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MujeresEdadMediaLiteraturaGUIRAO SILVENTE Mercedes PDF
MujeresEdadMediaLiteraturaGUIRAO SILVENTE Mercedes PDF
2015
UNED
DEPARTAMENTO DE LITERATURA ESPAÑOLA Y
TEORÍA DE LA LITERATURA
FACULTAD DE FILOLOGÍA
ÍNDICE.
INTRODUCCIÓN 11
BIBLIOGRAFÍA 571
INTRODUCCIÓN
Introducción 13
Con la llegada del Siglo XV, se inicia en toda Europa el movimiento conocido
como «Querelle des femmes», en un claro y decidido empeño por limpiar la imagen
falsa que sobre la mujer habían arrojado y seguían arrojando aún multitud de escritos
misóginos, amparados en una larga tradición eclesiástica y científica y avalados por un
injusto reparto de papeles sociales, donde intereses patriarcales y económicos se habían
aliado para silenciar y recluir en las casas a las mujeres; menospreciando y ocultando su
importancia real en la vida del Medievo.
1
Recordemos que Deyermond incluyó a Leonor López de Córdoba en su Historia de la literatura
española. La Edad Media (Barcelona: Ariel, 1971), como la iniciadora del género autobiográfico en
Castilla. A partir de ahí, son varios los autores que se han preocupado de estudiar el proceso creativo de
sus Memorias; así, Juan Félix Bellido (La autobiografía en castellano. Las memorias de Leonor López de
Córdoba, Sevilla: Universidad de Sevilla, 2006). Y también Deyermond vio la acusación de plagio contra
Georges Duby, al que debemos, entre otras muchas obras, una magnífica historia de las
mujeres2; a Miguel Ángel Pérez Priego, quien con su obra Poesía femenina en los
cancioneros (1990), penetra en la médula misma de la polémica en torno a las mujeres
que vive la literatura cortesana del Cuatrocientos, mostrando los escasos aunque muy
significativos ejemplos de participación femenina en ella –siendo Florencia Pinar, sin
duda, el más perfecto-; a Robert Archer, con su célebre y útil Misoginia y defensa de las
mujeres. Antología de textos medievales (2001); o, más recientemente, a Julio Vélez
Sainz3, que ha publicado un riguroso y documentado estudio sobre la mujer y los ideales
corteses en la corte castellana de Juan II.
Teresa de Cartagena como un claro ejemplo de la doble moral que se aplicaba a hombres y mujeres,
desatando un gran interés por la reivindicación de la escritura femenina que hace la monja burgalesa,
como demuestran los estudios tan exhaustivos que le dedicaron varias autoras feministas; especialmente,
Milagros Rivera Garretas, que introduce a Teresa de Cartagena plenamente en la «Querelle des femmes»
(véanse comentarios al respecto de Isabel Navas Ocaña en La literatura española y la crítica feminista,
Madrid: Fundamentos, 2009, pp.110-112).
2
Duby, Georges y Michelle Perrot (dir.), Historia de las mujeres en occidente.2.La Edad Media, Madrid:
Taurus, 1992. Esta Historia ha influido, sin duda, en la aparición de dos historias de las mujeres, referidas
específicamente al ámbito hispánico, que serán de gran utilidad para nuestro estudio: Garrido González,
Elisa (ed.), Historia de las mujeres en España, Madrid: Síntesis, 1997 y Morant, Isabel (dir.), Historia de
las mujeres en España y América latina, I, De la Prehistoria a la Edad Media, Madrid: Cátedra, 2005.
3
Vélez Sainz, Julio, “De amor, de honor e de donas” Mujer e ideales corteses en la Castilla de Juan II
(1406-1454), Madrid: Editorial Complutense, 2013.
4
También resultan muy útiles para el conocimiento de las escritoras españolas los ocho estudios que
recoge el manual Las mujeres escritoras en la historia de la literatura española (coordinado por Lucía
Montejo Gurruchaga y Nieves Baranda Leturio), Madrid: UNED, 2002; estando el primero de ellos -
titulado «Poesía femenina en la Edad Media castellana» (pp.13-33)-, a cargo de Miguel Ángel Pérez
Priego.
5
Destaquemos aquí la labor de Cristina Segura Graíño, coordinadora de dos obras fundamentales en este
sentido y que han logrado la necesaria colaboración entre historia y literatura: Feminismo y misoginia en
la literatura española. Fuentes literarias para la historia de las mujeres (Madrid: Narcea, 2001) y los
diversos volúmenes –ya trece; el último aparecido en Mayo de 2014- que, desde 2009, aparecen bajo el
título La Querella de las mujeres (Madrid: Al-Mudayna, col. Querella-ya). Asimismo, es imprescindible
mencionar la obra de Mª Milagros Rivera Garretas: Textos y Espacios de mujeres (Europa, Siglo IV-XV),
Barcelona: Icaria, 1990; el libro de Antonio García Velasco: La mujer en la literatura medieval española,
Málaga: Aljaima, 2000; o, los varios estudios de Jacqueline Ferreras sobre los personajes femeninos del
Libro de Buen Amor y de La Celestina; los de Virginie Dumanoir, Vicenta Blay Manzanera o Pilar
Lorenzo Gradín sobre la mujer en los romances tradicionales y en la poesía cortesana del XV; los de Mª
Eugenia Lacarra y Mª Pilar Martínez Latre sobre las protagonistas de la ficción sentimental; los de Mª
Jesús Lacarra y Marta Haro Cortés sobre la mujer en las colecciones de exempla; los de José Luis Martín
o Elisa Martínez Garrido sobre la misoginia de los refranes populares; o el volumen de Mariana Masera,
Que non dormiré sola non. La voz femenina en la antigua lírica popular hispánica (2001) -entre otras
muchas más obras, citadas en la Bibliografía, y que nos servirán en los diferentes capítulos, para ahondar
en la particularidad del discurso femenino en los géneros literarios que vayamos analizando, hasta llegar
al teatro medieval; objeto de nuestro estudio-.
crucial en esa lucha feminista, no lo es menos la defensa del rol social de la mujer que
encierran muchos personajes femeninos de ficción.
6
Véase Segura Graíño, Cristina, Cuadernos de investigación medieval. Las mujeres en el Medievo
hispano, vol. I, nº 2, Madrid: Marcial Pons Librero, 1984. Esta autora afirma: «Tema sobre el que apenas
sabemos nada es aquel que hace referencia al protagonismo de las mujeres en el mundo de la cultura y su
acceso a ella. Es éste, por tanto, un aspecto en el que deben hacerse investigaciones […] Es necesario
tener una información sobre el nivel de alfabetización de las mujeres y las posibilidades de lograr una
formación y una proyección en cualquier ámbito de la cultura, las letras, las artes y las ciencias» (p.45).
7
Textos aparecidos en los Cancioneros del último tercio del XV; pero, dado su claro carácter dramático,
incluidos ambos en la edición de Miguel Ángel Pérez Priego: Teatro medieval, Madrid: Cátedra (Letras
Hispánicas, 646), 2009.
Este estudio se abrirá, además, a la relación de estos personajes entre sí y con otras
figuras femeninas de obras y géneros anteriores, coetáneos y, en algún caso, posteriores
(tensós, pastorelas, serranillas, romances, cuentos, canciones populares, refranes,
momos, debates amorosos de cancionero, charivaris, narraciones sentimentales, églogas
dramáticas italianas…). No podríamos entender la novedad de Plácida sin ponerla en
relación tanto con el Neoplatonismo, como con los protagonistas de las obras de Diego
de San Pedro o Juan de Flores, o sin advertir sus similitudes con Melibea. Eritea y
Flugencia homenajean el mundo prostibulario de Celestina y sus pupilas. Pascuala no
podrá ser entendida, plenamente, si no atendemos a sus modelos provenzales; mientras
que otras pastoras, como Menga, Antona, Olalla o Beringuella, se basan en fuentes
castellanas más rústicas y, como sucede en muchas canciones femeninas de la lírica
popular, muestran su temor a la deshonra o llenan de júbilo la escena con canciones y
bailes. Zefira asume los rasgos de la «belle dame sans merci», aunque sea para
desmontarlos. Oriana es la prototípica dama virtuosa que aparece en los tratados pro-
fémina del XV y que representa el amor cristiano y bueno, frente al amor hereos contra
el que luchan multitud de obras contemporáneas. La Mujer hermosa bebe de la sátira
popular del charivari y del didactismo de los refranes, exempla y fabliaux que
ridiculizan el amor en la vejez. Ella –protagonista femenina de las Coplas de
Puertocarrero- muestra su dominio de las leyes amorosas del amor cortés con las que
hace frente a su sufrido interlocutor, como dama culta e inteligente y, cuando a ella le
conviene, sabe romper su molde literario con un pícaro realismo, comparable al que
muestra la literatura burlesco-satírica. La Donzella de Lucas Fernández en su
perseverancia en un amor obsoleto e idealista, en contra de la sensual y erótica
liberación del cuerpo femenino que aparece en algunos romances del XV, y que llega a
ser parodiada por su exceso, supone un claro precedente del teatro de Torres Naharro.
Y, por supuesto, el estudio de la ninfa Febea o del poder de resurrección de la diosa
Venus en la segunda producción dramática de Encina, requiere la relación con el
paganismo mitológico del teatro italiano del Renacimiento.
Como consecuencia, la metodología estará basada en una lectura atenta de las obras
objeto de análisis y comentario, y en una profundización tanto en aspectos literarios y
escénicos como socioculturales; procurando la comparación con otros textos literarios,
en función de sus parecidos y diferencias y de su acercamiento o alejamiento de la
tradición medieval y de los modelos femeninos. Todo ello, con el fin de obtener una
visión más completa de estas poco conocidas damas y pastoras del teatro medieval y
descubrir su contribución a ese complejo mundo en transformación del siglo XV.
que le dedican Deyermond8 y la historiadora Cristina Segura Graíño –que atiende, entre
otros aspectos, al conocimiento de la medicina casera de las alcahuetas, despreciadas y
marginadas por el miedo que despertaba este saber femenino entre los hombres9-; o las
interesantes investigaciones de Pilar García Mouton sobre el discurso femenino de las
mujeres de la obra de Rojas10.
8
Véase su célebre estudio «La Celestina como Cancionero», en Deyermond, Alan, Poesía de Cancionero
del siglo XV (ed. a cargo de R. Beltrán, J.L. Canet y M. Haro), Valencia: Universitat de Valencia (col.
Honoris Causa-24), 2007, pp.289-305; donde el autor británico resalta la sinceridad de Melibea -en
relación con la lírica popular de voz femenina-, sobre la de Calisto, que canta sus cuitas amorosas
imitando la poesía cortesana de los Cancioneros del XV.
9
Véase, a este respecto, su estudio «Las mujeres en La Celestina», en Segura Graíño, Cristina, Misoginia
y feminismo en la literatura española, op. cit., pp.47-58.
10
García Mouton, Pilar, «El lenguaje de las mujeres de La Celestina», en Carrasco, Pilar (ed.), El mundo
como contienda. Estudios sobre la Celestina, Málaga: Universidad de Málaga, 2000, pp. 89-107.
11
Surt, Roland E., ed., Teatro castellano de la Edad Media, Madrid: Clásicos Taurus-13, 1992.
12
Álvarez Pellitero, Ana Mª, ed., Teatro Medieval, Madrid: Espasa Calpe (Austral, 157), 1990.
13
Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Teatro Medieval,op.cit..
14
Lázaro Carreter, Fernando, ed., Teatro Medieval, Madrid: Castalia (Odres Nuevos), 1987, 4ªed.
15
Ibíd., p.76.
16
Pérez Priego, Teatro medieval, op. cit., pp.85-86.
17
Gimeno, Rosalie, ed., Juan del Encina, Teatro (segunda producción dramática), Madrid: Alhambra,
1997.
18
Zimic, Stanislav, ed., Juan del Encina, Poesía y Teatro, Madrid: Taurus-169, 1986.
19
Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Juan del Encina, Teatro completo, Madrid (Letras Hispánicas, 339),
1991.
Nos introduciremos, de este modo, en uno de los períodos más complejos de nuestra
historia literaria, la transición entre Edad Media y Renacimiento, donde la defensa de la
«Querelle des femmes» se ve reforzada por las nuevas ideas sobre la mujer que llegan
de Italia procedentes del Humanismo, que exigen la valoración de ésta como individuo
y que potencian la necesidad de su instrucción y de una mayor participación en la
20
Heugas, Pierre, «Un personnage nouveau dans la dramaturgie d’Encina: Plácida dans Plácida y
Vitoriano», en La Fête et l’écriture. Théâtre de cour, cour-théâtre en Espagne et en Italie, 1450-1530,
Aix-en-Provence: Université de Provence, 1987, pp. 151-161.
21
Véase Humberto López Morales, «Juan del Encina y Lucas Fernández», en Huerta Calvo, Javier (dir.),
Historia del Teatro Español. I. De la Edad Media a los Siglos de Oro, Madrid: Gredos, 2003, pp.180-
183.
22
Ibíd., p.187.
Si Julio Vélez Sainz demuestra que en la corte de Juan II «tanto la defensa como el
ataque a la mujer indicaba e implicaba necesariamente una defensa o un ataque a los
valores cortesanos y caballerescos que los produjeron»24. Y, si además –como veremos-
había también en los tratados apologéticos escritos por hombres, esa necesidad de
23
Márquez de la Plata y Ferrándiz, Vicenta Mª, Mujeres renacentistas en la corte de Isabel La Católica,
Madrid: Castalia, 2005, p.15.
24
Vélez Sainz, op. cit. , p.212.
promoción social y política, que les conduce, a veces, a alejarse de las verdaderas
preocupaciones de las mujeres –esas que sí expresaban las escritoras medievales:
Christine de Pizan, Isabel de Villena, Florencia Pinar, Teresa de Cartagena…- y a basar
sus argumentos de defensa en tópicos manidos y abstractos, sin ninguna validez
concreta. Muy al contrario, las obras teatrales que estudiaremos, insertas en ese proceso
de transformación que vive el ocaso medieval y en ese ambiente propicio para la
participación de la mujer en los festejos y en la vida cultural entera de la corte de los
Reyes Católicos, muestran una defensa de la mujer totalmente nueva e inédita, pues sus
personajes femeninos consiguen calar, como demostraremos, en el centro mismo del
conflicto social y sexual que atraviesa todo el Medievo y establecer una auténtica
comunicación con las mujeres reales de su tiempo.
Las doncellas y pastoras que desfilan por las obras teatrales del XV, adoptan una
pose, llevan el papel aprendido en la literatura del amor cortés: en la pastorela, en la
serranilla, en la ficción sentimental, en la poesía del Cancionero…y están totalmente
acomodadas al ambiente cortesano para el que fueron creadas; un ambiente en el que
vida y literatura aparecen estrechamente unidas. Forman parte de esos espectáculos que
servían de diversión a la nobleza, en los que no había separación entre actores y público
y donde los autores –como sucede con Juan del Encina-, son, al mismo tiempo, poetas,
músicos, escenógrafos o intervienen ellos mismos representando a alguna de sus
criaturas. Pero, junto a las influencias que reciben y a las limitaciones por las que se ven
afectados, no hay que olvidar lo que estos personajes femeninos del teatro medieval
aportan a ese rico contexto literario y cultural del Cuatrocientos con su frescura y
naturalidad, con su gracia, con su inteligencia o con su sabrosa parodia de toda una sarta
de artificiosas y manidas convenciones; que en nuestro estudio nos ocuparemos de
desentrañar.
En esa rebeldía contra los cánones sociales y literarios, o en esa sorpresa que su
complejidad y sinceridad llega a causar en los receptores, tanto actuales, como en
aquellos del XV, que en las canciones y bailes con que suelen acabar estas piezas
teatrales, se dejan llevar por los mismos sentimientos que sus protagonistas en
exaltación de la felicidad que trae el amor correspondido y donde la mujer se percibe en
un sentido positivo y sanador -lejos ya del miedo a la mujer seductora y perniciosa para
el hombre de tantos escritos morales y didácticos-; hay un efectivo y claro
profeminismo.
Las damas de la corte asistirán risueñas a las burlas sobre el varón de algunos de
estos personajes femeninos, que pondrán en entredicho la verdad de los sentimientos
masculinos. Participarán activamente en las representaciones bailando, mostrando sus
dotes artísticas y regocijándose, en fin, con los finales felices de muchas de estas piezas.
Se verán identificadas con la actitud inteligente o decidida de algunos personajes
femeninos, o se distanciarán de los errores que cometen otros, cegados por un amor
atormentado. Se emocionarán con su sufrimiento. Se sentirán superiores ante la
rusticidad de algunas pastoras y su desconocimiento de los requiebros cortesanos. O
bien –en tanto que ávidas lectoras de ficciones caballerescas y sentimentales y
participantes activas en representaciones teatrales y en juegos poéticos-, verán
evolucionar esos cánones literarios –superados o rotos por las damas y pastorcillas que
intervienen en estas piezas-, como reflejo del cambio en la concepción de la mujer y el
amor que traían los nuevos tiempos.
CAPÍTULO I.
MIRADA A LA REALIDAD: LA
CONDICIÓN FEMENINA EN EL
SIGLO XV
Capítulo I.
28 Mirada a la realidad: la condición femenina en el siglo XV
En este sentido, señalaremos como significativa la escasa voz que tuvieron tanto
las propias mujeres como los hombres comunes, que convivían con éstas a diario, en los
campos y en los talleres. Estos hombres escucharían los domingos en la Iglesia
sermones contra la perfidia del sexo femenino o se harían eco de la misoginia reinante,
amparada por unas leyes que consideraban a la mujer como un individuo incompleto y
débil, sujeto a la autoridad del varón; pero, por otro lado, son ellos, estos hombres del
pueblo, normales y corrientes, los que, sin lugar a dudas, nos hubieran mostrado una
consideración del amor y la mujer más cercana a la realidad. El cariño basado en la
relación y el roce cotidiano entre los sexos, muestra a las mujeres como compañeras
necesarias para el trabajo y el cuidado de los hijos y el hogar y como personas
imprescindibles para atender a los asuntos masculinos en las frecuentes ausencias del
varón que se producían en el Medievo. Eileen Power trae a colación precisamente un
pensamiento de Pedro Lombardo, que ilustra lo que acabamos de decir:
Dios no hizo a la mujer de la cabeza de Adán, puesto que no estaba destinada a ser su
soberana, ni de sus pies, pues no estaba destinada a ser su esclava, sino de su costado, ya que
estaba destinada a ser su compañera y amiga 1.
Y es que podemos afirmar, con esta autora, que es esa perspectiva mesurada, que
ni la encumbra como una diosa, ni la rebaja a lo deleznable –ni María ni Eva-, la que
puede arrojar más luz sobre la situación real de las mujeres medievales.
Su importante papel en la vida diaria debe ser, por ello, el que abra este estudio,
empezando por las leyes, tanto civiles como eclesiásticas, que se encargaron de
regularla; y que, con frecuencia, son totalmente ajenas a la auténtica realidad de éstas,
como veremos al analizar su papel en ámbitos como el trabajo, la política, la familia, la
religión o la cultura.
1
Power, Eileen, Mujeres medievales, Madrid: Encuentro, 1999,4ªed., p.38.
ostentación del lujo femenino, sobre todo si el marido no tenía el suficiente prestigio
social y económico2.
2
Véase José Hinojosa Montalvo, «La mujer en las ordenanzas del reino de Valencia durante la Edad
Media», en Segura Graíño, Cristina (ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, Actas de las III
Jornadas de Investigación Interdisciplinaria, Seminario de Estudios sobre la Mujer, Madrid: UAM, 1990,
pp.45-48. Este autor alude a la Ordenanza de Orihuela de 1432, por la que ninguna mujer podía llevar
guarniciones de seda, oro o plata, si su marido no tenía caballo, que se concretaría en posteriores
disposiciones. En 1463, el Consell de Valencia acordaría, asimismo, que ninguna mujer llevara fuera de
su casa pulseras, collar, cadenas o rosarios dorados de oro y plata o collares de perlas que valieran más de
seis libras la onza. También se prohibieron vestidos y sayas que arrastraran por el suelo y guantes de
marta, si el marido no sostenía de manera permanente en su casa un caballo ensillado de 30 florines en
adelante, en el que pudiera cabalgar un hombre armado; habiendo en ello –como sostiene Hinojosa
Montalvo- una clara intención de potenciar una defensa armada para la ciudad.
3
Véase Mª Dolores Cabañas, «Imagen de la mujer en la Baja Edad Media castellana a través de las
órdenes municipales de Cuenca», en Segura Graíño, Cristina (ed.), Las mujeres en las ciudades
medievales, op. cit., p.105.
4
Archivo General de Simancas, Cámara de Castilla-Pueblos, leg.7, fol.33; apud Mª Dolores Cabañas,
Ibíd., p.106.
[…] además como que en estas regiones se ha introducido la detestable costumbre de que
vayan públicamente a comer a casa de los Prelados y Grandes las mujeres livianas, conocidas
vulgarmente con el nombre de «solteras» y otras que con su mala conversación y dichos
deshonestos corrompen muchas veces las buenas costumbres y hacen espectáculos de sí
mismas…5
no contemplada por la ley, pese a que las relaciones entre clérigos y mujeres no
desaparecieron-.
8
XVIII Sínodo de Orense, cánones 28, 29 y 75; apud Cristina Segura, «Legislación conciliar sobre la
vida religiosa de las mujeres», en Muñoz Fernández, Ángela (ed.), Las mujeres en el cristianismo
medieval, Madrid: Al-Mudayna (Laya, 5), 1989, p.123.
9
Archivo Municipal de Cuenca, leg.193, exp.4, fols. 20v.-21 r; apud Mª Dolores Cabañas, «Imagen de la
mujer…», en op. cit., p.105.
consentimiento de sus parientes más próximos perdía su herencia o dote10, sin la cual no
valía nada, cayendo irremisiblemente en la marginalidad de las mujeres sin honra. Y,
teniendo en cuenta que, según establecía el Fuero Real (libro III, tit. I, ley VI), la
mayoría de edad se alcanzaba a los veinticinco años, hemos de comprender que los
matrimonios se realizarían casi siempre atendiendo única y exclusivamente al interés
familiar. Poco o nada contaría la opinión de la joven, que pasaba simplemente de la
tutela parental a la tutela del marido, tras el acuerdo de las cantidades de dote y arras por
ambas partes. Esta desposatio –según establece la Iglesia, las Partidas y varios fueros-
podía celebrarse a partir de la edad de siete años, mientras que la edad mínima para
contraer matrimonio era de doce años para la mujer y de catorce en el caso del hombre.
La administración de los bienes del matrimonio correspondía legalmente al marido,
quien representaba a la mujer en los procesos judiciales y a la cual estaba prohibido –
salvo casos excepcionales- endeudarse11.
A fines de la Edad Media, las mujeres nobles recibían unas dotes muy elevadas y
no ya en bienes inmuebles como antaño, sino en dinero contante y sonante; costumbre
muy extendida a lo largo de la segunda mitad del XV especialmente entre la pequeña
nobleza urbana, dado el interés -con el desarrollo de los mayorazgos-, por proteger el
patrimonio familiar. Además, la fijación de una buena dote para la novia era una
garantía de ascenso en el escalafón social y muchas familias se volcaban en aumentar la
herencia de una sola de sus hijas, en virtud de su hermosura o buena disposición para el
matrimonio –en claro detrimento de las hermanas-, para tener opciones a un
pretendiente de buena posición económica. María Asenjo González cita el caso concreto
de los Arias Dávila en Segovia12. Por otro lado, la creciente obsesión de todos aquellos
que aspiraban a honras y distinciones públicas por la pureza de sangre, convirtió la
10
Véase Nieto Soria, Juan Manuel, «La mujer en el Libro de los Fueros de Castiella (aproximaciones a la
condición socio-jurídica de la mujer en Castilla en los siglos XI al XIII)», en Segura Graíño, Cristina
(ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit., p.78.
11
Ibíd, p.79. El Libro de los fueros de Castiella (tit.239, p.127-28 y ti. 55, p.29) alude a que la mujer
nunca podrá contraer deudas superiores a cinco sueldos sin consentimiento de su marido –exceptuando a
panaderas, esposas de buhoneros o a las que compren y vendan a diario autorizadas por sus esposos- y en
el caso de que lo hicieran éste sólo estaría obligado a pagar los cinco sueldos indicados. En cambio, si el
marido fallecía, la mujer estaba obligada a hacerse cargo de las deudas de éste.
12
Asenjo González, María, «Las mujeres en el medio urbano a fines de la edad Media: el caso de
Segovia», en segura Graíño, Cristina (ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit., p.115.
Por tanto, aunque en las Partidas el rey Sabio exponía que los reyes deben elegir
un marido apuesto para sus hijas y propiciar, así, que haya amor y fidelidad entre los
cónyuges y que este amor facilite la procreación13; en la práctica, el matrimonio –y
mucho más en lo que respecta a la nobleza- poco tenía que ver con el amor. Resultaba
un mero contrato político o económico entre el novio y los padres de la novia. Los lazos
de unión entre las dos familias posibilitaban, además, la adhesión de nuevos partidarios
a los respectivos linajes. Entre los miembros de las esferas más pobres de la sociedad –
que no podían hacer frente a dotes, arras y ajuares- no había, sin embargo, en la mayoría
de las ocasiones, posibilidad de bodas formalizadas y se daban frecuentemente las
uniones «de juras o furto» -ante varios testigos-, o bien las llamadas de «pública fama»,
que consistían en la libre unión de los contrayentes –a veces con juramentos
clandestinos previos-, reconocida y respetada por los vecinos de las aldeas o villas
donde habitaban. Como destaca Domínguez Ortiz14, los desposorios por palabra de
futuro (o promesa de matrimonio) ya bastaban en muchos casos -tanto en el caso de la
nobleza, como de las clases inferiores- para dar validez al enlace; prescindiéndose de la
participación de un sacerdote. Esto explicaría la frecuencia de las denuncias sinodales,
especialmente en las zonas rurales, contra las relaciones íntimas de los desposados antes
de la bendición nupcial. Durante el S.XV la Iglesia se esforzó en convencer a sus fieles
de que debían completar este contrato con las palabras de presente y las velaciones; si
bien hubo que esperar a las disposiciones de Trento y la real cédula de 1564 que las
ponía en vigor, para que el matrimonio adquiriera un carácter plenamente sacramental.
13
Véase Mª Isabel Pérez de Tudela y Velasco, «La mujer castellano-leonesa del Pleno Medievo. Perfiles
literarios, estatuto jurídico y situación económica», en VVAA, Las mujeres medievales y su ámbito
jurídico, op. cit, p.66. Esta autora introduce, a este respecto, algunas citas textuales del código alfonsí,
pertenecientes a la Partida II, título VII, ley XII, vol. II, p.54 y vol.III, p.1, de la edición de la RAH.
14
Domínguez Ortiz, Antonio, «La mujer en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna», en Segura
Graíño, Cristina (ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit., p.172.
hombre, no podría ya nunca tomar la comunión, ni siquiera al final de sus días –con la
salvedad, y sólo en este último caso, de que ella también hubiera sido engañada por su
esposo15-. Por otro lado, son varios los fueros –entre ellos, el Libro de los Fueros de
Castilla- que autorizan al marido que sorprendiera a la mujer en adulterio a matar a ésta
y al amante; pero que nada dicen del castigo del esposo adúltero. Y es que la mujer era
una propiedad más del marido, según se justifica en textos legales como las Partidas16,
por lo que el adulterio femenino era considerado más grave que el masculino. Tan sólo
en casos excepcionales, como en el Fuero de Béjar, se concede el mismo derecho a la
mujer agraviada17. De todas formas, el marido podía perdonar a la esposa adúltera y ello
queda ya establecido en el Fuero Real: «Ca pues él quier perdonar a su mujer este
pecado, non es derecho que otro gelo demande, nin sobrél la acuse»18. Posteriormente,
el capítulo LI del Ordenamiento de Alcalá de 1348 pondría el énfasis en la gran
vergüenza del marido ofendido y en el derecho de éste a disponer de la persona y los
bienes del cómplice de adulterio, mientras que la mujer adúltera no podría ser en ningún
caso disculpada alegando en su defensa que su marido también había cometido esa
misma falta19.
Y es que el tema del honor es primordial y divide a las mujeres en buenas y malas.
Éste lo recibe la mujer del hombre –del padre o del marido- y la preocupación por
mantenerlo es enorme; de ahí que el adulterio sea duramente perseguido a lo largo de
todo el período medieval. En algunas obras literarias altomedievales, como en el lai de
Fresno de María de Francia aparece, incluso, la entonces extendida creencia de que la
concepción de hijos gemelos se debía a las relaciones extramatrimoniales:
15
Sínodo de Orense, canon 62; II C. Braga (572), LXXVI; C. Elvira (300/306) VIII y IX; apud Cristina
Segura, «Legislación conciliar sobre la vida religiosa de las mujeres», en Muñoz Fernández, Ángela (ed.),
Las mujeres en el cristianismo medieval, op. cit., p.124.
16
Partida VII, t.17, LI; apud Reyna Pastor, «Mujeres populares. Realidades y representaciones», en
Garrido González, Elisa (ed.), Historia de las mujeres en España y América Latina. I. De la Prehistoria a
la Edad Media, Madrid: Cátedra, 2006, 2ªed., p.457.
17
Véase. Mª Isabel Pérez de Tudela, «La mujer castellano-leonesa del pleno medievo…», en op.cit., p.
71.
18
Fuero Real, Libro IV, tit.VII, ley III; Ibíd.
19
Véase Mitre Fernández, Emilio, «Mujer, matrimonio y vida marital en las cortes castellano-leonesas de
la Baja Edad Media», en VVAA, Las mujeres medievales y su ámbito jurídico, op. cit, p.82.
[…] nunca hubo, ni habrá, semejante suceso, que una mujer tenga dos hijos en un solo
embarazo sin habérselos hecho dos hombres distintos20.
Ay, desdichada de mí, ¿qué voy a hacer? ¡Nunca tendré honra, ni buen nombre! Estoy
afrentada, es verdad. Mi señor y toda su parentela no me creerán nunca, cuando oigan hablar de
este acontecimiento, pues yo misma me juzgué al hablar mal de todas las mujeres.¿Acaso no dije
que nunca ocurrió y que nunca lo habíamos visto que una mujer tuviera dos niños si no había
estado con dos hombres?¡Ahora tengo dos!Según me parece, sobre mí va a caer lo peor […]Para
defenderme de la deshonra, tengo que matar a una de las niñas, prefiero pagárselo a Dios antes
que sentirme deshonrada y llena de vergüenza 21.
20
Alvar, Carlos, ed., María de Francia, Lais, Madrid: Alianza Editorial (Literatura, 5652), 2004, p. 65.
21
Ibíd., p. 66.
22
Le Goff, Jacques, La civilización del occidente medieval, Barcelona: Paidós, 2012 (5ª impresión),
p.258.
23
Ibíd., p.256.
Como el adulterio, también las violaciones eran duramente reprimidas. Pero, las
leyes medievales protegían de las agresiones sexuales sólo a las mujeres honradas y,
entre ellas, especialmente a las casadas, viéndose en ellas un modelo a imitar para las
demás mujeres. Ésta debía llevar una toca que la distinguiera de la soltera o «muchacha
en cabellos» y estaba al resguardo de una familia estable, frente al desamparo de estas
últimas. De esta forma, la casada, en caso de violación, debía publicar inmediatamente
su deshonra y llegar ante el alcalde dando voces, rasgándose con las uñas y mesándose
los cabellos. Tras la comprobación del delito por otras mujeres honestas que no fueran
parientes suyas, el violador podía ser castigado con multas económicas que variaban
según los fueros o, incluso, con la muerte24; en cambio, la pena no solía ser tan dura en
el caso de la soltera y, por supuesto, no se castigaba la agresión a una prostituta o a una
sierva, especialmente si era mora o judía25.
A fines del XV y durante los siglos XVI y XVII, la honra va adquiriendo cada vez
más importancia –pensemos en su papel esencial en el teatro-, y ésta no sólo está ya en
función de la conducta moral de cada individuo, sino también de su condición social o
de su poder económico, político o militar. El acudir, por ejemplo, a la iglesia un
domingo era motivo para lucir trajes y exhibir a vasallos y sirvientes, estando la belleza
y adorno femenino en muchos casos al servicio de los intereses del marido o la familia,
que con estas manifestaciones de grandeza aumentaba su honra y fama, su prestigio
social dentro de la ciudad. Y, en este sentido, hay muchas disposiciones municipales
bajomedievales –como la comentada de Orihuela- que limitan el lujo en las clases
menos favorecidas o que a lo largo de todo el Medievo han ido obligando a barraganas,
mancebas o prostitutas a llevar distintivos especiales o a vestir de una determinada
manera, para separarlas de las mujeres honradas. Pero, quizá, donde mejor se vea esa
24
Dos fazañas del Libro de los fueros de Castilla son bastante severas al respecto. En la primera (tít.105)
se condena al culpable a que le saquen los ojos y la segunda (tít. 303) cuenta cómo se le corta la mano al
violador y luego se le ahorca.Véase José Manuel Nieto Soria, «La mujer en el Libro de los Fueros…», en
op. cit., p.82.
25
Cristina Segura (“Aproximación a la legislación medieval sobre la mujer andaluza. El fuero de Úbeda”,
en VV.AA, Las mujeres medievales y su ámbito jurídico, op. cit., pp.89-90), explica que según el Fuero
de Úbeda, por ejemplo, el violador de una mujer casada debe ser quemado, mientras que el de una soltera
sólo debe pagar 300 sueldos. En la violación a una puta no hay ningún castigo y en la de una sierva mora
por parte de su señor, el hecho se considera incluso una ofensa para el señor, que tiene derecho a quedarse
con el hijo que pudiera nacer de tal violación.
Durante el siglo XV, el despertar económico de muchas ciudades trajo, por otro
lado, la aparición de mancebías o lugares dedicados a la prostitución femenina y,
aunque los fueros sólo se preocupaban de la protección de las mujeres honradas, las
ordenanzas municipales dejan constancia frecuentemente de su regulación, entendidas
éstas como un servicio urbano necesario que, además, mantenía encerrados en un
mismo lugar a personas marginales que había que esconder a toda costa, pues ponían en
peligro la moral de los demás ciudadanos: prostitutas, rufianes y todo aquel que
pretendiera relacionarse con ellos. A cambio de una renta, las mancebías conseguían,
por tanto, cierta protección y las prostitutas o mancebas, aun dentro de su marginalidad
y con sus ropas distintivas, entraban a formar parte de la ciudad. Con todo, hubo
bastantes conflictos al respecto, que provocaron la intervención de la justicia local:
castigos por practicar la prostitución fuera de la mancebía, peleas callejeras entre
rufianes y prostitutas o violentas agresiones contra estas mujeres, como las que trató de
evitar el concejo de Cuenca en 1494 disponiendo la construcción de una cerca con
puertas fuertes alrededor de la mancebía, pues los hombres asaltaban por la noche a las
prostitutas, llevándoselas por la fuerza26.
Otro sector femenino al que hemos de referirnos y que también se hallaba recluido
–aunque en sitio muy diferente- es el de las jóvenes doncellas que ingresan en un
convento. Muchas de ellas lo hacían sin vocación; obligadas por la familia para
ahorrarse la dote. De éstas se espera que lleven una vida piadosa y de recogimiento y se
las intenta alejar por todos los medios de los hombres, tanto clérigos como laicos. De
este modo, se encuentran disposiciones eclesiásticas durante todo el Medievo -desde el
26
Archivo Municipal de Cuenca, leg. 212, exp.3, fol.19; apud Mª Dolores Cabañas, «La imagen de la
mujer…», en op. cit, p. 107.
año 380 hasta el año 152827- que hacen referencia a esta necesaria separación de sexos
para evitar pecados que, sin lugar a dudas, no serían infrecuentes. Si la literatura nos
muestra ejemplos de conductas ilícitas de monjas –recordemos, por ejemplo, la abadesa
embarazada de Berceo (Milagro XXI)-; también testimonios más graves, como la carta
escrita por la priora Santa María de Zamora al cardenal Ordoño Tusculum en 1281
refiriéndole que religiosos dominicos pernoctan con monjas jóvenes «holgando con
ellas muy desulutamiente»28, dan cuenta de la falta de contención del clero. El castigo
era, por supuesto, la excomunión, tanto para hombres como para mujeres29.
No obstante, es preciso advertir que las disposiciones legales, tanto civiles como
eclesiásticas, muestran a las religiosas como víctimas del hombre y no como mujeres
lascivas y seductoras:
Gravemente yerran los omes que trabajan de corromper las mujeres religiosas, porque
ellas son apartadas de los vicios, e de los sabores de este mundo. E se encierran en el monasterio
para fazer aspera vida, con intención de servir a Dios 30.
Además, prohibimos a los cristianos den oídos a los agüeros y encantaciones y a las
supersticiones que dimanan del curso de la luna, ni para domar los animales, ni para echar las
telas las mugeres, porque todo esto huele a idolatría; y la santa madre iglesia lo anatemiza, y por
el contrario todo debe hacerse en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo 31.
27
Véase Cristina Segura, «Legislación conciliar sobre la vida religiosa de las mujeres», en Muñoz
Fernández, Ángela (ed.), Las mujeres en el cristianismo medieval, op.cit., p. 126.
28
Linehan, La iglesia española y el papado en el siglo XIII, Salamanca, 1975; apud Ana Arranz,
«Imágenes de la mujer en la legislación conciliar», en VVAA, Las mujeres medievales y su ámbito
jurídico, op. cit., p. 38.
29
Véase Concilio de Salamanca de 1335, c.X.p.574: «…los religiosos, monjas y ordenados de mayores
que se casaren quedan ipso facto excomulgados»; apud Ana Arranz, Ibíd., p. 40.
30
Partida VII, tit. XIX. ley I; apud Ana Arranz, Ibíd., p.39.
31
Concilio de Compostela de 1056, c. V, p.107; apud Ana Arranz, Ibíd., p.36.
como un arte predominantemente femenino, pues -como apunta Yolanda Beteta- la Baja
Edad Media vive una radicalización de la lucha contra el cuerpo y los saberes de las
mujeres, con la creación de instrumentos de control eminentemente patriarcales, como
la Inquisición:
Se encuentran infectados de la herejía de los brujos más mujeres que hombres. De ahí que,
lógicamente, no se pueda hablar de herejía de brujos, sino de brujas, si queremos darle nombre; y
loado sea el Altísimo que ha preservado hasta hoy el sexo masculino de semejante abominación
(Bula summis desiderantus affectibus) 32.
32
Beteta Martín, Yolanda, «De la costilla de Adán a concubina del diablo», en Cristina Segura (coord.),
La querella de las mujeres III, Madrid: Al-Mudayna (Querella-Ya), 2011, p.57.
33
Russell, Peter E., ed., Fernando de Rojas, La Celestina, Madrid: Clásicos Castalia, 2007, 3ªed., p.381.
Podemos concluir que las leyes civiles acerca de las mujeres variaron más que las
religiosas a lo largo del período medieval, dependiendo de las dificultades sociales y el
desarrollo económico de cada zona. Las necesidades repobladoras de la Baja Edad
Media suavizaron ciertas normas morales, como hemos visto especialmente a través de
diversas disposiciones municipales, que fomentan las relaciones de pareja estables y la
procreación, las bodas en segundas nupcias, la tolerancia y regulación de la situación de
barraganas y mancebas... En el S.XV se percibe, sin embargo, un claro acercamiento
entre las normas civiles y eclesiásticas, buscando esa moralización en las costumbres
que no siempre se había respetado: sacralización del matrimonio, desplazamiento de las
mancebías fuera de las ciudades, prohibición de la barraganería, exaltación de la honra
familiar –que se cifra no sólo en la virtud, sino también en la pureza de sangre y en el
poder político y económico-, endurecimiento de los castigos por brujería…
Por otro lado, hay que tener en cuenta que todas esas disposiciones no se
cumplían a rajatabla. Son muchos los documentos que, frente a la clara marginación
femenina en las leyes civiles y religiosas, muestran la activa participación de las
mujeres en la vida social y económica del Medievo. Aunque moralistas y pensadores
hubieran querido que la mujer permaneciera encerrada en casa, ésta pasaba fuera gran
parte de su tiempo, en calles y plazas; y, por supuesto, los textos notariales, los tratados
34
Nieto Soria, José Manuel, «La mujer en el Libro de los Fueros de Castiella…», en Segura Graíño,
Cristina (ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit. p.83
de agricultura, los contratos, los censos, los ordenamientos municipales, las crónicas,
los relatos sobre la vida urbana, la iconografía…, dejan constancia, de su trabajo
incansable y de su participación en los más diversos ámbitos. Muchas de estas mujeres
trabajadoras eran, en efecto, viudas, mujeres cuyos maridos las habían dejado por
diversas razones, o solteras mayores de edad con casa propia; pero también casadas que
ayudaban a sostener la economía familiar o que seguían con su actividad laboral tras su
matrimonio. El padrón sevillano de 1384 muestra a cincuenta y cinco mujeres con
profesiones, casi todas mercantiles: cebadera, melera, cordonera, panadera, frutera,
pescadera, lencera, ollera35….Asimismo, es frecuente encontrar en fuentes literarias o
iconográficas a la mujer tejiendo, hilando, bordando, lavando, yendo por agua a las
fuentes, vendiendo alimentos, ayudando en el taller, trabajando la tierra, guardando
ganado, sirviendo en la taberna, curando enfermos, asistiendo a un parto, o, incluso,
trabajando en la construcción de edificios, como la colaboración de las mujeres en la
reparación de del Palacio Real de la Aljafería de Zaragoza, estudiado por Carmen
Orcástegui36.
35
Julio González, La población de Sevilla a fines del siglo XIV, “Hispania”, XXXV, 129 (1975), p.61;
apud Domínguez Ortiz, Antonio, «La mujer en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna», en
Segura Graíño, Cristina(ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit., p.171.
36
Orcástegui Cros, Carmen, «Actividades laborales de la mujer medieval aragonesa en el medio urbano»,
en Muñoz, Ángela y Cristina Segura (eds.), El trabajo de las mujeres en la Edad Media hispana, Madrid:
Al-Mudayna, 1988.
37
Hay numerosos estudios sobre el trabajo de las mujeres en la Edad Media y su regulación jurídica en
los distintos territorios: Nieto, Manuel, Jesús Padilla y José Manuel Escobar, «La mujer cordobesa en el
trabajo a fines del S.XV», en Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit, pp. 153-160; Batle, Carme,
«Noticias de la mujer catalana en el mundo de los negocios (siglo III)» en Múñoz Ángela y Cristina
Segura (eds.), El trabajo de las mujeres en la Edad Media hispana, Madrid: Al-Mudayna, 1988; Val
Valdivieso, Mª Isabel del, «Mujer y trabajo en Castilla al final de la Edad Media», en Aragón en la Edad
Media, Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 1999.
38
Segura Graíño, Cristina, «Las mujeres en la España medieval», en Garrido González, Elisa (ed.),
Historia de las mujeres en España, Madrid: Síntesis, 1997, p.228.
39
Vinyoles I Vidal, Teresa-María, «La mujer bajomedieval a través de las ordenanzas municipales de
Barcelona», en VVAA, Las mujeres medievales y su ámbito jurídico, op. cit., p.147.
40
Power, Eileen, Mujeres medievales, op. cit., p.76-77.
41
Segura Graíño, Cristina, «Mujeres en el mundo urbano. Sociedad, instituciones y trabajo», en Morant,
Isabel (dir.), Historia de las mujeres en España y América latina, I, De la Prehistoria a la Edad Media,
op. cit., pp.524-534.
Por tanto, podemos afirmar que aunque las mujeres trabajaron mayoritaria y
duramente a lo largo del Medievo, este trabajo siempre tuvo un carácter inestable y de
excepcionalidad; de ahí que nunca se reconociera oficialmente y que jamás pudieran las
mujeres integrarse en los gremios. Tanto es así que, cuando ya no se necesitó,
rápidamente se prescindió de él. De esta forma, en el período de transición al
Renacimiento, la llegada del capitalismo transformó el trabajo artesanal y el negocio
familiar se amplió con la contratación de trabajadores, quedando la mujer relegada al
ámbito doméstico.
42
Pastor, Reyna, «Mujeres populares. Realidades y representaciones», en Morant, Isabel (dir.), Historia de
las mujeres en España y América latina. I. De la Prehistoria a la Edad Media, op. cit., p.473.
En el Siglo XV, la vida en el campo para las mujeres de clases inferiores no sufrió
apenas modificaciones. Cumplían con sus obligaciones domésticas y reproductoras y
colaboraban, desde muy jóvenes, en el trabajo de la tierra para que la familia pudiera
hacer frente al pago de las rentas. Y, aunque, tal vez ya no se vieran obligadas –por la
mejora de las condiciones del campesinado-, a tejer para el señor; sí tendrían muchas de
ellas que vender sus tejidos en la ciudad más próxima para ayudar a la economía
familiar o trabajar en las casas señoriales como nodrizas o sirvientas, donde seguirían
estando sometidas a los abusos y caprichos de los poderosos. Con todo, estas
campesinas, a pesar de la rudeza de sus labores y de la baja estima que tenían social y
literariamente –frente a las idealizadas damas-, gozarían de más libertad y alegría que
las mujeres de las ciudades, pues no estaban tan enclaustradas en sus casas y podían
gozar del contacto con la naturaleza mientras trabajaban. Christine de Pizan afirmaba en
el S.XV: «Pese a estar alimentadas con pan rudo, leche, tocino, gachas y agua corriente
y, no obstante tener continuas preocupaciones y trabajos, su vida es más segura; sí,
43
Ordenamientos de Menestrales y Posturas de las Cortes de Valladolid de 1351(Cortes de León y
Castilla, t. II, 175); apud Reyna Pastor, Ibíd., p.475.
44
Ibíd., p.475.
poseen más idoneidad que algunos de alto linaje»; procurando, sin duda, con sus
palabras, un trato más respetuoso para la mujer campesina45. En el teatro medieval, en
contra de esa tradición que se burlaba o menospreciaba a los personajes rústicos, se
ofrece una interesante idealización del mundo campesino, convirtiendo en protagonistas
a una serie de pastoras, frescas y desenfadadas como Beringuella, o inteligentes y bellas,
como Pascuala.
En relación con el trabajo de las mujeres tanto en las ciudades como en el campo,
habría que referirse a la vinculación éstas con la medicina y el cuidado de enfermos.
Como señala Margaret Wade, «la mujer que dirigía una casa, fuera cual fuese su tamaño
e importancia, parece haber sido responsable de la salud de los que entraban dentro de
su esfera de influencia»46. Las damas nobles debían saber tratar las heridas, los huesos
rotos y golpes graves con los que los hombres de la casa podían regresar de torneos o
guerras y las abadesas debían tener conocimientos de enfermería –incluso hacer
sangrías- para evitar que un hombre entrara en el convento; prueba de ello son los dos
libros sobre historia natural, biología y enfermedades humanas escritos por la monja
Hildegarda de Bingen. Por su parte, en muchas aldeas había una «sabia» con fama de
saber curar, que procuraba hierbas y ungüentos sanadores y eran muchas las mujeres
que ayudaban a sus padres o maridos en el entonces considerado arte de la medicina.
Por tanto, aunque ellas no podían ir a la universidad, ni leer los eruditos tratados
médicos -escritos en latín-, aprendían de otras personas todos los secretos de este oficio
y desarrollaban una valiosa experiencia en este ámbito. Tal es así que, a pesar de que
legalmente no se reconociera su labor, algunas autoridades municipales seguían
otorgando licencias a las mujeres para ejercer la medicina, siempre y cuando éstas
conocieran bien estas prácticas y no tuvieran otro medio de subsistencia. Sara de Saint-
Gilles, por ejemplo, fue una médica afamada y llegó a tener, incluso, un aprendiz varón
en 132647. No obstante, las universidades lucharon contra estos permisos, como
45
Véase Power, Eileen, Mujeres medievales, op. cit., p.92.
46
Wade Labarge, Margaret, La mujer en la Edad Media, San Sebastián: Nerea, 2003, p.217.
47
Ibíd., p.227.
48
Ibíd., pp. 224-226.
49
Segura Graíño, Cristina, «Las mujeres en la España medieval», en Garrido González, Elisa (ed.),
Historia de las mujeres en España, op. cit., pp. 221-222.
50
Ibíd., p.188. Véase también Wade Labarge, Margaret, op. cit. p.251.
que desaprobaba el placer sexual, que si se gozaba con el ejercicio de la prostitución «el
beneficio era tan vergonzoso como el acto»51.
En todas las grandes ciudades había, por tanto, mancebías; pero también en las
zonas rurales y pequeñas aldeas había prostitutas que deambulaban por distintos lugares
–ante el recelo de que permanecieran mucho tiempo en un mismo sitio- o que seguían a
los soldados cuando había guerras. Éstas eran trabajadoras que dejaban, además,
importantes beneficios fiscales a los municipios o a los arrendatarios de las casas donde
ejercían su oficio. Antón González y Juan Diez se disputaron a principios del siglo XVI,
ante los tribunales, el control de la mancebía de Segovia, que puntualmente pagaba su
renta tanto al concejo como al monasterio del Santo Espíritu, sobre cuyas tierras estaba
ubicada52. Muchos de estos burdeles o lugares varios donde se ejercía la prostitución,
tanto en el campo como en la ciudad, estaban, además, supervisados por párrocos o por
altos cargos eclesiásticos. Así, el lupanar londinense de Southwark, al otro lado del
Támesis, estaba en manos de los administradores del obispo de Winchester, que
recaudaban una renta a cada mujer que tuviera una habitación allí para ejercer su
trabajo; el alguacil del Papa Clemente V, durante el establecimiento de éste en Aviñón,
cobraba también un impuesto a las prostitutas públicas, instaladas cerca de las
habitaciones de la curia –si bien después se exigió en el Concilio de Viena de 1311 que
se acabara con esta costumbre-53 .
Si las prostitutas sufrieron algún castigo durante la Edad Media no fue por su
oficio en sí, sino por su relación con los robos, las peleas callejeras, los ajustes de
cuentas que acarreaban frecuentemente asesinatos o con la hechicería. Su marginalidad
las ponía en contacto con todo un ambiente delictivo y violento, como bien reflejan las
relaciones entre las pupilas de Celestina, Elicia y Areúsa y los criados de Calisto. A
pesar de las numerosas normas municipales que trataban de controlar este submundo, no
debían ser pocos los altercados de toda índole protagonizados por rufianes y prostitutas.
Asimismo, la oscura y secreta conversación entre Flugencia y Eritea en la célebre
51
Wade Labarge, Margaret, op. cit., p.248.
52
Véase María Asenjo González, «Las mujeres en el medio urbano a fines de la Edad Media», en Segura
Graíño (ed.), Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit., p.121.
53
Wade Labarge, Margaret, op. cit., pp.252-254.
Égloga de Plácida y Vitoriano de Encina nos muestra con fidelidad pasmosa, pese a su
brevedad, toda esta realidad miserable de los bajos fondos. Flugencia piensa sacar
provecho económico de su belleza; pero, además, ofrece un preciso retrato de «dama
ventanera», que busca un acceso a la calle para entablar relaciones ilícitas y cotorrear
con quien no debe. Este personaje, sin duda reflejo de muchas mujeres urbanas de su
época, choca con ese tópico de mujer honrada, encerrada en casa y dedicada en cuerpo y
alma al cuidado de la familia y del hogar, que propugnó la sociedad patriarcal en toda
Europa54; de ahí su miedo a ser vista.
La moral puritana de los siglos XV y XVI provocó, por otro lado, que las
mancebías y burdeles se sacaran de las ciudades y que la consideración negativa hacia
estas mujeres fuera en aumento; de lo cual se queja frecuentemente la célebre alcahueta
de Rojas, que había vivido tiempos mejores:
Harto tengo, hija, que llorar, acordándome a tan alegre tiempo y tal vida como yo tenía y
quán servida era de todo el mundo. Que jamás hovo fruta nueva de que yo primero no gozasse
que otros supiesen si era nascida55.
Y, por supuesto, proliferaron en los últimos años del XV en toda Europa, las
normas que -en favor del mantenimiento de un orden público y moral-, recluían a las
prostitutas en las mancebías, castigándose a la que comiera o bebiera en tabernas y
mesones o ejerciera su oficio en las calles y lugares no permitidos.
Celestina también hubo de mudar de casa, dejar su antigua morada «a las tenerías,
cabe el río» –como le recuerda Melibea en su primer encuentro (IV, 5ª)- y empezar de
nuevo en la casa que habita desde hace tan solo dos años cuando comienza la acción de
la obra de Rojas y que claramente se asemeja a un burdel, donde acuden, «moças
conoscidas y allegadas» a hacer «sus conciertos» y de cuyo trabajo se beneficiaba
Celestina, según cuenta Elicia a Areúsa cuando ésta última le dice que se vaya a vivir
con ella, tras la muerte de la alcahueta (XV,3ª). En esta casa que «jamás perderá el
54
En las ciudades del norte de Francia se estableció, incluso, que la mujer pendenciera y parlanchina
caminara con una piedra en el cuello alrededor de la iglesia los domingos, para que todos la vieran y, en
Inglaterra, había una picota conocida como «tewe» exclusiva para escarnio y escarmiento público de este
tipo de mujeres. Véase Wade Labarge, op. cit., pp.260-261.
55
Russell, Peter E., ed., Fernando de Rojas, La Celestina Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea
(IX, 4ª), op. cit., p.436.
56
Ibíd. (XV, 3ª), pp.541-542. Sobre esta casa de la célebre alcahueta de Rojas, Russell destaca que hacia
1520, los estudiantes salmantinos conocían como «casa de Celestina» una casa medio caída situada por el
barrio de las tenerías, como si se quisiera, con ello, dar la impresión de que Celestina tenía existencia real
fuera de la obra (véase “Introducción”, en op.cit., p. 88).
57
Galán Sánchez, Ángel y Mª Teresa López Beltrán, «El status jurídico de las prostitutas del reino de
Granada en la primera mitad del siglo XVI (Las ordenanzas de 1538)», en Segura Graíño, Cristina (ed.),
Las mujeres en las ciudades medievales, op. cit., p.164.
Y es que parece que las mujeres que han conseguido salir del anonimato son las
que han ocupado, por diversas razones, un lugar que correspondía al varón. Las que,
conscientes de su «anormalidad», han debido mostrarse fuertes y agresivas, rompiendo
esa imagen de debilidad que tan fácilmente se les ha asignado. Así ha ocurrido con
destacables reinas y grandes señoras, entre las cuales es, sin duda, Leonor de Aquitania,
de enérgico carácter, la más célebre. Vinculada a la poesía trovadoresca y al amor cortés
–pasión que la acompañó hasta la muerte, como bien demuestra su sepulcro de
Fontevrauld, donde su efigie aparece sosteniendo un libro abierto-, tuvo una sólida
formación como heredera a uno de los territorios más atractivos tanto para la corona
francesa como para la inglesa; países de los que fue sólo reina consorte y reina madre,
pero en cuya política participó de forma muy activa hasta edad avanzada, intentando por
todos los medios conservar sus derechos sobre su tierra. Recordemos que a sus ochenta
años tuvo todavía el coraje de cruzar los Pirineos en invierno y llegar hasta Palencia
para recoger a su nieta Blanca –aún una niña de doce años, pero esencial para conseguir
la paz entre Felipe II Augusto y su hijo Juan Sin Tierra-, y llevarla hasta Francia, donde
debía casarse con el delfín, el futuro Luis VIII. Y la vieja reina aprovecharía este
58
Power, Eileen, Mujeres medievales, op. cit., p.52.
Sin embargo, esa suplantación de las funciones masculinas podía ser, no motivo
de admiración, sino de odios y ataques personales. No es extraño que, según quien haga
la crónica, Leonor de Aquitania aparezca como protectora de las artes y la cultura o
como ser demoníaco, -causa de ruina para las naciones, en opinión de Mateo Paris-, o
que Blanca de Castilla se ofrezca en ocasiones como madre y reina ejemplar y otras
como instigadora de crímenes y pecados, entre ellos de ser la amante del legado papal
en Francia60. La participación en el juego del poder las hacía tener, en efecto, muchos
enemigos que no veían con buenos ojos el que fueran capaces de traspasar esa frontera
entre lo que era simplemente actuar con audacia viril y la plena usurpación de lo que por
derecho le correspondía a los hombres. Y, de esta forma, sus opositores se armaron con
un agresivo discurso que no dudó en utilizar todos los argumentos de la tradición
misógina para deteriorar su imagen. Isabel Pérez de Tudela recuerda, en este sentido, el
59
Lejeune, Paule, Les reines de France, Paris: Édition du Club France Loisirs, 1989, p.119.
60
Véase Rodríguez López, Ana, «La estirpe de Leonor de Aquitania. Estrategias familiares y políticas en
los siglos XII y XIII», en Morant, Isabel (dir.), Historia de las mujeres en España y América latina, I, De
la Prehistoria a la Edad Media, op. cit., p. 567.
Quizá no sea extraño, por eso, que otros cronistas, como el de Alfonso VII el
Emperador, carguen las tintas en las actitudes femeninas de las reinas, convirtiéndolas
en modelos a seguir para las mujeres posteriores. Así, destaca de la primera esposa de
éste, la catalana doña Berenguela –hija de Ramón Berenguer IV de Barcelona- su
belleza, castidad y su dedicación a actividades devotas: construcción de iglesias,
monasterios, hospederías para pobres y huérfanos; lo que no le impide tampoco resaltar
el papel de ella y de su cuñada Sancha como consejeras del Emperador y la actuación
que la convertirá en heroína para los castellanos: su enfrentamiento al ejército almohade
en Toledo, confundiendo y engañando al enemigo con la exhibición de los instrumentos
musicales que ella y sus damas tenían al alcance. Esto es, consigue ser ensalzada por su
valor y astucia, sin renunciar a su condición femenina. Y también en esta línea está la
casi divinización que Rodrigo Jiménez de Rada, el Toledano, hará de la biznieta de ésta:
la Berenguela, nieta de Leonor de Aquitania, a la que ya nos hemos referido. Así, en su
Historia de rebus Hispaniae alaba actitudes como la tristeza que mostró esta reina a la
muerte de su padre Alfonso VIII, incapaz de acudir a sus honras fúnebres, la empatía
hacia su hermana Blanca cuando todavía muy joven queda viuda y llena de
responsabilidades en un reino extranjero y, especialmente, el cariño maternal hacia su
hijo Fernando, a quien se esfuerza en enseñar todas las virtudes posibles –incluso las
que son propias de los hombres, que ella, sin duda, como reina, también conoce-, o el
loable gesto de cederle su corona de Castilla, pues «refugiándose en los muros del pudor
61
Historia Compostelana, libro II, cap. XXXIX (traducción de Manuel Suárez, Santiago de Compostela:
Porto, p. 30). Véase nota 3 en Pérez de Tudela y Velasco, Mª Isabel, «La mujer castellano-leonesa del
Pleno Medievo...», en VVAA, Las mujeres medievales y su ámbito jurídico, op. cit., p.60.
62
Historia compostelana, cap. XLII del libro III (Ibíd., pp. 304-305); apud Pérez de Tudela, Ibíd., p. 60.
y la modestia por encima de todas las mujeres del mundo, no quiso hacerse cargo del
reino»63.
Y es que, aunque el papel de estas reinas que la historia recuerda las sitúa como
mujeres poderosas, imprescindibles en las políticas matrimoniales de su época,
poseedoras de importantes territorios y muy influyentes en la agitada vida de sus reinos;
hay que advertir que su actuación no fue del todo independiente precisamente por ser
mujeres. La misma Leonor de Aquitania fue heredera del ducado de Aquitania sólo
porque no había ningún heredero varón, teniendo que ceder a sus dos esposos, y, en
especial al primero, Luis VII de Francia, gran parte de sus posesiones y su poder.
Aunque participara en el gobierno con diversas responsabilidades y atribuciones, nunca
ocupó un lugar importante en la toma de decisiones y hasta que no fue reina viuda de
Inglaterra, a la muerte de Enrique II Plantagenet, no tuvo la relevancia política que se le
reconoce en respaldo de sus de sus hijos, Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra.
63
Véase comentario de Pérez de Tudela al elogio de la reina Berenguela por parte de Rodrigo Jiménez de
Rada, op. cit., p.62 y de Rodríguez López, Ana, op. cit., p.563.
64
Solalinde, Antonio, ed., Antología de Alfonso X el Sabio, Madrid: Espasa-Calpe, 1980,7ªed., p.156.
65
Wade Labarge, Margaret, La mujer en la Edad Media, op. cit., p. 93.
exigían de sus dotes de gobierno. Y es que las reinas no estaban destinadas a ello, salvo
en casos muy excepcionales.
Berengela de Castilla, abuela de Alfonso X, sólo había podido ser reina cuando
murió Enrique I -único heredero varón de Alfonso VIII- y, en el momento en que su
hijo Fernando III alcanzó la edad de dieciséis años, la Crónica latina de los reyes de
Castilla le aconsejó cederle el trono a éste porque «siendo ella mujer no podía tolerar el
peso del gobierno»66. Y parece muy probable que la reina cediera su trono presionada
por este pensamiento y sacrificando sus propios deseos, pues detrás de los reiterados
elogios del Toledano hacia Berenguela de Castilla como madre ejemplar y reina
prudente, se escondía una persona inteligente y activa que, conocedora del entramado
político de la corte castellana desde muy jovencita, no estaba dispuesta a quedarse al
margen, apartando a Fernando de decisiones importantes y actuando durante los
primeros años del reinado de éste como una auténtica regente, con extraordinaria
habilidad mediadora, igual que su hermana Blanca. Prueba de ello es que entre
Berenguela y Fernando III surgieron con el tiempo muchos conflictos, visibles en la
aparición en la corte de dos sectores enfrentados; uno en torno a él y otro a ella, que
avivaron la rivalidad y la tensión soterrada entre ambos. Tanto es así que Ana
Rodríguez nos propone leer entre líneas el relato que la Crónica latina de los reyes de
Castilla hace de lo que sucede en la curia de Muño, donde se está decidiendo la guerra
contra los musulmanes de Al-Ándalus y un rey –que ya no es tan débil, pues tiene
veinte años- es apartado de la negociación, mientras los más poderosos nobles del reino
negocian con su madre:
66
Véase Ana Rodríguez López, «La estirpe de Leonor de Aquitania…», en op. cit., p. 563.
Rex de uoluntate magnatum ad modicum seccesit in partem. Ipsi uero remanentes cum
Regina nobili, tractatu modico et deliberatione habita, omnes in eamdem sententiam
conuenerunt, ut rex modis omnibus guerram sarracenis moueret67.
En definitiva, podemos decir que las tres reinas, conociendo sus limitaciones
como mujeres que eran en un mundo dominado por hombres, tuvieron que encauzar su
energía, su deseo de intervenir activamente en cuestiones políticas a través de sus hijos.
Como señala Mª Jesús Fuente:
Las tres mujeres más representativas de finales del siglo XII y finales del XIII, Leonor de
Aquitania, reina de Inglaterra y sus dos nietas, Berenguela, reina de Castilla y Blanca, reina de
Francia, tuvieron una pasión especial por sus hijos. Sus hijos dominaban y ellas controlaban 68.
Hubo muchas más como ellas, reinas y damas inteligentes que, aprovechando
vacíos de poder, intervinieron muy activamente, hasta donde las dejaron y con mayor o
menor fortuna –según los casos-, en el destino de sus reinos. De esta forma, en el S.XIV
hemos de referirnos a doña María de Molina, esposa de Sancho IV, regente de Castilla
durante la minoría de edad de su hijo Fernando IV, que se enfrentó con gran valor a sus
suegro, Alfonso X –defensor del derecho al trono de su nieto Alfonso de la Cerda- y a
sus cuñados y pactó el apoyo de la corona portuguesa en guerras y conflictos bélicos
con Aragón y Francia, consiguiendo, además, reunir el dinero que el papa le exigía para
reconocer la legitimidad de su matrimonio con el difunto rey don Sancho, sobrino suyo,
y, por ende, la de sus siete hijos –obsesión que la acompañó durante muchos años-.
María fue imprescindible para su hijo Fernando, ya que el joven rey, afectado de
tuberculosis, era proclive a coger todo tipo de enfermedades, y ella intervino en asuntos
tan importantes como la ocupación del reino de Murcia, frente a las pretensiones
aragonesas, el pacto por el Señorío de Vizcaya o la disolución de la Orden del Temple.
Antes de partir para su destino final, Algeciras, el rey Fernando nombró como reina
gobernadora a su madre, que cumplió su misión, en palabras de Mª Jesús Fuente «con
buen sentido político»69.Su inteligencia y perseverancia le valieron ser nombrada
también tutora de su nieto, Alfonso XI, a la muerte de Fernando IV, cuando éste contaba
sólo dos años de edad. Ésta, que ya había manifestado su intención de retirarse de la
67
Ibíd., p.664
68
Fuente, Mª Jesús, Reinas medievales en los reinos hispánicos, Madrid: La esfera de los libros, 2006, 3ª
ed., pp.211-212.
69
Ibíd., p.262.
vida pública, tuvo entonces que demostrar nuevamente su talante negociador y sus dotes
de mando, para frenar las ambiciones de ciertos sectores de la nobleza, hasta conseguir
esa anhelada estabilidad que Castilla necesitaba. Según reza el Poema de Alfonso
Onceno:
María de Molina fue muy admirada por todos los sectores sociales. Logró,
incluso, la amistad y el respeto de sus opositores, como don Juan Manuel, y fue pronto
fuente de inspiración literaria. Sin duda, la obra más célebre es La prudencia en la
mujer de Tirso de Molina. El drama romántico de Bretón de los Herreros, de 1830, Don
Fernando el Emplazado, también muestra, bastantes siglos después, ese compromiso
maternal de esta reina medieval, que la llevó a participar tan activamente en la política
de su tiempo, convirtiéndola en una auténtica heroína:
70
Victorio, Juan, ed., Poema de Alfonso Onceno, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 291), 1991, p.59-
60.
71
Véase cita de Mª Jesús Fuente en Reinas medievales en los reinos hispánicos, op. cit., p. 243.
Y podemos decir, incluso, que el interés que ha despertado llega hasta nuestros
días, como demuestra la novela histórica María de Molina. Tres coronas medievales de
Almudena de Arteaga.
El Poema de Alfonso Onceno la retrata, de esta forma, como mujer bella, buena e
inteligente, prueba evidente del prestigio alcanzado por esta concubina real:
Como señala Mª Jesús Fuente74, Leonor de Guzmán tenía por su linaje dos de los
factores que otorgaban categoría social en el Medievo «nacimiento y privanza». El
72
Bueno Domínguez, Mª Luisa, Miradas medievales. Más allá del hombre y de la mujer, Madrid: Dilex,
2006, p.184.
73
Poema de Alfonso Onceno, op. cit., p.116.
Vélez Sainz alude, en este sentido, al retrato, no muy elogioso, que hace de ella Pérez de
Guzmán en sus Generaciones e semblanzas, pues si bien la exalta en su faceta de
virago, no duda en marcar su excesiva inclinación hacia los consejeros y privados:
[…]Fue esta reyna alta de cuerpo, mucho gruesa, blanca e colorada e rubia, y en el talle e
meneo del cuerpo parecía hombre como muger. Fue muy honesta y guardada en su persona e
fama, e liberal e magnífica, pero muy sometida a privados e regida dellos, lo qual por la mayor
parte es vicio común de los Reyes: no era bien regida en su persona 76.
La primera esposa de Juan II, la reina doña María, desempeñó también una
importante labor cultural, auspiciando la aparición de una fuerte tendencia profeminista
en la corte. Y, también su segunda esposa, Isabel de Portugal –madre de Isabel la
Católica-, tendría gran poder en la tensión de facciones enfrentadas que se vivió en la
corte juanina y a ella se achaca, precisamente, en la tradición popular, la desgracia del
poderoso don Álvaro, que de ser el favorito del rey, acabó siendo ejecutado por el
monarca. La otra doña María, hermana de Juan II y reina de Aragón, tuvo que llevar las
riendas de la política en las largas ausencias en Italia de su brillante y mujeriego esposo,
AlfonsoV el Magnánimo; cumpliendo esa misisón negociadora y pacificadora que la
misma Christine de Pizan destacara en las grandes señoras. Así explica el Brocense, en
su comentario a la Copla CLIV del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, cómo doña
María de Aragón estorbó las batallas de Hariza y Belamazán:
[…]Ansí que el Rey de Aragón entró con grande exército en Castilla, confiado de que los
grandes de Castilla eran de su parte, mas como vio que le faltavan, tornóse, aunque no sin gran
peligro de perder la vida y el reino porque don Álvaro de Luna, con mucha gente, le tuvo atajado
el camino en un monte, y si no fuera por la Reina doña María, hermana de este don Juan y muger
del de Aragón, que estorvó la batalla, creen librara mal don Alonso. Luego, al año siguiente, que
fue de 1429, el Rey don Juan, sentido de que don Alonso oviesse entrado en Castilla, entró él
también con grande exército en Aragón y puso su exército en Hariza, mas pudo tanto la dicha
reina, que no se effetuó ninguna batalla y bolvióse don Juan a Castilla. Con todo esto, otro año
tornó don Juan sobre Aragón y assentó real en Belamaçán, mas tampoco se hizo nada porque
siempre lo estorvó la dicha Reyna María 77.
76
Apud Vélez Sainz, Julio, “De amor, de honor e de donas”. Mujer e ideales corteses en la Castilla de
Juan II (1406-1454), Madrid: Editorial Complutense, 2013, p.57.
77
Ibíd., pp.59-60.
Fuente recuerda, así, un panegírico en el que el cronista castellano Enríquez del Castillo,
la califica de mujer de:
[…] muchas virtudes, muy amiga de la castidad y limpieza, abrigo de la bondad y reparo
de la nobleza en tanto grado, que más se pudo llamar madre de las excelencias mundanas que hija
de hombre humano78.
Frente a todas estas damas y reinas célebres, están las mujeres que la historia
recuerda precisamente por lo contrario: por su ambición o su ineptitud –como también
sucede, por otro lado, con muchos grandes señores y reyes varones-. Recordemos, por
ejemplo, la nefasta actuación de Margarita de Anjou, esposa de Enrique VI de
Inglaterra, cuya actitud dominante sobre el rey propició las guerras intestinas que se
desarrollaron en toda Inglaterra durante el S. XV y de la cual Shakespeare decía, por
boca de su personaje, el duque de York, que «su lengua es más venenosa que el diente
de una víbora» (Enrique VI, Acto I, escena III).
No obstante, todas ellas, las prudentes y las imprudentes, las abnegadas y las
ambiciosas, muestran que la mujer estuvo presente en los juegos políticos del Medievo
y que cuando se le permitió gobernar encontró, a menudo, valiosas soluciones. El S.XV
nos ofrece, precisamente, el ejemplo de una reina propietaria, Isabel la Católica, que
consiguió gobernar un reino que, en un principio, no le estaba destinado y que gozó de
los privilegios y de los reveses del poder con gran libertad e independencia. Así, si
Berenguela no pudo abiertamente ser reina de Castilla y su importante actuación
permaneció oculta tras su hijo, Isabel mantuvo su autonomía sobre Castilla, incluso
después de su matrimonio con Fernando de Aragón.
Para llegar al trono, Isabel no tuvo ningún reparo en aprovechar los rumores sobre
la bastardía de su sobrina y ahijada Juana, apodada maliciosamente «La Beltraneja» por
los enemigos de su hermanastro, el débil Enrique IV, sobre la que recaía la infundada
sospecha de que era hija natural del favorito del rey, don Beltrán de la Cueva. Y, lejos
de dejarlo todo en manos de los hombres, tomó las riendas de su destino y supo actuar
con astucia para obtener lo que pretendía. Muerto su hermano menor, Alfonso –
78
D. Enríquez del Castillo, Crónica de Enrique IV, cita incluida en L. Suárez, Enrique IV de Castilla,
Barcelona: Ariel, 2001, p.134. Apud Mª Jesús Fuente, Reinas medievales en los reinos hispánicos, op.
cit., p.379.
Que no permita su Alteza que se determine por guerra lo que se puede determinar por vía
de paz… porque desto nuestro Señor Dios será muy servido, y su merced quitado de grandes
molestias y enojos y estos sus Regnos y señoríos serán reducidos a paz y justicia 79.
Y, nada más morir Enrique IV, al acabar sus honras fúnebres, tuvo el coraje de
proclamarse reina en Segovia, cambiando sus negras ropas de luto por otras
79
Véase el texto del Manifiesto de Isabel (Memorias de Don Enrique IV de Castilla, II. Colección
diplomática, Madrid, RAH, pp. 630-639) en Fernández Álvarez, Manuel, Isabel la Católica, Madrid:
Espasa- Calpe (Círculo de Lectores), 2003, p.128.
[…] todos nosotros estamos conformes para hacer de seguir e servir a la Reina, nuestra
señora doña Isabel, como reina y señora natural de estos regnos, con el rey don Fernando, su
legítimo marido […] 81
Pero, aún tendría que enfrentar una dura y larga guerra civil contra los defensores
de los derechos de su sobrina, que se resolvería militarmente a favor de los Reyes
Católicos en la célebre batalla de Toro. El conflicto no culminaría, sin embargo, hasta
1479, con el acuerdo de Alcaçóvas, por el cual se sellaba la paz definitiva entre Portugal
–que había defendido los derechos de Juana- y Castilla. Paralelamente, en este escenario
pacificador tuvieron un importante papel la reina Isabel y su tía Beatriz de Portugal,
duquesa de Braganza, que acordaron la boda entre los primogénitos de ambos reinos.
Ese mismo año moría Juan II de Aragón y Fernando heredaba la corona, convirtiéndose
la monarquía de los Reyes Católicos en la más poderosa de todo el occidente cristiano,
que extendería sus dominios en 1492 con la Conquista de Granada y el descubrimiento
de América.
Debemos considerar –es Isabel la que de este modo sigue razonando con Fernando- que
placiendo a la voluntad de Dios, la princesa nuestra fija ha de casar con príncipe extranjero, el
qual apropiaría así la gobernación de estos Reynos, e querría apoderar en las fortalezas e
patrimonio real otras gentes de su nación que no sean castellanos, do se podría seguir que el
Reyno viviese en poder de generación extraña 82.
quedarían yermas, sin que nadie las cultivase. Y tampoco calaron tan profundamente allí
las reformas religiosas del Cardenal Cisneros, amparadas en todo momento por las
férreas y austeras ideas cristianas de Isabel. No había, por tanto, un estricto paralelismo
entre los Reyes Católicos: Isabel sólo tenía jurisdicción sobre sus territorios -y, aun así,
el nombre de su marido precedía siempre al suyo en los actos públicos y la firma de
documentos-; mientras que la reina de Castilla apenas intervino en la política aragonesa.
86
Márquez de la Plata, Vicenta Mª, Mujeres renacentistas en la corte de Isabel la Católica, Madrid:
Castalia, 2005, p.17
87
Luis Suárez Fernández,( en Isabel, mujer y reina, Madrid: Rialp, 1992, pp.128-129) alude a la tolerancia
de la reina Isabel hacia los hijos bastardos de su esposo y de otros nobles, otorgándoles atenciones y el
dinero que necesitaban para su sostenimiento, pues los consideraba víctimas inocentes de los pecados de
sus padres y no quería que se perdiesen. Así, nunca reprochó a Fernando la mitra que logró para uno de
sus hijos ilegítimos, ni el marido que dispuso –nada menos que un Velasco, duque de Frías- para otra hija.
manera que nadie conocía sus dolores, ni siquiera en el momento del parto»88; esto es,
se cubría el rostro para parir con dignidad, emulando el parto sin dolor de la Virgen. Y
es que la soberana de Castilla se convirtió en una figura modélica para la moral
femenina. Íntima de Teresa Enríquez –la loca del Sacramento- y de Beatriz de Silva,
reformadora de la orden de las Clarisas, favoreció el auge de la Pasión de Cristo y de la
Inmaculada Concepción, propiciando, incluso, la participación femenina en debates
teológicos que antes estaban reservados en exclusividad a los hombres.
En este sentido, hemos de destacar que uno de sus grandes aciertos como
gobernante fue el rodearse de una corte de mujeres cultas, algunas procedentes de las
más nobles familias de su reino y otras que ascendieron por méritos propios y gracias a
su apoyo –como Beatriz de Bobadilla, amiga íntima desde su infancia en Arévalo-, a las
que casaba según su conveniencia con otros fieles servidores, fortaleciendo, así, la
administración del reino y sobre las que ejercía un importante papel de líder,
interesándose personalmente en su formación, facilitando el intercambio de libros e
ideas y logrando un clima de independencia femenina que nada tenía que envidiar al de
los conventos. Como señala María Vicenta Márquez de la Plata:
A doña Isabel, soberana y única reina con autoridad propia en toda Europa y en este siglo
del Renacimiento, no se le pudo ocurrir que la mente de las mujeres fuera incapaz de beneficiarse
del estudio de los clásicos al igual que los varones 89.
88
Martín, José Luis, Isabel la católica, sus hijas y las damas de su corte, modelos de doncellas, casadas y
viudas en el carro de las donas (1542), Ávila: Diputación Provincial, 2001; apud Aram, Bethany, «Dos
reinas propietarias, Isabel la Católica y Juana I: sus derechos y aptitudes», en op. cit., pp.603-604.
89
Márquez de la Plata, Mª Vicenta, Mujeres renacentistas en la corte de Isabel la Católica, op. cit., p.16
Cristina Segura explica, de esta forma, que la reina fue consciente de las
limitaciones que sufría por ser mujer y escondía su activa participación en el gobierno
bajo comportamientos típicamente femeninos, evitando, así, ser recriminada por la
sociedad y la Iglesia (“Ella siempre se declaró dócil, pobre mujer y obediente a la
voluntad divina, para, de esta manera, poder ejercer un poder fuertemente
masculinizado”90).Y, si alguna vez hubo de extralimitarse en sus actuaciones, entrando
abiertamente en el terreno masculino, se excusaba argumentando que lo hacía
sacrificándose, como mujer, por el bien del reino.
90
Segura Graíño, Cristina, «La transición del Medievo a la modernidad», en Historia de las mujeres en
España, op. cit., p.231.
[…] lo que tan celosamente era vigilado no era sino un vientre, una matriz, el órgano
procreador, el lugar secreto en el que, de sangres mezcladas, se formaban futuros guerreros y
herederos. He aquí, que el verdadero trono de la mujer es su lecho de parturienta 91.
De entre todas las mujeres, las pertenecientes a la alta burguesía fueron las que
más sufrieron en la sociedad bajomedieval el encierro en la casa y la subordinación al
padre o al marido. Su vida estaba dirigida al matrimonio y al cuidado del hogar,
huyendo de los cotilleos y pendencias de la calle. La mujer burguesa debía procurar
ayudar en todo al marido, animándolo en su trabajo y creando un clima de sosiego y paz
en la casa, para evitar que éste saliera excesivamente a las tabernas y mancebías; e,
incluso, soportar con resignación sus infidelidades. Además, las mujeres burguesas –al
igual que las nobles- en caso de ausencia o muerte del marido, se encargaban del trabajo
de éste, que estaban obligadas también a conocer con detalle, pues representaba el
sustento familiar y la herencia de sus hijos. Le menagier de París -escrito por un
burgués francés a fines del siglo XIV para su joven esposa de quince años-, retrata con
detalle las obligaciones domésticas de ésta y la aconseja, por ejemplo, sobre cómo
contratar a las mejores sirvientas que, en relación con la mentalidad de la época, iban a
ser, por supuesto, las más recatadas y obedientes:
Se les exigía, por tanto, un comportamiento impecable, cortés con todo el mundo,
capaz de supervisar el trabajo de los sirvientes, de atender a la administración de la casa
y de encargarse de la dote y educación de todos sus hijos; pero, especialmente, de las
hijas, preparándolas para ser esposas buenas y sumisas, siguiendo su ejemplo. La
91
Duby, Georges, El caballero, la mujer y el cura; apud Juan Félix Bellido en La condición femenina en
la Edad Media, Córdoba: El Almendro, 2010, p. 52.
92
Apud Eileen Power, Mujeres medievales, op. cit., p.60.
obsesión por la honra se acentuaba en la clase burguesa, ya que los nobles gozaban de
otros privilegios y los pobres tenían problemas graves de los que preocuparse. La hija
de una familia burguesa, en tanto que depositaria de la honra familiar, permanecía
prácticamente aislada del mundo, como ejemplifica Melibea. Su virginidad era guardada
celosamente hasta el momento del matrimonio; el cual –como había sido el de sus
padres-, era pactado exclusivamente por motivos materiales. La sociedad patriarcal, se
dedicó, además, a difundir la idea de la mujer como «reina de la casa», dedicada
exclusivamente a sus labores domésticas, condenando a la mujer a una vida monótona,
que reportaba con su dedicación callada e incansable a la familia, grandes beneficios
económicos a la sociedad y que la condenaba irremisiblemente, en la mayoría de los
casos, a la incultura.
Más libres eran las relaciones amorosas de las mujeres pobres, tanto en el campo
como en la ciudad. Éstas, generalmente, no estaban sometidas a un matrimonio de
conveniencia y se hallaban preocupadas, ante todo, por el control de la natalidad. Los
Ya en Las partidas (II, VII, 11) se insiste en la «mayor guarda» de las hijas, y en la
necesidad de que la madre se preocupe de inculcarle los valores y saberes necesarios
para ser una buena madre y una buena esposa; las dos tareas primordiales que la
sociedad les tenía preparadas, desde la cuna, a las mujeres. Su destino ya estaba
marcado, de antemano, sometidas a la voluntad y el honor familiar, en el caso de las
clases privilegiadas o pudientes, donde se convertían, casi, en un objeto de transacción
comercial o de alianzas y pactos políticos y despreciadas en las clases más bajas. No
olvidemos, en este último caso, que –además del esfuerzo de vigilar su virtud-, las leyes
de los últimos siglos de la Edad Media obligaban a procurarles una dote, para que el
matrimonio fuera legítimo, por lo que la consideración negativa hacia lo femenino fue
en aumento. Desde el rey hasta el último campesino deseaban, en definitiva, tener hijos
varones y no hembras, pues eran una carga económica para sus familias -en palabras de
Eiximenis: «siempre que nazca una mujer, toda la casa esté triste y llore»94.
93
Segura Graíño, Cristina, «La transición del Medievo a la Modernidad», en op. cit, pp. 224-225.
94
Eiximenis, Françesc, Lo libre de les dones, Universidad de Barcelona, 1981, c.1; apud Reyna Pastor,
op. cit., p.496.
95
Reyna Pastor, op. cit., p.497.
lugar de las hijas en la familia era menos importante que la de los hijos y las mismas
niñas eran conscientes, desde muy pequeñas, de su inferioridad, que aceptaban y
asumían. De ahí que se las enseñase a hablar poco, a mirar siempre hacia el suelo y a no
estar nunca ociosas; pues la timidez y la vergüenza eran las virtudes que se debían
desarrollar en ellas, reflejo de su subordinación frente al hombre. No obstante, debían
existir también frecuentes muestras de cariño entre madres e hijas. Éstas les enseñaban
muchas cosas: supersticiones, leyendas e historias tradicionales, poemas, canciones,
bailes, la fabricación de cosméticos y medicinas, a arreglarse y coquetear, a comportarse
en público, a lavarse y conocer su propio cuerpo, a leer –en el caso de las burguesas-, a
amasar pan, cocinar, coser, lavar –en el caso de las campesinas-, a rezar …Estefanía de
Requesens reconocía agradecida, en 1536, que todo lo que ella era y los conocimientos
que poseía se los debía a su madre:
De ella tengo estas recetas y otras de las cuales me he aprovechado aquí [en la corte de
Carlos I] aconsejando a los que lo necesitan, así se han hecho famosos mis caldos y potajes para
enfermos96.
También hay frecuentes testimonios del amor de los padres por las hijas, como
el de Juan I de Aragón, que permaneció en todo momento junto a la cama de su hija
moribunda97, sin contar los frecuentes casos que nos muestra la literatura, como el dolor
del Cid cuando debe abandonar a Jimena y a sus pequeñas para partir al exilio; o la
ternura de Pleberio hacia su hija Melibea, preocupado por su cultura y formación, e
impotente y arrepentido tras su suicidio.
96
Requesens, Estefanía de, Cartes íntimes d’una dama catalana del S.XVI, Barcelona, La Sal, 1987; apud
Reyna Pastor, op. cit, p.498.
97
Ibíd., p.498.
98
Eileen Power (op. cit., pp.126-127), menciona el caso de la Diócesis de Lincoln, en Inglaterra, donde el
Obispo llevó a las monjas una copia de la Bula Periculoso, promulgada por Bonifacio III en 1300, que
intentaba obligarlas a permanecer siempre encerradas en el convento, y que éstas le arrojaron a la cabeza
cuando se marchaba.
99
A. Manrique, Anales cistercienses (Lyon, 1649) 3, 200; apud Wade Labarge, Margaret, La mujer en la
Edad Media, op. cit., p.142.
100
Duby, Georges, I peccati delle donne nel medioevo, Laterza, Roma, 2006; apud Juan Félix Bellido, en
op. cit., p.75.
observaba más la riqueza que la vocación de las jóvenes, también hubo muchas mujeres
que se realizaron espiritualmente en el ámbito monástico y que tuvieron la oportunidad
de estudiar y escribir sobre sus vivencias personales. De esta forma, sin la presión del
patriarcado, muchas se movieron en este mundo femenino del convento con gran
sinceridad y libertad; como bien demuestran las obras de célebres religiosas medievales:
Hildegarda de Birgen, Eufemia de Wherwell, la mística Juliana de Norwich, Santa
Clara, Santa Ana de Bohemia, o de las españolas Isabel de Villena y Teresa de
Cartagena.
[…] Acaeçió un día que la dicha matrona viuda y la bendita uirgen, continuando su santa
obra andando a demandar por las calles, encontraron con su padre y el arçobispo su tío que hera
hermano de su madre, aconpañado de muhos caualleros nobles; y como el obispo la viese ansí
mendigar y la conociese, reprehendió a su cuñado porque consentía andar ansí despreçiada a su
sobrina y díxole: ¡O uarón, como seas prudente! ¿Por qué consientes a moza tan pequeña, tan
hermosa y generosa, andar ansí tan despreciada? [...]¿Por qué no la casas con otro de su igual?”
Al qual respondió el noble cauallero benignamente:”Qué esposo puedo yo dar a mi hija más
generoso y más rico que Ihesu Xhristo, hijo de Dios biuo? Dejémosla. Tomó para sí la mejor
parte101.
101
Biografía de María García de Toledo, trasladada al romance por el Jerónimo Bonifacio de Chinchón en
1487(monasterio de El Escorial, ms. C-III-3, fols. 252-264). El fragmento (fols.255v-256r) es citado por
Rivera Garretas, Milagros, «Las beguinas y beatas, las trovadoras y las cátaras: el sentido libre de ser
mujer», en Morant, Isabel (dir.), Historia de las mujeres en España y América Latina…, op. cit., p. 753.
102
Leonor López de Córdoba dejó en su testamento, redactado en 1428, diez maravedís a cada una de las
emparedadas de Córdoba y de Santa María de las Huertas para que rezaran por ella; también en Belmonte
y en la catedral de Cuenca están testimoniadas mujeres muradas a fines del XV y en el XVI. Véase
Milagros Rivera, Ibíd., p.756.
una niña, como también lo había estado su madre Amuña-, deja constancia histórico-
literaria de este fenómeno (“Desemparó el mundo Oria, tocanegrada/ en un rencón
angosto entró emparedada,/ sufrié grant astinencia, vivié vida lazrada,/ por ond ganó en
cabo de Dios rica soldada”103); tan admirado en Castilla incluso por la misma Isabel I,
que en 1481 concede la exención de algunos impuestos a las emparedadas de su
reino104.
103
La Vida de Santa Oria, copla 21, en Dutton, Brian, ed., Gonzalo de Berceo, Obras Completas V, El
sacrificio de la misa, la vida de Santa Oria, El martirio de San Lorenzo, London: Tamesis Brooks
Limited, 1981, p.97.
104
Véase Milagros Rivera «Las beguinas y beatas…», en op. cit., p.757.
105
Ibíd., p. 764.
106
Véase Wade Labarge, Margaret, La mujer en la Edad Media, op. cit., p.153.
107
Apud Angus Mackay, «Mujeres y religiosidad», en Muñoz Fernández, Ángela (ed.), Las mujeres en el
cristianismo medieval, op. cit., p.501.
[…] ordenamos para siempre que los begardos y beguinas que forman muchos como
pequeños conventos, no vivan juntos, ni tampoco habiten dos en una casa…No llevarán capotes
ni otro traje que el ordinario, no sea que parezca que introducen un nuevo método de vida no
aprobado por la iglesia, tampoco se atrevan a reunirse para leer, decir o repetir algo sino en las
iglesias, en la forma que se permite a los demás legos cristianos y serán excomulgados quienes
los oyeren […]108
Con todo, hubo épocas en que se protegió a estas familias formadas por solteras y
viudas, que sin ser monjas pretendían seguir la vida apostólica y que vinieron a paliar el
desequilibrio existente entre el número de mujeres y hombres en muchas zonas de
Europa. Pues, como señala Margaret Wade, justificando la larga permanencia de la
apacible atmósfera de la asociación de beguinas de Brujas: «este tipo de vida podía
ofrecer un refugio útil, respetado y necesario para muchas mujeres a lo largo de los
siglos»109.
Estas mujeres de tan intensa vida espiritual eran, no obstante, una excepción: la
mayoría de las laicas continuaron unas prácticas religiosas heredadas por tradición,
plagadas de manifestaciones externas, que les permitían salir de su encierro doméstico y
relacionarse con el exterior. Así, podían participar en las fiestas del Corpus Christi, que
se convirtió en uno de los acontecimientos principales de la vida ciudadana y que,
especialmente las cristianas nuevas, se esforzaban en adorar. Asimismo, era muy
significativo el culto a la Inmaculada Concepción, que fue la advocación mariana más
seguida por las mujeres de finales del XV. Se le dirigían numerosas plegarias y muchas
conversas solían ayunar por devoción a Ella. Las mayores preocupaciones de las
mujeres, que las llevaban a orar y a hacer sacrificios ante la Virgen, eran la petición por
algún hijo enfermo o los partos. Mª Pilar Rabade Obradó, que estudia la religiosidad
femenina a partir de varios procesos inquisitoriales de Ciudad Real y Toledo a fines del
XV y principios del XVI111, menciona el caso de Inés Rodríguez de San Pedro, que
angustiada por la posibilidad de ser estéril, pues tras varios años de matrimonio no
conseguía quedarse embarazada, solemnizó al máximo la festividad de la Concepción y
todos los años iba a Misa este día y daba copiosas limosnas a los pobres, hasta que
finalmente logró concebir un hijo. También se expone el caso de otra conversa, Catalina
110
Esta testigo era Catalina Alonso, que contó cómo María de Cazalla, en la cocina de una viuda amiga
suya, Catalina Hernández Calvete, leyó una de las epístolas de San Pablo y la explicó a un grupo de
mujeres: «…la cozina era grande e estaba llena e la dicha María de Caçalla leya en un libro e luego
hablaba e todas estaban callando, como quien está oyendo un sermón»; apud Angus Mackay, «Mujeres y
religiosidad», en op. cit., p.497).
111
Rabade Obradó, Mª Pilar, «La religiosidad femenina, según los procesos inquisitoriales de Ciudad
Real-Toledo, 1483-1507», en Muñoz Fernández, Ángela (ed.), Las mujeres en el cristianismo medieval,
op. cit., p.444.
de Zamora, que todos los años caminaba descalza y sin hablar con nadie durante la
romería de la Virgen de Alarcos en Ciudad Real, ofreciéndose como un ejemplo de
piedad cristiana para las demás mujeres.
Toda esta uniformidad en las prácticas religiosas estaba apoyada por la reina
Isabel, que necesitaba esta armonía para lograr un estado fuerte y centralizado. Se ha
estudiado, incluso, en este sentido, a la Reina Católica como modelo sociorreligioso
112
Segura Graíño, Cristina, «Las mujeres en la España medieval», en Garrido González, Elisa (ed.),
Historia de las mujeres en España, op. cit., p.225.
113
Angus Mackay alude, para enfatizar el inconformismo y el ingenio de la mujer medieval ante las
limitaciones religiosas externas, a esa conversa de Ciudad Real que acudiría el sábado a casa de sus
familiares con la rueca en la mano, fingiendo ir a trabajar ( “Mujeres y religiosidad”, en op. cit., p.508).
114
Serra i Clota, Assumpta, «La religiosidad femenina en el mundo rural catalán en la baja Edad Media»,
en Muñoz Fernández, Ángela (ed.), Las mujeres en el cristianismo medieval, op. cit., p.335.
para su época115. Hemos visto que Isabel I de Castilla mantuvo intensas relaciones con
el estamento clerical, fomentando astutas reformas de control sobre sus súbditos a través
de la religión; pero también en un plano individual mostró especial interés en una vida
espiritual y austera, cumpliendo puntualmente con todos los preceptos marcados por la
Iglesia. Ofreció considerables sumas de dinero a templos, conventos y monasterios,
poniendo gran énfasis las zonas recientemente conquistadas; pero también destacaremos
su inclinación por proporcionar ropas y alimentos a mujeres y niños necesitados,
detallando a menudo los destinatarios de sus acciones caritativas, lo cual implicaba un
conocimiento más o menos directo de estas situaciones concretas de pobreza.
Asimismo, hay noticias de regalos piadosos a otras mujeres con las que mantuvo
relaciones de admiración y amistad y con las que sin duda compartió inquietudes
humanas y religiosas (Juana de Mendoza, Beatriz Galindo, Beatriz Cuello, Juana de
Sotomayor). Y, finalmente, como cualquier madre de la época, se preocupó de la
formación cristiana de sus hijos, proporcionándoles lecturas, objetos piadosos y dinero
para ofrendas y limosnas, galas especiales para sus bautizos y aniversarios…; además
de sufrir sus enfermedades, para las que encargaba imágenes marianas y exvotos de cera
con los «bultos» de las infantas, demostrando que sus formas de devoción no estaban
muy alejadas de las que se vienen considerando propias de los estratos religiosos
populares.
Por tanto, concluiremos que si bien la mujer estaba claramente marginada por las
disposiciones eclesiásticas, que le impedían enseñar, predicar o administrar los
sacramentos, jugaron un importante papel para la difusión en la sociedad bajomedieval
de una religiosidad afectiva y profunda, ingeniándolas para salvar los obstáculos y
limitaciones que se le imponía. Así, las místicas y visionarias de la Edad Media
supieron convertir esa debilidad que se achacaba al género femenino en algo positivo:
llegaban a Dios no por la razón, sino a través del amor, sin necesidad de sacerdotes o
iglesias. Y, aunque muchas veces se las miró con reservas, porque se pensó que a través
de la insegura y flaca voluntad femenina podría hablar el diablo, la mayoría fueron
veneradas en su época y admiradas por sus sacrificios y su vida dedicada a Cristo.
115
Muñoz Fernández, Ángela, «Notas para la definición de un modelo sociorreligioso femenino: Isabel I
de Castilla», en Las mujeres en el cristianismo medieval, op. cit., pp.415-434.
[...] nos lleva dentro de sí en amor, y estaba de parto durante el tiempo completo,
sufriendo los dolores más atrozes, y los dolores de parto más agudos, hasta que al final murió
(…). Esta palabra tan hermosa y cariñosa, Madre, es tan dulce y tan cercana al centro de la natura
que realmente no la podemos utilizar para nadie, sino para Cristo […] 117.
Por su parte, muchas monjas y beguinas -en un plano ortodoxo-, o herejes –fuera
de los límites establecidos por el catolicismo-, encontraron un ámbito propio de
espiritualidad femenina, donde desenvolverse y expresarse con mayor libertad. Aun con
humildad y temor, hubo un fuerte impulso femenino común que buscaba una religión
basada no en tradicionales preceptos teóricos y abstractos; sino en un sentimiento
humano y concreto de amor al prójimo –de ahí que se diera la imitación y el
reconocimiento entre ellas-. Y, por último, no hay que olvidar tampoco el valor de las
mujeres laicas, normales y corrientes, que vivían la religión desde su encierro casero;
pues si la familia era desde el punto de vista social y económico un ente patriarcal,
desde el punto de vista religioso la influencia de la madre es fundamental. Ella es,
generalmente, quien enseña a sus hijos a rezar y les habla de religión desde bien
pequeños. Y, si externamente estas mujeres se amoldaron a usos y ritos impuestos por la
jerarquía eclesiástica –muchas veces por obligación y a regañadientes, como en el caso
de muchas conversas-; en la intimidad, a través de su ejemplo de amor y cariño –que
comprende por igual a todas las clases sociales: desde las reina a la última campesina-,
enseñaron a los suyos esa religión sencilla, auténtica y desinteresada, que ha prevalecido
por encima de las normas e imposiciones de cada época histórica.
116
Ibíd., p.506-507.
117
Juliana de Norwich, Revelaciones de Divino Amor, 125-5; apud Angus Mackay, «Mujeres y
religiosidad», en op. cit., p.507).
que eran las que tenían más tiempo para ella. La música, el bordado y la literatura eran
las actividades que solían practicar estas mujeres medievales en sus horas de ocio,
convirtiéndose muchas veces en mecenas de escritores e incitadoras del arte y las letras.
Así, si la poesía provenzal había sido amparada por mujeres tan poderosas como Leonor
de Aquitania, en el S.XV Gómez Manrique escribirá piezas teatrales para el convento
franciscano de Calabazanos, donde su hermana era vicaria. Y hay testimonios tanto de
damas como de monjas –sin contar a las admiradas autoras que mencionábamos en el
epígrafe anterior-, que ponían gran empeño en la difusión de la cultura entre las mujeres
de su entorno. Sírvanos como ejemplo el interés de María de Castilla, esposa del rey
Alfonso el Magnánimo de Aragón, en la educación de las jóvenes que estaban a su
servicio, contratando a una maestra, Isabel Escribà, para tal efecto; y, si ha sido muchas
veces destacada la actividad intelectual del monasterio de Helfta, también encontramos
no pocos casos aislados de monjas atentas a labores culturales y artísticas, como
Lukardis de Utrech, de la que escribe un fraile dominico en el S.XV:
118
Apud Margaret Wade Labarge, La mujer en la Edad Media, op. cit., pp.283-284.
Sin embargo, incluso en el caso de las monjas más instruidas y las damas más
distinguidas y hasta innovadoras, lo normal era una relación pasiva con la cultura: la
mujer solía recibir conocimientos, pero no elaborarlos, pues según se desprendía de la
filosofía escolástica del XIII, su inteligencia era claramente inferior a la del hombre;
desventaja que era asumida, frecuentemente, por ellas mismas y que explica la humildad
de las que llegaron a reflexionar y a escribir sobre algunos temas. Constanza de Castilla
casi pide perdón a Dios por haber escrito:
119
Vinyoles, Teresa, «Nacer y crecer en femenino: niñas y doncellas», en Morant, Isabel (dir.), Historia
de las mujeres en España y América Latina…, op. cit, p.491.
120
Constanza de Castilla, Brook of Devotion. Libro de devociones y oficios, ed. Constance L. Wilkins,
University Exeter Press, Exeter, p.90. Véase «Textos de apoyo», en Lacarra, Mª Jesús y Juan Manuel
Cacho Blecua, Historia de la literatura española, 1. Entre oralidad y escritura. La Edad Media,
Barcelona: Crítica, 2012, p.679.
junto a una sólida formación religiosa -que el franciscano catalán creía fundamental-, la
posibilidad de adquirir las destrezas de hilar, coser o bordar para no permanecieran ni
un minuto ociosas121. Jamás aprendían, por lo general, en igualdad de condiciones que
un hombre y de ello se queja una dama en una carta a Fernando de la Torre, que aboga
por una educación más profunda, que lleve no a la mera adquisición de conocimientos,
sino a la relación, reflexión y puesta en práctica de los mismos:
[…] Como quiera que el agudeza de las mugeres muestra que si en tales estudios e
doctrinas fuesen enseñadas, aprenderían d’ello mucho más que vosotros, y esto bien puede ser.
Pero este tal no sería del todo saber ni ciencia, porque a mí se me muestra d’eso poco que yo
puedo entender, que la ciencia no solo está en la ligeramente rescebir en el entendimiento más en
la saber discretamente retener e agudamente discerner y con grand sesso criar y, sobre todo,
acténtica e sabiamente saberla despender […]122.
121
Alemany Ferrer, Rafael, «Aspectos religiosos y ético-morales de la vida femenina en el s. XIV, a
través de Lo libre de les dones de Francesc Eiximenis», en Muñoz Fernández, Ángela (ed.), Las mujeres
en el cristianismo medieval, op. cit., pp.77 y 78.
122
Díez Garretas, Mª Jesús, La obra literaria de Fernando de la Torre, Universidad de Valladolid,
Valladolid, 1983, pp.137-138; en Lacarra, Mª Jesús y Juan Manuel Cacho Blecua, Historia de la
literatura española, op. cit., p.664.
123
Apud Wade Labarge, Margaret, op. cit., p. 267c
124
Apud Manguel, Alberto, Una historia de la lectura, Barcelona: Lumen, 2005, p.146.
Christine de Pizan; mujer que pudo vivir de su pluma y cuya obra abarcó los más
variados temas desde una perspectiva profundamente femenina. Christine demostró que
aunque son escasos los casos de mujeres que despuntaron en el ámbito de la cultura
medieval, los que hay supieron hacerse oír. Sólo se necesita, desde nuestra situación
actual, limpiar el trato desigual que una intelectualidad atenta sobre todo al punto de
vista masculino, ha ido echándoles encima, para poder escucharlas como se merecen.
Piensa, pues, lo disparatado que es –y fuera de toda razón- obligar con la profesión de la
misma regla tanto a mujeres como a varones, imponer la misma carga tanto a los fuertes como a
los débiles126.
125
Bellido, Juan Félix, La Condición femenina en la Edad Media, op. cit., p.57
126
Véase Carta 6, «Eloísa a Abelardo», en Rodríguez Santindrián, Pedro, ed., Cartas de Abelardo y
Eloísa, Madrid: Alianza Editorial (Literatura, 5609), 2007, p.157.
–que no la escritura- era una práctica muy frecuente entre las damas. Es muy célebre el
caso de la francesa Mahaut d’Artois, que tenía una considerable biblioteca, que iba
desde Boecio a Marco Polo y nunca se separaba de ella, llevándosela siempre que iba de
viaje en sacos de cuero128. De hecho, estudiando varios testamentos -especialmente en
Inglaterra, Alemania y Países Bajos-, se ha visto que eran ellas las que solían heredarlos
y no sólo porque eran objetos delicados y apreciados por la sensibilidad femenina, sino
porque se tenía conciencia clara de que las mujeres leían más que los hombres. Uno de
tantos ejemplos lo tenemos en la dama Alicia West, que dejó todos sus libros en latín,
inglés y francés a su nuera, con la salvedad de un libro de maitines que dejó a su hijo
por haber pertenecido a su marido129.Y también la literatura nos ofrece numerosos
ejemplos de mujeres lectoras, como sucede en el provenzal Roman de Flamenca del
S.XIII, o ya en el XV, en la Gradisa de Juan de Flores –apasionada por la Fiammetta de
Boccaccio- o las damas que en la ficción caballeresca catalana Curial y Güelfa, leen
textos clásicos y romances y los aplican a su situación. En este sentido, destacaremos
que Bernat de Metge en el Somni, de finales del XIV, advierte que las mujeres se
sienten muy felices:
[…] sabiendo hablar varias lenguas y recordando muchas canciones y novelas rimadas,
alegando citas de trovadores y las Epístolas de Ovidio, relatando las historias de Lanzarote, de
Tristán, del rey Artús y de cuantos enamorados ha habido hasta su tiempo 130.
127
López Estrada, Francisco, «Las mujeres escritoras en la Edad Media castellana», en La condición de la
mujer en la Edad Media, Madrid: Casa de Velázquez- Universidad Complutense, 1986, p.11.
128
Véase Wade Labarge, Margaret, op. cit., pp. 293-294.
129
Ibíd, p.294.
130
Riquer, Martín de, Obras de Bernat de Metge, Universidad de Barcelona, 1959, pp.310-311; apud Mª
Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua en Historia de la Literatura Española, op. cit., p. 254.
Mucho escribirían los moralistas acerca de las lecturas convenientes a las mujeres;
tema que se pondría de moda en el S. XVI y que las dividiría en «buenas» si las hacían
devotas o «pervertidas», si se decantaban por las lecturas imaginativas. Pero lo más
importante ahora, desde el punto de vista cultural, es insistir en el apoyo de los Reyes
Católicos a las lenguas clásicas; pagando generosas pensiones a prestigiosos humanistas
italianos, que se encargaron de dar una esmerada educación de la nobleza cortesana y
que –gracias, sobre todo, al interés de la reina–, también propiciaron la formación
femenina; una formación rigurosa que abarcaba todas las ramas del saber y que ponía en
entredicho el que la mujer no tuviera interés en temas científicos o filosóficos y que se
decantara únicamente por la literatura amorosa como simple pasatiempo, porque su
imperfección o banalidad le impedían ir más allá. En torno a Isabel de Castilla, como ya
hemos comentado, aparecieron mujeres brillantes y modernas: las «puellae doctae» –a
131
Gómez Manrique, Regimiento de príncipes; apud Mª Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua,
Ibíd., p. 255.
las que dedicaremos epígrafe propio en el Capítulo IV-; las cuales destacaron por su
acercamiento a la cultura de forma libre y autónoma, demostrando, con su ejemplo, que
la mujer tenía la misma capacidad intelectual que el hombre.
132
Véase Manguel, Alberto, Una historia de la lectura, op.cit., p.145.
133
Mª Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua, en Historia de la Literatura Española, op. cit., p.253.
Con la llegada del S. XVI se produjo, no obstante, un gran avance: las nuevas
ideas humanistas convirtieron la cultura en un adorno imprescindible para las mujeres;
especialmente para las damas que se desenvolvían en la corte –y desde ahí impregnaría
otros sectores sociales-. Proliferaron, entonces, los tratados que proclamaban la igualdad
de sexos ante lo moral y lo intelectual, si bien esta educación femenina tenía sus límites
y prácticamente todos insistían en la preparación de ésta para el matrimonio y en la
defensa de virtudes que se consideraban propiamente femeninas como la modestia, la
dulzura o el recato en el vestir y en el hablar. Así, uno de los humanistas españoles más
destacados, Luis Vives, que escribió por encargo de Catalina de Aragón La formación
de la mujer cristiana (1523); pese a sus avanzadas ideas y su más amplio programa de
estudios para la doncella –que incluía, junto a las obras devotas, a los Santos Padres,
Platón, Cicerón y Séneca-, rechazaba que la mujer leyera poesía y ficción, pues en nada
ayudaban estas lecturas a sus funciones domésticas y tampoco veía la importancia de
aprender retórica, pues no estaba bien que interviniera en la vida pública: «…no es malo
que la mujer sea callada, lo que es necio y abominable es que sea voluntariosa»135.
De esta forma, subyace aún esa idea antigua, seguida de cerca durante todo el
Medievo, que equiparaba al varón con la razón y el entendimiento y que, por ende, lo
hacía capaz de expresarse públicamente; mientras que la mujer, identificada con la
sensibilidad, había sido siempre y seguía siendo condenada al recato de lo privado.
134
Villon, François, Oeuvres complètes, P.L. Jacob, ed., París, 1854 (trad. Cast.: Obras, Barcelona: Orbis,
1998); apud Alberto Manguel, en op. cit, p.201.
135
Vives, Juan Luis, Instrucción de la mujer cristiana. Traducción de J. Justiniano, Madrid: FUE, 1995,
pp.83-84; apud Ana Suárez Miramón, «Entre el silencio y la palabra. Escritura femenina en el
Renacimiento», en Pérez priego, Miguel Ángel (coord.), Melchor Cano y Luisa Sigea. Dos figuras del
Renacimiento Español, Seminario de Estudios Renacentistas Conquenses, Tarancón: Centro Asociado de
la UNED de Cuenca –Estudia Académica-, 2008, p.101.
Estas mujeres del Medievo -aunque presionadas por los prejuicios que pesaban
sobre su condición femenina y relegadas, en general, al ámbito de lo privado-, lograron,
de diferentes maneras, hacerse valer como personas plenas e inteligentes. Y esto en
todos los ámbitos: en el trabajo, en la política, en la casa, en la religión y en la cultura;
mostrando, en fin, una distancia abismal entre lo establecido oficialmente y esa realidad
concreta, del día a día, donde ellas tomaron parte muy activa.
Y quizá, en todo este recorrido que hemos hecho por la vida de las mujeres
medievales, debamos destacar su relación con la cultura y el saber –contenido del
Sería conveniente, en este sentido, profundizar en las diversas teorías que se han
ido ofreciendo a lo largo del Medievo sobre la condición femenina, hasta llegar al
período de transición al Renacimiento que nos ocupa. Todo ello para comprender mejor
el alcance y las limitaciones de este impulso renovador y reivindicativo del papel de la
mujer que llegaba de Italia. De ello nos ocuparemos en el capítulo siguiente, sin dejar
que las altas y abstractas esferas de lo teórico nos hagan olvidar la lección sobre el papel
real y concreto de las mujeres medievales que hemos aprendido en éste.
CAPÍTULO II.
SOPORTES TEÓRICOS:
ATAQUE Y DEFENSA DE LA
MUJER EN LA BAJA EDAD
MEDIA
Capítulo II.
Soportes teóricos: ataque y defensa de la mujer en la Baja Edad Media 97
[…] no puede haber corte ninguna, por grande o maravillosa que sea, que alcance valor ni
lustre ni alegría sin damas, ni Cortesano que tenga gracia o sea hombre de gusto y esforzado, o
haga jamás buen hecho, sino movido y levantado por la conversación y amor dellas 1.
1
Castiglione, Baldassare de, El Cortesano, Madrid: Alianza Editorial (Literatura, 5721), 2008, p.304.
No obstante, antes de llegar ahí, conviene mostrar los orígenes de esa larga y
arraigada misoginia medieval contra la que los defensores de la mujer y las escritoras
medievales tuvieron que luchar y de la que muchos autores se hacían eco todavía en
aquellos tiempos de cambio. Ello nos permitirá obtener una panorámica más amplia
sobre las teorías de ataque y defensa de la mujer que se prodigaron en los años que nos
ocupan.
Fueron muchos los textos bíblicos que apoyaron esta postura antifeminista de la
Iglesia: la historia de las mujeres de Salomón (Reyes 11, 1-27), Proverbios (7, 10-12), la
actitud de San Pablo (1 Corintios 7, 1-35)… Pero, sin duda, el relato de la Creación y de
la Caída del Génesis, fue el que gravitó durante más tiempo en perjuicio de las mujeres,
tras ser elaborado y reinterpretado, en los albores del Medievo, por un grupo de
importantes e influyentes religiosos de toda Europa, que se ensañaron violentamente
contra ellas:
¿Y no sabes que tú eres Eva? Vive la sentencia de Dios sobre este sexo en este mundo:
que viva también tu acusación. Tú eres la puerta del diablo, tú eres la que abriste el sello de aquel
árbol; tú eres la primera transgresora de la ley divina; tú eres la que perdiste a aquel a quien el
diablo no pudo atacar; tú destruiste tan fácilmente al hombre, imagen de Dios 2.
[…] si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, la visión de las mujeres les daría
náuseas […] Puesto que ni con la punta de los dedos toleraríamos tocar un escupitajo o un
excremento, ¿cómo podemos desear abrazar ese saco de heces? 3
2
Tertuliano, PL 1, col. 1305; apud Jacques Delarun, «La mujer a ojos de los clérigos», en Duby, Georges
y Michelle Perrot (dir.), Historia de las mujeres en occidente. 2. La Edad Media, Madrid: Taurus, 1992,
p.35.
3
Odón de Cluny, PL 133, col. 556 y 648; apud Delarun, «La mujer a los ojos de los clérigos», Ibíd., p.
35.
Agustín da un paso más y muestra a Eva como madre de todos los hombres, sobre los
que recae el pecado sólo por ser hijos suyos, y a María como Madre de la Iglesia, que se
ofrece como salvación para el género humano.
La mujer, una cosa frágil, nunca constante, salvo en el crimen, jamás deja de ser nociva
espontáneamente. La mujer, llama voraz, locura extrema, enemiga íntima, aprende y enseña todo
lo que puede perjudicar. La mujer, vil forum, cosa pública, nacida para engañar, piensa haber
triunfado cuando puede ser culpable. Consumándolo todo en el vicio, es consumida por todos y,
predadora de los hombres, se vuelve ella misma su presa 5.
De todas formas, es preciso advertir que los textos eclesiásticos suelen hacer una
tajante y clara distinción entre las malas y las buenas mujeres –que representarían una
negación de la innombrable Eva y un acercamiento a la inaccesible perfección de
María-. Los tres prelados dedican versos de elogio a la Madre de Cristo, refugio de
pecadores, e intentan explicar en sus escritos teológicos, casi de forma obsesiva, su
4
Delarun, Jacques, «La mujer a ojos de los clérigos», ibíd., p.32
5
Ibíd., p.37
6
Sarrión, Adelina, Beatas y endemoniadas, Madrid: Alianza Editorial, 2003.
maternidad virginal sin ninguna fisura, alejándola más que nunca de las mujeres. Y el
mismo Marbode de Rennes, que lleno de ira atacara en su Libro de los diez capítulos
(principios del S.XII) a la mujer diciendo: «[…]es un sexo mentiroso y procaz y no se
halla libre del pecado del hurto, ora está ávida de lucro, ora ardiente por el fuego de su
deseo; es hablador, inconstante y, tras tantos males, soberbio»7; después, en la cuarta
parte del mismo, titulada De la buena mujer, exalta su dedicación de la mujer a la
maternidad y al matrimonio, citando una retahíla de mujeres valerosas de la Antigüedad
clásica y del Antiguo Testamento para sostener su defensa; juego entre la bondad y
maldad de éstas que se convirtió en fuente de muchas obras literarias, como el
Corbacho del arcipreste de Talavera o el Spill des donnes de Jaume Roig.
Entre María y Eva se crea, además, en los siglos XI-XII, un tercer modelo de
mujer, el de María Magdalena; la prostituta arrepentida, más cercana a la mujer que la
divina Reina de los Cielos, y que con su ejemplo redimía a la raza humana, enjugando a
diario las heridas de nuestros pecados. Geoffroyd de Vêndome, basándose en los
escritos de San Ambrosio, San Agustín y San Gregorio Magno, insiste en que es María
Magdalena y no María, quien abre las puertas del Paraíso a todo penitente sinceramente
arrepentido e, inspirándose en una leyenda que circula por Occidente desde el S.IX, la
Vita eremítica, ofrece una nueva visión de ésta, inédita en los Evangelios: la sitúa lejos
de su tierra, orando y sometiéndose a las más duras mortificaciones, agotada y exhausta,
caminando por áridos desiertos. Y es que el pecado femenino, como hemos visto, se
asocia siempre a la carne y sólo podía ser purgado castigando esa misma carne culpable.
También Hideberto de Lavardin escribió por entonces la Vida de María Egipcíaca y
Marbode de Rennes parece ser el autor de la hagiografía de Thais, cortesana salvada por
el abad Pafnucio, cuyas severas penitencias habían alcanzado también gran fama. Sin
embargo, tal y como afirma Jacques Delarun8, todas estas hagiografías de mujeres
penitentes estaban dirigidas únicamente a los monjes varones, por lo que no se pueden
considerar una rehabilitación de la feminidad –aunque, como veremos, la figura de
María Magdalena en el Pleno Medievo alcance nuevas consideraciones-. Para el abad de
7
Puig Rodríguez-Escalona, Mercè, Poesía misógina en la Edad Media latina (s. XI-XIII), Barcelona:
Publicaciones de la Universidad de Barcelona, 1995, p.105.
8
Delarun, Jacques, «La mujer a ojos de los clérigos», en op. cit., p.48.
Vêndome, todavía en la primera mitad del siglo XII, María Magdalena es el símbolo no
de la mujer, sino de la parte femenina que hay en todo hombre y que lo empuja hacia
abajo, hacia el cuerpo, hacia la fragilidad humana, que ha de vencerse por medio del
sacrificio y la fortaleza de espíritu, tomando su ejemplo.
No hay que perder de vista que el miedo irracional que a la Iglesia ocasiona la
desconocida mujer deriva, sobre todo, de su capacidad de seducción, convirtiéndola en
incitadora del pecado de lujuria – ya el Libro de los Proverbios adviertía: «Hay tres
cosas insaciables y una cosa que jamás dice basta: el infierno y la boca de la vulva»9-
No es extraño, por tanto, que contra la mujer se dirigiera la cruzada misógama de la
reforma gregoriana en el siglo XII; que buscaba, a través de sus contemptus mundi,
perseverar en el celibato de los jóvenes y atraerlos a la vida religiosa. Las frecuentes
relaciones carnales de los monjes y los concubinatos de los clérigos preocupaban mucho
a la jerarquía eclesiástica que, como hemos visto en el Capítulo I, se esforzó sin éxito en
sínodos y concilios en establecer normas y castigos encaminados a evitar estas
relaciones pecaminosas de eclesiásticos con mujeres, en las que ellas sufrieron la peor
parte. De esta forma, en las manifestaciones misogámicas que se extienden a lo largo de
todo el Medievo, encontraremos violentos ataques antifemeninos; desde el famoso
poema latino del S. XIII titulado De coniuge non dicenda, que describe cómo tres
ángeles bajan del cielo para convencer al protagonista de que la mujer es «frágil, necia e
inconstante»10, hasta llegar al Spill de Jaume Roig, de mediados del XV, donde el
narrador-protagonista intenta impedir que su sobrino se asocie con mujeres, valiéndose
tanto de sus propias experiencias como de las enseñanzas de Salomón sobre la maldad
de éstas. Pero, la corriente misogámica medieval –frente al sentir social y a las normas
legales- también exalta la valentía y santidad de las vírgenes que, enfrentándose a su
familia, huyen del matrimonio para abrazar la vida religiosa, como el caso de Clara de
Asís y su hermana Agnes o, incluso, de matrimonios no consumados o exentos de
descendencia que la Iglesia -aunque sin mucho éxito en la mayoría de los casos, dada la
9
O’Kane, Eleanor S., Refranes y frases proverbiales españolas de la Edad Media, Anejos del Boletín de
la Real Academia, Madrid, 1959; apud Félix Bellido, La condición femenina en la Edad Media, Córdoba:
El Almendro, 2010, p.104.
10
Puig Rodríguez-Escalona, Mercè, Poesía misógina en la Edad Media Latina, op. cit., p.229.
¡Ay, desdichada de mí, nacida para ser la causa de tal crimen! ¿Es este el común destino
de las mujeres llevar a la ruina a los grandes hombres? De ahí lo escrito en los proverbios sobre
el peligro de las mujeres: “Ahora, hijo mío, escúchame, presta atención a mis consejos: no se
extravíe tu corazón detrás de ella, no te pierdas por sus sendas, porque ella ha asesinado a
muchos, sus víctimas son innumerables, su casa es un camino hacia el abismo, una bajada a la
morada de la muerte”. Y en el Eclesiastés: Y se descubrió que es más trágica que la muerte, la
mujer cuyos pensamientos son redes y lazos y sus brazos cadenas”. Fue, en efecto, la primera
mujer quien sacó del paraíso al varón. Y la que fuera creada por Dios como ayuda del hombre se
convirtió en su mayor ruina. Aquel fortísimo nazareo del Señor, cuya concepción fuera
anunciada por el hombre, fue vencido por Dalila [...] A Salomón –el más sabio de todos los
hombres- le entonteció la mujer a que se había unido […]12
11
Claudia Opitz, «Vida cotidiana de las mujeres en la Baja Edad Media (1250-1500)», en Duby, Georges
y Michelle Perrot (dir.), Historia de las mujeres en occidente.2.La Edad Media, op. cit, p. 345.
12
Véase Carta 4, «Eloísa a Abelardo», en Rodríguez Santidrián, Pedro, ed., Cartas de Abelardo y Eloísa,
Madrid: Alianza Editorial (Literatura 5609), 2007, pp. 118-119.
Durante la misma celebración de la misa –cuando la oración ha de ser más pura- de tal
manera acosan mi desdichadísima alma, que giro más en torno a esas torpezas que a la oración.
Debería gemir por los pecados cometidos y, sin embargo, suspiro por lo que he perdido. Y no
solo lo que hice, sino que también estáis fijos en mi mente tú, los lugares y el tiempo en que lo
hice, hasta el punto de hacerlo todo contigo, sin poder quitaros de encima, ni siquiera durante el
sueño14.
Eloísa nos enseña, sin duda, lo vacías que resultan todas esas acusaciones contra
el género femenino como enemigo del hombre alentadas por los eclesiásticos, frente al
dolor real y sincero de un alma de mujer que sufre por sentirse culpable de la
destrucción del que más ha amado en el mundo y a la que de nada sirve hostigar y
mortificar su cuerpo, cuando su espíritu sigue invadido de deseo.
Tal y como dicen las escrituras, fue necesario crear a la hembra como compañera del
hombre, pero como compañera en la única tarea de la procreación, ya que para el resto de el
hombre encontrará ayudantes más válidos en otros hombres 17.
Y esta idea se refleja también en la sociedad laica, la cual entendía que la más
importante función de las mujeres era la de traer hijos al mundo, -herederos en el caso
de la nobleza-. De ahí que las genealogías de mujeres ejemplares que empiezan a
proliferar en los siglos XII y XIII, junto a las vírgenes y sacrificadas mártires, ocupen
un lugar preeminente aquellas que han destacado por su dedicación a la maternidad;
fenómeno que está también muy vinculado al nuevo auge que la figura de la Virgen
María encuentra en el Pleno Medievo, fácilmente visible en la dedicación a «Nuestra
Señora» de importantes catedrales. Si autores como San Anselmo de Canterbury centran
su obra en la Encarnación y muestran una perspectiva más optimista de la mujer, los
mendicantes, especialmente los franciscanos -que toman el relevo a los teólogos en las
primeras décadas del XIII-, abandonan la crispación sobre la virginidad de María y
ponen el acento en las muestras de cariño maternal de Ésta hacia su Hijo, mientras que
16
Ibíd., p.61.
17
Opitz, Claudia, «Vida cotidiana de las mujeres en la Baja Edad Media (1250-1500)», en Duby, Georges
y Perrot, Michelle (dir.), Historia de las mujeres en occidente, 2, La Edad Media, op. cit. 345.
los místicos, por su parte, se recrean en el dolor tan inmenso y humano de la Virgen a
los pies de la Cruz.
Aunque sin duda, entre todos estos modelos, se impone –según hemos anunciado-
el nuevo ejemplo de la Virgen María. Isabel Pérez de Tudela habla precisamente de esa
humanización de la figura de la Virgen que se produce en esta transición de la Alta a la
Baja Edad Media y de su acercamiento al pueblo. En épocas anteriores su presencia se
daba fundamentalmente en la literatura y en la liturgia, rodeada de la gran carga
conceptual que le habían otorgado los doctos clérigos a los que nos hemos referido, pero
entre las clases bajas se prefería, generalmente, el culto a los santos, por su carácter
milagrero. Sin embargo, María consigue instalarse en el S. XIII en «el primer puesto de
la jerarquía devocional»18 –como señala esta autora-, por responder a los nuevos retos
de esta sociedad que reclamaba una religiosidad más íntima, que diera respuestas a
problemas personales y concretos, que explicara sus esfuerzos cotidianos, que alentara,
tanto a hombres como a mujeres, en su lucha diaria.
18
Pérez de Tudela y Velasco, Isabel, «María en el vértice de la Edad Media», en Muñoz Fernández,
Ángela (ed.), Las mujeres en el cristianismo medieval, Madrid: Al-Mudayna (Laya, 5), p. 62.
La oposición a esa Eva débil que la Iglesia medieval -a partir sobre todo de la
interpretación que San Agustín hace del Génesis-, hacía principal responsable de la
expulsión del Paraíso y de que todos los seres humanos nazcamos ya tocados por el
pecado; la representaba la figura de la Virgen María. Ésta era todo lo contrario:
simbolizaba la fortaleza femenina, la capacidad de la mujer para vencer su naturaleza
con la ayuda de Dios20. Y, en consecuencia, aparecieron intentos de reivindicación
femenina a través de su ejemplo. Así, Sor Isabel de Villena, en la Vita Christi –obra
póstuma, escrita en catalán y editada en 1497 a petición de Isabel la Católica-, ofrecía
las palabras de un Cristo benevolente, que había regalado tanto a los hombres como a
las mujeres de buena voluntad el privilegio de la Salvación Eterna, perdonando ese
Pecado Original del que se hacía principal responsable a Eva, y ello se conseguía,
precisamente, gracias a María:
[…] quienes hablen mal de las mujeres, incurrirán en mi ira, porque han de pensar que mi
Madre es mujer que ha ganado para todas vuestras hijas una gran corona y para las mujeres tan
fuerte salvaguarda que nadie las puede enojar sin ofenderme 21.
19
«Esta dama que tengo por señora/ y de la que quiero ser trovador, / si puedo tener su amor/ al demonio
doy los otros amores/. Rosa de las rosas y flor de las flores,/ dama de las damas, /señora de las señoras»;
Alfonso X, el Sabio, Cantigas de loor de Santa María, «Rosa das rosas e flor das flores» (To 10, T 10, E
10), en Fidalgo, Elvira, De amor y de burlas. Antología de la poesía medieval gallego-portuguesa, Vigo:
Nigratea (Libros da Brétema), 2009, p.232.
20
También Alfonso el Sabio refleja literariamente esta oposición teórica en un poema que juega con las
palabras Eva/Ave, mostrando la lejanía entre las dos mujeres: la primera hace perder el amor de Dios y el
bien y Ave –que representa a María, en alusión al saludo del arcángel San Gabriel, cuando vino en la
Anunciación- los devuelve: «Eva nos fer perder/amor de Deus e ben,/e pois Ave aver/nolo fez; e, por én,
entre Av’e Eva/ gran departiment a», Ibíd., p. 234.
21
Véanse ésta y otras citas de la Vita Christi de Isabel de Villena en Martín Rodríguez, José Luis, Mujer y
Refranero en la Edad Media hispana (artículos publicados en La Aventura de la Historia en 2002),
Madrid: Graficino, 2003, p.11.
22
Pérez de Tudela y Velasco, Isabel, «María en el vértice de la Edad Media», en op. cit., p. 68.
Pero, sobre todo, debemos recordar para entender esta transformación que está
viviendo el Pleno Medievo, que Santo Tomás de Aquino había conciliado el relato del
Génesis con la fisiología de Aristóteles, que atribuye al semen masculino el papel
principal en la procreación, relevando a Eva de su culpa para otorgársela a Adán. A
través de él y de los demás padres, sucesivamente se habría extendido el Pecado
Original a toda la humanidad. Sin embargo, esta liberación de Eva no haría sino
subordinar aún más a las mujeres, haciéndolas más imperfectas y débiles frente al
varón.
La hembra es menos perfecta que el varón por una primera razón: porque es más fría […]
las partes se formaron dentro de ella cuando aún era un feto, pero debido a la falta de calor, estas
no pudieron salir y posicionarse en la parte exterior23.
Además, se consideraba que era el simple recipiente del esperma del macho, pues
el esperma femenino (la menstruación) no era puro, no tenía alma y por ello se
desechaba –era como un veneno producido por los residuos del cuerpo-. En la
reproducción, la mujer era la materia a la que el hombre daba la forma; e, incluso, como
afirma José Luis Martín24, los filósofos medievales –con Santo Tomás a la cabeza-,
pensaban que el semen masculino tendía siempre a la producción de otro ser masculino,
y que si no era así se debía a que causas ajenas al varón hacían que naciera un mas
23
Véanse textos seleccionados del De usu partium corporis humani de Galeno, en Archer, Robert,
Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, Madrid: Cátedra (Feminismos),
2001, pp.59-60.
24
Martín Rodríguez, José Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, op. cit., p.5.
El alma sigue la constitución del cuerpo, las mujeres tienen un cuerpo muelle e inestable,
las mujeres son inestables y mudables en la voluntad y el deseo 25.
Como destaca Paloma Moral de Calatrava26, el varón es el modelo que sirve para
definir la complexión femenina, mediante su comparación analógica. La frialdad y
humedad de la mujer, frente al calor masculino –instrumento para la generación y
diferenciación sexual- provocan, además de su incapacidad para producir semen y sus
diferencias genitales, que tenga menos pelo y menos potencia muscular. Y, por
supuesto, su menor fuerza física la coloca en una posición de sometimiento al varón, no
solamente en el ámbito social y familiar, sino también sexual.
Los Padres de la Iglesia expresaron que el coito sólo podía tener como finalidad la
procreación, en la cual es el hombre –como hemos dicho- el que tiene la preeminencia.
Moralmente, se condenaba el disfrute de la relación amorosa, a no ser que estuviera
legitimado por el matrimonio y que el orgasmo simultáneo de marido y mujer estuviera
justificado para lograr la fecundación. Hay, no obstante, algún ejemplo en la literatura
medieval, como sucede en la primera edición toledana de la Historia de la Donzella
Teodor -estudiada por Marta Haro27- donde, bajo la influencia del erotismo árabe28, se
25
Romano, Edigio, De regimine, p. 342; apud Carla Casagrande, «La mujer custodiada», en Historia de
las mujeres en occidente, 2, La Edad Media, op. cit., p.112.
26
Moral de Calatrava, Paloma, La mujer imaginada. La construcción cultural del cuerpo femenino en la
Edad Media, Murcia: Nausícaä (Medievalia, 3), 2008, p.53-57.
27
Haro Cortés, Marta, «Erotismo y arte amatoria en el discurso médico de la Donzella Teodor», Revista
de Literatura Medieval, V (1993), pp. 113-125.
28
Emilio Tornero, en su libro Teorías sobre el amor en la cultura árabe medieval (Madrid: Siruela,
2014), menciona unas palabras de Ibn Hazm, pertenecientes al capítulo 20 de El collar de la paloma,
donde se describe ese placer supremo de la unión amorosa: «La unión con el amado es la serenidad
imperturbable, elgozo sin tacha que lo empañe ni tristeza que lo enturbie, la perfección de los deseos y el
colmo de las esperanzas» (p.99), haciéndose referencia en muchos escritos árabes a esa comunión carnal
defiende que el acto sexual debe ser placentero tanto para el hombre como para la
mujer:
Señor maestro sabed que si la muger fuere tardía en su voluntad, deue el hombre que
dormiere con ella ser sabio, como dicho tengo, e conocer su complexión; e déuese detardar con
ella, burlándose con ella y haziéndole de las tetas e apretándogelas, e a vezes ponerle la mano en
el papagayo, e otras vezes tenerla encima de si e a vezes de baxo. E haga por tal manera que las
voluntades de los dos vengan a un tiempo. E si por ventura la muger veniere a cumplir su
voluntad mas ayna que el hombre, deue el con discreción entenderla e jugar un rato con ella,
porque la haga complir otra vez, e vengan juntas las voluntades de amos, como de suso dixe. E
haziéndolo desta manera amarle ha mucho la muger29.
Maestro señor, el tiempo y la hora que es más prouechosa para el hombre que ha de
dormir con muger, e mas sano, ha de ser después de pasados dos tercios de la noche; e en el
postrer tercio está el estómago del hombre vasio e limpio de la vianda, e la muger en aquel
tiempo tiene la madre caliente, e tiene ella mayor placer en si para lo reçebir30.
No obstante, tal y como afirma Marta Haro, esa defensa del cuerpo femenino y de
la mujer como parte activa en la relación sexual, se da solamente en esta primera
edición toledana del texto (fechada por Walter Mettmann en 1498 y por J. F Norton
hacia 1500-1503)31; desapareciendo, muy significativamente, de las posteriores
ediciones, ese interrogatorio médico-erótico al que es sometida Teodor.
y espiritual necesaria entre hombre y mujer, donde los dos sexos se igualan: «El amor es un soplo de
magia que es más ardiente que las ascuas. No tiene lugar si no existe la unión de las dos almas y la mezcla
de las dos formas» (cita procedente de una obra de sentencias filosóficas; véase p.185). De hecho, el
placer sensual es tan importante que el escritor Ibn Qayyim, en El jardín de los amantes y el
esparcimiento de los nostálgicos, aconseja la unión amorosa durante el día, pues «es el momento del
despliegue de los movimientos», mientras que durante la noche descansan y se relajan los sentidos (apud
Tornero, p. 102).
29
Apud Haro Cortés, Marta, en art. cit., p.123.
30
Ibíd, p.125.
31
Ibíd.
Pero, tal y como observa Carla Casagrande, no todas las mujeres eran
destinatarias de estos escritos, sino sólo las que el pedagogo, moralista o predicador
pensaba que podían encarnar los valores que proponía, excluyéndose a prostitutas o a
mujeres que trabajaban fuera de la familia. Así, si siempre se ha dicho que el
Reggimento de Barberino ofrece la originalidad de hablar al final de mujeres de baja
condición social: criadas, nodrizas, tejedoras, vendedoras de frutas, barberas…, lo hace
a prisa y a regañadientes, relegándolas a las últimas páginas para no salpicar la honra de
las mujeres nobles e importantes y no menciona, por supuesto, a las meretrices por
considerar «que no son dignas de que se las nombre»32. Es evidente que la realidad es
mucho más compleja y articulada que lo que muestran estas obras, por lo que podemos
concluir que las mujeres no son para estos teóricos y tratadistas más que eso: esposas,
madres e hijas, cuya función se limita, en palabras de Casagrande, a «hacer y criar hijos
y su único trabajo es el trabajo doméstico»33, confirmando la concepción de la política
aristotélica, que expresa que «para entrar en la sociedad, la mujer debe entrar primero en
la familia y permanecer allí»34.
Sin duda, ahora entendemos mejor lo que exponíamos en el Capítulo I: por qué
las leyes medievales nunca reconocieron su quehacer diario y su activa participación en
los más diversos planos y por qué se hace tanto hincapié en la regulación de los
matrimonios, tanto por parte de la Iglesia como de la política. Si los hombres se fijaban
ahora más que nunca en la mujer, era para asentar todo un complejo entramado de
normas teóricas y prácticas creadas para su propio beneficio. Era necesario elaborar
modelos ideológicos que siguieran asegurando su poder, pero adaptados a la evolución
de los nuevos tiempos.
32
Barberino, Francisco de, Reggimento e costumi de donna, ed. Giuseppe Edoardo Sansone, Loescher-
Chiantore, Turín, 1957, p.9; apud Carla Casagrande, «La mujer custodiada», en Duby, en Historia de las
mujeres…, op. cit., p.97.
33
Carla Casagrande, «La mujer custodiada», Ibíd., p.100.
34
Ibíd.
El padre y el marido gobierna a su mujer y a sus hijos como a libres en ambos casos, pero
no con la misma clase de autoridad, sino a la mujer como un ciudadano y a los hijos como
vasallos. En efecto, salvo excepciones antinaturales, el varón es más apto para la dirección que la
hembra […] No es la misma la templanza de la mujer que la del hombre, ni la misma fortaleza,
como creía Sócrates, sino que la del hombre es una fortaleza para mandar; la de la mujer para
servir, y lo mismo las demás virtudes 35.
Así, junto a textos sobre matrimonio como los de Cherubino de Spoleto o San
Bernardino de Siena, que siguen ese modelo de esposa sumisa y humilde ya
desarrollado en los siglos XIII y XIV, se alza una vasta producción teórica que renueva
la concepción de la mujer, atendiendo a criterios más pedagógicos que morales. Ésta
debe ser buena, pero también parecerlo a los ojos de los demás, a través de modales
intachables que le aporten buena fama, pues se está jugando la consideración de toda su
familia. Entre estos escritos destacan los que en la Italia del XV proporcionan autores
como León Bautista Alberti, quien en I libri della familia (1468), se mueve totalmente
ya fuera de la óptica religiosa, ocupándose de las tareas de ambos cónyuges en el
cuidado de los hijos y sustituyendo a las mujeres santas de la tradición judeocristiana
por las esposas fieles del mundo clásico (Penélope, Andrómaca, Alcestis, Lucrecia).
35
Aristóteles, Política, edición bilingüe y traducción de Julián Marías y María Araujo, Madrid: Centro de
Estudios Constitucionales, 1989, p.22-25.
Y aunque él sea malo y perverso, si la mujer le quiere tratar bien y no dar mal por mal, de
necesario le hará ser bueno y quererla bien aunque no quiera, Y, por el contrario, si la mujer
jamás muestra buena cara y placentera a su marido, ni muestra alegría con lo que hace, aunque
sea el más bueno del mundo, le tornará al revés y le hará vivir vida triste y amarga. Así que, pues
en vuestras manos está, hijas mías, después de Dios, el ser bien casadas o no 36.
36
Castigos e doctrinas que un sabio daba a sus hijas, en dos obras didácticas y dos leyendas sacadas de
manuscritos de la Biblioteca del Escorial, ed. de H. Knust (Madrid, Sociedad de Bibliófilos españoles,
1878), pp. 251-293; véase texto en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p.150.
37
Véase comentario de Wade Labarge, Margaret, La mujer en la Edad Media, op. cit., p. 186.
38
Vecchio, Silvana, «La buena esposa», en Historia de las mujeres.2. La Edad Media, op. cit., pp.161-
167.
imponer el modelo aristotélico del patrón-amo de la casa como centro de todas las
relaciones, insisten en la mayor importancia del marido y en la subordinación de la
mujer a éste: él es el que tiene la obligación de mantener la casa y con ella a los hijos y
a la mujer, de instruirlos en costumbres adecuadas y de vigilar y corregir sus excesos -si
es necesario con el uso de la fuerza-. Sin embargo, se ve a la esposa ahora más que
nunca como una colaboradora imprescindible para la administración doméstica y se
insiste en el respeto y el cariño mutuo entre marido y mujer, que los dos deben
esforzarse en procurar. Por otro lado, el desarrollo de una religiosidad femenina más
intensa y la aparición del director espiritual hacen que la mujer no pertenezca en cuerpo
y alma al marido, sino sólo en cuerpo. Se admite que ésta exija un espacio íntimo para
la contemplación y la plegaria y que desarrolle obras de caridad -muchas veces fuera de
casa- en las que ya no tiene que estar presente el varón. Esta oscilación entre el cuerpo y
el alma, entre la obediencia que debe al marido y la que debe a Dios, pudo generar a la
mujer conflictos íntimos que los preceptistas, especialmente religiosos, resolvían
aconsejándole la moderación y hasta la abstinencia sexual. El que la mujer pudiera
disponer de su espiritualidad trajo, además, un fenómeno muy positivo: la posibilidad
de enseñar a sus hijos. Así, no solo se trata de corregirlos y amonestarlos, de enseñar a
las hijas labores y actitudes que hagan de ellas buenas esposas, sino también, en muchos
casos, de ayudarles a reconocer y trazar las primeras letras o de pronunciar y
comprender sus primeras oraciones o de introducirlos en las prácticas religiosas,
modelando con su dulzura sus aún inocentes almas. De todas formas, aparte de ese
descubrimiento y reivindicación del alma femenina y de ese afecto sobre los hijos que
se ha encargado siempre tradicionalmente a la madre –negándoles, también
injustamente, la sensibilidad a los padres-, la verdad es que su papel como pedagoga no
podía ser muy grande; alejada normalmente de la vida pública, de la cultura y las
lenguas clásicas, no pudo aportar demasiado a la formación humanista ideal, orientada a
la vida civil y a los studia humanitatis.
Esa liberación del alma femenina era, no obstante, necesaria para el triunfo en el
Renacimiento de una visión positiva de la mujer, traída tanto por la literatura cortesana
–en la que luego nos introduciremos-, como por los nuevos tratados acerca de la
39
Para esta reflexión sobre las repercusiones de la obra de Erasmo, hemos tomado como referencia el
interesante y acertado estudio de Ana Suárez Miramón «Entre el silencio y la palabra: Escritura femenina
en el Renacimiento», en Pérez Priego, Miguel Ángel (coord.), Melchor Cano y Luisa Sigea. Dos figuras
del Renacimiento Español, Seminario de Estudios Renacentistas Conquenses, Tarancón: Centro Asociado
de la UNED de Cuenca –Estudia Académica-, 2008, pp.101-102.
buena si le falta crianza y doctrina: ni hallaréis mujer mala sino la necia”40), rechazando
varios casos clásicos de mujeres doctas a las que se las acusaba de no ser castas, pues él
estima que la lectura es, precisamente, el camino hacia la virtud. Sin embargo, su
Formación de la mujer cristiana –obra a la que nos referíamos al tratar sobre la
educación femenina en el capítulo anterior-, fue escrita durante su estancia en Inglaterra,
dedicada a la princesa María, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, y apenas si
tuvo repercusiones en nuestro país. Mucho más éxito encontró el Reloj de príncipes
(1539) de fray Antonio de Guevara, que con un gran sentido pragmático y un gran
conocimiento del mundo, llega a decir:
[…] el hombre solamente tiene aptitud para engendrar, y esto sin peligro y sin trabajo;
pero la mujer pare con peligro y cría con trabajo, por cuya ocasión y razón padece gran
inhumanidad y aun crueldad que a las mujeres que nos criaron a sus pechos y nos parieron de sus
entrañas, las hayamos de tratar como siervas. Ítem decían que los hombres son los que tienen
bandos, levantan sediciones, sustentan guerras, andan enemistados, traen armas, derraman sangre
y hacen todos los insultos, de las cuales cosas son libres las mujeres, ca ni tienen bandos, ni
matan hombres, ni saltean caminos, ni traen armas, ni derraman sangre, sino que vemos que la
priesa que se dan los hombres a matar se la dan las mujeres a parir. Pues esto es así, más razón es
que sean mandados los hombres, pues desminuyen a la república, que no las mujeres, que son
causa de aumentarla; porque no lo manda ley divina ni humana que el hombre loco sea libre y la
mujer prudente sea sierva41.
40
Juan Luis Vives, Instrucción de la mujer cristiana, traducción al castellano de J. Justiniano (Madrid,
FUE, 1995), en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p.175.
41
Fray Antonio de Guevara, Relox de príncipes, ed. de Emilio Blanco (Madrid, ABL Editor/ Conferencia
de ministros provinciales de España, 1994), en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op.
cit., p.170.
Para introducirnos en esta corriente reivindicativa del papel femenino, hay que
hacer referencia obligada a De Mulieribus Claris de Boccaccio; tratado que sigue la
breve y no muy conocida tradición de defensa de las mujeres iniciada por las Eeas de
Hesíodo y que continuaba el Mulierum Virtutes de Plutarco -complementos femeninos
de la Teogonía y de las Vidas Paralelas, respectivamente-. Esta obra italiana del XIV
influirá en obras tan significativas en la literatura de defensa como The Legend of Good
Women de Chaucer o La cité des dames de Christine de Pizan. Pero, además, sienta el
modelo de esas remembranzas colectivas de mujeres ilustres que tan de moda se
pondrían en la corte castellana del Cuatrocientos.
Verdaderamente me asombra el poco interés que han suscitado las mujeres entre los
escritores, de tal modo que no han gozado del favor de ningún recuerdo en alguna obra especial,
cuando es evidente, por lo que consta en amplias historias, que algunas de ellas realizaron
acciones tan valerosas como esforzadas43.
Y, efectivamente, escribe sobre las vidas de ciento seis mujeres ilustres, entre las
que destaca a las paganas, advirtiendo que si las cristianas actuaron santa y sabiamente
guiadas por la inspiración divina, las primeras «alcanzaron la gloria por don o instinto
natural…sin excluir una aguda fortaleza de mente»44. Y, de este modo, ofrece a la dama
a la que va dirigida la obra, Andrea Acciaiuoli –y, con ella, a sus posibles lectoras-, una
obra didáctica, de claro tono humanístico, que pretende enseñar modelos de conducta
femenina. Sin embargo, mezcla curiosamente a mujeres famosas por su castidad o
42
Véase La querella de las mujeres, Madrid: Al-Mudayna (Querella-Ya), 2009; obra en varios volúmenes
que recoge trabajos relacionados con este debate intelectual, coordinada por Cristina Segura Graíño y que
relaciona las ideas medievales en pro o en contra de la mujer con textos actuales como, por ejemplo, La
calle de las camelias de Mercè Rodoreda o con la misoginia de Pío Baroja.
43
Díaz-Corralejo, Violeta, ed., Giovanni Boccaccio, Mujeres preclaras, Madrid: Cátedra (Letras
Universales, 420), 2010, p. 59.
44
Ibíd, p.61.
valentía con otras lujuriosas o avarientas, para que sea la inteligencia de sus futuras
receptoras la que discrimine; lo cual dice ya mucho del profeminismo de la obra:
Y aunque alguna vez descubras a las lascivas mezcladas con las de la historia sagrada […]
no lo dejes no aborrezcas. Por el contrario, perseverando, deja a un lado a las obscenas y toma a
las loables, como entrando en un bosquecillo, apartadas las puntas de las espinas, tiendes las
blancas manos a las flores45.
[…] que se avergüencen las indolentes y las desgraciadas que desconfían de ellas mismas.
Como si hubieran nacido para el ocio y el lecho, se convencen a sí mismas de que no son útiles
más que para el amor de los hombres y para concebir hijos y criarlos, cuando, si quisieran
esforzarse en los estudios, tendrían en común con los hombres todo los que les hace a ellos
ilustres46
El amor que Boccaccio alaba poco tiene que ver con el amor cortés de los
trovadores provenzales; se trata de un amor casto y sacrificado, dentro del matrimonio,
y advierte que hay que protegerse de ese «amor lisonjero» que cautiva a los necios y
«abrasa el pecho de los desgraciados», pues este sentimiento desordenado: «añade el
látigo a la espuela, exagera las preocupaciones, acumula deseos, infiere dolores casi
45
Ibíd, p.57
46
Ibíd., p.313.
47
Ibíd., p.363.
intolerables sin que haya remedio alguno, sino las lágrimas, las quejas y la muerte»48. Y
piensa que los ojos son muy peligrosos y pueden llevar a la perdición a quien se
enamora solo por la vista de un ser hermoso:
[…] como son la puerta del corazón, la lascivia envía por ellos sus mensajes a la mente, el
deseo inflama los suspiros y enciende fuegos ocultos, el corazón emite gemidos y muestra sus
hechizos sentimentales49.
Por ello, aconseja a las mujeres mirar al suelo o al cielo y pone el ejemplo
desgraciado de Medea:
Si Medea los hubiera cerrado con fuerza o los hubiera dirigido hacia otra parte, en vez de
dirigirlos con avidez hacia Jasón se hubiera mantenido el poder de su padre, la vida de sus
hermanos y el ornato de su virginidad perdida, cosas todas que perecieron por la impudicia de los
ojos50.
Con todo, estos contraejemplos históricos y literarios nos ofrecen una imagen de
la mujer más humana que la de las frías actuaciones de las castas santas medievales o
los sacrificios y sumisión de muchas paganas, como la mencionada Tercia Emilia. Ese
amor que les entra «por los ojos» y que es el responsable de su desgracia y de sus
errores, las baja de su inactivo e inútil pedestal de hermosura y las acerca a ese
sentimiento incontrolable y poderoso que también los personajes literarios masculinos y
los poetas –piénsese, por ejemplo en la importancia del amor que llega por la vista en
los sonetos y canciones del Dolce Stil Novo- reflejan en sus obras. Y es que, en De
Mulieribus Claris, sorprendemos, a menudo, a un Boccaccio que conoce y profundiza
en el alma femenina. No hay sino fijarse, por ejemplo, en el dolor de Tisbe (“cuando
sintió que no podía oír sus palabras y que no podía apreciar sus besos tan
fervientemente deseados la víspera […]se dispuso a compartir el cruel destino con su
amado joven, igual que el amor y el dolor”51); o en la valentía de Argía, que por amor
desafió las leyes del rey Creonte para honrar a su esposo muerto, entrando sola en el
campo de batalla y cubriendo de besos su cuerpo putrefacto; momento que se detiene en
describir en el capítulo XXIX. Incluso, entre estas mujeres célebres, no duda en
48
Véase el alegato que Boccaccio hace contra el amor pasional en XXIII, «Yole, hija del rey de Etolia»,
Ibíd., pp. 127-128.
49
Ibíd., p.112.
50
Ibíd., p.113.
51
Ibíd., p.98.
52
Ibíd., pp.250-53.
53
Cf. Jean Verdon, El amor en la Edad Media. La carne, el sexo y el sentimiento, Barcelona: Paidós,
2008, pp.26-42, donde se muestran los castigos y advertencias que se hacían desde el púlpito contra el
erotismo y la incontinencia de la carne incluso dentro del matrimonio. Así, por ejemplo, Cesáreo de Arles
amenazaba a sus fieles femeninas con que traerían al mundo hijos leprosos si incumplían los preceptos y
hacían el amor en días que coincidieran con festividades religiosas.
54
Violeta Díaz-Corralejo, ed., Giovanni Boccaccio, Mujeres preclaras, Cap. XLVII, «Safo, joven poetisa
de Lesbos», op. cit, p. 201.
Precisamente, a su majestad (“la muy enseñada et perfecta Señora Doña María per
la divina inspiración, hermana de las tres reales coronas, e reina de la quarta, más
soberana de los reinos de España”55), va dirigido el primero de estos tratados en defensa
de las mujeres escrito en castellano; el Triunfo de las donas (h 1438) de Juan Rodríguez
del Padrón. Esta obra es sumamente original, pues enmarca las razones que se dan en
favor de las féminas y todo el aparato de ejemplos bíblicos y clásicos típico de esta
moda literaria, dentro de un marco novelado cercano a la ficción sentimental. De esta
forma, aparece un narrador en primera persona que describe una tertulia de jóvenes
cortesanos que debaten sobre el honor y la virtud; preguntándose después el autor, ya en
soledad: «¿qual sea, la muger o el hombre, más noble e de más exçelencia?»56. Y,
echado bajo un árbol, casi en sueños, escucha una voz que proviene de una fuente y que
se queja del trato dado a las mujeres, preguntándole a él, de forma explícita, si tal vez su
enojo contra el sexo femenino no le haya llegado del «maldiçiente et vituperoso
Corvarcho ofensor del valor de las donas»57, utilizando el símbolo del «cuervo» o
«corvachón» –expulsado de la Arcadia y tiznado de negro por Apolo-, para referirse a
esos hombres oscuros que gaznan contra las mujeres, como habían hecho Boccaccio y el
Arcipreste de Talavera. Esta sorda voz –que después descubrimos que pertenece a la
ninfa Cardiana- ofrece, así, una razonada y encendida defensa de las mujeres, a través
de cincuenta argumentos que demuestran que las virtudes del género femenino son muy
superiores a las del masculino. No debe, por tanto, quedar ya duda, al final del tratado,
de la valía de la mujer y de la necesidad de que ésta sea alabada y amada dentro de esa
«cueva de basiliscos» que representa alegóricamente a la corte castellana y, en
particular, a los maldicientes. Si lo masculino queda identificado con el «basilisco», lo
55
Rodríguez del Padrón, Juan, Triunfo de las donas y cadira de amor, ed. digital de la Biblioteca Virtual
Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcvd6s7); basada en la Edición de Madrid:
Editora Nacional, 1982.
56
Ibíd.
57
Ibíd.
Rodríguez del Padrón asegura, además, que si las mujeres rigieran el mundo éste
sería más justo y tranquilo, pues los más grandes pecados de la humanidad fueron
cometidos por hombres, mucho más violentos y menos prudentes (“los onbres en
comienço del mundo fueron de los viçios inventores et las mujeres, el filar, el texer et
las otras inocentes artes, al sostenimiento natural convenibles, fallaron”58). Esto
explicaría, según él, que Jesús viniera al mundo en forma de hombre y no de mujer y
que fueran hombres los que lo injuriaron y maltrataron, mientras que las mujeres no
hicieron sino llorar su muerte. En contra de los postulados altomedievales que acusaban
a Eva de ser el origen del pecado, él carga las tintas contra Adán, el primer hombre, al
que acusa de sucio por haber salido del barro, frente al origen más noble y limpio de la
mujer, formada por Dios de la mejor parte de éste. Y, si muchos religiosos utilizaron
sentencias bíblicas para denigrarla, no duda este autor en acudir al Libro Sagrado para
ensalzar su gracia (“La virtuosa mujer es graçia sobre toda graçia”59) o su influencia
positiva sobre el varón (“ninguno de los onbres al que es digno de aver virtuosa mujer
se puede en dignidat comparar”60). Su belleza corporal y espiritual y, especialmente, su
paz y su digna resistencia a los requiebros masculinos, son la virtudes más alabadas por
el autor, que configuran, sin duda, esa imagen ideal de dama cortés a la que dedicarse en
cuerpo y alma y que tan importante será en la ficción sentimental.
58
Ibíd.
59
Ibíd.
60
Ibíd.
exelentes, acreçentó»61. Y es que, frente a esa imagen literaria e ideal que nos ofrece de
la mujer en su tratado, es curioso comprobar cómo, tras mencionar célebres ejemplos de
mujeres sabias (las hijas de Piéride, Minerva, las Musas, las doncellas de Lesbos,
Nicostrata), deja aquí entrever su propia opinión sobre un aspecto de la realidad
femenina medieval: el interesado alejamiento entre mujer y cultura. Así, afirma:
E si algunas caresçen de las sciençias, esto es por enbidia que los onbres ovieron de su
grand sotileza; por el su presto consejo et responder en proviso, non solamente el estudio de las
liberales artes, mas de todas las sciençias, les defendiendo62.
También el político y erudito Mosén Diego de Valera dedica a la reina doña María
su Defensa de las virtuosas mujeres (1445); tratado que, aun inserto dentro de la
tradición escolástica medieval, deja notar el influjo del primer humanismo italiano en la
corte de Juan II. El autor reivindica a la mujer casta y honesta, haciendo un repaso de
treinta y seis modelos femeninos, movido por un claro afán de exponer en su escrito la
verdad sobre ellas y darla a conocer a sus contemporáneos. Así, arguye que los filósofos
y escritores que dijeron mal de las mujeres, como Séneca, bien se pudieron equivocar en
algunas de sus afirmaciones y que no en todo debemos seguirlos. En el caso de autores
como Ovidio o Boccaccio, que antes las habían alabado, estos ataques no son –según él-
más que yerros de la vejez, provocados egoístamente por la frustración amorosa, que les
ha nublado el pensamiento. De esta forma, se dirige abierta y agresivamente a todos
esos maldicientes que «cegados por inorancia o loca malicia» no reparan en las muchas
mujeres que murieron y se sacrificaron en defensa de su virtud:
Y vos, Hados invidiosos, ¿Por qué de tanta inhumanidad con las loables hembras usáis,
sumergendo las virtudes de aquéllas so las canadas ondas de Lete? Que calle yo me mandáis;
nunca lo Dios quiera que yo sea de vuestro crimen participante…¿Puede ser cosa más virtuosa
que aquellas que la natura crió cuerpos flacos, corazones tiernos, comúnmente ingenio perezoso,
ser halladas en muchas virtudes antepuestas a los varones, a quien por don natural, fue otorgado
61
Ibíd.
62
Ibíd.
cuerpos valientes, diligente ingenio, corazones duros? ¿Qué demandamos de las mujeres? Por
cierto, más virtudes por su diligencia han ganado que la natura les otorgó 63
El más extenso y completo de estos tratados en defensa del sexo femenino que
surgieron en la corte de Juan II es el Libro de las virtuosas y claras mujeres (1446) de
Don Álvaro de Luna, cuya intención es evitar que «tantas obras de virtud e enxemplos
de bondad fallados en el linaje de las mugeres fuesen callados e enterrados en las
escuras tiniebras del olvidança»64, ofreciendo más de 117 modelos de conductas
femeninas intachables. Como Valera, sigue la tradición neoaristotélica que da prioridad
a la virtud de hecho sobre la virtud de herencia y afirma que «las menguas o errores non
sean en las mugeres por natura, mas por costumbre»65 y que éstas tienen la misma
facilidad para ser virtuosas que los hombres:
[…] finca de necesario non ser a las mujeres cerrada la vía, e puerta, e camino para las
virtudes, segund que non es cerrada a los ombres, mas ser ygual entrada a ella así a las mugeres
como a los ombres66.
63
Valera, Diego de, Tratado en defensa de las virtuosas mujeres (ed. de Mª Ángeles Suz Ruiz, Madrid:
El Archipiélago, 1983), en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, Antología de textos
medievales, op. cit., p.292.
64
Vélez Sainz, Julio, ed., Álvaro de Luna, Libro de las virtuosas e claras mujeres, Madrid: Cátedra
(Letras Hispánicas, 647) 2009, p.138.
65
Ibíd., p.143.
66
Ibíd., pp.148-49.
De Luna expone, además, que muchos sabios que han escrito interesadamente en
contra de las mujeres sólo se han acordado de las malas y no de las buenas, que también
las hay –como él demostrará con los casos que ofrece-, y dice que hasta en ello hay
paridad con los hombres, pues también en las Sagradas Escrituras, en determinados
momentos, se ataca a éstos por sus pecados. De esta forma, advierte a sus receptores que
tanto mujeres como hombres serán bien o mal considerados dependiendo de la intención
del tratadista, cuestión que nos hace comprender la lucidez con que el condestable de
Castilla se acerca al tema y su consciente y voluntaria adhesión a las filas del
profeminismo cortesano:
Asýn que las autoridades que generalmente parecen condepnar los ombres solamente se
entienden e fablan de los malos, e las que parescen ser por los ombres solamente fablan e se
entienden de los buenos e non de otros. E por esta misma vía las autoridades que parescen ser
contra las mujeres ciertamente fablan de las desordenadas, e las que son por ellas fablan e se
entienden de las buenas e virtuosas e non de las otras, e quanto en esto non paresce ser
apartamiento alguno de los ombres a las mugeres 67.
Queda claro, con ello, que no hallaremos en el Libro de las virtuosas y claras
mujeres los resquicios de ambigüedad que aparecían intencionadamente en De
Mulieribus Claris; pese a ser uno de sus modelos indiscutibles. En el tratado castellano,
tanto los ejemplos de mujeres cristianas y santas como los de las paganas, se amoldan a
ese ideal de sumisión tan grato al sexo masculino: fe, castidad, prudencia y entrega
desinteresada a la familia o a la sociedad; abriendo significativamente la obra la que es
espejo de todas las mujeres virtuosas: la Virgen María. Aquí no aparecen las mujeres
que se equivocaron y que no supieron actuar rectamente para que las lectoras
discriminen los vicios de las virtudes, como ocurría en la obra de Boccaccio, sino
pulcros e intachables ejemplos de fortaleza moral.
67
Ibíd., pp.155-156.
68
Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, op. cit., pp.52-53.
Luna en su Libro, hace hincapié, precisamente, en señalar que, en el Paraíso, Eva tenía
el nombre de Virago o varonil, no distinguiéndose de Adán, y ofrece numerosos casos
de mujeres que anulan su propia feminidad sacrificando distintas partes de su cuerpo
(ojos, pechos, cabellos…). También Marion Coderch llega a la misma conclusión, tras
analizar el tratamiento que De Luna da a las actuaciones de mujeres como Venturia,
Martina, Cristina…, preguntándose hasta qué punto puede ser profemenina «una actitud
que exigía que las mujeres se despojaran de las marcas que las definen culturalmente
como tales y adoptaran las que se consideraban propias de los hombres»69.
Con todo, afirmaremos con Mª Jesús Fuente, que «no se debe en absoluto
minusvalorar la aportación de Don Álvaro, puesto que escribió el libro voluntariamente
y defendió a las mujeres de forma rotunda»70. El Condestable fue en sus momentos
prósperos un admirado cortesano71, que acababa de ser nombrado maestre de la Orden
de Santiago cuando su obra vio la luz. En este sentido, da cuenta en todo momento de su
obligación de servir y alabar a las damas, poniendo su inteligencia y sus habilidades
argumentativas y literarias en favor de ellas, frente a la tan extendida e irracional
misoginia, que achaca, a menudo, a un pueblo vulgar y tosco -que se mueve por instinto
y no por la razón- y que opone al refinamiento caballeresco:
[…] primeramente desecharé las opiniones non buenas que el pueblo tiene contra las
mujeres diciendo mal dellas […] los quales muchas vezes non por derecho juyzio de razón, mas
por desviado error de opinión son guiados […] 72
69
Coderch, Marion, «Escapando de la molicie mujeril: virtudes femeninas y atributos de género en los
tratados de defensa de las mujeres (siglos XIV y XV)», en La querella de las mujeres III, op. cit., p. 89.
70
Fuente, Mª Jesús, «Don Álvaro de Luna. El caballero y las damas», La aventura de la historia, 97
(2006), p.88.
71
En la Crónica de Álvaro de Luna de Gonzalo Chacón se afirma: «Fue muy medido e compasado en las
costumbres, desde la juventud siempre amó e honró mucho al linage de las mugeres. Fue muy enamorado
en todo tiempo, guardó gran secreto en sus amores […] Vistiese sienpre bien, e así estaba bien lo que
traya, que si vestía de monte, o de guerra o de arreos, a todos paresçiía bien. Fue muy inventivo e mucho
dado a fallar invenciones, e sacar entremeses en fiestas o en justas, o en guerra; en las quales invenciones
muy agudamente significaba lo que quería» (véase Introducción de Julio Vélez- Sainz a su edición del
Libro de las virtuosas e claras mujeres de Álvaro de Luna, op. cit., p.15).
72
Álvaro de Luna, Libro de las virtuosas e claras mugeres, op. cit., pp.141 y 145.
pretende abarcar a mujeres de diferente origen social –tal vez pensando, como apunta
Julio Vélez Sainz, en su madre, la plebeya Cañeta-:
[…] presentáronse ante los ojos de nuestra consideración las virtudes e obras
maravillosas, e claras vidas de muchas virtuosas mujeres, así santas como imperiales, reales e
duquesas, e condessas e de muchos otros estados73
[…] abéys traído con sotiles e ingeniosos acarreos las vidas e obras virtuosas de muchas
reynas, duquesas, condesas e otras notable e muy claras dueñas, e doncellas por donde los
maldicientes fuesen contradichos e las mujeres más loadas. Rogaron, pues a mí muchas de
aquestas, el estado e actoridat de las quales más verdaderamentet me podía mandar, aquestas
gracias por ellas fechas a vuestro nombre por boca de todas e confirmadas por los coraçones de
cada una74.
Pues este controvertido político -que pasó en poco tiempo de la más alta gloria al
cadalso-, fue el más decidido valedor de las damas -imprescindibles en las diversiones
palaciegas que él tanto prodigó75 y que tan bien se adecuaban a su galantería-, como
bien demuestra la conclusión de su tratado; en total relación con la educación del buen
cortesano que predicará Baltasar de Castiglione:
[…] debemos amar e honrar a nuestras virtuosas e onestas mujeres, por la buena e onesta
e agradable compañía que dellas resicibimos, sin la qual, segund dize el philósopho non puede
ser ninguna cosa agradable en esta vida76
73
Ibíd., p.138
74
Juan de Mena, Proemio al Libro de las viertuosas e claras mujeres; incluido como Apéndice en Julio
Vélez-Sainz (ed), Álvaro de Luna, Libro de las virtuosas e claras mugeres, op. cit., p.553.
75
El célebre Paso honroso de Suero de Quiñones, recogido en crónica por Pero Rodríguez de Lena
(1434), surgió como una idea de Don Álvaro de Luna, amigo de celebraciones y ostentosas fiestas, que
hicieran prevalecer los valores caballerescos y el homenaje a las damas. Además mostró su sumisión
absoluta al amor cortés en sus composiciones poéticas, como la famosa «Si Dios nuestro salvador/ oviera
tomar amiga/ fuera mi competidor».
76
Álvaro de Luna, Libro de las virtuosas e claras mugeres, op. cit., p.546.
Fray Martín toma como modelos las obras de defensa escritas con anterioridad y
muestra una reivindicación de las mujeres necesaria para justificar las virtudes de
Isabel. Así, tras ofrecer una serie de argumentos en alabanza de la modestia, la castidad
y la devoción como los rasgos más deseables en la mujer, ofrece el obligado muestrario
de mujeres ejemplares.
77
Mª Jesús Fuente, afirma, de esta forma, que «el profeminismo de Fray Martín era realmente pro-
isabelismo». Véase su estudio «Adoctrinar a la princesa en tiempos de querella: el Jardín de nobles
doncellas de fray Martín de Córdoba», en Cristina Segura (coord.), La querella de las mujeres III,
Madrid: Almudayna (Querella-Ya), 2011, p.119.
78
Haro Cortés, Marta, «Mujer, corona y poder en un espejo de princesas: el Jardín de nobles doncellas de
Fray Martín de Córdoba», en Celma Valero, Mª Pilar y Mercedes Rodríguez Pequeño (eds.), Vivir al
margen: mujer, poder e institución literaria, Segovia: Junta de Castilla y León/Instituto de la Lengua
(col. Imagen y Palabra de Mujer), 2009, p.44.
79
Ibíd, p. 57.
Pues la mujer que quiere ser virtuosa ha de consentir consigo y decir: «[…] Las mujeres
comúnmente son parleras, yo quiero poner puerta a mi boca; las mujeres comúnmente son de
poca constancia, yo quiero ser firme en virtud». Y si esta conjugación han de hacer todas las
mujeres, mucho más la princesa que es más que mujer y en cuerpo mujeril debe traer ánimo
varonil81
Y no disiente tampoco Fray Martín de la acusación que, sobre todo desde ámbitos
religiosos, se lanzaba sobre las hijas de Eva: la de provocar con sus encantos la
perdición de los hombres y la de su tendencia a la lascivia; aleccionando a la futura
reina de Castilla sobre el arma que podría ayudarla a vencer esta inclinación de su sexo:
la vergüenza; entendida ésta –tal y como también había explicado, casi un siglo antes,
Francesc Eiximenis en el Libro de las donas-, como un don que Dios había potenciado
de forma especial en la mujer:
Un doctor dice que Dios puso en la mujer natural vergüenza por que la frene de pecar y
fue hecha para que sirviese al varón y no para asecharlo; pero ella, no curando de la costumbre de
su estado, procura la muerte a los varones[…] Y esto les viene porque en ellas no es tan fuerte la
razón como en los varones, que con la razón, que en ellos es mayor, refrenan las pasiones de la
carne, pero las mujeres más son carne que espíritu y por ende son más inclinadas a ellas que al
espíritu, y aun de aquí se sigue que entre los varones hay esta diferencia: que cuanto el varón es
más dotado de razón tanto menos sigue la inclinación de la carne. Donde los mozos que, aunque
no tienen complimiento de razón, son dados más a golosinas y juegos y sueño que los grandes. Y
de un varón a otro hay esta diferencia. Y aun por eso menospreciamos a los que siguen los deseos
de la carne, porque es señal que tienen poco seso y no usan de razón como hombres, mas de
pasión como bestias. Contra esta mala condición es la primera buena: que es ser vergonzosas; ca
en la mujer, como dijimos, la vergüenza es freno que no se derribe en feas y torpes pasiones 82.
80
Cita de Marta Haro, Ibíd.
81
Véase Fray Martín de Córdoba, Jardín de nobles doncellas, ed. Harriet Goldberg (Chapel Hill, North
Carolina Studies in Romance Languages and Literatures, 1974), en Archer, Robert, Misoginia y defensa
de las mujeres, op. cit., p. 17.
82
Ibíd., pp.18-19.
demás el estudio: «pues no han de entrar en consejo, no han menester ciencia para ello,
ca los consejeros han de ser filósofos morales y teólogos…»83. Tampoco hablan en
favor de la mujer afirmaciones típicamente misóginas que introduce en su escrito como
«mejor es la maldad del varón que el bien hecho de la mujer», que destaca Harriet
Goldberg84 y que contribuyen a que sea, a veces, difícil discernir la verdadera intención
de fray Martín.
Y es que los escritores que defienden a las mujeres no difieren demasiado de los
que las atacan: comparten el mismo contexto ideológico y basan sus argumentos en la
idea de que la mujer es mejor cuanto más se parezca al hombre y más se aleje de su
propia naturaleza. Esta idea aparece en los cuatro tratados analizados en el marco
cortesano del Cuatrocientos. Como señala Mª Jesús Fuente, a los autores castellanos del
XV que participaron en la Querelle «les distingue ser más paternalistas y compasivos,
frente a los misóginos, realmente agresivos, pero todos descansan en las mismas bases
ideológicas»85. Esto es, sólo cambia la forma del discurso: con elogios al sexo femenino
y razones bien argumentadas se conseguiría enseñar con más eficacia que con la dureza
de la crítica o el ataque. Sin duda, las posibles lectoras de estos tratados se sentirían más
dispuestas a aceptar la lección y el ideal femenino que les proponían estos autores, que a
«reformarse» a raíz de los virulentos insultos de los maldicientes.
la Ciudad de las Damas), de principios del siglo XV, una inteligente reflexión sobre la
situación de la mujer de su tiempo, con apreciaciones que resultan de una gran
modernidad. De esta forma, en su diálogo con Razón, llega a la conclusión de que las
mujeres saben menos no porque tengan menos capacidad intelectual que los hombres,
sino porque están encerradas en casa, limitándose a los cuidados del hogar y no tienen
oportunidad de experimentar con cosas variadas que les hagan ejercitar la mente. O
denuncia los insultos y malos tratos que reciben muchas mujeres reales, que ella conoce,
por parte de sus maridos. O bien, utilizando ejemplos como el de Lucrecia, insiste en el
sufrimiento y la vejación que supone para una mujer ser violada, por mucho que
algunos hombres lo hayan negado y hayan insistido en la inclinación de la mujer a la
lujuria:
[…] je suis convaincue qu’il existe beaucoup de femmes belles, vertueusses et chastes, qui
savent se garder des pièges des séducteurs. C’est pourquoi je suis navrée et outrée d’entendre des
hommes répéter que les femmes veulent être violées et qu’il ne leur déplaît point d’être forcées,
même si elles s’en défendent tout haut. Car je ne saurais croire qu’elles prennet plaisisr à une
telle abomination86
Presenta, así, una ciudad utópica, construida por su «entendimiento», que acoge a
las mujeres del pasado, del presente y del futuro, según lo ordenan tres personajes:
Razón, Rectitud o Derechura y Justicia; por lo que -según ha destacado la profesora
Suárez Miramón 87-, se podría relacionar con la Divina Comedia de Dante en lo que se
refiere a sus tres partes y su tono alegórico y con De Mulieribus Claris en la utilización
86
Christine de Pizan, La cité des dames (ed. Thérèse Moreau et Éric Hicks), París: Stock/Moyen Âge,
2000, 4ªed, p.186.
87
Suárez Miramón, Ana, «Entre el silencio y la palabra: la escritura femenina en el Renacimiento», en
Pérez Priego, Miguel Ángel (coord.), Melchor Cano y Luisa Sigea. Dos figuras del Renacimiento
español, op. cit, p.107.
de setenta y cinco de los ciento seis ejemplos de mujeres ilustres que aparecen en la
obra de Boccaccio. Asimismo, el título de la obra recuerda claramente De civitate Dei
de San Agustín, al que se refiere explícitamente Christine al final de su obra. En efecto,
la intención apologética de ambas obras es muy similar, pues si San Agustín defendía a
los cristianos de quienes los acusaban de haber causado la caída del Imperio Romano,
en ese espacio alegórico que edifica; también ella pretende salvar y proteger a las
mujeres, en aquella «Ciudad Nueva», de las injustas difamaciones a que se vieron
sometidas por hombres que las convertían en causa de toda clase de vicios. Y, en este
sentido, podemos destacar -con Ana Vargas-, que «el hecho de fundar una ciudad estaba
en estrecha conexión con la constitución de una doctrina»88, de la que la ciudad es
símbolo y cuyos habitantes están dispuestos a propagarla y defenderla. Y, por supuesto,
ese carácter social y político que supone la construcción de este espacio femenino,
distingue a la obra de Christine de Pizan del carácter más individual que poseen las
defensas de De Mulieribus Claris y otros tratados pro-fémina analizados. Nuestra autora
reescribe la Historia de las mujeres y enfatiza aquello que, procedente de las mujeres, ha
contribuido a mejorar la vida de todos, como la invención de la agricultura que atribuye
a la reina Ceres.
Asimismo, hemos de advertir que, aunque valore, ante todo –como también
ocurría en las obras de defensa masculinas- la castidad, y no admita a las malas mujeres
en su Ciudad, el erotismo de la belleza femenina se aborda desde un punto de vista que
difiere totalmente del presentado en obras como el Jardín de nobles Doncellas de fray
Martín de Córdoba o del mismo Boccaccio. La belleza joven no se niega, sino que se
reconoce, se sabe fuente de placer; capaz de seducir aunque no lo pretenda. La autora,
por ello, más que la abstinencia predica la resistencia. No hay que llegar a la mutilación
o al retiro total del mundo para mostrar la virtud: la belleza no es un castigo para la
mujer que pretende ser casta. Ejemplos como el de Novella, que sustituía a su padre
como profesor, pero que para no distraer con su belleza daba sus clases a través de una
cortina o de las hermosas lombardas que ponen pollos crudos en sus pechos, logrando
con el calor un olor putrefacto para alejar a sus posibles violadores, son sólo inteligentes
88
Vargas Martínez, Ana, «La ciudad de las damas de Christine de Pizan», en Cristina Segura (coord.), La
querella de las mujeres I. Análisis de textos, Madrid: Al-Mudayna (Querella-Ya), 2010, p.38.
Por supuesto, esta belleza física se acompaña de una belleza espiritual. Los gestos
y movimientos dulces o atractivos y las habilidades artísticas destacan en personajes
como Sempronia la romana, de la cual dice Christine:
[…] ses façons de parler et de se tenir étaient tellement douces et courtoises qu’on ne se
laissait point du plaisir de la regarder et de l’entendre. Sa voix était mélodieuse, elle jouait
admirablement de tous les instruments à cordes, et elle gagnait tous les concours. Bref, elle était
très habile et ingénieuse dans tous les domains de l’esprit 91.
Y es que todas las mujeres destacadas que se dan cita en la obra: las seductoras
aun a su pesar, las mártires, las mujeres cultas e inteligentes que ponen en entredicho su
inferioridad con respecto al varón, las que destacan por sus valores espirituales…, están
mostrando, en palabras de Ibeas y Millán: «que habitan un cuerpo hermoso y sano que
echa por tierra los planteamientos misóginos del saber oficial y popular»92 y refuta lo
que diferentes tratados médicos habían difundido sobre la imperfección del cuerpo
femenino. En su diálogo con Razón, así lo manifiesta:
89
Ibeas Vuelta, Nieves y Mª Ángeles Millán Muñío, «¿Por qué naturaleza habría de avergonzarse? A
propósito de La cité des dames de Christine de Pizan», en Carabí, Angels y Marta Segarra (eds.), Belleza
escrita en femenino, Barcelona: Centre Dona i Literatura/Universitat de Barcelona, 1998, pp. 69-78.
(www.ub.edu/cdona/Bellesa/IBESAMIL/pdf).
90
Christine de Pizan, La cité des dames, op. cit., p. 277.
91
Ibíd., p.114.
92
Ibeas Vuelta, Nieves y Mª Ángeles Millán Muñío, «¿Por qué naturaleza habría de avergonzarse?...»,
art. cit.
-Je connais un autre petit livre en latin qu’on appelle Du sécret des femmes et qui
mantient qu’elles sont frappées de grands défauts en leurs fonctions corporelles.
-Elle me repondit: […] les femmes peuvent savoir par expérience que certaines choses
dans ce livre n’ont aucune realité et qu’elles sont de pures bêtises […] la femme a donc été faite
par le Souverain Ouvrier. Et en quel endroit fut-elle faite? Au Paradis terrestre! Et de quoi? Était-
ce de vile matière? Au contraire, de la matière la plus noble qui ait jamais été créée! Car c’est du
corps de l’homme que Dieu la créa93.
J’étais plongée si pofondément et si inténsement dan ces sombres pensées qu’on aurait pu
me croire tombée en catalepsie. C’était une fontaine qui sourdait: un grandnombre d’auteurs me
remontaient en mémoire; je les passai en revue les uns après les autres, et je décidai à la fin que
Dieu avait fait une chose bien abjecte en créant la femme. Je m’étonnais qu’un si grand ouvrier
eû pu consentir à faire un ouvrage si abominable, car elle serait, à les entendre, un base recelant
en ses profondeurs tous les maux et tous les vices. Toute à ses reflexions, je fus submergé par le
dégoût et la consternation, me mépisant moi-même et le sexe féminin tout entier, comme si la
Nature avait enfanté des monstres94.
Posteriormente, el diálogo con las tres Damas que acuden a visitarla la hacen
«volver en sí»- como la insta a hacer Justicia, poniéndole un espejo enfrente en el que
puede ver su alma- y la dotan de la fortaleza necesaria para tomar la palabra, para
expresar su defensa; para edificar, en fin, una ciudad fuerte y resistente:
[…] nous avons decidé toutes trois que je te fournirais un mortier résistant et
incorruptible, afin que tu fasses de solides fondations, que tu lèves tout autour les grands murs
hauts et épais avec leurs fossés, les bastides artificielles et naturelles, ainsi qu’il convient à une
place bien défendue95
La construcción de ésta Ciudad provoca que su discurso pretenda algo más que la
mera retórica. Será un espacio femenino creado por mano de mujer, con la pluma, pero
también con «mortero» o argamasa, simbolizando que su función apologética no se
puede quedar en palabras, sino que debe conseguir una efectiva reivindicación social
(“tempre mon mortier dans l’encre de ton cornet et maçonnne à grands traits”-la anima
93
Christine de Pizan, La cité des dames, op. cit., pp.53-55.
94
Ibíd., p.37.
95
Ibíd., p.44.
Voici donc que s’ouvre l’ère d’un nouveau royaume de Féminie bien plus parfait que celui
de jadis, car les femmes qui y seront logées n’aurontpoint à quitter leurs terrespour concevoir et
donner naissance à des héetières afin d’en pepétuer la popiété dans leur prope linaje. En effet,
celles que nous y logerons maintenant y resteront pour l’éternité […] car il n’est de meilleur
peuple ou de plus belle parure pour une ville que des dames nobles et valereuses 98
Christine de Pizan propugna, de esta forma, que las mujeres vayan a esa ciudad
alegórica y se desarrollen de acuerdo a sus propios pensamientos y sentimientos; una
ciudad de muros muy altos, donde cada piedra simboliza un caso femenino ejemplar que
niega los numerosos e injustos ataques lanzados contra ellas. Las mujeres –condenadas
durante tanto tiempo al silencio- deben relacionarse y hablar entre sí de sus cosas,
transmitir unos valores y unos conocimientos que son importantes y fundamentales para
el desarrollo de la sociedad y de los que los hombres no han hablado porque no los
conocen ni son conscientes de su importancia. La amistad será en esta Ciudad la manera
de relacionarse socialmente, donde cada mujer importe por sí misma, como sujeto, y no
por ser hija, hermana o mujer de un hombre. Si la etimología de las mujeres célebres va
a ser fundamental en las descripciones que nos hace Boccaccio, en ese espacio
alegórico, la valía de una mujer escapa totalmente a los esquemas patriarcales. La
bondad, la inteligencia, la generosidad, la habilidad para mediar en los conflictos…, son
cualidades femeninas que la autora defiende y en las cuales profundiza desde su
experiencia propia; la de ser mujer. Mirando en su interior y en la vida real de las
mujeres que conoce o de las cuales ha tenido noticia a través de sus lecturas, abandona
la autoridad de tantos varones ilustres y se fía únicamente de lo que ella sabe y siente;
afirmando –como ya había hecho, por ejemplo, en su poema Epístola del Dios de Amor-
que si las mujeres hubieran escrito los libros esas mentiras nunca se hubieran
propagado. Estas acusaciones están basadas en ideas que se asumen por inercia, pero
96
Ibíd., p. 127.
97
Rivera Garretas, Mª Milagros, Textos y espacios de mujeres (Europa siglos IV-XV), Barcelona: Icaria,
1995, pp. 189 -207.
98
Christine de Pizan, La cité des dames, op. cit., pp.144-145.
que no se ajustan a la realidad. De esta forma, Rectitud llega a decir sobre la misoginia
de tantos textos:
Je peux t’affirmer que ce ne sont pas des femmes qui ont écrit ces livres-là! Je suis
persuadée que si l’on voulait bien s’informer sur les désodres domestiques pour écrire un livre
conforme aux faits, on y entendrait un autre son de cloche 99
Y, en contra de los sabios que opinan que el hombre pudente debe alejarse del
matrimonio porque la mujer es un dechado de impefecciones que sólo puede provocar
desdichas, esta Dama denuncia que no siempe las mujeres son las culpables y que
muchas son las que sufren malos tratos por parte de sus maridos, soportando un
auténtico infierno en silencio:
Ah, chère Christine! Tu sais toi-même combien des femmes on peut voir, par la faute d’un
mari cruel, user leur malheureuse vie dans les chaînes d’un marriage où ells sont encore plus
maltraitées que les esclaves des Sarrasins. Ah! Seigneur! Comme elles se font rouer de coups,
sans cesse et sans raison! Oh! Les indignities, les infamies, les injures, offenses et outrages
qu’endurent tant de bonnes et valereuses femmes, sans la moindre protestation100
La alusión a la vida de estas mujeres maltratadas no puede ser más real y concreta:
Et combien d’autres, encoré, chargées d’une nombreuse pogéniture, ne voit-on pas crever
la faim et la misère, alos que leurs maris traînent dans lieux de débauche et Font la noche dans
toutes les tavernes de la ville! Et encoré, quand les maris rentrent, ne reçoivent-elles pas pour tout
souper une vole? Dis-moi si je mens, et si tel n’est pas le lot de plusieurs de tes voisines? 101
99
Ibíd, p.146.
100
Ibíd.
101
Ibid.
102
Vargas Martínez, Ana, «La ciudad de las damas de Christine de Pizan», en Cristina Segura (coord.),
La querella de las mujeres I. Análisis de textos, op. cit., p.41
Les femmes ont été si longtemps abandonnées sans défense […] Dans leur bonte naïve,
suivant en cela le précepte divin, les femmes ont soufert patiemment et courtoisement les grandes
insultes qu’on leur a faites, à leur tort et préjudice, tant par parole que par écrit, s’en rapportant à
Dieu de leur bon droit. Mais l’heure est venue d’ôter cette juste cause des mains de Pharaon 103
Ton père grand astronome et philosophe, ne pensait pas que les sciences puissent
corrompe les femmes; il se réjouissait au contraire –tu le sais bien- de voir tes dispositions pour
les lettres […] Quelque opposition que fît ta mère à ton pechant pour l’étude, elle ne put
empêcher que tes dispositions naturelles n’en récoltent quelques gouttelettes. Je ne pense pas que
tu crois avoir été corrompue par ton savoir, mais que tu l’estimes, au contraire, comme un grat
trésor. Et cela, tu as bien raison104
De esta forma, Christine insta a todas las mujeres a no callarse por más tiempo, a
instruirse y a demostrar su valía. La mujer estaba tan capacitada como el hombre para el
aprendizaje de las artes y las ciencias, como demostró con los ejemplos de Cornificia,
Safo o Proba la romana –siguiendo el modelo de Boccaccio-; pero, sobre todo, con el
suyo propio. Christine afirma que si la mujer quiere estudiar, tiene las mismas
condiciones y capacidades que los hombres y que ninguna debe desanimarse pensando
que sólo sive para las tareas domésticas y para traer hijos al mundo: «Dieu leur a donné
-si elles veulent- une belle intelligence pour s’appliquer à tout ce que font les hommes
les plus renommés et les plus illustres»105.
103
Chistine de Pizan, La cité des dames, op. cit., p.42.
104
Ibid., p. 180.
105
Ibíd.., p. 95.
además de que podía ayudar a los hombres en sus talleres y negocios, hacía que éstas
dedicaran también gran parte de su ocio a hacer lecturas devotas y ejemplares, que
contribuyeran a mejorar sus costumbres y a elevar su alma. Tenían, por tanto, la venia
masculina para leer en sus alcobas, conquistando un espacio de libertad que fue
fundamental para elevar su autoestima y para obtener un conocimiento del mundo
propio, en esa relación íntima y silenciosa con el texto escrito; aunque éste proceda
siempre de una cultura dominada por hombres e insista en el mantenimiento de un
sistema donde ella es claramente marginada.
Es cierto que eran muy pocas las que leían y muchas menos las que reflexionaban
y se cuestionaban lo que decían esos textos y, por supuesto, tampoco podían leer de
todo: los moralistas se esforzaron en prohibir las historias amorosas –aunque, como
sabemos, sin demasiado éxito-, por entender que fomentaban la tendencia natural de la
mujer a la pasión desordenada y la lujuria, además de no aportar nada a la correcta
formación moral y práctica de la esposa, destinada en exclusiva a la vida doméstica. En
palabras de Margaret King «Las mujeres sólo necesitaban un poco de educación […]
estudios que formen la moral y la virtud; conocimientos que enseñen la forma de vivir
más religiosa y mejor»106. Pero, aun así, la cada vez más extendida publicación de obras
en lengua vernácula y el innegable aumento de lectoras, muestra un tímido
acercamiento de la mujer a la cultura y una puerta semiabierta a su libertad espiritual.
Más tiempo aún duraron los prejuicios contra la escritura de las mujeres, que
despertó siempre muchos temores entre los moralistas. Aunque se recomendaba en la
mayor parte de los tratados sobre instrucción femenina, se instaba siempre a éstas a
hacerlo en el ámbito de lo privado y a tratar de temas relacionados con la religión
(versos piadosos, hagiografías, teatro para conventos…). La carta es, en este sentido, el
género más cultivado por las damas de la corte, pues en apariencia es una comunicación
personal, que no trasciende la esfera de lo público. Y también, como no podía ser de
otra forma, se prohibía rotundamente que las mujeres escribieran obras de ficción. Ana
106
King, Margaret, Mujeres renacentistas. La búsqueda de un espacio, Madrid: Alianza Universidad,
1993, p. 213; apud Ana Suárez Miramón, «Entre el silencio y la palabra: Escritura femenina en el
Renacimiento», en op. cit., p. 101.
Suárez Miramón recuerda que todavía en pleno Barroco Juan de Zabaleta, en El día de
fiesta por la mañana (1654) dice refiriéndose a la mujer: «Fingir hablando parece
liviandad, fingir escribiendo parece delito. No sé si es acertado, enseñar a escribir a las
mujeres»107. Y es que todavía estaba muy presente esa idea de que la mujer era
inconstante y dada a fantasear en exceso, olvidando pronto sus obligaciones caseras y su
respeto de la castidad, por lo que había que atar en corto sus ocupaciones y
pensamientos. Este mismo autor llegaba a advertir: «La mujer poeta es el animal más
imperfecto y más aborrecible de cuantos forman la naturaleza»108, que recuerda muy
bien la VI sátira de Juvenal –el autor clásico que más influyó, quizá, en la misoginia
medieval-, que tras enumerar varios vicios de las mujeres, exclama:
[…] más inaguantable es ésta que, apenas tumbada a la mesa, ensalza a Virgilio, justifica
a Dido dispuesta a morir, hace paralelismos con los poetas, los compara; en un platillo coloca a
Virgilio y en el otro a Homero. Pone en retirada a los gramáticos, vence a los retóricos, todo el
mundo calla, ni un abogado, ni un pregonero, ni otra mujer, pueden decir ni una palabra, tal es la
verborrea que suelta, parece que suenan al mismo tiempo calderas y campanas 109.
Pero, debemos acabar este epígrafe insistiendo en que La cité des dames –pese a
las limitaciones que en la práctica encontró la expresión femenina-, creó una nueva
imagen de las mujeres, cuestionando el silencio que la sociedad les había impuesto.
Tuvo la audacia de reescribir su historia, con extraordinaria sinceridad y desde la propia
experiencia, sin reproducir el discurso patriarcal. Con ello, se convirtió en la obra que
impulsó definitivamente la «Querelle», siendo el referente de numerosas obras
posteriores que ensalzaron a las mujeres. La reina Isabel la Católica poseyó un ejemplar
de esta obra en francés y su continuación, Le livre des trois vertus -que muestra,
107
Juan de Zabaleta, Día de fiesta por la mañana, Madrid: Castalia, 1983, p. 131; apud Ana Suárez
Miramón, Ibíd., p.104.
108
Juan de Zabaleta, Errores celebrados, Madrid: Espasa Calpe, 1972, p. 44.; apud Ana Suárez Miramón,
Ibíd., p.104.
109
Persio y Juvenal. Sátiras completas, con los colambios de Persio (traducción de José Torrens Béjar),
Barcelona, Obras maestras, 1959, pp. 83-104; véanse textos en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las
mujeres, op. cit., p.72.
efectivamente, la necesidad de que las mujeres reciban una educación de acuerdo con su
clase social-, obtuvo una gran difusión en su corte ilustrada y en la de Isabel de
Lancaster, mujer de Alfonso V de Portugal, que mandó traducirlo a este idioma. Y obras
ya del XVI, como el Tratado en loor de mugeres de Cristóbal Acosta (1525-1594),
reconocerán su huella:
110
Apud Ana Vargas, «La ciudad de las damas de Chistine de Pizan», en op. cit., p.42.
111
Rivera Garretas, Mª Milagros, «Las prosistas del humanismo y del Renacimiento (1400-1550)», en
Zavala, Iris M. (coord.), Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana). IV. La
literatura escrita por mujer (De la Edada Media al siglo XVIII), Barcelona: Anthropos, 1997, pp.103-
104.
de Córdoba; idealizada por el amor de una hija que quería demostrar su lealtad a la
monarquía castellana.
A mediados del S.XV aparecieron, por otro lado -y ya de su propio puño y letra-,
las obras de dos prestigiosas abadesas: Isabel de Villena y Constanza de Castilla –a las
que nos referíamos en el Capítulo I-; mujeres que gozaron en el convento de una
libertad que tal vez les hubiera estado vedada en la vida doméstica. Ambas
reivindicaron en sus obras -Vita Christi y Libro de oraciones, respectivamente- la
expresión femenina. Sor Isabel de Villena promovía, incluso, que la mujer pudiera
hablar sobre religión, al sostener que la Virgen era doctora de la Iglesia, con una
capacidad de predicación que le había sido negada anteriormente por autores como
Tomás de Aquino y dio un gran paso en la consideración de la mujer, como ser capaz de
razonar, de argumentar y, especialmente, de sentir y de sentir como mujer. Se ha
destacado, en este sentido, que Sor Isabel ofrece en la Vita Christi, escenas muy bellas
de amor y deseo, como la del diálogo entre Jesús y María Magdalena poco antes de la
muerte de Él, en el que el sentimiento de ella adquiere un especial protagonismo112.
[…]¿qué debda tan excusada es dubdar que la mujer entienda algún bien y sepa hacer
tactados o alguna otra obra loable y buena, aunque no sea acostumbrado en el estado femíneo?
Ca aquel poderoso Señor soberano que dio preeminencias al varón para que las haya
naturalmente y continua, bien las puede dar a la hembra graciosamente y en tiempos debidos, así
como la su profunda sabiduría sabe que conviene y ha lo hecho algunas veces, y aunque no lo
haya hecho lo puede hacer113.
112
Rivera Garretas, Milagros, «El cuerpo femenino y la querella de las mujeres (Corona de Aragón)», en
Duby, Georges y Michelle Perrot (dir.), Historia de las mujeres en occidente. 2. La Edad Media, op.cit.,
pp. 600-604.
113
Teresa de Cartagena, Admiraçión operum Dey, ed. Lewis J. Hutton, Madrid, RAE, 1967. Véanse
textos en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, op. cit.,
p.330.
Mas sola ésta es la verdad: que Dios de las çiençias, Señor de las virtudes, Padre de las
misericordias, Dyos de toda consolaçion, el que nos consuela de toda tribulación nuestra, Él solo
me consoló, e Él solo me enseñó, e Él solo me leyó. Él ynclinó su oreja a mí que çercada de
grandes angustias e puesta en el muy hondo piélago de males ynseparables, le llamaua con el
Profeta diciendo: «Sáluame, Señor, ca entra el agua en el ánima mía»114.
114
Apud Milagros Rivera, «Las prosistas del humanismo y del Renacimiento (1400-1550)», en Breve
historia feminista de la literatura española…, op. cit., p.91
Mi deseo es ya conforme con mi pasyón y mi querer con mi padesçer son asy abenidos,
que nin yo deseo oyr nin me pueden hablar, nin yo deseo que me hablen. Las que llamaua
pasyones agora las llamo resureçiones115.
A la mujer le falta un espejo para devenir mujer. Tener un Dios y devenir su género van
juntos […] El amor de Dios no tiene en sí nada de moral. Indica un camino. Es motor de un
devenir más perfecto…Dios no obliga a nada, más que a devenir. Ninguna otra tarea, ninguna
otra obligación nos incumbe sino ésta: devenir divinas, devenir perfectamente, no dejarnos
amputar partes de nosotras a las que podamos dar forma 116.
Muchas vezes me es hecho entender, virtuosa señora, que algunos de los prudentes
varonese asy mesmo henbras discretas se marauillan o han marauillado de un tratado que, la
graçia divina administrando mi flaco mugeril entendimeinto, ni mano escriuió. E, como sea vna
obra pequeña, de poca sustancia, estoy maravillada. E no se crea que los prudentes varones se
inclinasen a quererse marauillar de tan poca cosa, pero si su marauillar es cierto, bien paresçe que
115
Ibíd., p.110.
116
Irigaray, Luce, «Femmes divines», en Sexes et parentés, París: Les Éditions de Minuit, 1987, pp.79-
81; apud Milagros Rivera, Ibíd., p. 111.
Además, hemos de tener en cuenta que, en su propia apología, está la de todas las
mujeres que se encuentran marginadas como ella y obligadas al silencio porque se
piensa que son defectuosas frente al hombre. La hemos visto defender que la mujer
puede también actuar con inteligencia si Dios lo quiere y ser capaz de hacer grandes
cosas a pesar de su debilidad y, pone después, como ejemplo, a Judith:
[…] bien parece que la industria y la gracia soberana exceden a las fuerzas naturales y
varoniles, pues aquello que gran ejército de hombres armados no pudieron hacer, hízolo la
industria y gracia de una sola mujer118.
Con ello, evidencia que hay mujeres mejores que muchos hombres. Además, la
mujer -a diferencia de lo que defendían los tratadistas masculinos-, no tendría por qué
ser más virtuosa cuanto más se acercara al hombre. Judith utiliza sus encantos
femeninos para vencer a Holofernes y éstos resultan más efectivos que la violencia de
las armas.
Y, de manera harto inteligente, se adelanta a las reservas que le pudieran hacer sus
receptores sobre este argumento, afirmando que Dios no concede sus favores sólo a las
personas excepcionales en virtudes y sabiduría como Judith o sólo a quien lo sirve con
rigor –como hacen los reyes y príncipes con sus súbditos más fieles, a los que conceden
riquezas y honores -, sino a quién Él, en su infinita bondad y misericordia, desea (“así a
los pecadores como a los justos, así a los malos como a los buenos”).De esta forma,
defiende que una mujer como ella, sin cualidades destacables, pudiera «ser enseñada y
leída» por Dios.
117
Teresa de Cartagena, Arboleda de los enfermos y Admiración operum Dei, ed. de Lewis J. Hutton,
Madrid, RAE, 1967, p. 113; apud Milagros Rivera en «El cuerpo femenino y la querella de las mujeres»,
en Historia de las mujeres en occidente, 2, La Edad Media, op. cit., p.599.
118
Teresa de Cartagena, Admiración operum Dey, ed. Lewis J. Hutton, Madrid, RAE, 1967; véanse textos
en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, op. cit., p.331.
admirables; que cualquier mujer, por débil y defectuosa que sea, es equiparable a la
heroína Judith:
Así que deben notar los prudentes varones que Aquel que dio industria y gracia a Judit
para hacer un tan maravilloso y famoso acto, bien puede dar industria o entendimiento y gracia a
cualquier hembra para hacer lo que a otras mujeres, o por ventura alguno del estado varonil no
sabría119
Las hembras […] estando inclusas o encercadas dentro en su casa, con su industria y
trabajo y obras domésticas y delicadas dan fuerza y vigor, y sin dubda no pequeño sobsidio a los
varones. Y así se sotiene e conserva la natura humana, la cual es hecha de tan flaco almacén que
sin estos ejercicios y trabajos no podría vevir […] si plogo a Dios de hacer al sexu viril robusto e
valiente y el fimíneo flaco y de pequeño vigor, no es de creer que lo hizo por más aventaja o
excelencia al un estado que al otro, mas […]porque ayudando lo uno a lo ál, fuese conservada la
natura humana […]
De ser la hembra ayudadora del varón, leémoslo en el Génesis, que después que Dios
hovo formado del hombre del limo de la tierra y hovo inspirado en él el espíritu de la vida, dijo:
«No es bueno que sea el hombre solo; hagámosle adjutorio semejante a él». Y bien se podría aquí
argüir cuál es de mayor vigor, el ayudado o el ayudador: ya vedes lo que a esto responde la
razón120.
119
Ibíd., p.331.
120
Teresa de Cartagena, Admiración operum Dey, ed. Lewis J. Hutton, Madrid, RAE, 1967; véanse textos
en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, op. cit., pp. 329-
330.
121
Majuelo Apelañiz, Miriam, «Teresa de Cartagena en la Querella de las mujeres», en La querella de las
mujeres III, op. cit., pp.102-103.
serían las depositarias una religiosidad interior, superior a la masculina, más externa y
volcada en lo público.
Ya otras mujeres habían escrito antes, pero Teresa de Cartagena –como también
Christine de Pizan, Isabel de Villena y otras autoras de la «Querelle»-, hablaba desde
una perspectiva propia y autónoma, como elaboradora de un discurso inspirado por
Dios, pero centrado en ella misma y construido sobre sus experiencias de mujer
enferma, con el fin de consolar a otras personas como ella. En sus dos tratados
encontramos, en consecuencia, la voz de una mujer sabia y llena de autoridad que quiso
escapar de su dolor a través de la escritura, que rompió el silencio impuesto a la mujer
por la sociedad patriarcal, ansiosa de comunicar al prójimo el amor infinito e
incondicional aprendido en un Dios misericordioso y comprensivo, sentido por su
propio corazón.
122
Castiglione, Baldassare, El cortesano, op. cit., p.306.
123
Ibíd.
La «Querelle des femmes» surge en el S.XV con el decidido empeño de echar por
tierra todas las acusaciones que injustamente se habían ido extendiendo durante la Edad
Media sobre las mujeres. Son muchos los autores y autoras que –amparados en las
nuevas ideas humanistas que llegaban de Italia-, escribieron tratados pro-fémina,
siguiendo el De Mulierubus Claris de Boccaccio, que ofrecía un amplio muestrario de
mujeres virtuosas y propiciando un nuevo modelo femenino que respondiera mejor a la
sociedad en transformación del ocaso medieval, donde existían casos reales y actuales
de mujeres cultas e inteligentes –pensemos en las escritoras mencionadas, en Isabel la
Católica y en su círculo de mujeres ilustradas, en las damas italianas de los brillantes
salones renacentistas…-, capaces de desmontar, con su ejemplo palpable, todas esas
afirmaciones misóginas que se venían arrastrando por inercia y sin argumentos sólidos.
Serán, finalmente, las mismas mujeres las que con su esfuerzo y talento,
expresándose por sí mismas y ajenas a la repetición de los modelos patriarcales, logren
encontrar una auténtica apología del rol femenino, que anule esa enorme distancia -que
hemos podido comprobar a lo largo de todo el capítulo- entre realidad y teoría. Christine
de Pizan, Leonor López de Córdoba, Constanza de Castilla, Isabel de Villena o –de
forma muy especial- Teresa de Cartagena, ofrecen, con su labor de escritoras y su
CAPÍTULO III.
LA REIVINDICACIÓN
FEMENINA A TRAVÉS DEL
AMOR LITERARIO
Capítulo III.
La reivindicación femenina a través del amor literario 155
Nuevamente, nos encontramos aquí con esa dificultad de las propias mujeres para
ser escuchadas. El mundo femenino se nos ofrece, generalmente, a través de la
perspectiva y las palabras del masculino. No obstante, esta condena al silencio no hace
que sus voces sean menos significativas. Son muy interesantes cuando se dejan oír;
como veremos, por ejemplo, al penetrar en la labor de las trobairitz y poetas italianas
relacionadas con el Dolce stil novo, en la poesía femenina de los cancioneros castellanos
del XV o de la lírica popular puesta en boca de mujer. Estas creaciones femeninas
demuestran que, tanto la perspectiva de los nobles como la de los clérigos –que las
idealiza o demoniza en exceso- , tiene muy poco que ver con su auténtica naturaleza,
con esa persona real que comparte su vida y sus sueños con el hombre, que es capaz de
sentir amor y dolor con la misma intensidad y de demostrar abiertamente su virtud, su
ingenio, su gracia o su inteligencia.
Por otro lado, es preciso tener en cuenta su relevancia como receptoras. Los
mismos textos literarios, como ocurre en el caso de la ficción sentimental o de las
novelas de caballerías, nos dan cuenta de la afición de la mujer a la lectura y, como ya
veíamos en el Capítulo I, son numerosos los catálogos y noticias de bibliotecas
medievales que evidencian a la mujer como poseedora de libros. Ella inspira, pero
también consume literatura y determina, en consecuencia, temas y formas literarias.
Por tanto, si entre las virtudes de los héroes de gesta destacan la fortaleza, la
generosidad, la lealtad, la justicia y la mesura; las mujeres debían poseer las cualidades
que les permitieran desempeñar lo mejor posible sus deberes de esposas y madres. Ellas
debían estar, en su ámbito doméstico, a la altura de los admirables varones que
protagonizan estos textos. La obediencia, la modestia, el recato en el vestir y el hablar y,
especialmente, la salvaguarda de su castidad, serán fundamentales.
Esta escena, que supone una bella y literaria muerte por amor, da mayor
relevancia al personaje femenino -siempre a la sombra del héroe y con escasa voz en la
épica castellana, como demuestran Jimena y sus hijas-, pero su finalidad es la misma:
engrandecer aún más a Roldán y evidenciar que ella no puede tener existencia propia sin
su magnífico compañero. Su castidad y su fidelidad al héroe es, de este modo, eterna,
aunque no sea todavía su esposa; acercándose a la situación de las jóvenes y bellas
viudas y vírgenes, que preferían morir a perder su honor y que se utilizaban como
ejemplos de mujeres virtuosas en los tratados pro-fémina comentados en el capítulo
anterior.
1
Riquer, Martín de, Cantar de Roldán y el Roncesvalles navarro, Barcelona: Acantilado, 2003, p.347;
apud Verdon, Jean, en El amor en la Edad Media. La carne, el sexo y el sentimiento, Barcelona: Paidós,
2008, pp.75-76.
Así, es ella la que decide presentarse ante el conde prisionero y exigirle que le
prometa matrimonio a cambio de ser liberado, dándole, incluso, un ultimátum, que da
cuenta de su fuerte carácter:
Y no duda, después, en cargarlo sobre sus espaldas, con cadenas y todo, porque
éste no puede andar, adentrándose con él en el espeso bosque; episodio que se convirtió
en uno de los más célebres de las gestas castellanas:
2
Martínez, H. Salvador, ed., Poema de Fernán González, Madrid: Espasa-Calpe (Austral, 195), 1995, vv.
638-639, p.152.
3
Ibíd., v.644. p.153.
Sin duda, la ridiculización del mal arcipreste resulta, así, más grotesca: privado de
sus ropas por su debilidad carnal y vencido por una mujer. Pero, es curioso comprobar
cómo finalmente la responsabilidad del asesinato del arcipreste recae en los dos, en
Doña Sancha y en Fernán González por igual, por el carácter ejemplar de esta muerte,
que el autor cree justa y merecida:
Esta obra muestra, en efecto, una visión de las mujeres totalmente atípica, pues
valora su inteligencia y habilidades artísticas, con las que consiguen escapar a la
subordinación masculina y hacer que prevalezca su voluntad.
7
Ibíd., pp.183-188. Esta autora, tras estudiar la deslegitimación del mito de las amazonas clásicas durante
el Medievo y su conversión en virgo bellatrix por intereses patriarcales, ahonda en el Amadís de Gaula y
sus continuaciones para mostrar cómo en Calafia –reina de las amazonas de California-, se produce el
paso de esa mujer autosuficiente y andrófoba a la mujer que se enamora y acepta la sumisión del
matrimonio en los últimos capítulos de Las sergas de Esplandián. Este personaje será recuperado,
incluso, por Feliciano de Silva en la séptima parte del Amadís, Lisuarte de Grecia(1525), donde se
enfrenta, ya convertida en virgo bellatrix, a la amazona transgresora Pentasilea, con la que mantiene una
lucha simbólica y la vence. Según Yolanda Beteta este episodio (XL) representa el triunfo final del
patriarcado en el largo proceso que se inicia en la Baja Edad Media para deslegitimar la «Querelle des
femmes». Se deconstruye la identidad de las mujeres transgresoras: curanderas, parteras, escritoras,
beguinas, marginadas…, para imponer un nuevo modelo de mujer más dócil (veáse Beteta Martín, Ibíd.
p.197).
Pero, ante todo, la princesa muestra una gran resolución a la hora de decidir quién
ha de ser su esposo, rechazando a tres valiosos pretendientes, en favor de Apolonio; un
extranjero que poco podía entonces aportarle, exiliado de su patria y perseguido por el
malvado Antíoco. Envía, así, a través del mismo Apolonio –que se muestra humilde y
prudente en todo momento-, un enigmático mensaje a su padre, donde ofrece su
decisión (“que con el peregrino quería ella casar, / el que con solo el cuerpo se salvó de
la mar”9), que luego explica ella misma directamente a su progenitor, mostrando
claramente su voluntad y anteponiendo ésta a cualquier otro interés:
El rey, al que importa sobre todo la salud y felicidad de su hija, acepta de buen
grado este matrimonio y será recompensado por ello, pues su yerno recibe pronto la
noticia de la muerte de Antíoco y su subida al trono de Antioquía; lo que convierte a su
hija en reina de tan preciado y próspero país. Se premia, por tanto, el amor por encima
de la ambición. Luciana no sólo es admirada por su belleza, sino mucho más por sus
dotes artísticas e intelectuales: es capaz de hacerse oír por su padre, de conseguir el
amor del hombre que ella desea y de casarse, finalmente y por decisión propia, con él.
Si bien recibe influencias de la literatura clásica -donde mujeres como Penélope también
8
Bermúdez, Alejandro, ed., Libro de Apolonio, Madrid: Clásicos Modernizados Alhambra, 1986, v.208,
p. 51.
9
Ibíd.,v.223, p. 53
10
Ibíd., v.237, p. 55.
habían hecho valer su ingenio y virtudes, a la altura del héroe al que aman- y, por
supuesto, de la literatura oriental –donde personajes femeninos como Sherezade dan
cuenta de su habilidad de palabra para lograr sus objetivos-; parece anticipar también
ese tipo de mujer resuelta y cultivada que habrá de tener gran importancia en la corte,
como inspiradora, ejecutora y consumidora de obras de arte.
Pero, más aún que el caso de Luciana, es destacable el de su hija Tarsiana. Tras
arrojar el cuerpo de Luciana, a la que todos creen muerta, al mar; Apolonio llega a
Tarso y entrega a su hija a un matrimonio que cree amigo. Ésta, digna heredera de unos
padres tan virtuosos e instruidos, también es educada con gran esmero y consigue ser
admirada no ya sólo por su singular belleza, sino ante todo por sus virtudes y dedicación
al estudio y a la música; formación que luego va a ser decisiva en su vida. El anónimo
autor del Libro de Apolonio, no duda en enfatizar la instrucción de Tarsiana:
[…]
Cuando tuvo siete años, mandáronla a la escuela;
aprendió bien gramática y a tañer la vihuela,
aguzó como el hierro que afilan en la muela.
[…]
Cuando llegó la dama a quince años de vida,
era en todas las artes maestra muy cumplida;
otra de tal belleza no había conocida.
Por su índole se hallaba toda Tarso vencida.
No quería ni un día sus estudios perder,
pues voluntad tenía de llegar a aprender;
aunque mucho pasaba, sintió en ello placer,
pues se estimaba en mucho, quería algo valer11
11
Ibíd., vv.350-353, p.69-70.
Y lo mismo hace con todos los hombres que vienen a yacer con ella, hasta que
propone a su explotador un negocio más lucrativo que su cuerpo: se hará juglaresa. Y en
este momento comprobamos su extraordinaria elocuencia; pues sabe aprovechar la
avaricia del dueño del lupanar para lograr su objetivo:
[…]
Señor, si lo tuviese yo por ti dispensado,
otro oficio sabía que se hace sin pecado,
que más ganancioso es y es mucho más honrado.
Si tu me lo concedes, dada tu cortesía,
que ponga yo mi entrega en esa maestría,
cuanto tú me pidieres yo tanto te daría,
tú obtendrías gran lucro y yo no pecaría.
De cualquier condición que ello pudiese ser,
mayor ganancia tú podrías obtener,
por eso me compraste, eso debes hacer,
en provecho tuyo hablo me lo debes creer13
12
Ibíd., v.409, p. 77.
13
Ibíd., vv.422-423-424, p.79.
Esa vuelta a los brazos del padre marca, sin embargo, la vuelta de Tarsiana al redil
y a la protección masculina. A partir de ese momento, apenas tiene ya importancia. Son
Antinágoras y Apolonio los que pactan su boda, como agradecimiento a la protección y
ayuda del primero –no se acuerda ahora nadie del esfuerzo e ingenio de Tarsiana ante la
adversidad- y se decide que el matrimonio ocupe el trono de Antioquía. Mientras, el rey
de Tiro se retira con su esposa –con la que se reencuentra más tarde- a Pentápolis,
donde aún Luciana dará a luz a un varón, que heredará el trono y el nombre de su
abuelo, Architrastes; convirtiéndose en la alegría de todos. Si el nacimiento de Tarsiana
abría un cúmulo de desgracias para la familia –el padre sólo piensa en proteger y casar
14
Ibíd., vv. 428-429-430, pp. 79-80.
bien a la hija-, el nacimiento del hijo culmina su trayectoria vital. Supone a Apolonio
una gloria que perdurará más allá de su muerte.
15
Haro Cortés, Marta, « “De las buenas mujeres”: su imagen y caracterización en la literatura ejemplar de
la Edad Media», en Juan Paredes, ed., Medioevo y Literatura, Actas del V Congreso de la Asociación
Hispánica de Literatura Medieval (Granada, 27 septiembre-1 Octubre 1993), vol.II, Granada:
Universidad de Granada, 1995, pp.457-476.
3. La mujer casta y virtuosa, como las hijas de la duquesa Rosinalda, que cuando
los hombres de Cavacus cercaron su castillo: «…posieron carne de pollos so
las tetas por que el calor de la carne e de las tetas saliesse fedro, e assi
guardarían virginidat» (Exenplos por a.b.c., división 192); la paciencia y
resignación de las madres de los mártires cristianos; o la entereza moral de las
incorruptibles esposas que son tentadas por lascivos poderosos, como Lucrecia
y Eufresina (Exenplos por a. b.c., división 62 y 190, respectivamente), o el
caso extremo de Sinfronia (Espéculo de los legos, Epígrafe 483), mujer de un
adelantado romano que llegó a llagarse la cara cuando fue requerida por el
Emperador.
16
Rivera Garretas, Mª Milagros, Textos y espacios de mujeres (Europa, S. IV-XV), Barcelona: Icaria,
1995, p.205.
Es una pasión innata que nace de la visión de la belleza del otro sexo y de su desmedida
obsesión por la misma, que lleva a desear, por encima de todo, la posesión de los abrazos del
otro18.
Pero Razón, que de amor disiente, le dice que se guarde de montar, le aconseja y advierte
de no hacer algo de lo que obtenga vergüenza o reproche. No habita el corazón, sino la boca,
Razón, que tal decir arriesga. Pero Amor fija en su corazón y le amonesta y ordena subir
enseguida a la carreta. Amor lo quiere y él salta, sin cuidarse de la vergüenza, puesto que amor lo
manda19
17
Libro de Apolonio, op. cit., v.544, p.94.
18
Rodríguez Santindrián, Pedro, ed., Andrés el Capellán, Libro del amor cortés, Madrid: Alianza
Editorial (Literatura 5085), 2006, p. 29.
19
Alvar, Carlos, ed., Chrétien de Troyes, El caballero de la carreta, Madrid: Alianza Editorial
(Biblioteca temática/Biblioteca artúrica, 8704), 1998, p. 24.
20
«Una dama que mire el buen valor/bien debe poner su intención/en un caballero valiente y cortés/desde
que conoce su valor; /y que ose amarle abiertamente:/porque de una dama que ama sin esconderse/los
valerosos y los valientes/no dirán más que bien». Véase Martinengo, Marirì, ed., Las trovadoras. Poetisas
del amor cortés, Madrid: horas y HORAS la editorial (Cuadernos Inacabados, 28), 1997, p.59.
Jean Verdon cita, para destacar la importancia de esta nueva concepción del amor,
una consideración de Pierre Le Bec que bien puede servirnos para enlazar con el
epígrafe siguiente:
Uno de los géneros que más han influido en la literatura amatoria, la Cansó, se
dedicaba, precisamente, al servicio de las damas (“midons”<meus dominus,
“domna”<domina), mientras los poetas se humillaban ante ellas como fieles vasallos.
Recordemos la sumisión de Bernart de Ventadorn ante su dama como homo ligius,
simulando la ceremonia del vasallaje y aspirando a una recompensa o galardón por su
fidelidad:
21
Apud Jean Verdon, en El amor en la Edad Media. La carne, el sexo y el sentimiento, op. cit., pp.83-84.
22
Apud Jaume Vallcorba, De la primavera al Paraíso. El amor, de los trovadores a Dante, Barcelona:
Acantilado, 2013, p. 17.
23
«Ya no tendrá conmigo corazón perverso ni arisco ni creerá malvados consejos contra mí, pues soy su
hombre ligio dondequiera que esté, de modo que puedo darle gaje de lo de encima de mi cabeza, con las
manos juntas acudo a su voluntad y no quiero dejar de estar a sus pies, hasta que por piedad me meta allí
donde se desnuda». Véase Martín de Riquer, Los trovadores. Historia literaria y textos, I, Barcelona:
Ariel, 2001, 4ªed., p.83.
24
Martín de Riquer, Ibíd., p.87.
25
Al inicio de la obra, elogiando a «su señora de Champagne» afirma Chrétien de Troyes: «en esta obra
actúan más sus requerimientos que mi talento y mi esfuerzo», en El caballero de la carreta, op. cit., p.17.
Podríamos afirmar, por tanto, que el amor cortés reforzaba el dominio del
individuo sobre su cuerpo: reprimía los impulsos masculinos, marcando la distinción
entre el refinamiento del caballero frente al villano, y servía también para formar a las
mujeres, exigiéndoles prudencia y coraje. No obstante, ese carácter sensual del onírico
assai; la unión carnal que implicaba un género como el Alba; la aparición del
denominado drutz (o momento cumbre en el que el poeta es aceptado en el lecho) en
ciertos textos provenzales; o los amores realizados –más o menos ficticios- entre damas
26
Véase Martín de Riquer, op. cit., p.93.
Así, Iseo que, desflorada por Tristán, no quiere que se sepa su deshonra en su
noche de bodas con el rey Marcos, convence a su criada para que sea ella la que yazga
con su marido. Iseo, en efecto, abandonará el lecho marital frecuentemente para reunirse
con su amante, al que da pistas sobre dónde va a pasar la noche, con canciones y
picardías; tanto es así, que su doncella la compara con Richeut –protagonista de un
célebre fabliau, que destaca por su vida alegre y su astucia-. Y, en efecto –siguiendo a
Berta Vías27-, demuestra su habilidad para el ardid cuando, ante las sospechas de sus
relaciones ilícitas con Tristán, debe jurar ante las reliquias de Cornualles en el episodio
de la Blanca Landa, que es fiel al rey Marcos, y proclama que sólo ha penetrado entre
sus piernas su marido y el enfermo que la llevó a horcajadas el día anterior, para evitar
su paso por un lodazal –siendo en realidad este enfermo su amado Tristán, disfrazado de
27
Vias Mahou, Berta, La imagen de la mujer en la literatura occidental, Madrid: Anaya, 2000, pp.23-35.
leproso, para no ser reconocido en la corte-; con lo cual salva su honra por un tiempo,
sin recurrir a la mentira:
Señores –dice Iseo-. Juro por dios, por san Hilario, por estas sagradas reliquias y por todas
cuantas existen en el mundo que nunca hombre entró entre mis piernas, salvo el malato que me
tomó sobre su espalda para cruzar el vado y el rey Marcos, mi señor. Si alguien pide que haga
otra prueba estoy dispuesta a aceptarlo28
-… ¡Dios mío! ¿Podré algún día rescatarme de este crimen, de este pecado? Bien sé que
no, antes se secarían todos los ríos y el mar se agotaría. ¡Ay! ¡Cómo me confortaría y cuanto
mejor me sentiría si, al menos, una vez antes de muerto, le hubiese tenido entre mis brazos!
¿Cómo? muy fácilmente: desnuda yo y desnudo él, para que mayor fuese el placer 29
Piensa, sincera y humanamente, que ha sido demasiado cruel, que en el juego del
amor cortés ha ido demasiado lejos:
Yo cuidaba que todo era un juego, pero él no lo entendió así y no ha podido perdonarme.
Nadie sino yo le he asestado el golpe mortal, por mi fe. Cuando llegó a mí sonriendo, seguro de
que yo me alegraría al verle, ¿no fue un golpe mortal el no querer concederle una mirada?
Cuando le retiré la palabra, cuido que en ese instante le arranqué la vida con el corazón30.
28
Yllera, Alicia, ed., Tristán e Iseo, Madrid: Alianza Editorial (Libro de Bolsillo, L13), 2012, p. 163.
29
Chrétien de Troyes, El caballero de la carreta, op. cit., pp.96 y 97.
30
Ibíd., p.96.
La reina le encuentra enseguida con sus brazos, le besa, le estrecha fuertemente contra su
corazón y le atrae a su lecho, junto a ella. Allí le dispensa la más hermosa de las acogidas, nunca
hubo otra igual, que Amor y su corazón la inspiran 31
[…] y la tiene entre sus brazos y ella a él entre los suyos. Tan tiernos y agradables son sus
juegos, tanto han besado y han sentido, que les sobreviene en verdad un prodigio de alegría:
nadie oyó hablar jamás de maravilla semejante 32.
…La dama queda en la cama al lado de su amigo. ¡Nunca vi pareja tan hermosa!
31
Ibíd., p. 104.
32
Ibíd., pp.104-105.
33
Alvar, Carlos, ed., María de Francia, Lais, Madrid: Alianza Editorial (Literatura, 5652); p.116.
34
Véase «Introducción» de Pedro Rodríguez Santidrián, en Andrés el Capellán, El libro del amor cortés,
op. cit., p. 15.
servidor chocaba violentamente con la ideología oficial; ese cristianismo que desde el
siglo XII, según el Decreto de Graciano, consideraba al género femenino inferior al
masculino y, por ende, a la mujer como sierva o, incluso, como una posesión más del
marido. Esta oposición en la consideración de la mujer –literariamente ensalzada y
oficialmente marginada y menospreciada- se reflejaba en los frecuentes Debates entre
caballeros y clérigos y estaba originada, en palabras de la profesora Suárez Miramón, en
«el deseo de los laicos de desprenderse de la tutela de la iglesia»35.
Además, -tal y como afirma Daniel Rocher- «los ejercicios del amor cortés
liberaron en gran parte de su tosquedad al comportamiento de los varones y a la política
matrimonial de los linajes»36. En este sentido, podríamos afirmar que el amor cortés,
aunque fuera fundamentalmente un juego de hombres –tanto el trovador como el
caballero andante entendían la conquista amorosa como un medio de aumentar su fama
y la mujer no era las más de las veces más que un bello trofeo-, ayudó a la promoción de
la mujer en la Europa feudal. Recordemos, en este sentido, la fuerza con que la
protagonista del Roman de Flamenca –narración occitana del siglo XIII que exalta la
fin’amors-, se queja de su matrimonio, impuesto por intereses familiares, y de un
marido, celoso e injusto, que la encierra en una torre para preservarla de la vista de otros
hombres:
35
Suárez Miramón, Ana, «Entre el silencio y la palabra: escritura femenina en el Renacimiento», en
Miguel Ángel Pérez Priego (coord.), Melchor Cano y Luisa Sigea. Dos figuras del Renacimiento español,
Seminario de estudios renacentistas conquenses, Tarancón: Centro Asociado de la UNED de Cuenca –
Estudia Académica-, 2008, p.86.
36
Rocher, Daniel, «Le débat autour du mariage chez les clercs et les écrivains mondaines á la fin du
XIIème et du début du XIIIème siècle», Cahiers d´Études Germaniques, 1987; apud G. Duby, «El modelo
cortés», en Historia de las mujeres.2. La Edad Media, Madrid: Taurus, 1992, p.318.
37
«-Noble y querido señor-respondió Flamenca, sin tardar-, el que nos casó cometió un grave pecado.
Desde que vos me habéis obtenido por esposa, vuestro valor no ha hecho más que decaer, solíais valer
tanto, que todo el mundo hablaba de vos, y Dios y los hombres os amaban, pero, os tornasteis tan celoso,
(vv. 6675-6684)
El amor irrumpía como una fuerza todopoderosa que dictaba dulces y sinceros
versos; ya llenos de alegría y embelesamiento ante la hermosura de la amada (“Avete’ n
vo’ li flor’ e la verdura/ e ciò che luce ed è bello a vedere…”)39, ya llenos de dolor y
tristeza por su inaccesibilidad (“…I’ vo come ocluí ch’ è fuor di vita,/ che pare, a chi lo
sguarda, ch’ omo sia/ fatto di rame o di pietra o di legno,/ che si conduca sol per
maestria/e porti ne lo core una ferita/ che sia, com’ egli è morto, aperto segno”)40
Superado ya el feudalismo, esta nueva lírica no se basaba en la constitución política de
la sociedad, sino en algo mucho más espiritual: cualquier hombre, independientemente
que me matasteis a mí y a vos».Véase Corvasì, Jaime, ed., Roman de Flamenca, Murcia: Servicio de
publicaciones de la Universidad de Murcia. Editum, 2010, p.43.
38
«De sus ojos esparcía una luz que parecía espíritu ardiente; / yo me atreví a mirarla a la cara, / miré y vi
de un ángel la imagen…creo que del cielo era soberana/ y bajó a la tierra para salvarnos:/ por eso es feliz
la que está a su lado». Véase Dante Alighieri (soneto 2), en Alvar, Carlos, ed., El dolce stil novo. 47
sonetos y 3 canciones (Antología), Madrid: Visor (vol. CLXXXI), 1984, pp. 74-75.
39
«En vos están las flores y el verdor/ y todo lo que luce y es hermoso». Véase Guido Cavalcanti (soneto
2) en Alvar, Carlos, Ibíd., pp.48-49.
40
«…Voy como aquel que ha dejado la vida, / a quien lo mira le parece hombre/ de bronce, de piedra o
de madera, / que puede caminar por artificio/ y en el corazón lleva una herida/ que es claro signo de cómo
ha muerto…». Véase Guido Cavalcanti (soneto 7), en Alvar, Carlos, Ibíd., pp.58-59.
Pero, curiosamente, esta poderosa mujer, la donna angelicata –que carece del
encanto de ciertas heroínas medievales a las que nos hemos referido, como Tarsiana,
Iseo o Ginebra-, era más un símbolo de perfección y armonía, que un ser de carne y
hueso. Berta Vias habla, en este sentido, del amor intelectual y frío que Dante muestra
hacia Beatriz:
En el caso de Dante, que vio a Beatriz cuando sólo tenía nueve años y ya no la pudo
olvidar, ese amor se va sublimando a medida que la imagen de la mujer se va borrando. Se
convierte, así, en concepto, ejemplo inspirador de la tendencia dantesca a la gloria eterna y a la
beatitud42.
El amor del Dolce Stil Novo, que habría de influir tanto en la espiritualidad
renacentista, es un sentimiento delicado y poderoso, capaz de hacer mejor a quien lo
padece, pero tan ideal, tan etéreo e irrealizable, que no permite, en muchos casos, ese
afecto que encontramos en el amor cortés.
41
«…El fuego del amor prende en corazón noble/ como la virtud en las piedras preciosas…». Véase la
canción de Guido Guinizzelli, en Alvar, Carlos, Ibíd., p.13.
42
Vias Mahou, Berta, La imagen de la mujer en la literatura occidental, op. cit., p.37.
43
En palabras de Rosamaría Aguadé, por ejemplo: «La sublimación que la sociedad cortés hacía de las
mujeres significó para ellas un retroceso. De ser consideradas inferiores fueron trasladadas a su lado
opuesto, el de la sublimación, y ahí las mujeres dejaron de ser reales y, por lo tanto, humanas […]
Situadas al lado de la Virgen y los coros celestiales, no había quien las pudiera bajar a la tierra»; en
Cristina Segura (coord.), La querella de las mujeres III, Madrid: Al-Mudayna, 2011, p.40.
cuerpo y se convierte en una mera «proyección de los deseos del poeta»44, poco hace
por mejorar la imagen de la mujer esta literatura. Tanto la midons como después la
donna, se ofrecen simplemente como un camino para alcanzar el pretz en el caso de los
trovadores (palabra mágica, que significa «precio», y que engloba todas las virtudes de
la sociedad caballeresca) o el idealizado Paraíso cristiano en el caso de los estilnovistas.
amplios, actitudes espirituales y gestos galantes que mejoraron el trato dado a la mujer.
Ésta no era concebida ya como un simple cuerpo, importaba también conquistar su
corazón y para ello había que tener en cuenta su sensibilidad e inteligencia. La mujer se
hace imprescindible en la vida de la corte y, de esta forma, Guido Cavalcanti teoriza
sobre el amor en una famosa canción que se convertirá en texto canónico del Dolce Stil
Novo, precisamente –y dejando lo que pueda tener de artificio-, «porque se lo pide una
dama»47.
Pero, no sólo eso, sino que desde mucho antes, en el sur de Francia, mujeres -no
literarias, sino reales-, habían alcanzado una extraordinaria relevancia durante las
cruzadas, asumiendo mayor responsabilidad administrativa y el control sobre las tierras,
en ausencia del esposo. Y, por supuesto, tanto la doctrina cátara como la fin’amors,
terreno en que la mujer encontró libertad y protagonismo, contribuyeron también
enormemente a ello. Régine Pernoud ha destacado la influencia que ejerce la mujer en
el siglo XIII, refiriéndose a la importancia en ámbitos políticos y culturales de Leonor
de Aquitania y de sus hijas y nietas -a las que ya nos hemos referido en varias
ocasiones-. Según esta autora, estas reinas:
[…] dominan realmente su siglo, ejercen el poder sin discusión en caso de que el rey esté
ausente, enfermo o muerto, tienen su cancillería, su viudedad, su campo de actividad (que
podrían reivindicar como un fecundo ejemplo los movimientos más feministas de nuestro
tiempo)48.
47
Véase Guido Cavalcanti, 1, «Donna me prega, per ch’eo voglio dire», en Alvar, Carlos, El dolce stil
novo…, op. cit., pp.39-47.
48
Pernoud, Régine, Para acabar con la Edad Media, Barcelona: Medievalia, 2010, 4ªed., p.89.
Na Tibors si era una dompna de Proensa, d’un castel d’Enblancatz qe a nom Sarenom.
Cortesa fo et enseignada, avinens e fort maïstra; e saup trovar.
E fo enamorada e fort amada per amor, e per totz los bons homes d’aqela encontrada fort
honrada, e per totas las valens dompnas mout tensuda e mout obedida. E fetz aqestas coblas e
mandet las al seu amador50
49
Martinengo, Marirì, Las trovadoras. Poetisas del amor cortés, op. cit., p.31.
50
«Tibors fue una señora de Provenza, de un castillo de Blancatz que se llama Sarenom. Era cortés y
culta, graciosa y muy sabia; y sabía componer. Estuvo enamorada y fue amada por amor, y por todos los
hombres de bien de aquella comarca fue muy honrada y muy temida y muy obedecida por todas las
señoras de valía. E hizo estas coplas y se las envió a su amante» (véase Martinengo, Marirì, Las
trovadoras…, op. cit, p. 55). Tibors es la primera trovadora de la que se tiene noticia, nacida hacia 1130.
Fue hermana del célebre trovador Rimbaud de Orange –del que se enamoraron varias trobairitz- y esposa
de Beltrand de Les Beaux, con el que animó un importante centro de cultura trovadoresca.
verso de Ovidio (“nec in una sede morantur majestat et amor”…), para desprestigiar a la
mujer que se deja llevar por las riquezas –siguiendo una animada querella en la que
también estuvo involucrada María de Fancia51-, pues el amor debe ser desinteresado y
debe existir en él fidelidad mutua:
51
Isabel de Riquer (“María de Francia y la querella sobre el ric home”, en La querella de las mujeres. I.
Análisis de textos, Madrid: Al-Mudayna (Querella-Ya), 2010, pp.47-57), señala que en el lai Equitan de
María de Francia, donde la mujer de un senescal se deja cortejar por un rey que se enamora de ella y llega
a planear la muerte del marido para casarse con el monarca, se abrió la querella sobre el amor del “ric
ome” (entre 1170 y 1173), en la que participaron muchos poetas, entre ellos la citada Azalais de
Porcairagues.
52
«La señora dirige muy mal su amor/ si a un rico hombre lo da/más en alto que un valvasor/y la que lo
hace loca está. /De hecho, Ovidio lo dice/que amor y riqueza juntos no van/ y la señora que no escoge/me
parece vulgar» (véase Martinengo, op. cit., p. 67).
53
«De alegría y juventud me sacio/ y alegría y juventud me sacian/porque mi amigo es el más alegre, /por
lo que yo soy graciosa y alegre; / y ya que con él soy sincera, /bien pretendo que conmigo sea sincero,
/que nunca de amarlo me abstengo, /ni tengo corazón para hacerlo» (véase Martinengo, op. cit., p.58).
Actitud ésta muy cercana a la exaltación del amor cortés que se produce en el
Roman de Flamenca. Recordemos que la protagonista del célebre relato provenzal, se
abandona a los juegos cortesanos, que son la única manera que tiene una mujer como
ella –utilizada por su belleza como mero objeto de transacción- para ser feliz,
despreciándose en la obra a los murmuradores:
Y tampoco duda Beatriz de Día, en mostrar sus necesidades carnales, como hacía
la reina Ginebra en el episodio de El Caballero de la carreta, al que nos referíamos más
arriba. La trovadora sueña con historias apasionadas que ha leído, como la de Flores y
Blancaflor, y fantasea con tener a su amante entre sus brazos, para mayor placer de
ambos:
54
«La alegría cortés me da felicidad, / por ella canto más gozosamente/y no me produce pesar/ni me
causa ninguna preocupación/saber que quieren mi mal/los falsos y viles envidiosos, /y sus palabras
malévolas no me atemorizan:/al contrario, soy dos veces más dichosa» (véase Martinengo, op. cit., p.63).
55
«Que ningún caballero recrimine ni se queje jamás del amor, ni deje de mostrarse cortés y valiente por
culpa de los murmuradores y, llegado el momento, sea bien enamorado». Véase Roman de Flamenca
(traducción y edición de Jaime Corvasì Carbonero), op. cit., p.43.
56
«Cómo querría una tarde tener/a mi caballero, desnudo, entre los brazos, /y que él se considerase
feliz/con que sólo le hiciese de almohada;/lo que me deja más encantada/que Floris y Blancaflor: yo le
dono mi corazón y mi amor,/mi razón, mis ojos y mi vida» (véase Martinengo, op. cit., p.62).
La mujer rechaza y desafía esa hipocresía de las costumbres impuestas por una
sociedad dominada por valores masculinos y reivindica la libertad amorosa. Castelloza
–señora de Augvernia, casada con un héroe de las cruzadas, Truc de Maiona, y
enamorada de Arman de Brion, al que encubre con «Bell Noms» (Bello Nombre); uno
de los pocos ejemplos de senhal dado a un hombre por una mujer-, sobrepone su gusto a
los que no consideran correcto que una dama corteje a un caballero y así lo manifiesta
insistentemente en la canción titulada «Amics, s’ie.us troves avinen»57.
57
«Ieu sai ben qu’a mi estai gen,/si bei.s dizon tuich que mout descove/que dompna prei a cavallier de
se…Assatz es fols qui m’en repren/de vos amar, pois tan gen mi cove,/e cel qu’o ditz no sap cum s’es de
me» (“Yo sé bien que a mí me place,/mientras todos dicen que es muy inconveniente,/que una dama
corteje a un caballero…Es muy insensato quien me reprende/por amaros/ya que tanto me place,/y quien
lo hace no sabe cómo soy…”). Véase Martinengo, pp.90 y 91.
58
«No debería tener más deseo de cantar/ya que cuanto más canto/peor me va en el amor/porque el lloro
y el lamento han hecho en mí su morada […] Desde que os vi quedé en vuestro poder/y además allá de
esto, amigo,/no he tenido nunca otro mejor que vos./No me enviéis ni suplicante ni mensajero/para
decirme que habéis vuelto el freno en otra dirección./Amigo, no hagáis nada:/ya que la alegría no me
sostiene,/basta poco para hacerme enloquecer de dolor» (véase Martinengo, op. cit., pp.92 y 93).
El amor es una fuerza civilizadora, que provoca que seamos mejores. Unos versos
de mujer, procedentes de una tensó anónima rezan: «vos e s de cui sui mielz hoi que
non era» (“vos sois aquel por quien hoy soy mejor que ayer”)61. Tanto en el hombre
como en la mujer, ofrece una vía de refinamiento y virtud. Y es curioso, en este sentido,
59
Castelloza, «Amics, s’ie.us troves avinen»: «…y compongo canciones con el fin de aumentar/ vuestro
buen mérito, ya que no puedo soportar/no haceros de todos loar, /por más que me hacéis mal y me hacéis
enfadar» (véase Martinengo, op. cit., pp.88-89).
60
Véase Martinengo, Marirì, I. «Maestras de civilización», en Las trovadoras. Poetisas del amor cortés,
op. cit., p.23.
61
Véase «Anónima III», en Martinengo, op. cit., pp. 138-139.
comprobar cómo cuando una mujer habla de otra no la considera nunca tan cruel ni tan
dura como para provocar la muerte del enamorado -como sí ocurre, con frecuencia, en
la masculina-; sino que destaca en ella la cortesía y mesura como características
esenciales y no cree que el caballero deba temer nunca su reacción (“…nunca una dama
hirió a un caballero”). Los siguientes versos de Bona Domna acercan, sin duda, esa
imagen de la mujer objeto del amor cortés, tan idealizada por la imaginación masculina,
a la tierra:
62
Bona Domna, «Bona Domna, un conseill vos deman» (en Martinengo, op. cit., pp.124-125): «Señor, yo
os digo, según mi parecer/ que procede bien quien se declara a una señora cortés/y que es poco sabio
quien la teme;/ porque nunca dama hirió a un caballero,/mas si no le place que le declare su amor/no
causa daño de ninguna manera,/porque una dama noble tiene gran cortesía/que sabe negarse con palabras
gentiles».
amor. Parece, entonces, que sólo cuando al trovador le conviene, hombre y mujer deben
ser iguales:
María, como mujer, defiende y comprende la libertad de la otra dama para amar o
desamar a quien desee y rechaza el egoísmo de Gui y su huida del sacrificio cortés;
actitud que evidencia que muchos varones renunciaban al juego del amor cuando no
existía esperanza de galardón. En otras ocasiones, en cambio, las trovadoras se
solidarizan con el sufrimiento del caballero rechazado e interceden por él ante otra
dama. En estos casos, resulta significativo que aparezcan descritas minuciosamente las
virtudes y cualidades que debe tener el perfecto enamorado, incidiéndose especialmente
en la mesura y la constancia. Este fenómeno otorga, nuevamente, un gran protagonismo
a la mujer, ya que, sin duda, los varones intentarían seguir este modelo impuesto por el
gusto femenino, si querían conseguir el premio amoroso y el triunfo en la corte:
63
«Señora, es una opinión vergonzosa,/para ser defendida por una dama,/no considerar como igual a
aquel/con quien ha hecho un corazón de dos;/o bien sostenéis, y esto no os honra,/que el amante la debe
amar más/o bien acordáis que son iguales; porque el amante/no le debe nada a la dama, si no es por amor»
(Martinengo, op. cit., pp.72-73).
64
«Si quiere que le devuelva mi amor, doncella,/ es bien necesario que sea cortés y valeroso,/
sincero y humilde, que con nadie entre en contienda, /y que sea amable con todos; /porque no me place un
hombre malvado y orgulloso/por cuya causa mi valor decaiga o disminuya, /sino sincero y file, discreto y
enamorado:/si quiere que le conceda merced, que me escuche» (Véase “Anónima II”, en Martinengo, op.
cit., pp.134-135).
sociales. Y, por supuesto, tras analizar el indiscutible papel que las trovadoras tuvieron
en su desarrollo, no se puede entender como un juego en el que sólo se esfuerza y se
sacrifica el varón. Esta poesía muestra sentimientos sinceros, basados en experiencias
femeninas autónomas y concretas, que no se dejan embaucar ni adormecer por el
cúmulo de elogios recibidos y que no pocas veces evidencian la artificiosidad del
comportamiento masculino. De ahí que Rosamaría Aguadé relacione la labor de estas
poetisas del amor cortés con la reivindicación que Chistine de Pizan hizo en La cité des
dames. Así, esta autora afirma:
[…] si las trobairitz, de ser vistas por el varón o ser cantadas por el trovador de turno, eran
capaces de analizarse desde sí mismas, sin demasiadas manipulaciones o reducciones, quiere
decir que habían dado un paso de gigante en la toma de conciencia de su condición 65.
1. No puedo contenerme de decir mi opinión sobre lo que hace sufrir a mi corazón un gran
dolor, y ello me será muy duro y difícil de exponer porque opino que los antiguos trovadores que
hubo otro tiempo son muy culpable, que han difundido por el mundo un gran error, pues
abiertamente dijeron mal de las damas, y como todos los que los oyen los creen y les conceden
que ello es muy verosímil, de este modo han puesto incertidumbre en el mundo.
2. Todos los que fueron buenos trovadores aparentan ser leales enamorados, pero yo sé
bien que no es leal amador quien dice mal del amor, sino que os digo que es engañador con el
amor y tiene costumbres de traidor el que, cuanto más anhela una cosa, peor habla de ella
abiertamente, pues nadie puede tener gran felicidad sin dama, aunque poseyera toda Francia.
65
Aguadé Benet, Rosamaría, «Christine de Pizan y las trobairitz: miradas entrecruzadas frente a la
fin’amors», en Cristina Segura (coord.), La querella de las mujeres III. La querella de las mujeres
antecedente de la polémica feminista (Querella-Ya), Madrid: Al-Mudayna, 2011, p.42.
66
Ibíd.
3. Nunca consentirán que se digan necedades sobre ellas, y los que son engañadores e
inconstantes en amor que se vayan y que se las tengan entre ellos. Porque Marcabrú, al estilo del
predicador que en la iglesia o en el oratorio dice gran mal de la gente incrédula, él, del mismo
modo, habla mal de las damas; y os aseguro que no dice mucho a su favor quien habla mal de
aquello de lo que se nace.
4. Que nadie se admire de lo que digo ni quiera mostrar a los demás que cada hombre
debe defender a su hermano y cada dama a su hermana; porque Adán fue nuestro primer padre y
todos tenemos a Dios por criador. Y, si por eso quiero hacer la defensa de las damas, no me lo
reprochéis, pues una dama debe honrar a otra, y por esta razón he manifestado mi parecer 67
De Nina Siciliana se conservan dos sonetos. El primero de ellos: «Qual séte voi,
che clara preferenza», muestra el tema del enamoramiento sin haber visto físicamente al
caballero, del cual sólo posee una carta; motivo que enlaza no sólo con la espiritualidad
del Dolce Stil Novo, sino con esa necesidad de expresar la admiración por el amante que
expresaba la Condesa de Día69. Mientras que el segundo soneto atribuido a esta autora:
«Tapina me ché amava uno sparviero», enlaza directamente con el tema del falso e
ingrato amante, que abandona a la amada por otra, faltando a la fidelidad que exige la
cortesía, que también recuerda, sin duda, los ataques de Castelloza contra su infiel
caballero cortés, en los versos referidos en el epígrafe anterior. Sin embargo, la actitud
de humildad de Nina Siciliana y su triste y dulce nostalgia –tan parecida a la que
muestra Plácida en la Égloga dramática de Juan del Encina, que analizaremos en el
Capítulo VIII-, distan mucho del bronco tono de reproche que emplea la trobairitz. Así,
utiliza la alegoría del halcón que ya no desea volver con su dueño, para referirse al
amante infiel y, con resignación, exclama en los tercetos:
67
Cita de Rosamaría Aguadé, «Christine de Pizan y las Trobairitz…», en op. cit., pp. 38-39.
68
Véase el completo e interesante estudio crítico que sobre las poetas italianas realiza Mercedes Arriaga,
argumentando la hipótesis sobre la existencia de ambas poetas en Arriaga Flores, Mercedes, Daniele
Cerrato y María del Rosal Nadales (eds.), Poetas italianas de los siglos XIII y XIV en la Querella de las
mujeres, Sevilla:ArCiBel (col. Escritoras Europeas, ser. Ausencias), 2012, pp.29-48.
69
Véanse poema y comentarios de Mercedes Arriaga en op. cit., pp. 31-33.
70
«Halcón mío, te había alimentado,/ cascabel de oro te hacía llevar/ por que en la caza fueras atinado,/
Ahora te has elevado y como el mar/has quebrado la cuerda y desertado/mientras planeas tu vuelo alzar»
(Véase el soneto y la traducción de María Rosal Nadales, en Poetas italianas de los Siglos XIII y XIV en
la Querella de las mujeres, op. cit., pp.86 y 87).
71
«Que mi padre me encierra en el error, /me tiene retenida en gran lamento», vv.9-10. Ibíd, p.88-89.
72
«La gente libre ama con pasión y se presuran al amor, andantes», vv.5-6. Ibíd.
73
«Quiere casarme, contra mí…», v.11. Ibíd.
74
«Cuando el mundo florece, la estación/ aumenta el deleite de los amantes. / Juntos van al jardín en
comunión/do los pájaros cantan incesantes», vv.1-4. Ibíd., pp.88-89.
75
«no querría marido al que servir», v.7. Ibíd., pp.90-91.
76
«Dejar querría el mundo, y a Dios servir», v.1. Ibíd.
En el S.XIV son más las poetas italianas de las que tenemos noticia: Leonora della
Genga, Ortensia de Guglielmo, Livia del Chiavello y Bartolomea de Mantugliano –
todas bajo la influencia de la poesía petrarquista-. Sin embargo, tal y como sostiene
Mercedes Arriaga «se colocan a mitad de camino entre la Querella académica y la
Querella como experiencia femenina, porque aunque viven ajenas a los ambientes
universitarios, participan de los ambientes cultos»78. Se deja notar en su poesía la
impronta del Humanismo, regodeándose en un lenguaje elegante, con abundantes
referencias a la mitología y al mundo clásico y se permiten tratar temas relacionados
con la política o la filosofía79. Incluso, a veces, se asemejan en su defensa de la
condición femenina a esos tratados masculinos analizados en el Capítulo II, que
utilizaban la genealogía de mujeres ilustres, al modo del De Mulieribus Claris de
Boccaccio:
[…]
L’Ámazone Orizia mi si propone,
E Nicoastra poi detta Carmente,
Che nel Lazio le lettere dispone.
L’alta Pentasilea sempre è presente
[…]80
77
«Por mi padre, voy turbada y ojerosa/pues me aparta de Cristo celestial:/ no sé a quien quiere darme
por esposa», v.14. Ibíd.
78
Véase estudio crítico de Mercedes Arriaga, en op. cit., p.73.
79
Véanse, por ejemplo, los sonetos de Ortensia de Guglielmo «Ecco, Signor, la greggia tua dintorno» y
de Livia del Chiavello «Veggio di sangue uman tutte le strade». Ibíd., pp. 100-102.
80
Poema de Bartolomea da Mantugliano, vv.24-27: «…La amazona Orizia se me propone/y Niconastra,
llamada Carmente, /que en el Lazio las letras dispone/ Pantasilea siempre está presente…». Ibíd. pp.106-
107.
Aunque la voz de estas poetas suene menos sincera y personal que la de Nina
Siciliana y Compiuta Donzella y se base en modelos aprendidos; da cuenta también de
esa importancia cultural que alcanzará la mujer en la Baja Edad Media y el
Renacimiento, y que será también un factor muy importante para conseguir esa
reivindicación femenina que, aunque conscientes de su impotencia, demandaban las
primeras.
He de confesar que aquellos placeres de los amantes-que yo compartí con ellos- me fueron
tan dulces que ni me desagradan ni pueden borrarse de mi memoria…Y no sólo lo que hice, sino
también estáis fijos en mi mente tú y los lugares y el tiempo en que lo hice, hasta el punto de
hacerlo todo contigo, sin poder quitaros de encima, ni siquiera durante el sueño 81
81
Rodríguez Santidrián, Pedro, ed., Cartas de Abelardo y Eloísa, op. cit., p.121.
aun abrazando la vidad religiosa, «prisionera del amor, del amor verdadero, del cuerpo y
del corazón»82. En palabras de Georges Duby, la locura amorosa de Eloísa, denostada
por los moralistas e idolatrada, después, por los poetas románticos -que iban a recogerse
sobre su tumba-, la convierte en «paladín del libre amor que rechaza el matrimonio
porque encadena y transforma en deber el don gratuito de los cuerpos; [en] la
apasionada que arde en sensualidad bajo su hábito monástico; [en] la rebelde que se
enfrenta al mismo Dios; [en] la heroína precocísima de una liberación de la mujer»83.
82
Duby, Georges, Damas del Siglo XII. Eloísa, Leonor, Iseo y algunas otras.1 (versión española de
Mauro Armiño), Madrid: Alianza Editorial, 1995 (2ª reimpresión 1999), p.74.
83
Ibíd., p. 67.
Entre ellos ocurría como con la madreselva, que se agarra al avellano cuando está sujeta:
cuando está sujeta y prendida y se pone alrededor de la madera, juntos sobreviven sin dificultad;
pero cuando luego se separan, el avellano muere rápidamente y la madreselva también 84
-¡Ay, desdichada –dice-, en mala hora! Ya no podré levantarme más por la noche ni ir a
estar a la ventana en la que veía a mi amigo. Una cosa sé en verdad: él pensará que lo abandono;
tengo que tomar una decisión. Le haré llegar el ruiseñor, le contaré lo ocurrido.
En un trozo de jamete bordado de oro y escrito por entero, envuelve el pajarillo; llama a
un criado suyo y le entrega el mensaje, enviándolo a su amigo. El criado ha llegado ante le
caballero; lo saluda de parte de su dama y le cuenta todo su mensaje, presentándole al ruiseñor.
Cuando le hubo contado y dicho todo, que el caballero ha escuchado bien, éste se entristece
mucho por lo ocurrido; pero no fue villano ni lento. Mandó hacer un cofrecillo, en el que no
había ni hierro ni acero, sino oro puro con buenas piedras, muy preciosas y muy caras; colocó
una tapa bien sujeta. Metió al ruiseñor dentro y después hizo sellar la caja. Siempre hace que la
lleven con él85.
Sobre la base del amor cortés y de la cristianización del lenguaje erótico que hizo
San Bernardo del Cantar de los Cantares bíblico, se expresan también las escritoras
místicas más o menos coetáneas, como Margarita Porete, Juliana de Norwich o
Haderwich de Amberes, a las que nos referíamos en el Capítulo I de esta tesis; que –
como las trovadoras-, sostienen su discurso amoroso en su propias experiencias, en una
mirada a su mundo interior. Sus obras se muestran, así, más sinceras y auténticas y, por
84
Véase «La madreselva», en Alvar, Carlos, ed., María de Francia, Lais, op. cit., p.151.
85
Véase “El ruiseñor”, en María de Francia, Lais, op. cit., p. 128.
supuesto, mucho más cercanas al amor divino, que las frías disquisiciones de muchos
teólogos. Estas «trovadoras de Dios» –como las llaman Georgette Epiney-Burgard y
Emilie Zum Brunn86-, vieron en el amor el mismo camino de perfeccionamiento que
ofrecía la fin’ amors. Llenos de pasión y deseo se muestran los poemas de Haderwich
en los que alternan la voz femenina del alma y la masculina de Dios y El espejo de las
almas simples de Margarita Porete –obra alegórica que sigue muy de cerca el amor
cortés del Roman de la Rose-, compara la relación entre Dios y el alma con una
doncella, hija de un rey, que un día se enamora de Alejandro y que al tenerlo lejos, lo
hace pintar en un retrato. Esta imagen es, como señala Blanca Garí, «la representación
del amor que la tiene “presa” y que le permite “soñar” al rey y apropiarse de él»87; de
forma parecida a cómo la Condesa de Día imaginaba estar entre los brazos de su amado.
Y después de permanecer en este amor estoy tan contenta, tan angélica, que amo a los
sapos o batracios, y a las serpientes e incluso a los demonios. Y todo lo que yo viese –incluso el
pecado mortal-, no me desagradaría, es decir no sentiría ningún desagradocreyendo justamente
que Dios lo permite. Y si entonces me devoraran los perros, no me importaría y tampoco creo
que sentiría o sufriría dolor88
86
Georgette Epiney –Burgard, Emilie Zum Brunn, Mujeres trovadoras de Dios: una tradición silenciada
de la Europa medieval, Barcelona: Paidós Ibérica, 2007.
87
Garí, Blanca, ed., Margarita Porete, El espejo de las almas simples, Madrid: Siruela, 2005, p. 19.
88
García Acosta, Pablo, ed., Angela de Foligno, Libro de la experiencia, Madrid: Siruela (El árbol del
Paraíso, 80), 2014, p.96.
silencio para contribuir a la civilización de una sociedad que las alienaba y las trataba
injustamente y lo hicieron enarbolando la bandera del amor cortés, que las dotó de
poder y de libertad -y no sólo simbólicamente-; despojando a éste de sus
convencionalismos e introduciendo un discurso más sincero y cercano, basado en sus
propias vivencias.
[…] asy commo la materia busca la forma e lo inperfecto la perfecçión, nunca esta
sçiençia de poesía e gaya sçiençia buscaron nin se fallaron synon en los ánimos gentiles, claros
ingenios e eleuados spíritus90.
89
Véanse cap.5 «La poesía cortés en la Península Ibérica» (pp.52-67) y cap. 7 «Poesía cancioneril del
siglo XV: los cancioneros cuatrocentistas» (especialmente pp.81-87), en Alvar, Carlos y Ángel Gómez
Moreno, La poesía lírica medieval, Madrid: Taurus (Historia Crítica de la Literatura Hispánica-1), 1987.
Estos autores destacan como significativo en el nacimiento de la poesía cortesana en Castilla el momento
en que Villasandino sustituye el gallego-portugués por el castellano; síntoma de la creciente hegemonía
de éste sobre los idiomas de los otros reinos peninsulares.
90
Proemio del Marqués de Santillana (1446-1449), en López Estrada, Francisco, Las poéticas castellanas
de la Edad Media, Madrid: Taurus, 1984, p.52.
Los cancioneros castellanos del XV muestran, así, ese servicio amoroso nunca
recompensado, generador de un profundo sufrimiento que, paradójicamente, se acepta y
se desea; pues se trata de un sacrificio ennoblecedor para el amante, prefiriéndose esa
muerte en vida a la ausencia de amor (“Vos me matáis de tal suerte, / con pena tan
gloriosa, / que no sé más dulce cosa/ que los trances de mi muerte”91 ). Del amor –que
es un sentimiento racional y hasta lógico, dadas las perfecciones objetivas de la amada-,
no se espera galardón como en la lírica provenzal o en la ficción caballeresca. Ya no
hay grados o pruebas que superar: el amante soporta pasivamente una tristeza que ha
anulado su voluntad y hasta su juicio (“Los hombres de amor tocados/ ni hoyen, ni
sienten, ni veyen, / si saver o seso proveyen/muy poco son escuchados; /los más subtiles
provados/aquí pierden su sciencia,/qu’en esta fuerte dolencia/todos andan rebatados”)92.
Por ello, aunque se siga utilizando la metáfora de la servidumbre amorosa para mostrar
la fidelidad a la dama; la situación dolosa y desesperada del amante se equipara también
a ese cautiverio o «cárcel» que haría célebre la narración de Diego de San Pedro.
El poeta está en el lugar más triste y horrendo, privado de la luz y los placeres de
la vida, como indica también metafóricamente el célebre Romance del prisionero,
recogido en el Cancionero de Rennert de 1510. Y, todo este infierno que el enamorado
sufre, su encierro en esa oscura prisión, se debe al silencio de la mujer, a la
imposibilidad de comunicarse con ella: «Mortales son los dolores/que se siguen del
amor/mas absençia es el mayor»93 -rezan unos versos de un romance de Garci Sánchez
de Badajoz-. La mujer debía estar callada, dentro de este pacto poético del amor cortés
en el que ella era elevada a un pedestal de virginidad y pureza y el poeta, por su parte,
compensando ese silencio necesario, la hacía elemento omnipresente en sus versos. El
nombre y la voz de la mujer real permanecían en silencio y tan sólo la contemplación y
reverencia de su belleza sin par, interesaba. Ésta se convierte en una estatua, a la que tan
91
Comendador Escrivá (núm.127), en Alonso, Álvaro, ed., Poesía de Cancionero, Madrid: Cátedra
(Letras Hispánicas, 247), 2008, p.367.
92
Pedro de Santa Fe, «El poder d’ Amor» (CII), en Álvarez Pellitero, Ana Mª, ed., Cancionero de
Palacio, Salamanca: Biblioteca Universitaria de Salamanca, Junta de Castilla y León, 1993, pp.97-98.
93
Garci Sánchez de Badajoz, «Caminando por mis males», recogido en el Cancionero de Rennert, en
Brian Dutton, Cancionero del siglo XV (c.1360-1520), vol. I, Salamanca: Universidad de Salamanca,
1990-91, p.139.
sólo se le lanzan, a veces, preguntas retóricas para dar más protagonismo aún a las
quejas del amante. Tal y como afirma Virginie Dumanoir:
La mujer de esta poesía cortesana, que ya no tiene por qué ser casada –no
aparecen aquí espías ni maridos celosos-; se muestra, a través de este discurso
exclusivamente masculino, igual de cruel y esquiva que en la lírica provenzal (“Si
verme desesperado/ os da, señora, plazer, / acabá ya de hacer/ lo que tenéis
començado…”)95, en esa hiperbólica idealización que, tanto la ficción sentimental como
el Cancionero castellano, hacen de su hermosura y virtudes, elevándola a esa categoría
semidivina que hace al autor sentirse indigno, incluso, de alabarla:
94
Dumanoir, Virginie, «Cuando la palabra la tienen las mujeres: voces femeninas en los romances viejos
de los cancioneros manuscritos del siglo XV y principios del XVI», en Cancionero General, 2 (2004),
pp.39 y 40 (consultado en edición digital: http://ruc.udc.es/bitstream/2183/2651/1/CG-2-2.pdf).
95
Lope de Sosa (254) en Joaquín González Cuenca, ed., Hernando del Castillo, Cancionero General, II,
Madrid: Castalia (Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica), 2004, pp.361-362.
96
Juan de Mena (31) en Alonso, op. cit., p.135.
Como la religión, este amor anhela lo inalcanzable; aspecto destacado por Parker,
que relaciona el amor del Cancionero castellano con el de la poesía mística98 en ese
deseo de ennoblecer o revalorar el amor humano que se vive en los albores del
Renacimiento. Este autor se ha esforzado en destacar el carácter idealista y platónico del
amor cortés, basándose en la distinción establecida por René Nelli99 entre amour
chivaresque (caballeresco), que es el que aparece en los poemas épicos y en las
posteriores obras de amor en prosa francesa, donde se expresa la fidelidad hacia una
dama que acabaría, según las leyes de la Caballería, por recompensar el valor, la
constancia y la generosidad de su servidor, y el amour courtois (cortés), vinculado a la
lírica, que muestra la total sumisión del poeta a la dama y en el que ya no se exigiría la
consumación, sino que se trataría más bien, en palabras de Parker, de «un amor
imposible por una mujer inalcanzable en el que la continencia forzada causa
sufrimiento»100. El primero sería, para este autor, el amor de los libros de caballerías,
mientras que el amor cortés de los cancioneros castellanos, -donde se desea la unión
carnal, pero ésta permanece siempre como aspiración-, evolucionaría hasta fundirse con
el Neoplatonismo del XVI.
97
Juan Rodríguez del Padrón (23), en Alonso, op. cit., p.123.
98
Parker, Alexander A., La filosofía del amor en la literatura española (1480-1680), Madrid: Cátedra,
(Crítica y Estudios Literarios), 1986, pp.34-38.
99
Nelli, René, L´Erotique des troubatours, Toulouse, 1963; apud Parker, op.cit., pp.29-30.
100
Parker, op. cit., p.30.
gran realismo (“Avría plazer, sin duda/ si füesse oy el día/que vos viesse yo desnuda/ en
el lugar que querría”)101 y se ha hecho especialmente célebre la postura de Keith
Whinnom102, que descubre el empleo de numerosos símbolos o eufemismos sexuales
(“gloria”, “muerte”) y llama la atención sobre los encabezamientos de algunos textos
del Cancionero General como la «Canción que hizo un gentilhombre a una dama que le
prometió si la hallase virgen, de casarse con ella, y él después de haberla a su plazer
gelo negó», o la esparsa de Guevara «A su amiga estando con ella en la cama»; además
de observar la aparición en el Cancionero de Palacio de ilustraciones con figuras
desnudas copulando103.
También Alan Deyermond104, al analizar dos de los tres poemas que con
seguridad son obra de Florencia Pinar de entre los que se le atribuyen en cancioneros de
finales del XV y principios del XVI (el del British Museum, Constantina y el General),
observa las implicaciones eróticas de la imaginería animal. Detengámonos en ella.
101
Véase Canción de Pedro de la Caltraviessa, (CCXXXVII), en Álvarez Pellitero, ed., Cancionero de
Palacio, op. cit., pp.225-226.
102
Whinnom, Keith, «Constricción técnica y eufemismo en el Cancionero General», en Rico, Francisco,
Historia y crítica de la literatura española.1.Edad Media (a cargo de Alan Deyermond), Barcelona:
Crítica, 2001, pp.346-349.
103
Whinnom, Keith, La poesía amatoria de la época de los Reyes Católicos, Durham: University of
Durham, 1981, pp.21-46. Véanse citas de Álvaro Alonso en la «Introducción» a su edición de Poesía de
Cancionero, op. cit., pp.15-17.
104
Véase «El gusano y la perdiz: reflexiones sobre la poesía de Florencia Pinar», en Deyermond, Alan,
Poesía de Cancionero del siglo XV (ed. a cargo de R. Beltrán, J. L. Canet y M. Haro), Valencia:
Universidad de Valencia (Honoris Causa, 24), 2007, pp.262-265.
claro simbolismo fálico –opinión que ha sido rebatida, no obstante, por algunos autores;
especialmente desde el ámbito de la crítica feminista105-:
105
Véase repaso sobre las distintas interpretaciones de la poesía de Florencia Pinar en Navas Ocaña,
Isabel, La literatura española y la crítica feminista, Madrid: Fundamentos, 2009, pp.101-103. Se
comentan aquí diversas posturas que señalan las perdices apresadas como símbolos de la falta de libertad
de la mujer o como la urgente necesidad de ser ella el sujeto deseante y la imagen del gusano como
transgresión de la idealización de la figura femenina en la poesía petrarquista.
106
Apud Deyermond, Alan, Poesía de Cancionero del siglo XV, op. cit., p.264.
107
Véase «Florencia Pinar», en Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Poesía femenina en los cancioneros,
Madrid: Castalia/Instituto de la Mujer (Biblioteca de escritoras), 1990, p.93.
108
Los ejemplos se han tomado del estudio de Mariana Masera titulado “Que non dormiré sola, non”. La
voz femenina en la antigua lírica popular hispánica, Barcelona: Azul, 2001. Esta autora analiza la
rebeldía de esta voz femenina popular, que rebasa continuamente las normas y que nos muestra a una
mujer concreta y humana.
a una mujer cercana, que se expresa por sí misma y que está junto al hombre, ya en los
goces ya en los dolores del amor. Pues, no es que el sexo femenino sea más lúbrico que
el masculino (lo cual daría la razón a la misoginia de los Santos Padres: San Agustín
afirmaba que la mujer vive secundum sensum carnis, non secundum spiritum mentis109);
sino que esta poesía femenina funde lo espiritual y lo carnal del amor –imposible de
separar en la realidad-. No es extraño, en efecto, que el Cancionero de Rennert
atribuyera a Florencia Pinar ciertos versos que aparecen generalmente como obra de
Rodríguez del Padrón110, que hablan de un sentimiento nuevo y desconocido, de un
amor tremendamente vivo y apasionado, que hace arder en deseos a quien lo padece,
aunque no sea correspondido:
109
De Genesi ad Litteram Libri XII, Patrología latina, XXXIV, cols. 452-53; apud Pilar Lorenzo Gradín,
«Voces femeninas y mujeres con voz en las tradiciones hispánicas medievales», en Iris Zavala (coord.),
Breve historia feminista de la literatura española, vol. IV, op. cit., p.79.
110
Véase cita de Pedro César Moya, «Florencia Pinar: Canción», en Romero, Dolores, Icíar López, Rita
Catrina Imboden, Cristina Albizu (eds.), Seis siglos de poesía española escrita por mujer: Pautas
poéticas y revisiones críticas, Bern: Peter Lang S.A, Editorial Científica Internacional, 2007, p. 59.
111
Sigo la edición de Álvaro Alonso, Poesía de cancionero, op. cit., p.122, que lo atribuye a Rodríguez
del Padrón, nº22; aunque este autor advierte que, según los cancioneros, aparece como anónimo, o bien
atribuido a Florencia Pinar o a Pedro de Quiñones.
Amada tanto de mí
e más que mi salvación,
más por la virtud de ti
que por ninguna pasión:
la mejor de las más buenas,
recibe estas estrenas
112
Juan Vásquez, Recopilación, II, 42, en Frenk, Margit, ed., Lírica española de tipo popular. Edad
Media y Renacimiento, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas,60), 1990, 8ªed., nº78, pp.80-81
113
Una interesante opinión sobre este tema lo ofrece también Pedro César Moya, en op. cit., p.57-60.
114
Orozco, Ana, «El amor conyugal en algunos textos cancioneriles», en Paredes Núñez, Juan (ed.),
Medioevo y Literatura. Actas del V Congreso de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval
(Granada, 27 septiembre - 1 octubre 1993), vol.III, Granada: Universidad de Granada, 1995, pp. 513-530.
que te da
quien nunca jamás querrá
tanto ya
ninguna de las ajenas115
En su casa estava
115
Apud Alan Deyermond en Poesía de Cancionero del siglo XV, op.cit., p. 243.
116
Doña Mayor Arias, «A la partida de su marido, Ruy González de Clavijo», en Pérez Priego, Miguel
Ángel, ed., Poesía femenina en los cancioneros op.cit., vv.5-12, p. 43.
117
Esta temática aparece tanto en la lírica gallego-portuguesa, con las célebres cantigas de Martín Codax,
como en la provenzal (“Altas undas, que venez suz la mar”, atribuido a Raimbaut de Vaqueiras), o en el
famoso lamento por la partida del cruzado del italiano Rinaldo d´Aquino: Già mai non mi conforto. Véase
Lorenzo Gradín, Pilar, «Voces femeninas y mujeres con voz en las tradiciones hispánicas medievales», en
Iris Zavala (coord.), Breve historia feminista de la literatura española, vol. IV, op. cit., p. 56.
rico e sosegado,
çiertas no pensava
de en ti ser metido.
El rey que lo amava,
enbióle mandado
qu’ él tenía ordenado
en la mar carrera.
Para ir mensajero
al rey Tavorlán,
quel’ daría dinero
en un trujamán;
diole marineros
e viscocho pan.
Por siempre lo avrán
por noble en Castilla.
Vendaval fazía
aquesa mañana,
levavan por vía
a la trasmontana;
derecho sería
de ser en Triana,
si tú hobieras gana,
ya fuera en Sevilla118.
Como buena cristiana y fiel esposa se dirige, después, a la Virgen, para pedirle
que vuelva pronto Ruy González y promete «sacar de pena dos almas mortales/ e vestir
dos fraires de fina burneta» –ejemplo testimonial de esa dama piadosa, que sale de su
encierro a través de la participación en obras caritativas-; añadiendo, incluso, según ha
destacado Pérez Priego, detalles de gran ternura:
Este poema contrasta con el frío lamento de la reina de Aragón (“Retraida estaba
la reyna”) por la partida de su esposo, que aparece en el Cancionero de Estúñiga. Las
palabras de la reina María, aparecen aquí tras un marco simbólico, plagado de
referencias clásicas, y no muestran ningún atisbo de sinceridad femenina, sino tan sólo
118
Doña Mayor Arias, «A la partida de su marido…», en Pérez Priego, ed., Poesía femenina en los
cancioneros, vv.21-45, op. cit., pp.44-45.
119
Ibíd, p.47.
las palabras de una reina que no baja en ningún momento de su pedestal y se limita a
elogiar a su esposo, Alfonso V, el Magnánimo. La «casta doña María» se halla, de este
modo, haciendo sacrificio en el templo de Diana y en sus palabras no ofrece ningún
rasgo de familiaridad, sino el empleo de tópicos tan manidos en la poesía culta como el
de la muerte preferida a la vida, que podrían atribuirse, con pocas variantes, a un yo
poético masculino:
Sin duda, la franqueza amorosa de las Estrenas de Gómez Manrique, así como la
intimidad femenina de la poesía de Florencia Pinar o incluso la emotividad familiar de
Doña Mayor Arias, en esa clara tendencia a la expresión sincera de las vivencias
personales, son casos particulares y excepcionales dentro de la poesía de la época.
120
Salvador Miguel, Nicasio, ed., Cancionero de Estúñiga, Madrid: Alhambra, 1987, vv. 17-26, p. 537.
121
Recogida por Pérez Priego, Miguel Ángel, en Poesía femenina en los cancioneros, op. cit., pp.72-79.
Gran número de ellas hubo en las fiestas de Valladolid de 1475122, con motivo de
la proclamación real de los Reyes Católicos, donde el mismo rey Fernando y numerosos
nobles –entre ellos, Jorge Manrique-, lucieron su ingenio poético. Y, por supuesto, fue
muy relevante la participación femenina, como demuestran los versos que junto a un
bordado que representaba unos fuegos (“en forma como de la çebolla”), lució en la
manga de su vestido doña Leonor Centellas, marquesa de Cotrón123:
Y también doña Catalina Manrique, haciendo alarde del desdén propio de la dama
cortesana, exhibió otro mote, recogido en el Cancionero General: «Nunca mucho costó
poco», que fue glosado por Pedro de Cartagena, que le brinda como recompensa su
servicio y fidelidad (“Con merecello se paga”). Además, se destaparon en estas fiestas
doña Marina Manuel (bisnieta de Don Juan Manuel, a la que dedicaron versos Diego de
San Pedro y López de Haro), con el atrevido mote: «esfuerce Dios el sofrir», que raya
claramente en la irreverencia y otra dama anónima que exhibió en latín el lema Transeat
a me calix iste; palabras bíblicas que pudieran interpretarse como el deseo de liberarse
del sufrimiento amoroso o, incluso -según interpretaciones más arriesgadas-, como la
entrega de su virginidad124.
Por otro lado, los juegos de preguntas y respuestas que se producen en la poesía
de cancionero dan lugar, en ocasiones, a la expresión de la femineidad textual. Esta voz
122
Según las crónicas, estas justas fueron espectaculares e Isabel la Católica acudió a ellas con un
numeroso cortejo de damas: «fue la Reyna vestida de brocado e con una corona, e asimismo las damas
iban con tabardos, metad de brocado verde y metad de terciopelo pardillo, e todas con tocados fechas
coronas, todas en una manera tocadas; eran las damas quatorce que así iban…» (Cronicón de
Valladolid, ed. P. Sainz de Barranda, CODOIN, XIII, Madrid, 1984); apud Pérez Priego (Poesía femenina
en los cancioneros, op. cit., p. 55). Para el repaso de estas invenciones y motes seguimos a Miguel Ángel
Pérez Priego, Poesía femenina en los cancioneros, op. cit., pp.43-93.
123
Pérez Priego señala (en Poesía femenina en los cancioneros, p. 55) que tal vez los «fuegos» que
exhibía la marquesa de Cotrón y los lujosos atuendos femeninos, acordados entre las damas de la reina
Isabel, inspiraran, como recuerdo, la copla de Jorge Manrique: «¿Qué se hicieron las damas/ sus tocados,
sus vestidos, sus olores?/ ¿Qué se hicieron las llamas/de los fuegos encendidos /de amadores?» y también
Juan del Encina, en un romance que recuerda la trágica muerte del marqués de Cotrón apresado por los
turcos, nos habla de su esposa, doña Leonor Centellas, como «de las invenciones gala» y «de las galas
invención».
124
La interpretación erótica de que la dama portadora de un «cáliz», pudiera estar ofreciendo su
virginidad se debe a K. Whinnom, en La poesía amatoria cancioneril en la época de los Reyes Católicos,
op. cit, pp.58-61.
femenina suele ocultarse, sin embargo, tras la de un poeta masculino que contesta o
finge contestar por una mujer, como el famoso caso de Isabel González, amante del
Conde de Niebla, que tras ser alabada en el Cancionero de Baena por Francisco
Imperial como gran poeta (“¡Oh, tú, poetría e gaya çiençia!”125) y por Diego Martínez
de Medina, que siguiendo esta línea laudatoria la compara con el mismo Ovidio
(“¿Quién podría disponer/vuestros dezires perspicuos/ e limados e melifluos/nin a ellos
responder?/ Creo que sobreseer/quiso venus en tal caso/ de non proveer a Naso/de tan
agudo saber”126); no contesta a la pregunta que le lanza este último –la de si se es más
feliz amando a pesar de no ser correspondido o dejando este amor- por sí misma, sino
que lo hace a través de un fraile anónimo, mostrando –lejos de todo tópico- que lo mejor
es no forzar la voluntad ni a lo uno ni a lo otro, sino hacer lo que más nos plazca en cada
caso:
Aunque, otras veces sí se ofrece esta voz de mujer. Los textos mencionados de
Doña Mayor Arias o de la reina María de Aragón entraban en un proceso comunicativo
donde también intervenían sus esposos y son varios los textos recogidos en los
cancioneros en los que se produce este intercambio o debate entre la voz masculina y la
femenina. Célebre es el caso, entre otros, de Vayona, que aparece en el Cancionero de
Herberay des Essart (h.1463); dama que elogia la mesura de la infanta doña Leonor,
frente al poeta Diego de Sevilla, el cual llega a insinuar que parece dormida. Esta voz
muestra, además, uno de los pocos casos en que una mujer repara en la belleza física
125
Micer Francisco Imperial, 238 (ID1373), v. 25, en Orozco, Ana, «El amor conyugal en algunos textos
cancioneriles», en Actas V AHLM, III, pp.513-530, p.290.
126
Diego Martínez de Medina, 329 (ID 1455), vv.25-32; ibíd., p. 584.
127
Diego Martínez de Medina, 330, «Respuesta que dio por ella un fraile» (ID1456), vv.49-56; ibíd.,
p.586.
femenina128, aunque sea en la de otra mujer y la existencia de esta dama Vayona sea
más que dudosa:
Así, Pérez Priego muestra cómo la confidencia de la doncella a la madre, que aparecía
en el viejo cantarcillo: «No puedo apartarme/ de los amores, madre; / no puedo
apartarme», queda incluida en el Cancionero musical de Palacio, con el añadido de una
breve glosa, que lo reelabora y lo desarrolla interpretándolo como el tema cortés del
poder de Amor:
No puedo apartarme
de los amores, madre;
no puedo apartarme.
Amor tiene aquesto,
don su lindo gesto,
que prende muy presto
y suelta muy tarde.
No puedo apartarme130
130
Ibíd., p.136.
131
Blay Manzanera, Vicenta, «El discurso femenino en los Cancioneros de los siglos XV y XVI», en
Sevilla Arroyo, Florencio y Carlos Alvar Ezquerra (coord.), Actas XIII Congreso AIH, Madrid 6-11 julio
1998 (TomoI), Madrid: Castalia, 2000, pp.48-58.
132
Los dos textos (131 y 136) proceden de M. Frenk Alatorre, Corpus de la antigua lírica popular
hispánica (siglos XV a XVII), Madrid: Cátedra, 1997; citados por Pilar Lorenzo Gradín en «Voces de
mujer y mujeres con voz en las tradiciones hispánicas medievales», en Zavala, Iris (coord.), Breve
historia feminista de la Literatura española, IV, op. cit., p.68.
133
Dumanoir, Virginie, «Cuando la palabra la tienen las mujeres: voces femeninas en los romances viejos
de los cancioneros manuscritos del siglo XV y principios del XVI», en Cancionero General, op. cit.,
pp.49-51.
134
Véase «87. Romance del caballero burlado», vv.31-36, en Débax, Michelle, ed., Romancero, Madrid:
Alhambra,1982, p.407
5. LA FICCIÓN SENTIMENTAL
5.1. Damas situadas entre la Razón y la Fe
La representación de la mujer en la narrativa sentimental es muy similar a la de la
poesía de cancionero, pues iba dirigida al mismo público cortesano y era escrita,
frecuentemente, por los mismos autores. Retórica, honor caballeresco y amor cortés, se
unen en este género para elevar a categoría artística la vida y la moral aristocrática de la
época136.
135
González Cuenca, Joaquín, ed., Hernando del Castillo, Cancionero General (t. II), Romances.
Jerónimo Pinar, op. cit., vv. 92-101 y 122-131, pp. 540 y 541.
136
Algunos de los numerosos estudios sobre el tema: P. Earle, «Love concepst in la cárcel de amor and
La Celestina», Hispania, XXXIX (1956), p.95; E. Auberbach, «La salida del caballero cortesano», cap.
IV de Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, Mexico, F.C.E., 1979, J.L.
Varela, «La novela sentimental y el idealismo cortesano», en La transfiguración literaria, Madrid: Prensa
Española, 1970, p. 39.
Lucenda, si yo tanto saber tuviesse para de ti quexarme como tú poder para quexoso
hacerme, no menos discreto que tú hermosa yo sería; pero no a los desconciertos de mis razones,
mas a la fee de mis lágrimas mira, las cuales por testigos de mis males te do […] No quieras
nombre de matadora cobrar, ni quieras por precio tan poco servicios de fee tan grande perder 138.
Cuando estava sola veíala pensativa; cuando estava acompañada no muy alegre; érale la
compañía aborrecible y la soledad agradable. Más vezes se quexava que estaba mal por huir los
137
Leriano dice a Tefeo que las mujeres «no menos nos dotan de las virtudes teologales que de las
cardinales»; Grisel dice a Mirabella «usareis conmigo como Dios con los hombres». Gerli, Michael, «La
religión de amor y el antifemininismo en las letras castellanas del siglo XV», HR, 49, (1981), estudia la
capacidad de unir el amor humano y el divino en los cancioneros y en la narrativa sentimental; tema al
que nos hemos referido ya en el epígrafe anterior.
138
Ruiz Casanova, José Francisco., ed., Diego de San Pedro, Tratado de amores de Arnalte y Lucenda,
Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 8), 2008, 5ªed., p.172.
139
Ibíd., p.84.
140
Ibíd.
plazeres. Cuando era vista, fengía algund dolor; cuandola dexavan, dava grandes sospiros. Si
Leriano se nombrava en su presencia, desatinava de lo que dezía, volvíase súpito colorada y
después amarilla, tornávase ronca su boz, secávasele la boca; por mucho que encobría sus
mudanças, forçábale la pasión piadosa a la disimulación discreta 141
141
Ibíd, pp.79-80
142
Ibíd.
De ahí que sea el sufridor caballero el que mejor llegue al lector por la vía
sentimental y provoque si no la piedad de su amada, la de las mujeres a las que
frecuentemente se destinan las narraciones sentimentales, como bien muestra San Pedro
en la dedicatoria de su Arnalte y Lucenda a las damas de la reina Isabel. Estos
caballeros –pongamos el caso de Leriano- lloran frecuentemente y muestran
abiertamente su sensibilidad y ternura; en oposición a la agresiva firmeza que muestran
damas como Lucenda o Laureola. Ellos son portadores de la Fe, mientras que ellas lo
son de la Razón. Estas mujeres se convierten, de este modo, en portavoces de la
sociedad que persigue y castiga los amores ilícitos de la juventud; aunque ello las
conduzca a renunciar a sus deseos y, muchas veces, como sucede en el caso de
Laureola, no lleguemos nunca a descubrir sus verdaderos sentimientos. Ésta es la
enseñanza que se desprende también del Siervo libre de amor de Rodríguez del Padrón,
donde la razón humana es capaz de vencer a la pasión e, incluso, es lección implícita de
otras narraciones sentimentales donde interviene la ironía, como el caso de Grisel y
Mirabella de Juan de Flores. Aquí, los enamorados –como sucederá también con
Calisto y Melibea-, se han dejado arrastrar por los pecaminosos placeres sensuales de la
carne, y son destruidos por ello.
Las damas firmes en la virtud, como la Laureola de San Pedro, se mueven entre la
alabanza colectiva de la sociedad patriarcal y la crítica de los lectores, identificados
literariamente con el sufrimiento personal e individual del caballero –no hay sino pensar
en los gritos de dolor y exagerados alaridos que da el Auctor ante la derrota amorosa de
Leriano, con el que se siente identificado afectivamente; o la necesidad de Nicolás
143
Cvitanovic, Dinko, La novela sentimental española, Madrid: Prensa Española, 1973, p.154.
Núñez (autor en 1496 de una continuación de la exitosa obra de San Pedro), de mostrar
a una Laureola arrepentida, por no considerar tal dureza propia del alma femenina, de
natural más sensible que la masculina-. En este sentido, podríamos hablar del cambio de
los roles asignados tradicionalmente a mujeres y hombres; pues él es el inconstante, el
que se deja arrastrar por la pasión inconsciente y ella es la voz de la cordura y la
prudencia. Él es el débil y ella la fuerte. Y es que, como señala Mª Eugenia Lacarra, se
creía, según demuestran tratados médicos como el de Francisco López Villalobos, que
el hombre enamorado se convierte en mujer. Su voluntad se rige por la de su amada y,
de ahí que pierda su libertad y se convierta en su cautivo. Cito el texto, muy
oportunamente traído por esta autora:
Dejaste de ser hombre, y tornaste mujer, dejaste de ser hombre suelto y háceste mujer
captiva y atada, dejaste de ser todo y tornaste parte. E ya sabes que toda mujer desea ser hombre,
y todo esclavo desea ser libre, y la parte desea la perfección del todo; así tú desearías todas esas
cosas; y como cualquiera bien que se desea es más fuerte y aquejosamente deseado si primero fue
poseído y se perdió, síguese que tú ternás estos deseos de volverte a tu ser primero con gran
hervor y tormento y tu voluntad ya no consentirá porque ya no estuya ni quiere lo que tú deseas.
Esta contradicción tan grande y discordia tan íntima dentro del alma, es un martirio y tristeza
secreta que padesce el amador, sin saber de dónde le viene. De ahí nasce el quejarse y no saben
de qué se quejan ni saben satisfacerse; y de aquí se complican dos mil desatinos que no lo
entiende él mismo que los padesce144
[…] más tú ya conosces cuánto las mujeres deven ser más obligadas a su fama que a su
vida, la cual deven estimar en lo menos por razón de lo más, que es la bondad. Pues si el bevir de
Leriano a de ser con la muerte désta, tú juzga a quien con más razón devo ser piadosa, a mí o a su
mal146
144
En su traducción del Anfitrión de Plauto, en A. de Castro (ed.), Curiosidades bibliográficas de obras
raras de amenidad y erudición, Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 1855, p. 488. Apud Mª Eugenia
Lacarra, «Representaciones femeninas en la poesía cortesana y en la narrativa sentimental del siglo XV»,
en Zavala, Iris (coord.), Breve historia feminista de la literatura española, II, La mujer en la literatura
española, op. cit., p. 172.
145
Lacarra, Mª Eugenia, «Representaciones femeninas…», en op. cit., p.
146
Ruiz Casanova, ed., Diego de San Pedro, Cárcel de amor, op. cit., p. 84.
Pues tanto me quieres, antes devrías querer tu pena con mi onra que tu remedio con mi
culpa. No creas que tan sanamente biven las gentes, que, sabido que te hablé, juzgasen nuestras
limpias intenciones, pues tenemos tiempo tan malo que antes se afea la bondad que se alaba la
virtud; assí que es escusada tu demanda, porque ninguna esperança hallarás en ella, aunque la
muerte que dizes te viese recebir, aviendo por mejor la crueldad onesta que la piedad culpada 147
Laureola cierra, así, esa comunicación –o esperanza- que había abierto al principio
de la obra con ese rotundo: «y así acabo para siempre de más responderte ni oírte»148. Y,
Leriano, instantes antes de morir, romperá las dos cartas se su amada y se tragará los
trozos tras depositarlos en una copa con agua, emulando el Sacramento de la Eucaristía
y fundiendo, así, eternamente palabras y sentimiento. La crueldad de la princesa es
consecuencia de una sociedad dominada por la honra que, especialmente, se exigía a las
mujeres nobles y que encubría una realidad: la vulnerabilidad de la mujer en las
relaciones pasionales, pues tras la consecución por parte del hombre de su virtud, eran
frecuentemente abandonadas –que es lo que le ocurre a Fiometa en la ficción
sentimental Grimalte y Gradisa de Juan de Flores-. Laureola no hace sino mirar por sí
misma y sobrepone la honra a un amor que, aunque poderoso ahora, tal vez se extinga
después. De ahí que esté dispuesta a dar a Leriano todas las riquezas de su reino antes
que un amor que lleva implícito su honor. En sus palabras podemos ver, por tanto, un
anhelo femenino de libertad y resistencia bastante valiente, que el mismo San Pedro, a
147
Ibíd., pp. 128-129.
148
Ibíd., p.129.
través de la defensa de las mujeres que hace a través del debate entre Tefeo y Leriano, al
final de la obra, parece comprender y compartir:
¿A qué mujer deste mundo no harán compasión las lágrimas que vertemos, las lástimas
que dezimos, los sospiros que damos? ¿Cuál no creerá las razones juradas? ¿Cuál no creerá la fe
certificada? ¿A cuál no moverán las dádivas grandes? ¿En cuál coraçón no harán fruto las
alabanças devidas? ¿Cuál se podrá defender del continuo seguir? Por cierto, segund las armas
con que son combatidas, aunque las menos se defendiesen, no era cosa de maravillar, y antes
devrían ser las que no pueden defenderse alabadas por piadosas que retraídas por culpadas 149
Frente a Laureola, las damas que se dejan arrastrar no por la razón, sino por el
sentimiento, pagan demasiado cara su rebeldía. Mirabella se entrega sin reservas a
Grisel y, delatados por una sierva, los amantes llegan a ser sorprendidos en pleno acto
sexual. La princesa de Escocia no muestra ese celo por la honra característico de estas
mujeres y asume su responsabilidad, intentando exculpar a Grisel. Los dos enamorados
actúan aquí en el terreno de la Fe, están en el mismo bando, en el de la individualidad de
sentimientos; frente a la Razón social que representa ese padre inflexible que, como rey,
debe hacer cumplir las leyes. Y, también hay en esta obra mayor igualdad en la
aplicación de los castigos. De esta forma, no se establece la pena capital directamente a
Mirabella, sino que hay un juicio para determinar cuál de los dos enamorados es más
culpable. El que pierda será condenado a muerte y el otro sólo a destierro; sin embargo,
Grisel se precipita a la hoguera destinada a Mirabella –perdedora en el debate en pro o
en contra de las mujeres, defendido por dos personajes célebres de la época, Torrellas y
Braçaida-, decidiendo él mismo su propia muerte, en plena rebeldía de la Fe contra la
Razón. Sin embargo, su sacrificio es baldío, pues Mirabella no puede vivir ya sin el
amor de Grisel y -como Melibea y otras heroínas del amor imposible- se suicida
arrojándose a un patio donde la devoran unos leones que su padre tenía enjaulados. Se
ha señalado la sensualidad de esta escena (“de las delicadas carnes cada uno contentó el
hambriento apetito”150), que poco tiene que ver con el idealismo etéreo e inaccesible de
la dama prototípica de la literatura cortesana.
149
Ibíd., p. 140.
150
Véanse citas de Mª Jesús Lacarra y José Manuel Cacho Blecua, en Historia de la Literatura Española.
I. Entre la oralidad y la escritura. La Edad Media, Barcelona: Crítica, 2012, p.546.
Los huesos fueron quemados, y de su ceniza guardando cada cual una buxeta por reliquias
de su enemigo. Y algunas ovo que por culto al cuello lo traían, porque trayendo más a su
memoria su venganza, mayor placer les diese151
Vos senyora merezcays la pena de mi culpa, pues sta claro que sin esfuerço, vuestro yo no
hazara atreuer me en tan loco ensayo. Que si poruentura lo que no creo: algo de bien habrá en
ello: a vos que se ha de dar la pena: den las gracias, pues yo desto solamente soy scrivano que
por la comunicación de vuestra causa he trabaiado por fazer alguna parte delas obras de vuestra
discreción: para me aprouechar en esta necesidad dellas. Por lo qual ahun que non quepa en el
número de las loadas: yo pienso que ahun no tan buena se crea de mi 152
151
Ibíd., p. 343.
152
Apud Mª Eugenia Lacarra en «Juan de Flores y la ficción sentimental», Actas del IX Congreso de la
AIH, Frankfurt ad Main, Cuaderns Cremà, 1987, p.223 (consultada en ed. digital del Centro Virtual
Cervantes: http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/09/aih_09_1_021.pdf).
153
Parrilla, Carmen, ed., Juan de Flores, Grimalte y Gradisa, Alcalá de Henares: Centro de Estudios
Cervantinos, 2008, p.89.
154
Mª Eugenia Lacarra explica muy bien en el trabajo mencionado (“Juan de Flores y la ficción
sentimental”) la interesante relación entre autor externo, ficción y lectores, por un lado y autor-narrador,
historia y lectores internos, por otro, y no sólo en Grimalte y Gradisa, sino en las otras dos obras de Juan
de Flores: Triunfo de amor y Grisel y Mirabella.
155
Véase «Estudio Introductorio» de Carmen Parilla a su edición de Grimalte y Gradisa de Juan de
Flores, op. cit., p.44.
Esto fazeis por crescer pena en mi pena, que bien conocéis vos que la gracia con que
Fiometa quexa sus males caresce de mí para recontaros aquellos.Y aún sería muy gran dichoso si
la fortuna quisiese que el loor que hasta aquí ella tiene merescido por su gentil razonar, que agora
por mi rudeza no lo pierda. Pues a mí no sería posible que la memoria ni el sentido me bastase a
recordar las cosas tan bien dichas como a ella las oyese 158
Ésta defiende con valentía –sin los temores que asaltan a Laureola o Gradisa- la
pureza de su amor, no reduciéndolo al sexo. Y, lo que es más importante: frente a la
condena social del adulterio, Fiometa muestra un profundo remordimiento moral por la
ilicitud de su amor, que la corroe por dentro, aunque sin que se produzca en ella la total
renuncia del sentimiento individual (que hemos llamado Fe). Muy interesante es la
respuesta que da a Pánfilo, cargada de ironía, tras recibir una carta de éste en la que la
llama a la moderación, erigiéndose hipócritamente en defensor del honor conyugal:
156
Menéndez Pelayo, Marcelino, Orígenes de la novela, Vol. II, Santander: Editora Nacional, 1962, p.53.
157
Grimalte y Gradisa, op. cit., p.90.
158
Ibíd., p. 98.
Y el peligro de mi marido, con que tantos temores me pones, estaba dudosa, porque no
todas las que pecan padescen luego la pena, mayormente yo, por el mi adulterio, más penitencia
que muerte me busco. La Fortuna y los dioses usarían más de crueldad que de justicia si otro
verdugo buscas en sino a ti para satisfacer un yerro que tan común por las mujeres acontece. Pues
para esto, sin más morir, de lo muerto devrían el cielo y la tierra contentarse. Así que tus palabras
más de lo engañado no me pueden engañar, que me tengas por tan simple que me fagas entender
que te soy en cargo, por aquello que de solo miedo tuyo lo dexas 159
Quítate ya, pues, Pánfilo, de mi vista, y la muerte que no me diste, déxamela tomar,
porque si los malditos ojos engañados del amor y ocupados de sus desseos se deleitan en te ver,
no me plaze ni la quiero esta gloria rescebir, porque todos son agravios del coraçón y del alma,
que se siente del menosprecio de mí160
Sin duda, las damas cultas e instruidas de finales del XV, según predicaban las
nuevas modas renacentistas, estarían fascinadas -como Gradisa-, por la lectura de estas
obras del género de la ficción sentimental, como también lo estaban y habían estado por
las novelas de caballerías. No en balde, la mayoría están dedicadas a la amiga o a
importantes damas de la aristocracia castellana. La variada temática de estos relatos les
proporcionaba un ambiente exquisito, de torneos, justas poéticas, cacerías, suntuosos
vestidos y apasionados amoríos, presididos por el tópico del amor cortés que desde el
siglo XII llevaba presidiendo la literatura en ámbitos palaciegos. Pero, ante todo,
debemos insistir en la evolución social sufrida a fines del Medievo, que se manifiesta en
159
Ibíd., p.155.
160
Ibíd., p. 164.
161
Martínez Latre, Mª Pilar, «Estatuto y evolución del personaje femenino de la novela sentimental de los
siglos XV-XVI a la luz de los tópicos misóginos y profeministas», en VVAA, Investigación humanística
y científica en La Rioja: homenaje a Julio Luis Fernández Sevilla y Mayela Balmaseda Aróspide,
Instituto de Estudios Riojanos, 2000, p.156 (http://dialnet.unirioja.es/servlet/oaiart?codigo=570743).
benefactora es muy destacable162 y, con ella, la de todas las damas que con su dulzura y
belleza animan la vida en la corte y consiguen, por medio del amor que inspiran, que el
mundo sea mejor.
Aunque, ante todo, debemos destacar del recorrido literario que hemos hecho, la
sincera voz de las trovadoras provenzales, las poetas italianas de los siglos XIII y XIV y
otras escritoras altomedievales –Eloísa, María de Francia, las místicas-, que se valieron
del amor cortés como medio de liberación. Se atreven, de esta forma, a hablar de sí
mismas, de sus sentimientos, dejando entrever, además, la crítica a unos
convencionalismos masculinos que marginaban o agredían injustamente a su sexo (así,
los matrimonios impuestos, la falta de cortesía en el comportamiento amoroso de
algunos varones, la queja ante los ataques de algunos trovadores como Marcabrú, la
reivindicación de su sacrificio amoroso y de su derecho a la felicidad…); mostrando una
solidaridad y una unión entre ellas que fácilmente las relaciona con la posterior Querelle
des femmes.
Como señala Jacques Le Goff, todas estas mujeres, las damas inspiradoras y las
poetas –«heroínas de carne o de ensueño», como él las llama-, a las que habría que
sumar ciertos personajes femeninos de ficción –según ha demostrado nuestro estudio-,
desempeñan un papel decisivo: son «las auténticas creadoras del amor moderno»163.
162
Jaume Vallcorba dice refiriéndose a la Beatriz de Dante: «siempre será inalcanzable para el poeta,
mucho menor en méritos y virtud. Pero, será precisamente por eso, por su anhelo y esfuerzo en seguirla
en su ascensión, por lo que el poeta habrá podido aumentar los suyos», en Vallcorba, Jaume, De la
Primavera al Paraíso. El amor, de los trovadores a Dante, Barcelona: Acantilado, 2013, p.100.
163
Véase Jacques Le Goff, La civilización del occidente medieval, Barcelona: Paidós, 1999
(5ªreimpresión 2012), pp.257-258.
Hemos de tener presente, en este último sentido, que el papel de las mujeres de la
nobleza fue muy intenso en la vida cultural de toda la centuria, alentado por las nuevas
ideas humanistas que llegaban de Italia y ello desde 1403, fecha del poema de despedida
de doña Mayor Arias, al Cancionero General de 1511. La primera esposa de Juan II, la
reina doña María, impulsó ya todo un movimiento literario e intelectual de defensa de la
mujer, dentro de la animada vida cultural de su corte, que se extendió a la de Leonor de
Navarra, en cuyo selecto círculo literario se encontraba la dama Vayona.
Posteriormente, a Juana de Avis –madre de la Beltraneja-, se atribuyen unos versos de
despedida del poeta Juan Rodríguez del Padrón164; y, sobre todo, durante el reinado de
los Reyes Católicos, las damas de la reina y hasta la misma Isabel –cuyo interés por la
cultura ha sido tratado en el Capítulo I-, no se limitaron a ser inspiradoras de poesía,
sino que se atrevieron en las fiestas y juegos caballerescos a componer sus propios
versos; aunque fueran las más de las veces intervenciones esporádicas y circunstanciales
165
. En palabras de Pilar Lorenzo Gradín:
164
Miguel Ángel Pérez Priego (Poesía femenina en los cancioneros, op. cit., pp.13-14), señala que la
canción, un tanto fría, que reza: «Verdadero amigo mío/ pues que te partes de España, /trata bien esta
compaña, /que llevas en poderío/mi libertad y alvedrío…»; es atribuida en el llamado Pequeño
Cancionero a la reina doña Juana; que buscó la pasión fuera del lecho conyugal, como es sabido. Sin
embargo, según la leyenda, la partida de Juan Rodríguez del Padrón a Jerusalén en 1411 habla de que la
reina de la que separó sería la suegra de ésta, doña María -esposa de Juan II y madre de Enrique IV-, de
quien estuvo, al parecer, enamorado y a quien dedicó los famosos versos: «Bive leda, si podrás…».
165
Véase Pérez Priego, Miguel Ángel, Poesía femenina en los cancioneros, op.cit, pp.8-9.
166
Lorenzo Gradín, Pilar, «Voces de mujer y mujeres con voz en las tradiciones hispánicas medievales»,
en Zavala, Iris (coord.), Breve historia feminista de la Literatura española…, op. cit., p.79.
Y pues dadme un solo hombre que por la defensión de su castidad haya de alguna mujer
recibido muerte; de nosotras sabéis bien puedo deciros infinitos millares 167.
167
Apud Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, op. cit.,
p.247.
CAPÍTULO IV.
EL DEBATE LITERARIO
ACERCA DE LAS MUJERES
Capítulo IV.
El debate literario acerca de las mujeres 231
Las galanterías cortesanas eran, a menudo, objeto de burla por parte del pueblo
llano, como demuestran muchos personajes secundarios que se ríen del comportamiento
de sus señores. La medicina –como veíamos al tratar de la narrativa sentimental-, veía al
enamorado como enfermo mental, que incluso adquiría características femeninas. Y la
Iglesia concebía el amor casi como una herejía contra la que había que luchar,
rescatando viejos argumentos misóginos. La sociedad estaba, en definitiva,
experimentando una crisis de ortodoxia, de la que se hacía responsable última a la
literatura amorosa. El idealismo cortés había traspasado las fronteras de la ficción y las
Otro texto del S.XIV que influye decisivamente en la composición del Arcipreste
de Talavera es el Llibre de les dones de Francesc Eiximenis, que buscó a través de la
enumeración de los defectos que tradicionalmente se venían considerando inherentes al
sexo femenino, la reforma moral de las mujeres. La base conceptual para la denuncia de
las mujeres es prácticamente la misma en las dos obras: la avaricia, la vanidad, el uso de
1
Véase«Prólogo», en Marcella Ciceri, ed., Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, Madrid:
Espasa Calpe (Austral, 95), 1990, p.50.
2
Ibíd., p.53.
Enpero, sy algo fuere, segund sus viçios e malvevir que oy se usa, de algunos o algunas
aquí dicho he escrito, nos sea notado ha detractaçión, nin querer afear, mal decir e fablar nin
disfamar, salvo de aquellos e aquellas que en los tales viçios e males fueron fallados exerçitar e
usar e continuar, los buenos e buenas loando e aprobando; que sy el mal non fuese sentido, el
bien non sería conosçido; mal decir del malo, loança es del bueno; por lo creo que, el que su
tienpo e días en amar loco despiende, su sustancia, persona, fama e rrenombre aborresçe. E quien
de tal falso e caviloso amor abstenerse puede, el mérito le sería grande, sy poder tiene en sý; que
aquel que non puede por vejedad o por ynpotençia, e de amar se dexa, non diga ese tal que él se
dexa, que ante amor se dexa dél; porque mucho más plase a dios de aquel que tiene oportunidad
de pecar con poderío, e la dexa absteniéndose e non peca, que non de aquel que, aunque pecar en
tal guisa quisiese, non podría. Por ende, algunos o algunas, a las vezes, sintiendo en sý poca
costançia e firmeza de rresistir a tal pecado, dizen: «Señor, dame el poder pues me diste el
querer», esto por pecar, o, por el contrario: «Señor, quítame el querer pues me quitaste el pode»r,
por virtud4
3
Archer, Robert, «El arcipreste de Talavera y el problema de las mujeres», en Memorabilia, Boletín de
Literatura Sapiencial, 9 (2006). El texto se ofreció como conferencia en la Universidad de Valencia en
marzo de 2005 y se basa en el cap. 2 del libro de Archer The problem of women in Late-Medieval
Hispanic Literature (London: Támesis, 2005).
Consultado en edición digital: http://parnaseo.uv.es/memorabilia/memorabilia9/archer/archer.htm
4
Véase «Prólogo», en Arcipreste de Talavera, op. cit., pp.54-55.
manera brutal con las féminas en la Parte II de su obra. Es cierto que se cuida de salvar
a las mujeres buenas y virtuosas de tales críticas –lo mismo que hace cualquier escritor
de la época, por muy profeminista que sea-; esto es, excluye a las castas, a las que se
alejan del amor no reglado y de las pasiones insanas, que –según su opinión- escasean
en ese mundo del S.XV dominado por la corrupción moral y que son como «rruby
preçioso», como «oro entre escoria»5. Sin embargo, son tantos los detalles que plasma y
tan variadas las situaciones que trae a colación, que casi parece que esas mujeres tan
perfectas no existen y que es imposible que en tan prolija enumeración no se encuentre
reflejada, de una u otra manera, cualquier mujer. Parece empeñado en que no se le
escape ningún defecto en las múltiples situaciones que presenta de la realidad y eso
aunque, a veces, llegue a insinuar que aún podría decir mucho más: «por cuanto las
mujeres que malas son, viçiosas e desonestas o enfamadas, non puede ser dellas escripto
nin dicho la meytad que decir se podría…»6; «…Destos exienplos millares se podrían
escrevir, pero cada día contesçen tantas destas porfías quel escrevir es por demás»7.
Primeramente, desde terçia adelante que ya bevido ha, con el quemor quel mucho beber
de antenoche le dio, comiença a se escalentar, e su entendimiento a se levantar, e alça los ojos al
cielo, e comiença de sospirar, e abaxa la cabeça luego e pone la barva sobre los pechos, e
comiençase a sonrreyr, e fabla más que picaça, e da rruydo e bozes con quantos ha de fazer.
Anda muy presurosa e fazendosa dacá e dallá, los ojos inflamados, forrados de tafatá, la luenga
trastavada; fabla por las nariçes; faziendo va la çancadilla, a vezes amenazando a todos, brava
como leona8
[…] flaca que non paresçe synon a la muerte; sus cabellos negros como la pes, la cabeça
gruesa, el cuello gordo e corto como de toro; los pechos todos huesos, las tetas luengas como de
cabra; toda uniza, egual, non tiene facçión de cuerpo; las piernas muy delgadas paresçen de
5
Ibíd.; los dos ejemplos en Parte I, cap. XXXVIII, p.158.
6
Ibíd., Parte II, cap. I, p.160
7
Ibíd., Parte II, cap.VII, p.200.
8
Ibíd., Parte II, cap. XI, p.214.
çigüeña; los pies tiene galindos. De gargajos nos fartó la suzia, vil, podrida, el otro día en el
baño, asco nos tomó a las que aý estábamos, que arrendir nos cuydó fazer a las más de nosotras 9
Su saña contra las mujeres es tal que se nota, a veces, un intento de equilibrar la
crítica a los dos sexos. En el último capítulo de la Parte I, que sirve de enlace con la II,
advierte, así, que en las faltas que va a exponer sobre las mujeres pueden verse
reflejados también muchos hombres, a los cuales también les debería servir su lección
(“Comienço en el pecado de la avariçia de las mujeres, e sy algund hombre dello en sý
algo sintiere, tome el enxienplo de “A ti lo digo, nuera”10); y, en la Parte III ridiculiza
también algunos tipos masculinos, como el «onbre sanguino», o el «colórico», o el
«flemático», mostrando que estas «Conplisiones» de los hombres también afectan e
interfieren negativamente en la vida de las mujeres, a las que aconseja, por ejemplo que
«non curen de creer locos amadores, por mucho que sean bayladores, loçanos nin
cantadores: que todos son burladores»11. En muchas ocasiones, se iguala, además, el
proceder de hombres y mujeres en las relaciones amorosas; así, cuando se justifica el
que se pueda amar a una persona fea o cobarde por dinero (Parte III, cap.VII), haciendo
el interés propio de los dos sexos –y ello aunque haya insistido en el cap. I de la II Parte
en la avaricia de la mujer-; o, cuando se alude –siguiendo el pensamiento popular de los
refranes- a los matrimonios en casos de gran diferencia de edad, censurándose
igualmente los que contrae una vieja con un joven que un viejo con una joven. También
ridiculiza el emparejamiento de dos viejos y cree Martínez de Toledo que la mejor
relación conyugal es la de dos jóvenes (“el moço con la moça y la moça con el moço”),
en la cual debe existir amor –idea defendida por la Iglesia desde la Alta Edad Media,
que lo aparta de los matrimonios de conveniencia buscados por las familias nobles y los
plebeyos ricos-: «bendito es el matrimonio donde amor Dios dio e ellos lo
procuraron»12.
Y es que el arcipreste no se propuso como único objetivo criticar a las mujeres –si
bien es lo que más se recuerda de su obra-, ni tampoco provocar ningún debate
cortesano; sino hablar sobre las nefastas consecuencias que acarrean la lascivia y los
9
Ibíd., Parte II, cap. IV, pp.179-180.
10
Ibíd, Parte I, cap. XXXVIII, p.158
11
Ibíd., Parte III, cap. VII, p. 246.
12
Ibíd., p. 261.
El quinto mandamiento es: “no matarás a ninguno nin alguna”. Pues, dyme, ¿oíste, viste e
entendiste que ombre, que amase alguna mujer, o alguna mujer onbre amase, que fiziese matar
alguno por esta razón? Dígote que innumerables son los muertos por este caso, o los matan o
fazen matar[…] Dentro de Tortosa yo vi fazer justicia de una mujer que consintió que su amigo
matase a su fijo, porque los non descubriese[…]Una mujer cortó sus vergüenças a un onbre
enamorado suyo, al qual llamavan Juan Orenga, guarnecedor d’espadas, natural de Tortosa,
porque sopo que se era con otro echado[…]Y yo fui fablar con él a su cama, e me lo contó todo
como le engañara[…]Destas muertes e lysiones otras muchas te contaría; pero oy al mundo son
tan notorios estos males que superfluo es alegarlos 14
Para obtener más difusión e impacto social y lograr que su escrito cumpla su
misión moralizadora, evita convertirlo en otro frío discurso teórico contra fémina,
implicando, conscientemente, a sus posibles lectores en el texto; en una ágil
conversación con un “tú”, que debe ser capaz de interpretar sus ironías y al que divierte
con anécdotas y graciosas descripciones, razonando con él todos los improperios del
amor cortés y, entre ellos, el convertir en diosa a la mujer; poseedora, en la realidad, de
tantos defectos. Pero estos lectores ya no serán siempre masculinos –dada la mayor
participación en la cultura, que él comprueba en la corte de la reina María y en la
formación de muchas monjas- y ahí lo vemos dar tímidos pasos hacia atrás en su
«maldecir» e intentar igualar la responsabilidad de hombres y mujeres en los deslices
13
Robert Archer estima, en este sentido, que el arcipreste se encontró con la dificultad de «definir la
naturaleza de la mujer, ante las contradicciones que ofrecían las fuentes autoritativas de la sabiduría» y se
vio obligado a «enfrentarse directamente con el problema de la mujer que yace oculto tras las posturas
más cómodas de misoginia y defensa que evidencian otros muchos textos» (en “El arcipreste de Talavera
y el problema de las mujeres”, art. cit.)
14
Arcipreste de Talavera, Parte I, cap. XXIV, op. cit., pp.120-123.
amorosos o mostrar que los males que conlleva (muertes, guerras, peleas…), afectan a
los dos sexos.
[…] que sobre mi veya señoras mas de mil quel mundo ya por cierto no las aborresciera
por ser de tal gala de nombre y rrenombre famosas mas de tanto hermosas ya sin par graciosas e
par de gentiles si en estima del pie hasta encima trayan esecusiones a manera de martyrio dando
los golpes tales de ruecas e chapines puños e remesones qual sea en penitencia de los males que
hize e aun de mis pecados. Diziendo locoatrevido do vino osar de escrevir ni hablar de aquellas
que merescen del mundo la victoria. Haue, heue memoria quanto de nos houiste algund tiempo
pasado gasajado[…]E en esto estando paresciome la una que se auentajaua a tirar por mis
cabellos rastrándome por tierra que merced no valía demandarle de quedo que conocer me
pluguiese. La segunda quel pie me puso en la garganta a fin de me ahogar que la lengua sacar me
hazia un palmo. Las otras non pude deuisar: quel golpe de los chapines me cerraua la uista. Las
ruecas e las aspas quebrauan sobre mi como sobre un mancebo que fuera de soldada a mi semblar
que mas quede muerto que no biuo que morir mas amaua que tal dolor pasar […]15
Este sueño –que se anticipa a la brutal paliza que recibe Torrellas en Grisel y
Mirabella-, constata la intranquilidad patriarcal hacia el ascenso de esas mujeres
instruidas e independientes, que se empezaron a cuestionar las normas vigentes y que
Beteta Martín asocia a la imagen onírica de las amazonas:
La imagen de las mujeres como nuevas amazonas que luchan por lograr una visibilidad
social que sobrepase los muros conventuales y el fuego del hogar causa un fuerte recelo en los
poderes androcéntricos y el texto de El Corvacho es un buen ejemplo de ello. No es casual que el
arcipreste recurra a la figura onírica de las amazonas para proyectar su temor ante las reacciones
que puede provocar su obra, de la misma manera que no es casual que las amazonas sean los
monstruos femeninos que experimentaron un mayor proceso de cristianización 16.
15
Ibíd, nota 17 del Cap. IV de la Parte IV, pp.344-345. Marcella Ciceri rechaza en su edición que esta
«demanda» que aparece en los incunables, sea obra del arcipreste y estima que más bien pudo ser
redactada por el amanuense o editor para ganarse el favor de las lectoras; pues su estilo e intención es
muy diferente.
16
Beteta Martín, Yolanda, «El poder de la autoría masculina. Transgresión femenina y canon
androcéntrico en la ficción literaria bajomedieval», en Beteta Martín, Yolanda, La querella de las mujeres
IX. Súcubos, hechiceras y monstruos femeninos. Estrategias de desautorización femenina en la ficción
bajomedieval, Madrid:Al-Mudayna (Querella-Ya), p.191.
De esta forma, la II Parte del Corbacho asume toda la misoginia de que hacen
gala los cuentos medievales. Las mujeres que aparecen en estas colecciones (Calila e
Dimna, Sendebar, El Conde Lucanor…) suelen ser malvadas, avariciosas, glotonas y,
sobre todo, mentirosas, además de murmuradoras y adúlteras; por lo que el hombre debe
guardarse de sus trampas. Es cierto que ofrecen modelos femeninos de diversa
procedencia estamental y social y muestran una mujer más vital y activa que la de la
idealizada dama cortés; sin embargo su anonimia e inconcreción han favorecido la
inmutabilidad y permanencia de estos tipos literarios femeninos a lo largo de
muchísimos siglos, en obras y culturas muy diversas. Martínez de Toledo toma, en
ocasiones, estos ejemplos tal cual aparecen en los manuales de predicadores al uso;
notándose el contraste entre el estilo sencillo de estos relatos populares y el suyo propio,
mucho más elaborado. Así sucede con las cuatro anécdotas que introduce para ilustrar el
tema de la mujer mentirosa (II Parte, cap. X) y con los cuatro cuentecillos que apoyan
sus tesis sobre la mujer desobediente (II Parte, cap.VII). Como subraya Marcella Ciceri,
en los ocho cuentos, sólo advertimos una vez la irónica intervención del autor. Sucede
en el primer ejemplo del cap. X (“De como la mujer miente jurando e perjurando”),
donde la esposa adúltera echa leche de su pecho a los ojos del marido, para que no
descubra al amante que se escapa: «O, fija de puta, cómo me escueze la leche»
Respondió el otro que se yva: «¿Qué deve fazer el cuerno?»; todo lo demás responde
fielmente a anécdotas y relatos populares muy conocidos.
17
Lacarra Ducay, Mª Jesús, «Cuento medieval y cuento oral: “La triple tasa”» (AT 1661), en Garoza:
Revista de la Sociedad Española de Estudios Literarios de Cultura popular, 5 (2005). Consultado en su
edición digital: http://webs.ono.com/garoza/G5lacarra.htm.
La gracia humorística con la que se trata en el tema de la esposa adúltera que saca
al amante de su casa, en las mismas narices del esposo, sin que éste se dé cuenta, bien
nos recuerda a algunos fabliaux y nos hace olvidar, por momentos, el tono severamente
moral de la obra. Recordemos, por ejemplo, el parecido entre relatos como Le villain de
Bailleu de Jean Bodel –que alude a las frecuentes relaciones entre los curas de aldea y
las villanas- y los que introduce el arcipreste en el cap. X, donde también aparecen
frailes en camas de mujeres, que salen airosos de la situación, en un tono alegre y
desenfadado:
Otra mujer tenía un frayre en tras la cama escondido. Desque vino su marido non sabýa
cómo le sacar fuera. Fuese a su marido e díxole: «¿dónde vos arrimastes, que venís lleno de
pelos?» el marido bolvióse para que la mujer le alimpiase los pelos e, vueltas las espaldas, salió
el frayre que estaba escondido. E dixo el marido: «Paresçiome como que salió onbre por allí».
Dixo ella: «Amigo, ¿dónde venides? ¿O estades en vuestro seso? ¡Guay de mí! E ¿quién suele
entrar quí? ¡Guay, turbado venís de alguna enamorada, los gatos vos paresçen onbres, señal de
buena pascua!» Luego calló el marido e dixo: «¡Calla, loca, calla!que por probarte lo dezía»18.
Raros son, en efecto, los fabliaux –de gran influencia en los tipos del teatro
popular-, que no presentan esta misma depravación en la mujer: las esposas son
adúlteras y mentirosas, las doncellas tontas y las viejas, brujas maliciosas19. Si bien, su
carácter eminentemente lúdico, evita siempre la condena moral20. No es extraño, por
tanto, que los autores de estos relatos franceses se regodeen, así, en la narración de la
anécdota, exponiendo muy brevemente su moraleja al final –Bodel la expone en dos
líneas: «Le fabliau dit a la fin qu’on doit tenir pour fou celui qui croit mieux sa femme
que lui»21-; mientras que, por el contrario, el arcipreste expone los hechos de forma
resumida y se extiende en la reflexión. Lo que para los franceses es pura diversión a
18
Arcipreste de Talavera, op. cit., Parte II, cap. X, p. 211.
19
En el célebre fabliau de «Las perdices» (Les pertrix) aparece una villana golosa que se come unas
perdices y que tras un divertido juego de engaños sale indemne de su delito; por lo que el autor del relato
concluye, con una moraleja contra todas las mujeres, a las que hace mentirosas y confundidoras por
naturaleza: «Ce fabliau nous a montré que femme est faite pour tromper: mensonge devient vérité et
vérité devient mensonge» (en Barre, Aurélie, ed.,Fabliaux, Paris: Gallimard (Folioplus Classiques, 37),
2005, p. 21).
20
No hay sino atender al resumen que el narrador de Les Trois Aveugles de Compiègne hace de las
finalidades del género: «Fableaux sont bons a écouter: ils font oublier mainte peine, mainte douleur et
maint ennui» (Cortebarbe, “Les trois Aveugles de Compiègne”, en Fabliaux, op. cit., p.11).
21
Bodel, Jean, «Le vilain de Bailleu», en Fabliaux, op. cit., p.82. Observamos que es la misma moraleja
que también expresa el texto de Martínez de Toledo, que la extrae tal cual de su fuente y sólo al final del
capítulo X reflexiona sobre ella: «E asý fizo e faze su mentira la mujer verdad» (Arcipreste de Talavera,
op. cit., p. 211).
través de un marido bobo y hartamente confiado, del que la astuta mujer sabe
aprovecharse para conseguir lo que quiere; para el arcipreste es una mentira condenable
y vil. Al final del capítulo X acaba diciendo que estos casos son muy frecuentes y
aunque con los ejemplos que ha puesto avise a las mujeres adúlteras, también pondrá en
guardia a los que tengan que castigarlas22. Deja ver abiertamente el desprecio que estas
mujeres le merecen y, por ello, vuelve a justificar la finalidad edificante de su
«maldecir» –tema que le obsesiona y le remuerde, en el fondo-, excusándose en que
muchos han abordado ya estas historias:
Mas podría venir a caso que alguno que non lo sabe, lo aquí leerá e dará castigo dello a
quien deva; e sy non, sy lo soportare, non se maraville de algund syniestro que le venga…A
buena parte, por Dios, lo tome el que lo leyere, toda murmuración çesada; que el mundo es oy tan
malo que bien decir es muerte, mal decir es gloria delectable. Esto sea quanto a mi escusaçión
por quanto sé byen que, sy dixe, que de mí ha de ser dicho; pero que otros muchos dixeron, a los
cuales non sería digno descalçar su çapato23
22
Es curioso, en este sentido, cómo el tema del adulterio es tratado en España, frente a otras literaturas, de
forma trágica; como una ofensa que el marido debe vengar y hemos visto, incluso – Capítulo I de nuestro
estudio-, que los castigos a la mujer adúltera eran amparados por las leyes de la época. Michelle Débax,
en su edición del Romancero (Madrid: Alhambra, 1982, pp.362-365) señala, en este sentido, cómo
romances como el de el de la Blanca Niña (“Blanca sois señora mía…”) o el de la Bella malmaridada
(“La bella malmaridada/de las más lindas que yo vi…”), cuyo asunto es tratado de forma burlesca en
cuentos y fabliaux franceses, acaba con la muerte de la mujer a manos del marido y eso aunque, como en
el segundo caso, no se llegue a consumar el adulterio.
23
Arcipreste de Talavera, Parte II, cap.X., p. 213.
La muger ser mucho parlera, rregla general es dello; que non es muger que non quisyere
syenpre fablar e ser escuchada. E non es de su costunbre dar logar a que otra fable delante della;
e sy el día un año durase, nunca se fartaría de fablar e non se enojaría día nin noche[…] E asý
pasan su tienpo despendiéndolo en locuras e cosas vanas que aquí espeçificarlas sería
ynposyble[…]Alléganse las benditas en un tropel –muchas matronas,otras moças, de mayor e
menor hedad- e comiençan e non acaban, diziendo de fijas agenas, de mugeres estrañas –en el
ynvierno al fuego, en el verano a la frescura- dos, tres oras syn más estar diziendo: “Tal, la muger
de tal, la fija de tal, ¡a osadas! ¿quién se la vee? ¿quién non la conosçe?, ovejuela de Sant Blas,
corderuela de Sant Antón; ¡quién en ella se fiasse!”etcª. Responde luego la otra: “O bien sy lo
sopiésedes, cómo es de mala luenga!24
Eileen Power, refiriéndose a los fabliaux, expresaba que éstos ofrecen: «auténticos
dibujos de la vida real, verdaderas punzadas del zapato que aprieta»25. Y, por su talante
realista (muestran la vida en el campo y en las ciudades, ampliando su visión fuera de
los límites palaciegos: con villanas astutas y hábiles para salirse con la suya; pendientes
de placeres mundanos, impensables para una dama), tal vez constituyan una mejor
defensa para la mujer medieval que las idealistas obras de la corte. En palabras de esta
autora:
[…] la mujer de las fabliaux, pese a lo odiosa que es, muestra algo de esa igualdad
práctica que prevaleció entre hombre y mujer en las clases medias. La mujer está sometida, pero
su sujeción se mantiene de manera muy imperfecta y el marido dominado es un tema
sospechosamente favorito. Es una justicia poética que el hombre cuya mujer ideal era una
Paciente Griselda se encontrase de manera bastante frecuente casado con la mujer de Bath26.
24
Ibíd., Parte II, cap. XII pp.218-219.
25
Eileen Power, Mujeres medievales, Madrid: Encuentro, 1999 (4ªreimpresión), p.17.
26
Ibíd., p. 16.
27
Alonso, Dámaso, «El arcipreste de Talavera a medio camino entre moralista y novelista», en Obras
completas II, Madrid: Gredos, 1972.
El principal ataque que recibe la mujer en todos estos poemas jocosos es debido a
su promiscuidad. Como señala Mª Eugenia Lacarra, «faltaldo la castidad no hay belleza,
nobleza, bondad ni gentileza posible»29. Algunas descripciones de mujeres son
auténticos retratos esperpénticos, como ocurre en el siguiente poema anónimo, recogido
en el Cancionero General, en el que a la repugnancia por la vejez de la dama, se une el
ataque antisemita y lascivo:
28
San Pedro, Diego de, “A una señora que le rogó que le besasse y ella le respondió que no tenia culo
(ID6764), nº893, en González Cuenca, Joaquín, ed., Hernando del Castillo, Cancionero General, t.III,
Madrid: Castalia (Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica), 2004, p.524.
29
Lacarra, Mª Eugenia, «Representaciones femeninas en la poesía cortesana y en la narrativa sentimental
del S.XV», en Zavala, Iris (coord.), Breve historia feminista de la literatura española. II. La mujer en la
literatura española, Barcelona: Anthropos, p.165.
30
«Otra de otro tobador, a una dama fea» (ID6776), en Hernando del Castillo, Cancionero General, t.III,
op. cit., p.555.
31
Montoro, Antón de, «Canción suya a una mujer que traía grandes caderas y quando andava parescía que
amblava» (ID 6771), nº902, Ibíd., pp. 543-544.
32
ID 6754, nº 880, Ibíd., p.499.
33
Montoro, Antón de, «Del Ropero a una moça llamada Catalina, porque le hurtó una botilla de tener
vino» (ID3037), nº930, Ibíd., p.592.
estas coplas», que muestran la indignación de este caballero toledano, que quiso yacer
con una hermosa prostituta, y ésta quiso engañarlo, cobrándole más de lo debido y
tratándolo, por ende, como a un comerciante (“porque aunque soy estrangero, /no había
de ir por el rasero/que pasan los ginoveses”, vv. 33-35) –en ese despliegue de orgullo
caballeresco, que se considera superior al burgués-. El interés de esta dama, frente a las
atenciones cortesanas del poeta, queda de manifiesto en los siguientes versos, que dan
cuenta de esa crisis de valores que afecta al Bajo Medievo:
Yo os pensaba de agradar
Y andava al revés la rueda.
Yo os servía con sospirar,
con músicas y trobar;
Y vós queriédeslo en moneda34
34
ID 4120, nº905, vv.21-25, Ibíd., p.548.
35
Véase Archer, Robert, «Pere Torroella y la renovación de la misoginia como tema literario», en
Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, Madrid: Cátedra (Feminismos, 63),
2001, p.268.
Si, al principio, parece que Torrellas se queja contra los desdenes de su amada
como tantos otros poetas del Cancionero, proclamando, con desengaño, que el que ama
se destruye a sí mismo; después se ensaña violentamente contra el género femenino,
haciendo, un repaso pormenorizado de todos los tópicos misóginos que corrían en la
Edad Media: son hipócritas; interesadas; saben disimular muy bien para conseguir lo
que quieren; son comparables a animales como la loba, la anguila y el erizo por su
elección inadecuada del macho más vil, la imposibilidad de deshacerse de ellas y su
tendencia a defenderse siempre y a llevar la contraria37, mientras que desechan toda
bondad y virtud; fingen querer lo que no quieren y dudan cuando están convencidas; se
maquillan y utilizan adornos para atraer y engañar; adoran las lisonjas y lo prohibido
(“por gana de ser loadas/ cualquier alabança cogen;/van a las cosas vedadas; desdeñan
las sojuzgadas/ e las peores escogen”)38; en tanto que menosprecian el buen juicio y la
humildad; se resienten al ver que están sometidas al hombre y encienden, así, unas
tremendas ansias de poder; todo lo hacen para su provecho y su placer y, en fin, su
tendencia a cualquier tipo de maldad es tan grande que sólo el temor o la necesidad de
ocultar sus intenciones hacen que se pueda vivir con ellas. Torrellas asestaba, además, el
golpe final al género femenino utilizando la extendida idea de que la «Muger es un
animal/ que se dize hombre imperfecto, / procreado en el defecto/del buen calor
natural»39, por lo que la eximía, más adelante –dada su imperfección- de
36
Pere Torroella, «Coplas de las calidades de las donas», en Pérez Priego, Miguel Ángel, Poesía
femenina en los cancioneros, Madid: Castalia, 1989, pp.135 y 137 (este autor sigue el texto del
Cancionero de Estúñiga, fol 160v-162v).
37
Véanse aclaraciones a este pasaje hechas por Nicasio Salvador Miguel en «La tradición animalística en
las Coplas de las calidades de las donas de Pere Torrellas», El Crotalón, 2 (1985), pp.215-224.
38
Pere Torroella, «Coplas de las calidades de las donas», en Pérez Priego, Miguel Ángel, Poesía
femenina en los cancioneros, op. cit., pp.137-138 (vv.68-72).
39
Ibíd., p.139 (vv.91-94).
responsabilidad en todos los vicios enumerados; negando con ello, implícitamente, a las
mujeres, su entidad humana y acercándolas, en su inconsciencia, en su irracionalidad, a
los animales.
[…]
De las domnas me dezesper,
ja mais en lor no·m fiarai;
c’assicom las solh chaptener,
enaissi las deschaptenrai.
Pois vei c’una pro no m’en te,
vas leis que·m destrui e·m cofon,
totas las dopt’e las mescre,
car be sai c’atretals se son.41
[…]
40
Archer, Robert, La tradición del vituperio de las mujeres antes y después de Ausiàs March, Alacant:
Biblioteca Virtual Joan Lluís Vives, 2010.
41
«Me desespero de las damas; nunca más me fiaré de ellas; y así como las solía defender, de la misma
manera las desampararé [en adelante]. Puesto que veo que ninguna me ayuda contra ella, que me destruye
y me confunde, las temo a todas y no las creo, pues bien sé que todas son iguales»; Bernart de Ventadorn,
«Can vei la lauzeta mover», vv.25-32, en Riquer, Martín de, Los trovadores. Historia literaria y textos,
Tomo I, Barcelona: Ariel, 2001, 4ªed., p. 385.
VV. 1-8. Vos conocéis la costumbre de la tórtola, y si no es así, que os plazca oírla:
cuando la muerte le arrebata a su pareja, quiere abandonar las obras de amor y no bebe agua
de río, sino que en los hoyos ensucia primero el agua, ni se posa jamás en frondoso árbol verde.
Pero vuestra naturaleza es contraria a esto, a causa del gran deseo no casto que en vos arraiga.
VV.9-16: Y no penséis, mujer, que os espere bien alguno, porque tras haber probado la
carne gentil, entregasteis vuestro cuerpo vil a un mercader, que pienso que lleva el nombre de
Juan. Y si queréis que os lo identifique es aquel de la cara grande y la vista corta; tiene piernas
como las de una langosta o una mosca. Seguro que no merece vender paños de Florencia.
VV.17-24. Y conociendo vuestra gran falta, quiso, a través del amor, montar, montando, a
caballero. Y si supiera él la verdad de vuestros actos, y supiera toda la verdad sobre vuestra
ensuciada vida, le sería un cargo de conciencia amaros, y haría penitencia pública de su pecado.
42
Seguimos a Archer, Robert, La tradición del vituperio de las mujeres antes y después de Ausiàs March,
op. cit. Consultada la edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes:
http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcsq9f8:
Vuestro cuerpo asqueroso se ha vendido por un trozo de tela; para nada servís si no es para
nodriza.
VV.25-32. Y no penséis que él os hubiera dejado una hija para que le dierais de mamar
vuestra leche, pues vuestro cuerpo está repleto de veneno y lo muestran vuestros pelos
desmedidos, porque si os dejáis crecer vuestra barba y os la cortáis, juntándola con los pelos de
los brazos se podrían hacer espléndidas redes para atrapar perdices, tórtola o cogujada.
Tornada
VV.41-44. Envío. Todos los que [el amor] ya trastorne, o los que busquen quien os
arregle un asunto amoroso, usad los servicios de Na Monboí. Ella os hará todo lo que me hizo a
mí. ¡No os figuráis qué arreglo encontraréis!
43
Véase Pere Torroella, «Coplas de las calidades de las donas», en Pérez Priego, Poesía femenina en los
cancioneros, op. cit., p136 y 138.
un auténtico monstruo del pecado y la corrupción. No daría leche, sino veneno44; siendo
la lactancia en la Edad Media un período prohibido para el coito, del que ella no podría
abstenerse, pues como también dice Torrellas: «Provecho e deleite son/ el fin de todas
sus obras/, en guarda de las çoçobras/suplen temor e ficción» (vv. 82-85)45.
¡Qué inofensivas parecen ahora las burlas contra la fealdad física de alguna dama
en los cancioneros castellanos, motivo de risas, junto a otras que satirizan el vestido de
44
La menstruación era consierada un veneno en la Edad Media y el hombre debía abstenerse de yacer con
una mujer durante la regla, el embarazo, el posparto y el período de lactancia, según los estudios médicos
e la época, que tan bien sirvieron a la Iglesia para perseverar en el matrimonio casto. Véase, a este
respecto, Canet Vallés, José Luis, «La mujer venenosa en la época medieval», Lemir. Revista de
Literatura Española Meieval y del Renacimiento, 1 (1996-1997).
45
Pere Torroella, «Coplas de las calidades de las donas», en Pérez Priego, Poesía femenina en los
cancioneros, op. cit., p.138.
46
Sigo aquí la explicación de Archer, en «La tradición del vituperio de las mujeres antes y después de
Ausiàs March», art. cit.
47
José Luis Canet, en «La mujer venenosa en la época meieval» (art. cit.), menciona que los tratados
médicos medievales mostraban cómo en la menopausia la mujer, por la ausencia de menstruación,
participa de la complexión de los hombres, haciéndose caliente y seca y tremendamente lujuriosa;
expulsando sus vapores venenosos ya mediante la vista –provocando el mal de ojo-, ya mediante el
crecimiento e pelos en la barba.
48
En La celestina (I, 7ª), Pármeno advierte a Calisto sobre la vieja alcahueta: «si entre cient mujeres va
alguno y dize “¡puta vieja”, sin ningún empacho vuelve la cabeça y responde con alegre cara» (Russell,
Peter E., ed., Fernando de Rojas, La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, Madrid:
Castalia, 2007, 3ªed., p.255)
Archer estima que, en la Tornada, Ausiàs March niega toda relación sentimental
con esta dama, mostrándose sólo como un cliente satisfecho con sus servicios y que tal
vez escribiera este maldit por encargo. También Pérez Priego afirma que en la
composición de las coplas de Torrellas –que acaban, sorprendentemente, con un elogio
a su dama, cuyas altas cualidades venían a «deshacer lo que contienen sus versos»- tal
vez no hubiera otra intención que la de puro juego poético cortesano. Y más cuando
49
Véase el apartado 1 «Origen y evolución de la misoginia medieval» del Capítulo II de nuestro trabajo;
y, más concretamente el epígrafe 1.1: «La herencia de Eva», donde se repasan estas teorías misóginas.
50
Véase Pere Torroella, «Coplas de las calidades de las donas», en Pérez Priego, ed., Poesía femenina en
los cancioneros, op. cit., pp.138-139.
parece que esa dama es Juana de Aragón, reina de Nápoles51. Pero lo cierto es que esa
finalidad no libera a estas Coplas de su feroz y desmedida carga misógina; de la que el
poeta catalano-aragonés se retractaría, más tarde, en una obra en prosa (“Razonamiento
de Pere Torroella en defensión de las donas contra maldicientes por satisfacción de unas
coplas que en decir mal de aquellas compuso”). Ello no evitaría, sin embargo, que se
creara la leyenda de un Torrellas archimisógino, tal y como aparecía en Grisel y
Mirabella de Juan de Flores.
51
Véase «Introducción» de Pérez Priego, Miguel Ángel a Poesía femenina en los Cancioneros, op. cit.,
p.35 y la nota de la p.140, donde aclara el verso 117 de estas Coplas. Este autor explica que Torrellas
escribió una glosa independiente a la última copla, donde loa a esta dama y la separa del resto de las
mujeres vituperadas, dirigida a la reina Juana de Nápoles (Cancionero de Vindel, fols.273-274); por lo
que esa dama pudiera ser también la misma reina.
En este sentido, también hay que aludir a los versos de Tapia (“Glosa suya a la
canción de Torrellas que dize…”), recogidos asimismo en el Cancionero General. Este
poeta, perteneciente a la corte de los Reyes Católicos y ya lejano en el tiempo, afirma
hablar mal de las mujeres porque una dama se lo exige y a ella, por tanto, deben ir los
reproches:
52
Hernán Mexía, «Otras suyas en que se descubre los defectos de las condiciones de las mujeres, por
mandado de dos damas, y endereça a ellas estas primeras», en Perez Priego, Poesía femenina en los
Cancioneros, op. cit., pp.171-172 (el texto que se sigue es el del Cancionero General, fol. 70r-72r).
53
Ibíd., p.174
Más seria parece la invectiva contra fémina que viene del clero, como la pesada y
repetitiva de Fray Antonio de Medina (“Coplas contra los vicios y deshonestidades de
las mugeres”), que parece pretender con su tono de letanía que el varón aprenda de
memoria los defectos de la mujer, para guardarse mejor de ella. O, los versos didáctico-
morales de fray Íñigo de Mendoza, que separan, tajantemente, a las mujeres malas de
las buenas; como también habían hecho muchos tratados considerados profeministas.
De esta forma, las malas son las que utilizan afeites para seducir, las que enamoran a los
hombres con ilícitos procedimientos, a las que compara con el negro lodo, de cuya
conversación no se puede sacar, sino «el caldo de los huevos» (v.144) y las buenas son
las castas, de caras limpias y luminosas, a las que compara con el oro, en un estilo
sencillo, donde el entusiasmo popular prevalece sobre la razón:
54
Tapia, «Glosa suya a la canción de Torrellas que dize…», en Perez Priego, Poesía femenina en los
Cancioneros, op. cit., pp.169-170.
55
«Coplas que hizo fray Íñigo de Mendoza, doze en vituperio de las malas hembras, que no pueden las
tales ser dichas mujeres, e doze en loor de las buenas mujeres, que mucho triunpho de honor merecen», en
Pérez Priego, Poesía femenina…, op. cit. p.196.
mismas damas; aunque esta estela anti-fémina del poeta catalano-aragonés dejó su
huella también en obras tan agresivas como la Repetición de amores (1497) de Luis
Ramírez de Lucena, cuyo texto se ofrece como una glosa a la primera de las coplas de
Torrellas. Podemos comprobar, así, su filiación con el ataque a la inconstancia de la
mujer y a su interés por las riquezas, que denunciaban tanto el maldit de Ausiàs March,
como los controvertidos versos de su discípulo:
No pienses ser tan fuerte que de ellas no pienses poder ser burlado; pues no es verdad que
hay en la mujer alguna firmeza, sino que agora te ama y mañana te deja, allegándose a otro, o
juntamente contigo querrá bien a otros ¿Qué piensas que es tal amor así repartido por muchos?
Una hambre mayor que queda y deseo, como si de un buen guisado no alcanzase a nadie más de
untarse los dedos. Ninguna mujer pudo así amar a alguno que, veniendo otro nuevo con nuevas
lisonjas e dádivas, no mudase el amor. […] Es comparada la mujer a cera blanda que siempre
está aparejada a recibir nueva forma. Y porque tiene así vario y mudable su propósito, no esperes
que ha de cumplir lo que te prometiere, y por lo tanto as de venir con la talega abierta al tiempo
de la promesa56
Serían, precisamente, los autores conversos, como Lucena, los que inaugurarían
en la literatura castellana una vertiente misógina profunda y desmitificadora, cruda e
hiriente, al modo que en que los siglos XIII y XIV se había manifestado en otras
literaturas europeas. Centrémonos en la obra de Lucena y en otras remedia amoris, en
las que se asienta la misoginia del siglo XV.
56
Véase Luis de Lucena, Repetición de amores, en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres.
Antología de textos medievales, op. cit., pp.281-282.
57
Véase Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres…, op. cit., p.281.
influencia de las obras de Eneas Silvio Piccolomini, pues toma como punto de partida
una experiencia pseudo-amorosa muy similar a la que aparece en la Historia de duobus
amantibus, desde la descripción de la amada hasta la reacción de ésta al recibir la visita
de una alcahueta. Lo que ocurre es que Lucena, frente a la insistencia del caballero
italiano, desiste pronto y decide, para lograr sanarse y superar esta pasión dañina,
construir todo un discurso de desprecio al amor y a la mujer; tomando como base, entre
otros modelos misóginos, la Remedia amoris que Piccolomini –futuro Papa Pío II-
dirige a Hipólito de Milán58. Hasta tal punto sigue esta epístola, que a veces no cambia
el tú masculino del interlocutor, a pesar de que la Repetición –como muchas de las obras
a las que nos hemos referido en la segunda mitad del XV- está dirigida a unas damas.
De esta forma, al definir el amor, razona con su receptor:
¿Qué piensas que es el amor de que hablamos? Los antiguos dixeron ser aquél un niño de
Vulcano y Venus nacido, ciego y con alas y con saetas en las manos, con las quales a los
hombres y mujeres hiriendo, les infunde de tal amor un ardor. Amor, como dixo Séneca en sus
tragedias, no es otra cosa sino una gran fuerza del pensamiento y un blando calor del ánimo que
se cría en los mozos por lujuria y ocio y grande abundancia de bienes 59
Es otrossí la mujer principio de pecado, arma del diablo, expulsión del paraíso, vivera de
delitos, transgresión de la ley, doctrina de perdición, desuelo muy sabido, amiga de discordia,
confusión del hombre, pena que desechar no se puede, notorio mal, continua tentación, mal de
todos deseado, pelea que nunca cesa, daño continuo, casa de tempestad, impedimento solícito,
desvío de castidad, puerta de la muerte, sendero herrado, llaga de escorpión, camino para el
fuego[…]61
58
Véase Morros, Bienvenido, «Piccolomini y la Repetición de amores», Revista Filología Española
(RFE), LXXXIII, 3º.-4º (2003), pp.299-300 (http://revistadefilologiaespañola.revistas.csic.es).
59
Apud Bienvenido Morros en art. cit., pp.300-301. Este autor se basa para esta cita del texto de Lucena
en García Bermejo, Miguel M., «Tratados de amor en el entorno de La Celestina (S. XV-XVI)», en Pedro
M. Cátedra (coord.), Madrid: España Nuevo Milenio, 2001, p.134.
60
«No quiera Dios que esto por todas lo diga, ca muchas leemos buenas y viven hoy día otras, las cuales
con gran reverencia son de nombrar» (Archer, Misoginia y defensa de las mujeres…, op. cit., p.286).
61
Luis de Lucena, Repetición de amores, en Archer, op. cit., p.285.
Y así, suelta una larga letanía de exagerados términos peyorativos que parece no
tener fin y que, sin duda, buscan la burla de todos estos tópicos. El sentido del humor es
patente en algunos pasajes, como aquel en el que se regodea en la descripción de la
mujer alcohólica, o en la que es incapaz de guardar un secreto; o cuando ofrece la
pormenorizada enumeración de los afeites que utiliza, que bien recuerdan los
correspondientes pasajes del Corbacho:
Dime, ¿Para qué se afeita la mujer?, pues el marido a la noche no puede gozar de besarla
sin que se engrude la boca y ensucie la cara con las cosas que se pone para agradar de día a sus
amigos, que ni dejan leche de burras y ungüento argentado, ungüento citrino, lanillas, mudas,
blanduras, agua de solimán, agua de rasuras, agua serenadas, aguas de pámpanos, de calabazas,
aceite de mata, de huevos de triigo, de pepitas de almendras amargas, dormideros, albayalde,
solimán, alcanfor,borrax, esclarimiento, atincar, lanzarotes, angelotes, brasil, harina de habas, de
altramuces, judiuelos, haba de mar, garbanzos negros, neguilla, alcohol y atutía, y color y grana
de escarlata para adobar los labios. De suerte que así embarnizadas y las llamaría antes templo
polido edificado sobre albañal, o sartén con manteca para freír necios que hermosas ni bien
apuestas62.
No obstante, la nota amarga apaga la risa, pues recuerda bien Lucena –siguiendo
una tradición misógina que parte de Lucrecio-, que todo ello es para nada; pues la
hermosura femenina será destruida por la vejez; utilizándose la descripción de la misma
como terapia para el amante frustrado:
Que aquella tierna cara delicada y linda tornará rugos. Y aquellas partes de su cuerpo que
así loas, por curso de tiempose tornarán secas, negras, y hediondas y gargagientas. Y los ojos no
darán aquel resplendor: El cuello se curvará y el cuerpo todo se tornará tan seco que parezca un
tronco63.
Lucena estima locura dejarse engañar por el amor y, en general, por los placeres
mundanos, que son perecederos y mudables; avisando de que la lozanía de la mujer, tan
perseguida por ella misma y tan apreciada por el hombre –que como decía el arcipreste
de Hita, trabaja «por aver juntamiento con fenbra plazentera»64-; no dura demasiado:
¡Oh qué ceguedad de juicio cobdiciar lo que no aprovecha y gemir por lo que daña y
empece, y trabajar por guardar lo que no es necesario, que por más que hagan no quitarán que las
enfermedades no amarillezcan la cara, o de la vejez no se enruguezca…! 65
62
Ibíd., p.284.
63
Ibíd., p.282.
64
Blecua, Alberto, ed., Juan Ruiz, arcipreste de Hita, Libro de buen amor, Madrid: Cátedra (Letras
Hispánicas), 1992, p.28 (71).
65
Ibíd., p.285.
Aunque, sin duda, uno de los ataques más agresivos que se han lanzado en verso
contra el amor está en el célebre Diálogo entre el Amor y un Viejo -que será refundido
en el texto dramático Diálogo entre el Viejo, el Amor y la Mujer hermosa, del que nos
ocuparemos más adelante-. En él, a través de un crudo realismo, se burla Cota de la
decrepitud física del hombre anciano que, olvidando toda prudencia, pretende
rejuvenecerse a través del sentimiento amoroso, llegándose a descripciones de lúgubre
esperpentismo:
66
Rodrigo de Cota, «Esparsa suya en que describe las propiedades de Amor» (121), en Hernando del
Castillo, Cancionero General, t. II, op. cit., p.23.
67
Rodrigo de Cota, «Diálogo entre el amor y un viejo» (120), en Hernando del Castillo, Cancionero
General, t.II, op. cit., vv. 595-603, p.22.
¡O malaventurado e ynfame aquél e aún más que vestia salvaje e peor aun debe ser dicho
e rreputado el que, por un poquito de delectaçión carnal, dexa los gozos perdurables e
perpetualmente se quiere condepnar a las penas ynfernales!) 69.
Y es que, si hemos visto que el amor cortés era concebido como un camino de
perfección espiritual para el hombre, fueron muchos los que, desde una óptica moralista,
lo criticaron, arguyendo que era una pasión malsana, al margen de los mandamientos de
la Iglesia y que, sacrílegamente, adoraba la hermosura de una mujer a la que convertía
en diosa, olvidándose de toda razón y cordura. El enamorado, según esta perspectiva,
era un enfermo tanto física – amarillez, insomnio, pérdida de apetito…-, como mental y
moralmente, pues se hallaba privado de libertad y de juicio y su obsesión lo conducía
directamente al pecado. Tomando, nuevamente, las palabras del Arcipreste de Talavera:
¿Quántos, di, amigo, viste o oýste dezir, que en este mundo amaron, que su vida fue dolor
y enojo, pensamiento, suspiros e cogoxas; non dormir, mucho velar, non comer, mucho pensar?
E lo peor, mueren muchos de tal mal, e otros son privados de su buen entendimiento; e sy muere
va su ánima donde penas crueles le son aparejadas por siempre jamás70.
68
Lucena, Luis de, Repetición de amores, en Archer, op. cit., p. 282.
69
Arcipreste de Talavera, cap. I «Cómo el que ama locamente desplase a Dios», op. cit., p.57.
70
Ibíd., Cap. VII «De cómo muchos enloqueçen por amores», p.73.
bastante negativa de la mujer, que se apoya en los ataques más frecuentes que sobre
ellas fue extendiendo la literatura misógina y el Refranero popular (“Las mugeres y el
vino hazen los hombres renegar”71), rechazando el amor hacia éstas -para él
insoportables criaturas-, con las que sólo cabe la relación en el momento del goce
carnal(“¡O qué plaga! ¡O qué enojo! ¡O qué fastío es conferir con ellas más [de] aquel
breve tiempo, que aparejadas son [al] deleyte!”72).
[…] que no me parece buena cosa que por una donzella queráys perder tanto bien; que yo
os hago cierto que no ay cosa en el mundo más secreta que es el coraçón de una donzella, que
muchas veces la lengua razona al contrario de lo que está en el coraçón. Y si vos supiésedes
nuestras viles pláticas, que son tales que ningún hombre del mundo nos devría estimar en nada,
sino por la gran magnificencia de vosotros, que es natural cosa los hombres amar a las mugeres.
Empero si vosotros supiésedes nuestros defectos, imposible es que nos quisiésedes bien, sino que
el apetito natural os fuerça que no miréys derecho ni envés 73.
71
Russel, Peter E., ed., La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea (I, 4ª), op. cit.,
p.242.
72
Ibíd, p.223.
73
Véase Joanot Martorell, Tirante el Blanco, Libro III, cap.CLXXII (versión de Diego de Gumiel), en
Novelas caballerescas del siglo XV. Historia de Jacob Xalabín. Curial y Güelfa. Tirante el Blanco,
Madrid: Espasa Calpe (Biblioteca de Literatura Universal), 2003, p.976.
74
Segura Graíño, Cristina, «Desvalorización de las mujeres en el Libro de Buen Amor», en La querella
de las mujeres. I. Análisis de textos, Madrid: Al-Mudayna (Querella-ya), 2010, pp. 59-73.
El cuerpo predomina sobre el alma, pues se piensa ante todo en el goce carnal. No
hay sino pensar en la preferencia de Juan Ruiz por los modelos femeninos seductores,
como María Magdalena, Ester, Susana, Betsabé, Dalila, Eva… -frente a los ejemplos de
mujeres asexuadas y varoniles de algunos tratados a los que hemos aludido-. Entre las
dueñas bellas y jóvenes –que son las que interesan al arcipreste-, se decanta, además,
por las viudas o las casadas antes que las solteras, desde un punto de vista
eminentemente práctico. Esto es, ya han tenido experiencia sexual y al no tener marido
o hallarse éste lejos, están ansiosas por encontrar a alguien con quien retozar. Además,
en caso de embarazo, no comprometen tanto como una virgen; y él, en tanto que clérigo
y galante amante cortés, no está interesado en el matrimonio. Trotaconventos dice de la
viuda Doña Endrina que aceptará el cortejo porque «non ay mula de alvarda que la troxa
non consienta» y que la cera dura que ha sido con las manos amasada «después con el
poco fuego çien vezes será doblada»76. Se deduce que si ella, como otras dueñas, se
muestran duras y desdeñosas es simplemente por guardar las pariencias, pues a lo largo
de todo el libro se muestra la lascivia reprimida de las mujeres –de la que únicamente se
libra la monja Garoza- y que tan sólo las serranas por su actitud de «machos», están
dispuestas a manifestar77.
De esta forma, esa tendencia al sexo de las mujeres, que tantas veces ha sido
censurada en los escritos didáctico-morales, se aconseja aquí que sea aprovechada para
el propio beneficio del hombre. Don Amor no duda en poner en guardia al arcipreste
contra la pereza y proclama:
75
Libro de buen amor, op. cit., pp.115-116 (431-436).
76
Ibíd., p.176 (710 y 711).
77
Sigo aquí, nuevamente, a Cristina Segura, en op. cit., p. 66.
Revestido de saber popular y experiencia del mundo, Don Amor expresa una idea
profundamente misógina, que asocia despectivamente a la mujer con la «huerta» o el
«molino», haciéndola una posesión más del hombre, que necesita sexo para funcionar
correctamente; además de burlarse de su falta de sentido común y su mal carácter, que
la hace totalmente imprevisible e incomprensible.
Por mucho que el arcipreste muestre, en tono festivo, que ha nacido bajo el signo
de Venus y que no puede dejar de amar -como ha destacado Antonio García Velasco79-
y que exprese, en ocasiones, una visión más amable de la mujer y hasta reivindicativa -
así cuando habla de la primera mujer que lo rechaza, culta, risueña y habilidosa; capaz
de argumentar con fábulas y que inteligentemente se niega a creer en las trampas de la
alcahueta y en las palabras de un amador que se vanagloria de sus logros durante un
tiempo y que después, una vez conseguido el premio, se olvidará de ella80-; lo cierto es
que se pronuncian sentencias como que la mujer «fará por los dineros todo quanto le
pidieres» (489), que «por joyas e dineros salirá de carrera»(511) o que «todas las
fenbras son de coraçón flacas» (1201), que muestran un declarado antifeminismo. Muy
significativos son también, en este sentido, aunque caracterizados por una ambigua
ironía, los últimos versos al elogio de la mujer pequeña:
78
Libro de buen amor, op. cit., pp. 123-124 (468, 469 y 472).
79
Garcia Velasco, Antonio, La mujer en la literatura medieval española, Málaga: Aljaima, 2000, pp.49-
54.
80
García Velasco señala la visión positiva de esta mujer avisada, que desmitifica los tópicos corteses:
«…cuando quiere casar hombre con dueña muy honrada, /promete e manda mucho; desque la ha ganada,
/de cuanto le promete, o da mucho o da nada…» (97); ibíd., p. 52.
[mayor:
non es desagisado del gran mal ser foidor,
del mal tomar lo menos, dízelo el sabidor,
por ende de las mujeres la mejor es la menor81
Muchos son, en efecto, los refranes que aluden a la mala actuación de la mujer y
justifican, en definitiva, el escepticismo amoroso. La influencia de estas sentencias
populares en la obra de Rojas e, incluso, en el Cancionero castellano, es muy
importante. Así, si Celestina exalta, por ejemplo, la infidelidad contándole a Areúsa la
sabiduría de su prima, que tiene un hombre «…en la cama y otro en la puerta, y otro que
sospira por ella en su casa…»84, la poesía cancioneril certifica la inconstancia de la
mujer y del amor en el estribillo «No fíe nadie en amor/que es mudable y burlador», en
los versos de Fernando de la Torre:
81
Libro de buen amor, op. cit., pp.418-419 (1617).
82
Martín Rodríguez, José Luis, Mujer y refranero en la Edad Media hispana (artículos publicados en la
revista La Aventura de la Historia en 2002), Madrid: Graficino, 2003, p. 30.
83
Cristina Segura, «Desvalorización de las mujeres en el Libro de buen amor del arcipreste de Hita», en
op. cit., pp. 68-69.
84
La Celestina… (VII, 2ª) op. cit., p. 389.
Los refranes -como explica Elisa Martínez Garrido87-, a caballo entre lo oral y lo
escrito, son breves, sencillos y fáciles de recordar y de la misma forma que las leyendas
o los exempla, contribuyen a propagar modos de conducta y lecciones morales que
desde la Edad Media han dejado muy mal parada a la mujer (“Más desvaría el que de
toda mujer no desconfía”, “Cojera de perro y lágrimas de mujer no has de creer”…).
Esta autora insiste, especialmente, en que este tipo de enunciados llevan implícito un
enfrentamiento sexual hombre-mujer, en el que el primero es una suerte de héroe,
portador del Bien y el buen juicio, que lucha por someter al antihéroe, a la mujer,
representante del Mal y del pecado.
85
Apud Martín, José-Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, op. cit., p.25.
86
Victorio, Juan, ed., El amor y el erotismo en la literatura medieval, Madrid: Editora Nacional, 1983,
p.227.
87
Martínez Garrido, Elisa, «Palos, animales y mujeres. Expresiones misóginas, paremias…«, Cuadernos
de filología italiana, 8 (2001), pp.79-98.
La pasión amorosa y las galantes formas cortesanas, poco tienen que ver, en
efecto, con refranes como «A la mujer y a la mula, vara dura» o «la mujer, con la pata
quebrada y en casa», que incitan a los malos tratos con el fin de educarlas o amansarlas,
como si de animales se tratara. Pensemos sólo en la importancia que el tema de la mujer
brava y contestona domada por el marido ha tenido en la literatura (Boccaccio, Don
Juan Manuel, Shakespeare), o en la comicidad teatral de los palos o del personaje del
esposo pusilánime o ingenuo propio de las farsas medievales francesas. José Luis
Martín recoge unos versos, procedentes de del Teatro universal de proverbios de
Sebastián de Horozco, que muestran lo mal visto que estaba en la Edad Media el marido
que se dejaba dominar por su esposa:
88
Apud Martín, Jose- Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, op. cit., p.6.
medievales que intentaban inclinar a los jóvenes al celibato. San Jerónimo se expresaba
ya con gran rotundidad, en contra de la vida conyugal, cuando afirmaba:
[…] un hombre sabio no debe tomar eposa. Porque en primer lugar le estorbará el estudio
de la filosofía, y es imposible para cualquier hombre atender a la vez a la mujer y a sus libros.
Las casadas necesitan muchas cosas –preciosos vestidos, oro, joyas, mucho gasto, sirvientas,
todo tipo de muebles, litera y carruajes dorados-. Luego tenéis toda la noche las quejas sin cesar:
que ésta sale a la calle mejor vestida, que a aquélla todo el mundo la honra, y aquello de «yo soy
una pobre Doña Nadie despreciada en las reuniones de mujeres», «¿Por qué mirabas a la
vecina?», «¿Por qué hablabas con la criada?» y «¿Qué has traido del mercado?». No podemos
tener un solo amigo o compañero. Ella sospecha que cualquier amistad con alguien que no sea
ella implica que su marido la odiará89.
¿Puedes soportar una tal servidumbre, cuando tienes a salvo todas las cuerdas, cuando se
te abren tan altas y oscuras ventanas, cuando próximo a tu casa se te ofrece el puente Emilio?.
Pero si ninguna de estas fatales soluciones te agrada ¿por qué no piensas que es mejor dormir con
un amigo? Uno calquiera que no riña por la noche, que no te exija ningún pequeño regalo cuando
descansa a tu ladoy no se queje de que hagas descansar tus riñones y no anheles sus órdenes 90
Y también Petrarca jugará con esta idea de las molestias que acarrea a un hombre
bueno y tranquilo el matrimonio, precisamente por las malas condiciones de las mujeres
y alabará la vida del viudo:
89
Apud Archer, Robert, en Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p.83.
90
Persio y Juvenal. Sátiras completas, con los colambios de Persio, traducción de José Torrens Béjar
(Barcelona, Obras maestras, 1959); en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p. 69.
Razón: ¡Oh ingenio trastocado y hombre para espantar que en la muerte de su mujer llora
y en sus bodas baila!
Razón: Oh loco, agora canta los cantares de las bodas que agora es el tiempo. Entonces
estabas coronado y preso, agora ya de más nobles guirnaldas te corona, pues gran batalla has
vencido y de luengo cerco te has librado […]91
Aunque, sin lugar a dudas, el mejor ejemplo de literatura misógama lo ofrecen los
más de 16.000 versos del Spill de dones de Jaume Roig; obra escrita en catalán hacia la
mitad del siglo, donde el narrador-protagonista pretende que su sobrino huya de la
relación con mujeres, describiendo a las tres esposas que ha tenido y contando lo bien
que se encuentra en la actualidad y la tranquilidad de que goza sin ellas; todo ello tras
ser aconsejado por Salomón, que se le aparece en sueños y le explica extensamente los
vicios y defectos del género femenino.
En el tercer libro Roig asegura, por boca de Salomón, que «una mujer cumplida,
dotada de saber, virtud, bondad y claro criterio es por demás buscarla, pues no existe»93.
No merece ninguna mujer, en su opinión el calificativo de buena, sólo de menos mala, y
ésta última Dios otorga en suerte al hombre muy pocas veces. Por su poco seso, no se
puede domesticar ni educar, al juzgar por los varios ejemplos que aduce; y, en
consecuencia, un matrimonio pacífico y feliz es totalmente imposible. Roig llega,
91
Petrarca, De los remedios contra próspera y adversa fortuna, Valladolid, Diego de Gumiel, 1510.
Traducción de Francisco de Madrid; apud Robert, Archer, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit.,
p.116.
92
Véase Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p. 184.
93
El espejo de Jaume Roig, traducción de Ramón Miquel y Planas (Barcelona, Orbis, 1936); en Archer,
Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p. 254.
incluso, hasta el extremo de afirmar que un hombre se envilece cuando entra en relación
con una mujer:
[…] no hay hombre ninguno al que se pueda tachar de vicioso, o reputar de zafio, villano
y malvado, sino al que ama, desea o tiene alguna participación con cualquiera de ellas 94.
Y no se conforma con eso, sino que –como médico de profesión que era- se
dedica a indagar en asuntos como los abortos y las preñeces o la menstruación,
elaborando un alevoso y premeditado ataque a las mujeres, que funde lo fisiológico a lo
moral y que se atreve, incluso –como señalábamos en el caso de su compatriota Ausiàs
March-, a poner en tela de juicio que una mujer pueda ser buena madre:
Además, la mayor parte de ellas, por deporte o gallardía, y también por orgullo, a fin de
conservar hermosos sus pechos, tienen por viles a las madres que amamantan: dan avío a su
carne y contratan nodrizas; alojan a su prole como hace el cuclillo, que va a poner sus huevos en
nidos ajenos; no les place pasar afanes por los hijos y desmienten su propia simiente con sus
errores y locuras95.
Incluso, las hace responsables, por su blandura en la educación de los hijos –que
siempre anda poniendo trabas a las correcciones que impone el padre-, de que haya
tantas prostitutas y delincuentes; ensañándose principalmente con las madres que tienen
hijos únicos y con las viudas:
Los padres les crían bien y les castigan con razón: y oiréis clamar a las madres ¡que les
matan! Y blasfemar ¡Padre cruel!; mientras con su velo les enjugan los ojos. ¡Así tes preparan la
horca y le hilan el dogal, y a los más les envilecen! Si tienen tan solo un hijo, todavía le hacen ser
más loco y necio, y más grosero y malvado. Las viudas les crían más estultos si cabe y con
peores vicios, pues la mayoría de los ahorcados son de los que han criado ellas, como también los
alcahuetes y galeotes, de las mujeres perdidas, vilipendiadas públicamente, te digo que de las
viudas han sido criadas96.
94
Ibíd., p.257.
95
Ibíd., pp.260-261.
96
Ibíd., p. 262.
nodrizas, pues no sabe la calidad de la leche de éstas y puede estar causando graves e
irreversibles perjuicios a su familia:
[…]creen cosa de verdad todo lo que sueñan; hacen proceso mental de lo que no ven, sin
oír la parte ni la defensa; se pronuncian por sola presunción; y sentencian, como sobre cosa de
verdad, en lo que de cierto no saben98
El Spill alude, con sarcasmo, a que la mujer morisca finge estar embarazada
durante siete años si es preciso, sin la compañía del marido y «si le llega a ver de
regreso, le jurará que la criatura es de él y que ha estado durmiendo dentro, puesto que
97
Martín Rodríguez, José Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, op. cit., p.13.
98
El espejo de Jaume Roig, traducción de Ramón Miquel y Planas (Barcelona, Orbis, 1936); en Archer,
Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p. 252.
99
Martín Rodríguez, José Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, op. cit., p.14.
hasta se la ha sentido»100. Hay que evitar que las mujeres -casadas pero especialmente
solteras-, salgan o hablen demasiado y que pasen tiempo en las ventanas, a merced de
alcahuetas (“Moza ventanera, puta y parlera”):
100
El espejo de Jaume Roig; en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., p. 260.
101
Martín Rodríguez, José Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, op. cit., p. 13.
102
Luis García de Valdeavellano, Orígenes de la burguesía en la España medieval, Madrid: Espasa Calpe
(Austral Historia, 231), 1991, 4ªed. Este autor cita (pp.208-209) unos párrafos de El Victorial de
Gutierrez Díez de Games que, aunque pertenecientes a una crónica nobiliaria, reflejan a su entender, la
actitud castellana hacia la vida burguesa: «Ca los de los ofiçios comunes comen el pan folgando, visten
ropas delicadas, manjares bien adovados, camas blandas,safumadas; hechándose seguros, levantándose
sin miedo, fuelgan en buenas posadas con sus mugeres e sus hijos, e servidos a su voluntad, engordan
grandes cervices, fazen grandes barrigas, quiérense bien por hazerse bien e tenerse biçiosos. ¿Qué
galardón o qué honra merecen? No, ninguna» (Cf. El Victorial, Crónica de don Pedro niño, II, 89 –ed.
Carriazo, p.27).
Aunque, sin lugar a dudas, fueron algunos de los cuentos del Decamerón de
Boccaccio los que mejor recogieron esta tendencia. Así, en la historia de Alatiel, hija
del Sultán de Babilonia, que tras haber tenido varios amantes, se hace pasar por virgen.
La astucia de la mujer, que logra salir airosa de situaciones comprometidas y burlar al
hombre, más que con misoginia es vista en estos cuentos con cómica comprensión,
concebido el sexo como una manera de conducta aceptable y feliz104. Este cuento de
Boccaccio acaba, de esta forma, con un proverbio que incita al carpe diem –
conservando, por supuesto, la intención irónica del autor-:
Y ella que con ocho hombres tal vez unas diez mil veces se había acostado, se acostó a su
lado como doncella y le hizo creer que lo era; y luego vivió mucho tiempo con él felizmente
como reina. Y por eso se dice: «Boca besada, no pierde ventura, es más se renueva como hace la
luna»105.
103
Tanto este cuento como el de la Disciplina Clericalis están recogidos en Robert Archer, Misoginia y
defensa de las mujeres; op. cit., pp.97-98 y 206.
104
María Hernández Esteban en su edición del Decamerón afirma que «pocos libros se han escrito tan
decididamente feministas, y pocas veces se han reclamado con tanta fuerza los derechos de la mujer en
materia sexual, familiar y social» como en la célebre obra de Boccaccio, dedicada explícitamente a sus
lectoras, a esas damas urbanas consumidoras de literatura para el ocio que pedían un nuevo manejo del
género cuento. Véase «Introducción», en Giovanni Boccaccio, Decamerón, Madrid: Cátedra (Letras
Universales, 150), 2010, p.52).
105
Decamerón (II, 7), op. cit., p. 303.
anterior. Y esto ocurre tanto por intereses religiosos – que buscaban conductas más
castas ante la irrefrenable corrupción de sus miembros-, como laicos. Así, el sistema
patriarcal comprendió el beneficio económico y social de encerrar en la casa a las
mujeres y el peligro de su acceso a la cultura y emprendió una reacción ideológica para
marginar y minusvalorar su papel. No obstante, como hemos visto al tratar del
movimiento intelectual conocido como «Querelle des femmes» en el Capítulo II;
también, desde el comienzo de la centuria, aparecen no sólo tratados, sino numerosas
obras literarias, que denuncian el injusto trato que están recibiendo las mujeres en
ciertos textos coetáneos y que se proponen, como finalidad principal, su defensa.
Gómez Manrique ofrece, frente a Torrellas, una visión de la mujer más actual,
más acorde con las nuevas ideas que llegaban de Italia; desechando los gastados
argumentos misóginos y exaltando su inteligencia. Afirma, de este modo, que «podrían
en derredor todo el mundo regir» (vv.89-909) e insiste en el valor positivo que añaden a
la existencia del hombre (“Entre las obras de Dios es la muy más escogida/ esta
simiente florida/ que sembrar quiso entre nos…”, vv.91-94).
La controversia acerca de las Coplas de Torrellas duraría aún muchos años. Así
Hugo de Urriés -recopilador tal vez del Cancionero de Herberay, al que nos referíamos
al destacar la importancia cultural de Leonor de Navarra-, compuso unas coplas en
«Laor de las mujeres», que toman como punto de partida la belleza y gentileza de su
dama para alabar a todas las demás; al contrario de lo que hizo Torrellas, que las
denigró para que su dama brillara sobre las otras. Este autor destaca la bondad de las
mujeres y, especialmente su alegría, animando las fiestas con su presencia:
106
Gómez Manrique, [Contra Torrellas], en Pérez Priego, ed., Poesía femenina en los Cancioneros, op.
cit., pp.147 y 149 (el texto que se sigue es del cancionero de Gómez Manrique, Biblioteca Nacional de
Madrid, ms.7817 fol.23r-26r, que alterna una a una las estrofas de “Torrellas” y “Manrique”).
107
Urriés, Hugo de, «En laor de las mujeres», en Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Poesía femenina en los
Cancioneros, op. cit., p. 156.
E, incluso, sobrepone las virtudes de las mujeres a las de los hombres, advirtiendo
a los difamadores que no son dignos de hablar contra ellas:
Por tanto, Urriés se desmarca, incluso, de todos los que atacan a las mujeres por
despecho a alguna en concreto y proclama que, aunque su dama lo rechace, su amor
hacia ella lo ennoblece y lo hace feliz; introduciendo una perspectiva optimista que
encontraremos también en muchas piezas del teatro profano medieval:
108
Ibíd., p.158.
109
Ibíd., p. 162.
Estos poemas cortesanos ponen en verso las ideas profeministas que ya varios
tratados habían expuesto, amparados por la autoridad de las fuentes antiguas y las listas
de mujeres ejemplares que evidenciaban la valía y virtudes de muchas de ellas,
siguiendo la estela del De mulieribus claris de Boccaccio. Y, si el debate era fácilmente
localizable en la pugna poética de los cancioneros; también muchas obras de ficción
castellanas, especialmente en la segunda mitad del XV, se hicieron eco de tan célebre
controversia. De este modo, son varias las que introducen debates entre personajes que
defienden ideas contrapuestas sobre las mujeres; así, las ficciones sentimentales de
Diego de San Pedro y Juan de Flores comentadas, la Triste Deleitación –obra anónima
donde hablan dos mujeres de diferente edad, la Doncella y la Madrina, sobre las
acusaciones que los hombres lanzan contra su sexo; tomando como pretexto una
conversación que la más joven escucha a unas damas, a raíz del Triunfo de las donas de
Rodríguez del Padrón-, la misma Celestina, con la discrepancia aludida entre Calisto y
Sempronio, el Tirante el Blanco de Martorell (que apareció en forma castellana en
1511) o la Égloga de Fileno zambardo y Cardonio de Juan del Encina, que
analizaremos. Y aún la lista se hace más extensa si consideramos las obras que, aunque
no muestren un debate expreso, se ven salpicadas por las repercusiones políticas y
sociales de la «Querelle» y dejan entrever su defensa de las mujeres, mostrando que
éstas no eran los seres inferiores y malvados que la corriente misógina había extendido.
Válganos de ejemplo la Sátira de felice e infelice vida de Pedro de Portugal; por no
hablar de la incidencia de este debate en el teatro cortesano, en el que profundizaremos
110
Encina, Juan del, «Contra los que dicen mal de mujeres», en Pérez Priego, Miguel Ángel, Poesía
femenina en los cancioneros, op. cit., pp.207-208.
ampliamente más tarde. La preocupación sobre las mujeres fue creciendo, en efecto, a
medida que avanza la centuria y rebasará, incluso, la barrera del año 1500, para
introducirse de lleno en el XVI, donde proliferaron los tratados sobre la educación
femenina, como hemos visto en el CapítuloII de esta tesis. Obras como el Diálogo de
las mujeres (1540-44) de Cristóbal de Castillejo, que enfrenta a un defensor de las
mujeres, Fileno y a un detractor, Alethio, o el Diálogo en laude de las mujeres (1580),
donde discuten Philodoxo yPhilalites, única obra Juan de Espinosa, son buen ejemplo
de que el debate sobre las mujeres seguía muy de moda un siglo después de aparecer las
controvertidas coplas de Torrellas111.
Hemos de tener en cuenta, en este sentido, que toda esta literatura de defensa
surge al amparo de la nobleza, responsable, por un lado, de mantener la tradición del
trato cortés a las damas y abierta, de otro, a las nuevas ideas humanistas que llegaban de
Italia; frente a los viejos y gastados argumentos de vituperio propagados y mantenidos,
de forma imperturbable e irracional, por esa «sabiduría popular» a la que hemos aludido
en el apartado anterior y que disfrazaron de experiencia tantos escritos didáctico-
morales. Christine de Pizan, bajo la protección de los reyes de Francia, así como los
tratadistas y literatos castellanos, al amparo primero de Juan II y de su primera esposa,
la reina doña María y después de Enrique IV y los Reyes Católicos; encontraron un
amplio campo de proyección para sus escritos.
111
Estos textos del XVI que continúan el debate sobre las mujeres, pueden leerse en la antología de
Archer, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., pp.333-351.
En las clases superiores se educaba a las hijas en las lenguas clásicas, pues como
señala Jacob Burckhardt: «la mujer debía, por lo menos, participar en la lectura de los
hombres para poder seguir el hilo de la conversación, en la cual predominaba
frecuentemente, el tema de la Antigüedad»112 Y, por supuesto, con la cultura, se
desarrollaba la individualidad de las mujeres, algunas de las cuales se destapararon
como literatas en estas reuniones cultas y distinguidas, con la composición y recitado de
canciones, sonetos e invenciones; así, la célebre Vittoria Colonna, amiga de Miguel
Ángel y Castiglione, cuyos poemas amorosos y religiosos fueron ya en su tiempo muy
admirados.
112
Burckhardt, Jacob, La cultura del Renacimiento en Italia, Madrid: Biblioteca Edaf (Biblioteca Edaf,
146), 1982 (4ª reimpresión 2012), p.305.
El cuento relatado por Dioneo hirió al principio con un poco de vergüenza el corazón de
las señoras que escuchaban, y el honesto rubor que apareció en su rostro dio muestras de ello,
pero luego, mirándose unas a otras, pudiendo apenas contener la risa, lo escucharon sonriendo.
Pero, al llegar a su final, tras reprenderle con unas suaves palabritas, para hacer ver que
semejantes cuentos no debían contarse entre señoras, la reina, dirigiéndose hacia Fiammetta que
estaba sentada junto a él sobre la hierba, le ordenó que siguiese el turno. Y ella con gracia y con
gesto alegre comenzó114
Pero, si esto ocurre con los personajes de ficción, también la voz de Boccaccio se
refiere explícitamente a lo largo de toda la obra a las receptoras reales de su obra, a las
que apela llamándolas «graciosísimas señoras», «queridísimas señoras», o simplemente
«vosotras»; considerándolas ciertamente inteligentes y capaces de reflexionar sobre las
cuestiones que plantean sus historias. Esas damas nobles y esas señoras burguesas,
educadas en el laicismo de una nueva sociedad que se abría paso frente a la hegemonía
religiosa del Medievo, se convierten –como destaca María Hernández Esteban- en
consumidoras de literatura «para el ocio, pero un ocio inteligente y lúcido, donde manda
la razón»115.
Es cierto que en otros países las mujeres e incluso las mismas princesas no tenían
un lugar social o un individualismo tan destacado –excepcionales son los casos de
113
Ibíd., pp.304-308.
114
«La marquesa de Monferrato, con un banquete de gallinas y unas amables palabritas reprime el amor
del rey de Francia» (I, 5), Decamerón, op. cit., p.174.
115
Véase «Introducción» de María Hernández Esteban a su edición del Decamerón de Boccaccio, op. cit.,
p.52.
Isabeau de Baviera, Margarita d´Anjou o Isabel la Católica-; aunque, sin duda, esta
nueva visión de la mujer procedente de la Italia más avanzada, influyó en la
legitimación de la mujer para la cultura y en su mayor participación en fiestas y
espectáculos cortesanos en toda Europa. Ya nos hemos referido a la omnipresencia de la
mujer en la poesía de los Cancioneros castellanos del XV o a la importancia de ésta
como receptora de la ficción sentimental.
Los defensores de las mujeres, por tanto, estaban situados en un bando progresista
y moderno, que miraba hacia el futuro. Fueron aplaudidos por las damas -a las que
satisfacía verse loadas- y respetados por los eruditos humanistas de su tiempo, que
enarbolaban la bandera de la mesura y la razón; frente a una tradicición misógina que se
sentía ya agotada. La educación en un ambiente laico de ciertas damas ponía, además,
en evidencia el cambio de concepción sobre la mujer que traían los nuevos tiempos. Esa
instrucción clásica y humanística que a Christine de Pizan dio su padre -médico y
astrólogo italiano, secretario y consejero del rey Carlos V de Francia- y que también
tuvieron -al margen del convento- mujeres como Laura Cereta, Maddalena Scrovegni,
Casandra Fedele o la española Luisa Sigea; aunque fue excepcional (pues rebasaba los
límites impuestos a la educación femenina por los nuevos tratados), les permitió entrar
en los grupos intelectuales de élite y ofrecer, con su ejemplo y su palabra, la mejor
apología para su sexo. Y, por supesto, hemos de recordar aquí el asombro que causa a
importantes maestros italianos, como Pedro Mártir de Anglería, Lucio Marineo Sículo o
a Antonio y Alejandro Giraldini, comprobar la elevada preparación intelectual de las
damas españolas –las denominadas «puellae doctae»-, en tiempos de los Reyes
Católicos. A ellas dedicamos el epígrafe siguiente.
enseñaban lo que ellos sabían, dentro –eso sí- de las limitaciones socialmente aceptadas
para el modelo femenino.
116
Gargano, Antonio, La literatura en tiempos de los Reyes Católicos, Madrid: Gredos (Nueva Biblioteca
Románica Hispánica), 2008, pp. 42-43.
117
Apud Vicenta Mª Márquez de la Plata y Ferrandiz, Mujeres renacentistas en la corte de Isabel la
Católica, Madrid: Castalia, 2005, pp.13-14.
118
Véase Suárez Miramón, Ana, «Entre el silencio y la palabra. Escritura femenina en el Renacimiento»,
en Pérez Priego (coord.), Melchor Cano y Luisa Sigea. Dos figuras del Renacimiento español, Tarancón:
Seminario de Estudios Renacentistas Conquenses, 2008, p.111.
incluso, puede ser considerada como una «puellae doctae», como demuestran tanto las
numerosas referencias de sus contemporáneos, como el inventario de sus libros y obras
de arte. Políticamente le convenía, en efecto, tener una buena formación para estar bien
informada de todo y llevar las riendas de su propio reino, evitando la subordinación a su
esposo. Y ella misma, -haciendo un gran esfuerzo, porque ya no era tan joven-, se
preocupó de conocer el latín de la mano de una de las mujeres más cultas de su tiempo,
Beatriz Galindo, apodada la Latina, y de la formación intelectual de sus hijas (que
tuvieron como tutores a Alejandro y Antonio Giraldini) y de su corte entera, incluidas
sus doncellas y damas.
Isabel recibía sus clases con gran entusiasmo, tanto en palacio como a campo
abierto, según las necesidades de su corte itinerante, y su joven maestra –Beatriz
Galindo contaba sólo con dieciséis años cuando entro al servicio de la reina-, se
desplazaba donde quiera que fuera su señora: guerras, asedios, cortes o juntas, para que
no perdiera lección. Y, con la reina, también sus damas se beneficiaban de esta
formación; entre ellas su inseparable Beatriz de Bobadilla, condesa de Moya y amiga
desde la infancia de la reina, con la que había compartido juegos y estudios en Arévalo.
De ella nos dice Vargas Ponce: «Su amor a las letras la había también elevado sobre el
común de las matronas de su edad. También hacia estos años, ya contaba con 52, se
había dedicado con feliz suceso al estudio del latín, para complacer a su señora»119 Esta
dama, casada con el fiel Andrés Cabrera, influyó muchísimo en las decisiones de la
reina, que valoraba enormemente su clara inteligencia.
Hay testimonios120, además, de que la reina Católica hacía traer junto a sí a hijas
de familias distinguidas para costearles unos estudios que les permitieran, después,
transmitir el gusto por el saber a sus hijos y parientes. El nuevo modelo de Estado
requería personas bien formadas en los distintos ámbitos del saber y los reyes estaban,
además, ansiosos por prescindir de esa nobleza terrateniente y poderosa que tantos
119
Véase Márquez de la Plata, op. cit., p.63.
120
Lucio Marineo Sículo, afirmaba, así: «Tenía consigo gran número de damas virtuosas y nobles a
quienes distinguía con un trato llano y familiar. Educaba a sus expensas a un gran número de jóvenes
hijas de los nobles atendiendo con solicitud a su custodia, después les procuraba un honorable partido…».
(apud Márquez de la Plata, p. 152).
problemas había ocasionado con sus levantamientos y revueltas, sustituyéndola por una
«nobleza de toga», culta, que conociera varios idiomas y supiera desenvolverse en los
más diversos asuntos diplomáticos y no sólo en la guerra, o por burgueses bien
instruidos en las cada vez más prestigiosas universidades. A Isabel le conviene rodearse
de mujeres que le ayuden a difundir estos planteamientos acordes con la nueva
educación humanística. Entre estas damas, proveniente de una familia protegida por los
Reyes Católicos, está Luisa de Medrano121, que el 16 de noviembre de 1508 leyó
públicamente en la Universidad de Salamanca122 haciendo alarde de su excelente
oratoria y de su dominio del latín y que, tal vez, llegara a ejercer la docencia en dicha
universidad. El humanista Sículo, al menos, así lo afirma: «En Salamanca conoscimos a
Lucía Medrana, doncella eloquentísima. A la qual oymos no solamente hablando como
orador, mas también leyendo y declarando en el Estudio de Salamanca libros latinos
públicamente» -testimonio que no fue tenido en cuenta, sin embargo, por Enrique
Esperabé en 1910 al escribir la historia de esta universidad-123.
De Beatriz Galindo, maestra que enseñó latín a la reina, a sus hijas y a las damas
de la corte, no se conserva ninguna obra, aunque sí referencias a títulos: Notas y
comentarios sobre Aristóteles y Anotaciones sobre escritores clásicos antiguos y se
dice también que escribió poesía en lengua latina. Beatriz vivió, además, durante algún
tiempo, con la infanta Juana, que según testimonio del alemán Hyerónimus Münster,
recitaba y componía versos en latín parece ser que por influencia de ella 124. Sículo la
alaba como «mujer muy adornada en letras y sanctas costumbres»125 y es preciso
destacar, además, la influencia que ejerció en Isabel de Castilla como consejera. En sus
121
La tradición de mujeres ilustres la menciona unas veces como Luisa y otras como Lucía. Thèrese
Oettel (“Una catedrática en el siglo de Isabel la católica. Luisa (Lucía) de Medrano”, Boletín de la Real
Academia de la Historia, 107 (1935), 289-368, p. 349), demuestra que su nombre completo sería Luisa de
Medrano de Bravo de Lagunas de Cienfuegos, nacida probablemente en Atienza el 9 de agosto de 1484 y
muerta antes de 1527.
122
Según nota de Pedro Torres sobre los sucesos de 1508 «hora tertia leyó filia Medrano in Cathedra
Canonum”» (véase Lacarra, Mª Jesús y José Manuel Cacho Blecua, en Historia de la literatura española.
1. Entre oralidad y escritura. La Edad Media, Barcelona: Crítica, 2012, p. 256).
123
Véase Milagros Rivera, «Las prosistas del humanismo y del Renacimiento (1400-1550)», en Zavala,
Iris M. (coord.), Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana). IV. La
literatura escrita por mujer (De la Edada Media al siglo XVIII), Barcelona: Anthropos, 1995, p.127.
124
Véase Márquez de la Plata, op. cit., p.96.
125
L. Marineo Sículo, Cosas memorables de España, Alcalá de Henares, 1530, fol. 252v; apud Milagros
Rivera, ibíd., p. 125.
126
L. Marineo Sículo, Cosas memorables de España, Alcalá de Henares, 1530, fol. 252v. El dato de las
conferencias en el prólogo del marqués de Lozoya a Cristina de Arteaga, Beatriz Galindo, 20; apud
Milagros Rivera, ibíd., p. 126.
127
Ibíd., p.128.
128
Ibíd.
129
Ibíd., p.124.
hemos referido en más de una ocasión-, que preconizaba la misma educación para
príncipes y princesas, pensando en el papel de heredera al trono de su hija María, pues
un/una gobernante instruida sería un/una gobernante buena. En este tratado –pese a las
limitaciones que ya hemos comentado-, se defendía que la sabiduría no estaba reñida
con la virtud, como se había sostenido, sino todo lo contrario, y se sugería la educación
para todas las niñas desde la edad de siete años en sus casas o bien en «escuelas del
socorro de los pobres» para las huérfanas o desfavorecidas130. La educación moderna de
Catalina y su brillante inteligencia fueron muy admiradas, además, por humanistas
como Thomas Moro y Erasmo de Rotterdam, con los que mantuvo estrechas relaciones
durante toda su vida, que la consideraron «un milagro de mujer culta»131.
También para ciertas familias nobles que ya desde el Medievo habían potenciado
la educación de sus mujeres, este ambiente cultural nuevo y vigoroso, abierto a las ideas
que llegaban de Italia, fue un importante acicate. Este es el caso del hogar de los
Tendilla, donde la tradición literaria de Santillana y de Diego Hurtado de Mendoza
debió de resultar muy propicia para la formación cultural de la condesa de Monteagudo
y de María Pacheco; de cuya extraordinaria cultura nos informa, asimismo, Sículo:
Conoscimos también dos hermanas hijas de Don Yñigo de Mendeoça, conde de Tendilla,
letradas en forma y muy eloquentes. De las cuales fue la una condessa de Monte Agudo y la otra
(que se dezía María Pacheco) fue mujer de don Juan de Padilla. La qual muchas vezes platicó
conmigo en letras en manera de philósopho muy sabio y orador eloquente 132
Es cierto, como apunta Cristina Segura135, que las mujeres instruidas y cultivadas
situadas entre el Medievo y el Renacimiento, se limitaron, en gran medida, a reproducir
lo que el pensamiento dominante esperaba de ellas. Sabían música, artes, literatura,
idiomas, ciencias; pero la mayoría no participaban en su elaboración, sino en el
mantenimiento del sistema. Sólo unas pocas se dedicaron, a partir de esta más completa
formación que le brindaron los nuevos tiempos, a reflexionar y a difundir sabiduría,
tomando la pluma y ofreciendo un digno y más prolífico desarrollo de ese pensamiento
femenino que ilustres antepasadas como Hildegarda de Birgen o Christine de Pizan
habían inaugurado ya antes de la llegada del Humanismo. De ahí que esta autora
133
Baranda, Nieves, «Luisa Sigea, la brillante excepción femenina», en Pérez Piego, Miguel Ángel
(coord.), Melchor Cano y Luisa Sigea. Dos figuras del Renacimiento español, op.cit., p.137.
134
Tomás Gracián menciona estas palabras sobre ella: «por otra tal repulsa murió de sentimiento aquella
famosa Luysa Sigea, criada que fue de la Reyna doña María y lo pretendió ser de la Reyna Ysabel, que
está en gloria» (1573); apud Nieves Baranda, Ibíd., p.140.
135
Segura Graíño, Cristina, «La transición del Medievo a la Modernidad», en Garrido, Elisa (ed.),
Historia de las mujeres en España, Madrid: Síntesis, 1997, pp.233-238.
distinga dos grupos de mujeres cultas en la España del XV, ambos integrados por damas
poderosas, ya fueran laicas o monjas: las «puellae doctae», que ejemplificaría la corte
ilustrada de Isabel la Católica, y el de las mujeres que considera «sabias», integrado por
todas aquellas que manifestaron un pensamiento femenino propio y diferente, en
consonancia con la llamada «Querelle des femmes» –ya analizada- y que no siempre fue
bien visto por el poder eclesiástico y civil, dominado por los hombres. Estas últimas
provenían, en gran parte, del convento y muestran su rechazo a una sociedad que las
subordinaba. Las dos más importantes son, sin duda, Isabel de Villena y Teresa de
Cartagena, aunque también autoras laicas, como las mencionadas Luisa de Medrano o
Luisa Sigea integrarían este grupo.
Sin embargo, hemos de tener en cuenta que ninguno de estos dos grupos (ni el de
las “puellae doctae” ni el de las “sabias”), se expresó como lo hacían los hombres, sino
que hicieron propio ese modelo neutro que éstos les ofrecían o les prestaban,
demostrando que la mujer podía y debía intervenir más activamente en la cultura y la
sociedad y que su marginación era a todas luces injusta. Milagros Rivera pone, incluso,
un ejemplo muy ilustrativo de esto que acabamos de decir: el de Juana de Contreras.
Esta dama castellana, sobrina de Lope de Baena e instruida por el ilustre Lucio Marineo
Sículo, se rebeló contra la autoridad de su maestro y hasta de la propia gramática latina
y en una carta de 1504 planteaba que quería referirse a sí misma con el apelativo de
«heroína» declinado por la primera declinación –cuyas formas del femenino coinciden
en latín y castellano- y no con «herois», que era la forma correcta en los clásicos. Este
hecho provocó la respuesta airada del maestro, que la recriminó por dejarse llevar por
una excesiva ambición, cuando debía sólo pensar en la virtud136.
136
Rivera Garretas, Mª Milagros, «Las prosistas del Humanismo y el Renacimiento», en Iris M. Zavala
(coord.), Breve historia feminista de la literatura española. IV. La literatura escrita por mujer (De la
Edad Media al S.XVIII), op. cit., pp.89-90.
[…] lo que los reyes hacen, bueno o malo, todos ensayamos de hacer. Si es bueno, por
aplacer a nós, si malo, por aplacer a ellos. Jugaba el rey, éramos todos tahúres; estudia la Reina,
somos agora estudiantes137.
137
Lucena, Juan de, Epístola exhortatoria a las letras (en ed. A. Paz y Meliá, Opúsculos literarios de los
siglos XIV a XV, Madrid: Sociedad de Bibliófilos españoles, 1892, p. 216); apud Mª Jesús Lacarra y Juan
Manuel Cacho Blecua, en Historia de la literatura española, op. cit., p .257.
138
Apud Márquez de la Plata, Mª Vicenta, Mujeres renacentistas en la corte de Isabel la Católica, op.
cit., pp.15 y 95.
dans leur corps selon le sexe, mais en la perfection de leurs moeurs et vertus” 139–afirma
la Razón en La cité des dames).
139
Christine de Pizan, La cité des dames (ed. de Thérèse Moreau et Éric Hicks), Paris: Stok-Moyen/Âge,
2000, p. 55.
140
Recuérdese lo estudiado sobre estas autoras en el Capítulo II de nuestro trabajo.
141
Véase Cap.I: «El miedo a escribir», en Rivera Garretas, Mª Milagros, Textos y espacios de mujeres,
Barcelona: Icaria, 1995, pp.27-28.
teatro en Europa, en la Sajonia del S.X, encontramos ese juego humildad/jactancia del
que hablamos:
Yo no dudo que se me objetará por algunos que la calidad de mis escritos es muy inferior
y muy distinta de la de los de aquél a quien me propuse imitar. […] yo no soy tan orgullosa que
me atreva a compararme ni siquiera con los últimos discípulos de los escritores antiguos; yo he
tratado solamente, con suplicante devoción y aunque mis aptitudes sean muy reducidas, de
emplear en la gloria del Dador, el poco ingenio que de él he recibido. Y, por tanto, no soy tan
fatua que por evitar una posible reprensión, me abstenga de predicar, allí donde se me conceda
hacerlo, la virtud de Cristo que opera en los santos.Si, para algunos, resulta agradable mi
devoción, yo me alegraré; pero si a causa de mi torpeza o de la incorrección del lenguaje, no
gusta a nadie, yo, con todo, estaré satisfecha de lo que hice; pues mientras en otras producciones
mi ignorancia ha cultivado el género heroico, ahora he compuesto una serie de escenas
dramáticas en las que he rehuido los perniciosos deleites de los paganos 142.
Je m’obstinais par ailleurs à accusser celles-ci, me disant qu’il serait bien improbable que
tant d’hommes illustres, tants de grands docteurs à l’entendement si haut et si profond, si
clairvoyants en toutes choses –car il me semble que tous l’aient été-, aient pu parler de façon
aussi outrancière, et cela en tant d’ouvrages qu’il m’était quasiment imposible de trouver un texte
moral, qu’en fût l’auteur,où je ne tombe sur quelque chapitre ou paragraphe blâmant les femmes,
avant d’en achever la lecture.Cette seule raison suffisait à me faire conclure qu’il fallait bien que
tout ceci fût vrai, même si mon esprit, dans sa naïveté et son ignorance, ne pouvait se résoudre à
reconnaître ces grands défauts que je partageais vraisembrablement avec les autres femmes.
Ainsi donc, je me rapportais plus au jugement d’autrui qu’ ce que je sentais et savais dans mon
être de femme143.
El diálogo con los tres presonajes alegóricos que crea la sacarán de su enajenación
mental y le harán ver que su experiencia personal, sus sentimientos y el conocimiento
que tiene del mundo femenino deben prevalecer sobre la imagen negativa que algunos
hombres prestigiosos y cultos habían difundido sobre la mujer, tan injusta e
interesadamente. Por tanto, también hay un deseo claro de esta autora de hacer valer su
opinión, su provia voz, frente a la cultura patriarcal, que nada tiene de humilde –como
tampoco hay humildad en ese alzarse en expresión del propio Dios de las escritoras
142
Hrotsvitha, Obras dramáticas, trad. Julián Pemartín y Fidel Perrino, Barcelona: Montaner y Simón,
1959, pp.45-46; apud Mª Milagros Rivera Garretas en Textos y espacios de mujeres, op. cit., p.23.
143
Pizan, Christine de, La cité des dames, op. cit., pp.36-37.
144
Véase Capítulo II de nuestro trabajo; concretamente el epígrafe 3.4.
145
Aguadé Benet, Rosamaría, «Christine de Pizan y las trobairitz: Miradas entrecruzadas frente a la
fin’amor», en La querella de las mujeres III, op. cit., p.29. Los textos de Chistine de Pizán que cita la
autora están tomados de la traducción de Marie-José Lemarchand, Selección y traducción de Cristina de
Pizan. La rosa y el príncipe, que incluye Epístola del dios del amor y Cuento de la rosa, Madrid: Gredos,
2005.
que menoscaban el honor de las mujeres; a las cuales les es muy difícil mantener esa
castidad que ellos mismos tantas veces les reclaman:
[…] si algunas con sano consejo, se apartan de oír vuestras engañosas hablas, no pueden
apartarse de oír en las calladas noches el dulzor de los instrumentos y canto de la suave música,
la cual para el engaño nuestro fue, por vos, inventada […] aun en las encerradas cámaras do se
esconden por no veros, con sotiles motes de sus siervas y cartas entráis.Y si ellas castigan sus
mensajeras y rehúsan en no leer las cartas, cuando veis que, con las cosas dichas y otras infinitas,
no las podéis empecer (porque puede más vuestra maldad y porfía que nuestra virtud), buscáis
rodeos para dañar nuestras famas […] 146
Si esas ofensas habían sido ya apuntadas por algunas trobairitz –como tratábamos
en el epígrafe 3.1 del Capítulo III-, la evolución del amor cortés en el Bajo Medievo,
había dejado a la mujer desamparada; ya no la protegía la idealización o
espiritualización de los primeros principios caballerescos y todo había quedado en un
galanteo de ocultos intereses carnales y en pura fanfarronería del caballero:
En ce qui concerne la diatribe contre l’état de mariage –pourtant sain, digne, et selon la loi
de Dieu-, l’experience demontre clairement que la verité est tout le contraire de ce que l’on
affirme en cherchant à charger les femmes de tous les maux. Il ne s’agit pas seulement de
Mathéole mais de bien d’autres encoré, en particulier du Roman de la Rose, qui jouit d’un plus
grand crédit en raison de l’autorité plus grande de son auteur. Car où trouva-t-on jamais un mari
pour tolerer que sa femme ait sur lui pareil empire qu’elle puisse déverser sur sa personne les
outrages et injuries dont, à les entendre, toutes les femmes sont coutumières? Quoi que tu aies lu
146
Flores, Juan de, La historia de Grisel y Mirabella, ed. P. Alcázar López y J. González Núñez,
Granada, Don Quijote, 1983, p. 63; véase el texto en Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres,
op. cit. pp.243-244.
147
Ibíd (145), p. 30.
dans leur libres, je doute que tu en aies jamais vu de tes propes yeux, car ce ne sont que propos
éhontés et mesonges patents148
De ahí que ella persiga para su defensa -al contrario de lo que hemos dicho para el
Libro de Buen amor-, eliminar el carácter seductor de la mujer y descubrir sus valores
morales; demostrar que la mujer real no tiene nada de esa Eva prefabricada, que tanto
había denostado la literatura ascética y cuyas maldades había difundido con detalle la
Iglesia; no sólo a través de escritos eruditos, sino, sobre todo, a través de sus enseñanzas
y sermones –plagados de ejemplos misóginos-, en escuelas y parroquias, que habían
calado en lo más profundo de la sociedad medieval, como bien demuestran los refranes
a los que nos hemos referido. En los consejos que dirige a su hijo en Les enseignements
Moraux, afirma, en este sentido:
que enfrentarse al quedar viuda a los veinticinco años. Pasó varios años metida en
pleitos para recuperar el dinero que se debía a su marido y asegurar el porvenir de sus
hijos, sometida a numerosas vejaciones por presentarse sola ante los tribunales y
trabajando de copista para pagar abogados. En palabras de Milagros Rivera:
Sin embargo, si desmonta la imagen negativa que cierta literatura ofrece sobre la
mujer, a través del contraste con la realidad y su propia experiencia; también hay en el
modelo femenino que ella ofrece -el cual responde plenamente a sus convicciones
personales-, un extraordinario idealismo. En palabras de Ibeas Vuelta:
Con un resultado que roza la perfección cristiana es, con todo, un modelo rígido, que no
deja a la mujer suficiente libertad de decisión y, en cierta medida, el producto de un cálculo para
crear un tipo que satisfaga a la colectividad, en detrimento de los intereses individuales 152
De esta forma, acaba La Cité des dames aconsejando a las mujeres del espacio
alegórico que ha construido -con el énfasis de un general que arenga a sus tropas-: huir
del galanteo amoroso que sólo persigue humillarlas y poder, así, demostrar su fortaleza
moral y derrotar a los maldicientes. La reivindicación social de la mujer pasa por el
sacrificio de la entereza: la mujer debe preservar su honor si quiere ganar la batalla y
dejar de lado la pasión –que la hace débil y pusilánime ante los hombres-:
151
Rivera Garretas, Mª Milagros, «Christine de Pizan: la utopía de un espacio separado», en Textos y
espacios de mujeres (Europa siglos IV-XV), op. cit., p. 183.
152
Ibeas, Mª Nieves, «Christine de Pisán: Una actitud crítica frente a las lecturas misóginas de la Edad
Media», en Estudios históricos y literarios sobre la mujer medieval, op. cit., p.82.
153
Pizan, Christine, La cité des dames, op. cit., pp.277-278.
Esta defensa de la castidad parece –pero sólo parece-, estar en la línea de los
tratados profemeninos surgidos en la corte castellana contra las obras de Boccaccio y el
arcipreste de Talavera. Todos ellos, dede el Triunfo de las donas de Rodríguez del
Padrón, pasando por la Defensa de las mujeres de Diego de Valera y el Libro de las
claras y virtuosas mujeres de Álvaro de Luna, hasta llegar al Jardín de nobles doncellas
de fray Martín de Córdoba –comentados en el Capítulo II-; así como otros que
surgieron ya a fines del XV, como el Triunfo de les dones del valenciano Roís de
Coroella; coinciden en destacar la vergüenza como la mejor arma de la mujer para
derrotar a los maldicientes y se esfuerzan en recomendar modelos femeninos que
destacan por la virtud y el sacrificio cristiano y que anulan su propia feminidad para
parecerse en valor a los hombres. Y este mismo deseo de domesticar a la mujer, de
procurarle una educación que la capacite para ser buena madre y buena esposa,
controlando sus lecturas y su participación en la vida pública, se vislumbraba también
en los tratados humanistas de autores como Luis Vives, ya aludidos. Tanto es así que
Archer154 piensa que todas estas obras de defensa se encuentran con la dificultad de
encontrar algo positivo en la mujer que sea exclusivamente femenino. Pues hemos de
convenir que ni siquiera una obra tan declaradamente profeminista y tan bien aceptada
por las damas, como la Cárcel de amor de Diego de San Pedro, lo consigue. Las quince
causas por las que los hombres no deben hablar mal de las mujeres y las veinte razones
por la que éstos las deben servir y estarles obligados, que esgrime Leriano ante Tefeo –
el cual le ha hablado mal de ellas con el fin de consolarlo y evitar su muerte; al más
puro estilo de las remedia amoris-, no hacen, en realidad, sino demostrar los beneficios
que el comportamiento virtuoso y sumiso de la mujer reporta a los hombres.
Así, estima Leriano que no se debe hablar mal de las mujeres por el pecado en que
se incurre al menospreciar a una criatura creada por Dios; a lo cual añade otra causa de
carácter práctico: los problemas que genera al hombre cualquier ofensa y polémica en la
que se involucre:
154
Archer, Robert, Misoginia y defensa de las mujeres, op. cit., pp.52-53.
La dozena es por las murmuraciones que mucho se deven temer, siendo un hombre
infamado por disfamador en las plaças y en las casas y en los campos y dondequiera es retratado
su vicio155.
Y, más aún, no se puede injuriar a una criatura que es hermosa y, sobre todo, que
nos ha dado el ser. Siendo, por tanto, la causa principal de no insultar a las mujeres la de
la maternidad. Las mujeres, se nos dice, han traido al mundo a grandes hombres:
Dellas nacieron ombres virtuosos que hicieron hazañas de dina alabança; dellas
procedieron sabios que alcançaron a conocer qué cosa era Dios, en cuya fe somos salvos;dellas
vinieron los inventivos que hicieron cibdades y fuerças y edificios de perpetual ecelencia; poe
ellas uvo tan sotiles varones que buscaron todas las cosas necesarias para sustentación del linage
umanal156.
De la misma manera, en las «Veinte razones porque los ombres son obligados a
las mujeres», Leriano hace hincapié en que al hombre caballeroso y cortés le conviene
alabarlas y servirlas, porque así se hace virtuoso y se acerca más a Dios. La mujer dota
al hombre de las virtudes teologales y cardinales, le da buenos consejos, lo hace limpio
y aseado y potencia su ingenio y gracia para componer poemas y canciones; siendo ellas
el alma de las fiestas cortesanas. Pero sobre todo, vuelve a insistir en el respeto que se
debe a una madre y expone –como es costumbre- toda una lista de mujeres ejemplares
en castidad (Lucrecia, Artemisa, Penélope, Débora, Sara, Ester…– e incluso, de un
entorno más cercano, como doña María Coronel, doña Isabel, madre de su protector don
Pedro Girón, o la beata toledana Mari García); que defendieron su virginidad o se
esforzaron en ser fieles esposas, sacrificándose por sus hijos y su marido; de acuerdo
con los presupuestos del modelo patriarcal vigente.
Hay que marcar, por tanto, una gran diferencia entre todos estos planteamientos
profeministas y el de Christine de Pizan, pues ella sí que quiso romper con la sociedad
del momento. Como Laureola en la Cárcel de Amor, cuando rechaza el amor de
Leriano, o Tarsiana en el Libro de Apolonio, cuando se las ingenia para no ejercer la
prostitución; Christine proclama la rebeldía de la mujer para escapar autónoma y
libremente al sexo. Esto es, no es que la autora francesa muestre una actitud represiva y
155
Véase «Leriano contra Tefeo y todos los que dizen mal de mujeres», en Ruiz Casanova, José
Francisco, ed., Diego de San Pedro, Cárcel de amor, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 8), p.135.
156
Ibíd.
Hemos de reparar, además, por otro lado, en ciertas obras literarias con personajes
femeninos, donde a menudo se busca la reflexión, sin ofrecer a la mujer un camino
marcado. En Le livre du duc des vrais amants, Christine de Pizan relata, de este modo,
la historia de un amor apasionado y totalmente fiel a los más extendidos tópicos del
amor cortés, entre el duque protagonista y una duquesa casada con un caballero tan
celoso de su hermosura, que la mantiene bajo una severa vigilancia –como ocurre con
los personajes analizados en el Capítulo III: Flamenca, las damas de los lais de María de
Francia, Ginebra, Iseo-. Ésta también se las ingenia para poderse ver con su amado, que
se disfraza de lacayo para entrar en su castillo y pasar la noche con ella, según un plan
que la misma duquesa idea, con la ayuda de su secretario, de una dama que le es fiel y
de un primo que comparten ambos amantes; el cual les sirve de mediador, ayudándoles
a intercambiar cartas y a concertar citas. El amor sirve a ambos para lograr la felicidad,
como se desprende de sus jubilosas misivas, de sus encendidos diálogos y de los
numerosos poemas que ambos componen. Sin embargo, un personaje femenino que la
duquesa estima como a una madre, le escribe una dura carta, en la que la insta a
abandonar ese amor pecaminoso, que sólo puede traerle desgracia y deshonra. En estas
palabras de Sebille de Monhault, encontramos toda la severidad de los moralistas
157
Para entender este concepto de virginidad como liberación en las mujeres medievales y, en particular,
en Christine de Pizan, resulta sumamente interesante el capítulo citado de Milagros Rivera Garretas
«Christine de Pizan: la utopía de un espacio separado», en Textos y espacios de mujeres. Europa siglos
IV-XV, op. cit., pp.202-205.
medievales –pues dice, por ejemplo, que el placer de una mujer casada debe estar
únicamente en cuidar de su casa e hijos y, si no los tiene, en orar y bordar-. Además, se
advierte que la mujer en estos juegos amorosos cortesanos lleva las de perder,
haciéndose eco de muchos de los argumentos que Christine de Pizan esgrimiera en La
cité des dames, procurando, como hemos dicho, una conducta más digna y virtuosa para
las propias mujeres, capaz de desarmar el discurso masculino contra su inconstancia y
falta de virtud:
[…] me queda por hablar de los peligros y amenazas que hay en tal amor, los cuales son
incontables: el primero y mayor es el que ofende a Dios, y después, si el marido o los parientes lo
advierten, la mujer o muere o cae en reprobación, y ya no tiene bien alguno. Y suponiendo que
eso no ocurra, continuemos hablando de los amantes: aunque fueran todos leales, discretos y
sinceros –lo que no son en absoluto, pues es bien sabido que habitualmente son falsos y dicen
para engañar a las mujeres lo que ni piensan ni quieren hacer-, de verdad que el ardor de tal amor
no les dura mucho tiempo, incluso a los más leales […] ¿os imagináis lo que ocurre cuando ese
amor ha perecido y la dama, que fue cegada por el loco engaño de los placeres, se arrepiente
dolorosamente y se da cuenta y reflexiona sobre las locuras y los diversos peligros en que
incurrió158.
Tal es la empatía que demuestra el personaje con las mujeres víctimas del amor
pasional –tan similar a la de la misma autora-, que la duquesa piensa en abandonar a su
amado y le escribe una dolorosa carta de ruptura –al modo de Laureola en La cárcel de
amor-. Pero, el amor que siente es más fuerte que su propia voluntad, que su honor y
que todos los razonados argumentos que le expone Sebille de Monhault y decide,
libremente, seguir con la relación, aunque ello la lleve a la perdición, como finalmente
ocurre, por la presión de los murmuradores. De esta forma, aunque se equivoque,
apuesta valiente y humanamente por esta pasión y confía en la lealtad del duque:
Pues, ¡Dios me ayude!, aunque eso me llevara a la muerte, yo no os podría dejar, y tengo
esperanza de que, con la ayuda de Dios, nuestro asunto quede bien oculto y vos respéteis siempre
mi honor, pues confío en ello 159.
Son muchos los críticos que han visto en la obra un claro ataque al amor cortés y
una denuncia, en consonancia con otras obras de Christine de Pizan, del trato dado a la
mujer en este tipo de relaciones. Sin embargo, aunque se cumpla finalmente lo que
Sebille de Monhault advierte, la aparición de la voz femenina de la duquesa,
158
Miñano Martínez, Evelio, ed y trad., Christine de Pisán, El libro del duque de los verdaderos amantes,
Murcia: Universidad de Murcia. Editum, 2014, pp.175-176
159
Ibíd., p.186.
reivindicando su derecho al amor y a la felicidad –como ocurre también con todos los
personajes femeninos que, a través del amor cortés, han logrado liberarse de los
encorsetamientos sociales de su época-, no deja tan clara la intención de la obra. Lo
importante, aquí, como señala Evelio Miñano, no es que la obra nos diga si debemos o
no abandonarnos a este tipo de amor, sino la reflexión que implica: que «pensemos qué
debemos hacer»160. La realidad queda, así, problematizada. La mujer debe decidir,
sabiendo los peligros a los que se expone, si desea abandonarse a la pasión o si prefiere
renunciar a ella.
Cuando estava presa salvaste mi vida y agora que estó libre quieres condenalla. Pues tanto
me quieres, antes devrías querer tu pena con mi onra que tu remedio con mi culpa. No creas que
tan sanamente biven las gentes, que sabido que te hablé, juzgasen nuestras limpias intenciones,
porque tenemos tiempo tan malo que antes se afea la bondad que se alaba la virtud; así que es
160
Véase la introducción que Evelio Miñano hace a la obra, Ibíd., p.60.
161
Segura Graíño, Cristina, «Las razones por las que los hombres deben valorar a las mujeres. La Cárcel
de amor de Diego de San Pedro», en Segura Graíño, Cristina (cood.), La querella de las mujeres III. La
querella de las mujeres, antecedente de la polémica feminista, Madrid: Al-Mudayna (Querella-ya), 2011,
p.134.
escusada tu demanda, porque ninguna esperança hallarás en ella, aunque la muerte que dizes te
viese recebir, aviendo por mejor la crueldad onesta que la piedad culpada162
Estas obras demuestran que las mujeres, como seres autónomos e inteligentes, son
capaces de decidir la actuación que más le conviene en la vida; y de expresar los
motivos de la renuncia o de la aceptación de la relación amorosa. Y deben hacerlo sin
imposiciones, libremente, con todos los riesgos que cualquiera de las dos opciones les
puedan reportar.
En definitiva, cada vez son más las voces –y, sobre todo, las voces femeninas-,
tanto en la realidad como en la ficción, que se quejan de la sumisión a unas rígidas
normas morales que sólo se exigen a las mujeres, a modo de paliar esa maldad o
debilidad natural e intrínseca que, de forma interesada, se les presupone.
La primera parte de esta elaborada alegoría de la búsqueda de los amantes, quizá el poema
más famoso y de mayor influencia en la Edad Media, fue escrito por Guillermo de Lorris antes de
1240 y conservaba mucho del antiguo espíritu; pero la segunda parte terminada por Jean
Chopinel de Meun hacia 1280 era un ataque brillante y brutal contra todo el sexo femenino 163
162
Cárcel de amor, op. cit., pp.128-129.
163
Power, Eileen, Mujeres medievales, op. cit,, p.31.
La paganización del cristianismo en el amor cortés creó para muchos pensadores un caos
de valores, puesto que en los medios literarios la moralidad cristiana y la preeminencia de Dios
se relegaban a un lugar secundario, mientras el foco de interés cambió a la pasión y al sofisticado
arte de la seducción simbolizado en el rito del amor y la apoteosis de la mujer. No es de extrañar
por lo tanto, que a partir del momento de mayor identificación del amor con la religión y la dama
con dios, comienza a desarrollarse una concertada corriente literaria paralela en que se presenta
un estereotipo femenino negativo164
164
Gerli, Michael E., «Eros y Ágape: El sincretismo del amor cortés en la baja Edad Media», en Rugg,
Evelyn y Alan M. Gordon (coords.), Actas del Sexto Congreso Internacional de Hispanistas, Toronto:
University of Toronto, 1980, p.318.
165
Véase «Introducción» de Miguel Ángel Pérez Priego en Poesía femenina en los cancioneros, op. cit.,
p.35.
Martínez Latre166 observa, así, que el exagerado desprecio con que el enamorado
de la Repetición de amores de Luis Ramírez de Lucena habla de todo el género
166
Martínez Latre, Mª Pilar, «Estatuto y evolución del personaje femenino de la novela sentimental de los
siglos XV-XVI a la luz de los tópicos misóginos y profeministas», en Investigación humanística y
científica en La Rioja: homenaje a Julio Luis Fernández Sevilla y Mayela Balmaseda Aróspide, 2000,
p.158
femenino, despechado por el rechazo de su amada (“¿Qué cosa es –yo te ruego- la mujer
sino una despojadora de la juventud? Muerte de los viejos, consumidora del patrimonio
y bienes, destrucción de las honras, vianda del diablo, puerta de la muerte”), sería
justamente contestado por Brazaida, en el Grisel y Mirabella de Juan de Flores, en un
significativo grito contra el sistema patriarcal:
O maldita tanta piedat como en nosotras mora que ponémosnos amor a la muerte: por
salvar a nuestros enemigos las vidas y después de cumplido su querer: se rien de nuestras
lágrimas […] Oh cuánto fue mal acuerdo el nuestro señoras, en poner nuestras honras y fama en
poder de los enemigos nuestros porque siendo ellos alcaldes y padres, conocida estaba la
sentencia que agora oismos167
167
Ibíd., pp. 158-159.
CAPÍTULO V.
LA FIGURA FEMENINA A LA
LUZ DE LAS
REPRESENTACIONES
PALACIEGAS
Capítulo V.
La figura femenina a la luz de las representaciones palaciegas 309
Si su origen está ligado al culto religioso, a los tropos y los dramas litúrgicos y
sacros, se irá despegando progresivamente de éstos con la introducción de elementos
populares y humorísticos; pues -como señala Lázaro Carreter-, «la iglesia es el centro de
la vida ciudadana, donde las gentes acuden a orar, pero también a expansionarse y
divertirse»1. Y, por otro lado, también los carnavales, fiestas, justas cortesanas, entrada
de los reyes a las ciudades, juegos juglarescos…, nos ofrecen claros indicios de
teatralidad profana, habida cuenta de que lo que hoy día se entiende por representación
teatral, en la Edad Media era sólo un elemento más inserto en un gran espectáculo
gestual, colorista y multitudinario, que era concebido como continuidad de la vida
diaria. El teatro se convertía, así, en un importante medio de distracción y pasatiempo, a
la vez que reflejaba las relaciones y costumbres de las nacientes sociedades urbanas,
mostrando las esperanzas, sentimientos, anhelos y frustraciones de toda una
colectividad humana. En palabras de Surtz, «mediante la representación, la vida cobraba
un carácter teatral que obedecía al deseo de visualizar las relaciones sociales,
codificando en ritos y ceremonias un simbolismo que designaba la realidad trascendente
de las cosas»2.
3
Dos de las piezas del teatro religioso del XV que se conservan, fueron escritas para conventos de monjas
clarisas. La Representación del nacimiento de Nuestro Señor de Gómez Manrique escrito para las
religiosas de Calabazanos (Palencia) -donde la hermana del autor era vicaria-, fue escenificado por ellas
mismas, las cuales cantan una emotiva nana al niño en metro zejelesco al final de la obra. El anónimo
Auto de la huida a Egipto se compuso, asimismo, para las hermanas de Santa María de la Bretonera
(Burgos).
En esa confluencia entre idealismo y realismo literario van a surgir las piezas
dramáticas de Juan del Encina y Lucas Fernández –que acentúan el proceso de
teatralización y potencian la música y el texto literario, el cual gana en consistencia y
autonomía4- y también esos dos diálogos amorosos, publicados en los Cancioneros,
cuyo dinamismo y movilidad escénica hacen pensar ya en su posible representación: las
Coplas de Puertocarrero y el Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa.
4
Gargano, Antonio, «El teatro, del auto a la comedia», en La literatura en tiempos de los Reyes
Católicos, Madrid: Gredos (NBRH), 2012, pp.172-173.
5
Huizinga, Johan, El ocaso de la Edad Media, Madrid: Alianza Ensayo, 2010 (6ª reimpresión).
ostentoso –no había gran señor que no saliera de casa sin un magnífico séquito-; los
colores ofrecían fuertes contrastes; los mendigos gemían en las iglesias y exhibían sus
deformidades; los leprosos hacían sonar sus carracas; los sermones que personajes como
Vicente Ferrer pronunciaban en las calles estaban cargados de dramatismo y las
procesiones resultaban conmovedoras y regaban de lágrimas los fervorosos rostros de
los participantes. Pero, las impresionables y apasionadas gentes del Medievo pasaban
pronto del llanto emocionado a la risa: en la iglesia de Beauvais, tras la llegada de una
burrita sobre la que montaba la Virgen, el clérigo oficiante de la misa pronunciaba el
kyrie, el Gloria y el Credo, terminando sus últimas modulaciones con un «hin, han»,
que imitaba al animal. Y, para colmo de la diversión, a la gracia del cura seguía un triple
rebuzno final de todo el público asistente a la ceremonia6.
Donde quiera que haya un centro de vida social se improvisan las escenas y
representaciones […] La música, el canto y el baile arrastran a todas las clases sociales. Cánticos
de iglesia, bailes cultos de los castillos, danzas populares de los campesinos. Toda la sociedad
medieval se representa a sí misma […] Por encima de las calamidades, las violencias y los
peligros, los hombres de la Edad Media hallan el olvido, la seguridad y el abandono en esta
música que envuelve su cultura. Están jubilosos7.
6
Oliva, César y Francisco Torres Monreal, Historia básica del arte escénico, Madrid: Cátedra, 2006,
9ªed., p. 85.
7
Le Goff, Jacques, La civilización del occidente medieval, Barcelona: Paidós, 2012 (5ª reimpresión),
pp.323-324.
8
Huizinga, Johan, El ocaso de la Edad Media, op. cit., p.14.
envueltos en una ola de leyenda que les hacía emprender aventuras a veces arriesgadas e
imprudentes y gastar grandes cantidades de dinero, obsesionados por demostrar su
fuerza y emular la exótica belleza oriental; fenómeno que se da, fundamentalmente, a
fines de la Edad Media y que triunfa en el Renacimiento. Los torneos y duelos entre
reyes y príncipes eran solemnemente anunciados, como reclamo político, aunque nunca
llegaran a realizarse realmente. No hay sino pensar en Carlos V, que en varias ocasiones
quiso solucionar su enfrentamiento con Francisco I por medio de un duelo personal, al
modo de los caballeros. O, en el sonado y célebre reto de Francisco Gonzaga a César
Borgia, que pretendía poner fin al odio entre ellos con la muerte del más débil en
singular combate y que evitó, sin embargo, Luis XII de Francia, produciéndose
finalmente una conmovedora y teatral reconciliación entre ambos rivales9.
La organización de lujosos torneos donde los grandes señores y hasta los mismos
reyes, se lucían como caballeros, evocaba con nostalgia un pasado guerrero y una
espiritualidad –la del amor cortés-, que otorgaba a la nobleza esa elevada distinción a la
que no podía llegar cualquiera.
Au passer que messire Jacques faisoit par les rues en allanta u palais, huis et fenêtres
étoient parés et remplis d´hommes et femmes, dames et damoiselles, burgeois et pucelles, pour
9
Ibíd., p.133.
regarder icelui messire Jacques et sa compagnie; et ils ne s’en doit on point émerveiller, car il
étoit un des beaux jeunes chevaliers qui étoit régnant de son temps; et avec ce étoit richement
paré et vêtu dúne robe moult riche chargée d’ orfévrerie. Il étoit grnd et droit, bien fait et formé
de tous membres, bel viaire et plaisant, doux, aimable et courtoi; il portoit chère d’home hardi;
nul rien návoit sur lui qui lui fut mal séant. Ceux qui le voient passer, prenoient plaisir à le
regarder. De dames et de damoiselles fut volontiers vu; et assez est à croire qu’aucunes en y avoit
qui bien eussent voulu avoir changé leur mari pour l’avoir, si ainsi se eut pu faire (cap. XXXVI)10
Martes, diez y ocho díasdel mes de mayo del año del Señor de mil y quatrocientos e veinte
e ocho años, en la villa de Valladolid, fizo el ynfante don Enrique una fiesta muy notable, por la
quisa que se sigue: Fizo en la plaza de la dicha villa, al cantón de la calle que sale de la puerta del
Campo a la plaza, una fortaleza, la qual era de madera e lienço. Era fecha por esta vía: una torre
muy alta, con quatro torrejones encima, encima del suelo de la torre, un campanario fecho e una
campana puesta en él. E encima del campanario un pilar, fecho por la mesma vía de la torre la
qual parecía de piedra. E encima del pilar estaba un grifo dorado, el qual tenía en los brazos un
estandarte muy grande de blanco e colorado. E en los quatro torrejones, encima de la torre, en
cada uno su estandarte pequeño, por la mesma vía que el mayor. E la torre estaba cercada de una
cerca bien alta, con quatro torres, e luego su barrera, más baxa un poco que la cerca, con otras
doze torres. En las quales torres estaban en cada una dellas una dama bien arreada.E debaxo, en
el suelo de la fortaleza, fecha de recámaras para el ynfante, e establos e pesebreras para cavallos.
E estaba puesta una tela de cañas, e la tela començava desde la fortaleça, e al otro cabo de la tela
estaban otras dos torres e un arco de puerta, adonde avían de venir todos los caballeros
aventureros. E dezían unas letras encima deste arco: Éste es el arco del pasaje peligroso de la
fuerte Ventura. E encima destas torresestavan en cada una dellas, un hombre con una botina de
cuerno. E eso todo fecho, parezía la fortaleza e las torres todo de cal e canto. E estaba encima del
andamio de la cerca, junto con la torre, un arueda dorada, bien grande que se llamaba la Rueda de
la Aventura, e al pie de la rueda estaba un asentamiento bien rico. E todo esto fecho en su
ordenança, mantobo el dicho señor ynfante, en arnés real, con otros cinco caballeros que consigo
llebava, los quales eran Joan Manrique, fijo de Garci Fernández Manrique, e frey Gutierre de
Cárdenas, e Lope de Foyos, e Álvaro de Sandoval, e Diego de Texeda. E ante que saliese
10
«Cuando messire Jacques pasaba por las calles, yendo a palacio, puertas y ventanas se abrían y se
llenaban de hombres y mujeres, damas, burgueses y doncellas, para contemplarlo a él y a su
acompañamiento; y no hay que admirarse de ello, pues era uno de los más apuestos jóvenes caballeros
que había en su tiempo, y además iba muy ricamente ataviado y vestido con una preciosa ropa cargada de
orfebrería. Era alto y erguido, bien hecho y bien formado en todos los miembros, de hermoso y agradable
rostro, dulce, amable y cortés, tenía el rostro de hombre arrojado, y nada en él producía mal efecto. Los
que le veían pasar encontraban placer en mirarlo. Fue contemplado muy gustosamente por damas y
doncellas, y es muy de creer que hubo algunas que lo hubieran querido cambiar por su marido si eso
hubiese sido posible» (en Riquer, Martín de, Caballeros andantes españoles, Madrid: Gredos, NBRH-7,
2008, pp.24-25).
11
Este paso fue organizado por don Enrique, infante de Aragón, en Valladolid, estando allí de paso con
sus hermanos -el rey de Navarra (futuro Juan II de Aragón) y su hermana doña Leonor, que iba camino de
Portugal para casarse con el infante don Duarte-. La primera esposa de Juan II de Castilla, la reina doña
María, era hermana de la novia y para agasajarla en su paso por la corte castellana, don Álvaro de Luna
preparó una justa que él mantuvo con otros siete caballeros. El festejo del infante aragonés vendría sin
duda a empequeñecer el acto del condestable de Castilla, en esa rivalidad manifiesta entre ambos reinos.
El ideal caballeresco, leído y escuchado en las antiguas leyendas del rey Arturo y
sus caballeros de la Tabla Redonda y el amor cortés de los trovadores, que convertía a la
dama en camino de perfección para el hombre, tomaba forma plástica en estos fastos.
Como señala Huizinga: «la vida respira en ello el aire de la literatura, aunque en
realidad ésta lo aprenda todo de la vida»14.Las fiestas cortesanas buscaban afirmar
colectivamente el gozo de vivir, ostentando arte y belleza, en el estilo solemne de los
ritos y ceremonias caballerescas, con sus torneos, justas, actos de homenaje y
pleitesía… Juan Antolínez de Burgos, en su Historia de Valladolid, al hacer referencia a
este Passo de la Fuerte Ventura, recoge la célebre copla de Jorge Manrique que hace
referencia a este lujoso evento, en el cual luchó el mismo Juan II:
12
El texto se toma de Martín de Riquer, Caballeros andantes españoles, op. cit., pp.72-73.
13
Vélez Sainz, Julio, “De amor, de honor e de donas” Mujer e ideales corteses en la Castilla de Juan II
(1406-1454), Madrid: Editorial Complutense, 2013, p.42.
14
Huizinga, Johan, El ocaso de la Edad Media, op. cit., p. 102.
¿Qué se fizieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué fue de tanta invención
como truxeron?
Las justas y los torneos,
parlamentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos,
qué fueron sino verduras
de las eras?15
Aunque también hay, las más de las veces, claros intereses políticos en estos
ostentosos espectáculos palaciegos, como el conocido encumbramiento de don Álvaro
de Luna de 1432 a 1437, en la corte prebendista de Juan II16. Muchas justas sobreponen
el homenaje a las damas al elemento bélico, otorgando mayor valor a la nobleza
derivada del servicio amoroso, que a la procedente del linaje o el ardor guerrero. De
hecho, solían coronarse con la lectura de poemas corteses que convertían a la mujer en
objeto de deseo y elemento ineludible de referencia; compitiendo los caballeros no sólo
con las armas, sino también en modales corteses que los hicieran más virtuosos y
merecedores de favores femeninos y de regalos. Vélez Sainz recuerda un sonado
certamen de amor que acaeció por aquellos años en Valladolid, donde el dios Cupido
presidía un desfile de figuras alegóricas y los caballeros rivalizaban por ver quién era el
mayor amador, concediéndole al rey Juan II el primer premio, en forma de caballo que
le regalaba una de estas figuras simbólicas de la corte de Amor, mientras que a don
Álvaro se le otorgaba como galardón un casco con las plumas del dios. Esto es, se
premian las galanterías amorosas, a imitación de los laureles otorgados a los grandes
generales de antaño, por sus proezas en el campo de batalla17.
El célebre Passo Honroso que el caballero leonés Suero de Quiñones defendió del
10 de julio al 9 de agosto de 1434 en el puente de Órbigo, muy transitado al encontrarse
en el Camino de Santiago y ser año jubilar; cuyo pormenorizado relato recogió el
escribano real Pedro López de Lena parece ser, según explica Martín de Riquer, la
repuesta de don Álvaro de Luna al descrito Passo de la Fuerte Ventura y encubre la
tensión política existente en la época y la rivalidad entre el ambicioso condestable y los
15
Apud Martín de Riquer, Caballeros andantes españoles, op. cit., p.24.
16
Véase Vélez Sáinz, op. cit. pp.48-52.
17
Ibíd., p. 43.
infantes de Aragón, cuyos vasallos –especialmente los hermanos Johan y Pere Fabra,
que mantuvieron correspondencia epistolar con el caballero-, quisieron empequeñecer y
ridiculizar18. No obstante, la magnificencia de los preparativos y las ciento setenta y
siete lanzas que se rompieron –que no las trescientas que se ponía como requisito en un
principio-, liberaron al caballero leonés de la promesa de llevar la argolla de hierro en el
cuello todos los jueves por el amor a su dama y dieron fama a este caballero-escritor de
la casa de don Álvaro-; así como a don Lope de Estúñiga, que tan valientemente luchó
junto a él y que también era un destacado poeta de cancionero. Sin duda, un espectáculo
tan caro y llamativo gustaría a todas las clases sociales, a damas y caballeros, pero
también a un pueblo que lo presenciaría «absorto y entusiasmado»19.
Los pasos de armas tuvieron gran importancia en toda Europa durante el S.XV y
en ellos se producía la confluencia entre vida y literatura, pues si bien emulaban las las
hazañas de héroes como Lancelot, Erec o Yvain y sus relaciones con las damas, a las
que mostraban una extrema fidelidad y por las que no dudaban en sacrificarse, hubo
también muchos caballeros reales que inspiraron novelas; así, Antoine de la Sale basa
su obra Jehan de la Saintré en el Pas du Pin aux Pommes d’Or, que se celebró en el
Born de Barcelona en diciembre de 1455 y también en 1446 este caballero-escritor
18
Caballeros andantes españoles, op. cit., pp.108-115.
19
Ibíd., p. 83.
20
Ibíd., pp.78-79.
había sido juez del Pas de la Joyeuse Garde, organizado por René de Anjou. Curial y
Güelfa o Tirant lo Blanc contienen personajes con nombres históricos. El mismo Joanot
Martorell fue caballero andante y es que, como en el caso de Suero de Quiñones, Lope
de Estúñiga, don Álvaro de Luna o los hermanos Fabra –recordemos que el Spill de
dones de Roig está dedicado a Johan para que éste lo corrija y añada lo que estimare
oportuno21-, estos caballeros manejan tan hábilmente la espada como la pluma y poseen
una considerable cultura.
21
Ibíd., p.114.
22
Ibíd., p.77.
debía esforzarse por conseguir sus mercedes y como tal debían comportarse en sus
relaciones sociales, en ese juego -claramente dramático- de las justas, torneos y pasos de
armas, a los que nos hemos referido. Ellas eran el remanso de paz y felicidad que
necesitaba el sacrificio caballeresco y, por ello, debían ser sublimadas y respetadas en
estos eventos palaciegos, donde un hombre ganaba prestigio en tanto y en cuanto con
más ahínco demostrara sus aptitudes corteses. Diego de San Pedro, en su tan influyente
Cárcel de amor alude, en este sentido, a que «cuando se estableció la caballería, entre
las otras cosas que era tenudo a guardar el que se armava caballero era una que a las
mugeres se guardase toda reverencia y onestad, por donde se conosce que quiebra la ley
de la nobleza quien usa contrario della» y, cortesano él mismo en la corte de Isabel la
Católica, llega a mantener, como destaca Vélez Sainz, que el motivo de las justas ,
torneos y otras diversiones cortesanas era el de defender a las damas: «Por ellas se
ordenaron las reales justas y los pomposos torneos y las alegres fiestas; por ellas
aprovechan las gracias y se acaban y comiençan todas las cosas de gentileza»23.
23
Apud Vélez Sainz, Julio, en op. cit., p. 42.
Alfonso IV, la de la reina Sibila -esposa de Pedro IV-, o la de Martín I, en las que el
palacio de la Aljafería de Zaragoza se engalanaba ricamente24.
Entró en el patio un carro que simulaba un castillo, donde aparecían seis doncellas
cantando, la jarra de lirios y un águila que simbolizaba el poder real y, tras el servicio de
los platos, con la llegada de un grifo acompañado de soldados moros, se representó la
Toma de Balaguer. Se fingió, así, un duro combate entre el águila y esta criatura
alegórica, mientras las seis muchachas defendían con ahínco la fortaleza de las
agresiones sarracenas. A la contienda pondría fin un niño salido de la jarra que iba
vestido con los emblemas de los reyes de Aragón.
Este fasto, que presenta claros rasgos teatrales como la aparición de actores que se
relacionan unos con otros y con la sala entera y donde se recita un texto y hay continuas
24
Jerónimo Blancas en Coronaciones de los Serenísimos Reyes de Aragón, obra escrita en 1583, pero
basada en crónicas anteriores, describe con detalle estos actos. Véanse citas en Cacho Blecua, José
Manuel y Mª Jesús Lacarra, Historia de la Literatura Española. I. Entre oralidad y escritura. La Edad
Media, Barcelona: Crítica, 2012, pp.576-582.
En el dicho castillo ivan seis donzellas cantando cantos muy dulces de oír, e en el canto
del dicho castillo iva una águila dorada muy grande coronada. E traía en el cuello un collar de la
devisa de las jarras del rey de Aragón, e la jarra que hera en medio del castillo andava a la
redonda cuando la movían, e ansí entró por la puerta de la sala el segundo manjar (…)
E luego que el dicho grifo vido el castillo ante la dicha tabla del señor rey vino contra el
por se combatir con la dicha águila, e con el dicho grifo venían omes vestidos como moros
alarbes con sus escudos en las manos, e des que lo vido el águila descendió del castillo en tierra,
e a pesar dellos llegó a la mesa del rey e fízole una reverençia e volviose a su castillo que el grifo
e los alarbes lo combatían e las doncellas que lo guardaban peleaban con ellos(…) 26
El término «entremés» designó también a ese carro que podía simular como aquí
un castillo -en otras ocasiones será un barco- y que llevaba encima gentes disfrazadas
que, como las doncellas mencionadas, danzaban y pronunciaban poemas y cantos. A las
personas enmascaradas que iban sobre los carros se les daba el nombre de «momos».
Dos cosas son en que sin actos de guerra al tiempo de oy los fijosdalgo usan las armas
(…) La una es en contiendas del reino. La otra es en juego de armas, así como torneos e justas, e
estos actos de que agora nuevo nombre aprendimos que llaman entremeses.
Y luego, el mismo autor, en una glosa a los Cinco libros de Séneca, habla de los
momos con la misma estupefacción, relacionándolos directamente con el disfraz:
El juego que nuevamente agora se usa de los momos, aunque de dentro d’este está
honestad e maduredad e gravedad entera…, escandalízase quien vee fijosdalgo de estado con
25
Oleza, Joan, «Las transformaciones del fasto medieval», Teatro y espectáculo, 1992, pp.54-55; apud
Eva Castro Caridad, «El arte escénico en la Edad Media», en Huerta Calvo, Javier (dir.), Historia del
teatro Español. I. De la Edad Media a los Siglos de Oro, Madrid: Gredos, 2003, p.69
26
García de Santa María, Alvar, Crónica de Juan II (Bibliothèque Nationale de France, ms.esp.104, fols.
198r-202r), en Miguel Ángel Pérez Priego, ed., Teatro medieval, op. cit., pp.352-353.
visag si bien ambos términos con el tiempo acabarán intercambiándose para referirse, en general,
a cualquier tipo de entretenimiento cortesano es agenos27.
Estas vistas duraron nueve días, en la qual la Reyna fue muy servida del Condestable e de
los otros caballeros. E como el Rey avía llevado consigo muchos gentiles onbres, e la Reyna de
Aragón traía algunas fermosas damas, fiziéronse allí muchas justas e grandes fiestas de danças e
momos29
27
Las dos citas de Alfonso de Cartagena están tomadas de Surtz, en op. cit., p. 42.
28
Pérez Priego, Miguel Ángel, Literatura española medieval (siglo XV), Madrid: Centro de Estudios
Ramón Areces-UNED, 2010, p.245.
29
Lope Barrientos, Refundición de la Crónica del Halconero, ed. de J. de M. Carriazo, Madrid, 1946, p.
198; apud Pérez Priego, Miguel Ángel, en Teatro Medieval, op. cit. pp.33-34.
momear llegada fuese, y salidos los momos a la sala, cada uno con la dama que servía
començó a dançar”30). Arnalte, que va ataviado con colores, dibujos, figuras y motes -
pues lleva bordados en la manga los versos: «Este triste más que hombre/que muere
porque no muere, / bivirá cuando biviere/sin su nombre»31-; aprovecha este ambiente
festivo en que se desarrollaban los momos para entregarle una carta a Lucenda. Y es
que, sin duda, el momento del baile sería de gran regocijo y satisfacción para los
enamorados, pues les permitía acercarse, juntar las manos, e intercambiar mensajes,
haciéndose la vigilancia paterna más laxa en estos momentos festivos.
Sólo las reinas o las señoras de los palacios donde se celebran estos grandes
fastos, parecen ajenas a estos galanteos; pues frecuentemente la retirada de éstas a sus
aposentos, con sus damas de compañía, marca el comienzo de los momos. Esto es, no se
exigía a la dama anfitriona la asistencia a estos divertimentos y bailes posteriores. La
debilidad mujeril –provocada por el agotamiento del día- o el recato de la casada
excusarían, sin duda, su ausencia por la noche y el refugio en su cámara -ese espacio
femenino donde los hombres no podían intervenir-. Así sucede en el texto de San Pedro,
donde la reina Isabel de Castilla queda introducida como personaje de ficción (“pues
como ya la noche la priesa a los justadores en sosiego pusiese, cada uno por su parte se
va a descansar y la reina con las damas se va a su posada”32). Y lo mismo ocurre en el
plano real, con los conocidos momos que se celebraron en el palacio jienense del
condestable don Miguel Lucas de Iranzo, con motivo de sus bodas en 1461. Según la
célebre Crónica que describe estos fastos, la Condesa estaba retirada en su cámara
cuando empieza un original espectáculo de momos en el que unos pajes niños salen de
la boca de una gigantesca serpiente de madera:
A la puerta de una cámara que estaba al otro cabo de la sala, enfrente do estaba la señora
Condesa, asomó la cabeça de la dicha serpienta, muy grande, fecha de madera pintada; e por su
artefiçio lançó por la boca uno a uno los dichos niños, echando grandes llamas de fuego.Y allí
30
Ruiz Casanova, ed., Diego de San Pedro, Cárcel de amor. Arnalte y Lucenda. Sermón, Madrid: Cátedra
(Letras Hispánicas, 8), 2008, 5ªed., p.179.
31
Ibíd., p. 180.
32
Ibíd., p. 179.
mismo los pajes, como traían las faldas e mangas e capirotes llenas de agua ardiente, salieron
ardiendo, que pareçía que verdaderamente se quemaban en llamas 33
Ese día no salió la señora condesa de su cámara nin las otras señoras vinieron a la sala
porque le fazíen compañía, salvo la señora doña Juana que después de comer, el señor
Condestable mandó venir con algunas doncellas para que danzasen con él.
Pasado el comer e alçadas las mesas, tocaron las dulçainas ençima de un cadhalso de
madera que al otro cavo de la sala estaba. Y el dicho señor Condestable començó de danzar con
la señora Condesa con la mayor graçia del mundo. E ya del todo el día pasado e la noche venida
e grant parte della pasada en bailar e dançar e cosautes, segunt dicho es, vinieron a la çena […]
Y después que los dichos señores y otras gentes ovieron çenado, luego los ministreles
tocaron las dulçainas, los quales de aquellas fiestas, segund lo que trabajaron, no me pasmo sino
cómo no perdieron el seso. Y al toque dellas, después qu’el dicho señor Condestable y la señora
Condesa e doña Juana, su hermana, e su hermano e otros un rato ovieron dançado, sobrevino una
escuadra de gentiles ombres de su casa en forma de personas estrangeras con falsos visajes,
vestidos de muy nueva e galana manera, es a saber, de un fino paño muy mucho menos que
verde, representando que salían de un crudo cautiverio, do les fue la libertad otorgada
condicionalmente, que a la fiesta de los dichos señores Condestable y Condesa viniesen servir y
onorar. Los quales dançaron e bailaron bien más de tres oras 34
Después ovo grant juego de cañas fasta que vino la noche, y pasada grant parte della y así
mismo la çena, porque la Condesa estaba en su cámara, el señor Condestable se subió arriba, a
otra sala muy bien arreada de nuevos e finos paños franceses, y con él los señores Obispos y
Arçediano de Toledo, y todos los otros caballeros e gentes, porque la dicha señora de su cámara
pudiese mirar los que festejavan35
33
Hechos del Codestable don Miguel Lucas de Iranzo (ed de Juan de Mata Carriazo, Madrid: Espasa-
Calpe, 1940), en Pérez Priego, ed., Teatro Medieval, op. cit., p.339
34
Ibíd., p. 338.
35
Ibíd., p.339
Y estando la señora condesa y las señoras doña Guimar Carrillo, su madre, y doña Juana,
su hermana, con otras muchas dueñasy doncellas en la torre más alta de su posada, mirando e
otras muchas gentes cabalgando y a pie por las calles e ventanas, paredes, tejados, y con muchas
antorchas y faraones que no paresçía sino en meitad del día por la grande claridad de la lumbre,
el dicho señor Condestable partió de la posada de Fernando de Berrio, regidor de la dicha cibdad,
do ordenó de salir…Y así llegó al lugar donde estava puesta la sortija, acompañado de muchos
caballeros, e trompetas e atabales e chirimías,e espingarderos, e bozes e gritos, e muchas
antorchas, con el mayor estruendo e roído del mundo 36
Pasada la Pascua e venido el domingo primero después della, mandó conbidar para que
comiesen e çenasen con él todos los señores de la iglesia mayor […] Y en la noche, los dichos
señores Deán e Cabildo çenaron con él, e ovo muchos momos e personajes, e danças e bailes y
cosautes. Y luego el día de la fiesta de los Reyes siguiente mandó convidar al dicho señor Obispo
e a todos los caballeros, justicia, regidores, jurados e otros escuderos, e algunas dueñas e
donzellas de la dicha çibdad para que comiesen e çenasen con él 37
Y desque ovieron çenado y levantaron las mesas, entró por la sala una dueña, cavallera en
un asnico sardesco, con un niño en los braços, que representava ser Nuestra Señora la Virgen
María con el su bendito e glorioso fijo, e con ella Josep38
A menudo se rompía, incluso, el cerco entre ficción y realidad; pues en este caso,
esta dueña, por el glorioso papel dramático que representaba, fue honrada por la familia
del Condestable, sentándose entre las dos señoras más altas de la casa, la Condesa y su
madre:
36
Ibíd., p.341.
37
Ibíd., p.337.
38
Ibíd., p.342.
Y el dicho señor se retrayó a una cámara con dos pajes muy bien vestidos, con visajes e
sus coronas e las cabeça, a la manera de los tres Reyes Magos, e sendas copas en las manos, con
sus presentes. Y así movió por la sala adelante, muy muncho paso e con muy gentil contenençia,
mirando la estrella que los guiaba, la qual iva por un cordel que en la dicha sala estava. E así
llegó a cabo della donde la Virgen con su Fijo estavan, e ofresçió sus presentes, con muy grant
estruendo de trompetas e atabales y otros estormentes40
La lectura de los Hechos del Condestable Miguel Lucas de Iranzo constituye una
fuente valiosísima para conocer la vida cortesana del siglo XV, además de
proporcionarnos noticias detalladas sobre estos espectáculos parateatrales, algunos de
los cuales, como esta representación sobre la Adoración de los Magos a la que nos
acabamos de referir, acaecida en 1462, muestran ya rasgos innegables de teatralidad.
Pérez Priego41 subraya, en este sentido, la presencia de unos actores que encarnan
diversos papeles, el movimiento escénico por la sala y el aparato escenográfico de
vestidos, visajes, accesorios y músicas como rasgos plenamente teatrales.
39
Ibíd., p.342.
40
Ibíd., p. 342.
41
Pérez Priego, Miguel Ángel, «Introducción», en Teatro Medieval, op. cit., p.30.
42
Surtz, Roland E., Teatro castellano de la Edad Media, op. cit., p.43.
y donde tampoco faltaban bellas e ingeniosas mujeres. Así describe Pero Tafur – célebre
viajero y escritor cordobés de principios del XV, que difunde en sus escritos, el interés
del humanismo florentino por el conocimiento de otras tierras y costumbres43-, los
momos de los que fue testigo en Venecia:
E es la gente comúnmente toda rica, que yo vi por Carnestolendas fazer una fiesta en el
palacio mayor del duce, que fizieron momos, e venían dos galeas por la mar e fingieron que la
una traía al emperador e veníen con él treinta caballeros vestidos de brocados, e en la otra un
maestre de Rodas vestido de vellud negro. E recibíenlos las damas, todas vestidas de brocado e
muy ricos firmalles, e ciertamente yo vi tal que mudó tres veces vestidos en aquella fiesta (…) 44
El gusto por la fiesta y el carnaval era tal en toda Italia, que hasta los mismos
cardenales tenían en Roma la costumbre de mandarse unos a otros carrozas con
máscaras lujosamente ataviadas, con bufones y cantantes que armaban gran algarabía
por las calles de la ciudad. Al mismo Lorenzo el Magnífico se atribuyen unos versos
compuestos para ilustrar una espectacular escena mitológica en la que intervenían Baco
y Ariadna, cuyo estribillo reza:
En Milán, Leonardo da Vinci llegó a dirigir las fiestas del duque en 1489 y una de
sus máquinas, que representaba un planetario gigantesco en movimiento, hacía que
cuando un planeta se acercaba a la prometida del duque, saliera del colosal globo el dios
correspondiente para cantarle a ésta unos versos compuestos por Bellencioni, el poeta
de cámara. Muchas mujeres representaban en estas fiestas a personajes simbólicos y
mitológicos: Virtudes, Artes Liberales, Parcas, ninfas, diosas, reinas…, ricamente
engalanadas, tañendo instrumentos musicales, bailando y entonando cantos y versos,
según la ocasión; y cada vez en espectáculos más sofisticados, aprendidos de los
complejos cortejos alegóricos de obras medievales como La Divina Comedia de Dante,
43
Pérez Priego, Miguel Ángel, «Encuentro del viajero Pero Tafur con el humanismo florentino del primer
Cuatrocientos», Revista de Literatura, vol. LXXIII, 145 (2011), pp. 131-142.
44
Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Pero Tafur, Andanças e viajes, Sevilla: Fundación José Manuel Lara
(col. Clásicos Andaluces), 2009, p. 180.
45
Apud Burckhardt, Jacob, La cultura del Renacimiento en Italia, Madrid: Biblioteca Edaf-146, 1982
(4ªreimpresión, 2012), pp. 311-330 La parte V de esta obra (“La vida social y las fiestas”) es muy útil
para conocer numerosos datos sobre estas lujosas y aparatosas escenificaciones, pantomimas y momos, de
la Italia del Cuatrocientos.
46
Ibíd., p.330.
47
Lopez Estrada, Francisco, «El Arte de Poesía de Juan del Encina», en Las poéticas castellanas de la
Edad Media, Madrid: Taurus, 1984, p.70.
48
Ibíd. p.82.
bailes -dados los conocimientos en música y poesía que poseían muchas de ellas49-; y,
tal vez, incluso en el montaje del espectáculo (vestuario, telas, decorados, peinados,
maquillaje…), en consonancia con ese esmero en la elección de las ropas y el cuidado
personal que el Renacimiento recomendaba especialmente en las damas50.
49
Las letras, la música, el baile y la pintura estaban entre las habilidades que debían desarrollar las damas,
según el pensamiento renacentista. Véase, por ejemplo, El cortesano de Castiglione (Libro Tercero,
cap.II):«…quiero que esta Dama tenga noticia de letras, de música, de pinturas y sepa danzar bien, y
traer, como es razón, a los que andan con ella de amores…» (Madrid: Alianza Editorial, p.314)
50
«…Deba esta Dama tener buen juicio en escoger la manera del vestido que la haga parecer mejor, y la
que le sea más conforme a lo que ella entienda de hacer aquel día…», Ibíd., p . 313.
51
Burckhardt, Jacob, La cultura del Renacimiento en Italia, op. cit., pp.285-287.
52
Recordemos las burlas del arcipreste de Talavera, la cruda denuncia de Ramírez de Lucena en La
repetición de amores, o la condena de estas pecaminosas prácticas en las obras de graves moralistas como
Eiximenis o Jaume Roig; textos todos a los que nos hemos referido en el Capítulo IV. Para éstos últimos,
así como para autores posteriores, como Luis Vives o Fray Luis de León, esta belleza artificial, mediante
cosméticos, es pecaminosa y pone en entredicho la obra del mismo Dios.
utilizados por las mujeres de clases pudientes. Recordemos, en este sentido, la envidia
de Areúsa hacia una dama como Melibea, por no poder ella hacer por su físico todo lo
que quisiera (“las riquezas las hacen a éstas hermosas y alabadas, que no las gracias de
su cuerpo”53); o el gran contento de Lucrecia, cuando Celestina le dice que la
recompensará por sus servicios, tiñéndole el cabello54.
53
Russell, Peter E., ed., Fernando de Rojas, La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y
Melibea, (IX, 2ª), Madrid: Clásicos Castalia, 2007, 3ªed., p.422.
54
Véase Martínez Crespo, Alicia, «La belleza y el uso de afeites en la mujer del siglo XV», DICENDA.
Cuadernos de Filología Hispánica, 11 (1993), p.209.
En el ámbito histórico, también el cronista Hernán Pérez del Pulgar, cuando hace
el retrato de Isabel la Católica, se detiene en describir su físico; el cual responde, sin
duda, al ideal cortesano, como reflejo de su virtud y nobleza:
Era mujer muy ceremoniosa en los vestidos y arreos y en sus estrados y asientos y en el
servicio de su persona; y quería ser servida de hombres grandes y nobles, y con grande
acatamiento y humillación. No se lee de ningún rey de los pasados que tan grandes hombres
tuviese por oficiales57
55
«Cantar a sus fijas loando su femosura», nº11 (vv.5-48), en Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Marqués
de Santillana, Poesía lírica, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 475), 1999, pp.130-132.
56
Hernando del Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos, cap. XXIV, en Pérez, Joseph, La España de Los
Reyes Católicos, Madrid: Arlanza, 2004, p.106.
57
Ibíd., p. 108.
[…] con jubones de raso negro y mantos de lluto, forrados de terciopelo negro, cortos y
hendidos al lado drecho, y todo lo ál negro; sombraretes franceses y penas negras y el cabello
hecho negro, cubiertos los gestos de velos negros 58
Y vestidos de esta forma, saldrían del vientre de un cisne –animal que simboliza
la muerte- que llevaría en el pico unas coplas dirigidas a las damas, receptoras explícitas
(“Señoras”, “Vuestras Mercedes”, “Vuestras Grasias”) del triste espectáculo de estos
amantes corteses y culpables de su luto:
Y, cuando el cisne que sirve de guía a estos negros caballeros muere, dando
alaridos, quedan los seis armados con sus hachas negras y en las plumas de sus
sombreros llevan las letras de sus motes, que exponen la paradoja insalvable de su
amor, al más puro estilo de los cancioneros:
Finalmente, este aparatoso espectáculo dirigido a las damas por su dureza, acabará
en un baile con ellas; que enjuga las doloridas lágrimas de los enamorados no
correspondidos y que pone de manifiesto el fingimiento de los ademanes corteses, que
han quedado ya, en el otoño de la Edad Media, convertidos en un mero galanteo. Vélez
Sainz61 ha destacado, en este sentido, cómo en las cortes bajomedievales, era más
importante fingirse enamorado, dejarse seducir por el juego cortesano del amor, que
estarlo realmente, y trae a colación unas palabras de Gonzalo Fernández de Oviedo, que
evidencian ese cambio sustancial que convierte a la corte, no ya sólo en lugar de
aprendizaje, sino fundamentalmente en lugar de entretenimiento:
58
Francisco Moner, «Momería consertada de seis», en Pérez Priego, ed., Teatro medieval, op. cit., p. 267.
59
Ibíd.
60
Ibíd., p.269.
61
Vélez Sáinz, Julio, De amor, de honor e de donas…, op. cit., pp.12-14.
Costumbre es en España entre los señores de estado que, venidos a la corte, aunque no
estén enamorados o que pasen de la mitad de la edad, fingir que aman por servir y favorescer
como quien son en fiestas y otras cosas que se ofrescen de tales pasatiempos y amores, sin que
les pena Cupido62
62
Batallas y quinquagenas; apud Vélez Sáinz, ibíd., p.11-12.
63
Gómez Manrique, «Momos en la mayoría de edad del príncipe Alfonso» (“Un breve tratado que fizo
Gómez Manrique a mandamiento de la muy illustre Señora infante doña Isabel, para unos momos que su
eçelençia fizo con los hados siguientes”), en Pérez Priego, ed., Teatro Medieval, op. cit, pp. 153.
terrenas e celestiales64
Las damas, sublimadas en estos juegos y espectáculos cortesanos –tanto las más
pasivas de la Momería de Moner, cuya función es simplemente la de ofrecer su belleza
y gracia como galardón en el baile, como las más activas del momo de Gómez
Manrique-, permiten que el hombre se luzca en sus habilidades corteses y muestre ese
sacrificio que lo hace admirable ante la sociedad. Así es como quiere el caballero
cortesano verse a sí mismo: como un héroe de amor. Y así es también como lo sueñan
esas mujeres nobles que, dentro de este complejo juego cortesano donde literatura y
vida aparecen tan imbricadas, leen aventuras caballerescas y ficciones sentimentales, o
participan activamente en recitales poéticos y representaciones, donde la idealización
amorosa les hace sentirse mejores.
No obstante, bajo todo ese romanticismo, hay una claro fingimiento –como ya
advertíamos-, buscando la alabanza de unas damas que podían favorecer el poder
político y económico, como piezas fundamentales en la tensión de fuerzas que en la
corte de Juan II y, después en la de Enrique IV y los Reyes Católicos, entre la vieja
nobleza, que no quería ver mermados sus privilegios, y la nueva nobleza que necesitaba
medrar a través de favores y regalos; tal y como ha destacado Vélez Sainz65. Su poder
no era, por tanto, sólo simbólico, sino muy real y no hay sino reparar en la importancia
de las nobles de la casa de Trastámara, a las que nos referíamos en el Capítulo I.
Con el fin de acrecentar el prestigio social ante unos monarcas que conceden a los
ademanes corteses tan gran relevancia, y siguiendo el ejemplo del mismo Juan II –que
quiso verse a sí mismo como un «efebo del amor»- y de su controvertido condestable,
64
Ibíd., vv. 60-69, p. 155.
65
Vélez Sainz, op.cit., pp.52-67.
don Álvaro de Luna, hubo un claro proceso civilizador, que llevó a un buscado
refinamiento en el lenguaje y el comportamiento de la nobleza castellana, en el que la
mujer se convierte en fuerza rectora. En palabras de este autor: «el monarca estableció
un entramado literario cortesano, que difundía un tipo concreto de conocimiento basado
en el festejo y la presencia de lo femenino»66. Estos ideales de cortesía se convierten,
efectivamente, a lo largo de toda la centuria, en una «praxis», en unos usos que se
aprenden y consiguen hacer prevalecer los actos sobre el linaje.
66
Ibíd., p. 24.
67
Martín, José Luis, «Letra, música y modales. La educación de los hijos», La aventura de la Historia, 72
(2004), p.78.
no necesitaba ese reconocimiento por su valor… ¿Para qué quería ser ella un Suero de
Quiñones? Esto, que no siempre es cierto, pues estaríamos obviando injustamente a
personajes como Plácida o Melibea, que viven un amor atormentado -o, más grave aún,
a las escritoras medievales-; permitía un ventajoso distanciamiento del idealismo cortés,
que logró ver con objetividad su artificio y criticarlo, muchas veces con clara ironía,
desde la perspectiva femenina, que es lo que ocurre en las dos obras en las que nos
vamos a detener a continuación: las Coplas de Puertocarrero y el Diálogo del Viejo, el
Amor y la Mujer hermosa, difundidas como poesía de cancionero en la segunda mitad
del XV, pero que presentan innegables valores dramáticos68.
68
Recordemos que las dos son incluidas por Pérez Priego en su edición de Teatro Medieval (op. cit.), y
como tales obras dramáticas las estudiamos en este trabajo, con especial énfasis en la caracterización de
sus protagonistas femeninas.
enemigas del hombre, que recogen muchos textos misóginos medievales; si bien, la
responsabilidad del fracaso es aquí exclusivamente masculina. Esa profunda lección de
desengaño sobre la vida recae por completo sobre Puertocarrero y sobre el Viejo; es su
propia debilidad la que permite que sean burlados. Y ambos se alzan, en realidad, como
representantes de todos los hombres que humanamente han errado y han sufrido al
dejarse llevar por el amor engañoso; excluyéndose a las mujeres de esta esfera de lo
humano que se solidariza, en parte, con los protagonistas de estas obras; ya que ellas –
enemigas situadas en el dominio abstracto del Mal-, son, más que nada, el medio o
instrumento a través del cual Amor ejerce su poder sobre la voluntad del hombre y lo
vence. De ahí la triste lección de desengaño que muestra el estribillo del villancico que
cierra el Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa:
Sin embargo, lejos de ser misóginas, las Coplas de Puertocarrero y el Diálogo del
Viejo, el Amor y la Mujer hermosa, muestran a mujeres desenvueltas e inteligentes, que
dan cuenta de esa promoción que las damas alcanzan en la corte bajomedieval y que
rompen con ese prototipo, nada deseable, de «belle dame sans merci», que se había
reservado para ellas en la literatura cortés. Ambas son capaces de derrotar a sus
congéneres masculinos en una encarnizada batalla dialéctica, en la que llegan, con su
inusual descaro, a descolocar a su interlocutor y a hacer prevalecer sus propios gustos
personales sobre lo que la sociedad espera de ellas.
69
Diálogo del Viejo, el amor y la Mujer hermosa, vv.691-693, en Pérez Priego, ed., Teatro medieval, op.
cit., p.232.
70
Huizinga, El otoño de la Edad Media, op. cit., p.105.
consideración con la que abríamos este epígrafe- «es mucho menos indispensable lo
literario en el amor»71. La dama de Puertocarrero, denominada«Ella» en el texto, llega,
incluso, al final de la obra, a pedir la merienda al que se dice, tan orgullosamente, su
servidor, desmontando bruscamente todo el aparato del idealismo cortés en una escena
claramente concreta y hasta costumbrista. La Mujer hermosa, por su parte, aparece en el
desenlace del anónimo Diálogo, para evidenciar, con su palpable juventud y belleza, la
decrepitud física de un anciano que, ridículamente, se deja embaucar, de nuevo, por el
amor.
En ambos casos, la victoria femenina no tiene nada que ver con el físico de la
mujer, sino con el tono realista y coloquial de su discurso, que baja a la tierra la etérea
maraña amatoria de sus respectivos solicitantes, descubriendo esa urgencia sexual que
se ocultaba bajo la tupida cortina de símbolos, alegorías y ambiguas imágenes corteses.
Ya hablábamos en el Capítulo III de esa sensualidad del amor cortés, al hacer referencia
a la aparición en el Cancionero de palacio de figuras de animales copulando o al
mencionar los versos del poema de Pedro de la Caltraviessa (“que vos viesse yo
desnuda/en el lugar que querría”). Pero también en esos torneos medievales a los que
nos hemos referido, donde el caballero recibía el velo o la ropa de la mujer amada, que
conservaba el olor de sus cabellos y su cuerpo, había un marcado erotismo72. O, en esas
«misas» y «sermones» de amores que, para enfado de los clérigos de la corte,
mezclaban el lenguaje litúrgico con el amoroso, hay una clara alusión al plano sexual y
tangible del amor cortés.
71
Ibíd., p. 103.
72
Huizinga recuerda, en este sentido, no sólo varios testimonios del poder sensual del amor en los torneos
medievales, sino también en las cruzadas, donde los valerosos y piadosos caballeros de la cristiandad se
enardecían pensando en el favor sexual de sus amadas. Así, Joinville, el cruzado historiador de San Luis,
cuenta que en la batalla de Mansurah del Nilo (1250), le dijo el conde de Soissons, en medio del fragor de
la batalla: «Señor senescal, hagamos chillar a esta caterva de perros; pues, por los clavos de Cristo, aún
hablaremos los dos de este día en los cuartos de nuestras damas» (en op. cit., p. 107).
73
Huizinga, op. cit., p. 111.
74
Lacarra, Mª Eugenia, «Representaciones femeninas en la poesía cortesana y en la narrativa sentimental
del siglo XV», en Iris Zavala (coord.), Breve Historia Feminista de la Literatura Española (en lengua
castellana).II. La mujer en la literatura española, Barcelona: Anthropos, 1995, pp.165-166.
75
Álfonso Álvarez de Villasandino (6), en Alonso, Álvaro, Poesía de Cancionero, Madrid: Cátedra
(Letras Hispánicas, 247), 2008, 7ªed., p.84-85.
76
Égloga de Plácida y Vitoriano, vv.804-807, en Pérez Priego, ed., Juan del Encina, Teatro completo, op.
cit., p.315.
Pero, sobre todo, estas pastorcillas de Encina y Lucas Fernández, más o menos
idealizadas, tendrán en el teatro la oportunidad de hablar, de intervenir en los juegos del
amor con expresión propia y autónoma, mostrando diferentes tipos de mujer y
enriqueciendo el rol femenino en estas fiestas y divertimentos cortesanos. La mayor
libertad que proporcionaba este disfraz campesino va a propiciar una nueva y auténtica
reivindicación de la mujer en el plano amoroso. Bajará de ese pedestal de hermosura, a
expensas del rescate del caballero, que es siempre quien lucha y se sacrifica por ella y
transformará esa unidireccionalidad, en la bidireccionalidad de un diálogo, donde
personaje masculino y femenino entran en un juego dialéctico que evidencia una
relación más cercana y real entre los dos sexos; reflejo de esa mayor participación de la
mujer en la vida cultural de la corte que se producía a fines de la Edad Media.
En el primer grupo tenemos las Églogas VII y VIII que Juan del Encina escribió
en su etapa salmantina (Égloga representada en requesta a unos amores y Égloga de
Mingo, Gil y Pascuala), la XII (Égloga de Cristino y Febea), perteneciente a su etapa
romana, pero que sigue dentro de la órbita optimista y hasta la sublima; y tres «farsas o
quasi comedias» de Lucas Fernández: la de Brasgil y Beringuella, la de la Donzella, el
Pastor y el Cauallero y la de Prauos y Antona.
77
Lucas Fernández, «Farsa o quasi comedia de la Donzella, el pastor y el caballero» (vv.294-296), en
Farsas y Églogas al modo y estilo pastoril y castellano (ed. digital de la Biblioteca Virtual Cervantes a
partir de la edición facsímil, cotejada con la de Josefa Canellada, Madrid: Castalia, 1976).
En el segundo grupo se hallan las Églogas XIII (de Fileno, Zambardo y Cardonio)
y XIV (de Plácida y Vitoriano) de Juan del Encina; donde ese tono alegre y
desenfadado de las piezas anteriores se torna amargo, contagiado de otros géreros
literarios coetáneos. Si bien esa trágedia es, como veremos, sólo aparente.
78
López Morales, Humberto, «Juan del Encina y Lucas Fernández», en Huerta Calvo, Javier (dir.),
Historia del Teatro Español. I. De la Edad Media a los Siglos de Oro, op. cit., p.171
79
Armijo, Carmen Elena, «Música, poesía y corte: el mundo de Juan del Encina», Actas del VII Congreso
de la AISO: Biblioteca Virtual Cervantes, 2005, pp.106-108.
comamos y bebamos», que cierra la Égloga VI; o «Gasajémonos usía», que cierra la
primera parte de la Égloga VIII, transgreden estas normas cortesanas, para lograr el
regocijo y la fiesta, a través del motivo cómico del hartazgo y de una danza loca y
divertida, donde los cortesanos se dejan llevar por los ritmos hilarantes del pueblo y,
aunque en la realidad no se interesen nunca por éste, es evidente que buscan contagiarse
de su alegría:
Déxate de sermonar
en esso, que está escusado.
Démonos a gasajado,
a cantar, dançar, bailar80
Lucas Fernández, por su parte, en sus Farsas y Églogas al modo y estilo pastoril y
castellano (escritas entre 1495 y 1505, aunque publicadas en 1514), desarrolló la
comicidad de estos pastores rústicos y fue creando modelos de gran eficacia teatral –
pensemos en la mitómana Donzella, encerrada morbosamente en su mundo idealista de
sufrimiento amoroso, frente a la sana picardía del Pastor; en la adaptación al teatro
castellano del «miles gloriosus» en el Soldado que conversa con Prauos; en la gracia
juguetona de Beringuella, ajena a los malos pensamientos de los guardadores de la
honra como su abuelo…-. Aparte de la influencia de su rival, en su teatro se ha señalado
la estrecha relación con las primeras experiencias dramáticas portuguesas, las de Gil
Vicente81, a cuya corte real estuvo, al parecer, vinculado durante algún tiempo como
organista de la reina María. Si bien, su puesto de cantor de la Catedral, que le llevó a
escribir y representar varios autos para el Corpus a partir de 1501 y la obtención
posterior, en 1522, de la Cátedra de Música de la universidad salmantina, que lo
convirtió en director y organizador de diversas fiestas estudiantiles, hicieron que su
labor teatral se extendiera más allá del ámbito cortesano.
80
Juan del Encina, Égloga de Mingo, Gil y Pascuala (vv. 186-89), en op. cit., pp.177-78.
81
Hermenegildo, Alfredo, «Del espacio cortesano al espacio urbano», en R. de la Fuente, ed., El Teatro
del siglo XVI, Madrid: Júcar, 1994, p.33.
Juan del Encina haría del disfraz pastoril su principal cauce de expresión
dramática, tan en consonancia con los ideales de la nobleza castellana, retirada de las
artes de la guerra. Según Pérez Priego, «ese punto cenital […] alcanzado por aquella
sociedad encontraba perfecta traslación en la imagen elemental, rústica, pero a la vez
serena y apacible […] del pastor»82 Y, con un claro acento moderno, haciendo
prevalecer su gusto personal, frente al peso y al pretigio de la literatura tradicional, se
permite la siguiente afimación: «…Pues si bien es mirado, no menos ingenio requieren
las cosas pastoriles que las otras, mas antes yo creería que más»83. Justifica esa
rustificación de la vida cotesana a través del modelo clásico de las Bucólicas de
Virgilio, que él traduce, y de las referencias elogiosas hacia la vida campesina de
autores tan admirados como Catón, Cicerón o Plinio. Pero, incluso, llega más allá en la
dignificación de lo popular al paganizar a figuras bíblicas. Así, destaca que Abel, Noé,
Abraham, Moisés y David fueron pastores y hasta menciona el ejemplo de Cristo-
Pastor, proclamando en el prólogo a su traducción de las Bucólicas, dedicado a los
Reyes Católicos:
No tengáys por mal, manánimos príncipes, en dedicaros obra de pastores, pues que no ay
nombre más convenible al estado real, del qual nuestro Redentor, que es el verdadero rey de los
reyes, se precia mucho, según parece en muchos lugares de la sagrada Escritura 84.
Esto es, como señala Álvaro Bustos, Encina, con su defensa de lo pastoril -que
convirtió en rasgo característico e identificador de su labor literaria-, asocia la
auctoritas clásica con la recepción amena. Formado en el ambiente humanista de la
universidad de Salamanca, se adhiere a la tradición pastoril no simplemente por la
vinculación folclórica a su tierra o por justificar sus supuestos orígenes humildes o
conversos –como, a menudo, se ha afirmado-, sino para divulgar ese sermo humilis de
las Bucólicas; tarea que también en Italia estaban haciendo en el último tercio del siglo
XV Pulci, Scala o Lorenzo de Mecici. Antes de que llegaran las innovaciones de Boscán
y Garcilaso, ya existía, por tanto, este bucolismo romance de raíz virgiliana, que Encina
82
Véase. «Introducción» de Pérez Priego, en Juan del Encina, Teatro completo, Madrid: Cátedra (Letras
Hispánicas, 339), 1991, p.58.
83
Apud Díez-Borque, José Mª, «La obra de Juan del Enzina: una poética de la modernidad de lo rústico
pastoril», en Los géneros dramáticos en el siglo XVI (El teatro hasta Lope de Vega), Madrid: Taurus,
1987, p. 125.
84
Ibíd., p. 130.
Pérez Priego insiste, así, en el carácter de ritual cortesano del teatro de Juan del
Encina que rinde vasallaje a sus protectores, los duques de Alba, y los elogia
públicamente en sus piezas dramáticas, dentro esa fiesta colectiva que se desarrolla en la
sala del palacio con motivo de algún evento o fecha señalada (celebración navideña,
boda, carnaval…) y en la que él, actor-poeta responsable de la representación, muestra
humildemente su inferioridad social:
85
Bustos Táuler, Álvaro, « “Sonriéndome estoy”: Juan del Encina y sus pastores ante la tradición cómica
y dramática», en Díez Borque, José Mª (dir.), ¿Hacia el gracioso?: comicidad en el teatro español del
siglo XVI, Madrid: Visor Libros (Biblioteca Filológica Hispana, 154), 2014, pp.19-21.
Al amor obedezcamos
con muy presta voluntad,
pues es de necessidad,
de fuerça virtud hagamos.
Al amor no resistamos,
nadie cierre a su llamar,
que no le ha de aprovechar87.
Y es que estos villancicos, que aparecen en las obras de Juan del Encina cerrando
las obras e insistiendo -en ese tono didáctico tan grato a la literatura medieval-, en la
86
«Égloga de Mingo, Gil y Pascuala» (vv. 81-92), en Pérez Priego, ed., Juan del Encina, Teatro completo,
op. cit., p.175.
87
Ibíd., vv.516-522, pp.187-188.
enseñanza o idea que se puede extraer de la representación desarrollada ante los ojos de
los espectadores; se produce un traslado de lo particular a lo colectivo o universal que si
tiene aún bastante que ver con las sentencias o moralejas de los cuentos –despojadas,
eso sí, de su gravedad-, resulta mucho más efectivo por la inmediatez que supone el
teatro y la comunión que se produce entre autor, personajes y público. Ese contagio
emocional a través de la música y las canciones, en las que la ficción rompe su cerco y
penetra en la realidad, en los corazones de todos los receptores, nos hace participar de
unos sentimientos en los que todos nos reconocemos sean cuales sean nuestros vestidos
o clase social, y en los que la defensa del amor y la mujer se muestra más poderosa que
la de cualquier tratado, por muy razonados argumentos que éste presente.
88
«Égloga de Cristino y Febea», en Pérez Priego, ed., Juan del Encina, Teatro completo, op.cit., p.255.
A veces, no sólo aparece un solo villancico, sino dos, como ocurre en la de «la
Donzella, el Pastor y el Cauallero». El burdo pastorcico, que tanta risa ha producido a
los receptores en la primera parte con sus simplezas, queda muy lastimado por el
rechazo amoroso de la doncella, motivo triste del primer villancico, más intimista;
mientras que el segundo villancico, más universal, se eleva al sentir colectivo y nos
alecciona a todos sobre los inmensos poderes de amor. En la Farsa o quasi comedia de
Prauos y Antona, la dirección es contraria: vamos del llanto a la risa. La desesperación
del pastor rechazado en amores -que canta, al principio, sentado en el suelo, tan tristes
canciones-, se transforma en el villancico final, contaminada por el tono alegre del amor
recompensado, insistiéndose en la perseverancia para obtener un premio merecido, que
también guarda relación con la constancia cortés. Incluso, se coloca a Antona, en sitio
de privilegio, en medio de los pastores, para que el canto y el baile resulte más ameno
con la presencia femenina:
89
«Comedia de Brasgil y Beringuella» (vv.624-632), en Lucas Fernández, Farsas al modo y estilo pastoril
y castellano, edición digitaldel CVC, a partir de la de María Josefa Canellada (Madrid: Castalia, 1976).
90
Lucas Fernández, «Farsa o quasi comedia de Pravos y Antona» (vv. 884-890), ibíd.
[…] este momento en que un personaje se sale de sí mismo para referirse a otros
personajes de otras ficciones y de otro autor señala el inicio del drama español como una
actividad literaria con una identidad consciente y colectiva 92
91
Lucas Fernández, «Farsa o quasi comedia de Pravos y Antona» (vv.181-204), ibíd.
92
Mckendrick, Melveena, El teatro en España (1409-1700), Palma de Mallorca: Universitat de les Islles
Balears (Medio Maravedí), 2003, 2ªed., p.17.
temas que afectaban directamente a la sociedad del momento, como la relación entre
nobles y campesinos, la tensión entre lo tradicional y lo nuevo, la preocupación por el
linaje o por la honra, el conflicto generacional…; asuntos que encontrarían larga
proyección dramática en la Comedia Nueva y que constituían problemas reales en los
que, sin duda, se verían reflejados muchos espectadores de finales del XV y principios
del XVI; contemplados, eso sí, con un humor comprensivo las más de las veces, desde
esa perspectiva optimista y conciliadora bajo la que hemos acogido a estas obras. .A
ellas nos dedicaremos con más profundidad en el Capítulo VII.
lleno en la polémica sobre las mujeres que toma fuerza en la literatura cortesana
cuatrocentista –desde Juan II a los Reyes Católicos-, y nos permitirá establecer
interesantes relaciones entre los aspectos históricos, teóricos y literarios que hemos
estudiado en capítulos anteriores. La fuerza de la ironía y ese particular extrañamiento
con que se ofrece al personaje femenino, quizá den más fuerza a la reivindicación de la
mujer que al destino trágico del protagonista.
Estas dos obras, dada su peculiaridad, las trataremos juntas –en el Capítulo VIII-,
diferenciándolas, por ese tono trágico que las envuelve, del optimismo del resto de la
producción de Encina y de Lucas Fernández que analizábamos en el epígrafe anterior.
De todas formas, hemos de resaltar que van a ser los personajes femeninos, nuevamente,
los que logren vencer los obstáculos para que, tras la desdicha, reine la felicidad –en el
caso de Plácida-; o, al menos la normalidad, –en el caso de Zefira-, en esos mundos
teatrales que las envuelven. Por ello, podemos decir que son agentes de la luz, que
ayudan a acabar con la oscura tristeza de un mundo masculino que no puede verse
realizado, plenamente, sin ellas. Como tampoco podían faltar en la vida de los
caballeros y, de los hombres medievales, en general, las damas y mujeres de todas las
clases sociales, que compartieran con ellos las amarguras y las alegrías de la vida
cotidiana.
Hay, como señala Pedro M. Cátedra, una clara tendencia en la Baja Edad Media a
teorizar sobre el amor (“Tratar de amor o hablar de amor fue el modo más persistente de
crear literatura en el paso de los siglos XV al XVI”94), pues se convierte en la fuerza
rectora de las relaciones sociales, fundamentalmente entre la nobleza, donde hemos
visto el gran aprecio que existía por la poesía y las artes, en general, y cuán importante
era, desde el punto de vista político, poseer habilidades corteses y otorgar un trato
respetuoso y laudatorio a las damas, imprescindibles en todas las fiestas y
representaciones que hemos descrito y que eran tan necesarias para mostrar un poder,
que, a menudo, era cuestionado por las circunstancias históricas de este convulso siglo.
En todas estas piezas teatrales de finales del XV, el amor hacia las damas se convierte
en tema recurrente. El Diálogo del Viejo, el amor y la Mujer hermosa alude, de este
modo, a su presencia ineludible en las fiestas y galas cortesanas:
94
Cátedra, Pedro M. (ed.) et al. Tratados de amor en el entorno de La Celestina (siglos XV-XVI), Madrid:
España Nuevo Milenio, 2001, p.278.
95
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa», vv.331-340, en Pérez Priego, ed., Teatro medieval,
op. cit., p.219.
Jacques le Goff destaca que «esos juegos divertidos de machos y hembras son una
de las más ásperas expresiones de la lucha de clases»96. En el desprecio de la Donzella
hacia el inculto y rústico Pastor, debido a su inferior condición social, está uno de los
más duros golpes que un hombre puede recibir –siendo la mujer, con frecuencia, el
96
Le Goff, Jacques, La civilización del occidente medieval, op. cit., p. 274.
Requiebro es vn sentimiento
que en el gesto se aparece
quando extraño el pensamiento,
son tormento,
se transfoma el que padesce,
y oluidado, sin sentido,
contemplado en su amiga,
su fatiga
representa con gemido97.
Y, por supuesto, los continuos requiebros que los caballeros prodigan a las bellas
pastoras no siempre acaban por conquistarlas, pues éstas están al tanto del engaño que
implican a menudo las bellas palabras cortesanas y miran por su honra y la de los suyos;
los cuales se esfuerzan también por proteger a sus mujeres de las agresiones sexuales de
las que estas campesinas eran a menudo víctimas con absoluta impunidad para los
poderosos. Le Goff98 destaca que el conde Thiebaud de Champagne confiesa en una de
sus composiciones que dos campesinos le hicieron huir a toda prisa cuando se hallaba
dispuesto a levantar las faldas de una pastora y también en el Juego de Robin y Marion
o en ciertos momentos de las obras de Encina y Lucas Fernández que comentaremos
más adelante, aparece esta tensión entre el mundo de los nobles y el de los campesinos.
97
Lucas Fernández, « Farsa o quasi comedia de la Donzella, el Pastor y el cauallero», vv.307-315, en op.
cit.
98
Le Goff, Jacques, op. cit., p. 274.
le traiga sufrimiento y soledad, hay una clara rebeldía contra un sistema que ahoga
injustamente los sentimientos individuales. Y, por supuesto, encontramos una clara
puesta en duda de los preceptos del amor cortés, de su rigidez social y de la falsedad que
evidencian al contacto con la realidad. Así, Blanchard, a propósito del Dit de la
pastoure, afirma:
También el amor que aparece en las primeras obras del teatro castellano desborda,
ampliamente, los preceptos de Andrés el Capellán, al extenderlo a humildes pastores
como Prauos, o al superar el eterno sufrimiento del enamorado con la felicidad que
ofrece un matrimonio -no «secreto», sino público y festejado-, deseado por los amantes
y consentido por la sociedad. Y, por supuesto, evidencia lo vacía y obsoleta que queda
esta idealización amorosa al enfrentarse con sentimientos reales, como la repugnancia
que experimenta la Mujer hermosa ante el físico del Viejo, el hartazgo de Ella ante tanto
disparate del cortés Puertocarrero o la inocencia e ignorancia de Beringuella, totalmente
ajena a los requiebros que le lanza su enamorado pastor cuando a éste le da por imitar a
los amantes cortesanos.
99
Blanchard, Joël, La pastorale en France aux XIV et XV siècles, París: Champion, 1983, p.116.
patriarcado había establecido para ellas100. Menos Alisa -que como mujer casada y
amparada por la comodidad del sistema burgués, prácticamente no opina ni se sale del
patrón de ama de casa al uso- , todas las demás mujeres que aparecen en la obra están
solas y deben enfrentarse a la vida; lo cual les forja una gran personalidad. Melibea
decide dar su cuerpo y su amor a Calisto y posteriormente quitarse la vida; Celestina,
Aréusa y, después Elicia, deciden ser mujeres libres y procurarse su propio sustento,
aunque ello les suponga la marginalidad social y Lucrecia muestra un complejo
equilibrio entre el cariño y la envidia que siente por Melibea; a caballo entre el bajo
mundo del que procede y las historias corteses de las que quisiera ser protagonista.
Precisamente, Areúsa –personaje muy vulnerable socialmente al ser mujer y mujer
pobre-, advierte valientemente a todos -pero especialmente a todas las de su sexo y
condición social-, que deben hacerse valer en el mundo por sus obras y no conformarse
con lo que el destino les depara desde la cuna; pues todos y todas somos iguales y en
nuestras manos está conseguir el reconocimiento que anhelamos:
Ruyn sea quien por ruyn se tiene. Las obras hazen linaje; que, al fin, todos somos hijos de
Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí y no vaya buscar en la nobleza de sus pasados
la virtud101
104
Salinas, Pedro, Jorge Manrique o tradición y novedad, Barcelona: Península, 2003, p.34.
105
Lucas Fernández, «Farsa o quasi comedia de la Donzella, el pastor y el cauallero» (vv.596-598), en op.
cit.
106
Lucas Fernández, «Farsa o quasi comedia de Pravos y Antona» (vv.900-903), en op. cit.
Por otro lado, el optimismo que emana de las piezas profanas de Juan del Encina y
Lucas Fernández y la concepción lúdica de la vida que se ofrece en estas
representaciones teatrales cortesanas, donde la mujer real se percibe como un ser
inteligente, aficionada a la música y la literatura, protagonista de diversiones y bailes –
107
Iñarrea Las Heras, Ignacio, «Mujer, independencia y soledad: Le dit de la pastoure de Christine de
Pisán», Epos, XVIII (2002), p. 261.
como hemos comprobado, además, en los Hechos del Condestable Don Miguel Lucas
de Iranzo o en la participación de la misma Isabel la Católica y sus damas en
espectáculos palaciegos-, y, sobre todo, donde el personaje femenino es capaz de
resolver conflictos en la ficción de las obras y de ayudar, en fin, al triunfo del amor y la
felicidad; se opone a esa visión negativa de la misma que ofrecía frecuentemente la
literatura ascética y la cuentística medieval, para acercarla al espíritu moderno y laico
del Renacimiento.
CAPÍTULO VI.
PERSONAJES FEMENINOS EN
CLAVE DESMITIFICADORA:
ELLA Y LA MUJER HERMOSA
Capítulo VI.
Personajes femeninos en clave desmitificadora: Ella y la Mujer hermosa 363
Adriano: ¿Qué murmuras sarcásticamente? ¿De qué te burlas con el rostro fruncido?
1
Wade Labarge, Margaret, La mujer en la Edad Media, San Sebastián: Nerea, 2003,4ªed., p. 298.
Irene: Unas veces estrecha tiernamente las ollas contra el pecho; otras abraza las sartenes
y marmitas, dándoles cariñosos besos…
Irene: su cara, sus manos y sus vestidos están tan manchados, sucios y ennegrecidos que
parece un etíope.
Para colmo, Dulcidio sale de allí alegremente y sin reparar en su negrura; por lo
que es confundido por sus soldados con el mismo demonio y es ridiculizado en público
y en privado, respectivamente, por el emperador y por su esposa2.
Esta es la misma risa, la misma burla cruel y sarcástica que encontramos en los
dos personajes femeninos que analizaremos en este capítulo: Ella –la voz femenina de
las Coplas de Puertocarrero- y la Mujer hermosa, que logra dar un claro cariz
dramático al anónimo Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa; refundición del
célebre Diálogo del amor y un viejo de Rodigo Cota. El personaje masculino,
representante de la fuerza y la razón en la sociedad patriarcal, pierde la batalla dialéctica
frente a la dama, dotada de una inteligencia y clarividencia superiores. La victoria
femenina en estas dos obras dramáticas pone de manifiesto, además, el agotamiento y el
engañoso artificio de todo un viejo sistema de valores literarios sustentados por el
discurso masculino y el triunfo de una perspectiva más acorde con la realidad de los
nuevos tiempos; donde la mujer –como hemos visto-, tenía mucho que decir.
2
Véase «Hrotsvitha de Gandersheim: la sonrisa, la risa y la carcajada», en Rivera Garretas, Mª Milagros,
Textos y Espacios de mujeres. Europa (Siglo IV-XV), Barcelona: Icaria, 1990, pp.81-104.
Su autor, del que se sabe muy poco, tiene asignados en el Cancionero General
una veintena de poemas y en la edición de 1514 diecisiete más. Roger Boase lo
identifica con Luis Fernández de Puertocarrero, nacido en 1450 y muerto en 1503, señor
de Palma del Río y regidor de Écija. Sin embargo, Manuel Moreno afirma que se trata
del hijo de éste, del mismo nombre, que fue el primer conde de Palma del Río 3. Este
autor indica que la obra tiene un contexto histórico: los amores frustrados de este noble
con una dama de la corte (¿Beatriz Osorio?); acontecimiento real o ficticio –según él-,
pero que a fin de cuentas «es la base histórica de una crítica a una parte de la literatura
que se venía produciendo a lo largo del siglo XV»4, y que apoyaría la existencia de un
teatro de corte de tipo paródico-burlesco, aunque no se tenga constancia de la
representación de estas obras.
3
Véase «Coplas de Puertocarrero», en Miguel Ángel Pérez Priego, ed., Teatro medieval, Madrid: Cátedra
(Letras Hispánicas, 646), p.87.
4
Moreno Sanjuán, Manuel, «Teatro cortesano en los cancioneros castellanos: otra versión de las Coplas
de Puertocarrero», Revista de literatura medieval, 12 (2001), p.10.
La acción, de cuyo desarrollo nos pone al corriente el autor en las breves rúbricas
que se van alternando con el diálogo de los personajes, o bien los personajes mismos a
través de lo que dicen o hacen en escena, comienza cuando Ella, al ver a Puertocarrero
por la calle, lo hace subir por una escala a su casa, para divertirse con su turbación. Éste
deja de ir a cazar –el otro gran pasatiempo, junto al amor, del caballero cortesano, como
también muestra Calisto en La Celestina-, para cumplir la voluntad de su amada,
aunque sospecha que nada bueno le aguarda de quien no recibe siempre sino frialdad.
Tan sólo volvemos a acordarnos de Xerez cuando Ella la llame para preguntar
dónde ha dejado su labor (vv.446-448), deseosa de acabar su interminable plática con el
caballero y quitárselo de encima, que –junto a las bruscas e intencionadas interrupciones
de la dama para referirse a la tarde que hace o para preguntar a Puertocarrero por su
mujer-, nos va marcando el final del drama.
5
«Coplas de Puertocarrero», en Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Teatro medieval, op. cit, p.239.
6
Ibíd., p.241.
7
Ibíd., p.237.
Puertocarrero, pese a la actitud hostil que ante el amor muestra la dama desde el
mismo inicio, hace desfilar otros muchos tópicos corteses propios del Cancionero.
8
Ibíd., p.245.
9
Ibíd., p.250.
10
Ibíd., pp.253-254
La necesidad de la noche para ocultar la pasión ilícita, pues el caballero busca una
cita con ésta para después de cenar y quiere saber dónde estará –hecho que lleva a la
dama a tachar a Puertocarrero de «traviesso», burlonamente- y la referencia a la
custodia de ésta por su hermano:
Pero, todo ello resulta en balde, pues la astuta Ella le va rebatiendo todas sus
afirmaciones en una actitud de aburrimiento y hartazgo que en el verso 550 la lleva a
asestarle un golpe mortal -al que se alude con el «mate» del ajedrez-, en lo que parece el
clímax de la obra, mostrándole lo falso que le ha sonado todo su discurso:
11
Ibíd., pp.256-257.
12
Ibíd., p. 259.
13
Ibíd., p. 249.
14
Ibíd., p.261.
15
Ibíd., pp.258-259.
Recordemos que la comida era considerada un lujo en la Edad Media, pues -tal y
como explica Jacques Le Goff- «la ostentación de la comida expresa un
comportamiento de clase»19. Puertocarrero, que tanto orgullo caballeresco despliega a lo
largo de toda la obra, vuelve aquí a caer en las redes de su contrincante, que tan bien
16
Ibíd., p.261.
17
Ibíd., p.259.
18
Ibíd., p.262.
19
Le Goff, Jacques, La civilización del occidente medieval, Barcelona: Paidós, 1999, p.205.
conoce sus debilidades, y no duda en enumerar los ricos manjares que tiene en su casa,
para no pasar por pobre; otorgando a la escena un costumbrismo que la aleja claramente
del idealismo propio de la literatura cortés:
Tan sólo encontramos aquí, un tímido intento vengativo contra un futuro marido
de la dama, que saca por breves instantes al caballero de su sufrido papel para
mostrarnos un pícaro ingenio que lo lleva a jugar con el sentido de la palabra
«cornezuelo» y a ofrecerle fruta verde –aunque más que nada sus guindas están verdes
de envidia-:
Hecho que Ella aprovecha rápidamente para lanzar sobre el caballero toda su
violencia y desfachatez, ordenando a su criada Leonorcica que no pierda tiempo en
recogerlas y a éste que corra a dárselas, en un momento muy ágil, fingiendo que la
apremia un hambre atroz:
20
«Coplas de Puertocarrero», en Teatro medieval, op. cit., p. 262.
21
Ibíd.
22
Ibíd., p. 263.
Siéntome desesperar
porque mandáis apartarme
con voluntad de matarme
mas que no de merendar
(vv.6 85-688)24
La humillación del caballero que no puede servirla como amante, sino sólo como
suministrador de viandas para la merienda, es total; proclamándose, con el anuncio de
su muerte, el triunfo final de la razón sobre el sentimiento, de lo material sobre lo
espiritual, en esa alternancia o enfrentamiento que señalábamos entre los dos
personajes, y que deja la escena bañada de un hálito de desengaño y melancólica
tristeza:
23
Ibíd.
24
Ibíd.
25
Ibíd.
Esta dama se mantiene firme, como se espera de ella, según los cánones corteses,
y en el alegórico juicio no muestra ninguna piedad (“es vuestra la culpa, amigo; / no
busquéis ya más razones”28); proclamando, fríamente, que ni Amor ni Esperanza –
valedores del sufrido enamorado- podrían hacerla cambiar:
26
Lázaro Carreter, Fernando, Teatro medieval, Madrid: Castalia (Odres Nuevos), 4ªed., 1988.
27
Escrivá, «Querella ante el dios de Amor», en Lázaro Carreter, ed., Teatro medieval, Ibíd., p.221.
28
Ibíd., p.222.
Ese «donosa» con que la define Xerez (v.26), va bien al tono burlesco de su
plática, pues es a través del lenguaje como muestra, realmente, su superioridad sobre
Puertocarrero. Con una gran dosis de guasa suelta ese «…n’ós huya el conejo: acordáos
que es refrán viejo» (vv.143-144), que aconseja a Puertocarrero desistir en su amor por
ella, rompiendo con lo esperado de una dama que acaba de oír la serie de retruécanos y
juegos de palabras que manifiestan la adoración que el caballero siente por ella y lo
lamentable de su estado al ser siempre rechazado. Ella ataja continuamente, con ágiles y
punzantes observaciones, la extensa retórica cortés del caballero, caracterizada por todas
29
Ibíd., p.224.
30
Lázaro Carreter (en op. cit., p.77), advierte que las dos obras comparten el desenlace amargo y el tono
de frustración que también se halla en el Diálogo de Cota o en la Triste Deleytaçión y señala que todos
esos coloquios medievales desembocarán en La Celestina. Este autor relaciona la Queja de Escrivá con el
misterioso y proteico género del «auto de amores», al que aluden varias obras coetáneas y donde se
moraliza sobre los peligros del amor; mientras que vincula las Coplas de Puertocarrero a la comedia
elegíaca latina, por el tipo de acción y los problemas que presentan, pensando que no nos sorprenderían
tanto si conociéramos toda la producción dialogada del Cuatrocientos (p.76).
31
En la paráfrasis de la célebre comedia elegíaca Pámphilus de amore que hace el Libro de buen amor
con el episodio de Don Melón y Doña Endrina, tal y como indica Pérez Priego en su edición de las
Coplas de Puertocarrero (en op. cit., p.241), aparecen unas palabras parecidas, pronunciadas en este caso
por el personaje masculino (vv.654: “Tal lugar non era para fablar en amores” y 656: “Fablar con
muger en plaça es sosa muy descobierta”.). Y es que la actitud de divertida socarronería de Ella queda
muy clara desde el comienzo de la obra.
32
«Coplas de Puertocarrero», vv.396-414, en op. cit., p.253.
Como hemos indicado al tratar de la merienda con que acaba la obra, Ella hace
gala de una divertida ironía. No es, por tanto, siempre esa dama implacable. Y, si se
muestra enfadada con el discurso del caballero, otras veces su tono es hartamente
risueño y juguetón, evidenciando lo teatral que, a veces, se ofrece su indignación. En
este sentido, es capaz, cual director de orquesta, de guiar la variedad de tonos y estilos
33
Ibíd., vv.374-378, p. 252.
34
Ibíd., vv. 274-301, pp.248-249.
discursivos que ofrece la obra, ya que siempre lleva a Puertocarrero al terreno que
quiere.
Llega a fingirse melosa cuando le conviene; así cuando quiere que Puertocarrero
suba a verla, al pasar frente a su ventana:
Rechaza, con suma gracia, la apelación a la piedad que le hace Xerez, cuando le
hace ver que no está bien regodearse en la tristeza de Puertocarrero. No está dispuesta a
que los discursos morales de su amiga, le arruinen la diversión y rápidamente, en otro
momento de gran dinamismo, la lleva también a ella a su terreno:
ELLA ………………….
Hazelle acá subir
Si avéis gana de reír
XEREZ ¿En venir está pensando?
No verná si os entendió.
ELLA Tan aína lo llame yo
Como verná trompicando.
XEREZ ¿Quéreis apostar que no?
ELLA ¿Qué va que sí?
Mas n’os ha de ver aquí.
XEREZ ¿Cómo? ¿Estorvaros he yo?
Llamalde que ya me vo36
Ella emplea, también, esa actitud risueña cuando piensa que se ha excedido con la
dureza de sus palabras y no quiere zanjar aún la conversación, sino seguir divirtiéndose
con la turbación de Puertocarrero:
35
Ibíd., vv.5-11 y 78-81, pp.238 y 241.
36
Ibíd, vv.54-63; p.240.
Y llega a comentar los errores que el caballero comete, con buena dosis de
socarronería, para molestar a su interlocutor y provocarlo:
En su irrefrenable orgullo, Puertocarrero dice sentirse menos triste por haber sido
derrotado/ muerto por la dama: «…que la fama/ de haver sido mate dama/ y vuestro
37
Ibíd., vv.185-190, p.245.
38
Ibíd., vv339-340, p.251.
39
Ibíd., vv.158-163, p.244.
40
Ibíd., vv.487-489, p.256.
41
Moreno Sanjuán, Manuel, «Teatro cortesano en los cancioneros castellanos: otra versión de las Coplas
de Puertocarrero», art.cit., p. 16.
mucho que decir. El personaje femenino, tanto en la versión del Cancionero General
como en la del Cancionero de Londres, es, en definitiva, elemento esencial en la
consecución de la teatralidad del texto y, además, como veremos en el epígrafe
siguiente, es la que guía la acción de las Coplas y la que lleva el peso de su ambigua
intención.
42
Véase Manuel Moreno, art. cit., p.16.
43
José Luis Canet afirma: «la diferencia sustancial entre la ficción sentimental y la comedia [humanística]
es que en ésta última la descripción de la enfermedad de amor en los galanes es más bien una parodia o
una burla de la sintomatología de los galanes heroicos, puesto que si bien parece que sufren las mismas
pasiones y dolores, sin embargo, a lo largo de la obra demuestran con su actuación que era todo
“comedia” para conseguir sus fines» (véase Canet Vallés, José Luis, De la comedia humanística al teatro
comprenderla, por tanto, dentro de ese contraste o ambivalencia que sustenta la obra, en
ese complejo equilibrio entre la risa burlesca y el llanto por la derrota del sentimiento
individual.
Aunque las Coplas muestren, con gran pesimismo, ese canto de cisne del
idealismo caballeresco propio del ocaso del medioevo frente al materialismo triunfante,
no podemos decir, en absoluto, que el autor –como hemos dicho de los receptores-,
contemple de forma negativa la actitud de Ella. Antes bien, el personaje femenino
refleja –dada su desenvoltura y su relevancia en escena-, el hastío ante unos
convencionalismos amorosos ya agotados y muestra, en cierta forma, una función muy
parecida a la de Puertocarrero-autor.
representable, Serie Textos Teatrales Hispánicos del S.XVI, 2, Valencia: Universidad deValencia-
Sevilla-UNED, p. 36).
V; cuando no son ellas mismas las que componen versos llenos de ingenio, siguiendo
los tópicos del amor cortés. En este sentido, Ella está capacitada para jugar al juego del
amor cortesano en igualdad de condiciones que el varón, como bien demuestra con su
pericia argumentativa e ingenio verbal. Pero, sobre todo, debido a su gran experiencia
en literatura cortés, presenta una astuta táctica de juego: analiza primero y rompe
después el molde femenino esperado, descolocando a su adversario; el cual –totalmente
sumiso a las reglas y sin haberlas puesto en tela de juicio nunca, desde su cómoda
situación masculina-, no sabe cómo hacer frente a las insólitas salidas de la dama objeto
de su devoción.
Ante todo, queda patente la voluntad de no dejarse engañar por el galanteo cortés,
que también pusieran en tela de juicio algunas trobairitz y Christine de Pizan en su
Epístola del dios del Amor –obra a la que nos referíamos en el Capítulo IV, epígrafe
3.3-. La autora francesa diferenciaba el amor cortés de antaño de ese juego amoroso
frívolo de los nuevos tiempos, que aparecía en la segunda parte del Roman de la Rose;
evidenciando que esa inconstancia o infidelidad en el amor que los hombres suelen
atribuir a las mujeres es totalmente falsa e hipócrita, ya que son ellos los que las
seducen y las incitan al pecado. La cité des dames expresa, precisamente, que no sólo se
debería avisar a los hombres contra las mujeres, sino que también se debería poner en
guardia a las mujeres contra los engaños con que muchos hombres pretenden vencerlas.
Sin embargo, no se suele hacer así, porque normalmente son los hombres los que se
expresan por el bien común de la sociedad, una sociedad que, por supuesto, no las
incluye:
[…] Ces auteurs ne s’adressent pas aux femmes pour les conseiller de se méfier des pièges
que leur tendent les hommes. Pourtant, il n’est que trop certain que les hommes trompent
frèquemment les femmes par leur ruse et leur duplicité.Et il ne fait aucun doute que les femmes,
elles aussi, font partie du peuple de Dieu, qu’elles sont des créatures humaines au même titre que
les hommes, et qu’elles ne sont point d’une autre race ou d’une espèce différente que l’on
pourrait exclure de l’instruction morale. Il fut en conclure que s’ils s’agissaient pour le bien
commun, c’est-à-dire à la faveur des deux parties concernées, ils se seraient également adressés
aux femmes pour les mettre en garde contre les pièges que leur tendent les hommes, comme ils
l’ont fait à propos des femmes pour les hommes 44.
Este ético y justo aviso a las damas lo realiza Ella en las Coplas de Puertocarrero,
al desenmascarar los ademanes amatorios falsos y la incongruencia de muchas de las
afirmaciones de su galán. Ésta no duda, desde el principio, en hacerle ver que conoce su
fingimiento (“Bien hazéis el requebrado, /desdeñado y mal querido:/do no fuerdes
conoscido, /serés mejor empleado”, vv. 181-184); o en mostrarle lo absurdo que es estar
sufriendo y muerto al mismo tiempo –como él se esfuerza en afirmar-:
Fenescido y resquebrado
no caben en un sugeto,
aunque os tengo por discreto45
Esta actitud escéptica no debía ser infrecuente en la dama objeto del galanteo;
pues en una composición recogida en el Cancionero General de 1511, el poeta Quirós
se dirige a una «señora porque se burlava de los que dizen que se mueren de amores y
que están muertos, no creyendo que tenga Amor tanto poder de matar a ninguno»46. El
poema se presenta como un asalto alegórico a esta bella dama, que toma la forma de una
bella y alta torre, fortificada y defendida por Discreción, Sabiduría y Razón. El ataque
de Amor es tan cruento, que finalmente cae presa de su ardor y de sus celos, cuando es
desamada. El poeta supone, en estilo directo, una voz femenina, que reconoce su derrota
y que se muestra arrepentida de su actitud. Para ello, Quirós –mucho más hábil que
Puertocarrero- la hace ponerse en su lugar y sufrir el rechazo de la persona amada, en un
interesante juego de perspectivas, para que comprenda su dolor:
44
Christine de Pizan, La cité des dames (ed. de Thérèse Moreau et Éric Hicks), Paris: Stok-Moyen-Âge,
2000, pp.211-212.
45
Coplas de Puertocarrero, en op. cit., vv.307-309, p. 250.
46
Véase «Obras de Quirós» (852) [ID 6715], en González Cuenca, Joaquín, ed., Hernando del Castillo,
Cancionero General, TomoIII, Madrid: Castalia (Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica), 2004, pp.361-
368.
hecha galga,
el Amor amor caçando(vv.151-155).
Si Quirós utiliza, para ganar, la táctica de hacer que la dama empatice con él,
situándola aunque sea sólo figuradamente en su lugar, en ese infierno del amante
burlado y rechazado; las Coplas parecen, desde el principio, buscar en el enfrentamiento
entre los dos personajes y la derrota de Puertocarrero, probando que su amor no es
sincero. De ahí que Ella ironice en varios momentos sobre ese aserto de la «muerte en
vida» tan traído por la literatura cortés, y de la cual se hace responsable a la crudeza y
continuos desdenes de la dama. Incluso cuando Puertocarrero reconoce tristemente su
derrota con el simbolismo del ajedrez, y vuelve a aludir a este tópico, Ella se burla
diciéndole:
Debemos destacar, en este sentido, que Ella se niega a estar triste porque
Puertocarrero se finja, por puro capricho, en tal estado (“Y lo qu’es peor d’aquí/pedir
mis tristezas vos”, vv.244-245) y a ser ella la causa de su aflición, como si no hubiera
más cosas en el mundo que su amor (“¿El mundo acabasse en mí?”, v.191). Esto es, no
quiere el papel de malvada, de fría «dame sans merci», que se le pretende atribuir, según
los tópicos corteses. No quiere estar por encima, en un nivel inalcanzable, sino a la
misma altura que el hombre, e ironiza sobre la actitud sumisa del caballero:
PUERTOCARRERO ……………………….
y mi no merescimiento
quítame el atrevimiento.
47
«Coplas de Puertocarrero», vv.514-517, en op. cit., p.257.
48
Ibíd., vv.206-209, p.246
49
Ibíd., vv.518-525, p.257.
No obstante, hemos de advertir que, aunque se puedan ver reflejadas en Ella las
reivindicaciones propias de su sexo o una intención didáctica por parte del autor, el
personaje no es un mero portavoz de estas ideas; sino que alcanza gran individualidad,
mostrándose caprichosa y egoísta hasta el extremo y, encima, justifica su desfachatez
por la interpretación que ella misma hace del comportamiento de los galanes corteses,
que le parecen totalmente insufribles, mucho más egoístas y caprichosos que ella
misma. Es como si pretendiera dar una lección a Puertocarrero, dándole de su misma
medicina, pero a la inversa: Puertocarrero da al carácter racional y realista de la dama,
toda la exagerada dosis de idealismo cortés del que ella abomina y Ella, a cambio, da a
Puertocarrero -dominado por la moda de los ademanes corteses-, esa concreción, ese
materialismo, que invalida su etéreo discurso y que acaba derrotándolo…Pero, ¿lo hace
por venganza, por crueldad, por satisfacción y orgullo personal, para demostrar su
inteligencia discursiva, para reivindicar su libertad y su propio interés, para que su
amiga Xerez -y los lectores- pase un rato divertido? Hasta podría ser que actuase así por
caridad, para que -como dice en los vv. 120 y 121, ya aludidos-, el caballero «huya de
su demanda» y viva tranquilo, sin empeñarse en algo que no puede ser.
Pues no devéis consentir que yo, no mostrando pena daquélla, así me diese al placer que
con el efecto del amor se debe rescebir.Ni conmigo misma podría con tal tristeza mostraros
alegre cara, especial porque con razón alguna culpa se os debe poner. La cual es, porque vos
fuestes del malvado Pánfilo engañado que, por no se ver con vos en las armas, buscó el mentir
por remedio (…) Así que dudo tanto que si mayor vengança no avía de aquel Pánfilo malvado,
no podría conmigo amarvos, porque si él sin castigo se quedase, ¿Quién escarmentaría a vos? Y
si agora yo me veo libre, ¡querríades que en las redes de Fiometa me lançase? Por cierto, en
cuanto pueda, foiré de caer en ellas. Y como Pánfilo pudo aquélla, sin verguença despedir, menos
empacho devo tener así en despediros50
Además, tanto Gradisa como Ella, por la experiencia que tienen, ya sea vital o
sólo libresca, saben de los engaños de los galanes y deciden no dejarse llevar por ellos.
Así, si hemos visto cómo a Ella no le importa «no tener conciencia» (v.525) y, además,
llega a repetir, en varias ocasiones, que no cree en absoluto las lisonjas de
Puertocarrero; Gradisa, con el ejemplo de Pánfilo, ataca las mentiras de los hombres en
el juego del amor y redime a las mujeres que, como Fiometa, han perdido su virtud y
honor por dejarse arrastrar por sus engaños:
Y las juras y promesas que hizo a Fiometa, y la poca verdad dellas me dan entero
conocimiento de quien él es. El cual, pues a vos supo engañar, ya aquélla sin ninguna culpa
queda, pues más ligeramente las mujeres se engañan, en especial amando, que no los hombres,
donde no ay amor51
50
Carmen Parrilla, ed., Juan de Flores, Grimalte y Gradisa, Alcalá de Henares: Centro de Estudios
Cervantinos, 2008, pp.202-203.
51
Ibíd
Señora, la fama de tu gentileza, de tus gracias y saber, vuela tan alto por esta ciudad, que
no debes tener en muchoser de más conoscida que conosciente, porque ninguno habla en loor de
hermosas que primero no se acuerde de ti que de quantas son 52
Señora mía no quiera Dios que yo te haga cautela. Muy seguro venía de la gran merçed
que me piensas hazer y hazes. No me sentía digno para descalçarte. Guía tú mi lengua, responde
por mí a tus razones, que todo lo avré por rato y firme 53
52
Russel, Peter E., ed. Fernando de Rojas, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, (XVII, 3ª),
Madrid: Clásicos Castalia, 2007, 3ªed, p.557.
53
Ibíd, p.558.
que quiere y atraerlo hacia su causa: la venganza sobre Calisto y Melibea, a los que
responsabiliza de la muerte de Celestina. Aunque el personaje celestinesco sí refuerza,
en sus apartes, la burla sobre el pretendido galán:
¿Es mi Sosia, mi secreto amigo? ¿El que yo me quiero bien sin que él lo sepa? ¿El que
deseo conocer por su buena fama? ¿El fiel a su amo?¿El buen amigo de sus compañeros?
Abraçarte quiero, amor, que agora que te veo creo que ay más virtudes en ti que todos me dezían
(…)55
Por otro lado, la frescura popular que, cuando conviene, despliega el personaje
femenino -en contraste con la retórica cortesana de Puertocarrero-, y el dinamismo y
soltura de sus réplicas, enlazan, directamente, con la literatura de los dos arciprestes,
como decía Lázaro Carreter56. A partir de la interrupción que hace bruscamente Ella, en
el diálogo de su rival, en lo que se puede considerar clímax de la obra (esto es, cuando
54
Ibíd., p.557.
55
Ibíd.
56
Lázaro Carreter, Fernando, op. cit., p.76.
Pero, a Ella no le interesan los símbolos, sino lo concreto: la comida en sí, que
manda a buscar, y deja -ya abiertamente y por voluntad propia-, de ser una «dama»;
rompe el juego, poniendo al descubierto a la mujer que lleva dentro, con todos sus
rasgos realistas, sin importarle nada más que su propia satisfacción. Si bien no llega a
hacer el gesto obsceno con que Areúsa se burla de la simpleza de Sosia, dándose la
vuelta y levantándose las faldas, cuando éste se le da la espalda para marcharse (“…
¡Pues toma para tu ojo, vellaco, y perdona que te la doy de espaldas a quien digo!...” 58);
sí que da cuenta de una inusual agresividad, respondiendo al dolor de su interlocutor
con ese «¡Qué postema!»(v.690), que evidencia su hartazgo egoísta y despiadado, y que
ya –desprovista de su máscara-, no le importa mostrar.
Con ello, muestra muchos de los defectos que el arcipreste de Talavera criticaba
en las mujeres y que tan lejos están de la inaccesibilidad y fría perfección de la dama
idealizada por el amor cortés. Su egoísmo y avaricia la hace:
57
Blecua, Alberto, ed., Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, Madrid: Cátedra (Letras
Hispánicas, 70), 1998, 4ªed, p.210.
58
Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, op. cit., pp.561-562.
[…] los señales que sabe fazer del ojo, éstos son diversos: que mirando burla del onbre,
mirando mofa el onbre, mirando falaga el onbre, mirando enamora al onbre, mirando mata al
onbre, mirando muestra saña, mirando muestra ira, echando aquellos ojos de través. Más juegos
sabe fazer la muger del ojo que no el enbaydor de manos. Pues, de la boca, ¡non por burla! E con
estos desgayres tanto de sý presume que su entendiemiento anda como señal que muestra los
vientos: a las vezes es levante, otras vezes a poniente, otras vezes a mediodía, quando quiere a
trasmontana60
1.4. Ella frente a las voces femeninas de otros diálogos amorosos del
Cancionero
59
Ciceri, Marcella, ed., Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, Madrid: Espasa-Calpe
(Austral, A95), 1990, p.169
60
Ibíd., p.188.
respondiendo a él a cada cosa de lo que dize, e danse de los escudos el uno al otro como
en gasajado de motes»61, y ha sido calificado por Ana Rodado62 como «texto
semidramático», basándose en una serie de elementos destacados por Sirera63 (el
diálogo entre dos o más personajes, la acción, la presencia de acotaciones escénicas, las
indicaciones espacio temporales y de vestuario y atrezzo).
61
Véase en Brian Dutton y Joaquín González Cuenca, eds., Cancionero de Juan Alfonso de Baena,
Madrid: Visor Libros, 1993, pp.409-410.
62
Rodado Ruiz, Ana, «Poesía cortesana y teatro: textos semidramáticos en los cancioneros
cuatrocentistas», en Los albores del teatro español: Actas de las XVII Jornadas de Teatro Clásico, julio
1994, Almagro: Festival de Almagro/Universidad de Castilla-la Mancha, 1995, pp.25-44.
63
Sirera, J. Ll., «Diálogos de cancionero y teatralidad», en Historia y ficciones. Coloquio sobre literatura
del Siglo XV, Valencia: Universidad de Valencia, pp. 351-363. Apud Ana Rodado, Ibíd., p.29.
64
Fernán Sánchez Calavera, «Señora muy linda, sabed que vos amo», en Brian Dutton y Joaquín
González Cuenca (eds.), Cancionero de Juan Alfonso de Baena, op. cit., pp.410-412.
En el primero de estos textos de Calavera, nos encontramos, así, con seis coplas
de arte menor en las que se produce un dinámico y animado diálogo entre un cortés
galán y una dama desengañada que, si en otro tiempo se dejó seducir por él, ya no cree
ni uno solo de sus requiebros.
Y acto seguido, esta voz en primera persona del personaje masculino -encarnación
de ese caballero cortesano ocioso que en tiempos de paz encuentra diversión en el
cortejo amoroso-, nos va a introducir el diálogo que mantiene con esta «señora»,
marcando las intervenciones de cada uno:
Fablela en cortesía,
dixe: «Dios vos mantenga»
Ella dixo: «muy bien venga
el que venir non debía»66
En la quinta copla vuelve a aparecer esta voz narrativa en primera persona del
personaje masculino para introducir las intervenciones de los personajes y dar
indicaciones sobre el movimiento escénico, en ese contacto físico que intenta el galán
(“Alleguéme sonreyendo”69). Incluso, esta voz narrativa interpreta la actitud de la dama
ante ese acercamiento suyo, que cuenta de la siguiente manera:
quien no le conviene y por quien le ha dado, incluso, mala fama. En la última copla
estalla, de esta forma, la tensión –que ha ido creciendo a lo largo del texto- y la dama
usa de la ironía de forma parecida a Ella en las Coplas de Puertocarrero:
En el segundo Dezir de Calavera al que nos hemos referido, formado por diez
coplas de arte mayor en tono grave y sentencioso, tenemos también el desdoblamiento
del autor en dos voces -la del galán y la dama-, que se van alternando de forma
ordenada y no encontramos ya ninguna voz narrativa. No obstante, su diálogo es menos
ágil que el anterior, ya que cada intervención abarca rigurosamente una copla entera y
tampoco ofrece referencias al contexto en que se produce, ni indica movimiento alguno.
Con todo, podemos apreciar un aumento de la tensión en la novena copla, con las
palabras llenas de ira y agresividad del varón contra la dureza de la dama, especialmente
del verso 69 al 72, al saberse irremisible perdedor en este juego amoroso:
En este poema encontramos, a lo largo de todo él, el juego dialéctico entre el amor
religioso, que representan las castas y piadosas palabras de la dama y el amor mundano,
que representa cada parlamento del encendido galán. Éste comienza su intervención
71
Ibíd., vv. 41-45, p.410.
72
Calavera [ID1664], vv. 65-72, p.412.
declarando a la dama su amor (“Señora muy linda, sabed que vos amo”) y ensalzándola
por su gentileza, su gracia y su alto linaje; convirtiéndola, en definitiva, en ese prototipo
de dama cortés, por cuyo amor se ennoblece el alma del enamorado. Pero, ésta muestra,
ya desde el principio, ese rechazo a los placeres mundanos, de acuerdo con los De
contemptu mundi medievales, y, -de forma harto radical-, al amor:
El enamorado intenta disuadirla argumentando que es extraño que una dama tan
bella no sienta ni haya sentido nunca la curiosidad de amar como ocurre en las demás
mujeres; pues además, dada su corta edad, si lo hiciera y no saliera bien, tendría tiempo
de sobra para arrepentirse y hacer penitencia. A lo cual vuelve a responder la dama con
gran firmeza, enarbolando la sentencia que dice:
73
Ibíd., vv.9-16, pp.410-11.
La dama tiene la misión de cerrar el poema con un tono grave y sentencioso, con
ese golpe definitivo al personaje masculino que desenmascara -como la voz femenina
del anterior poema- su fama de burlador:
74
Ibíd., vv.75-78, p.412.
O, incluso, en un tono más directo y rotundo, quita a este varón ese orgullo cortés
que lleva a elevar su amor por encima del de los demás:
75
Álvarez Pellitero, Ana Mª, ed., Cancionero de Palacio, CIX, Salamanca: Biblioteca Universitaria de
Salamanca, Junta de Castilla y León. Consejería de Cultura y Turismo, 1993, pp.106-110.
76
Ibíd., p.107.
77
Ibíd., p.106.
Insiste en que o bien hay que estar loca -como la que «siembra buen trigo en
laguna»(v.30)-, o ser una ignorante -«más simple qu’estando en la cuna» (v.31)-, para
creer en las palabras de un hombre; alzándose en esa voz femenina, representante de su
género, que lucha hábilmente contra los engaños amorosos no de este escudero, en
concreto, sino de todos los hombres en general; tal y como hacía Brazaida en la ficción
de Juan de Flores frente a Torrellas. Blay Manzanera79 señala, además, que –como
sucede en la narración del salmantino-, Juan de Duenyas llega a nombrar unos jueces
para decidir sobre quién lleva la razón: la mujer o el varón, y también como en la obra
de Flores, la dama se queja de la parcialidad de estos jueces; pues son hombres como su
rival y, para colmo, han sido elegidos por éste:
78
Ibíd., p. 107.
79
Blay Manzanera, V., «El discurso femenino en los Cancioneros», en Sevilla, Forencio y Carlos Alvar
(coord.), Actas XIII Congreso AIH (Tomo I), 1998; consultada en ed. digital del Centro Virtual
Cervantes.
80
Cancionero de Palacio, op. cit., p.110
81
Ibíd., p.110.
82
Coplas de Puertocarrero, op. cit., p.263.
83
Cancionero de Palacio, op. cit., pp.107-108.
Estas voces de mujer evidencian su indefensión ante una sociedad que las
margina, ante unos jueces, como sucede en la composición de Duenyas, que ya tienen
emitido un veredicto favorable al varón y que no les deja otra opción, a veces, que
tomarse la justicia por su mano. Hay, precisamente, un célebre decir de Francisco de
Imperial recogido en el Cancionero de Baena [ID1376], en el que una doncella, tras
acusar al poeta de traidor, le hiere con su arco, no sin antes avisarlo de su intención:
…………………….
¿Vuestra merced, qué me manda?
ELLA ¿Qué? Que muráis de mala muerte,
o que viváis de tal suerte
que huyáis vuestra demanda.
PUERTOCARRERO Luego, ¿morir me mandáis?
ELLA Yo no lo hago,
pero levaréis en pago
de la pena que mostráis
revés de lo que buscáis(vv.118-126)85
84
Micer Francisco Imperial, 241, [ID1376], en Cancionero de Baena, op. cit., p.293.
85
Coplas de Puertocarrero, en op. cit., p.243.
Ella no hiere al caballero con una flecha, sino con las palabras de la razón, que
desmontan todo lo que él representa, provocando bien la muerte o bien desaparición de
ese amor atormentado que no lleva a ninguna parte si no es al sufrimiento. Ella no actúa
movida por una pasión y unos celos descontrolados, como la muchacha sevillana de
Imperial –que luego revela que su flecha es de amor, pasando al plano alegórico, en la
línea de «El triunphete de amor» del Marqués de Santillana86-; sino, muy al contrario,
por un frío raciocinio que pretende acabar con los absurdos del sentimentalismo cortés.
Pero, tal vez, nuestra Ella, con su actuación egoísta y descarada, con su violento
dinamismo y la humillación que imprime a Puertocarrero, no sea en el fondo tan
malvada y lo libere de esa prisión en la que se ha metido probablemente por mero
capricho o moda. Recordemos que los ademanes caballerescos, de los que no pocos
autores se burlan a fines del Medievo, no eran las más de las veces más que flirteos que
no respondían a sentimientos sinceros.
Pero, no es Ella la primera que advierte a un amante cortés de lo vanas que son
sus penas. Así, en el Cancionero de Baena aparece un poema de fray Diego Valencia de
León [ID1639], introducido por las siguientes palabras: «Este decir fizo el dicho fray
Diego como a manera de baldones que le dava una dueña que era su enamorada e non lo
preçiava». En él encontramos una voz femenina que advierte al amigo de lo inútil que
son sus requiebros con ella y que su perseverancia sólo puede conducirlo a la locura:
86
En este decir narrativo de Santillana, el poeta asiste curioso a un mitológico desfile primaveral guiado
por Cupido y Venus, donde ricamente ornamentados aparecen hombres y mujeres de la Antigüedad, todos
grandes amadores, y es herido por deseo de la diosa por «una dona muy notable» con una flecha de amor,
que lo sume, a partir de ese momento en la tristeza y el dolor: «Así ferido a muerte/de la flecha
infiçionada,/de golpe terrible e fuerte,/que de mí non sope nada,/por lo qual fue ocultada/de mí la visión
que vía,/e tornóse mi alegría/en tristeza infortunada» (véase 50, “El triunphete de amor”, en Pérez Priego,
Miguel Ángel, ed., Marqués de Santillana, Poesía lírica, Madrid: Cátedra, 1999, vv.153-160, p.260).
Para concluir diremos que, si es cierto que Ella, en su caracterización, está muy
influida por la poesía cancioneril y ni siquiera presenta un nombre propio que le dé una
entidad concreta por ese secreto que requerían los comportamientos corteses; ofrece –
como hemos podido comprobar- un claro paso adelante con respecto a estas voces
femeninas de los debates amorosos del Cancionero. Contribuye con sus actitudes, su
dinamismo, sus gestos y, especialmente, con su rebelde realismo -opuesto
dramáticamente al convencional idealismo cortés de Puertocarrero-, a la posibilidad de
87
Véase 513, en Cancionero de Juan Alfonso de Baena, op. cit., p.357.
No obstante, ese ambiente metafórico del texto del converso que identifica el alma
del Viejo con ese huerto abandonado que Amor promete falsamente reconstruir y
vivificar y donde la seducción parece ocurrir en un plano onírico y alegórico –no hay
sino pensar en la interpretación que ofrece Lázaro Carreter88-; se torna mucho más
palpable, sosegado y racional en la anónima refundición, que posee ya un indiscutible
carácter dramático, reconocido por los principales estudiosos del teatro medieval, que
no dudan en incluirlo en sus ediciones. Y, precisamente, todos ellos insisten, para
argumentar su postura, en la importancia del personaje femenino en el paso del diálogo
al espectáculo89. Si en el Diálogo de Cota, el Viejo era castigado con la maldición de
amar a una joven que nunca le correspondería -momento en que despierta bruscamente
de su ensueño y se sumerge en la cruda realidad:«seguirás estrecha liña/ en amores de
88
Lázaro Carreter, Fernando, Teatro Medieval, op.cit. Este autor imagina al Amor no como un diosecillo
alado, sino como una sensual mujer que se acerca al anciano con sus encantos y caricias y que, tras
seducirlo, se funde con él en un abrazo; éxtasis que se rompe súbitamente con esa violenta descripción
esperpéntica de la vejez a la que nos hemos referido.
89
Véanse ediciones de Ana Mª Álvarez Pellitero (Madrid: Espasa- Calpe, 1990, pp.209-213), Roland E.
Surtz (Madrid: Taurus, 1992, pp.51-54) y Pérez Priego (Madrid: Cátedra, 2009, pp.81-84).
una niña/ de muy duro coraçón…fenescerán tus viejos días/ en ciega catividad»90-; en el
Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa esta «niña» cobra vida, aparece
activamente en escena, consiguiendo que la lección que recibe el Viejo –opuesto
dramáticamente a ella por su fealdad- sea más efectiva. Frente a la larga y grotesca
descripción que ofrece Amor del anciano en el poema de Cota (vv.541-612), donde este
último se limita a escuchar la dura realidad y que podría ser una esperpentización de la
vejez en general; encontramos aquí una interacción concreta y dinámica entre los dos
personajes, el Viejo y la Mujer hermosa, que se encuentran frente a frente y que se
afanarán respectivamente, tanto verbal como físicamente, en sus opuestos intereses.
A)Al principio, nos encontramos con un Viejo que lanza una dura invectiva contra
el mundo, harto de sus engaños (vv.1-60), que tanto recuerda, en opinión de Pérez
Priego, al que Pleberio hace en La Celestina91 y que concede gran dignidad al
personaje; caracterizado por la sabiduría que da la experiencia y la serenidad de quien
mira las vanidades y los afanes mundanos, desde la distancia y la objetividad que ofrece
la vejez:
90
Rodrigo Cota, «Diálogo entre el amor y un Viejo», en Hernando del Castillo, Cancionero General (II),
op. cit., vv.529-31 y 539-40, pp.19-20.
91
«¡O mundo, mundo! Muchos mucho de ti dixeron, muchos en tus qualidades metieron la mano; a
diversas cosas por oídas te compararon; yo por triste experiencia lo contaré como a quien las ventas y
compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron» (La Celestina, aucto XXI). Véase Pérez
Priego, Miguel Ángel, «La Celestina y el diálogo entre el Viejo, el Amor y la Mujer hermosa», en
Beltrán, Rafael y J. Luis Canet (eds.), Cinco siglos de “Celestina”: aportaciones interpretativas (III. La
Celestina y su linaje), Valencia: Universitat de Valencia, 1997, p.196. Este autor señala evidentes
similitudes -en concreto trece lugares o pasajes (pp.192-198)- entre los dos textos; en especial entre el
anónimo Diálogo y los dieciséis actos de la Comedia, escritos por Rojas en su etapa de estudiante –nunca
en la posterior Tragicomedia-, cuando decidió continuar el acto I (escrito por otra mano). Símbolos e
imágenes como el unicornio humillado a la doncella, la «llaga dulce y fiera», que es amor, «los ojos a la
sombra» con que se alude a la vejez, las pintorescas comparaciones del amor con «los de Egipto» o con
las «zarazas del pan», el rayo que quema y hiere el corazón sin estropear la ropa, son señalados, entre
otros, por Pérez Priego, como elementos de relación entre las dos obras.
92
«Diálogo del Viejo, el Amor y la mujer hermosa» (vv.1-5 y 51-55), en Pérez Priego, ed., Teatro
medieval, op. cit., pp.207 y 209.
93
Ibíd., vv.61-123, pp.209 y 212.
Ésta es, por supuesto, la actitud que triunfa y que seduce al Viejo, como también
había seducido a la nobleza de la época; infundiéndole una felicidad tan falsa como
94
Ibíd., vv.321-360, pp.219-220.
Y también en la obra del converso se muestra ese pragmatismo del dios, que sabe,
como Celestina o las pérfidas y vanidosas mujeres que retrata el arcipreste de
Talavera97, de ungüentos rejuvenecedores:
95
Ibíd., vv.361-365, p.221.
96
Rodrigo Cota, «Diálogo entre el Amor y un Viejo», en Joaquín González Cuenca, ed., Hernando del
Castillo, Cancionero General, op. cit., vv. 226-234, p.9.
97
«Aguas tienen destiladas para estilar el cuero de los pechos e manos a las que se les fazen rrugas. El
agua tercera que sacan del solimad de la piedra de plata, fecha con el agua de mayo –molida la piedra
nueve vezes e días con saliva ayuna, con azogue muy poco, después cocho que mengüe la tercia parte-
fazen las malditas una agua muy fuerte –que non es para servir tanto es fuerte-, la de la segunda cochura
es para los cueros de la cara mudar; la tercera para estirar las rugas de los pechos e la cara. Fazen más
agua de blanco de huevos cochos, estilada con mirra, cánfora, angelotes, trementina –con tres aguas
purificadas e bien lavada que torna como la nieve blanca-, rrayzes de lirios blancos, bórax fino: de todo
esto fazen agua destillada con que rreluzen como espada» (Marcela Ciceri, ed., Alfonso Martínez de
Toledo, Arcipreste de Talavera, op. cit., p.176).
98
Rodrigo Cota, «Diálogo entre el amor y un Viejo», en Joaquín González Cuenca, ed., Hernando del
Castillo, Cancionero General (II), op. cit., vv. 271-302, pp.1-12.
mostrando que lo que más preciamos requiere un esfuerzo. Y lo hace -a diferencia del
tono sentencioso, y paradógicamente «razonable», que le otorga, a menudo, el uso de
refranes populares-, con la alusión a ese «nunca mucho costó poco» (v.381), que –
aunque refrán- se sitúa en la línea del juego cortesano, del ingenio de los motes e
invenciones, a las que él mismo se refería en los versos 331-340100. Hay, además, una
clara vinculación con el sacrificio cortés en las palabras de Amor, que incluso identifica
la conquista amorosa con la bélica:
99
«Razón es muy conoscida/ que las cosas más amadas/ con afán son alcançadas/y trabajo en esta vida»
(Rodrigo Cota, Diálogo, en op. cit., vv.442-445, p.16) y también en el Libro de buen amor, D. Amor
advierte al Arcipreste que no debe mostrarse nunca perezoso en el arte de amar, poniéndole el ejemplo de
«Los dos perezosos que querían casar con una dueña» (est.454 y ss.). Pero, más concretamente, su mujer,
Doña Venus, emite una serie de sentencias sobre la necesidad de esforzarse en el amor (est.611 y ss.): «el
grand trabajo todas las cosas vençe»; «el omne mucho cavando la grand peña acuesta»… (véase Alberto
Blecua, ed. Juan Ruiz Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, op. cit., pp.120-125 y 156-57.
100
Como destaca Pérez Priego, en su edición del anónimo «Diálogo» (en Teatro medieval, op. cit.,
p.221), el refrán sirvió de mote a una invención que sacó doña Catalina Manrique y que fue glosado por el
poeta Pedro de Cartagena, como recoge el Cancionero General de 1511, fol.143v. Nosotros nos
referíamos también a él, al tratar de la participación de la voz femenina en los cancioneros castellanos del
XV (Capítulo III, epígrafe 4).
101
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa» (vv.401-410), en op. cit., p.222.
Tras tocar mágicamente el pecho del anciano –en el momento del clímax
dramático-, y lograr que éste se sienta feliz –en esa alegría trágica y efímera, que
recuerda a la del mítico Fausto-, Amor se esconde. Ello nos lleva ya, claramente, a
sospechar sobre sus viles intenciones. Como Xerez, será testigo mudo del diálogo
amoroso entre un personaje masculino, que requiebra en amores y uno femenino, que
los rechaza y, además, se mofa de ellos. Si la alcahueta lo hacía al principio, a instancias
de la dama, para poder reír a gusto y salía al final, como parte del ardid tramado contra
Puertocarrero; Amor se oculta cobardemente en el desenlace, pues ya ha satisfecho su
misión y sólo le queda ya complacerse egoístamente con la burla del Viejo. Saborea, en
la soledad de los malvados, su triunfo. También aquí, este gesto de esconderse, resulta
muy teatral:
102
Ibíd., (457-460), p.224.
103
Ibíd., (vv.551-553), p.228.
Ya sólo servía para arar o dar vueltas en el molino, con un aspecto feo y
deteriorado, que Juan Ruiz, se detiene en mostrar, casi de forma morbosa:
De forma muy parecida, el Viejo acaba apaleado y herido moralmente, ante las
duras palabras de la Mujer hermosa; la cual también se regodea en la burla del anciano y
no escatima a la hora de mostrarle toda la fealdad física de sus muchos años y la
repugnancia que a ella, joven y bella, le produce.
El período dialéctico queda, por tanto, enmarcado, como sucedía en las Coplas de
Puertocarrero, por una presentación y un desenlace que dotan de variedad escénica al
texto. Y, como advertíamos, es a partir de la aparición de la Mujer hermosa cuando el
anónimo Diálogo cobra mayor fuerza dramática, al producirse el violento
enfrentamiento entre los dos personajes. El golpe realista del final, echa por tierra -
como también sucede con la merienda que demanda el personaje femenino de las
Coplas-, las esperanzas individuales y pone en evidencia el vacío de todo el aparato
cortés.
104
Libro de buen amor (est. 240-242-243), op. cit., p.66.
Endereça tu persona,
compon tu cabello y gesto,
tus vestiduras adorna,
que aunque juventud no torna,
plaze el viejo bien dispuesto106
Ese cambio físico que disfraza la vejez del personaje resulta, sin duda, muy teatral
y acentúa la comicidad de la escena. Podemos imaginar, de este modo, la existencia de
elementos de atrezzo como una peluca, unos dientes postizos, maquillaje, unas vistosas
y coloridas vestiduras…, con los que éste se transformaría antes de la aparición de la
Mujer hermosa. Aunque, tal y como afirma Ana Mª Álvarez Pellitero, este cambio tal
vez fuera sólo gestual; eso sí: con toda la exageración burlesca que se le quisiera echar -
tan grata a un publico medieval ávido de risa y diversión-, y que enlazaría, según esta
autora, con el teatro profano de los mimos latinos107.
105
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa» (vv.591-615), en op. cit., p.229-230.
106
Ibíd., vv.516-520, p.226.
107
Véase «Querella entre el Viejo, el Amor y la Hermosa», en Ana Mª Álvarez Pellitero, ed., Teatro
medieval, op.cit., p.213.
¡O divinal hermosura,
ante quien el mundo es feo,
imagen cuya pintura
108
Véase trabajo de Cándano Fierro, Graciela, «Diálogo entre el amor y un Viejo: una mirada retórico-
dialógica», Anuario de Letras, 41-42 (2003-2004), pp.263-264.
109
Esta imagen, muy utilizada, como señala Pérez Priego, en la literatura de la época (Mena, Santillana,
Carvajal) para referir los engaños del amor -que también aparece en La Celestina (auto IX)-, se menciona
sólo en el villancico final, cuando se pretende elevar a lección universal el escarmiento que se da al Viejo:
«huyamos desta serena/que con el canto nos prende» (“Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa”,
vv.719-720, en op. cit., p. 233)
Incluso, alentado –como hemos comentado-, por el reto del «nunca mucho costó
poco» y las últimas palabras de Amor, en las que le aconseja «nunca muestra que
desmayas/de ser suyo, bivo y muerto» (vv.559-60), se atreve a añadir, orgulloso y
crecido, al más puro estilo cortés:
Y si me culpas porque
en pedir merçed exçedo
razón tienes, bien lo sé,
mas tu virtud y mi fe
me ponen nuevo denuedo111
Pero, además, viéndolo vestido y compuesto de tal guisa y con un ánimo tan
envalentonado y dispuesto al requiebro, no puede evitar la burla, que éste le sirve en
bandeja, con la insistencia en su galanteo y los exagerados apóstrofes que le ha
dedicado. De esta forma, siguiéndole el juego del «¡O…!» con el que tan teatralmente
se admiraba de su belleza –parecido también al que Calisto utilizaba al llegar junto a
Melibea, con evidente urgencia sexual113-, utiliza también ella expresivas anáforas, que
110
«Diálogo del Viejo, el amor y la Mujer hermosa», vv.561-585, pp.228-229.
111
Ibíd., vv.586-590, p.229.
112
Ibíd., vv.598-560, p.229.
113
« ¡O angélica imagen! ¡O preciosa perla, ante quien el mundo es feo! ¡O mi señora y mi gloria!» (La
Celestina, auto XIV). Esta similitud ha sido destacada por Pérez Priego (“La Celestina y el Diálogo entre
el Viejo, el Amor y la mujer hermosa”, en op. cit., p.198), entre otras a las que ya nos referíamos en la
nota 92 de este Capítulo VI, como vínculo entre ambas obras; pensando que estos encarecimientos
Pero, la expresión enmarañada del Viejo, que con un exceso de palabras apenas
dice nada, se opone, normalmente, al escueto y directo diálogo de la Mujer hermosa
que, pese a su breve intervención, deja claro a su interlocutor que nunca lo aceptará, con
una rotundidad asombrosa:
La Mujer hermosa desarrolla, de esta forma, un juego escénico que la lleva a huir
–como también sucedía en las Coplas de Puertocarrero-, del contacto físico con él, por
el que no siente sino repulsión, desde esa superioridad que, como hemos dicho, le
concede su belleza y lozanía. Su lenguaje inmediato y directo se llena, así, de
imperativos agresivos (“¡Tírate allá, viejo loco!...¡No toques, viejo, mis
paños”…¡Déxame, qu‘estoy nojada!”); valiéndose, a veces, de la repetición léxica para
lograr mayor insistencia (“Mira, mira tu cabeça”, “torna, torna en tu sentido”).
Asimismo, el empleo por parte de la Mujer hermosa de interjecciones, exclamaciones y
preguntas retóricas consigue una expresión viva y nerviosa, que posee un gran valor
teatral: «¡O viejo desconçertado!», «¿No vees la frente arrugada…?», «¿No ves qu’es
cosa escusada, presumir de enamorado…?», «¿No te trae al pensamiento que devieras
ser contento con tener de vida un ora?...». El léxico se tiñe semánticamente en las
breves intervenciones de la Mujer hermosa -volcada en el reflejo de su interlocutor-, de
términos lúgubres y negativos (“vegez”, "cementerio", "porfías", "embalsamado",
"luenga", "afilada", "sonbra", "descarnada", "carcomidos", "mal", "penados", "dolor",
hiperbólicos, tan teatrales, bien pudieron quedar grabados en la memoria del joven Rojas al escucharlos
en alguna representación del anónimo Diálogo, en el ambiente festivo de la universidad salmantina.
114
«Diálogo del Viejo, el amor y la Mujer hermosa» (vv.591-595), en op. cit., p.229.
115
Ibíd., vv.643-645, p.231.
¡O viejo desconçertado!
¿No ves qu’es cosa escusada
presumir de enamorado,
pues quando estás más penado
te viene el dolor de hijada?117
Esto es, la sentencia moralizadora del memento mori se mezcla aquí con la
comicidad del viejo verde y baboso, que pretende palpar la hermosura física de la mujer
hermosa. Muerte y lascivia se entrecruzan de forma perversa y macabra, para provocar
la risa amarga del espectador.
dedicara a escribir versos de amor a dulces e inexpertas jovencitas. Esta actitud, que
evidencia el poder de un amor que lo controlaba todo y al que se rendía toda prudencia
o pudor, fue parodiada desde la misma literatura cortesana120 y era censurada no sólo
por la versión espiritual que predicaba el alejamiento de los placeres mundanos; sino,
especialmente, por el pragmatismo de la sabiduría popular. José Luis Martín121
recuerda, así, numerosos refranes que reflejan lo desaconsejable de las relaciones entre
un hombre viejo y una mujer joven (“El viejo que casa con niña, uno cuida la cepa y
otro la vendimia”, “Viejo que con moza casó o vive cabrito o muere cabrón”, “Mal
parece la moza galana en par de la barba cana”, “Amar la moça al viejo no es sino por el
pellejo”…); algunos de los cuales pasan, -como también sucede con las palabras de la
Mujer hermosa-, demasiado fácilmente de la comicidad de la parodia a la acritud cruel
de la sátira.
Más bien parece que se hace eco del pensamiento popular, de su visión práctica de
la vida, tan opuesta al idealismo caballeresco; por lo que podría ser una doncella del
120
Álvarez Pellitero en su edición (op. cit., p.211-212), recuerda un texto paródico del Cancionero
Castellano del XV (pp.726-727) que reza: «Entrar un viejo bordado,/estirado en la gran sala,/ más penado
que a su guisa,/ poniendo los pies de lado, entiendo, si Dios me vala,/ que sea cosa de risa,/ porque entrará
deshonesto;/ sino preguntaldo al gesto,/ e a las rugas e a los dientes,/ y a dos mil inconuinientes/ que
conciertan con esto».
121
Martín Rodríguez, José-Luis, Mujer y Refranero en la Edad Media Hispana, Madrid: Graficino, 2003,
p. 21.
pueblo llano o, incluso, dado su descaro, hasta una prostituta o «mujer libre», que se
procurara su propio sustento. En cualquier caso, se trata, en abstracto, de una «mujer»
de la que el anónimo autor sólo ha querido mostrar que es joven y bella y oponerla, así,
funcionalmente, como tipo teatral, al decrépito anciano, en un texto que destaca por su
tono jocoso y carnavalesco. Pérez Priego ha relacionado la obra, en este sentido, con el
género popular del charivari122. Éste se extendió por toda Europa y consistía en «una
balada infame [o infamante], cantada por un grupo de personas armadas, bajo la ventana
de un viejo chocho que el día anterior se había casado con una joven libertina, como
burla contra los dos»123, acompañada por el batir de cacerolas y sartenes. También se
hacían contra el que se casara en segundas nupcias, contra una chica que se uniera a un
forastero, o contra un marido que hubiera sido maltratado o engañado por su mujer.
Esto es, contra las relaciones que la «justicia popular» consideraba antinaturales o que
presentaban el mundo al revés.
122
Véase «Introducción» de Pérez Priego al texto, en Teatro medieval, op. cit., p.84.
123
Véase Peter Burke, La cultura popular en la Europa moderna, II Parte (“Estructuras de la cultura
popular”, cap.7: “El mundo del carnaval”), Madrid: Alianza Universidad, 2005, p.283.
124
Huizinga, Johan, El otoño de la Edad Media, Madrid: Alianza ensayo, 2001 (6ªreimpresión, 2010),
p.148.
razón –de la que deja buena constancia la tradición literaria-, ser cosa únicamente de
jóvenes125.
Pérez Priego, por su parte, menciona como ejemplo de poesía femenina en los
cancioneros, el juego de preguntas y respuestas entre Diego Nuñez y una dama –
recogido en el Cancionero General, fols.159v-, donde también se alude de forma
desenfadada y chistosa al amor en la vejez, para diversión de la corte, por mucho que la
primera pida recato y secreto al poeta; al que alaba irónicamente, considerándolo «otro
Cartagena» (v.8), mientras que ella se finge, cómicamente, ese «ombre imperfecto»
125
Véase, en este sentido, Hempel, Wido, «El viejo y el amor. Apuntes sobre un motivo en la literatura
española de Cervantes a García Lorca» (Actas del VIII Congreso de la AIH: 22-27, 1883); donde se
ofrece una interesante reflexión sobre el tema, poniendo el énfasis en las obras donde el viejo es visto con
cierta comprensión o simpatía, hasta llegar a textos como La zapatera prodigiosa o Amor de don
Perlimplín con Belisa en su jardín, donde llega a desaparecer o superarse este estereotipo.
126
Cancionero Tradicional (selección y presentación de José Hesse), Madrid: Taurus (Ser y Tiempo.
Temas de España, 17), 1963, p.74.
127
Véase Vélez Sainz, Julio, “De amor, de honor e de donas”…, op. cit., p.94.
(v.40), con que la tradición misógina aristotélica atacaba a la mujer. Diego Nuñez
contesta, así, a la pícara pregunta de su interlocutora:
Y qué decir de los numerosos cuentos populares que atacan y ridiculizan los
matrimonios entre viejos o entre un viejo y una moza, y que son comprensivos, a
menudo, con la infidelidad de ésta, ante la repugnancia que a todos ofrece la vejez. El
arcipreste de Talavera empatiza, así, con la joven que ha tenido que casarse con un viejo
y parece sentir él mismo ese rechazo a la caricia asquerosa del anciano; fundiendo
también, en su chispeante prosa, el pensamiento y el habla popular y las picantes e
irreverentes alusiones eróticas del charivari:
¿Qué espera el tal viejo guargajoso, pesado como plomo, abastado de vilezas, synón que
la moça, farta de enojo de estar cabe tal buey de arada, que busque un moço con quien rretoçe?
[…] La primera oración que dize la tal moça quando entra en la cama del viejo es ésta: “mal siglo
aya el padre o madre que tal da a su fija” E dale dos pujeses [...] Apaga la candela, échase cabe
dél e vuélvele el rrostro e dale las espaldas diziendo: «¡Mala vejés, mala postrimería te dé Dios,
viejo podrido, maldito de Dios e de sus santos […] ¿Paréscçevos esta vida? ¡Landre, la que tal
sufriese el mal huerco le llevase!» […] buélvese fazia él e faze como que le rrasca la cabeça e
con los dedos fázele señal de cuerrnos; pásale la mano por la cara como que le falaga, e pónele el
pujés al ojo; abráçale e está torçiéndole el rrostro, faziendo garabato del dedo, diciendo «¡A la he,
asý se vos tuerçe, don falso viejo, como sy fuese de badana o pellejo!»129
128
Véase en Pérez Priego, Miguel Ángel, Poesía femenina en los cancioneros, Madrid: Castalia/Instituto
de la Mujer (Biblioteca de escritoras), 1990, p.79.
129
Marcella Ciceri, ed., Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, op. cit., pp.258-260
Aunque queda muy lejos, podríamos oponer esta figura grotesca a la visión
romántica que ofrecerá Victor Hugo en Hernani, donde el dolor de don Ruy Gómez,
enamorado de su joven sobrina doña Sol, es contemplado con gran comprensión. Éste
habla sobre la juventud de su alma enamorada prisionera en su cuerpo decrépito (“…Au
coeur, on n’a jamais de rides […] Le coeur est toujours jeune et peut toujours
saigner”131). Sin embargo, curiosamente, ambos sufrirán un proceso inverso: si el Viejo
de la obra medieval recuperará su dignidad cuando finalmente asuma la triste realidad y
todo acaba -pese al profundo desengaño que encierra el texto-, de forma serena y
provechosa para los receptores; la negativa de don Ruy a aceptar la verdad -el amor de
los protagonistas-, lo llevará, al final del drama, a la crueldad y a la deshumanización
más absoluta, convertido -ahora él- en un muñeco carnavalesco, en trágico «domino
noir»; máquina de desgracia y destrucción.
De este modo, podemos afirmar que si el carácter burlesco y crítico por la ridícula
actitud del viejo verde que observamos en la anónima refundición, acerca este texto a la
mofa carnavalesca del charivari, su importante carácter didáctico y la apacible reflexión
y aceptación de la lección final que realiza el Viejo, el cual recobra, al desaparecer la
Mujer hermosa, la entidad humana que Amor le había arrebatado (“Yo tengo mi
merecido,/ y es en mí bien empleado/ pues estando ya guarido,/ quise tornar al ruido/ do
m’avían descalabrado”132), lo relacionaría, incluso, con la comedia neoclásica.
Pensemos, por ejemplo, en El sí de las niñas de Moratín, donde Don Diego acepta
serenamente el amor de su prometida, doña Paquita, con su sobrino don Carlos, sobre
los que vuelca, satisfecho y comprensivo, todo un amor paternal que lo dignifica.
130
Ibíd., p.259.
131
Victor Hugo, Hernani, Paris: Gallimard (col. Folio), 1995, vv. 762 y 764, p.94.
132
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa», en op. cit., vv.646-650, p.231.
También él, como el Viejo, se da cuenta súbitamente del error en que estaba, engañado
por las ilusiones que habían sembrado en su alma las interesadas tías y la madre de la
muchacha (“Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba… ¡Ay de
aquellos que lo saben tarde!”133); si bien la esperanza en el amor de un futuro niño de la
joven pareja con que acaba la obra neoclásica, poco tiene que ver con esa profunda
sensación de soledad; la soledad sin solución de la vejez, que queda al final del Diálogo
medieval.
El villancico con que acaba la obra, -tal vez cantado a dúo, en opinión de Surtz134,
por el Viejo y la Mujer hermosa-, insiste, así, en una desoladora sentencia: «Quien de
amor más se confía/ menos tenga d’esperança/ que su fe toda es mudanza». Pero
muestra, asimismo, un tono pacífico y reconciliador, en el que la moraleja o enseñanza
que puedan llevarse los receptores está por encima de los caracteres de los personajes,
sometidos a esa sensatez o razón colectiva que se alza como dominadora del
sentimiento individual. La apertura al nosotros se hace, así, evidente en las continuas
apelaciones a los receptores, que inciden el la representación del texto. El Viejo utiliza,
por ejemplo, en su desengañada reflexión final, expresiones y verbos de percepción
(“como avéis visto aquí todos”, “delante vuestros ojos”) y ofrece, consciente de su
torpeza y conforme con su castigo, su propia desgracia como catártico ejemplo para
todos nosotros: «Castigá en cabeça ajena, / pues mi tormento os amuestra/ a salir desta
cadena/ y, si n’os duele mi pena, /esperá y veréis la vuestra»135; eximiendo de culpa, con
ello, al personaje femenino.
133
Fernández de Moratín, Leandro, El sí de las niñas, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas), 2005,4ªed.
p.213.
134
Roland E. Surtz, Teatro castellano de la Edad Media, op.cit., pp.52 y 53.
135
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa», op. cit., vv.686-690, p.232.
contacto físico con el anciano, animan la obra, con un chispeante tono cómico, bebido
en fuentes populares, y le otorgan un claro carácter dramático.
136
Cancionero musical de Palacio (Recopilación de Juan Vázquez); texto antologado en El amor y el
erotismo en la literatura medieval (ed. de Juan Victorio), Madrid: Editora nacional, 1983, p.230.
Como Ella y las heroínas de la ficción sentimental -Laureola y Gradisa-, a las que
aludíamos en el epígrafe 1.3; la Mujer hermosa también escapa a los condicionamientos
sociales impuestos por el patriarcado. Como dice Areúsa en La Celestina: «nunca alegre
vivirás si por voluntad de muchos te riges» y es que el querer ser de un modo y el tener
que ser de otro es un conflicto fundamental en toda la literatura del XV137. Personajes
como Melibea, se quejan –como la voz femenina del cantarcillo tradicional al que nos
referíamos-, de ese destino que las aguarda por un matrimonio de conveniencia y por no
poder gozar del amor como ellas quieren. De ahí, esa exagerada pasión por gozar de la
felicidad presente, de su realización sexual con Calisto, y ese agresivo egoísmo que la
lleva a ser no menos cruel que la Mujer hermosa, con sus propios padres:
«La sisena cosa que debe con más diligençia guardar y ver: que escoxa hombre de edat
asentada». «¡Virgen María!», dixo la doncella, «¿y qué me decís, senyora?, ¿e no sería mejor de
veynte asta en veynte y cinquo anyos?»139
137
Véase, al respecto, Blanco Aguinaga, Carlos, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala, Historia
social de la Literatura Española (en lengua castellana), vol. I, Madrid: Akal, 2000 (3ªed.), p.202.
138
Russell, Peter E., ed., La Celestina, Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea (XVI, 2ª), op. cit.,
pp.547-548.
139
Apud Blay Manzanera, Vicenta, «Las cualidades dramáticas de Triste Deleytaçión: su relación con
Celestina y con las llamadas “Artes de amores”», Revista de Literatura Medieval, 9 (1997), p.71
«¿Cómo?», dixo la doncella, «¿só yo obligada para siempre d’estar con uno si no me
plaze?»140
Este estilo coloquial y sincero y esa actitud de sorpresa y sobresalto ante lo que se
le pide, es muy similar a la de la Mujer hermosa; la cual tampoco está dispuesta a ceder
por bondad o dulzura, ante algo que no le gusta. No quiere ser dócil –o, si se quiere,
«idiota»-, por más tiempo, quiere dar su cuerpo libremente a quien ella quiera y, por
supuesto, no a ese viejo verde, que pronuncia tan vacíos requiebros por pura lascivia. En
la Mujer hermosa hallamos la franqueza de la Donzella, la desenvoltura y descaro de
Ella en las Coplas de Puertocarrero –mucho más instintiva y visceral, puesto que no
parece una dama- y, por supuesto, la libertad que reclaman para su sexo, desde ámbitos
opuestos, Areúsa y Melibea. En su abierta agresividad hay un claro rechazo a la
sumisión, aunque ello entrañe la crítica por su dureza. Así, tras el regodeo en la
descripción de la decrepitud del anciano, añade con gratuita perversidad:
Si el «ensiemplo del cavallo e el asno» del Libro de buen amor, al que nos
referíamos en el epígrafe 2.1, el pobre asno, al que el orgulloso caballo en sus días de
gloria había tirado la carga, se mofa vengativamente del equino tras su accidente, al
verlo derrotado y desempeñando tareas tan burdas; también la Mujer hermosa arremete
con sorprendente violencia contra el Viejo, como si soltara, en este acto egoísta y
malvado, toda la furia contenida no sólo en el conflicto generacional, sino también en la
soterrada contienda sexual que, como advertíamos en el Capítulo V, se daba en la época.
En esa agresividad se manifiesta la efervescencia de nuevos y modernos planteamientos
que hacían tambalearse los valores tradicionales. Pese a su esquematismo, la Mujer
hermosa, por ser mujer y joven, destapa todo un mundo en transformación, que aboga
por unos sentimientos amorosos más sinceros y libera esa voz femenina reprimida
140
Ibíd., p.73
141
«Diálogo del viejo, el Amor y la Mujer hermosa» (vv.610-620), en op. cit., p.230.
durante tantos siglos. Es como si todo el mundo femenino, reivindicado por las
escritoras medievales, saltara ahora con fuerza y orgullo, negándose a ser «asno» por
más tiempo, a obedecer sin más, haciendo un arduo trabajo que nadie reconoce, que
nadie ve.
Esa «maldad» de la Mujer hermosa está mucho menos elaborada que la del Amor
del Diálogo de Rodrigo Cota, que abrazaba al Viejo, para después despreciarlo y
ridiculizarlo mordazmente. El Amor de Cota se parece a la mujer pérfida y seductora
que con sus encantos vence la resistencia del hombre casto, a esa Eva malvada que la
tradición misógina medieval se encargó de demonizar. No hay sino recordar uno de los
cuentos moralizadores que aparecen de los Castigos e documentos para bien vivir
ordenados por el rey don Sancho IV (S.XIII), mencionado por Graziela Cándano, en
relación con la actuación de Amor en el Diálogo del converso. En él, una una bella niña
desvalida, que ha pasado mucho frío en el bosque, es acogida por la misericordia de un
ermitaño en su cueva. Éste se muestra arisco con ella, pero, finalmente, enternecido por
sus lágrimas, la coge de las manos y acaba besándola; transformándose ésta, en ese
instante, en un diablo, en forma de macho cabrío, que se ríe a carcajadas del anciano y
le dice, con maldad: «mesquino, para mientes cómo te sope yo engañar e cómo te fiz
perder en vn ora los treynta annos que has pasados…»142.
Nada tiene que ver la Mujer hermosa con ese Amor seductor de Cota y de la
tradición ascético-didáctica medieval -que en la obra anónima ha desaparecido, además,
en el desenlace porque su figura alegórica no tiene ninguna vigencia en ese mundo
materializado que triunfa a fines del S.XV y del cual da cuenta el personaje femenino-.
Y nada tiene tampoco que ver la Mujer hermosa con ese poder que se otorgaba a la
mujer por su hermosura en la literatura cortesana, pues desecha utilizar su belleza para
la seducción y si surte efecto es simplemente por su presencia física ante el anciano, por
su oposición visual a la fealdad de éste, como ya hemos comentado. La actitud del
personaje femenino se mantiene en todo momento en una fría y cruel indiferencia, que
142
Rey, Agapito, ed., Castigos e documentos para bien vivir ordenados por el rey don Sancho IV,
Bloomington, Indiana: Indiana University (Humanities Series, 24), 1952. Apud Cándano Fierro, Graciela,
«Diálogo entre el Amor y un Viejo: una mirada retórico-dialógica», art. cit., pp.271-272.
El papel de la Mujer hermosa es más franco, más más simple y sincero y, por
supuesto, más moderno. Su violenta reacción no es, ni más ni menos, que el empuje que
necesitaba esa tímida protesta femenina, que desde las trobairitz o las poetas italianas,
pasando por Christine de Pizan, Florencia Pinar o Teresa de Cartagena, venía mostrando
el injusto trato que le daba la sociedad medieval, al no dejarlas expresarse y vivir según
sus deseos.
Si poetas como Compiuta Donzella (S.XIII) -en la línea que hemos señalado para
Melibea-, se quejaban de la férrea custodia del patriarcado sobre el género femenino y
de la imposibilidad de realizarse en el amor, de acuerdo con sus propios sentimientos,
con un lenguaje muy personal y sincero; aunque –tal vez- demasiado conformista y
dulce:
143
«Cuando el mundo florece, la estación/aumenta el deleite de los amantes. /Juntos van al jardín en
comunión/de los pájaros cantan incesantes. /La gente libre ama con pasión/ y se apresuran al amor,
andantes. /Se alegra la joven sin dilación,/mientras me cercan llantos acezantes./Que mi padre me encierra
en el error,/me tiene retenida en gran lamento,/quiere casarme, contra mí, señor./Y no tengo deseo, da
pavor,/en gran tormento vivo, es mi sustento:/no me alegra la flor ni su temblor» (trad. María Rosal
Nadales), en Arriaga Flórez, Mercedes, Daniele Cerrato y Mª del Rosal Nadales, Poetas italianas de los
siglos XIII y XIV en la querella de las mujeres, Sevilla: Arcibel editores, 2012, pp.88-89.
El Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa contempla, por tanto, no sólo la
perspectiva masculina, sino también la perspectiva femenina de este personaje que tanta
fealdad destapa en el anciano y que no está dispuesto a aceptar algo que detesta.
Además, su cruel actitud realista la aleja de esa dama cortesana en la que, como explica
José Francisco Ruiz Casanova145, además de la hermosura y la inaccesibilidad,
destacaba la piedad. De nada sirve, en consecuencia, que el anciano, ante el agresivo
rechazo de la Mujer hermosa, apele a su humanidad (“Pues que tu beldad me daña, / tu
piedad, señora, invoco: / çese contra mí tu saña/ no me seas tan estraña”146). Si el
hombre divinizaba en la literatura cortés a una mujer que renunciaba a su deseo y a su
propio cuerpo a favor de su honra y su virtud; la Mujer hermosa no hace sino romper
con ese idealismo nacido de la imaginación masculina -que durante tanto tiempo tendrá
a la mujer subordinada al deseo de los demás, como demuestra, por ejemplo, la
mencionada obra de Moratín-, y alzarse -enarbolando la razón colectiva pero también su
voz individual de mujer-, para rechazar un amor que le parece ridículo y repugnante, por
mucho adorno que lo disfrace.
144
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa» (vv.634-640), en op. cit., p. 231.
145
Véase «Introducción» en Ruiz Casanova, José Francisco, ed., Diego de San Pedro, Cárcel de amor.
Arnalte y Lucenda. Sermón, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 8), 2008,5ª ed., pp. 41-44.
146
«Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa», op. cit., vv.631-633, p.230.
CONCLUSIONES AL CAPÍTULO VI
Tanto Ella como la Mujer hermosa, con su pícara ironía, con sus salidas secas y
cortantes, con su violencia verbal, con su falta de piedad y pudor, o con su «mala
educación» -si se quiere-, consiguen huir de ese papel de «belle dame sans merci» al
que las convenciones de la literatura medieval las hubieran relegado -como crueles
«enemigas» de lo humano-. Pero ambas, como hemos podido comprobar a lo largo de
todo el capítulo, son mucho más que eso.
Mientras que la Mujer hermosa, por su parte, con su mordaz esperpentización del
Viejo y su violenta respuesta a los vacíos requiebros de éste, da ese empuje definitivo
que necesitaba la tímida voz de las mujeres medievales. Ya no representa esa seductora
belleza del Amor, como sucede en el Diálogo de Cota –heredera de toda una tradición
misógina, interesada en demonizar a la mujer-, ni la divinizada y pasiva concepción de
147
«Coplas de Puertocarrero», en Teatro medieval, op. cit., vv.379-387, p. 252.
Es preciso advertir, no obstante, que tanto Ella como la Mujer hermosa, pueden
llevar a cabo su reivindicación amparadas por la inmunidad que les ofrece la risa
colectiva. Esa desmitificación del amor cortés, que ridiculiza a los dos protagonistas
masculinos, los muestra a ellos como responsables de su propio fracaso y las libera a
ellas de culpa. Curiosamente, en una época en que los moralistas prohibían reír a la
mujer decente, estos personajes se carcajean de sus congéneres masculinos y proclaman
su libertad de expresión, disfrazando su burla de lección y su actitud de razonable y
realista, en consonancia con los nuevos valores sociales que estaban triunfando.
religiosas. Como señala Milagros Rivera148, aunque las obras de Hrotsvitha no llegaran
a representarse como teatro (tema todavía en discusión), se leerían, sin duda, durante las
comidas o en otras ocasiones y harían no sólo reír, sino también tal vez carcajearse, a las
monjas y canonesas de Gandershein, por lo que habrían cumplido su función
reivindicadora.
148
Rivera Garretas, Mª Milagros, Textos y espacios de mujeres, op. cit., p.104.
CAPÍTULO VII.
PERSONAJES FEMENINOS EN
CLAVE OPTIMISTA Y
CONCILIADORA: SEIS PIEZAS
PROFANAS DE JUAN DEL
ENCINA Y LUCAS FERNÁNDEZ
Capítulo VII.
Personajes femeninos en clave optimista y conciliadora: seis piezas profanas de Juan
del Encina y Lucas Fernández 437
Estas pastorcillas que llegan al teatro medieval profano, van a ofrecer un camino
de felicidad y regocijo, superador de las tristezas que puedan atormentar la vida del
hombre. Si el sacrificio caballeresco se ofrecía como un camino de perfeccionamiento
espiritual individual y solitario, que se reservaba en exclusividad, como preciado y raro
galardón, al varón enamorado; en estas piezas, ese sentimiento amoroso que se
enseñoreaba –como hemos visto- de las relaciones sociales de la corte del
Cuatrocientos, se torna más asequible y concreto y se abre al «nosotros», en esos
villancicos aleccionadores sobre los poderes y las paradojas del amor, con los que
acaban estas obras. Los enamorados contagian su alegría a los demás personajes y al
público de las representaciones, haciendo que todo el mundo participe en los cantos y
bailes que las cierran. La música, de la que los dos autores eran maestros, sirve para
acentuar ese carácter colectivo del arte que necesita la representación teatral y sus
armonías se adaptan, perfectamente, al tono conciliador que persiguen, vencedor del
conflicto generacional, social o sexual que subyace y estalla en ellas.
patriarcado, tenían establecido para las mujeres. Su discurso se libera de ese sesgo
amargo o desmitificador, procedente de la perspectiva del autor, que salpicaba la
expresión de la dama de Puertocarrero, o de la universal sentencia negativa sobre el
amor en la vejez, que veíamos en las duras palabras realistas de la Mujer hermosa. El
estilo de las pastoras es un estilo fresco y popular, que se adecúa, en principio, a su
disfraz rústico –aunque pueda variar según las circunstancias-, y que deja ver también,
por otro lado, su habla propia de mujer, de su ser en femenino, con todo lo que ello
conlleva.
Esto es, para analizar el papel de las pastorcillas del teatro medieval, nos
centraremos en dos obras de Encina (Égloga en requesta a unos amores y su
continuación, Égloga de Mingo, Gil y Pascuala) y en dos obras de Lucas Fernández
(Comedia de Brasgil y Beringuella y Farsa o quasi comedia de Prauos y Antona).
necesitaba, siguiendo a Virginie Dumanoir (Capítulo III, epígrafe 4.1), que la mujer
bajara de su pedestal de hermosura y, venciendo su frío silencio, hablara al hombre1.
Esta tímida toma de la palabra por parte de la mujer, que hemos ido desentrañando a
través de los capítulos anteriores, con el estudio de las obras de escritoras medievales
(las trobairitz y poetas italianas, las autoras místicas, María de Francia, Eloísa, Christine
de Pizan, Teresa de Cartagena, Florencia Pinar…) y con la protesta de muchos
personajes literarios femeninos a su falta de libertad (las heroínas de la ficción
sentimental, las voces femeninas de la lírica popular y los romances, las de los
cancioneros, Melibea, Ella, la Mujer hermosa…); toma, finalmente, una inesperada
fuerza con el teatro amoroso-pastoril de Juan del Encina y Lucas Fernández que aquí
nos ocupa.
1
Dumanoir, Virginie, «Cuando la palabra la tienen las mujeres: voces femeninas en los romances viejos
de los cancioneros manuscritos del siglo XV y principios del XVI», en Cancionero General, 2, 2004, pp.
33-52.
2
Bustos Táuler, Álvaro, « ‘Sonriéndome estoy’: Juan del Encina y sus pastores ante la tradición cómica y
dramática», en Díez Borque, José Mª (dir.), ¿Hacia el gracioso?: comicidad en el teatro español del siglo
XVI, Madrid: Visor Libros (Biblioteca Filológica Hispana, 154), 2014, p.18.
3
Véase Valero Moreno, Juan Miguel, ed., Lucas Fernández, Farsas y Églogas I. Profanas, Salamanca:
Universidad de Salamanca, 2002, p.19.
4
Ruiz Ramón, Historia del Teatro español (Desde sus orígenes hasta 1900), Madrid: Cátedra, 8ªed., p.35
5
Blanca Ballester subraya la variedad de voces y personajes que en los villancicos pastoriles de Encina,
contribuyen a dar dinamismo y musicalidad -rasgos característicos también de su teatro- y destaca,
precisamente, la humanización que la mujer alcanza ya en ellos (véase su trabajo «Juan del Encina:
compositor, poeta y dramaturgo»; inscrito dentro de los proyectos del grupo de Investigación
Consolidado Aula Música Poética, 2009 SGR 973, financiado por la Generalitat de Catalunya).
6
Véase Capítulo IV, epígrafe 3.3 y Capítulo VI, epígrafe 1.3; donde se comentan respectivamente dos
fragmentos de ambas obras, en relación con los engaños masculinos a las mujeres.
7
Russell, Peter E., ed., La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea (XVII, 3ª), Madrid:
Clásicos Castalia, 2007, 3ªed., p.548. Véase, a este respecto, Capítulo VI (epígrafe 1.3), donde se
relaciona esta escena celestinesca con las Coplas de Puertocarrero y, en especial, con la actitud de Ella.
8
«Comedia de Brasgil y Beringuella» (vv.65-66), en Canellada, Josefa, ed., Lucas Fernández, Farsas y
Églogas al modo y estilo pastoril y castellano, Madrid: Castalia, 1976 (ed. digital Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes).
9
Huizinga, El otoño de la Edad Media, Madrid: Alianza Ensayo, 2001, p.103. Esta misma idea la hemos
referido para explicar la situación de distanciamiento irónico de Ella y la Mujer hermosa en su
desmitificación del ideal cortés (Capítulo V, epígrafe 1.3)
duda en analizar, con detalle. Desde su ignorancia villana, no sabe bien apreciar la
sortija que le regala –pues es un detalle de corte, que se aleja de los típicos pajarillos
(abubillas, avutardas…), que estas pastoras solían recibir como presentes-, y pregunta
por ella, estableciendo una similitud con objetos que ella conoce, desde su joven
experiencia femenina en cintillas y aros: « ¿Es gujeta o es cintilla?/ ¿O filet’es o
manija?» (vv.165-166) y también ella le da, a cambio, una prenda: ese «orillo de color»,
que lleva siempre consigo.
Olalla, por su parte, habla con la serenidad de la casada, que ya ha llegado a esa
vida tranquila y risueña en la que las otras dos, más jóvenes, se disponen a entrar al final
de las obras que protagonizan. Ajena ya a las recuestas de amores, destaca la belleza de
Beringuella, a la que le desea lo mejor, en el regocijo colectivo de la fiesta (vv.560-
576); aunque, curiosamente, no puede evitar burlarse del orgullo de la joven, a la que no
hay quien le hable de tan guapa y distinguida que se cree (“ño hay quien la habre ya ni
vea”), e incluso pudiera mostrar ciertos celos de su hermosura. Así, cuando su marido
alaba la belleza de la joven (“Toda está recrestellada”, v.566), Olalla suelta
rápidamente, con gran dosis de ironía, ese: «Verá, el ojo le guindea» (v.567). En esa
despedida, incluso, que se dedican la mujer madura y experta (“Déxete en bien llograr
Dios”, v.576) y la joven (“Y a ti no quiera olvuidar”, v. 567), hay cierta picardía y cierta
tendencia a esa falsedad en la camaradería de las mujeres, que denunciara cómica e
irreverentemente el arcipreste de Talavera, al mostrar la envidia interna que las féminas
muestran ante la belleza y el arreglo de las otras, aunque sean parientes o amigas:
[…] toda muger, quandoquier que vee otra de sý más fermosa, de enbidia se quiere morir.
E desta rregla non saco madre contra fija, nin hermana, prima nin parienta, que de pura
malencolía muérdese los beços, e la una contra la otra collea como mochuelo 10
Con todo, en ese tono desenfadado con que acaba la obra prevalece la burla
juguetona a cualquier tipo de resentimiento.
10
Ciceri, Marcella, ed. Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, Madrid: Espasa-Calpe
(Austral, A 95), 1990, p.179.
En palabras de Alicia Martínez Crespo: «la mujer del S.XV va a intentar por todos
los medios parecerse a las damas que cantan los poetas y alcanzar el canon de belleza
ideal a través de una transformación de su cuerpo, objetivo que conseguirán con recetas
y prácticas apropiadas»12, pues era muy difícil encontrar esos cabellos rubios, esas
manos blanquísimas, esos labios rojos, esas uñas de rubí o esas cejas negras y finas -
rasgos ideales de belleza femenina de la época-, por nacimiento. De ahí que las mujeres
desoyeran, normalmente, todas esas diatribas que contra su sexo propagaran las remedia
amoris, que veían en el uso de cosméticos una grave perversión femenina y las
utilizaran, aunque fueran caras y, algunas de ellas, dolorosas o incómodas. Además, este
artificial arreglo femenino logra hacer más feliz a Menga, pues mejora su aspecto y
también al final es alabada, dejando su papel de pastora mediocre y segundona –como
veremos-. La cariñosa complicidad entre ambas pastoras, que podrían haber sido rivales,
pues el esposo de Menga prefería a Pascuala, da cuenta de ese mundo de solidaridad y
compañerismo entre mujeres, que también reflejan las escritoras de la «Querelle» en la
vida real. Ese mundo femenino, que se siente unido ante la desprotección que la
sociedad patriarcal le ofrece, se muestra, la mayor parte de las veces, ajeno a las pugnas
y ambiciones masculinas.
11
«Égloga de Mingo, Gil y Pascuala», (vv.385-392), en Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Juan del Encina,
Teatro completo, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 339), 1991.
12
Marínez Crespo, Alicia, «La belleza y el uso de afeites en la mujer del siglo XV», Dicenda. Cuadernos
de filología hispánica, 11(1993), p.207.
El papel de Pascuala es, ciertamente, muy destacado, de entre todo este conjunto
de églogas pastoriles que estudiamos. En ella está esa mujer activa en la vida cultural,
que puede ya expresarse con libertad y que va a señalar, con total independencia del
discurso masculino, sus propios gustos e intereses, mostrando un camino conciliador,
capaz de ilusionarnos con un cambio provechoso, que no atienda a vacíos fingimientos,
sino a comportamientos más naturales y auténticos; que sepa extraer, tanto de lo
cortesano como de lo campesino, aquello que pueda procurar la felicidad de hombres y
mujeres. Aunque también las demás pastoras muestran, sin duda, la expresión propia de
distintos tipos de mujeres que conocía la sociedad del Cuatrocientos y de las distintas
actitudes ante la vida de éstas, bien sea desde la sumisión y el temor de Menga, el
gracioso materialismo de Beringuella, la actitud realista y desconfiada de Antona o la
satisfacción tranquila de Olalla –no sin su dosis de humana picardía-.
13
Véase «Introducción» de Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., en Marqués de Santillana, Poesía lírica,
Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas 475), 1999, pp.44-45.
14
Riquer, Martín de, Los trovadores.Historia literaria y textos, I, Barcelona: Ariel, 2001, 4ªed., p.63.
vestuario, con los pertinentes toques realistas de rusticidad castellana, de las pastorcillas
de nuestro teatro medieval y en esa actitud cantarina y risueña que veremos en pastoras
como Pascuala o Beringuella- (…“cap’e gonelh’e pellissa/vest e camiza treslissa,/
sotlars e caussas de layna.”15); se inicia el cortejo y esa interesada ponderación de la
belleza de la pastora, que incluso Andrés el Capellán –acérrimo detractor del amor
rústico-, hubiera justificado para conseguir los favores sexuales de la villana16. El
caballero se atreve a insinuar, en este sentido, que sería mucho más hermosa si hiciera el
amor con él, consciente de su superioridad cortés:
15
«…vestía capa, saya y pelliza, y camisa de terliz, zapatos y medias de lana», Marcabrú, «L’autrier
jost’una sebissa» (14), en Martín de Riquer, op. cit., vv.5-7, p.180.
16
Véase Rodríguez Santidrián, Pedro, ed., Andrés el Capellán, Libro del amor cortés, Madrid: Alianza
editorial (L5085), 2006, pp.177-178; donde ante el amor con una villana, se aconseja aprovechar la
oportunidad de un lugar idóneo y emplear, incluso, la fuerza si fuera preciso para saciar el deseo:
«porque, si no va por delante el oportuno remedio de su pudor con una pequeña coacción, difícilmente
podrías mitigar su resistencia aparente hasta llegar a confesar que están dispuestas a entregársete en
dulces abrazos o a permitirte gozar de los placeres que de ellas esperas».
17
« “Moza”, dije yo, una gentil hada os dotó, cuando nacisteis, de una acrisolada hermosura, superior a la
de cualquier otra campesina, y os sería aumentada el doble si me viera yo una vez encima y vos debajo
[de mí]», en Riquer, op.cit, vv.43-49, p.182.
18
«…pero no quiero, a cambio de un mezquino peaje, mudar mi doncellez por el nombre de ramera», en
Riquer, op.cit, vv.68-70, p.183.
cara placiente
fresca como rosa,
de tales colores
qual nunca vi dama,
nin otra, señores21
…en verdad
la vuestra beldad
saldrá desd’agora
dentr’estos alcores,
pues merece fama
de grandes loores22
Y, por supuesto, ésta –tan sensata como Pascuala- no acepta al caballero hasta que
éste no muestra su intención de hacerse pastor; sugiriéndose, en ambos casos, la feliz
19
«…tendréis por recompensa al marcharos: ¡Pásmate, bobo, pásmate! Y un plantón a mediodía» (vv.54-
56)… «…Dice la gente vieja. Allí el juicio hace falta donde no se guarda la mesura» (vv.81-83), en
Riquer, op.cit, pp.183-184.
20
III, [Yllana, la serrana de Loçoyuela], en Marqués de Santillana, Poesía Lírica (ed. Pérez Priego), op.
cit., vv.23-24, p111.
21
IV, [La moçuela de Bores], en Marqués de Santillana, Poesía Lírica (ed. Pérez Priego), op. cit., vv.13-
17, p113.
22
Ibíd., vv. 19-24, p.113.
unión de los protagonistas, bien con el «encubrimiento cómplice de las flores del campo
de Espinama»23, bien envueltos en la soledad de la noche, tras ser oportunamente
abandonados por el pastor rival, Mingo, que se va a llorar su derrota hasta que llega el
alba.
[…] lejos ya de las convenciones que sustentaron la cultura provenzal, lejos de los
consejos del capellán Andrés, la pastora se valora ya como persona (al margen de un mundo
donde sólo la dama casada tenía entidad social suficiente), hasta el punto de que el poeta pueda
prometer o proponer a la pastora hacerse él también pastor 24
23
Véase Pérez Priego, Miguel Ángel, Literatura española medieval (El siglo XV), Madrid: Editorial
Universitaria Ramón Areces/ UNED, 2010, p.74.
24
Hernández Esteban, María, «Pastorela, ballata, serrana», DICENDA.Cuadernos de filología hispánica,
3 (1984), p.93.
25
Véase, a este respecto, Haro Cortés, Marta, «La teatralidad en los villancicos pastoriles de Juan del
Encina», en Beltrán, Rafael, Marta Haro, Josep Lluís Sirera, Antoni Tordera (eds.), Homenaje a Luis
Quirante. Anejo L de la Revista Cuadernos de Filología, València, Universitat de València, Facultat de
Filologia, I: Estudios Teatrales, 2003, pp. 191-204. Se ha consultado en edición digital de la Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2014 (http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc37930).
Esta autora defiende que los villancicos pastoriles de Encina son un «preámbulo entre la poesía y el
teatro» y desvela numerosas marcas teatrales en ellos, relacionándolos con el fasto cortesano y la
representación.
En lugar de recurrir al clásico motivo rústico de las pullas entre pastores (como quizá sería
esperable en una composición en la que dos pastores presumen de sus zagalas), Encina vuelve a
los suyos mucho más refinados y establece un canon de belleza femenina pastoril y de todo el
proceso del cortejo. Los vestidos, los regalos, las descripciones físicas se sitúan en ámbito rústico
o popularizante, pero el diseño de las composiciones y los patrones literarios que subyacen
pertenecen al ámbito cortesano de la lírica de cancionero 27.
En efecto, como explica este autor, no sólo se alude a las virtudes físicas de las
pastoras, sino también a sus dotes intelectuales: «muy sabionda en demasía» (v.58), con
una la habilidad característicamente cortesana: «echa cuando no me cato/ un mirar de
travesía» (vv. 50-51) y los vestidos que se describen, aunque pertenecen al ambiente
campesino (capa, manto, faja), están cuidadosamente elaborados y cuentan con
sofisticados adornos, mostrando ese gusto en el vestir y el esmero, que hemos descrito,
para las damas cortesanas: «Azul se viste y pardillo/de quien soy namorado/ adoques de
colorado/ y las cintas de amarillo» (vv.90-91)… «Mi dama, buen capillejo/ y alfardas
bien orilladas, /buenas bronchas granujadas, / buen manto del tiempo viejo, /y çapatos
26
Rambaldo, Ana Mª, ed., Juan del Encina, Obras completas, Madrid: Espasa Calpe, 1978, p.346-347.
Apud Ballester Morell, Blanca, «Juan del Encina: compositor, poeta y dramaturgo», art. cit.
27
Véase Álvaro Bustos, «Sonriéndome estoy…», en op.cit., p.32.
de bermejo/y faxa de polecía» (vv.95-100)28. Todo ello muestra la sofisticación con que
se mostraba la indumentaria femenina. Recordemos, a este respecto, la magnificencia y
el lujo que en el vestir de la pastora hacen gala algunos poemas, como el que referíamos
del Marqués de Santillana en el epígrafe 1.2.2 del Capítulo V, ese «Cantar a sus fijas
loando su fermosura».
Viniendo de la Campanna,
-y el sol se retraýa-
vi pastora muy loçana
que su ganado recogía.
28
Ibíd.
29
Véase esta evolución de la pastorela a la égloga en Pérez Priego, Miguel Ángel, «La égloga
dramatizada», en López Bueno. Begoña (ed.), La Égloga, Sevilla: Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Sevilla, 2002, pp.77-89.
30
Véase Carvajales, «Arca Roma» (CLI), en Salvador Miguel, Nicasio, Cancionero de Estúñiga, Madrid:
Alhambra, 1987, vv. 1-12, pp. 622-623.
papeles coreográficos de Menga y Olalla, que a veces se podían dar en la pastorela con
la presencia de los padres de la pastora que trabajaban las tierras cercanas o de pastores
amigos); estas pastoras se encuentran más próximas a las serranas del folclore
peninsular en su simpleza y rusticidad –aunque sin llegar nunca, por supuesto, al grado
de grosería de las campesinas de Juan Ruiz31; auténticas caricaturas de las bellas
pastoras francesas-.
31
Monique de Lope señala la inversión de los valores del amor cortés que se produce en el encuentro del
arcipreste con las fieras serranas. Esta autora destaca, concretamente, la estrofa 990, donde el personaje
femenino descalifica la retórica cortesana del masculino, para sugerir una práctica amorosa más directa,
urgida por su deseo sexual (“dixo: ¡Non sabes el uso/como·s doma la res muda?/quiçá el pecado te
puso/esa lengua tan aguda./Si la cayada te envío…”). Véase cap. VI «La poesía en tiempos de Juan
Ruiz», en Jean Canavaggio (dir.), Historia de la Literatura Española. Tomo I. La Edad Media,
Barcelona: Ariel, 1994, p. 144.
32
«Canción suya, de Caruaiales» (CXLI), en Cancionero de Estúñiga, op. cit., pp.602-603. Esta
composición comienza con ese: «Desde aquí quiero iurar, / sy voluntad non me enganna, / de iamás amar
uillana”, cuyo último verso se repite machaconamente al final de cada estrofa y, sin duda, está en
consonancia con otras composiciones del autor en las que caricaturiza esperpénticamente a la serrana.
Quizá la más violenta sea CLV: «Vestida muy corta de panno de eruage, / la rucia cabeça traýa
tresquilada/ las piernas pelosas bien como saluage, / los dientes muy luengos, la fruente arrugada, / las
tetas disformes atrás las lançaua/calua de un oio, anfibia, barbuda, / galindos los pies que diablo
semblaua» (op. cit, vv.5-12, p. 634).
Tal vez, en este sentido, fuera mejor relacionarlas con la bella serrana de Navafría
del Comendador Segura; composición que aparece en el Cancionero de Palacio seguida
de las respuestas del propio Santillana y de García de Pedraza 33; poetas cortesanos que
no están interesados en conseguirla para ellos, sino que, admirados de su hermosura,
muestran su preocupación por la boda de la muchacha. Así, frente al rústico
pretendiente que le ha buscado su padre, le aconsejan a un tal hijo de «Mingo Vexa» u
«Oveja», que la sabrá tratar mejor, haciendo posible el sentimiento amoroso entre
pastores:
33
Véanse Serrana. Comendador Segura (XXVIII) y composiciones siguientes (XXIX y XXX) de Ényego
Lopeç de Mendoça y Garçía de Pedraza, en Álvarez Pellitero, Ana Mª, Cancionero de Palacio,
Salamanca: Junta de Castilla y León, 1993, pp.29 y 30.
34
Horozco, Cancionero, pág. 167 (nº 438), en Frenk Alatorre, Margit, ed., Lírica española de tipo
popular, Madrid: Cátedra, (Letras Hispánicas, 60), 1990, 8ª ed., p.193.
35
«Égloga de Mingo, Gil y Pascuala», (vv.539-540), en Pérez Priego, ed., Juan del Encina, Teatro
completo, op. cit, p.188.
ni igual ni mediano36
No obstante, si este ardid va a pesar mucho sobre un personaje como Flérida, que
se debate interiormente entre los sentimientos hacia ese hortelano que oculta a Don
Duardos y su deber de princesa, que le impide fijarse en alguien de tan baja condición
social; en las dos églogas encinianas que ahora nos ocupan, el tono lúdico de la
representación hace que cambiar el estatus social sea tan sencillo como cambiar de ropa.
Igual da a Pascuala –ajena, en su humildad, a esa tiranía de la honra que tanto afecta a
las heroínas sentimentales y caballerescas- pertenecer a uno u otro estatus social, pues
para ella lo importante es el amor y, de su mano, van los demás personajes. De todas
formas, el Escudero lo tiene más fácil que Flérida o Felicina, pues es preciso advertir
que, durante muchos siglos, en estas situaciones amorosas de diferencia social, ha
estado peor vista la unión de una dama de alta condición con un hombre de inferior
clase que al revés -como han mostrado muchas obras literarias; reflejo de la menor
importancia social de la mujer-37.
36
«Tragicomedia de Don Duardos» (vv.1590-1593), en Thomas R. Hart, ed., Gil Vicente, Teatro,
Madrid: Taurus, 1983, p.171.
37
VéaseTorremocha Hernández, Margarita, La mujer imaginada. Visión literaria de la mujer castellana
del Barroco, Badajoz: @becedario, 2010. Esta autora afirma: «…lo que debía contar era la categoría
social del marido, siendo la de la esposa mucho menos relevante, pues para casarse, al caballo has de
mirar, que a la yegua no has de catar» (p.76).
yo jamás os dexaré;
quanto mandardes haré
libremente sin temor38.
Si las elitistas normas del amor cortés ofrecidas por Andrés el Capellán, negaban
que el amor entre plebeyos pudiera ser como el de los nobles, y aconsejaba a estos
últimos no enseñárselo a los labriegos para que no descuidaran sus labores campesinas:
Al labrador le basta el trabajo diario y los placeres continuos del arado y el azadón. Pero,
aunque alguna y rara vez pudiera suceder que, contra su misma naturaleza, se vieran picados por
el aguijón del amor, no es conveniente enseñarles la doctrina del amor. Porque mientras piensan
en actividades ajenas a su condición, echaremos en falta que las tierras que suelen fructificar,
gracias al trabajo de su propietario, se tornan estériles por falta de alguien que las cultive 39
Con esta renuncia –no sin nostalgia y talvez sólo por un tiempo (vv. 369-372)- de
los pastores a la ingrata y áspera vida del campo, Encina muestra esa búsqueda de
refinamiento o dignificación del mundo pastoril, que desembocará, más tarde, en la
figura idealizada de Fileno; totalmente ajeno ya al ganado, a la comida o al juego que
tanto preocupaban a los pastores rústicos y que, con esmerada expresión, dedica su
tiempo a cantar, gravemente, sus cuitas de amor en un entorno natural embellecido,
donde su disfraz pastoril es tan sólo un pretexto. En este sentido, y con una gran dosis
de humor, descubrimos a Mingo, cubierto con el sayo que le ha prestado Gil y con el
bonete de lado, ensayando la pose que debe adoptar el amante cortesano, siempre
dolorido y contrariado por el rechazo de la amada –que Mingo dice conocer bien por el
desdén de Pascuala- y que pone en evidencia la falsedad y amaneramiento de estos
manidos tópicos amatorios, más aprendidos que sentidos:
38
Ibíd. (35), vv.249-256, p.180.
39
Rodríguez Santidrián, Pedro, ed., Andrés el Capellán, Libro del amor cortés, cap. 11 «El amor de los
labriegos», Madrid: Alianza Editorial (L5085), 2006, p.177.
Pero, si Mingo es un personaje situado en ese paso intermedio entre el pastor rudo
y el refinado –esto es, combina su carácter cómico de escenas como la anterior o como
la que le lleva a enumerar los muchos regalos que hará a Pascuala si lo acepta, con la
galantería que supone cortejar a la bella pastora con una rosa o con su gallardía natural,
que admira a Gil cuando lo ve con sus ropas de domingo-; Pascuala está ya plenamente
idealizada. Tanto en ropas pastoriles como en ropas cortesanas, la pastora sorprende con
su gracia y hermosura –recordemos que, si en la primera parte, el escudero la piropea
diciéndole: «Tienes más gala que dos/ de las de mayor beldat»41; Menga, al verla
vestida de cortesana, suelta ese: «¡Dome a Dios que ya semeja/ doñata de las de villa»42,
asombrándose de que una muchacha «…que nunca fue criada/ sino en terruño
grosero»43 resulte, de repente, tan distinguida-. Esto es, sus dones quedan por encima de
su pertenencia a una clase social u otra. Lo que se valora de ella es su interior.
40
Ibíd (35), vv.437-460, pp.185-186.
41
Ibíd., vv.53-54, p.163.
42
Ibíd., vv.259-260, p.180.
43
Ibíd., vv.271-272, p.180.
Todos los calificativos que Pascuala recibe de los otros tres personajes son
elogiosos. Así, si Mingo la llama «bella», «lozana», «garrida», «hermosa», el escudero
destaca su «galanía», que está muy por encima de la «grossería» del pastor y es tratada
cariñosamente por éste con los diminutivos de «pastorcica» o «carilla» y hasta con el
apelativo de «bendita zagala», cuando ésta decide escuchar su plática cortesana,
desoyendo las recomendaciones de Mingo. Y también en la segunda parte recibe la
admiración de Menga que, lejos de considerarla una rival, la tiene como maestra; ya que
ella ya ha estado ya en el palacio ducal y sabe cómo hay que comportarse en tan
exquisitas circunstancias o los pasos que hay que dar para mudar su aspecto, cuando, a
petición de Mingo, decide hacerse ella también cortesana. Los diminutivos de
«Pascualilla» o «Pascualeja» son reflejo del cariño y la complicidad que Menga siente
por la protagonista.
Pascuala, por tanto, no sólo destaca por su belleza, exaltada como extraordinaria
tanto por el pastor como por el Escudero; sino, especialmente, por su honradez, su
serenidad, su gentileza y su excepcional inteligencia; que la convierten, además, en un
personaje fuertemente individualizado. La la dulzura de su carácter y su prudencia están
en paridad con su hermosura.
Así, no coquetea con Mingo, rechazándolo, desde el principio, por ser él casado y,
aunque de forma cortés le agradece esa rosa de «chapados olores», se muestra más
esquiva, huyendo del contacto físico con él, cuando éste se acerca para pedirle un anillo
o una pulsera en prenda de su amor –situación dinámica, que ya se daba en las Coplas
de Puertocarrero y en el Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer hermosa-: «¡Tirte, tirte
allá, Minguillo,/ no te quellotres de vero!»44. Y tampoco acepta a la primera al
Escudero, no creyendo en sus piropos cortesanos sobre la belleza ni en las riquezas y
finuras que dice estar dispuesto a darle. Conocedora de la fama de burladores que tienen
los cortesanos, lo rechaza –también como a Mingo- dos veces, antes de que se produzca
el violento enfrentamiento dialéctico entre los dos rivales.
44
Ibíd., vv.41-42, p.163.
Ambas son requeridas por sus parejas cuando éstos ya han rendido pleitesía a los
duques y cumplido la misión que les llevara allí y se deciden a bailar y cantar para
festejar el amor que se tienen; siendo el papel de la mujer imprescindible en estas
situaciones de regocijo colectivo. El villancico que entonan (“¡Gasagémonos de huiza/
qu’el pesar/ viénese sin le buscar!”) a mitad de la obra, tiene, además, una clara función
dramática: su invitación a alejar las penas y a disfrutar de la vida pretende alejar el
resentimiento del alma de Mingo, aún dolido como un niño por su derrota amorosa, y
que acaba de decir a Gil que no quiere seguir componiendo música. Por otro lado, su
exaltación del placer y esa fusión entre pastores y cortesanos-espectadores al son de la
música, que rompe –como hemos dicho- el límite realidad-ficción, evoca en Gil la
45
Ibíd., vv.189-190, p.168.
46
Ibíd., vv.176-177, p.177.
47
Ibíd., vv.171-172, p. 177.
nostalgia de la vida cómoda y ociosa de la corte, a la que dice, acto seguido, querer
tornar y que abre, propiamente, el conflicto que da lugar al desarrollo de la acción
dramática.
48
Gil Vicente, Tragicomedia de Don Duardos, vv.769-770, en op. cit., p.148.
49
«Égloga de Mingo, Gil y Pascuala», vv.377-378, en op. cit., p.183.
50
Ibíd., vv.393-396, p.184.
De todas formas, queda claro que sobre la voluntad de los propios personajes
actúa siempre una fuerza superior; el infinito y caprichoso poder de Amor, a cuyos
designios nadie puede escapar, según el tópico del «Omnia vincit Amor» -tan grato
tanto a la poesía cancioneril como a la exaltación amorosa propia del Renacimiento-, y
que hace que los personajes mismos se asombren de ese extraordinario cambio que
51
Ibíd., vv.387-392, p.184
52
Ibíd., vv.381 y 383, p.183.
53
Ibíd., vv.472-496., p 187.
La urgente necesidad física del pastor y su rudeza distan mucho, en efecto, de esa
espiritualidad cortesana, que tan toscamente pretende imitar al comparar su estado de
dolorido amante, no con los símbolos y conceptos tópicos en la poesía cancioneril, sino
con animales de su entorno campestre:
54
Ibíd., vv.530-33 y 544-45, p.188.
55
«Comedia de Brasgil y Beringuella» (vv.16-22), en Fernández, Lucas, Farsas y Églogas al modo y
estilo pastoril y castellano, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999 (edición cotejada con
la de Josefa Canellada).
56
Ibíd., vv. 126-127.
57
Ibíd., vv.114-116.
58
Andreu Coll estudia ampliamente la disposición estrófica de la obra en relación con su funcionalidad
dramática en «Métrica y tensión dramática en la Comedia de Bras Gil y Beringuella de Lucas
Fernández», en Güell, Mónica y Françoise Déodat-Kessedjian (Coord.), El placer de las formas en la
literatura medieval y de los Siglos de Oro, 2008, pp.215-226.
59
Ibíd. (55), vv.65-88.
La graciosa y movida batalla entre Brasgil y Beringuella acaba felizmente, con ese
intercambio tierno y sincero de joyas y palabras de amor, habiendo éstos abandonado ya
el papel de ataque-defensa característico del varón y la doncella, respectivamente y que
se corona con una alegre cancioncilla en exaltación del amor pastoril. En esta escena, el
léxico cariñoso (“carilla”, “boballa”…), cargado semánticamente de matices positivos,
que tienden a equiparar la nobleza de este amor con el valor de las joyas que se
intercambian (“linda”, “marauilla”, “grolia”, “loor”, “allegrar”, “orillo”, “rico”, “marcha
buena”…), ha desplazado completamente a la abundancia de términos tristes, referidos
al estado anterior de Brasgil (“cuytado”, “aojado”, “afición”, “desventura”…) de la
secuencia precedente. La entonación se vuelve también aquí más suave, menos
60
Ibíd., v.128.
61
Ibíd., v.129.
62
Ibíd., vv.121-122.
63
Ibíd., vv.123-124.
64
Ibíd., vv.105-106.
entrecortada y con oraciones más extensas; aunque la jovial emoción por los presentes
recibidos rompa, a menudo, este feliz sosiego con exclamaciones llenas de alborozo (“es
gujeta o es cintilla?... ¡Cómo es linda a marauilla!”… “¡Ha, pardiós! En mi conciencia.
¡O, cuán linda nigudencia!...”65), que funden e igualan a los dos personajes, varón y
doncella, en ese amor fuerte y puro que se manifiestan mutuamente, lleno de ilusionada
juventud, que los eleva, en este dulce momento, por encima de la mediocridad del
mundo.
65
Ibíd., vv 165-195.
66
Jesús Mairé Bobes explica que ambos varones se esfuerzan en imitar las costumbres de la nobleza y
que con ello Lucas Fernandez satisface al público cortesano, que disfrutaba con la ridiculización de esos
villanos ricos, que querían pasar por distinguidos, sin serlo. De esta forma, Juan Benito ofrece a su nieta
un recel, un colchón viejo y una manta y concluye con el cómico: «y aun si quieres más alhajas,/también
les daré las pajas», para emular esa dote femenina en la que se incluían objetos y ropas para adornar la
casa; mientras que Brasgil, pretende regalar a su futura esposa, también imitando las caras joyas que se
ofrecían a las novias nobles, «cercillos sobredorados», «gorgueras bien labradas», «sortijas prateadas»…;
véase su artículo «Los villanos ambiciosos del teatro renacentista», Archivum, 46-47 (1996-1997),
pp.300-301.
67
«Comedia de Brasgil y Beringuella, vv.274-276, en op. cit.
68
Ibíd., vv.89 y 56.
69
Ibíd., vv.480-481.
70
Ibíd., vv.564-565.
71
Ibíd., v.569
parece, además, estar en consonancia con esas graves palabras, llenas de nostalgia, que
Juan Benito –despojado por breves instantes de su papel de rústico pastor- pronuncia
sobre el inescrutable paso del tiempo, definiendo la mocedad como «…flor/ que sale
fresca al aluor/ y a la tarde mustia está»72; definición que rompe, a modo de moraleja,
ese tono humorístico predominante en la pieza. Éste se recupera, no obstante, con
extraordinaria rapidez, en el baile colectivo que instiga Brasgil con la fuerza fogosa de
su amor joven:
El ansia de gozar mientras se pueda –que sólo excluye del baile, por voluntad
propia, al viejo y envidioso Juan Benito-, alimenta, así, la alegre violencia del villancico
final.
72
Ibíd., vv.580-581.
73
Ibíd., vv.605-608.
También es muy breve la intervención de la bella pastora Antona, que huyó del
pastor Prauos cuando éste pretendía acercarse a ella; ocasionando a éste un dolor tan
profundo, que lo encontramos en el monólogo que abre la obra dispuesto, como Fileno,
a suicidarse por no poder dejar de amar a quien no le da ninguna esperanza y ha
transformado su vida en una tortura constante. Este personaje femenino no tiene apenas
entidad: se trata sencillamente de una pastora obsesionada por su honra, que teme ser
burlada por el pastor y sólo lo acepta cuando éste le da palabra de matrimonio.
Aparece ya al final de la obra, como Olalla, para dar una salida feliz al conflicto
sentimental planteado por Prauos, que ni el Soldado, con sus consejos de ciudad, ni
Pascual, con sus consejos pastoriles, han sabido aliviar. Éste último, sin embargo, es el
que lo resuelve todo, pese a su zafiedad, pues al enterarse de qué zagala del lugar
(Antona de Doninos) es la que ha ocasionado en su amigo tan profundo dolor, se
compromete a casarlos ese mismo domingo, convirtiéndose, al llamarla, en eficaz
mediador de estos amores; suplantando, curiosamente a esa «bendizidera» o «sabionda
vieja», que menciona al principio, incapaz de explicarle de dónde procedía ese ardor
amoroso que le hacía «colgar la bava» (vv.41-50). Así, en la recuesta, en lugar de hallar
solamente dos voces -la del suplicante enamorado y la de la resistente muchacha-, nos
encontramos aquí con que Prauos es ayudado en su petición tanto por el Pastor como
por el Soldado; ambos sirven de coro a los lastimosos ayes de desesperación y muerte
que exhala Prauos, ante los continuos y secos rechazos de la testaruda Antona, en un
juego de voces que se repite musicalmente, en el que a las súplicas de los tres
personajes masculinos sigue la contundente negativa femenina:
y si la cruz me jurasses
y me tomasses
75
por tu esposa, me daría .
74
«Farsa o quasi comedia de Prauos y Antona», (vv.770-785), en Fernández, Lucas, Farsas y Églogas al
modo y estilo pastoril y castellano, op. cit.
75
Ibíd., vv.797-799.
…aunque me veys
un poco braguivaxuelo,
ahotas que os espantéys,
si sabéis
cómo repico vn maçuelo77
Los parlamentos son más amplios, en consecuencia, que los de otras recuestas a
las que nos hemos referido. Si bien, también se produce aquí esa típica huida de la
mujer al contacto físico que pretende el solicitante, que es recriminado y tratado de
«trabiesso» (vv.134-135); lo cual otorga dinamismo a la acción. También contribuyen a
dar rapidez al texto las repeticiones y acumulaciones de verbos de movimiento, las
exclamaciones, interjecciones y expresiones deícticas:
78
Ibíd., vv.173-177.
79
Ibíd., vv.96-99.
80
Ibíd., vv.294-296.
y me combate,
desde denantes, que os vi81
81
Ibíd., vv. 276-279.
82
Ibíd., vv.145-149.
83
Ibíd., vv.442-450.
Digo yo
que os fuera mejor hilar.
Callá, que yo lo diré
a vuestro padre, que os ví
anxó anxí
yo se lo rellataré85
El pastor la trata, aun con esas palabras machistas -que todavía se emplean contra
las mujeres para recluirlas en el silencio de sus casas-, como a la mujer medieval que no
debe meterse en conversaciones de hombres, pero que está ahí y cuenta para bien o para
mal. Sin embargo, en su mundo de literatura, sabemos que vuelve a ese frío, lejano e
inhumano pedestal que le otorga el amor cortés.
aquí, en cambio, de la amargura de ese cuerpo bello pero intacto e inmaculado, que tal
vez se marchite –como le ocurrirá a la Donzella-, sin haber gozado de una experiencia
sexual verdadera y real:
Mi casa, la sepultura;
de sollozos, mi manjar;
mi beber, lágrimas viuas;
las esquiuas
fieras me han de acompañar87
86
«Romance de una dama y un rústico pastor», en Débax, Michelle, ed., Romancero, Madrid: Alhambra,
1982, pp.395-396.
87
«Farsa o quasi comedia de la Donzella, el Pastor y el Cauallero», vv.338-342, en op. cit.
88
Ibíd., vv.393-396.
89
Ibíd., vv.343-373.
90
Ibíd., vv.210-239.
Sin embargo, tras este momento de acuerdo, vuelven las discrepancias cuando la
Donzella, dando muestras de su superioridad cortesana, dice que el amor plebeyo no es
tan puro, ni tan sacrificado como el que sienten las damas y los caballeros:
91
Ibíd., vv.240-266.
92
Ibíd., vv.267-270.
Sin duda, ambos momentos nos hacen pensar en la bufonesca y cómica parodia
del amor cortés de la literatura que se produce en la Comedia Aquilana de Torres
Naharro, tanto por parte de Aquilano, que en el momento en que se dispone a morir de
tristeza –imitando a Leriano- bajo un ciprés de la huerta de su amada, suelta ese «¡Ay,
ay, ay, que muerto so!/ socórreme tú, señora» (vv.1585-86) –dando unos gritos y
alaridos que hacen pensar a los zafios y cobardes hortelanos que se trata de un
fantasma-; como por parte de Felicina, que cuando su amado es condenado a muerte se
dispone a quitarse la vida –como la Fiammetta de Boccaccio o la misma Melibea-,
diciendo a su criada Dileta, cuando se entera del patio donde Aquilano será ajusticiado
ese descabellado:
¡Ay, hermana!
Cómo yría tan de gana,
por morir toda fiel,
a echarme de una ventana,
que cayesse encima d’él94
Que no puede sino que provocar la risa en el receptor y anular ese tono grave que
requiere el momento. Pero, incluso, más tarde, cuando piensa que la solución es
ahorcarse, la situación no puede ser más grotesca, pues cuando lo tiene todo preparado,
se da cuenta de que no sabe hacer un nudo:
93
Ibíd., vv.489-491.
94
«Comedia Aquilana» (vv.2715-2719), en Vélez Sainz, Julio, ed., Bartolomé de Torres Naharro, Teatro
completo, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 728), 2013, p.909.
95
Ibíd., vv.2740-2749, p.910.
96
Ibíd., vv.2801-2819, pp.912-913.
intereses realistas e inmediatos se alejan tanto del idealismo libresco. Los momentos
trágicos que proceden del mundo irreal y elevado de la literatura se disuelven, en
definitiva, en ambas obras, en esa chispa cómica procedente del choque con el mundo
real.
Requiebro es vn sentimiento
que el gesto se aparece quando,
estraño el pensamiento,
con tormento,
se transforma el que padece;
y olvidado, sin sentido,
contemplando en su amiga,
su fatiga
representa con gemido97
Febea se ofrece, así, como objeto del deseo de Cristino, pastor desengañado que,
pese a estar seguro al principio de la Égloga de hacerse ermitaño, duda y se arrepiente
finalmente de su decisión, enamorado perdidamente de la extraordinaria hermosura de
la ninfa. Así, nada más verla experimenta una gran turbación:
97
«Farsa de la Donzella, el Pastor y el Caballero», (vv.307-315), en op. cit.
98
«Estudio de la ‘Égloga de Cristino y Febea’», en Hermenegildo, Alfredo, Teatro Renacentista, Madrid:
Espasa-Calpe, 1990, p. 40.
99
«Égloga de Cristino y Febea», (vv.286-288), en Pérez Priego, ed. Juan del Encina, Teatro completo, op.
cit., p.246.
El goce carnal, concreto y presente que espera obtener de la bella ninfa que dice
amarlo, le hace olvidar la aún lejana e intangible gloria eterna que le aguardará tras su
sacrificio cristiano. Y es que la voluntad de Cristino tiene ante sí una rival demasiado
poderosa, escogida por el mismo Amor para darle una lección, al haber osado a
renunciar al mundo y trocar sus ropas de pastor por las de ermitaño sin pedirle a él
licencia. Febea es, por tanto, una prolongación de Cupido, un instrumento de seducción
al servicio del amor, con una misión clara en la obra que cumple con absoluta
profesionalidad. De esta forma, no sólo muestra como arma un físico envidiable, sino
que da cuenta de una inteligente capacidad argumentativa que Cristino es incapaz de
desmontar, cuando le dice que para servir a Dios no es necesario hacerse ermitaño y le
da ejemplos no de personajes célebres de la historia o la literatura, sino de pastores que
él mismo conoce, para convencerlo de que él también puede llevar una vida ejemplar
sin renunciar al amor ni a los placeres de la vida pastoril:
Cristino, impotente ante los encantos y la destreza verbal de Febea, intenta huir de
ella, produciéndose en esta recuesta de amores, el caso inverso al que estamos
100
Ibíd, vv.326-328, p.247.
101
Ibíd., vv. 291-305, p.246.
FEBEA De mi desposado
que se andava por hermitas.
CRISTINO ¡Ay Febea, que de verte
ya la muerte
me amenaza del amor!
FEBEA Torna, tórnate pastor,
si quiés que quiera quererte.
Assí no te puedo ver,
¡Ay querer!
aunque quiera serte amiga102
El optimismo de esta pieza se aleja del pesimismo desengañado del Diálogo del
Viejo, el Amor y la Mujer hermosa. La jovialidad y la gracia seductora de Febea juegan
con el ánimo de Cristino para que éste se dé cuenta, por sí mismo y sin ningún asomo de
tragedia, de su excesiva inclinación a lo vital. Esa mentira le descubre, paradójicamente,
la verdad de su corazón, una verdad que todos -personajes y público-, conocíamos ya;
«contemplando el drama humano –en palabras de Rosalie Gimeno- con suficiencia y
lejanía»103. La trampa de Febea no es sólo una venganza urdida por un Cupido
caprichoso, sino que salva a Cristino de cometer un gran error; pues «…atordido/ y
102
Ibíd., vv.311-333, pp. 246-247.
103
Véase «Estudio preliminar» en Gimeno, Rosalie, ed., Juan del Encina, Teatro (segunda producción
dramática), Madrid: Alhambra, 1977, p.46.
De esta forma, tras volver a sus ropas de pastor, poco tarda Cristino en recordar
bailes y fiestas rústicas y en reconocer «más huelgo una hora entre cabras / que en
hermita todo un mes» (vv.469-70). Para nada piensa en su fracaso ascético, sino
únicamente en lo que pensarán los otros pastores y, especialmente, en cantar a Febea, a
la que se ensalza en el villancico final como alta estrella y criatura perfecta, cercana a
Dios, siguiendo los tópicos corteses del Cancionero y sus juegos antitéticos, aunque
curiosamente esa naturaleza semidivina e inalcanzable de la amada se mezcla aquí con
la gracia popular que la trata de «zagala» y que la acerca también al ámbito de lo
rústico-concreto:
106
Gimeno, op. cit., p.35.
107
Hernández Valcárcel, Carmen, «Del espacio dramático al espacio lírico: el teatro de Juan del Encina»,
Estudios Románicos, 11 (1999), p.154.
Y, encima, el mismo pastor se jacta de ello, mostrando esos problemas reales que
la Iglesia de la época tenía, ante la llegada de nuevos tiempos, para mantener muchos de
sus preceptos y que desembocaría en la aparición de la Reforma protestante, donde se
permite el matrimonio de los sacerdotes:
Justino conoce, de este modo, el mundo real, mientras que los religiosos,
centrados únicamente en su salvación espiritual, no tienen conciencia del mismo y son
hasta capaces de imaginar a la mujer como ese diablo devorador de hombres que
aparece en muchas catedrales medievales y no como lo que era; esa compañera que
ayudaba al hombre en sus tareas cotidianas. Si hemos visto a Encina y también a Lucas
Fernández ridiculizar el amor cortés por sus exageraciones, en el choque con el realismo
del mundo pastoril, también aquí se ridiculiza ese celo religioso que, tan súbitamente,
invade a Cristino, pese a su juventud y a su alegría natural, al enfrentarlo con la verdad;
esta vez con la verdad de sus propios sentimientos. Ese descubrimiento de la propia
personalidad se hace a través de un contacto no con el mundo real, sino con ese mundo
onírico o mítico al que nos referíamos y que parece proceder -aunque tome forma
dramática y el carácter corpóreo y tangible de la hermosura de la ninfa sea tan
importante-, de la propia fantasía o subconsciente de Cristino.
También él, como esos ermitaños de los cuentos y leyendas tradicionales, a los
que se le aparece en su inhóspita cueva el diablo en forma de mujer para seducirlos y
burlarse de ellos (alucinación que se asocia, sin duda, a las mortificaciones y ayunos a
los que sometían su cuerpo); tiene, de repente, ante sí, en la soledad de su encierro, la
figura de Febea. La ninfa es la encarnación de ese Amor vengativo, que quiere
engañarlo y burlarse de sus desdenes. No obstante, la percepción de Febea, lejos de ser
negativa, es buena y revitalizadora; pues actúa no en el plano externo, sino en el interior
del joven. No hace falta que nadie lo convenza, ni siquiera la prudencia de Justino. Él
mismo, tras su contacto con la ninfa, se da cuenta de su falta de vocación y de su
inquebrantable inclinación por los placeres que ofrece la vida; entre ellos,
fundamentalmente, el amor, aunque éste –como ya también sabe, por las experiencias
negativas que ha tenido-, pueda traerle más de una desdicha. Estamos totalmente de
acuerdo con Zimic cuando afirma sobre Febea:
Ella es parte de la naturaleza sana de Cristino y viene así a pedirle cuenta de su abusivo
proceder, reclamando sus derechos. «Cada uno ha de conocerse a sí mismo y no intentar romper
108
«Égloga de Cristino y Febea», (vv.16-30), en op. cit., p.238
El Amor no se enfrenta a Dios para arrebatarle un alma, sino que parece hacerle
un favor, ya que lo libra de un religioso sin vocación, que no va a poder, por su
inclinación natural, servirlo correctamente y que simplemente se había acercado a la
religión por ese temor juvenil a enfrentarse a los obstáculos –en este caso los sinsabores
de Amor-; sin los cuales, en cambio, no sería posible la sana maduración del individuo.
Como diría la pensadora contemporánea María Zambrano:
Para tomar posesión de los tesoros de la propia personalidad es menester que las
situaciones de la vida nos hagan recurrir a ellos; al necesitar de estos recursos los ponemos al
descubierto y nuestra vida se va equilibrando: el mundo privado de cada cual, con el mundo en su
totalidad. Pero si una idea falsa se interpone en este desarrollo, hasta hacer imposible la
experiencia, poniendo un muro a la realidad, se produce esa adolescencia permanente en la que
hay algo de marchito y mustio; capullos en los que las hojas interiores permanecen intactas en su
clausura cuando ya el tallo no lleva ninguna savia110
La aparición de Febea es, por tanto, muy positiva, para que Cristino evitara el
error de poner ese «muro a la realidad», que le hubiera impedido desenvolverse en la
vida de acuerdo con su propia voluntad, en la búsqueda de esa felicidad a la que todos
tenemos derecho. De los errores y reveses amorosos se aprende y no hay que huir de la
vida porque no sea siempre placentera. Otra vez estaremos, por tanto, de acuerdo con
Zimic en sus conclusiones:
109
Véase «Estudio Preliminar», en Stanislav Zimic, ed., Juan del Encina, Poesía y Teatro, Madrid:
Taurus-169, 1986, p.73.
110
Zambrano, María, Senderos, Barcelona: Anthropos, 1986, p.32.
Las pastorcillas, ya sea la refinada Pascuala o las demás –más rústicas, aunque
dignificadas- tienen todas en el teatro la oportunidad de hablar, de intervenir en los
juegos del amor con expresión propia y autónoma; bebida, con gracia y frescura, en la
voz femenina de la lírica popular, que enriquece tanto los cancioneros, como el teatro,
en estos últimos años del S.XV. El humor de Beringuella, que adopta el papel de pastor
zafio y gracioso, para romper el discurso fingido de su enamorado Brasgil, pero que
conoce la tristeza de verse acusada de deshonra; la comicidad que se desprende de la
espontánea visión que Menga proyecta sobre la complicada vida palaciega; los
comprensibles temores de Antona ante el amor del inadaptado Prauos, dada su
educación de aldea; la dignidad de Olalla, quebrada repentinamente por los celos que
despierta en ella la juventud de Beringuella…, representan un mundo donde la mujer
tiene un papel más verosímil que el de esa demonizada Eva que le otorgaba la misoginia
eclesiástica o el de esa María, que pretendían los tratados masculinos de defensa,
preocupados únicamente de su virtud y de su obediencia. Y, entre todas ellas es, como
Esta pastora, cuyo carácter se desarrolla y evoluciona –al igual que su lenguaje-,
en las dos Églogas en que aparece; es capaz de igualarse a su congénere masculino en el
amor; ambos se sacrifican al cambiar de estado y ambos reciben como recompensa la
felicidad de un amor correspondido. Actúa siempre movida por el sentido común y no
duda en mostrar unos sentimientos auténticos, libres de esos prejuicios que el sistema
patriarcal imponía injustamente a las mujeres. Con su comportamiento a lo largo de las
dos piezas, demuestra a todos esos hombres autores de libros –contra los clama
Christine de Pizan en La cité des dames-, que la mujer tiene entidad moral y que puede
comportarse con la misma dignidad que el hombre, siendo constante y sincera en el
amor. Nos desvela una belleza no sólo externa, sino también interior que, entre otros
muchos aspectos a los que nos hemos referido, se demuestra en su sana complicidad con
Menga; la cual también le agradece sus atenciones, en su cariñosa simpleza. En ello
descubrimos esa solidaridad entre mujeres de la que nos da cuenta la escritura femenina
de la época y no sólo la de Christine de Pizan, sino la de autoras españolas, como Teresa
de Cartagena, Isabel de Villena o Florencia Pinar, conscientes de su inferioridad en el
acceso a la palabra y, por ende, marginadas de la vida pública y del campo de la cultura.
Por otro lado, la presencia de un mundo femenino propio y cerrado al masculino, donde
las mujeres se desenvuelven con soltura y hablan de cosméticos o de ropas
favorecedoras, muestra lo exagerado del discurso de las remedia amoris contra los
engañadores afeites femeninos; sobreponiendo un concepto positivo de los mismos, que
permite a la mediocre Menga, tener un gratificante momento de glamour.
tanto daño al débil espíritu mujeril, también ella se rebela contra las normas impuestas
por el patriarcado y nos sorprende con el conocimiento de un mundo clásico y bíblico,
en lo que a ella le interesa –claro está-, que es el amor. Sabe muy bien argumentar y
hacer valer sus preferencias, como Ella en las Coplas de Puertocarrero –aunque sin
tanta agresividad-. Lo que no sabe es interpretar en clave realista todas esas lecturas
amorosas que tanto le gustan, para darse cuenta de que ese papel de divinizada dama
cortés la sube a un pedestal demasiado lejano, que le impide disfrutar de una vida
concreta y plena; cosa que sí hace Ella, al desmantelar con su lectura crítica de la
situación de la mujer en la literatura -como advertíamos en el Capítulo VI-, la imagen
tópica de la dama. La Donzella no podrá comprender nunca la urgencia sexual de esa
«gentil dama», que se insinúa al «rústico pastor» en el célebre romance tradicional. Y,
en ese error de la Donzella, del que ella tal vez no llegue a darse cuenta nunca, envuelta
en el halo de la literatura -como sucederá, de forma más compleja, con Don Quijote-,
hay mucho de humano.
Todo este universo que hemos descrito, se inserta, además, en ese ritual cortesano
que envuelve la representación de estas primeras piezas del teatro castellano, tanto en el
caso de Encina como en el de Lucas Fernández, y que permite jugar con las fronteras de
la realidad y la ficción y lograr, a través del optimismo que emana de la música y los
bailes -donde tanto personajes como público participaban con ahínco y entusiasmo-, que
esta reivindicación femenina lograra una mayor efectividad. Esas fiestas colectivas,
donde mujeres reales seducían por su gracia y su ingenio era el mejor aval para
demostrar que la visión comprensiva que sobre el mundo femenino se hace en estas
piezas teatrales, era legítima y acertada, frente a los ataques que procedían de tantas
obras misóginas; sentidas ya como viejas y obsoletas.
CAPÍTULO VIII.
DOS PERSONAJES EN BUSCA
DE LA LUZ: ZEFIRA FRENTE A
ORIANA Y PLÁCIDA FRENTE A
FLUGENCIA Y ERITEA
Capítulo VIII.
Dos personajes en busca de la luz: Zefira frente a Oriana y Plácida frente a Flugencia y
Eritea 499
Juan del Encina contribuyó con su teatro, como anteriormente había hecho en la
corte de los duques de Alba, a la diversión de esas fiestas palaciegas romanas, donde
mujeres de brillante conversación y belleza exuberante, mostraban sus dotes musicales y
artísticas1, alternando con la aristocracia, los principales cargos municipales y una
jerarquía eclasiástica entregada a todos los placeres y excesos mundanos imaginables. Y
ese bullicioso hedonismo hubo de contribuir, sin duda, a alentar en el salmantino esa
inclinación suya -que ya destacábamos en las tres églogas comentadas en el capítulo
anterior-, a la exaltación del amor humano y a la concepción positiva de la mujer, como
camino de felicidad y regocijo para el hombre.
tranquilidad del hombre y a imbuirlo de una serie de ilusiones falsas, que acaban
destruyéndolo. Ese tópico «Omnia vincit Amor», que se enseñorea por completo de la
última producción dramática de Encina, también puede ofrecer una salida feliz, siempre
y cuando –claro está- el individuo sea capaz de actuar con sinceridad y sensatez; aspecto
que se logra, muy significativamente, en el caso de Plácida –que es mujer y representa
el cambio esperanzado hacia los nuevos tiempos, con un mayor protagonismo para las
de su sexo-, pero no en el de Fileno –representante de esa cultura masculina, ya en
decadencia, que egoístamente sólo ha entendido el amor en su propio beneficio, para su
propio lucimiento-.
De esta forma, el tratamiento que el autor hace tanto de Zefira como de Plácida
supera ampliamente la perspectiva medieval. Si la primera responde aparentemente al
modelo femenino del amor cortés, el distanciamiento irónico con el que el autor
contempla el dolor de Fileno, reivindica su imagen y pide, tras el cuestionamiento que
realiza Cardonio de los tópicos literarios con que es tratada por su colega y de la defensa
de su amor correspondido por Oriana, un más sensato y prudente discurso sobre ella y
también sobre todas las mujeres; evidenciando la perspectiva falsa y engañosa que
durante tanto tiempo se ha arrojado sobre éstas. Y Plácida, por su parte, penetra en roles
que la literatura había reservado siempre a los hombres; sorprendiéndonos por su mayor
sinceridad en situaciones muy parecidas. También ella, como Fileno, es víctima de un
destino trágico; pero Encina la libera de la visión irónica que proyectara sobre el pastor,
otorgándole una dignidad inusual y un premio que no hubiera concedido jamás a aquél:
la vuelta a la vida y al amor –esta vez feliz y correspondido-, a través de poderes
paganos.
Ese paganismo hedonista libera a la mujer, que había estado durante tanto tiempo
sumida en la oscura ignorancia, sin posibilidad de expresión propia –como le sucede a
Zefira-, y la conduce hacia la luz; una luz que es, además, característica constante en
Plácida, pese a sus humanas dudas y tristezas.
2
Umberto Eco hace un repaso en Historia de la belleza (cap. IV, “La luz y el color en la Edad Media”), de
las teorías más relevantes en este sentido, que identifican a Dios con la «Luz», el «Fuego» o la «Fuente
luminosa», las cuales sustentan el neoplatonismo medieval de Juan Escoto Eriúgena o el pensamiento del
filósofo árabe Al-Kindi (S.IX) y tendrán importantes repercusiones en los escritos místicos de Hildegarda
de Birgen, en la lírica de los dolcestilnovistas o en las visiones luminosas del Paraíso dantesco; pero,
también, en la búsqueda de color y luminosidad de las vidrieras de las catedrales góticas o en el gusto por
el resplandor de las armas y armaduras, o en la reverencia por el brillo y el ornato en el vestir, fruto de la
brutal diferencia social entre ricos y pobres (véase Eco, Umberto, Historia de la Belleza, trad. de María
Pons Irazazábal, Barcelona: Debolsillo, 2ªed., 2013, pp. 99-117).
3
Suárez Miramón, Ana, Literatura, arte y pensamiento. Textos del Siglo de Oro, Madrid: Centro de
Estudios Ramón Areces/UNED, 2009 (3ª reimpresión de 2012), pp. 72-73.
Un amor que había estado, además, amenazado por la perfidia y oscuridad de dos
mujeres: Flugencia y Eritea, pertenecientes –frente a las anteriores- a un mundo
prostibulario, en claro homenaje a La Celestina; tan extraño y ajeno al mundo amoroso-
pastoril de Encina, que quedan excluidas de esa felicidad final. Ambas encarnan, como
veremos, una idea materialista del amor, que no sirve sino para reforzar la nobleza de
Plácida y de su amor sincero. A ellas también dedicaremos nuestra atención al estudiar
la Égloga de Plácida y Vitoriano.
4
La Égloga de Tirsi e Damone de Antonio Tebaldeo, poeta nacido en Ferrara en 1463 y muerto en Roma
en 1537, muestra la triste historia del pastor Damone, que se suicida, desesperado por un amor no
correspondido, utilizando un cuchillo, después de haber rechazado la compañía y el consuelo de Tirsi.
Éste, preocupado por la suerte de su amigo, regresa al lugar donde lo dejó, pero ya solo encuentra su
cadáver, que entierra piadosamente, y al que dedica un epitafio.
De esta forma, si –como afirma Humberto López Morales-, «no estamos aquí ante
el divertido juego amatorio y el verso cantarino, sino ante la desesperación y la
muerte»5, que lleva a Encina a utilizar en esta ocasión el sobrio y elegante verso de arte
mayor; las salidas de tono que rompen esa buscada gravedad son frecuentes. Pensemos,
así, en la cómica intervención de un pastor zafio como Zambardo, que se queda dormido
cuando su amigo intenta contarle sus penas, en el debate misógino, o en el sarcasmo que
encierra el epitafio con que se cierra la obra –aspectos destacados por Pérez Priego en
su edición6-. Los personajes concluyen al final de la pieza en el tópico ataque a la mujer,
a la que –a diferencia de lo ocurrido en el Diálogo del Viejo, el Amor y la Mujer
hermosa-, se hace única responsable de la desgracia de Fileno al unirse en el epitafio los
nombres de Amor y Zefira:
Sin embargo, la poca fiabilidad concedida por el autor al discurso de Fileno, -que
es caracterizado a lo largo de la pieza como ser colérico e irracional, celoso y egoísta,
pendiente siempre de su pose de dolorido amante y que busca, ante todo, fama y
venganza con su suicidio-; hace que el personaje femenino se libere, en la interpretación
del receptor, del peso de esa culpa que la tradición literaria misógina lanzaba contra las
mujeres de su especie y que la obra resulte, en definitiva, de un claro profeminismo.
5
Véase López Morales, Humberto, «Juan del Encina y Lucas Fernández», en Huerta Calvo, Javier (dir.),
Historia del Teatro Español. I. De la Edad Media a los Siglos de Oro, Madrid: Gredos, 2003, p.184.
6
Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Juan del Encina, Teatro completo, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas,
339), 1991, p.75.
7
«Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio» (vv.701-704), en Pérez Priego, ed., Juan del Encina, Teatro
completo, ibíd., p.285.
Pero para él, además, no sólo las damas, sino todas las mujeres, sea cual sea su
condición social, son dignas de alabanza:
8
Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Poesía femenina en los cancioneros, Madrid: Castalia/Instituto de la
Mujer (Biblioteca de Escritoras), 1990, pp. 202-208.
Desde el principio, Encina muestra una clara antipatía por Fileno, al que sitúa en
el bando maldiciente de Pere Torroella y del mismo Boccaccio –el personaje mismo, en
el verso 310, se muestra seguidor del Corvacho- y se despega, claramente, de su
perspectiva misógina; mostrando, progresivamente, lo absurdo y exagerado de su
pensamiento, hasta llegar al clímax trágico de la obra: el suicidio del pastor. Es Fileno,
por la mala interpretación que hace de la realidad y esa voluntad incansable de quererla
someter a sus deseos, el verdadero responsable de su desgracia. Como señala, con
acierto Zimic:
Antes de llegar a ese momento culmen del drama, al suicidio de Fileno –que es
donde más fielmente Encina imita a Tebaldeo-, hay dos escenas claramente
diferenciadas, con sus respectivos momentos de introducción y cierre: la interacción con
el pastor simple, Zambardo, y la conversación con el pastor sensato, Cardonio. En ellas,
el autor salmantino prepara, minuciosa y progresivamente, el rechazo del receptor hacia
el carácter de su protagonista; representante de ese sector maldiciente. Tanto la
perspectiva práctica y realista del primero –que prefiere dormir a escucharlo-, como la
más intelectual y racional del segundo –que entra en un debate culto con él y que,
finalmente, viendo que no puede convencerlo de abandonar ese amor hereos en que está
sumido, lo deja solo-, dan la espalda a Fileno. Cada uno, a su manera, muestra su
hartazgo ante la interminable plática amorosa del refinado pastor que, al choque con los
sentimientos reales y concretos de ambos, pone en evidencia el vacío de su retórica
cortés. No es capaz de obtener, por su falta de sinceridad, el apoyo de los que dice sus
amigos; a diferencia de lo ocurrido con el bueno de Prauos en la Farsa o quasi comedia
de Lucas Fernández; donde tanto el soldado, con su perspectiva cortesana, como el
pastor Pascual, con su concepto más práctico y realista de la vida, lo consuelan y lo
ayudan a conseguir a Antona.
9
Véase «Estudio preliminar» en Zimic, Stanislav, ed., Juan del Encina, Teatro y poesía, Madrid: Taurus-
169, 1986, p. 66.
Sabiendo que será larga la queja de Fileno, pone como requisito para escucharla,
que se sienten ambos en el fresco y verde prado, con el fin de descansar y, en efecto,
Fileno comienza su relato con esa tópica invocación a la naturaleza, dentro del tópico
del Locus Amoenus; que se extiende, además, exageradamente, a todo lo creado, y que
resulta sumamente humorística, al encontrarse enseguida con las cortantes y realistas
palabras de su interlocutor, que mete prisa a sus «oes» e interjecciones de dolor, pues –
ajeno al refinamiento amoroso-, no ve ninguna finalidad práctica en tanta queja:
«Comiença Fileno, prosigue adelante,/ que por invocar tu mal no mejora» (vv.83-84).
Este continúa, efectivamente, con sus tópicos ataques corteses a la crueldad de la dama
y justo cuando describe la tan manida imagen petrarquista «sin verla me yelo y en
viéndola ardo», el amigo se duerme y finge cómicamente escucharlo, mientras se
regodea en alegres y dulces sueños, en los que juega al cayado. Cuando Fileno está en
las más altas esferas de lo metafórico para referir su dolor, luciendo su lenguaje
amoroso, empieza a desvariar Zambardo con cuestiones de su rebaño, que nada
importan al refinado pastor. Este último da cuenta, entonces, de su violento carácter,
llamando «bobo» a Zambardo y ordenándole –pese a su fingida exquisitez-, que se
restriegue los ojos con su saliva, para que despierte y pueda seguir escuchándolo. Pero,
Es tan rencoroso que todavía profiere insultos contra Zambardo, al que priva de su
carácter humano, y amenaza a la divinidad, de forma revanchista, con darse al diablo si
no encuentra quien lo escuche:
10
«Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio» (vv. 161-168), en op. cit., p.265.
11
Ibíd., (vv. 177-184), p.266.
Y cuando Fileno empieza a atacar a Zefira y, con ella, a todas las mujeres –hecho
que indigna a Cardonio-, se introducen ambos en un debate al uso sobre las maldades y
bondades de éstas, que trataremos en el epígrafe siguiente, al ir desentrañándonos una
imagen muy distinta de Zefira; la cual va ganando, poco a poco, la confianza del lector,
al tiempo que Fileno acaba por perderla completamente. Este último, con su altivez y
sus argumentos obsoletos y desfasados en contra de las mujeres, llega totalmente solo a
la escena del suicidio, momento de inflexión de la obra, que va a conducir a esa irónica
escena final, en la que Zambardo y Cardonio lo entierran e inventan –no sin cómicos
titubeos- su epitafio; cuyas palabras ofensivas contra las mujeres, a las que nos
referíamos más arriba, proceden, significativamente, de Zambardo, el pastor zafio y
práctico, y no de Cardonio, que se muestra más instruido y sensato:
12
Ibíd., (vv. 189-204), pp.266-267.
13
Ibíd., vv. 659-704, pp.284-285.
14
Ibíd., vv. 249-256, p.269.
Tanto Fileno como la imagen de Zefira que nos proporciona el dolorido pastor,
quedan situados, desde el principio, en un ambiente idealista y literario, que choca
bruscamente con el más realista de Zambardo, que ha tenido que luchar contra el
desastre provocado por un lobo en su rebaño y que, agotado por el trabajo, se duerme
nada más empezar el lamento de su ocioso amigo; soltando en su semiinconsciencia
pensamientos y aficiones que, como hemos visto, se encuentran totalmente alejadas de
las preocupaciones de Fileno, ocupado su sentido, como él mismo dice, en «cosas
mayores»15.
Esa pose literaria en la que se instala Fileno -y, con él, Zefira-, dominada por la ira
y la pasión, también contrasta con la perspectiva moderada y razonable de Cardonio,
que desmonta esa ciega misoginia –fuertemente arraigada en los debates literarios
medievales- que defiende el primero, al presentar, en contrapartida, el elogio de Oriana
y un amor basado en la virtud y no sólo en la belleza física, como es el que reconoce
sentir Fileno por Zefira. Recordemos que el concepto de mujer como mero objeto
hermoso, como fuente de atracción sensual, aparece en numerosos textos medievales,
como los poemas del marqués de Santillana, el Amadís de Gaula o el Libro de Buen
Amor16.
15
«En cosas mayores ocupé el sentido, / que no mudaría un pie por el manso», (vv. 197-198), en op.cit.,
p. 266.
16
Isabel Navas Ocaña, La literatura española y la crítica feminista, Madrid: Fundamentos, 2009, p.166.
17
Véase «Estudio preliminar» de Rosalie Gimeno, VI. Representación XIII: «La égloga de Fileno,
Zambardo y Cardonio», en Juan de Encina, Teatro (Segunda producción dramática), Madrid: Alambra,
1977, p. 59.
El amor hereos de Fileno, del que hablan los tratados de la época, entre ellos el
famoso Breviloquio de amor y amiçitia de Alonso Martínez de Madrigal, el Tostado –
estudiado por Pedro Catedra18-, era definido como una poderosa fuerza pasional, que
quitaba el apetito del que lo sufría, degradando su cuerpo, que rápidamente adelgazaba,
y transformando su carácter en colérico –siendo más fuerte cuando hay competidor, o
cuando su objeto es ilícito-, como bien lo describía, por ejemplo, el Arcipreste de
Talavera: «…es la yra en él tanta e tan grande que non cabe en sý, más que más sy non
le responden sus coamantes al son e voluntad que ellos querrían»19. Y, por supuesto,
también hay un magnífico ejemplo en la caracterización que se hace en La Celestina del
personaje de Calisto: un joven ocioso, que se deja arrastrar por la pasión carnal hacia
Melibea, descuidando su hacienda y poniéndose en manos de astutos y viles servidores,
a los que trata despóticamente y que tampoco lo estiman a él, ni están dispuestos a la
acostumbrada fidelidad medieval.
Según los remedia amoris, el amor hereos o «loco amor», tenía cura con la
reflexión de ejemplos célebres, donde los personajes hubieran sido destruidos por la
pasión desenfrenada20. Cardonio le pretende ayudar, en cambio, mostrándole, no
ejemplos famosos de amor trágico, sino su caso real y cercano; su amor por Oriana, que
se define justamente por oposición al del pastor Fileno, totalmente imbuido de
literatura.
El debate sobre la mujer en el que se enzarzan los dos personajes es, además,
simétrico. Si Fileno –fuertemente competitivo-, hace un repaso de todos los defectos
que se solían achacar a las mujeres, partiendo de la misma Eva (soberbias, codiciosas,
18
Véase la definición que se ofrece del amor libidinoso en este tratado, en varias sentencias latinas que se
refieren a sus causas y a sus posibles curas, que Pedro Cátedra expone y comenta en Amor y pedagogía en
la Edad Media (Estudios de doctrina amorosa y práctica literaria), Salamanca: Universidad de
Salamanca, 1989, pp.33-34.
19
Marcela Ciceri, ed., Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, Madrid: Espasa-Calpe
(Austral, A95), 1990, p. 143.
20
El poema misógino Dezir del mundo, compuesto en la corte de Juan II, expone ejemplos tomados de la
Biblia, de la Antigüedad Clásica o, incluso, de las más cercanas novelas de caballerías del ciclo de la
leyenda artúrica, para disuadir del amor mundano, siguiendo las teorías sanadoras de tratados como el
Breviloquio del Tostado. Estas historias trágicas de grandes amadores: la reina Dido, Salomón,
Lanzarote…, se tomaban no para ensalzar el amor, como otras veces se había hecho, sino para todo lo
contrario, resaltando su faceta destructiva. Véase Vélez Sainz, “De amor, de honor e de donas”Mujer e
ideales corteses en la Castilla de Juan II (1406-1454), Madrid: Editorial Complutense, 2013, pp.107-112.
21
«Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio», (vv. 334-336), en op. cit., p.272.
22
Ibíd., vv. 397-408, p.274.
La hermosa pastora, por tanto, es vista en este debate desde una doble perspectiva:
la subjetiva, basada en el sentimiento, de Fileno y la objetiva, basada en la razón, de
Cardonio. La primera la condena y la adorna con todos los calificativos de la
perversidad (“omecida”, “cruel”, “mudable”, “ingrata”, “enemiga” y aún se le achaca,
en el epitafio, implícitamente, el de “asesina”); mientras que la segunda lanza hipótesis
sobre ella, que suavizan esta visión tan negativa que se ofrece de Zefira en la obra (tal
vez sea virtuosa además de bella, tal vez lo ame en realidad y sufra con su muerte, o tal
vez pueda con el tiempo cambiar de parecer y corresponder a Fileno). Lo cierto es que
su silenciosa ausencia la deja sumida en el misterio. No sabemos cómo es en realidad.
23
Ibíd., vv. 373-380, p.273.
24
Archer, Robert, (Misoginia y defensa de las mujeres…, Madrid: Catedra, 2001, pp. 47- 48), cita varios
textos de autores profeministas como Diego de Valera o Roríguez del Padrón que reflejan esta opinión y
también a Pedro Torrellas, en cuyo Razonamiento… en defensión de las donas, expone que su furia contra
las mujeres estuvo provocada por un fracaso amoroso.
En su despedida de Cardonio, habla del suicidio como una venganza contra Zefira
y un anhelo de gloria personal:
25
«Égloga de Fileno…» (vv. 345-352), en op. cit., p.272.
26
Ibíd., (vv.493-504), p.277.
27
Aunque la Égloga de Tirsi e Damone constituya la fuente principal del texto, Álvaro Alonso, en
«Acerca de la “Égloga de los tres pastores” de Juan del Encina»; art. consultado en ed. digital de la
Biblioteca Virtual Cervantes(http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcfj478),considera que ese
complejo encuentro de motivos trágicos y burlescos que presenta la obra de Encina, hace pensar en otros
modelos de la lírica italiana, como «Il cotellino» de Nicoló Campani, donde se aplaza cómicamente el
momento del suicidio, porque el cuchillo –primero demasiado romo y después demasiado punzante-, no
es del gusto del suicida; aspecto que hace pensar también en la parodia del suicidio de la Felicina de
Torres Naharro a la que ya nos hemos referido; o en el género de la «canzone disperata», donde se
maldecía tanto a los dioses paganos como a la ingrata amada, en un tono colérico similar al de Fileno; así
en la Égloga Zaffira de Fileno Gallo se incluye una «disperata» en la que el pastor blasfema contra todo
lo que está relacionado con su amor hacia la pastora.
hacia el personaje femenino se extienden, por tanto, en boca de Fileno, desde el inicio
de la Égloga, hasta que éste expira:
28
«Égloga de Fileno…» (vv. 537-544), en op. cit., p.279.
29
Ibíd., vv. 649-656, p.283.
a Zefira, y que tan poco tiene que ver con la realidad, con el del día a día de los otros
dos pastores. Vemos, así, cómo el torpe Zambardo se equivoca y duda cuando ha de
inventar las palabras en homenaje del amigo muerto –como hemos dicho-, ofreciendo
otra vez el contrapunto cómico a este solemne momento, ante las prisas de Cardonio por
zanjar el asunto; como si con él quisiera sepultar, para siempre y cuanto antes, ese amor
irracional y absurdo y esa errónea concepción de la mujer, que ya no puede tener, por su
carácter obsoleto, la mínima repercusión en los nuevos tiempos.
A que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aún
queréis que esté yo obligada amaros […] el verdadero amor ha de ser voluntario, y no forzoso.
Siendo esto así […] ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que
decís que me queréis bien?30
«Si las mujeres hubieran escrito los libros, /estoy segura de que lo habrían hecho de otra
forma, /porque ellas saben que se las acusa en falso» –escribe Christine de Pizan en la
Epístola al Dios de Amor (1399)31-. Sin embargo, Encina no ha permitido expresarse a
Zefira para conseguir que su mensaje positivo sobre la mujer y el amor que representa
Cardonio, quedaran por encima de la sentencia del epitafio y que la reivindicación
femenina de su Égloga lograra un carácter aún más universal y simbólico.
Más que con Marcela habría que relacionar a Zefira, en este sentido, con
Dulcinea. Zefira es un personaje misterioso y efímero, que sólo puede vivir en la
imaginación calenturienta de quien lo ha creado. La idea de cruel «dame sans merci» de
la literatura con que se ha caracterizado a la siempre silenciosa Zefira y que pretende ser
eternizada en el epitafio, es enterrada, en realidad, con su progenitor; con ese refinado y
30
Apud Zimic, Stanislav, ed., Juan del Encina, Teatro y poesía, op. cit., p.59.
31
Estas palabras de la autora francesa abren la edición de La ciudad de las damas de Marie-José
Lemarchand (Madrid: Siruela, 2013), como esenciales y significativas en la reivindicación femenina de
Christine de Pizan (p.9).
dolorido pastor Fileno, ya plenamente renacentista, que –como dice Cardonio- «quiso
ser mártir de amor» (v.660) y en cuyo sufrimiento imaginó a su verduga.
Fileno ha preferido la muerte a la vida, para alcanzar esa fama de sufrido amante,
que era su finalidad principal en ella. Y si ha denigrado a la mujer, en la consecución de
este propósito, no cabe sino hacerle, como sus amigos pastores, caso omiso. La Razón
dice a Christine de Pizan en La cité des dames que no debe preocuparse de todas las
necedades que los hombres han lanzado sobre las mujeres, pues al final todas esas
injustas difamaciones se volverán contra ellos:
Reviens donc à toi, reprends tes esprits et ne t’inquiete plus par de telles billevesées; sache
qu’une diffamation catégorique des femmes ne saurait les atteindre, mais se retourne toujours
contre son auteur32
Lo curioso aquí es que tampoco creemos del todo la descripción que hace
Cardonio de su amor -tan perfecto e inmaculado-; ni por supuesto la imagen que ofrece
de Oriana, sublimada subjetivamente por la felicidad que siente e imitadora, por su
parte, de los tratados pro-fémina tan de moda en la corte del Cuatrocientos. De hecho,
ella tampoco aparece en la obra, y tan lejos de la realidad se muestra -como hemos
advertido a lo largo de este trabajo-, esa visión que tan injustamente denigra a la mujer,
convertida en esa Eva destructora, que la que la sube a la perfección virtuosa de la
Virgen María. Esa visión ideal de Oriana también se distancia de esa mujer real que
comparte sus alegrías, pero también sus tristezas y dolores con el hombre.
ese «monótono mundo pastoril al que prácticamente había ido limitando sus creaciones
teatrales»33.
Plácida es una joven aristócrata (posee dinero, poder y un buen nombre); pero
que, sin embargo, está desesperada por el alejamiento de su amado Vitoriano. Desgracia
que ella achaca a los hados nefastos, a un destino adverso que la condena a amar a quien
no debe. Plácida es consciente de que por más que se esfuerce en olvidar a su amado,
jamás lo logrará, pues se trata de una pasión demasiado profunda y verdadera:
33
Véase «Introducción» de Miguel Ángel Pérez Priego, en Juan del Encina, Teatro completo, op. cit., p.
80.
Sus dudas, sus temores y los sentimientos contradictorios sobre Vitoriano que se
agolpan en su alma, la hacen divagar, preguntarse y responderse ella misma,
completamente sola en su tristeza –a diferencia de Vitoriano que buscará el apoyo y
consejo de un amigo-. De esta forma, encontramos momentos en que el soliloquio de la
protagonista avanza y retrocede con gran agilidad dramática, intentando, humanamente,
encontrar algo de luz en su oscura y dolorosa tormenta interna, entender un mundo que
ella había basado en el amor por Vitoriano y que ahora, sin él, carece ya de sentido:
Esta tristeza de amor bien recuerda la de poetas como Florencia Pinar, que dice
ver crecer en su interior la fuerza de un amor imposible, cuando más se esfuerza en
olvidarlo, que es también lo que le sucede a Plácida:
34
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv.193-200 y 209-213), en Pérez Priego, Miguel Ángel, Juan del
Encina, Teatro completo, op. cit., pp.295-296.
35
Ibíd., vv. 105-112, p.293.
36
Ibíd., vv. 129-131, pp.293-294
37
Véase en Pérez Priego, Miguel Ángel, ed., Poesía femenina en los cancioneros, op. cit., p.93.
38
«Bello y dulce amigo bien puedo en verdad deciros/ que no me faltó el deseo un solo instante/desde que
quisisteis que os tuviera por cortés amante; /ni tampoco ocurrió, bello y dulce amigo,/que yo no deseara
veros a menudo/ ni tampoco un momento en que me arrepintiera/ni jamás ocurrió,si partisteis airado,/que
sintiera alegría hasta que hubiérais regresado,/ni…»; traducción de Mª Milagros Rivera Garretas y Ana
Mañeru Méndez, en Martinengo, Marirì, Las trovadoras. Poetisas del amor cortés, Madrid: horas y
HORAS, 1997, p. 57.
39
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 185-190), p. 295.
40
«Pobre de mí, que a un halcón amaba,/lo amaba tanto que por él moría./A mi reclamo siempre
contestaba/sin pesar, ni cuidado ni agonía./ Ahora vuela altanero do moraba,/mucho más altanero que
solía/de otro vergel yace en la alborada/otra mujer lo atrapa en su osadía./ Halcón mío, te había
alimentado,/cascabel de oro te hacía llevar/ por que en la caza fueras atinado./ Ahora te has elevado y
como el mar/ has quebrado la cuerda y desertado/mientras planeas tu vuelo alzar»; traducción de María
Rosal Nadales, en Arriaga Flórez, Mercedes, Danielle Cerrato y Mª Rosal Nadales, Poetas italianas de
los siglos XIII y XIV en la Querella de las mujeres, Sevilla: ArCibel (col. Escritoras y Pensadoras
Europeas, Serie Ausencias), 2012, pp.86-87.
No verná, yo lo sé cierto
con otra tiene concierto (vv.147-148)
…………………………….
¡O traidor! (v.158)
¿Dónde estás?
Di, Vitoriano, ¿dó vas?
Di, ¿no son tus penas mías?
Di, mi dulce enamorado,
¿no me escuchas ni me sientes?
¿dónde estás, desamorado?
¿no te duele mi cuidado
ni me traes a tus mientes?
41
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 159-168), en op. cit., p.294.
¿Dó la fe?
Di, Vitoriano, ¿por qué
me dexas y te arrepientes?42
Sin duda, la relevancia que posee en esta obra el personaje femenino es muy
superior a la de las otras piezas medievales. La elevada dignidad de ese amor poderoso
y fatal, que guía y da sentido a su vida queda patente en manifestaciones donde todo su
ser queda absolutamente rendido a Vitoriano:
42
Ibíd., (vv. 174-184), p.295.
43
Ibíd., (vv. 113-115), p.293.
44
Ibíd., (vv. 121-124), p.293.
45
La Condesa de Día –cuya poesía estudiábamos en el Capítulo III, epígrafe 3, en relación con la labor
literaria de las trovadoras provenzales-, canta, frecuentemente, la felicidad que proporciona un amor
correspondido, mostrando abiertamente la sensualidad de sus deseos: «De alegría y juventud me sacio/y
alegría y juventud me sacian/ porque mi amigo es el más alegre;/y ya que con él soy sincera,/bien
pretendo que conmigo sea sincero,/que nunca de amarlo me abstengo,/nitengo corazón para hacerlo»
(véase Martinengo, op. cit., p.28).
¡Qué lindeza,
qué saber y qué firmeza,
qué gentil hombre y qué bello!
No lo puedo querer mal,
aunque a mí peor me trate;
no veo ninguno tal
ni a sus gracias nadie igual,
porque entre mill lo cate46
Plácida muestra que el alma femenina es capaz de sufrir, con igual fuerza que la
masculina, por ese amor imposible y demostrar idéntica capacidad para el sacrificio.
Plácida recuerda, de esta forma, a los tristes protagonistas de la ficción sentimental -
pensemos en Leriano o Arnalte-, que son consumidos por el amor no correspondido y
que se encierran en su terrible soledad, proclamando con su muerte voluntaria o su
retiro del mundo, el fracaso de la esperanza puesta en el amor humano: «aquí estó
donde, porque no muero, muero, e donde ni el plazer me requiere ni yo le demando»47.
Pero, además, da cuenta de una extraordinaria valentía, que la relaciona con esas
mujeres virago de la historia, tratadas en el Capítulo II, que no dudan en asumir el papel
del varón cuando las circunstancias lo requieren y, en este caso, no hay duda que
Plácida asume el rol que la ficción sentimental otorgaba a los personajes masculinos,
que era quienes llevaban, normalmente, la iniciativa y tomaban decisiones tan drásticas
como dejarse morir en el caso de Leriano o retirarse del mundo, en el caso de Pánfilo y
Grimalte, en la célebre ficción de Juan de Flores.
46
«Égloga de Plácida y Vitoriano» (vv. 214-221). , en op. cit., p.296.
47
Ruiz Casanova, José Francisco, ed., Diego de San Pedro, Carcél de Amor. Tractado de amores de
Arnalte y Lucenda. Sermón, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas, 8), 2008, 5ªed., p.237.
lo que le aguarda y adelanta un cuadro que bien nos recuerda el personaje del salvaje
que hizo célebre la ficción sentimental:
Los clamores
de mis penas y dolores
suenen tierra, mar y cielo50
48
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 225-232) , en op. cit., pp.296-297.
49
Deyermond, Alan, «El hombre salvaje en la novela sentimental» (AIH, Actas II, 1965); consultado en
ed. del Centro Virtual Cervantes (http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/02/aih_02_1_021.pdf).
50
«Éloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 254-256), en op. cit., p.297.
personaje femenino, sino con los atributos morales que se suponen en el más valiente y
esforzado caballero cortés, tanto en los ejemplos que nos ofrece la vida real (Suero de
Quiñones) como en la literatura (Leriano, Grimalte). Y en ello sí podemos advertir ese
alejamiento del mundo de las damas medievales, condenadas al silencio y al recato
impuesto por la tiranía de la honra, pero al que también algunas reinas y damas (Leonor
de Aquitania, Blanca y Berenguela de Castilla, Leonor de Guzmán, Isabel la
Católica…) o escritoras medievales como las mencionadas arriba y otras muchas
(Eloísa, María de Francia, las trovadoras, las místicas) supieron escapar por su cuenta,
en sus distintas circunstancias.
Plácida, por otro lado, nos recuerda, en esa actitud de regodeo en el dolor amoroso
y en esa necesidad de fama, a otro personaje femenino que analizábamos en el Capítulo
VII: a la mitómana Donzella de Lucas Fernández. También ella es conocedora de ese
mundo libresco que tanto gustaba a las lectoras de la corte: el universo de las
narraciones caballerescas y sentimentales. Y ambas pretenden emularlo con la decisión
de abrigar el mundo salvaje y dejarse devorar por las fieras; creando una interesante
relación entre dos niveles ficcionales. Los dos personajes se ofrecen, de esta forma,
como cultos y refinados, conocedores de los usos amatorios cortesanos y también la
heroína enciniana, como la de Lucas Fernández, se identifica con personajes célebres
que han sufrido por amor (Filis, Medea, Dido, Iseo), mostrando ese acostumbrado uso
de ejemplos que respalda su actuación, tan del gusto medieval. Así, en el lamento que
entona cuando se halla en el bosque, padeciendo los tormentos de la soledad en aquel
entorno hostil y pensando en la muerte, se consuela pensando en estas historias tristes,
donde las mujeres fueron víctimas, como ella, de sus crueles amantes:
Yo Filis, Tú Demofón;
Yo Medea, tú Jasón;
Yo dido, Tú otro Eneas51
Sin embargo, mientras la Donzella se encuentra con el realismo del zafio pastor,
que tan cómicamente contrapone a ella el alegre mundo pastoril y su ardiente
«cachondiez» y le ofrece una salida a su dolor, que ella rechaza, sin embargo, con su
51
Ibíd., (vv. 1274-1276), p.330.
52
Ibíd., (vv. 1280-1287), p.330.
Vitoriano, pues toda su existencia la había basado en esa pasada experiencia amorosa
con él. Este aspecto la acerca, sin duda, a la Melibea de Rojas, que al morir Calisto de
forma tan inesperada, pierde con él también su razón para vivir:
¡Mi bien y plazer, todo es ydo en humo! ¡Mi alegría es perdida! ¡Consumióse mi gloria!, ¡O la
más triste de las tristes! ¡Tan tarde alcanzado el plazer, tan presto venido el dolor!53
Las dos -jóvenes, bellas y resueltas-, habrían salido, a través de un amor en el que
se vuelcan por completo, de esa vida monótona y previsible que aguardaba, según las
normas sociales de la época, a la doncella de buena familia; aspecto del que se queja, en
varias ocasiones Melibea: «¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder
descubrir su congoxoso y ardiente amor, como a los varones?» (X, 1ª, pp. 440-41). Y,
ambas reflexionan sobre su pasión, abriendo su corazón con esa sinceridad que, en el
caso de Melibea, la lleva a perder esa honestidad y recato que guardaba, confesando a
Celestina los síntomas de su «enfermedad», que se corresponde, totalmente con ese
amor hereos o «loco amor», reprobado por los tratados medievales:
[…]Mi mal es de coraçón, la ysquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas
partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo, que no pensé jamás que podía el dolor
privar el seso como éste haze; túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún
género de risa querría ver […] (X, 2ª, p.444)
Quanto más tú me querías encobrir y celar el fuego que te quemaba, tanto más sus llamas
se manifestaban en la color de tu cara, en el poco sossiego del coraçón, en el meneo de tus
miembros, en el comer sin gana, en el no dormir. Assí de contino se te caían, como de entre las
manos, señales muy claras de pena (X, 4ª, p. 453)
Como sucede con Plácida, también Melibea se rinde, en cuerpo y alma, al servicio
cortés de Calisto: «¡O mi señor y mi bien todo!...ordena de mí a tu voluntad» (XII, 4ª, p.
478); y tal es la entrega con que lo hace, que Lucrecia le dice: «ya no tiene tu merced
otro remedio que morir o amar» (X, 4ª, p.454); en relación con ese destino trágico que
la empuja al desastre, como le sucede también al personaje enciniano. La fuerza de su
pasión es impresionante; de ahí que deje sin aliento a Calisto, tras su primera noche de
amor y mucho más sincera que la de su congénere masculino, como indican los
53
Russell, Peter E. (ed.), Fernando de Rojas, La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y
Melibea, Madrid: Castalia, 3ªed., 2007, (XIX, 6ª), pp.588-89. Todas las citas que se hacen de la obra en
este Capítulo VIII, pertenecen a esta edición.
personajes que la perciben desde fuera. Pármeno alude, así, a lo indigno que Calisto es
del amor de Melibea (XI, 3ª, p.466) y Celestina comenta al galán, cuando va a su casa a
cobrar la recompensa, tras cumplir con su misión:
Melibea pena por ti más que tú por ella. Melibea te ama y desea ver. Melibea piensa más
horas en tu persona que en la suya. Melibea se llama tuya y esto tiene por título de libertad y con
esto amansa el fuego que más que a ti la quema (XI, 3ª, p.462)
Esa fogosidad, esa entrega absoluta y también esa falta de paciencia, que se
manifiesta en la angustia por la tardanza de Calisto que muestra Melibea ante Lucrecia
al comenzar el auto XIV o en esa precipitada decisión de Plácida de abandonarse a la
vida salvaje, ante el tal vez temporal abandono de Vitoriano, por cualquier nimia
contrariedad en su relación, justificada en la obra por su «edad altiva y moça»; hacen a
los dos personajes susceptibles de parangón. No obstante, existe también una diferencia
crucial entre Plácida y la dama de Rojas. Así, en Melibea -pese a que su suicidio pueda
parecer egoísta y llegue a justificar el daño que hará a sus padres con una retahíla de
personajes clásicos que también ofendieron a los suyos: Bursia, Tolomeo, Orestes…
(XX, 2ª)-, encontramos un sentimiento claro de remordimiento. Melibea no puede evitar
sufrir por su rebeldía: es consciente de la ilicitud de su amor y del daño que con él ha
hecho y va a hacer a sus padres, a los que sinceramente ama; aunque, cuando pierde a
Calisto, se sienta presa de un dolor que es capaz de anular todo lo demás. Y, sobre todo,
se imagina a sí misma -según ha destacado con gran acierto Dorothy S. Severin54-,
como esa mujer fatal de esos cantarcillos populares que tan bien conoce, que arrastra a
la muerte a su amante. Muy al contrario, Plácida se sume -en su tremenda soledad y
ajena a cualquier condicionamiento social o familiar- en el análisis psicológico de su
propia zozobra interna, provocada por factores externos bien localizados (la deslealtad y
el rechazo de Vitoriano y la ingratitud de Cupido), que la eximen a ella de cualquier
sentimiento de culpa.
De ahí que el suicidio del personaje enciniano se asemeje más a esa muerte
lánguida e inevitable, por el amor no correspondido, de la ficción sentimental, que a la
54
Véase «Introducción» de Dorothy S. Severin, en Fernando de Rojas, La Celestina, Madrid: Cátedra
(Letras Hispánicas, 4), 2005, 15ª ed., pp.36-37.
Yo cobrí de luto y xergas en este día quasi la mayor parte de la cibdadana cavallería, yo
dexé oy muchos sirvientes descubiertos de señor, yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y
envergonzantes (XX, 3ª, p. 598)
¡O piadosa muerte, entero bien de los tristes! Ven a mí y con tu venida, cierra las llagas
que por Pánfilo carpidas en mis entrañas se encienden…57
Las dos invocan insistentemente a la muerte y rechazan una vida triste, que ambas
achacan a su mala fortuna, a los hados nefastos; especialmente Plácida, en la que no
encontramos ningún atisbo –como hemos dicho- de remordimiento. Así, llama a la
muerte Plácida en su desesperación:
56
Ibíd., (vv. 1232-33 y 1240-44), pp.328-329.
57
Parrilla, Carmen, ed., Juan de Flores, Grimalte y Gradisa, Madrid: Centro de Estudios Cervantinos,
2008, apart. 26, p. 169.
58
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 1237-1239), en op. cit., p.328
limpio matrimonio…! ¡Tú oprobio de las famosas dueñas, enxenplo de toda maldad,
induzimiento de la singular, favor de malas, aborrescedora de buenas, pérdida de los espirituales
bienes, entera esperança de las infernales penas, causa de lloros a tus amigos, complido placer de
tus enemigos, sepultura de pecados, imagen de quien los haze, desonestad para el mundo y tierra
que te crió!59
Su ira contra Pánfilo la acerca más a Fileno que a Plácida, pues llega a maldecir a
todos los hombres -entre ellos a su mismo padre y a sí misma por los genes masculinos
que recibió de él-; dando cuenta de un carácter exageradamente apasionado y colérico:
Ya no sé qué me diga para que mis palabras muestren abiertamente mis deseos, los cuales
no son ya de amante; ni que amases querría, antes que conocieses cuánto de fuera va lo que tu
malicia presume, que tanto contra ti y los otros hombres veo las llagas abiertas que aun me
desplaze por ser de varón engendrada; y que otra cosa no causase mi desesperada muerte, sino
porque moriese conmigo la parte que tengo de tan mala generación, el morir me consolaría 60
Pero, además, piensa –muy influida por la moral de la época-, que con el suicidio,
cumplirá con el deber del marido cornudo, que es el de dar muerte a la adúltera:
¡O no conoscido marido! Ven, pues, y rescibe vengança de tus injurias, recobra los tus
honores. Y si yo desprecio mis honras, no pierdas la justicia que del adulterio te devo. Y no te
turbes por flaqueza mugeril en tomar de mí la vengança, mas como varón que por el honor se
pone a los conoscidos peligros por ganar de allí victoria, así las máculas del lecho marital que no
guardé, requieran a tus honores. Castiga con mi pena aquéllas que a malos deseos son
inclinadas.Abra tu saña mis pechos, y haç aquella justicia como el estrago de tu honra lo
demanda y lo querella, y si piedad de mí te vençe, la muger es varón que te vençió61
Sobre Plácida –que es soltera-, no actúan esos prejuicios sociales, ni esos deseos
de venganza sobre el amante ni sobre ella. Encina ha querido mostrar en ella a una dama
noble y sincera, que ha tenido la mala suerte -sin tener ella la culpa, pues para nada se
alude a su deshonra social por su entrega amorosa; sino sólo a la bondad de su
constancia-, de ser rechazada por su amante. No hay, de este modo, en el suicidio de
Plácida, esa condena al amor hereos que se produce tanto en La Celestina, como en
Grimalte y Gradisa o en la misma Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio.
59
Grimalte y Gradisa, apart.23, p. 163 y apart. 26, en op. cit., p. 168.
60
Ibíd., apart.23, p. 164.
61
Ibíd., apart.26, p.1769-70.
más agentes externos que su propia conciencia, donde se libra esa agria batalla entre
voluntad y pasión. Le cuesta llevar a cabo su cometido: «ya los miembros se me
encorvan/y se turban mis sentidos» (vv. 1294-1295); pero, finalmente, lo consigue, con
ese espírtu valiente que la ha caracterizado en los dos soliloquios, evitando que ese
cáncer o enfermedad que la atormenta, la del amor, le cause más estragos, tanto físicos
como psíquicos:
No te turbes ni embaraçes,
recobra, Plácida fuerças;
cumple que te despedaces
y con la muerte te abraçes,
deste camino no tuerças.
mano blanca,
sei muy liberal y franca
en ferir, que ya te esfuerças.
……………………………
Ve, mi alma,
donde Amor me da por palma
la muerte por beneficios62
¿Quién puede ser siempre estable en un querer? ¿Vos no sabéis que dessean las
voluntades siempre conocer nuevos deleites? Ninguna puede ser tan bella que por tiempo
continuado no sea enojosa […] El hombre que gracioso y dispuesto se conosce, razón es querer
partir sus gracias por muchas, no es razón que sólo una lo goze 64
62
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 1296-1311), en op. cit., pp.330-331.
63
Recordemos las palabras que Fiometa lanza a Pánfilo en el apart.18: «No quieras ya por tantas maneras
serme enemigo, baste a ti solo conoscer mis defectos sin darlo a conoscer al mundo. Ni creas que yo por
disolutos desseos me venço, mas el grande e limpio amor que te yo he me faze fuera de términos salir y
desonestarme. Yo no sé cuál falta mía contra ti cometida tal pena meresce; sólo esto me puedes acusar:
que cuanto tú de movible, tanto yo de constante» (Grimalte y Gradisa, op. cit., p. 147).
64
Ibíd., apart. 16, pp.139-140.
el caballero del amor cortés, pues lo trata a él como «señor» cruel y desdeñoso y ella se
proclama su humilde «sierva»:
Pero, a pesar de este leve reproche –que sólo los espectadores sabemos que no es
justo, pues Vitoriano le sigue siendo fiel, aunque ella no lo sepa-, no hay en las palabras
desesperadas de Plácida esa maldición vengativa que tanto Fileno como Fiometa,
envueltos en ese etéreo halo de ficción y literatura, pronuncian, rencorosos, contra sus
amantes. Prueba de que en la mente de Plácida persisten los recuerdos buenos de ese
amor pasado, capaces de anular, aunque sea por breves instantes, el dolor del abandono,
es ese titubeo que se produce en su discurso cuando piensa en Vitoriano, entre el amor
que todavía siente por él y ese odio que desea sentir y que, aunque se esfuerce, no puede
sentir:
¡O Vitoriano mío!
no mío, mas que lo fueste,
este sospiro te embío
aunque de tu fe confío
que el oído no le preste66
65
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 1304-1308), en op. cit., p.331.
66
Ibíd., (vv. 1256-1260), p.329.
67
Recordemos que Cardonio, que como hemos dicho lo responsabiliza a él de su desgracia, intenta
disuadir a Fileno de sus lúgubres intenciones, mostrándole que su destino puede cambiar y que puede
Zefira, con el tiempo, quererlo: «Y aun tu dicho mesmo también te condena, /que llamas mudable a
cualquiera muger, /el cual solo basta a librarte de pena/creyendo Zefira se puede volver» (vv.477-480);
Si los otros personajes se suicidaban, por tanto, sin escuchar las palabras sensatas
de Cardonio y Grimalte, respectivamente, enamorados de su papel de mártires de amor,
que les lleva a regocijarse en la composición de epitafios que recuerden su sacrificio –
recordemos que Fiometa misma compone unos versos para ser recordada antes de
quitarse la vida68-; Plácida se suicida, tras escuchar las dos facciones opuestas en su
interior, por lo que sus titubeos no resultan tan teatrales o tan literarios, sino nacidos de
su agotamiento físico y psíquico en esa batalla interna y del humano temor a la muerte.
Grimalte, por su parte, intenta que Fiometa entre en razón, promoviendo el olvido de Pánfilo y alude,
también, a ese tiempo sanador, que puede traerle nuevas dichas. De esta forma escribe: «pues si Fortuna
agora vos es contraria, después que saber sufrir vos conosca, podrá muy presto volver a la rueda, como
aquélla que sólo a las fuertes prueba y con los flacos se ensaña. Así que vos, con esfuerço, esperad sus
bienes prósperos, que aún alegre gozo vos puede tener reservado, de que ya contenta de enojaros se
canse» (Grimalte y Gradisa, apart. 27, op. cit., p.176).
68
Fiometa escribe: «…Recordad mis grandes males/sofridos con tanta fe, / porque memoria se dé/ de mis
angustias mortales…»; Ibíd, p. 171-172. También Plácida se infunde ánimos con la memoria que quedará
de su sufrimiento, a pesar de ir al infierno (vv. 1283-1286); pero será ya casi al final de la obra cuando
Suplicio le haga el suyo y ya no servirá de nada; pues pronto la verán triunfar sobre la muerte.
Pero es que hasta la misma dama rival reconoce que ni ella ni nadie puede
compararse a Plácida:
Vitoriano piensa, incluso, que las célebres heroínas que fueron amadas y
desamadas después por personajes célebres (Paris, Tereo, Jasón), -traidos a colación por
Suplicio para animarlo al olvido-, son muy inferiores a Plácida, por lo que sabe también,
de ante mano, que su ovidiano remedio no surtirá efecto:
69
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 523-525), en op. cit., p.306.
70
Ibíd., vv.441- 44, p.303.
71
Ibíd., vv. 1314-16, p.331.
72
Ibid., vv. 585-589, p.307.
Tras su intento, por tanto, renuncia a seguir cortejando a Flugencia –por la que no
siente nada, pese a ser dama hermosa-, para ir en busca de Plácida. Y, en ese momento
de optimismo, viendo la vuelta de la felicidad al alcance, recuerda con detalle todas las
gracias y atributos físicos de ésta, urgido por un amor sensual, que bien recuerda la
descripción que hace Calisto de Melibea en La Celestina:
Su belleza es, además, constante, como constante es también su amor por ella,
pues no se aparta de su pensamiento ni de noche ni de día, ya esté risueña o contrariada:
73
Ibíd., vv. 401-408, p.302.
74
Ibíd., vv. 804-808, p.315.
75
Ibíd., vv. 809-816.
76
Ibíd., vv. 817-821.
77
Ibíd., vv. 923-936, p.318.
78
Ibíd., vv. 1041-1053, p.322.
Venus nos da, precisamente, otra visión de Plácida, desde su omnipotencia como
diosa que maneja los destinos y actitudes de los enamorados. De esta forma, da a
entender que la muerte de la protagonista no habría sido sino un medio para probar a
Vitoriano:
79
Ibíd., vv. 2321-2331, p.363.
80
Gimeno, Rosalie, op.cit, p.86.
Además, la vemos dudar, avanzar y retroceder sobre sus palabras y actos; luchar
contra sus momentos de debilidad; atacar con saña a Amor; pasar de los celos y los
reproches contra Vitoriano a la ensoñación y al elogio de su gallardía; enfadarse consigo
misma por no poder olvidarlo; mostrarse abnegada y dispuesta al sufrimiento y, en
cambio, no poder soportar la soledad…Todos estos matices psicológicos que presenta el
personaje y, especialmente, la sinceridad y verosimilitud con la que nos son mostrados,
hacen de Plácida un personaje singular dentro del teatro medieval y un muy digno
antecedente de las damas enamoradas de la Comedia Nueva. Así, muestra igual
capacidad de entrega amorosa y sacrificio que Vitoriano, en anticipo de esa pareja bella
y virtuosa de amantes que no faltará en los Siglos de Oro; e incluso, podríamos decir
que más, al tomar ella la iniciativa –como ocurrirá con ciertas heroínas tirsianas y
calderonianas- y dar una lección de tesón al galán. Si la mujer es vista como persona
temerosa, pasiva, dependiente, frente al carácter emprendedor y fuerte del varón, no hay
duda de que Plácida, al menos en este mundo de ficción creado por Encina –pero fiel
reflejo, a su vez, de las inquietudes culturales de una época compleja, de crisis y
transición-, rompe con este canon femenino tradicional.
No es, por tanto, la mera encarnación de la belleza ideal –física y espiritual- que
se otorga como galardón al joven caballero por su calidad de amante perfecto. Ella
también sería, en todo caso, una amante perfecta, viviendo intensamente un amor que
constituye su razón de ser: que la destruye cuando cree que no es correspondida y que le
da la felicidad infinita al ser satisfecho.
Cuando Plácida es resucitada por las artes mágicas de Mercurio, no recuerda nada
desgraciado, pues ha bebido de las aguas del mitológico Leteo y, junto a su amado, en
aquel amanecer radiante en el campo, está dispuesta a empezar de nuevo y a ser feliz
para siempre, como muestran sus primeras palabras tras regresar de la muerte:
¡O, mi amor,
pues que se secó el dolor
floresca nuestra beldad!81
El léxico de su discurso, que había estado caracterizado hasta ahora por términos
lúgubres, se vuelve luminoso como ella, lleno de la esperanza y la ilusión del amor que
se sabe correspondido. Con el agradecimiento a los dioses y su entrada en el baile
«contenta y de grado», concluye su intervención y la obra.
¡Qué lejos las vidas de estos atormentados amantes y la de los amores pastoriles
de los que hablan Gil y Pascual! Los sencillos pastores –que no se fían de los
cortesanos, y que presentan situaciones cómicas que contrastan con la gravedad del
argumento principal, como claros antecedentes del «gracioso»-, cogen flores para hacer
guirnaldas con que obsequiar a sus amadas, juegan y se duermen plácidamente, mientras
los cortesanos se debaten entre complicados e incomprensibles asuntos de amores. En
este sentido, la prodigiosa resurrección de Plácida, ofrece una nueva visión sobre ella
por parte de Pascual, que la cree «fantasma» y la sitúa en la ambigua frontera entre lo
real y lo ficticio. La escena no puede ser, además, más cómica, pues Suplicio acaba de
inventar un epitafio para otorgar ese carácter universal al suicidio de Plácida:
81
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 2433-2435). , en op. cit., p.367.
82
Ibíd., vv.2500-2510, p.369.
Es entonces cuando se acercan dos figuras, las de un hombre y una mujer, que
Pascual en su simpleza confunde con los pastores Benita y Juan; pero, al decirle
Sulpicio, que son Vitoriano y Plácida, invadido de ese miedo aldeano a lo sobrenatural,
exclama con teatral temblor y voz entrecortada:
Y, como era de esperar, faltan en esa fiesta final esos dos personajes femeninos
oscuros y grotescos, tan opuestos a la belleza franca de Plácida, que introdujeran en la
obra ese episodio de ambiente celestinesco. Flugencia y Eritea no tienen cabida en aquel
luminoso amanecer con el que acaba la Égloga. Apartadas en ese mundo de corrupción,
83
Ibíd., vv. 2523-2531, pp.369-370.
84
Ibíd., vv.2572-2579, p.371.
Dos momentos son los que nos interesan y ambos comparten el mismo escenario
urbano, junto a la ventana de la casa de Flugencia; dama cortesana que suele asomarse a
ella –según cuenta Suplicio- para tomar el fresco cuando nadie puede verla. Ésta
conversa primero con Vitoriano, que viene a requerirla en amores para olvidar a Plácida
y, acto seguido, con la tercera Eritea, que se dirige, en ese momento, a cometer una de
sus fechorías. Se trata de un escenario dominado por el secreto, por el susurro y la
brevedad que pide Flugencia a sus interlocutores, a los que insta a marcharse cuando
percibe que llega alguien. La vida de esta dama se basa en la apariencia, en el engaño, y
teme en todo momento ser descubierta. De ahí esas frases inquietas: «Ora, pues vamos
de aquí. /Dadme licencia señor, que no sé quien viene allí» (vv.633-35), «Quiérome ir»
(v.638), «Démonos, señor, licencia» (v.641), «Eritea, andad con Dios, / que yo quiero
ya encerrarme, / que vienen allí unos dos» (vv.769-771).
A esa primera escena llega Vitoriano, precisamente, con un ardid, pues su amigo
tose falsamente para avisarlo de que la dama está en la ventana sola y de que puede
acercarse a ella sin riesgo. Y, por supuesto, para entrar en este mundo engañoso irrumpe
mintiendo; proclamando lo enamorado que está de Flugencia, a través de toda una
suerte de aprendidos y manidos tópicos corteses, que lo sitúan humildemente a los pies
de ésta como «siervo de su belleza» (v.552), como su «cautivo»; término que, puesto de
moda por la ficción sentimental y la poesía de cancionero, repite sin cesar:
85
Ibíd., vv. 456-61, p.304.
86
Ibíd., vv. 554-557 y 582-84, pp.306-307.
¡Dios me guarde
de abrir a nadie tan tarde!
Antes os ruego que os vais87
¡O molestas y enojosas puertas! ¡Ruego a Dios que tal huego os abrase como a mí da
guerra, que con la tercia parte seríades en un punto quemadas! (XII, 4ª, p.480)
Actitud imprudente que es frenada por la joven que teme despertar a sus padres y
publicar la deshonra de ambos, aplazando la cita para la noche siguiente en el huerto. Y,
por supuesto, en ambos casos se imita la poderosa fuerza del amor cortés, que por
obtener la merced de la dama, rayaba en lo sobrehumano, como el episodio en que
Lancelot rompe la reja de una ventana, hiriéndose gravemente, para yacer con la reina
Ginebra o en la transformación en azor del caballero, para penetrar por la reja que
custodiaba a la dama en el lai de Yonec de María de Francia88.
87
Ibíd., vv. 601-602 y 622-624, pp.308-309.
88
A los dos textos nos hemos referido en el CapítuloIII, epígrafe 2.
probar su fe o resistencia. Así, de manera inteligente y pícara, tal y como hiciera Ella
con Puertocarrero, contesta –aun dentro de las fórmulas galantes que tan bien conoce y
usa- de forma realista, para desmontar los argumentos que le da Vitoriano. Así, cuando
éste ensalza su gran perfección responde, astutamente, que ella es «de carne y hueso» y
que todos los días se mira en el espejo y no es para tanto:
Y tampoco cree que la ame tanto como dice, pues le echa en cara sus amores con
Plácida, a la que ensalza como dama singular, como ya advertíamos en el subepígrafe
anterior. Le hace entender, en fin, que no cree ni uno solo de sus requiebros, lo cual
enerva a Vitoriano quien, deseoso de vencer en esta disputa amorosa, cae en el perjurio,
mintiendo descaradamente sobre sus sentimientos y suplica finalmente a Flugencia, lo
que ésta quiere oír:
89
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv. 575-581), en op. cit., p.307.
90
Ibíd., vv.611-619, p. 308.
ella le apetezca: «quando tiempo y lugar tenga» (v. 627), aumentando, con la espera, el
deseo del caballero. Y es que Flugencia se ofrece como hábil y experta domadora de
hombres y sabe bien cómo seducir a Vitoriano (“A vos os tengo por hermano,/siempre
os quise más que a mí/ mas los otros/así como bravos potros/ los suelen domar aquí”,
vv.564-68). Éste le da un calificativo que bien demuestra su dualidad; el de «brava
oveja» (v.569); pues, bajo su apariencia femenina mansa y complaciente, está su
carácter cruel y rebelde. Flugencia, en efecto, no se deja engañar por las promesas de un
hombre, ni se somete a la voluntad de la sociedad patriarcal, sino que reivindica el
derecho de la mujer a hacer con su cuerpo lo que quiera. Si acepta a Vitoriano no es
porque crea en ese hueco idealismo amoroso de la literatura cortés, que enmascara aquí,
además, una clara inclinación sexual, sino porque, dada su naturaleza lujuriosa e
interesada, le complacería acostarse con Vitoriano, dada su apostura y, por supuesto,
espera, además, sacar provecho económico de la relación.
La profesión más antigua del mundo reclama, por tanto, a través de Flugencia, su
derecho a «paga», orgullosa de su libertad y de su habilidad para el oficio, como hiciera
la prostituta Areúsa en La Celestina, la cual enarbola su independencia frente a las
frecuentes humillaciones que sufren las criadas como Lucrecia:
[…] que éstas que sirven a señoras ni gozan de deleyte ni conocen los dulces premios de
amor… La mejor honrra que en sus casas tienen es andar fechas callejeras, de dueña en dueña,
con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca dellas, sino ¡puta acá! ¡puta
acullá! ¿a dó vas, tiñosa?...Por esto, madre, he quesido más vivir en mi pequeña casa, esenta y
señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cativa (IX, 4ª, pp.430-31)
expresiones populares (“Bien dizen que a la vejez/ los aladares de pez”)91 y un léxico
concreto y realista (“barbullar”, “empreñarse”, “cornudo”, “virgo talludo”, “parir”,
“letijo” …), cargado de ironía y malicia.
Flugencia siente gran curiosidad por saber adónde va Eritea tan tarde y con tanta
prisa y le pregunta, morbosamente, por todos los detalles de su ilícita empresa,
consiguiendo, nuevamente con su astucia, que ésta le desvele todo el asunto, en una
narración fluida e intensa que no tiene desperdicio:
Esta Febea de la que hablan se ofrece como una dama de la misma calaña que
Flugencia, falsa y sin escrúpulos, pues finge un embarazo para sacar beneficio y Eritea,
91
Ibíd, vv.723-724, p.312.
92
Véase«Estudio preliminar», en Aliprandini, Luisa de, ed., Juan del Encina, Triunfo de amor. Égloga de
Plácida y Vitoriano, Madrid: Akal, 1994, p.31.
93
«Égloga de Plácida y Vitoriano», vv.653-664, pp.309-310.
que actúa como partera, le va a conseguir un hijo –como después averigua la misma
Flugencia- de una muchacha embarazada que se ha casado recientemente con un tuerto
fingiendo, a su vez, ser virgen y a la que Eritea le coserá, a cambio, el virgo.
Sin duda, la autosuficiencia con la que habla Eritea de su oficio de tercera y de los
beneficios que obtiene del clero , recuerda el auto IX de La Celestina, cuando la vieja
cuenta a Lucrecia, con nostalgia, lo bien que vivía antaño, y lo respetada que era por sus
pupilas y por su noble y piadosa clientela:
[...] Pues servidores, ¿no tenía por la causa dellas? Cavalleros, viejos y moços, abades de
todas dignidades, desde obispo hasta sacristanes. En entrando por la iglesia, vía derrocar bonetes
en mi honor, como si yo fuera una duquesa […] (IX, 4ª, p.433)
¡A fe que es bella!
Cuitado del desposado
que es ante cuquo y cornudo95.
94
Ibíd., vv.737-744, pp.312-313.
Y, por supuesto, la pícara dama aplaude la ocurrencia de Febea (“¡O, qué gracioso
donaire!/ nunca vi tan buen ensayo como preñarse del aire”)96. Y se vanagloria ella
misma de su astucia con Vitoriano, al que pretende cobrar sus servicios, o de su
crueldad con otro caballero al que ha seducido recientemente gracias a los filtros
amorosos de Eritea, a la que parece conocer desde hace mucho tiempo. A Flugencia -
como a Febea y a la desposada del tuerto-, también la alcahueta enciniana le había
remendado el virgo en más de una ocasión.
Eritea está, en efecto, muy influida por Celestina. Es una mujer ya madura, astuta
y avarienta, que se enorgullece de su experiencia y de la sabiduría con la que ejerce su
profesión, como también hace frecuentemente la alcahueta de Rojas:
Pocas vírgenes, a Dios gracias, has tú visto en esta ciudad que hayan abierto tienda a
vender, de quien yo no aya sido corredora de su primer hilado (III, 1ª, pp.298-299).
De los seis oficios que Pármeno describe a Calisto como propios de Celestina:
«labrandera, perfumera, maestra de fazer afeytes y de fazer virgos, alcahueta y un
poquito hechizera» (I, 7ª, p.257), además del de comadrona -que la misma vieja
menciona varias veces; así cuando habla a Pármeno ensalzando las virtudes de su madre
en este ofio (Auto VII)-; Eritea da cuenta de tres: partera, remedadora de virgos y bruja.
95
Ibíd., vv.688-690, p.311.
96
Ibíd., vv.729-731, p.312.
97
Ibíd., vv. 697-703, p.311.
en el Auto I: «…hazía con esto maravillas, que cuando vino por aquí el embaxador
francés, tres vezes vendió por virgen una criada que tenía».
Son mujeres, además, que comercian con la sexualidad ajena y que destapan esa
necesidad humana de la carne, que la sociedad, hipócritamente, pretende ocultar. Eritea
se permite, de esta forma, una retrospección hacia su pasado, hacia su juventud como
prostituta, con una clara referencia al amor carnal, reconociendo que si antes cobraba
por sus servicios sexuales a los muchachos jóvenes, ahora que ya ha perdido su
98
Ibíd., vv. 757-760, p.313.
99
Véase Segura Graíno, Cristina, «Las mujeres en La Celestina», en García Graíño, Cristina (coord.),
Femenismo y misoginia en la literatura española. Fuentes literarias para la historia de las mujeres,
Madrid: Narcea, 2001, p. 51.
atractivo físico, debe pagar por ellos: «¡Moçalvillos!/ ya les torno los cuchillos / que
otro tiempo les tomava»100, en clara alusión al futuro que espera a su bella discípula;
como también Areúsa, -y la misma Elicia cuando muere su maestra y tiene la
posibilidad de ser independiente-, se supone que acabará como Celestina. Esa rabia
masculina contra este viejo oficio y el desmesurado desprecio hacia quienes lo ejercen,
consideradas las rameras como lo más vil y bajo de la sociedad, se desprende del odio
que Pármeno -al que incentivan también los motivos personales- expresa por Celestina
en un aparte del Auto I, cuando se da cuenta que su señor, pese a sus advertencias, se
deja llevar por ella: «¡Y en tierra está adorando a la más antigua y puta [vieja] que
fregaron sus espaldas en todos los burdeles!» (I, 9ª, p.267)
El modelo femenino que presentan Eritea y Flugencia es, en definitiva, más libre
que el de las damas y pastoras del teatro medieval, al no estar éstas sometidas a la
voluntad del hombre y ser capaces con su labia y su astucia de procurarse lo que desean;
pero al mismo tiempo más peligroso e inquietante -de ahí la necesidad del secreto-; y,
sobre todo, ofrece esa visión desencantada de la vida, esa falta de ilusión y esa
dramática y urgente búsqueda de la propia satisfacción personal y del beneficio a toda
costa aprendida en La Celestina.
Pero, sobre todo, este ambiente perverso que, en pocos versos, aparece en toda su
extensión y profundidad -si bien tratado de forma más negativa y menos comprensiva
que en La Celestina-, sirve para establecer un fuerte contraste dramático con ese mundo
idealista y noble de los protagonistas, de corte pagano renacentista y procurar la
redención de Vitoriano. Así, el contacto con Flugencia hace que Vitoriano caiga
bruscamente desde esa luz sincera y clara que representaba Plácida a una oscuridad,
100
«Égloga de Plácida y Vitoriano», (vv.766-68), en op. cit., p. 313.
donde todo es falso y está lleno de peligros. También él, en consonancia con ese mundo
de lo real-concreto y ante su urgente necesidad sexual, peca y se sitúa a la altura moral
de la ramera, de la que pretende aprovecharse mintiendo y perjurando. El papel que ésta
desempeña es, por tanto, muy importante en el desarrollo dramático de la obra: hace
descubrir a Vitoriano -que no puede evitar compararla con Plácida-, lo que realmente
quiere y lo vuelve a situar en el buen camino, en la búsqueda de esa luz del amor
sincero, que no será fácil, pero que al final encontrará.
sin esperanza; que niega la magia de la literatura y que no conocerá la gloria del amor
verdadero.
Aunque Zefira no se pueda defender de los ataques que contra ella lanza Fileno, ni
Oriana pueda transformar, con su intervención concreta y real en la obra, la sublimada e
irreal imagen que Cardonio ofrece de ella -representantes ambas de los vicios y las
virtudes femeninas, de esa Eva y esa María que había ido configurando el discurso
masculino sobre las mujeres-; en su indeterminación y misterio, las dos muestran la
reivindicación de todas y cada una de las mujeres: de las malas y de las buenas, de las
feas y de las hermosas, de las torpes y de las discretas. Si es cierto que Encina, al
mostrar su clara antipatía sobre el maldiciente Fileno, se acerca al discurso profeminista
del sensato Cardonio, a ese bando defensor de la corte castellana, que tenía en los
tratados de Rodríguez del Padrón, de Diego de Valera, de Álvaro de Luna o de fray
Martín de Córdoba –comentados en el Capítulo II-, importantes respaldos; su
reivindicación supera con creces la de estos escritores y se acerca, en cierto modo, a la
de las voces femeninas que como Christine de Pizan o Teresa de Cartagena, pedían una
revisión crítica de ese discurso masculino, por su carácter falso e injusto.
brillo de los festejos cortesanos y sus dotes musicales y artísticas eran muy admiradas;
lo cual contradecía, sin duda, muchos discursos de los maldicientes.
Y, en esta línea, también Plácida, al asumir, con tanta dignidad y sinceridad, los
papeles que en la literatura se reservaban al caballero cortés y al sacrificado amante de
la ficción sentimental, viene a demostrar que la constancia y los buenos sentimientos
son inherentes a la naturaleza femenina, de la misma forma que lo pueden ser a la
masculina. Es Vitoriano el que se equivoca esta vez y pierde la fe en el amor,
ocasionando un tremendo dolor a Plácida, que va creciendo y adueñándose de su alma,
en un conflicto interno tremendamente humano, que acaba por destrozarla física y
psíquicamente hasta provocar su suicidio.
Como Melibea, Plácida vuelca todo su ser en esa relación amorosa con Vitoriano;
pero, a diferencia de la heroína de Rojas, no muestra ese complejo sentimiento de culpa,
pues está desvinculada de todo sentimiento familiar o prejuicio social. Encina ha
querido presentarla, así, en su imagen de amante ideal y la hace morir como una diosa,
con toda la calma y la serenidad de quien espera –como después ocurrirá-, ser
resucitada. Este ser puro y luminoso, representante de todas las mujeres que aman de
verdad, recibe, así, el premio que el autor ha querido otorgarle en virtud de su
constancia. Como sucedía con Febea, también Plácida eleva con su resurrección, la
belleza y la bondad de la mujer a una categoría mítica, en la que juegan un papel
importante esas deidades paganas, que vienen a mostrar una concepción del mundo más
positiva y a borrar ese demoníaco papel seductor que le otorgaba la literatura cristiano-
ascética. Aunque, sin duda, su papel es mucho más complejo, como hemos visto, y
también ella se equivoca al suicidarse o sufre, pese a su tesón y valentía, los daños
físicos y psíquicos de su sacrificio, anticipando actitudes que desarrollará el teatro
posterior.
Flugencia y Eritea tienen la función de traer ese mundo de oscuridad del amor
falso y material, que se paga con dinero, y de hacer que brille, aun más, el personaje de
Plácida, en la libertad de ese bucolismo redentor del campo. Su papel dramático es muy
importante en la transformación de Vitoriano y dota a la obra de mayor profundidad,
ofreciendo el tan teatral conflicto entre realidad y apariencia. Encina presenta en este
mundo prostibulario, que hemos relacionado por sus parecidos con el de La Celestina,
una concepción del amor totalmente opuesta a la que él había estado defendiendo, como
hemos dicho, desde el principio de su carrera dramática. En este mundo materialista, la
hipocresía y la burla procaz acababan con ese amor bueno y sano, que es tan necesario a
hombres y mujeres. Aunque él quisiera, como hemos visto, redimir a todas las mujeres,
pensando que en todas se pueden encontrar virtudes; está claro que a Flugencia y Eritea
no las puede redimir -también Christine de Pizan, en palabras de Cristina Segura, ignora
en La cité des dames a las «malas mujeres»; según ella irrelevantes y excepcionales,
pues se apartan de la actuación de la mayoría101-.
Hemos de reconocer que estas mujeres marginales, las prostitutas y las alcahuetas,
poseían más libertad que las demás y daban cuenta de un mundo femenino propio y
autónomo; hecho que ha llevado a considerar su profeminismo, pues la mujer, ajena a
los prejuicios de la honra, se ha podido expresar con criterio y voz propia. El mundo
perverso que destapan tiene, además, cierto aire testimonial con la penetración en esa
crisis social y de valores que se vivía a finales del XV (la necesidad de aparentar de la
nobleza urbana, la corrupción del clero) y un claro afán realista frente al Neoplatonismo
de Plácida, que sitúa a la mujer en un plano más ideal. Sin embargo, al mismo tiempo,
este mundo prostibulario de Flugencia y Eritea tiene muy presente ese viejo modelo
literario misógino de tan larga tradición medieval, que presenta a la mujer como
murmuradora, hipócrita, amiga de enredos y mentiras, codiciosa, egoísta, lujuriosa…y,
por supuesto, la literatura popular y el Refranero –como la misma obra homenajeada-,
con la sátira de tipos como ese tuerto, que se convierte en cornudo desde el momento en
que se casa con la joven hermosa, al cual Flugencia se refiere jocosamente; o esa Febea
que -como confirma Eritea divertida- «Más ha ya de los cincuenta / que no mama»
(vv.725-26), teniéndose falsamente por joven doncella y ocultando su edad con afeites.
De ahí que Flugencia y Eritea ofrezcan, en realidad, una imagen femenina no menos
literaturizada que la de Plácida.
101
Véase «Presentación», en Segura Graiño, Cristina (coord.), La querella de las mujeres III. La Querella
de las mujeres antecedente de la polémica feminista, Madrid: Al-Mudayna (Querella-Ya), 2011, p.14.
Esa mujer moderna –tan parecida a la que imaginó Christine de Pizan en La cité
des dames-, pretende la crítica de ese discurso masculino sobre la mujer, procurando
una mayor participación en la vida pública y cultural y un mejor conocimiento mutuo
entre mujeres y hombres. Y no hay duda de que, en el espíritu conciliador de Encina,
ese viejo enfrentamiento de sexos encuentra la paz, superando esa tragedia del desamor
que resulta sólo aparente cuando somos capaces de demostrar sentimientos sinceros.
Zefira y Plácida conducen, en fin, a la mujer medieval hacia esa luz, hacia esa necesaria
y justa reivindicación de su papel; oscurecido, interesadamente y durante demasiado
tiempo, tanto por maldicientes como por defensores.
CONCLUSIONES FINALES
Conclusiones Finales 561
A través del análisis detallado de los personajes femeninos de las diez piezas del
teatro medieval cortesano estudiadas -siempre en íntima relación con el contexto
sociocultural y literario del complejo y convulso S.XV-; hemos conseguido una
esclarecedora aproximación a estas criaturas dramáticas, tan poco conocidas y tan
necesitadas –como advertíamos en la Introducción- de un estudio específico de
conjunto, que desvele y profundice en su importante aportación al teatro y a la cultura
de su tiempo.
1
Ferrer Valls, Teresa, «La Égloga de Plácida y Vitoriano en el contexto de la producción dramática de
Juan del Encina: la definición de un escenario híbrido», en Garelli, Patrizia y Giovanni Marchetti (eds.),
«Un hombre de bien». Saggi di lingue e leterature iberiche in honore di Rinaldo Froldi, t.I, Torino:
Edizioni dell'Orso, 2004, t.I, pp. 505-518.
De otra parte, muchas de estas damas y pastorcillas del teatro medieval apuntan ya
el prototipo de la dama de la Comedia Nueva; ya sea de dama idealizada, pareja del
galán -como Plácida o Pascuala-; de dama rival, como Flugencia - en este caso con el
añadido de sus implicaciones prostibularias-; de dama secundaria o criada en el caso de
Menga, que sigue los pasos de la principal sin hacerle sombra; o de esa joven doncella
de clase villana cuya honra se debe salvaguardar, en el caso de Beringuella. Incluso,
podríamos hablar de la posible proyección de los exagerados y ridículos ademanes de la
Donzella, imitados después por el Pastor, en la llamada comedia de figurón -ya vimos
su filiación con la bufonesca Felicina de Torres Naharro- o relacionar la fresca
comicidad de Beringuella al contrarrestar los aprendidos requiebros de Brasgil, con la
función de esa dama que en la comedia calderoniana asume parte del papel del gracioso;
si bien la inocencia y el carácter rústico de la pastorcilla de Lucas Fernández dista
mucho del culto ingenio de aquéllas. Queda abierta, así, una interesante línea de estudio,
que relacione estos precedentes medievales con los tipos femeninos del teatro áureo.
Los personajes femeninos del teatro medieval estudiados, aunque reciben ese
importante impulso del Humanismo y de ese espíritu filógino que vive la corte
castellana en la transición al Renacimiento, desbordan ampliamente estos límites y se
implican en los problemas reales y concretos de las mujeres medievales. Esas mujeres
que pasaban injustamente desapercibidas, como hemos visto, pese a su participación
real y efectiva en el trabajo, en la educación de los hijos, en la religión, en la política y
en la cultura -como mecenas, creadoras, y receptoras de literatura y arte-.
4
Nos desviamos aquí, como advertíamos en el Capítulo IV, de la distinción que Cristina Segura hace
entre las «puellae doctae», que para ella se limitan a reproducir el discurso masculino, de las «sabias» -
Teresa de Cartagena, Isabel de Villena, Luisa Sigea-, a las que relaciona directamente con las
preocupaciones propias de la «Querelle» (véase Segura Graíño, Cristina, «La transición del Medievo a la
Modernidad», en Garrido, Elisa (ed.), Historia de las mujeres en España, Madrid: Síntesis, 1997, pp.233-
238). Para nosotros todas ellas, tanto las «puellae doctae» como las «sabias», tienen gran importancia,
pues, como hemos dicho, esas damas cultas que veían en la formación intelectual un mero adorno
necesario para su brillo en la corte, también desempeñaron una valiosa aportación a la literatura y a la
cultura cortesana, propiciando el triunfo de temas y estilos que iban dirigidos fundamentalmente a ellas,
como inspiradoras y consumidoras de arte y saber.
De igual forma, hemos logrado establecer una fructífera comunicación entre estas
damas y pastorcillas del teatro cuatrocentista con los personajes literarios femeninos
que, a lo largo del período medieval, han ido rompiendo ese molde que se había
fabricado para ellas y que han denunciado, de distintas formas y en distintos géneros,
esa injusta alienación a la que su mundo femenino era sometido. Los mismos cantares
de gesta y otros relatos épico-legendarios, con personajes como doña Sancha o
Tarsiana; la hermosa liberación de la mujer que representa el amor cortés –pensemos en
Flamenca, Ginebra, Iseo o en las protagonistas de los Lais de María de Francia-; la
exaltación femenina del Dolce Stil Novo italiano, donde damas como la Beatriz de
Dante dan un sentido positivo a la vida del hombre; la concreción y sensualidad que
ofrecen las pastoras y serranillas líricas; la participación femenina en los juegos poéticos
cortesanos y la gracia e ingenio de muchas damas del entorno de Isabel la Católica, que
participan - junto a ella- dando vida a personajes dramáticos; las rebeldes protagonistas
de algunos romances tradicionales; las delicadas voces femeninas de la lírica popular y,
por supuesto, las valientes y decididas protagonistas de las ficciones sentimentales-
Laureola, Mirabella, Brazaida, Gradisa, Fiometa-; o los complejos y ambiguos
caracteres de las mujeres de La Celestina; dan cuenta de un mundo femenino propio y
autónomo, que con su concreción e implicación en los problemas y sentimientos reales
de las mujeres, limpian esa imagen distorsionada que nos ha llegado de ellas y
evidencian la abismal distancia que existe, como hemos podido comprobar en el
transcurso de los sucesivos capítulos que integran esta tesis, entre teoría y realidad.
La reivindicación de los personajes femeninos del teatro medieval hay que situarla
justo ahí, pues recoge esa tímida voz femenina –tanto de las escritoras como de los
personajes de ficción-, que se ha expresado no sin gran dificultad a lo largo de muchos
siglos, pero que ha resultado ser de gran interés cuando se ha dejado oír.
En efecto, los personajes femeninos del teatro medieval, si bien están creados
desde el idealismo amoroso y los gustos del refinamiento cortesano; no se muestran
como meros símbolos de belleza, sino que son capaces de sentir y de expresarse desde
su condición femenina, adquiriendo un extraordinario protagonismo en las obras en las
que aparecen. La importancia concedida a estas damas y pastorcillas por la imaginación
de sus autores, les proporciona –amparadas en la ficción-, una libertad expresiva que les
estaba vedada a las mujeres de la época; ya fueran nobles, burguesas o campesinas. De
esta forma, si muchos literatos profeministas –como el Diego de San Pedro que, en boca
del sufrido Leriano, se enfrenta a los ataques de Tefeo –basaban sus argumentos de
defensa en el sacrificio de las mujeres por sus maridos, sus hijos, su pueblo o por su
castidad y pocas veces en sí mismas5; el teatro medieval les ofrece la oportunidad de
mostrar sus sentimientos, de burlarse de las contradicciones y exageraciones del amor
cortés, de descubrir con su ingenio el auténtico amor, de emocionarnos con su dolor o
su sacrificio ante el rechazo del amante, de seducirnos con su gracia y su belleza, de
hacernos reír con su simpleza o con ese aparentar lo que no se es, de alegrarnos con sus
cantos de fiesta en los que vence siempre el amor o de ofrecernos, en contrapartida, su
cara cruel o interesada.
También chocaría con ese tópico la clara inteligencia de Pascuala, que es capaz de
conducir las acciones de los tres personajes que comparten escena con ella. Y, si un
autor como Blas Sánchez Dueñas, en Literatura y feminismo, afirma sobre la mujer -
haciéndose eco de la escuela existencialista francesa-, que «la mayor parte de las
manifestaciones artísticas y culturales no han querido (re)presentarla como a un ser
dotado de vida, con esencia y protagonismo autónomo, sino como un objeto
(re)presentado para la mirada de otros, en función subordinada y adyacente y para
5
García Velasco, Antonio, La mujer en la literatura medieval española, Málaga, Aljaima, 2000, pp.293-
301.
ejemplo de otras de su sexo»6, no hay duda de que Ella y la Mujer hermosa muestran en
su crudo y rebelde realismo una ruptura de este molde tradicional femenino, haciendo
prevalecer sus deseos y, pese a la visión negativa que se pueda ofrecer de ellas por su
falta de piedad, hay momentos en que llegamos a comprender su proceder.
Así, Ella pretende, desde su postura de dama culta e instruida, capaz de jugar
hábilmente con Puertocarrero al amor cortés y de vencerlo con su pericia verbal,
mostrar la necesidad de buscar formas más sinceras de relación entre los sexos, que
superen ese mundo amoroso dominado por las apariencias. De ahí que rechace,
valientemente, el pasivo papel de dama y muestre abiertamente su glotonería y
desvergüenza, pidiendo a su sufrido requebrador que le sirva la merienda.
La Mujer hermosa, por su parte, se alza en portavoz de todas esas mujeres que han
sufrido con su silencio -poetas como Compiuta Donzella o personajes obligados al
encierro y la obediencia, en contra de sus deseos, como Mirabella o Melibea-;
rechazando la dulzura y el recato que la sociedad patriarcal espera en la mujer, para
proclamar, sin pudor, la aversión que a ella, personalmente, le produce el contacto físico
que le solicita el lascivo Viejo; por mucho que éste disfrace su urgencia sexual con
aprendidos ademanes corteses y se haya acicalado para la ocasión.
6
Sánchez Dueñas, Blas, Literatura y feminismo. Una revisión de las teorías literarias feministas en el
ocaso del S.XX, Sevilla: ArCiBel Editores, 2009, p.162.
que estaba triunfando a fines del XV a la espiritualidad cortés, haciendo ver al anciano
lo cerca que tiene la muerte; al igual que esa sociedad obsoleta y ridícula que representa.
7
Segura Graíño, Cristina, «Las mujeres en La Celestina», en García Graíño, Cristina (coord.), Femenismo
y misoginia en la literatura española. Fuentes literarias para la historia de las mujeres, Madrid: Narcea,
2001.
resulta más eficaz para la apología femenina, que todas las lecciones teóricas -basadas
en prolijas genealogías de mujeres ilustres- de los tratadistas, sobre la bondad de las
mujeres.
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