Gente de Cervantes Historia Humana Del Idioma Español by Juan Ramón Lodares
Gente de Cervantes Historia Humana Del Idioma Español by Juan Ramón Lodares
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ÍNDICE
PRÓLOGO
Las historias que se relatan en este libro no tienen una sucesión lineal.
Tampoco pretenden ser el recuento exhaustivo de todo lo que les ha
ocurrido a quienes a lo largo del tiempo han difundido la lengua española o
la han adoptado como propia. Lo que aquí se cuenta son parcelas notables
de ese proceso; al narrarlas, se dejan voluntariamente cabos sueltos; a veces
se plantean interrogantes antes que dar respuestas; se apela a la imaginación
del lector y se le sugieren reflexiones sobre los aspectos del idioma. Puede
considerarse que las cincuenta breves crónicas reunidas en este libro
constituyen un ensayo con el que orientar la historia de los
hispanohablantes.
El relato sucede así, de forma circular, sin cronología precisa, porque más
que el desarrollo del español en el tiempo me interesa considerar ciertas
circunstancias de la historia general de la lengua que podrían pasar
inadvertidas en una estricta cronología. Por otra parte, con estas historias en
vaivén, a mi juicio, se subrayan aquellas características más visibles del
idioma, las que le dan su particular color: viajero, variado, hecho por
mezcla y agregación de muchas gentes, intereses, circunstancias históricas,
necesidades, vínculos, formas y acentos de expresarlo. El español es una
lengua que responde muy bien al prototipo de mestiza, hecha desde sus
orígenes por mixtura de gente diversa, procedente de muy distintos fondos
idiomáticos, cuyas necesidades materiales les llevaron a confluir en un
código lingüístico común, sin que tal confluencia les haya obligado a otras
vinculaciones. Las palabras que Unanruno le dedicó al idioma hace setenta
años tienen plena vigencia: “Lenguaje de blancos y de indios, y de negros, y
de mestizos, y de mulatos; lenguaje de cristianos católicos y no católicos, y
de no cristianos, y de ateos; lenguaje de hombres que viven bajo los más
diversos regímenes políticos”. Gente de Cervantes trata de explicar cómo
esto ha sido posible.
PRIMERA PARTE
Tras semanas de mar, el almirante empezó a ver árboles muy verdes, frutas
de diversas maneras y jóvenes desnudos en la playa. Aquello no parecía un
paisaje andaluz. Mandó desembarcar, se acercó a la orilla y saltó a tierra.
Detrás de él iban dos escribanos. Sacaron sus papeles y empezaron a dar fe
del discurso que el almirante traía preparado para la ocasión. Con pocas
palabras nombraba soberanos de aquel paisaje exótico a sus reyes. Podrían
haberlo sido de Francia, de Inglaterra, de Portugal, podrían haber sido
incluso príncipes italianos. Viajaba, sin embargo, con dos estandartes: en
uno estaba grabada la letra Y, de la castellana Isabel; en otro la letra F, del
aragonés Fernando.
Así que desembarcaron a Luis de Torres, judío converso de Jaén que sabía,
según él, hebreo, caldeo y algo de árabe. Luis de Torres podía haber
pretendido dominar más lenguas sin posibilidad alguna de saberse si mentía
o no, porque ninguna de esas tres sirvió para nada. No había por qué
preocuparse, los viajeros traían otros idiomas, así que Jerez y Torres, con
mandato expreso de retornar a los seis días, partieron al interior de aquellas
frondosas tierras con el recurso lingüístico definitivo, el infalible: un
mensaje escrito en latín. Retornaron con una buena noticia: habían visto a
gente amigable. Y con otra mala: en Guanahaní la gente no sabía latín.
Pablo Morillo pisó tierra americana tres siglos y diecisiete años después de
Cristóbal Colón. Venía de Cádiz. Durante el viaje consideraría qué tipos tan
paradójicos había en su mundo: Simón Bolívar, sin ir más lejos. Morillo
veía en él- a un hijo de madre española, un joven que había completado sus
estudios en España, que en España se casó... y que después de pasar por
Londres y llenarse la cabeza de no se sabía qué ideas liberales, las
predicaba por las colonias, llamaba a Inglaterra “Señora de los mares”,
admiraba los discursos del presidente yanqui Monroe y, para colmo,
hablaba bien del general Jack-son, que hostigaba a los españoles en Florida.
¿Yqué decir de José de San Martín?; este pájaro había luchado en España
contra los franceses al lado del general Castaños, y tras una temporada,
¡otra vez!, en Londres —y además, medio comprometido con una logia
masónica— le había entrado también la manía independentista. Y ahora, él,
Pablo Morillo, venía a tierras americanas, general con mando sobre diez mil
soldados, a guerrear contra tipos así para evitar la fatal desmembración del
Imperio. Vivir para ver.
II. PANLINOCHI
Si uno se pone del lado de los indígenas considerará qué extraña figura
debía de hacer frayjacobo y, todavía peor, qué extraños conceptos de los
misterios católicos se forjarían en las cabezas de los adoctrinados, y si no
era para escamarse con una religión cuyo máximo dios tenía representación
tan digna y notable como un higo chumbo. Pero, en fin, o los indígenas
simulaban la conversión para desentenderse del asunto, o el éxito
evangelizador de Tastera resultaba sincero y grande. Del mismo tamaño,
aproximadamente, que lo fue su estorbo para la difusión de la lengua común
española entre los indios. Pero la gente civil también se sirvió de un
procedimiento parecido. En algunos tajos mineros, donde los indígenas
llamaban en sus lenguas anda al cobre y buto a las calabazas, los capataces
españoles los hacían trabajar a la orden de “¡Andaputo!”.
El almirante fue una persona con mala suerte, si se considera la fortuna que
él pensaba correr. En cierto sentido, parecería que las dificultades de este
hombre para hacerse entender con aquellos jóvenes de la playa preludiaban
la tortuosa hispanización idiomàtica de siglos venideros, que iba a avanzar
entre señas, intérpretes, españoles que se hacían indios, esclavos traídos de
Africa, vastas regiones despobladas, cátedras de lenguas indígenas en las
universidades y otros obstáculos para la libre difusión de un idioma común.
Cuando comprobó que había allí poco más recurso que agi tar los brazos,
recurrió a un método de aprendizaje de idiomas que era regular entre los
navegantes portugueses: capturar indios, llevarlos a la corte, enseñarles
portugués y devolverlos a su tierra americana a modo de simiente lusa. Esta
costumbre se iba haciendo corriente entre españoles. Las ordenanzas
indianas para 1526 ya admitían la legalidad de capturar gentes para que
sirvieran de lenguas, que así los llamaban, o trujamanes. La estricta
humanidad de la ley, eso sí, no permitía la captura de más de una o dos
lenguas cada vez.
En instrucciones como éstas, sin embargo, late el germen del perplejo papel
idiomático que los españoles iban a desempeñar en América durante tres
siglos. ¿Se han dado cuenta, por cierto, la de frailes que han aparecido hasta
esta parte de la historia? Es fácil de explicar. Las necesidades de hispaniza-
ción casi nunca dependieron de los propósitos de crear una comunidad civil,
sino que variaron de año a año, de instrucción a instrucción, de gobernador
a gobernador, de obispo a obispo, según las necesidades y modos de
conversión a la fe católica de tanta masa indígena: cuando, por señas;
cuando, en español; cuando, con jeroglíficos; cuando, en lenguas indígenas;
cuando, como sea. No es de extrañar así que a Bolívar no lo hubieran
entendido, acaso, más que uno de cada tres americanos.
No crean que las señas eran un medio para salir del paso. Ni mucho menos.
Se llegaba con ellas a altas cotas de refinamiento comunicativo. Cuando
Colón llegó a Guanahaní dedujo lo siguiente de sus conversaciones por
gestos: “Creo que, si es por las señas que me hicieron todos los indios de
estas islas, porque por su lengua no los entiendo, ésta es la isla de Cipango”.
Lo que ya es deducir de una comunicación por señas.
Los de la expedición de Cortés eran también muy aficionados a entenderse
por señas. No había más remedio, ellos eran pocos y los naturales de allí no
tenían número. Como sus lenguas, que cambiaban a cada paso. Además,
eran rarísimas para el oído de los españoles, tanto que Churultecal se
transformaba en Cholula e Ixhuacan en Ceinaca. No es para menos, por
cierto, ustedes hubieran hecho lo mismo. Comunicarse por señas debía de
resultar un procedimiento rústico pero cómodo. Con ellas se entendía todo:
si querían paz, si querían guerra, si iban, si venían, y si las mujeres se
ponían a menear las mantas hacia abajo y dar palmaditas hacia arriba
entendían los de Berna! que les iban a preparar tortillas de maíz, o sea, que
es verdad que el hambre agudiza el ingenio y las entendederas.
Las señas, sin embargo, evitaban todos estos inconvenientes, así que don
Alonso instruyó que, de no haber intérprete de mucha confianza al que
recurrir, “el sacerdote que se hallare con el enfermo cristiano in articulo
mortis ha de tratar con él como con los mudos, procurando por señas
moverle al dolor de los pecados, y que por señas confiese algunos de su
especie, que no es muy dificultoso”. O sí es muy dificultoso, según se mire.
Porque, de entre todos los pecados posibles que se podían cometer en
América, había uno que traía de cabeza a franciscanos, jerónimos,
agustinos, dominicos y a toda orden habida y por haber, uno que hacía
aparecer aquellas tierras, ante los castos ojos cristianos, como las mismas
tierras del infierno, uno que se cometía con naturalidad pasmosa, a la luz
del día, un pecado que no era un pecado: era el pecado. Uno que consistía
en desobedecer el sexto de los diez mandamientos, una desobediencia que
allí se seguía con toda llaneza, casi a la vista, y no ya entre humano y
humana, que hubiera sido de llevar, sino entre humano y humano, con
sodomías reales o simuladas que eran espantables. Por otra parte, es de
imaginar al sacerdote fiel a la instrucción de don Alonso preguntando por
señas si se ha pecado, o no, en esa particular especie. Y es de imaginar al
impío respondiéndole por señas igualmente. Hubiera sido digno de verse.
Para los tipos con vista comercial, aquella situación de americanos rodeados
de lenguas diversas y con necesidad de entenderse era interesante. Eso le
parecía a Pedro Arenas. Vecino de México, Arenas no era intérprete, ni
trujamán, ni nada de eso. Era un tendero harto de tener que bregar con una
lengua y otra cada vez que quería venderle el género a un vecino. Harto
igualmente de tener que recurrir para el caso al vocabulario hispanoazteca
del franciscano Alonso de Molina. Un gran libro, sin duda, y sobre todo por
el tamaño. No era obra fácil de consultar, estaba llena de guiños quizá más
útiles para un predicador que para un comerciante. Así que Pedro Arenas
escribió su propio vocabulario. Sin embargo, no enfrentó una columna de
palabras en español a otra de palabras aztecas, sino que hizo algo con más
enjundia: consideró aquellas situaciones más frecuentes de la vida común,
como ir a comprar comida, vender caballos, dar un azote a los niños o
enfrentarse al negocio imposible de contratar a un albañil. Se inventó así
unos diálogos hispano-mejicanos muy salados. Si un criollo quería hablar
por hablar con un vecino de lengua azteca, abría el diccionario de Arenas y
le decía, por ejemplo: “Cuis quiahuiziu axcan?”, o sea, “¿lloverá hoy?” y el
interlocutor, es de suponer, le respondía: “Xiquitta quentla-mani in
cahutü”, que el vocabulario traduce como “mira qué tiempo hace”.
En los negocios con los mejicanos, la Malinche traducía del nahua al maya
y Jerónimo de Aguilar del maya al español. Idioma este último que pronto
dominó la moza de Cortés. Con los excelentes servicios prestados por
Julianillos, Melchorejos, Aguilares y Malinches, la gente de Cortés, que
había empezado la campaña mexicana con poco más de cuatrocientas
almas, tuvo acceso a tal cantidad de información, que con ella podía
adelantarse a la estrategia guerrera de sus enemigos, pactar ventajosamente
con ellos, dividirlos o engañarlos. Era una forma de guerra secreta en la que
los españoles, gracias a los intérpretes, podían trazar redes de comunicación
e información imposibles para cualesquiera pueblos indígenas, cuyas
divisiones lingüísticas los mantenían a menudo aislados. Todavía a
doscientos cincuenta años de las campañas de Cortés, don Miguel Alvarez
de Abreu, obispo de Oaxaca, consideraba que la multitud de lenguas
provocaba “un desorden que sólo con la experiencia se puede conocer,
viendo pueblos muy inmediatos mantenerse aislados cada uno en su propio
idioma, como si distaren muchas leguas”.
Los intérpretes eran a veces armas de doble filo. Francisco Pizarro tuvo
ocasión de comprobarlo en sus tratos con los incas. En este negocio de las
guerras secretas e informes escritos con noticias reservadas, Pizarro tenía
dos grandes inconvenientes frente a Cortés: primero, era analfabeto porque
se crió en la pobreza; segundo, su intérprete a menudo era un desastre. Se
llamaba Felipillo. Había aprendido mal el quechua y no mucho mejor el
español. Según algunos, español fluido, lo que se dice fluido, sólo le salía
en los juramentos y blasfemias, como corresponde a quien ha tenido por
escuela a la tropa. Cuando fray Vicente Valverde se afanaba por explicar a
Atahualpa —o Atabalipa, como le llamaban los cronistas antiguos— los
misterios de la fe católica, advirtió que no adelantaba mucho e incluso al
inca le parecían cosa de risa. No en vano estaba Felipillo de por medio.
Cuando fray Vicente decía que Dios era Uno en tres Personas distintas,
Felipillo sumaba y le traducía al inca que Dios era uno más tres, o sea,
cuatro. Las traducciones de Felipillo no es que añadieran mucha más
oscuridad a la que ya tiene el dogma trinitario, pero a Atahualpa le hacían
reír y sus risas ofendían a los españoles. Esto no fue lo peor, sin embargo.
Felipillo se enamoró de una de las mujeres de Atahualpa, y como tal,
inaccesible para él. Pensó que muerto el rey inca el acceso a su amada sería
posible y urdió la siguiente trama: cuando los de Pizarro tenían preso en
Cajamarca a Atahualpa y consideraban razonable la posibilidad de un
ataque feroz por parte de los incas, Atahualpa los tranquilizó diciéndoles
que nadie iba a hostigarlos. Felipillo tradujo a propósito todo lo contrario, y
no una vez, sino reiteradamente. Se ordenó ajusticiar al inca. Y se cumplió
la orden. Felipillo no pudo casarse con la princesa. Protagonista de más
oscuras historias, acabó descuartizado en una de ellas. Gajes del oficio.
“En 1517 el Padre Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios
que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas,
y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se
extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”; el
primer párrafo de la Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis
Borges, le viene como anillo al dedo a este capítulo. En la época de De las
Casas se debatía si el negro estaba mejor adaptado al trabíyo que el indio, o
bien si servía adecuadamente para repoblar amplias zonas vacías. Los
españoles comprobaron pronto que no sólo estaba mucho mejor adaptado
para el trabajo que el indio, sino que repoblaba el territorio mejor que él.
Crara mana.
Sa hermosa tú.
Zambambú.
(El alma es como los dientes/ Clara, hermana./ Pongámonos enaguas/ Y
bailemos alegres;/ Que aunque seamos negras,/ Eres hermosa tú...).
Era una, sí, pero la lejanía entre aquellas islas asiáticas y los puertos
americanos, como lo incierto del viaje, no favorecían el establecimiento de
una colonia pujante. El caso es que los españoles no tardaron en llevar a
Filipinas imprenta, alfabeto laúno, colegios y universidades. Consiguieron
logros sorprendentes: en 1840, la proporción de niños escolarizados en el
archipiélago era no sólo superior a la española, sino que aventajaba a la
francesa y dejaba en el más absoluto ridículo a otros sistemas europeos. A
los niños se les venía enseñando el español desde hacía setenta años —hasta
entonces la representación de las lenguas indígenas, como el tagalo, en la
enseñanza era superior a la que tenía el español—. A la aristocracia militar,
la armada, se la instruyó en español desde 1820 en la Academia Militar de
Manila. Había buenas intenciones, pero nunca hubo mestizaje. Esto
determinó que, al contrario de lo ocurrido en América, el español asiático
continuara reducido durante el siglo xix al estricto círculo de la colonia
española y a lo que podríamos considerar como aristocracia filipina. Nunca
fue lengua común ni hubo pretensiones decididas de que lo fuera. Nunca
hubo ocasión de mezclarse con la población indígena y la diversidad
idiomàtica de ésta era enorme. Como en América, la lingüística misionera
se encargó de mantenerla.
El primer impreso del que se tiene noticia en México es una Breve y más
enjundiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana. La imprenta
la llevó allí fray Juan de Zumárraga en 1539. Y el primer impreso del que
se tiene noticia en Filipinas es una Doctrina cristiana en lengua; española y
tagala publicada en Manila. La imprenta la llevó allí fray Domingo Nieva,
en 1593. Todo esto no es por casualidad: la lingüística misionera se había
propuesto no sólo aprender lenguas indígenas, sino darles alfabetos y
escribir sus gramáticas, difundirlas a través del poderoso medio de
comunicación que era la imprenta, establecer cátedras para su estudio en las
universidades, premiar con curatos y cargos a quienes las conocieran y,
sobre todo, se había propuesto que la Iglesia sentara sus reales y se hiciera
imprescindible en el gobierno espiritual —-y material— de la nueva Ciudad
de Cristo en que se iban a convertir aquellas tierras. No creo que haya en la
historia un caso tan patente de intervención y control sociales a través del
medio de comunicación que es el idioma como el que protagonizaron los
religiosos españoles en la América virreinal.
Santo Tomás de Aquino había dicho en su día: “linde illi, qui sunt
diversarum linguarum, non possunt bene convivere ad in-vicem”, o sea, a
muchas lenguas, mal gobierno. Interpretada según la tradición cristiano-
bíblica, dicha idea exigía que cada pueblo o nación permaneciera unida en
la misma fe pero sin mezclar tradiciones, usos o lenguas, que servirían para
distinguirlos y evitar en lo posible el mestizaje contaminador. Se
garantizaba así su homogeneidad en pacífica convivencia con otros pueblos
vecinos. Los religiosos españoles llevaron adelante aquella idea y
contribuyeron al cultivo —y extensión, en algunos casos— de lenguas
indígenas; ahora bien, como los dominadores de tales lenguas, escritores de
sus gramáticas y alfabetos, traductores del discurso evangélico y
predicadores eran los religiosos de las diversas órdenes, con mucha
frecuencia se convertían en gobernadores políticos efectivos de aquellos
pueblos divididos por lengua, uso y tradición, si bien unidos en la fe que las
propias órdenes administraban . Nada, pues, había que asegurara tanto el
poder político de la Iglesia, omnipresente en la América hispánica.
Cuando se advirtió que las lenguas eran muchas, que no todos las aprendían
tan bien como el padre Olmos —del que se decía que hablaba en diez
distintas— y que la predicación se entorpecía a cada paso en tal laberinto de
idiomas, la estrategia misionera cambió. Pero esto no supuso la hegemonía
del español. Al contrario: se consideró cuáles, de entre las lenguas
indígenas, resultaban más extendidas, familiares y simpáticas a los
feligreses, se localizaron, se les dio el nombre de “lenguas generales”, se
hizo propaganda sobre lo aborrecible que resultaba el español para los
indios frente al maya, el aimara, el nahua, el quechua. Se hizo propaganda,
asimismo, de lo fácil que resultaría para los españoles aprender cualesquiera
de ellas (era propaganda, porque la realidad es que muchos las aprendían
mal) y se fomentó la difusión pastoral de dichos idiomas. Los españoles
consiguieron con esta práctica un caso único, verdaderamente raro por lo
singular, en la historia del contacto de lenguas, un hecho que el profesor
Humberto López Morales resume así: “Algunas de las lenguas ‘dominadas’
han salido del periodo de colonización fortalecidas y con un dominio mayor
del que tenían originalmente”.
Los jesuítas dejaron Perú en 1586, dos años después, a través de Tucumán,
se adentraron hacia el noroeste, fundaron colonias religiosas que llamaron
reducciones donde congregaron a los indios, les instruyeron en la doctrina
cristiana, el latín, el guaraní y el manejo del violín. Guando siglo y medio
después el gobierno español expulsó a los jesuítas de América, la obra
pastoral y lingüística estaba en plena marcha. El aislamiento en que durante
muchos años ha vivido Paraguay no ha hecho sino cuajarla. Hoy, sólo con
cierta generosidad puede decirse que Paraguay sea un país hispanohablante:
el 41 por ciento de su población habla habitualmente sólo guaraní; si nos
vamos al campo, el porcentaje de sólo guaraniha-blantes sube hasta el 70
por ciento. En el sector rural quizá haya un 5 por ciento de monolingües en
español, que en el urbano asciende hasta el 15 por ciento. Afortunadamente,
se trata de un bilingüismo sin conflicto, si bien, con un sistema educativo
complejo para evitar precisamente los conflictos.
Con la práctica de hablar a las tribus africanas en “la lengua del corazón”,
como decía el doctor Cook, la labor evan-gelizadora avanzó
considerablemente —al igual que en América lo había hecho siglos antes—,
pero fomentar las lenguas del corazón evitó que comunidades afines, que
dialectalmente no se diferenciaban mucho, se fundieran en unidades de
mayor entidad y crearan “lenguas generales” africanas, en vez de persistir
en grupos idiomáticos aislados. Esto ha facilitado la extensión del francés y
del inglés como lenguas comunes por buena parte de Africa. Pues cuando
estas sociedades han pasado a formar parte de sistemas productivos de base
colonial-capitalista, muy alejados de los usos tribales y con unas
necesidades de comunicación e intercambio mercantiles infinitamente más
complejas de aquellas a las que estaban acostumbradas, las lenguas
particulares han sido a menudo completamente inútiles para dar cauce a
tales exigencias.
Tomás López planteaba en términos claros una pugna que duraría siglos: la
de los juristas, partidarios de la comunidad de lengua, contra los
misioneros, recelosos de ella. Lo que veían las gentes de López era que la
división territorial por lenguas, aparte de constituir un serio estorbo para la
fluida administración de los negocios indianos, estaba creando una serie de
cacicazgos espirituales, perfectamente aislados entre sí, donde el poder civil
tenía poco o nada que decir.
Avisos de este tipo, que nunca dejaron de llegar desde América a los
archivos de palacio, tenían un calado político que en los siglos xvi y xvn
nunca se advirtió con la claridad con que se hizo en la etapa de la
Ilustración. Avisos de que el culto a las lenguas indígenas podía servir para
fomentar cismas políticos y religiosos, como había quedado claro en el caso
de Michoacán, donde el obispo Vasco de Quiroga aspiró veladamente a la
formación de una república indígena (¡quién sabía si protestante!).
La mala fama, del español americano en la España del siglo xvir. Pasajeros
a Indias y nivelación lingüística. Contraste portugués
La leyenda negra sobre el mal hablar americano venía de muy atrás: los
primeros españoles que poblaron tierras americanas eran en su mayoría
andaluces. Entre ellos sobresalían las gentes de Huelva y Sevilla. Es posible
que de cada seis pasajeros a Indias, en el periodo comprendido entre 1493 y
1519, uno fuera sevillano capitalino. La apreciación que en la propia
España se tenía a principios del siglo xvi de las hablas andaluzas no era
precisamente buena. No por nada en especial, más bien se explica por esas
rencillas regionales a que somos tan aficionados. Pero en el caso de la
Andalucía de aquellos años había cizaña que añadir a las rencillas: se decía
que los cristianos andaluces se mezclaban con gente mora y, claro, su
lengua estaba medio arabizada. Esto no era estrictamente cierto; más que en
contacto propiamente dicho, estaban próximos a las comunidades de habla
hispanoárabe. Pero el tópico no sabe de verdades, así que las noticias sobre
el hablar andaluz, que subían por Despeñaperros eran golosas. Y ahora,
¿pueden llegar a imaginarse ustedes lo que significaba que le asociaran a
uno con los moros en aquellos años del recién conquistado reino nazarí y
las inminentes guerras de Granada y su Alpujarra? No era una asociación
feliz, desde luego.
José Gálvez había sido visitador general de Nueva España durante seis
años. Había adquirido notable experiencia en los negocios americanos. De
vuelta a España, se le nombró secretario de Indias en 1775. Gálvez fue
acumulando poderes. Ningún secretario había tenido nunca tantos. Desde
ese puesto de privilegio empezó a hacer reformas militares, monetarias,
económicas, aduaner as. Las reformas de Gálvez tenían cierto aroma
cuartelero y no aceptaban más que un “sí” por respuesta. Sin embargo,
consiguieron algo que nunca se había conseguido antes: los funcionarios
estaban mejor preparados y, consecuentemente, los documentos
administrativos abundaban en datos fehacientes, estaban mejor escritos,
eran cada vez más técnicos, las cuentas cuadraban y la técnica oficinesca
resultaba de lo más avanzada. Es de suponer que las medidas en torno a la
unificación idiomàtica tuvieran alguna relación con el incremento en la
eficacia administrativa, con el perfecció-namiento de las técnicas
oficinescas y con la mejor preparación de los funcionarios, que ahora sabían
hasta su poquito de latín. No fueron aquéllas, pues, fórmulas arbitrarias.
Leyes como la Real Cédula emitida en 1768 (por los mismos años se
emitieron otras para Filipinas y para América), donde se disponía que la
enseñanza del latín en las escuelas de retórica se hiciera desde el español,
fueron la consecuencia —no la causa— de ese tráfico humano. Dichas leyes
iban destinadas a amalgamarlo, a que circulara con más facilidad, a que los
funcionarios al estilo de los de José Gálvez llevaran las cuentas mejor, a que
los colegiales, diplomáticos, militares, financieros españoles supieran la
gran lengua internacional de cultura por aquellos años: el latín, pues la
aristocracia castellana había sido tradicionalmente cerrada para los idiomas.
Sin duda, Valdés exageraba respecto al uso regular del castellano entre la
gente (vulgar o notable) vecina de Castilla, pero sí tenía razón en que armas
y negocios decidían la suerte de hablantes y lenguas. Contrataciones del
secretario de la Corona de Aragón, Juan de Coloma, hechas en la corte de
los Reyes Católicos, llevaron a un navegante a buscar la tierra del Gran Kan
y la especiería en competencia con los portugueses. El resultado del viaje
fue una decepción y, aparte de unas pepitas de oro y varios indios
despistados que aprendieron castellano en la Corte, no hubo gran cosa de
que ufanarse. Si bien los de la Corona de Aragón barruntaban que había
futuro en la ruta hacia el oeste, las siguientes exploraciones iban a llevar a
las Indias principalmente a castellanos. Pero las contrataciones entre unos y
otros ya estaban hechas. En ellas no sólo había castellanos, portugueses,
aragoneses y catalanes, había también un hermético marino por medio, de
incierto origen (¿acaso mallorquín?), y no se sabe cuántos andaluces.
Valdés, sin embargo, fue profético: de aquellas contrataciones de hace cinco
siglos ha salido un curioso producto de casi cuatrocientos millones de almas
que contratan de todo.
Cuando Correas escribe ese comentario hacía un siglo que se habían muerto
Miranda y Vicente. De ellos al maestro salmantino van cien años de
progresiva penetración del castellano en los círculos nobiliarios y
cortesanos portugueses. La anexión de Portugal a la Corona de los Austrias
en 1580, así como el propósito de Felipe II de trasladar su residencia a
Lisboa para trazar desde ella la nueva política imperial en Europa, América
y Asia, instalaron la lengua española en el centro mismo de la gobernación
y la diplomacia portuguesas. Nunca fue, por supuesto, lengua de arraigo
popular en Portugal, ni nadie pretendió tal cosa. Es más, precisamente por
los años en que escribe Correas, la burguesía lusitana —muy beneficiada
entonces por el tráfico económico con Iberoamérica— empezaba a
considerar que no le era estrictamente necesaria la tutela de un imperio
cuyas guerras con franceses, ingleses, turcos y holandeses ponían en peligro
los intereses coloniales lusos. Poco a poco, se van agudizando las quejas
sobre la excesiva “castellanización” en materia de gobierno, fisco, ejército.
Se alienta un nacionalismo portugués en torno al mito del rey Sebastián,
que vendría a libertar a su pueblo. Según la leyenda, don Sebastián no
habría muerto en 1578 a manos de los marroquíes en la batalla de
Alcazarqui-vir y retornaría para desalojar al “castellanizador” Felipe II.
Uno de los escritores más castigados por el celo portugués fue Jorge de
Montemayor, quien había castellanizado su apellido original, Montemór, y
había escrito todas sus obras en castellano, así que se prohibieron en
Portugal, al parecer, “em castigo de dar a Reynos estranhos o que devia a
este onde nascera”, según Lourenço Craesbeek, un impresor lisboeta de la
época (quizá también porque Montemayor tuvo fama de judaizante). En
1640 la ruptura hispano-portuguesa resulta más que evidente. Cuarenta años
después, Carlos II reconoce la independencia de Portugal. La aristocracia
junto al medio comercial y urbano, que podrían haber contribuido a la
instalación del español, son en 1688 muy distintos de aquellos que vieron
nacer a Sá de Miranda, Gil Vicente, Pedro de Vega o Jorge de Monte-
mayor. Desde mediados del siglo xvn, el español había ido perdiendo
irremisiblemente todos sus abogados en Portugal.
y se respondiera: “En castellà tot hom que se dona escriure tenitper cert
quels serà més profit”. Todo aquel que escribe en castellano sabe que le
será más provechoso. No es de extrañar que en las Juntas de Vizcaya los
bilbaínos pujaran porque el idioma de contratación no fuera otro que el que
entendían todos, mejor que el vizcaíno que sólo entendían algunos y en el
que ya prácticamente no se contrataba nada. No es de extrañar que todo
notable vasco, gallego, portugués, valenciano, balear o catalán que se
preciara estuviera en camino de dominar el español. No es de extrañar que
Felipe II le dictara en Lisboa papeles de gobierno, escritos en español, a don
Cristóbal de Moura, su mano derecha en Portugal. Moura sabía español,
como el rey entendía portugués (la lengua de su madre, por cierto). Esta
difusión por la península del idioma común entre quienes no lo dominaban
no tenía nada de extraño. Era, sencillamente, una utilidad favorecida por el
atractivo de un imperio en rápida expansión. También Europa empezaba por
aquellos años a apreciar el español casi tanto como los notables ibéricos.
Carlos I tenía más suerte en esto de las lenguas que su coetánea Isabel: tras
vencer en las batallas de Landsgrave y Albis, los príncipes y señores
alemanes acataron su autoridad dirigiéndose a él en español, por
complacerle, aunque sabían que el alemán no le era completamente ajeno.
Carlos de Gante llegó a España hablando flamenco, su lengua materna, y
algo de francés, su lengua cortesana. Aparte del latín, aquellas lenguas eran
las que hablaba toda la capilla gubernamental que se trajo de Europa.
Zumel, procurador de Burgos, le pidió en las Cortes de Valladolid de 1518
que aprendiera español. Una petición hecha de pasada en un memorial
donde se le exigían muchas más cosas y de mayor enjundia. En esto del
idioma se le hizo caso a Zumel. Cuando en 1536 el emperador desafió al
rey francés, Francisco I, en presencia de la plana mayor de la diplomacia
europea, el Papa incluido, si todos esperaban un discurso en latín, el
discurso se pronunció en español. A la delegación francesa esto le molestó
y el obispo Maçon le dijo ofendido que no había entendido nada (lo que por
otra parte era verdad), a lo que Carlos I respondió: “Señor obispo,
entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que las de mi lengua
española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la
gente cristiana”. Esa fue una proclamación oficiosa del español como
lengua internacional, de curso en Europa. Hasta entonces no había tenido
ese privilegio.
James Lea se refería al latín, al francés y al italiano. James Lea sí sabía por
qué el español se codeaba con ellas, aunque, como hijo de Inglaterra que
era, no iba a reconocerlo así como así. Se hizo el despistado entre
paréntesis. Aquí empezaba un negocio editorial basado en el español que,
más de cuatro siglos después, no sólo no ha terminado sino que prevé un
auge considerable. La calidad de los escritores en lengua española no hizo
sino consolidar ese embrión de español utilitario de los años del emperador.
Decía entonces el italiano Fabio Franehi que si en Francia o Italia querían
llenar un teatro, los empresarios no tenían más que anunciar en los carteles
que se iba a representar una comedia de Lope, y con anunciarlo: “Les falta
coliseo para tanta gente y caja para tanto dinero”. Para los impresores, el
caso era editar una novela de Cervantes, autor que tenía crédito y público
entre la gente culta europea: dos nobles franceses, lectores suyos de paso
por España, quisieron conocerlo personalmente porque seguían con gusto
todas sus obras. Se llevaron una sorpresa de lo más agradable cuando les
dijeron que el impresor Juan de la Cuesta acababa de publicar otra más de
su admirado
Cervantes: una curiosa novela que trataba sobre las manías de un hidalgo
manchego trastornado por los libros de caballerías. La novela, al parecer,
entretenía e iba para éxito de ventas. Se la llevaron a Francia.
Otra moda consistió en debatir cuál de las lenguas modernas se parecía más
al latín. La moda tenía evidente calado político: ya que el latín fue lengua
de un imperio, aquella de entre las europeas que más se le pareciera podría
con todo derecho reclamar su condición de nueva lengua madre,
hegemònica y de uso regular en el renovado Imperio Romano Germánico.
Hay por aquellos años autores como Pedro de Lucena que escriben obras en
un idioma que no se sabe si es latín hispanizado o español hecho latín.
Había argumentos para todos los gustos con tal de demostrar esta pretensión
de hija predilecta latina. He aquí uno muy común entonces: “Los españoles,
así como los latinos, escriben como hablan y hablan como escriben”. De
esta pretensión se escapan los vasquistas de aquellos años del emperador
Carlos. En opinión de Garibay, el más extremoso de todos, la única lengua
española de pura cepa, la más antigua, la genuina, la racial, la que había
sido común a toda la península no era otra que el vasco. El latín era una
cosa moderna venida de Roma, que se acabó corrompiendo malamente por
los pagos de Hispa-nia entre visigodos, mozárabes, musulmanes y otros. La
realidad es que, por aquellos años, no hay lengua europea que no disfrute de
apologías sobre su nobleza y pujanza; en unas ocasiones tienen fuerte
contenido patriótico; en otras encierran curiosas predicciones, como la que
hacía el poeta inglés Samuel Daniels en 1599: “Y quién sabe si con el
tiempo podremos aventar/ El tesoro de nuestra lengua, a qué extrañas
orillas/ Puede ser enviado este beneficio de nuestra mejor gloria”.
Como su lengua la aprendían los demás, los españoles que salían por el
mundo —y sobre todo si eran castellanos de pura cepa— apenas tenían
ganas de aprender idiomas. Los estudiantes de la Universidad de Lovaina, si
procedían de España, raro era que aprendieran francés o flamenco. Por eso
los conocían. Los nobles predicaban con el ejemplo no atendiendo a nada
que no fuera dicho en español. Salvo los que estaban regalándose la vida en
Italia, coleccionando cuadros del Tiziano o comentando en los corrillos
palaciegos los versos del Orlando furioso, que ésos sí llegaban a hablar
italiano con mucha soltura, el resto nobiliario era poco políglota. Cuando el
barcelonés Luis de Requesens parte como gobernador a los Países Bajos va
asustado porque él sólo habla catalán, español y francés muy rudimentario.
En noventa años de reformas, los que van de 1726 a 1815, los académicos
despojaron la escritura de colgajos etimológicos, la hicieron más sencilla y
práctica; además, dejaron trazada la senda para nuevas simplificaciones
cuya dificultad técnica es muy poca. Su mayor obstáculo estriba en que los
académicos se decidan a ejecutarlas y se pongan de acuerdo en cómo y
cuándo... y todos estemos dispuestos a aceptar sus criterios. Los hablantes
de francés, inglés o alemán se complican inútilmente la vida escribiendo
cosas como Philosophie, theatre, assassin o approbation, que el
hispanohablante escribe filosofía, teatro, asesino y aprobación, ahorrándose
la ph, la th, la ssy la pp; es más, lleva ahorrándoselas ciento cincuenta años
por lo menos.
Los franceses, que en el siglo XVIII copan con los británicos el mundillo de
las ciencias positivas y se pelean por sus aplicaciones comerciales, no le
hacen mucho caso al español. Pero Aréjula tenía razón. Era más correcto
llamar arxica-yo —como él quería— a lo que gracias a los errores de los
sabios franceses todos llamamos hoy oxígeno. Ya daba igual. Un campo de
gran importancia para dar cuerpo y peso a cualquier lengua, como es el de
la creación científica y técnica, se escapaba irremisiblemente de aquel
remozamiento general que la Academia había llevado a cabo con el
español. En este preciso terreno la ascensión del francés, el alemán y, sobre
todo, el inglés resultaba imparable. La mitad de lo que la revolución
industrial iba a traer en novedades científicas y técnicas entre 1750 y 1900
lo trajo en esta última lengua. A finales de ese periodo, en Estados Unidos
se producían más manufacturas de objetos modernos, patentes y novedades
científicas que en Francia, Alemania y Gran Bretañajuntas y era el país que,
sólo él, acaparaba la cuarta parte de toda la riqueza mundial. Las
circunstancias políticas, económicas y comerciales que se han ido gestando
desde mediados del siglo xx no han hecho sino darle el espaldarazo al
inglés para convertirlo, como quien dice, en la lengua planetaria. Quizá ni
un tipo tan inteligente como Aréjula podía sospechar en su día tanta
bonanza.
Durante los siglos xvi y xvii, la lengua española asistía a curiosas pugnas
entre maneras diversas de hablarla. Nada raro. Hoy sucede lo mismo. Sólo
que hoy obedecemos ciertas reglas —vivir se escribe con v; no pronuncie
cuñá, diga cuñada; evite escribir “no zepuasé” y esfuércese por escribir “no
se puede hacer”—, reglas que entonces no estaban tan claras. Mucha gente
no estaba dispuesta a seguirlas. Es posible hacer una lista de, por lo menos,
cincuenta autores del momento, todos ellos convencidos de que la lengua
estaba —otra vez— en la cúspide, precisamente cuando se publican sus
ortografías, gramáticas, prontuarios y artes de escribir. Nunca ha sido tan
evidente como entonces la frase “cada maes-trillo tiene su librillo”; de
hecho, algún erudito ha calificado esta época como el “periodo anárquico”
de la ortografía española. Acaso se haya quedado corto. La verdad, sin
embargo, es que en aquellos años se daban circunstancias para la anarquía.
Toledo siguió pronto los pasos de la Corte. Tras Toledo, Valencia; tras
Valencia, Sevilla; si bien los sevillanos añadieron al caso un matiz más:
donde los de Madrid distinguían entre s/z ellos igualaban con z, que no
estaba bien visto y lo llamaban “habla gruesa”, o igualaban con s, cjue
estaba mejor visto y era “habla fina”. Madrid y Sevilla inventaron entonces
la división esencial que todos los hispanohablantes repetimos ahora: los hay
quienes distinguimos entre s/z, los hay quienes igualan todo en s (que son la
inmensa mayoría, porque entonces todos los castellanos iban a América por
Sevilla tras hacer escala en Canarias) y los hay quienes igualan en z.
Por los años en que el preceptor real redactaba aquel informe, un estudiante
alemán de medicina partía de Heidel-berg con destino a Sevilla. Llevaba
bajo el brazo valiosos documentos relativos a su especialidad redactados en
árabe. Todavía en el siglo xvi los galenos moriscos seguían teniendo algún
crédito en España. No en vano eran herederos de unas doctrinas médicas
que habían admirado a Europa. El estudiante alemán llegaba a Andalucía
con la intención de que alguien le tradujera aquellos textos sabios. Tras
vencer la inicial desconfianza, le presentaron a alguien que hablaba y
escribía árabe, que sabía de papeles viejos, que había ejercido la medicina y
que ahora trabajaba de alfarero. El alfarero hospedó al estudiante en su
propia casa, pero no le tradujo ni una sílaba de aquellos escritos. Podría
haberlo hecho; sin embargo, no quiso. Se negó en redondo. Tratar materias
escritas en árabe con alguien venido de fuera podría traerle complicaciones.
Sus miedos eran humanamente comprensibles: el alfarero sevillano era
producto ejemplar, uno entre otros muchos, de los planes que hacía años
había ideado para los de su clase don Lorenzo Galíndez de Carvajal.
Los nuevos planes no es que fueran inútiles —el terror se instaló con éxito
aquellos años entre algunos arabehablan-tes, como el alfarero sevillano—,
pero eran lentos. Treinta años después las tuercas se volvieron a apretar: de
1609 a 1614 se expulsó del país a casi la mitad de la población morisca, que
fue trasladada al norte de Africa. Algunos regresaron y, como el resto de los
que habían permanecido en España, se asimilaron sin mucho ruido. Los
últimos en marcharse —o asimilarse— fueron los del valle de Ricote, la
tierra murciana que va de Abarán a Calasparra. Sin tantas presiones,
prohibiciones ni coacciones, los moriscos canarios hicieron lo mismo.
Mediado el siglo xvii ya no significaban mucho más que motivos literarios.
Los textos hispanoárabes eran un noble y magnífico adorno de bibliotecas.
Especialmente lo fueron para la de Felipe II, quien, cuando más arreciaban
las medidas contra el árabe, mejor coleccionaba personalmente magníficos
manuscritos en dicha lengua, los archivaba con mimo en El Escorial y
recurría a un médico morisco de ese mismo pueblo que, como había
aprendido su ciencia en aquellos textos sabios y prohibidos, componía
mejor que nadie la cabeza que el excéntrico príncipe don Carlos se había
abierto al caerse por una escalera.
La huella de los judíos era mucho menor. Los sefardíes no hablaban hebreo.
Para casi todos ellos era una lengua ritual, salmodiada en oficios religiosos
sin entender lo que se decía. De modo que en el caso de los judíos nos
encontramos ante un intento de uniformar en religión y costumbres a gente
hispanohablante. Los sefardíes hablaban español, si bien tenían mejor
dominio del árabe que los cristianos. Es más, quién sabe si los judíos
estaban entendiéndose, de Lisboa a Barcelona pasando por Sevilla, en
romance común (¿de base castellana?) antes incluso que cualesquiera
hablantes peninsulares: una especie de pioneros de la comunidad lingüística
española. Su población era infinitamente menor que la morisca. Aunque
siempre hubo recelos antisemitas y los disturbios llegaron a ser muy
violentos, lo cierto es que miembros de la comunidad judaica ocuparon
importantes cargos en el entramado gubernativo, diplomático y financiero
castellanos.
SEGUNDA PARTE
En el siglo xix, por tanto, no había dominio lingüístico del español que no
estuviera en entredicho. El gobernador don Carlos Chacón, con su iniciativa
de llevarse a Guinea colonos levantinos o deportados políticos o negros
emancipados de Cuba, tanto daba, fue en 1858 el último “conquistador” —
modestísimo, por cierto— que le quedaba al fenecido Imperio ultramarino.
Chacón y sus colonos pusieron la primera piedra para que, tras muchos
vaivenes, Guinea sea hoy un país hispanohablante donde casi todos
consideran que es importante que la gente sepa español. Sin embargo, a esta
situación se ha llegado tras una historia muy azarosa, donde la pugna de
intereses con los poderes coloniales alemán y, sobre todo, francés, ha puesto
en entredicho en más de una ocasión la suerte del idioma español y su
estimación en Guinea.
Pese a los indudables avances, la realidad es que muy poca gente estaba
capacitada en los primeros años republicanos para acceder al manejo de
cargos públicos o instituciones políticas. Muchos jueces, sin ir más lejos,
eran analfabetos. De modo que las instituciones autónomas de las zonas
fronterizas eran dirigidas a menudo por extranjeros, la mayoría
norteamericanos, que ocupaban los puestos políticos más importantes. Los
norteamericanos no tenían mayor complejo en gobernar sus propias
comunidades según la legislación mejicana. Tampoco lo tenían a la hora de
adoptar algunas costumbres locales, como la siesta. Pero el vigoroso
empuje de la economía norteamericana en su expansión hacia el oeste acabó
haciendo más notables los rasgos de los inmigrantes forasteros que los de
los naturales. Un rasgo muy notable fue la lengua. Los norteamericanos
hablaban inglés y, salvo algunos casos, no parecían muy dispuestos a
aprender español. Un funcionario mejicano enviado a la ciudad tejana de
Nacogdoches observaba en 1828 acerca de los naturales: “Acostumbrados
al continuo comercio con los americanos del Norte, han imitado sus
costumbres y así es que se puede decir, con verdad, que no son mejicanos
más que de nacimiento, pues aun el idioma castellano lo hablan con
bastante ignorancia de él”. El español ya estaba en retirada incluso antes de
que Estados Unidos conquistara aquellos inmensos territorios del norte de
México militarmente. Una vez conquistados, la entrada de anglohablan-tes
fue arrolladora. Poco podían hacer la escuela y los ideales pedagógicos de
Vallejo o Hartnell para mantener el español.
XXIII. Go West!
Desde los años de Pineda hasta The Californian median tres siglos largos en
los que la colonización española, y la mejicana después, habían creado la
base económica que iba a determinar la posterior historia de estas zonas. Lo
que trajeron los norteamericanos fue un estilo de explotación, desarrollo
comercial y libre empresa absolutamente desconocido hasta entonces. De
modo que la hegemonía del inglés no iba a sustentarse sólo en el número
desproporcionado de hablantes que traía hacia el suroeste con él, sino en
que esos hablantes organizaron en su lengua unas relaciones humanas,
económicas, sociales y políticas donde el español iba a tener un papel
anecdótico. Los hispanohablantes natos quedaron recluidos en el interior de
lo que había sido la Audiencia de Guadalajara, en zonas poco cosmopolitas
y de escaso tránsito. Esa circunstancia hizo que el español no perdiera
tantos hablantes como los que perdía si se llegaba a producir el contacto
directo anglohispano, pues la presión del inglés era irresistible. Para hacerse
una idea de lo que suponía esta presión, bastará decir que, en términos
territoriales, lo que Estados Unidos compró, enajenó o conquistó entre 1803
y 1848, primero a España (con intermedio de Francia) y luego a México en
el Tratado de Guadalupe Hidalgo, supone casi dos tercios del actual
territorio estadounidense. Todo se fue poblando de anglohablantes que, en
general, tenían mayor fuerza militar, mayor instrucción y mejor
organización civil que sus antiguos habitantes.
La visión del Far West a la que nos ha acostumbrado el cine resulta, como
no podía ser de otra forma, típicamente angloamericana. El indio batallador
y el cocinero chino son casi los únicos personajes que se escapan del canon
que marca John Wayne. Pero la realidad es que lo quejohn Wayne y tantos
como él se encontraron en aquellos pagos —-y adaptaron a su propio estilo
— fueron simples ecos hispánicos a los que ellos dieron otras voces que se
expresaban en inglés. La historia de Joseph McCoy es un buen ejemplo.
McCoy era un tratante de ganado de Chicago que tuvo una brillante idea:
trasladar reses desde la inmensa cabaña tejana a los mataderos de las
populosas ciudades del norte. Negoció con los ganaderos del suroeste y les
ofreció mucho más dinero por cada pieza de lo que habitualmente se
ofrecía. Se ganó la voluntad de todos. Quedaba, sin embargo, un pequeño
problema por resolver: ¿cómo se transportaba el ganado? Las únicas
estaciones de ferrocarril donde cargarlo estaban en Nebraska o en Kansas, a
cientos de kilómetros de donde pastaban los animales. Hasta llegar al tren
no había más remedio que llevarlos a través de rutas trashumantes. De eso
se encargaban los cowboys; como muchos de ellos eran mejicanos, hacían
su tarea diaria en español. No se llamaban a sí mismos cowboys, sino
vaqueros, palabra esta última que se cuela en el inglés como bakara,
vachero, bukkarer, buk. Durante cuarenta años, los que van de las
negociaciones de McCoy a la gran sequía de 1887, los vaqueros dominaron
aquellas rutas llenándolas de topónimos hispánicos —en realidad, recuerdo
de exploraciones hispanomejicanas antiguas— y han dejado una particular
terminología ganadera en inglés, mucha de ella en desuso, que procede
directamente del español. Quizá ustedes recuerden el famoso modelo de
automóvil Ford Mustang cuyo emblema era, por cierto, un caballo salvaje
galopando; eso mismo es el mustang, “caballo salvaje”, que procede del
español mesteñoo mestengo, que significa lo mismo. Pueden llamarlo
también bronco, otro hispanismo más. Hay hispanismos evidentes: manada,
montura (o mount), rancho, rodeo; los hay irreconocibles: xvrangler (de
caballerango, “mozo de cuadra”). Los hay para todos los gustos. Nos
recuerdan una sencilla historia: en la nueva organización humana que se
estableció en aquellos territorios, losjoseph McCoy, que hablaban inglés,
sustituyeron a los Mariano Chávez, que hablaban español, pero no los
desplazaron del todo. Con el tiempo parece que los Chávez han vuelto por
sus fueros.
Desde mediados del siglo XIX, todas las circunstancias eran propicias para
la desaparición del español en Estados Unidos. Sin embargo, ha habido
algunos hechos que, esencialmente, lo han conservado: la lenta pero
constante emigración de mejicanos hacia los territorios del norte, junto a
cierta conciencia de que aquéllas eran las tierras de sus antepasados y que
los angloamericanos eran una novedad poderosa, pero sin tradición, con la
que había que convivir. Con el tiempo, los flujos migratorios aumentaron.
En 1898, la guerra entre España y Estados Unidos determina la hegemonía
de este país sobre las últimas colonias españolas, con lo que un número
cada vez mayor de cubanos, puertorriqueños y dominicanos va recalando en
Nueva York y al sur de Florida. No eran emigraciones tan masivas como las
del suroeste, donde la entrada de hispanohablantes fue cada vez mayor
hasta las deportaciones masivas de los años de la Gran Depresión.
El escritor Lucio López decía que en su Argentina natal, a finales del siglo
XIX, “no era chic hablar español en el gran mundo; era necesario salpicar la
conversación con algunas palabras inglesas y muchas francesas, tratando de
pronunciarlas con el mayor cuidado para acreditar raza de gentilhombre”.
Frente a la competencia directa, masiva y arrebatadora del inglés en la
frontera mejicana, la del francés en el Río de la Plata fue más sutil. A los
colombianos, cubanos o chilenos no les afectó tanto; sin embargo, por
diversas razones, argentinos y —en menor medida— uruguayos buscaron
un fondo cultural más próximo a lo francés que a cualquier otra fuente. Es
verdad que en el siglo xix la gran cultura venía de Francia. Es más, de
Francia habían venido muchas ideas revolucionarias de igualdad, libertad,
fraternidad. Ocurrió en Europa y el Atlántico no fue frontera en esto.
Los argentinos que venían de viaje a España estaban tan embebidos por lo
francés que, cuando los llevaban a una corrida de toros, en vez de ver
“toreros lidiando con valor en la plaza”, veían “toreadores jugando con
coraje en la arena”, o sea, lo mismo, únicamente que en terminología
francesa. Efectivamente, algunos se habían dispuesto enriquecer y
ensanchar las posibilidades expresivas del español haciendo de él una
especie de dialecto gálico. Los franceses, como es de suponer, estaban
encantados. No sólo es que fomentaran aquello y le encontraran interesantes
ventajas, sino que —en los grados más extremos de fomento— lanzaban
sutiles mensajes en el sentido de que el futuro del español iba a ser, o estaba
siendo, el del latín: un tronco que se reparte en varias ramas. Algunos
hispanoamericanos llegaron a verlo así. El más visionario en esto fue Juan
Ignacio de Armas, que en 1882 escribía: “El castellano, llamado a la alta
dignidad de lengua madre, habrá dejado en América cuatro idiomas, por lo
menos, con un carácter de semejanza general, análogo al que hoy conservan
los idiomas derivados del latín”. Armas veía un idioma caribeño, otro
mejicano, otro platense y otro pacífico (digo del océano).
Algunos autores, como Luciene Abeille, eran muy optimistas sobre las
posibilidades del francés en América. Hasta finales del siglo XIX
estuvieron predicando la heterodoxia idiomàtica y la creación de lenguas
nacionales en las nuevas repúblicas (especialmente en Argentina, donde
estas ideas tuvieron eco hasta bastante tarde). Abeille imaginaba una
especie de nebulosa lingüística hispanoamericana. Es de suponer que
imaginaba algo más que no acabó de expresar claramente: los
hispanoamericanos cultos, incapaces de entenderse entre sí con los restos
del naufragio lingüístico del español, se entenderían en francés. En
América, el francés haría la misma labor que tenía asignada por entonces en
algunas colonias de Africa. Si a las ideas de Abeille se añadían las del
doctor Barot (véase capítulo X), la hegemonía del francés en
Hispanoamérica sería simple cuestión de tiempo. Es de justicia añadir que
la vehemencia de Abeille acabó espantando a los argentinos.
Resulta interesante considerar por qué a todos los americanos, por la misma
época, les entró idéntica manía: considerar si debían separar sus usos
idiomáticos de los europeos. En otras palabras, ¿debía ir acompañada la
independencia política de la independencia lingüística en forma de lenguas
nacionales particulares? Los estadounidenses fueron pioneros en este asunto
desde los años de la independencia. Un anónimo publicado en la North
American Review decía: “¿Cómo se pueden describir las cataratas del
Niágara en un idioma que sólo ha descrito los chapoteos que hay bajo el
Puente de Londres? ¿Cómo describir la inmensidad del Misisipí en una
lengua hecha para describir el Támesis?”. Menos retórico, Thomasjefferson
(presidente entre 1801 y 1809) lo expresaba así: “Las circunstancias en las
que vivimos requieren nuevas palabras y nuevas frases”. Tan decididos
estaban que John Adams, en 1770 —cuando todavía se batallaba por la
independencia— solicitaba del Congreso la fundación de una Academia
Americana, al estilo de la Académie Française, dispuesta a establecer la
nueva norma del inglés norteamericano. La academia no se fundó, pero
muchos ya se habían lanzado a proponer reformas ortográficas. Se buscaba
una escritura más simple que la propia británica, más acorde con los usos de
la pronunciación.
Otra vez Juan Bautista Alberdi era contundente al respecto: “No tenemos
una idea, una actitud, una tendencia retrógrada que no sea de origen
español”. A la juventud argentina de entonces —y el caso podía hacerse
extensivo a la juventud de otras repúblicas americanas— le aburría El
Quijote; España no podía ofrecerles nada parecido a lo que ofrecían las
obras de Rousseau o Tocqueville. La modernidad pasaba, pues, por un
remozamiento de la lengua, un hacerla apta para los nuevos usos
ideológicos, humanísticos, científicos. No se podía prescindir del español,
claro está, pero sí se podía “americanizarlo”, o sea, reformarlo según las
novedades del mundo moderno que pasaban más por América que por una
España decadente, vencida, anclada en su obsoleto régimen dinástico y sin
nada de interés que ofrecer más que viejas glorias literarias.
Nenguno la ha de tocar,
dotore”. Los doctores eran, como puede suponerse, gente poco peronista y
poco amiga de la grasa.
che. Ha tenido menos fama que el lunfardo, porque para este último, dado
el anhelo que sentían algunos argentinos por diferenciarse lingüísticamente,
no ha faltado quienes lo definían como “el genuino lenguaje porteño”,
consideración evidentemente exagerada.
De aquellos días data el desaire que Juan María Gutiérrez le hizo a la Real
Academia. En 1879, los ilusos académicos creían que le hacían un honor
nombrándolo miembro correspondiente de la docta casa. Gutiérrez destapó
su argentinismo contestándoles que podían esperar sentados, porque no
aceptaba tamaño honor. Es más, ¿qué podía ofrecer él, un bonaerense, a una
academia española? Para Gutiérrez, el habla de Buenos Aires estaba en
constante efervescencia gracias a la aportación de los dialectos italianos, del
catalán, del gallego, del galés, del francés y del inglés —se conoce que allí
no se hablaba nada llegado, por ejemplo, de La Mancha— y todas esas
voces “cosmopolitizaban”, con palabro de Gutiérrez, la tonada bonaerense.
Era inútil pretender fijar tales corrientes según moldes académicos; por lo
menos él no se sentía con ánimos. Su amigo Juan Bauüsta Alberdi daba
entonces la siguiente recomendación: igual que Dante (observen: otro
italiano) en su día llevó la lengua hablada en Florencia a los inmortales
versos de la Divina comedia, los escritores porteños debían reflejar en su
prosa el castellano modificado que se hablaba en Buenos Aires, en vez de
tener la vista puesta en los diccionarios que venían de Madrid. Otros
autores, como Rafael Obligado o Alberto del Solar, no pensaban así y
defendían el valor de una lengua común, sin casticismos que la
interrumpieran.
Rufino José Cuervo tenía razón. Al final se reconoció ese hecho evidente.
Por tanto, desde principios de siglo, se fue abandonando el viejo concepto
de que el español tenía un centro rector —a veces identificado con Madrid,
a veces con Toledo, casi nunca con Sevilla, que algo de importancia ha
dejado en América— y se admitió que el castellanismo castizo era un
estorbo para la ideología que sustenta el concepto de unidad lingüística.
Porque, muy en el fondo, la unidad de lengua radica en la idea de que se
está unido y en la voluntad de mantenerse en ese ideal. Y si ese
reconocimiento de la aportación americana —al que contiibuyó desde
España Unamuno, y al que más tarde Ramón Menéndez Pidal le dio entidad
teórica— no se hubiera producido, quién sabe si los separatistas argentinos,
por citar el caso más extremo, no hubieran dado rienda suelta a sus
particularismos y hubieran avanzado en sus proyectos de una lengua
nacional, puesto que en poco podían contribuir a un modelo marcado por
Castilla que, por mucho que se esforzaran, era de todo punto imposible para
ellos obedecer o seguir. Y como ellos, quién sabe si se hubieran
autodefinido idiomáticamente los chilenos, venezolanos, mejicanos y suma
y sigue.
que para linos es bolígrafo, para otros es birome, para otros lápiz atómico,
para otros de bola; hay quienes dicen “¿qué quieres tú?”, quienes dicen
“¿tú qué quieres?”y quienes dicen “¿qué tú quieres?”; cuando alguien de
Venezuela le exija algo, se lo estará pidiendo con toda cortesía; los
peninsulares debemos resignarnos a que nuestra costumbre de perder la d
cuando decimos llegao, helao, cansao... se considere una vulgaridad frente
ala norma mejicana —y americana en general— conservadora que prefiere
llegado, helado, cansado. A esto no hay más remedio que acostumbrarse, y
yo creo que nos acostumbramos bien: el Festival de Cine de San Sebastián
da premios cinematográficos denominados “La Concha” que a la gente de
cine rioplatense les suena de otra manera muy distinta, algo así como si les
dieran “El Coño”; que yo sepa, no ha habido ninguna protesta al respecto.
Sin embargo, el asunto del polimorfismo no deja de suscitar algunas dudas;
por ejemplo, ¿qué español enseñar a un extranjero? ¿El de tú, paciencia,
bolígrafo?, ¿el de vos, pasiensia, birome?, ¿el de auto o el de coche? Si
usted vuela en alguna compañía norteamericana no se sorprenda si, a la
hora de elegir la lengua en que desea ver las aburridas películas de vídeo
que suelen pasar en los aviones, le dan a elegir entre castilian o spanish
american. Pero no hay que volar para advertir cómo esta diferenciación está
ganando terreno, entre otras varias causas, por la doble denominación
castellano/españoleóle utilizamos a cada paso. Si tal polivalencia no causa
problemas para consumo interno de hispanohablantes, sí puede confundir a
hablantes de ot ras lenguas: en la Constitución de Nicaragua: “El español es
el idioma oficial del Estado”, así para Honduras, Guatemala, Cuba, Puerto
Rico, Paraguay... En la Constitución de Colombia: “El castellano es el
idioma oficial”, así en Venezuela, Ecuador, Perú. En la Ley Federal de
Educación mejicana se habla de “idioma nacional”. Y la formulación más
rara, e internacionalmente confusa, que puede leerse la hemos inventado los
españoles: “El castellano es la lengua española oficial del Estado”, si con
española dicha formulación se refiere al hecho de que el castellano se habla
en España se trata de una aclaración imprescindible, sin duda.
Interés por el español como segunda lengua con fines comerciales. Ingleses
y estadounidenses. Los robber barons. Fundamentos del hispanismo
Era una corriente veterana, sin duda. La Real Academia de la Historia había
nombrado en 1784 a Benjamín Franklin primer miembro correspondiente
en los recién fundados Estados Unidos. Franklin era más francófilo que
hispanófilo, todo hay que decirlo, pero aceptó gustoso el honor y contri-
gunos editores catalanes (o las obras del filósofo Jaime Bal-mes, catalán
también). La aportación editorial catalana de peso tardaría en llegar
cincuenta o más años. Los Salvat, Espasa, Gili y otros no se dejaron notar
verdaderamente en América hasta principios del siglo XX, como ya se ha
visto.
Pero no todo eran lazos culturales. Había otros. Estos eran los lazos
trazados por los robber barons, o sea, comerciantes, industriales y
financieros yanquis para quienes los negocios eran los negocios. Gentes que
crearon sus oligopolios, instauraron regímenes neocoloniales allí donde
había materias primas interesantes, como el azúcar cubano, y presionaron
hasta convertir al imperialismo a un pueblo que había sido más bien
aislacionista, enemigo del colonialismo y defensor teórico de la libertad de
los individuos y las naciones. Lo que tenían delante los robber barons para
empezar su carrera era otro imperio en franca bancarrota al que con una
guerra fácil y barata se le podían conquistar —o comprar— las escasas
perlas que le quedaban en el Caribe o en el Pacífico. En las perlas, eso sí, se
hablaba español. El sentido práctico de esta gente les hizo comprender las
ventajas de conocer dicha lengua y para eso estaban los puentes lingüísticos
que venían trazando desde hacía años los Lockwood, los Appelton, los Rich
y, antes que ellos, los propios comerciantes londinenses, esos mismos que
habían enviado a Mr. Patrick Campbell a presentar sus credenciales al
Libertador.
Como suele ocurrir en nuestra historia idiomàtica, desde fuera del mundo
hispanohablante se preveía su bonanza mejor que desde dentro. Y cuando el
marqués de Molins hacía sus reflexiones teóricas sobre la conveniencia de
aunar criterios lingüísticos entre españoles y americanos, los comerciantes
londinenses y los robber barons ya los venían dando por unidos desde hacía
años. Para los autores del manual The Spanish Commercial Correspondent,
un best-seller en su género publicado a los pocos meses de que Molins
expresara sus preocupaciones, el asunto estaba claro: “Hoy por hoy, el
español ha conquistado su legítimo lugar entre las lenguas comerciales y es
un instrumento de relación internacional, sólo el inglés le supera en
importancia, y resulta imprescindible para quienes mantienen negocios con
España, las Antillas y las emergentes repúblicas americanas”.
El gobierno español no veía con buenos ojos la emigración, porque era una
pérdida de gente joven para el país. Si acaso, la encauzaba hacia las últimas
posesiones coloniales que le quedaban en las Antillas, como la gran
emigración gallega de 1854 con destino a Cuba, que se vio favorecida por
la hambruna de los dos años precedentes. Era aceptable que si
GENTE DE CERVANTES
Que la escuela podía civilizar a la gente no lo dudaba casi nadie. Que con
ella se iba a redimir al indígena de su postración social tampoco se dudaba.
Que la ilustración de los ciudadanos era garantía de una república más rica
e integrada, tampoco ofrecía dudas. Lo malo es que la gente que dudaba
quizá era poca, pero poderosa. La gente que dudaba, hacendados,
terratenientes, crearon el aforismo “indio leído, indio perdido”, o sea,
persona inútil para el trabajo servil. Después de pasar por la escuela,
probablemente, el indígena adquiriría conocimientos nuevos y se integraría
en medios que podían, a la larga, poner en peligro la hacienda, la terratenen-
cia y las rentas. De modo que la filosofía escolar de difundir el español
cuajó en la práctica mejor en aquellas repúblicas sin tradición indigenista —
como Argentina, Uruguay, Chile— que en aquellas donde esta tradición (o
si se quiere, la tradición de explotar al indígena) era fuerte. Resulta evidente
que aquellas repúblicas de estructura social más horizontal vieron en la
lengua común un código interclasista, que podía contribuir a la movilidad
social. En aquellas otras donde la jerarquía se marcaba no sólo en términos
económicos y de propiedad, sino en términos de conocimiento, esto es, de
posesión de la lengua española y de acceso a los bienes que ésta
proporcionaba, la diferencia entre lengua y clase resultó mucho más
marcada. Como era de esperar, las clases pudientes eran las más interesadas
en mantener esa diferencia. Independientemente de que para el indígena el
conocimiento del español no salvara, por sí mismo, la contradicción de
clase, lo cierto es que la permanencia en su lengua la agravaba.
Uruguay es, tal vez, el caso donde de una forma más consciente y decidida
la escuela pública ha servido para difundir la lengua española por el país.
Curiosamente, en Uruguay tuvieron gran arraigo las ideas y prácticas
pedagógicas de la familia Sabat, un clan de intelectuales de origen catalán
afincado en “el paisito”. En los años de su independencia, que data de 1828,
en Uruguay convivían el español y el portugués. En Uruguay, como en
Argentina, no había problemas con las lenguas indígenas: los indios eran
pocos y, en sucesivas cam-
Entre las gentes de Villa, Toribio Ortega era quizá el soldado más bravo del
México revolucionario. Villa confiaba en él más que en cualquiera de sus
generales. Entrevistado por el reportero norteamericano John Reed, Ortega
explicaba que la revolución se había hecho inevitable porque “hemos visto
robar a los nuestros, al pobre, sencillo pueblo, durante treinta y cinco años.
Hemos visto cómo nos han arrebatado nuestras pequeñas tierras, ¿eh?,
hemos anhelado tener hogares y escuelas para instruirnos y se han burlado
de nuestras aspiraciones”. Ni Villa, ni Ortega, ni tantos como ellos, podían
filosofar sobre las bondades de la instrucción pública como lo había hecho
don Gabino Barreda, quien a partir de 1867 había orientado desde su
ministerio las líneas mejicanas de la enseñanza. Es evidente, sin embargo,
que a tipos como Villa y Ortega les debe el español tantos favores como a
Barreda. Si no más.
Resulta curioso considerar que las guerras y las revoluciones hayan tenido
en México, y en general en otros países americanos, quizá más importancia
para la difusión del idioma común de la que haya podido tener la escuela.
La guerra ha producido, una y otra vez, un particular sistema de movilidad
social espontánea que, en muy poco tiempo, ha hecho que gente de distinta
procedencia se vea en la necesidad de entenderse, o de organizarse, en torno
a una lengua común: Villa salió de El Paso con cuatro soldados, al mes
reunió tres mil, al mes siguiente mil más y, antes de un año, se veía en la
necesidad de organizar la vida y la administración —por llamarla así— de
trescientas mil personas. ¿Qué plan escolar podía haber hecho eso en tan
poco tiempo? Muchos de los que se unían a Villa o a Ortega eran indígenas,
o gente pobre, que se habrían pasado la vida aislados, sin oír una palabra de
español, o hablando un español pelado. Los particulares usos del ejército
revolucionario, donde aparte de soldados con rifles marchan en ocasiones
sus mujeres y niños, donde se recluta gente nueva en cada pueblo, donde se
asiste a bailes, bodas y bautizos, donde se vive en una especie de
comunidad que tan pronto se prepara para la guerra como se organiza para
la paz, hacen de las iniciativas de tipos como Villa y Ortega la mejor
escuela de español. Aunque ellos malamente supieran leer un periódico.
Para cubrir las nuevas necesidades, una empresa británica, de nombre West
Coast, y otra norteamericana, la Central and South American Telegraph, se
establecían en Perú entre 1878 y 1882 y lograban éxitos idiomáticos mucho
más notables que los de las escuelas: comunicaban entre sí Lima, Callao,
Chorrillos y Molledo al momento. Si la comunicación era con Buenos Aires
había que esperar diez minutos; si con Nueva York, unos veinte.
GENTE DE CERVANTES
el caso es que no sólo se ha conservado con buena salud, sino que está
dando muestras sorprendentes de vitalidad internacional. No cabe duda, sin
embargo, de que la espontaneidad a que me he referido ha obrado de forma
irregular y deja algunas nubes en la instalación actual y futura del idioma.
No estará de más considerar este punto.
He aquí los diez pesos pesados de las lenguas: inglés, francés, español,
ruso, chino, alemán, japonés, sueco, italiano, hindi (portugués, bengalí y
árabe son también considerables). El orden no es caprichoso. Se obtiene tras
considerar el valor ponderado de seis factores: el número de hablantes; el
índice de desarrollo humano (o sea, si los hablantes, además de hablar,
saben leer y escribir, cuál es su nivel de instrucción, si sus animales
domésticos son perros y gatos o cabras y gallinas, en qué trabajan, qué renta
per cápita tienen, qué esperanza de vida...); se considera también la
extensión geográfica de la lengua; el valor comercial calculado en dólares
norteamericanos; el interés como segunda lengua para quienes no la hablan;
finalmente, el estatuto oficial en organismos internacionales. Es un severo
examen de lenguas, desde luego.
Más sorpresas. El inglés solía contar con más hablantes que el español
(también es verdad que muchos demolingüis-tas hablan aquel idioma y en
algo se tenía que notar), pero dado que en los últimos años por cada niño
nacido en casa anglohablante han nacido cinco en casas hispanohablantes,
algunos autores, como F. B. Grimes, calculan que el español ya tiene más
hablantes natos que el inglés. Entre el descenso de natalidad anglo y la
sangría hindi, el español, con sus trescientos sesenta y tantos millones
(incluso ahorrándose los veinticinco millones que viven en países donde la
lengua no es oficial) se vendría a situar detrás del chino mandarín. Sea
como fuere, resulta que de cada veinte habitantes del mundo uno habla
español, o sea, reunidas sesenta personas del mundo al azar, las que
hablaran español podrían formar tertulia.
Esto de las distancias y del globo terráqueo puede parecer una sandez pero
no lo es. Considérese un simple hecho: si usted habla una lengua con
muchísimos hablantes peto que sólo le permite trasladarse sin tener que
cambiarla a lo largo de unos mil kilómetros (éste es el caso del bengalí) o
de dos mil y pico kilómetros (el caso del japonés), incluso de cuatro mil
kilómetros (el caso del chino), no me negará que no es lo mismo que otra
lengua que le permita trasladarse distancias que multiplican por cinco las
citadas. Hoy día, cuando la gente devora millas sin ton ni son, se adentra
por exóticos destinos, se expone a ser secuestrada por guerrilleros o
mutilada horriblemente por fieras salvajes, ha comprendido qué cómodo es
llegar a su destino y no encontrar barreras idiomáticas. Los anglohablantes
son quienes más experiencia han acumulado al respecto. De hecho, muchos
solemos imitarlos con el socorrido ¿zuyu espic inglis? que nos viene a la
boca en cuando salimos de casa.
El número de hablantes no lo es todo para una lengua. Que una lengua sea
grande y se hable en varios países no quiere decir que sea genuinamente
internacional. Internacional, universal, global, franca, son adjetivos
pomposos que se aplican a las lenguas con mucha generosidad. Sólo hay
tres lenguas en el mundo que se hablan en una cantidad notable de países,
digamos, de quince para arriba: el inglés, el francés y el español. Las demás
lenguas del mundo, grandes o pequeñas, no conocen nada igual.
guas, más bien, multinacionales. El inglés es, hoy por hoy, una genuina
lengua internacional, es más, el inglés ha logrado lo que nunca ha logrado
ninguna lengua: estar en camino de alzarse con el título de planetaria, si no
lo tiene ya. El francés disfruta asimismo de la internacionalidad que le
brindan, sobre todo, los foros diplomáticos. El español, más que
internacional, es multinacional porque se habla en varios países, todos ellos
(si se exceptúa el caso de Estados Unidos)... de lengua española. Parecerá
una perogrullada pero es la verdad. Es más, si esos muchos países se
hubieran unido en grandes federaciones, a lo mejor el español se hablaba
hoy no en veintiuna sino en dos, tres o cuatro naciones.
Esto lo hizo el español entre los siglos xvi y xix. Pasamos un siglo
vegetando y sólo desde hace unos años se han tomado algunas iniciativas
para fomentar el interés al respecto. Dado el crecimiento previsible de los
cervantinos, es probable que las iniciativas prosperen con mejor suerte en
América (Brasil y Estados Unidos) que en Europa, donde el inglés, el
francés y el alemán ya han consolidado posiciones que no van a ceder.
Posiciones que han ganado haciéndose interesantes, o imprescindibles, para
quienes no los hablan. Tan interesantes e imprescindibles que con sólo ellas
tres se gobierna casi toda la Unión Europea.
Este interés ajeno suele ser una fuente de vitalidad para las lenguas. Buena
parte de quienes pueden leer un libro en francés viven fuera de Francia,
Bélgica, Suiza o Canadá. Fuera de la tribu de Cervantes, quienes pueden
leer en español suelen ser minorías, en general más atentas a los ancestros
literarios de la tribu que a lo que hagan sus nuevos miembros. Y dentro de
la propia tribu se dan circunstancias paradójicas: parte de quienes la
habitan, en número que a veces resulta preocupante, no sabe leer ni en
español ni en otra cosa.
¿Estará dominada la tribu cervantina por algún hechizo que le haga repeler
la letra impresa de los periódicos? ¿Está mejor adaptada para la lengua
oral? La explicación es más sencilla: los analfabetos son muchos. Países
como Bolivia, Guatemala, Honduras o Perú dan cifras sobresalientes al
respecto. Pero la alfabetización en sí es sólo una parte del desarrollo
humano, un índice de la riqueza de los países. Y los bajos índices generales
de desarrollo son el talón de Aquiles del mundo hispanohablante. Algo que
le resta atractivo a su lengua y representación en el mundo a quienes la
hablan.
GENTE DE CERVANTES
Hace pocos años que Antonio Castillo daba este aviso: “Las repercusiones
económicas para los países hispanohablantes serán enormes. Este colectivo
constituye un mercado potencial tan rico como poco explotado. La industria
norteamericana es puntera en tecnología del habla y ha descubierto el rico
potencial de la lengua española lanzándose a su conquista. Si los países
hispanohablantes desatiendeh su política lingüística, sus ciudadanos
consumirán productos desarrollados por la industria norteamericana, o
incluso japonesa, que introducirán un español tecnológico de raíces
fonéticas y sintácticas muy diferentes. Esta situación tendrá graves
consecuencias tanto para su economía como para su cultura”. La
circunstancia de colonización cultural no es nueva: en el siglo XIX quienes
ganaban dinero con la edición de libros en español por tierras americanas
eran los editores franceses, que de paso exportaban el francés (véase
capítulo XXIV). Hoy día, para asegurar una presencia sólida en las nuevas
tecnologías lingüísticas es imprescindible el concurso de Hispanoamérica,
que empresas americanas desarrollen productos y servicios lingüísticos
electrónicos en español ofrecidos por hispanohablantes. Aunque
ciertamente sea un halago, y una suerte para la lengua española, que otros
grupos lingüísticos se interesen por ella.
XXXVIII. LENGUA Y CIENCIA
Hay quien piensa, como Luis F. de Lara, que el círculo vicioso se está
cerrando para el español, si no se ha cerrado ya: “En la cultura hispánica
contemporánea, cuando se trata de ciencias modernas cuyas terminologías
proceden de lenguas como el inglés, francés o alemán, cada país sigue las
corrientes terminológicas que le dictan las influencias científicas a que está
sometido. De ahí que la terminología científica hispánica sea caótica e
impida, en realidad, la comunicación entre científicos hispanohablantes. En
las ciencias contemporáneas casi no hay un vocabulario hispánico común”.
La pérdida de campos funcionales acecha al español y se nota sobre todo en
las traducciones al estilo del manual que tengo aquí, al ladito del ordenador.
Les regalo un párrafo: “La bahía central puede ocuparse por un flopy de
conducción simple de diskette o por un pequeño paquete [¿por qué no
paket-te?] de batería auxiliar. Cuando el módulo ha sido insertado, por
favor, verifique que los lazos de cierre se acoplan en los lados dobles de la
bahía central”. Pues nada, a verificar.
Es posible que quien traduce no pueda utilizar otra prosa. Es más, hay
ocasiones en las que ni siquiera se traduce y se deja al consumidor con un
librillo de instrucciones plurilingüe, que viene hasta en arameo antiguo pero
no en español, con el que manejarse como buenamente pueda. Todavía, en
revistas de ciencia y tecnología publicadas en la tribu de Cervantes, el
español sigue siendo mayoritario y con ello se mantiene la llamita de la
funcionalidad; sin embargo, razonablemente el inglés gana terreno en ellas
y es prudente suponer que con el dinero que gastan los países
hispanohablantes en investigación científica y técnica —o en la
recuperación de investigadores hispanohablantes desperdigados por el
mundo— el terreno se le vaya allanando a esta lengua un poco más cada
día. Y no es que yo tenga celos del inglés, cuyas ventajas, economía,
universalidad y simplicidad gramatical reconozco, pero entiendo que si el
español quiere pesar internacionalmente más de lo que pesa, o arregla esta
particular circunstancia o no va a haber circunstancia que lo arregle a él.
No crean, sin embargo, que todas las amenazas para la agilidad del español
están fuera. Antes les he leído un párrafo demoniaco traducido del inglés.
He aquí otro producido por españoles, me imagino, que he leído esta
mañana en el correo electrónico: “Taller desempeoramiento docente [...]: En
este taller haremos el esfuerzo de penetrar práctica, concretamente, en este
ámbito, con el fin de procurar un cierto desempeoramiento que nos capacite
para autoanalizarnos y ser mejores profesores y profesoras”. En fin, lo
dicho, a desempeorarse.
Visto lo visto, los hijos de Cervantes tienen dos tareas urgentes que otras
grandes lenguas ya han cumplido: limpiar su casa y mostrarla limpia a los
vecinos entre quienes preten-
GENTE DE CERVANTES
TERCERA PARTE
La central iba a tener buena fortuna por circunstancias simples: era la que
más terreno ocupaba, la que se llevó la parte del león del antiguo, y
próspero, dominio musulmán, la que contaba con más gente, la de paso
obligado si los del este se querían comunicar con el oeste y los del sur con
el norte (o viceversa) y la que, más tarde, iba a abrir unas interesantes rutas
atlánticas que dejaron muy desasistido al tradicional comercio mediterráneo
donde, si de lenguas peninsulares se trataba, mandaban el árabe o el catalán.
En todo hubo algo de azar. Porque si Táriq no hubiera desembarcado aquel
día de abril, los romanogodos no se hubieran comportado como lo hicieron.
Primero, no se hubieran aislado en sus reductos norteños, y después, no se
hubieran organizado y no hubieran empezado a bajar hacia el sur y a
comunicarse con los hablantes de romance que por allí quedaban (que eran
algunos, por cierto), tan pronto como en el siglo X. Sin Táriq, los
romanogodos probablemente se hubieran quedado quietos ocupando ellos
solos todo el territorio peninsular. Esta ha sido la contribución trascendental
de los árabes a nuestra historia lingüística: hacer que los centros lingüísticos
romances dejaran de ser los populosos Toledo, Sevilla, Córdoba, Tarragona
y pasaran a serlo lugarejos norteños sin mayor tradición latina como
Amaya, Burgos, Iria Flavia, Jaca, Urgell. Con ello sentaron las bases para la
creación, por repoblaciones sucesivas, de un amplio espacio territorial y
humano que iba de León a Aragón, donde se fueron acumulando gentes
diversas, pasajeras, que se consideraban iguales entre sí, acostumbradas a
manejar con pericia el arado y la espada, y para el interés de nuestra historia
con necesidad de entenderse en un código común, simple y útil para tan
amplio espacio, para tanta diversidad dialectal como originariamente traían
los repobladores. En cierto sentido, podría decirse que el castellano viejo
fue un producto musulmán.
Todo hubiera sucedido de forma mucho más tranquila sin Táriq ni Muza.
Hubiera sucedido lo que sucedió en Francia o en Italia durante siglos y
siglos. Salvados los territorios eusquéricos, la mayor parte de la península la
ocuparían ro-manogodos, habitarían sedentarios en áreas provinciales muy
similares a las trazadas por la administración romana. Hablarían lenguas
parecidas dado su común fondo latino, inteligibles entre sí siempre que se
pusiera buena voluntad. En cada
provincia, las modas lingüísticas estarían trazadas por las ciudades más
pujantes dentro del territorio. Con el tiempo, quizá se habrían ido formando,
por lo menos, cuatro grandes variedades románicas: la cartaginense, con sus
centros en Toledo y Cartagena, donde la gente pronunciaría fuente, plomo,
paloma, fierro. La gallego-lusitana, con sus centros en Braga y Mérida,
donde la gente preferiría pronunciar fonte, chumbo, pomba, ferro. La
tarraconense, con sus centros en Zaragoza, Tarragona y Barcelona, donde la
gente pronunciaría font, plom, coloma, ferro, si bien muy al noroeste de
dicha zona dirían quizá ierro, incluso uente u orate alguna vez. Finalmente,
la hética, con sus centros en Córdoba y Sevilla, donde no se distinguirían
mucho de los demás, pero dirían escudeiro, zapateiroy quizá laitaira en vez
de lechera. Habría también otras hablas de tránsito, otras variedades locales
y, salvados los hablantes de variedades eusquéricas, la península se habría
convertido en un jardín neolatino delicioso para los dialectólogos. La gente
viviría tranquila. Todo tendría un aire de familia, de esas amistosamente
divididas.
Con los siglos, los familiares se habrían dividido algo más. Algunas
variedades lingüísticas llegarían a ser ininteligibles entre sí. Es posible que
a finales del siglo xvm (como ocurrió en el caso del francés), o en el primer
tercio del xix (como sucedió en el caso del italiano), una de esas cuatro
variedades, dada la importancia comercial, demográfica, militar, literaria o
cultural de sus hablantes, se alzara como lengua general de España. Al calor
de ideas revolucionarias sobre la igualdad y la fraternidad de los españoles,
o al calor de ideas propias del romanticismo nacionalista, el cartaginés, el
tarraconés, el galai-coportugués o el bético, uno de ellos habría pasado a ser
el español, sin más. Se enseñaría en las escuelas, ocuparía casi toda la letra
impresa, la radio y la televisión, trazaría los usos de la norma culta y
condenaría a las demás a una dulce muerte. Sin embargo, gracias o
desgracias a Táriq, no sucedió nada parecido a esto que acabo de imaginar.
La difusión del latín no se debe de forma decisiva a los intereses del poder
civil romano, que nunca mostró muchos en tal terreno. Es más bien obra del
celo religioso, es decir, del proceso de extensión del cristianismo. Si la
romanización política no implica necesariamente latinización efectiva,
cristianización y lengua latina sí suelen ir de la mano. Sin embargo, los
autores cristianos hispánicos de renombre, como Prudencio o san Paciano,
obispo de Barcelona, no aparecen sino entrado el año 300, o sea, cinco
siglos después de las aventuras de Escipión contra Aníbal. Lo que puede dar
una idea de cuánto tardó en consolidarse la difusión, digamos popular, del
latín. Tardaría más aún, porque el verdadero celo cristia-nizador no lo fue
sólo de romanos, sino sobre todo de visigodos, de cuando Recaredo
proclamó en 589 la conversión de éstos al cristianismo, casi cien años
después de que los francos se hubieran convertido en la mano derecha de la
Iglesia católica en Francia tras la conversión de Clodoveo.
No parece que a los emires, cadíes y ministros árabes les importara gran
cosa oír romance a cada paso. La islamiza-ción de Alandalús no borró las
huellas lingüísticas romances, simplemente les puso sordina. El árabe iba a
ser la lengua escrita y, por así decirlo, la oficial (si este adjetivo pudiera
aplicarse a las cosas idiomáticas de aquellos siglos). Iba a ser la lengua
escrita por árabes y escrita por mozárabes de habla romance. La lengua que,
con el tiempo, dejaría una impronta tal en el castellano viejo que iba a hacer
de éste la variedad más arabizada de todos los romances, notablemente en
su vocabulario. Pero todo indica que, en el quehacer cotidiano, muchos
hablantes de árabe podían entender el romance y viceversa. Mandaban en
esto intereses muy alejados de las cosas culturales. Intereses como los del
conde Leovigildo, los propios del Cid (que en algunas crónicas navarras ha
pasado de Campeador a Cambiador, o sea, banquero de la época), incluso
los de Abderramán III necesitado de rima. Si los vecinos de Toledo,
pongamos por caso, tenían necesidad de negociar con los vecinos del norte
mandaría el romance; si bajaban a comerciar en Jaén o Córdoba mandaría el
árabe. El propio Giner, si hubiera viajado de Córdoba a Burgos no hubiera
tenido mayores dificultades para contarle a su coetáneo Fre-dulfo cómo con
sus expresivos “tío malvado” y “malandrín” un emir había condenado a un
cadí. Emir y cadí serían novedades para Fredulfo, tío malvado, malandríny
culo no.
Pero de los años de Giner a los de Alpolichén media mucho tiempo. De los
años de Giner a los de Alpolichén pasaron muchas cosas al norte de Toledo.
Cosas que hicieron posible que un monarca castellano, muy a principios del
siglo xm, se permitiera ordenar el comercio de sus variopintos súbditos en
la lengua con la que mejor podían entenderse todos ellos. Y ponerlo por
escrito.
Hay gentes que hacen de la necesidad virtud. Las gentes que vivieron en
tiempo de los viejos reyes asturianos, por ejemplo. Con la amenaza
musulmana al sur recién desembarcada, muchas se especializaron en
pastorear ovejas. Una economía simple pero muy práctica: la oveja da lana,
leche, carne y, sobre todo, se mueve. Se saca el ganado a pastar y, en caso
de ataque musulmán, se lo escamotea por algún paso o desfiladero
rápidamente. Los musulmanes podrán apoderarse de campos, ciudades y
casas, pero malamente de ganados escurridizos. Cuando el musulmán
desaparece, la oveja vuelve. La oveja andarina puede bajar muy al sur y
retornar al norte con la misma rapidez.
A finales del siglo VIII, Alfonso II empezó a fortificar esos pasos ovejunos
en torno a los que se había establecido cierta actividad agrícola y un
comercio rudimentario. Lo hizo siguiendo antiguas rutas que iban de
Astorga a Zaragoza. Un buen pedazo de terreno, sin duda. El plan era
sencillo: se elegía un establecimiento para explotación agropecuaria, se
construía una fortaleza en medio para resguardo en caso de ataque moro, se
hacía algún conde arriesgado responsable de su defensa y se convencía a la
gente de lo interesante que era la vida intrépida. Las fortalezas recorrían un
territorio tradicionalmente conocido como Bardulia. Pronto cambió su
nombre en honor a los nuevos establecimientos defensivos que le daban
carácter: Castilla, literalmente “los castillos”.
Para repoblar aquello no hubo más remedio que dar privilegios a quienes
decidieran establecerse. Podrían conseguir tierras con cierta facilidad.
Bastaría con que hincaran un palo en algún prado que les apeteciese, dieran
una vuelta a su alrededor tan prolongada como pudieran haciendo ruido... y
todo lo que quedaba en el perímetro era suyo. Tendrían menos impuestos,
pagarían menos en aduanas y portazgos o no pagarían nada de nada. A
cambio, allá se las compusieran en caso de ataque moro. Inesperadamente,
aquello fue un éxito de público. Sobre todo en la vertiente occidental, la que
quedaba al norte del río Duero. En ella apenas había musulmanes, o muy
pocos. Estos pocos eran, además, fácilmente aco-metibles, de modo que
cuando los colonos bajaban hacia el sur se encontraban en ocasiones con las
ciudades y las casas hechas. Una suerte. Los que repoblaron la vertiente
oriental, hacia el río Ebro, lo tuvieron más dif ícil porque el vecino
musulmán, a menudo, era más numeroso y más reacio a abandonar el lugar.
Juan II, obispo de Osma que antes había pasado por Segovia. A la entrega
asiste un tal Fortún López, delegado allí por un rey aragonés, Bernardo de
Palencia y el capellán de la reina Blanca de Navarra. El texto es el mismo
para sorianos, sego-vianos, aragoneses, palentinos y navarros de hace nueve
siglos, pero también podría entenderlo usted: “E io Diag Pe-drez prometo a
Dios e a sancta María e al obispo d’Osma que los pobladores qui son el
Alqozar e qui hi poblarán que los tenga a tal foro qual el obispo les diod
d’Osma”. Esa amalgama que acaba casando en lengua a bretones,
tolosanos, alemanes, navarros, aragoneses y gentes de Soria es la amalgama
típica de las tierras de frontera. Como la frontera resultaba territorial y
humanamente grande, era una amalgama muy oída y que traspasaba con
facilidad las áreas vecinas.
Burgos fue una de esas ciudades —por llamarlas así, pues más bien se
trataba de pueblos grandes— repobladas en la línea fronteriza hacia el año
884. En la vertiente occidental, la acompañaron aquellos años otras como
Oporto, Coimbra, Zamora y Toro. Lo que a menudo es una desgracia para la
gente iba a ser con el tiempo una suerte para Burgos: la pobreza. Nunca
tuvo grandes recursos naturales, ni agrícolas, ni ganaderos —el clima
tampoco ayudaba— y fue un asentamiento casi de paso, así cjue para
sobrevivir, sus habitantes se dedicaron al comercio. Esa fue su mejor
decisión. Burgos iba a ser con el tiempo una genuina república de
mercaderes, alentada por negocios como el tráfico lanero y la hostelería de
la época surgida al calor de las peregrinaciones. Comerciantes franceses,
ingleses, alemanes y lombardos se establecieron pronto allí. Trazaron una
red de intereses mercantiles que los ligaba a todas las grandes ciudades del
norte de la Meseta y, a través de los puertos del Cantábrico, con los
circuitos comerciales del norte de Europa.
No termino aquí su suerte. Desde finales del siglo xn, los comerciantes
burgaleses disfrutaron de privilegios que les permitían recorrer el reino sin
el estorbo de portazgos, aduanas o impuestos. Lo burgalés, y entre “lo
burgalés” iba la lengua, tenía paso franco por Castilla y sus áreas vecinas.
Pero tampoco acabó ahí su éxito: muchos se hicieron ricos (burgalés fue
efectivamente, hasta el siglo XVII, sinónimo de rico), emitieron moneda,
crearon una aristocracia comercial, la de los Pardo, los Curiel, los Arteaga,
los Aranda, que en los siglos xii y xili prestaban dinero a la Corona y, por
eso mismo, influían poderosamente en sus decisiones. Aparte,
emparentaron comercialmente con Inglaterra y Alemania.
Alemania. Un caso curioso: hubo aquí una ciudad que se enriqueció con el
comercio por los mismos años en que lo hacía Burgos: Lübeck. Era la
capital de la Liga Anseática. Sus comerciantes elevaron sus particularidades
idiomáticas a rango de lengua común, el bajo alemán. Con él se entendían
por todo el norte centroeuropeo, el Báltico y Escandi-navia. Nada tiene de
particular que se encontraran a medio camino con los barcos fletados por
burgaleses, se dieran la mano y sus hijos se casaran entre ellos. Vidas
paralelas de mercancías y palabras. Ni Burgos, ni Lübeck, fueron centros de
saberes literarios o culturales. No les importó gran cosa. La suerte
idiomàtica que corrieron sus usos, difundiéndose con facilidad, poniéndose
de moda y aceptándose en la forma de hablar de los poderosos, es muy fácil
de entender con un simple refrán: “Quien tiene dineros, tiene compañeros”.
Esos rasgos que hoy son característicos de los hablantes de español: la
igualación de la b y v; la pérdida de la /-inicial, o el sonido excepcional j, en
hijo mientras en otras partes decían jilho; el invento de la ch en ocho,
mucho, cuando otros decían vuit o muito; la z de azada, haza, frente a la
axada, faxa de otras regiones, todos ellos, estaban en el siglo x repartidos
por la Castilla fronteriza. Burgos les dio publicidad. Las típicas letras de
Burgos & Cía. lo fueron de cambio, y nunca mejor dicho, porque
esencialmente ellas transformaron el octo-filium-januarius latino en el ocho
hijos de enero castellano. Pero una cosa era pronunciarlo y otra escribirlo.
Imagine que tiene que hablar en público en francés y usted no sabe francés.
A la gente importante, reyes, presidentes de algo, les ocurre esto con
frecuencia. Por diplomacia, tienen que dar en ocasiones breves parlamentos
en lenguas que ignoran. La solución es simple: si usted tiene que discursear
en francés sin saber francés, no se complique la vida con un texto donde se
lea Bonjour mademoiselle, pida uno donde se lea bonyúr mahmuasél, que es
lo que usted pronunciaría, más o menos, si estuviese delante de franceses.
Este fue el secreto de la ortografía romance.
La idea de que los monjes antiguos se dedicaban a rezar y cuidar del huerto
es tan idílica como falsa. Los monasterios eran mucho más que casas de
rezos. A menudo ordenaban la vida económica del territorio donde se
asentaban. A veces con ramificaciones sorprendentes. Tomemos un caso
notable: el monasterio riojano de San Millán. Los mismos monjes que
escribían textos devotos en latín son los que escriben la Reja de San Millán.
Sin embargo, las Paces de 1206 eran distintas: por una parte, hay muy
importantes asuntos de dinero relativos a los maravedíes que van a rentar
los castillos y las aduanas que dominan; por otra, los castellanos salen muy
gananciosos en los acuerdos de paz. Todo indica que el texto se preparó en
la cancillería castellana, con la aquiescencia de los leoneses, y se registró
con un sistema escrito que no diera lugar a dudas respecto a la cantidad de
maravedíes ni a las denominaciones de los castillos objeto de litigio. Para
entendernos: si todos los allí reunidos conocían un paraje como
Castroverde, ¿qué sentido tenía escribirlo como Castrum Uiridis? Hasta
podía parecer otro lugar distinto. Es de imaginar a los nietos de los
Alfonsos desempolvando muchos años después el acuerdo de paz suscrito
en latín por sus abuelos, discutiendo si Castrum Uiridis es Castroverde o
Castrourdiales y declarándose mutuamente nuevas guerras.
Cualquier día de enero de 1207. Es una fecha más. No pasó nada que no
hubiera ocurrido antes, ni que siguiera pasando después. Se convocan
Cortes. Se reúnen quienes eran algo en el reino. Pero aunque la fecha sea
una más, aunque las Actas toledanas no contengan ningún documento
literario excelso (salvo que sea usted historiador, son muy aburridas), en
enero de 1207 sucedió algo interesante en Toledo: se reunieron gentes de
Castro Urdiales, Burgos y Segovia, mozárabes, navarros, leoneses,
portugueses y gallegos; tras saludarlos en latín —Adefonsus Dei Gratia Rex.
Concilio Toletato: Salutem— ese mismo rey les otorga un importante
documento, que los iguala y compromete a todos, que vale para todo el
reino y que está escrito en la lengua que más los igualaba, comprometía y
valía para todos ellos, aquella con la que llevaban años haciendo,
precisamente, las negociaciones que los habían llevado ese año a las orillas
del Tajo y que sonaba así: “Sepa-des que entiendo que las cosas se vendíen
más de so derecho & era vuestro gran daño & de la tierra 8c del arzobispo
& de los bonos omnes de mis villas & pusimos por provecho de vos & de
todo el regno coto en todas las cosas. Conviene a saber...”. Todo lo que
convenía saber, todo aquello a lo que se había puesto coto, es decir, precio
fijo, se entendía bien. No era latín. Posiblemente, aunque ese tipo de
escritura no le hiciera feliz, Diego García le habría dado el visto bueno.
En tiempos del rey Alfonso VIII, al sur del río Tajo había un paisaje muy
prometedor. Los caballeros castellanos habían fundado la Orden de
Calatrava en 1164 para defenderlo. Diez años después, el rey les dio el
privilegio de poseer todos los castillos que conquistasen y el dominio de las
villas. El privilegio tenía una condición: repoblar con colonos cristianos el
área que iba del Tajo a Sierra Morena. Los de Calatrava se entregaron a
aquella labor con celo. Con tanto que, por los años en que los comerciantes
se reunían en Toledo, se sabía que el enfrentamiento con los almohades iba
a ser fatal e inminente. El Papa había concedido indulgencias a quienes
fuesen a combatir en España a los últimos restos del islam europeo. Pero
había indulgencias más interesantes que las papales en forma de derechos
de conquista. De modo que otra vez en Toledo, cinco años después de
acordadas las tasas de los comerciantes, empezaban a acordar las suyas los
guerreros: a los anfitriones castellanos se unieron muchos de Francia, otros
de Aragón, otros de la Navarrería.
Todos dicen que Juan de Soria era un hombre muy capaz. Había sido abad
de Santander y Valladolid, obispo de Osmay Burgos, juez papal,
diplomático, sabio, elocuente. Un dechado de virtudes. Fernando III, en
cuanto entró a reinar, lo eligió canciller. Era el año 1217. A Diego García,
más amigo de latines que de romances, se le despidió del cargo con buenas
palabras. Lo que tenía el rey delante de sí no era tarea fácil, había que
recoger los frutos del desastre almohade repoblando Extremadura,
Andalucía y gran parte del reino de Toledo.
Sin embargo, el gran favor que Alfonso hizo a su lengua, a mi juicio, no fue
cultivarla por extenso y en campos, a veces, inauditos para un idioma
moderno. Su gran favor fue facili-
tar la circulación humana por el reino de quienes hablaban esa lengua que él
plasmaba en crónicas y leyes. Alfonso X encaminó su política a elevar al
reino al mayor nivel de prosperidad. Favoreció medidas que enlazaron los
grandes centros comerciales de la España islámica con la Castilla norteña.
El comercio marítimo castellano se amplió considerablemente. El
desplazamiento fronterizo hacia las zonas meridionales facilitó la expansión
de la ganadería y la industria laneras. Para agilizarla, se estipuló que la
celebración de las grandes ferias coincidiera con el paso por ellas de la
ganadería trashumante. La gente del norte, en fin, encontró un feliz y
próspero acomodo al sur. Se unificaron los pesos y las medidas y, en cierto
modo, la moneda. Tampoco faltaron dificultades, devaluaciones e
inflaciones, pero las fuentes de riqueza castellanas y su renta per cápita se
incrementaron. Los castellanos hicieron todo esto hablando, quiero decir,
que esa circulación económica facilitó la lingüística. Así pues, las
necesidades de escritura en romance, tanto para asuntos civiles como para
los religiosos —que en el caso concreto de la enseñanza de las primeras
letras no tenían entonces frontera definida— se acrecentaron
extraordinariamente. Alfonso X fue, en términos idiomáticos, notario
privilegiado de aquella empresa humana que interesaba a mucha gente.
/
A este respecto, el castellano de la época alfonsí —como observa el
hispanista Rolf Eberenz— no necesitó para afirmarse del refuerzo patriótico
o propagandístico que sí le dio, por ejemplo, Ramón Muntaner al catalán en
sus crónicas. Aquí aparecen los catalanohablantes como el grupo más
uniforme y numeroso de la península, y Castilla como una región repartida
en muchas lenguas (en esto último al cronista no le faltaba razón). Los
catalanohablantes de la época de Muntaner sí podían sentir al grupo
castellanohablante como una amenaza que ganaba terreno en Murcia,
Aragón, Castellón o Valencia. Pero los castellanohablantes, que podían
recorrer un territorio tres o cuatro veces superior al de catalanes o
portugueses sin encontrar código lingüístico de peso que amenazase la
hegemonía del suyo, apenas muestran reflexiones “patrióticas” respecto a
los valores del idioma, ni suelen ligar la suerte de éste a la del pueblo que lo
habla. Las observaciones alfonsíes al respecto son vagas, y aunque no cabe
duda de que el rey tenía alta conciencia de su genealogía y figura como
herederas de una tradición unitaria hispano-visigótica que aspiraba, además,
a ser cabeza del Sacro Imperio, no puede decirse que utilizase el castellano
voluntariamente como símbolo, aunque no cabe duda de que dicha lengua
se benefició enormemente de la ideología imperial regia. Entre los
castellanos medievales no hubieran tenido mucho sentido aquellos
Estatutos de Kilkenny que en 1366 daban énfasis al tiro con arco y al
orgullo por el idioma para definir al genuino inglés.
Las apologías expresas de la lengua llegaron más tarde. Son muy frecuentes
en los siglos XVI y XVII, la época en que los castellanohablantes se
enfrentan con algo verdaderamente próximo y distinto: el laberinto de
idiomas que era América, las relaciones multilingüísticas en una Europa
cada vez más ligada entre sí y la asimilación de moriscos en España. De
aquella época data la leyenda que hacía de Toledo —la vieja capital de la
monarquía visigótica— el centro del buen hablar castellano. Ciertamente,
las motivaciones de la leyenda eran más políticas que lingüísticas.
Que se sepa, el caso de Juan de Atraro es único. Atraro era un vecino del
municipio aragonés de Almudévar al que la Corte nombró notario regio, no
por sus méritos de letras, que no tenía ninguno, sino por su buena salud:
muertos todos los notarios de la zona y moribundos todos los vecinos,
Atraro era el único superviviente que podía dar fe de las últimas voluntades
de los apestados. Quizá se contagió, quizá se hizo rico. No se sabe de
Atraros entre castellanos, que también se vieron afectados, pero la
extensión del territorio, la dispersión de los habitantes y el hecho de no
tener una vinculación comercial intensa con el circuito que propagó la
enfermedad los libró de padecer una calamidad tan notable como la
aragonesa.
El problema para Aragón era que los castellanos ocupaban el 76 por ciento
del territorio español, frente al 21 por ciento que ocupaban los aragoneses; y
en Castilla habitaba el 80 por ciento de la población frente al 14 por ciento
que habitaba en Aragón. Con tales cifras, no es de extrañar que el castellano
Fernando de Antequera, de la familia Trastámara, reinase en tierras
aragonesas a partir de 1412. Fernando no era cualquier persona. Era un
magnate del comercio lanero castellano. Eso le facilitó el puesto de rey: con
un castellano en el trono los catalanes se verían respaldados frente a la
audaz competencia marítima lusa y, de paso, la materia prima castellana
contribuiría al resurgimiento de su industria textil.
L. FINAL GRANADINO
Los primeros comentarios que se tienen de cómo era el castellano hablado
en Andalucía proceden de los años de la
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WILLIAM WRIGHT
Así nacemos
Genoma
taurus
Gente de Cervantes
Este libro podría haberse titulado Ensayo para una historia de los
hispanohablantes, pues no narra la historia de una lengua en sí misma,
sino de quienes la hablan. No se preocupa por lo que ha sido de la
pronunciación del español, lo que ha sido de su gramática o de sus
palabras a través del tiempo. Narra lo que ha hecho cierta gente para
que un romance surgido al norte de la península Ibérica ocupe, al cabo
de mil años, un puesto entre las grandes lenguas del mundo. Es una
historia donde no faltan peripecias curiosas, aventuras y casos
novelescos. Gente de Cervantes considera también el proceso de
confluencia lingüística al que asistimos en la actualidad, por el que
progresivamente un mayor número de personas será capaz de
entenderse en un menor número de lenguas. Con ello se crearán cauces
para una comunicación lingüística más sencilla, segura y económica. Se
reflexiona sobre la contribución, responsabilidad y futuro del ámbito
hispanohablante en tan particular circunstancia hu
r
mana.