Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 30

CESAR VALLEJO

https://biblioteca.isauroarancibia.org.ar/wp-content/uploads/2020/09/40-
CESAR_VALLEJO_PACO_YUNQUE_Y_OTROS_CUENTO.pdf

1
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
César Abraham Vallejo Mendoza nació en Santiago de Chuco, departamento de La
Libertad, Perú, en marzo de 1892 y murió en París, Francia, en 1938. Fue el último
de doce hermanos. En 1910 se traslada a la ciudad de Trujillo, donde se inscribe en
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Libertad. Al año siguiente
se traslada a Lima, con la intención de estudiar medicina, pero abandona la carrera.

En 1912, luego de haber pasado unos meses en Huánuco trabajando como


preceptor de los hijos de un hacendado, ingresa como ayudante de cajero en la
hacienda Roma. En 1913 retorna a Trujillo y se inscribe nuevamente en la Facultad
de Filosofía y Letras; además, consigue un puesto en el Centro Escolar de Varones
de dicha ciudad. Para entonces publica sus primeros poemas, de corte didáctico, en
el boletín de esa escuela.

En 1915 inicia su tercer año en la Facultad de Letras y el primero en la de Derecho


y se incorpora a la plana docente del Colegio Nacional de San Juan. Ese año
sustenta su tesis "El romanticismo en la poesía castellana" para optar el grado de
bachiller. Desde entonces, estrecha sus vínculos con un grupo de intelectuales entre
los que destacan Antenor Orrego, Alcides Spelucín, Eulogio Garrido y Víctor Raúl
Haya de la Torre, el fundador del APRA.

A partir de 1916, Vallejo publica artículos en los diarios "La Reforma" y "La
Industria". Ese año publicaría el poema "Aldeana" en la revista limeña
"Balnearios". Sin embargo, en 1917, al intentar

publicar en "Variedades", revista a la que sometió el poema "El poeta a su amada"


recibió durísimas críticas.

En 1917 retorna a Lima, donde toma contacto con otros escritores, como
Valdelomar, Eguren y González Prada. Los heraldos negros, su primera
colección de poemas, estaba lista para publicarse en 1918, pero la espera del
prólogo de Valdelomar retardó la edición. Finalmente se publicaría, sin el mentado
prólogo, en 1919. El libro tuvo una recepción entusiasta.

Entre 1919 y 1920 Vallejo ingresa como profesor al colegio Nuestra Señora de
Guadalupe. En 1920, al volver de visita a Trujillo e intentar participar como
mediador en un conflicto social, se ve involucrado injustamente y es encarcelado
durante 112 días. En noviembre de 1921 Vallejo gana el concurso de cuento de
Entre Nous con "Más allá de la vida y la muerte" y el premio le permite financiar,

2
en 1923, la edición de Trilce, su segundo libro de poemas, muchos de ellos escritos
durante su estancia en la cárcel de Trujillo.

La recepción de Trilce fue distinta a la de su primer poemario. Aunque ganó


algunos elogios, la mayoría de notas dejaban entrever cierta perplejidad ante la
audacia expresiva de Vallejo. El mismo año que su enigmático Trilce —obra clave
para entender el tránsito hacia la modernidad en la poesía peruana—, el poeta
publica el conjunto de relatos Escalas y la novela breve Fabla salvaje.

1923 es también el año de su viaje a Europa, un viaje que, como sabemos, no tuvo
retorno. En junio de ese año llega a París. Sus primeros meses fueron de extrema
escasez material, que iría paliando con su trabajo como traductor y corresponsal,
que daría como fruto una fecunda obra periodística a través de sus colaboraciones
para "Mundial", "El Norte" y "El Comercio", entre otros medios. En París, por otro
lado, Vallejo desarrollaría una vida intelectual intensa, relacionándose con muchos
artistas e intelectuales que, como él, vivían en esos años en la "Ciudad Luz". Allí
conocería también a Georgette, quien seria finalmente su esposa.

Abocado entre otras cosas al estudio del marxismo, Vallejo hizo en total tres viajes
a la Unión Soviética, frutos de los cuales serian sus libros Rusia en 1931 y Rusia
ante el II Plan Quinquenal. A raíz de

estos viajes, Vallejo sería señalado por la policía francesa como indeseable, lo que
determinó en 1930 su expulsión de Francia, dándole plazo hasta el 29 de enero de
1931 para abandonar el país. Un mes antes de cumplirse el plazo, Vallejo llega a
Madrid. Ese mismo año publica la novela El tungsteno.

El estallido de la Guerra Civil Española, en 1936, encuentra a Vallejo nuevamente


en París, haciendo frente a necesidades económicas cada vez más apremiantes.
Toma partido por los republicanos y ofrece su libro España, aparta de mí este
cáliz como contribución a la causa. Muere en París, en 1938, dejando inédita una
significativa parte de su obra.

3
CUENTOS Pág.

1. PACO YUNQUE 5

2. LOS SORAS 23

3. EL VENCEDOR 27

4
PACO YUNQUE
Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban
jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue
adelantándose al centro del patio, con su libro primero, su cuaderno y su lápiz.
Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que veía a un colegio; nunca
había visto a tantos niños juntos.

Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco, cada vez más tímido,
se pegó a la pared, y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué
desenvueltos! Como si estuviesen en su casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta
reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo.

Paco estaba también atolondrado porque en el campo no oyó nunca sonar tantas
voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después otro,
después otro y después otro. A veces, oyó hablar hasta cuatro o cinco personas
juntas. Era su padre, su madre, don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Eso no era
ya voz de personas sino otro ruido. Muy diferente. Y ahora sí que esto del colegio
era una bulla fuerte, de muchos. Paco estaba asordado.

Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño más chico,
medio ronco y con blusa azul, también le hablaba. De diversos grupos se separaban
los alumnos y venían a ver a Paco, haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no
podía oír nada por la gritería de los demás. Un niño trigueño, cara redonda y con
una chaqueta verde muy ceñida en la cintura agarró a Paco por un brazo y quiso
arrastrarlo. Pero Paco no se dejó. El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo
jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colorado.

En ese momento sonó la campana, y todos entraron a los salones de clase.

Dos niños –los hermanos Zumiga– tomaron de una y otra mano a Paco y le
condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso seguirlos al principio, pero luego
obedeció, porque vio que todos hacían lo mismo. Al entrar al salón se puso pálido.
Todo quedó repentinamente en silencio y este silencio le dio miedo a Paco. Los
Zumiga le estaban jalando, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuando
de pronto le soltaron y lo dejaron solo.

El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada a
la altura de la sien, saludando en silencio y muy erguidos.

5
Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su lápiz, se había quedado parado en medio
del salón, entre las primeras carpetas de los alumnos y el pupitre del profesor. Un
remolino se le hacía en la cabeza. Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños.
Vocerío. Silencio. Una tracalada de sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el
colegio. Quería llorar. El profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una
de las carpetas delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le
preguntó:

— ¿Cómo se llama Ud.?


Con voz temblorosa, Paco muy bajito:
— Paco.
— ¿Y su apellido? Diga usted todo su nombre.
— PacoYunque.
— Muy bien.
El profesor volvió a su pupitre y, después de echar una mirada muy seria

sobre todos los alumnos, dijo con voz militar:


— ¡Siéntense!
Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos ya estaban sentados.
El profesor también se sentó y durante unos momentos escribió en unos

libros. Paco Yunque tenía aún en la mano su libro, su cuaderno y su lápiz. Su


compañero de carpeta le dijo:

— Pon tus cosas, como yo, en la carpeta.

Paco Yunque seguía muy aturdido y no le hizo caso. Su compañero le quitó


entonces sus libros y los puso en la carpeta. Después, le dijo alegremente:

— Yo también me llamo Paco, Paco Fariña. No tengas pena. Vamos a jugar con mi
tablero. Tiene torres negras. Me lo ha comprado mi tía Susana. ¿Dónde está tu
familia, la tuya?

Paco Yunque no respondía nada. Este otro Paco le molestaba. Como éste eran
seguramente todos los demás niños: habladores, contentos y no les daba miedo el
colegio. ¿Por qué eran así? Y él, Paco Yunque, ¿por qué tenía tanto miedo? Miraba
a hurtadillas al profesor, al pupitre, al muro que había detrás del profesor y al
techo. También miró de reojo, a través de la ventana, al patio, que estaba ahora
abandonado y en silencio. El sol brillaba afuera. De cuando en cuando, llegaban
voces de otros salones de clase y ruidos de carretas que pasaban por la calle.

6
¡Qué cosa extraña era estar en el colegio! Paco Yunque empezaba a volver un poco
de su aturdimiento. Pensó en su casa y en su mamá. Le preguntó a Paco Fariña:

— ¿A qué hora nos iremos a nuestras casas? — A las once. ¿Dónde está tu casa?
— Por allá.
— ¿Está lejos?

— Si... No...

Paco Yunque no sabía en qué calle estaba su casa, porque acababan de traerlo,
hacía pocos días, del campo y no conocía la ciudad.

Sonaron unos pasos de carrera en el patio, apareció en la puerta del salón,


Humberto, el hijo del señor Dorian Grieve, un inglés, patrón de los Yunque,
gerente de los ferrocarriles de la Peruvian Corporation y alcalde del pueblo.
Precisamente a Paco le habían hecho venir del campo para que acompañase al
colegio a Humberto y para que jugara con él, pues ambos tenían la misma edad.
Sólo que Humberto acostumbraba venir tarde al colegio y esta vez, por ser la
primera, la señora Grieve le había dicho a la madre de Paco:

— Lleve usted ya a Paco al colegio. No sirve que llegue tarde el primer día. Desde
mañana esperará a que Humberto se levante y los llevará juntos a los dos.

El profesor, al ver a Humberto Grieve, le dijo: — ¿Hoy otra vez tarde?


Humberto con gran desenfado, respondió:
— Que me he quedado dormido.

— Bueno –dijo el profesor–. Que esta sea la última vez. Pase a sentarse.

Humberto Grieve buscó con la mirada donde estaba Paco Yunque. Al dar con él, se
le acercó y le dijo imperiosamente:

— Ven a mi carpeta conmigo.


Paco Fariña le dijo a Humberto Grieve:
— No. Porque el señor lo ha puesto aquí.
— ¿Y a ti qué te importa? –le increpó Grieve violentamente, arrastrando

a Yunque por un brazo a su carpeta.


— ¡Señor! –gritó entonces Fariña–, Grieve se está llevando a Paco

Yunque a su carpeta.
El profesor cesó de escribir y preguntó con voz enérgica:
7
— ¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí?
Fariña volvió a decir:
— Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco Yunque.
Humberto Grieve, instalado ya en su carpeta con paco Yunque, le dijo al

profesor:

— Sí, señor. Porque Paco Yunque es mi muchacho. Por eso.


El profesor lo sabía esto perfectamente y le dijo a Humberto Grieve:
— Muy bien. Pero yo lo he colocado con Paco Fariña, para que atienda mejor las
explicaciones. Déjelo que vuela a su sitio.
Todos los alumnos miraban en silencio al profesor, a Humberto Grieve y

a Paco Yunque.
Fariña fue y tomó a Paco Yunque por la mano y quiso volverlo a traer a

su carpeta, pero Grieve tomó a Paco Yunque por el otro brazo y no lo dejó
moverse.

El profesor le dijo otra vez a Grieve:


— ¡Grieve! ¿Qué es esto?
Humberto Grieve, colorado de cólera, dijo:
— No, señor. Yo quiero que Yunque se quede conmigo. — Déjelo, le he dicho.

— No, señor.
— ¿Cómo?
— No.
El profesor estaba indignado y repetía, amenazador: — ¡Grieve! ¡Grieve!

Humberto Grieve tenía bajo los ojos y sujetaba fuertemente por el brazo a Paco
Yunque, el cual estaba aturdido y se dejaba jalar como un trapo por Fariña y por
Grieve. Paco yunque tenía ahora más miedo a Humberto Grieve que al profesor,
que a todos los demás niños y que al colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía
miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué este Humberto Grieve solía pegarle a Paco
Yunque?

El profesor se acercó a Paco Yunque, le tomó por el brazo y le condujo a la carpeta


de Fariña. Grieve se puso a llorar, pataleando furiosamente su banco.

De nuevo se oyeron pasos en el patio y otro alumno, Antonio Gesdres, – hijo de un


albañil–, apareció a la puerta del salón. El profesor le dijo:

8
— ¿Por qué llega usted tarde?
— Porque fui a comprar pan para el desayuno.
— ¿Y por qué no fue usted más temprano?
— Porque estuve alzando a mi hermanito y mamá está enferma y papá se fue al
trabajo.
— Bueno –dijo el profesor, muy serio–. Párese ahí... Y, además, tiene

usted una hora de reclusión.


Le señaló un rincón, cerca de la pizarra de ejercicios. Paco Fariña, se levantó
entonces y dijo:
— Grieve también ha llegado tarde, señor.

— Miente, señor –respondió rápidamente Humberto Grieve–. No he llegado tarde.

Todos los alumnos dijeron en coro:


— ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Grieve ha llegado tarde!
— ¡Psch! ¡Silencio! –dijo malhumorado el profesor y todos los niños se

callaron.
El profesor se paseaba pensativo. Fariña le decía a Yunque en secreto:
— Grieve ha llegado tarde y no lo castigan. Porque su papá tiene plata.

Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa? ¿Cierto que eres su muchacho?

Yunque respondió:
— Yo vivo con mi mamá.
— ¿En la casa de Humberto Grieve?
— Es una casa muy bonita. Ahí está la patrona y el patrón. Ahí está mi

mamá. Yo estoy con mi mamá.


Humberto Grieve, desde su banco del otro lado del salón, miraba con

cólera a Paco Yunque y le enseñaba los puños, porque se dejó llevar a la carpeta de
Paco Fariña.

Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría otra vez el niño Humberto, porque no
se quedó con él, en su carpeta. Cuando saldrían del colegio, el niño Humberto le
daría un empujón en el pecho y una patada en la pierna. El niño Humberto era
malo y pegaba pronto, a cada rato. En la calle. En el corredor también. Y en la
escalera. Y también en la cocina, delante de su mamá y delante de la patrona.
Ahora le va a pegar, porque le estaba enseñando los puñetes y le miraba con ojos
blancos. Yunque le dijo a Fariña:
9
— Me voy a la carpeta del niño Humberto.
Y paco Fariña le decía:
— No vayas. No seas zonzo. El señor te va a castigar.
Fariña volteó a ver a Grieve y este Grieve le enseñó también a él los

puños, refunfuñando no sé qué cosas, a escondidas del profesor.


— ¡Señor! –gritó Fariña– Ahí, ese Grieve me está enseñando los

puñetes.
El profesor dijo:
— ¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!... ¡Vamos a ver!... Vamos a hablar hoy de los

peces, y después, vamos a hacer todos un ejercicio escrito en una hoja de los
cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero ver quién hace mejor
ejercicio, para que su nombre sea escrito en el Cuaderno de Honor del Colegio,
como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo
mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo

mismo. Hay que atender bien a la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a
escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien?

Los alumnos respondieron en coro:


— Sí señor.
— Muy bien –dijo el profesor–. Vamos a ver. Vamos a hablar ahora de

los peces.
Varios niños quisieron hablar. El profesor le dijo a uno de los Zumiga

que hablase.
— Señor –dijo Zumiga–: Había en la playa mucha arena. Un día nos

metimos entre la arena y encontramos un pez medio vivo y lo llevamos a mi casa.


Pero se murió en el camino...

Humberto Grieve dijo:

— Señor: yo he cogido muchos peces y los he llevado a mi casa y los he soltado en


mi salón y no se mueren nunca.

El profesor preguntó:
— Pero... ¿los deja usted en alguna vasija con agua?
— No señor. Están sueltos, entre los muebles.
10
Todos los niños se echaron a reír.
Un chico, flacucho y pálido, dijo:
— Mentira, señor. Porque el pez se muere pronto, cuando lo sacan del

agua.
— No, señor –decía Humberto Grieve–. Porque en mi salón no se

mueren. Porque mi salón es muy elegante. Porque mi papá me dijo que trajera
peces y que podía dejarlos sueltos entre las sillas.

Paco Fariña se moría de risa. Los Zumiga también. El chico rubio y gordo, de
chaqueta blanca, y el otro cara redonda y chaqueta verde, se reían ruidosamente.
¡Qué Grieve tan divertido! ¡Los peces en su salón! ¡Entre los muebles! ¡Como si
fuesen pájaros! Era una gran mentira lo que contaba Grieve. Todos los chicos
exclamaban a la vez reventando de risa:

— Ja! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Miente, señor! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Mentira! ¡Mentira!

Humberto Grieve se enojó porque no le creían lo que contaba. Todos se burlaban


de lo que había dicho. Pero Grieve recordaba que trajo dos peces a su casa y los
soltó en el salón y ahí estuvieron muchos días. Los movió y se movían. No estaba
seguro si vivieron muchos días o murieron pronto. Grieve, de todos modos, quería
que le creyeran lo que decía. En medio de las risas de todos, le dijo a uno de los
Zumiga:

— ¡Claro! Porque mi papá tiene mucha plata. Y me ha dicho que va a hacer llevar
a mi casa a todos los peces del mar. Para mí. Para que juegue con ellos en mi salón
grande.

El profesor dijo en alta voz:

— ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Silencio! Grieve no se acuerda bien, seguramente. Porque los


peces mueren cuando...

Los niños añadieron en coro:


— ...se les saca del agua.
— Eso es –dijo el profesor. El niño flacucho y pálido dijo:
— Porque los peces tienen sus mamás en el agua y sacándolos, se

quedan sin mamás.


— ¡No, no, no! –dijo el profesor–. Los peces mueren fuera del agua,

11
porque no pueden respirar. Ellos toman el aire que hay en el agua, y cuando salen,
no pueden absorber el aire que hay afuera.

— Porque ya están como muertos –dijo un niño.


Humberto Grieve dijo:
— Mi papá puede darles aire en mi casa, porque tiene bastante plata

para comprar todo.


El chico vestido de verde dijo:
— Mi papá también tiene plata.
— Mi papá también –dijo otro chico.
Todos los niños dijeron que sus papás tenían mucho dinero. Paco Yunque

no decía nada y estaba pensando en los peces que morían fuera del agua. Fariña le
dijo a Paco Yunque:
— Y tú, ¿tu papá no tiene plata?
Paco Yunque reflexionó y se acordó haberle visto una vez a su mamá con

unas pesetas en la mano. Yunque dijo a fariña: — Mi mamá tiene también mucha
plata. — ¿Cuánto? –le preguntó Fariña.
— Como cuatro pesetas.

Fariña dijo al profesor en voz alta:


— Paco Yunque dice que su mamá tiene también mucha plata.
— ¡Mentira, señor! –respondió Humberto Grieve– Paco Yunque miente,

porque su mamá es la sirvienta de mi mamá y no tiene nada.


El profesor tomó la tiza y escribió en la pizarra dando la espalda a los

niños.
Humberto Grieve, aprovechando de que no le veía el profesor, dio un

salto y le jaló de los pelos a Yunque, volviéndose a la carrera a su carpeta. Yunque


se puso a llorar.

— ¿Qué es eso? –dijo el profesor, volviéndose a ver lo que pasaba. Paco Fariña,
dijo:

 —  Grieve le ha tirado de los pelos, señor.


 —  No, señor –dijo Grieve–. Yo no he sido. Yo no me he movido de mi

sitio.
12
— ¡Bueno, bueno! –dijo el profesor–. ¡Silencio! ¡Cállese Paco Yunque! ¡Silencio!

Siguió escribiendo en la pizarra; y después preguntó a Grieve:


— Si se le saca del agua, ¿qué sucede con el pez?
— Va a vivir en mi salón –contestó Grieve.
Otra vez se reían de Grieve los niños. Este Grieve no sabía nada. No

pensaba más que en su casa y en su salón y en su papá y en su plata. Siempre


estaba diciendo tonterías.

— Vamos a ver, usted, Paco Yunque –dijo el profesor– ¿Qué pasa con el pez, si se
le saca del agua?

Paco Yunque, medio llorando todavía por el jalón de los pelos que le dio Grieve,
repitió de una tirada lo que dijo el profesor:

— Los peces mueren fuera del agua porque les falta aire.

— ¡Eso es! –decía el profesor-. Muy bien. Volvió a escribir en la pizarra.

Humberto Grieve aprovechó otra vez de que no podía verle el profesor y fue a
darle un puñetazo a Paco Fariña en la boca y regresó de un salto a su carpeta.
Fariña, en vez de llorar como Paco Yunque, dijo a grandes voces al profesor:

— ¡Señor! ¡Acaba de pegarme Humberto Grieve!


— ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! –decían todos los niños a la vez.
Una bulla tremenda había en el salón.
El profesor dio un puñetazo en su pupitre y dijo:
— ¡Silencio!
El salón se sumió en un silencio completo y cada alumno estaba en su

carpeta, serio y derecho, mirando ansiosamente al profesor. ¡Las cosas de este


Humberto Grieve! ¡Ya ven lo que estaba pasando por su cuenta! ¡Ahora habrá que
ver lo que va a hacer el profesor, que estaba colorado de cólera! ¡Y todo por culpa
de Humberto Grieve!

— ¿Qué desorden es ése? –preguntó el profesor a Paco Fariña.


Paco Fariña, con los ojos brillantes de rabia, decía:
— Humberto Grieve me ha pegado un puñetazo en la cara, sin que yo le

haga nada.
— ¿Verdad, Grieve?
13
— No, señor –dijo Humberto Grieve-. Yo no le he pegado.
El profesor miró a todos los alumnos sin saber a qué atenerse. ¿Quién de

los dos decía la verdad? ¿Fariña o Grieve?


— ¿Quién lo ha visto? –preguntó el profesor a Fariña.
— ¡Todos, señor! Paco Yunque también lo ha visto.
— ¿Es verdad lo que dice Paco Fariña? –le preguntó el profesor a

Yunque.

Paco Yunque miró a Humberto Grieve y no se atrevió a responder, porque si decía


sí, el niño Humberto le pegaría a la salida. Yunque no dijo nada y bajó la cabeza.

Fariña dijo:

— Yunque no dice nada, señor, porque Humberto Grieve le pega, porque es su


muchacho y vive en su casa.

El profesor preguntó a los otros alumnos:


— ¿Quién otro ha visto lo que dice Fariña?
— ¡Yo, señor! ¡Yo, señor! ¡Yo, señor! El profesor volvió a preguntar a

Grieve:
— ¿Entonces, es cierto, Grieve, que le ha pegado usted a Fariña?
— ¡No, señor! Yo no le he pegado.
— Cuidado con mentir Grieve. ¡Un niño decente como usted, no debe

mentir!
— No, señor. Yo no le he pegado.
— Bueno. Yo creo en lo que usted dice. Yo sé que usted no miente

nunca. Bueno. Pero tenga usted mucho cuidado en adelante.


El profesor se puso a pasear, pensativo, y todos los alumnos seguían

circunspectos y derechos en sus bancos.


Paco Fariña gruñía a media voz y como queriendo llorar:
— No le castigan, porque su papá es rico. Le voy a decir a mi mamá.
El profesor le oyó y se plantó enojado delante de Fariña y le dijo en alta

voz:
— ¿Qué está usted diciendo? Humberto Grieve es un buen alumno. No

14
miente nunca. No molesta a nadie. Por eso no le castigo. Aquí todos los niños son
iguales, los hijos de ricos y los hijos de pobres. Yo los castigo aunque sean hijos de
ricos. Como usted vuelva a decir lo que está diciendo del padre de Grieve, le
pondré dos horas de reclusión. ¿Me ha oído usted?

Paco Fariña estaba agachado. Paco Yunque también. Los dos sabían que era
Humberto Grieve quien les había pegado y que era un gran mentiroso.

El profesor fue a la pizarra y siguió escribiendo.

 —  ¿Por qué no le dijiste al señor que me ha pegado Humberto Grieve?


 —  Porque el niño Humberto me pega.
 —  Y, ¿por qué no se lo dices a tu mamá?
 —  Porque si le digo a mi mamá, también me pega y la patrona se enoja.
Mientras el profesor escribía en la pizarra, Humberto Grieve se puso a

llenar de dibujos su cuaderno.


Paco Yunque estaba pensando en su mamá. Después se acordó de la

patrona y del niño Humberto. ¿Le pegarían al volver a la casa? Yunque


miraba a los otros niños y éstos no le pegaban a Yunque ni a Fariña, ni a
nadie. Tampoco le querían agarrar a Yunque en las otras carpetas, como

quiso hacerlo el niño Humberto. ¿Por qué el niño Humberto era así con él? Yunque
se lo diría ahora a su mamá y si el niño Humberto le pegaba, se lo diría al profesor.
Pero el profesor no le hacía nada al niño Humberto. Entonces, se lo diría a Paco
Fariña. Le preguntó a Paco Fariña:

— ¿A ti también te pega el niño Humberto?

— ¿Amí? ¡Qué me va a pegar a mí! Le pego un puñetazo en el hocico y le hecho


sangre. ¡Vas a ver! ¡Como me haga alguna cosa! ¡Déjalo y verás! ¡Y se lo diré a mi
mamá! ¡Y vendrá mi papá y le pegará a Grieve y a su papá también, y a todos!

Paco Yunque le oía asustado a Paco Fariña lo que decía. ¿Cierto sería que le
pegaría al niño Humberto? ¿Y que su papá vendría a pegarle al señor Grieve? Paco
Yunque no quería creerlo, porque al niño Humberto no le pegaba nadie. Si Fariña
le pegaba, vendría el patrón y le pegaría a Fariña y también al papá de Fariña. Le
pegaría el patrón a todos. Porque todos le tenían miedo. Porque el señor Grieve
hablaba muy serio y estaba mandando siempre. Y venían a su casa señores y
señoras que le tenían mucho miedo y obedecían siempre al patrón y a la patrona.
En buena cuenta, el señor Grieve podía más que el profesor y más que todos.
15
Paco Yunque miró al profesor que escribía en la pizarra. ¿Quién era el profesor?
¿Por qué era tan serio y daba tanto miedo? Yunque seguía mirándolo. No era el
profesor igual a su papá ni al señor Grieve. Más bien se parecía a otros señores que
venían a la casa y hablaban con el patrón. Tenían un pescuezo colorado y su nariz
parecía moco de pavo. Sus zapatos hacían risss-risssrisss-risss, cuando caminaba
mucho.

Yunque empezó a fastidiarse. ¿A qué hora se iría a su casa? Pero el niño Humberto
le iba a pegar a la salida del colegio. Y la mamá de Paco Yunque le diría al niño
Humberto: “No, niño. No le pegue usted a Paquito. No sea tan malo”. Y nada más
le diría. Pero Paco tendría colorada la pierna de la patada del niño Humberto. Y
Paco se pondría a llorar. Porque al niño Humberto nadie le hacía nada. Y porque el
patrón y la patrona le querían mucho al niño Humberto, y Paco Yunque tenía pena
porque el niño Humberto le pegaba mucho. Todos, todos, todos le tenían miedo al
niño Humberto y a sus papás. Todos. Todos. Todos. El profesor también. La
cocinera, su hija. La mamá de Paco. El Venancio con su mandil. La María que lava
las bacinicas. Quebró ayer una bacinica en tres pedazos grandes. ¿Le pegaría
también el patrón al papá de Paco Yunque? Qué cosa fea era esto del patrón y del
niño Humberto. Paco Yunque quería llorar. ¿A qué hora acabaría de escribir el
profesor en la pizarra?

— ¡Bueno! –dijo el profesor, cesando de escribir–. Ahí está el ejercicio escrito.


Ahora, todos sacan sus cuadernos y copian lo que hay en la pizarra. Hay que
copiarlo exactamente igual.

— ¿En nuestros cuadernos? –preguntó tímidamente Paco Yunque.

— Sí, en sus cuadernos –le respondió el profesor– ¿Usted sabe escribir un poco?

— Sí, señor. Porque mi papá me enseñó en el campo.


— Muy bien. Entonces, todos a copiar.
Los niños sacaron sus cuadernos y se pusieron a copiar el ejercicio que

el profesor había escrito en la pizarra.


— No hay que apurarse –decía el profesor–. Hay que escribir poco a

poco, para no equivocarse.


Humberto Grieve preguntó:
— ¿Es, señor, el ejercicio escrito de los peces?
— Sí. A copiar todo el mundo.
El salón se sumió en el silencio. No se oía sino el ruido de los lápices. El

16
profesor se sentó a su pupitre y también se puso a escribir en unos libros.
Humberto Grieve, en vez de copiar su ejercicio, se puso otra vez a hacer dibujos en
su cuaderno. Lo llenó completamente de dibujos de peces, de

muñecos y de cuadritos. En la última página dibujó estas figuras1:

Al cabo de un rato, el profesor se paró y preguntó:


— ¿Ya terminaron?
— Bueno –dijo el profesor–. Pongan al pie sus nombres bien claros.
En ese momento sonó la campana del recreo.
Una gran algazara volvieron a hacer los niños y salieron corriendo al

patio.
Paco Yunque había copiado su ejercicio muy bien y salió al recreo con su

libro, su cuaderno y su lápiz.


1
“Como puede verse, el niño más grande (quien en la sociedad capitalista representa al más poderoso)
jala la oreja de otro menor, y a través de éste a todos los que siguen. El segundo niño, a su vez, hace lo
mismo; y así también los otros, menos el último, el más pequeño y más débil (que es, en la sociedad
capitalista, el ser más miserable e indefenso). Mientras el más grande abusa de todos sin que a él nadie le
haga nada, el más pequeño no tiene ya a quien tirarle la oreja y sufre toda la cadena de abusos, todas las
amarguras.” (Georgette de Vallejo)

Ya en el patio, vino Humberto Grieve y agarró a Paco Yunque por un brazo,


diciéndole con cólera:

— Ven para jugar al melo.

Lo echo de un empellón al medio y le hizo derribar su libro, su cuaderno y su lápiz.

Yunque hacía lo que le ordenaba Grieve, pero estaba colorado y avergonzado de


que los otros niños viesen cómo lo zarandeaba el niño Humberto. Yunque quería
llorar.

17
Paco Fariña, los dos Zumigas y otros niños rodeaban a Humberto Grieve y a Paco
Yunque. El niño flacucho y pálido recogió el libro, el cuaderno y el lápiz de
Yunque, pero Humberto Grieve se los quitó a la fuerza, diciéndole:

— ¡Déjalos! ¡No te metas! Porque Paco Yunque es mi muchacho.

Humberto Grieve llevó al salón de clases las cosas de Paco Yunque y se las guardó
en su carpeta. Después, volvió al patio a jugar con Paco Yunque. Le cogió del
pescuezo y le hizo doblar la cintura y ponerse en cuatro manos.

— Estate quieto así –le ordenó imperiosamente–. No te muevas hasta que yo te


diga.

Humberto Grieve se retiró a cierta distancia y desde allí vino corriendo y dio un
salto sobre Paco Yunque, apoyando las manos sobre sus espaldas y dándole una
patada feroz en las posaderas. Volvió a retirarse y volvió a saltar sobre Paco
Yunque, dándole otra patada. Mucho rato estuvo así jugando Humberto Grieve con
Paco Yunque. Le dio como veinte saltos y veinte patadas.

De repente se oyó un llanto. Era Yunque que estaba llorando de las fuertes patadas
del niño Humberto. Entonces salió Paco Fariña del ruedo formado por los otros
niños y se plantó ante Grieve, diciéndole:

— ¡No! ¡No te dejo que saltes sobre Paco Yunque!


Humberto Grieve le respondió amenazándole:
— ¡Oye! ¡Oye! ¡Paco Fariña! ¡Paco Fariña! ¡Te voy a dar un puñetazo! Pero
Fariña no se movía y estaba tieso delante de Grieve y le decía:
— ¡Porque es tu muchacho le pegas y lo saltas y lo haces llorar! ¡Sáltalo

y verás!
Los dos hermanos Zumiga abrazaban a Paco Yunque y le decían que ya

no llorase y le consolaban diciéndole:


— ¿Por qué te dejas saltar así y dar de patadas? ¡Pégale! ¡Sáltalo tú

también! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zonzo! ¡Cállate! ¡Ya no llores! ¡Ya nos
vamos a ir a nuestras casas!

Paco Yunque estaba siempre llorando y sus lágrimas parecían ahogarle.

Se formó un tumulto de niños en torno a Paco Yunque y otro tumulto en torno a


Humberto Grieve y a Paco Fariña.
18
Grieve le dio un empellón brutal a Fariña y lo derribó al suelo. Vino un alumno
más grande, del segundo año, y defendió a Fariña, dándole a Grieve un puntapié. Y
otro niño del tercer año, más grande que todos, defendió a Grieve dándole una
furiosa trompada al alumno del segundo año. Un buen rato llovieron bofetadas y
patadas entre varios niños. Eso era un enredo.

Sonó la campana y todos los niños volvieron a sus salones de clase.


A Paco Yunque lo llevaron por los brazos los dos hermanos Zumiga.
Una gran gritería había en el salón del primer año, cuando entró el

profesor. Todos se callaron.


El profesor miró a todos muy serios y dijo como un militar:
— ¡Siéntense!
Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados. Entonces el
profesor se sentó en su pupitre y llamó por lista a los niños

para que le entregasen sus cuartillas con los ejercicios escritos sobre el tema de los
peces. A medida que el profesor recibía las hojas de los cuadernos, las iba leyendo
y escribía las notas en unos libros.

Humberto Grieve se acercó a la carpeta de Paco Yunque y le entregó su libro, su


cuaderno y su lápiz. Pero antes había arrancado la hoja del cuaderno en que estaba
el ejercicio de Paco Yunque y puso en ella su firma.

Cuando el profesor dijo: “Humberto Grieve”, Grieve fue y presentó el ejercicio de


Paco Yunque como si fuese suyo.

Y cuando el profesor dijo: “Paco Yunque”, Yunque se puso a buscar en su


cuaderno la hoja en que escribió su ejercicio y no lo encontró.

— ¿La ha perdido usted –le preguntó el profesor– o no la ha hecho usted?

Pero Paco Yunque no sabía lo que se había hecho la hoja de su cuaderno y, muy
avergonzado, se quedó en silencio y bajó la frente.

— Bueno –dijo el profesor, y anotó en unos libros la falta de Paco Yunque.

Después siguieron los demás entregando sus ejercicios. Cuando el profesor acabó
de verlos todos, entró de repente al salón el Director del Colegio.

El profesor y los niños se pusieron de pie respetuosamente. El Director miró como


enojado a los alumnos y dijo en voz alta:
19
— ¡Siéntense!
El Director le preguntó al profesor:
— ¿Ya sabe usted quién es el mejor alumno de su año? ¿Ya han hecho el

ejercicio semanal para calificarlos?

— Sí, señor Director –dijo el profesor–. Acaban de hacerlo. La nota más alta la ha
obtenido Humberto Grieve.

— ¿Dónde está su ejercicio?


— Aquí está, señor Director.
El profesor buscó entre todas las hojas de los alumnos y encontró el

ejercicio firmado por Humberto Grieve. Se lo dio al Director, que se quedó viendo
largo rato la cuartilla.

— Muy bien –dijo el Director, contento.

Subió al pupitre y miró severamente a los alumnos. Después les dijo con su voz un
poco ronca pero enérgica:

— De todos los ejercicios que ustedes han hecho, ahora, el mejor es el de


Humberto Grieve. Así es que el nombre de este niño va a ser inscrito en el Cuadro
de Honor de esta semana, como el mejor alumno del primer año. Salga afuera
Humberto Grieve.

Todos los niños miraron ansiosamente a Humberto Grieve, que salió pavoneándose
a pararse muy derecho y orgulloso delante del pupitre del profesor. El Director le
dio la mano diciéndole:

— Muy bien, Humberto Grieve. Lo felicito. Así deben ser los niños. Muy bien.

Se volvió el Director a los demás alumnos y les dijo:

— Todos ustedes deben hacer lo mismo que Humberto Grieve. Deben ser buenos
alumnos como él. Deben estudiar y ser aplicados como él. Deben ser serios,
formales y buenos niños como él. Y si así lo hacen, recibirá cada uno un premio al
fin de año y sus nombres serán también inscritos en el Cuadro de Honor del
Colegio, como el de Humberto Grieve. A ver si la semana que viene, hay otro
alumno que dé una buena clase y haga un buen ejercicio como el que ha hecho hoy
Humberto Grieve. Así lo espero.

20
Se quedó el Director callado un rato. Todos los alumnos estaban pensativos y
miraban a Humberto Grieve con admiración. ¡Qué rico Grieve! ¡Qué buen
ejercicio ha escrito! ¡Ése si que era bueno! ¡Era el mejor alumno de todos!
¡Llegando tarde y todo! ¡Y pegándoles a todos! ¡Pero ya lo estaban viendo! ¡Le
había dado la mano al Director! ¡Humberto Grieve, el mejor de todos los del
primer año

El Director se despidió del profesor, hizo una venia a los alumnos, que se pararon
para despedirlo, y salió.

El profesor dijo después:


— ¡Siéntense!
Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados. El profesor
ordenó a Grieve:
— Váyase a su asiento.

Humberto Grieve, muy alegre, volvió a su carpeta. Al pasar junto a Paco Fariña, le
echó la lengua.

El profesor subió a su pupitre y se puso a escribir en unos libros.


Paco Fariña le dijo en voz baja a Paco Yunque:
— Mira al señor, está poniendo tu nombre en su libro, porque no has presentado tu
ejercicio. ¡Míralo! Te va a dejar ahora recluso y no vas a ir a tu casa. ¿Por qué has
roto tu cuaderno? ¿Dónde lo pusiste?

Paco Yunque no contestaba nada y estaba con la cabeza agachada.


— ¡Anda! –le volvió a decir Paco Fariña–. ¡Contesta! ¿Por qué no

contestas? ¿Dónde has dejado tu ejercicio?


Paco Fariña se agachó a mirar la cara de Paco Yunque y le vio que estaba

llorando. Entonces le consoló diciéndole:


— ¡Déjalo! ¡No llores! ¡Déjalo! ¡No tengas pena! ¡Vamos a jugar con

mi tablero! ¡Tiene torres negras! ¡Déjalo! ¡Yo te regalo mi tablero! ¡No seas
zonzo! ¡Ya no llores!

Pero Paco Yunque seguía llorando agachado.

21
Niños de Santiago de Chuco, la patria de César Vallejo

22
LOS DOS SORAS
Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y
altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras
poblaciones civilizadas de Perú.

En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron
toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que
iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar.
Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que
se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados
rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el
suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado,
calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo
blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas... Los dos seres palpitaban de
jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que
nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible.
Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de
la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las
numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza.
No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al
acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aún con los
transeúntes.

—¿Qué cosa? –exclamaban las gentes—. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos
animales.

Analquer no les hacía caso. No se daba cuenta de nada. Estaba completamente


fuera de sí. Al llegar a una esquina, seguía de frente siempre, sin detenerse a
escoger la dirección más conveniente. A menudo, se paraba ante una puerta
abierta, a mirar una tienda de comercio o lo que pasaba en el patio de una casa.
Juncio lo llamaba y lo sacudía por el brazo,

haciéndole volver de su confusión y aturdimiento. Las gentes, llamadas a sorpresa,


se reunían en grupos a verlos:

—¿Quiénes son?
—Son salvajes del Amazonas.
—Son dos criminales, escapados de una cárcel.
—Son curanderos del mal del sueño.
—Son dos brujos.
—Son descendientes de los Incas.
23
Los niños empezaron a seguirles.
—Mamá —referían los pequeños con asombro—, tienen unos brazos

muy fuertes y están siempre alegres y riéndose.


Al cruzar por la plaza, Juncio y Analquer penetraron a la iglesia, donde

tenían lugar unos oficios religiosos. El templo aparecía profundamente iluminado y


gran número de fieles llenaban la nave. Los soras y los niños que les seguían,
avanzaron descubiertos, por el lado de la pila de agua bendita, deteniéndose junto a
una hornacina de yeso.

Tratábase de un servicio de difuntos. El altar mayor se hallaba cubierto de paños y


crespones salpicados de letreros, cruces y dolorosas alegorías en plata. En el centro
de la nave aparecía el sacerdote, revestido de casulla de plata y negro, mostrando
una gran cabeza calva, cubierta en su vigésima parte por el solideo. Lo rodeaban
varios acólitos, ante un improvisado altar, donde leía con mística unción los
responsos, en un facistol de hojalata. Desde un coro invisible, le respondía un
maestro cantor, con voz de bajo profundo, monótona y llorosa.

Apenas sonó el canto sagrado, poblando de confusas resonancias el templo, Juncio


se echó a reír, poseído de un júbilo irresistible. Los niños, que no apartaban un
instante los ojos de los soras, pusieron una cara de asombro. Una aversión
repentina sintieron por ellos, aunque Analquer, en verdad, no se había reído y,
antes bien, se mostraba estupefacto ante aquel espectáculo que, en su alma de
salvaje, tocaba los límites de lo maravilloso. Mas Juncio seguía riendo. El canto
sagrado, las luces en los altares, el recogimiento profundo de los fieles, la claridad
del sol penetrando por los ventanales a dejar chispas, halos y colores en los vidrios
y en el metal de las molduras y de las efigies, todo había cobrado ante sus sentidos
una gracia adorable, un encanto tan fresco y hechizador, que le colmaba de
bienestar, elevándolo y haciéndolo ligero, ingrávido y alado, sacudiéndole,
haciéndole cosquillas y despertando una vibración incontenible en sus nervios. Los
niños, contagiados, por fin, de la alegría candorosa y radiante de Juncio, acabaron
también por reír, sin saber por qué.

Vino el sacristán y, persiguiéndoles con un carrizo, los arrojó del templo. Un


individuo del pueblo, indignado por las risas de los niños y los soras, se acercó
enfurecido.

—Imbéciles. ¿De qué se ríen? Blasfemos. Oye –le dijo a uno de los pequeños–, ¿de
qué te ríes, animal?

24
El niño no supo qué responder. El hombre le cogió por un brazo y se lo oprimió
brutalmente, rechinando los dientes de rabia, hasta hacerle crujir los huesos. A la
puerta de la iglesia se formó un tumulto popular contra Juncio y Analquer.

—Se han reído —exclamaba iracundo el pueblo—. Se han reído en el templo. Eso
es insoportable. Una blasfemia sin nombre...

Y entonces vino un gendarme y se llevó a la cárcel a los dos soras.


Cargadores indios - Foto de Martin Chambi

25
26
EL VENCEDOR
Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la
salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de
muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un
redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos
niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente
vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y
enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos
pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:

—¡El profesor! ¡El profesor!


La bandada se dispersó.
—Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira...
La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron

partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo
puntapiés, llantos, risotadas.

—¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurra!...

Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en


marcha. A la cabeza iban los dos rivales.

A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora.
Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:

—¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver...


Las carcajadas redoblaron.
Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le

castañeteaban los dientes.


—¿Vamos quedándonos? -le dije.
—Bueno -me respondió-. ¿Pero si le pegan a Juncos?...
Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se

detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se


vivaba a contrapunteo:

—¡Viva Cancio! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurraaaaa!...

27
Se hizo un orden frágil. La gritería y la confusión renacieron. Pero se oyó una voz
amenazadora:

—¡Al primero que hable, le rompo las narices!


—Voy a Juncos.
—Voy a Cancio.
Se hacían apuestas como en las carreras de caballos o en las peleas de

gallos.
Juncos era el niño descalzo. Esperaba en guardia, encendido y jadeante.

Más bien escueto y cetrino y de sabroso genio pendenciero. Sus pies desnudos
mostraban los talones rajados. El pantalón de bayeta blanca, andrajoso y
desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, le descendía hasta los tobillos. Tocaba
su cabeza alborotada un grueso e informe sombrero de lana. Reía como si le
hiciesen cosquillas. Las apuestas en su favor crecían. Por Cancio, en cambio, las
apuestas eran menores. Era este un niño decente, hijo de buena familia. Se mordía
el labio superior con altivez y cólera de adulto. Tenía zapatos nuevos.

—¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!

El tropel se sumió en un silencio trágico. Leonidas tragó saliva. Cancio no se


movía de su guardia, reduciéndose a parar las acometidas de Juncos. Un puñetazo
en el costado derecho, esgrimido con todo el brazo contrario, le hizo tambalear. Le
alentaron. Recuperó su puesto y una sombra cruzó por su semblante. Juncos,
finteando, sonreía.

Cancio empezó a despertar mi simpatía. Era inteligente y noble. Nunca buscó


camorra a nadie, Cancio me era simpático y ahora se avivaba esa simpatía.
Leonidas también estaba ahora de su parte. Leonidas estaba colorado y se movía
nerviosamente, ajustando sus movimientos a los trances de la lucha. Cuando
Cancio iba a caer por tierra, a una puñada del héroe contrario, Leonidas, sin poder
contenerse, alargó la mano canija y dio un buen pellizcón a Juncos. Yo le dije:

—Déjalo. No te metas.

—¡Y por qué le pega a Cancio! -me respondió, poniéndose aun más colorado. Bajó
luego los ojos como avergonzado.

La lucha se encendió en forma huracanada. A un puntapié trazado por Juncos, a la


sombra de un zurdazo simulado, respondieron los dos puños de Cancio, majando
rectamente al pecho, a las clavículas, al cuello, a los hombros de su enemigo, en
28
una lluvia de golpes contundentes. Juncos vaciló, defendiéndose con escaramuzas
inútiles. Corrió sangre. De una pierna de Cancio manaba un hilo lento y rojo. La
tropa lanzó murmullos de triunfo y de lástima.

—¡Bravo! ¡Bravo, Juncos!

—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo, Cancio!


—¡Uyuyuy! ¡Ya va a llorar! ¡Ya va a llorar!
—¡Déjenlo! ¡Déjenlo!
Volaron palmas. Crujió un despecho en alto.
Cancio se enardecía visiblemente y cobró la ofensiva. De una gran

puñada, asestada con limpieza verdaderamente natural, hizo dar una vuelta a la
cabeza contraria, obligando a Juncos a rematar su círculo nervioso, poniéndose de
manos, a ciegas, contra el cerco de los suyos. Entonces sucedió una cosa
truculenta. Un niño más grande que Cancio saltó del redondel y le pegó a este y un
segundo muchacho, mayor aun que ambos, le pegó al intruso, defendiendo a
Cancio. Durante unos segundos, la confusión fue inextricable, unos defendiendo a
otros y aquellos a estos, hasta que volvió a oírse estas palabras de alerta, que
pusieron fin al caos y a los golpes:

—¡El profesor! ¡El profesor!...

Juncos estaba muy castigado y parecía que iba a doblar pico. El humilde granuja,
al principio tan dueño de sí mismo, tenía el pabellón de una oreja ensangrentado y
encendido, a semejanza de una cresta de gallo. Un instante miró a la multitud y sus
ojos se humedecieron. El verle, trajeado de harapos, con su sombrerito de payaso,
el desgarrón de la rodilla y sus pequeños pies desnudos, que no sé cómo escapaban
a las pisadas del otro, me dolió el corazón. Al reanudarse la pelea, di una vuelta y
me pasé a los suyos.

Acezaban ambos en guardia.


—Pega...
—Pega nomás...
Juncos hizo un ademán significativo. El verdor de las venas de su

arañado cuello palideció ligeramente. Entonces le di la voz con todas mis fuerzas:

—¡Entra, Juncos! ¡Pégale duro!...

Le poseyó al muchacho un súbito coraje. Puso un feroz puñetazo en la cara del


inminente vencedor y le derribó al suelo.
29
El sol declinaba. Había pasado la hora del almuerzo y teníamos que volver
directamente a la escuela. A Cancio le llevaban de los brazos. Tenía un ojo herido
y el párpado muy hinchado. Sonreía tristemente. Todos le rodeaban lacerados,
prodigándole palabras fraternales. También yo le seguía de cerca, tratando de verle
el rostro. ¡Cómo le habían pegado!

El grupo de pequeños avanzaba, de vuelta a la aldea, entre las pencas del camino.
Hablaban poco y a media voz, con una entonación adolorida. Hasta juncos, el
propio vencedor, estaba triste. Se apartó de todos y fue a sentarse en un poyo del
sendero. Nadie le hizo caso. Le veían de lejos, con

extrañeza, y él parecía avergonzado. Bajó la frente y empezó a jugar con


piedrecillas y briznas de hierba. Le había pegado a Cancio este Juncos...

—Vámonos -le dijo Leonidas, acercándose.

Juncos no respondió. Hundió su sombrero hasta las cejas y así ocultó el rostro.

—Vámonos, Juncos.
Leonidas se inclinó a verle. Juncos estaba llorando.
—Está llorando -dijo Leonidas. Le arregló el estropeado sombrero y le

asentó el pelo, por sobre la oreja, donde la sangre aparecía coagulada y renegrida.

30

También podría gustarte