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Gente de

Cervantes

Historia humana del idioma español

Juan Ramón Lodares

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taurus

Juan Ramón Lodares es profesor de Lengua Españoia de la Universidad


Autónoma de Madrid. Ha impartido clases en la Universidad París XIII. Su
último libro es El paraíso políglota (Madrid, 2000), publicado en esta
misma colección y finalista del último Premio Nacional de Ensayo.
Asimismo, es autor de El campo léxico "mujer" en español (Madrid, 1988)
y de Historia de las letras (Madrid, 1996), escrito en colaboración con el
académico Gregorio Salvador. Ha colaborado con Rafael Lapesa en la
preparación de la obra de este último, Léxico e Historia (2 vols., Madrid,
1992), y ha traducido y adaptado ai español, en colaboración con el propio
autor, la obra de Yakov Mal-kiel La configuración de las letras como
mensaje propio (Madrid, 1993).

ÍNDICE

PRÓLOGO

T-Jna historia de la lengua suele interesarse por lo que le pasa a la lengua.


La historia que se narra en este libro se interesa por lo que les ha pasado a
quienes la hablan. Por eso se llama humana. No se contará cómo han
cambiado los sonidos, la gramática o las palabras del español. Se contará,
sobre todo, lo que ha hecho cierta gente para que un modesto romance
surgido al norte de la península Ibérica se haya convertido en uno de los
grandes dominios lingüísticos del mundo.

Si en América se empezó a hablar español —y así se cimentó la lengua


multinacional que ahora es— fue porque cien marineros fondearon un día
en sus costas. Los había contratado Juan de Coloma, tesorero de la Corona
de Aragón, para que buscasen una ruta de comercio alternativa a la oriental
que dominaban los portugueses. Si no hubiera existido pugna entre el
puerto de Lisboa y el de Barcelona, la emergente potencia atlántica
castellana quizá no hubiera tenido necesidad de mediar en ella con sus
barcos, gentes, milicia y diplomacia. La vieja lengua de los mercaderes
burgaleses, toledanos, sevillanos, nunca se hubiera aventurado en el
Atlántico más allá de las islas Canarias, ni hubiera contactado con los
cientos y cientos de idiomas corrientes entonces en América. Durante tres
siglos, la dominación colonial facilitó que el español fuera el único código
de comunicación compartido en un variopinto ámbito humano y lingüístico.
Sus valores mercantiles y económicos, como el hecho de ser la lengua de la
representativa minoría criolla y las clases asimiladas a ella, favorecieron el
aparente contrasentido de que el español ganara terreno en el laberinto
lingüístico americano justo cuando se disolvían los lazos políticos entre la
América virreinal y España. Si en los años coloniales uno de cada tres
hispanoamericanos hablaba español, las nuevas repúblicas americanas y la
emigración fueron las que se preocuparon por instruir en dicha lengua a los
dos restantes.

La historia de la gente cervantina es interesante porque da pocas lecciones


sentimentales. Tiene poco de espiritual: más bien enseña cómo se crean
vínculos materiales que hacen imprescindible la existencia de una lengua
común que los garantice. Enseña cómo la imperiosa necesidad de
entenderse y comunicarse entre la gente rompe a menudo las barreras de las
lenguas, cuya variedad es accidente histórico, no asunto natural.

Esto nos ayuda a repasar algunas ideas en torno a la extensión de las


grandes familias lingüísticas: no se han hecho grandes sólo por ellas
mismas, sino más bien por lo que prometían a grupos vecinos, por el interés
que despertaban en ellos. Son como clubes a los que se van agregando
socios. Clubes que se han hecho interesantes, esencialmente, por motivos
económicos y comerciales. No quiero decir que éstos hayan transcurrido
siempre pacíficamente. En los contactos entre hablantes de lenguas
distintas, a menudo, no reinan causas beatíficas, misiones exclusivamente
culturales o intereses tan filantrópicos como los que guían a las entusiastas
asociaciones de esperantistas. Sin embargo, las espadas y el talante
agresivo, por sí mismos, han difundido menos lenguas, y con menos tesón,
que las pepitas de oro y las diversas formas de buscarlas y negociar con
alguien a quien venderle tan interesante producto. El hierro de las armas no
hace interesantes a las lenguas. El oro y su comercio, sin embargo, las dota
de tal atractivo que multiplica sus hablantes. En el proceso de concentración
o difusión de grupos lingüísticos hay más oro que hierro. A menudo se trata
de un proceso que encierra un mensaje simple y poderoso: a menos que
permanezca aislada, la gente necesita cooperar y entenderse. Ante tal
circunstancia, la diversidad lingüística puede ceder con más facilidad que
otros aspectos sobre los que las gentes basan sus identidades, pues a
menudo las lenguas se caracterizan más por la utilidad prestada que por la
identidad que marcan.

Hoy, más que nunca, la humanidad está expuesta a formas de convergencia


social, económica, política y cultural. Se di-fuminarán fronteras, o se
liquidarán, en pro de una comunicación y trato más fluidos. Ya hay, de
hecho, formas culturales que igualan a cientos de millones de personas en
un proceso de confluencia sin precedentes en la historia. Las lenguas no son
ajenas a este curso. Están muy ligadas a una tendencia humana: crear
unidades grandes partiendo de otras pequeñas, tendencia en la que actúa de
forma decisiva el desarrollo de las comunicaciones. A finales del siglo xv la
población suramericana se repartía unos dos mil idiomas. Cinco siglos
después, todo el continente puede recorrerse en tres lenguas: inglés, español
y portugués (añada la lengua francesa si visita Quebec) para un número de
habitantes treinta veces mayor. Se calcula que, en los próximos siglos, la
convergencia lingüística habrá sido tan severa que desaparecerán nueve de
cada diez lenguas vigentes. Hay quienes ven en ello un presagio pesimista.
Pero puede igualmente verse de otra forma: el curso de los acontecimientos
juega a favor de aquellos rasgos que nos unen, entre ellos los idiomáticos.
Nos entenderemos con menos trabas. El hecho de que muchos problemas
que nos afectan tengan ya dimensión universal contribuirá a fortalecer
aquellas lenguas que se extienden a través de redes de comunicación
masivas. Y si bien la comunidad lingüística, por sí misma, no resolverá
nunca las diferencias de clase en la sociedad o las desigualdades entre sus
integrantes, bien es verdad que puede contribuir a no agudizarlas. Por todo
ello, resulta interesante e instructiva la historia humana de aquellos grupos
lingüísticos en los que la gente se ha ido concentrando desde hace mucho
tiempo, pues han escrito durante siglos pasados una historia que, por
caminos azarosos, perplejos y diversos, parece que persistirá en los
próximos.

Las historias que se relatan en este libro no tienen una sucesión lineal.
Tampoco pretenden ser el recuento exhaustivo de todo lo que les ha
ocurrido a quienes a lo largo del tiempo han difundido la lengua española o
la han adoptado como propia. Lo que aquí se cuenta son parcelas notables
de ese proceso; al narrarlas, se dejan voluntariamente cabos sueltos; a veces
se plantean interrogantes antes que dar respuestas; se apela a la imaginación
del lector y se le sugieren reflexiones sobre los aspectos del idioma. Puede
considerarse que las cincuenta breves crónicas reunidas en este libro
constituyen un ensayo con el que orientar la historia de los
hispanohablantes.

Gente de Cervantes no sigue la cronología a la que estamos habituados:


comienza con la llegada de los españoles a América, continúa con el relato
de sus avatares en el Nuevo Mundo, relacionándolos con lo que entonces
ocurría en Europa. Se repasa el desarrollo del español como dominio
lingüístico multinacional que emerge en el primer tercio del siglo XIX. Se
analiza su situación actual y su prometedor futuro, otra vez, más americano
que europeo. Finalmente, se explica por qué en la España medieval pudo
surgir un romance tan característico como el castellano que, a principios del
siglo XVI, marcaba un hito entre los grupos lingüísticos europeos: era el
más numeroso, uniforme y concentrado de todos ellos, circunstancia que
fue decisiva en su historia.

El relato sucede así, de forma circular, sin cronología precisa, porque más
que el desarrollo del español en el tiempo me interesa considerar ciertas
circunstancias de la historia general de la lengua que podrían pasar
inadvertidas en una estricta cronología. Por otra parte, con estas historias en
vaivén, a mi juicio, se subrayan aquellas características más visibles del
idioma, las que le dan su particular color: viajero, variado, hecho por
mezcla y agregación de muchas gentes, intereses, circunstancias históricas,
necesidades, vínculos, formas y acentos de expresarlo. El español es una
lengua que responde muy bien al prototipo de mestiza, hecha desde sus
orígenes por mixtura de gente diversa, procedente de muy distintos fondos
idiomáticos, cuyas necesidades materiales les llevaron a confluir en un
código lingüístico común, sin que tal confluencia les haya obligado a otras
vinculaciones. Las palabras que Unanruno le dedicó al idioma hace setenta
años tienen plena vigencia: “Lenguaje de blancos y de indios, y de negros, y
de mestizos, y de mulatos; lenguaje de cristianos católicos y no católicos, y
de no cristianos, y de ateos; lenguaje de hombres que viven bajo los más
diversos regímenes políticos”. Gente de Cervantes trata de explicar cómo
esto ha sido posible.

PRIMERA PARTE

I. LAS ISLAS QUE NO VIO ARISTÓTELES

Tras semanas de mar, el almirante empezó a ver árboles muy verdes, frutas
de diversas maneras y jóvenes desnudos en la playa. Aquello no parecía un
paisaje andaluz. Mandó desembarcar, se acercó a la orilla y saltó a tierra.
Detrás de él iban dos escribanos. Sacaron sus papeles y empezaron a dar fe
del discurso que el almirante traía preparado para la ocasión. Con pocas
palabras nombraba soberanos de aquel paisaje exótico a sus reyes. Podrían
haberlo sido de Francia, de Inglaterra, de Portugal, podrían haber sido
incluso príncipes italianos. Viajaba, sin embargo, con dos estandartes: en
uno estaba grabada la letra Y, de la castellana Isabel; en otro la letra F, del
aragonés Fernando.

Llegó el solemne momento de explicar a los naturales a qué había venido


allí, y de dónde. Pero los jóvenes desnudos no entendieron nada de nada. El
almirante ya lo había previsto y llamó a Rodrigo de Jerez, un marinero
veterano de las exploraciones por las costas de Guinea. El almirante había
aprendido leyendo a Aristóteles que en tierras de similar latitud —aunque
lejanas— deberían darse elementos similares. Así que lo que sirvió en
Guinea bien podía servir ahora en Guanahaní. Guinea, Guanahaní... ¿no
sonaban más o menos igual? Poco tardaron los viajeros en advertir que
Aristóteles, con toda su sapiencia, quizá no había imaginado este particular
caso indiano, porque Rodrigo de Jerez no se hacía entender ni poco ni
mucho.

Así que desembarcaron a Luis de Torres, judío converso de Jaén que sabía,
según él, hebreo, caldeo y algo de árabe. Luis de Torres podía haber
pretendido dominar más lenguas sin posibilidad alguna de saberse si mentía
o no, porque ninguna de esas tres sirvió para nada. No había por qué
preocuparse, los viajeros traían otros idiomas, así que Jerez y Torres, con
mandato expreso de retornar a los seis días, partieron al interior de aquellas
frondosas tierras con el recurso lingüístico definitivo, el infalible: un
mensaje escrito en latín. Retornaron con una buena noticia: habían visto a
gente amigable. Y con otra mala: en Guanahaní la gente no sabía latín.

Quienes cruzan un océano en tres cascarones de nuez no van a asustarse por


un leve problema de lenguas. Por otra parte, todos ellos traían una forma de
comunicarse mucho más útil que el fulbé, el sudanés, el hebreo, el caldeo,
el árabe, el latín y el castellano: las señas. Todos pensaron que podían haber
empezado por ahí. Muchas lenguas, y dos de ellas sagradas, habían surcado
millas y millas en la boca de aquellos marineros. A pesar de todo, acababan
de dar con la que, durante mucho tiempo, iba a ser la forma más eficaz de
entenderse con los naturales de la América virreinal. Simples y llanas señas.

Pablo Morillo pisó tierra americana tres siglos y diecisiete años después de
Cristóbal Colón. Venía de Cádiz. Durante el viaje consideraría qué tipos tan
paradójicos había en su mundo: Simón Bolívar, sin ir más lejos. Morillo
veía en él- a un hijo de madre española, un joven que había completado sus
estudios en España, que en España se casó... y que después de pasar por
Londres y llenarse la cabeza de no se sabía qué ideas liberales, las
predicaba por las colonias, llamaba a Inglaterra “Señora de los mares”,
admiraba los discursos del presidente yanqui Monroe y, para colmo,
hablaba bien del general Jack-son, que hostigaba a los españoles en Florida.
¿Yqué decir de José de San Martín?; este pájaro había luchado en España
contra los franceses al lado del general Castaños, y tras una temporada,
¡otra vez!, en Londres —y además, medio comprometido con una logia
masónica— le había entrado también la manía independentista. Y ahora, él,
Pablo Morillo, venía a tierras americanas, general con mando sobre diez mil
soldados, a guerrear contra tipos así para evitar la fatal desmembración del
Imperio. Vivir para ver.

Los chicos de Morillo no lo hicieron ni bien, ni mal, sólo que tenían


encomendada la fastidiosa tarea de defender una causa perdida. Y no la
ganaron. Los antiguos virreinatos españoles se iban transformando uno tras
otro en naciones soberanas. Pero si Bolívar, San Martín, O’Higgins o
Iturbide hubieran querido recorrerlas minuciosamente anunciando la buena
nueva republicana, casi con toda seguridad hubieran tenido que recurrir al
viejo recurso de los marineros colombinos: las señas.

Distintos avatares habían hecho que en la jubilosa América emancipada


sólo uno de cada tres naturales supiera español. Y lo sabía por razones muy
simples: había venido de la propia España como los diez mil chicos del
general Morillo, era descendiente directo de españoles trasplantados o había
mestizado con ellos. Quienes no hablaban español, quienes como mucho
podían entenderlo malamente, las masas americanas, eran en su mayoría
indígenas que vivían aislados de los usos urbanos y que se repartían entre
ellos la friolera de ¿dos mil lenguas? Tras siglos de colonia, el español lo
seguían hablando básicamente los españoles y sus allegados. Sólo que en
tiempos del almirante eran unos pocos y en tiempos de Bolívar algunos
más. En siglos, nunca había prendido entre los criollos la intención,
verdaderamente decidida, de enseñar y difundir la lengua por aquellas
tierras. Total, ¿para qué? Ya la hablaban ellos. Nuestra historia empieza por
aquí, preguntándonos por qué se tardaron más de tres siglos en orientar
popularmente a la lengua española por la senda que la ha hecho grande, que
es la misma por donde transcurrirá su futuro: América.

II. PANLINOCHI

Habían pasado los años duros de la aventura, la guerra y la conquista


cuando el padre Calancha escribía, en pleno siglo xvii, sus crónicas sobre la
vida americana. La vida americana era entonces generosa. La vida
americana tenía indudables atractivos: “El más baladí come todo el año
sopa que en España comen sólo los ricos. Y come más acá un plebeyo en
una semana que allá el más generoso en un mes”, decía Calancha. Las
comidas de baladíes, plebeyos y señores las favorecía una tierra fértil y un
clima favorable, pero sobre todo la comodidad que ofrece un ejército de
indios serviles o esclavizados, con las generosas rentas que de ello se
obtienen. Inmersos en una economía natural, los colonizadores acaparan
tierras y brazos. Su vida es fácil. Al contrario que sus vecinos de muy al
norte, esas gentes puritanas que acaban de desembarcar en Nueva
Inglaterra, los del sur no necesitan trabajar el campo, ni agudizar el ingenio,
ni asociarse, ni emplearse en oficios manuales, ni construir cabañas de
madera. Para todo hay servidumbre india, negra o mestiza. Es razonable
pensar que si la servidumbre convive con los señores algo de español
aprenderá, pero si no, aprenderá poco o nada: como ocurre en muchos de
esos pueblos que los administradores y los frailes españoles han fundado,
con la expresa misión de llenarlos de indios, con el beatífico empeño de que
vivan como buenos cristianos.

A estos buenos cristianos se les puede enseñar la doctrina en su lengua.


Exceptuados los hijos de caciques y gente principal, a los que conviene
instruir en español, al indio llano se le puede enseñar en su propio idioma.
Aun a riesgo de que se imagine cosas raras, a esta gente no puede costarle
mucho memorizar el padrenuestro. La palabra padre se parece a la azteca
pantli, y nuestro, ¿no se parece a nochtli ? Pues como pantli designa entre
estos mejicanos a las banderas y nochtli a los higos chumbos, con pintar un
higo chumbo en una bandera y decir a gritos “¡Panlinochi!, ¡panlinochi!”,
ya va avisada la parroquia. Precisamente así lo hacía fray Jacobo de Tastera,
franciscano que adquirió notable pericia en la refinada práctica de
adoctrinar con jeroglíficos.

Si uno se pone del lado de los indígenas considerará qué extraña figura
debía de hacer frayjacobo y, todavía peor, qué extraños conceptos de los
misterios católicos se forjarían en las cabezas de los adoctrinados, y si no
era para escamarse con una religión cuyo máximo dios tenía representación
tan digna y notable como un higo chumbo. Pero, en fin, o los indígenas
simulaban la conversión para desentenderse del asunto, o el éxito
evangelizador de Tastera resultaba sincero y grande. Del mismo tamaño,
aproximadamente, que lo fue su estorbo para la difusión de la lengua común
española entre los indios. Pero la gente civil también se sirvió de un
procedimiento parecido. En algunos tajos mineros, donde los indígenas
llamaban en sus lenguas anda al cobre y buto a las calabazas, los capataces
españoles los hacían trabajar a la orden de “¡Andaputo!”.

III. COSTUMBRES IMPERIALES

La organización de, la vida colonial. Aspectos generales de la difusión del


español en América
En aquella vida colonial, donde cada uno representaba su papel, no hubo en
un principio grandes necesidades para la difusión del español. Las
actividades económicas tampoco la exigían. Las dificultades de los
primeros asentamientos coloniales fueron algunas. La despoblación cundió
en determinadas zonas. Pero, en general, los imperios suelen portarse así:
interesan las tierras en tanto en cuanto se explotan las minas, se buscan
especias y, con ello, se abren rutas cuyo primer destino suelen ser los
puertos de Cádiz o Sevilla. No se busca fundar una sociedad ideal de gentes
alfabetas e ilustradas. Aquellos tiempos no daban para eso. Es más, desde
1534 la Corona prohibió que llegara a América literatura novelesca y
cualquier otro libro de materias profanas y fabulosas. Las Le-

yes de Indias dedican capítulos al expurgo de libros y cuando los barcos


atracaban en los puertos era obligado el registro por si en las bodegas se
habían deslizado libros prohibidos. El frío brazo de la Inquisición tenía su
particular sueño americano: convertir extensos territorios en estrictas casas
de rezos, con poca información relativa a las nuevas ciencias
experimentales que agitaban Europa, con poca circulación de ideas y, por lo
mismo, con poco contagio lingüístico. En suma, que con la utilidad de los
panlinochis para religiosos y los andapu-tos para civiles, el español común
podía esperar.

Los españoles gozaban, con todo, de ventajas que favorecían la extensión


regular de su lengua. La más evidente: colonizaron territorios cuyas culturas
materiales, ancladas a veces en la edad de piedra, no podían competir ni en
la guerra ni en la paz con la que ellos traían de Europa. Había también otras
ventajas: frente al asombroso laberinto idiomático de la América
precolombina, los españoles traían un idioma ciertamente unificado, con
notable cultivo escrito en diversas materias, hijo del latín y con su alfabeto.
No tardó mucho en difundirse modestamente con la imprenta. Traían, sin
embargo, algo más importante que la imprenta para difundirlo: caballos con
los que se trasladaban tierra adentro y barcos capaces de navegar distancias
considerables. Gracias a esos medios materiales el español recorrió el
laberinto con gran facilidad, se plantó en territorios diversos, en puertos y
ciudades muy distantes entre sí. En poco tiempo gozó de una extensión que
ninguna lengua amerindia había conocido nunca. Un sistema revolucionario
de producción, comercio, transporte y comunicación —nunca visto en aquel
continente hasta entonces— se desarrolló en español. Los españoles
hicieron lingüísticamente en el siglo xvil, a uña de caballo, lo que los
angloamericanos en el siglo XX con el telégrafo y la radio. Pero estas
novedades comunicativas solían discurrir en un circuito de españoles natos,
apenas se distribuían entre la masa indígena. Sucedió esa difusión porque
no podía suceder de otra forma, como explicaba Bernardo de Aldrete en
1606: “En nosotros no hay más artificio que lo de su cosecha lleva la
naturaleza, y así nuestros sucesos dependen más del natural que de arte ni
industria”.

Don Bernardo echaba de menos, como otros muchos notables radicados en


España, las glorias imperiales de su lengua por América. La imaginaba
cultivada en escuelas, ilustrada en academias, grabada en mármoles,
protagonista de focos de cultura escrita y pasto de Lucanos y Sénecas
oceánicos, al modo de las glorias que tuvo la latina en Hispania. Como
otros muchos, Aldrete se equivocaba. Porque cuando Rodrigo de Jerez y
Luis de Torres recorrían La Española y se encontraban con aquellos jóvenes
desnudos que no entendían nada de nada —y menos que nada el latín—
¿qué glorias imperiales, ni qué Sénecas oceánicos cabían allí? En la primera
época colonizadora, la suerte de la lengua española era sobre todo trasunto
de la suerte militar. Nadie consideró seriamente mayores refinamientos
culturales. Un siglo después, que es cuando escribe Aldrete, la inercia de
esta circunstancia seguía siendo poderosa.

IV. LOS IDIOMAS PORTÁTILES

La comunicación entre españoles e indios. La captura de indios

Ya sabemos que Cristóbal Colón arribó a tierras americanas, como quien


dice, por casualidad. El iba a Cipango y a Catai, es decir, a la China y al
Japón. Pensaba encontrarse con el Gran Kan y su gente, tipos exóticos, qué
duda cabe, pero de cierto refinamiento oriental. La sorpresa que se llevó
debió de ser alguna. Se resignó y pasó no pocas navegaciones para ver si se
podía traspasar esas tierras y poner, otra vez, rumbo al Gran Kan. No pudo
ser. Sabía que por aquellos mares de la China —donde, por cierto, no estaba
— se iba a encontrar con gentes de extrañas lenguas. El mismo procedía de
una Europa muy repartida en idiomas. En la propia unión de reinos
castellano-aragonesa que respaldaba su viaje atlántico se hablaban varios.
Incluso el árabe estaba representado en ella y, en sí mismo, no era mucho
más raro que los idiomas hablados por aquellas islas. Sus hablantes también
eran infieles. Lo que no pudo imaginar nunca al avistar tierras americanas,
ni por asomo, era la complejidad lingüística y humana verdaderamente
asombrosa a la que se enfrentaba. A su lado la diversidad de Europa era un
juego de niños. Las cortes europeas se podían recorrer en latín. Pero las
nuevas cortes americanas, por darles ese nombre, ¿en qué iba a recorrerlas?

El almirante fue una persona con mala suerte, si se considera la fortuna que
él pensaba correr. En cierto sentido, parecería que las dificultades de este
hombre para hacerse entender con aquellos jóvenes de la playa preludiaban
la tortuosa hispanización idiomàtica de siglos venideros, que iba a avanzar
entre señas, intérpretes, españoles que se hacían indios, esclavos traídos de
Africa, vastas regiones despobladas, cátedras de lenguas indígenas en las
universidades y otros obstáculos para la libre difusión de un idioma común.

Cuando comprobó que había allí poco más recurso que agi tar los brazos,
recurrió a un método de aprendizaje de idiomas que era regular entre los
navegantes portugueses: capturar indios, llevarlos a la corte, enseñarles
portugués y devolverlos a su tierra americana a modo de simiente lusa. Esta
costumbre se iba haciendo corriente entre españoles. Las ordenanzas
indianas para 1526 ya admitían la legalidad de capturar gentes para que
sirvieran de lenguas, que así los llamaban, o trujamanes. La estricta
humanidad de la ley, eso sí, no permitía la captura de más de una o dos
lenguas cada vez.

Colón se trajo diez nativos a España. Viajaron aproximadamente de buena


voluntad. En justa correspondencia fundó en tierras americanas un fortín al
que llamaron Puerto de la Navidad. Quedaron en él cuarenta y ocho
españoles. A los indios se les recibió con todo tipo de boato. Se los llevaron
a la Corte y a clos de ellos los apadrinaron los propios reyes. No en vano
eran hijos de cacicjues. Se apresuraron a bautizarlos en una ceremonia que a
los americanos les debió de resultar muy interesante y los llamaron don
Fernando de Aragón y donjuán de Aragón. Los llamaron así no por
capricho del rey católico, sino porque se cristianaron en ese reino,
concretamente en Barcelona, donde entonces estaba la Corte. Los educaron
a lo grande y les enseñaron la lengua más general entonces entre aquellos
reinos de España.

A los caballeros barceloneses las maravillas andantes les impresionaron


vivamente. Los resultados del viaje eran un poco decepcionantes, todo hay
que decirlo, pero aquellas gentes acostumbradas a la navegación
mediterránea echaron cuentas que el futuro iba a pasar, justo, por otro mar
opuesto al suyo. No estaban equivocados. En el siglo xvi, y procedente de
América, fluyó en Europa una cantidad de oro tal como nunca habían
conocido todos los siglos pasados: extraído por indios y negros lo trajeron,
gramo a gramo, portugueses y españoles. Colón relató, a modo de consuelo,
que había muchas más maravillas de aquellas diez que se había traído de
recuerdo. La tarea colonizadora iba a ser larga, pero seguramente próspera.
Entre los primeros atareados apareció una selecta represen tación catalana
encabezada por el padre Boyl. Catalanes habían sido, al fin y al cabo,
quienes habían hecho las contrataciones con el genovés para recorrer la
tierra de la especiería.

Boyl era capellán de confianza de los reyes. De familia aristocrática


catalana, se marchó a América en el segundo viaje de Colón. Llevaba
instrucciones específicas de atender a la salvación de las almas de tanto
americano que vivía tranquilamente en la impiedad absoluta, sin reflexionar
ni un minuto al día sobre tan lamentable condición. Tras él iba su paisano
Román Pané, tipo menos encumbrado que Boyl, pero mucho más
novelesco. De la Ordenjerónima, Pané se hizo amigo de reyes y otros
naturales llanos de por allí. Durante dos años vivió entre las tribus que
caciqueaba Guarionex, tribus cuya lengua era la más extendida de todas
aquellas tierras, según impresiones de los españoles. Transcurrido ese
periodo, Pané se marchó al cazicazgo de Mabiauté a redimir impíos, a
hacerlos reflexionar y aprender lenguas raras. No enseñó nada de español a
los de Guarionex, ni a los de Mabiauté, ni a nadie;

tampoco catalán, que se sepa. Pero él aprendió buena porción de términos


indígenas con los que aderezó su crónica sobre usos y costumbres de la
tierra. La primera historia americana de que se tiene noticia.

V. ENSEÑAR AL QUE NO SABE


Los intentos para difundir una lengua común. Primeras intervenciones
estatales. Lengua y religión

Con el cambio de costumbres, comidas y horarios, los indios que habían


viajado a Barcelona con don Cristóbal se murieron casi todos. Los
supervivientes que hicieron el viaje de vuelta con su español bien aprendido
para difundirlo por aquellas tierras, debían de estar tan satisfechos entre la
marinería castellana que, nada más pisar tierra, huyeron despavoridos y no
se supo de ellos. Así pues, los americanos procedentes de Barcelona no
sirvieron de mucho en punto de lenguas y de simiente hispana. Pero los
españoles que se habían quedado en América, en el Puerto de la Navidad,
tampoco habían tenido mayor ocasión de enseñar su lengua a los naturales.
Si bien puede decirse que la poca que enseñaron lo hicieron a conciencia.

Algunos recién llegados advirtieron que, en el plazo de un año, los indios


habían aprendido palabras sueltas que repetían alegremente. Achacaron la
novedad al buen oficio de Diego de Arana y los que con él habían quedado
guardando el Puerto. Enseguida se comprobó el precio del aprendizaje: de
la Navidad no quedaba ni rastro, los indígenas la habían arrasado. La lengua
española de sus moradores se había empleado, seguramente, en algo más
sustancioso que aprenderla. Por lo menos, camisa, jubón y almirante eran
corrientes entonces entre algunos nativos de tribus próximas al desgraciado
establecimiento colombino. El Puerto de la Navidad, que se sepa, ha sido la
academia de lengua española más viva y más rara que se haya visto jamás.

Todo esto lo comunicaban los indígenas con sencilla gracia y amable


naturalidad (de las que pueden sacar interesantes conclusiones académicas
los especialistas en lenguaje gestual): traían de algún bohío un cuerpo
descuartizado e indicaban con expresivos gestos dónde había ido a parar el
resto. Con ello daban a entender que por allí había caníbales. Si es que no lo
eran ellos mismos. Viendo estas cosas, Colón, Pe-drairas, Velázquez,
Bobadilla, Ovando y tantos otros pensarían en qué extraños refinamientos
se empleaba en España don Antonio Martínez de Cala, más conocido por
Nebrija, con sus bonitas ideas de que las lenguas siguen a los imperios, o de
que él había compuesto una gramática con la que iban a aprender español y
latín esos tipos que volvían felices y gesticulantes a su bohío. ¿Qué
opinarían al respecto los desgraciados del Puerto de la Navidad?
No es que faltaran intentos por difundir el español. Los hubo. De hecho, las
primeras ordenanzas reales —esas que se llevaban debajo del brazo gentes
como el padre Boyl— recomendaban que la fe católica se enseñase en
lengua española. Eso repitieron las leyes de Burgos en 1513. Lo mismo, las
instrucciones de los padresjerónimos para el año 1.516, que quizá son las
más explícitas al respecto: “Que les muestren hablar romance castellano, y
que se trabaje con todos los caciques y indios, cuanto fuere posible, que
hablen castellano”. Para eso había partido poco antes el padre Alonso de
Espinar con dos mil cartillas que le había dado la Casa de Contratación de
Indias, con las cuales no sólo se iba a aprender español, sino latín a la vez.
Como le gustaba a Nebrija, por cierto. Con el tiempo llegarían más y más
cartillas de lo mismo.

En instrucciones como éstas, sin embargo, late el germen del perplejo papel
idiomático que los españoles iban a desempeñar en América durante tres
siglos. ¿Se han dado cuenta, por cierto, la de frailes que han aparecido hasta
esta parte de la historia? Es fácil de explicar. Las necesidades de hispaniza-
ción casi nunca dependieron de los propósitos de crear una comunidad civil,
sino que variaron de año a año, de instrucción a instrucción, de gobernador
a gobernador, de obispo a obispo, según las necesidades y modos de
conversión a la fe católica de tanta masa indígena: cuando, por señas;
cuando, en español; cuando, con jeroglíficos; cuando, en lenguas indígenas;
cuando, como sea. No es de extrañar así que a Bolívar no lo hubieran
entendido, acaso, más que uno de cada tres americanos.

Hasta el reinado de Carlos III no ganaron peso en la Corona española, de


una forma decidida, otras razones que sí facilitaban la extensión de una
lengua común por América: ya no valía asegurar la catequesis, era
imprescindible asegurar la buena administración, el trato y el comercio con
la gente americana, coxr cuanta más, mejor. Entre otros muchos asuntos, las
nuevas exigencias mercantiles, en competencia con los holandeses,
franceses y británicos, les abrieron a algunos los ojos respecto al idioma. Al
ir abriéndolos, se empezó a derrumbar aquel orbe hispánico viejo lleno de
señores, de indígenas serviles y esclavos negros pero, sobre todo, lleno de
religiosos que parecían obsesionados con convertir esas tierras en el edén
evangélico, según moldes católicos, apostólicos y romanos. Así de claro
quedaba en aquellas bulas del papa Alejandro VI, que en 1493
condicionaban los derechos españoles sobre los nuevos territorios a la tarea
fundamental de convertirlos. En tierras americanas, durante los años
coloniales, la religión católica fue infinitamente más agresiva que la lengua
española.

VI. LAS MANOS SERVÍAN DE LENGUA

La comunicación entre españoles e indios: el recurso de las señas

Álvar Núñez Cabeza de Vaca salió del puerto de Sanlúcar de Barrameda un


apacible 17 de junio de 1527. Tenía veinte años. Poca edad para ir de
tesorero en la orgullosa expedición de Pánfilo de Narváez. Los
expedicionarios llegaron con algunos accidentes a las costas antillanas. Con
más accidentes todavía reconocieron las tierras de Florida, que eran las que
ambicionaban. Querían lograr en ellas los mismos triunfos que estaba
logrando Hernán Cortés más al sur. Aquello fue un desastre. Muchos
murieron, otros se dispersaron. Cuatro de ellos, Núñez, Maldonado,
Dorantes y el negrito Estebanci-co, perdidos, iniciaron a pie una increíble
marcha. Atravesaron todo el sur de los actuales Estados Unidos,
continuaron por el norte de México. Desde Chihuahua, y por Sinaloa, Cu-
liacán, Compostela y Ciudad de México rindieron viaje en Veracruz. Allí
los recibieron con honores. No dejaba de ser un consuelo. Habían pasado
penalidades sin cuento; habían recorrido a pie, quizá, diez mil kilómetros;
en ocho años no habían visto a gente cristiana. Sí habían convivido con
todas esas tribus de apaches, seminólas, navajos y shoshones que hemos
visto en las películas pelear bravamente contra el Séptimo de Caballería. Y
bien, ¿cómo se entendieron con tanta gente extraña en todo ese tiempo?
Así: “preguntábamos y respondían por señas, como si ellos hablaran nuestra
lengua y nosotros la suya”.

No crean que las señas eran un medio para salir del paso. Ni mucho menos.
Se llegaba con ellas a altas cotas de refinamiento comunicativo. Cuando
Colón llegó a Guanahaní dedujo lo siguiente de sus conversaciones por
gestos: “Creo que, si es por las señas que me hicieron todos los indios de
estas islas, porque por su lengua no los entiendo, ésta es la isla de Cipango”.
Lo que ya es deducir de una comunicación por señas.
Los de la expedición de Cortés eran también muy aficionados a entenderse
por señas. No había más remedio, ellos eran pocos y los naturales de allí no
tenían número. Como sus lenguas, que cambiaban a cada paso. Además,
eran rarísimas para el oído de los españoles, tanto que Churultecal se
transformaba en Cholula e Ixhuacan en Ceinaca. No es para menos, por
cierto, ustedes hubieran hecho lo mismo. Comunicarse por señas debía de
resultar un procedimiento rústico pero cómodo. Con ellas se entendía todo:
si querían paz, si querían guerra, si iban, si venían, y si las mujeres se
ponían a menear las mantas hacia abajo y dar palmaditas hacia arriba
entendían los de Berna! que les iban a preparar tortillas de maíz, o sea, que
es verdad que el hambre agudiza el ingenio y las entendederas.

Este procedimiento lo llevaron a su máximo refinamiento los religiosos.


Los vecinos de Tlaxcala tuvieron ocasión de comprobarlo. El día de
mercado aparecieron por allí unos frailes franciscanos a los que la tropa
española había sacado de paseo, a modo de reconocimiento del nuevo país y
sus variopintos moradores. Los frailes se quedaron boquiabiertos,
emocionados; en su vida habían visto tanta gente junta, tan distinta a la
común española, ¡y toda ella pagana! Ni cortos ni perezosos, empezaron a
convertirlos allí mismo... por señas. Por señas les iban mostrando el cielo y
los tesoros y grandezas que allí en lo alto había. Y el infierno y sus
penalidades, también por señas. Como los de Tlaxcala, y otros muchos
como ellos, tenían alguna dificultad para captar la teología gestual, hubo
religiosos que de las señas pasaron al teatro. Encendían una gran hoguera en
medio de la plaza y arrojaban a ella animales vivos: eso era el infierno. Más
claro, imposible. Esto de los frailes teatreros no fue en sí mismo un inven to
para americanos, también los hubo en España, donde en muchas ocasiones
había que adoctrinar a vecinos no mucho más entusiasmados con los
misterios cristianos de lo que podía estarlo un azteca.

Cualquier sacramento de la fe católica podía administrarse con señas, si no


había modo de entenderse por lengua natural con los indígenas. Incluso ese
tan íntimo de la confesión. Si lo consideran fríamente, las señas son mucho
más fiables en este trance que el intérprete, oficio que también se utilizaba
para el caso. Porque ¿quién se fía de que el intérprete esté traduciendo con
pulcritud lo que dice el penitente? ¿Ysi está engañando al confesor? ¿Y si
relata pecados enormes que no se han cometido, si es que le tiene ojeriza a
quien se confiesa? Si el intérprete es mujer porque lamentablemente no hay
otro remedio, ¿sabrá guardar el secreto? Seguramente, no. Todas estas
preguntas se las planteaba muy en serio el obispo de Quito, don Alonso de
la Peña Montenegro, en su Itinerario para párrocos de indios, cuando la
coloni zación española llevaba dos siglos en marcha.

Las señas, sin embargo, evitaban todos estos inconvenientes, así que don
Alonso instruyó que, de no haber intérprete de mucha confianza al que
recurrir, “el sacerdote que se hallare con el enfermo cristiano in articulo
mortis ha de tratar con él como con los mudos, procurando por señas
moverle al dolor de los pecados, y que por señas confiese algunos de su
especie, que no es muy dificultoso”. O sí es muy dificultoso, según se mire.
Porque, de entre todos los pecados posibles que se podían cometer en
América, había uno que traía de cabeza a franciscanos, jerónimos,
agustinos, dominicos y a toda orden habida y por haber, uno que hacía
aparecer aquellas tierras, ante los castos ojos cristianos, como las mismas
tierras del infierno, uno que se cometía con naturalidad pasmosa, a la luz
del día, un pecado que no era un pecado: era el pecado. Uno que consistía
en desobedecer el sexto de los diez mandamientos, una desobediencia que
allí se seguía con toda llaneza, casi a la vista, y no ya entre humano y
humana, que hubiera sido de llevar, sino entre humano y humano, con
sodomías reales o simuladas que eran espantables. Por otra parte, es de
imaginar al sacerdote fiel a la instrucción de don Alonso preguntando por
señas si se ha pecado, o no, en esa particular especie. Y es de imaginar al
impío respondiéndole por señas igualmente. Hubiera sido digno de verse.

Resulta evidente que, si bien con las señas se conseguían entendimientos


exitosos y por eso mismo se siguieron utilizando hasta muy tarde —como
muestra la instrucción de Quito—, no eran la solución ideal. No ya por el
apuro de confesar algunos pecados, sino por otras muchas dificultades que
resultan evidentes. Así que, además de con señas, los americanos se fueron
entendiendo entre sí con recursos humanamente mucho más interesantes: es
la hora de los intérpretes.

VII. FELIPILLO Y OTRAS GENTES DE SU OFICIO La comunicación entre españoles


e indios: los intérpretes
Que se sepa, Cristóbal Rodríguez fue el primer español que aprendió una
lengua americana. Era marinero. La aprendió entre indios. Corría el año
1500. Aprender una lengua de aquéllas tenía sus ventajas. Podías
comunicarte con los naturales de tú a tú, traducirle al capitán de turno lo
que decían y viceversa; con ello, ganarte unas monedas. Pero era lo común
que, tras un agradable paseo de no más de media hora entre palmeras, otros
naturales no entendieran nada de la lengua que tú habías estado aprendiendo
meses y meses. Todavía más, si te decidías a hacer parada y aprender esta
segunda lengua, era lo corriente advertir, tras otro agradable paseo de no
más de media hora entre cocoteros, que nuevos naturales te salían al paso
sin entender, ni poco ni mucho, las lenguas que llevabas puestas encima tras
años de estrecha convivencia entre tus hospitalarios maestros. Algo así les
pasó a muchos Cristóbales Rodríguez de aquellos años de la conquista.

Ante estas complejísimas circunstancias lingüísticas, las figuras del


intérprete, la lengua, el trujamán, el indio ladino, que sabe romance, y todas
las gentes de este oficio cobran en suelo americano una representación que
nosotros nunca podremos valorar hoy como sí pudieron hacerlo en su
momento los pasajeros a Indias. Especialmente, si eran gente de guerra.
Todos ellos consideraban fundamental la captura de nativos para instruirlos
como intérpretes, como ya se ha visto, pues las novedades humanas a las
que se enfrentaban los recién llegados eran, acaso, mucho más inauditas que
las propias de la Naturaleza americana.

Todos practicaban ese deporte: el capitán Francisco Hernández andaba


capturando indios para el oficio hacia 1517. Dio con dos fundamentales
para la guerra en México: Mel-chorejo y Julianillo. Juan Grijalva también
era avezado deportista. Tuvo suerte y con cuatro capturas se entendió en
Tabasco. Algunos servían a ratos, otros huían, otros cambiaban de dueño
con naturalidad y, trasplantados a nuevas tierras, dejaban de ser útiles. Casi
todos eran mozalbetes y se bautizaban con diminutivos. Los españoles,
posiblemente, no calibraron en un principio el laberinto de lenguas en que
se acababan de meter. Y las consecuencias que aquello podía traerles. A mí
no me cabe duda de que parte de los malentendidos que dieron lugar a
agravios, rencillas, refriegas o enemistades, no ya entre españoles y
americanos, sino entre españoles y españoles, americanos y americanos, y
suma y sigue, no fueron en el fondo sino fatalidades que pasan cuando en
un mismo sitio se juntan a hablar gentes con muy distintos intereses y,
materialmente, no se pueden entender.

Cuando Hernando de Soto exploraba Florida se iba dando cuenta de que


para hablar con los caciques necesitaba catorce o quince intérpretes, dada la
variedad de lenguas. Llegado a la provincia de Chicaza se le ocurrió... una
ocurrencia: hacer una cadena de intérpretes, los indios se pasaban mensajes
en distintas lenguas, de uno a otro, hasta que el intérprete de don Hernando
sonsacaba algo de utilidad que contarle. No hará falta decirles que la
expedición de don Hernando estuvo llena de situaciones —según las
adjetivan algunos historiadores— dramáticas. Es de imaginar que la cadena
de intérpretes también daría lugar a alguna cómica.

Con el tiempo, la figura del intérprete gana cierto reconocimiento. Su


trabajo se empieza a regular por leyes. No es para menos, pues era trabajo
delicado y al borde de todo tipo de corrupción o falso testimonio. Sin
embargo, nunca fue oficio de notables. Se trataba de un trabajo útil pero
humilde, como tantos otros oficios. No estaba muy bien pagado (y las
propias leyes lo reconocen). Sólo en aquellos territorios y puestos
fronterizos donde el ejército o la administración consideraban estratégica la
labor de un buen intérprete, el sueldo podía resultar atractivo. Hasta diez
veces más que los honorarios regulares.

Para los tipos con vista comercial, aquella situación de americanos rodeados
de lenguas diversas y con necesidad de entenderse era interesante. Eso le
parecía a Pedro Arenas. Vecino de México, Arenas no era intérprete, ni
trujamán, ni nada de eso. Era un tendero harto de tener que bregar con una
lengua y otra cada vez que quería venderle el género a un vecino. Harto
igualmente de tener que recurrir para el caso al vocabulario hispanoazteca
del franciscano Alonso de Molina. Un gran libro, sin duda, y sobre todo por
el tamaño. No era obra fácil de consultar, estaba llena de guiños quizá más
útiles para un predicador que para un comerciante. Así que Pedro Arenas
escribió su propio vocabulario. Sin embargo, no enfrentó una columna de
palabras en español a otra de palabras aztecas, sino que hizo algo con más
enjundia: consideró aquellas situaciones más frecuentes de la vida común,
como ir a comprar comida, vender caballos, dar un azote a los niños o
enfrentarse al negocio imposible de contratar a un albañil. Se inventó así
unos diálogos hispano-mejicanos muy salados. Si un criollo quería hablar
por hablar con un vecino de lengua azteca, abría el diccionario de Arenas y
le decía, por ejemplo: “Cuis quiahuiziu axcan?”, o sea, “¿lloverá hoy?” y el
interlocutor, es de suponer, le respondía: “Xiquitta quentla-mani in
cahutü”, que el vocabulario traduce como “mira qué tiempo hace”.

El vocabulario de Arenas, que se publicó en 1611, era una mezcla de


filantropía y negocio. No se equivocó. Fue un éxito si se considera qué
pocos lectores había entonces. Lo más sorprendente de la obra es que,
doscientos cincuenta años después de escribirse, o sea, en la segunda mitad
del siglo XIX, se seguía editando y encontraba compradores asiduos. Esto
debe hacernos reflexionar sobre la tranquilidad y paciencia con que las
cosas idiomáticas transcurrían en los virreinatos. También sobre el hecho de
que la lengua de los españoles estaba menos extendida de lo que parecía en
un principio.

Es curioso considerar cuántas americanas sirvieron para este oficio de


intérpretes. Y lo bien que lo hicieron. Basta imaginarse la vida del soldado
por aquellas tierras. No ya puesto en el trance de tener que entenderse con
gentes de lenguas extrañas, sino que, además, ha dejado a los niños y a la
mujer en Cuéllar, en Toledo o en Huelva. Está solo. ¿No podemos
comprenderlo? La intérprete es mucho más útil que los Mel-chorejos y
losjulianillos, no sólo por eso que están imaginando, sino porque sabía
hacer tortitas de maíz y administrar la casa. Francisco de Ibarra buscó las
legendarias tierras de Cíbola con la cacica de Ocoroni, doña Luisa. Pedro de
Heredia, gobernador de Cartagena, cuando llegó al puerto de Santa Marta,
enrió a dos soldados a tierra con dos órdenes: capturar a alguien para
intérprete y que fuera mujer. Jorge Espira, gobernador de Venezuela, era de
los mismos gustos. Fray Bartolomé de las Casas se hacía acompañar de la
india doña María, para evangelizar solamente.

El ejemplo más acabado de lo que podían dar de sí los intérpretes de ambos


sexos se dio en la campaña de México. Todo sucedió alrededor de las gentes
de Hernán Cortés. Cuando desembarcaron en Campeche, en 1519, algunos
indios se dirigieron a ellos a la voz de “¡Castilan, castilan!”, así se referían a
algunos españoles que habían sido apresados por los mayas. Los de Cortés
siguieron la pista y dieron con Gonzalo Guerrero y con Jerónimo de
Aguilar. No los reconocieron. Pensaron que eran indios. Guerrero y Aguilar
habían sobrevivido al naufragio de un bergantín que hacía la ruta desde
Darién a Santo Domingo. En un bote llegaron a las costas del Yucatán.
Llevaban viviendo entre los nativos siete años. Gonzalo Guerrero no sólo es
que hablara el maya mejor que el español, se había tatuado el cuerpo,
perforado las orejas y los labios, tenía varias mujeres y tres hijos, los de allí
lo tenían por cacique y capitán. No quiso retornar con los españoles y
únicamente les pidió algunas cuentecillas de vidrio para regalárselas a su
familia. Jerónimo de Aguilar sí se marchó con Cortés.

Los buenos intérpretes facilitaron la movilidad de los españoles en aquel


territorio. Pero la suerte de Cortés con los intérpretes no acababa allí. El
conquistador lo fue de tierras y de mujeres, sin importarle tanto la raza
cuanto que estuvieran bautizadas. Antes de que su mujer llegara de España,
Hernán Cortés convivía tranquilamente con varias españolas e indias.
Llegada su mujer, don Hernán no se recató mucho más.

Un día los caciques de Tabasco regalaron a los españoles veinte indias


jóvenes para que les hicieran tortitas de maíz. En el lote iba Malintzin,
conocida también como Malinali, doña María o la Malinche. Tenía quince
años. Se la entregaron a Hernández de Portocarrero. A los pocos días, los
españoles se percataron de que sabía hablar nahua y maya. Cortés la
escogió como intérprete y amante. Como Portocarrero partió hacia España a
los dos meses, la cosa no fue a más. Aunque tampoco estos cruces
sentimentales preocupaban a la soldadesca española. Eran muy corrientes.

En los negocios con los mejicanos, la Malinche traducía del nahua al maya
y Jerónimo de Aguilar del maya al español. Idioma este último que pronto
dominó la moza de Cortés. Con los excelentes servicios prestados por
Julianillos, Melchorejos, Aguilares y Malinches, la gente de Cortés, que
había empezado la campaña mexicana con poco más de cuatrocientas
almas, tuvo acceso a tal cantidad de información, que con ella podía
adelantarse a la estrategia guerrera de sus enemigos, pactar ventajosamente
con ellos, dividirlos o engañarlos. Era una forma de guerra secreta en la que
los españoles, gracias a los intérpretes, podían trazar redes de comunicación
e información imposibles para cualesquiera pueblos indígenas, cuyas
divisiones lingüísticas los mantenían a menudo aislados. Todavía a
doscientos cincuenta años de las campañas de Cortés, don Miguel Alvarez
de Abreu, obispo de Oaxaca, consideraba que la multitud de lenguas
provocaba “un desorden que sólo con la experiencia se puede conocer,
viendo pueblos muy inmediatos mantenerse aislados cada uno en su propio
idioma, como si distaren muchas leguas”.

Los intérpretes eran a veces armas de doble filo. Francisco Pizarro tuvo
ocasión de comprobarlo en sus tratos con los incas. En este negocio de las
guerras secretas e informes escritos con noticias reservadas, Pizarro tenía
dos grandes inconvenientes frente a Cortés: primero, era analfabeto porque
se crió en la pobreza; segundo, su intérprete a menudo era un desastre. Se
llamaba Felipillo. Había aprendido mal el quechua y no mucho mejor el
español. Según algunos, español fluido, lo que se dice fluido, sólo le salía
en los juramentos y blasfemias, como corresponde a quien ha tenido por
escuela a la tropa. Cuando fray Vicente Valverde se afanaba por explicar a
Atahualpa —o Atabalipa, como le llamaban los cronistas antiguos— los
misterios de la fe católica, advirtió que no adelantaba mucho e incluso al
inca le parecían cosa de risa. No en vano estaba Felipillo de por medio.
Cuando fray Vicente decía que Dios era Uno en tres Personas distintas,
Felipillo sumaba y le traducía al inca que Dios era uno más tres, o sea,
cuatro. Las traducciones de Felipillo no es que añadieran mucha más
oscuridad a la que ya tiene el dogma trinitario, pero a Atahualpa le hacían
reír y sus risas ofendían a los españoles. Esto no fue lo peor, sin embargo.
Felipillo se enamoró de una de las mujeres de Atahualpa, y como tal,
inaccesible para él. Pensó que muerto el rey inca el acceso a su amada sería
posible y urdió la siguiente trama: cuando los de Pizarro tenían preso en
Cajamarca a Atahualpa y consideraban razonable la posibilidad de un
ataque feroz por parte de los incas, Atahualpa los tranquilizó diciéndoles
que nadie iba a hostigarlos. Felipillo tradujo a propósito todo lo contrario, y
no una vez, sino reiteradamente. Se ordenó ajusticiar al inca. Y se cumplió
la orden. Felipillo no pudo casarse con la princesa. Protagonista de más
oscuras historias, acabó descuartizado en una de ellas. Gajes del oficio.

VIII. Los PALACIOS BLANCOS

La india;nización de los españoles. Dificultades para la comunidad


lingüística
La desproporción entre el número de españoles pasajeros a Indias y
naturales de América fue siempre desmesurada. En 1570 podría haber en el
continente unas seis mil quinientas familias españolas y tres millones largos
de familias indias. Multipliquen por tres cada cifra y les dará idea
aproximada de la población total. Cien años después, la proporción seguía
sin equilibrarse. En Ciudad de México vivían entonces ocho mil españoles
y unos seiscientos mil indígenas. Con tal diferencia de población a favor de
los últimos, no es de extrañar que los recién llegados a América se india-
nizaran. Ya hemos visto el caso de Gonzalo Guerrero, que parecía un maya
más. Los españoles hechos indios protagonizan, con gran diferencia sobre
cualesquiera otros, los episodios más novelescos que se puedan imaginar: al
soldado Pedro Bohorques, con tanto inca por en medio, se le trastornó la
cabeza, aprendió las lenguas de allí con naturalidad, se creyó que era el
enviado del cielo para recuperar y heredar el antiguo imperio incaico, se lo
hizo creer a otros, se fue en busca del Paititi, o Palacio Blanco, y vivió
varios años como reyezuelo de unos pueblos tan opulentos que él mismo los
bautizó como los indios pelados. Acabado el negocio del Paititi con más
pena que gloria, retornó con la tropa española, que lo condujo jubilosa hasta
la horca sin mediar palabra.

Tanto entusiasmo indígena era una desventaja para la extensión de la lengua


española. Es absurdo pensar que cada recién llegado iba a dirigirse en
español a ciento cincuenta personas que lo rodeaban, desconocedores casi
todos ellos de esa lengua, y que éstos iban a hacerle el favor de entenderlo.
Resultaba más práctico aprender las lenguas de los ciento cincuenta, para lo
que tampoco había que esforzarse mucho. En 1635, el obispo Maldonado le
escribe una carta a Felipe IV donde le cuenta asuntos relativos a las
costumbres de Tucu-mán, al norte de la actual Argentina, y le dice respecto
al idioma: “En esta tierra poco hablan los indios y españoles en castellano
porque está más connaturalizada la lengua general de los indios”. Otra carta
le llegó al rey al año siguiente, esta vez procedente de Quito. A los ciento
treinta años de su fundación por Sebastián de Benalcázar se informa que
“mayormente en esta ciudad de Quito y demás lugares de esta provincia son
innumerables los indios que hay de servicio en las casas particulares, a los
cuales sus amos y amas los hablan en la lengua del Inca”. Los casos de
Tucumán y de Quito eran, por otra parte, bastante regulares.
En 1789 partía del puerto de Cádiz el navegante Alejandro Malaspina, de
quien puede decirse que, de su época, fue el único español que reconoció
los confines del Imperio hispánico durante cinco años de navegación. Lo
que encuentra Malaspina en esa fecha —cuando, por cierto, hacía
diecinueve años que Carlos III había cursado órdenes para la enseñanza
efectiva del español en América, como más tarde se verá— son vastas
regiones inexploradas, masas de nativos que no saben nada de español o
que tienen vaguísimas nociones de él porque sus tatarabuelos se
encontraron alguna vez con algún explorador, multitud de monjes que saben
español pero dominan perfectamente las lenguas nativas... y curiosidades
varias, como un puerto comercial en la remota Nookta (es el nombre que
luego le dieron los ingleses del capitán Cook, los españoles del capitán
mallorquín Juan Pérez lo habían bautizado como San Lorenzo), al pie de
Alaska, puesto allí para el comercio de pieles y defendido por bravos —y
ateridos— soldados que echaban de menos su lejana Cataluña. Lo que el
navegante dedujo tras años de singladura es que, salvo en los grandes
centros urbanos, donde era corriente el español pero no infrecuentes las
lenguas nativas, el Imperio no tenía lengua común propiamente dicha. El
número abrumador de naturales, la costumbre de muchos españoles de
indianizarse o de aprender lenguas indígenas por simple facilidad, el hecho
de concentrar el español en los ambientes criollos (donde tampoco era
extraño oír la lengua indígena), la práctica misionera de predicar a cada cual
en su lengua y la despoblación de grandes áreas de territorio americano no
eran los mejores aliados para una comunidad lingüística genuina. Sucedía
esto muy a finales del siglo xviii. Con todo, otras circunstancias se dieron
que podrían haber complicado aún más el mapa lingüístico de la América
colonial.

IX. ZAMBAMBÚ, MORENICA DE CONGO

El tráfico de esclavos y sus consecuencias lingüísticas

“En 1517 el Padre Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios
que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas,
y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se
extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”; el
primer párrafo de la Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis
Borges, le viene como anillo al dedo a este capítulo. En la época de De las
Casas se debatía si el negro estaba mejor adaptado al trabíyo que el indio, o
bien si servía adecuadamente para repoblar amplias zonas vacías. Los
españoles comprobaron pronto que no sólo estaba mucho mejor adaptado
para el trabajo que el indio, sino que repoblaba el territorio mejor que él.

Ciertamente, la despoblación de la zona antillana y caribeña fue grande.


Enfermedades, hambrunas y guerras liquidaron el elemento indígena con
rapidez extraordinaria frente a lo que procedía de España. Aunque la
piratería, las dificultades del viaje y las inclemencias climáticas tampoco
dejaban crecer gran cosa a los nuevos colonos, es cierto que la instalación
de la lengua española sucedió en esas zonas sin competencia de lenguas
amerindias, sencillamente porque los indígenas se hallaban sometidos,
desplazados a otros territorios o habían sido exterminados, todo ello en un
plazo no superior a dos generaciones.

La isla de Borinquén tuvo su primer pueblo de cristianos en 1508, fundado


por Juan Ponce de León. Lo iba a llamar Villa Caparra pero a Fernando el
Católico no le sonó bien lo de Caparra y dijo que lo llamaran Puerto Rico,
que es como pronunciar la denominación indígena Borinquén o Porinquén
a la castellana. Según De las Casas, Puerto Rico tenía entonces medio
millón de indios. Comotodoio que cuenta de América este religioso hay que
dividirlo por diez, es prudente pensar que no pasaran de cincuenta mil los
naturales de allí.

En 1765, el comisario O’Reilly daba un censo de 44.833 habitantes. En


doscientos cincuenta años, por tanto, el número de habitantes no había
crecido. Pero su naturaleza era distinta: si en tiempos de Ponce de León
había españoles e indígenas, en tiempos de O’Reilly había criollos y negros,
la mayoría esclavos.

En los años de Ponce de León, sin embargo, ya estaban desembarcando


negros por aquellas tierras. Las leyes españolas habían vetado muy pronto
este tráfico. Pero el comercio negrero era tan potente, las compañías
genovesas, holandesas, portuguesas, españolas y, con gran diferencia sobre
las demás, las inglesas tenían ya tales compromisos en él, que aquel veto
sirvió de poco. Los colonos, por su parte, debían de estar encantados con el
aluvión de esclavos: pronto descubrieron que en el tiempo en que un indio
bacía diez montones de yuca, el negro había hecho cien. Fernández de
Oviedo decía en 1520 de aquellas regiones antillanas: “Aparece esta berra
una efigie o imagen de la misma Etiopía”. Era verdad. Todas aquellas
lenguas africanas que desembarcaban incontenibles podrían haber añadido
mucha más complejidad al mapa humano y lingüístico caribeño. Para
hacernos una idea: entre 1750 y 1850 llegan a Cuba setecientos veinte mil
esclavos de la más diversa procedencia y lengua: wassa, tongo, fula, beteke,
bambaba, baongo, serere, pero la población blanca no aumentó más allá de
trescientas mil almas a pesar de tener el viaje gratis y condiciones
ventajosas para establecerse.

Al contrario que el indígena del continente, el negro que llegaba a América


lo hacía disperso, desarraigado, en condiciones inhumanas, con ningún
interés ni necesidad de mantener su lengua y sin misioneros dispuestos a
aprenderla, como sí lo estaban con las lenguas amerindias. Vendidos en
pública subasta y entregados rápidamente a sus dueños, las “piezas” —que
así se denominaba a estos desgraciados, cuya consideración era poco menos
que la de objetos semovientes— pasaban a ser servicio doméstico o mano
de obra de patronos cuyo primer interés era que esas piezas entendiesen
pronto las órdenes que se les daban. Consecuentemente, se hispanizaban
con mucha rapidez. El habla de los negros ha sido a menudo caricaturizada
en la literatura, así lo hacía Luis de Góngora:

La alma sa como la denta,

Crara mana.

Pongamo fustana E bailemo alegra;

Que aunque samo negra,

Sa hermosa tú.

Zambambú, morenica de Congo,

Zambambú.
(El alma es como los dientes/ Clara, hermana./ Pongámonos enaguas/ Y
bailemos alegres;/ Que aunque seamos negras,/ Eres hermosa tú...).

Curiosamente, y a pesar de la caricatura de don Luis, los negros se


hispanizaron casi sin dejar huella del proceso. Frente a los que convivieron
con portugueses, holandeses o británicos, que mezclaron sus lenguas con
los de aquéllos y han dejado curiosos idiomas mixtos en algunos puntos
costeros de la América atlántica, apenas hay lenguas de este tipo en cuyo
origen haya intervenido el español. Todavía en el siglo XIX se podían
observar diferencias entre la pronunciación de los negros nacidos en Africa
y la de sus descendientes antillanos, pero la nivelación lingüística fue
progresiva y no se demoró mucho. Sí quedan, sin embargo, en el español de
la zona palabras procedentes de aquellas lenguas africanas: bemba, labios
gruesos; chumbancha, juerga; chévere, lo que está bien hecho; mambo, o la
expresión valer un congo, “valer mucho”.

La rápida hispanización de estas zonas costeras, en tales circunstancias, ha


dejado huellas en el mapa humano y lingüístico de América. Las humanas
son evidentes. Las lingüísticas, aunque sirven para animar las discusiones
en los congresos filológicos, también se dejan ver: en las “tierras bajas”
americanas, esas áreas isleñas y costeras de primera oleada de españoles,
consecuente desaparición de indígenas e importación de esclavos que se
hispanizan rápido, los usos lingüísticos tienen clara raigambre castellana
pasada por el tamiz de andaluces, extremeños y canarios. Pero en las
“tierras altas”, cuando nos adentramos en el continente por México, o se
llega a Bolivia y Perú, donde núcleos hispanizadores originalmente muy
pequeños —ciento sesenta soldados iban con Pizarro— contactan con un
número infinitamente superior de americanos, hijos de culturas que habían
sido poderosas y de alguna organización estatal, como la azteca, la maya, la
inca, sus lenguas, al chocar con la española, han dejado en ésta huellas
evidentes hasta el día de hoy. No ya en el vocabulario, que es lo más
anecdótico, sino en la pronunciación: los hispanohablantes de zonas de la
altiplanicie mejicana, donde se conservan esos nombres de raigambre
azteca llenos de consonantes como Tlaxcala, Tehuantepec o Tzintzuntzan,
son los que con más fidelidad pronuncian hoy palabras como eclipse, texto,
cápsula, concepción, septiembre, sin olvidarse de ninguna consonante. La
escuela ha hecho lo suyo, es verdad, pero los antepasados de los escolares
ya estaban pronunciando grupos consonánticos desde mucho antes que
hubiera allí ninguna escuela de español. Ni lengua española siquiera.

X. IDEAS DEL DOCTOR BAROT

El, mestizaje. El español en las islas Filipinas

En 1902 se remitían a la Secretaría de Estado para Asuntos Africanos, con


sede en París, preocupantes noticias sobre el desorden con que vivían los
funcionarios franceses destinados en el Africa tropical. Se abrió un archivo
y se desempolvó el Informe Barot, sabio a quien se le había ocurrido la
siguiente solución para el caso: recomendable matrimoniar con indígenas, a
ser posible parientes de jefes negros; los funcionarios deben tener hijos con
ellas; cuando el funcionario haya de regresar a la dulce Francia, la indígena
que se quede allí, bien dotada por el gobierno francés de modo que no le sea
dificultoso encontrar otro marido... y que no se olvide de ma-tricular a los
niños en una escuela donde se enseñe en francés. El lema del doctor Barot
era: “Haremos francesa el Africa meridional trayendo al mundo mulatos”.

Las recomendaciones del sabio parecían novedosas, atrevidas, típicas del


sorprendente genio francés. Sin embargo, no había para tanto escándalo: era
la práctica corriente entre los españoles de América desde hacía cuatro
siglos, sin saber quién era Barot, sin importarles si la indígena era hija o no
de jefazo, qué color tenía, si había que darle dote o si había que educar a los
niños. Los españoles no sólo tenían la práctica, sino que se inventaron la
palabra para llamar al producto: mestizo. Palabra muy precisa, derivada del
latín mixtus, mezclado, y que encierra una de las claves para la fortuna del
español en América, porque dejado al albur de las señas, los intérpretes, las
leyes de hispanización contradictorias, los soldados hechos indios y los
frailes adoctrinando indígenas pintando higos chumbos en una sábana —
que es por donde iba nuestra lengua— el español nunca hubiera llegado a
ser cosa común.

Tratándose de españoles, el mestizaje era inevitable: las mujeres europeas


eran muy pocas, de modo que las nativas que vivían entre ellos, bien como
mujeres legítimas, concubinas, sirvientas, se dedicaron a la benéfica
práctica de mezclarse. Esta se veía favorecida por el hecho de que las
costumbres eróticas de los indígenas eran mucho más liberales que las que
traían los españoles. Si bien las de estos últimos no se quedaban mancas,
sobre todo si habían vivido en zona fronteriza con moros, nunca llegaban al
extremo de regalarle a uno varias mujeres para disfrute al llegar de visita a
un pueblo. Esto encantó a los españoles de entonces. Si bien hubo abusos y
violencias, la práctica del mestizaje tuvo sus beneficios: aunque al principio
se trató de distinguir un sistema de castas, el mestizaje fue tanto y tan
intenso, los cruces entre indios, blancos, amarillos, negros, españoles,
mulatos, tejieron tales redes, que la distinción según procedencia paterna, o
materna, ya no tuvo ningún sentido. Se evitó la formación de un jerárquico
sistema social basado en las castas porque no había manera de definirlas. A
mucha gente cuya filiación resultaba difícil de precisar, en el registro se le
añadía sin más empacho la coletilla “tenido por español”. Pero en sí mismo
esto más bien enmascaraba, no resolvía, el conflicto de fondo. El prejuicio
de casta por parte de unos, el orgullo de linaje por parte de otros, no dejará
de ser uno de los elementos latentes en las guerras de emancipación.

En el capítulo lingüístico, ésta es la opinión de Angel López García al


respecto: “El fundamento de la estabilidad moderna del español, más
americana que española por cierto, es su alzamiento a la condición de
lengua igualitaria del mestizaje entre etnias de lengua y cultura muy
diferentes”. Esta circunstancia innegable ocurrió desde muy pronto: el
propio nieto de Moctezuma, que se hispanizó como Diego de Al-varado
Tezozómoc, es autor de una rara Crónica Mexicana escrita en una lengua
española tan sabrosa como balbuciente a veces. El inca Titu Cusi Yupanqui,
alias Diego de Castro, siguió el mismo camino. Casos sobresalientes que
son la punta del iceberg mestizo. A él se debe que la lengua española haya
pervivido sin identificarse como propiedad de peninsulares, o haya dado
muy notables ejemplos literarios, como el del inca Garcilaso, natural de
Cuzco, hijo del español García Lasso de la Vega y la princesa Isabel
Chimpu, sobrina de Atahualpa, cuya huella fue en el pequeño mucho mayor
que la del padre.

Contrastan las costumbres e intenciones de los españoles con sus vecinos


del norte. Para los estadounidenses, y esto desde la Constitución de 1787,
los indios no constituyeron nunca un elemento integrante de la población
nacional y se les consideraba como “no contribuyentes”. Más o menos,
como si formaran naciones extranjeras en medio de la federación colonial.
Para los más generosos, la relación entre colonos e indios era la que podía
establecerse entre un menor y su guardián. Para los más drásticos, dada su
condición de elemento humano ajeno y extraño, las puertas para su
reducción, incluso su exterminio, estaban abiertas. La tradición de mestizaje
entre los españoles, sin embargo, explica que en las Cortes de Cádiz el
diputado por Guayaquil donjosé Joaquín Olmedo abogara por la ciudadanía
de los indígenas, derecho que les confirmó un decreto peruano de 1821, y
otro guatemalteco dos años después. Sin embargo, las prácticas posteriores
de algunos gobiernos no han hecho honor al espíritu de estas leyes de
ciudadanía.

Donde no hubo mestizaje, la suerte del idioma fue muy distinta. En


noviembre de 1565 López de Legazpi partía del puerto mexicano de
Navidad rumbo al oeste. El piloto era Andrés de Urdaneta, vasco, agustino
y cosmógrafo que tiene el honor de haber descubierto la ruta más corta
entre América y Asia. A los cuatro meses arribaron donde, hacía diecinueve
años, Ruy Lope de Villalobos había descubierto un archipiélago al que
bautizó, en honor del príncipe Felipe II, como Islas Filipinas. En tan
tempranas fechas, los navegantes y exploradores españoles ya habían
completado su periplo por el Pacífico y añadían a sn particular mapa las
Marianas, Carolinas, Guam y Palaos. De mucho antes venían sus
exploraciones canarias y norteafricanas. De modo que a principios del siglo
xvii, Bernardo de Aldrete escribía con toda propiedad: “Hablan hoy todos
los españoles en las colonias y poblaciones que tienen en Africa, en Orán,
Melilla y el Peñón de Vélez de la Gomera, castellano como en México y en
todas las ciudades de la Nueva España y del Perú. La lengua de España, y
de partes tan remotas como éstas y sus islas, y las Filipinas, toda es una”.

Era una, sí, pero la lejanía entre aquellas islas asiáticas y los puertos
americanos, como lo incierto del viaje, no favorecían el establecimiento de
una colonia pujante. El caso es que los españoles no tardaron en llevar a
Filipinas imprenta, alfabeto laúno, colegios y universidades. Consiguieron
logros sorprendentes: en 1840, la proporción de niños escolarizados en el
archipiélago era no sólo superior a la española, sino que aventajaba a la
francesa y dejaba en el más absoluto ridículo a otros sistemas europeos. A
los niños se les venía enseñando el español desde hacía setenta años —hasta
entonces la representación de las lenguas indígenas, como el tagalo, en la
enseñanza era superior a la que tenía el español—. A la aristocracia militar,
la armada, se la instruyó en español desde 1820 en la Academia Militar de
Manila. Había buenas intenciones, pero nunca hubo mestizaje. Esto
determinó que, al contrario de lo ocurrido en América, el español asiático
continuara reducido durante el siglo xix al estricto círculo de la colonia
española y a lo que podríamos considerar como aristocracia filipina. Nunca
fue lengua común ni hubo pretensiones decididas de que lo fuera. Nunca
hubo ocasión de mezclarse con la población indígena y la diversidad
idiomàtica de ésta era enorme. Como en América, la lingüística misionera
se encargó de mantenerla.

Desde 1898, el gobierno estadounidense gastó sumas fabulosas para


introducir el inglés. Aprovechó para ello la notable red escolar que había
organizado la colonia española. Inventó bonitas leyendas negras sobre la
lengua de los viejos conquistadores. Hasta 1935 conservó ésta algún grado
de oficialidad. En 1987 la perdió a favor del inglés —según los casos—
pero sobre todo de la genuina lengua oficial, la más común en las islas, que
ellos llaman filipino, o pilipino. Ironías de la historia: un nombre tomado de
la propia lengua desplazada. Según los cálculos más optimistas, debe de
haber por allí poco más de millón y medio de hablantes de español. Los
pesimistas rebajan la cifra muy notablemente. En todo caso, persisten en
Filipinas los nombres y apellidos de raíz hispánica. Sus archivos están
llenos de legajos escritos en español. Es la lengua que empleó José Protasio
Rizal para animarlos a independizarse de España. Conservan una Academia
Filipina de la Lengua Española. Y singulares rasgos hispánicos que van más
allá del idioma: en algunas manifestaciones de contenido político o
económico no se usan pancartas, sino imágenes de santos o vírgenes. Todo
resulta parecido a lo que puede verse en la Semana Santa de muchos
pueblos españoles. Sólo que en profano.

XI. REZOS VERNÁCULOS

La Iglesia y las lenguas indígenas. Teología y lengua. Difusión y


conservación de. lenguas indígenas gracias a los misioneros

En 1524 llegaba a Veracruz la primera misión franciscana. Salió a recibirla


una procesión de cruces, velas encendidas, caciques a pie enjuto y don
Hernán Cortés subido en un caballo. Cuando se reunieron, Cortés
desmontó, se arrodilló ante ellos, les besó las manos y los hábitos. Todos
siguieron su ejemplo. Luego se los llevaron al mercadillo de Tlaxcala. Los
misioneros empezaron a adoctrinar por señas a los infieles y, visto que ni
con las señas ni con las lenguas que se habían traído de Sevilla se avanzaba
mucho, quizá imaginaron allí mismo que era mejor aprender las lenguas de
los tlaxcaltecas, que es lo que mandaba el Pentecostés. Fuese como fuese, lo
que nadie imaginaba entonces era que con aquel recibimiento dispensado a
los doce franciscanos, con aquellos paseos por Tlaxcala, los amigos de
Cortés acababan de inaugurar un capítulo trascendental en la historia
humana de América. Un capítulo que ha dejado una huella bien persistente
hasta hoy: la lingüística misionera.

Cristóbal Colón desembarcó en Guanahaní con diversas intenciones. Una


de ellas la confiesa en la segunda página de su diario. Marchaba “a las
dichas partidas de India para la conversión de ellas a nuestra santa fe”. Esa
era la condición del papa Alejandro VI para apoyar la estrategia atlántica
española en pugna con la portuguesa. El problema era cómo convertir al
infiel. Porque no se podía convertir a tanta gente en español, como se pensó
muy al principio, ni en latín, ni siquiera en el árabe que se iba a utilizar para
el recién conquistado reino de Granada, ni en las lenguas de los rudos
guanches canarios. Ciertamente, la celosa conversión de impíos planteaba
verdaderos problemas lingüísticos y teológicos. ¿Cómo se explica que Dios
es Dios si esa palabra no le dice al infiel nada de nada? Por cierto, ¿cómo se
traduce Dios a la lengua del infiel?

Franciscanos y dominicos tuvieron una sonada polémica al respecto, pero


los indígenas convertibles no adelantaban gran cosa con ella, y no es de
extrañar. Para los franciscanos el caso estaba claro: como los dioses de los
indígenas eran del estilo de los paganos Júpiter, Venus, Neptuno, el indio
debía asociar la exclamación “¡Dios!” al demonio e inmediatamente
escupir. Era un adelanto del experimento que luego haría famoso al
científico ruso Pavlov. El problema consistía en cómo hacerles entender que
tenían que adorar a un solo Dios cristiano sin que al decir “¡Dios!”
escupieran al verdadero. El asunto era preocupante y el dilema teológico
más todavía. Los dominicos eran menos retorcidos y se limitaban a traducir
Dios por Cabahuilo Chi, que venía a ser lo mismo. El caso es que, según
cuenta fray Antonio de Remesal en un gracioso documento de 1551, “nunca
se dio el punto a esta dificultad, hasta que el tiempo se puso de por medio, y
lo hizo olvidar todo”. Es de imaginar que quedaría en el caletre de los
recién convertidos a la fe católica.

Las órdenes religiosas preveían un agudo problema: si el indígena, puro e


infeliz, entraba en contacto con el español, resabiado y vicioso, el indígena
aprendería las malas artes españolas y sería difícil de convertir. Solución:
reunir a los puros en pueblos, urbanizarlos, organizarles la vida lejos de su
estilo tribal, enseñarles algún oficio pero, eso sí, prohibir la entrada en los
pueblos a blancos, negros y mestizos. Exceptuados el cura y, como mucho,
el intérprete. De tal estilo de vida y adoctrinamiento se derivaba una
conclusión evidente que el padrejosé Acosta expresaba en 1588 así: “Quien
esté inflamado del deseo de salvación de los indios, nada grande puede
esperar si no pone su primer cuidado en cultivar sin descanso el idioma”.
No se refiere a cultivar la retórica y suasoria en español, por supuesto; se
refiere al idioma de los indios, el que en cada caso correspondiera. Muchos
sacerdotes estaban verdaderamente inflamados. A agravar la inflamación
contribuían las órdenes de sus superiores, como la de don

Alonso de la Peña: “Los párrocos de indios que ignoren la lengua aborigen


pecan mortalmente”. América continuaba las líneas pastorales corrientes en
España. Alonso de la Peña venía a decir lo mismo que el todopoderoso
obispo Pedro Manso, quien desde Calahorra dictaba en 1602 que en España
“cada provincia tenga la doctrina impresa en lengua paterna” y prescribía
duros castigos para los párrocos que no pronunciaran los sermones en ellas.

La lingüística misionera estaba, en teoría, inspirada en las palabras de san


Pablo a los corintios: “Si la lengua que habláis no se entiende, ¿cómo se
sabrá lo que decís? No hablaréis sino al aire”. Es piadoso creerlo así, como
es evidente que tras el consejo paulino se ocultaron, más veces de las
recomendables, intereses que el poder civil, si bien los barruntaba, tardó
mucho tiempo en advertirlos claramente.

El primer impreso del que se tiene noticia en México es una Breve y más
enjundiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana. La imprenta
la llevó allí fray Juan de Zumárraga en 1539. Y el primer impreso del que
se tiene noticia en Filipinas es una Doctrina cristiana en lengua; española y
tagala publicada en Manila. La imprenta la llevó allí fray Domingo Nieva,
en 1593. Todo esto no es por casualidad: la lingüística misionera se había
propuesto no sólo aprender lenguas indígenas, sino darles alfabetos y
escribir sus gramáticas, difundirlas a través del poderoso medio de
comunicación que era la imprenta, establecer cátedras para su estudio en las
universidades, premiar con curatos y cargos a quienes las conocieran y,
sobre todo, se había propuesto que la Iglesia sentara sus reales y se hiciera
imprescindible en el gobierno espiritual —-y material— de la nueva Ciudad
de Cristo en que se iban a convertir aquellas tierras. No creo que haya en la
historia un caso tan patente de intervención y control sociales a través del
medio de comunicación que es el idioma como el que protagonizaron los
religiosos españoles en la América virreinal.

Santo Tomás de Aquino había dicho en su día: “linde illi, qui sunt
diversarum linguarum, non possunt bene convivere ad in-vicem”, o sea, a
muchas lenguas, mal gobierno. Interpretada según la tradición cristiano-
bíblica, dicha idea exigía que cada pueblo o nación permaneciera unida en
la misma fe pero sin mezclar tradiciones, usos o lenguas, que servirían para
distinguirlos y evitar en lo posible el mestizaje contaminador. Se
garantizaba así su homogeneidad en pacífica convivencia con otros pueblos
vecinos. Los religiosos españoles llevaron adelante aquella idea y
contribuyeron al cultivo —y extensión, en algunos casos— de lenguas
indígenas; ahora bien, como los dominadores de tales lenguas, escritores de
sus gramáticas y alfabetos, traductores del discurso evangélico y
predicadores eran los religiosos de las diversas órdenes, con mucha
frecuencia se convertían en gobernadores políticos efectivos de aquellos
pueblos divididos por lengua, uso y tradición, si bien unidos en la fe que las
propias órdenes administraban . Nada, pues, había que asegurara tanto el
poder político de la Iglesia, omnipresente en la América hispánica.

Cuando se advirtió que las lenguas eran muchas, que no todos las aprendían
tan bien como el padre Olmos —del que se decía que hablaba en diez
distintas— y que la predicación se entorpecía a cada paso en tal laberinto de
idiomas, la estrategia misionera cambió. Pero esto no supuso la hegemonía
del español. Al contrario: se consideró cuáles, de entre las lenguas
indígenas, resultaban más extendidas, familiares y simpáticas a los
feligreses, se localizaron, se les dio el nombre de “lenguas generales”, se
hizo propaganda sobre lo aborrecible que resultaba el español para los
indios frente al maya, el aimara, el nahua, el quechua. Se hizo propaganda,
asimismo, de lo fácil que resultaría para los españoles aprender cualesquiera
de ellas (era propaganda, porque la realidad es que muchos las aprendían
mal) y se fomentó la difusión pastoral de dichos idiomas. Los españoles
consiguieron con esta práctica un caso único, verdaderamente raro por lo
singular, en la historia del contacto de lenguas, un hecho que el profesor
Humberto López Morales resume así: “Algunas de las lenguas ‘dominadas’
han salido del periodo de colonización fortalecidas y con un dominio mayor
del que tenían originalmente”.

Los misioneros llevaron el quechua hasta el norte de la actual Argentina.


Nunca se habló quechua allí. El quechua era idioma de las zonas andinas de
Bolivia y Perú. Lo llevaron al sur predicadores españoles como lengua
general. Empezó a debilitarse su presencia en Tucumán y Santiago del
Estero cuando se fundó el virreinato del Río de la Plata, en 1776, que
separó el norte argentino de la zona peruana y lo vinculó a Buenos Aires.
Familias rioplatenses y emigración europea establecidas en aquella zona
hicieron el resto. Esta circunstancia demográfica pesó mucho más en la
mengua del quechua que las disposiciones dieciochescas del gobernador
Matorras ley en mano. Don Andrónico Gil Rojas, santiaguino que en 1954
había cumplido sesenta y un años, no hablaba quechua, pero sus hermanos
mayores sí, por influencia de una abuela que hacía todos los mandados en
esa lengua.

Los jesuítas dejaron Perú en 1586, dos años después, a través de Tucumán,
se adentraron hacia el noroeste, fundaron colonias religiosas que llamaron
reducciones donde congregaron a los indios, les instruyeron en la doctrina
cristiana, el latín, el guaraní y el manejo del violín. Guando siglo y medio
después el gobierno español expulsó a los jesuítas de América, la obra
pastoral y lingüística estaba en plena marcha. El aislamiento en que durante
muchos años ha vivido Paraguay no ha hecho sino cuajarla. Hoy, sólo con
cierta generosidad puede decirse que Paraguay sea un país hispanohablante:
el 41 por ciento de su población habla habitualmente sólo guaraní; si nos
vamos al campo, el porcentaje de sólo guaraniha-blantes sube hasta el 70
por ciento. En el sector rural quizá haya un 5 por ciento de monolingües en
español, que en el urbano asciende hasta el 15 por ciento. Afortunadamente,
se trata de un bilingüismo sin conflicto, si bien, con un sistema educativo
complejo para evitar precisamente los conflictos.

El caso de Paraguay es ejemplar: Distintas historias podrían contarse de


otras lenguas indígenas cuyos hablantes han quedado sumidos en la
marginación política y han sufrido dificultades para integrarse en la vida
común. Puede imaginarse fácilmente cuál hubiera sido el destino lingüístico
de América dejado a los intereses de la evangelización si se ve m situación
africana, donde la proliferación de sociedades diminutas, a menudo reñidas
entre sí y divididas según lenguas y etnias, se debe en buena parte a que la
política evangeliza-dora colonial del siglo xix consideró muy eficaz la
predicación en lenguas particulares. En realidad, las discusiones teo-lógico-
lingüísticas de los misioneros protestantes en el Africa decimonónica son
calco de las mantenidas en América por las misiones católicas españolas en
el siglo xvi.

Con la práctica de hablar a las tribus africanas en “la lengua del corazón”,
como decía el doctor Cook, la labor evan-gelizadora avanzó
considerablemente —al igual que en América lo había hecho siglos antes—,
pero fomentar las lenguas del corazón evitó que comunidades afines, que
dialectalmente no se diferenciaban mucho, se fundieran en unidades de
mayor entidad y crearan “lenguas generales” africanas, en vez de persistir
en grupos idiomáticos aislados. Esto ha facilitado la extensión del francés y
del inglés como lenguas comunes por buena parte de Africa. Pues cuando
estas sociedades han pasado a formar parte de sistemas productivos de base
colonial-capitalista, muy alejados de los usos tribales y con unas
necesidades de comunicación e intercambio mercantiles infinitamente más
complejas de aquellas a las que estaban acostumbradas, las lenguas
particulares han sido a menudo completamente inútiles para dar cauce a
tales exigencias.

XII. RECELOS SEGLARES

El poder civil y las lenguas indígenas. Indigenismo, lengua e identidad


cultural

Don Tomás López Medel, gobernador civil de Guatemala, era hombre a


quien el milagro de Pentecostés le traía por el camino de la amargura. En
junio de 1550 escribió una carta a Carlos I indicándole que, para la buena
administración de los indígenas, sería recomendable no prohibir “la
conversación y trato de españoles con éstos, sino que indistintamente el
encomendero, el cacique, el clérigo y el fraile, todos vayan y vengan a sus
pueblos, hablen y conversen con ellos”. Tomás López le recordaba de paso
al emperador que en España ya se había seguido esta práctica del trato
humano —movilidad laboral, diríamos ahora— para que catalanes y vascos
se entendieran entre sí y, a la vez, con castellanos. Al césar Carlos la carta
no le impresionó mucho, seguramente porque su cuñado, don Elernando de
Cardona, no hablaba más que catalán en la corte sin que nada le hiciese
desistir y los enamorados de las antigüedades vascongadas decían que el
emperador hablaba vascuence.

Tomás López planteaba en términos claros una pugna que duraría siglos: la
de los juristas, partidarios de la comunidad de lengua, contra los
misioneros, recelosos de ella. Lo que veían las gentes de López era que la
división territorial por lenguas, aparte de constituir un serio estorbo para la
fluida administración de los negocios indianos, estaba creando una serie de
cacicazgos espirituales, perfectamente aislados entre sí, donde el poder civil
tenía poco o nada que decir.

Avisos de este tipo, que nunca dejaron de llegar desde América a los
archivos de palacio, tenían un calado político que en los siglos xvi y xvn
nunca se advirtió con la claridad con que se hizo en la etapa de la
Ilustración. Avisos de que el culto a las lenguas indígenas podía servir para
fomentar cismas políticos y religiosos, como había quedado claro en el caso
de Michoacán, donde el obispo Vasco de Quiroga aspiró veladamente a la
formación de una república indígena (¡quién sabía si protestante!).

Cuando Alonso de Avila, embajador de Cortés, va a Santo Domingo a tratar


asuntos de administración se encuentra con que los gobernadores de todas
las islas adyacentes no son otros que los frailes jerónimos. Poco tardarían
los de Lo-yola en fundar el que algunos denominaron Reino Jesuítico del
Paraguay. Y, por cierto, ¿qué hacía el padre Clavijero afirmando que el
nahua era un idioma más rico y más capaz que el italiano y el inglés juntos?

No puede decirse que la Corona desoyese absolutamente las


recomendaciones respecto a la uniformación lingüística. En absoluto. De su
mano partieron ocasionalmente órdenes para que se agilizase la enseñanza
del español a los indígenas, especialmente si eran hijos de caciques. En el
fondo se reconocía que, espiritualidades aparte, para el mundo material del
trabajo y el comercio el español ofrecía muy notables ventajas, entre otras,
evitar que los exploradores tuvieran que recurrir a las señas o a intérpretes
ineptos para buscar yacimientos de oro y cobre. La difusión popular del
español en la América virreinal también podía evitar que, por causa del
idioma, se afirmase la conciencia de una casta nobiliaria o aristocrática
hispanohablante en aquellas áreas de fuerte población indígena. LTna casta
que con el tiempo podría crearle problemas de soberanía a la Corona.

En 1634 Felipe IV decía: “Me ha parecido conveniente que a todos los


naturales que estuvieren en la edad de su puericia y pudieren aprender la
lengua castellana se les enseñe por los medios mejores y más suaves,
supuesto que no parece muy dificultoso”. Pero cincuenta años después,
Melchor de Navarra y Rocafull, virrey del Perú, comunicaba que la lengua
española sólo era hablada en la capital del virreinato; por lo demás, “veía
tan conservada en estos naturales su lengua india como si estuvieran en el
imperio del Inca”. Con más fuerza mandaba Carlos II en 1691 que “ningún
indio pueda obtener oficios de república que no supiere la lengua
castellana” y noventa años después informaba el obispo de Cuzco:
“Nuestros españoles en nada más parece que han pensado que en
mantenerles en el suyo [al idioma indio se refiere] y aun en acomodarse con
él, pues vemos le usan con más frecuencia que el propio”. En su Historia de
América, Guillermo Céspedes hace un curioso comentario acerca de lo
coactivas que solían ser las leyes de Indias emanadas desde España por
aquellos años. Al parecer, cuando llegaban a América se convertían en
papel mojado y el “sí, obedezco” se transformaba en rotundo “de ningún
modo” pasando por la gradación del “bueno”, “probablemente”,
“posiblemente”, “difícilmente”, “no: de ningún modo”. Quizá esto ayude a
explicar las perplejidades de la política lingüística colonial, prolongadas
durante tres siglos.

Hay otras circunstancias relacionadas con esta “desobediencia indiana” y


que, a mi juicio, guardan relación con aspectos de clase o casta que han
perdurado mucho más allá de los años virreinales: para los grupos criollos,
la lengua podía ser un distintivo y, por supuesto, un instrumento de dominio
de medios de comunicación o producción en aquellas zonas donde el
indigenismo era notable. A menudo, no había mayor interés en extender el
idioma más allá de donde los indígenas —por espontaneidad o proximidad
a los criollos— pudieran aprenderlo (véase capítulo XXXII). Francisco
Antonio de Lorenzana, en cierto sentido, denunció este hecho en México,
como inmediatamente veremos.

El problema indígena se agravó mucho. Desde 1750 en adelante hubo


verdaderas guerras de masas en Argentina, en Perú, en Yucatán. Se
quejaban de cómo los españoles habían convertido en bestias a los naturales
de sus reinos perdidos. Algunos leían crónicas patrias antiguas —
recuperadas o inventadas por españoles, todo hay que decirlo—; con ellas
se persuadían de sus entroncamientos con los emperadores antiguos, se
cambiaban de nombre, se apellidaban incas, se dedicaban a “vivificar sus
costumbres con semejantes documentos”. Los riesgos de escisión política
eran reales, el fin del sistema colonial también. Los ingleses y holandeses
batían palmas y ya se veían dueños de aquellos mares. En fin, el gobierno
español se enteró de pronto que en América tenía un problema indígena, y
no pequeño. Como se enteró de que el problema se venía sustentando
ideológica y simbólicamente —en la medida en que así podía sustentarse—
con las típicas prácticas de la lingüística misionera, y el beneplácito civil de
muchos criollos, de dar a cada cual su lengua, su tradición, sus ancestros y
hacerlo distinto de los demás.

El marqués de Croix, virrey de Nueva España, se espantó ante la magnitud


del problema. El primer día de octubre de 1769 firmó un documento por el
que recomendaba a todos quienes estaban bajo su autoridad que se fueran
olvidando de las lenguas indígenas y se pasaran al español,
“desimpresionando a los indios de todo cuanto hasta ahora les ha influido
perniciosamente”. Don Francisco Antonio de Lorenzana, arzobispo de
México, envió inmediatamente un largo memorial a Carlos III donde
desenmascaraba el asunto de los idiomas: “Esto es una constante verdad, el
mantener el idioma de los indios es capricho de hombres cuya fortuna y
ciencia se reduce a hablar aquella lengua. Es arbitrio perjudicial para
separar a los naturales de unos pueblos de otros por la diversidad de
lenguas”. A Lorenzana siguió don Francisco Fabián y Fuero. A Fabián y
Fuero siguió don Miguel Alvarez de Abreu. De pronto todos decían lo
mismo. Lo que López Me-del había alumbrado tímidamente hacía dos
siglos parecía deslumbrar ahora a todo el mundo. Pero no sólo a políticos.

Calixto Bustamante Carlos Inca, más conocido por Con-colorcorvo, era,


según decía él mismo, “un indio neto, salvo las trampas de mi madre, de
que no salgo por fiador”. Recorrió en 1773 las novecientas cuarenta y seis
leguas que van de Montevideo a Lima, pasando por Buenos Aires. Relató el
viaje en su libro Lazarillo de ciegos caminantes. No tenía buena opinión de
los jesuitas paraguayos, cuyas misiones atravesó: “Los regulares de la
Compañía, que fueron en este reino por más de ciento cincuenta años los
principales maestros, procuraron, por una política perjudicial al Estado, que
los indios no comunicasen con los españoles y que no supiesen otro idioma
que el natural”. Bustamante ponía el dedo en la llaga respecto a un hecho al
que ya nos hemos referido: desde los inicios de la colonización, la Iglesia
consideró que la estrategia lingüística que mejor servía a los intereses de la
evangeliza-ción, labor en la que era protagonista absoluta, consistía en la
promoción de las lenguas indígenas. Tal consideración era correcta, pero lo
era a costa de crear redes de comunicación que entorpecían, por una parte,
el desarrollo material de amplias áreas americanas y, por otra, la circulación
de ideas. De modo que evangelización y aislamiento material, social e
intelectual han sido aveces compañeros en la América hispánica.

Con la llegada de Carlos III al trono, la lingüística misionera tocaba a su


fin. Para demostrar hasta dónde ese fin era real y cierto, en 1767 se había
expulsado de América a quien más había simpatizado con la escisión
política, más había alabado la finura de las lenguas indígenas, sus valores
prácticos y simbólicos, y más había hecho por comprenderlas y difundirlas
no sin ton ni son, como a veces hicieron algunas órdenes, sino
políticamente: salía de América la Compañía de Jesús.

Cuando el memorial de Lorenzana llegó a Madrid, los ministros de Carlos


III —muy señaladamente el conde de Aranda— estaban empeñados en unos
proyectos políticos y económicos para América, en general para el Imperio
todo, que iban mucho más allá de sofocar las rebeliones indígenas: una
especie de “Commonwealth” hispánica. Y bien, si España estaba ayudando
a los colonos ingleses a emanciparse de Gran Bretaña, ¿no podía arbitrarse
para los virreinatos algo similar a lo que estaban organizando esas
industriosas gentes del norte? No era difícil prever qué iba a ser de ellas, es
más, el propio Aranda escribió una profecía política al respecto que se ha
cumplido a pies juntillas. El marqués de Croix había actuado muy
oportunamente. No tenían ya sentido los viejos usos de dividir por lenguas
y aislar en aldeas y reducciones a quienes estaban llamados a protagonizar
tan magno plan de comunidad política y económica. Los tiempos eran otros.
Luego se vio que el plan no era tan magno. Que el Imperio estaba tan
desasistido que no había plan que lo levantase. Y, sobre todo, que los
criollos ya tenían planes propios.

XIII. COMPLEJOS INDIANOS

La mala fama, del español americano en la España del siglo xvir. Pasajeros
a Indias y nivelación lingüística. Contraste portugués

Fray Gaspar de Villarroel vino de Quito a Madrid en 1627. Vivió en esta


última ciudad durante diez años. Era predicador asiduo en la capilla real.
Los ministros de Felipe IV que lo oían se sorprendían de que fuera tan
blanco y de que hablara tan lindamente. Si eso le pasaba a los notables
españoles, puede considerarse qué imagen popular tendrían los americanos
en España. Digamos que no era óptima. A muchos peninsulares les
sorprendía precisamente eso, que hablaran en Quito, en Lima, en Santiago
de Chile, en México o en Buenos Aires el mismo español que en Toledo o
en Valladolid. Muchos años después de fray Gaspar, llegaba a la Villa y
Corte desde Perú el padre Meléndez... y volvió a sorprender a un
parroquiano notable por su buen español. Meléndez, sin embargo, ya debía
de venir avisado por algún pasajero a Indias de la nueva manía
metropolitana: considerar a los americanos semibárbaros. Dio una respuesta
al parroquiano que es un curso a medio camino entre la lingüística general y
el sentido común: “Válgame Dios, ¿y cuál es su lengua? Porque yo no he
hablado en otra que en la española, y no sé que sea más de usted que mía, ni
que sea usted más español que yo, ni que en las Indias hablemos los
españoles, ni sus hijos, otra lengua; si no es que es usted también del
número de aquellos que a todos los que venimos de allá nos tienen por
indios bárbaros”. Así lo cuenta en sus Tesoros verdaderos de las Indias,
publicados en Roma en 1681.
El padre Meléndez estaba cargado de razón. Pero lo cierto es que los
americanos tenían algún complejo de inferioridad frente al español
peninsular. En 1703, Francisco Álvarez de Velasco pide desde Nueva
Granada disculpas a los lectores españoles por ciertos “indianismos” que se
han deslizado en su Rhytmica Sacra. Promete enmendarse en el futuro. Esta
actitud se prolongó durante mucho tiempo. Hay quien piensa que en ella
está nna de las claves de la común norma culta hispánica. Porque al
reconocer la mayor pureza del lenguaje de Castilla, los americanos trataban
de plegarse a él. Como el lenguaje de Castilla, por cierto, ya iba de por sí
mezclado con otras aportaciones peninsulares y canarias, trazó una red qne
atrapaba a todos.

La leyenda negra sobre el mal hablar americano venía de muy atrás: los
primeros españoles que poblaron tierras americanas eran en su mayoría
andaluces. Entre ellos sobresalían las gentes de Huelva y Sevilla. Es posible
que de cada seis pasajeros a Indias, en el periodo comprendido entre 1493 y
1519, uno fuera sevillano capitalino. La apreciación que en la propia
España se tenía a principios del siglo xvi de las hablas andaluzas no era
precisamente buena. No por nada en especial, más bien se explica por esas
rencillas regionales a que somos tan aficionados. Pero en el caso de la
Andalucía de aquellos años había cizaña que añadir a las rencillas: se decía
que los cristianos andaluces se mezclaban con gente mora y, claro, su
lengua estaba medio arabizada. Esto no era estrictamente cierto; más que en
contacto propiamente dicho, estaban próximos a las comunidades de habla
hispanoárabe. Pero el tópico no sabe de verdades, así que las noticias sobre
el hablar andaluz, que subían por Despeñaperros eran golosas. Y ahora,
¿pueden llegar a imaginarse ustedes lo que significaba que le asociaran a
uno con los moros en aquellos años del recién conquistado reino nazarí y
las inminentes guerras de Granada y su Alpujarra? No era una asociación
feliz, desde luego.

Con esa fama de arabizados o montaraces se iban muchos andaluces a


América, con ella llegaban y de ella contagiaban a los colonos indianos:
“Los naturales de la tierra, mal disciplinados en la pureza del idioma
español, lo pronuncian generalmente con aquellos resabios que siempre
participan de la gente de las costas de Andalucía”, decía en 1688 Lucas
Fernández de Piedrahíta en su Historia General de las conquistas del Nuevo
Reino de Granada. Alguna razón sí tenía en esto don Lucas, porque un
rasgo entonces típicamente sevillano es hoy general en la pronunciación
americana: el seseo. Donde el castellano central distinguía entre casay caza,
masay maza, el sevillano igualaba. Si era de la capital solía pronunciar todo
con eses, y si era del campo solía pronunciarlo todo con ces (que es lo que
llamamos ceceo). Solía —y suele— tener más aprecio la primera
pronunciación, con ese; pero las dos, desde Extremadura, Sevilla y Canarias
cruzaron con fortuna el Atlántico. Hoy, quienes distinguimos entre casay
caza, poso y pozo al pronunciar somos una minoría de hablantes, casi todos
concentrados en el centro-norte de España. Aunque personalmente
reconozco que es una comodidad no distinguir y pronunciar todo con eses o
con ces, quien tiene en la cabeza la diferencia malamente la puede evitar;
aparte, es la norma ortográfica aceptada y es favor de aceptarla que nos
hacen andaluces, canarios, algunos extremeños y casi todos los americanos.
Si bien, el argentino Faustino Sarmiento embistió ferozmente contra ella
hace siglo y medio.

El español hablado en América se fue nivelando y refinan-do conforme


avanzó la colonización. No sólo ha sido obra de andaluces, ni mucho
menos. Su base social fue, en términos generales, la misma que la de
España pero quizá más selecta, pues cualquiera no podía embarcarse para
las Indias. Al mismísimo Cervantes, por ejemplo, no le dieron permiso para
hacerlo. Quizá esta hidalguización de la lengua, esta igualación idiomàtica
hacia arriba, ayude a explicar por qué algunos americanos han conservado
el tratamiento de vos, que es lo que en el siglo xvii se llamaban entre sí las
clases nobles. Por eso se explica también que el español americano apenas
diera ejemplos de hablas campesinas o jergas de oficios. De hecho, el
lenguaje barriobajero, las hablas de germania al estilo del “lunfardo”
porteño son cosa nueva, producto de oleadas inmigratorias de finales del
xix. Para entonces, la base lingüística del español americano ya era
suficientemente sólida.

No le ocurrió lo mismo al portugués, porque la gente que fue recalando en


Lisboa a mediados del siglo xviii —ciudad asombrosa que era entonces la
más rica de Europa— no se vio necesitada de emigrar a América (emigraba,
precisamente, a Lisboa), creó sus propias normas lingüísticas capitalinas y
se apartó un tanto de lo que idiomáticamente ocurría al otro lado del
Atlántico. Por esos mismos años, los españoles sentían a los americanos
como cosa propia: aparte de que en su Diccionario de Autoridades (1726-
1739) integró palabras típicas de América, la Academia puso al peruano
Diego de Villegas a completar la letra M. Seguramente el complejo de
inferioridad ayudó a Villegas a sobrellevar con paciencia tan penoso
ejercicio como entonces era la lexicografía. Su contemporáneo británico, el
doctor Johnson, la consideraba una honorable opción que proponerles a los
reos de muerte. Estaba convencido de que, con la debida insistencia, la
aceptarían.

XIV. LAS DECISIONES DE DON CARLOS

Lengua e intervención estatal en el siglo XVIII. La administración civil, la


economía y el comercio en relación con la comunidad lingüística

Aunque en los retratos que de él se conservan tenga pinta de aburrido, lo


cierto es que Carlos III no dejaba de ser un personaje curioso. Tenía una
altísima consideración de la autoridad real, independientemente de la
opinión que los súbditos pudieran tener de su ejercicio. En privado, sus
ministros lo apodaban “El Amo”, mote que no se le dio a ningún rey en
toda su gloria. Al parecer, las noticias del marqués de Croix y de Lorenzana
lo alarmaron. Hizo reunir la documentación indiana al respecto. Quizá leyó
con inquietud aquel párrafo escrito hacía doscientos años por López Medel:
“La ambición de saber aquellas lenguas hace fieros al obispo y al prelado.
Y quieren ser reyes de aquel pueblo”. Casi profético: un tal Jacinto Canek,
aunque no era prelado, se acababa de declarar rey del Yucatán desafiándolo
a él, ¡al Amo!

A finales del siglo xvm, el gobierno de don Carlos se había propuesto


restablecer la agricultura, la industria y la población americanas a su
antiguo vigor. Era el impulso tardío para estimular una especie de mercado
común indiano, que se venía gestando espontáneamente desde muy atrás.
Por lo que fuera, la Corona no dispuso del suficiente poder militar,
económico o político para lograrlo. Quizá no había movilizado todos los
recursos disponibles. Pero sí estaba dispuesta esta vez a movilizar uno de
ellos, que podría facilitar la comunidad política y económica anhelada: un
medio de comunicación efectivo basado en la lengua española.
A los siete meses del informe de Croix, el 10 de mayo de 1770, el rey firma
en Aranjuez un documento por el que ordena a las autoridades indianas a
que “de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes
idiomas de que se usan en los mismos dominios, y sólo se hable el
castellano”. La decisión podría parecer cosa típica del despotismo ilustrado,
pero el documento la razona en la consideración de que con ello se va a
“facilitar la administración, el trato y comercio”. Era una decisión bien
orientada: dos años después, en España, los propios comerciantes
valencianos pedían alguna medida eficaz para facilitar la administración,
trato y comercio de su Junta, porque al ir los libros en francés, inglés,
italiano y cada uno en el idioma y estilo que le acomodaba se originaba
mucha confusión para la causa pública. Ante esta petición se responde con
otra Real Cédula pidiendo a los comerciantes de Valencia, sean naturales o
extranjeros, que lleven las cuentas uniformemente y en español. A los
comerciantes extranjeros aquello probablemente no les entusiasmó. Pero a
los valencianos sí, porque advertían cómo desde la uniformidad lingüística
en español podían competir con ventaja.

José Gálvez había sido visitador general de Nueva España durante seis
años. Había adquirido notable experiencia en los negocios americanos. De
vuelta a España, se le nombró secretario de Indias en 1775. Gálvez fue
acumulando poderes. Ningún secretario había tenido nunca tantos. Desde
ese puesto de privilegio empezó a hacer reformas militares, monetarias,
económicas, aduaner as. Las reformas de Gálvez tenían cierto aroma
cuartelero y no aceptaban más que un “sí” por respuesta. Sin embargo,
consiguieron algo que nunca se había conseguido antes: los funcionarios
estaban mejor preparados y, consecuentemente, los documentos
administrativos abundaban en datos fehacientes, estaban mejor escritos,
eran cada vez más técnicos, las cuentas cuadraban y la técnica oficinesca
resultaba de lo más avanzada. Es de suponer que las medidas en torno a la
unificación idiomàtica tuvieran alguna relación con el incremento en la
eficacia administrativa, con el perfecció-namiento de las técnicas
oficinescas y con la mejor preparación de los funcionarios, que ahora sabían
hasta su poquito de latín. No fueron aquéllas, pues, fórmulas arbitrarias.

Gálvez era un hombre taciturno, si bien con fama de honrado. Se traía de


tierras americanas una espinita clavada en el corazón: muchas de las
reformas que se llevaban a cabo en Nueva España bajo su firma tropezaban,
precisamente, con la barrera de los idiomas. Esto debió de ser más de una
vez tema de conversación con el marqués de Croix. Es posible que José
Gálvez advirtiera claramente entonces las ventajas de un código lingüístico
normalizado como parte esencial de la unificación política y económica que
se planeaba para Ultramar. Por lo menos, los papeles escritos podrían
recorrer el virreinato sin estorbos. El virrey, con más poder que Gálvez,
avisaría a Lorenzana de tal decisión, Lorenzana a Fuero, y Fuero a Abreu.
Todo partió de Nueva España. Todos de acuerdo. Pero cada una de esas
medidas era parte de un plan general de comunidad política, económica y
lingüística que se inauguró en Filipinas en 1766, siguió en España en 1768
y continuó en América en 1770. Lo cierto es que afectaban a poquísimas
personas y, a menudo, las dificultades para su aplicación eran notables: las
escuelas eran pocas y la educación de calidad estaba reservada,
precisamente, a la gente de calidad. Pero Gálvez estaba en lo cierto y la
administración funcionó en sus años como la seda.

Cabría relacionar indirectamente estos planes con otros de distinto


contenido y que con toda seguridad fueron más útiles para el idioma que los
propiamente lingüísticos. En un informe económico redactado en 1750, el
español Gil dejaz consideraba que con el fomento de las compañías
comerciales “abundará el dinero, que es la verdadera sangre del estado,
multiplicará el Real Erario sus ingresos y conseguirán todos los vasallos la
felicidad que Vuestra Majestad les quiera derramar”. Estas y otras opiniones
del mismo tenor no iban a caer en saco roto: quince años después el
gobierno empezó a ensayar ciertos usos de libre comercio con América, que
derivaron en el Reglamento y aranceles para el comercio libre de España e
Indias de 1778. La movilidad facilitada por tales medidas fue
extraordinaria, lo nunca visto: en tiempos de Gil dejaz no llegaban a La
Habana más de cinco barcos anuales, pero el mismo año del nuevo
Reglamento llegaron doscientos. La afluencia de comerciantes peninsulares
a puertos americanos fue incontenible. Gracias a las nuevas leyes sobre
internación de mercancías, con la misma facilidad que arribaban, los
comerciantes se dispersaban por el interior del continente. Declinan los
empresarios gaditanos y cobran vigor las compañías canarias, castellano-
norteñas y, sobre todas las demás, vascas y catalanas. Estas últimas acuden
a América en buen número, venden manufacturas y traen materias primas.
Recalan en diversos puertos y contribuyen a facilitar la circulación del
dinero, a aumentar los ingresos del Real Erario y a derramar felicidad entre
los vasallos de Su Majestad. El dinero, el erario y la felicidad que viajaban
en las bodegas de barcos canarios, castellanos, gaditanos, vascos y catalanes
pasaban el largo viaje haciendo tertulia en lengua española, la única que
garantizaba ese tráfico.

El carácter de esta liberalización comercial —que a algunos les parecía


poca— se refleja en la obra del argentino Manuel Belgrano Representación
de los labradores de Buenos Aires (1793), cuyo resumen está en este
párrafo: “Cuanto más se acerca un Estado a la libertad absoluta en el
comercio universal exterior e interior, tanto más se acerca a su eterna
prosperidad”. El peruano FranciscoJ. Eugenio Espejo, en la misma línea,
esperaba que los nuevos planes facilitaran la llegada de libros, herramientas
y maestros de que tan necesitada estaba aquella región americana para su
desarrollo. La sombra de Gil dejaz era alargada.

Pero las decisiones de los ilustrados llegaron tarde a América. La


integración política y económica que buscaban chocó con la resistencia de
las oligarquías criollas y con la burocracia indiana. Sin prisa pero sin pausa,
éstas fueron asimilando a sus viejos usos a los funcionarios de Gálvez que
tan bien escribían los informes. El comercio con ingleses, franceses,
holandeses, era tan próspero y más que el peninsular. Las leyes lingüísticas,
en sí mismas —salvado el estamento funciona-rial—, no dejaban de ser un
espejismo, porque su aplicación era casi imposible: América era entonces
un núcleo de blancos españoles, criollos y mestizos, que podrían sumar
unos tres millones, rodeado de masas dispersas por zonas rurales,
perfectamente desconocedoras de la lengua española y que los triplicaban
en número. Algo raro pasaba en América que escapaba al control de “El
Amo”: a los veinte años de su muerte, los criollos venezolanos y porteños
ya andaban repartiendo propaganda insurreccional entre los indígenas con
manifiestos escritos, por supuesto, en lenguas indígenas. Todo un símbolo
de la obra lingüística de tres siglos coloniales.

XV. El trabajo de entenderse La lengua común en la España moderna,

Ya estamos en España. En cualquier aldea gallega. Una tarde de cualquier


día del año 1768. Cierta moza del país se confesaba con un cura que no
hablaba gallego. La moza le explicaba con naturalidad, en gallego, cuántas
veces había “trebellado” desde la última confesión. Para entendernos,
mientras el trabajo se suele hacer con todo el cuerpo, el trebe-Uo gallego se
ejercita fundamentalmente de cintura para abajo. Al cura no le pareció
mucho trabajo el confesado y se vio en la obligación de recordarle que
incluso los días festivos podía trabajar durante una hora, y todas las que
quisiera en los laborables. Inmediatamente, la moza buscó un prelado
gallego para que le explicara si la confesión que había mantenido era válida
o si ésa iba a ser la nueva y simpática doctrina de la Santa Madre Iglesia
respecto a sus trebellos juveniles en la aldea.

La anécdota que contaba el padre Sarmiento ilustra, entre otros, un aspecto


lingüístico muy de su época, cuando el español estaba consolidando una
posición que venía de atrás: aparte de ser la lengua más hablada de España
—cuatro de cada cinco españoles no hablaban otra—, era muy apreciada
por la gente acomodada de aquellas zonas donde contactaba con otras
lenguas. De hecho, las estaba arrinconando y las hacía características de las
clases populares, provocaba así su regresión geográfica y social, las dejaba
localizadas en pueblos y aldeas (aunque seguían manteniendo la
salvaguardia de la Iglesia). El caso de la trebelladora gallega es una
muestra. Pero no es única.

Don Francisco Javier María de Munibe, conde de Peñaflo-rida, había


fundado la Sociedad Bascongada de Amigos del País cuatro años antes de
la anécdota del confesionario. Munibe, que de joven se había educado en
Francia, encontraba descorazonador el atraso científico español y se
propuso remediarlo con dicha fundación. La Bascongada tuvo importantes
logros, como el aislamiento del wolframio y la fórmula para hacer maleable
el platino. Exitos reconocidos internacionalmente. Sus resultados se
publicaban en español, que era la lengua que la sociedad había adoptado
como vehículo de expresión y enseñanza. No podía ser menos cuando el
vasco de aquellos años era un conjunto de variedades dialectales, aveces
ininteligibles entre sí, sin cultivo en ningún centro urbano de importancia y
cuyo acervo literario era, básicamente, escritura religiosa. Es más, el sabio
alemán Humboldt, de viaje por las Vascongadas unos años después, había
predicho que, dada la penetración del español y el progresivo aislamiento
social del éusquera, no quedaría de éste más recuerdo en unos años que
algunos textos escritos.

El hecho, sin embargo, de que la Bascongada fuera una sociedad científica


con gusto por las particularidades históricas del país, así como el que
muchos de sus integrantes fueran sacerdotes, facilitó el proyecto de un gran
diccionario de la lengua vasca por lo mucho que dicha obra podía ayudar a
conocer “las cosas antiguas de España”. La obra quedó en proyecto.

El autor barcelonés Antonio de Capmany definía en 1779 al catalán como


un “idioma antiguo y provincial, muerto hoy para la república de las letras”.
Perdido su antiguo lustre literario, había pasado a ser algo “provincial y
plebeyo, rancio y semimuerto”. Capmany exageraba, ciertamente, pero
estaba en lo cierto al considerar que muchos notables catalanes, que podían
haber dado lustre a su lengua, la iban dejando menguada desde hacía mucho
tiempo con su constante paso al español. Los reinados de Felipe V y
Fernando VI no hicieron sino acelerar esta tendencia. Por los años de
Capmany se fundaba el Diario de Barcelona, que durante mucho tiempo iba
a ser el representante de la selecta burguesía catalana. El diario le dio la
razón a Capmany, porque a los cincuenta años de su fundación
prácticamente no había publicado nada en catalán. Salvo poemas de
ocasión, lo sustantivo del diario iba en español. Panfletos, versos patrióticos
y proclamas diversas que se escribían en catalán se destinaban a la montaña,
a la gente del campo. La ciudad y el comercio recurrían al español
habitualmente. Entonces, autores como José Pablo Ba-llot recomendaban
jubilosamente a los catalanes que se olvidaran de su lengua y se pasaran a la
común española. Ballot era autor de un método para aprender español, todo
hay que decirlo.

Para el arrinconamiento del gallego, el éusquera,


XXVI. La estrategia londinense
XXXVIII. Lengua y ciencia
J
Para el arrinconamiento del gallego, el éusquera, el catalán, el valenciano (y
nada que decir de los bables asturianos o fablas aragonesas) no hizo falta un
cuerpo coactivo de leyes lingüísticas en sí mismas, hechas para obligado
cumplimiento de todos y cada uno de sus hablantes. Hubo leyes que, en
mayor o menor medida, afectaron a las lenguas particulares de España y
primaron a la común, pues se consideraba que los efectos de la comunidad
lingüística “son muy beneficiosos, porque se facilita la comunicación y el
comercio y se entienden y obedecen mejor las leyes y las órdenes”, como
rezan las Instrucciones para Corregidores de 1716. No puede negarse que
la administración borbónica, desde los años de Felipe V, perseguía la
uniformidad administrativa —en lo relativo a los asuntos públicos— para
España y América a través de ordenanzas de este tipo. El proceso para la
introducción de la lengua común se inspiraba en el principio de “lograr el
efecto sin que se note el cuidado”, o sea, ni violentar ni perseguir la
liquidación expresa de otras lenguas, pero sí asegurar progresivamente la
implantación de la única común posible, sobre todo entre las clases
acomodadas. Una política lingüística muy similar, en su inspiración, a la
seguida entonces en América respecto a las lenguas indígenas. Esto hizo
que el catalán, por ejemplo, se mantuviera bien firme en variados ámbitos
administrativos. Es más, en la Universidad de Cervera (Lérida) , fundada
por Felipe V en 1717, la gramática que se usaba como libro de texto estaba
escrita en latín-catalán. La misma política que permitió que el guaraní —y
otras lenguas amerindias— se conservase e incluso se extendiese más allá
de sus habituales fronteras. La idea de asegurar la implantación del español
está en estos años muy ligada a la eficacia de las comunicaciones y al
establecimiento de redes comerciales.

El retroceso de aquellas lenguas que no podían servir de código común, por


tanto, no lo provocaron en sí mismas las medidas de política lingüística
basadas en un proceso de uni-formación lingüístico-nacional a gusto del
Consejo de Castilla. Lo originaron, esencialmente, otro tipo de medidas:
todas aquellas de carácter político, económico o administrativo que
facilitaban la movilidad social de españoles y americanos, la integración de
las regiones en proyectos comerciales comunes, nacionales e
internacionales. Esas iniciativas que gustaban tanto a Gil dejaz, a Gálvez, a
Belgrano y a Espejo. A efectos de comunicar y difundir una lengua común,
las fábricas, el comercio, las ferias, la liquidación de aduanas interiores, la
unificación monetaria, las carreteras, las vías fluviales, los puertos y las
rutas atlánticas, así como la mezcla de gentes facilitada por tales
circunstancias, eran medios infinitamente más poderosos que una escuela,
una universidad o una ley que obligara a las personas a llevar sus asuntos en
español.

La comunidad lingüística fue, principalmente, hija de la comunidad


económica. No fue el proceso de expolio lingüístico que algunos han
querido ver. El hecho de que se fomenten aquellos vínculos que favorecen
las comunicaciones y el comercio a larga distancia no implica la liquidación
de los códigos lingüísticos que no garantizan ese tipo de comunicaciones,
aunque sí los limita a su ámbito particular. Considero, por otra parte, que el
profesor Adrián Hastings, en sus estudios sobre la vinculación que tienen
las lenguas vernáculas en la formación de las nuevas nacionalidades
europeas, está esencialmente en lo cierto al afirmar que dicha vinculación
(lengua española o castellana = nación española) no es propia
ideológicamente del caso español, o sólo lo fue como cosa retórica más que
efectiva, pues la comunidad lingüística basada en la lengua española estuvo
mucho tiempo subordinada a una política imperial e interterritorial (más
preocupada, por ejemplo, por la uniformidad religiosa) como para facilitar
el surgimiento de un concepto de nacionalidad vinculada a una lengua en
concreto y, por lo mismo, se hacían muy difíciles las medidas prácticas y
ejecutivas en pro de la liquidación expresa de cualesquiera otras lenguas
que estorbaran un vínculo o inexistente o débil.

La consolidación de una comunidad lingüística no fue obra de unas leyes


coactivas contra otras lenguas en contacto con la común, fue logro de las
gentes que más activamente recorrían la red de intereses económicos
trazada en el medio colonial, porque tales intereses son los que generan y
mantienen la necesidad de una lengua común. Consecuentemente, los
notables que habrían podido dar lustre a otras lenguas, las abandonaban y se
afincaban en la lengua general. Es más, la movilidad social y empresarial
lograba interesantes efectos suprarregionales: desde mediados del siglo
xviii, la castella-nización gallega, especialmente la del área litoral —es
claro a este respecto el caso de Vigo—, no es obra propiamente de
castellanos netos sino, sobre todo, de catalanes, leoneses y vascos que
acuden allí con sus compañías comerciales, bien para establecerse o bien de
paso hacia América. Y viceversa, la emigración campesina gallega hacia
Castilla (y luego hacia América) se trae de vuelta a casa, por lo menos, la
familiaridad con otro idioma muy similar al suyo. Si, al amparo de todas
estas leyes de comercio, las familias vizcaínas deciden instalarse en Chile,
fundarán la que hoy es una potente —y excelente— industria en ese país: la
viticultura. Como contribuirán a establecer allí otra potencia comercial por
lo menos tan interesante: la lengua española.

Leyes como la Real Cédula emitida en 1768 (por los mismos años se
emitieron otras para Filipinas y para América), donde se disponía que la
enseñanza del latín en las escuelas de retórica se hiciera desde el español,
fueron la consecuencia —no la causa— de ese tráfico humano. Dichas leyes
iban destinadas a amalgamarlo, a que circulara con más facilidad, a que los
funcionarios al estilo de los de José Gálvez llevaran las cuentas mejor, a que
los colegiales, diplomáticos, militares, financieros españoles supieran la
gran lengua internacional de cultura por aquellos años: el latín, pues la
aristocracia castellana había sido tradicionalmente cerrada para los idiomas.

En todo caso, esas leyes escolares afectaban a poquísimas personas. A pesar


de los planes de instrucción pública ideados por gente como Olavide o
Gabarras, que imaginaban un país lleno de artesanos instruidos, a pesar de
las buenas intenciones que mostraron los constitucionalistas de 1812, la
realidad pasaba por que noventa y cuatro de cada cien españoles eran
analfabetos a los que las disposiciones educativas no les incumbían lo más
mínimo. Las cartillas para llevarlas a cabo, por otra parte, tardaban años y
años en aparecer. Las cosas de palacio iban despacio. Con todo, el español
no encontraba en la península ningún estorbo ni medianamente parecido al
que en América le estaba poniendo a cada paso el indigenismo. La
educación popular podía estar descuidada, las cartillas ser pocas, las
gramáticas no brillar por su doctrina y los profesores universitarios, para
obtener sus plazas, tenían que acatar públicamente el dogma de la
Inmaculada Concepción; todo eso podía pasar, pero la fuerza aglutinante de
un imperio que hablaba español, donde no se ponía el sol del comercio,
dejaba inútil cualquier intención y posibilidad de recorrerlo con éxito que
no pasara por la lengua española. De modo que en 1823 don Andrés Pi y
Arimón definía a los barceloneses, paisanos suyos, como: “Un público de
una ciudad de España cuyo idioma nacional es el castellano”.

Don Andrés no inventaba nada, un redactor del Diario de Barcelona (29-X-


1796) ya se había referido al español como “nuestro castizo lenguaje”.

XVI. PASTORES Y OVEJAS

Circulación comercial y circulación lingüística. Las viejas bases


económicas de la comunidad lingüística en España. Lengua e Imperio. El
caso de Portugal

La comunidad lingüística española, sin embargo, no es obra, ni pretensión,


de reyes dieciochescos. La comunidad de lengua se había ido forjando
desde tiempos muy lejanos. En 1535, Juan de Valdés escribía en su Diálogo
de la lengua: “La lengua castellana se habla no solamente por toda Castilla,
pero en el reino de Aragón, en el de Murcia, en toda la Andalucía, y en
Galicia, Asturias y Navarra, y esto aun entre la gente vulgar, porque entre la
gente notable tanto bien se habla en todo el resto de España”. Para Valdés,
esta circunstancia se debía a la facilidad de trato entre las provincias y a las
necesidades de comercio y contrataciones entre ellas. Armas, comercio y
contrataciones eran para Valdés lo que decidía la suerte de la lengua.

Sin duda, Valdés exageraba respecto al uso regular del castellano entre la
gente (vulgar o notable) vecina de Castilla, pero sí tenía razón en que armas
y negocios decidían la suerte de hablantes y lenguas. Contrataciones del
secretario de la Corona de Aragón, Juan de Coloma, hechas en la corte de
los Reyes Católicos, llevaron a un navegante a buscar la tierra del Gran Kan
y la especiería en competencia con los portugueses. El resultado del viaje
fue una decepción y, aparte de unas pepitas de oro y varios indios
despistados que aprendieron castellano en la Corte, no hubo gran cosa de
que ufanarse. Si bien los de la Corona de Aragón barruntaban que había
futuro en la ruta hacia el oeste, las siguientes exploraciones iban a llevar a
las Indias principalmente a castellanos. Pero las contrataciones entre unos y
otros ya estaban hechas. En ellas no sólo había castellanos, portugueses,
aragoneses y catalanes, había también un hermético marino por medio, de
incierto origen (¿acaso mallorquín?), y no se sabe cuántos andaluces.
Valdés, sin embargo, fue profético: de aquellas contrataciones de hace cinco
siglos ha salido un curioso producto de casi cuatrocientos millones de almas
que contratan de todo.

Por lo demás, de origen castellano era igualmente el comercio lanero. El


comercio lanero sí que era comercio: con su red de cañadas, su pasmosa
andadura trashumante, su circulación mercantil asombrosa. Movilizaba a
los productores de materia prima, que recorrían con sus ganados la
península en grandes franjas de norte a sur: de León a tierras sevillanas; de
Logroño, por Palencia, hasta Córdoba; de Soria al Campo de Calatrava;
desde el sur de Teruel, por Cuenca y Albacete, hasta Murcia. Los
almacenistas de lana y los tejedores estaban en Segovia o Burgos, los
transportistas hasta Inglaterra, Llandes y Alemania, en los puertos de
Bilbao, Santander o Avilés. De Burgos y Bilbao son dos consulados
comerciales cuyo modelo se copió para el Consolat de Mar barcelonés: a
este puerto vino la lana a principios del siglo xv, las guerras civiles quitaron
peso a Cataluña; los comerciantes, siempre conservadores, buscaron el
puerto de Valencia para sus exportaciones laneras. Estuvieron allí muchos
años. Bajaron luego a Alicante, luego a Málaga. La circulación comercial
iba del interior a los puertos y el dinero obtenido recorría el camino inverso
hasta Medina del Campo y Burgos. Para entonces ya despuntaba el
comercio indiano por Sevilla. Ciertamente, si las lenguas tuvieran escudos
como los tienen las naciones o los equipos de fútbol, en el de la española no
figuraría ni un águila imperial, ni un león rampante, ni nada aparentemente
noble: figuraría una simple oveja. Trasquilada.

Todo ese tráfago de gentes y mercancías arropadas en torno a la lana —que


daba de sí mucho más que paños, todo hay que decirlo—venía de muy
atrás. Sin embargo, había conseguido que en pleno siglo XVI la masa
castellanohablante constituyera el grupo de lengua materna más numeroso,
animoso, concentrado y homogéneo de toda Europa. En tan temprana
época, de cada diez españoles ocho podían entenderse en la misma lengua
sin que hubiera mediado intervención estatal, planes escolares o leyes
impositivas. Había mediado algo mucho más poderoso: vínculos
económicos. A algunos autores, como se verá luego, la denominación
castellano les empezaba a resultar pequeña, pues era evidente que leoneses,
andaluces y aragoneses, como poco, habían contribuido con los mismos
méritos a esa lengua. Es interesante considerar que la proporción nacional
de quienes tienen como lengua materna el castellano (aproximadamente, el
80 por ciento) frente a los que tienen otras lenguas de España
(aproximadamente, el 20 por ciento) se establezca entonces y ya,
prácticamente, no varíe hasta hoy. Lo que ocurría en el siglo XVI es que
gran parte de ese 20 por ciento no se desenvolvía habitualmente más que en
la lengua particular, pues rara vez alguien de la montaña vasca necesitaba
lengua común para comunicarse con alguien de una aldea catalana,
valenciana, balear, asturiana o gallega. Las circunstancias políticas y
económicas del siglo xvin, durante los años de Carlos III señaladamente,
fortalecieron la necesidad de intercambio lingüístico entre las clases
populares —entre algunos acomodados este intercambio era más antiguo—
y una parte interesante de quienes apenas necesitaban lengua común
tuvieron necesidad de ella haciéndose bilingües, más por espontaneidad,
circulación humana, interés o necesidad que por organización escolar ni
intervención estatal efectivas.

A este respecto, coincido plenamente con la observación del hispanista


francés Alain Milhou de que el poder imperial español lo fue sin lengua
imperial propiamente dicha, por mucho que se haya extendido el tópico en
sentido contrario. Baltasar Gracián, en El Político (16'40), lo reconocía sin
ambages: “En la monarquía de España, donde las provincias son muchas,
las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los
climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar,
así mucha para unir”. Los Austrias dominaron un verdadero imperio
plurilingüe. Y si no faltaron reflexiones de autores notables, en el siglo que
va de Antonio de Nebrija a Bernardo de Aldrete (cuyo Origen y principio
de la lengua castellana va dedicado expresamente a Felipe III), donde se
considera la uniformación lingüística como una de las bases políticas del
Imperio y donde a cada paso se leen proclamas patrióticas sobre la lengua,
en la práctica, la monarquía hispánica consideró como algo mucho más
importante la ortodoxia religiosa que la lingüística. Ideológicamente, los
españoles sustentaban sus vínculos como grupo humano en la religión y la
limpieza de sangre frente a moros y judíos, raramente en la lengua
castellana, que con frecuencia se pretería para la conversión al catolicismo
por medio de cualesquiera lenguas amerindias, por medio del árabe para el
caso de los moriscos y, por supuesto, observando “las lenguas paternas”,
como las llamaba el obispo de Calahorra, para catalanes, vascos y gallegos.
Sobre todo en lo que a la masa popular se refería, porque algunos vecinos
notables ya habían advertido las ventajas de saber castellano e ir
transformándolo en la lengua general de la península. Esta conversión
encontró un freno: Portugal.

En 1626, mucho antes de cualquier ley de lenguas emanada del poder


borbónico, Gonzalo Correas hacía la siguiente observación respecto a
vascos y catalanes: “Fue y es común nuestra castellana española a toda
España; usan la castellana y retienen la suya entre sí”. Correas repite,
noventa años más tarde, la misma observación de Valdés transcri ta al inicio
de este capítulo (y asimismo con su punto de exageración). Sólo que como
Correas era de Salamanca, en cuya universidad enseñaba, incluyó a renglón
seguido a los portugueses entre los usuarios de la lengua castellana. En lo
que no le faltaba algo de razón. Por lo menos, así lo hacían algunos
portugueses de nota: Sá de Miranda y Gil Vicente escribieron
indistintamente en una y otra lengua (circunstancia que no se daba entonces
entre escritores castellanos).

Cuando Correas escribe ese comentario hacía un siglo que se habían muerto
Miranda y Vicente. De ellos al maestro salmantino van cien años de
progresiva penetración del castellano en los círculos nobiliarios y
cortesanos portugueses. La anexión de Portugal a la Corona de los Austrias
en 1580, así como el propósito de Felipe II de trasladar su residencia a
Lisboa para trazar desde ella la nueva política imperial en Europa, América
y Asia, instalaron la lengua española en el centro mismo de la gobernación
y la diplomacia portuguesas. Nunca fue, por supuesto, lengua de arraigo
popular en Portugal, ni nadie pretendió tal cosa. Es más, precisamente por
los años en que escribe Correas, la burguesía lusitana —muy beneficiada
entonces por el tráfico económico con Iberoamérica— empezaba a
considerar que no le era estrictamente necesaria la tutela de un imperio
cuyas guerras con franceses, ingleses, turcos y holandeses ponían en peligro
los intereses coloniales lusos. Poco a poco, se van agudizando las quejas
sobre la excesiva “castellanización” en materia de gobierno, fisco, ejército.
Se alienta un nacionalismo portugués en torno al mito del rey Sebastián,
que vendría a libertar a su pueblo. Según la leyenda, don Sebastián no
habría muerto en 1578 a manos de los marroquíes en la batalla de
Alcazarqui-vir y retornaría para desalojar al “castellanizador” Felipe II.
Uno de los escritores más castigados por el celo portugués fue Jorge de
Montemayor, quien había castellanizado su apellido original, Montemór, y
había escrito todas sus obras en castellano, así que se prohibieron en
Portugal, al parecer, “em castigo de dar a Reynos estranhos o que devia a
este onde nascera”, según Lourenço Craesbeek, un impresor lisboeta de la
época (quizá también porque Montemayor tuvo fama de judaizante). En
1640 la ruptura hispano-portuguesa resulta más que evidente. Cuarenta años
después, Carlos II reconoce la independencia de Portugal. La aristocracia
junto al medio comercial y urbano, que podrían haber contribuido a la
instalación del español, son en 1688 muy distintos de aquellos que vieron
nacer a Sá de Miranda, Gil Vicente, Pedro de Vega o Jorge de Monte-
mayor. Desde mediados del siglo xvn, el español había ido perdiendo
irremisiblemente todos sus abogados en Portugal.

Pero hasta entonces, no es de extrañar que Francesc Calça se preguntara en


1601: “Los catalans, per qué dexam la llengua ? ”

y se respondiera: “En castellà tot hom que se dona escriure tenitper cert
quels serà més profit”. Todo aquel que escribe en castellano sabe que le
será más provechoso. No es de extrañar que en las Juntas de Vizcaya los
bilbaínos pujaran porque el idioma de contratación no fuera otro que el que
entendían todos, mejor que el vizcaíno que sólo entendían algunos y en el
que ya prácticamente no se contrataba nada. No es de extrañar que todo
notable vasco, gallego, portugués, valenciano, balear o catalán que se
preciara estuviera en camino de dominar el español. No es de extrañar que
Felipe II le dictara en Lisboa papeles de gobierno, escritos en español, a don
Cristóbal de Moura, su mano derecha en Portugal. Moura sabía español,
como el rey entendía portugués (la lengua de su madre, por cierto). Esta
difusión por la península del idioma común entre quienes no lo dominaban
no tenía nada de extraño. Era, sencillamente, una utilidad favorecida por el
atractivo de un imperio en rápida expansión. También Europa empezaba por
aquellos años a apreciar el español casi tanto como los notables ibéricos.

XVII. EL español europeo

El auge de la lengua española en Europa. Los nombres de la lengua.


Simbologia política de las lenguas
Para comunicarse con la Corte de Viena en 1566, la reina Isabel I de
Inglaterra utilizaba el latín. Para dirigirse al emperador Maximiliano II, un
año después, utilizó el italiano. Casi ninguna comunicación que partiera de
las islas al continente se hacía en inglés. En esa época era éste un idioma
recóndito. Felipe I Les tuvo casado con María Tudor, vivió en Londres,
dicen las crónicas que la amó tiernamente, pero nunca aprendió nada de
inglés. Ningún noble español de los destinados allí esos años lo hablaba,
salvo el segundo duque de Feria, quien estaba emparentado con ingleses. A
los españoles se les reconocía por vestir de negro, por gustarles los caballos
y por no hablar más idioma que el propio.

Carlos I tenía más suerte en esto de las lenguas que su coetánea Isabel: tras
vencer en las batallas de Landsgrave y Albis, los príncipes y señores
alemanes acataron su autoridad dirigiéndose a él en español, por
complacerle, aunque sabían que el alemán no le era completamente ajeno.
Carlos de Gante llegó a España hablando flamenco, su lengua materna, y
algo de francés, su lengua cortesana. Aparte del latín, aquellas lenguas eran
las que hablaba toda la capilla gubernamental que se trajo de Europa.
Zumel, procurador de Burgos, le pidió en las Cortes de Valladolid de 1518
que aprendiera español. Una petición hecha de pasada en un memorial
donde se le exigían muchas más cosas y de mayor enjundia. En esto del
idioma se le hizo caso a Zumel. Cuando en 1536 el emperador desafió al
rey francés, Francisco I, en presencia de la plana mayor de la diplomacia
europea, el Papa incluido, si todos esperaban un discurso en latín, el
discurso se pronunció en español. A la delegación francesa esto le molestó
y el obispo Maçon le dijo ofendido que no había entendido nada (lo que por
otra parte era verdad), a lo que Carlos I respondió: “Señor obispo,
entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que las de mi lengua
española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la
gente cristiana”. Esa fue una proclamación oficiosa del español como
lengua internacional, de curso en Europa. Hasta entonces no había tenido
ese privilegio.

No es que los diplomáticos estuvieran dispuestos a seguir espontáneamente,


por el gusto de aprender idiomas, las recomendaciones lingüísticas del
emperador. Lo que sucedía es que éste lo era de una potencia militar,
económica y comercial que despuntaba con una fuerza irresistible. En la
cabeza de Carlos I bullía una idea que se parece, a su modo, a la que bulle
entre los europeos de ahora: crear una comunidad política y económica.
Sólo que entonces España influía más de lo que hoy influye. La comunidad
pasaba por ella como núcleo humano, por América como soporte
económico y por los Países Bajos como centro financiero. Tras el
matrimonio de su hijo Felipe con una princesa inglesa en 1533, Londres
enlazaba en el proyecto como puerto de mayor actividad europea.

Cuando el emperador proyecta dar libertad comercial a los flamencos con


América, los ingleses prevén la bonanza atlántica, los mercaderes de cereal
y lana para Flandes adivinan que sus pedidos se van a multiplicar y los
italianos, franceses y alemanes constatan como inevitable el auge del
Imperio hispánico, aparece la primera Gramática de español para
extranjeros: un anónimo de Lovaina del año 1555. Durante muchos años iba
a ser el español una lengua presente —y creciente— en este tipo de obras.
El poeta inglés James Lea saludaba con estos versos su llegada al selecto
club de las grandes lenguas del momento:

La lengua de Castilla (no sé cómo) aparece con fuerza. Aunque llega la


última quiere competir con las primeras.

James Lea se refería al latín, al francés y al italiano. James Lea sí sabía por
qué el español se codeaba con ellas, aunque, como hijo de Inglaterra que
era, no iba a reconocerlo así como así. Se hizo el despistado entre
paréntesis. Aquí empezaba un negocio editorial basado en el español que,
más de cuatro siglos después, no sólo no ha terminado sino que prevé un
auge considerable. La calidad de los escritores en lengua española no hizo
sino consolidar ese embrión de español utilitario de los años del emperador.
Decía entonces el italiano Fabio Franehi que si en Francia o Italia querían
llenar un teatro, los empresarios no tenían más que anunciar en los carteles
que se iba a representar una comedia de Lope, y con anunciarlo: “Les falta
coliseo para tanta gente y caja para tanto dinero”. Para los impresores, el
caso era editar una novela de Cervantes, autor que tenía crédito y público
entre la gente culta europea: dos nobles franceses, lectores suyos de paso
por España, quisieron conocerlo personalmente porque seguían con gusto
todas sus obras. Se llevaron una sorpresa de lo más agradable cuando les
dijeron que el impresor Juan de la Cuesta acababa de publicar otra más de
su admirado

Cervantes: una curiosa novela que trataba sobre las manías de un hidalgo
manchego trastornado por los libros de caballerías. La novela, al parecer,
entretenía e iba para éxito de ventas. Se la llevaron a Francia.

La presencia internacional del español, sin embargo, estaba sujeta a los


avatares de la política. En el vocabulario políglota de los holandeses
Jakobszoon y Bouwenszoon editado en Leyden en 1585 el español
desaparece y cede el paso a una lengua rara por aquellos años en este tipo
de obras: el inglés. Un mal año para los nacionalistas holandeses aquel de
1585. Alejandro Farnesio, general a las órdenes de Felipe II, había
aplastado su rebelión y tomado Amberes. La situación para los Países Bajos
estaba perdida hasta que Isabel I de Inglaterra, temerosa de que los
españoles, sin enemigos de peso en Holanda, accedieran cómodamente a
Inglaterra, envió un ejército al mando del conde de Leicester precisamente
en ese año. Ya hacía tiempo, por otra parte, que Inglaterra ayudaba a los
corsarios holandeses que operaban en el mar del Norte. Isabel gana
simpatías entre los nacionalistas holandeses. Felipe pierde crédito.
Jakobszoon y Bouwenszoon resumen a su modo la pugna del momento y en
sus Colloques, Ov Dialogues, Avec Un Dictionaire en Quatre langues:
Flamen, Anglois, François áf Latin desaparece el español. Años después,
los catalanes serían más prácticos que Jakobszoon: la mayoría de los
panfletos que justificaban su revuelta contra Felipe IV, distribuidos con
profusión por Europa entre 1640 y 1652, se redactaron en español. Como
reza uno de ellos, titulado Secretos públicos, iban en dicha lengua “para que
lo restante del mundo sepa la justicia y la razón que en todos sus
procedimientos ha tenido Cataluña”.

De aquellos años son otras costumbres: empieza la tradicional polémica


sobre el nombre de la lengua, que establecen los gramáticos en estos
términos: “Castellana es nombre ambicioso y lleno de envidia, pues es más
claro que la luz del sol que los reinos de León y Aragón tienen mayor y
mejor derecho a la lengua que no el reino de Castilla”. El anónimo de
Lovaina que se ha citado antes razonaba así: “Esta lengua de la cual damos
aquí preceptos se llama española. Llámase así no porque en toda España se
hable una sola lengua que sea universal a todos los habitadores de ella,
porque hay otras muchas lenguas, sino porque la mayor parte de España la
habla”. Ciertos eruditos, sin embargo, como tampoco consideraban justo el
nombre de española, propusieron el de vulgar. Varios siglos llevamos
polemizando sobre el caso y todo indica que seguiremos así. Quizá sería
oportuno llamar a nuestra lengua común cervantino, nombre que no tiene
geografía y que nos ahorraría discusiones futuras.

Otra moda consistió en debatir cuál de las lenguas modernas se parecía más
al latín. La moda tenía evidente calado político: ya que el latín fue lengua
de un imperio, aquella de entre las europeas que más se le pareciera podría
con todo derecho reclamar su condición de nueva lengua madre,
hegemònica y de uso regular en el renovado Imperio Romano Germánico.
Hay por aquellos años autores como Pedro de Lucena que escriben obras en
un idioma que no se sabe si es latín hispanizado o español hecho latín.
Había argumentos para todos los gustos con tal de demostrar esta pretensión
de hija predilecta latina. He aquí uno muy común entonces: “Los españoles,
así como los latinos, escriben como hablan y hablan como escriben”. De
esta pretensión se escapan los vasquistas de aquellos años del emperador
Carlos. En opinión de Garibay, el más extremoso de todos, la única lengua
española de pura cepa, la más antigua, la genuina, la racial, la que había
sido común a toda la península no era otra que el vasco. El latín era una
cosa moderna venida de Roma, que se acabó corrompiendo malamente por
los pagos de Hispa-nia entre visigodos, mozárabes, musulmanes y otros. La
realidad es que, por aquellos años, no hay lengua europea que no disfrute de
apologías sobre su nobleza y pujanza; en unas ocasiones tienen fuerte
contenido patriótico; en otras encierran curiosas predicciones, como la que
hacía el poeta inglés Samuel Daniels en 1599: “Y quién sabe si con el
tiempo podremos aventar/ El tesoro de nuestra lengua, a qué extrañas
orillas/ Puede ser enviado este beneficio de nuestra mejor gloria”.

Como su lengua la aprendían los demás, los españoles que salían por el
mundo —y sobre todo si eran castellanos de pura cepa— apenas tenían
ganas de aprender idiomas. Los estudiantes de la Universidad de Lovaina, si
procedían de España, raro era que aprendieran francés o flamenco. Por eso
los conocían. Los nobles predicaban con el ejemplo no atendiendo a nada
que no fuera dicho en español. Salvo los que estaban regalándose la vida en
Italia, coleccionando cuadros del Tiziano o comentando en los corrillos
palaciegos los versos del Orlando furioso, que ésos sí llegaban a hablar
italiano con mucha soltura, el resto nobiliario era poco políglota. Cuando el
barcelonés Luis de Requesens parte como gobernador a los Países Bajos va
asustado porque él sólo habla catalán, español y francés muy rudimentario.

A los soldados destinados en tercios italianos también se les quedaba algo


de lo que hablaban en Milán, Roma o Ñapóles. Los nobles que fueron a
Londres con el príncipe Felipe no sabían inglés y el propio príncipe no se
apartó allí nunca de su lengua. Los que salían a Centroeuropa apenas se
manejaban con el latín —otra lengua menos practicada de lo que parecería
en la Corte española—; para Alemania, Países Bajos, Viena o Chequia
había que elegir gente de Cataluña o Valencia, que en algunos casos —
como el del valenciano Juan de Boija— habían estado idiomáticamente
menos aislados que los castellanos o se habían preocupado de estudiar latín.
El propio Felipe II, que recomendaba para sus hijos el aprendizaje del latín,
el portugués y el francés, él mismo, dominar bien, lo que se dice bien, sólo
dominaba el español. Para la Corte española, la administración plurilingüe
de tanto reino era un quebradero de cabeza. Pero, en cierto sentido, les
ocurría a los españoles de entonces lo que les ocurre a los anglo-hablantes
de hoy: en términos generales, son la gente menos práctica que hay en
idiomas porque muchísima gente por el mundo es práctica en el suyo.

XVIII. Cosas que suceden en verano

La fundación de la Real Academia Española. Lenguas modernas y


revolución industrial

Donjuán Manuel Fernández Pacheco era un aristócrata español con gustos


raros entre los de su especie en aquellos años. Leer y escribir, por ejemplo.
Tenía además interés por las artes y las ciencias. Para no aburrirse durante
los meses de verano comenzó a reunir en casa a amigos suyos. Sin mayor
protocolo, desde el mes de agosto del año 1713, don juán Manuel y sus
contertulios empezaron a discutir sobre letras, ciencias y artes.
Todos admiraban lo que la Royal Society de Londres y la parisina
Académie Royale des Sciences llevaban haciendo desde hacía cuarenta o
cincuenta años. Se les ocurrió que otro tanto podría hacerse en Madrid. Sin
embargo, para formar cualquier academia dedicada a las artes y las ciencias
había que empezar por darle lustre a un medio sin el cual poco se iba a
poder escribir de ningún tema: la lengua. Era prioritario fijar la ortografía
—que estaba muy descompuesta—, organizar la gramática y compilar un
gran diccionario donde cada palabra viniera respaldada por ejemplos de
autores notables. Con esto, las discusiones derivaron hacia los asuntos del
idioma. Así que la tertulia, que iba en principio para “academia total”, se
quedó en academia de la lengua. Cuando el señor Fernández Pacheco
(todavía no he dicho que era marqués) le presentó la idea a Felipe V para
que la apadrinara, el rey le dijo que lo hacía con mucho gusto, es más, le
dijo que a su real persona venida de la culta Francia ya se le había ocurrido
—antes de que un marqués español se lo pidiera— que algo así tenía que
fundarse en sus reinos. Era puro protocolo, claro está. La verdad es que el
rey, esos días de octubre de 1714, cuando estampaba su firma fundacional
en las actas académicas, como casi todos los días de su vida, sólo hablaba
francés. Desde ese año nos referimos a la Real Academia Espa-

ñola, Academia Española, la Academia (por ser la de más vetera-nía) o la


Española a secas. No añadan de la lengua, que no les suele gustar a sus
integrantes.

Si el rey venido de Francia estaba de acuerdo con apadrinar aquello, los


notables castellanos no lo estaban. El Consejo de Castilla ponía todas las
trabas posibles a la fundación de una academia donde casi ningún miembro
era castizo castellano. Los consejeros eran más papistas que el Papa. Sólo
veían ofensas: para empezar, el marqués y padre de la idea académica era
navarro; el censor de la corporación, Folch Cardona, era catalán; en cuanto
a los otros... ya se encargaba de darles publicidad el fustigador Luis Salazar
y Castro: “Venirse un italiano a hacer en Madrid el papel de corrector de la
lengua castellana es un empeño temerario. Atreverse un gallego o maragato,
con un acento más áspero y más duro que su tierra, a enmendar las
expresiones cortesanas, es cosa que merece carcajada. Y pensar que un
andaluz o extremeño han de ser compadres de los castellanos y los han de
pulir el lenguaje es una de las aprensiones más ridiculas”. Como puede
suponerse, don Luis Salazar nunca fue académico, aunque por su erudición
no hubiera desentonado en la Docta Casa.

En 1771, con la publicación de la Gramática, la Academia había concluido


la tarea que se había fijado hacía poco más de medio siglo: tres grandes
obras normativas que dieran prestigio al español y lo modernizaran. A la
Gramática precedió en 1741 la Ortografía y a ésta, entre 1726 y 1739, el
Diccionario de. Autoridades. Algunos criterios fijados en aquellos años
siguen vigentes hoy, como las reglas de la b y la v, la escritura de c y z
(decidieron eliminar la ç de un plumazo), y si ahora decimos y escribimos
doctor, efecto y significar en vez de dotor, efeto y sinificar—como decían y
escribían Lope, Quevedo o Calderón— es también por ocurrencia
académica de 1726.

En noventa años de reformas, los que van de 1726 a 1815, los académicos
despojaron la escritura de colgajos etimológicos, la hicieron más sencilla y
práctica; además, dejaron trazada la senda para nuevas simplificaciones
cuya dificultad técnica es muy poca. Su mayor obstáculo estriba en que los
académicos se decidan a ejecutarlas y se pongan de acuerdo en cómo y
cuándo... y todos estemos dispuestos a aceptar sus criterios. Los hablantes
de francés, inglés o alemán se complican inútilmente la vida escribiendo
cosas como Philosophie, theatre, assassin o approbation, que el
hispanohablante escribe filosofía, teatro, asesino y aprobación, ahorrándose
la ph, la th, la ssy la pp; es más, lleva ahorrándoselas ciento cincuenta años
por lo menos.

La oportunidad de estas reformas quizá no ha sido advertida en toda su


trascendencia. A partir de 1823, algunos americanos, al calor de la
independencia política que se alumbraba, empiezan a escribir y difundir por
sus países ortografías propias más simplificadas aún, que apartaban el uso
criollo del peninsular (véanse capítulos XXVI y XXVII). Vencido aquel
primer impulso y reconocido el inigualable valor de una escritura conjunta,
a la hora de rectificar y acatar la norma común hispánica, el hecho de que la
ortografía académica fuera ya de por sí sencilla allanó el camino de vuelta
para quienes habían predicado el cisma ortográfico. Retornaron sin mayores
escollos y el español no se partió en varias normas ortográficas, que es la
primera piedra para diferenciar la norma lingüística toda. Considerado el
caso, es fácil advertir por cuántos azares y por cuántos filos de navajas
hacen pasar los hablantes a sus lenguas.

Cuando Carlos III inicia sus planes escolares en el decenio de 1770, el


español ya ha resuelto los problemas más espinosos de su moderno proceso
normalizador. Tiene un inventario léxico que es la envidia de Europa;
inmediatamente va a aparecer otro no menos notable de Esteban Terreros y
Pando con voces científicas y sus correspondencias latinas, italianas y
francesas; tiene una ortografía sencilla y tiene una gramática moderna.
Todos los saberes que recorren Europa en inglés, francés, alemán, italiano,
latín, se pueden verter al español sin más dificultad que encontrar un
traductor fiable. Como éstos no escasean, las enciclopedias, tratados y
estudios de cualquier materia se imprimen con generosidad. Si los
españoles no son los campeones de las ciencias, por lo menos no están
desinformados. Tienen incluso gente meritoria como Juan Bautista Aréjula
que, él solo, es capaz de decirle a Lavoisier, Furcroy o Berthollet que, en
determinados aspectos de la moderna terminología físico-química, no están
muy acertados. Pero la hegemonía francesa en dicho campo era indiscutida.
Para que se hagan una idea: si hoy escribe todo el mundo los derivados de
kilo-, mil, con k, es por el “error” de sabios franceses que no transcribieron
correctamente, con qu, la palabra griega de la que procede la voz “mil”. Se
puede escribir etimológicamente así: quilómetro, pero ¿alguien lo hace?
Mejor, no lo intente.

Los franceses, que en el siglo XVIII copan con los británicos el mundillo de
las ciencias positivas y se pelean por sus aplicaciones comerciales, no le
hacen mucho caso al español. Pero Aréjula tenía razón. Era más correcto
llamar arxica-yo —como él quería— a lo que gracias a los errores de los
sabios franceses todos llamamos hoy oxígeno. Ya daba igual. Un campo de
gran importancia para dar cuerpo y peso a cualquier lengua, como es el de
la creación científica y técnica, se escapaba irremisiblemente de aquel
remozamiento general que la Academia había llevado a cabo con el
español. En este preciso terreno la ascensión del francés, el alemán y, sobre
todo, el inglés resultaba imparable. La mitad de lo que la revolución
industrial iba a traer en novedades científicas y técnicas entre 1750 y 1900
lo trajo en esta última lengua. A finales de ese periodo, en Estados Unidos
se producían más manufacturas de objetos modernos, patentes y novedades
científicas que en Francia, Alemania y Gran Bretañajuntas y era el país que,
sólo él, acaparaba la cuarta parte de toda la riqueza mundial. Las
circunstancias políticas, económicas y comerciales que se han ido gestando
desde mediados del siglo xx no han hecho sino darle el espaldarazo al
inglés para convertirlo, como quien dice, en la lengua planetaria. Quizá ni
un tipo tan inteligente como Aréjula podía sospechar en su día tanta
bonanza.

XIX. Novedades de la Villa y Corte

Problemas de norma lingüística: de Valladolid a Sevilla, Canarias y


América pasando por Madrid. Lengua y administración política en el siglo
XVII. Instrucciones para maestros de letras en época de Felipe II

Los contertulios de donjuán Manuel tenían la idea fija de que el español


había llegado en esos años a la cúspide. Desde Cervantes y Calderón en
adelante no le esperaba sino declinación y enflaquecimiento. Por si acaso,
ustedes no crean que las lenguas tienen cúspides visibles. A Nebrija le
sucedió lo mismo que a los académicos, sólo que dos siglos antes. Estaba
convencido de que la lengua había alcanzado la cumbre, precisamente, en el
momento en que él publicaba sus gramáticas y diccionarios. Hay algo de
vanidad en todo esto, como lo hay de promoción editorial, porque con esta
propaganda Nebrija vendió libros a montones. Pero la realidad es que,
muerto Nebrija, apareció la lujosa promoción del Siglo de Oro; y muy
muertos los contertulios de don Juan Manuel, la lengua española ha dado
una prodigiosa generación de escritores, notablemente en América, y diez
premios Nobel de literatura. Es verdad que en los siglos xvi y xvii el
florecimiento literario en lengua española fue asombroso. Pero no sólo el
florecimiento de la literatura artística en sí misma —que es el más conocido
— sino el del saber escrito en términos generales, de cualquier materia que
se tratase (incluso de la científica, independientemente de que en la
catolicísima España las ciencias profanas no tuvieran buena prensa).
Quedaba coleccionar esos saberes, ordenarlos y ver qué lecciones dejaba
para el idioma tal examen. Esa fue la tarea académica.

Durante los siglos xvi y xvii, la lengua española asistía a curiosas pugnas
entre maneras diversas de hablarla. Nada raro. Hoy sucede lo mismo. Sólo
que hoy obedecemos ciertas reglas —vivir se escribe con v; no pronuncie
cuñá, diga cuñada; evite escribir “no zepuasé” y esfuércese por escribir “no
se puede hacer”—, reglas que entonces no estaban tan claras. Mucha gente
no estaba dispuesta a seguirlas. Es posible hacer una lista de, por lo menos,
cincuenta autores del momento, todos ellos convencidos de que la lengua
estaba —otra vez— en la cúspide, precisamente cuando se publican sus
ortografías, gramáticas, prontuarios y artes de escribir. Nunca ha sido tan
evidente como entonces la frase “cada maes-trillo tiene su librillo”; de
hecho, algún erudito ha calificado esta época como el “periodo anárquico”
de la ortografía española. Acaso se haya quedado corto. La verdad, sin
embargo, es que en aquellos años se daban circunstancias para la anarquía.

En 1578 estaba fray Juan de Córdoba en México escribiendo su Arte de la


lengua zapoteca —una afición corriente entre los sacerdotes americanos,
como ya saben— y de pronto se acordó de España. Hizo la siguiente
observación: “Los de Castilla la Vieja dicen acer y en Toledo hacer; y
dicen xugar, y en Toledo jugar; y dicen yerro y en Toledo hierro; y dicen
alagar, y en Toledo halagar”. Se lo interpreto: para fray Juan, los
castellanos de Toledo hablaban mejor que los de Burgos y Valladolid, ya
que aquellos pronunciaban cosas como jadser, yugar, jierroy jalagar,
mientras que los norteños decían acer, jugar, yerro y alagar. Aparte de que
el buen hablar toledano haya sido un tópico más que una realidad, pues en
Toledo no se ha hablado, digamos, ni mejor ni peor que en Bogotá, fray
Juan estaba enfrentando las dos grandes normas que pugnaban entonces.
Otro erudito toledano, Sebastián de Covarru-bias, criticaba a los norteños
en 1611 con las siguientes palabras: “Los que son pusilánimes, descuidados
y de pecho flaco suelen no pronunciar la h en las dicciones aspiradas y
dicen umo por humo” (léase jumo). El caso es que los descuidados y
pechoflacos se salieron con la suya; de modo que sus pusilánimes
pronunciaciones acabaron desterrando a las nobles y recias “toledanas”.
Todo sucedió en unos cincuenta años. Aproximadamente, los que van de
1550 a 1600. En realidad, cuando don Sebastián escribía esa nota lo hacía
porque sus propios usos ya estaban en retirada, porque su imperial ciudad
había perdido mucho peso frente a Madrid y porque Co-varrubias tenía mal
humor.

En la España del siglo xvi el jadsersureño y el acer norteño convivían. Lo


que ocurrió es que los usos norteños, que radicaban desde hacía siglos de
Badajoz a Bilbao pasando por Valladolid y Burgos, salieron de su casa y se
pusieron de moda en la de todo notable castellano que se preciara. No había
sucedido eso antes. La culpa la tuvo Madrid. Es más, el culpable quizá fue
Felipe II. Don Felipe era un rey itinerante que no se estaba quieto en ningún
sitio. Decidió afincarse en Madrid, no porque fuera un lugar céntrico
(considérese, por ejemplo, lo a trasmano que le pillaba de Bruselas), sino
porque era un lugar equidistante de las residencias palaciegas que él se
había hecho construir por la zona.

El 19 de mayo de 1561 la Corte abandonó Toledo y se trasladó a Madrid.


Toledo se había hecho incómoda. La Corte se vino a un lugar más llano.
Entonces tenía Madrid no más de nueve mil habitantes. Al poco de
aposentarse el rey dobló su población. Nueve años después sumaba treinta y
cuatro mil almas. Un informe del Consejo de Castilla fechado el 6 de julio
de 1626 le daba trescientos mil habitantes (Bilbao por entonces podría tener
poco más de cinco mil). Un testigo de aquellos años la describe como “llena
de personas reales, de sacerdotes, de caballeros, de justicias, de oficiales, de
facinerosos, ladrones, rufianes y vagamundos”. Otro decía de ella que era
“la más sucia y puerca de todas las de España”. ¿De dónde había salido toda
esa gente que en poco más de cincuenta años había multiplicado por veinte
o treinta la inicial población madrileña? Los facinerosos, ladrones, rufianes
y vagamundos de cualquier parte. Las personas reales, sacerdotes,
caballeros, justicias y oficiales tenían, sin embargo, un interesante
componente castellanoviejo, es decir, eran de esos que según don Sebastián
de Covarrubias pronunciaban mal y tenían el pecho flojo. Decían acer, umo,
yerro, jugar, alagar... como tantos y tantos hispanohablantes de boy.

Todo era comprensible: el propio rey había nacido en Valladolid y, muy


probablemente, pronunciaba así. Como lo hacía su entorno. Pero el rey y los
suyos eran unos pocos. Había, sin embargo, otros muchos castellanos con la
misma entonación que vivían al norte de la sierra del Guadarrama, que se
habían enriquecido con los negocios del tráfico americano y, sobre todo, del
comercio lanero, que habían puesto fábricas e industrias en sus ciudades y
que aquellos años tuvieron mala fortuna: las mercancías extranjeras
sometíeron a sus industrias a una competencia desigual, irresistible. Fueron
años de aguda crisis económica. Muchos cerraron la tienda o el taller,
muchos liquidaron sus negocios, muchos se dedicaron a vivir de las rentas o
los ahorros, muchos se fueron a la Corte a pretender un puesto oficial, todos
comulgaban con la idea de que no vivir de rentas no era estado de nobles.
Marcaron la pauta de un estilo de vida despreocupado. Las ciudades
castellanas se despoblaron: de 1590 a 1620 Valladolid había perdido la
mitad de sus vecinos, casi en iguales proporciones estaban Burgos, Medina,
Cuenca o Segovia. Sólo creció la Villa y Corte, que daba eco a los usos
lingüísticos norteños. Cuando un gramático francés de entonces vino a
España, buscando las fuentes del castellano más puro para estamparlo en su
gramática, se vio obligado a advertir a sus lectores que el rancio uso
toledano “n ’est nullement castillane”y menos en Madrid. Efectivamente,
lo usual bajaba ahora del norte peninsular a través del Guadarrama.

Toledo siguió pronto los pasos de la Corte. Tras Toledo, Valencia; tras
Valencia, Sevilla; si bien los sevillanos añadieron al caso un matiz más:
donde los de Madrid distinguían entre s/z ellos igualaban con z, que no
estaba bien visto y lo llamaban “habla gruesa”, o igualaban con s, cjue
estaba mejor visto y era “habla fina”. Madrid y Sevilla inventaron entonces
la división esencial que todos los hispanohablantes repetimos ahora: los hay
quienes distinguimos entre s/z, los hay quienes igualan todo en s (que son la
inmensa mayoría, porque entonces todos los castellanos iban a América por
Sevilla tras hacer escala en Canarias) y los hay quienes igualan en z.

Y en esto llegó la peste. Se repitió el ciclo de epidemias que había asolado


al reino de Aragón dos siglos antes. La enfermedad entré) en Valencia el
año 1529 procedente de Argel. Hasta el año 1652 en que mató a la mitad de
los vecinos de Barcelona, estuvo periódicamente visitando la península.
Asoló la cornisa mediterránea. En concretos puntos —de Valencia a
Orihuela, por ejemplo— acabó con cuatro de cada diez vecinos. La zona
donde contactaban el catalán y el español redujo su población en más de un
tercio. Tardaría muchos años en recuperarse. Sin embargo, la meseta apenas
notó la pestilencia; el río humano que bajaba de la Castilla norteña al sur
estuvo a resguardo de las epidemias gracias a un eficaz cordón sanitario.
Salvo zonas de Murcia y Sevilla donde el morbo arraigó, los
castellanoviejos siguieron circulando con tranquilidad por el centro y sur de
España, siguieron dando eco a sus particulares modos de pronunciar y
siguieron ganando peso como grupo lingüístico.
En aquellos años cundían las confusiones a la hora de escribir y pronunciar:
los impresores seguían cada cual su gusto; los maestros enseñaban a la
antigua o a la moderna, según; algunos gramáticos se ofendían ante la
arrolladora presión del habla norteña. El rey recibe en agosto de 1587 un
grave memorial del preceptor de sus hijos, García de Loaisa, que empieza
así: “Todas las naciones políticas han puesto cuidado en mejorar sus
lenguas, y príncipes grandes le han tenido de la escritura de ellas, porque
por la escritura se pierden las lenguas o se ganan. Y siendo la castellana
entre las vulgares muy merecedora y fácil de andar bien escrita, por ser tan
conforme al latín y escribirse como se habla, anda su escritura muy perdida
y estragada en este tiempo más que en otro ninguno”. ¿Cómo podía ser
aquello? Loaisa añade: “Hay en Madrid las peores escuelas de España. Lo
uno porque cualquier remendón pone escuela como y cuando le parece, sin
tener letra ni habilidad, ni examen, ni licencia; y lo otro, porque como aquí
hay tanta variedad de gente y tanta suma de muchachos, no ha habido nadie
que haya reparado en esto y cada uno envía a sus hijos a la escuela más
cercana, sea buen maestro o malo”. Sigue el preceptor enumerando males y
propone una solución: para poner escuela pública hay que hacer
oposiciones. Los maestros vendrán a Madrid cada tanto tiempo, aquí se les
examinará a todos según una misma cartilla que se haya editado con
permiso real (¿se refiere a la de Juan López de Velasco, que recorría
Castilla con ese privilegio desde hacía ocho años?), una vez examinados de
leer, escribir y contar, se les dará permiso para abrir escuela de letras.

Felipe II meditó la sugerencia. Hay que considerar que al rey el problema


de la escritura le preocupaba. Don Felipe era un hombre que pasaba sus días
sentado ante una pila de documentos, contestándolos personalmente y
remitiéndolos a los destinos más diversos, así que la idea de una ortografía
unificada e impartida en las escuelas por gente autorizada le pareció muy
oportuna. Dio fuerza de ley a las sugerencias de Loaisa; eso sí, para don
Felipe los maestros que opositaran no podían ser viciosos, ni dados a vino,
ni deshonestos, ni debían jurar, ni darse ajuegos de azar, ni ser hijos o nietos
de judíos, moros o herejes quemados, dentro del quinto grado de
parentesco, ni tener malos informes de la Santa Inquisición, ni haber sido
objeto de castigos infames o deshonrosos y habían de saber la doctrina de la
Santa Madre Iglesia tal como lo mandaba el Papa. Pues bien, después de
todo eso, si les quedaba ánimo para leer, escribir y contar... podían poner
escuela. Con tanta gente virtuosa dándose a enseñarla, el habla de la
Castilla norteña, que hacía no muchos años había carecido de prestigio ante
usos cortesanos ahora en retirada, estaba en el camino de ser la pauta de la
norma culta hispánica. Con permiso de Sevilla. Aunque de los resultados
prácticos de esa ley para maestros de letras, o si pasó de ocurrencia legal a
cosa ejecutoria, poco se sabe.

XX. CORÁN, TALMUD Y BIBLIA

La decadencia del hispanoárabe. El proceso de asimilación cultural de los


musulmanes. Los judíos sefarditas y el judeoespañol

Por los años en que el preceptor real redactaba aquel informe, un estudiante
alemán de medicina partía de Heidel-berg con destino a Sevilla. Llevaba
bajo el brazo valiosos documentos relativos a su especialidad redactados en
árabe. Todavía en el siglo xvi los galenos moriscos seguían teniendo algún
crédito en España. No en vano eran herederos de unas doctrinas médicas
que habían admirado a Europa. El estudiante alemán llegaba a Andalucía
con la intención de que alguien le tradujera aquellos textos sabios. Tras
vencer la inicial desconfianza, le presentaron a alguien que hablaba y
escribía árabe, que sabía de papeles viejos, que había ejercido la medicina y
que ahora trabajaba de alfarero. El alfarero hospedó al estudiante en su
propia casa, pero no le tradujo ni una sílaba de aquellos escritos. Podría
haberlo hecho; sin embargo, no quiso. Se negó en redondo. Tratar materias
escritas en árabe con alguien venido de fuera podría traerle complicaciones.
Sus miedos eran humanamente comprensibles: el alfarero sevillano era
producto ejemplar, uno entre otros muchos, de los planes que hacía años
había ideado para los de su clase don Lorenzo Galíndez de Carvajal.

En 1526, don Lorenzo decidió dar carpetazo a los planes de asimilación de


moriscos usados desde la toma de Granada. Hasta entonces se había tenido
cierta condescendencia y, previo pago de impuestos especiales, se les
toleraban sus costumbres, religión y lengua. No era una condescendencia
feliz. Los moriscos se quejaban del mal trato que recibían y los roces no
tardaron en aparecer. Aquello derivó en rebeliones y guerras. Cerrado con
sangre ese capítulo, el plan de asimilación de Carvajal era drástico: se
proscribía el hispanoárabe, lengua asociada con el dogma musulmán y, por
lo mismo, herética; se prohibiría la religión islámica con sus prácticas
públicas o privadas, los vestidos tradicionales, los usos alimenticios
musulmanes, los nombres propios de moros, que se cristianizarían sin
dilación, y todo uso que se asociara a la cultura musulmana.

Carvajal era listo: los moriscos se mezclarían con la población


cristianovieja para aprender lengua romance y buenas costumbres. Por eso
mismo, los cristianoviejos estaban obligados a portarse bien y a dar ejemplo
a los conversos a la fe católica. Así, Carvajal, con la excusa de la
asimilación morisca, controlaba de paso a la población cristiana. Para
vigilar a los cristianos viejos y a los nuevos se solicitó el establecimiento de
la Inquisición en Granada.

Las prácticas de asimilación lingüística fueron tan refinadas como puede


imaginarse. Una brillante idea del momento consistía en amordazar a los
muchachos hasta que dejaran de hablar hispanoárabe. Podían expresarse
con gestos, pero hasta que no estuvieran en disposición de hablar en puro
cristiano no se les destaparía la boca. La conversión, sin embargo, sí se
pensó hacerla en árabe, si bien surgieron pronto dudas sobre la
conveniencia de predicar el evangelio en lengua tan inconveniente como la
de Alá. Por otra parte, eran pocos los curas que podían hacerlo. Al contrario
de lo que ocurría en América, donde el número de indígenas era abrumador,
casi ninguno de ellos hablaba español y ninguna de sus lenguas la había
practicado Mahoma —por todo lo cual podía ensayarse el Pentecostés—, el
número de moriscos en España no pasaba del 5 por ciento de la población,
estaba muy repartido por el país y, aunque hablara algarabía en tre sí, no
dejaba de entender el español. La presión asimiladora fue cada vez mayor.
En la época de Felipe II se dio otra vuelta de tuerca: se dispersaría a los
moriscos por el país, de modo que no formaran gr upos, hubiera
matrimonios mixtos y se olvidaran de sus costumbres, lengua y religión.

Por aquellos años se cernió sobre el idioma hispanoárabe una peligrosa


sospecha: los marinos al mando de las flotas que surcaban el Mediterráneo
aseguraban que esa lengua estaba sirviendo de código cifrado para pasar
información a los turcos que merodeaban por las costas. Como los moriscos
sabían español pero los españoles no sabían morisco, aquéllos siempre
llevaban ventaja a la hora de transmitir mensajes. Era lo que le faltaba al
árabe peninsular. Había sido una lengua importante, de refinado cultivo
literario, presente —cuando no protagonista— en todas las ramas del
conocimiento y había dejado un importante caudal de palabras en el
español. Pero desde finales del siglo xv era como si se hubiese precipitado
por un barranco de permanente menosprecio. Se veía arrumbada por
riquezas idiomáticas que se buscaban esta vez en el renacimiento del latín o
el griego. A esas horas, todo lo árabe parecía irremisiblemente viejo. Los
esfuerzos para la dispersión de moriscos y la proscripción de su lengua se
redoblaron.

Los nuevos planes no es que fueran inútiles —el terror se instaló con éxito
aquellos años entre algunos arabehablan-tes, como el alfarero sevillano—,
pero eran lentos. Treinta años después las tuercas se volvieron a apretar: de
1609 a 1614 se expulsó del país a casi la mitad de la población morisca, que
fue trasladada al norte de Africa. Algunos regresaron y, como el resto de los
que habían permanecido en España, se asimilaron sin mucho ruido. Los
últimos en marcharse —o asimilarse— fueron los del valle de Ricote, la
tierra murciana que va de Abarán a Calasparra. Sin tantas presiones,
prohibiciones ni coacciones, los moriscos canarios hicieron lo mismo.
Mediado el siglo xvii ya no significaban mucho más que motivos literarios.
Los textos hispanoárabes eran un noble y magnífico adorno de bibliotecas.
Especialmente lo fueron para la de Felipe II, quien, cuando más arreciaban
las medidas contra el árabe, mejor coleccionaba personalmente magníficos
manuscritos en dicha lengua, los archivaba con mimo en El Escorial y
recurría a un médico morisco de ese mismo pueblo que, como había
aprendido su ciencia en aquellos textos sabios y prohibidos, componía
mejor que nadie la cabeza que el excéntrico príncipe don Carlos se había
abierto al caerse por una escalera.

Se puede imaginar qué hubiera sido del hispanoárabe si el plan de


asimilación no se hubiera ejecutado, si la lengua hubiera tenido cultivo, si a
los moriscos les hubiera dado por modernizarla y hacerla común a todos
ellos. Haré un poco de historia virtual: el hispanoárabe tendría, en conjunto,
casi tres millones de hablantes natos, sólo que dispersos por todo el
territorio nacional. En algunas zonas el idioma estaría bien representado: lo
hablarían como lengua materna tres de cada diez aragoneses y casi cuatro
de cada diez levantinos.
En Extremadura y ambas Castillas su peso sería menor, aunque en Toledo,
Plasència, Badajoz, Cuenca, Valladolid, Segovia y Salamanca las
comunidades hispanoárabes se dejarían notar; es más, en municipios muy
concretos, casi todos hablarían árabe. No serían muy numerosos en
Andalucía, si bien las comunidades islámicas de Granada, Córdoba, Jaén y
Baeza, por este orden, tendrían mucho peso. En el resto del país, salvo en
áreas murcianas o en ciudades como Tudela, Tortosa y alguna más, apenas
tendrían relevancia. Por su laboriosidad y lo bien que servían de albañiles,
hortelanos, zapateros, carpinteros, alfareros, médicos, no sería una
comunidad cualquiera. Dada la holgazanería del hidalgo castellano,
seguramente sus miembros hubieran ocupado interesantes puestos en la
futura industria y comercio nacionales. Habrían monopolizado, por
ejemplo, la de la seda y algunas ramas de la construcción o la agricultura.
Así, el hispanoárabe habría multiplicado su presencia pública en España y
sería otra lengua más, sin duda, de mayor peso del que hoy puedan tener el
éusquera o el gallego en el panorama nacional (y con un vínculo
internacional del que estas dos lenguas carecen). Sin embargo, la historia
difícilmente podrá retornarnos al siglo xiv.

La huella de los judíos era mucho menor. Los sefardíes no hablaban hebreo.
Para casi todos ellos era una lengua ritual, salmodiada en oficios religiosos
sin entender lo que se decía. De modo que en el caso de los judíos nos
encontramos ante un intento de uniformar en religión y costumbres a gente
hispanohablante. Los sefardíes hablaban español, si bien tenían mejor
dominio del árabe que los cristianos. Es más, quién sabe si los judíos
estaban entendiéndose, de Lisboa a Barcelona pasando por Sevilla, en
romance común (¿de base castellana?) antes incluso que cualesquiera
hablantes peninsulares: una especie de pioneros de la comunidad lingüística
española. Su población era infinitamente menor que la morisca. Aunque
siempre hubo recelos antisemitas y los disturbios llegaron a ser muy
violentos, lo cierto es que miembros de la comunidad judaica ocuparon
importantes cargos en el entramado gubernativo, diplomático y financiero
castellanos.

Tal vez esta última circunstancia —asimilar al patrón común a quienes de


hecho tenían responsabilidades de decisión en él— fue determinante en los
medios de gobierno a la hora de redactar el decreto de conversión de 1492,
darles un plazo para bautizarse más generoso que el que se dio a los
moriscos y, si se exiliaban, prometerles el reintegro de todos sus bienes
cuando decidieran retornar con los deberes cristianos hechos. Muchos se
fueron. Estaban yéndose desde cien años antes y no dejaron de salir hasta
bien entrado el siglo XVII.

El éxodo sefardí se repartió por Portugal, norte de Africa, sur de Francia y,


sobre todo, por los dominios del Imperio otomano, lo que hoy es Turquía,
Grecia, Albania, los Balcanes, Rumania y Oriente Medio. Salvo el judío
balear, cuyo aislamiento le permitió quedar un tanto al margen del decreto
de conversión y permanecer en las islas, el peninsular se bautizó, simuló su
conversión o se fue. El sefardí huido conservó su lengua española: el
judeoespañol. No era una variedad lingüística específicamente suya; era,
por decirlo así, el castellano del siglo xv, conservado a través del tiempo y
en espacios muy alejados del dominio hispanohablante. Todavía en 1959
uno podía ir a un quiosco de Estambul, comprar el periódico Salomyleer
noticias como ésta: “Konstruksion de 29 nuevas fabrikm. El Sr. Phinas
Sapir, ministro de la Endustria i del Ko-mersio, anonsó mientras una
konferensia de prensa, la konstruksion de 29 estable,simientos endustriales
en elpais, destinados a emplear de 6 a 7.000peísonas. El ministro deklaró
ke esto representa un progreso sin presedente en la ançeadura industrial de
Israel Una noti cia del siglo xx escrita en lengua del siglo xv, con las
lógicas variaciones que el tiempo, la dispersión, el gusto (y a veces el
capricho) de quien la escribe hayan producido en aquel fondo itinerante del
castellano viejo.

El caso es que la comunidad sefardita, aunque muy dispersa por el mundo,


mantuvo esa lengua con gusto. La consideró parte de su legado. Se entendió
en ella. Se movió creando asociaciones para su conservación, difusión y
algo mucho más importante: su posible unificación normativa con el
español común. Iniciativas todas que, concretamente en España, casi
siempre dieron con el muro de la indiferencia. Así se desaprovechó una
ocasión magnífica para la representación internacional del español en
ambientes quizá muy minoritarios, pero de indudable influencia y probada
lealtad lingüística. Al judeoespañol, en opinión del profesor Iacob M.
Hassán, no le resta ya sino preparar dignamente su muerte, quedar como un
bello recuerdo de lealtad a unos antepasados ingratos y pasar a ser objeto de
estudio en departamentos universitarios. Amén.

Algunos dicen que el almirante salió de Palos con instrucciones secretas:


buscar nuevas tierras —menos revueltas que las europeas— para familias
judías, como la del banquero que financiaba la expedición. Por eso Colón
llevaba de viaje al converso Luis de Torres, que sabía hebreo. Sea o no
cierta esta historia, en Guanahaní el hebreo no les iba a servir de mucho a
los judíos. Luis de Torres se dio cuenta enseguida. Eran más prácticas las
señas.

SEGUNDA PARTE

XXI. TIEMPO DE TORMENTAS

La disolución política del Imperio español. Paradojas de la historia


lingüística. El caso de Santo Domingo. España en los siglos xrxy xx. El
español en Guinea

William Walker nació en Tennessee en 1824. Fue un niño prodigio y a los


catorce años ya se había licenciado por la Universidad de Nashville. Poco
después ejercía de médico y abogado, fundaba un periódico en Nueva
Orleans, iba y volvía de California en busca de oro y había salido vivo de
varios duelos. Tenía madera de héroe. Todo en un cuerpo de apenas
cincuenta kilos. El espíritu inquieto de Walker no se calmaba así como así.
De modo que cuando cumplió veinte años decidió que era el momento de
conquistar la América que todavía no estaba en poder de los yanquis, o sea,
del norte de México al sur de la Patagònia. El ganaría dinero y gloria, su
país un territorio inmenso y los conquistados se beneficiarían de las
bondades de la civilización moderna y del dominio de la lengua inglesa. Se
fue a la guerra con un ejército de cuarenta y cinco reclutas. Cosechó
algunos éxitos. Conquistó Nicaragua y estuvo allí un año. Durante los siete
u ocho años siguientes se dedicó a organizar expediciones guerreras por
Centroamérica, esta vez con peor suerte. A Walker la mala suerte le daba
igual. Como muchos enfrentamientos terminaban con la armada inglesa,
que andaba calculando lo que se podía conquistar en los saldos coloniales
de Fernando VII o de Napoleón, los marinos apresaban a Walker durante
unos días, le tiraban de las orejas y lo deportaban a su país de origen, donde
el joven prodigio reclutaba otros treinta o cuarenta soldados y vuelta a
empezar. En 1860 estaba dispuesto a conquistar Honduras; sin embargo, en
esta ocasión la marinería británica se hartó de él: en vez de repatriarlo, lo
entregó a las autoridades hondure-ñas, con gran asombro de Walker y los
suyos. Los hondureños los llevaron a una pintoresca plaza, los pusieron
delante de una pared, pero no les tiraron de las orejas, sino que les tiraron
unas balas que fueron la causa de su fallecimiento.

Con la muerte de William Walker se serenó una costumbre bastante común


entre algunos yanquis de aquellos años: las expediciones guerreras de
California hacia el sur. Había sido un deporte propiciado por el proceso de
desintegración de los antiguos virreinatos hispánicos, inmensas zonas que
se sumieron en la ruina material y política, cuyas reformas no tenían otra
salida que el enfrentamiento cruel. Cabría preguntarse por qué después de
tantos territorios malvendidos, desgajados, divididos, tantas guerras civiles
y revoluciones, tantas intervenciones militares de británicos y
norteamericanos, tantos manejos diplomáticos de franceses, tanto recelo de
las nuevas repúblicas hacia España y, en fin, tanto estrépito y cataclismo
como siguió al batacazo del Imperio hispánico... la lengua ha sobrevivido al
siglo xix como cosa común hispanoamericana (o americano-española). El
caso no deja de tener mucho de azar, porque las condiciones sociales,
políticas, económicas y culturales para el desmembramiento estaban
servidas; sin embargo, al final sucedió todo lo contrario de lo esperable. A
todo ello vamos a dedicar algunas reflexiones a lo largo de esta segunda
parte.

Es verdad que si el batacazo no hubiera sucedido, los hispanohablantes


americanos ocuparían un territorio bastante más grande del que hoy ocupan.
Esto ya no importa nada. Pero lo interesante del caso es que América
empezó a hablar realmente español cuando todo indicaba que el español
como lengua común podía irse a pique, quedando repartido en diversas
hablas regionales, exagerados los particularismos entre grupos dialectales o
países vecinos. Esta es una curiosa historia donde pugnaron fuerzas
contradictorias, que tan pronto iban a favor de la unidad lingüística y el
mantenimiento del español como iban destinadas a facilitar su disgregación
o su desaparición de zonas donde se venía hablando.
Ciertamente, al perderse la cohesión política y económica garantizada por el
Imperio, la comunidad de lengua se resintió, se estuvo resintiendo con
altibajos durante todo el siglo xix. La quiebra de esa cohesión tuvo su
epílogo con la pérdida de Filipinas, varios archipiélagos del Pacífico y
Puerto Rico. Es de suponer que si las idas y venidas de tipos como Walker
hubieran llegado a buen puerto, Guatemala, El Salvador, Honduras,
Nicaragua, Costa Rica y Panamá, por lo menos, hablarían inglés. Como
ahora se habla en California, Nuevo México, Arizona, Texas, Florida o
Trinidad. Si los franceses no hubieran renunciado a la Luisiana que les
regaló España, quizá una parte nada desdeñable de los actuales Estados
Unidos hablaría francés. Como se pudo haber hablado inglés en Buenos
Aires o Montevideo si Pedro Antonio Cerviño, natural de Pontevedra, no
hubiera rechazado los ataques británicos con sus quinientos treinta y seis
valientes del Tercio de Gallegos. Como todo Santo Domingo estuvo a punto
de hablar francés. Este último caso resulta muy instructivo al respecto.

En 1793 España estaba en guerra con Francia. Tropas procedentes de Nueva


España, Cuba, Puerto Rico y Venezuela tomaron el Saint Domingue francés
para apoyar una rebelión esclavista y los dominios franceses pasaron a ser
españoles. La guerra franco-española terminó con la Paz de Basilea (1795),
en la que el caprichoso Godoy cedió a Francia, no ya sus antiguas
posesiones isleñas, sino la isla toda. Comenzó la evacuación española,
incomprensible a ojos de los criollos (no era para menos). A los franceses
debía interesarles tanto aquello que ningún representante compareció para
tomar posesión de sus nuevos dominios ultramarinos. Pero el presidente
haitiano Jean-Pierre Boyer ya había ideado un plan para que toda la isla
hablara francés.

El plan comenzó con suaves recomendaciones al esdlo de “el interés de la


República exige que el pueblo de la parte oriental [hispanohablante] cambie
a la mayor brevedad posible sus hábitos y costumbres”. Como los orientales
no se dieron por aludidos, un año después, el 14 de noviembre de 1823, se
publicaba un decreto por el que se prohibía redactar en lengua española
cualquier documento oficial. A los doce meses, nuevo decreto cargando las
tintas sobre el anterior. Después de él ya no habría posibilidad de hacer
ninguna comunicación oficial en lengua española, aunque se nombró a don
José María Caminero como intérprete oficial de español en los tribunales.
Un consuelo, desde luego, para la mitad de la población dominicana. La
enseñanza del francés empezó a ser negocio y hasta la logia masónica La
Parfaite Harmonie se apuntó a él organizando sesiones donde se recitaban
versos de Corneille y Racine. En 1823 la Universidad de Santo Domingo —
uno de los grandes focos hispanohablantes— cerró por falta de alumnos, ya
que el presidente Boyer los había puesto a cumplir servicios en la
gendarmería y la guardia nacional. Aquello duró veintidós años, pocos para
una asimilación lingüística forzada. Hasta la partición definitiva de la isla
entre francófonos e hispanohablantes, el español se mantuvo gracias a la
labor de asociaciones patrióticas al estilo de La Filantrópica, La Trinitaria y
otras. Boyer había querido ganarse la voluntad de grupos selectos que del
español se pasaran al francés, magistrados, profesores (que habían huido a
Cuba y Puerto Rico). No lo consiguió, más que nada, por falta de tiempo.

En España estos asuntos no importaban mucho. Carlos IV y sus ministros


estaban ocupados en ceder la isla de Trinidad a los ingleses y Luisiana a
Bonaparte para facilitarle la creación de un imperio francés en América.
Cuando los comisionados franceses se presentaron a ver sus nuevas —e
inmensas— posesiones, en 1803, una vez reconocidas, las vendieron a
precio de saldo al gobierno norteamericano y se volvieron a París. Los
norteamericanos, por su parte, ya se habían apoderado distraídamente de
toda la Florida occidental en 1813 y, pocos años después, compraban el
resto del territorio a un precio simbólico. Los ingleses, a la vista de que el
gobierno español repartía sus territorios como quien despluma a una gallina,
llegaron hasta Buenos Aires en 1806 con la sana intención de dominar el
estuario del Plata. No lo consiguieron gracias al Tercio de Gallegos que se
enfrentó a ellos.

El caso es que en veinte años las Provincias de Ultramar habían sufrido


notables pérdidas territoriales, la estabilidad política se había perdido, los
planes de los ilustrados ya no servían de nada y para los criollos quedaba
claro que —si bien Napoleón les resultaba mucho más espantable que
Fernando VTI— la salvación al marasmo imperial pasaba por administrar
ellos mismos sus asuntos. Se fue gestando la desconfianza hacia lo español,
primero en el terreno político, más tarde en el económico y finalmente en el
mismísimo terreno del idioma. De modo que, desde los albores de la
independencia americana, bien por el empuje de ingleses, norteamericanos
o franceses, bien por el recelo de los propios criollos, nada estaba asegurado
entre los hijos de Cervantes. El resto del siglo transcurrió sin mucha
brillantez: el español cede paso al inglés en Filipinas y otros dominios del
Pacífico; en Puerto Rico el comisionado para educación Ronald P. Falkner
había decretado en 1905 el uso general del inglés en las escuelas. En
España los planes de educación decimonónicos habían sido tan efectivos
que en 1895 de cada diez españoles siete no tenían instrucción de ninguna
clase, ni en español ni en ninguna otra lengua de España. Por cierto, el caso
de España es muy interesante.

Las fuertes crisis políticas y económicas que siguieron a la definitiva


liquidación del Imperio revitalizaron el catalán entre la burguesía, clase
social que nunca lo había abandonado, sino más bien preterido frente al
español. A su imagen, los regionalismos vasco y gallego pretendieron
recuperar usos lingüísticos que, al contrario de lo que ocurría en Cataluña,
no eran propiamente patrimonio burgués y urbano, sino más bien
característicos del campo. Su elevación a lenguas de prestigio no suponía
un cambio de estimación, como en el caso catalán, sino un proceso mucho
más complicado. Ni vas-eos, ni gallegos, ni catalanes abandonaron el
español —no podían— pero como respuesta a la disolución de unos lazos
económicos que hasta entonces se aseguraban en una lengua común,
volvieron los ojos a casa y lo que vieron en ella fueron otras lenguas
particulares que allí habían tenido olvidadas, que se habían transmitido
básicamente de forma oral, sin cultivo literario notable, y a cuya
conservación había contribuido decisivamente el hecho de que el Estado
español apenas se molestó nunca en difundir, de una forma real y efectiva,
la lengua española a través de la escuela pública.

Dichas lenguas tuvieron un progresivo ascenso: catalanes y vascos


decidieron oficializar el catalán y el éusquera en sus respectivos estatutos
—a consecuencia de lo cual, se tuvo que hacer oficial también el español en
las Cortes republicanas de 1931, que hasta entonces no lo era—. El régimen
franquista (inspirado en esto por las líneas más duras de la Falange)
encontró en la lengua española un recurso para afirmar su carácter
totalitario y ligó, como suele hacer la estrategia nacionalista, la pertenencia
a la comunidad española con el uso público del idioma común, que en la
posguerra se utilizó como símbolo de afecto al régimen; consecuentemente,
se rebajó la representación de cualquier otra lengua de España (limitando
sañudamente su expresión pública si hacía falta). Si bien no debe olvidarse
que el régimen nacional-católico tuvo apoyos en todo el país. Así, muchos
catalanes de familia burguesa —nada que decir de los vascos o los gallegos
— consideraron entonces que una manera de olvidar la Cataluña
revolucionaria de 1936 era, precisamente, educar a sus hijos en español y en
los valores del nuevo régimen político. Recuperada su oficialidad a partir de
la Constitución de 1978, los nuevos planes de “normalización” lingüística
corrientes en España dignifican al catalán, al gallego, al valenciano y al
éusquera; a su vez, les permiten obtener una representación pública, una
extensión territorial y una expresión oficial perdidas hacía muchos años,
incluso de una magnitud que no habían tenido nunca, todo ello encaminado
a la formación de un país plurilingüe. Como este proyecto se ha aceptado
popularmente casi sin contestación, es lo más probable que en España la
comunidad lingüística quede muy mermada en las próximas generaciones.
De hecho, puede decirse que no existe en la España actual una escuela
pública común en español. La disgregación se irá haciendo patente, de
modo progresivo, en otros terrenos. A mijuicio, se trata de un curioso
proceso de retorno a la España de la Tradición —caracterizada más por su
unidad religiosa que por la lingüística— y que, expresa en el pensamiento
de Menéndez Pelayo, aparece en el libro de José Antonio, Espanya Una i
Trina, y aceptan como propia en 1962 las líneas más afines al
conservadurismo católico dentro del régimen como la España plurilingüe
posible: la “españolización” del catalán (del gallego, el éusquera y el
valenciano implícitamente).

En el siglo xix, por tanto, no había dominio lingüístico del español que no
estuviera en entredicho. El gobernador don Carlos Chacón, con su iniciativa
de llevarse a Guinea colonos levantinos o deportados políticos o negros
emancipados de Cuba, tanto daba, fue en 1858 el último “conquistador” —
modestísimo, por cierto— que le quedaba al fenecido Imperio ultramarino.
Chacón y sus colonos pusieron la primera piedra para que, tras muchos
vaivenes, Guinea sea hoy un país hispanohablante donde casi todos
consideran que es importante que la gente sepa español. Sin embargo, a esta
situación se ha llegado tras una historia muy azarosa, donde la pugna de
intereses con los poderes coloniales alemán y, sobre todo, francés, ha puesto
en entredicho en más de una ocasión la suerte del idioma español y su
estimación en Guinea.

XXII. Nuevas responsabilidades

La importancia de la instrucción popular para los revolucionarios


americanos. La herencia colonial. Algo sobre lengua y nación. Primeras
dificultades escolares

En la primavera de 1821 una noticia recorrió la Alta California, Sonora,


Nuevo México y Texas: un oficial español,

Agustín de Iturbide, había proclamado la independencia de México. Esta


circunstancia, en sí misma, no iba a afectar demasiado a la vida que
llevaban los habitantes de aquellas apartadas regiones salvo en algunos
aspectos: los libros, por ejemplo, que habían sido escasísimos hasta
entonces, empezaron a abundar. Elabía incluso ejemplares de los
enciclopedistas franceses. Como los partidarios de la independencia estaban
imbuidos por los ideales de la Ilustración, veían en la enseñanza pública la
llave del éxito de su joven país y creían que la ignorancia era enemiga de la
libertad, estando decididos a que el sistema republicano fundara en la
educación pública uno de sus mejores baluartes. Por aquellos años surgió un
tópico entre los mejicanos liberales, en el sentido de que los funcionarios
españoles entorpecían la difusión de la cultura deliberadamente. No era
verdad. Pero no faltaban militantes dispuestos a propagar el infundio: Juan
Bautista Ladrón del Niño de Guevara fue uno de ellos. Marchó a Nuevo
México a ver cuánta gente alfabetizada había en 1818. Calculó que apenas
unos treinta residentes podían leer y escribir en español con algo de
ortografía, esto sin considerar a quienes mantenían el uso de lenguas
indígenas, que en algunos casos era la mayoría de la población.

Quizá don juán Bautista exageraba. No le faltaba, sin embargo, algo de


razón. La herencia lingüística que dejó en América la colonización española
está muy lejos de ser la imposición del monolingüismo en español que
tópicamente se cree. La lengua española se sacrificó habitualmente al
interés evangelizado^ que obtenía mayores éxitos, y en menor tiempo, con
la predicación en cualesquiera lenguas amerindias que enseñando español a
una masa indígena y, a renglón seguido, doctrina católica en dicho idioma
(véase capítulo XI). Dadas las circunstancias humanas y económicas de la
América virreinal, nada impedía que se pudieran mantener comunidades
indígenas diminutas, aisladas cada una de ellas en su medio, conservadoras
de idiomas y usos distintos pues, habitualmente, ni estas comunidades
necesitaban el español para desenvolverse ni los colonizadores estaban
interesados en que masivamente se aprendiese. Con esto, el régimen
colonial creó un problema a los revolucionarios americanos, quienes,
inmersos en unas circunstancias completamente distintas a las del mundo
virreinal y atentos a las ideas de organización civil, nacional y estatal que
provenían de Inglaterra, Francia y Estados Unidos se encuentran fuera del
medio criollo con un maremàgnum compuesto por hablantes de español con
poca o ninguna instrucción, acompañados del mosaico plurilingüe indígena
que les dejó como herencia la lingüística misionera. Cualquier desarrollo
medianamente armónico en lo económico, político y cultural de los nuevos
Estados resultaba poco menos que imposible en tales términos de dispersión
y aislamiento de sus futuros ciudadanos. Las nuevas responsabilidades
nacionales pasaban por amalgamar aquel medio variopinto, posible en la
época de la colonia pero que a principios del siglo xix resultaba una rémora.
La preocupación por la instrucción pública trajo de la mano la preocupación
por difundirla en la única lengua que garantizaba la comunidad nacional y
la exitosa ramificación organizativa de los nuevos Estados americanos.

A pesar de que las oligarquías locales alentaron un nacionalismo belicoso


que desbarató proyectos de comunidad política (al estilo de los imaginados
por Aranda en el siglo XVIII o por Bolívar más tarde), el vínculo nación-
lengua (española) se esgrimió con mucha menor fuerza que el de nación-
territorio. El nacionalismo decimonónico americano se fundó en el ius soli
(territorio) más que el ius sanguinis (raza o lengua) . Sin embargo, no faltó
el segundo, que adquirió diversas y curiosas formas. Unas favorecedoras de
la extensión del español en competencia con distintas lenguas, otras fueron
aventuras que no han tenido buen fin. Aveces se trató de una simple
afirmación nacional ante potencias fronterizas, como el caso de Uruguay
frente a Brasil, con proyectos administrativos y escolares para reducir la
influencia del portugués entre los emigrantes que llegaban a Uruguay
(véase capítulo XXXII). Muy peligroso para la suerte del español como
lengua de uso culto y ortográfico unificados fue otro tipo de nacionalismo,
o si se quiere, de continentalismo: aquel de quienes pensaban que los usos
del español americano debían tener sus propias normas frente a los del
español peninsular. Sus defensores radicaron en Chile y Argentina (véanse
capítulos XXVy XXVIII). Pero, en términos generales, la territorialidad del
nacionalismo americano ha hecho que en aquellos países de fuerte tradición
indígena —como México, Paraguay, Guatemala, Perú o Bolivia— se hayan
conservado junto al español, lengua menos común en algunos casos de lo
que se piensa, un buen número de lenguas indígenas reconocidas a veces
como oficiales. En tales áreas, no han faltado azares y problemas para la
difusión del español, que ha estado fundada en el principio de que el
desconocimiento de la lengua mayoritaria aísla a los habitantes del país,
antes que en la pretensión de liquidar el indigenismo lingüístico. Que, por
otra parte, es una rémora para la integración social.

En la época de don Juan Bautista, recién lograda la independencia, había


más entusiasmo que medios para enseñar español; ésa es la realidad.
Aunque no faltaba gente dispuesta a colaborar. Mariano Guadalupe Vallejo
fue uno de ellos. Hijo de españoles, nacido en Monterrey en 1806,
pertenecía a una familia muy bien relacionada en la Corte, donde se le
concedieron extensas propiedades al noroeste de Nueva España. Se
comprometió con los ideales del novísimo gobierno mejicano y éste lo
nombró general y gobernador militar de la Alta California cuando tenía
veintitrés años. Dicha gobernación era entonces un territorio poco cultivado
pero no salvaje, gracias a la labor precedente de las misiones españolas.
Con las prerrogativas que le daba su nuevo puesto, Vallejo mejoró
notablemente el sistema de explotación de tierras, hizo canalizaciones de
agua, protegió a los indígenas de los abusos de los colonos, fundó la ciudad
de Sonora en 1835 y levantó edificios públicos que iban a servir de
bibliotecas o escuelas, procurando con ello la ilustración de los rudos
pobladores. Hubo más gente como Vallejo. William Hartnell, un
comerciante inglés de cueros, que se había establecido en California y
casado con una hija de la adinerada familia De la Guerra, se dedicó
ocasionalmente a la fundación de escuelas. Los ejemplos de Valle-jo y
Hartnell se repiten, con poca variación, en todo el continente: los gobiernos
de las nuevas repúblicas entienden que su futuro pasa, en buena medida, por
una instrucción pública bien atendida. El caso mejicano nos interesa porque
ilustra, mejor que otros, las dificultades para asegurar esta atención.
La movilidad social, mayor que la acostumbrada hasta entonces, facilitó la
aparición en el norte mejicano de colonos procedentes de otras zonas del
país; con ello, el número de maestros aumentó. A partir de 1828 en San
Antonio, Santa Fe, Taos, Los Angeles y otros lugares ya funcionaban
escuelas primarias gratuitas. Se enseñaba español con un método
pedagógico inglés, el sistema lancasteriano, que permitía al maestro tener
clases de hasta ciento cincuenta niños. Para atenderlos a todos, se servía de
alumnos aventajados. Las niñas no iban a las escuela. La retórica
republicana de aquellos días obligaba a los estudiantes a tratarse entre sí de
“ciudadanos” y a dominar la lectura, la escritura y la aritmética para
“contribuir a la felicidad de los pueblos y la prosperidad de su gobierno”.

Con todo, las dificultades eran grandes. A los veinticinco años de la


independencia, a pesar de todos los esfuerzos, únicamente el 5 por ciento de
los niños mejicanos en edad escolar asistía a clase. El inspector José
Antonio Saucedo informaba el 18 de abril de 1825 al gobernador de Texas:
“Para traer un maestro a San Antonio es necesario correr con los gastos de
su viaje y darle un salario suficiente para que se sobreponga a su
repugnancia por el lugar, que, aunque agradable y sano, disgusta a todo el
mundo por su estado decadente y miserable”. No era fácil cumplir con las
nuevas responsabilidades educativas.

Pese a los indudables avances, la realidad es que muy poca gente estaba
capacitada en los primeros años republicanos para acceder al manejo de
cargos públicos o instituciones políticas. Muchos jueces, sin ir más lejos,
eran analfabetos. De modo que las instituciones autónomas de las zonas
fronterizas eran dirigidas a menudo por extranjeros, la mayoría
norteamericanos, que ocupaban los puestos políticos más importantes. Los
norteamericanos no tenían mayor complejo en gobernar sus propias
comunidades según la legislación mejicana. Tampoco lo tenían a la hora de
adoptar algunas costumbres locales, como la siesta. Pero el vigoroso
empuje de la economía norteamericana en su expansión hacia el oeste acabó
haciendo más notables los rasgos de los inmigrantes forasteros que los de
los naturales. Un rasgo muy notable fue la lengua. Los norteamericanos
hablaban inglés y, salvo algunos casos, no parecían muy dispuestos a
aprender español. Un funcionario mejicano enviado a la ciudad tejana de
Nacogdoches observaba en 1828 acerca de los naturales: “Acostumbrados
al continuo comercio con los americanos del Norte, han imitado sus
costumbres y así es que se puede decir, con verdad, que no son mejicanos
más que de nacimiento, pues aun el idioma castellano lo hablan con
bastante ignorancia de él”. El español ya estaba en retirada incluso antes de
que Estados Unidos conquistara aquellos inmensos territorios del norte de
México militarmente. Una vez conquistados, la entrada de anglohablan-tes
fue arrolladora. Poco podían hacer la escuela y los ideales pedagógicos de
Vallejo o Hartnell para mantener el español.

XXIII. Go West!

Las tierras de frontera. Lo que hablaban los cowboys. La herencia


hispanomejicana en la lengua inglesa. El español en Estados Unidos

En su número del 10 de octubre de 1846 el periódico The Californian, que


se publicaba en San Francisco, incluía el siguiente comentario en inglés que
les traduzco: “La lengua inglesa está destinada a ser la lengua de California.
La gran emigración estadounidense lo hará inevitable. Es recomendable que
los padres enseñen a sus hijos esta lengua, cuanto antes mejor”. Algunos ya
lo habían previsto: cinco años antes, la familia de Mariano Chávez había
enviado a una escuela de San Luis a su hijojosé Francisco convencida de
que, como los herejes iban a desbordar todo el país, debía aprender su
lengua y regresar preparado a defender a su pueblo. No se sabe si José
Francisco regresó o se hizo hereje a su vez.

Todavía en 1849 el nxímero de anglohablantes e hispanohablantes


californianos era parejo; los primeros no pasaban de ocho mil ni los
segundos de trece mil. Exactamente un año después, en un aluvión
emigratorio sin precedentes, el número de los primeros se había
multiplicado por nueve. Los hablantes de español no habían crecido nada.
Quien hizo el comentario en The Californian tenía visión de futuro.
Demasiada visión, porque los hablantes de inglés, prácticamente, iban a
borrar a los de español en nuevas oleadas migratorias. La propia ciudad de
San Francisco, que en 1840 era poco menos que un asentamiento portuario,
tenía quince años después cuarenta mil vecinos, la mayoría anglohablantes.
De no haber sido por los trabajadores peruanos, mejicanos, chilenos y
colombianos que se trasladaron a aquellas tierras, el español habría
desaparecido sin dejar mucho más rastro que los nombres de lugar.
¿Qué hacía allí tanto yanqui y tan de repente? La población norteamericana
se trasladaba de este a oeste al calor de negocios que tenían que ver con la
minería, la fiebre del oro, el ganado y el petróleo. Salvo el último material,
los demás constituían una vieja herencia que españoles y mejicanos
traspasaban a los recién llegados. La exploración del suroeste
norteamericano se remonta a los años de Alonso de Pineda, que recorrió
Texas en 1519. A Pineda le siguió Francisco de Coronado, a éste Rodríguez
Cabrillo, quien buscaba puertos en la bahía de San Diego útiles para iniciar
las travesías del Pacífico. Cuando en 1691 Terán de los Ríos funda la ciudad
de San Antonio, la colonización básica de California, Nuevo México,
Arizona y Texas estaba ya hecha. Se habían trazado las rutas esenciales y se
habían fundado colonias donde cultivaban la tierra o se criaban vacas y
caballos.

Desde los años de Pineda hasta The Californian median tres siglos largos en
los que la colonización española, y la mejicana después, habían creado la
base económica que iba a determinar la posterior historia de estas zonas. Lo
que trajeron los norteamericanos fue un estilo de explotación, desarrollo
comercial y libre empresa absolutamente desconocido hasta entonces. De
modo que la hegemonía del inglés no iba a sustentarse sólo en el número
desproporcionado de hablantes que traía hacia el suroeste con él, sino en
que esos hablantes organizaron en su lengua unas relaciones humanas,
económicas, sociales y políticas donde el español iba a tener un papel
anecdótico. Los hispanohablantes natos quedaron recluidos en el interior de
lo que había sido la Audiencia de Guadalajara, en zonas poco cosmopolitas
y de escaso tránsito. Esa circunstancia hizo que el español no perdiera
tantos hablantes como los que perdía si se llegaba a producir el contacto
directo anglohispano, pues la presión del inglés era irresistible. Para hacerse
una idea de lo que suponía esta presión, bastará decir que, en términos
territoriales, lo que Estados Unidos compró, enajenó o conquistó entre 1803
y 1848, primero a España (con intermedio de Francia) y luego a México en
el Tratado de Guadalupe Hidalgo, supone casi dos tercios del actual
territorio estadounidense. Todo se fue poblando de anglohablantes que, en
general, tenían mayor fuerza militar, mayor instrucción y mejor
organización civil que sus antiguos habitantes.
La visión del Far West a la que nos ha acostumbrado el cine resulta, como
no podía ser de otra forma, típicamente angloamericana. El indio batallador
y el cocinero chino son casi los únicos personajes que se escapan del canon
que marca John Wayne. Pero la realidad es que lo quejohn Wayne y tantos
como él se encontraron en aquellos pagos —-y adaptaron a su propio estilo
— fueron simples ecos hispánicos a los que ellos dieron otras voces que se
expresaban en inglés. La historia de Joseph McCoy es un buen ejemplo.

McCoy era un tratante de ganado de Chicago que tuvo una brillante idea:
trasladar reses desde la inmensa cabaña tejana a los mataderos de las
populosas ciudades del norte. Negoció con los ganaderos del suroeste y les
ofreció mucho más dinero por cada pieza de lo que habitualmente se
ofrecía. Se ganó la voluntad de todos. Quedaba, sin embargo, un pequeño
problema por resolver: ¿cómo se transportaba el ganado? Las únicas
estaciones de ferrocarril donde cargarlo estaban en Nebraska o en Kansas, a
cientos de kilómetros de donde pastaban los animales. Hasta llegar al tren
no había más remedio que llevarlos a través de rutas trashumantes. De eso
se encargaban los cowboys; como muchos de ellos eran mejicanos, hacían
su tarea diaria en español. No se llamaban a sí mismos cowboys, sino
vaqueros, palabra esta última que se cuela en el inglés como bakara,
vachero, bukkarer, buk. Durante cuarenta años, los que van de las
negociaciones de McCoy a la gran sequía de 1887, los vaqueros dominaron
aquellas rutas llenándolas de topónimos hispánicos —en realidad, recuerdo
de exploraciones hispanomejicanas antiguas— y han dejado una particular
terminología ganadera en inglés, mucha de ella en desuso, que procede
directamente del español. Quizá ustedes recuerden el famoso modelo de
automóvil Ford Mustang cuyo emblema era, por cierto, un caballo salvaje
galopando; eso mismo es el mustang, “caballo salvaje”, que procede del
español mesteñoo mestengo, que significa lo mismo. Pueden llamarlo
también bronco, otro hispanismo más. Hay hispanismos evidentes: manada,
montura (o mount), rancho, rodeo; los hay irreconocibles: xvrangler (de
caballerango, “mozo de cuadra”). Los hay para todos los gustos. Nos
recuerdan una sencilla historia: en la nueva organización humana que se
estableció en aquellos territorios, losjoseph McCoy, que hablaban inglés,
sustituyeron a los Mariano Chávez, que hablaban español, pero no los
desplazaron del todo. Con el tiempo parece que los Chávez han vuelto por
sus fueros.
Desde mediados del siglo XIX, todas las circunstancias eran propicias para
la desaparición del español en Estados Unidos. Sin embargo, ha habido
algunos hechos que, esencialmente, lo han conservado: la lenta pero
constante emigración de mejicanos hacia los territorios del norte, junto a
cierta conciencia de que aquéllas eran las tierras de sus antepasados y que
los angloamericanos eran una novedad poderosa, pero sin tradición, con la
que había que convivir. Con el tiempo, los flujos migratorios aumentaron.
En 1898, la guerra entre España y Estados Unidos determina la hegemonía
de este país sobre las últimas colonias españolas, con lo que un número
cada vez mayor de cubanos, puertorriqueños y dominicanos va recalando en
Nueva York y al sur de Florida. No eran emigraciones tan masivas como las
del suroeste, donde la entrada de hispanohablantes fue cada vez mayor
hasta las deportaciones masivas de los años de la Gran Depresión.

Después de la II Guerra Mundial los movimientos migratorios han


continuado, y son los que han hecho que en estados como Nuevo México el
porcentaje de hispanos ronde el 40 por ciento y en todo el país haya treinta
grandes ciudades con más de cien mil hispanos, entre las que sobresalen
Los Angeles, Nueva York, Miami y Chicago. Son los que han hecho que la
emisora más popular de San Francisco emita en español. Son los que han
producido esas curiosas lenguas mezcladas que llamamos spanglish o tex-
mex. Son los que han puesto nerviosos a algunas asociaciones que
proclaman la oficialidad única del inglés (circunstancia que, por natural y
oficiosa, no se les había ocurrido proclamarla antes). Son los que han hecho
plantearse al gobierno de Bill Clinton incluir el español como asignatura
obligatoria en los planes de enseñanza norteamericanos —lo que no quiere
decir que los alumnos vayan a aprenderlo a la perfección— y los que han
hecho que el ministro de Educación Richard Riley viaje a países
hispanohablantes solicitando en ellos la promoción del inglés. Hoy el
español es una realidad viva en Estados Unidos. De hecho, se ha convertido
en su segunda lengua. Una lengua muy rentable para los negocios, por
cierto: el volumen de los que se hacen en ella equivale en dicho país,
aproximadamente, a las tres cuartas partes del producto interior bruto de
España. Como todo lo que ocurre en Estados Unidos tiene un eco
desmedido, y como es muy posible que el español gane poder en foros
económicos y políticos que antes tenía vedados (ElPaís, 4-V-2000 y 6-VII-
2000), no es descabellado pensar que en pocas generaciones Estados
Unidos se transforme en un importante foco para la lengua española.

No hay que olvidar, sin embargo, que la lengua de integración en Estados


Unidos es el inglés. Son muchos los hispanohablantes que a la segunda o
tercera generaciones ya se han pasado a él. La Constitución norteamericana
protege derechos democráticos, no lenguas en sí mismas, y hay muchos
hablantes de español que, incluso pudiendo disponer de enseñanza bilingüe,
prefieren que sus hijos se pasen al inglés. Es comprensible. Aunque alguien
ha calculado que en el año 2050 uno de cada tres estadounidenses hablará
español, la suerte de esta hipótesis dependerá, más que de cualquier otra
circunstancia, de la fuerza integradora del inglés, que es grande y a la que
no conviene estorbar. Para los hijos de Cervantes que viven fuera de
Estados Unidos, más práctico que actuar de oficio a favor de una minoría
lingüística en un país extranjero es hacer ver a las clases dirigentes de ese
país que la cultura en español es comparable a cualquier otra que
consideren selecta, y procurar que la palabra spanish borre las
connotaciones negativas que todavía les sugiere. No es tarea fácil, pero no
me cabe la menor duda de que se logrará.

XXIV. ()N PARLE FRANÇAIS

Influencia cultural francesa en América. Los libros vienen de París.


Reacción española. Las peregrinas ideas de Luciene Abeille

El escritor Lucio López decía que en su Argentina natal, a finales del siglo
XIX, “no era chic hablar español en el gran mundo; era necesario salpicar la
conversación con algunas palabras inglesas y muchas francesas, tratando de
pronunciarlas con el mayor cuidado para acreditar raza de gentilhombre”.
Frente a la competencia directa, masiva y arrebatadora del inglés en la
frontera mejicana, la del francés en el Río de la Plata fue más sutil. A los
colombianos, cubanos o chilenos no les afectó tanto; sin embargo, por
diversas razones, argentinos y —en menor medida— uruguayos buscaron
un fondo cultural más próximo a lo francés que a cualquier otra fuente. Es
verdad que en el siglo xix la gran cultura venía de Francia. Es más, de
Francia habían venido muchas ideas revolucionarias de igualdad, libertad,
fraternidad. Ocurrió en Europa y el Atlántico no fue frontera en esto.
Los argentinos que venían de viaje a España estaban tan embebidos por lo
francés que, cuando los llevaban a una corrida de toros, en vez de ver
“toreros lidiando con valor en la plaza”, veían “toreadores jugando con
coraje en la arena”, o sea, lo mismo, únicamente que en terminología
francesa. Efectivamente, algunos se habían dispuesto enriquecer y
ensanchar las posibilidades expresivas del español haciendo de él una
especie de dialecto gálico. Los franceses, como es de suponer, estaban
encantados. No sólo es que fomentaran aquello y le encontraran interesantes
ventajas, sino que —en los grados más extremos de fomento— lanzaban
sutiles mensajes en el sentido de que el futuro del español iba a ser, o estaba
siendo, el del latín: un tronco que se reparte en varias ramas. Algunos
hispanoamericanos llegaron a verlo así. El más visionario en esto fue Juan
Ignacio de Armas, que en 1882 escribía: “El castellano, llamado a la alta
dignidad de lengua madre, habrá dejado en América cuatro idiomas, por lo
menos, con un carácter de semejanza general, análogo al que hoy conservan
los idiomas derivados del latín”. Armas veía un idioma caribeño, otro
mejicano, otro platense y otro pacífico (digo del océano).

La empresa inicial de los franceses tuvo carácter político-cultural. Las


turbulencias mejicanas favorecieron una intervención entre Inglaterra,
España y Francia tras la cual los franceses impusieron al emperador
Maximiliano I en 1864. La consecuencia fue la hegemonía cultural gala,
favorecida por los negocios de editores como Rosa y Bouret que,
concretamente en la capital de México, estuvieron instalados varias
generaciones y monopolizaron el comercio del libro. Gran parte del
producto editorial, si bien tutelado desde Francia, iba en español. Había
muchas traducciones de dudosa calidad de autores franceses, por supuesto.
El negocio no estaba nada mal: el editor francés vendía un producto hecho
en casa y que pro-mocionaba los refinamientos de la cultura francesa y el
novelista francés recibía sus derechos de autor correspondientes.

La moda se fue extendiendo. Se percibía la necesidad de conocer idiomas,


especialmente el inglés y el francés, para librar al español americano de la
tutela del peninsular. En 1853 aparece el Nouvelle méthodepour apprendre
a lire el ¿i écrire et àparle)' une langue en six mois apliquée aufrançais, à
l’usage des es-pagnols, del editor Ollendorff. A éste le siguieron otros ocho
grandes editores, de modo que en 1850, F. Barbier, uno de ellos,
consideraba que el mercado americano era el segundo en importancia en
cuanto a la exportación de libros franceses. Un viajero que recorría por
aquellos años la ciudad de Buenos Aires describe las calles como un
conjunto de comercios inundados de productos que vienen de Francia. En
cuanto a las librerías, dice así: “Un librero ordena metódicamente en sus
anaqueles una colección de volúmenes, está pronto a proporcionaros las
novelas de Dumas, de Sandeau y las poesías de Alfredo de Musset. Es un
rincón de París, diréis; una copia de la rué Vivienne”. La realidad es que los
franceses habían aprovechado una demanda comercial que no satisfacían las
editoriales españolas, de modo que inundaron las librerías de los productos
que los lectores exigían: manuales pedagógicos, de divulgación histórica y
científica, obras religiosas, enciclopedias.

A la hora de la independencia —y durante muchos años después— la


mayoría de los nuevos países americanos advirtieron la falta de una red
escolar medianamente organizada, o de bibliotecas públicas, y con esta
carencia la de manuales, cartillas y obras de divulgación. En España pasaba
algo parecido: cuando se pensó organizar un sistema de bibliotecas para que
los libros llegaran hasta los pueblos más aislados —por un decreto de 18 de
enero de 1869— la Dirección General de Instrucción Pública pidió a
algunos autores que redactaran, precisamente, obras de este tipo.
Lasjóvenes repúblicas americanas resolvieron el problema recurriendo a lo
que ofrecía Francia. Un vistazo a los fondos del antiguo Musée Pédagogi-
que demuestra que la vinculación entre los educadores his-

panoamericanos y las instituciones francesas —y sus modelos


bibliográficos— era muy estrecha. Ante la potencia comercial y cultural
francesas, iniciativas como la del editor catalán Carlos Aribau encontraban
duros obstáculos en América.

La reacción española llegó de la mano del escritor Juan Valera. En 1878


soñaba con sacudirse “el yugo intelectual en que los franceses nos tienen”
creando colecciones de libros similares a las que tenían los editores
parisinos, sólo que cuidando la calidad del idioma: “Una publicación de
libros para América hecha en grande escala y con sentido común sepultaría
para siempre en el olvido las malas y groseras ediciones que salen de las
prensas de París, atestadas con feísimas e intolerables erratas”. Lo malo es
que Valera consideraba a los editores españoles gente poco amiga de
aventuras a no ser que vieran la ganancia en el ojo. El bohemio Alejandro
Sawa se unió a la campaña. La pregunta que se hacía Sawa era la siguiente
(aunque retórica, tiene gracia por venir de él): “¿Quién es aquí el
gobernante que se haya preocupado nunca de que el habla española es
melodiada por millones y millones de hermanos nuestros?, ¿de que nuestra
literatura ocupa una gran extensión del espíritu humano?, ¿de que podría ser
una riqueza si nuestros agentes diplomáticos en el exterior se ocuparan de
otra cosa que de ofrecer saraos y de chapurrear francés por los salones?”.
Lo curioso es que Sawa había ganado fama chapurreando francés en los
cafés literarios del París de Verlaine y era asiduo colaborador de la Editorial
Garnier. El espíritu que animaba a Valera y a Sawa se concretó años
después en la importante iniciativa editorial de un empresario catalán,
Gustavo Gili, que abrió las puertas a nuevos editores, catalanes en su
mayoría, quienes siguieron los pasos de sus paisanos Aribau, Rivadeneyra,
José Espasa o la familia Salvat. Bien puede decirse que la mayor parte del
español impreso que recorrió América, si procedía de España, había salido
de una prensa catalana.

Por entonces, en medios intelectuales españoles tuvo amplio eco un artículo


publicado en The New York Herald con el título “Todo el mundo estudia
español”. En él se explicaba la naturaleza de las misiones culturales (pero
sobre todo comerciales) que tras la Conferencia Panamericana de
Washington (1915) iban a emprender los norteamericanos al sur del
continente. Misiones en las que al lado del gran empresario, el banquero y
el bolsista viajaban un profesor de español y un editor de libros.

Algunos autores, como Luciene Abeille, eran muy optimistas sobre las
posibilidades del francés en América. Hasta finales del siglo XIX
estuvieron predicando la heterodoxia idiomàtica y la creación de lenguas
nacionales en las nuevas repúblicas (especialmente en Argentina, donde
estas ideas tuvieron eco hasta bastante tarde). Abeille imaginaba una
especie de nebulosa lingüística hispanoamericana. Es de suponer que
imaginaba algo más que no acabó de expresar claramente: los
hispanoamericanos cultos, incapaces de entenderse entre sí con los restos
del naufragio lingüístico del español, se entenderían en francés. En
América, el francés haría la misma labor que tenía asignada por entonces en
algunas colonias de Africa. Si a las ideas de Abeille se añadían las del
doctor Barot (véase capítulo X), la hegemonía del francés en
Hispanoamérica sería simple cuestión de tiempo. Es de justicia añadir que
la vehemencia de Abeille acabó espantando a los argentinos.

XXV. LAS guerras idiomáticas

La moda de la independencia lingüística en Estados Unidos, Brasil e


Hispanoamérica. Ideas y resultados finales

Resulta interesante considerar por qué a todos los americanos, por la misma
época, les entró idéntica manía: considerar si debían separar sus usos
idiomáticos de los europeos. En otras palabras, ¿debía ir acompañada la
independencia política de la independencia lingüística en forma de lenguas
nacionales particulares? Los estadounidenses fueron pioneros en este asunto
desde los años de la independencia. Un anónimo publicado en la North
American Review decía: “¿Cómo se pueden describir las cataratas del
Niágara en un idioma que sólo ha descrito los chapoteos que hay bajo el
Puente de Londres? ¿Cómo describir la inmensidad del Misisipí en una
lengua hecha para describir el Támesis?”. Menos retórico, Thomasjefferson
(presidente entre 1801 y 1809) lo expresaba así: “Las circunstancias en las
que vivimos requieren nuevas palabras y nuevas frases”. Tan decididos
estaban que John Adams, en 1770 —cuando todavía se batallaba por la
independencia— solicitaba del Congreso la fundación de una Academia
Americana, al estilo de la Académie Française, dispuesta a establecer la
nueva norma del inglés norteamericano. La academia no se fundó, pero
muchos ya se habían lanzado a proponer reformas ortográficas. Se buscaba
una escritura más simple que la propia británica, más acorde con los usos de
la pronunciación.

Quién sabe si el remedio no hubiera sido peor que la enfermedad. Benjamín


Franklin, por ejemplo, ya había ingeniado en 1768 una reforma ortográfica
para anglohablantes americanos que, de haberse sancionado por la
academia-que-nunca-fue, les hubiera hecho escribir palabras como Tsuiniiz
en vez de Chínese, o peel-peelen vez de people. Jefferson también tenía
ideas propias y Noah Webster puso las suyas en un famoso diccionario.
Algo ha quedado de aquellos anhelos y hoy el inglés a la americana tiene,
en ciertas voces, una escritura más adaptada a lo que se pronuncia que el
inglés a la británica.

En Brasil se planteó la misma cuestión. El autor más beligerante al respecto


era Alencar: “Cuando pueblos de una misma raza habitan en la misma
región, la independencia política, de por sí, los dota de individualidad. Pero
si esos pueblos viven en continentes distintos, bajo diferentes climas, no
sólo se rompen los vínculos políticos, se produce también la separación de
las ideas, de los sentimientos, de las costumbres y, por tanto, de las lenguas
que expresan los hechos morales y sociales”. Para Alencar, el quid de las
diferencias entre portugueses y brasileños estaba en la emigración que
llegaba a Brasil sin tasa. En Portugal, prácticamente, no la había; de
haberla, apenas ejercería influencia en un pueblo tan concentrado. En
Brasil, sin embargo, todo era emigración que, además, podía campar por el
inmenso país a sus anchas. Las innovaciones lingüísticas, en tal situación,
estaban servidas.

Entre los hispanoamericanos, el argentino Juan Bautista Alberdi hizo


compendio de las ideas norteamericanas y brasileñas: “Vemos por las
observaciones de Mr. Tocqueville sobre las mudanzas que ha
experimentado la lengua inglesa, en la América del Norte, que lo que ha
sucedido con la española en la América del Sur es una revolución común a
las dos lenguas aristocráticas, que, cayendo bajo el doble influjo del clima y
del principio social americanos, se han transformado en dos lenguas
destinadas a revestir con el tiempo un carácter diferente del que trajeron de
ambas Metrópolis”. Para Alberdi, una lengua típica de un régimen político
obsoleto no podía servir para el dinámico régimen que se inauguraba en
América.

Lo que les ocurría a hispanoamericanos, angloamericanos y brasileños es un


fenómeno bien conocido. Se trata de una reivindicaciém nacionalista
manifestada a través de la lengua. Un nacionalismo lingüístico, por así
llamarlo, que en Argentina y Uruguay tuvo notable peso: en el caso
uruguayo este sentimiento de autoafirmación se proyectó contra el
portugués (y esto es lo que ha determinado que Uruguay no sea hoy un país
bilingüe); en el caso argentino, el enemigo resultaba ser cualquier norma
lingüística hispánica que no fuera de creación específica argentina y, más
concretamente, porteña.

Resulta normal que coincidieran en este sentimiento los tres nuevos


inquilinos del Nuevo Mundo. El alto valor simbólico que a veces adquieren
las lenguas las hace muy propias para subrayar reivindicaciones políticas de
autoafirmación. Si éstas pasaban por la independencia, ¿qué separación
simbólica más visible y evidente que la propia del idioma? A la larga, todo
quedó en símbolo y bandera. De las inevitables y comprensibles divisiones
políticas se salvaron las lenguas, que garantizaban una comunicación —
junto a valores de carácter económico— muy práctica, aunque americanos y
europeos se llevaran mal entonces en casi todo lo demás. También es
verdad que en aquellos años hubo voces que recomendaban separarse en
todo lo que hiciera falta, menos en el idioma.

Algunos, sin embargo, estaban dispuestos a llevar la ruptura idiomàtica


lejos. Sobre todo si eran gentes del estuario del Plata. Si bien Buenos Aires
se había fundado en 1580, no comenzó a alcanzar importancia hasta el
establecimiento del virreinato del Río de la Plata, en 1776. De esta fecha a
la independencia del país van unos treinta años, muy pocos para estrechar
lazos fuertes con España. Por eso mismo, en las guerras idiomáticas
hispanoamericanas cundió una especie de alianza chileno-venezolano-
platense muy beligerante frente a España, mientras que las zonas de mayor
peso virreinal permanecieron indiferentes o ligadas a la metrópoli. Pero
chilenos, argentinos y venezolanos eran gentes que se sentían más
desligadas de lo español, miraban a Estados Unidos, a Inglaterra o a
Francia; el peso del indigenismo era menor allí y tendían lazos con sus
emigrados liberales y proindependen-tistas en Londres (desde donde se
alentaron ciertos usos lingüísticos divergentes de los aceptados por la
Academia española).

Como al final no ha pasado nada y hoy el español se mantiene


razonablemente unido, no advertimos que si el separatismo lingüístico de
aquellos años hubiera triunfado, nuestra lengua común podría estar dividida
a estas horas en dos, tres o más normas escritas. Es posible que estas
normas favorecieran usos de pronunciación divergentes, o viceversa, que
usos de pronunciación divergentes —y hay algunos— pasaran con facilidad
a representarse en distintas ortografías. Posiblemente se favorecerían los
movimientos de autodefinición lingüística, es decir, se fomentaría el
convencimiento de que se era distinto lingüísticamente del vecino (aun
siendo muy parecido a él). Como la autodefinición es el primer paso para
crear una lengua, es posible también que los pronósticos de Juan Ignacio de
Armas en torno a los idiomas caribeño, platense, mexicano y pacífico,
aparte del español europeo (que era un pronóstico muy parecido al que
había hecho sesenta años antes Andrés Bello, al que luego me referiré),
hubieran cuajado en algo más sustancioso que pronósticos. Nunca se sabe,
pero en el primer tercio del siglo xix todo apuntaba a que nuestra lengua
común podría haber dejado de ser eso mismo: común.
XXVI. La ESTRATEGIA LONDINENSE

Ideas lingüísticas del liber alismo político. El español peninsular, lengua


anticuada. La creación de una ortografía de la lengua española para uso
específico de americanos

Es posible que a Simón Bolívar le cuadre mejor el tratamiento de místerque


el de señor. Mientras se iban sucediendo las declaraciones de independencia
americanas él escribía: “Nada puede cambiar la faz de América queriéndolo
Dios, Londres y nosotros”. Frases que debían de encantar a Mr. Pa-trick
Campbell, el encargado de negocios ingleses por tierras americanas. Según
Campbell, el libertador entendía inglés, aunque no trataba de hablarlo, y
leía todos los periódicos británicos que caían en sus manos. Por cierto, ¿qué
hacía don Patrick a la vera de Bolívar? Básicamente, facilitar el
establecimiento de empresas y negocios ingleses en la entonces República
del Alto Perú. Desde principios del siglo xix toda la actividad económica de
las nuevas repúblicas pasaba por el puerto de Londres. No sólo es que
Inglaterra fuera para los hispanoamericanos la “Señora del universo”, “el
coloso que abarca todas las partes del mundo”, “la nación protegida de
Neptuno” y otras lindezas, es que los ingleses adivinaban el gran mercado
continental que les abría sus puertas y no estaban dispuestos a
desaprovecharlo. Así que enviaban frecuentemente por allí muchas gentes
al estilo de Mr. Campbell.

Londres se hizo entonces lugar de paso o residencia de muchos liberales


americanos. Como resultado de los regímenes de Napoleón y de Fernando
VII, otros tantos liberales españoles, exiliados políticos, habían recibido
cobijo del gobierno inglés. Así que el grupo londinense de hispanohablantes
notables era muy nutrido aquellos años. Como los comerciantes ingleses
necesitaban el español para encauzar sus negocios americanos, éste empezó
a hacer acto de presencia en universidades, academias particulares y
publicaciones de todo tipo. Los hispanohablantes notables empezaron,
además, a hacer reflexiones sobre su lengua. Hubo uno que las hizo muy
interesantes: José María Blanco Crespo, que en su exilio cambió lo de
Crespo por White (no fue capricho, así se apellidaba su abuelo paterno).
White había nacido en Sevilla. Por sus ideas políticas —y algunas crisis
personales—, a los treinta y cinco años, en 1810, embarcó rumbo a
Inglaterra. En Londres se ganó la vida con el periodismo y escribió unas
Cartas de España donde puede leerse lo siguiente respecto al idioma
español: “Hemos permitido que una gran parte de nuestra lengua se haga
vulgar y anticuada. Las otras lenguas que durante el progreso intelectual de
Europa se han convertido en vehículos e instrumentos del pensamiento han
dejado muy detrás a la nuestra en cuanto a capacidad de abstracción y
precisión, y el rico tesoro que hemos tenido escondido durante tanto tiempo
tiene que volver a ser acuñado y bruñido antes de que pueda ser reconocido
como moneda de ley” (“Carta undécima”). Para White, era evidente a qué
se debía la vulgaridad y la antigualla idiomáticas: no a otra cosa que a la
censura de prensa, a la prohibición de libros y, en general, a las cortapisas
que la persecución política ponía a la libre expresión de ideas, todo lo cual
había recluido el idioma al uso casero empobreciéndolo irremisiblemente.

No es imposible que White tuviera razón, pues un hecho innegable es que la


difusión popular de la lengua inglesa escrita, entre la que él mismo se
movía, se debe en buena parte al hecho de que desde el siglo xvm ha
sufrido muy pocas leyes coactivas, se ha difundido sin censura y ha pagado
menos impuestos que el resto de la prensa europea. Ideas similares a las de
White reaparecieron en la combativa generación de románticos argentinos,
que fueron quienes llevaron más lejos la identificación de España con un
mundo viejo, oscuran-

lista, de tradiciones retrógradas y ligado a un antiguo régimen que les había


encerrado en una especie de celda mental, una mordaza que impedía a las
nuevas repúblicas el enlace con las ideas democráticas modernas, en
general, asociadas a Inglaterra y Estados Unidos.

De Estados Unidos —concretamente de Filadèlfia— llegaban en 1811 a


Perú, Venezuela, Río de la Plata, Chile, México, traducciones de los
incendiarios escritos de Thomas Paine, o de los más serenos de William
David Robinson, hechas por García de Sena. Thomas Paine no fue un
escritor original, pero supo como nadie convertir ideas sencillas en
poderosos eslóganes revolucionarios y darles una difusión como nunca se
ha conocido. Su Sentido común, publicado en 1776, vendió cuatrocientas
mil copias cuando en las Trece Colonias vivían tres millones de personas.
Sus traductores hispanoamericanos, Sena, Villavicencio, Rocafuerte, Teresa
de Mier, se veían obligados a buscar expresiones ignotas en la lengua
española: derechos del hombre, soberanía del pueblo, sistema federativo,
leyes constitucionales, derecho de, libertad, y al traducirlas advertían que,
si faltaban tales expresiones en su lengua, es porque faltaban esos conceptos
en el estrecho régimen político colonial.

Otra vez Juan Bautista Alberdi era contundente al respecto: “No tenemos
una idea, una actitud, una tendencia retrógrada que no sea de origen
español”. A la juventud argentina de entonces —y el caso podía hacerse
extensivo a la juventud de otras repúblicas americanas— le aburría El
Quijote; España no podía ofrecerles nada parecido a lo que ofrecían las
obras de Rousseau o Tocqueville. La modernidad pasaba, pues, por un
remozamiento de la lengua, un hacerla apta para los nuevos usos
ideológicos, humanísticos, científicos. No se podía prescindir del español,
claro está, pero sí se podía “americanizarlo”, o sea, reformarlo según las
novedades del mundo moderno que pasaban más por América que por una
España decadente, vencida, anclada en su obsoleto régimen dinástico y sin
nada de interés que ofrecer más que viejas glorias literarias.

No fue por casualidad q.ie en 1823 apareciera en Londres, en una colección


llamada Biblioteca Americana, un trabajo titulado Indicaciones sobre la
conveniencia de simplificar y unificar la ortografía en América firmado por
G. R. y A. B., iniciales correspondientes a Juan García del Río y Andrés
Bello. Era el prólogo de una tendencia innovadora en la escritura del
español, que iba a tener diversa suerte hasta su liquidación un siglo después.

Estaba trazada la senda, pues, para una escritura específica americana,


distinta de la que en esos momentos fijaba la Real Academia Española. Tras
el combate ideológico, los combatientes en las guerras idiomáticas
empezaban a pisar terrenos mucho más peligrosos. Acaso sin saber que los
pisaban.

XXVII. DON ANDRÉS SE ALARMA

Diversidad en la pronunciación, del español americano en el siglo XIX.


Peligros de disgregación lingüística. Sigue la pugna por la ortografía
americana. De Andrés Bello a Faustino Sarmiento. Intervención del poder
político

Cuando Andrés Bello publicó en 1847 su Gramática de la lengua


castellana dedicada al uso de americanos, a pesar de lo que pueda sugerir
el título, nunca tuvo en mente separar los usos idiomáticos americanos y
peninsulares. Todo lo contrario: quería unificar el uso americano
mostrándole un camino de corrección idiomàtica común, basado,
precisamente, en el ideal uso castellano (que en muchas de sus
particularidades no era seguido para nada en América, ni lo ha sido nunca).
La preocupación de Bello, como consta en el prólogo de su obra, es que por
el continente pululaban “una multitud de dialectos irregulares, licenciosos,
bárbaros, embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración
reproducirán en América lo que en Europa en el tenebroso periodo de la
corrupción del latín”. Por lo demás, Andrés Bello era muy obediente con la
tradición clásica de corte castellano. Vean si no: como caraqueño que era, él
decía papa eu vez de patata, pero a la hora de escribir sus silvas americanas
dice: “Para tu mesa la patata educa sus harinosos globos”, que a un criollo
debía resultarle palabra algo ajena, como si un poeta español escribiera
“manejo el carro” en vez de “conduzco el coche”. Pero el patrón castellano
conservaba su prestigio; de hecho, hasta 1934 no se pudo sustituir en
documentos oficiales argentinos patata por papa, que era palabra corriente
desde generaciones atrás.

Antes que Bello ya planteó el problema de la disgregación el argentino


Antonio J. Valdés, autor de otra gramática en 1818 que sigue “el puro
lenguaje de Castilla”. Y ésa era la misma recomendación, seguir el puro
castellano, que daba el catalán Antonio Puigblanch por los mismos años al
mundillo del exilio hispanoamericano en Londres—el mundillo de Blanco
White— cuando se debatía qué había de provecho para la América
republicana en las antiguallas idiomáticas de Cervantes, Lope, Calderón, la
Real Academia y toda esa caterva monárquica.

Bello, Valdés y Puigblanch tenían razones para preocuparse. He aquí cómo


se describe en unas coplas anónimas de aquellos años el diálogo entre un
español trasplantado a América y un negro. Dice el primero:

Venga uté a tornai seivesa


Y búquese un compañero Que hoy se me sobra ei dinero En medio de la
grandesa,

Dio, mirando mi pobresa,

Me ha dado una lotería

Y aquí está mi papeleta,

Que no he cobrao entuavía.

Acaba de hablar el criollo, qne es quien de los interlocutores de la copla


utiliza un lenguaje más pulido y perfecto, más lino y educado. Su colega le
contesta así:

A! Si oté no lo cubrá Si oté toavía no fue Pa que buca qué bebé?

Con qué oté lo va pagá ?

Si a estos diálogos americanos de entonces se hubiera unido el gaucho


Martín Fierro, la tertulia hubiera continuado así:

Ruempo, digo, la guitarra Pa no volverme a tentar.

Nenguno la ha de tocar,

Por siguro ténganlo.

No es de extrañar que a los notables americanos se les pusiesen los pelos de


punta y considerasen, razonablemente, que en dos o tres generaciones el
criollo, el negro y Martín Fierro malamente iban a poderse entender entre
ellos a la hora de comprar lotería, beber cerveza o romper guitarras. Como
ya saben, veinte años antes de publicar su Gramática, Andrés Bello se
había puesto en marcha en Londres para solucionar los malos
entendimientos, y había inventado una ortografía americana —algo más
simple de la autorizada por la Real Academia Española—, de modo que el
criollo, el negro y Martín Fierro no escribieran sus coplas cada cual a su
modo. Como el analfabetismo en América era grande entonces (y en
España, todo hay que decirlo) y, aún más, como quedaban auténticas masas
indígenas que no hablaban español, ni estaban en mayor disposición o
necesidad de aprenderlo, y como la instrucción popular era una
preocupación de los revolucionarios y querían llevarla adelante eficaz y
rápidamente, una ortografía sencillita para uso americano vendría muy bien.
Los niños —y adultos— aprenderían con ella a escribir sin tener que
memorizar si armonía lleva hache o no la lleva.

La ortografía de Bello no era mui diferente de la qe oi estamos


aqostumbrados a usar. Si este libro se ubiera impreso en ella usted se abría
echo enseguida, en dos o tres pajinas, a sus partiqularidacles, qe tampoco
son tantas. Le resultaría ziertamente rrara y qaprichosa en un prinzipio, pero
todo se abría rresuelto qon fazilidad, qomo imajino qe no abrá tenido
muchas difiqultades para seguir este párrafo. Si qiere qe le sea sinzero,
personalmente —salvo en lo de la q— me agrada más la ortografía qe se
inventó Bello qe la seguida rregular-mente a lo largo del presente libro. Qon
la venia de la Aqade-mia. Por eso no me e rresistido a esqribir estas líneas.
Esqritas qedan.

Lo que ocurrió con la ortografía de Bello se resume en el proverbio “el


camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. El proponía
unas normas simples, sencillas, de fácil y rápido aprendizaje, de modo que
los niños en la escuela—los analfabetos adultos puestos a aprenderlas, los
indígenas o los hablantes de otras lenguas que no fueran la española-—
pudieran aplicarlas sin dificultad en breve espacio de tiempo. Pero
inmediatamente aparecieron nuevos autores, como Francisco Puente,
proponiendo nuevas formas de escribir. De este modo, empezaron a
difundirse de forma improvisada usos ortográficos divergentes entre sí,
divergentes a su vez del peninsular. Y empezaron a difundirse, como quien
dice, cuando América comenzaba realmente, masivamente, a hablar y
escribir en español. Con todo, lo peor estaba por llegar. Vino de la mano de
un autor notable, un tipo arrojado, valiente y con carácter. Era argentino,
llegó a ser presidente de la República entre 1868 y 1874. Se llamaba
Domingo Faustino Sarmiento.

Como ya saben, la repoblación de la zona del Plata se estableció


tardíamente. Se hizo bajo las pautas de un capitalismo muy alejado de los
usos económicos coloniales. Emigración europea aparte, contó con el
importante aporte de familias catalanas, canarias, gallegas y vascas, cuyas
formas se apartaban de las hidalgas castellanoviejas. Por lo mismo, allí
tuvieron mejor acomodo las ideas que ridiculizaban y despreciaban todo lo
español, cuyos espejos solían ser entonces Andalucía y Castilla. Como no
podía ser menos, con España se identificó la propia lengua, conque los
brotes de separatismo lingüístico estaban servidos mejor que en ninguna
otra zona americana, en Argentina, y mejor que en ningún otro escritor, por
su particular forma de ser, en Sarmiento.

Hacia 1845 Sarmiento vino de viaje a España. Hizo un amable retrato de la


tierra de sus abuelos: entró por el País Vasco, a cuyos vecinos les auguró
que no serían libres hasta que no abandonasen los fueros. Siguió por
Burgos, que le pareció una antigualla propia del siglo xv. El resto de
ciudades visitadas le daban una imagen de esa misma época, sólo que
además de antiguallas le parecían cementerios de lo muertas que estaban.
En todo el país observaba poco sentido de Estado, atraso general, falta de
industria, falta de carreteras, falta de marina nacional, falta de un sistema de
educación popular (que es lo que él había venido a copiar —¡iluso!— para
su Argentina natal), falta de aplicación al estudio de las ciencias y falta de
una sólida literatura de ideas. Todo lo español tenía aroma a chorizo y
tocino. En Córdoba observó cómo las viejas barrían la calle con una escoba
sin mango, doblando el espinazo. Se acordó de las escobas que él había
visto en Estados Unidos, tan prácticas, con su palo largo para barrer de pie
cómodamente. Reflexionó sobre el hecho de que la única innovación
tecnológica que se conservaba en España era el arado romano. En Madrid
se fue a los toros; había buen cartel: El Chiclanero, El Montes y Cúchares.
Glorias nacionales. Al ver el entusiasmo de la plaza, Sarmiento comentó:
“Vete a hablar a éstos de ferrocarriles, de industria o de deberes
constitucionales”. Se fue a Gibraltar, tomó un vapor hacia Valencia, de
Valencia se fue a Barcelona. En la capital catalana dijo aliviado: “¡Por fin
estoy fuera de España!”. Lo más gracioso de todo es que don Domingo
Faustino, salvo en lo de Barcelona, tenía algo de razón.

Sarmiento era un hombre de ideas idiomáticas incendiarias. Visto el


desbarajuste nacional de la madre patria, estaba convencido de una cosa:
hablar como se hablaba en España, repetir las ideas y conceptos que en ella
se repetían, seguir los modelos gramaticales y literarios que en ella eran
corrientes e incluso los que habían sido clásicos, no podía sino traer
cerrazón de mollera a chilenos, argentinos y venezolanos. Con las
estantiguas españolas y las majezas de Cúchares malamente se podía
construir el nuevo mundo político, ideológico y cultural que necesitaban las
repúblicas americanas. ¿Qué puede tener de extraño que este hombre
propusiera en su tierra la reforma ortográfica más radical que se conoce en
la época, destinada, conscientemente, a separar los usos escritos americanos
de los españoles? Similar en cierto sentido a la reforma de Bello, la de
Sarmiento recomendaba, además, eliminar la cy la z del alfabeto americano
y, puesto que la mayoría de americanos cultos seseaba, se escribiría sapato
en vez de zapato, senisa en vez de ceniza, sisaría en vez de cizaña. Con
estas ideas se fue a la Facultad de Filosofía y Humanidades de Chile en
1843 y trató de convencer al rector. En la facultad aquello les pareció muy
atrevido pero, como los universitarios chilenos ya estaban por la labor, a su
vez, de crear otra ortografía nacional —quizá les parecía que había pocas—
sólo tomaron en cuenta la filosofía general sarmientista sobre el caso.

Al verse rechazado, Sarmiento se enfadó. Y les recordó a los chilenos que


eran más papistas que el Papa, pues la propia Academia Española ya estaba
autorizando en Madrid una reforma muy parecida a la que él les estaba
proponiendo. Aquello impresionó vivamente al cuerpo universitario, que
avanzó en sus propuestas reformistas, si bien todavía sin seguir a Sarmiento
a rajatabla. Lo de la Academia Española era una verdad a medias. La
Academia Española no estaba reformando radicalmente nada de nada, más
bien observaba con espanto el desbarajuste ortográfico americano... y
español, porque el 12 de abril de 1843 una denominada “Academia
Literaria i Científica de Profesores de Instrucción Primaria de Madrid” ya
se había inventado otra ortografía —¿quieren más?— y estaba enseñando a
escribir a los niños de Madrid cosas como “cerido padre”, cuando los niños
de Andrés Bello escribían “qerido padre”. Esa era la academia que
Sarmiento presentaba en Chile como “la Española”, lo que geográficamente
hablando no dejaba de ser verdad. En fin, que entre Bello, Puente,
Sarmiento, los maestros de Madrid y los

universitarios chilenos, brotaban aquellos años ortografías como setas.


Vista la anarquía reinante, la propia reina Isabel II, por real decreto de 25 de
abril de 1844, hace oficial la ortografía académica para España, lo que
atrajo la simpatía de los americanos que no comulgaban con los radicales
chilenos, argentinos y venezolanos. Para entonces, Andrés Bello se había
retractado de sus ideas y apoyaba las decisiones académicas, a la vista de
que las divergencias ortográficas eran un peligro de consecuencias
imprevisibles para la lengua común. Pero, simbólicamente, el mismo día en
que la Academia Española tomaba la antedicha decisión, la facultad de
Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile se pronuncia por su
particular reforma de la escritura. Empezaban a utilizarla los profesores, se
imprimían en ella libros y periódicos. El cisma ya tenía, en América y en
España, carácter oficial. Duró ochenta y tres años. Hasta el 12 de octubre de
1927. Ese día, el ministro chileno de Educación, Aquiles Vergara Vicuña,
dio por finalizada la aventura ortográfica chilena con el acatamiento de la
hispánica común, que quedaba bajo la autoridad académica —no sólo
española—, porque para aquel año ya eran catorce las academias
americanas que se habían fundado.

El cisma tuvo sus secuelas. Es verdad que las propuestas chilenas no


encontraron apoyo unánime. Sarmiento se quejó de que nunca tuvieran el
respaldo oficial para imponerlas en colegios y estamentos gubernativos. Las
nuevas ortografías quedaban, la mayor parte de las veces, sujetas a la
voluntad de quien quisiera emplearlas o al simple azar de que un folleto
reformista —váyase a saber de qué padres— llegara a tal o cual escuela
perdida por aquellas tierras infinitas. Pero esas voluntades y esos azares
reformistas existieron, de modo que las propuestas calaron, aparte de
hacerlo en Chile, en los Andes argentinos, Ecuador, Colombia y Venezuela.
Hacia 1865 subían por Centroanrérica y llegaban a Nicaragua. Sus
ramificaciones eran ya imprevisibles. Hasta tal punto llegó el desbarajuste,
que los propios chilenos se encontraron con un grave problema en 1911: no
se podía exigir a los alumnos una ortografía común en los exámenes, así
que los examinadores tenían que aceptar como bueno lo que los escolares
escribieran. Ese año no se suspendió a nadie por faltas de ortografía. En
aquellas zonas americanas donde la reforma había cundido se estaba
gestando, quizá, una lengua inútil para la cultura escrita. Aquello les hizo
recapacitar: desde 1913 se dieron pasos decisivos para acatar las decisiones
académicas. Catorce años después cesó la marejada ortográfica. Sólo
algunos niños, educados en los años de su mayor rigor reformista, han
llegado a viejos escribiendo soi jeneral extranjero. Ciertamente, en la
ortografía americana había muy buenas ideas, pero todo el caso nos da una
lección esencial: un negocio común como la lengua española requiere
decisiones comunes. En 1927 concluía, quizá, el más peligroso frente de las
guerras idiomáticas. Se mantenía, sin embargo, cierta actividad guerrillera.
Volvemos a Argentina.

XXVIII. Mi Buenos Aires querido

El particularismo lingüístico rioplatense. El plebeyismo idiomático en


Argentina. Lunfardos y cocoliches

El 24 de febrero de 1946, Juan Domingo Perón obtuvo un rotundo triunfo


en las urnas. El 56 por ciento de los electores votó su candidatura
presidencial. En los mítines, Perón no trataba a los adversarios políticos de
tontos y desgraciados, que hubiera sido lo razonable, sino de pastenacasy
chantapufis, o sea, lo mismo dicho en alguna de esas jergas porteñas tan
comunes entonces. Los opositores políticos eran unos contreras y quienes
apoyaban al peronismo los grasas. Fórmulas de indudable éxito que
entonces te podían llevar a la Casa Rosada. Los peronistas veían en ellas la
expresión popular, desgarrada y arrogante de un líder al estilo de los viejos
caudillos criollos. A poco de ganar las elecciones, en las paredes de Buenos
Aires aparecían pintadas como “Le ganamo a lo

dotore”. Los doctores eran, como puede suponerse, gente poco peronista y
poco amiga de la grasa.

En sí misma, la oratoria peronista no era nueva. Seguía una tradición muy


antigua y muy arraigada en el Plata, una especie de plebeyismo lingüístico
que consistía en ganarse la voluntad de las masas procurando hablar como
hablaban ellas. Había algo de artificio en el procedimiento, pero era útil. El
peronismo debió su éxito propagandístico a estos particulares usos (en la
parte que le corresponde). Igual que en la campaña presidencial de
Eisenhower, en 1952, se ganaban las presidenciales con el lema “I like Ike”,
en la Argentina de los años cuarenta un chantapufi o una tratativa
(negociación) bien puestos le venían muy bien al político populista.
En esto, no habían cambiado mucho las costumbres argentinas típicas del
siglo xix. Sarmiento describe así el país: “Había, antes de 1810, en la
República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos
civilizaciones diversas: la una, española, europea, culta, y la otra bárbara,
americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades sólo iba a servir de
causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se
pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen y, después de largos años
de luchas, la una absorbiese a la otra”. La primera sociedad solía integrar el
partido unitario y la segunda el federal. El unitario se distinguía por sus
modales finos, su comportamiento ceremonioso, sus ademanes
pomposamente cultos y su lenguaje altisonante y lleno de expresiones
librescas. Para los unitarios, los federales eran unos gauchos o jiferos, o sea,
unos bárbaros. Para los federales, los unitarios eran unos cajetillas, o sea,
unos afeminados. El político federal Juan Manuel Rosas advirtió que podía
atraerse las simpatías de la gente del pueblo, y ejercer su influencia sobre
ella, precisamente hablando como un gaucho. Y así lo hizo. El escritor
Lucio V. Mansilla recuerda que aquellos años el lenguaje se pervirtió y
circulaban “vocablos nuevos, ásperos, acres, no usados”. Curiosamente, a
pesar de su gusto confesado por las clases populares, el desprecio de los
federales por los indígenas era absoluto. Los considera-han salvajes. No se
tomaron el trabajo de asimilarlos y, por la vía militar, los fueron eliminando
o provocaron su huida hacia otras zonas. De modo que el problema
lingüístico que el indigenismo hubiera podido crear a la nueva república —
buena parte del cual se lo habían planteado los misioneros españoles de
antaño— desapareció por tan expeditivo y violento método.

El plebeyismo idiomático reapareció en los años presidenciales de Nicolás


Avellaneda, en 1880, cuando se produjo la revolución de Carlos Tejedor. En
la llamada “resistencia” de Buenos Aires, el fervor localista fue tan grande
que en los cuarteles, según Ernesto Quesada, testigo de los hechos,
“convivió la juventud patricia con el compadraje y la chusma, tropa y
oficialidad fraternizábamos y se establecía, como vínculo democrático
común, el de un término medio equidistante en indumentaria y lenguaje”.
Según el propio Quesada, la circunstancia ayudó a que en el habla diaria se
imitara el rasgo popular, haciéndolo deliberadamente caló y descuidado,
pues había que demostrar que se era parte del pueblo y se exageraban los
rasgos lingüísticos atribuidos a eso, al pueblo. Entonces se cantaban coplas
como ésta:

El castellano me esgunfia, no me cabe otro batir que cantar la copla en


lunfa porque es mi forma ‘e sentir.

Esgunfiar viene del italiano sgonfiare, “desinflar, desanimar”, y la lunfa es


el lunfardo, unajerga que apareció en los barrios bajos bonaerenses y cuyas
expresiones son una mezcla complicada de italianismos, galicismos,
anglicismos y lusismos, todo revuelto, y que se difundió por conventillos
(casas de vecindad) , piringundines (verbenas) y ambientes del hampa. Las
letras de los tangos se nutren de ella. En el barrio bonaerense de la Boca,
como consecuencia del gran número de inmigrantes que entraron en
Argentina desde 1857 —unos quince mil al año hasta 1946— se gestó otra
jerga italohispana, el cocoli-

che. Ha tenido menos fama que el lunfardo, porque para este último, dado
el anhelo que sentían algunos argentinos por diferenciarse lingüísticamente,
no ha faltado quienes lo definían como “el genuino lenguaje porteño”,
consideración evidentemente exagerada.

De aquellos días data el desaire que Juan María Gutiérrez le hizo a la Real
Academia. En 1879, los ilusos académicos creían que le hacían un honor
nombrándolo miembro correspondiente de la docta casa. Gutiérrez destapó
su argentinismo contestándoles que podían esperar sentados, porque no
aceptaba tamaño honor. Es más, ¿qué podía ofrecer él, un bonaerense, a una
academia española? Para Gutiérrez, el habla de Buenos Aires estaba en
constante efervescencia gracias a la aportación de los dialectos italianos, del
catalán, del gallego, del galés, del francés y del inglés —se conoce que allí
no se hablaba nada llegado, por ejemplo, de La Mancha— y todas esas
voces “cosmopolitizaban”, con palabro de Gutiérrez, la tonada bonaerense.
Era inútil pretender fijar tales corrientes según moldes académicos; por lo
menos él no se sentía con ánimos. Su amigo Juan Bauüsta Alberdi daba
entonces la siguiente recomendación: igual que Dante (observen: otro
italiano) en su día llevó la lengua hablada en Florencia a los inmortales
versos de la Divina comedia, los escritores porteños debían reflejar en su
prosa el castellano modificado que se hablaba en Buenos Aires, en vez de
tener la vista puesta en los diccionarios que venían de Madrid. Otros
autores, como Rafael Obligado o Alberto del Solar, no pensaban así y
defendían el valor de una lengua común, sin casticismos que la
interrumpieran.

El caso es que polémicas de este tenor se han prolongado hasta mediados


del siglo xx. El día que a don Américo Castro se le ocurrió escribir un libro
poniendo el grito en el cielo sobre lo particulares y descuidados que eran los
argentinos al hablar, y previendo que de seguir así se iban a apartar de la
corriente hispánica general —estábamos en 1941— Jorge Luis Borges le
contestó, en un artículo titulado “Las alarmas del doctor Américo Castro”,
lo siguiente: “En cada una de sus páginas abunda en supersticiones
convencionales [...].

A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infatigable


ejercicio de la zalamería, de la prosa rimada y del terrorismo”. Pero Castro
no estaba entonces tan descaminado: que se sepa, la única voz que en las
altas instancias idiomá-ticas ha defendido alguna vez el “derecho a la
incorrección” predicaba, no por casualidad, desde la Academia Argentina
en 1943. Las altas instancias porterías no dejaban de ser sorprendentes: un
locutor de radio, cuyo mérito dicen que era la verborrea, llegó a alto cargo
del Ministerio de Educación. Una vez allí, seguía hablando como si
estuviera delante de los micrófonos con finezas como utensilio (en vez de
utensilio), áccido (en vez de ácido), dejenmelón (en vez de déjenmelo),
sientensén (en vez de siéntense)y cumpelaño, rompecabeza, “es usted un
héroe, señorita”, etc., etc.; visto lo visto, el académico Luis Alfonso habló
sobre la conveniencia de estudiar el idioma para quienes tenían
responsabilidades en cargos públicos, a lo que el aludido contestó: “No es
urgente hacerlo. Total, el idioma no va a desaparecer por dejar de
estudiarlo”.

El desgarro idiomático argentino,junto a la manía de una lengua nacional


apartada de la norma común española, cedieron. Y con ello, el último frente
de unas guerras idiomáti-cas que se habían iniciado en los albores de la
independencia americana. Hecho el balance, resulta que Argentina no sólo
ha dado extraordinarios escritores antiguos y modernos —incluso en pleno
fervor separatista dio figuras corno Domingo Faustino Sarmiento o
Estanislao del Campo— sino que desde mediados del siglo XX se iba a
convertir en un foco editorial importante cuyas publicaciones se han
distribuido por todo el mundo hispánico. Se ha explicado la razón del
particular desapego al idioma apelando al genio de los argentinos, a cierta
soberbia heredada de los españoles, a una afirmación de su plenitud vital; se
han querido ver razones humanas en la notable inmigración que recibió la
zona, procedente de los más diversos países europeos, y que propició la
mezcla de lenguas muy distintas; se han querido ver razones históricas en el
hecho de que el Virreinato del Plata fuera el último constituido y, por tanto,
el de menor apego a España. Habrá un poco de todo. Lo cierto es que,
todavía en los años cuarenta, el nacionalismo argentino seguía blandiendo
la bandera de la lengua, con cierto éxito en algunos sectores de la opinión
pública y en instituciones como la escuela, donde los niños debatían si
Argentina tenía, o debería tener, lengua propia y cómo denominarla. Era el
último resto ideológico de unas guerras idiomáticas iniciadas en los años de
Bolívar y San Martín. Amado Alonso le dedicó un trabajo clásico al caso.

XXIX. ACUERDOS DE PAZ

La importancia de las Academias en la unidad del idioma. Ideas de


RufinoJosé Cuervo. Unidad y variedad del español actual. El problema de
la disgregación normativa. Spanglish y lusoñol

El 24 de noviembre de 1870 sucedió un hecho interesante. Un indicador de


que, igual que hubo importantes procesos de disgregación idiomàtica a lo
largo del siglo, empezaba a haberlos de integración. El marqués de Molins,
que era entonces director de la Academia Española, inició unas gestiones
para crear Academias correspondientes en los países americanos. El
documento de Madrid decía así: “Los lazos políticos se han roto para
siempre. De la tradición histórica misma puede en rigor hoy prescindirse;
ha cabido, por desdicha, hasta el odio entre España y la América que fue
española; pero una misma lengua hablamos, de la cual, si en tiempos
aciagos que ya pasaron usamos hasta para maldecirnos, hoy hemos de
emplearla para nuestra común inteligencia”. Aparte de las buenas
intenciones de esta declaración, Molins estaba preocupado porque en
aquellos años los hablantes americanos superaban en número a los
españoles, las guerrillas idiomáticas persistían en el continente, los
emigrantes llegaban en aluviones llevando consigo todo tipo de lenguas, y
en países como Argentina, Uruguay o Chile la mezcla de acentos
sobrepasaba en ocasiones al español neto. El peligro de fragmentación
estaba servido y había que hacer algo para evitarlo.

Hacía casi cuarenta años que al mejicano Lucas Alamán se le había


ocurrido lo mismo: formar una academia en su país. Era una ocurrencia
espontánea, a la vista, según él, de lo mal que estaba el idioma por la falta
de escuelas, la mala literatura, las peores traducciones, las guerras civiles
americanas y el alejamiento de España. La iniciativa de Lucas Alamán no
llegó a prosperar. Por lo menos, no dio frutos sobresalientes. El historiador
colombiano José María Vergara era un alma afín a Alamán. Vergara
pertenecía a un grupo de notables colombianos preocupados por conservar
en su país la pureza del lenguaje de Castilla vinculándose a la Academia
Española. O sea, que la iniciativa de Molins no fue un acto gratuito pues ya
había recibido algunos avisos americanos. Sin embargo, una vez en marcha,
no despertó gran entusiasmo. Para entonces, España no era un modelo ni
político, ni cultural, en ámbitos influyentes de la intelectualidad americana.
De modo que las Academias correspondientes que fueron apareciendo, con
cierta pereza, a partir del primer paso dado por Colombia en 1871, eran para
algunos autores al estilo del argentino Juan María Gutiérrez quintacolumnas
del pensamiento más conservador; la mayoría de los académicos que las
integraban simpatizaban con los partidos políticos europeos menos
progresistas y la misma filosofía de fijar el lenguaje según moldes clásicos
era buena muestra de sus ideas apolilladas. Para Gutiérrez, y para otros
tantos como él, los nuevos usos idiomáticos de argentinos, chilenos,
venezolanos, podían ser irregulares y hasta destrozar la gramática, pero si
tales destrozos servían para la expresión del pensamiento libre, bienvenidos
fueran. Dicho de otra forma: las Academias iban a ser, probablemente, un
freno para las ideas liberales.

El caso es que se fueron inaugurando Academias. Rencillas políticas aparte,


nadie en su sano juicio estaba dispuesto a negar las ventajas de poseer una
lengua curtida para la administración, la cultura, la enseñanza y, además,
conocida internacionalmente. A los quince años del llamado de Molins,
Bogotá, Quito, México, San Salvador, Caracas, Santiago de
Chile, Lima y Guatemala habían respondido con la creación de sus
Academias. En 1973 se fundó la última de ellas en Estados Unidos. Hoy
son veintidós. En un principio, la labor de las Academias americanas era
meramente subsidiaria: se subordinaban a la Española y le proporcionaban
noticias sobre “provincialismos” que la corporación madrileña incluía, o no,
en el Diccionario. Esta situación, sin embargo, estaba a punto de cambiar.
Las intenciones que animaban el documento de Molins ■—que los
americanos copiaran los usos españoles para evitar la disgregación— se
desanimaron al llegar al continente.

Rufino José Cuervo fue una eminencia que perteneció al grupo de


fundadores de la Academia Colombiana. Por aquellos años acababa de
escribir unas Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano donde decía
cosas verdaderamente raras para los oídos de la época. Todavía era corriente
el concepto —no sólo entre los europeos, sino entre los propios americanos
— de que los usos de América, en cuanto se apartaban de los de España,
eran una especie de corruptelas simpáticas y poco más. Pero Cuervo
demostraba que muchos usos americanos eran, simplemente, formas
clásicas del español que la península había olvidado y América repetía,
ergo, los americanos conservaban fielmente usos que los españoles habían
“corrompido”, ergo, aveces los españoles se equivocaban y los americanos
no. A Cuervo lo acusaron en España de querer patrocinar la formación de
lenguas nacionales americanas con tales ideas. No había tal. Como suele
ocurrir en estos casos, Cuervo conocía la literatura española, y la tradición
hispánica en general, mucho mejor que sus acusadores. La intención de
Cuervo era otra: poner en pie de igualdad el español hablado en América al
hablado en España y obligar a ésta a reconocer que, en términos de norma
lingüística, el español era ya condominio de muchos hablantes, con varias
metrópolis creadoras y emisoras de lengua, la mayoría de las cuales no
estaba, precisamente, en la península.

Rufino José Cuervo tenía razón. Al final se reconoció ese hecho evidente.
Por tanto, desde principios de siglo, se fue abandonando el viejo concepto
de que el español tenía un centro rector —a veces identificado con Madrid,
a veces con Toledo, casi nunca con Sevilla, que algo de importancia ha
dejado en América— y se admitió que el castellanismo castizo era un
estorbo para la ideología que sustenta el concepto de unidad lingüística.
Porque, muy en el fondo, la unidad de lengua radica en la idea de que se
está unido y en la voluntad de mantenerse en ese ideal. Y si ese
reconocimiento de la aportación americana —al que contiibuyó desde
España Unamuno, y al que más tarde Ramón Menéndez Pidal le dio entidad
teórica— no se hubiera producido, quién sabe si los separatistas argentinos,
por citar el caso más extremo, no hubieran dado rienda suelta a sus
particularismos y hubieran avanzado en sus proyectos de una lengua
nacional, puesto que en poco podían contribuir a un modelo marcado por
Castilla que, por mucho que se esforzaran, era de todo punto imposible para
ellos obedecer o seguir. Y como ellos, quién sabe si se hubieran
autodefinido idiomáticamente los chilenos, venezolanos, mejicanos y suma
y sigue.

Cuervo solucionó un problema y el viejo criterio de pureza icliomática


(identificado con lo castellano) dio paso al de norma hispánica ideal. Por lo
menos en la escritura, la norma panhispánica no admite dudas y la última
ortografía de la lengua española se avala por las veintidós Academias. En lo
que respecta a la lengua hablada, el asunto es otro. Como opina Guillermo
L. Cuitarte: “La desaparición del concepto de pureza crea, a su vez, el
problema de encontrar otro criterio que guíe la política lingüística. La falta
de un criterio de valor, reemplazado acaso por nociones puramente
lingüísticas o sociológicas, puede, a la larga, ser más perjudicial a la
conservación de la lengua que la vieja idea de pureza”. Es una preocupación
razonable.

El hispanohablante debe acostumbrarse hoy a que la norma culta de unas


regiones es coche y la de otras auto; lo que alguien pronuncia como
paciencia alguien más lo hace como pa-siensia; lo que para unos es tú, para
otros es vos; lo que para unos es piscina, para otros es alberca y para otros
más pileta; lo

que para linos es bolígrafo, para otros es birome, para otros lápiz atómico,
para otros de bola; hay quienes dicen “¿qué quieres tú?”, quienes dicen
“¿tú qué quieres?”y quienes dicen “¿qué tú quieres?”; cuando alguien de
Venezuela le exija algo, se lo estará pidiendo con toda cortesía; los
peninsulares debemos resignarnos a que nuestra costumbre de perder la d
cuando decimos llegao, helao, cansao... se considere una vulgaridad frente
ala norma mejicana —y americana en general— conservadora que prefiere
llegado, helado, cansado. A esto no hay más remedio que acostumbrarse, y
yo creo que nos acostumbramos bien: el Festival de Cine de San Sebastián
da premios cinematográficos denominados “La Concha” que a la gente de
cine rioplatense les suena de otra manera muy distinta, algo así como si les
dieran “El Coño”; que yo sepa, no ha habido ninguna protesta al respecto.
Sin embargo, el asunto del polimorfismo no deja de suscitar algunas dudas;
por ejemplo, ¿qué español enseñar a un extranjero? ¿El de tú, paciencia,
bolígrafo?, ¿el de vos, pasiensia, birome?, ¿el de auto o el de coche? Si
usted vuela en alguna compañía norteamericana no se sorprenda si, a la
hora de elegir la lengua en que desea ver las aburridas películas de vídeo
que suelen pasar en los aviones, le dan a elegir entre castilian o spanish
american. Pero no hay que volar para advertir cómo esta diferenciación está
ganando terreno, entre otras varias causas, por la doble denominación
castellano/españoleóle utilizamos a cada paso. Si tal polivalencia no causa
problemas para consumo interno de hispanohablantes, sí puede confundir a
hablantes de ot ras lenguas: en la Constitución de Nicaragua: “El español es
el idioma oficial del Estado”, así para Honduras, Guatemala, Cuba, Puerto
Rico, Paraguay... En la Constitución de Colombia: “El castellano es el
idioma oficial”, así en Venezuela, Ecuador, Perú. En la Ley Federal de
Educación mejicana se habla de “idioma nacional”. Y la formulación más
rara, e internacionalmente confusa, que puede leerse la hemos inventado los
españoles: “El castellano es la lengua española oficial del Estado”, si con
española dicha formulación se refiere al hecho de que el castellano se habla
en España se trata de una aclaración imprescindible, sin duda.

Por otra parte, respecto a la dispersión normativa, ¿qué ocurriría si la


literatura, el cine, los medios de comunicación se vieran invadidos por una
fiebre localista que prefiriese giros muy particulares de Quito, por ejemplo,
a aquellos que pueden comunicar a dicha ciudad con Montevideo, La
Habana y Tenerife? Son circunstancias posibles. Como opina el profesor
Juan Manuel Lope Blanch: “La norma hispánica ideal coincide más con los
usos cultos americanos que con los castellanos”. Es lógico, los castellanos
netos quizá constituyan el 3 ó 4 por ciento del dominio hispánico todo. Pero
en América no hay unanimidad precisamente.
La norma ideal es eso mismo: ideal. En Gran Bretaña podemos encontrar
tales diferencias habladas en lo que llamamos inglés que acaso podrían
considerarse lenguas distintas... si los británicos se empeñaran en
considerarlas así. Pero los británicos se empeñan en considerar que hablan
la misma lengua con alto grado de variación. Quizá haya que seguir su
ejemplo. Porque la condición para ser parecido es sentirse parecido. Ahora
bien, ese sentimiento debe ir respaldado por vínculos materiales: comercio,
diplomacia, turismo, cooperación internacional, acuerdos en educación,
periódicos, cadenas de radio y televisión, que alimenten la idea. Por lo
demás, la variación es inevitable. Las circunstancias políticas y económicas
a las que se enfrenta Hispanoamérica —y la propia España en la futura
Unión Europea— no dejan de ser una caja de sorpresas. Y la fragmentación
sucederá cuando esas circunstancias hagan que la idea de unidad no pueda
mantenerse o no le importe a nadie hacerlo. De hecho, hay quien supone
que el español está dando muestras preocupantes de disgregación
normativa.

“El mundo hispánico hablará spanglish”, leo en un titular del diario


madrileño El País del 2 de febrero de 2000. Su autor es flan Stavans, un
profesor de español del Armhest Co-llege, en Massachusetts. Ya saben que
los titulares de periódico deben ser convenientemente llamativos —-y el
propio Stavans nos anuncia a renglón seguido que acaba de publicar un
diccionario de spanglish, espanglis, o como se llame—. Resul-

ta que hay hispanos en Estados Unidos que son conscientes de su español y


de su inglés, de modo que pueden ir de uno a otro. Pero a otros muchos, si
no les viene a la cabeza la palabra techo dicen rufa (inglés, roof); si no
aciertan con gratis dicen fri (inglés, free) y así se hacen entender. El caso
que eso les ocurre muchas veces, de modo que han creado un idioma
intermedio: el spanglish. Antes era la lengua de los pobres, pero ya no lo es
tanto. Ahora hay ciento veinticinco emisoras de radio en California que
utilizan el spanglish. No hay tantas emisoras de radio en toda
Centroamérica que se expresen en español, digamos, correcto. De modo que
Stavans cree que el spanglish será lengua franca del mundo hispánico (¿por
qué no del mundo anglo?). Si bien él todavía enseña en inglés o en español,
según los casos, ya nos avisa de lo que puede pasar. Es mucho creer, me
parece.
Por mi parte, dada mi edad e instalación europea, difícilmente me veo
“drinqueando fri en los estores” antes que “bebiendo gratis en las tiendas”,
por ejemplo, cuando hacen esas promociones de cerveza que, de otra forma,
no beberías nunca. Por lo demás, ¿se librará el techo del acoso de rufa?,
¿convivirán?, ¿confluirán en una lengua normalizada que se enseñe en las
escuelas, tenga un patrón literario y uso administrativo? ¿Qué será del
spanglish de Gibraltar, que se parece poco al del suroeste estadounidense?
Quién lo sabe. Imaginen ahora que, con el entusiasmo que les ha entrado a
los brasileños por aprender españól, se creara otra lengua fronteriza,
digamos, el lusoñol. De hecho, yo recibo correos electrónicos de estudiantes
brasileños en un lusoñol muy aceptable, incluso me atrevería a contestarles
en lo mismo. La confluencia del portugués y el español en una gran lengua
compartida por lusohablantes e hispanohablantes ya ha sido propuesta,
teóricamente, por Ignacio Hernando de Larramendi. Quién sabe si los
brasileños estarán en el camino de lograrlo. Las lenguas son así. En el
fondo, nunca se sabe qué va a ser de ellas, porque nunca se sabe qué va a
ser de sus hablantes. De modo que, tal vez, no sean muy aventuradas ni las
predicciones de Stavans ni la posibilidad de un futuro lusoñol de base
brasileña. Incluso hay quienes apuestan por la creación de un catalañol en
Cataluña, como uno de los efectos de la cata-lanización obligatoria de la
escuela pública donde acuden niños que hablan español en sus casas. Todo
es posible.

XXX. BUSINESS IS BUSINESS

Interés por el español como segunda lengua con fines comerciales. Ingleses
y estadounidenses. Los robber barons. Fundamentos del hispanismo

El académico Rufino José Cuervo había resuelto un problema ideológico.


Así contribuyó a trazar la paz idiomàtica entre hispanohablantes. Pero la
buena suerte del español se iba a sustentar en asuntos más materiales que
los tratados por Cuervo. La revista norteamericana Hispania publicaba un
artículo en 1920 titulado “El español debe enseñarse en Estados Unidos por
razones de cultura y por motivos comerciales y sociales” (¿tengo que
resumirles el contenido del artículo?). Lo firmaba un tal Mr. L. S. Rowe.
Acababa de concluir la I Guerra Mundial y el tráfico comercial de Estados
Unidos con Europa había sufrido un severo traspié. De modo que ese tráfico
empezó a desviarse a Hispanoamérica. El comercio hispanoamericano no
era una novedad, venía de atrás, pero la guerra europea lo acrecentó. Como
consecuencia, la matrícula de estudiantes de francés, italiano y, sobre todo,
alemán descendió al tiempo que aumentaba la de español.

La vieja corriente del hispanismo norteamericano empezó a fluir con más


rapidez y las sociedades culturales, academias, publicaciones dedicadas a la
lengua española, y a la cultura hispánica en general, se multiplicaron.

Era una corriente veterana, sin duda. La Real Academia de la Historia había
nombrado en 1784 a Benjamín Franklin primer miembro correspondiente
en los recién fundados Estados Unidos. Franklin era más francófilo que
hispanófilo, todo hay que decirlo, pero aceptó gustoso el honor y contri-

buyó poderosamente a ir demoliendo algunos tópicos de la leyenda negra


española. La Academia lo honró en reconocimiento a la labor de otros
compatriotas suyos, como Garrat Noel, que había escrito en 1741 la primera
gramática de español para anglohablantes publicada en América. Ni que
decir tiene que todo este trasiego de honores y gramáticas era trasunto de
las relaciones comerciales entre anglo e hispanohablantes. Los primeros,
sobre todo, habían advertido que una de las formas en que podían ganar
dinero era imprimiendo libros en español para los segundos. Es posible que
Filadèlfia y Nueva York distribuyeran este tipo de libros por América con
más generosidad que Madrid. Es más, según Sarmiento, un tercio de los
libros en español distribuidos por Hispanoamérica procedía concretamente
de las imprentas de Manhattan. Una exageración, quizá. También les
interesó el portugués, pero el español acabó prevaleciendo. Hasta tal punto
llegaba la bonanza del negocio editorial , que los libreros norteamericanos
imprimían sus catálogos directamente en español, como hizo George
Lockwood en 1869.

Este librero negoció con toda clase de títulos y materias. Y se especializó en


la publicación de libros de texto en español para uso de españoles, ingleses
y franceses, o sea, para uso de tres de las grandes corrientes migratorias
europeo-americanas de entonces. Sus retoños poblaban escuelas e institutos
que se habían fundado según modelos de planes docentes estadounidenses.
Lockwood competía principalmente con D. Appelton & Company, otro
librero que llegó a crear una famosa colección de textos educativos
destinados a la misma clientela. Appelton, por su parte, supo hacerse con la
colaboración de algunas lumbreras como el propio Sarmiento, José Martí o
el puertorriqueño Eugenio María de Hostoa. A su vez, los libreros
estadounidenses competían por el mercado editorial en lengua española con
los franceses. Entre unos y otros surtieron a las repúblicas
hispanoamericanas de un caudal de literatura clásica española y de
actualidades literarias del momento, que apenas recibían de la propia
España, cuyas aportaciones más notables aquellos años eran las de al-

gunos editores catalanes (o las obras del filósofo Jaime Bal-mes, catalán
también). La aportación editorial catalana de peso tardaría en llegar
cincuenta o más años. Los Salvat, Espasa, Gili y otros no se dejaron notar
verdaderamente en América hasta principios del siglo XX, como ya se ha
visto.

Pero no todo eran lazos culturales. Había otros. Estos eran los lazos
trazados por los robber barons, o sea, comerciantes, industriales y
financieros yanquis para quienes los negocios eran los negocios. Gentes que
crearon sus oligopolios, instauraron regímenes neocoloniales allí donde
había materias primas interesantes, como el azúcar cubano, y presionaron
hasta convertir al imperialismo a un pueblo que había sido más bien
aislacionista, enemigo del colonialismo y defensor teórico de la libertad de
los individuos y las naciones. Lo que tenían delante los robber barons para
empezar su carrera era otro imperio en franca bancarrota al que con una
guerra fácil y barata se le podían conquistar —o comprar— las escasas
perlas que le quedaban en el Caribe o en el Pacífico. En las perlas, eso sí, se
hablaba español. El sentido práctico de esta gente les hizo comprender las
ventajas de conocer dicha lengua y para eso estaban los puentes lingüísticos
que venían trazando desde hacía años los Lockwood, los Appelton, los Rich
y, antes que ellos, los propios comerciantes londinenses, esos mismos que
habían enviado a Mr. Patrick Campbell a presentar sus credenciales al
Libertador.

Las universidades inglesas tradicionales, al estilo de Oxford o Cambridge,


apenas daban importancia al estudio de las lenguas vivas. Pero desde la
primera mitad del siglo xix, la urbanización e industrialización crecientes de
ciudades como Londres gestaron una nueva clase media con necesidades
educativas menos elitistas. Muchos estudiantes elegían carreras de leyes,
comercio, diplomacia y exigían materias acordes con esas necesidades.
Entre las materias nuevas empezaron a cobrar valor las lenguas modernas.
Y entre las lenguas modernas, el español. La importancia del estudio del
español por razones comerciales no admitía discusión en el mundillo
londinense de principios del XIX. Algunos exiliados políticos españoles se
ganaron la vida, precisamente, como profesores de español, escribiendo
gramáticas, diccionarios, métodos de enseñanza. Antonio Alcalá Galiano
fue uno de ellos. Ocupó la primera cátedra de Español que se fundó en la
Universidad de Londres y leyó la lección inaugural en 1828.

En opinión de Alcalá Galiano, se había abierto en las vastas regiones de


Suramérica un campo amplísimo para el emprendedor espíritu británico. El
dinero inglés fluiría allí torrencialmente, de modo que era preciso mantener
los vínculos que ya se habían establecido entre británicos e
hispanoamericanos, más cuando la creación de las nuevas repúblicas los
iban a incrementar. El español se hablaba, o se entendía, en todo el
continente y estaba llamado a ser la lengua común de las nuevas naciones.
Hechos todos ellos que los británicos no podían desconocer.

Como suele ocurrir en nuestra historia idiomàtica, desde fuera del mundo
hispanohablante se preveía su bonanza mejor que desde dentro. Y cuando el
marqués de Molins hacía sus reflexiones teóricas sobre la conveniencia de
aunar criterios lingüísticos entre españoles y americanos, los comerciantes
londinenses y los robber barons ya los venían dando por unidos desde hacía
años. Para los autores del manual The Spanish Commercial Correspondent,
un best-seller en su género publicado a los pocos meses de que Molins
expresara sus preocupaciones, el asunto estaba claro: “Hoy por hoy, el
español ha conquistado su legítimo lugar entre las lenguas comerciales y es
un instrumento de relación internacional, sólo el inglés le supera en
importancia, y resulta imprescindible para quienes mantienen negocios con
España, las Antillas y las emergentes repúblicas americanas”.

De la mano de este interés práctico, o a su lado, venía un nuevo género de


estudios académicos: el hispanismo, es decir, el gusto por la lengua
española y su literatura. Su origen hay que buscarlo en la Alemania
romántica que, aburrida del clasicismo heredado del siglo xvm, veía en
Cervantes, Lope y Calderón gente de brío, agilidad y vigor literarios. El
hispanismo moderno se canalizó a través de Estados Unidos, Francia,
Alemania, Gran Bretaña e Italia, y era una mezcla de intereses prácticos y
culturales. Los estudiosos extranjeros influyeron en la propia visión que
españoles e hispanoamericanos tenían sobre su lengua y cultura pero, sobre
todo, crearon unas organizaciones académicas que, al día de hoy, se
reparten por todo el mundo y contribuyen a la difusión del español en los
rincones más insospechados del planeta.

XXXI. No DIGA PATRICK, DIGA PATRICIO

Los frutos lingüísticos de la emigración. De la variedad a la unidad.


Asimilación humana y ventajas de una lengua común. El papel de la
Iglesia. Contradicciones académicas

Patrick Mullins llegó a la ciudad mejicana de Monterrey en 1849


procedente de su Irlanda natal. Se casó con la hija del gobernador. Tomó el
apellido de su mujer, Milmo, y a renglón seguido cambió el Patrick por
Patricio: ya era Patricio Milmo. Tuvo una hija que se casó con un polaco de
la alta nobleza (eso decía el polaco) emigrado a su vez a América. La
familia se dedicó al comercio y a la banca. Cosa natural en una comunidad
como la de Monterrey, donde la mayor parte de los trabajadores
especializados y del personal administrativo eran europeos. Significativa
era también la comunidad norteamericana y, por supuesto, abundaban los
mejicanos. Sin embargo, la fluidez de la emigración era tal que, a los pocos
años de la independencia mejicana ya no tenía mucho sentido, por lo menos
en Monterrey, la distinción entre inmigrantes y naturales. Muchos de los
primeros habían hispanizado sus nombres y habían adoptado la lengua
española en el trabajo. América entonces estaba llena de Patricios Milmos.
Y las líneas de cruce entre la inmigración eran variadas: los propietarios de
la industria textil mejicana de hace un siglo procedían de España; la
mayoría era de origen catalán. En los años de la revolución zapatista, hacia
1910, muchos desaparecieron. Tenía que suceder, porque si bien Zapata y
Ca-
rranza se llevaban muy mal, su odio a los gachupines era el mismo. Los
españoles, sin embargo, no fueron sustituidos por mejicanos en el negocio
textil, los sustituyeron libaneses.

La mayoría de la emigración hispanoamericana no provenía de España.


Gran Bretaña, Italia, el Imperio austro-húngaro y Alemania, por este orden,
dieron más emigrantes. Para algunos americanos, la emigración española
era poco recomendable. El escritor chileno Benjamín Vicuña Mackena, en
1864, consideraba que la emigración más preciosa para Chile era la
alemana —hace una curiosa apología de ella en términos raciales—,
seguida de la italiana, la suiza, la inglesa según y cómo, la francesa a ratos,
la española en ningún caso... a no ser que fueran de raza céltico-vasca, en
palabras de don Benjamín. En esto don Benjamín se parecía a Santiago
Ramón y Cajal, al que no le parecía bien que hubiese tanto andaluz en Cuba
y recomendaba para América las gentes cántabras. Otros no eran tan
drásticos en esto de las razas y siempre consideraron el tronco español, en
general, como un importante factor de regeneración americana.

La procedencia de los emigrantes era variadísima, como sus lenguas. En


algunas ocasiones llegaban a superar con creces al producto nacional: entre
los años 1880 y 1914, la Compañía de Ferrocarriles Argentinos empleaba a
un tercio de británicos, otro tercio de extranjeros varios y sólo el tercio
restante era argentino. De hecho, en 1940 la población argentina de origen
forastero doblaba a la de la misma procedencia en Estados Unidos, que
siempre se ha considerado gran receptor de emigrantes. Rusos, alemanes,
italianos, ingleses, checos, hablando entre sí ruso, alemán, italiano, inglés y
checo daban su particular tono a aquella sociedad americana. Precisamente
esta multiplicidad de lenguas fue una de las condiciones que facilitó la
difusión del español entre las familias de emigrantes en cuanto salían de
casa. La integración en la sociedad hispanoamericana no era fácil entonces.
El sur no seguía el modelo de “crisol” típico del norte, los vínculos
familiares eran más cerrados y se buscaba protección dentro de la misma
comunidad de origen. Pero ni siquiera esto garantizaba la conservación de
las lenguas traídas de fuera, de modo que si en esa comunidad concreta
había diferencias dialectales notables, el español solía servir de árbitro. Esto
ocurrió con los italianos, que adoptaron muy pronto el portugués en Brasil y
el español en Argentina. La variedad de hablas traídas de Italia era
laberíntica. Además, por comprensibles rencillas locales, era absolutamente
imposible que una de ellas se alzara como lengua común de los italianos
trasplantados a América. De otro modo, dado el número de emigrantes
procedentes de Italia, si hubieran compartido lengua, el italiano podría ser
ahora la segunda lengua de Argentina o Uruguay —quién sabe si la primera
en determinadas circunstancias—. No fue así, pero el italianis-mo se
conserva, notablemente, en apellidos como Brindisi, Giacometti, Gentile, en
nombres como Enrico, en palabras coloquiales al estilo defiaca (pereza) o
mofa (mal humor) y, señaladamente, en la gastronomía de la zona, de la que
dan cuenta el pesto, los ñoqui o el minestrón.

Si el grupo emigrante procedía de países con instituciones sociales o


estatales fuertes, la asimilación cultural y lingüística solía ser lenta. Es el
caso de las familias alemanas afincadas en Chile, que formaban
establecimientos propios, germano-hablantes en ocasiones, con el español
como lengua franca para entenderse con los naturales de la zona. La
“germani-dad” resultaba tan visible que todavía Hitler, a principios de la II
Guerra Mundial, pretendía asegurarse su fidelidad para la causa alemana.
En otros casos, la asimilación se producía a la segunda o tercera
generaciones. Pero ni siquiera los hablantes de alemán tenían todo
asegurado, y no era raro que se hispanizaran con todas las de la ley: los
Schnaider pasaban así a ser Esnáidercon absoluta naturalidad.

El gobierno español no veía con buenos ojos la emigración, porque era una
pérdida de gente joven para el país. Si acaso, la encauzaba hacia las últimas
posesiones coloniales que le quedaban en las Antillas, como la gran
emigración gallega de 1854 con destino a Cuba, que se vio favorecida por
la hambruna de los dos años precedentes. Era aceptable que si

la emigración iba a empobrecer áreas rurales de Galicia, León o el País


Vasco, por lo menos que enriqueciera Cuba o Puerto Rico. La emigración
gallega era fundamentalmente rural y hablaba gallego, pero una vez
desembarcada en América se pasaba al español y conservaba el gallego —
cuando lo hacía— como lengua familiar. El campo gallego quedó con este
éxodo muy desasistido. Los planes de modernización rural que se preveían
por medio de reformas agrarias, carreteras y escuelas ya no tuvieron tanto
público sobre el que ejercerse. De este modo, la ruralización ayudó a
conservar en los pueblos la lengua gallega pues, de haberse llevado a cabo
los planes para que los niños gallegos aprendieran español por métodos más
prácticos que agarrarlos del cuello cuando pronunciaran mal (esto a los
niños que asistían a las escuelas, que eran los menos) , quizá la difusión del
español hubiera sido mayor y mejor.

No hay duda de que uno de los éxitos de la emigración americana de


mediados del siglo xix fue librar a la lengua común de uno de sus estorbos
en siglos precedentes: la Iglesia, gran valedora de las lenguas indígenas.
Explico esta consideración: desde los años de la independencia el clero
español residente en América va a respaldar los intereses de la oligarquía o
los terratenientes en términos nacionalistas más o menos inflamados. Por
simpatía, eso es lo que hizo la “invasión negra” española, como llamaban
algunos anticlericales americanos a los religiosos que, desde 1851, van
recalando en América. Las oligarquías, en general, ni persiguieron el
indigenismo lingüístico ni lo fomentaron. La consecuencia de esto fue que
la Iglesia en Chile, México, Argentina, Uruguay, Peni, participó en la
fundación de instituciones académicas muy selectas para un público
hispanohablante, desatendió a su antigua parroquia indígena de los años
virreinales y, con ello, no contribuyó decididamente a complicar el mapa
lingüístico de América. La evangelización estaba lograda. Los
planteamientos que se hacían en el siglo xix los evangelizadores en Africa
—que tanto y tan bien han contribuido a la fragmentación lingüística del
continente— ya se los habían hecho hacía más de tres siglos los españoles
en América. Ya no tenía sentido repetirlos.

En España sucedía todo lo contrario: la misma Iglesia católica, sin entender


muy bien lo que ocurría en las ciudades o en el inquieto movimiento obrero
—muy radical a veces en su intención de que el gobierno eliminara
cualquier lengua que no fuera la común—, se refugió en el campo, en la
vida tradicional y quieta de caseros y payeses, contribuyendo así
poderosamente a conservar o revitalizar las hablas eusquéri-cas o el catalán;
en menor medida, el gallego.

Los emigrantes de aquella época eran en su mayoría de estratos sociales


bajos. Una vez en América, esa masa, con frecuencia analfabeta, logró
cierta nivelación social, tuvo una movilidad mayor y un grado de
instrucción más alto que el que hubiera tenido de haberse quedado en
Europa. Como consecuencia, se empezó a crear un mercado para productos
editoriales como libros, periódicos, revistas, y espacio para la visita de
maestros, abogados, actores, profesores y gente cualificada. Los periodistas
americanos empezaron a reclutar firmas españolas y viceversa, de modo
que se crearon vinculaciones idiomáticas más fluidas. Todo ese flujo sólo
podía amalgamarse en una lengua común y el botón de muestra muy
característico lo dan los revolucionarios: gentes de filiación anarquista,
socialista, bakuninista, que proceden de media Europa y, para el caso
español, principalmente de Cataluña y Ajndalucía. Así se dan tipos
característicos como Plotino Rodhankanaty, que de Grecia pasó a México (y
del griego al español), o Bartolomé Victory, un menorquín que editaba en
Buenos Ai res el semanal obrero El Artesano.

No es imposible que la ingente y dispersa emigración hispanoamericana


que va agolpándose desde los años de la independencia, superpuesta a un
fondo donde el español no estaba tan extendido como se cree, en época de
guerras idiomáticas entre los propios hispanohablantes, a las que ya me he
referido, y con el interés de colonización cultural —y comercial— de
franceses y norteamericanos, no es imposible que todo eso, digo, hubiera
dejado aquellas repúblicas inútiles para el negocio de la lengua común. Pero
lo cierto es que sucedió todo lo contrario. Los emigrantes, por distinta que
fuera su procedencia, advirtieron espontáneamente en la mayoría de los
casos las ventajas de una comunidad lingüística y nunca la pusieron en
peligro, es más, contribuyeron a ella desde japoneses hasta griegos, pasando
por los más diversos fondos lingüísticos que uno se pueda imaginar.

A su modo, la emigración fue como un segundo mestizaje: gente de medios


lingüísticos variados, a veces muy distintos del español, que acaban
adoptándolo, bien para comunicarse entre sí, o bien porque emparentan con
hispanohablantes americanos. Esa fue la clave: la sorprendente diversidad,
incomunicable en otra lengua que no fuera la española. Se puede considerar
hasta qué punto la emigración pudo haber desempeñado el papel contrario:
a principios del siglo xix, cuando América empieza a independizarse, viven
en el continente unos doce millones de personas de los que únicamente un
tercio habla español; desde ese periodo hasta 1930 a dicha población se van
sumando más de veinte millones de emigrados, que a menudo desbordaban
a los naturales: en 1861, cincuenta y siete de cada cien cubanos eran
extranjeros; en 1914, de cada cien bonaerenses cuarenta y nueve habían
venido de fuera. Pues bien, esa masa humana tan diversa, que se podía
haber sumido en un laberinto lingüístico, no sólo adopta la lengua común
sino que la garantiza, como recordaba Constantino Suárez en La verdad
desnuda (1924): “No es el idioma, como suponen muchos, el lazo más
consistente en Hispanoamérica y España, sino la emigración, sin la cual el
propio idioma habría degenerado en dialectos o lenguajes diversos”. Por
esas paradojas de la vida, la única que pudo haber creado algún problema a
la hora de enseñar el español común y corriente a las masas de emigrantes
fue... la Real Academia.

Desde su fundación, la Academia había considerado, con el mejor criterio,


que ningún hablante de español distinguía entre la pronunciación de la b y
la v, si bien mantuvo en la escritura esta última por respeto a la tradición
ortográfica. Pero visto que franceses, italianos, ingleses, alemanes sí
pronunciaban una uve parecida a una efe —como había pronunciado uve
también el latín clásico, si bien de forma algo distinta—, pocos años
después se les ocurrió a los académicos que por qué no iban a pronunciar
los españoles cosas elegantes e internacionales como “Falentín cierra la
/entana, que entra el /iento”. Dicho y hecho: desde 1754 hasta 1920 la
Academia se empeñó en que había que hacerlo así. En España el empeño no
acabó de cuajar. Si muchas palmetas se estrellaron en las manos de los
niños —como recordaba Pío Baroja—, el parvulario pronunciaba la inicial
de Valencia igual que la de Barcelona, y solamente a los muy aplicados se
les quedaba algo en la memoria.

Pero el parvulario americano (como sus maestros) era otro: procedía de


Italia, de Gran Bretaña, de Alemania, de países diversos con lenguas en las
que sí se estilaba la pronunciación de la v; para ellos era cosa familiar;
además, la veían recomendada en las gramáticas de español. Hasta muy
tarde no se ha tendido a corregir esa pronunciación que el español de base
castellana no ha tenido nunca, pero que la escuela moderna americana
propagaba gracias a una particular decisión académica.

XXXII. Lo QUE SE DEBE A LA ESCUELA


La debilidad de los proyectos escolares en América y en España. Portugués
y español en Uruguay

A la hora de difundir popularmente la lengua en América y en España, las


virtudes de la escuela han sido en general más imaginarias que reales. Don
Gabino Barreda, que fue comisionado del Gobierno de Benito Juárez para
asuntos de instr ucción pública en el México de 1867, hacía esta declaración
de principios: “Difundir la ilustración en el pueblo es el medio más seguro y
eficaz de moralizarlo y de establecer de una manera sólida la libertad y el
respeto a la Constitución y a las leyes”. La intención era buena, pero en la
mayoría de los casos surgía este pequeño problema: ¿cómo se lleva a cabo?

GENTE DE CERVANTES

Que la escuela podía civilizar a la gente no lo dudaba casi nadie. Que con
ella se iba a redimir al indígena de su postración social tampoco se dudaba.
Que la ilustración de los ciudadanos era garantía de una república más rica
e integrada, tampoco ofrecía dudas. Lo malo es que la gente que dudaba
quizá era poca, pero poderosa. La gente que dudaba, hacendados,
terratenientes, crearon el aforismo “indio leído, indio perdido”, o sea,
persona inútil para el trabajo servil. Después de pasar por la escuela,
probablemente, el indígena adquiriría conocimientos nuevos y se integraría
en medios que podían, a la larga, poner en peligro la hacienda, la terratenen-
cia y las rentas. De modo que la filosofía escolar de difundir el español
cuajó en la práctica mejor en aquellas repúblicas sin tradición indigenista —
como Argentina, Uruguay, Chile— que en aquellas donde esta tradición (o
si se quiere, la tradición de explotar al indígena) era fuerte. Resulta evidente
que aquellas repúblicas de estructura social más horizontal vieron en la
lengua común un código interclasista, que podía contribuir a la movilidad
social. En aquellas otras donde la jerarquía se marcaba no sólo en términos
económicos y de propiedad, sino en términos de conocimiento, esto es, de
posesión de la lengua española y de acceso a los bienes que ésta
proporcionaba, la diferencia entre lengua y clase resultó mucho más
marcada. Como era de esperar, las clases pudientes eran las más interesadas
en mantener esa diferencia. Independientemente de que para el indígena el
conocimiento del español no salvara, por sí mismo, la contradicción de
clase, lo cierto es que la permanencia en su lengua la agravaba.
Uruguay es, tal vez, el caso donde de una forma más consciente y decidida
la escuela pública ha servido para difundir la lengua española por el país.
Curiosamente, en Uruguay tuvieron gran arraigo las ideas y prácticas
pedagógicas de la familia Sabat, un clan de intelectuales de origen catalán
afincado en “el paisito”. En los años de su independencia, que data de 1828,
en Uruguay convivían el español y el portugués. En Uruguay, como en
Argentina, no había problemas con las lenguas indígenas: los indios eran
pocos y, en sucesivas cam-

JUAN RAMÓN LODARES

pañas militares, habían sido exterminados u obligados a huir. El noroeste


del país hablaba portugués y el sureste español. Muchos uruguayos —en
uno de los ejemplos de nacionalismo lingüístico quizá más evidentes de
América—consideraron anómala esta situación y comenzaron a fundar
pueblos hispanohablantes en las zonas de habla portuguesa, centralizaron
progresivamente las decisiones administrativas en Montevideo y
establecieron una red de escuelas —según métodos estadounidenses y
holandeses interpretados por gentes como los Sabat— dedicada
expresamente a hacer retroceder el portugués. Consecuencia: en poco más
de cincuenta años el portugués pasó a ser una modalidad lingüística
desprestigiada y cedió mucho terreno. Hoy Uruguay no es un país bilingüe.
Pero pudo haberlo sido.

Cuando los uruguayos se ocupaban de promover el español como única


lengua del país, en México la cuarta parte de la población hablaba, sólo o
principalmente, lenguas indígenas. No faltaban escuelas en México donde
aprender español, ni gentes de mérito que las inspiraran —como el maestro
Telesforo García, que era gallego, por cierto—, pero la inmensidad del
territorio mejicano, y su heterogeneidad humana, hacían muchas veces
inútiles los esfuerzos escolares. Es más, don Moisés Sáenz, uno de los
creadores en 1928 de la escuela rural que iba a ser, según él, un “factor de
integración que principia por dar voz castellana a cuatro millones de indios
mudos” (una exageración, en ese año los indios mudos eran exactamente
dos millones doscientos cincuenta y un mil setecientos ochenta, según el
censo de población indígena de 1930), acabó considerando seis años
después que para aprender español, mejor que poner escuela era trazar una
carretera, una línea telefónica y otra de radiodifusión. Sin embargo, en los
años de don Moisés, el indigenismo era en México un caso, si se quiere,
menor en comparación con lo que había supuesto siglos atrás: a principios
del xvill casi el 80 por ciento de la población era de origen indio; a partir de
esa fecha el descenso ha sido vertiginoso. En su integración humana y su
paso a la lengua española gentes como Telesforo Gar-

cía o Moisés Sanz han contado mucho, pero igualmente lo ha hecho el


aumento del mestizaje y otras medidas unifica-doras donde el papel de la
escuela no deja de ser secundario.

En México la escuela no se planteó como principal tarea la erradicación de


las lenguas indígenas en sí mismas. Podría haberlo hecho así (y, en efecto,
durante años estuvieron vetadas en las escuelas); sin embargo, se trataba
sobre todo de dar voz en español a los indios, nada más. Muchos maestros
consideraron que esta voz podía darse enseñando a los niños, primero, en su
tarahumara, tepehuano, pima o guarijío, de modo que, en el censo de 1990,
de los cinco millones de hablantes de lenguas indígenas que se registran
(que suponen el 7 por ciento de la población mejicana) más de cuatro
millones son bilingües. Resulta así que el monolingüismo indígena es raro
en México, pero las lenguas indígenas conservadas sí son algunas. Sin que
haya que deducir de ello que tales lenguas tengan prestigio, cultivo o futuro,
pues la mayoría no dejan de ser códigos en trance de desaparición, que es el
curso humanamente natural de estas cosas.

Quienes sí recalaron en América fueron muchos maestros extranjeros. Al


contrario de lo que solía ocurrir en Europa, donde para ejercer la profesión
en un país se exigía pertenecer a él, ninguna de las nuevas repúblicas
americanas tenía normas en ese sentido. Allí se importaban planes de
educación, básicamente angloamericanos, franceses y holandeses, como se
importaban maestros para llevarlos a buen puerto. Respecto a España, el
carácter más liberal de la América de aquellos años atraía a gente
considerada heterodoxa o incómoda —en general, más brillante que el
producto nacional español— y no han sido pocos los maestros y profesores,
de cualquier materia, que precisamente por dicho motivo salieron de España
rumbo a América. Llama la atención el grupo de catalanes: ya he citado a la
familia Sabat, como se podía citar a la Clavé o a la Nunó, uno de cuyos
miembros, Jaime, compuso el himno nacional mejicano.

Respecto a España, no parece que la escuela haya sido un factor


determinante en la difusión popular de la lengua, por lo menos entre los
siglos xvm y xix, dada la precariedad del sistema educativo y los pocos
niños inscritos en él. La situación de la enseñanza no era maravillosa y el
analfabetismo no resultaba fácil de erradicar. La circunstancia del país
favorecía dicha situación, porque España era un país básicamente rural. En
él era muy débil quien tradicionalmente ha sido el más combativo en pro de
la instrucción popular: el movimiento obrero. Hasta tal punto debía de estar
arraigado el analfabetismo que al republicano Pi y Margall, en 1895, se le
ocurrió lo siguiente: para enseñar a los obreros y campesinos, lo mejor era
hacerlo de viva voz y por señas, es decir, a la hora de explicar que el cuerpo
humano está formado por cabeza, tronco y extremidades, el maestro se
pondría delante de la audiencia y haría una demostración similar a la que
hoy hacen las azafatas —o aeromozas— al iniciarse el vuelo para mostrar
dónde está la salida de emergencia y cómo se infla el chaleco salvavidas.
Con ese método se podían enseñar nociones elementales a muchas gentes,
sin entretenerlas practicando caligrafía.

Las circunstancias cambian en nuestros días. La extensión progresiva de un


sistema educativo universal y gratuito ayuda en el sigo xx a la difusión
popular de la lengua en los centros escolares. De esto no cabe duda. En
general, muchas circunstancias económicas y políticas han favorecido la
extensión escolar del español: la revolución cubana, por ejemplo, ha hecho
que Cuba sea el país con menos analfabetos del ámbito hispanohablante, lo
que no deja de ser un logro. La dictadura franquista, por su parte, primó al
español en las zonas de contacto lingüístico y desbarató planes educativos
en pro de otras lenguas de España —señaladamente en Cataluña— que se
iban gestando al calor de las normativas republicanas de 1931. Pero la
genuina extensión de la lengua, sobre todo en América, no es obra principal
de los centros de enseñanza. Sin que pueda menguarse su labor, otras
circunstancias de mayor peso han contribuido a crear necesidades en pro de
una comunidad lingüística.

XXXIII. MÉXICO SE REVUELVE


Espontaneidad social en la difusión de la lengua. El indigenismo: México y
Perú. El papel de los medios de comunicación

En abril de 1913, Pancho Villa salió de El Paso. Llevaba cuatro


acompañantes, tres caballos, un kilo de azúcar, otro de café y medio de sal.
Iba a conquistar México. Ya era un tipo popular. En menos de un mes
levantó un ejército de tres mil soldados. A los siete meses se proclamaba
gobernador militar de Chihuahua, con la responsabilidad de organizar un
gobierno para trescientas mil almas. Se ha dicho de Villa que su éxito se
debió a que estaba rodeado de consejeros con cierta educación.
Seguramente. Villa nunca la tuvo. Hablaba con un lenguaje ordinario, el de
la gente pobre: e\ pelado. No tenía ningún rudimento idiomático. Aprendió
a leer y a escribir por su cuenta y riesgo, sin tener la mínima base. Se
defendía con mucha más dificultad frente a las noticias de un periódico que
frente a las balas enemigas. Cuando leía, lo hacía con un deletreo gutural,
un zumbido inseguro, como si fuera un niño que repasa sus primeras letras.

Entre las gentes de Villa, Toribio Ortega era quizá el soldado más bravo del
México revolucionario. Villa confiaba en él más que en cualquiera de sus
generales. Entrevistado por el reportero norteamericano John Reed, Ortega
explicaba que la revolución se había hecho inevitable porque “hemos visto
robar a los nuestros, al pobre, sencillo pueblo, durante treinta y cinco años.
Hemos visto cómo nos han arrebatado nuestras pequeñas tierras, ¿eh?,
hemos anhelado tener hogares y escuelas para instruirnos y se han burlado
de nuestras aspiraciones”. Ni Villa, ni Ortega, ni tantos como ellos, podían
filosofar sobre las bondades de la instrucción pública como lo había hecho
don Gabino Barreda, quien a partir de 1867 había orientado desde su
ministerio las líneas mejicanas de la enseñanza. Es evidente, sin embargo,
que a tipos como Villa y Ortega les debe el español tantos favores como a
Barreda. Si no más.

Resulta curioso considerar que las guerras y las revoluciones hayan tenido
en México, y en general en otros países americanos, quizá más importancia
para la difusión del idioma común de la que haya podido tener la escuela.
La guerra ha producido, una y otra vez, un particular sistema de movilidad
social espontánea que, en muy poco tiempo, ha hecho que gente de distinta
procedencia se vea en la necesidad de entenderse, o de organizarse, en torno
a una lengua común: Villa salió de El Paso con cuatro soldados, al mes
reunió tres mil, al mes siguiente mil más y, antes de un año, se veía en la
necesidad de organizar la vida y la administración —por llamarla así— de
trescientas mil personas. ¿Qué plan escolar podía haber hecho eso en tan
poco tiempo? Muchos de los que se unían a Villa o a Ortega eran indígenas,
o gente pobre, que se habrían pasado la vida aislados, sin oír una palabra de
español, o hablando un español pelado. Los particulares usos del ejército
revolucionario, donde aparte de soldados con rifles marchan en ocasiones
sus mujeres y niños, donde se recluta gente nueva en cada pueblo, donde se
asiste a bailes, bodas y bautizos, donde se vive en una especie de
comunidad que tan pronto se prepara para la guerra como se organiza para
la paz, hacen de las iniciativas de tipos como Villa y Ortega la mejor
escuela de español. Aunque ellos malamente supieran leer un periódico.

Al menos en México, estos particulares usos de enseñar y compartir el


idioma venían de atrás. Venían de la guerra contra los norteamericanos del
año 1835. De la que se tuvo con los franceses treinta años después. De los
años cuando Porfirio Díaz. fue derrocado por Madero. De cuando Madero
guerreaba contra Emiliano Zapata, de cuando Zapata sucedió a Madero, de
cuando Victoriano Huerta pasó el testigo a Venus-tiano Carranza, que era
enemigo, precisamente, de Villa y Ortega... de modo que cuando Lázaro
Cárdenas llega a presidente catorce años después, en 1934, ese mismo año
era cuando el maestro don Moisés Sáenz consideraba que la mejor escuela
era una red viaria para que la gente se comunicase con facilidad y
espontáneamente entre sí. Pero la gente llevaba haciendo lo propio,
aproximadamente, un siglo. Eso sí, sin las facilidades de la vida moderna
que traía el gobierno de Cárdenas y que contribuyeron a acelerar el proceso:
industrias, carreteras, líneas de ferrocarril, junto a un proyecto educativo, el
“Tarasco”, para que los indígenas aprendieran español desde su lengua
materna. Sin embargo, en opinión de Yolanda Lastra, para el caso mejicano,
“la escolarización no ha sido la causa principal del aprendizaje del español
aunque, por supuesto, sí habrá tenido algxín efecto. La necesidad de los
campesinos, sin tierra suficiente, de emigrar a las ciudades en busca de
trabajo y el hecho de que muchos padres les hablaran a sus hijos en español
para que no tuvieran dificultades en la escuela son factores fundamentales
que contribuyeron al aprendizaje de la lengua oficial”. Efectivamente, el
tipo de desarrollo capitalista que se fue gestando desde los años de la
independencia, y que se aceleró desde mediados del siglo XIX en adelante,
ha contribuido a la comunicación en español de modo más notable que
cualquier proyecto escolar, académico o cultural. Esta idea es extensible a
casi toda Hispanoamérica pero, especialmente, a aquellos países que han
tenido un fondo indígena notable, como el propio México, donde ya está
muy disminuido (apenas un 7 por ciento de la población habla lenguas
indígenas) . O como Perú, donde la aportación indígena es tres veces mayor.

La instrucción pública peruana, como otras bondades de la civilización que


conoció el país, debió su auge a los beneficios del comercio de guano. Entre
1872 y 1876 el presidente Manuel Pardo se preocupó por la instrucción
popular, pero a los tres años comenzaba la guerra del Pacífico, que arruinó a
Perú, y con ello el sistema escolar quedó desasistido. Se empezó a
reconstruir en 1904 y, diez años después, una aguda crisis económica lo
volvió a arruinar. En 1918, cuando se reorganiza de nuevo, había menos
escuelas que en 1904; sin embargo, desde entonces ha tenido un desarrollo
sin muchas interrupciones. Pero en 1918 ya había efectos poderosos en la
comunicación popular que no tenían nada que ver con las escuelas. Cierto
auge en la industria y el comercio petrolero, minero, textil y del caucho
había abierto usos para una movilidad social desconocida cincuenta años
antes. La población bajó de la sierra a la costa, se incrementaron los centros
urbanos, se multiplicó el tráfico en los puertos y las vías de comunicación
resultaron más fluidas.

Para cubrir las nuevas necesidades, una empresa británica, de nombre West
Coast, y otra norteamericana, la Central and South American Telegraph, se
establecían en Perú entre 1878 y 1882 y lograban éxitos idiomáticos mucho
más notables que los de las escuelas: comunicaban entre sí Lima, Callao,
Chorrillos y Molledo al momento. Si la comunicación era con Buenos Aires
había que esperar diez minutos; si con Nueva York, unos veinte.

Los lugares de trabajo, especialmente si eran centros urbanos costeros, las


carreteras, el servicio militar obligatorio —importante en unos países que
estaban en guerra cada poco tiempo—, las idas y venidas de la gente,
acabaron siendo caminos más prácticos para la difusión del español que
cualquier forma organizada a través de planes escolares. Era una difusión
informal, espontánea, y como tal ha dejado desequilibrios en la población
peruana, que para Rodolfo Cerrón-Palomino han dado lugar a una sociedad
“desarticulada social y económicamente, en la que los núcleos de habla
hispana se concentraban mayoritariamente en las ciudades antes que en el
campo, y en la costa antes que en la sierra, con la marginación respectiva de
los grupos de habla vernácula”. Perú se caracteriza por tener una de las
situaciones lingüísticas más complejas de América, con una zona costera y
urbana que habla español; con un altiplano dominado por el aimara y por un
quechua que anda dividido en seis variedades diferentes, cada una de ellas
con su gramática y vocabulario; aparte, con una zona amazónica
prácticamente inexplorada. Cuando en 1975 se declaró oficial el quechua,
los problemas que dicha declaración provocó no fueron pocos. No faltan
opiniones que dibujan a Perú como dos países formados por quienes saben
que son peruanos y quienes no tienen la mínima idea de que lo son; estos
últimos, a menudo, ignorantes asimismo del español.

La situación es extensible a otros países de fuerte presencia indígena y pone


el dedo en la llaga de un problema muy característico de Hispanoamérica:
el que causa la integración de las poblaciones indígenas en la vida nacional
y el hecho de que en esta población se den los niveles más altos de
analfabetismo, pobreza y marginación social. Los principios
revolucionarios de igualdad, libertad y fraternidad que se manifiestan en
todas las Constituciones de América muestran aquí una aguda
contradicción, pues resulta evidente que gran parte de los problemas en
torno, precisamente, a la libertad, igualdad y fraternidad indígenas derivan
de que estas poblaciones no saben español y de que, tradicionalmente, nadie
se ha preocupado de enseñárselo. Es la cara y la cruz de la espontaneidad
que, básicamente, ha caracterizado la difusión de la lengua común en
Hispanoamérica. Una espontaneidad condicionada por líneas de desarrollo
económico muy desiguales que, en más ocasiones de las debidas, no han
tenido canalización, ni pública ni privada, en el terreno educativo o cultural.
Sin embargo, la condición de lengua franca del mundo indígena nunca le ha
faltado al español. Cuando hace unos años se celebró en México un gran
Congreso de los Pueblos Indios no hubo más remedio que realizarlo en una
lengua común: la española. Era el único medio de entenderse entre las
doscientas cincuenta y seis lenguas indígenas presentes en la reunión.
La espontaneidad lingüística, sin embargo, ha sido respaldada por medios
mucho más poderosos que la vieja telegrafía de la West Coast. Desde
mediados del siglo xx, la televisión y la radio se han ido plantando en
muchos hogares y sus efectos en la nivelación idiomàtica y la difusión
popular de la lengua han sido evidentes, pues no cabe duda de que los
medios de comunicación masiva son un apoyo para la difusión del idioma.

Un ejemplo de la nivelación lingüística a la que se llega con la televisión lo


dan los “culebrones”, esas series donde

Antonio Enrique Fernando Casparroso se va a casar con Clara Jimena


Cecilia Fernández (una chica de muy buena familia), pero ha dejado en
estado de buena esperanza a Delia Alicia Sartori, que, a su vez, es prima de
Clarajimena Cecilia. Pues bien, como los productores de estas series deben
venderlas en todo el ámbito hispanohablante, porque así son más rentables,
se han preocupado de escribir guiones sin mucha coloración local, de modo
que si la serie se rueda en México sea bien recibida en Chile o en
Centroamérica. Y si algún matiz de color se escapa, no es extraño que se
cuele con naturalidad en aquellos medios hispanohablantes donde se recibe
la serie. No sé qué pasará al final en España con el verbo coger (en
Argentina, por ejemplo, sólo se puede coger un taxi por el tubo de escape),
pero que en España se oye a veces agarrar una servilleta, un vaso, al estilo
de Clarajimena Cecilia, es un hecho; como lo es el que la palabra chévere,
“bonito”, haya aparecido ocasionalmente en medios de comunicación
españoles. Cuál sea la suerte de estas corrientes lingüísticas de ida y vuelta,
y si son simple anécdota o no, lo dirá el tiempo.

Lo cierto es que si el español ha llegado donde ha llegado entre las lenguas


del mundo ha sido, esencialmente, por obra de la espontaneidad más que
por la escuela o la intervención estatal. En los siglos en que el español se
extendía por el mundo gracias al régimen colonial, la influencia del Estado
sobre los ciudadanos era infinitamente menor de lo que actualmente es, y
los medios de comunicación paupérrimos, si se comparan ambas
circunstancias con la época contemporánea, cuando se han extendido
lenguas como el francés o el inglés. Eso explica que, a grandes rasgos, la
necesidad, el interés y el contacto entre la gente haya podido más en la
difusión popular del español que unas leyes que, en la mayoría de los casos,
no se podían aplicar por falta de instrumentos estatales organizados ya fuera
en la escuela, en la administración, en los medios de comunicación o en la
burocracia. En cierto sentido, uno podría sorprenderse de por qué el español
no se ha desintegrado como lengua común o por qué sus hablantes no han
quedado a merced de otros grupos lingüísticos; pero

GENTE DE CERVANTES

el caso es que no sólo se ha conservado con buena salud, sino que está
dando muestras sorprendentes de vitalidad internacional. No cabe duda, sin
embargo, de que la espontaneidad a que me he referido ha obrado de forma
irregular y deja algunas nubes en la instalación actual y futura del idioma.
No estará de más considerar este punto.

XXXIV. DÓNDE ESTÁ EL ESPAÑOL

Circunstancia internacional de la lengua española. Demolingüísti-ca.


Relación con otros grandes grupos lingüísticos

He aquí los diez pesos pesados de las lenguas: inglés, francés, español,
ruso, chino, alemán, japonés, sueco, italiano, hindi (portugués, bengalí y
árabe son también considerables). El orden no es caprichoso. Se obtiene tras
considerar el valor ponderado de seis factores: el número de hablantes; el
índice de desarrollo humano (o sea, si los hablantes, además de hablar,
saben leer y escribir, cuál es su nivel de instrucción, si sus animales
domésticos son perros y gatos o cabras y gallinas, en qué trabajan, qué renta
per cápita tienen, qué esperanza de vida...); se considera también la
extensión geográfica de la lengua; el valor comercial calculado en dólares
norteamericanos; el interés como segunda lengua para quienes no la hablan;
finalmente, el estatuto oficial en organismos internacionales. Es un severo
examen de lenguas, desde luego.

Ninguno de los valores considerados es absoluto. En número de hablantes


es el chino mandarín la lengua más hablada del mundo, con ochocientos
millones largos de hablantes; sin embargo, su extensión geográfica es
mucho menor que la del inglés y su valor comercial es la sexta parte del que
ofrece el alemán. Por cada hablante de sueco en el mundo hay unos treinta
de hindi, pero el desarrollo humano de los hablantes de sueco, el valor
mercantil de esta lengua y el hecho de que por cada traducción de hindi que
sale a la luz se hagan a su vez treinta traducciones de sueco hacen que este
idioma adelante al hindi, por ahora, en peso internacional.

Factor arriba, factor abajo, después del riguroso examen de lenguas, el


español se mantiene en la tercera plaza. Se puede ser optimista, porque que
te concedan la medalla de bronce en una competición de seis mil ciento
setenta lenguas que hay en el mundo (o de dos mil setecientas, según quien
las cuente) no es poco premio. O se puede ser menos optimista, porque en
ese selecto grupo, el español está por debajo, incluso muy por debajo a
veces, de vecinos como el inglés, el francés, el alemán, el italiano, el ruso...
incluso del sueco en determinados factores. Lamentablemente, suelen ser
aquellos que dan calidad a las lenguas: el desarrollo humano de sus
hablantes, el valor económico de la lengua, su interés por aprenderla, las
traducciones que de ella se hacen. Es verdad que se compensan estas
desventajas con una notable extensión geográfica, una aceptable unidad y
una sobresaliente cifra de usuarios, pero ¿cuántos de éstos viven en el
Tercer Mundo? Más de los que quisiéramos, desde luego.

Una buena definición de nuestra lengua la da el marqués de Tamarón: “El


más somero boceto mostraría una gran lengua internacional,
sorprendentemente unitaria, bastante pero no demasiado extendida
geográficamente, de poco peso económico y con una reputación
internacional manifiestamente mejorable”.

Respecto al número de sus hablantes, no hay dos autores que se pongan de


acuerdo. Así que si están buscando una ocupación amena donde emplear
sus ocios, una ocupación que les sorprenda a cada paso, yo les
recomendaría la demolin-güística, o sea, el recuento de los hablantes que
tienen las lenguas. No les defraudará.

Yo no me explico cómo pueden desaparecer de un recuento a otro cincuenta


millones o más de inocentes hablantes, pero el caso es que se escamotean
con relativa facilidad. El último cálculo que conozco para nuestra lengua
dice que hay trescientos treinta y dos millones seiscientas diez mil personas
capaces de hablarla en países donde es oficial, a los que hay que sumar
veinticinco millones y medio que la hablan donde la lengua no lo es (por
ejemplo, en Guarn hay setecientos noventa y tres hablantes a los que
saludamos desde aquí y sumamos con mucho gusto). En el cómputo total
salen unos trescientos sesenta millones de hispanohablantes, calculando por
lo bajo. Su número crece rápidamente. Lo seguirá haciendo durante el
próximo siglo, en América, por supuesto. Mucho más difícil es saber
cuántos lo estudian como segunda lengua, cuyo número crece cada día, pero
hay que suponer que la mayoría de quienes lo estudian no llegará a
dominarlo nunca.

Por número de hablantes, la lengua española se situaría detrás del chino


mandarín, del inglés y del hindi. Quizá se pregunten por qué hablo otra vez
del chino especificando mandarín, y es que el chino más bien son los
chinos, de modo que las gentes de Pekín, Shanghai, Taiwan, Cantón y
Meixan, entre otras, sólo pueden entenderse de forma escrita pero si se
ponen a hablar cada cual a su modo, sea en la variedad wu, min, yue o
hakka, ya no se entienden. Por esto mismo andan ocupados en crear una
norma hablada común, el putongua, que en chino quiere decir “lengua
común” precisamente. Como esto de aunar lenguas sí que es un trabajo de
chinos, me imagino que acabarán lográndolo. Los hablantes de lenguas
románicas podríamos pensar en ir haciendo algo parecido.

¿Qué lengua sigue al mandarín? Hace un párrafo se suponía que el inglés, y


que detrás de éste iba el hindi, hablado en seis estados de India. Se suponía.
Pero el natural desparpajo de los guarismos demolingüísticos no deja de
sorprendernos: hay quienes distinguen entre lo que otros han considerado
un tronco aproximadamente común, o sea, separan el hindi del bengalí y,
dado el laberinto idiomático que es India, sólo cuentan los hindihablantes
natos. El hindi sufre así una considerable pérdida. En fin, voy a dejarme de
disimulos: el hindi sufre una sangría horrible y se queda casi en la mitad de
hablantes que otras veces le atribuyen. Así que nos encontramos con otra
lengua numerosa, el bengalí, de entre ciento cincuenta y ciento noventa y
dos millones de hablantes (obsérvese con cuánta facilidad se pierden
cuarenta millones de paisanos), la mayoría apiñada en Bangladesh. Al hindi
le quedan unos doscientos millones largos, que tampoco son de despreciar.

Más sorpresas. El inglés solía contar con más hablantes que el español
(también es verdad que muchos demolingüis-tas hablan aquel idioma y en
algo se tenía que notar), pero dado que en los últimos años por cada niño
nacido en casa anglohablante han nacido cinco en casas hispanohablantes,
algunos autores, como F. B. Grimes, calculan que el español ya tiene más
hablantes natos que el inglés. Entre el descenso de natalidad anglo y la
sangría hindi, el español, con sus trescientos sesenta y tantos millones
(incluso ahorrándose los veinticinco millones que viven en países donde la
lengua no es oficial) se vendría a situar detrás del chino mandarín. Sea
como fuere, resulta que de cada veinte habitantes del mundo uno habla
español, o sea, reunidas sesenta personas del mundo al azar, las que
hablaran español podrían formar tertulia.

Los hablantes de grandes lenguas tienen gustos paradójicos: algunos se


reparten por el mundo. Otros se concentran hasta extremos asombrosos.
Más de cien millones de hablantes de bengalí, por ejemplo, viven en un
territorio que es aproximadamente como Andalucía y media. Los de chino
se concentran en China, con menos apreturas. Los de ruso, en Rusia y otras
ex repúblicas soviéticas, mucho menos apretados aún. Los hablantes de
inglés, como los de francés, prefieren dispersarse. La tribu de Cervantes
anda a medio camino: está dispersa por el mundo pero se concentra, sobre
todo, en América. De cada nueve personas que hablan español ocho son
americanas; la que queda vive en España. Las que quedaban por Asia y
Africa casi se han convertido en anécdota (lo digo con cariño) gracias,
sobre todo, al empeño de la tribu en que así fuera, pues entre las grandes
lenguas del mundo no ha habido caso como el de la española: feliz de
perder hablantes o de abandonarlos allí donde los tenía leales.

Esto de las distancias y del globo terráqueo puede parecer una sandez pero
no lo es. Considérese un simple hecho: si usted habla una lengua con
muchísimos hablantes peto que sólo le permite trasladarse sin tener que
cambiarla a lo largo de unos mil kilómetros (éste es el caso del bengalí) o
de dos mil y pico kilómetros (el caso del japonés), incluso de cuatro mil
kilómetros (el caso del chino), no me negará que no es lo mismo que otra
lengua que le permita trasladarse distancias que multiplican por cinco las
citadas. Hoy día, cuando la gente devora millas sin ton ni son, se adentra
por exóticos destinos, se expone a ser secuestrada por guerrilleros o
mutilada horriblemente por fieras salvajes, ha comprendido qué cómodo es
llegar a su destino y no encontrar barreras idiomáticas. Los anglohablantes
son quienes más experiencia han acumulado al respecto. De hecho, muchos
solemos imitarlos con el socorrido ¿zuyu espic inglis? que nos viene a la
boca en cuando salimos de casa.

XXXV. LENGUAS INTERNACIONAI.ES

El concepto de lengua internacional. Lenguas multinacionales y lenguas


francas

El número de hablantes no lo es todo para una lengua. Que una lengua sea
grande y se hable en varios países no quiere decir que sea genuinamente
internacional. Internacional, universal, global, franca, son adjetivos
pomposos que se aplican a las lenguas con mucha generosidad. Sólo hay
tres lenguas en el mundo que se hablan en una cantidad notable de países,
digamos, de quince para arriba: el inglés, el francés y el español. Las demás
lenguas del mundo, grandes o pequeñas, no conocen nada igual.

Pero la germina condición de internacional se ha puesto por las nubes. Ya


no basta con que una lengua tenga muchos hablantes o se hable en varios
países. Hace falta que esa misma lengua se seleccione por quienes, no
teniéndola, ven en ella un canal eficaz de comunicación. Por eso se puede
distinguir entre lenguas genuinamente internacionales y len

guas, más bien, multinacionales. El inglés es, hoy por hoy, una genuina
lengua internacional, es más, el inglés ha logrado lo que nunca ha logrado
ninguna lengua: estar en camino de alzarse con el título de planetaria, si no
lo tiene ya. El francés disfruta asimismo de la internacionalidad que le
brindan, sobre todo, los foros diplomáticos. El español, más que
internacional, es multinacional porque se habla en varios países, todos ellos
(si se exceptúa el caso de Estados Unidos)... de lengua española. Parecerá
una perogrullada pero es la verdad. Es más, si esos muchos países se
hubieran unido en grandes federaciones, a lo mejor el español se hablaba
hoy no en veintiuna sino en dos, tres o cuatro naciones.

Francés e inglés han conseguido la condición de internacionales, o francas,


al ocupar en los dos últimos siglos el lugar que el español había ocupado
antes: han sido lenguas de grandes potencias coloniales, que abrían rutas
mercantiles o las aprovechaban una vez abiertas, que tenían ejércitos
poderosos —en el caso del francés, el ejército era propiamente de
funcionarios—, diplomacia hábil, empresarios y emigrantes bien
dispuestos. El español recorrió ese camino desde finales del siglo xv hasta
principios del xix. Después se ha mantenido con mucha mejor suerte de la
que cabría esperar. Pero sin poder entrar en territorios reservados a las
nuevas potencias; uno de estos territorios ha sido la comunicación, relación
y presencia internacionales, mucho más necesarias y exigentes en nuestra
época que en los años de Felipe II o de Carlos III.

La tribu de Cervantes no ha podido jugar fuerte en las apuestas donde


modernamente se ha fraguado la genuina internacionalidad lingüística: peso
diplomático y militar, poder económico, gran actividad comercial,
financiera, científica y tecnológica. Al contrario que la francesa, la inglesa,
la alemana, incluso la rusa, la tribu cervantina apenas ha tenido
modernamente lo que podría denominarse “comunidad hablante
secundaria”, es decir, aquella que aprende la lengua no por tenerla en casa y
por serle transmitida, sino porque le resulta interesante, necesaria, y la
adquiere como segunda lengua o como lengua franca para hacerse oír en el
mundo.

Esto lo hizo el español entre los siglos xvi y xix. Pasamos un siglo
vegetando y sólo desde hace unos años se han tomado algunas iniciativas
para fomentar el interés al respecto. Dado el crecimiento previsible de los
cervantinos, es probable que las iniciativas prosperen con mejor suerte en
América (Brasil y Estados Unidos) que en Europa, donde el inglés, el
francés y el alemán ya han consolidado posiciones que no van a ceder.
Posiciones que han ganado haciéndose interesantes, o imprescindibles, para
quienes no los hablan. Tan interesantes e imprescindibles que con sólo ellas
tres se gobierna casi toda la Unión Europea.

Este interés ajeno suele ser una fuente de vitalidad para las lenguas. Buena
parte de quienes pueden leer un libro en francés viven fuera de Francia,
Bélgica, Suiza o Canadá. Fuera de la tribu de Cervantes, quienes pueden
leer en español suelen ser minorías, en general más atentas a los ancestros
literarios de la tribu que a lo que hagan sus nuevos miembros. Y dentro de
la propia tribu se dan circunstancias paradójicas: parte de quienes la
habitan, en número que a veces resulta preocupante, no sabe leer ni en
español ni en otra cosa.

XXXVI. LAS TRIBULACIONES DE LA TRIBU

Temas y problem.as de la instalación internacional del español. Lengua y


economía

Las tribulaciones son comprensibles: una lengua no es interesante por sí


misma, sino por lo que promete. Cuando a la estudiantina de inglés que
pulula por el mundo se le pregunta por qué eligió esa lengua y no otra, se
obtienen de sus respuestas varias conclusiones interesantes. La más
evidente: la culpa de la elección no la tuvo Shakespeare. La culpa es que el
inglés ofrece relaciones, dinero, viajes, puestos de trabajo y más fruslerías
por el estilo. Lo que hace Shakespeare en todo el negocio es presidir
honoríficamente un desfile de seis países que están entre los más ricos del
mundo. Situación apetecible, desde luego. Por eso mismo se han hecho con
séquito de cincuenta países más. Cervantes no puede hacer lo mismo, hay
que reconocerlo honradamente. El índice de desarrollo humano que han
alcanzado sus hijos es menor que el alcanzado por los descendientes del
británico, menor también que el alcanzado por la progenie japonesa,
francesa, alemana y sueca. Por bienestar material de sus hablantes, el
español ocuparía un puesto en la equívoca frontera que divide al Primer
Mundo del Tercero. Lenguas que numéricamente son diminutas a su lado la
sobrepasarían en este concreto rango cuyo peso se calcula en dólares. Lo
más serio del caso es que el desarrollo humano de los hablantes suele dar o
quitar interés a las lenguas.

Muchos hispanohablantes son eso mismo: hispanohablantes. Hablan una


lengua, la oyen por radio y, sobre todo, por televisión, pero no la leen ni la
escriben. Entre los trescientos treinta y dos millones de seres que viven en
países donde el español es oficial se reparten a diario dieciséis millones de
ejemplares de prensa. En Japón, un tercio de esos seres se reparte setenta y
dos millones de periódicos.

¿Estará dominada la tribu cervantina por algún hechizo que le haga repeler
la letra impresa de los periódicos? ¿Está mejor adaptada para la lengua
oral? La explicación es más sencilla: los analfabetos son muchos. Países
como Bolivia, Guatemala, Honduras o Perú dan cifras sobresalientes al
respecto. Pero la alfabetización en sí es sólo una parte del desarrollo
humano, un índice de la riqueza de los países. Y los bajos índices generales
de desarrollo son el talón de Aquiles del mundo hispanohablante. Algo que
le resta atractivo a su lengua y representación en el mundo a quienes la
hablan.

El repaso de los registros económicos cervantinos no es una lectura


edificante. Pero no conviene cerrar los ojos a la realidad. Los países
hispanohablantes tienen la mitad de renta per cápita que los países
desarrollados, la mitad de tasa de crecimiento anual, el doble de paro y una
inflación que es de quince a veinticinco puntos superior. Dicho índice
económico general está en estrecha relación con otros asuntos poco
presentables: más de la mitad de los países hispanohablantes, doce en
concreto, participan de lo que se califica como “régimen de desigualdad
social severa”, con un 12 por ciento de la población que disfruta de unos
recursos equivalentes a los que se reparte el 88 por ciento restante. Algunos
se amontonan en la cola de las naciones más pobres del mundo.

Todos los países hispanohablantes están entre los campeones en ahorrarse


dinero para educación: aproximada y proporcionalmente, algunos gastan lo
que Chad, Somalia, Afganistán, China o Nepal (es verdad que otros han
hecho examen de conciencia y están dispuestos a ser más rumbosos) . Así
no es de extrañar que coleccionen analfabetos: hace diez años, más de la
mitad de la población guatemalteca lo era. En las escuelas, los cervantinos
son los que tienen las aulas más apiñadas, y no porque se desvivan por
acudir a ellas, sino porque hay pocos maestros. En las calles son los que
más niños tienen trabajando, únicamente les superan algunos países
africanos y asiáticos, donde da la impresión de que los niños trabajan más
que los adultos. Tienen pocas líneas telefónicas; los servicios de correos
están organizados para salir del paso porque, en comparación con los más
de ciento cincuenta envíos que hace un australiano al año, en Paraguay la
media no pasa de cinco. Además de tener los carteros justitos, cuentan con
pocos investigadores universitarios. En fin, uno de los hacendados de la
tribu, que es España, alcanzó hace veinticinco años el 79,4 por ciento del
PIB per cápita de la Unión Europea... y poco más o menos ahí se ha
quedado. Este bajo desarrollo humano resta representación internacional a
la lengua, y aparte de representación, prestigio. Pero esto no es lo peor,
limita también a la tribu de Cervantes para aprovechar las oportunidades
que están abriendo nuevas corrientes económicas que pasan precisamente
por el negocio con las lenguas. Estas limitaciones ensombrecen el futuro y
pueden sembrar dudas sobre la salud y reputación de la lengua para el día
de mañana.

No faltan, sin embargo, indicios muy esperanzadores: en ese novedoso


medio que es Internet los países hispanohablantes no hace mucho
mostraban un “coeficiente de esfuerzo” —es decir, de voluntad en crear
contenidos y utilizar Internet como medio de relación con el mundo—
relativamente bajo. Es posible que con el acuerdo firmado por la Real
Academia y Telefónica para promover el uso del español en la Red la
tendencia empiece a corregirse. De hecho, se nota ya un ascenso notable en
el “coeficiente de esfuerzo” y dentro de muy poco tiempo (si no ha
sucedido ya) el español ocupará el cuarto lugar en la Red tras el inglés, el
japonés y el alemán.

XXXVII. ASUNTOS DE DINF.RO

Lengua y comercio. Las nuevas tecnologías y su reflejo en la lengua

Las lenguas producen mucho dinero. En torno a ellas se han creado


auténticos imperios industriales. Puede parecer extraño que algo de
apariencia inmaterial pueda medirse en euros, dólares o yenes contantes y
sonantes, pero así se mide: la quinta fuente en importancia de ingresos del
Estado británico es... la enseñanza de inglés. Los anglos son prácticos en
esto y venden su lengua a buen precio en cualquier esquina. Pero aunque la
enseñanza de idiomas sea quizá el negocio más evidente que se puede hacer
con una lengua, la industria lingüística no se queda ahí y tiene
ramificaciones insospechadas. A veces refinadísimas y todas muy lucrativas
para quien las sepa aprovechar.

La tribu de Cervantes mantiene en este campo una actitud hidalga: la


mayoría de sus naturales no se entera de los beneficios económicos que
podría generar y que tan ricamente le vendrían. A veces, los producen otros
en su nombre. No es que los hablantes de español seamos inútiles;
sencillamente, tenemos aquí un campo industrial que no nos produce el
entusiasmo que sí les produce a otros, como los japoneses, por ejemplo, que
ya se han convertido en una de las grandes fuentes de edición de libros en
español. Sin embargo, el negocio lingüístico da cifras apetecibles: en 1992,
por ejemplo, sólo en

GENTE DE CERVANTES

publicidad emitida en español se generaron unos quince mil millones de


dólares en el mundo. Las industrias culturales que, concretamente España,
se desarrollan en español suponen un 3 por ciento del PIB. Pero esto no
quiere decir que el dinero vaya a parar a bolsillos hispanohablantes, ni
mucho menos. Y esto causa preocupación. Si la tribu de Cervantes no
despierta, no aprende a negociar con el español en campos de la industria
lingüística, tecnología informática y áreas afines donde se forjará el eco y
prestigio de su voz en el mundo, perderá dinero, perderá buenas
oportunidades empresariales, se empobrecerá culturalmente, tendrá menos
cosas que decir por sí misma y quedará a merced de otros grupos, que
tomarán prestada su voz.

Hace pocos años que Antonio Castillo daba este aviso: “Las repercusiones
económicas para los países hispanohablantes serán enormes. Este colectivo
constituye un mercado potencial tan rico como poco explotado. La industria
norteamericana es puntera en tecnología del habla y ha descubierto el rico
potencial de la lengua española lanzándose a su conquista. Si los países
hispanohablantes desatiendeh su política lingüística, sus ciudadanos
consumirán productos desarrollados por la industria norteamericana, o
incluso japonesa, que introducirán un español tecnológico de raíces
fonéticas y sintácticas muy diferentes. Esta situación tendrá graves
consecuencias tanto para su economía como para su cultura”. La
circunstancia de colonización cultural no es nueva: en el siglo XIX quienes
ganaban dinero con la edición de libros en español por tierras americanas
eran los editores franceses, que de paso exportaban el francés (véase
capítulo XXIV). Hoy día, para asegurar una presencia sólida en las nuevas
tecnologías lingüísticas es imprescindible el concurso de Hispanoamérica,
que empresas americanas desarrollen productos y servicios lingüísticos
electrónicos en español ofrecidos por hispanohablantes. Aunque
ciertamente sea un halago, y una suerte para la lengua española, que otros
grupos lingüísticos se interesen por ella.
XXXVIII. LENGUA Y CIENCIA

Cuando se consultan por simple curiosidad esos índices de libros y artículos


que se publican sobre física, ingeniería, ordenadores, tecnología y ciencias
varias, uno se queda asombrado de la voracidad del inglés. Hay índices que
de cada cien artículos traen noventa o más en dicha lengua y los restantes se
reparten entre el ruso (que últimamente ha perdido mucho), el alemán, el
francés, el italiano... y algo de español. No es que los anglosajones lo
escriban ellos todo, claro está; es que los rusos, los alemanes, los franceses,
los italianos, los españoles y otros muchos, en cuanto se hacen ingenieros,
físicos o matemáticos les da por escribir en inglés para que sus colegas les
entiendan. Es una servidumbre comprensible, porque los científicos son
como son y buscan códigos internacionales desesperadamente, ayer fue el
latín y hoy es el inglés.

Aunque es comprensible y ya nos hayamos resignado a ella, la servidumbre


deja algunos nubarrones en el cielo del español. Y no es para consolarse el
hecho de que los deje también en los cielos de otras grandes lenguas. Antes,
la ciencia y la tecnología eran cosa de cuatro iluminados, hoy están a la
orden del día y sus derivaciones en la vida cotidiana son inverosímiles.
Dichas derivaciones no son inocentes: suponen desarrollo, bienestar,
prestigio, ventajas para quienes las controlan y, en términos idiomáticos,
agilidad para la lengua que sabe expresar y üansmitir todo ese conocimiento
novedoso, que es como inventarse el mundo donde vivimos o donde vamos
a vivir mañana.

La muerte llama a la puerta de muchas lenguas precisamente así: empieza


por dejarlas inútiles para el cultivo de tales o cuales campos. Es lo que
técnicamente se llama “pérdida de funcionalidad”. No es que en sí misma la
lengua se quede inútil, o con un número muy reducido de hablantes, es que
sus hablantes prefieren otras para expresar conocimientos nuevos; hay una
especie de fuga de cerebros, preci-sámente aquellos que podrían poner al
día la lengua de la que huyen. Al final, esa lengua puede muy bien acabar
siendo un montón de chatarra gramatical propia para el folclore. Este es un
círculo vicioso que cuando empieza a rodar resulta de difícil freno: un
científico hispanohablante puede preferir el inglés, resultarle imprescindible
o más útil, hace sus descubrimientos en esa lengua, entre colegas con esa
lengua y en ella los publica; por lo mismo, deja de hacerlos en español, el
español se empobrece, pierde funciones... cuando se quiere comunicar con
otro científico hispanohablante resulta más cómodo y preciso hacerlo
profesionalmente en inglés. Lo menos grave de este círculo vicioso es que
el español se llene de palabras como testar por probar, o know how por
técnica (no me negarán que es más cómodo decir escáner que decir estudio
de imágenes; el primero, además, lo entiende todo el mundo y si hablas del
segundo a lo mejor confundes más que aclaras, incluso entre los propios
hablantes de español) , lo peor del caso es que el español acabe siendo una
lengua inane para la comunicación científica y técnica donde dé igual decir
escáner que 110 decirlo, porque no haya nadie para escucharlo.

Hay quien piensa, como Luis F. de Lara, que el círculo vicioso se está
cerrando para el español, si no se ha cerrado ya: “En la cultura hispánica
contemporánea, cuando se trata de ciencias modernas cuyas terminologías
proceden de lenguas como el inglés, francés o alemán, cada país sigue las
corrientes terminológicas que le dictan las influencias científicas a que está
sometido. De ahí que la terminología científica hispánica sea caótica e
impida, en realidad, la comunicación entre científicos hispanohablantes. En
las ciencias contemporáneas casi no hay un vocabulario hispánico común”.
La pérdida de campos funcionales acecha al español y se nota sobre todo en
las traducciones al estilo del manual que tengo aquí, al ladito del ordenador.
Les regalo un párrafo: “La bahía central puede ocuparse por un flopy de
conducción simple de diskette o por un pequeño paquete [¿por qué no
paket-te?] de batería auxiliar. Cuando el módulo ha sido insertado, por
favor, verifique que los lazos de cierre se acoplan en los lados dobles de la
bahía central”. Pues nada, a verificar.

Es posible que quien traduce no pueda utilizar otra prosa. Es más, hay
ocasiones en las que ni siquiera se traduce y se deja al consumidor con un
librillo de instrucciones plurilingüe, que viene hasta en arameo antiguo pero
no en español, con el que manejarse como buenamente pueda. Todavía, en
revistas de ciencia y tecnología publicadas en la tribu de Cervantes, el
español sigue siendo mayoritario y con ello se mantiene la llamita de la
funcionalidad; sin embargo, razonablemente el inglés gana terreno en ellas
y es prudente suponer que con el dinero que gastan los países
hispanohablantes en investigación científica y técnica —o en la
recuperación de investigadores hispanohablantes desperdigados por el
mundo— el terreno se le vaya allanando a esta lengua un poco más cada
día. Y no es que yo tenga celos del inglés, cuyas ventajas, economía,
universalidad y simplicidad gramatical reconozco, pero entiendo que si el
español quiere pesar internacionalmente más de lo que pesa, o arregla esta
particular circunstancia o no va a haber circunstancia que lo arregle a él.

No crean, sin embargo, que todas las amenazas para la agilidad del español
están fuera. Antes les he leído un párrafo demoniaco traducido del inglés.
He aquí otro producido por españoles, me imagino, que he leído esta
mañana en el correo electrónico: “Taller desempeoramiento docente [...]: En
este taller haremos el esfuerzo de penetrar práctica, concretamente, en este
ámbito, con el fin de procurar un cierto desempeoramiento que nos capacite
para autoanalizarnos y ser mejores profesores y profesoras”. En fin, lo
dicho, a desempeorarse.

XXXIX. IMAGEN DEL FUTURO

Visto lo visto, los hijos de Cervantes tienen dos tareas urgentes que otras
grandes lenguas ya han cumplido: limpiar su casa y mostrarla limpia a los
vecinos entre quienes preten-

GENTE DE CERVANTES

de vivir. De poco sirve imaginar altos vuelos lingüísticos en el panorama


internacional cuando en el doméstico hay niños sin escuela, analfabetismo
crónico, medios de comunicación poco repartidos, escaso cultivo de
aquellos campos del conocimiento donde se fragua el prestigio de una
lengua moderna, además de poco aprecio y estimación por la propia. Si no
mostramos respeto por nosotros mismos en asuntos tan elementales, de
poco servirá reclamar que los demás nos lo muestren. Lo esencial de estas
tareas desborda los ámbitos literario y filológico. No son por sí mismas
tareas lingüísticas: pasan por la transformación de unas relaciones
económicas y políticas que a menudo anclan a regiones del mundo
hispánico en el núcleo del Tercer Mundo. Pero esta mejora,
indudablemente, fomentará el interés por la lengua y la hará respetable más
allá del número de hablantes que sume o de la tradición literaria de la que es
heredera. Además de cantidad, los hispanohablantes deben esforzarse por
ofrecer calidad de lengua y mejorar la imagen que se transmite con ella.

No faltan medios: el español es, en número de hablantes, la más grande de


las lenguas románicas y muchos estudiantes la eligen por esa razón, o como
primer paso para entrar en dicho tronco lingüístico. El ascenso en la
matrícula de estudiantes de español por el mundo ha sido notable. Brasil y
Estados Unidos se van a poner a estudiarlo masivamente. En otros países
donde se esperaría menor interés por el español, si no crece más, es por la
falta material de profesores para cubrir la demanda. En fin, en este concreto
punto su crecimiento no sólo parece asegurado, sino que quizá se desborde.
Un aporte de hablantes secundarios que, por razones políticas y
económicas, el español había perdido a finales del siglo xix, lo reencuentra
a principios del siglo xxi.

Hay otros reencuentros: la revista Time, en su número de enero de 2000,


publicaba un interesante reportaje sobre los negocios empresariales de
compañías españolas en América. No les daré cifras, sino letras: son
fastuosos. Uno de los redactores, Ronald Buchanan, reconocía que la suerte
de lo que él

denominaba reconquista estaba echada para españoles y americanos gracias


al idioma común, que les facilitaba el trato personal y comercial. No es para
menos: el español crecerá en el próximo siglo hasta convertirse en una
lengua de quinientos cincuenta millones de hablantes. Probablemente, será
la única lengua de verdadero rango internacional junto al inglés y, en menor
medida, el francés. Si bien su difusión europea no se presenta tan clara, por
lo menos, a medio plazo, su progresiva proyección internacional no admite
dudas. Basta con consultar el Anuario 2000 del Instituto Cervantes
(http://cvc.cervantes.es) para darse cuenta del crecimiento, en verdad
sorprendente, que está experimentando nuestra lengua. He aquí un dato
anecdótico (que puede no serlo tanto dentro de unos años): en Utah, donde
apenas hay hispanohablantes, lo estudian un 89 por ciento de alumnos de
primaria. En China hay sesenta estudiantes candidatos para cada plaza que
se oferta de español. En Brasil, la iniciativa del presidente Cardoso de
fomentar la enseñanza del español en las escuelas hará que en los próximos
años sean necesarios en el país 210.000 profesores.
En cuanto a su sistema lingüístico, es una lengua de ortografía sencilla —y
que puede serlo más—, lo que no deja de ofrecer ventajas para las nuevas
tecnologías de lengua escrita en sistemas informáticos. Tiene un cultivo
literario notable y tradición escrita de siglos. A pesar de quienes ven
brechas en ella, muestra una sólida unidad de usos cultos. Se estudia en
muchísimas universidades repartidas por todo el mundo; son miles y miles
las sociedades científicas dedicadas a su cultivo y al de la cultura hispánica,
algunas de ellas ciertamente meritorias. Cuenta con un instituto tan joven
como activo para su difusión exterior. Sus veintidós Academias, desde la
decana española hasta la norteamericana, última que se fundó, no son meros
cuadros de honor, sino que trabajan. Por otra parte, la decisión del gobierno
español de crear un Consejo de Política Exterior que dé a España mayor
representación internacional de la que tiene y aproveche, precisamente, la
lengua española como uno de los cauces de dicha representación, es una
magnífica noticia ya sólo por las intenciones del proyecto (El País, 22-VTI-
2000, pág. 27). Cabe recordar en palabras del vicepresidente de la RAE,
Gregorio Salvador, que “los países de lengua española no han sabido vender
nunca sn idioma. No ha habido política lingüística en ese sentido,
proyección de la lengua hacia el extranjero, como la que han llevado a cabo
Francia, Inglaterra, Alemania, incluso Italia”. No está de más ninguna
iniciativa en el sentido de considerar la lengua española en lo que es: uno de
los grandes bienes económicos, de comunicación y de proyección
internacional que poseen los hispanohablantes, todo ello por encima de sus
valores culturales, que suelen ocupar un segundo plano en la difusión
internacional de las lenguas.

La imagen del español —que es asunto menos frívolo de lo que parecería en


un principio— se podría mejorar notablemente. No vamos a ocultar la
cabeza debajo del ala y negar un hecho señalado por el marqués de
Tamarón: “El adjetivo spanish evoca en la mente del norteamericano culto
imágenes de Pancho Villa, de Perón y de la Inquisición, y rara vez de la
biblioteca de El Escorial”. Es verdad. La evocación no es sólo para el
norteamericano, sino para muchas personas cultas: incluso dentro del
propio mundo hispanohablante parece a veces que hay más entusiasmo en
airear guerrilleros, narcotraficantes, dictadores y terremotos que en mostrar
el Museo del Prado, los Colosos toltecas de To-llán, los veleristas que
participan en la “Copa América”, Celia Cruz, Plácido Domingo o Julio
Iglesias (según gustos), cineastas, actores, escritores, periodistas,
empresarios y gente diversa cuyas obras y actividades hechas públicas en
español dignifican nuestra lengua y mejoran su imagen. La comunidad
hispanohablante tiene aquí una tarea que, por otra parte, tampoco es tan
difícil de cumplir: bastará con esforzarse en invertir los términos de la
evocación. Por lo demás, el futuro parece prometedor (quizá demasiado
prometedor): según el lingüista norteamericano Steven Fischer, de los más
de seis mil y pico idiomas que hoy se hablan en el mundo, dentro de
trescientos años apenas quedarán dos docenas (¿será verdad?). De esos
veinticuatro, tres serán los más hablados: la mayoría de las personas tendrán
rudimentos para expresarse o bien en inglés, o bien en chino, o bien en
español. Es el futuro. Un futuro, por cierto, lleno de pasado. Es hora de
repasarlo.

TERCERA PARTE

XL. LA PRIMAVERA DE TÁRIQ BEN ZIYAD

La formación de los primitivos dominios romances en España. La


aportación de los árabes a la historia lingüística peninsular

Supondrán que el castellano viejo salió de su rincón para hacerse al mundo


gracias al primitivo empuje de condes valientes. Condes guerreros que
salían de sus escondrijos norteños, abandonaban su Amaya legendaria,
atravesaban los montes de Oca o el desfiladero de Pancorbo y les robaban el
sustento a los pobres hijos de Alá que encontraban al paso. Es una historia
romántica. En parte es cierta. Pero la verdad completa es algo distinta y
empezó antes: el origen del castellano primitivo está en condes cobardes
que salen de escondrijos sureños como Gibraltar, Sevilla, Écija, Jaén y se
dispersan huyendo a toda prisa de la espada de Táriq ben Ziyad, que los
hostigó hasta el norte peninsular.

Si Táriq y su gente no se hubieran entrometido en asuntos de política


visigoda, la historia lingüística peninsular hubiera transcurrido por cauces
completamente distintos a los que aconteció. Táriq había desembarcado el
28 de abril de 711 a la altura de Tarifa con la noble intención de ayudar al
príncipe godo Agila en sus guerras con don Rodrigo. Los partidarios de
Rodrigo perdieron. Los de Agila no ganaron mucho. Táriq, Muza, Al-Hurr,
Ambasa y tantos guerreros árabes que atravesaron el estrecho en aquellos
años eran gentes traídas por la arrebatada expansión de una conquista
islámica que, procedente de su Arabia feliz, duraba ya casi un siglo. No se
contentaron con matar a don Rodrigo en las tierras de Cádiz y casarse con
su viuda. Inmediatamente llegaron a Toledo, entraron en él y desbarataron
el centro político —y simbólico— de la monarquía visigótica. Por occidente
subieron hasta Lugo, por oriente conquistaron Cataluña y se adentraron en
el sur de Francia. La España gótica quedó desmembrada. La relativa unidad
jurídica, religiosa y, hasta cierto punto, idiomàtica que caracterizaba a la
gente roma-nogoda, se quebró. La península iba a quedar desbaratada y
repartida, aproximadamente, así: de los ríos Duero y el Ebro para abajo,
tierra de Alá y viejos romanogodos que se islamizan, o sea, mozárabes (del
árabe must’arab, “arabizado”); del Duero y el Ebro para arriba, o bien
sureños que se han escapado de las iras de Táriq, o bien romanogodos
instalados en aquellas tierras que no se habían enterado cabalmente de que
Muza, Al-EIurr y Ambasa estaban más al sur para recibir a los califas y su
culta lengua, el árabe.

Consecuencias lingüísticas de tanta agitación: como mancha de aceite, el


árabe iba a cubrir el agua del romance en dos tercios del territorio
peninsular: Alandalús. El tercio norteño restante alojó a náufragos
romanogodos hablantes de romance (se exceptúan los vascones, claro está).
Como la romanía andaba desbaratada, con los hilos de su tradición latina
muy gastados, con escasa comunicación, y a veces resueltamente reñida
entre sí, sus variedades lingüísticas tendían a diverger, a hacerse distintas
unas de otras. Con el tiempo, y con cierta organización guerrera,
notablemente tres de ellas empezaron a pujar hacia el sur y a ganarle terreno
a los árabes: por el oeste la galaicoportuguesa, por el centro la castellana y
la catalano-valenciana por el este.

La central iba a tener buena fortuna por circunstancias simples: era la que
más terreno ocupaba, la que se llevó la parte del león del antiguo, y
próspero, dominio musulmán, la que contaba con más gente, la de paso
obligado si los del este se querían comunicar con el oeste y los del sur con
el norte (o viceversa) y la que, más tarde, iba a abrir unas interesantes rutas
atlánticas que dejaron muy desasistido al tradicional comercio mediterráneo
donde, si de lenguas peninsulares se trataba, mandaban el árabe o el catalán.
En todo hubo algo de azar. Porque si Táriq no hubiera desembarcado aquel
día de abril, los romanogodos no se hubieran comportado como lo hicieron.
Primero, no se hubieran aislado en sus reductos norteños, y después, no se
hubieran organizado y no hubieran empezado a bajar hacia el sur y a
comunicarse con los hablantes de romance que por allí quedaban (que eran
algunos, por cierto), tan pronto como en el siglo X. Sin Táriq, los
romanogodos probablemente se hubieran quedado quietos ocupando ellos
solos todo el territorio peninsular. Esta ha sido la contribución trascendental
de los árabes a nuestra historia lingüística: hacer que los centros lingüísticos
romances dejaran de ser los populosos Toledo, Sevilla, Córdoba, Tarragona
y pasaran a serlo lugarejos norteños sin mayor tradición latina como
Amaya, Burgos, Iria Flavia, Jaca, Urgell. Con ello sentaron las bases para la
creación, por repoblaciones sucesivas, de un amplio espacio territorial y
humano que iba de León a Aragón, donde se fueron acumulando gentes
diversas, pasajeras, que se consideraban iguales entre sí, acostumbradas a
manejar con pericia el arado y la espada, y para el interés de nuestra historia
con necesidad de entenderse en un código común, simple y útil para tan
amplio espacio, para tanta diversidad dialectal como originariamente traían
los repobladores. En cierto sentido, podría decirse que el castellano viejo
fue un producto musulmán.

Todo hubiera sucedido de forma mucho más tranquila sin Táriq ni Muza.
Hubiera sucedido lo que sucedió en Francia o en Italia durante siglos y
siglos. Salvados los territorios eusquéricos, la mayor parte de la península la
ocuparían ro-manogodos, habitarían sedentarios en áreas provinciales muy
similares a las trazadas por la administración romana. Hablarían lenguas
parecidas dado su común fondo latino, inteligibles entre sí siempre que se
pusiera buena voluntad. En cada

provincia, las modas lingüísticas estarían trazadas por las ciudades más
pujantes dentro del territorio. Con el tiempo, quizá se habrían ido formando,
por lo menos, cuatro grandes variedades románicas: la cartaginense, con sus
centros en Toledo y Cartagena, donde la gente pronunciaría fuente, plomo,
paloma, fierro. La gallego-lusitana, con sus centros en Braga y Mérida,
donde la gente preferiría pronunciar fonte, chumbo, pomba, ferro. La
tarraconense, con sus centros en Zaragoza, Tarragona y Barcelona, donde la
gente pronunciaría font, plom, coloma, ferro, si bien muy al noroeste de
dicha zona dirían quizá ierro, incluso uente u orate alguna vez. Finalmente,
la hética, con sus centros en Córdoba y Sevilla, donde no se distinguirían
mucho de los demás, pero dirían escudeiro, zapateiroy quizá laitaira en vez
de lechera. Habría también otras hablas de tránsito, otras variedades locales
y, salvados los hablantes de variedades eusquéricas, la península se habría
convertido en un jardín neolatino delicioso para los dialectólogos. La gente
viviría tranquila. Todo tendría un aire de familia, de esas amistosamente
divididas.

Con los siglos, los familiares se habrían dividido algo más. Algunas
variedades lingüísticas llegarían a ser ininteligibles entre sí. Es posible que
a finales del siglo xvm (como ocurrió en el caso del francés), o en el primer
tercio del xix (como sucedió en el caso del italiano), una de esas cuatro
variedades, dada la importancia comercial, demográfica, militar, literaria o
cultural de sus hablantes, se alzara como lengua general de España. Al calor
de ideas revolucionarias sobre la igualdad y la fraternidad de los españoles,
o al calor de ideas propias del romanticismo nacionalista, el cartaginés, el
tarraconés, el galai-coportugués o el bético, uno de ellos habría pasado a ser
el español, sin más. Se enseñaría en las escuelas, ocuparía casi toda la letra
impresa, la radio y la televisión, trazaría los usos de la norma culta y
condenaría a las demás a una dulce muerte. Sin embargo, gracias o
desgracias a Táriq, no sucedió nada parecido a esto que acabo de imaginar.

XI I . ESCIPIÓN BUSCA A ANÍBAL Prerromanos, romanos y visigodos

Cuando los de Alá embarcaban en la orilla africana del estrecho ya había en


la orilla europea una historia muy vieja escrita en latín. Se había empezado
a escribir nueve siglos antes de que Táriq, Agila o don Rodrigo vinieran al
mundo. Los romanos llegaron a Ampurias en el año 218 a.C. por simple
estrategia: estaban en guerra comercial con los cartagineses. Como la flota
cartaginesa no podía competir con la romana, los de Cartago transportaban
sus fardos por el interior peninsular. Los había como Aníbal, que hostigaban
a los romanos cruzando los Pirineos por algún paso que fuera practicable
todo el año. Así que Escipión desembarcó en el noroeste peninsular con la
intención de adentrarse, cortar ese paso pirenaico y dominar la ruta de los
fardos cartagineses. Una vez en la península, los romanos advirtieron que se
podían emplear en asuntos de más enjundia. Se encontraron con que había
minas y metales que escaseaban en Roma, brazos para ponerlos a trabajar
en ellas, zonas productoras de cereales, buenos puertos y mejores elementos
para la construcción naval, como madera, esparto, cordaje. Quedaron
encantados y no era para menos: según cuenta el turista griego Estrabón, en
las minas de plata de Cartagena “trabajaban cuarenta mil obreros que
rendían al pueblo romano veinticinco mil drac-mas diarias”. Una cantidad
prodigiosa, dicho sea de paso. De modo que en el año 19 a.C. ya se habían
adueñado de lo que en su lengua latina llamaron Hispania, adaptando el
nombre de una denominación fenicia cuyo significado es para unos “tierra
de conejos” y para otros “tierra oculta”; en todo caso, una de tantas
denominaciones costeras que tienen los marinos para orientarse.

Los romanos no traían mucha inquietud civilizadora en sí misma, ni ganas


de difundir el latín. Simplemente, eran tipos de una organización más
práctica que la de los pueblos que se encontraron en la península. Tenían
ideas interesantes sobre administración civil y militar. Traían innovaciones
técnicas, como su arado. Una milicia potente y disciplinada. Una lengua
cultivada que tenía alfabeto. Crearon un sistema de explotación de recursos
naturales, comunicaciones y tráfico comercial desconocido hasta entonces.
De modo que no tenían que darse mucha publicidad para que las
aristocracias locales se interesaran por alistar a sus hijos en el ejército
romano, mandarlos a sus escuelas de latín y griego, asistir a los
espectáculos teatrales o circenses, habitar en sus colonias o distritos
administrativos, en fin, que se interesaban por parecerse a ellos. A este
respecto, las calzadas y el comercio han tenido mucha más importancia que
las escuelas de latinidad: la romanización que penetra en la zona del Ebro
—-y lo hace muy pronto— sigue la ruta comercial trazada desde Tarragona,
pasando por Lérida y Zaragoza, a Briviesca, Pamplona o Clunia. La
romanización de la Bética, la futura Andalucía, fue tan intensa al ser área de
primeros contactos mercantiles que de los veintisiete senadores de origen
hispanorroma-no que aparecen en los reinados de Trajano y Adriano
dieciocho son andaluces, nueve de ellos nacidos en Itálica. En Roma, al
parecer, los conocían por el particular acento de su latín.
Cuando Estrabón recorre la Provenza y el sur de España en el año 14 a.C.
hace el siguiente comentario: “Los naturales de estas tierras han cambiado
sus costumbres y han adoptado totalmente la moda romana. Visten la toga y
hasta hablan latín. También han cambiado la estructura de sus leyes”. La
sorpresa de Estrabón porque los pueblos prerromanos “hasta hablaran latín”
no es infundada. Romanización y latinización, en muchas ocasiones, no van
juntas. El latín lo hablaban, sobre todo, los propios romanos desplazados a
sus nuevas colonias. De modo que amplias áreas podían quedar bajo
adminisüación y ley romanas sin que a los nuevos administradores —de
habla latina— les importara gran cosa lo que hablaran los nuevos
administrados. De hecho, gracias al alfabeto grecolatino conservamos restos
escritos de viejas lenguas peninsulares que entraron en contacto con el latín,
como el ibero, celtibero, lusitano, y que debieron de persistir incluso hasta
después de que los romanos decidieran dejar de escribirlas. El olvido de
tales lenguas ha sido absoluto: aunque tengamos testimonios escritos de
ellas gracias a griegos y latinos, no se pueden interpretar sin que suija la
polémica entre los entendidos. En el año 45 a.C., por ejemplo, desaparece el
bilingüismo en las monedas. Un ejemplo curioso al respecto lo brinda el
éusquera: sus hablas se han conservado durante siglos, aun no faltando la
romanización en los territorios donde se cultivaban. Y aun teniendo noticia
de que desde el año 80 a.C., padres que se llamaban Nesille o Enasagin —
nombres de impronta vasco-francesa— veían con naturalidad cómo sus
hijos se hacían llamar Cneus Cornelius o Publius Fabius, a la moda romana.

La Hispania prerromana era un laberinto lingüístico muy complejo. Como


muchos hablantes, especialmente los que habitaban zonas rurales, nunca
tuvieron necesidad de aprender latín y el poder civil romano tampoco se
desvivía porque lo aprendieran, la concurrencia de lenguas duró siglos. Si
los hablantes de ibero, en el litoral mediterráneo, acabaron pasándose al
latín, tampoco falta noticias de romanos de primera hornada pasados al
ibero o capaces de expresarse en él con toda naturalidad. Con el tiempo, el
latín fue demoliendo los muros del laberinto y el propio ibero, el celtíbero,
el ártabro, el tartesio, el lusitano y tantas otras lenguas, de las que no han
quedado más que noticias inciertas, desaparecieron. Se conservan como
restos de aquella época las lenguas eusquéricas —refundidas en el actual
éusquera batúa— que persistieron, más que por resistencia heroica de sus
hablantes, por el poco interés que para el comercio romano tenían aquellas
áreas mal comunicadas, sin recursos naturales que explotar, sin vida urbana
notable y sin puertos tan útiles como los mediterráneos. A los romanos les
parecían, además, pueblos de singulares costumbres donde mandaban las
mujeres. Se romanizaron, si bien con menor intensidad, salvo en la religión.
Su vinculación románica debía de tener para otros cierto aire arcaico. En
esas zonas, el romance ha convivido por siglos con las hablas eusquéricas.
Es más, uno de los solares del primitivo romance castellano ha sido ése
precisamente: las tierras de Alava, Vizcaya y Guipúzcoa.

El latín amalgamó el mapa lingüístico peninsular, si se considera lo


repartido que estaba antes de la llegada de los romanos. Sin embargo, el
latín en sí mismo no era uniforme. Quienes colonizaron el centro y oeste
decían mensa, fabulare, comedere, por lo que hoy el español y el portugués
dicen mesa, hablar-falar, comer. Quienes colonizaron la vertiente
mediterránea decían tabula, parlare, manducare, que es lo que hoy dice el
catalán: taula, parlar, menjar, o el francés: table, parler, manger. Es posible
que en origen las diferencias no fueran mucho mayores de las que hoy nos
podemos encontrar, por ejemplo, en el propio español, donde unos decimos
coche y otros carro. Sin embargo, las condiciones de aislamiento en que se
vivía entonces no facilitaban una comunicación lingüística fluida, con lo
que pequeñas diferencias acumuladas, sin contraste con el habla del vecino,
sin existencia de nada parecido a una norma común más allá de los usos
cultos o literarios, todo ello podía germinar en lenguas neolatinas familiares
pero distintas, que es lo que pasó con el tiempo.

La difusión del latín no se debe de forma decisiva a los intereses del poder
civil romano, que nunca mostró muchos en tal terreno. Es más bien obra del
celo religioso, es decir, del proceso de extensión del cristianismo. Si la
romanización política no implica necesariamente latinización efectiva,
cristianización y lengua latina sí suelen ir de la mano. Sin embargo, los
autores cristianos hispánicos de renombre, como Prudencio o san Paciano,
obispo de Barcelona, no aparecen sino entrado el año 300, o sea, cinco
siglos después de las aventuras de Escipión contra Aníbal. Lo que puede dar
una idea de cuánto tardó en consolidarse la difusión, digamos popular, del
latín. Tardaría más aún, porque el verdadero celo cristia-nizador no lo fue
sólo de romanos, sino sobre todo de visigodos, de cuando Recaredo
proclamó en 589 la conversión de éstos al cristianismo, casi cien años
después de que los francos se hubieran convertido en la mano derecha de la
Iglesia católica en Francia tras la conversión de Clodoveo.

Aunque muy romanizados, los visigodos no dejaban de ser una minoría en


Hispania de religión arriana. El hecho provocaba conflictos más de tipo
político y económico que propiamente religioso. De modo que en el III
Concilio de Toledo el rey Recaredo unificó a todos los godos e hispano-
rromanos bajo la misma religión, cristiana, pretexto que le sirvió para
promover otra unificación más apetecible para el poder político: al unir a
los dos pueblos que compartían el reino, había que crear un nuevo código
jurídico y nuevas normas sobre tribunales, de aplicación universal. En otras
palabras: el poder de la monarquía se multiplicaba. La medida encontraría
dos obstáculos, primero el interpuesto por magnates visigodos descontentos
y, sobre éste, la gran masa de rústicos que permanecía ajena al cristianismo
y a las nuevas leyes. De modo que el primer problema que había que
resolver era lo que entonces se llamaba correctio rusticorum, o sea, la
instrucción de rústicos y su cristianización en latín.

Conviene, sin embargo, matizar el significado que el concepto latín podría


tener aplicado a la corrección de rústicos en los siglos vi o vil, pues más que
de enseñarles la lengua de Cicerón se trataría entonces —liturgia y ritual
aparte— de cristianizarlos comunicándose oralmente en las variedades
vernáculas a las que el latín había dado lugar, labor a la que se dedicaría el
bajo clero, como no podía ser de otra forma. La lengua escrita, sin embargo,
sí era latín más o menos perfeccionado. Con lo que el nacionalismo
religioso de los visigodos (y sus derivaciones políticas) debió de ser un
acicate para el reconocimiento popular de variedades romances habladas, y
tal vez facilitaría que aflorase cierta conciencia, por escasa que ésta fuera,
acerca de su diferenciación respecto a variedades vecinas. De modo que esa
idea viejísima, y prácticamente olvidada hoy para la filología hispánica, de
que fueron los visigodos quienes transformaron el latín en romance y lo
extendieron por España, por lo menos en materia de religión y política,
tiene una base cierta, independientemente de la importancia que se le
otorgue al elemento vascón (que, a mi juicio, está sobrevalorado). Pero el
mapa lingüístico peninsular que se hubiera podido conseguir corrigiendo
rústicos quedó suspenso el día que Táriq ben Ziyad desembarcó a la altura
de Tarifa una noche de abril del año 711. Suspenso no quiere decir
liquidado.

XLII. La HORA DE LOS MOZÁRABES

Giner era un hombre bueno de Córdoba. Reconocido por su honradez,


testificó enjuicio contra un cadí del emir Abde-rramán II (822-852). La
declaración de Giner fue tan sincera y expresiva que, sólo por ella, el emir
condenó al cadí. Sin embargo, a Abderramán tuvieron que traducirle la
declaración de Giner porque éste testificó en romance, llamó al cadí “tío
malvado”, “malandrín” y cosas por el estilo. Precisamente ésas fueron las
palabras que más le impresionaron al emir. Veinte años después, otro cadí
cordobés, Suleimán ben Asuad, se entendía en romance con quienes así se
lo solicitaban. Si en Córdoba, en el periodo de máxima arabización, se
podía hablar tranquilamente en romance en ocasiones solemnes ante el
mismísimo emir y sus jueces, puede imaginarse qué ocurriría en otras
ciudades, otras épocas y otras ocasiones. Ocurrían cosas como que el
toledano Teman Ben Afif, místico musulmán que murió en 1059, había
enseñado a sus discípulos que si sus obras eran buenas, la lengua en que se
expresaran era lo de menos. Las buenas obras del piadoso conde Leovigildo
son un ejemplo al respecto: hay que suponer que podía entenderse en
romance y en árabe, porque de otra manera no se explica que fuese
cristiano, devoto de los monjes de Saint-Germain-des-Prés, y al tiempo no
tuviera empacho en alistarse en el ejército del califa Mohammad en su
campaña del año 858 contra los toledanos; al fin y al cabo, la guerra no
dejaba de ser un negocio más próspero que la devoción frailuna. Rodrigo
Díaz de Vivar haría muchos años después cosas parecidas a las del conde
Leovigildo. ¿Y qué me dicen de Abderramán III? Parece que tenía un
ministro, Abul-cásim Lope, al que le gustaba hacer chistes en verso. En uno
de ellos no le salía la rima en árabe, así que la buscó en romance. La
encontró, pero como estaba el emir delante no se atrevió a terminar el chiste
bilingüe. El propio Abderramán adivinó las intenciones de Lope y completó
el verso con un rotundo “su culo ”, que ésa era la rima romance
precisamente.

No parece que a los emires, cadíes y ministros árabes les importara gran
cosa oír romance a cada paso. La islamiza-ción de Alandalús no borró las
huellas lingüísticas romances, simplemente les puso sordina. El árabe iba a
ser la lengua escrita y, por así decirlo, la oficial (si este adjetivo pudiera
aplicarse a las cosas idiomáticas de aquellos siglos). Iba a ser la lengua
escrita por árabes y escrita por mozárabes de habla romance. La lengua que,
con el tiempo, dejaría una impronta tal en el castellano viejo que iba a hacer
de éste la variedad más arabizada de todos los romances, notablemente en
su vocabulario. Pero todo indica que, en el quehacer cotidiano, muchos
hablantes de árabe podían entender el romance y viceversa. Mandaban en
esto intereses muy alejados de las cosas culturales. Intereses como los del
conde Leovigildo, los propios del Cid (que en algunas crónicas navarras ha
pasado de Campeador a Cambiador, o sea, banquero de la época), incluso
los de Abderramán III necesitado de rima. Si los vecinos de Toledo,
pongamos por caso, tenían necesidad de negociar con los vecinos del norte
mandaría el romance; si bajaban a comerciar en Jaén o Córdoba mandaría el
árabe. El propio Giner, si hubiera viajado de Córdoba a Burgos no hubiera
tenido mayores dificultades para contarle a su coetáneo Fre-dulfo cómo con
sus expresivos “tío malvado” y “malandrín” un emir había condenado a un
cadí. Emir y cadí serían novedades para Fredulfo, tío malvado, malandríny
culo no.

Si no hubo una convivencia pacífica e idílica entre musulmanes, mozárabes


y norteños, sí hubo cierta conllevancia, que donde mejor se nota es en estos
negocios de las lenguas. De hecho, el romance mozárabe no desapareció
por la presión del árabe en sí, sino que confluyó con los romances que
hablaban las gentes venidas del norte y que, poco a poco y en
capitulaciones diversas, iban ganando terreno a los musul-

manes. Pero si un mozárabe toledano hubiera querido pasar inadvertido ante


los leoneses y castellanos que en 1085 acompañaron a Alfonso VI hasta las
orillas del Tajo, podría haberlo hecho. Por su aspecto, ocupación,
vestimenta y lengua —supuesto que no hubiera querido expresarse
públicamente en romance o dejarse ver en su parroquia de rito mozárabe—
los norteños no lo hubieran distinguido de otros musulmanes.

Domingo Alpolichén, o Domingo ben Abdala el Poliche-ní, era uno de esos


mozárabes toledanos que, muy a finales del siglo xii, advertía cómo con las
idas y venidas de las gentes norteñas se borraban en su ciudad las viejas
huellas musulmanas. Los Alpolichenes eran familia influyente en Toledo.
Especialmente en el cabildo catedralicio, donde un navarro, Rodrigo
Jiménez de Rada, era la influencia toda. En la catedral se hacían oficios
religiosos, como puede suponerse, pero era sobre todo el gran centro
ordenador del comercio local. Domingo no es que fuera reacio a convivir
con castellanos, leoneses, francos, navarros o judíos, pero, en un principio,
su familia sí tendría prejuicios a la hora de mezclarse con ellos. Como
mozárabe, Domingo seguía ritos religiosos distintos al común de la
cristiandad norteña, y en parroquias propias; sus abuelos se habían guiado
por un fuero especial de honda raíz visigótica, que los distinguía de
castellanos y francos. Además, muy probablemente, sabía árabe.

Sin embargo, Domingo pertenecía a una generación que experimentaba el


proceso inverso al que experimentó la del cordobés Giner cuatro siglos
largos antes. Giner había visto capitular a los romanogodos ante el poder
musulmán y a su habla romance ante el árabe: se había convertido en
mozárabe, en cristiano que iba a vivir bajo hegemonía musulmana, así que
muchos de los suyos se arabizaron, otros conservaron su lengua romance,
sus costumbres y su religión (la mayoría de las veces, previo pago de
impuestos). Domingo, sin embargo, se las prometía más felices que Giner:
había visto capitular a los musulmanes ante tipos venidos del norte que,
para su felicidad, eran de su misma religión, aunque de distinto rito,
coincidían en viejas raíces romanogodas y podían entenderse con él en
romance. Y había visto a los todopoderosos árabes convertirse en
mudéjares, en musulmanes que iban a vivir bajo hegemonía cristiana. Por
aquello del prurito purista, los abuelos de Domingo todavía harían distingos
religiosos, legales y lingüísticos entre mozárabes y norteños. Con el tiempo
pero, sobre todo, con los negocios donde Toledo era el lazo de unión entre
el comercio musulmán y las poderosas asociaciones mercantiles
encabezadas por Burgos, fueron confluyendo mozárabes y norteños. A
muchos coetáneos de Domingo, mozárabes como él, los notarios, si se
otorgaba algún documento en árabe, tenían que traducírselo al romance.
Toledo fue un caso curioso de confluencia: los de Alpolichén prestaron su
ley escrita —fiel a preceptos jurídicamente establecidos— a los castellanos
(que éstos la traían distinta, hecha de viva voz, por costumbre) y los
castellanos propiciaron la confluencia lingüística en un romance común, si
bien de su impronta, que borró los viejos rasgos mozárabes. Cuando
Domingo se pone a escribir documentos de compraventa, lo hace en un
romance castellano seguro, fácil y entero.

Las actividades de Alpolichenes, Radas y tantos otros hombres de negocios


de la época facilitarían que, en 1207, el mismísimo rey Alfonso VIII, en el
propio Toledo, organizara unas Cortes para ordenar tanto tráfico mercantil y
poner precio a los bienes que discurrían por él. Esas ordenanzas iban a ser
de cumplimiento obligado para negociadores de muy diversas procedencias.
Para comodidad y entendimiento de todos, se redactaron en castellano. Una
lengua, como quien dice, recién estrenada para los documentos
cancillerescos y que empezaba a desplazar en ellos al omnipresente latín.

Pero de los años de Giner a los de Alpolichén media mucho tiempo. De los
años de Giner a los de Alpolichén pasaron muchas cosas al norte de Toledo.
Cosas que hicieron posible que un monarca castellano, muy a principios del
siglo xm, se permitiera ordenar el comercio de sus variopintos súbditos en
la lengua con la que mejor podían entenderse todos ellos. Y ponerlo por
escrito.

XLIII. OCHO HIJOS DE ENERO

La formación del viejo dominio lingüístico castellano. Las tierras y las


gentes de la frontera: sus efectos en el idioma

Hay gentes que hacen de la necesidad virtud. Las gentes que vivieron en
tiempo de los viejos reyes asturianos, por ejemplo. Con la amenaza
musulmana al sur recién desembarcada, muchas se especializaron en
pastorear ovejas. Una economía simple pero muy práctica: la oveja da lana,
leche, carne y, sobre todo, se mueve. Se saca el ganado a pastar y, en caso
de ataque musulmán, se lo escamotea por algún paso o desfiladero
rápidamente. Los musulmanes podrán apoderarse de campos, ciudades y
casas, pero malamente de ganados escurridizos. Cuando el musulmán
desaparece, la oveja vuelve. La oveja andarina puede bajar muy al sur y
retornar al norte con la misma rapidez.

A finales del siglo VIII, Alfonso II empezó a fortificar esos pasos ovejunos
en torno a los que se había establecido cierta actividad agrícola y un
comercio rudimentario. Lo hizo siguiendo antiguas rutas que iban de
Astorga a Zaragoza. Un buen pedazo de terreno, sin duda. El plan era
sencillo: se elegía un establecimiento para explotación agropecuaria, se
construía una fortaleza en medio para resguardo en caso de ataque moro, se
hacía algún conde arriesgado responsable de su defensa y se convencía a la
gente de lo interesante que era la vida intrépida. Las fortalezas recorrían un
territorio tradicionalmente conocido como Bardulia. Pronto cambió su
nombre en honor a los nuevos establecimientos defensivos que le daban
carácter: Castilla, literalmente “los castillos”.

Para repoblar aquello no hubo más remedio que dar privilegios a quienes
decidieran establecerse. Podrían conseguir tierras con cierta facilidad.
Bastaría con que hincaran un palo en algún prado que les apeteciese, dieran
una vuelta a su alrededor tan prolongada como pudieran haciendo ruido... y
todo lo que quedaba en el perímetro era suyo. Tendrían menos impuestos,
pagarían menos en aduanas y portazgos o no pagarían nada de nada. A
cambio, allá se las compusieran en caso de ataque moro. Inesperadamente,
aquello fue un éxito de público. Sobre todo en la vertiente occidental, la que
quedaba al norte del río Duero. En ella apenas había musulmanes, o muy
pocos. Estos pocos eran, además, fácilmente aco-metibles, de modo que
cuando los colonos bajaban hacia el sur se encontraban en ocasiones con las
ciudades y las casas hechas. Una suerte. Los que repoblaron la vertiente
oriental, hacia el río Ebro, lo tuvieron más dif ícil porque el vecino
musulmán, a menudo, era más numeroso y más reacio a abandonar el lugar.

Sea como fuere, en la vieja Bardulia se empezó a acumular gente. Mucha


gente. Gente con un estilo de vida especial, el típico estilo de vida de los
establecimientos fronterizos, llenos de quienes fían su existencia al azar.
Era una especie de Far West peninsular: guerreros, pastores, comerciantes.
Más nómadas que sedentarios. Habían abandonado sus tierras originarias en
busca de mejor suerte y no tenían inconveniente en proporcionársela
asociándose entre ellos para guerrear con la morisma, o asociándose con la
morisma para guerrear entre ellos. Habían disuelto lazos de parentesco o de
servidumbre para llegar allí; procedían de muy diversos destinos pero
muchos —y esto es interesante— podían entenderse porque su fondo
lingüístico, aunque divergiera, era el común heredado del latín. Así era la
masa popular que iba a converger en una variedad románica de carácter un
poco rudo, para qué negarlo, como cortada con hacha, con sonidos
novedosos que la distinguirían de sus vecinas, más amigas del latín, una
lengua que, como decían los cronistas viejos, “sonaba igual que una
trompeta”: el castellano viejo, para entendernos.

Las características llamativas, innovadoras, de ese particular romance no se


debieron al carácter de la gente, no se debieron a un propósito de ser
diferente y demostrarlo en la manera de hablar. Se debieron a que la gente
de frontera es diferente sin proponérselo. Es llamativa e innovadora porque
sus condiciones materiales de vida lo son. Difieren de las de quienes
permanecen en su ciudad, aldea o servidumbre, apegados a usos
tradicionales y sin establecer contactos humanos muy distintos a los que
venían estableciendo sus antepasados.

La frontera es otro mundo. La gente va y viene, no hay modo de conservar


la pronunciación familiar, ni las palabras que tradicionalmente transmitían
las abuelas. Se empiezan a oír nuevas voces, muy variadas, y hay que
establecer curiosos compromisos para entenderse con extraños. Así nace el
castellano: como lengua fronteriza de nadie en concreto. Con sonidos
nuevos y raros que no son ni de mozárabes, ni de francos, ni de asturianos,
ni de musulmanes, ni de navarros, ni de vascones... ni de castellanos, sino
que son formas de compromiso que se acomodan a todos ellos, todos los
que han ido recalando en la vieja Bardulia. Tal código de comunicación no
se percibiría en principio como una lengua hecha, más bien sería una
comodidad. Esa fue una de las suertes del idioma: aparecer como un simple
modo de entenderse, laxo, extenso. En él cabían novedades imposibles en
otras áreas donde enseguida te hubieran considerado proveniente de aquí o
de allí; sin embargo, el castellano lo absorbía todo, como quien dice, de
tierras asturiano-leonesas hasta Pamplona y Aragón. Amplio terreno, que
pasaba justo por el centro peninsular, y con mucha gente inquieta
entendiéndose.

Cuando el rey Alfonso VI (1102-1109) repuebla el área leonesa de


Sahagún, Astorga y Ponferrada, junto a establecimientos como Logroño,
Santo Domingo de la Calzada y Ná-jera, lo hace, según dicen las crónicas,
con “gascones, bretones, alemanes, ingleses, borgoñones, normandos,
tolosanos, provenzales, lombardos y muchos otros negociadores de diversas
naciones y extrañas lenguas”. Cien años después, a pesar del diversísimo
fondo lingüístico de sus bisabuelos, los negociadores se entienden en
Toledo en la misma lengua cuando el tasador real les indica: “La libra de
carne de puerco fresca: cinco dineros pepiones e no mas”. En el intermedio,
hacia 1156, un soriano, Diego Pérez de Fuentealmejir, recibe la jurisdicción
del castillo de Alcozar, perteneciente a

Juan II, obispo de Osma que antes había pasado por Segovia. A la entrega
asiste un tal Fortún López, delegado allí por un rey aragonés, Bernardo de
Palencia y el capellán de la reina Blanca de Navarra. El texto es el mismo
para sorianos, sego-vianos, aragoneses, palentinos y navarros de hace nueve
siglos, pero también podría entenderlo usted: “E io Diag Pe-drez prometo a
Dios e a sancta María e al obispo d’Osma que los pobladores qui son el
Alqozar e qui hi poblarán que los tenga a tal foro qual el obispo les diod
d’Osma”. Esa amalgama que acaba casando en lengua a bretones,
tolosanos, alemanes, navarros, aragoneses y gentes de Soria es la amalgama
típica de las tierras de frontera. Como la frontera resultaba territorial y
humanamente grande, era una amalgama muy oída y que traspasaba con
facilidad las áreas vecinas.

Todos los romances peninsulares se parecían entre sí. Eran hijos de la


misma madre latina. La condición de lengua fronteriza y móvil, sin
embargo, hace qne lo que se produce en área castellana se distinga bien
pronto de lo demás. Las frases portuguesa oito filhos dejaneiro y catalana
vuit fills de gener (incluso la francesa huit fils dejanvier) se parecen
bastante entre sí. A su vez, se parecen a lo que hubieran dicho los
mozárabes sureños, más o menos: oito fillos deyenair. Y todas ellas son
similares a las voces latinas: octus-filiusfanarium. Si Alfonso II no hubiera
fortificado la Bardulia, en toda la península se hubieran producido frases
similares. Como la Bardulia fue tierra fronteriza, sus habitantes acabaron
produciendo algo bien distinto de lo que tenían alrededor, algo distinto, a su
vez, de lo que cada cual había llevado a la frontera: ocho hijos de enero fue
el resultado. Comparada con la portuguesa, la catalana, la mozárabe, la
francesa y la latina, esa forma de pronunciar no deja de ser una aberración:
hijo (<filium) ha perdido la/inicial y ha incorporado una j extravagante; en
ocho (<octus) aparece un sonido nuevo, la ch; enero (<janarium.) no tiene
ni la j portuguesa o francesa, ni la gcatalana, ni la y mozárabe (pronuncie
todas como y). En fin, hijo, ocho, enero: rarezas. Acaso en su tiempo, esa
manera de pronunciar fuese para algunos simple paletería de gente ruda.
Aberración, pa-letería, rareza o rusticidad fronterizas, inventos así iban a
tener éxito, sobre todo, gracias a la publicidad que le dieron algunas
ciudades.

XLIV. BURGOS & CÍA.

La potencia comercial burgalesa y su empuje lingüístico

Burgos fue una de esas ciudades —por llamarlas así, pues más bien se
trataba de pueblos grandes— repobladas en la línea fronteriza hacia el año
884. En la vertiente occidental, la acompañaron aquellos años otras como
Oporto, Coimbra, Zamora y Toro. Lo que a menudo es una desgracia para la
gente iba a ser con el tiempo una suerte para Burgos: la pobreza. Nunca
tuvo grandes recursos naturales, ni agrícolas, ni ganaderos —el clima
tampoco ayudaba— y fue un asentamiento casi de paso, así cjue para
sobrevivir, sus habitantes se dedicaron al comercio. Esa fue su mejor
decisión. Burgos iba a ser con el tiempo una genuina república de
mercaderes, alentada por negocios como el tráfico lanero y la hostelería de
la época surgida al calor de las peregrinaciones. Comerciantes franceses,
ingleses, alemanes y lombardos se establecieron pronto allí. Trazaron una
red de intereses mercantiles que los ligaba a todas las grandes ciudades del
norte de la Meseta y, a través de los puertos del Cantábrico, con los
circuitos comerciales del norte de Europa.

El Burgos de hace novecientos años tenía, pues, dos rasgos sobresalientes:


uno, actividad comercial intensa; otro, una forma de hablar innovadora,
surgida de las tierras de frontera. No es casualidad que estos dos rasgos
vengan a unirse en un mismo punto. Son rasgos sólo inconexos en
apariencia, ya que la actividad mercantil —que en el fondo no es sino el
movimiento y la relación de burgaleses con gentes muy diversas y ajenas a
su entorno— mueve y relaciona su lengua en muchísimos ámbitos. Los
puertos norteños, que ya he citado, son un ejemplo: como la mayoría de
productos que salían por ellos hacia Inglaterra, Alemania u Holanda se
gestionaban en Burgos, prácticamente todos los funcionarios empleados en
las aduanas eran de la ciudad. Al hablar —y escribir— a su estilo, los
demás los imitarían y, así, se fueron arrinconando hablas asturianas, vascas
e incluso otras variedades castellanas, quizá más aisladas que las propias de
las zonas fronterizas popularizadas por burgaleses.

No termino aquí su suerte. Desde finales del siglo xn, los comerciantes
burgaleses disfrutaron de privilegios que les permitían recorrer el reino sin
el estorbo de portazgos, aduanas o impuestos. Lo burgalés, y entre “lo
burgalés” iba la lengua, tenía paso franco por Castilla y sus áreas vecinas.
Pero tampoco acabó ahí su éxito: muchos se hicieron ricos (burgalés fue
efectivamente, hasta el siglo XVII, sinónimo de rico), emitieron moneda,
crearon una aristocracia comercial, la de los Pardo, los Curiel, los Arteaga,
los Aranda, que en los siglos xii y xili prestaban dinero a la Corona y, por
eso mismo, influían poderosamente en sus decisiones. Aparte,
emparentaron comercialmente con Inglaterra y Alemania.

Alemania. Un caso curioso: hubo aquí una ciudad que se enriqueció con el
comercio por los mismos años en que lo hacía Burgos: Lübeck. Era la
capital de la Liga Anseática. Sus comerciantes elevaron sus particularidades
idiomáticas a rango de lengua común, el bajo alemán. Con él se entendían
por todo el norte centroeuropeo, el Báltico y Escandi-navia. Nada tiene de
particular que se encontraran a medio camino con los barcos fletados por
burgaleses, se dieran la mano y sus hijos se casaran entre ellos. Vidas
paralelas de mercancías y palabras. Ni Burgos, ni Lübeck, fueron centros de
saberes literarios o culturales. No les importó gran cosa. La suerte
idiomàtica que corrieron sus usos, difundiéndose con facilidad, poniéndose
de moda y aceptándose en la forma de hablar de los poderosos, es muy fácil
de entender con un simple refrán: “Quien tiene dineros, tiene compañeros”.
Esos rasgos que hoy son característicos de los hablantes de español: la
igualación de la b y v; la pérdida de la /-inicial, o el sonido excepcional j, en
hijo mientras en otras partes decían jilho; el invento de la ch en ocho,
mucho, cuando otros decían vuit o muito; la z de azada, haza, frente a la
axada, faxa de otras regiones, todos ellos, estaban en el siglo x repartidos
por la Castilla fronteriza. Burgos les dio publicidad. Las típicas letras de
Burgos & Cía. lo fueron de cambio, y nunca mejor dicho, porque
esencialmente ellas transformaron el octo-filium-januarius latino en el ocho
hijos de enero castellano. Pero una cosa era pronunciarlo y otra escribirlo.

XLV. EL TRUCO DE LA ORTOGRAFÍA ROMANCE


Cómo y por qué se empezó a escribir el romance. Necesidades prácticas de
escritura

Imagine que tiene que hablar en público en francés y usted no sabe francés.
A la gente importante, reyes, presidentes de algo, les ocurre esto con
frecuencia. Por diplomacia, tienen que dar en ocasiones breves parlamentos
en lenguas que ignoran. La solución es simple: si usted tiene que discursear
en francés sin saber francés, no se complique la vida con un texto donde se
lea Bonjour mademoiselle, pida uno donde se lea bonyúr mahmuasél, que es
lo que usted pronunciaría, más o menos, si estuviese delante de franceses.
Este fue el secreto de la ortografía romance.

La escritura romance no surgió espontáneamente. La lectura y la escritura


eran en época medieval ocupac iones especializadas. Quienes las ejercían lo
hacían sobre todo en latín. Hablaban romance, pero a la hora de producir
textos escritos no les quedaba más remedio que recurrir a las latinidades
que habían aprendido en los escritorios. Hablar de una manera y escribir de
otra no tiene dificultad alguna para un latino medieval, es decir, para
alguien que se maneja con latines y estudia gramática. Lo ve como cosa
natural. Así como hoy un francés ve normal escribir mademoiselle y no
pronunciar cada una de las letras que escribe, ayer un monje o un notario
castellanos veían normal escnhir jrmuariii y leer enero, escribir octus y leer
ocho o escribir filiu y leer hijo. Empezar a escribir enero, ocho, hijo tal cual
se pronunciaban fue una brillante ocurrencia. De los latinos, no de otros.

La idea de que el romance lo empezaron a escribir quienes no sabían latín,


precisamente porque no sabían latín, parecerá lógica, pero es falsa. La
escritura romance es un invento de latinos, los únicos que entonces sabían
cosas de letras y escritura, los únicos que podían plantearse el difícil
problema de cómo representar por escrito exactamente lo que
pronunciaban. Para el caso del castellano, es razonable pensar que la
escritura vernácula la refinaran monjes franceses o catalanes, los amparados
por Pons de Tavernoles, que hacia 1023 oficiaba como obispo de Oviedo.
Estarían afincados en torno a la ciudad leonesa de Sahagún. Franceses y
catalanes ya traían alguna práctica respecto a las nuevas formas de escribir
el romance y habían llegado a Castilla por conveniencias políticas de los
reyes con el papado. Una vez en Castilla, aplicaron sus técnicas de escritura
a la pronunciación romance de los castellanos.

Es difícil dar una respuesta que explique, por sí sola, el origen de la


ocurrencia. No todos los latinos, por cierto, eran partidarios de las nuevas
modas de escritura. Los castellanos no fueron unos adelantados en poner
por escrito ocho de enero tal como les sonaba. Pero puede decirse que su
organización administrativa, económica y política les inclinó a una solución
tan práctica como esa. Castilla no se regía por ley escrita, al contrario que
sus vecinos. Como tantas tierras de frontera, era el “País sin leyes”. Había
costumbres, usos, “fazañas” que se aplicaban según tradición y casi siempre
de forma oral. El propio rey estaba acostumbrado a recorrer el reino
haciendo justicia y negocios. Al contrario de como dice el proverbio, su
palabra no se la llevaba el viento: era palabra de rey; conservada en la
memoria de los testigos, tenía tanta o más validez que un documento escrito
porque, prácticamente, nadie sabía leer o escribir entonces. Como mucho, el
texto se escribía en latín en un pergamino a modo de recordatorio y
documentó material de los acuerdos, más que porque alguien pudiese leer,
en latín, lo que se había negociado o acordado.

Sin embargo, con el avance de la repoblación, con el crecimiento


demográfico, con el asentamiento en núcleos castellanos de gentes muy
diversas y con las exigencias del tráfico comercial, se multiplicaron las
necesidades de una maquinaria burocrática que, cada vez con más
frecuencia, se veía obligada a escribir documentos, registros, pasar a escrito
los viejos arbitrios orales, tomar declaración a testigos, leer en voz alta los
contratos de compraventa, etc., etc. No tenía mucho sentido registrar toda
esa documentación en latín. Registrarla al modo antiguo de escritura, por
decirlo así; ese que escribía jaunario y leía enero. De modo que muchos
dedicados al oficio de escribir se plantearon pasarse a la escritura moderna,
que era más práctica, útil y, sobre todo, poco dada a equívocos de
interpretación entre los otorgantes del documento. Es más, la costumbre
castellana de no regirse por ley escrita había dado lugar a instituciones y
usos particulares que ni aparecían en textos latinos viejos ni tenían nombre
preciso en latín; ¿para qué buscárselo? Desde el año 1090 ya hay
colecciones de leyes castellanas escritas de ese modo. Con el tiempo, si
bien la documentación latina sigue vigente e incluso adquiere notable
desarrollo y refinamiento, serán cada vez más usuales los fueros y cartas
pueblas que se otorguen directamente en castellano escrito. Pero había
quienes llevaban ensayándolo mucho tiempo, a veces casi en secreto.
Concretamente, en los monasterios.

La idea de que los monjes antiguos se dedicaban a rezar y cuidar del huerto
es tan idílica como falsa. Los monasterios eran mucho más que casas de
rezos. A menudo ordenaban la vida económica del territorio donde se
asentaban. A veces con ramificaciones sorprendentes. Tomemos un caso
notable: el monasterio riojano de San Millán. Los mismos monjes que
escribían textos devotos en latín son los que escriben la Reja de San Millán.

La Reja es un curioso documento donde se detallan los nombres de


doscientas y pico localidades que eran tributarias de San Millán y estaban
ligadas a él por rentas, pagos, acuerdos comerciales con productos agrícolas
o industria de la época. Si se lee la Reja, se advertirá que los hilos de San
Millán traspasaban su Rioja natal: se extendían por Navarra y,
ramificándose por la vertiente cantábrica, llegaban a Palència y al centro
peninsular. La Reja no está en latín. No hubiera tenido mucho sentido
escribirla en esa lengua si el documento, en sí, lo que registra son tratos
comerciales entre municipios que se llevan en romance. Pero los monjes de
San Millán no fueron los únicos que en su época hacían tales inventarios.
Anterior a la Reja es el que, también en romance, hizo el hermano
despensero del convento de San Justo y Pastor de Rozuela, cuando echó
cuentas de los quesos que se habían consumido en el año 980 en el
convento (veintiséis quesos, por si tienen curiosidad).

Tratos comerciales: la vinculación económica o jurídica había creado, de


forma más acuciante que el mero interés cultural, la necesidad de ensayar
una escritura práctica y de adiestrar a gente que la dominara. Los
monasterios son una buena muestra de ello. La gente que ensayaba la
escritura de “glosas” u oraciones romances al margen de textos latinos
utilizaba desde antes esa misma técnica de escritura en la administración de
negocios donde el latín era inútil o resultaba menos práctico que la nueva
ortografía romanceada. Con sus estudios de latinidades, retinaban la
práctica de la escritura romance. La retinaban no por gusto, sino por
necesidad de un medio de comunicación escrito que agilizara y simplificara
trámites: sobre todo los de la lectura en voz alta, ante testigos, de los
documentos. Aproximadamente, esto pasó hace mil años. Los filólogos, a
menudo, polemizan sobre si aquello estaba escrito en aragonés, riojano,
romance navarro o castellano. Pero el asunto puede interpretarse al revés:
cómo gentes de Aragón, Rioja, Navarra, León o Castilla que —sin tener
mucha conciencia de su ubicación política, administrativa o dialectal—
procuran escribir en sus documentos lo que hablan, dándose la casualidad
de que hablan de forma similar, de modo que de Pamplona a Sahagún se
entienden bastante bien sin hacer esfuerzos. Si los castellanos aprovecharon
el nuevo método de escritura con frecuencia no se debió a que fueran más
modernos, más listos o más cultos, sino a que se ajustaba muy bien a su tipo
de organización política, militar y económica. Tenía otra ventaja añadida:
como la gente que hablaba romance castellano era la más numerosa, un
documento escrito —o leído— en su lengua podía muy bien servir de
árbitro en una situación de variedad de normas o de abierto plurilingüismo.
Situación que se presentaba con frecuencia en aquellos años.

El día 26 de marzo de 1206, Alfonso IX de León y Alfonso VIII de Castilla


se juntaron a hacer las paces. No era la primera vez que lo hacían. Sólo que
en esta ocasión no usaron el latín. Y no por los leoneses, sino porque el jefe
de la cancillería castellana, Diego García, había preparado para la ocasión
un extenso documento escrito en castellano que iba a servir para unos y
para otros. El acuerdo se refería al reparto de unos castillos y sus rentas. Es
de suponer que el texto se leería en voz alta, para que todos quedaran
avisados. Y es de suponer también que el discurso sería entendido por la
parte leonesa sin ninguna dificultad. Si no, no se entiende que el mismo
Diego García le diese copia en castellano del documento al rey leonés y el
rey leonés lo archivara como cosa propia con toda naturalidad. La
utilización del castellano en tal documento no llamaría la atención si no
fuera porque las otras treguas entre los dos Alfonsos se acordaron siempre
en latín.

Sin embargo, las Paces de 1206 eran distintas: por una parte, hay muy
importantes asuntos de dinero relativos a los maravedíes que van a rentar
los castillos y las aduanas que dominan; por otra, los castellanos salen muy
gananciosos en los acuerdos de paz. Todo indica que el texto se preparó en
la cancillería castellana, con la aquiescencia de los leoneses, y se registró
con un sistema escrito que no diera lugar a dudas respecto a la cantidad de
maravedíes ni a las denominaciones de los castillos objeto de litigio. Para
entendernos: si todos los allí reunidos conocían un paraje como
Castroverde, ¿qué sentido tenía escribirlo como Castrum Uiridis? Hasta
podía parecer otro lugar distinto. Es de imaginar a los nietos de los
Alfonsos desempolvando muchos años después el acuerdo de paz suscrito
en latín por sus abuelos, discutiendo si Castrum Uiridis es Castroverde o
Castrourdiales y declarándose mutuamente nuevas guerras.

La ortografía romance podía evitar estos inconvenientes de interpretación.


Y entre quienes mejor conocían el nuevo sistema de escritura y sus
refinamientos, aplicado a textos administrativos, jurídicos y económicos,
qué duda cabe que estaban los escribientes educados en el Estudio de
Palencia, quienes en 1206 tenía a sus espaldas una tradición de cien años
por lo menos de escritura en castellano. Más o menos organizada, pero
tradición al fin. Esta circunstancia sería reconocida sin rencillas
diplomáticas por los leoneses, quienes verían como más prácticos a los
chicos de Diego García en la producción de documentos de ese estilo. Los
Garcías castellanos prepararon un texto romance que lo mismo servía para
unos que para otros, porque entre la gente de frontera, la frontera lingüística
entre variedades de habla leonesa y castellana nunca estuvo trazada con
tanta definición como para no entenderse, y menos en cuestiones de dinero.
Asunto más discutible es si la castellanización del documento implicaba
una expresa afirmación patriótica por parte de Alfonso VIII o una
demostración de que su cancillería estaba más modernizada que la leonesa.
Los dos Alfonsos se llevaban rematadamente mal, quizá porque el leonés
había sido yerno del castellano hasta que decidió divorciarse de Urraca. Ex
suegro y ex mujer hacían la vida imposible al leonés cuando se terciaba.
Pero lo más difícil de explicar es por qué Diego García accedió a utilizar la
escritura romance en tan magno documento. Porque si entre los latinos
importantes de entonces había uno a quien no le entusiasmaban las
vanguardias ortográficas, aunque las conociera al dedillo, ése era Diego
García.

XLVI. TOLEDO EN 1207

El primitivo mercado común castellano y su expresión lingüística


No es imposible que el escritorio de Diego García fuera el responsable de
dar el visto bueno a otro importante documento real, escrito asimismo en
romance justo un año después. En 1207 se convocaron Cortes en Toledo
para un fin muy preciso: organizar la distribución y los precios de
mercancías circulantes por Castilla. Hasta Toledo llegaron muchos, pero
sobresalían los representantes de Castro Urdiales, Burgos y Segovia. Unos
procedían del principal puerto cantábrico, otros de la ciudad comercial por
excelencia y otros más de la principal productora textil del reino. Si hay que
creer a las crónicas de la época, leoneses, portugueses y gallegos también
estaban convocados. En Toledo fueron a juntarse con quienes eran el enlace
comercial con el mundo hispanoárabe. Las Cortes de 1207 reúnen, por así
decir, a la aristocracia mercantil del momento y, especialmente, al
patriciado toledano que se ha hecho rico negociando en árabe. No sólo se ha
hecho rico, sino que ha visto las enormes posibilidades comerciales de
Alandalús, y ve complacido las repoblaciones que Alfonso VIII planea para
toda la región al sur del Tajo, La Mancha y Sierra Morena.

El documento de 1207 se escribe en romance castellano. Los mercaderes lo


exigían así. Transigieron con algunos formulismos latinos, pero al señalar el
precio de los tejidos, las pieles, las caballerías, la carne, los pescados (por si
tiene curiosidad, la trucha fresca valía dos sueldos), los herrajes, los
halcones, la caza y todo lo relativo a la exportación y relaciones con los
comerciantes extranjeros, todo eso, va en castellano. No podía ser de otra
forma. El documento iba a ser de obligado cumplimiento para todo el reino
y, se suponía, iba a perdurar. Al igual que en las Paces firmadas el año
anterior, la latinización de nombres, productos y precios para gentes que no
utilizaban el latín en sus negocios hubiera sido un engorro y hubiera dado
lugar a equívocos inconvenientes. Si los comerciantes son quienes van a
ponerse de acuerdo en Toledo, habrán de hacerlo en una lengua común.

En cierto sentido, las Cortes de 1207 se parecen a un pequeño mercado


común con los ojos puestos en las prometedoras tierras del sur. Quienes
participaron en ellas se repartían tres lenguas: el latín para las formalidades;
el árabe, que era bien conocido en la comunidad toledana, lengua además
imprescindible cuando se iba de Toledo al sur, y el castellano común. Otras
variedades romances, como la de sabor antiguo que hablarían los
mozárabes, la leonesa de quienes habían acompañado hasta Toledo a los
abuelos de Alfonso VIII, la navarra, la riojana... ya habían convergido —o
estaban en camino de hacerlo— en una aproximadamente común: aquella
con que se entienden las tasas que firmó el rey.

Cualquier día de enero de 1207. Es una fecha más. No pasó nada que no
hubiera ocurrido antes, ni que siguiera pasando después. Se convocan
Cortes. Se reúnen quienes eran algo en el reino. Pero aunque la fecha sea
una más, aunque las Actas toledanas no contengan ningún documento
literario excelso (salvo que sea usted historiador, son muy aburridas), en
enero de 1207 sucedió algo interesante en Toledo: se reunieron gentes de
Castro Urdiales, Burgos y Segovia, mozárabes, navarros, leoneses,
portugueses y gallegos; tras saludarlos en latín —Adefonsus Dei Gratia Rex.
Concilio Toletato: Salutem— ese mismo rey les otorga un importante
documento, que los iguala y compromete a todos, que vale para todo el
reino y que está escrito en la lengua que más los igualaba, comprometía y
valía para todos ellos, aquella con la que llevaban años haciendo,
precisamente, las negociaciones que los habían llevado ese año a las orillas
del Tajo y que sonaba así: “Sepa-des que entiendo que las cosas se vendíen
más de so derecho & era vuestro gran daño & de la tierra 8c del arzobispo
& de los bonos omnes de mis villas & pusimos por provecho de vos & de
todo el regno coto en todas las cosas. Conviene a saber...”. Todo lo que
convenía saber, todo aquello a lo que se había puesto coto, es decir, precio
fijo, se entendía bien. No era latín. Posiblemente, aunque ese tipo de
escritura no le hiciera feliz, Diego García le habría dado el visto bueno.

Las Paces de Cabreros, como las Cortes de Toledo, tienen, a mi juicio, un


significado especial, pues lo decisorio en la historia de las lenguas no es
cuándo y cómo nacen (circunstancia, por otra parte, difícil o imposible de
determinar) sino cuándo y cómo se establecen, es decir, comienzan a
utilizarse como parte de un entramado estatal, que las emplea para
documentaciones oficiales de cierta centralización, les da fijeza o empieza,
teóricamente, a preocuparse por ellas, y educa a personal especializado en
la producción de documentos en tales códigos lingüísticos que acabarán
siendo de obligado cumplimiento en amplias áreas. Para la historicidad de
las lenguas, estas circunstancias son mucho más importantes que su mera
aparición en el tiempo o que la redacción de documentos literarios que no
tienen continuidad. Por eso mismo, para la historia de la lengua española, el
año 1207, siendo un año más, tiene algo de simbólico. Hay otro aspecto
interesante: si realmente en estas Cortes se recitó en público por primera
vez el Poema de Mío Cid, como sugieren algunas investigaciones, el Toledo
de Alfonso VIII representaría en tal ocasión un alarde de la hegemonía
castellana (sobre todo, frente al reino de León). Veintisiete años después,
Castilla y León se unían definitivamente en la figura de Fernando III. Las
variedades lingüísticas del reino leonés que no confluyeron con las
castellanas iban a quedar muy dialectalizadas y útiles sólo como códigos
locales.

XLVII. LA PUERTA DE ANDALUCÍA

La expansión castellana hacia el sur peninsular. Demografía y territorio.


Unificación castellano-leonesa. Administración política y lengua común

En tiempos del rey Alfonso VIII, al sur del río Tajo había un paisaje muy
prometedor. Los caballeros castellanos habían fundado la Orden de
Calatrava en 1164 para defenderlo. Diez años después, el rey les dio el
privilegio de poseer todos los castillos que conquistasen y el dominio de las
villas. El privilegio tenía una condición: repoblar con colonos cristianos el
área que iba del Tajo a Sierra Morena. Los de Calatrava se entregaron a
aquella labor con celo. Con tanto que, por los años en que los comerciantes
se reunían en Toledo, se sabía que el enfrentamiento con los almohades iba
a ser fatal e inminente. El Papa había concedido indulgencias a quienes
fuesen a combatir en España a los últimos restos del islam europeo. Pero
había indulgencias más interesantes que las papales en forma de derechos
de conquista. De modo que otra vez en Toledo, cinco años después de
acordadas las tasas de los comerciantes, empezaban a acordar las suyas los
guerreros: a los anfitriones castellanos se unieron muchos de Francia, otros
de Aragón, otros de la Navarrería.

La batalla se riñó el 16 de julio de 1212, en Jaén, entre Santa Elena y


Miranda del Rey. Hoy se conoce el lugar como las Navas de Tolosa. El
desastre musulmán fue de tal calibre que, en un abrir y cerrar de ojos,
Alandalús se quedó sin gente de armas. Murieron prácticamente todos los
que podían usarlas. El botín de los aliados fue incalculable. Tanto, que el
precio del oro se hundió en los mercados europeos. Las puertas de
Alandalús quedaban abiertas para los cristianos de par en par. Los
castellanos, concretamente, tenían ante sí un territorio dos veces superior al
que habitaban, rico, cultivado, que les iba a permitir alcanzar las costas del
sur mediterráneo y las mucho más prometedoras —prácticamente ignotas
entonces— del Atlántico. Para mayor facilidad, la aplastante victoria de Las
Navas les iba a permitir la ocupación del núcleo de ese territorio poco
menos que paseándose por él.

Comerciantes y guerreros castellanos, aragoneses, navarros, leoneses, igual


que hacía siglos habían abierto la raya defensiva de la vieja Bardulia,
abrieron ahora las puertas de Andalucía para sus intereses y con ello dieron
entrada a un romance común de base castellana. Ese mismo en el que
habían acordado las tasas hacía pocos años en Toledo. Ésta fue otra de las
suertes del castellano: repetir en el siglo xni la misma historia que llevaba
aprendida de cinco siglos atrás. Andalucía se convirtió en otra tierra de
frontera que iba a favorecer la llegada de gentes de procedencia diversa
asimilándolas a una comunidad lingüística; iba a favorecer su crecimiento
demográfico; iba a facilitar una circulación humana y de idioma que, dos
siglos después, daría al castellano, con sus variantes norteñas o del sur, que
eso es lo de menos, una ventaja en hablantes inalcanzable para ninguna otra
lengua peninsular. En poco tiempo hubo que organizar una administración
compleja, para un territorio inmenso, repoblado por mucha gente que no iba
a entender los latines de los viejos documentos y los quería ver escritos en
su propia lengua; la documentación escrita en castellano había de llegar de
la vertiente cantábrica a la atlántica; tenía que servir a los balleneros de
Castro Urdiales como a los aceituneros de Sevilla. Además, el problema de
la ortografía romance estaba resuelto. Mientras tanto, los hablantes de la
única lengua que podía hacer la competencia en el nuevo territorio, el árabe,
abandonaban sus pueblos y se iban arrinconando en el reino de Granada.
Con todo, la suerte andaluza del idioma llevaba inscrita en sí otra mayor:
sin Andalucía, no hubiera sido posible América.

Rodrigo Jiménez de Rada fue un testigo privilegiado de aquel proceso.


Había nacido en Navarra hacia 1174. Se había educado en Francia y, antes
de ser nombrado arzobispo de Toledo, había trabajado en Burgos. Se llevó
consigo hasta Toledo a todos los paisanos navarros que pudo. Rodrigo era
un caso curioso: intelectual, soldado, comerciante, financiero, prestamista.
Hablaba varias lenguas. Sin embargo, como hombre de negocios que era,
Rodrigo reconocía que el plu-rilingüismo era en ocasiones una
incomodidad. Describe el Toledo armado para la ocasión de Las Navas a
modo de ciudad llena de gentes que hablan multitud de lenguas. En sus
crónicas se refiere a esta circunstancia, literalmente, como confusión
gestada por el mismísimo diablo. Rodrigo siempre escribió en latín, pero
años después de Las Navas estaba otorgando fueros en romance a los
castellanos que poblaban Brihuega y Alcalá. Para un hombre de negocios
del Toledo medieval no sería difícil convencerse de la bondad de un método
de comunicación práctico y que entendían todos. O quizá lo convenciójuan
de Soria.

Todos dicen que Juan de Soria era un hombre muy capaz. Había sido abad
de Santander y Valladolid, obispo de Osmay Burgos, juez papal,
diplomático, sabio, elocuente. Un dechado de virtudes. Fernando III, en
cuanto entró a reinar, lo eligió canciller. Era el año 1217. A Diego García,
más amigo de latines que de romances, se le despidió del cargo con buenas
palabras. Lo que tenía el rey delante de sí no era tarea fácil, había que
recoger los frutos del desastre almohade repoblando Extremadura,
Andalucía y gran parte del reino de Toledo.

Son de imaginar los inmigrantes norteños que bajan de Galicia, Portugal,


Asturias, León o Castilla sin conocer bien los nuevos términos territoriales.
Los pocos moros que no han huido podrían ayudarles. Los norteños, sin
embargo, tienen dificultad para reconocer los nombres puestos en árabe.
Surgen disputas sobre asentamientos y lindes. Los jueces delegan a alguien
para que haga una pesquisa y recoja con fidelidad el testimonio oral de los
vecinos... y los vecinos no hablan latín. Juan de Soria se ve ante un caso
administrativo: recoger y archivar toda aquella documentación que va
generando la vida de los colonos. Si tenía algunos pruritos latinistas, al
estilo de los que pudo tener García, la necesidad acabó con ellos. En las
reformas administrativas que introdujo en la nueva cancillería, llama la
atención el creciente empleo del romance en los textos. Igual que Rodrigo
había llenado la catedral toledana de navarros, Juan llenó la cancillería de
sorianos y gentes castellanoleonesas. Al paisanismo medieval hay que
reconocerle una virtud: posiblemente sin él, navarros y sorianos nunca
hubieran tenido necesidad de entenderse en Toledo. Y como ellos, otros
muchos que bajaban agrupados y confluían con otros grupos distintos en
Brihuega, Madrid, Alcalá, Baena, Córdoba, Sevilla y tantos lugares que
sirvieron para amalgamar un río humano que de otra manera hubiera
permanecido aislado. Las voces romances de ese río empiezan a llenar los
papeles de Juan de Soria.

Cuando en 1230 se unificaron los reinos de León y Castilla en la persona de


Fernando III, Juan aprovechó la ocasión para unificar las cancillerías
leonesa y castellana. Era un ahorro. En el fondo, muchos de León iban a
seguir en las nuevas tierras una suerte pareja a los de Castilla y sus asuntos
podían llevarse a la par. Con decisiones así, el área administrativa leonesa,
cuya sede cancilleresca era Santiago de Compostela, perdió mucho peso
frente a las nuevas tierras de frontera, de modo que los textos
administrativos de interés para León, o para condados como Galicia,
pasaron en muchos casos a redactarse en castellano y los escribanos locales,
poco a poco, fueron abandonando el incipiente romance administrativo
leonés o gallego que podría haber tenido desarrollo en otras circunstancias
materiales.

Juan de Soria, posiblemente, siguió en los inicios de la colonización


andaluza los consejos de los juristas de la Universidad de Salamanca —
fundada hacia 1200 por el rey leonés Alfonso IX— en el sentido de
promover los textos administrativos en el romance de base castellana, frente
a los escritos en latín, y agilizar así los trámites jurídicos castellano-
leoneses, que se iban acumulando dado el incesante crecimiento humano,
por repoblación, de las tierras del sur. El romance de los muchachos de Juan
de Soria era el propio de los sorianos, segovianos, burgaleses,
santanderinos, palentinos, algunas gentes de León, Cuenca y, en menor
número, de Toledo. En ese castellano se empezarían a detallar en voz alta a
las rudas gentes de la frontera andaluza sus derechos de pasto y agua, sus
lindes y sus privilegios de asentamiento. Nada raro: muchos rudos también
eran sorianos, segovianos, burgaleses, palentinos, leoneses, conquenses y,
quienes no procedían de allí, sino que eran gallegos, por ejemplo, no tenían
mayor dificultad en entender, leídos en voz alta, los documentos que
preparaba Juan. Los textos en romance castellano son los más abundantes,
al ser éste el código de confluencia. No es que falten otros de la época
escritos a la leonesa, incluso escritos en romance asturiano (como el fuero
de Avilés). Pero en cuanto los colonos iban bajando hacia el sur y tenían
necesidad de entenderse con otros procedentes de distintas áreas, la
coloración local del habla, en general, se diluía. Esta fue otra suerte más del
castellano: ser la lengua más ejercitada en todo el papeleo andaluz. Era la
única que servía a todos los andaluces nuevos bajados esencialmente de
León y Castilla.

Para mayor unificación, los municipios castellanos ya no pudieron


consignar por escrito su derecho particular. El rey reforzó su autoridad
concediendo fueros a las ciudades del sur bajo el patrón común del viejo
Fuero Juzgo. Escrito originariamente en latín, el Fuero se tradujo al
castellano con ocasión de las repoblaciones andaluzas. Muchos
repobladores pasaron así a regirse por ley leonesa dictada en castellano. De
León venía una ley común, de raíz visigótica. De Castilla la práctica de
cómo se hace común una lengua. Una buena mezcla que hacía la vida más
cómoda para el reino de Castilla: tan pronto como en 1248 ya se podía ir
con ella de Sevilla a tierras de Vizcaya.

Las potencias comerciales que eran Burgos y Toledo nunca dejaron de


presionar —activa o pasivamente— respecto a los usos lingüísticos que
debían seguirse para el próspero discurrir de los negocios. En 1480, a
petición de los toledanos, se promulgó una ley por la que nadie podía
obtener título de escribano sin examen ni licencia del Consejo Real donde
se observasen sus conocimientos de castellano, de modo que cualesquiera
otros romances posibles del reino, fuera el gallego, el asturiano, las hablas
leonesas-extremeñas, e igualmente las hablas eusquéricas, quedaban en la
práctica inútiles para la administración conjunta, y sin desarrollo escrito
notable, frente al poderoso eje comercial y político constituido por Bilbao,
Burgos, Toledo, Córdoba y Sevilla.

XLVIII. UN REY A LA ANTIGUA USANZA

La labor de Alfonso X el Sabio. Asuntos políticos y asuntos lingüísticos.


Ley, economía e idioma. La “intelectualización ” de la lengua

Alfonso el Sabio fue lo que se dice un personaje. Sucedió a su padre,


Fernando III, en 1252. No le pusieron el sobrenombre porque tuviera un
afán desinteresado y gratuito por las ciencias y las letras. Hizo mucho por
ambas, no se puede negar. De su labor inmensa, el castellano medieval salió
muy crecido, útil para tratar temas que a casi nadie se le habría ocurrido
poner en romance. Sin embargo, las ocurrencias romances alfonsíes tenían
un fin político, como corresponde a lo que él era: rey. Pocos habrá habido
como él tan conscientes de su autoridad, figura y representación históricas.
Alfonso pertenecía a esa tradición de reyes castellanos que fundaban su
autoridad en los “saberes” (igual que había monarcas franceses que
fundaban la suya en el poder milagroso de sanar enfermos con la
imposición de sus manos). No ha sido el único Sabio entre los reyes
españoles. Para cimentar la autoridad política había que demostrar que se
era poco menos que omnisciente, que se sabían todos los arcanos del
universo. Alfonso se empleó a fondo en tal demostración y produjo obras
prodigiosas: crónicas del mundo (inventadas para demostrar que él era
pariente lejano de Júpiter), historias de España (donde era pariente lejano de
Tubal, nuestro primer poblador legendario), libros de astronomía útiles
hasta los años de Kepler, tratados de los más diversos asuntos materiales e
intelectuales, todo ello en romance castellano.

Más importante aún: se empeñó en una obrajurídica que unificara, bajo el


patrón del derecho romano, el laberinto de fueros y privilegios locales en
que se había convertido la expansión repobladora castellana, un laberinto
donde a menudo se perdía la autoridad real. Esa unificación jurídica no
podía hacerse sino en la lengua común, es más, condensando esa
comunidad lingüística hasta extremos desconocidos antes: para Alfonso
estaba claro que el texto legal, genuino, era el que producía él en su
escritorio. De allí podían salir copias autorizadas y, en caso de duda
interpretativa, había que recurrir al texto original que viajaba con el propio
Alfonso. La organización legislativa, por lo menos la planificada por el rey,
permitía que un texto jurídico escrito en Sahagún tuviera difusión en
Madrid, Escalona, Talavera, Sevilla, Murcia, Córdoba, Alicante y Elche,
por lo menos, unificando los criterios a la hora de interpretar el texto legal.
En la práctica las cosas sucedían de otro modo —y muchos se quejaban por
no entender la lengua y terminología legales de los códigos alfonsíes— pero
el sistema de difusión lingüística controlado por una autoridad en particular
sí r esultaba novedoso y, en teoría, eficaz en cuanto a la centralización de
usos lingüísticos y su difusión común por amplios territorios.
La gimnasia que tuvo que hacer un castellano escrito, poco menos que
incipiente, para adaptar esos conocimientos típicos del derecho romano, o
los de ciencias reservados al trío de lenguas sabias que eran el griego, el
latín y el árabe, fue inmensa. Esa es una de las grandes labores alfonsíes:
haber incorporado al castellano rancio de fazañas, fueros y alguna obra
literaria todo el acervo de conocimientos que en aquellos años era
incorporable a una lengua, de modo que ésta se ilustrara, se enriqueciera y
fuera capaz de expresar con fidelidad los más sutiles matices del saber y las
historias más enjun-diosas, bíblicas o profanas. A ese proceso, en mi
opinión, Alfonso X le dio alguna vez el nombre de “castellano derecho”.
Los lingüistas actuales lo llaman “intelectualización”; en todo caso, es un
proceso mucho más importante de lo que parece: cuando una lengua no lo
lleva a cabo, corre el peligro de quedarse inútil para la vida moderna.

Sin embargo, Alfonso X no fue lo que se dice un pionero en la promoción


del romance escrito frente al latín: es contemporáneo del italiano Dante, del
francés Guillermo de Lo-rris, del catalán Ramón Muntaner o del mallorquín
Raimundo Lulio, que también escribían en romance. Tampoco es que el rey
tuviera una preocupación grande por si había que escribir zodiacho, zodiaco
o zodyacho. Tampoco es que fuera un
J

castellanista acérrimo: en su corte, aparte del obligado latín, se manejaban


varias lenguas; las Cantigas de Santa María se escribieron en gallego,
precisamente lo que se hablaba al noroeste de su reino, lengua considerada
más tradicional y de mayor refinamiento que el castellano para la poesía
lírica; en su extremo sureste quedaban gentes de habla catalana; el árabe,
aunque ya muy disperso, no era ninguna rareza en el dominio castellano y
por el Señorío de Vizcaya se oía la lingua navarrorum; el propio rey había
fundado en Murcia una especie de universidad cristiano-islámica donde el
sabio Abubécar enseñaba en árabe y hebreo hasta que se marchó a Granada.

En el fondo, Alfonso escribió el macizo de su obra, no para glorificar a una


lengua en concreto ni darle carácter patriótico frente a otras, sino para
presentarse ante su súbditos como agente de la Providencia. Para demostrar
que sabía muchas cosas, algunas del pasado, otras secretas y arcanas, otras
más sobre cómo organizarle la vida a la gente mediante leyes y preceptos,
cuya autoridad última reposaba en el propio rey. Escribió, en fin, para
fundar su autoridad. No podía hacerlo en otra lengua que no fuera la común
y mayoritaria de los plebeyos (y de los nobles, con quienes tuvo muy serios
enfrentamientos). En los años alfonsíes, el español multiplica una potencia
de desarrollo escrito que estaba ya trazada hacía medio siglo, por lo menos,
y que las particulares circunstancias económicas y políticas que suceden en
el reino de Castilla durante la segunda mitad del siglo xin acrecentaron
enormemente. Un botón de muestra: el esfuerzo realizado desde los años de
Fernando III por unificar las leyes castellano-leonesas según patrón del
derecho común romano, labor que quiso incrementar su hijo Alfonso X, es
lo que ha determinado que todos los diccionarios jurídicos latino-romances
que se escriben en España hasta el siglo xv estén redactados en castellano.

Sin embargo, el gran favor que Alfonso hizo a su lengua, a mi juicio, no fue
cultivarla por extenso y en campos, a veces, inauditos para un idioma
moderno. Su gran favor fue facili-

tar la circulación humana por el reino de quienes hablaban esa lengua que él
plasmaba en crónicas y leyes. Alfonso X encaminó su política a elevar al
reino al mayor nivel de prosperidad. Favoreció medidas que enlazaron los
grandes centros comerciales de la España islámica con la Castilla norteña.
El comercio marítimo castellano se amplió considerablemente. El
desplazamiento fronterizo hacia las zonas meridionales facilitó la expansión
de la ganadería y la industria laneras. Para agilizarla, se estipuló que la
celebración de las grandes ferias coincidiera con el paso por ellas de la
ganadería trashumante. La gente del norte, en fin, encontró un feliz y
próspero acomodo al sur. Se unificaron los pesos y las medidas y, en cierto
modo, la moneda. Tampoco faltaron dificultades, devaluaciones e
inflaciones, pero las fuentes de riqueza castellanas y su renta per cápita se
incrementaron. Los castellanos hicieron todo esto hablando, quiero decir,
que esa circulación económica facilitó la lingüística. Así pues, las
necesidades de escritura en romance, tanto para asuntos civiles como para
los religiosos —que en el caso concreto de la enseñanza de las primeras
letras no tenían entonces frontera definida— se acrecentaron
extraordinariamente. Alfonso X fue, en términos idiomáticos, notario
privilegiado de aquella empresa humana que interesaba a mucha gente.

Esta es una cuestión importante: mucha gente. Según recuentos de los


historiadores Vicente A. Álvarez y Luis Suá-rez, que nos avisan de lo
prudentes que hay que ser con este tipo de cifras, al final del reinado alfonsí
podrían vivir en la península unos siete millones de personas, cinco de ellos
se concentraban en Castilla precisamente. Desde muy temprano, pues, se
consolidó una masa de hablantes castellanos que multiplicaba por cincuenta
(comparada con Navarra), por diez (comparada con Cataluña) o por cinco
(comparada con Portugal) el número de hablantes de otros reinos vecinos.
El reino de Castilla ya no iba a abandonar esta ventaja, es más, gracias a
ella las calamidades que en forma de pestes, guerras o quiebras económicas
diezmaron a otros reinos tuvieron entre castellanos menos gravedad. A
principios del siglo XVI la ventaja demográfica se incrementó.
Indudablemente, ésa fue otra de las suertes del castellano antiguo: tener
desde muy pronto un eco humano sólido, repartido por una extensión
geográfica que ninguna otra modalidad lingüística peninsular podía
alcanzar. Por todo ello, a finales del siglo XIII se renovó el interés de algunos
reinos vecinos por lo que estaba ocurriendo entre los castellanos.

/
A este respecto, el castellano de la época alfonsí —como observa el
hispanista Rolf Eberenz— no necesitó para afirmarse del refuerzo patriótico
o propagandístico que sí le dio, por ejemplo, Ramón Muntaner al catalán en
sus crónicas. Aquí aparecen los catalanohablantes como el grupo más
uniforme y numeroso de la península, y Castilla como una región repartida
en muchas lenguas (en esto último al cronista no le faltaba razón). Los
catalanohablantes de la época de Muntaner sí podían sentir al grupo
castellanohablante como una amenaza que ganaba terreno en Murcia,
Aragón, Castellón o Valencia. Pero los castellanohablantes, que podían
recorrer un territorio tres o cuatro veces superior al de catalanes o
portugueses sin encontrar código lingüístico de peso que amenazase la
hegemonía del suyo, apenas muestran reflexiones “patrióticas” respecto a
los valores del idioma, ni suelen ligar la suerte de éste a la del pueblo que lo
habla. Las observaciones alfonsíes al respecto son vagas, y aunque no cabe
duda de que el rey tenía alta conciencia de su genealogía y figura como
herederas de una tradición unitaria hispano-visigótica que aspiraba, además,
a ser cabeza del Sacro Imperio, no puede decirse que utilizase el castellano
voluntariamente como símbolo, aunque no cabe duda de que dicha lengua
se benefició enormemente de la ideología imperial regia. Entre los
castellanos medievales no hubieran tenido mucho sentido aquellos
Estatutos de Kilkenny que en 1366 daban énfasis al tiro con arco y al
orgullo por el idioma para definir al genuino inglés.

Las apologías expresas de la lengua llegaron más tarde. Son muy frecuentes
en los siglos XVI y XVII, la época en que los castellanohablantes se
enfrentan con algo verdaderamente próximo y distinto: el laberinto de
idiomas que era América, las relaciones multilingüísticas en una Europa
cada vez más ligada entre sí y la asimilación de moriscos en España. De
aquella época data la leyenda que hacía de Toledo —la vieja capital de la
monarquía visigótica— el centro del buen hablar castellano. Ciertamente,
las motivaciones de la leyenda eran más políticas que lingüísticas.

XLIX. AÑOS DE PENURIA

La castellanizadon de territorios vecinos: el caso de la Corona de Aragón.


Efectos de la peste negra
Barcelona tenía en 1340, aproximadamente, cincuenta mil habitantes. Una
gran ciudad, sin duda. En ese año, Sevilla rayaba los catorce mil. En 1477,
sin embargo, Barcelona apenas llegaba a los veinte mil, mientras el censo
sevillano da treinta y dos mil vecinos. ¿Cómo pudo ser esto? La respuesta
es sencilla: peste negra. España fue un eslabón más de la epidemia que
asoló a Europa. La enfermedad apareció en Mallorca en febrero de 1348.
Llegaba con fuerza: había matado a la mitad de los habitantes de Florencia,
a dos terceras partes de los de Siena y a un tercio de venecianos. Se propagó
por el litoral del reino de Aragón. Propagación lógica, pues se transmitía
desde Oriente a través de las ratas de los barcos y afectó, sobre todo, a las
zonas portuarias. Ninguna ciudad tenía entonces en la península el tráfico
naviero de Barcelona o Valencia. Ninguna tenía consulados comerciales en
Oriente Medio, estupendo foco de negocios que, por esas ironías de la
historia, iba a ser enseguida el foco del morbo. Al cabo de un año toda la
península se vio afectada. Pero las mortandades que experimentó Aragón, y
especialmente Barcelona y Valencia, fueron incomparablemente superiores
a las de cualquier otro lugar.

Que se sepa, el caso de Juan de Atraro es único. Atraro era un vecino del
municipio aragonés de Almudévar al que la Corte nombró notario regio, no
por sus méritos de letras, que no tenía ninguno, sino por su buena salud:
muertos todos los notarios de la zona y moribundos todos los vecinos,
Atraro era el único superviviente que podía dar fe de las últimas voluntades
de los apestados. Quizá se contagió, quizá se hizo rico. No se sabe de
Atraros entre castellanos, que también se vieron afectados, pero la
extensión del territorio, la dispersión de los habitantes y el hecho de no
tener una vinculación comercial intensa con el circuito que propagó la
enfermedad los libró de padecer una calamidad tan notable como la
aragonesa.

Aunque años después la virulencia de la peste no iba a ser la misma, lo


cierto es que reaparecía inesperadamente. Los lugares que quedaron
despoblados seguían sin poblarse y las ciudades diezmadas crecían
lentamente. Los trastornos sociales que produjo la peste fueron grandes. La
falta de mano de obra, el abandono del campo, la liquidación de los
negocios, produjeron una aguda crisis económica. Olvidada su brillante
expansión mediterránea, la Corona de Aragón capeó el temporal
especializándose en el comercio con el norte de Africa, la ruta del oro
guineano y, sobre todo, la de las especias. Los armadores barceloneses
tenían experiencia en el comercio con estos apreciables productos, muy
útiles para la industria alimentaria de la época. En todos esos empeños
mercantiles los catalanoaragoneses encontraron un duro competidor:
Portugal. Para decirlo sin eufemismos: un competidor que les ganaba en
todos los terrenos. Los portugueses eran prácticos. Consideraban que la ruta
especiera se dominaría, sencillamente, presentándose en los centros
productores de Asia. Desde finales del siglo XIV estaban bordeando la
costa africana cada vez más al sur. Su proyección parecía constante. El
rumbo de los negocios se había trasladado al Atlántico. El mundillo
comercial catalanoaragonés así lo advirtió. Por cierto, en el Atlántico había
puertos castellanos... y se empezaron a ver transacciones monetarias en
Sevilla hechas según patrón barcelonés. Como empezaban a verse
transacciones idiomáticas en Barcelona y Valencia, no por casualidad,
hechas según patrón castellano. Barceloneses y sevillanos tenían serios
competidores en Lisboa. Así que se aliaron frente a ellos.

El problema para Aragón era que los castellanos ocupaban el 76 por ciento
del territorio español, frente al 21 por ciento que ocupaban los aragoneses; y
en Castilla habitaba el 80 por ciento de la población frente al 14 por ciento
que habitaba en Aragón. Con tales cifras, no es de extrañar que el castellano
Fernando de Antequera, de la familia Trastámara, reinase en tierras
aragonesas a partir de 1412. Fernando no era cualquier persona. Era un
magnate del comercio lanero castellano. Eso le facilitó el puesto de rey: con
un castellano en el trono los catalanes se verían respaldados frente a la
audaz competencia marítima lusa y, de paso, la materia prima castellana
contribuiría al resurgimiento de su industria textil.

Y bien, por la ruta que le trazó el comercio marítimo y lanero hizo su


aparición el castellano en la nueva Corte aragonesa. El castellano que entró
en Aragón, aparte de ser la lengua de la aristocracia cortesana, tenía una
ventaja añadida: era una lengua unificada en su forma escrita, experta en
ajetreos administrativos y jurídicos desde hacía dos siglos, útil de Cádiz a
Santander y que entraba a competir frente a las variedades aragonesa,
catalana y valenciana en un territorio tres veces menor que el propio
castellano. Los nobles aragoneses confluyeron pronto con la variedad
castellana. La confluencia debió de ser rápida e indolora, dada la similitud
de rasgos lingüísticos entre ambas variedades: si todavía en 1409 se
establece un acuerdo aduanero entre Castilla y Aragón del que, según
documentos cancillerescos, se iban a hacer dos versiones, una en castellano
y otra en aragonés, cuarenta años más tarde el poeta Pedro de Santafé ya
parecía un tipo chapado a la antigua, cuando se empeñaba en escribir
poesías llenas de aragonesismos en una época en que todos los poetas de
fuste se habían pasado al castellano. La lengua aragonesa se conservó en
forma de fablas dialectalizadas y dispersas por el medio rural. La
confluencia con el catalán no fue tan severa y alguna comunicación
cortesana se debió de producir al estilo sesquilingüe: cada cual hablando en
su lengua, como muchos años después harían Carlos I y su cuñado don
Hernando de Cardona. Para los notables catalanes, sin embargo, estaba
claro que el futuro pasaba por dominar el castellano lo antes posible. Al fin
y al cabo, era la lengua de don Fernando, de las especias y de la lana.

La unión de Castilla y Aragón en 1474 no hizo sino acelerar las tendencias


disgregadoras dentro del dominio catalano-aragonés: las aristocracias
catalana y valenciana son atraídas progresivamente a una corte que habla
castellano. Algo similar ocurre con las clases mercantiles, mientras que la
población restante es incapaz de proyectar su propia cultura, que con las
poesías de Ausias March y la novela caballeresca Tirant lo Blanc había
dado su canto del cisne. Los escritores de lustre estaban relacionados con la
corte y estimaban más interesante escribir en castellano. Valencia tendió a
deshacerse de la influencia de Barcelona y después de 1500 no queda
escritor valenciano de renombre que escriba en la lengua del país: Ti-
moneda, Rey de Artidea, Virués, Guillén de Castro, escriben en castellano
como si lo hubieran hecho de siglos atrás. Al barcelonés Juan Boscán le
ocurre exactamente lo mismo, publica sus poesías en 1543 en edición
postuma y conjunta con las de otro poeta y amigo nacido en Toledo:
Garcilaso de la Vega.

La fragmentación dialectal de la Corona de Aragón estaba servida. Aunque


no son pocos los escritores del siglo xvi que todavía defienden el uso del
catalán para fines literarios, sus palabras eran como pregón en el desierto.
Para colmo, cuando la corte tradicionalmente itinerante se hace sedentaria
en Madrid, en los años de Felipe II, la necesidad del castellano entre la
aristocracia catalana y valenciana ya no admitirá duda posible, por si
quedaba alguna. En ciento cincuenta años, la peste negra, los puertos
castellanos del estrecho, la lana de los Trastámaras, la unión de reinos con
Fernando e Isabel y la administración de los Austrias habían dejado el
dominio lingüístico aragonés muy penetrado por el castellano. Un gran
invento de aquellos años, como la imprenta, que podría haber ayudado a la
unificación de su disgregada norma lingüística, tampoco sirvió de mucho:
los impresores alemanes establecidos en Barcelona desde 1490, a los pocos
años, ya estaban publicando en castellano con más frecuencia que en
catalán. Sencillamente porque así vendían más libros. La misma imprenta
del monasterio de Montserrat se sumó a esta moda lingüística.

La progresiva adopción del castellano en Aragón, Cataluña, Valencia y


Baleares ejemplifica un hecho muy bien conocido entre los historiadores de
las lenguas: éstas se agrandan no sólo por difusión de su propio grupo
hablante sino, sobre todo, porque grupos vecinos las adoptan como
segundas lenguas por necesidades de comunicación generadas por motivos
económicos o políticos. Esos grupos las hacen tan suyas que no puede
decirse sin injusticia que dicha lengua no les sea propia. Considérese el
siguiente caso: en 1583, el prelado Francisco García publicó en Valencia su
Tratado Utilísimo y muy general de todos los contratos. No deja de resultar
curioso el que un sacerdote valenciano del siglo xvi se dedique a publicar
breviarios de economía y comercio en español. El caso tiene su explicación
si se considera un hecho: los confesionarios de la época eran el paño de
lágrimas de muchos comerciantes católicos, atribulados con las dudas
morales que a cada paso les planteaban sus negocios. De manera que
algunos confesores vieron la utilidad de publicar breviarios religioso-
comerciales que tuvieron mucho éxito. El hecho de que tan particulares
catecismos se escribieran en español para el medio comercial valenciano
indica dónde estaban los intereses de las Juntas de Comercio levantinas.
Rafael Martín de Vi-ciana, que había nacido en Valencia en 1502, daba su
particular explicación: “Veo que la lengua castellana se nos entra por las
puertas de este reino y todos los valencianos la entienden y muchos la
hablan olvidados de su propia lengua”.

L. FINAL GRANADINO
Los primeros comentarios que se tienen de cómo era el castellano hablado
en Andalucía proceden de los años de la

conquista granadina. No son lo que se dice comentarios agradables. Se daba


por hecho que la proximidad de la familia árabe concentrada en el reino
nazarí había corrompido la natural reciedumbre castellana. Esta idea, que
nace a finales del siglo xv, se siguió repitiendo hasta muy tarde. El erudito
Salvador José Mañer decía en 1762 que la /mo se pronunciaba “en España,
ni en las Canarias, ni en las Américas, y si por algunos se practica lo
contrario en las Andalucías, es resabio de haberse detenido en ellas más que
en otra provincia de estos reinos el dominio sarraceno, de quien procede”.
Mañer no tenía razón del todo, porque alguna aspiración de la h había
bajado del norte castellanoleonés hasta el sur. Lo que ocurrió en el sur es
que se dieron unas condiciones de movilidad humana tales que facilitaron la
aparición, se diría que a veces desenfrenada, de tendencias fonéticas que
nunca hubieran tenido eco en el norte (aunque estuvieran latentes entre los
hablantes radicados en él). Los que al norte distinguían entre s/z dejaban de
hacerlo en cuanto se acomodaban en el sur. Un burgalés en su solar nunca
hubiera “herido la h ”, como se decía entonces, es decir, nunca la hubiera
pronunciado como j; el mismo burgalés, de la mano de un leonés o un
asturiano que bajan a repoblar Extremadura o Andalucía, sí lo hubiera
hecho. Para algunos autores, sin embargo, y aunque es asunto discutible, no
puede descartarse el influjo del hispanoárabe del siglo XV en la formación
de algunas modalidades lingüísticas andaluzas. No es de extrañar que a los
puristas las hablas sureñas les sonaran rematadamente mal.

Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con otras lenguas, el español


nunca tuvo un foco urbano difusor de normas lingüísticas y árbitro
indiscutido del buen hablar. El Burgos medieval nos ha dejado algunos usos
muy característicos del español común, que ya se han tratado (véase
capítulo XLIV). Para los autores del siglo xvi, sin embargo, el habla de
Burgos sonaba más bien a cosa antigua y rancia. A algunos les dio entonces
por primar el habla de Toledo, pero la verdad es que el modelo lingüístico
toledano casi nunca se supo en qué consistía a ciencia cierta o cómo
ejercerlo, pues era más bien fruto de una leyenda que cosa real. Madrid
puso su grano de arena en la época de Felipe II, no por sí mismo, sino por
las gentes que bajaban de Valladolid y la Castilla norteña. Sevilla y
Canarias fueron el enlace con América, donde la historia de la norma
escurridiza se vuelve a repetir. Cervantes resumió el caso con esta opinión:
“El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos
cortesanos, aunque hayan nacido en Majadahonda”.

Majadahonda es un municipio de Madrid donde no se habla ni mejor ni


peor que en otros que rodeen a Santiago de Chile. Modernamente ha
repetido esa idea el escritor Ernesto Sábato: “Cada hombre debe hablar con
el matiz de su lugar. El argentino debe hablar como argen tino, el
venezolano debe hablar como venezolano y el madrileño como madrileño.
Y eso es hermoso. Yo lo comparo con una orquesta. Una orquesta está
formada por instrumentos diversos, pero todos tocan la misma partitura.
Nosotros tocamos el oboe, por ejemplo, y el venezolano toca el trombón, y
por eso hay orquesta. Una orquesta donde todos tocaran el mismo
instrumento sería una orquesta de locos y hay que defender esa unidad
dentro de la diversidad”.

Don Miguel, como don Ernesto después, trasladan el concepto de norma


desde la localización geográfica al estrato social: una persona que se sepa la
partitura hablará bien, sea de Quito, México, Bogotá, Caracas, Barcelona,
Burgos, Vallado-lid, Toledo... o vecina de moros, como los viejos españoles
en las fronteras del sur. Esas fronteras del reino de Granada.

En tiempos de los Reyes Católicos Granada era un bonito fantasma. Un


resto de los viejos reinos de taifas, esos señoríos moros divididos y
tributarios de los reinos cristianos, los mismos señoríos que recorría el Cid
cobrando parias para Alfonso VI. Se era condescendiente con los
granadinos porque pagaban anualmente un interesante tributo en oro.
Cuando el tributo dejó de interesar y empezaron a hacerlo los puertos de
Almería, Málaga o Castel de Ferro, en diez años de guerra y diplomacia, se
acabó con el dominio nazarí. Era el año 1492.

El mismo año en que Antonio de Nebrija publicó su Gramática de la


lengua castellana. Nebrija sabía que las lenguas tenían su apogeo en la paz
y su declinación en la guerra, por el desmembramiento de las repúblicas y
reinos que las hablaban. Así había ocurrido con el hebreo, con el griego,
con el latín. En la imaginación de Nebrija, la “república y reino de Castilla”
había llegado a su apogeo y máxima conjunción aquellos años. Necesitaba
artes para la paz: ¿cuál mejor que una lengua sujeta a reglas definidas,
precisas, que le dieran uniformidad, la hicieran fácil de aprender y, además,
perdurable? Con el arte nebrijense aprenderían con facilidad la lengua
castellana aquellos que sin tenerla como propia la iban a necesitar. Pero el
conocimiento de dicha lengua era sólo un paso más en pro de otro medio de
comunicación genuinamente universal.

A pesar de que se ha querido ver en las manifestaciones de Nebrija un


ejemplo acabado de imperialismo lingüístico castellanista, la realidad es
que, en su idea, la lengua que iba a acompañar al Imperio no era el romance
sino el latín... bien aprendido desde la base de una lengua materna
neolatina. Por otra parte, en la práctica, los españoles dispersos durante
siglos por el norte de Africa, América y Asia no le hicieron mayor caso a
Nebrija respecto a que la comunidad lingüística, latina o romance, fuera un
arte para la paz. La historia, por su parte, sólo le ha hecho caso a medias: las
guerras americanas han sido incontables entre gentes de la misma lengua;
en cuanto al Imperio, se desmembró el español, pero no su lengua; el
británico, pero no su lengua; el portugués, pero no su lengua. Es más,
conforme tales imperios han perdido peso político lo han ganado humano el
español, el inglés y el portugués.

Aparte de muchos musulmanes, lo que los castellanos encontraron en


Granada fueron comerciantes genoveses. Estaban allí desde hacía tiempo.
En 1492, a la vista del resultado de las guerras granadinas, llegaron muchos
más. Primero se establecieron en Málaga e inmediatamente se marcharon a
Sevilla. Formaban una auténtica piña, incluso pidieron al Papa que
nombrara a un genovés obispo de dicha ciudad para que protegiera sus
intereses. Casi todos se dedicaron a lo que hoy denominaríamos gestión de
empresas. Producto típico de aquel mundillo fue un personaje que había
madurado un gran proyecto: alcanzar la especiería y la ruta del oro
navegando hacia occidente. Ninguna corte europea le hizo caso. Así que se
vino a España. El secretario de la Corona de Aragón, Juan de Coloma, lo
contrató en la corte de los Reyes Católicos para que buscara la tierra de las
especias. Cuatro meses después partió del puerto de Palos. Hizo escala en la
isla de La Gomera para la aguada. Después, navegó rumbo a occidente. Tras
semanas de ver mar, empezó a ver árboles muy verdes, frutas de diversas
maneras y jóvenes desnudos en la playa. No pudo entenderse con ellos más
que por señas. Luis de Torres o Rodrigo de Jerez, los intérpretes imposibles,
nunca imaginaron, o no queda constancia de ello, que esos jóvenes llegarían
alguna vez a ser gentes de su misma lengua. Aquello se le podía ocurrir a
Nebrija porque vivía a miles de leguas. Palpada la realidad de Guanahaní, la
cosa ni se podía imaginar. El tiempo no sólo la ha imaginado: la ha hecho.
Será por aquello de que la realidad supera a la ficción.

BIBLIOGRAFÍA

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Este libro se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos de Cayfosa-


Quebecor S. A., Santa Perpètua de Mogoda, Barcelona, España, en el mes
de febrero de 2001

Otros títulos publicados en esta colección:

WILLIAM WRIGHT

Así nacemos

ÁLEX GRIJELMO La seducción de las palabras

JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON El Siglo de la Ciencia

SANTOS JULIA (Dir.)

Violencia política en la España del siglo XX

GABRIEL TORTELLA La revolución del siglo XX

JEAN-FRANÇOIS REVEL La gran mascarada


MATT RIDLEY

Genoma

MIKEL AZURMENDI Y se limpie aquella tierra

SANTIAGO MUÑOZ MACHADO La regulación de la red

JAVIER FERNÁNDEZ LÓPEZ Diecisiete horas y media

CARL E.SCHORSKE Pensar con la historia

RAFFAELE SIMONE La Tercera Fase

VARIOS AUTORES Con otra mirada

taurus

Juan Ramón Lodares

Gente de Cervantes

Historia humana del idioma español

Este libro podría haberse titulado Ensayo para una historia de los
hispanohablantes, pues no narra la historia de una lengua en sí misma,
sino de quienes la hablan. No se preocupa por lo que ha sido de la
pronunciación del español, lo que ha sido de su gramática o de sus
palabras a través del tiempo. Narra lo que ha hecho cierta gente para
que un romance surgido al norte de la península Ibérica ocupe, al cabo
de mil años, un puesto entre las grandes lenguas del mundo. Es una
historia donde no faltan peripecias curiosas, aventuras y casos
novelescos. Gente de Cervantes considera también el proceso de
confluencia lingüística al que asistimos en la actualidad, por el que
progresivamente un mayor número de personas será capaz de
entenderse en un menor número de lenguas. Con ello se crearán cauces
para una comunicación lingüística más sencilla, segura y económica. Se
reflexiona sobre la contribución, responsabilidad y futuro del ámbito
hispanohablante en tan particular circunstancia hu
r

mana.

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