Karen Robards - Un Solo Verano
Karen Robards - Un Solo Verano
Título original
ONE SUMMER
Edición original
Karen Robards
-¿Adónde?
Cuando Rachel llegó a la puerta y se volvió hacia él,
vio que no se había movido.
-Volveremos al Reloj y comeremos. No se saldrán
con la suya tratándote de esa manera.
Johnny la miró un momento. Luego sacudió la cabeza.
-No necesito que libre batallas por mí.
-Pues necesitas que alguien lo haga. No me parece
que te vaya muy bien solo -replicó ella en tono
cortante.
Durante una pausa larga, ambos se miraron a los
ojos. Después Johnny se encogió de hombros y
capituló.
-Claro. ¿Por qué no? Tengo hambre.
-También yo.
Por un instante, vino a su mente la visión de las
chuletas de cerdo laboriosamente preparadas por su
madre. Elisabeth se irritaría si ella dejaba pasar esa
comida, pero por otro lado, era probable que recibiera
a Johnny en la Nogalera de modo mucho más
dramático que el desaire del Reloj. Rachel no podía
llevarlo a casa a cenar y estaba decidida a lograr que se
alimentara. Era importante que los lugareños no lo
trataran como un paria. Si ella podía evitarlo,
cambiarían de actitud.
Cuando Rachel bajó la escalera, Johnny fue tras
ella. Como el auto estaba estacionado adelante, Rachel
no vio otra alternativa que atravesar la ferretería. Tal
perspectiva la puso tensa, pero mantuvo en alto la
cabeza y procuró mostrarse tan segura como en
realidad deseaba sentirse. La tienda, por cierto, estaba
muy concurrida... más de lo que era normal un jueves
a la hora de. cierre. Era evidente que se había
difundido la noticia del altercado. Cuando salió del
cuarto de existencias y fue hacia la puerta, seguida por
Johnny que caminaba como si fuera el dueño de la
tienda, Rachel percibió que todas las miradas cercanas
estaban fijas en ellos dos. Saludó a los amigos con un
ademán casual; no hizo caso de los simples curiosos.
La voz aguda de Olivia la siguió en su trayecto:
-Señorita Grant, ha llamado su madre. Pidió que le
dijera que la cena está casi lista y que vuelva a casa de
prisa.
-Gracias, Olívia. Por favor, llámela de mi parte y
dígale que no iré a casa. Johnny y yo comeremos en el
Reloj.
Listo. Ahora lo sabían todos los presentes. El
pueblo entero lo sabría en pocas horas. Zumbarían los
chismes; a la madre de Rachel le daría un patatús.
Rachel supuso que llevar a Johnny Harris a cenar al
restaurante más popular del pueblo y anunciar
públicamente que se proponía hacerlo era el
equivalente moderno de arrojar el guante.
Y eso era lo que ella sentía que estaba haciendo.
Un silencio mortal recibió su comentario. Rachel
llegó a la puerta, la abrió y salió al menguante calor del
anochecer de fines del verano.
-Le agrada vivir peligrosamente, ¿verdad?
Por primera vez desde que se encontrara con él en
la parada de¡ autobús, Johnny estaba sonriendo de
verdad. No fue una sonrisa ancha, más bien una leve
mueca de los labios. De no haber sido por el
resplandor de júbilo en sus ojos, ella habría reído que
se estaba imaginando todo eso.
1O
El concierto se celebró con gran éxito en una carpa
enorme, junto al pequeño lago que dividía el terreno
del club. Al menos eso le dijeron más tarde a Rachel.
Ella estaba tan ocupada con sus pensamientos, que
apenas si estuvo atenta a una nota.
El sofoco que le provocaron las palabras de Johnny
Harris se había disipado en gran medida cuando los
elegantes espectadores abandonaron poco a poco sus
butacas de trescientos dólares. Su imaginación
descarriada había conjurado al ritmo de los acordes de
Mozart y Chopin imágenes sudorosas de cómo sería
acostarse con Johnny. Había requerido un esfuerzo
mental considerable disipar los actos
vergonzosamente explícitos que, sin un esfuerzo
consciente de su parte, se aparecían en la pantalla de
su mente. Fue más difícil aun librarse de la súbita
percepción sexual que había henchido sus senos y
había avivado sus entrañas. Rachel logró rechazar esas
ideas, pero al considerar claramente las cosas tal como
eran y no como ella deseaba que fuesen. Johnny Harris
estaba descartado como pareja sexual, por muy
sensual que ella lo encontrase. Rachel nunca había
sido promiscua, y jamás se acostaría con un hombre,
por muy atractivo que fuese, tan sólo para calmar una
excitación sensual. A su edad, con el ejemplo de su
hermana y sus tres hijas, cuando pensara en un
hombre debería desear casamiento y bebés. En ese
aspecto, las probabilidades de Johnny Harris eran
realmente escasas.
Aunque estaba por completo convencida de que él
no había cometido el crimen por el cual se lo había
condenado, era cierto que era un convicto, como lo
había señalado la madre de Rachel. Ese estigma nunca
podría borrarse. Ni tampoco la convicción de¡ pueblo
entero de su culpabilidad. Sólo la revelación de la
identidad de¡ verdadero asesino podía modificar esa
situación, y Rachel admitía que tal desenlace era Poco
probable. Después de ser arrestado Johnny, Rachel
había pasado mucho tiempo elucubrando tesis
alternativas para explicar la muerte de Marybeth
Edwards, con todos los posibles sospechosos en el
papel del asesino. El hecho era que no podía
imaginarse a nadie a quien ella conociera- cometiendo
tal crimen, y cada villano que se le ocurría era más
improbable que el anterior. Su teoría preferida era que
la muchacha había caído víctima de un criminal
ocasional. Un asesino en serie, un demente, alguien
que atacaba a las jovencitas.
Pero en el adormecido Tylervílle, esa teoría parecía
demasiado rebuscada.
Cuando respondió a la carta de Johnny, se dirigía al
Johnny Harris a quien recordaba. Alumno suyo, uno
de los pocos que habían respondido a los libros y a la
poesía como ella, por mucho que intentara ocultarlo.
Cualquier tipo de lectura era poco varonil, y leer
poesía era directamente una mariconada. Siendo
adolescente, esas proclividades lo habían avergonzado
al extremo de que había ocultado su afición a la letra
impresa como un vicio secreto. Pero a veces, cuando
Rachel lo sorprendía lejos de sus díscolos amigos,
había podido engatusarlo para que hablase de libros y
de poesía; a partir de allí, sus conversaciones habían
seguido toda clase de rumbos. Personalidades,
política, religión... Mientras ella hablaba, Johnny se
animaba cada vez más, revelando un lado de su
personalidad que, según pensaba Rachel, pocos más
conocían.
Había algo en él que la había atraído ya entonces,
un atisbo de inteligencia y sensibilidad excepcionales
que brillaba como una trémula vela a través de la
máscara de burlona dureza que era su actitud
cotidiana. Rachel se había convencido de que valía la
pena dedicar esfuerzo a Johnny Harris. En ese
entonces ella había albergado la esperanza de salvarlo
de la vida que le correspondía por nacimiento y debido
a una pobreza aplastante. Más tarde, había deseado
poder salvarlo de un destino que era mucho peor.
Pero los deseos no siempre se realizan. El
comportamiento tosco de Johnny, por el cual ella lo
había reprendido más de una vez en esos días tan
distantes, había favorecido su condena tanto como
cualquier prueba sólida. El elemento más perjudicial
fue que él era la única persona que admitía haber visto
con vida a Marybeth Edwards. La jovencita se había
escabullido para encontrarse con él esa noche contra
los deseos de sus padres. Johnny lo había admitido,
había admitido inclusive haber hecho el amor con ella
en el asiento de atrás del Lincoin del padre de ella, que
se hallaba estacionado en la calzada de acceso. Johnny
afirmaba haberse marchado alrededor de las 2 de la
mañana, y que la había visto caminar hacia la puerta
de atrás de su casa. No la había visto entrar; había
montado en su motocicleta y había partido.
A la mañana siguiente, Marybeth Edwards había
sido hallada a casi un kilómetro y medio de allí; su
cuerpo, que yacía en una zanja del camino, estaba
cubierto de sangre y de capullos de alhucema.
Johnny Harris había jurado una y otra vez que él no
la había matado. No le habían creído; nunca le ceerían.
Lagente de Tylerville, no.
Aunque la idea la excitara en secreto, Rachel no
podía acostarse con él. Aunque nunca hubiese sido
condenado por asesinato, tal posibilidad era
impensable. Era cinco años mayor que Johnny, y antes
había sido su alumno. Semejante escándalo
estremecería a Tylerville.
La madre de Rachel se moriría.
-Estás muy callada esta noche- le dijo Rob al oído
mientras le rodeaba la espalda con un brazo y la
conducía por la senda que bordeaba el lago, bajo la luz
de la luna. Delante de ellos, otras parejas iban por esa
misma ruta y admiraban alternativamente las
lumbreras que habían sido colocadas al borde del
sendero y el panorama de las estrellas que brillaban en
lo alto. El aire nocturno era cálido, el pedregullo del
sendero crujía bajo sus pies y el borroso reflejo del
cielo nocturno en la plácida superficie del lago era tan
bello, que apaciguaba los pensamientos más agitados.
Rachel resolvió olvidarse de Johnny Harris, se
inclinó un poco más hacia Rob.
-Creo que estoy cansada, es todo.
-Podríamos ir a mí casa y... descansar.
Rachel sabía muy bien lo que él sugería, y que el
descanso nada tenía que ver con ello. Qué gracioso,
antes había esperado lo mismo al final de su velada
juntos. Ahora la idea carecía de atractivo. "Acuéstate
conmigo” le pareció oír el susurro de Johnny en el
viento y se estremeció bajo el brazo de Rob.
-¿Tienes frío?
-No.
-Me alegro.
Rob aprovechó el refugio de un alto pino y la hizo
salir de¡ sendero, la tomó en sus brazos y la besó en la
boca. Rachel tuvo que obligarse a aflojarse contra él, a
rodearle el cuello con los brazos. Por primera vez, la
lengua de él, al penetrar en su boca, fue una intrusión.
Su reacción instintiva fue apartar el rostro.
Tuvo que recordar que Rob era el futuro. En un
pueblo de ese tamaño no había mejor perspectiva
como marido y como padre. Y ella quería las dos cosas.
-Oigan, tortolitos, sepárense. Tengo una idea.
La voz pertenecía a Dave Henley, el dentista del
pueblo, que con su esposa Susan los había
acompañado al concierto. Dave era el mejor amigo de
Rob. Rachel le tenía afecto, y más aún a Susan, con
quien eran buenas amigas desde la escuela primaria.
Sabía que ambos tenían la esperanza de que ella y Rob
se casaran. Conformaban un buen cuarteto.
-Vete, Henley. ¿No ves que estamos ocupados? -dijo
Rob.
Pero su tono fue bonachón y soltó a Rachel. Si era
franca consigo misma, ella debía admitir que la
interrupción la aliviaba. Se apartó de Rob y se acercó a
Susan, quien le sonrió con complicidad.
-¿Y cuál es tu idea? -preguntó Rachel a Dave.
-Acaban de abrir un local nuevo en la Ruta
Veintiuno. Creo que el dueño se llama Huracán
O'Shea. Se dice que tienen buena música, baile y...
-Alcohol -terminó Susan, como alguien que
presenta el plato principal. Tylerville estaba situada en
una región muy seca, lo cual hacía casi irresistible el
señuelo del licor.
-Guau -repuso Rachel, riéndose del exagerado afán
de Susan.
-¿Quieres ir? -inquirió Rob, mientras se acercaba a
Rachel y la tomaba de la mano.
Rob le dirigió una sonrisa, y ella pensó, acaso por
centésima vez
desde que salía con él, qué hombre estimable era. ¿Qué
clase de estúpida era ella que no aprovechaba la
oportunidad? Sólo en los libros doblaban las
campanas, estallaban los cohetes y cantaban los coros
celestiales cuando una mujer encontraba a su galán
soñado. A decir verdad, únicamente en los libros había
un galán soñado. En la vida real, casi todas las mujeres
se conformaban con alguien aceptable.
-Claro, ¿por qué no?
Al menos por una o dos horas más, eso le evitaría
tener que decidir si permitiría que Rob la llevase a la
cama esa noche. Con culpa, comprendió que, si se le
presentaba la opción en ese momento, todos sus
instintos gritarían “¡No!"
El trayecto por la Ruta 21 llevó unos veinte minutos.
Cuando se detuvieron en el estacionamiento del local
de Huracán O'Shea, Rachel no se sorprendió al
descubrir que estaba lleno a rebosar. En las cercanías
de Tylerville no había mucha vida nocturna que
proporcionara competencia. Hasta las salas
cinematográficas pasaban la última película a las
nueve.
La música brotó en ráfagas antes de que llegaran a
la puerta.
“Buen momento elegiste para dejarme, Lucille!"
¡Zorra! ¡Arrastrada! ¡Puta!"
¿Qué? Los ojos de Rachel se dilataron cuando el
segundo verso, que le era desconocido, agredió sus
oídos, gritado por muchas gargantas en regocijado
sonsonete. Ella, Rob, Susan y Dave se miraron.
-¡Parece que hay alboroto! -sonrió Dave, con
anticipación, al abrir la puerta. Rob se encogió de
hombros y todos entraron.
El local, que según advirtió Rachel era un antiguo
taller de reparaciones de autos, tenía paredes de
bloques de hormigón que habían sido pintadas de un
rojo vivo. Arriba, los cables eléctricos expuestos y las
cañerías estaban pintadas del mismo gris oscuro que el
cielo raso sin terminar. El suelo, de madera dura, tenía
varios niveles. En los muros destellaban anuncios,
desde cerveza hasta los mismos Beatles. Los pianos
gemelos, con una pareja de ruidosos cantantes y una
rubia de largas piernas con un atavío de raso amarillo
que parodiaba el traje de una animadora deportiva,
encabezaban la acción.
"¡Grita! ¡Vamos, nena, grita! ¡Vamos, nena!"
La estridente melodía tenía a la multitud de pie,
cantando también, o mejor dicho, vociferando. Los
cuatro recién llegados avanzaron pegados a la pared de
atrás situada en el nivel más alto. De los cuatro
estrados, cada uno más o menos treinta centímetros
más alto que el anterior, tres estaban colmados de
parroquianos que batían con los pies, agitaban los
puños y gritaban. El estrado más bajo era la pista de
baile, repleta de cuerpos que giraban con entusiasmo.
-¡Este sitio es sensacional! -dijo Susan.
-¡Es lo máximo! -aprobó Dave.
Rob tomó la mano de Rachel y la apretó como si
temiese perderla en toda esa batahola.
Afortunadamente pasaron detrás de una mesa en el
preciso momento en que sus ocupantes se levantaban
para irse. Con un grito de triunfo, Dave tomó posesión
del lugar.
La camarera se materializó con su bandeja y un fajo
de papeles cuando se estaban acomodando en sus
asientos.
-¿Qué puedo servirles?
Todos pidieron. Rachel, que no era una bebedora
entusiasta ni aun con el aliciente de la relativa
accesibilidad del alcohol, eligió un daiquiri. Lo
encontró bastante aceptable y sabía por experiencia
que le bastaría la misma bebida toda la noche.
Cuando les sirvieron las bebidas, Rob daba visibles
respingos debido al volumen inexorable de la música.
Rachel la habría disfrutado más si hubiese sido uno o
dos decibeles más suave, pero el compás era
contagioso y se descubrió golpeando el suelo con los
pies. Dave masticaba palomitas de maíz y tragaba
whisky, mientras Susan observaba a las demás
personas presentes con tanto interés como Rachel.
Algunas mujeres vestían de manera extravagante, con
superminifaldas, medias de red y blusas con
lentejuelas. Bajo las luces intermitentes que ilumi-
naban la pista de baile, las lentejuelas centelleaban
como joyas de brillantes colores.
-Válgame el Cielo, ¿te imaginas usando algo así?
-gritó Susan al oído de Rachel, indicando a una mujer
delgada, con minifalda de cuero y cabello rojo teñido
que pasó bamboleándose junto a ellos.
El objeto de la incredulidad de Susan era la blusa de
esa mujer. Era negra y trasparente, salvo algunas
lentejuelas estratégicamente colocadas. Era evidente
que no llevaba nada puesto debajo.
Rachel sacudió la cabeza y siguió a la mujer con la
mirada hasta la pista de baile, donde se puso a bailar
con desenfado. Mientras Rachel observaba los
contorneos de la mujer con escandalizado regocijo, de
pronto se fijó en un hombre alto, enjuto y musculoso, y
una mujer rubia. La pareja se retorcía al unísono en un
frenesí sensual que parecía más un juego previo al
sexo que un baile. La luz destelló de nuevo, iluminando
solamente unos segundos la pista de baile.
Esos pocos segundos bastaron. Sintiéndose como si
alguien la hubiera golpeado en el estómago, Rachel
identificó al hombre que estaba con la rubia: era
Johnny Harris. Esa negrísima cola de caballo, tan
fuera de lugar en Tylerville, y ese cuerpo de hombros
anchos y caderas enjutas, lo hacían imposible de
confundir. Cuando la luz volvió a brillar, Rachel logró
inclusive reconocer a su acompañante: era Glenda, la
camarera del Reloj.
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-Vaya, si es la señorita Grant -dijo Johnny,
mirándola de pies a cabeza con una sonrisa burlona
que el alcohol torcía-. Pasa, pasa.
Abrió más la puerta y se apartó en un gesto de
hospitalidad exagerado. Johnny tropezó con la
alfombra y casi se cayó. Salvado por el picaporte en
que se apoyaba, se enderezó y blasfemó por lo bajo.
Tras él, un enorme perro color pardo dejó de ladrar,
mostró los dientes y gruñó a Rachel. La muchacha se
estremeció, disipada su ira en un abrir y cerrar de
ojos, por una mezcla de asombro y miedo.
-No le hagas caso. -Johnny señaló con ademán
negligente al babeante animal.- Es Lobo, nada más.
Quieto, Lobo.
El perro siguió gruñendo, con sus negros y
redondos ojos clavados en Rachel, que retrocedió un
paso. Johnny puso mala cara.
-Pero malo -dijo sin mucha convicción.
Johnny soltó el picaporte, mirando algo, se agachó,
asió a la bestia por la pelambre del cuello y la arrastró
hacia el dormitorio. Sus pasos eran vacilantes y a veces
se ladeaba. Parecía que los poderosos cuartos
delanteros del perro lo sostuvieran. Rachel podía
imaginar sin mucho esfuerzo que el animal se zafaba,
se daba vuelta y le saltaba a la garganta. Se quedó
apretada contra la barandilla del rellano de afuera
hasta que el perro quedó encerrado en el dormitorio.
Sólo entonces entró en el apartamento.
-¿Qué era eso? -preguntó a Johnny mientras este,
con una mano apoyada en la pared para afirmarse,
cruzaba el living hacia ella.
El perro no emitía ya sonido alguno. A Rachel le
pareció más enervante aún que los ladridos frenéticos.
-¿Eso? Ah, ¿te refieres a Lobo? Es mi legado. El
único legado que me dejó el viejo.
Y Johnny se echó a reír de una manera ebria que
habría puesto en fuga a Rachel si hubiese tenido la
menor cordura. Luego se desplomó en la poltrona.
-Estás borracho -dijo Rachel.
Cerró la puerta y avanzó en la sala, mirando
severamente a Johnny. El olor a whisky agredió sus
fosas nasales, y descubrió una botella, tres cuartas
partes vacía, sobre la mesa, junto al sofá.
-Pues sí.
Harris reclinó la cabeza en el sofá, y sus largas
piernas, enfundadas en pantalones tejanos, se
extendieron sobre la mullida alfombra gris. Llevaba
puestos unos sucios calcetines deportivos, sin zapatos,
y una camisa blanca sin mangas, con el faldón fuera de
los pantalones. Tenía el cabello suelto. Los negrísimos
mechones, tan largos que casi le tocaban los hombros,
se ondulaban en torno de su cara. Sus ojos azules
relucían al mirarla, inquietos. A juzgar por la barba,
Rachel dedujo que no se había afeitado desde la última
vez que lo viera. Parecía un vagabundo, aunque muy
sensual.
Cosa extraña, Rachel no le temía en absoluto, ebrio
o no. En las profundidades de sus ojos advirtió un
dolor verdadero.
-¿Supiste lo de mi padre? -inquirió
descuidadamente Johnny. Echó mano a la botella, se la
llevó a la boca y bebió un largo trago, luego se secó la
boca con la mano. Por fin, con cuidado exagerado,
depositó de nuevo la botella sobre la mesa-.
Hamburguesa cruda. Eso es ahora él, hamburguesa
cruda. Un maldito tren lo ha convertido en
hamburguesa cruda.
-Esta mañana fui al funeral -dijo Rachel
observándolo-. Fue una ceremonia muy linda.
Johnny se rió de nuevo, y el sonido fue extraño.
-Apuesto a que sí. ¿Eras tú la única presente?
Rachel sacudió la cabeza.
-Había otros. ¿Has comido algo recientemente?
Johnny se encogió de hombros.
-¿Han cantado himnos y han rezado?
Rachel asintió con un gesto.
-¿Quieres comer unos huevos revueltos con una
tostada?
Johnny hizo un ademán violento.
-¿Quieres dejarte de parlotear sobre la maldita
comida? Quiero saber quién estuvo allí. ¿Se apareció
Buck?
Eludiendo sus piernas, Rachel recogió
discretamente la botella de whisky y fue hacia la
cocina.
-No.
Rachel desapareció y durante los diez minutos
siguientes se ocupó en preparar huevos revueltos,
tostadas y café con las provisiones que él tenía a mano.
En la última de sus visitas al apartamento de Johnny,
la noche anterior, Rachel había acallado su conciencia
y había usado su llave maestra para entrar. Temía lo
que pudiera encontrar, pero el apartamento estaba
vacío. A juzgar por la hogaza de pan sobre el
mostrador y los alimentos perecederos en la cocina,
parecía como si el ocupante acabara de salir y fuese a
volver en cualquier instante. Sólo que él no había
vuelto durante dos días.
Cuando Rachel salió de la cocina, sosteniendo en
cuidadoso equilibrio un plato lleno en una mano y una
taza de café solo en la otra, Johnny estaba como ella lo
dejara, repantigado en el sofá con la cabeza echada
atrás. Pero tenía los ojos cerrados. Por un minuto,
Rachel pensó que estaba dormido.
-Fui a Detroit para decírselo a Sue Ann -dijo de
pronto Johnny y abrió los ojos cuando ella depositó el
plato sobre la mesa y lo ofreció la taza.
Harris la tomó, pero le temblaban tanto las manos
que parte del líquido humeante se volcó y le salpicó el
muslo. Johnny maldijo y se frotó con su mano libre la
humedad que se extendía.
Rachel logró apenas salvar de un desastre similar al
resto del café quitándole de las manos la taza.
-Ella no tiene teléfono. No lo puede pagar, dijo.
Verás, ella recibe una ayuda social, tiene tres hijos. Y
está encinta. -Hizo un gesto frente a su propio vientre
chato para demostrarlo.- En un apartamento de dos
habitaciones, con el inodoro roto. Su novio, el que la
dejó preñada, llegó estando yo allí. Es un vil sujeto,
una porquería, y la trata a ella y a los chicos como si
fuesen mierda. Yo quise molerlo a golpes, pero no lo
hice. ¿De qué serviría? Jesús, ella tiene tan sólo veinti-
cuatro años...
Hablaba con frases rápidas, inconexas, con
palabras apenas coherentes, la cabeza apoyada en el
respaldo del sofá, los ojos clavados en el cielorraso.
Rachel emitió un sonido tranquilizador y le alzó la taza
de café a los labios.
-Toma, bebe esto.
Johnny no le prestó atención.
-Le di a ella todo el dinero que tenía. Jesús, no era
mucho. Se veían tan mal ella y los chicos. Estaban
flacos... también ella, salvo ese vientre enorme,
abultado... y había moscas por todas partes porque el
alambre tejido de la ventana estaba agujereado y hacía
un calor infernal. ¡Y yo creía pasarlo así en chirona!
Aquello era un lugar de veraneo comparado con el
nido de ratas en el que ella vive.
Rió con amargura. Entendiendo apenas que él se
refería a su permanencia en la cárcel, Rachel le tocó el
brazo. Por el momento, su principal preocupación era
devolverle la sobriedad y hacerle comer. Sospechaba
que no había comido nada en todo el día, y quizá
tampoco el sábado, aunque seguramente su hermana
le había preparado algo.
-Johnny, bebe esto, por favor. Es café y tú lo
necesitas.
La mirada de Johnny se desvió hacia ella. Tenía los
ojos tan turbulentos como una tormenta eléctrica.
-Tú no sabes una mierda lo que yo necesito. ¿Cómo
podrías saberlo? ¿Acaso alguna vez te ha faltado algo?
¡No, demonios! Tú con tu mansión y tus palabras
delicadas y tus padres refinados... ¿qué sabes tú de la
gente como yo?
-Sé que sufres -repuso ella.
Aunque su voz fue muy suave, las palabras
parecieron zaherir a Johnny, cuya boca se retorció en
una mueca de furia.
-Sí, sufro. Sí, demonios. ¿Por qué no? Soy humano
como todos los demás. Sufro.
Con una blasfemia se incorporó de un salto,
derribando la mesita frente a la poltrona con un
empujón, furioso. Al caer la mesita, él se volvió hacia
Rachel con mirada violenta. Ni siquiera el hecho de
que se tambaleaba un poco disminuía su aire
amenazador al alzarse ante ella.
Rachel lo miró con una calma que era sólo a medias
simulada.
-¿Te sientes mejor?
Johnny la miraba con fijeza; en sus ojos la cólera se
convertía lentamente en otra cosa. Masculló una
maldición, se pasó las manos por el cabello.
-Cristo, ¿por qué no me tienes miedo? Deberías
temerme, como todos los demás -dijo.
. De pronto, al extinguirse su ira, pareció que las
rodillas ya no podían sostener su peso. Se encorvó
hacia adelante, luego se desplomó, sentándose
pesadamente en el suelo a los pies de Rachel, medio de
espaldas a ella.
-No te tengo miedo, Johnny. Nunca te lo he tenido
-dijo Rachel, porque era verdad, y porque pensó que
era lo que él necesitaba oír. Entonces Johnny se volvió
para mirarla; una sonrisa fatigada se asomó a sus ojos
por un instante, nada más. Luego echó atrás la cabeza
para apoyarla en las rodillas de ella.
-No entiendo por qué -murmuró.
Contemplar aquella negra cabeza desgreñada, y
sentir su peso y la huesuda dureza del cráneo de
Johnny y la sedosidad de su cabello apoyado contra sus
piernas desnudas, Rachel sintió una compasión tan
intensa que le causaba dolor. Colocó la taza de café
sobre la mesita,'. junto al plato, posó una mano suave
en la cabeza del hombre y le acarició el cabello.
-Me apena mucho lo de tu padre, Johnny.
Este volvió a reír con aspereza.
-Sue Ann dijo que no vendría al funeral aunque
viviese al lado. Dijo que odiaba al viejo miserable. Buck
lo odiaba también... llamé a Buck. Y yo también lo
odiaba. Lo odio, quiero decir. ¡Que se lo lleve! el
diablo!
De pronto la voz de Johnny se ahogó. Rachel,
apenada, siguió acariciándole la cabeza, alisando con
dedos tranquilizadores los enredados mechones que
caían en torno de su rodilla. No sabía si él sentía;
siquiera su contacto. Seguía hablando con voz ronca y
chirriante, como, si lo estuvieran estrangulando.
-Grady... Grady. Era a Grady a quien él solía
castigar más. Buck, era demasiado grande, yo
demasiado fuerte, y Sue Ann era una niña.'-, Aún me
parece ver al pobrecito Grady... verás, no era muy
grande,-', apenas un chico flacucho y canijo con una
mata de rizos negros... aun me parece ver al viejo
bajarle los pantalones a Grady y azotarle con su
cinturón. Me parece oír a Grady cuando gritaba y luego
sin gritar, cuando el viejo lo alzaba y lo aplastaba
contra la pared hasta que se callaba. Nunca pude
entender por qué el viejo lo odiaba más a él que a los
demás. Si veía siquiera la cara de Grady, le propinaba
un golpe. E. chico solía esconderse en el ropero si no
alcanzaba a salir antes de que el viejo llegara a casa.
Johnny hizo una pausa para respirar. Rachel no
decía nada; tan, sólo le acariciaba el cabello y
escuchaba. Por el modo en que él clavaba la vista en el
espacio, Rachel ni siquiera sabía con certeza si
recordaba que ella estaba allí.
-Ah, Grady. Estábamos muy unidos, ¿sabes? Ni
siquiera me dejaron ir a su funeral. Ahogado. Yo no
podía creerlo -rió entre dientes con un sonido tan
áspero y lleno de congoja como un sollozo-. Ese chico
siempre nadó como un pez. Era el único deporte para
el cual servía. Creo que tuvo un deseo de muerte. Yo
leía mucho en la cárcel... demonios, no había mucho
más que hacer... y tropecé con mucho material
psicológico. En su mayor parte no valía lo que el papel
higiénico, pero algo tenía sentido. Grady se pasaba el
tiempo lastimándose cuando niño. Se rompió más
huesos que todos nosotros juntos. Hasta se prendió
fuego una vez, jugábamos con un encendedor, y estuvo
a punto de freírse como una patata. Claro que al viejo
no le importaba. Ni siquiera le llevó nunca a un
médico, y el chico tenía las piernas y la espalda llenas
de cicatrices, hasta el día en que murió. Pienso que
Grady sufría porque mi madre se había marchado y mi
padre lo odiaba, y por eso quiso morir. Demonios, a mí
me encerraron por asesinato y al viejo no le hicieron
nada, aunque era mucho más culpable de lo que he
sido yo en mi vida. Nunca. Nadie hizo nada. ¿Sabes que
Grady le tenía tanto miedo que al viejo le bastaba con
mirarlo de cierta manera para que él se orinara en los
pantalones? Cuando yo estaba crecido, siendo adoles-
cente, una mirada y Grady se orinaba como un crío.
Alguien habría debido ayudarle, ¿oyes? Alguien habría
debido llevárselo lejos del viejo canalla. Pero a nadie le
importaba una mierda.
Johnny se interrumpió de pronto, apretó la
mandíbula y cerró los ojos. Su cabeza pesaba sobre las
rodillas de Rachel. La joven, horrorizada por lo que
acababa de oír, permanecía en silencio, la mano
inmóvil sobre el cabello de Johnny. Había sospechado
la existencia de abusos, pero esta cruda confesión los
hacía tan inmediatos, tan terribles y tan distintos de
todo lo que ella se había imaginado. Abuso era un
término clínico que ella había aprendido en la escuela.
Este dolor era espantosamente real.
-Demonios, creo que en parte fue mi culpa. Nunca
se lo dije a nadie. Ninguno de nosotros lo contó jamás.
¿Te acuerdas cuando me preguntaste si mi padre nos
castigaba? Me reí en tu cara, ¿o no? Me reí porque me
avergonzaba demasiado admitir la verdad. Todos
pensaban que éramos basura. Yo no quería demostrar
que tenían razón. Detestaba que todas esas personas
amables y bien educadas nos despreciaran. Si
hubieran sabido la verdad, sólo nos hubieran
despreciado un poco más. Era un maldito borracho y
nos golpeaba, y nosotros no queríamos que lo supiese
nadie. Maldito puñado de chicos cobardes.
Su respiración cambió, tornándose más áspera, y
de pronto se sentó, alzando la cabeza en las rodillas de
Rachel y se dio la vuelta para mirarla a los ojos.
Hipnotizada por el poder de la escabrosa confesión del
hombre, muda porque no se le ocurría nada que decir,
Rachel sólo pudo mirarlo a su vez con una mezcla de
horror y piedad en los ojos.
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Rachel se dirigió hacia él.
-Hola, Johnny -dijo con todo el aplomo que pudo
reunir. Johnny estaba muy guapo con el sol brillando
sobre su cabello negro, y sus ojos azules
resplandeciendo en agradable contraste con el bron-
ceado de su piel. Rachel sintió que le temblaban las
rodillas-. ¿No eberías estar trabajando?
-Me tomé la tarde libre. Ziegler se alegró de librarse
de mí -repuso él.
Entrecerró los ojos al verlo tan decididamente
impasible. A Rachel le costó no bajar la vista ante esa
mirada calculadora. Se sentía igual que una
adolescente, tan joven y estúpida como Allison, Gretta
y Molly, que en ese momento juntaban las cabezas por
encima de un auto amarillo que, según presumió
Rachel, era el auto nuevo de Allison. Hablaban a toda
velocidad y observaban a su maestra junto con el
indeseable más famoso del pueblo.
En ese momento era Johnny quien parecía más
maduro; el que más controlaba la situación. Rachel
comprendió, nerviosa, que el acostarse con él había
hecho que cambiara la relación.
-¿No atiendes llamados telefónicos últimamente?
-inquirió él en un tono amabilísimo, pero con algo que
traicionaba su mirada.
-¿Qué? -inquirió ella, perpleja, mirándolo con el
entrecejo fruncido.
-Te he llamado por lo menos seis veces desde que, al
despertar, comprobé que habías huido. No estabas en
casa ni siquiera a las diez de la noche, lo cual me
resulta un poco difícil de creer.
-No sabía que habías llamado -repuso ella. Era la
verdad.
-Me alegra saberlo -contestó Harris. La tensión que
rodeaba su boca se aflojó un poco-. Me parece que no
le gusto a tu madre.
-¿Hablaste con mi madre?
-Si así quieres llamarlo. Nuestras conversaciones
solían ser más o menos así: Yo decía "Habla Johnny
Harris. ¿Puedo hablar con Rachel? y ella contestaba
"No está aquí" en tono helado y colgaba el auricular.
Pensé que tal vez tú le habías dicho que dijera eso.
-No.
-¿Entonces no me has estado eludiendo
deliberadamente?
Rachel alzó la vista, se miró en esos ojos azules
penetrantes, vaciló y suspiró.
-Bueno, un poco tal vez.
-Eso pensé -Johnny movió la cabeza
afirmativamente, cruzó los brazos sobre el pecho y se
quedó mirándola con aire pensativo.- La cuestión es,
¿por qué? ¿Porque hice el idiota la otra noche, o
porque hicimos el amor?
Su franco lenguaje, acompañado por una mirada
inquisitiva que parecía ver dentro de su propia alma,
hizo que Rachel enrojeciera. Pero percibió que,
aunque las palabras y la actitud de Johnny eran casi in-
diferentes, el recordar que había sollozado ante ella,
con la cabeza apoyada en su regazo, debía
avergonzarlo profundamente. Y no podía soportar que
él estuviese avergonzado por tal razón.
-Tú no hiciste el... el idiota -dijo con firmeza Rachel.
-Aaah -Johnny la miró con una sonrisa lenta, cálida
y sensual que conmovió a Rachel; luego tendió una
mano y le quitó de los brazos el montón de libros y
papeles antes de que ella advirtiera lo que se proponía.
-¿Qué estás haciendo? -inquirió la joven.
Johnny colocó las pertenencias de Rachel bajo un
soporte, tras el asiento de cuero de la motocicleta, y los
sujetó con unas gruesas correas de cuero.
-Sube -dijo luego, al tiempo que se volvía y ofrecía
un reluciente casco plateado.
-¿Qué? ¡No!
Rachel aceptó el casco, pero se quedó mirando a
Johnny como si pensara que estaba loco.
-Sube, Rachel. La otra alternativa es terminar esta
interesantísima conversación aquí mismo, ante la
mirada de tus risueñas alumnas.
-¡De ningún modo voy a salir volando contigo en
esa... esa cosa!
-Es una motocicleta, no una cosa. ¿Nunca te has
subido en una? -¡Ciertamente que no!
La miró sacudiendo la cabeza mientras tomaba su
propio casco, que colgaba de un manubrio.
-Pobre maestra reprimida... Pues piénsalo como
una experiencia educacional. Vamos, sube.
-He dicho que no y lo he dicho en serio. Llevo
puesto un vestido, válgame Dios.
-Ya lo he notado, y muy Undo, además. Aunque
pienso que debes acortar un poco tus faldas. Tienes
unas piernas sensacionales -dijo Johnny, poniéndose
el casco mientras hablaba.
-Johnny...
-Señorita Grant, ¿está usted bien? ¿Quiere que
busquemos ayuda? -llamó Allison.
Las tres jóvenes se acurrucaban . unto al auto
amarillo. Observaban a Rachel y Johnny con expresión
ansiosa.
-Piensan que trato de raptarte.
-¿Y no es así? -replicó Rachel con acritud.
Johnny se mostró sorprendido; luego sonrió con
lentitud.
-Supongo que sí. ¿Quieres subir, Rachel, por favor?
Piensa cuánto se beneficiará mi imagen pública
cuando vuelvas a aparecer en tierra.
-No voy a ninguna parte en esa motocicleta. Aunque
lo quisiera, y aunque estuviera vestida para ello, no
podría subir detrás tuyo aquí mismo, en la escuela, y
partir como un rayo frente a mío alumnas. La junta
directiva no lo admitiría jamás... sin hablar ya del
señor James.
-¿Todavía es el director?
-Sí.
-Lógico. Solamente los buenos mueren jovenes.
Rachel
Rachel suspiró.
-Está bien. Acepto que debemos hablar. Pero no
subiré a la motocicleta. Allá está mi auto. Iré en mi
auto o no iré.
Johnny la miró, se encogió de hombros y se quitó el
casco.
-Es ruedas, al fin y al cabo -dijo.
El comentario arrancó una sonrisa irónica a
Rachel.
-Para ser uno de los mejores alumnos que he
tenido, tu gramática es terrible.
-Nunca he sido fuerte en gramática, ¿recuerdas? Yo
era mejor en... otras cosas.
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Rachel suspiró.
-No me estoy metiendo en una situación difícil.
-Yo llamaría una situación difícil a acostarte con ese
jovencito Harris.
-¡Madre!
Rachel estaba genuinamente escandalizada, tanto
por la franqueza de su madre como por lo que esta
sabía.
-¿Creías acaso que yo no lo sabía, Rachel? Soy lo
bastante inteligente como para sumar dos más dos.
Aunque se sintió enrojecer, Rachel se rehusó a
bajar la vista.
-¿Lo niegas acaso? -insistió Elisabeth.
-No niego nada -replicó Rachel, recuperando en
parte el aplomo perdido-. Ni tampoco admito nada. No
es de tu incumbencia, madre.
-¡Que no es de mi incumbencia cuando mi hija tiene
relaciones con un asesino! ¿Debo ignorarlo también
cuando te ataque con un cuchillo?
-Johnny jamás...
-¡Bah! -la interrumpió su madre con indignación-,
de eso puedes estar tan poco segura, como yo de que tu
papá mejorará algún día. Tal vez yo lo crea así, pero es
posible que sean sólo mis deseos. Y probablemente a ti
te pasa lo mismo.
Madre e hija se callaron unos instantes, en los que
flotó en el aire la innegable verdad de esa afirmación.
Luego Rachel apretó los labios.
-Voy a cambiarme, madre -dijo y se volvió para
subir las escaleras. De pronto se abrió la puerta de la
biblioteca.
Al volverse, Rachel vio a Michael; tras él se hallaba
Becky, pálida, pero sin llorar. Elisabeth también se
había vuelto hacia su yerno.
Por un momento, Michael y las dos mujeres se
miraron con fijeza, sin hablar. A Michael se lo veía
mucho mayor que cuando Rachel lo había visto en
Navidad. El no había podido ir para Pascua ni-para el
Cuatro de Julio, cuando Becky llevó a las niñas para
que pasaran una semana con su tía y sus abuelos. En
torno de sus ojos, círculos oscuros hablaban de noches
sin dormir, y detrás de sus orejas, el tono de su pelo
gris recordó a Rachel que había cumplido cuarenta
años, pocos meses-atrás. La piel de Michael era pálida,
como correspondía a un hombre que muy pocas veces
buscaba el sol. Estaba sin afeitar y la barba incipiente
tornaba áspera su cuadrada mandíbula. Alto y
delgado, moreno y bien parecido, con traje azul, era la
imagen misma de un próspero abogado blanco,
anglosajón y protestante. A Rachel le resultó difícil
creer que alguna vez hubiera estado enamorada de él.
A juzgar por la expresión de Michael, era claro que
no le agradaba encontrarse ante las miradas
escrutadoras de su madre y u cuñada.
-Hola, Michael -dijo al fin, ya que presumiblemente
había saludado a Elisabeth al llegar. 1
Rachel lo saludó apenas con un gesto y miró a
Becky que parecía estar acongojada. Estaba claro que
no se habían arreglado las diferencias -entre ambos.
Pese al afecto que había guardado por Michael durante
mucho tiempo, en ese momento de crisis estaba
vehementemente del lado de Becky.
-¿Quieres que te traiga café o un emparedado,
Michael? -inquirió Elisabeth, con cierto nerviosismo.
A diferencia de Rachel, el cuerpo de su yerno le
impedía ver a su hija menor.
-No, gracias, Elisabeth. Tengo una cita para cenar.
Me despediré de las niñas y partiré.
-¡Que te despedirás de las niñas! -rió Becky con un
sonido agudo y casi histérico, uniendo las manos sobre
el pecho. Michael se volvió hacia ella. Desde su punto
de mira en la escalera, Rachel pudo ver la mirada de
odio que le lanzó su hermana. Diez años antes, Becky
había amado tan desesperadamente a Michael, que
resplandecía cada vez que pronunciaba siquiera su
nombre. El contraste entre cómo habían estado juntos
entonces y la situación actual, puso furiosa y triste a
Rachel al mismo tiempo. ¿Acaso nada era permanente
en la vida?-. ¡Con qué calma lo dices! ¿No has pensado
en las consecuencias de un divorcio? -agregó Becky con
voz chillona.
-Los niños se adaptan -repuso Michael con
aspereza.
Su misma postura irradiaba tensión. Rachel
observó con sorpresa que tenía los puños cerrados. El
Michael a quien ella conociera había estado siempre
tan controlado... ella no recordaba haberlo visto jamás
perder los estribos. Pero, por otro lado, ella lo había
conocido realmente durante un sólo verano, en una
situación de noviazgo. Tal vez el joven de quien ella se
había enamorado había sido un producto de su propia
imaginación.
-¡Eres su padre!
Fue un grito desde el corazón de Becky. Michael se
puso rígido; luego se apartó bruscamente de su esposa,
pasó sin una sola palabra, más frente a Elisabeth y,
Rachel, y salió por la puerta de atrás con un portazo.
Por un momento, las tres mujeres se quedaron
paralizadas. Luego Rachel se recuperó lo suficiente
como para correr hacia su hermana. Elisabeth se
adelantó y tomó en sus brazos a Becky.
-¡Vino a ver qué pensaba yo de vender la ca... casa!
-se lamentó Becky-. Pasará la noche en un hotel, y
vendrá mañana para hablar de ello. Dijo... dijo que una
noche de buen sueño me ayudaría a situarlo todo en su
perspectiva correcta.
-Ese hijo de mala madre -dijo con vehemencia
Elisabeth.
Rachel, que nunca había oído a su madre decir
palabrotas, asintió expresando su sincero acuerdo.
Luego apoyó su cabeza contra la de Becky con callada
compasión al tiempo que su hermana prorrumpía en
llanto.
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Rachel Carson tenía treinta y cuatro años y nunca
se había duchado con un hombre. Mientras Johnny le
enjabonaba la espalda y luego le pasaba unas manos
sensuales bajo los brazos para cubrirle y enjuagarle los
senos, Rachel comprendió lo que se había estado
perdiendo. Había todo un mundo allí afuera, un
maravilloso mundo de los sentidos entre un hombre y
una mujer, que ella apenas si había vislumbrado.
Mientras las manos enjabonadas se deslizaban por su
vientre, sus caderas, sus muslos y luego su trasero, ella
comprendió que estaba tan enamorada de él que le
aturdía.
Ella, Rachel Grant, estaba enamorada de Johnny
Harris. Ese pensamiento era tan absurdo, que emitió
una risita.
-¿Dónde está la gracia? -gruñó él... la reacción de
Rachel a sus dedos inquisitivos no era la que él
esperaba.
La hizo girar en sus brazos y la miró a la cara con
fingida severidad mientras el agua caliente los
empapaba.
-Tú. Yo. Nosotros. ¿Quién lo habría pensado?
Johnny le pasó los dedos por el cabello empapado,
separando los mechones de modo que el agua, al caer,
le enjuagara bien el cabello. Luego bajó las manos para
posarlas sobre el delgado talle de la mujer.
-Yo lo he pensado durante años. Casi la mitad de mi
vida, en realidad.
Repentinamente seria, Rachel lo miró con fijeza y
detuvo la agradable tarea de enjabonarle el pecho. Con
el cabello tan mojado como el de ella y alisado, dejando
libre su cara, se lo veía muy diferente del Johnny a
quien ella estaba habituada. Estaba igual de guapo,
igual de atractivo, pero mayor, más maduro. En ese
momento no quedaba el menor atisbo del adolescente
demasiado crecido. Era un adulto, igual que ella. Al
parecer, la diferencia en sus edades no era un
obstáculo.
-Ahora que has conseguido lo que querías de mí,
¿cuánto tardará en terminar la luna de miel? -inquirió
Rachel en tono jocoso, para que él no sospechara la
seriedad que experimentaba ante su respuesta. Johnny
no había hablado de amor, sólo de deseo y de lujuria.
Si todo lo que él quería era cumplir una fantasía sexual
de adolescente, lo había logrado con creces. Rachel
empezó a mover de nuevo los dedos, pero percibió algo
en la mirada del hombre que le aceleró el corazón.
Johnny tomó las manos de ella, para detener sus
vacilantes movimientos y atrapar el jabón contra su
propio pecho.
-Años me llevará conseguir lo que quiero de ti.
Puede que me lleve el resto de la vida. Tal vez hasta
más que eso.
-¿Ah, sí? -dijo ella, sonriendo a través de la
implacable cortina de agua.
-Sí -repuso él. Se inclinó para besarla y el jabón
cayó, resbalando, sin que ellos lo notaran.
Permanecieron en la ducha hasta que el agua se
enfrió y el estómago de Johnny empezó a manifestarse
otra vez.
-¿Qué tal si cocino yo en lugar de que salgamos?
-preguntó Johnny después de que ambos salieron de la
bañera a tropezones. Su voz quedó un poco apagada
porque se estaba frotando vigorosamente el cabello
con la toalla.
-¿Tú? -Rachel, que se había envuelto el cuerpo con
otra toalla, dejó de pasarse el peine de púas anchas por
el cabello para mirarlo con fijeza, algo incrédula, por
el espejo.
-Sí, yo. ¿Por qué no? Sé cocinar -replicó él. Terminó
con su cabello y se rodeó la cintura con la toalla.
-¿Sabes cocinar?
Era tan evidente la incredulidad de Rachel, que él
sonrió.
-Rachel, preciosa, detesto decirte esto, pero se te
notan los estereotipos. Dios santo, ¿qué hay en mí para
que la gente presuponga lo peor? Claro que sé cocinar.
En una familia como la mía, si no sabías cocinar, te
morías de hambre.
Aún levemente incrédula, porque no podía evitarlo,
ella contempló aquel cuerpo largo, fuerte, tan
masculino. En la familia de Rachel, su madre había
cocinado, y las niñas habían aprendido de Elisabeth.
Rachel no había visto nunca a Stan revolver tan
siquiera una olla de sopa. Pero Johnny tenía razón. El
solo hecho que él fuese tan viril no era motivo para que
no pudiese preparar una comida. Ella lo estaba
estereotipando, tal como lo hacían todos los demás.
-¿Y bien? -insistió él, mirándola a los ojos con el
espejo.
-Cocina tú, por supuesto. Estoy impaciente por
verlo.
Johnny sonrió y salió del cuarto de baño. Rachel lo
oía dar vueltas por el dormitorio, y presumió que se
estaba vistiendo. Fue a la sale, de estar en busca de su
bolso, pasando cautelosamente por encima de Lobo
que, estirado en el pasillo, miraba con abyecta
devoción a Johnny, mientras se vestía en el
dormitorio. Cuando ella casi saltó por encima suyo, el
enorme animal la siguió con la mirada, pero ni siquie-
ra emitió un gruñido.
Se aplicó los pocos cosméticos que llevaba
habitualmente en el bolso -lápiz de labios, polvo,
crema humectante para las manos- se esponjó el
cabello ya casi seco y fue al dormitorio para vestirse.
En la cocina, Johnny hacía ruido con ollas y sartenes.
Le resultaba enternecedor que él cocinara para ella.
Poco después, estaba vestida con el atavío con el
que había llegado -la falda estrecha del traje rosado, su
blusa de seda blanca con mangas cortas, un simple
collar de perlas y zapatos beige-, se encaminó hacia la
cocina, a ver si podía ayudar al maestro.
Tendido junto a la puerta que conducía a la
ferretería, Lobo la observaba con una mirada cavilosa
que puso un poco nerviosa a Rachel.
En la cocina hervían cacerolas, y del horno
emanaba un delicioso olor a ajo, pero de Johnny no
había señales.
-¿Johnny? -llamó ella, volviéndose para buscarlo.
Debía haber ido al cuarto de baño sin que ella lo
notara. En el pequeño apartamento no tenía ningún
otro sitio donde él pudiera estar.
Inmóvil en la puerta, Lobo la observaba fijamente.
Rachel lo miró a su vez sin saber qué hacer. El
perro bloqueaba la única salida.
-Johnny -repitió ella con un atisbo de pánico en la
voz.
El animal era enorme, alto y robusto, y
evidentemente experto en batallas. Si era de alguna
raza en particular, Rachel no pudo identificaría. Pero,
por otro lado, había tenido muy poca experiencia con
perros. Se limitaba al perro de agua de su tía Lorraine.
La madre de Rachel no toleraba perros en su casa tan
inmaculada.
Dondequiera que estuviese, Johnny no respondió.
Los ojos de Lobo parecieron agudizarse, y la mirada
que fijaba en Rachel parecía casi codiciosa. Dios santo,
¿acaso esa bestia pretendía comérsela? ¿Atacaría?
Rachel retrocedió un paso. Observó horrorizada
como Lobo avanzaba.
-¡Johnny!
Fue un grito a plena garganta. Al oírla, Lobo irguió
las orejas y dio otro paso adelante.
Rachel retrocedió con cautela y se encontró con la
espalda contra el mostrador. Se movía tan despacio
como podía, para no provocar al animal. Apoyó ambos
brazos en el mostrador, que se encontraba a sus
espaldas, y se hizo encima de él. Lobo avanzó otro
paso. Ya estaba en el interior de la cocina, a apenas un
metro de los pies de Rachel.
-¡Johnny! -Esta vez fue un lamento desesperado.
Lobo alzó la cabeza, sus ojos relucieron. Rachel se
apresuró a acomodar los pies bajo su cuerpo; luego se
incorporó. Acurrucada sobre el mostrador, echó mano
de una cuchara de madera con mango largo que estaba
apoyada junto al fregadero y la sostuvo por delante co-
mo un escudo.
-Pero qué...
Al oír la voz de Johnny en la entrada, Rachel casi se
desplomó de alivio, tan contenta de verlo que ni
siquiera le molestó su evidente expresión de burla.
-Socorro -dijo débilmente. Johnny sonrió-. ¿Dónde
estabas?
Todavía sonriendo, Johnny entró en la cocina, pasó
al lado de Lobo, que acható las orejas y agitó la cola
para su amo, y abrió la puerta de la nevera.
-Abajo, en la tienda. Necesitaba un poco de sal para
la salsa de los macarrones y recordé que Ziegler
guarda paquetitos del Rey de la Hamburguesa en su
escritorio.
Sacó algo de las profundidades de la nevera y se lo
arrojó a Lobo, que lo devoró ávidamente y agitó la cola
pidiendo más.
-Anda, échate -dijo Johnny, alejando al animal con
un ademán. Para alivio y asombro de Rachel, Lobo se
volvió y salió-. Quería una salchicha -agregó Johnny
antes de bajar a Rachel del mostrador y quitarle la
cuchara de las manos.
-¿Una salchicha? ¿Estás segura? -Todavía asustada,
Rachel apoyó la frente en el pecho de Johnny.
-Estoy seguro. ¿Qué creíste que quería?
-Comerme-respondió convencida Rachel.
Johnny se echó a reír. Rió hasta que Rachel,
disgustada, pasó rozando al perro, decidida a volver al
dormitorio.
Lobo, tendido junto a la puerta de la cocina, al
salir, la detuvo de golpe. Rachel lo miró con
desagrado. Lobo la miró a su vez; Rachel, habría
jurado que con aire de burla.
-Toma, dale una.
Acercándosele, Johnny, que había dejado de burlarse,
trató de
ponerle en la mano una salchicha de aspecto viscoso.
-¡No! ¡Antes -trataría de alimentar a una
barracuda! -Racho1,11 cruzó ¡os brazos sobre el pecho
sin ánimo de celo.
-Quiero que ustedes dos sean amigos. Anda, por
favor.
Johnny lograba engatusarla, con su tono
conciliador... pero persistía su temor. Rachel sacudió
la cabeza.
Johnny suspiró.
-Haré un trato contigo. Intenta hacerte amiga de
Lobo y yo intentaré hacerme amigo de tu madre.
Rachel lo miró con incredulidad.
-¿Estás realmente comparando a mi madre con un
perro monstruoso, mal entrenado y feroz?
Johnny se encogió de hombros.
-Ella me asusta muchísimo.
Rachel lo miró un momento, pensativa.
-Está bien -dijo luego de mala gana y tendió la mano
para tomar, la salchicha.
Cuando la cena preparada por Johnny estuvo lista,
Rachel tenía la sensación de que, si bien no eran
todavía amigos, al menos Lobo y ella habían
establecido una tregua. El costo de la paz había sido un
paquete y medio de salchichas.
Durante el resto del día comieron, sacaron a Lobo a
pasear al terreno vacío situado frente a la tienda,
fueron en auto a ninguna parte, luego volvieron para
repantigarse en el diván, Johnny con la cabeza en el
regazo de Rachel, miraba la televisión y hablaba de na-
da. Ambos aludieron deliberadamente el tema de
Glenda. Por fortuna, la dicha del amor resultó ser una
potente anestesia contra su pesar.
A las seis, Rachel, a regañadientes, empezó a
pensar en irse a casa. Cuando le dijo a Johnny que
tenía que partir, a él se le velaron los ojos, pero asintió
con un gesto.
-Sí, se está haciendo tarde.
-Me quedaré a pasar la noche, si no quieres estar
solo.
Estaban en la cocina, vaciando el lavaplatos. La
soltura con que efectuaban tareas domésticas
sencillas, tales como cocinar y hacer juntos la
limpieza, sorprendía a Rachel. Era como si ella lo
hubiese conocido toda la vida... y en realidad, si lo
pensaba bien, era cierto. Al comprenderlo, Rachel
sonrió un poco.
-No hace falta que lo hagas.
Rachel guardó una cacerola, y se volvió para
mirarlo. Estaba apoyado en el mostrador, mientras la
observaba. Aunque su rostro estaba totalmente
inexpresivo, Rachel supo cuánto detestaba él la idea de
su marcha.
-Sé que no hace falta que me quede. La pregunta es,
¿quieres tú que me quede9
Sus palabras fueron directas, atravesando la
cortina de humo de la autosuficiente virilidad de
Johnny. Luego Rachel esperó. Johnny había estado
tanto tiempo sin nadie en quien apoyarse, que admitir
que la necesitaba a ella, o a cualquier otra persona, era
difícil para él.
Johnny hizo una mueca.
-Si te quedas, es probable que tu madre venga por
mí con una escopeta. Si alguien más se entera, el
pueblo entero te marcará como una ramera. La junta
escolar podría invocar esa... ¿cómo era?... esa cláusula
de depravación moral y te despedirían. ¿Acaso quiero
hacerte pasar por eso? No.
-Nada de eso importa, si me necesitas.
-Quiero que te quedes, pero no necesito que lo
hagas, no tanto como para ponerte en una situación
como esa. No, vete a casa esta noche, duerme en tu
cama, y ven mañana a pasar la velada conmigo.
-¿Cocinarás tú? -sonrió Rachel.
-Ya te he malcriado, ¿verdad? -sonrió él, y le tendió
los brazos.
Rachel fue hacia ellos, que se cerraron a su
alrededor como si Johnny no quisiera soltarla jamás,
pese a sus palabras.
Cuando Rachel salió del apartamento de Johnny,
eran -casi las ocho. El la acompañó hasta el auto; luego
se quedó inmóvil en la acera, viendo cómo se alejaba.
Dejarlo solo con sus fantasmas fue lo más difícil
que había hecho Rachel en su vida.
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-Jeremy...
Aquella voz atravesó la angustia que envolvía al
muchacho. Sentado en la escalinata de atrás de la
casita de madera de su padre, Jeremy le oyó y alzó la
vista. En la oscuridad iluminada por la luna, no pudo
ver nada más que el cobertizo y los pocos arbustos que
crecían en el campo, detrás de la casa.
En alguna parte, Sam gimoteaba lastimeramente.
Sam era su perrito. Su papá le había comprado el
animalito para compensar lo sucedido a su mamá.
Claro que su papá no lo había dicho de ese modo
directamente, pero Jeremy lo sabía. No era estúpido.
Antes, nunca se había permitido tener un perro. Luego
mamá fue asesinada y dos dias más tarde él, Jake y las
niñas tenían un cachorrito. No hacía falta ser un genio
para deducirlo.
Nunca volvería a ver a su mamá. La muerte quería
decir eso. Jeremy lo sabía, aunque los más pequeños
no lo supieran.
Las lágrimas le corrían por las mejillas; las enjugó
con un furioso movimiento de brazo.
-Jeremy, ¿podrías ayudarme, por favor? Tu perro
se ha enredado en este alambre.
Sam, lloriqueó. Jeremy había visto al perro poco
antes, cuando retozaba frente al cobertizo. Se puso de
pie y bajó los escalones. Detrás del cobertizo había
toda clase de alambres que podían realmente lastimar
a un cachorrito como Sam, si llegaba a enredarse.
Heather era amable al preocuparse tanto. Su mamá
siempre había llamado a Heather "la ramera", pero
desde la muerte de mamá, ella era muy buena con
Jeremy.
Sólo al cruzar el patio rumbo al cobertizo, Jeremy
recordó que Heather estaba bañando a las niñas en la
casa.
Pero entonces ya era demasiado tarde para correr.
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Elisabeth, con un gran delantal blanco que envolvía
su vestido de los domingos, estaba en la cocina,
sacando los panecillos del horno, y preparando la
salsa. Rachel estaba afuera, dando un paseo a Stanley
en su silla de ruedas antes del almuerzo, mientras las
niñas retozaban torno a su tía y su abuelo. Como
habitualmente Tilda y J. D. tenían la tarde y la noche
del domingo libres, Becky se ocupaba de atender la
puerta.
Puso hielo en el último vaso de cristal; después se
dirigió a la puerta. Ya sabía quién era antes de abrir
siquiera. Cada domingo, Elisabeth recibía entre cuatro
y seis invitados para el almuerzo. Ese día iban a, tener
solamente uno.
Johnny Harris.
Con una sonrisa de bienvenida en el rostro, Becky
abrió de par en par la puerta. Luego se quedó
boquiabierta, y se esfumó la sonrisa.
-¡Válgame el cielo! -exclamó mirándolo de nuevo,
incrédula.
Harris traía puesto un traje que parecía caro, un
traje de color azul marino que le sentaba como un
guante, una camisa blanca inmaculada y una corbata
parda de seda. Se había hecho cortar el cabello, que
ondeaba encuadrándole el rostro en un corte sexy que
le cubría las puntas de las orejas y rozaba apenas el
cuello de su camisa, atrás.
-¿Llego temprano? -preguntó.
Becky subio los ojos hasta los de él. Era Johnny
Harris, claro. Esos ojos azules y cara enjuta, morena,
pecaminosamente bella, no había cambiado tanto
desde la época de la escuela secundaria. Ella lo
consideraba el hombre más guapo de Tylerville desde
que lo viera el día anterior en el funeral de Glenda
Watkins, pero con sus pantalones tejanos y su cabello
largo no había sido del todo el tipo que le atraía. Ahora
sí lo era, y Becky percibió una punzada de envidia
porque su hermana se había quedado con un hombre
que tenía ese aspecto. Como regla general, los tipazos
eran más del estilo de ella que de Rachel. Aunque este,
por supuesto, tenía algunos inconvenientes graves.
-¿Becky? -preguntó él, mirándola inquisitivamente
porque ella seguía observándolo sin hablar.
-Se te ve estupendo -dijo ella en una explosión de
sinceridad. Su instintiva punzada de envidia fraterna
fue remplazado por un cosquilleo de anticipación por
lo complacida que iba a quedar Rachel ante la
transformación de Johnny. Le dirigió una sonrisa y
agregó-: Rachel se asombrará.
-Gracias... creo -En respuesta al ademán de Becky,
Johnny traspuso el enorme zaguán de entrada, con sus
bustos de bronce, sus cuadros con paisajes y la antigua
alfombra oriental sobre el suelo de madera lustrada,
mirando alrededor con incomodidad.- ¿Dónde está
Rachel?
-Afuera, con papá y mis hijas. Entra en el salón... Te
traeré un trago mientras esperas a que ella venga.
-Becky cerró la puerta; después condujo al visitante
por las puertas de caoba que separaban el salón del
pasillo delantero.- ¿No quieres sentarte? ¿Qué deseas
beber?
-Quisiera té helado, por favor --contestó Johnny.
Desatendió la invitación de Becky a sentarse y se
dirigió al enorme mirador situado al otro lado de la
habitación. A través de él pudo ver claramente a Ra-
chel que empujaba a su padre, en el sillón de ruedas,
por una vereda de piedra que conectaba el patio con un
área empedrada frente a lo que antes fuera un
granero, pero que ahora era un garaje.
-Gracias -dijo él, aceptando el vaso que le ofreció
Becky al volver a su lado-. ¿Esas son tus hijas? -agregó
al señalar a las tres niñas que jugaban en la hierba.
-Sí. La de cabello negro es Lisa; la menor que es
rubia, es Loren; y la bebita es Kate. Espero que no te
moleste comer con niños. Ellas siempre toman parte
en nuestro almuerzo dominical.
-Me gustan los niños.
-¿De veras? -A Becky le pareció que le había
conferido demasiado sentido a la pregunta, ya que de
inmediato se lo imaginó con un hijo de Rachel en las
rodillas y no supo bien cómo interpretar esa
posibilidad.- Me dice Rachel que también te agradan
los perros.
-¿Eso dijo? -Una lenta sonrisa pasó por el rostro de
Johnn que bebió un sorbo de té.- Rachel me dijo que a
ti y a tu madre no les gustan.
-Pues no, no nos agradan. Por lo menos nunca
hemos tenido uno. Mis hijas tienen un gato.
-Qué bonito.
La conversación languidecía. Becky, que jamás en
su vida se había sentido incómoda hablando con un
hombre, buscó a los tumbos algo que decir; finalmente
se rindió. Johnny no la miraba, sino que, mientras
bebía su té, observaba a Rachel por la ventana con una
expresión indescifrable en la cara. Pensando en el
mozalbete violento y rebelde que él había sido en la
escuela, en su tiempo en prisión, en los asesinatos que
Rachel estaba tan segura que él no había cometido,
Becky se estremeció por dentro. Era un hombre muy
bello, de eso no había duda, pero lo rodeaba un aura de
peligro que le hacia casi imposible imaginárselo con
Rachel. Dulce, soñadora Rachel, que siempre había
sido tan perfecta, sin comportarse mal jamás, sin dar
nunca un paso equivocado. Rachel, que siempre sabía
qué era lo justo y lo hacía con donaire innato.
Imaginársela,con un rebelde como Johnny Harris, aun
en su actual transformación tan intachable, era muy
desconcertante.
-Rachel te tiene... mucho afecto -dijo bruscamente
Becky, ansiosa por descubrir cómo iba a responder él.
Rachel nunca había sido tan popular entre los
hombres como Becky; era posible que la hubiese
cautivado la cruda sexualidad que ese hombre, sin
duda, poseía con creces. Si hablaba de Rachel con
afectuoso desdén, o si la desechaba con ligereza...
-¿Ella te ha dicho eso? -preguntó Johnny a su vez.
Desvió los ojos hacia el rostro de Becky, quien se
sintió incómoda bajo esa mirada fija. ¿Qué tenía él
para ponerla tan excepcionalmente nerviosa? ¿Su
reputación? ¿Su apariencia? ¿El traje, que le hacía
pensar en él como un lobo con piel de oveja?
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-Johnny...
Pero él ya se había marchado. Rachel supo que algo
malo había pasado. Se calzó el zapato y salió en pos de
él. Cerca del suelo, sintió que él le tomaba la cintura
con ambas manos para ayudarla a bajar. Cuando
estuvo de pie, Rachel se volvió hacia él y le asustó la
expresión de su cara.
-¿Qué ocurre? -preguntó ella con calma.
-Se trata de tu padre. Aparentemente ha tenido un
ataque cardíaco. Ya viene una ambulancia.
Johnny la rodeaba con un brazo y la sostenía,
mientras avanzaba a trompicones, medio corriendo
hacia la casa.
46
-Jeremy.
Allí estaba de nuevo... la voz. Esa voz suave,
aterradora, que lo llamaba. Acurrucado en la fría y
oscura prisión, Jeremy se estremeció. Había estado
allí horas, días, no podía decirlo. Creía haber estado
dormido la mayor parte del, tiempo. Pero siempre,
siempre, había oído esa voz, susurrando en su mente.
-Jeremy.
Allí estaba otra vez. Jeremy quiso gritar, quiso
llorar, pero estaba demasiado asustado. Tenía hambre
y sed, y necesitaba orinar, pero todo eso era
secundario en relación con el miedo que lo dominaba.
Algo maligno acechaba en la oscuridad.
-Muévete, Jeremy. Tienes que moverte.
-¿Mamá?
Fue un graznido, y aun cuando se olvidó de sí
mismo lo suficiente para decirlo en voz alta, Jeremy se
encogió, pensando que iba a ser atacado. Su mamá
estaba muerta. La voz que él oía no podía pertenecer a
ella. Esa cosa maligna lo estaba embaucando de nuevo,
tal como había hecho la primera vez.
-Muévete, Jeremy.
Pero sonaba como la voz de su madre. Los labios de
Jeremy temblaron. Ansiaba tanto que fuese su mamá.
Tal vez había venido para estar con él, para hacerle
compañía mientras él moría.
No quería morir. Tenía demasiado miedo.
-Levántate, Jeremy.
La voz era insistente, y por primera vez el niño
empezó a preguntarse si acaso estaba dentro de su
propia cabeza. La cabeza le dolía, le palpitaba y parecía
haberse hinchado hasta el tamaño de una calabaza.
¿Acaso su mamá le estaba hablando dentro de su
cabeza?.
Abrió los ojos e intentó sentarse. Pero estaba
mareado y con náuseas. Le dolía la cabeza, le dolía el
estómago y tenía la sensación de que los brazos y las
piernas pesaban cincuenta kilos cada una. A su al-
rededor no había más que oscuridad, una oscuridad
fría y húmeda que olía mal.
¿Acaso estaba en una tumba?
Al pensarlo empezó a respirar muy rápido. Por un
minuto casi sintió pánico. Luego logró dominarse
pensando que, dondequiera que estuviese, era
demasiado grande para ser una tumba. No lo habían
sepultado vivo.
Por lo menos no lo creía así. Pero cuando trataba de
usar su cerebro, le dolía la cabeza. ,
-¡Escóndete, Jeremy! -La voz, cualquiera fuese su
origen, gritó dentro de su cabeza.
El niño quiso gritar a su vez en aterrada respuesta,
pero un sonido raspante lo hizo callar. Ese sonido lo
asustó más que cualquier otra cosa hasta ese
momento.
Se levantó sobre manos y rodillas y, tanteando por
delante, encontró una pared de algo que parecía piedra
muy lisa, al lado mismo de donde se encontraba. No
era la pared exterior, sino una interna, y él había
estado tendido tal vez a cinco centímetros de ella.
Estaba arenosa de polvo y fría al tacto; sin embargo
mantuvo la mano en ella para orientarse al alejarse del
sonido, arrastrándose lo más rápido posible.
Un rayo de luz -no, luz no, sino oscuridad diminuta-
le permitió ver que la pared de piedra tenía un metro y
medio de alto y quizás un metro de ancho... y que podía
ocultarse de esa penumbra reveladora, colocándose
tras ella.
Así lo hizo, se acurrucó y apenas se atrevió a atisbar
para ver qué lo amenazaba.
De inmediato lo reconoció como la cosa que había
visto acechando en las sombras, la noche en que su
mamá fue asesinada. Una presencia sólida y tenebrosa
se alzaba en un portal que conducía desde el lugar
donde él.estaba aprisionado, a la noche, más allá de la
puerta. Una ráfaga de aire puro, más cálido que el que
él respiraba, agitó el borde de la capa que ocultaba de
su vista los contornos de aquel ser.
Aunque no podía verlo con precisión, Jeremy
percibió la presencia del mal. Era tan tangible como un
olor. Jeremy se hizo muy pequeño, combatiendo su
deseo de lloriquear, resistiendo al impulso de correr.
No había adónde ir... salvo hacia la cosa en línea
recta.
-Jeremy.
Era la voz que había oído en su casa. Era diferente
del. susurro que lo había despertado diciéndole que se
moviera, y que, sin duda, era un ente benéfico. Este
susurro le erizó el cabello en la nuca.
-Ven aquí, muchacho.
La cosa se movió y Jeremy vio brillar algo plateado
que sostenía por delante como un escudo. El niño
comprendió de qué se trataba: un cuchillo largo,
reluciente y afilado.
Probablemente fuera el cuchillo que había matado
a su mamá. El cuchillo que esa cosa pensaba usar
contra él.
Sintió un chorro tibio entre las piernas. Jeremy se
dio cuenta de que acababa de orinarse en los
pantalones como un bebé. La humillación se mezcló
con su terror. Apenas pudo contener un sollozo.
En el portal, la cosa olfateó una, dos veces, como si
pudiera olerlo. Entonces, afuera, en alguna parte,
hubo un destello de luz. Luces gemelas. Faros de un
vehículo. Jeremy abrió la boca para gritar.
-Calla -le advirtió la voz buena. Jeremy cerró la
boca.
La cosa pareció vacilar; luego, se esfumó con la
rapidez de un ave que levanta el vuelo. Se cerró la
puerta. Jeremy volvió a encontrarse solo en la
oscuridad.
Sólo que esa vez recibió la oscuridad como a una
amiga.
47
Los días siguientes trascurrieron como en un sueño
para Rachel. Pasaba casi todos sus momentos de vigilia
en el hospital, junto al lecho de su padre, tomándole la
mano, hablándole y orando por su recuperación,
aunque sabía que ahora lo más deseable para él era la
muerte. Pero no podía evitarlo. No podía convencerse
de dejarlo ir. Todavía no, no de esa manera.
Elisabeth Grant, que hasta dormía en el suelo junto
a la cama de Stan, también se sentía mal. Pálida y
acongojada, vigilaba a su esposo, y apenas si podía
hablar coherentemente, ni siquiera a los médicos. A
Rachel le tocaba hablar con ellos y tratar de
interpretar lo que le decían. Luego debía comunicar la
situación, según ella la entendia, a Elisabeth y a Becky.
Becky, desgarrada entre sus hijas en casa y su padre
en el hospital, mantenía guardia con su madre cada vez
que Rachel se rendía al agotamiento y dejaba que
Johnny se la llevara para dormir unas horas. Quedó
olvidada la intención de Johnny de mantener una
custodia nocturna en el patio de Rachel, porque esta ya
no pasaba sus noches en casa. Ahora Rachel iba al
apartamento de Johnny con tanta naturalidad como
habría ido a la Nogalera, porque estaba cerca del
hospital y porque Johnny estaba allí. La sostenía entre
sus brazos para dormir, le secaba las lágrimas cuando
ella lloraba y la obligaba a comer cuando ella no tenía
ganas. Era Johnny quien se hacía cargo de las
pequeñas cosas que hacían soportable una vigilia tan
exhaustiva. El llevaba a las mujeres de un lado a otro
cuando estaban demasiado cansadas para pensar
siquiera coherentemente, y mucho menos manejar un
vehículo. Les llevaba comida y bocadillos cuando no
lograba persuadirlas de ir a comer a la cafetería. Les
compró artículos de primera necesidad, tales como
jabón, cepillos de dientes y pasta dentífrica en la
farmacia del hospital cuando ellas despertaron
sintiéndose sucias y desorientadas después de aquella
primera noche aterradora con Stan. Lo más impor-
tante de todo, proporcionaba un fuerte hombro
masculino en que apoyarse para cualquiera de ellas en
un momento de debilidad. Hasta Elisabeth llegó a
confiar en él durante esos días terribles. Más de una
vez dijo que no sabía cómo se las arreglarían sin él. En
la angustia posterior a la hospitalización de Stan, hasta
había aceptado sin rechistar la noticia de los
esponsales de Rachel. Claro que Rachel no habría
elegido ese momento para decírselo, pero con el
reluciente anillo en su dedo cuando llegó al hospital,
hasta para Elisabeth, acongojada como estaba, fue
difícil no advertir el hecho.
Afuera del hospital, la vida continuaba mientras
Stan yacía conectado con decenas de máquinas que lo
mantenían vivo. Llegaban muchos amigos a la sala de
espera, pero sólo los miembros de la familia eran
autorizados a visitar a Stan. Kay era una frecuente
visita, al igual que Susan Henley y todas las amigas de
la iglesia de Elisabeth. Hasta Rob envió flores, un gesto
que Rachel apreció. Comprendió que, en un momento
de prueba como ese, ella, Elisabeth y Becky
necesitaban a sus amigos. Los visitantes se esforzaban
incluso por ser corteses con Johnny, de cuya situación
como casi miembro de la familia se hablaba en todo el
pueblo. Por una vez, Rachel agradeció la eficiencia de
la red de habladurías que había hecho pública la
noticia de sus esponsales. En ese momento, la crisis de
Stan era lo único que ella podía encarar. No creía
poder reunir energías para explicar también la
presencia casi constante de Johnny a sus amigos y
vecinos.
Una remplazante había sustituido a Rachel en la
escuela mientras hiciera falta en el hospital. Michael
vino una vez de Louisville para visitar a Stan, pero tuvo
una recepción tan fría de Elisabeth y Rachel, que no se
quedó más de diez minutos. Becky, que llegó un poco
más tarde con los ojos hinchados, informó que Michael
había pasado por la Nogalera para ver a sus hijas, y
que después de marcharse, Loren le había preguntado
cuánto duraba un divorcio, porque ya se estaba
cansando de él. La pregunta había hecho llorar a
Becky.
La ferretería era de nuevo hábilmente administrada
por Ben, quien había accedido a quedarse gracias a un
arreglo que le daba participación en las ganancias,
además de un buen aumento de sueldo, e incluía la
condición de que Johnny ya no trabajaría en el
negocio. A Johnny no le importaba quedarse sin
trabajo, ya que aguardaba tan sólo una resolución de la
crisis de salud de Stan para irse de Tylerville con
Rachel.
El jefe Wheatley fue uno de los tantos amigos de
Stan Grant que fueron a verlo al hospital. A diferencia
de los demás, se le permitió visitar al paciente, debido
-a su jerarquía oficial. Dijo que no tenía ningún
progreso real que informar en cuanto a la investiga-
ción del asesinato, pero traía consigo noticias poco
tranquilizadoras. Aparentemente, Jeremy Watkins
había huido de su hogar. De cualquier manera, había
desaparecido; su padre y sus abuelos estaban
consternados. No, el jefe de policía no sospechaba
realmente nada turbio -en los últimos tiempos, los
niños no eran las víctimas favoritas de asesinatos en
Tylerville-, pero de todos modos era preocupante.
Cuando Rachel y Johnny le aseguraron que ninguno de
ellos había visto a Jeremy desde el funeral de su
madre, Wheatley asintió frunciendo los labios. El chico
había estado adaptándose a su nueva situación
hogareña, que no era ideal y, en opinión del jefe, le
proporcionaba un buen motivo para fugarse; sin
embargo, estaban verificando todas las posibilidades.
Lo único que lo molestaba, declaró Wheatley, era el
modo en que Jeremy había venido repitiendo que la
noche del asesinato de su madre había visto algo en la
oscuridad. Si el asesino se había enterado, tal vez
hubiera creído necesario quitar de en medio a Jeremy.
Por eso entrevistaba a Johnny, a Rachel y a todo aquel
que hubiese oído el comentario de Jeremy Watkins.
Por supuesto que, tal como funcionaba Tylerville, era
difícil encontrar a alguien que no supiese lo que había
dicho el chico, y por lo tanto la lista de sospechosos
potenciales no se limitaba de ningún modo a los que
habían escuchado en persona a Jeremy.
Al oír la sugerencia, Rachel se horrorizó, pero el
jefe de policía le dijo que era tan sólo una entre
muchas posibilidades, y ni siquiera muy verosímil, ya
que, si hubiesen matado al niño, el cuerpo segura-
mente ya habría sido hallado. El asesino de Marybeth
Edwards y Glenda Watkins no había dudado en dejar
sus víctimas a la vista.
No, lo más probable era que el muchacho,
acongojado por la muerte de su madre, desdichado en
su nueva casa con la presencia de la novia de su padre,
hubiera huido. Se había informado su desaparición a
todo el país, y el jefe esperaba que en cualquier
momento lo flamaran anunciando que el muchacho
había sido hallado.
Así lo esperaba Rachel, pero la noticia de que
Jeremy había desaparecido la inquietaba mucho.
Advirtió que Johnny sentía lo mismo.
Pero nada podían hacer para localizar al muchacho,
y Rachel estaba tan angustiada por la situación de su
padre, que relegó el misterio del paradero de Jeremy
al fondo de sus pensamientos. Como había dicho
Wheatley, era muy probable que el pobre niño hubiese
huido simplemente.
Pocos minutos después de la marcha del policía,
Johnny dio una excusa para salir de la habitación.
Rachel lo despidió distraídamente ya que no se percató
cuando Wheatley le hizo una señal al muchacho.
Cuando Johnny salió del cuarto de Stan, Wheatley
ya no estaba en el corredor. Johnny tuvo la esperanza
de que no se hubiera detenido en la sala de espera,
donde habitualmente podía encontrarse a uno o más
amigos de los Grant... evitaba esa situación cuando era
posible. Una enfermera uniformada, que empujaba un
carrito rodante con la merienda para aquellos
pacientes que podían comer, dijo a Harris, res-
pondiendo a su concisa pregunta, que el jefe acababa
de entrar en el ascensor. Bajó la escalera
apresuradamente, y alcanzó a Wheatley en el
vestíbulo.
-Jefe -Su voz detuvo al otro hombre antes de que
traspusiera las puertas giratorias de salida.
Wheatley miró atrás, vio a Johnny y le hizo señas de
que lo siguiese afuera. Así lo hizo Johnny, impaciente.
Fuera del hospital, en el aire todavía tibio de
setiembre, los dos hombres se detuvieron en la acera,
frente al edificio de ladrillos. El jefe, una figura
rechoncha con su uniforme y su gorra azules, tenía los
brazos cruzados sobre el pecho. Johnny, más enjuto en
sus pantalones tejanos y su camisa blanca de mangas
cortas, su nuevo corte de cabello que llamaba mucho
menos la atención de la gente conservadora de
Tylerville, se quedó inmóvil con las manos metidas en
los bolsillos de su pantalón.
-¿Quería verme?
Wheatley asintió bruscamente con la cabeza.
-No sabía si había entendido usted el mensaje.
-¿Qué pasa? -inquirió Johnny, lacónico.
-No son buenas noticias.
-Nunca lo son.
-Está bien. Hay mucha inquina contra usted en el
pueblo.
Johnny se tranquílizó un poco. Había temido que
Wheatley le dijera que algo le había pasado a Jeremy
que no había querido mencionar ante las damas. Oír
más de las mismas estupideces que había oído toda su
vida era un alivio.
-Vaya novedad.
El jefe de policía sacudió la cabeza.
-Esto es diferente. Las habladurías son realmente
perversas. La gente piensa que usted es culpable, pese
a lo que yo les digo en contra, y está enfurecida porque
usted está todavía libre.
-¿Quiere decirme que esté sobre aviso por si tratan
de lincharme?
El jefe frunció los labios.
-Oiga, nunca he dicho eso. Aquí en Tylerville son
buena gente en general. Pero el asesinato de Glenda
Watkins y la desaparición de su hijo los tiene a todos
muy alterados. La gente se pregunta si el chico ha sido
asesinado para impedir que hable, y Toni Watkins dice
que, en su opinión, usted fue quien lo hizo. Otras
personas han sumado dos más dos para identificar a
Rachel como el próximo blanco del criminal. La
mayoría tienen hijos, así que están preocupados. Y
todos respetan mucho a Rachel, y no les agrada mucho
la idea de que termine como las otras dos.
Johnny miró con dureza al policía.
-Todavía cree que yo lo hice, ¿verdad?
-Otra vez me atribuye palabras. No digo que crea
que fue usted.
Si Rachel dice la verdad, y nunca he sabido que
mintiera, no pudo haber sido usted. Sólo digo que si
algo le pasa a Rachel, o si el muchacho aparece
muerto, su vida no valdrá nada aquí.
-Ya no vale mucho, tal como están las cosas.
-Déjeme terminar... Yo he estado examinando la
situación por dos lados. Uno, Rachel dice la verdad y
usted no pudo haber matado a la señora Watkins. Aun
así, salía con ella, tal como sAlía con Marybeth.
Edwards. Están muertas las dos. Me parece que Rachel
es principal candidata para ser la tercera, porque lo
único que tiene algo de sentido en esa teoría es que
alguien está matando a sus parejas sentimentales. O
bien, número dos, usted es un demente que mató a
Marybeth. Edwards y Glenda Watkins con sus propias
manos, por razones desconocidas, y Rachel está
mintiendo para protegerlo. Es lo que se dice en el
pueblo. De un modo u otro, Rachel está en un grave
peligro... debido a usted.
Johnny Harris apretó los labios.
-Tiene que darle protección policial. Pensaba hablar
con usted a ese respecto.
El jefe de policía asintió.
-Lo he pensado. Pero tengo un contingente de seis
hombres, y los demás delitos no van a cesar en
Tylerville porque estemos investigando un asesinato.
Los dos últimos asesinatos fueron con once años de
diferencia. No puedo asignar un agente a Rachel en
jornada completa durante los próximos once años.
-Entonces me ha hecho venir para decirme que sigo
siendo sospechoso, y que de cualquier manera Rachel
está en peligro. ¿De eso se trata?
El jefe sacudió la cabeza lentamente.
-Ha entendido mal. Lo llamé para decirle que se
vaya del pueblo pronto. Todos vamos a dormir más
tranquilos cuando no esté más.
-¿Y Rachel, qué? -La cólera aguzó la voz de Johnny.
Wheatley se encogió de hombros.
-Ella no podrá estar peor con usted ausente, y es
posible que esté mucho más segura. Y no me agrada
mucho la perspectiva de bajarlo a usted de un árbol un
día de estos.
Johnny torció la boca al responder:
-Bueno, ya ha dicho su opinión. Ahora déjeme que
diga la mía. Aunque mucho lo deseo, no saldré de este
pueblo de mala muerte salvo que venga Rachel
conmigo, y Rachel no puede irse en este momento
debido a su padre. De modo que Tylerville tendrá que
soportarme.
-No puedo obligarlo a irse -repuso el jefe de policía
sin pestañear.
-No, no puede -replicó Johnny mirándolo a los ojos.
-Está bien. Tan sólo pensé comunicarle mis ideas
-Wheatley estaba a punto de alejarse cuando volvió a
mirar a Johnny.- Para que conste, personalmente no
creo que sea usted culpable. Pero ya me he equivocado
con anterioridad.
Johnny Harris no dijo nada. Wheatley se encogió de
hombros y se encaminó hacia donde se hallaba
estacionado su Taunus gris. Johnny lo miró abrir la
puerta.
-De paso, ¿le quedan amiguitas por aquí?
-prenguntó Wheatley, antes de entrar en el vehículo.
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50
Esa tarde, sin que lo supieran los dos ocupantes de
la casita del árbol, había alguien más en el bosque
detrás de la Nogalera. También estaba allí el que vigila.
El automóvil pardo, con la personalidad cotidiana
del que vigila al volante, recorría la calle principal
cuando la motocicleta de Johnny Harris pasó a su lado
como una exhalación. Ver a la mujer apretada contra
él, los brazos en torno de su cintura, había enfurecido
tanto al que vigila que, en un solo instante, había
arrebatado a la personalidad cotidiana el control del
cuerpo. Siguió a la motocicleta a una distancia
prudencial y tuvo que combatir el violento deseo de
acelerar y arrollar a los dos traidores. Johnny Harris
no formaba parte del plan.
Pero el que vigila no pudo resistirse a seguirlos
dentro del bosque. Inmóvil bajo el árbol, escuchó los
sonidos de amor físico, en lo alto. Sus peores
sospechas se confirmaban: ellos eran amantes.
Aunque el que vigila no emitió sonido alguno, por
dentro bramaba de furia, transformado por los celos
en una bestia hambrienta, aullante, enloquecida por la
sed de sangre. Había matado ya dos veces, pero el
ansia de sangrienta venganza nunca había sido tan
fuerte como lo era entonces. La mujer tenía que morir.
Y pronto.
Pero no de inmediato. El que vigila era demasiado
listo. Podia esperar hasta que la mujer estuviera sola.
Valdría la pena esperar.
Porque, esta vez, la mujer que iba a morir era la
correcta. Los dos primeros asesinatos no habían
cumplido la meta del que vigila, y ahora sabía por qué.
Esa mujer, Rachel Grant, era La Elegida. Quien
vigilaba, con pleno conocimiento de su propia
identidad como espíritu reencarnado, estaba buscando
otra alma reencarnada específica. Alborozado,
comprendió que finalmente había localizado a su,
presa, su auténtica presa, la presa que había sido su
némesis durante toda la eternidad. Quien vigila sabía
que los recuerdos, emociones y patrones de
pensamiento que constituían la personalidad cotidiana
de Rachel Grant eran tan superficiales como los que
constituían la propia personalidad cotidiana del que
vigila. Bajo la superficie vulgar acechaba algo más:
almas sin sexo, ligadas una con otra por el destino,
cuyo sino era renacer juntas una y otra vez para
representar un ciclo interminable de traición y
asesinato y redención. Junto con el que vigila y el alma
de Johnny Harris, el alma de la mujer formaba el
tercer punto del eterno triángulo.
Quien vigila sabía que su destino era destruir ese
triángulo. Sólo entonces podría alcanzar la paz.
.Rachel Grant, igual que Johnny Harris y, por
cierto, la mayoría de los individuos, no tenían idea de
la existencia de ninguna parte de ellos mismos,
además de sus personalidades superficiales. El
concepto de la reencarnación, del destino y la
redención, que el que vigila aceptaba y conocía como
verdad universal esencial, estaba fuera de la
comprensión de ellos. Sólo a unas pocas almas ilumi-
nadas se les permitía el espectro pleno del
conocimiento divino. La mayor parte no verían nada
más lejos que sus personalidades superficiales, que
sólo eran facetas minúsculas de la vasta gama que
constituía el alma completa.
El que vigila pensaba en la cuestión de este modo.
Desde el aire, las islas que salpicaban el océano
parecían completas en sí mismas. Sólo al bucear bajo
la superficie del mar descubría que las islas eran las
cimas de montañas gigantescas que el agua ocultaba a
la vista.
Las personalidades cotidianas eran como islas.
Pero sólo a los más perspicaces se les permitía ver lo
que había debajo.
Arriba cesaron de pronto los sonidos del amor
físico, distrayendo de sus cavilaciones al que vigila.
Miró hacia arriba y anheló completar su misión
predeterminada de asesinato en ese momento mismo.
El odio furioso y punzante por el alma traidora que
vivía en Rachel Grant, libró combate con una astucia
instintiva.
La astucia venció. Momentos más tarde, el que
vigila se volvía y se alejaba con rapidez.
Habría otro día, un día mejor para la venganza.
51
-¡Rachel!
Rachel Grant iba hacia los ascensores cuando oyó
que alguien la llamaba. Miró alrededor y vio que Kay
entraba por las puertas de vidrio, tras ella. Con una
sonrisa de bienvenida y un leve ademán, se detuvo, a la
espera de que su amiga la alcanzara. Kay no le devolvió
la sonrisa. Cuando se acercó y Rachel pudo distinguir
su expresión, empezó a sentirse alarmada.
-¿Ocurre algo. -inquirió bruscamente.
-Oh, Rachel, detesto ser yo quien te lo cuente -Kay
parecía apesadumbrada.- Ha habido problemas.
Johnny... Johnny ha sido arrestado.
-¿Arrestado? ¿Por qué motivo?
-Cuánto lo lamento, Rachel. Parece ser que han
hallado alguna nueva prueba de que él mató en
realidad a esas mujeres.
-Pero... acaba de dejarme aquí para ir a su
apartamento.
-Lo detuvieron a la vuelta de la esquina, lo
esposaron y lo llevaron a la cárcel. Yo pasaba por
casualidad y lo vi todo.
-¡Eso no es posible!
-Lo lamento de veras, Rachel. Pero, ya sabes, puede
que ellos se equivoquen. Sé que tú lo crees inocente.
Acaso lo sea.
-Debo ir con él. Ay, no tengo auto... Johnny
conducía el mío. Kay no quisiera pedírtelo, pero...
Kay sonrió y tomó el brazo de Rachel.
Ven. -¡No seas tontal ¿Para qué son las amigas? Con
gusto te llevaré.
Al salir de prisa con Kay, Rachel ni siquiera advirtió
que la salpicaban las primeras gotas de lluvia que
Tylerville había visto en un mes.
Mientras Kay maniobraba con su Ford Escort pardo
para salir del estacionamiento, Rachel se ajustó el
cinturón de seguridad. El viento arreciaba, y el cielo se
había oscurecido en la última hora, presagiando una
tormenta. El susurro de los limpiaparabrisas y el
constante * chapotear de enormes gotas de lluvia
formaban un ruido de fondo tranquilizador para la
conversación dentro del auto. Desde el asiento de
atrás, el punzante aroma de un ramo de claveles
rosados llenaba el aire. Rachel presumió que Kay
debía hacer una entrega después de dejarla a ella.
-Han cometido un error -dijo Rachel con
impaciencia¡Johnny no mató a ninguna de esas
mujeres! He dicho al jefe .Wheatley una y otra vez que
él estaba conmigo cuando Glenda Watkins fue
asesinada.
-Te creo -Kay lanzó a Rachel una mirada de reojo.
-Yo creía que Wheatley también me creyó. No
concibo que él piense que yo mentiría respecto a algo
como esto... ¡para proteger a Johnny! No lo haría. No
miento.
-Yo nunca pensé que Johnny matara a la primera
muchacha. Y no creo que haya matado a la segunda
tampoco.
-Pues eres una de los pocos... -Rachel se
interrumpió al notar por primera vez hacia dónde
iban.- Kay, ¿adónde vas? Te diriges fuera del pueblo.
-Lo sé.
-¡Pero la comisaría está a pocas calles del hospital!
Tendrás que dar la vuelta.
-No puedo hacer eso -repuso Kay en un tono de
disculpa peculiar, que hizo que Rachel la mirara en
realidad, por primera vez desde que se la encontrara
en el vestilulo del hospital. Kay estaba vestida de
manera informal, pero atractiva, con unos pantalones
color caqui y un suéter a juego sobre una blusa blanca.
Tenía el cabello recogido en un elegante rodete y no
llevaba otro maquillaje que lápiz labial y rímel. Pero el
efecto global hacía que pareciese distinta. Casi como
otra persona. Leves temblores de inquietud agitaron a
Rachel Grant.
-¿Te sientes bien? -inquirió en tono preocupado.
-Depende de lo que quieras decir con “bien" -repuso
Kay en un tono casi de tristeza, mirando a Rachel-.
¿Crees en la reencarnación?
-¿Qué? -La pregunta de Kay era tan inesperada, que
por un minuto desconcertó a Rachel.
-¿Crees en la reencarnación?
-No, no creo. ¿Por qué?
-Yo sí. Verás, me interesé en ese tema años atrás.
Cuando aún estaba en la escuela secundaria.
-Tienes derecho a creer lo que quieras, igual que los
demás. Por eso llaman a Estados Unidos el país de los
libres -Rachel se impacientó por el giro insustancial
que había tomado la conversación.- Kay, ¿podrías dar
la vuelta al coche y llevarme a la comisaría? Si no,
deténlo y volveré a pie.
Kay sonrió con pesar.
-Todavía no entiendes, ¿verdad, Rachel?
-¿Entender qué?
-Johnny no ha sido arrestado en realidad, tonta.
-¿Entonces por qué dijiste que sí? -Rachel miró de
nuevo a Kay. ¿Acaso estaba ebria o usaba drogas?
Rachel empezaba a sentirse muy inquieta.
-Para lograr que vinieras conmigo.
-¿Por qué quieres que vaya contigo?
-¿Sabías que mi abuelo se desempeñó en el consejo
municipal en los años treinta? ¿Cuando hallaron el
cuerpo de esa mujer en la cripta? El diario también
estaba allí.. el diario de su asesino. Mi abuelo se lo
guardó... fue así como desapareció... y yo lo leí por
primera vez cuando tenía alrededor de diez años.
Quedé fascinada y seguí leyéndolo una y otra vez.
Luego empecé a soñar con lo que había leído... sueños
vívidos, muy vívidos, como si yo fuese ella, viviendo su
vida. Estaba realmente asustada... hasta que empecé a
leer sobre la reencarnáción. Entonces comprendí que
todos renacemos una y otra y otra vez. Mis sueños eran
tan reales porque yo había sido antes esa mujer. Había
experimentado todo lo que ella había sentido.
-Kay, perdóname, pero ¿qué tiene que ver todo eso
con Johnny?
En su impaciencia, Rachel apenas pudo contenerse
de gritar esas palabras a su amiga.
-Oh, Rachel, lo lamento de veras -dijo Kay con voz
tenue y apagada.
Apretó las manos sobre el volante, se puso rígida y
Rachel tuvo la súbita, horrenda impresión de que la
mujer a quien miraba entonces no era la mujer que
había estado allí un instante atrás.
-¿Sabes quién eres? -preguntó entonces Kay,
mirando a Rachel.
Su voz era más baja de lo normal, y más profunda.
Sus pupilas se habían dilatado tanto, que ocupaban
casi todos sus iris, dejando solamente un reborde
celeste en torno del negro.
-Kay...
-No -repuso la otra mujer y sonrió-. No soy Kay. Me
llamo Sylvia. Sylvia Baurngardner.
Había tanta maldad, tanta amenaza en esa sonrisa y
en esos ojos cuando miraron de nuevo a Rachel, que
esta sintió un escalofrío. ¿Acaso Kay se había vuelto
loca?
-Deténte, por favor. Quiero bajar.
Le costó mucho lograr el tono de seca autoridad con
que había dominado incontables aulas. Le pasara lo
que le pasara a Kay, de pronto daba miedo de veras.
Rachel no iba a quedarse allí sentada, haciendo de
espectadora, mientras su amiga perdía violentamente
su dominio de la realidad. Iba a bajar de ese auto.
Kay rió.
-No tienes la menor idea, ¿verdad, estúpida
criatura? Tú eres Ann Smythe, la organista. La dulce,
pequeña Ann. Qué tierna eres, ¿verdad, querida?
Siempre tan finda, tan modosa. Nadie habría
barruntado que eras una prostituta, ¿o si? Nadie más
que yo. Verás, yo lo sabía. Lo conocía tan bien a él. Lo
supe tan pronto como tú empezaste a arrojarle el
anzuelo, en el instante en que él respondió. Lo supe en
el momento en que él rompió sus votos matrimoniales.
El era mío, mío.
Escuchando esa arenga gutural, los ojos de Rachel
se dilataron. Kay era casi fantasmal. Se la veía
diferente y sonaba distinta. ¿Era posible que fuese una
personalidad dividida? Ante esa posibilidad, Rachel
sintió un cosquilleo de temor. Se soltó el cinturón de
seguridad mientras lo sostenía con un brazo, y sus
dedos buscaron discretamente el seguro de la puerta.
Si era necesario, saltaría. cualquier cosa para salir de
ese auto.
-Ajá... Está trabada -dijo Kay, agitando un dedo
hacia Rachel cuando tiró del seguro en vano.
Kay tenía los ojos bien abiertos, pero Rachel tuvo la
impresión de que no veían en realidad. Sintió que algo
-no Kay, sino algo- la miraba a través de esos ojos
como un ser que atisbaba desde un hoyo.
-Kay, lo que dices no tiene lógica -replicó Rachel,
manteniendo un tono tranquilo.
El sentido común le decía que Kay no podría
mantenerla prisionera en el auto para siempre. Sólo
tenía que guardar la calma y saldría bien. Cierto, lo
que estaba presenciando era horripilante, pero segura-
mente era algún tipo de colapso nervioso. Tal vez Kay
hubiese sufrido mucha presión en los últimos tiempos.
Rachel se avergonzó al admitir que había estado tan
absorta en sus propias preocupaciones, que no se
había percatado.
-¿Quieres lógica? -Kay sonrió desagradablemente.-
¿Quieres entender lo que pasa, Rachel? Podrías
preguntarle a Ann... pero ni si- quiera conoces a Ann,
¿verdad? Al menos, no en forma consciente. Por eso te
lo diré. Tú... siendo Ann... me robaste a mi esposo. Lo
alentaste a que cometiera adulterio. Fomicaste con él.
Tú y él creyeron que yo no lo sabía. Pero sí, lo sabía y le
puse fin. Pero él es débil en ese sentido. Codicia a las
mujeres. Le inculqué el temor de Dios cuando des-
cubrió lo que yo te había hecho, y nunca más se dejó
tentar para descarriarse. En ese lapso de vida, no. Pero
cuando lo volví a encontrar andaba con sus viejos
ardides. Llevándose putillas a la cama mientras
desatendía a la mujer cuyo amor le estaba destinado.
Porque yo era fea, sabes. Y tú eras bonita. Todas sus
mujeres fueron bonitas.
-Tú eres muy atractiva, Kay -repuso con inquietud
Rachel.
Kay la miró con tanto odio, que Rachel se encogió.
-Creí que ellas eran tú, sabes. Pero no. Te has
estado ocultando, ¿verdad? Mientras planeabas cómo
conseguirlo a él para ti. Pero te he descubierto al fin.
Mirando esos ojos casi negros, Rachel vio una real
y terrible amenaza. Por el motivo que fuera, Kay creía
con todo el corazón en lo que decía. Rachel resistió
una súbita oleada de pánico. A toda costa debía
mantener la calma.
-Kay, tú no estás bien. ¿Por qué no das la vuelta,
volvemos al hospital y conseguimos ayuda para ti? Por
favor, Kay.
Pese a sus buenas intenciones, a Rachel le tembló
la voz. Todos sus instintos gritaban que estaba en
peligro, pero su mente seguía negándose a aceptar que
esa mujer, que había sido su amiga de toda la vida,
pudiera representar una amenaza. El pensamiento
que pasaba sin cesar por su cabeza era: "Esto no puede
estar sucediendo. No a mí".
-Yo no soy Kay. Soy Sy1via Baurngardner, esposa
del reverendo Thornas Baurngardner, pastor de esta
iglesia. Tú conoces a Thomas como tu precioso
Johnny.
En las tres últimas palabras, la voz de Kay se tornó
terriblemente burlona. Al desviarse del camino
principal, el auto redujo la velocidad y Kay hizo gestos
por la ventanilla al hablar. Ya sin atreverse casi a
mirar otra cosa que a Kay, Rachel vio que no estaban
lejos de la Nogalera, internándose en el estrecho
camino de tierra que llevaba a la Primera Iglesia
Bautista. Al mirar el pequeño edificio de madera, Ra-
chel.comprendió de pronto con claridad a qué se
refería Kay.
Como todos los demás en Tylerville, Kay había
crecido oyendo el relato sobre el pastor que había
engañado a su esposa con la organista, y la terrible
venganza de la esposa. De algún modo Kay imaginaba
ser la esposa agraviada, y había asignado a Rachel el
papel de la organista.
Al pensar en lo que esto significaba, Rachel se
quedó helada.
53
Eran más de las cinco y el crepúsculo caía sobre la
pequeña cidensión de terreno que Johnny Harris
podía ver desde la oficina de Wheatley, donde estaba
sentado. observando el cielo su inquietud iba en
aumento. No le gustaba perder de vista a Rachel
cuando caía la noche.
-Debo hacer una llamada telefónica -le dijo al jefe
de policía.
Wheatley, que ya había pedido comunicación con el
jefe de correos de Louisville para averiguar a quien
pertenecía esa casilla, lanzó un gruñido. Había estado
sondeando despiadadamente a Johnny respecto a
cualquier recuerdo que pudiera rescatar acerca de las
anteriores misivas firmadas "eternamente tuya"... que
eran unas quinientas. Hasta entonces no había
obtenido las respuestas que buscaba.
-¿Está seguro de haberse deshecho de todas?
-insistió Wheatley, evidentemente disgustado,
mientras miraba a Johnny por debajo de las cejas.
Johnny asintió con un gesto.
-Estoy seguro. No tenía ningún objeto conservarlas.
¿Ha oído lo que dije? Debo hacer una llamada
telefónica.
El policía frunció los labios y entrecerró los ojos.
-¿A quién?
-A Rachel. Está oscureciendo. Quiero decirle que no
salga hasta que yo llegue. ¿Acaso tengo que pedir una
autorización firmada antes de poder usar el teléfono?
El jefe sonrió con acritud y empujó su teléfono por
encima del escritorio.
-Adelante.
-Gracias -repuso Johnny. Alzó el auricular y marcó
el número del hospital. Atendió Elisabeth-. Hola
señora Grant, habla-Johnny. ¿Puedo hablar con
Rachel un minuto, por favor?
Escuchó un instante y sintió que se le helaba la
sangre. Alzó los ojos para fijarlos en los de Wheatley;
tapó el auricular con la palma repentinamente
sudorosa.
-No está allí -dijo con voz ronca-. La dejé en el
hospital hace más de una hora y no está allí. No llegó
siquiera a la habitación.
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-Ella viene.
Las palabras despertaron a Jeremy de su
seminconsciencia.
-¿Quién, mamá? Pero entonces supo. No "eso sino
"ella”. La cosa era mujer, entonces. Tembló de terror.
-Levántate. Ponte junto a la puerta.
Jeremy lloriqueó. La cosa venía, venía para
matarlo. Ojalá hubiera podido morir entonces, en ese
preciso momento, y terminar de una vez. Estaba tan
asustado. Quería morir. ¡Mamá, mamá! ¡Llévame
donde tú estás!
-¡Ve junto a la puerta! ¡De prisa!
Cuando su mamá usaba esa voz, quería ser
obedecida. Jeremy logró incorporarse sobre manos y
rodillas. Estaba aturdido, enfermo, y la cabeza le
palpitaba tanto que parecía que iba a explotar. Pero su
mamá fue inexorable. Tenía que ponerse de pie.
Empujó con los pies contra la pared mientras su
hombro resbalaba sobre la fría piedra. Cuando logró
incorporarse estaba sudando. Pero apretó los dientes y
se acercó a la puerta.
-Ella abrirá la puerta. Cuando lo haga, ¡corre!
¡Corre lo más rápido que puedas! ¿Recuerdas que
siempre ganabas los cien metros llanos en la escuela?
Corre así. Puedes hacerlo, Jeremy.
-Estoy enfermo, mamá. Y asustado.
-Yo estaré contigo, hijo. Tú corre.
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-¿Listo, Jeremy?
-Estoy listo, mamá.
Pero estaba muy asustado. Al menos su miedo lo
hacía sentirse más fuerte. Ante la idea de que la cosa
pronto aparecería en la puerta con su cuchillo, le
comenzó a latir con violencia el corazón, se le apresuró
la respiración y el dolor terrible pareció dejar su
cabeza.
-Tan pronto como se abra la puerta, hijo. Corre.
Jeremy se aplastó contra la piedra fría y mohosa al
oír por segunda vez aquel sonido raspante. Ahora
sabía qué era... el ruido de una llave que raspaba en
busca de una cerradura.
Se preparo para lanzarse adelante como perseguido
por los demonios.
Su única posibilidad consistía en tomarla por
sorpresa y pasar a su lado como una exhalación antes
de que ella se recuperara. Si no lograba hacerlo,
moriría.
La cerradura chirrió al girar.
-Estoy contigo, Jeremy. Listo...
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-¡Corre¡
Con un grito agudo, Jeremy irrumpió fuera de
aquella caverna de pesadilla, con los brazos extendidos
por delante para empujar a la cosa con todas sus
fuerzas si hacía falta. Ella estaba allí, enorme y ho-
rrenda, con la cara en sombras y su negra capa
ondulando al viento, pero la ruidosa aparición del
muchacho la tomó tan por sorpresa, que retrocedió un
paso. Mientras su mamá le gritaba al oído alentándolo,
Jeremy pasó como una exhalación junto a ella, a la luz
cegadora de un mundo que no veía desde hacía una
eternidad. El olor fresco de la tierra, la pujanza del
viento y la lluvia vivificante que caía en su rostro,
asaltaron sus sentidos al mismo tiempo que la luz.
Apenas si podía ver, pero no necesitaba ver. Tan sólo
necesitaba volar hacia la luz.
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Nerviosa como estaba y a la velocidad que iba,
Rachel tardó muy poco en patinar y salirse de la
calzada. El Escort se cayó dentro de una zanja; Rachel
y Jeremy fueron violentamente proyectados hacia ade-
lante. Jeremy aterrizó en el suelo del lado del pasajero,
mientras Rachel se estrelló contra el volante y se le
cortaba la respiración. Por un momento permaneció
inmóvil, colgada encima del volante como una muñeca
de trapo. Después, lenta y penosamente, se apartó del
volante para observar a Jeremy. Pero primero miró
con temor por el espejo retrovisor. Sabría que, atrás de
ellos, el camino estaría despejado. Aún así, tenía que
mirar, sólo para estar segura. Estaba despejado.
El auto estaba ladeado dentro de la zanja en un
ángulo disparatado. Indudablemente estaba atascado.
-Jeremy, ¿estás bien?
-¿Mamá?
-No, querido. Soy Rachel, Rachel Grant.
-Ah... -Jeremy calló un momento; luego alzó la
cabeza y la miró.- ¿Ella está muerta?
-Sí. Sí, eso creo.
El niño empezó a llorar sin ruido.
-Me duele la cabeza. Y quiero a mi mamá.
Rachel quiso llorar con él, por él y por sí misma,
pero antes quería estar en un sitio donde estuviera a
salvo, rodeada por mucha gente.
-Jeremy, estamos atascados y debemos irnos de
aquí. Por si... por si acaso. Mi casa está cerca. ¿Crees
poder caminar hasta allí?
Jeremy dejó de llorar y se secó los ojos con el
antebrazo.
-Sí... Si tengo que hacerlo.
-Ven.
Con alguna dificultad, Raéliel abrió a la fuerza la
puerta y salió; En ese momento llovía con tanta fuerza
que el cabello se le pegó al cráneo en pocos segundos.
Deslizándose tras ella, Jeremy tembló al sentir el azote
de la lluvia. Tenía puestos unos pantalones cortos
mugrientos y una camisa de mangas cortas; tenía
sangre coagulada en una herida abierta encima de la
sien izquierda. ¡Con razón le dolía la cabeza!
-Vamos -dijo Rachel, mirando temerosamente en la
dirección por donde habían llegado.
El aguacero limitaba la visibilidad, pero no vio nada
que temer. Sin embargo, aferró la mano de Jeremy
cuando echaron a andar por el camino.
El camino de acceso de la Nogalera distaba a menos
de medio kilómetro. Cuando llegaron, Jeremy y Rachel
estaban empapados.
-¿Esa es tu casa?
-Sí.
Alcanzaron la puerta principal en el preciso
instante en que restallaba un trueno y el cielo se abría.
Estaba cerrada con llave. Rachel golpeó, tocó el
timbre con un dedo y con insistencia, pero no acudió
nadie.
No había nadie en casa.
Era raro, pero Rachel no pensaba quedarse en el
porche tratando de buscar una explicación. Entraría,
cerraría las puertas y telefonearía pidiendo ayuda.
Afortunadamente, guardaban una llave de reserva
debajo de un tiesto con flores, junto a los escalones.
-¿Ocurre algo? -inquirió Jeremy, mirando en
derredor nerviosamente, mientras Rachel abría la
puerta.
Antes era un niño menudo, pero ahora parecía un
espectro, nada más que piel y huesos, y unos ojos
enormes, hundidos. Su calvario había sido mucho peor
que el de ella. Rachel le rodeó los hombros con un
brazo.
-No, nada -mintió y lo hizo entrar en la casa.
Luego, con mucho cuidado cerró la puerta con llave
y buscó el interruptor para iluminar la sala.
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Al día siguiente, en un hospital de Louisville, un
pequeño grupo de personas se apiñaban en un
corredor, cerca de una puerta cerrada. Tom, Watkins y
sus hijos, su novia Heather y el jefe de policía Wheat-
ley, estaba entre quienes hablaban en voz baja con un
médico de bata blanca.
-¿Listo? -El médico interrumpió la conversación
para mirar a Jeremy, que movía los pies con
impaciencia. Jeremy asintió.- Entonces, ven...
El doctor fue hacia la puerta cerrada, la abrió y se
apartó. Tom y Jeremy se acercaron a la puerta
tomados de la mano. Luego Tom se apartó.
-Entra tú -le dijo a su hijo soltándole la mano.
-¿Seguro, papá?
-Claro. Entra.
Jeremy pasó junto al médico y vaciló. La habitación
estaba muy oscura y silenciosa, comparada con el
pasillo y él no pudo ver con claridad la figura que
estaba en la cama. ¿Y si alguien había cometido un
error horrible? No creía poder soportarlo si así era.
-¿Tú eres Jeremy? -Una enfermera, que estaba
sentada junto a la cama, se incorporó y sonrió. Jeremy
asintió con un gesto.- Ella ha estado preguntando por ti
-agregó la enfermera, indicándole que se acercara.
Jeremy casi tenía miedo de moverse, pero se obligó
a dar algunos pasos. Entonces la enfermera miró a la
figura que yacía inmóvil en la cama.
-Su hijo está aquí, señora Watkins -dijo con
suavidad la enfermera.
Al ver que la figura se movía, Jeremy sintió que su
corazón latía apurado.
-¿Jeremy?
Fue un débil susurro, tan débil que Jeremy apenas
si pudo oírlo. Pero conocía esa voz.
-¿Mamá?
Dio otro paso adelante, y entonces echó a correr. Se
habría abalanzado sobre la cama si la enfermera no lo
hubiese sujetado por la cintura con ambos brazos,
diciéndole con dulzura:
-Vamos, cálmate... No queremos hacerle daño,
¿verdad?
-¡Mamá!
Era ella. Volvió la cabeza y la luz verde del monitor
instalado junto al lecho iluminó sus rasgos.
-Jeremy -le sonrió ella cariñosamente, y su mano
emergió entre las manos para buscar a tientas la de él.
Con un apretón de advertencia, la enfermera lo
soltó. Jeremy tomó la mano de su madre entre las
suyas y se inclinó sobre su debilitado cuerpo. Lágrimas
-de dicha, de alivio, de gratitud- llenaron sus ojos,
luego rebosaron y gotearon por sus mejillas.
-Pensaba que estabas muerta -logró articular él con
voz ahogada.
-Todavía no -GIenda consiguió sonreír de nuevo
débilmente.Soy más difícil de matar que una mofeta.
Dicen que me pondré bien. No te preocupes.
Jeremy se acercó más para apretar la mejilla de su
madre contra la suya.
-Fue la peor pesadilla. -Se le quebró la voz y,
sollozando, hundió la cara en el hombro flaco de
Glenda.
-También yo he tenido pesadillas -susurró ella-.
Pesadillas horribles, en las que tú estabas atrapado en
una cueva oscura y me llamabas. Yo trataba de llegar a
ti.
-Estuve en una especie de cueva, y sí te llamaba
-Jeremy alzó la cabeza para mirar fijamente a su
madre.
-¿Sí? Yo soñaba constantemente que estabas en
peligro.
-Lo estaba. Tú me salvaste. Esa malvada me iba a
matar...
-Suficiente -intervino la enfermera-. No queremos
alterar a tu madre, ¿verdad? Más tarde podrás
hablarle de tus aventuras. Por el momento ella
necesita estar tranquila y descansar.
El niño se mordió los labios. Glenda tendió una
mano y lo acercó a sí. Madre e hijo se aferraron el uno
al otro; la pesadilla se esfumó con lentitud.
Afuera en el corredor, Tom Watkins miraba con
enojo al jefe Wheatley.
-No tenía derecho a dejar que esos chicos pensaran
que ella estaba muerta. Han pasado por un verdadero
infierno.
Wheatley suspiró.
-Ya le he dicho cómo fue, Tom. Mi objetivo
primordial era mantener con vida a Glenda. No
podíamos protegerla contra todos los habitantes de
Tylerville, veinticuatro horas diarias, durante semanas
tal vez. Estaba en coma cuando la hallamos y siguió
estando en coma hasta ayer, cuando, según me han
dicho, se puso a gritar el nombre de Jeremy y
despertó. Si hubiésemos dicho a cualquiera,
especialmente a los chicos, que ella vivía, el pueblo
entero lo habría averiguado. Ya sabe cómo es la gente.
Y no había nadie, incluyéndolo a usted, de quien yo no
sospechara. Teníamos vigilada la habitación, pero un
solo desliz y ella habría podido estar muerta de veras.
No olvide que ella vio a la asesina.
-Sí, sí.
-Al parecer, lo mejor era dejar que la asesina
creyera que Glenda estaba muerta hasta que
despertara y nos dijera quién la había acuchillado.
-¿Y lo hizo? Me refiero a decírselo.
-Ah, sí. Ayer más o menos a esta hora. Cuándo nos
dio el nombre de Kay Nelson, esa mujer ya estaba
atacando a Rachel Grant, a Johnny Harrís y a su hijo
Jeremy.
-Gracias a Dios que están todos vivos.
-Amén.
Se abrió la puerta del cuarto que ocupaba Glenda
Watkins y salió Jeremy. La enfermera aguardaba en la
entrada.
-Quiere ver a las niñas y a Jake. -Jeremy sonreía
mientras se enjugaba las lágrimas.
-¡Mamá! ¡Mamá! -Los tres pequeños se precipitaron
hacia la puerta abierta.
-Uno por uno -dijo de buen talante la enfermera.
Ashley se abrió paso a empujones y la puerta se
cerró tras ella.
-Mamá -dijo lastimeramente Jake mientras él y su
hermana se apartaron de la puerta. Le temblaba el
labio inferior en amenazadora advertencia.
-Tendrán los dos su oportunidad -les dijo el médico,
poniendo una mano sobre cada pequeño hombro.
-Mamá vive, Jake -dijo Jeremy a su hermano. Miró
a Linsay---. ¡Mamá vive, Lind
-Sensacional, ¿verdad? -sonrió Tom Watkins.
-Sí, papá. Sensacional --dijo Jereray y sonrió
también.
Epilogo
-Kay estaba loca, ¿verdad?
-Por supuesto que lo estaba.
Johnny le tomó la mano y la apretó con gesto
tranquilizador. Desde que viniera como un rayo a
rescatarla en su motocicleta, volando entre la
tormenta a velocidades de más de ciento cincuenta
kilómetros por hora y dejando muy atrás a la policía, él
no podía dejar de tocarla. Hasta en el hospital, bajo el
efecto de fuerte sedantes como estuvo la primera
noche, se había movido intranquilo, llamándola, hasta
que Rachel, cuya herida superficial había requerido
tan sólo tratamiento ambulatorio, había ido a sentarse
junto a él.
Tan pronto como ella le tomó la mano, él se
tranquilizó.
Habían pasado dos meses desde entonces. Rachel
estaba junto a Johnny, de pie ante la tumba de su
padre. Stan Grant había muerto esa noche horrible
cuando Kay había intentado matarlos. La llamada ur-
gente a todos los miembros de la familia junto a su
lecho había sido el motivo por el cual Rachel no había
encontrado nadie en la casa. Su deceso había ocurrido
exactamente a las seis y cinco.
Rachel, al principio obsesionada por el hecho de no
haber estado con su padre al morir, tuvo gradualmente
una idea que le daba consuelo y que no la abandonaba.
El reloj había dado la hora sólo seis minutos antes de
que esa rama atravesara las ventanas y de que la silla
de ruedas se moviera. De no haber sucedido eso, lo
más probable era que Kay hubiese matado a Johnny, y
posiblemente a Rachel y a Jeremy también antes de
que llegara la policía. En su fuero interno, Rachel
estaba segura de que los había salvado el espíritu de su
padre, que había dejado este mundo casi en el preciso
momento de mayor necesidad de su hija. ¿Acaso se
había detenido en el camino de su último viaje para
salvar la vida de su hija?
Rachel tenía la certeza de que, al final, su espíritu
había estado en esa habitación con ella.
Era un hermoso pensamiento, y Rachel lo
atesoraba. Le ayudaba a despedirse de su padre con
amor, más que con pesar, y poner su atención en lo
que aún le quedaba por vivir.
-Podemos quedarnos un tiempo más en Tylerville,
si quieres -dijo Johnny con suavidad.
Era noviembre y el aire era frío. Johnny llevaba su
chaqueta de cuero con el cierre subido hasta la
barbilla; el abrigo de Rachel era de lana gruesa y le
rozaba los tobillos. El único recordatorio de la herida
de Johnny -una cicatriz dentada en el costado M cuello,
donde la bala de Kay le había penetrado en la carne-
estaba oculto bajo el cuello de su chaqueta. En cuanto a
la herida de Rachel, no era más que una rozadura en lo
alto M hombro, cerca del sitio en que se apoyaba el ti-
rante de su sujetador. Le dolía un poco con el frío, y se
preguntaba sí ese dolor la acompañaría el resto de su
vida, como recordatorio de lo que casi había perdido.
-No, estoy lista para partir. Sólo quise despedirme
antes de papá.
-Ojalá hubiera podido conocerlo mejor.
-Ojalá que él hubiese podido conocerte y estar en
nuestra boda.
Se habían casado discretamente, en el salón de la
Nogalera, el día anterior. Jeremy fue padrino de boda,
y el resto de la familia Watkins, con Glenda en silla de
ruedas, había concurrido. Cuando salieran del
cementerio, irían derecho a Colorado, que Johnny
siempre había querido conocer, para una combinación
de excursión en auto y luna de miel. La única
condición que puso Rachel fue que el viaje se empren-
diera en auto, no en motocicleta. La única condición
que puso Johnny fue que él conduciría.
-Johnny, ¿te parece posible que el espíritu de papá
nos haya salvado?.
Johnny lo alzó la mano a los labios. Ya habían
hablado de eso, y él sabía que la idea le daba consuelo.
-Es posible, ¿por qué no? Es indudable que algo de
nosotros sobrevive a la muerte y tu padre te amaba
entrañablemente -dijo. Le sonrió y suavemente citó-:
"Las generaciones pasan de largo cuales hojas de
otoño: sólo el amor es eterno, sólo el amor no muere."
-Qué hermoso -exhaló Rachel, dándose la vuelta en
sus brazos, que se apretaron en torno de ella. Recordó
brevemente la obsesión de Kay Nelson y se estremeció.
-Henry Kernp -satisfecho, Johnny identificó al
poeta-. Igual que Robert Burns, su poesía es de órdago.
-¡Qué cosa! -Rachel se apartó de él, pero reía. Las
palabras de Johnny habían disipado el repentino
escalofrío.
-Te amo -dijo él con súbita vehemencia.
-Yo también te amo -repuso ella.
Johnny Harris inclinó la cabeza para besarla.
Luego, con los dedos entrelazados, salieron juntos de
bajo los árboles que crecían en el cementerio, al sol
luminoso de una nueva vida.