CESAR VALLEJO - CUENTOs
CESAR VALLEJO - CUENTOs
https://biblioteca.isauroarancibia.org.ar/wp-content/uploads/2020/09/40-
CESAR_VALLEJO_PACO_YUNQUE_Y_OTROS_CUENTO.pdf
1
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
César Abraham Vallejo Mendoza nació en Santiago de Chuco, departamento de La
Libertad, Perú, en marzo de 1892 y murió en París, Francia, en 1938. Fue el último
de doce hermanos. En 1910 se traslada a la ciudad de Trujillo, donde se inscribe en
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Libertad. Al año siguiente
se traslada a Lima, con la intención de estudiar medicina, pero abandona la carrera.
A partir de 1916, Vallejo publica artículos en los diarios "La Reforma" y "La
Industria". Ese año publicaría el poema "Aldeana" en la revista limeña
"Balnearios". Sin embargo, en 1917, al intentar
En 1917 retorna a Lima, donde toma contacto con otros escritores, como
Valdelomar, Eguren y González Prada. Los heraldos negros, su primera
colección de poemas, estaba lista para publicarse en 1918, pero la espera del
prólogo de Valdelomar retardó la edición. Finalmente se publicaría, sin el mentado
prólogo, en 1919. El libro tuvo una recepción entusiasta.
Entre 1919 y 1920 Vallejo ingresa como profesor al colegio Nuestra Señora de
Guadalupe. En 1920, al volver de visita a Trujillo e intentar participar como
mediador en un conflicto social, se ve involucrado injustamente y es encarcelado
durante 112 días. En noviembre de 1921 Vallejo gana el concurso de cuento de
Entre Nous con "Más allá de la vida y la muerte" y el premio le permite financiar,
2
en 1923, la edición de Trilce, su segundo libro de poemas, muchos de ellos escritos
durante su estancia en la cárcel de Trujillo.
1923 es también el año de su viaje a Europa, un viaje que, como sabemos, no tuvo
retorno. En junio de ese año llega a París. Sus primeros meses fueron de extrema
escasez material, que iría paliando con su trabajo como traductor y corresponsal,
que daría como fruto una fecunda obra periodística a través de sus colaboraciones
para "Mundial", "El Norte" y "El Comercio", entre otros medios. En París, por otro
lado, Vallejo desarrollaría una vida intelectual intensa, relacionándose con muchos
artistas e intelectuales que, como él, vivían en esos años en la "Ciudad Luz". Allí
conocería también a Georgette, quien seria finalmente su esposa.
Abocado entre otras cosas al estudio del marxismo, Vallejo hizo en total tres viajes
a la Unión Soviética, frutos de los cuales serian sus libros Rusia en 1931 y Rusia
ante el II Plan Quinquenal. A raíz de
estos viajes, Vallejo sería señalado por la policía francesa como indeseable, lo que
determinó en 1930 su expulsión de Francia, dándole plazo hasta el 29 de enero de
1931 para abandonar el país. Un mes antes de cumplirse el plazo, Vallejo llega a
Madrid. Ese mismo año publica la novela El tungsteno.
3
CUENTOS Pág.
1. PACO YUNQUE 5
2. LOS SORAS 23
3. EL VENCEDOR 27
4
PACO YUNQUE
Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban
jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue
adelantándose al centro del patio, con su libro primero, su cuaderno y su lápiz.
Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que veía a un colegio; nunca
había visto a tantos niños juntos.
Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco, cada vez más tímido,
se pegó a la pared, y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué
desenvueltos! Como si estuviesen en su casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta
reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo.
Paco estaba también atolondrado porque en el campo no oyó nunca sonar tantas
voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después otro,
después otro y después otro. A veces, oyó hablar hasta cuatro o cinco personas
juntas. Era su padre, su madre, don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Eso no era
ya voz de personas sino otro ruido. Muy diferente. Y ahora sí que esto del colegio
era una bulla fuerte, de muchos. Paco estaba asordado.
Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño más chico,
medio ronco y con blusa azul, también le hablaba. De diversos grupos se separaban
los alumnos y venían a ver a Paco, haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no
podía oír nada por la gritería de los demás. Un niño trigueño, cara redonda y con
una chaqueta verde muy ceñida en la cintura agarró a Paco por un brazo y quiso
arrastrarlo. Pero Paco no se dejó. El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo
jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colorado.
Dos niños –los hermanos Zumiga– tomaron de una y otra mano a Paco y le
condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso seguirlos al principio, pero luego
obedeció, porque vio que todos hacían lo mismo. Al entrar al salón se puso pálido.
Todo quedó repentinamente en silencio y este silencio le dio miedo a Paco. Los
Zumiga le estaban jalando, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuando
de pronto le soltaron y lo dejaron solo.
El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada a
la altura de la sien, saludando en silencio y muy erguidos.
5
Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su lápiz, se había quedado parado en medio
del salón, entre las primeras carpetas de los alumnos y el pupitre del profesor. Un
remolino se le hacía en la cabeza. Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños.
Vocerío. Silencio. Una tracalada de sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el
colegio. Quería llorar. El profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una
de las carpetas delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le
preguntó:
— Yo también me llamo Paco, Paco Fariña. No tengas pena. Vamos a jugar con mi
tablero. Tiene torres negras. Me lo ha comprado mi tía Susana. ¿Dónde está tu
familia, la tuya?
Paco Yunque no respondía nada. Este otro Paco le molestaba. Como éste eran
seguramente todos los demás niños: habladores, contentos y no les daba miedo el
colegio. ¿Por qué eran así? Y él, Paco Yunque, ¿por qué tenía tanto miedo? Miraba
a hurtadillas al profesor, al pupitre, al muro que había detrás del profesor y al
techo. También miró de reojo, a través de la ventana, al patio, que estaba ahora
abandonado y en silencio. El sol brillaba afuera. De cuando en cuando, llegaban
voces de otros salones de clase y ruidos de carretas que pasaban por la calle.
6
¡Qué cosa extraña era estar en el colegio! Paco Yunque empezaba a volver un poco
de su aturdimiento. Pensó en su casa y en su mamá. Le preguntó a Paco Fariña:
— ¿A qué hora nos iremos a nuestras casas? — A las once. ¿Dónde está tu casa?
— Por allá.
— ¿Está lejos?
— Si... No...
Paco Yunque no sabía en qué calle estaba su casa, porque acababan de traerlo,
hacía pocos días, del campo y no conocía la ciudad.
— Lleve usted ya a Paco al colegio. No sirve que llegue tarde el primer día. Desde
mañana esperará a que Humberto se levante y los llevará juntos a los dos.
— Bueno –dijo el profesor–. Que esta sea la última vez. Pase a sentarse.
Humberto Grieve buscó con la mirada donde estaba Paco Yunque. Al dar con él, se
le acercó y le dijo imperiosamente:
Yunque a su carpeta.
El profesor cesó de escribir y preguntó con voz enérgica:
7
— ¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí?
Fariña volvió a decir:
— Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco Yunque.
Humberto Grieve, instalado ya en su carpeta con paco Yunque, le dijo al
profesor:
a Paco Yunque.
Fariña fue y tomó a Paco Yunque por la mano y quiso volverlo a traer a
su carpeta, pero Grieve tomó a Paco Yunque por el otro brazo y no lo dejó
moverse.
— No, señor.
— ¿Cómo?
— No.
El profesor estaba indignado y repetía, amenazador: — ¡Grieve! ¡Grieve!
Humberto Grieve tenía bajo los ojos y sujetaba fuertemente por el brazo a Paco
Yunque, el cual estaba aturdido y se dejaba jalar como un trapo por Fariña y por
Grieve. Paco yunque tenía ahora más miedo a Humberto Grieve que al profesor,
que a todos los demás niños y que al colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía
miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué este Humberto Grieve solía pegarle a Paco
Yunque?
8
— ¿Por qué llega usted tarde?
— Porque fui a comprar pan para el desayuno.
— ¿Y por qué no fue usted más temprano?
— Porque estuve alzando a mi hermanito y mamá está enferma y papá se fue al
trabajo.
— Bueno –dijo el profesor, muy serio–. Párese ahí... Y, además, tiene
callaron.
El profesor se paseaba pensativo. Fariña le decía a Yunque en secreto:
— Grieve ha llegado tarde y no lo castigan. Porque su papá tiene plata.
Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa? ¿Cierto que eres su muchacho?
Yunque respondió:
— Yo vivo con mi mamá.
— ¿En la casa de Humberto Grieve?
— Es una casa muy bonita. Ahí está la patrona y el patrón. Ahí está mi
cólera a Paco Yunque y le enseñaba los puños, porque se dejó llevar a la carpeta de
Paco Fariña.
Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría otra vez el niño Humberto, porque no
se quedó con él, en su carpeta. Cuando saldrían del colegio, el niño Humberto le
daría un empujón en el pecho y una patada en la pierna. El niño Humberto era
malo y pegaba pronto, a cada rato. En la calle. En el corredor también. Y en la
escalera. Y también en la cocina, delante de su mamá y delante de la patrona.
Ahora le va a pegar, porque le estaba enseñando los puñetes y le miraba con ojos
blancos. Yunque le dijo a Fariña:
9
— Me voy a la carpeta del niño Humberto.
Y paco Fariña le decía:
— No vayas. No seas zonzo. El señor te va a castigar.
Fariña volteó a ver a Grieve y este Grieve le enseñó también a él los
puñetes.
El profesor dijo:
— ¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!... ¡Vamos a ver!... Vamos a hablar hoy de los
peces, y después, vamos a hacer todos un ejercicio escrito en una hoja de los
cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero ver quién hace mejor
ejercicio, para que su nombre sea escrito en el Cuaderno de Honor del Colegio,
como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo
mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo
mismo. Hay que atender bien a la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a
escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien?
los peces.
Varios niños quisieron hablar. El profesor le dijo a uno de los Zumiga
que hablase.
— Señor –dijo Zumiga–: Había en la playa mucha arena. Un día nos
El profesor preguntó:
— Pero... ¿los deja usted en alguna vasija con agua?
— No señor. Están sueltos, entre los muebles.
10
Todos los niños se echaron a reír.
Un chico, flacucho y pálido, dijo:
— Mentira, señor. Porque el pez se muere pronto, cuando lo sacan del
agua.
— No, señor –decía Humberto Grieve–. Porque en mi salón no se
mueren. Porque mi salón es muy elegante. Porque mi papá me dijo que trajera
peces y que podía dejarlos sueltos entre las sillas.
Paco Fariña se moría de risa. Los Zumiga también. El chico rubio y gordo, de
chaqueta blanca, y el otro cara redonda y chaqueta verde, se reían ruidosamente.
¡Qué Grieve tan divertido! ¡Los peces en su salón! ¡Entre los muebles! ¡Como si
fuesen pájaros! Era una gran mentira lo que contaba Grieve. Todos los chicos
exclamaban a la vez reventando de risa:
— Ja! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Miente, señor! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Mentira! ¡Mentira!
— ¡Claro! Porque mi papá tiene mucha plata. Y me ha dicho que va a hacer llevar
a mi casa a todos los peces del mar. Para mí. Para que juegue con ellos en mi salón
grande.
11
porque no pueden respirar. Ellos toman el aire que hay en el agua, y cuando salen,
no pueden absorber el aire que hay afuera.
no decía nada y estaba pensando en los peces que morían fuera del agua. Fariña le
dijo a Paco Yunque:
— Y tú, ¿tu papá no tiene plata?
Paco Yunque reflexionó y se acordó haberle visto una vez a su mamá con
unas pesetas en la mano. Yunque dijo a fariña: — Mi mamá tiene también mucha
plata. — ¿Cuánto? –le preguntó Fariña.
— Como cuatro pesetas.
niños.
Humberto Grieve, aprovechando de que no le veía el profesor, dio un
— ¿Qué es eso? –dijo el profesor, volviéndose a ver lo que pasaba. Paco Fariña,
dijo:
sitio.
12
— ¡Bueno, bueno! –dijo el profesor–. ¡Silencio! ¡Cállese Paco Yunque! ¡Silencio!
— Vamos a ver, usted, Paco Yunque –dijo el profesor– ¿Qué pasa con el pez, si se
le saca del agua?
Paco Yunque, medio llorando todavía por el jalón de los pelos que le dio Grieve,
repitió de una tirada lo que dijo el profesor:
— Los peces mueren fuera del agua porque les falta aire.
Humberto Grieve aprovechó otra vez de que no podía verle el profesor y fue a
darle un puñetazo a Paco Fariña en la boca y regresó de un salto a su carpeta.
Fariña, en vez de llorar como Paco Yunque, dijo a grandes voces al profesor:
haga nada.
— ¿Verdad, Grieve?
13
— No, señor –dijo Humberto Grieve-. Yo no le he pegado.
El profesor miró a todos los alumnos sin saber a qué atenerse. ¿Quién de
Yunque.
Fariña dijo:
Grieve:
— ¿Entonces, es cierto, Grieve, que le ha pegado usted a Fariña?
— ¡No, señor! Yo no le he pegado.
— Cuidado con mentir Grieve. ¡Un niño decente como usted, no debe
mentir!
— No, señor. Yo no le he pegado.
— Bueno. Yo creo en lo que usted dice. Yo sé que usted no miente
voz:
— ¿Qué está usted diciendo? Humberto Grieve es un buen alumno. No
14
miente nunca. No molesta a nadie. Por eso no le castigo. Aquí todos los niños son
iguales, los hijos de ricos y los hijos de pobres. Yo los castigo aunque sean hijos de
ricos. Como usted vuelva a decir lo que está diciendo del padre de Grieve, le
pondré dos horas de reclusión. ¿Me ha oído usted?
Paco Fariña estaba agachado. Paco Yunque también. Los dos sabían que era
Humberto Grieve quien les había pegado y que era un gran mentiroso.
quiso hacerlo el niño Humberto. ¿Por qué el niño Humberto era así con él? Yunque
se lo diría ahora a su mamá y si el niño Humberto le pegaba, se lo diría al profesor.
Pero el profesor no le hacía nada al niño Humberto. Entonces, se lo diría a Paco
Fariña. Le preguntó a Paco Fariña:
Paco Yunque le oía asustado a Paco Fariña lo que decía. ¿Cierto sería que le
pegaría al niño Humberto? ¿Y que su papá vendría a pegarle al señor Grieve? Paco
Yunque no quería creerlo, porque al niño Humberto no le pegaba nadie. Si Fariña
le pegaba, vendría el patrón y le pegaría a Fariña y también al papá de Fariña. Le
pegaría el patrón a todos. Porque todos le tenían miedo. Porque el señor Grieve
hablaba muy serio y estaba mandando siempre. Y venían a su casa señores y
señoras que le tenían mucho miedo y obedecían siempre al patrón y a la patrona.
En buena cuenta, el señor Grieve podía más que el profesor y más que todos.
15
Paco Yunque miró al profesor que escribía en la pizarra. ¿Quién era el profesor?
¿Por qué era tan serio y daba tanto miedo? Yunque seguía mirándolo. No era el
profesor igual a su papá ni al señor Grieve. Más bien se parecía a otros señores que
venían a la casa y hablaban con el patrón. Tenían un pescuezo colorado y su nariz
parecía moco de pavo. Sus zapatos hacían risss-risssrisss-risss, cuando caminaba
mucho.
Yunque empezó a fastidiarse. ¿A qué hora se iría a su casa? Pero el niño Humberto
le iba a pegar a la salida del colegio. Y la mamá de Paco Yunque le diría al niño
Humberto: “No, niño. No le pegue usted a Paquito. No sea tan malo”. Y nada más
le diría. Pero Paco tendría colorada la pierna de la patada del niño Humberto. Y
Paco se pondría a llorar. Porque al niño Humberto nadie le hacía nada. Y porque el
patrón y la patrona le querían mucho al niño Humberto, y Paco Yunque tenía pena
porque el niño Humberto le pegaba mucho. Todos, todos, todos le tenían miedo al
niño Humberto y a sus papás. Todos. Todos. Todos. El profesor también. La
cocinera, su hija. La mamá de Paco. El Venancio con su mandil. La María que lava
las bacinicas. Quebró ayer una bacinica en tres pedazos grandes. ¿Le pegaría
también el patrón al papá de Paco Yunque? Qué cosa fea era esto del patrón y del
niño Humberto. Paco Yunque quería llorar. ¿A qué hora acabaría de escribir el
profesor en la pizarra?
— Sí, en sus cuadernos –le respondió el profesor– ¿Usted sabe escribir un poco?
16
profesor se sentó a su pupitre y también se puso a escribir en unos libros.
Humberto Grieve, en vez de copiar su ejercicio, se puso otra vez a hacer dibujos en
su cuaderno. Lo llenó completamente de dibujos de peces, de
patio.
Paco Yunque había copiado su ejercicio muy bien y salió al recreo con su
17
Paco Fariña, los dos Zumigas y otros niños rodeaban a Humberto Grieve y a Paco
Yunque. El niño flacucho y pálido recogió el libro, el cuaderno y el lápiz de
Yunque, pero Humberto Grieve se los quitó a la fuerza, diciéndole:
Humberto Grieve llevó al salón de clases las cosas de Paco Yunque y se las guardó
en su carpeta. Después, volvió al patio a jugar con Paco Yunque. Le cogió del
pescuezo y le hizo doblar la cintura y ponerse en cuatro manos.
Humberto Grieve se retiró a cierta distancia y desde allí vino corriendo y dio un
salto sobre Paco Yunque, apoyando las manos sobre sus espaldas y dándole una
patada feroz en las posaderas. Volvió a retirarse y volvió a saltar sobre Paco
Yunque, dándole otra patada. Mucho rato estuvo así jugando Humberto Grieve con
Paco Yunque. Le dio como veinte saltos y veinte patadas.
De repente se oyó un llanto. Era Yunque que estaba llorando de las fuertes patadas
del niño Humberto. Entonces salió Paco Fariña del ruedo formado por los otros
niños y se plantó ante Grieve, diciéndole:
y verás!
Los dos hermanos Zumiga abrazaban a Paco Yunque y le decían que ya
también! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zonzo! ¡Cállate! ¡Ya no llores! ¡Ya nos
vamos a ir a nuestras casas!
para que le entregasen sus cuartillas con los ejercicios escritos sobre el tema de los
peces. A medida que el profesor recibía las hojas de los cuadernos, las iba leyendo
y escribía las notas en unos libros.
Pero Paco Yunque no sabía lo que se había hecho la hoja de su cuaderno y, muy
avergonzado, se quedó en silencio y bajó la frente.
Después siguieron los demás entregando sus ejercicios. Cuando el profesor acabó
de verlos todos, entró de repente al salón el Director del Colegio.
— Sí, señor Director –dijo el profesor–. Acaban de hacerlo. La nota más alta la ha
obtenido Humberto Grieve.
ejercicio firmado por Humberto Grieve. Se lo dio al Director, que se quedó viendo
largo rato la cuartilla.
Subió al pupitre y miró severamente a los alumnos. Después les dijo con su voz un
poco ronca pero enérgica:
Todos los niños miraron ansiosamente a Humberto Grieve, que salió pavoneándose
a pararse muy derecho y orgulloso delante del pupitre del profesor. El Director le
dio la mano diciéndole:
— Muy bien, Humberto Grieve. Lo felicito. Así deben ser los niños. Muy bien.
— Todos ustedes deben hacer lo mismo que Humberto Grieve. Deben ser buenos
alumnos como él. Deben estudiar y ser aplicados como él. Deben ser serios,
formales y buenos niños como él. Y si así lo hacen, recibirá cada uno un premio al
fin de año y sus nombres serán también inscritos en el Cuadro de Honor del
Colegio, como el de Humberto Grieve. A ver si la semana que viene, hay otro
alumno que dé una buena clase y haga un buen ejercicio como el que ha hecho hoy
Humberto Grieve. Así lo espero.
20
Se quedó el Director callado un rato. Todos los alumnos estaban pensativos y
miraban a Humberto Grieve con admiración. ¡Qué rico Grieve! ¡Qué buen
ejercicio ha escrito! ¡Ése si que era bueno! ¡Era el mejor alumno de todos!
¡Llegando tarde y todo! ¡Y pegándoles a todos! ¡Pero ya lo estaban viendo! ¡Le
había dado la mano al Director! ¡Humberto Grieve, el mejor de todos los del
primer año
El Director se despidió del profesor, hizo una venia a los alumnos, que se pararon
para despedirlo, y salió.
Humberto Grieve, muy alegre, volvió a su carpeta. Al pasar junto a Paco Fariña, le
echó la lengua.
mi tablero! ¡Tiene torres negras! ¡Déjalo! ¡Yo te regalo mi tablero! ¡No seas
zonzo! ¡Ya no llores!
21
Niños de Santiago de Chuco, la patria de César Vallejo
22
LOS DOS SORAS
Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y
altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras
poblaciones civilizadas de Perú.
En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron
toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que
iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar.
Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que
se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados
rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el
suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado,
calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo
blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas... Los dos seres palpitaban de
jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que
nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible.
Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de
la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las
numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza.
No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al
acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aún con los
transeúntes.
—¿Qué cosa? –exclamaban las gentes—. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos
animales.
—¿Quiénes son?
—Son salvajes del Amazonas.
—Son dos criminales, escapados de una cárcel.
—Son curanderos del mal del sueño.
—Son dos brujos.
—Son descendientes de los Incas.
23
Los niños empezaron a seguirles.
—Mamá —referían los pequeños con asombro—, tienen unos brazos
—Imbéciles. ¿De qué se ríen? Blasfemos. Oye –le dijo a uno de los pequeños–, ¿de
qué te ríes, animal?
24
El niño no supo qué responder. El hombre le cogió por un brazo y se lo oprimió
brutalmente, rechinando los dientes de rabia, hasta hacerle crujir los huesos. A la
puerta de la iglesia se formó un tumulto popular contra Juncio y Analquer.
—Se han reído —exclamaba iracundo el pueblo—. Se han reído en el templo. Eso
es insoportable. Una blasfemia sin nombre...
25
26
EL VENCEDOR
Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la
salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de
muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un
redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos
niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente
vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y
enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos
pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:
partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo
puntapiés, llantos, risotadas.
A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora.
Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:
27
Se hizo un orden frágil. La gritería y la confusión renacieron. Pero se oyó una voz
amenazadora:
gallos.
Juncos era el niño descalzo. Esperaba en guardia, encendido y jadeante.
Más bien escueto y cetrino y de sabroso genio pendenciero. Sus pies desnudos
mostraban los talones rajados. El pantalón de bayeta blanca, andrajoso y
desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, le descendía hasta los tobillos. Tocaba
su cabeza alborotada un grueso e informe sombrero de lana. Reía como si le
hiciesen cosquillas. Las apuestas en su favor crecían. Por Cancio, en cambio, las
apuestas eran menores. Era este un niño decente, hijo de buena familia. Se mordía
el labio superior con altivez y cólera de adulto. Tenía zapatos nuevos.
—Déjalo. No te metas.
—¡Y por qué le pega a Cancio! -me respondió, poniéndose aun más colorado. Bajó
luego los ojos como avergonzado.
puñada, asestada con limpieza verdaderamente natural, hizo dar una vuelta a la
cabeza contraria, obligando a Juncos a rematar su círculo nervioso, poniéndose de
manos, a ciegas, contra el cerco de los suyos. Entonces sucedió una cosa
truculenta. Un niño más grande que Cancio saltó del redondel y le pegó a este y un
segundo muchacho, mayor aun que ambos, le pegó al intruso, defendiendo a
Cancio. Durante unos segundos, la confusión fue inextricable, unos defendiendo a
otros y aquellos a estos, hasta que volvió a oírse estas palabras de alerta, que
pusieron fin al caos y a los golpes:
Juncos estaba muy castigado y parecía que iba a doblar pico. El humilde granuja,
al principio tan dueño de sí mismo, tenía el pabellón de una oreja ensangrentado y
encendido, a semejanza de una cresta de gallo. Un instante miró a la multitud y sus
ojos se humedecieron. El verle, trajeado de harapos, con su sombrerito de payaso,
el desgarrón de la rodilla y sus pequeños pies desnudos, que no sé cómo escapaban
a las pisadas del otro, me dolió el corazón. Al reanudarse la pelea, di una vuelta y
me pasé a los suyos.
arañado cuello palideció ligeramente. Entonces le di la voz con todas mis fuerzas:
El grupo de pequeños avanzaba, de vuelta a la aldea, entre las pencas del camino.
Hablaban poco y a media voz, con una entonación adolorida. Hasta juncos, el
propio vencedor, estaba triste. Se apartó de todos y fue a sentarse en un poyo del
sendero. Nadie le hizo caso. Le veían de lejos, con
Juncos no respondió. Hundió su sombrero hasta las cejas y así ocultó el rostro.
—Vámonos, Juncos.
Leonidas se inclinó a verle. Juncos estaba llorando.
—Está llorando -dijo Leonidas. Le arregló el estropeado sombrero y le
asentó el pelo, por sobre la oreja, donde la sangre aparecía coagulada y renegrida.
30