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FEMINISMO TERAPÉUTICO

María Fornet

Feminismo terapéutico
Psicología empoderadora para mujeres que buscan su
propia voz

URANO
Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
1.ª edición Octubre 2018

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la


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© 2018 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.edicionesurano.com
ISBN: 978-84-17312-54-1
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
A mis lectoras, a mis alumnas, a mis clientas. A todas ellas: todo
conocimiento implica una responsabilidad.
«Hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no ayudan a otras
mujeres.»
M K. A
«Yo solía pensar que era la persona más extraña en el mundo, pero luego pensé, hay
mucha gente así en el mundo, tiene que haber alguien como yo, que se sienta bizarra
y dañada de la misma forma en que yo me siento. Me la imagino, e imagino que ella
también debe de estar por ahí pensando en mí. Bueno, yo espero que si tú estás por
ahí y lees esto sepas que sí, es verdad, yo estoy aquí, soy tan extraña como tú.»
F K
Índice

Introducción

I
Conecta
1. El encuentro con una misma
2. El para siempre y los ahoras
3. Creatividad como vehículo de conexión
4. La necesidad de vivir en las nubes
5. El miedo a brillar
6. Encuentra tu historia
7. No estás sola en esto
8. Eres todas
9. Sobre la pasión y la vida en valores

II
(Des)Aprende
10. El feminismo es terapéutico
11. Internaliza a tu mejor amiga
12. El yugo de la belleza
13. Lo personal es político
14. Pensamiento, lenguaje y género
15. Ambición y realismo
16. Crecimiento postraumático
17. El mito del amor romántico

III
Avanza
18. La aceptación como concepto radical: evita la evitación
19. Conoce tus ciclos
20. La importancia del trabajo pequeño
21. La vida hay que inventársela
22. La libertad se aprende ejerciéndola
23. Los pequeños actos de rebeldía
24. Atrévete a equivocarte
25. Las mujeres que ayudan a las mujeres
26. Hechos, no palabras

Agradecimientos
Introducción

Leer a otras mujeres que han logrado conectar consigo mismas y encontrar
su voz propia ha constituido la base sobre la que he cimentado la mía, de
modo que este libro es mi intento de hacerles honor a todas ellas y, de
alguna manera, también de pasaros el testigo a vosotras.
Esta obra no es un ensayo al uso, no es un manual de coaching o de
psicología, aunque podría serlo, ni tampoco es una guía. No se trata de un
libro de autoayuda ni de desarrollo personal desde el punto de vista más
convencional. La intención de esta obra no es estrictamente pedagógica: es
fundamentalmente empoderadora.
Este texto es el resultado de años de trabajo, de estudio, de amor y de
indagación. Es la consecuencia de la lectura de numerosos libros de
escritoras que me han enseñado que nuestro punto de vista es único y que
merece ser presentado alto y claro. Virginia Woolf, Sylvia Plath, Emily
Dickinson, Simone de Beauvoir, Teresa de Jesús o Alejandra Pizarnik son ya
parte de lo que yo soy. También Anna Freud, Melanie Klein o, más cerca en
el tiempo y en un tono muy distinto, Roxanne Gay, así como mi muy
admirada Naomi Woolf, Espido Freire, Laforet, Ana María Matute, las
hermanas Brontë o Margaret Atwood por nombrar a solo unas pocas.
A mis compañeras, mis clientas y mis alumnas. Por supuesto a mis
hermanas, mi madre y mis amigas y a todos los hombres que han encendido
la llama en mí, empezando por mi padre, mis hermanos y claro está, mi
marido, a todas y todos ellos les debo este libro.
Feminismo terapéutico no es un tratado académico, aunque la
investigación y mi propio bagaje como psicóloga me sirven como sólida base
sobre la que cimentar ciertas opiniones. Mi estilo no es el de coleccionar
datos ni es mi tono el científico. Todo lo que aquí recojo está escrito desde el
corazón y con una intención eminentemente práctica, que es de la única
forma en la que mi trabajo funciona: la psicóloga y la escritora que conviven
en mí bien lo saben.
La idea de mezclar psicología y feminismo se basa en la creencia de que el
enfoque de género libera y cura, puesto que las mujeres experimentamos
problemas diferentes como consecuencia directa del encorsetamiento de la
socialización de género, de la opresión a la que somos sometidas y de las
expectativas que imprimen ciertos patrones educativos sobre nosotras.
Escribo este libro desde el convencimiento de que ninguna intervención
psicológica conectará con el fondo del asunto en las mujeres si se salta la
mirada de género.
Dado que lo personal es político , este libro pretende reconocer la
desigualdad y trabajar en diferentes técnicas para conectar con nosotras
mismas y entre nosotras: echarnos una mano y empoderarnos a través de lo
que nos ofrece la psicología, el arte, la psicoterapia, el coaching y la
narrativa. Dado que lo político es personal , también este libro pretende
avivar el mensaje de un cambio social que da la sensación de haberse
estancado en los últimos años y que necesitamos mantener en constante rojo
vivo.

Quién soy yo y por qué te cuento esto que te cuento

Déjame que te cuente un poco más sobre mí.


Hace más de cinco años tomé la decisión de mudarme a Londres. Mi vida
por aquel entonces era un poco gris. Yo, que venía de un pueblo del sur de
España, donde en verano no te cruzabas con un alma desde la mañana a la
noche, donde el ruido de las campanas de la parroquia resonaba con fuerza
en cada rincón del campo y los ancianos se arremolinan alrededor de la
fuente del centro a ver quemarse las horas, cuando pisé por primera vez
Picadilly Circus juré a mi marido que nunca viviría en aquella ciudad
agobiante. Recuerdo la estridencia de las luces de los anuncios en la fachada
tras Oxford Street, los diferentes idiomas mezclándose en el ambiente, las
palomas desorientadas, la suciedad del ruido, los turistas haciéndose fotos
sin tomar aliento y el incesante fluir de personas de un lado al otro. Pronto
tuve clarísimo que aquel no sería mi sitio, nunca lo sería, no podía serlo. Esa
no era yo, no habría forma de que fuera esa porque no la había sido nunca.
¿Pero quería serlo?
Volví a casa de aquellas vacaciones tras un estupendo concierto de Imelda
Hay en el Royal Albert Hall, deshice las maletas, me recluí de vuelta en mi
antigua vida y traté —os adelanto ya que con poco éxito— de acallar aquella
vocecita que me decía que aquella ciudad estresante ya era también un poco
mía.
Entre medio pasaron los años.
Hoy vivo en Londres, en un barrio llamado Greenwich, dirijo la
formación de una organización al servicio de mujeres, trabajo además en mi
práctica privada de coaching psicológico con mujeres en busca de su voz
propia, y lo que separa a aquella mujer que vivía en el sur de España, que
estaba llena de miedos, inseguridades, traumas y alguna que otra tendencia
autodestructiva, de esta María que se siente, dentro de sus infinitas faltas e
incoherencias, exitosa, ha sido un camino que hoy puedo dibujar con
relativa claridad en mi mente, que ahora al mirar atrás adquiere el relieve
necesario para poder ser contado y transmitido. Lo que separa a aquella
María de esta es la voz, antes débil e insegura y que ahora reclama su
derecho y su lugar en el mundo.
Este libro no pretende otra cosa que ser una herramienta para que
también tú puedas encontrar tu voz en el mundo. Mi esperanza es que
reflexiones, que disfrutes y que estas historias y teorías te recuerden que solo
tú puedes encontrar tu propio camino. Mi intención es que cuando termines
de leer estas páginas sientas que cuentas con un puñado de herramientas
nuevas para sujetar tu timón y aprender a navegar lo mejor que puedas,
sople hacia donde sople el viento. Yo lo he hecho, otras muchas mujeres a mi
alrededor lo han hecho y pienso que también tú puedes hacerlo.
¿Es necesario el enfoque de género?

La cantidad de mensajes negativos, confusos y limitantes que una mujer


escucha de media al día puede superar los cientos. La sobreexposición a las
tecnologías, las redes sociales, la publicidad y la misma ficción inciden en la
idea convencional de una mujer unidimensional a través de un bombardeo
constante contra el que hace falta luchar de manera activa para que no cale.
El resultado es una generación de mujeres —y de hombres— confundida
con respecto a quiénes somos y qué se espera de nosotras, qué sitio
queremos ocupar en el mundo y cuáles son los límites, los derechos y las
obligaciones de nuestros roles de género.
Yo misma me enfrento a esta confusión de manera constante, a mí misma
me cuesta diferenciar qué viene de mí y qué me ha sido impuesto. Sería
demasiado ambicioso y probablemente muy poco realista creer que cuando
acabes este libro tendrás —tendremos— completamente claro quiénes nos
han empujado a ser y quiénes queremos ser el cien por cien del tiempo, pero
me gusta pensar que cuando lo hayas leído tendrás nuevos instrumentos
para cazar esos mensajes conflictivos de los que te hablo con mucha más
soltura, ponerlos en tela de juicio y, cuando lo consideres necesario,
desecharlos para seguir hacia delante.
Uno de los mensajes más importantes que enviamos de manera constante
a las mujeres es el siguiente: si quieres una vida exitosa tendrás que
renunciar a algo. A ser madre en los casos más sutiles, en los más extremos a
algo de lo que aún es tabú hablar con libertad: simple y llanamente a ser
mujer. Sheryl Sandberg cuenta en su famosísimo best seller Lean In —un
libro que no ha estado exento de polémicas, y por motivos lícitos— un caso
en el que una mujer con una gran carrera admitía haber llevado durante
años el pelo recogido en un moño (otras reconocían incluso haberse quitado
los pendientes antes de entrar a la oficina), solo para no ser vista como una
mujer —como lo que la sociedad entiende por ser mujer—. La misma
Margaret atcher se ayudó de un coach vocal para aprender a controlar el
tono agudo al que tendía su voz en las fuertes discusiones que con sus
contrincantes mantenía en el Parlamento británico, con la intención de no
ser vista, en este caso oída —al fin y al cabo, percibida— como lo que era:
una mujer.
Ser una mujer, ser diferenciada como una mujer y hacer de ello la
excepción en contraposición a la norma aún necesita ser explicitado. Con
todo, es mejor que lo contrario: obviar las diferencias de género tampoco
nos ha llevado muy lejos.
El enfoque que he querido escoger en este libro es claro. Me educaron en
un colegio de mujeres, escribo novelas en las que la problemática femenina
se halla en el centro de las historias y, además, trabajo como directora de la
formación y el desarrollo de un centro en Londres en el que —ya lo
adivináis— estamos al servicio de las mujeres. También en mi práctica
privada como coaching psychologist trabajo en exclusiva con mujeres, rara es
la ocasión en la que trabajo con un hombre. Toda mi vida gira en torno a
nosotras. Por eso aquí hablaremos de mujeres, y cuando digo mujeres
entiendo que sabemos a quién me refiero: supongo que a estas alturas no
hace falta aclarar que, como tuvo que hacerlo Chaz Bono, el género está
entre las orejas y no entre las piernas. Ser mujer, ya lo sabemos, es una
construcción social.
Existe una problemática femenina de la misma manera que existe una
problemática masculina. No la ignoro, y además celebro que otros colegas
escritores, psicólogos o periodistas ahonden sobre esta y busquen soluciones
a los problemas que atañen a los hombres, porque sí, también para ellos la
falta de igualdad puede resultar un yugo, pero cuidado: no creo ni que la
existencia de una psicología puramente feminista deba justificarse o
excusarse usando esta baza ni que podamos igualar el impacto que tiene el
patriarcado para ellos al que tiene en nosotras. Es insultante e innecesario.
Nuestra causa se justifica sola.

Las palabras importan

Cuando me planteé escribir un libro sobre ambición, miedos, creatividad y


género; sobre la capacidad de crear sueños a partir de realidades concretas y
convertirnos en las mejores versiones de nosotras mismas, tuve clara la
importancia del lenguaje. Las palabras importan y yo bien lo sé. Como
psicóloga y escritora sé que cada palabra es un dardo, y, tanto es así, que
cuando garabateé el primer capítulo de este libro que tienes entre las manos,
me vino a la cabeza la idea de editar cada adjetivo, cada artículo para
cambiarlo por su correspondiente en femenino. Al releerlo, el efecto fue
inmediato. Qué pocos manuales, qué pocos textos en castellano se dirigen
exclusivamente a nosotras. Y, sin embargo, si el mismo lenguaje nos excluye,
qué no hará el mundo en el que vivimos.
Nos hemos acostumbrado a escuchar a la voz dominante —hombre
blanco, occidental, de unos cuarenta años— como la voz neutra. Él carece de
género. El género solo aparece cuando constatamos la intención de desviar
el lenguaje de la norma, la psicología de la norma de referencia. Al hablarle
directamente a las mujeres he querido honrar a las protagonistas de este
libro, cuestionando una práctica discursiva que es excluyente, y que pone en
evidencia determinadas estructuras de poder patriarcales a las que, por
desgracia, parece que nos hayamos terminado acostumbrando.
Nos hemos acostumbrado a no escuchar nuestra voz interior. La voz
dominante se ha convertido en la voz de todos, anulando sin remedio
nuestra visión del mundo. Trabajar en la conexión con tu voz interior te
libera de los tentáculos de lo que la sociedad opina y requiere, dejando
espacio para que tu potencial se desarrolle.
La propia historia de la psicología es un reflejo de lo que afuera en la
sociedad sucede, pues existe una división entre una psicología pura y
legitimada desde dentro del mundo académico, y una psicología feminizada
y desprestigiada. Esto solo es una prueba más de lo que os cuento.
Como veremos a lo largo de este libro, el camino hacia nuestra voz propia
no es siempre un camino claro. Hay algo, sin embargo, que sí lo es: no
podemos tener lo que no creemos merecer, no podemos alcanzar lo que no
aceptamos como una posibilidad en nuestra mente. Aquello que
conquistamos, antes lo hemos soñado, y si bien es cierto que muchas de las
cosas que nos suceden a lo largo de la vida son del todo inesperadas, incluso
esas necesitaron de una buena dosis de preparación mental para que, en el
momento en el que ocurrieron, nos encontrasen con la actitud mental
correcta, y también de mucho trabajo psicológico para, una vez caídas del
cielo, no terminásemos perdiéndolas.

Qué vas a encontrar en este libro

Este libro está dividido en tres partes igual de importantes entre ellas, y esta
estructura responde al orden natural en el que necesariamente se ha de
hacer este viaje: primero tendrás que conectar contigo misma, entender
quién eres y qué te importa, y para ello haremos uso de ejercicios prácticos y
técnicas de psicología que anticipo que te resultarán interesantes.
Estos ejercicios prácticos afianzarán ciertos conceptos básicos de
psicología y serán fundamentales para allanar el camino hasta la segunda
parte, donde nos adentraremos en las profundidades de la perspectiva de
género, un camino más reflexivo, lleno de aproximaciones psicológicas,
teorías feministas y de historias de grandes mujeres. Aquí comenzarás a
comprender cómo la socialización y el mundo en el que vives te han
empujado, a través de las expectativas asociadas a nuestro género, a ver las
cosas de determinada forma y a comportarte de acuerdo con eso, en
detrimento y a expensas de tu voz propia.
La tercera y última parte de las tres que componen este libro supone la
culminación de este camino, y tiene por objetivo ayudarte a integrar aquello
que has aprendido en las dos primeras y movilizar tus energías hacia el
camino a una versión más auténtica, más libre, de la que en realidad ya eres.
Reflexionaremos sobre el yugo de la belleza, la importancia del lenguaje y
el mito del amor romántico. También trabajaremos en tus valores,
dedicaremos tiempo a descubrir tus pasiones y lo que le da sentido a tu vida,
y conectaremos todo eso con el hecho de por qué el feminismo puede ser
terapéutico. Esta perspectiva de género no es solo el eje transversal que
atraviesa todo el mensaje de este libro, sino que mi esperanza es que se
convierta en mucho más que eso: en las gafas a través de las cuales entiendas
el mundo.
He querido hablar de visualización, de ambición y creencias porque
pienso que muchos de nuestros grandes bloqueos provienen precisamente
de todo aquello que siempre pensamos que no podríamos conseguir para
nosotras: por nuestra condición de mujeres, por la falta evidente de
recursos, por debernos a un permanente segundo plano o por tener el culo
demasiado gordo —parece broma y no lo es: la experiencia me indica que
muchas mujeres seguimos postergando sueños hasta tener un físico más
acorde con nuestra imagen del éxito, o quizá debiera decir, con la imagen
que otros quieren que tengamos del éxito—, por no tener lo que otras
tienen, qué sé yo, por cualquier cosa.
Dedicaremos también el espacio necesario al concepto de fuerza de
voluntad, a la productividad y los ciclos, a la procrastinación y a la
motivación; también al síndrome del impostor, que tanto nos ataca a
nosotras, y a qué hay de cierto en relación a la abeja reina; a la imagen
corporal y la autocosificación, donde trataré de extenderme en sus orígenes
y aquello que podemos hacer para liberarnos de su yugo y a su vez liberar a
otras, y en definitiva de tantas y tantas cosas con las que el coaching, la
narrativa y la psicología pueden ayudarte a encontrar tu voz en el mundo.
Nos lo debemos a nosotras y se lo debemos a las demás, a nuestras
madres, a nuestras hermanas, a nuestras primas y sobrinas que ya tan
pequeñas empiezan a dudar de si lo que de verdad ellas quieren es ser
princesas o quizá la vida les tenga preparada alguna otra cosa. Se lo debemos
a las que consiguieron para nosotras todo aquello de lo que ahora
disponemos, a nuestras mejores amigas y también a nuestras enemigas. Nos
lo debemos a todas. Un mundo con más mujeres conscientes y más mujeres
libres es un mundo más ético y más justo. Es un mundo indudablemente
mejor.
A lo largo de estas páginas trataré de desanudar el entramado de
pensamientos limitantes, patrones de educación y expectativas de género
que han supuesto el alto muro que ha bloqueado literalmente nuestra
capacidad de ver el gran bosque que se despliega tras él, y eso lo haremos
recorriendo un camino que se dividirá en tres partes, y que ilustraremos
poco a poco a través de ejemplos prácticos, casos reales, poemas, frases de
grandes mujeres, teorías psicológicas y todo aquello que pueda asistirnos en
este viaje.
Te invito a leer este libro siguiendo el orden en el que fue creado,
comenzando por los conceptos y ejercicios de psicología, siguiendo con el
bloque enfocado en género y acabando con la parte tercera, que tiene como
intención ayudarte a entender mejor tu conducta. Pero dicho esto, me
desdigo: si tu interés fundamental radica en cómo ligan psicología y género
y en el desaprendizaje del sexismo, comienza por el capítulo diez y una vez
acabes ese bloque, comienza con el primero. Este libro es ahora tuyo y te
pido que lo trates como tal: conquístalo, léelo en el orden que mejor te sirva,
utiliza lo que te sea útil y olvida lo que no encaje contigo.
Sea como sea, mi esperanza es que lo que he escrito pueda ayudarte a
entenderte mejor a ti misma, comprender de manera más ajustada el mundo
que te rodea y a encontrar tu voz propia.
I
Conecta

«La forma más común de renunciar al poder es pensando que no lo tenemos.»


A W
1
El encuentro con una misma

Es al hacer consciente lo de dentro que nos volvemos capaces de crear


sólidas bases, cimientos estables y medidas exactas: mapas que conoceremos
al dedillo sobre los que podremos construir edificios y después ciudades. Por
eso comenzaremos este libro por aquí: sin una autoconsciencia clara, toda la
estructura tiembla.
Quiero pedirte que, si estás dispuesta a descender y conectar, a apuntar
con tu luz a todos esos rincones que siempre es más cómodo dejar que se
cubran de grandes telarañas, te tomes este capítulo con la seriedad que
merece. Piensa que todas —nos encontremos en el lugar en el que lo
hagamos con respecto a nuestro conocimiento de nosotras mismas—
podemos ahondar al respecto.
Me es imposible averiguar el lugar exacto del que partes tú. Para algunas
este será un camino de rosas con espinas y empinados suelos pedregosos.
Para otras, sin embargo, el sendero del autoconocimiento se parecerá más a
una de esas carreteras que se acercan a la playa, aún incómoda y llena de
curvas, pero a la que cada nuevo cambio de pendiente le regala un soplo de
brisa fresca en la cara.
No conozco tu historia ni los apellidos de tus fantasmas. Te adivino con
tus traumas más o menos hirientes, con tus cortes más o menos profundos.
La que más y la que menos ha sufrido de un desamor, una ruptura
complicada, una traición del que en su momento creyó su amigo; apuesto a
que alguna otra proviene de una familia de lazos descuidados y hasta rotos.
Todas, de una manera u otra, nos hemos enfrentado al abuso y la pérdida de
privilegios: ya sea en la calle, en casa, en la escuela, en el trabajo. Otras se
han tenido que enfrentar al dolor desgarrador de la pérdida, al aborto, a la
decepción, a la maternidad que nunca llega o a la maternidad que llegó; a la
insoportable injusticia del trauma. A la violencia emocional, sexual, física. A
la injusticia, a la miseria, al Miedo. Es probable que tú misma conozcas el
Miedo.
Para todas: para ellas, para ti y para mí, el trabajo comienza en ese
siguiente paso que estás a punto de dar, así que independientemente del
lugar en el que te encuentres, hoy comenzamos un camino.

«Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior.»


F K

Si no sabes quién eres, no sabes qué hacer

La premisa de la que partimos es bien sencilla: si no sabes quién eres, no


sabrás qué hacer, y es en base a eso que he construido este libro. Y para saber
quién eres no solo habrás de ahondar en ti, sino que tendrás que entender
cómo afecta en eso la sociedad en la que vives, puesto que no somos entes
que existen y sienten fuera de un determinado contexto.
Te encuentras en la primera parte de las tres que componen este libro. Esta
división responde más al sentido común que a ningún otro criterio, pero
estaremos de acuerdo en concederle al sentido común la autoridad que se
merece. Las tres partes de las que hablo y que ya hemos mencionado con
anterioridad suponen una buena aproximación vital para casi todo (primero
conecta, después aprende —o (des)aprende—, y solo después, avanza). En
casi cualquier situación, con excepción de aquellas en las que no hay más
tiempo que para reacciones inmediatas, usar este esquema puede
incrementar notablemente nuestras probabilidades de éxito. (Ah, el éxito.
También de eso hablaremos.)
Imaginemos que queremos plantar un huerto: un precioso huerto que dé
frutas y verduras de temporada para nosotras y para nuestras familias.
Desde hace mucho hemos tenido la idea vaga de que eso es justo lo que
queremos, pero en el fondo algo siempre nos ha frenado. Si tuviéramos este
manual entre las manos, dedicaríamos el primer tercio de nuestro tiempo a
conectar con la idea del huerto. Pasaríamos tardes imaginando calabacines y
tomates, matas de espinaca fresca y el fuerte olor a romero que inundaría el
camino de la entrada a casa. Al imaginarlo, sufriríamos a veces aun sin saber
por qué, otras disfrutaríamos como niñas. Meditaríamos, aprenderíamos a
parar antes de apresurarnos a tomar decisiones de las que arrepentirnos,
aminoraríamos el paso. Tras toda esta visualización y conexión con el
presente, el futuro y el pasado, llegaríamos a la conclusión de que quizá fue
gracias a nuestra abuela Rosalía que sentimos ese amor por todo lo que sea
verde, que no son espinacas lo que en realidad queremos plantar, sino que
igual son —qué sé yo— cardos, y que por más que tus vecinas te digan que
eso es un proyecto suicida con esas temperaturas, tú sabes quién eres y vas a
encontrar la manera de llevarlo a cabo.
Gracias a haberle dedicado el tiempo necesario a atar todos esos cabos
sueltos, llegaríamos a la segunda parte de este libro con una idea más o
menos clara de la fuerza de nuestra conexión con la jardinería, de las
especies y variedades que queremos que compongan nuestro huerto, y quizá
hasta del lugar exacto que van a ocupar: una imagen clara de aquello que
deseamos, somos capaces de conseguir y nos merecemos.
En el segundo tercio nos dispondríamos a preparar el suelo para que las
raíces agarrasen con fuerza y de ahí crecieran altos y fuertes tallos. Nos
prepararíamos tan bien como pudiésemos para las plagas, las tormentas y las
olas de calor (vivimos en un mundo hostil para según qué plantas y no
debemos olvidarlo); haríamos acopio de un buen abono para que cuando
llegase la hora de ponernos manos a la obra con el huerto, todo —cuanto
pudiera contemplarse— estuviera contemplado. Compraríamos las
herramientas necesarias, las semillas; nos rodearíamos de aquellos que
apoyasen nuestro pequeño gran proyecto, y nos separaríamos de los que no
compartieran nuestra felicidad y no estuvieran dispuestos a hacer un
esfuerzo por intentarlo.
Solamente en aclarar y preparar ya habríamos utilizado dos tercios del
total del tiempo. Sería entonces cuando la tercera parte de este manual nos
daría las claves que necesitamos para construir una imagen real de aquello
que solo estaba en nuestra mente; nos invitaría a mancharnos las manos de
tierra hasta los hombros y aprenderíamos a lidiar con todo aquello para lo
que en los anteriores capítulos nos habíamos preparado.
Aclara, (des)aprende y avanza son tres pasos que suponen el marco de
referencia sobre el que construiremos el camino hacia la voz propia. Estas
tres partes presumen el mapa de ruta hacia una vida más plena, más real y
consciente en la que no nos dejamos llevar por la corriente, sino que
tomamos nuestras propias decisiones para convertirnos en la versión más
ajustada de quienes ya en realidad somos.

La búsqueda de la identidad en el camino a la voz propia

Fue Alejandra Pizarnik la que dijo que no hay nada más intenso que el
terror de perder la propia identidad, y ¿quién se atrevería a llevarle la
contraria a ella? Nada es más terrorífico que no saber quiénes somos —qué
sentimos, qué queremos, qué pensamos—, porque nada nos expone más,
nada nos hace más vulnerables o más débiles que perder el contacto con
nuestra voz, con esa realidad única e irreproducible que es, al fin y al cabo,
nuestra propia fuerza.
La búsqueda de una voz en el mundo pasa invariablemente por el
conocimiento de nuestra historia —la individual y la colectiva—, de
nuestras ansiedades y disfrutes: de lo que nos gusta y lo que nos repele, de lo
que nos hace emocionarnos y aquello que nos deja totalmente indiferentes.
Dar a la autoconciencia y al autoconocimiento la importancia que
merecen es la única manera de encontrar una paz interior duradera, de
poseer y conquistar un lugar que sea por siempre tuyo: de invertir en
relaciones que te aporten justo aquello que necesitas, elegir profesiones que
encajen con lo que más feliz te hace y no lo que nadie espera de ti, crear una
vida con un sentido superior. Es lo que en psicología positiva se llama el
higher meaning , o el poder de encontrar tu verdadero propósito en el
mundo. Es también la manera de que la vida no pase sin que te enteres, de
que conectes con el momento presente, siempre —o mejor, casi siempre—
capaz de llamar por su nombre a aquello que la vida te presenta por fuera o
que te enseña por dentro.

«Nada más intenso que el terror de perder la identidad.»


A P

Yo puedo ayudarte a recordar

Lo mío es contar historias —qué si no hacemos los escritores—, así que me


dispongo a contarte la primera de las muchas que compondrán este libro.
La primera vez que escuché hablar de Carolyn Spring y su libro Recovery
is my best revenge fue gracias a una compañera de trabajo. No me demoré en
leerla, estudié en profundidad su caso y caí prendida, como no podía ser de
otra forma, de su maravillosa historia de recuperación —recuperación y
curación son términos que no suelen gustarme demasiado, pero valga para
el caso— y encuentro consigo misma. Aun a sabiendas del impacto que tiene
abordar un tema tan oscuro como este tan al inicio de un libro, voy a asumir
el riesgo y a contarte su caso.
Carolyn Spring compartió, en uno de sus varios cursos a los que he tenido
la suerte de asistir en las oficinas de Amnistía Internacional en Londres, que
cuando una trabajadora social le preguntó a los doce años qué tipo de vida
había tenido hasta entonces, ella respondió sin pensarlo dos veces: «He
tenido una crianza de lo más occidental, la típica infancia normal y sin
sobresaltos».
La cosa quedó ahí y al menos lo hizo hasta los catorce, edad en la que
progresivamente —al principio en forma de dolencias difusas, más tarde con
la pérdida de la totalidad del movimiento— Carolyn acabó postrada en una
silla de ruedas sin causa física aparente. Tuvieron que pasar algunos años
hasta que, poco a poco, el movimiento volvió a sus extremidades y el color a
su rostro. Nadie pudo explicar qué era lo que le había ocurrido hasta algún
tiempo más tarde.
Para situarnos: estamos ahora en la renombradísima Universidad de
Cambridge. Carolyn es una estudiante modelo, pese a la brutal historia que
lleva escondida en ella, o quizá gracias justo a eso, y se sienta frente a una
psicoterapeuta que, en las propias palabras de la protagonista de esta
historia, está a punto de salvarle la vida. Desembucha una a una todas las
imágenes que en los últimos años la han estado acosando y que tiene
problemas en identificar como propias. Cuando habla, duda de si lo que está
contando es real, de si ocurrió de veras, de si quizá lo soñó o tal vez solo lo
escuchó de alguien. Cuando acaba de contar su historia, la terapeuta, aún en
período de prácticas, pronuncia una a una las palabras mágicas: «Yo puedo
ayudarte a recordar».
Lo que Carolyn tenía que recordar, y con mucho trabajo acabó por hacer,
era lo siguiente: el día que respondió a aquella trabajadora social sobre su
infancia, aquel día que dijo que venía de una familia que para ella era del
todo normal, no mentía. Lo normal para un niño —o para cualquier
persona— es siempre lo que ese niño conoce. Una madre profesora, un
padre inspector de policía. Una granja en la que pasaba las tardes.
A los cuatro años conoció a su mejor amigo, un chico de ocho años que
siguió a su lado por mucho tiempo. El mismo día que se conocieron la violó
por primera vez, pero a Carolyn aquello no le resultó extraño en lo más
mínimo, porque para ella la normalidad era justo eso. Aquel chico se
convirtió en uno más de sus muchos verdugos, y en cuanto pudo la
introdujo en una red de pedófilos llena de adultos, hombres y mujeres con
tendencias especialmente sádicas, si es que abusar sexualmente de niños no
lo es ya especialmente . Le siguieron un infierno de abusos ritualistas,
muertes, pornografía, necrofilia, zoofilia, abortos a edades inverosímiles y
todas aquellas cosas que nadie quiere saber, pero que ocurren más a menudo
de lo que imaginamos y bajo el consentimiento de una sociedad impasible
—para el caso, cómplice—. Al llegar a casa, su madre y su padre
continuaban con la brutalidad de aquellos abusos sexuales, de manera que
nada, nadie, ningún sitio en el mundo podía considerarse seguro para la
pequeña Carolyn.
«Yo puedo ayudarte a recordar», esas fueron las palabras. Todavía a estas
alturas no sé qué espíritu valiente poseyó a aquella psicoterapeuta que aún
seguía en formación para aventurarse a soltar tal perla tras escuchar la
historia de Carolyn Spring, pero lo que es seguro es que pronto entendió que
su recuperación pasaba justo —aunque, desde luego, no solo— por eso: por
hacer consciente lo inconsciente, por recordar, por conectar con aquella
parte enterrada y sepultada y cuya llave había tirado al más hondo de los
abismos.

Carolyn nunca estuvo allí

De las mil y una moralejas que podríamos sacar de esta historia, de las mil y
una denuncias y enseñanzas, de todas las lecturas posibles, aquí ponemos el
foco en todo lo que el autoconocimiento y la autoconciencia supusieron
para ella.
Lo había olvidado todo. Huelga decir que no es extraño que Carolyn no
recordase aquella historia: la realidad es que ella nunca estuvo allí. Al
menos, no su cabeza. Su cuerpo nunca tuvo opciones, pero su mente nunca
participó de lo que le hacían a su cuerpo. Voy a ser clara con mi posición a
este respecto: el olvido y la falta de conexión con su verdadera historia
fueron un salvavidas, un mecanismo necesario de supervivencia de una
mente con un comportamiento del todo sano. Lo que no podía ver, lo que
no estaba preparada para asimilar, desapareció de su vida como lo hacen las
hojas del suelo justo antes de un largo invierno.
Es cierto que el infierno de Carolyn Spring es un caso extremo, extremo
tanto en crueldad como en extensión en el tiempo, aunque
desgraciadamente más común de lo que pensamos, pero lo traigo a colación
para explicaros algo: la capacidad de ensombrecer ciertas partes de nuestra
historia y de nuestra forma de ser, la habilidad que desarrollamos para
acallar ciertos sentimientos incómodos acaba por tomar las riendas de todo
de la misma manera que acabó con la movilidad de Carolyn hasta dejarla
sentada en una silla de ruedas. Exige valentía, esfuerzo, tiempo y disciplina
comenzar a llamar por su nombre de pila a los fantasmas propios.

«Cuando trataron de callarme, grité.»


T W M

Piensa en la multitud de ocasiones en las que tu mente ha borrado con


éxito los detalles más escabrosos de alguna situación incómoda; la dificultad
que tienes a veces para rememorar ciertos momentos de tu pasado, ciertas
conversaciones.
El mecanismo del olvido es esencial para nuestra supervivencia, pero no
siempre es el mejor de los amigos a largo plazo: a menudo ignoramos cosas,
borramos secuencias enteras de nuestra vida solo para no tener que
rememorarlas después. Y aunque más tarde nuestra mente consciente —
nuestra atención, nuestros pensamientos— no cuente con ese fragmento de
nuestra propia película, el impacto en nuestras emociones y en nuestro
cuerpo es real. Ese lugar recóndito se convierte en cuna de dolencias difusas
(justo como le ocurrió a Carolyn), de adicciones, angustia y pena, de
tendencias autodestructivas, hasta que un día decimos basta y decidimos
conectar con lo bueno y con lo malo, con lo de ahora y lo de antes para
encontrar sentido a nuestra historia y a nuestra voz. Es así y solo así que
conseguimos reordenar nuestro pasado para ser capaces de anclar nuestra
experiencia con claridad absoluta al presente.
Antes de comenzar con la escritura de este capítulo me dirigí por correo a
Carolyn con intención de pedirle mi humilde permiso y compartir así con
vosotras su caso, a lo que respondió de manera cálida, diciéndose honrada,
probablemente sin en realidad entender el impacto tan profundo que puede
tener para nosotras conocerla y ser un poco parte de su historia de lucha y
encuentro consigo misma. Os hablaré de ella más adelante, de sus logros
posteriores y de lo mucho que podemos aprender de cómo ella se ha
enfrentado al dolor insoportable que en ocasiones trae el pasado, y para
entonces sé que necesitaré poco para recordaros de quién os estoy hablando.

Una mujer libre es lo contrario de una mujer fácil

A estas alturas te estarás preguntando —o quizá es mi mente de psicóloga la


que está esperando a que sea justo eso lo que esperas con impaciencia— si
hay algo que tú misma puedas hacer a este respecto. Su historia nos sirve
para ejemplificar en carne y hueso todo aquello de lo que hablamos y para,
en definitiva, inspirarnos, pero es trabajando activamente como podemos
unir nuestros propios cabos sueltos.
A lo largo de este libro te voy a ir ofreciendo diferentes ejercicios que
provienen del campo del coaching, de la psicología y la psicoterapia. Otros
proceden del campo de la comunicación y la creatividad, de la narrativa y
del sentido común. Todo lo que te cuento lo he probado yo misma, lo he
testado, lo he recomendado a mis alumnas en mis clases y a mis clientas
cuando ha resultado conveniente. No está en mi mano el convencerte de que
los lleves a cabo, pero sí que puedo recordarte lo que todas las
investigaciones en neuroplasticidad sugieren, y es que aquello que
trabajamos, crece más fuerte, o lo que es lo mismo: si queremos romper
patrones, generar nuevas rutas de pensamiento y fomentar hábitos más
sanos y más conscientes, debemos ponernos literalmente manos a la obra.
Una mujer consciente es una mujer libre. No te prometo que vaya a ser
fácil, ser libre nunca lo es. Fue Simone de Beauvoir quien dijo que una mujer
libre era lo contrario de una mujer fácil, y si lo dijo ella, nosotras entonces le
hacemos caso.

❉❉❉

Ejercicio

En el primero de los ejercicios de este libro voy a pedirte que comiences un diario, pero no
un diario cualquiera, pues este tendrás que cuidarlo al detalle. La idea es que atiendas con
mimo todo lo que le concierne. Buscarás el cuaderno que más te guste y no otro, elegirás el
diseño que mejor encaje con lo que tú exiges. Pensarás en si son rayas, cuadros o una
página blanca lo que a ti te conviene, estudiarás diferentes texturas y tamaños. En
definitiva, tratarás de que se adapte a ti y a nadie más.
En sus páginas, la regla es la siguiente: vas a capturar tres aspectos que explicaremos
con más detalle más adelante:

Pensamientos («esto no sirve para nada», «no sé qué escribir», «¿y qué es un
pensamiento?»).
Sensaciones internas y emociones (ansiedad, calma, alegría, miedo, dolor de
tripa, calambres en las piernas).
Descripciones del entorno (aspecto, olor, temperatura, y todo aquello que
pertenece al exterior del cuerpo).

Aunque son muchos los estudios a este respecto, las famosas investigaciones de
Pennebaker en el campo de la psicología y el poder sanador de la escritura ponen de
relieve los muchos beneficios que tiene el uso continuado de un diario a lo largo de la vida.
Se subrayan beneficios en bienestar, estado de ánimo, estrés, ansiedad, memoria y
muchos otros.
Valgan también para este caso los estudios de la doctora en Psicología Tasha Eurich,
quien descubrió que llevar un diario no solo nos ayuda a conectar con nuestras propias
experiencias, sino con el impacto que estas tienen a su vez en otros. En resumen, llevar un
diario nos ayuda a conocernos mejor, pero también a ser mejores.
Me gustaría recalcar la falta de necesidad de acudir a tu diario cada día, pues para
algunas esto puede ser causa de estrés. A veces, escribir sobre lo que una tiene dentro
puede abrir heridas y puertas, y no hay necesidad de forzarlo en exceso. Así que, como en
todo, busca tu ritmo: diez minutos durante la mañana, dos o tres veces a la semana;
invariablemente veinte minutos cada noche; una hora y media los domingos. Qué sé yo, lo
que a ti te funcione mejor. Pero dentro de lo errático de los patrones propios, sé constante.
Me gustaría además pedirte que fueses tan creativa con este diario como te fuera
posible: que en su creación utilizases colores, que pegases en él recortes, ideas, fotografías,
frases. Que te desprendas del yugo de la belleza —cuánto vamos a hablar de esto— y trates
de crear algo que sea un fiel reflejo de lo que hay dentro de ti en el momento en el que
tengas la página delante. Deja atrás la necesidad de crear un cuaderno bonito,
estructurado, ordenado o socialmente aceptable. Habla del presente, del pasado, del
futuro. Di la verdad y miente. Sé convencional, políticamente correcta, insultante.
Un último apunte. La expresión toma muchas formas, y solo una de ellas es la palabra
escrita, así que aprovecha todas las opciones. Dibuja con o sin sentido, juega con texturas,
humedades, mezcla con más o menos lógica la información que te llega de diferentes
lugares, de adentro y de afuera. Pinta una canción que describa lo que hiciste en el día;
escribe frases sin comas ni separaciones entre palabras ni tildes ni puntos. Pega
recortables, fotografías, trozos de revistas. Juega y sáltate tus propias reglas.
La idea es que este diario te acompañe a lo largo de lo que durará este libro y se
convierta en el bastón imprescindible en el que apoyarte durante el camino. Es el único
ejercicio de toda la primera parte que será transversal, y te invito a que mientras lees este
libro lo lleves siempre contigo. A él podrás volver cuando te surjan ideas nuevas después
de haber masticado algo que nunca antes habías leído, en él podrás explorar nuevos
conceptos y juntar cabos sueltos. Este libro tiene intención de hacerte reflexionar mucho, y
la escritura (o el dibujo, la fotografía) te puede funcionar como un ancla, como una práctica
a la que recurrir de cuando en cuando para integrar nuevos conocimientos con los
antiguos.
Queremos abrirle la puerta a todo aquello de lo que eras consciente antes y de lo que
serás consciente ahora, pero también a todo aquello que ha estado escondido. No siempre
va a resultar cómodo, pero el ejercicio activo de la creatividad, como explicaremos más
adelante, es el vehículo más directo en el camino hacia ti misma.
Y conocerte es importante, ya lo sabes. Porque si sabes quién eres, sabes qué hacer.

❉❉❉
2
El para siempre y los ahoras

Construyo este capítulo sobre la base de una suposición. Esta suposición es


que comenzaste o pronto comenzarás con tus ejercicios, que ya registraste o
pronto lo harás los primeros pensamientos, las primeras emociones.
Cuento con que a estas alturas todo esto lo has hecho más como un
ejercicio de intuición —quizá de fe en mí— que otra cosa. Pero quiero
explicarte por qué seguir esas tres directrices de las que hablamos en la
primera actividad del libro y practicarlo con suficiente frecuencia conseguirá
que te conozcas mejor, que reduzcas tus niveles de ansiedad y que comiences
a conectar con tu experiencia del momento presente. Porque la ansiedad
nunca te permite estar en el presente.
Todo lo que vamos a hacer en esta primera parte del libro está
encaminado en una misma dirección: encender la luz, aclarar y conectar con
quiénes somos: si no somos capaces de escuchar lo que nuestra mente dice,
lo que nos dicen las entrañas, si no podemos vivir en el presente y apagar el
ruido de todo lo que tenemos fuera, aunque solo sea por un segundo, no
podremos nunca llegar a nuestra voz propia. Y esto, que podría parecer
complejo, la realidad es que no lo es tanto.
Deja que te explique.

Lo que el color rosa dice de ti

Partamos de la base de que la experiencia del presente no es más que una


percepción, y como tal está mediada inevitablemente por todo aquello que
fuimos antes.
Pongamos por ejemplo el color rosa. El color rosa que ves con tu retina
depende de los cientos de millones de rosas que viste antes, y esa experiencia
tuya es única, solo tuya y de nadie más. Tu rosa es tuyo como el mío es solo
de mí.
El rosa bebé se asemeja al color del cerezo que veo desde la ventana de mi
salón, del que nacieron flores por primera vez a los pocos días de mudarnos
al piso en el que vivo, justo mientras desde el sofá leía aquella edición
preciosa de Madame Bovary que había comprado pocos días antes de
nuestra boda y que hasta ese momento no había tocado. El color, aquella
portada preciosa en colores malva y la emoción del momento conectaron
entonces y ese hecho afectará a cada rosa que yo vea después de una manera
totalmente impredecible, porque así se forman las experiencias.
A otra mujer, ese rosa le recuerda la habitación de un bebé que preparó
con mimo pero el cual nunca llegó; a aquella las letras de la portada favorita
de las muchas ediciones que colecciona de Orgullo y prejuicio . A otras le
trae a la mente un lazo, símbolo de una lucha contra el cáncer muy íntima.
Para otra, el rosa supone el yugo de la expectativa de quien no quiere ser, un
rol de género estrecho e incómodo, al que le falta la textura y la complejidad.
Pero toda esta percepción, toda esta elaboración que yo hago sobre la
experiencia del rosa no llega de manera inmediata, sino que la articulación
viene después. Yo sé que al ver el rosa siento esto o aquello, pero no siempre
sabré por qué eso ocurre, ni quizá tampoco haga siempre falta.
Conectar con el presente, mirar con ojos limpios lo que está ocurriendo a
nuestro alrededor sin juzgar, con apertura y curiosidad, conecta nuestro
pasado y nuestro presente y le aporta coherencia al todo. A riesgo de caer en
la obviedad y un poco a modo de resumen, recordaré que pasado y futuro
solo existen en nuestra mente, aunque el momento presente contiene el
pasado completo (y como explicaré más adelante, también tu futuro está
contenido en tu presente).

«Para siempre está compuesto de muchos ahoras.»


E D
Un solo movimiento en cada momento

Estoy segura de que has oído hablar del mindfulness, pero antes de entrar de
lleno en su concepto y, sobre todo, en cómo podemos usarlo, voy a hablarte
de Martha Graham. Graham fue una bailarina y coreógrafa que aún hoy está
considerada como una de las pioneras de la danza moderna y una de las más
grandes artistas del siglo pasado. En una ocasión, dijo: «Todo lo que importa
es el movimiento de este momento. Haz que sea importante, vital, que
merezca la pena vivirlo. No dejes que se te escurra sin notarlo, sin usarlo».
Martha sabía lo que decía. De no haberlo sabido, no habría podido bailar
durante setenta años hasta convertirse en la primera bailarina en pisar la
mismísima Casa Blanca, como tampoco habría podido llegar a ser la
primera en viajar al extranjero en calidad de embajadora cultural, o incluso
la primera en recibir la Medalla de la Libertad, la mayor condecoración que
pueda recibir un civil. Con eso y con todo, puede decirse que el mayor logro
de su vida como artista fue el haber inventado lo que los expertos
consideraron un nuevo lenguaje del movimiento, a través del cual consiguió
bailar el odio, la pasión y el éxtasis común a toda la experiencia humana. Y
todo eso lo consiguió Martha Graham siguiendo una máxima y una solo:
centrarse en el movimiento de un solo momento, puesto que solo ese podía
controlar, sin olvidar que ese movimiento contenía en sí mismo todos los
anteriores (y como te anticipé antes: todos los que vendrían después).
La historia de Martha conserva muchas similitudes con la de otra grande,
Billy Jean King, mujer pionera en casi todo, además de una de las más
grandes tenistas de la historia. Billie Jean King confirmó su maestría en cada
una de las modalidades (individual, dobles y dobles mixtos) y se convirtió
en la fundadora de la Women Tennis Association (WTA), organización
paralela a la ATP masculina, lo que la hizo pasar a la historia como una de
las principales luchadoras contra la brecha salarial entre el tenis masculino y
el femenino.
Tras lograr un total de veinte triunfos —seis en individuales, diez en
dobles y cuatro en mixtos—, dijo que consideraba la autoconciencia la
cualidad probablemente más importante para convertirse en campeona, y
tomemos como prueba de la certeza de su argumento la magnitud de sus
triunfos y el alcance de sus logros.
Estas y otras muchas mujeres demostraron con sus vidas y sus legados la
importancia de algo que hoy llamamos mindfulness en Occidente, pero que
Oriente llevaba mucho tiempo usando antes de que nosotros nos
apropiásemos del término y lo vendiésemos como algo mucho más
complicado —o quizá al revés, como algo mucho más simple— de lo que en
realidad es.
Mindfulness es un concepto que se popularizó hace unos años y que tiene
sus orígenes en las técnicas de meditación Vipassana budistas, y cuya
práctica supone tomar conciencia del momento presente, tomar conciencia
de la realidad, dejando de un lado el juicio, observando nuestros
pensamientos, nuestras sensaciones y nuestro alrededor con una actitud de
apertura y curiosidad sanas.

«La felicidad constante es la curiosidad.»


A M

Numerosos estudios avalan los beneficios a corto y largo plazo de la


práctica diaria de mindfulness, y merece la pena señalar que la Universidad
de Brown ha descubierto recientemente que es aún más beneficioso para
nosotras de lo que lo es para los hombres.
La premisa de la que se parte es simple —o igual, como antes te decía, es
bastante compleja—: para practicar mindfulness debemos prestar atención
momento a momento (o movimiento a movimiento, tal como hacía Martha
Graham) a los pensamientos, las sensaciones corporales, las emociones y al
ambiente circundante, todo con una actitud de aceptación incondicional, es
decir, sin juzgar si son correctos o no. De esa forma enfocamos la atención
en lo que se percibe, sin necesidad de buscar causas o soluciones o pensar en
consecuencias.
Sin mindfulness difícilmente serás capaz de sentir el calambre de la
desigualdad —del que hablaremos extensamente después—, tampoco
podrás trabajar en las gafas que necesitas para ver el mundo como en
realidad es, ni podrás dar volumen a tu voz propia.
Te hablé en el capítulo anterior sobre la necesidad de empezar un diario y
comencé este capítulo sobre la base de la suposición de que, o bien lo estabas
escribiendo, o bien lo ibas a hacer pronto. En aquella actividad te pedí que
registraras tres cosas que tras estas líneas dedicadas al mindfulness ya debes
de haber entendido: debías escribir —pintar o plasmar de cualquier manera
— acerca de tus pensamientos, tus emociones y sensaciones corporales y,
por último, sobre tu ambiente, sobre aquello que te rodea en un momento
dado. Antes de acabar este capítulo quiero convencerte de que de todo lo
que aprenderás en el resto del libro, quizá esto sea lo más importante, y por
eso voy a contarte algo que he aprendido a través de mi trabajo en Londres.
Parte de a lo que me dedico profesionalmente se centra en el campo del
trauma y el abuso. Las mujeres que han sufrido algún trauma —y la
experiencia me dice que todas lo hemos sufrido en mayor o menor medida,
y es que todo depende de lo que entendamos por trauma y del impacto
diferente que este tenga en el individuo— se benefician maravillosamente de
este enfoque por el siguiente motivo: el mindfulness obliga al lóbulo frontal
a recuperar el control de la experiencia, que había tomado por golpe de
Estado la amígdala. La amígdala es la responsable de que vivamos en
permanente estado de urgencia, preparadas para la huida o la lucha: algo
que por desgracia las mujeres conocemos muy de cerca.
Para que todas nos entendamos, y por parafrasear a Goldberg, el lóbulo
frontal es el director de la orquesta: el sustrato sobre el que se sustenta la
función ejecutiva, es decir, todas aquellas funciones que nos permiten dirigir
nuestra conducta hacia un fin. Entre ellas estaría la secuenciación, atención,
planificación y la reorientación, todas ellas fundamentales para ir desde
conecta , la primera parte de este manual, pasando después por (des)aprende
, hasta llegar al avanza .
Y ahora, una vez convencida de la importancia de la práctica del
mindfulness para conectar con nosotras mismas y con el momento presente,
espero que sigas trabajando en tu diario con la regularidad que tú misma te
hayas autoimpuesto. Solo tú sabes cuánto y cuándo, parte de lo que
trabajaremos aquí será justo eso: que vuelvas a confiar en lo que te dice tu
instinto y que dejes a la perfección —el enemigo público número uno— en
el armario.
Ahora ya sabes que lo que estás haciendo en tu diario tiene que ver con la
conexión, con el reforzamiento de ciertas áreas en tu cerebro, con mirar la
realidad tal y como es —que es la única manera de que te ayudes a ti y nos
ayudes a las demás—, pero no solo con eso, también tu trabajo en el diario
tiene que ver con la expresión de lo no consciente, y de eso justo hablaremos
en el siguiente capítulo, no sin antes dar por acabado este con un poema de
Sylvia Plath que lo resume todo:

«Recuerda, recuerda, esto es ahora, y ahora, y ahora.


Vívelo, siente cómo se adhiere a ti.
Quiero ser muy consciente de todo lo que he dado por sentado.»
S P

❉❉❉

Ejercicio

Para el ejercicio de este capítulo no necesitas más de un minuto, así que te invito a que
cierres el libro durante solo unos segundos y me acompañes en esto, ya que es una
práctica que puedes incorporar en tu día a día para salir de los enredos y las trampas que
nos pone la mente, estar más activamente comprometidas con lo que ocurre en nuestro
entorno y también en nuestro propio cuerpo.
Este ejercicio se llama «Cinco sentidos» y proporciona pautas para practicar la atención
plena rápidamente en casi cualquier tipo de situación. Todo lo que necesitas es parar un
segundo y notar lo que está ocurriendo con cada uno de los cinco sentidos.
Sigue este orden para practicar el ejercicio, y recuerda que el mindfulness no es una
práctica que debamos hacer con intención alguna en mente, no es algo que hagamos con
la vista en la meta: no tiene por qué relajarnos, calmarnos o hacernos sentir mejor. La idea
es solo estar más presentes, más conscientes y despiertas. Estaremos de acuerdo en que
esta es un arma poderosísima.

1. Nota cinco cosas que puedes ver


Mira a tu alrededor, elige algún objeto remoto, alguno cercano, alguno en tu
cuerpo, y concéntrate en las diferentes texturas, pliegues o pequeñas grietas.

2. Nota cuatro cosas que puedes sentir


Pon ahora tu atención en cosas que puedes sentir, como la textura del vestido,
de los pantalones, las yemas de los dedos sobre el libro, la brisa en la piel de la
cara.

3. Nota tres cosas que puedes escuchar


Tómate un momento para escuchar aquello que suena de fondo. Quizá es el
zumbido del frigorífico, o un pájaro, o los débiles sonidos del tráfico de alguna
carretera cercana.

4. Nota dos cosas que puedas oler


Toma conciencia de los olores que estás filtrando, los agradables y los
desagradables. La madera de la mesa, la ropa que llevas puesta, tu piel del
antebrazo.

5. Nota una cosa que puedas probar

Toma un sorbo de agua o descansa la lengua sobre el paladar de tu boca. Besa a tu


pareja —o no a tu pareja—, mastica un chicle o da un bocado a algo.

Este ejercicio es sencillo y rápido, y si lo incorporas a tu vida cotidiana —no siempre


necesitas pasar por los cinco sentidos para que surja efecto— puede tener un impacto
mayor del que imaginamos, ayudándote a anclar tu experiencia al presente y mejorando tu
concentración. Practicado con regularidad, puede incrementar significativamente
síntomas de depresión y ansiedad, ayudar a disminuir niveles de estrés, dolor crónico o
patrones adictivos de comportamiento.

❉❉❉
3
Creatividad como vehículo de
conexión

Hablar del inconsciente siempre comporta riesgos. Cuando algunos lo


consideran un pseudoconcepto, otros basan teorías, aproximaciones y
tratados enteros sobre él. Lo que seguro que todas aceptamos, en lo que
seguro todas encontramos consenso es en que la mayoría del material que
registran nuestros sentidos cae fuera del foco de nuestra consciencia: bien
sea por una cuestión de concentración, de educación o de simple
expectativa.
Voy a intentar demostrártelo. Piensa ahora mismo en tus manos sobre
estas páginas, en tus ojos sobre estas líneas. Saca tu atención de esta escena y
aguza el oído, el olfato. Hay multitud de cosas que pasan a nuestro alrededor
en cada momento a las que no hacemos caso. Puede que ahora escuches el
claxon intermitente de un camión dando marcha atrás al final de tu calle, o
los pájaros que se han arremolinado en la parte alta de la ventana de tu
habitación. A eso, a todo aquello a lo que no hemos atendido de manera
consciente antes, le sumamos aquello que sí que registramos en su
momento, pero que ya ha caído en el olvido; también toda esa parte que por
dolor, por incapacidad o por pura necesidad hemos reprimido. También esa
que hemos dejado de ver por haber normalizado y que ahora, al mirar de
frente, comenzamos a notar de nuevo. A todo ese material que no está
accesible a nuestra memoria consciente aquí y ahora es a lo que aquí vamos
a llamar inconsciente.

Mientras no hagamos al inconsciente consciente, controlará


nuestras vidas y lo llamaremos destino

Este material inconsciente sigue siendo parte de ti misma, tanto como aquel
material que tu mente consciente sí que acepta como propio. Actúa como
parte de un todo, y aunque está sujeto a sus propias reglas, tiene un impacto
real en nuestros afectos, nuestros pensamientos y también en nuestro
comportamiento. Jung dijo que mientras no hagamos al inconsciente
consciente, controlará nuestras vidas y lo llamaremos destino.
Huelga decir que no hay necesidad de acceder a ese material todo el
tiempo por el mero hecho de hacerlo, que los mecanismos de defensa que
reprimen ciertas cosas tienen su razón de ser y su momento. Pero, a grandes
rasgos, liberar el peso del inconsciente produce el mismo efecto que la luz
sobre los negativos del carrete durante el proceso del revelado: aclara.
Y para ese fin, la creatividad es la luz más potente.

«Ignoramos nuestra propia estatura hasta que nos ponemos de pie.»


E D

Si durante todas estas líneas anteriores nos habíamos centrado en la


conexión, en la parte del mindfulness que implica conectar con el momento
presente y enfrentarlo con la actitud adecuada —sin juicio, con curiosidad
sana y apertura—, en este capítulo pondremos el foco en el dejar ir, esa idea
intrínseca al proceso de mindfulness que supone el desapego. Ambos
momentos, como iremos viendo durante lo que nos dure este viaje, son
igualmente necesarios para la creatividad y para beneficiarnos por completo
de todos sus efectos.

I ’ m nobody too

No soy una gran mujer, y mis aportaciones al mundo hasta el día de hoy han
sido humildes y de un impacto más bien moderado. Por eso he dudado
mucho sobre si mi historia sería la más adecuada para ilustrar con suficiente
fuerza esto que quiero transmitiros. Pero, al fin y al cabo, mi voz, y la tuya
son tan importantes como las de otras, y es de eso de lo que quiero
convenceros con este libro. Así que sirva esto que os cuento para predicar
con el ejemplo, no quisiera caer en lo que autoras como Lidia Puigvert
denunciaron acerca de lo que el feminismo ha representado —o no ha
representado— para las mujeres no académicas, para las mujeres que no
comparten privilegios, necesidades e intereses con el resto.
«I’m nobody —dijo Emily Dickinson— […], are you nobody too? » Si tú
también eres nadie, esto es para ti. Las historias de las mujeres sin una gran
historia son tan importantes como las de cualquier otra mujer, así que
sirviéndome de este escalón, me subo al podio y también os cuento un poco
de lo mío.
A los diez años ya era evidente que yo era una niña ansiosa: me mordía las
uñas, lloraba con facilidad, tenía tendencia a aislarme y a sentirme algo
diferente a las demás. Tras una adolescencia complicada —un padre muy
enfermo y sus mil y una consecuencias en el núcleo familiar—, me convertí
en una joven con miedo, con una angustia vital tan profunda que al respirar
me oprimía el pecho.
En poco tiempo aquello tomó la forma de ataques de pánico, de tardes con
la cabeza bajo un cojín de un sofá y la perspectiva negra de un futuro
incierto. Ojalá no sepáis de lo que os hablo. Un ataque de pánico es lo más
parecido que se me ocurre al infierno —¿habéis sentido alguna vez algo
parecido? Are you nobody, too? —. Por aquel entonces, cuando sentía que la
ola llegaba y me revolvía, que la espuma que habían formado las burbujas
con la violencia del agua me nublaba el camino de salida, yo pensaba que
solo me quedaba una alternativa: luchar con todas mis fuerzas para sacar la
frente a flote, manotear como pudiese para llegar a la orilla y tumbarme
hasta que llegase la siguiente ola. Y la siguiente ola siempre llegaba.
Tardé en acabar mi carrera y cuando lo hice pensé que todo el esfuerzo
bien había merecido la pena, y que todo lo que había aprendido sobre la
mente, el comportamiento humano y sobre nuestra capacidad de resiliencia
eran herramientas que ahora tenía en mi caja, las cuales ya intuía que
acabarían por pegar todas mis piezas rotas de una manera u otra. Cuando
llegué a Londres me di cuenta de que una cosa es tapar el síntoma y otra
bien diferente liberarlo. Y ahora te explico por qué.

No remes a contracorriente, mejor tira los remos

Como ocurre con las víctimas de corrientes de aguas revoltosas, luchar es en


todo contraproducente: corres el riesgo de quedar extenuada y morir
ahogada en el intento. Con los años he aprendido que la mente funciona de
la misma forma: los pensamientos se vuelven cíclicos a base de masticarlos
con demasiado entusiasmo, las emociones acaban por agarrarse cuando uno
se empeña en no dejarse mojar ni un poco.
Ser mujer en un mundo de hombres supone el navegar de manera
constante en un ambiente político, social, cultural y religioso
verdaderamente hostil, excluyente y, por encima de todo, discriminatorio. La
ansiedad que muchas experimentamos no es solo fruto de nuestro
comportamiento hormonal y nuestras tendencias biológicas —ojo, que
también—, sino que la presión y la contradicción íntima a la que el
patriarcado nos enfrenta suponen un foco de angustia vital profunda. Para
aceptar tu propia voz y las de otras necesitas abrirte a los infinitos futuribles,
redefinir el quién es quién, porque como dijo la psicóloga feminista
británica Juliet Mitchell «el feminismo implica no estar en contra de otras
mujeres. Definir cómo tiene que ser una mujer cierra el futuro. Y en esta
revolución no sabemos qué va a ser un hombre y una mujer, es un futuro
abierto. No podemos definir una posición ideal».
Antes os hablaba de lo que para mí supuso Londres. Londres fue en mi
vida una puerta de salida —en realidad de entrada— para un poco de todo.
El aprendizaje de un nuevo idioma hizo que estallasen muchas de las
cerraduras de mi mente, literalmente creó rutas nuevas de pensamiento.
Flexibilizó sin remedio los patrones desgastados de tan repetidos, me dio
nuevas perspectivas y nuevas maneras de ver lo viejo.
Piénsalo así: cada palabra nueva contiene un nuevo universo de
posibilidades. El lenguaje contiene el pensamiento, la cultura y las
tradiciones de un pueblo, todas sus idiosincrasias e individualidades. Cada
experiencia, por mucho que la hubiésemos vivido antes, obtiene un
significado nuevo y redefine lo que creíamos saber antes.
Así y con todo, tardé tiempo en entender lo que había ocurrido. Cuando
comencé con la escritura de ficción tomé conciencia del impacto de la
creatividad en el pensamiento, en la disciplina, en la salud mental y en la
regulación de nuestras propias emociones.
Si siento que mi caso es un caso de éxito no es porque haya cumplido
grandes metas profesionales y personales en los últimos años, que desde
luego así ha sido, pero eso al final no es más que humo, porque aún —y
espero que así sea por siempre— sigo en camino. También los años han
movido las aspas de lo que yo misma consideraba el éxito. Así que esa no es
la razón por la que comparto parte de mi caso. Si pienso que a ti puede
inspirarte es porque he conocido una libertad de la que antes no me había
creído merecedora: ahora soy libre de explorar y crecer, de probar con
nuevas Marías, de explorar qué significa para mí ser mujer, de correr sin
miedo y de tropezar para levantarme después.
Kierkegaard dijo de la ansiedad que «es completamente diferente al miedo
y a conceptos similares que se refieren a algo definitivo. La ansiedad es la
realidad de la libertad como la posibilidad de la posibilidad». En su tratado
El concepto de la ansiedad , explica la relación entre esta y la creatividad, y
expone cómo la ansiedad es una fuerza neutra, con potencialidad creativa y
destructiva, de manera que de nosotras depende qué hacer con ella.
La ansiedad, desde esta perspectiva, es la parálisis ante lo indefinido —y
aquí es justo donde entra la creatividad en juego—: una vez asomadas al
abismo de lo indefinido, merece la pena que recordemos a Virginia Woolf,
quien dijo que «no puedes encontrar la paz evitando la vida». Ahora soy yo
la que os digo: ante el abismo, salta.

«Las mentes creativas son conocidas por ser capaces de sobrevivir a cualquier clase
de mal entrenamiento.»
A F
Los enemigos de la creatividad

Sylvia Plath identificó como el peor enemigo de la creatividad las dudas que
tenemos de nosotras mismas, y yo añado que es justamente mediante el
ejercicio de la creatividad que encontramos la manera de concederle a esas
dudas la atención que merecen y no más que eso.
La incomodísima tendencia a la perfección —a la que somos empujadas
permanentemente las mujeres— y la baja tolerancia a la frustración, de la
que como sociedad adolecemos, son algunos más de esos enemigos que
podemos trabajar a través del esfuerzo creativo.
En la misma línea, Rita Mae Brown, una de las más prolíficas escritoras de
misterio de todos los tiempos, dijo: «La creatividad proviene de la confianza.
Confía en tus instintos». Qué poderoso es ese mensaje: confía en tus
instintos. Siempre. Confía en ellos por encima de los de nadie.

«El peor enemigo de la creatividad es la falta de confianza en una misma.»


S P

Otro de los claros enemigos que tiene la creatividad son los patrones de
pensamientos limitantes, que en el caso que nos ocupa —nosotras— son
consecuencia directa de restrictivos sesgos educacionales. Estos han creado
un ambiente en el que las mujeres solo pueden optar a elegir entre un
puñado de cosas, o más sutilmente, son animadas a preferir unas u otras,
pero siempre entre aquellas más acordes a su género y las obligaciones que
este comporta: por ejemplo, trabajos con horarios compatibles con la
maternidad, vocaciones que tengan en cuenta desde muy al principio que en
algún momento seremos nosotras las que necesitaremos conciliar, y que
nadie nos lo pondrá fácil, con lo que probablemente alguien tendrá que
renunciar, y ese alguien será, en un porcentaje altísimo, nosotras.
Otra rama de esos pensamientos limitantes tiene que ver con algo que
afecta directamente a la inspiración, que tan directamente ligada está al
concepto de creatividad, y con cómo las mujeres en ocasiones carecen de
modelos educativos con los que poder identificarse, líderes con las que
poder compararse. Basta con ir a un museo, abrir un libro de literatura o
encender la radio para caer en la cuenta de que las voces de las mujeres,
durante siglos, han desaparecido. Alguien las ha acallado. Habrá quien aquí
me diga que este patrón, como algunos otros, ya se encuentra en medio de
un cambio, a lo que habrá que responderle que hay algo de cierto en eso,
pero que nunca esto cambió por sí solo: las cosas cambian cuando las
cambiamos nosotras.

Beneficios del compromiso creativo

Un artículo reciente de Devon Proudfoot, Aaron Kay y Christy Koval de la


Fuqua School of Business encontró que, en determinados contextos, los
hombres son percibidos sistemáticamente como más creativos, viendo las
mujeres sus oportunidades mermadas en ambientes en los que la creatividad
es un activo muy preciado. Pero una cosa es cómo somos percibidas y otra
diferente lo que de verdad somos.
Para las mujeres, el ejercicio de la creatividad debería ser sagrado.
Mediante el compromiso creativo aprendemos a explorar nuevas vías,
nuevas formas de conducta. Damos permiso a nuestra identidad —a nuestra
voz— a ser más fluida, a buscarse y a encontrarse sin obligaciones de seguir
encajando en ciertos moldes. El adoptar una mentalidad creativa nos
permite aceptar la emergencia de nuevos arquetipos, la posibilidad de retar
ciertas representaciones sociales.
La creatividad se convierte así en un vehículo de conexión profunda, en
un arma poderosísima para retar lo que nuestra mente —al servicio de la
sociedad— nos dice que podemos o no podemos hacer.

«No puedes gastar tu creatividad. Cuanto más la usas, más tienes.»


M A

Comenzamos este capítulo explorando la idea del inconsciente y la parte


del mindfulness que implicaba el dejar ir. Para encontrar tu voz y descubrir
tu lugar en el mundo necesitas ser capaz de explorar con todo lo que tienes,
no solo con aquella parte de ti que ha pasado por el filtro de tu mente
consciente: es eso a lo que comúnmente llamamos intuición.
La intuición es un proceso por el que conocemos algo sin necesidad del
razonamiento analítico, construyendo un puente entre la parte consciente y
la inconsciente de nuestro cerebro, así como entre instinto y razón. Cuando
creamos, nos ponemos en contacto con nuestra intuición, nos asomamos al
abismo de lo desconocido y abrimos la puerta de la posibilidad a la
posibilidad.
Quizá el mayor beneficio de una vida creativa es que nos enseña a vivir
cómodas en lo no tan cómodo, a asomarnos al vacío y sentir el vértigo de lo
que podría ser bajo los pies. Es precisamente aumentando esta tolerancia
hacia la ambigüedad que aprendemos a darnos a nosotras mismas el tiempo
que necesitamos para generar nuevas alternativas. Al fin y al cabo el ejercicio
de la creatividad es el caldo de cultivo del pensamiento divergente, también
llamado pensamiento lateral: por definición, la cuna de la solución de todos
los problemas.

«Haz todos los días una cosa que te asuste.»


E R

Los muchos estudios que hasta la fecha se han hecho sobre el éxito
coinciden en confirmar una y otra vez que lo que diferencia a las personas
exitosas de aquellas que no lo son en momentos posteriores de la vida es el
disponer de una mentalidad de crecimiento —frente a lo que se ha venido a
definir como la mentalidad fija—. Aquellas que frente a una tarea para la
que desconocen la solución, frente a un fracaso o una actividad ambigua,
adoptan una mentalidad creativa (con apertura, curiosidad; con el interés
puesto en las posibilidades y no en las limitaciones) llegarán más lejos en
esta vida. Serán más felices, se sentirán más plenas, alcanzarán más metas
profesionales y personales que aquellas que no le abran al pensamiento
creativo un hueco en su vida.
Qué es el éxito para ti, cuáles son tus posibilidades reales y en qué punto te
encuentras en tu vida es algo que discutiremos, poco a poco, en lo que nos
queda de camino de aquí en adelante.

❉❉❉

Ejercicio

Espero que no hayas llegado hasta el final del capítulo pensando aún que no eres una
persona con capacidad creativa, que no crees que aprender a cultivar esta forma de vida
vaya a cambiarte un ápice, o que dedicarse a algo así es algo parecido al tiempo perdido,
pero si es el caso:
Recuerda que el ejercicio de la creatividad desdibuja tus límites, fomenta la atención
plena, ejercita la disciplina y descarga el peso de tu inconsciente, ayudándote a conectar
contigo misma a un nivel que hasta ahora puede que te fuera desconocido.
Si aún le falta peso a mi argumento, los estudios de Inmaculada Adarves-Yorno sobre la
relación entre creatividad e identidad social en la Universidad de Exeter mostraron que
cuando pedimos a las personas que creen algo en grupo lo hacen conforme a las normas
del grupo con el que están trabajando, pero si lo hacen solos —al fin y al cabo crear no es
sino un acto íntimo de revolución—, los sujetos se desvían de todas las normas. Imagina la
potencialidad de una idea de este calibre: todas las niñas del mundo, todas las mujeres
necesitan crear solas para encontrar su voz en el mundo lejos del yugo de la voz imperante.
El ejercicio que te propongo es el siguiente. A partir de hoy, te animo a que te
comprometas con el proceso creativo. Te hablo de un compromiso real, un pacto en el que
tendrás que invertir energías y esfuerzo. Cinco minutos al día o una hora, tú y solo tú sabes
qué te conviene y cuándo o cómo lo puedes hacer mejor. Darte una regla o una pauta iría
en contra de la naturaleza misma de lo que entendemos por creativo, así que valgan las
siguientes ideas para que las tomes con precaución y comiences lo más pronto que
puedas:

1. Abre una carpeta nueva en la cámara de tu teléfono y comienza a guardar una


foto al día. Fotografía siempre lo mismo, pero usando diferente ángulo;
fotografía siempre algo diferente, pero usando un ángulo parecido; en blanco
y negro, quizá siempre usando colores de la misma gama. Qué sé yo, inventa y
busca tu estilo.
2. Comienza a escribir un cuento y plantea diferentes finales.
3. Escribe tres ideas nuevas cada noche en el reverso del diario que ya estás
utilizando. No intentes que tengan sentido.
4. Aprende a tocar un nuevo instrumento y compón una canción con lo poco
que ya sabes.
5. Baila e inventa nuevos movimientos.
6. Colorea siempre que puedas.
7. Escribe en un papel un problema que te preocupa y esboza siete soluciones
nuevas.
8. Toma un camino diferente cuando vuelvas de la oficina.
9. Redecora tu casa.
10. Construye algo con tus manos.
11. Escribe poesía.
12. Colecciona listas de palabras, recórtalas y pégalas en cuadros.
13. Apúntate a clases de pintura.
14. Escribe una historia sin usar palabras ni letras: haz solo uso de círculos y
palitos.

Escoge una, escoge tres y mézclalas, o inventa una nueva, pero atrévete. Comprométete
a hacerlo al menos durante siete días seguidos desde hoy. Para acordarte, déjate
recordatorios en sitios visibles, ponte alarmas en el móvil, haz lo que haga falta, pero no
abandones hasta el día siete. Si estás disfrutando, como creo que va a suceder, continúa
después del séptimo día.
Un mundo creativo es un mundo mejor, porque es un mundo lleno de posibilidades: un
mundo rico y diverso.
A mí crear me cambió la vida, te pido que confíes en que también puede cambiar la tuya.

❉❉❉
4
La necesidad de vivir en las nubes

La pregunta de quién eres cobra sentido ante la perspectiva de quién quieres


ser. Si ambas se encontrasen en cada uno de los platillos de una balanza, el
peso de la segunda siempre introduciría una leve desviación.
Piénsalo. La persona que quieres ser acaba por marcar la dirección de todo
—tus pensamientos, tus emociones, tu conducta— y por impactar
inevitablemente en la que ya eres; de ahí la importancia de no solo conocer a
fondo a la de ahora, sino también a la de después. Ambas penden de la cruz
que sostiene los brazos de la balanza, y su equilibrio supone una armonía
entre la situación real y la expectativa de quienes seremos. No es solo tu
pasado el que condiciona tu presente: tu futuro puede llegar a hacerlo aún
más.
Saber quién eres es tan importante como saber quién quieres ser, puesto
que solo así puedes infundir cierta claridad sobre la idea de qué quieres
hacer con tu vida. (Recuerda: si sabes quién eres, sabes qué hacer.) Qué
sentido quieres darle, cómo quieres ocupar tus días. Estas son preguntas
enormes, inabarcables al ser miradas muy de cerca, pero antes o después se
presentan frente a nosotras y se instalan como un altísimo tabique cuando
tratamos de posponerlas. Nadie puede evitar estas preguntas, todas
necesitamos de una u otra manera darles respuesta.
Si el capítulo anterior cubría el concepto de creatividad y de cómo su uso
nos conecta con aquella parte de nosotras a la que tradicionalmente le ha
dado menos la luz, en este nuevo vamos a hablar de visualización creativa,
que no es más que la utilización de la imaginación para crear aquello que
queremos en la vida.
«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.»
V W

Doy por hecho que no has vivido bajo una roca los últimos veinte años, y
que por ese motivo has oído a muchos pregonar sus desaboridas teorías
sobre la Ley de la atracción. Si es ese el caso, de veras lo siento: es posible
que al hablarte de visualización creativa, sin yo quererlo, sin yo poder
remediarlo, me haya topado con un alto muro. Me encuentro frente al muro
de los prejuicios y tengo intención de enseñarte cómo la visualización no
tiene nada que ver con eso que comentaremos más tarde y de lo que debes
huir como de la peste: el pensamiento mágico.
Siento ser yo la que venga a decirte que no puedes conseguir todo lo que
te propongas en esta vida, aunque entiendo que muy en el fondo tú ya lo
sabes. Que no todas las personas comienzan la partida con las mismas cartas
—las mujeres lo sabemos muy bien—; que ni siquiera tienes control absoluto
sobre ese puñado de cartas con las que empezaste. Ese control no es más que
una ilusión, que tiende a hacerse más firme conforme más percibes que las
cosas te van bien en esta vida. Ya tendremos tiempo de hablar en la segunda
parte sobre abusos y privilegios.
De modo que asumir que una puede de algún modo crear su futuro no es
más que una falacia. Una puede tomar ciertas decisiones que la pongan en la
dirección correcta, eso seguro; volver a tomar otras nuevas cuando el viento
no sople hacia donde esperábamos y nos lleve la corriente, eso también.
Podemos aceptar que siempre hay algo, por minúsculo que sea, que
podemos hacer frente a la que sea la situación que la vida nos presente, si no
para mejorar las cosas, al menos para no empeorarlas. Pero caer en la falacia
del razonamiento contrario tampoco nos llevará muy lejos: creer que todo
acontecimiento responde a la influencia del azar o de los astros, que sean
cuales sean las decisiones que hoy tomemos, al final será la suerte —el
destino, Dios, el influjo de la luna o
_________________________________________ (rellenemos aquí con lo
que corresponda)— lo que lo determine todo, hará que la falta de
responsabilidad que nos atribuimos acabe por impactar en nuestras
decisiones, en nuestro esfuerzo y, en última instancia, también en nuestra
suerte.
Son aproximaciones opuestas: el determinismo y el libre albedrío son
discusiones antiguas. De tener que elegir una opción de vida, no dudaría en
animarte a que escogieses la idea de que está en tus manos el crear tu vida y
que en ti está el tratar de escoger bien. Siempre te llevará más lejos que
abandonarte a la deriva, aunque es justo la flexibilidad en los enfoques lo
que entrena al cerebro a prepararse para todas las incongruencias y las
sorpresas con las que seguro nos toparemos antes o después por el camino,
por lo que sería ideal situarse en algún punto del contínuum entre esos dos
extremos, siempre recordando que no podemos controlarlo todo, pero que
lo que sí que podemos controlar es el empeño que le ponemos a nuestro
esfuerzo.
Sé justa contigo misma y también compasiva. La realidad de que la mujer
compite en una cancha diferente a la de los hombres no está en nuestra
cabeza. La brecha salarial entre hombres y mujeres en España en pleno 2017
se sitúa alrededor del trece por ciento, aunque algunos datos lo llegan a
cifrar en diez puntos más, cerca del veintitrés por ciento. Se sabe, por
ejemplo, que el salario de las mujeres es inferior en todos los niveles y que
las mujeres universitarias (25.493 euros) perciben salarios medios anuales
similares a los hombres con educación secundaria (24.895 euros). El
mensaje es otra vez claro: si quieres lo mismo que un hombre, tienes que
hacer más. Si además eres una mujer de color, que viene de una situación de
desventaja económica o de una situación de abuso, las cartas con las que
juegas la partida no tienen nada que ver con las cartas con las que juegan
otros. Y la desigualdad, ya lo veremos en detalle, llega mucho más lejos de lo
que concierne a la esfera del trabajo.
Así que no, no estás en las mismas condiciones que otros de crear tu vida.
Pero te animo a mirar qué cartas te han tocado y a encontrar maneras de
jugar con ellas tu mejor partida.
Felicidad y progreso

Esta obra se cimenta sobre el supuesto de que no hay felicidad sin progreso.
El progreso, sea este de la clase que sea y aparezca este en uno u otro ámbito
de nuestra existencia, está definido en contraposición a la sensación de
atolladero con la que todas nos hemos enfrentado alguna vez.
Un inciso aquí. Algunos libros tratarán de convencerte de que hay algo
que no funciona bien en ti. La premisa sobre la que parte este libro está bien
lejos de esa idea del progreso y ya veremos por qué. Aquí, progreso y avance
son entendidos no como un cambio, sino como una tendencia natural del
ser humano que puede ser masticada y digerida, aunque no necesariamente
evitada. La idea es que la vida en sí es progreso, que el tiempo pasa nos guste
o no, y dado que el avance es inevitable y necesario, pensar a dónde
queremos llegar, en qué tipo de personas nos queremos convertir supone
una brújula perfecta para llevarlo a cabo.
Insisto en esta idea porque entiendo que es crucial antes de reanudar el
paso: no hay nada que no funcione bien en ti, no hay nada que esté
fundamentalmente mal contigo. Eres perfecta tal y como eres. Sin peros. El
camino de la aceptación y la autoconsciencia es paradójicamente el único
que te devolverá unas riendas que solo a ti te pertenecen.
Cuando nos atascamos, cuando los días se suceden sin que tratemos de
poner sentido a todo, sin saber a dónde nos dirigimos o qué hacer para
lograrlo, el sufrimiento se instala. El progreso se presenta entonces como un
alivio: una reflexión hecha desde una óptica nueva, un café con alguien que
sirva para afianzar lazos, un correo enviado a tiempo que nos asegure una
plaza en esa conferencia que tanto ansiamos escuchar. Una decisión, la
elección del siguiente paso o en ocasiones algo mucho más sencillo: una
nueva hoja de nuestro diario. Una tarde para nosotras en la que podamos
escuchar solas aquel vinilo que hace tanto que compramos; un capítulo de
un libro que mueve algo dentro, que nos hace reconectar. Esto es progreso.
Apuntarnos a clase de arte, mudarnos de país, casarnos o divorciarnos. El
tomar conciencia de que cierta tendencia autodestructiva tiene su razón
fuera de nosotras, en el sistema y no dentro, y de que qué podemos hacer
para desde lo individual recuperar cierto poder sobre esto. Esto es también
progreso.
Cada nuevo segundo guarda una posibilidad para el progreso, pero
también para la rumia, para el atasco y la indecisión.

De lo que hablo cuando hablo de visualizar

La visualización creativa nos permite poner claridad sobre los valores que
deben marcar la dirección de nuestros progresos: el tipo de cosas que nos
importan y aquellas que no, lo que nos mueve frente a lo que nos deja
indiferentes.
La imaginación es el arma más potente de la que dispone el ser humano.
Gracias a la imaginación somos capaces de ambicionar proyectos siempre
con un nivel de complejidad más alto, de aumentar la perspectiva a la que
nos condena la inevitable limitación de nuestros sentidos, de mirar la
imagen desde diferentes ángulos. Gracias a la imaginación, los humanos
escribimos música, libros; planeamos un futuro y sus mil opciones;
construimos edificios y hasta teorías completas. Es la imaginación la que te
deja desprenderte de este aquí y ahora y entender que, tras este, habrá otro
aquí y ahora después.
El pensamiento divergente o lateral, que dijimos que viene a ser tu
capacidad para generar ideas creativas al explorar otras posibles soluciones,
va de la mano de la imaginación. En psicología, más que hablar de
visualización, hablamos de imaginería, pero aquí utilizaré el término
visualización porque es más bonito, o eso me parece a mí, tiene un
componente más creativo, y porque me gusta más la idea de visualizar el
futuro que la de solo imaginarlo.

«No importa que los sueños sean mentira, ya que al cabo es verdad que es venturoso
el que soñando muere, infeliz el que vive sin soñar.»
R C
La visualización —o imaginería— supone ver con los ojos de la mente
algo que no está ocurriendo en el plano físico, y ha tenido varios y muy
diferentes usos en el campo de la psicología. Se ha utilizado en el
tratamiento de fobias, para mejorar la capacidad de solucionar problemas,
también como un componente más de las técnicas de relajación. Aquí
usaremos la visualización como una mayéutica, ¿acaso no es todo este libro
eso? Un método por el cual tú vas a descubrir por ti misma las verdades que
son importantes para ti.

Helen Keller y el poder de la imaginación a falta de sentidos

Helen Keller vino al mundo como una niña perfectamente sana un 27 de


junio en 1880, en un lugar de Alabama llamado Tuscumbia. Pasado el año y
medio, los doctores describieron la enfermedad que había contraído como
una congestión aguda de estómago y cerebro. Padeció aquella enfermedad
durante muy poco tiempo, pero fue tal su infortunio que sus consecuencias
se prolongarían hasta el fin de sus días: Helen tuvo la mala suerte de perder
el habla, la vista y el oído para siempre.
Lo que no perdió Helen fue su increíble capacidad de resiliencia, gracias a
la cual nunca dejó de trabajar en su intelecto: a los nueve años ya había
inventado más de sesenta señas diferentes con las que podía comunicarse
con su familia, a los veinticuatro se graduó cum laude en el Radcliffe
College, llegando a ser la primera persona sorda en graduarse en una
universidad.
Con los años, Helen abanderó de manera internacional la lucha por las
personas con discapacidad sensorial. En 1915, fundó Helen Keller
International, una organización sin ánimo de lucro para la prevención y
tratamiento de la ceguera. Viajó a casi cuarenta países, conoció a cada
presidente estadounidense desde Cleveland hasta Kennedy y fue amiga de
varios personajes famosos, entre ellos Alexander Graham Bell, Charles
Chaplin y Mark Twain.
Helen tuvo una vida apasionante y pienso que es justo decir que no la
consiguió a pesar de sus problemas, sino con ellos —quédate con esta idea,
porque volveremos a ella—. Tuvo una vida apasionante y unas condiciones
objetivamente difíciles. Estas son las cartas que recibió muy al principio de
la partida, con solo diecinueve meses, y Helen jugó con ellas la mejor de las
manos, haciendo uso de su capacidad para desligarse de la experiencia
directa de los sentidos y visualizando —creando— una vida memorable: un
lenguaje propio inventado y la lucha por una causa importantísima por la
que hasta el momento nadie se había preocupado.
Antes de acabar el capítulo con un ejercicio que creo que te va a ayudar a
entender cómo la visualización puede ayudarte a conectar para crear tu vida,
permíteme un apunte. Cuando hablamos de visualizar, no trates de imaginar
exactamente lo que quieres en la vida, las cosas no suelen funcionar así y
probablemente ya lo sabes. Ya hemos hablado de los peligros del
pensamiento mágico, del que seguiremos hablando más adelante, pero
conectar con lo que quieres en la vida puede incrementar —y de qué manera
— tus posibilidades de crear una vida que encaje en ti como un guante.
Harper Lee, tras el aplastante éxito que consiguió su novela Matar a un
ruiseñor , dijo que ella nunca había esperado ningún tipo de éxito, sino que
simplemente tenía la esperanza de que a alguien le gustase lo suficiente
como para darle fuerzas. De eso trata la visualización, de cogerle el sabor a
lo que queremos y de darnos fuerzas. De alimentar la esperanza y abrir
puertas.

«Nunca esperé tener ningún tipo de éxito con Matar a un ruiseñor …, de alguna
manera esperé que a alguien le gustara lo suficiente como para darme ánimos.»
H L

No siempre vas a saber lo que quieres exactamente y poner excesiva


presión en este asunto puede ser del todo contraproducente. Solo estamos al
principio del camino, así que de momento solo te pido que confíes en que
durante este viaje reflexionarás sobre lo que te hace falta, y que a través de
esas reflexiones irás haciendo acopio de las herramientas que necesitas para
perfilar el sendero que tienes por delante.

❉❉❉

Ejercicio

CARTA DESDE EL FUTURO


Si te pido que imagines tu vida perfecta, espero que entiendas que lo que no te estoy
pidiendo es que seas capaz de adivinarla, para eso tendrías que tener poderes mentales, o
haber separado un poco más los pies del suelo de lo que espero que lo hayas hecho, y no
es de eso de lo que trata este ejercicio. No tienes que acertar, no existe tal cosa. Hasta
donde yo sé, no hay para ti un destino prefijado ni un plan de vida ideal donde las demás
rutas suponen opciones peores.
Se trata de que te hagas una idea de quién quieres ser, de qué te hace sentir bien, de qué
cosas te gustan y cuáles no, de conectar con tu verdad más profunda. Puede parecer
básico, pero lo cierto es que no lo es: vivimos de una manera tan frenética, hay tan poco
tiempo para la conexión y la calma, hay tantas opciones abrumadoras, que lo que debería
ser básico ha dejado de serlo.
Te pido que te tomes el tiempo necesario para llevar este ejercicio adecuadamente a
cabo. Utiliza para ello tu diario, así cuando acabes con él tendrás el símbolo del viaje que
has hecho y sus páginas rellenas funcionarán como un registro físico de tu progreso.
El ejercicio es el siguiente: escribe una carta desde tu Yo de dentro de cinco años.
Imagínate en cinco años y mira a tu alrededor. Una vez tengas una imagen clara, háblale a
la persona que eres hoy, cuéntale qué has estado haciendo estos años.
Trata de abordar, al menos, las siguientes áreas:

Social: ¿Estás solo o tienes a alguien alrededor?


Emocional: ¿Qué sientes? ¿Alguna emoción predomina?
Cognitiva: ¿Qué tienes en la cabeza dentro de cinco años? ¿Qué cosas te
preocupan? ¿Qué cosas han dejado de preocuparte?
Otros: piensa en qué aspecto tienes, en cómo te mueves. En qué trabajas, a qué
dedicas tu tiempo. ¿Suena algo de fondo? ¿Qué aspecto tiene tu casa?

Este ejercicio es importante por muchos motivos, entre ellos porque conectar con tu Yo
del futuro puede ser tremendamente esclarecedor, terapéutico y hasta divertido, pero
también porque hacerte a la idea de que probablemente te quedan muchos años en este
planeta te puede recordar la importancia del tomar buenas decisiones hoy.
Puede que describas a alguien que tiene una vida completamente diferente a la que
ahora mismo tienes, y eso ya debería hacerte preguntarte ciertas cosas. ¿Estás viviendo la
vida que de verdad quieres o la que alguien esperaba que vivieses? Los pasos que das cada
mañana al levantarte, ¿ayudan a construir la persona que en el fondo quieres ser? Puede
que todo en tu carta sea ya muy parecido a lo que tienes ahora, excepto en una o dos
áreas: si ese es el caso, ya sabes por dónde empezar a trabajar justo hoy.
Como ha ocurrido con los ejercicios anteriores, sé creativo. Igual prefieres escribirte
además una canción o pintarte un cuadro. Sé específico, tan breve como quieras o lo
contrario, pero no pierdas detalles. Céntrate en cómo te sientes, en qué ves por tu ventana
de dentro de cinco años, en los olores que llegan desde tu cocina o desde tu casa.
Una cosa más. Si tienes problemas para visualizar, si te cuesta imaginar o salirte de la
realidad más inmediata, no te preocupes. No dejes que esto te frene, hazlo como puedas.
Como le ocurrió a Helen Keller, tú también puedes trabajar en tus habilidades y no a pesar
de tus dificultades, sino con ellas.

❉❉❉
5
El miedo a brillar

Cuando le preguntas a un grupo de mujeres qué les separa de convertirse en


las personas que quieren ser, uno de los argumentos que adquiere más
fuerza es el del miedo al fracaso. Pero mi experiencia como psicóloga me
dice algo bien distinto: el miedo al fracaso es una parte pequeñísima de por
qué las mujeres no salen de sus cáscaras y se atreven a ser vistas.
Ser vistas puede significar infinidad de cosas diferentes: dar el paso e
iniciar un proyecto que siempre han querido llevar a cabo; enseñar al
mundo su arte: sus escritos, sus pinturas, sus canciones o cualquier trabajo
que refleje algo que hasta ahora ha sido privado. Ser vistas puede significar
perseguir a toda costa aquello que más quieren. También con esto me refiero
a la idea de atreverse a ser lo que no coincide expresamente con lo que de
ella esperan los modos de poder establecidos: ciertos roles de género, ciertas
expectativas. Ser vistas es literalmente ocupar espacio público. A veces, ser
vistas tiene más que ver con expresar opiniones sin miedo al ataque, o mejor
aún, con él y muy a su pesar.

«Sin embargo, si una mujer nunca se deja ir, ¿cómo sabrá nunca lo lejos que podría
haber llegado? Si nunca se quita los zapatos de tacón alto, ¿cómo llegará a saber
hasta dónde puede caminar o cómo de rápido puede correr?»
G G

He trabajado con cientos de mujeres y nunca he tenido la sensación de


que fuera el miedo a fracasar o equivocarse lo que en el fondo paraba a la
mayoría. Desde luego que al principio podía parecer ese el caso, pero nunca
ha hecho falta escarbar mucho para darse cuenta de que lo que en el fondo
nos aterroriza más no es el fallar. En mi opinión, nada nos aterroriza más a
las mujeres que el éxito y ocupar un espacio que no sentimos propio.

De qué hablo cuando hablo de éxito

El éxito es un concepto complejo y para el que difícilmente encontramos


consenso. Hay tantas definiciones de éxito como personas y tantas medidas
del mismo como formas de vida, así que mi intención es que elabores el tuyo
propio.
Al hablar de éxito no hablo necesariamente de metas u objetivos
concretos. No hablo del final de un camino al que una llega tras mucho
esfuerzo y que ahí se acaba. No hablo de la cima de una montaña muy alta,
de la culminación ansiada de un recorrido lleno de trabajo duro. O igual sí.
Puede que esa sea tu definición de éxito, y si es así a ver quién soy yo para
decirte qué es y qué no es una vida exitosa. Te sugiero que no me dejes a mí
decirte qué supone y qué no un concepto tan íntimo como puede ser este,
pero te animo a tener abierta la mente y escuchar esta alternativa que te
propongo.
Cuando yo hablo de éxito, hablo del ejercicio activo de una vida
consciente dentro de tus valores. Estos tres elementos —ejercicio activo, vida
consciente y valores— encajan bien con la partición tripartita que he
escogido para este libro: la vida consciente enlaza con esta primera parte en
la que nos estamos dedicando a encenderle la luz a lo de dentro; los valores,
aunque suponen un concepto transversal, tienen más que ver con la segunda
parte de este libro, en el que hablaremos de todo aquello que filtra nuestra
experiencia y que necesitamos trabajar antes de llegar a la tercera, el
ejercicio activo, donde daremos forma a la conducta orientada a la acción, a
la formulación activa de una vida con sentido que tenga en cuenta las
particularidades de nuestro género.
Cuando yo hablo de éxito, hablo de vivir de manera sistemática en el
camino hacia aquello que a ti te hace sentir bien y crea una vida acorde con
lo que para ti es importante. Hablo de orientar esos valores a la persecución
de unos objetivos que para ti sean significativos, que signifiquen algo, que te
hagan sentir más feliz, más rica, más plena. Hablo de vivir de forma
estratégica en una dirección que conecte con quien realmente eres, de tener
las herramientas necesarias para reevaluar tus opciones cuando te pierdas en
medio de ese camino, de rodearte de personas que te respeten y quieran que
te conviertas en tu mejor versión. Personas que también te permitan ser de
cuando en cuando tu peor versión, pero que te ayuden a salir del hoyo y no
te empujen más al fondo. Hablo de, siguiendo la expresión de Erica Jong,
arriesgarse a parecer tonta, a probar y a equivocarse, a aceptar que esa es la
única manera sincera de buscar tu voz en medio de tanto lío:
Pero ojo, que cuando hablo de éxito, también hablo de éxito en
mayúsculas. Algo nos frena a las mujeres a la hora de utilizar este concepto,
así como cuando hablamos de dinero o de subir peldaños en la escalera
laboral. Parece que nos moviéramos en un terreno que perteneciese a otros.

«Todas las decisiones que tomé, desde cambiar de trabajo, cambiar de pareja o
cambiar de hogar, han sido tomadas con temor. No he dejado de tener miedo, pero he
dejado de dejar que el miedo me controle. He aceptado el miedo como parte de la
vida, específicamente el miedo al cambio, el miedo a lo desconocido, y he seguido
adelante a pesar de los golpes en el corazón, que dice: retrocede, retrocede, morirás
si te aventuras también ahora…
En los últimos años he aprendido, en resumen, a confiar en mí misma. No para
erradicar el miedo, sino para seguir a pesar del miedo. No a ser insensible a los
críticos distinguidos, sino a seguir el instinto de la escritora que hay en mí. Mi trabajo
no es paralizarme anticipando el juicio, sino hacerlo lo mejor que puedo y dejar que el
juicio caiga donde sea. La diferencia entre la mujer que escribe este ensayo y la chica
universitaria sentada en su clase de escritura creativa en 1961 es sobre todo una
cuestión de nervio y audacia: el valor de confiar en mis propios instintos y el
atreverme a ser tonta. Nadie ha encontrado sabiduría sin ser antes tonta.»
E J

Mientras se espera de nosotras que estemos preocupadas por aspectos


relacionados con la comunidad y el cuidado del otro, la sociedad ha
considerado el éxito como un concepto estrictamente masculino. Mi
propuesta no es otra que esta: debemos reclamar de vuelta lo que también es
nuestro. Éxito también puede significar tener una voz que alcance a muchas
masas. Éxito también es tener una familia que te quiera y donde reine la
autenticidad y el respeto. Éxito también es que te paguen por tu trabajo
cifras astronómicas —o ya por pedir, lo mismo que a los hombres—. Éxito
es vivir una vida en valores retirada del mundo y también cumplir grandes
metas, dirigir grandes proyectos.

Las mujeres que fracasan al triunfar

Mi supervisora clínica me dice que lo ve todos los días, y también lo hago


yo. Lo que separa a las mujeres de ser aquellas que quieren ser es el miedo a
convertirse en mejores que sus hermanas, que sus madres, que sus padres y
maestros. El miedo de superar a los que tienen alrededor y a ocupar más
espacio del que pensamos que nos corresponde. Y para entender a qué me
refiero cuando hablo de ocupar espacio, basta con mirar cómo se sientan los
hombres y cómo lo hacemos nosotras: hablo literalmente de ocupar espacio.
Freud describió este rasgo del carácter en 1916, del que dijo estar basado
en una dinámica inconsciente que tiene que ver con la posición de ese
futuro saboteador en la infancia. Él explicaba esta tendencia
autosaboteadora como la consecuencia directa de una equiparación
inconsciente entre el éxito en la adultez y una victoria sobre el progenitor del
sexo opuesto en la niñez. De esta manera, cada vez que nos acercamos al
éxito en la vida adulta, nos sentimos culpables e inconscientemente
repetimos patrones que en el fondo sabemos que nos llevarán al fracaso:
escogemos de manera sistemática ciertas relaciones, nos comportamos de
manera determinada ante los compromisos, las obligaciones. Esto tiene
relación con la idea de repulsión compulsiva que él mismo propuso y que
autoras psicoanalistas —y feministas— como Juliet Mitchell han usado para
explicar el porqué de ciertas dinámicas alrededor de la violencia o de
algunas conductas autosaboteadoras en las mujeres. En mi opinión, aunque
esta afirmación carece en cierto modo de contexto —puesto que entiende a
la mujer fuera de un ambiente que sabemos que permite y alienta el abuso
—, nos proporciona una aproximación interesante al concepto de
autosaboteamiento.
Las teorías de Freud que explicaron las diferencias entre hombres y
mujeres han sido acaloradamente rebatidas a lo largo de la historia, entre
otras personas por la psicoanalista Karen Horney, cuyas ideas cuestionaron
ciertos puntos tradicionales de su enfoque, como el de que las diferencias
psicológicas entre el hombre y la mujer sean producto inevitable de la
biología humana, en lugar de deber su origen a diversos factores culturales y
sociales.
La realidad es que tenga o no que ver con Edipo, Electra o cualquiera de
los mecanismos defensivos o de las tendencias saboteadoras que el
psicoanálisis propuso, la experiencia me invita a pensar que la respuesta es
probablemente compleja, y a pesar de no ser este un problema que concierne
solo a las mujeres, sí que podemos afirmar que —siguiendo a Horney en su
razonamiento— las mujeres experimentan más miedo al éxito, y que esto
probablemente se relacione con el miedo a crear un muro que las separe de
las demás y la consecuente pérdida de amistades, de apoyo, de cariño en una
sociedad que nos espera siempre en un comedido segundo plano.
El éxito en determinados campos ha sido durante mucho tiempo un valor
masculino. El terror de no ser vistas dentro de la encorsetada definición de
lo femenino nos expone y predispone a convertirnos en impopulares, y esto
está lejos de ser un miedo superficial. Cumplir con nuestras expectativas de
género ha sido durante mucho tiempo nuestra única manera de asegurarnos
la supervivencia, puesto que incrementaba con creces nuestras
probabilidades de ser elegidas, cuidadas y protegidas. Y pienso que esto
tiene mucho que ver con todo; de alguna forma este sedimento aún
permanece sustentando el malestar de la cultura. Todavía hoy, cuando nos
acercamos a aquello que podría cambiarlo todo, reculamos. Reducimos el
esfuerzo, dudamos de si lo que tenemos por decir importa lo suficiente y
acabamos por sabotearnos.

«Debemos creer que hemos sido dotados para algo y que eso debe ser conseguido a
cualquier costo.»
M C

❉❉❉

Ejercicio

La visualización es un arma poderosísima, y aunque es obvio que no puedes conseguir


todo aquello que visualices, probablemente coincidamos en la idea de que las personas
que consiguen lo que desearon para sus vidas, una vez fueron capaces de creer que
podrían tenerlo.
Visualizar a tu yo exitoso no te va a hacer perder el miedo al éxito, pero sí que te va a
ayudar a hacerte una idea de todo eso que podrías perder si no te lanzas a dar el primer
paso.
En psicología y en coaching trabajamos con lo que en inglés se llama el gap (el hueco).
El gap no es más que la distancia que separa esos dos yoes de los que hablamos: el
presente y el futuro, la que no es la que le gustaría ser y la que sí que lo es. Es a través de la
visualización que somos capaces de identificar ese gap y ponernos manos a la obra para
reducirlo.
Para ello, te animo a tomarte el tiempo que necesites y contestar con calma cada una de
las siguientes preguntas. La idea es que te sientes en un lugar tranquilo, que trates de
buscar un espacio en el que nadie te moleste y veas con los ojos de la mente todas estas
cosas de las que te hablo. Hay gente más y menos visual: hay quien es capaz de visualizar y
ver todo el carrete como en una película, y hay quien lo percibe todo de una manera más
abstracta. Eso también está bien, no te angusties por tener dificultades al visualizar.
También el músculo de la visualización requiere de práctica. Es cuestión, como en todo, de
avanzar paso por paso en la dirección deseada.
Dicho esto, piensa. En un mundo en el que tu confianza en ti misma fuera absoluta y lo
que los demás opinasen de ti no te afectara en lo más mínimo:

¿En qué cambiaría tu comportamiento al de ahora?


¿Cómo te moverías?
¿Cómo caminarías de un lugar a otro de tu oficina, de tu casa?
¿De qué manera tratarías a los demás que fuese diferente a como lo haces ahora?
Piensa en tus amigos, tu pareja, tus hijos, tus hermanos, tus padres, etc.
¿De qué manera te hablarías a ti misma que fuese diferente a como lo haces
ahora?
¿Qué tipo de cosas te dirías cuando no hubieses conseguido lo que querías?
¿Cómo te hablarías al mirarte al espejo? ¿Y si te desnudaras frente a él?
¿Qué se diría tu yo exitoso frente al espejo? ¿Cómo se sentiría al verse?
¿En qué es diferente a como te hablas ahora?
¿Cómo cambiaría esto tu carácter?
¿Qué clase de cosas comenzarías a hacer que no hacías antes?
¿Qué aspecto tendría tu rutina?
¿Qué sería la primera cosa que harías cada mañana al levantarte?
¿Qué clase de cosas dejarías de hacer con respecto a las que hacías antes?
¿Qué nuevos objetivos te propondrías en tu vida si te sintieses y te tratases a ti
misma de esta nueva manera?
¿Qué diferencia crearía esta nueva actitud en tus relaciones más cercanas?
¿En qué sentido te comportarías de manera diferente alrededor de todas esas
personas? ¿Cómo les hablarías? ¿Cómo te hablarían ellos a ti?
¿Qué personas seguirían en tu vida?
¿Qué personas no estarían en ella?
¿Qué diferencia generaría en el mundo tu nueva forma de comportarte y sentirte?
¿Cómo contribuiría eso al mundo y a los demás?
¿Serían los de tu alrededor más o menos felices?
¿En qué mejoraría todo esto sus vidas?

❉❉❉
6
Encuentra tu historia

A través de la narración de nuestras propias historias encontramos


significado. Las teorías que abordan narrativa e identidad nos hablan de
cómo las personas construimos nuestra identidad mediante la integración
de nuestras propias experiencias dentro de una cambiante historia interna
que nos provee de un sentido de unidad y de progreso en la vida.

«La narración de historias revela el significado sin cometer el error de definirlo.»


H A

La narrativa es un instrumento muy eficaz y los escritores bien lo


sabemos. La literatura alrededor de estos estudios nos cuenta, por ejemplo,
que individuos que han sido encarcelados llegan a ser capaces de
transformar la visión de sí mismos por medio de la narrativa. A través de la
integración de la visión más negativa de sí mismos (el yo que cometió el
crimen) en una visión más global y realista de quiénes son como personas
(cometieron un crimen, sí, pero son mucho más que eso) su historia
personal cambia. Eso les ayuda también a ejercer cierto control sobre una
vida que dentro de la prisión parece de todo menos controlable.
En esta misma línea, el enfoque de la identidad narrativa también ha
servido para estudiar las experiencias de conversión en mujeres prisioneras.
Para estas mujeres, el encarcelamiento supone una escisión entre su yo
conflictivo y su yo respetable. De alguna manera, lo sienten como dos
personas diferentes, con la necesidad de escoger solo una. La narrativa, el
contar sus historias y el reclamar su control al hacerlo, acaba por suponer en
estos casos una herramienta decisiva para que estas mujeres reclamen la
complejidad de su identidad y su sentido de valía personal.

«Al final, todos nos convertiremos en historias.»


M A

De qué hablo cuando hablo de narrativa

Cuando hablo de narrativa hablo de contar historias. Cuando hablo de


narrativa, hablo de discurso. Los cuentos y las metáforas se han contado
desde siempre en contextos clínicos, filosóficos y terapéuticos con el foco
puesto en el autodescubrimiento como oportunidad para el respeto por una
misma, la aceptación y el cambio.
Kofman dijo que el propósito es comprender que la perspectiva del
protagonista deja a la vista oportunidades de acción que estaban ocultas. La
narrativa de vida, que desde otras perspectivas de psicología más moderna
se ha venido a conceptualizar como los contenidos del yo, recoge una
tradición milenaria de la que somos parte todas y cada una de nosotras: los
humanos aprendemos con historias y lo hemos hecho siempre. Solíamos
reunirnos alrededor del fuego hace algunos cientos de años; leemos cuentos
a los niños en la cama para familiarizarlos con las moralejas, con la causa y
el efecto, con comportamientos adecuados y los que no lo son tanto. A
través de los héroes y los villanos modelamos el comportamiento deseado y
censuramos aquel que no es aceptado por nuestra cultura y el endogrupo. Ya
de adultos consumimos ficción —leemos, vemos películas, series; vamos al
ballet y a la ópera, al cine, a exposiciones de arte, al teatro— y, a través de
todo eso, interiorizamos el aprendizaje de nuevos modelos de conducta.
Hay mil maneras de contar historias y no todas hacen uso de la palabra.
Puedes contar una historia con el solo uso de palitos y círculos, incrementar
la tensión donde te parezca, reducir el tamaño y emborronar donde la trama
se enturbie. Puedes contar una historia con violines, y si no que se lo digan a
Vivaldi y sus Cuatro estaciones. Puedes narrar mediante dibujos abstractos,
mediante poesías, mediante elementos visuales, mediante gestos. Puedes
narrar con colores. Como Martha Graham, bailando. Puedes narrar
cualquier historia mediante el uso de la correcta simbología.
Piensa que no todo lo que importa acerca de cómo contamos las historias
tiene que ver con la estructura de la trama y de los elementos que las
componen: también importa el uso de etiquetas, de la elección de unos
adjetivos y no de otros, de aquello que iluminamos, subrayamos,
escondemos o directamente eliminamos de nuestras propias historias
personales.
Todas nos narramos a nosotras mismas. La protagonista de mi propia
historia se equivoca a menudo, aprende de sus errores, crece tras los
desencuentros. Ayuda a otras personas porque trata de recordar lo mucho
que le debe al resto de los personajes que explícita o implícitamente
influyeron en la dirección de su propio cuento. Para mi historia he elegido
una protagonista activa y proactiva, que toma sus propias decisiones, incluso
cuando eso supone asumir la completa responsabilidad de las
equivocaciones que ha cometido, pero también es una protagonista que
entiende que hay fuerzas que controlan su conducta, su ambición, sus deseos
que están fuera de su alcance —inserte aquí, entre otros: patriarcado—. Que
encuentra libertad al hacer esas fuerzas conscientes, y que no tiene
necesidad de ser siempre la misma, de ser siempre coherente y centrada y
segura y consistente.
Como narradora de mi propia historia decido cuál es el siguiente capítulo
que quiero escribir en mi vida. Ningún protagonista de ningún buen libro
pasa del primer acto al último sin haber sufrido un proceso de
transformación, sin haber hecho acopio de una serie de recursos que acaban
por modificar su manera de enfrentar los nuevos eventos, su forma de
responder a los nuevos reveses que siempre acabará por traerle la vida.

«No hay agonía más grande que guardar una historia sin contar dentro de ti.»
M A
La historia que nos contamos a nosotras mismas y al mundo define
nuestra identidad, nuestras creencias de quiénes somos y de quiénes
podemos ser. La idea de que las mujeres pueden solo dedicarse a según qué
cosas. El creer que alguien como yo solo puede formar en el futuro parte de
ciertos escenarios y no otros, gozar solo de cierta cantidad de éxito. La
sociedad patriarcal ha hecho buen uso de la repetición de historias: la idea
de que somos las mujeres las que decidimos siempre renunciar a la carrera
para quedarnos con los hijos, la interminable repetición de las denuncias
falsas, las historias que atribuyen ciertas características a la biología de la
mujer o del hombre. Las historias que contamos pueden ser verdaderas o
falsas, y a veces hasta asumimos como propias historias que nos han
contado.
Ese proceso de reelaboración de la memoria es un proceso que todos
sufrimos de manera consciente o inconsciente: todos masticamos,
maquillamos, escondemos bajo la alfombra y pretendemos haber olvidado
cuando en el fondo sabemos que no lo hemos hecho. Todos escogemos
ciertos momentos importantes de nuestra historia personal, los unimos por
una línea invisible y hacemos que mágicamente esa se convierta en nuestra
trama principal, en nuestra historia dominante.
Como psicóloga especialista en coaching y con formación específica en
técnicas narrativas conozco de primera mano el impacto que la narrativa
tiene en nuestro sentido de identidad, de valía, en el sentido de coherencia
personal. La narración de nuestra historia, de nuestros logros y problemas
nos ayuda a tomar perspectiva y externalizar aquello que dentro de nosotras
resulta abstracto y difícil de manejar. El lenguaje delimita la experiencia, y
ya hablaremos de cómo influye la perspectiva de género en todo esto.
También nos permite mirar al pasado y tomar conciencia de ciertos
momentos que se nos pueden haber pasado por alto y que nos pueden
resultar útiles a la hora de crear rutas alternativas, de dibujar líneas invisibles
que supongan subtramas que abran nuevas posibilidades. Por último, esta
perspectiva nos ayuda a entender a las personas —los personajes— dentro
de un contexto social, cultural, político e ideológico que resulta
determinante. El personaje no opera solo, no se comporta en un vacío, sino
como parte de un sistema que empuja y castiga ciertos valores.

«Se dice que la palabra está muerta cuando se pronuncia, yo digo que comienza a
vivir ese día.»
E D

Las palabras importan, ¿cómo no iban a hacerlo? Conviertes tus


pensamientos en palabras y estas lo crean todo. De allí donde pones el foco
de tu atención surgen tus creencias. Recuérdalo: las creencias crean. Las
creencias forman hábitos, y esos hábitos mueven tu historia en una
dirección o en otra. Asegúrate de hacer bien conscientes tus creencias y
estarás en mucha mejor posición de escribir con éxito el siguiente capítulo
de tu propio cuento.

Sobre las técnicas narrativas en psicología

El uso de técnicas del coaching narrativo te permite mirar tu vida con ojos
de contadora de historias y descubrir cómo tus propias narrativas internas se
despliegan ante tu futuro.
Sam Keen decía que cualquier proceso terapéutico debería tener como
objetivo implícito «perder la identidad» —recordamos que Pizarnik incidía
en lo terrorífico de este asunto—, y es de ahí de donde parte el proceso de
reconstrucción y búsqueda que conlleva este trabajo.
Todas nos contamos historias, las contamos todos y cada uno de los días.
Contamos historias sobre por qué las cosas no nos han funcionado en esta o
aquella relación, argumentamos razones por las que la vida nos llevó por
este camino o este otro. Nos contamos historias a nosotras mismas y se las
contamos a los demás también, y adaptamos nuestro lenguaje, nuestro tono
y la cantidad y el tipo de información que compartimos con nuestra
audiencia.
En la gran mayoría de los casos, estas narrativas no son completamente
verdad ni completamente mentira —podríamos también discutir sobre qué
es la verdad y si existe tal concepto—, pero funcionan como herramienta de
construcción de la identidad propia, y esta identidad suele permanecer
relativamente estable de una historia a otra.
A través de la escritura de nuestra vida pasada, presente y futura, podemos
abrirle las puertas a nuestra capacidad de crear nuevas realidades y
reactualizar los mitos inconscientes sobre nuestra infancia y nuestra familia,
sobre nuestros miedos más oscuros, sobre los nudos más complejos de
nuestra historia que potencialmente están bloqueando nuestro avance.
Podemos recuperar nuestra capacidad para ser observadoras y no agentes
pasivos: convertirnos en analizadoras de datos, científicas en busca de
pruebas y evidencias para constatar nuestra propia epistemología. También
explorar nuevas opciones y vías: probarnos una nueva piel con la que
sentirnos más cómodas, crear nuevas tramas que nos pongan en el camino
de la felicidad y la posibilidad, explorar los valores que dirigen a la
protagonista de nuestra historia, y construir nuevas metáforas y cuentos
alternativos que nos pongan en sintonía con aquello que tanto anhelamos.
Los ejercicios narrativos nos abren la posibilidad de dejar de nutrir una
narrativa que nos justifique ante el mundo y que probablemente no surgió
de nosotras.
Los trabajos de Epston y White, los padres de la terapia que da nombre a
esta corriente, nos enseñan cómo podemos engordar y enriquecer las tramas
narrativas que nos expliquen de una manera más justa y completa, más
global y coherente. Una narrativa que nos tenga en cuenta no solo a
nosotras, sino también al contexto: una historia que tenga en cuenta la
perspectiva de género.
La identidad narrativa nos enfrenta con la realidad del personaje principal
que hemos construido y nos anima a dilucidar las tramas en las que estamos
metidas. El uso de estas técnicas nos permite averiguar de qué recursos
dispone nuestra protagonista para superar los obstáculos con los que se
encuentra en el presente capítulo, encontrar los patrones de repetición con
los que se encuentra mi personaje en su vida. También la psicología
narrativa nos ayuda a poner luz sobre los patrones autosaboteadores —de
los que ya hemos hablado— y sobre sus alternativas empoderadoras,
enfrentándonos con la narración inconsciente —qué pensamientos
limitantes, qué creencia implícita— que los sostiene.

❉❉❉

Ejercicio

Creemos que las cosas que nos sucedieron en el pasado se registraron en nuestra mente
en forma de hechos objetivos de la vida, pero nada más lejos. La realidad es que lo que
permanece en la memoria es una reinterpretación de aquello que ocurrió: con partes
agrandadas, partes empequeñecidas y otras, directamente y como antes apuntábamos,
directamente borradas. Esta interpretación puede resignificarse con el tiempo ya que está
en permanente construcción y es justo a eso a lo que quiero invitarte en este capítulo.
Te animo a que te tomes el tiempo necesario para escribir (o también puedes conversar
con alguien de confianza) tu historia pasada, presente y futura en dos partes:

LA PRIMERA HISTORIA:
Trata de escribir tu historia desde que naciste tal y como tú la sientes. Reprodúcela de la
manera en la que tú crees que verdaderamente ocurrió. No es necesario que te extiendas
hasta el punto de acabar escribiendo tus memorias, pero trata de narrar todo aquello que
consideres especialmente importante. Presta especial atención a los siguientes detalles:

Los puntos de inflexión de tu propia historia.


Los personajes principales que tienen importancia para el desarrollo de la acción.
Los motivos que mueven la historia de un lugar a otro.
Las consecuencias de ciertas acciones.

Escribe, o comenta con alguien de confianza, también tu futuro en esta historia:


Describe un futuro que resulte consecuente con la evolución presente de tu
protagonista. Ese futuro debe estar en consonancia con los comportamientos de tu
protagonista hoy (si nunca has corrido media milla y tu protagonista no muestra interés en
estas cosas, es poco probable que tu protagonista acabe por participar en un triatlón).
Piensa a dónde llegarás tú, la protagonista de tu propia historia, si sigues caminando hacia
delante recorriendo el camino presente.
LA SEGUNDA HISTORIA:
Tu segunda historia debe partir de la realidad (de lo que tú entiendes por realidad), pero
esta vez la idea es que la cuentes desde un punto de vista diferente. La intención aquí es
explorar tramas alternativas y ver si pueden servirnos para mejorar nuestra situación
presente.
Y con esto, me explico. Te voy a pedir que juegues a ser contadora de historias, que
tomes perspectiva y mires tu vida con un poco más de distancia, como lo haría una
escritora. Aquí no hace falta que cuentes tu vida entera, escoge uno o dos pasajes que te
parezcan importantes de tu anterior historia y céntrate en ellos.
Si en tu primera historia fuiste la víctima absoluta de todas las circunstancias, prueba
esta vez a reescribir ciertos pasajes de forma que recuperes cierto poder, pero sin culpa. Si
en tu primera historia tú sola fuiste la responsable de todas aquellas cosas que te
ocurrieron en la vida, prueba a introducir otros actores que también pudieron influir en que
las cosas llegaran a los puntos que llegaron. Trata de introducir en tu nueva historia valores
como la compasión contigo misma, la responsabilidad y el valor que te permitan ver
aquellas cosas que también en realidad ocurrieron, pero a los que puede que en tu historia
anterior no hayas dado suficiente peso. Mira bien cómo ocurrieron ciertos pasajes y qué
implica esta nueva versión para ti, y procura enriquecer el discurso con otros puntos de
vista para mirar a tu realidad de una manera más global, más compasiva y más justa.
No hay una manera correcta de hacer ese ejercicio, eso es lo más importante que debes
saber. Presta atención a:

Qué aprende tu protagonista tras los reveses de la vida.


Qué recursos descubre que tiene para afrontarlos.
Qué cambios hace que la lleven por los nuevos caminos que desea.
Qué se dice a sí misma cuando piensa que no hay salida.
Qué se dice a sí misma cuando ya no puede más.
Escribe esta vez también su futuro: este nuevo futuro debe recoger la
materialización de todo lo anterior: los nuevos logros deben estar en sintonía con
estos nuevos valores, con su esfuerzo, con su capacidad emocional para aceptar
las cosas buenas que le trae la vida. Este futuro es el resultado de haber
movilizado ciertos recursos que ha empezado a identificar en el presente y que
van a llevarla a convertirse en la heroína de su propia vida.

Una vez escritas ambas historias, te pido que pongas tu atención en los siguientes
detalles:

¿Cómo te sientes en relación con la protagonista de tu primera historia? ¿Te


sientes de manera diferente con respecto a la de la segunda historia? Sé tan
explícita como puedas en tu respuesta.
¿Tu protagonista es víctima de sus circunstancias o tiene el poder de cambiar
algunas cosas? ¿Es eso algo que cambia de la primera a la segunda historia?
Analiza todos los recursos que tiene tu protagonista en la primera historia y en la
segunda a nivel social, intelectual. A nivel de experiencia vital, laboral, emocional,
espiritual. ¿Hace un uso diferente de esos recursos la protagonista de tu segunda
historia? ¿Qué cambia? ¿Qué permanece?
Ya hemos hablado varias veces de los patrones: ¿hay ciertas emociones que
predominan?, ¿conductas que se repiten?
Si es el caso, sígueles la pista. Traza la emoción o la conducta hacia atrás en el
tiempo y reflexiona, ¿cuál fue el desencadenante?, ¿qué hizo que comenzara?,
¿hubo algo que hizo que frenara?
Analiza el hueco que separa a las dos: ¿cuál es la principal diferencia entre la
protagonista de tu primera historia y la protagonista de tu segunda historia? ¿Qué
tiene la segunda que no tiene la primera? ¿Qué recursos ha movilizado para
conseguir ese futuro que no podría tener la protagonista de la primera?

Este ejercicio puede llevarte una mañana o una tarde completa, así que hazlo tan pronto
como puedas o comprométete hoy a poner una cita en tu calendario y continúa leyendo.

❉❉❉
7
No estás sola en esto

Leona, la directora de los servicios clínicos de la organización para la que


trabajo en Londres, siempre nos recuerda que trabajar sin prejuicios no solo
es utópico, sino innecesario, o aún peor, imposible. Que no podemos pedir a
nuestros psicoterapeutas ni a las personas que formamos para nuestra línea
de ayuda que no sean críticos o que no tengan ciertas ideas preconcebidas a
la hora de trabajar con otras mujeres. Porque todas las tenemos.
Inevitablemente.
Para que entendamos a Leona, es preciso que ahondemos un poco en el
concepto de prejuicio: los prejuicios son atajos cognitivos que nos ayudan a
tomar rápidas decisiones sobre nuestro ambiente. Aprendemos estos
prejuicios a través de la socialización y en su gran mayoría los aprendemos
en los primeros años de vida, y solo a través de la exposición a modelos que
sean conflictivos con nuestra idea preconcebida, ponemos estas ideas en tela
de juicio.
Los prejuicios están constituidos por información que hemos recogido de
manera implícita y explícita durante toda nuestra vida, y nos ayudan a
formarnos una idea rápida de lo que tenemos delante. Al ser este un recurso
tan valioso, carece de sentido tratar intencionadamente de desechar la
información que nos ofrecen, pero el problema surge cuando al emitir
juicios rápidos nos perdemos detalles relevantes de la situación que se
presenta ante nosotras. Por ejemplo, cuando damos por hecho que sabemos
el tipo de persona con la que nos enfrentamos por el aspecto que tiene su
ropa, o su género —esto lo sabemos nosotras bien—, o su acento, o el color
de su piel, o un gesto determinado que nos parece indicar algo.
La realidad es que hacemos juicios de manera permanente y en la mayoría
de las ocasiones ni siquiera somos conscientes de que ese es el caso. A veces
esos juicios nos salvan de ciertos apuros —algo, una vocecita interior a la
que solemos llamar intuición nos previene de acercarnos a esa persona o,
por el contrario, de fiarnos con buen criterio de esta otra—, y por norma
general, acertamos. Cuando no lo hacemos, con mucha frecuencia se
produce lo que se llama un sesgo posdecisional: buscamos la manera de
estar contentas con la decisión que habíamos tomado para reducir la
disonancia cognitiva, o en otro caso, encontramos pruebas que confirmen lo
que ya pensábamos.
Leona, os decía, nos explica que no podemos relacionarnos con los demás
sin que nos vengan a la cabeza determinados juicios acerca de la persona
con la que conversamos. Lo que sí podemos es hacer esos juicios
conscientes, y una vez conscientes, explorar esa relación desde un lugar que
lo cambia todo: la compasión.

De qué hablo cuando hablo de compasión

La compasión es la habilidad de empatizar con los demás y de conectar


desde la amabilidad. Es la búsqueda de puntos de entendimiento como seres
humanos, desde la idea de que todos obramos bien y mal a veces, de que hay
más cosas que nos unen que cosas que nos separan. La compasión nos
permite mirar al mundo con más calidez y menos cinismo.
Vivimos atrapados en una sociedad competitiva y feroz, donde se busca el
aplauso fácil de los juicios rápidos. Hemos aprendido a saltarnos los párrafos
y leer en diagonal —en realidad, leemos en F: la primera línea, alguna línea
del medio, y luego bajamos la vista hasta el final—, y acabamos haciendo lo
mismo cuando leemos humanos. Emitimos juicios ligeros, pero con un peso
moral importante, sin plantearnos dos veces el impacto que eso puede tener
en la persona que tenemos delante. Plantear que lo que pensamos —aunque
no lo compartamos— no afecta la manera en la que nos relacionamos con
otros, la forma en la que los tratamos, las oportunidades que les ofrecemos
es completamente absurdo. Es casi inocente. El pensamiento lo rige todo,
incluso aquello de lo que no somos conscientes. Si me apuráis, aquello de lo
que no somos conscientes, incluso más.
La compasión nos obliga a parar y buscar puntos de conexión. A analizar
la experiencia humana desde aquello que es común y no desde lo que nos
diferencia, a mirar al otro desde la perspectiva de la búsqueda de
compresión y encuentro, aunque sea poco. Ponernos en el lugar del otro,
reconocer que también nosotros erramos, mirar a los demás admitiendo la
complejidad de la vasta experiencia humana conlleva más esfuerzo que
lanzar un dardo envenenado con un tuit ingenioso.

«Para decir “yo te quiero” una debe saber primero cómo decir el “yo”.»
A R

Como pensamos de los demás, lo hacemos de nosotras


mismas

Esta manera de interactuar y de vivir en el mundo no solo afecta nuestra


visión del otro, sino que influye directamente en la manera en que te
relacionas contigo misma. Las personas más duras con los demás suelen
reflejar un sistema de creencias rígido en el cual la experiencia humana se
reduce a la categoría de lo que está bien y lo que está mal, sin espacio para
los millones de tonos del gris que aparecen en el medio.
Pero hay cosas que están bien y están mal, estoy segura de que esto es lo
que estás pensando: y ahí debemos de estar de acuerdo. Hay ciertos hechos
objetivos que inevitablemente forman y deben formar parte de estas dos
casillas: la pedofilia, el asesinato de millones de judíos, la desigualdad de
género. Desde luego que hay ciertas cosas en las que no nos es difícil
encontrar consenso, pero hay otras muchas en las que nos enfrentamos a
verdaderos dilemas morales: ¿robar para darle de comer a un hijo?, ¿mentir
para proteger a alguien que quizá merece ser protegido más de lo que
nosotros nos merecemos la verdad en un determinado momento?
Si dejamos atrás el debate filosófico que nos daría para, al menos, otro par
de libros, merece la pena recordar que la flexibilidad psicológica, la
capacidad de mirar al mundo y contemplar sus millones de particularidades,
de dependes, de grises y de niveles de decisión y compromiso, es y ha sido
considerado desde el mundo de la psicología como uno de los grandes
predictores de buena salud mental.
Las personas más flexibles psicológicamente han aprendido a sentirse
cómodas en la impredecibilidad que supone un análisis del mundo más
complejo, y pienso que una de las maneras más directas de conseguir esa
flexibilidad es practicando la compasión con los demás, con el mundo y, por
supuesto, con nosotras mismas.

Yo también he cometido fallos de los que me avergüenzo

Algo que comparten las personas que no practican la compasión consigo


mismas y las demás es que tienen más probabilidades de sufrir vergüenza.
Ven la realidad a través de sus rígidos estándares y eso afecta
inevitablemente a la visión que tienen de sí mismas. Así, pequeños fallos se
convierten en pecados imperdonables, y pecados imperdonables —aquellos
que también cometemos todos y que no confesaríamos a nadie llegado el
momento— convierten la existencia en un camino miserable.
Yo también he cometido fallos horribles, fallos de los que me arrepiento
profundamente. He fallado a quienes me querían y no he mostrado piedad
—de la misma manera que no me la mostraba a mí misma— con personas
que no merecían más que mi respeto. He dicho cosas que jamás admitiría en
alto, me ha corroído la envidia por el éxito que no era el propio y he tardado
años en perdonarme experiencias pasadas de las que he sido plenamente
responsable.

«En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizá uno solo, donde ocurrió algo; y
después están todos los demás sitios.»
A M
Llevo mucho tiempo trabajando con mujeres y a estas alturas sé que este
no es solo mi caso. Sé que la vergüenza es el común denominador de las
personas que no son compasivas consigo mismas, y es que la vergüenza es
una de las primeras emociones que desplegamos, muy de niños, los
humanos. La vergüenza es socializadora y tiene su utilidad en el contexto
socioeducativo de los primeros años de vida, pero en demasiadas ocasiones
nos quedamos ancladas y rápidamente formamos asociaciones indebidas: la
vergüenza es una emoción poderosa y frecuente, y pronto acabamos
sintiéndonos avergonzadas no solo por lo que hacemos mal o creemos haber
hecho, sino por todo aquello que creemos que deberíamos ser y no hemos
sido. La vergüenza y la culpa son primas hermanas.

El gris nos incomoda, pero nos hace falta

Michelle Jones fue puesta en libertad no hace mucho después de haber


cumplido más de dos décadas en una prisión de Indiana por el asesinato de
su hijo de cuatro años. Durante sus años en prisión, por otro lado, se
convirtió en una importante voz académica de la historia estadounidense, y
llegó a presentar su trabajo por videoconferencia a los cónclaves de
historiadores y la Asamblea General de Indiana.
La historia de Michelle es muy gris. Antes de los quince años se quedó
embarazada, fruto de una violación por un estudiante mayor que ella. Tras la
respuesta de su madre, que al enterarse de la noticia la golpeó con una tabla,
el estado acabó por colocarla en una serie de hogares grupales y familias de
acogida.
En una declaración personal que acompañaba a su solicitud para Harvard,
quienes al final no admitieron a Michelle Jones a pesar de estar entre los
veinte candidatos más interesantes de su programa, Michelle explicó que el
homicidio respondió a un colapso psicológico que sufrió tras años de
abandono y violencia doméstica, y que aquello influyó en que acabara por
perpetrar un trato similar a su propio hijo hasta el punto de llevarlo a la
muerte.
Veinte años después, Michelle tiene cuarenta y cinco años, y a su edad ya
ha pasado casi los mismos años entre rejas que fuera. Las dificultades que
encuentra para comenzar su doctorado en las mejores universidades de
Estados Unidos ponen de relieve la dificultad que, como sociedad y como
individuos, tenemos para entender al ser humano desde la complejidad de
sus circunstancias, desde otro lugar que no sea el blanco y el negro. Pero
ciertas historias no permiten el blanco y el negro, y mi experiencia me dice
que esas historias son casi todas.

Tú no eres tu peor fallo

Tú eres un ser completo y complejo, con cientos de millones de pequeñas


experiencias vividas, cientos de millones de pensamientos pensados, de
emociones sentidas y palabras dichas. De hecho, eres mucho más que eso:
eres el lugar donde todo eso ocurre. Obviar esto y centrarnos en una sola
parte de nuestra experiencia nos obliga a emitir juicios injustos sobre
nosotras mismas, que no hacen honor a la realidad completa y suponen un
flaco favor para nuestra autoestima. Virginia Woolf dijo de sí misma que no
era una y simple, sino muchas y complejas, y lo que es seguro es que esto se
aplica a todas.

«No soy una y simple, sino compleja y múltiple.»


V W

Tú no eres tu peor fallo, eres la suma de muchas personas, de muchos


lugares; eres el fruto de ciertos patrones de educación en tu infancia, de
determinados modelos de conducta en tus años de adolescencia. Eres una
mezcla de amigos, familia, libros, películas, olores, sabores, cuadros,
melodías. Eres muchas texturas, muchas capas, muchas personas. No eres
solo eso que hiciste y no deberías de haber hecho, no eres eso que dijiste y
podías haber callado, de la misma manera que tampoco eres solo aquella
que consiguió aquel éxito rotundo en aquel momento, aquella a la que esa
vez tanto envidiaron y aplaudieron. No eres la que fue a aquel sitio al que
nunca tenía que haber ido, la que tuvo que tomar aquella decisión horrible,
tampoco la que entró en aquella relación que aún duele. Eres mucho, mucho
más que eso. Y es la compasión la que te permite recordarlo.

❉❉❉

Ejercicio

Para este ejercicio te voy a pedir que vuelvas a sacar tu cuaderno, que a estas alturas del
libro espero que esté empezando a coger volumen e identidad propia.
Durante estas últimas páginas hemos hablado de la compasión y su relación con la
vergüenza, de cuánto nos hemos arrepentido de ciertas decisiones, de ciertas cosas que
podríamos haber hecho y no hicimos y de aquellas que dijimos y no debíamos haber
dicho. Algunas de estas cosas pueden estar muy arraigadas, ser muy profundas y aún doler
muy dentro.

LA IDEA ES QUE HOY TE DESPIDAS DE AL MENOS UNA


Tú sabes cuál es: solo tú sabes qué fue aquello que cambió tu historia y por lo que tantas
veces te has recriminado a ti misma. Solo tú sabes cuál fue el momento en el que sientes
que te equivocaste tanto, o que tomaste la decisión que no debías y que ya es irrevocable,
y por la que hoy tu vida no tiene el aspecto que te gustaría. Eso que te hace sentir más
culpable, más avergonzada. Eso por lo que tantas veces te culpas y te hablas con
desprecio, por lo que incluso has llegado a creer que mereces que las cosas no te salgan
bien, o que no te salgan tan bien como podrían.
Hoy quiero que pienses en esa mujer o en esa niña que estuvo en el lugar incorrecto en
el momento que no debía. Que hizo lo que no debía, que dijo lo que no tenía que haber
dicho o que tomó la decisión incorrecta. Quiero que pienses en cómo habría sido su vida si
en ese momento hubiera tomado la decisión opuesta, hubiera dicho lo que tenía que
haber dicho y no hubiera obrado como lo hizo. Piensa en ella. Piensa en cómo sería su vida
ahora, con la edad que tienes. Qué cosas tendría, qué personas tendría alrededor o qué
personas no tendría alrededor.
Una vez lo veas claro: escríbele una carta de despedida. Quiero que hoy te reconcilies
con quien podrías haber sido y no fuiste, con la mujer que podría tener la vida que no
tienes, que obtengas la conciencia tranquila que no has conseguido desde entonces.
Quiero que le digas que ojalá las cosas hubieran sido diferentes, pero que si pudieras
volver a aquel momento, no volverías a hacer o a decir o a tomar aquella decisión, pero
que la realidad es que eso es imposible. Te pido que la despidas, que la dejes ir y que
honres tu experiencia, que le des las gracias por lo que te ha enseñado; que te trates con
cariño y compasión.
Escribe cuanto necesites, pero vacíate, no dejes nada dentro. Si te atascas, persiste. Y si
no quieres dejarlo por escrito, como en los ejercicios anteriores, habla con alguien de
confianza. Y después, una vez te despidas y le digas adiós para siempre y te perdones y te
aceptes con toda la complejidad de tus caminos, brindes a su salud y a la tuya con tu mejor
vino.

❉❉❉
8
Eres todas

El concepto de identidad me fascina y mi esperanza es que también te


fascine a ti una vez acabes este capítulo. La ambiciosa idea de unicidad, de
ser seres únicos e irrepetibles, de que no existan dos «yo» como no existen
dos «tú» me parece tan alucinante que pienso que una vida entera no me va
a dar para explorarlo.
Por otro lado, la sola idea de una identidad es bizarra. Admitir que existe
me obliga a aceptar que soy la misma persona que comenzó a escribir este
libro hace ya unos meses, que soy la misma que comenzó a tramar este
párrafo hace unos minutos. Pero en el mismo momento en el que escribo,
algo está cambiando, ¿no contradice eso todo lo que entendemos por
identidad?
Pero es que identidad puede significar tanto. Identidad supone la
circunstancia de ser una persona en concreto y no otra, de ser esto y no
aquello, de ser aquello en lugar de lo otro. Recupero una idea central de este
libro para poder así construir sobre este concepto: hace ya varios miles de
palabras acordamos que si no sabemos quiénes somos, no sabemos qué
hacer, y aquí la idea de buscar tu propia identidad se convierte en un tema
que abre incómodas preguntas: ¿es que no tenemos identidad mientras la
buscamos?, y si es así: ¿qué existe antes de que demos con ella?
Pese a las muchas definiciones de identidad que podemos encontrar en la
literatura dirigida al self , a mí me gusta explicarla a mis alumnas y a mis
clientas de la siguiente manera.

Tu identidad es como una huella


Imagina que abriésemos en dos la cáscara que recubre tu cerebro y fuésemos
capaces de ver en él la huella de todo lo que ha producido un impacto en él.
Imagina que pudiésemos ver la matriz de sinapsis y conexiones de unas
neuronas con otras, no solo en tu cerebro, sino en el resto del cuerpo. Cada
hábito ha iluminado una ruta cerebral y no otra; cada canción ha producido
un impacto, cada pensamiento, cada olor. Cada película que hemos visto,
cada comida que hemos ingerido y que ha desencadenado cierta respuesta
hormonal. Cada sensación buena o mala, cada imagen que se ha impreso en
nuestra retina. Cada relación presente y pasada, cada conversación, cada
interpretación cognitiva de cada palabra que hemos pronunciado y que
hemos escuchado. Lo que ha entrado por nuestros sentidos de manera más
o menos pasiva, lo que hemos elaborado con esfuerzo. Todo aquello que nos
ha emocionado y lo que hemos repelido, cada abrazo, cada beso, cada
lágrima. Cada ciudad que has visitado, cada canción y cada estribillo
pegadizo; por supuesto, cada libro que has leído, cada cuadro que has
contemplado. Todo. Todo se ha quedado grabado con más o menos
intensidad en tu sistema nervioso, pero se ha grabado y ha formado una
huella.
Imagínalo. Imagina que pudieses contemplar físicamente la huella de todo
lo que ha producido el mínimo impacto en ti a lo largo de toda tu vida.
Imagina que en esto entrase lo espiritual, lo emocional, lo social, lo
cognitivo y lo biológico. También lo artístico y lo sexual. Lo concreto y lo
abstracto. Imagina que pudieses reproducir con alambres, cables y luces el
entramado de todo lo que de una manera u otra, en algún momento vital, te
ha tocado.
Imagina que pudieras acceder a esa huella de un solo vistazo: esa huella es
a lo que yo llamo identidad. Es única y nadie tiene la misma.

«Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario.»


C L
Olvidar no es dejar de saber algo

Para entender el alcance de todo esto, merece la pena recordar algo que los
psicólogos sabemos, pero que no es un concepto que goce de la popularidad
que debiera: el mecanismo de borrado no existe en el cerebro.
Existe el olvido, ahí estamos todos de acuerdo. De ahí que Carolyn Spring
no recordase allá por nuestro primer capítulo todo lo que le había ocurrido
durante todos aquellos años de abuso, y de ahí que hablásemos en el capítulo
tres sobre la atención y todo eso que cae fuera del foco de nuestros sentidos.
Existe el mecanismo del olvido, al que podemos entender como una
carretera a la que apagamos las luces, pero que no por no estar iluminada
desaparece y se convierte en nada. Esta carretera estará por siempre ahí y
formará parte de lo que llamamos tendencias, y al encenderle las luces la
convertiremos en hábitos, pero no hay manera de borrar una conexión que
se hizo en un momento puntual de nuestra vida. Podemos olvidarla y
debilitarla, podemos apagarle las luces y obligar a los coches a tomar una
ruta alternativa que esté mejor iluminada, pero no podemos hacerla
desaparecer: el olvido, como tal, no existe.
Bajo esta perspectiva, aprender supone añadir. Y con aprender me refiero
a todo: cualquier cosa que nutre nuestros sentidos marca una huella, lo que
implica que el referirnos a la identidad como un concepto estable y
constante no es más que una falacia.
Mientras digo esto, mientras mastico y escribo sobre esta idea, reflexiono
y elaboro, cambio lo que pensaba hace tres segundos y me posiciono de
manera diferente a lo que creía antes. Inevitablemente cambio. Esto afecta a
mi manera de relacionarme con los demás y con el mundo, y puesto que
toda relación tiene un componente bidireccional también a su vez afecta a
cómo los demás se relacionan conmigo en función de mis creencias y
valores. No hay nada de estático en esto.

«Me hago y me vuelvo a hacer continuamente.


Cada persona extrae diferentes palabras de mí.»
V W
La demanda social de la consistencia, la coherencia entendida de manera
fija y rígida supone entonces un importante precio a pagar: si cambiamos
permanentemente, si siempre nos sentimos diferentes, esta demanda acaba
por producirnos irremediablemente una permanente sensación de fraude.

¿Soy una o soy muchas?

Eres todas.
Conocerte a ti misma, comprender qué implica el concepto de identidad y
las infinitas puertas que abre el proceso de aceptación de una misma supone
asumir la autenticidad desde la inconsistencia.
Esto nos obliga a rechazar la idea de que siempre hemos sido de una
manera u otra y de que siempre lo seremos: la noción de que una persona
auténtica es aquella que se comporta o siente siempre igual encorseta lo que
no puede ni debe ser encorsetado.
Cada palabra que escojo en este texto supone una elección, y cada elección
impacta en quién soy y quién no. No me convierte en una en lugar de en
otra, más bien en cada vez más una y cada vez menos otra: ese proceso de
elección constante, de evolución permanente a través de pequeñas, pero
firmes, elecciones y renuncias es a lo que yo llamo identidad. Ganar un
mayor entendimiento acerca de este proceso nos coloca en mejor posición a
la hora de encontrar —quizá sea más acertado decir aceptar— nuestra voz y
lugar en el mundo.

La mirada del otro

En este mundo voyeur en el que luchamos por que nuestra proyección social
—a través de las redes sociales y en la sociedad en general— no sea
totalmente definitoria, pienso que es necesario romper una lanza a favor de
la contribución de los testigos externos a la hora de legitimar nuestra propia
identidad. Los trabajos de Michael White en los que incluye a familiares,
modelos adecuados de conducta y amigos en sus sesiones demuestran que el
público apropiado puede lograr lo que en ocasiones no logran clínicos,
coaches y terapeutas.
La mirada del otro —que para los existencialistas, en concreto para Sartre,
sería la presencia de otra subjetividad ante la consciencia propia— nos
define en tanto en cuanto filtra lo que nosotros percibimos a través de sus
ojos, y lo hacen para bien y también para mal. Pienso que esto es
fundamental en la perspectiva de género, y es aquí donde el feminismo
vuelve a ser terapia: valga para el caso la imagen de la mujer en sociedad, la
expectativa sobre nuestro género, los límites que definen lo correcto y lo
incorrecto, lo exitoso y lo contrario. La mirada del otro limita y define
nuestra experiencia, pero también puede funcionar como un catalizador
positivo, como una puerta a nuevas perspectivas sobre nosotras mismas.

«El testimonio de las mujeres es ver lo de fuera desde dentro. Si hay una
característica que pueda diferenciar el discurso de la mujer, es ese encuadre.»
C M G

Somos seres sociales, y los diferentes roles que desempeñamos en los


diferentes escenarios nos convierten en actores con multiplicidad de
máscaras, máscaras que abren y cierran posibilidades.

Una vez que sabes quién eres, no tienes que preocuparte más

Ante semejante lío, una de veras puede preguntarse si es posible llegar a


conocer la verdadera identidad, o si es cierto que existe tal cosa. Por otro
lado, una vez te conoces a ti misma, al ser un proceso en evolución continua,
¿cambia esta inevitablemente? ¿Somos lo que permanece o también lo que
cambia nos define y en qué medida? No tengo la respuesta exacta a ninguna
de estas preguntas, pero hay algo que a estas alturas tengo claro: son las
preguntas en sí las que nos acercan a una verdad más completa.
Nikki Giovanni, poeta afroamericana que luchó a través de sus ensayos y
poesías por los derechos de su género y de la gente de color, dijo en una
ocasión: «Una vez que sabes quién eres, no tienes que preocuparte más».
Tampoco sé exactamente si esto funciona así, pero estaremos de acuerdo en
que la idea resulta reconfortante, y en que cuanto más te acercas a tu
verdadera identidad, menos dudas tienes a la hora de tomar decisiones
grandes y pequeñas, menos ruido mental tienes ante tus diferentes opciones
vitales.
Para ti deseo lo que Pizarnik deseó para sí aquel 1 de enero en el que
escribió en su diario:

«Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, que me sea dado
ponerme buena y no buscar lo imposible, sino la magia y la extrañeza de este mundo
que habito.»
A P

Que nos sea dado vivir en nosotras. No fantasear ni ser otras. Y dicho
esto, nos volvemos a poner manos a la obra.

❉❉❉

Ejercicio

El ejercicio que esta vez te propongo es un poco diferente a los que has estado haciendo
hasta este punto ya que, en lugar de hacerlo en tu diario como venías haciendo, te voy a
pedir que lo hagas junto con alguien con quien sientas que puedas tener una conversación
honesta. No es necesario que sea con alguien que te conozca muy bien, simplemente te
animo a que lo lleves a cabo con esa persona con quien puedas abrirte, alguien en quien
confíes y con quien puedas compartir. Hemos hablado del concepto de identidad y de
cómo no somos seres aislados, sino integrados en el mundo, y esta actividad pretende ser
un espejo de eso.
Las siguientes preguntas las he usado en infinidad de clases con mis alumnas, y en
todas y cada una de las situaciones en las que lo he hecho el resultado ha sido el mismo. Al
comenzar, estas preguntas han podido parecerles simples o irrelevantes, pero al poco de
conversar y compartir con la persona que tenían a su lado, han descubierto cosas de sí
mismas que hasta ahora nunca antes se habían planteado. El objetivo de este ejercicio es
que ganes más información y perspectiva acerca de quién eres.
1. ¿Cómo te hace sentir tu apellido?
2. ¿Qué piensas del lugar en el que naciste?
3. ¿Qué importancia tiene en tu vida la familia?
4. ¿Te educaste en alguna religión?
5. ¿Crees en Dios?
6. ¿Qué agradeces de la educación que recibiste?
7. ¿Qué no te enorgullece de tu forma de ser?
8. ¿Qué te hace explotar de orgullo de lo que has conseguido en tu vida?
9. ¿Quién es la persona a la que puedes contárselo (casi) todo?
10. ¿Tienes hermanos o hermanas?
11. ¿Qué lugar ocupas en la familia?
12. ¿Cómo te hace sentir el lugar que ocupas en la familia?
13. ¿Te satisface tu apariencia física?
14. ¿Cómo te hace sentir tu habilidad intelectual?
15. ¿Cómo te sientes con relación al lugar en el que naciste?
16. ¿Cómo te influenciaron tus padres?
17. ¿Quién es la persona que más te influenció mientras crecías?
18. ¿Qué piensas de la edad que tienes ahora?
19. ¿Cómo has cambiado en los últimos años con respecto a tus sueños y
objetivos?
20. ¿Qué piensas que dice de ti el trabajo que desempeñas?

❉❉❉
9
Sobre la pasión y la vida en valores

Esta primera parte del libro hemos masticado, nos hemos detenido, hemos
procesado y trabajado sobre conceptos psicológicos básicos. Ahora, ya a
punto de meternos de lleno en materia de género, me gustaría acabar este
primer bloque hablando de algo que pienso que vas a poder aplicar a todo:
los valores.

La pasión no es siempre buena brújula, los valores lo son

En un mundo en el que los eslóganes y las frases con gancho han acabado
por inundar también la escena privada, los mensajes que nos incitan a seguir
la pasión como la panacea para evitar el sufrimiento han acabado por
conseguir justo lo contrario.
Antes de adentrarnos de lleno en la discusión que sigue, quiero dejar claro
que seguir tu pasión no tiene, en principio, nada de malo; que, si tienes claro
lo que te apasiona, igual no debes escucharme en esto y simplemente ir a por
ello con todo lo que tienes. Pero hablar de las implicaciones del concepto de
pasión, urge, porque la idea de necesitar de una pasión para encontrarle el
sentido último a la vida se ha instalado en la sociedad de manera tan
arraigada que ha pasado a suponer casi un prerrequisito para una existencia
auténtica y plena. Por el contrario, yo vengo a contarte que, aunque ese
mensaje puede servirles a algunas, para otras puede incluso suponer un peso
muy pesado. Y no hablamos aquí de la pasión como actitud vital, como
manera de afrontar la vida desde la perspectiva de las ganas y el coraje, sino
de esa afición o inclinación específica a ese algo que le da sentido a todo (la
fotografía, la escritura, el arte en general, las finanzas o la política).
La realidad es que no todas tenemos una pasión única —quizá tienes
muchas, como es mi caso— y quizá no llegues a tenerla nunca, pero
tampoco el tenerla te va a asegurar que vivas una vida plena y auténtica y
que el arcoíris ilumine tu mañana cada día. Tampoco nadie te asegura que tu
pasión te vaya a hacer feliz una vez hagas de tu pasión el centro de tu vida.
Por eso mi propuesta, que no es mía, sino que coincide con lo que nos
ofrecen las terapias conductuales de tercera generación, supone una
alternativa para todas: las que tenemos pasión y las que no, las que de
cuando en cuando perdemos la ilusión y el camino, y las que queremos
conectar con nuestra verdad de nuevo.

De qué hablo cuando hablo de valores

Cuando hablo de valores no hablo de aquello que te parece importante en el


mundo, como erradicar el hambre en cada continente. Tampoco hablo de
aquellas cosas que te hacen feliz, pero que no dependen de ti, como el
reconocimiento de los demás. Cuando hablo de valores, hablo de encontrar
lo que te llena y te mueve a ti, lo que te hace feliz a ti, suene eso bien bajo la
luz del arcoíris y frente a los ojos del mundo o no lo haga.
La psicología tradicional había relacionado la felicidad con la consecución
de objetivos, pero los planteamientos más modernos comienzan a centrar el
foco en una vida basada en los valores. Definimos valores como aquellas
características que deseas para ti. Los valores no son metas específicas, sino
direcciones vitales globales, elegidas, deseadas y construidas verbalmente.
Lo interesante de los valores es que siempre están en el horizonte y avanzan
conforme nosotras avanzamos, sin llegar a tener un fin.
De veras pienso que conocer tus valores va a suponer un antes y un
después en tu vida. A partir de ahora, cada decisión de tu camino cimentada
sobre ellos te va a acercar a una vida con más sentido. Esta relación con esta
persona que te hace sufrir quizá no está alineada con tus valores de
independencia, compromiso y honestidad; este ascenso que te han ofrecido
en el trabajo puede suponer un conflicto con tu valor de flexibilidad y
creatividad, pero estar alineado con tu valor de independencia y libertad.
Los valores tienen mucho que ver con el tipo de persona que queremos
ser, pero sobre todo con el tipo de persona que en realidad somos. De nada
serviría que yo dijese que uno de mis valores lo manifiesto a través de mi
compromiso de querer ayudar a otras mujeres, cuando en el fondo solo digo
eso porque me gustaría que así fuera, pero no tiene nada que ver con quien
en realidad soy. Vivir tu vida acorde con un valor que suena bonito, pero que
no conecta con tu verdad, te va a hacer sentir miserable. Recuerda que tus
valores tienen que ver con la emoción y con cómo te sientes cuando los
cultivas (y con cómo te sientes al no cultivarlos).

«Los valores no son autobuses… no se supone que te tengan que llevar a ningún
sitio. Se supone que tienen que definir quién eres en realidad.»
J C

Diferentes valores para diferentes áreas

Los valores varían de un área a otra de nuestra vida. Así, si entendemos el


valor como lo que una quiere verse haciendo , podemos dividir los valores
entre las diferentes facetas que son importantes para nosotras como la salud,
el trabajo, los amigos, el ocio, la espiritualidad, etc.
Los valores no necesitan estar asociados a actividades concretas —como lo
hacía la pasión—, sino que se pueden poner en práctica a través de
actividades de muy diversa índole. Para ilustrar esto que te explico,
pongamos como ejemplo uno de mis valores más transversales, que aplico
tanto al ocio como al trabajo: la creatividad. Si hablase de pasión, hablaría
solo de escritura. Mi pasión es la escritura. Mi valor, la creatividad, se
manifiesta a través de la escritura, sí, pero también la vida me pone delante
cientos de oportunidades cada día para poner en práctica mi valor y
enriquecer cada cosa que hago. Por ejemplo, la brújula de mi valor
creatividad me recuerda la dirección hacia la que moverme cuando el
sufrimiento se instala en mi trabajo como psicóloga en Londres: cuando
entro en la monotonía y me aburro, cuando comienzo a bajar mi
productividad y entro en un bucle peligroso. Cuando eso ocurre, siempre
tengo un faro que me indica el camino: sé que siempre puedo presentar un
proyecto nuevo, hacer las cosas de manera diferente a como las hacía o
utilizar todo lo que la creatividad como valor me ofrece para mirar las cosas
desde una nueva perspectiva.

No basta con conocer tus valores, debes inclinar tu mente


hacia ellos

Marina Díaz, escritora y psicóloga clínica experta en terapias de aceptación


y compromiso, habla sobre cómo inclinar la mente hacia los valores. No
basta con conocerlos, dice, es importante poner la mente a su servicio: hacer
terapia o sesiones de coaching, leer libros que te recuerden lo que te
importa, iniciar conversaciones sobre ciertos temas o buscar gente que te
inspira porque conecta con lo que para ti de verdad importa. Bajo esta
perspectiva, todo ayuda: los mensajes en la pared, los recordatorios en el
móvil, el apuntarte a esas clases, el acudir a aquella conferencia o comenzar
esa actividad en casa que está en consonancia con tu valor. Leer este libro,
pienso, está conectado a alguno de tus valores, así que mientras lo lees hay
algún valor que estás poniendo en práctica.
Esto encaja con lo que dijimos algunos capítulos atrás acerca de la
identidad y de cómo conectar con quien de verdad eres: cómo engordar la
trama de lo que de verdad te importa y convertirte más en eso y menos en lo
otro. Se trata de avivar el fuego de lo que nos hace sentirnos más plenas, más
auténticas, más nosotras mismas y menos lo que los demás esperan de
nosotras que seamos.
En un importante estudio conducido por la psicóloga Susan David en la
Universidad de Harvard, se concluyó que cuando nombras las cosas —
valores— que son importantes para ti, tienes muchas más probabilidades de
cultivar hábitos que sean congruentes con quien quieres ser en el mundo. En
otras palabras, esos valores abstractos se convierten en comportamientos
cotidianos, y los comportamientos, en hábitos. Y los hábitos —ya lo sabes—,
en tu vida.

❉❉❉

Ejercicio

A estas alturas del capítulo espero que estés convencida de que tu siguiente paso es
tomarte el tiempo necesario para conocer tus valores. Ellos son el último paso de este
primer tramo de nuestro viaje, y hacer un buen trabajo a la hora de averiguarlos y llamarlos
por su nombre va a llenar tu caja de herramientas importantes para seguir encontrando tu
voz y tu lugar en el mundo.
Hay muchas maneras en las que puedes descubrir cuáles son tus valores, y es probable
que tras las últimas páginas te hayas ido cuestionando y haciendo una idea de aquello que
te importa. Pero para ponerles nombres y delimitarlos, necesitamos trabajar un poco.
Estás en una fiesta de jubilación, tienes ochenta años y te enfrentas a una presentación
Power Point con todos tus grandes momentos. Gracias a que en los capítulos anteriores
hemos hablado de imaginación, ya debes de estar más familiarizada con esta técnica y con
lo que a ti te funciona y lo que no a la hora de crear imágenes en tu mente, aunque déjame
recordarte que nada funciona para todas igual: es posible que a ti te ayude más pintar; a ti,
escribirlo todo; a ti, cerrar los ojos y verlo todo como en una película. Hay también quien
escucha la historia como si se tratara de un archivo de audio. Sea como sea, antes de
comenzar divide una hoja de tu diario en diferentes columnas que simbolicen las
diferentes áreas de tu vida a las que vas a estar mirando:

1. Salud
2. Trabajo
3. Ocio
4. Familia
5. Espiritualidad
6. Otros: incluye tantas como te resulten importantes

Vete a un lugar tranquilo y tómate tu tiempo. Cierra los ojos e imagínalo. Imagina que
estás en una fiesta de jubilación que te han preparado. Estás rodeado de la gente que
quieres, y te sientes plenamente realizada, plenamente feliz.
Para entrar de lleno en esta historia, conecta con todos tus sentidos:

¿A qué huele la escena?


¿Qué suena? ¿Alguien habla?
¿Qué tocan tus manos? ¿Qué temperatura hace? ¿Estás en una sala o en
exteriores?
¿Estás bebiendo algo? ¿Has comido algo?

Ahora, conecta con la vista: una a una se suceden las diapositivas que te han preparado
para recordarte todos tus grandes momentos, y las cosas que has cultivado en tu vida te
llenan de gozo.
En este momento, piensa:

¿De qué estás más orgullosa en tu vida?


¿A quién tienes a tu alrededor?
¿Cuáles son los temas más recurrentes de tus fotos?
¿Qué fotos te han hecho más feliz?
¿Qué personas te acompañan en esta fiesta?

Una vez tengas una idea clara, escríbelo todo para no olvidarte y comienza desde hoy a
plantearte cuánto estás poniendo en práctica estos valores a los que has dado nombre:
aquello que te importa con respecto a la salud, con respecto al trabajo, a la familia y en
cualquier otro ámbito importante, y no te preocupes si sientes que aún no lo tienes todo
claro: de eso se trata este camino, de que entre todas sigamos escarbando, poniendo luz,
trabajando, acercándonos a cada paso un poco más a la voz propia.

❉❉❉
II
(Des)Aprende

«El feminismo no trata de fortalecer a las mujeres. Las mujeres ya son fuertes. El
feminismo trata de cambiar la forma en que el mundo percibe esa fortaleza.»
G. D. A
10
El feminismo es terapéutico

Si en la primera parte del libro nos hemos dedicado a conectar, a trabajar y a


mirar hacia dentro, en esta vamos a poner el foco en ciertos aspectos de
nuestra forma de entender la vida que, aun sin ser conscientes, acaban por
impactar en nuestra salud mental, nuestra relación con nosotras y el mundo
que nos rodea. Estos aspectos conforman el filtro a través del cual
entendemos el mundo y afectan toda nuestra conducta, en la que
profundizaremos con más calma en la tercera parte.
La idea que subyace a todo el libro es justo esta: el feminismo es
terapéutico y sin la perspectiva que nos da su conocimiento no hay camino a
la voz propia. La mirada de género es sanadora, aunque en principio nos
pueda parecer lo contrario. Entiendo que abrir los ojos a la desigualdad,
reconocer la desventaja y abrazar nuestra vulnerabilidad no parece en
principio un buen medio para reclamar control y empoderarnos, pero
estaremos de acuerdo en que negar la evidencia tampoco nos llevará lejos.
Sea de un modo u otro, siento que una vez entiendas lo que voy a contarte,
vas a pasar por un período de mosqueo. No, en realidad no quiero decir
mosqueo: una vez comiences a ver lo que muchas y muchos ya vemos, vas a
rozar la posibilidad de acabar explotando de enfado.
Pero la rabia es necesaria. La rabia es terapéutica, es liberadora, es
empoderadora. Es catártica, y además es más que eso: la rabia también es la
emoción verdadera, la emoción auténtica que se produce como resultado de
entender que nuestra voz ha sido y sigue siendo silenciada, que por más que
ahora podamos votar y las leyes nos tengan en cuenta; por mucho que ahora
nuestros maridos no tengan que regalarnos su firma para que podamos
tener nuestra propia cuenta en el banco, aún nos queda mucho por
conquistar. Probablemente, mucho más que de lo que hasta ahora hemos
conquistado. Y esto, por evidente que parezca, muchas y muchos parecen
haberlo olvidado.
La rabia es solo un primer paso, y no es mi intención que vivas en
permanente angustia: sí lo es que pases por las emociones naturales que
produce y debe de producir la constatación de una injusticia: que no las
acalles y conectes con una realidad incómoda; que aceptes esas emociones
incómodas como parte de este camino y las uses para movilizar energías e
impulsarte en dirección a la acción.
Ya hablaremos más acerca de cómo lo personal es político, y de cómo no
hay atajos para el cambio individual y social: aunque un primer paso es el
sentir la rabia de ver las cosas con claridad y no como antes lo hacías, te sigo
prometiendo lo que te prometí cuando abriste por primera vez este libro:
que el feminismo es terapéutico y es el camino lógico hacia la voz propia.
Voy a explicarte por qué.

La salud mental no es compatible con la superficialidad

«El equilibrio no significa evitar conflictos, implica la fuerza para tolerar emociones
dolorosas y poder manejarlas. Si disociamos excesivamente las emociones dolorosas,
restringimos la personalidad y provocamos inhibiciones variadas. De esto se
desprende que la salud mental no es compatible con la superficialidad, puesto que
esta se vincula con la renegación del conflicto interior y de las dificultades externas.
Se utiliza la renegación de manera excesiva porque el Yo no es suficientemente fuerte
para tolerar el dolor.»
M K

Aceptar la perspectiva de género supone devolver parte del síntoma a la


esfera de lo político y dejar de apropiarnos —o digamos mejor, de culparnos
— de aquello que nunca debimos aceptar como propio.
Es literalmente imposible luchar contra una opresión que no somos
capaces de ver, pero eso no impide que tal opresión ejerza su impacto en
nuestra salud mental. El machismo, como cualquier otra forma de opresión
interseccional (el racismo, el clasismo), tiene tentáculos cuasi invisibles y
altamente complejos: hace falta entrenar el ojo para percibir la sutileza de su
comportamiento y poder protegernos contra él. La libertad es el dominio de
una misma.

Aún estamos muy histéricas

La experiencia de ser mujer ha sido patologizada desde muy al principio de


los tiempos. Tanto es así que, en el siglo , la locura llegó a estar
localizada en un lugar específico del cuerpo: el útero. La histeria (del griego,
hyaterá, que significa matriz) era una condición atribuida con exclusividad a
la mujer, caracterizada por comportamientos incontrolados y un alto
neuroticismo, pero que venía utilizándose desde Hipócrates para aunar casi
cualquier problema relacionado con la salud femenina para el que los
doctores de la época no lograban encontrar explicación.
Síntomas como el cansancio, la irritabilidad, la tendencia a querer causar
problemas o el egocentrismo —sí, el egocentrismo— también eran
atribuidos a un defecto patológico que tenía su origen en el útero. Ya en la
época victoriana se convirtió en el diagnóstico preferido de aquellos
doctores, llegando a alcanzar a una de cada cuatro mujeres que acudían a
consulta, y el tratamiento de dicha afección pasaba por la prescripción del
matrimonio a las mujeres solteras, o del «masaje pélvico» —que hoy
llamamos masturbación— por parte del doctor hasta llegar al «paroxismo
histérico», que hoy llamamos simplemente orgasmo.
La histeria llegó a ser una preocupación muy real en la época, pero nos es
imposible entender la preocupación de aquellas mujeres sin tener en cuenta
el contexto en el que se producía el síntoma.
Podemos caer en la trampa de pensar que todo esto pertenece al pasado,
que aquel contexto nos queda ya lejísimos, que hoy por hoy no nos
enfrentamos con una problemática de suficiente magnitud: que ya votamos,
que en el mundo libre las mujeres hacemos y deshacemos a nuestro antojo.
Y creo que podemos decir con orgullo —y con mucho agradecimiento a las
que vinieron antes— que hay mucho de cierto en esto: la liberación de la
mujer en los últimos cincuenta años ha sido probablemente la más
dramática hasta la fecha, no hay duda de que los cambios se han acelerado
exponencialmente. Pero estamos lejos de haber alcanzado la igualdad en
todos los ámbitos, y corremos el peligro de no hacerlo nunca si rechazamos
la idea de desigualdad y dejamos de luchar por lo que es nuestro. Se lo
debemos a las que vinieron antes, pero sobre todo a las que vendrán
después.
Tras la década de los cincuenta, la APA (Asociación Americana de
Psiquiatría) retiró oficialmente el diagnóstico de histeria, pero ello no acabó
con la feminización de la locura. Sabemos que, aún hoy, hay un porcentaje
de tres a cuatro veces mayor de mujeres que de hombres a los que se les
prescribe psicofármacos para la depresión y la ansiedad, de igual manera
que hace un siglo se las diagnosticaba como histéricas. Ha cambiado el
nombre y probablemente parte del tabú que lo rodea, pero en el fondo la
falacia sigue siendo la misma: a la insatisfacción de la mujer la hemos
despojado de contexto. Lo hacemos hoy de la misma forma que lo llevamos
haciendo desde el siglo d.C. Nadie parece tener en cuenta que incluso si el
dato fuese reflejo de una realidad —tres o cuatro veces más depresión y
ansiedad en mujeres que en hombres—, la insatisfacción está directamente
relacionada con una posición de absoluta desventaja: una posición que, pese
a haber mejorado sustancialmente en los siguientes diecinueve siglos a
Galeno, sigue inclinando la balanza hacia el mismo extremo.
Veo necesario subrayar que esta inclinación de balanza es real, no es
imaginaria ni inventada. No es una simple narrativa. La violencia machista
mata a miles de mujeres cada año en el mundo, las mujeres sufren más
abuso sexual desde niñas —abuso que es sistemáticamente perpetrado por
una población mayoritariamente masculina—, tienen menos oportunidades
de educación, ganan menos dinero por hacer el mismo trabajo y sufren más
explotación. Esto ocurre incluso en el mundo académico: las mujeres
ocupan la mayoría de los puestos de entrada en el mundo científico, pero
llegadas a una cierta categoría profesional, de repente desaparecen, se
esfuman. La esfera de la dirección se ve saturada por los hombres.
Solo el 4,8% de los CEO con mayor fortuna del mundo son mujeres, y las
diferencias de salario no solo se encuentran en las mujeres que trabajan por
cuenta ajena: también las autónomas estipulan un menor precio por sus
servicios de lo que lo hacen los hombres en el mismo mercado y en el
mismo puesto. Recordemos que la discriminación se internaliza.
Las mujeres dedican algo más de dos horas al día más que los hombres a
las tareas del hogar, y esto incluye el cuidado de los hijos, lo que supone una
evidente barrera para su integración y desempeño laborales. Sabemos que
cuanto mayor es esta diferencia en la distribución de tareas domésticas,
mayor es la brecha en la participación laboral. La casa sigue siendo una
cárcel para muchas.
También en este bloque abordaremos el yugo de la belleza para la mujer y
el gasto que este supone a nivel mensual y anual, y lo que es más importante,
el coste de este gasto en detrimento de otras cosas que en principio deberían
parecernos más importantes: el ahorro, la vivienda, la formación o la
cultura. Y con esto no diré que ahorro, vivienda, formación o cultura no
formen parte de los gastos fundamentales de la mujer de hoy, pero la
imposición y la presión por parte de los medios invita —mejor, obliga— a la
mujer a dedicar buena parte de sus ganancias al mantenimiento de una
imagen, dejándola otra vez en clara desventaja con el hombre.
La realidad es que seguimos histéricas y si no lo estamos algo muy malo
nos debe de estar ocurriendo, porque las cifras son como para estarlo. Betty
Friedan, la autora de La mística de la feminidad, habla de cómo durante una
época las mujeres que querían ser auténticamente femeninas no aspiraban a
seguir una carrera, a recibir una educación superior o a obtener ciertos
derechos políticos.
Aún hoy, las que quieren todo eso, sienten cómo sus valores entran en
conflicto: de ahí vienen las dificultades con el propio término del feminismo,
la incomodidad de llevarlo por bandera y defenderlo frente a un mundo que
permanentemente nos recuerda que ser femenina —signifique eso lo que
signifique— (y feminista) implica ciertas desventajas y determinadas
pérdidas.
Frente a la aparente felicidad de lo que Virginia Woolf definió como El
ángel del hogar (y del que ella nos animaba a huir con ferocidad), Friedan
destapó el llamado «problema que no tiene nombre»:

«El problema permaneció latente durante muchos años en la mente de las mujeres
norteamericanas. Era una inquietud extraña, una sensación de disgusto, una
ansiedad que ya se sentía en los Estados Unidos a mediados del siglo . Todas las
esposas luchaban contra ella. Cuando hacían las camas, iban a la compra, comían
emparedados con sus hijos o los llevaban en coche al cine los días de asueto, incluso
cuando descansaban por la noche al lado de sus maridos, se hacían, con temor, esta
pregunta: ¿esto es todo?»
B F

Aceptar la perspectiva de género implica despatologizar la experiencia


femenina y atreverse a llamar por su nombre a ese problema que parece no
tenerlo. Supone aceptar los cambios asociados al ciclo menstrual y
reclamarlos como la normalidad en contraposición al síntoma; entender la
insatisfacción y la rabia como consecuencia natural y lógica dentro de un
contexto de clara desventaja, condescendencia patriarcal —y si no que se lo
digan a Rebecca Solnit, la autora de Los hombres me explican cosas — y
abuso.
Nos lo dijo Melanie Klein y lo repetimos: la salud mental —la felicidad, la
paz mental— no es compatible con la superficialidad. Así que por más que
nos duela abrir los ojos ante esta realidad, es necesario que lo hagamos.

Por qué nos sigue haciendo falta hablar de feminismo

Espero que a estas alturas del libro y del capítulo no haga falta convencerte
de lo contrario: hablar de feminismo sigue haciendo mucha falta y es
importante que dejemos de lado los complejos que en los últimos años han
surgido alrededor de su uso.
Feminismo es el término correcto, y no humanismo ni igualitarismo, que
estaremos de acuerdo en que responden a luchas diferentes. Como dijo la
escritora africana Chimamanda Ngozi Adichie: «Usar la expresión genérica
supone negar el problema específico y particular de género».
Desde aquí me gustaría animarte a apropiarte del término. No voy a
dedicar media línea a explicar que las feministas no necesitan quemar
sujetadores, odiar a los hombres o cualquiera de los tópicos que se asocian a
esta causa. Y dicho esto, me desdigo: si eso es lo que consideras que hay que
hacer, hazlo. Hay varias corrientes feministas y cada una cuenta con sus
propios matices. El feminismo no es homogéneo ni constituye un cuerpo de
acción cerrado, pero sea cual sea su forma siempre expresa la lucha de las
mujeres contra cualquier forma de discriminación, y al final esa es la idea
que nos une a todas y a todos los que perseguimos un mundo más justo y
equilibrado.
Recuerda que si nos hace falta seguir hablando de feminismo es porque el
sexismo no está fuera, está dentro. Simone de Beauvoir dijo que «el enemigo
no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos».
También para esto recupero lo que expusimos en la primera parte del libro
acerca de la compasión: la problemática es compleja y los juicios rápidos no
resultan justos en este caso. Sé compasiva con las mujeres que llevan dentro
de sí el sexismo, porque esa mujer también eres tú y también soy yo. Todas
hemos colaborado de una manera u otra en algún momento a que el
problema no se haya erradicado.

De qué hablo cuando hablo de feminismo terapéutico

Cuando hablo de que el feminismo es terapéutico, hablo de que la


perspectiva de género puede ser tremendamente liberadora. Hablo de
reclamar nuestro espacio, que no es el del hombre, sino el nuestro propio; de
alimentar una sensación de comunidad y de hermandad que genere un
espacio en el que se reconozcan las complejidades psicológicas, las fuerzas
subterráneas y contradictorias que empujan a las mujeres a encontrarse en
constante conflicto.
Hablo de entender que buena parte del síntoma —la insatisfacción, la
histeria, ese problema que no tiene nombre— es político. Hablo de que, en
ocasiones, como dijo Krishnamurti, «no es saludable estar bien adaptado a
una sociedad profundamente enferma», y de que es a través de este
reconocimiento de la desventaja, del abrirle la puerta a la rabia, que
empezamos a mirar lo de dentro en relación con lo de afuera. La identidad,
desde esta perspectiva, es un constructo social: nuestro sentido del yo está
formado inevitablemente dentro de un contexto, y esto marca no solo
quienes hemos sido, sino quienes somos capaces de ser.
Y cuando entendemos todo esto, con sus blancos y negros y sus cientos de
matices grises, es cuando al fin nos encontramos en posición de comenzar a
reclamar nuestra voz en el mundo.
11
Internaliza a tu mejor amiga

Para explicarte en este capítulo lo que necesito que entiendas, me gustaría


comenzar con una explicación básica de cómo funciona tu mente.
Los psicólogos sabemos algo que deberíamos compartir con mucho más
ahínco que con el que lo hacemos y es esto: el cerebro funciona por adición
más que por cambio. Con esto quiero decir que no existe el botón de
borrado, que las cosas que una vez ocurrieron en nuestra vida de repente no
se esfuman. Es imposible, no es así como funciona tu mente o tu sistema
nervioso. Por este motivo, todo lo que podemos hacer ante la necesidad de
un cambio es añadir material nuevo sobre el antiguo, y trabajarlo con
suficiente fuerza y tesón para que acabe por convertirse en hábito.
Ya trabajamos en esta idea en el capítulo en el que arrojamos luz sobre qué
era en realidad la identidad: cómo cada experiencia, cada sonido, cada olor,
cada emoción generó en ti un impacto, y ese impacto creó una huella a su
imagen y semejanza en el cerebro. Con los hábitos ocurre exactamente lo
mismo: al fin y al cabo, reducido a su expresión menos compleja, un hábito
no es más que una memoria. Algo que sabes —consciente o no— que
ocurrió en el pasado con frecuencia y que justo por eso tiene más
probabilidades de repetirse en el futuro.
Cuanto más fuerte es un hábito, cuanto más honda es la huella que ha
originado, más complicado nos resulta dejar de conducir por esa carretera y
girar el volante para conducir por otra. Pero sí, ya lo imaginas: cuanto antes
seas capaz de encontrar la manera de girar el volante y comenzar tu camino
por una carretera nueva, más pronto se le encenderán a esta nueva las luces,
y más temprano esta carretera dejará de ser carretera comarcal para
convertirse en una autopista —con suerte— de tránsito preferente.
Cómo te hablas a ti misma no es más que un hábito

Si lo piensas, el pensamiento responde a las mismas leyes a la que responde


cualquier otra forma de conducta, sea esta privada o externa. Los
pensamientos pueden reforzarse, extinguirse —que no olvidarse—,
modificarse y hasta añadirse.
Muchas de las mujeres con las que he trabajado han olvidado cómo
hablarse a sí mismas con cariño —si es que alguna vez supieron—, y hasta
han acabado por considerar la posibilidad de hacerlo como un acto de
egoísmo y de arrogancia no solo innecesaria, sino muy poco elegante.
Si esto que te cuento te resulta extraño, haz tú misma la prueba: ponte
frente a un espejo y dite cuánto te quieres, cuánto te agradeces tu cuerpo, tu
cabeza, tus manos, tus fallos y tus muchos fracasos. Es ahí cuando hasta las
más escépticas lo entienden: muchas me han confesado haber acabado en
lágrimas al llevar a cabo esta práctica, otras ni tan siquiera se han atrevido a
darse una oportunidad por miedo o por vergüenza.
Las que más, están acostumbradas a un lenguaje que no es inclusivo, a un
uso del discurso que las aparta de forma sistemática de la posibilidad.
Piénsalo. Los médicos y las enfermeras; los directores y las secretarias. Ya
hablaremos en más profundidad sobre esto, pero que nadie te engañe: no es
que el lenguaje influya en el pensamiento, es que el lenguaje es pensamiento
y el pensamiento es lenguaje. Somos seres verbales, y si no que se lo digan a
algunos ascetas de la India, quienes como parte de su práctica de yoga en su
camino a la iluminación toman la decisión de no hablar en doce años y
comunicarse con gestos, como una manera de acceder a un yo que está más
atrás del pensamiento convencional, más allá de las palabras. Cuando pienso
en cómo nos hablamos la mayoría del tiempo a nosotras mismas caigo en la
cuenta de que quizá esos doce años no sean tanto una tortura como una
auténtica liberación.
Las que menos, directamente han aprendido a hablarse a través de lo que
alguien les repite cada día o les repitió desde que eran niñas. Demasiado
delgada, anoréxica. Gorda como una foca. Muy alta, como una jirafa. Es
bajita como un tapón. Qué poco simpática, sonríe más. No te rías tanto, te
saldrán arrugas. Demasiado preocupada por su carrera. Abandonada desde
que se dedicó a tener hijos. ¿Solo uno?, ¿no te da pena? ¿Pero cuántos llevas
ya? Pareces una coneja. Se preocupa demasiado por su físico. Le da igual ir
hecha una piltrafa. No acepta la edad que tiene. Parece que tiene veinte años
más. Eres frígida. Le gustan demasiado los hombres. Es tortillera. Es un
marimacho. Caprichosa, histérica, mandona. Mandona.
Sheryl Sandberg repite con frecuencia la siguiente prueba en cada una de
sus conferencias: lanza a un público mixto una pregunta sobre su
experiencia con la palabra bossy (mandón o mandona en inglés),
pidiéndoles que levanten la mano a todos y todas aquellas a los que de
pequeños le llamaran con relativa frecuencia así. El resultado no varía un
ápice de una vez a otra: la sala se llena de brazos femeninos en alza, mientras
que pocos hombres se unen a esa marabunta de mujeres mandonas.
Entonces toda la sala estalla en risas y es ahí cuando ella recuerda lo poco
gracioso que en realidad resulta el asunto: «La siguiente vez que alguien le
diga a una niña que es mandona delante de vosotros, recordad decirle esto:
esta niña no es mandona, sino que tiene habilidades ejecutivas de
liderazgo». Y si no comenzamos a hacer más esto, pocas posibilidades veo
de que las mujeres ocupen cada vez con más frecuencia según qué puestos:
no olvidemos, otra vez, que la discriminación se internaliza.
Vygotsky nos enseñó que aprendemos el lenguaje de afuera a dentro. Cada
palabra que las mujeres hemos escuchado, cada herida, cada dardo se ha
convertido en parte de nuestra realidad lingüística y, por ende, de nuestro
pensamiento cotidiano. El diálogo interno puede ser fuente absoluta de
insatisfacción vital —y de justo lo contrario—, y aunque no todo el cambio
depende de nuestra voluntad de lucha, la experiencia me dice que comenzar
a tomar consciencia de las implicaciones que esa vocecita tiene en nuestra
emoción y en nuestra conducta, es siempre un buen primer paso.

«Como te amas a ti misma es como enseñas a otros a amarte.»


R K ,M H
¿Pero soy yo la que habla o la que escucha a la que se está
hablando?

Los estudios del profesor E. Kross de la Universidad de Michigan


concluyeron que las personas que comenzaban su diálogo interno
hablándose a sí mismas por su nombre propio tenían más éxito en sus vidas,
mostraban mayor seguridad personal y se percibían como más felices.
«María, lo estás haciendo lo mejor que puedes», o «María, cierra el
navegador y vuelve al libro, que tienes que entregarlo a tiempo».
Hace mucho que Oriente sabe que la voz que habla en tu cabeza es parte
de ti y no tú misma (es una parte y no el todo), pero no ha sido hasta fechas
relativamente recientes que Occidente ha comenzado a utilizar el concepto
del yo observador como parte de la práctica psicológica.
El diálogo interno negativo ha estado científicamente ligado a cuestiones
como baja autoestima, ansiedad, ataques de pánico y depresión en
cualquiera de sus grados. Los primeros pasos para hacer frente a esta voz
vinieron de los estudios de los primeros psicólogos cognitivos conductuales,
quienes propusieron la disputa activa del pensamiento irracional como
medio para atajarlo. Este método, que tiene sus raíces en Sócrates, consiste
fundamentalmente en comprobar la lógica, la utilidad y la evidencia que
sostiene un determinado pensamiento.
Aún hoy los psicólogos seguimos usando estas técnicas con más o menos
éxito, pero más recientemente, la llamada tercera ola de psicólogos
conductuales ha comenzado a utilizar técnicas más ligadas a lo que Oriente
ya sabía desde hace mucho y que nosotros no parecíamos saber escuchar: la
sobreidentificación con la voz que nos habla desde nuestra cabeza es
totalmente contraproducente, y la disputa activa del pensamiento irracional
a lo único a lo que contribuye es a reforzar esa voz tan indeseada.
Es por todo esto que podemos decir que tú no eres la voz de tu cabeza, tú
eres mucho más. La voz de tu cabeza se ha formado sujeta, como dijimos al
principio de este capítulo, a todas las leyes que gobiernan la conducta: el
ambiente externo y el interno ha reforzado ciertas maneras de hablarte a ti
misma y ha extinguido otras. Si has tenido la mala suerte de crecer en un
ambiente hostil en el que no ha habido palabras de cariño; si alguna de tus
parejas ha abusado emocional, sexual o físicamente de ti, o si simplemente
tienes dos oídos y dos ojos en este mundo que a veces parece odiar a las
mujeres, es probable que la voz dentro de tu cabeza te diga cosas que nadie
en su sano juicio desearía escuchar.

«El feminismo es odiado porque las mujeres son odiadas.»


A D

Internaliza a tu mejor amiga, si es que tu mejor amiga se


comporta como tal y no como lo contrario

El pensamiento puede añadirse, como bien se probó en el famosísimo


experimento del oso polar que en 1987 realizó el doctor Daniel Wegner, y
que partía de una frase extraída de un escrito de Dostoievski: «Intente
imponerse la tarea de no pensar en un oso polar y verá al maldito animal a
cada minuto».
Mi apuesta estriba en la confianza que le tengo al maestro de la literatura
Dostoievski. Planteemos la posibilidad de —en lugar de seguir
internalizando un lenguaje opresivo y culpabilizador, en lugar de seguir
conduciendo por la misma autopista por la que lo hemos hecho siempre, sea
por costumbre o por desidia o por falta de los recursos que ahora te presento
— que exista la manera de hacer un esfuerzo consciente por reclamar justo
lo contrario. Lo que propongo es sencillo: internaliza a tu mejor amiga.
Hemos dicho que no es conveniente que entres en disputa con lo que te
dice tu mente, que es una lucha infructuosa y que además no hará más que
reforzar esa voz insidiosa de la que queremos desapegarnos para ser más
libres y tener más control sobre emociones y conducta. Pero si bien pelear
con una misma no tiene sentido, sí que lo tiene dar un paso atrás y hacer un
esfuerzo consciente por internalizar a quien más te conoce y más te quiere.
Huelga decir que cuando digo amiga digo padre, marido, esposa, abuela,
madre, hermano o cualquiera que sea esa persona que siempre ha tenido
una palabra amable para ti cuando lo necesitabas, y si esa persona no existe,
recuerda que tienes el potencial de crearla. Cuando te sientas mal, háblate
como lo haría ella o él, dite esas cosas que ella te dice cuando estás pasando
por un mal trago. Y deja que tu mente te siga diciendo esas otras cosas que
te va a seguir diciendo: al fin y al cabo tú no eres tu mente, así que tú puedes
elegir qué cosas de las que escuchas te resultan útiles y con cuáles prefieres
—por tu salud y por el bien de todas— no identificarte.
A las mujeres se nos enseña a no confiar en nuestro instinto: a no creer en
lo que nos dicen las entrañas, porque somos inestables, demasiado emotivas,
altamente hormonales y la competitividad entre nosotras nos ciega. De tanto
escucharlo, parece que se nos ha acabado por descalibrar la brújula. La
discriminación —y este mantra del que no me canso y que repito una y otra
vez a mis alumnas y ahora lo hago con vosotras— se internaliza.
Aumentar el control que tenemos sobre nuestro diálogo interno es
perfectamente posible, y las consecuencias de entender bien el
funcionamiento de nuestra mente y cómo coger las riendas de lo que nos
decimos tienen el potencial de cambiarte la vida.
Es tu responsabilidad convertirte en tu mejor consejera, tu mayor
admiradora, tu más absolutamente fiel compañera de viaje.

«Has estado criticándote a ti misma durante años y no ha funcionado.


Trata de aprobarte a ti misma y ver qué ocurre.»
L H
12
El yugo de la belleza

Como muchas de vosotras, paso buena parte de la semana encerrada en una


oficina entre reuniones y correos electrónicos, impresoras y ruido de teclas,
con la peculiaridad de que cada una de mis clientas, de mis alumnas y de
mis compañeras pertenecen al mismo género. Esta experiencia maravillosa
de trabajar rodeada por mujeres solo se ve empañada por un tema que cada
vez me parece más difícil de digerir: el yugo que supone la belleza para
nosotras.
Antes de meternos en el tema, diré que como escritora —como artista— la
belleza me parece una parte consustancial al oficio y en ese sentido ni puedo
ni quiero posicionarme en su contra. Es gracias a la sensibilidad a la belleza
que construimos novelas, cuidamos el lenguaje, ideamos puentes y casas que
son más que ladrillos; es también gracias a la belleza que dejamos el alma en
un lienzo o componemos piezas que nos hacen conectar a ese nivel al que
solo nos puede hacer conectar el arte. La belleza es el arte de la seducción y
en mi forma de verlo, no solo es un adorno agradable a la mera experiencia,
sino que es requisito necesario para la mismísima supervivencia.
También nuestra atracción por la belleza, por la simetría y por
determinados rasgos está anclada en un fuerte componente biológico.
Hermosas e irresistibles características han evolucionado en las plantas y
animales debido a la selección sexual, y la obsesión por la belleza corporal se
refleja en rasgos análogos y tendencias consistentes a lo largo de los reinos
vegetal y animal.
Y una vez aclarado esto, afirmo que el problema no es la belleza como
concepto, sino el corsé de los cánones en los que solo un número
determinado de atributos entran en la definición de aquello que
consideramos bello y el incremento exponencial de la importancia extrema
que le hemos concedido en los últimos años; es la condena que supone la
reducción de todas nuestras características a solo una: aquella que se ve
desde fuera. A las mujeres se nos ha entrenado en la sumisión para encajar
con un arquetipo determinado, un concepto de belleza y de feminidad
homogéneo, que nos invita a asumir esos parámetros como propios para
convertirnos en bienes consumibles agradables a la vista.
En una sociedad cuya preocupación por lo estético aumenta a ritmo
proporcional que su descontento, nos hemos acostumbrado a que agresivas
campañas de publicidad sobre cremas, productos antienvejecimiento,
píldoras para adelgazar y operaciones de cirugía estética concentren la
mayor parte de sus esfuerzos en la diana femenina. Es el negocio del
descontento.

El negocio del descontento

Aquí una confesión dolorosa y necesaria: hasta llegar a los treinta, fui esclava
de mi propio cuerpo. Caí en todas las dietas, programas de alimentación y
estilos de vida saludables que encontré en mi camino. Caí en cada una de las
trampas de las que ahora os aviso. Aquello me consumió una cantidad
indecible de energía emocional, de tiempo y espacio mental. Las
preocupaciones somáticas son agotadoras, y de alguna manera todas lo
sabemos, porque todas hemos pasado en mayor o menor medida por esto.
No fue hasta que comencé a reparar esa relación, que está aún muy lejos
de ser perfecta, que me atreví a ocupar este espacio que ahora comparto
contigo: me lancé a enseñar mis escritos al mundo, hice espacio en mi
cabeza para algo que no fuese el conteo obsesivo, las autorreprimendas y la
vergüenza por no pesar lo que yo creía que debía pesar.
No soy la única que considera que este «negocio del descontento» es algo
que roza la categoría de conspiración. Naomi Wolf, una de mis autoras de
cabecera y responsable del increíble ensayo e Beauty Myth , expone este
tema sin dejar detalle:
«Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada por la
belleza femenina, sino acerca de la obediencia femenina. La dieta es el sedante
político más potente en la historia de las mujeres; una población loca en silencio es un
grupo tratable.»
N W

Por desgracia y a pesar de su tratado, que fue publicado a principios de los


noventa pero que ya es considerado un texto feminista clásico, esta idea
continúa siendo ajena a la mayor parte del público femenino, quien ha
asumido como propias las constantes preocupaciones físicas que ocupan
buena parte de su pensamiento, que empañan sus ambiciones y las
mantienen, por parafrasear a Naomi Wolf, en estado de sedación constante.
Estamos obligadas —invitadas, empujadas— a consumir productos de
manera permanente para eliminar imperfecciones y convertirnos en
consumibles aptos para otros. Se calcula que las mujeres se aplican a través
de cremas y maquillajes una media de ciento sesenta y ocho químicos cada
día, de los que más de un sesenta por ciento son absorbidos a través de la
piel. Por si esto fuera poco, las mujeres, a día de hoy, aún se enfrentan a la
mayoría de las tareas de limpieza, bien sea en el hogar o como parte de su
trabajo, por lo que la exposición a potenciales carcinogénicos, alérgenos y
productos irritantes se multiplica en comparación con el otro sexo. En el
caso de las mujeres de color, el riesgo es mayor —así funciona la
interseccionalidad—: muchos de sus productos de maquillaje acarrean más
riesgos para la salud por culpa de los agentes blanqueantes. El negocio del
descontento no solo nos mantiene ocupadas, sino que destruye nuestra
salud como un veneno que gotea lentamente. La cifra —y el tiempo— que
gasta una mujer al año en productos de acicalamiento está muy lejos de la
que invierte el hombre, quien puede dedicar esa misma cantidad al ahorro,
la compra de la vivienda, la formación y un sinfín de cosas más productivas
de lo que resulta de esta estrecha definición de la belleza.
¿Qué ocurriría si mañana todas las mujeres nos despertáramos y
aceptáramos que no existe tal cosa como el antienvejecimiento?, ¿qué efecto
tendría el que aceptáramos nuestros cuerpos, la forma que nos regaló
nuestra genética, la manera en la que la piel se adapta al paso de los años?
¿Cuántos billones de dólares se perderían en un solo día si todas nos
alzáramos y decidiésemos que somos suficiente, que no necesitamos más de
lo que de serie ya traemos? ¿En qué ocuparíamos todos esos minutos que
tradicionalmente hemos saturado de pensamientos relacionados con la
elección de unos alimentos frente a otros, la compensación del ejercicio, el
castigo de la dieta? ¿Qué lugar ocupa todo esto en la dictadura global a la
que se nos ha, y nos hemos, sometido? ¿Dónde estaríamos ahora si todas y
todos hubiéramos abrazado el término feminismo antes de que el marketing
del patriarcado se colara en nuestras casas, primero en fotos de revistas para
mujeres —contra mujeres— y después a través de las redes sociales, para
acabar de cubrirlo todo como una neblina constante de la que ya no
sabemos distinguir qué parte seguimos siendo nosotras mismas y qué parte
es esa opresión constante?
Una buena manera de verlo es recordar que nuestro deseo por perseguir
ciertos cánones no ha sido elegido, no es una decisión nuestra. No hemos
meditado, reflexionado y digerido qué aspecto queremos tener, qué nos hace
sentirnos bien y sentirnos mal, qué proyección queremos enviar al mundo.
Incluso cuando lo hemos hecho, ya estábamos precondicionadas, no hemos
tenido la oportunidad de hacer esta exploración sobre un fondo blanco.
Alguien ya nos había dicho cómo teníamos que vernos y cuánto tenía que
importarnos.
Mientras el mundo siga en manos de unos pocos, no podremos dilucidar
qué ocurriría si fuéramos nosotras las que estuviésemos a cargo de nuestro
propio descontento, y no solo eso: tendríamos que dejar pasar generaciones
de generaciones hasta limpiar nuestro ADN y aproximarnos a una realidad
diferente a través de la mirada de unos ojos nuevos.
No existe tal cosa como una locura colectiva en la que todas las mujeres a
la par hayan decidido por unanimidad arbitraria e igualitaria pintarse las
cejas de la misma manera, utilizar el mismo contorno en las mejillas,
colorear nuestro pelo del mismo rubio ceniza y contar carbohidratos en
bucle hasta alcanzar la misma talla de pantalones; de igual manera que
probablemente no haya escogido yo sola comprarme un iPhone, utilizar
zapatillas de deporte de Nike y comprar mis barras de labios en la tienda
MAC de la esquina de Spitalfields Market en Londres. Alguien me ha
ayudado a tomar cada una de estas decisiones.
El componente cultural de una decisión íntima es innegable: la sociedad
se ha preocupado por que las mujeres nos destruyamos a nosotras mismas y
a las demás, y nosotras hemos cogido el testigo de buen gusto, replicando
una y otra vez aquello para lo que fuimos programadas desde que nacimos:
para odiar nuestros cuerpos. La vergüenza es un arma socializadora
poderosísima. El marketing del patriarcado se ha encargado de reducir la
ambigüedad y tenernos preocupadas por cualquier cosa, con tal de que no
sea cambiar el statu quo .
Contradecir este imaginario colectivo no viene sin consecuencias: una
tiene que asumir la culpa, la duda, el miedo y la vergüenza de no vivir
conforme a las expectativas de lo que de una se espera. Las mujeres de color
deben aclarar su piel, las blancas, oscurecerla; debemos alinear nuestros
dientes, blanquearlos. Tintarnos las raíces del pelo y hacer desaparecer el
vello del resto del cuerpo. Esconder con ahínco la menstruación y cualquier
signo de que exista un componente cíclico en nuestro cuerpo y en nuestro
ánimo; acicalarnos, revisarnos y prepararnos conforme a ciertos estándares
antes de ocupar un espacio público. Un espacio que, parece, no nos es
propio. Un espacio para el que seguimos necesitando permiso que
conseguimos cuando adaptamos nuestra imagen a lo que se espera de
nosotras. A expensas —ya lo imaginas— de una voz propia.
Recordemos que el conocimiento es relativo. El hecho de que nuestras
decisiones, fantasías, miedos e ideales estéticos sobre nuestro propio cuerpo
pertenezcan al imaginario colectivo no es casualidad: desde el momento en
que nacimos hemos sido constantemente bombardeadas para tomarlos
como propios, para creer que han surgido, en cada caso, de dentro. La
pregunta sobre si existe la manera de liberarnos, al menos en buena medida,
de ese sesgo es una pregunta que debería formar parte de nuestro trabajo
con nosotras mismas y con las demás.

Nunca es tarde si la dicha es buena (y esta dicha es buena)

Mi intención es rotunda: quiero que al leer esto te enfades, te indignes, digas


basta y decidas que no es tarde. Que si tú ahora sabes esto se lo puedes
contar a otra, y esa a su hijo, y ese hijo a su hermana. Y cuando este abrir de
ojos encuentre resistencia en ese camino, que ya adelanto que encontrará, te
llenes de paciencia y vuelvas a decidir que aún no es tarde, que es nuestra
responsabilidad, la de todos y todas, deshacer este entuerto, y que nos va a
llevar generaciones de generaciones, pero cuanto antes empecemos, antes
sustituiremos el espacio del descontento por el de la aceptación y la calma en
nuestras cabezas.
Que hagas un esfuerzo sobrehumano y dejes de disculparte por tu aspecto.
Que dejes de pedir perdón por no haberte maquillado un lunes, por tener
las uñas sin arreglar, por haber cogido equis kilos o no haber perdido aún
los que te dejó el último embarazo. Que dejes de comentar el aspecto de las
demás, frente a ellas y cuando no pueden escucharte. Que no centres la
atención de las niñas en la manera en la que se visten ni en lo bonitas que
son. No las premies por nada que tenga que ver con su físico, porque ligar su
autoconcepto íntimamente a su belleza acaba por convertirse en una tiranía
y por tomar su identidad completa. Esta es la única manera en la que
podemos contrarrestar un poco el peso en esta balanza y es nuestra
responsabilidad el movernos en esta dirección, aunque solo sea
desviándonos un centímetro de donde estábamos antes de haber aprendido
esto.
Podemos cambiar las cosas, pero primero tenemos que llamarlas por su
nombre: estamos metidas en un lío de dimensiones inconmensurables.
Aceptemos que esto no va a ser fácil. Hay miles de canales de Youtube
fomentando hábitos insanos y relaciones imposibles con tu feminidad y tu
cuerpo; un escuadrón de revistas para —contra — mujeres; millones de
artículos, blogs, anuncios televisivos, marquesinas y campañas XXL en los
que las mujeres son reducidas a un solo y único atributo han tenido un
impacto en nosotras cuyo alcance es difícil de determinar, pero que
imaginamos inabarcable.
Mi experiencia como psicóloga, como hermana, como hija, como amiga,
como esposa y como mujer me dice que un porcentaje altamente triste de
mujeres está esperando hasta tener el culo menos gordo para tomar ciertas
decisiones en su vida, asumir determinados riesgos o incluso para armarse
del suficiente valor como para perseguir sus sueños. Seguimos posponiendo
planes para cuando seamos capaces de vernos de cierta manera, para el
momento en el que hayamos rebajado un par de tallas y encajemos en cierta
imagen de lo que alguien ha decidido que es el éxito. Aún seguimos
comprobando, revisando, retocando constantemente nuestro cuerpo para
poder ser aptas para ocupar espacio público sin molestar a nadie.
No es culpa nuestra: el escrutinio permanente al que somos sometidas
desde muy pequeñas hace que inconscientemente busquemos la aprobación
de la mirada ajena. De alguna manera sentimos que es nuestra obligación
moral resultar agradables a la vista de quien nos mire: la autocosificación
(como consecuencia lógica de aquello de que la discriminación se internaliza
) es un fenómeno real y respaldado por mucha investigación científica. Se
sabe, por ejemplo, que las mujeres que puntúan más alto en autocosificación
puntúan bajo en la autoeficacia relacionada con la política. Esto quiere decir
que las mujeres que pasan más tiempo escrutando su cuerpo, sus pliegues,
sus imperfecciones y sus defectos sostienen la creencia de que no hay mucho
que puedan hacer para cambiar el mundo a través de su voto. Otra vez es
imposible no recordarla: Naomi Wolf tenía que estar en lo cierto.
Hay que cambiar todo esto. Los trastornos alimenticios, las dismorfias
corporales y los problemas de autoestima son una plaga, y lo son porque hay
quien se beneficia de ello. Aún lo es más la relación conflictiva, que no en
todos los casos clínica o patológica, tenemos con nuestro cuerpo, la
alimentación y el deporte. El impacto que la sobreexposición permanente a
través de las nuevas tecnologías tiene en nuestra autoestima nos hace más y
más vulnerables.
Reclamemos de vuelta una feminidad abierta, consciente y elegida frente a
una feminidad opresiva y hegemónica. No es necesario que decidas no
volver a depilarte, tirar tu caja de cremas y nunca volver a maquillarte si esto
te incomoda —y lo más probable es que sea este el caso, porque la
socialización ha surtido efecto—, pero es necesario que entiendas por qué te
incomoda. Ese es un gran primer paso, porque el paso de la toma de
conciencia, el de la precontemplación, es la bajada que tiene la ola en la
orilla cuando precede al tsunami.
Gracias al empuje de la sociedad de consumo y a su constante bombardeo,
ya nos es imposible saber por qué queremos lo que queremos y qué
influencia ha tenido lo externo en la conformación de nuestros deseos. De
ahí la importancia de conocernos y de escucharnos, de respetarnos y
juzgarnos por algo que debe estar muy lejos del aspecto que tenemos. Que
yo misma me depile, me maquille, me tiña el pelo de rubio y me pinte las
uñas de rojo está lejos de restarle coherencia a este argumento, muy por el
contrario, viene a darle peso: también yo desde muy pequeña he
interiorizado la idea de que somos nuestra imagen, también yo he basado
una parte de mi autoestima en cumplir con ese rol social de objeto de
contemplación. No es tan sencillo como aceptar que somos más que un
cuerpo, ni es justo pedirnos que superemos todo esto como si habláramos de
una simple incoherencia teórica. Esta discusión va mucho más allá que eso:
es una huella que se nos ha imprimido con tanta fuerza que se ha convertido
en parte importante de nuestra identidad y nuestro autoconcepto.
Traigamos a colación aquello de lo que hablamos capítulos atrás: la
compasión. Tratemos este tema con la compasión que merece hacia nosotras
y hacia las que aún no son capaces de digerir este argumento.
Podríamos conseguir grandes cosas si entre todas diéramos un paso en esa
dirección, por pequeño que fuera. Y pienso que juntas, yo al escribirlo y tú al
masticarlo, ya lo estamos dando.

«Eres preciosa. Está bien ser peculiar, no pasa nada por ser tímida.
No tienes que seguir al grupo.»
A W
13
Lo personal es político

En febrero de 1969, Carol Hanisch publicó su famosísimo artículo «Lo


personal es político». En él recogía la diferencia de la política y la terapia, así
como de lo individual y lo colectivo. Es tanto lo que se ha escrito acerca del
significado de aquel ensayo —pronto se convertiría en lema de la causa
feminista—, que al enfrentarme a este capítulo me invade la sensación de
que muy poco puedo ya aportar. Qué podría yo decir que no haya sido ya
dicho. Qué nueva óptica, qué inteligente giro puede hacernos ver ahí algo
que antes no habíamos sabido apreciar. Y la conclusión es esta: de muy poco
a nada.
Aun así, y porque lo personal es político, me decidí hace ya un año a
escribir este libro. Porque lo personal es político trabajo con mis clientas
desde la perspectiva de género, porque lo personal es político doy clases en
las que explico qué es una relación abusiva, cómo identificar ciertos patrones
de poder que hemos interiorizado y por qué hoy más que nunca seguimos
teniendo que echarnos muchas manos. Con toda probabilidad no tengo
nada nuevo que decir al respecto, pero es justo esta idea la que debemos
combatir con fiereza: nuestra voz importa, nuestra opinión suma, nuestro
esfuerzo —el individual, el personal— sigue haciendo falta.
Cualquier mujer que alguna vez ha demandado respeto para sí misma o
para otra ha contribuido a hacer de este mundo un lugar más seguro para las
demás. Cada una de las voces anónimas que con sus pequeños gestos
cotidianos han hecho patente la injusticia de la desigualdad de género ha
transformado su propia realidad y la de todas nosotras. Que yo escriba este
libro y que tú lo leas. Que lo acabes y lo compartas. Que recuerdes que las
voces de las mujeres artistas han sufrido un silenciamiento a lo largo de la
historia, y que hagas el esfuerzo consciente de buscarlas activamente. Que
no consumas ciertas marcas porque no respetan a las mujeres: sin el oxígeno
que les proporciona el tener los medios, solo pueden acabar asfixiadas. Que
cambies de canal cuando un programa trate a las mujeres como objetos de
decoración. Que no te rías ante el chiste condescendiente y fuera de tono
que un compañero o compañera hace de ti o de otra, que eduques a tus hijos
e hijas para que entiendan lo que es un trato respetuoso. Que no expliques a
las demás lo que es ser una buena o una mala feminista, que entendamos
que la historia de nuestra vecina no es la nuestra y no presionemos. Que no
nos exijamos hacerlo todo siempre perfecto, pero que sí entendamos que
nuestras elecciones individuales tienen un impacto a una escala mucho más
grande. Cada paso, cada pequeño gesto es una cadena que suma y suma.

Lo privado y lo público son la misma cosa

Uno de los aspectos clave de la perspectiva de género es que rechaza la


separación tajante entre lo público y lo privado por considerarla artificiosa.
Los problemas domésticos, tradicionalmente vividos desde la esfera de lo
femenino, son recogidos y discutidos a través de la óptica de lo público, de
lo colectivo, de lo compartido. La división de las tareas en casa, el cuidado
de los mayores, las relaciones interpersonales y la maternidad dejan así de
ser los trapos que se lavan en casa para ser algo que concierne a un colectivo
completo, y si me permitís, a mucho más que eso: a la humanidad en su
conjunto.
En el capítulo anterior hablamos sobre cómo la mujer ha sido
tradicionalmente excluida del espacio público y, aunque podríamos pensar
que eso la ha relegado a la esfera de lo privado, conviene recordar lo que dijo
Soledad Murillo. Ella apuntó que, en el caso de las mujeres, «el cultivo del sí
mismo, propio de la esfera privada, es absolutamente incompatible con el
espacio doméstico. Lo doméstico sufre una doble exclusión: del espacio
público y del espacio privado». Aunque hay alguna voz que aún pone en
duda la relectura feminista del texto de Virginia Woolf Una habitación
propia —que si aún no has leído, te ruego que dejes ahora mismo este libro
para correr a buscarlo—, es imposible no acordarnos de sus palabras al
hablar de esto:

«Una mujer necesita dinero y una habitación propia para escribir ficción.»
V W

Lo político no empieza con lo doméstico: lo político comienza en nuestro


propio cuerpo. El tomar la decisión de no consumir ciertas marcas de
maquillaje, debido al alto porcentaje de químicos que contienen, es un paso
hacia un cambio que abarca más que el ámbito individual. El no comparar tu
cuerpo con lo que no es realista ni con un ideal que en el fondo no te
pertenece. El darle las gracias y mirarlo desde la óptica propia y no la ajena.
El nutrirlo, valorarlo, cuidarlo, moverlo y respetarlo en nuestros propios
términos.
A veces lo político no es más que la simple y llana resistencia mental: el
rehusar a aceptar ciertas ideas como propias, determinadas creencias acerca
de la inadecuación de nuestros cuerpos, los arbitrarios codificadores de
género. Cuando no está en nuestra mano el hacer más, la resistencia mental
fertiliza el campo para cuando llegue un momento más propicio para la
acción. La resistencia mental es una forma de activismo como cualquier
otra, ya que la resistencia de hoy es el cambio de mañana. A veces no
estamos preparadas para más, pero un me niego a creer en esto en firme
puede producir una ola con potencialidad de tsunami. Si aumentamos las
conversaciones, si aireamos estos trapos fuera de la casa, si compartimos
inquietudes y angustias, un cambio a nivel global se vuelve algo más posible.

«Lo personal sigue siendo político. La feminista del nuevo milenio no puede dejar de
ser consciente de que la opresión se ejerce en y a través de sus relaciones más
íntimas, empezando por la más íntima de todas: la relación con el propio cuerpo.»
G G
Todo conocimiento implica una responsabilidad

Cada año gozo de un momento de gloria al acabar cada uno de los


programas de psicoeducación que imparto. Minutos antes de dar por
finalizada la última sesión, y con un grupo de mujeres sentadas a mi
alrededor formando un círculo, les pido que compartan en su check out
aquello que más les ha impactado, aquello que se llevan de estas sesiones y lo
más importante de aquello que han aprendido. Es un instante emocionante
que tengo la suerte de presenciar varias veces cada año. Cuando cada una de
las mujeres que integran el grupo ha acabado de sincerarse, me llega mi
turno y es entonces cuando, año tras año y de manera sistemática, repito el
mismo discurso: «Ahora os vais afuera de vuelta al mundo. Recordad todo
lo que hemos aprendido, todo lo que, juntas, hemos avanzado. Y recordad
que todo conocimiento implica una responsabilidad». Entonces nos
aplaudimos por el esfuerzo que hemos hecho, por el viaje que hemos
compartido, por la emoción de los finales y de los principios y a veces hasta
soltamos alguna lagrimita al despedirnos. Es de veras un momento glorioso.
Para mí es lo más parecido a estar en la cima del mundo.
De todas las armas individuales que conozco, la educación es de lejos la
más poderosa. Nada es más peligroso que alguien que conoce sus derechos y
que entiende que sus recursos son inagotables. La educación no previene el
abuso, que es solo responsabilidad de aquel o aquella que lo comete, pero
reduce los factores de vulnerabilidad y puede amortiguar los efectos de la
educación patriarcal que todas y todos, lo queramos o no, hemos recibido.
La toma de conciencia a través de la educación son la puerta de lo personal a
lo político. Y si no, que se lo digan a Malala.
Malala Yousafzai recibió un tiro en la cabeza una mañana cualquiera de
camino a su casa en Mingora. Cuando los talibanes tomaron aquel pueblo
del noroeste de Pakistán en el que ella y su familia vivían, prohibieron a las
niñas acudir a la escuela. A pesar del riesgo que aquello conllevaba, Malala
escribió en un blog sobre la situación que estaban atravesando las niñas de
Mingora, y sobre la importancia de respetar los derechos a la educación de
todas las niñas y niños del mundo.
Aquel gesto no pasó desapercibido. Una tarde, los talibanes pararon el
autobús en el que viajaba sentada junto a su mejor amiga, preguntaron quién
era Malala y presionaron el gatillo sobre la cabeza de aquella niña de tan solo
dieciséis años que se había atrevido a levantar la voz sobre la importancia de
una educación obligatoria y gratuita para las mujeres. Tras la historia de
Malala, nada de lo que las demás hagamos puede volver a parecernos
heroico: Malala sabía que todo conocimiento implica una responsabilidad.
En su caso y en el de otras muchas, también un riesgo.
Al trascender la noticia, el mundo entero se conmovió. Su padre, Ziauddin
Yousafzai, voló con su hija en un helicóptero desde el valle de Swat hasta
Peshawar, y tal sería su estado que durante el camino pidió a sus familiares
que diesen comienzo a los preparativos pertinentes para el entierro de su
hija. Pero Malala no murió. Semanas después y de manera casi milagrosa,
despertó de un coma en Birmingham, Inglaterra. Tan solo dos años más
tarde recibió el Premio Nobel de la Paz, convirtiéndose en la persona más
joven en acceder a ese galardón en cualquiera de sus categorías.
Se estima que 3,3 millones de niñas menores de nueve años están fuera del
sistema educativo solo en Pakistán, el país de Malala. Más de ciento treinta
millones de niñas en todo el mundo faltan a la escuela todos y cada uno de
los días del año. Ciento treinta millones de niñas que verán sus opciones
futuras completamente reducidas al ámbito de lo doméstico, del cuidado de
los mayores y de los hijos. Ciento treinta millones de niñas vulnerables, para
las que la educación, que fue y sigue siendo el arma política más poderosa,
no les podrá abrir la puerta de lo que podría ser su única forma de
activismo: la resistencia mental.

«Cuando todo el mundo está en silencio, incluso una sola voz se vuelve poderosa.»
M Y

Que nadie te obligue a salir de tu armario


Lo personal es político es una llamada a la revolución individual, a la
resistencia desde lo cotidiano, por eso veo necesario establecer ciertos
matices antes de acabar con este capítulo tan importante. Este lema también
abrió la puerta a una interpretación rígida que acababa exigiendo un único
código de conducta y de estilo para la verdadera feminista. Quiero
recordarme a mí, y también hacer que lo recordéis vosotras, que no todas
queremos ni podemos ser Malala, y ninguna de nosotras tiene derecho a
exigir a otras serlo. No todas las mujeres quieren erigir la bandera feminista
ni todas las feministas se sienten a gusto sujetando la misma bandera. Y lo
que es seguro es que a empujones no vamos a conseguir arreglar esto.
Roxanne Gay, autora de Mala feminista , un libro que Gonzalo, mi marido,
me regaló hace unos años y tardé en leer por los estúpidos reparos que me
producía el título, nos recuerda la importancia de asumir las contradicciones
individuales dentro de la propia perspectiva de género. El mal feminismo,
un feminismo más inclusivo que recoja todo esto, es el mejor punto de
partida. Tan importante es aquello que nos hace similares como todas
aquellas diferencias que nos separan. Sin esas diferencias y contradicciones,
el feminismo se convierte en una ideología con un solo color y un solo tono
que pone a ciertas mujeres en un pedestal para luego arrojarlas al averno
cuando antes o después —más temprano que tarde— caen en alguna
contradicción que las hace no vivir con respecto a esa expectativa.
Hace unos días escuché a Margaret Atwood decir que la ideología —y por
ideología se refería a la corriente feminista— pretende acabar con la
ambigüedad. Aquello me preocupó y me hizo reflexionar. En un clima de
opiniones extremas y pensamiento polarizado, siento que ha llegado el
momento de escuchar y hacer espacio a las sutilezas, a la capacidad de leer
entre líneas y reconocer otros puntos de vista sin perder de vista el nuestro
propio. A reconocer la escala entera de grises que componen la experiencia
humana y que sigue presente cuando hablamos de género, a asumir las
responsabilidades individuales que tienen la capacidad de ascender desde lo
personal a lo político y por qué no: a perdonarnos el ser un poco malas
feministas de cuando en cuando.
14
Pensamiento, lenguaje y género

El lenguaje es pensamiento y el pensamiento es lenguaje. Pensamos a través


de palabras, y nuestro pensamiento se refina y hace más preciso conforme
avanzamos en su uso.
Vygotsky, en su archiconocido Pensamiento y lenguaje —el libro más
odiado por todos los estudiantes de Psicología desde cualquier rincón del
mundo—, dijo que el significado de una palabra representa una amalgama
tan cercana a la cognición y al lenguaje que es difícil decir si este significado
es un fenómeno del discurso o lo es del pensamiento. Y de esto y algunas
otras cosas que parecen triviales, pero están lejos de serlo, va este capítulo al
que damos comienzo.

¿Hablamos como pensamos o pensamos como hablamos?

Somos seres eminentemente verbales. El lenguaje nos ayuda a ver las cosas
más bellas de la vida y contribuye a nuestra capacidad para manipular y
controlar el mundo que nos rodea; analizar e incluso predecir posibles
escenarios; resolver problemas, teorizar y abstraernos de la concreción de la
experiencia; delimitar, planificar, comunicar con eficacia emociones e ideas;
obtener cooperación y hasta establecer límites entre las experiencias
nuestras y las de los otros. Y si bien todo esto es verdad, también lo siguiente
es cierto: que el lenguaje limita la flexibilidad de la conducta y es responsable
directo de buena parte de nuestro sufrimiento. Las reglas que tan bien nos
sirven para ciertas cosas, se vuelven en nuestra contra cuando perdemos el
control directo sobre ellas, y como vamos a ver explicado más a fondo en
este capítulo, eso ocurre mucho antes de lo que pensamos.
Por eso y por más, la escritora en mí grita cuando la psicóloga toma hoy el
teclado para escribir esta reflexión que tiene por intención la de reducir el
impacto de lo verbal sobre nuestra conducta sin necesidad de intervenir en
esas redes de pensamiento ya creadas. Porque pese a todo lo maravilloso que
nos ofrece el lenguaje y a la increíble posibilidad que nos regala de elevarnos
sobre la mera experiencia, las leyes que lo rigen también nos obligan a
aceptar su contracara: que las relaciones entre palabras están lejos de poder
controlarse por completo, a pesar de nuestra habilidad o del grado de
nuestra experiencia.

Estamos fusionadas con nuestra mente y así no hay forma de


que veamos nada

De alguna manera nos creemos todo lo que nos dice la mente, y a eso, en
psicología, lo llamamos fusión . Las personas nos fusionamos con lo que nos
dice nuestra mente. Da igual que eso que nos dice no traspase las tres
puertas del razonamiento socrático que tanto se han pregonado desde
determinadas corrientes psicológicas y que ya comentamos aquí antes, a
saber:

1. ¿Es este pensamiento lógico?


2. ¿Es útil?
3. ¿Tiene alguna evidencia empírica?

No importa que lo que nos decimos a nosotras mismas no sea útil, no


tenga base ninguna y ni siquiera lógica. De igual manera, lo creemos y lo
damos por válido. Ya hemos visto en capítulos anteriores que no existe,
como tal, el mecanismo del olvido. Las relaciones entre pensamientos que se
han formado en algún momento de tu vida nunca desaparecen del todo. Por
eso, cuando tratamos de refutar ciertas ideas a través de la confrontación
directa o el razonamiento explícito, solo conseguimos empeorarlo todo. Por
utilizar la misma metáfora que hemos venido usando, cuando entramos en
disputa con nosotras mismas solo terminamos por encender con más fuerza
las farolas de la autopista de la que estamos tratando de salir.
Ya dijimos en el capítulo en el que hablamos de la posibilidad de
internalizar a tu mejor amiga, que Vygotsky nos enseñó que aprendemos el
lenguaje de afuera a dentro. Explicamos entonces cómo cada palabra que las
mujeres hemos escuchado, cada herida, cada dardo se ha convertido en
parte de nuestra realidad lingüística y, por ende, de nuestro pensamiento
cotidiano. De ahí la importancia de que entendamos cómo hemos
interiorizado este lenguaje y qué podemos hacer para que, a falta de poder
luchar contra reglas que están fuera de nuestro alcance (y aquí hablo de
nuestro cerebro y no del patriarcado), sí que hagamos todo aquello que
sigue en nuestra mano.

Las relaciones de las relaciones

Los psicólogos llamamos condicionamiento a las relaciones que se crean


entre ciertos estímulos, y el caso del lenguaje, como el del pensamiento, no
es distinto al del resto de la conducta.
Estas relaciones condicionadas (seguro que has oído hablar antes sobre
Pávlov y aquella campana que producía que el perrito salivara) se van
creando en forma de redes relacionales o derivaciones. Cuando hablamos de
derivaciones nos referimos a que una vez una relación se ha relacionado con
otra relación y esta a su vez con la siguiente, no necesitamos que los
estímulos primeros estén presentes para que produzca una respuesta. Por
ejemplo, puedo sentirme triste ante un precioso poema por alguna de las
muchas relaciones al que el concepto del que habla el poema puede haberse
ligado sin yo haber sido consciente en el pasado. Estas relaciones simbólicas
en las que ya hemos perdido de vista dónde está el estímulo original del que
partió todo son la esencia del lenguaje: el aprendizaje no se produce solo por
experiencia directa, sino que en la cultura se transmiten derivaciones
(relaciones aprendidas) y las vamos internalizando sin ni siquiera necesitar
haberlas experimentado en primera persona. Creo que entender este
concepto nos da una idea de la magnitud de la dificultad de controlar el
impacto emocional que puede producir el lenguaje, y a su vez, el
pensamiento.
La fusión cognitiva dificulta considerablemente que podamos situarnos
por encima de lo que nos dice nuestra mente y actuemos conforme a
nuestros valores, a aquello que de verdad nos importa. Las técnicas de
defusión y mindfulness en general tienen esa finalidad: reducir el impacto
de lo verbal sobre la conducta. La idea es sencilla (aunque ya podemos
imaginar que en realidad no lo es tanto): entender que la mente puede seguir
diciendo determinada cosa, y que aun así nosotras podamos seguir
actuando conforme a lo que nos dictan nuestros valores.
Estas reglas son las mismas para todos, pero como ha sido el caso en todos
los capítulos previos, también la perspectiva de género tiene una vuelta de
tuerca que añadirle a todo este embrollo. Las mujeres hemos interiorizado
ciertas ideas que, pese a su falta de lógica, de utilidad y de evidencia han
causado un impacto en el concepto que hemos desarrollado de nosotras
mismas. No es necesario que las hayamos experimentado en primera
persona para que esas ideas hayan surtido efecto: basta con que le hayamos
prestado atención y de alguna manera la hayamos visto confirmada para que
esa idea se haya visto reforzada. Después, esta se ha enlazado con otra y esta
otra con otra previa con o sin lógica, con o sin evidencia y desde luego con o
sin utilidad alguna, y cuando nos hemos querido dar cuenta tenemos
formado todo un sistema de creencias, una historia propia, una narrativa
que es imposible de cuestionar en su totalidad por todo lo que comporta:
toda una red de carreteras por las que, queramos o no conducir, se ha
convertido en la vía principal. Esa red de creencias está a su vez grabada y
consolidada por un cierto sistema de coherencia cultural. Aquello que
pienso que debo hacer y no hacer para ser una buena mujer, una buena hija,
una buena esposa puede ser consecuencia directa de la socialización de
género, una creencia propia resultado de un contexto y además reforzada
por ese mismo contexto, por un sistema de coherencia verbal propio y
contextual.
Valgan para el caso cualquiera de los muchos pensamientos limitantes que
hemos ligado tradicionalmente al género: la idea de que las mujeres
debemos tener cierto aspecto, cierto color de piel o cierta manera de hablar
para ocupar un espacio público; la preferencia por unas profesiones frente a
otras; el trabajo dentro y fuera de la casa; la separación entre la elección de la
maternidad y la de la profesión; los malditos codificadores de género: el azul
y el rosa; la idea de que debemos mostrarnos afectivas y preocupadas por las
emociones de otros y la comunidad en general. Algunas de estas ideas
pueden tener implicaciones relativamente inocuas en nuestro día a día.
Otras, que responden más a las necesidades de según quién de mantener
cierto statu quo , pueden llegar a ser devastadoras.

Que las palabras importen, pero no más de lo justo

La idea de que el lenguaje es conducta de igual manera que el pensamiento


lo es, y que ambos obedecen a las mismas leyes que rigen el resto del
comportamiento humano tiene mucho que ver con por qué la
discriminación se internaliza, por qué existe el concepto de autocosificación
y por qué el aprender a reducir el impacto de lo verbal en nuestro día a día
deja espacio para que afloren conductas más alineadas con nuestros valores
en la vida. No se trata de que dejemos de creernos todo lo que con tanto
cariño ha atesorado nuestra mente, de que descartemos aquello que nos
ayuda, lo que en general nos empodera y nos hace más fuertes. Se trata de
que seamos capaces de desapegarnos de esa vocecita para, como hemos
dicho antes, crear espacio y ver con objetividad qué nos sirve y qué no. Y eso
no es siempre fácil.
Yo misma, desde que comencé a escribir este libro que tienes en tus
manos, he tenido que recordarme a cada minuto que no soy todo lo que dice
mi cabeza, que este miedo y esta sensación de fracaso son parte inherente a
mi trabajo, y que solo yo puedo decidir si tomarla en serio, hacerle espacio
en mis teclas y dejar que genere un impacto en el contenido que estoy
escribiendo.
Yo, como es probable que te ocurra a ti, no he recibido una educación
siempre feminista y por eso muchas de las ideas que defiendo en este libro
entran en colisión directa con los pilares fundamentales de lo que aprendí
como lo correcto siendo niña —mi sistema de coherencia—. Y ya sabemos,
porque lo hemos aprendido en capítulos anteriores que, aunque puedo
construir encima, aquello que aprendí —y más, aquello que aprendí con
fuerza— no se borra. Por eso no basta con que mi cerebro consciente, mi
parte más racional, sepa que esto que hoy escribo es lo correcto, lo que yo
siento como una verdad importante. A pesar de eso, mientras escribo, mi
mente me grita que por más fuerte que yo diga esto, por más importante que
yo considere este mensaje, en el fondo de nada sirve, a nadie le importa,
nada nuevo tengo yo que aportar a la perspectiva de género que no se haya
dicho ya antes.
Pero también yo, en mis años de educación, y como también puede que
sea tu caso, a la vez que recibí ciertos mensajes también me empapé de los
contrarios: tuve unos padres que me enseñaron a luchar por lo que yo quería
y a hacerlo alto y claro, a defender mi voz, a creer en mí. Tuve buenas amigas
que me valoraron. Profesoras que supieron ver algo en mí. Maestras,
escritoras, artistas que imprimieron la huella de la posibilidad. Unos padres
que me quisieron y valoraron. Conocí casos de mujeres poderosas, tuve
hermanas mayores a las que seguirles los pasos.
Y con eso y con todo, cuesta. Pero no debemos esperar a que desaparezcan
todos los pensamientos que entorpecen que seamos quienes queremos ser ni
a que consigamos arreglar todas esas redes en nuestro cerebro para
movernos en la dirección en la que queremos que se mueva nuestra vida.
Porque esto no va a ocurrir necesariamente, y lo que es peor: una vida puede
pasar sin que el momento adecuado haya llegado. El problema de desarrollar
nuestro lenguaje, y por ende el pensamiento, en una cultura cuyas reglas
nunca han sido las nuestras, es que hemos interiorizado ciertas relaciones,
ciertas expresiones, ciertas limitaciones y asunciones que en primer lugar
nunca nos pertenecieron. Tras eso se perpetuaron, se relacionaron unas con
otras y estas otras con las de después, y nuestro propio diálogo interno ha
terminado por delimitar la realidad de nuestra experiencia, poniendo límites
a todo aquello que se establece como una posibilidad o una imposibilidad
real en nuestro futuro y en nuestro presente.
Hay quien dice que las creencias crean. Quien dice que nadie pasaría el
experimento de ver cada uno de sus pensamientos traducido a la realidad, y
que llegado el caso la escena sería propia de la más terrorífica de las
películas. Así que la inclinación lógica es tratar de luchar contra esos
pensamientos para procurar convertir nuestra mente en un lugar menos
árido. Pero esa lucha es del todo infructuosa. De nada sirve confrontar
cuando tu mente miente y tú lo sabes. Que igual no estás tan gorda, ni eres
tan histérica. Que igual lo estás y serlo no es tan importante. Que igual
puedes serlo y además ser quien tú quieres. Que a lo mejor no eres estúpida
y tienes cada uno de los motivos del abanico para tener un monumental
enfado. Que igual es el momento de resignificar el «estar loca». Que no eres
demasiado débil ni pierdes demasiado rápido los nervios. Que puede que no
seas tan manipuladora, ni tan inconstante, ni tan aburrida. Que igual de
niña no fuiste tan difícil. Que igual has interiorizado un lenguaje opresivo, y
que nada de eso es tan cierto. Que igual ciertos mensajes que recibiste tú no
los recibieron los niños de tu alrededor.
Y con que hoy te plantees esto, me doy por satisfecha, y me recuerdo que
sí, que también yo tengo que aportar a la perspectiva de género. Con que te
plantees que esa es la manera en la que aprendemos el lenguaje, que ese
lenguaje crea el pensamiento y que ese pensamiento acaba por impactar en
nuestras realidades, ya hemos avanzado mucho. Y que además, una vez
entiendas que el lenguaje es discriminatorio, que el lenguaje contiene la
cultura y las costumbres de un pueblo —y si no me crees, toma como
ejemplo alguna de las acepciones de la palabra fácil del diccionario de la
RAE—, y que con las palabras perpetuamos todo este engranaje, abrimos la
puerta al cambio. Y con respecto a lo que aún no somos capaces de cambiar
o lo que no seremos capaces de cambiar nunca, siempre podremos recordar
que nada es tan verdad ni es tan mentira, y que podemos reducir el impacto
de lo verbal sobre la conducta, y así entender que la mente puede seguir
diciendo lo que diga, la sociedad puede seguir enviándonos mensajes a cada
instante, y que aun así nosotras podemos tomar la decisión consciente de no
identificarnos con lo que no nos valga y actuar conforme a lo que sí que nos
resulta importante.

«El lenguaje, la palabra, es una forma más de poder, una de las muchas que nos ha
estado prohibida.»
V S
15
Ambición y realismo

Es probable que lo último que esperes oír de una psicóloga especializada en


coaching es que no puedes conseguir todo aquello que te propongas en la
vida; que hay cosas en las que, por más esfuerzo que pongas, nunca vas a
tener éxito. Pero seguro que en el fondo tú ya lo sabes. Seguro que sabes que
no conseguimos todo lo que nos merecemos, que la suerte no juega igual
para unas que para otras, que hay personas que comienzan la partida con
una ventaja considerable y que, por más injusto que sea, no siempre está
todo en nuestra mano para elegir lo que nos toca.
Por eso, y en un mundo en el que el pensamiento mágico ha inundado los
libros de autoayuda, las expectativas y hasta las consultas, venir a decir lo
contrario casi resulta embarazoso, y quizá por eso siento que es mi
obligación venir a pinchar el globo y sumarme al peso del otro lado de la
balanza. Necesitamos volver a poner los pies en el suelo, y recuperar un
equilibrio lógico entre el pensamiento positivo y la ideación mágica.

Pedid y os será concedido

Las mujeres somos carnaza de Mr. Wonderful porque necesitamos


conquistar. Anhelamos con ansias creer que el recuperar espacio depende
solo de nosotras; que es responsabilidad de nuestra sola individualidad el
cambiar las cosas y corregir el desequilibrio. Que si nos esforzamos más (y
después un poco más, y un poco más), podemos sobrepasar ciertas
dificultades con las que ya contamos en la línea de salida, y que está solo en
nuestra mano el que eso ocurra.
«Le cortan las alas y luego la culpan por no saber cómo volar.»
S B

De alguna manera contamos con que ese pensamiento nos llevará más
lejos que el contrario, y en el fondo ahí no nos falta razón. Es cuestión de
pura estadística que cuantas más papeletas compremos de aquello a lo que
aspiramos, mayores serán las probabilidades de conseguirlo. Pero aunque la
idea de que solo depende de nosotras buscar nuestra suerte puede
granjearnos un mejor futuro que el creer que no importa nada de lo que
hagamos, es un argumento falto de contexto y, sobre todo, de compasión,
porque viene inevitablemente ligado a la culpa: tú eres la responsable —que
no es más que el eufemismo de culpable — de la totalidad de tu fracaso.
Esto no es más que una falacia. Las mujeres hemos partido de una línea de
salida que está a cincuenta yardas de la línea de salida que han tenido los
hombres. Si además de ser mujer eres de color, gitana o de una religión
minoritaria en el país en el que vives, aún te encuentras más lejos. Si además
tu físico no está acorde con las expectativas del lugar en el que desarrollas tu
vida, si te faltan recursos económicos y no has tenido la suerte de gozar de
una educación y unos servicios sanitarios de primera, vuelves a perder unas
tantas yardas antes de siquiera haber comenzado la carrera que es la vida. Tu
orientación sexual, el haber crecido o no en una familia en la que se nos ha
hablado con respeto o más bien a voces, el haber sufrido una infancia
traumática o incluso la edad que tienes suman capas a la desigualdad. Y
luego, sobre la base que supone todo eso, tenemos la capacidad, la
motivación y el esfuerzo. Pero solo después de todo eso.

Acepta tus privilegios

No es más que un ejercicio de responsabilidad: tenemos que aceptar


nuestros privilegios de la misma manera en que reclamamos justicia. Como
mujer blanca, joven y heterosexual, que ha recibido una educación privada y
ha sido educada en la religión mayoritaria del país en el que solía vivir, debo
de ser consciente de que enarbolo el discurso normativo incluso dentro de la
perspectiva de género. Es egoísta, desconsiderado, injusto y además falso no
tener todo esto en cuenta. No todo lo que yo he conseguido ha sido gracias a
mí, aunque me resulte agradable pensarlo. Yo lo he tenido mucho más fácil
que muchas personas, y es importante que busquemos la manera de
reconocerlo y hacer lo que esté en nuestra mano para corregirlo.

«No necesariamente tienes que hacer algo una vez que aceptas tu privilegio. No
necesitas disculparte por él. Tienes que entender la extensión de tu privilegio, las
consecuencias de tu privilegio y recordar que hay personas diferentes a cómo tú te
mueves y experimentas el mundo, en formas que quizá tú no conozcas nunca.»
R G

La idea de aceptar nuestros privilegios no debe quitarnos un ápice de


orgullo por nuestros grandes esfuerzos ni restarle peso a ninguno de
nuestros logros, pero de la misma manera en la que requerimos justicia y
equilibrio e igualdad y compensación para nuestro género, nos debemos el
ser conscientes de que hay cosas por las que no luchamos porque ni siquiera
somos capaces de verlas. Aceptar nuestros privilegios es un ejercicio de
justicia y de compasión, que es exactamente lo mismo que reclamamos para
nosotras.
Además de muchos privilegios, mi vida también ha tenido alguna penuria.
Tuve un padre enfermo durante dieciséis largos años, una madre que no
podía llegar a todo por más que hubiera querido hacerlo. He tenido muchas
dificultades emocionales, mis propias vergüenzas y traumas, mis propios
bloqueos y, por momentos —la vida nos cambió tanto—, una falta objetiva
de todo tipo de recursos. Pero aun así, también he tenido cuatro hermanos
como cuatro pilares que me han protegido y apoyado como cada uno ha
podido, unos padres que me han querido y cuidado, una casa llena de libros
y en la que nunca han faltado las buenas conversaciones. Eso es mucho,
muchísimo más de lo que tienen muchas personas en el mundo. Y sé de lo
que hablo, porque mi trabajo me da la oportunidad de ser testigo directo de
todo esto.
Trabajar en Londres los últimos seis años me ha enfrentado de bruces con
una diversidad con la que veinte años atrás ni hubiera soñado. Yo, que
procedo de un pueblo del sur de España llamado Dos Hermanas, en el que
todos y todas nos parecemos mucho entre nosotros, he tenido y tengo la
suerte de trabajar cada día con mujeres provenientes de los cinco
continentes, de todos los colores y razas, practicantes de todas las religiones
que seas capaz de nombrar. He sido suficientemente afortunada como para
que confiasen en mí todos los tipos de historias, pavores, miedos, secretos,
traumas y orgullos, y he podido mirar la realidad desde cientos de ópticas
diferentes. Eso sí que ha sido un privilegio. Y ello me ha enseñado y me
enseña, por encima de todo lo demás, una cosa: que hay muchas más
maneras de experimentar el mundo además de la mía y que es mi deber el
recordar —y el transmitir— esto.

Aquello que puedes y aquello que crees que puedes

Esta idea de que no podemos conseguir cualquier cosa es, a todas luces,
agridulce, de ahí que siga gozando de tan mala prensa. Asumir que el éxito
no depende al cien por cien de nosotras colisiona con una línea de
pensamiento más neoliberal, en la que cada una se granjea su poca o mucha
suerte. Y es que es agradable pensar que todo está en una. Pero hay también
algo que es seguro: una puede tratar de jugar la mejor partida con las cartas
que le tocan. Creo que es importante volver a traer a colación la idea de que
lo personal es político , y que en nuestra mano está el comenzar a sumar para,
mucho o poco, cambiar nuestra suerte, porque cambiar nuestra suerte es
cambiar la de las otras.
Pero lo cierto es que la conclusión es siempre la misma: si eres mujer,
tienes que hacer más. Tienes que pasar por encima del modelo educacional,
de los arquetipos en los que ha incidido una y otra vez la historia, de las
expectativas de los otros, del peso de la mirada ajena, del sistema al
completo. De la exclusión del espacio público, de la opresión de lo que te
exigen las expectativas de género, que en lugar de dejarte ser te prescriben
una serie de comportamientos y gustos. Pero ya sabemos que el problema va
a mucho más: al abuso emocional, la condescendencia, la violencia
doméstica, los abusos sexuales, el miedo. Si además te vas quitando las capas
de tus muchos privilegios (el color, la religión, la situación socioeconómica o
la orientación sexual, entre otros), las cosas no hacen más que complicarse
hasta el infinito.
Ante este panorama tan halagüeño, es fácil que nos inunde la rabia y la
sensación de impotencia. Ya dijimos que la rabia es sanadora y que el
feminismo es terapéutico, pero atrincherarnos en la imposibilidad del
cambio individual tampoco nos va a traer nada bueno.

Mentalidad fija y mentalidad de crecimiento

Los estudios de Carol S. Dweck sobre la noción de la mentalidad fija y la


mentalidad de crecimiento encajan a la perfección con esto de lo que os
hablo. Carol S. Dweck es una psicóloga que desde su cátedra de Stanford ha
dedicado sus últimos treinta años a investigar la relación entre mindset y
éxito.
Carol explica cómo se relaciona el sistema de creencias que una persona
sostiene sobre la inteligencia y la capacidad de aprendizaje con la
probabilidad de éxito ante una tarea determinada. De esta manera, una
mujer con mentalidad de crecimiento asume que sus esfuerzos pueden
hacerla más inteligente, más fuerte. Este sistema de creencias es el
responsable de que pongan un esfuerzo extra para perseguir su objetivo y, en
última instancia, conseguirlo o acercarse por encima de lo que lo hacen los
otros. Los estudios en neuroplasticidad han confirmado las teorías de Carol
S. Dweck, quien estudió no solo si esta mentalidad de crecimiento (frente a
una mentalidad fija) puede acercarnos más al éxito, sino cómo podemos
trabajar en ella.
Su propuesta, llevada al terreno educacional, tiene grandes enlaces con las
teorías de la autoeficacia percibida, o la capacidad de creer que
conseguiremos lo que anhelamos en un área determinada. Esta autoeficacia
está muy mediada por los modelos que hemos tenido: el camino que otras
han caminado antes nos recuerda lo que también nosotros tenemos derecho
a perseguir en la vida.
Hace unos días escuchaba a Reese Witherspoon y a Mindy Kaling explicar
en una entrevista cómo en su vida habían convivido con la realidad de que,
para las mujeres, ambición es una palabra que las hacía parecer poco
amigables. Por desgracia, esta idea está lejos de ser una simple queja:
numerosos estudios lo confirman.
La psiquiatra Anna Fels llevó a cabo una serie de entrevistas para su libro
Necessary Dreams: Ambition in Womens Changing Lives . A lo largo de estas
entrevistas, Fels se dio cuenta de que las mujeres raramente se referían a sí
mismas como ambiciosas. En su experiencia, estas mujeres habían asociado
el concepto de ambición al de egoísmo y a la manipulación de los demás.
La disposición de una persona a admitir si es o no ambiciosa y si cree en
su capacidad para conseguir todo aquello que se proponga está muy
relacionada con cuál piensa esa persona que será la consecuencia de
conseguirlo. Ese refuerzo, esa consecuencia o ese premio es la parte que Fels
encontró más problemática para las mujeres. Las mujeres no encuentran
tanto placer en el éxito público como lo hacen los hombres porque el
reconocimiento que obtienen por él es peor y, además, mucho más difícil de
predecir.
La percepción pública de la ambición en las mujeres no pone las cosas
más sencillas: un estudio de la Universidad de Columbia presentó a sus
participantes los detalles de un caso de estudio sobre un inversor. Tras
repartirlo entre todos y todas las participantes, les preguntó si consideraban
que esa persona sería un buen colega. A la mitad del grupo se les dijo que el
inversor se llamaba Howard, a la otra mitad se le dijo que su nombre era
Heidi. Ya imagináis los resultados. Mientras que el grupo que pensó que el
inversor se llamaba Howard lo puntuó como agradable, aquel en el que su
inversora se llamaba Heidi pensó que era egoísta y menos digna de ser
contratada. Numerosos estudios han llegado a los mismos resultados.
Las niñas tienen mayor autoeficacia relacionada con las artes, y los
hombres con todo aquello que tenga que ver con matemáticas, ordenadores,
ingenierías y ciencias sociales. Es importante recalcar que la autoeficacia no
tiene que ver con la eficacia real (aunque acaba por afectar inevitablemente
al haber un aumento considerable del esfuerzo), sino con la capacidad
percibida. Esta capacidad percibida está mediada por muchísimos factores:
nuestro historial previo, los modelos educativos de los que hemos
aprendido, el mundo en el que nos desenvolvemos. En el FTSE100 —que es
como nuestro IBEX35—, hay más CEO que se llaman John que CEO
mujeres. Este dato es real, y creo que nos da una idea adecuada de la
dificultad simbólica del sistema para que las mujeres crean que pueden
pertenecer a determinados puestos.
La realidad es que nos es más difícil creer que podemos conseguir algo si
alguien con nuestro aspecto nunca lo ha conseguido antes. Las niñas aún
tienen falta de modelos a seguir que se salgan de las barbies , las princesas o
las mujeres de determinado aspecto, aunque gracias a los esfuerzos de
muchas, cada vez menos. Aún sigue siendo estrecha la definición que
ligamos al éxito. Una niña gitana tiene infinitas menos posibilidades de
convertirse en CEO en el sur de España que un niño blanco. Y eso tiene que
cambiar ya. Seguimos dando más espacio público a las mujeres que encajan
con una imagen, y con ello solo perpetuamos la falta de diversidad y de
oportunidades.

Ada Lovelace y la mentalidad de crecimiento

«El amor del hombre es en su vida una cosa aparte, mientras que en la mujer
es su completa existencia.» Cuando Byron escribió aquello, probablemente
no imaginó que su hija, Ada Lovelace, pasaría a la historia como la
matemática que fue. Su madre, activista política y social, y gran defensora de
los derechos de las mujeres, abrió las puertas a Ada para que explorase y,
desde luego, cuesta trabajo creer que Ada Lovelace hubiese llegado a ser lo
que fue sin el ejemplo que le brindó su madre.
A día de hoy, está considerada como la primera programadora de
ordenadores, un campo que aún sigue estando dominado por los hombres.
Ada necesitó el ejemplo de su madre de la misma manera que nosotros
necesitamos del suyo: para recordarnos que es posible el cambio.

«Piensa en tu héroe. ¿Piensas que esa persona es alguien con habilidades


extraordinarias que consiguieron con poco esfuerzo? Ahora ve y averigua la realidad.
Averigua el tremendo esfuerzo que puso para conseguirlo, y ahora admíralo más.»
C S. D

Aquello que no te atreves a soñar, te va a resultar difícil de conseguir. Por


eso es importante ser ligeramente irrealista cuando hablamos de optimismo,
pero sin perder la compasión: necesitas la perspectiva que te da el entender
la envergadura de las dificultades con las que en muchas ocasiones te
encuentras.
Por supuesto que ese mindset , ese sistema de creencias que hemos
desarrollado sobre nosotras mismas, está sustentado sobre la base de un
sistema que nunca ha sido el nuestro. Pero de eso justo va este libro. De
entender cómo funcionan esos privilegios, esas discriminaciones, de
masticarlas y reflexionar sobre ellas para después poder desarrollar, desde
nuestra aproximación al mundo, una mentalidad de crecimiento. Una
mentalidad en la que entendemos que no todo está en nuestra mano, pero
que hay mucho que sí lo está, y que siendo lo personal político, aquello que
hacemos en el aquí y ahora impacta en el todo. Es la mentalidad del todavía:
de que igual aún no hemos llegado a conseguir ciertas cosas, pero lo estamos
consiguiendo. No lo hemos conseguido aún, es verdad. Pero solo todavía. Al
fin y al cabo, hay solo una verdad inmutable, y es que la única constante es el
cambio.
Me gusta la idea de la mentalidad de crecimiento porque va directamente
en contra de la idea de perfección, y es justo esa perfección la que genera
impotencia y, en última instancia, la culpa. Al adoptar una mentalidad de
crecimiento, al adoptar la mentalidad del todavía, nos obligamos a
reconciliarnos con la idea del camino: que cada una ha partido de un lugar y
eso no hay forma de cambiarlo, pero que podemos caminar en dirección a
algo que es una opción mejor para nosotras mismas y, desde allí, quizá
podamos cambiarlo todo. Todo. Y eso es ambicioso y realista y también un
poquito mágico.

«No voy a aceptar más las cosas que no puedo cambiar.


Voy a cambiar las cosas que no puedo aceptar.»
A D
16
Crecimiento postraumático

Buena parte de mi trabajo con mujeres ha rondado alrededor del campo del
abuso y el trauma, porque por más triste que sea, esto sigue siendo cierto:
hablar de psicología y hablar de mujeres suele traer el tema del abuso al
centro de la mesa. Y no es casualidad. La Organización Mundial de la Salud
estima que una de cada tres (35%) mujeres alrededor del mundo sufren
algún tipo de violencia a lo largo de sus vidas. Los mismos datos concluyen
que las mujeres que no han gozado del privilegio de una buena educación,
que han estado expuestas a actos de violencia doméstica contra sus madres,
que han sido objeto de algún tipo de maltrato durante la infancia, o han
vivido en entornos en los que se aceptaba la violencia, los privilegios
masculinos y la condición de subordinación de la mujer corren un mayor
riesgo de ser víctimas de violencia por parte de su pareja. Una de cada tres.
Cada siete horas se viola a una mujer solo en España, cada año se
interponen cuatrocientas mil denuncias por maltrato y la media anual de
víctimas que mueren en manos de hombres es de setenta mujeres. Y aun
siendo estos los datos oficiales, podemos imaginar que en la realidad la
gravedad es aún mayor. La Organización Mundial de la Salud ha llegado a
utilizar el término pandemia. Y aún hay quién niega la evidencia y nos dice
que no tiene sentido que sigamos luchando por esto, que en otros países
están peor y que allí sí que hace falta el feminismo. Como si el hecho de que
alguien tenga un dolor mayor invalidase nuestro sufrimiento. Como si
hubiéramos conseguido llegar hasta aquí sin hacer ningún esfuerzo, a base
de no hacer ruido, de no quejarnos.
La violencia que se ejerce desde el sistema patriarcal no se limita a la
mujer, también se extiende a los hijos. Los datos indican que son casi
siempre los hombres, y no las mujeres, los que abusan física o sexualmente
de los niños. A pesar de la contundencia de los datos y la dificultad del
asunto, se sabe que las personas encargadas de lidiar con el abuso —policía,
jueces, servicios sociales— responden de manera punitiva contra las madres.
Los medios siguen presentando los casos como si fueran incidentes aislados,
y con su lenguaje perpetúan que la población caiga en la trampa de creer que
una vez más ha sido una cuestión de mala suerte, de que todo es debido al
haberse cruzado con un loco .
Por si fuera poco, de manera sistemática se atribuye responsabilidad moral
a las madres, aun no siendo ellas las que cometieron el abuso, llegando
incluso a retirarles la custodia de los hijos por no ser capaces de responder a
las expectativas de lo que se considera una buena madre. Esto dicen los
estudios, y esto es lo que yo veo cada día en mi trabajo.

De lo que hablo cuando hablo de trauma

La mujer que no ha sufrido violencia directa o no reconoce haberla sufrido,


sabe de alguna que sí que lo ha hecho. Los psicólogos conocemos muy de
cerca el concepto de trauma vicario, porque de ayudar también se enferma.
La adquisición vicaria de un trauma significa que una no necesita
experimentar los efectos del trauma en primera persona para que esto ejerza
un impacto emocional profundo. Que el escuchar lo que les ha pasado a
otras, el vivir en una sociedad en la que las nuevas tecnologías y las nuevas
maneras de digerir la información nos exponen de manera inmediata y
permanente a miles de casos de violencia sexual, acoso en el trabajo,
violencia física y abusos verbales contra las demás también en nosotras ha
producido un impacto. Recibimos noticias a cada minuto, pasamos horas
cada día empapándonos de los titulares que Facebook selecciona con
minuciosidad para cada caso. Desde niñas recibimos mensajes acerca de
cómo mantenernos a salvo, de cómo no caminar por determinados sitios
solas. No podemos resguardarnos de algo tan grande, es imposible que no
nos afecte: la consciencia de la inmensidad de la violencia contra las mujeres
inevitablemente acaba por inquietarnos.
Por eso todas sabemos de lo que hablamos cuando hablamos de trauma: el
trauma nunca nos es ajeno. Innegablemente son muchos los grados que
puede alcanzar un trauma, como muchas son las capas de vulnerabilidad, los
momentos vitales, las experiencias y los sistemas de soporte que puedan en
un caso determinado mitigar algunos de los efectos que trae consigo la
experiencia del trauma. De igual manera que no todas respondemos igual a
las mismas experiencias, que no todas nuestras historias pasadas nos
escuecen al mismo nivel o que no todas las experiencias son la misma para
una o para otra. Sea como sea y por desgracia, todas entendemos de lo que
hablamos cuando hablamos de trauma.

«El conflicto entre la voluntad de negar eventos horribles y la voluntad de


proclamarlos en voz alta es la dialéctica central del trauma psicológico.»
J L H

Así, aunque el dolor no siempre alcance cotas clínicas y hayamos tenido


una vida sin situaciones extremas o sobresaltos, aún no me he cruzado con
una mujer que no haya sufrido de una manera u otra las consecuencias de
esto de lo que os hablo. Cuando no ha sido una ruptura complicada, lo ha
sido un aborto o un embarazo que no ha llegado. Una situación de acoso
quizá en la escuela o en el trabajo, una voz a la que nunca se le concedió
espacio en la infancia, un miedo aprendido, tanto que parece innato. El
dolor desgarrador de la pérdida, una familia rota. La enfermedad, la muerte,
la cárcel que a veces supone la mente. Un conflicto más o menos
permanente, una relación de odio con el cuerpo propio. El hambre, las
dietas, el terror de los espejos. Ninguna vida se ve libre de dolor y,
desgraciadamente, bien lo sabemos.
El concepto de autoeficacia percibida, en el que ya ahondamos en el
capítulo anterior, tiene mucho que ver con la experiencia del dolor y del
trauma. Como dijimos, la autoeficacia hace referencia a la capacidad que
tenemos para creer que somos capaces de hacer algo determinado, y los
estudios sugieren que en muchos casos esta creencia se ve afectada tras la
experiencia del trauma. Las personas que han vivido un evento traumático
—que ya hemos acordado que puede cubrir un amplio rango de
experiencias— suelen ver la concepción que tienen de sí mismas afectada: el
dolor las hace verse menos capaces y la creencia de tener éxito en situaciones
críticas se evapora, haciéndolas sentir débiles y carentes de recursos.

Del estrés postraumático al crecimiento postraumático

Pero las cosas no siempre suceden así, como es posible que estés pensando
mientras lees estas líneas. Todas hemos pasado por situaciones en las que
nos hemos crecido, en las que la adversidad ha sacado algo en nosotras que
antes solo estaba latente. Todas conocemos a alguien que dice haber visto la
luz tras una situación en la que aparentemente esa opción estaba fuera de
sus cartas. En psicología, a esta idea solemos llamarla resiliencia, y con ella
nos referimos a la capacidad de reponerse tras un agente perturbador o un
evento estresante.
La psicología positiva lleva mucho tiempo interesada en este tipo de
experiencias y le ha dedicado muchos recursos en los últimos tiempos. Los
estudios en psicología positiva, una disciplina que está lejos de las frases
baratas de autoayuda y mucho más cerca de la investigación seria sobre todo
aquello que acerca a los individuos a la felicidad, al funcionamiento óptimo
y al encuentro con las propias fortalezas, arrojan datos fascinantes a este
respecto.
Uno de los grandes conceptos en los que la psicología positiva se ha
centrado en los últimos años es el del crecimiento postraumático, como
alternativa al conocidísimo estrés postraumático: la idea de que es
absolutamente posible utilizar el dolor de un evento traumático y usarlo
como fuel para un crecimiento positivo.
Antes de dar paso a esta explicación, quisiera dejar algo claro, porque soy
consciente de lo controvertido de este concepto. El reconocimiento de la
noción de crecimiento postraumático, aparte del ya clásico estrés
postraumático, no supone la necesidad de la elección de uno frente al otro.
Muchas personas pasan por los dos estadios, y algunas no llegan nunca a
experimentar crecimiento tras un evento estresante. No todas las personas
que han vivido un trauma o una situación difícil en su vida han encontrado
la manera de salir airosas de él ni con las fuerzas renovadas, o incluso no
han tenido forma de hacerlo.
Seguro que has oído la frase de que aquello que no te mata, te hace más
fuerte. Podría añadir que lo que no te mata, seguramente pueda dejarte una
serie de heridas difíciles de curar, un puñado de miedos complicados de
digerir y alguna que otra cicatriz. Pero los experimentos en psicología
positiva demuestran, como te decía, que puede que te dejen con algo más.

Carolyn Spring y su crecimiento postraumático

En el primer capítulo te conté la historia de Carolyn Spring, y si mal no


recuerdo ya mencioné que volvería a hablar de ella más adelante. Tras
explicar su brutal caso con algún que otro importante detalle, te prometí que
volveríamos a ella más tarde. Qué mejor momento que ahora, el momento
en el que explicamos cómo una historia de una envergadura como esta
produce un trauma inevitable, pero cómo las personas también tenemos la
capacidad increíble de rehacernos a nosotras mismas y crecernos para
caminar hacia delante. Y repito: esto no es una obligación. No hay necesidad
alguna de apretar el paso tras un momento difícil en tu vida para convertirte
en una heroína. Pero es bueno saber que del dolor y la confusión de ese
túnel —con esfuerzo, dedicación, suerte y cariño— puede salir algo valioso.
Que es posible convertir una energía destructiva en algo con capacidad
absoluta de creación.
Las investigaciones en crecimiento postraumático dan cuenta de cómo un
enorme crecimiento y desarrollo pueden ser observados tras un sufrimiento,
un dolor y un trauma inimaginable. Un sufrimiento, un dolor y un trauma
tan inimaginable como el que sufrió Carolyn.
PODS (Positive Outcomes for Disociative Survivors), la organización que
con incondicional pasión y eficiencia dirige Carolyn en Londres, es la
prueba de que un concepto, en principio tan abstracto y teórico como el del
crecimiento postraumático, existe en la práctica. PODS fue fundado por
Carolyn en 2010 para ayudar a personas que han desarrollado trastorno de
identidad disociativa —la punta más alta de la pirámide del trauma— como
resultado de un abuso extremo en la infancia. Su organización, que cuenta
con un minúsculo equipo y con mucho más ingenio que recursos, ha
ayudado a miles de supervivientes y de profesionales del campo con muchas
ganas, como es mi caso, desde que comenzó su andadura. De una historia de
destrucción y abuso extremo, ha creado algo increíblemente generoso e
inspirador.
Para mí, Carolyn, por quien profeso un tremendo respeto personal y
también profesional, es el ejemplo máximo de que a veces, de alguna manera
increíble, somos capaces de sacar lo mejor de nosotros tras una experiencia
demoledora. No solo difícil, como fue su caso, sino demoledora.
No todas hemos pasado por algo como por lo que pasó ella. Pero ya
hemos dicho antes que el trauma nunca nos es ajeno, y pienso que el
concepto de crecimiento postraumático es una de esas herramientas que una
siempre se ha de echar al bolso al comienzo de un viaje: a partir de ahora
puedes confiar más en tu capacidad de sacar de esa historia que tienes en tu
pasado —esa de la que sabes ahora mismo que hablo— algo valioso. Y no
voy a decirte que todo pasa por un motivo, porque no creo que ese sea el
caso, o que cuando mires hacia atrás en unos años entenderás que es bueno
que eso te haya pasado, porque sería mentira, irrespetuoso y falto de
consideración. Pero sí voy a decirte que hay energía que destruye y energía
que crea. Y que si bien es cierto que ese dolor que todas tenemos en el
pasado nos ha hecho creer menos en nuestra capacidad, el concepto de
crecimiento postraumático nos recuerda que personas ordinarias son
capaces de hacer cosas extraordinarias tras un evento traumático. Y que hay
una parte de ti que, en algún momento —con esfuerzo, dedicación, suerte y
cariño—, va a sentir que por fin puede hacer algo al respecto y va a hacer de
la caída, como dijo Pessoa, un paso de danza.
17
El mito del amor romántico

Tengo el mejor marido del mundo. Perdí la cabeza por él hace once años y
aún no la he encontrado. Al año de conocerlo, me tatué su nombre en el pie,
desafiando todas las leyes del raciocinio y quemando de una sola vez lo poco
que me quedaba de compostura. En nuestros once años ha habido más y
menos, pero no cambiaría un día de desencuentros ni ninguno de los
muchos que hemos pasado entre películas y libros en el sofá, hombro con
hombro, el uno encima del otro, siempre agarrados y haciendo camino.
Gonzalo ha sido y sigue siendo el mejor regalo de mi vida.
Es por eso que no sé qué me da la autoridad moral para escribir este
capítulo. O precisamente es por ello que tengo la autoridad moral para
escribirlo: no sé quién reparte las papeletas de la autoridad moral, así que he
decidido yo sola hacerlo. Lo que seguro que sé es que el amor romántico y la
vida en pareja pueden traer a tu vida maravillas con las que ni habías
soñado, o bien convertirla en una pesadilla. Lo vemos todos los días, por eso
en este libro no podíamos hacer la vista gorda sobre un tema que significa
tanto.
El asunto es de veras complicado. Si a mi tatuaje en el pie sumamos que
me encantan los musicales, que nada supera una tarde con las piernas en el
regazo de mi marido y Jane Eyre entre las manos, y que lloro como una
tonta cada vez que escucho e Blower’s Daughter , el enredo no hace sino
aumentar más y más.
A falta de acuerdo acerca de quién concede las papeletas sobre quién
puede decir qué y en qué contexto, me amparo bajo el poder que nos
concede Roxanne Gay de autoproclamarnos Malas Feministas y asumir
todas las incongruencias con las que nos adentramos en este mundo del
activismo de género. De la misma manera que no necesitamos dejar de
maquillarnos, usar tacones o dejar de teñirnos las canas si eso no es lo que
queremos, podemos reconocer diferencias históricas, desigualdades y
privilegios. Tampoco me interesa una bandera única ni un podio al que solo
podamos subir unas pocas. La idea es que entendamos, que mastiquemos,
que corrijamos lo que podamos y que sigamos caminando en la dirección
que nos marca una brújula que solo tenemos dentro.
El mito del amor romántico ha sido estudiado por numerosas teóricas del
feminismo a lo largo de la historia. Los procesos de socialización son
diferentes para mujeres y hombres. Las creencias y los mitos alrededor del
amor son, para las mujeres, un eje vertebrador y un proyecto vital
prioritario. Desde niñas, somos bombardeadas con propaganda que nos
incita a entender que nuestro último y más importante rol vital es encontrar
el amor romántico (heterosexual), casarnos, ser felices, tener muchos hijos y
comer perdices. Los cuentos, la literatura, el cine, las películas de Disney y
los juguetes contribuyen a crear ese imaginario colectivo en el que la única
posibilidad de vivir la felicidad absoluta y completa pasa por encontrar una
pareja y vivir juntos —en formato monógamo, heterosexual y con hijos—
hasta los restos.
Nada malo en esto. Nada malo si resulta que llegas a vivir esta estrecha
definición de felicidad, como ha podido ser, en cierto modo, mi caso. Nada
malo siempre y cuando esta incitación que parte del imaginario colectivo y
que se han encargado de formar Hollywood y Disney no se convierta en
fuente de angustia existencial, como veremos en este capítulo que ha
acabado sucediendo. Ya os adelanto que este concepto de amor romántico
tan estrecho y obligatorio está abocado al fracaso, al constreñir la expresión
real e impedir la intimidad por culpa del valor atribuido a los tradicionales
patrones de género y generar una necesidad agoniosa de encontrar el amor
con el fin de que tu vida tenga un sentido completo.

El feminismo ha matado al amor romántico


Mis colegas tienen las consultas llenas de relaciones fallidas y defectuosas
por culpa de la propaganda del patriarcado. El sufrimiento que esto acarrea
alcanza cotas altísimas, y no es de extrañar teniendo en cuenta la cantidad
de mensajes que las mujeres sin pareja o sin hijos reciben cada día. Parece
que siempre vivieran a modo de ensayo para la gran final —ya verás cuando
te cases, ya verás cuando seas madre, ya verás cuando te animes a traer el
hermanito—; parece que, como dice aquella canción de Martha Wainwright
que tanto me gusta, este tiempo anterior hubiera sido una especie de chiste,
algo así como un período de incubación para cuando efectivamente
comience la vida real.
La caballerosidad y ciertos ritos de cortejo han estado centrados en
tradiciones eminentemente patriarcales: abrir la puerta del coche o del
restaurante, pagar la cuenta, asumir determinadas tareas en la casa en
detrimento de otras. No es difícil entender las acusaciones que algunos
hacen al feminismo acerca de cómo la igualdad de género acabará
terminando con las relaciones románticas.
Por eso hay quien dice que el feminismo ha matado al amor romántico,
que el feminismo ha aniquilado el arte de la seducción y el cortejo. Esto no
es más que una simpleza, una lectura al servicio de unos pocos. Sabemos
que las relaciones han ido volviéndose más y más igualitarias a lo largo de
los años sin que hayamos perdido un ápice de aquel componente romántico.
No hay nada de romántico en ciertas tareas de la casa, ni en el techo de
cristal, ni en asumir la brecha salarial, en eso seguro que estamos de
acuerdo. No hay nada de romántico en los celos, la posesión, el control de tu
pareja, como nos ha enseñado el modelo del amor imperante.

«Ninguna mujer tiene un orgasmo limpiando el suelo de la cocina.»


B F

Justo gracias al movimiento para la igualdad, las mujeres han ido poco a
poco asumiendo roles más activos y dominantes en las relaciones sexuales.
Y aunque es evidente la ventaja de este cambio para las mujeres, quienes
pueden finalmente expresarse por sí mismas y desarrollar un sentido de
agencia sobre sus propios deseos, este cambio supone una ventaja para
ambos sexos.
Se ha extendido la idea de que la igualdad de género causa problemas en
las relaciones de pareja, sin embargo, los estudios confirman que las parejas
que viven juntas y trabajan activamente en la igualdad de roles en la
relación, también presentan una mayor igualdad en la obtención de
ingresos. También las investigaciones afirman que el intercambio de tareas
domésticas está asociado con una mayor estabilidad de las relaciones y con
relaciones sexuales más frecuentes. Incluso las tasas de divorcio disminuyen
cuando los esposos asumen un papel más importante en las tareas
domésticas, las compras y el cuidado de los niños.
En relaciones homosexuales, la situación es bastante distinta. La
investigación sugiere que las parejas del mismo sexo tienen más relaciones
iguales que sus contrapartes heterosexuales y comparten más
responsabilidades de cuidado de niños. Sigue siendo cierto, sin embargo,
que una de las dos tiende a responsabilizarse de más tareas que la otra. Un
estudio descubrió que en relación a las tareas domésticas, solo en dos casos
las parejas del mismo sexo tenían más probabilidades de compartir la
responsabilidad que las parejas heterosexuales: lavandería y tareas
relacionadas con la reparación del hogar. Para aclarar este dato es
importante recalcar que en estos casos no hubo evidencia alguna de que las
responsabilidades domésticas de género en las parejas del mismo sexo
tuvieran algo que ver con una persona que eligiera interpretar el papel del
hombre y el de la mujer .
En general, la conformidad con ideas tradicionales románticas limita la
disposición y la voluntad de una mujer para luchar por la igualdad en otros
campos que se extienden más allá del romance. Por ejemplo, un estudio
concluyó que las mujeres que describen a su pareja como cortés y protector
estaban menos interesadas en cosechar una educación superior y perseguir
puestos altos en el mundo laboral. Estos datos entran en consonancia con
aquellos que presentábamos en el capítulo en el que hablamos sobre el yugo
de la belleza, aquel en el que las mujeres que puntuaban más alto en
autocosificación puntuaban bajo en la autoeficacia relacionada con la
política, en la creencia de que ellas podían hacer algo por cambiar el mundo.
El impacto de estas ideas va mucho más allá, como estos estudios confirman,
de lo concreto.
Belén Nogueiras subrayó cómo la educación de las mujeres está enfocada
precisamente a la asunción de sus roles de esposa y madre, incluyendo el
desarrollo y cuidado de la belleza, de la capacidad de seducción y del
mantenimiento de la atención del hombre. Así, el modelo de amor
romántico que se nos propone como modelo cultural de amor durante el
proceso de socialización, implica un olvido de nosotras mismas, una
renuncia a lo personal, un desapego de lo público, que pertenece al hombre,
a través de la sumisión, la dependencia emocional y física.
Es a través de este tipo de datos que podemos entender las duras críticas
que las teóricas feministas tradicionales hicieron a la institución del
matrimonio, que ha sido considerado por muchos como una fuente de
opresión para la mujer. El amor, según ellas expusieron, no es
necesariamente opresivo, adquiere esa cualidad gracias al contexto patriarcal
en el que se produce.
Smart expresó con mucho atino que las feministas encontraron en el amor
un armamento ideológico del patriarcado por el que las mujeres se
engancharon a relaciones dependientes con hombres, celebraron un
contrato legal desfavorable —el matrimonio— y terminaron cuidando a los
niños. Simone de Beauvoir, por su lado, formuló con contundencia su
oposición al matrimonio y a este tipo de amor romántico, ya que dada la
desigualdad en la posición de ambas partes, el amor acababa por convertirse
en una maldición que confinaba a las mujeres al universo femenino.
Firestone también se unió en describir el amor romántico como el eje de la
opresión para las mujeres, y de él dijo que era «un holocausto, un infierno y
un sacrificio».

«El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas. Mientras
nosotras amábamos, los hombres gobernaban.»
K M

Descontextualizar estos mensajes, como ocurre con otros muchos que


tienen que ver con la igualdad de género, no sería justo. Por supuesto que el
amor puede ser maravilloso, obvio que el matrimonio puede ser un contrato
favorable para ambas partes que trasciende con mucho a lo legal y a lo
práctico. Pero mi experiencia no es la de todas, los datos lo confirman, y eso
es imprescindible recordarlo. Por eso, lo que estas feministas quisieron
decirnos es que a las mujeres, al igual que se nos ha invitado a que nos
veamos imperfectas y busquemos con ansia la manera de remediarlo, se nos
ha bombardeado con mensajes sobre cómo, antes de la pareja, del
matrimonio y los hijos, somos seres incompletos. Y aunque el matrimonio
ya no es —para muchas, que no todas— una cárcel, el asumir que somos
medias naranjas en busca de nuestra otra media sigue siendo fuente de una
angustia vital profunda.

Cuando el amor no duele

A pesar de que los motivos por los que la violencia machista está extendida
al punto de pandemia son muchos y complejos, el hecho de que ya desde
muy pequeñas comencemos la carrera para encontrar pareja es desde luego
uno de ellos. La prisa y la presión social aprietan y trasforman el deseo en
necesidad, aumentando la probabilidad de dependencia y de decisiones
arriesgadas.

«El amor romántico, como la mayoría de la gente lo entiende en la cultura patriarcal,


hace que uno pierda la capacidad de darse cuenta, te vuelve impotente y fuera de
control. Las pensadoras feministas llamaron la atención sobre la forma en que esta
noción del amor servía a los intereses de los hombres y las mujeres patriarcales.
Respaldaba la idea de que uno podía hacer cualquier cosa en nombre del amor:
golpear a las personas, restringir sus movimientos, incluso matarlas y llamarlo un
«crimen de pasión», y después suplicar: “La amaba tanto que tuve que matarla”.»
B H
Siempre, absolutamente siempre, mejor sola que mal acompañada, pero
las personas que son víctimas de relaciones abusivas no siempre se dan
cuenta de que lo son, y en muchas ocasiones no tienen manera de escapar de
ello. Todo lo que hemos explicado en este capítulo contribuye a normalizar
relaciones de desigualdad y a ver con buenos ojos ciertas actitudes que
nunca deberían haber sido bien vistas. Cuando trabajo con mujeres que han
sido víctimas de algún tipo de abuso mantenido, me encuentro con que a
veces han perdido la capacidad de estar en contacto con sus señales de
alarma: tienen dificultades para reconocer los signos. Y es que, teniendo en
cuenta la poca educación que recibimos en igualdad, lo difícil a estas alturas
es reconocerlos.
Por eso es tan importante haber desaprendido ciertas cosas en esta
segunda parte del libro, haber trabajado para ver con diferentes ojos algunos
mensajes que parecían inocuos, pero ahora —espero— no nos lo parecen
tanto. Por eso es importante hacer este trabajo y renunciar a cargar con un
bagaje y una narrativa que se nos ha inoculado alrededor de determinados
tópicos, que no es nuestra y no tenemos que aceptar como propia.
Todas conocemos a una mujer que se convirtió en otra, y no en el buen
sentido, cuando comenzó una relación amorosa. En ocasiones esa mujer
somos nosotras mismas. Y pienso que, tras leer este capítulo, podemos
entender mejor cómo no es tan sencillo y por qué no debemos juzgarnos ni
juzgar a las demás, cómo desde muy pequeñas hemos sido abocadas a eso.
Qué poquitas opciones, en muchas ocasiones, hemos tenido.
Llevo once años viviendo con quien tengo la suerte de que sea mi marido.
No quisiera que mi relación fuera un ejemplo de nada, estamos lejos de
serlo, pero si algo hemos aprendido es que tenemos que caminar de la mano
nuestro propio e individual camino. Eso para nosotros es el amor romántico,
y es feminista en tanto en cuanto ambos miembros de la relación comparten
valores de igualdad y un permanente interés en revisar lo que no funciona,
lo que no es justo, y la manera de mejorarlo. No somos perfectos ni somos
mitades por completar cuando estamos separados. Los dos trabajamos
activamente por desaprender el machismo, que en muchas ocasiones y por
costumbre sigue siendo un abrigo cómodo también en esta casa. Mis amigas
se sorprenden cuando Gonzalo se autoproclama un feminista orgulloso,
cuando me envía artículos sobre mansplaining que después yo comparto con
ellas o charlas de TED que arrojan datos sobre la desigualdad en el trabajo. Y
que se sorprendan me duele —nos duele— muy dentro.
Los hombres no necesitan una invitación para luchar por lo que es lógico
y justo, ni tampoco se merecen un aplauso. Por supuesto que los hombres
son bienvenidos a la lucha feminista, debería parecernos absurdo el
explicitarlo. A lo que no son bienvenidos es a liderarla, quizá de ahí venga
tanta revuelta alrededor del asunto. La lucha feminista no es la lucha de las
mujeres, sino por las mujeres, por el reconocimiento de una desigualdad
histórica, en el que el ideal del amor romántico no ha hecho sino contribuir
a afianzar y consolidar el desequilibrio a través de la idea de la media
naranja y de la incidencia en los roles tradicionales de género. La perspectiva
de género nunca ha negado que los hombres sean susceptibles de sufrir
violencia y abuso en las relaciones, lo que el feminismo niega es que esta
violencia tenga las mismas causas: el mismo trasfondo sistémico, ideológico,
social, estructural, cultural e histórico.

«Los hombres que quieren apoyar a las mujeres en nuestra lucha por la libertad y la
justicia deben entender que no es terriblemente importante que aprendan a llorar, sino
que lo importante es que abandonen los delitos de violencia contra nosotras.»
A D

El trabajo del desaprendizaje, que ya sabemos que en el fondo no existe


como no existe el olvido, es el trabajo de la revisión y la resistencia mental.
Es el compromiso constante y sistemático de mirar al mundo con ojos más
justos, de contribuir con lo que podemos, con nuestras incongruencias y
limitaciones, a volver a equilibrar la balanza y de entender que sin todo esto
nunca vamos a movernos en la dirección adecuada.
Y justo de movernos en la dirección adecuada es de lo que va la tercera
parte de este libro.
III
Avanza

«La mujer debe escribirse a sí misma: debe escribir sobre las mujeres y llevarlas a la
escritura, de donde han sido expulsadas tan violentamente como de sus cuerpos, por
las mismas razones, por la misma ley, con el mismo objetivo fatal. La mujer debe
ponerse en el texto, como en el mundo y en historia, por su propio movimiento.»
H C
18
La aceptación como concepto
radical: evita la evitación

No quisiera que este libro se convirtiera en uno de esos panfletos


individualistas que dicen a las mujeres cómo pedir un aumento de salario en
un mundo de hombres negando que la brecha salarial es algo que está muy
por encima de nosotras, cómo perseguir la felicidad aprendiendo a no ver
ciertas cosas, ni tampoco en un manual de instrucciones en el que las
mujeres, de manera sistemática e irrevocable, llevasen toda la razón en cada
momento y fuesen inevitablemente víctimas permanentes de cada una de
sus circunstancias.

«Basta ser mujer para caérseme las alas.»


T Á

Y tampoco querría que todo este trabajo que hemos hecho cayera en saco
roto. Me aterraría que cuando acabases este libro hubieses masticado,
reflexionado, meditado y madurado ciertos conceptos importantes, pero que
todo esto no se convirtiese más que en un hormigueo. Una sensación en el
estómago que te indicara que algunas cosas no funcionan, pero que no
llegase a más que a un mareo, y que al terminar de leer no tuvieses la más
remota idea de cómo movilizar toda esa energía y avanzar en el cambio
individual y colectivo.
Es justo esto en lo que quisiera que no cayésemos: en la falacia de que,
porque no somos responsables de que las cosas tengan el aspecto que tienen
hoy en día, no somos capaces de, en alguna medida, contribuir a un cambio.
Mi opinión es que podemos y debemos ser parte del cambio, al menos en la
medida en la que esté en nuestras manos. Enfadarnos y resistir mentalmente
son un buen primer paso, pero no vamos a llegar a nada si nos quedamos
encajadas en eso y no avanzamos.
Dicho esto, seré clara: las cosas tienen que cambiar a un estrato muy por
encima de lo individual para que todos los esfuerzos que hacemos lleguen a
término. Para que nuestro cien por cien de esfuerzo se convierta en un cien
por cien de resultados. Por eso estos capítulos anteriores no van a dar a un
último tercio del libro en el que me salto a la torera lo dicho y te doy las
herramientas para un cambio que solo depende de ti. Ese discurso
neoliberal y posmoderno es incongruente e injusto, y no es esa la línea que
pretende alentar este libro.
Pero yo soy psicóloga especialista en coaching psicológico y no socióloga
ni politóloga, y la experiencia me dice que, a pesar de todo esto, o quizá no a
pesar sino más bien además, sí que hay mucho que podemos hacer a nivel
individual para transformar nuestras vidas y, ya puestas, las de todas.
Psicología, coaching y feminismo bien pueden parecer cosas poco
compatibles a primera vista, pero bien visto, el feminismo no es más que una
óptica. Una perspectiva desde la que puedes abordarlo todo, incluso la
psicología, incluso el coaching, incluso las novelas que lees y que escribes,
las clases a las que acudes en la facultad o las que tú misma impartes, la
manera en la que te enfrentas a las contrataciones de tu empresa o hasta las
discusiones con tu hermano. Al fin y al cabo, el feminismo no es más que la
condición natural, el resultado inevitable del desaprendizaje del sexismo.
Caitlin Moran explica en su libro Cómo ser mujer —qué gran título, por
cierto— cómo lo que con él pretende es ser parte de lo que probablemente
sea ya una nueva ola del feminismo, y así contribuir a que el debate sobre
género se extienda a temas menos académicos y más de nuestro día a día,
que admita más visiones, más controversia y dé la bienvenida a discusiones
más agitadas. Estoy bastante segura de no estar de acuerdo con mucho de lo
que Caitlin expone en su libro, pero justo en este punto me tiene de rodillas:
hacen falta más voces, más versiones, menos dogmatismo y más diversidad
dentro de esta nueva ola, y Feminismo terapéutico nace con la esperanza de
formar parte de esta nueva ola de feminismo.

La aceptación como concepto radical

Nos lo dijo Melanie Klein y otra vez lo repetimos: la salud mental no es


compatible con la superficialidad. La negación de la realidad funciona como
un amplificador para nuestros problemas cotidianos, así como para nuestras
propias emociones: aquello que no queremos ver, crece; aquello a lo que no
nos sabemos enfrentar a tiempo, se hace más grande. Seguro que sabes de lo
que te hablo, porque es muy probable que puedas pensar en varias ocasiones
en las que te ha ocurrido a ti misma. El hormigueo de cuando una relación
no funciona, pero aún no estás preparada para dar un paso; la angustia de
un duelo al que no le hemos concedido dentro de nosotras el suficiente
espacio; esa tarea que seguimos procrastinando; esa carrera que elegimos
hace mucho y cada día nos aprieta más, como una soga bien tirante, el
cuello.
Carl Rogers, el padre de la psicoterapia moderna dijo que «la paradoja es
que cuando me acepto a mí mismo tal como soy es cuando puedo cambiar».
Y como ocurre dentro, ocurre fuera: también la negación del problema de la
desigualdad a nivel social sigue produciendo leyes injustas en muchas partes
del mundo, también la ceguera ante la sobrerrepresentación del hombre
blanco en determinadas posiciones y estratos frena la posibilidad de que la
balanza pueda encontrar cierto equilibrio. La negación y la falta de
aceptación de la realidad funcionan como bloqueadores de la conducta e
impiden el movimiento en la dirección adecuada.
La idea de la aceptación como concepto radical toma muchas formas: la
exposición a los eventos privados —emociones, sensaciones, pensamientos
— sin tratar de lucharlos, la manera de estar en paz con el presente y con el
pasado, con nosotras mismas y con las demás. Con respecto a este último
punto, una aclaración. Donde muchos hablan del perdón o la necesidad del
dejar ir, yo quiero anclarme en la necesidad de la aceptación por encima de
cualquier otro concepto. El perdón me sigue pareciendo un concepto
injusto, que insufla a la víctima con el peso moral de reconciliarse de una
manera u otra con aquel o aquella que le ha infringido agravio. A través de
mi experiencia profesional he llegado a una conclusión inequívoca: hay
cosas que una no puede —quizá tampoco debe— perdonar nunca. El
perdón nos exige un extra de esfuerzo que a veces no tenemos y que, si me
permites, tampoco necesitamos. Y con esto vuelvo a recalcar el mismo
punto que ya hemos recalcado muchas veces antes: si a ti el perdón te
funciona, entonces no me hagas caso y sigue poniéndolo en práctica de aquí
en adelante. Y aunque entiendo de dónde viene la idea de que perdonar te
ayuda a dejar ir, en la práctica no siempre funciona de esa manera. Como no
funciona el pensamiento positivo como imposición moralista: el entender
que las cosas ocurren siempre por algún motivo, el ver siempre el vaso
medio lleno, el mantenerte invariablemente optimista ante un evento que se
presenta como objetivamente triste o estresante. Es la dictadura de la
felicidad, y mucho podríamos escribir sobre los peligros de esa felicidad
forzosa.
La aceptación por medio de la exposición a los eventos privados está
íntimamente relacionada con la idea de conexión a la que tanto hicimos
mención en la primera parte de este libro. La exposición al malestar que nos
producen determinadas emociones, recuerdos o pensamientos no tiene el
propósito de reducir ese malestar, simplemente el de conectar con él, el de
hacerles hueco y aceptarlos. Y ahora veremos por qué.

«La vida en sí sigue siendo un terapeuta muy eficaz.»


K H

No tengas los objetivos de un muerto

Las investigaciones de la doctora Susan Davis en el campo de la agilidad


emocional ponen de relieve cómo al menos un tercio de las personas se
culpa a sí misma por tener emociones del grupo que solemos llamar
negativas, o incluso trata activamente de salir de ellas. Dolor, pena, rabia, ira,
duelo, angustia o melancolía son vistas como emociones de las que huir, sin
tener en cuenta el indudable valor informativo que nos ofrecen o la simple
imposibilidad de vivir una vida en la que no tengan cabida.
El hecho de que sienta incomodidad mientras escribo ciertas partes del
libro puede darme información valiosa si elijo conectar con ello, en lugar de
comerme un tarro de galletas para dejar de sentirme incómoda, por muy
efectivo que resulte esto último en el corto plazo. Por ejemplo, elegir
escuchar qué indica mi malestar mientras escribo puede ayudarme a
conectar con mis valores de apreciación por el conocimiento y de
coherencia, y buscar maneras de poner mi valor en práctica en el aquí y
ahora, pero si, y solo si, me he permitido sentir la emoción antes. Puedo así
releer ciertos artículos antes de seguir con este párrafo, escribir a mi amiga
Helena Colodro, que es psicoterapeuta y especialista en este tipo de
aproximación a las emociones y la conducta, para que me ayude con su
perspectiva y me asegure que no estoy contradiciéndome en ningún punto,
o llamar a mi amiga Eli para que me preste algo de su tiempo, que es
especialista en neuropsicología y la mejor amiga que una pueda tener. Y si
me hubiera comido directamente el tarro de galletas, ahora tendría que estar
lidiando con la culpa, que también vendría a darme buena información
sobre las cosas que me importan y las que no, el tipo de vida que quiero
crear y, en definitiva, el tipo de persona y de psicóloga que quiero ser.
La exactitud emocional también juega un papel importante en todo este
embrollo. Si partimos del acuerdo de que todas las emociones son naturales,
de que no hay emociones buenas y malas, de que las emociones no dirigen
por completo la conducta, pero que indudablemente nos proveen con
información valiosa que puede acercarnos a vivir una vida que sea
congruente con lo que nos importa, también debemos aceptar que el
abanico de emociones que podemos experimentar las personas es vasto y,
con frecuencia, poco explorado. No es lo mismo decir que estoy agobiada
con el libro, que conectar con la idea que a esto subyace: me asusta entregar
un material a mis lectores que no sirva, que repita, que no sea coherente con
mis propios valores, y eso me hace a veces bloquearme y dedicar tiempo en
exceso a la investigación, a expensas del tiempo que necesito dedicarle a la
escritura para llegar a entregar el libro en el tiempo que prometí a mi agente.
Trabajar en mejorar la precisión en la descripción de nuestras emociones y
nuestros pensamientos nos acerca a la conexión con la realidad propia, a la
posible solución y, aunque solo sea por esto, nos ayuda a elevar el discurso.
La rigidez y la negación no funcionan para las personas, para los grupos
de trabajo ni para nuestra sociedad. Las emociones que negamos, se
amplifican. Cuando negamos emociones reales como la tristeza, la angustia
o la rabia, perdemos la capacidad de desarrollar habilidades para lidiar con
el mundo real. Cuando no queremos sentir ciertas cosas, no queremos
intentar eso que siempre hemos querido por miedo a la devastación
emocional del fracaso, Susan Davis nos recuerda algo: «Es comprensible —
comenta—, pero tienes los objetivos de un muerto».

«Tienes que elegir los lugares de los que no quieres alejarte.»


J D

Así que hagamos lo posible por no tener los objetivos de un muerto.


Intentar no sentir no es compatible con la vida; tratar de evitar el dolor,
tampoco. Eso solo podría hacerlo un muerto. Ante la desigualdad, no mires
para otro lado. Ante la ansiedad, no huyas, agarra el volante porque la
tormenta siempre pasa. Ante el dolor, conecta. No te obligues ni obligues a
otros a vivir bajo la dictadura de la felicidad. No vas a poder cambiar nada a
tu alrededor si no abres los ojos, no vas a poder moverte en la dirección
adecuada si no estás dispuesta a pasar por un cierto escozor, a veces por
mucho más que eso. Te necesitas real y las demás también te necesitamos.
Hagámonos un favor todas evitando, en la medida de lo posible, la evitación.
19
Conoce tus ciclos

La exigencia social que nos dicta mantener una consistencia férrea de


hiperproductividad encuentra su muro más alto en la naturaleza cíclica de
las mujeres. A diferencia de los hombres, nuestro ciclo hormonal de
aproximadamente treinta días nos impone una manera muy distinta de
acercarnos a la idea más rígida de constancia. La subida de ciertas hormonas
y la bajada de otras en determinados momentos de nuestros períodos nos
empujan —con un énfasis distinto en función de nuestras diferencias
individuales— a actividades más o menos sociales, más creativas, menos
analíticas o lo contrario dependiendo del momento puntual en el que nos
encontremos a lo largo de este ciclo.
Los diferentes niveles de estradiol, testosterona, progesterona y estrógenos
en la primera fase del ciclo —la fase folicular— con respecto a la fase lútea
están relacionados con diferencias en los resultados en tests que miden
estado emocional, respuesta verbal y habilidad cognitiva. Las otras dos fases
—el sangrado y la ovulación— también presentan sus propias
características. Y apuesto a que mientras lees esto estás pensando lo mismo
que yo: que no te hace falta ningún test para demostrártelo, porque tú ya
sabes que no eres la misma al principio del mes que al final del mismo. Y
aun así quizá pecas de lo que durante tanto tiempo yo misma he pecado:
cada mes de cada año, cada día de cada ciclo, a pesar de llevar más de
veinticuatro conviviendo con ese ciclo en mi cuerpo, lucho. Lucho por hacer
lo que considero que tengo que hacer en lugar de lo que hago mejor. A pesar
de saberme la teoría, creo que es una cuestión de voluntad y cabezonería,
que siempre puedo producir al mismo ritmo, ver al mismo número de
clientas, escribir el mismo número de palabras y rendir igual en mis sesiones
de yoga de cada mañana. Y tú y yo sabemos que probablemente no solo no
es cierto, sino que tampoco es justo.
Trabajar por cuenta propia buena parte de cada semana me ha concedido
el espacio que necesitaba para entender cuánto más productiva sería una
sociedad que entendiese y respetase que todos tenemos ciclos. Que hay
ciclos de veinticuatro horas, de sesenta minutos; cuatro estaciones al año,
ciclos en los ecosistemas, fases lunares, doce meses que se repiten; hay ciclos
en el aprendizaje —pasamos por la reflexión, la confusión y la puesta en
práctica—, ciclos económicos y sociales. Hasta el agua tiene su propio ciclo.
Cuánto más justa y eficiente sería nuestra vida si pudiésemos integrar todo
este conocimiento, y respetar que ciertos momentos del mes son más
propicios para la investigación y la lectura, la preparación de materiales, la
organización. Que en otros puntos somos más verbales y comunicativas,
más seguras, más elocuentes, más reivindicativas. Que en un momento del
mes le faltan horas al día para seguirle el ritmo a nuestro cerebro y, en el
otro, es nuestro cerebro el que necesita cada diez minutos un parón.
A través del estudio y del respeto a mis ciclos he descubierto que solo
escribo de septiembre a abril de cada año. Los años anteriores solía pelear
con la exigencia de una mayor productividad, con cómo debía ser capaz de
producir más y aumentar el ritmo durante los meses restantes del año. No
tenía en cuenta esto a la hora de ponerme los objetivos con los que me lleno
la boca cada enero, y siempre acababa desarrollando una planificación
irrealista que no hacía más que llenarme de frustración y de culpa. Todo en
vano. Ahora entiendo que una tiene, como poco, dos momentos cada mes, y
que ambos son perfectos como vienen: siempre hay tiempo para colmar el
vaso antes de volver vaciarlo. También he descubierto que mis necesidades
de sueño cambian, mis necesidades alimenticias también, mi capacidad de
concentración es completamente diferente y hasta la temperatura de mi
cuerpo es otra. Obvio, ¿no? Pues hasta que no llegas a una edad no tienes ni
idea de estas cosas, porque nadie nos enseña esto: los ciclos se esconden, se
enfrentan con estoicismo y, por encima de todo, no se celebran ni se
comentan en alto.
La idea de que podemos producir, pensar, vivir, funcionar y percibir de la
misma manera colisiona con nuestra propia realidad, y no hay nada de
inestable en ello, por más que la sociedad se haya empeñado en colgarnos
con pérfida insistencia ese sambenito. No hay nada más inestable en la
mujer de lo que lo hay en el hombre, que donde hay un patrón hay
consistencia. Un día, en medio de una sesión de supervisión clínica con el
supervisor de mi práctica como psicóloga, un comentario acabó con todas
mis dudas con respecto a este asunto: «No hay nada de inestable en algo que
se repite en constante ciclo. Solo tienes que entender que hay un patrón al
que respondes y hacer ajustes al respecto». Así. Tan sencillo.

«No recuerdo haber leído ningún libro que no hable de la inestabilidad de la mujer.
Quizá porque fueron escritos por hombres.»
J A

Cómo conocer tus ciclos

Soy del todo consciente de que no todo el mundo es autónomo, de que a los
jefes les importa un pimiento tu momento del mes y de que hay obligaciones
que no entienden de ciclos. También yo vivo en el mundo de los mortales:
me enfrento a fechas de entrega, a reuniones, tengo clases que dar, alumnas a
las que responder y clientas que me necesitan al cien por cien, y esto es así
esté la luna menguante, me encuentre yo al final del mes o lleve siete días
lloviendo. Pero he aprendido que hay pequeños ajustes, determinados
cambios aquí y allí que pueden hacer que la diferencia sea un mundo. En mi
caso, sé que tengo más sesiones con clientas en determinados momentos del
mes, doy más clases en otros y mis necesidades de sueño cambian
considerablemente. Y no me es tan complicado ajustar ciertas cosas para
respetar eso. También sé que hay alimentos que me hacen sentir peor y que
es mejor ni olerlos, que no me apetece beber agua y lo necesito, y que
aunque hacer yoga cueste el doble, también su beneficio se multiplica. Al
final de cada ciclo soy más negativa y pesimista, tengo algo más de ansiedad
y ya no me angustio: sé que son unos días, que necesito más calma y más
mimo. Y me lo permito. Los días que me encuentro mejor, aprieto el ritmo:
cuento con que no estaré todo el mes así, por eso trabajo también por las
tardes, a veces por las noches, y no me agobio porque sé que no estaré todo
el mes al mismo ritmo.
La idea es siempre la misma, y por eso este libro se construyó de la manera
en la que se hizo: primero has de conectar, de observar y de entender, y solo
después podrás realizar determinados cambios. Comienza por rastrear y
anotar tus síntomas. Observa. Tu ciclo comienza el primer día de la
menstruación y acaba el día anterior a tu siguiente regla. Tu ciclo también
está afectado por la noche y el día y las horas de sueño (los ritmos
circadianos), la luz de cada época del año, tu alimentación, tu hidratación, el
ejercicio físico, los estresores internos, externos y otra infinidad de factores.
Hay estaciones, meses, épocas y multitud de patrones en la naturaleza, como
también los hay dentro de nosotras: los períodos mensuales, la adolescencia,
el embarazo, el posparto, la premenopausia, la menopausia. Todos te dan
una nueva perspectiva y vienen con un puñado de necesidades específicas a
las que debemos de prestar atención si no queremos que se vuelvan en
nuestra contra.
Usa tu diario, las aplicaciones de los móviles y tu propia investigación a
través de síntomas y materiales para saber cómo respondes a los diferentes
momentos de tu ciclo. Trata de separarte un poco de lo que dice tu cabeza,
de cómo se siente tu cuerpo y analiza: recuerda que sin datos, sin
retroalimentación, no podrás hacer ajustes. No desestimes el increíble valor
que para tu salud en general tiene el autorregistro.

Crea un ancla

Michael Mahoney cuenta en su libro sobre psicoterapia constructiva cómo


somos sistemas que se organizan en busca de un constante equilibrio, que
pasan por ciclos de expansión y contracción, de apertura y cierre. Siempre
llevo esta idea conmigo.
Para. Tus necesidades y habilidades son diferentes en cada momento de tu
ciclo. Si no conectas con ellas, si las evitas, si te resistes, si te culpas y te
niegas a entenderte, vas a vivir en constante lucha. En ocasiones va a ser tan
sencillo como reorganizar ciertas tareas, cambiar el gimnasio a otra hora del
día o qué sé yo, aumentar la proteína. No lo sé, cada caso es un mundo y,
como yo, seguro que has aprendido que nadie va a llamar a tu puerta para
solucionarte esta papeleta, que si tú no te conoces, no vas a poder vivir como
mereces, y que si no prestas atención corres el riesgo de vivir a media mecha
toda una vida.
La mejor manera de navegar la locura de los ciclos por los que pasamos
dentro y fuera es encontrar una práctica diaria que funcione como un ancla.
En años anteriores, mi práctica diaria fue la escritura. Este año descubrí una
nueva que ya le ha dado la vuelta a mi vida: el yoga. Este ancla, además,
funciona como una lupa: es solo en la práctica diaria de una disciplina que
encontramos nuestras diferentes versiones y nos reconciliamos con cada una
de ellas. A través de mi sesión diaria entro en contacto con quien soy en mi
cuerpo en cada momento del mes: con cómo siento, cómo me muevo y
cómo ocupo mi propio espacio. Qué necesito y qué me falta, cuál es mi
ritmo y mi nivel de energía. También qué necesita hoy más atención y qué
menos, qué emoción es la predominante, qué color tiene el tono de mis
pensamientos. Todo esto no me lo enseña el yoga —que también—, sino el
ancla, y todo lo absorbo, porque todo me ayuda a reconciliarme con la idea
absurda de que una siempre puede ser la misma.
Nadie puede pedirte eso y aún menos tú misma.
20
La importancia del trabajo pequeño

Lo extraordinario depende de lo ordinario.


Aquello que hacemos de manera inconsistente tiene, por lo general,
mucho menos poder diferenciador en nuestras vidas que toda la energía que
empleamos en los pequeños actos cotidianos. Es la carrera de cada martes
por la mañana bajo la lluvia, sobre la nieve o a través del angustiante calor de
agosto la que nos acerca a la meta de la maratón de marzo; las dos mil
palabras que encajo aquí y allí entre el espacio de la cena y la cama lo que
acaba por componer el grosor de este libro; los cinco minutos de parque tras
el colegio de los niños los que generan una tendencia, una historia, un ritual
con potencial de cambiarle el color a las cosas.
Una vez abandonada la posibilidad remota de una estabilidad absoluta, tal
y como hemos comentado en el anterior capítulo, también dejamos atrás el
perfeccionismo desadaptativo. En este capítulo vamos a hablar de la
importancia de los rituales, de las rutinas y la consistencia de los hábitos
como único medio para mover nuestra vida en la dirección en la que
deseamos moverla, pero con la seguridad de saber que ahora construimos
sobre una base flexible: habiendo aceptado la imposibilidad —e incluso la
falta de necesidad— de la rigidez en el pensamiento, rechazando
activamente la idea de que podemos y debemos ser balsas de aceite en
constante calma.

«La valentía es la más importante de todas las virtudes, porque sin valentía no
puedes practicar ninguna virtud con consistencia.»
M A
Es a Reinhold Niebuhr a quien se le atribuye el conocido rezo a la
serenidad que con tanta eficacia han usado los miembros de las reuniones de
Alcohólicos Anónimos, y que dice así: «(Dios), concédeme serenidad para
aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía para cambiar las que sí
puedo y sabiduría para entender la diferencia». En el mensaje de esta frase
está escondido el secreto de todas las fuerzas duales que exigen armonía en
el universo: en el saber navegarlas, el saber apretar cuando toca y ejercitar la
aceptación y la paciencia cuando es el momento está la receta para librarnos
del sufrimiento innecesario.
Un libro debe escribirse página por página, palabra por palabra y letra por
letra. Aquel que nunca se ha enfrentado a tamaño esfuerzo se sorprendería
de la cantidad de tiempo que requiere arrancar con las primeras palabras y
acabar con el texto. Todas sabemos que exige paciencia, consistencia relativa,
motivación y una buena dosis de tolerancia a la frustración conseguir
cualquier objetivo vital que se precie. Desde obtener los estudios
secundarios hasta el día en que defiendes un doctorado, o aprobar unas
oposiciones; también el paseo por el barrio cada tarde tras el trabajo a paso
rápido para mejorar la salud, mantener un nivel adecuado de eficiencia ante
las exigencias de nuestros compromisos diarios. Las relaciones significativas,
los hijos, los mayores y también el autocuidado. Todo exige cariño y ganas
sostenidas. Pero sobre todo exige no perder de vista que es este pequeño
paso diario el que te acerca a la gran meta, este retraso de la gratificación
inmediata el que te permite conseguir las cosas que deseas y, por encima de
eso, el que te convierte en la mujer que quieres ser.
Esta idea de gratificación demorada hace referencia a la capacidad que
tenemos los individuos de no caer en la tentación de la recompensa
inmediata por la oferta de una gratificación que, aunque más lejana en el
tiempo, promete ser mayor. De esta manera, sabemos que una de las formas
más efectivas para distraernos de un placer tentador que tratamos de no
complacer en el ahora es centrarnos en otro placer, que aunque puede estar
más lejos en el tiempo, supone un refuerzo mayor. Por los estudios en el
campo, sabemos que la demora en la gratificación correlaciona
negativamente con conceptos como la adicción, la falta de rendimiento
académico e incluso la situación económica. Sabemos también que existen
algunas diferencias de género alrededor de este concepto: las mujeres
parecen haber dominado el arte de la gratificación retrasada con más
maestría que los hombres, aunque me arriesgaría a afirmar que variables
como la socialización de género influyen en este proceso, lo que a estas
alturas de lectura sabemos que no viene sin un precio.
Para desarrollar la habilidad que tradicionalmente hemos venido a llamar
fuerza de voluntad, merecía primero la pena aclarar el concepto de la
demora en la gratificación. En la misma línea, también es importante
comentar el significado de la tolerancia a la frustración, una idea cardinal de
la terapia racional emotiva de Ellis, uno de los padres de la terapia cognitiva,
y que responde a la capacidad de tolerar ciertas emociones desagradables
que surgen como resultado de la demora en la gratificación. El también
llamado hedonismo a corto plazo explica conductas que en principio
podrían parecer paradójicas, como pueden ser las conductas
autosaboteadoras que a tantas nos resultan tan familiares, o incluso la
procrastinación. El ser capaz de lidiar con la pereza del entrenamiento de los
martes a pesar de aquella lluvia de la que hablamos, de la nieve o el calor; el
navegar el miedo al fracaso cuando creamos un proyecto de principio a fin
con nuestras propias manos y mantenemos la constancia en el trabajo aun
lidiando con las emociones desagradables que aparecen durante el proceso.
Cuando trabajamos, no a pesar de emociones como el miedo o el cansancio,
la vergüenza o la ansiedad, sino con todas ellas. Nos sentamos a escribir y
hacemos un hueco para todo eso en nuestra mesa. Salimos a correr y nos
llevamos toda la pereza y la falta de ganas e incluso la ansiedad con
nosotros, no lo hacemos a pesar de ello, sino como un todo.
Y es justo a esto a lo que se dedica la psicología en general y, más
específicamente, el coaching psicológico. A entender las variables internas y
externas que mantienen lo que la persona, en este caso la mujer, considera
que necesita un cambio, y a acompañarla en el camino para que pueda hacer,
desde la esfera del individuo, lo que esté en su mano para lograrlo. A
descubrir y a entender y a remover la realidad de la clienta, ayudar a
diferenciar qué puede cambiarse y qué debe aceptarse, y a reducir el espacio
entre esa persona y aquella que en realidad ya es.
Tuve la suerte de escoger la mejor profesión del mundo cuando me decidí
a ser psicóloga, porque ya me dirán qué sentido de control de futuro tiene
una a sus dieciocho años, y cómo acertar o no acertar no depende en gran
parte de la suerte. Mis padres me dieron la posibilidad de elegir, mis
hermanos me escucharon en mis constantes diatribas sobre aquello que
quería y no quería, y por milagro o por destino, o quién sabe en el fondo por
qué, ahora puedo ayudar a otras mujeres a reducir la interferencia, el hueco,
entre lo que ya existe en su mente y lo que aún ocurre fuera. En llegar de A a
B y acompañar en ese cambio, en crear estrategias sistemáticas y una
planificación, en entender qué paso sigue a qué paso y tras ese cuál viene
después para caminar el puente que separa la situación ideal del cliente de la
situación presente, para diseñar y dar forma al gran plan de sus vidas. Y en
ese hacer y no hacer que es el camino, ver cómo florecen: cómo es el hacer el
que convierte a alguien en distinto y no el decir o solo el pensar, que ya lo
dijo Alonso Quijano en El Quijote cuando pronunció aquello de «Sábete,
Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro».

Un nudo tras otro

Ya explicaremos de qué modo la nutrición en su sentido más amplio es la


gran responsable del color que desprende nuestra vida, y cómo no todo lo
que no nos gusta de nuestra realidad es susceptible de cambio. Nos
centraremos aquí en lo que sí lo es, y eso cambiará de una mujer a otra,
como también lo hará de un momento vital a otro, y tendrá en ello que
mediar, necesariamente, la honestidad contigo misma. Para tomar la
decisión sobre qué puede cambiarse, te harán falta tres cosas: honestidad,
compasión y valentía. Honestidad para ser capaz de mirar dentro cuando es
lo último que quieres, y compasión para aceptar aquello que no se puede
cambiar y de lo que no tenemos culpa. Y para practicar con consistencia
estas dos, como ya nos dijo Angelou, la valentía debe acompañarnos a cada
paso.
Para mover nuestra vida en la dirección que deseamos debemos entender
qué línea argumental de nuestra historia está, en términos de terapia
narrativa, saturada de problema, y cómo podemos crear y reforzar una
trama alternativa. Las historias, en este contexto, se componen de eventos
vinculados por un tema en concreto, y la historia surge solo cuando ciertos
eventos son privilegiados con respecto a otros como más verdaderos o
importantes. De esta manera saturamos las líneas argumentales: a medida
que la historia va tomando forma, comenzamos a descuidar los eventos y la
información que no encaja con la manera que entendemos de ver la vida, y
acabamos encerrados en la idea de lo que somos y, aún peor, de lo que
podemos llegar a ser. Es ahí cuando encontramos la línea argumental
saturada de problema, que a través de la unión de ciertos eventos se
convierte en una historia de identidad: «siempre acabo en el mismo tipo de
relaciones», «soy una persona que siempre ha tenido problemas con las
adicciones», «ya he probado todo para solucionar este tema y no tengo
remedio».
Caemos en esta trampa con pensamientos desadaptativos, ciertas
emociones y malos hábitos, desdeñando las otras partes de nosotras mismas
que contradicen este argumento, dejando a estas ideas nocivas un papel
central en la conformación de nuestra identidad e impidiendo los posibles
intentos de solución o de tramas alternativas. Estas ideas de lo que ha sido
nuestra vida, de quiénes somos nosotras y quiénes podemos ser están
basadas en experiencias pasadas, en las expectativas de lo que debemos ser y
también en lo que otros han reforzado en nosotras, lo que nos han repetido
y hemos acabado creyendo.
Pero es posible salir del bucle, y aunque exige tiempo y cariño y constancia
—como todo—, merece la pena hacer el esfuerzo de intentarlo. Y para ello,
recuerda que habrás de deshacer un nudo tras otro o acabarás por
aturullarte. Busca tu manera de ensanchar, de reforzar nuevas emociones y
nuevas conductas, haz espacio para ellas y recuerda que es el trabajo
pequeño el que suma, no el grande. Nútrete de aquello que ensancha la parte
de ti que quieres potenciar: crea mensajes en tu fondo de pantalla, en tu
teléfono o en tu mesilla de noche; ponte retos que te ayuden a incrementar el
compromiso, crea listas de objetivos y levántate cuando te caigas. Usa la
creatividad para todo esto. Habrás de hacer de lo extraordinario algo
ordinario.

Nos definen nuestros rituales

«El arte de vencer las grandes dificultades se estudia y adquiere con la costumbre de
afrontar las pequeñas.»
C B

Muchas de mis clientas se presentan en mis sesiones con lo que ellas han
identificado como serios problemas de procrastinación. En mi opinión,
nunca es un problema la procrastinación per se de lo que hablamos, aunque
la información que nos ofrece la procrastinación siempre es valiosa si es
entendida como síntoma: síntoma de la falta de claridad, la falta de
estrategia, la flaqueza de motivación y, lo más importante, de no haber
entendido cómo funciona el músculo de la tolerancia a la frustración.
Los estudios de la doctora en Psicología Kelly McGonigal sobre
motivación que más tarde expondría en su superventas Willpower Instinct ,
ponen de manifiesto dos ideas importantes alrededor de este concepto. La
primera está relacionada con la necesidad de llevar un registro no solo de los
éxitos, sino también de los fracasos para conseguir los resultados que nos
proponemos, y con ello resalta algo que ya hemos subrayado aquí antes: la
necesidad de aceptar, de exponernos a los eventos privados, a los que nos
gustan y a los que no. La necesidad de mirar de frente a la decepción, a la
angustia, a los pensamientos de que nunca conseguiremos que eso que tanto
nos importa no está saliéndonos como esperábamos. También en su libro, y
aquí se encuentra la segunda idea, introduce lo que viene a llamar el
«pesimismo defensivo»: el excesivo optimismo acerca del comportamiento
futuro nos abre la puerta a la falta de control en el comportamiento de hoy.
Las personas que sienten su yo presente más cerca de su futuro yo parecen
tener ventajas en motivación para caminar el puente que más atrás
comentamos. No es tanto si piensas que el comportamiento va a ser
exactamente el mismo ahora y en el futuro, sino si entiendes que será la
misma persona que tenga la experiencia futura: que esa persona del futuro
tendrá las mismas dificultades para correr contra los elementos, las mismas
ganas de levantarse los martes, que no hay forma de evitar ese pequeño
sufrimiento.
Los estudios de Keith Chen sobre la importancia del lenguaje en
comportamientos relacionados con la salud y la capacidad de ahorro vienen
a insistir en lo mismo: las sociedades que utilizan lenguas cuya separación
entre presente y futuro es menos marcada —el caso de las futureless
languages , como puede ser el mandarín— toman sistemáticamente
decisiones más responsables. El saber que será la misma persona —tú— la
que experimente el dolor de las consecuencias mañana nos ayuda a tomar
decisiones más responsables en el hoy.
Y así acabamos como comenzamos solo unas líneas atrás: con la idea de
que, para hacer de lo ordinario algo extraordinario, necesitamos reducir la
concepción de que todo pasa por hacer enormes cambios y hacer las paces
con el esfuerzo mantenido que nos requiere el trabajo pequeño.
21
La vida hay que inventársela

La nutrición, en su sentido más amplio, es con seguridad el concepto que


más ha revolucionado mi vida en los últimos años. La idea de que todo lo
que pongo en mi cuerpo y en mi mente tiene la potencialidad de crear y
destruir, de abrir puertas y de cerrarlas, ha impreso tal huella en mí que ha
convertido en rutina el pararme a pensar dos veces antes de dar cada
pequeño paso.
El mensaje está por todos lados. Internet está inundado de blogs y canales
que te dicen qué comer y qué no comer para optimizar tu nutrición y
generar el mayor impacto, pero nadie parece concederle a la nutrición
ningún otro significado. Desde la perspectiva más conservadora, todo lo
relativo a la nutrición tiene que ver con el alimento físico, pero la realidad es
que hay muchos tipos de alimento y es en eso en lo que vamos a centrarnos.
Todo lo que entra en contacto con tus sentidos nutre, refuerza ciertos
sistemas de creencias y entra en conflicto con otros, y a pesar de no tener
siempre la posibilidad de elegir cada uno de los elementos que conforman
nuestra experiencia, es importante recordar qué es aquello que sí que está en
nuestra mano para poder controlarlo.
Mi hermana Blanca y yo a menudo compartimos la broma de que si una
quiere perder la fe en la humanidad, no tiene más que derrochar la tarde
leyendo los comentarios que acompañan el final de los artículos de los
periódicos digitales. Buena parte de los que lo componen rezuman
ignorancia, mezquindad y puro odio. Una no puede más que preguntarse de
dónde viene tanta frustración mal digerida, tanta necesidad de volcar la ira
de manera anónima, tanta agresividad disfrazada de libertad de expresión. Y
aun así, las dos, que tenemos cierta adicción a la información que
proporcionan los medios, tenemos la maldita costumbre de dedicarles más
tiempo del que merecen, que debería ser lo más cercano a cero.
Precisamente el efecto contrario lo tiene el trabajar con mis alumnas, el
privilegio de formar a mujeres que quieren dedicar su tiempo a luchar por
algo que creen que es justo, aunque necesariamente no les toque de cerca —
aunque el dolor siempre nos toca de cerca—, a entender en mayor
profundidad la mirada femenina desde el respeto, la compasión y la empatía.
Sin juicios, ni insultos, ni esconder la cara tras la cortina. Cuando doy una
clase siempre hago consciente este pensamiento y lo comparto con ellas: no
todo el mundo tiene la suerte de trabajar con ellas, y yo lo tengo. Y no quiero
que eso que parece pequeño, pero que es muy grande, nos pase a ninguna
desapercibido. Trabajar con las mujeres con las que trabajo en cualquiera de
las tareas que desempeño es alimento para el alma.

Encuentra tu tribu

De modo que nutrición es mucho más que grasas, carbohidratos y proteínas.


Son palabras escritas y leídas, son conversaciones bienintencionadas o por
el contrario producidas desde la mediocridad o la altanería. Nutrición es lo
que te cuenta el presentador por la televisión, las series que eliges en Netflix,
las charlas y conferencias a las que decides prestarle tu valiosa atención. Son
los periódicos y los periodistas que consideras que merecen tu tiempo, la
música que perciben tus oídos, los lugares en los que vives y los paisajes con
los que te encuentras por el camino. Te nutre la formación en la que
inviertes, la diversidad de las experiencias a las que te expones, las
exposiciones de arte que llenan tus fines de semana, los mensajes que
imprimes para enmarcar y colgar en la pared de tu cuarto. Nutrición es el
tiempo y el espacio que le concedes al ejercicio físico y a la risa, al poder
liberador que tienen las lágrimas. Nutrición es la explosión de sabores a las
que expones a tu paladar, las texturas y las formas, las diferentes
temperaturas y olores.
Y sí, también son grasas, carbohidratos y proteínas.
Todo nutre. Pero por encima de todo, te nutre la calidad de las relaciones
en las que inviertes tiempo, esfuerzo y corazón. El cariño que pones en
cultivar a tu alrededor relaciones con sentido. El número y la frecuencia de
esas relaciones también dependerá de cada caso, que ya a estas alturas
sabemos que no todas somos extrovertidas ni necesitamos intentar serlo,
pero la psicología ha determinado una y otra vez que la calidad del apoyo
social y las relaciones interpersonales son un factor concluyente para la
salud general y la calidad de vida.
El mensaje que se asienta sobre la base de la confianza que tenemos en
ciertas personas cala especialmente hondo. Aquello que nos dicen nuestros
padres, nuestros hermanos y nuestras amigas tiene un impacto mucho
mayor gracias a la fuerza de la emoción que lo acompaña, y ese es el motivo
por el que te debes el esfuerzo de encontrar tu propia tribu y no dejarlo
simplemente en manos del azar, a expensas de la suerte o a la desgracia de
aquello con lo que has crecido.
Si por solo una vez has tenido una amiga buena y una amiga mala sabes
bien de qué te hablo. Las personas con las que compartes tu tiempo
influencian tu ideología, tus visiones políticas y sentido de justicia. Afectan
profundamente la noción que tienes de ti misma y tu lugar en el mundo, la
importancia de tu voz propia y la fuerza de tu autoestima. Tomar la decisión
de dejar ir a ciertas personas puede ser una de las decisiones más difíciles de
tu vida, y no en todos los casos tiene por qué responder a su calidad como
seres humanos. En ocasiones no es más que una cuestión de
incompatibilidad de caminos. Piénsate dos veces el continuar invirtiendo en
relaciones que te alejan, que te impiden, que te aminoran, te apocan y que
no entienden a la mujer en la que quieres convertirte. Porque lo creas o no,
esas relaciones van a jugar un papel importante en que eso ocurra o no.
De la misma manera que una puede dejar ir, puede contrarrestar la
balanza del azar creando intencionadamente relaciones que traigan a su vida
el tipo de emociones, lazos, actividades y dinámicas que una necesita. Quizá
sea buen momento para apuntarse a ese club de lectura en el que has estado
pensando, a aquellas visitas culturales que realizan los viernes o a ese nuevo
curso de verano. En este mundo hiperconectado, necesitamos más que
nunca relaciones con sentido sin que en ellas medien necesariamente las
tecnologías.
Y si aún no estás preparada para dejar ir a según quién —por más que
sepas que vas a terminar teniendo que hacerlo—, quizá la incorporación de
estas nuevas relaciones te dé el último empujón al enseñarte una nueva
perspectiva.

La vida hay que inventársela

Decía Ana María Matute que la vida hay que inventársela porque acaba
siendo verdad. Y ella sabía lo que decía, porque solo tenía once años cuando
estalló la Guerra Civil española, allá por 1936, y las consecuencias
psicológicas de vivir un trauma de tal tamaño a tan temprana edad
resonarían después en la totalidad de su obra. Pero no fue aquel el único
momento difícil de su vida. En 1952 se casó con el que sería su marido
durante los siguientes once años, un matrimonio que acabó en divorcio y
resultó en la pérdida de la custodia de su hijo durante unos años,
consecuencia de las leyes españolas de la época y de la situación de la mujer
en el mundo. Su ya desgastada situación afectiva empeoraría aun más unos
años después al caer en una profunda depresión. Matute pasó largos años de
silencio literario, pero su colorida imaginación, su pasión por las artes y la
literatura la mantuvieron a flote durante aquellos difíciles años de su vida.
De ella siempre recuerdo que la vida hay que inventarla, como también mis
padres me enseñaron a hacerlo.

«El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban,
que te saquen del pozo.
Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad.»
A M M

A mis padres debo la capacidad que tengo de inventarme la vida. Con solo
cincuenta años, mi padre quedó en una silla de ruedas de la que no volvería
a levantarse, producto de un derrame cerebral del que ningún médico pensó
que saldría. Yo tenía diez años el día que mi hermana envió a alguien a mi
clase para hacerme saber que, tras dos meses de ingreso hospitalario, mi
padre estaba de vuelta en casa. A aquello le sucedieron dieciséis años
complicados, en los que la situación en casa pasó, sin espacio para transición
alguna, del blanco al negro, hasta que un segundo derrame cerebral
terminaría por llevárselo un viernes cualquiera. Entre un suceso y otro, a
pesar de las dificultades y las complicaciones, que fueron muchas y darían
para rellenar innecesariamente tantas otras páginas —aquellas que sois
cuidadoras entenderéis de lo que os hablo—, hubo muchos momentos
felices también para todos. Muchos nuevos hábitos, muchas nuevas rutinas y
una vida nueva, en muchos sentidos más sencilla. Mis padres me enseñaron
que una se levanta un día y nada de lo que tenía ya lo tiene, que todo lo que
parecía verdad ahora resulta mentira, y que incluso así, una puede
inventarse la vida y empezar de cero.
Tengo absoluta certeza de que mi interés por las transiciones vitales, el
cambio y la adaptación conductual proviene de esta experiencia. También
mi imaginación, como también en la dificultad le ocurrió a Matute, y mi
capacidad de conectar con el concepto de privilegio, que a otros tanto
horroriza. Mi pasión por la psicología y el coaching nacieron
indudablemente ahí: ellos fueron los que me enseñaron que una necesita
crear estrategias y sistemas, y abrazar las decisiones para mover la vida en la
dirección en la que hace falta. De ellos aprendí que cuando las cosas no salen
como quieres, o como sientes que merecías, tienes que poner tu atención
constante en buscar maneras alternativas de llenar de nuevo tus días. En
crear rutinas, horarios, nuevas formas de pensar y de comportarse, en hacer
revisión sistemática de aquello que sirve y de lo que no sirve y no penar por
lo que ya no puede ser parte de tu vida. En asegurarte de que estás haciendo
todo lo que está en tu mano para, con las cartas que te han tocado, jugar la
mejor de las partidas. Y eso tiene mucho que ver con la nutrición, de hecho
tiene que ver todo con ese concepto, con aquello con lo que alimentas tu
mente y tu cuerpo, con todo a lo que le abres la puerta para que acabe por
traducirse en las líneas que componen el libro que es tu vida.

«Tuve la suerte de ser arrojada bruscamente a la realidad.»


A F

Y con esto damos por acabado este capítulo. Si sientes que tu vida está
atascada y que quieres cambiar cosas, si te sientes indecisa y confundida, si
sientes que estás entrando en una espiral de la que temes no saber cómo
salir, ten muy presente el concepto más completo de nutrición —y sí,
también el de las grasas, los carbohidratos y las proteínas—. Todos podemos
tomar la decisión consciente de mejorar nuestra nutrición desde hoy: cada
una debe elegir por dónde puede empezar en este preciso momento. Por mi
parte, prometo tomar cartas en el asunto (y convencer de paso a mi hermana
Blanca) de los comentarios tras las noticias.
22
La libertad se aprende ejerciéndola

Una vez leí que tomamos una media de dos mil quinientas decisiones al día.
Otros artículos hablan de hasta treinta y cinco mil en el caso de los adultos y
tres mil para los niños. Alrededor de ochocientas mil a lo largo de una vida.
De cualquier manera, tengo serias dudas sobre cómo un estudio puede
aproximarse con cierta rigurosidad al resultado a semejante pregunta, así
que demos por válidos cualquiera de estos datos.
La mayor parte de esas decisiones serían casi reflejos automáticos: leche o
agua en los cereales al despertarte, agua fría o templada para acompañar la
sopa del almuerzo, pimientos verdes o rojos en la ensalada. Algunas
comportan mayor complejidad, por hacer uso de varios sistemas de manera
simultánea o por requerir cierta anticipación de futuro: escoger esta o
aquella dirección en la vuelta a casa para evitar atascos, decidirme por este
mo-delo o este otro para la reunión de mañana en la oficina, planear el
horario de toda esta semana próxima. Por último —contemos con que esta
división es del todo artificiosa y admitiría muchas secciones intermedias—,
estarían todas aquellas decisiones que tienen la potencialidad de cambiar el
curso de toda una vida: la carrera que eliges, la persona con la que te casas,
el momento en el que por primera vez abrazas la posibilidad de convertirte
en madre, el lugar en el que construir tu casa, el colegio de tus hijos.
Si de veras tomamos tal cantidad de decisiones conscientes e inconscientes
cada día, cualquiera diría que a estas alturas deberíamos estar bien
entrenados. Y, sin embargo, un porcentaje altísimo de lo que veo como
psicóloga pasa precisamente por este punto: la parálisis por análisis que
producen determinadas decisiones y el miedo a que estas no vengan con
ciertos resultados asegurados.
Y pienso que si algo me ha enseñado mi trabajo es que todo pasa por
asumir de manera completa estas dos ideas: la primera es que la única
manera que tenemos de saber si una decisión era la más correcta es
decidiendo; y la segunda, aceptando la incómoda realidad de que ninguna
decisión es del todo libre, porque toda decisión se produce dentro de un
contexto.

Solo sabemos si una decisión era la más correcta decidiendo

Tomar decisiones asusta porque por definición implica asumir un riesgo,


pero no es eso todo lo que nos paraliza. No es solo la posibilidad de no
conseguir lo que queremos lo que nos abruma, es también la contraria: la de
dejar ir aquello que (también) quizá queremos.

«La libertad se aprende ejerciéndola.»


C C

Esta idea tiene mucho que ver con quién quieres ser, pero sobre todo con
quién no vas a ser al tomar una decisión, puesto que cada decisión implica
una renuncia, y en ocasiones no es del todo fácil acabar por reconciliarse
con esto. A nadie molesta en exceso la parte de la ganancia que trae
asegurada una elección concreta, es aquella que dejamos ir la que nos hace
dudar, la que nos hace reconsiderar si deberíamos elegir esto o aquello.
El haber elegido la carrera de Psicología y no la de Filosofía o la de
Filología Hispánica, tal como me planteé en su día, supone una auténtica
renuncia. Cierto es que siempre puedo estudiar estas otras dos unos años
más tarde, pero en nada cambiará eso el curso del principio de mi historia: el
hecho de que en aquel momento me decidiese por convertirme en
profesional de la psicología me ha abierto infinitas puertas y me ha cerrado
inevitablemente otras.

«Todos llevamos nuestra posible perdición pegada a los talones.»


R M
Ninguna decisión es del todo libre

La segunda idea que debemos entender a la hora de tomar decisiones,


habíamos dicho, es la de que ninguna decisión es del todo libre, puesto que
toda decisión es tomada dentro de un contexto y, como tal, es
interdependiente de él.
Unos capítulos atrás expuse cómo el que yo tenga un iPhone y compre
productos de maquillaje de ciertas marcas no responde por completo a
decisiones individuales, sino que alguien en algún punto pone cierto
empeño en que yo me incline por esto y no por aquello. Esta noción tan
simple y aparentemente inocua es fundamental a la hora de enfrentarnos a
cada una de nuestras decisiones: ¿soy yo la que de veras quiere esto o quizá
esto beneficia a otro? ¿Se me ha ocurrido a mí sola esta idea o estoy
aceptando una necesidad que alguien me ha creado? Y en muchas ocasiones
habremos de hacer las paces con la idea de que, pese a no ser una necesidad
básica y ser conscientes de que la llama de ese deseo no ha partido
necesariamente de dentro de nosotras, estamos dispuestas a ir con la opción
elegida. Pero eso no resta un ápice de importancia a este primer paso
fundamental, el de la reflexión, puesto que de no ser así estaremos
condenadas a convertirnos en marionetas al servicio de otros, y lo es aún
más si entendemos que de la mujer ordinaria se esperan opciones muy
cuadriculadas: maternidad, matrimonio y profesiones de cuidado como
opción preferente; ciertas características físicas y solo determinadas
actitudes: ser complaciente, discreta y ocupar con elegancia un segundo
plano. No hay nada arbitrario en todo esto. Descubrir si estas son nuestras
opciones preferentes no siempre es sencillo, pero merece la pena el
plantearlo.
Las expectativas son un peso pesado, y sin hacer el ejercicio consciente de
retarlas no nos es posible enfrentarnos a la toma de decisiones con cierta
objetividad, e incluso así, debemos asumirlo: igualmente seguiremos
tomando las decisiones dentro de un contexto, habiendo aprendido lo que
hemos aprendido y sin posibilidad de quitarnos ese abrigo. Solo seremos
capaces de mirarlo, de entenderlo y de valorarlo.
Con eso y con todo, no tenemos por qué hacer de las decisiones algo tan
complicado. Basta con reconocer que, hagamos lo que hagamos, nadie nos
asegura que estamos acertando al ir con esta opción y no con otra. De
hecho, el propio concepto de acertar en cuanto a las decisiones es en sí
rebatible: la única manera de probar su certeza consistiría en poder ver de
una vez las infinitas vías paralelas a las que nos ha llevado la puerta de cada
decisión concreta.
Vivimos en un mundo hipercomplejo en el que las opciones vitales a las
que nos enfrentamos se han multiplicado exponencialmente, o al menos la
ilusión de estas. Y con ellas, se ha multiplicado también nuestro sufrimiento,
nuestra angustia existencial, la necesitad de autodeterminación constante.
Cada decisión cerca un poco más nuestra identidad, la limita y la pule, como
un escultor a su piedra. Las mujeres hemos pasado de disponer de un
puñado de opciones a la ilusión de tener las mismas que tienen los hombres,
pero con trampa: podemos hacer lo que queramos, siempre y cuando
hagamos lo que se espera de nosotras. Virginia Woolf dice en su relato
Phyllis y Rosamund que «somos hijas hasta que nos convertimos en
esposas», refiriéndose a la invariabilidad del destino de las mujeres. Hoy
hace un siglo de aquello, y aún sigue habiendo algo de verdad en el asunto.
Vístete de tal manera y exprésate con esta intensidad y no otra, relaciónate
así con los hombres y con las mujeres, vive tu sexualidad de tal forma. La
expectativa sobre nosotras nos sigue empujando a tomar unas decisiones
frente a otras, y a hacernos creer que en todo caso somos nosotras las
últimas en decidir si lo que queremos es esto. Las mujeres, como los
hombres a su manera, hemos estado bien socializadas.
Porque el problema de las decisiones tiene mucho que ver con tu
identidad, podemos resolverlo —o al menos intentarlo— volviendo a
conectar con nuestros valores. Con aquello que me hace feliz, con lo que me
hace sentir bien, con lo que me genera cierto sentido de autenticidad y
congruencia. Y eso puede ser lo que se espera de ti o no: no se trata de que
vayas en contra de todo por las meras ganas de hacerlo, sino de hacer un
buen trabajo de conexión contigo para recordarte cuáles son tus opciones. Si
en la primera parte de este libro hicimos un buen trabajo, la idea de conectar
con lo que de verdad nos importa se debería de haber vuelto algo más
sencillo a lo largo de estas páginas. Esa es mi esperanza, pero no olvidemos
que esto es un camino, no una puerta que se abre y por la que cruzamos para
llegar al otro lado.
Déjame recordarnos que vamos a equivocarnos muchas veces. Una vez
que hemos puesto esta idea ahí afuera, ya podemos liberarnos de la carga del
perfeccionismo. Quizá también tú quieras escribirlo en tu diario: «Voy a
equivocarme muchas veces, y aun así me va a merecer la pena seguir
intentándolo». No queremos tener los objetivos de un muerto. Por eso vas a
tener que confiar en tu capacidad para resolver los futuros líos en los que
ocasionalmente te metas al decantarte por opciones que potencialmente
impliquen más riesgos de los que en principio creíste, porque si hay algo
cierto es que es mejor equivocarse a no decidir nada nunca, a vivir
paralizada por la propia inacción, cuando ya a estas alturas ambas sabemos
que la acción cura el miedo, y que además no hay otra cosa que lo cure.
Recuerda que las consecuencias de no realizar ciertas acciones son
parecidas a lo que Sylvia Plath contaba en su famosísimo libro La campana
de cristal : no querrás morir de hambre frente a una higuera repleta de higos,
viéndolos caer al suelo, arrugarse y ennegrecerse ante la paralizadora
perspectiva de no saber cuál elegir:

«Vi a mi vida desarrollar ramas que se extendían ante mí como el árbol de higo de la
historia. De la punta de cada rama, como un higo gordo y morado, me llamaba y
guiñaba un hermoso futuro. Un higo era un esposo y un hogar feliz con hijos, otro higo
era ser una poetisa famosa, otro higo era ser una brillante profesora, otro higo era Ee
Gee (la maravillosa editora), otro higo era Europa y África y América del Sur, otro higo
era Constantin y Sócrates y Attila y un montón de otros amantes con nombres raros y
profesiones poco convencionales, otro higo era un campeonato olímpico y debajo de
este y encima de los otros se extendían más higos que no alcancé a descifrar.
Me vi a mí misma sentada al pie del árbol de higo, muerta de hambre porque no podía
decidirme por uno de los higos. Los quería todos pero elegir uno significaba perder
todos los demás y mientras me sentaba ahí sin poderme decidir, los higos
comenzaron a arrugarse y a volverse negros para ir cayendo, uno a uno, ante mis
pies.»
S P

No es una frase completa

Las mujeres, como un país que tras largo tiempo sale de una dictadura, hace
poco que comenzaron a agarrar el volante. Sin entrar en debates ni en
muchos datos, sabemos que nuestra especie lleva en el mundo una media de
doscientos mil años. En estos doscientos mil, no es mucho suponer que las
dinámicas hombre-mujer se han mantenido relativamente invariables. Me
atrevería a decir que las mujeres prácticamente estamos estrenando
derechos y capacidad de elección. Todavía hay quien piensa que en solo
cincuenta años hemos conseguido revertir estos roles por completo, que las
mujeres no se enfrentan a más opresión que a la que las empuja su mente,
que esto no es más que una narrativa y que con las leyes ya lo hemos
conseguido todo. Que no existe un imaginario colectivo, que las expectativas
que se sujetan por medio de ese imaginario no son reales y yo, a esos que
repiten esta historia, más que ignorantes, los llamaría optimistas. Revertir
por completo doscientos mil años de especie en menos de cien es, a todas
luces, optimista.

«Somos mujeres. Somos un pueblo sometido que ha heredado una cultura ajena.»
K M

Pero es cierto que ahora podemos, en muchos casos y en algunos países,


tomar decisiones acerca de lo que queremos para nuestras vidas. Y más aún,
de lo que no queremos. Nada me congratula más de mi profesión que mi
trabajo con clientas en materia de asertividad y decisiones. Que sentarme
frente a una mujer que no está segura de lo que quiere, que está en busca de
la voz propia, y que siente la energía de la libertad y está dispuesta a
comenzar el trabajo de mover su vida siguiendo sus criterios y no los de
otros.
Por eso, la toma de decisiones está íntimamente relacionada con nuestra
capacidad para saber decir no a lo que otros esperan de nosotras. No a
aquello que se supone que debo hacer y no quiero, no a elegir ciertas
profesiones con respecto a otras. No a no atreverme a hacer ciertos
movimientos de carrera y no a acallar lo que siento y cómo lo siento.
Para mover tu vida en la dirección adecuada debes primero aceptar que
esto de elegir sigue siendo reciente para nosotras —para muchas ni siquiera
es una opción aún— y de ahí el lío, aceptar que muchas de las cosas que
quieres creer están en realidad influenciadas por la expectativa que cae sobre
nosotras y, tras esto, estar dispuesta a decidir, a descubrir y, sobre todo, a
equivocarte. A decir que no a los que tienes cerca y al mundo si hace falta,
poner límites en tu vida y contemplar nuevas opciones y diferentes vías.
Ejercer nuestro recién estrenado derecho a ser quien queremos y encontrar
la voz propia. A abrazar la idea de lo que podemos ser y de lo que quizá no
seamos nunca, porque decidir es elegir y también dejar ir.
23
Los pequeños actos de rebeldía

A pesar de las muchas críticas que recibe el llamado «activismo de sofá»,


estaremos de acuerdo en que hay muchas maneras de resistencia y no todas
implican una respuesta estratégica o siquiera enérgica. Una puede hacer
política en el supermercado, navegando en Internet, en las aulas, en el oficio
de la escritura, a través de las conversaciones con sus hermanos y la
educación de sus hijos.

«La primera tarea de la educación es agitar la vida, pero dejarla libre para que se
desarrolle.»
M M

También una practica el activismo por simple oposición: no comprando


ciertos productos, no clicando en determinados anuncios, no riendo
determinadas bromas, no hablando mal de otras en ciertos momentos o,
cuando no tenemos más opción que esa, simplemente rechazando el creer
en algo que alguien quiere que demos por sentado.
Cada decisión, cada pensamiento al que hacemos espacio, cada
conversación o cada periodista al que nos hacemos afines nos acerca más a
un lado y nos aleja más de otro. Una hace lo que puede desde donde puede.
Mi padre, que por pasar buena parte de su vida en una silla de ruedas vio
reducidas sus opciones a muy pocas, siempre decía que el mando a distancia
era el símbolo supremo de la libertad individual, y algo de razón llevaba en
eso.

Reconocer el calambre
En la piel entrenada, la desigualdad se siente como un calambre. La
constante interrupción de las mujeres por parte de los hombres en público,
la condescendencia con la que con frecuencia somos tratadas, cuando no
menospreciadas, insultadas e incluso violentadas. La simplificación de los
personajes femeninos en la ficción mainstream , en los que históricamente
hemos ocupado el papel de mujer de, madre de o a veces solo el del adorno
sin sustancia. La representación de la mujer como instrumento en la
publicidad, la constante sexualización de las adolescentes. Estamos tan
acostumbradas a todo esto que hemos aprendido a no verlo. Y no nos culpo,
quién querría extender su brazo a sabiendas del calambre. Pero déjame
recordarnos algo: el calambre duele menos que vivir con el brazo flexionado.
Para ser capaces de ejercer la resistencia, primero tendremos que ser
capaces de reconocer el calambre. Esa incomodidad que a veces sientes ante
determinados comentarios, pero a la que no sabes ponerle nombre, es el
calambre; esa vergüenza que te da algo sobre lo que en el fondo no sabes si
deberías sentir vergüenza, esas ganas de comer o de beber por rebelarte, esa
sensación de confusión, casi de mareo cuando algo de lo que lees o escuchas
acerca de ti o de las otras no te encaja: esas son buenas maneras de acercarte
al calambre. Y no menosprecies la posibilidad que esconde: toda revolución
comienza con un calambre.
La doctora en Historia Amanda Foreman dice en uno de sus
documentales sobre la historia silenciada de grandes mujeres que «uno
puede juzgar una civilización por la manera en la que trata a las mujeres y el
grado en el que las mujeres tienen autoridad, capacidad de acción e
independencia». En esta serie, expone cómo no todas las civilizaciones en la
historia pasada han concedido a la mujer el mismo lugar, sobre cómo la
sociedad griega fue mucho más cruel que, por ejemplo, la egipcia en materia
de género, o cómo incluso en los restos encontrados de Çatalhöyük, el
conjunto urbano más grande y mejor preservado del neolítico en Oriente
Medio, se pueden ver indicios de una civilización con poca o ninguna
diferenciación basada en género, teniendo hombres y mujeres estatus
sociales parecidos. Y hace unos ocho mil años de aquello.
«El estatus de las mujeres en la sociedad se ha convertido en el estándar por el cual
se puede medir el progreso de la humanidad hacia la civilidad y la paz.»
M A

No sentimos el calambre porque nos hemos acostumbrado a que la


desigualdad forme parte de nuestra manera de entender el mundo y
preservarlo, porque esta es la sociedad en la que hemos crecido y estos son
los valores en los que nos hemos educado. No vemos la desigualdad porque
entendemos como inamovible esta forma en la que percibimos nuestro
mundo, y cuando nos topamos de bruces con ella, cuando no podemos
esquivarla en aquellos casos en los que la desigualdad se presenta como
demasiado obvia, es entonces que recurrimos a la peor de las crueldades:
culpamos a las víctimas. Ellas son las que deben aprender a negociar
salarios, ellas son las que se ponen en una posición de vulnerabilidad
económica al renunciar a sus trabajos por cuidar a otras personas. Ellas son
las que se cosifican y se venden, las que esperan demasiado para tener hijos,
las que no esperan lo suficiente y ponen en riesgo sus carreras. Las que
consienten, las que exculpan la violencia de sus maridos, las que lo provocan
incluso. Reducimos a la esfera del individuo un problema con raíces en el
contexto porque es más sencillo, porque nos protege de empatizar y nos
hace sentir menos vulnerables.

El lugar de una mujer está en la resistencia

En este libro no he hablado de otra cosa que de la voz propia. De cómo


notarla, cómo reconocerla y agarrarla, de cómo no dejar que nadie la pise, la
manipule, la use para un beneficio que sea otro que el tuyo, y tengo por
objetivo y obligación moral el no caer yo en lo contrario. Si a estas alturas
del libro trato de imponerte qué es el feminismo y qué no, qué debe de hacer
una mujer de bien, qué tono me resulta más cómodo y más adecuado, cuál
considero que debiera ser tu opinión sobre los grandes temas entre los que
se debate el feminismo liberal y radical —prostitución, pornografía, ciertos
aspectos de la sexualidad de la mujer o la posibilidad de un feminismo desde
la esfera capitalista—, o si trato de explicarte cómo debes luchar o no hacerlo
y en qué filas deben estar tus esfuerzos estaría en una posición justa de
perder toda la poca o mucha credibilidad que a estas alturas del libro espero
haberme ganado por tu parte.
Yo tengo mis opiniones, no me malentiendas. Tengo mis blancos, mis
negros y mis muchos grises, y no espero que los tuyos se parezcan a los
míos. No tenemos que estar de acuerdo en todo. No podemos estar de
acuerdo en todo. Pero sean cuales sean tus colores, tus banderas y los
apellidos de tus fantasmas, hay algo que para mí no es negociable: el lugar de
una mujer está en la resistencia. Qué entendemos por resistencia admite
discusiones, como no las admite que reconozcamos que la desigualdad ha
existido y existe, que nadie regala derechos a los que no los quieren y que
nada cambia si una, por sistema, hace la vista gorda al calambre.
Pero la forma en que ejerzas esa resistencia va a depender de tu voz, de tus
necesidades y tus circunstancias, de tu profesión, tus gustos, tus capacidades.
De tu historia previa, de tus experiencias en la vida y de lo que ves a tu
alrededor. Cuando una mujer comienza su camino en la resistencia se
encuentra con una cantidad indecente de comentarios negativos. Aún no sé
cómo ni por qué el feminismo se ha hecho tan impopular en algunos
ámbitos, pero en los últimos tiempos nada produce más odio en las redes
que el feminismo, habiendo abierto la puerta a un nuevo tipo de violencia
machista digital que recibe el nombre de cibermisoginia . Un artículo
publicado por Ruth Lewis, Michael Rowe y Clare Wiper en e British
Journal of Criminology en 2017, mostró que el ochenta por ciento de las
mujeres que dijeron estar frecuentemente envueltas en debates feministas en
Twitter han recibido acoso en línea en algún momento.
Jenny Cole, especialista en psicología social, compartió en un artículo
publicado recientemente una posible explicación para este asunto: la teoría
de la justificación del sistema, de Jost y Banaji. Esta teoría propone que
incluso los miembros de los grupos sociales más desfavorecidos tienen
puntos de vista positivos acerca de la sociedad en la que viven, ya que
aceptar que el sistema actual en el que viven puede ser defectuoso es
psicológicamente incómodo: amenaza nuestra creencia de que el mundo es
justo.

« No estaba enferma en su locura, la vivía como la salud.»


M D

Puedes prepararte para no gustarle a todo el mundo, y eso será así incluso
si tu lucha pasa por defender la igualdad desde un feminismo cándido y
endulzado como el que con pasión defiende Emma Watson. Hay quien
también te querrá enseñar a ser feminista y dirá: si queréis que os escuchen
esta es la manera y no esta otra, así es como debéis defender el mensaje si
queréis ser tomadas en serio. Si queréis más derechos, tendréis que pedirlos
como Dios manda.
Yo misma tengo problemas con ciertas ramas del feminismo más extremo,
con algunos tonos, con algunas palabras si me apuras, y si en mi mano
estuviera haría un llamamiento para que todas tratemos de elevar el
discurso, al menos pediría eso. Que tratemos de hilar más fino, que dejemos
de repetir lo que es obvio. Pero haré hincapié en que este libro no va de eso:
este libro va justamente de lo contrario.
La idea es que te conozcas bien, reconozcas el calambre y tomes decisiones
en función de lo que tú quieres y no de lo que nadie espera de ti. Y a mí no
tienen por qué gustarme esas decisiones, ni ese tono, ni esas maneras. Al fin
y al cabo todas somos distintas y la diversidad ha de ser necesariamente
bienvenida en esta causa si quiere representar con justicia la realidad de un
mundo diverso. Yo escribo desde mi piso en Londres, tengo una situación
socioeconómica concreta y una experiencia que dicta aquello que me resulta
cómodo e incómodo, y tú partes desde la tuya y no la mía.
Pero sea el tuyo un feminismo socialmente más conservador o el de las
facciones más anarquistas, vas a tropezarte con severas críticas. Así que a
todas nos recuerdo que no podemos, no queremos y no necesitamos
contentar a todos los que nos escuchan.
« Siempre tan necios andáis que con desigual nivel a una culpáis por cruel y a otra
por fácil culpáis. ¿Pues cómo ha de estar templada la que vuestro amor pretende, si
la que es ingrata ofende y la que es fácil enfada?»
S J I C

Los grandes actos de rebeldía

Quizá nunca hayas oído hablar de Ahed Tamimi o quizá su historia te


resulte familiar. Si es ese el caso, es probable que la narrativa que te ha
llegado lo haga desde uno u otro bando: la heroína palestina que plantó cara
a la ocupación israelí o lo contrario, la adolescente adoctrinada por su
familia que arriesga su propia vida y anima a otros a hacerlo por la causa
equivocada.
Ahed es bien conocida en círculos palestinos por un vídeo que se hizo
viral en el 2012 en el que se enfrentaba a un soldado israelí con tan solo doce
años. Recientemente, otro vídeo de una Ahed adolescente y harta de las
constantes redadas y de haber crecido en un ambiente en el que ningún niño
del mundo debería haberse visto envuelto, mostraba como abofeteaba a otro
soldado israelí que patrullaba cerca de su casa.
Para los palestinos, Ahed Tamimi encarna una nueva generación de
activistas que desafían a las fuerzas de ocupación desde sus teléfonos
digitales, con los que tienen la posibilidad de grabar y difundir de manera
inmediata los abusos que reciben para que sean vistos en todos los rincones
del mundo.
La historia de Ahed, además, nos recuerda los peligros de lo que
Chimamanda Ngozi Adichie llama la historia única : lo que ocurre cuando
situaciones o seres humanos complejos, llenos de incongruencias,
contradicciones y multiplicidad de capas son reducidos a una sola narrativa.
El mundo ha retratado a todas las mujeres palestinas como oprimidas, como
sujetos pasivos no involucrados en lo que ocurre a su alrededor. Ahed, con
su pelo suelto, sus puños alzados y su rabia manifiesta representa justo lo
contrario.
En un tono muy distinto y con intención de mostrar las muchas maneras
que hay de luchar contra lo que una siente que no es razonable, las Guerrilla
Girls fueron un grupo de activistas surgidas en Nueva York en la década de
los ochenta como respuesta a la escasa presencia de la mujer en el arte como
sujeto —y no como mero objeto de contemplación—. Ellas se definen así:

«Las Guerrilla Girls son artistas activistas feministas. Usamos máscaras de gorila en
público y utilizamos datos, humor y visiones extravagantes para exponer el sesgo
étnico y de género, así como la corrupción en la política, el arte, el cine y la cultura
pop. Nuestro anonimato mantiene el enfoque en los problemas y lejos de lo que
podríamos ser: podríamos ser cualquiera y estamos en todas partes. Creemos en un
feminismo interseccional que lucha contra la discriminación y apoya los derechos
humanos para todas las personas y los géneros. Socavamos la idea de una narrativa
convencional al revelar la historia subyacente, el subtexto, lo pasado por alto y lo
francamente injusto.»
G G

Y una más. Laura Bates fundó su proyecto «Everyday Sexism» (Sexismo


de todos los días) hace seis años con la intención de dar un espacio seguro a
mujeres «y algunos hombres» desde todos los rincones del mundo donde
poder expresar sus experiencias alrededor del sexismo y de esa manera dar
un paso adelante en materia de igualdad de género. Laura Bates es una de
mis maestras, de mis superheroínas. De su increíble proyecto Everyday
Sexism, dice:

«Ser feminista, he aprendido, es ser acusada de ser hipersensible, histérica y llorica.


Pero frente al abuso que el proyecto descubrió, la fuerza, el ingenio y el humor de las
mujeres brillan como un faro. La bailarina que actuó durante horas en el metro para
reclamar el espacio donde fue asaltada sexualmente. La mujer que esperó cinco años
para presentar su contrato al orientador profesional que le había dicho que no llegaría
a nada si alguna vez se convertía en ingeniera. La viandante que con calma quitó la
escalera de un albañil que la acosaba, dejándolo varado en un techo.»
L B

Independientemente de tu signo político, estarás de acuerdo conmigo en


que todas las agallas del mundo son pocas para plantarle cara a la ocupación
israelí con las manos desnudas en la franja de Gaza. En que el trabajo de las
Guerrilla Girls ha acercado hasta al público más escéptico la realidad de la
situación de la mujer en el mundo del arte. En el enorme coraje de Laura
Bates y de todas aquellas que se atreven a levantar la voz en público por
aquello que no es justo y no lo va a ser nunca. Y no todas somos, ni
queremos, ni necesitamos ser Ahed Tamimi o las Guerrilla Girls o Laura
Bates. Pero qué diferente sería el mundo si tuviéramos la fuerza de Ahed
para hacer resistencia, la picardía de las Guerrilla Girls, la brillantez de
Laura Bates, la determinación de Rosa Parks, la solidez de Malala o la
verborrea de Virginia Woolf.
El mundo, tu mundo, puede cambiar hoy si entre todas damos un paso
adelante. Tú decides cómo y cuándo, pero lo hagas de la manera en la que
quieras hacerlo, déjame recordarte algo: las demás te estamos esperando.
24
Atrévete a equivocarte

J. K. Rowling recibió un título honorífico en la Universidad de Harvard al


pronunciar su famosísimo discurso de la Ceremonia de Graduación número
357. En un texto del que merecería la pena citar cada frase, la autora
comparte las dos cosas más importantes que considera haber aprendido
desde aquel día en que se graduó en estudios clásicos: la importancia de la
imaginación y la importancia del fracaso. Ante una audiencia que erizaría el
vello a cualquiera, J. K. Rowling explica cómo siete años después del día de
su graduación fracasó a una escala épica. Un matrimonio excepcionalmente
corto explosionó, y estando ella desempleada y encontrándose con la
realidad de enfrentarse sola a la maternidad, entró directa a la pobreza y al
más oscuro de los estados mentales: la depresión clínica.

La importancia del fracaso

De aquel período de su vida, que vivió como se vive la vida —sin saber si su
final tendría cuento de hadas—, la escritora con más ejemplares vendidos de
todo el Reino Unido y cuya riqueza se estima por encima de los seiscientos
millones de libras, enfatiza la importancia de lo que para ella supuso el
fracaso. De lo que este trajo a su vida y la enseñanza inestimable que extrajo
de él, dice:

«¿Así que por qué hablo acerca de los beneficios del fracaso? Simplemente porque el
fracaso implica el camino hacia lo no esencial. Dejé de pretender que era algo
diferente a lo que en realidad era y comencé a dirigir toda mi energía a terminar el
trabajo que me interesaba. No triunfé en nada más, pues nunca encontré la
determinación de tener éxito en otro campo que fuera de mi interés. Era libre, pues
mis más grandes miedos se habían materializado, y aún estaba con vida, y aún tenía
una hija a la cual adoraba, y tenía una máquina de escribir y una gran idea. Y
entonces el fondo que había tocado se convirtió en los fundamentos sobre los cuales
reconstruí mi vida.
Tal vez ustedes nunca fracasen a la escala que yo lo hice, pero algunos fracasos en
la vida son inevitables. Es imposible vivir sin fallar en ocasiones, a menos que vivas
tan cautelosamente que no estás viviendo en realidad, en cuyo caso, fallas por
defecto.
El fracaso me dio una seguridad interior que nunca experimenté al pasar los
exámenes. El fracaso me enseñó cosas acerca de mí misma que no hubiese podido
aprender de otra manera. Descubrí que tengo una fuerte voluntad y más disciplina de
la que esperaba. Y también descubrí que tenía amigos cuyo valor es mucho más alto
que el de los rubíes.»
J. K. R

No todas las historias de fracaso acaban en el éxito rotundo en el que lo


hizo la historia de la autora de los libros de Harry Potter, pero la
reelaboración que en su discurso de Harvard hace del propio concepto de
fracaso nos daría para construir todo un tratado. La libertad que le concedió
el fracasar, el encuentro consigo misma y la enseñanza que de él extrajo. La
absoluta determinación que en ocasiones resulta del haberlo perdido todo,
como señalábamos en capítulos anteriores al presentar la idea del
crecimiento postraumático, alcanza en este discurso una categoría
mayúscula.
De esta gran mujer y de tantas otras aprendemos algo: nunca conseguirás
nada si no te atreves a equivocarte. Si no te atreves a usar tu voz y explorar
ese proyecto, abandonar esa relación, hacer las maletas y largarte. Tendemos
a sobredimensionar las consecuencias del fracaso y a infravalorar nuestra
capacidad de afrontar las consecuencias de la caída, y con estas limitaciones
en la mente tomamos la decisión de no atrevernos, de no poner la nota
discordante, de amoldarnos a la voz de otros y no dejarnos la piel en buscar
la nuestra propia.
Como J. K. Rowling, redefinamos también nosotras qué es fallar. Un fallo
puede ser el escarnio y la pérdida, el reconocimiento de no estar en lo cierto
y el dolor del haberse equivocado. Pero un fallo es también un intento que
aún no ha funcionado. Una nueva información valiosa, una nueva
perspectiva de la que antes carecías. Fracasar es la oportunidad de
enfrentarte de golpe con la necesidad de potenciar tus fortalezas, es
exponerte a tus recursos, es perder la pompa y abrazar la posibilidad de
reconstruirte desde las cenizas. De desmontarlo todo y volver a montarlo, a
veces de saber que desde determinado punto solo puedes nadar hacia arriba.
Hasta en el peor de los casos, equivocarte es avanzar. Es el haberte dado a
ti misma la opción de probar algo y de descubrir que quizá eso no
funcionaba, o que puede que no fuera eso lo que querías. Equivocarte es un
paso más hacia la voz propia, hacia una libertad nueva fuera de las opciones
previas, es experimentar con otras pieles y probar a ser quien antes no creías
que podías ser. Equivocarte es siempre avanzar, pues aun cuando pierdes y
decides que no era eso lo que querías, sino quizá lo otro, te encuentras más
avanzada en el camino de lo que te encontrabas antes. Y esa nueva
información vale millones.

«Y el problema es que, si no arriesgas nada, arriesgas más.»


E J

Pandora, la esperanza y la desesperanza creativa

Para empezar, Pandora no tenía una caja: tenía un jarrón. Pandora fue la
primera mujer —algo así como nuestra Eva—, y en aquel mítico recipiente
de la mitología griega atesoraba todos los males del mundo. Como presente
de boda se le regaló un pithos , una tinaja ovalada, con instrucciones claras
de no abrirla nunca. Pero Pandora, a la que sarcásticamente también se
colmó de curiosidad cuando fue creada, no pudo reprimir el deseo de saber
qué contendría aquel jarrón epónimo. Y, al abrirlo un día, escaparon de
golpe todos los males del mundo: la avaricia, la codicia, la envidia, la gula,
las enfermedades, la vejez y todos los sufrimientos que hasta el momento los
mortales desconocían. Cuando Pandora atinó a cerrarla, solo quedaba en el
fondo Elpis, el espíritu de la esperanza. La esperanza, todavía en nuestros
días, sigue siendo lo último que siempre se pierde.
Podríamos aquí pararnos a comentar cómo la representación de la mujer
como lábil, incontrolada e impulsiva que nos regaló la sociedad griega sigue
formando parte de la conciencia colectiva en nuestros días, pero el análisis
de esta historia va a ir, solo por esta vez, por este otro lado: ¿qué hacía la
esperanza dentro de una caja que contenía todos los males del mundo? No
nos queda otra que pensar que, a pesar de lo que nos han hecho pensar
desde niños, la esperanza no es siempre parte de la solución, sino gran
responsable de parte de nuestros problemas.

«Buscar. No es un verbo, sino un vértigo. No indica acción.


No quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene.»
A P

La esperanza es la que mantiene la ilusión de control, la que postula que


todo va a estar bien, la ilusión engañosa que evita que tengamos que hacer
frente a los males y de que pospongamos soluciones eficientes con la idea de
que las cosas acabarán por resolverse solas.
La «desesperanza creativa» es un estado que reconoce que todos esos
intentos de solución previos no han funcionado —el pensar en algo lo
suficiente como para que el sufrimiento acabase, el pensar mejor para que el
sufrimiento cesase, el hacer ciertas cosas o el dejar de hacerlas para que el
sufrimiento terminase por desaparecer—, pero que a su vez crea espacio
para nuevas posibilidades y soluciones que no hemos probado antes.
Porque hay cosas que pueden solucionarse y a las que podemos hacer
frente de manera estratégica y lógica, pero siempre habrá otras que solo
pueden experimentarse y para las que los intentos de control no harán más
que empeorar el problema. Abandonar el optimismo engañoso nos permite
explorar nuevas posibilidades y afrontar la vida de una manera más ajustada
a la realidad: como ya subrayamos al presentar la idea de la exactitud
emocional, es solo a través de experimentar las emociones dolorosas y no
tratar de evitarlas a toda costa que somos capaces de crear soluciones
adaptadas a la realidad, de conectar con la información que el dolor nos
ofrece y hacer los ajustes que necesitamos.
Recuerda que no exponerte al fracaso por miedo al sufrimiento vuelve a
hacer coincidir tus objetivos con los de un muerto. Como la creadora de la
maravillosa Mujercitas , no temas en exceso a las tormentas:

«No le temo a las tormentas, porque estoy aprendiendo a navegar mi barco.»


L M A

Y con esto vuelvo a invitarte a que pruebes cosas diferentes, a que salgas
de tus hábitos de siempre y te atrevas a cambiar aquello que no te funciona, a
sentir aquello que te duele y a atreverte a probar nuevas soluciones para
viejas angustias, porque como dijo Marguerite Duras —una más de las
muchas líneas que conforman la huella de mi propia voz—, muy pronto en
la vida es demasiado tarde.
25
Las mujeres que ayudan a las
mujeres

Según la definición que nos proporciona el diccionario de la RAE, la


sororidad es la «agrupación que se forma por la amistad y reciprocidad entre
mujeres que comparten el mismo ideal y trabajan por alcanzar un mismo
objetivo». La Fundéu, por su parte, dice que sororidad es válido para aludir,
en el movimiento feminista, a la relación de solidaridad entre mujeres. El
término —que muy fácilmente podría considerar como uno de mis
preferidos en lengua castellana— sigue el mismo esquema que fraternidad,
cuya raíz latina es frater (hermano), solo que en este caso la raíz soror
(hermana) hace alusión a la relación entre las personas de sexo femenino.
Más allá del debate etimológico, la sororidad es un movimiento ideológico
que llama a las mujeres a unirse en el mismo frente para concentrar sus
esfuerzos en materia de igualdad de género.

«Cualquier mujer que elija comportarse como un ser humano debe ser advertida de
que las multitudes que han establecido las normas sociales la tratarán como a un
chiste… Ella necesitará de su hermandad.»
G S

Las mujeres que no quieren ayudar a otras mujeres

En un inesperado giro de los acontecimientos, acabé por ver la serie El


cuento de la criada de Margaret Atwood antes de leerme el libro, que luego
disfruté tanto o más. Al poco de comenzar el primer capítulo, escuché algo
que aún sigue conmigo:
«Eso lo hacen muy bien —dice Offred—. Hacer que no confiemos las unas
en las otras.»
Son innumerables los estereotipos que existen alrededor del
comportamiento de hombres y mujeres, pero este es uno de los más
recurrentes: que las mujeres compiten entre ellas más de lo que lo hacen los
hombres, que las mujeres no sabemos ser amigas entre nosotras de la
manera en la que lo hacen los hombres; que la maldad de las mujeres
siempre es más retorcida, más sádica, más manipuladora. Que no podemos
confiar las unas en las otras. Todo esto tiene mucho que ver, por supuesto,
con la expectativa de que el comportamiento de la mujer entre en la esfera
de lo que consideramos como amable, y bien visto, esto es una maniobra
ciertamente inteligente.
Pero aunque lo anterior no es necesariamente cierto, también lo es que no
todas las mujeres ayudan a otras mujeres. Las feministas soñamos con un
mundo con más mujeres en el poder y sentimos que, dada la oportunidad,
las mujeres desde esas posiciones seremos capaces de crear una sociedad
más justa. Pero lo cierto es que el hecho de que haya más mujeres en el
poder no tiene por qué traducirse necesariamente en políticas más justas,
puesto que las mujeres somos portadoras del sexismo de la misma manera
que lo son los hombres.
El síndrome de la abeja reina fue definido por primera vez por G. L.
Staines, T. E. Jayaratne y C. Tavris en 1973. Este síndrome hace referencia a
las mujeres que, estando en posiciones de autoridad, tratan a las mujeres que
están por debajo de ellas de manera más crítica que si estos fueran hombres.
Este fenómeno ha sido documentado por varios estudios en los últimos años
y goza de un relativo respaldo por parte de la ciencia.
Las abejas reinas actúan siguiendo siempre el mismo patrón: una vez
alcanzan el poder, niegan la discriminación de género y culpan a otras
mujeres de la desigualdad que sufren desde su trono recién adquirido.
Algunos investigadores especulan con las causas de dicha falta de empatía y
sitúan su origen en la idea de que estas mujeres pueden sentir que fue
mucho el trabajo duro y el estrés que tuvieron que soportar para llegar hasta
la cima, y consideran justo que otras mujeres pasen por lo mismo si quieren
gozar de sus mismos privilegios.
También estas abejas reinas denotan una auténtica falta de conciencia de
clase, y se muestran insolidarias, completamente incapaces de entender el
concepto de privilegios, sin llegar a atribuir ninguna parte de su éxito a nada
que no tenga que ver con su propio esfuerzo. Estas mujeres de éxito en
entornos generalmente masculinos tienden a obviar las estadísticas y niegan
la estructura patriarcal que por sistema desfavorece a las mujeres como
grupo, sin demostrar la capacidad de salirse de la anécdota de la esfera
individual.
Estas mujeres existen, tú las conoces y también yo. La ideología de género
también nos proporciona explicaciones de por qué alguien se volvería en
contra de lo que debería ser su tribu y no su contendiente, pero para lo que
tampoco deberíamos utilizar la ideología de género es para llegar a la
conclusión opuesta: que la mujer es buena por el simple hecho de ser mujer.
Frente a la negación de las mujeres colaboracionistas del machismo, las
abejas reina y toda una sociedad impasible, los datos son y siguen siendo
alarmantes. El World Economic Forum arroja luz sobre el asunto, dejando
claro que el progreso con el que tanto nos gusta llenarnos la boca se ha
estancado. Que tardaremos más de un siglo en alcanzar la igualdad a este
ritmo si es que la alcanzamos. Que solo en España, las mujeres asumen entre
cuarenta y cincuenta días más de trabajo no remunerado que sus
compañeros hombres, y que la brecha salarial no es una broma. Y aunque
los datos son diferentes según la fuente, sabemos por las últimas
actualizaciones que nos llegan del INE que el conjunto de salarios recibidos
por mujeres suma un 22,9% menos que el de los hombres en términos
brutos anuales, y que el Eurostat sitúa la brecha en un también alarmante
14,9%. Por otro lado, para los negacionistas de la realidad de la violencia de
género, los datos publicados por el Consejo General del Poder Judicial
exponen que las muertes violentas sufridas por hombres a manos de mujeres
apenas alcanzan el 8,7% frente al 91,3% de mujeres asesinadas.
Con esto y con todo, hay mujeres que no se quieren llamar a sí mismas
feministas y que repudian la ideología de género. Mujeres que niegan los
privilegios y las diferencias de clase, y mujeres que se siguen acercando al
matón de la clase con la esperanza secreta de tratar de ahorrarse el abuso, de
no acabar convertidas en víctimas.
Y aun sabiendo todo esto, aun consciente del daño que estas mujeres nos
hacen, pienso que, como Ferrante, también estoy de su lado:

«En principio, me niego a hablar mal de otra mujer, incluso si ella me ha ofendido
intolerablemente. Es una posición que me siento obligada a tomar precisamente
porque soy muy consciente de la situación de las mujeres: es la mía, la observo en
otras, y sé que no hay mujer que no haga un esfuerzo enorme y exasperante para
conseguir llegar hasta el final del día. Pobres o acaudaladas, ignorantes o educadas,
bellas o feas, famosas o desconocidas, casadas o solteras, que trabajan o están
desempleadas, con hijas o sin ellas, rebeldes u obedientes, todas estamos
profundamente marcadas por una forma de estar en el mundo que, incluso cuando lo
reclamamos como nuestro, está envenenado en la raíz por milenios de dominación
masculina.
Así que me siento cercana a todas las mujeres y, a veces por una razón, a veces por
otra, me reconozco a mí misma tanto en lo mejor como en lo peor de ellas. ¿Es
posible, la gente me dice a veces, que no conozcas siquiera a una bruja? Conozco a
algunas, por supuesto: la literatura está llena de ellas y también la vida cotidiana.
Pero, aun teniendo en cuenta todo esto, estamos del mismo lado.»
E F

Las mujeres que queremos ayudar a otras mujeres

Caitlin Moran dice en su libro Cómo ser mujer que no nos debemos nada,
que el feminismo no debería implicar el no poder hablar mal de otras
mujeres. Y aunque entiendo que ninguna ideología tiene la capacidad de
cegarme ante la estupidez o la mezquindad de las demás, pienso que en el
fondo sí que nos debemos algo. Somos nosotras la voz silenciada, somos
nosotras las que sufren de infrarrepresentación pública, somos nosotras las
violentadas. Y, nos guste o no sea ese el caso, estamos en el mismo bando.
Huelga decir que no comulgo con cualquier manifiesto feminista que se
erija en cualquier momento desde cualquier parte del mundo. Que si alguna
mujer se despierta mañana y decide tomarse la justicia por su mano, agarrar
una metralleta y matar en nombre del feminismo, no lo hace en mi nombre.
Que no todas las ideas de todas las feministas de la historia me parecen
lógicas; que no todos los tonos, todas las opiniones y todos los alegatos que
se hacen en nombre del feminismo se acoplan al mío propio, pero incluso
así, estamos en el mismo bando. Y en contra de lo que defienden algunas
feministas liberales o posmodernas, yo sí que pienso que nos debemos algo.
No nos debemos el gustarnos, eso está claro, pero sí que nos debemos la
compasión, sí que nos debemos el echarnos una mano.
Como también a mí me la han echado.
Mis principios en Londres no fueron sencillos. Llegar a una ciudad nueva
en la que no hablas el idioma, en la que tienes a la familia lejos y hasta la
distancia de seguridad al hablar cambia, puede llegar a convertirse en una
fuente de estrés importante. Por más que traté de acelerar el paso y saltarme
el recorrido que la vida tenía planeado para mí, no pude evitarme los
primeros meses de balbuceo, las primeras entrevistas torpes, ni la vergüenza
de no conseguir lo que me había propuesto en el tiempo planeado. Por más
que luché y trabajé duro, nada cambiaba. Nada cambiaba hasta que un día lo
hizo, y lo hizo gracias a Kay.
Kay apareció en mi vida como lo hacen todas las personas importantes:
por casualidad. Por suerte. Antes de ella fueron muchos los currículos que
envié, decenas las conversaciones telefónicas en las que literalmente la pifié.
Me mudé a Londres sin hablar más inglés que aquel que habíamos
aprendido durante los años de colegio. Nadie parecía estar dispuesto a pasar
por alto mis intentos atropellados de parecer segura durante las entrevistas,
hasta que alguien decidió hacerlo un día. Y, otra vez, esa fue Kay.
A pesar de mi falta de dominio del idioma y de unos nervios que sacaron
lo peor de mí durante lo poco o mucho que duró nuestro primer encuentro,
Kay vio algo en mí. Aún hoy le debo el que decidiera aquel día hacer una
apuesta casi ciega para incorporarme a su equipo. Desde el primer día se
aseguró de que las condiciones para que mi carrera progresase estuvieran
siempre desplegadas frente a mí, y en los meses que siguieron a aquel primer
día se comprometió a supervisar mi trabajo personalmente. Pocas semanas
después de aquello, Kay tomó la decisión de incluirme en un programa de
formación para directivos que más tarde sentaría las bases de mis futuros
trabajos dirigiendo proyectos en el campo de la psicología en Londres.
Donde yo solo veía ambición y ganas, ella dibujó un camino, estructuró mis
esfuerzos, me proporcionó la ayuda que necesitaba y la confianza para
convertirme en la que me he convertido, en la que aún me sigo convirtiendo.

«¡Enarbolad la bandera de la igualdad, mujeres!


¡Luchad por vuestros derechos y contad con mi leal colaboración!»
L M A

Los datos indican que son muchas menos las mujeres que reciben
formación por parte de sus empresas que los hombres en las mismas
posiciones. También reciben menos mentoría y coaching y esto no ocurre
solo en una dirección: no son solo las empresas las que ofrecen menos
oportunidades a las mujeres, sino que estas mismas mujeres buscan
activamente menos mentores de lo que lo hacen los hombres. La
discriminación, otra vez, se internaliza.
Mi ilusión es ser Kay para otras mujeres. En eso he convertido mi lucha
del día a día. Con mi comportamiento, a veces más acertado y otras veces
menos, trato de ser el cambio que querría ver en el mundo, y procuro tener
en mente que si no hubiera sido por Kay mi voz no sería la que hoy es. Ella
vio la llama, me concedió un espacio seguro y unos pocos medios, y a veces
eso es todo lo que una necesita. Cariño, espacio, ayuda para ganar claridad.
En un mundo en el que la competencia entre mujeres ha sido el arma más
infalible del patriarcado, la sororidad es casi una decisión política. «Divide y
vencerás» se ha colado en los chistes machistas, los cuentos, la ficción, hasta
llegar a formar parte del imaginario colectivo y hacernos creer que hay algo
casi biológico en la enemistad entre mujeres. La sororidad es así una
estrategia de empoderamiento personal y colectivo, una respuesta política a
través de la idea de que la unión hace la fuerza, un ideal firme sobre el que
cimentar nuestros esfuerzos con intención de contrarrestar la consabida
inclinación de la balanza.
Y esto no solo me lo enseñó Kay, porque no ha sido ella mi única mentora,
ni la única que influyó en que mi voz fuera la que es: mis compañeras de
trabajo, mis alumnas y mis clientas son grandes mentoras en mi día a día.
Las autoras de los libros que leo, mi familia, los personajes de la ficción a los
que admiro. Gracias a todas ellas he aprendido que, en el fondo, todas nos
debemos algo.
26
Hechos, no palabras

Desde este escritorio en el que os escribo se ven los tejados de pizarra oscura
que coronan las casas victorianas de mi calle. Durante el día contrastan con
el gris de las nubes bajas y los largos árboles que, hasta casi llegar el verano,
lucirán enclenques. Cuando llega la noche, las luces amarillas de los salones
brillan a través de las ventanas en voladizo y funcionan como escaparate
para la vida que transcurre en las primeras plantas. Las cenas a las seis sobre
la mesa del comedor, los cuadros en cada pared, el asado de los domingos,
las chimeneas que nadie enciende. Londres deja poco a la imaginación, todo
en ella está expuesto para delirio de sus admiradores, que nos contamos en
legiones.
Por eso no nos es difícil imaginar cómo, solo un siglo atrás, las cosas
debían de ser muy diferentes para esas mujeres que hoy alcanzo a ver desde
el sillón de mi escritorio. Esas mujeres que habitan el este de Londres y que
pasean pantalones de raya y chaquetas de sastre de camino al trabajo, y
cuyas antepasadas, tan solo cien años atrás, rompían cristales de negocios,
alteraban el orden público y quienes, lideradas en el este por Sylvia
Pankhurst, se convirtieron en uno de los bastiones más importantes dentro
de la lucha por el voto femenino en Occidente.
El eco de las sufragistas en este país aún resuena en cada rincón de cada
salón, de cada comedor, de cada edificio. Además de las animadas reuniones
y protestas en estos distritos, las mujeres de clase trabajadora del este de
Londres acudieron en gran número a manifestaciones y procesiones por el
centro, con frecuencia en su único día libre de la semana. Mujeres que en
muchos casos acabaron por perder a sus hijos en manos de unos maridos
que nunca cuidarían de ellos, que fueron diagnosticadas con enfermedades
mentales inventadas desde la pura conveniencia, recluidas en hospitales
psiquiátricos y encarceladas por algo tan increíble, desde la posición de lo
que hoy percibo en mi escritorio, como el voto femenino.
Y esto os lo cuento desde Greenwich, un barrio de ensueño en el sur de
Londres, Inglaterra. Un lugar que algunos podrían considerar la cuna de la
civilización del mundo. A menudo olvidamos que hay más mundo del que
literalmente vemos más allá de nuestras narices, y aunque aún queda mucho
por avanzar en muchos de los países que consideramos desarrollados, no me
pasa desapercibido que no tengo las mismas libertades que una mujer con
nueve hijos en la comunidad de judíos jasídicos de Brooklyn, o que una niña
cuyos padres han casado en Bangladesh a los doce años. Y aunque no sé si
desde aquí puedo llegar a estas y a esas mujeres, quisiera poder tenerlas a
todas en cuenta, a pesar de que es difícil agrupar en un mensaje una idea
que pueda servirnos a todas por igual.
Aun siendo ese el caso, todas compartimos algo: todas estamos en el
mismo bando. Todas, siguiendo a Tubert, hemos desarrollado nuestra
feminidad como el entrecruzamiento de la subjetividad y las imposiciones
culturales preexistentes en el orden simbólico:

«Producto de la articulación de la posición de la mujer en el orden cultural con la


constitución de su objetividad, es decir, el lugar donde se entrecruza lo inconsciente
con la cultura. En la medida que el orden social es patriarcal, la feminidad se
constituye en uno de los puntos cruciales del malestar cultural.»
S T

Y hasta donde yo sé, en mayor o menor medida, cada sociedad actual se


ha construido de manera patriarcal. Vivimos en un mundo patriarcal, en el
que no hemos sido nosotras las que hemos creado las reglas, sino que nos
han sido siempre impuestas. Nosotras nunca hemos controlado los
periódicos, el mundo académico, la televisión ni el Gobierno. El discurso
imperante nunca ha sido el nuestro y nunca ha sido elaborado en torno a
nuestras sensibilidades, necesidades ni requerimientos. Vivimos en un
mundo en el que el cien por cien de los esfuerzos solo se convierte en un
cien por cien de resultados si eres varón, tienes una situación
socioeconómica decente o posibilidad de acceder a ella y además eres
blanco. En el resto de los casos, la lucha por el éxito en la vida, por la
felicidad, por la salud emocional y la independencia mental adquiere un
matiz muy diferente.
Por eso, decir que una mujer siempre tiene opciones es injusto y falto de
miras. No solo es ignorante, sino prácticamente malévolo. Me es imposible
saber cuáles son las opciones de todas vosotras y tratar de construir en base
a ello un mensaje coherente. Porque no sé cuáles son las tuyas, la realidad es
que solo puedo trabajar con cada mujer caso por caso. Pero lo que sí que
puedo hacer antes de acabar este libro, es invitarte a que abras de verdad los
ojos y hagas un ejercicio de compasión y de valentía. A que pienses en lo que
has leído y trabajado, en las cosas que ahora sabes y antes no sabías, y mires
con ojos abiertos el suelo que en este momento pisas. Que entiendas cómo
has llegado hasta aquí, las fuerzas que te han empujado en una dirección u
otra y las decisiones que has tomado —o no has tomado— y han influido en
tu rumbo. Y una vez hecho esto, aceptes las responsabilidades que puedan
tocarte y no otras, y tomes la determinación de avanzar en la dirección en la
que quieres que tu vida avance:

«El carácter es la disposición de aceptar la responsabilidad por nuestra propia vida: la


fuente de la que el respeto por una misma emana.»
J D

Construye desde el futuro

Este libro partió de la idea revolucionaria de que si sabes quién eres, sabes
qué hacer. Mientras acepto mi parte de responsabilidad en que los mensajes
sensacionalistas y simples en exceso raramente funcionan como auténticos
catalizadores del comportamiento, pienso que esta bien podría ser una
excepción a la norma. Porque lo importante del comportamiento no es la
acción en sí, es lo que la acción en sí transforma: el énfasis pasa de estar en el
hacer para entrar directo a la esfera del ser. Todo lo que haces, toda decisión
que tomas te acerca inevitablemente a una versión de ti misma y te aleja de
otra, y si una no hace el ejercicio consciente de entender cómo esto ocurre,
muy fácilmente podremos haber acabado muy lejos de donde nos gustaría
estar ahora.
Quién eres, quién quieres ser y cómo llegar allí es de lo que de veras ha
tratado este libro, y espero que hayas encontrado algunas respuestas en estas
páginas. Por supuesto que un objetivo tan ambicioso como el encuentro con
una misma y la conformación —casi la elección— de la identidad nos
hubiera dado para mucho más. Pero quiero pensar que podemos haber
establecido con solidez ciertos cimientos que pueden resultarte útiles a ti y a
otras mujeres, puesto que lo que cambia en ti, cambia en el mundo. Y
también sobre eso han tratado estas páginas.
En coaching psicológico siempre trabajamos con la meta en mente. Como
psicóloga, mi objetivo es entender dónde quiere estar mi clienta y ayudarla a
reducir el espacio entre futuro y presente, bien sea en relación con un
proyecto concreto, a sus opciones laborales, a un cambio de carrera, a
problemas de relaciones o a cualquier aspecto que mi clienta considere
importante.
Por eso, este último capítulo ha de versar necesariamente sobre el futuro:
es desde allí que puedes construirte a ti misma, es desde allí que debes
elaborar el puente.

«El futuro entra en nosotros, para transformarse dentro de nosotros, mucho antes de
que ocurra.»
R M R

La idea de construir desde el futuro nos obliga a entender que la persona


que estará viviendo una vida u otra en cinco años es la misma que lee estas
mismas líneas hoy. Es alguien que tendrá la misma piel, sufrirá con la misma
intensidad y mirará el mundo desde los mismos ojos. Tener a tu yo futuro
muy presente puede cambiarlo todo: te obligará a dirigir tus decisiones, a
poner rumbo a tus esfuerzos y a dejar de vivir una vida templada. Porque
hasta donde sabemos, solo tenemos una y estaremos de acuerdo en que no
queremos que esta se convierta en una existencia tibia y con poca sustancia.
Tu vida es el proyecto más importante de todos, y de ti depende controlar
aquello que sí puedes controlar y generar una estrategia que te asegure
acercarte cuanto más puedas a quien quieres ser, y no dejarte llevar y ser
cualquiera, porque la verdad es que nadie quiere ser cualquiera, ni siquiera
cualquiera está satisfecha con ser lo que le ha tocado.
Una vez que has conectado con lo que te importa y te hace vibrar, con lo
que te hace levantarte por las mañanas con fuerza, con aquello que hace que
tu existencia cobre sentido es tu responsabilidad agarrarlo y hacer lo que
esté en tu mano por conseguirlo, si es que puedes hacerlo. Y quiero creer
que las demás estaremos ahí para ayudarte a que camines en la dirección
correcta.

La acción cura el miedo


Todo viaje es un camino que transforma, y tengo a bien pensar que este viaje
que hemos hecho juntas también ha transformado algo en ti que te
acompañará siempre. Qué puedo decir: el mío es un proyecto ambicioso.
Este viaje, como ya te prometí al inicio de este libro, ha estado con toda
seguridad lleno de espinas y de momentos dulces en su andadura, de
carreteras de montaña y de acelerones imparables por autopistas de peaje,
pero guardo la esperanza de que, incluso a pesar del calambre, te haya
merecido la pena. Que hayas atesorado un buen puñado de ideas
revolucionarias, de conceptos transformadores y de herramientas con
potencial de acercarte más a quien en el fondo ya eres.
Las tres partes que han compuesto este viaje —conecta, (des)aprende y
avanza— culminan con la simple idea de que nada cambia si no cambias. En
mi blog hablo a menudo de cómo la acción no solo cura el miedo, sino que
en última instancia es lo único que lo cura. Una más precisa y entrenada
perspectiva de género nos permite entender con más justicia el conflicto que
tenemos dentro y fuera, y sin este entendimiento nos es imposible avanzar
de la manera en la que queremos avanzar en nuestras vidas. Hemos dicho
que el feminismo es terapéutico, y sin desarrollar la capacidad de mirar al
mundo desde esta óptica difícilmente podremos entender nuestras infinitas
complejidades y solucionar aquello que haya que solucionar dentro y
también fuera. Y os urjo a que comencemos ya, a que actuemos en la
dirección que sea y a que no perdamos más tiempo porque, como Elvira
Lindo, pienso que tenemos prisa y tenemos razón, y una vez hemos
comenzado este camino no tenemos otra que acelerar el paso:

«Esa visión completa de las edades de la vida te hacía pensar en nuestras madres,
que nacieron con el destino escrito; en nuestras contemporáneas, que hemos sido en
gran parte luchadoras solitarias, fuertes pero también forzosamente
contemporizadoras para poder sobrevivir, y en estas chicas que han decidido acelerar
el paso, porque tienen prisa y tienen razón, y nos han obligado a las demás a andar
más rápido.»
E L

Y con esto, como es habitual con mis alumnas tras cada uno de mis
cursos, nos digo: ahora os vais afuera, de vuelta al mundo. Recordad todo lo
que hemos aprendido, todo lo que juntas hemos avanzado. Recordad que
todo conocimiento implica una responsabilidad. No olvidéis que cada
palabra, cada hazaña cuenta en vuestra vida y en la de las otras. Que aquello
que consigáis, lo consigáis para el equipo. Que aquello en lo que vencéis, lo
conquistéis para todas. Cada pequeño paso cuenta. Que la mujer
extraordinaria, como dijo Virginia Woolf, depende de la mujer ordinaria. Y
también fue ella quien dijo que «las obras maestras no son realizaciones
individuales y solitarias; son el resultado de muchos años de pensamiento
común, de modo que, a través de la voz individual, habla la experiencia de la
masa».
A través de tu voz hablamos todas, recuerda que no estás sola en esto.
El mundo necesita de tu voz propia.
Agradecimientos

Feminismo terapéutico se lo debo a tantas personas que necesitaría otro libro


tras este para poder hacer espacio a tantos agradecimientos. Pero trataré de
ser breve.
Mi primer gracias es para Virginia Woolf, que con su Una habitación
propia consolidó las bases de esta voz propia , abrió una nueva puerta en mi
mundo y vino a cambiarle el rumbo a todo. Por extensión, también al resto
de las autoras, artistas, madres, científicas, teóricas, profesionales de la
psicología y la terapia, hijas, amigas y otras mujeres con voz propia que,
siendo o no siendo aquí explicitadas, han contribuido de una manera u otra
al groso de este libro.
Gracias a mi madre, a mi padre que ya no está pero sigue en mi voz
siempre, a mis hermanas y a mis hermanos, a los más abiertamente
feministas y a los menos, porque todos contribuyeron, permitieron y
alentaron que yo buscara mi voz en medio del lío que fue nuestra vida
durante algunos años. Gracias porque en casa siempre hubo espacio para la
exploración, las diferencias, la conversación y los libros.
Gracias también a mis suegros, Pilar y Fernando, porque algo debieron de
hacer muy bien con su hijo y el mundo debe saberlo.
Gracias a mis amigas de Dos Hermanas, a todas ellas, por hacerme un
hueco en sus historias durante aquellos años cruciales de nuestras vidas. Os
recuerdo, os quiero, os tengo siempre presentes.
Gracias a Eli, porque me ha visto en los blancos y en los negros, y aun con
esas seguimos en el mism o bando. Te echo de menos permanentemente.
Gracias a Helena Colodro, psicoterapeuta experta en terapias de tercera
generación, porque me prestó su cabeza para el capítulo Pensamiento,
lenguaje y género y porque intuyo que la vida nos tiene reservado un algo
más juntas. Ya lo estoy deseando.
Gracias a Marina, mi gemela astral, psicóloga clínica y escritora del mejor
blog sobre psicología de Internet —Psicosupervivencia —, quien cuando
firmé el contrato de este libro me felicitó diciéndome que esto era un punto
para el equipo.
Gracias a la que ha sido mi familia en Londres los últimos seis años y algo
de mi vida, a mis amigas y a mis compañeras, a las que tendré que traducir
esto cuando tenga la primera copia en mano para asegurarme de que este
agradecimiento les llega como merecen. Gracias por haber compartido
tanto, por haberos convertido en mi tribu, por hacer de Londres mi casa y
haberme cuidado tan bien durante todo este tiempo.
Gracias a Ana, mi agente, por ayudarme a pulir mi voz, pero aun más por
entenderla, por respetarla, valorarla y apostar por ella.
Gracias a Rocío, mi editora, por darme esta oportunidad enorme y confiar
en mí.
Gracias a todas mis alumnas, a mis lectoras y a mis clientas. Me habéis
concedido el privilegio absoluto de formar parte de vuestras vidas y de
escribir un capítulo en cada una de vuestras historias, todas las cuales
atesoro con honor, orgullo y con cariño. Gracias porque le dais sentido a
todo.
Gracias a Gonzalo, mi marido, quien en los momentos más bajos de la
escritura de este libro me recordó por qué hago lo que hago, alimentó mi
valentía y me empujó a dar volumen a mi voz propia, dejando a un lado la
necesidad de contentar a todos. Por eso y porque cree en la igualdad con
tanta fuerza como yo creo, por eso y porque también él exige un mundo más
justo, por eso y porque es la persona a la que más quiero.

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