Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Castillo, Abelardo - Fermín
Castillo, Abelardo - Fermín
Abelardo Castillo
Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor que muchos. No necesitaba
estar muy borracho para romperle las costillas a su mujer, y prefería ir a gastarse la plata al
quilombo en vez de comprarle alpargatas al chico. Era sucio, pendenciero y analfabeto.
Opinaba que no se precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban
los juntadores, debía una muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el
chileno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía
medio metro de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que corría por los
montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vino ese
político y gritó ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo
es puro, auténtico, porque ustedes todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir
una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar.
Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves
más el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse,
por qué se iba a ir, si el Fermín la quería. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la
mujer se calma. Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la
Paula ni al malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa,
sobre todo cuando Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna,
vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata
ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado,
porque no era del discurso; le había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón.
Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o
reventar un plato contra la pared.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el
político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno
podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se
quedó un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y
no supo qué contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos
Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de
casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso,
mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo
convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio
sonriendo–. Nada.
Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde
y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una
copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y,
echándose hacia adelante, agregó:
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más
solemne que de costumbre:
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxima, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los
hermanos Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos…
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique, levantó
de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la
lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al
morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente:
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito,
comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente
asomaba la culata del Smith & Wesson.
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo.
Miró alrededor. Los hombres –Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había
cacheteado la fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor
quédate. Todavía no te robaron todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en
seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había
aparecido el revólver en la mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el
paquete de la Paula.
Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas
nos roban la plata y tamos contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro
que, hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
–A la pueblera.
–¿Traes plata?
–No.