frecuencia del sufijo detectado da pie para ello, no veo
motivos para no clasificarlos entre los sufijos krt. Esta es
también la razón de que en su Lateinische Grammatik,
igual que en la abreviada del alemán, Bopp se atenga al
método de presentar los sufijos unadi más usuales, los
que más claramente muestran su naturaleza sufijal, mez-
clados en simple orden alfabético con los sufijos krt.
anda, «huevo», a su vez palabra unadi formada por la
raíz an, «respirar» y el sufijo da, es al menos en origen
exactamente lo mismo que el sufijo unadi homófono. El
concepto de la alimentación, o de la figura esférica, toma-

415
dos del huevo, resultan más o menos aplicables a las pa-
labras formadas por medio de estos sufijos, y en las
cuales no se habla de huevos reales. En varando, que
significa «pórtico* abierto», tal vez ese mismo concepto
se oculte en alguna porción de la forma o decoración de
tal edificación. Estos dos conceptos, que aportan los dos
componentes de la palabra, el de lo esférico y el de cubrir,
resultan particularmente claros en la significación del nom-
bre de una enfermedad de la piel que cursa con una espe-
335 cié de verrugas (pimples in the face) y que también los
presenta. En cambio estos dos significados han pasado en
parte unidos, en parte por separado, a las otras significa-
ciones, la de la cantidad y la del pórtico cerrado por
arriba y abierto por un lado.12 El sufijo unádi «anda», en
los ejemplos que yo conozco, tan sólo se añade a raíces
que terminan en la vocal r, y aparece siempre en grado
guna. Cabría, por tanto, interpretar la primera sílaba va/-
como un nombre formado a partir de la raíz. Desde luego
es un argumento en contra de esta explicación el que la -a
final de este nombre no contraiga con la a- inicial de
anda en una vocal larga. El fenómeno resulta sin embar-
go natural si se tiene en cuenta que, aunque la explicación
sea originariamente la correcta, en fases tardías de la
lengua esta formación no se trató ya como composición

12. Cfr. la gramática del sánscrito de Carey, p. 613, n.° 168, así como la de
Wilkins, p. 487, n.° 863. A.W. v. Schlegel (Berl. Kalender fur 1831, p. 65) dice
que waranda es el nombre portugués de los pórticos abiertos de la India, tan
frecuentes allá, y que los ingleses lo adoptaron en su lengua. También Marsden da
en su diccionario un origen portugués para la palabra malaya barïïndah, de idén-
tica significación. ¿Es esto, sin embargo, correcto? Pues no se puede dudar de que
waranda es palabra sánscrita genuina. Aparece ya en Amara Kosa (cap. 6, sec-
ción 2, p. 381). La palabra posee varios sentidos, de modo que cabe dudar si el de
«pórtico con columnas» es sánscrito. Wilson y Colebrook, este último en sus
notas al Amara Kosa, así lo han creído. Y sería por lo demás extraño que una
palabra tan larga hubiese sido usual en Portugal y en la India con significaciones
diversas e idéntico sonido. Más bien creo que la palabra ha viajado de la India a
Portugal, afincándose en la lengua portuguesa. Según Gilchrist, en indostaní la
palabra es burandu y buramudu (Hindoostanee philology, vol. I, v. Balcony.
Gallery, Portico). Lo que sí es cierto es que los ingleses han podido tomar esta
designación arquitectónica de los portugueses. No obstante Johnson, en su diccio-
nario (Ed. Tod), dice que es a word adopted from the East.
* En español en el original. (N. del T.)

416
sino como derivación; además de que resulta de suyo
difícil aceptar que dos palabras totalmente homófonas
como el nombre del huevo y este sufijo unadi no tengan
nada que ver la una con la otra, cuando se comprende
por sí mismo que con el tiempo lo que era un sustantivo
acabe convirtiéndose por significado y por tratamiento
gramatical en un sufijo.
Del sufijo unádi «anga» podría decirse más o menos
lo mismo que del anterior, incluso tal vez con razón aún
mayor, ya que el sustantivo anga, «cuerpo», «ir», «mo-
verse», posee una significación aún más amplia y más
apropiada para formar un sufijo. De hecho, no sería im-
procedente compararlo con alemán, thum, heit, etc.* Sin
embargo, Bopp ha rechazado la existencia misma de este
sufijo con tal agudeza y acierto, revelando que su prime- 336
ra sílaba es en realidad una desinencia de acusativo de la
palabra principal, mientras que la segunda es el verbo
ga,** que no me atrevo a sostener mi hipótesis contradi-
ciendo su argumentación. Con todo an$a aparece también
en kawi y en algunas lenguas malayas actuales en un uso
semejante al que presume la acepción tradicional de este
elemento, hecho este suficientemente llamativo como para
que no haya podido menos de mencionarlo. En el Brota
Yuddha, poema kawi al que dedicaremos en la segunda
parte de este trabajo amplia atención, aparecen sustanti-
vos sánscritos de la primera declinación con una desinen-
cia adicional anga o angaria: junto a sura (1 .a), «héroe»
(sánscr. sürá), aparece suranga (97.a); junto a rana (82.d.),
«lucha» (rana), también rananga (83.d.), ranangana
(86.b.). Estos apéndices no parecen ejercer la menor in-
fluencia sobre el significado, ya que la paráfrasis manus-
crita ofrece tanto para la palabra en su forma simple
como para la de forma prolongada la misma palabra
javanesa actual como explicación. Cierto es que, en su

* Sufijos de formación de sustantivos que eran en origen palabras independien-


tes. (N. del T.)
** Etimología inaceptable ya. En la actualidad se reconstruye, aunque con
dudas, una raíz *ango que se hallaría también en aaa, ancha, enka «nuca, muslo»,
y quizá en el segundo miembro del compuesto griego SjiJoe-aftflos. (TV. del T.)

417
condición de lengua poética, se supone que el kawi puede
servirse tanto de abreviaciones como de la adición de
sílabas sin significado alguno. Pero no cabe duda de que
la coincidencia de estas adiciones con los sustantivos sáns-
critos anga y angana, este último con un significado muy
general, es demasiado llamativa como para no pensar en
ponerlos en relación, sobre todo teniendo en cuenta que
se trata de una lengua inevitablemente destinada a tener
el sánscrito como fuente. Estos sustantivos, junto con los
sufijos unádi homófonos, estaban en condiciones de pro-
ducir estas terminaciones de grata resonancia silábica. En
cambio no he sido capaz de detectarlas en el javanés
contemporáneo al uso. Lo que sí se encuentra en él como
sustantivo, aunque con una ligera modificación, y en las
lenguas neozelandesa y tonga sin modificación alguna,
igualmente como sustantivo y como desinencia, es anga;
su utilización da pie a conjeturar que nos encontramos
ante un elemento de procedencia sánscrita. En javanés
hanggê significa «la manera como algo sucede»; el hecho
de que esta palabra pertenezca al estilo culto es en sí
mismo un indicio de origen indio. En tonga anga signifi-
ca «estado de ánimo, costumbre, uso, lugar donde algo
sucede»; en neozelandés la palabra posee, a juzgar por
los compuestos, este último significado, pero su sentido
esencial es el de «hacer», referido sobre todo al trabajo
337 en común.
Bien es verdad que estos significados sólo tienen en
común con el del sánscrito la idea general de movimiento;
pero no es menos cierto que la palabra sánscrita significa
también «ánimo, alma». Creo que la verdadera similitud
se da en la amplitud con que está tomado el concepto en
uno y otro caso, y que no impide que luego se lo tome
en una u otra acepción. En neozelandés el uso de anga
como último miembro de un compuesto es tan frecuente
que en la práctica se lo puede considerar como termina-
ción en cierto modo gramatical de sustantivos abstractos:
udi, «darse la vuelta, dar vueltas a algo», aplicado tam-
bién al curso del año; udinga, «una revolución»; rango,
«oír», rongonga, «acto o momento de oír»; tono, «man-

418
dar», tononga, «orden»; tao, «lanza larga», taonga, «pro-
piedad adquirida por la lanza»; toa, «hombre corajudo,
osado»; toanga «hecho de obligar, de imponerse»; tui,
«coser, designar, escribir», tuinga, «el hecho de escribir,
la tablilla sobre la que se escribe»; tu, «ver», tungo, «lu-
gar en el que se está, muelle donde atraca un barco»; íoi,
«sumergirse en el agua», toinga, «la inmersión»; íupu,
«brote, yema, brotar», tupunga, «los antepasados, lugar
en el que algo ha crecido»; ngaki, «cultivar un campo»,
ngakinga, «alquería».
Los ejemplos que preceden podrían suscitar la impre-
sión de que la desinencia es nga, no anga, pero no es así.
La a inicial se elimina por efecto de la vocal precedente.
Lee advierte expresamente que en vez de udinga se puede
decir también udi anga, y por otra parte en tonga la a se
conserva también tras vocal, como demuestran las siguien-
tes palabras: maanga, «bocado, mordisco», de ma, «mas-
ticar»; taanga, «hecho de talar árboles», y también (pre-
sumiblemente en uso figurado a partir de la secuencia
rítmica de los hachazos) «canto, verso, poema», de ta,
«golpear» (que coincide en forma y significado con la
palabra china correspondiente); finalmente nofoanga, «vi-
vienda», de nofo, «habitar». Una investigación especial
merecería el problema de hasta que punto tiene relación
con las palabras precedentes el término madecásico mang-
he, «hacer». Desde luego no se excluye una relación de
parentesco, ya que la m inicial de esta palabra, utilizada
a su vez también como auxiliar y como prefijo, podría
fácilmente ser un prefijo verbal ajeno a la raíz. Frobervi-
lle '3 deriva magne, según su grafía, de maha aigne o de
maha angam, y aduce diversas variantes fonéticas de la 338
palabra. Dado que entre estas formas se encuentra tam-
bién manganou, hay que suponer que mangun, «construir,
tener por efecto» pertenece también a esta serie.14

13. Él es el autor de las colecciones sobre la lengua madecásica mencionadas


por Jacquet (Nouv. Journ. Asial. IX, 102, nota), que se encuentran en la actualidad
en Londres, en manos del hermano del fallecido gobernador Farquhar.
14. Diccionario de Gericke. En el manuscrito de Crawfurd se lo traduce por lo
adjust, lo put right.

419
Si volvemos ahora de nuevo a nuestro interrogante
inicial, sobre si en sánscrito, una vez eliminados todos los
afijos, existen palabras simples de dos o más sílabas, no
hay más remedio que responder afirmativamente; apare-
cen, en efecto, palabras cuyo segundo miembro no puede
identificarse con seguridad como sufijo añadido a la raíz.
Sin embargo el carácter simple de tales palabras es sin
duda sólo aparente. Se trata indiscutiblemente de com-
puestos en los que se ha perdido la significación de uno
de los elementos.
Al margen de la polisilabicidad patente habría que
preguntarse si en sánscrito no existirá una polisilabicidad
latente o enmascarada. Pues se podría pensar que las
raíces que empiezan por consonante doble, y aún más las
que terminan en consonante, proceden en realidad de raí-
ces anteriores bisilábicas que han perdido una sílaba, en
el primer caso por contracción y en el segundo por elimi-
nación de una vocal final. En un escrito mió anterior " he
expesado ya esta idea a propósito del birmano. De hecho,
la estructura silábica simple con vocal final, que muchas
lenguas de Asia oriental han conservado hasta ahora, pa-
rece la más natural, de modo que las raíces que ahora nos
parecen monosilábicas podrían fácilmente ser el resultado
de raíces bisilábicas pertenecientes a una lengua anterior,
subyacente a las que conocemos ahora, o a un estado más
antiguo de éstas. En tal caso la consonante final sería en
realidad consonante inicial de una nueva sílaba o de una
nueva palabra. Pues este miembro final de las raíces ac-
tuales sería, dependiendo de la naturaleza del genio de
cada lengua, bien ampliación y especificación del concep-
to principal por medio de una modificación restrictiva,
bien una genuina composición de dos palabras indepen-
dientes. En birmano por ejemplo se estaría formando una
composición visible sobre el fundamento de otra ya no
reconocible.
339 Las raíces que más contribuyen a dar verosimilitud a
esta idea son las que encierran una vocal simple entre dos

15. Nouv. Journ. Asiat., IX, 500-506.*


g. Cfr. vol. 6, 569.

420
consonantes de la misma naturaleza. En sánscrito, y con
la probable excepción de dad, que constituye seguramente
un caso distinto, este tipo de raíces suele poseer una sig-
nificación que se compadece bien con la expresión redu-
plicada, por ejemplo kak, jaj, SaS, que indican movimien-
to violento, o lal, que significa deseo, o JUTS', «dormir»,
que se refieren a un estado homogéneo y prolongado. Las
raíces onomatopéyicas que imitan la risa, kakk, khakkh,
ghaggh, no pueden haber sido en origen sino repetición
completa de una misma sílaba. Me parece sin embargo
dudoso que la prosecución de este tipo de análisis permita
llegar mucho más lejos, y es fácil que una consonante
final sea en origen justamente eso, una consonante que
cierra sílaba. Incluso en chino, que al menos en mandarín
y en la lengua literaria no conoce verdaderas consonantes
finales de sílaba, es frecuente que en las hablas provincia-
les se añadan tales consonantes a palabras que terminan
en vocal.
Por referencia a otro aspecto, y seguramente también
con un sentido muy diferente, Lepsius '6 ha vuelto a pos-
tular la condición bisilábica de todas las raíces sánscritas
que terminan en consonante. En su escrito, que desarro-
lla un sistema tan consecuente como ingenioso, dicha es-
tructura silábica se presenta como consecuencia necesaria
del hecho de que el sánscrito está dominado en su conjun-
to exclusivamente por el principio de la división silábica,
de modo que en la ampliación de la raíz la sílaba indivisi-
ble no puede engendrar simplemente una nueva letra, sino
de nuevo una sílaba a su vez indivisible. El autor insiste
con vehemencia en que los sonidos flexivos son tan sólo
expansiones orgánicas de la raíz, y no en cambio insercio-
nes o adiciones más o menos arbitrarias de nuevas letras,
de modo que el problema que se plantea es si, por ejem-
plo en bodhami, la a* es la vocal final de budha o mera-

16. Paleographie, pp. 61-74, § 47-52; pp. 91-93 n." 25-30, y sobre todo p. 83,
nota 1.
* Lo primero no es posible, ya que la «conjugación temática» india, e indoeu-
ropea en general, no forma verbos denominativos: esa a es un «formante» flexivo
tanto nominal como verbal. (N. del T.)

421
mente una vocal añadida desde fuera a la raíz budh para
su conjugación. Lo que a nosotros nos interesa aquí es,
sobre todo, la significación de la consonante final, ya sea
real, ya aparente. Pero como en este punto de su investi-
gación el autor sólo se ocupa por extenso del vocalismo,
no ofrece explicación alguna de aquélla todavía. Por eso
340 me limitaré a advertir que, aun cuando se prescinda de la
expresión «expansión propia de la raíz», al fin y al cabo
sólo una imagen gráfica, y se hable tan sólo de afijación
e inserción, si la comprensión es la apropiada queda des-
cartada cualquier arbitrariedad, ya que también la afija-
ción e inserción obedecen en todo caso únicamente a le-
yes orgánicas, y se producen en virtud de las mismas.
Hemos visto en los párrafos precedentes que en algu-
nas lenguas al concepto concreto se le añade su propio
concepto genérico, y dado que ésta es una de las vías
principales por las que en las lenguas monosilábicas apa-
recen palabras de dos sílabas, me veo obligado a volver
ahora sobre ello. En el caso de objetos de la naturaleza
que, como ocurre con las plantas, los animales, etc., se
agrupan en clases diferentes de modo muy visible, todas
las lenguas arrojan ejemplos abundantes. Sin embargo en
algunas esta conexión de dos conceptos se presenta bajo
una modalidad que nos resulta muy extraña, y de ella
quisiera ocuparme en este punto. En ocasiones lo que se
conecta con el concepto concreto no es su verdadero con-
cepto genérico, sino el nombre de un objeto que lo abar-
ca en virtud de alguna clase de afinidad general; es como
si el concepto de algo dotado de cierta extensión y longi-
tud se conectase con palabras como cuchillo, espada, lan-
za, pan, línea, cuerda, etc., de manera que los objetos
más diversos pudiesen quedar integrados en una misma
clase con sólo que compartan alguna cualidad entre sí.
De este modo, aunque estas asociaciones sean testimonio
de un cierto sentido de la ordenación lógica, lo que se
expresa en ellas es en general más bien la vivacidad activa
de la imaginación. Es, por ejemplo, el caso del birmano,
donde la mano actúa como concepto genérico para todo
tipo de herramienta, desde el fusil hasta la hoz. En con-

422
junto esta modalidad de expresión consiste en una especie
de descripción pictórica de los objetos, que en parte faci-
lita la comprensión y en parte la hace más plástica. En
casos concretos puede incluso responder a una verdadera
necesidad de aclaración que nosotros no estamos ya en
condiciones de percibir.
En todos los casos nos encontramos en efecto muy
alejados ya de la significación fundamental de las pala-
bras. Lo que en las diversas lenguas significa aire, fuego,
agua, hombre, etc., no es para nosotros, con unas pocas
excepciones, más que un sonido convencional. No tene-
mos acceso alguno a su fundamento, a la acepción prime-
ra de los objetos por los pueblos en virtud de las propie-
dades que determinaron los signos de sus palabras. Sin
embargo es justamente aquí donde puede radicar la nece- 341
sidad de una aclaración ulterior por medio de la adición
de un concepto genérico. Supongamos, por ejemplo, que
en chino ji, «sol» y «día», significó originariamente en
efecto lo que da calor y luz; en tal caso fue necesario
añadirle íseoü, palabra que designa un objeto material
esférico, para indicar que no se está haciendo referencia
al calor o a la claridad dispersos en el aire, sino al cuerpo
celeste que proporciona ambas cosas. Por la misma causa
se pudo luego, añadiendo tseü, llamar al día, con otra
metáfora, «hijo del calor y de la luz». Debe notarse que
las expresiones que acabamos de mencionar son propias
sólo del estilo reciente, no del estilo antiguo, siendo así
que, según esta explicación, en ellas parece estar conteni-
da la representación más originaria de las cosas. Ello
refuerza la opinión de que se trata de expresiones creadas
con intención de evitar los malentendidos a que podía dar
lugar la utilización de una misma palabra para varios
conceptos o para diversos signos gráficos. ¿Habrá que
admitir entonces que la lengua desarrolló justamente en
épocas tardías esta modalidad de recreación metafórica?
¿No sería más lógico que, a efectos de la simple inteligen-
cia, se hubiese servido de medios análogos y hubiese dis-
tinguido el día por un procedimiento diferente del concep-
to de parentesco?

423
En este punto no puedo reprimir ya una duda que se
me ha suscitado con gran frecuencia al comparar los esti-
los antiguo y reciente. El primero tan sólo nos es conoci-
do por la tradición escrita, y casi siempre en textos filosó-
ficos. De la lengua hablada de aquella época nada sabe-
mos. Pues bien, ¿no es lógico pensar que muchas de las
cosas que actualmente atribuimos al estilo nuevo eran ya
usuales en el antiguo, justamente en la lengua hablada?
Hay un hecho que habla en favor de esta conjetura. El
estilo antiguo del kou wen contiene una moderada canti-
dad de partículas, si hacemos abstracción de los compues-
tos de varias de ellas; por el contrario, el estilo reciente,
kouán hoá, contiene muchas más, en particular aquéllas
que contribuyen a determinar con más precisión las rela-
ciones gramaticales. Por otra parte, hay que considerar
como un tercer estilo, diferente en puntos esenciales de
uno y otro, el estilo histórico, wen tchang, el cual hace
un uso muy limitado de las partículas, hasta el punto de
poderse afirmar que casi prescinde de ellas. Este estilo
histórico empieza, desde luego, más tarde que el antiguo,
pero de todos modos ya dos siglos antes de nuestra era.
Pues bien, en comparación con lo que suele ser el curso
habitual de la formación de las lenguas, esta diversidad
342 en el tratamiento de una parte de la oración tan importan-
te para el chino como son las partículas resulta poco
menos que inexplicable. Si, por el contrario, suponemos
que estos tres estilos son otras tantas elaboraciones diver-
sas de una misma lengua hablada, para cometidos igual-
mente diversos, el hecho se vuelve comprensible. La ma-
yor frecuencia de las partículas sería cosa de la lengua
hablada, deseosa siempre de hacerse más inteligible y que
para ello recurre a toda clase de añadidos, sin desechar ni
siquiera lo que realmente es innecesario. El estilo antiguo,
que por la materia que trata presupone de suyo un nota-
ble esfuerzo en el lector, reduce el uso de las partículas en
aras de la claridad, mas no deja de ver en ellas un medio
excelente de distinguir conceptos y frases, y de conferir
así al discurso una disposición de la expresión acorde con
la ordenación lógica de las ideas y simétrica con ella. El

424
estilo histórico se basa en la misma razón que el anterior
para reducir el uso de las partículas, pero no percibe la
misma necesidad de volver a introducirlas en su ámbito
para nuevos cometidos. Este estilo está destinado a lecto-
res serios, pero se dirige a ellos en una narración sencilla
sobre materias fácilmente comprensibles. Puede que tam-
bién se deba a esta diferencia el que los escritos históricos
prescindan incluso del uso de la partícula conclusiva ha-
bitual (ye) en las transiciones de un objeto de estudio a
otro. A su vez, el estilo reciente del teatro, de las novelas
y de las formas más sencillas de poesía, en la medida en
que representaba la sociedad y sus circunstancias y las
hacía hablar directamente, se veía obligado a hacer suyo
todo el ropaje de su lengua, lo que incluía también todo
su acervo de partículas.17
Pero vuelvo tras este inciso al tema de las palabras
aparentemente bisilábicas, formadas en lenguas monosilá-
bicas por adición de una expresión genérica. En cuanto
que estas palabras son entendidas como expresión de con-
ceptos simples, en cuya designación las sílabas participan
no individualmente sino sólo en conexión, estas palabras
pueden formarse por dos caminos: por referencia a la 343
comprensión ulterior, o bien de una manera realmente
absoluta, por sí mismas. El origen de la expresión genéri-
ca puede llegar a caer en el olvido, con lo que la expre-
sión misma acabará convirtiéndose en una adición sin
significado. En tal caso el concepto de la palabra en su
conjunto reposará realmente en sus dos sílabas; pero sólo
por referencia a nosotros ese concepto ya no es derivable
de los significados de cada sílaba. Por otra parte, aunque
la significación de este apéndice siga siendo reconocible y
su utilización frecuente, un uso no demasiado atento del

17. Me alegra poder añadir en este punto que el profesor Klaproth, a quien
debo los datos presentados más arriba, está de acuerdo con mis vacilaciones sobre
la relación entre los diversos estilos chinos. Siendo tan extensas sus lecturas del
chino, en particular de textos históricos, él tiene que haber reunido un verdadero
tesoro de observaciones sobre la lengua, y es de esperar que el mismo se refleje
ampliamente en el nuevo diccionario del chino que proyecta editar. Sen'a particu-
larmente deseable que reuniese en una introducción sus consideraciones más gene-
rales sobre la estructura del chino.

425
mismo puede acabar asociándolo con objetos con los que
no guarda ya relación alguna, de modo que su conexión
con ellos quede nuevamente privada de significación. El
concepto de la palabra radicará entonces realmente en la
unión de las dos sílabas, siendo una propiedad absoluta
del mismo el que su significado no resulte de la reunión
de los sentidos de cada sílaba. Se comprende por sí mis-
mo que estas dos modalidades de bisilabicidad pueden
deberse fácilmente al paso de las palabras de una lengua
a otra.
En algunas lenguas el uso impone al habla con carác-
ter de necesidad una modalidad especial de tales compo-
siciones, explicables en parte y en parte incomprensibles:
me refiero al caso en el que se asocian números con obje-
tos concretos. Conozco cuatro lenguas en las que esta ley
es de aplicación notablemente extensa: el chino, el birma-
no, el siamés y el mexicano. Pero estoy seguro de que el
fenómeno se da también en otras, y ejemplos aislados
pueden hallarse en todas, incluso en las nuestras. Creo
que en este uso convergen dos causas: por una parte, la
adición general de un concepto genérico, al modo que
acabo de explicar, y por la otra la naturaleza peculiar
de determinados objetos subsumidos bajo un número, de
modo que allí donde no se indica una medida real, los
individuos que se trata de enumerar han de ser creados
artificialmente, como cuando se dice «vier Köpfe Kohl zu
ein Bund Heu»,* etc., o como cuando por medio del
número en general se pretende neutralizar la diversidad
de los objetos enumerados, como ocurre con la expresión
«cuatro cabezas de ganado mayor», bajo la cual se indi-
ferencian vacas, bueyes y toros.
Pues bien, de las lenguas mencionadas ninguna ha
dado a este uso la extensión con que aparece en birmano.
Aparte del gran número de expresiones fijas existentes
para determinadas clases, el que habla puede en todo
momento utilizar a este efecto cualquier palabra de la
344 lengua capaz de indicar alguna similitud entre varios ob-

* «Cuatro cabezas de col por una gavilla de heno.»

426
jetos a los que de este modo puede abarcar; y existe
finalmente una palabra, hku, de sentido general y suscep-
tible de aplicación a todo objeto, sea cual sea su natura-
leza. Por lo demás, el compuesto se forma de la siguiente
manera: dejando de lado las diferencias que dependen de
la magnitud del número, aparece, al comienzo la palabra
concreta, en medio el numeral, y al final la expresión
genérica. Cuando por algún motivo la palabra concreta
ha de presumirse conocida por el oyente, se utiliza ya
sólo la expresión genérica. Dada la extensión de este uso,
y puesto que el mero empleo de la unidad como artículo
indeterminado es suficiente para suscitar tales compues-
tos, hay que suponer que, especialmente en la conversa-
ción, son de la mayor frecuencia.18 Como algunos de los
conceptos genéricos pueden ser expresados por medio de
palabras que no permiten por sí mismas adivinar relación
alguna con objetos concretos, o que fuera de este uso han
perdido toda significación, las gramáticas acostumbran a
referirse a ellas bajo el término de partículas. Pero en
origen son todas sustantivos.
Lo expuesto hasta aquí permite extraer algunas con-
clusiones, tanto referentes a la indicación de relaciones
gramaticales por medio de sonidos especiales como al nú-
mero de sílabas de las palabras. Si se consideran las len-
guas china y sánscrita como los dos polos extremos, en
las lenguas que ocupan la zona intermedia se aprecia una
inclinación gradualmente más intensa hacia la designación
gramatical visible y hacia la libertad en el número de
sílabas, y esto tanto en las lenguas que mantienen la sepa-
ración entre las sílabas como en aquéllas que muestran
una tendencia parcial a su conexión. Sin querer formular
ahora conclusiones sobre este progreso histórico, me con-
tento con haber indicado el hecho de una manera general
y presentado algunas de sus modalidades.

18. Cfr. para toda esta materia Burnouf, Nouv. Journ. Asia/., IV, 221: Low,
gramática del siamés, pp. 21, 66-70; gramática del birmano de Carey, pp. 120-141,
§ 10-56; gramática del chino de Rémusat, p. 50, n.05 113-115; pp. 116, n.°s 309, 310.
Asiat. res., X, 245. Si Rémusat menciona estos numerales a propósito del estilo
antiguo, lo hace por motivos diferentes. Pues, en realidad, pertenecen al estilo reciente.

427
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432
ÍNDICE

Presentación 7
Prólogo 9

Wilhelm von Humboldt


SOBRE LA DIVERSIDAD DE LAS LENGUAS

Objeto de la presente introducción 23


2 23
Consideraciones generales sobre la evolución de la hu-
manidad 25
3 25
4 28
La influencia de fuerzas extraordinarias del espíritu.
Civilización, cultura y formación 35
6 35
7 39
Cooperación de individuos y naciones 47
8 47
9 52
Transición a la consideración más cercana del lenguaje. 59
10 59
Forma de las lenguas 62
11 62
12 64

433
Naturaleza y constitución del lenguaje en general . . . 72
13 72
14 74
El sistema de los sonidos del lenguaje. Naturaleza del
sonido articulado 89
15 89
El sistema fónico de las lenguas. Los cambios fonéticos. 96
16 96
El sistema fónico de las lenguas. Distribución de los
sonidos entre los conceptos 98
17 98
18 102
Sistema de los sonidos de las lenguas. Designación de
relaciones generales 105
19 105
Sistema de los sonidos de la lengua. Forma fónica de
las lenguas 108
20 108
Sistema de sonidos de las lenguas. Técnica de las mis-
mas 113
La forma interna de la lengua 115
21 115
Conexión del sonido con la forma interior 125
22 125
Exposición pormenorizada del procedimiento de la len-
gua 128
24 128
La afinidad entre las palabras y la forma de la pala-
bra 131
25 131
Aislamiento de las palabras. Flexión y aglutinación . . 143
26 143
Consideración pormenorizada de la unidad de la pala-
bra. Sistema incorporativo de las lenguas 156
27 156
Medios de designar la unidad de la palabra. La pausa. 159
Medios de designar la unidad de la palabra. Alteración
de las letras 162
Medios de designar la unidad de la palabra. El acento. 181
28 181
Sistema incorporativo de las lenguas. La articulación
de la frase 184
29-a 184

434
Congruencia entre las formas fonéticas de la lengua y
las exigencias gramaticales 202
29-b 202
La pureza del principio de formación de las lenguas
como origen de una diferencia fundamental entre
ellas 205
30 205
Carácter de las lenguas 212
31 212
32 238
Carácter de las lenguas. Poesía y prosa 246
33 246
La fuerza de las lenguas para desarrollarse felizmente
unas a partir de otras 267
34 267
El acto espontáneo de la imposición en las lenguas . . 271
Acto de la imposición espontánea en las lenguas. El
verbo 273
Acto de la imposición espontánea en la lengua. La
conjunción 295
Acto de la imposición espontánea en la lengua. El pro-
nombre relativo 297
Consideración de las lenguas flexivas en su evolución
ulterior 299
Las lenguas nacidas del latín 306
Recapitulación de la investigación hasta este punto . . 316
35 316
Lenguas que se apartan de la forma regular pura . . . 321
Naturaleza y origen de la estructura lingüística imper-
fecta 325
36 325
37 341
38 389

Bibliografía 429

435
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ÁMBITOS LITERARIOS/Ensayo

1 José María ALVAREZ CRUZ 11 Monique ALONSO (con la


Elogio de la URSS colaboración de Antonio Tello)
Antonio Machado. Poeta en
2 Esther BARTOLOMÉ el exilio
PONS Prólogo de Carmen Conde
Miguel Célibes y su guerra
constante 12 Orlando GUILLEN
Hombres como madrugadas:
3 Joaquín GALÁN la poesía de El Salvador
Blas de Otero, palabras para
un pueblo 13 José ECHEVERRÍA
Libro de convocaciones. I:
4 Julio LÓPEZ Cervantes, Dostoyevski,
Poesía y realidad en Rafael Nietzsche, A. Machado
Morales
14 José FERRATER MORA
5 Víctor POZANCO Ventana al mundo
García Márquez en
«El coronel» 15 Gonzalo SANTONJA
6 A. SÁNCHEZ PASCUAL Del lápiz rojo al lápiz libre
Pedro Garfias, vida y obra
16José A. GONZÁLEZ
7 Santos SANZ VTLLANUEVA CASANOVA
Lectura de Juan Goytisolo El cambio inacabable
(1975-1985)
8 Varios autores
El curso literario español 17 Shirley MANGINI
(1977-1978) Rojos y rebeldes. La cultura
de la disidencia durante el
9 Varios autores franquismo
Lo que opinamos de Vicente
Aleixandre 18 Diego MARTÍNEZ
TORRÓN
10 José CAROL Estudios de literatura
33 viajes alrededor del yo española
19 Joan Ramon RESIN A 26 Joaquín CALOMARDE
La búsqueda del Grial Juan Gil-AJbert, imagen
de un gesto
20 Ada SUÁREZ
El género biográfico en la 27 Gilbert AZAM
obra de Eugenio d'Ors El modernismo desde dentro
28 Carlos PARÍS
21 Blas MATAMORO Unamuno. Estructura de su
Por el camino de Proust mundo intelectual
22 José ESTEBAN y Gonzalo 29 Gonzalo SANTONJA
SANTONJA La República de los libros. El
Los novelistas sociales nuevo libro popular de la
españoles (1928-1936). II República
Antología Premio ensayo «Ciudad de
Segovia»
23 Francisco Javier DIEZ DE
REVENGA 30 Cristóbal CUEVAS
Poesía de senectud. Guillen, GARCÍA (Dir.)
Diego, Aleixandre, Alonso José Moreno Villa
y Alberti en sus mundos en el contexto del 27
poéticos terminales Congreso de Literatura Española
Premio Ámbito Literario de Contemporánea.
Ensayo 1988 31 José A. GONZÁLEZ
CASANOVA
24 Marta ALTISENT Con el paso del tiempo. Del
La narrativa breve de sentimiento al sentido
Gabriel Miró
32 Joan Ramón RESINA
25 Antonio A. GÓMEZ YEBRA Un sueño de piedra. Ensayos
El niño picaro-literario sobre la literatura del
de los siglos de oro modernismo europeo

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