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La Navidad según Sinterklaas

El viento rugía en el exterior. Unas manos suaves parecían golpear las


ventanas. La sala estaba, apenas, iluminada por una vela consumida
casi por completo.

Benjamín se acurrucó entre las sillas del viejo comedor de madera de


roble, aquel del que tan orgulloso se sentía su padre. Era el único
despierto a esas horas, y tenía un motivo muy importante para estarlo.

El árbol se veía imponente, altivo, y sin embargo, solitario. Una estrella


bañada en colores plateados coronaba su cresta esmeralda. Abrigado
por luces de colores brillantes y viejos adornos heredados de un tiempo
ya olvidado.

El pequeño aguardó en silencio. Esperaba por él. Sus abuelos le habían


hablado mil veces de aquel señor de tierras lejanas, gélidas como el
corazón de un glaciar. Antiguo como las raíces de bosques remotos,
inmemoriales. Santa Claus era el nombre que le daban. Su rechoncha
figura aparecía en todos lados, mas Benjamín sabía que aquellos viejos
de trajes desteñidos y barbas falsas no eran el verdadero. El real debía
aparecer esa noche, cuando el reloj terminara de dar doce campanadas.
Y sin embargo, el plazo ya se había cumplido y nadie había llegado,
excepto la tormenta.

Los minutos pasaron lentos. Pronto el niño cedió al peso de la fatiga y se


dejó llevar por el insondable abismo llamado sueño.

De improviso algo lo despertó. La vela ya se había consumido y la


tormenta solo era un recuerdo. Silencio y más silencio. Cuando sus ojos
se acostumbraron a la oscuridad pudo ver que había alguien más en la
sala.

Asustado, se encogió aún más bajo la sombra de la vieja mesa. Junto al


árbol había una pequeña criatura, no mucho más grande que él “¿uno
de los duendes de Santa Claus?” se preguntó. No alcanzó a responder a
su propia interrogante. Casi de inmediato otra criatura igual de pequeña
entró en escena. El pequeño Benjamín fue entonces testigo del dialogo
más peculiar que había oído en su corta vida.
—¿Aún sigues jugando a lo mismo, Sinterklaas? —preguntó uno de los
duendes con voz chillona. Parecía muy viejo y su aspecto no era muy
amigable— ¿Por qué pierdes tú tiempo con los humanos? ¿Cuál es el
sentido de todo esto?

—¿No te aburres de hacer una y otra vez las mismas preguntas,


Griphook? —Respondió aquel llamado Sinterklaas—. Hago esto por el
mismo motivo por el que comencé muchos años atrás.

—¡JA JA JA JA! —Rió chillonamente Griphook, de tal manera que Benjamín


se vio obligado a taparse los oídos—. Ese es un motivo estúpido. Mira en
lo que te han convertido. Un viejo gordo vestido con esas ropas ridículas
y que regala juguetes a niños ávidos de materialismo. Destruyen
bosques para construir esos juguetes. Mutilan arboles para adornar sus
casas ¿era esa tu intención?

—Los humanos han cambiado, es cierto, pero eso solo me hace


continuar con mayor ímpetu cada vez.

—Los duendes no somos amigos de los hombres, Sinterklaas. Deshonras


a nuestra gente con tu actitud. Ellos han destruido el que alguna vez fue
nuestro hogar, obligándonos a abandonar este plano y volver al lugar de
donde vinimos.

Sinterklaas lo miró con una expresión de honda ternura.

—Esa es la razón por la que sigo aquí. Es la esperanza, Griphook. Los


pequeños humanos, los niños son la esperanza de este mundo, y la
nuestra también. Yo no obsequio juguetes o cosas materiales. Yo traigo
magia. Les otorgo un poco de nuestra gracia a ellos. Nosotros recibimos
el don de la magia, podemos abrir los portales y volver a los mundos
donde nació nuestro pueblo, pero los humanos tienen otro don: el
intelecto y la razón. Lo han usado mal hasta ahora, pero si los abandono,
nadie les recordará que la magia también existe. Aquí mismo. En este
lugar.

—Eso es estúpido — volvió a chillar Griphook.

—No subestime a los humanos, Griphook. Ellos algún día podrán abrir los
portales sin la magia, con aquello que han llamado ciencia. A diferencia
de nosotros, fueron creados para convertirse en Dioses. Es mi deber
vigilar que cuando llegue aquel día aún recuerden la magia y la bondad.
Y seguiré haciéndolo hasta que mi cuerpo se haya marchitado.
—¡No lo voy a permitir! —gritó Griphook al tiempo que lanzaba un rayo
de luz violeta sobre Sinterklaas. Sin embargo este estaba preparado.
Levantó su mano derecha, en la cual llevaba un espejo extrañamente
ornamentado, y el rayo rebotó sobre Griphook haciéndolo desaparecer
en el acto.

Benjamín se estremeció pensando que el duende de aspecto bondadoso


había matado al otro. Grande fue su sorpresa cuando Sinterklaas le dijo
con amabilidad:

—No te preocupes. Solo lo he enviado de vuelta a nuestro hogar. No


volverá a molestarme hasta dentro de cien años más. Siempre hace lo
mismo. Incluso se ha ganado un apodo entre tu gente. Le llaman El
Grinch.

Benjamín solo lo observó en silencio.

—Me gustaría que las cosas fueran diferentes, pero mañana, cuando
despiertes, habrás olvidado todo esto, pequeño. Solo una cosa quedará
protegida en lo más hondo de tu corazón: La esperanza en que la magia
si existe.

Dicho esto Sinterklaas desapareció sin hacer el menor ruido. Al otro día
el curioso niño despertó sin acordarse de nada, tal como el duende lo
había dicho y, sin embargo, fue una de las navidades más felices de su
vida.

Y cuando Benjamín creció y se convirtió en un adulto, dejo de creer,


como todos lo hacen, en el anciano llamado Santa Claus. Sin embargo,
por un motivo que nunca pudo explicarse, en algún lugar muy escondido
de su corazón seguía disfrutando y amando la navidad, y de alguna u
otra manera, sentía que aquel día era mágico.

Sinterklaas había logrado su objetivo. La magia seguía existiendo en el


corazón de los hombres. Escondida, oculta, pero brillaba con intensidad
para aquel que sabía observar.

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