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La condición humana en el mundo digital

Ricardo Zapata Lopera

La vida cotidiana, llena de ambigüedades, de incoherencias, de cambios de opinión,


se estrella contra la racionalidad propia del mundo digital.

El mundo digital es implacable: todo lo registra, todo lo recuerda. Sin pensar en sus
efectos, hemos cambiado la naturaleza misma de nuestras interacciones sociales a
medida que las hemos trasladado a canales digitales. Si antes una conversación con
familia o amigos era un momento que se quedaba sólo en los recuerdos, hoy su registro
es casi permanente y se nos devuelve cuando el contexto, las opiniones, los
conocimientos y la vida misma han cambiado. Lo que pueden ser frases fugaces,
pensamientos repentinos, actos del subconsciente captados por cualquier canal digital,
sólo por el hecho de quedar sistemáticamente registrados tienen el potencial de
redefinirnos ante los demás y ante nosotros mismos. Esta cuestión se amplifica cuando
somos nosotros quienes cedemos a esta nueva lógica y de forma voluntaria, muchas
veces entusiasta, exponemos nuestra vida y pensamientos a cambio de un poco de
valoración social. Detrás de esto se impone un nuevo principio, el de la transparencia,
que apasionadamente promovemos como si se tratara de un nuevo peldaño en la
evolución de la ética.

Es así como los escándalos recurrentes en las redes sociales se convierten en una
especie de portal para entender mejor la condición de nuestra era digital. No es una
mera eventualidad el descubrimiento de unos trinos del pasado que dejan mal parada a
una figura pública. Es una situación estructural, relacionada con el diseño de las
tecnologías y la forma en que las usamos. Pero en realidad solo descubrimos lo
evidente: que los famosos también mienten, que los políticos tienen sexo, o que alguien
puede ser o haber sido racista, xenófobo o idiota. Sin embargo, nos fascina descubrir la
humanidad de los demás y el mundo digital, con su transparencia casi absoluta, nos lo
facilita.

A esto se suma que en Colombia el discurso de la tecnología suele estar más asociado
con la innovación y el progreso. Poco nos detenemos a pensar qué es lo que realmente
estamos adoptando. Buscamos digitalizar más y que la transformación digital llegue a
todo rincón, creando aplicaciones para cada problema y automatizando cuanto proceso
sea posible. Pero tanto espejismo, ¿acaso no tiene consecuencias?

Las tecnologías no son neutrales, o como sugería Evgeny Morozov, “las tecnologías que
tenemos son una función de las relaciones de poder, y también lo son sus efectos”.
Justamente, las redes sociales están hechas para capitalizar la atención y, por eso los
escándalos explotan con tanta facilidad. Nos incitan a producir contenidos
constantemente, siempre a costa de desnudarnos cada vez un poco más. Sin embargo, no
se trata únicamente de las redes sociales, sino de una lógica más amplia de la
digitalización reciente: el registro permanente de todo acontecimiento para ser
rentabilizado mediante distintas formas de procesamiento de datos. Y acá regresan las
redes sociales: digitalizar no es automático, requiere que personas comunes y corrientes
estén constantemente produciendo contenidos. La mayoría lo hace a cambio de ‘likes’,
del placer de jugar a ser famosos. Otros porque ganan dinero o porque aspiran a ganarlo.
A este fenómeno se le conoce como digital labor y ha sido documentado, entre muchos
otros, por Antonio Casilli en Los Trabajadores del Clic.
¿Nos enfrentamos a una suerte de conspiración económica para rentabilizar nuestros
comportamientos? Creo que hay es un cambio social más profundo pues, a pesar de las
constantes advertencias que hemos tenido, seguimos exponiendo ampliamente nuestra
persona tanto para ser deseada como para ser vigilada.

En Expuestos: deseo y desobediencia en la era digital, el teórico crítico Bernard


Harcourt hace un recuento de diferentes metáforas que se han utilizado para sintetizar la
condición social actual. Una metáfora como el “Gran Hermano” es comúnmente
evocada, pero para Harcourt no es útil pues no considera el rol fundamental que juega el
deseo. La metáfora de “El Estado de la vigilancia” (Surveillance State, en inglés) se ha
vuelto popular a partir de las revelaciones de Wikileaks y Snowden, pero pareciera más
bien que, de acuerdo con el sociólogo David Lyon, vivimos en una cultura de vigilancia
donde entidades no públicas y los individuos juegan un rol igual de relevante. Como
hemos visto, no se necesita una agencia de inteligencia para revelar comprometedores
mensajes del pasado.

Otra popular metáfora es el “panóptico”, que evoca una noción de disciplina o la


erradicación de todo trastorno, mientras que Harcourt encuentra, recordando a Foucault,
que nuestra realidad tiene más relación con la idea de securité, que tolera perturbaciones
menores, pero se enfoca en optimizar objetivos. Esto lleva a Harcourt a concluir que
vivimos en una “sociedad de la exposición”, ilustrada por el pabellón de vidrio espejado
(mirrored glass pavilion, en inglés). Esta sociedad está caracterizada por la
transparencia, la seducción, la autenticidad virtual y por narrativas y confesiones
digitales, conviviendo contradictoriamente con una opacidad fenomenal por parte de los
proveedores tecnológicos. Es decir, publicamos sin límites basados en la transparencia
como valor fundamental, mientras la privacidad se convierte en una mercancía costosa y
la infraestructura tecnológica es inescrutable.

Pareciera un fenómeno inatajable que escapar de las tecnologías que nos rastrean es
inviable, que limitarse a una vida social análoga es imposible, que nuestro futuro
profesional y personal depende de qué tan bien nos vendemos en línea. Desconectarse
es tanto un lujo como una tragedia. Hoy se popularizan las escuelas sin pantallas para
los trabajadores pudientes de Silicon Valley. Las personas ‘importantes’ no tienen que
ser esclavos de un celular inteligente para gestionar su vida digital; alguien más lo hace
por ellos. Al mismo tiempo, en países como Colombia un segmento de la población
permanece desconectado y otro tanto no tiene las capacidades para competir en un
mercado laboral que da por sentado las habilidades de un nativo digital. Incluso los
movimientos sociales, para quienes las nuevas tecnologías traían promesas de
emancipación y extensión de la democracia, se han dado cuenta que la lógica misma de
las herramientas digitales empodera más a grupos conservadores establecidos, como
documentó Jen Schradie en La revolución que no fue.

No creo que negar la sociedad de la exposición sea el camino. No se trata de volver a un


pasado idealizado, sino de construir un presente más justo. La pregunta no sólo está en
qué tanto debemos resistir a los abusos que se cometen en esta era digital, sino en qué
tanto debemos resistir a la mano totalizadora de la digitalización. La inversión del valor
de la transparencia absoluta por la defensa de la privacidad, la austeridad y la higiene
digital es un punto de partida personal. Podemos desobedecer a la lógica de la
exposición de muchas formas y ser críticos sobre cómo nos envuelve. Un mismo celular
que registra los abusos de la autoridad en una protesta puede acabar con la reputación de
una persona que tuvo un mal día en el transporte público. Es clave guardar límites y
rechazar la cultura de la vigilancia que, con tantas herramientas al alcance de la mano,
fácilmente nos seduce. Si bien el Internet ha acortado las distancias sociales y pareciera
que de la urbe anónima del siglo XX regresamos a la aldea donde todos se reconocen, es
clave defender la privacidad como un derecho humano fundamental. Hemos aprendido
en las últimas décadas que lo privado es político, pero no necesariamente de escrutinio
público.

Todo esto puede ir vinculado a muchas otras acciones como la extensión del
movimiento de datos abiertos; una mayor protección y garantías para los informantes de
abusos estatales (conocidos como whistleblowers, en inglés); el desarrollo de
tecnologías que devuelvan el control de la información personal a sus usuarios; la
regulación del manejo de datos sensibles como los biométricos (hoy un tema necesario
de cara a los riesgos que traería la nueva cédula digital); o el desarrollo de nuevos
derechos digitales. Por ejemplo, la legislación de protección de datos europea cuenta
con derechos que no existen o no están regulados en Colombia, como el derecho al
olvido, la portabilidad de datos y las restricciones en la toma de decisiones a partir del
procesamiento automatizado de datos. Las nuevas tecnologías digitales dependen de la
captura sistemática de datos y, con ello, encuentran las maneras, a veces impensables,
para registrar nuestros movimientos, nuestras emociones, nuestros comportamientos,
buscando hacernos más predecibles y manipulables, tal como lo relata Shoshana Zuboff
en Capitalismo de Vigilancia.

No obstante, la defensa de la privacidad puede llevar a caminos resbalosos. Existe una


mirada liberal que busca profundizar el mercado para el control de la privacidad. Dice
que, si pudiéramos poseer nuestros propios datos y ser remunerados por su uso,
estaríamos recuperando el valor que algunos extraen al procesarlos. Esta mirada pasa de
largo que, por un lado, un dato no tiene valor intrínseco; lo adquiere cuando está en
relación con otros; y, por otro lado, que la privacidad no es solamente un derecho
personal, sino un bien común. Al respecto, Martin Tisné sugiere que los datos no son el
nuevo petróleo, sino el nuevo CO2. En casos como el escándalo de Cambridge
Analítica, miles de datos personales fueron extraídos sin autorización, pero el mayor
daño lo sufrió el proceso democrático. La defensa de la privacidad es la defensa de la
autonomía individual, un pilar básico de la democracia.

No parece que la montaña rusa de escándalos tuiteros vaya a parar pronto, ni que los
videos indiscretos o las noticias falsas dejen de circular por los grupos de Whatsapp. La
vida cotidiana, llena de ambigüedades, de incoherencias, de cambios de opinión, se
estrella contra la racionalidad propia del mundo digital. Podemos dejar que este camino
siga su curso, sin control social, sólo con la dirección que imponen las pocas personas
con las capacidades técnicas para crear y sostener las infraestructuras digitales que
habitamos. Pero también podemos intentar otro camino, uno que involucre desde al
cambio de comportamientos individuales y desarrollo de una ética digital comprensiva,
hasta el establecimiento de nuevos derechos y la promoción de otras formas de
desarrollo tecnológico.

Ricardo Zapata Lopera, @RZapataL, Estudiante de Políticas Públicas y Nuevas


Tecnologías en Sciences Po Paris.

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