El Vals y Las Otras Falsas Confesiones en Tres Poemas de Blanca Varela
El Vals y Las Otras Falsas Confesiones en Tres Poemas de Blanca Varela
Resumen
El presente artículo examina el rol que cumple el vals peruano como
símbolo de identidad nacional y como símbolo crítico en la poesía de Blanca
Varela. Mi análisis se basa en la lectura de los poemas «Primer baile», «Vals»
y «Valses». Las reflexiones de la autora en esos textos no promueven un espí-
ritu nacionalista. Varela reconoce el vals como forma musical adaptada de un
contexto distinto y convertido en representación de la identidad, y luego toma
distancia de él. Esa acuciosa perspectiva es señal de su desencanto con la reali-
dad y con lo establecido, y da inicio a un proceso de desacralización de uno y
otro. Esto supone deslindarse del sentimentalismo y el amor a la patria, y fijar
la atención en los individuos considerados como entes corpóreos.
Palabras clave: poesía - vals peruano - forma musical - identidad na-
cional.
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[sic]
La voz poética de Blanca Varela «emerge del desencanto con la realidad» (Guerrero, 2007, p. 11), rea-
lidad que no pretende eludir, «sino explorarla, encontrarle un sentido, convivir con ella, asumirla» (Forgues,
1991, p. 84), incluso desde su lado más sórdido, como dice Eva Guerrero, «acercándose casi con escalpelo,
como si se quisiera dar cuenta de los pliegues, de cada una de las arrugas, que el tiempo ha dejado en las cosas»
(2007, p. 12), para así tener un conocimiento pleno, con el cual aborda los múltiples dominios vinculados a la
vida del hombre.
En consecuencia, la realidad —en la poética vareliana— es un espacio de duda, donde «el rechazo de
las fórmulas y los tópicos y la renuncia a las falsas ilusiones y los engaños son disciplinas que sustituyen a la ne-
gación de los sentidos» (Usandizaga, 2001, p. 173). Todo constructo social y parámetro establecido, por ende,
es debatible: «miente la nube / la luz miente / los ojos / los engañados de siempre / no se cansan de tanta fá-
bula» (Varela, 1996, p. 124).1 Este hecho genera a la vez una serie de cuestionamientos: «¿Qué es lo que llega,
lo que se precipita desde arriba y llena de sangre las hojas y de dorados escombros las calles?» (Varela, 1996,
p. 45). Tales cuestionamientos van desde el origen del hombre y su relación con la divinidad hasta los eventos
comunes de la vida diaria, incluidas las tradiciones y ciertas formas musicales como el vals.
Todo un proceso, por demás complejo, con el cual Varela desmonta los artificios que encierra la reali-
dad e inicia lo que Helena Usandizaga denomina una «particular búsqueda, guiada por una especie de mística
laica» (2002, p. 475), que la lleva al fin a descubrir y exponer «una nueva verdad». En ese sentido, nuestro
propósito es indagar sobre el rol que cumple el vals como símbolo de identidad de la sociedad peruana, y el
modo en que opera en la poética de Blanca Varela, a partir de tres poemas: «Primer baile», «Vals» y «Valses».2
1 La presente antología aparece publicada bajo el título de Canto villano: poesía reunida 1949-1994 (1996, 2.ª ed.). En adelante, todas
las citas de los poemas de Varela pertenecen a esta edición.
2 El poema «Primer baile» corresponde al libro Ese puerto existe (1959), «Vals», a Luz de día (1963), y «Valses», al libro Valses y otras
falsas confesiones (1972).
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[sic]
pondencia con la estructura, el ritmo y las letras del vals. La poética de Varela se caracteriza sobre todo por la
ruptura con lo establecido y lo aparente, de ahí el señalamiento que hace Octavio Paz: es un «canto solitario
(…). El más secreto y tímido, el más natural» (1996, p. 10). Por tal razón, no es posible suponer que dicho
reconocimiento obedezca a un interés reivindicativo de un fervor nacional. Por el contrario, si se toma en
cuenta la definición que aparece en el siguiente verso: «Gira el vals, manantial de orina, vaho dorado y golpe
bajo» (Varela, 1996, p. 94), se anticipa la ruptura de la forma como ha sido concebido el vals por la sociedad
peruana, en un tono irreverente e imprecatorio, además.
Esta época, en que dichos sectores imponen también lo suyo en otras expresiones como la danza, por
ejemplo, coincide con el afán del Estado peruano por construir, según Nelson Manrique,
una nueva imagen del Perú del ochocientos. Ésta se vincula con la problematización sobre temas relativos
al proceso de constitución del Perú como nación, a la construcción de la identidad peruana y al papel que
el Estado representa en este proceso (1991, p. 245).
Pero es en la década de 1930, en medio del recrudecimiento de los problemas económicos y sociales,
que el Estado peruano decide de forma oficial tomar en cuenta, entre otros aspectos ordinarios, las formas mu-
sicales de los distintos grupos de la sociedad en la denominada construcción del Estado nación. Esta decisión le
permite, por una parte, demostrar al común de los ciudadanos el interés que tiene en reconocerlos e incluirlos
como entes activos de la sociedad, y, al mismo tiempo, satisfacer (por lo menos en teoría) parte de sus deman-
das; por otro lado, ve la oportunidad de construir sobre estas manifestaciones una imagen representativa de la
nación que resulte atractiva a los ojos del mundo, para que más de una persona quiera visitar el país, conocer
sus tradiciones e invertir en él. En esos términos, «la canción criolla [el vals] es reconocida como una de las
manifestaciones culturales de carácter nacional» (Bustamante, 2007, p. 166). Desde luego, junto con el vals, el
Estado reconoce y promueve también a la marinera, el tondero y la polca, formas musicales que se producen
en los distintos lugares de la región de la Costa.
Entrada la década de 1940, gracias a la promoción impulsada por el Estado y la radio, medio de co-
municación de masa que entra en auge, el vals cobra fuerza frente a las otras formas musicales y, en un corto
periodo de tiempo, se acentúa en el imaginario de los ciudadanos como el «símbolo que nos identifica». Deja
de ser, entonces, la música de los criollos y se convierte en un producto de emblema nacional, y al igual que
otros productos creados durante estos años (no muy diferente es Inca-Cola,3 por ejemplo), en los distintos es-
pacios de la sociedad y medios de comunicación se promueve su consumo bajo el argumento de ser lo nuestro,
«la música de la peruanidad», «lo auténticamente peruano», «el signo y sentimiento nacional».
3 Bebida gaseosa cuyo eslogan es «La bebida del sabor nacional». Salió al mercado peruano en 1935. Dada la referencia histó-
rica, el inca tiene un rol protagónico cuando de identidad nacional se trata. Ahora mismo, muchas de las empresas vinculadas
al sector turístico lo presentan como «uno de los productos que lleva el color de la bandera nacional».
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[sic]
La perspectiva de Blanca Varela con respecto al vals va en esa dirección; no obstante, conviene hacer
un recuento breve de las anotaciones hechas hasta aquí y así formular una respuesta al planteamiento anterior,
con un enfoque más amplio.
Varela parte del conocimiento que tiene sobre el vals, forma musical adaptada y convertida en símbolo
de identidad nacional; en esos términos lo reconoce e incorpora en su quehacer poético, pero solo para deli-
mitarse y tomar distancia de él, acción que deriva de su «desencanto con la realidad, con las cosas establecidas
de alguna manera» (Forgues, 1991, p. 81). Tal como ocurre con otros símbolos, entre ellos la imagen de Dios,
da inicio a un proceso de desacralización de los principios y normas establecidas en torno a lo tradicional y lo
auténtico.
Este hecho inscribe a la poética vareliana en el contexto que Rafael Gutiérrez Girardot (2004) deno-
mina «la desmiraculización del mundo», método preconcebido por Max Weber y Ernst Troeltsch a raíz del
«concepto de secularización». La fórmula «equivale a la de “las ruinas de las destrozadas creencias y supersti-
ciones vetustas” de [Juan] Valera. Y es resultado de la “racionalización de la vida”, que en Valera se llama el
adelanto de las ciencias y sus consecuencias» (p. 35). Nos referimos, pues, a un proceso en el que las sociedades
occidentales intentan liberarse no solo de sus símbolos y creencias religiosas, sino de lo que Gutiérrez Girardot
llama también la «sacralización de la patria», concepto creado por «las burguesías europeas del siglo XIX» y
que tenía como base ciertos «principios de fe»: «La fe en la ciencia y en el progreso, la perfección moral del
hombre, el servicio a la Nación» (2004, p. 80). Ese convencimiento dio origen a la «corriente del siglo, la del
nuevo despertar del “movimiento nacional”»,
y que no era otra cosa que la abusiva identificación de su estado con el «pueblo», con la Nación, con el
Estado. Y esta Nación, esta Patria tuvo sus «símbolos», celebró ritos y cultos y creó normas tácitas, pero
eficaces: el «amor de la patria», «todo por la patria», el «sacrificio» en el «altar de la patria», etc., etc. Es
decir, se secularizó el vocabulario de la misa y de la praxis religiosa, y se sacralizó a la Nación y a la Patria
(Gutiérrez Girardot, 2004, p. 81).
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[sic]
no se consigue con el ejercicio de la inteligencia ni con las expansiones del sentimiento, sino con el rigor del
autoconocimiento que es a la vez abandono de lo que perturba y contemplación de la propia experiencia,
de la propia confrontación con el mundo y con los otros, y con el lenguaje; con la materia y con la música
(2001, pp. 173-174).
Este hecho es evidente desde los primeros poemas de su libro inaugural, Ese puerto existe: «En esta costa
soy el que despierta / entre el follaje de alas pardas, / el que ocupa esa rama vacía, / el que no quiere ver la
noche» (Varela, 1996, p. 44). Pero cobra fuerza en «Primer baile», penúltimo poema de este volumen y uno de
los tres seleccionados para el análisis:
Soy un simio, nada más que eso y trepo por esta gigantesca flor roja. Cada una de mis cerdas oscuras es un
ala, un ser transido de deseo y alegría. Tengo veinte dedos hábiles y negros, todos responden a mi voluntad
(Varela, 1996, p. 62).
Vemos que, con la exactitud del autoconocimiento, la poeta se identifica con el lado primigenio del
hombre: «Soy un simio, nada más que eso». Esta afirmación, visto de manera general, pone en evidencia la
contigüidad entre esos dos ámbitos: lo humano y lo animal, y demuestra que el hombre es también un ser
orgánico, como dice Milena Rodríguez, esa «confusión, mezcla, tachadura de fronteras, mestizaje animal y
humano (…) [es] para dejar constancia de que estamos hechos también de cuerpo, de carne, de materia»
(2008, p. 213). Se trata, pues, de un reconocimiento pleno, sincero, con el que se sitúa dentro del marco de un
ordenamiento íntegro y universal, donde el hombre no es el sujeto tatuado de símbolos y colores de un país,
o nación, sino un «ciudadano de la gran ciudad del mundo»,4 transmutado, metamorfoseado, un simio cuyas
cerdas oscuras son alas, a quien la poeta expone, además, completamente solo, despojado de todo embelleci-
miento:
Tal vez soy el único viviente, el que se mueve, respira y se queja. El único en dar vueltas y girar sobre el lo-
dazal y la culebra. El trompo, el girasol humano, velludo y limpio, el cantor solitario, el anacoreta, la peste.
Soy, indudablemente, el que se oye, respirando, tejiendo para atrapar el acto, el testimonio erizado de ojos
y lenguas todavía temblorosos, todavía con recuerdos (Varela, 1996, p. 62).
De acuerdo con Luis Rebaza Soraluz, la poeta pone en contexto así «una idea suya del ‘valsear’ enten-
dida como suerte de cantautoría, de mester de juglaría moderno o, en palabras de Varela, de “pitada cruel
canción de ciego”» (2010, p. 63). Por lo que su inscripción como símbolo de identidad nacional no es más que
un acto irónico. Lo irónico entendido como el doble sentido de lo real, que permite advertir «la dualidad de
lo que parecía uno, la escisión de lo idéntico, el otro lado de la razón: la quiebra del principio de identidad»
(Paz, 1990, p. 73). Así es como Blanca Varela logra desarticular, o desacralizar, la narrativa oficial en torno a
lo auténtico y lo nacional. Algo que es posible rastrear en este poema incluso desde el título, pues literalmente
anuncia que aquí tendrá lugar un primer baile.
La alusión no es ajena a lo que ocurre, por ejemplo, en la clausura de un evento oficial, donde el vals
suena casi como una norma y los asistentes saben que es momento de romper todo protocolo y lanzarse a la
pista a bailar, contentos, ese primer baile. Sin embargo, lo que sucede aquí, desde las primeras líneas y a lo
largo de los VIII apartados, es una serie de representaciones dramáticas que no se corresponden con aquel
momento festivo y tan acostumbrado; se trata más bien de «una especie —quizás— de danza macabra»
4 Tzvetan Todorov expresa: «Los que se sienten impregnados del espíritu de la Ilustración aman más su pertenencia al género
humano que a su país. El 22 de febrero de 1768 Diderot escribe a David Hume: “Mi querido David, es usted de todos los países
y jamás pedirá al desgraciado su partida de bautismo. Presumo de ser, como usted, ciudadano de la gran ciudad del mundo”»
(2006, p. 50).
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[sic]
(Guerrero, 2007, p. 33), donde los protagonistas, no solo humanos, exponen una realidad conmovedora, en un
escenario que limita entre lo feroz y lo extravagante:
En ciertas ocasiones hay que colocarse al lado del camino. Viene el cortejo, pasan las arañas, luego los
pulpos rojos e hinchados. Una espada los persigue y les arranca los ojos [,] que son generosamente repar-
tidos entre los acreedores. Aplausos. El pueblo está contento porque se le ha prometido que el día durará
veinticinco horas.
Dice Modesta Suárez: «Lo serio reside más bien en un ambiente entre monstruoso y de “mise à mort”,
donde lo cruel compite con lo irrisorio» (2003, p. 118). Por ello es posible advertir que Varela se sirve de aquel
primer baile para exponer todo lo que a su juicio es falso, y de lo que los otros ciudadanos, en palabras de Suá-
rez, «el resto de la humanidad parece crédulo: [Aplausos] “El pueblo está contento porque se le ha prometido
que el día durará veinticinco horas”» (2003, p. 142). Exposición que se realiza además en tono de confesión:
«El ritual es breve, la entrega absoluta. Se grita con los ojos cerrados, empapado de sudor o crujiendo de frío»
(Varela, 1996, p. 64).
Para Roberto Paoli, «las confesiones siempre son falsas, ya que inevitablemente nos escondemos cuando
nos confesamos» (2017, p. 11). En este caso, la estrategia de «confesar falsedades» responde a una articulación
verbal que opera en clara «oposición a la tradición, al vals criollo, cuya característica esencial (…) [es] el sen-
timentalismo», una cualidad emocional que Varela «contrapone e ironiza» en toda su obra poética (Usandiza-
ga, 2002, p. 477). Por consiguiente, la realidad, tal como es concebida, se presenta alterada, desdibujada: «No
hay un cielo sino varios, superpuestos, espejeantes, horribles» (Varela, 1996, p. 64). Sin duda, es un hecho que
trastoca cualquier enfoque previsto.
Sin embargo, se puede anticipar que dicha referencia es parte del proceso de reelaboración, o transpo-
sición, que emprende Varela en torno al vals, y que se pone en evidencia a partir de este poema en particular:
Como se puede advertir, hay un reconocimiento al origen, al «sudor de la raíz», pero viene articulado
por la soledad. Por ende, lejos de acentuar «ese amor por la patria», reafirma la condición del hombre en el
mundo: un ser solitario, desamparado, «Laberinto, pirámide de humo (…), tierra de abismo». Esa es la direc-
ción que toma este proceso.
En entrevista con Rosina Valcárcel, Varela dice:
Aparentemente todo el mundo cree que yo me burlo de los valses cuando escribo un vals; es una especie
de nostalgia y trasposición, y de ascenso, también, de esos sentimientos. Yo creo que al vals traté de darle
otro valor (1997, p. 4).
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[sic]
Un valor que va más allá de lo simbólico y forma sobreactuada de los sentimientos. Se inicia con el
cuestionamiento al discurso oficial, seguido de la exposición de este como falso o ilusorio, para luego reconocer
y aceptar sus orígenes, pero desde la condición misma de ser humano. Así logra subvertir la realidad asumida
y abre la posibilidad de ver al vals como expresión musical desde una nueva perspectiva, «ver a lo popular, sin
comillas, de otra manera» (Valcárcel, 1997, p. 4). Como expresa Rebaza:
Varela alude a un tipo de música popular mientras reelabora las características del género y disturba su
imagen sentimental; en la atmósfera de una ciudad que en el poema «Canto en Ithaca» se describe agri-
dulcemente como «Cielo amarillo de Lima, balcón de cenizas, muladar de astros», el poema «Vals» dejará
entonar un canto plebeyo vacío de idealización (2010, p. 63).
Con un acorde personal, una voz desapacible, «es decir, de un oficio consciente del ancla corporal de
su canto» (Rebaza, 2010, p. 63) y del estado de desamparo en que se encuentra, Varela se aleja del centro y va
hacia la periferia. Desde ese punto entona su propio vals, no al ritmo que se hace allí ni con «la representación
sobreactuada y audaz de los sentimientos (…), [sino algo] más duro, una entonación íntima, meditativa, hecha
de pausas y silencios, y a veces de imprecaciones, salidas de tono, ironía» (Guerrero, 2007, pp. 47-48). De esta
manera consigue borrar las fronteras, las diferencias sociales, y abre paso a un modo de autonomía, donde lo
corporal se inscribe como condición indefectible y única que une a los seres humanos:
Buscar tu sombra, reconocerte tras una ventana, mancha de sol, sombra de lluvia, en cualquier calle del
mundo (Varela, 1996, p. 94).
Este hecho amplifica nuestra perspectiva con respecto a la condición misma y el lugar que el hombre
ocupa en el mundo. Se trata, pues, de un modo de autonomía cuya base fundamental es el autoconocimiento,
el ascenso y la caída «al fondo de mi alma que reverdece, agónica de luz, imantada de luz» (Varela, 1996,
p. 95). Suerte de introspección y habilidad de reconocerse «en cualquier calle del mundo», y de aceptarse tal
como es, un ser orgánico que se halla completamente solo, bajo un «cielo en ruinas»:
Con ello se muestra consciente a la vez de poder explorar o, en palabras de Tzvetan Todorov, a «exa-
minar de forma crítica las normas establecidas y de elegir por uno mismo las reglas de conducta y las leyes; el
medio, el dominio de capacidades intelectuales fundamentales y el conocimiento del mundo» (2006, p. 36). O
como dice Varela, «su razón de luz». Tal parece ser el objetivo que se persigue en este proceso.
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[sic]
para usar las palabras de Octavio Paz, que se pone en evidencia sobre todo a partir del poema «Valses», com-
prendido dentro del libro Valses y otras falsas confesiones:
No sé si te amo o te aborrezco
como si hubieras muerto antes de tiempo
o estuvieras naciendo poco a poco
penosamente de la nada siempre.
Como se puede advertir, el poema se inicia con un verso que expresa de forma abierta dos sentimientos
opuestos: amor y odio, seguido de dos versos más que exponen también muerte y nacimiento. Se trata de «un
juego contrapuntístico» (Usandizaga, 2001, p. 175), palabra recurrente en el ámbito del vals peruano, que
de una manera sutil nos adentra en esa «realidad interior» discordante y armónica a la vez, y que se pone de
manifiesto sin un patrón o color establecido.
Figura 2. Portada de Canto villano. Poesía reunida, 1949-1994, de Blanca Varela (FCE, 2017)
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[sic]
Esa coexistencia resulta esencial, puesto que a medida que se avanza en la lectura del poema el juego
contrapuntístico abarca también otros aspectos. La estructura del poema, por ejemplo, se presenta superpues-
ta entre versos libres y fragmentos en prosa, escritos en letra cursiva; diálogos (monólogos es el término exacto)
escritos en español e inglés y citas de letras de valses muy conocidos en el ambiente peruano, escritos entre
comillas; asimismo, la referencia a los espacios urbanos, tanto de la ciudad de Lima como de Nueva York,
son exteriorizados y expuestos en contraposición. Todo este complejo de elementos compone lo que podría
denominarse aquí «el vals vareliano»:
Una mujer joven y su hija muy pequeña (las recuerdo perfectamente, la niña tenía un abrigo rojo sucio y
pesadas botas de goma) me empujaron para ser las primeras en presenciar el espectáculo.
Yo estaba en Bleecker Street, con un pan italiano bajo el brazo. Primero escuché sirenas, luego cerraron la
calle que dejé atrás. Alguien se había arrojado por una ventana. Seguí caminando. No pude evitarlo. Iba
cantando.
A unos cuantos pasos de esa esquina, de esa casa, bajo esa misma ventana alta y negra, la noche anterior
había comprado salchichas y cebollas. Era una noche muy fría, tres muchachos tocaban jazz en la acera y
un escocés con barba, un escocés auténtico, llevaba por el talle a una menuda japonesa. Parecían verdade-
ramente enamorados.
Esta mañana también era muy fría. Había nieve sucia, irreconocible. Un ebrio dormía profundamente,
como un ángel, en la escalera de un sótano. Al lado, en la vitrina de una tienda de moda, un formidable
sol de cartón sonreía.
(…)
—Give me a quarter.
La palma de su mano extendida era rosada y la línea de la vida parecía un corte, una cicatriz que se per-
día bajo el puño deshilachado.
—No entiendo.
Me alejé. Se quedó parado, con las piernas abiertas, hundidas entre la nieve sucia, maldiciéndome.
De acuerdo con Modesta Suárez, «el contraste es contundente si consideramos que es la vista la que ela-
bora el paisaje neoyorquino del poema en prosa, mientras que es el cuerpo entero el que está implicado en la
parte limeña» (2003, p. 44), tal como se observa en los siguientes versos: «Vienes entonces desde mis entrañas
/ como un negro dulcísimo resplandor / así de golpe / un río de colores entre sombras / sombras que me des-
lumbran / colores que me ciegan / criaturas del alma» (Varela, 1996, p. 110). No obstante, debemos subrayar
que este contraste se produce dentro de esa misma realidad interior, es decir, en un plano subjetivo y en un
tono de confesión, además: «Siempre amé lo confieso / tus paredes aladas transparentes / con enredaderas
de campañilla / como en Barranco cuando niña / miraba a una pareja besarse bajo un árbol» (Varela, 1996,
p. 112). Esos contrastes y confesión no están exentos de ironía, y así se «desautomatiza el discurso [oficial]
del amor al origen (la madre y Lima), [y a la vez, lo revierte] (…), no para negarlo, pero sí para acentuar su
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[sic]
desamparo» (Usandizaga, 2001, p. 176), y se muestra una «realidad» distinta, desde una perspectiva global.
De ahí la necesidad de referir a la ciudad de Nueva York, donde en un mismo instante y lugar es posible ob-
servar «sin poder evitarlo» a una madre con su hija que presencian un suicidio, un hombre que pide (o exige)
dinero, muchachos que tocan jazz, un borracho cerca de una tienda de modas e incluso un «escocés auténtico»
enamorado de una japonesa. Es decir, una ciudad que muestra el mundo en todas sus variantes, en contraste
a una ciudad como Lima que se aferra a enarbolar signos y conceptos preconcebidos como originarios y de-
terminantes en la construcción de una supuesta identidad nacional. De ahí que Varela se plantee lo siguiente:
Hedores y tristeza
devorando paraísos de arena
sólo este subterráneo perfume
de lamento y guitarras
y el gran dios roedor
y el gran vientre vacío.
Para Usandizaga, este contrapunto no es solo un juego de descalificaciones; se trata, en el mejor de los
casos, de un reconocimiento de la arquitectura de los sentimientos, pues el propósito de su discurso poético no
es «eliminar la alienación y el sentimentalismo (…) para alcanzar esa límpida y sincera conciencia “moderna”
y “cosmopolita” que se erigiría entonces en otro discurso acrítico e idealizado, ni por otro lado el vals resulta
siempre tan carente de ironía» (2001, pp. 175-176). Lo que Varela intenta, en todo caso, es inscribirse «en un
espacio que es origen y es culpa» (2001, p. 176).
Asumir tal realidad y aprender a vivir de esta manera es lo que le otorga al individuo ese grado de au-
tonomía o libertad que se busca, de principio a fin, en la poética de Blanca Varela.
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