Nieve de Primavera - Parte4

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 20

Kiyoaki y Honda llevaban abrigo sobre el uniforme del colegio.

Los
príncipes, aunque con abrigos con cuello de piel, tiritaban
miserablemente.
—Nosotros no estamos acostumbrados al frío —dijo el príncipe
Pattanadid, con mirada triste—. Algunos primos nuestros estudiaron en
Suiza, y ya nos avisaron de que hacía mucho frío. Pero nadie nos dijo
nada sobre el Japón.
—Sin embargo, os acostumbraréis a ello en poco tiempo —dijo
Honda para consolarles; tenían muy buenas relaciones, a pesar del poco
tiempo que hacía que se conocían.
Como era el mes de diciembre, temporada de las tradicionales ventas
de fin de año, las calles estaban iluminadas con carteles de anuncios, y
repletas de compradores. Los príncipes preguntaban qué clase de
festival se estaba celebrando.
En pocos días, la cara del príncipe Pattanadid y la del negligente e
incorregible Kridsada, no pudieron disimular el aburrimiento y la
nostalgia. Naturalmente tenían cuidado de no manifestarlo demasiado,
pues no querían desairar la hospitalidad de Kiyoaki. No obstante, él
sabía que los pensamientos de sus amigos estaban en otra parte, a la
deriva, en algún océano abierto. Pero a él le satisfacía esta actitud, pues
eran las ideas y emociones humanas inmóviles, ancladas en el cuerpo, lo
que le resultaba insoportablemente opresivo.
Al pasar el Parque Hibiya y acercarse al foso del Palacio Imperial ya
pudieron ver el edificio blanco del teatro a la luz tenue de aquella tarde
de invierno.
Cuando entraron en el teatro, la obra primera en el programa estaba
representándose. Kiyoaki localizó a Satoko junto a su fiel sirvienta
Tadeshina. Los asientos estaban dos o tres filas detrás de los reservados
para los jóvenes. Viéndola allí y recogiendo la indicación de una sonrisa
fugaz, Kiyoaki estuvo ya dispuesto a perdonarla por todo.
Durante el resto de la primera obra, mientras dos generales rivales, en
la era Kamakura, ordenaban sus tropas en el escenario, Kiyoaki miraba
como si estuviera ensimismado. Todo lo del escenario palideció ante su
buena opinión de sí mismo, liberado ahora de todo complejo.
«Esta noche Satoko está más hermosa que nunca —pensaba—. Ha
puesto un cuidado especial en su peinado. Está tal como yo esperaba
que estuviese.»

61
Kiyoaki se sentía muy contento con el cariz que habían tomado las
cosas. Se felicitó una y otra vez, seguro en su alegría, incapaz de
volverse a mirar en dirección de Satoko, pero percibiendo el calor de su
belleza cercana. No podía desear ninguna otra cosa.
Lo que él quería de ella era su presencia, petición que nunca le había
hecho anteriormente. Reflexionando, se dio cuenta de que no se
acostumbraba a pensar en Satoko sólo en términos amorosos. Aunque
nunca la había considerado exactamente como un enemigo, sin embargo
la consideraba como una fina seda que oculta y disfraza una aguja
aguda, o como un rico brocado que esconde un puñal dañino. Sobre
todo, era la mujer que le amaba sin haberse molestado en consultarle
sobre el asunto. Esto es lo que no podía soportar Kiyoaki. No encajaba
en su carácter la aceptación gratuita de favores no solicitados. Siempre
había cerrado el corazón ante el sol naciente, por temor a que un rayo
suelto pudiera penetrarlo.
Llegó el intermedio. Todo se desarrolló con naturalidad. Primero
Kiyoaki se volvió a Honda y le susurró que, por una notable
coincidencia, Satoko estaba allí. Y aunque el semblante de su amigo,
después de mirar, no dejaba ninguna duda de que sospechaba en aquello
algo más que pura coincidencia, aunque parezca sorprendente, no se
turbó la complacencia de Kiyoaki en lo más mínimo. La actitud de
Honda era acorde con el concepto de amistad que tenía Kiyoaki, que no
exigía un exceso de honradez.
Siguió la natural confusión de conversaciones y paseos en el
vestíbulo. Kiyoaki y sus amigos pasearon hasta encontrarse con Satoko
y su doncella ante una ventana que daba al foso del castillo y los
antiguos muros de piedra del castillo del shogun. Zumbándole los oídos
por la excitación desacostumbrada, Kiyoaki presentó a Satoko a los dos
príncipes. Comprendiendo lo inapropiado que sería un formalismo frío,
observó todas las etiquetas, sin disimular por ello el entusiasmo cándido
que había declarado cuando mencionó a Satoko por primera vez ante los
príncipes.
Sabía que la oleada expansiva de emoción, el poder liberador de su
recién ganado sentido de la seguridad, le capacitaban para adoptar una
madurez extraña. Abandonando su melancolía característica, disfrutó y
gozó en su libertad. Kiyoaki sabía que no estaba en absoluto enamorado
de Satoko.

62
Tadeshina se había retirado detrás de una columna con gestos
desaprobadores. A juzgar por su kimono color ciruela y su sonrisa podía
llegarse a la conclusión de que había decidido tratar con circunspección
a los extranjeros. Aquella actitud satisfizo a Kiyoaki.
Aunque los dos príncipes se mostraban complacidos de estar en
compañía de una dama tan hermosa, Chao P. no quiso advertir la
sonrisa de Satoko. No imaginando que Kiyoaki estaba superando su
propia seriedad con un enorme esfuerzo de voluntad, el príncipe empezó
a sentirle verdadero afecto, viéndole por primera vez comportarse como
debía hacerlo siempre un joven como él.
Honda, mientras tanto, estaba embebido en la admiración hacia
Satoko, quien aunque no hablaba una sola palabra de inglés mantenía un
exacto equilibrio ante los dos príncipes. Rodeada de jóvenes, y vestida
con kimono cuidadosamente formalista, se comportaba sin el menor
nerviosismo y su belleza y elegancia se evidenciaban por sí mismas.
Cuando Kiyoaki hacía de traductor para los príncipes, que por turno
se dirigían a Satoko, ella sonreía como si buscara su aprobación. Una
sonrisa que parecía implicar mucho más de lo que exigían las
circunstancias. Kiyoaki se inquietó.
—Ha leído la carta —pensó. Pero no. Si hubiera leído la carta, no se
estaría comportando de aquella manera con él. En efecto, no habría
acudido a la función de teatro. No había podido recibir la carta cuando
él le telefoneó. Pero no había modo de saber si la había leído después de
la llamada. No tenía objeto dirigirle una pregunta directa, porque sin
duda lo negaría. Sin embargo, se sintió airado consigo mismo por no
atreverse a hacerlo.
Tratando de aparentarlo como casual hizo cuanto pudo por descubrir
en su voz alguna nota que difiriera del calor animoso de dos noches
antes, o algún cambio sugestivo en su expresión. Una vez más la
confianza en sí mismo se le estaba empañando.
Su nariz estaba tan bien moldeada como la de una muñeca de marfil.
Su cara parecía brillar en una sombra suave, que alegraba el
movimiento rápido y vivo de sus ojos. La mirada es usualmente
considerada como un punto de prueba en las mujeres, pero Satoko tenía
una forma de mirar irresistiblemente encantadora. Su sonrisa seguía
íntimamente sus palabras, y su mirada a su sonrisa, ensalzando la
elegancia de su expresión. Sus labios, un tanto delgados, finos,

63
ocultaban una sutil voluptuosidad interior. Cuando reía, era siempre
rápida en ocultar el brillo de sus dientes con los esbeltos y delicados
dedos de una mano, pero no antes que los jóvenes advirtieran el destello
blanco, que rivalizaba con el brillo de las lámparas colgadas del techo.
Cuando Kiyoaki traducía los cumplidos de los príncipes para Satoko,
brotó un extraño rubor en ella. Casi ocultas por el cabello, sus orejas
estaban formadas con la gracia de gotas de agua de lluvia.
Había una cosa en Satoko que trascendía de todo artificio. Era la
intensidad de la mirada, el poder de sus ojos. Esta fuerza seguía
anonadando a Kiyoaki como siempre. Se sentía penetrado por aquella
misteriosa fuerza, cuyo poder le sugería la esencia de Satoko.
Sonó el timbre para anunciar el comienzo de «La Subida y Caída del
Taira», y el auditorio empezó a ocupar de nuevo sus asientos.
—Es la mujer más bella que he visto desde mi llegada al Japón. ¡Qué
afortunado eres! —exclamó Chao P. en voz baja, mientras caminaba
junto a Kiyoaki por el pasillo. A juzgar por su mirada podía deducirse
con facilidad que se había recuperado del anterior ataque de nostalgia
por su patria.

64
IX

Iinuma, el tutor de Kiyoaki, había llegado a darse cuenta de que los seis
años largos pasados en el servicio de la casa de los Matsugae no sólo
habían marchitado las esperanzas de su juventud, sino que también
habían disipado la consecuente indignación que había sentido al
principio. Cuando reflexionó sobre sus circunstancias lo hizo con un
resentimiento frío, totalmente distinto de la acalorada furia que había
sentido en otros momentos. Por supuesto la atmósfera de la casa de los
Matsugae, tan poco familiar para él, había contribuido en gran manera a
los cambios en él operados. Desde el principio, sin embargo, la
principal fuente de contagio había sido Kiyoaki, ahora con dieciocho
años.
El muchacho cumpliría diecinueve el año próximo. Si Iinuma
consiguiera al menos que se graduara en la Escuela con buenas notas y
luego entrara en la Facultad de Derecho de la Universidad Imperial de
Tokio, podría considerar que su responsabilidad quedaba
adecuadamente descargada.
Pero por alguna razón que Iinuma no podía en modo alguno adivinar,
el marqués de Matsugae nunca había considerado conveniente medir a
su hijo por el expediente escolar. Y tal como estaban las cosas, existían
pocas probabilidades de que Kiyoaki estudiara leyes en la Universidad
de Tokio. Después de graduarse no parecía abierto para él otro camino
que aprovecharse de sus privilegios de miembro de la nobleza y entrar
en la Universidad Imperial de Kyoto o la de Tohoku sin tener que pasar
el examen de ingreso. La actuación de Kiyoaki en el colegio había sido
indiferente. No hizo ningún esfuerzo en sus estudios, ni tampoco
compensó esta falta tratando de brillar en el atletismo. Si hubiera sido
un estudiante destacado, Iinuma podría haber compartido esa gloria
dando a sus amigos y parientes de Kagoshima motivo para estar
orgullosos. Pero ahora, Iinuma tan sólo podría recordar sombríamente
las fervientes esperanzas que había abrigado en su tiempo. Y además,
pensó amargamente, pese a lo bajo que había quedado Kiyoaki en sus
calificaciones, tenía la seguridad de un puesto en la Cámara.
La amistad entre Kiyoaki y Honda era otra fuente de irritación. Honda
estaba muy cerca del primer puesto de la clase, pero no hizo ningún
intento por influir en su amigo en este sentido, a pesar de la

65
consideración de Kiyoaki para con él. De hecho hizo todo lo contrario.
Se comportaba como un admirador ciego a todas las faltas de Kiyoaki.
Los celos, naturalmente, jugaban su parte en el resentimiento de
Iinuma. Siendo amigo y compañero de clase, Honda estaba en posición
de aceptar a Kiyoaki tal como era, mientras para Iinuma era un
monumento eterno de su propio fracaso.
Los ademanes de Kiyoaki, su elegancia, su reserva, su complejidad,
su aversión a todo esfuerzo, su languidez soñadora, su magnífico
cuerpo, su piel delicada, sus largas pestañas sobre unos ojos soñadores,
todos los atributos de Kiyoaki, conspiraban para traicionar las
esperanzas de Iinuma con su gracia elegante y descuidada. Iinuma veía
en su joven amo un reproche constante y escarnecedor.
Una frustración tan amarga, un sentido del fracaso tan mordaz, puede
tras un largo período de tiempo transformarse en una especie de fervor
casi religioso. Iinuma se enfurecía con cualquiera que tratara de
menospreciar a Kiyoaki. Por una especie de intuición confusa pero
profunda captó algo de la naturaleza del aislamiento casi impenetrable
de Kiyoaki. La determinación de éste, en cambio, de mantenerse
distante de Iinuma emanaba sin duda del hecho de que él percibía con
toda claridad la naturaleza del fanatismo de su tutor.
De todo el personal de la casa de Matsugae, sólo Iinuma estaba
poseído de este fervor por Kiyoaki, un tanto intangible, aunque evidente
si se le miraba a los ojos. Un día preguntó un invitado:
—Perdone, ¿ese servidor suyo es socialista?
El marqués y su esposa no pudieron menos de prorrumpir en una
sonora carcajada ante aquella observación, pues estaban bien enterados
de los antecedentes de Iinuma, su actual conducta, y sobre todo, el celo
con que un día tras otro hacía sus devociones junto al sepulcro de
«Omiyasama». Este joven taciturno que no tenía las palabras para
desperdiciarlas con nadie, seguía la costumbre de acudir al sepulcro
familiar cada mañana muy temprano. Allí abría el corazón ante el
famoso padre del marqués de Matsugae, a quien nunca había conocido.
En los primeros días dirigía sus súplicas con rabia, pero a medida que
fue tomando forma su descontento la rabia inicial había pasado a
abarcar todos los aspectos de la vida propia y de las ajenas.

66
Era el primero que se levantaba por las mañanas. Se lavaba la cara y
limpiaba la boca, luego se ponía el kimono y su Okura Hakama, y
partía en dirección del sepulcro.
Iba por el camino que pasaba por delante de la residencia de las
doncellas, en la parte trasera de la casa principal, y cruzaba por una
arboleda de cipreses. En tiempo frío, como el de esta mañana, la
escarcha endurecía los pequeños montoncillos de basura del camino,
que al ser aplastados por el impacto brusco de los zuecos de madera de
Iinuma se deshacían en fragmentos como cristales relucientes. El sol de
la mañana, claro y diáfano, dorando las marchitas hojas que seguían ad-
heridas a los cipreses, consolaba del helado aire invernal. Todo parecía
quedar purificado. Los trinos de los pájaros llenaban el cielo azul pálido
de la mañana. Sin embargo, a pesar del estímulo del aire frío, que
azotaba vivamente su piel desnuda, bajo el kimono con el cuello abierto,
algo atormentaba su corazón con un sentimiento amargo:
—Ojalá el joven amo viniera conmigo, aunque sólo fuera una vez —
se decía.
Nunca había conseguido interesar a Kiyoaki en esta sensación de
bienestar vigorosa y varonil. Nadie podía hacerle responsable de este
fracaso. Obligar al muchacho a acompañarle en estos paseos matutinos
era un disparate descartado, y sin embargo Iinuma seguía culpándose.
En seis años no había sido capaz de persuadir a Kiyoaki de que
participara al menos una vez en esta «práctica virtuosa».
En la meseta de la pequeña colina, los árboles daban lugar a un claro
bastante amplio, de hierba ahora seco, en el que un sendero de grava
llevaba hasta el sepulcro. Cuando Iinuma miró a plena luz del sol de la
mañana los puntales de granito y los dos obuses colocados a ambos
lados de los escalones de piedra, una sensación de poder se adueño de
él. Allí, y en las primeras horas de la mañana, encontraba un clima de
pureza fortificante, libre del lujo asfixiante que imperaba en la casa de
los Matsugae. Le pareció estar en un ataúd nuevo de madera blanca y
fresca. Desde su infancia, todo lo que le habían enseñado a reverenciar
como honorable y hermoso habría de encontrarse en las proximidades
de la muerte.
Después que Iinuma subió los escalones y tomó posición delante del
sepulcro, vio un pajarillo rojo saltando entre las ramas de un sakaki. El

67
animal, tras un chillido desapareció volando. «Debe ser un
papamoscas», pensó Iinuma.
Unió las palmas de las manos, y como siempre invocó al abuelo de
Kiyoaki llamándole «Reverendo Antecesor». Luego, en silencio,
empezó a rezar:
—¿Por qué vivimos una era de decadencia? ¿Por qué el mundo
desprecia el vigor, la juventud, las ambiciones honorables y la
sinceridad? Una vez derribaste a los hombres con tu espada, fuiste
herido por las espadas de los otros, soportaste los peligros más
horribles, todo para fundar un Japón nuevo. Y finalmente, habiendo
alcanzado un alto puesto y la estimación de todos, moriste como el
héroe más grande de una era heroica. ¿Por qué no podemos volver a la
gloria de tu tiempo? ¿Cuánto va a durar esta edad despreciable? ¿O
todavía vendrá algo peor? Los hombres sólo piensan en dinero y
mujeres. Se han olvidado de lo que es propio del hombre. Aquella gran
edad de los dioses y los héroes pasó con el Emperador Meiji.
¿Volveremos a ver algo semejante? ¿Un tiempo en que la fuerza de la
juventud no se malgaste?
Continuó tras una pausa:
—En los días presentes, cuando los lugares de diversión se extienden
por todas partes, arrastrando a miles de personas ociosas, con dinero
para derrochar; cuando los estudiantes de uno y otro sexo se comportan
en los tranvías de modo tan desvergonzado que ha sido necesario
segregarlos; cuando los hombres han perdido aquel fervor que llevó a
nuestros antepasados a aceptar los más temibles desafíos; cuando no
valen para otra cosa que para agitar sus manos afeminadas como hojas
frágiles... ¿Por qué todo esto? ¿Cómo soportar una edad que ha
manchado todo lo que en otros tiempos fue sagrado? Oh, reverendo
antepasado, tu propio nieto, a quien yo sirvo, es en todos los sentidos un
joven de esta era decadente, y me encuentro impotente para remediar
nada sobre el particular. ¿Debo morir para expiar por mi fracaso? ¿O las
cosas han tomado este curso en consonancia con algún gran designio
tuyo?
Olvidado del frío con el fervor de sus oraciones, Iinuma seguía en pie,
viril, con el pecho asomando por el kimono abierto. En verdad,
lamentaba secretamente que su cuerpo no se correspondiera con la
pureza de su entusiasmo. Por otro lado, Kiyoaki, a cuyo cuerpo miraba

68
como vasija sagrada, carecía de la pureza sincera requerida en los
hombres verdaderos.
Súbitamente, en la cumbre de su efusión, sintiendo cada vez más
calor, a pesar del aire frío de la mañana, que silbaba por debajo de la
falda de su hakama, empezó a sentirse sexualmente excitado.
Inmediatamente cogió una escoba de debajo del piso, y se dedicó a
barrer el sepulcro.

69
X

Poco después del año nuevo, Iinuma fue llamado a la habitación de


Kiyoaki. Allí se encontró con la anciana y fiel Tadeshina, a la que
conocía como doncella de Satoko.
La misma Satoko había visitado la casa de los Matsugae para el
intercambio de felicitaciones con motivo del Año Nuevo, y hoy,
aprovechando la ocasión de llevar algún obsequio tradicional, como
regalo, Tadeshina había entrado en la habitación de Kiyoaki. Aunque
Iinuma sabía quién era Tadeshina, por primera vez se veía con ella, y no
estaba claro para él la razón de aquel encuentro.
El Año Nuevo se celebraba pródigamente en la casa de los Matsugae.
Llegaban de Kagoshima veinte o más personas de la familia y después
de dirigirse a la residencia del tradicional jefe del clan, para rendirle sus
respetos, eran agasajados en la casa de los Matsugae. Las comidas de
Año Nuevo, cocinadas según el viejo estilo de Hoshigaoka y servidas en
el salón principal no muy iluminado, eran famosas, sobre todo por los
postres de crema helada y melón, manjares casi nunca saboreados por la
gente del campo. Este año, sin embargo, como todavía no había pasado
el período del luto por el emperador Meiji, no acudieron de Kagoshima
más que tres invitados; entre ellos, el director de la escuela secundaria
de Iinuma, caballero que tuvo el honor de conocer al abuelo de Kiyoaki.
El marqués de Matsugae había organizado cierto ritual para el viejo
maestro. Cuando Iinuma le rindiese respetos en el banquete, el marqués
diría afablemente al anciano: «Iinuma ha actuado bien aquí». Este año,
también, había sido invocada la fórmula, y el director había murmurado
las habituales palabras corteses tan sabidas como las fórmulas que se
estampaban en un documento de rutina. Pero este año, quizás porque
había pocos invitados presentes, la ceremonia sorprendió a Iinuma
como un formulismo insincero y superficial.
Por supuesto, Iinuma jamás se había presentado a ninguna de las
ilustres damas que iban a visitar a la marquesa, por lo que quedó
perplejo al encontrarse en el despacho de su joven amo con un invitado
que era mujer.
Tadeshina llevaba un kimono negro, y aunque estaba sentada en su
silla con extrema propiedad, el whisky que Kiyoaki le había hecho
ingerir había surtido cierto efecto. Junto a su cabello gris,

70
primorosamente recogido en un moño, la piel de su frente resplandecía
a través del maquillaje como la sombra de la flor de ciruela sobre la
nieve.
Después de saludar a Iinuma con una breve mirada, volvió a la
historia que estaba contando sobre el príncipe Saionji.
—Según lo que todo el mundo decía, el príncipe usaba del tabaco y
del alcohol desde los cinco años. Las familias samurai están desde
siempre muy interesadas en criar a sus hijos impecablemente. Sin
embargo, entre las familias nobles, y usted me entiende, joven amo, los
padres nunca someten a excesiva disciplina a sus hijos. ¿Está de
acuerdo? Después de todo, sus hijos reciben al nacer los honores que les
corresponda, que les califica ya para formar parte del séquito de su
majestad imperial. Fuera de este servicio al emperador, los padres no se
atreven a ser duros con los hijos. Y en casa de un cortesano nadie dice
nada sobre su majestad imperial que no sea prudente. Lo mismo que
quien pertenece a la casa de un lord se atreverá jamás a murmurar
abiertamente de su señor. Y así son las cosas. También mi ama tiene
este mismo respeto profundo para su majestad imperial, que por
supuesto no extiende a los señores extranjeros.
Estas últimas palabras fueron una punzada de ironía que Tadeshina
dirigía a la hospitalidad prodigada a los dos príncipes siameses por los
Matsugae.
—Luego —siguió la anciana— gracias a vuestra amabilidad, tuve el
privilegio de volver a presenciar una función de teatro, después de no sé
cuanto tiempo. Creí que el suceso me daría nuevos ánimos para vivir.
Kiyoaki dejó que Tadeshina divagara a su gusto. Al pedirle que
acudiera a su despacho había preparado algo muy bien definido. Quería
verse libre de la molesta duda que le asediaba desde aquella noche. Y
así, después de rogar a Tadeshina que bebiera más whisky, le preguntó
bruscamente si Satoko había recibido su carta y la había arrojado al
fuego sin abrir, como él le había pedido.
—Oh, sí. La señorita habló conmigo inmediatamente después de la
conversación telefónica con usted. Así cuando llegó la carta al día
siguiente, la cogí y la quemé sin abrir. Todo se cumplió
escrupulosamente y usted no tiene que preocuparse lo más mínimo.
Al oír esto, Kiyoaki se sintió como el hombre que ha luchado durante
horas entre matorrales enmarañados y al fin consigue salir al

71
descubierto. Una multitud de perspectivas maravillosas se dibujaba ante
sus ojos. El que Satoko no hubiera leído la carta significaba dos cosas:
No sólo restituía los hechos a su equilibrio anterior, sino que Kiyoaki
podía estar feliz y confiado porque había abierto una nueva perspectiva
en su vida.
Satoko había hecho ya una insinuación cuyas implicaciones serían
maravillosas. Su visita anual de Año Nuevo para intercambiar
felicitaciones coincidía con un día tradicionalmente dedicado por el
marqués a los hijos de sus parientes. Se reunirían todos en su casa.
Niños y muchachos de tres a veinte años. Y en este único día, él hacía el
papel de padre bondadoso, escuchando amablemente lo que cada uno de
ellos tenía que decirle, y dando consejos cuando se le pedían. Este año,
Satoko había llevado algunos niños para que vieran los caballos.
Kiyoaki les llevó al establo donde los Matsugae tenían sus cuatro
caballos. Estaba vestido para las fiestas con el atuendo tradicional. Los
caballos, de cuerpo poderoso, de suave musculatura, retrocediendo
repentinamente y pateando contra las tablas, sorprendieron a Kiyoaki,
quien encontró en ellos reservas de vida para el Año Nuevo. Los chicos
estaban encantados. Preguntaron al mozo de cuadra los nombres de cada
caballo. Luego, apuntando a los enormes dientes amarillos, les arrojaron
trozos de dulce desmenuzados con las manos. Las bestias les miraron
con ojos inyectados de sangre. Esto llenó de júbilo a los chicos, tanto
más cuanto que estas miradas siniestras eran prueba de que los caballos
los consideraban como adultos.
Satoko, sin embargo, estaba asustada de la espuma que salía de las
bocas de los caballos, y se retiró al refugio de una siempreviva, a cierta
distancia. Kiyoaki fue a unirse con ella, dejando los chicos al cuidado
del lacayo.
Eran evidentes en todos los efectos del clima festivo tradicional en
Año Nuevo. Los gritos de júbilo de la chiquillería podrían haberse
atribuido también a este estímulo. De todos modos, cuando Kiyoaki
llegó junto a ella le miró sin ningún recato, y empezó a hablar con ritmo
excitado en su voz.
—Yo era muy feliz aquella noche, ¿comprendes? Me presentaste
como si fuera tu novia. Estoy segura de que sus altezas quedaron
totalmente sorprendidos de que yo fuera tan vieja. Pero, ¿sabes cómo
me sentía entonces? Si hubiera tenido que morir en aquel mismo

72
momento no habría tenido ningún pesar. Mi felicidad está en tus manos.
Cuídala. ¿Lo harás? Ningún año nuevo he sido tan feliz como éste.
Nunca miré con tanta ilusión a lo que el año pudiera traerme.
Kiyoaki no sabía qué decir. Finalmente, con voz forzada exclamó:
—¿Por qué me estás diciendo todo esto?
—Oh, Kiyo, cuando soy dichosa mis palabras salen amontonadas
como palomas. Kiyo, lo entenderás muy pronto.
Para empeorar las cosas, Satoko terminó con esta frase inquietante
para irritar a Kiyoaki: «Kiyo, lo entenderás muy pronto.»
«¡Qué orgullosa está y qué satisfecha consigo misma!» —pensó
Kiyoaki.
Todo esto había tenido lugar días antes. Y hoy, después del relato de
Tadeshina sobre la suerte de la carta, Kiyoaki perdió sus recelos,
confiado en que se embarcaba en el nuevo año bajo los auspicios más
favorables. Se vería libre de los sueños melancólicos que habían
atormentado sus noches. Estaba decidido a que a partir de ahora sus
sueños fueran dichosos. Siempre estaría de buen talante, y como se
vería libre de la depresión y de las preocupaciones trataría de comunicar
su propio bienestar a todos los demás. Dispensar benevolencia a los
otros es asunto arriesgado, en el mejor de los casos, que requiere un
considerable grado de madurez y sabiduría. Pero Kiyoaki estaba movido
por una extraordinaria sensación de urgencia.
No obstante, cualquiera que fuera su intención no había llamado a
Iinuma sólo por deseo de disipar la tristeza de su tutor y ver su cara
transformada por la felicidad. El saké que había bebido provocaba la
temeridad de Kiyoaki. Tadeshina, a pesar de sus modales pudorosos y
su cortesía agudísima tenía cierto aire especial, que hacía pensar en la
propietaria de un burdel, si bien, burdel de antigua y honorable
reputación. Una sensualidad inconfundible y destilada parecía estar
adherida a las arrugas de su cara.
—Dentro del nivel de colegio, Iinuma me ha enseñado toda clase de
cosas —dijo Kiyoaki, dirigiéndose deliberadamente sólo a Tadeshina—.
Sin embargo, quedan cosas que él no me ha enseñado. En realidad, es
que hay muchas que ni él las sabe. Y por esta razón, a partir de ahora,
tú, Tadeshina, tendrás que hacer de profesora para Iinuma,
¿comprendes?

73
—Joven amo, agradezco todo lo que usted quiere significar con esas
palabras —dijo Tadeshina con una profunda reverencia—. Este
caballero es un sabio universitario, y yo sólo un ser viejo e ignorante.
—Exacto; pero estoy hablando de cosas que no tienen que ver nada
con lo que se aprende en la escuela.
—¡Vaya, vaya! ¡No está bien burlarse de una anciana!
Continuó la conversación, dejando fuera de ella a Iinuma. Como
Kiyoaki no le había indicado que tomara asiento, continuaba de pie,
mirando al estanque. El día estaba nublado, y una bandada de patos
nadaba cerca de la isla, desde la que surgían las verdes copas de los
pinos. La hierba seca que cubría la isla le recordaba a Iinuma el
impermeable de paja de un campesino.
Finalmente, con permiso de Kiyoaki, Iinuma se sentó en una silla.
Hasta entonces, Kiyoaki no quiso advertir su presencia junto a la puerta,
cosa que parecía extraña. Quizá, pensó, su amo hacía demostraciones de
su autoridad delante de Tadeshina. De ser así, se trataría de algo nuevo
en Kiyoaki que le satisfacía como maestro suyo.
—Muy bien, Iinuma, veamos. Tadeshina ha chismorreado con
nuestras doncellas, y por casualidad, ha oído...
—¡Joven amo, por favor! ¡No lo diga! —Agitando las manos
Tadeshina trató de evitarlo pero no sirvió de nada.
—Acertó a oír que las doncellas están convencidas de que cuando tú
vas al sepulcro todas las mañanas, llevas en tu mente algo más que mera
devoción.
—¿Mas que devoción, amo? —los músculos de la cara de Iinuma se
tensaron y sus manos crispadas en su regazo empezaron a temblar.
—Por favor, joven —gimió Tadeshina—. No siga. —Se dejó caer
como una muñeca, pero a pesar de sus manifestaciones de dolor había
en sus ojos un brillo inconfundible.
—Para ir al sepulcro tienes que pasar por el ala trasera do la casa, ¿no
es cierto? Lo que quiere decir, por supuesto, que pasas por delante de
las ventanas de la residencia de las doncellas. Y en tu paseo de todas las
mañanas has estado cambiando miradas con Miné. Y el otro día, le
pasaste una nota por la celosía. Al menos eso dicen: ¿es verdad o no?
Antes que Kiyoaki terminara, Iinuma se había puesto de pie. Su cara
pálida reflejaba desesperación, mientras se esforzaba por dominarse.
Era como si dentro de él se estuviera formando una bomba que fuese a

74
explotar en un momento. Kiyoaki estaba encantado ante la expresión de
la cara de Iinuma, tan distinta de la torpe expresión flemática a que le
tenía acostumbrado. Aunque Iinuma pasaba por momentos de verdadera
angustia, para Kiyoaki aquella expresión de máscara fea era divertida.
—Si el amo tiene la bondad de excusarme ahora... —dijo Iinuma
haciendo un rápido giro hacia la puerta. Pero antes de que pudiera dar
un segundo paso, Tadeshina saltó del asiento para detenerle, con
celeridad que sorprendió a Kiyoaki. En un instante se había cambiado,
de anciana decrépita a leopardo dispuesto a atrapar su presa.
—¡No debe irse! ¿No ve lo que me sucederá si me deja aquí? He
servido a los Ayakuras durante cuarenta años, pero si descubren que soy
culpable de que alguien sea despedido de casa de los Matsugae por una
indiscreción mía, harán lo mismo conmigo. Por favor, tenga un poco de
piedad de mí. Piense en lo que sucedería. ¿Comprende lo que digo? La
gente joven es demasiado temeraria. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es
uno de los atractivos de la juventud. —Tadeshina se agarró a la manga
de Iinuma y habló con sencillez y acierto, con la autoridad de sus años.
Su aire de confianza se había fortalecido en el transcurso de toda una
vida. Había llegado al convencimiento de que el dominio de la voluntad
era indispensable para la marcha del mundo. Sus facciones habían
vuelto a componerse ahora. Irradiaban la seguridad de quien está
acostumbrado a dirigir los acontecimientos desde bastidores. En medio
de alguna ceremonia solemne un kimono podría rasgarse, alguien dejar
olvidado su copia del discurso tan penosamente compuesto. Tadeshina
conjuraba ésta y otras muchas crisis con eficiencia imperturbables.
Cosas que para la mayoría de la gente eran rayos caídos del cielo, para
ella constituían el pan nuestro de cada día. Y así, con su destreza para
eludir catástrofes, había vindicado repetidamente su papel en la vida.
Esta serena anciana sabía que ninguno de los asuntos humanos
resultaría jamás tal como se había preparado. Una golondrina solitaria
en un cielo azul sin nubes podía ser aviso de una tormenta.
Por tanto, Tadeshina, con sus reservas de experiencia no tenía ningún
recelo.
Iinuma tendría mucho tiempo para reflexionar, más tarde. Con
frecuencia, la vida de un hombre cambia de curso en un momento de
vacilación. Ese instante es como un pliegue en una hoja de papel: la

75
cara inferior se convierte en superior, y lo que antes era visible queda
oculto.
De pie, en la puerta del despacho de Kiyoaki, sujetado por Tadeshina,
Iinuma experimentó este grave momento, y con ello le perdió. Joven e
inexperto como era, la incertidumbre penetró en él del modo que la aleta
del tiburón corta la superficie del agua. ¿Se habría reído Miné de su
nota y la habría enseñado a todo el mundo? ¿O había sido hallada por
otra persona causándole una gran vergüenza? Sentía unos deseos
desesperados de saberlo.
Kiyoaki le estudió cuando volvió a sentarse. Había ganado una
victoria, pero le daba pocos motivos de orgullo. Abandonó toda
esperanza de extender su benevolencia a Iinuma. Creyó que no quedaba
otra cosa que hacer sino dar rienda suelta a su felicidad y elaborar los
detalles a medida que fuese avanzando. Tenía una nueva sensación de
poder, y se sentía en condiciones de comportarse con el refinamiento
que da la madurez.
—No saqué a colación este tema para causarte tristeza, ni para
ponerte en ridículo. ¿No te das cuenta que tanto Tadeshina como yo
estamos tratando de elaborar un plan que te convenga? No voy a decir
una palabra a mi padre, y cuidaré de que no llegue a sus oídos la noticia.
En cuanto a nuestra acción inmediata, estoy seguro de que los enormes
conocimientos y experiencia de Tadeshina en estos asuntos nos serán de
gran ayuda. ¿No es cierto, Tadeshina? No cabe duda de que Miné es una
de las doncellas más bonitas de la casa, y eso presenta algún problema,
pero deja las cosas en mis manos.
Los ojos de Iinuma brillaban como los de un espía cogido en la
trampa. Estaba pendiente de cada palabra que pronunciaba Kiyoaki,
temeroso de hacer el menor ruido. Cuando trató de penetrar las palabras
de Kiyoaki, le parecía estar dando suelta a un diluvio de ansiedades. Por
otro lado, las palabras de Kiyoaki parecían clavarse en su alma.
Iinuma nunca había visto una expresión tan autoritaria en el rostro de
aquel joven, que continuaba hablando con acentos totalmente fuera de
su carácter. Su gran esperanza, por supuesto, había sido que Kiyoaki
adquiriese algún día ese equilibrio que ahora reflejaba. Pero nunca había
soñado que esto sucediera en circunstancias como las presentes. Se pre-
guntaba si no sería la lujuria la que le había derrotado en aquel negocio.
Y después de la breve vacilación de hacía unos momentos, ¿no era

76
natural decidir que su persecución del placer quedaba ligada con la
lealtad y el servicio a su amo? Esa era la trampa que tan
inteligentemente le habían tendido. Sin embargo, aún en su actual
situación de humillación insoportable, una puerta pequeña y dorada se
le había abierto en convenio tácito.
Después que Kiyoaki terminara, habló Tadeshina en tono suave:
—Es exactamente como dice el joven amo. Tiene una sabiduría muy
por encima de la lógica a sus años.
Iinuma siempre había considerado que la sabiduría de Kiyoaki era
precisamente todo lo contrario pero escuchaba las observaciones de la
anciana Tadeshina sin manifestar la menor sorpresa.
—Y ahora, a cambio, Iinuma —volvió a decir Kiyoaki— tienes que
dejar de darme lecciones, y unir tus fuerzas con las de Tadeshina para
prestarme alguna ayuda. Si lo haces, yo te corresponderé. Los tres
podemos constituir una fortísima muralla de amistad.

77
XI

Kiyoaki cogió el diario de sus sueños, y escribió:

«Aunque no hace mucho tiempo que conozco a los príncipes, he


soñado con Siam recientemente. Estaba yo sentado en un espléndido
sillón en medio de una gran sala. Me parecía que estaba sujeto,
incapaz de moverme. A través del sueño sentí dolor de cabeza, debido
a que llevaba puesta una corona de oro alta y puntiaguda adornada
con piedras preciosas. Sobre mi cabeza colgaban muchos pavos reales
en un laberinto de vigas debajo del techo. Y de vez en cuando caían
sobre mi corona blancos excrementos.
»Fuera hacía un sol abrasador. Sus rayos quemaban un jardín
abandonado. Todo estaba sereno y en silencio, salvo el débil zumbido
de las moscas y los leves ruidos de los pavos reales al mover las alas.
El jardín estaba rodeado de un alto muro de piedra, con grandes aber-
turas como ventanas. A través de estas ventanas yo podía ver los
troncos de las palmeras, y detrás, unas nubes blancas amontonadas,
deslumbrantes e inmóviles.
»Luego miré mi mano y vi en ella un anillo de esmeraldas. Por
supuesto, era el anillo de Chao P., que de alguna forma había ido a
parar a mi dedo. El diseño era ciertamente el mismo: las dos caras
fantásticas de los dioses guardianes, los yaksha, labradas en oro.
»Miré fijamente al anillo, que resplandecía con los rayos del Sol
que penetraban del exterior, atraídos mis ojos por una luz blanca,
pura, inmaculada, que brotaba del centro de la esmeralda. En aquel
momento advertí el rostro de una mujer joven que había ido
formándose maravillosamente dentro de la hermosa piedra. Me volví,
pensando que fuese el reflejo de alguien situado detrás de mí, pero no
había nadie. El rostro se movió ligeramente y cambió de expresión.
Donde antes había seriedad, hubo una sonrisa. Empezó a picarme el
dorso de mi mano. Se posaron allí millares de moscas. Molesto,
sacudí la mano para librarme de ellas y volví a mirar al anillo. Pero el
rostro de la mujer había desaparecido. Y entonces, cuando empezaba
a sentir una sensación de amargura y desesperación me desperté...»

78
Kiyoaki nunca se tomó la molestia de agregar alguna interpretación
personal a esos relatos de sus sueños. Ponía todo su esfuerzo por
recordar con exactitud lo que había sucedido, y luego lo pasaba a su
diario lo más completo posible, registrando los sueños felices y los
desagradables tal como habían sido. Quizás esta disposición de no
buscar significados específicos en los sueños, y este celo por la
descripción exacta, apuntaban a algún oscuro rincón de la vida
preocupada de Kiyoaki. Comparado con la inestabilidad emocional que
experimentaba despierto, su mundo de los sueños parecería más
auténtico. Nunca estaba seguro de que sus emociones cotidianas fuesen
parte de su verdadero yo, pero sí sabía, al menos, que el Kiyoaki de los
sueños era real. El primero resistía todos los intentos de definición,
mientras que el segundo tenía una silueta y un carácter reconocibles.
Tampoco usaba Kiyoaki el diario para expresar su descontento con las
irritaciones derivadas del mundo que le rodeaba. Ahora, por primera vez
en su vida, la realidad inmediata correspondía exactamente con sus
deseos.
Iinuma, rota su resistencia, había ofrecido obediencia ciega a su amo.
Junto con Tadeshina, servía frecuentemente de intermediario para
preparar encuentros entre Kiyoaki y Satoko. Esta dedicación era
suficiente para satisfacer a Kiyoaki, y además, le hacía pensar si la
amistad es en realidad tan importante. Porque, sin darse plena cuenta de
ello, se iba separando cada vez más de Honda. Esto entristecía a Honda,
aunque siempre había sido consciente de que era sólo una necesidad
marginal en la vida de Kiyoaki. Sabía que la relación entre ambos había
carecido de elemento vital para convertirse en amistad. Por
consiguiente, el tiempo que había gastado en la ociosidad, con Kiyoaki,
lo emplearía en sus libros. Además de su estudio de la ley en alemán,
francés e inglés, dedicaba mucho tiempo a la literatura y la filosofía. Y
aunque no seguía al gran líder cristiano Kanzo Uohimura, sí leía y
admiraba el Sartor Resartus de Carlyle.
Una mañana nevada, cuando Kiyoaki se disponía a salir para el
colegio, Iinuma llegó a su despacho con cautela evidente. Su expresión
melancólica y su aspecto no habían experimentado ningún cambio, pero
su actual sumisión y servilismo hacían que aquellas formas de su
carácter no molestaran a Kiyoaki.

79
Acababa de recibir, dijo, una llamada telefónica de Tadeshina. El
mensaje era éste: Satoko está tan ilusionada con la nieve, que le gustaría
que Kiyoaki no fuera al colegio, y en su lugar la acompañara a pasear en
ricksha.
Nadie había hecho jamás a Kiyoaki una petición tan caprichosa. Listo
para acudir al colegio, con la cartera de los libros en la mano, se quedó
mirando fijamente a Iinuma.
—¿Qué es esto? ¿De verdad Satoko ha sugerido tal cosa?
—Sí, señor. Lo oí directamente de boca de Tadeshina. No puede
haber error.
Curiosamente, cuando confirmaba esta noticia, Iinuma se parecía más
a su antigua imagen y parecía disponerse a dar lecciones a Kiyoaki si se
le insistiera.
Kiyoaki dirigió una rápida mirada al jardín, donde estaba cayendo la
nieve. Esta vez, los métodos expeditivos de Satoko no hirieron su
orgullo. Por el contrario, sintió una sensación de alivio, como si un
bisturí le hubiera extirpado un tumor maligno.
—Haré lo que ella quiere —dijo mirando reflexivo a la nieve que
caía. Aunque todavía no muy densa, había cubierto ya la isla y la colina
con un resplandeciente sudario blanco.
—Está bien, telefonea a la escuela en mi nombre. Diles que he cogido
un catarro y que estaré ausente hoy. Asegúrate de que de esto no se
enteren ni mi padre ni mi madre. Luego vete al puesto de los ricksha y
alquila uno grande tirado por dos hombres. Asegúrate también de que
esos hombres sean de fiar. Yo llegaré a pie.
—¿Con esta nieve?
Iinuma observaba la cara de su joven amo ruborizada con un leve
color de sangre. Como Kiyoaki estaba de espaldas a la ventana su cara
estaba en la sombra, pero su rubor no era por eso menos evidente. El
joven no era en absoluto inclinado al heroísmo, pero Iinuma se
sorprendió del brillo que había en los ojos de Kiyoaki. En otro tiempo,
Iinuma había sentido desprecio por su joven amo y su forma de ser,
pero cualquiera que fuera la intención de Kiyoaki ahora, parecía
adivinarse en él una determinación oculta que antes no se había mani-
festado nunca.

80

También podría gustarte