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Novia a la medida

Un matrimonio de conveniencia no era precisamente la proposición más


romántica que había recibido Eve, pero las circunstancias familiares y su firme
convicción de que jamás volvería a enamorarse hicieron que aceptara casarse con un
hombre al cual apenas conocía.
Y resultó que David Elliot era el marido ideal: guapo, inteligente y dispuesto a
cumplir su parte del trato. Así ella tendría contenta a su familia y él conseguiría
dirigir el negocio. Lo que no esperaban era que el beso que se habían dado para
cerrar el acuerdo lo cambiara todo.

CAPÍTULO 1

ESTABA acostumbrado al brillo, siempre lo rodeaba. Había crecido en medio del


iridiscente misterio del ópalo, del oscuro fuego del rubí, de la claridad helada del
diamante, del gélido destello del platino y de la instantánea calidez del oro. Y sin
embargo jamás había visto nada como aquella joyería, un establecimiento tan conocido,
que ni siquiera especificaba a qué se dedicaba. Sencillamente se lo conocía como
Birmingham on State, el nombre del propietario y el de la calle. Eso era todo. Pero no
hacía falta más. Todo el mundo sabía que debía ir a Birmingham on State, si quería una
joya bella, única, cara, o innovadora.
Tampoco tenía el aspecto de una joyería normal y corriente, más bien parecía un
salón de moda. No tenía escaparate a la calle State de Chicago y, dentro, en lugar de
filas de expositores, había solamente media docena de vitrinas de cristal sobre pedes-
tales de mármol gris, a la altura exacta de la vista, con unas pocas piezas. Las vitrinas
parecían colocadas al azar, sobre una gruesa alfombra azul grisácea. Cerca de la
puerta, una de ellas exponía una gargantilla de diamantes sobre una tela de terciopelo
que caía en fogosa cascada bajo la potente luz.
Un hombre de traje oscuro se le acercó. Sus pasos quedaron amortiguados por la
alfombra.
-¿Puedo ayudarlo, caballero?
David seguía contemplando la gargantilla. La forma en que se engarzaban las
piedras tenía algo de inusual. Podía verlo incluso a cierta distancia, como si la pieza le
hablara. Pero no sabía qué era lo que la hacía tan especial. Sus dedos ansiaban tocar la
gargantilla, sus ojos examinarla de cerca para averiguar exactamente cómo estaba
hecha. Pero no lo habían invitado a viajar en avión desde Atlanta para inspeccionar la
mercancía de Henry Birmingham y aprender los viejos trucos del maestro joyero. Lo
cierto era que David no tenía ni idea de la razón de aquella inesperada invitación.
-David Elliot, quiero ver al señor Birmingham.
-Ah, sí, lo está esperando.
El dependiente lo guió por la tienda girando al final de una pared artísticamente
diseñada, sin puerta, tras la cual había un diminuto salón de consultas, imposible de ver
desde la entrada. En ese salón había tres butacas de aspecto cómodo y, en medio, una
diminuta mesa forrada a medias de terciopelo drapeado, del mismo color que la
alfombra. Henry Birmingham estaba sentado en una de esas butacas. Parecía estar
jugando con una docena de anillos de diamantes, observando sus reflejos y guiños de
luz.
David se detuvo. Henry apartó los anillos descuidadamente y se puso en pie.
David lo había visto alguna vez, de lejos, en convenciones y seminarios de joyeros, pero
jamás había estado tan cerca del rey del diseño de joyas. Le sorprendió que fuera
menudito. La edad comenzaba a encorvar su espalda. Su pelo plateado, sin embargo,
seguía siendo espeso y rizado, y sus ojos eran tan brillantes como las joyas con las que
trabajaba.
El anciano escrutó a David. Por espacio de diez segundos simplemente lo miró. Y
cuando por fin sonrió y alargó la mano, David se sintió como si acabara de competir y
quedar ganador.
-Bienvenido a Birmingham on State -lo saludó Henry-. Y gracias por hacer un
camino tan largo, para venir a verme. Siéntate -añadió tomando asiento y
contemplando los anillos desparramados-. Un encargo poco habitual, este que tengo
aquí. La dama ha reunido una colección de anillos a lo largo de los años, piezas antiguas
de familia, esas cosas. No hay ni uno verdaderamente valioso. El oro es bueno, pero el
diseño es vulgar y las piedras no llaman la atención. Sin duda, jamás volvería a
ponérselos. Pero en lugar de dejarlos olvidados en el joyero me los ha traído, y me ha
pedido que le haga una pieza de la que pueda disfrutar -explicó Henry alzando la
vista-. ¿Alguna idea?
-No creo que me haya invitado a venir porque necesite mi consejo, señor
Birmingham. Lleva usted cincuenta años más que yo en el negocio.
-Llámame Henry, todo el mundo me llama así -contestó Henry Birmingham
reclinándose en la butaca—. No, no te he invitado a venir por eso, pero me gustaría
conocer tu opinión.
David se inclinó y tomó el anillo que tenía más cerca. El aro de oro era muy fino
de puro desgastado, y el motivo del engarce, donde se engastaba la piedra, apenas
podía verse, estaba borrado. El pequeño diamante era, tal y como Henry había dicho,
vulgar, tanto en el corte como en el color y brillo. David lo dejó en la mesa y tomó otro.
Incluso sin la lupa, que llevaba en el bolsillo, estaba claro que era muy parecido al an-
terior. Un vistazo al resto de piezas confirmó lo mismo: los cortes de las piedras
estaban pasados de moda, el trabajo artesanal era vulgar, y estaba demasiado visto.
-Aquí no hay gran cosa, ¿qué quiere esa señora?, ¿un broche?, ¿unos pendientes?
-En eso me ha dejado total libertad.
-Para echarte la culpa, si el resultado no la satisface -adivinó David.
-Quizá. ¿Qué harías tú?
-Sacar las piedras. Fundir el oro de cada pieza por separado y meterlo en agua
para que forme pequeñas nueces irregulares al enfriarse. Luego volvería a engarzar las
piedras en las nueces, y las colgaría de una bonita y pesada cadena. Se podría
confeccionar una pulsera o un collar. Pero si la dama prefiere una pieza grande, más
espectacular, lo fundiría todo en una sola nuez —sugirió David dejando el anillo en la
mesa—. Y bien, ¿he aprobado el examen?
-¿Examen?
-¿Merece la idea el coste de mi viaje? -insistió David dándose cuenta, aunque
tarde, de lo estúpido de su pregunta.
-Si no lo creyera, no te habría invitado -dijo al fin Henry, tras observarlo en
silencio-. Salgamos de aquí, tenemos que charlar. Es pronto para comer, pero podemos
tomar algo.
Henry dejó los anillos desparramados sobre el terciopelo, recogió un bastón con
mango de oro y ébano y lo guió hacia la salida. David vaciló.
— ¿No deberías guardar esto antes, en un lugar seguro?
-Lo guardará un empleado -sonrió Henry-. Es lo bueno de ser el jefe, todos
piensan que soy un genio. He conseguido convencerlos de que estoy demasiado ocupado
como para molestarme con esos detalles.
No le habría sorprendido que Henry lo llevara a un club privado, al más lujoso de
la ciudad. Por descontado, era el tipo de ambiente al que pertenecía, el tipo de lugar al
que acudían sus clientes. Por eso le extrañó cuando, en lugar de llamar a un taxi, Henry
caminó en dirección a la taberna de al lado, que parecía llevar siglos allí.
-Aquí no hay mucho ambiente -comentó Henry-, pero la comida es buena y los
empleados no te meten prisa para que te marches. ¿Qué quieres tomar, David?
-preguntó tomando asiento en un banco corrido, en un rincón del local.
-Café, por favor.
-¿No prefieres cerveza, o algo más fuerte? -preguntó Henry enarcando una ceja.
-No, gracias, hoy me conviene mantener la cabeza despejada.
-Sí -rió Henry, para su sorpresa. Llamó a una camarera y pidió una cafetera y dos
tazas-. Así podremos estar aquí todo el tiempo que queramos, sin que nos molesten.
Bien... me figuro que estarás preguntándote por qué te he invitado a venir, y por qué
te sugerí que no se lo contaras a tu jefe.
-Así es, me he planteado ambas cosas -confirmó David.
La camarera les llevó la cafetera, sirvió las tazas y se marchó sin decir palabra.
Henry se sirvió azúcar y continuó:
-Eres un joven diseñador de gran talento.
-Gracias, señor.
-De hecho -añadió Henry-, eres probablemente uno de los tres jóvenes
diseñadores de más talento y experiencia del país.
-Me siento halagado de que hayas reparado en mí.
-No lo habría hecho de no haber creado tus diseños propios para la exposición de
la primavera pasada, en lugar de presentar solo las piezas habituales de la firma para
la que trabajas -contestó Henry inclinándose hacia delante-. El hecho es, David, que
mientras sigas con ese empleo no irás a ninguna parte, porque la empresa para la que
trabajas es demasiado convencional y conservadora como para dejarte alzar el vuelo.
Henry acababa de dar exactamente en el clavo, pensó David. A pesar de todo,
decidió contestar, simplemente:
-Mi jefe jamás ha sido injusto conmigo.
-¿Demasiado leal, como para hablar mal de él? —inquirió Henry alzando ambas
cejas.
-Sí, lo soy, mientras me paguen. Siempre he creído que si quería hablar mal de mi
jefe, primero tenía que despedirme.
-Sí, eso he oído decir de ti -murmuró Henry-, fiel hasta la médula. Bien, tu
situación con tu jefe no nos interesa. Los dos sabemos que no va a cambiar, así que
dejemos el tema. Hablemos de ti mejor. ¿Te satisface pasarte la vida creando
infinitas variaciones sobre un mismo tema que, para empezar, no vale gran cosa?
Por cruda que fuera aquella descripción de su situación, David tenía que admitir
que encajaba a la perfección con la aburrida tarea a la que se dedicaba. Por eso
contestó:
-Visto de ese modo no, por supuesto. No estoy satisfecho. Y no descarto otras
posibilidades. Sin embargo todos los empleos tienen sus inconvenientes....
-Entonces -lo interrumpió Henry-, ¿por qué no montas tu propio negocio?
-¿Mi propia firma, quieres decir? Con todo respeto, Henry, ni siquiera tú lo
hiciste. No es que tuvieras una gran base para empezar, desde luego, pero tenías la
pequeña joyería de tu padre, y unos cuantos clientes fijos.
—Veo que te has informado antes de venir -rió Henry.
-Todo el mundo en el gremio conoce Birmingham on State. Yo, en cambio,
empezaría desde cero. Hoy en día, el capital necesario para emprender un negocio
propio hasta desarrollar una base sólida de clientes sería inmenso, mucho más de lo
que hubiera hecho falta hace cincuenta años.
-Así que has pensado en ello.
-Por supuesto -confirmó David.
-La ambición es buena -comentó Henry volviendo a servirse café-. ¿Te ha
gustado lo que has visto en Birmingham on State?
-Si tuviera dinero para comenzar mi propio negocio, tu joyería sería el modelo
que imitaría -asintió David-, ¿Por qué?
-¿Te gustaría tenerla?
-¿Tenerla? -preguntó David comenzando a oír un zumbido en los oídos. ¿Había
oído de verdad lo que creía que había oído?-. No comprendo a qué te refieres.
-Tenerla -repitió Henry impaciente-. Dirigirla, poseerla.
David se quedó mirándolo. ¿Se había vuelto loco? No había oído rumores de que
Henry Birmingham padeciera senilidad. Por supuesto, de haber sido evidente que
estuviera perdiendo el juicio, alguien habría hecho algo al respecto. Pero si la
enfermedad avanzaba lentamente... David contestó con calma, igual que si estuviera
hablando con un niño:
-Ya te he dicho que no tengo dinero para comenzar. Además, sería más fácil
convencer a un banco de que me prestara el dinero para comprar cualquier otro
establecimiento, antes que Birmingham on State. La suma de la que hablamos es
astronómica. No creo que consiguiera el respaldo económico suficiente como para...
-Mi negocio no está en venta -afirmó Henry.
-Pero entonces... -David sacudió la cabeza-... no comprendo...
-Yo te la ofrezco, David. La mitad, para ser exactos. Tendrás plena libertad en
cuanto a diseño se refiere. Por supuesto, hay ciertas... condiciones. ¿Te interesa
oírlas?

Henry se había marchado hacía un cuarto de hora, cuando David dejó por fin de
oír zumbidos y pudo comenzar a pensar con claridad. No era Henry Birmingham quien
se había vuelto loco, sino él. ¿A qué diablos había accedido?, ¿y por qué? Aunque,
desde luego, esa última pregunta era estúpida. Ofrecerle Birmingham on State era
como ponerle un atún crudo delante a un tiburón, y Henry lo sabía. Aunque no era al
negocio, a lo que David había tratado de hincarle el diente... por tentador que fuera.
No, lo que lo seducía era esa libertad de diseño que Henry le había ofrecido, con la que
él soñaba y que, sabía, jamás tendría, a menos que se montara su propio negocio.
Aquel hombre era un hechicero, esa era la única explicación. Henry lo había
hipnotizado para hacerle creer que era posible lo que le ofrecía, cuando de hecho...
Hubiera debido marcharse en ese mismo instante, cuando aún podía. Ponerse en pie y
marcharse de la taberna. Parar al primer taxi y volver al aeropuerto O'Hare para
tomar el primer avión hacia Atlanta. Y no volver la vista atrás. Sin embargo David no
se movió.
Birmingham on State... servida en bandeja de plata… con una condición, por
supuesto. Una condición a la que ella, la nieta de Henry, jamás accedería. Una extraña
mezcla de desilusión y alivio lo embargó. En realidad, no le hacía falta huir. Podía
quedarse sentado y esperar esa media hora, tal y como le había prometido a Henry. Y
cuando quedara claro que su nieta no pensaba aparecer... bueno, había hecho todo
cuanto estaba en su mano, y Henry no podía culparlo. David miró el reloj. Habían
pasado veinte minutos. Solo tenía que esperar otros diez, y todo habría terminado.
De pronto sintió una súbita punzada. Birmingham on State... por un breve,
brillante instante, se había permitido el lujo de concebir esperanzas. Había tenido una
visión de las maravillas que habría podido crear... de tener la libertad, la oportunidad y
el respaldo necesarios.
-¿David Elliot? -preguntó una voz, a su lado.
David alzó la vista nervioso y casi ilusionado, esperando que se tratara de la
camarera. Quizá la nieta de Henry hubiera mandado un mensaje a la taberna para
decir que no acudiría. Habría sido lo más decente, en lugar de dejarlo esperando.
Después de todo, él no era responsable de las alocadas ideas de su abuelo.
Sin embargo la mujer que tenía delante de su mesa no llevaba el uniforme de
camarera, sino un traje de chaqueta verde ajustado y un collar de perlas asomando por
encima del cuello de la chaqueta. Era una mujer menudita, de constitución pequeña. Su
rostro era ovalado, sus ojos verdes como el traje, con las pestañas más largas que
jamás hubiera visto, y el cabello negro, recogido en una coleta.
-Me manda mi abuelo —dijo ella.
David sintió como si alguien le hubiera metido un cuchillo entre las costillas. No
sabía cómo esperaba que fuera la nieta de Henry Birmingham. De hecho, no tenía
ninguna expectativa. Ni siquiera había tenido tiempo de pensar conscientemente en
ello. Pero jamás se habría figurado que sería como ella. Era tan atractiva, que hasta
los muertos del tanatorio habrían levantado la cabeza.
-Henry me sugirió que charláramos durante la comida -añadió ella
-Tú eres... Eve -contestó David poniéndose en pie, demasiado tarde, y
sintiéndose como un estúpido.
-Sí, Eve Birmingham -confirmó ella mirándolo tan fija y directamente como su
abuelo, con ojos igualmente brillantes e inquietos. Su rostro, curiosamente,
permanecía inmutable-. ¿Puedo?
Sin esperar respuesta, Eve tomó asiento frente a él. David se alegró de poder
sentarse otra vez, porque le temblaban las rodillas. No había creído ni por un segundo
que ella se presentaría. Pero el hecho de que se hubiera presentado no significaba que
fuera a acceder. Quizá simplemente fuera demasiado educada, como para dejarlo
esperando. O quizá ni siquiera sospechara lo que tramaba Henry. Eve pidió a la
camarera una tetera y una taza, y David aprovechó para tratar de calmarse.
-Tengo entendido que Henry y tú habéis hablado con franqueza -comentó ella
sirviéndose té.
-Sí, me ha hecho cierta proposición interesante -señaló David comprendiendo de
inmediato que debía calcular mejor sus palabras-. Quiero decir... escucha, no sé si él
te ha contado de qué va todo esto.
—Henry suele confiarme casi todos sus secretos.
-Quizá este no -sugirió David.
-Hace tiempo que sé que quiere retirarse, y que no quiere vender el negocio.
Quiere que siga siendo lo que es, lo que él hizo de él. Me dijo que estaba buscando a un
diseñador joven, un artesano que comparta su visión de lo que debe ser la joyería, que
la dirija por él.
-¿Y tú? -preguntó David, dándose cuenta entonces de que había querido hacerle
esa pregunta a Henry-. ¿No te interesa?
-Conozco un buen diseño en cuanto lo veo, pero soy incapaz de crearlo -contestó
Eve encogiéndose de hombros-. No he tenido suerte, no he heredado el gen del
artista.
-Lo dices con mucha calma.
-Llevo años conformándome con la idea de que mi talento es otro -explicó Eve-. Y
Henry también, de hecho. Hace tiempo que se dio cuenta de que yo no podría ser la
persona que él necesita.
-Pero no puede dejarte indiferente la idea de que él le entregue el puesto a un
extraño.
—Claro que no, por supuesto. En realidad sí trabajo en el negocio: manejo los
asuntos de los empleados, me ocupo del servicio al público, lo vigilo todo. Pero tengo
que estar de acuerdo con Henry. Por mucho que me entristeciera ver que Birmingham
on State cierra, lo preferiría mil veces antes que dejar que se convirtiera en una
joyería vulgar, con piezas en serie -explicó Eve alzando la cabeza y mirando a David-.
Si él cree que tú eres el hombre adecuado, yo respaldo su elección.
-Si lo dices en serio, entonces es que no conoces su plan al detalle -concluyó
David sirviéndose más café.
Sabía que había tomado demasiado, estaba muy nervioso y alterado. De todos
modos lo habría estado, aunque no hubiera tomado una gota de cafeína. En cambio, Eve
volvió a responder con perfecta calma:
-Si lo que quieres saber es si Henry me ha dicho que debo casarme con su
sucesor...
-¿Sabes eso, también? —preguntó David dejando caer de golpe la cuchara.
-Ya te he dicho que apenas tiene secretos para mí -repuso ella casi con tristeza.
-No cabe duda. Pensarás que su idea es medieval.
—Tiene sus razones -repuso Eve, considerándolo-. El matrimonio de Henry lo
arregló su familia, y fue un éxito. Por eso se le ocurrió la idea, cuando comenzó a
pensar en el futuro de Birmingham on State. Los socios legales tienen sus desventajas,
los matrimonios son mucho más seguros. Un extraño que entra a formar parte de la
familia deja de ser un extraño. Yo no puedo echarte si por algún motivo me disgustas,
pero tú tampoco puedes apartarme de la empresa y dejarme fuera.
-Evidentemente, Henry no ha oído hablar del divorcio.
-Henry no encuentra razón para que se divorcien dos personas que han dado su
consentimiento a una boda de buen grado, con un objetivo razonable y sensato. Y debo
decir que yo tampoco.
-¡Dios mío! -exclamó David-, no es que parezcas la reina de los hielos, es que lo
eres. De arriba abajo.
Aquellas palabras habían salido de su boca antes de que tuviera tiempo de
pensarlas. Por un instante David vio el brillo de las lágrimas en los ojos de Eve, antes
de que apartara la vista. Inmediatamente se arrepintió. No era propio de él,
mostrarse descortés e insultante. Pero antes de que tuviera tiempo de pedirle
disculpas, ella alzó el rostro y contestó, resuelta:
-Debes tener en cuenta que Henry mira por el futuro de Birmingham on State.
No solo después de él, sino también después de ti y de mí. Y un socio legal jamás
podría darle un heredero.
Evidentemente aquella mujer hablaba en serio. Y, además, estaba completamente
loca, pensó David dejando la taza sobre el plato, y preguntando:
-¿Y no te parece un poco retorcido?
-Lo que a mí me parece es que lo que Henry no sepa, jamás le hará daño
-respondió ella con frialdad.
-En otras palabras -resumió David-: Ojos que no ven, corazón que no siente. Sea
cual sea la idea de Henry, tú estás pensando en un matrimonio solo de nombre -ella
asintió-. ¿Por qué?
-¿Quieres decir por qué no quiero... no quiero...?
-No, no te estoy preguntando por qué no quieres acostarte conmigo. Lo que
quiero es saber por qué estás dispuesta a acceder a un matrimonio que no es re-
almente un matrimonio.
-No creo que eso sea asunto tuyo -respondió Eve aferrándose a la taza con
manos nerviosas, pero con voz perfectamente serena-. Digamos que tengo mis razones
para desear la protección de un anillo de compromiso, sin problemas emocionales.
Pobre mujer, pensó David, qué engañada estaba. Creer que un simple anillo iba a
impedir que los hombres se la acercaran, con aquella silueta... Por supuesto, en cuanto
el pretendiente averiguara que bajo aquel atractivo e intrigante aspecto se escondía
un glaciar, no volvería a insistir. Pero siempre habría otro hombre a la cola,
esperando... De pronto las palabras de Eve resonaron en su mente como un eco. Ella
tenía «sus» razones.
-Creo que comprendo -comentó David-. Puedes contármelo, Eve. ¿Sabes ya si
estás embarazada, o es una mera sospecha?
Eve respiró hondo. Por un segundo David pensó que iba a arrojarle la taza a la
cara. Observó el rubor de su rostro con fascinación, mientras ella trataba de
controlarse. Así que no era tan gélida como había creído en un principio, el glaciar
parecía tener alguna resquebrajadura que otra.
-Ninguna de las dos cosas -dijo al fin Eve.
-Mejor. No es que haya pensando mucho en la idea de tener hijos, pero supongo
que si tuviera que vivir con un par de ratitas de alfombra, preferiría que fueran mías.
-No es necesario que te preocupes por las ratitas de alfombra -negó Eve.
-Pareces convencida de que voy a acceder.
-Sería una estupidez, desperdiciar una oportunidad como esta. Ser el sucesor de
Henry Birmingham, designado por él mismo, es una oportunidad de oro -afirmó Eve.
-Me pregunto qué haría Henry, si me negara.
-Probablemente probar con el siguiente de la lista -contestó Eve encogiéndose
de hombros.
-¿Qué lista?
David recordó de pronto un comentario que Henry había hecho, de un modo
despreocupado. En aquel momento se había sentido tan halagado por el hecho de que el
maestro hubiera reparado en él, que no había prestado atención. De pronto recordó
con claridad. Henry había dicho que era uno de los tres mejores diseñadores del país.
De modo que tenía una lista de tres candidatos, al menos.
-No te ofendas -comentó Eve-. No puedes creer que seas el único diseñador
joven con un don en todo el país, ni que Henry vaya a jugarse el negocio ofreciéndoselo
al primero que parezca cumplir sus requisitos, sin buscar más.
— ¿En qué número de esa lista estoy?
-No lo sé con exactitud -respondió ella con calma.
-Comprendo, es uno de los pocos secretos que no te ha confiado.
-Exacto. Pero si eso te hace sentirte mejor, te diré que eres el primero al que
veo.
-Es un alivio -comentó David. Si los otros diseñadores de la lista estaban por
encima de él, entonces ninguno había pasado la prueba-. Creo.
-En cualquier caso eso ya no tiene importancia, ahora que Henry te ha hecho su
oferta. No importa qué lugar ocuparas, o cómo hayas conseguido ser el primero.
Cualquiera, con un poco de sentido común, daría un brazo, por una oportunidad como
esta.
-Creo que en eso te equivocas -musitó David-. Henry no me ha pedido el brazo...
sino una costilla.
-En cuanto a eso -comentó Eve girando la taza sobre el plato con indiferencia,
aunque vacilante, consiguiendo intrigarlo-, no espero un gran contacto, la verdad.
Supongo que tendremos que compartir casa.
—Sí, Henry se daría cuenta si viviéramos en barrios separados -ironizó David.
-Pero no veo por qué no podemos comportarnos de un modo civilizado.
-Como compañeros de piso -sugirió él pensativo.
-Si quieres llamarlo así -accedió Eve-. No es nada, comparado con Birmingham on
State.
Todo volvía a reducirse al tema de los negocios, pensó David. Eve estaba en lo
cierto. Henry Birmingham le había ofrecido una oportunidad que él jamás alcanzaría de
otro modo. No podía rechazarla, fuera el coste el que fuera... porque rechazarla
significaba tirar sus sueños por la ventana y sacrificar su talento.
David miró a la mujer que tenía enfrente y vio de pronto su futuro cambiar, como
si se hubiera internado en un túnel del tiempo. La perspectiva era otra, totalmente
distinta. E incluía Birmingham on State. Y a Eve.
-Comamos, mientras planeamos la boda —sugirió David.

En lo que a Eve respectaba, no había mucho que planear. Por eso lo mejor era
dejarlo claro desde el principio.
-No estoy dispuesta a montar un espectáculo. No habrá vestido de satén blanco
bordado de perlas, ni cientos de invitaciones o de flores color salmón. Y no habrá...
—Ilusión -la interrumpió él.
Eve alzó la cabeza y lo miró con dureza, escrutando su rostro por primera vez.
David era bien parecido, aunque su semblante fuera quizá excesivamente anodino, para
considerarlo guapo. Tenía el cabello de un color castaño muy común, aunque los ojos,
también castaños, eran cualquier cosa menos vulgares, con aquellas motas doradas
salpicadas al azar y aquellas pestañas largas y curvas. Y el aire de seguridad en sí
mismo que proyectaba le confería cierta presencia.
-¿No es de eso de lo que están hechos los velos de novia?, ¿de ilusión? -añadió
David, haciendo la pregunta con inocencia-. Estoy seguro de haberlo oído decir en
alguna parte.
-No -negó Eve. Sin ilusión, exactamente. A eso era a lo que se refería. Eve no
podía ofenderse, ya que era eso precisamente lo que pretendía-. Y tampoco quiero
damas de honor ni tarta de bodas en cajitas para que los invitados se lleven un trozo a
casa. Ni valses románticos ni ligas que cortar, para arrojarle los pedazos a los
solteros...
-¿Por qué será que no me sorprende? -inquirió David, volviendo a interrumpirla.
Evidentemente, aquella no había sido una verdadera pregunta. Eve, no obstante,
observó confusión en el rostro de David, además de alivio. La confusión le molestaba
un poco. ¿De verdad creía que la ambición de toda mujer era una ceremonia de boda
como Dios manda, sin importarle las circunstancias? El alivio, en cambio, lo comprendía.
No le cabía ninguna duda de que, si hubiera insistido, David habría accedido a la boda
más formal que jamás se hubiera planeado. Por mucho que hubiera tenido que apretar
los dientes, ningún precio era demasiado alto, frente a la recompensa de Birmingham
on State. La boda duraría un día, mientras que la joyería sería para toda la vida.
Eve se alegraba de haberlo pensado todo con antelación y de haber tomado una
decisión. Las razones de ambos para acceder a ese matrimonio eran perfectamente
respetables, aunque el resto del mundo jamás las comprendiera. Pero permanecer
delante del altar, prometiéndose un amor que ninguno de los dos sentía, habría sido
una hipocresía. Lo mejor era celebrar una ceremonia privada, civil y tranquila, y dejar
que el mundo pensara lo que quisiera.
-Y, por supuesto, sin una lista de invitados infinita -terminó Eve la frase-. Así
que si tu madre es de esas a las que les gusta gobernarlo todo, y se sienten desi-
lusionadas si no hacen el papel de general en jefe de ese tipo de extravagancias,
puedes ir diciéndole de mi parte que va lista.
-Mi madre murió cuando yo tenía dieciocho años -contestó David con calma.
-Lo siento -se disculpó Eve conteniendo el aliento-. Me he dejado llevar, jamás
me paro a pensar que...
-No podías saberlo -la interrumpió él-. No has mencionado el anillo en esa lista de
tradiciones por las que no estás dispuesta a pasar.
—Si estás pensando en un diseño alucinante, no te molestes.
-¿No quieres un anillo? -repitió David frunciendo el ceño-. ¿La nieta de Henry
Birmingham sin anillo de compromiso? Además, es a lo que me dedico. Todo el mundo
esperará que... -de pronto David se interrumpió.
-Exacto, la gente. Además, mientras piensas en el diseño, ni siquiera tendrás en
cuenta qué me gusta a mí o qué quiero, porque no puedes saberlo. Pensarás en el
efecto que causará en la gente. Gracias, pero prefiero no ser un anuncio viviente de tu
talento.
—Maldita sea, Eve, estás haciendo graves suposiciones que... como por ejemplo
pensar que ni siquiera te preguntaría cómo lo quieres.
-¿Quieres saberlo? Bien, te lo diré. Quiero un anillo sencillo, de platino.
-Sí, te va mucho mejor el tono del platino que el del oro -confirmó David-. ¿Y la
gema?, ¿un diamante, o prefieres algo-de color?
-Solo un anillo de platino, sin más. Sin diamante, y sin decoraciones.
-Puramente práctico -concluyó David serio, mirándola—. Igual que el matrimonio.
Creo que empiezo a hacerme una idea.
-Bien -contestó ella-, entonces nos entendemos.
Y, con mano apenas temblorosa, Eve tomó su taza y dio un sorbo de té.

CAPÍTULO 2

EVE LLEGÓ al aeropuerto una hora antes de la señalada para el aterrizaje del
avión de David. Toda una hora para aburrirse, pensó mientras tomaba asiento en el
área de espera instalada para dar la bienvenida a los viajeros. Gracias a Dios, David
jamás se enteraría. Quizá llegara a la falsa conclusión de que estaba ansiosa por verlo,
cuando la verdad era que de lo que estaba ansiosa era de escapar de Henry. Perder
una hora en el aeropuerto de O'Hare era un precio pequeño, por librarse de su abuelo.
Eve había perdido la paciencia la quinta vez que el anciano había asomado la cabeza por
su despacho para preguntarse si sabía algo de David.
-Es un adulto, Henry. Sabe subir a un avión. Le he mandado una limusina al
aeropuerto de O'Hare, el chofer tiene instrucciones de llevarlo al hotel para dejar el
equipaje. Luego lo traerá aquí. ¿Qué más quieres?
-Es que no me parece una forma correcta de recibirlo, no sé -contestó Henry-.
Quiero decir, el chico ha hecho un gran cambio en su vida, ha dejado atrás muchas
cosas.
-Seguro que el sacrificio le merece la pena -comentó Eve con sarcasmo.
-Pero lo que nosotros deseamos es que él se sienta a gusto, después de haber
tomado una decisión tan importante.
-Por eso llamé al servicio de limusinas, en lugar de sugerirle que tomara un taxi.
Si no te parece suficiente, ¿por qué no vas tú a recogerlo?
-Bueno, podría ir, pero, ¿y tú? Hace un mes que no lo ves, Eve. Darle la
bienvenida aquí, en la joyería, delante de todo el personal... no me parece bien -ter-
minó Henry.
—No temas, nuestra demostración de afecto no va a poner violento a nadie
—contestó Eve volviendo la cabeza de nuevo hacia los papeles que tenía sobre la mesa.
— ¿Por qué no vas a buscarlo, y te tomas el resto de la tarde libre? -sugirió
Henry, sin hacer caso-. Y no te molestes en traerlo aquí, a la joyería. Ya tendrá tiempo
de irse acostumbrando.
-Estoy ocupada, Henry.
-¿Tan ocupada que ni siquiera puedes ir a recibir a tu novio? Está bien, cariño, si
no puedes... -Eve se cruzó de brazos y lo miró suspicaz. Cuando Henry se hacía el
santo, más valía huir. Henry se sentó frente a su mesa y señaló los papeles-. Bien,
cuéntame, ¿qué hay de esa campaña publicitaria que vamos a contratar? -añadió
expectante, con ojos brillantes.
Eve estaba acorralada, y lo sabía. No sabía qué responder, cuando alguien le
preguntaba por los nuevos eslóganes de la agencia de publicidad para ese año. Y eso
que llevaba toda la tarde examinándolos. Y, evidentemente, Henry se había dado
cuenta. Algo en su manera de tomar asiento le hacía presentir que estaba decidido a
permanecer allí toda la tarde, o el tiempo que hiciera falta.
-Está bien -cedió al fin Eve, apartando los papeles-, iré al aeropuerto. No sé por
qué, porque David sabrá reconocer su nombre cuando lo vea escrito en el cartel que
llevará el chofer, pero si insistes...
-No te apresures a volver -sugirió Henry-. Enséñale la ciudad, su nueva casa.
-No soy guía turístico.
-Entonces llévalo a cenar. Todo el mundo tiene que comer.
Por desgracia, el taxi había hecho el trayecto en un tiempo récord, por eso le
sobraban sesenta minutos. Y ni siquiera había tenido el sentido común de meter los
papeles de la campaña publicitaria en el maletín, para llevárselos al aeropuerto. No
tenía nada en qué pensar. Porque pensar demasiado, según había descubierto hacía
tiempo, era peligroso. Durante el último mes había tratado de no pensar en David. Él
había tomado el avión de vuelta a Atlanta nada más terminar de comer, aquel día, y
Eve no había vuelto a verlo. La idea de que, en menos de una semana, iba a
comprometerse de por vida con un completo extraño era demasiado fuerte, como para
considerarla siquiera un momento.
Pensándolo bien, en realidad no era un completo extraño. Habían hablado por
teléfono unas cuantas veces. Aunque quizá fuera más exacto decir que habían sido
unas pocas veces.
-Para ser sinceros -musitó Eve en voz alta-, tienes que admitir que han sido tres
veces.
Y las tres ocasiones habían surgido cuando Henry le había pasado a ella el
teléfono. Ni Eve ni David habían iniciado el contacto. Sus conversaciones habían sido
tensas y escuetas. No se conocían mucho más el uno al otro de lo que se habían
conocido en el momento de hacer el trato. Pero tampoco importaba mucho. Faltaban
solo unos días para la boda, pero el hecho era que estaban comprometidos. Los
documentos de Birmingham on State estaban redactados, esperando a ser firmados.
La licencia matrimonial estaba lista. David no se echaría atrás, eso era seguro. Se
había aferrado a esa oportunidad en cuanto se le presentó. Y se habría aferrado a una
boa constrictor, de haber sido necesario. En cuanto a Eve…
Eve se había hecho a la idea meses atrás, nada más contárselo Henry. Mucho
antes de conocer a David Elliot. Pero a Eve había dejado de importarle con quién se
casara, y no tenía inconveniente en complacer a su abuelo, preservando así un negocio
que significaba tanto para ambos. Por eso había tomado la decisión de confiar en su
elección. Tampoco es que le hubiera costado tanto, ese ejercicio de confianza. Porque
había una cosa de la que estaba totalmente segura: el hombre al que eligiera Henry no
podía ser, ni con mucho, peor que el que había elegido ella: Travis...
Permitirse el lujo de pensar en Travis Tate era como echar sal a la herida. El
dolor había dejado de ser constante, no como al principio. Pero la agonía surgía una y
otra vez, a la mínima. Sin previo aviso. Aun así, era ya más fácil de soportar. Y quizá
con el tiempo cediera aún más, se dijo Eve, hasta convertirse en una especie de
zumbido. Era un alivio, saber que había hecho lo correcto. Por mucho que le doliera,
Eve sabía que no habría podido vivir consigo misma de haber tomado otra decisión.
Una mujer sentada a su lado arrojó una revista a la papelera, levantándose acto
seguido para ir a recibir a un viajero. Eve la recogió y pasó las hojas sin prestar
atención. A cada minuto salía una nueva riada de pasajeros por la puerta de
desembarque. Eve alzaba la vista para observar el monitor sobre sus cabezas, donde
se anunciaba el vuelo de Atlanta. No se esperaban retrasos.
Eve no vacilaba en su decisión, había hecho lo correcto. Lo único que podía hacer,
con relación a Travis. Pero eso no significaba que fuera fácil dejarlo atrás. Ninguna
mujer podía dejar de amar por el mero hecho de que el objeto de su devoción
estuviera fuera de su alcance. El amor no es como un grifo, que pueda abrirse o
cerrarse al antojo. Más bien es como el brote de la primavera, que surge donde y
cuando quiere, imparable.
Por supuesto, el hecho de que le hubiera entregado su corazón a Travis
significaba que jamás volvería a amar. Eve lo había aceptado, pero no se había
molestado en explicárselo a nadie. Ni siquiera Henry conocía toda la historia. Y desde
luego no tenía intención de contarle a cada hombre con el que saliera a cenar que
jamás se interesaría por él, porque estaba irremisiblemente enamorada. Eve tenía sus
razones para desear la protección de un anillo de bodas, tal y como le había dicho a
David. Aparte de Birmingham on State, por supuesto. Con un anillo en el dedo, no
tendría que estar en guardia a cada momento con los hombres, por temor a que
pensaran que los alentaba, sugiriéndoles un interés que estaba lejos de sentir. A
David, en cambio, jamás se le ocurriría pensar que se interesaba por él. Por eso sería
el marido ideal. El trato no lo perjudicaba en absoluto, al revés. Los beneficios para él
serían inmensos. Y como ninguno de los dos se haría ilusiones con respecto al
matrimonio, fantaseando con un romance, no habría necesidad de fingir o de estar en
guardia ante cualquier gesto, por temor a que pudiera ser malinterpretado. Ni siquiera
Henry era tan ingenuo como para esperar que se enamoraran a primera vista. O que lo
hicieran con el tiempo, tampoco. Y aunque sin duda se entristecería con el correr de
los años, cuando se diera cuenta de que jamás tendría un heredero... bueno, ni siquiera
los matrimonios más felices lo conseguían siempre. El hecho de no tener hijos no
demostraba nada.
El arreglo era perfecto, se dijo Eve. Y sus nervios solo se debían a la lógica
alteración que producía en toda mujer un paso irrevocable de semejante importancia.
No eran síntoma de vacilación. De hecho, Eve hubiera preferido celebrar la boda ese
mismo día, y acabar de una vez. ¿Qué sentido tenía esperar?
Otra riada de pasajeros salió, pero Eve no prestó atención. Observaba al hombre
de uniforme que acababa de situarse frente a la puerta con un cartel con el nombre de
Elliot. Era el chofer de la limusina, llegaba justo a tiempo. Sería divertido, pensó Eve,
que David lo localizara y pasara por delante de ella sin verla. Por un segundo pensó en
la idea de quedarse donde estaba, ocultándose tras la revista. Siempre podía decirle a
Henry que lo había perdido entre la multitud. De pronto un pasajero se detuvo a su
lado, bloqueándole el paso al que iba detrás. Eve no alzó la vista hasta que él le dirigió
la palabra.
-¿Eve? -la llamó débilmente.
-¿Travis?
-¡Eve! -repitió él con voz trémula-, ¡mi querida Eve! ¿Cómo sabías que...? ¡Ah,
claro!, por mi secretaria. Averiguaste que llegaba hoy por mi secretaria. No sabía que
os mantuvierais en contacto.
Eve sacudió la cabeza sin dejar de mirarlo, bebiéndoselo con los ojos. Estaba más
elegante que nunca, con sus cabellos rubios perfectamente peinados, su traje oscuro y
su maletín de cocodrilo.
-Jamás me habría atrevido a esperar... -continuó él con voz rota-. Pero te he
echado tanto de menos, cariño. He tratado de hacer lo que me pediste. Lo he
intentado con todas mis fuerzas, pero sencillamente no ha funcionado. No puedo dejar
de pensar en ti, de soñar contigo, de desearte. Y evidentemente tú tampoco, porque
sino no habrías venido a buscarme -añadió, triunfante-. Dímelo, Eve. Dime que has
venido a recogerme porque has cambiado de opinión.
-No he venido a buscarte, Travis -negó ella reuniendo coraje.
-Pues claro que sí -afirmó él tras un instante de vacilación, con convicción-. ¿Por
qué ibas a estar senada aquí, si no? -preguntó alargando un brazo para atraerla hacia
sí-. No es precisamente el lugar más divertido de la ciudad.
La agonía y la incertidumbre que habían asolado a Eve a la hora de tomar una
decisión con respecto a él volvieron a asaltarla. Todo volvía a comenzar de nuevo,
pensó desesperada. Eve se sentía vacilar, conmovida ante aquellas dulces palabras.
Quizá hubiera cometido un error, volviéndole la espalda y negándose a sí misma la
posibilidad de una vida juntos... Pero no, se dijo con firmeza. Su decisión, dolorosa y
lógica, no era un error. Aquella momentánea vacilación, en cambio, sí era una locura.
¿Pero cómo convencer a Travis, cuando a ella misma le costaba hacerlo?
De pronto algo llamó su atención, a espaldas de Travis. Eve miró por encima de su
hombro al pasajero que salía en ese momento por la puerta. Era alto, de hombros
anchos y con aspecto desmadejado. Lo cierto era que David no tenía tanta costumbre
como Travis de viajar. David, pensó de pronto con alivio. Eve dejó a un lado la revista,
pasó delante de Travis y corrió a recibirlo. Observó sus cejas arquearse de sorpresa,
se lanzó sobre él alzando la cabeza y rogó, con urgencia:
-Bésame.
David dejó caer el maletín, la estrechó en sus brazos y la besó apasionadamente,
exigiéndole una respuesta. David era el hombre perfecto para tener cerca en
momentos de apuro, pensó. Rápido, eficaz, y sin vacilaciones y sin preguntas.
El primer beso fue largo, profundo y excitante. Era el abrazo de un amante que
no dudaba ni por un segundo de que sería correspondido. Realmente eficaz, se repitió
Eve sintiendo que comenzaba a estremecerse, pensando en la imagen que proyectarían
sobre un observador cualquiera.
David terminó de besarla, la sujetó a escasos centímetros de él durante un
instante y luego, como si Eve hubiera despertado en él una sed irrefrenable, volvió a
estrecharla con más fuerza aún y la besó de nuevo, haciendo que el primer beso
pareciera simplemente un breve saludo. Para cuando por fin alzó la cabeza, la mente
de Eve zumbaba, desorientada. Podía escuchar las conversaciones de otros pasajeros,
pero apenas entendía.
-¡Vaya hombre con suerte! -observó un viajero-. Esa sí que es una bienvenida.
-¡Desde luego! ¿Has visto dónde le ponía las manos? -preguntó su compañera,
ofendida-. Estos jóvenes no tienen vergüenza. ¿Es que no se dan cuenta de que a los
demás no nos interesa su intimidad?
Ese último comentario despejó todas las dudas de Eve acerca de la imagen que
proyectaban. Eve miró disimuladamente hacia atrás, pero no vio a Travis.
-Si buscas al tipo con el que estabas hablando -dijo David-, estuvo un rato
mirando y se fue. Supongo, claro está, que eso era precisamente lo que pretendías.
David hablaba con calma, como si solo le hubiera dado un beso en la mejilla. Y
seguía sujetándola por la cintura, temeroso quizá de que cayera desplomada en el
suelo, si la soltaba.
-Soy perfectamente capaz de mantenerme en pie sola, gracias.
-No olvides tu revista -le recordó David soltándola inmediatamente y recogiendo
el maletín.
-¿Qué? Ah, no es mía.
-¿En serio? Pues te aferrabas a ella como si tu vida dependiera de ello. Supongo
que no vas a contarme de qué iba toda esa escena, ¿no?
-Era solo... se trata de un tipo que... creo que es mejor que no sepa nada de
nuestro... nuestro...
-Nuestro trato -terminó David la frase por ella-. ¿Sabes?, me estaba preguntado
si no serías demasiado optimista, al calcular el número de gente al que hay que engañar
para convencer de que somos una pareja feliz. Puede que para Henry baste con
compartir un piso pero. ¿Y los demás? Como por ejemplo... quien quiera que fuese ese
tipo, al que has tratado de impresionar.
-Sí, tendremos que hablar de la imagen que vamos a dar -accedió Eve dejando
deliberadamente a David en la ignorancia, en lo relativo a Travis-. Hay que ir a recoger
las maletas, ¿no? -añadió haciendo una seña al chofer, que los adelantó. David solo
llevaba dos maletas-. Viajas ligero de equipaje.
-Mandé el resto en barco -contestó David guiándola a la salida, con una mano en
su espalda.
-Ah, sí, olvidaba que te di la dirección -comentó ella mientras sentía un
estremecimiento en la espalda-. Bueno, si necesitas algo, seguro que te lo proporcionan
en el hotel.
-¿El hotel?
-Henry te ha reservado una habitación en el Englin -contestó ella
ruborizándose-. Pensó que no sería apropiado que te mudaras a mi casa antes de la
boda, y su casa es muy pequeña. El Englin es uno de los mejores hoteles de la ciudad.
-Seguro que es perfecto.
-De todos modos, faltan pocos días para que nos casemos -respiró hondo Eve-.
Supongo que debo advertirte unas cuantas cosas, con respecto a la boda.
-¿Qué ocurre con la boda? -preguntó David mientras la ayudaba a subir a la
limusina, y tomaba asiento a su lado.
-Bueno, pensé que lo lógico era celebrarla hoy y acabar de una vez, pero a Henry
no le parece bien, y quiere encargarse de todo.
-¿Entonces habrá vestido de satén y flores de color naranja, después de todo?
-preguntó David enarcando las cejas.
-No, gracias a Dios Henry se ha mostrado razonable, en ese sentido. Pero piensa
que una boda en privado, con solo nosotros y el juez, daría la sensación de que
queremos ocultar algo, así que quiere invitar a unas pocas personas y hacer un pequeño
banquete.
-Eso no es del todo cierto -afirmó David tras una pausa, mientras Eve lo miraba
inquisitiva—. Henry es muy amable, asumiendo toda la responsabilidad, y yo sé que él
piensa que es una buena idea, porque me lo ha dicho. Pero no es él quien insiste, sino
yo.
El shock que le produjo aquella noticia la hizo caer hacia atrás, mientras la
limusina arrancaba. David alargó un brazo para sujetarla. Eve se apartó mirándolo, y
preguntó:
-¿Qué quieres decir, con eso de que eres tú quien insiste?
—Que no cunda el pánico. A mí me apetece tan poco como a ti, la tarta de bodas
de seis pisos y el órgano tocando la marcha nupcial.
-Entonces, ¿por qué...?
-Porque bastante difícil va a ser ya lo que vamos a hacer. No nos lo pongamos
más difícil aún, dando la sensación de que tenemos algo que ocultar y de que estamos
avergonzados.
-Ah... bueno... es cierto. Pero a pesar de todo podríamos celebrarla hoy.
-También creo que sería una buena idea estar unos pocos días juntos para ver
qué tal encajamos, antes de hacer algo irrevocable -añadió David.
-¡No seas ridículo! -exclamó Eve-. Tú no vas a echarte atrás. Te abrazarías a un
caimán, antes de dejar escapar esta oportunidad. Y hablando de abrazos...
-Deja que adivine -la interrumpió él, sin mirarla-. Quieres tener la certeza
completa de que no voy a interpretar la escena del aeropuerto como una invitación,
¿verdad?
-Exacto -suspiró Eve aliviada, tratando de disimularlo-. No es que esperara que
lo malinterpretaras, pero...
-Bueno, es la mar de fácil evitar ese tipo de problemas. Podemos establecer una
serie de reglas para el futuro, igual que en un equipo de fútbol. Tú me señalas el
número, y yo actúo.
-Disculpe, señorita -los interrumpió el chofer por el intercomunicador-. ¿Vamos
primero al Englin, como estaba planeado?
-Sí, por favor -respondió Eve-. Henry sugirió que te llevara a ver la ciudad y a
cenar. Según parece, piensa que necesitamos cierta intimidad.
-No acierto a adivinar por qué.
-No podría estar más de acuerdo contigo, pero...
-Muchas gracias, pero no. Estoy un poco cansado —la interrumpió David. Eve
frunció el ceño, confusa. No parecía cansado. Más bien parecía un actor aficionado,
recitando un nuevo diálogo. ¿Qué ocurría? Apenas quedaba luz, resultaba difícil
interpretar la expresión de su rostro-. ¿Qué ocurre? -preguntó él con normalidad-.
¿No era eso lo que querías que dijera, para poder marcharte a casa y contarle a Henry
que has hecho todo cuanto estaba en tu mano?
La voz de David no sugería que estuviera enfado u ofendido. Eve volvió a
recordar una por una las cosas que le había dicho: que Henry le había reservado una
habitación en el hotel, que Henry había sugerido que lo llevara a cenar, que Henry
parecía pensar que necesitaban cierta intimidad, que ella quería celebrar la boda ese
mismo día, y acabar cuanto antes... David debía creer que solo obedecía órdenes de
Henry. Debía parecerle una estúpida insufrible. La limusina se detuvo delante del
hotel, y el chofer salió a abrirles la puerta. Luego dio la vuelta para sacar las maletas.
David no se movió.
-Tienes miedo -afirmó él-. Por eso quieres celebrar la boda cuanto antes,
¿verdad, Eve? Porque has dado tu palabra y no puedes echarte atrás, por mucho que
quieras. Por eso prefieres no averiguar qué piensas de mí, hasta que no sea demasiado
tarde.
-Eso es muy duro -dijo ella mordiéndose el labio.
-Pero es cierto. Por eso tienes tantas ganas de escapar.
-No -negó Eve lentamente-. No tengo ganas de escapar. Fue idea de Henry que
pasáramos la velada juntos, es cierto, pero me gustaría cenar contigo, David.
¿La creería? No podía culparlo, si no era así. Ella misma estaba atónita, no tanto
por lo que había dicho sino porque acababa de darse cuenta de que era cierto. David la
miró durante un largo rato y finalmente salió del coche. Segundos después escuchó al
portero del hotel saludarlo. Eve cerró los ojos. ¿Qué ocurriría? Antes de que tuviera
tiempo de pensar siquiera, David volvió a aparecer, asomando la cabeza dentro del co-
che.
-El portero mandará las maletas a la habitación, dice que puedo registrarme
después. ¿Quieres cenar aquí, o en algún otro sitio?
Eve estaba demasiado perpleja como para responder. Tras David, el portero del
hotel sugirió: -Esta noche el Captain's Table tiene un maravillo bistec en el menú,
según creo.
—A mí me parece bien —añadió David—. ¿Y a ti, Eve?
-Puede marcharse, gracias -despidió Eve al chofer, saliendo de la limusina. David
alzó una ceja inquisitiva y ella se explicó-: No tiene sentido que se quede esperándome,
puedo tomar un taxi de vuelta a casa. Y no te preocupes, no voy a acusarte de esperar
que la cena se convierta en otra cosa.
-Yo no he dicho una palabra.
-No hacía falta -musitó Eve-, tienes las cejas más sarcásticas que he visto
jamás.
Aquella fue la primera vez que Eve lo vio sonreír. Cuando lo hacía, las motas de
sus iris parecían echar chispas, y aparecía un hoyuelo junto sus labios. Resultaba
electrizante, Lo cual era, por supuesto, una absoluta estupidez, porque David solo
había sonreído.
El maitre del restaurante saludó a Eve por su nombre y los llevó a una mesa en un
rincón. Eve se deslizó por el banco curvado que rodeaba la mesa y miró a su alrededor.
-¿A quién buscas? -preguntó David.
-A nadie, en particular. Clientes, conocidos. Siempre hay media docena de ellos,
cenando aquí. Pero hoy no veo a nadie. Quizá nos dejen en paz, en este rincón
-contestó tomando el menú para no tener que mirarlo a la cara-. No sé qué decir,
David, debo haberte parecido una...
-Un caimán -sugirió él de buen humor-. Olvídalo. Comencemos desde el principio.
Hola, me alegro de volver a verte. Cuéntame cosas de la boda.
-Creía que ya lo sabías todo, teniendo en cuenta que fue idea tuya celebrarla...
-Eve se mordió la lengua y se interrumpió-. Lo siento, acabo de meter la pata otra vez,
¿verdad?
-Buenas noches, señorita Birmingham. Y caballero -los saludó un camarero con
una botella de vino-. La directora del hotel me ha pedido que les traiga uno de sus
mejores vinos, junto con sus saludos.
-Debí haberme figurado que no pasaríamos desapercibidos -comentó Eve-. Es
curioso, porque yo ni siquiera la he visto.
-Ha llamado desde su despacho -informó el camarero-. Según tengo entendido, el
portero le informa de las idas y venidas de sus clientes -añadió sacando el corcho y
presentándole la botella a David.
Eve contuvo el aliento por un segundo, pero inmediatamente fue evidente que
David conocía el ritual. El camarero se retiró y ella fijó la vista en el líquido de su
copa, de un rojo oscuro. Una vez más, había infravalorado a David.
-¡Qué considerada! -exclamó David-. ¿Lo hace siempre que vienes con todas tus
parejas?
—Por supuesto que no. Y no es consideración, es saber hacer negocios. La boda
se va a celebrar aquí, en uno de los salones más pequeños, un piso más arriba. ¿Por qué
brindamos?
-Supongo que no tenías pensado brindar por nosotros, así que queda descartado.
¿Qué te parece brindar por la felicidad de Henry? -sugirió David.
-Estoy de acuerdo, hasta cierto punto -accedió Eve alzando la copa, incapaz de
mirar a David a los ojos.
Eve se fijó entonces en sus manos. Sus dedos eran largos, morenos, y llevaba las
uñas muy cortas y cuadradas. Era lógico, teniendo en cuenta que trabajaba con piezas
diminutas. Tenía una herida en un nudillo, como si se hubiera cortado con una
herramienta. La mano de David se curvaba entorno a la copa sujetándola con suavidad,
pero con fuerza. De pronto, muy cerca de ella, una voz de soprano la sobresaltó:
-¡Dios mío, pero si es la pequeña Eve! ¿Y quién es él cariño? Un rostro nuevo, eso
desde luego.
Eve reconoció la voz. De todas las personas que podían encontrarse en Captain's
Table, tenía que aparecer Estella Morgan. Eve se esforzó por sonreír y se volvió hacia
ella. Estella Morgan, de más de cincuenta años, alzaba una mano para sujetarse la
estola, además de exhibir una pulsera de diamantes.
-Señora Morgan, quiero presentarle a David Elliot, que va a unirse a Birmingham
on State.
-En ventas, supongo -contestó la señora perdiendo lodo interés.
-No podríamos mantener abiertas nuestras puertas, un personal de ventas
-comentó Eve, irritada-, pero lo cierto es que David es el joven diseñador más
prometedor del país. Trabajará directamente con Henry, y algún día ocupará su lugar.
-¿Diseñador? -repitió la señora Morgan-. ¿Va a trabajar con Henry? Me pregunto
si le encargará el proyecto que está haciendo para mí.
-Quizá -convino David-, espero que no le moleste. Por supuesto, Henry seguirá al
mando.
-Bueno, mientras lo supervise Henry...-accedió la señora Morgan, observando la
mano izquierda de Eve, que no lucía joya alguna, y volviendo el rostro hacia David-.
Puede que sea mejor que te encargues tú. Va a ser un regalo para mi hija, su herencia
familiar. No es que el estilo de Henry tenga nada de malo, pero puede que un joven
comprenda mejor qué le gusta a una chica de veinte años.
-Mi primer trabajo, sin embargo, será un anillo de bodas -contestó David
tomando la mano de Eve y llevándosela a los labios.
-¡Vaya, qué buena pesca, Eve! ¿Y cómo os conocisteis?
Eve sintió que la tierra se abría bajo sus pies. No estaba preparada para ese tipo
de preguntas, y menos aún cuando se las hacían en ese tono, tan insinuante, después de
haber dejado patente la señora Morgan su interés por David. Sin embargo su cerebro
estaba en blanco, parecía incapaz de responder.
-A través de Henry, por supuesto -señaló David-. ¿De qué otro modo?
-De qué otro modo, por supuesto -repitió la señora Morgan-. ¡Qué coincidencia!
¡Y qué conveniente para los dos! -añadió echándose la estola por el cuello y
marchándose.
-¿El joven diseñador más prometedor del país? -inquirió David-. Eve, cariño, si
hasta Henry dijo que era solo uno de los tres mejores.
-Qué extraño, que la señora Morgan no le dijera nada a Henry de que esa joya
era un regalo para su hija.
-¿De qué proyecto se trata?
-La señora Morgan es la dueña de todos esos anillos pasados de moda que...
-¡Ah, ya entiendo! -exclamó David-, Henry me los enseñó.
-La verdad es que la señora Morgan se los llevó para tener una excusa, y así
poder llamarlo por teléfono dos veces a la semana -explicó Eve.
— ¿Quieres decir que persigue a Henry? —preguntó David atónito.
-Ridículo, ¿verdad? Debe haber captado por fin el mensaje. De otro modo, no
habría dicho que era para su hija. Creo que ahora te persigue a ti.
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— ¡Qué suerte! -musitó David-, Bueno, al menos nos ha hecho un favor.
-¿Cuál?
-Es evidente que tendremos que empezar a jugar al juego de las Mil preguntas. Y
rápido. ¿Quieres empezar tú, o prefieres que lo haga yo?

CAPITULO 3

EL PORTERO del hotel tenía razón. El bistec era bueno, aunque David lo habría
disfrutado mucho más de no haber tenido que memorizar casi cada palabra que decía
Eve. Tratar de aprender en una sola velada todo lo que una pareja normal tardaba
meses de noviazgo en saber era una tarea hercúlea. Pero por indiscreta que hubiera
estado la señora Morgan, era evidente que tendrían que responder a muchas
preguntas. Y lo mejor era conocer las respuestas cuanto antes.
—De todos modos, ¿cuántas personas vendrán a la boda? -preguntó David
mientras un camarero se llevaba los platos.
-Te parecerá una tontería, pero la verdad es que no lo sé —respondió Eve
desconcertada, como si ni siquiera se le hubiera ocurrido pensarlo-. Henry me ha
asegurado que pocas, ¿por qué?
-Porque la señora Morgan tiene pinta de cotilla, me sorprende que no lo supiera.
Aunque no es de extrañar, con lo discreto que es Henry. ¿Quieres algo de postre?
-Eve sacudió la cabeza. David observó que tenía ojeras-. Estás agotada.
-Me duele un poco la cabeza.
-¿A ti también? -preguntó David-. Es natural, después de todo lo que hemos
intentado memorizar.
-Me recuerda a los exámenes de final de curso -sonrió Eve-. No, no me lo digas.
Fuiste a la universidad de...
-Basta por esta noche —la interrumpió él haciendo una seña al camarero, que se
acercó y dejó una carpeta de piel sobre la mesa, junto a David.
-Dámelo, David. Yo invito.
—No, tú no me invitaste —negó él sacando la cartela-- Dijiste que había sido idea
de Henry.
-Y lo era, pero... -sonrió ella traviesa. David la observó, sintiendo una corriente
eléctrica atenazarlo-. Dejemos que pague Henry -sugirió ella-. Le estará bien
empleado cuando vea la factura.
-Cierto, pero le debo ya demasiadas cosas -comentó David pagando al camarero y
tendiéndole una mano a Eve-. Te llevaré a casa.
-No seas tonto, está solo a unas cuantas manzanas. Además, el portero del hotel
llamará a un taxi. siempre vuelvo sola a casa, David.
No, si él estaba cerca, David prefirió no discutir, de modo que calló y la
acompañó al vestíbulo principal del hotel, donde el portero silbó llamando a un taxi Eve
se dio la vuelta hacia él. algo insegura.
-Bueno, gracias por la cena. Y por todo -David la ayudó a subir al taxi y se subió
él también, Eve abrió inmensamente los ojos-, No sé qué crees que estás haciendo,
pero...
-Lo que yo crea no es lo que importa -murmuró - David-. Lo importante es lo que
crea el portero. Él mantiene informada a la directora del hotel, ¿recuerdas?
— ¿Y qué? —preguntó Eve.
-Que sospecho que también le cuenta lo que no ve. Puedes darme el beso de
despedida aquí, mientras él finge no mirar, o dejar que te lleve a casa y que él se
imagine la despedida. Lo que no puedes hacer es estrecharme la mano, sin más.
-¡Ah! -exclamó Eve-. Sí, tienes razón -accedió, dándole al chofer su dirección-.
Pero me niego a que nos achuchemos en el taxi para convencer al conductor.
-Es gracioso -comentó David-. Esta mañana, en el aeropuerto, nadie habló de
achucharse.
Y esa era, precisamente, una de las preguntas que había olvidado hacerle durante
la velada. ¿Quién era el atractivo tipo del aeropuerto, y por qué Eve estaba tan
desesperada por convencerlo de que estaba locamente enamorada?
La casa de Eve estaba a unas manzanas del hotel y, a aquellas horas de la noche,
el trayecto fue rápido. David le pidió al conductor del taxi que lo esperara y acompañó
a Eve a la puerta. Ella sacó las llaves mientras él echaba un vistazo al edificio. Era de
ladrillo, de aspecto sólido, de unos doce pisos y sin nada de particular.
—Te sorprende que viva aquí —comentó ella—. Y no te molestes en negarlo,
porque lo veo en tu forma de arquear las cejas. ¿Qué te sorprende tanto?, ¿que no sea
un edificio elegante, de diseño?
-No estoy sorprendido, exactamente. Dijiste algo acerca de compartir piso.
-Bueno, necesitaremos una casa. Y supongo que tú tendrás algo que decir, al
respecto.
—Qué considerada —comentó David irónico—. Nos vemos mañana en Birmingham.
David hizo el trayecto de vuelta al hotel en silencio, pensando en todas las cosas
de las que habían hablado... y en todas las cosas que no habían mencionado, recordando
las respuestas de Eve, su forma de sonreír.
El ajuste a su nueva vida le llevaría tiempo porque, por desconcertante que
hubiera sido el mes que había pasado esperando en Atlanta, no era ni con mucho la
mitad de desconcertante de lo que le había resultado Chicago. El trato al que había
llegado con Eve no le había parecido real, mientras se despedía de su empleo,
preparaba la mudanza, vendía el coche o cancelaba sus cuentas bancarias, tratando de
atar los últimos cabos de su vida. Solo al salir por la puerta de deseque y ver a Eve se
había dado cuenta de que era real. Y entonces, apenas un instante después, ella se
había lanzado sobre él susurrándole que la besara, y produciéndole un nuevo shock...
tras el cual las cosas habían comenzado a ponerse interesantes.
Pero era mejor no pensar en ello. Eso era lo último en lo que debía pensar. El día
siguiente sería su primer día de trabajo en Birmingham on State. Ni siquiera se labia
dado cuenta de que sus manos se hubieran deslizado tan confiadamente desde los
hombros de Eve hasta la cintura, para seguir después más abajo. No se había
percatado hasta no oír el grosero comentario de la viajera. Solo entonces había
comprendido que estaba en medio del aeropuerto O'Hare, con las manos firmemente
abrazadas al trasero de Eve. Y era interesante, pensó David, que Eve no lo hubiera
reprendido. Si un simple beso en el asiento de atrás de un taxi le parecía demasiado
achucharse... ¿tan preocupada estaba por el tipo del aeropuerto, que ni siquiera se
había dado cuenta?, ¿o sí se había dado cuenta, pero no le importaba?
Ninguna de las dos posibilidades resultaba demasiado halagadora para él.
Aunque, dadas las circunstancias, eso era lo último en lo que podía permitirse el lujo
de pensar. Todo le había parecido más sencillo, antes de bajar del avión. Le había
parecido tan razonable, tan lógico, tan eminentemente práctico... sin embargo en ese
momento...
¿Qué había dicho Eve, durante la velada? Que habría estado dispuesto a abrazar
a un caimán, con tal de no dejar escapar aquella oportunidad. David comenzaba a tener
la sensación de que se había lanzado de cabeza a la ciénaga.

De haber podido elegir, Eve no se habría molestado en prepararse para la boda.


No se habría comprado un vestido, no habría ido a la peluquería ni habría pedido que le
hicieran la manicura. Simplemente se habría maquillado, como siempre. Pero la
ceremonia era importante para Henry. Su abuelo había alquilado una habitación para
ella en el hotel, para que pudiera cambiarse con comodidad. ¿Y qué importancia podía
tener, al fin y al cabo? Una vez dispuestos a llegar tan lejos, daba lo mismo hacer las
cosas bien... hasta cierto punto, al menos. El hecho de que no quisiera una ceremonia
por todo lo grande no significaba que tuviera que presentarse ante un juez de paz a la
hora del café, durante el descanso laboral. Siempre había un término medio en el que
seguir fiel a sus principios sin herir, no obstante, a su abuelo. Eve había terminado de
vestirse, pero seguía contemplándose el peinado salpicado de flores en el espejo,
cuando Henry llamó a la puerta.
-Eve, es casi la hora.
-¿Qué te parece? -preguntó ella abriendo la puerta y dándose media vuelta.
—Sinceramente —contestó él tras contemplarla—, me decepcionó que dijeras
que ibas a comprarte un traje, en lugar de un vestido de novia. Me figuraba que sería
como los que llevas a trabajar.
Eso era lo que Eve había pensado hacer. Habría sido de lo más sensato,
comprarse un traje clásico que pudiera añadir a su vestuario de diario. Pero al final
había acabado por comprarse otra cosa. No era de extrañar que Henry estuviera
sorprendido, porque ella también lo estaba. Por delante, el traje podría haber parecido
corriente, de no ser por el blanco plateado, tan pegado a la silueta, y por el escote, tan
marcado. Pero por la espalda...
Eve se miró por encima del hombro, observándose la espalda en el espejo.
Aunque decir que el traje tenía espalda era casi exagerado, teniendo en cuenta que
era todo de encaje calado hasta un poco por debajo de la cintura. Solo encaje, sin
forro.
-Espero que haga calor -observó Eve llevándose la mano al collar de perlas del
cuello-. Solo me faltan los pendientes -añadió sintiendo una repentina opresión en el
pecho.
—Un regalo para la novia -dijo Henry sacando una cajita de terciopelo del bolsillo
de su chaqueta-. Pensé en hacerte unos pendientes, pero luego caí en la cuenta de que
necesitarías algo antiguo.
Henry no había querido hacerle sombra a David, diseñando unos pendientes para
ella. Eso estaba claro, pensó Eve. No quería hacerle sentir que tenía que competir con
él.
La cajita, con el anagrama de Birmingham on State, era de terciopelo verde, en
lugar del melocotón que habían comenzado a utilizar como nuevo color distintivo de la
firma. Solo la caja debía tener, más o menos, los años que ella. Eve la abrió y
contempló las enormes perlas, montadas sobre un engarce de platino y rodeadas de
una fila de diamantes cortados en forma triangular.
-Son preciosos, Henry.
-Eran de tu abuela. Se los hice por nuestro veinticinco aniversario de boda.
-Pero se supone que son las bodas de plata, no de platino, y las perlas
corresponden a... -Eve se interrumpió. Henry parpadeó, con ojos llorosos—. Lo siento,
Henry.
-Me alegro de habérselos regalado cuando aún podía. Sarah estaría orgullosa de
que los llevaras -añadió Henry, vacilando-. Sé que David y tú habéis tenido algunas
discusiones esta semana.
-¿Algunas discusiones? -repitió Eve sacando un pendiente y poniéndoselo-. ¡Llevo
meses trabajando en esa campaña publicitaria!
-Y él, en cinco minutos, ha sabido poner el dedo en la llaga -observó Henry-.
Aunque quizá se haya excedido, sugiriendo que contratemos a otra agencia -añadió
tratando de ser objetivo. Eve no se molestó en contestar-. ¿Qué opinas realmente de
él, Eve?
-Parece... de fiar.
-Y eso es importante para ti, después de tu... experiencia del año pasado.
-No voy a desmayarme si mencionas el nombre de Travis, Henry.
—Todo ha pasado, ya lo sé, y no volveré a mencionarlo. Solo quería decirte cuánto
te admiro por haber tomado la decisión correcta, Eve -continuó Henry-. Te admiro por
volverle la espalda a tus deseos, por hacer lo más honrado. Y tenías razón, ¿sabes? Tu
vida habría sido un fracaso, sabiendo que él no era fiel a sus responsabilidades.
-No fue culpa de Travis, y tú lo sabes. Se vio entre la espada y la pared, no
dependía de él. Ni de mí -respondió Eve. Henry sacudió la cabeza, pero no quiso
discutir. Solo le tendió el segundo pendiente-. La abuela y tú fuisteis felices, ¿verdad?
-Sí, lo fuimos.
-Pero ninguno de los dos estaba locamente enamorado.
-No -negó Henry-. Jamás lo estuvimos. ¿Pero sabes, Eve? Eso del amor loco
nunca dura mucho.
-Mientras que el hecho de que una persona sea de fiar es para siempre -concluyó
Eve.
-Y la vida resulta mucho más cómoda —asintió Henry.
Eve cerró los ojos un instante, respiró hondo, y por fin los abrió y sonrió,
diciendo:
-Es la hora, Henry.

Al acercarse al salón, Eve vio a David inmóvil delante de la puerta. Llevaba un


traje gris marengo tan oscuro, que parecía casi negro. Y sujetaba un ramo de rosas
blancas.
-¿Son para mí?
-Seguramente -contestó él mirando para abajo y recordando lo que tenía en la
mano—. No he visto pasar a nadie con aspecto de novia, así que... -Eve pensó que David
parecía ausente, pero supuso simplemente que estaba contemplando su traje. Su
forma de arquear las cejas la satisfizo enormemente. Y eso que ni siquiera había visto
la espalda-. Veo que al final te has vestido de satén blanco -añadió David con calma-.
Quizá hubiera debido encargar un ramo de flores naranjas, en lugar de rosas.
-No es satén -negó Eve, irritada-. Es brocado. Y la única razón por la que visto
de blanco es porque es uno de mis colores preferidos, ¿de acuerdo?
-Lo que tú digas, cariño. Henry, ¿te importa que hablemos un minuto? -preguntó
David guiándola a un rincón apartado, para que nadie los oyera.
-Y como los otros dos colores que también me sientan bien son el negro y el rojo,
pensé que lo mejor sería decidirme por el blanco, para no parecer una viuda o una novia
escandalosa... -continuó Eve. David, no obstante, no parecía prestarle atención. La
miraba fijamente. Eve se asustó-. ¿Qué ocurre?
-Última oportunidad -dijo él-. No es imprescindible que pases por esto.
-Si lo que quieres decir es que has decidido echarte atrás -comenzó a decir Eve,
desorientada-, escucha atentamente, amigo, porque no vas a pasarme la bola. Si
quieres cancelar la boda, tendrás que ser tú quien se lo diga a Henry.
-No es eso lo que quiero decir. Solo quiero asegurarme de que sabes que no es
necesario pasar por esto si te sientes atrapada. Yo cargaré con la culpa.
Eve sintió entonces curiosidad. ¿Obedecía la conducta de David a un puro
instinto caballeresco, o trataba de aferrarse a la última oportunidad que le quedaba
para no perder su libertad?
-¿Qué harías si me echara atrás, David? -Ya se me ocurriría algo -contestó
David, pensativo-. Decídete, Eve. ¿Qué quieres?
-Lo que siempre he querido, complacer a mi abuelo -contestó ella tras una pausa
deliberada, dejándolo en suspense.
-Entonces nos vemos dentro -contestó él tendiéndole el ramo y desapareciendo.
-¿Va todo bien? -preguntó Henry desde detrás. -Perfecto.
Eve seguía mirando la puerta por la que David había desaparecido cuando Henry
la tomó del brazo y la guió al salón. Aunque era uno de los más pequeños del hotel, era
tan magnificente y estaba tan bien decorado como el resto. De hecho, pensó Eve,
aquella sala era casi como una tarta de bodas, con pilares por todas partes y molduras
de escayola en el techo. Y estaba notablemente llena de gente. Según parecía, el
concepto de Henry de una boda discreta no encajaba exactamente con el suyo. Nada
más entrar, la gente se calló y se apartó, dividiéndose en dos grupos y dejando un
pasillo desde el que podía ver a David con el juez esperando. Un hombre de fiar, pensó.
La ceremonia fue breve, pero a pesar de ello Eve se distrajo. La voz del juez era
profunda, casi hipnótica. Podía oler el cargante perfume de las rosas y sentir el calor
que habían dejado los dedos de David en el ramo. Eve se preguntó qué sentiría él en
ese momento. ¿Júbilo, sensación de triunfo, miedo a fallar? Evidentemente, aunque
David fuera un diseñador prometedor, debía sentir aprensión ante el desafío que
suponía ocupar el lugar de Henry.
El juez pidió el anillo, y David se lo sacó del bolsillo de la chaqueta. Eve sintió
cierta aprensión, al tiempo que curiosidad. La primera tarea de David en Birmingham
on State había sido ese anillo, según le había dicho a Estella Morgan. Sin embargo se
había pasado la semana sacando sus herramientas del viejo maletín y preparando su
puesto de trabajo, en el segundo piso, cerca del banco que ocupaba Henry. Durante
esa semana Eve había sentido deseos de preguntarle por el anillo más de una docena
de veces, pero se había reprimido. Pronto sabría si le había hecho caso, o si había
creado una joya que solo le complaciera a él.
Con relación a las flores David sí le había hecho caso. Eve no había descartado
las rosas, así que eso era lo que le había comprado. Aunque por otro lado las flores no
eran para él una cuestión de honor, mientras que el anillo sí. Eve no había podido evitar
pensar, sin embargo, que pedirle a un experto joyero que no proyectara su particular
visión creativa a su anillo de bodas era como decirle al mejor florista del mundo que
prefería las flores de plástico, porque duraban más que las de verdad. Después de eso,
reflexionó Eve, no habría sido de extrañar que David hubiera acudido a la joyería más
cercana a comprar un anillo que estuviera de oferta. Y si había sido así, entonces era
comprensible que nadie lo hubiera visto trabajando con prisas, tratando de mantener
el secreto. ¿Para qué malgastar su precioso talento, cuando Eve le había asegurado que
no valoraría su trabajo?
Eve no miró el anillo mientras él se lo ponía en el dedo. Ni pesaba opresivamente,
ni era tampoco demasiado ligero. Y estaba caliente de su cuerpo. Aquella banda de
metal se acomodó a su dedo como si David mismo se lo hubiera amoldado, para que
encajara perfectamente. No le había preguntado su talla, recordó. Henry debía
habérsela dado, De pronto la breve ceremonia terminó.
-Puede besar a la novia -dijo el juez sonriendo. Eve alzó el rostro esperando un
breve beso en los labios, y cuando David la rodeó con los brazos casi sintió pánico,
recordando el frenético y apasionado beso del aeropuerto. No podía volver a repetirlo.
No, delante de toda aquella gente.... Los labios de David descendieron sobre los suyos
lentamente, imprimiendo sobre los de Eve un beso que no resultó ni rápido ni
desagradablemente íntimo pero que, a su modo, fue tan inquietante como el del
aeropuerto. Eve tuvo la sensación de que duraba eternamente, a pesar de que solo
pudo tratarse de unos segundos, tras los cuales él la soltó y ambos se volvieron hacia
los invitados. Todos se acercaron a felicitarlos.
Eve trató en lo posible de parecer una feliz y ruborizada novia, tal y como todos
debían esperar, mientras le daban la enhorabuena. Henry se había vuelto de espaldas
para enjugarse las lágrimas. Un grupo de mujeres, empleadas de Birmingham on State,
se apresuraron a acercarse:
-¡Nos morimos por ver tu anillo, Eve! Nadie lo ha visto aún.
A pesar de que su curiosidad había aumentado desde que David deslizara el anillo
en su dedo, Eve no quería soltar el ramo de flores para que todos lo vieran. Lo que
realmente quería hacer era apartarse un minuto de la gente para verlo a solas, para
ser la primera en verlo. Aunque en realidad era una tontería. ¿Qué haría, si no le
gustaba?, ¿negarse a que lo vieran los demás?
Eve giró la mano para echarle un rápido vistazo antes que nadie. Era de platino,
tal y como le había pedido. Y muy sencillo, exactamente como le había pedido. Sin
diamantes y sin decoraciones frívolas. De nuevo, tal y como le había pedido. Pero a
pesar de haber seguido sus instrucciones una por una, también las había violado en
cierto sentido. Para ser un anillo tan sencillo, resultaba una de las piezas de joyería
más elegantes y llamativas que Eve hubiera visto. Lejos de ser simplemente una banda
de metal discreta, aquel anillo parecía gritar «mírame». Era más ancho que un anillo de
bodas corriente, y los bordes estaban cortados con rotundidad, en lugar de
redondeados. David debía haber esculpido cada cara de metal con sus propias manos,
de modo que, girara la mano como la girara, el anillo reflejara la luz. Parecía como si lo
hubiera extraído de una piedra y lo hubiera esculpido.
Eve alzó la mano, y las empleadas se quedaron mirando. Entonces una de ellas,
incrédula, exclamó:
-¡Pero si es muy sencillo!
-Yo no diría que es sencillo, exactamente -comentó Henry, que había terminado
de enjugarse las lágrimas—. Como todo buen diseño, es sutil. No es necesario que
tenga un montón de fiorituras, para que sea bueno -añadió tomando la mano de Eve
para girarla y ver los reflejos-. Este anillo va a ser un clásico, David. La gente se
arremolinará en la tienda para verlo.
Pero Eve le había advertido de que no quería convertirse en un anuncio viviente
de su talento. Creía habérselo dicho muy claramente. De alguna manera, David había
hecho exactamente lo que le había pedido, consiguiendo al mismo tiempo lo que él
quería.
-Aún no hemos oído la opinión que realmente importa -añadió Henry, tras una
pausa-. ¿Eve?
-Creo que este hombre es un genio -comentó ella en voz baja, observando a
Henry, suspicaz, que no le quitaba ojo de encima-. Los invitados nos esperan para
cenar, ¿no?
Los invitados habían comenzado a dirigirse hacia el fondo de la sala, en donde
alguien acababa de abrir una serie de puertas. Tras ellas estaban preparadas las
mesas, servidas con aperitivos. Nadie se había sentado todavía, sin embargo. Eve y
David atravesaron el salón, pero antes de llegar a la mesa correspondiente la
directora del hotel se les acercó, abrazándola a Eve.
-Me temo que no puedo quedarme al banquete porque, esta noche tengo seis
convenciones, pero quería desearos lo mejor y deciros que ha sido una boda preciosa.
¿Adonde vais de luna de miel?
-En realidad, Elizabeth, no vamos a ninguna parte -contestó Eve recordando que
esa era una de las preguntas que no habían tenido tiempo de preparar—. David está
ansioso por comenzar a trabajar.
-¿Quieres decir que vais a quedaros en casa? -insistió en preguntar la directora,
perpleja. —Pues... sí—vaciló Eve.
—Ir juntos a casa será como estar de luna de miel -intervino entonces David,
tratando de arreglarlo-. Ya haremos un viaje después, por supuesto. A Hawai, quizá. O
al Caribe.
O a cualquier sitio donde se celebrara una convención de joyeros, pensó Eve. La
directora del hotel frunció el ceño confusa, pero no dijo nada más. Eve notó que
sacudía la cabeza, mientras se marchaba. David la guió por el salón colocando una mano
sobre su espalda. Aquel contacto parecía quemarla. Quizá el traje tan escotado no
fuera tan buena idea, después de todo.
-A propósito -murmuró Eve-, olvidé decirte que soy extremadamente sensible al
sol.
-¿Quieres decir alérgica? -preguntó David deteniéndose y mirándola—. ¿Cómo
puedes ser alérgica al sol?
-No soy alérgica, solo muy sensible. Como estamos en invierno, no se me ha
ocurrido mencionarlo. Y no es necesario que te muestres tan perplejo. Puedes seguir
adorando al sol, si quieres. El problema es que como me quemo, a pesar de las cremas
protectoras...
-La playa sería el último lugar que escogerías para pasar la luna de miel -la
interrumpió él.
-Bingo. Por supuesto, sé perfectamente que no hablabas en serio cuando sugerías
que fuéramos de viaje. No obstante todos mis amigos conocen mi problema, así que si
alguien te vuelve a preguntar, será mejor que elijas otro destino.
— ¿Qué sugieres?, ¿que diga que vamos a la costa de Groenlandia? Quizá pueda
contestar que, ya que no tengo intención de dejar que mi novia saque un pie de la cama,
nos da igual el lugar.
-Claro, ¿para qué malgastar un billete de avión? -preguntó Eve a su vez,
siguiéndole la corriente.
—Y el tiempo. Piensa en la cantidad de cosas que podríamos hacer, en las ocho o
diez horas que dura el viaje.
Eve se dio finalmente por vencida. No iba a seguirle más el juego. Los camareros
habían terminado de servir el plato principal cuando la directora del hotel volvió a
aparecer.
-¿Te has dejado algo en la suite, Eve?
-Claro -respondió ella sorprendida-. El neceser, la ropa que llevaba, algunas
joyas... ¿por qué?, ¿es que ha entrado alguien?
-¿Un ladrón?, ¿en el Englin? -preguntó Elizabeth horrorizada-. ¡Claro que no! Solo
me preguntaba si hacía falta hacer alguna maleta para el traslado.
-¿Traslado?, ¿adonde?
-¡Ah!, y, David -continuó la mujer hablando, sin hacer pausas-, tú estabas en la
suite número doce, ¿verdad? ¿Sigue tu maleta allí? -David asintió-. Bien, mandaré a un
botones. Todo estará listo, para cuando termine la cena -afirmó dejando una llave
antigua de bronce sobre la mesa, entre los dos-. Este fin de semana lo pasaréis en la
suite nupcial. Invita la casa.
Eve abrió la boca perpleja, miró a David y volvió a cerrarla. Después de todo,
¿qué excusa podía poner?, ¿quizá el hecho de que había olvidado su pijama de franela?
No podía rechazar un gesto tan generoso. Aunque fuera lo que menos deseara sobre la
faz de la tierra.

CAPÍTULO 4

EL ASCENSOR que subía a la suite nupcial era privado, muy pequeño, y


extremadamente elegante. Eve pensó que el silencio que se produjo en su interior era
más espeso que la niebla. . -Por supuesto, teníamos que acabar en la suite nupcial
-se quejó Eve-. Con una pizca de suerte, habría estado ocupada. Vamos a ver...
¿cuántas probabilidades hay de que la suite nupcial del hotel más famoso de Chicago
esté libre durante un fin de semana?
-Bueno, habría sido de mala educación rechazar la invitación -musitó David.
—No te he contado aún que Elizabeth no es solo la directora del hotel, sino que
es además una de nuestras mejores clientes. O quizá debiera decir mejor que lo es su
marido. Bueno, viene a ser lo mismo. ¿Has visto el colgante que llevaba?
-¿El ópalo negro en forma de pera, que debe pesar al menos nueve quilates? Sí,
ya me he fijado.
-Nueve quilates con treinta y cinco -lo corrigió Eve, con precisión-. Nos lo
encargó él, por su aniversario de bodas. Henry tardó casi un año en localizar la piedra.
—Sí, es difícil encontrar un ópalo de ese tamaño, con tanto brillo en todas sus
caras -confirmó David silbando—. Tienes razón, no creo que queramos perder este
cliente.
El ascensor se detuvo, y las puertas se abrieron a un diminuto vestíbulo al que
solo daba una puerta. David sacó la llave de bronce y abrió. Eve miró a su alrededor y
se alegró de que al menos la habitación tuviera un aspecto normal. Se trataba de una
sola estancia, dividida aquí y allá en áreas distintas con pilares y medias paredes. Nada
más entrar había un pequeño salón con un sofá y un armario que ocultaba la televisión.
Más allá, al otro lado de una pequeña pared de la que colgaba una planta, estaba la
enorme cama de matrimonio. Solo una cama, por supuesto, pero al menos no tenía
forma de corazón. Cerca, detrás de una puerta, se vislumbraba una enorme bañera. Al
otro lado de la puerta de entrada, cerca del salón, había una pequeña cocina en
miniatura. Eve se acercó a verla.
-No creo que la gente use mucho esta cocina.
Enseguida se dio cuenta de lo que había dicho. Sin duda, los ocupantes de la suite
satisfarían sus apetitos de otras maneras. Pero era demasiado tarde, así que Eve se
preparó para una respuesta sarcástica. En lugar de ello, David hizo un visible esfuerzo
por parecer contento.
-A mí no me parece tan mal. He vivido en apartamentos más pequeños que esto.
-Pero solo, claro -recalcó Eve, ruborizándose-. Quiero decir... no pretendía
interrogarte, no estaba preguntándote si has vivido con alguien. No es asunto mío,
aunque tuvieras una docena de amantes...
-Menos de una docena -comentó David pensativo-, que yo recuerde. Aunque
puede que me olvide de una o dos, sin importancia.
-¡Qué gracia! Deberías contarlas por las noches, igual que se cuentan ovejas.
Pero no me des la lista, ¿de acuerdo? Tu pasado no me interesa.
La verdad es que eso no era del todo cierto, reflexionó Eve. Era una estupidez,
que no se hubiera parado a considerarlo ni un momento. Ni siquiera después del beso
del aeropuerto, aunque entonces hubiera debido hacerlo, porque era evidente que
David no había aprendido a besar así en los libros de texto. Un hombre como David...
Eve no podía creer que al principio le hubiera parecido solo bien parecido. Era guapo,
tenía talento, era ambicioso, muy masculino... Solo una estúpida podía creer que no
había ninguna mujer en su pasado. Quizá incluso una mujer muy especial.
Por alguna razón, esa idea resultaba mucho más inquietante que la de la docena
de amantes. Quizá David hubiera dejado a esa mujer por ella o, más precisamente, por
Birmingham on State. Eve no tenía ninguna prueba de que esa mujer existiera, así que
no tenía sentido darle vueltas. De todos modos ya no importaba. David y ella se habían
embarcado en una aventura, y los pasados de ambos quedaban atrás. No merecía la
pena hacer preguntas. A pesar de todo, Eve no podía dejar de hacérselas.

Todo aquello sobrepasaba lo que esperaba, pensó David. Pasar el fin de semana
en la suite nupcial... no era precisamente su idea de diversión. Y a eso había que añadir
el hecho de que Eve estaba tan nerviosa, que ni siquiera se había sentado... ¿Qué le
pasaba?, ¿acaso tenía miedo de que, en la intimidad de aquella habitación, él olvidara
que no era una de sus amantes? Si quería caminar de un lado a otro toda la noche, era
problema suyo. Por lo que a él respectaba, se pondría cómodo.
David cruzó la habitación y abrió el armario. E inmediatamente comprendió el
motivo de tanto nerviosismo. No era de extrañar que Eve estuviera inquieta, tenía
delante de sí una de las razones que la alteraban.
A un lado del armario colgaba una fila de trajes de hombre. Al otro solo había
dos perchas: una con una falda larga y otra con una blusa de rayas. Eso y el vestido de
novia eran todo lo que tenía.
-Me figuro que estarías más cómoda sin ese traje -comentó él escuchando los
pasos de Eve, amortiguados por la alfombra.
-Eso depende -respondió ella suspicaz.
-¡Maldita sea, Eve!, te estaba ofreciendo un pijama, no tratando de ligar -añadió
él rebuscando por los cajones hasta dar con un pijama azul-. Toma, úsalo. Si quieres, a
mí me da igual. Yo voy a cambiarte, tú puedes encerrarte en el baño toda la noche si lo
prefieres.
-Pero este pijama parece nuevo, David -repuso ella observando la prenda y luego
a él.
—Sí, por que lo es —contestó él preguntándose cómo era posible que aquella
mujer no comprendiera-. Pensé que ya que íbamos a compartir piso, estarías más
cómoda si no usaba mi pijama habitual.
-Gracias -dijo Eve poniéndose colorada.
David se puso una camiseta y unos pantalones de hacer deporte, y Eve
desapareció en el baño. El escuchó el ruido del pestillo al cerrarse. No habría hecho
falta que se molestara en echarlo pero, ¿qué clase de tipo se había creído que era?
Además, de haber querido entrar, el pestillo jamás lo habría detenido. David abrió el
armario de la televisión y se dejó caer en el sofá, con el mando en la mano. Tenía que
haber algo que mereciera la pena ver. Las opciones no eran muchas: un partido de tenis
entre dos desconocidos, o una película de las antiguas. David estaba considerándolo
cuando llamaron a la puerta.
-Una entrega para la señora Elliot -anunció el botones cargando con una caja.
La señora Elliot. Le llevaría tiempo acostumbrarse. David echó mano de la
cartera, pero inmediatamente se dio cuenta de que la había dejado sobre la cómoda.
Antes de que pudiera alcanzarla, sin embargo, el botones desapareció. No era de
extrañar. Probablemente los empleados prefirieran no llamar a la puerta de la suite
nupcial. David examinó el paquete. Apenas pesaba, estaba envuelto en un papel de seda
que casi parecía tela. No hacía tic-tac ni olía a pólvora. David se acercó al baño y llamó
a la puerta.
—Ha llegado tu paquete.
Al otro lado nadie contestó. David comenzaba a preguntarse si Eve se habría
quedado dormida en la bañera cuando, por fin, ella gritó:
-No espero ningún paquete, y tú lo sabes.
-Bueno, pues tengo uno para ti. Yo solo soy el mensajero -comentó David
sujetándolo igual que si fuera una bandeja y viendo, de pronto, !a etiqueta-. Es de...
deja que lo mire de cerca. Aquí dice «Milady Língerie».
-Ah, eso lo explica todo -contestó Eve, abriendo casi inmediatamente la puerta.
Definitivamente, Eve había estado en la bañera, porque aún quedaban pompas de
jabón. Seguía llevando el pelo recogido en un moño, salpicado de flores, pero muchos
mechones se habían escapado y humedecido con el vaho, rizándosele. Llevaba un
albornoz que le quedaba grande, y debía habérselo puesto apresuradamente, porque le
colgaba torcido. El escote ofrecía una tentadora vista en sombras del cremoso valle
entre sus pechos. David trató de no mirar, mientras le tendía el paquete. Eve lo miró
suspicaz y volvió la vista hacia él desconfiada.
-No comprendo cómo le ha dado tiempo -murmuró Eve.
-¿A quién?, ¿a la directora del hotel? –preguntó David apoyándose en el dintel de
la puerta, demasiado curioso como para pensar siquiera en la posibilidad de alejarse.
Eve rasgó el papel y abrió la tapa de la caja. Fuera lo que fuera lo que hubiera
dentro, estaba envuelto en papel de seda del mismo color que el resto. Dentro había
una tarjeta. Eve la leyó.
-Ah, es de las empleadas de Birmingham on State -comentó aliviada-. Habrán
traído el paquete al salón, y habrán decidido después mandarlo directamente a la
suite. Muy amables, pero... -terminó Eve dejando la tarjeta, resuelta.
-Será mejor que le eches un vistazo, al menos —sugirió David, sintiéndose
perverso.
-No hace falta, sé lo que hay dentro. O me lo imagino. Y es evidente que nunca
has estado en Milady Lingerie, o no lo preguntarías.
-No estés tan segura -objetó David-. Es una tienda de lencería muy sexy, por
supuesto, pero supongo que las empleadas esperarán que los dos sepamos cómo es
exactamente esa prenda —añadió, pensativo—. Aunque me imagino que también
podemos decir que hemos estado tan ocupados, que ni siquiera nos hemos molestado.
Quiero decir... ¿quién necesita lencería sexy, durante una luna de...?
-Si insistes -lo interrumpió Eve apartando el papel de seda y sacando una pieza
de encaje blanco.
Eve la alzó a la altura de la vista. David se encontró cara a cara con un negligé
tan fino que parecía una tela de araña, y tan transparente que se veía a su través. De
haberlo tenido Eve puesto, en lugar de sujetarlo en el aire... No habría necesitado
echarle imaginación, eso seguro. El paquete, finalmente, se revelaba explosivo. David
no se dio cuenta de que estaba silbando hasta no oír el comentario de Eve.
-¡Oh, por el amor de Dios! ¡Si solo es una bata! Bonita, pero nada práctica.
Cualquier mujer se helaría con esto. Y que lástima malgastar el encaje. ¿No estás de
acuerdo? ¡David!
-Definitivamente, una lástima.
-Bueno, muchas gracias por traérmelo -añadió ella volviendo a meterlo en la caja.
David se dio cuenta entonces de que le bloqueaba el paso, así que se apartó.
Volvió al sofá y comprobó que el vaho del baño también le había afectado a él. Según
parecía, le costaba respirar. Pero Eve tenía razón en una cosa: las empleadas de
Birmingham on State habían malgastado su dinero. Regalarle la bata más sexy del
mundo a una mujer a la que le gustaba mostrarse más fría que el hielo... Aunque en el
aeropuerto, mientras estaba en sus brazos, Eve no se había mostrado precisamente
helada. Y aquella noche, justo después de que el juez los declarara marido y mujer...
Su intención había sido rozar los labios de ambos suave, formalmente, dándole
solo el beso oficial. Pero nada más tocarla, y antes de que pudiera reprimirse, la había
atraído a sus brazos. La culpa era solo de su curiosidad, pensó. Simplemente quería
saber si se equivocaba al considerarla un glaciar con alguna que otra fisura, aquí y allá.
Y Dios sabía que si hubiera intentado besarla de ese modo en privado, Eve lo habría
abofeteado. A pesar de todo, David no había conseguido resolver la cuestión. Eve
había permanecido casi pasiva en sus brazos, y sin embargo cierta débil respuesta lo
había intrigado. ¿Había sido real, o estaba actuando delante de la audiencia?
Eve salió por segunda vez del baño, con el albornoz bien colocado. Le quedaba tan
grande que le llegaba a los tobillos. Debajo llevaba el pijama de David, remangado.
Debía de haberse atado la cinturilla al máximo. Eve se detuvo a medio camino tratando
de reprimir un bostezo.
-Estoy tan agotada que me duelen hasta los labios -musitó ella-. De tanto
sonreír, quiero decir -David sabía que el comentario no pretendía alentarlo, pero aún
así observó sus labios. Eve no necesitaba cosméticos para estar guapa. Habría podido
borrar su cansancio besándola... -. Supongo que sería una tontería, sortearnos la cama
tirando una moneda al aire -comentó ella bostezando una vez más.
-Podríamos jugárnosla a las cartas. Lástima que no tengamos baraja.
-Llama al servicio de habitaciones -sugirió ella-. No, pensándolo bien, no llames.
Todo el personal del hotel se enteraría de que los recién casados necesitan una baraja
para entretenerse.
-Podría decir que vamos a jugar al póquer. El que pierda se quita una prenda.
-Tengo una idea mejor. Tú te quedas con la cama, eres más alto y no cabrías en el
sofá. Necesito que me hagas un favor, David, si no te importa -continuó Eve tocándose
el pelo-. No puedo quitarme estas estúpidas flores. El peluquero ha debido ponerme
cientos de ellas, y cada vez que lo intento me enredo más el pelo. Eve se sentó al
borde del sofá cerca de David, dándole la espalda. Él estaba acostumbrado a realizar
trabajos minuciosos con las manos, así que aquello no podía ser un problema. A menos
que su delicada fragancia a lilas lo perturbara. O que lo sedujera la curva de su cuello,
tentándolo a inclinarse para...
Pero no era una buena idea, pensó David. Era mejor pensar en otra cosa.
-Ojalá no te hubieras puesto cabezota con eso de que no querías cajitas con
tarta de bodas para los invitados -comentó-. Ahora mismo me comería unas cuantas.
La cadena de flores cayó en manos de David, y los cabellos de Eve quedaron
sueltos. Ella se dio la vuelta sonriendo. Decididamente, era mucho más peligrosa
cuando sonreía.

Eve no tenía intención de quedarse profundamente dormida. Esa era una de las
razones por las que le había cedido la cama a David. Pero, según parecía, estaba más
cansada de lo que creía. Recordaba haberse quedado viendo una película antiquísima, y
luego recordaba vagamente que David le alzaba las piernas para acomodarla en el sofá,
la tapaba, y le ponía una almohada bajo la cabeza. Pero eso era todo lo que sabía, hasta
el momento de despertarse por la mañana con dolor de cuello y ver la luz del sol, por
las ventanas.
Lo siguiente que vio fue a David. Estaba dormido, acurrucado en un extremo del
sofá, con la cabeza hacia atrás y sus pies encima del regazo. Evidentemente, se había
pasado así toda la noche. ¿Se habría quedado dormido él también, viendo la película?
La televisión estaba apagada, y David no podía ser tan tonto como para levantarse a
desconectarla, para volver luego al sofá. Eve trató de levantarse sin molestarlo, pero
él abrió los ojos en cuanto se movió. Eve retiró los pies y permaneció sentada,
abrazándose las piernas.
-¿Por qué no te has marchado a la cama? -preguntó Eve-. Y por favor, no me
digas que pretendías ser un caballero.
-Está bien, si no quieres oírlo...
-Fue elección mía quedarme en el sofá, no hacía falta que estuvieras incómodo tú
también.
-Habría estado aún más incómodo, si te hubiera dejado dormir aquí, mientras me
estiraba en una cama de lujo -comentó David poniéndose en pie y estirándose-. ¿Qué
hay para desayunar, mujer?
-¿Y por qué me lo preguntas?
-Como dices que no te gusta que me comporte como un caballero, trato dé actuar
como lo haría un machista reaccionario, a ver si te gusta más.
-No es eso lo que... -Eve se dio por vencida-. El menú del servicio de habitaciones
debe de andar por ahí. ¿Qué quieres hacer hoy? Es decir, tenemos todo el día para...
Dijera lo que dijera, metía la pata. David, no obstante, fingía no darse cuenta de
lo sugerente que podía resultar ese comentario. Y eso la hacía sentirse aún más
estúpida.
-Ya que la playa queda descartada, dejaré que seas tú quien decida -contestó
David leyendo el menú-. ¿Qué quieres desayunar?
-Café, por favor.
-¿Eso es todo?
-Yo nunca desayuno -afirmó Eve.
-No es de extrañar entonces que estés de tan mal humor por las mañanas.
-Si crees que esto es estar de mal humor, es que no me has visto cuando llego
tarde al trabajo.
-Trataré de recordarlo -contestó David sentándose en el brazo del sofá y
descolgando el teléfono.
Eve se ató más fuerte el cinturón del albornoz y se llevó la almohada a la cama.
David había doblado la manta cuidadosamente, pero ella la desdobló y la arrojó junto
con la sábana, arrastrándola por el suelo.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó él colgando el teléfono.
-Deshacer la cama, para que parezca que hemos dormido aquí -contestó ella
alejándose para ver el efecto-. ¿Qué te parece?
-No muy convincente.
-Eso me temía, pero ¿qué otra cosa...?
Antes de que ella terminara la frase, David tiró de la sábana, la tomó en brazos y
la arrojó en medio de la cama. Eve quiso protestar, pero apenas tuvo tiempo de
echarse a un lado, cuando David se tumbó junto a ella. Pero en lugar de hacer un solo
movimiento para tocarla, David rodó un par de veces por la cama, dio un puñetazo a la
almohada y sacó la sábana inferior, para enredarla. Luego apoyó la cabeza sobre un
codo y la miró a escasos centímetros.
-¿Qué ocurre, cariño?, ¿acaso creías que tenía otra cosa en mente? -Eve sintió
deseos de gritar. Con la gracia de un atleta, David se levantó de la cama-. Otro día,
cuando necesites deshacer una cama, grita.
Eve se levantó enfadada, recogió su ropa y se encerró en el baño. ¿Qué demonios
le ocurría? Casi le había dado un ataque de nervios, y todo por una tontería...
Al salir del baño, David estaba sentado en el sofá, leyendo el periódico. A su lado
había un carrito con huevos revueltos, tostadas, patatas, beicon, salchichas, gofres,
fruta, café, y una botella de champán.
-¿Has pedido tú todo eso? -preguntó Eve atónita.
-No exactamente -respondió David doblando el periódico y dejándolo a un lado-.
Es el desayuno que sirven en la suite nupcial. Al menos eso dijo la camarera.
-¿Seguro que no es lo que sirven a los equipos de fútbol?
-Absolutamente. Ningún jugador bebería champán.
-¿Pero qué clase de bárbaro podría comerse todo eso por la mañana? -insistió
Eve, sirviéndose café.
-No quieras saberlo. Además, es tarde. Podría considerarse una comida temprana
-contestó David abriendo la botella de champán y sirviendo dos copas, para tenderle
una a ella-. Toma. A menos que tengas otra actividad en mente, claro.
No había ni el menor rastro de sensualidad en la voz de David, de modo que Eve
no acababa de comprender por qué tenía que reprimirse para no mirar hacia la cama.
David no estaba sugiriendo absolutamente nada.
-He pensado que podría llevarte de tour por la ciudad, tal y como sugirió Henry.
Podemos caminar hasta el Loop y tomar un taxi después al Lincoln Park, para que veas
la Historical Society. Luego, incluso, podríamos subir a lo alto de las Sears Towers, si
te apetece hacerte el turista.
-Muy bien -contestó David pasándole un plato-. Pero un programa tan ambicioso
como ese requiere recargar energías primero. ¿Quieres leer una parte del periódico,
mientras desayunas?
Eve tuvo que admitir que los gofres belgas despedían un olor tentador. Además,
ni siquiera aquel exhaustivo programa de visitas duraría el día entero. Con las horas
que tenían por delante, antes de que se terminara el fin de semana y volvieran al
trabajo, no se le ocurría nada mejor que leer el periódico. Al menos así no tendrían que
charlar.

A juicio de David, no había lugar que visitaran donde no se encontraran con algún
conocido de Eve. En el Art Institute se encontraron con una mujer cargada de
diamantes. En el Tyler-Royale, mientras se probaba un vestido detrás de otro, Eve
tuvo que presentarle al jefe del departamento y a tres dependientas. Luego Eve pagó
el vestido y mandó que se lo enviaran al hotel.
-Al menos así tendré algo que ponerme mañana -comentó ella-. Y ahora, ¿qué?
-Eres toda una mujer de sociedad, ¿verdad?
-Claro que no, no tengo tiempo -respondió ella atónita.
— ¿Quieres decir que toda esa gente son clientes?
-Más o menos. Algunos simplemente desearían serlo, vienen a la joyería a echar
un vistazo de vez en cuando. Birmingham on State es una de las atracciones turísticas
del Loop, igual que el reloj Marshall Field o la escultura de Picasso del City Hall. ¿Por
qué?, ¿estás recalculando la envergadura del negocio? -preguntó Eve seca, sin esperar
respuesta-. Podemos ir al Museo de Historia Natural, tienen una colección de gemas
impresionantes.
-Justo lo que más me apetece en mi día libre -musitó David.
Eve, a pesar de todo, lo llevó a verlo. En la sala de gemas se encontraron con una
pareja que David recordaba haber visto en la joyería la semana anterior. Buscaban un
anillo de bodas, pero aún no se habían decidido. David observó a la joven mirar de
reojo el anillo de Eve, y poner cara de disgusto:
-Pero pensé que tu anillo sería maravilloso, es decir... oh, lo siento...
-Este es maravilloso -contestó Eve de buen grado-. Si llevara una esmeralda
verde del tamaño de un semáforo, el resto de joyas de la tienda parecerían pobres en
comparación.
-Has sido muy amable diciendo eso -comentó David cuando la pareja se hubo
marchado-, aunque no sea cierto.
-Bueno, puede que no fuera esa la razón por la que quería un anillo sencillo, pero
tampoco mentía, exactamente.
-Me refería a lo otro.
-¿A que el anillo me parece maravilloso? -preguntó Eve alzando la mano para
examinarlo-. Es que lo es, David.
-Pues anoche no parecías creerlo.
-Anoche pensaba que lo habías hecho a propósito, que habías creado algo que
llamara la atención para llevarme la contraria,
-¿Y ahora? -preguntó David conteniendo el aliento, pero tratando de aparentar
indiferencia.
-Ahora pienso que probablemente no podrías haber hecho nada que no llamara la
atención.
David se sintió extrañamente reconfortado, y trató de tomar la mano de Eve,
pero ella la alzó para llamar a un taxi, comentando:
-Es evidente que Henry ha elegido con sumo cuidado. ¿Aún quieres ir a ver las
vistas desde las Sears Towers?
David y Eve observaron la puesta de sol desde el rascacielos y, finalmente, al no
encontrar ninguna otra excusa, volvieron al hotel.
-Nadie sabía dónde estaban -comentó el portero aliviado, al verlos-. El servicio
de habitaciones ha estado buscándolos.
-¿Por qué? -preguntó Eve-. ¿Es que van a regañarnos por no terminar el
desayuno?
-Querían saber dónde quieren que les sirvan la cena -informó el portero.
-Supongo que esta noche volveremos al Captain's Table.
-Oh, no, señori... señora. Su abuelo ha hecho reservas en el Chateaubriand, según
creo. Llamaré al servicio de habitaciones y les comunicaré que han vuelto.
-Según parece hemos violado el toque de queda -comentó Eve una vez en el
ascensor-. ¿Sabes?, había pensado en fugarnos esta noche, pero sería difícil pasar
desapercibidos con las maletas. No se me ocurrió pensar que Henry fuera a echarnos
una mano. Espero que mañana por la mañana aparezca con una limusina, con la excusa
de que no debemos cargar con el equipaje -añadió bostezando-. Estoy agotada. Ese
sofá no es precisamente el más cómodo del mundo.
-Pero esta noche te toca la cama.
-Si te arrimas a tu lado, te dejo compartirla -ofreció Eve con los ojos fijos en él.
David esbozó una expresión de sorpresa-. Solo trato de ser razonable -continuó Eve-.
Mañana tenemos que ir a trabajar, y no podemos presentarnos con aspecto de no
haber dormido.
-¿Por qué no? Si aparecemos frescos como una rosa, los empleados sospecharán.
Eve le sacó la lengua por toda respuesta, y David se echó a reír.

CAPÍTULO 5

DAVID tomó una larga ducha. Cuando salió del baño, Eve estaba metida en la
cama. Estaba sentada con las rodillas flexionadas, apoyada sobre un montón de
almohadas, tomando notas. Se había quitado el albornoz, pero se había subido el cuello
del pijama prestado para taparse lo más posible. La tenue luz de la mesilla le confería
cierto misterio.
-¿Qué haces ahí de pie, mirándome?
—Según parece prefieres ese lado de la cama.
-No especialmente, ¿por qué?, ¿es que lo quieres tú? Si te has acostumbrado,
después de la docena de amantes...
-Creo que te dije que no habían sido tantas -se defendió David.
-Casi una docena -se corrigió Eve-. Si quieres, te cambio. Bueno, no. Pensándolo
bien, no quiero moverme. Te vendrá bien cambiar de rutina. Así no se te olvidará que
yo no soy tu amante número trece... o el que sea.
-Parece que de ese problema ya te has ocupado tú -contestó David señalando la
barricada hecha con una manta, en la mitad exacta de la cama-. Me pregunto si es en
mí en quien no confías, o en ti misma. ¿Qué estás haciendo, escribir cartas? -preguntó
David retirando la sábana y subiéndose a la cama.
-Preparo una lista de las cosas que tengo que hacer mañana.
-Tómate un descanso, Eve -recomendó David bostezando, volviéndole la espalda y
cerrando los ojos.
Tras una noche en el sofá, David estaba convencido de que se quedaría dormido
de inmediato, pero no fue así. La habitación era tan silenciosa que podía oír el ritmo de
la respiración de Eve, el crujir del pijama al moverse, e incluso el rasgar de la pluma.
David se quedó completamente inmóvil, escuchando.
Por fin Eve terminó la lista, dejó el bloc y apagó la luz. Aunque no estaba
mirándola, podía imaginar la chaqueta del pijama abriéndose al moverse... Eve se tumbó
lentamente, tratando de no hacer ruido.
Pero era ridículo que intentara no molestarlo, porque simplemente su presencia
lo ponía a cien. Seguía escuchando su respiración, y sentía crujir el colchón al menor
movimiento. David consideró la posibilidad de volver al sofá, pero tenía su orgullo.
Cambiarse habría significado admitir su derrota, y a eso no estaba dispuesto. Jamás
reconocería que la situación la afectaba, que ella le afectaba.
Además, ¿acaso se había vuelto loco? Había accedido a aquel trato con las
condiciones que ella le había impuesto, y tenía que cumplirlas. El hecho de que al
hacerlo no hubiera siquiera imaginado que se sentiría atraído hacia ella no tenía nada
que ver.
Más aún, no podía sentirse atraído hacia ella. No verdaderamente atraído. Eve
era guapa, por supuesto, pero también era una mujer fría y dura, como las gemas con
las que trabajaba todos los días. Por supuesto, al hacer el trato no había previsto que
tendría que compartir con ella la cama, aunque fuera accidentalmente. Ni tampoco
había previsto el beso del aeropuerto. De no haberse arrojado Eve a sus brazos, quizá
nunca se hubiera preguntado si bajo el glaciar con el que se había casado yacía un
volcán. En ese momento, sin embargo, solo de recordar el beso le sudaban las manos.
David dio un puñetazo a la almohada irritado y notó de pronto que la habitación
estaba en completo silencio. Eve contenía el aliento, pensó. Exactamente igual que él.

David estaba flotando en una nube de seda con una leve fragancia a lilas cuando
alguien lo despertó bruscamente, llamándolo por su nombre. Abrió los ojos y, al
encontrarse cara a cara con Eve, se quedó perfectamente quieto. La barricada había
desaparecido, y la nube de seda con olor a lilas eran sus cabellos. Según parecía, tenía
la mejilla apoyada encima. Sin querer, había anclado a Eve a la cama, impidiéndola
moverse. No era de extrañar que apretara los dientes. David pensó que era hombre
muerto.
-Si no te importa... - comentó Eve con frialdad.
David alzó la cabeza y ella se soltó, se giró en dirección a la mesilla y miró el
reloj, lanzando un gruñido.
-¿Te despiertas siempre de tan mal humor? -preguntó él irritado.
-Solo cuando me quedo dormida y llego tarde al trabajo. No sé cómo ha podido
ocurrir, puse el despertador a las siete.
David miró el reloj de la mesilla de Eve y vio que eran las nueve pasadas. Luego
sacó el suyo, de pulsera, y comentó:
-Quizá vaya adelantado.
-¡No funciona! -exclamó ella incrédula-. No puedo creerlo. En este hotel se
precian de arreglar las cosas antes incluso de que se estropeen.
-Quizá nadie se haya dado cuenta. Un despertador en la suite nupcial... puede
que lleve meses sin funcionar.
-No comprendo cómo nadie lo ha notado.
-Es fácil, cariño, basta con...
-No empieces otra vez a arquear las cejas -lo interrumpió Eve irritada-. No es
necesario que me expliques por qué los novios se quedan dormidos. Solo pretendía
señalar que incluso ellos necesitan a veces llegar a tiempo al aeropuerto.
-Toman el avión por la tarde, si son inteligentes -contestó David saliendo de la
cama-. Además, dijiste que no querías tener aspecto de dormida esta mañana, así que
no te habrá venido mal quedarte...
-Bueno, pero a pesar de todo tengo sueño -lo interrumpió Eve abriendo el
armario y sacando su vestido nuevo-. Tenemos que darnos prisa.
— ¿Para qué? De todos modos vamos a llegar tarde, no creo que merezca la pena.
Eve desapareció en el baño sin hacer caso. La noche anterior se habían quedado
hasta tarde en el Chateaubriand, en lugar de hacer la maleta, así que David comenzó a
hacerla mientras esperaba a que ella saliera del baño. Eve apareció poco después con
el neceser de maquillaje y el pijama en la mano.
-Toma, gracias por prestármelo. Y no me mires de ese modo. Ya sé que la ropa se
devuelve lavada y planchada, pero no me cabe en el bolso de mano.
-No te olvides de la bata de encaje -advirtió David, que comenzaba a enfadarse-.
¿Qué has hecho con ella? No la he visto desde el sábado por la noche.
-No creerás que es por casualidad, ¿no? Pensaba dejármela a propósito
—contestó Eve sacándola de un cajón y lanzándosela-. Toma, guárdala, si la quieres.
-Llévala en la caja donde venía –recomendó David devolviéndosela-. Si te la dejas
aquí, se la llevarán a la directora del hotel, y no creo que eso le haga mucha gracia a
las empleadas de Birmingham on State.
-¿Y cómo van a enterarse?
-Porque la directora del hotel te la mandará a la joyería.
-Tienes razón, es exactamente lo que haría -accedió Eve metiéndosela hecha una
bola en el bolso de mano.
-¿Qué hacemos con las maletas? No me apetece entrar a trabajar cargando con
esto.
—Podemos dejarlo en el vestíbulo y venir luego a recogerlo, después del trabajo
-sugirió Eve-. No, será mejor que no. No me apetece volver por este hotel. Lo
nevaremos a mi apartamento. ¿Te falta mucho? Me gustaría llegar a la joyería cuanto
antes.
-Entonces supongo que el desayuno queda descartado -musitó David-. Bueno, al
menos esta mañana no perderemos unos precioso segundos deshaciendo la cama.

Birmingham on State llevaba abierto casi una hora cuando el taxi se detuvo
delante de la puerta. Eve miró el reloj, observó a dos dientas saliendo de la joyería
con sus compras y suspiró.
-Definitivamente, tenemos que buscar una solución. No me gusta llegar cuando
los clientes se marchan.
-Si estás pensando en pegar un horario en la puerta de la nevera, olvídalo. Me
niego -objetó David ayudándola a salir del taxi-. Además, seguro que tu despertador
no se atreve a atrasarse, no creo que tengamos problemas a partir de hoy.
-Solo por el hecho de que me guste hacer las cosas como debe ser, David...
-Sonríe, cariño -la interrumpió David con un susurro, abriendo la puerta de la
tienda-, tenemos audiencia.
Eve ya había notado que todos los empleados de Birmingham on State parecían
haber encontrado una excusa para reunirse en la tienda, junto a la puerta principal.
Uno a uno iban llegando, asomando la cabeza por el saloncito de consultas, y bajándola
discretamente, para mirar el reloj. Eve se sintió tentada de recordarles que ella era
siempre la primera en llegar.
-Buenos días -saludó Eve tratando de aparentar alegría-. ¡Qué considerados,
viniendo a recibirnos! -añadió dirigiéndose hacia su despacho.
David la alcanzó y la rodeó con un brazo por el hombro. Ella se dio la vuelta y él
aprovechó para rozar los labios de ambos.
-Estaré en mi puesto, trabajando en la gargantilla de la señora Morgan, cariño.
-Trataré de recordarlo -susurró ella con una enorme sonrisa—, por si descubro
que no puedo vivir sin ti.
Eve vio con el rabillo del ojo que uno de los empleados se sacaba un billete de la
cartera y se lo daba a la dependienta que tenía al lado. Era extraño. Sin embargo se
figuró que estaban haciendo la colecta para pagar el regalo, y se apresuró a añadir:
-Quiero daros a todos las gracias por el regalo, es precioso.
-Sí que lo es -confirmó David-. Habéis sido muy generosos al regalarle a Eve algo
que ha significado tanto para los dos. Una elección maravillosa.
— ¿Quieres dejarlo ya? —sonrió Eve, apretando los dientes y hablando en
susurros.
-Bueno, sería un maleducado, si les contara que se ha pasado la luna de miel en el
suelo -contestó él también en susurros, acercándose a su oído como si fuera a besarla.
Eve lo miró esbozando una expresión que esperaba que los demás interpretaran
como rubor, y una vez más echó a caminar en dirección a su despacho, al fondo. Pero
se detuvo casi instantáneamente. En el dintel de la puerta, desde donde podía verse el
saloncito de consultas, la esperaba Travis Tate. Eve contuvo el aliento.
-¿Aún sigues en Chicago? Pensaba que a estas alturas te habrías marchado.
-Así que todavía me sigues la pista -comentó Travis con ojos brillantes—. En
otras circunstancias me habría marchado, por supuesto, pero Henry estaba muy
ocupado la semana pasada,
-Entonces será mejor que subas a verlo ahora -repuso Eve pasando por delante
de él e inclinándose sobre la mesa para revisar el correo.
—Lo he visto —afirmó Travis entrando en el despacho-, pero es tan raro que
llegues a estas horas, que decidí quedarme a ver qué pasaba. Habéis montado un
espectáculo muy interesante, Eve, querida, pero no me sorprende.
-¿Quieres decir después de vemos a David y a mí en el aeropuerto?-preguntó
Eve sin alzar la vista.
—No, quiero decir después de oír los rumores acerca de que Henry se retira.
¡Qué magnífico arreglo...! Para tu marido, al menos. ¡Pero Eve!, querida Eve, estoy
perplejo, cariño, de verdad. Para ser una mujer que se precia de su moral, te has
vendido muy bajo...
-¿Te está molestando este hombre, Eve? -preguntó David desde la puerta.
-No, ya se marcha.
-Así que además es de los posesivos este nuevo marido tuyo -continuó Travis
sonriendo-. Bueno, eso tampoco me sorprende. Para un hombre que jamás ha tenido
nada, resulta que de repente tiene mucho que perder, si no mantiene contenta a su
mujercita. No, no es «contenta», la palabra que estaba buscando. Quería decir
engañada. Me pregunto cuál de las dos será más acertada —terminó Travis con un
saludo burlón, desapareciendo.
David se echó a un lado para dejarlo pasar. Eve trataba de mantenerse serena,
pero las manos le temblaban. Nada más marcharse Travis, comentó:
-No sé por qué has tenido que entrar sin llamar, no necesito que me protejas.
-¿Eso crees que hacía?, ¿arrojarte un salvavidas? -preguntó David, demostrando
un ligero interés-. Lástima que no me lo presentaras, con lo encantador que parece.
Henry quiere hablar con los dos... durante el desayuno.
-Me pregunto de quién habrá sido la idea...
-La de desayunar mía, por supuesto. Lo conmovió mucho que le dijera que... que
teníamos otras prioridades esta mañana, antes que desayunar.
-¡No le dijiste eso! -lo acusó Eve con la boca abierta.
-¿Decirle qué?, ¿que estábamos demasiado ocupados haciendo el amor como para
salir de la cama? No sé por qué te extraña, cuando evidentemente es lo que quieres
que crea.
-¡Pero yo jamás he mentido! -exclamó Eve.
-No, solo pensabas dejarlo que sacara sus propias conclusiones, por erróneas que
fueran.
-Hay una gran diferencia, David.
-Sí, la hay... y por eso es por lo que no le he dicho nada por el estilo -dijo David-.
Es interesante, sin embargo, observar cómo tu mente se desvía siempre hacia el mismo
tema. Pero Henry nos está esperando, así que habrá que dejar esa discusión para luego
-Eve no quería volver a hablar de ello, no tenía nada que decir. ¿Cómo era posible que
hubiera llegado a esa conclusión? Más aún, ¿por qué había dejado que David se
enterara?-. Y dime, ¿quién era ese hombre?
-No hay nada que contar. Es exactamente igual que cualquiera de esa docena de
amantes tuyas, de las que supuestamente no merece la pena ni preocuparse.
-Quizá no se te haya ocurrido pensar que es precisamente por eso por lo que me
preocupa -murmuró David.
Henry los esperaba junto a la puerta de salida, hablando con una dependienta.
Eve lo vio guardarse la cartera en el bolsillo al tiempo que la dependienta metía un
billete en un sobre.
-Yo, el lunes de la semana que viene -decía Henry, para volverse inmediatamente
hacia ellos, frotándose las manos-. ¡A desayunar! Es una idea estupenda. Yo tampoco
he podido desayunar esta mañana.
-¿De qué iba todo eso, Henry? -preguntó Eve mientras se dirigían a la taberna
favorita de su abuelo-. No es habitual que les des dinero en metálico a los empleados.
-¿Cómo dices, cariño?
-Creo que es lo que se llama una apuesta de oficina, cariño -respondió David
mientras Henry ocultaba una sonrisa-. Todo el mundo juega, y el que acierte o se
acerque más, se lleva el bote.
-Ya sé qué es una apuesta -respondió Eve enfadada-, pero el World Series
terminó hace tiempo, y la temporada de baloncesto aún no ha comenzado.
-Hay más cosas por las que apostar, aparte de los deportes -murmuró David-. Me
figuro que debe tener algo que ver con la forma en que todo el mundo miraba el reloj
esta mañana cuando entramos.
-¿De verdad habéis estado apostando a ver a qué hora llegábamos esta mañana a
trabajar? -preguntó Eve con la boca abierta, girándose hacia su abuelo.
-No era exactamente a propósito de esta mañana. El tiempo iba pasando, y como
no aparecíais, los empleados empezaron a especular sobre cuánto tiempo tardaríais en
volver al horario normal. El ganador será quien acierte el día en que por fin lleguéis a
la hora. Pero claro, ahora que ya lo sabes, la apuesta no vale. Supongo que tendremos
que dejarlo.
-Mejor será -recomendó Eve-, porque el ganador será el que haya apostado por
mañana.
Henry asintió sonriente, pero no contestó. Al llegar a la taberna se dirigió
inmediatamente a su mesa favorita, sentándose en medio del banco de vinilo corrido.
Eve tomó sitio a su lado, dejando todo el sitio que pudo para David, que se sentó a
continuación. Los bancos eran tan pequeños que sentía el calor de su cuerpo, y sus
pantalones de lana pegados a la pierna, a la altura de la rodilla. Henry pareció notar
enseguida la falta de espacio.
— ¿Quieres que vayamos a otra mesa? Podemos cambiarnos.
David no contestó, simplemente miró a Eve con curiosidad, preguntándose si
aprovecharía la oportunidad para escapar. Pero Eve estaba dispuesta a cualquier cosa,
antes que admitir que le molestaba estar tan cerca de él.
-Oh, no, me encanta que me apretujen en los rincones. Me hace sentirme segura
y protegida. ¿De qué querías hablarnos, Henry?
-De la campaña publicitaria, principalmente -contestó llamando a la camarera con
un gesto de la mano-. He pensado mucho en ello durante el fin de semana, y creo que
deberíamos reunimos con el equipo que la ha preparado antes de decidir.
-Yo ya les he dado el primer visto bueno -objetó Eve.
-Pero eso fue antes de que tuvieras tiempo de repasarla entera -señaló David-.
En realidad, solo estabas notificándoles que lo habías recibido todo.
-Debería haberme figurado que la idea era tuya -comentó Eve mirándolo de
reojo.
-No he sido yo quien ha preparado esto, Eve. Yo solo he señalado que sin una
presentación un poco más formal, no hay trato. Birmingham on State no se ha
comprometido a seguir adelante... aún.
-¿A qué te refieres con eso de una presentación más formal?, ¿a tu aprobación?
-preguntó Eve en dirección a David.
-Creo que deberíamos saber por qué piensan que esa campaña es tan inteligente
-intervino Henry-, y por qué esperan que les demos el visto bueno inmediatamente.
Solo funcionará sí todos creemos en ella, Eve, ¿comprendes?
-No creo que eso sea del todo cierto -protestó Eve-. Otros años hemos aceptado
campañas sin que ni siquiera yo estuviera del todo convencida, y quizá...
-Y quizá podrían haber sido mejores de haber puesto objeciones -la interrumpió
David-. Es lo justo, Henry. Una reunión, eso es todo. Si logran convencerme, retiraré
todas mis objeciones.
-Bien -convino Eve-, me encargaré de solicitar esa reunión. Y ahora, si no hay
nada más que hablar, vuelvo al trabajo.
Eve esperaba tener que discutir, pero David se levantó del asiento para dejarla
pasar. Antes de salir por la puerta de la taberna le oyó excusarla ante Henry:
-Es que se pone un poco de mal humor, cuando no desayuna.

El portero de la finca estaba aquella mañana en su puesto, cuando David y Eve


llegaron para dejar las maletas. Por eso se las habían dejado a él, en lugar de subirlas.
Aquella noche, al abrir la puerta del apartamento, Eve notó que le temblaban
ligeramente las manos. Era una estupidez, pensó. Habían compartido espacios más
pequeños que aquel durante el fin de semana, hubiera debido sentirse aliviada de estar
por fin en casa. Por alguna razón, sin embargo, entrar en casa significaba dar un paso
más. La habitación de un hotel es siempre algo forzosamente temporal, mientras que,
en cambio, tener a David en casa sería permanente. Y mucho más significativo. Eve
rodeó las maletas, que el portero había dejado en el vestíbulo, nada más abrir la
puerta.
-Necesitarás una llave, hay una en el cajón de la mesa del recibidor -comentó
Eve-. No creo que todos los días volvamos juntos del trabajo.
David no respondió. Eve lo miró y comprobó que estaba echando un vistazo a su
alrededor, e inmediatamente lo imitó. Llevaba más de dos años viviendo en aquel
apartamento pero, para ella, fue como si lo viera también por primera vez. El vestíbulo
continuaba por un pasillo que se alejaba hasta girar, accediendo a la zona privada de
los dormitorios. A un lado de ese pasillo había estanterías, de frente, fotografías
enmarcadas. A la izquierda estaba la puerta de la cocina, y a la derecha un arco daba
paso al salón. Soleado de día, resultaba mucho menos desordenado a aquellas horas de
la tarde. Eve accionó un botón que encendía la chimenea de gas y se dejó caer sobre el
sofá, enfrente.
-Desde luego es mucho más lógico -comentó David-. Tomar dos taxis en lugar de
uno, quiero decir. ¿O sueles llevar el coche?
-¿E intentar aparcar en el centro de la ciudad? No, esta ciudad no es para
conductores.
-Sí, me lo figuraba -asintió David-. Por eso vendí el coche antes de venir. Pensé
que si me equivocaba, siempre podía comprar otro.
-Inteligente decisión. Aquí las plazas de aparcamiento se sortean, incluso en un
edificio de apartamentos como este -comentó Eve alzando la vista hacia él, de pie
delante del arco, llenando el salón con su presencia. David había mencionado algo
acerca de una casa. Era evidente para Eve que iban a necesitarla. Y muy pronto.
Tendrían que buscar una grande, con suficiente espacio como para que los dos
pudieran tener intimidad-. Yo prefiero deshacer luego la maleta, ahora voy a
descansar y a recuperarme. La habitación de invitados está a la derecha, por el pasillo.
-Bien -contestó David sin moverse-, pues ya que vas a quedarte ahí sentada,
podrías contármelo iodo acerca de Travis Tate. Una de las dependientas me dijo su
nombre -se adelantó a decir, antes de que ella pudiera preguntar. Eve se quedó
paralizada. Casi había olvidado el incidente de la mañana. Al ver que ella no contestaba,
él añadió-: Supongo que te refieres a él, cuando dices que necesitas recuperarte -Eve
se puso en pie, pero David no se movió, a pesar de estar bloqueándole el paso-. ¿Estás
pensando en marcharme y dejarme con la palabra en la boca?
-No voy a quedarme aquí para que me interrogues, de eso puedes estar seguro.
Yo no te he pedido detalles acerca de las mujeres que ha habido en tu vida.
Al ver que él arqueaba las cejas, Eve comprendió, demasiado tarde, que había
cometido un error. No había logrado poner a David en su sitio, como pretendía, y en
cambio sí había confirmado sus sospechas.
-Así que sí es importante -concluyó David.
Eve volvió a tomar asiento casi a cámara lenta, hundiéndose en el sofá. David la
miraba fijamente. No la juzgaba, pero su expresión tampoco indicaba flexibilidad.
Desde luego, no iba a dar marcha atrás.
-Sí, fue importante -admitió Eve al fin-. Una vez.
-¿Y ya no? -preguntó David.
-No, hace bastantes meses que no.
-¿Qué ocurrió?
-¿Qué puede importar? Te he dicho que se acabó, y deberías aceptar mi palabra.
No hay nada más que decir -afirmó Eve.
-Pues importa, porque ese caballero parece no estar de acuerdo contigo en que
todo ha terminado -comentó David de buen grado. Eve se mordió el labio-. ¿Quién es?,
¿a qué se dedica?
-Es vendedor, representante de una empresa de gemas -suspiró Eve-. Habla con
Henry una vez al mes, más o menos.
-Así que por eso estaba en la joyería -concluyó David-. ¿Y qué hay del
aeropuerto?
-Trabaja en Nueva York, pero viaja mucho.
-Y supongo que, con tanto viaje, el pobrecillo se siente muy solo -comentó
irónico.
-Sí, puede ser aburrido ir de hotel en hotel.
-Así que busca compañía...
-Al principio comenzamos a vemos cada vez que venía. No salíamos juntos, solo
éramos amigos. Pero...
-Pero luego tú te enamoraste de él.
-Sí -confesó Eve pensando que no tenía ningún motivo para avergonzarse-. Y por
si te lo estás preguntando, él también se enamoró de mí.
-Comprendo -asintió David tomando asiento-. Según parece, tenemos todos los
ingredientes para un cuento de hadas. Vamos a ver, ¿qué pudo ocurrir para que, a
pesar de todo, acabaras casada conmigo? ¡Ya lo tengo! Henry puso objeciones. Travis
no encajaba con sus planes para la joyería.
-Henry no sabía nada.
-Entonces, si la ruptura no fue cosa de Henry, ¿cuál fue el obstáculo?
-No pretendíamos que fuera un romance –señaló Eve.
-Pero a pesar de tus buenas intenciones, tus sentimientos se desbordaron. Suele
pasar.
-¿En serio? -preguntó Eve irónica, desanimada-. No tengo ni idea.
-¿De verdad? Creía que todos los adolescentes habían oído a sus madres recitar
esa lección universal de que no se debe salir con alguien con quien no se piense uno
casar, porque estas cosas tienden por lo general a desbordarse. En mi caso fue mi
padre quien me lo dijo. Pero no exactamente con esas palabras. Seguro que tu madre...
-Mi madre jamás me dijo nada de eso -sacudió la cabeza Eve-. Abandonó a mi
padre cuando yo tenía cinco años, y después de eso apenas la vi.
-Lo siento, Eve, no lo sabía.
-¿Cómo ibas a saberlo? Yo tampoco sabía que tu madre había muerto. Por
supuesto, su divorcio no fue ningún secreto, pero poca gente se enteró de por qué lo
abandonó.
-¿Y por qué fue? -preguntó David.
-Rompió con mi padre porque había dejado de amarlo y se había enamorado de
otro hombre, así que se fue en busca de su propia felicidad.
-Dejándote a ti atrás. Bueno, al menos eso explica por qué no has oído nunca las
típicas lecciones que dan todos los padres, e incluso explica por qué no te desagrada la
idea de un matrimonio concertado.
-Supongo -se encogió de hombros Eve-. Mis padres estaban enamorados, pero al
final eso no pareció importar demasiado. Ellos fueron los que se separaron.
-Volvamos al tema de Travis y de por qué no te casaste con él.
-No podía -declaró Eve.
-Deja que adivine -dijo David caminando de un lado a otro del salón-. Así, de
pronto, se me ocurren tres razones -continuó sacando tres dedos-: Travis no es de
esos a los que les gusta casarse, es gay, o ya estaba casado. Yo apuesto por la última.
Tiene una mujercita calladita y bien escondidita en alguna parte.
-No estaba escondida.
-¿Sabías que estaba casado? -preguntó David, esa vez realmente sorprendido-.
Cariño, si te juntas con un hombre que ya tiene mujer, no debería extrañarte que
volviera con ella.
-No lo hizo. Quiero decir... ¿por qué tienes que retorcerlo todo y hacerlo
parecer tan sórdido?
-Si no quieres que haga mis propias interpretaciones, déjate de juegos y
cuéntamelo tú.
-¡Está bien! -exclamó Eve respirando hondo-. Yo no sabía que estuviera casado.
Al principio, cuando éramos solo amigos, no había razón para que me lo dijera. De
todos modos estaban separados...
-Por supuesto, ¡cómo no!
-No sé por qué haces esos comentarios tan irónicos, David. Ocurre muy a
menudo.
-Exacto -confirmó David-. Tan a menudo que nadie se lo piensa dos veces, cuando
quiere separarse. ¿Por qué, entonces, no se divorció y se casó contigo?
-Lo habría hecho. Pero yo no se lo permití, porque... —la voz de Eve sonó rota. Le
dolía tener que confesarlo, tener que exponer sus sentimientos-... porque tiene dos
hijas pequeñas. De seis y tres años.
-Así que te recordaron a tu propia infancia -prosiguió David silbando—. No
podías hacerles lo mismo que el amante de tu madre te había hecho a ti.
-Le dije que tenía que volver a su casa y conseguir que su matrimonio funcionara
-asintió Eve-. Por el bien de las niñas.
-Yo diría que el señor Tate calculó mal.
-¿Qué quieres decir?
-Sin duda no pertenecía a la élite de personas que habían oído hablar de tu
madre. De lo contrario, había mantenido a sus hijas en secreto hasta estar completa-
mente seguro de ti.
-¡Basta! -exclamó Eve.
-Creía que habías dicho que ya no era importante para ti, Eve.
-Pero eso no significa que vaya a permitirte hablar mal de él. ¿Qué sabes tú? El
no pretendía hacerle daño a nadie. Se vio envuelto en una serie de circunstancias que
no podía controlar, igual que yo. Ninguno de los dos podía hacer nada. Y no voy a seguir
hablando de esto. Se acabó, ¿comprendes? Se ha terminado -afirmó tajante Eve,
pasando por delante de él para dirigirse a su dormitorio.
Sentía deseos de huir, de seguir adelante, de alejarse. ¿Cómo conseguirían que
aquel matrimonio funcionara? Ni con una casa grande, se dijo. Ninguna casa sería lo
suficientemente grande. Tendrían que negociar una subdivisión del espacio.

CAPÍTULO 6

LA HABITACIÓN de invitados era pequeña, y aunque Eve evidentemente había


tratado de hacerle un hueco, para David la estancia seguía pareciendo un despacho
más que un dormitorio. El escritorio había sido arrastrado a una esquina para dejar
espacio, la mitad del armario estaba repleta de archivos y cajas, y la estrecha cama
estaba cubierta de cojines, como un sofá. Había una pequeña cómoda que servía tanto
para el invitado como para la impresora. Era evidente que Eve no solía tener invitados
a dormir o, si los tenía, no dormían en esa habitación. Si, por ejemplo, Travis Tent iba
a visitarla...
Pero era mejor dejar de pensar en ello. ¿Qué lograba dándole vueltas? No era
asunto suyo. Eve le había dicho que la relación había terminado, y él no tenía motivos
para dudar de su palabra. Su tono de voz al hablar de ello, profundamente dolido,
demostraba que le había costado tomar aquella decisión, y que la había meditado. Aun
así... la historia no terminaba de encajar.
David tiró al suelo los cojines, apagó la luz y trató de ponerse cómodo. Cruzó los
brazos bajo la cabeza y miró al techo, pensando en lo que ella le había contado. Era la
vieja historia de siempre, por supuesto. La del hombre casado y la vulnerable e ingenua
mujer que había creído su historia. Solo que la mayoría de mujeres no habrían tomado
la decisión de Eve, al final. Eve no había caído en la trampa de creer que las niñas
estarían mejor con sus padres separados, porque había vivido esa experiencia.
Bastantes sufrimientos había padecido en su infancia como para causar deli-
beradamente la misma angustia a dos niñas pequeñas.
Eve estaba convencida de que había hecho lo único que podía hacer, lo
demostraba con su forma de hablar. Pero creyera lo que creyera, sencillamente no era
cierto. De pronto David comprendió qué lo había estado inquietando. Había otras
opciones, aparte de romper una familia o rendirse por completo, abandonando toda
aspiración al amor y la felicidad. Había un término medio. ¿Por qué, por ejemplo, no se
le había ocurrido esperar a que las hijas de Travis Tate crecieran? Si era cierto que lo
amaba, tenía que habérsele ocurrido esa posibilidad.
O quizá se le habría ocurrido y hubiera decidido que era esperar demasiado. Las
niñas eran muy pequeñas, por supuesto. La espera habría sido larga. Pero si estaba tan
locamente enamorada como decía, al menos tenía que habérsele ocurrido. Y teniendo
en cuenta la nobleza de sus motivos y actitud, una espera de quince años no hubiera
debido parecerle demasiado larga. Si Eve estaba realmente convencida de que amaba a
Travis y de que jamás amaría a nadie más, ¿por qué no había esperado?, ¿por qué no
había mandado al diablo a Henry, cuando le sugirió la posibilidad de un matrimonio de
conveniencia?
No podía ser porque estuviera impaciente o le dieran miedo las promesas a largo
plazo, porque en lugar de esperar al nombre al que amaba había optado por
comprometerse con otro. Para siempre. Eve estaba convencida de que sus motivos
eran sinceros, no cabía duda pero, ¿tenía conciencia de sus verdaderos sentimientos?,
¿no era más probable que, inconscientemente, utilizara el matrimonio como una vía de
escape, para mantener a Henry contento y distraerse ella, hasta que Travis Tate se
librara de sus responsabilidades?
David recordó la frase que había dicho Eve el día en que la conoció: «Tengo mis
motivos para desear la protección de un anillo de bodas sin complicaciones
sentimentales». Aquella frase se repetía en su mente como un eco. David rodó por la
cama incómodo, el colchón era demasiado blando. Pero sabía que esa no era la principal
causa de su malestar. Había aceptado la palabra de Eve, había apostado su futuro
sobre la base de su palabra. ¿Acaso había sido un estúpido, poniendo en esas palabras
demasiada fe?

El tic-tac del reloj de pared lo estaba poniendo nervioso. David se levantó y le


quitó las pilas. Pero el silencio resultante no lo reconfortó. No era de extrañar que a
Eve le gustara aquel apartamento, las paredes eran tan gruesas que producía la
sensación de estar solo en el universo. Pero la imagen no era en absoluto halagüeña.
David decidió levantarse y no perder más el tiempo. Tenía en la cabeza un par de
diseños que necesitaba concretar. Por ejemplo el de la señora Morgan. Quizá lo
ayudara hacer un par de esbozos, probar con algunas ideas. De ese modo, además, olvi-
daría a Eve.
Agarró el pomo del cajón del escritorio, pero se detuvo antes de abrir. Le
resultaba incómodo husmear, aunque solo buscara un trozo de papel. Era como violar la
intimidad de Eve. Era una estupidez, porque seguramente ella se habría llevado todas
sus cosas. No encontraría cartas de amor de Travis Tate. No obstante David caminó
de puntillas hasta el vestíbulo donde se había dejado el maletín. Nada más dar la
vuelta en el pasillo comprendió que Eve debía estar también despierta, porque salía luz
de la cocina. Efectivamente, Eve estaba sentada en una banqueta con un trozo de
pizza en la mano y un plato delante. Era tan educada que no podía comer pizza fría de
la nevera sin utilizar un plato.
-Espero que te guste el pimiento -comentó David-. Te lo habría preguntado antes
de pedir la pizza, pero estabas tan ocupada, enfadada en tu dormitorio, que no quise
interrumpir.
-No estaba enfadada -contestó Eve girando la cabeza.
David se preguntó si Eve se había comprado aquel camisón tan voluminoso
pensando en él, o si era su forma habitual de dormir. El fabricante parecía haber
tenido prisa por gastar cuanto antes metros y metros de tela. Pero a pesar del
volumen, no ocultaba la esbelta silueta de Eve. Su figura hubiera debido perderse
entre tanto volante, lo cual era, sin duda, lo que ella pretendía. Los estrechos puños lo
intrigaban, mostrando una parte de las muñecas, el ajustado y diminuto cuello hacía
parecer el de Eve escultural, y el dobladillo crujía al moverse, llamando la atención
sobre los pequeños pies que sobresalían.
A su modo, aquel camisón era mucho más interesante que el de encaje que le
habían regalado la noche de bodas. En un sentido completamente distinto, por
supuesto, porque el uno resultaba del todo revelador, mientras el otro lo dejaba todo
a la imaginación. Y su imaginación, comprendió David, era poderosa.
-¿No queda más pizza?
-Sí, hay más en la nevera -contestó Eve. David rozó su hombro al abrir la nevera
y notó que ella se sacudía involuntariamente, como si sintiera un escalofrío. Por un
instante, casi lo molestó. ¿De verdad creía que corría peligro con él?, ¿creía que por el
hecho de estar en pijama él no podía pensar en otra cosa?-. Gracias por pedir la pizza
-añadió ella sin mirarlo.
-Abrí la nevera, y vi que apenas había nada.
-Lo sé, el servicio de limpieza la repondrá mañana, así que si quieres algo en
especial, apúntalo en la lista -aconsejó Eve señalando la puerta de la nevera, en donde
había una lista sujeta con un imán—. Me vuelvo a la cama, ¿y tú? Quiero decir... -se
interrumpió Eve, poniéndose colorada.
-Creo que trabajaré un rato.
-Entonces hasta mañana.
Eve tenía tanta prisa por escapar, que se había dejado la pizza en el plato. David
se sentó en la banqueta y comenzó a comérsela mientras alcanzaba un lápiz y un bloc
de notas de cocina. Su mano empezó a garabatear, dibujando una gargantilla que
parecía una tela de araña de encaje. Entonces se dio cuenta. Eve no se había
estremecido porque el roce le hubiera disgustado. Y tampoco se había marchado a
toda prisa porque tuviera miedo. Al menos no por la razón lógica que él había supuesto
en un principio. Él no era una amenaza física para ella, sino para sus ideas. Y, en cierto
sentido, ella lo sabía.
Eve seguía creyendo que estaba enamorada de Travis Tate. Y quizá fuera así, en
cierto modo. Quizá lo amara siempre. Pero a pesar de su convicción, a pesar de su
decisión de mantenerse fiel al hombre al que no podía tener, Eve había cambiado.
Había dejado atrás a Travis al terminar el romance. Al decidir no esperarlo se había
liberado de él sin saberlo, aceptando otras posibilidades. Se diera cuenta o no, el
glaciar comenzaba a derretirse y resquebrajarse. Podía negarlo cuanto quisiera, pero
era la verdad: Eve era vulnerable. Y la prueba era ese estremecimiento. Lo había
sentido con un simple roce, ante su presencia. La presencia del hombre con el que se
había casado. ¿O acaso se estaba engañando?, ¿acaso sus propios deseos le nublaban
el juicio?
Porque lo que no podía seguir negando era que ella le resultaba deseable. O que
se sentía intrigado ante el desafío que representaba. Derretir el glaciar, eso sí que
merecía la pena. David dirigió la vista al bloc de notas y se dio cuenta de que no había
estado dibujando la gargantilla. Había dejado que su mano garabateara libremente, y
había dibujado el cuello del camisón de Eve. Lazos, encajes y volantes formaban un
motivo decorativo complicado en el que ni siquiera había reparado conscientemente.
Pero, según parecía, se le había quedado grabado. Exactamente igual que Eve.

Eve estaba despierta antes de que sonara el despertador. Había soñado que
yacía envuelta en una tela igual que una momia, y enterrada en una tórrida pirámide sin
aire que respirar. Era lógico, comprendió al abrir los ojos. Tenía la colcha enrollada en
la cabeza, y la interminable tela del camisón la maniataba, impidiéndole moverse.
Evidentemente, se había ido envolviendo en él al dar vueltas. Pero siempre podía llamar
a David para que la liberara, si no podía nacerlo sola. Después de todo, siendo él el
culpable de que se encontrara en esa situación, bien podía ayudarla. De no haber sido
por él, Eve jamás habría mirado dos veces la prenda en la tienda. Parecía una tienda de
campaña. Salió de la cama y se miró al espejo con disgusto. El camisón no había sido el
éxito que esperaba. Aunque le había arrancado a David exactamente el gesto de
desagrado que deseaba, a pesar de todo no se había sentido confiada. Hubiera debido
sentirse igual que si llevara un cinturón de castidad, y sin embargo la sensación era de
ir envuelta en papel de parafina.
Tampoco tenía nada en el armario que le apeteciera ponerse. Por fin recogió un
vestido de la cesta de la ropa para planchar. Se puso una bata y se dirigió a la cocina.
David no estaba, pero había preparado café. Eve se sirvió una taza y comenzó a
planchar, cuando él entró poniéndose la corbata.
-Esto sí que es un cambio -comentó ella-. Te va a dar tiempo incluso a desayunar
mientras me visto.
-Sí, si me conformo con pizza helada.
-Bueno, ¿y quién está ahora de mal humor? Parece que no hayas dormido en toda
la noche.
-Y no he dormido apenas. He estado pensando.
-Notarás que no te pregunto en qué has estado pensando -comentó Eve sin
levantar la vista de la plancha.
-No importa, porque de todos modos te lo voy a decir. He estado pensando en
Travis Tate.
-Pues si lo que quieres es que te dé más detalles, olvídalo -afirmó Eve dejando la
plancha de golpe-. No es asunto tuyo, y no estoy dispuesta a satisfacer tu insaciable
curiosidad.
-Perfecto, porque no necesito saber nada más. Ya me has contado que tu
romance llegó hasta el final.
-No recuerdo haberte dicho nada de eso -se defendió ella con la boca abierta,
mirándolo.
-Acabas de admitir que ha habido detalles -contestó él impaciente-. Y jugosos,
además. O eso parece, porque sino no te importaría contármelos.
-No pienso dignarme a contestar, David.
-Y como resultado de ese romance, has decidido que vas a vivir el resto de tu
vida sin contacto íntimo con nadie -concluyó David-. Si no puedes tener a Travis, no
quieres a nadie.
-¿Y qué? -preguntó Eve tomando de nuevo la plancha.
—Que no puedes hacerlo —afirmó él con calma.
-Si crees que vas a darme órdenes...
-No voy a hacer nada parecido. Simplemente afirmo un hecho. No puedes
hacerlo.
-¿De verdad piensas que no puedo pasarme el resto de la vida sin un hombre en la
cama?
-Exacto, no puedes -volvió a negar David.
-¿Por qué? -preguntó Eve mirándolo con sincera curiosidad.
-Puede que ahora te sorprenda por lo ocurrido con Travis, pero antes o después
volverán a surgir ciertas necesidades en ti. Solo una persona que no sabe lo que se
está perdiendo puede darle la espalda al deseo y a la gratificación física.
-Es evidente que no comprendes a las mujeres -afirmó Eve sacudiendo el vestido
y comenzando a planchar los puños-. ¿Sabes?, es el problema de todos los hombres,
que se creen que las mujeres sienten exactamente lo mismo que ellos. Tú te sientes
solo, y por eso piensas que yo también.
-Quizá ahora no, pero pronto lo sentirás.
-Tranquilo, ya te avisaré -contestó Eve secamente-. Pero no contengas el aliento
mientras tanto. Aunque, pensándolo bien, ¿qué tienes tú que ver?
-Mucho, diría yo, porque cuando dejes de jugar a hacerte la frígida, es a mí a
quien va a pillar el fuego cruzado.
-Ya, debes figurarte que el día en que eso ocurra correré a pescar al primer
desconocido que encuentre, ¿no? O quizá esperes que te ataque una noche de estas,
cuando muera por conseguir cierta atención. ¡Ni lo sueñes, David! ¡Soy completamente
inmune!
— ¿Estás segura? —preguntó David con voz de seda.
Eve se había girado para desenchufar la plancha, de modo que no lo vio acercarse
hasta que no lo tuvo al lado. David le quitó la plancha, la dejó en la mesa y, al mismo
tiempo, la atrajo a sus brazos, moldeando su cuerpo contra el de él. El calor de David
pareció derretir la bata, pegando los cuerpos de los dos. Tenía que darle una bofetada,
se dijo Eve. Pero su mano se negaba a moverse.
La primera vez que él la había besado, en el aeropuerto, lo había hecho de un
modo apasionado. Pero esa vez toda la culpa había sido suya, se lo había buscado. La
segunda vez, tras la ceremonia, David parecía haberse reprimido en parte aunque, una
vez más, el beso había sido perfecto ante la atenta audiencia. Aquel beso, en cambio,
fue pura sensualidad: tentador, seductor... David la saboreó lentamente, explorando su
boca con una suavidad que la excitó, volviendo después la atención hacia el lóbulo de la
oreja y finalmente hacia el cuello, moviendo lentamente los labios hacia abajo, hacia el
valle que se abría entre las solapas de la bata, para apartar el borde de encaje del
sujetador.
Eve jadeó. Sentía el fuego prender en ella, cada vez que respiraba el aire le
parecía arder. Pero lo peor de todo, comprendió cuando él dejó de besarla, era que
David no había ejercido en absoluto la fuerza. Al final, incluso, ni siquiera la abrazaba.
No hacía falta, porque era ella la que se presionaba contra él.
-¿Aún piensas que eres inmune? -preguntó David con voz ronca, como si también
a él le costara respirar.
-Lo único que siento en este momento -comenzó a decir Eve, no sin esfuerzo-, es
un deseo irreprimible por clavarte un cuchillo entre las costillas.
-Sería una lástima -murmuró David esbozando una sonrisa-, solo por un beso. Por
dos, en cambio... -continuó alargando un brazo para atraerla de nuevo hacia sí.
— ¡No te atrevas! —exclamó Eve apartándose.
-No hace falta, porque ya he demostrado lo que quería -contestó David
cruzándose de brazos y apoyándose en la encimera-. Estás lejos de ser inmune, Eve, y
tú lo sabes. La pura verdad es que, antes o después, lo echarás de menos.
-Entonces estarás pensando que debería tener una aventura contigo, ¿no?
-No -negó David. Eve sintió que el corazón le daba un vuelco-. Los matrimonios no
pueden tener aventuras. Más que con otros -puntualizó él. Eve esbozó una falsa
expresión de alivio- Pero sí creo que deberías acostarte conmigo. Sería lo más lógico.
Tú serías feliz, yo sería feliz, Henry sería feliz...
-Bueno, dos de tres tampoco está tan mal -ironizó Eve-. Pero te has olvidado de
algo, David. Accediste a mis condiciones, y ahora no puedes cambiar las reglas.
-Tienes razón, no voy a cambiarlas -contestó él. Eve lo observó suspicaz-. Eres
tú quien debe cambiarlas -añadió David-. Cuando te decidas, aquí estoy.
-Espero que disfrutes esperando, Elliot. Hicimos un trato. No es culpa mía si tu
lujuria ha despertado.
-¡Oh, qué bonito!
-¿Pretendes insultarme, afirmando que se trata de algo más que lujuria? La pura
verdad es que cualquier mujer podría satisfacer tus deseos, David. Henry lo
comprendió perfectamente cuando arregló... -de pronto Eve vio de reojo los números
verdes luminosos del reloj del microondas, y se interrumpió-. ¡Oh, no!
-¿Qué?
-Vamos a llegar tarde. ¡Otra vez!
I
***

Se había casado con un hombre insaciable, se dijo Eve. Sencillamente, no había


otro modo de describirlo. ¿Cómo, si no, llamar al hecho de que un hombre accediera a
un trato perfectamente razonable, para después echarse atrás? Más aún, ni siquiera
le permitía la satisfacción de rechazarlo. En lugar de mostrarse ofendido o
decepcionado, David fingía no darse cuenta. Charló con naturalidad durante el
trayecto en taxi a Birmingham on State, y la tomó del brazo al salir del vehículo. Y eso
a pesar de que Eve intentaba evitarlo.
-Cuidado, Eve -murmuró él abriendo la puerta de la joyería y cediéndole el paso-.
Puede que, sin querer, me hagas creer que te molesta mi contacto.
—Es que me molesta —sonrió ella apretando los dientes-, solo que no es por la
razón que a ti te gustaría pensar.
Había menos empleados reunidos en la tienda que el día anterior para darles la
bienvenida. Henry estaba en medio, colocando una joya en una vitrina. Se detuvo, miró
el reloj y comentó:
-¡Ah, hijos! Hoy solo llegáis media hora tarde.
-Lamento decepcionarte, Henry -contestó David-. Le dije a Eve que, ya que no
nos esperaríais hasta dentro de una hora, por lo menos, bien podíamos... -Eve le dio un
fuerte pisotón. David hizo una mueca, pero continuó-... terminar la discusión filosófica
que estábamos teniendo.
David se hacía el santo, pensó Eve. Exactamente igual que Henry, cuando soltaba
una mentira a todas luces evidente. Y, según parecía, unos cuantos empleados estaban
de acuerdo, porque soltaron carcajadas muy divertidos. David se ponía del lado de
Henry, dejándola sola. Completamente sola. Y lo que más le molestaba era pensar en lo
poco que le había costado cambiar de opinión. Según parecía, simplemente por el hecho
de tenerla cerca y, supuestamente, disponible, estaba de pronto deseoso de
aprovechar la ocasión.
Eve alzó la cabeza negándose a mirarlo, observando a las personas allí reunidas.
Los ojos de Henry brillaban especulativos, aunque parecía bastante satisfecho consigo
mismo. Y no era de extrañar, pensó Eve. Henry no podía saber que David había
resultando ser exactamente como él esperaba, y aún tenía ciertas dudas. Era una
lástima que, de todos modos, al final fuera a quedar decepcionado.
-Es mi turno de invitarte a desayunar, Henry -sugirió David contento-. Tengo
algunas ideas que quiero comentar contigo.
Henry asintió y cerró la vitrina. Ambos hombres echaron a caminar hacia la
puerta de salida. Pero entonces Eve se interpuso en su camino. -Disculpad...
-¿Te sientes excluida, querida? -preguntó David, en tono de guasa-. Siento
mucho no haberte dicho que vinieras, pero como tienes esa manía con el desayuno...
-No, gracias -contestó Eve apretando los dientes, gesto que comenzaba a
hacerse habitual- Solo quería recordaros a los dos que tenemos una reunión con los de
la agencia de publicidad esta mañana, a última hora.
-¿Será aquí, o en sus oficinas? -preguntó Henry.
-En sus oficinas.
-Bien, volveremos con tiempo de sobra -asintió Henry girándose hacia David-.
¿Qué tal vas con la gargantilla de la señora Morgan?
-Muy bien, creo -contestó David, mientras las voces de ambos se iban perdiendo
en la distancia-. Y todo gracias a Eve, porque anoche se presentó ante mí sirviéndome
de verdadera inspiración.
Eve se subía por las paredes. Estaba dispuesta a inspirar a David, pero de
verdad. ¿Qué nuevo cuento se disponía a contarle a Henry?, ¿quizá algo sobre su
supuesta conversación filosófica de almohada?
Aquella mañana, Eve tuvo verdaderas dificultades para concentrarse. Reacia a
equivocarse por décima vez en sus cálculos, consideró la posibilidad de pretextar una
súbita avalancha de clientes para volver a la tienda. Nada más llegar, no obstante, se
arrepintió. Estella Morgan estaba de pie, junto a una vitrina, tamborileando con los
dedos y observando impaciente a los dependientes, que atendían a otras personas. Eve
trató de sonreír.
-Buenos días, señora Morgan. ¿En qué puedo servirla?
-He venido a ver mi gargantilla.
-Me temo que no está terminada.
—Entonces quiero ver cómo va. Quiero saber qué aspecto va a tener para estar
segura de que será apropiada para mi hija.
-No tenemos por costumbre enseñar las piezas sin terminar, señora Morgan
-contestó Eve.
—Entonces admites que en realidad ni siquiera está empezada, ¿es eso?
—Bueno, yo no sé exactamente en qué estadio está el proyecto. Y me temo que
David no está aquí, para preguntárselo.
-Supongo que eso significa que ni siquiera tiene una idea -bufó la señora Morgan.
-La inspiración puede llegar en cualquier momento, o ser fruto de una larga
consideración. De un modo u otro, los buenos diseños llevan tiempo. Cada enlace de
cada pieza...
-¿Sabes? -la interrumpió la señora Morgan-, al principio pensé que un diseñador
joven mostraría más entusiasmo por el proyecto, pero en lugar de eso me encuentro
con más retrasos. Quiero que le digas a Henry que quiero la gargantilla terminada para
finales de esta semana. Es el cumpleaños de mi hija, y quiero regalársela. Y será mejor
que le guste.
-Le daré su mensaje, señora Morgan.
La señora Morgan se dirigió a la puerta hecha una furia, pero justo entonces
llegaron Henry y David. Se detuvo, volvió a repetir todo lo que le había dicho a Eve de
mal humor, y se marchó. Cuando Henry y David se libraron de ella y entraron en la
tienda, Eve comentó:
-Creo que no hace falta que te dé el mensaje.
-No, la señora Morgan ha dejado las cosas muy claras -convino Henry mirando a
Eve pensativo-. ¿Sabes, cariño? Me gustan mucho los vestidos que llevas últimamente.
Te hacen parecer más dulce que esos trajes que te ponías antes.
-¿Puedo hablar contigo un minuto, David? -preguntó Eve cuando ambos hombres
subían ya la escalera hacia el taller.
-¿Qué ocurre, Eve? -preguntó David volviendo a bajar las escaleras, tras
murmurar algo en dirección a Henry.
-Lamento retrasarte en tu trabajo con la gargantilla de la señora Morgan, pero
es solo culpa tuya si acabas de ponerte a la tarea.
-Puede que no se me ocurriera nada, pero desde luego he estado trabajando
-contestó él de buen humor.
-¿Sí? De haber alargado un poco más el desayuno, se te habría hecho la hora de
comer.
-¿Tienes un lápiz? -preguntó David sacándose una tarjeta de visita del bolsillo.
-¿Para qué?, ¿qué estás haciendo?
-Tomo nota para que no se me olvide traerte un pastelito mañana. De cerezas,
quizá. Sí, creo que ese sabor te gustará.
Eve se mordió la lengua, de camino a su despacho. David se sentó en uno de los
sillones, frente a su mesa. De pronto él se agachó para mirarse los zapatos.
-Mira lo que me has hecho... pisarme de ese modo esta mañana, cuando solo
pretendía...
-No es nada comparado con lo que voy a hacerte, como sigas haciéndole creer a
Henry que...
-¿Dices que yo le hago creer? -la interrumpió David arqueando las cejas.
-Sí, tú. Tratas de hacer creer, deliberadamente, que tú y yo... que nosotros...
-Espera un minuto -la interrumpió una vez más David, alzando la mano-. Para
empezar, fue idea tuya.
-Bueno, en eso tienes razón -convino Eve lentamente—, pero...
-¡Por supuesto que tengo razón! Recuerdo perfectamente haberte oído decir que
mientras no supiera nada, no podría afectarle.
-Solo pretendía dejar que llegara a sus propias conclusiones -se defendió Eve-.
¡No pretendía montar un espectáculo para convencerlo de que nos acostamos juntos,
cuando no es así! Le decepcionará mucho, cuando se entere de que has estado
fingiendo. Y yo no quiero hacerle daño.
-Bueno, la solución es fácil -afirmó David poniéndose en pie—. Deja de fingir.
Antes de que Eve pudiera responder, David se despidió con un gesto de la mano y
se marchó.

CAPÍTULO 7

NADA más entrar en la agencia de publicidad, Eve se dio cuenta de que los
ejecutivos estaban muy preocupados por la posibilidad de perder la cuenta de
Birmingham on State. Había más personas reunidas alrededor de la mesa de las que
nunca hubiera creído posible trabajaran en una sola campaña. Solo quedaban tres
sitios libres, en el centro. Y, por si fuera poco, había mesas alrededor del perímetro
de la sala, repletas de fuentes de jamón, roast beef, pavo, frutas, queso y panes de
todas las clases.
-Qué amables, invitándonos a comer -murmuró David a oídos de Eve.
-Es brillante -convino Eve-. No podemos marcharnos de una reunión como esta,
sin parecer unos maleducados.
-¿Y quién quiere marcharse con todo esto?
-Evidentemente, alguien ha estado investigándote -contestó Eve.
Eve vio entonces a la ejecutiva que por lo general llevaba la cuenta de
Birmingham on State. Parecía nerviosa. Le estrechó la mano y se sentó en uno de los
huecos libres, dejando el de en medio para Henry. Henry, sin embargo, tomó asiento al
otro lado, cediéndole a David la silla que hubiera debido ocupar. Era una delicada
forma de dejar claro cómo estaban las cosas en Birmingham on State.
-Hemos solicitado esta reunión para discutir no solo acerca de la campaña de
este año -comenzó a decir Eve-, sino también para hablar de la estrategia publicitaria
de Birmingham on State en el futuro.
-Habría mucho que decir -señaló una mujer morena, sentada enfrente, riendo
seductora e inclinándose hacia delante—, así que será mejor servirnos primero. A
propósito, yo soy Jayne Reznor —continuó omitiendo su cargo, evidentemente
importante. Eve sabía que era socia de la agencia. Sin duda, alguien había llamado a la
caballería. Eve estaba untando mostaza en su sandwich cuando la oyó añadir, muy
cerca de ella-. Así que usted es el joven que tiene tantas ideas nuevas, el joven al que
hay que complacer.
-Cuyas preguntas hay que contestar -asintió David con naturalidad, mientras Eve
pensaba que los halagos no llevarían a aquella mujer a ninguna parte-. ¿Le alcanzo el
pavo?
Eve permaneció en silencio durante toda la presentación. La joven que había
creado la campaña de ese año bajó finalmente la vista, más nerviosa aún que antes,
mientras David hablaba, y Eve tuvo que admitir que él tenía razón. Como mínimo, la
campaña de ese año no se diferenciaba en nada de la del año anterior. Ni del anterior
al anterior. No es que tuviera nada de malo, pero tampoco estaba bien.
-Es un buen trabajo -comentó David hablando de la campaña-, pero queremos
atraer a gente más joven. La media de edad de nuestros clientes actuales es más alta
de lo que nos gustaría, y crece cada año.
-Bueno, David -contestó Jayne Reznor enderezándose en el asiento-, ¿puedo
llamarte David?
-Es mi nombre, Jayne.
-Ciertamente podemos dirigir nuestras campañas hacia un público más joven, si
quieres. Pero tienes que admitir que a las nuevas generaciones no les gustan el mismo
tipo de cosas que a vuestros clientes habituales -sonrió Jayne mirando de reojo el
anillo de platino de Eve-. Al menos, a la mayor parte.
Jayne Reznor hablaba con tan buen humor que por un instante Eve dudó incluso
de haberla oído bien. ¿Pretendía aquella mujer insultarla o simplemente había sido una
mala elección de las palabras? Jayne Reznor fijó la vista entonces en el collar de
perlas de Eve, y ella supo que el comentario no había sido casual.
-Podemos poner los anuncios donde quieras -continuó la ejecutiva-, pero si el
producto no es del gusto de la gente a la que va dirigida, no podéis echarnos la culpa si
fallan las ventas.
-Habrá una nueva línea de diseño -dijo David.
—Bueno, por supuesto, en ese caso... —añadió Jayne sin quitarle el ojo de encima
a David-... ¿Sabes?, acabo de acordarme de una campaña de hace algunos años, en la
que fotografiamos al dueño del negocio junto a modelos luciendo sus productos. Con
una modelo distinta cada mes.
-Sí -rió Henry-, si no recuerdo mal, se trataba de lencería. Debo admitir que la
idea me gustó, aunque jamás logré comprender cómo conseguisteis hacerlo. Por
ejemplo esa foto en una ladera nevada, con la modelo llevando un corsé rojo...
-Era un body, Henry -puntualizó Eve.
-Body, corsé, lo que sea. ¿Cómo conseguisteis que no se vieran los corchetes?
-preguntó Henry.
-No tengo ni idea. Por eso es por lo que contratamos a los mejores fotógrafos
-afirmó Jayne mirando sonriente a David-. Podemos hacer algo similar, pero con
joyería. Tienes rasgos marcados y eres guapo, David. Justo el tipo de rostro que
resulta bien ante las cámaras. Podemos hacer de ti el centro de la campaña,
fotografiándote con distintas modelos.
Eve había oído ya suficiente, y estaba decidida a rechazar la idea de plano. Sin
embargo respiró hondo y trató de escuchar con mente abierta. Quizá mereciera la
pena, aunque ella no se diera cuenta.
-Podríamos hacer una campaña en común con alguna otra firma -sugirió Eve.
-¿Para qué? -preguntó Jayne.
-Para que nos proporcionara la ropa para las modelos. Podríamos negociar...
—Bueno, creo que sería mejor prescindir de la ropa -continuó Jayne.
-¿Cómo? -preguntó Eve.
-Para las modelos, al menos -explicó Jayne-. Se trata de llamar la atención sobre
las joyas, no sobre la ropa. Así que si no llevan nada...
-¿Modelos desnudas? -repitió Eve escandalizada.
-Bueno, lo haríamos con tacto -aseguró Jayne en dirección a Eve-. No estoy
hablando de pornografía.
-Eso está bien -convino Henry sonriendo-. De otro modo las piezas de joyería,
por maravillosas que fueran, no lograrían captar la atención.
—A menos que David diseñe toda una línea de pendientes para el ombligo -sugirió
Eve conteniendo el aliento.
David le lanzó una mirada significativa, como si él mismo hubiera pensado ya en
esa posibilidad. Jayne seguía observándolo como si David mismo fuera el producto a
vender. Eve, mientras tanto, se percataba de todo.
-Lástima que estés casado -continuó Jayne en dirección a David—, aunque quizá
podamos mantenerlo en secreto. Estudiaremos la idea.
—Queremos preparar una gran recepción para presentar a David a nuestros
clientes -anunció Henry.
-Sería el momento ideal para lanzar la campaña, con las modelos circulando por
entre los invitados, luciendo la nueva línea de joyería -añadió Eve preguntándose qué
más lucirían.
-Lamento mucho tener que aguar la fiesta, Jayne, pero eso les produciría un
ataque cardíaco en masa a los directores de nuestra agencia de seguros —afirmó
David-. Insistirían en poner a un guardia de seguridad detrás de cada modelo o, mejor
dicho, de cada joya. Y no es esa la imagen que queremos dar.
-Encontraremos una solución -comentó Jayne encogiéndose de hombros-. Te
llamaré por teléfono, David, para hablar sobre los nuevos eslóganes, y que me des tu
opinión.
-Bien, gracias a todos por vuestro tiempo -concluyó Eve más que suspicaz—, pero
tenemos que marcharnos. Hay que diseñar esa nueva línea de joyería, si es que
queremos tener algo que promocionar -añadió saliendo de la sala-. ¡Qué osadía la de
esa mujer! -musitó aún irritada, al salir del edificio, poco después.
-A mí me ha parecido una estrategia muy interesante -comentó Henry-, Por
supuesto, tendremos que esperar a ver qué se les ocurre. Creo que volveré a la joyería
andando. Hace un día precioso, y quiero acostumbrarme a tener más tiempo libre
-añadió silbando y alejándose.
-Es una suerte -comentó David mientras paraba un taxi-, porque nos vendría muy
bien hablar, a ti y a mí.
-¿De qué?
-De por qué quieres tirar abajo esta nueva campaña -explicó David.
-Escucha, David -comenzó a decir Eve sin ocultar siquiera su mal humor-,
comprendo que ser el centro de esa campaña resulte tremendamente halagador, pero
sino eres capaz de ver hasta qué punto esa mujer te está manipulando, alguien tiene
que ponerte los pies en el suelo.
-Creí que esta mañana habías dicho que no querías seguir fingiendo delante de
Henry.
— ¿De qué demonios estás hablando? —preguntó Eve con la boca abierta-.
Estábamos discutiendo acerca de la campaña. ¿Qué tiene que ver Henry con todo
esto?
-Tus razones para oponerte a la campaña no resultan muy convincentes, más bien
parece que estás celosa -Eve se quedó tan atónita, que dejó incluso de respirar. ¿Cómo
era posible que David sacara semejante conclusión?-. Reconócelo, cariño -continuó
David con naturalidad—. Si no te gusto, no tiene sentido que andes así, poniendo esa
cara.
-Un momento, amigo -contestó Eve furiosa-. Jayne Reznor sería capaz de ligar
con el diablo con tal de no perder un cliente. Cierto, pero eso no significa que me
moleste, que ligue contigo. Si quieres engañarte pensando que me preocupa, cuando mi
única preocupación es Birmingham on State...
-Porque la verdad es -la interrumpió David-, que si sigues actuando como el
monstruo verde de los celos, dejándote llevar, no podrás culpar a Henry cuando saque
sus conclusiones.

La joyería había cerrado aquel día y todos los empleados se habían marchado,
pero Eve apenas se había dado cuenta. Le había llevado toda la tarde corregir los
errores de cálculo de esa mañana y preparar un programa de trabajo para las semanas
siguientes. Cuando terminó, las luces estaban apagadas, excepto las de emergencia y
las del taller. Eve subió las escaleras. El banco de trabajo de Henry estaba repleto de
materiales y herramientas, pero la silla estaba vacía. Henry estaba de pie, observando
el trabajo de David por encima de su hombro. Al oírla llegar la llamó:
-Ven a ver lo que está haciendo tu marido -Eve se acercó. Henry dio un paso
atrás, la observó y añadió-: ¿Qué ocurre, cariño?
No podía decírselo con David delante. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué no ir
directa al grano y contarle a Henry los hechos, aunque estuviera David? Quizá fuera
mejor que su marido se enterara de lo que ella tenía que decir. Aunque, por otro lado,
no podía hacerlo. No podía hablarle a Henry con la misma dureza que a su marido. Era
mejor hablar a solas en otro momento, y recordarle, con todo el tacto del mundo, que
habían hecho un trato, pero que eso no le daba pie a sacar conclusiones precipitadas
basadas en la mera apariencia.
—Ha sido un día muy largo, eso es todo.
-¿Clientes difíciles?
-Bueno, algunos -confirmó Eve-. ¿Te acuerdas del rubí que engarzaste para el día
de San Valentín?
-Sí, ¿qué ocurre con él? -preguntó Henry.
-La cliente jura que está maldito. Se ha pasado la tarde contándome las cosas
extrañas que le han ocurrido desde que su novio se lo regaló.
-¿Un rubí maldito? -preguntó David-. Estupendo. Quizá lo mejor sea devolverle el
dinero y exponerlo como atracción turística, igual que el Diamante Hope.
-En serio, la única maldición de esa mujer es su novio -contestó Eve bajando la
vista hacia el banco de trabajo de David, y conteniendo el aliento-. ¿Es eso lo que
estás haciendo con los anillos de la señora Morgan? -extendida en el banco había una
red de oro de hilo retorcido y cadena fina; una obra de artesanía casi de encaje,
delicada como un sueño. En cada cruce de hilo y cadena David había montado una nuez
dorada, y esparcidas por la red había engarzado piedras preciosas de distintos
tamaños, que brillaban como gotas de rocío-. ¿Y quién necesita un rubí maldito, para
atraer a los turistas? Si a la señora Morgan no le gusta esta gargantilla, yo montaré
con ella un museo.
-Gracias -contestó David alzando la vista hacia ella.
Eve sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Era una estúpida forma de
reaccionar, pensó. Sencillamente ella había alabado su trabajo, y él había respondido
con la elegancia de un hombre que no necesitaba de aprobación, porque sabe que es un
maestro. ¿Por qué ponerse nerviosa, entonces, por unas pocas palabras y una simple
mirada?
-Me precio de saber reconocer una obra de arte -murmuró Henry, mirando
admirado a David-. Si vas a casa, Eve, me voy contigo -añadió recogiendo las cosas de
su banco.
-¿Estás listo, David? -preguntó Eve, admirando aún la gargantilla.
-No, voy a quedarme a terminar esto -sacudió él la cabeza.
-Ah.
Era extraño, que le desilusionara marcharse sin David, cuando el día anterior
habría dado cualquier cosa por tener el apartamento para ella sola. Pero no podía
tratarse de desilusión, se dijo Eve. No tenía excusa para dejar su conversación con
Henry para el día siguiente, así que esa debía ser la causa de su desazón. Instantes
después, Henry volvió con el abrigo puesto y el bastón en la mano.
-Bueno, entonces nos vemos luego -se despidió Eve de David.
David se puso en pie, y Eve casi automáticamente le ofreció la mejilla. Los labios
de David estaban cálidos al rozar su piel. Él permaneció unos segundos pegado a ella.
Al salir de la joyería, Eve comenzó a decir:
-Henry, te agradezco mucho que no me hayas hecho preguntas acerca de cómo va
mi relación con David, pero la verdad es que...
-No me hace falta preguntar -contestó Henry-. Me pregunto cuántas
posibilidades tenemos de encontrar dos taxis a estas horas de la noche.
-Pero es que ese es el problema, ¿comprendes? -continuó Eve sin prestarle
atención-. Solo por el hecho de que parezca que... -respiró hondo-. Henry, sé que
esperas que mi matrimonio tenga como fruto un heredero, pero tengo que decirte
que...
-¿Un heredero? -repitió Henry frunciendo el ceño—. Eso suena a la Edad Media,
yo no he dicho nada de eso.
Eve se quedó de piedra. Trató de recordar las innumerables conversaciones que
había mantenido con su abuelo, pero eran demasiadas y se extendían a lo largo de
mucho tiempo. Era imposible saber exactamente quién había dicho cada cosa, en
concreto. Aun así...
-Bueno, no puedo demostrar que lo dijeras con esas mismas palabras, pero
estaba claro.
-Pero cariño, yo jamás podría pedirte algo así -contestó Henry alzando la mano
para parar un taxi—. Y si te paras a pensarlo, comprenderás que es absolutamente
ridículo.
—Sí que lo es, pero...
-Heredar la sangre no significa necesariamente heredar el talento o los mismos
intereses -continuó Henry-. Mira a tu padre, por ejemplo. Jamás mostró interés por el
negocio. Y tú...
-Henry, tú sabes perfectamente que yo adoro Birmingham on State -protestó
Eve.
-Por supuesto, cariño, pero nunca esperé que siguieras mi ejemplo, en cuanto a
diseño -sonrió Henry-. Yo te quiero, Eve, pero la verdad es que no vales para eso. De
todos modos sería una locura mirar hacia un futuro tan lejano y poner tantas
esperanzas en un niño en el que nadie ha pensado -añadió Henry-. Ah, ahí viene otro
taxi. Hasta mañana, cariño.
Eve estuvo reflexionando durante un largo rato sobre aquella conversación. El
taxi se detuvo delante del bloque de apartamentos, y entró aún sumida en la confusión.
El portero de la finca salió a recibirla.
-Han venido los de la mudanza. No sabía qué decirles que hicieran con los
muebles y las cajas, señorita Birmingham. Es decir, señora Elliot. Por eso las dejaron
apiladas delante de su puerta, en el pequeño recibidor del ascensor.
-¿Cajas? -repitió Eve.
-Sí, no quería abrirles la puerta de su casa sin estar usted, pero claro, algo
tenían que hacer con las cajas -explicó el portero marchándose.
Al abrirse las puertas del ascensor en la octava planta, Eve salió y se detuvo en
seco. El vestíbulo, pequeño y funcional, estaba atestado. Solo quedaba un estrecho
pasillo por el que llegar hasta su puerta. Y no solo había cajas, sino también un viejo
sillón de piel gastada y un reposapiés a juego. En un rincón, enterrada entre paquetes,
había una vitrina vuelta de espaldas y una mesa pequeña. Una pila completa de cajas
llevaba pegada una etiqueta encima en la que decía «frágil». Debía ser cristal. Otras
estaban marcadas con anotaciones a mano, en rotulador. En una de las cajas ponía
«muebles de cocina». Eve esperó que se tratara de los utensilios de cocina, no de los
muebles. ¿Dónde lo meterían todo? Más aún, ¿dónde lo había metido David en
Atlanta?, ¿no había dicho que su casa era pequeña?
Eve pasó por delante de las cajas marcadas con el cartel de frágil. La de encima
pareció tambalearse, de modo que la recogió y la llevó dentro. La dejó sobre la
encimera de la cocina, alcanzando inmediatamente después el teléfono.
-¿Sí?
-David, es imprescindible que vengas enseguida -dijo Eve en tono imperativo.
-Esperaba que me echaras de menos, pero no tanto -contestó él por teléfono,
desde la joyería.
-Ya basta, David. Por mucho que quieras, no voy a cambiar de opinión.
-Bueno, está bien. ¡Ya lo tengo! Henry acaba de dictar una nueva ley, y tú quieres
contarme la noticia cuanto antes.
-No, no es eso -negó Eve-. Han llegado los de la mudanza. Si no te presentas en
media hora, no me hago responsable de lo que suceda con las cajas en las que pone
frágil.
-Eso debe ser la porcelana de mi abuela -explicó David. Eve se sintió intrigada, y
observó la caja que tenía en la cocina con curiosidad. Como si le leyera el pensamiento,
David añadió-. Ábrela, si quieres.
-Tranquilo, si sintiera de pronto unas inmensas ganas de hacerlo, empezaría por
la porcelana. Pero no cuentes con ello -terminó Eve colgando.
Eve se cambió de ropa en el dormitorio, vistiéndose con vaqueros y un jersey.
Para cuando David llegó, con otras dos cajas, estaba en la cocina preparando salsa
marinara.
-Ya he visto a qué te refieres -comentó nada más verla-. No sabía que tuviera
tantas cosas. Aunque quizá solo parezca, apilado en un espacio tan pequeño. No tenía ni
idea de que te gustara cocinar, Eve -añadió David olfateando.
-No me gusta, pero me figuro que esta noche necesitarás mucha energía si vas a
trasladar todas esas cajas. Además, así no te podré ayudar.
-Sí, ya me figuraba que había otra razón.
-A propósito, ánimo. Lo vas a necesitar -añadió Eve señalando la caja de la cocina,
abierta.
-No has podido resistirte, ¿verdad?
-Solo la he traído porque se tambaleaba, y como me diste permiso, la abrí. Como
ves, no es porcelana.
-Pero es frágil -contestó David sacando un coche de coleccionista a escala-. Casi
me había olvidado de esto, es el primer modelo que construí cuando era niño. Y es el
único que conservo.
-Menos mal -musitó Eve.
-Bueno, preferí dedicarme a los aviones y los helicópteros. Luego comencé con
los barcos, pero enseguida descubrí que era mucho más divertido trabajar con el oro y
los diamantes -explicó sacando un pequeño paquete del fondo de la caja, envuelto en
papel de seda. David lo desenvolvió y descubrió que era un tubo de pegamento seco-.
No esperaba que empaquetaran esto.
-¿Lo dejaste todo en manos de los de la mudanza? -preguntó Eve sacudiendo la
cabeza—. ¿Es que no te habías mudado nunca antes?
-Solo distancias cortas. Llamaba a mis amigos y lo hacíamos todo en una tarde.
-Y luego os bebíais una cerveza y os poníais a ver los deportes en cuanto
enchufabais la tele. Eso lo explica todo.
-¿Qué quieres decir? -preguntó David.
-Los de las mudanzas lo empaquetan absolutamente todo, sea lo que sea. Si pagas
por peso y volumen, claro -explicó Eve.
-Entonces no es de extrañar que haya tantas cajas si están llenas de tonterías
-comentó David.
-Ponlo todo en el salón, delante de la librería.
-¿Seguro que no molestará?
-Por supuesto que molestará, pero no se me ocurre otro sitio mejor. Cuando las
tengas todas dentro, podrás ir abriéndolas una en una -aconsejó Eve removiendo la
salsa y tapándola.
-Bueno, si has terminado en la cocina... -comenzó a decir David, esperanzado.
-Voy a revisar anuncios -sacudió la cabeza Eve-. Cuanto antes empecemos a
buscar, antes encontraremos casa. ¿Quieres que te ponga música para animarte?

CAPÍTULO 8

DAVID se había quedado estupefacto ante la cantidad de cajas apiladas en el


vestíbulo, pero eso no había sido nada comparado con la sorpresa que lo esperaba en la
cocina. Jamás había visto a Eve con vaqueros, y menos tan ajustados. El resultado era
sorprendente. Desde el principio había adivinado que tenía buena figura, con aquellos
trajes ajustados, y luego el abrazo del aeropuerto había confirmado esa impresión.
Aun así, verla por detrás con aquellos vaqueros era... Seguía obnubilado, mientras
trasladaba cajas, una a una, del vestíbulo al salón. Cada vez que pasaba por la cocina,
miraba en su dirección. Llevaba una hora, más o menos, cuando Eve le ofreció un vaso
de té helado.
-El salón comienza a parecer la Gran Muralla China.
-Lo sé -confirmó David bebiéndose la mitad del vaso-. En cuanto esté todo
dentro, comenzaré a abrirlas. Pero si están todas llenas de papel, como la primera...
-No creo que tengamos tanta suerte -comentó Eve acariciando la superficie de la
mesa que David acababa de desenterrar-. Esto es bonito.
-Me alegro de que apruebes mi buen gusto.
-No es eso lo que he dicho -contestó ella mirándolo de reojo-. Mira esa silla, por
ejemplo. La piel está tan gastada, que es casi transparente.
-Era la silla preferida de mi padre.
-Sí, ya suponía que debía tener algún atractivo personal —comentó Eve irónica—.
Tendremos que buscar una casa con un enorme cuarto de estar, para que quepa todo.
Preferiblemente con poca luz, para no verla.
-Bastará con un trastero.
-Si tratas de inspirarme lástima, estás perdiendo el tiempo.
-Y si me porto bien, ¿procurarás que el trastero no tengo goteras?
-Déjalo, David. A decir verdad... me das pena cargando con todo esto... te
ayudaré -terminó Eve alcanzando una caja de encima de la pila que tenía más cerca.
-Me dejas abrumado -comentó David dando un trago-. Pero claro, de paso que
vuelves a la cocina...
David se interrumpió al darse cuenta de qué caja había elegido Eve. Pero antes
de que pudiera advertirle de que pesaba más de lo que esperaba, Eve tiró de ella
sosteniéndola únicamente sobre la esquina de la que estaba debajo. De pronto la caja
se tambaleó, haciéndola perder el equilibrio, y Eve cayó hacia atrás.
David la vio moviéndose a cámara lenta. Eve iba a aterrizar directamente sobre
la rabadilla, y la caja la aplastaría. David tiró el vaso de té y se apresuró a sujetar la
caja. Sabía que no podría sostenerla, pero al menos podría desviarla para que no le
rompiera a Eve todas las costillas. Metió una mano por debajo y la sostuvo como pudo,
pero se escurrió con el té y cayó él también.
La caja no aterrizó sobre Eve por cuestión de centímetros, cayendo sobre el
suelo del edificio, que tembló. Segundos después, sin embargo, David sí aterrizó
encima de ella. Trató de parar la caída con las manos, pero enseguida comprendió que
la había dejado sin aliento. Por un segundo estuvo pensando en cómo levantarse sin
hacerle más daño, pero la caída los había colocado en una posición muy interesante.
David tenía el rostro enterrado exactamente en el escote de Eve, que olía a violetas.
O quizá a lilas. Mezclada con el orégano de la salsa marinara.
-¿Quieres decirme qué intentas hacer? -preguntó Eve con calma, antes de que él
se moviera.
-Trato de evitar que la caja te aplaste -contestó David alzando la cabeza para
mirarla, muy a su pesar.
-Así que has preferido aplastarme tú, ¿no? ¡Qué considerado!
-Eh, habría sido mucho peor si hubiera sido la caja -dijo David sin acordarse ya
de levantarse-. Entre la caja y el suelo, te habrías convertido en el relleno de un
sandwich.
-¿En qué? -preguntó Eve-. Además, ¿cómo sabías qué había en esa caja? No pone
nada.
-Porque la preparé yo. Es una máquina para cortar madera, con todos sus
accesorios.
-¿Una motosierra? -preguntó una vez más Eve, perpleja-. ¿Para talar árboles?
David, ¿por qué tienes una...? No, mejor no me lo digas. Creo que prefiero no saberlo.
-No es una motosierra, no soy leñador. Es una máquina de las que se usan en las
carpinterías para cortar estanterías y todo eso.
-¿Y tú la preparaste?, ¿dejas que los de la mudanza se ocupen de todo, menos de
eso? -continuó preguntando Eve, sacudiendo la cabeza.
-No, no la preparé para montar después el espectáculo. Estaba ya empaquetada
cuando la recogí de casa de mi padre junto con el resto de sus herramientas.
-¿El resto de herramientas?, ¿es que hay más?
-No son peligrosas si sabes utilizarlas. Mi padre era ebanista, él me enseñó a
amar las herramientas. Las guardo para abrir mi propio taller, algún día -explicó David.
—No es de extrañar entonces que quieras una casa grande.
-También tengo un corta galletas y un...
-¿Un corta galletas?, ¿estás seguro de que eso no es para la cocina? -continuó
preguntando Eve, completamente perpleja.
-Sí, pero no creo que quepa todo en un trastero, la verdad.
-Bien, entonces tendrá que ser un trastero enorme. Escucha, David, esta posición
no resulta precisamente cómoda. Te agradecería que te levantaras -David no quería
levantarse. Quería besarla hasta que Eve se olvidara incluso de respirar, y luego
llevarla dentro, cerrar la puerta y besarla de nuevo. Eve frunció el ceño-. Además,
seguro que estás ansioso por saber si la máquina aún funciona.
-Pues no, la verdad. Si está rota, no se puede hacer nada -contestó David
poniéndose en pie de mala gana-. ¿Te encuentras bien? -preguntó mientras Eve movía
la cabeza a un lado y a otro.
-Al menos, eso creo. Al menos no me duele nada. Tienes suerte, según parece no
vas a tener que explicarle a Henry cómo me he partido el cuello -comentó Eve
sacudiéndose los vaqueros y volviendo a la cocina.
Lo que era una suerte era que Eve no se hubiera quedado a esperar su respuesta,
porque no habría sabido qué decir. Durante los infinitos segundos en que había estado
observando la escena, mientras la caja se venía abajo, David no se había planteado
cómo explicárselo a Henry si Eve resultaba herida. Pero sí le había preocupado
seriamente cómo se lo habría explicado a sí mismo, y cómo habría logrado hacerse a la
idea.

A la mañana siguiente ambos estaban listos para salir de casa a la hora. Para Eve
se trataba de un pequeño milagro, teniendo en cuenta el tiempo que había tardado
David en trasladar todas las cajas al salón, la noche anterior, formando una barricada
delante de la librería.
—Pero ya verás cómo pronto se acaba nuestra suerte -comentó Eve
terminándose el café y dejando la taza sobre el plato-. Seguro que al taxi se le pincha
una rueda, o un edificio se derrumba a nuestro paso, o...
-O la cerradura se bloquea -la interrumpió David tratando de abrir la puerta del
apartamento.
-Esa es buena.
-Hablo en serio -contestó David, que continuaba intentándolo-. Se ha soltado
algo dentro, así que aunque consiga abrir, luego no cerrará. O si cierra, no podremos
volver a abrir.
-¡Ah, qué estupendo! -musitó Eve.
—Mira a ver si me encuentras un destornillador por ahí -sugirió David.
-Es inútil, no tengo ninguno.
-¿Es que jamás has tenido que ajustar el pomo de un cajón? -preguntó David
incrédulo, arqueando las cejas.
-Esas tareas las hace el portero, no me mires con esas cejas arrogantes.
-Pero todo el mundo necesita... Déjalo, no importa -cedió David-. Hay una caja de
herramientas en alguna parte, entre mis cosas.
-¿En alguna parte? -repitió Eve-. Bien, ¿tienes idea de dónde, o quieres que abra
todas las cajas y comience una investigación arqueológica?
-Te lo repito todos los días. Si desayunaras, estarías de mejor humor -contestó
David marchándose a buscar él mismo las herramientas.
David volvió casi inmediatamente con una caja de herramientas, y ella se apartó,
comentando:
-Por supuesto, ahora es mucho más fácil buscar casa. -¿Por qué?, ¿porque ya no
te da pena dejar esta? -No, porque ahora que sé que eres un manitas, no importa que
la casa necesite reparaciones.
David sonrió y comenzó a trabajar en la cerradura. En cuestión de minutos volvía
a funcionar, pero de nuevo volverían a retrasarse en el trabajo por tercer día
consecutivo.
-Tenía que habérmelo figurado -comentó Henry al verlos llegar-. Fue un error
abandonar la apuesta. Dijeras lo que dijeras, Eve -Eve le contó el problema de la
cerradura, y Henry añadió-: Bueno, volveremos a apostar. El que acierte con la excusa
de por qué llegáis tarde, gana. Esta mañana he estado poniendo orden en mi banco
-continuó Henry en dirección a David-, y he encontrado una gema de la que me había
olvidado por completo. Es un zafiro de cinco o seis quilates. Lo compré hace años.
¿Quieres echarle un vistazo?
-Antes de que os marchéis, tengo que hacerte una pregunta, David —intervino
Eve—. ¿Terminaste anoche la gargantilla de la señora Morgan?
Un empleado, detrás de ella, soltó una risita sofocada al oír la pregunta. No
hacía falta ser un genio para saber qué estaba pensando: los recién casados estaban
demasiado ocupados, como para hablar del trabajo. Eve, muy dignamente, hizo caso
omiso.
-Sí, pero quiero repasarla, por si se me ha escapado algo. No tardaré.
-Entonces la llamaré por teléfono para que venga a recogerla.
Al llegar a su despacho Eve vio que alguien, seguramente un empleado, había
dejado un periódico sobre su mesa abierto por las páginas de sociedad. Eve le echó un
vistazo mientras esperaba a que Estella Morgan contestara al teléfono. Media página
la ocupaba la historia de su boda. Dejó un mensaje en el contestador de la señora
Morgan y comenzó a leer.
Por la forma en que el reportero hablaba de la ceremonia, daba la sensación de
que se trataba del matrimonio más romántico de toda la historia. Eve lo leyó entero y
apartó el periódico inquieta. No sabía si debía sentirse como una cínica, por haberlos
engañado a todos, o simplemente incómoda, ante tanta mentira. Nerviosa, decidió salir
a la tienda. No había un solo cliente. Dos empleadas charlaban mientras limpiaban el
polvo y las eternas huellas de dedos de las vitrinas:
-Jamás pensé que Travis Tate fuera un hombre de familia -decía una.
-Ni yo, pero ya ves como sí.
Eve se puso aún más nerviosa. ¿Travis Tate, un hombre de familia? Lo cierto era
que, al principio, a ella tampoco se lo había parecido.
-¿Qué ocurre con Travis? -preguntó Eve, aparentando indiferencia-. Estuvo aquí
el lunes.
—Sí, por eso -contestó una de las dependientas—. Fui yo quien habló por
teléfono con su secretaria esa mañana. Entró en tu despacho para devolverle la lla-
mada nada más llegar aquí. Dijo que a ti no te importaría, y entró sin más.
-¿Su secretaria llamó aquí?, ¿y por qué no lo llamó al móvil? -continuó
preguntando Eve.
-La secretaria dijo que llevaba un rato intentándolo -se encogió de hombros la
dependienta- No debía tenerlo conectado. Me contó que había estado llamando a todas
las tiendas del Loop, pero no me contó qué ocurría. Aunque, desde luego, pareció muy
aliviada cuando le dije que Travis Tate estaba aquí.
-Probablemente se tratara de algún asunto con un cliente -comentó Eve sin darle
importancia, a pesar de haber escuchado con mucha atención cada palabra.
-Eso mismo pensé yo -continuó la dependienta-, aunque la secretaria estaba
alteradísima. No había vuelto a saber nada hasta esta mañana, cuando la secretaria ha
llamado para darme las gracias. Según dice estuvo toda la mañana buscándolo, porque
su mujer estaba de parto.
-¡De gemelos! -añadió la otra dependienta.
-El parto fue prematuro, claro -continuó la primera dependienta-. Por eso debía
estar él de viaje, porque nadie se lo esperaba. Le faltaba un mes, o algo así. ¡Dos niños,
gemelos! Cuando venga la próxima vez, probablemente traiga fotos.
Eve sintió como si la tierra temblara y se hubiera abierto un abismo a sus pies.
Instintivamente, volvió en dirección a su despacho. Quería estar sola. Le costaba
respirar y, de hecho, sentía como si estuviera a punto de desmayarse. Las luces de
pronto le parecieron tan brillantes, que la deslumbraron, la música de fondo le
zumbaba en los oídos. Entre canción y canción, no obstante, pudo oír a las
dependientas, que seguían hablando:
-¿He dicho algo malo?, ¿crees que siente algo por él?
-¿Estás de broma? -respondió la otra-. Después de casarse con un hombre como
David Elliot, ninguna mujer podría pararse siquiera a pensar una sola vez en un tipejo
como Travis Tate.
«Un tipejo como Travis Tate», reflexionó Eve. Por supuesto, se equivocaban.
Ellas no conocían toda la historia, no podían comprender. Sin embargo aquella protesta
silenciosa sonaba débil, poco convincente. La indignación que había esperado sentir
parecía casi ausente. No eran solo las dependientas, quienes veían así a Travis. David
había pensado exactamente lo mismo, a pesar de haberlo visto solo una vez. Había
dicho que Travis había calculado mal...
Sí, David pensaba que Travis había tratado de engañarla deliberadamente. Como
si el hecho de que ambos se hubieran enamorado no hubiera sido accidental. Como si
Travis, realmente, le hubiera mentido al decirle que estaba separado de su mujer. De
pronto se dio cuenta. Era mentira. Tenía que serlo. Podía comprobarlo en un calendario
pero... no hacía falta. No era necesario contar los meses transcurridos desde la
primera vez que Travis le dijo que su matrimonio era un fracaso para saber que
coincidía exactamente con el momento en que su mujer se había quedado embarazada.
La furia hizo presa en ella. Probablemente Travis supiera que su mujer estaba
nuevamente embarazada, cuando ella tomó por fin la desgarradora decisión de
abandonarlo. Desde luego lo había sabido la semana anterior, cuando se lo encontró en
el aeropuerto... ¡y le contó lo doloroso e inútil que resultaba tratar de reconstruir su
matrimonio...! Eve no solo estaba lívida, estaba rabiosa. Rabiosa con Travis por
contarle tantas mentiras, pero también consigo misma, por ser tan ingenua. Se había
tragado, la mayor de las mentiras. De no haber sentido lástima por sus hijas, y de no
haber tenido un profundo sentido del deber, en ese instante estaría metida en un
buen lío.
La historia del pobre marido, jamás comprendido, junto a la fría y calculadora
esposa, debía ser una de las más viejas del repertorio masculino. No era de extrañar
que siguiera circulando, porque funcionaba. Y seguiría siendo la favorita de muchos
maridos, mientras siguieran existiendo mujeres crédulas como ella. Eso la ponía
enferma. Había deseado tan desesperadamente creer en Travis, que se lo había
puesto de lo más fácil. ¿Pero se había reído Travis de ella a sus espaldas, o acaso se
engañaba también a sí mismo? ¿La había amado, a su modo egoísta, o solo la había utili-
zado? ¿Había intentado alguna vez divorciarse de su mujer? Solo después de estar
segura de ella, reflexionó Eve, reconociendo en la frase un desagradable parecido con
los murmullos de David a su oído. ¿No había sido precisamente David quien había dicho
algo tremendamente parecido?
No era de extrañar, que Travis se hubiera mostrado tan desagradable con David
aquella mañana. Había hecho esos groseros comentarios, acerca de que intentaba
aprovecharse de un matrimonio ventajoso, solo porque había perdido la partida y
envidiaba su posición. En realidad, estaba hablando de sí mismo.
Eve oyó solo a medias la campanilla de la tienda, anunciando la llegada de un
cliente. De lo que no cabía duda, sin embargo, era del estridente tono de voz: Estella
Morgan:
-Me resulta de lo más inconveniente tener que volver al centro de la ciudad esta
mañana. Sobre todo después de haber venido ayer. Por supuesto, quién sabe cuánto
más habría podido durar la espera, de no haber montado un escándalo.
-Pero mamá, no es culpa de los dependientes -protestó una voz.
Eve respiró hondo, olvidó a Travis por completo y esbozó una falsa sonrisa,
saliendo a la tienda. Estella Morgan y su hija hablaban con una dependienta, que
parecía aterrada.
-Yo atenderé a la señora Morgan -se ofreció Eve-. ¿Quieres pedirle al señor
Elliot que baje, por favor?
La dependienta suspiró aliviada y corrió escaleras arriba. Estella Morgan fijó en
Eve la mirada, exigente.
-Bien, ¿dónde está? Dijiste que estaba terminada, pero no la veo.
-No tenemos por costumbre exhibir las piezas de nuestros clientes en público, a
menos que los propietarios hayan dado su aprobación. Si quiere acompañarme... —Eve
guió a las dos mujeres al saloncito de consultas, inmediatamente detrás de la tienda,
sonriendo en dirección a la hija y añadiendo-. Creo que te gustará.
-No sé, es difícil -musitó la joven-. No es más que un montón de joyas viejas.
Además, esto no fue idea mía. Yo habría preferido algo nuevo.
David apareció con una tela de terciopelo enrollada, mientras tomaban asiento.
Tras él apareció Henry, sonriente. David rodeó la mesa y se acercó a Eve, que
inmediatamente se puso en pie. Pero él puso una mano sobre su hombro, para que no se
moviera, y giró la muñeca desenrollando la tela y extendiéndola sobre la mesa.
Por un instante únicamente el terciopelo, negro como el azabache, llamó la
atención de los presentes, absorbiendo toda la luz. Segundos después, por arte de
magia, apareció la red de oro, brillante. De haberlo ensayado, jamás habría logrado
David un espectáculo tan impresionante. Un largo silencio reinó en la salita de
consultas. Eve sabía que, por lo general, aquella era una buena señal. Indicaba que el
cliente había quedado anonadado ante tanta belleza. Con Estella Morgan, sin embargo,
nunca se sabía.
Quince segundos después Jess alargó un dedo tentativamente, tocando la
gargantilla como si creyera que pudiera disolverse. Eve trató de reprimir un suspiro de
alivio.
-¡Es usted increíble! -exclamó Jess mirando alternativamente a la gargantilla y a
David-. Espera a que lo vean mis amigas. ¡Todas querrán una igual! -continuó mientras
Eve pensaba que no harían falta los pendientes de ombligo, finalmente, para atraer a
una clientela más joven-. Pero yo he sido la primera, la mía es la primera joya que has
hecho aquí -añadió tuteando a David, muy orgullosa.
-Espero que la disfrutes siempre tanto como hoy -contestó David sonriendo.
Eve se sintió ofendida. ¿Por qué David no había dicho que su anillo de bodas
había sido la primera joya que había confeccionado en Birmingham on State? Por
supuesto, no había querido desilusionar a la joven con un asunto de tan escasa
importancia, reflexionó. Era evidente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes, después
de tantos años de experiencia en la atención al público? ¿Qué le ocurría?
-No es exactamente lo que esperaba, pero... -comentó Estella Morgan,
aclarándose la garganta.
-Eso es lo mejor, ¿no cree? -intervino Eve rompiendo el tenso y escueto silencio
que aquel comentario había provocado-. Somos especialistas en piezas únicas, por eso
trajo usted sus anillos a Birmingham on State. Si hubiera querido algo corriente,
habría ido a cualquier otro sitio.
-¡Pero mamá! -añadió Jess impaciente-, ¡no seas tonta! ¿Es que no ves lo
maravilloso que es él? -él, notó Eve. No la gargantilla, sino su creador. Eve observó a
Jess de cerca y notó que sus ojos expresaban adoración-. ¿Me ayudas a ponérmela?
-Tu turno, Eve -sonrió David hacia ella.
Eve ajustó el broche al cuello de la joven, donde encajaba perfectamente.
Estella Morgan recogió su bolso y se puso en pie, comentando:
-Parece la correa de un perro, pero si a ti te gusta, Jess... eso es lo que cuenta.
Henry acompañó a la señora Morgan y a su hija a la puerta. Nada más marcharse,
Eve comentó en dirección a David:
-¡Por poco! ¿Qué se creía la señora Morgan que íbamos a hacer con ese montón
de anillos, cortarlos por la mitad y unirlos uno a otro, como si fuera una cadena?
David la miró fijamente. Entonces Eve comenzó a sentir que un calor surgía en su
interior, creciendo y extendiéndose lentamente hasta que todo su cuerpo se vio
inmerso en él. Y de pronto comprendió lo que le estaba ocurriendo. Comprendió lo que
llevaba días ocurriéndole.
Al contarle la dependienta la noticia del nacimiento de los gemelos de Travis, Eve
se había sentido furiosa, traicionada. Pero de lo que no se había dado cuenta, hasta
ese preciso instante, era de que no se había sentido en absoluto dolida. Meses atrás,
quizá incluso solo semanas atrás, su corazón había ido reponiéndose del desgarro que
el amor por Travis le había causado, hasta el punto de que él ya no tenía poder para
herirla. Y solo al conocer la noticia, al ponerse a prueba, se había dado cuenta. Eve no
comprendía cómo había sucedido, quizá tardara meses en comprender. Pero eso no
importaba. Tenía suerte, se había librado de él, era libre. Respiró aliviada y soñó, flo-
tando de felicidad.
No obstante algo seguía sin encajar. No se sentía del todo de acuerdo con la
nueva imagen que se hacía de sí misma. Eve alzó la vista y miró a David y,
repentinamente, igual que si estuviera observándose a sí misma por un microscopio y
por fin lograra enfocar, comprendió la verdad.
No era libre. Estaba lejos de serlo. Pero no por Travis, sino por David. Había
creído estar enamorada de Travis, cuando lo cierto era que jamás lo había amado.
Nunca había sabido lo que era el amor... hasta ese instante. Eso era lo que no encajaba.
En algún momento, durante aquellos últimos, días, había hecho algo impensable: se
había enamorado de su marido.

CAPITULO 9

CONVENCIDA de que estaba enamorada de Travis y de que jamás volvería a


amar, Eve se había creído invulnerable a todo, hiciera lo que hiciera. Como si Travis
fuera un virus, y su exposición a él la hubiera inmunizado. Pues bien, Travis era un
virus, de eso no cabía duda. Pero lo que había creído amor no había sido sino un
capricho de adolescente. Por eso, al exponerse al verdadero amor, había acabado
enferma. Se había enamorado de David.
Eve comprendía perfectamente lo ocurrido, volviendo la vista atrás. Con
cualquier otro hombre, bajo cualesquiera otras circunstancias, ella habría permanecido
en guardia. Con David, sin embargo, no lo había creído necesario, porque desde el
principio ambos habían sido sinceros y habían mostrado una actitud abierta con
respecto a sus intenciones y sentimientos. Él era una persona en la que se podía
confiar tan plenamente que... que de hecho esa solidez y fiabilidad habían sido su
perdición. Al sentirse segura con él, había dejado que su simpatía creciera. Y después
había cruzado la línea. En conclusión, tendría que pagar un precio.
-Eve... -la llamó David-, ¿te encuentras bien?
-Perfectamente -contestó ella poniéndose tensa, aterrada ante la idea de que él
pudiera leerle el pensamiento-. Me duelen los hombros, creo que anoche me dio un
tirón al caerme.
-Dime dónde -dijo él colocándose detrás de su silla.
-No-es nada, de verdad. Estoy tensa, eso es todo.
David puso los dedos sobre sus hombros buscando los músculos tensos. Eve se
estremeció al contacto. Quería saltar, distanciarse y escapar de la corriente eléctrica
que suponía su contacto. Y, al mismo tiempo, quería quedarse absolutamente inmóvil,
inclinarse sobre él y perderse en el placer de aquellos masajes. David dejó las manos
quietas, abrazando con ambas su cuello, y dijo:
-No parece que estés mal, pero quizá debas volver a casa y ponerte algo caliente.
-No -se apresuró ella a negar-. Tengo demasiado que hacer como para tomarme
el día libre.
-La señora Reznor, de la agencia de publicidad, está al teléfono -anunció un
empleado desde la tienda.
-Contestaré desde mi oficina -dijo Eve.
-Pregunta por David -añadió el dependiente.
-Por supuesto -contestó Eve-, ¡qué estúpida soy!
-El teléfono de tu despacho tiene altavoz, ¿verdad? -preguntó David-. Podemos
hablar los dos.
-No creo que a Jayne le interese mi opinión -repuso Eve. David arqueó las cejas-.
Vaya, ¿hablo igual que el monstruo verde de los celos? Pobre Jayne, sabe sacar lo peor
que hay en mí.
Aquella era una verdad como un templo tuvo que admitir Eve mientras se dirigían
a su despacho. Solo que Jayne no era la única que suscitaba en ella ese sentimiento.
Jess Morgan y su mirada de admiración acababan de arrancarle la misma reacción.
Por fin comprendía Eve el extraño sentimiento que la había embargado al leer el
reportaje sobre su boda. No era cinismo ni desagrado, sino lástima porque la historia
no fuera cierta, porque su matrimonio no fuera el sueño romántico que reflejaba el
reportero. Y por fin comprendía también por qué había reaccionado de un modo tan
extraño cuando David le sugirió que cambiaran las reglas de su acuerdo. No solo se
había enfadado con él, también se había sentido intrigada y tentada, aunque no
hubiera querido admitirlo ni siquiera ante sí misma. Sobre todo le había agradado te-
rriblemente pensar que tenía el poder de seducirlo. Se sentía gratificada por el hecho
de que David la deseara. Porque desde luego ella lo deseaba. ¿Pero qué diablos iba a
hacer?
David había sugerido simplemente que consumaran su matrimonio. Si el día
anterior la idea le había parecido excesiva, si le había parecido que suponía demasiada
intimidad, aquel día, en cambio, le parecía insuficiente. ¿Era, quizá, demasiado
idealista?, ¿exigía demasiado?, ¿podría conformarse con lo que él le proponía?
Henry y Sarah habían compartido amistad, intereses. Habían creado una familia.
Y al final, incluso, habían compartido cierto tipo de amor aunque, según palabras del
mismo Henry, estaba lejos de ser un enamoramiento arrebatador. Pero el
enamoramiento arrebatador jamás duraba, había asegurado también Henry, mientras
que la confianza era para siempre. En la mente de Eve no cabía duda de que lo que
David le ofrecía era estable, fiable… para siempre. ¿Pero le bastaría con eso, cuando
lo que deseaba era pasión?
La pregunta era errónea, se dijo Eve. El problema no consistía en intentar
conseguir algo imposible, porque quedaba fuera de su alcance. Consistía en averiguar si
se conformaría con menos, o si prefería no tener nada en absoluto.

Eve estaba en la tienda a última hora de la tarde cuando entró una joven pareja.
Los reconoció inmediatamente. Era la pareja que buscaba un anillo de bodas, la pareja
con la que se habían encontrado en la sala de gemas del Museo de Historia Natural.
Aquella tarde entraron en Birmingham on State resueltos: habían tomado una decisión.
Eve los saludó y los llevó a la salita de consultas. Les enseñó una docena de anillos e
instantáneamente, nada más ver sus expresiones, adivinó cuál elegirían. Observó al
joven deslizar el anillo en el dedo de su novia y observó también la dulce expresión de
ella. Ambos exhalaban tal felicidad, que Eve sintió deseos de dejarlos solos, en un
momento tan especial.
Y precisamente observando tanta felicidad, Eve concluyó que había hecho bien al
decirle a David que no quería un anillo de compromiso. Habría sido una hipocresía
llevarlo, cuando lo que había entre ellos no se parecía en nada a lo que compartía
aquella pareja. De pronto, sin embargo, las cosas se habían tornado mucho más
complicadas. De pronto Eve deseaba un anillo de diamantes, algo categórico. Como si,
con ese anillo, símbolo de amor, pudiera fingir que David la amaba. Pero fingir no servía
de nada.

-¡Menos mal! -comentó David girando la llave en la cerradura-, funciona.


-¿Acaso lo dudabas? -contestó Eve-. A propósito, te toca a ti cocinar.
-¿Estás dispuesta a arriesgarte? -preguntó él mirándola de reojo-. No tienes
ninguna prueba de que sepa cocinar, aparte de pedir pizzas por teléfono o preparar
sandwiches de bologna.
—No creo que tengamos los ingredientes para ese sandwich, así que solo queda la
pizza.
-Quizá pueda arreglármelas, y hacer otra cosa -sugirió David inspeccionando la
nevera-. Si te emborracho con un par de vasos de vino, puede que no te des cuenta de
que se me quema la cena.
-Es una idea estupenda -convino Eve-. Se me ha olvidado preguntarte qué quería
Jayne Reznor -añadió, orgullosa de la indiferencia que había conseguido aparentar.
-Lo mismo, otra vez -contestó David tendiéndole una copa de vino.
-¿Contarte lo fantástico que estarías en un yate, con una modelo desnuda que
llevara solo un zafiro del mismo color que el mar?
-Más o menos. Le dije que si se le ocurría algo para tu alergia al sol, quizá tú
misma pudieras ser la modelo.
-¿Que le dijiste qué?
-No, no le dije eso -negó David-. Le dije que tenía una forma muy curiosa de
tratar de conservar la cuenta de Birmingham on State.
-Sí, debería haberme figurado que tenías el suficiente sentido común como para
no dejarte engañar.
-Aunque siempre podemos hacer las fotos en el interior -sugirió David
pensativo-, para que no tengas que exponerte al sol.
-Demasiado público, para mi gusto.
-Estoy de acuerdo, pero como no consigo llegar a ningún sitio en el terreno
privado, pensé que merecía la pena intentarlo.
David había llegado más lejos de lo que creía, pero Eve no estaba dispuesta a
confesárselo. Prefirió marcharse a su dormitorio a cambiarse de ropa. Al volver, oyó
golpes de cacerolas y juramentos en la cocina. El salón resultaba poco atractivo, con
una pila de cajas delante de la librería y otras tiradas, bloqueando el paso. Eve suspiró,
dejó la copa de vino y comenzó a poner orden. Pero en esa ocasión puso buen cuidado
en calcular previamente el peso de cada caja.
-Creo que la división del trabajo de esta noche no es exactamente la que
esperaba -musitó Eve-. Quizá no hubiera debido apresurarme a huir de la cocina.
Eve apartó una caja con el cartel de frágil. La que estaba debajo era la que decía
«muebles de cocina». No pudo resistir más la curiosidad, y la abrió. Estaba en lo
cierto. Los de la mudanza habían vaciado el contenido de los muebles sin pararse a
considerar si merecía o no la pena. Había un paquete abierto de puré de patatas
deshidratado, una lata de sopa de pollo, una espátula descolorida, una tapa de una
jarra perdida, una sartén, dos paquetes de palomitas de microondas y un cuchillo de
cocina con el mango de madera negro de tanto uso. Mezclado entre la comida y los
utensilios había trozos de papel. Entre ellos, una lista de la compra vieja, un número de
teléfono garabateado en una servilleta, un sobre con un dibujo de un diseño de un
anillo en una esquina, y un anuncio publicitario sacado de una revista, que cayó de entre
las páginas de un calendario. Al fondo, un abrelatas y un sacacorchos. Sin duda, los
utensilios más preciados por un soltero empedernido. Eve contempló aquellas cosas sin
saber qué hacer.
—No puedo creer que le haya permitido a un hombre tan desastroso como este
entrar en mi cocina -musitó en voz alta.
Ocurriera lo que ocurriera, lo que era seguro era que la vida con David no sería
aburrida. Eve respiró hondo y trató de identificar el sentimiento que en ese momento
se apoderaba de ella. No era alegría, exactamente. Ni felicidad. Se sentía segura,
contenta, en paz. Lo que estaba experimentando estaba lejos de ser la excitación de la
pasión que todo el mundo asociaba con el amor, pero eso no significaba que el
sentimiento raerá menos real, o tuviera menos importancia. Por fin comprendía lo que
Henry había querido decir. La pasión no duraba, mientras que la confianza sí. Y
resultaba mucho más cómoda. Y más gratificante, a su modo.
Eve cargó todas las cosas que pudo sobre la sartén y las llevó a la cocina. Podía
colocar unas cuantas mientras David terminaba la cena. No le habría sorprendido
encontrarse con una nube de humo negro al llegar, pero en su lugar vio una sartén en el
fuego que olía de maravilla. Parecía salmón con limón.
David dejó de remover la salsa y alzó la cabeza. Se había quitado la chaqueta,
había enredado la corbata en el respaldo de una banqueta y se había desabrochado el
primer botón de la camisa. Tenía la copa de vino sobre la mesa.
—Ah, bien, veo que estás sacando cosas. ¿No habrás encontrado, por casualidad,
mi cuchillo de cocina favorito?
-Supongo que es este, porque no hay otro -contestó Eve tendiéndoselo-. Parece
como si te lo llevaras todos los días de campamento.
-Ha viajado, sí. Cuidado, que está afilado -advirtió David alargando el brazo.
Las manos de ambos tropezaron, y Eve dejó caer el cuchillo, cortándose
ligeramente la muñeca. David alcanzó inmediatamente un paño de cocina, pero Eve lo
rechazó.
-No es nada, solo un ligero corte.
-Aun así, hay que limpiarlo.
-Bueno, quizá, teniendo en cuenta lo que había en la caja.
Eve dejó que David le metiera la mano debajo del grifo y le dijo dónde tenía el
alcohol y las tiritas. Cuando él volvió, ella removía la sartén con la mente en blanco,
observando un dibujo que él había estado haciendo, sobre la encimera.
-¿Qué es esto?
-He estado dibujando tu idea -contestó David.
-¿Mi idea? -repitió ella.
-Sí, para los anillos. Esta mañana dijiste que podía haberlos cortado por la mitad
y haberlos unido como en una cadena, para hacer una pulsera.
-David, estaba bromeando. Fue lo primero que se me ocurrió, lo más ridículo.
-Lo sé, pero aun así no es mala idea. ¿Estás segura de que no quieres dedicarte al
diseño?
Eve volvió a contemplar el dibujo. Estaba hecho apresuradamente, pero se veía la
estructura. Desde luego no tenía nada que ver con la fina obra de arte de la
gargantilla de Jess Morgan, pero lucido en la ocasión apropiada, con la ropa adecuada...
-Creo que es un poco extraño. Un poco... no sé... extravagante.
-Tiene su estilo -insistió David-. No para una mujer normal y corriente, quizá,
pero es llamativo.
-Puede que sea lo más indicado para esas jóvenes clientes a las que quieres
atraer -añadió Eve.
-Sí -confirmó David-, joyas que hacen que los demás vuelvan la cabeza, aunque no
precisamente por su belleza.
-Bueno, sigue con los dibujos. La próxima vez que entre una cliente con un
montón de anillos viejos...
-Estaba pensando en buscar materiales anticuados para reciclar —sugirió
David—. Siempre hay joyas viejas en las joyerías, cosas que van quedando y que jamás
se van a vender.
-Busca al fondo del cajón de la vitrina principal -comentó Eve-, es donde solemos
dejar las cosas que no han tenido éxito. Yo lo miraré mañana, si quieres.
-Formamos un buen equipo, ¿sabes? -comentó David limpiándole la herida con
alcohol y poniéndole una venda en la muñeca.
-¿Sí?, pues lo siento, pero este miembro del equipo no va a poder limpiar la
cocina esta noche después de la cena.
-No me refería a eso, Eve -contestó David soltándola y volviendo a la sartén.
Un buen equipo. La idea no estaba tan mal, se repitió Eve. No era tan ingenua
como para pensar que David se enamoraría de ella, con solo chascar los dedos. En
cualquier caso no estaba reduciendo sus exigencias, sino aumentándolas, porque desde
el principio había optado por un matrimonio de conveniencia. No habría sido justo
exigirle más a David, cuando habían acordado que los sentimientos no formarían parte
del trato. No obstante eso no la impedía amarlo, y actuar en consecuencia. David había
dicho que antes o después ella reclamaría intimidad, y hasta cierto punto estaba en lo
cierto. La deseaba, pero solo con él.
-Podrías ir poniendo la mesa, si tu herida te lo permite… -comentó David.
Algo en la forma en que Eve miraba a David lo hizo detenerse en seco. Eve se
acercó a él como si David fuera un imán, y ella un metal... solo que no estaba helada ni
rígida. Eve posó las puntas de los dedos sobre el cuello de la camisa abierta de él. Solo
diez puntos de contacto, apenas unos pocos centímetros. Y sin embargo se sentía tan
unida a él como si estuvieran plenamente enlazados. Entonces ella alzó la cabeza y
dijo:
-Bésame.
-¿Acaso tenemos audiencia, aunque no la vea?
—Tú bésame —sacudió ella la cabeza, enlazando las manos detrás de su cuelo.
-Eve, ¿qué te ha ocurrido de repente? -preguntó él, que parecía tener
dificultades para respirar.
—Tú -susurró ella tirando de él—. Dijiste que cuando decidiera cambiar las
reglas, te avisara. Quiero cambiar las reglas, David.
En las otras ocasiones en que David la había besado, Eve siempre había estado
tensa. En el aeropuerto, con Travis delante, en la boda, con los invitados, o en la
cocina, cuando David le sugirió que se acostara con él. A pesar de ello, para Eve había
quedado claro que David no era ningún aficionado. Por mucha audiencia que hubiera,
David había conseguido derretirla y hacerle olvidarlo todo a su alrededor. En esa
ocasión, por el contrario, Eve se relajó y se entregó por completo a la aventura de
descubrir qué sentía cuando él la besaba sin reservas.
Y se sentía maravillosamente. No había otra palabra para describirlo aunque, de
haber podido concentrarse un minuto o dos, habría dado con ella. Pero era incapaz, ni
siquiera lo intentó. Su mente solo pensaba en David y en las sensaciones que él le
suscitaba. Su visión se nubló, los oídos le zumbaban. Solo los sentidos del gusto y del
tacto parecían funcionar, y a toda máquina. Cuando David levantó la cabeza, estaba sin
aliento.
-Maldita sea, Eve, ¿por qué tengo la sensación de que acabas de ofrecerme una
manzana?
—¿Una manzana?
-Sí, y siento como si tuviera una serpiente enredada en la pierna.
-Ah -contestó ella-, ¿pierdes el equilibrio, ante la tentación? Bien, porque eso
era precisamente lo que pretendía —sonrió, sin dejar de mirarlo—. No olvides apagar
el fuego, David.

***

Hacía tiempo ya, que David se lo había figurado. Eve era mucho más peligrosa
cuando sonreía. Pero saberlo no servía de nada, seguía siendo incapaz de defenderse.
Y la sonrisa de aquella noche, en particular, habría bastado para que un robot perdiera
la cabeza. ¿Cómo habría podido resistirse ningún ser humano, con aquel cuerpo cálido
pegado a él, aquellos dulces y prometedores besos, y aquella invitación, con la que
tanto había soñado?
Aunque, por otra parte, el hecho de que estuviera siquiera considerando la
posibilidad de resistirse le resultaba por completo incomprensible. Solo podía haber
una razón: la forma de Eve de cambiar de opinión, tan repentina. El día anterior Eve lo
había acusado de lujurioso, afirmando que no tenía intención de cambiar las reglas, y
esa noche, en cambio, lo seducía. ¿Por qué?
Evidentemente había despertado su instinto, recordándole lo que se estaba
perdiendo. ¿O no? ¿Qué le había dicho Henry a Eve la noche anterior? Eve no se lo
había contado. Ni él se había molestado en preguntar. ¿Le preocupaba lo que él le
había dicho, quizá?
No, Henry Birmingham sabía perfectamente lo que hacía. Sabía que no le
convenía apostar fuerte, a esas alturas. Descartada la idea David volvía, una vez más,
a su vieja preocupación, mucho más realista: Travis Tate. Eve, estaba convencido,
seguía creyendo que era el único hombre al que podría amar jamás. ¿Pero y él?, ¿era
simplemente un sustituto, el más a mano?, ¿fingiría Eve que era Travis cuando se lo
llevara a la cama?
David observó la mano izquierda de Eve, extendida en su pecho como si quisiera
dejar una huella en él. El anillo brillaba en su dedo. Quizá Eve tratara de fingir, se
dijo, pero no lo conseguiría. David alargó una mano y apagó el fuego. Su Eve no solo le
había tendido una manzana, le había ofrecido todo el pastel. Y tenía la intención de
saborear hasta el último bocado.

Eve estaba impaciente e incluso algo atemorizada. ¿Por qué se resistía David?
Hacer el amor había sido idea suya. ¿Sería posible que hubiera cambiado de opinión?
Pero antes de que pudiera averiguar la razón, David tomó una decisión. De pronto le
arrebató la iniciativa, dejándola sin aliento. La levantó en brazos y la llevó al
dormitorio.
-No es que tenga nada en contra de las cocinas -comentó mientras abría la
puerta con el hombro-, pero vamos a tomárnoslo con calma.
-Bien... -comenzó a decir Eve cuando él la besó. Aquel segundo beso fue mucho
más exigente, y tan explosivo que, durante un largo rato, Eve no pudo decir nada más.
Aunque en realidad las palabras sobraban, sus cuerpos lo decían todo con mucha más
claridad.
Eve no había tenido tiempo de pensar en cómo sería hacer el amor con él, pero no
importaba. Nada que hubiera podido imaginar habría estado a la altura de la realidad.
David la hizo arder de deseo, y luego le procuró satisfacción hasta que, al fin,
exhausta y feliz, yació en sus brazos con la mente en blanco. ¿Cómo podía haber
dudado, ni una sola vez, de lo que sentía hacia él? Hubiera debido resultarle evidente.
Era tan maravilloso que...
-Henry se pondrá feliz -murmuró Eve.
-¿Estás pensando en Henry? -preguntó David alzando la cabeza unos
centímetros por encima de la almohada, como si le costara un gran esfuerzo.
-En realidad no -bostezó Eve-. Más que nada, estaba pensando en ti.
-Eso está mejor.
-Ahora ya tienes todo lo que querías -continuó Eve dejándose llevar por la
sensación de volar, y quedándose dormida.

Eve se despertó poco después del amanecer. Permaneció muy quieta


contemplando a David dormir. Sus expresivas cejas parecían fruncidas aquella mañana,
como si estuviera concentrado aprovechando quizá los últimos minutos de sueño. Eve
sentía el corazón dulce y excesivamente grande, quizá, para su pecho.
Qué diferente era aquella mañana del día en que despertaron en la misma cama
por primera vez. En aquel entonces solo había pensado en escapar cuanto antes de
aquella situación. En ese momento, en cambio, deseaba despertarlo y seducirlo para
acurrucarse en sus brazos y pasar todo el día haciendo el amor.
Pero en parte le daba vergüenza. La noche anterior había sido increíble, mágica,
pero con la fría luz del día parecía haber recuperado la sensatez. A oscuras se había
sentido provocativa, había actuado impulsivamente. Aquella mañana su parte racional
estaba al mando, recordándole que no podía olvidarse del trabajo simplemente porque
le conviniera. Y, lo que era más importante aún, no podía olvidarse de su trato
simplemente porque no le conviniera tampoco. Porque el acuerdo seguía en vigor, a
pesar de haber cambiado de opinión. Su estable matrimonio no debía enredarse con
complicaciones emocionales.
Para Eve, la noche anterior lo había alterado todo. Hacer el amor con David había
sido como hacer una promesa, pero mucho más significativa que la de la ceremonia de
la boda. Jamás volvería a ser la misma. Pero David...
No cabía duda de que David había disfrutado haciendo el amor, pero no podía
olvidar que, para él, esa noche no había sido la ciega epifanía que había sido para ella.
Debía prestar mucha atención a lo que decía y hacía, porque si David se daba cuenta
de lo ocurrido...
Jamás la creería, por supuesto. ¿Por qué iba a creerla? ¿Cómo iba a creerla,
cuando ella misma se había equivocado, creyéndose enamorada de Travis? Jamás
podría explicarle por qué con él era diferente, ni habría podido soportar tampoco su
expresión de escepticismo. Se lo imaginaba perfectamente, arqueando las cejas. Y eso
la hacía estremecerse.
O, quizá, peor aún, David no quisiera creerla. Enamorarse no formaba parte del
trato. Ese tipo de emociones llevaban aparejadas otras, como los celos, el estar
vigilante, el interrogatorio constante... y David no había planeado ninguna de esas
cosas.
Por eso debía gobernar sus sentimientos. Y guardárselos para sí. Los saborearía
en su corazón, sin demostrar celos. No vigilaría a David, no le haría preguntas. Aquella
decisión, muy meditada, le arrancó a Eve en parte la alegría del corazón. En silencio,
Eve se levantó de la cama y se dirigió a la cocina.
La sartén con el salmón seguía en el fuego, donde la habían dejado. Eve lo tiró a
la basura y puso la cafetera. Luego investigó en la nevera. David se sorprendería de
que preparara el desayuno e incluso desayunara. La sola idea de hacerlo sonreír la
alegró.
Eve preparó la sartén y, mientras se calentaba, guardó los utensilios de cocina de
David que había sacado de la caja el día anterior. No sabía qué hacer con los papeles,
ni siquiera sabía si eran importantes, así que los guardó en el calendario. Entonces vio
que la sartén estaba lista, y se dio la vuelta tirando sin querer el calendario al suelo.
Los papeles se desparramaron por todas partes. Eve juró, apagó el fuego y comenzó a
recogerlos.
Estaba casi terminando cuando lo vio. Al principio no se dio cuenta de qué era lo
que le llamaba tanto la atención. Quizá el hecho de que estuviera recortado con
tijeras, en lugar de arrancado. Pero nada más recogerlo y ver a la pareja sonriente,
fue incapaz de apartarlo a un lado. Porque el hombre de la foto era David, y la noticia
pertenecía a las páginas de sociedad. Era el anuncio de su compromiso. Pero no con
Eve. Según el artículo, David iba a casarse con una mujer llamada Laura Benedict, y la
fecha de la boda era noviembre. En otras palabras, justo ese mes.

CAPÍTULO 10

EVE SE quedó helada, mirando el artículo. No era de extrañar que David supiera
de qué estaban hechos los velos, pensó. Ni que se hubiera sentido aliviado, cuando ella
le dijo que quería una ceremonia sencilla, de esas que celebran las parejas cuando no
están enamoradas. Una boda de otro tipo le habría recordado demasiado a la que él
hubiera preferido celebrar.
La fecha de la boda estaba fijada para noviembre, según el artículo. Pero podía
ser el del año anterior. O cualquier otro, de los últimos años. El recorte de periódico
no tenía fecha, David podía haberlo conservado durante mucho tiempo...
Pero todo eso no tenía nada que ver con ella, se dijo Eve. No era tan estúpida
como para creer que era la primera mujer de su vida. Sabía perfectamente que no lo
era, lo había sabido desde el instante mismo en que él la besó por primera vez. Con
aquel primer beso había sentido la primera punzada de celos, comprendió entonces
Eve. Sencillamente, no había sabido reconocerlos. David y ella habían bromeado acerca
de sus doce amantes, aunque ella jamás había creído que fueran tantas. Recordaba
haberse preguntado también si habría o no una mujer realmente significativa, entre
esa docena. Pero había sido fácil olvidarse de una mujer anónima. Laura Benedict, en
cambio, era más difícil de olvidar.
Eve jamás le había hecho preguntas, incluso se lo había hecho notar. Pues bien,
en ese momento necesitaba hacerlas. Aunque quizá fuera mejor no hacerlo. David no
se había casado con Laura Benedict, sino con ella. Por la razón que fuera. Lo cual
significaba que Laura Benedict había dejado de tener importancia, igual que Travis
Tate. Ambos habían quedado atrás. De seguir siendo importante, de haberse sentido
culpable, David habría pretextado cualquier excusa para llevarse el calendario, la
noche anterior. Habría sido fácil. Eso, si recordaba que tenía el artículo allí guardado,
junto con la lista de la compra y el número de teléfono anónimo.
-Vas a acabar volviéndote loca -dijo Eve en voz alta.
Sin embargo tenía que saberlo. Las manos le temblaban, mientras recogía el
calendario y comenzaba a pasar las páginas, buscando un día señalado en el mes de
noviembre. Deseaba tanto que no hubiera ninguno marcado, que al principio casi ni
siquiera lo vio. Pero ahí estaba, escrito con letra fina y rotunda, femenina. Pero no,
David jamás le habría pedido que hicieran el amor de haber estado enamorado de otra
mujer. El único problema es que David no le había pedido que hicieran el amor. Solo le
había pedido que se acostara con él, que era completamente diferente.

David caminó de puntillas en dirección a la cocina y se detuvo detrás de Eve,


deslizando ambos brazos por su cintura. Ella se puso un poco tensa, y él la besó en el
cuello.
-¿Te he asustado? Lo siento, tenía que tocarte para asegurarme de que eras
real. Por un momento, al verte cocinando, creí que estaba alucinando.
-Tu tostada estará lista dentro de un momento -contestó ella soltándose y
sacando la tortilla de la sartén.
-¿Es que no vas a desayunar? Debes estar famélica, después de lo de ayer
-comentó David observándola ruborizarse-. Después de no haber cenado, quería decir.
Supongo que el salmón era insalvable.
-Sí, ya lo he tirado -contestó ella dejando la sartén en el fregadero. Voy a darme
una larga ducha, así que puede que no esté lista cuando termines de desayunar. Vete
sin mí, si quieres.
-¿Y qué excusa quieres que le dé a Henry esta mañana por el retraso? ,
—Ya se te ocurrirá algo —respondió ella marchándose de la cocina.
David silbó para sus adentros. ¿Por qué se comportaba Eve de aquella manera tan
extraña? No sabía qué ocurría, pero no hacía falta ser muy inteligente para darse
cuenta de que aquella mañana era otra mujer, completamente distinta de la que había
yacido en sus brazos la noche anterior. Ni siquiera le preocupaba llegar tarde al
trabajo, ni había reaccionado al recordarle que todos en Birmingham on State estarían
esperándolos.
¿Qué ocurría? ¿La había decepcionado la noche anterior? No lo creía. No lo había
creído entonces, y seguía sin creerlo. Y no por puro ego masculino, porque por fin
había quedado claro que bajo el glaciar se ocultaba un volcán muy activo. David
esperaba que, tras su comportamiento impulsivo, Eve se mostrara ligeramente tímida
aquella mañana, quizá incluso violenta. Pero jamás habría sospechado que volvería a
convertirse en una roca de sólido hielo.
¿Se arrepentía de haberse acostado con él?, ¿sentía que había traicionado a
Travis?, ¿se sentía culpable, incluso, de haber disfrutado? ¿O se trataba de algo
completamente diferente? La noche anterior, David había tenido la sensación de que
era posible que ella hubiera cambiado de actitud a causa de Henry, pero
inmediatamente había rechazado la idea. Sin embargo ella había dicho algo sobre que...
«Henry se pondrá feliz». Y luego había añadido algo a lo que él apenas había hecho
caso, saciado y agotado como estaba. Algo que no se había parado a meditar. Había
dicho que, por fin, él tenía todo lo que quería.
-¿Es por eso por lo que lo has hecho, Eve?, ¿porque te sentías obligada?
-preguntó David en voz alta.
¿Y a dónde los conducía eso?

¿Pero qué le pasaba?, se preguntó Eve amargamente, mientras se duchaba y


esperaba a que David se marchara para salir. ¿Por qué se sentía siempre atraída hacia
hombres que mantenían ya otra relación con una mujer? Primero Travis, luego David...
Aunque, realmente, no había comparación. Con David era infinitamente peor, porque
saber que él hubiera preferido casarse con otra mujer ni siquiera había evitado que
sintiera deseos de darse la vuelta esa mañana en la cocina y abrazarlo.
No le importaba su pasado... No, no era cierto, le importaba. Aun así, ella era el
futuro. David había tomado una decisión. Pero no, ella no era su futuro. Su futuro era
Birmingham on State. David no había elegido entre dos mujeres, sino entre Laura
Benedict y Birmingham on State. La pobre Laura no tenía nada que hacer.
David permanecería fiel a Birmingham on State, de eso no cabía duda. Travis
tenía razón, tenía mucho que perder. Y eso significaba que le sería fiel... mientras
Henry viviera. Eve tampoco tenía motivo alguno para romper el trato. David lo había
cumplido al pie de la letra. Incluso cuando le pidió que se acostara con él, lo había
hecho abiertamente, sin chantajes ni engaños.
Era ella quien se portaba como una niña, deseosa de abandonar el juego y volver a
casa, a pesar de haber sido quien había dictado las reglas. Por tanto era ella quien
tenía que decidir. Podía hacer honor a su promesa y conservar su dignidad, o romper su
palabra, al tiempo que el corazón de Henry, y arrebatarle a David su futuro.
Pero solo cabía una opción. En una ocasión le había dicho a David que no había
razón para romper un matrimonio basado en un objetivo sensato. Debía haberle
parecido una estúpida, pero esos objetivos seguían ahí, así que tendría que ajustarse
al trato, por mucho que le costara. Pero no volvería a cometer locuras como la de la
noche anterior. Si se proponían cumplir el trato, lo harían al pie de la letra.
Era absolutamente imprescindible que hablara con Henry cuanto antes. Por
desgracia, aquel día precisamente Henry decidió dar un paseo y desayunar con
tranquilidad, antes de ir a trabajar. David se sentó en su banco y trató de
concentrarse, pero las manos le temblaban. Al oír el ruido del bastón de Henry dejó
las herramientas y se levantó.
-Henry, necesito hablar contigo.
-Si quieres mi opinión -contestó Henry-, yo diría que estos días estás tomando
demasiado café. Te tiemblan las manos.
-No es por el café -contestó David respirando hondo-. Quiero cambiar las
condiciones de nuestro trato.
-Es un poco tarde para eso, creo yo.
-De hecho, lo que quiero es romperlo -continuó David, sin hacerle caso.
Tras él, algo cayó al suelo produciendo un ruido metálico. David se giró y vio a
Eve de pie, a escasos metros de su banco. A sus pies había una bandeja con un montón
de anillos desparramados por el suelo. Uno de ellos seguía girando. Eve lo miraba
atónita.
-¡Eve...!
Henry puso una mano sobre su hombro. Habría sido fácil soltarse y correr tras
ella pero, ¿qué sentido tenía? Eve se había marchado, podía oír sus pasos en la
escalera. Había dejado los anillos en el suelo. Sin duda eran los que le había prometido
buscar para diseñar una pulsera.
-Tú no vas a ninguna parte, muchacho —dijo Henry serio-. Explícate. Y será
mejor que tengas una buena razón.

Hubiera debido sentirse aliviada de que David tomara una decisión por los dos.
Incluso se lo había dicho a Henry, de modo que no tendría que decepcionar a su abuelo.
Pero el shock que aquel anuncio le había producido la había dejado obnubilada. ¿Tan
terrible le resultaba vivir con ella, acostarse con ella, como para sacrificar incluso
Birmingham on State, a cambio de su libertad? El abrazo de aquella mañana en la
cocina, ¿había sido el último esfuerzo de que había sido capaz?
Eve no se sentía con fuerzas para enfrentarse a los empleados de la joyería. De
pronto se encontró, sin darse cuenta, en la sala de gemas del Museo de Historia
Natural. Apenas veía las piedras, revivía los momentos pasados allí con David y el
sueño que había estado albergando ese día. Por supuesto, en aquel momento ni siquiera
lo sabía, pero se estaba enamorando de él.
Eve vio su reflejo en un espejo. Estaba muy pálida. Alzó una mano para observar
si temblaba y vio el anillo de platino, un anillo que había comenzado a ser parte de sí
misma. David era realmente genial. Lentamente, se lo quitó. Era la primera vez que lo
hacía. El día anterior mismo había deseado que él le regalara un anillo de diamantes,
como símbolo de su amor. Pero ni siquiera el anillo de platino era real.
¿Lo había hecho realmente para ella, o era el anillo que pensaba regalarle a Laura
Benedict? Quizá la razón por la que nadie lo había visto trabajar fuera que ya estaba
hecho. Quizá Jess Morgan tuviera razón, y su gargantilla fuera la primera pieza que
David había diseñado en Birmingham on State. Pero debía dejar de pensar en ello. Solo
iba a conseguir torturarse, y ya todo daba igual. Eve se guardó el anillo en un bolsillo y
volvió a casa.
El apartamento estaba en silencio, pero Eve supo nada más entrar que no estaba
vacío. David debía estar haciendo la maleta. Eve colgó el abrigo y se dirigió a la cocina.
El hervidor de agua estaba a punto de silbar, cuando David apareció.
-¡Gracias a Dios que estás aquí! -dijo él-. Comenzaba a preocuparme.
—Tranquilo, puedes hacer la maleta. No te estorbaré.
-Eve... —la llamó él, sin moverse.
-Supongo que era de esperar que el castillo de naipes se derrumbara -añadió ella
sirviéndose agua en una taza con una bolsita de té. David seguía inmóvil-. No te
preocupes por mí, sigue con...
—Con la maleta —la interrumpió David—. ¿Por qué crees que era eso lo que
estaba haciendo?
-Después de lo que le dijiste a Henry, supongo que te habrá dicho que te
marches y que no vuelvas nunca.
-No, solo me recordó que hicimos... que los tres hicimos un trato.
-Pero eso es ridículo, él no puede retenerte. Y no creo que quiera siquiera
intentarlo. Sería terrible para el negocio, para Henry... para ti... -Eve tragó-. Y para
mí.
-Anoche no pensabas eso.
-¿Qué quieres decir?
-Anoche dijiste: «ahora ya tienes todo lo que quieres».
-Bueno, eso parecía, ¿no? Tienes libertad para diseñar, tienes el apoyo y la
reputación de Henry, y la promesa de que el negocio será tuyo, algún día.
-Y anoche tú me diste lo único que me faltaba -repuso David-. A ti misma.
-Solo que tú no me deseabas, ¿no es así? -preguntó Eve sacándose el anillo del
bolsillo-. Toma, aquí tienes.
-¿Qué te hace pensar que no te deseaba? -preguntó David sin molestarse en
recogerlo, en voz baja y tensa.
-Bueno, quizá hubiera debido expresarme de otro modo -dijo Eve dejando el
anillo sobre la mesa, delante de él-, pero no importa. Solo hay una cosa que... ¿fue mío
alguna vez, o lo hiciste para ella?
-¿Ella? -repitió David helado.
-Laura Benedict, ¿recuerdas? La mujer con la que ibas a casarte el sábado que
viene -contestó Eve.
-¿Es por eso, por lo que estás así?
-¡No, no es por eso! -contestó ella furiosa-. Y no vas a echarme la culpa a mí. ¡No
he sido yo quien le ha dicho a Henry que quería romper el trato!
-Porque yo me he adelantado, pero quieres romperlo. Esta mañana estaba claro,
solo que... ¿era por Laura?
-No -negó ella rotundamente-. ¿Por qué no me hablaste de ella, si creías que no
me iba a molestar?
-Porque ya no tiene importancia.
-¿En serio? Y si no la tiene, ¿por qué no me lo contaste?
-¡Maldita sea, Eve, no haces más que darle vueltas! Si Laura no te molesta, ¿por
qué preguntas?, ¿por qué haces una montaña de un grano de arena? Tenía una buena
razón para no contártelo. Todo ha terminado.
-Pero solo por mi culpa. O, mejor dicho, por Birmingham on State.
-No -negó David.
Eve esperó a que se explicara. El silencio se le hizo eterno. David no pronunciaba
palabra. Por eso, terminó por preguntar:
-¿Qué quiere decir, ese «no»?, ¿tengo que fiarme de tu palabra?
-Lo has hecho otras veces.
-¡Pero era diferente! -exclamó Eve, arrepintiéndose segundos después.
-Desde luego, y tú también estás diferente -afirmó David mirándola
especulativamente-. Si siguieras siendo aún el glaciar con el que me casé, Laura no te
habría molestado en absoluto.
-Es solo que... -Eve se interrumpió, sin saber qué decir-. Ya no importa, después
de lo que le has dicho a Henry.
-Así que te has ahorrado la molestia de decírselo tú.
-Déjate ya de tanta nobleza, ¿quieres? Te lo repito, no vas a echarme la culpa a
mí.
-¡Maldita sea, Eve, eso exactamente lo que he tratado de hacer!
-¿Dices que se lo has dicho para protegerme? -preguntó Eve-. No te creo. No te
creo capaz de afirmar sinceramente, y con toda honestidad, que esa es la única razón.
David respiró hondo y, por un instante, Eve pensó que toda su vida pendía de un
hilo. Por fin él contestó:
-No, no es la única razón. Llevaba tiempo pensando en ello -Eve sintió que la
amargura la embargaba. No se había dado cuenta siquiera de que hubiera vuelto a
concebir esperanzas. Pero, una vez más, la oportunidad se le escapaba de las manos-.
Pero Laura no tiene nada que ver -añadió David, rotundo-. Por si quieres saberlo...
bueno, nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, y...
-Creo que, después de todo, prefiero no saberlo -lo interrumpió Eve crispada.
-Demasiado tarde. Has preguntado, y ahora vas a escucharme. Su madre era
reportera de sociedad de un pequeño periódico, y las bodas eran su reportaje favo-
rito. Laura y yo llevábamos un tiempo saliendo juntos, cuando ella comenzó a lanzarnos
indirectas a propósito de la fecha de la boda. Al principio nos volvió locos, pero luego
comenzamos a pensar que quizá fuera una buena idea. Nos llevábamos bien, y su familia
estaba de acuerdo, así que la madre de Laura fijó la fecha. Decía que necesitaba
tiempo para prepararlo todo, poner el anuncio en el periódico... supongo que es por ese
anuncio por lo que te has enterado, ¿no?
-Sí, se cayó del calendario -asintió Eve.
-Pero en cuanto se lo contamos a todo el mundo, comprendí que no podía hacerlo.
Laura es una mujer fantástica, era casi como una hermana para mí... y ese era el
problema, por supuesto. No habría sido justo para ninguno de los dos, conformarnos
con... menos de lo que queríamos. Yo me sentía fatal, pero al final le dije que se
merecía más de lo que yo podía darle. Ella se echó a llorar y... me confesó que había
estado tratando de reunir el coraje para romper conmigo. Por la misma razón. Nos
echamos a reír y volvimos a ser amigos como al principio, solo que a partir de entonces
su madre me detestaba. Estuvimos comprometidos unas... no recuerdo bien, creo que
tres semanas.
-Pero entonces apareció Henry, y te ofreció mucho más -musitó Eve.
-Sí, mucho más de lo que jamás habría esperado.
-Y si no era para volver con Laura, ¿por qué le dijiste a Henry que querías
romper el trato?
-Una cosa es hacer el trato -contestó David-, y otra muy distinta vivir con él.
-Sin duda.
-Sentía que te estaba utilizando, Eve. ¡Demonios, te estaba utilizando! Me casé
contigo por Birmingham on State y sabía que, mientras las cosas siguieran así, tú
jamás me creerías si te decía que la razón por la que quería seguir casado contigo no
era la joyería -el corazón de Eve se detuvo. David continuó-. Mi padre no acertó del
todo. Su consejo no era malo, pero tampoco me bastó. Me dijo que no saliera nunca con
ninguna mujer con la que no quisiera casarme, pero no me advirtió de que no me casara
con nadie de quien no pensara enamorarme.
-Así que le dijiste a Henry que... -comenzó a decir Eve, con un nudo en el
estómago.
-Le dije que no quería ningún pago a cambio de casarme contigo. Le dije que
Birmingham on State es tuyo y de nadie más, y que trataría de convencerte de que no
te divorciaras de mí. No es que fuera a jugar limpio, exactamente -admitió David-.
Anoche, cuando viniste a mí, pensé que me había tocado la lotería, pero esta mañana...
-Descubrí la historia de Laura -susurró ella-. Podía aceptar que no me quisieras,
David. Incluso que no me quisieras jamás. Pero no podía soportar la idea de que
hubiera otra mujer en tu vida, que no fuera yo.
David la tomó en sus brazos y la besó, y durante un largo rato Eve se apoyó en él
saboreando la felicidad de estar de vuelta a su lado.
—Te pusieron muy bien el nombre, ¿sabes? -dijo él al fin-. No tienes ni idea de lo
tentadora que resultas. No quería aceptarlo, igual que no quería aceptar que estaba
celoso de Travis en el aeropuerto aquel día, porque sabía que tú jamás me habrías
besado si no hubiera sido para impresionarlo.
—Creo que siempre supe que yo no era tan importante para él como él lo era para
mí -confesó Eve sacudiendo la cabeza-. Mejor dicho, como creía que era para mí.
Probablemente esa era una de las razones por las que accedí a lo que me propuso
Henry, para poder construir una muralla a mí alrededor y no cambiar jamás de opinión.
Porque en el fondo sabía que él era lo peor que me había ocurrido en la vida.
-Entonces, anoche, ¿no estabas vengándote de él?
-¿Es que te has enterado de lo de los gemelos? -preguntó Eve. David asintió, y
ella sonrió-. No, no me estaba vengando de él. Creo que tiene lo que se merece. A
partir de ahora le va a costar más fingir, con cuatro niños. Pero gracias a eso
comprendí lo que me había ocurrido. Porque no me sentí herida. Tú habías ocupado
todo el espacio de mi corazón que creí haber mantenido intacto para Travis.
-Pues no pienso ceder ni un milímetro -negó David-. Ahora que te tengo, no voy a
dejarte marchar.
-Pero entonces, ¿qué le has contado a Henry esta mañana?
-Todo -afirmó él con sencillez-. No era lo que pretendía, pero al final me lo sacó.
Es un viejo muy sagaz, ¿sabes? Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Junta a
un hombre y a una mujer, aíslalos, y espera a ver los resultados.
-Tenemos muchísima suerte, David.
-No. Bueno, sí, pero no ha sido solo cuestión de suerte. Ha sido Henry. Esta
mañana me ha dicho que eso de la lista de candidatos era mentira. Yo era el único. Y
está convencido de que lo conseguiremos, porque dice que encajamos perfectamente.
Eso de que los dos seamos fieles hasta el final, más allá del sentido común, incluso... no
sé si lo decía como un halago.
-Es probable -rió Eve-, pero cuando empieza a hacerse el santo...
-Sí, Henry es casi tan peligroso como tú cuando sonríes. ¿De verdad crees que
podría haberte dado el anillo de otra mujer, Eve?
-Aquella noche, en el Captain's Table, le dijiste a la señora Morgan que su
encargo sería lo primero que hicieras en Birmingham on State, después de este anillo.
Pero luego nadie te vio hacerlo.
-¿Es que creías que iba a dejarte verlo? -preguntó David-. Además, estaba casi
terminado cuando llegué. Ha sido uno de los trabajos que menos esfuerzo me ha
costado, salía solo.
David tomó el anillo de encima de la mesa y se lo dio a Eve. Ella lo observó con
satisfacción, y comentó:
-Yo solo sé que no parecías trabajar en él, y luego descubrí lo de Laura...
-Pensaste que lo había reciclado.
—Sí, por doloroso que fuera. Pero no te echaba la culpa, exactamente. Mi forma
de decirte lo que quería, de ordenártelo, exigiendo que no dieras rienda suelta a tu
talento...
-Traté de hacer lo que tú me pediste, Eve -afirmó David-. Un anillo muy sencillo.
-Y negándome incluso a considerar la posibilidad de un anillo de compromiso...
-murmuró Eve.
-¿Te arrepientes? -preguntó David.
Ella sacudió la cabeza decidida y alzó la mano, afirmando rotunda:
-Este es el anillo que importa.
-¿Sabes?, no acabo de creerte.
-Está bien, es cierto, me arrepiento -admitió Eve-. ¿Me harás un anillo de
diamantes, ahora?
-No -negó David besándola suavemente.
-¿Por qué? Si es porque ya estamos casados...
-No, es porque dijiste que no querías diamantes -negó David metiéndose la mano
en el bolsillo. Sobre su palma había un anillo casi idéntico al anillo de boda. Era un poco
más ancho y tenía engastada una piedra verde brillante y oscura, la esmeralda más
preciosa que Eve hubiera visto jamás-. Una vez mencionaste una esmeralda del tamaño
de un semáforo... -murmuró David—. Me pareció poco práctico, tan grande, así que
tendrás que conformarte con este, de once quilates.
-¡Lo diseñaste antes incluso de...! -Eve se echó a llorar.
-Antes de saber que estaba enamorado, sí. Mientras te gastaba bromas diciendo
que este trato iba a costarme una costilla. Lo que no esperaba era que me costara el
corazón.
-Es precioso -susurró Eve.
-Hay algo que tienes que saber antes de ponértelo -advirtió David-. Me temo que
es como el collar con el rubí del que se quejaba esa dienta.
-¿La que decía que estaba maldito? -preguntó Eve frunciendo el ceño.
-Sí, pero esta esmeralda está hechizada de verdad. Porque va acompañada de un
marido que está tan enamorado de ti, que a veces hasta se le nubla el juicio. Y una vez
puesto, no podrás volvértelo a quitar. ¿Quieres casarte conmigo, Eve?, ¿quieres
casarte, de verdad?
-No sé -contestó ella pensativa-. ¿Estás seguro de que no prefieres una
aventura? Ya, ya sé que la gente casada no puede tener aventuras, pero...
-Me equivoqué -dijo él contra sus labios-. Y puedo demostrártelo, si quieres.
-Sí quiero -respondió Eve sonriendo, mientras él deslizaba el anillo en su dedo.

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