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La discusión permaneció activa hasta 1929, cuando el astrónomo Edwin Hubble obtuvo

unos resultados que revolucionarían la astronomía. Demostró en primer lugar la


presencia de galaxias fuera de la Vía Láctea. Por otra parte, en 1928 hizo un viaje
trascendental a Holanda, donde se reunió con De Sitter, que afirmaba que la
relatividad de Einstein predecía un universo en expansión con una relación de
proporcionalidad entre el corrimiento al rojo y la distancia. Cuanto a más
distancia estuviera una galaxia de la Tierra, más rápidamente se alejaría de
nosotros.

Cuando Hubble volvió al observatorio de Mount Wilson, cerca de Pasadena en


California, comenzó un estudio sistemático de los corrimientos al rojo de las
galaxias que había encontrado, para ver si la correlación era cierta. Sabía que, en
1922, Vesto Melvin Slipher había demostrado que algunas nebulosas lejanas se
alejaban de la Tierra, creando un corrimiento al rojo de su espectro. Hubble
calculó sistemáticamente el corrimiento al rojo del espectro de galaxias lejanas y
descubrió que estas galaxias se alejaban de la Tierra, es decir, que el universo se
expandía a un ritmo vertiginoso. Entonces descubrió que sus datos confirmaban la
conjetura hecha por De Sitter, que ahora se conoce como la “ley de Hubble”: la
velocidad a la que se aleja una galaxia es directamente proporcional a su distancia
(y viceversa).

En 1930 Einstein visitó el observatorio de Mount Wilson, donde conoció a Hubble. A


medida que Hubble exponía los resultados que había obtenido laboriosamente a partir
del estudio de multitud de galaxias, todas alejándose de la Vía Láctea, comenzó a
derrumbarse su idea de universo estático. En ese año Lemaître acudió a Eddington,
con el que había trabajado años atrás, enviándole sus conclusiones. Eddington se
convenció de la hipótesis de la expansión del Universo y conversó de ello con
Einstein en Cambridge.

Ahora sabemos que, si se llevan las ecuaciones de Einstein a su conclusión lógica,


estas muestran que el universo ha tenido un comienzo singular. Esto es lo que hizo
Lemaître en 1931 afirmando que el universo había tenido origen en una gran
explosión. Si el universo se expande a un ritmo determinado, se puede invertir esta
expansión y calcular aproximadamente cuándo se inició la expansión. En otras
palabras, el universo no sólo tuvo un inicio, sino que también podemos calcular su
edad.

Lemaître presentó por vez primera este modelo, es decir la “hipótesis del átomo
primitivo” como lo llamó, en dicho año, en un artículo publicado en la Revue des
Questions Scientifiques, y meses después lo defendió en la Bristish Association for
the Advancement of Science en un ambiente controvertido. Hay que considerar que la
descripción que la relatividad general nos proporciona sobre la expansión del
Universo es tal que es el propio espacio el que se expande, y no se trata, por
tanto, de una simple explosión ordinaria donde los objetos que participan en ella
se alejan entre sí sin alterar la estructura espacio-temporal. Además, de acuerdo
con el principio cosmológico, ocurre en todo punto de igual forma, de manera que no
podemos situar el centro de la expansión en ningún lugar concreto. Este hecho ha
sido denominado por algunos la nueva revolución copernicana del siglo XX.

En esos años Einstein reconsideró su actitud hacia la tesis de Lemaître, y en 1933


en Pasadena y en 1935 en Princeton se mostró mucho más abierto. Su resistencia a la
teoría del Big Bang porque le parecía hecha para sostener la Creación se
desvaneció. Al hacerle ver el científico y sacerdote belga que Dios no se puede
reducir a una hipótesis científica abandonó su desconfianza.

En 1948 estaban claras dos posturas rivales entre sí. Por una parte H. Bondi, T.
Gold y F. Hoyle propusieron el modelo del estado estacionario del Universo, con la
hipótesis de una creación continua compatible con la teoría relativista. Nuestras
galaxias y estrellas irían naciendo a lo largo del tiempo. De este modo el Universo
sería eterno y autosuficiente, sin principio en el tiempo.

En el otro extremo estaba el físico ucraniano G. Gamow y su equipo, R. Alpher y R.


Herman. Gamow abordó la evolución del mundo desde un punto de vista termodinámico,
y propuso que el universo en su instante inicial, además de ser muy denso, como
Lemaître apuntaba, debía de estar muy caliente, y que, durante la expansión se fue
enfriando. Esta nueva teoría, el “átomo primitivo” caliente, armonizaba la
cosmología con la física de partículas elementales.

Además, predijeron una fría radiación cósmica de fondo que debería detectarse en
todos los lugares del Universo, como un “eco” de la “gran explosión” inicial. Sería
una prueba definitiva a favor del Big Bang –así la bautizó Hoyle en un programa
radiofónico de la BBC– frente a la teoría del estado estacionario.

La hipótesis del “átomo primitivo” de Lemaître tardaría aún en abrirse camino. La


radiación de fondo, resto fósil de la gran explosión, no era fácil de descubrir. La
ocasión la dio un hallazgo fortuito por parte de dos ingenieros en 1965 Robert
Wilson y Arno Penzias. Estos dos investigadores habían construido un radiómetro en
los Laboratorios Bell de Crawford Hill en New Jersey que intentaron utilizar para
radioastronomía y experimentos de comunicaciones por satélite. El instrumental
tenía un exceso de temperatura de ruido de pocos grados Kelvin con el que ellos no
contaban. Los dos científicos desconocían el trabajo de Gamow y sus colaboradores,
y fue el físico de Princeton R. H. Dicke quien identificó correctamente esta
radiación como la radiación de ondas de fondo de Gamow. Penzias y Wilson recibieron
el Premio Nobel por su trabajo y la teoría del Big Bang recibió el espaldarazo que
necesitaba. Lemaître leyó la noticia en el Astrophysical Journal del 13 de mayo de
1965. Estaba gravemente enfermo. Fallecería el 20 de junio de 1966.

Años más tarde, el satélite COBE (acróstico de COsmic Background Explorer,


Explorador de Fondo Cósmico), puesto en órbita por la NASA en 1989, ha sido quien
nos ha dado la imagen más detallada hasta el momento de esta radiación de fondo,
que es sorprendentemente suave. Cuando los físicos liderados por George Smoot de la
Universidad de California en Berkeley analizaron cuidadosamente los pequeños rizos
de este uniforme fondo, fueron capaces de producir una impresionante fotografía de
la radiación de fondo de cuando el Universo tan sólo tenía 400.000 años de edad.

Dicha imagen muestra que las irregularidades probablemente corresponden a


minúsculas fluctuaciones cuánticas en el Big Bang. Según el principio de
incertidumbre, el Big Bang no pudo ser una explosión perfectamente uniforme, ya que
los efectos cuánticos deberían haber producido irregularidades de un cierto tamaño.
Y esto fue lo que encontró el grupo de Berkeley. Estas pequeñas anisotropías en la
radiación de fondo corresponden a variaciones de temperatura del orden de las cien
millonésimas de grado. Esas pequeñas variaciones serían “semillas gravitatorias”
que posibilitan la formación de galaxias y estrellas, cúmulos y supercúmulos. Este
es el mayor avance y respaldo en el estudio de la radiación de fondo desde que
Penzias y Wilson la detectasen.

Posteriormente, en 2001, se puso en marcha otra misión de la NASA llamada WMAP


(Wilkinson Microwave Anisotropy Probe) mediante un satélite preparado para estudiar
las propiedades de la radiación cósmica de fondo en todo el firmamento, utilizando
diferencias de temperaturas medidas en Kelvin. En 2003 los científicos de WMAP
obtuvieron un mapa más detallado de la radiación cósmica de fondo que reflejaba el
estado del joven universo, a partir de unos 300 a 400 mil años después del Big
Bang, cuando se formaron los primeros átomos. La edad del Universo se calculó con
bastante precisión en 13,7 miles de millones de años.

Actualmente se piensa que el universo está compuesto de un 4% de materia ordinaria,


23% de materia oscura y de un 73% de la misteriosa energía oscura, que constituye
de este modo la mayor fuente de materia/energía del Universo entero.
Analizando supernovas de galaxias lejanas, los astrónomos han podido calcular el
ritmo de expansión del Universo a lo largo de miles de millones de años. Para su
sorpresa, la conclusión a la que han llegado es que la expansión del Universo, en
vez de estar ralentizándose como la mayoría pensaba, está de hecho acelerándose. La
explicación aún no ha sido descubierta. Es como si existieran “masas negativas” que
causaran repulsión gravitatoria. La constante cosmológica que Einstein introdujo
inicialmente en sus ecuaciones de 1917 vuelve a aparecer.

Esta imagen de Universo acelerado parece confirmar la idea de “Universo


inflacionario” propuesta por primera vez por el físico del MIT Alan Guth, que es
una modificación de la teoría original del Big Bang de Friedmann y Lemaître, donde
hay dos fases del proceso de expansión. Por tanto, tenemos hoy en día una
comprensión bastante razonable de la historia del Universo a partir de un cierto
instante inicial. Nuestra reconstrucción de la historia cósmica hacia atrás en el
tiempo llega hasta el momento en el que empezamos a ignorar las leyes físicas que
determinan los procesos relevantes. Ese momento sucede cuando la edad del Universo
es del orden del “tiempo de Planck” (10-44 segundos) y los efectos cuántico-
gravitacionales serían dominantes.

De esta forma hemos llegado a una conclusión convincente: durante el siglo XX


nuestro conocimiento de la gravitación y de la estructura de la materia ha
permitido que el Universo sea accesible a la razón humana. Son numerosos los
científicos –hemos visto sólo los más sobresalientes– que han intervenido en esta
gigante historia del descubrimiento del Universo desde su formación. Uno de los
grandes, sin lugar a dudas, ha sido Georges Lemaître, el padre del Big Bang, como
se le ha llamado en diversas obras.

Este científico creyente era un apasionado y competente investigador de las


ciencias y no veía conflicto alguno entre sus descubrimientos y su fe, antes bien
pensaba, éstas se complementaban armoniosamente. En 1935, al recibir una distinción
de manos del rey Leopoldo III de Bélgica, afirmaba algo que tuvo presente desde muy
joven: “La ciencia es bella, merece ser amada por ella misma, pues es reflejo del
pensamiento creador de Dios”. Y en febrero de 1933 en una entrevista del New York
Times Magazine confesaba por otro lado: “Yo me interesaba por la verdad desde el
punto de vista de la salvación y desde el punto de vista de la certeza científica.
Me parecía que los dos caminos conducen a la verdad, y decidí seguir ambos. Nada en
mi vida profesional, ni en lo que he encontrado en la ciencia y en la religión, me
ha inducido jamás a cambiar de opinión.”

Lemaître jamás utilizó la ciencia en beneficio de la fe haciendo decir a la ciencia


algo más de lo que es capaz. Miraba el modelo del Big Bang como congruente con la
Creación, pero a la vez estaba convencido de que ambas eran caminos autónomos,
diferentes y complementarios que convergen en la verdad última. Juan Pablo II en su
discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias el 3 de octubre de 1981 lo
exponía así:

“Toda hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo primitivo
del que procedería el conjunto del universo físico, deja abierto el problema
referente al comienzo del universo. La ciencia no puede por sí misma resolver dicha
cuestión: hace falta ese saber del hombre que se eleva por encima de la física y de
la astrofísica y que recibe el nombre de metafísica; hace falta, sobre todo, el
saber que viene de la revelación de Dios. Hace treinta años, el 22 de noviembre de
1951, mi predecesor el Papa Pío XII, hablando del problema del origen del universo
con ocasión de la Semana de estudios sobre la cuestión de los micro-seísmos,
organizada por la Pontificia Academia de las Ciencias, decía lo siguiente: "Sería
inútil esperar una respuesta de las ciencias de la naturaleza, las cuales por el
contrario declaran con lealtad hallarse ante un enigma insoluble. Igualmente es
cierto que el espíritu humano entregado a la meditación filosófica penetra más
profundamente en el problema. No se puede negar que una mente iluminada y
enriquecida con los conocimientos científicos modernos y que investiga con
serenidad el problema, es llevada a romper el cerco de una materia totalmente
independiente y autónoma –bien por ser increada o por haberse creado ella misma– y
a elevarse hasta un Espíritu creador. Con la misma mirada diáfana y crítica con que
examina y juzga los hechos, llega a vislumbrar y a reconocer en ellos la obra de la
Omnipotencia creadora, cuya virtud, suscitada por el poderoso 'fíat' pronunciado
hace miles de millones de años por el Espíritu creador, se desplegó dentro del
universo, llamando a la existencia, en un gesto de amor generoso, a la materia
desbordante de energía".

La fe no entra en colisión con la ciencia pues ambas se sitúan en niveles


distintos. Dios no actúa en el plano de las casualidades creadas sino en el
trascendente. Lemaître lo comprendía bien y lo exponía con claridad delimitando
dichos campos. La ciencia puede apuntar hacia la solución sin acabar de resolverla.
Quizás por esto no estaría de acuerdo del todo con Einstein, cuando en una
conferencia suya en el Instituto Tecnológico de California, el 7 de mayo de 1933,
en la que describió el universo en expansión, el físico alemán se levantó a la
conclusión, aplaudió y dijo “Esta es la explicación más hermosa y satisfactoria de
la creación que haya escuchado jamás”. Palabras que el profesor belga encontraría
matizables.

Es lo que lo que hizo el 10 de septiembre de 1936 en el VI Congreso Católico de


Malinas, a mitad de camino entre Bruselas y Amberes, dedicado a “La cultura
católica y las ciencias positivas”:

“El científico cristiano (…) tiene los mismos medios que su colega no creyente.
También tiene la misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las
verdades religiosas está a la altura de su formación científica. Sabe que todo ha
sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus creaturas. La
actividad divina omnipresente se encuentra por doquier oculta. Nunca se podrá
reducir el Ser supremo a una hipótesis científica. La revelación divina no nos ha
enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos cuando
esas verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad
sobrenatural.

Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad


de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe. Incluso quizá tiene
una cierta ventaja sobre su colega no creyente; en efecto, ambos se esfuerzan por
descifrar la múltiple complejidad de la naturaleza en la que se encuentran
sobrepuestas y confundidas las diversas etapas de la larga evolución del mundo,
pero el creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la
escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser inteligente, y que por
tanto el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto y su dificultad está
sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad.

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